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Introducción al Derecho

DERECHO 2021 -I

Notas de Introducción al Derecho


Capítulo 2: Derecho de Personas

5. Personas y “sujetos de derecho”

Noción de persona y sujeto de derecho.

Según los juristas romanos, todo derecho concierne o bien a las personas, o bien a las
cosas o bien a las acciones. De esos tres puntos de referencia el más trascendente son
las personas, ya que la organización jurídica entera está destinada a la persona humana y
halla su fundamento último en su dignidad. Los romanos lo expresaban diciendo:
hominum causa omne ius constitutum est, “todo derecho se ha constituido a causa de los
hombres”. Esto da lugar a dos principios sobre los que se basa el orden jurídico: todo ser
humano en cuanto tal tiene personalidad para el derecho, y todos los seres humanos
tienen, en principio, la misma personalidad.

Ontológicamente, “persona” es el individuo de naturaleza racional (individua substantia


rationalis naturae, según BOECIO). Es el ser capaz de poseerse a sí mismo en virtud de su
naturaleza racional y, por eso mismo, capaz de tener como suyas ciertas cosas, con
autonomía ante los demás. La persona entonces, en el plano jurídico, se ha de entender
fundamentalmente como el “sujeto del derecho”.

Pero como consecuencia de la necesidad de elaboración de sus propios conceptos que


tiene la ciencia jurídica, en Derecho “persona” no significa exactamente lo mismo que en
su sentido ontológico. Sin embargo, las precisiones que, con fines prácticos, aplica el
Derecho a esta noción no pueden violar (sería injusto) los derechos naturales de ningún
hombre. La noción jurídica de persona nunca podrá tener como efecto privar de su
dignidad de sujeto de derechos a ningún ser humano.

Con estas precauciones, la ciencia jurídica reacomoda la noción de persona para sus
fines, tanto extensiva (hay personas que no son seres humanos individuales), como

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restrictivamente (hay seres humanos que no son personas, sin por eso dejen de ser
sujetos de derechos). Para comprender a los seres humanos (concebidos) no
consideradas jurídicamente personas (por cierto, en su propio beneficio, como más
adelante se verá), así como algunos otros supuestos de personificación imperfecta, el
Derecho usa la noción genérica de “sujetos de derecho”.

Clasificación de los sujetos de derecho.

Entonces el concepto de “sujetos de derecho” comprende los siguientes tipos:

1) Personas naturales son los individuos de naturaleza humana, y sólo ellos, que hayan
nacido vivos, titulares de derechos y de deberes.

2) Personas jurídicas son instituciones formadas por otras personas (naturales o


jurídicas), a las que explícitamente se reconoce personalidad propia.

3) El concebido aún no nacido es sujeto de derecho para todo lo que lo favorece,


personalidad que es imperfecta con la finalidad de protegerlo especialmente.

4) Personas jurídicas no inscritas y otros patrimonios autónomos, a las que, sin tener
personalidad, se considera titulares de intereses para ciertos efectos.

6. La persona natural

Inicio de la persona.

El ser humano es considerado persona desde que nace. No es que antes no fuera nada;
como se verá, el concebido es tan sujeto de derecho como la persona nacida, pero a
quien el derecho, por razones prácticas, no considera plenamente persona.

Ahora bien, aparte de pasar el umbral del útero materno, el recién nacido debe estar vivo.
Un nacido muerto nunca llegó a ser persona. En cambio, vivir un solo instante después de
haber nacido es suficiente para que el niño adquiera plenamente la personalidad, incluso
sus derechos patrimoniales (por ejemplo, sucesorios) de modo definitivo. Si muriese
inmediatamente, van a quienes resulten ser sus herederos.

El interesado en afirmar que una persona existe o ha existido debe probarlo. La prueba
puede ser de cualquier tipo (antiguamente, por ejemplo, se exigía que el recién nacido
hubiese proferido al menos un vagido antes de morir), y la ciencia médica contribuye a
esto eficazmente.

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Fin de la persona para el derecho.

El fin de la persona ocurre sólo con la muerte. Con la muerte se extinguen algunos
derechos de los que el difunto era titular y otros se transmiten a sus herederos. La muerte
extingue la personalidad y hace cesar, por tanto, la protección de los derechos del sujeto.
Sin embargo, la ley parece seguir protegiendo en algunos casos al difunto y la voluntad
que expresara en vida: su testamento, su cadáver, su memoria. En realidad, se protege
entonces la autonomía privada de los vivos, incluso en su eficacia después de muertos,
así como los intereses de otros (los familiares, la sociedad) en relación con la
desaparecida personalidad del difunto.

Puede parecer que la escueta declaración de la ley (“la muerte pone fin a la persona”) es
más que suficientemente clara y definitiva. Pero los problemas empiezan ahí: en
determinar el momento en que se produce la muerte. Cualquiera es capaz de distinguir a
una persona viva y sana de un cadáver que ya manifiesta corrupción, pero en muchos
casos la diferencia entre matar y realizar un acto de piedad con un difunto, o de
solidaridad con un enfermo necesitado de un transplante, depende de averiguar si se ha
producido ya la muerte o no, mucho antes de que aparezcan los primeros signos de
descomposición.

En rigor, desde el punto de vista ontológico, la muerte es la disgregación de la unidad


sustancial del compuesto humano, lo cual suele expresarse en el lenguaje común y
religioso como la “separación del alma espiritual y el cuerpo”. Esta “muerte sustancial”,
que es en rigor la verdadera, definitiva y humanamente irreversible, está sin embargo más
allá de las posibilidades de la experiencia humana sensible. No se la puede constatar
empíricamente sino por sus efectos en el cadáver. De ellos, el más claro es la
descomposición, cuyo inicio se advierte con el rigor mortis. Para entonces ha pasado ya,
normalmente, bastante tiempo desde su advenimiento.

Por eso desde siempre, tanto el hombre común como el médico o el jurista han tenido
necesidad de fiarse de criterios empíricos de muerte, como la muerte fisiológica o “muerte
clínica” (cesación irreversible de la actividad cardiorrespiratoria espontánea) o, más
recientemente, la “muerte cerebral” (cesación definitiva e irreversible de la actividad
cerebral, que se puede averiguar por medios técnicos). Esta última es suficiente, por
ejemplo, para proceder a extraer los órganos del difunto con fines de transplante.

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Desaparición, ausencia, muerte presunta y reconocimiento de existencia.

Como todo derecho ha de tener un titular, hace falta prever el caso de la persona
desaparecida, que no deja ninguna noticia de sí, ignorándose dónde se encuentra y
existiendo motivos para dudar de que viva todavía. Se distinguen tres hipótesis: el simple
hecho material de la desaparición, que ya produce algunas consecuencias generales, la
ausencia declarada y la declaración de muerte presunta, que producen cambios
significativos de la situación jurídica.

La simple desaparición del propio domicilio y la falta de noticias acerca del paradero de la
persona por más de sesenta días bastan para que cualquier familiar, el Ministerio Público
o cualquier legítimo interesado pueda pedir el nombramiento de un curador interino de los
bienes del desaparecido.

Después de al menos dos años desde la última noticia del desaparecido puede declararse
judicialmente su ausencia, sin que tenga que haberse nombrado curador interino de sus
bienes. La declaración de ausencia confía la posesión temporal de los bienes del ausente
a quienes serían sus herederos forzosos si hubiera muerto en el momento de dictar la
resolución. Esta situación provisional es título suficiente para la administración y el goce
del patrimonio del ausente, con ciertas cargas. Pero el ausente sigue siendo el titular de
los bienes, y el poseedor temporal no puede disponer de ellos. La ausencia termina con la
comprobación de la muerte, el regreso del ausente, el nombramiento por su parte de un
apoderado con suficientes facultades para administrar sus bienes, o la declaración de
muerte presunta.

Diez años después de la última noticia del desaparecido (o cinco, si tenía más de ochenta
años) se le puede declarar presuntamente muerto. Si la desaparición ocurrió en
circunstancias que entrañan peligro de muerte, bastan dos años, y si son tales que la
muerte es cierta, aunque no se haya encontrado el cadáver (un avión caído en el océano,
por ejemplo), no se requiere el transcurso de ningún plazo. En ningún caso se requiere la
previa declaración de ausencia. La declaración de muerte presunta produce los mismos
efectos jurídicos que la muerte coimprobada: se disuelve el matrimonio del presunto
muerto y se abre su sucesión.

Si el presunto muerto retorna, se debe reconocer su existencia, a su pedido, del Ministerio


público o de cualquier interesado. El reconocimiento de existencia hace cesar los efectos
de la muerte presunta. La persona puede reivindicar sus bienes, en el estado en que se

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encuentren. Pero el reconocimiento de existencia no invalida el nuevo matrimonio que
hubiese contraído el cónyuge del desaparecido.

Derechos de la personalidad.

A cada ser humano la naturaleza misma le atribuye algunos derechos, llamados derechos
de la persona. Ellos garantizan al sujeto los elementos fundamentales de la vida y del
desarrollo, físico y moral, de su propia existencia. La Constitución y muchos tratados
internacionales los recogen y los reconocen solemnemente a toda persona. El tratamiento
constitucional de estos derechos influye en la interpretación de toda norma, pero también
pueden invocarse directamente, mediante las garantías constitucionales de la libertad. Se
dice que estos derechos son fundamentales, esenciales, insuprimibles, imprescindibles,
irrenunciables, eternos y sagrados. La ley los califica de irrenunciables e incesibles (salvo
la donación altruista de órganos).

Junto a estos derechos, que aseguran a la persona misma, se deben considerar


esenciales también otros derechos, que permiten a toda persona distinguirse en la
sociedad por su posición concreta. Son los llamados derechos de la personalidad, entre
los que están el nombre y el domicilio.

La protección del nombre cuida un interés individual, pero también de la sociedad. Tener
un nombre es un derecho esencial de la persona, pero también un deber.

El nombre, además del primero o “de pila”, incluye los apellidos. Al hijo matrimonial se
atribuye el primer apellido de cada progenitor. Al hijo extramatrimonial, los dos apellidos
del que lo haya reconocido o que haya sido declarado judicialmente. Si ello ocurre con
ambos padres, llevará el primer apellido de cada uno. Al adoptado le corresponden según
misma regla los apellidos del o de los adoptantes. Si se desconocen ambos padres, se
impone al niño un nombre adecuado, cuidando que no resulte indecoroso, ridículo o
contrario al orden público. La mujer, mientras no se divorcie o se anule su matrimonio,
puede agregar a su nombre el primer apellido del marido. Igual derecho tiene la viuda,
mientras no contraiga nuevo matrimonio.

El domicilio es un derecho que refleja el hecho de que el hombre está siempre ocupando
algún lugar, mientras está vivo. El domicilio, cuando es posible, se construye sobre la
noción de residencia, que es una cuestión de hecho, consistente en que la persona habita
en un lugar determinado, de manera no necesariamente perpetua y continua, pero sí
duradera, estable. Para hablar de residencia debe poder apreciarse, desde un punto de

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vista socialmente objetivo, el propósito de fijar en ella la propia vivienda. Pero el domicilio
no es una cuestión de hecho, sino de derecho: una relación con un lugar atribuida a la
persona para los fines del ejercicio de los propios derechos y el cumplimiento de las
obligaciones. Este derecho se atribuye sobre la base del hecho de la residencia, cuando
la hay, pero una vez establecido, para todo efecto legal, se entiende que el sujeto se halla
en él, independientemente de su presencia efectiva.

La regla general, entonces, es que el domicilio se constituye por la residencia habitual en


un lugar. Si la persona tiene más de una residencia habitual, se la considera domiciliada
en cualquiera de ellas. Si no tiene residencia habitual (caso de los vagos, por ejemplo), se
la considera domiciliada en el lugar donde se encuentre. Otras reglas atribuyen domicilio a
las personas en casos particulares.

7. Capacidad e incapacidad

Capacidad jurídica y capacidad de ejercicio.

La capacidad jurídica o de goce es la aptitud para ser titular de derechos y deberes.


Tienen plena capacidad de goce todos los seres humanos, incluso las personas jurídicas,
aunque no pueden gozar de los derechos de la persona individual.

La capacidad de ejercicio es la aptitud de las personas para ejercer por sí mismas sus
derechos. Tienen capacidad plena los mayores de 18 años, incluidas las personas con
discapacidad, independientemente si usan o requieren de ajustes razonables o apoyos
para la manifestación de su voluntad.

Excepcionalmente, tienen plena capacidad de ejercicio los mayores de 16 años y


menores de 18 años que contraigan matrimonio o quienes ejerzan la paternidad, o
aquellos que hayan obtenido un título oficial que les autorice para ejercer una profesión.

Causas de incapacidad absoluta y de capacidad de ejercicio restringida

La incapacidad absoluta está prevista en el artículo 43 del CC. Y la capacidad de ejercicio


restringida, en el artículo 44. Estos artículos, al igual que muchos otros, han sido
modificados por el Decreto legislativo que reconoce y regula la capacidad jurídica de las
personas con discapacidad en igualdad de condiciones, N° 1384, de 04 de septiembre de
2018.

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Son incapaces absolutos los menores de 16 años, salvo para aquellos actos
determinados por ley. Los menores pueden celebrar contratos relacionados con las
necesidades ordinarias de la vida diaria.

Tienen capacidad de ejercicio restringida los mayores de 16 y menores de 18 años; los


pródigos; los malos gestores de sus negocios; los ebrios habituales; los toxicómanos; los
que sufren pena que lleva anexa la interdicción civil; las personas que se encuentran en
estado de coma.

Protección y representación legal del incapaz.

La consecuencia de la incapacidad es que los incapaces no pueden ejercer por si mismos


sus derechos. Por eso mismo, se someten en su persona o bienes a la potestad de otras
personas, llamadas sus representantes legales. Esta es de tres formas:

1. la patria potestad, por lo que los menores de edad están al cuidado de sus padres.

2. La tutela, por lo que los incapaces menores de edad, cuando no están a cargo de sus
padres, se someten en calidad de pupilo, a un tutor.

3. La curatela, por la que el incapaz mayor de edad es confiado, como curado a un


curador.

Las personas con discapacidad no están bajo el cuidado de un representante legal, sino
bajo la ayuda de un apoyo. La persona mayor de edad puede acceder de manera libre y
voluntaria a los apoyos que considere pertinentes para coadyuvar a su capacidad de
ejercicio.

Los apoyos son personas que asisten a las personas con discapacidad, elegidas por ellas
mismas o designadas por un juez. Incluye la asistencia en la comprensión de los actos
jurídicos y de las consecuencias de estos, y la manifestación e interpretación de la
voluntad de quien quiere el apoyo. El apoyo no tiene facultad de representación, salvo
que la persona con discapacidad la otorgue o el juez.

8. Personalidad jurídica del concebido

La personalidad del concebido.

La vida del hombre es una sola, desde la concepción hasta la muerte. En ese sentido,
más allá del concepto jurídico de persona, el concebido es realmente persona, nada

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menos y nada más. Pero ya se ha visto que el Derecho puede adecuar los términos a sus
propias necesidades, sin que necesariamente coincidan con el lenguaje común, siempre y
cuando ello no pretenda afectar la realidad misma, en cuanto ésta tenga de jurídico. En
otras palabras, la terminología propia del Derecho no puede tener por efecto, directo ni
indirecto, la desprotección o desconocimiento de la dignidad personal de ningún ser
humano, nacido o no, ni de los derechos fundamentales que de ella se derivan, pues sería
algo de suyo injusto.

En de este contexto, se entiende que el Código Civil reserve el nombre de “persona” al


nacido (artículo 1°, primer párrafo), a la vez que reconoce al concebido como sujeto de
derecho “para todo cuanto le favorece” (segundo párrafo). Por ejemplo, el concebido tiene
la condición de niño para el Código de los Niños y Adolescentes, en el cual “se considera
niño a todo ser humano desde su concepción hasta cumplir los doce años de edad (...)”.

Como sujeto de derecho, el concebido tiene derechos y deberes actuales y potenciales:


no sólo el derecho a la vida, a la protección de su salud, etc., sino que también puede
adquirir bienes, es hijo, puede ser heredero... El concebido puede ser propietario, por
ejemplo, y en tal caso tendrá las obligaciones tributarias que correspondan. Ser sujeto de
derecho para cuanto le favorece no significa que no pueda tener deberes, sino sólo que
no puede ser sujeto de sanciones personales. Y también, como explica el propio Código
Civil, que su adquisición de derechos patrimoniales está condicionada a que nazca vivo.

¿Cómo es posible que condicionar la adquisición de sus derechos, en este caso


patrimoniales, se considere como algo favorable? ¿No parece más bien una limitación de
su capacidad de goce? Es un asunto para examinar con más detalle.

Atribución de derechos personales y patrimoniales.

Es claro que la condición afecta única y exclusivamente a los derechos patrimoniales. En


consecuencia, los derechos no patrimoniales (vida, salud, estado familiar, etc.) los
adquiere y conserva el concebido definitiva e incondicionalmente.

Si la ley reconoce al concebido como sujeto de derecho “para todo cuanto le favorece”, y
luego condiciona sus derechos patrimoniales a que nazca vivo, esta precisión no
desvirtúa lo primero, sino más bien es un caso concreto. En otras palabras, la ley
considera que la atribución incondicional de derechos patrimoniales no sería favorable
para el concebido, sino potencialmente perjudicial.

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¿Qué quiere defender la ley al condicionar la adquisición de derechos patrimoniales por el
concebido a que nazca vivo? Precisamente su vida. En efecto, respecto de las posibles
amenazas de terceros, la vida del concebido está tan protegida como pueda estarlo la de
su madre, en cuyo seno se desarrolla. Esa protección es sin duda suficiente en
situaciones normales, porque precisamente la madre, por inclinación natural, es la más
interesada en proteger la vida de su hijo. Pero el derecho es realista, y la experiencia real
demuestra que a veces la amenaza contra la vida del hijo procede precisamente de la
madre, por motivos que no toca abordar aquí. Por eso existe el delito de aborto, cuyo tipo
básico es un delito propio de la madre del concebido, como se verá.

Pero es mejor prevenir que castigar. Nadie comete un delito sin un móvil. Si el móvil no es
económico, es poco lo que puede hacer la ley civil para prevenir atentados contra la vida
del concebido por parte de su madre. Pero si la madre atenta contra la vida de su hijo
para hacer suyos los bienes patrimoniales que le pertenecen (es decir, para heredarlo), es
evidente que la regla que se está examinando es la más apropiada para proteger la vida
del no nacido, pues elimina la raíz del mal: el móvil. Sólo si el niño nace vivo adquirirá
definitivamente el patrimonio que podría heredar su madre, o cualquier otra persona.
Regla que tampoco perjudica a la madre que sí desea el nacimiento de su hijo, como es lo
normal.

La condición de que habla el Código Civil debe entenderse como resolutiva. Es decir, sólo
que el niño no nazca vivo tiene el efecto retroactivo de borrar desde su inicio toda
adquisición de derechos patrimoniales, y por lo tanto excluir toda posibilidad de heredar al
concebido no nacido.

Protección penal y aborto.

Siendo el concebido verdadero ser humano y verdadero sujeto de derecho, el aborto


procurado o feticidio es un homicidio específico. Como tal, el aborto está previsto en el
Código Penal, entre los delitos contra la vida, el cuerpo y la salud. Se reprime el aborto
causado por la propia madre, o por otra persona con el consentimiento de la madre o sin
él, y el aborto accidental causado por actos de violencia contra la madre. Agrava la pena
la calidad de profesional sanitario del agente.

El deterioro de la conciencia de algunos hombres ha llegado a algo tan contrario al


derecho natural – rechazado también por el derecho de casi todos los pueblos – como la

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despenalización (a veces hasta legalización) de este evidente y abominable delito en
muchos países, especialmente de los que se dicen “desarrollados”.

La presión en ese sentido se ha dejado sentir también en el Perú. Así, aparte de


conservar la innecesaria despenalización del “aborto terapéutico” 1, se pretendió eximir de
pena el llamado “aborto sentimental” 2 y el “eugenésico”3, para asignarles al fin, ante las
legítimas protestas de la población, la simbólica pena de tres meses de cárcel. Al menos
quedó claro que esas torpezas atentan realmente contra una vida inocente, y por tanto
son inadmisibles.

Estas campañas contrarias a la vida del no nacido suelen alegar, consiguiendo incluso la
adhesión de algunos juristas rectos, la distinción entre “despenalización” y “legalización”.
Ellos, dicen, sólo promueven la primera, no la segunda. Por lo tanto, su posición no afecta
el principio fundamental de que el concebido es sujeto de derecho, y su vida un valor que
“el ordenamiento en su conjunto” protege, aunque no necesariamente mediante penas.
Como hay algo de verdad en la diferenciación que hacen, si se quiere criticar seriamente
su posición hay que empezar por descubrir ese lado de verdad para apreciar luego la
manipulación que se hace de ella.

Despenalizar no significa lo mismo que legalizar (hacer lícito o legal), porque las leyes
penales no son las únicas que existen. De hecho, hay multitud de conductas ilícitas que
no constituyen delito, ni están reprimidas en el Código Penal. Piénsese en el adulterio, o
en un incumplimiento contractual doloso. Ambas conductas son ilícitas, pero ninguna es
delito, pues su sanción se persigue por otros medios: mediante las pretensiones que tiene
a su favor el agraviado, como la separación y la responsabilidad civil. Hasta aquí, lo que
hay de cierto en el argumento.

Lo que no dicen es que en tales casos existen vías prácticas concretas para obtener la
protección de los derechos lesionados, pues para comenzar el agraviado conserva los
medios para reaccionar contra la injusta agresión de que es objeto: el primero de ellos, su
vida. Ello no ocurre con el feto abortado.

1
El practicado como único medio de salvar la vida de la madre: es innecesario por tratarse de un supuesto muy raro ante
el avance actual de la ciencia, y además porque si se diera sería suficiente el exculpante genérico denominado “estado
de necesidad”.
2
Cuando el hijo es producto de una violación sexual o del estrambótico supuesto – sería pintoresco si no se tratase de
algo tan grave como la vida de una criatura – de la “inseminación artificial no consentida fuera del matrimonio”.
3
Matar al feto con enfermedades congénitas graves, en lugar de cuidarlo especialmente como corresponde a todo
enfermo.

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Hay casos en los que el único medio práctico disponible para proteger un derecho es la
represión penal. Hasta los partidarios del “Derecho Penal mínimo” reconocen estos casos
como de irrenunciable persecución penal, pues en ellos ésta adquiere plenamente la
condición de ultima ratio que le asignan. Si el concebido es un verdadero sujeto autónomo
de derechos, al que no se puede confundir con un mero interés de otro, ni siquiera de su
propia madre, es indudable que la protección de su vida es uno de estos casos. Tanto
más cuanto se ha visto lo imperfecta que es la protección que la ley civil le puede
dispensar.

En una “mera” despenalización el “principio” no tiene por qué verse afectado como tal.
Pero ya se vio que en Derecho no interesan los principios abstractos, sino las realidades
prácticas, la justicia concreta. Contentarse con el principio desencarnado es igual de
injusto que negarlo derechamente. Incluso más, porque se trata de una hipocresía. Y esto
es en el fondo la argumentación con que se pretende que los pueblos “se traguen con
facilidad”, como los niños un bocado desagradable, que el aborto puede despenalizarse
sin graves consecuencias para todo el orden social.

Quienes así razonan en realidad no respetan en absoluto la dignidad personal, en la que


ni siquiera creen. Lo que ellos llaman “dignidad” no depende del dato objetivo de participar
de la naturaleza humana, sino de lo que, de modo subjetivo y totalitario, denominan “una
vida digna”. Comienzan por anestesiar el sentido moral, inculcando dudas sobre el valor
de la vida de algunos seres humanos, en los casos menos alarmantes: el aborto
“sentimental”, el “eugenésico”, la asistencia al suicidio de los “enfermos terminales”; luego
se acepta con más facilidad el aborto de simple comodidad y la eutanasia generalizada
(“logros” bastante consolidados de la “cultura de la muerte” en no pocos países). Pero una
vez que deja de respetarse como sagrada toda vida, por el simple y sublime hecho de ser
humana, desaparece todo argumento decisivo para defender cualquier vida de la
arbitrariedad de la mayoría... o del que tiene en sus manos el poder. La ley se convierte
finalmente en el eufemismo para designar la violencia y el dereho en una máscara de la
opresión.

9. La persona jurídica

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Noción.

La persona jurídica es un organismo unitario, considerado jurídicamente como sujeto de


derecho, es decir, como entidad dotada de capacidad jurídica propia, distinta de las
personas naturales que concurren en su formación. Presuponen una reunión de
elementos de diverso orden para alcanzar fines colectivos que exceden, sea por el tiempo
o por las posibilidades de hecho, a la persona individual. Pero en último análisis, el
interés, que es de la esencia de toda relación jurídica, está siempre referido a personas
singulares, aunque sea indirectamente. En este caso, a través de la construcción jurídica
que se estudiará a continuación.

Elementos.

Es innegable que la persona jurídica no se crea de la nada. Hay antes una realidad que la
ley reconoce: el fenómeno asociativo. Pero la ley también moldea esta realidad al
regularla. La persona jurídica está, pues, constituida por una base sustancial – personas,
bienes, objeto – y por un acto formal: el reconocimiento público, sin el cual la primera no
se constituirá como sujeto de derecho.

1) No pueden faltar las personas. Ellas participan de la vida de la persona jurídica


siempre, sea como sujetos que forman su voluntad, o como destinatarios, por
cualquier título, de su actividad. Se entiende que la pluralidad mínima para la
constitución y continuación de toda entidad asociativa de derecho privado es de dos
personas: el Código Civil define la asociación como una “organización estable de
personas” (en plural), lo mismo que el comité. Las sociedades siguen la misma regla.
Esta última norma regula además el modo de proceder cuando se pierde esa
pluralidad, lo cual se debe aplicar por analogía a las personas jurídicas reguladas por
el Código Civil.

2) Un patrimonio es siempre indispensable, porque la actividad de las personas para la


consecución del objeto se transforma necesariamente en relaciones económicas y
jurídicas y porque, como es lógico, sin base económica no tendría sentido reconocer
obligaciones a cargo de una entidad.

3) El objeto perseguido por la entidad es el elemento unificador de las personas y de los


bienes, dando así una razón y fisonomía a la persona jurídica, que existe
precisamente en función del fin o de los fines que pretende alcanzar. Cualquier objeto
determinable y lícito es suficiente. A veces el objeto coloca a la entidad en

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determinada clase: las entidades asociativas con finalidad económica se llaman
sociedades; las que persiguen defender los intereses colectivos de los trabajadores,
sindicatos; las cofradías son asociaciones de fines religiosos, etc.

4) Los elementos descritos constituyen el sustrato necesario, pero no suficiente, para


obtener la completa personalidad, que se expresa en una autonomía patrimonial
perfecta y en la capacidad de recibir atribuciones patrimoniales de cualquier género.
Para esto se requiere además el reconocimiento público. Como establece el Código
Civil, este reconocimiento se otorga en la generalidad de los casos mediante la
inscripción de la entidad en el Registro Público, momento en el que se adquiere la
personalidad jurídica.

Tipos y clasificación.

Las personas jurídicas se distinguen básicamente en entidades asociativas y fundaciones


(o instituciones). La diferencia esencial es que en las entidades asociativas prevalecen las
personas y en las fundaciones el capital, sin que en ninguno de los casos se excluya el
otro elemento. También otros aspectos distinguen los dos tipos de entidades. El objeto de
las entidades asociativas es interno y propio de la entidad, que está constituida para
procurar una ventaja a sus asociados; en las fundaciones es externo, pues se procura
realizar una ventaja para los demás. La voluntad en las fundaciones es externa, pues
proviene del fundador; en las asociaciones es interna, porque deriva de sus propios
miembros. Y por eso en las entidades asociativas los órganos directivos son dominantes,
mientras que en las fundaciones quedan sujetas a la voluntad del que constituyó la
entidad.

El Código Civil regula dos formas de entidades asociativas: las asociaciones propiamente
dichas, que deben tener un fin no lucrativo (aunque no necesariamente altruista) y los
comités, que son entidades constituidas temporalmente para captar fondos del público
para una obra o actividad determinada de interés social, esto es, altruista. También regula
las fundaciones en general, que deben tener un fin de interés social y quedan sujetas al
Consejo de Supervigilancia de Fundaciones.

También pueden clasificarse las personas jurídicas, asociativas o fundacionales, en


públicas y privadas, eclesiásticas y civiles, nacionales y extranjeras, etc.

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Constitución y extinción de las personas jurídicas.

Las personas jurídicas se crean por un acto constitutivo, que debe constar en Escritura
Pública e incluir el estatuto, con las normas que regularán la vida de la entidad. El acto
constitutivo y el estatuto, así como sus modificaciones, deben ser inscritos en el Registro
Público, lo cual equivale al reconocimiento público de la entidad y le confiere personalidad
jurídica. El registro es una función reglada y obligatoria para el funcionario encargado de
él, que sólo puede negarlo cuando se infrinja alguna norma de orden público. Sólo
excepcionalmente la ley impone una aprobación administrativa, de carácter técnico y
previa al trámite de registro, del que es independiente.

La extinción de toda persona jurídica debe seguir un proceso con tres momentos
inconfundibles: la disolución, la liquidación y la extinción. La disolución es la decisión, o el
hecho previsto en el estatuto o en la ley, destinada a poner fin a la vida de la entidad.
Pero este efecto no puede producirse de hecho sin una previa liquidación (conversión en
valores actuales y exigibles) de todos los bienes y todas las deudas de la persona jurídica.
Sólo una vez concluida la liquidación se puede inscribir la extinción de la entidad en el
mismo Registro Público donde se constituyó, desapareciendo así definitivamente del
mundo jurídico.

Los órganos de las personas jurídicas.

Durante su vida, la persona jurídica expresa su voluntad necesariamente por medio de


ciertas personas naturales, que no se obligan a sí mismas, sino a la entidad: son los
órganos de la persona jurídica. La relación entre ésta y sus órganos es una peculiar forma
de representación (representación orgánica), distinta de la que se tratará más adelante, a
propósito de los negocios jurídicos. La persona jurídica no puede tener otra voluntad que
la de sus órganos.

Son órganos de la persona jurídica los administradores y la asamblea de asociados. Los


administradores se encuentran en todo tipo de persona jurídica. Son necesarios para que
la entidad entre en relaciones jurídicas con otros sujetos y desarrolle su actividad propia.
Los límites de sus poderes deben estar descritos en el Registro de las Personas Jurídicas
para ser eficaces frente a terceros. La asamblea es en cambio un órgano propio de las
entidades asociativas y está compuesta por los asociados. La asamblea se presenta
como el máximo órgano de las entidades asociativas de derecho privado: es el destinado

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a formular la voluntad de la entidad, y a sus deliberaciones quedan sujetos también los
administradores.

La persona jurídica no inscrita.

Existen numerosas entidades que operan sin una personalidad jurídica propia y la ley no
puede ignorarlas. Por eso les reconoce una cierta subjetividad, en la medida en que les
atribuye derechos y obligaciones. Sin embargo, la personalidad propiamente dicha de
esas organizaciones no existe, ni por lo tanto la separación de responsabilidades entre
ella y quienes la ponen en funcionamiento, por las obligaciones asumidas en ejercicio de
su actividad. Hay un fondo común, sobre el cual los acreedores harán valer sus derechos;
pero de las obligaciones asumidas responden también quienes han actuado directamente
en nombre de la entidad o por cuenta de ella. Igualmente responden los asociados o el
fundador de la organización. La ley regula las sociedades, asociaciones, fundaciones y
comités no inscritos (es decir, sin personalidad).

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de Personas

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