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COMENTARIO 1

Estamos ante un sistema perverso que ahoga el potencial de igualación social de la enseñanza
pública, su misma razón de ser. Se reducen las plazas de interinos, no se aumentan las de
fijos, sube la ratio de alumnos por aula y los profesores se ven obligados a aumentar sus horas
lectivas, convirtiendo la jornada laboral en una carrera atolondrada de una clase a otra, y a
menudo, de un universo a otro, dado que hace tiempo que los niños más tiernos comparten el
instituto con alumnos de bachillerato. A los profesores no les llega la camisa al cuerpo y
sufren ese desgaste sabiendo que ya no hay bajas que valgan, que las jubilaciones se
retrasarán y que una vez que se apague el ruido de las manifestaciones públicas ellos solos
habrán de enfrentarse a la precariedad diaria. Así ha sido siempre.

Me pregunto si de verdad somos conscientes de eso. Hablamos de la desaparición de la


Filosofía o de las asignaturas artísticas cuando lo cierto es que una parte alarmante del
alumnado no sabe escribir o leer con soltura. A eso se suma un asunto más turbio que ha ido
complicándose en los últimos años: la mala educación. Abundan los problemas de mal
comportamiento. Pero, ¿cómo podría ser de otra manera? No es solo la escuela quien educa, ni
tan siquiera son los padres los únicos responsables, es la sociedad misma la que marca el tono:
el ambiente que se palpa en la calle; el lenguaje que se emplea en los medios de comunicación;
la consideración pública de los educadores; el respeto que los padres muestran hacia el
profesorado; la forma en la que nosotros mismos, los que opinamos públicamente, utilizamos
ese pequeño poder que se nos presta. Todo eso suma, o resta. Y por lo que oigo, leo y veo no
me extraña que, además del recorte de recursos a la escuela, estemos también contribuyendo
a su deterioro con un ejemplo generalizado de grosería.

(Elvira Lindo, El País, 20 de noviembre de 2013)

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3. Comentario crítico
COMENTARIO 2

Las emisiones de las factorías chinas que fabrican bienes para el mercado estadounidense
están contribuyendo a la formación de neblinas tóxicas (smog) de la costa oeste de Estados
Unidos, según un nuevo estudio que muestra las dificultades para determinar quién es
finalmente el responsable de la polución que afecta al planeta. China se ha convertido en la
fábrica del mundo. Y ese comercio, en general beneficioso, también genera enormes emisiones
de contaminantes como el dióxido de azufre y los óxidos de nitrógeno, que son rápidamente
transportados por los vientos globales —además de contribuir significativamente a los niveles
de dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero—.

Según la Academia Nacional de Ciencias, las emisiones vinculadas a las exportaciones chinas
provocaron en 2006 un incremento de entre un 3% y un 10% en las concentraciones de sulfato
en superficie (una combinación de dióxido de azufre y otros gases) en la parte occidental de
EE UU. En Los Ángeles, esa polución fue responsable de al menos un día extra de smog por
año, en los que se excedieron los límites de contaminación por ozono (...).

El estudio aporta pruebas de que Pekín podría y debería hacer más para reducir la polución,
que daña a la población de ese país mucho más que a los estadounidenses. Los autores del
estudio calculan que China podría cortar sus emisiones de dióxido de azufre hasta en un 62%,
y los óxidos de nitrógeno en un 22%, si exigiera a las fábricas sistemas de eficiencia
energética y control de emisiones (...) Esa tecnología está disponible. Lo que se necesita es
inversión y voluntad política.

(Traducción y adaptación del editorial del New York Times, 25 de enero de 2014)

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COMENTARIO 3

Oigo en la radio todavía en sueños (me la debí dejar encendida como muchas noches) a una
persona que dice que los agresores de mujeres la noche de fin de año en Colonia eran árabes y
norteafricanos “con perfil de refugiados”. Cambio inmediatamente de emisora y están
hablando de lo mismo, pero ya en tono menos estridente: la policía alemana investiga las
denuncias por agresiones sexuales a mujeres en diversas ciudades del país coincidiendo con la
Nochevieja; aunque parece —dice la presentadora— que muchos de los agresores eran árabes
y norteafricanos, la mayoría ebrios, “no consta por el momento que fueran actos organizados
ni que participaran refugiados entre ellos”.

Mientras me ducho, trato de imaginar cuál es “el perfil de refugiado”. Porque el de árabe y el
de norteafricano los conozco, pero el de refugiado es novedoso para mí. Porque ¿todos los
refugiados tienen el mismo aspecto? ¿O es que visten igual, independientemente de que sean
africanos u orientales, magrebíes o iraquíes, cristianos o musulmanes? Fuera ya de la ducha,
mientras me visto, me viene a la memoria la representación de Tiziano de El rapto de Europa,
ese mito que dio nombre al continente, y, tras ella, las del rapto de las sabinas por los
romanos, también muy representado en la literatura y la pintura europeas, y hasta las del
oneroso tributo medieval de las 100 doncellas que los reyes hispánicos hubieron de pagar
durante un tiempo a los califas moros de Córdoba para que estos les permitieran vivir en paz y
cuyos ecos aún sobreviven en distintas tradiciones y festejos que se celebran por todo el país.
El miedo al invasor, en especial al que viene del sur, está grabado en nuestro subconsciente y
en él cobra especial dimensión el temor a que rapte o viole a nuestras mujeres, que
consideramos nuestros bienes más valiosos e intocables.

A lo largo del día las noticias que llegan desde Alemania van confirmando que, en efecto, entre
los agresores sexuales a mujeres la noche de fin de año en Colonia hay refugiados recién
llegados al país y la decepción me invade como a muchas otras personas, supongo. ¿Qué
decirles ahora a todos esos que se oponen a acoger en nuestros países a los cientos de miles
de personas que huyen del hambre y la guerra en los suyos? ¿Con qué argumentos podemos
contrarrestar su demonización global de los refugiados cuando algunos de éstos se empeñan
en cargarles de razones y de teas incendiarias? Pobre Europa, a punto de ser raptada de
nuevo por el toro de la irracionalidad.

(Julio Llamazares, El País 11-1-2016).

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COMENTARIO 4

En 1979, Félix Novales, un chaval rubito de 21 años con cara de bueno, entró en el grupo
terrorista GRAPO y asesinó a seis personas en menos de dos meses. Tras su primer muerto,
compró pasteles y cava para celebrarlo. Por fortuna, esa frenética orgía de sangre se cortó
enseguida porque lo detuvieron y condenaron a 30 años. En el lento tiempo carcelario, Félix
comenzó a reflexionar. Dejó los GRAPO y, tras unos años de, supongo, sobrecogedora soledad,
publicó un ensayo, “El tazón de hierro”, en el que intentaba entender cómo era posible que una
persona asesinara a otra y lo festejara comiendo pasteles. En 1989, cuando salió el libro,
entrevisté a Novales en el penal de Burgos. Fue el viaje más extraordinario que he hecho en mi
vida: una inmersión en el corazón negro de los humanos, en ese punto ciego de fanatismo que
todos albergamos, con un guía que había estado allí y había salido. Recordé a Novales al leer
sobre los yihadistas de Cataluña. Cuatro españoles conversos, entre ellos su inenarrable líder,
Aalí El Peluquero, todos ansiosos por degollar a alguien. Más la conexión con los neonazis,
porque en la caverna del dogmatismo criminal se juntan todos. ¿Por qué una persona decide
rebanarle el cuello al prójimo? Creo que hay diversas razones para entregarse al odio; los
terroristas de las Torres Gemelas eran saudíes de clase alta, grandes señores de su sociedad
feudal que se fueron a estudiar a Oxford, en donde es probable que se sintieran
despreciados: la humillación es una emoción venenosa. Creo que uno recurre al consuelo
ferozmente fraternal del fanatismo si se siente ninguneado, solo y no querido, si piensa que no
pinta nada. Más de 2.000 europeos han entrado en el EI en los últimos meses. No parece que
estemos sabiendo ofrecer un modelo ilusionante de sociedad a nuestros jóvenes.

(Rosa Montero, El País, 14 de abril de 2015)

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COMENTARIO 5

Parece ser que en algunos organismos públicos de Estados Unidos se exige a las mujeres que
trabajan en ellos que se vistan «como mujeres». Es decir, como un precioso objeto decorativo.
Una muesca más en la culata de la regresión. La inglesa Nicola Thorp perdió su empleo
temporal por negarse a lucir tacones. Fue tal su indignación que lanzó una petición al gobierno
exigiendo que se declarara ilegal el uso obligado de tacones altos en el ámbito profesional. Al
haber alcanzado más de 150.000 firmas, los códigos de vestimenta sexista serán debatidos en
el parlamento británico.

Los tacones acapararon unos minutos en la gala de los Goya. Su presentador, Dani Rovira, los
calzó para ponerse en los «zapatos de las mujeres». El gesto pretendía ser un ‘gag’ empático,
pero, puestos a defender la igualdad, quizá debería haber abogado por descalzarse de una
norma social que anima a las mujeres a elevarse sobre unos tacones de vértigo. Las vimos
durante la gala. Haciendo equilibrios en las escaleras. Sujetándose al sólido brazo masculino
que las acompañaba. Una fantástica representación de la bella debilidad. También fue
relevante la actuación de los actores Adrián Lastra y Manuela Vellés. Interpretaron una
canción elaborada con títulos de película. Ella, con un vestido mínimo, justo por debajo de las
nalgas. Él... lucía pantalones. Y, reconozcámoslo, nos hubiera extrañado mucho que hubiera
actuado en calzoncillos. Llevamos pegado en la mirada el filtro de la discriminación.

Emma Riverola (El Periódico, 6 de febrero de 2017, adaptación)

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COMENTARIO 6

Los fenómenos naturales que se transforman en desastre son pulsaciones de fuerza brutal que
tienen explicaciones geológicas y meteorológicas claras, ajenas al sufrimiento de quienes los
padecen. Esa precisión de los científicos e ingenieros es la que nos tiene que ayudar a
reconstruir el rastro que dejan. Sabemos cómo ocurren, conocemos la magnitud y los niveles
de esas fuerzas que literalmente nos golpean por tierra, mar y aire. Por eso, las escuelas de
las ciudades del siglo XXI no pueden derrumbarse con los niños y los maestros dentro, los
postes de la luz no deben caer sobre los viandantes, la gente no tiene que ahogarse en las
autopistas con su familia dentro del coche. Tiembla la tierra, y ese terremoto, por falta de
previsión, de planificación y compromiso con la ciudadanía, destruye las casas, sepulta a sus
habitantes. Las lluvias torrenciales y los vientos huracanados han transformado ciudades y
pueblos de islas y Estados en ciénagas desdichadas, en parajes derruidos. Los terremotos que
han asolado México, y los huracanes que han golpeado las islas del Caribe y los Estados del sur
de Estados Unidos, o las lluvias monzónicas que han anegado el sur de Asia suman miles de
muertos y millones de desplazados, y esto no puede dejarnos indiferentes.

Con las nuevas tecnologías contemplamos la destrucción en tiempo real. Hemos visto el
temblor de la tierra deshacer edificios en cuestión de segundos. Hay todavía gente dentro
esperando que la rescaten. Los fenómenos naturales no pueden ser una excusa que justifique
infraestructuras obsoletas que se convierten en trampas mortales. En tierras de temblores,
huracanes y lluvias torrenciales hay que reconstruir honrando a las víctimas. A los que han
muerto, a los heridos, a los que lo han perdido todo. Que este dolor no signifique que unos
pocos accionistas de empresas de construcción o suministros se van a hacer más ricos de lo
que ya son. El compromiso transnacional con todas las víctimas de estos desastres naturales
que se podían haber mitigado con mejores infraestructuras no puede dejar que se especule
con su desesperación. Debemos prohibir que los fenómenos naturales coticen en Bolsa
convertidos en desastres.

(Ana Merino, El País, 25 de septiembre de 2017, adaptación)

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