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Albert Soboul

DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE


Historia de la Revolución Francesa

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Libro 109

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Albert Soboul

Colección
SOCIALISMO y LIBERTAD
Libro 1 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Víctor Serge - Karl Liebknecht - Rosa Luxemburgo
Libro 2 DIALÉCTICA DE LO CONCRETO
Karel Kosik
Libro 3 LAS IZQUIERDAS EN EL PROCESO POLÍTICO ARGENTINO
Silvio Frondizi
Libro 4 INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Antonio Gramsci
Libro 5 MAO Tse-tung
José Aricó
Libro 6 VENCEREMOS
Ernesto Guevara
Libro 7 DE LO ABSTRACTO A LO CONCRETO - DIALÉCTICA DE LO IDEAL
Edwald Ilienkov
Libro 8 LA DIALÉCTICA COMO ARMA, MÉTODO, CONCEPCIÓN y ARTE
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 9 GUEVARISMO: UN MARXISMO BOLIVARIANO
Néstor Kohan
Libro 10 AMÉRICA NUESTRA. AMÉRICA MADRE
Julio Antonio Mella
Libro 11 FLN. Dos meses con los patriotas de Vietnam del sur
Madeleine Riffaud
Libro 12 MARX y ENGELS. Nueve conferencias en la Academia Socialista
David Riazánov
Libro 13 ANARQUISMO y COMUNISMO
Evgueni Preobrazhenski
Libro 14 REFORMA o REVOLUCIÓN - LA CRISIS DE LA
SOCIALDEMOCRACIA
Rosa Luxemburgo
Libro 15 ÉTICA y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 16 EDUCACIÓN y LUCHA DE CLASES
Aníbal Ponce
Libro 17 LA MONTAÑA ES ALGO MÁS QUE UNA INMENSA ESTEPA VERDE
Omar Cabezas
Libro 18 LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA. Breve historia del movimiento obrero en Francia
1789-1848. Selección de textos de Alberto J. Plá
Libro 19 MARX y ENGELS.
Karl Marx y Fiedrich Engels. Selección de textos
Libro 20 CLASES y PUEBLOS. Sobre el sujeto revolucionario
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 21 LA FILOSOFÍA BURGUESA POSTCLÁSICA
Rubén Zardoya

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Libro 22 DIALÉCTICA Y CONSCIENCIA DE CLASE


György Lukács
Libro 23 EL MATERIALISMO HISTÓRICO ALEMÁN
Franz Mehring
Libro 24 DIALÉCTICA PARA LA INDEPENDENCIA
Ruy Mauro Marini
Libro 25 MUJERES EN REVOLUCIÓN
Clara Zetkin
Libro 26 EL SOCIALISMO COMO EJERCICIO DE LA LIBERTAD
Agustín Cueva - Daniel Bensaïd. Selección de textos
Libro 27 LA DIALÉCTICA COMO FORMA DE PENSAMIENTO -
DE ÍDOLOS E IDEALES
Edwald Ilienkov. Selección de textos
Libro 28 FETICHISMO y ALIENACIÓN - ENSAYOS SOBRE LA TEORÍA MARXISTA EL VALOR
Isaak Illich Rubin
Libro 29 DEMOCRACIA Y REVOLUCIÓN. El hombre y la Democracia
György Lukács
Libro 30 PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO
Paulo Freire
Libro 31 HISTORIA, TRADICIÓN Y CONSCIENCIA DE CLASE
Edward P. Thompson. Selección de textos
Libro 32 LENIN, LA REVOLUCIÓN Y AMÉRICA LATINA
Rodney Arismendi
Libro 33 MEMORIAS DE UN BOLCHEVIQUE
Osip Piatninsky
Libro 34 VLADIMIR ILICH Y LA EDUCACIÓN
Nadeshda Krupskaya
Libro 35 LA SOLIDARIDAD DE LOS OPRIMIDOS
Julius Fucik - Bertolt Brecht - Walter Benjamin. Selección de textos
Libro 36 UN GRANO DE MAÍZ
Tomás Borge y Fidel Castro
Libro 37 FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Adolfo Sánchez Vázquez
Libro 38 ECONOMÍA DE LA SOCIEDAD COLONIAL
Sergio Bagú
Libro 39 CAPITALISMO Y SUBDESARROLLO EN AMÉRICA LATINA
André Gunder Frank
Libro 40 MÉXICO INSURGENTE
John Reed
Libro 41 DIEZ DÍAS QUE CONMOVIERON AL MUNDO
John Reed
Libro 42 EL MATERIALISMO HISTÓRICO
Georgi Plekhanov
Libro 43 MI GUERRA DE ESPAÑA
Mika Etchebéherè
Libro 44 NACIONES Y NACIONALISMOS
Eric Hobsbawm

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Albert Soboul

Libro 45 MARX DESCONOCIDO


Nicolás Gonzáles Varela - Karl Korsch
Libro 46 MARX Y LA MODERNIDAD
Enrique Dussel
Libro 47 LÓGICA DIALÉCTICA
Edwald Ilienkov
Libro 48 LOS INTELECTUALES Y LA ORGANIZACIÓN DE LA CULTURA
Antonio Gramsci
Libro 49 KARL MARX. LEÓN TROTSKY, Y EL GUEVARISMO ARGENTINO
Trotsky - Mariátegui - Masetti - Santucho y otros. Selección de Textos
Libro 50 LA REALIDAD ARGENTINA - El Sistema Capitalista
Silvio Frondizi
Libro 51 LA REALIDAD ARGENTINA - La Revolución Socialista
Silvio Frondizi
Libro 52 POPULISMO Y DEPENDENCIA - De Yrigoyen a Perón
Milcíades Peña
Libro 53 MARXISMO Y POLÍTICA
Carlos Nélson Coutinho
Libro 54 VISIÓN DE LOS VENCIDOS
Miguel León-Portilla
Libro 55 LOS ORÍGENES DE LA RELIGIÓN
Lucien Henry
Libro 56 MARX Y LA POLÍTICA
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 57 LA UNIÓN OBRERA
Flora Tristán
Libro 58 CAPITALISMO, MONOPOLIOS Y DEPENDENCIA
Ismael Viñas
Libro 59 LOS ORÍGENES DEL MOVIMIENTO OBRERO
Julio Godio
Libro 60 HISTORIA SOCIAL DE NUESTRA AMÉRICA
Luis Vitale
Libro 61 LA INTERNACIONAL. Breve Historia de la Organización Obrera en Argentina.
Selección de Textos
Libro 62 IMPERIALISMO Y LUCHA ARMADA
Marighella, Marulanda y la Escuela de las Américas
Libro 63 LA VIDA DE MIGUEL ENRÍQUEZ
Pedro Naranjo Sandoval
Libro 64 CLASISMO Y POPULISMO
Michael Löwy - Agustín Tosco y otros. Selección de textos
Libro 65 DIALÉCTICA DE LA LIBERTAD
Herbert Marcuse
Libro 66 EPISTEMOLOGÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Theodor W. Adorno
Libro 67 EL AÑO 1 DE LA REVOLUCIÓN RUSA
Víctor Serge
Libro 68 SOCIALISMO PARA ARMAR
Löwy -Thompson - Anderson - Meiksins Wood y otros. Selección de Textos

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Libro 69 ¿QUÉ ES LA CONCIENCIA DE CLASE?


Wilhelm Reich
Libro 70 HISTORIA DEL SIGLO XX - Primera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 71 HISTORIA DEL SIGLO XX - Segunda Parte
Eric Hobsbawm
Libro 72 HISTORIA DEL SIGLO XX - Tercera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 73 SOCIOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Ágnes Heller
Libro 74 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo I
Marc Bloch
Libro 75 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo 2
Marc Bloch
Libro 76 KARL MARX. ENSAYO DE BIOGRAFÍA INTELECTUAL
Maximilien Rubel
Libro 77 EL DERECHO A LA PEREZA
Paul Lafargue
Libro 78 ¿PARA QUÉ SIRVE EL CAPITAL?
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 79 DIALÉCTICA DE LA RESISTENCIA
Pablo González Casanova
Libro 80 HO CHI MINH
Selección de textos
Libro 81 RAZÓN Y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 82 CULTURA Y POLÍTICA - Ensayos para una cultura de la resistencia
Santana - Pérez Lara - Acanda - Hard Dávalos - Alvarez Somoza y otros
Libro 83 LÓGICA Y DIALÉCTICA
Henry Lefebvre
Libro 84 LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA
Eduardo Galeano
Libro 85 HUGO CHÁVEZ
José Vicente Rangél
Libro 86 LAS GUERRAS CIVILES ARGENTINAS
Juan Álvarez
Libro 87 PEDAGOGÍA DIALÉCTICA
Betty Ciro - César Julio Hernández - León Vallejo Osorio
Libro 88 COLONIALISMO Y LIBERACIÓN
Truong Chinh - Patrice Lumumba
Libro 89 LOS CONDENADOS DE LA TIERRA
Frantz Fanon
Libro 90 HOMENAJE A CATALUÑA
George Orwell
Libro 91 DISCURSOS Y PROCLAMAS
Simón Bolívar
Libro 92 VIOLENCIA Y PODER - Selección de textos
Vargas Lozano - Echeverría - Burawoy - Monsiváis - Védrine - Kaplan y otros

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Albert Soboul

Libro 93 CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA


Jean Paul Sartre
Libro 94 LA IDEA ANARQUISTA
Bakunin - Kropotkin - Barret - Malatesta - Fabbri - Gilimón - Goldman
Libro 95 VERDAD Y LIBERTAD
Martínez Heredia - Sánchez Vázquez - Luporini - Hobsbawn - Rozitchner - Del Barco
LIBRO 96 INTRODUCCIÓN GENERAL A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
Karl Marx y Friedrich Engels
LIBRO 97 EL AMIGO DEL PUEBLO
Los amigos de Durruti
LIBRO 98 MARXISMO Y FILOSOFÍA
Karl Korsch
LIBRO 99 LA RELIGIÓN
Leszek Kolakowski
LIBRO 100 AUTOGESTIÓN, ESTADO Y REVOLUCIÓN
Noir et Rouge
LIBRO 101 COOPERATIVISMO, CONSEJISMO Y AUTOGESTIÓN
Iñaki Gil de San Vicente
LIBRO 102 ROSA LUXEMBURGO Y EL ESPONTANEÍSMO REVOLUCIONARIO
Selección de textos
LIBRO 103 LA INSURRECCIÓN ARMADA
A. Neuberg
LIBRO 104 ANTES DE MAYO
Milcíades Peña
LIBRO 105 MARX LIBERTARIO
Maximilien Rubel
LIBRO 106 DE LA POESÍA A LA REVOLUCIÓN
Manuel Rojas
LIBRO 107 ESTRUCTURA SOCIAL DE LA COLONIA
Sergio Bagú
LIBRO 108 COMPENDIO DE HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Albert Soboul
LIBRO 109 DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE. Historia de la Revolución Francesa
Albert Soboul

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

ALBERT MARIUS SOBOUL (Ammi Moussa, Argelia, 1914 - Nimes, Francia,


1982). Fue un historiador de la revolución francesa y período napoleónico.
Profesor en la Sorbona, fue catedrático de historia de la revolución
francesa y autor de numerosos e influyentes trabajos de historia e
interpretación histórica. En vida fue reconocido internacionalmente como la
mayor autoridad francesa en la época revolucionaria.
La obra de Soboul constituye ya un mito en la historiografía sobre la
Revolución francesa. Siguiendo la línea de Jaures, Sagnac, Mathiez y
Georges Lefebvre, Albert Soboul utiliza conceptos y métodos de carácter
dialéctico que le sirven para aclarar el fondo socioeconómico del
movimiento revolucionario. El papel de los nobles y la aristocracia en
general, el movimiento campesino en las zonas rurales, el levantamiento
del pueblo en las ciudades y la imposición definitiva de la burguesía como
clase social en predominio son fenómenos descritos y analizados a lo largo
de estas páginas con una precisión y una claridad que nos parece estar
viendo las secuencias casi cinematográficamente.
Se ha dicho que la obra de Soboul es una historia socialista de la
Revolución francesa; más bien diríamos nosotros que es una historia social
en la que se iluminan zonas oscuras de la Revolución, a la luz del examen
de las relaciones de producción y de las luchas de clases, del nuevo
desarrollo de la agricultura y de las industrias manufactureras, etc. Este
enfoque, predominantemente social, permite dar a la Revolución todo su
relieve histórico en el progreso de la humanidad, a través del cual vemos el
paso de una sociedad de carácter y organización feudal a otra de índole
fundamentalmente burguesa.
El libro termina con un capítulo importante sobre la Francia contemporánea
y el modo como en ellas repercute todavía la influencia de la Revolución en
sus estructuras sociales y políticas, con todas sus consecuencias. En
suma, se trata de una obra que habrá de gozar del interés no solo de los
estudiosos del pasado, sino de aquellos a quienes preocupa el presente y
el porvenir, puesto que en el estudio vivo de aquel podemos vislumbrar la
dirección del futuro histórico de la humanidad.

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Albert Soboul

“Sin duda el arma de la crítica no puede reemplazar a la crítica de


las armas, y la fuerza material debe ser derrocada por la fuerza
material; no obstante, también la teoría se convierte en fuerza
material tan pronto como se apodera de las masas. La teoría es
capaz de conmover a las masas una vez que ella demuestra Ad
Hominen, una vez que devienen Radical, Ser radical es tomar la
cosa desde la raíz, ahora bien, la raiz para el hombre, es el hombre
mismo..."

Karl Marx
”Crítica de la Filosofía del Derecho"

https://elsudamericano.wordpress.com

HIJOS
La red mundial de los hijos de la revolución social

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Albert Soboul1

INTRODUCCIÓN
CAUSAS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUS CARACTERES
FEUDALISMO Y CAPITALISMO
ESTRUCTURA Y COYUNTURA: ANTAGONISMOS SOCIALES
FLUCTUACIONES ECONÓMICAS Y DEMOGRÁFICAS
ESPONTANEIDAD Y ORGANIZACIÓN REVOLUCIONARIA
LA ESPERANZA Y EL MIEDO
LA PRÁCTICA POLÍTICA
AÑO 1789: ¿REVOLUCIÓN O COMPROMISO? (1789-92)
LA “ABOLICIÓN” DE LA FEUDALIDAD
EL LIBERALISMO BURGUÉS
EL COMPROMISO IMPOSIBLE
AÑO 1793: ¿REPÚBLICA BURGUESA O DEMOCRACIA POPULAR? (1792-95)
EL DESPOTISMO DE LA LIBERTAD: GIRONDINOS Y MONTAÑESES (1792-93)
GRANDEZA Y CONTRADICCIONES DE LA REPÚBLICA DEL AÑO II
TENDENCIAS SOCIALES Y PRÁCTICA POLÍTICA DEL MOVIMIENTO POPULAR
GOBIERNO REVOLUCIONARIO Y DICTADURA JACOBINA
LA IMPOSIBLE REPÚBLICA IGUALITARIA: CESE Y DECLIVE
DEL MOVIMIENTO POPULAR (PRIMAVERA DE 1794)
CAÍDA DEL GOBIERNO REVOLUCIONARIO Y FIN DEL MOVIMIENTO POPULAR
(TERMIDOR AÑO II - PRADIAL AÑO III)
AÑO 1795: ¿LIBERALISMO O DICTADURA? (1795-99)
LA CATÁSTROFE MONETARIA Y “LA CONSPIRACIÓN DE LOS IGUALES” (1795-97)
LA PRÁCTICA POLÍTICA: DEL LIBERALISMO DIRECTORIAL
AL AUTORITARISMO CONSULAR
CONCLUSIÓN: LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN LA HISTORIA DEL MUNDO
CONTEMPORÁNEO EL RESULTADO DE LA REVOLUCIÓN
REVOLUCIÓN FRANCESA Y REVOLUCIONES BURGUESAS
BIBLIOGRAFÍA COMENTADA

1
Título original: La Révolution Française. Traducción de Pilar Martínez
11
Albert Soboul

DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE


Albert Soboul2
DANTON
Un personaje discutido
El tribuno popular
Las responsabilidades de gobierno
Danton y la defensa nacional
Danton y las masacres de septiembre
Las negociaciones secretas
El fracaso de la política conciliadora
El proceso del rey
En el Comité de Salud Pública
El jefe de la oposición moderada
Estrategia de la moderación: un error histórico
La ofensiva indulgente
La crisis de ventoso del año II
El proceso de Danton
Danton y Robespierre
Patrimonio y venalidad de Danton
Danton, hombre y político
Bibliografía

MARAT
“El Amigo del Pueblo” (1743 - 1793)
La vida aventurera del doctor Marat
Los años de aprendizaje
La experiencia inglesa
Los comienzos literarios
Las cadenas de la esclavitud
El Plan de legislación criminal
Marat, hombre de ciencia
La lucha por la libertad (1789 - 10 de Agosto de 1792)
La Ofrenda a la patria
El periódico de Marat
Marat contra Necker
La vigilancia revolucionaria
Contra la guerra
Marat siempre contra la guerra
La caída de la monarquía
Victoria y martirio de Marat (10 de Agosto de 1792 - 13 de Julio de 1793)
Marat representante del pueblo
La Gironda contra Marat
2
Colección Los Hombres de la Historia; n.º 46 “Robespierre” (Abril de 1969); “Danton” n.º 133
(Noviembre de 1970); “Marat” n.º 137 (1971). Centro Editor de América Latina, CEAL, Bs. As.
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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

El proceso de Luis XVI


Contra Dumouriez
Frente al tribunal revolucionario
El ataque final contra la Gironda
Marat contra los Rabiosos
El asesinato de Marat
Conclusión
Bibliografía

ROBESPIERRE
“El incorruptible”
Un intelectual pequeño burgués
Representante del pueblo
Una democracia burguesa
De la revolución burguesa a la democracia popular social
La propiedad no es un derecho de naturaleza
Una contradicción histórica
El hombre de la revolución
La guerra y la dictadura
La victoria y sus consecuencias
La crisis de Termidor
Bibliografía

13
Albert Soboul

INTRODUCCIÓN
CAUSAS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUS CARACTERES

La Revolución Francesa señala la llegada a la historia de Francia de la


sociedad burguesa y capitalista. Su característica esencial es la de haber
logrado la unidad nacional del país mediante la destrucción del régimen
señorial y de las órdenes feudales privilegiadas: la Revolución, según
Tocqueville en L’Ancien Régime et la Revolution3 (lib. II, cap. I),
“cuyo objetivo era abolir en todas partes los restos de las instituciones de
la Edad Media”.
Que haya acabado en el establecimiento de una democracia liberal es algo
que concreta aún más su significación histórica. Desde este doble punto de
vista, y bajo la perspectiva de la historia mundial, merece ser considerada
como el modelo clásico de revolución burguesa.
La historia de la Revolución Francesa plantea, pues, dos series de problemas.
Problemas de tipo general: los relativos a la ley histórica de la transición del
feudalismo al capitalismo moderno. Problemas de tipo concreto: los que se
refieren a la estructura específica de la sociedad al final del Antiguo Régimen y
que dan cuenta de los caracteres propios de la Revolución Francesa en
comparación con los distintos tipos de “revolución burguesa”.
Se impone hacer una observación de vocabulario. Sabemos las observaciones
críticas suscitadas por los términos feudalidad y feudalismo, aquí empleados;
Georges Lefebvre, en ocasión de un debate sobre “la transición del feudalismo
al capitalismo”, adelantó que no eran apropiados. ¿Cómo designar, a partir de
ese momento, el tipo de organización económica y social que la Revolución
destruyó y que se caracterizaba no solamente por las supervivencias del
vasallaje y del desmembramiento del poder público, sino también por la
persistencia de la apropiación directa por parte de los señores del producto del
sobretrabajo de los campesinos, de lo que daban prueba las prestaciones
personales, los derechos y cánones en especie y en dinero a que estaban
sujetos estos últimos? Sin duda alguna, esto es dar a la palabra feudalidad un
significado más amplio, que engloba los cimientos materiales del propio
régimen. Es en este sentido como la entendían los contemporáneos, tal vez
menos los juristas al corriente de las instituciones o los filósofos sensibles
sobre todo al fraccionamiento del poder público que los campesinos que
soportaban su peso y los revolucionarios que la derribaron. Es en este sentido
como la entendía también ese observador clarividente por excelencia,
Tocqueville, que escribió en El Antiguo Régimen y la Revolución (lib. I, cap. V)
que esta última había destruido “todo lo que, en la antigua sociedad, procedía
de las instituciones aristocráticas y feudales”. Feudalidad, pues, no en el
sentido restringido del derecho sino como noción de historia económica y
social, definida por un cierto tipo de propiedad, por un modo de producción
histórico basado en la propiedad de tierras, anterior al capital moderno y al
modo de producción capitalista. No hace falta concretar que la feudalidad en
este último sentido presenta diversos matices según la fase de su evolución y

3
Trad. castellana “El Antiguo Régimen y la Revolución”, Guadarrama, Madrid, 1969.
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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

también según los países y las regiones. El papel histórico de la Revolución


Francesa fue el de asegurar, por la destrucción de la feudalidad así definida, la
transición hacia la sociedad capitalista.4

FEUDALISMO Y CAPITALISMO

A finales del siglo XVIII la estructura social de Francia seguía siendo


esencialmente aristocrática: conservaba el carácter de su origen, de la época
en que la tierra constituía la única forma de riqueza social y, por lo tanto,
confería a quienes la poseían el poder sobre quienes la cultivaban. La
monarquía de los Capetos había despojado a los señores, al precio de
grandes esfuerzos, de sus derechos de regalías: no por eso dejaron de
conservar sus privilegios sociales y económicos. Los derechos señoriales
seguían subrayando la sujeción de los campesinos.
El renacimiento del comercio y el desarrollo de la producción artesanal habían
creado, sin embargo, desde los siglos X y XI, una nueva forma de riqueza, la
riqueza mobiliaria, y con ello habían dado nacimiento a una clase nueva, la
burguesía, cuya importancia había quedado consagrada con su admisión en
los Estados Generales desde el siglo XIV. En el marco de la sociedad feudal, la
burguesía había seguido su expansión al mismo ritmo del desarrollo del
capitalismo, estimulado por los grandes descubrimientos de los siglos XV y XVI
y por la explotación del mundo colonial, así como por las operaciones
financieras de una monarquía siempre escasa de dinero. En el siglo XVIII la
burguesía estaba a la cabeza de las finanzas, del comercio, de la industria;
proporcionaba a la monarquía tanto técnicos administrativos como los recursos
necesarios para la marcha del estado. La aristocracia, cuyo papel no había
dejado de disminuir, seguía no obstante en el primer rango de la jerarquía
social: pero se estancaba en casta, en tanto que la burguesía crecía en
número, en poder económico y también en cultura y en conciencia. El progreso
de la Ilustración minaba las bases ideológicas del orden establecido al mismo
tiempo que se afirmaba la conciencia de clase de la burguesía. Su buena
conciencia: como clase en ascenso, con fe en el progreso, estaba convencida
de representar el interés general y de asumir las cargas de la nación; como
clase progresiva ejercía una atracción victoriosa tanto sobre las masas
populares como sobre los sectores disidentes de la aristocracia. Pero la
ambición burguesa, llevada por la realidad social y económica, topaba con la
letra aristocrática de las leyes y de las instituciones.

4
Sobre la feudalidad, cf. Bloch, M., La société féodale, vol. I: La formation des liens de
dépendance (Paris, 1939); Boutruche, R., IX e Congrès International des Sciences
Historiques, I: Rapports (Paris, 1950); Boutruche, R., Seigneurie et féodalité, I. Le premier
ège des liens d’homme à homme (París, 1959). Sobre el problema de la transición del
feudalismo al capitalismo, cf. The Transition from Feudalism to Capitalism, A Symposium, de
Sweezy, P. M.; Dobb, M.; Takahashi, H. K.; Hilton, R. y Hill, C. (Londres, 1954); Hilton, R. H.,
“Y eut-il une crise générale de la féodalité?” (Annales, Economies, Sociétés, Civilisations,
núm. 1, 1951); Procacci, G.; Lefebvre, G. y Soboul, A., “Une discusión historique: du
féodalisme au capitalisme” (La Pensée, núm. 65, 1956); Soboul, A., “La Révolution française
et la féodalité. Notes sur le prélèvement féodal” (Revue historique, núm. 487, pág. 33, 1968).
15
Albert Soboul

Esos caracteres no diferenciaban a Francia del resto de Europa. En todas


partes el ascenso de la burguesía se había producido en detrimento de la
aristocracia y en los mismos marcos de la sociedad feudal. Pero, como sea
que los diversos países europeos habían tomado parte de forma muy desigual
en el desarrollo de la economía capitalista, esos caracteres les afectaban en
grados muy diversos, desde los Países Bajos e Inglaterra que desde el siglo
XVII habían llevado a cabo su revolución burguesa, hasta las grandes
monarquías de Europa central y oriental, con burguesías poco numerosas y
con escasa influencia.
En Francia, en la segunda mitad del siglo XVIII, el desarrollo de la economía
capitalista, sobre cuya base se había edificado el poder de la burguesía, se
veía frenado por los marcos feudales de la sociedad, por la organización
tradicional y reglamentaria de la propiedad, de la producción y de los
Intercambios. “Había que romper esas cadenas –escriben los autores del
Manifeste–, y se rompieron”. Así se plantea el problema del paso del
feudalismo al capitalismo. Problema al que no se sustrajeron los más
clarividentes hombres de la época. Lejos de estar inspirada por un idealismo
abstracto, como pretende Taine, la burguesía revolucionaria tenía una clara
conciencia de la realidad económica que le daba su fuerza y que determinó su
victoria.
Barnave fue el primero que formuló, más de medio siglo antes que Marx, la
teoría de la revolución burguesa. Barnave, que había vivido en el Delfinado, en
medio de esa inmensa actividad industrial que, si creemos lo que el inspector
de las manufacturas Roland escribía en 1785, hacía de esta provincia, por la
variedad y densidad de sus empresas y la importancia de su producción, una
de las primeras del reino, llegó a concebir la idea de que la propiedad
industrial acarrea el advenimiento político de la clase que la posee. En su
Introduction á la Révolution française, escrita en 1792 y publicada en 1843,
después de sentar el principio de que la propiedad influye sobre las
instituciones, Barnave observa que las instituciones creadas por la aristocracia
terrateniente contrarían y retrasan el advenimiento de la nueva sociedad.
“El reinado de la aristocracia dura tanto como el pueblo agrícola sigue
ignorando o descuidando las artes, y como la propiedad de las tierras
sigue siendo la única riqueza...”.
“Desde el momento en que las artes y el comercio consiguen penetrar en
el pueblo y crean un nuevo medio de riqueza en ayuda de la clase
trabajadora, se prepara una revolución de las leyes políticas; una nueva
distribución de la riqueza prepara una nueva distribución del poder. Así
como la posesión de las tierras aupó a la aristocracia, la propiedad
industrial eleva el poder del pueblo; este adquiere su libertad...”.
El pueblo, según la pluma de Barnave, es la burguesía. Después de afirmar
tan claramente la necesaria correspondencia entre las instituciones políticas y
el movimiento de la economía, Barnave le añade el movimiento de las mentes:

16
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

“A medida que las artes, la industria y el comercio enriquecen a la clase


trabajadora del pueblo, empobrecen a los grandes propietarios rurales y
acercan a las clases por la fortuna; los progresos de la instrucción los
acercan por las costumbres y recuerdan, después de un largo olvido, las
ideas primitivas de la igualdad”.
Tanto como la igualdad con la aristocracia, era la libertad lo que reclamaba la
burguesía: la libertad política, sí, pero más aún la libertad económica, la de la
empresa y el beneficio. El capitalismo exigía la libertad porque la necesitaba
para asegurar su desarrollo. La libertad en todas sus formas: libertad de la
persona, condición del asalariado, libertad de los bienes, condición de su
movilidad, libertad de la mente, condición de la investigación y de los
descubrimientos técnicos y científicos.
Las revoluciones holandesa a finales del siglo XVI e inglesa en el XVII ya
habían demostrado que las causas profundas de la revolución burguesa hay
que buscarlas en las supervivencias feudales y las contradicciones de la
antigua sociedad, obstáculos para el desarrollo de los nuevos medios de
producción y de intercambio. Pero este aspecto no explica todos los caracteres
de la Revolución Francesa. Las razones para que haya constituido el episodio
más clamoroso, por su propia violencia, de las luchas de clase que han llevado
a la burguesía al poder, hay que buscarlas en las características específicas de
la sociedad francesa del Antiguo Régimen.

ESTRUCTURA Y COYUNTURA
ANTAGONISMOS SOCIALES
La aristocracia (es decir, la nobleza y el alto clero, dado que el orden del clero
no presentaba ninguna unidad social) planteaba un doble problema, social y
político.
Socialmente, más que sobre los matices y los enfrentamientos en las filas de la
aristocracia, hay que insistir en su unidad profunda y en sus características
específicas: estas se miden en comparación con la aristocracia inglesa, que no
disfrutó ni del privilegio fiscal ni del prejuicio de derogación. Sin duda la
nobleza francesa no era homogénea, puesto que la evolución histórica había
introducido diferenciaciones en el seno del orden: nobleza de espada
tradicional y nobleza de toga, adquirida al nacer, nobleza de corte y nobleza
provinciana, de sangre una y otra pero con opuestos géneros de vida. Sin
duda también en el siglo XVIII el dinero se imponía a la nobleza, como a la
burguesía, y tendía a disociar sus filas. El noble, incluso el de espada, no era
nada si era pobre. Había que ser rico para adquirir la nobleza, rico también
para mantener su rango. En sus capas superiores, la aristocracia se veía
reducida en una minoría a la que el dinero, el espíritu de empresa, las
costumbres y las ideas, acercaban a la burguesía. No obstante, la masa de la
nobleza permanecía al margen de esa renovación, obstinadamente aferrada a
sus privilegios y a su mentalidad tradicional.

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Albert Soboul

Si bien es cierto que el exclusivismo nobiliario no data del siglo XVIII, sí se


reforzó considerablemente a finales del Antiguo Régimen: el ejército (la medida
más célebre en la materia es la ordenanza de 1781), la Iglesia (en 1789 todos
los obispos son nobles), la alta administración (acabado el reino de la “vil
burguesía”), se cerraron a los plebeyos.
“De una forma u otra –escribe Sieyés en su folleto Qu?est-ce que le tiers
état?– todas las ramas del poder ejecutivo cayeron también en la casta
que suministraba la Iglesia, la Toga y la Espada. Una especie de espíritu
de confraternidad hace que los nobles se prefieran entre ellos y para todo,
al resto de la nación. La usurpación es total: reinan realmente”.
Entre la espada, la toga y las finanzas recién llegadas, la solidaridad de los
intereses aseguraba una rápida fusión: la diversidad de los orígenes se
borraba ante la afirmación del privilegio. El pequeño noble de provincias
seguía todavía más aferrado a su condición: le iba en ello su propia existencia.
Renunciar a los derechos señoriales o simplemente pagar el impuesto hubiera
precipitado su ruina. El prejuicio de derogación condenaba a los segundones a
la miseria, dado que el derecho de primogenitura reservaba el patrimonio a los
herederos del apellido. En algunas provincias, una auténtica “plebe nobiliaria”,
según la expresión de Albert Mathiez, seguía fijada en la tradición, negándose
a cualquier concesión. En la nación, “¿dónde situar la casta de los nobles?”,
pregunta Sieyés. El peor ordenado de todos los estados sería aquel en que:
“toda una clase de ciudadanos se vanagloriara de permanecer inmóvil en
medio del movimiento general y consumiera la mejor parte del producto
sin haber participado en nada en su producción. Una clase como esa es
ciertamente ajena a la nación por su holgazanería”.
Cuando se puso en entredicho la existencia del privilegio, el rey, “primer
gentilhombre del reino”, ¿podía resignarse a abandonar a “su fiel nobleza”? La
monarquía, como la aristocracia, no tuvo otra salida que la contrarrevolución.
Políticamente, la aristocracia se alzó, en el siglo XVIII, contra el absolutismo
real y lo minó obstinadamente. Tanto como por el desarrollo del pensamiento
burgués y el resplandor de la filosofía de la Ilustración, la época se caracterizó
por una contracorriente de ideología aristocrática ilustrada por Boulainvilliers,
Montesquieu, Le Paige. La feudalidad fue justificada por la conquista, y los
nobles serían descendientes de los conquistadores germánicos, a los que el
derecho de armas habría convertido en señores de los galorromanos
reducidos al vasallaje. La aristocracia es anterior a la monarquía, y los reyes al
principio eran elegidos. Nutriéndose de este arsenal ideológico, sólidamente
instalada en esas fortalezas del exclusivismo aristocrático que eran las Cortes
soberanas, los estados provinciales y las asambleas del clero, usando y
abusando de los derechos de los parlamentos al registro y a las
amonestaciones, la aristocracia, tanto la de espada como la de toga, desplegó
a lo largo de todo el siglo XVIII el asalto contra la autoridad real. Las Cortes y
los estados, rechazando toda tentativa de reforma fiscal, atribuyéndose papel
de defensores del contribuyente, mantenían de hecho los privilegios al abrigo
de todo ataque. Maupeou había vencido en 1771 a la oligarquía judicial; Luis
XVI, a su llegada, la restableció en sus poderes; contribuyó a la caída de
Turgot. Desde este momento el ataque se generalizó en nombre de la libertad

18
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

–la de la aristocracia–, la Espada y la Toga hicieron causa común contra el


poder central y los parlamentos y los estados provinciales se apoyaron
mutuamente.
La oposición aristocrática culminó en lo que Albert Mathiez ha llamado “la
revuelta nobiliaria” y Georges Lefebvre “la revolución aristocrática” (1787-
1788): “Los patricios –escribió Chateaubriand– empezaron la Revolución; los
plebeyos la acabaron”. De la reunión de la Asamblea de notables del 22 de
febrero de 1787, a la decisión del Parlamento de París del 23 de septiembre de
1788 (en que los Estados Generales, convocados para el 1 de mayo por
decisión del Consejo del 8 de agosto, se constituyeron, como en 1614, en tres
órdenes con el mismo número de representantes y voto separado), los intentos
de reformas propuestas por Calonne y por su sucesor Lomóme de Brienne
fueron atajados por la resistencia del Consejo de notables, y después por la
revuelta de la Corte de los pares y de los parlamentos provinciales. Después
de acabar imponiendo su voluntad al poder real, la aristocracia había triunfado
¿“Revolución aristocrática”?... La expresión parece ambigua. Si la nobleza (y
sus cuadernos de quejas pronto lo ilustraron) admitía un régimen constitucional
y el voto del impuesto por parte de los Estados Generales, si exigía el
abandono de la administración a unos estados provinciales electivos (Estados
Generales y Estados Provinciales que dominaría gracias al mantenimiento de
su estructura aristocrática), si se mostraba preocupada por la libertad
individual, estaba lejos de admitir la igualdad fiscal, era unánime en cuanto al
mantenimiento de los derechos señoriales. No puede quedar ninguna duda: la
aristocracia emprendió la lucha contra el absolutismo para restablecer su
preponderancia política y salvaguardar unos privilegios sociales superados.
lucha que lógicamente llevó hasta la contrarrevolución.
La problemática de esta “etapa intermedia” ha vuelto a ser estudiada
recientemente y el acento se ha puesto no ya sobre el contenido social del
episodio sino sobre la voluntad de reforma de la monarquía 5: reforma de las
imposiciones propuestas por Calonne, relanzada por Brienne, más el amplio
conjunto de reformas emprendidas por Brienne, desde la administración
central de las finanzas y el comercio hasta la reforma militar, desde las
asambleas provinciales hasta la reforma judicial y el estado civil de los no
católicos. Loménie de Brienne y sus colaboradores habían emprendido con
valentía la renovación de un régimen condenado: ¿estaba en sus manos
cambiar su contenido social? La mayor parte de los privilegiados no estaban
dispuestos a hacer sacrificios; aunque limitadas y parciales, las reformas
lesionaban sus intereses y ponían en peligro sus prerrogativas. Si las justicias
señoriales estaban condenadas, no era cuestión de tocar los derechos
feudales. La reforma militar respetaba las prerrogativas de la nobleza
cortesana, pero seguía negando a los plebeyos el acceso a los grados de
oficiales. Para complacer a la aristocracia, el poder de los intendentes quedaba
desmembrado en beneficio de las asambleas provinciales, pero se mantenía la
división en órdenes, y la presidencia seguía reservada a los privilegiados. Si es
cierto que la nobleza y el clero perdían parte de su privilegio fiscal, también lo
es que conservaban su preeminencia social y el clero su autonomía
administrativa tradicional. Las reformas no ponían en cuestión la estructura
5
Egret, J., La Pré-Révolution française, 1787-88, París, 1962.
19
Albert Soboul

aristocrática del Antiguo Régimen: tratándose del prólogo a una revolución


burguesa, ¿puede desde ese momento hablarse de “prerrevolución”? Más que
sobre las tentativas de reforma, parece claro que el acento de esta “etapa
intermedia” ha de seguir poniéndose en la resistencia victoriosa de la
aristocracia. Pero, al minar el poder real, esta no se daba cuenta de que
estaba anulando al defensor de sus privilegios. La revuelta de la aristocracia
abrió el camino al estado llano.
El tercer estado, o estado llano, incluía confundidos en sus filas a todos los
plebeyos, o sea, según Sieyés, al 96 % de la nación. Esta entidad legal
encubría elementos sociales diversos cuya acción específica diversificó el
curso de la Revolución.
Es una verdad evidente que la burguesía guio la Revolución. También hay que
observar que no constituía, en la sociedad del siglo XVIII, una clase
homogénea. Algunas de esas fracciones estaban integradas en las estructuras
del Antiguo Régimen, participando en grados diversos de los privilegios de la
clase dominante: bien por la fortuna inmobiliaria y los derechos señoriales,
bien por la pertenencia al aparato del estado, bien por la dirección de las
formas tradicionales de las finanzas y la economía. Todas ellas estuvieron
afectadas en grados diversos por la Revolución. Convendría medir
exactamente el papel de la gran burguesía comerciante e industrial tanto en el
Antiguo Régimen como en la Revolución. El capitalismo todavía seguía siendo
básicamente comercial. Dominaba un sector importante de la producción, bien
en las ciudades, bien en el campo, donde el negociante-fabricante hacía
trabajar a trabajadores a domicilio a destajo. El capitalismo comercial, si bien
históricamente representa una fase de transición, no llevaba esencialmente a
la revolución del antiguo sistema de producción y de intercambio en el que
estaba en parte integrado. Los sectores de burguesía vinculados a él no
tardaron en mostrarse partidarios de un compromiso. Desde ese punto de
vista, ¿no podría señalarse una cierta continuidad lógica desde los
monárquicos a los feuillants, y después a los girondinos? Mounier, portavoz de
los monárquicos, escribiría más tarde que su destino era:
“seguir las lecciones de la experiencia, oponerse a las innovaciones
temerarias y no proponer en las formas de gobierno entonces existentes
más que las modificaciones necesarias para mantener la libertad”.
En cuanto a los girondinos, cuyas vinculaciones con la burguesía de los
puertos y el gran comercio colonial son bien conocidas, el ejemplo de Isnard
ilustra su posición social y política: diputado por el Var en la Convención,
célebre por su apostrofe contra París el 25 de mayo de 1793 (“Pronto se
buscaría en las orillas del Sena...”), Isnard era un negociante especializado en
el comercio al por mayor de aceites y en la importación de granos, propietario
de una fábrica de jabones y de una fábrica de torcidos de seda. Ejemplo
significativo de una actividad industrial subordinada al capital comercial y que
no cambiaba las relaciones de producción tradicionales: tanto desde el punto
de vista social como desde el punto de vista económico la industria seguía
siendo subalterna.

20
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

La existencia de un amplio sector de pequeña y mediana burguesía ya


constituía una de las características esenciales de la sociedad francesa. La
mayor parte de la producción local seguía alimentada por artesanos,
productores independientes y vendedores directos. Pero en el artesanado
reinaba una enorme diversidad en cuanto a la condición jurídica y al nivel
social. Existían muchos matices, desde la burguesía media hasta la clase
humilde, que trabajaba manualmente. Algunos oficios, como los Seis Cuerpos
en París, estaban considerados y sus miembros se encontraban entre los
notables. A menudo se ha citado la opinión de la esposa del convencional
Lebas –hija del “carpintero” Duplay (entendámonos: empresario carpintero)–
huésped de Robespierre, que afirmaba que su padre, preocupado por la
dignidad burguesa, jamás hubiera admitido en su mesa a uno de sus
“servidores”, es decir, de sus obreros. Se ve así la distancia que separó a los
jacobinos de los sans-culottes, a la pequeña o mediana burguesía de las
clases populares propiamente dichas. Donde acababan unas y empezaban
otras era algo difícil de precisar. En la sociedad del Antiguo Régimen, de
dominante aristocrática, las categorías sociales englobadas bajo el término
general de tercer estado no estaban claramente dilucidadas. La producción
artesanal y el sistema de intercambios a través del tendero facilitaban
transiciones insensibles del pueblo a la burguesía. El obrero trabajaba y vivía
con el pequeño artesano, compartía su mentalidad y sus condiciones
materiales. Del artesano al empresario habían múltiples matices y los pasos
eran lentamente graduados. En lo alto de la escala unos cambios casi
insensibles provocaban una brusca mutación: en la primera fila de la clase
media y ya en las fronteras de la auténtica burguesía, un cierto parentesco con
las profesiones liberales, así como unos privilegios concretos o una
reglamentación especial, aislaban a libreros, impresores, boticarios, maestros
de postas, algunos grandes empresarios que, si trataban a tenderos
importantes y a obreros, se irritaban de ver a los burgueses propiamente
dichos comportarse de igual forma con respecto a ellos.
Sobre esas categorías sociales intermedias pesaban las contradicciones de
una situación ambigua. Los artesanos, pertenecientes a las clases populares
por sus condiciones de vida y a menudo por la miseria que conocían, poseían,
sin embargo, su tenderete y sus herramientas; el tener bajo su disciplina a
obreros y aprendices acentuaba su mentalidad burguesa. Pero el apego al
sistema de la producción reducida y de la venta directa les enfrentaba a la
burguesía comercial y al capital comercial: los artesanos se sentían
amenazados por la competencia de la manufactura, y temían sobre todo
trabajar para el negociante-fabricante y verse reducidos así a la condición de
asalariados. De ahí que, entre los artesanos y tenderos que formaron los
dirigentes del movimiento popular, se dieran aspiraciones contradictorias. Se
alzaban contra la propiedad concentrada en manos de los grandes fabricantes:
pero ellos mismos eran propietarios. Reclamaban la tasación de las
subsistencias y de las materias primas: pero pretendían mantener la libertad
de sus beneficios. Las reivindicaciones de esas categorías artesanales y de
tenderos se sublimaron en quejas apasionadas, en arranques de revuelta,
particularmente eficaces en la obra de destrucción de la vieja sociedad: jamás
pudieron concretarse en un programa coherente.

21
Albert Soboul

A las categorías populares propiamente dichas les faltaba el espíritu de clase.


Diseminados en muchos pequeños talleres, no estaban especializados como
consecuencia del desarrollo todavía restringido de la técnica, ni estaban
concentrados en grandes empresas o en los barrios industriales. A menudo
mal diferenciados del campesinado, los asalariados, así como también los
artesanos, no eran capaces de concebir soluciones eficaces para su miseria: la
debilidad de los gremios lo demostraba. El odio hacia la aristocracia, el
enfrentamiento irreductible con los “pudientes” y los ricos, fueron los fermentos
de unidad de las masas trabajadoras. Cuando las malas cosechas, y la crisis
económica que necesariamente provocaban, las pusieron en movimiento, no
se alinearon con una clase distinta, sino como asociadas al artesanado, detrás
de la burguesía: así se dieron los golpes más fuertes a la vieja sociedad. Pero
esta victoria de las masas populares no podía ser más que “una victoria
burguesa”: la burguesía solo aceptó la alianza popular contra la aristocracia
porque las masas le permanecieron subordinadas. En caso contrario,
probablemente habría renunciado, como hizo en el siglo XIX en Alemania y en
menor medida en Italia, al apoyo de aliados considerados como demasiado
temibles.
Los campesinos desempeñaron un cometido no menos importante en la
Revolución Francesa: fue una de sus características más originales. En 1789
la gran mayoría de campesinos eran, desde hacía mucho, hombres libres,
dado que la servidumbre solo subsistía en algunas regiones, sobre todo en el
Neversado y el Franco Condado. Las relaciones de producción feudales
dominaban, sin embargo, los campos, como demostraban los cánones
señoriales y los diezmos eclesiásticos. El diezmo, alejado la mayoría de las
veces de su objetivo primitivo y que presentaba los inconvenientes habituales
de un impuesto en especie, parecía tanto más insoportable cuanto que el alza
de los precios había aumentado su beneficio: en tiempos de hambre se
obtenía a expensas de la alimentación del campesino. Lo que quedaba de los
derechos señoriales era todavía más impopular, aunque ciertamente seguía
siendo igual de gravoso. Algunos historiadores tienen tendencia a minimizar el
peso de la feudalidad al final del Antiguo Régimen. Tocqueville les ha
contestado por adelantado en un capítulo de El Antiguo Régimen y la
Revolución: “Porque los derechos feudales se habían vuelto en Francia más
odiosos para el pueblo que en cualquier otra parte”: si el campesino no hubiera
poseído la tierra hubiera sido menos sensible a las cargas que el sistema fiscal
hacía pesar sobre la propiedad rural.
Quizás habría que distinguir, desde un estricto punto de vista jurídico, lo que
era propiamente feudal de lo que era señorial. Los derechos feudales
resultaban de los contratos de feudo. La jerarquía de los feudos se mantenía,
como da fe de ello en cada mutación el permiso y el censo, así como el pago
de una tasa; allí donde los plebeyos tendían a ser compradores de feudos, y el
caso no era raro en el Midi, estaban sujetos a un canon especial llamado de
feudo alodial. Los derechos señoriales hallaban su principio en la soberanía
ejercida en la Edad Media por los señores. De la autoridad señorial subsistía:
una parte de la justicia, alta o baja, carácter esencial del señorío; unas
prerrogativas honoríficas, símbolo de la superioridad social del señor; unos
monopolios señoriales, personales unos, prestaciones personales y cánones
diversos, y reales otros: caían sobre las tierras y no sobre las personas, y
22
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

traducían la propiedad eminente del señor (todavía se decía la directa), pues el


campesino solo tenía la propiedad útil. De los derechos reales, unos eran
anuales (bien en dinero, censo o rentas, bien en especie, tributo de las gavillas
o terrazgo en el Norte, agrier en el Midi), otros casuales (laudemio sobre las
mutaciones). Tal era, esquematizado (Boncerf evalúa en más de trescientas las
distintas clases de cánones en su folleto sobre los Inconvénients des droits
féodaux, 1776), el complexum feudale, en expresión de los juristas: la feudalidad,
en el vocabulario ordinario de la época. Que las masas campesinas, unánimes
en detestarla, dieran a través suyo un golpe mortal a la aristocracia, prueba
bastante bien que la feudalidad constituía la característica esencial de la
sociedad del Antiguo Régimen.
“La feudalidad había permanecido como la mayor de todas nuestras
instituciones civiles al dejar de ser una institución política –escribe
Tocqueville–. Así reducida, todavía provocaba muchos más odios, y
puede decirse en verdad que al derribar una parte de las instituciones de
la Edad Media se había hecho cien veces más odioso lo que se dejaba”.
Frente a la explotación feudal, la comunidad rural permanecía unida: frente al
señor, frente al diezmero, frente también al impuesto real. Pero detrás de este
antagonismo fundamental ya se percibían oposiciones que llevaban el germen
de las luchas del siglo XIX, una vez destruidas la feudalidad y la aristocracia.
La desigualdad había penetrado desde hacía mucho en la comunidad rural, y
tendía a disociarla.
En las regiones de grandes explotaciones, la aplicación del capital y sus
métodos al trabajo agrícola con vistas a un cultivo intensivo y a una producción
para el mercado, había producido evidentes repercusiones en la condición
campesina. El grupo social de los grandes terratenientes se desarrolló
ampliamente al final del Antiguo Régimen, concentrando no la propiedad sino
la explotación: los campesinos de las llanuras cerealeras de la cuenca
parisiense denunciaron en sus cuadernos de quejas la “reunión” de las
explotaciones agrarias y se obstinaron en vano, hasta el año II, en reclamar su
división. Así se afirmaba ya el antagonismo entre un capitalismo agrícola y un
campesinado en vías de proletarización. Faltos de tierra, despojados de sus
derechos colectivos a medida que se reforzaban la propiedad privada y la gran
explotación, los pequeños campesinos engrosaban las filas de un proletariado
miserable e inestable, presto a alzarse tanto contra las grandes explotaciones
como contra los castillos.
Desde luego, no hay que exagerar esas características: en vísperas de la
Revolución, la mayor parte del país seguía siendo dominio de la pequeña
explotación tradicional. Pero también aquí la desigualdad se había introducido
en el seno de la comunidad rural. La propiedad de los bienes comunales, las
presiones colectivas sobre la propiedad privada (prohibición de cercar, rotación
de cultivos obligatoria), los derechos de uso sobre los campos (pastos
comunales, derechos de espigueo y de rastrojera), sobre los prados (derecho
de segunda hierba) o sobre los bosques habían constituido durante mucho
tiempo unos sólidos cimientos comunitarios. En la segunda mitad del siglo
XVIII, bajo la ola del individualismo agrario y con el apoyo del poder real
(edictos de cercado, clasificación de los comunales), la estructura comunitaria

23
Albert Soboul

se resquebrajó: fue la aristocracia quien se aprovechó sobre todo de ello. Pero,


en el seno de la comunidad, algunos propietarios, “gallitos de pueblo”,
dominaban a jornaleros y pequeños campesinos que dependían de ellos para
sus yuntas o para su pan cotidiano; producían más o menos para el mercado,
acaparaban la administración del pueblo y se adaptaban a la renovación de la
agricultura. Este campesinado propietario, tanto como a la aristocracia que
gravaba su tierra con los derechos señoriales, era hostil a la comunidad rural
que lo gravaba con derechos colectivos y limitaba su libertad de explotación y
de provecho: aspiraba a liberarse de todas esas restricciones. El campesinado
pobre, por el contrario, falto de tierra y obligado para asegurarse el pan a
buscar un salario complementario en la tierra de otros o en la industria rural, se
aferraba tanto más a los derechos colectivos y a los modos tradicionales de
producción cuanto que sentía que se le escapaban: la masa campesina oponía
la reglamentación del cultivo a la libertad de explotación.
Concepción de un derecho limitado de la propiedad, acción reivindicativa
contra la concentración de las explotaciones o de las empresas: estos rasgos
caracterizaban un ideal social popular a la medida de las condiciones
económicas de la época. Los campesinos y artesanos para disponer
libremente de su persona y de su trabajo debían primero dejar de estar
enfeudados a otro, apegados a la tierra o prisioneros en el marco de una
corporación. De ahí su odio hacia la aristocracia y el Antiguo Régimen: las
clases populares han sido el motor de la revolución burguesa. Pero,
productores inmediatos o codiciosos del devenir, campesinos y artesanos
basaban la propiedad en el trabajo personal y soñaban en una sociedad de
pequeños productores, cada uno dueño de su campo, su taller, su tienda: de
un modo confuso, querían prevenir la constitución de un monopolio de la
riqueza, así como la de un proletariado dependiente. Estas aspiraciones
profundas dan cuenta de las luchas sociales y políticas durante la Revolución,
de sus peripecias y de su progresión: de 1789 a 1793 se asiste a una
profundización de la lucha de la burguesía contra la aristocracia, marcada por
el papel creciente de las capas medias y de las masas populares, y no a un
cambio de naturaleza de las luchas sociales. En ese sentido puede hablarse
de un “cambio de frente” de la burguesía después de la caída de Robespierre:
tanto antes como después del 9 termidor, el enemigo esencial sigue siendo la
aristocracia que no depone las armas. La prueba de ello es la ley de 9 frimario
del año VI (29 de noviembre de 1797), inspirada por Sieyés, que redujo a los
exnobles y ennoblecidos a la condición de extranjeros. La Revolución
Francesa es “un bloque”: antifeudal y burguesa a través de sus diversas
peripecias.
Este arraigo de la Revolución en la realidad social francesa, esta continuidad y
esta unidad, así como su necesidad, han sido subrayados por Tocqueville con
su acostumbrada lucidez.
“Lo que la Revolución no ha sido en modo alguno es un acontecimiento
fortuito. Ha tomado, es cierto, el mundo de improviso, y sin embargo no
era más que el complemento del trabajo más largo, el término repentino y
violento de una obra en la que habían trabajado diez generaciones de
hombres”.

24
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

FLUCTUACIONES ECONÓMICAS Y DEMOGRÁFICAS

No obstante, más allá de las estructuras sociales y de los antagonismos


fundamentales que dan cuenta de las causas profundas de la Revolución,
conviene precisar los diversos factores que explican una fecha. La Revolución
era ineluctable, según testimonio del propio Tocqueville: pero ¿por qué –según
su expresión– esa explosión repentina, ese brusco “esfuerzo convulsivo y
doloroso, sin transición, sin precaución, sin miramientos”?6.
La Revolución de 1789 nació en una atmósfera de crisis económica. Jaurés,
en el amplio fresco que es su Histoire socialiste (1901-1904), había buscado
en “las condiciones económicas, la forma de la producción y de la propiedad”,
las razones profundas de la Revolución. Pero su obra peca quizá por exceso
de simplificación: la Revolución se desarrolla casi en su totalidad lisa y
llanamente; su causa reside en el poder económico e intelectual de la
burguesía que ha alcanzado su madurez; su resultado fue consagrar ese
poder en la ley.
“Ahora –escribe Jaurés– la propiedad industrial y mobiliaria, es decir, la
propiedad burguesa, está en plena fuerza: el advenimiento de la
democracia burguesa es, por lo tanto, inevitable, y la Revolución es una
necesidad histórica”.
Esta explicación no da cuenta ni de la fecha de la Revolución ni de su carácter
violento debido a la resistencia de la aristocracia y a la irrupción de las masas
populares en la escena política. ¿La Revolución Francesa solo habría sido la
revolución de la prosperidad burguesa?
El siglo XVIII ha sido ciertamente un siglo de prosperidad; su apogeo
económico se sitúa a finales de la década de 1760 y principios de la de 1770:
“El esplendor de Luis XV”. Después de 1778 comenzó “la decadencia de Luis
XVI”, período de contracción, después de regresión, que culminó en 1787 con
una crisis generadora de miseria y de problemas. Desde luego, Jaurés no ha
negado la importancia del hambre en el desencadenamiento de la Revolución,
pero únicamente le adjudica un papel episódico: la crisis, al poner a prueba
dolorosamente a las masas populares, las movilizó al servicio de la burguesía,
pero no habría sido más que un accidente. El mal era más profundo7.
Las masas populares de las ciudades y del campo no fueron puestas en
movimiento en 1789 por los manejos sediciosos de la burguesía: esta es la
tesis del complot avanzada por el padre Barruel en sus Mémoires pour servir á
l‘histoire du jacobinisme publicadas en Hamburgo en 1798, tesis retomada en
un cierto sentido por Agustin Cochin en su encuesta sobre Les sociétés de
pensée et la Révolution en Bretagne (1925). Tampoco se levantaron bajo el
impulso de sus instintos sanguinarios, como pretende Taine en los Origines de
la France contemporaine (1875), obra de denigración y de cólera. El hambre
los levantó: es una verdad evidente, subrayada vehementemente por Michelet
6
Sobre el problema en general, ver Labrousse, C. E., “Comment naissent les révolutions”
Actes du Congrès historique du Centenaire de la Révolution de 1848, París. 1948.
7
Sobre este aspecto esencial, ver la obra de Labrousse, C. E., Esquisse du mouvement des
prix et des revenus en France au XVIII e, 2 vols., París. 1933; La crise de l'économie
française à la fin de l’Ancien Régime et au début de la Révolution, París, 1944.
25
Albert Soboul

(“Os lo ruego, venid a ver a este pueblo tirado por el suelo, pobre Job. El
hambre es un hecho de tipo civil: se tiene hambre en nombre del rey”), a la que
los trabajos de C. E. Labrousse han dado unos amplios cimientos científicos.
El hambre popular aparece como la consecuencia de los caracteres generales
de una fase (A) de alza y de expansión (según la terminología de F. Simiand),
pero asociados a los movimientos cíclicos y estacionales, matizados por la
consideración del salario real, explicados finalmente por las características
históricas de la economía y la demografía de la época.
El movimiento de los precios en Francia en el siglo XVIII se caracteriza por un
alza secular de 1733 a 1817, fase A que sucedió a la fase B de depresión que
se prolongó desde mediados del siglo XVII hasta alrededor de 1730. La ola de
alza y de prosperidad, lenta hasta hacia 1758, violenta de 1758 a 1770, se
estabilizó de 1778 a 1787, provocando un malestar prerrevolucionario: una
nueva ola desencadenó el ciclo revolucionario (1787-91). Si otorgamos el
índice 100 al ciclo 1726-41, el alza media de larga duración es del 45 % para el
ciclo 1771-89; se eleva al 65 % para los años 1785-89. El aumento, muy
desigual según los productos, es más importante para los productos
alimenticios que para los productos fabricados, para los cereales que para la
carne: hechos típicos de una economía todavía esencialmente agrícola. Los
cereales ocupaban un lugar enorme en el presupuesto popular, su producción
aumentaba poco mientras que la población crecía y la competencia de los
granos extranjeros no podía intervenir. Para el período 1785-1789, el alza de
los precios es del 66% para el trigo candeal, del 71 % para el centeno, del 67
% para la carne; la leña bate todos los records: el 91 %. El caso del vino es
especial: 14%; la baja del beneficio vitícola fue tanto más grave cuanto que
muchos viñadores no producían cereales y compraban su pan. Las variaciones
cíclicas (ciclos 1726-41, 1742-57, 1758-70, 1771-89) se superpusieron al
movimiento de larga duración, de modo que el máximo cíclico de 1789 llevó el
alza del candeal al 127 % y la del centeno al 136 %. En cuanto a los cereales,
las variaciones estacionales, por último, insensibles o casi en períodos de
abundancia, se ampliaban en los años malos; de uno a otro otoño aumentaban
entonces del 50 al 100 % y más. En 1789 el máximo estacional coincidió con la
primera quincena de julio: llevó el aumento del candeal al 150 %, el del
centeno al 165 %. La jornada del 14 de julio coincidió con el punto culminante
del alza de los precios en el siglo XVIII.
El coste de la vida para las clases populares resultó gravemente afectado por
el alza de los precios; como los cereales aumentaron más que todo lo demás,
el pueblo fue quien estuvo más duramente afectado. La víspera del 14 de julio,
la parte que ocupaba el pan en el presupuesto popular había alcanzado el 58
% debido al alza general; en 1789 alcanzó el 88 %: solo quedaba el 12 % de
los ingresos para los demás gastos. El alza de precios beneficiaba a las
categorías sociales acomodadas y abrumaba al pueblo.
El movimiento de los salarios agravaba todavía más la incidencia del alza de
los precios sobre el destino de las masas populares. Las series locales
elaboradas por C. E. Labrousse llevan al 17 % el aumento de salarios entre el
período base de 1726-41 y el de 1771-89; pero en la mitad de casos no llega al
11 %. En comparación con los años 1785-89 es del 22 %; supera el 26 % en
tres generalidades. El aumento de los salarios fue variable según las

26
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

profesiones: para la construcción, el 18 % (1771-89) y 24 % (1785-89), pero


solo el 12 y el 16 %, respectivamente, para el jornalero agrícola. El aumento de
larga duración de los salarios es, pues, muy débil en comparación con el de los
precios. Ahora bien, las variaciones cíclicas y estacionales de los salarios
aumentaban más la diferencia, puesto que eran en sentido inverso a las de los
precios. En el siglo XVIII, en efecto, la carestía provocaba el paro y la escasez
de la cosecha reducía las necesidades del campesinado. La crisis agrícola
produjo la crisis industrial, y la parte importante que el pan ocupó en el
presupuesto popular tuvo como consecuencia la reducción de las otras
compras. Comparando el aumento del salario nominal con el del coste de la
vida, se comprueba que el salario real ha disminuido: en una cuarta parte entre
1726-41 y 1785-89; en más de la mitad si se tienen en cuenta los puntos
máximos cíclicos y estacional de los precios. Las condiciones de vida de la
época exigían que la reducción afectara básicamente a las subsistencias de
primera necesidad, por lo que el período de alza del siglo XVIII provocó un
aumento de la miseria popular. El hambre movilizó al pueblo.
El crecimiento demográfico multiplicó las consecuencias del alza de los
precios. Parece tanto más destacable cuanto que sucedió, alrededor de 1740,
a un período de estancamiento. Las depresiones demográficas profundas, que
caracterizaron al siglo XVII y que provocaron un déficit perceptible durante
mucho tiempo en el flanco de la pirámide de las edades, dieron paso a crisis
más leves y más rápidas. Las grandes carestías de antes de 1715 se
convirtieron después de 1740 en carestías larvadas, las crisis “mortales” en
crisis “veniales”. Las quintas de efectivos realmente reducidos desaparecieron,
los efectivos se regularizaron. La natalidad mantuvo un nivel elevado, el 40
manifestándose, no obstante, una cierta tendencia a la reducción de los
nacimientos, sobre todo en medios aristocráticos. La mortalidad siguió
oscilando de un año a otro, pero normalmente se mantenía por debajo de la
natalidad, descendiendo al 33 % en 1778. La esperanza de vida al nacer
estaba alrededor de los 29 años en vísperas de la Revolución. La expansión
demográfica benefició proporcionalmente más a las ciudades que al campo: el
siglo XVIII fue un siglo de expansión urbana. Si situamos en la categoría de
“ciudades” a las aglomeraciones de más de 2000 habitantes, la población
urbana ascendía aproximadamente al 16% del total. Como en las ciudades la
natalidad era menor, la mortalidad mayor y el número de solteros más elevado,
la inmigración de los habitantes del campo constituía el factor principal de la
expansión urbana, Al final del Antiguo Régimen, la población francesa era de
unos 25 millones de habitantes. Desde el punto de partida, 19 millones a
finales del siglo XVII, y teniendo en cuenta el crecimiento territorial, el aumento
era modesto: 6 millones, apenas más de un tercio. Otros estados se habían
beneficiado de una expansión mayor, por ejemplo Inglaterra. Francia no era,
sin embargo, el país más poblado de Europa. Sobre todo, por modesto que
haya sido su crecimiento demográfico, diverso según las regiones, no ha
dejado de tener importantes consecuencias sociales. Al aumentar la demanda
de productos agrícolas, contribuyó al alza de precios. El crecimiento urbano
estimuló a la industria textil que veía cómo se abrían nuevas salidas y que, a
su vez, atraía a la mano de obra de los medios rurales. Sobre esta población
que había aumentado, y principalmente en las ciudades y en las masas
populares, las crisis de las subsistencias, todavía más nefastas en la primera

27
Albert Soboul

mitad del siglo, ya no tuvieron graves repercusiones demográficas sino


consecuencias sociales y económicas. En esa economía todavía arcaica, la
crisis de las subsistencias desencadenó un proceso en el que se encadenaron
miseria, subconsumo, contracción del mercado de mano de obra, subempleo,
mendicidad y vagabundeo. La expansión demográfica 8 tiende a romper el frágil
equilibrio población-subsistencias, multiplicando así las tensiones sociales:
aquí se incluye, en una parte no esencial pero no obstante importante, entre
las causas próximas de la Revolución.
Las contradicciones irreductibles de la sociedad del Antiguo Régimen hacía
mucho tiempo que habían llevado a la revolución a la orden del día. Las
fluctuaciones económicas y demográficas, generadoras de tensión y que, en
las condiciones de la época, escapaban a toda acción gubernamental, crearon
una situación revolucionaria. Contra un régimen cuya clase dirigente era
impotente para defenderlo, se alzó la inmensa mayoría de la nación, confusa y
conscientemente. Así se llegó al punto de ruptura. En 1788 se urdió la crisis
nacional.
El campo ya había sido afectado por la mala venta del vino, cuyos precios
cayeron hasta la mitad después de unas cosechas abundantes; si bien la
situación mejoró después de 1781, el beneficio vitícola siguió limitado por
vendimias poco abundantes. Como en ese momento el cultivo de la vid estaba
muy extendido, la suerte de muchos campesinos resultó afectada, pues para
ellos el vino constituía el único producto comercializable. En 1785 el ganado
fue diezmado por culpa de la sequía. El mercado rural, esencial para la
producción industrial, se contrajo a partir de ese momento, y el tratado
comercial anglofrancés de 1786 contribuyó en parte (aunque no conviene
exagerar) a las dificultades de la industria. La cosecha de 1788 fue desastrosa:
desde el mes de agosto fue afianzándose el alza, que siguió sin detenerse
hasta julio de 1789. La catástrofe agrícola cerró la salida rural, el paro se
multiplicó entre una mano de obra ya pletórica y el nivel del salario bajó. La
caída de la producción industrial (y, por lo tanto, el paro urbano) puede
estimarse en el 50%, la del nivel del salario en el 15 al 20%, en tanto que el
coste de la vida subía en la proporción del 100 al 200%. La penuria y la
carestía movilizaron a las masas rurales y ciudadanas que con toda
naturalidad imputaron la responsabilidad de sus males a las clases dominantes
y a las autoridades gubernamentales. Diezmeros y señores que cobraban el
impuesto sobre las gavillas, que disponían de grandes cantidades de granos,
así como tratantes en granos, molineros y panaderos sospechosos de
favorecer el alza, caían bajo la acusación de acaparamiento. Las compras del
gobierno daban crédito a la tenaz leyenda del “pacto de hambre” lanzada
contra Luis XV. Si los economistas reclamaban como única solución la libertad
del comercio de granos, provechosa sobre todo para los propietarios y los
negociantes, el pueblo se atenía a la reglamentación tradicional, reforzada si
era preciso por la requisa y la fijación de los precios. La crisis económica, si no
8
Sobre los problemas demográficos de la Revolución Francesa, ver principalmente los
trabajos de Reinhard. M., “Etude de la population pendant la Révolution et l’Empire”, en
Bulletin d’Histoire économique et sociale de la Révolution française, 1959-60, Gap, 1961;
Primer suplemento, ibid., 1962, París, 1963; “Contributions à l’histoire démographique de fa
Révolution française”, París, 1962, 1.a serie; 1965, 2.a serie; 1970, 3.a serie, bajo la dirección
de M. Reinhard.
28
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

la creó, sí contribuyó a agravar la crisis de la monarquía: las dificultades


financieras dieron pie a la oposición política.
La crisis financiera se remonta a la guerra de América, sostenida por Necker a
base de préstamos; Calonne recurrió al mismo método para consolidar lo
atrasado. El Compte rendu presentado al rey en marzo de 1788 evaluaba los
gastos en 629 millones de libras, y los ingresos en 503: o sea, un déficit del
20%. El servicio de la deuda exigía 318 millones, o sea más de la mitad de los
gastos. La crisis económica repercutía en el ingreso de los impuestos,
aumentaba las cargas a razón de las compras de granos al exterior; alcanzó al
crédito público. Al haber disminuido el poder adquisitivo de las masas, el
impuesto, y sobre todo el impuesto indirecto, no podía rendir mucho. Quedaba
la igualdad fiscal. Calonne se arriesgó a proponer una “subvención territorial”
que gravaría a todos los propietarios de tierras sin excepción. El consejo de
notables, aristócratas por definición, reunido el 22 de febrero de 1787, criticó el
proyecto y exigió la comunicación de las cuentas del Tesoro. Luis XVI cesó a
Calonne el 8 de abril.
La crisis política se sumó desde ese momento a la crisis financiera: la rebelión
de la aristocracia, pese a la voluntad reformadora de Loménie de Brienne, que
había sido llamado al ministerio, pese a la tentativa de una reforma judicial –el
8 de mayo de 1788– que habría desmembrado el poder de los parlamentos,
redujo a la monarquía a la impotencia. Con el Tesoro vacío y sin ninguna
posibilidad de que se suscribiera ningún empréstito en circunstancias tan
confusas, Brienne capituló: el 5 de julio de 1788 –en decisión confirmada por la
orden del Consejo del 8 de agosto– prometió reunir a los Estados Generales,
cuya apertura se fijó para el 1° de mayo de 1789.
La burguesía, elemento director del tercer estado, tomó el relevo en ese
momento. Sus objetivos eran revolucionarios: destruir el privilegio aristocrático,
establecer la igualdad civil en una sociedad sin órdenes ni cuerpos. Pero
pretendía ceñirse a un estricto legalismo. Pronto se vio empujada hacia la
acción revolucionaria por las masas populares, auténtico motor, cuyas
reivindicaciones propias y la crisis económica, al persistir hasta mediados de
1790, contribuyeron todavía mucho tiempo a tener en vilo.

ESPONTANEIDAD Y ORGANIZACIÓN REVOLUCIONARIA


LA ESPERANZA Y EL MIEDO

La convocatoria de los Estados Generales suscitó en el pueblo una profunda


emoción: desde ese momento, la esperanza y el miedo fueron a la par, al ritmo
de la Revolución, dejando traslucir los acontecimientos políticos las
motivaciones sociales que constituían su motor fundamental. La mentalidad
revolucionaria se concretó en principio, como es lógico, en las conciencias
individuales y en las filas de la burguesía. Sin duda la mentalidad del tercer
estado distaba mucho de ser uniforme: campesinos, artesanos y burgueses
sufrían de modo distinto en el Antiguo Régimen, la carestía tendía a enfrentar a
pobres y ricos, consumidores y productores. Pero las condiciones generales de
la economía y de la sociedad, así como las condiciones políticas, alzaban al

29
Albert Soboul

conjunto del tercer estado contra la aristocracia y el poder real garante del
privilegio. Por el juego de la propaganda, bajo el peso de los acontecimientos,
más aún bajo el peso de representaciones arraigadas desde hacía mucho
tiempo en la conciencia colectiva y que se imponían al individuo, cristalizó
desde la primavera de 1789 en una mentalidad revolucionaria que constituyó
un potente factor de acción9.
La esperanza sublevó a las masas, unió por un momento los elementos
heterogéneos del tercer estado y sostuvo todavía por mucho tiempo la energía
revolucionaria de los más puros. La reunión de los Estados Generales fue
acogida como la “buena nueva” anunciadora de tiempos nuevos. Se abría un
futuro mejor que respondía a la espera milenaria de los hombres. Esta
esperanza alimentó el idealismo revolucionario, entusiasmó a los voluntarios,
iluminó la muerte trágica de los “mártires de pradial”, así como la de los héroes
del proceso de Vendóme. De la vieja campesina que encontró Arthur Young
subiendo la costa de las Islettes en Argonne, el 12 de julio de 1789, a
Robespierre, a Babeuf al pie de la guillotina, el hilo de la esperanza no se
rompe.
“Se dice que ahora va a hacerse alguna cosa, por parte de grandes
personajes, para nosotros, pobres gentes, pero no se sabe quién ni cómo;
pero que Dios nos envíe algo mejor, porque los derechos y las cargas nos
agobian”. La misma esperanza casi religiosa alienta a Robespierre en su
“informe sobre los principios de moral política que deben guiar a la
Convención” (5 de febrero de 1794):
“Queremos, en una palabra, cumplir los deseos de la naturaleza, realizar
los destinos de la humanidad, mantener las promesas de la filosofía,
absolver a la providencia del largo reinado del crimen y la tiranía... Y que
al sellar nuestra obra con nuestra sangre podamos ver al menos brillar la
aurora de la felicidad universal”.
El miedo acompañó a la esperanza: ¿consentirían los privilegios en dejarse
despojar? En la mentalidad campesina el señor estaba incuestionablemente
apegado de modo egoísta a su superioridad social y a su renta (todo era lo
mismo). El burgués pensaba lo mismo del privilegiado. El comportamiento de
la aristocracia reforzó esta creencia; su oposición al desarrollo del tercer
estado, su resistencia al voto por cabeza, la anquilosó definitivamente. El rey
era “bueno”, pero su entorno aristocrático era perverso. A partir de ese
momento reinó la inquietud. “Los nobles ensillarán sus caballos”; recurrirán a
las tropas reales; no vacilarán en buscar ayuda en el extranjero; enrolarán a
mendigos y vagabundos, cuyo número por los caminos se multiplicaba debido
al hambre y al paro: el miedo a los salteadores duplicó al que inspiraban los
aristócratas. La crisis económica aumentaba la inquietud, pues el aristócrata
solía ser casi siempre el que cobraba el impuesto sobre las gavillas y el
diezmo. Las gentes del pueblo, totalmente incapaces de analizar la coyuntura
9
Sobre estos aspectos, ver Lefebvre, G., La grande peur de 1789”, París, 1932; 2.a ed.
aumentada, s.f. (1956); “Foules révolutionnaires”, en Annales historiques de la Révolution
française, 1934, reproducido en Etudes sur la Révolution française, Paris, 1954; 2.a ed., 1963.
Georges Lefebvre ha dado un buen ejemplo de análisis de un hecho de voluntad punitiva en
su artículo “Le meurtre du comte de Dampierre (22 de juin 1791)”, en Revue historique, 1941,
reproducido en Etudes sur la Révolution française.
30
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

económica, atribuían la responsabilidad de la carestía, a menudo calificada de


“artificial”, a la aristocracia y a su voluntad de perjudicar. La sospecha toma
cuerpo, se vuelve legítima: la corte y los aristócratas, en los primeros días de
julio de 1789, preparan un golpe de fuerza para disolver la Asamblea. La
inquietud se convierte en miedo cuando se concreta el “complot aristocrático”;
ese miedo duró tanto como la Revolución, alimentado por los complots reales,
por las intrigas de los emigrados, por la invasión extranjera, por la
contrarrevolución permanente; apaciguado por momentos, aumentado por el
anuncio o la aproximación del peligro –después de la huída a Varennes o en el
verano de 1792– y culminó en las masacres y el Terror.
El miedo es social, pero su contenido se matiza según las circunstancias.
Miedo a la aristocracia y a lo que esta significa socialmente. Taine, que no es
sospechoso de benevolencia, ha trazado un cuadro sobrecogedor del miedo y
la ira que, ante la aproximación de los invasores, subleva a los campesinos en
el verano de 1792.
“Por propia experiencia saben la diferencia entre su condición reciente y
su condición actual. Solo tienen que recordarlo para volver a tener en la
imaginación la enormidad de los impuestos reales, eclesiásticos y
señoriales.”
Pero el hecho de que el miedo a los “salteadores” haya sido asociado, en julio
de 1789, al de los aristócratas, señala otra orientación que fue afirmándose
hasta el golpe de estado de brumario: el miedo agrupó a los propietarios ante
la amenaza de las clases peligrosas. Sin duda, la crisis económica, al
multiplicar a los miserables, generalizó una inseguridad que al final fue
atribuida al complot aristocrático. El sentido social de este miedo a los
“salteadores” está igualmente claro. El campesino propietario teme que se
atente contra sus bienes, como lo teme el burgués de París cuando el 12 de
julio, luego de que las tropas reales se retiraran detrás del Sena, a la Escuela
Militar y al Campo de Marte, París quedó abandonado a su suerte. La
formación de la milicia burguesa tuvo entonces como objetivo la defensa de la
capital, no solamente contra los excesos del poder real y de sus tropas
decididas, sino también contra el ataque de las categorías sociales
consideradas peligrosas. Monárquicos, feuillants y girondinos compartieron
esos sentimientos en grados distintos: de ahí su voluntad de detener la
Revolución mediante un compromiso. El miedo burgués explica, por una parte,
el 9 termidor; alcanza su paroxismo en la primavera de 1795, durante las
jornadas de pradial; da cuenta de la impotencia del Directorio en lucha en dos
frentes: alimentó la campaña revisionista de 1799: el golpe de estado de
brumario tranquilizó a los notables.
La reacción defensiva procede del miedo. Si este degeneró en ocasiones en
pánico, la mayoría de las veces llevó al pueblo a armarse para su propia
seguridad. La noticia del cese de Necker, el 12 de julio de 1789, provocó un
acceso de cólera y medidas de defensa. El pueblo practicó el pillaje en las
tiendas de los armeros; la burguesía asumió la dirección del movimiento y se
esforzó por regularizarlo mediante la creación de la milicia burguesa. Fue para
armarse que el pueblo se dirigió a los Inválidos primero y a la Bastilla después,
en la mañana del 14 de julio.

31
Albert Soboul

Por más que el rey capitulara y aceptara el día 17 en el ayuntamiento la


escarapela tricolor, el miedo, con su cortejo de altercados y violencias,
persistió. El Gran Miedo, a finales de julio de 1789, movilizó a los campesinos;
aceleró y generalizó el armamento popular; obligó a las milicias a reunirse
incluso en los pueblos más pequeños. El ardor guerrero de la Revolución se
manifestaba por primera vez. El sentimiento de solidaridad del tercer estado
resultó reforzado: “¿Eres del tercer estado?” era la contraseña habitual en julio
de 1789. Esa movilización general prefigura los enrolamientos de voluntarios
después de la huida de Varennes y a lo largo del verano de 1792, La reacción
defensiva suscitada por el miedo da cuenta también de la exigencia popular
del levantamiento en masa en agosto de 1793.
La voluntad punitiva y la reacción defensiva no son más que una sola cosa:
hay que situar a los enemigos del pueblo lejos de la posibilidad de perjudicar,
pero también hay que castigarles y vengarse de ellos. De ahí las
persecuciones y los arrestos, la devastación o el incendio de los castillos, los
asesinatos y las masacres, el Terror, en una palabra. El 22 de julio de 1789,
Bertier de Sauvigny, intendente de París y de la Ille-de-France, y su suegro
Foulon de Doué, fueron detenidos y conducidos al ayuntamiento; arrebatados
por la multitud los colgaron del farol más próximo. La burguesía revolucionaria
lo aprobó: “¿Tan pura era esa sangre?”, preguntó Barnave en la Asamblea
constituyente. A lo largo de toda la Revolución, la voluntad punitiva fue
compañera del miedo. El conde de Dampierre fue ejecutado al día siguiente de
Varennes. Las ejecuciones de septiembre de 1792 coronaron el miedo
provocado por la invasión y coincidieron con los enrolamientos de voluntarios.
Cuando el peligro nacional volvió a agravarse en agosto de 1793, se
produjeron ejecuciones en los medios de las secciones parisienses: la
Convención las previno al poner el Terror al orden del día. La voluntad punitiva
respondía a una concepción confusa de la justicia popular. La burguesía
revolucionaria, que no rechazaba la violencia, se esforzó a partir de 1789 por
canalizar la ira popular y regularizar la represión. El 23 de julio, Barnave pidió
“una justicia legal para los crímenes de estado”; el 28, Du Port obtuvo de la
Asamblea la creación de un Comité des Recherches, auténtico prototipo del
Comité de Seguridad General, en tanto que la Comuna de París, a propuesta
de Brissot, creaba otro que prefiguró los comités de vigilancia revolucionaria.
En 1792 Danton hizo crear el Tribunal extraordinario del 17 de agosto –en
vano, por otra parte–. Las ejecuciones populares solo acabaron cuando el
gobierno se reforzó y la Convención legalizó la represión. El miedo, con su
cortejo de violencias, únicamente desapareció cuando el complot aristocrático
y la contrarrevolución fueron finalmente vencidos.

LA PRÁCTICA POLÍTICA

La espontaneidad revolucionaria de las masas ciudadanas y rurales


sublevadas por la miseria y el “complot aristocrático” derrocó al Antiguo
Régimen desde finales de julio de 1789, destruyó su armazón administrativo,
suspendió la percepción del impuesto, municipalizó el país, liberó a las
autonomías locales. Se va perfilando el aspecto de un poder popular y de la
democracia directa. En París, mientras la Asamblea de Electores en los
32
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Estados Generales, por medio de su comité permanente, se apoderaba del


poder municipal, los ciudadanos deliberaban y actuaban en los sesenta
distritos constituidos para las elecciones. Pronto pretendieron controlar la
municipalidad: ¿no reside la soberanía en el pueblo? Al mismo tiempo que se
derrumbaban las viejas estructuras, por un movimiento de balanceo inherente
a toda revolución, surgían instituciones y una práctica política cuyo sentido y
objetivo no pueden escapársenos: la burguesía se esforzó, desde julio de
1789, por estabilizar la acción revolucionaria, por controlar y derivar en
provecho propio el impulso espontáneo de las masas.
Primero los distritos, después las secciones, constituyeron en las ciudades el
marco institucional básico en el que se desarrolló la vida política desde la
primavera de 1789 hasta el Directorio, y tomaron un contenido social nuevo
con los progresos de la Revolución o con los intentos contrarrevolucionarios.
En el caso de París, la normativa electoral del 13 de abril de 1789 había
dividido la capital en sesenta distritos. Terminadas las elecciones estos
siguieron reuniéndose y deliberando en sus asambleas generales permanentes.
La Asamblea constituyente, después de haber organizado las municipalidades
del reino mediante el decreto de 14 de diciembre de 1789, no podía dejar
subsistir para París una organización especial que favorecía las tendencias
hacia la autonomía. Su decreto de 21 de mayo-27 de junio de 1790 constituye
la carta de la capital, dividida en cuarenta y ocho secciones, a imagen de la
organización municipal general. Las secciones, más o menos numerosas
según las ciudades, forman teóricamente circunscripciones electorales. La
Asamblea es el órgano supremo de la sección: es el soberano en pie. En las
asambleas primarias los ciudadanos activos (durante el período censual) se
reúnen para votar; a petición de cincuenta de ellos pueden reunirse en
asamblea general para deliberar. Las secciones también constituían las
subdivisiones administrativas de los municipios urbanos: en calidad de tales
fueron dotadas de órganos de ejecución, comités y funcionarios elegidos por
los ciudadanos activos. A la cabeza de cada sección, un comité civil,
intermediario entre la municipalidad cuyas decisiones debe hacer cumplir y la
asamblea de la que procede: posición ambigua que a menudo le reduce a una
posición de prudente reserva. En cada sección, por último, hay un juez de paz
rodeado de asesores y un comisario de policía, igualmente elegidos. Esta
organización aparece como un compromiso entre la tendencia general a la
autonomía y las necesidades de una administración municipal coherente.
Desde 1790 proporcionó sus cuadros al movimiento revolucionario. Muy
rápidamente tendió a transformarse, primero bajo la influencia de las
aspiraciones a la democracia directa que caracterizaban incluso a los
beneficiarios del régimen censatario, después bajo el empuje de las fuerzas
populares que exigían su parte de poder. También conviene aclarar la
importancia de los elementos activistas. Desde los inicios de la Revolución, y
excepto en período de paroxismo o en ocasión de las grandes jornadas, la
participación en la vida política de las secciones solo fue cosa de una minoría
de militantes: del 4 al 19 % según las secciones, de los ciudadanos activos de
París, durante el período censual. Pero en los períodos de crisis esta minoría
arrastraba a un amplio sector de las masas populares.

33
Albert Soboul

Para la movilización de las masas los clubs constituyen un elemento


determinante, sin duda más eficaz que la organización de sección que les
proporciona un cuadro. De los grandes clubs parisienses a las múltiples
sociedades populares de los barrios de la capital y de las ciudades y villas de
los departamentos, el prototipo sigue siendo el Club de los Jacobinos surgido
(parece ser) del club de los diputados bretones, y que después de las jornadas
de octubre de 1789 tuvo su sede en París, en el convento de los jacobinos de
la calle Saint-Honoré, bajo el nombre de Société des Amis de la Constitution.
Más que por la doctrina que evolucionó al ritmo de la Revolución, para
cristalizar en 1793-94, los jacobinos se caracterizaron por un método y una
organización que, canalizando y orientando la energía revolucionaria de las
masas, multiplicaron su eficacia. Mediante la afiliación y la correspondencia, la
sociedad madre daba impulso a los clubs afiliados, amplia red de sociedades
que cubrían todo el país y agrupaban a los patriotas más conscientes. Por ese
doble procedimiento los jacobinos cubren o encierran en sus redes al cuerpo
político, coordinando la acción del conjunto de clubs que forman como el
armazón de un partido. El club central vota mociones, lanza peticiones,
imprime octavillas y carteles; las sociedades afiliadas en seguida influyen en
las consignas. El club controla las administraciones, hace comparecer ante él a
los funcionarios, denuncia a los contrarrevolucionarios, protege a los patriotas.
Según Camille Desmoulins en Les Révolutions de France et de Brabant del 14
de febrero de 1791, el Club de los Jacobinos “abarca en su correspondencia
con las sociedades afiliadas todos los rincones y recovecos de los 83
departamentos”; es a la vez el gran inquisidor que horroriza a los aristócratas y
el gran justiciero que refrena todos los abusos. El club es la fuerza viva del
movimiento revolucionario.
La prensa en sus múltiples formas –diarios y octavillas, folletos y carteles–
multiplicaba la audiencia de las tendencias que se enfrentaban, pero sobre
todo la de los patriotas, en especial por la lectura pública que se hacía bien por
la noche en las sociedades populares y las asambleas de sección, bien en las
calles y plazas públicas (en 1793, el fanático Varlet hacía su propaganda
desde lo alto de una tribuna rodante, pero mucho antes que él un tal Collignon
se autotitulaba el lector público de los “sans-culotíes”), bien en los talleres, por
ejemplo, los del Panteón, en París. La prensa popular –L’Ami du peuple, de
Marat desde septiembre de 1789, Le Pére Duchesne de Hébert a partir de
octubre de 1790– ejerció así una influencia mucho más considerable de lo que
podría hacer suponer su tirada. La prensa, como el club, reflejaba las
consignas revolucionarlas en los departamentos y hasta en las filas del
ejército.
El ejército desempeñó desde la primavera de 1789 un papel revolucionario por
distintos conceptos10. Primero, en la tropa, por el rechazo de la obediencia: es
sabida la importancia de la deserción de las guarniciones acuarteladas en
París –desde finales de junio–. El hombre de tropa tiene los reflejos del tercer
estado, comparte sus temores y su esperanza, es sensible (una parte de la
tropa se aloja en las casas de los habitantes) a la miseria popular que
comparte. La descomposición del ejército real por la penetración de la

10
Reinhard, M., “Observations sur le role révolutionnaire de l’armée dans la Révolution
française”. Annales historiques de la Révolution française, pág. 169, 1962.
34
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

ideología revolucionaria en la tropa, por la emigración de una parte notable del


cuerpo de oficiales ya sospechosos por ser nobles, constituyó un factor
esencial de los progresos de la Revolución. Pero no se puede olvidar la acción
revolucionaria espontánea de los soldados, que revistió modalidades, desde la
presencia activa en los clubs hasta la denuncia, desde la riña hasta la
ejecución. El papel revolucionario de la guardia nacional, fuerza nueva de la
Revolución, es asimismo notable.
La guardia nacional fue básicamente una institución civil dotada de una
organización militar. En aquellos días de julio de 1789 la asamblea general de
los electores parisienses vaciló en las palabras: milicia evocaba recuerdos
molestos; se prefirió la palabra guardia, concretada por el adjetivo burguesa,
vieja expresión tradicional; finalmente, la palabra nacional fue propuesta por La
Fayette, y adoptada el 16 de julio. Pero tanto como al poder real y a los
mercenarios de la infantería de línea, la milicia burguesa o guardia nacional
respondía a la amenaza de las clases consideradas peligrosas, masa inestable
de trabajadores sin domicilio fijo y de pobres diablos. Agrupaba a todos los que
tenían casa fija, una situación estable, unos bienes que proteger. Como fuerza
regular para la salvaguardia de los intereses de los propietarios, imponía el
orden burgués a las masas en efervescencia.
La milicia parisiense, organizada el 13 de julio, inició sus patrullas esa misma
tarde, desarmando a: “las gentes sin identificación” y procurando:
“a la ciudad una noche tranquila en la que ya no confiaba ateniéndonos al
número considerable de particulares que se habían armado”.
La Asamblea constituyente convirtió el derecho a llevar armas en un privilegio
burgués: los ciudadanos activos, esto es, los que pagaban una contribución
directa igual al valor de tres jornadas de trabajo, los únicos que tenían
derechos políticos, fueron también los únicos que formaron parte de la guardia
nacional. Robespierre se alzó, en vano, en su discurso del 27 de abril de 1791,
contra la exclusión de los ciudadanos pasivos. El decreto de 29 de septiembre
de 1791, que organizaba definitivamente a la guardia nacional, le asignó como
tarea “restablecer el orden y mantener la obediencia a las leyes”: se trataba de
garantizar el reino de la burguesía victoriosa. Sin duda la composición social
de la guardia nacional acabó siendo más diversa de lo que los gestos
legislativos hacían pensar. No obstante, la institución no se cargó de un
sentido nuevo hasta julio y agosto de 1792, cuando sus filas fueron invadidas
por la masa de los ciudadanos pasivos.
La federación multiplicó la eficacia de una guardia antes esencialmente
municipal: se convirtió en nacional. El juego de las federaciones condujo a la
constitución de una nación en armas, mezclados pueblos y ciudades. La
escarapela tricolor se convirtió en el emblema nacional después de haber sido
el de la guardia parisiense y el de las guardias nacionales del reino. La
federación tiene por objeto la fraternización: une a todos los ciudadanos con
“los vínculos indisolubles de la fraternidad”. Los habitantes de las ciudades y
los del campo fraternizaron primero en unas federaciones locales, prometién-
dose ayuda mutua. El 29 de noviembre de 1789 las guardias del Delfinado y
del Vivarais se federaron en Valence, los bretones y los angevinos en Pontivy
en febrero de 1790; federación en Lyon el 30 de mayo, en Estrasburgo, en Lille

35
Albert Soboul

en junio. El movimiento ilustraba el sentido unitario de los patriotas y


manifestaba la adhesión de la nación al nuevo orden; en este sentido
constituyó frente a la aristocracia y al Antiguo Régimen un procedimiento
revolucionario de gran eficacia. La nueva unidad nacional encontró su
expresión solemne en París, en la Federación del 14 de julio de 1790, como
afirmó Merlin de Douai a propósito del asunto de los príncipes alemanes
dominantes en Alsacia. Pero también hay que delimitar, detrás del innegable
entusiasmo popular, la significación real del acontecimiento. Mientras en las
palabras tomaba cuerpo la teoría de la nación-asociación voluntaria, una
realidad social diferente se afirmaba en los hechos. El papel eminente de La
Fayette en el curso de la Federación subrayó su sentido: ídolo de la burguesía,
“héroe de los dos mundos”, Julio César según Mirabeau, pretendía captar a la
aristocracia para la Revolución; fue el hombre del compromiso; la guardia
nacional que dirigía era la guardia burguesa de la que habían sido excluidos
los pasivos. El pueblo estaba presente, pero era menos actor que espectador.
Si, en el acto de la federación, la guardia representaba la fuerza armada
nacional, era por oposición a la tropa, que no era más que la fuerza armada
real, y en el sentido burgués del nuevo orden.
Guardia nacional y federaciones, clubs y comités, distritos o secciones: tantas
formas institucionales que solo tienen sentido por su contenido social. La
burguesía revolucionaria no podía dejar en estado bruto las enormes fuerzas
que se encerraban en las profundidades del pueblo. Las dirigió, en la medida
en que pudo, en el sentido de sus intereses, bajo el falso pretexto de esta
unanimidad nacional de la que el 1789 sigue siendo el símbolo fáctico.

AÑO 1789
¿REVOLUCIÓN O COMPROMISO? (1789-92)

Los Estados Generales se abrieron el 5 de mayo de 1789. Al día siguiente la


nobleza y el clero se reunieron en las salas que tenían adjudicadas para
proceder a la verificación de los poderes y constituirse por separado. Empezó
el conflicto entre los órdenes: el tercer estado reclamó la verificación en
común, lo que implicaba el voto por cabeza y no orden. Su habilidad táctica y
la división del clero le dieron la victoria. El 17 de junio, el tercer estado tomó el
nombre de Asamblea Nacional: esto implicaba la afirmación de la unidad y la
soberanía nacionales, auténtica revolución jurídica sancionada por 491 votos
contra 89. De modo que aproximadamente un representante de cada seis se
negaba a tomar una decisión: se esbozaba ya la disociación de la burguesía.
El juramento del Jeu de Paume confirmó, el 20 de junio, la voluntad
reformadora del tercer estado. Por el contrario, el programa gubernamental
presentado en la sesión real del 23 de junio puso en evidencia lo que estaba
en juego en el conflicto y subrayó por adelantado el alcance de la Revolución:
si el rey aceptaba convertirse en un monarca constitucional, si proponía la
abolición del privilegio fiscal, lo que pretendía era mantener el orden social
tradicional, “los diezmos, las rentas y los deberes feudales y señoriales”.

36
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

La firmeza colectiva del tercer estado se impuso una vez más; el 27 de junio, el
rey ordenó a la minoría del clero y a la mayoría de la nobleza que se
incorporara a la Asamblea Nacional, la cual se proclamó constituyente el 9 de
julio de 1789.
La revolución burguesa pacífica abortó de todas formas. ¿Tenía alguna
posibilidad de triunfar? En el seno del tercer estado había una minoría
conservadora que se había manifestado el 17 de junio; con la masa de clero
que había sido llevada a la reconciliación y con la fracción liberal de la nobleza,
constituía un partido de la resistencia proclive al compromiso. Esta tendencia
se reforzó a partir de finales de junio, preocupada por la agitación popular.
Pronto la encarnó Mounier. Pero todo compromiso topaba con la feudalidad: la
burguesía revolucionaria y las masas populares no podían tolerar su
mantenimiento, ni la aristocracia podía pensar en una supresión que significaba
su ruina. La llamada al ejército para devolver al tercer estado a la obediencia
subrayó, si es que hacía falta, el carácter aristocrático del Antiguo Régimen.
Pero eso significaba no tener en cuenta a las masas populares.
La crisis económica ya había multiplicado los motines. El 28 de abril de 1789,
los centros del salitrero Henriot y de Réveillon, fabricante de papeles pintados,
en el faubourg Saint-Antoine, habían sido saqueados. Altercados en los
mercados, saqueos de los convoyes de granos, ataques a las oficinas de
recaudación de impuestos: las “emociones” populares irritan a la tropa y a la
policía mantenidas en vilo, y caldean la atmósfera de las ciudades. El “complot
aristocrático” consuma la movilización de las masas. En París, artesanos,
tenderos y obreros, soldados que abandonan el acuartelamiento se manifiestan
y pronto se convierten en tropas de choque de la burguesía revolucionaria. El
cese de Necker, que se conoció durante la madrugada del domingo 12 de julio,
desencadenó al pánico, paro sobre todo una rápida reacción defensiva. A la
revolución parisiense del 14 de julio respondieron las provincias con múltiples
modalidades, la revolución municipal: las municipalidades antiguas desapare-
cieron en pocas semanas, el país fue cubierto por una red de comités
ardientes en la vigilancia de los sospechosos, prestos a hacer fracasar los
manejos aristocráticos. Los pasos de tropas hacia sus guarniciones, la primara
emigración, los rumores de una intervención extranjera incitaban a la
vigilancia, al tiempo que generalizaban el miedo. En ese momento entra en
juego el campesinado. Desde luego, este ya estaba en pie en varias regiones:
Bocage normando, Hainaut, Maconés Franco Condado, Alta Alsacia. En el
clima de inseguridad y de miseria generales, unos incidentes locales dieron
origen a seis corrientes de pánico en cadena: dejando a un lado Bretaña,
Alsacia y Lorena. Bajo Languedoc..., el Gran Miedo sacudió al país desde el
20 de julio hasta el 6 de agosto de 1789. En esos días la feudalidad fue
definitivamente quebrantada.

37
Albert Soboul

LA “ABOLICIÓN” DE LA FEUDALIDAD

Las bases del nuevo orden se establecieron desde el día siguiente de la


insurrección del campo, sobre cuyo alcance la Asamblea constituyente no
podía tener ninguna duda: producida en plena cosecha, esa insurrección
cuestionaba la toma feudal y la propia existencia de los derechos señoriales y
de los diezmos.
En principio la burguesía las era hostil. El sistema feudal obstaculizaba la
transformación capitalista de la agricultura y de la economía en conjunto. Esta
última exigía la libertad del individuo y de la mano de obra, por lo tanto la
abolición del vasallaje; la libertad de la producción, por lo tanto la supresión de
las trivialidades y de los monopolios señoriales; la movilidad de la propiedad,
por lo tanto la desaparición del derecho de primogenitura, del retracto feudal y
del derecho de feudo alodial; la unificación del mercado, por lo tanto la
abolición de los peajes. Si bien algunos grandes señores liberales aceptaban
la retroventa de los derechos e incluso la abolición sin indemnización de los
más opresivos, la masa de los pequeños señores, para los que esos derechos
constituían una buena parte de sus ingresos, se oponían obstinadamente, no
solamente por interés, sino también por espíritu de casta: vivían “noblemente”
y se negaban a una existencia plebeya en la que deberían hacer valer el
capital de la redención y que les pondría al mismo nivel que los campesinos.
Este rechazo testarudo llevó sin duda a la burguesía, ya enfrentada con la
Corte, a hacer concesiones a los campesinos, pero, no obstante, sin llegar al
punto de apoyar todas sus reivindicaciones: la mayoría de entre los diputados
del tercer estado que eran legistas, consideraban los derechos señoriales
como una propiedad individual legítima que no se podía suprimir sin poner en
peligro el propio orden burgués.
El tercer estado vaciló: el 3 de agosto de 1789 la discusión se centró en un
proyecto de decreto del comité de relaciones que decía que:
“ninguna razón puede legitimar las suspensiones del pago de un impuesto
o de cualquier otro censo”.
El compromiso vino de la nobleza liberal. Al inicio de la sesión memorable de la
noche del 4 de agosto, el vizconde de Noailles propone que todos los derechos
feudales puedan ser comprados con dinero o intercambiados “al precio de una
estimación justa”. El duque de Aiguillon concreta después que “esos derechos
son una propiedad y toda propiedad es sagrada”; no podía pedirse a los
propietarios de un feudo, a los señores de las tierras, “la renuncia pura y
simple de sus derechos feudales”, sin concederles una “indemnización justa”.
Una vez salvaguardado lo esencial de sus intereses, los diputados podían
dejarse llevar por el entusiasmo. Todos los privilegios de los individuos y de los
órdenes, de las provincias y de las ciudades, fueron abolidos; para clausurar
esa grandiosa abjuración, a las dos de la madrugada Luis XVI fue proclamado
el restaurador de la libertad francesa.
La abolición de la feudalidad por la Asamblea constituyente era, no obstante,
más aparente que real: los decretos de 5-11 de agosto de 1789, promulgados
en aplicación de las decisiones de principio de la noche del 4, y el decreto de
15 de marzo de 1790, demostraron hasta qué punto la unanimidad de esa
38
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

noche de entusiasmo calculado era equívoca; los sacrificios consentidos por la


aristocracia, aparentes; las ventajas que de ellos obtenían campesinos y
burgueses, desiguales. La feudalidad fue destruida en su forma institucional y
jurídica, pero se mantuvo en su realidad económica.
“Quedan abolidas todas las distinciones honoríficas, toda superioridad y
poder resultante del régimen feudal”
Y también:
“la fidelidad, el vasallaje y cualquier otro servicio personal al que los
vasallos, censatarios y arrendatarios, han estado sometidos hasta ahora”
(art. 1 del decreto de 15 de marzo de 1790).
La distinción entre tierra noble y tierra plebeya desaparecía, así como el
derecho de primogenitura. La igualdad de las tierras va de la mano de la
igualdad de las personas. Pero si bien la igualdad fiscal (art. 9 del decreto de
5-11 de agosto) beneficia a todos, la igualdad civil juega en favor de la
burguesía: la abolición de la venalidad y de la herencia de los cargos (art. 7), la
admisión de todos a todos los empleos civiles y militares (art. 11) le abrían las
puertas de la función pública y de la magistratura a las que el pueblo, falto de
“talentos”, todavía no podía aspirar.
La feudalidad económica subsistió bajo nuevas modalidades. Aquí interviene la
distinción fundamental afirmada desde el 4 de agosto, reanudada no sin
reticencias y contradicciones en el decreto de 5-11 de agosto de 1789. “La
Asamblea Nacional destruye totalmente el régimen feudal; decreta que de los
derechos y deberes tanto feudales como censuales, los que se refieren a la
mano muerta real o personal, y a la servidumbre personal, quedan abolidos sin
indemnización”: del servilismo solo quedaban escasas supervivencias. “Todos
los demás derechos son declarados redimibles”: por lo tanto, se percibirán
hasta el pago. Curiosa restricción que conservaba para la aristocracia lo
esencial de sus derechos: los campesinos eran liberados, pero debían pagar la
liberación de sus tierras. El decreto de 15 de marzo de 1790, propuesto por
Merlin de Douai, recuperó esos principios sistematizándolos: introdujo la
distinción entre feudalidad dominante y feudalidad contratante. De la primera
procedían los derechos supuestamente usurpados en detrimento del poder
público o concedidos por ella o incluso establecidos por la violencia: derechos
honoríficos y derechos de justicia, derechos de manos muertas y servidumbre,
prestaciones personales, trivialidades y peajes, derechos de caza, de palomar
y de coto de pesca; todos fueron abolidos. Los derechos de feudalidad
contratante, reputados como la contrapartida de una concesión primitiva de la
heredad, fueron transformados en una propiedad burguesa y, por lo tanto, con
derecho a redención: censo, rentas inmobiliarias y el impuesto sobre las
gavillas “de todo tipo y bajo toda denominación” (derechos anuales), laudemios
y ventas (derechos casuales). Los diezmos suscitaron un debate encarnizado:
finalmente fueron abolidos sin redención, a excepción de los diezmos
enfeudados a laicos, que fueron declarados susceptibles de redención.
El índice de redención fue fijado por el decreto de 3 de mayo de 1790: veinte
veces la renta anual para los derechos en dinero, veinticinco veces para los
derechos en especie, y para los derechos casuales a proporción de su peso.

39
Albert Soboul

La redención era estrictamente personal; el campesino también debía pagar


los atrasos de treinta años. La redención beneficiaba, por otra parte, solo a los
propietarios que hicieron recaer su carga en los arrendatarios, colonos o
granjeros. En cuanto al diezmo, también aquí los propietarios eran los únicos
en beneficiarse de su supresión: el decreto de 11 de marzo de 1791 trasladó el
peso del diezmo sobre el granjero o el colono:
“a razón de la indemnización debida al propietario en compensación por
la contribución que sustituye al diezmo y con la que resultan gravados de
ahora en adelante granjeros y colonos”.
La redención de los derechos feudales constituyó la base económica del
compromiso con la aristocracia, buscado desde 1789 por una parte de la
burguesía. Sin duda la abolición de los “efectos generales del régimen feudal”
(título I del decreto de 15 de marzo de 1790), la supresión de la organización
feudal de la propiedad inmobiliaria, la reforma administrativa y judicial,
provocaban la destrucción del poder señorial y sentaban las bases del estado
nacional unificado. Pero, como consecuencia de la redención, la abolición de la
feudalidad se realizaba bajo la forma de un compromiso eminentemente
favorable a la aristocracia. Al recaer, a fin de cuentas, la carga especialmente
sobre los granjeros y los colonos, no todos los campesinos liberados del
régimen señorial lo eran en las mismas condiciones económicas y sociales: la
diferenciación del campesinado, ya avanzada desde el Antiguo Régimen, se
vio acelerada y la comunidad rural resultó todavía más trastornada. Para la
masa de pequeños campesinos, granjeros y colonos, la abolición de la
feudalidad, auténtica operación blanca, fue, según la expresión de Lefebvre,
“una amarga decepción”.
Para la liberación total de la tierra, la revolución campesina siguió bajo
múltiples formas hasta 1793, en una auténtica guerra civil que todavía aguarda
a su historiador. Hizo imposible todo compromiso con la aristocracia feudal;
empujó hacia adelante la revolución burguesa.

EL LIBERALISMO BURGUÉS
El compromiso histórico y social sobre la feudalidad da la medida exacta de la
obra de la Asamblea constituyente: si bien los principios fueron proclamados
con solemnidad, no dejaron de ser modificados en el sentido de los Intereses
de los propietarios.
Lo que más le importa a la burguesía es la libertad. Primero se preocupa de la
libertad económica, aunque no se haga ninguna mención de ello en la
Declaración de Derechos de 1789: sin duda porque la libertad económica era
obvia a los ojos de la burguesía, pero también porque las masas populares
seguían profundamente apegadas al viejo sistema de producción que,
mediante la reglamentación y la tasación, garantizaba en una cierta medida
sus condiciones de vida. El laissez faire, laissez passer constituyó, sin
embargo, a partir de 1789, el fundamento de las nuevas instituciones. La
libertad de la propiedad se derivó de la abolición de la feudalidad. La libertad
de cultivo consagró el triunfo del individualismo agrario, aunque el Código
Rural del 27 de septiembre de 1791 mantuvo, no sin contradicción, el pasto
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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

libre y el derecho de tránsito si estaban basados en un capítulo o en la


costumbre. La libertad de producción se generalizó con la supresión de los
monopolios y de las corporaciones: la ley de Allarde de 2 de marzo de 1791
suprimió las corporaciones, gremios y mandos intermedios, así como también
las manufacturas con privilegios. La libertad del comercio interior fue
acompañada de la unificación del mercado nacional mediante la abolición de
las aduanas interiores y de los peajes, el retroceso de las barreras que
incorporó a las provincias del extranjero efectivo, mientras que la abolición del
privilegio de las compañías comerciales liberaba el comercio exterior. Por
último, la libertad de trabajo, indisolublemente ligada a la libertad de empresa:
la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791 prohibió, contrariamente al derecho
de asociación y de reunión, la coalición y la huelga. El individuo libre lo es
también para crear y producir, para buscar el beneficio y para emplearlo como
quiera. En realidad, el liberalismo basado en la abstracción de un
individualismo social igualitario, beneficiaba a los más fuertes: la ley Le
Chapelier constituyó, hasta 1864 para el derecho de huelga y hasta 1884 para
el derecho sindical, una de las piezas maestras del capitalismo de libre
competencia.
La libertad comprende naturalmente también las libertades públicas y políticas.
Es un derecho natural imprescriptible, según el art. 2 de la Declaración de
Derechos, limitado solamente por la libertad del prójimo (art. 4). Es, en primer
lugar, la de la persona, la libertad individual garantizada contra las acusaciones
y los arrestos arbitrarios (art. 7) y por la presunción de inocencia (art. 9). Los
hombres, dueños de sus personas, pueden hablar y escribir, imprimir y publicar
libremente, a condición de que la manifestación de las opiniones no altere el
orden establecido por la ley y a reserva de responder del abuso de esa libertad
(arts. 10 y 11). La libertad religiosa fue objeto, sin embargo, de curiosas
restricciones, siendo solamente tolerados los cultos disidentes. En el plano
político, el liberalismo burgués se encarnó en la Constitución llamada de 1791,
pero cuyas principales disposiciones fueron votadas a partir de finales de
1789: sobre la base de la soberanía nacional y de la separación de los poderes
(arts. 3 y 6 de la Declaración), organizó un sistema representativo caracterizado
de hecho por el predominio de la Asamblea legislativa. La descentralización
administrativa, la reforma judicial, la nueva organización fiscal y hasta la
reorganización de la Iglesia por la Constitución civil del clero (12 de julio de
1790) respondían al mismo deseo de liberalismo: en el marco de una
organización territorial coherente y racional, todos los administradores eran
elegidos, incluso los obispos, por sufragio censatario.
La igualdad fue íntimamente asociada a la libertad por la Declaración de
Derechos; había sido ávidamente reclamada por la burguesía en contra de la
aristocracia, por los campesinos frente a sus señores. Pero únicamente puede
tratarse de igualdad civil. La ley es la misma para todos, todos los ciudadanos
son iguales a sus ojos; dignidades, cargos y empleos son igualmente
accesibles para todos sin distinción de cuna (art. 6 de la Declaración). Las
distinciones sociales ya solo están basadas en la utilidad común (art. 1), las
virtudes y los talentos (art. 6); el impuesto debe ser repartido igualitariamente
entre todos los ciudadanos, en razón de sus facultades (art. 13). La igualdad
civil recibió, no obstante, una singular alteración por el mantenimiento de la
esclavitud en las colonias: su abolición habría lesionado los intereses de los
41
Albert Soboul

grandes propietarios de plantaciones, cuyo grupo de presión era especialmente


influyente en la Asamblea. De igualdad social no podía ni hablarse: la
propiedad es proclamada, en el art. 2 de la Declaración, derecho natural e
imprescriptible, sin preocuparse por la inmensa masa de quienes no poseen
nada. La propia igualdad política fue contradicha por la organización censataria
del voto; los derechos políticos, por la ley de 22 de diciembre de 1789, fueron
reservados a una minoría de propietarios, distribuidos en tres categorías
jerarquizadas según la contribución: ciudadanos activos agrupados en las
asambleas primarias; electores que formaban las asambleas electorales
departamentales; por último, elegibles para la Asamblea legislativa. Los
ciudadanos pasivos estaban excluidos del derecho al voto, porque no
alcanzaban el canon prescrito.
El nuevo orden social debía ser singularmente reforzado por dos reformas
íntimamente relacionadas, medidas extremas a las que la burguesía
constituyente fue llevada como a pesar suyo por la necesidad de resolver la
crisis financiera. El 2 de noviembre de 1789 los bienes del clero fueron puestos
“a disposición de la nación”; el 19 de diciembre, 400 millones fueron puestos
en venta, representados por una suma igual de asignados, bonos al 5 % que
constituían un empréstito con garantía del estado y reembolsables en bienes
del clero. La operación fracasó. El 27 de agosto de 1790 el asignado se
convirtió en billete de banco. La depreciación de ese papel moneda, la inflación
y la carestía de la vida relanzaron la agitación social, al tiempo que golpeaban
duramente la riqueza adquirida. Con la venta de los bienes nacionales
favorecida por el asignado, la Revolución se encaminó hacia un nuevo reparto
de la riqueza en bienes raíces que acentuó su carácter social. La venta de los
bienes nacionales, así como la recompra de los derechos señoriales, no fue
concebida en función de la masa del campesinado: reforzó la preponderancia
de los propietarios.
La Constitución civil del clero, votada el 12 de julio de 1790 y que multiplicaría
las dificultades de la Revolución, se inscribe en el marco del liberalismo
burgués; se derivaba necesariamente de la reforma del estado y de la
administración. Con el clero regular ya suprimido el 13 de febrero de 1790, la
Constitución civil reorganizó el clero secular. Las circunscripciones administra-
tivas pasaban a ser el marco de la nueva organización eclesiástica: un obispo
por departamento. Los obispos y párrocos eran elegidos como los demás
funcionarios: estos por la asamblea electoral del distrito, aquellos por la del
departamento. Los recién elegidos serían nombrados por sus superiores
eclesiásticos, los obispos por sus metropolitanos en vez de por el Papa. La
Iglesia de Francia se convertía en una Iglesia nacional. Se aflojaban sus
vínculos con el papado, los breves pontificios eran sometidos a la censura
gubernamental, se suprimían las anatas. Si bien el Papa conservaba la
primacía espiritual sobre la Iglesia francesa, se le quitaba toda jurisdicción.
Ahora bien, la Constituyente dejó al Papa el cuidado de “bautizar a la
Constitución civil”, es decir, de darle la consagración canónica. El Papa ya
había condenado la Declaración de los Derechos del Hombre tachándola de
impía; sus reproches eran numerosos; Aviñón repudiaba la soberanía pontificia
y reclamaba su anexión a Francia. Pío VI dio largas al asunto. Cansada de
esperar, la Constituyente exigió a todos los sacerdotes, el 27 de noviembre de
1790, el juramento de fidelidad a la Constitución del reino, y por lo tanto a la
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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Constitución civil incluida en ella. Solo siete obispos prestaron juramento. Los
párrocos se dividieron en dos grupos, casi iguales, pero muy desigualmente
repartidos: juramentados o constitucionales eran mayoría en el sudeste, y
refractarios o no juramentados en el oeste. La condena de la Constitución civil
por parte del Papa consagró este estado de hecho. Los breves de 11 de marzo
y 13 de abril de 1791 condenaron solemnemente los principios de la
Revolución y la Constitución civil: el cisma estaba consumado. A partir de ese
momento el país quedó dividido en dos. La oposición refractaria reforzó la
agitación contrarrevolucionaria, el conflicto religioso aumentó el conflicto
político.
Las contradicciones que marcaron su obra dan cuenta del realismo de los
Constituyentes y de que, cuando se trataba de defender sus intereses de
clase, no se preocupaban demasiado por los principios. Los principios del 1789
tuvieron, de todas formas, un eco que está lejos de apagarse. La Declaración
adoptada el 26 de agosto concreta lo esencial de los derechos del hombre y de
los derechos de la nación, con una preocupación por lo universal que supera
singularmente el carácter empírico de las libertades inglesas, tal como habían
sido proclamadas en el siglo XVII. En cuanto a las Declaraciones norte-
americanas de la guerra de Independencia, apelaban al universalismo del
derecho natural, pero no sin ciertas restricciones que limitaban mucho su
alcance. Los principios sobre los que la burguesía constituyente construyó su
obra aspiraban a basarse en la razón universal. La Declaración les dio una
expresión clamorosa. Desde ese momento las “reclamaciones de los
ciudadanos, basadas en principios sencillos e indiscutibles”, únicamente
podían dirigirse “hacia el mantenimiento de la Constitución y hacia la felicidad
de todos”: una fe optimista en la omnipotencia de la razón, muy de acuerdo
con el espíritu del Siglo de las Luces, pero que no pudo resistir a la presión de
los intereses de clase.

EL COMPROMISO IMPOSIBLE
Sobre la base del compromiso económico y social que constituía la redención
de los derechos señoriales y en el marco del liberalismo censatario que
consagraba los derechos de la propiedad y la preponderancia de la riqueza, la
burguesía constituyente se dedicó intensamente, y durante mucho tiempo, a
buscar un compromiso político con la aristocracia. La resistencia obstinada de
la pequeña nobleza que en buena parte vivía de sus cánones y la voluntad
tozuda y agresiva de los campesinos de acabar con todos los restos de
feudalismo impidieron la política de compromiso y conciliación: la estabilización
fue imposible.
El compromiso político que, a imagen de la Revolución Inglesa de 1688, había
implantado sobre las masas populares sometidas el dominio de la alta
burguesía y de la aristocracia, fue buscado primero en septiembre de 1789 por
los monárquicos o anglómanos, partidarios de una cámara alta, fortaleza de la
aristocracia, y de un veto real absoluto. Mounier creyó posible obtener en
1789, como en 1788 en Vizille, el consentimiento de los tres órdenes para una
revolución limitada. Esta revolución de los notables fracasó; el 10 de octubre
de 1789 Mounier abandonó Versalles; el 22 de mayo de 1790 emigraba. Ya
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Albert Soboul

sea por incomprensión, ya sea por ambición, La Fayette duró más tiempo: su
política tendió a conciliar, en el marco de una monarquía constitucional a la
inglesa, a la aristocracia terrateniente con la burguesía negociante. En 1790 La
Fayette domina la vida política y triunfa en la Federación del 14 de julio. No
obstante, se desenmascaró al aprobar la represión dirigida por su primo Bouilló
contra la guarnición sublevada de Nancy en agosto de 1790: su popularidad se
vino abajo. El Triunvirato pronto tomó el relevo. Barnave fue quien mejor que
nadie definió el contenido social y político del compromiso en su discurso
vehemente del 15 de julio de 1791:
“¿Vamos a acabar la Revolución o vamos a volver a iniciarla?... Un paso
de más serla un acto funesto y culpable. Un paso de más en la línea de la
libertad sería la destrucción de la monarquía, en la línea de la igualdad
sería la destrucción de la propiedad”.
De acuerdo con La Fayette, los triunviros Barnave, Du Port y Lameth
pretendían revisar la Constitución, aumentar el censo, reforzar los poderes del
rey: esta política exigía tanto el apoyo de los aristócratas como el asentamiento
de Luis XVI. El rechazo de la aristocracia y del rey, el recurso al exterior, la
guerra, en fin, acabaron una vez más con esa política.
La aristocracia no lo lamentó, de modo que finalmente se hizo inevitable, para
romper su resistencia recurrir a las masas populares. Su apego obstinado al
privilegio, su exclusivismo a ultranza, su mentalidad feudal impermeable a los
principios burgueses situaron a la mayor parte de la nobleza francesa en un
rechazo total. En cuanto a la monarquía, su actitud demostró, si aún hacía
falta, que era claramente el instrumento de supremacía de una clase: el
llamamiento al ejército al que la Corte se dirigió desde los primeros días de
julio de 1789 pareció significar el fin de la Revolución. La aristocracia, en su
mayoría, no aceptó ni los decretos de 5 y 11 de agosto de 1789, ni la
Declaración de los Derechos: es decir, la destrucción, aunque parcial, de la
feudalidad.
“No consentiré jamás, declaró Luis XVI, que se despoje a mi clero y a mi
nobleza”.
Las jornadas populares de octubre le impusieron la aceptación de los decretos.
En 1790, mientras el rey utilizaba a La Fayette pese a detestarlo, la
aristocracia se obstinaba en su resistencia. Las maniobras de los emigrados,
las intrigas de las cortes extranjeras y los inicios de la contrarrevolución
alimentaban sus esperanzas, mientras que las revueltas agrarias suscitadas
en muchas regiones por la obligación de la redención de los derechos feudales
endurecían su postura de rechazo. La huida del rey, el 21 de junio de 1791, las
formaciones armadas de los emigrados en el Rhin y finalmente la guerra,
deseada y buscada desde 1791, demostraron que la aristocracia prefería, por
intereses de clase, traicionar a la nación antes que ceder.
La política de conciliación entre la aristocracia y la alta burguesía era
quimérica, en tanto no se hubieran destruido irremisiblemente los últimos
vestigios de la feudalidad. Mientras duró la esperanza de ver restablecidos sus
antiguos derechos con una vuelta a la monarquía absoluta, la aristocracia se
negó al triunfo del orden burgués. Cuando la feudalidad apareció como

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

destruida para siempre (pero fue necesario que llegara 1793 y el Terror) y toda
tentativa de restauración fue totalmente imposible; pero después de quince
años de dictadura napoleónica, el fracaso de los ultras y las Tres Gloriosas de
1830, la aristocracia acabó por aceptar el compromiso político que, bajo la
monarquía de julio, la vinculó al poder con la alta burguesía.
En cuanto a los campesinos, estos se opusieron, y no menos encarnizada-
mente, al compromiso de la redención11. La Asamblea constituyente, llena de
ilusiones, esperaba de esa ley una pronta y equitativa desaparición del
régimen feudal. La ley suscitó entre los contemporáneos un máximo interés, al
mismo tiempo que provocaba discusiones y oposición, como testimonian no
solamente los documentos del Comité feudal de la Constituyente y del Comité
de legislación de la Convención, sino también los archivos de los Directorios
de departamento y de distrito, los del Registro y las actas de los notarios. Pese
a la proclamación del principio de la redención el 4 de agosto de 1789, los
deudores solo pudieron empezar a pensar en su liberación a partir de la
publicación del decreto de 3 de mayo de 1790, que organizaba la redención
según los principios establecidos por la ley del 15 de marzo anterior: las
primeras ofertas regulares de los deudores parecen haberse producido en
junio. Esta lentitud exasperó a los mejor dispuestos. La mala redacción de los
decretos de 4 de agosto, que empezaban con la solemne afirmación de que “la
Asamblea constituyente acaba totalmente con el régimen feudal”, aumentó la
confusión: los campesinos tomaron la fórmula al pie de la letra, sin querer
tener en cuenta las excepciones que los propios decretos establecían, y
consideraron nulas las leyes de 1790. Es fácil imaginar la influencia de ese
estado de ánimo en la práctica de la redención. Debido sobre todo a una
omisión singular, no se previó ninguna medida financiera especial, ninguna
institución crediticia que hubiera permitido a los deudores conseguir el dinero
indispensable para su liberación. Un gran número de campesinos no disponía
de los adelantos necesarios: la redención se mostraba como imposible, salvo
para los ricos; la libertad prometida, como ilusoria. El paso de la decepción a la
cólera se dio tanto más rápido cuanto que los señores se empeñaron en recibir
no solamente los derechos que conservaban sino lo atrasado de los derechos
suprimidos: la supervivencia de la feudalidad, después de su abolición de
principio la noche del 4 de agosto, no pertenece al campo de la imaginación
mítica.
En esas condiciones, desde 1789 hasta 1793 una auténtica guerra civil
enfrentó a campesinado y aristocracia, con mayor o menor intensidad según
las regiones. En el departamento del Doubs, donde sin embargo solo se
11
El importante problema de la recompra de los derechos feudales y de su abolición definitiva
fue abordado por Sagnac, Ph., La législation civile de la Révolution française, 1898; en un
resumen que sigue siendo válido, por Aulard, A., La Révolution française et le régime féodal,
1919; por Garaud, M., La Révolution et la propriété foncière, 1959. Pero unas monografías
locales o regionales permitirían elaborar un auténtico cuadro de conjunto de la supervivencia
parcial, de las vicisitudes y la desaparición final del régimen feudal durante la Revolución; sólo
disponemos de dos obras de ese tipo: Ferradou, A., Le rachat des droits féodaux dans la
Gironde (1790-93), 1928; Millot, J., L’abolition des droits seigneuriaux dans le département du
Doubs et la région comtoise, 1941. También sobre las revueltas agrarias y los levantamientos
que, desde al Gran Miedo da 1789 hasta la abolición definitiva de los derechos feudales (17
de julio de 1793), marcaron la historia revolucionaria del campesinado, sólo disponemos de
estudios locales fragmentarios. Esta historia está por escribir.
45
Albert Soboul

señala un incidente violento después de 1789 las trivialidades desaparecieron


desde ese mismo año; lo atrasado de prestaciones abolidas sin indemnización
dejó de cobrarse; a finales de 1789 la mayoría de las comunidades rechazaron
los cánones considerados suprimidos y apoyaron a los campesinos perseguidos;
el rechazo del diezmo fue común en 1790; en 1791 una multitud de juicios
condenaron a los recalcitrantes; 1792 vio generalizarse una sorda efervescencia.
En muchas otras regiones la revuelta agraria no cesó desde 1789 hasta 1793,
atenuándose, alcanzando cotas altas en las épocas de la recogida feudal o de
carestía de los granos. Graves altercados o auténticos levantamientos a fines
de 1789 en el Aisne, el Bocage normando, el Anjou, el Franco Condado, el
Delfinado, el Vivarais, el Rosellón. En enero de 1790 hubo levantamientos en
el Quercy y el Périgord, así como en la Alta Bretaña, de Ploermel a Redon, en
mayo en el Borbonesado; durante la siega, rechazo de los diezmos y de los
impuestos sobre las gavillas en todo el Gatinais. El Quercy y el Périgord se
sublevaron de nuevo en el invierno de 1791-92; en la primavera el Gard, el
Ardéche y el Lozére, el Tarn y el Cantal se vieron afectados; el Ariége en
otoño, en tanto que una inmensa insurrección por la tasación afectaba, desde
la primavera hasta el otoño, a la Beauce y sus alrededores. Los colonos se
levantaron, en julio de 1793, en el Gers; en julio y agosto, el departamento de
Seine-et-Marne se vio también afectado por altercados por culpa de los
impuestos sobre las gavillas.
Es indudable que los derechos señoriales y los diezmos no siempre eran los
únicos que estaban en juego; si bien la excelente cosecha de 1790 distendió la
situación, los problemas en los mercados y las trabas a la circulación de los
granos se multiplicaron al acercarse la primavera de 1792: el odio contra el
diezmo exasperó la resistencia contra la deducción feudal y la obligación de la
redención. La aristocracia, cada vez más amenazada, endurece su rechazo,
encona los incidentes. Tanto como los movimientos populares urbanos, el
antagonismo de las clases en el campo empujaba hacia adelante la
Revolución.
La huida del rey a Varennes, el 21 de junio de 1791, demostró escandalosa-
mente la inutilidad de la política de compromiso. Por más que la burguesía
constituyente desencadenara el Terror tricolor, reforzara el carácter censatorio
de la Constitución, la ruptura todavía se agravó, como demostraron los miedos
y sus cortejos de violencias e incendios. El conde de Dampierre, que había
venido a saludar al rey a la vuelta de Varennes, fue asesinado por sus
campesinos cuando su pesada berlina se alejaba de Sainte-Menehould. El rey
apareció desde entonces, a los ojos de las masas, como el enemigo más
temible: la huida a Varennes había “rasgado el velo”.
La guerra exterior constituyó para la aristocracia un último recurso.
“En lugar de una guerra civil, esta será una guerra exterior –escribía Luis
XVI el 14 de diciembre de 1791 a su agente Breteuil–, y las cosas irán
mucho mejor”.
Y ese mismo 14 de diciembre María Antonieta escribía a su amigo Fersen, a
propósito del partido que, en la nueva Asamblea, incitaba a la guerra: “¡Los
imbéciles!, no ven que eso es servirnos a nosotros”. En la Asamblea legislativa
que se reunió el 1° de octubre de 1791, la guerra fue, en efecto, deseada por

46
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

la izquierda bajo el impulso de hombres nuevos a los que los contemporáneos,


por el nombre de su jefe de filas, denominaron brissotinos y que, desde
Lamartine, llamamos girondinos.
Los girondinos, representantes de la alta burguesía negociante, intentan
acabar con la contrarrevolución, sobre todo para restablecer el crédito del
asignado, necesario para la buena marcha de las empresas. La guerra, que la
aristocracia desea para realizar por la derrota la contrarrevolución interior, no
es rechazada por la burguesía negociante: ¿no han sido siempre los
aprovisionamientos a los ejércitos una fuente de beneficios considerables?;
¿guerra contra Inglaterra? No es muy probable. La base del poder de esta
burguesía negociante reside en la prosperidad de los puertos, Marsella,
Nantes y sobre todo Burdeos, centros vitales del capitalismo de esa época,
esencialmente comercial. Los girondinos, que habían desencadenado la
guerra continental desde abril de 1792, no declararon la guerra a Inglaterra
hasta febrero de 1793: la guerra marítima comprometía el comercio de las islas
y la prosperidad de las ciudades marítimas. La guerra continental respondía
mejor a los cálculos políticos de la burguesía girondina. Atacar al Antiguo
Régimen europeo significaba llevar al paroxismo la lucha contra la aristocracia,
desenmascararla, dirigirla a voluntad. “Señalemos por adelantado un lugar
para los traidores y que ese lugar sea el cadalso”, gritó Guadet el 14 de enero
de 1792.
Pero la burguesía girondina se mostró incapaz de dirigir solo con sus fuerzas
esa guerra contra la aristocracia: por egoísmo de clase rechazó la ayuda del
pueblo. Así se cumplieron las previsiones de Robespierre, en sus grandes
discursos a los jacobinos, cuando decía que antes de combatir a la aristocracia
más allá de las fronteras había que destruirla en el interior. Ya la Gironda, so
pretexto de que la guerra exigía la unión, había salido fiadora, a principios de
1792, de La Fayette y había apoyado al ministro de Asuntos Exteriores, el
conde de Narbonne: esbozo anticipado de ese régimen de los notables del que
Madame de Stael, la amante de Narbonne, fue justamente una de sus teóricos
y que conciliaba los intereses de la aristocracia terrateniente unida y los de la
burguesía negociante. Los reveses de la primavera de 1792, a través de los
cuales la Gironda entrevió la necesaria alianza con las masas populares para
asegurar la victoria, revelaron sus vacilaciones, cuando no su duplicidad:
consentía en recurrir al pueblo, como en la jornada del 20 de junio de 1792,
pero en la medida en que este se atuviera a los objetivos que ella le había
marcado.
La crisis nacional, conjugándose con la crisis económica, multiplicaba, sin
embargo, el empuje de las masas: entusiasmo nacional y movimiento
revolucionario son inseparables, un conflicto de clases apoya y exacerba el
patriotismo. Los aristócratas oponen el rey a la nación, de la que se mofan; los
del interior esperan al invasor; los emigrados combaten en las filas enemigas.
Para los patriotas del 1792 se trata de salvaguardar y promover la herencia del
1789. Los ciudadanos pasivos, siguiendo los consejos de los propios
girondinos, se arman de picas, se ponen el gorro rojo, multiplican las
sociedades fraternales. ¿Romperán los marcos de la nación censataria?

47
Albert Soboul

“...La patria –escribía Roland a Luis XVI en su célebre carta del 10 de


junio 1792– ya no es tan solo una palabra que la imaginación se haya
complacido en embellecer; es un ser al que se ofrecen sacrificados.; que
se ha creado con grandes esfuerzos, que se educa en medio de las
inquietudes, y al que se ama tanto por lo que cuesta como por lo que se
espera de él”.
La patria no se concibe, para los ciudadanos pasivos, más que en la igualdad
real de derechos.
Ahora bien, la crisis nacional, al sobreexcitar el sentimiento revolucionario,
acentúa los enfrentamientos sociales en el propio seno del antiguo tercer
orden. Más aún que en 1789, la burguesía se inquieta. Los ricos son acusados
por armar a voluntarios; como la inflación sigue causando estragos, aumentan
los problemas en las subsistencias. El asesinato de Simoneau, alcalde de
Etampes, el 3 de marzo de 1792, puso de manifiesto la oposición irreductible
entre las reivindicaciones populares y las concepciones burguesas respecto al
comercio y a la propiedad. Mientras que en París, en mayo, Jacques Roux ya
reclama la pena de muerte contra los acaparadores, en Lyon, el 9 de junio de
1792, el funcionario municipal Lauge, presenta sus medios sencillos y fáciles
para “fijar la abundancia y el justo precio del pan”. Un espectro atormenta
desde ese momento a la burguesía: la “ley agraria”, esto es, el reparto de la
propiedad. En tanto que Pierre Dolivier, párroco de Mauchamp, asume la
defensa de los amotinados de Etampes, la Gironda hace decretar una
ceremonia fúnebre en honor de Simoneau y que su manto de alcalde sea
colgado de las bóvedas del Panteón. Eso representará el punto de ruptura que
pronto va a separar a girondinos y montañeses, y se expresan las razones
profundas de lo que la historia ha denominado púdicamente “la debilidad
nacional” de la Gironda. Los girondinos, representantes de la burguesía,
ardientemente apegados a la libertad económica, tuvieron miedo de la huelga
popular que habían provocado con su política de guerra; su sentido nacional
nunca fue lo bastante fuerte para acallar en ellos la solidaridad de clase.
En el momento de dar el paso, temiendo poner en peligro si no la propiedad sí
al menos la preponderancia de la riqueza, la Gironda se asustó de la
insurrección popular que en principio había favorecido y que el 10 de agosto
de 1792 echó abajo, con el trono y la Constitución de 1791, los marcos
estrechos de la nación censataria. El 10 de agosto se hizo si no pese a la
Gironda, sí al menos sin ella: esta abstención le fue fatal.
Tanto como nacional, por la presencia de los federados marselleses y
bretones, la insurrección del 10 de agosto 1792 fue también social. Las
barreras que dividían a la nación cayeron. Los ciudadanos pasivos entraron en
masa, a partir de julio, en las asambleas de sección y en los batallones de la
guardia nacional. El 30 de julio, la Asamblea legislativa había consagrado un
estado de hecho al decretar la admisión de los pasivos en la guardia nacional.
“Mientras la patria está en peligro –según la sección parisiense de la
Butte-des-Moulins– el soberano (el pueblo, según Rousseau) debe estar
en su sitio: a la cabeza de los ejércitos, a la cabeza de los negocios, debe
estar en todas partes”.

48
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Mediante el sufragio universal y el armamento de los ciudadanos pasivos, esta


“segunda revolución” integró al pueblo en la nación y marcó la llegada de la
democracia. Después de tentativas inútiles, los viejos partidarios del
compromiso se anularon ellos mismos. Dietriech trató de sublevar a
Estrasburgo, después huyó; La Fayette, abandonado por sus tropas, se
pasaba a los austríacos el 19 de agosto de 1792. Pero más aún, la entrada en
escena de los sans-culottes levantó a una fracción de la burguesía: ya se
afirmaban las resistencias contra la república democrática y popular que
anunciaba la “segunda revolución” del 10 de agosto.
“Una clase concreta de ciudadanos – había declarado la sección parisina
del Teatro Francés, el 30 de julio de 1792– no puede arrogarse el derecho
exclusivo de salvar a la patria”

AÑO 1793
¿REPÚBLICA BURGUESA O DEMOCRACIA POPULAR? (1792-95)

En el conflicto que desde ese momento es el de la Francia revolucionaria y la


aristocracia europea, una parte de la burguesía se dio cuenta de que no podía
vencer sin el pueblo: los montañeses se aliaron con los sans-culottes. Pero
esta intrusión popular en la escena política pareció una amenaza suprema
para los intereses de la gran burguesía, que en boca de Brissot denunció “la
hidra de la anarquía”. “Vuestras propiedades están amenazadas”, proclamó
Pétion, haciendo un llamamiento a los propietarios a finales de abril de 1793.
“La igualdad no es más que un vano fantasma –replicó el fanático Jacques
Roux el 25 de junio de 1793– cuando el rico, a través del monopolio, ejerce el
derecho sobre la vida y la muerte de su semejante”. Así se inicia, en la
primavera de 1793, el drama en que acabó por venirse abajo, ante las
exigencias de la revolución burguesa, la República popular que querían
confusamente los sans-culottes. Se marca así por adelantado el antagonismo
irreductible entre las aspiraciones de un grupo social y el estado objetivo de las
necesidades históricas.

EL DESPOTISMO DE LA LIBERTAD
GIRONDINOS Y MONTAÑESES (1792-93)

La rivalidad entre la Gironda y la Montaña, pese a su común pertenencia


burguesa, reviste, como consecuencia de las opciones políticas, un innegable
carácter de clase. La Gironda, portavoz de la burguesía negociante, pretende
defender la propiedad y la libertad económica contra las limitaciones que
reclamaban los sans-culottes: reglamentación, tasación, requisa, curso forzoso
del papel moneda. Los girondinos, imbuidos del sentimiento de las jerarquías
sociales, sentían un rechazo instintivo ante el pueblo; reservaban para su clase
el monopolio gubernamental. Estigmatizando a jacobinos y montañeses en un
Llamamiento a todos los republicanos de Francia, Brissot escribía en octubre
de 1792 que:

49
Albert Soboul

“los desorganizadores son aquellos que quieren nivelarlo todo:


propiedades, bienestar, precio de los productos, diversos servicios a
prestar a la sociedad”.
Robespierre había contestado por adelantado en el primer número de las
Lettres á ses commettants (Cartas a sus comitentes), el 30 de septiembre
1792, denunciando a los falsos patriotas:
“que solo quieren constituir la República para sí mismos, que solo
pretenden gobernar en beneficio de los ricos”.
Los montañeses, y sobre todo los jacobinos, se esforzaron por dar a la
realidad nacional un contenido positivo capaz de atraer a las masas populares.
Saint-Just, en su discurso sobre las subsistencias, el 29 de noviembre de
1792, subrayó la necesidad “de sacar al pueblo de un estado de incertidumbre
y de miseria que le corrompe”; “podéis dar en un momento una patria al pueblo
francés”: deteniendo los estragos de la inflación, garantizándole su subsistencia,
uniendo “estrechamente su felicidad y su libertad”. Robespierre todavía fue
más claro, el 2 de diciembre de 1792, en su discurso sobre los problemas
frumentarios en Eure-et-Loir:
“De todos los derechos, el primero es el de existir. Por lo tanto, la primera
ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad
los medios para existir; todas las demás están subordinadas a esta”.
Las necesidades de la guerra y su sentido nacional llevaron a los montañeses
a acercarse a los sans-culottes: la situación de la República exigía medidas
extraordinarias que solamente se concebían con el apoyo popular; se trataba
una vez más de ganarlo a través de una nueva orientación social.
El proceso y la muerte del rey volvieron inexpiable el conflicto entre la Gironda
y la Montaña, al precisar los perfiles de la nueva realidad política. Saint-Just
fue el primero en plantear el problema del juicio de Luis XVI desde la óptica
nacional:
“Queremos la república, la independencia, la unidad. Luis XVI debe ser
juzgado como un enemigo extranjero” (13 de noviembre de 1792).
La ejecución del rey, el 21 de enero de 1793, al asestar un golpe decisivo al
sentimiento monárquico, acabó de liberar la idea de nación de su forma real.
Hizo imposible todo compromiso entre los regicidas y los “apelantes”,
partidarios del llamamiento al pueblo para salvar a Luis XVI propuesto por
Vergniaud. Empeñándose en salvar al rey, los girondinos esperaban
circunscribir el conflicto con Europa.
Se inclinaban así, consciente o inconscientemente, hacia el compromiso con la
aristocracia: actitud inconsecuente por parte de unos hombres que, en
noviembre de 1792, habían preconizado la guerra de propaganda. A la nación,
identificada con la república y basada en la solidaridad reforzada entre la
burguesía montañesa y el pueblo sans-culotte, la ejecución del rey no le dejó
más salida que la victoria.

50
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Las derrotas de marzo de 1793, la insurrección de la Vendée y el peligro que


produjo sellaron el destino de la Gironda. Esta se negó hasta el final a
cualquier concesión. Vergniaud proclamaba aún el 13 de marzo de 1793 que
“la igualdad para el hombre social no es solo la de derechos”; esto era
mantener la primacía de la propiedad y de la riqueza. Las jornadas del 31 de
mayo al 2 de junio de 1793, en las que las secciones parisienses eliminaron a
los girondinos de la Convención, presentan un doble aspecto nacional y social.
Jaurés ha negado su carácter de clase: los girondinos habrían perdido
“sencillamente [por su] espíritu de partido reducido a espíritu de facción y de
camarilla”. Eso es cierto si nos limitamos a considerar el aspecto parlamentario
de esas jornadas; pero el papel de la sans-culotterie parisiense y la eliminación
de la alta burguesía subrayan su contenido social. Esas jornadas, que fueron
un sobresalto revolucionario, constituyen también un reflejo nacional, una
reacción defensiva y punitiva contra una nueva manifestación del complot
aristocrático. El desarrollo del movimiento seccionario de los departamentos
había aclarado de antemano este aspecto: bajo la máscara de la oposición
girondina, en Burdeos, en Marsella, más aún en Lyon, la contrarrevolución
aristocrática volvía a pasar a la ofensiva. El federalismo, extensión de la guerra
civil cuya iniciativa había sido tomada desde mayo de 1793 por el movimiento
seccionario, presenta el mismo doble aspecto. Su contenido social es todavía
más fuerte que su tendencia política. La persistencia de los particularismos
regionales lo explica en parte, pero lo explica más todavía la solidaridad de los
intereses de clase: la insurrección federalista agrupó a los partidarios del
Antiguo Régimen, a los feuillants que seguían apegados al sistema censatario,
a la burguesía preocupada por la propiedad y la libertad de beneficios. Por
adhesión a los principios del 1789 y por su preocupación por la independencia
nacional, los girondinos rechazaron la alianza vendeana y la llamada al
extranjero: pero, por su desconfianza en las masas populares, por su
repugnancia a integrarlas en una nación ampliada, no dejaron de hacer el
juego de la aristocracia y a la coalición.

MONTAÑESES, JACOBINOS Y “SANS-CULOTTES” (1793-94)

Apenas eliminada la Gironda, la Convención, dirigida ahora por los


montañeses, se vio entre dos fuegos. Mientras la contrarrevolución recibía un
nuevo impulso de la revuelta federalista, el movimiento popular, exasperado
por la carestía y la escasez, aumentaba su presión. La organización
gubernamental se mostró inepta para dominar la situación: Danton, en el
Comité de Salvación Pública, negociaba en vez de luchar. Mientras la
Montaña, prisionera ya de sus contradicciones, vacilaba, las masas populares,
impulsadas por sus necesidades y sus odios, imponían las grandes medidas
de salvación pública, la primera de las cuales fue, el 23 de agosto de 1793, el
levantamiento en masa. Un gobierno revolucionario pareció indispensable para
disciplinar la presión popular y mantener la alianza con la burguesía, que era la
única que podía proporcionar los cuadros necesarios.

51
Albert Soboul

Sobre esta doble base social, sans-culotterie y burguesía montañesa y jacobina,


el gobierno revolucionario fue organizándose pieza por pieza de julio a
diciembre de 1793: sus dirigentes más clarividentes intentaron salvaguardar a
cualquier precio la unidad revolucionaria del antiguo tercer estado, es decir, la
unidad nacional.
A partir de ese momento se plantearon dos serios problemas a lo largo del año
II. Un problema político: ¿cómo conciliar el comportamiento propio de los sans-
culottes con las exigencias de la dictadura revolucionaria y las necesidades de
la defensa nacional? Dicho de otra forma: ¿cómo resolver el problema de las
relaciones entre la democracia popular y el gobierno revolucionario? Un
problema de tipo social: ¿cómo conciliar las aspiraciones y las reivindicaciones
económicas de los sans-culottes con las exigencias de la burguesía que sigue
siendo el elemento dirigente de la Revolución? Dicho de otra forma: ¿cómo
resolver el problema de las relaciones entre las masas populares y las clases
dominantes? Pero ¿estaba en manos de los hombres del gobierno la
posibilidad de superar las contradicciones inherentes a esta coalición? El
peligro nacional las acalló un momento. Era de prever que, al afirmarse la
victoria, volverían al primer plano.
La presión popular se mantuvo con fuerza hasta el otoño de 1793. Arrancó a la
Convención, a quien no le agradaban, y a sus reticentes Comités, las grandes
medidas revolucionarias: el 5 de septiembre, el Terror se pone al orden del día;
el 11 se adopta el máximo nacional de los granos; el 17 se vota la ley de los
sospechosos; el 29 de septiembre, por último, se instituye el máximo general,
es decir, la economía dirigida.
Victoria popular, pero también éxito gubernamental: la legalidad ha quedado
salvaguardada, el terror legal se impone sobre la acción directa. El Comité de
Salvación Pública resistió, supo ceder a tiempo y en un terreno elegido por él:
su autoridad salió robustecida. La oposición popular extremista fue aniquilada
en la persona de los fanáticos, se impuso el silencio a la oposición en la
Convención en el gran debate del 25 de septiembre, se detuvo la
descristianización el 6 de diciembre con la evocación solemne de la libertad de
cultos, en tanto se afirmaba la victoria republicana en Wattignies sobre los
austríacos (16 de octubre), y en Mans sobre los vendeanos (13-14 de
diciembre). El 10 de octubre de 1793, en el informe de Saint-Just, la
Convención había declarado al gobierno de Francia, revolucionario hasta la
paz; el 14 frimario del año II (4 de diciembre de 1793), adoptó el decreto de
constitución del gobierno revolucionario. La lógica de los acontecimientos
llevaba a reconstituir la centralización, a restablecer la estabilidad administrativa,
a reforzar la autoridad gubernamental, todas ellas condiciones necesarias para
esa victoria tan perseguida por el Comité de Salvación Pública. Pero se había
acabado la libertad de acción del movimiento popular.
Al subordinarlo todo a las exigencias de la defensa nacional, el Comité de
Salvación Pública pretendía no ceder ni a las reivindicaciones de las masas a
expensas de la unidad revolucionaria, ni a las reclamaciones de la burguesía
moderada a expensas de la economía dirigida necesaria para sostener la
guerra o a expensas del Terror que le garantizaba la obediencia de todos.

52
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Pero ¿dónde hallar exactamente un punto de equilibrio entre esas exigencias


contradictorias?
La liquidación de los fanáticos, el frenazo a la descristianización, los ataques
sordos contra las organizaciones populares, sobre todo contra las sociedades
seccionarías, señalaron, en el otoño de 1793, la voluntad del Comité de
Salvación Pública de tomar distancias respecto al movimiento popular al que
hasta ese momento había seguido más que dirigido. Pero precisamente con
todo ello se ponía a merced de la Convención y favorecía la ofensiva de sus
adversarios en la Asamblea y en la opinión pública. Danton había apoyado a
Robespierre contra los descristianizadores, no sin segundas intenciones: se
trataba de aflojar los resortes del gobierno revolucionario. La política
“indulgente” de Danton se oponía en todos los puntos al programa popular
apoyado por Hébert y sus amigos cordeleros: terror extremo, máximo
aumentado, guerra a ultranza. Ataque gubernamental contra la descristia-
nización, atenuación del Terror en los departamentos a partir de enero de
1794: indicios de que el Comité de Salvación Pública, sin proscribir a los
extremistas, pretendía al menos reducirlos cada vez más. Su labor de zapa
contra la democracia seccionaria está dentro de esa línea; así habría
moderado el Terror conservándolo como medio de gobierno. La actitud
gubernamental favoreció la ofensiva dantonista contra el sistema terrorista.
La lucha entre las facciones se desencadenó en el mismo momento en que la
crisis de las subsistencias, al final del invierno de 1793-94, se agravó
bruscamente; la situación en París empeoró; pareció probable una explosión
popular. Al sumarse la crisis política y el malestar social estallaron las
contradicciones del sistema: las consecuencias serían irremediables para el
movimiento popular, para el gobierno revolucionario, y en última instancia para
la propia Revolución.

GRANDEZA Y CONTRADICCIONES DE LA REPÚBLICA DEL AÑO II


TENDENCIAS SOCIALES Y PRÁCTICA POLÍTICA DEL MOVIMIENTO
POPULAR12

De junio al invierno del año 1793, el movimiento de la sans-culotterie había


permitido la consolidación del gobierno revolucionario y la estabilización de la
dictadura jacobina de salvación pública,
al mismo tiempo que imponía a una Convención reacia unas medidas
destinadas a mejorar la suerte de las masas.
Si nos remitimos a la composición del personal político de las secciones
parisienses en el año II, así como al papel del faubourg Saint-Antoine en el
movimiento de la Revolución, comprobamos que la vanguardia revolucionaria
no estaba formada por un proletariado de fábrica, sino por una coalición de
pequeños patronos y de obreros que trabajaban y vivían con ellos. De ahí se
derivan ciertos rasgos del movimiento popular, un cierto comportamiento, así

12
Soboul, A., Les sans-culottes parisiens en I‘an II. Mouvement populaire et gouvernement
révolutionnaire, 2 juin 1793-9 thermidor an II, París, 1958.
53
Albert Soboul

como algunas contradicciones resultantes de una situación ambigua. El mundo


del trabajo está caracterizado en su conjunto por la mentalidad de la pequeña
burguesía artesanal, y como esta participa de la mentalidad de la burguesía.
Los trabajadores, ni por el pensamiento ni por la acción, no constituían un
elemento independiente. No establecían una relación directa entre el valor del
trabajo y el nivel del salario; el salario se fijaba en relación a los precios de las
subsistencias: la función social del trabajo no estaba clara. Los sans-culottes
del año II no pusieron en el centro de sus preocupaciones sociales los
problemas de la producción y del trabajo; fueron mucho más sensibles a sus
intereses de consumidores. Si bien exigieron la tarifa de los productos, la
reivindicación de la lista de precios quedó en algo excepcional. La fijación de
precios fue reclamada con mayor empeño por los militantes parisienses, por
cuanto en sus secciones respectivas tenían que soportar no solamente la
presión de los trabajadores sino también la de una masa considerable de
indigentes atenazados por el hambre: a principios de la primavera de 1794
había alrededor de un indigente socorrido por cada nueve habitantes de París,
pero en el faubourg Saint-Antoine la relación era de uno por cada tres. ¿Y
cuántos pobres vergonzantes?
El hambre constituye la argamasa de categorías tan diversas como el
artesano, el tendero, el obrero, el buscavidas, coaligados por un interés común
contra el gran comerciante, el empresario, el acaparador noble o burgués. El
término sans-culotterie puede parecer impreciso frente al vocabulario
sociológico actual: en relación a las condiciones sociales de la época,
responde a una realidad concreta. Sin duda no hay que excluir otros móviles
del comportamiento popular: el odio hacia la nobleza, la creencia en el complot
aristocrático, la voluntad de acabar con el privilegio y establecer la igualdad
real de derechos.
En última instancia se reducen a la exigencia del pan cotidiano, a la que se
unió confusamente, en muchos casos, la reivindicación política.
“Bajo el reino de Robespierre –según el ebanista parisino Richer, el 1°
pradial del año III (20 de mayo de 1795)– la sangre corría y no faltaba el
pan”.
El comportamiento terrorista estaba indisolublemente ligado a la reivindicación
social.
Las aspiraciones sociales populares se concretaron a través de las luchas
reivindicativas. En 1793, el máximo de los granos se reclamó para armonizar el
precio del pan con los salarios, es decir, para permitir vivir a los sans-culottes:
el derecho a la existencia fue invocado como un argumento a favor. La
reivindicación social precedió y suscitó la justificación teórica que, a su vez,
reforzó la lucha. Aquí no podemos buscar un sistema coherente. El
igualitarismo constituye la característica esencial: las condiciones de existencia
deben ser las mismas para todos. Al derecho total de propiedad, generador de
desigualdad, los sans-culottes oponen el principio de la igualdad de
posesiones. De ahí llegan con toda facilidad a la crítica del libre ejercicio del
derecho de propiedad. El propio derecho jamás es cuestionado: pero los sans-
culottes, que son pequeños productores independientes, lo fundamentan en el
trabajo personal. A quienes atacan es a los ricos y a los altos personajes. El 2

54
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

de septiembre de 1793, en el paroxismo del empuje popular, la sección de los


sans-culottes, delante del Jardín des Plantes, pide a la Convención no
solamente que fije “los beneficios de la industria y los del comercio” mediante
la tasación general, sino también que imponga un máximo a las fortunas y “que
el mismo individuo solamente pueda poseer un máximo”.
¿Cuál sería este? Correspondería a la pequeña propiedad artesanal y tendera:
“Que nadie pueda tener más de un taller, una tienda”.
Estas medidas radicales:
“harían desaparecer poco a poco la desigualdad demasiado grande de las
fortunas y crecer el número de propietarios”.
En ningún otro momento de la Revolución encontramos una formulación tan
clara del ideal social popular: ideal a la medida de los artesanos y tenderos
que componían los cuadros de la sans-culotterie. Ideal también a la medida de
la masa de consumidores y de pequeños productores urbanos, hostiles tanto a
todos los vendedores directos o indirectos de subsistencias como a todos los
empresarios cuyas iniciativas capitalistas corrían el riesgo de reducirles a la
categoría de trabajadores asalariados dependientes. Ideal, en fin, que en su
voluntad por limitar las consecuencias de la propiedad privada manteniéndola,
se oponía profundamente al de la burguesía que dirigía la Revolución.
Las tendencias políticas de la sans- culotterie se oponían igualmente a las
concepciones burguesas. La soberanía reside en el pueblo: de ese principio se
deriva todo el comportamiento político de los militantes populares, para
quienes se trata no de una abstracción sino de la realidad concreta del pueblo
reunido en sus asambleas de sección y en ejercicio de todos sus derechos; los
más conscientes tendían al gobierno directo. En materia legislativa reivindicaban
y practicaban, llegado el caso, la sanción de las leyes por el pueblo. Por
desconfiar del sistema representativo, reclamaban el control y la revocabilidad
de los elegidos. El pueblo, legislador soberano, es también juez soberano:
cuando las masacres de septiembre de 1792, se organizaron tribunales
populares. El poder de las armas constituía, por último, un atributo esencial de
la soberanía: el pueblo debe estar armado; en el año III el desarme de los
militantes seccionarios simbolizó su caída política. El pueblo en armas y
recuperando el ejercicio de sus derechos mediante la insurrección: aplicación
extrema del principio de la soberanía popular. El pueblo manifestó con la
insurrección su omnipotencia soberana y delegó de nuevo el ejercicio de la
soberanía a sus mandatarios revestidos de su confianza: así ocurrió el 2 de
junio de 1793.
La organización seccionaria daba una singular eficacia a esas tendencias.
Aprovechando las instituciones municipales creadas por la Asamblea
constituyente, pero insuflándoles un contenido nuevo, utilizando los comités
revolucionarios impuestos a la Convención, forjando con las sociedades
seccionarias del otoño de 1793 un instrumento específicamente popular, los
militantes sans-culottes dieron al movimiento de las masas parisienses una
organización a la vez flexible y eficaz. De la primavera al otoño de 1793 dio
prueba de sus aptitudes en la lucha contra los moderados y facilitó en gran
medida la instauración del gobierno revolucionario. De julio de 1792 a
55
Albert Soboul

septiembre de 1793 la permanencia de las secciones (la Asamblea general se


reunía cada día a las cinco) constituyó una de las bases de ese sistema
político. Suprimida por el decreto de 9 de septiembre, que reducía las sesiones
a dos por semana, después por década, reapareció por medio de las
sociedades seccionarlas. Estas, garantizando la permanencia y la continuidad,
tendieron a sustituir a lo largo del invierno del año II a las Asambleas
generales, reduciéndolas a un papel de registro. De todas las instituciones
seccionarías, los comités revolucionarios son los que mejor simbolizan el
poder popular. Aparecieron espontáneamente en algunas secciones
parisienses después del 10 de agosto de 1792 y se generalizaron en la crisis
de marzo de 1793. La Convención los legalizó el 21 de marzo. Sus
competencias, en un principio reducidas, se ampliaron rápidamente. La ley de
los sospechosos de 17 de septiembre de 1793 consagró los poderes que de
hecho se habían arrogado: en cada comuna o sección de comuna elaboraron
la lista de sospechosos y extendieron las órdenes de arresto. La definición muy
amplia que de la sospecha dio la Comuna de París contribuyó a acrecentar sus
poderes: los comités, liberándose de la tutela de las asambleas generales,
escapando poco a poco a la de la Comuna, llegaron a controlar toda la vida de
la sección.
Las secciones parisienses, que disponían de la fuerza armada y nombraban a
sus oficiales, se autoadministraban, elegían a sus magistrados y a sus
comités, constituían así, en el interior de la capital, otros tantos organismos
autónomos. Como carecían de una institución central, la suplieron por la
correspondencia en tiempo normal, por la fraternización en período de crisis:
así aventajaban a la municipalidad parisiense. Ante esta organización existía el
peligro de que desbordara a los comités de gobierno, y que tendía a destruir,
en provecho de la sans-culotterie, el equilibrio social sobre el que se basaba el
gobierno revolucionario.

GOBIERNO REVOLUCIONARIO Y DICTADURA JACOBINA

De todos modos, el gobierno revolucionario primero se reforzó lentamente a lo


largo del verano de 1793, después se constituyó definitivamente por el decreto
de 14 frimario año II (4 de diciembre de 1793, sobre la base de principios muy
distintos de los de la democracia popular.
La teoría del gobierno revolucionario lo hizo Saint-Just en su informe del 10 de
octubre de 1793, y Robespierre en sus informes sobre los principios del
gobierno revolucionario (25 de diciembre de 1793) y sobre los principios de
moral política que deben guiar a la Convención (5 de febrero de 1794).
Es una característica significativa el hecho de que en ninguno de esos
informes se haga mención del principio de soberanía popular: esta se
concentró en la Convención, “único centro impulsor del gobierno”. Los comités
gobiernan bajo su control. De hecho, solo dos ejercen efectivamente el poder:
el Comité de Salvación Pública, “en el centro de la ejecución”, “se reserva el
pensamiento del gobierno, propone a la Convención nacional las medidas
principales”; y el Comité de Seguridad general que tiene “bajo su inspección
concreta todo lo relativo a las personas y a la policía general”. El gobierno

56
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

revolucionario es un gobierno de guerra: “La revolución es la guerra de la


libertad contra sus enemigos”. Su objetivo es el de cimentar la república:
después de la victoria se volverá al gobierno constitucional, “régimen de la
libertad victoriosa y pacífica”. Porque hace la guerra, “el gobierno
revolucionario necesita una actividad extraordinaria”, debe “actuar como un
rayo”: no se puede “someter al mismo régimen a la paz y a la guerra, a la salud
y a la enfermedad”. El gobierno, por lo tanto, tiene en sus manos la fuerza
coactiva, es decir, el Terror. “¿La fuerza solo está hecha para proteger el
crimen?”. El gobierno revolucionario solo debe “a los enemigos del pueblo la
muerte”. Pero el Terror está únicamente al servicio de la república: la virtud,
“principio fundamental del gobierno democrático o popular”, constituye la
garantía de que el gobierno revolucionario no se orientará hacia el despotismo.
La virtud, “es decir –según Robespierre–, el amor a la patria y por sus leyes”,
“la entrega magnánima que funde todos los intereses particulares en el interés
general”.
El Terror constituye un medio de defensa nacional y revolucionaria. Manifiesta,
frente al complot aristocrático siempre renaciente (no se puede entender la ley
del Gran Terror de 22 pradial del año II si se hace abstracción de los intentos
de asesinato de Collot d’Herbois y de Robespierre), la reacción defensiva y la
voluntad punitiva del tercer estado, pero que a partir de ese momento estarán
disciplinadas por la ley y controladas por el gobierno. Los estudios estadísticos
del historiador norteamericano Donald Greer confirman esta característica. El
Terror obró con severidad sobre todo allí donde la contrarrevolución pasó a las
armas y a la traición abierta: mientras el 15 % de las condenas a la pena
capital se pronunciaron en París, el 71 % proceden de las dos principales
zonas de guerra civil (el 19 % en el sudeste y el 52 % en el oeste). Los motivos
de condena concuerdan con este reparto regional: en el 72 % de los casos se
trata de rebelión.
Podrá objetarse, sin duda, la composición social y que el 85 % de los
condenados pertenecen al tercer estado, solo el 8,5 % a la nobleza y el 6,5 %
al clero.
“Pero en una lucha como esa –señala Georges Lefebvre– los tránsfugas
suscitan menos miramientos que los adversarios originales”.
Como la guerra civil, de la que no es más que un aspecto, el Terror suprimió de
la nación unos elementos juzgados como socialmente inadmisibles, por ser
aristócratas o por haber unido su destino a la aristocracia. En otro sentido,
contribuyó a desarrollar el sentimiento de la solidaridad nacional: acalló por un
momento los egoísmos de clase e impuso a todos los sacrificios necesarios
para la salvación pública.
La maquinaria revolucionaria se perfeccionó, pero al servicio solamente del
gobierno. El Club de los Jacobinos, sociedad madre, que redujo poco a poco el
papel autónomo de las organizaciones populares, constituye su pieza maestra.
Los jacobinos, reclutados en las capas de la burguesía media, frecuentemente
compradores de bienes nacionales, son los hombres de la resistencia: frente a
todos los peligros conjugados, intentan conservar las conquistas políticas del
1789; con ese fin se aliaron con el pueblo sans-culotte. Como partidarios que
eran del liberalismo económico, aceptaron la reglamentación y la tasación

57
Albert Soboul

como una medida de guerra y como una concesión a las reivindicaciones


populares. Su reclutamiento, a resultas del movimiento de la Revolución y de
sucesivas depuraciones, se democratizó un tanto, pero la primacía la siguió
manteniendo la mediana burguesía. En 1793-94 la república quedó cubierta
por una red de filiales densa y eficaz, cuyo número es difícil de precisar en lo
que se refiere al conjunto del país. En el sudeste, en un momento amenazado
por la contrarrevolución, parece que fue particularmente alto: 139 sociedades
populares para 154 comunas en el Vaucluse, 258 para 355 en la Drome, 117
para 260 en los Bajos Alpes. El cometido de esas organizaciones fue
preponderante en la derrota del enemigo interior y en la implantación de las
instituciones revolucionarias.
El jacobinismo, que caracterizó la teoría y la práctica del gobierno
revolucionario, tanto como por una ideología derivada del rusonismo, se definió
por un temperamento y una técnica políticos. Religión o mística, se ha dicho:
más sencillo, los jacobinos consideraban que la libertad y la igualdad
constituyen las características de una sociedad concebida racionalmente.
¿Fanatismo?. De la rigidez de su actitud y de su dogmatismo dan cuenta la
grandeza del peligro y la necesaria disciplina contra un enemigo irreconciliable.
Los jacobinos tuvieron el sentimiento, nunca claramente explicitado, de que la
democracia debía ser dirigida, que no es posible confiar en la espontaneidad
revolucionaria de las masas. El pueblo quiere el bien, dijo Robespierre, pero no
siempre lo ve. Los jacobinos consideraron necesario iluminarlo, en realidad,
conducirlo. De ahí una técnica cuyo mecanismo ha sido desmontado desde
hace mucho tiempo, y no sin una hostilidad preconcebida. Los jacobinos
pusieron a punto la práctica de los comités restringidos, que fijaban la doctrina,
concretaban la línea política, que traducían en consignas. La elección se
corrige por la depuración y su corolario, la infiltración: una vez limitada la
competencia por el escrutinio depurador que permite a los afiliados juzgar
sobre la aptitud de los candidatos a desempeñar su mandato, se deja a los
electores en libertad de elegir. Los ciudadanos quedan encerrados en la red de
las organizaciones afiliadas que reciben el impulso de la sociedad- madre,
“único centro de la opinión pública”, como el Comité de Salvación Pública lo es
de la acción gubernamental. Los jacobinos, de todos modos, no llevaron estos
principios hasta sus últimas consecuencias: crearon clubs, no formaron un
partido; sobre todo permanecieron subordinados a una asamblea parlamentaria
que había sido elegida como al azar. Babeuf dio el paso y fue probablemente
de él, a través de Blanqui, de quien Lenin extrajo la lección.
La economía dirigida implantada en el otoño de 1793 bajo la presión de las
masas respondía, en el espíritu de los gobernantes, menos a una concepción
teórica de la organización social que a las exigencias de la defensa nacional:
se trataba de alimentar, de equipar, de armar a los hombres del levantamiento
en masa, de avituallar a las poblaciones de las ciudades, cuando el comercio
exterior estaba interrumpido por el bloqueo y Francia parecía una plaza sitiada.
La requisa afectó a todos los recursos materiales del país, limitando la libertad
de empresa. La tasación, complemento necesario de la requisa, y generalizada
por el decreto de 29 de septiembre de 1793 impuso unos márgenes de
beneficios (5 % para el mayorista, 10 % para el detallista), frenó el espíritu de
especulación, restringió la libertad de ganancias. La nacionalización afectó en
diversos grados a la producción, sobre todo a la de armamento y fabricaciones
58
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

de guerra y al comercio exterior, pero básicamente en función de las


necesidades militares, pues el Comité de Salvación Pública se negó a
nacionalizar el avituallamiento civil.
Sin embargo, se estaban esbozando los rasgos de una democracia social.
Montañeses y jacobinos solamente proyectaban integrar a las masas
populares en la nación burguesa mediante el acceso a la propiedad definida en
el sentido del 1789. Ya no se trata de subordinar el derecho de propiedad al
derecho a la existencia, ni de definirlo como “una institución social garantizada
por la ley”, como había sugerido Robespierre en su proyecto de una
Declaración de Derechos, el 24 de abril de 1793. Sino que la Montaña dio por
fin satisfacción a los campesinos, el 17 de julio de 1793, con la abolición
definitiva, sin indemnización, de todos los derechos señoriales. El decreto de
22 de octubre de 1793 prohibió a los propietarios exigir de arrendatarios y
aparceros cualquier prestación de subrogación (pero ¿en qué medida se
aplicó?). Mientras se realizaba esa transferencia de ingresos, la transferencia
de propiedad se aceleraba: los bienes de los emigrados, secuestrados desde
el 9 de febrero de 1792, puestos en venta el 27 de julio siguiente, se ofrecían
en pequeños lotes de 2 a 4 arpents 13 (según el decreto de 3 de junio de 1793),
pagaderos en diez años (plazo ampliado a 20 años por el decreto de 13 de
septiembre). El 10 de junio un decreto autorizó la partición de los bienes
comunales si era solicitada por un tercio de la asamblea de vecinos. El punto
culminante de esta política tendente a crear una nación de pequeños
propietarios lo constituyeron los decretos de 8 y 13 ventoso del año II (26 de
febrero y 3 de marzo de 1794), que despojaban de sus bienes a los
sospechosos (“Aquel que se muestra como enemigo de su país no puede ser
propietario en él”, según Saint-Just), para trasferirlos a los patriotas indigentes.
No se trata del “programa de una revolución nueva”, como pretende Albert
Mathiez, sino de una medida política y social que se inscribe en la línea de la
revolución burguesa: la confiscación no ha sido jamás otra cosa que un medio
de lucha contra la aristocracia, y el acceso a la propiedad un factor de
consolidación social. A los robespieristas, partidarios en el fondo de ellos
mismos de la libertad económica, les repelía, como a los montañeses,
intervenir en los problemas agrarios: sordos a las reivindicaciones de los sans-
culottes del campo, jamás proyectaron la reforma de la aparcería ni la división
de las grandes explotaciones agrarias en otras más pequeñas. La misma
audacia y la misma timidez caracterizan el intento de una legislación social
nueva. El derecho a la asistencia quedó sancionado por el decreto de 22
floreal del año II (11 de mayo 1794), que abrió en cada departamento un libro
de la beneficencia nacional, pero solo para los “habitantes del campo”:
pensiones de jubilación para los ancianos e impedidos, subsidios para las
madres y las viudas con hijos, asistencia médica gratuita a domicilio –medidas
todas ellas que prefiguran una seguridad social–.
“Que Europa sepa que no queréis ni un solo desdichado, ni un solo
opresor más sobre el territorio francés –había declarado Saint-Just el 13
ventoso– [...]. La felicidad es una idea nueva en Europa”.

13
Arpent: Medida agraria francesa (oscila entre 42 y 51 áreas). (N. del T.)
59
Albert Soboul

LA IMPOSIBLE REPÚBLICA IGUALITARIA


CESE Y DECLIVE DEL MOVIMIENTO POPULAR
(PRIMAVERA DE 1794)

Al final del invierno del año II las características de la evolución que venían
esbozándose desde el establecimiento del gobierno revolucionario se
endurecieron. Mientras la reglamentación, la tasación y la dirección de la
economía, reclamadas por los sans-culottes, atacadas por los propietarios,
aseguraban a duras penas –salvo en el caso del pan– el abastecimiento de la
población parisiense, las necesidades de la defensa nacional como una
concepción burguesa del poder político llevaban cada vez más el gobierno
revolucionario a asegurarse la obediencia pasiva de las organizaciones
populares y a reducir la democracia sans-culotte a la medida jacobina. Así se
asienta, a principios de ventoso, un doble malestar social y político que afecta
a la sans-culotterie tanto en su existencia material como en su comportamiento
revolucionarlo. Sobre este trasfondo de crisis, la oposición entre indulgentes y
patriotas decididos se exaspera. La conjunción de la oposición avanzada y el
descontento popular constituía una seria amenaza para el gobierno: este
intentó, con los decretos de ventoso, conciliarse con la opinión sans-culotte.
La maniobra fracasó: los decretos de ventoso no provocaron ese esperado
choque psicológico capaz de resolver la crisis política, aliando a la sans-
culotterie con el gobierno revolucionario.
El momento pareció propicio a los patriotas decididos, cordeleros a la cabeza,
para una acción que les desembarazaría de los moderados e impondría su
triunfo en los comités de gobierno y en la Convención. Pero, olvidando las
enseñanzas de todas las jornadas revolucionarias, los dirigentes cordeleros no
se preocuparon de organizar su movimiento, ni de asegurarse su unión con las
masas más sensibles a la escasez de las subsistencias que al peligro del
moderacionismo. El 14 ventoso del año II (4 de marzo de 1794) los cordeleros
proclamaron la necesidad de una santa insurrección: en su espíritu, probable-
mente una simple manifestación de masas. No les siguieron. Pero su intento
dio ocasión al gobierno revolucionario para salir del inmovilismo: se
desembarazó de la doble oposición, primero liquidando a los cordeleros (24 de
marzo de 1795); después, volviéndose hacia los indulgentes, guillotinados el 5
de abril.
El drama de germinal fue decisivo. La evolución se precipitó. Al ver condenar al
Pére Duchesne y a los cordeleros que tenían su audiencia y expresaban sus
aspiraciones, los sans-culottes dudaron del gobierno revolucionario. En vano
Danton fue también ejecutado. La represión que siguió a los grandes procesos
de germinal del año II, pese a su carácter limitado, desarrolló entre los
militantes un complejo de miedo que paralizó la vida política seccionaria. El
contacto directo y fraternal entre las autoridades revolucionarias y los sans-
culottes de las secciones se rompió.
El gobierno revolucionario, que salió ganando, emprendió un amplio esfuerzo
de regularización de las instituciones y de unificación de las fuerzas políticas.
Si bien ante la inminencia del peligro había permitido la alianza con la sans-
culotterie, jamás había aceptado sus objetivos sociales ni sus métodos
60
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

políticos. El ejército revolucionario fue licenciado (27 de marzo de 1794) 14, los
comisarios para los acaparamientos suprimidos (1° de abril), la Comuna de
París depurada. Y algo todavía más grave para el movimiento popular, la
reanudación de la ofensiva gubernamental contra las sociedades seccionarias.
En su discurso de 15 de mayo de 1794, Couthon reclamó la unidad de opinión:
que todos los patriotas se concentren en los jacobinos; Collot d’Herbois
subrayó una vez más la incompatibilidad de la democracia sans-culotte con las
necesidades del gobierno revolucionario: las sociedades seccionarias
querían “hacer de cada sección una pequeña república”. De germinal a pradial
se disolvieron 39 sociedades bajo la presión jacobina y gubernamental: en la
mayoría de los casos (29 de 39), sociedades de fundación reciente, formadas
esencialmente por patriotas del 1793, llamados de nueva hornada por
oposición a los patriotas del 1789. Al forzarles a disolverse, los comités de
gobierno rompían el armazón del movimiento popular.
De germinal a mesidor se acentuó la centralización: con la supresión de seis
ministros del consejo ejecutivo provisional y su sustitución, el 1.° de abril de
1794, por doce comisiones ejecutivas subordinadas al Comité de Salvación
Pública; con la nueva llamada a los representantes en misión, el 19 de abril,
pues el comité prefirió utilizar a sus propios agentes. El Terror se aceleró por la
ley de 22 pradial del año II (10 de junio de 1794):
“Se trata menos de castigar a los enemigos de la Revolución –declaró
Couthon– que de aniquilarlos”.
Las autoridades administrativas depuradas obedecieron, la Convención votó
sin discusión. Pero lo que el gobierno ganaba en fuerza coactiva lo perdía en
apoyo confiado, y su base social se reducía peligrosamente. Los documentos
de la primavera de 1794 dan fe de la atonía de las organizaciones populares.
Si las asambleas de sección todavía abordan los problemas de política general
ya no es para discutir, sino para aprobar mediante el envío de felicitaciones y
de testimonios de fidelidad: por ejemplo, cuando la proclamación del culto al
Ser supremo por el decreto de 18 floreal del año II (7 de mayo da 1794). Si los
intentos de asesinato de Robespierre y de Collot d’Herbois reavivan en pradial
la llama terrorista, las asambleas vuelven a caer en seguida en la monotonía
de su curso cotidiano. La victoria de Fleurus (26 de junio de 1794) o el
aniversario de la toma de la Bastilla (26 mesidor) no logran reavivar el
entusiasmo. Bajo una unidad ficticia, la indiferencia o la hostilidad gangrenan
las secciones estrechamente dirigidas por unos comités revolucionarios
burocratizados. Saint-Just escribe que “la Revolución está helada”.
Los comités de gobierno, domesticando el movimiento popular, se habían
liberado del odio de una jornada: pero al mismo tiempo liberaban a la
Convención y se privaban de un medio de presión. Puesto que la victoria se
afirmaba, ¿qué razón podía tener para soportar por más tiempo su tutela?
Entre la Convención impaciente por el yugo y la sans-culotterie irreductible-
mente hostil, el gobierno revolucionario estaba como suspendido en el vacío.

14
Cobb, R., Les armées révolutionnaires, instrument de le Terreur dans les départements,
avril 1793-floréal an II, 1963.
61
Albert Soboul

CAÍDA DEL GOBIERNO REVOLUCIONARIO


Y FIN DEL MOVIMIENTO POPULAR
(Termidor año II - Pradial año III)

En los primeros días de termidor la descomposición del grupo montañés se


agravó en la Convención. Los representantes que habían sido llamados en
misión, los antiguos partidarios de Danton, no perdonaron al Comité de
Salvación Pública. Sus esfuerzos hubieran sido inútiles si los comités de
gobierno hubieran permanecido unidos. Pero la división ya vieja entre los dos
comités empeoró. Los miembros del Comité de Seguridad General, salvo
Lebas y David, eran hostiles al Comité de Salvación Pública y sobre todo a
Robespierre, por razones a la vez personales y de principio. La delimitación de
poderes entre ambos comités nunca había sido claramente establecida: la
política general era objeto de un conflicto de atribuciones desde la creación, en
floreal, de un Buró de política dependiente del Comité de Salvación Pública. La
hostilidad del Comité de Seguridad General hubiera sido fácilmente neutralizada
si el de Salvación Pública no se hubiera dividido: intervienen aquí no solo la
política social y la aplicación de los decretos de ventoso, como sostiene Albert
Mathiez, sino igualmente los conflictos de atribuciones, los rencores políticos y
los enfrentamientos de temperamentos, como sugiere Georges Lefebvre. A
pesar del intento de reconciliación de los dos comités, en sesión plenaria de 4
y 5 termidor (22 y 23 de julio 1794) Robespierre decidió llevar el conflicto ante
la Convención: ello significaba convertirla en juez del apoyo del gobierno
revolucionario, en el mismo momento en que la victoria se afirmaba y en que el
peligro de una presión popular parecía eliminado.
Robespierre corrió ese riesgo a descubierto. No se hizo nada para preparar la
acción de la Comuna y de las secciones en caso de que la Convención se
negara a seguir al grupo robespierista. Más aún, mientras que la atmósfera se
enrarecía, la Comuna de París, ciega al malestar social y sorda a las
reivindicaciones populares, publicaba el máximo de los salarios (5 termidor):
baja autoritaria a veces considerable (así, en el caso de un carpintero de obra,
de 8 libras a 3 libras 15 sueldos), que acentuó el divorcio entre el gobierno
revolucionario y los militantes seccionarios, entre la Comuna y las masas
populares.
La prueba de fuerza del 9 termidor del año II (27 de julio 1794) demostró la
eficacia de la centralización gubernamental. Solo diez comités revolucionarios
de sección se pronunciaron a favor de la Comuna insurreccional y persistieron
bastante tiempo en su actividad hasta comprometerse definitivamente; doce
vacilaron; dieciocho se aliaron de entrada a la Convención. En las asambleas
generales, únicamente una minoría de militantes siguió las consignas
insurreccionales. La práctica revolucionaria, en la que basaba sus esperanzas
la Comuna, fracasaba por culpa del aparato dictatorial que al final se volvía
contra aquellos mismos que tanto habían contribuido a forjarlo: al grupo
robespierista apoyado en los jacobinos. Las autoridades seccionarías, en vez
de formar como en las jornadas precedentes los cuadros de la insurrección, se
constituyeron en la mayoría de los casos en los órganos de transmisión de las
voluntades gubernamentales.

62
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Caído Robespierre, el gobierno revolucionario no le sobrevivió. Empezó a


desmantelarse en el verano de 1794, en particular por el decreto de 7 fructidor
del año II (24 de agosto de 1794) que puso fin a la concentración
gubernamental. El abandono del Terror fue a la par, y así la fuerza coactiva
desapareció con los demás resortes revolucionarios; se abrieron las cárceles.
El Club de los Jacobinos fue disuelto en brumario del año III (13 de noviembre
de 1794). Pronto se dio rienda suelta al Terror blanco. El abandono de la
economía dirigida estaba inscrito en la línea termidoriana: el decreto de 4
nivoso del año III (24 de diciembre de 1794) suprimió el máximo general y la
economía dirigida. El papel moneda se hundió, el alza de los precios fue
vertiginosa: en abril de 1795 el índice general de los precios alcanzaba el 758
en relación a 1790, solo el de los productos alimenticios 819. En este sentido,
el 9 termidor fue ciertamente para los sans-culottes una jornada de engaños.
Descontentos del gobierno revolucionario, no habían sentido la amenaza que
la caída de este haría pesar sobre ellos. Diez meses más tarde, extenuados
por la carestía, la escasez y los rigores de un invierno excepcional, los sans-
culottes parisienses reclamaron el retorno a la economía dirigida y se
levantaron por última vez. La jornada del 12 germinal del año III (1° de abril de
1794) constituyó el preludio de aquellas, más dramáticas, del 1 y 2 pradial (20
y 21 de mayo de 1795).
El 4 pradial por la noche, sin jefes, casi sin cuadros, minado por el hambre, el
faubourg Saint-Antoine, columna de la Revolución desde el 1789, capitulaba
sin combate.15
La gente decente respiró tranquila, se desencadenó la represión. Unas
jornadas decisivas que vieron alzarse contra el movimiento popular, agotado y
desorganizado, desde los republicanos hasta los partidarios del Antiguo
Régimen, el bloque de la burguesía apoyado en el ejército. Roto por fin su
resorte, la Revolución se había acabado.
Las jornadas de pradial del año III, como el 9 termidor, constituyen en un último
análisis episodios trágicos del conflicto de clases en el seno del antiguo tercer
estado. Para situarlos en su justo lugar, no puede olvidarse que la Revolución
Francesa fue básicamente una lucha del conjunto del tercer estado contra la
aristocracia europea. En esta lucha la burguesía llevaba la voz cantante. En lo
esencial, odio a la aristocracia y voluntad de victoria, los sans-culottes estaban
de acuerdo con la burguesía revolucionaria: siempre se quedaron en eso, de
modo que el 13 vendimiario (5 de octubre de 1795) y el 18 fructidor (4 de
septiembre de 1797), ahogando su legítimo rencor, los más conscientes
todavía ayudaron a la burguesía termidoriana a aplastar la contrarrevolución.
No obstante, rápidamente se manifestó el enfrentamiento entre el movimiento
popular y la dictadura jacobina de salvación pública, lo que minó el sistema del
año II. Si bien es cierto que se agravó a consecuencia de la guerra, no lo es
menos que traducía las tendencias irreductibles de las dos categorías sociales
diferentes.

15
Tonnesson, K. D., La défaite des Sans-Culottes. Mouvement populaire et réaction
bourgeoise en I'an III, Oslo-París, 1959.
63
Albert Soboul

En el plano político la guerra exigía un gobierno autoritario y los sans-culottes


tuvieron conciencia de ello, ya que contribuyeron a su formación. Pero la
guerra y sus necesidades entraron rápidamente en contradicción con la
democracia que montañeses y sans-culottes invocaban por igual pero en
sentidos distintos. Los sans-culottes habían reclamado un gobierno fuerte que
aplastara a la aristocracia: no se habían dado cuenta de que, en su voluntad
de vencer, ese gobierno les obligaría a obedecer. Sobre todo la democracia, tal
como ellos la practicaban, tendía espontáneamente hacia el gobierno directo.
Control de los elegidos, derecho para el pueblo de revocar su mandato, voto
en voz alta o por aclamación: este comportamiento político se oponía
irremediablemente a la idea de una democracia liberal y representativa
defendida por la burguesía montañesa. Más que enfrentamiento circunstancial,
había en este terreno una contradicción fundamental.
En el plano económico y social la contradicción no era menos insuperable.
Partidarios de la economía liberal, los hombres del gobierno revolucionario,
Robespierre el primero, solo aceptaron la economía dirigida porque no podían
prescindir de la tasación y la requisa para mantener una gran guerra nacional:
los sans-culottes, al imponer el máximo general, pensaban mucho más
también en su propia subsistencia. La Revolución, por democrática que se
hubiera vuelto, no dejaba de ser burguesa: el gobierno revolucionario tasó
tanto los salarios como los productos, para mantener el equilibrio entre los
jefes de empresa y asalariados. Esta política exigía la alianza de la Montaña y
de la sans-culotterie. Ahora bien, se oponía a la burguesía, incluso jacobina,
porque suprimía la libertad económica y restringía el beneficio. Salvo en el
caso de materiales de guerra pagados por el estado y en la de los granos y
forrajes requisados al campesino, el máximo se eludió: el conflicto con los
asalariados era inevitable. Estos, que padecían la inflación y las insuficiencias
del abastecimiento, estaban naturalmente predispuestos a sacar partido de la
escasez relativa de la mano de obra para arrancar aumentos de salario: del
otoño a la primavera del año II, la Comuna dejó hacer, descuidando la tasación
de los salarios en contra de la ley. Después de germinal el gobierno enderezó
la situación de las empresas, cuyos beneficios tendían a disminuir, atrapadas
como estaban entre la tasa y el aumento ilegal de los salarios; política esta que
desembocó en el máximo salarial parisiense del 5 termidor. No obstante,
actuando de ese modo el gobierno revolucionario acaba con unas ventajas
adquiridas por los asalariados y parecía abandonar su posición de mediador.
La economía dirigida del año II, al no reposar sobre una base de clase, estaba
en falso: después del 9 termidor el edificio se hundió.
Los antagonismos entre dictadura jacobina y movimiento popular no eran los
únicos: las contradicciones propias de la sans-culotterie llevaban en germen la
ruina del sistema del año II. Los sans-culotte no constituían una clase, ni su
movimiento un partido de clase. Artesanos y tenderos, obreros y jornaleros,
formaron con una minoría burguesa, una coalición que desplegó una fuerza
irresistible contra la aristocracia. Pero en el seno de esta coalición se afirmó la
oposición entre artesanos y tenderos, que vivían del beneficio que obtenían de
la propiedad privada de los medios de producción, y obreros y jornaleros, que
no disponían más que de un salario. Las necesidades de la Revolución habían
soldado por un momento la unidad de la sans-culotterie y dejado en un
segundo plano los conflictos de intereses que enfrentaban a sus distintos
64
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

elementos: no podían eliminarlos. Los sans-culottes, cuyo reclutamiento era


heterogéneo, no tenían ninguna conciencia de clase. Si generalmente
afirmaban su hostilidad hacia el capitalismo, no era por los mismos motivos. El
artesano temía verse reducido a asalariado; el obrero abominaba del
acaparador que le encarecía la vida. Los obreros, que eran asalariados, no
poseían sin embargo ninguna conciencia social propia: su mentalidad estaba
más bien formada por el artesanado, pues la concentración capitalista todavía
no había despertado el sentido de la solidaridad de clase. Apenas tenían una
cierta noción de su unidad, que subrayaban sus ocupaciones manuales así
como su vestido y su género de vida. También la falta de instrucción
engendraba en las filas populares un sentimiento de inferioridad y a veces de
impotencia: cuando a la sans-culotterie parisiense le faltaron los hombres de
talento de la burguesía media jacobina, estuvo perdida.
La marcha de la historia, en su misma dialéctica, da cuenta también del
fracaso del intento del año II. Cinco años de luchas revolucionarias constantes
gastaron a los mejores y, a la larga, quitaron al movimiento popular su fuerza y
su acometividad, en tanto que la gran esperanza siempre pospuesta
desmovilizaba poco a poco a las masas. “El pueblo se cansa”, había señalado
Robespierre: el pueblo aspiraba a disfrutar del fruto de sus esfuerzos.
“Estamos en vísperas de lamentar todos los sacrificios que hemos hecho por la
Revolución”, declaraban en la Convención, el 27 ventoso del año III (17 de
marzo de 1795), los sans-culottes de los faubourgs Saint Antoine y Saint-
Marcel. De mes a mes, los reclutamientos de hombres habían debilitado las
secciones parisienses, privándolas de los más jóvenes, también de los más
conscientes y de los más entusiastas, para quienes la defensa de la nueva
patria constituía el primer deber revolucionario. Puede el lector imaginarse las
irremediables consecuencias de ese envejecimiento sobre el ardor revolucio-
nario de las masas.
Al mismo tiempo las sans-culotterie había visto desvanecerse sus cuadros, por
el propio efecto del éxito popular en la primavera y durante el verano de 1793.
Muchos militantes, sin estar movidos solo por la ambición, consideraban la
obtención de un cargo como la recompensa legítima a su actividad. Este era el
precio, por otra parte, de la eficacia del gobierno revolucionario. En el otoño de
1793 se depuraron las administraciones y se poblaron de buenos sans-
culottes. Entonces apareció un nuevo conformismo que ilustra el ejemplo de
los comisarios revolucionarios de las secciones parisienses, en un principio el
elemento más popular y combativo del nuevo personal político. Su condición y
el propio éxito de su tarea exigían que fuesen asalariados: en el curso del año
II esos militantes seccionarios se transformaron en funcionarios tanto más
obedientes a las órdenes del gobierno por cuanto podían temer perder las
ventajas adquiridas. El poder revolucionario se vio así reforzado. Por ello
produjo un debilitamiento del movimiento popular y una alteración de las
relaciones con el gobierno. La actividad política de las organizaciones
seccionarias se vio frenada, la democracia debilitada. El proceso de
burocratización provocó gradualmente la parálisis del espíritu crítico y de la
combatividad política de las masas. Por último se afirmó una disminución del
control popular sobre el aparato gubernamental, cuyas tendencias se
reforzaron. Los partidarios de Robespierre asistieron impotentes a esta
evolución.
65
Albert Soboul

Termidor y su epílogo de pradial del año III, al arruinar la esperanza popular en


una democracia igualitaria, permitieron restablecer el 1789. Pero en esas
fechas, el Terror, con sus terribles golpes, había concluido la destrucción de la
antigua sociedad y despejado el terreno para la instauración de nuevas
relaciones sociales: el reino burgués de los notables podía comenzar.

AÑO 1795
¿LIBERALISMO O DICTADURA? (1795-99)

De los dos movimientos populares que desde 1789, uno sustituyendo al otro,
habían impulsado hacia adelante la revolución burguesa, en 1795, uno había
cesado y el otro estaba en calma. Las masas urbanas, pese a los esfuerzos de
los conjurados del año IV, estaban desde ese momento en retirada: solo se
levantarían en 1830. Las masas campesinas estaban irremisiblemente
divididas: aboliendo definitivamente los derechos feudales por la ley del 17 de
julio de 1793, la Convención montañesa colocó por mucho tiempo al
campesinado propietario en el partido del orden. Apagado al ardor
revolucionario, con la aristocracia tocada en sus fuerzas vivas, se abría la era
de la estabilización burguesa.
De todas formas, la Convención termidoriana legaba al régimen que instauraba
y que ha pasado a la historia bajo el nombre de Directorio, la guerra, una
situación económica catastrófica y un sistema político sabiamente equilibrado,
cuyo espíritu y cuya práctica importan aquí más que la letra. La burguesía, que
había conservado de la experiencia del año II un recuerdo horrorizado
(restringida su libertad, limitados sus beneficios, con las gentes humildes
imponiendo su ley), con su conciencia de clase endurecida y fortalecida,
organizó celosamente su poder; una vez restaurada la primacía de los
notables, la nación se definía de nuevo en el estrecho marco de un sistema
censatorio. Pero una nueva oposición revolucionaria relanzada por el
hundimiento del papel moneda, el rechazo tenaz de la contrarrevolución, tanto
en el interior como en el exterior, hicieron imposible el juego normal de la
experiencia: entonces se instauró una práctica política y administrativa de
excepción de la que se aprovechó el Consulado y que este institucionalizó
ampliamente.
De Termidor al Imperio se afirma una continuidad que Brumario solo rompió en
apariencia.

LA HERENCIA TERMIDORIANA: PROPIEDAD Y LIBERTAD

Los principios de la preponderancia social y política de la burguesía fueron


planteados con claridad por el convencional Boissy d'Anglas en su discurso
preliminar al proyecto de constitución, el 5 mesidor del año III (23 de junio de
1795). Se trata de:
“garantizar por fin la propiedad del rico, la existencia del pobre, la
propiedad del hombre industrioso, la libertad y seguridad de todos”.

66
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

La propiedad constituye la base del orden social. La Convención debe evitar:


“con coraje los principios ilusorios de una democracia absoluta y de una
igualdad sin límites que son indiscutiblemente los escollos más temibles
para la verdadera libertad. La igualdad civil, en efecto, he aquí todo lo que
puede exigir el hombre razonable. La igualdad absoluta es una quimera:
para que pueda existir haría falta que existiera una igualdad total en el
espíritu, la fuerza física, la educación, la fortuna de todos los hombres”.
Vergniaud ya había sostenido el mismo razonamiento, el 13 de marzo de 1793:
“La única igualdad para el hombre social es la de derechos. No es la de
las fortunas como tampoco es la de las estaturas, la de las fuerzas, la del
espíritu, la de la actividad, la de la industria y la del trabajo”.
¡Curiosa continuidad de la Gironda en los termidorianos! Prosigue Boissy
d’Anglas:
“Debemos ser gobernados por los mejores: los mejores son los más
instruidos, los más interesados en el mantenimiento de las leyes; ahora
bien, con muy pocas excepciones, no encontraréis hombres de ese tipo
más que entre aquellos que, teniendo una propiedad, están apegados al
país en que se encuentra, a las leyes que la protegen, a la tranquilidad
que la conserva, y que deben a esa propiedad y al bienestar que
proporciona la educación que les ha hecho aptos para discutir con
sagacidad y justicia las ventajas y los inconvenientes de las leyes que
determinan el destino de su patria. El hombre sin propiedades, por el
contrario, necesita un constante esfuerzo de virtud para interesarse por
un orden que no le conserva nada y para oponerse a los movimientos que
le ofrecen algunas esperanzas”.
La libertad económica está necesariamente vinculada a los derechos de la
propiedad.
“Si dais a unos hombres sin propiedades los derechos políticos sin
reserva alguna, excitarán o dejarán excitar agitaciones sin temer sus
efectos: establecerán o dejarán establecer tasas funestas para el
comercio y la agricultura, porque no habrán sentido, ni temido, ni previsto
sus deplorables resultados, y acabarán por precipitarnos en esas
convulsiones violentas de las que apenas acabamos de salir. Un país
gobernado por los propietarios está dentro del orden social; un país en el
que gobiernan los no propietarios está en estado salvaje”.
Desde ese momento la burguesía se reserva celosamente el ejercicio del
derecho de propiedad, lo que significa negar toda esperanza a las clases
populares. El acceso a la propiedad de las tierras, en un momento facilitado
por la legislación montañesa, fue negado a los no propietarios, al pequeño
campesinado en particular, en nombre de las exigencias de la economía
liberal. Desde el 22 fructidor del año II (8 de septiembre de 1794), Lozeau,
diputado de la Charente Inferior, había subrayado esas necesidades,
presentando a la Convención su:

67
Albert Soboul

“informe sobre la imposibilidad material de convertir a todos los franceses


en propietarios de tierras y sobre las consecuencias desagradables que
provocaría además esa conversión.”
Incluso admitiendo que se pudiera convertir a todos los campesinos en
agricultores independientes, la república no hubiera podido felicitarse por ello:
“puesto que, admitiendo esa hipótesis en la que cada uno estaría
obligado a cultivar sus campos o sus viñas para vivir, el comercio, las
artes y la industria pronto desaparecerían”.
La existencia de un proletariado dependiente es la condición necesaria de la
economía capitalista y de la sociedad burguesa. Todo ataque al privilegio de la
riqueza corre el peligro de cuestionar el orden social: la sombra de la ley
agraria mantuvo toda su eficacia, el miedo social dio cuenta de la evolución del
régimen hacia la dictadura militar. Al pronunciarse contra el establecimiento del
impuesto progresivo, el oscuro Dauchy declaraba a los Quinientos, el 10
frimario del año IV (1° de diciembre de 1795):
“Los estados solo prosperan si vinculan el máximo posible los ciudadanos
a la propiedad [...]. El impuesto progresivo es una ley de excepción contra
los ciudadanos acomodados [...]. Su efecto sería inevitablemente la
división hasta el extremo de las propiedades; este sistema se ha seguido
demasiado en la enajenación de los bienes nacionales [...]. El impuesto
progresivo es, para decirlo en pocas palabras, el verdadero germen de
una ley agraria con la que hay que acabar desde un principio. Solo
teniendo un respeto religioso hacia la [propiedad] se podrá vincular
fuertemente a todos los franceses con la libertad y la república”.
La Declaración de Derechos que precede a la Constitución del año III marca
un claro retroceso en relación a la de 1789. En la discusión, el 26 termidor (13
de agosto), Mailhe había subrayado el peligro que había en incluir:
“en esta declaración unos principios contrarios a los que contiene la
Constitución”: “Hemos tenido una prueba lo bastante cruel del abuso de
las palabras como para no emplear ni una sola que sea inútil”.
El art. 1.° de la Declaración de 1789 (“Los hombres nacen y siguen siendo
libres e iguales en sus derechos”) se suprimió.
“Si decís que todos los hombres son iguales en sus derechos –había
declarado Lanjuinais el 26 termidor–, incitáis a la rebelión contra la
Constitución a aquellos a quienes habéis rechazado o suspendido el
ejercicio de los derechos de ciudadanía en pro de la seguridad de todos”
(art. 3).
De los derechos sociales reconocidos por la Declaración de 1793 ni se
hablaba, y menos todavía del derecho a la insurrección. En cambio, el derecho
a la propiedad, del que la Declaración de 1789 no había dado ninguna
definición, se precisa aquí como en la Declaración de 1793:
“La propiedad es el derecho a disfrutar y disponer de los bienes propios,
de los ingresos propios, del fruto del propio trabajo y de la industria
propia” (art. 5).

68
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Esto significaba consagrar la libertad económica en toda su amplitud. La


Declaración de deberes que los termidorianos consideraron oportuno unir a la
de derechos precisaba también en su art. 8:
“Es sobre la conservación de las propiedades sobre lo que reposan el
cultivo de las tierras, todas las producciones, todo medio de trabajo y todo
el orden social”.
El derecho al voto fue restringido; las condiciones del censo eran, sin embargo,
más amplias que en 1791: todo francés de 21 años, domiciliado durante un
año y que pagara cualquier contribución era ciudadano activo.
En esas condiciones, la base social sobre la que los directoriales, después de
los termidorianos, pretendían estabilizar la Revolución, se revela singularmente
reducida.
Del lado de las masas populares, el recuerdo del año II y el miedo social
siguen siendo un poderoso motivo de reacción, para acabar legitimando el 18
brumario. Los más conscientes entre el pueblo no aceptaron sin resistencia el
verse echados fuera de la nación y de esa república por la que habían
luchado: la Conjura de los Iguales lo demostró. Pero mientras que el
movimiento revolucionario se orientaba, no sin titubeos, hacia nuevas vías, el
miedo burgués constituía en manos de los gobernantes un potente incentivo
contra los exclusivos, los terroristas, los anarquistas, los bandoleros, los
chupadores de sangre. Los notables, la gente decente temían por encima de
todo la vuelta al sistema del año II: el rico considerado como sospechoso, la
inversión de los valores sociales tradicionales, la democracia política abriendo
paso al nivelamiento social.
Del lado de las clases poseedoras, la aristocracia seguía excluida, pero
también una parte de la burguesía. La ley de 3 brumario del año IV (25 de
octubre de 1795) prohibía las funciones públicas a los padres de emigrados;
revocada por los realistas del año V, fue restablecida el 18 fructidor. Poco
después, Sieyés propuso el destierro de los nobles que habían ejercido cargos
o disfrutado de dignidades en el Antiguo Régimen, y la reducción de los demás
a la condición de extranjeros: la ley de 9 frimario del año VI (29 de noviembre
de 1797) se limitó a esta segunda medida; si bien jamás fue aplicada, la
intención no por ello era menos clara. La exclusión todavía iba más lejos: la
burguesía directorial, de condición mediana, desconfiaba igualmente de la
burguesía del Antiguo Régimen, de un nivel social más alto y más próximo a la
aristocracia. Los monárquicos constitucionales eran tan rechazados como los
absolutistas. Los termidorianos, convertidos en directoriales, pretendían que la
república fuera burguesa y conservadora; pero rechazaron el apoyo de una
parte de la burguesía realista, temerosos de que no les llevara por la vía de la
restauración.

69
Albert Soboul

LA CATÁSTROFE MONETARIA
Y “LA CONSPIRACIÓN DE LOS IGUALES” (1795-97)

La estabilización de la Revolución sobre la estrecha base de la propiedad, de


la burguesía censataria, de solo los notables republicanos, acabó por revelarse
imposible. Dependía de la solución que se aportara a los problemas
fundamentales heredados de la época termidoriana: la guerra, dentro del
problema económico y financiero. Una vez firmada la paz por los termidorianos
en 1795 –en Basilea con Prusia y España, en La Haya con los Países Bajos–,
la guerra siguió con Austria hasta el Tratado de Campoformio (18 de octubre
de 1797). La moneda estaba arruinada, la economía deteriorada. Una crisis
fiscal multiplicaba la crisis monetaria, no se recaudaban impuestos, el Tesoro
estaba vacío. Reubell invitaba en vano:
“incluso a los indiferentes [...] a unirse a la república y sumarse a esa gran
masa de republicanos ante la cual toda facción desaparecerá”.
La inflación alcanzó su nivel máximo poco después de la instalación del
Directorio [4 brumario del año IV (26 de octubre de 1795)]. El papel moneda de
100 libras no valía más que 15 céntimos. La plancha del papel moneda siguió
reproduciendo una moneda cuyo valor fue pronto inferior al precio del papel:
en menos de cuatro meses la masa se dobló, alcanzando 39 000 millones en
febrero de 1796. En vano se creó un empréstito forzado a interés progresivo,
pagadero en moneda metálica, en grano o en papel moneda al 1 % de su valor
nominal: el curso era tres o cuatro veces inferior. El 30 pluvioso del año IV (19
de febrero de 1796), hubo que suspender las emisiones y abandonar el papel
moneda.
El retorno a la moneda metálica parecía imposible: solamente circulaban unos
300 millones de los 2500 millones a finales del Antiguo Régimen. La idea de
una banca nacional de emisión fue descartada. La ley de 28 ventoso del año
IV (18 de marzo de 1796) creó la orden de pago territorial cuyos 2400 millones
fueron emitidos inmediatamente. Garantizadas por los bienes nacionales
todavía no vendidos, las órdenes de pago sustituían a los asignados
intercambiados a razón de 30 por uno, mientras que en ese mismo momento el
asignado era aceptado para el pago del empréstito obligado a razón de 100
por uno. En seis meses la orden de pago territorial recorrió el camino que el
asignado había recorrido en cinco años. Desde las primeras emisiones la
orden perdió hasta el 65-70 %: la depreciación llegó al 90 % el 1° floreal (20 de
abril de 1796). Desde ese momento los productores tuvieron tres precios, lo
que no contribuía a disminuir las dificultades del comercio y del abastecimiento.
La dilapidación de los bienes nacionales, al disminuir la garantía, contribuyó
también a arruinar la orden de pago. La ley de 6 floreal del año IV (26 de abril
de 1796) decidió la vuelta a las ventas y determinó su forma, sin subasta,
siendo aceptada la orden por su valor nominal: se produjo un alud, un
auténtico bandolerismo, en beneficio sobre todo de los proveedores del
estado, pagados en órdenes. En pradial el pan valía en asignados 150 francos
la libra. Los mismos mendigos rechazaban el papel que se les tendía.

70
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

A partir de entonces el ciclo se aceleró. El 29 mesidor (17 de julio de 1796) el


curso obligado fue abolido; el 13 termidor (31 de julio) se decidió que el pago
de los bienes nacionales se haría en órdenes al curso: medida demasiado
tardía para impedir el despilfarro de las propiedades nacionalizadas. A finales
del año IV (mediados de septiembre 1796) se había acabado la ficción del
papel moneda. Reaparecía la moneda metálica; pero el estado, al no recibir
más que papel, no salía beneficiado. La ley de 16 pluvioso del año V (4 de
febrero de 1797) desmonetizó la orden de pago, cerrándola al 1 % de su valor
nominal: consagración oficial de una bancarrota ya producida. Así se acabó la
historia del papel moneda revolucionario.
La guerra ya alimentaba al régimen: la explotación de los países ocupados da
cuenta de la vuelta al metálico. El 5 germinal del año V (25 de marzo de 1797)
el Directorio había ingresado 10 millones en metálico del ejército de Sambre-
et-Meuse, más 51 millones del ejército de Italia. Las consecuencias sociales
fueron, como de costumbre, catastróficas para el conjunto de las clases
populares. El invierno del año IV fue terrible para los asalariados, abrumados
por el alza vertiginosa de los precios. Los mercados permanecían vacíos: la
cosecha de 1795 no había sido buena, los campesinos solo aceptaban
metálico, ya no se exigían las requisas. El Directorio tuvo que proceder a
efectuar compras en el exterior y a reglamentar severamente el consumo. En
París la ración de una libra de pan por día descendió a 75 gramos; se
completó con arroz que las amas de casa no podían cocer por falta de leña.
Durante todo el invierno los informes políticos señalan con una pesada
monotonía la miseria y el descontento populares, todavía acentuados por el
lujo y la falta de pudor de agiotistas. La oposición contra el Directorio resultó
reforzada: en el club del Panteón los jacobinos reagrupados discutían sobre el
restablecimiento del máximo. No obstante, la oposición revolucionaria tomó
una nueva forma bajo el impulso de Babeuf.
La presión de los acontecimientos, la reflexión sobre su tiempo, la acción
revolucionaria en la que tan ardorosamente había participado, habían
enriquecido y vivificado en Babeuf el conocimiento literario del comunismo
milenario: fue el primero en la Revolución Francesa que superó la
contradicción con la que habían chocado todos los políticos entregados a la
causa popular, entre la afirmación del derecho a la existencia y el
mantenimiento de la propiedad privada y de la libertad económica. Sin duda el
intento de la Conjura de los Iguales no se inscribe exactamente en la línea de
la revolución burguesa. Pero, considerando la evolución histórica desde una
perspectiva más elevada, marca la mutación necesaria entre el movimiento
popular de tipo antiguo, como culmina en el año II, y el movimiento
revolucionario nacido de las contradicciones de la sociedad nueva.
Como los sans-culottes, como los jacobinos, Babeuf proclama que el fin de la
sociedad es la dicha común y que la Revolución debe garantizar la igualdad de
los disfrutes. Pero como la propiedad privada introduce necesariamente la
desigualdad, y la ley agraria, es decir, la partición igualitaria de las
propiedades, no puede “durar más de un día” (“desde el día siguiente de su
implantación volvería a mostrarse la desigualdad”), el único medio para llegar a
la igualdad de hecho es el de:

71
Albert Soboul

“establecer la administración en común; suprimir la propiedad particular;


vincular cada hombre de talento a la industria que conozca; obligarlo a
depositar el fruto en especie en el almacén común; y establecer una
sencilla administración de las subsistencias que, registrando a todos los
individuos y todas las cosas, hará repartir estas últimas con la igualdad
más escrupulosa”.
Este programa, expuesto en el “Manifiesto de los plebeyos” publicado por Le
Tribun du peuple de 9 frimario del año IV (30 de noviembre de 1795), constituía
en comparación con las ideologías jacobina y sans-culotte, caracterizadas una
y otra por el apego a la pequeña propiedad basada en el trabajo personal, una
renovación o más exactamente una brusca mutación: la comunidad de bienes
y de trabajos fue la primera forma de la ideología revolucionaria de la nueva
sociedad surgida de la propia Revolución. Con el babuvismo, el comunismo,
hasta entonces un sueño utópico, se erigía en sistema ideológico; con la
Conjura de los Iguales entraba en la historia política.
El sistema babuvista ha sido calificado por Georges Lefebvre de “comunismo
del reparto”. Sin duda el problema del reparto de las subsistencias, que pesaba
con un peso tan grande sobre las masas populares de la época, está en el
centro de la reflexión social de Babeuf. Pero Babeuf, comisario del catastro y
feudista, y en un momento secretario del escribano forense de la comunidad,
tenía experiencia directa del campesinado de la Picardía, de sus problemas y
de sus luchas; el espectáculo de comunidades campesinas vivas y
combativas, con sus derechos colectivos y sus costumbres comunitarias, le
llevó sin duda desde antes de la Revolución hacia la igualdad de hecho y el
comunismo. Si en su Cadastre perpétuel de 1789 se inclinaba por la ley
agraria, es decir, por el socialismo de los partidarios de la comunidad de
bienes, según la expresión de 1848, en una memoria de 1785, sobre las
grandes explotaciones agrarias y en una carta de junio de 1786 preconizaba la
organización de “granjas colectivas”, auténticas “comunidades fraternales”:
“desmenuzar la tierra en parcelas iguales para todos los individuos significa
aniquilar la mayor suma de recursos que daría al trabajo combinado”.
Desde antes de la Revolución, Babeuf planteaba así no solo el problema de la
igualdad real de derechos, y por lo tanto del reparto, sino también el de la
producción, exponiendo la necesidad de una organización colectiva del trabajo
de la tierra. El gran hecho de la concentración capitalista y del desarrollo de la
producción industrial, ¿se le ha escapado? Su predilección por las formas
económicas antiguas, especialmente las artesanales, la ausencia en su obra
de toda alusión a una sociedad comunista basada en la abundancia de los
productos de consumo, explican que se haya podido hablar de su pesimismo
económico. Las características específicas de la economía de la época, el
escaso grado de concentración capitalista y la ausencia de una auténtica
producción en masa explican –el mismo temperamento de Babeuf y su
experiencia social dan cuenta de ello– que se haya inclinado a contemplar la
penuria y la estancación de las fuerzas productivas más que su desarrollo y la
abundancia. Así se concreta el lugar del babuvismo entre la utopía comunista
moralizante del siglo XVIII y el socialismo industrial de un Saint-Simón.

72
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

La Conspiración de los Iguales constituyó, durante el invierno de 1795-96, el


primer intento de hacer entrar el comunismo en la realidad. Su organización
política señala una ruptura con los métodos empleados hasta entonces por el
movimiento popular. En el centro aparece el grupo dirigente, que se apoya en
un número reducido de militantes experimentados; después está la franja de
los simpatizantes patriotas y demócratas en el sentido del año II, mantenidos al
margen del secreto y que no aparece que hayan compartido exactamente el
nuevo ideal revolucionario; por último, las propias masas populares a las que
se trata de atraer aprovechando la crisis. Conspiración organizativa por
excelencia: pero el problema de las necesarias vinculaciones con las masas
parece haberse resuelto de forma insegura. Así, más allá de la experiencia de
la insurrección popular, se iba concretando la noción de dictadura revolucionaria
que Marat había presentido sin poder definirla exactamente: después de la
toma del poder mediante la insurrección, sería pueril remitirse a una asamblea
elegida según los principios de la democracia política, incluso aunque fuera por
sufragio universal; la dictadura de una minoría revolucionaria es indispensable
durante el tiempo preciso para la reestructuración de la sociedad y la puesta
en marcha de las nuevas instituciones. A través de Buonarroti esta idea pasó a
Blanqui, y ciertamente es el blanquismo al que hay que atribuir la doctrina y la
práctica leninistas de la dictadura del proletariado.
La importancia de la Conjura de los Iguales y del babuvismo solamente puede
medirse a la escala de nuestro siglo: en la historia del Directorio solo fue un
simple episodio. Pero por primera vez la idea comunista se había convertido
en una fuerza política. Respondiendo a un anhelo de su amigo, Buonarroti
publicó en 1828, en su exilio de Bruselas, la historia de la Conspiration pour l
‘Egalité dite de Babeuf: este libro ejerció una profunda influencia; gracias a él,
el babuvismo se inscribió como un eslabón en el desarrollo del pensamiento
comunista y de la práctica revolucionaria.16

LA PRÁCTICA POLÍTICA: DEL LIBERALISMO DIRECTORIAL


AL AUTORITARISMO CONSULAR

La depresión económica persistió después de la catástrofe monetaria, y pesó


duramente sobre toda la historia del Directorio. Contra toda previsión, la
supresión del papel moneda no relanzó la actividad económica. Los mercados
siguieron desiertos: si bien los campesinos querían vender, si bien la oferta
ahora era abundante, los compradores no aparecían, el dinero se ocultaba. La
situación se había invertido desde el fin de la inflación, el consumidor urbano
era favorecido en detrimento del campesino que ya no obtenía su beneficio.
Según los administradores del departamento del Sena, en septiembre de 1798
los habitantes de París veían cumplirse el anhelo que esperaban inútilmente
en el Antiguo Régimen: “el pan a 40 céntimos, el vino a 40 céntimos y la carne
a 40 céntimos”.
16
El balance de los estudios babuvistas es el siguiente: Babeuf (1760-1797). Buonarroti
(1761-1837). Pour le deuxième centenaire de leur naissance, publicación de la Sociedad de
Estudios robespieristas, Nancy, 1961; Mazauric. C., Babeuf et la Conspiration pour l'Egalité,
Paris, 1962; Babeuf et les problèmes du babouvisme, Paris, 1963; Daline, V. M., Gracchus
Babeuf (1785-1794), Moscú, 1963, en ruso.
73
Albert Soboul

En cambio, los habitantes de los medios rurales se lamentaban de que los


granos estaban a bajo precio; como de costumbre, el malestar campesino
contribuía el marasmo de los negocios. La abundancia de las cosechas desde
1796, la escasez del dinero en efectivo que siguió a la plétora del papel
moneda explican sin duda esta depresión. La concentración urbana, todavía
modesta, no era suficiente para frenar, por el volumen de la demanda, la
depreciación de los productos agrícolas. En ese contexto, los factores políticos
desempeñaron solamente un papel muy reducido. Pero las consecuencias
políticas de esta depresión económica de tres a cuatro años (año V al año VII y
sin duda año VIII) fueron funestas para el Directorio. La masa de la población
guardó de ella un recuerdo amargo. Los habitantes de los medios rurales y los
de las capitales esperaron que un cambio político produjera la recuperación de
los negocios, y los obreros de fábrica que acabara con el paro. En cuanto a los
funcionarios, ¿qué apoyo podían dar a un régimen que les pagaba de forma
irregular? El gobierno de Bonaparte se aprovecharía del cambio de la
coyuntura.
En las condiciones de inestabilidad general que, de 1795 a 1799, fueron las del
Directorio, el juego de la Constitución del año III no podía dejar de ser
peligroso.
La división de los poderes había sido sabiamente calculada, el ejecutivo fue
privado de la iniciativa para legislar y del poder sobre la Tesorería, la
administración local fue de nuevo descentralizada, se produjo la inestabilidad
institucional con la renovación anual de la mitad de los municipios, del tercio de
los Consejos, de la quinta parte de las administraciones departamentales y del
Directorio ejecutivo: esto, mientras la Revolución aún no estaba consolidada
(las leyes de excepción contra los refractarios y los emigrados subsistían),
mientras la bancarrota amenazaba y la guerra seguía. No obstante, por una
parte el propio texto de la Constitución del año III no dejaba al Directorio tan
desarmado como se ha dicho, y sobre todo se instauró de hecho una práctica
política por la que se concretaron poco a poco los rasgos esenciales del
sistema consular: de los termidorianos a los directoriales y a los brumarianos,
el régimen de los notables se afirmó, y Brumario constituyó no una ruptura,
como pretende la leyenda consular, sino una etapa decisiva.
El principio liberal de la elección fue violado desde el principio, pues se utilizó
hipócritamente la cooptación: a base de leyes de excepción y de golpes de
estado, falseó el juego constitucional y acabó sustituyendo a la elección bajo el
Consulado. El decreto de los dos tercios (5 fructidor del año III-22 de agosto de
1795) perpetuó a los termidorianos en el poder. “¿A qué manos se entregará el
depósito sagrado de la Constitución?”. Las asambleas electorales tenían que
elegir a los dos tercios de los nuevos diputados (500 de 700) entre los
convencionales en activo; el decreto de 13 fructidor (30 de agosto) concretó
que, si no se alcanzaba tal proporción, los convencionales reelegidos se
complementarían por cooptación. Esto suponía eliminar, en beneficio de los
termidorianos, tanto a los antiguos montañeses como a la oposición
monárquica constitucional. Finalmente, los consejos directoriales se llenaron
de 511 convencionales: los dos tercios prescritos se habían sobrepasado.

74
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Los “golpes de estado”, que tanto hicieron por la enojosa reputación del
Directorio, se inscriben en esta línea política: para poner remedio a las
sacudidas de la elección, el ejecutivo corrige sus resultados mediante la
anulación o la exclusión y la cooptación.
En las elecciones de germinal del año V (1797), para la renovación del primer
tercio saliente de los Consejos, entre ellos la mitad de los perpetuos, los
directoriales fueron arrasados salvo en una decena de departamentos: solo 11
convencionales fueron reelegidos, el nuevo tercio reforzaba considerablemente
a la derecha monárquica. Con el golpe de estado de 18 fructidor del año V (4
de septiembre de 1797), el Directorio impuso en los consejos unas medidas de
excepción: 49 departamentos vieron anuladas totalmente sus elecciones, otros
mutilada su representación, en total 177 diputados fueron eliminados sin ser
sustituidos; de entre aquellos respetados por la administración, algunos
dimitieron y otros callaron.
Para las elecciones del año VI (1798) esta práctica se perfeccionó y revistió
algunos caracteres que persistieron hasta muy avanzado el siglo XIX. El envite
era importante: las exclusiones habían acabado dejando en 437 el número de
escaños a cubrir, entre ellos los de la segunda mitad de los perpetuos. Por
precaución, desde el 12 pluvioso del año VI (31 de enero de 1798) los
consejos se atribuyeron la posterior comprobación de los poderes: los 236
convencionales salientes procedieron, junto a los 297 diputados restantes, a la
depuración de los nuevos elegidos.
Las elecciones, cuidadosamente preparadas por el gobierno que multiplicó las
presiones administrativas, estuvieron marcadas por numerosas escisiones en
las asambleas electorales, que permitieron al Directorio hace validar a quien
quería: en los consejos, los directoriales apoyaron a los elegidos de las
asambleas escisionarias y pidieron su validación. La mayoría de los Quinientos
adoptó la lista de los nuevos elegidos que había que excluir, los Antiguos se
doblegaron.
Finalmente, la ley de 22 floreal del año VI (11 de mayo de 1798) anuló las
elecciones en 8 departamentos, dio validez a los elegidos en las asambleas
escisionarias en 19 departamentos, descartó a 60 elegidos porque eran jueces
o administradores: en total, 106 diputados fueron florealizados. En cambio, 191
candidatos gubernamentales entraron en los consejos: 85 comisarios y
funcionarios por nombramiento del Directorio, 106 jueces o administradores
teóricamente elegidos, pero muchos de los cuales habían sido colocados por
el gobierno. Cuando no era negado por la exclusión y la cooptación, el régimen
representativo era viciado por la candidatura oficial de los agentes del poder:
práctica llamada a tener un gran porvenir en la historia política de Francia.
El 30 pradial del año VII (18 de junio de 1799) constituye menos un golpe de
estado que una jornada parlamentaria: los Consejos se tomaron la revancha al
obligar legalmente a dos directores a dimitir.
Brumario, en cambio, se inscribe en la línea de fructidor y de floreal: la misma
noche del golpe de estado de Bonaparte, el 19 brumario del año VIII (10 de
noviembre 1799), la mayoría de los Antiguos y la minoría de los Quinientos
excluyeron de la representación nacional, “por los excesos y los atentados que

75
Albert Soboul

han protagonizado constantemente”, a 62 diputados, y cooptaron dos


comisiones de 25 miembros cada una, encargadas de:
“preparar los cambios a efectuar en las disposiciones orgánicas cuyos
vicios e inconvenientes ha hecho notar la experiencia”.
La hipócrita práctica constitucional del Directorio hallaba aquí su fin.
Ya desde la primavera del año V (1797), Benjamín Constant había publicado la
obra Des réactions politiques, en la que reclamaba “la fuerza y la estabilidad
del gobierno”. Desde después del 22 floreal, Daunou, que sin embargo era uno
de los autores de la Constitución del año III se había pronunciado contra la
frecuencia de elecciones que cada año volvía a cuestionarlo todo. El principio
de soberanía seguía intangible: la burguesía termidoriana no podía renunciar a
él sin renegar de sí misma y hacer el juego a los partidarios del derecho divino.
Se trataba, pues, de conciliario con las exigencias de un ejecutivo estable y
fuerte. Sieyés proyectó corregir la elección mediante la cooptación: los cuerpos
constituidos se reclutarían por cooptación entre las notabilidades, cuyas listas
serían confeccionadas por el pueblo soberano al que se restituía hipócrita-
mente el sufragio universal. Bonaparte no podía hacer otra cosa que aprobarlo:
la cooptación caracterizó a la Constitución del año VIII (24 de diciembre de
1799). El Senado se completó por cooptación; nombró al principio a los
miembros del Tribunado y del Cuerpo legislativo: más adelante esas
elecciones se harían sobre las listas de las notabilidades elegidas por sufragio
universal a distintos niveles. De hecho, estas listas, elaboradas en el año IX,
no sirvieron jamás; fueron suprimidas por la Constitución del año X (16 de
agosto de 1802) y sustituidas por colegios electorales.
“Los principios de nuestro nuevo derecho electoral –declaró Luciano
Bonaparte el 24 de marzo de 1803– ya no se basan en Ideas quiméricas,
sino en la propia base de la asociación civil, en la propiedad que inspira
un sentimiento conservador del orden público”.
Bonaparte ya había proclamado más llanamente:
“Solo yo soy el representante del pueblo”.
El restablecimiento de la centralización fue a la par. Aunque generalmente se
le atribuya a Bonaparte, también había sido preparada por la práctica
directorial. La organización administrativa del año III estaba más centralizada
de lo que se ha dicho. Los pequeños pueblos rurales fueron agrupados bajo la
dirección de administraciones municipales de cantón, en tanto que las grandes
ciudades, sobre todo París, perdían su autonomía, con su comuna y su
alcalde, y eran divididas en varias municipalidades. El distrito desapareció. A
nivel del departamento, el Consejo fue suprimido en pro de una administración
central de cinco miembros.
Con la autoridad así concentrada, las administraciones fueron jerarquizadas
unas con respecto a otras, las municipales subordinadas a las departamentales
y estas a los ministros. El Directorio tenía la facultad de anular sin apelación
posible las decisiones de las administraciones locales, de revocar sus
miembros, de sustituirlos en caso de destitución total, siendo normal la
cooptación para las sustituciones parciales. Sobre todo, el ejecutivo estaba

76
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

representado en cada administración departamental o municipal por un


comisario nombrado y revocable. Los comisarios del Directorio requieren la
ejecución de las leyes, asisten a las deliberaciones de las asambleas, vigilan a
los funcionarios. Frente a unas administraciones renovables por partes cada
año, garantizan una cierta estabilidad. Más aún, el comisario departamental,
que se relaciona directamente con el ministro del Interior, dirige las oficinas, da
órdenes a los comisarios municipales, prefigura al prefecto consular. La
Constitución del año III todavía concedía al Directorio unas prerrogativas
considerables: detenta el poder reglamentario, es decir, el derecho a tomar
decisiones; dirige la diplomacia y cierra los tratados, incluso secretos; dispone
de la fuerza armada y nombra a los generales en jefe; es responsable de la
seguridad interna de la república; puede discernir entre las órdenes de
comparecencia y las órdenes de arresto. Estos poderes pueden parecer
escasos en comparación con la “fuerza coactiva” de que disponía el régimen
del año II, y todavía se estaba lejos de la centralización consular: pero ya no
era la descentralización de la Constitución de 1791.
En la práctica, la continuidad autoritaria y centralizadora se afirmó a sacudidas
sin duda y violando la Constitución, pero con claridad. Después de fructidor, las
jurisdicciones de excepción reaparecieron bajo la forma de comisiones
militares; la centralización se reforzó con la anulación de las elecciones y las
destituciones que, en muchos departamentos, permitieron la renovación del
personal administrativo a gusto del poder central, que recibió además el
derecho a depurar a los tribunales. El golpe de estado del 22 floreal del año VI
(11 de mayo de 1798) permitió un nuevo reforzamiento del ejecutivo que, no
contento con haber poblado los consejos de funcionarios nombrados por él,
todavía usurpó el derecho a cubrir, hasta el año VIII, las vacantes en los
juzgados de paz y en los tribunales criminales.
El Directorio, que disfrutó durante los veinte meses que siguieron al 18
fructidor (4 de septiembre de 1797) de una estabilidad creciente y de una
mayor autoridad, por las leyes del año VII, sentó las bases de una
reorganización financiera que desembocó en el Consulado, sugiriendo desde
el principio las soluciones: creación de una administración autónoma de las
contribuciones directas por la ley de 22 brumario del año VI (12 de noviembre
de 1797), vuelta a las contribuciones indirectas, subordinación de la Tesorería
al ejecutivo. Si bien la “jornada” del 30 pradial del año VII (18 de junio de 1799)
pareció conceder el predominio del cuerpo legislativo sobre el Directorio, si
bien permitió la renovación del personal gubernamental a gusto del poder
legislativo, el poder ejecutivo no fue ni subordinado ni debilitado.
No obstante, todo seguía en suspenso. Después de Campoformio, Inglaterra
era la única que seguía enfrentada a Francia. El mantenimiento de la paz
continental, difícilmente restaurada, hubiera exigido una diplomacia prudente:
el Directorio emprendió una política de expansión continental que acabó con
todas las posibilidades de estabilización exterior y comprometió el esfuerzo de
reforma interior. La segunda coalición se formó a finales del año 1798, la
guerra se reanudó en la primavera de 1799, mientras que la contrarrevolución
interior intentaba un nuevo asalto. Si la jornada del 30 pradial del año VII (18
de junio de 1799) y la campaña del verano de 1799 permitieron una
recuperación, en la primavera del año VIII (1800) se produjeron unas nuevas

77
Albert Soboul

elecciones: tanto si el éxito era realista como si era jacobino, una vez más
podría ponerse en cuestión la estabilidad gubernamental. El golpe de estado
del 18 brumario eliminó el problema.
Según el cartel pegado en París y que cita Le Moniteur del 24 brumario (14 de
noviembre de 1799),
“Francia quiere algo grande y duradero. La inestabilidad la ha perdido, lo
que invoca es la firmeza [...]. Quiere la unidad en la acción del poder que
ejecutará las leyes”.
La Constitución del año VIII, que confiaba la totalidad del poder ejecutivo al
Primer Cónsul, puso fin al equívoco directorial de una dictadura larvada.
También desde este punto de vista se manifiesta como el desenlace de una
evolución necesaria.
La autoridad innegable que la Constitución del año III había adjudicado al
Directorio se había consolidado y ampliado por la fuerza de las circunstancias,
bien por el propio ejecutivo, bien por el legislativo, siempre a título provisional,
pero con una frecuencia tal que en la práctica se hizo normal. Extensión del
poder reglamentario, nombramiento de los administradores y de los jueces,
recurso a las medidas policiales: el régimen consular no tuvo que introducir
innovaciones. Las constituciones directoriales impuestas a las repúblicas
hermanas, en los Países Bajos, Suiza o Roma, ya habían reforzado al
ejecutivo.
La Constitución del año VIII consagró la subordinación definitiva del legislativo,
vanamente perseguida por el Directorio. Al concentrar el poder en manos del
Primer Cónsul, voluntad única y estable, permitió la realización de la
reorganización administrativa mediante las grandes leyes del año VIII y la
estabilización social que el Directorio se había fijado como objetivo desde su
proclamación el 14 brumario del año IV (5 de noviembre de 1795):
“Reinstaurar el orden social en el lugar del caos inseparable de las
revoluciones”.
Del Directorio al Consulado, y pese a las experiencias embellecidas por la
leyenda, la continuidad se afirma. Como la guerra seguía y la contrarrevolución
proseguía obstinadamente, una necesidad interna llevó a la concentración de
poderes, a fin de garantizar la consolidación social burguesa: sustituyendo a la
república de los notables, la dictadura consular debería proveerla. Pero si bien
pretendía reforzar el ejecutivo y restablecer la unidad en la acción
gubernamental, la burguesía brumariana no renunció al ejercicio de las
libertades políticas siempre que fueran en beneficio propio. El resultado
desbarató sus cálculos.

78
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

CONCLUSIÓN
LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN LA HISTORIA DEL MUNDO
CONTEMPORÁNEO
EL RESULTADO DE LA REVOLUCIÓN

Después de diez años de peripecias revolucionarias, la realidad francesa


aparecía transformada de forma fundamental.
La aristocracia del Antiguo Régimen fue destruida en sus privilegios y en su
preponderancia; la feudalidad fue abolida. Al hacer tabla rasa de todos los
restos de feudalismo, al liberar a los campesinos de los derechos señoriales y
de los diezmos eclesiásticos, y en cierta medida también de las obligaciones
comunitarias, al acabar con los monopolios corporativos y al unificar el
mercado nacional, la Revolución Francesa marcó una etapa decisiva en la
transición del feudalismo al capitalismo. Su ala activa no fue tanto la burguesía
comerciante (en la medida en que seguía siendo únicamente comerciante e
intermediaria se avenía con la vieja sociedad: de 1789 a 1793 generalmente
tendió al pacto) como la masa de pequeños productores directos, cuyos
sobretrabajo y sobreproducto eran acaparados por la aristocracia feudal
apoyándose en el aparato jurídico y los medios de presión del estado del
Antiguo Régimen. La revuelta de los pequeños productores, campesinos y
artesanos, asestó los golpes más eficaces a la vieja sociedad.
No es que esa victoria sobre la feudalidad haya significado la aparición
simultánea de nuevas relaciones sociales. El paso al capitalismo no es un
proceso sencillo por el cual los elementos capitalistas se desarrollan en el seno
de la vieja sociedad hasta el momento en que son lo bastante fuertes como
para romper sus marcos. Todavía hará falta mucho tiempo para que el
capitalismo se afirme definitivamente en Francia: sus progresos fueron lentos
durante el período revolucionario, las dimensiones de las empresas siempre
fueron reducidas y el capital comercial preponderante. Pero la ruina de la
propiedad terrateniente feudal y del sistema corporativo y reglamentario liberó
a los pequeños y medianos productores directos; aceleró el proceso de
diferenciación de clases tanto en la comunidad rural como en el artesanado
urbano, y la polarización social entre capital y trabajo asalariado. Así acabó
garantizándose la autonomía del modo de producción capitalista tanto en el
campo de la agricultura como en el de la industria, y se abrió sin compromiso
la vía a las relaciones burguesas de producción y de circulación:
transformación revolucionaria por excelencia.17
Mientras se operaba la diferenciación de la economía de los pequeños y
medianos productores y la disociación del campesinado y el artesanado se
modificaba el equilibrio interno de la burguesía. La preponderancia tradicional
en sus filas de la fortuna adquirida era sustituida por la de los hombres de
negocios y por los jefes de empresa. La especulación, el equipamiento, el

17
Sobre estos problemas, ver Dobb, M., Studies to the Development of Capitalism, Londres,
1946 [trad. castellana Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, Siglo XXI , Madrid, 1976];
Takahashi, H. K., Shimin Kakumei no Kozo (Estructura de la revolución burguesa), Tokio,
1951 (informe de Haguenauer, Ch., Revue historique, núm. 434, pág. 345, abril-junio de
1955).
79
Albert Soboul

armamento y el avituallamiento de los ejércitos, la explotación de los países


conquistados les proporcionaban nuevas oportunidades para multiplicar sus
beneficios: la libertad económica abría el paso a la concentración de las
empresas. Abandonando pronto la especulación, esos hombres de negocios,
que sentían el gusto del riesgo y el espíritu de iniciativa, invirtieron sus
capitales en la producción, contribuyendo ellos también por su parte al
desarrollo del capitalismo industrial.
Cambiando completamente las estructuras económicas y sociales, la
Revolución Francesa rompía al mismo tiempo el armazón estatal del Antiguo
Régimen, barriendo los vestigios de las antiguas autonomías, acabando con
los privilegios locales y los particularismos provinciales. Así hizo posible, del
Directorio al Imperio, la implantación de un estado moderno que respondía a
los intereses y a las exigencias de la burguesía.
Desde este doble punto de vista, la Revolución Francesa estuvo lejos de
constituir un mito como se ha pretendido. 18 Sin duda, la feudalidad, en el
sentido medieval de la palabra, ya no respondía a nada en 1789: pero para los
contemporáneos, tanto campesinos como burgueses, ese término abstracto
encerraba una realidad que conocían muy bien (derechos feudales, autoridad
señorial) y que finalmente había sido barrida. Porque aunque las Asambleas
revolucionarias hayan estado pobladas en su mayor parte por hombres de
profesión liberal y funcionarios públicos y no por jefes de empresa, financieros
o manufactureros, no se puede argumentar en contra de la importancia de la
Revolución Francesa en la implantación del orden capitalista: al margen de
que estos últimos estuvieran representados por una pequeña minoría muy
activa, al margen de la importancia de los grupos de presión (diputados del
comercio, el club Massiac defensor de los intereses coloniales), el hecho
esencial es que el viejo sistema económico y social fue destruido y que la
Revolución Francesa proclamó sin ninguna restricción la libertad de empresa y
de beneficios, despejando así el camino hacia capitalismo. La historia del siglo
demuestra que esto no fue un mito.

REVOLUCIÓN FRANCESA Y REVOLUCIONES BURGUESAS


Etapa necesaria de la transición general del feudalismo al capitalismo, la
Revolución Francesa no deja de tener, en comparación con las diversas
revoluciones similares, sus caracteres propios que se derivan de la estructura
específica de la sociedad francesa al final del Antiguo Régimen.
Estos caracteres han sido negados.
La Revolución Francesa no sería más que:
“un aspecto de una revolución occidental, o más exactamente atlántica,
que empezó en las colonias inglesas de América poco después de 1763,
siguió con las revoluciones de Suiza, los Países Bajos, Irlanda, antes de

18
Cobban, A., The Myth of the French Revolution, Londres, 1955. Del mismo autor, y con el
mismo punto de vista, The social interpretation of the French Revolution, Cambridge, 1964.
Ver Lefebvre. G., “Le mythe de la Révolution française”, Annales historiques de la Révolution
française, pág 337, 1956.
80
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

alcanzar a Francia entre 1787 y 1789. De Francia pasó nuevamente a los


Países Bajos, alcanzó a la Alemania renana, Suiza, Italia...”. 19
Sin duda no se puede subestimar la importancia del Océano en la renovación
de la economía y en la explotación de los países coloniales por parte de
Occidente. Pero no es ese el propósito de nuestros autores, ni tampoco el
demostrar que la Revolución Francesa no es más que un episodio del
movimiento general de la historia que, después de las revoluciones holandesa,
inglesa y norteamericana, llevó a la burguesía al poder. La Revolución
Francesa no señala, por otra parte, el término geográfico de esta transformación,
como los ambiguos calificativos de “atlántico” u “occidental” dan a entender: en
el siglo XIX, en todas partes donde se instaló la economía capitalista, el
ascenso de la burguesía fue a la par; la revolución burguesa tuvo un alcance
universal. Por otro lado, poniendo al mismo nivel la Revolución Francesa y “las
revoluciones de Suiza, los Países Bajos e Irlanda”, se minimiza de un modo
extraño la profundidad, las dimensiones de la primera y la brusca mutación que
representó. Esta concepción, al vaciar a la Revolución Francesa de todo
contenido específico, económico, social y nacional, daría por nulo medio siglo
de historiografía revolucionaria, desde Jean Jaurés hasta Georges Lefebvre.
Sin embargo, Tocqueville había abierto el camino para la reflexión cuando
preguntaba:
“por qué unos principios análogos y unas teorías políticas parecidas
llevaron a los Estados Unidos solo a un cambio de gobierno y a Francia a
una subversión total de la sociedad”.
Plantear el problema en esos términos es ir más allá del aspecto superficial de
una historia política y constitucional, para esforzarse en llegar hasta las
realidades económicas y sociales en su especificidad nacional. La comparación
que puede establecerse a partir de ese momento entre las condiciones y los
aspectos de la mutación en los Países Bajos, en Inglaterra, en Estados
Unidos, permite subrayar que la Revolución Francesa ha cambiado sus
perspectivas, y devolverle así su carácter irreductible.
Si la “respetable” revolución inglesa de 1688 desembocó en un compromiso
social y político que vinculó al poder, a la burguesía y a la aristocracia
terrateniente (y en este sentido sería comparable a las jornadas francesas de
julio de 1830), es porque antes la primera revolución inglesa del siglo XVII no
solamente había sustituido una monarquía absoluta en potencia por un
gobierno representativo (no democrático) y puesto fin al dominio exclusivo de
una Iglesia de estado perseguidora, sino que también en gran medida había
despejado el camino para el desarrollo del capitalismo: según uno de sus más

19
Godechot, J., La Grande Nation. L’expansion révolutionnaire de la France dans le monde
1789-99, 2 vols, tomo I, pág. 11, París, 1956. Original de Palmer, R. R., “The World
Revolution of the West”, Political Science Quarterly, 1954, la idea de una revolución
“occidental” o “atlántica” fue adoptada por Godechot, J. y Palmer, R. R., “Le problème de
l'Atlantique du XVIII e au Xxe siècle”, X Congresso Internazionale di Scienze storiche.
Relazioni, tomo V, págs. 175-239, Florencia, 1955; Palmer, R. R., The Age of the Democratic
Revolution. A political History of Europe and America. 1760-1800, tomo I: The Challenge,
Princeton, 1959; Godechot, J., Les Révolutions (1770-99), 2.ao ed., col. “Nouvelle Clio”, PUF,
París, 1965 [trad. castellana Las revoluciones, Labor, Barcelona, 1977].
81
Albert Soboul

recientes historiadores, “puso el punto final a la Edad Media”. 20 Los últimos


vestigios de feudalidad fueron barridos, las tenencias feudales abolidas,
garantizando a la clase de los terratenientes la absoluta posesión de sus
bienes; las confiscaciones y las ventas de los terrenos de la Iglesia, de la
corona y de los realistas rompieron las relaciones feudales tradicionales en el
campo y aceleraron la acumulación del capital; las corporaciones perdieron
toda importancia económica; los monopolios comerciales, financieros e
industriales fueron abolidos.
“Había que derribar al Antiguo Régimen –escribe Ch. Hill– para que
Inglaterra pudiera conocer ese desarrollo económico más libre, necesario
para elevar al máximo la riqueza nacional y conseguirle una posición
dirigente en el mundo para que la política, incluida la política exterior,
pasara al control de aquellos que tenían importancia en la nación”.
La revolución inglesa fue, sin embargo, mucho menos radical que la francesa:
tomando la expresión de Jaurés en su Histoire socialiste, se mantuvo
“estrechamente burguesa y conservadora”, al contrario de la francesa,
“ampliamente burguesa y democrática”. Si bien la revolución inglesa tuvo sus
niveladores, no aseguró a los campesinos ninguna adquisición de tierras:
mucho más, el campesinado inglés desapareció al siglo siguiente. La razón de
ese conservadurismo habría que buscarla en el carácter rural del capitalismo
inglés, que hizo de la gentry una clase dividida, estando muchos gentilhombres
antes de 1640 dedicados a la cría del cordero, la industria textil o la
explotación minera. Si, por otra parte, la revolución inglesa vio con los
niveladores la aparición de teorías políticas basadas en los derechos del
hombre, las cuales, a través de Locke, llegaron a los revolucionarios de
Norteamérica y de Francia, se guardó sin embargo de proclamar la
universalidad y la igualdad de esos derechos, como lo haría, y con qué
estrépito, la Revolución Francesa.
Como su predecesora, pero en menor grado, la revolución norteamericana
estuvo marcada por el empirismo. Pese a la invocación del derecho natural y
de solemnes declaraciones, ni la libertad ni la igualdad fueron totalmente
reconocidas: los negros siguieron siendo esclavos, y si bien la igualdad de
derechos fue admitida entre blancos, la jerarquía social basada en la riqueza
no sufrió alteración alguna.
La “democracia” en Norteamérica fue, es cierto, el gobierno de la nación, pero
sus modalidades no por ello dejaban de favorecer a los importantes por su
dinero.
Las revoluciones de Inglaterra y de Norteamérica no dejaron de ejercer una
profunda influencia y su prestigio se mantuvo mucho tiempo; su compromiso
político no podía menos que tranquilizar a las clases propietarias más
preocupadas por la libertad que por la igualdad.

20
Hill, Ch., “La Révolution anglaise du XVIII e siècle (Essai d'interprétation)”, Revue
historique, núm. 449, págs. 5-32, 1959. Ver sobre todo los trabajos del mismo autor, auténtica
figura de primera fila: con James, M. y Rickword, E., The English Revolution, 1640, Londres,
1940, reed. parcial en 1949; con Dell, E., The Good Old Cause, Londres, 1949; The Century
of Revolution, 1603-1714, Londres, 1961; por último, Society and Puritanism in pre-
revolutionary England, Londres, 1964.
82
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Muy distinta fue la Revolución Francesa. Si fue la más ruidosa de las


revoluciones burguesas, eclipsando por el carácter dramático de sus luchas de
clases a las revoluciones que la habían precedido, ello se debió sin duda a la
obstinación de la aristocracia aferrada a sus privilegios feudales, negándose a
toda concesión, y al encarnizamiento contrario de las masas populares. La
contrarrevolución aristocrática obligó a la burguesía revolucionaria a perseguir
con no menos obstinación la destrucción total del viejo orden. Pero únicamente
lo logró aliándose con las masas rurales y urbanas a las que hubo de dar
satisfacción: se destruyó la feudalidad, se instauró la democracia. El
instrumento político del cambio fue la dictadura jacobina de la pequeña y
mediana burguesía, apoyada en las masas populares: categorías sociales
cuyo ideal era una democracia de pequeños productores autónomos,
campesinos y artesanos independientes, que trabajaran e intercambiaran
libremente. La Revolución Francesa se asignó así un lugar singular en la
historia moderna y contemporánea: la revolución campesina y popular estaba
en el centro de la revolución burguesa y la empujaba hacia adelante.
Estos caracteres dan cuenta de la repercusión de la Revolución Francesa y de
su valor como ejemplo en la evolución del mundo contemporáneo. Sin duda en
los países de Europa que ocuparon, fueron los ejércitos de la República, y
después los de Napoleón, los que más que la fuerza de las ideas derrotaron al
Antiguo Régimen: aboliendo la esclavitud, liberando a los campesinos de los
impuestos señoriales y de los diezmos eclesiásticos, volviendo a poner en
circulación los bienes inalienables, la conquista francesa dejó el terreno libre
para el desarrollo del capitalismo. Más aún, es por la propia expansión del
capitalismo, conquistador por naturaleza, como los nuevos principios y el orden
burgués se apoderaron del mundo, imponiendo por todas partes las mismas
transformaciones.
La diversidad de las estructuras nacionales, la desigualdad en el ritmo de
desarrollo, dieron lugar, de un país a otro, a muchos matices de los que dan
cuenta las múltiples modalidades en la formación de la sociedad moderna
capitalista. En particular, cuando la evolución hacia los métodos capitalistas de
producción fue impuesta, por así decirlo, desde arriba, el proceso de transición
se detuvo a mitad de camino y el viejo modo de producción se vio en parte
salvaguardado más que destruido: una vía de compromiso de la que la historia
del siglo XIX ofrece ejemplos notorios. El carácter irreductible de la Revolución
Francesa parece, en comparación, todavía más claro.
Los movimientos de unificación nacional que conoció Europa en el siglo XIX
deben, por más de un motivo, ser considerados como revoluciones burguesas.
Sea cual sea en realidad la importancia del factor nacional en el Renacimiento
o en la unidad alemana, las fuerzas nacionales no hubieran podido llegar a la
creación de una sociedad moderna y de un estado unitario si la evolución
económica interna no hubiera tendido hacia el mismo objetivo. Todas las
dificultades halladas en el análisis histórico, y que han provocado muchas de
las confusiones, se deben a que esos movimientos constituyen, a diferencia de
la Revolución Francesa, revoluciones de tipo mixto a la vez nacional y social.

83
Albert Soboul

En uno de sus planes de trabajo, en prisión, Gramsci señalaba este tema de


reflexión: “La ausencia de jacobinismo en el Renacimiento”.21 Gramsci, que
define al jacobinismo en concreto por la alianza de la burguesía revolucionaria
y las masas campesinas, subrayaba así que el Renacimiento, revolución
burguesa, no había sido una revolución tan radical como lo fue, gracias a los
jacobinos, la Revolución Francesa; esto significaba también plantear el
problema del contenido económico y social de una y otra. En la medida en que
el Renacimiento había “carecido”, según la expresión de Gramsci, de
revolución popular y concretamente campesina, en esa medida se aleja de la
revolución burguesa de tipo clásico cuyo modelo ofrece la Revolución
Francesa. Esta negación de la burguesía italiana a aliarse con el campesinado
en la época de la unificación, alianza revolucionaria por excelencia, el
compromiso que después venció en la realización de la unidad nacional entre
aristocracia feudal y burguesía capitalista, tiene sus orígenes medio siglo antes
en las soluciones que entonces se aportaron al problema agrario. Con las
reformas que a finales del siglo XVIII y principios del XIX, sobre todo bajo la
ocupación francesa, pero de distinta naturaleza según las regiones,
precedieron a la unidad italiana, se abolió el régimen feudal, pero no obstante
subsistió en la sociedad italiana moderna una gran propiedad terrateniente
aristocrática. Mientras, como consecuencia de la Revolución, el campesinado
francés se desunía irremediablemente, la masa campesina italiana seguía en
la condición de trabajador agrícola apegado a la tierra o de colono tradicional:
los antiguos vínculos de dependencia persistieron. En Francia la burguesía
revolucionaria había apoyado finalmente la lucha del campesinado contra la
feudalidad y había mantenido esta alianza hasta su liquidación: en Italia, ante
las masas campesinas se unió el bloque de la aristocracia terrateniente y de la
burguesía capitalista. La unidad italiana mantuvo la subordinación de la masa
campesina al sistema oligárquico de los grandes propietarios y de la alta
burguesía, sobre la base de una propiedad sobre la tierra de tipo aristocrático.
Los liberales moderados que fueron artífices de esa unidad, y Cavour el
primero, cuyo nombre simboliza esa comunidad de intereses, no podían
pensar en seguir la vía revolucionaria francesa: el levantamiento de las masas
campesinas hubiera puesto en peligro su dominio político.
Las consecuencias tuvieron su importancia en la formación del capitalismo
italiano. A diferencia de Francia, en Italia no se formó una amplia capa de
propietarios libres e independientes que produjeran para el mercado; los
ingresos en especie siguieron prevaleciendo y persistió la dependencia de la
producción respecto al mercado y al beneficio comercial. Así se tipificó la vía
italiana de transición al capitalismo: vía de transacción que mantuvo la
subordinación del capital industrial al capital comercial, vía de compromiso que
desembocó en un capitalismo oligárquico con tendencias monopolistas.
21
Ver las páginas relativas al Renacimiento en Gramsci, A., Oeuvres choisies, París, 1959;
Zangheri, R., “La mancata rivoluzione agraria nel Risorgimiento e i problemi economici
dell’unità”, en Studi Gramsciani, Roma, 1958; Soboul, A., “Risorgimento e rivoluzione
borghese: schema di una direttiva di ricerca”, en Problemi dell’Unità d’Italia. Atti del II
Convegno di studi gramsciani, Roma, 1962. A título comparativo, Kula, W., “L'origine de
l'alliance entre la bourgeoisie et les propriétaires fonciers dans la première moitié du XIX e
siècle” en La Pologne au X e Congrès International des Sciences Historiques à Rome,
Varsovia, 1955; del mismo autor, “Secteurs et régions arriérés dans l'économie du capitalisme
naissant”, en Problemi dell’Unità d’Italia, obra citada antes.
84
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Un proceso parecido caracterizó, bajo distintas modalidades, a la unidad


alemana. Para tomar un ejemplo fuera de Europa, la revolución Meiji
constituye también para Japón el punto de partida de la formación de la
sociedad capitalista, situándose, en ese sentido, en la línea central de la
Revolución Francesa. Iniciada en 1867, desembocó tras diez años de
disturbios en la disolución del antiguo régimen feudal y señorial y en la
modernización del estado.22 Las fuerzas exteriores no habrían podido
modernizar la sociedad japonesa si la evolución económica interna no hubiera
tendido hacia el mismo resultado: en otras palabras, el sistema de producción
capitalista ya estaba gestándose en la economía feudal de Japón. La
especificidad de la revolución Meiji se debe sobre todo a esta coincidencia de
una evolución interna y presiones externas. Sin duda alguna, para analizar
este proceso histórico haría falta caracterizar primero la feudalidad de
Tokugawa y la crisis estructural que padecía desde el siglo XVIII. En vísperas
de la Revolución se afirmaba cada vez con más fuerza la oposición del
campesinado, sobre todo de los campesinos medianos, y de los pequeños y
medianos comerciantes contra el sistema monopolista de los grandes
negociantes y financieros aliados con los poderes señoriales y con los grandes
propietarios rurales (jinushi) no explotadores que recibían la renta en especie.
La “apertura” del país por la presión de Estados Unidos y Europa precipitó la
evolución, pero sin que hubieran tenido tiempo de madurar de manera
autónoma y suficiente las condiciones internas, económicas y sociales,
necesarias para la revolución burguesa.
La abolición del régimen señorial se realizó en forma de pacto: los derechos
feudales, contrariamente al caso de la Revolución Francesa, fueron suprimidos
con indemnización; la carga acabó cayendo sobre los campesinos sujetos a
los nuevos impuestos sobre las tierras en dinero (chiso). Los campesinos
propietarios (hon-byakusho) se vieron liberados de los vínculos feudales de
dependencia; pero siguieron siendo contribuyentes de esos nuevos impuestos,
carga más o menos idéntica a la de los viejos cánones señoriales en especie.
Por otra parte, no tuvieron ocasión alguna de adquirir tierras, como los
campesinos franceses a través de la venta de los bienes nacionales. Los
campos japoneses no conocieron ni los labradores “con cabriolé” ni los
campesinos acomodados del tipo kulak. En cuanto a la masa de campesinos,
jornaleros agrícolas (mizunomi), pero también pequeños propietarios (kosaku),
su liberación fue una operación blanca: una vez que los grandes terratenientes
(jinushi) se convirtieron, gracias a la reforma agraria, en auténticos propietarios
de sus tierras y contribuyentes del impuesto sobre las tierras en dinero, los
labradores inmediatos (kosaku), lejos de ser liberados, siguieron pagando a los
jinushi la renta anual en especie. Así se mantuvieron las tradicionales
relaciones de dependencia y la explotación del plustrabajo de los kosaku, con
la garantía del estado y de sus medios de presión.
Los campesinos propietarios y explotadores “liberados” por la revolución Meiji
no pueden, pues, compararse a los campesinos propietarios libres e
independientes, nacidos en la Europa occidental de la descomposición de la

22
Seguimos aquí fundamentalmente las interpretaciones de Takahashi, H. K., “La place de la
Révolution Meiji dans l'histoire agraire du Japon”, Revue historique, págs. 229-70, octubre-
diciembre de 1953. Ver también Toyama, S., Meiji Ishin (Restauración Meiji), Tokio, 1951.
85
Albert Soboul

propiedad de las tierras feudal: en Japón no hubo ni yeomanry como en


Inglaterra, ni campesinado medio como en Francia, ni junker como en Prusia.
El campesinado japonés estuvo subordinado al sistema oligárquico de la gran
burguesía privilegiada y de los propietarios jinushianos de tipo semifeudal: la
nueva sociedad capitalista salvaguardó lo esencial de las relaciones feudales
de producción. Así se explica, sin olvidar la importancia de las circunstancias
de la apertura del país bajo la presión exterior, que la revolución Meiji haya
desembocado en la formación de una monarquía absolutista y oligárquica: a
diferencia de la Revolución Francesa que destruyó el estado absolutista y
permitió la instauración de una sociedad democrática burguesa. Pese al
desarrollo del capitalismo moderno, esos vestigios persistieron hasta la
reforma agraria de 1945 (nochi kaikaku) que asumió precisamente como
misión la liberación “de los campesinos japoneses oprimidos varios siglos por
las cargas feudales”: lo que demuestra –escribe K. Takahashi– que:
“la revolución Meiji y sus reformas agrarias no habían realizado la misión
histórica de la revolución burguesa consistente en suprimir las relaciones
económicas y sociales feudales”.
La Revolución Francesa se asigna así un lugar excepcional en la historia del
mundo contemporáneo. En tanto que revolución burguesa clásica, constituye
por la abolición del régimen señorial y de la feudalidad el punto de partida de la
sociedad capitalista y de la democracia liberal en la historia de Francia. En
tanto que revolución campesina y popular, por ser antifeudal sin compromiso,
tendió en dos ocasiones a superar sus límites burgueses: en el año II, intento
que, pese al necesario fracaso, conservó durante mucho tiempo su valor
profético de ejemplo, y cuando la Conjura por la Igualdad, episodio que se
sitúa en el origen fecundo del pensamiento y de la acción revolucionarios
contemporáneos. Así se explican, sin duda, esos inútiles esfuerzos por negar a
la Revolución Francesa, peligroso antecedente, su realidad histórica o su
especificidad social y nacional. Pero así se explican también el estremecimiento
que el mundo sintió y la repercusión de la Revolución Francesa en la
conciencia de los hombres de nuestro siglo. Este recuerdo, por sí solo, es
revolucionario: todavía nos exalta.

86
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

BIBLIOGRAFÍA COMENTADA

De entre una bibliografía superabundante, solo citaremos las obras generales


que dejaron una huella en la historiografía de la Revolución Francesa o que
reflejan el estado actual de nuestros conocimientos.
Del conjunto de historias de la Revolución Francesa publicadas en el siglo XIX,
sobresale por sus cualidades literarias la de Michelet (1847-53). En primer
plano para la comprensión profunda del período, pero que no ofrece un relato
seguido, De Tocqueville, A., L’Ancien Régime et la Révolution (1856, nueva
edición con una introducción de G. Lefebvre, 1952) [trad. castellana El Antiguo
Régimen y la revolución, Guadarrama, Madrid, 1969.] Les origines de la
France contemporaine (1876-93) de Taine se caracterizan por un violento
prejuicio antirrevolucionario.
Los estudios de historia revolucionaria recibieron un nuevo impulso a finales
del siglo XIX y principios del XX: Aulard, A., Histoire politique de la Révolution
franqaise (1901); sobre todo Jaurés, J., Historie socialiste, vols. I-IV (1901-
1904; nueva edición por Mathiez, A., 1922-24; reimpresión en 1939); Sagnac,
Ph., La Révolution, 1789-92, y Pariset, G., La Révolution, 1792-99 (Paris,
1920, vols. I y II de la Histoire de la France contemporaine bajo la dirección de
Lavisse, E.); Mathiez, A., La Révolution frangaise (1922-27, 3 vols., col. “A.
Colin”), proseguida por Lefebvre, G., Les Thermidoriens, (1937, 4.a ed.
revisada, 1960), y Le Directoire (1946, 3.a ed. Revisada, 1958).
Sobre todo Lefebvre, G., La Révolution française (1951, vol. XIII de la col.
“Peuples et civilisations”, 6.a ed. revisada y puesta al día por Saboul, A., 1968),
y el conjunto de la obra del mismo historiador, desde Paysans du Nord
pendant la Révolution frangaise (1954, reed. en 1959) hasta los Etudes sur la
Révolution frangaise (1954, reed. en 1963). Brillante resumen el de Labrousse,
E., en Le VUf siécle, Révolution intellectuelle, technique et politique (1715-
1815), por Mousnier, R. y Labrousse, E., con la colaboración de Bouloiseau, M.
(5.a ed., 1967, vol. V de la Histoire générale des civilisations, bajo la dirección
de Crouzet, M.). Puesta a punto por Soboul, A., Précis d'histoire de la
Révolution franqaise (1962) [trad. castellana Compendio de historia de la
Revolución Francesa. Tecnos, Madrid, 1975.]
Desde un punto de vista bibliográfico, Caron, P., Manuel pratique pour l 'étude
de la Révolution française (1912, ed. puesta a punto. 1947); Villat L., La
Révolution et l’Empire, 1789-1815. I: Les Assemblées révolutionaires, 1789-99
(1936, vol. VIII de la col. “Clio”); Godechot, J., Les Révolutions (1770-99) (3.a
ed., 1970, tomo 36 de la col. “Nouvelle Clio”) [trad. castellana Las
revoluciones, Labor, Barcelona, 1977].

87
Albert Soboul

DANTON
Albert Soboul

UN PERSONAJE DISCUTIDO
Pocos personajes de la Revolución dejaron, como Danton, una huella tan
profunda en la memoria colectiva del pueblo francés. ¿Quién no conoce sus
discursos? ¿Quién no cita sus frases? “Audacia, más audacia, siempre
audacia ¡y Francia se salvará!”; “¡La patria no se lleva en la suela de los
propios zapatos!" Mientras se mantiene viva en Francia la tradición
revolucionaria, Danton suscita siempre la misma simpatía irracional, por su
impulso, por su entusiasmo, y aun por su desenvoltura. Sin embargo, es uno
de los personajes del período revolucionario que despertaron las mayores
controversias. Discutido en vida, ajusticiado luego de un proceso
exclusivamente político, Danton no fue rehabilitado por los termidorianos.
Desacreditado durante la primera parte del siglo XIX, luego fue justificado bajo
el Segundo Imperio, y bajo la Tercera República se le erigieron estatuas. Pero,
¿no se debía esto a la intención de menospreciar a Robespierre? En efecto, se
elevó a Danton para desacreditar al incorruptible. Sin embargo, luego de
cincuenta años de polémicas, el personaje comienza a emerger de la masa de
errores y de prejuicios que lo deformaban, y se nos aparece tal como fue: un
gran revolucionario, pero también un hombre, un hombre de carne y hueso con
sus vicios y sus contradicciones.

EL TRIBUNO POPULAR
Danton nació el 26 de octubre de 1759 en Arcis-sur-Aube (Aube). Era hijo de
Jacques, procurador en el pueblo de Arcis, y de la segunda mujer de éste,
María Magdalena Camus, con la que se había casado en 1755. George
Jacques era el quinto hijo. Los Danton y los Camus no eran, evidentemente,
de origen noble, pero tampoco se debe creer que fueran de condición humilde.
Los Danton eran de origen campesino y se tiene noticia de ellos desde el siglo
XVI. George Camus, padrino de Danton y su abuelo materno, era carpintero,
pero también concesionario de los puentes reales; su hija, la madre de Danton,
había tenido como padrino al señor de Courcelles y como madrina a la esposa
del procurador del rey en el depósito de sal. Era, entonces, un ambiente de la
clase media.
Luego de frecuentar la escuela de su ciudad, en octubre de 1773 Danton fue
enviado al pequeño seminario de Troves, 'donde los alumnos seguían los
cursos de los religiosos del Oratorio. A comienzos del año escolar 1774-1775
fue confiado a la pensión Richard, una pensión laica cuyos huéspedes también
asistían a las clases de los oratorianos. En retórica Danton fue clasificado
como el último de los doce inter bonos. En el mes de mayo y de agosto de
1784 él figura en las listas de la facultad de derecho de Reims, y el 13 de
octubre de 1786 firma en Arcis como licenciado.

88
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Empleado en el estudio de un procurador del Parlamento de Justicia de París,


Danton, una vez obtenidos los títulos necesarios en Reims, volvió a la capital
para ejercer allí el cargo de abogado en el Consejo del rey.
En un primer momento, la carrera política de Danton se desarrolló en el distrito
de los cordeleros, en la orilla izquierda del Sena Corte de Comercio, donde
residía. En junio de 1789 se enroló en la guardia burguesa de su distrito, y en
octubre su notoriedad local ya es lo suficientemente grande como para ser
elegido presidente. Fue reelegido cuatro veces, y sus adversarios difundieron
el rumor de que había comprado los sufragios, pero la asamblea del distrito de
los cordeleros protestó enérgicamente contra esta acusación y le tributo a
Danton las más cálidas felicitaciones por su conducta patriótica (11 de
diciembre de 1789).
Luego de la supresión de los distritos, reemplazadas con la ley del 21 de mayo
de 1790 por las 48 secciones parisinas, Danton junto con algunos militantes
del mismo barrio, fundó aquella sociedad popular que se tornaría famosa con
el nombre de Club de los Cordeleros. Sin embargo, en 1790, su fama no
superaba los límites del distrito y, por lo tanto, de la sección. Si en enero de
1790 fue elegido miembro de la Comuna provisoria (donde le correspondió una
función de segundo plano), en septiembre del mismo año fue eliminado de la
municipalidad definitiva. Elegido el 31 de diciembre de 1791 como
administrador del departamento de París, no participó activamente en las
actuaciones de esta asamblea y no ejerció ninguna influencia en la misma.
En cambio, su actividad se tornaba cada vez más intensa en el Club de los
Cordeleros y luego entre los jacobinos, en cuya tribuna apareció numerosas
veces en el curso de 1791. Allí habla el 3 de abril, en ocasión de la muerte de
Mirabeau. El 31 de junio interviene en la discusión, provocada por la
Declaración pública en la que Sieyés se había pronunciado en favor del
bicameralismo. Danton atacó con fuerza “al sacerdote Sieyés” y, aparte a
Lafayette:
“... el sacerdote Sieyés no es el único responsable de la declaración que
os fue dada a conocer”.
El día siguiente, 21 de junio de 1791, día de la fuga del rey a Varennes, al
descubrir a Lafayette en las gradas de los jacobinos, Danton volvió a la carga,
acusándolo de complicidad con la fuga de Luis XVI, último eslabón de un
complot más vasto, y ordenándole que presentara su renuncia al comando de
la guardia nacional parisina:
“Volved a ser simple ciudadano y no alimentéis aún más la justa
desconfianza de una gran parte del pueblo”.
Acusaciones que parecen forzadas, y ya es sabido que en aquella época
Danton recibía un sueldo de la corte, según lo que se pudo probar luego.
En el curso de la crisis que siguió a la fuga de Varennes, Danton se empeñó a
fondo en el movimiento revolucionario. Pero su firma no aparece en la famosa
petición que reclamaba la decapitación de Luis XVI y que fue llevada, el 16 de
julio de 1791, al altar de la Patria en el Campo de Marte.

89
Albert Soboul

Alertado, sin duda, de la represión que sobrevendría, el 17 de julio, día de la


masacre de los patriotas, se halla en el campo... Si el 4 de agosto siguiente se
decreta su arresto, ello no se relaciona con aquel episodio: aún hoy siguen
siendo oscuras las razones que provocaron el arresto. Danton se refugió en un
primer momento en Rosny, en la casa de su suegro; luego en su pueblo natal,
en Arcis-sur-Aube, y finalmente en Londres, mientras el terror tricolor se abatió
sobre los patriotas parisinos.
Danton volvió a París para participar en las elecciones de la Asamblea
legislativa; había sido nombrado elector de su sección, la del Teatro francés. El
13 de setiembre de 1791, en pleno comido electoral, fue arrestado y
encarcelado en la Abbaye. Pero muy pronto fue liberado, luego de la amnistía
general decretada por la Asamblea constituyente. El 7 de diciembre de 1791
Danton fue elegido segundo sustituto del procurador de la Comuna de París. El
día de su asunción oficial pronunció un discurso en el que afirmaba su lealtad
constitucional.
“He sido nombrado para concurrir a la conservación de la Constitución,
para hacer cumplir las leyes juradas por la nación. ¡Y bien! Mantendré mis
juramentos, cumpliré mis deberes, conservaré la Constitución con todas
mis fuerzas, nada más que la Constitución, porque con ello defenderé al
mismo tiempo la libertad, la igualdad y el pueblo. Que la monarquía se
muestre al fin amiga de la libertad, su soberana: así se asegurará una
duración similar a la de la nación misma”.
Danton continuaba ofreciendo un cuadro apologético de sí mismo, que nos
parece interesante reproducir:
“La naturaleza me ha dado en suerte las formas atléticas y la áspera
fisonomía de la libertad... He conservado, creándome por mí mismo mi
existencia de ciudadano, todo mi vigor natal, pero sin cesar un solo
instante, ya sea en la vida privada como en la profesional, de probar que
sabía unir la sangre fría de la razón al dolor del alma y a la firmeza del
carácter. Si en los primeros días de nuestra regeneración experimenté
todos los acaloramientos del patriotismo, si decidí parecer exagerado
para no ser nunca débil, es porque vi lo que se debía esperar de los
traidores que protegían abiertamente a las serpientes de la aristocracia...
He consagrado toda mi vida a este pueblo, que no será atacado, no será
traicionado impunemente... Moriré, si es necesario, para defender su
causa”.
La crisis nacional de la primavera de 1792 (la guerra había sido declarada el
20 de abril y en las fronteras los cambios habían seguido a los cambios), la
remisión del ministerio girondino, el 13 de junio, recondujeron a Danton a su rol
de tribuno. El 18 atacó a Lafayette, general intrigante, más preocupado por
defender al rey que a las fronteras, exigiendo que fuera enviado a un tribunal.
Sin embargo, no jugó ningún rol en la jornada del 20 de junio, cuando los
girondinos quisieron intimidar al rey e imponerle el retorno de los ministros
pertenecientes a su partido. En julio la crisis se agravó; el 11 se proclamó a la
patria en peligro. El ejército prusiano del duque de Brunswick había entrado en
acción, seguido por el ejército de los emigrados. Pero después de denunciar
con violencia la traición del rey el 3 de julio, con el discurso de Vergniaud, los

90
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

girondinos sintieron temor y retrocedieron ante la insurrección popular. Ésta


ocurrió, de todos modos, y el 10 de agosto de 1792 abatió al trono. La caída de
la monarquía abrió la carrera del tribuno popular. Por dos veces Danton
asumiría los gravosos cargos gubernativos de la nueva República, en agosto y
en setiembre de 1792 como ministro de Justicia, y luego como miembro del
Comité de salud pública desde abril a junio de 1793.

LAS RESPONSABILIDADES DE GOBIERNO

En presencia del Tribunal revolucionario, Danton se ha vanagloriado de haber


“hecho” el 10 de agosto. Afirmación exagerada. Sin duda, firmemente convencido
de que sólo se podría acabar con la traición de Luis XVI mediante un golpe de
mano, Danton favoreció el movimiento que debía culminar con la insurrección
popular del 10 de agosto. Pero no poseemos ningún testimonio seguro acerca de la
parte que le correspondió en los preparativos de la insurrección y en los sucesos
de la noche del 10 de agosto, salvo lo que él mismo dijera y el relato de Villain
d’Aubigny, que debe tomarse con la debida cautela.
En vísperas de la insurrección, Danton hizo un viaje a Arcis por razones
familiares; un jefe, que dirigía la acción, ¿habría abandonado a sus hombres
en tal momento? Es difícil creerlo. Por otra parte, si hubo una sección parisina
que desarrolló una parte decisiva en los preparativos de la insurrección, ésta
fue la sección de los Quinze-vingt, la de Santerre, y no la del Teatro francés, la
sección de Danton, ni de cualquier otra persona, sino la obra colectiva de
oscuros militantes de las secciones, en su mayor parte desconocidos. Con
esto no se pretende decir que Danton no participara en la sección. En la noche
entre el 9 y el 10 de agosto fue primero a ver a los cordeleros, luego a la
Maison commune, donde se acababa de instalar la Comuna insurreccional. Si
en el proceso verbal de esta última no se hace mención a ello, el relato que
nos ha dejado Lucille Desmoulins demuestra que sus adeptos lo consideraban
partícipe de la empresa. Y sobre todo, ¿se puede creer que Danton habría sido
elegido ministro si el 10 de agosto no hubiera cumplido alguna parte? Sin
duda, fue elegido con el apoyo de la Gironda. Condorcet, por ejemplo,
confirma haberle dado su voto, porque el gobierno necesitaba un hombre que
tuviera ascendiente sobre el pueblo. Lo cual confirmaría el rol que habría
jugado Danton en la organización de la insurrección; ¿qué autoridad habría
podido tener si, como los girondinos, se hubiera mantenido apartado?
Después de la suspensión del rey, el 10 de agosto de 1792, Danton fue elegido
por la Asamblea legislativa, con 222 votos sobre 182 votantes, ministro de
Justicia. Tomó como secretarios a Camille Desmoulins y Fabre d’Eglantine;
este último tuvo la dirección de los asuntos del ministerio. Danton nombró
como miembros del comité judicial encargado de preparar las decisiones del
ministro a Barrére, Collot, d’Herbois, Paré y Robespierre, aunque este último
rechazó el cargo. El 11 de agosto Danton se presentó con sus colegas ante la
Asamblea para prestar juramento a la libertad y a la igualdad.

91
Albert Soboul

“Ciudadanos, la Nación francesa, cansada del despotismo, había hecho


una revolución; pero, demasiado generosa, llegó a un compromiso con el
tirano. La experiencia le ha demostrado que no se debe esperar provecho
de los antiguos opresores del pueblo. Ella está por retomar sus propios
derechos. Pero en toda circunstancia y sobre todo en los debates
particulares, en el punto en que comienza la acción de la justicia, allí
deben cesar las venganzas populares. Ante la Asamblea nacional asumo
el compromiso de proteger a los hombres que se hallan entre estos
muros; caminaré a la cabeza de ellos y responderé por ellos.”
Igualmente significativa de su línea política es la circular que Danton enviara
en aquel mes de agosto de 1792 a los tribunales. Se debía asegurar la libertad
política e individual, el mantenimiento de las leyes, la tranquilidad pública, la
unidad de los ochenta y tres departamentos, la prosperidad del pueblo, no una
imposible igualdad de bienes sino una igualdad de derecho y de felicidad: el
programa de la burguesía revolucionaria. Danton concluía con estas palabras:
"Que se inicie la justicia de los tribunales y cesará la justicia del pueblo".

DANTON Y LA DEFENSA NACIONAL

Hasta el historiador Albert Mathiez no niega que en las críticas circunstancias


del verano de 1792 Danton se haya tornado benemérito de la Revolución, por
el impulso que supo darle a la defensa nacional. En el ministerio del 10 de
agosto, aun sin ser oficialmente el jefe, Danton dominaba a sus colegas con su
carácter, con su pasado revolucionario, con la rapidez de sus decisiones.
Entonces fue el verdadero jefe del Consejo ejecutivo. Ante la noticia de la toma
de Longwy por parte de las tropas prusianas, el 25 de agosto de 1792, los
ministros se reunieron en la casa de Danton. Roland, ministro de Interior,
propuso abandonar París para refugiarse en Blois, trasladando al rey y al
tesoro. Danton se opuso a tal proyecto, y lo hizo rechazar:
"Hice venir a mi madre que tiene setenta años; hice venir a mis dos hijos,
que llegaron ayer. Antes que los prusianos entren en París, prefiero que
mi familia muera conmigo; prefiero que veinte mil llamas hagan de París,
en un instante, un puñado de cenizas. Roland, cuídate de hablar de fuga,
que el pueblo no te oiga.”
La proclamación del Consejo ejecutivo del 25 de agosto de 1792 fue un
llamado al combate; en él se percibe la impronta de Danton:
“Los peligros aumentan; nuestros enemigos preparan y están por
descargar los últimos golpes del furor. Amos de Longwy, avanzan
amenazantes sobre Thionville, Metz y Verdún en el intento de abrirse un
camino hacia París. Piensan que podrán llegar. ¿Quién de entre vosotros,
con el justo sentimiento de las propias fuerzas, no se rebela fieramente
ante esta idea? Ciudadanos, ninguna nación de la tierra obtiene la libertad
sin combatir.”

92
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

El 28 de agosto de 1792 Danton hizo decidir por la Asamblea legislativa que


las barreras de París permanecieran abiertas, para evitar que la capital sufriera
hambre. Pero al mismo tiempo hacía decretar inspecciones domiciliarias para
buscar armas.
“...Cuando una nave se hunde, la tripulación arroja al mar todo lo que
puede perjudicarla. Así, todo lo que puede perjudicar a la nación debe ser
arrancado de su seno... Si deben ser puestos en manos de la ley treinta
mil traidores, que se lo haga mañana mismo.”
Las inspecciones domiciliarias, realizadas por los comisarios de las secciones
parisienses, fueron un preludio de las jornadas de setiembre. La mañana del 2
de setiembre de 1792 se supo en París que el ejército de Brunswick había
asediado a Verdún. Una emoción y un furor extraordinarios se apoderaron del
pueblo parisiense. Se disparó el cañón de alarma, las campanas doblaron, se
llamó a reunión general. El pueblo se trasladó a las prisiones para juzgar a los
sospechosos y a los traidores. Danton, desde la tribuna de la asamblea,
pronunció su más célebre discurso:
“Señores, es verdadero motivo de gran pesar para los ministros de un
pueblo libre el deberle anunciar que la patria debe ser salvada. La
conmoción está en todos, cada uno se siente sacudido y arde en deseos
de combatir. Sabed que Verdún no está todavía en manos de los
enemigos. Sabed que la guarnición ha prometido matar al primero que
proponga rendirse. Una parte del pueblo está por marchar hacia las
fronteras, una parte excava trincheras, y una tercera, armada de picas, se
dispone a defender desde el interior nuestras ciudades. París proporcionará
toda la ayuda posible a todos estos esfuerzos. Los comisarios de la
Comuna están por proclamar solemnemente la invitación a los
ciudadanos a armarse y a marchar en defensa de la patria.
En este momento, señores, podéis en verdad declarar que la capital se ha
hecho digna de toda Francia; en este momento la Asamblea nacional está
por convertirse en un comité de guerra propiamente dicho. Os solicitamos
que acudáis a dirigir con nosotros este sublime movimiento del pueblo,
nombrando comisarios que nos ayuden a aplicar estos grandes
procedimientos. Pedimos que quienquiera se rehúse a servir con su
propia persona o a entregar las propias armas, sea castigado con la
muerte. Pedimos que los ciudadanos sean instruidos para dirigir sus
movimientos. Pedimos que se envíen correos a todos los departamentos
para informarlos de nuestros decretos. Las campanas que están por
doblar no son una señal de alarma, sino la carga contra los enemigos de
la patria. Para vencerlos, señores, es preciso que tengamos audacia, más
audacia, siempre audacia, y Francia se salvará.”

93
Albert Soboul

DANTON Y LAS MASACRES DE SEPTIEMBRE

Mientras Danton pronunciaba este discurso, en las prisiones se iniciaba la


masacre. ¿Cuál fue la responsabilidad de Danton en este trágico episodio?
¿Estaba él en condiciones de ponerle freno? Según Mathiez, Danton habría
organizado las masacres de setiembre para asegurarse la fidelidad de los
voluntarios parisienses enviados a Champagne para combatir al enemigo: se
debía “poner entre ellos y los emigrados un rio de sangre”, de acuerdo con lo
que él habría declarado al duque de Chartres, el futuro Luis Felipe. Pero, en
efecto, si Danton verdaderamente habló así, exageró en modo considerable su
propia parte: nada prueba que las masacres hayan sido organizadas por él o
por algún otro. Sólo se ha probado que Danton no hizo nada para detenerlas.
¿Pero acaso podía hacerlo, cuando el ministro del Interior, Roland, el síndico
de París, Pétion, y los comisarios de la Asamblea permanecían trágicamente
impotentes? Enviados a las prisiones, los comisarios de la Asamblea no
pudieron hacer nada. El 10 de mayo de 1793, en la Convención, Danton
declaró:
“Digo, y en esto tendré seguramente el asentimiento de todos aquellos
que fueron testigos de aquellos terribles movimientos, que ninguna fuerza
humana era capaz de poner freno al desborde de la venganza nacional.”
¿Danton responsable de las masacres de septiembre? Es una leyenda de
origen girondino. Fue Louvet quien declaró que Danton deseaba subir al trono
sobre los cadáveres de setiembre. Fue Madame Roland, quien detestaba a
Danton, la que le atribuyó a éste en sus Memorias las siguientes palabras:
“Me importa un bledo de los prisioneros; que les ocurra lo que deba
ocurrirles.”
También leyenda, sin duda, lo que Danton, según Taine, le dijera al duque de
Chartres: “Fui yo quien las hizo.” Recordamos, por el contrario, que fue él
quien salvó a Adrián Duport, arrestado en Cháteau de Bignon y trasladado a
París, haciéndolo encarcelar en Melun; quien obtuvo un pasaporte para
Charles de Lameth, arrestado en Rouen... Las masacres de setiembre no son
la empresa de un hombre, sino del pueblo parisiense. Las mismas se incluyen
en el contexto revolucionario del verano de 1792 y se explican con el peligro
nacional.

LAS NEGOCIACIONES SECRETAS


A comienzos de setiembre de 1792, en el mismo momento en que exaltaba a
la audacia ante la Asamblea legislativa, Danton, por intermedio de su agente
Noel, negociaba la paz en Londres. Poco después intentó accionar sobre el
gobierno inglés sirviéndose de Talón, a quien le había procurado un pasaporte:
se le ofrecía a Pitt abandonar Tobago. Al mismo tiempo, se realizaban otras
tratativas en dirección a Prusia. Así, mientras ostentaba su certeza en la
victoria, Danton negociaba. No se quiere decir, sin embargo, que se trató de
una contradicción propiamente dicha. Más desconcertantes parecen las
tratativas con los prusianos en las semanas que siguieron al triunfo de Valmy.

94
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Las tropas de Federico Guillermo IV pudieron retirarse sin problemas. Éste es


uno de los hechos más extraños de la historia militar francesa. Sin embargo,
para explicarlo, se debe tener en cuenta las angustias patrióticas de aquel mes
de setiembre de 1792, el espejismo prusiano, que deformaba el juicio de los
franceses de la época, el deseo tenaz de Dumouriez de ir a conquistar Bélgica.
Sin duda pleno de ilusiones acerca de la diplomacia prusiana, Danton
esperaba tratar con Prusia y luego concluir una paz general de compromiso.
En esta perspectiva se debía cuidar al rey, y él se dispuso a hacerlo. Política
posible... Pero las contradicciones de Danton tornaron inevitable el jaque. Si el
4 de octubre de 1792 propone decretar que la patria ya no está en peligro, a
continuación se pronuncia en favor de la guerra de propaganda. Se declara
anexionista, contribuye a tornar inevitable la guerra contra Inglaterra. Su
conducta se acerca a la de la Gironda, y con ésta comparte las terribles
responsabilidades. La Gironda, al rechazar sus ofertas de reconciliación, lo
arroja nuevamente en la corriente. Y no es menos cierto que desde aquel
momento Danton ya no tiene una política propia.

EL FRACASO DE LA POLÍTICA CONCILIADORA


El 6 de setiembre de 1792 Danton fue elegido diputado de París a la
Convención nacional (con 638 votos sobre 700) el día anterior Robespierre,
elegido como la cabeza de lista, había recogido 338 votos sobre 525 votantes).
Al no poder unir la función de representante del pueblo con la de ministro.
Danton renunció a esta última el 21 de setiembre de 1792.
“Las recibí bajo el tronar del cañón con el cual los ciudadanos de la
capital fulminaron al despotismo. Ahora que la reunión de los ejércitos se
ha producido y se ha realizado la unidad de los representantes del
pueblo, ya no debo reconocer mis funciones precedentes: no soy más
que un delegado del pueblo.”
En los comienzos de la Convención Danton se dedicó a solucionar, entre los
partidos revolucionarios, todas las oposiciones, todos los rencores. Esta
política de reconciliación fracasó por el enceguecimiento de la Gironda.
El 21 de setiembre de 1792 Danton solicita a la Convención que rechace:
“los vanos fantasmas de dictadura, las extravagantes ideas de triunvirato,
todos los absurdos inventados para aterrorizar al pueblo.”
Utiliza un lenguaje moderado, que estima a adecuado para acercar a la
Gironda a esta república de propietarios que finalmente llamaba a reunión con
sus votos a todas las fracciones revolucionarias de la burguesía:
“Se ha creído, óptimos ciudadanos han creído, que los amigos ardientes
de la libertad podían perjudicar el orden social, al exagerar sus principios.
Bien, repudiemos aquí toda exageración; declaremos que todas las
propiedades territoriales, individuales a industriales serán eternamente
mantenidas.”
La Convención decretó en seguirá: “las personas y las propiedades están bajo
protección del pueblo francés”.Condorcet hizo el elogio de Danton en su
Chronique de París:

95
Albert Soboul

“Los buenos ciudadanos reconocieron entonces que se habían


equivocado (acerca de Danton) y los enemigos de la patria vieron
disminuir sus esperanzas”
Sin embargo, el 25 de septiembre de 1792 la ofensiva girondina se desarrolló
contra la representación de París y contra la montaña. Los girondinos
reclamaban, en especial, la organización de una guardia departamental para
proteger a la Convención contra el pueblo de París. Una vez más Danton
intentó la conciliación. Aquel mismo 25 de setiembre volvió a pedir la pena de
muerte para todo aquel que propusiera la dictadura o un triunvirato; justificó a
la diputación de París: “ninguno de nosotros pertenece a este o aquel
departamento, sino que pertenece a Francia entera”. pero no se solidarizó con
Marat
“atribuyo tales exageraciones a las vejaciones que ha sufrido aquel
ciudadano. Creo que los subterráneos en los que ha estado recluido han
exacerbado su espíritu”).
Danton concluía denunciando los proyectos federalistas atribuidos a la
Gironda, y haciendo un llamado a la unidad.
“Se pretende que algunos de nosotros deseamos despedazar a Francia;
hagamos que tales ideas absurdas desaparezcan, decretando la pena de
muerte contra aquellos que las sostienen. Francia debe ser un todo
indivisible. Debe tener unidad de representación... Propongo se decrete
que la Convención nacional establezca, como base del gobierno que se
dispone a formar, la unidad representativa y ejecutiva. No sin algún dolor
sabrán los austríacos de esta santa armonía...”
Luego de esta intervención en la Convención declaró a la República francesa
“única e indivisible”.
La Gironda persistió en sus denuncias. El 9 de octubre de 1792 Danton fue
reemplazado en el ministerio de Justicia por el prudente Garat. El día
siguiente, 10 de octubre, debió rendir cuentas, como todo ministro que se aleja
de su cargo. Si bien lo hizo en cuanto a los gastos extraordinarios, no logró
justificar el empleo de 200.000 libras en gastos secretos. El 18 de octubre la
Gironda volvió a la carga. Danton se enredó en las explicaciones que daba y
terminó por reconocer:
“Confieso que para la mayor parte de estos gastos no tenemos recibos
muy regulares.”
El 7 de noviembre tuvo lugar un nuevo debate y la Gironda se encarnizó.
Finalmente, la Convención se negó a aprobar lo operado por Danton. Desde
entonces, en todas las oportunidades, la Gironda recordaba el asunto de las
cuentas contra Danton. Él se sintió exacerbado, políticamente perjudicado; la
política de conciliación había fracasado. Danton había notificado la ruptura en
su discurso del 29 de octubre de 1792, respondiendo a un informe en el que
Roland había acumulado todas las acusaciones girondinas contra la Comuna
de París, contra Robespierre y contra Marat.

96
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

“¿Dónde están, entonces, estos hombres, acusados de conjurar, de


pretender la dictadura y el triunvirato? ¡Que se den sus nombres! Sí,
debemos reunir nuestros esfuerzos para que cese la agitación producida
por algunos resentimientos y por pretensiones personales, antes que
atemorizarnos por vanos y quiméricos complots cuya existencia sería muy
difícil comprobar."

EL PROCESO DEL REY


El 30 de noviembre de 1792 Danton fue enviado en misión a Bélgica donde
estaba el ejército de Dumouriez, para informarse acerca del estado de aquella
fuerza, de sus depósitos y de sus provisiones. Así fue como Danton no asistió
a los primeros debates en la Convención del proceso de Luis XVI, ni a los dos
primeros llamados nominales. Pero estuvo presente en la sesión del 15 de
enero de 1735 y votó en favor de la muerte y contra la emisión.
Aunque ausente en el proceso, Danton había tomado parte activa en este
asunto, desde comienzos del otoño. Según el testimonio de Théodore de
Lameth en sus Memorias, Danton deseaba salvar al rey. Hacia fines de octubre
de 1792 habría declarado:
“Haré, con prudencia y coraje, lo que pueda; no tendré temor de
exponerme si existe posibilidad de éxito; pero si pierdo toda esperanza,
no deseo hacer caer mi cabeza junto con la suya, y estaré entre aquellos
–os lo declaro– que lo condenen.”
Y también:
“¿Se puede salvar a un rey sometido a juicio? Ya esta muerto cuando
comparece ante los jueces”
Su táctica, entonces, habría sido la de aplazar indefinidamente el proceso.
Según Théodore de Lameth. Danton habría tomado en consideración también
la evasión y, según el informe de Saint-Just del 11 de germinal del año II (31 de
marzo de 1794) el exilio:
“Fuiste tú el primero, en un círculo de patriotas a quienes deseabas tomar
por sorpresa, el que propuso el exilio del Capeto, propuesta que no
osaste ya sostener a tu regreso de Bélgica, porque ya había sido
superada y te habría perdido.”
Según Michelet, que en este punto a Bertrand de Molleville. Danton. hacia
fines de noviembre, hizo un supremo esfuerzo de conciliación con la Gironda
para salvar al rey:
“Hacia fines de 1792 –escribe Michelet– era preciso tener gran coraje
para arriesgar una palabra de piedad. Al comienzo del proceso, Danton se
arriesgó a probar el terreno para ver si era posible suscitar no la
misericordia. sino la generosidad del vencedor, el instinto magnánimo al
que le repugna terminar con un hombre abatido.”
A los cordeleros, que le reprochaban que no apurara el proceso del rey y su
muerte, Danton les habría respondido: “Una nación se salva, pero no se
venga.” Hacia el 30 de noviembre, aproximadamente, Danton habría realizado
una última tratativa con los jefes de la Vergniaud ciertamente y también Petión,

97
Albert Soboul

Condorcet, Gensonne, Clamiéres, tal vez Brissot. Qué se dijo en esta


dramática entrevista, nadie lo supo nunca Danton no logró convencer a los
girondinos. A Gaudet, inflexible, Danton le habría gritado
“Gaudet, Gaudet te equivocas no sabes perdonar... No sabes sacrificar tu
sentimiento por la patria... Eres obstinado y perecerás.”
Al no lograr, a pesar de todos los esfuerzos, aliarse con la Gironda. Danton
intrigó con Dumouriez. A comienzos de diciembre de 1792, en la época de su
misión en Bélgica, Danton tuvo allí un encuentro con su amigo Noël, ocupado
éste de ciertos asuntos ante la corte de Inglaterra, y venido especialmente
desde Londres. El 10 de regreso en la capital inglesa, Noël realizó negociados
con Talon, el antiguo distribuidor de los fondos de la Lista civil, que había
entrado en relaciones con Pitt: se trataba de obtener dos millones para realizar
un plan de corrupción –“sacrificios pecuniarios solicitados por Danton”...–.
Fracasados sus intentos. Danton votó por la muerte del rey y contra la
remisión. Luis XVI fue guillotinado el 21 cíe enero de 1793. El 1° de febrero se
declaró la guerra a Inglaterra. Se iniciaba la crisis general de la Revolución.
Como ocurre habitualmente en tales circunstancias, Danton permaneció en la
corriente revolucionaria, pero sin abstenerse de intrigar. Ésta es la época de
sus tratativas con Dumouriez, que comandada en Bélgica. La muerte de su
esposa, Gabrielle Charpentier, ocurrida el 11 de febrero, lo hizo volver a París.
A fines de mes volvió a partir hacia Bélgica. El 5 de marzo Danton informaba a
la Convención acerca de su misión y hacía el elogio de Dumouriez:
“Une al genio del general el arte de entusiasmar y alentar a los soldados.
La historia juzgará sus talentos, sus pasiones, sus vicios, pero esto es
seguro: está interesado en el esplendor de la República.”
El 1° de marzo, sin embargo, el ejército de Coburg, generalísimo austríaco,
cayó sobre el ejército de Bélgica, disperso en sus acantonamientos. Fue la
derrota. Las tropas francesas se retiraron en desorden. En París, estas
derrotas suscitaron la misma fiebre patriótica del verano precedente y el mismo
impulso revolucionario. El 9 de marzo las tipografías de los periódicos
parisienses fueron saqueadas. Muchas secciones parisienses requirieron la
institución de un tribunal excepcional para juzgar a los agentes enemigos.
Danton, obsesionado por el recuerdo de setiembre, retomó la propuesta:
“Aprovechemos los errores de nuestros predecesores; hagamos lo que
nunca ha hecho la Asamblea legislativa: seamos terribles para conseguir
que el pueblo lo sea.”
El 10 de marzo de 1793 la Convención decretó la institución del Tribunal
revolucionario.
El 18 de marzo de 1793 el ejército de Dumouriez fue aniquilado en Neerwinden.
El general dejó caer la máscara entonces y envió una carta sediciosa a la
Convención. Danton y Delacroix fueron los encargados de ir a pedirle al
general una retractación. Danton partió nuevamente hacia Bélgica y volvió a
París el 27 de marzo. En cuanto a esta misión, pesan aún muchas dudas. La
Gironda acusó a Danton de complicidad con Dumouriez.

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

El de abril de 1795 Danton, compitiendo en audacia, desvió la acusación hacia


la Gironda con los aplausos de la Montaña: recordó los encuentros
clandestinos de los girondinos con Dumouriez, demostró la complicidad de
ellos con la conjura que habría pretendido salvar al rey.
“Solicito se haga luz sobre mi caso, pulverizaré a los malvados que han
osado acusarme; me he atrincherado en la ciudadela de la razón, y de
ella saldré armado con el cañón de la verdad.”
Fue la ruptura definitiva entre Danton y los girondinos: el 2 de junio de 1793,
cuando el pueblo de París reclamó la exclusión de éstos de la Convención, no
hizo nada para defenderlos.

EN EL COMITÉ DE SALUD PÚBLICA

El 7 de abril de 1793 Danton ingresó en el primer Comité de Salud Pública,


que había sido creado en la víspera. Allí permaneció hasta la renovación del
10 de julio cuando fue eliminado. Por tres meses Danton fue de hecho el jefe
del gobierno, encargado con Barreré especialmente de los asuntos exteriores,
y con Delmas de las operaciones militares.
Desde el 14 de abril Danton define una política de defensa nacional:
“Ciudadanos, el genio de la libertad ha desatado el carro de la revolución.
Todo el pueblo lo arrastra y se detendrá en los límites de la Razón.
Hagamos ver que somos dignos de guiarlo; decretemos que no nos
mezclaremos en lo que le ocurre a nuestros vecinos, pero decretemos
también que la República vivirá. Condenemos a muerte a todo el que
proponga un acomodamiento diferente de aquel que tiene como base los
principios de nuestra libertad.”
La Convención adoptó el decreto, declarando que habría preferido permanecer
sepultada bajo sus mismas ruinas antes que tolerar que cualquier potencia
interfiriera en los asuntos internos de la República. En efecto, Danton, durante
su segunda permanencia en el gobierno siguió una política de compromiso y
de negociados. Parece ser que contaba con el voto de la Constitución para
reconducir a la sumisión por lo menos a una parte de los rebeldes internos. En
cuanto al enemigo externo, Danton hizo que la Convención permitiera
implícitamente que se realizaran negociados, con reservas que no tuvo en
cuenta; intentó todas las vías para entrar en tratativas con el enemigo. Maret,
agente diplomático de la República en Londres y luego en Nápoles, sostiene
haber sido autorizado a ofrecer la liberación de la reina María Antonieta. Hasta
se llegó a sospechar que Danton favorecía su evasión; Courtois, representante
del Aube, asegura que ésta era, sin duda, su voluntad; pero aparte de las
afirmaciones de Courtois, los documentos nos informan solamente acerca de
las voces que, al respecto, corrían entre el público.
Es cierto que Danton podía considerar, de buena fe, ventajoso negociar para
intentar disolver la coalición, o también para obtener la paz general. Con tal fin
se podía concebir el poner sobre la balanza la libertad de la reina para mejorar
la situación diplomática francesa. Pero Danton se extralimitaba en sus poderes
99
Albert Soboul

cuando superaba los límites que la Convención había establecido para el


problema. En realidad, si verdaderamente deseaba hacer evadir a María
Antonieta (esto debe ser probado aún), ello era una traición propiamente dicha
a la Revolución, que se vería privada de un rehén tan precioso.
De todos modos, dadas las condiciones en que estaban las cosas en la
primavera de 1793, una política de negociaciones era inconcebible. Los
coligados obtenían victorias por doquier, Francia se veía invadida y desgarrada
por la contrarrevolución. Es vano esperar desarmar al enemigo con
concesiones cuando les sonreía la victoria; en cuanto a la suerte de María
Antonieta, los sucesos que siguieron prueban que se desinteresó de ello.
Danton perdía su tiempo. La República no tenía otra esperanza que la lucha a
ultranza. Es la política que los sans culottes parisienses impusieron finalmente
y que condujo el segundo Comité de salud pública: ¡La victoria o la muerte!
Si se trata de hacer el balance de la acción política de Danton desde agosto de
1792 hasta julio de 1793, se comprueba que fue largamente positiva desde el
punto de vista revolucionario en agosto y en septiembre de 1792. En los
meses que siguieron la política de Danton se tornó más discutible, aunque
fácilmente explicable. Los resultados de su paso en el Comité a salud pública
fueron negativos. Sin embargo, fue durante los últimos meses de su vida
cuando la conducta política de Danton pareció particularmente deplorable.

EL JEFE DE LA OPOSICIÓN MODERADA

En el verano de 1793 la conducta política de Danton se tornó más compleja.


En diversas ocasiones sostiene la política del Comité de salud pública y
contribuye su refuerzo, aun negándose a ingresar en el mismo, lo que hubiera
estabilizado la situación política. Tal vez Danton parecía todavía el tribuno
popular, que asumía la defensa de las reivindicaciones de las masas, dándoles
solidez política. Muy pronto, sin embargo, manifiesta su deseo de estabilizar el
movimiento revolucionario; y, lo haya deseado o no, termina por aparecer
como jefe de la facción indulgente y moderada.
Desde el 25 de julio al 8 de agosto de 1793 Danton estuvo a cargo de la
presidencia de la Convención. Él intervino en la discusión del plan de
educación de Lepeletier, que Robespierre había presentado a la Asamblea:
“Después del pan, la educación es la primera necesidad del “pueblo”. Intervino
en la discusión de los asignados, aunque afirmara: “No entiendo mucho de
cuestiones económicas”, agregando, “pero soy un experto en cuanto a la
felicidad de mi país.” El 28 de julio, Dalton había propuesto extender los
poderes del Comité de salud pública, y también poner a su disposición un
crédito de cincuenta millones. El Comité aceptó el crédito, pero rechazó los
nuevos poderes que se le ofrecían. También fue Danton quien el 6 de
setiembre propuso elevar de nueve a doce los miembros del Comité, medida
que fue aprobada: aún se negó obstinadamente a formar parte del mismo.

100
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Cuando los delegados de las asambleas primarias, venidos a París para la


aceptación de la Constitución y para la fiesta del 10 de agosto, presentaron a
la Convención su petición en favor del reclutamiento en masa y del arresto de
los sospechosos, Danton sostuvo esta moción:
“Los delegados de las asambleas primarias vienen a promover entre
nosotros la iniciativa del terror contra los enemigos internos. ¡Ninguna
amnistía para los traidores! ¡Que la espada de la ley caiga sobre los
conspiradores internos, realizando la venganza popular!”
Danton pidió que se confiara a estos delegados la misión de redactar el
inventario de las armas, de las municiones y de los caballos en toda Francia y
de buscar los hombres necesarios para un reclutamiento extraordinario.
“¡A golpes de cañón debemos notificar la Constitución a nuestros
enemigos! Éste es el momento de pronunciar este grande y último
juramento: arrojarnos todos a la muerte o aniquilar a todos los tiranos.”
El reclutamiento en masa fue decretado el 23 de agosto de 1793. Danton se
mantuvo así en la corriente revolucionaria, sosteniendo las reivindicaciones
populares, sobre todo en materia de subsistencia y de represión. El 31 de
agosto aprobó, entonces, las medidas tomadas por los representantes en
misión en Marsella, luego de la caída de aquella ciudad rebelde.
“Es necesario que los comerciantes, que han visto con placer la
humillación de los nobles y de los sacerdotes, esperando beneficiarse a
su vez, y que hoy desean con más perfidia la contrarrevolución, sean
humillados; contra éstos es necesario mostrarse tan terribles como contra
los primeros.”
Y cuando las grandes manifestaciones populares del 4 y del 5 de septiembre
de 1793 obligaron a la Convención a poner el terror a la orden del día, Danton
sostuvo con su elocuencia todas las reivindicaciones.
“Un ejército revolucionario no basta, sed revolucionarios vosotros
mismos... queda por castigar el enemigo interno que ya tenéis en
vuestras manos y aquel que aún debéis aferrar. Es necesario que el
Tribunal revolucionario sea dividido en un número suficientemente grande
de secciones para que cada día un aristócrata, un malvado, pague con la
cabeza sus malas acciones... Solicito, en fin, que se haga un informe
acerca del modo de dar mayor vigor a la acción del Tribunal
revolucionario. ¡Que el pueblo vea caer a estos enemigos!”
El 5 de setiembre de 1793 la Convención decretó la institución de un ejército
revolucionario y el arresto de los sospechosos.. El terror estaba ya en la orden
del día: Danton había contribuido no poco a ello.
Sin embargo, mientras por una parte exhortaba a las medidas revolucionarias,
Danton se esforzaba por controlar el movimiento revolucionario y por frenarlo.
Aquel mismo 4 de septiembre solicitó a la Convención que se suprimiera la
permanencia de las secciones, las que permitían a los ciudadanos reunirse
cada día para deliberar acerca de los asuntos públicos: los militantes
populares podían, así, concertar su acción y ejercer presión sobre la
Convención y sobre los Comités de gobierno.
101
Albert Soboul

Las asambleas de las secciones no debían realizarse más de dos veces por
semana; como contrapartida:
“todo ciudadano, miembro de estas asambleas, que dese, en consideración
de sus necesidades, reclamar una indemnización, la recibirá en razón de
40 sueldos por asamblea”.
Medida demagógica pero que no podía ocultar las restricciones aportadas al
ejercicio de sus derechos políticos por parte del pueblo. La evolución en el
sentido moderado de Danton se definió en el curso del mes de septiembre de
1793. Pero no se manifestó en sus intervenciones personales. Fueron sus
amigos quienes atacaron la política del gobierno. El punto culminante de esta
primera ofensiva moderada fue la sesión que la Convención sostuvo el 25 de
setiembre de 1793. Thuriot, un amigo de Danton, atacó a fondo la política del
Comité de salud pública. Criticó radicalmente la economía directa:
“Son criminales propiamente dichos aquellos que desean hacer creer a la
nación que no se puede alcanzar la felicidad si no se cortan todas las
ramas del comercio.”
Criticó la depuración:
“Ahora se trata de acreditar la opinión de que la República no puede
sostenerse si no se confían los puestos de responsabilidad a los
sanguinarios.”
Y concluyó:
“Debemos detener este torrente impetuoso que nos arrastra a la deriva.”
Thuriot expresa sin ninguna duda el pensamiento secreto de Danton. Sin
embargo se instauraba el Terror. En octubre comenzaron los grandes procesos
políticos. El 3, los girondinos fueron enviados ante el Tribunal revolucionario, y
también María Antonieta. La reina fue guillotinada el 16 de octubre. El proceso
de los girondinos comenzó el 6; el 30 fueron ajusticiados.
Danton se había retirado por entonces de la escena política, aduciendo
razones de salud y de familia, y ocultando su secreta desaprobación por la
represión terrorista. A Garat, que había ido a buscarlo en los primeros días de
octubre, le habría dicho a propósito de los girondinos: “No podré salvarlos”, y
se echó a llorar. El 12 de octubre de 1793 Danton obtuvo permiso para
retirarse de la Convención y partió para su pueblo natal, Arcis-sur-Aube.
Recién volvió el 1° de frimario del año II (21 de noviembre de 1793). Durante
esta ausencia se desarrolló el movimiento de descristianización. estalló el
escándalo de la falsificación del decreto de liquidación de la Compañía de las
Indias, en el que se vieron comprometidos algunos amigos de Danton, como
Chabot, Basire, y también Fabre d’Eglantine. Así que las razones del brusco
retorno de Danton resultan ambiguas.
A su regreso a París, Danton desarrolla una intensa actividad política; se
justifica frente a los jacobinos y toma posición con el Comité de salud pública
contra la descristianización.

102
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Dado que durante su ausencia habían circulado voces malévolas en contra


suya, Hébert invitó a Danton a justificarse. Él lo hizo el 13 de frimario (13 de
diciembre de 1793):
“¿Tal vez he perdido aquellos rasgos que caracterizan la figura de un
hombre libre? ¿No soy ya aquel mismo hombre que se encontraba a
vuestro lado en los momentos de crisis? ¿No soy el hombre que ha sido
obstinadamente perseguido?... Os asombraréis cuando os haga saber mi
vida privada, al ver que la colosal fortuna que me atribuyen mis enemigos
y los vuestros se reduce a la pequeña parte de bienes que siempre he
tenido. Desafío a los malvados a presentar contra mí la prueba de
cualquier delito. Todos sus esfuerzos no podrán conmoverme. Deseo
permanecer de pie con el pueblo. Me juzgaréis en su presencia...”
Robespierre tomó la defensa de Danton:
“Danton, ¿no sabes tú que cuanto más coraje y patriotismo tiene un
hombre, tanto más los enemigos de la cosa pública se encarnizan para
perderlo?...”
El asunto no continuó. En aquel mismo momento Danton estaba secundando
los esfuerzos del Comité de salud pública contra la descristianización: la
estabilidad del Gobierno revolucionario exigía la unión de todos los
montañeses. Danton había tomado, en efecto, neta posición contra la
descristianización y sus propulsores. El 6 de frimario (26 de noviembre de
1793) se levantó violentamente contra las mascaradas antirreligiosas,
exigiendo que se pusiera freno al asunto. Al mismo tiempo vigilaba a los
extremistas; se debía infundir energía al gobierno, pero también reconducir al
Terror a sus verdaderos objetivos:
“es por cierto bello que los representantes se humillen ante el poder
supremo, pero sería bello que previnieran y dirigieran sus movimientos
inmortales.”
El 10 de frimario (30 de noviembre de 1793), Danton se opuso a la supresión
del salario de los sacerdotes constitucionales y por lo tanto a la separación de
Iglesia y Estado. El pueblo, sobre todo el de las campañas, no estaba maduro
para esta medida; era un delito de lesa nación privar al pueblo de los hombres
entre los que podía hallar aún alguna consolación. El 12 de frimario (2 de
diciembre de 1793), cuando un postulante a la barra de la Convención
comenzó la lectura de un poema en honor de Marat –en aquel momento objeto
de un culto propiamente dicho en las secciones parisienses– Danton replicó
bruscamente:
“También yo he defendido a Marat de sus enemigos, también yo he
admirado las virtudes de este republicano; pero luego de haber hecho su
apoteosis patriótica, es inútil escuchar todos los días su elogio fúnebre.”
El golpe de freno estaba dado. El apoyo de Danton a la política gubernativa de
estabilización no carecía por cierto de segundos fines personales y políticos. Él
intentaba salvar a los amigos que habían sido arrestados en el asunto de la
conspiración del exterior o que, como Fabre d’Eglantine, estaban implicados
en el asunto de la liquidación de la Compañía de las Indias. Danton miraba

103
Albert Soboul

más allá: alentar el impulso de las fuerzas del Gobierno revolucionario. La


política dantonista se oponía en todos los puntos al programa popular
sostenido por Hébert y por sus amigos cordeleros: terror extremo, máximum
aumentado, guerra a ultranza. El ataque del gobierno contra la
descristianización extinguió la reacción y favoreció la ofensiva dantonista. La
lucha de las facciones se desencadenó. La misma tuvo las más graves
consecuencias para el Gobierno revolucionario, pero también para el
movimiento popular, y aun para la Revolución misma.

ESTRATEGIA DE LA MODERACIÓN: UN ERROR HISTÓRICO

Este período de la vida política de Danton, desde fines del verano de 1793
hasta la mitad del invierno de 1794, cuando fue asumiendo lentamente la
figura de jefe de la oposición, requiere una reflexión crítica. Después de
sostener el segundo Comité de salud pública, Danton se rehusó a ingresar en
el mismo. El 25 de setiembre de 1793 sus amigos atacaron en la Convención
la política del gobierno e intentaron derribar al Comité. El 12 de octubre Danton
se retiró a Arcis-sur-Aube: con ello pretendía, sin duda, subrayar su
desaprobación en cuanto a los procesos contra María Antonieta y los
girondinos. Deseaba moderar el Terror, limitar la represión a los conspiradores
y a los traidores comprobados, disciplinar el movimiento popular, poniéndolo
bajo el control del gobierno. ¿Pero por qué en tales condiciones no ingresó en
el Comité de salud pública en modo de apoyar la acción moderadora de
Robespierre, Por lo menos en esto, Danton cometió un error grave. Tal vez lo
comprendió, y así se podría explicar su brusco regreso: reaparece en la
Convención el 1° de frimario (21 de noviembre de 1703). Entonces se coloca
abiertamente junto a Robespierre, sosteniendo la acción de éste contra los
propulsores de la descristianización. Por su parte, el Incorruptible toma
valerosamente su defensa ante los jacobinos.
Pero también es posible otra explicación, si se admite que Danton estaba
implicado en las maniobras de sus amigos, los diputados que se habían
comprometido, Fabre d’Eglantine en particular, en el asunto de la liquidación
de la Compañía de las Indias, o –en complicidad con Batz– en favor de los
banqueros extranjeros. El arresto de Chabot y de Basire, sin duda le ha hecho
temer verse implicado en el proceso de éstos; Basire, en una declaración
escrita, lo llamaba a la causa. Según lo que nos dice Garat, Mergez, el sobrino
de Danton, le habría aconsejado volver a París:
“Vuestros amigos os invitan a volver a París lo antes posible. Robespierre
y los suyos concentran sus esfuerzos contra vos.”
En aquel momento el Comité de salud pública estaba empeñado contra el
movimiento popular y los propulsores de la descristianización; no existe el
mínimo indicio de que en noviembre de 1793 el Comité deseara proceder
contra Danton. Pero es posible que Chabot y Basire, o Fabre d’Eglantine, que
los había denunciado pero que se sentía amenazado, hayan presentado las
cosas de tal modo para poder llamar a Danton en su ayuda. Cualesquiera
hayan sido las motivaciones de Danton a fines de 1793, él parecía, en aquella
fecha, lo hubiera deseado o no, el jefe de la oposición. Aprovechando el apoyo

104
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

que había ofrecido al Comité de salud pública contra el movimiento popular y


contra los propulsores de la descristianización, los amigos de Danton se
esforzaron por manejar el Comité y aun por derribarlo. Explotaron contra el
mismo los rigores de la represión terrorista, como el descontento que
suscitaban el reclutamiento en masa y la aplicación del maximun [precio
máximo]; reunieron a todos aquellos que se sentían perjudicados por la política
de guerra a ultranza; ellos aparecieron como el partido de la paz. Sin duda
Danton siempre se abstuvo, ya sea en la Convención o frente a los jacobinos,
de presentarse como el jefe, pero nunca los desaprobó. A comienzos de 1794
sus intervenciones se tornan más críticas, más incisivas.
Esta política de moderación, en el momento en que se preparaba la campaña
militar de la primavera de 1794, presentaba los mismos inconvenientes de la
política de negociaciones desarrollada en la primavera precedente. La misma
sólo podía alentar las energías de la defensa nacional, cuando la República no
tenía aún otra vía de salida que la victoria. Desde el punto de vista del Comité
de Salud Pública, volcado a la lucha contra el enemigo, esta oposición sólo
podía ser considerada como un delito. No se desea negar aquí las
responsabilidades del Comité; pero Danton, con su posición, ha hecho
precipitar una crisis que lo arruinó a él mismo y que también infligió un golpe
irremediable a la Revolución y al partido montañés.

LA OFENSIVA INDULGENTE

Danton había definido su línea política moderada el 11 de frimario del año II (1°
de diciembre de 1793). Aquel día Cambon había propuesto el cambio forzado
del numerario contra los asignados, una medida requerida por los sans
culottes. Danton se opuso a ello y notificó a las picas (es decir, a los sans
culottes) que la parte de ellos había terminado.
“Recordemos que si con la pica se derriba, es con el compás de la razón
y del genio que se puede alzar y consolidar el edificio de la sociedad.”
La campaña del “Vieux Cordelier” dio considerable amplitud a la ofensiva
dantonista y puso en juego toda la política del gobierno. Camille Desmoulins
lanzó su primer ataque el 15 de frimario (5 diciembre de 1793):
“¡Oh Pitt rindo homenaje a tu genio.”
Según Desmoulins todos los revolucionarios a ultranza eran agentes de Pitt.
En el segundo número del 20 de frimario (10 de diciembre), Camille se daba a
un violento ataque contra los propulsores de la descristianización. El 25 de
frimario (15 de diciembre) apareció el número 3 del “Vieux Cordelier”: en él se
cuestionaba todo el sistema del terror y al mismo gobierno revolucionario. Este
número obtuvo notable éxito, despertando las esperanzas de todos los
adversarios del régimen. La ofensiva indulgente se desarrolló ulteriormente.
Fabre d’Eglantine, que había sabido engañar en modo perfecto al Comité de
Salud Pública, denunció el 20 de frimario (19 de diciembre de 1793) a dos de
los jefes revolucionarios más notorios: Vincent, secretario general del
Ministerio de Guerra, y Rancin, general del ejército revolucionario. La
Convención decretó el arresto de ambos.
105
Albert Soboul

El desarrollo de las cosas no fue propicio todavía por mucho tiempo. El


gobierno revolucionario no podía dejarse desviar de su camino. El 18 de
nevoso (7 de enero) el "Vieux Cordelier" fue denunciado a los jacobinos;
Robespierre previno a Camille y concluyó que se debían quemar sus
periódicos: “Quemar no es responder”, rebatió Camille. Al día siguiente Danton
fue en ayuda de su amigo:
“Camille no debe sorprenderse de las lecciones un tanto duras que la
amistad de Robespierre le ha impartido. Ciudadanos, que la justicia y la
sangre fría dominen siempre en vuestras decisiones. Al juzgar a
Desmoulins, tened cuidado de no aplicarle un golpe funesto a la libertad
de prensa.”
Aquel mismo 19 de nevoso (8 de enero de 1794), Fabre d’Eglantine,
definitivamente comprometido por el descubrimiento del proyecto de decreto
sobre la liquidación de la compañía de las Indias, falsificado por su mano, fue
denunciado por Robespierre a los jacobinos. Fue arrestado en la noche entre
el 23 y el 24 de nevoso (12-13 de enero de 1794). El 24 de nevoso, en la
Convención, Danton asumió directamente la defensa de Fabre, solicitando que
los diputados arrestados fueran trasladados a la barra para ser juzgados ante
el pueblo. Billaud-Varenne se levantó contra esta propuesta.
“Desgracia sobre aquel que se ha puesto al lado de Fabre y que es aún
su juguete.”
Era el jaque de la ofensiva de los indulgentes. Más aún, ya comprometidos,
fueron muy pronto amenazados por el contraataque de sus adversarios, los
“exagerados” de la facción ultra. Al desencadenarse la lucha de las facciones,
en el torbellino de la crisis que se desarrollara a fines del invierno, en vísperas
del inicio de la nueva campaña militar, el gobierno revolucionario, al verse
amenazado desde todas partes, intervino para liquidar las facciones.

LA CRISIS DE VENTOSO DEL AÑO II

En el curso del invierno la crisis se había ido definiendo. Crisis social por sobre
todo: las tasas, la regulación y la dirección autoritaria de la economía se
revelaban incapaces de asegurar un aprovisionamiento satisfactorio de la
población parisina; la crisis de las mercaderías exacerbaba a la mentalidad
terrorista. Pero también crisis política: las exigencias de la defensa nacional y
la concepción jacobina del poder llevaban en modo creciente al gobierno
revolucionario a asegurarse de la obediencia pasiva de las organizaciones
populares, a reducir progresivamente las prácticas populares de la democracia
a la medida burguesa. La alianza entre el descontento popular y la oposición
“exagerada” constituía una grave amenaza para el gobierno revolucionario.
Hacia la mitad de ventoso la oposición exagerada se tornó rígida. El 12 (12 de
marzo de 1794) Ronsin, que había sido liberado, proclama la necesidad de
una insurrección; el 14 se descubrió la placa de la declaración de los derechos
del hombre; Carrier y Hébert reclamaron nuevamente una insurrección, una
“santa insurrección”. Fallida la reconciliación entre jacobinos y cordeleros, y no

106
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

extinguida la oposición, el Gobierno revolucionario perdió la paciencia. En la


noche entre el 23 y 24 de ventoso (13-14 de marzo de 1794), los principales
dirigentes cordeleros, Hébert, Ronsin, Vincent, Momoro... fueron arrestados y
llevados ante el tribunal revolucionario. Condenados a muerte, fueron
guillotinados el 4 de germinal del año II (24 de marzo de 1794).

EL PROCESO DE DANTON
Los indulgentes creyeron llegado el momento propicio. Hacia fines de ventoso
acentuaron su presión; el número siete del “Vieux Cordelíer”, que fue
secuestrado, dirigía una violenta requisitoria contra la política del Gobierno
revolucionario. Pero el Comité de salud pública, que había castigado a los
exagerados luego de muchas hesitaciones, pretendía ahora no dejarse vencer
por la oposición moderada. Ya el 28 de ventoso (18 de marzo de 1794) la
Convención había acusado a los diputados comprometidos en el asunto de la
Compañía de las Indias: Fabre d’Eglantine, Chabel Basare, Delaunay, todos
los amigos de Danton. La víspera, el 27 de ventoso (17 de marzo), Danton
había hablado por última vez a los jacobinos; desde hacía algún tiempo
aparecía esporádicamente por el club y la Convención. Advertido numerosas
veces de las amenazas que se acumulaban contra él, se mostraba
despreocupado: “¡No osarán!” A un amigo que le habría aconsejado huir, le
habría respondido: “¡No se lleva a la patria en la suela de los propios zapatos!”
Finalmente, Billaud-Varenne y Collot d'Herbois, inquietos por la proscripción de
Hébert y de sus amigos, sostenidos por el Comité de seguridad general,
comprendieron las hesitaciones de Robespierre. En la noche entre el 9 y el 10
de germinal (29-30 de marzo de 1794), Danton, Camille Desmoulins y algunos
otros amigos de ellos fueron arrestados. El 11 de germinal (31 de marzo), en
base a los apuntes proporcionados por Robespierre, Saint-Just leyó a la
Convención su informe:
“sobre la conjura urdida desde hacía años por las facciones criminales, y
contra Fabre d’Eglantine, Danton, Philippeaux, Laeroix y Camille
Desmoulins, imputados de complicidad con estas facciones”.
La Convención procedió a la ratificación luego de un discurso patético de
Robespierre:
“También yo era amigo de Pétion, pero desde que dejó caer la máscara lo
abandoné; también yo tenía relaciones de amistad con Roland; pero él
traicionó y yo lo denuncié. Danton desea ocupar el lugar de ellos, y él, a
mis ojos, no es más que un enemigo de la patria.”
Frente al Tribunal revolucionario, Danton compitió en audacia y denunció a sus
acusadores.
“¡Yo, vendido! Los hombres de mi temple no tienen precio; sobre nuestra
frente está impreso en modo indeleble el sello de la libertad, el genio
republicano. ¡Yo vendido a Mirabeau! ¡Que se adelanten los que saben de
este negocio! ¿Cómo me ha comprado? Un hombre como Danton no
tiene precio.”
Y también:

107
Albert Soboul

“Jamás la ambición y la codicia tuvieron poder sobre mí; jamás guiaron


mis acciones; jamás estas pasiones me impulsaron a comprometer la
cosa pública; completamente dedicado a la patria, a Ella le ofrecí el
generoso sacrificio de toda mi existencia.”
Y finalmente:
“Desde hace dos días el Tribunal ha aprendido a conocer a Danton;
mañana él espera dormir en el seno de la gloria. Nunca ha solicitado
gracia, y se lo verá subir al patíbulo con la serenidad propia de la calma y
la inocencia. Mi morada será bien pronto la nada y mi nombre estará en el
Panteón.”
Finalmente, para poner término a los debates, un decreto de la Convención
permitió condenar sin debates a todos los imputados que hubieran
transgredido la justicia nacional.
“Francia y la posteridad sabrán que se le negaron a Danton los
testimonios que él juzgaba necesarios para justificarse. Yo no deseo
defenderme, que se me conduzca a la muerte, me adormeceré en la
gloria.”
Danton y sus amigos fueron guillotinados el 16 de germinal del año II (5 de
abril de 1794). Al subir al patíbulo, Danton le dijo al verdugo:
“Muestra luego mi cabeza al pueblo, porque vale la pena.”

DANTON Y ROBESPIERRE

El drama de germinal fue decisivo. En Hébert y en sus amigos el Gobierno


revolucionario ha condenado al movimiento popular que lo había llevado al
poder. También fue inútil la condena de Danton. La represión que siguió a los
grandes procesos de germinal, no obstante su carácter limitado, produjo en los
militantes un complejo de temor que terminó por paralizar toda la vida política.
“La revolución está congelada”, dirá muy pronto Saint-Just. Germinal fue el
prólogo de termidor. No será inútil precisar en este punto la posición de
Robespierre en cuanto al proceso de Danton. Entre los dos hombres
subsistían vínculos de amistad, como lo demuestran las cartas afectuosas de
Robespierre en febrero de 1793, cuando murió la primera mujer de Danton. En
diciembre de 1793. Robespierre declaraba aún a los jacobinos:
“Es evidente que Danton ha sido calumniado... Tal vez me equivoqué
acerca de Danton, pero he vivido en su familia, sólo merece elogios.”
Sin embargo, es justamente Robespierre quien redacta las notas que sirvieron
a Saint-Just para desarrollar su requisitoria: ellas revisan toda la política de
Danton desde el comienzo de la Revolución. Se presentan entonces dos
hipótesis; o Robespierre disimuló por mucho tiempo sus verdaderos
sentimientos para con Danton, o de pronto cambió de opinión a fines del
invierno del año II, al acercarse la primavera de 1794. Robespierre conocía,
naturalmente, las acusaciones que se dirigían a Danton, acusaciones que
desde 1791 eran de dominio público. Pero no tenía las pruebas que luego
108
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

tuvieron a su disposición los historiadores, y no podía conocer todas las


circunstancias sospechosas de la carrera de Danton que se revelaron sólo
después. Robespierre nunca le dio importancia a lo que podía saber: Danton
caminaba en el sentido de la Revolución; a fines de 1793 apoyaba todavía la
política de Robespierre, que intentaba detener el movimiento de la
descristianización. Y Robespierre era demasiado buen político como para
descuidar tal apoyo o para hacer el juego de los contrarrevolucionarios con
acusaciones desconsideradas. Sin embargo, a fines de 1793 y a comienzos de
1794, una serie de hechos trae a la luz lo que hasta ese momento había
permanecido en la sombra. Chabot, Basire. Fabre d’Eglantine, todos amigos
de Danton, están comprometidos en la conspiración del exterior y, a propósito
del asunto de la Compañía de las Indias, son culpables de venalidad. Al mismo
tiempo, otros amigos de Danton, Camille Desmoulins en particular con su
“Vieux Cordelier”, atacan la política del Comité de salud pública. Muy lejos de
desaprobar a sus propios amigos, Danton asume una actitud crecientemente
reticente con respecto a la política gubernativa. En esta situación, las antiguas
acusaciones de venalidad dirigidas contra Danton parecen probables: la
corrupción de sus amigos las confirman. Toda la carrera política de Danton se
torna, entonces, sospechosa. Robespierre la reconsidera bajo esta nueva luz;
de aquí sus notas transmitidas a Saint-Just.
Dicho esto, si las acusaciones de Robespierre y de Saint-Just fueron
pronunciadas de buena fe, las mismas no podían, entonces, fundarse en
documentos que no conocían. Indudablemente es por esta razón que
Robespierre no insiste en la acusación de venalidad, limitándose a informar los
hechos cuya convergencia implicaba la corrupción, pero sin extenderse,
porque no poseía pruebas formales. La convicción se fundaba esencialmente,
más que en los sucesos de frimario y de nevoso, en lo que Georges Lefebvre
llama los “documentos de opinión”; Robespierre, al examinar críticamente la
carrera de Danton a la luz de las recientes circunstancias del conjunto de las
voces y de los juicios desfavorables de la opinión pública, se sintió llevado a
adherir a los mismos.
Se puede admitir que Robespierre se haya engañado con respecto a Danton
acerca de éste o aquél punto o también acerca del todo. Se puede sostener
que el proceso de germinal haya sido un error político, cargado de
consecuencias irremediables. No se puede desconocer que Robespierre haya
tenido buena fe y que estuviera sinceramente convencido de que el proceso de
Danton y de la facción moderada e indulgente estaba justificado y era
necesario para la salvación de la República. Al término de este perfil, tal vez es
necesario subrayar los aspectos que fueron discutidos por la historia en esta
carrera de revolucionario tan movida y rica en episodios tan contradictorios. En
todas las controversias acerca de Danton, el problema que se halla en el
centro del debate es el de su patrimonio y, como consecuencia, el de su
venalidad. ¿Cómo fueron efectivamente las cosas en cuanto a este punto?
Pero más allá de este problema y para explicar la complejidad de su acción
política, es oportuno precisar los rasgos del carácter de Danton.

109
Albert Soboul

PATRIMONIO Y VENALIDAD DE DANTON

Danton compró con 78.000 libras su oficio de abogado en el Consejo del rey, el
29 de marzo de 1787. En aquel tiempo su fortuna estaba valuada en 12.00
libras, comprendida en ella la mitad de la casa paterna en Arcis. Danton
entregó 56.000 libras en efectivo, de las cuales 15.000 le fueron prestadas por
su futuro suegro y 36.000 por cierta, señorita Duhautoir: otras 5.000 libras le
fueron prestadas, pero no se sabe por quién. En cuanto a las restantes 22.000,
las mismas fueron seguramente pagadas, dado que el 3 de diciembre de 1789
Danton obtuvo el recibo definitivo. ¿Cómo logró liberarse de estas deudas?
Las 36.000 libras de la señorita Duhautoir, así como las 5.000 de procedencia
desconocida, fueron seguramente devueltas, dado que el 11 de octubre de
1791, fecha en que el oficio fue devuelto, no existió ninguna oposición. En
cuanto al suegro, recuperó su parte sobre la dote de la hija, que era de 20.000
libras. Desde 1787 a 1791, Danton debe conseguir entonces 58.000 libras para
pagar sus propias deudas, más los gastos e intereses. Ejerció la profesión de
abogado por cuatro años, hasta marzo de 1791. ¿Cómo pudo, con los ingresos
de su trabajo, mantener a la familia, pagar a sus empleados y saldar las
deudas? No se sabe cuantos asuntos atendió Danton. Robinet, un historiador
favorable a él, considera que la profesión pudo haberle rendido 20.000 libras al
año; Madelin, más prudente, 9.000, suma que parecería más probable. En
tales condiciones es difícil admitir que Danton haya podido pagar sus
compromisos sin una ayuda desconocida, más bien una ayuda inconfesable,
porque ni él ni sus amigos jamás hicieron alusión a la misma. En aquel mismo
lapso, el 24 de marzo y el 12 de abril de 1791, Danton compró en su pueblo
natal bienes nacionales por 56.500 libras y, además, el 13 de abril, a un
particular, por 25.000 libras, su casa de Arcis-sur-Aube. Tales adquisiciones
fueron pagadas en dinero contante, cuanto el decreto del 9-27 de julio
concedía a los adquirentes de bienes nacionales el derecho, luego de haber
desembolsado en efectivo el 22 % de la suma, a pagar el resto en doce años.
Danton se apresuró a pagar todo, apresuramiento que no podía dejar de
parecer sospechoso a sus contemporáneos. El 28 de octubre de 1791 Danton
realiza una nueva compra a un particular. Y hará otras, como resulta de la
reventa de sus bienes del año II, luego de su ejecución. En total había
adquirido bienes inmuebles por 43.650 libras, de los que a su muerte había
pagado 27.585 libras. Más grave, sin duda, es el hecho de que Danton haya
procurado ocultar sus adquisiciones, luego de haber tratado de explicarlo con
la devolución de su cargo, declarando, el 13 de frimario del año II (3 de
diciembre de 1794) a los jacobinos:
“...la colosal fortuna que mis enemigos y los vuestros me han atribuido, se
reduce a la modesta parte de bienes que siempre he poseído.”
Flagrante mentira. Agréguese el hecho de que Danton llevaba una vida si no
fastuosa, por lo menos muy cómoda, sin privarse nunca de nada. Aparte del
departamento en la Corte de. Comercio, en París, tenía un segundo
departamento en Choísy-Le-Roi y aún otro en Sévres. Sus defensores han
recordado sos remuneraciones. Si en marzo de 1791 cerró su oficina, en
diciembre del mismo año fue elegido sustituto del procurador de la comuna de
París, con un estipendio de 6.000 libras anuales; se debe tener en cuenta,

110
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

además, la devaluación del asignado. Luego del derrocamiento de la


monarquía, el 10 de agosto de 1792, Danton es ministro con el estipendio de
100.000 libras anuales: pero sólo lo es por dos meses. Durante el resto del
tiempo él sólo goza de su remuneración como representante del pueblo en la
Convención, 18 libras diarias, 540 mensuales, pero que en octubre de 1793,
dada la devaluación, sólo valían 162. ¿Cómo habría podido mantener su tenor
de vida con tan míseros recursos? Se plantea así el problema de la venalidad
de Danton.
Atestiguada por los contemporáneos, quienes sin embargo no podía basar su
opinión en pruebas formales, la venalidad de Danton fue admitida por la mayor
parte de los historiadores hasta el Segundo Imperio.
La publicación, en 1851, de una carta de Mirabeau, de fecha 10 de marzo de
1791, se consideró decisiva. Louis Blanc y Michelet se declaran convencidos.
La reacción comenzó hacia 1860 con la publicación de los libros de Robinet;
los positivistas hicieron de Danton a su héroe. Luego de 1870 los republicanos,
aun los radicales, opusieron a Danton a Robespierre, juzgando a este último
demasiado comprometedor por su terrorismo. Se terminó por erigirle a Danton
una estatua en aquel barrio que él había tornado ilustre a partir de 1789.
Importantes estudios de Aulard, el primer titular de la cátedra de historia de la
Revolución francesa en la Sorbona, confirmaron la nueva teoría. La
contraofensiva se desarrolló a comienzos del siglo XX; fue conducida con
dinamismo por Albert Mathiez, fundador en 1908 de la “Sociedad de estudios
robespierristas”. Sus investigaciones volvieron a cuestionarlo todo.
Esforzándose por demostrar que se limitaba a retomar la antigua tesis, Mathiez
enriquecía notablemente la documentación de la misma. Sin embargo, si bien
muchas de sus conclusiones son esenciales, conviene tener en cuanta la
posición, más esfumada, que sostiene Georges Lefebvre. Aunque evidente
para sus contemporáneos, la venalidad de Danton no fue probada cuando
estaba en vida, por falta de aquellos documentos sobre los cuales el
historiador puede basarse hoy para intentar alcanzar la realidad objetiva. Tales
documentos se refieren a cierto número de asuntos o de sucesos de los que
recordaremos los siguientes:

1) Relaciones con los ministros de los Asuntos Extranjeros, Montmorin y luego


De Lessart. Tales relaciones habrían comenzado a partir de las jornadas de
octubre de 1789. Están probadas por tres testimonios: de Brissot, de Bertrand
de Molleville y de Lafayette.
Escribe Brissot en sus Memorias:
“Vi el cobro de 100.000 escudos que le fueron entregados por
Montmorin.”
Bertrand de Molleville narra haberle escrito a Danton, el 11 de diciembre de
1792, las siguientes palabras:
“Era un grupo de cartas que el difunto M. de Montmorin me había
confiado hacia fines del mes de junio y que traje conmigo, hallé una nota
que indicaba, precisando las fechas, las diversas sumas que vos habéis

111
Albert Soboul

tomado de los fondos de los gastos secretos de los Asuntos exteriores,


las circunstancias en que os han sido dadas y la persona mediante la cual
fueron estipulados y efectuados los pagos. Vuestras relaciones con esta
persona están confirmadas por un billete escrito por vuestro puño...”.
El testimonio de Lafayette es menos importante, porque se base en relatos que
le hicieran, probablemente Montmorin (habría encontrado a Danton en la casa
del ministro “la misma noche en que se concluía esta transacción”).
Estos testimonios han sido discutidos, contestados. ¿Habría sido tan loco
Danton como para dar recibos? ¿Y en qué modo habría llegado Brissot al
conocimiento? En efecto, según el testimonio de Molleville, no se trataba de un
recibo, sino de una carta enviada al intermediario que, unida a la cuenta de los
fondos secretos, podía ser considerada un recibo. Brissot, como miembro del
Comité político de la Asamblea legislativa, tenía libre acceso a los Asuntos
exteriores, en la época en que Dumouriez era ministro; allí pudo haber visto los
documentos. Que estos documentos acusatorios hubieran desaparecido
inmediatamente, es un servicio que Lebrun, ministro de Asuntos exteriores
después del 10 de agosto, no podía negar a su colega Danton.

2. Los pagos de la Lista civil. El documento fundamental en que se basa esta


acusación está constituido por la carta de Mirabeau al conde de La Marck, de
fecha 10 de marzo de 1791 y publicada en 1851. Mirabeau había propuesto a
Luis XVI un proyecto de corrupción que tenía particularmente en cuenta a los
periodistas y a los integrantes de clubes; el dinero provenía de la Lista civil en
base a las indicaciones de Talon; el conde de La Marck también participaba en
esta empresa. El sentido de la carta de Mirabeau: Talon ha pagado 30.000
libras a Danton, Mirabeau ha sido advertido de ello; pero él también sabe que
el artículo aparecido en el N° 67 de “Révolutions de France et de Brabant”,
donde se lo ataca violentamente, es obra de Danton; se lamentan, por lo tanto,
de lo que él considera una deshonestidad. En apoyo de la carta de Mirabeau,
el historiador Albert Mathiez ha informado del testimonio del mismo Talon, en el
año XII, ante la policía de Bonaparte: en él declara haber tenido relaciones con
Danton con el propósito de proveer a la seguridad del rey.
Se trata probablemente de marzo de 1791, un momento en el que
efectivamente se temían desórdenes en París, si el rey hubiera recibido la
comunión pascual de manos de un sacerdote refractario, o si hubiera intentado
alejarse de París de propósito, como sucederá en abril. Talon, distribuidor de
los fondos de la Lista civil, ¿cómo habría podido emplear a Danton sin
retribuirle?

3. El proceso al rey. En su interrogatorio del año XII, Talon declaró haberse


acercado a los coligados y sobre todo a Pitt, para convencerlos a sostener “los
sacrificios pecuniarios exigidos por Danton”. Théodore de Lameth atestigua por
otra parte que Danton distribuyó dinero para salvar a Luis XVI y que en este
asunto Chabot fue uno de sus agentes.

112
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Ahora se ha probado que el banquero Lecoulteux de Canteler entregó


2.300.000 francos a Ocariz, el negociante español en París para comprar el
voto de los representantes, y que Chabot recibió medio millón, Cosa que da
cierto peso a la afirmación de Théodore de Lameth. Que la política de Danton
era la de salvar al rey, lo demuestran las tratativas de su amigo Noël,
negociador en Inglaterra, en particular con Talon. Pero para salvar al rey hacía
falta dinero. ¿Se puede creer que Danton no se haya reservado su parte?
Observemos, sin embargo, que sobre este punto el historiador no dispone de
un documento tan preciso como la carta de Mirabeau. En cuanto a otras
cuestiones, los indicios contra Danton parecen menos fundados, y se carece
de documentos decisivos. Así, por ejemplo, en lo que respecta a las relaciones
con los Lameth, ¿Danton estaba a sueldo? Nada lo atestigua con seguridad.
Sin embargo, tuvo estrechos vínculos con ellos, y sin duda fue por medio de
ellos que supo de la represión que estaba preparándose para el 17 de julio de
1791, en el momento de la firma de la petición del Campo de Marte; Danton
pasó aquel día en la campaña. A Danton se dirigió Théodoro de Lameth, en
setiembre de 1792, para obtener un pasaporte. A él recurrió para intentar
salvar al rey. También es Danton quien se ocupa de salvar a Duport, amigo de
Lameth, encarcelado en Melun, y quien se encarga de que se le otorgue a
Talleyrand, perteneciente al mismo grupo, una misión en Londres, que de
hecho le permitió emigrar a aquél. Así en lo que respecta al asunto del 10 de
agosto. El 20 de junio de 1792 la Corte distribuyó mucho dinero. Lafayette
escribe que Danton habría recibido 50.000 escudos, y que Madame Elisabeth,
hermana del rey, habría declarado: “Estemos tranquilos, podemos contar con
Danton.” Pero acerca de este punto no existe ningún documento seguro.
Así, en fin, en lo que respecta a las cuentas ministeriales de Danton. Como
ministro, aparte de los créditos ordinarios, podía disponer de tres tipos de
fondos excepcionales: 200.000 libras para gastos extraordinarios (sólo empleó
68.684); 200.000 libras para gastos secretos; 147.910 libras que le fueron
acordadas, siempre para gastos secretos, por el ministro de Asuntos
exteriores. La cuenta justificativa fue hallada sólo para los gastos extraordina-
rios. En lo que respecta a los gastos secretos, Danton pretendió haberlos
justificado ante sus colegas, en ausencia de Roland, y los ministros
atestiguaron en su favor. ¿Testimonios complacientes?... En cuanto a los
fondos de los Asuntos exteriores no se solicitó a Danton ninguna cuenta: sin
duda, se ignoraba su atribución. Pero dicho esto, no se puede afirmar que
Danton haya empleado tal dinero en gastos personales: nunca se sabrá nada.
No se puede, entonces, utilizar contra Danton el asunto de las cuentas
ministeriales. El problema de la venalidad de Danton exige, sin embargo, para
ser completamente resuelto, que se conozcan exactamente los servicios que
Danton pudo prestar a quienes le habían pagado. Si bien su caso es menos
preciso que el de Mirabeau (el historiador Aulard ha desafiado a los
acusadores de Danton a citar una “sola circunstancia en la que Danton hubiera
hecho el juego de Luis XVI”), el mismo presenta, sin embargo, alguna
verosimilitud. Sin duda, Danton fue utilizado por la Corte como informante.
Michelet lo intuyó, cuando definió a Danton “un bravo de la plaza que se hacía
pagar para proteger a la Corte”. En efecto, podía servirla orientando
personalmente, o mediante sus amigos, las opiniones revolucionarias,
hablando o callando, organizando manifestaciones o absteniéndose. La actitud

113
Albert Soboul

de Danton en cuanto a Lafayette resulta significativa a este respecto. Lo ataca


después de las jornadas de octubre de 1789, en una época en la que el “héroe
de los dos mundos” resulta particularmente odioso a la Corte, para cesar en el
verano de 1790, cuando Mirabeau, entrado en el servicio de Luis XVI, trata de
coordinar su acción con la de Lafayette. A comienzos de 1791 cesa el acuerdo
con Lafayette y los ataques de Danton se reinician. En algunas circunstancias,
Danton pudo ser utilizado por la Corte aun sin saberlo él mismo, por ejemplo
haciendo votar mociones aparentemente inofensivas, pero que el gobierno de
Luis XVI juzgaba favorables a los propios designios. Estas son las
probabilidades, pero se trata sólo de probabilidades. Repitamos, entonces, las
conclusiones de Georges Lefebvre sobre este punto:
“Acerca de lo que la Corte obtiene de él, nada sabemos, dada la carencia
de pruebas formales.”
El historiador, que en cuanto al problema de la venalidad de Danton ha
adoptado una posición “intermedia” entre la de Aulard, defensor, y la de
Mathiez, acusador, considera en último análisis que la venalidad está probada
formalmente por los testimonios de Mirabeau y de Talon, que está atestiguada
sin objeciones esenciales por los testimonios de Brissot, de Bertrand, de
Moleville y de Lafayette, y que la misma es sumamente probable en lo que
concierne al rey.

DANTON, HOMBRE Y POLÍTICO

En la carrera de Danton las contradicciones abundan, y los ejemplos no faltan.


Luego de la fuga del rey a Varennes, Danton se empeñó a fondo en el
movimiento revolucionario. El 16 de julio estaba aún en el Campo de Marte;
pero el 17, el día de la masacre, se hallaba en la campaña. Sabía que sería
proclamada la ley marcial y abandonó a sus amigos a su suerte para ponerse
al resguardo. A fines de 1791 Danton, de acuerdo con Robespierre, se opone
en un primer momento a la guerra, pero cuando la corriente favorable a la
guerra lleva la mejor parte, deja de oponerse a ella y se une a la Gironda.
A fines de 1792, después de Valmy, al comienzo se muestra favorable a la
guerra de propaganda, luego propone decretar que la patria ya no está en
peligro. En el proceso contra Luis XVI intriga para salvarlo, pero vota por su
muerte.
Las relaciones de Danton con Dumouriez son sospechosas. En los primeros
meses de 1793 los dos hombres están estrechamente unidos. El 15 de marzo
Danton se opone al decreto de acusación contra el general rebelde y es el
único que lo defiende hasta el fin. A falta de pruebas, no se puede acusar a
Danton de complicidad con Dumouriez. La posición de Danton en cuanto al
Comité de salud pública no es menos desconcertante. De él sale en ocasión
de la renovación del 10 de julio de 1793; pero muy pronto contribuye a
incrementar su poder. Interviene para salvarlo, en ocasión de la crisis del 5 de
setiembre de 1793; pero se rehúsa a ingresar en él, cuando hubiera podido
trabajar, de acuerdo con Robespierre, en la normalización y moderación del
terror. Pronto toma la figura del opositor, pero sin asumir plenamente las

114
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

responsabilidades del jefe de la oposición. De este comportamiento ambiguo


se han dado dos interpretaciones. Para Mathiez, que no se ha limitado a
retomar y a definir la acusación de corrupción, Danton es sólo un político de
escasa importancia, un aventurero. Para Barthou, que absuelve a su héroe de
la acusación de venalidad, Danton es un realista; sin ninguna propensión por
las ideas generales, por los sistemas, él hablaba y actuaba según las
circunstancias, pero siempre en función de su objetivo: salvar a la patria, a la
que identificaba con la Revolución. Existe sin duda algo de verdadero en esta
explicación. No se le puede reprochar a Danton el haber nutrido propósitos
violentos para conservar el propio ascendente sobre las masas parisinas:
procedimiento habitual en política. Como tampoco se le puede reprochar el
haber exaltado públicamente la “audacia” contra el enemigo externo, aunque
sin cesar de pensar en la paz y al mismo tiempo entablando negociados:
procedimiento habitual en diplomacia. No existe contradicción lógica en esta
doble posición.
Sin embargo, algunas variantes de la conducta de Danton escapan a esta
interpretación. Por ejemplo en el episodio del Campo de Marte y en el proceso
al rey. Además se debe observar que en estos casos se trataba de una
debilidad muy humana. El 7 de julio de 1791 Danton debía ponerse al
resguardo. Y en el asunto del rey, los propósitos por él manifestados a
Théodore de Lameth iluminan su posición muy humana:
“Si pierdo toda esperanza –os lo declaro– no quiero que mi cabeza caiga
con la suya, y estaré entre aquellos que lo condenen.”
Realista y aventurero-, Danton fue sin duda, por algunos momentos, lo uno y lo
otro. Pero estos dos aspectos no bastan para explicar la complejidad de su
comportamiento. Es necesario, también, tener en cuenta su temperamento.
¿Sus propósitos eran contradictorios? Danton improvisaba, era sensible a las
relaciones de la multitud; siempre pronto a modificar su línea de conducta, a
buscar los aplausos. ¿Incoherente, su conducía? Danton era negligente, aun
holgazán; gozaba de la existencia sin preocuparse del mañana. Orgulloso de
sus proeza de amante notable y de gran gourmet, tenía momentos de
depresión. Sin escrúpulos, también carecía de odios y rencores. Se resignaba
fácilmente a los derramamientos de sangre, cuando le parecían inevitables,
como en el caso de las masacres de setiembre de 1792; pero sin duda era
sincero cuando, a fines de 1793, solicitó que “se ahorrara la sangre de los
hombres”: preocupación política, ciertamente, pero también humanidad.
Georges Lefebvre ha subrayado la complejidad del carácter y del temperamento
de Danton:
“Flexibilidad interesada, prudencia sospechosa, venalidad... pero a veces
también verdadero realismo de hombre de estado; también indomables
ímpetus de cólera, negligencias totales y renuncias imprevistas, propias
de un temperamento violento que ninguna disciplina moral o intelectual
trataba de dominar; y de nuevo, inesperadamente, un retorno impetuoso
de generosidad conciliadora y de piedad humana, que se explica también
por su temperamento, demasiado ávido de placer como para las tétricas
reflexiones de la desconfianza y del odio.”

115
Albert Soboul

Pero hay más aún. Danton fue incontestablemente un conductor de hombres.


¿Pero habrá sido capaz de engañarlos a sangre fría en todas las
circunstancias? Capaz de influir a la multitud, pero sensible a sus reacciones,
Danton no podía dejar de compartir los entusiasmos y las cóleras de la misma.
Como las masas parisinas sobre las que por largo tiempo ejerció su imperio,
no podía no estar sinceramente ligado a la causa de la nación revolucionaria.
Para Mathiez, Danton no es más que un aventurero venal que no habría
prestado servicio alguno a la Francia revolucionaria. Mathiez niega a Danton
toda influencia sobre la multitud, o autoridad, y entonces todo medio para
accionar sobre los sucesos. No podemos compartir este juicio. Más que
cualquier otro jefe revolucionario, Danton se adecuaba a entrar en comunión
con las masas de los sans culottes y a compartir sus pasiones. Agradaba al
pueblo por su sentido de la vida, por su generosidad, por su indulgencia, por
su vitalidad; de virilidad desbordante, respiraba energía. Características todas
que le conquistaron la simpatía popular y le permitieron, en la crisis del verano
de 1792, imponerse como conductor de hombres y prestar numerosos
servicios a la Revolución.

BIBLIOGRAFÍA
COLECCIÓN DE LOS DISCURSOS:
No existe ninguna edición crítica completa de los discursos y de las arengas de
Danton. La mejor colección es la que fuera publicada por André Fribourg,
Discours de Danton (París, 1910, LXIV - 817 pp., publicación de la “Société de
l’Histoire de la Révolution française”). Sobre esta edición insuficientemente
crítica, cfr. el informe de Albert Mathiez en “Annales révolutionnaires”, 1910, p.
603.
Entre las ediciones menos importantes de los discursos de Danton, señalamos
en orden cronológico:
Oeuvres de Danton, reunidas y anotadas por A. Vermorel, París, 1867.
Discours cwiques de Danton, con introducción y notas de H. Fleischmann,
París, 1920. Danton. Discours. Selección de textos y prefacio de P. J. Jouve y
F. Ditisheim, Friburgo, 1944.

ESTUDIOS SOBRE DANTON:


Las primeras obras importantes sobre Danton aparecieron bajo el Segundo
Imperio; generalmente son favorables a Danton, y rechazan en especial la
acusación de venalidad. La primera obra sólidamente documentada es la de A.
Bougeart, Danton. Documents authentiques pour servir á l’histoire de la
Révolution francaise, París, 1861. Siguieron los trabajos de Robinet, en
especial: Danton. Mémoire sur sa vie privée, París, 1865. Los estudios sobre
Danton se multiplicaron en los años de la Tercera República, que finalmente le
erigió una estatua. Siempre de Robinet, Danton, homme d’État, París, 1889, y
sobre todo los múltiples estudios de A. Aulard, publicados en especial en la
revista “La Révolution francaise” (cfr. p. ej., el año 1893). La última biografía
apologética de Danton es la de L. Barthou, Danton, París, 1932; cfr. sobre esta
116
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

obra el comentario crítico de Georges Lefebvre en los “Annales historiques de


la Révolution française”, 1932, p. 389.
El artífice de la reacción antidantonista fue esencialmente Albert Mathiez,
fundador en 1908 de la “Société des études robespierristes”. La polémica se
dirigió en el primer tiempo al patrimonio de Danton y a su venalidad. A los
estudios de A. Aulard aparecidos en «La Révolution frangaise» (Les comptes
de Danton, 1888; Encore les comptes de Danton, 1889), A. Mathiez responde
con sus estudios publicados en su revista, los « Annales Révolutionnaires »
(La fortune de Danton, 1912; Les comptes de Danton, 1913; Encoré les
comptes de Danton, 1913; La fortune de Danton, 1914; Danton et l'or anglais,
1916). A Mathiez se ha encarnizado contra lo que él ha llamado la « leyenda
de Danton »: Sur la formation de la légende dantonienne, en « Revue histo-
riqué", 1916; Danton, l’histoire et la légende, en «Annales historiques de la
Révolution francaise », 1927. Él también ha multiplicado, por casi un cuarto de
siglo, las notas críticas y documentarías sobre Danton, en los “Annales
révolutionnaires”, que en 1924 pasaron a ser los “Annales historiques de la
Révolution francaise”, reuniendo, en fin, lo esencial de sus estudios y artículos
en dos obras: Danton et la paix, París, 1919, y Autour de Danton, París, 1926.
Después de la muerte de Mathiez, Ocurrida en 1932, la polémica acerca de
Danton se ha aplacado entre los historiadores de la Revolución francesa.
Desde el punto de vista de la investigación erudita, se puede señalar sólo un
importante estudio, el de G. Pioro, Sur la fortune de Danton, “Annales
historiques de la Révolution française”, 1955, p. 32. Entre Aulard y Mathiez,
entre defensores y adversarios de Danton, los historiadores se han orientado
hacia una posición intermedia. Esta última ya había sido sostenida por L.
Madelin, Danton, París, 1914; cfr. el comentario crítico de A. Mathiez en
“Annales révolutionnaires”, 1914, p. 571. En la misma línea, se debe señalar la
importante biografía de H. Wendel, Danton, Berlín, 1930; cf.: el comentario
crítico de G. Lefebvre en “Annales historiques de la Révolution française”,
1932, p. 385. En fin, G. Lefebvre, Sur Danton, en “Annales historiques de la
Révolution française”, 1932, p. 385 y p. 484: “...como a la obra de A. Mathiez
se la contesta formalmente, me siento en el deber de afirmar, en recuerdo
suyo, que si no comparto todas sus conclusiones, sin embargo estoy mucho
más cerca de él que de sus contradictores”.
En español, se puede consultar sobre el tema; A. Soboul, Compendio de
Historia de la Revolución Francesa, Madrid, 1966; G. Lefebvre, La Revolución
Francesa y el Imperio, México, Bs. As., 1957; J. Godechot, Las Revoluciones,
Barcelona, 1969.

117
Albert Soboul

MARAT
Albert Sohoul

“EL AMIGO DEL PUEBLO” (1743-1793)

Sin duda alguna, de todos los hombres de la Revolución Francesa, Marat es el


que suscitó, aun en vida, más odio, para terminar bajo el puñal de Carlota
Corday. También, sin embargo, se vio rodeado por el fervor popular; su muerte
lo aureoló con la gloria del martirio y lo ubicó en el Panteón revolucionario.
Pero frente a la Historia, el odio supera en mucho al fervor. Después de más
de ciento cincuenta años, el personaje sigue siendo enigmático, el hombre
difícil de aprehender. Ya ha recorrido una larga carrera cuando la Revolución
estalla: en 1789, tiene cuarenta y seis años. Para la misma época, Saint-Just
sólo tiene veintinueve años, Danton treinta, Robespierre treinta y uno, Couthon
treinta y cuatro, mientras que Marat se encuentra, según la opinión de ese
tiempo, en los umbrales de la vejez. Llegado maduro a la Revolución, luego de
años de aventuras, Marat procede solo, siguiendo obstinadamente su línea, sin
integrarse verdaderamente en ningún grupo, en ningún partido. Es un solitario,
a quien su comportamiento, su modo de vivir, contribuyen a aislarlo más aún.
“¿Cómo? ¿Éste es Marat? –escribe Michelet en su Historia de la
revolución francesa, publicada en 1847–, ¡Esta cosa amarilla, vestida de
verde, estos ojos grises amarillentos tan desorbitados!... Ella pertenece
por cierto al género de los batracios antes que a la especie humana. ¿De
qué pantano nos llega esta desagradable criatura?”
Esta criatura es el hombre que, en vida, mereció el nombre que se había dado,
el amigo del pueblo, y que conserva ante la Historia. Nadie mejor que un poeta
podía sentir las profundas razones de la originalidad revolucionaria de Marat.
Leamos a Víctor Hugo, en Noventa y tres:
“No, Marat no está muerto. Colocadlo en el Panteón, o arrojadlo a la
alcantarilla, qué importa, mañana él renacerá. Renace en el hombre que
no tiene trabajo, en la mujer que no tiene pan...; renace en los graneros
de Rouen, renace en las cantinas de Lille; renace en el granero sin fuego,
en el jergón sin mantas, en la desocupación, en el proletariado... Mientras
existan miserables, existirá en el horizonte una imagen que puede
convertirse en fantasma, y un fantasma que puede convertirse en Marat”.
Marat es, además, el espíritu mismo de la Revolución.
Fabre d’Eglantine ha dejado un Retrato de Marat del que tomamos estos
detalles:
“Marat era de pequeñísima estatura; medía sólo cinco pies de altura. Sin
embargo, era de talla robusta, sin ser grueso; tenía espaldas y estómago
amplios, pequeño el vientre, cortas y separadas las piernas, fuertes los
brazos, que él agitaba con vigor y con gracia. Sobre un cuello bastante
fuerte se erguía una cabeza de carácter muy pronunciado; su rostro era
largo y huesudo, la nariz aquilina, chata..., los labios sutiles, la frente
amplia, los ojos de color gris amarillento, espirituales, vivaces, penetrantes,

118
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

serenos, naturalmente dulces, hasta graciosos y de firme mirada;... era


costumbre suya cruzar los brazos sobre el pecho... El sonido de su voz
era viril, sonoro, un tanto fuerte y de sonido metálico... Se vestía en modo
negligente; su descuido en este aspecto delataba una completa
ignorancia de las reglas de la moda y del gusto y, también se puede decir,
tenía un aire de poco limpio”.
Más aún que las características exteriores del personaje, nos interesan los
rasgos de su carácter y de su temperamento. Marat les dedicó la misma
mirada lúcida que solía dirigir a los hombres v al mundo, y en el Journal de la
République Françoise del 14 de enero de 1793, número 98, trazó su propio
autorretrato.
"Cómo me voy a sentir culposo de mostrarme tal cual soy cuando los
enemigos de la libertad no cesan de denigrarme, representándome como
un arrebatado, un soñador, un loco, o como un antropófago, un tigre
sediento de sangre, un monstruo que no aspira más que al estrago, y
todo esto para que el sonido de mi nombre inspire terror y para impedir el
bien que yo desearía. O podría hacer. Nacido con un espíritu sensible,
una férvida imaginación, un carácter ardiente, franco, tenaz; recto, de
corazón abierto a todas las pasiones exaltadas, y sobre todo al amor por
la gloria, yo no he hecho nada para alterar o destruir estos dones de la
naturaleza y he hecho todo lo posible para cultivarlos”.
Marat puso estos dones al servicio de la Revolución.

LA VIDA AVENTURERA DEL DOCTOR MARAT

Marat nació el 24 de mayo de 1743 en Boudry, en el principado de Neuchâtel,


perteneciente entonces al rey de Prusia. El padre era un sardo que había
abandonado el sacerdocio (firmaba “Mara”), nacido en Cagliari, establecido en
Suiza y convertido al calvinismo; se había casado con la ginebrina Louise
Cabrol. Ambiente de pequeña o media burguesía, sin duda, a pesar de las
estrecheces que según parece reinaron en esta familia de siete hijos: ¿cómo
explicar, si no, los estudios del joven Jean-Paul en el colegio de la ciudad
natal? Sin embargo, era un ambiente muy cercano al pueblo: el padre parece
haber ejercido diversos oficios al margen de las profesiones liberales, o
artesanales; fue diseñador en una fábrica de telas “indianas”, pero también
maestro de dibujo. En su autobiografía del 14 de enero de 1793, Marat habla
mucho de la influencia de su ambiente familiar.
Acerca de sí mismo, agrega:
“Los hombres ligeros que me reprochan que sea un arrebatado verán
aquí que lo he sido y en buena hora; pero lo que ellos probablemente se
negarán a creer es que desde los primeros años fui acosado por el amor
por la gloria, pasión que cambió con frecuencia de objeto en los diversos
períodos de mi vida, pero que no me abandonó un solo instante. A los
cinco años hubiera querido ser maestro de escuela, a los quince profesor,
autor a los dieciocho, genio creador a los veinte, así como hoy ambiciono
la gloria de inmolarme por la patria”
119
Albert Soboul

¿Es el amor por la gloria o el espíritu de aventura lo que impulsa por los
caminos de Europa a Jean-Paul Marat, estudiante en humanidades (como él
firma entonces en un libro)? En 1759, a los dieciséis años, abandona a la
familia. Comienza entonces la experiencia del mundo.

LOS AÑOS DE APRENDIZAJE

El joven Marat pasa dos años en Bordeaux, como preceptor de los hijos de
Paul Nairac, rico armador y propietario de refinerías, cuya esposa había nacido
en Neuchátel. Nada más sabemos de estos dos años. Como tampoco
sabemos de las razones que lo llevaron a París en 1762, ni de su vida hasta
1765. Nada, salvo lo que nos dice él mismo:
“Fui virgen hasta los veintiún años, y desde hacía tiempo estaba dedicado
a las ‘meditaciones’ del estudio”.
Es en este primer período parisino cuando Marat inicia los estudios de
medicina, según parece sin obtener diplomas. Además, ha terminado los años
de aprendizaje, completando su cultura filosófica. Más tarde admitirá dos
maestros, dos solamente, sobre los que nunca cambiará de opinión:
Montesquieu y Rousseau. Cuando llega a París acaba de aparecer, en 1761,
la Nueva Eloísa; Emilio y el Contrato social son de 1762. Sin duda, su
formación calvinista llevó a Marat al deísmo de la Profesión de fe del vicario de
Saboya, al que permaneció fiel durante toda la vida. Más tarde afirmó su
animosidad para con la secta enciclopedista, escribiendo en 1789, no sin
alguna exageración:
“Acababa de llegar a la edad de dieciocho años cuando nuestros
pretendidos filósofos (es decir, los enciclopedistas) hicieron diversos
intentos para atraerme hacia sus asambleas”.
En esta aversión es necesario ver, como en el caso de Rousseau, razones que
no eran sólo ideológicas, sino también sociales y políticas. El plebeyo Marat no
se sentía cómodo entre la burguesía enciclopedista. Es a esta época que se
remonta, probablemente, la primera redacción de las Chaînes de l’esclavage
[Las cadenas de la esclavitud], donde Marat va mucho más allá que su
maestro Rousseau en su Contrato social, y con mayor razón, que los
philosophes de la Enciclopedia, propulsores del despotismo ilustrado.

LA EXPERIENCIA INGLESA

En 1765 Marat abandona París y llega a Londres, donde permanecerá once


años, hasta 1776, realizando allí su formación y afirmándose definitivamente
como “el doctor Marat”. En su carta del 20 de noviembre de 1783, dirigida a
Roume de Saint-Laurent y en la que le explica a éste las razones de su partida
a Inglaterra, Marat subraya:
“el deseo de formarse en las ciencias y de sustraerse a los peligros de la
disipación”.

120
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

En efecto, en aquella época el desarrollo de la ciencia inglesa podía atraer a


un joven austero, incómodo (Marat lo estuvo siempre) en el seno de la frívola
sociedad parisina. La experiencia inglesa fue decisiva. Por cinco años, Marat
vivió en condiciones que también nos resultan desconocidas. Ejerce la
medicina, siempre sin diplomas, lee, medita, escribe. “Creo haber agotado casi
todas las combinaciones del espíritu humano sobre la moral, la filosofía y la
política”, dirá en 1793, con su típico e ingenuo orgullo. Hacia 1770 Marat
acepta un puesto de “médico y veterinario”, en Inglaterra del Norte, en
Newcastle. Allí permanece dos años; prosigue sus estudios, los ensayos
literarios y filosóficos, ganando bastante dinero como para asumir los gastos
de publicación de un primer libro suyo, llevando a buen fin una novela
epistolar, las Aventuras del conde Potowski, y un “ensayo sobre el alma
humana” que publica a su regreso a Londres, en 1772.23 Pero no vive
solamente entre libros; participa intensamente en la vida inglesa. Es la época
del asunto Wilkes que apasiona por diez años a Inglaterra y que Marat, según
su testimonio, sigue con gran atención. Él es el único de entre los futuros
protagonistas de la Revolución francesa que tiene contacto directo con estas
luchas políticas inglesas por la libertad. De ellas extrae una lección de táctica
política: la importancia de los clubes, y aún más de la prensa. Además, de ellas
deriva una lección de teoría política: que los demócratas siempre deben
desconfiar del poder ejecutivo, aunque sea constitucional; que la soberanía
popular, según la enseñanza de Rousseau en el libro III, capítulo XV del
Contrato social, nunca debe alienarse en la delegación a los representantes.
Marat no será jamás un adepto del liberalismo político. Desde sus años
ingleses, mide con aguda lucidez los límites de un sistema que, por la
exigencia de un censo, reserva los derechos políticos solamente a la riqueza.
Presiente desde ya la importancia y las reivindicaciones del Cuarto estado, y
que la democracia burguesa es insuficiente para resolver la cuestión social.
“Por felices que puedan ser los cambios en el Estado –escribirá en L’Ami
du peuple de 1790–, los mismos son todos para el rico: el cielo fue
siempre despiadado para con el pobre, y lo será siempre... ¿Qué
ganamos con destruir la aristocracia de los nobles si ésta será
reemplazada por la aristocracia de los ricos? Es preciso hacer conocer al
pueblo sus derechos, y exhortarlo a reivindicarlos; es necesario darle
armas, arrestar en todo el reino a los tiranuelos que lo tienen oprimido,
derrumbar el edificio monstruoso de vuestro gobierno, establecer uno
nuevo sobre base justa... Aquellos que consideran que el resto del género
humano fue hecho para servir a su bienestar no aprobarán este remedio,
pero no es necesario consultarlos; se trata de compensar a todo un
pueblo por la injusticia de sus opresores.”
Estas líneas fueron escritas por Marat, hacia 1777, en las Aventuras del conde
Potowski, novela epistolar que recién fuera publicada en 1847, novela
frustrada que narra los amores del joven Gustavo Potowski y de la casta
Lucille Sobieska. No hablaríamos de esta insípida novela de no ser por las
vivas críticas que contiene, dirigidas a Catalina II, y que contrastan netamente
con los elogios que contemporáneamente tributaban Diderot y Voltaire a la
“Semiramis del Norte”.

23
Essay on human soul.
121
Albert Soboul

LOS COMIENZOS LITERARIOS

Marat publica su primera obra, el Essay on human soul, en Londres, en 1773,


en inglés. Se trata de una obra filosófica que aparece en francés, dos años
más tarde, en 1775, con el título De l’homme ou des principes et des lois de
l’influence de l’âme sur le corps et du corps sur l’âme 24. La idea de esta obra
parece ser que le fue sugerida a Marat por la de Helvétius, que llevaba el
mismo título, con el fin de confutarla.
“De todos los escritores –escribe Marat en su introducción–, Helvétius es
tal vez el único que, sin nociones de anatomía, sin nociones de física, sin
nociones de la influencia recíproca de alma y cuerpo, se dedicó a nuestro
tema.”
El libro de Marat se compone sobre todo, como lo indica el título, de
observaciones sobre la influencia recíproca del alma sobre el cuerpo y del
cuerpo sobre el alma, y se relaciona con el método experimental:
“La observación de los hechos es la única base de los conocimientos
humanos.”
Obra ambiciosa, a mitad de camino entre la fisiología y la filosofía, en la que
Marat, oponiéndose a Condillac y La Mettrie, afirma su concepción de la
dualidad de cuerpo y alma. El libro de Marat provocó una réplica de Voltaire,
de la que Michelet, en su Historia de la Revolución francesa, toma argumentos
contra Marat:
“El malicioso anciano respondió con un artículo vivaz, divertido, juicioso,
con el que, sin llegar al fondo, muestra al autor tal como es, charlatán y
ridículo.”
A Camille Desmoulins, que le recordaba la crítica de Voltaire, Marat le
respondió en L’ami du peuple del 11 de mayo de 1791 (n° 499):
“¡Cuán cruel sois, Camille!... Recuerdo que en 1776 el marqués de
Ferney, molesto por haber sido puesto en el lugar que le correspondía en
mi obra sobre el Hombre, intentó divertir a sus lectores a costa mía. ¿Y
por qué no? También se había tomado la misma libertad con Montesquieu
y con Rousseau... Me consolé muy fácilmente de las pasquinadas de
Voltaire al ver que él tenía pudor de confesar que se había dedicado a
derribar mi libro para alegrar a los tontos.”

LAS CADENAS DE LA ESCLAVITUD

En la primavera de 1774 se perfilan nuevas elecciones en la Cámara de los


Comunes. Marat se lanza a la lucha: extrae de entre sus papeles una obra que
había delineado en París desde 1762 a 1765, Las cadenas de la esclavitud, en
la que incluye una exhortación “A los electores de Gran Bretaña”. Revisada en
forma apresurada, la obra aparece en 1774, en inglés, con el título The chains
24
Del hombre o de los principios y de las leyes acerca de la influencia del alma sobre el
cuerpo y del cuerpo sobre el alma
122
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

of slavery. La traducción francesa recién apareció en 1792; Marat la anunció en


L’ami du peuple de esta manera:
“Esta obra es un cuadro histórico y filosófico de todos los artificios, los
engaños, los atentados, los golpes de estado y las malas acciones a que
los príncipes han recurrido para destruir la libertad y poner en cadenas a
los pueblos; la misma está determinada por el pavoroso cuadro de las
escenas de la tiranía en las infelices comarcas sometidas al despotismo.”
En una breve Introducción, Marat indica el argumento de la obra.
“Parece ser que es suerte inevitable del hombre el no poder ser libre en
ninguna parte: por doquier los príncipes marchan hacia el despotismo, y
los pueblos hacia la esclavitud. (...) El hombre ha nacido libre, y en todas
partes está encadenado”
Eso había escrito Rousseau en el comienzo del Contrato social.
“Hablaré en esta obra –continúa Marat– de los esfuerzos lentos y
continuados que van plegando poco a poco bajo el yugo la cabeza de los
pueblos, y a la larga hacen que éstos pierdan la fuerza y el deseo de
liberarse...”
Sin entrar en los detalles del sistema del autor, acentuamos la novedad con
respecto a Rousseau, cuya influencia, por otra parte, impregna tan profunda-
mente la obra: el esbozo de una teoría de la insurrección, quince años antes
de 1789.
“La mayor desgracia que le puede suceder a un estado libre, en el que el
príncipe es poderoso y audaz, es que no existan discusiones públicas, ni
efervescencia, ni partidos. Todo está perdido cuando la sangre del pueblo
se torna fría y sin pensar en la conservación de sus derechos, ya no toma
parte en los asuntos públicos, mientras se ve que la libertad sale sin
descanso de los focos de la insurrección”
Y más adelante, en el capítulo Moderación desconsiderada del pueblo:
“Es difícil creer... cuán importante es para la causa de la libertad el no ser
tan pacientes. Si la primera vez que Carlos I puso sus manos impuras en
la bolsa de sus súbditos, o las sumergió en la sangre inocente, el pueblo
hubiera tomado las armas marchado en línea recta contra el tirano y
hecho morir ante sus ojos en el patíbulo a los ministros de su crueldad, no
habría gemido por tantos años bajo la más pavorosa opresión. No es que
yo desee que en todos los momentos se recurra a los medios violentos;
pero con el pretexto de no poner en peligro la calma pública, estos
tranquilos ciudadanos no ven que el fruto de su vileza es el de ser
oprimidos con mayor audacia... Es la ambición sacrílega la que lleva al
gobierno a atentar contra la libertad pública, pero es la vileza de los
pueblos lo que permite forjar sus cadenas.”
La obra, se entiende fácilmente, tuvo escaso éxito en la Inglaterra de los
“Georges” y de los whig, pero figuró por mucho tiempo entre los textos clásicos
y familiares de los revolucionarios del siglo XIX. A partir de 1775, la
personalidad de Marat comienza a destacarse. Gracias a las sociedades

123
Albert Soboul

políticas, Las cadenas de la esclavitud se vende bastante bien y la Crónica de


Newcastle anuncia su reedición en octubre de 1779. Las relaciones que Marat
se ha granjeado en Edimburgo, el año anterior, le permiten regularizar su
situación profesional: el 30 de junio de 1775 recibe el título de doctor en
medicina de la universidad escocesa de Saint-Andrew. Vive en Londres, en el
Soho, barrio distinguido por entonces. Su ascenso social se define, su
reputación de médico se afirma. En el otoño de 1775 publica An Essay on
Gleets25; a comienzo de 1776, An Inquiriy into a singular Disease of Eyes
[Investigación acerca de una singular enfermedad de los ojos]. A juicio de los
expertos, Marat parece un teórico respetable; sin duda, fue un médico práctico
pasable, y no el charlatán de cierta leyenda. El 10 de abril de 1776 Marat parte
bruscamente de Londres hacia París, preocupado por la suerte de los
ejemplares vendidos de su libro De l’homme, recién impreso en Amsterdam.
Marat se establece en París en 1776. El 24 de junio de 1777 es nombrado
médico de la guardia del conde de Artois: el éxito profesional se afirma aún
más; Marat es médico de moda, que practica suaves curas. Su puesto
comporta una remuneración anual de 2.000 libras, más alimentos y
alojamiento. Los retratos de la época lo representan con aspecto elegante;
habría tenido una relación con cierta marquesa de Laubespine a la que había
curado de una enfermedad de pecho. Se hace conocer en la sociedad.

EL PLAN DE LEGISLACIÓN CRIMINAL

El 15 de febrero de 1777 la Gazette de Berne anunciaba que la Sociedad


económica de Berna auspiciaba un concurso para un “plan completo y
detallado de legislación criminal”; los manuscritos debían ser enviados hasta
julio de 1779. En medio de sus éxitos mundanos, entonces, entre la primavera
de 1777 y el verano de 1779, es cuando Marat compuso su Plan de législation
criminelle. Publicado en 1780 en Neuchâtel, cayó bajo las tijeras de la censura,
que lo amputó al punto de desfigurarlo. Brissot lo retomó en 1782 en el tomo V
de su Bibliothéque philosophique; y en 1790 el mismo apareció aparte, en su
texto integral. El alcance y la originalidad del Plan superan en mucho los de un
código penal; el mismo constituye, en efecto, una denuncia del carácter de
clase de la justicia, de la legislación, del estado y del derecho de propiedad, un
rechazo del orden moral y social constituido. Denuncia y rechazo que
adquieren todo su valor si se piensa que el Plan fue redactado en pleno
período mundano de Marat. En la primera parte, el autor trata De los principios
fundamentales de una buena legislación.
“¿Pero en qué consiste este orden? Derechos legales, ventajas
recíprocas, socorros mutuos, éstos deben ser sus fundamentos; libertad,
justicia, paz, concordia, felicidad, éstos deben ser sus frutos. Sin
embargo, cuando reviso los anales del pueblo, tiranía por un lado,
servidumbre por el otro, son los únicos objetos que, en todo tipo de forma,
se presentan a mi espíritu... Dirigid vuestra mirada sobre la mayor parte
de los pueblos de la tierra. ¿Qué veis, sino viles esclavos y ministros
imperiosos? ¿Qué son las leyes sino los decretos de aquellos que
mandan? ¡Por lo menos, si ellos respetaran sus propias obras! Pero las
25
“Ensayo sobre la blenorrea”.
124
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

hacen callar cuando lo desean; las violan impunemente; luego, para


ponerse a salvo de toda censura, trazan en torno a sí mismo una cinta
sagrada a la que no se debe osar acercarse.”
Y además:
“Como una parte de la nación no es tenida en cuenta, [las leyes] se
tornan parciales y la sociedad, en este aspecto, no es más que un estado
de opresión en el que el hombre tiraniza al hombre. Perezcan, entonces,
estas leyes arbitrarias, hechas para la felicidad de algunos individuos en
perjuicio del género humano; y perezcan también estas distinciones
odiosas, que tornan a ciertas clases enemigas de las otras.”
¿El derecho de propiedad? Marat lo subordina al derecho a la existencia:
“El derecho de poseer deriva del derecho de vivir: así, todo lo que es
indispensable a nuestra existencia es nuestro, y nada superfluo podría
pertenecemos legítimamente cuando otros carecieron de lo necesario.”
Sobre el ateísmo:
“Sin duda, es útil al estado que sus miembros crean en Dios, pero es aún
más útil que sus miembros no sean perseguidos... Mientras el ateo no
haga más que razonar, ¡que viva en paz! Pero si en lugar de limitarse al
tono ascético declama, dogmatiza, trata de obtener prosélitos, desde este
momento, convertido en sectario, hace un uso peligroso de su libertad, y
debe perderla.”
En el siglo XVIII, el ateísmo era aristocrático... Las partes del Plan en las que
Marat se ensaña contra la tortura judicial, en las que reivindica un
procedimiento más humano y la mitigación de las penas, presentan menor
originalidad: Beccaria había publicado, ya en 1764, el Tratado de los delitos y
las penas.

MARAT, HOMBRE DE CIENCIA

Contemporáneamente, Marat proseguía su carrera científica. Médico, no es,


sin embargo, la anatomía lo que lo atrae en grado mayor, sino la física a lo que
dedica la parte esencial de sus investigaciones. En 1779 publica una memoria
notable, Découvertes de M. Marat sur le feu, l’électricité et la lumiére
constatées par une suite dexpériences nouvelles.26 Un informe de la Academia
de las Ciencias del 17 de enero de 1779 destaca las cualidades de
experimentador del autor:
“La sana física procediendo sólo con la ayuda de la experiencia, todos los
tratados no deben ser más que un conjunto de experiencias bien hechas
y bien comprobadas, que sirvan de base a las verdades que se propone
establecer: tal el camino que el autor ha seguido.”

26
“Descubrimientos de Marat sobre el fuego, la electricidad y la luz comprobados mediante
una serie de nuevas experiencias”
125
Albert Soboul

En 1780, Marat publica las Recherches physiques sur le feu, y el mismo año,
las Découvertes sur la lumière. Siguen en 1782 las Recherches physiques sur
l'électricité, en 1784 las Notions élementaires d’optique y una Mémoire sur
l'électricité médicale premiada por la Academia de Rouen.
En 1785: Lettres de l’observateur Bon Sens á M. de..., sur la fatale catastrophe
des infortunés Pilastre des Rosiers et Romain, les aéronautes et l’aérostation
(estos aeronautas habían muerto el 13 de junio de 1785, al rasgarse la
envoltura de su globo). La Traduction de l’optique de Newton aparece en 1787,
y en 1788 las Mémoires académiques ou Nouvelles découvertes sur la
lumiére, relatives aux points les plus iraportants de l'optiqúe. En el prefacio,
Marat escribe:
“Es el fruto de tres años de profundas investigaciones y de cinco mil
experiencias... Esta obra, una de las menos imperfectas entre las que
salieron de mi pluma, no tiene casi nada en común con las obras
aparecidas hasta ahora sobre la luz.”
Los Nouvelles découvertes no tendían más que a hacer cambiar de opinión en
cuanto a la óptica. En el catálogo de las Obras de Marat publicado por la viuda,
esta última escribe acerca de sus trabajos científicos:
“Podría sorprender el hecho de que él haya abandonado una carrera tan
brillante, si no se supiera que el amor por la libertad es la pasión más
imperiosa en un alma bien nacida.”
Una carrera tan brillante... Aquí se plantea el problema del valor de la obra
científica de Marat. Es preciso admitir que él contra la corriente en cuanto a la
evolución científica de su época y parece cierto que fue un experimentador de
primera calidad y un lógico de rigor indisputable; un trabajador científico,
entonces, dotado de real probidad. Pero creía tener más genio de cuanto tenía
efectivamente.
Sus trabajos concernían a temas de gran actualidad en aquella época: la
naturaleza del fuego, la luz, la electricidad. ¿Existe un “fluido ígneo”? Sí,
responde Marat, como muchos de sus contemporáneos; no, responderá
Lavoisier. ¿La luz? Marat se declara antinewtoniano en retraso. La electricidad,
en fin, constituía un campo de experiencias de moda, en el que Marat parece
trabajar con mayor éxito, en particular, en lo que respecta a la aplicación de
electricidad al tratamiento de algunas enfermedades. ¿Marat precursor de la
electricidad médica? Tal vez. Sin embargo, el hecho es que en cuanto a los
problemas debatidos, la historia dará razón a Newton y a Lavoisier contra
Marat. Pero no por ello se debe concluir que Marat fue un charlatán, un médico
a sueldo del conde de Artois; digamos, antes bien, que fue un hábil
experimentador, pero un investigador de segundo plano. A comienzos de 1784,
Marat ya no se halla en su puesto de médico de los guardias del conde de
Artois. Por qué, es difícil decirlo. Terminados el éxito profesional y la carrera
mundana, vive ahora de ciertos medios, fabrica y vende artefactos de física,
piensa volver a Inglaterra luego de haber intentado marcharse a España. En
mayo de 1785 pide ser exceptuado de los impuestos por cuanto es “extranjero
en viaje de instrucción”. En julio de 1788 se enferma gravemente y se cree
condenado. Se ha convencido del valor de sus trabajos científicos, comprueba

126
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

su error por doquier. Es necesario precisar la posición de Marat en la víspera


de la Revolución: un hombre ni radicado ni erradicado. Los detractores de
Marat subrayan algunos aspectos de su carrera y de su temperamento: el
fracaso social en Inglaterra, luego en Francia, la ambición y la aspereza, su
inestabilidad. Es un hombre sin patria, sin raíces geográficas. Erradicado,
también puede parecerlo por la ambigüedad de su posición social. Salido de la
pequeña burguesía, al borde del artesanado, fracasó en su ascenso social.
Pero estos aspectos diversos no bastan para hacer de Marat un marginado.
¿Cuántos otros, si bien integrados en la sociedad del anclen régime (piénsese
en Robespierre), tienen la misma posición social ambigua, en los límites de los
estratos populares y de la burguesía; no reside en ello, por excelencia, la
ambigüedad jacobina? ¿Bastaba, en estos últimos años del ancien régime, con
haber denunciado a los bien pensados y a todo el orden político y social para
ser un marginado? Integrado, no, pero desplazado tampoco. El 8 de agosto de
1788 Luis XVI es obligado a convocar a los Estados Generales para el mes de
mayo. Marat tiene 45 años.

LA LUCHA POR LA LIBERTAD


(1789 - 10 de Agosto de 1792)

La convocatoria a los Estados Generales le abre a Marat una nueva carrera:


abandona la medicina y la física para consagrarse a la felicidad del pueblo. “El
amor por la libertad es la pasión más imperiosa en un ánimo bien nacido”,
escribiría su viuda. Una vez más, Marat procede solo. Al ofrecerle Camille
Desmoulins y Fréron su colaboración, habría replicado: “El águila siempre va
sola, el pavo necesita compañía.”
Desde el comienzo de la preparación de los Estados Generales, Marat
participa en el movimiento; lo hallamos, en la primavera de 1789, en acción en
su barrio, el distrito de los carmelitas. La tarde del 13 de julio, por iniciativa
propia, habría bloqueado el camino a una patrulla de caballería del Royal-
Allemand. Sin embargo, destacamos que esta carrera de agitador popular fue
ele breve duración. La vocación de Marat no era ésta; será con la pluma que él
conducirá la lucha revolucionaria.

LA OFRENDA A LA PATRIA

En 1789 Marat publica tres opúsculos: en febrero la Offrande a la patrie ou


Discours au Tiers État de France27; en marzo el Supplément de Offrande á la
patrie, ou Discours au Tiers État, sur le plan d’opérations que ses députés aux
États généraux doivent se proposer 28; también el Projet de Déclaration des
droits de l'homme et du citoyen, suivi d’un Plan de constitution juste, sage et
libre29. Estos tres libelos constituyen una especie de introducción a su
27
“Ofrenda a la patria o Discurso al Tercer estado de Francia”
28
“Suplemento de la Ofrenda a la patria”, o “Discurso al Tercer estado, sobre el plan de
operaciones que sus diputados a los Estados Generales deben proponerse.”
29
“Proyecto de Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, seguido por un Plan
de constitución justa, sabia y libre”
127
Albert Soboul

periódico, obras de transición entre Cadenas y L’ami du peuple. Son panfletos


con objetivo preciso, inmediato, que en sustancia testimonian tanto la
continuidad del pensamiento de Marat como sus hesitaciones en estos
comienzos de la Revolución.
La moderación del tono de la Ofrenda ha desconcertarlo a los biógrafos de
Marat. Él preconiza, en suma, una monarquía constitucional burguesa, por el
momento la única revolución posible. Pero observamos, con relación al tono
general, disonancias significativas. El Tercer estado, al que Marat se dirige, no
es el Tercer estado indiferenciado, la nación en bloque, como en la mayor parte
de los libelos que inundan Francia en este período; y no es tampoco,
afirmación muy rara, el ala directriz del Tercer estado, la burguesía. El Tercer
estado de Marat es el pueblo, es decir, los estratos inferiores y medios: la
burguesía si bien no es rechazada, es sospechosa. Resulta especialmente
significativo en este pasaje, dirigido a las clases privilegiadas:
“¿Cómo podrían no aterrorizar los juegos de la fortuna, cuando una
nación belicosa tiene las armas en la mano? ¿Quién puede decir que un
prelado, un conde, un marqués, un duque, un príncipe no será sometido a
su lacayo o a su palafrenero? Consideraciones muy adecuadas para
hacer temblar a los opresores, y para hacerles presente a los grandes y a
los ricos, que gozan plácidamente de todas las ventajas de la sociedad,
que no deben arrojar a la desesperación a un pueblo inmenso y valiente.”
Del Suplemento de la Ofrenda, el punto más característico es el pasaje de la
Advertencia, en el que Marat responde a sus críticos (es ya el tono polémico
de L’ami du peuple):
“En la degradación, en el envilecimiento y en la infelicidad de la multitud
un pequeño grupo de hombres funda su elevación, su dominio, su gloria y
su felicidad. No ignoro que aquellos hombres apáticos a los que se
denomina razonables desaprueban el calor con que he defendido la
causa de la nación; ¿pero, es culpa mía si ellos no tienen alma?
Insensibles a la visión de las calamidades públicas, contemplan con ojos
secos los sufrimientos de los oprimidos, las convulsiones de los infelices
reducidos a la desesperación, la agonía de los pobres, a los que el
hambre agota; y sólo abren la boca para hablar de paciencia y de
moderación. ¿Cómo imitar el ejemplo de ellos cuando se tiene un
corazón?... Luego de tantos siglos de opresión que han ejercido sobre el
pueblo, ¿qué ha ganado éste con las pacíficas reivindicaciones?”
El 12 de marzo de 1789, el Suplemento fue secuestrado por la policía. El Plan
de constitución, que aparece el 23 de agosto, expone moderadísimas
opiniones constitucionales; el mantenimiento de la monarquía y la separación
de los poderes; grata a Montesquieu. Pero el Proyecto de Declaración de los
derechos que precede al Plan es más osado.
“Sin cierta proporción entre las fortunas, las ventajas que aquel que no
goza de alguna prosperidad deriva del contrato social, son casi nulas.
Tiene un buen haber de méritos, es imposible que adquiera riqueza... La
misma libertad, que nos consuela de tantos males, no significa nada para
él...

128
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Cualquiera sea la revolución que tenga lugar en el estado, él no siente


disminuir su dependencia, siempre unida, como él, a un trabajo
oprimente.”
Marat alienta la revolución burguesa, en ventaja del Cuarto estado, es decir,
las masas populares. Sólo le interesa la revolución popular, la única necesaria
a sus ojos. Pero Marat no percibe las ineluctables contradicciones que
destruyeron la gran esperanza del año II.
En los primeros días de agosto, Marat había publicado el primer número de un
periódico titulado Le Moniteur patriote; la empresa no tuvo continuación. L'ami
du peuple apareció el 12 de setiembre de 1789, primero bajo el título de
Publiciste parisién; pero desde el sexto número, el título definitivo del periódico
de Marat pasó a ser el de L'ami du peuple ou le Publiciste parisién. Hasta su
asesinato, el 13 de julio de 1793, Marat escribirá en el mismo, aparte de
algunas interrupciones (octubre de 1789, enero de 1790, julio de 1791...).
L'ami du peuple se convertirá, el 25 de setiembre de 1792, en el Journal de la
République française, y el 14 de marzo de 1793 en Le Publiciste de la Répu-
blique francaise: casi mil números en forma de cuadernillos de ocho, a veces
de diez o doce páginas.

EL PERIÓDICO DE MARAT

A falta de documentos precisos, sería necesario, aunque difícil, un estudio de


la prensa. Y antes, el precio de costo del periódico. Gérad Walter, en su libro
La Revolution Française vue par ses journaux (1948), escribe que en 1793
cada particular que dispusiera de alguna economía estaba en condiciones ele
emprender la publicación de un periódico.
Poseemos elementos muy precisos para determinar el precio de costo de un
número de L’ami du peuple o del Pére Duchesne. Mil ejemplares de uno de
estos periódicos (papel, composición, tirada) costaban de cuarenta a cuarenta
y cinco libras: el precio de una buena comida para dos personas en un
restaurante del Palais-Royal, es decir, uno de los lugares más caros de la
época (aclaremos que en el mismo período un buen obrero ganaba dos libras
por día, y que la libra equivalía al franco oro de 1914). La tirada del periódico
de Marat fue estimada en 2000 ejemplares (el de Mirabeau habría alcanzado
los 10.000); cifra modesta que no da idea de la repercusión y de la influencia
ele L’ami du peuple. Esta última está multiplicada por las adquisiciones
colectivas (se piensa que bajo la Revolución francesa, un periódico es leído
por un promedio de diez personas), aún más por la lectura en público, en las
plazas, en los talleres y, por la noche, en las sociedades populares. La voz de
L’’ami du peuple era amplificada largamente. Rediticia sobre todo para el
librero que anticipó los fondos, Dufour, rué des Cordeliers, y que se reservó
para sí el 75 % de lo obtenido en la venta: condiciones financieras insólitamente
duras. Pero Marat salvaguardó su libertad; Dufour no intervino en la redacción.
L’ami du peuple, como la mayor parte de los periódicos de la época, no es un
periódico de información. Sigue, naturalmente, la actualidad, da cuenta de los
sucesos ocurridos en París como de los debates de la Asamblea constituyente.
Pero Marat no se siente obligado a ofrecer siempre información: volverá en

129
Albert Soboul

setiembre, para comentarla, a la noche del 4 de agosto. Lo esencial es un


largo comentario del mismo Marat, un editorial diríamos hoy, que ocupa la
mayor parte del diario prolongándose a veces de un número al otro. Además,
algunas noticias breves, en forma de crónica al comienzo o al fin del diario, y
una parte de correspondencia con los lectores. Tal es la fórmula austera, la de
toda la prensa de entonces. Precisemos que, al contrario del Pére Duchesne,
que utiliza un estilo que pretende ser popular, L’ami du peuple está redactado
en un estilo sostenido, que no excluye la violencia, pero sin ninguna concesión
a la vulgaridad. Como Hébert con el Pere Duchesne, Marat dirige solo su
periódico. De ello da explicaciones en el Prospecte:
“Con la intención de no publicar ningún artículo que no sea digno del
público, el autor no ha deseado tomar ningún otro compromiso con sus
colaboradores, aparte de aquel limitado de proporcionar los hechos bien
comprobados. Así, cada artículo del periódico llevará su sello.”
Marat necesitó una energía poco común, en medio de tantas dificultades y
persecuciones, para proseguir, salvo breves interrupciones, la redacción ele su
diario por cuatro años, casi cotidianamente, cuando la mayor parte de los
periódicos evitaban el ritmo cotidiano (el de las Révolutions de France et de
Brabant de Camille Desmoulins es hebdomadario). Otro punto merece ser
destacado en la técnica periodística de Marat: los vínculos constantes, vivos,
con los lectores. Él incluyó en su periódico millares de mensajes, generalmente
breves, enviados por sus corresponsales, instaurando así un verdadero
diálogo. En el Llamado a la Nación, aparecido en marzo o abril de 1790, Marat
precisa el estado de ánimo con el que ha emprendido la publicación de L'ami
du peuple:
“El modo en que los Estados generales habían sido compuestos, la
multitud de enemigos de la revolución que ellos encerraban en su seno, la
escasa aptitud y el poco deseo que los más demostraban en hacer el bien
público, me había hecho sentir la necesidad de vigilar atentamente a la
Asamblea nacional, de revelar sus errores, de reconducirla sin descanso
a los buenos principios, de establecer y defender los derechos del
ciudadano, de controlar las declaraciones de la autoridad, de reclamar
contra sus atentados, de reprimir sus malversaciones; plan que no podía
seguirse sin la ayuda de un periódico verdaderamente nacional.
Emprendí, entonces, la publicación de un periódico público, bajo el
nombre de L’ami du peuple.”
Desde este momento, Marat se identifica con su periódico. Desde el 15 de
octubre de 1798, firma Marat, el amigo del pueblo. Escribir la historia de Marat
significa escribir la historia de “El amigo del pueblo”: una y otra se confunden
con la historia, desde septiembre de 1789 hasta julio de 1793, del movimiento
revolucionario.
“Comencé con un tono severo pero honesto, el de un hombre que desea
decir la verdad sin dañar las conveniencias de la sociedad. Lo sostuve por
dos meses enteros”, –escribiría Marat en 1793.

130
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

En efecto, el tono de L’ami du peuple fue bastante vivaz desde el comienzo.


Muy pronto, Marat critica, reprende, denuncia, “tañe contra el peligro”. Para
darse cuenta de ello, basta con recorrer los sumarios de sus números. Desde
el número 13 (23 de setiembre de 1789), el escándalo es lo suficientemente
importante como para que Marat responda con una profesión de fe.
“Se me escribe de todas partes que este periódico es causa de gran
escándalo; los enemigos de la patria gritan al blasfemo, y los ciudadanos
tímidos que no sintieron nunca los impulsos del amor por la libertad ni el
delirio de la virtud, empalidecen al leerlo. Se está de acuerdo en que
tengo razón en atacar a la facción corrupta que domina en la Asamblea
nacional; pero se desearía que ello ocurriera con moderación: es como
hacerle proceso a un soldado por batirse en forma desesperada contra
pérfidos enemigos.”
Cuando la Asamblea discutió el problema censal, Marat, que había escrito en
su Plan de constitución que todo ciudadano debe tener derecho de voto, se
sublevó contra la organización censal de la vida política, y propuso excluir del
derecho de voto a los prelados, a los financieros, a los oficiales del rey y a “una
multitud de bellacos, miembros de la Asamblea.” Luego de las jornadas de
octubre, a las que había contribuido no poco con una ardiente campaña, Marat
fue obligado a interrumpir la publicación de su periódico y a ocultarse.
Comienza entonces la que será su existencia hasta la caída de la monarquía,
el 10 de agosto de 1792. Por casi tres años llevó una vida fatigosa, pasando
de la exaltación y la esperanza al abatimiento, de la clandestinidad a la vida
libre, del período de una campaña al de un decreto de arresto. Vida fatigosa
que no se puede descuidar si se desea formular un juicio cabal acerca de
Marat. En esta existencia precaria, la enfermedad pasa a ser un estado
crónico: contrae aquella afección de la piel que se irá agravando hasta 1783,
mientras asume aquel aspecto descuidado y miserable que con tanta
frecuencia le será reprochado.

MARAT CONTRA NECKER

El 5 de noviembre de 1789 se prosiguió con la publicación de L'ami du peuple.


Pero desde enero de 1790 se había decretado el arresto de Marat por su
campaña contra Necker. No contento con atacar al ministro en su periódico,
Marat lo colmara de panfletos: Dénonciation faite au tribunal du public contre
M. Necker [Denuncia hecha al tribunal del público contra M. Necker],
retomada, en el Criminelle Neckerologie ou les manoeuvres infâmes du
ministre Necker entièrement dévoilées [Neckerología criminal, o las infames
maniobras del ministro Necker, totalmente develadas]. Todos los odios contra
él volvieron a encenderse y el 22 de enero de 1790, se envió una expedición
propiamente dicha para arrestarlo. Así narra Marat mismo el asunto, no sin
alguna exageración, en su Llamado a la nación:
“Se temía que el pueblo que no se había dejado corromper se opusiera a
mi arresto; se temía encontrar resistencia por parte del distrito de
cordeleros. El comandante general recibió orden de proteger al Châtelet
con fuerzas suficientes; se dispusieron doce mil hombres; tres mil, entre
131
Albert Soboul

infantes y caballería, mezclados con cinco mil de a pie, invadieron el


territorio del distrito; la infantería ocupaba las calles principales desde
Bussy hasta el Teatro francés; la caballería ocupaba la plaza de la
Comedie... mientras seis mil hombres apostados a la entrada de los
barrios Saint-Antoine y Saint- Marcel debían impedir que los habitantes
acudieran.”
A pesar de este despliegue de fuerzas, Marat logró escapar y se refugió en
Londres. L’ami du peuple fue suspendido.
Desde Inglaterra, obstinado, Marat lanzó una Nouvelle dénonciation contre M.
Necker, premier ministre des Finances, ou Supplément á la dénonciation d’un
citoyen contre un agent de l’autorité [Nueva denuncia contra el Señor Necker,
primer ministro de Finanzas, o Suplemento a la denuncia de un ciudadano
contra un agente de la autoridad, 1790], También desde Londres, un Appel à la
nation contre le ministre des Finances, la municipalité et le Châtelet de París;
suivi de l'exposé des raisons de destituer cet administrateur des deniers
publics de purger cette corporation et d’abolir ce tribunal, redoutable suppôt du
Despotisme [Llamado a la nación contra el ministro de Finanzas, la
municipalidad y el Châtelet de París; seguido por la exposición de las razones
por las cuales destituir a este administrador de los dineros públicos, purgar a
esta corporación y abolir a este tribunal, temible propulsor del despotismo], en
marzo o abril de 1790.
“Es para realizar un trabajo que torne a la nación libre y feliz que L’ami du
peuple lleva, desde hace trece meses, un tipo de vida que ningún hombre
del mundo querría llevar para rescatarse de un cruel suplicio; es por la
nación que él lucha... Rígidos censores que desean encontrar el hombre
en el patriota han tratado de ofuscar la pureza de su entusiasmo; confiesa
que su corazón no es insensible a la gloria, debilidad de la que no se
avergüenza y de la cual la austera virtud no puede culparlo. Tal es El
Amigo del Pueblo. Cuando el sueño de la vida se apreste a terminar para
él, no se lamentará de su dolorosa existencia mientras haya podido
contribuir a la felicidad de la humanidad, mientras haya dejado un nombre
respetado por los malvados y amado por los probos.”
El 18 de mayo de 1790 Marat volvió a París y L'’mi du peuple reapareció. Pero
Marat estaba obligado a ocultarse para escapar a la orden de arresto lanzada
contra él. En una especie de oración fúnebre pronunciada el 7 de agosto de
1793, Guirant ofrece un resumen de la vida de Marat en este período:
“Era preciso verlo, rastreado de refugio en refugio, a menudo en lugares
húmedos donde no había en qué acostarse. Consumido por la más negra
miseria, cubría su cuerpo con un simple abrigo azul, y la cabeza con un
pañuelo, casi siempre impregnado de vinagre; un tintero en la mano;
cualquier trozo de papel sobre las rodillas era su mesa.”

132
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

LA VIGILANCIA REVOLUCIONARIA

La actividad de Marat está, entonces, en su culminación; ataca a todos los


ídolos de la Revolución: a Mirabeau, “el infame Riquetti”, de quien denuncia la
traición, a Lafayette, “el señor Motier”, del que estigmatiza la ambición; y detrás
de ellos, al “complot”: la convergencia de todas las iniciativas contra-
revolucionarias. El 26 de julio de 1790 (n° 175), expone los Vrais moyens pour
que le peuple soit libre et heureux [Verdaderos medios para que el pueblo sea
libre y feliz]:
“Si fuera tribuno del pueblo, y sostenido por algunos millares de hombres
determinados, digo que en seis semanas la constitución sería perfecta,
que la máquina política, bien organizada, marcharía de la mejor manera,
que ningún pícaro público osaría intentar estropearla, que la nación sería
libre y feliz, que en menos de un año se la vería floreciente y temible.”
Para tornar más urgente el llamado a la vigilancia revolucionaria contenido en
este número, Marat recurrió a un medio de propaganda aún más directo que el
periódico, el manifiesto. A fines de julio de 1790, hace fijar un manifiesto con
este título, verdadero grito de alarma: C’en est fait de nous! [¡Ha terminado
para nosotros!]. Denuncia un complot urdido por Austria y los emigrados para
marchar sobre París y someter a la nación:
“¡Ciudadanos, nunca más tendréis posibilidades si no corréis a las armas,
si no reencontráis aquel valor heroico que el 14 de julio y el 5 de octubre
salvó dos veces a Francia!. Volad a Saint-Cloud; si es tiempo todavía,
reconducid al rey y al delfín a nuestros muros. Tenedlos bajo buena
guardia y que ellos os respondan de los acontecimientos; encerrad a la
austríaca y a su cuñado: prended a todos los ministros y a sus ayudantes;
ajusticiadlos... Cinco o seis cabezas abatidas os asegurarán descanso,
libertad y felicidad. Una falsa humanidad ha detenido vuestros brazos y
suspendido vuestros golpes; ella costará la vida a millones de vuestros
hermanos.”
Malouet denunció este llamado a la insurrección a la Asamblea constituyente el
31 de julio de 1790: se emitió un decreto de persecución a Marat por crimen de
lesa nación. Él no se preocupó por ello.
El 11 de agosto de 1790, segundo manifiesto: On nous endort, prenons y
garde! [¡Nos adormecen, estemos en guardia!]. En él, denuncia con
indignación el procedimiento adoptado en el Châtelet contra los manifestantes
de las jornadas del 5 y 6 de octubre del año anterior. El 22 de agosto, tercer
manifiesto: C’est un beau rêve, gare au réveil! [¡Es un bello sueño; atención al
despertar!]. Otro llamado a la vigilancia. “¡Ay de mí! El amigo del pueblo,
¿siempre os advertirá en vano?”
El 31 de agosto de 1790, cuarto manifiesto: L’affreux réveil! [¡Horrible
despertar!]. Es el asunto de Nancy: la masacre de los soldados suizos de
Châteauvieux que se habían amotinado.

133
Albert Soboul

“Sí, los soldados de la guarnición de Nancy son inocentes; son oprimidos,


resisten a la tiranía y tienen derecho a ello; sus jefes son los únicos
culpables, y es sobre ellos que deben caer vuestros golpes. La Asamblea
misma, por el vicio de su composición, por la depravación de la mayor
parte de sus miembros, por los decretos injustos, hostigadores y tiránicos
que produce cotidianamente, ya no merece vuestra confianza.”
Obstinadamente, Marat prosigue su lucha desigual e incierta, en la que se
combinan las amarguras y algunas veces las consolaciones. En enero de 1791
su campaña contra Lafayette le vale un proceso judicial: es absuelto. Marat
milita ahora en el Club de los cordeleros (vive en la sección del Théâtre-
Français); fomenta la multiplicación de las fraternidades. El 21 de junio de
1791 el rey y la familia real huyen. Marat, desde hacía meses, no había dejado
de denunciar el complot para hacer evadir al rey: esta fuga es, al mismo
tiempo, la amargura para el revolucionario inútilmente vigilante y el triunfo para
el periodista. El 22 de junio (número 497), Marat indica el remedio:
“Un tribuno, un tribuno militar, o seréis perdidos irremediablemente...
Unos días más de indecisión y ya no tendréis tiempo de salir de vuestro
letargo, la muerte os sorprenderá en brazos del sueño.”
En vano... El rey fue reinstaurado en sus poderes por una Asamblea que temía
al movimiento popular y a la democracia. La acción de los cordeleros por la
destitución del rey, que Marat sostuviera con ardor, fracasa el 7 de julio de
1791 en la sangre de la masacre del Campo de Marte. El 15 de setiembre de
1791, al redactar un Parallèle de l’ancien et du nouveau régime [Paralelo del
antiguo y el nuevo régimen], Marat escribe:
“Nos entretienen en forma ridícula con grandes palabras de libertad, y
nunca fuimos más esclavos.”
Desalentado por un instante concibió la idea de cesar en la publicación de su
periódico, de abandonar Francia. Hacía presentir su intención en una nota
tristemente burlona que cerraba el número del 6 de setiembre, Billete del autor
a los padres conscriptos. Su número del 21 de setiembre tiene por sumario:
Últimos adioses de El amigo del pueblo a la patria.
“Este género de vida, cuya simple exposición congela a los corazones
más aguerridos, lo he practicado por cerca de dieciocho meses, sin
lamentarme un solo instante, sin añorar ni descanso ni placeres, sin tener
en cuenta la pérdida de mi estado, de mi salud, y sin empalidecer a la
vista de la espada siempre dirigida contra mi pecho.”
La misma noche, Marat partió para Inglaterra. Pero estaba de regreso en París
el 27 de setiembre de 1791, luego de dudar en cuanto a embarcarse y resolver
intentar un último esfuerzo con la nueva Asamblea. En efecto, la Asamblea
Legislativa se reunió el 1° de octubre de 1791.
“Si la próxima legislatura, escribe Marat, no está corrupta como la
Asamblea Constituyente, es posible que los patriotas se subleven y que la
libertad se establezca en ciertos puntos."

134
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

En su número del 8 de octubre de 1791, Marat definió la conducta que


pensaba seguir: la misma en la que había persistido desde 1789. En la nueva
Asamblea veía tres partidos: uno compuesto por ardientes patriotas,
verdaderos amigos de la libertad; el otro “por aquellos hombres llenos de
prejuicios que aún no han podido liberarse de las escorias de su educación,
que no conciben la majestad nacional”; el último comprende a todos los
esclavos ministeriales que infectan al senado, hombres sin fe, sin ley y sin
pudor, que se prostituirán a la voluntad de la corte a la mínima sonrisa, y que
traicionarán a la patria, a sus amigos y a sus padres por el más pequeño favor.
“Yo seguiré las formas de todos los manejos de estos viles enemigos de
la patria; yo develaré todas sus torpezas; yo aplicaré sobre sus frentes el
sello del oprobio y los arrojaré a la execración pública, así como he
actuado con sus infames predecesores".

CONTRA LA GUERRA

Marat debió cambiar muy pronto de parecer:


“La segunda legislatura, escribe el 24 de noviembre de 1791, es tan
corrupta como la primera."
La piadosa Asamblea, la tonta Asamblea, la estúpida Asamblea –escribe el 9
de diciembre–. Y el 11 de diciembre:
“La nueva legislatura corrupta hasta la médula.”
Las esperanzas que él pusiera en el ala patriótica de la Asamblea se vieron
defraudadas. Desde el 29 de octubre presenta serias reservas acerca del
discurso de Brissot del 20, “relativa a los fugitivos”. El 25 de noviembre
denuncia el Pié ge adroit du comité diplomatique, pour attirer sur les bras de la
nation une guerre désastreuse avec l’Empire germanique [Astuto engaño del
comité diplomático para atraer hacia los brazos de la nación una guerra
desastrosa con el imperio germánico]. Marat, como Robespierre, estuvo contra
la guerra deseada por la corte y los girondinos. El 1° de diciembre revela las
Sourdes ménées des ministériels pour engager la nation dans une guerre
désastreuse [Sórdidas maniobras de los ministeriales para empeñar a la
nación en una guerra desastrosa]. El 10 desenmascara a Brissot, uno de los
más favorables a la guerra: Le sieur Brissot laissant tomber le masque, dans
l'espoir d’être métamorphosé en ministre [El señor Brissot deja caer la
máscara, en la esperanza de ser transformado en ministro]. Mientras
Robespierre sólo tomará posición en forma clamorosa en su primer gran
discurso del 18 de diciembre de 1791, Marat ha conducido su campaña desde
noviembre hasta el 19 de diciembre, día en que examina a fondo la
eventualidad de una guerra, pero netamente defensiva. Si el enemigo invade al
país de la libertad, “que al primer golpe de cañón el pueblo cierre las puertas
de todas las ciudades, y que se deshaga sin hesitar de los curas sediciosos,
de los funcionarios contrarrevolucionarios, de los complotadores conocidos y
de sus cómplices”; era el programa que se realizaría en aquellas terribles
jornadas de setiembre de 1792. Aquel mismo 19 de diciembre de 1791 “L’ami
du peuple” cesaba en sus publicaciones por cuatro meses.

135
Albert Soboul

En el número de la víspera (n° 625),


“Sí, la libertad se ha perdido entre nosotros, había escrito Marat, se ha
perdido sin retorno... ¡Oh patria mía, qué suerte espantosa te reserva el
futuro!”
A comienzos de enero de 1792, sin preaviso, como, si no hubiera deseado
alertar a la policía de su resolución, Marat llegaba a Londres. Sin embargo, no
todo era triste para él en este fin de año de 1791; esta es la fecha de su unión
con Simone Evrard, que fue por dieciocho meses su devota compañera, y por
treinta y un años su fiel viuda. Simone Evrard, obrera costurera, nacida en
1764, y de quien Albertine Marat, hermana de Jean-Paul dirá que estaba
“inflamada por el fuego de la libertad”. El 1° de enero de 1792 Marat firmó la
siguiente nota:
“Las bellas cualidades de la señorita Simone Evrard, han conquistado mi
corazón, que ella ha recibido en homenaje; le dejo, en señal de mi amor
durante el viaje que estoy por realizar a Londres, el compromiso sagrado
de darle mi mano inmediatamente después de mi regreso. Si toda mi
ternura no le bastara como testimonio de mi fidelidad, que el olvido de
este compromiso me cubra de infamia.”
Durante los primeros tres meses de 1792. retirado en Londres, Marat
permaneció silencioso. En marzo, publicó el prospecto de la Escuela del
ciudadano, en que recogía los “pasajes más relevantes” de “L’Ami du peuple”.
Si bien el libro no apareció nunca. El Club de los Cordeleros se encargó de
distribuir el prospecto, acompañado por el siguiente aviso:
“Las sociedades patrióticas de la capital, al sentir, luego de la suspensión
del periódico titulado ‘L'ami du peuple’, a través de las inauditas
persecuciones infligidas al autor, que la patria carecía de su defensor más
entusiasta y más firma, se han reunido con la de los cordeleros para
invitar a Marat a retomar la pluma.”
“L’ami du peuple” reapareció el 12 de abril de 1792, en su número 627.

MARAT SIEMPRE CONTRA LA GUERRA

Marat volvió como había partido:


“Más que nunca, escribe en su número del 12 de abril, Marat piensa
golpear al vicio en su corazón, sostener a los amigos de la libertad,
alentar, iluminar al pueblo, sorprender a los esclavos, hacer empalidecer a
los malvados.”
En las circunstancias de abril de 1792 toma partido vigorosamente contra la
guerra, mostrando sus peligros para la revolución y para la libertad. La víspera
misma de la declaración de guerra, el 20 de abril de 1792, Marat escribe en el
número 634:
“¿Tendrá lugar la guerra? Todos dicen que sí. Se asegura que la opinión
ha prevalecido en el gabinete, luego de los discursos del señor Motier
[Lafayette] que, sin duda, la ha presentado como el único medio para

136
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

alejar a la nación de las cuestiones internas para ocuparla en las


externas; para hacerle olvidar los disentimientos intestinos por las noticias
de las gacetas; para disipar los bienes nacionales en preparativos
militares, en lugar de emplearlos en la liberación del Estado y en el
mejoramiento del pueblo; para aplastar al país bajo el peso de los
impuestos y degollar a los soldados del ejército de línea y del ejército
ciudadano, conduciéndolo al matadero con el pretexto de defender las
barreras del imperio.”
El 24 de abril de 1792 (n° 639), Marat agrega esta reflexión decisiva:
“Dada la desgraciada tendencia de los franceses a entusiasmarse con
todo, es de temer que cualquiera de nuestros generales sea coronado por
la victoria, y que en medio de la ebriedad de los soldados y de la plebe,
conduzca al ejército victorioso contra la capital para hacer triunfar al
déspota.”
Singular visión profética. La guerra comienza. Desde el 25 de abril de 1792 (n°
644) Marat denuncia a los jefes elegidos para comandar el ejército:
“Es un Luckner, oficial de fortuna, criatura de la corte y bajo camarero del
rey... Es un Rochambeau, vil cortesano... Es un Motier [Lafayette],
conocido por sus horribles maquinaciones contra la libertad pública tanto
como por sus vergonzosas prostituciones ante la corte”.
El 3 de mayo Marat es denunciado a la Asamblea legislativa por sus
incitaciones a la masacre de los generales:
“Que los soldados descubran a tiempo la traición y que ahoguen
finalmente a todos sus jefes en la sangre.”
A esta denuncia, Marat responde el 14 de mayo (n° 650):
“Ellos han lanzado una acusación contra mí. Estoy pronto a aparecer en
confrontación ante un tribunal justo, pero no me entregaré a los tiranos
cuyos satélites asalariados tienen orden, seguramente, de masacrarme
en el momento del arresto, o de encarcelarme en lugar secreto."
Marat retomó así la vida subterránea, escapando a todas las investigaciones,
logrando hacer aparecer su periódico con bastante regularidad (con una
notable interrupción, sin embargo, desde el 15 de junio al 7 de julio). El 12 de
junio, en la tribuna de la Asamblea legislativa, un representante declara que, a
pesar de todas las medidas para detener la circulación de “El amigo del
pueblo”:
“se lo distribuye por doquier. Poseo cuatro o cinco de sus últimos
números, donde Marat ofrece una recompensa por la cabeza de los
generales, los ministros, los miembros de la Asamblea, a la que acusa de
entenderse con la corte para hacer degollar a los batallones de los
voluntarios patriotas.”

137
Albert Soboul

LA CAÍDA DE LA MONARQUÍA

En tanto, la crisis de la Revolución se agrava, el movimiento popular crece. El


11 de julio de 1792 la patria es declarada en peligro. Marat se mantiene en la
corriente revolucionaria, dando el 18 de julio sus Consejos del Amigo del
Pueblo a los federados de los departamentos, publicando el 20 la C”arta del
Amigo del Pueblo a las guardias nacionales federales de los 83
departamentos”. Bruscamente, el 22 de julio, cuando se acerca el fin, Marat
expone los Motivos que han determinado la suspensión del Amigo del Pueblo,
y cesa en su publicación. ¿El desaliento, otra vez? No se deben subestimar las
duras condiciones de la vida; Marat, como Robespierre, no fue el hombre de
las jornadas revolucionarias; no participó en la organización de la insurrección
del 10 de agosto. El 7 de agosto reaparece “L’ami du peuple”, con un nuevo
llamado A los federados de los 83 departamentos, lleno de esperanzas y
aprobando la petición de las secciones parisinas que exigen la destitución del
rey. La jornada del 10 de agosto, ¿ha sorprendido a Marat? No se puede
afirmar nada con seguridad. Pero se puede constatar que mientras se
desarrolla la insurrección, Marat redacta su famoso manifiesto, El Amigo del
Pueblo a los franceses patriotas:
“No os dejéis conmover por la voz de una falsa piedad... Recordad el
Campo de la Muerte... Nadie aborrece el derramamiento de sangre más
que yo; pero para impedir que se lo haga derramar en torrentes, os incito
a derramar algunas gotas... Si retrocedéis, significa que pensáis que la
sangre derramada este día ha sido pura pérdida, y que vosotros no
habréis hecho nada por la libertad.”
La insurrección triunfa, el trono es derrocado. Luis XVI prisionero en el Temple.
Luego de tres años de lucha, Marat sale finalmente de sus subterráneos, a la
plena luz de la libertad. Tiene cuarenta y nueve años; le queda menos de un
año de vida.

VICTORIA Y MARTIRIO DE MARAT


(10 DE AGOSTO DE 1792- 13 DE JULIO DE 1793)

Las semanas que siguieron al 10 de agosto constituyen sin duda el período


más intenso de la actividad política de Marat. Es, más que nunca, el “ojo del
pueblo”, el centinela. No se puede concebir su acción más que por intermedio
de su periódico, “L’ami du peuple” que reaparece con fecha 13 de agosto de
1792; hasta el 29 de septiembre estuvo lejos de ser cotidiano, y Marat
compensó la ausencia del diario con manifiestos.
Las páginas de su periódico son un constante llamado a la vigilancia
revolucionaria, una denuncia obstinada de todas las maquinaciones y de todos
los complots. Sumario del 13 de agosto de 1792 (n° 678):
“El pueblo engañado por sus nuevos representantes o las nuevas
traiciones de los padres conscriptos luego de la toma del palacio de las
Tullerías”.

138
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

16 de agosto (número 679):


“Desarrollo del atroz complot de la corte para hacer perecer con el hierro
y el fuego a todos los patriotas de la capital”. "Medidas a tomarse sin
demora para asegurar la libertad pública”.
19 de agosto (número 680):
“Los infames padres conscriptos del engaño traicionan al pueblo y tratan
de prolongar largamente el juicio de los traidores... Modo de desbaratar
sus maquinaciones”.
21 de agosto (n° 681):
"Los gangrenosos de la Asamblea... Los padres conscriptos asesinos de
los patriotas...”
El 21 de agosto de 1792
“L’ami du peuple” cesa en su publicación hasta el 13 de setiembre y es
reemplazado por manifiestos. 26 de agosto: Marat, el Amigo del pueblo, a los
bravos parisinos. En el momento en que se sabe en París de la toma de
Longwy, es un llamado a la unión de todos los patriotas, a la sublevación
nacional, pero también a la vigilancia y a la justicia revolucionarias.
“Para contener a los enemigos internos, bastará con oponerles puñales”.
28 de agosto: Marat, el Amigo del pueblo, a sus conciudadanos:
“En los tiempos de crisis alarmante, la salud pública es la ley suprema del
Estado.
30 de agosto:
“Marat, el Amigo del pueblo a los amigos de la patria, acerca de la
elección de los representantes a la Convención nacional.”
2 de setiembre:
Marat, el Amigo del pueblo a Luis Felipe José de Orleáns, príncipe
francés: a fin de que éste subvencione sus periódicos: (“la módica suma
de 15.000 libras bastará para la adquisición del papel y el pago de la
mano de obra”).
Las masacres de setiembre En aquel momento, desde el 2 de setiembre de
1792, se iniciaban las “masacres de septiembre”. No se puede negar la parte
de responsabilidad de Marat en este recurso sumario de la justicia popular.
Desde el 19 de agosto, él escribía en su número 680:
“¿Cuál es el deber del pueblo? Éste sólo tiene dos posibilidades de
elección. La primera es la de apresurar el juicio de los traidores detenidos
en la Abadía, rodear a los tribunales criminales y a la Asamblea; y si los
traidores son absueltos, masacrarlos sin hesitar con el nuevo tribunal... La
otra posibilidad, que es más segura y más inteligente, es la de marchar
con armas a la Abadía, sacar a los traidores, en especial a los oficiales
suizos y a sus cómplices, y pasarlos por el filo de la espada. ¡Qué locura
desear hacerles proceso! Todo está claro: vosotros los habéis sorprendido
139
Albert Soboul

con armas en las manos contra la patria, vosotros habéis masacrado a los
soldados, ¿porqué deberíais eximir a los oficiales, incomparablemente
más culpables?... ¡De pie, franceses que deseáis vivir libres! ¡De pie! ¡De
pie! ¡Y que la sangre de los traidores comience a correr! Es el único modo
de salvar a la patria”.
Seguramente, Marat no toma parte en el comienzo espontáneo de las
masacres, en la tarde del 2 de setiembre, como tampoco luego en su
desarrollo. Pero al haber propiciado, desde los comienzos de la revolución,
una rápida justicia popular asumió toda la responsabilidad de las mismas.
El 3 de septiembre Marat firmó, como miembro, la circular dirigida a los
departamentos del comité de vigilancia de la Comuna de París, comité al que
había egresado por un decreto de la víspera.
“La Comuna de París se apresura a informar a sus hermanos de todos los
departamentos que una parte de los feroces conspiradores retenidos en
las prisiones ha sido condenada a muerte por el pueblo: actos de jus ticia
que lo han parecido indispensables para contener con el terror a las
legiones de traidores ocultos entre sus muros, en el momento en que se
disponía a marchar contra el enemigo. Sin duda, la nación entera, luego
de la larga secuela de traiciones que la han llevado al borde del abismo,
se apresurará a adoptar este medio tan saludable de salud pública”.
La misma interpretación, dada por Marat mismo el 12 de octubre de 1792 en el
número 12 del “Journal de la République”:
“El suceso desastroso del 2 y del 3 de setiembre que los pérfidos y los
asalariados atribuyen a la municipalidad, ha sido provocado únicamente
por la falta de justicia del tribunal criminal que ha disculpado al
conspirador Montmorin, por la protección que el mismo prometía de esta
manera a todos los otros conspiradores... Es porque los traidores eran
sustraídos a la espada de la justicia que han caído bajo las armas del
pueblo”.
Es en función del peligro nacional que se deben evaluar las masacres de
septiembre. “Aun temblando de horror, se la consideraba una acción justa”,
aparece escrito en Souvenir d’une femme du peuple [Recuerdos de una mujer
del pueblo]. El representante Azema dice, en su informe del 16 de junio de
1793 a la Convención
“Al detener los progresos de nuestros enemigos hemos detenido las
venganzas populares, que cesaron al mismo tiempo que los primeros”.
Valmy signó, en efecto, el fin de este primer Terror.

140
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

MARAT REPRESENTANTE DEL PUEBLO

Absorbido por los sucesos, Marat no podía redactar su periódico: desde el


21 de agosto al 13 de setiembre de 1792 no apareció ningún número de
“L‘Ami du peuple”. En tanto, él había sido elegido representante de París a
la Convención: el “Moniteur” del 11 de septiembre anuncia su nombramiento.
En el manifiesto del 30 de agosto, Marat, l'Ami du peuple, aux amis de la
patrie, denuncia “a los elementos desacreditados” y compila la lista “de los
hombres que más merecen de la patria”: la encabezan Robespierre y
Danton. Y agrega: "Terminaré por recordaros al Amigo del pueblo; vosotros
sabéis lo que él ha hecho por la patria, tal vez ignoráis lo que hará aún por
vuestra felicidad; la gloria de ser el primer mártir de la libertad le basta;
peor para vosotros si lo olvidáis”.
El 5 de setiembre Robespierre es elegido por la asamblea electoral del
departamento de París. Las operaciones fueron largas, interrumpidas por
intrigas.
El 8 de septiembre, nuevo manifiesto: Marat, el Amigo del pueblo, a sus
conciudadanos electores, en el que denuncia las maniobras que tienden a
eliminarlo.
“Para demoler estas imputaciones yo no demostraré el entero curso de mi
vida desde el comienzo de la Revolución. ¿Pero a quién se podrá hacer
creer que un hombre al que no ha podido seducir el oro de la corte, al que
no han podido desviar ni por un instante los decretos de anatema y los
puñales de los asesinos... sea hombre que se cubra de oprobio por las
malas jugadas de los bribones?”.
El 9 de septiembre Marat era elegido diputado en París, séptimo entre
veinticuatro, con 420 votos sobre 758 votantes. La polémica continuó; se
afirmó contra Marat una abierta hostilidad, en especial por parte de los
girondinos. Como de costumbre, el responde atacando. Desde el 8 de
setiembre, en el manifiesto Marat, el Amigo del pueblo, a los buenos
franceses, denuncia a los ministros brissotianos que paralizan la represión,
protegen a los generales sospechosos y calumnian a la Comuna de París. El
18 de setiembre, el manifiesto Marat, el Amigo del pueblo, a los amigos de la
patria, agrede a Roland, “un viejo sacristán a quien la esposa lleva de las
orejas”.
El 20 de setiembre, en Marat, el Amigo del pueblo, al maestro Jerôme Petion,
síndico de París es el turno de Petion, “un gran gran hombre”, pero “tiene una
mente que nada medita” y “encanece ante un sable desnudo”. Así, aparte de
los antagonismos de partido, se acentúa los inconciliables conflictos personales
que dividirán por siempre a la Convención. El 21 de setiembre de 1792, el
mismo día en que la Asamblea legislativa daba lugar a la Convención,
aparecía el último número (el 685) de “L’Ami du peuple”, que concluía así:
“Una sola reflexión me oprime; es que todos mis esfuerzos por salvar al
pueblo no servirán para nada sin una nueva insurrección. Al ver el temple
de la mayor parte de los diputados de la Convención nacional, me
desespero por la salvación pública”.

141
Albert Soboul

A partir de la reunión de la Convención, Marat emprende una nueva serie: el


“Journal de la République Francaise”, cuyo primer número apareció el 25 de
setiembre de 1792. Reemplaza el lema de “L’Ami du peuple”, que había sido el
de Rousseau: Vitam impendere vero [Consagrar la propia vida a la verdad], por
el siguiente, que indica el fundamento de todo gobierno republicano: Ut redeat
miseris, abeat fortuna superbis [Que la fortuna no sea privilegio exclusivo de
los poderosos, que ella también sirva a los pobres]. ¿Es necesario agregar que
las preocupaciones sociales predominarán de ahora en adelante en las
páginas de Marat? Digamos que éste es el objetivo final de su acción, no el
programa inmediato.
Marat ha anunciado su programa desde el primer número, en una importante
editorial, titulada Nueva conducta del autor.
“El despotismo está destruido, la dignidad real abolida; pero sus
propulsores no están abatidos:... la libertad tiene todavía hatos de
enemigos. Para hacerla triunfar, es preciso descubrir los proyectos de
éstos, develar su complots, desbaratar sus intrigas... ¿Cómo lograrlo, si
los amigos de la patria no se ponen de acuerdo, si no reúnen sus
esfuerzos? Ellos piensan que se puede triunfar sobre los malvados sin
destruirlos. Sea, yo estoy dispuesto a adoptar las medidas consideradas
eficaces por los defensores del pueblo: debo marchar con ellos. Amor
sagrado por la patria, te he consagrado mis vigilias, mi descanso, mis
días, todas las facultades de mi ser; te inmolo hoy mis prevenciones, mis
resentimientos, mis aversiones”.
Se trata de reunir a todos los patriotas sinceros, de atraer hacia sí el centro de
la Convención, la Llanura, sin la cual la Montaña sería impotente. ¿Una nueva
insurrección, como aquélla en la que pensaba Marat en el número del 21 de
setiembre? No, pero sí consolidar ante todo las posiciones conquistadas por el
pueblo.

LA GIRONDA CONTRA MARAT

Los ataques furiosos de la Gironda tornaron imposible esta política de unión


esbozada por la Montaña. La lucha entre los partidarios del 10 de agosto y
aquellos que no habían podido impedirla, duró hasta el 2 de junio de 1793,
hasta la exclusión de los girondinos de la Convención y a la proscripción de
ellos. La lucha adquirió pronto extrema violencia. Tomando la ofensiva desde el
25 de setiembre de 1792, la Gironda se esforzó por golpear a los jefes
montañeses a quienes más temía, los triunviros, Marat, Danton, Robespierre.
En vano Danton desaprobó a Marat (“No acusemos, por algún individuo
exagerado, a toda una diputación”) e hizo un llamado a la unión. El 24, al
indicar a Marat, Kersaint había declarado;
“Es tiempo de erigir patíbulos para los asesinos, es tiempo de erigirlos
para aquellos que incitan al asesinato”.
El día siguiente, 25 de setiembre, nuevo ataque, más directo. Lasource
denuncia: “a los hombres tan perversos que piden el triunvirato o la dictadura”.
Barbaroux torna precisa la acusación contra Marat. Este último responde el

142
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

mismo día en la tribuna de la Convención, con un discurso que publicó en los


números 4 y 5 de su periódico (28 y 29 de setiembre de 1792). Aceptó la
acusación.
“Creo ser el primer escritor político, y tal vez el único en Francia después
de la Revolución, que haya propuesto un dictador, un tribuno militar,
triunviratos, como único medio para aniquilar a los traidores y a los
conspiradores... Si esta saludable medida hubiera sido adoptada
inmediatamente después de la toma de la Bastilla, ¡Cuántos desastres se
habrían evitado! Si se hubiera hecho caer entonces cincuenta cabezas
traidoras, cien mil patriotas no habrían sido degollados y cien mil patriotas
no habrían sido amenazados con el degüello”.
Marat evocó sus años de lucha:
“Para servir mejor a la patria he desafiado a la miseria, a los peligros, a
los sufrimientos; he sido perseguido cada día por legiones de asesinos;
por tres años me condené a una vida subterránea, y patrociné la causa de
la libertad con la cabeza en el cepo. Hablad, viles calumniadores, ¿es
ésta la conducta de un ambicioso?”.
El debate concluyó bruscamente; aquella vez, la Convención pasó a la orden
del día.

EL PROCESO DE LUIS XVI

Si en el curso del mes de octubre de 1792 el blanco del periódico de Marat


está constituido por Dumouriez y los generales, desde noviembre de 1792 a
enero de 1793, el proceso de Luis XVI domina toda la escena política. En sus
escritos como en la tribuna de la Convención, Marat se mostró firmemente en
contra del rey. Fue él quien, el 6 de diciembre, hizo decidir por la Asamblea que
todos los escrutinios tendrían lugar por llamado nominal, en alta voz: táctica
que debía decidir el resultado. En cuanto al problema político, Marat está de
acuerdo con Robespierre y Saint-Just; sólo la muerte del rey puede fundar la
República.
“Sólo creeré en la República cuando la cabeza de Luis XVI ya no se
apoye en sus espaldas”.
Pero mientras la mayor parte de los jacobinos piensa que no es necesario un
proceso, al haberse pronunciado el pueblo juez soberano con la insurrección
del 10 de agosto, Marat exige un proceso en debida forma. En el artículo
Opinión... del juicio del ex monarca publicado en su periódico del 4 de
diciembre. Marat justifica el proceso con la necesidad de educar a las masas,
de las que es necesario aumentar la madurez política, mostrándoles los
crímenes de Luis XVI.
“Este proceso era necesario para la instrucción del pueblo; porque
importa conducir a la convicción, por caminos diferentes y análogos a los
temples de los espíritus, a todos los miembros de la República”.

143
Albert Soboul

Marat votó por la muerte, contra el llamado al pueblo, contra la remisión.


Contra el llamado pueblo:
“Someter a la ratificación del pueblo un juicio expresado por razones de
Estado, siempre fuera de su alcance, es no sólo signo de imbecilidad sino
también de demencia”. (“Journal de la République Française”, n° 101, 18
de enero de 1793).
Contra la remisión:
“Vosotros habéis decretado la República, pero la República no es más
que un castillo de naipes hasta tanto la cabeza del tirano no caiga bajo el
hierro de la ley” (n.º 104, 21 de enero de 1793).
La ejecución de Luis XVI tuvo lugar aquel mismo día.
“La cabeza del tirano acaba de caer bajo el hierro de la ley escribe Marat
en el número 105 del 23 de enero–; el mismo golpe ha derrocado los
fundamentos de la monarquía entre nosotros; creo, por fin, en la
República”.
Luego de la ejecución del rey, Marat, por algunos días, mitigó su tono habitual.
Había esperado que las divisiones que perturbaban a la Convención
desaparecerían con la muerte "del tirano" y ante la tumba del representante
Lepeletier, asesinado el 20 de enero de 1793, primer “mártir de la libertad”.
“¡Vana esperanza!”, reconocía Marat desde el 28 de enero en el número 109.
“La misma noche de la inhumación se desencadenaban furiosamente [las
discusiones] a propósito del nombramiento de un nuevo presidente...
Habría deseado firmemente poder deponer el testigo de la censura, pero
el mismo tiene más actualidad que nunca... Pretender que los enemigos
de la Revolución, por sentimientos, por principios, por intereses, se
sacrifiquen de buena fe a la patria, es pretender una cosa imposible... No
se trata de vivir en paz con ellos, entonces, sino de declararles guerra
eterna”.
Se inicia entonces la lucha final de Marat contra la Gironda y todos aquellos
que se habían vinculado a ella. Señalemos primero una escaramuza. El 9 de
marzo de 1793 un diputado denunció en la tribuna de la Convención a:
“los representantes del pueblo que son enviados aquí para hacer buenas
leyes, para ocuparse de los intereses del pueblo [y que] se divierten
haciendo periódicos, estropeando el espíritu de los departamentos,
criticando con suma aspereza las opiniones de la Convención que no son
similares a las propias”.
Esta moción concernía evidentemente a Marat. La Convención decidió que los
representantes que redactaran periódicos debían elegir entre una u otra
función: periodista o representante. A continuación de este decreto, el 14 de
marzo de 1793, el « Journal de la République Française » cambió de título y
tomó el de « Publiciste de la République Française, ou Observations aux
Français, par Marat l’Ami du peuple, député à la Convention ». Por otra parte,
se mantenían el mismo lema y la misma numeración. ¿Sé podía impedir a un
representante que publicara sus “Observaciones a los franceses”

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

CONTRA DUMOURIEZ

La campaña contra Dumouriez ocupó, con diversos matices, todo el mes de


marzo de 1793; el general constituía desde hacía tiempo uno de los blancos
del Amigo del pueblo. Descuidando por un momento a “la facción de los
hombres de Estado”, es decir, a los girondinos, Marat lanza una última
ofensiva contra el émulo de Lafayette. El 20 de marzo, la intitula: Traiciones
consumadas por Dumouriez. El día siguiente, el 18 de marzo, se sabía de la
derrota del general en Neerwinden. A los desastres de Bélgica se agregaban
los tumultos de La Vandea. Al agravarse la crisis, Marat llega a pensar que la
salvación no está en la Convención, ni en su impotente Comité de defensa
general. El 27 de marzo de 1793 afirma a los jacobinos:
“...que todas las secciones de París se reúnan para inquirir a la
Convención si tiene medios para salvar a la patria, y que declaren, si ella
no los tiene, que el pueblo está dispuesto a salvarse por sí solo”.
Primero entre aquéllos de la Montaña, Marat afirma, desde fines de marzo, la
necesidad de una insurrección que dicte sus deberes a la Convención. El
Amigo del pueblo prosigue su ofensiva, que implica a jacobinos y montañeses.
El 1o de abril provoca el decreto de la Convención que retira, en caso de
necesidad, la inmunidad parlamentaria; la Gironda ha votado el decreto con
prontitud, Marat fue la primera víctima. El 3 de abril solicita el refuerzo de los
Comités de la Asamblea. El 6, en la discusión de la que surge el decreto
acerca de la creación del Comité de salud pública, termina con esta frase:
“Tal vez este Comité, con los medios que le dáis, no será lo
suficientemente fuerte como para salvar la libertad: con la violencia se
debe establecer la libertad, y ha llegado el momento de organizar en
forma temporaria el despotismo de la libertad para aplastar al despotismo
del rey".
El 5 de abril, dejando caer la máscara, Dumouriez había pasado al enemigo.
Esta traición, por mucho tiempo pronosticada por el Amigo del pueblo,
aumentó aún más su prestigio entre las masas parisinas. Aquel mismo 5 de
abril Marat era designado presidente del Club de los jacobinos.

FRENTE AL TRIBUNAL REVOLUCIONARIO

En su calidad de presidente del club Marat firmó, el mismo día, una circular
cuyo principio había sido adoptado el 3 de abril. Ignorando todavía la traición
de Dumouriez, temiendo que él marchara sobre París, el texto llamaba a las
armas:
“Es en el Senado donde manos parricidas desgarran vuestras vísceras!
Sí, la contrarrevolución está en el gobierno, en la Convención nacional...
¡Allí es donde hay que atacar! ¡Vamos, republicanos, levantémonos!”.
El llamado concluía con el pedido de la revocación de los girondinos.
Retomando la ofensiva, la Gironda, a través de la voz de Petion, denunció a
Marat el 10 de abril: “un hombre que ha predicado el despotismo en todas sus

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Albert Soboul

formas, que ha pedido cabezas y aconsejado el saqueo”. El 12, Guadet ataca


a su vez y exhibe, para terminar, la circular jacobina del 5, firmada por Marat.
La Gironda se levanta y reclama el decreto de acusación. Marat se explica con
calma. Él sólo ha firmado la circular como presidente de los jacobinos; está de
acuerdo con su tenor; pide el decreto de acusación contra “los hombres de
Estado”: que la Convención los conduzca, a ellos junto con él, ante el tribunal
revolucionario; allí darán explicaciones. Fue votado el decreto de arresto
contra Marat; en el desorden del fin de una sesión, él se eclipsó hacia su
última clandestinidad. El día siguiente, 13 de abril, a continuación de un largo
llamado nominal, el decreto de acusación fue adoptado por 226 votos contra
92.
La Gironda había sobrevalorado su propia fuerza; aislado en la Convención, el
Amigo del pueblo se hallaba en el vértice de su popularidad parisina. Desde el
fondo de su “subterráneo”, persiguió a sus adversarios. En la Carta a la
Convención, publicada por su periódico el 16 de abril de 1793 (n° 169),
“todavía un poco de paciencia, escribía; ellos sucumbirán bajo el peso de
la ejecución pública. Estoy lejos de desear disolver la Convención, que
ellos no dejan de imputarme, pero yo deseo purgarla de los traidores que
se esfuerzan por aniquilar la libertad y arrastrar a la patria hacia el
abismo”.
En la tarde del 23 de abril Marat se constituía en la Abadía; el 24 era
triunfalmente absuelto por el tribunal revolucionario. La absolución de Marat
anunciaba el fin de la Gironda.

EL ATAQUE FINAL CONTRA LA GIRONDA

La lucha contra “la facción de los hombres de Estado” entra entonces en su


fase crucial. Para reconquistar a la opinión pública, la Gironda hizo entonces
un gran esfuerzo y llevó el debate al plano social. A. fines de abril, Petion lanzó
su Carta a los parisinos, exhortando a todos los propietarios a la lucha:
“Vuestras propiedades están amenazadas y vosotros cerráis los ojos”. Pero la
Montaña sentía al mismo tiempo la necesidad de concesiones a los sans
culottes para asegurarse el apoyo de éstos contra los girondinos. El 11 de abril
la Convención había decretado el curso forzoso del asignado [papel moneda];
el 4 de mayo el precio máximo de los granos y de las harinas, el 20, un
empréstito forzoso sobre los ricos. Marat, sin oponerse, no aprobó las dos
primeras medidas, reclamadas por los militantes populares. El 7 de mayo
declara brutalmente en la Convención:
“Tenemos un buen sistema para reducir a los ricos a la clase de los sans
culottes. Es el de no permitirles que se cubran el trasero...”.
Significaba aplicar literalmente el lema de su periódico, y esta palabra de orden
sin duda sincera, pero simplista, intentaba agradar a las masas parisinas. Pero
el objetivo esencial es el político: terminar con la “facción de los hombres de
Estado”. El episodio final comenzó cuando la Gironda, el 17 de mayo, hizo
decretar la institución de una Comisión de los Doce para investigar la actividad
de la Comuna y de las secciones de París. El 24 de mayo la Comisión ordena

146
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

el arresto de Hébert por el número 239 de su “Père Duchesne”, que


denunciaba “toda la arruinada secuela de cómplices de Copet y de
Dumouriez”, es decir, a los girondinos. El 26 de mayo, Marat llama a la acción
a los jacobinos:
“Es importante aniquilar a la Comisión de los Doce... Es preciso que toda
la Montaña se subleve”.
Fijó la táctica con claridad: una manifestación popular que lleve a una acción
parlamentaria. El día siguiente, 27 de mayo, en la Convención, Marat pasa al
ataque, uniendo el problema político al social:
“Solicito que esta Comisión de los Doce sea suprimida, por ser enemiga
de la libertad y tender a provocar la insurrección del pueblo, insurrección
que nos es inminente sólo por la negligencia con que vosotros habéis
permitido llevar las mercaderías a un precio excesivo".
Marat no volverá a intervenir, salvo por breves incidentes de sesión o de
corredor. El 31 de mayo, en su primer día, la insurrección fracasó.
“No, no es posible que el pueblo se salve –habría declarado Marat a
algunos montañeses– a menos que tenga jefes”.
El día siguiente, 1° de junio, en el Hôtel-de-Ville, lanzó el célebre apostrofe:
“¡Levantaos, entonces, pueblo soberano! Presentaos a la Convención,
leed vuestro petitorio y no os separéis de la barra sin una respuesta
definitiva, después de lo cual actuaréis conforme al respeto de las leyes y
a la defensa de vuestros intereses”.
El 2 de junio se reinicia la insurrección; la Convención es embestida por el
pueblo en armas; los representantes salen en cortejo para intentar forzar la
barrera; en lá sesión permanecen sólo de quince a treinta diputados, entre
ellos Robespierre y Marat. “¡Cañoneros, a vuestros cañones!”, ordena Henriot.
Impotente, la Convención reingresó en la sala de las sesiones y decretó el
arresto de veintinueve diputados girondinos. El 5 de junio de 1793, el
“Publiciste de la République Française” apareció con el título: “Los sans
culottes de París enseñan a los montañeses a hacer su juego, o La Montaña
triunfa sobre la facción de los hombres de Estado”.
Marat, vencedor de la Gironda, no tiene más que algunas semanas de vida,
cuarenta y un días de sufrimientos y de actividad febril. De mes en mes su
salud ha empeorado. En febrero de 1793 aparece la enfermedad inflamatoria
que se agrava brutalmente en mayo; durante todo el mes de junio el mal no
deja de avanzar. Enclaustrado en su cuarto, acribilla con cartas a la
Convención y al Comité de salud pública. Fatiga inútil. El Comité, dominado
por Danton, y la Convención, intentan practicar una política de pacificación,
reasegurar los departamentos. El desaliento emerge por momentos.
“No se lo puede ocultar; todas las medidas que tomaran hasta ahora las
asambleas constituyente, legislativa y convencional, para establecer la
libertad y consolidar la revolución, han sido aventuradas, vanas e
ilusorias, aunque fueran elaboradas de buena fe” (8 de junio de 1793).

147
Albert Soboul

El mismo día, en el número 211, estigmatiza la “falta de energía” del Comité de


salud pública. El 11 de junio n° 213, comienza su campaña contra el general
Custine, “segundo tomo de Dumouriez”. El número 224 del 23 de junio expone
los Medios para esquivar los peligros y remediar las desgracias de la patria.
“Entre las desgracias que afligen a la patria, uno de los peligros que más
la amenazan en este momento y cuyos estragos serían irreparables, es la
desesperación a que la rapacidad de los acaparadores y la codicia de los
comerciantes desean impulsar al pueblo, que pronto se verá en la
imposibilidad de hacer frente al precio exorbitante de las mercaderías de
primera necesidad, si la Convención no toma sin demoras medidas
eficaces para hacerlo bajar.”
¿Qué ha ganado con la Revolución?, dirá entonces temblando; era mejor el
despotismo con todos sus abusos.

MARAT CONTRA LOS RABIOSOS

La crisis de subsistencia era, en efecto, la causa principal del descontento


popular. El precio máximo de los granos adoptado el 4 de mayo no había sido
aplicado. La crisis del papel moneda, del asignado, agravaba los efectos de la
crisis de subsistencia, por cuanto la inflación acentuaba el aumento de los
precios. Los Rabiosos aprovechaban la crisis para avivar el descontento
general, reprochando a la Convención su inmovilidad en el terreno económico
y social. El 8 de junio de 1793, en el Consejo general de la Comuna, Varlet dio
lectura a su Declaración solemne de los derechos del hombre en el estado
social. El 25, Jacques Roux presentó en la barra de la Convención una petición
amenazante:
“La libertad no es más que un vano fantasma cuando una clase de
hombres puede sumir en el hambre a la otra clase impunemente. La
igualdad no es más que un vano fantasma cuando el rico, con el
monopolio, ejerce el derecho de vida y de muerte sobre su semejante”.
Contrariamente a lo que se esperaba, Marat tomó partido violentamente contra
los Rabiosos en sus páginas del 4 de julio número 233), Retrato de Jacques
Roux, cizañero de la sección de los Gravilliers y de la sociedad de los
Cordeleros, expulsado de estas asambleas populares, al igual que sus
cofrades Varlet y Leclerc, sus cómplices: Leclerc “astutísimo bribón”, Varlet
“intrigante sin cerebro”, Jacques Roux “patriota de circunstancia”. El ataque de
Marat contra los Rabiosos que retomaban, precisándolas, sus tendencias
sociales, parece inexplicable. La filiación de las ideas es innegable: atención a
los intereses de las masas populares, la libertad y la igualdad no son más que
palabras vacías si la desigualdad de las condiciones no es reducida a medida
equitativa. La diferencia concierne sin posibilidad de duda al orden de las
prioridades: social para los Rabiosos, político para Marat. Marat posee, en
mayor grado que los Rabiosos, una visión global de la situación y se declara
preocupado por mantener un frente unido de todas las fuerzas revolucionarias:
conservar la alianza de la Montaña burguesa y de las masas populares,
impedir el desmembramiento del Tercer estado revolucionario, cosa a la que

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DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

tendía la acción osada de los Rabiosos en favor de los sans culottes de las
ciudades. La primera etapa de la estabilización del gobierno revolucionario fue
signada por la eliminación de los Rabiosos. Robespierre retomará, el 5 de
agosto de 1798, los argumentos de Marat contra estos “hombres asalariados
por los enemigos del pueblo”. Continuidad significativa entre el Amigo del
pueblo y El Incorruptible: ¿No sería también él, Marat, ahora que la Montaña
era la dueña de la Convención, un hombre del gobierno revolucionario?
En las primeras semanas de julio, la República es tomada por asalto desde
todas partes: revuelta en La Vandea, insurrecciones federalistas en
Normandía, en Bordeaux, Marsella, Lyon, mientras la invasión extranjera
despliega sus amenazas sobre la frontera del norte, sobre el Rin, sobre los
Alpes. Marat no deja de denunciar a aquellos “temerosos de la Convención” (7
de julio), la torpeza del Comité de salud pública, su criminal negligencia” (8 de
julio), solicitando la destitución de Custine, la depuración de los estados
mayores. Es el 12 de julio de 1793 (n° 240) el artículo ¡Despertemos, es hora!
“¡Si por lo menos fuéramos más prudentes en el futuro! ¡Si pudiéramos
educarnos en la escuela de las adversidades! Pero los adormecedores de
la Convención no cesarán de predicar la tranquilidad y la paciencia hasta
que hayan terminado de perder la cosa pública. No es culpa mía; mi
desesperación es la de ser siempre la Casandra de la Revolución”.

EL ASESINATO DE MARAT

En aquellos días de julio, de un calor oprímeme, la enfermedad de Marat se


tornaba aún más grave: sólo haya algún alivio en el baño, que nunca
abandona, trabajando como puede sobre su tablero atravesado sobre la
bañera. El 11 de julio recibe a una delegación de los cordeleros, el 12 otra de
los jacobinos; ellos encuentran al:
“hermano Marat en la bañera, una mesa, un tintero, periódicos en torno a
él, que se ocupa sin descanso de la cosa pública”.
El 13 de julio, poco antes de mediodía, una joven mujer de veinticinco años se
presenta en el domicilio de Marat, Carlota Corday, de una familia noble de
Normandía.
“Ni girondina ni republicana, escribe Georges Lefebvre, ni la pía
monárquica que se ha deseado ver en ella. Es una aristócrata, enemiga
furiosa e irreductible de aquellos que han abatido los privilegios del
feudalismo.”
Ella ha partido de Caen el 9 de julio; el 11 llega a París, redacta el 12 un
Llamado a los franceses, texto grandilocuente que termina con una
exhortación a la aniquilación de la Montaña en general, de Marat en particular,
“condenado por el universo... bestia feroz cebada con la sangre de los
franceses”.
No aceptada una primera vez, Carlota Corday regresa por la tarde del 13 de
julio. Nuevamente rechazada, escribe una carta a Marat: ella llega de Caen, y
debe hacerle revelaciones acerca de la situación en Normandía. Hacia el caer
149
Albert Soboul

de la noche se presenta una tercera vez, hacia las ocho. Finalmente


introducida, mientras Marat toma algunos apuntes, lo apuñala. El Amigo del
pueblo se ha convertido en “mártir de la libertad”.

CONCLUSIÓN

Si al final de este bosquejo se intenta definir qué es lo que constituye la


originalidad de Marat entre los periodistas y los hombres de Estado de la
Revolución, muchos rasgos esenciales merecen ser subrayados. Ante todo, las
consecuencias de la experiencia inglesa. Marat es, con Brissot, uno de los
raros hombres de aquel tiempo que posee una experiencia política.
No se limitó, como Brissot, a vivir en Inglaterra y a observar el funcionamiento
del régimen parlamentario, sino que tomó parte directa en las luchas políticas
inglesas; frecuentó las sociedades políticas, las clubes radicales; es en
ocasión de las elecciones de 1774 que escribió, en inglés, su primer panfleto,
Las cadenas de la esclavitud. Mientras los franceses de 1789 nutrían muchas
ilusiones acerca del valor del sistema representativo, Marat, que había militado
junto a los radicales amigos de Wilkes, sabía cómo manejarse acerca de los
medios para influir en la prensa, hacer las elecciones y comprar los diputados.
De aquí su desconfianza, su pesimismo, y aquella mirada aguda que él vuelca
en los hombres y en las cosas. Este largo aprendizaje de la vida política en
Inglaterra fue de importancia extrema para el pensamiento, la táctica y la
formación profesional de Marat.
El segundo punto que conviene subrayar es que Marat no se engañó nunca
acerca del alcance de la Revolución que se estaba realizando. Desde el primer
momento proclamó que el pueblo de los proletarios no ganaría nada, que la
Revolución sería asunto de ricos. Reléase a este respecto su Súplica a los
padres conscriptos o las muy serias reivindicaciones de aquellos que no tienen
nada contra aquellos que lo tienen todo, y se comprenderá por qué Marat pudo
ser considerado por algunos un precursor del socialismo. Todo su esfuerzo
consistió en tratar de inspirar en las masas populares una conciencia de clase,
en hacerles sentir que no serían más que el señuelo y el instrumento de los
ricos, a menos que hicieran propia la revolución. Parece ser que ningún otro
revolucionario –excluido Babeuf– tuvo conciencia en igual medida de que las
clases populares tenían intereses diferentes de los de la burguesía. A esto se
debió que la acción de Marat fuera poderosa y duradera, y que él fuera
popular. Pero el Amigo del pueblo no sabe ser complaciente: trata con
severidad al pueblo, le reprocha sus debilidades, sus ignorancias, sus
entusiasmos; duda de que éste pueda nunca liberarse con sus propias fuerzas.
Marat es un realista; ve las dificultades de una política popular: equivocada-
mente se lo presenta como a un visionario. Lo que lo distingue siempre es la
exactitud de su golpe de ojo, su realismo y también su pesimismo.
De ahí uno de los aspectos esenciales de la reivindicación política de Marat, la
necesidad de la dictadura. Se lo sugiere la incapacidad de las masas, de las
que se había convertido en defensor. La noción de dictadura aparece
claramente desde Las cadenas de la esclavitud, ligada a una neta
desconfianza por la espontaneidad revolucionaria.

150
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

“¡Qué esperar de estos desgraciados!... Sus medidas están mal


concertadas... En el ardor del resentimiento o en las ansias de la
desesperación, el pueblo amenaza, divulga sus propósitos, y le da a sus
enemigos el tiempo para desbaratárselos”.
Se necesita un jefe que conduzca el movimiento:
“algún audaz que se ponga a la cabeza de los descontentos y los subleve
contra el opresor, algún gran personaje que subyugue los espíritus, algún
sabio que dirija las iniciativas de una multitud desenfrenada y fluctuante”.
Estos principios se definirán bajo el impulso de los sucesos. Marat conocía
también la historia de las repúblicas griegas de la antigüedad: no ignoraba que
la primera forma de la democracia había sido la tiranía, que esta tiranía había
trastornado, con profundas reformas sociales, el régimen de la propiedad,
reformas que no habían podido realizarse sin proscripciones y ejecuciones.
Dictadura temporal: se trata de aplastar a la clase vencida y de colocar en su
lugar a las nuevas instituciones. Por cierto, esta noción de dictadura resulta
con frecuencia, en Marat, muy sumaria, sin un contenido social preciso, sin un
programa definido. Aquí se tocan los límites de su pensamiento político.
Y es justamente para profundizar nuestros conocimientos sobre este punto,
que deberían intensificarse los estudios sobre el amigo del pueblo. De Marat a
Babeuf, pasando por los herbertistas, parece ser que la noción de dictadura
fue definiéndose en el sentido de una dictadura de clase; sería importante
examinar profundamente esta evolución. Necesidad de la dictadura aparte, las
ideas de Marat en el campo político y social parecen menos originales. No
concebía a la República más que en la forma de gobierno directo.
“Los decretos de la Asamblea nacional –escribía el 24 de junio de 1790–
sólo pueden ser provisorios, hasta que la nación los haya sancionado,
porque el derecho de sancionarlos le pertenece exclusivamente”.
Afirmación banal, en el contexto revolucionario de la época, muchas veces
retomada por los militantes de las secciones parisinas en 1793-1794. En el
campo social, Marat afirmó desde 1780 las ideas que los robespierristas
proclamaron en el año II y que, más o menos claramente expresadas,
constituyen la esencia de las tendencias populares. Así el derecho de
existencia puesto como anterior al de propiedad. En la vanguardia del
movimiento popular, Marat halla, desde 1789, los acentos de Jacques Roux en
su petición del 25 de junio de 1793. La Revolución debe abatir también a “la
aristocracia de los ricos”.
El amigo del pueblo aparece como un precursor de la corriente igualitaria que,
desde 1792 a 1794, imprimió su dinamismo al movimiento revolucionario. Pero
estas ideas no presentan ningún carácter de excepción: pertenecen al fondo
común del pensamiento filosófico del siglo, relacionándose más precisamente
a la corriente roussoniana. Ellas fueron expresadas, bajo formulaciones
diferentes, por los portavoces de las diversas fracciones de la burguesía
montañesa. Bajo la presión de la carestía y del hambre, los mismos militantes
populares las retomaron con expresiones más o menos toscas. Su experiencia
de la vida y de los hombres, su reflexión acerca de la sociedad y el Estado
condujeron a Marat, desde el comienzo, a conclusiones a las que otros
151
Albert Soboul

revolucionarios, más jóvenes, sólo llegaron mediante la revolución misma.


Marat desapareció cuando se instauraba el gobierno revolucionario; no se
puede prever cuál habría sido su política en el año II. Sus ataques contra los
Rabiosos, en las últimas semanas de su existencia, constituyen, sin embargo,
un rasgo significativo; la eliminación de los Rabiosos, a fines del verano de
1793, constituyó la primera etapa de la estabilización del gobierno
revolucionario. ¿Habría sido Marat un hombre de este gobierno? Destino
demasiado pronto truncado y que explica el puesto singular de Marat en la
revolución: ni hombre de gobierno como Robespierre ni iniciador de la
ideología revolucionaria de la nueva sociedad como Babeuf, sino Marat, el Ojo
y el Amigo del pueblo.

BIBLIOGRAFÍA
OBRAS DE MARAT:
No existe ninguna reedición moderna de las obras de Marat. Por lo tanto, es
necesario recurrir a la edición original publicada en vida del autor para la
mayor parte de las mismas. En el curso de nuestro ensayo hemos indicado las
principales. Para una bibliografía de Marat, la obra fundamental sigue siendo la
de F. Chévremont, Marat. Index du bibliophile, París, 1876. Este trabajo es
insustituible para distinguir los números auténticos de “L’Ámi du peuple” y las
numerosísimas falsificaciones. Entre los raros textos de Marat publicados,
señalamos dos volúmenes de Ch. Vellay, en la colección “L'élite de la
Révolution”: La correspondance de Marat, París, 1908; Les pamphlets de
Marat, París, 1911. Estas publicaciones son incompletas, respecto al
descubrimiento y a la identificación de nuevos textos. Entre las colecciones de
textos elegidos, señalamos: A. Vermorel, Oeuvres de J. P. Marat, l’Ami du
peuple, París, 1869, selección interesante por lo que respecta a la
personalidad del autor; L. Scheler, Jean-Paul Marat. Textes choisis, París,
1945; sobre todo, especialmente por la amplitud de la selección y la solución
de problemas. M. Vovelle, Marat, Textes choisis, París, 1963, colección « Les
classiques du peuple”.

Obras sobre Marat:


Las dos obras fundamentales sobre el Amigo del pueblo, aunque tal vez
envejecidas particularmente por el tono apologético, siguen siendo las de A.
Bougeart; Marat l’Ami du peuple, París, 1865, 2 vols., y de F. Chévremont,
Jean-Paul Marat. Esprit politique, accompagné de sa vie scientifique, politique
et privée, París, 1880, 2 vols. Más reciente, L. R. Gottschalk, Jean-Paul Marat.
A Study in radicalism, Nueva York, 1927, traducido al francés con el título
Jean-Paul Marat, l’Âmi du peuple, París, 1929. También señalamos: G. Walter,
Marat, París, 1933, colección « Les grandes révolutionnaires », reeditado en
1960, y Z. Friedland, Jean-Paul Marat et la guerre sociale au XVIIIIe. siècle,
Moscú y Leningrado, en ruso. El libro de Gaston-Martin, Marat, l’oeil et l’âmi du
peuple, París, 1938, pone de relieve, con viva simpatía, el ardor y la sinceridad
con que Marat defendió incansablemente la causa de las masas populares.
Actualmente, la mejor bibliografía de Marat es la de J. Massin, Marat, París,
1960, colección “Portraits de l’histoire”.
152
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

En español, se puede consultar sobre el tema: A. Soboul, Compendio de


Historia de la Revolución Francesa, Madrid, 1966. G. Lefebvre, La Revolución
Francesa y el Imperio, México Bs. As., 1957. J. Godechot, Las Revoluciones,
Barcelona, 1969.

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Albert Soboul

ROBESPIERRE
Albert Soboul

“EL INCORRUPTIBLE”

En su Discurso sobre la historia, pronunciado el 13 de julio de 1932 en el liceo


Jan- son-de-Sailly y publicado en la revista “Variété IV”, el poeta Paul Valéry
relata un episodio que le había contado el gran pintor Degas.
“Me dijo que, cuando era todavía un niño, su madre lo llevó un día a la calle de
Tournon a visitar a Madame Lebas, viuda del famoso miembro de la
Convención que el 9 termidor se suicidó de un balazo. Terminada la visita, se
dirigían lentamente hacia la puerta acompañados por la anciana señora,
cuando Madame Degas se detuvo de pronto, muy emocionada. Abandonando
la mano de su hijo, señaló los retratos de Robespierre, Couthon y Saint-Just
que acababa de divisar sobre las paredes de la antecámara, y sin poder
contenerse exclamó horrorizada:
¡Cómo! Todavía conserva usted aquí los rostros de esos monstruos?
¡Cállate, Célestine!, –respondió apasionadamente Madame Lebas–
¡cállate... Eran santos!”
¿Monstruos o santos? Más aún que las guerras, las revoluciones dejan
regueros de odios y pasiones que el tiempo no logra apaciguar; mucho tiempo
después todavía, enfrentan a los actores del drama, unos contra otros. Prueba
de ello son los odios implacables de los viejos regicidas exilados en Bruselas,
y Vadier, antiguo miembro del Comité de Seguridad General, que decía al hijo
de Chasal, miembro de la Convención también exilado:
“Dirás a tu padre que encontraste a alguien que lamenta no haberlo
hecho ejecutar. Y agregarás que esto te lo dijo Vadier.”
Los odios y las pasiones se concentran en algunas figuras que asumen una
doble significación mítica: ídolos para unos, chivos emisarios para otros. Para
que el historiador pueda discernir los caracteres esenciales de estos
personajes históricos y precisar su papel exacto, es menester ante todo que
disipe la bruma de prejuicios y errores que los deforman, este el caso de
Maximiliano Robespierre.
Desde el día siguiente a su caída, producida el 9 termidor del año II (27 de julio
de 1794), Robespierre fue considerado responsable, por la reacción
termidoriana, de rodos los excesos del Terror: de este modo, los terroristas
sobrevivientes se liberaron de su responsabilidad. Durante todo el siglo XIX, y
aun por parte de algunos que no negaban sus simpatías por la revolución y la
república, el nombre de Robespierre permaneció ligado al sistema del Terror.
El horror que inspiraba su nombre, hábilmente explotado, a veces facilitó la
reacción que frenó o quebró el movimiento democrático. En 1799, el temor a
un retorno al sistema de gobierno jacobino contribuyó al ascenso de
Bonaparte; de igual modo, en julio de 1830, a la rápida eliminación de la
república; por último, en junio de 1848 y mayo de 1871, a la represión del

154
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

movimiento revolucionario. Bajo la Tercera República –radical– la gran figura


de la revolución es Danton, el jefe de la facción moderada: se le eleva una
estatua en el corazón de París.
Bien pronto –ya durante su vida–, Robespierre fue blanco de acusaciones.
Desde el otoño de 1792, sus adversarios girondinos lo acusaron de aspirar a la
dictadura, mediante la formación de un triunvirato con Danton y Marat. Bajo el
Terror, los diarios ingleses, los manifiestos de los aliados y la contrarrevolución,
concentraron sus ataques y sus denuncias en su nombre y su persona. Esos
ataques y esas denuncias fueron retomadas por los termidorianos, ansiosos de
hacer olvidar su parte de responsabilidad en el Terror. Lo mismo sucedió
durante todo el siglo XIX tanto por parte de los monárquicos, naturalmente
hostiles a la Revolución, como de la burguesía, atemorizada por los
movimientos sociales y poco deseosa de ver reaparecer las tendencias
igualitarias del año II.
Si bien la acusación de terrorismo fue la principal, también se le atribuyeron
otras culpas. Para algunos, la política religiosa de Robespierre y el
establecimiento del culto del Ser Supremo fueron un intento de restaurar el
catolicismo.
Desde Michelet hasta Aubard, pasando por Quinet, los historiadores
anticlericales subordinaron a los problemas de su tiempo y a sus pasiones la
apreciación del papel de Robespierre, a quien acusaban de ser adversario de
la neutralidad del estado en materia religiosa. A fines del siglo XIX, cuando se
afirmó en Francia la democracia parlamentaria, buen número de liberales
negándose a admitir el papel de la violencia en la vida política y la limitación de
las libertades burguesas, persistieron en su animosidad y su odio contra
Robespierre. Aun para fervientes demócratas, como Auguste Blanqui y Víctor
Hugo, Robespierre era sospechoso. Todavía en el siglo xx, hecho significativo,
muchos jefes socialistas recuerdan con mayor placer al girondino Vergniaud o
al moderado Danton que a Robespierre; por ejemplo, Jean Jaurés, a pesar de
que éste hizo justicia al Incorruptible en breves pasajes de su Historia
Socialista de la Revolución Francesa; lo mismo Léon Blum. La obra de
denigración sistemática fue más lejos aún. No bastaba con hacer responsable
a Robespierre de todo el sistema terrorista, con desfigurar sus actitudes
políticas y deformar sus actos. Se atacó al hombre mismo. Tinte bilioso, ojos
de gato, temblor de las manos en contraste con la tiesa impasibilidad del
rostro: esto en cuanto al aspecto físico. En lo que respecta a los caracteres
morales: dulzona hipocresía, dogmatismo sectario, afectación de elegancia
refinada y de virtud puritana, celos enfermizos o inmenso orgullo, y una
crueldad básica que impregnaba toda su personalidad.
Lo más asombroso de esta imagen es que nieguen a un hombre cuyo gran
papel se reconoce –aunque se lo considere nefasto– los talentos necesarios
para desempeñarlo. Robespierre no habría sido más que un abogado
menesteroso, de comienzos difíciles, un orador mediocre cuyas primeras
intervenciones provocaban en la Asamblea Constituyente “reacciones
diversas”, un hombre de acción veleidosa, como lo demostraría su actitud
vacilante la noche del al 10 termidor. La vida política de Robespierre sólo
habría sido una marcha tortuosa, determinada por cálculos mezquinos,

155
Albert Soboul

sembrada de traiciones y habría culminado en el fallido intento de establecer el


pontificado del Ser Supremo. Una carrera en la que lo ridículo se disputaría la
palma con lo odioso.
Una característica suya, sin embargo, permaneció siempre fuera de toda
discusión, para sus adversarios como para sus amigos, Robespierre fue el
incorruptible. Elogio unánime. Pero en esta reputación bien establecida de
castidad y de honestidad, ¿cómo medir la parte de crítica silenciosa y de
secreto reproche proveniente de políticos (pensemos en Danton) menos
insensibles a las tentaciones del dinero o de la carne? Se ha podido esbozar la
historia objetiva de Robespierre; pero el papel que le cupo en la Revolución, a
la que encarna desde 1789, todavía no ha sido evaluado con exactitud. Pero al
menos es posible, poco después del segundo centenario de su nacimiento,
determinar algunos puntos establecidos por la historia y delinear el personaje
histórico frente a la figura deformada por la leyenda y el mito.

UN INTELECTUAL PEQUEÑO BURGUÉS

Si Robespierre fue el más famoso de los primeros jefes de la democracia


francesa, ello se debió sin duda a Jean Jacques Rousseau; pero también se
debió a su origen y a su carácter.
Maximiliano Robespierre nació el 6 de mayo de 1758 en Arras, Artois. Provenía
de aquel ambiente de la pequeña burguesía y de pequeños abogados que dio
tantos hombres a la revolución. Sus antepasados, de origen campesino,
llegaron a fuerza de economía a las profesiones liberales. Un tal Robert de
Robespierre fue nombrado hacia 1630 procurador y notario real en Carvin,
cerca de Lila. El abuelo de Robespierre se incorporó en 1720 como abogado al
Consejo Superior del Artois. Su hijo mayor, también abogado, se casó con la
hija de un cervecero, Carrant. De esta unión nacieron, además de Maximiliano,
una hija –Carlota– en 1759 y otro hijo en 1763, Agustín. La madre murió al dar
a luz una segunda hija, Enriqueta, en 1764. Este ambiente social era hostil, por
su naturaleza misma, a los privilegios y a la aristocracia. Aquellos hombres de
condición mediocre, en medio de los cuales nació y creció Maximiliano, tenían
conciencia de su superioridad intelectual y soportaban de mala gana la
jerarquía social de los órdenes del antiguo régimen y esa “cascada de
desprecio” de la que habla Cournot en sus Memorias. La muerte de la madre
desorganizó el hogar. El padre se endeudó, viajó, volvió en 1768 y
nuevamente en 1772. Murió, finalmente, en 1778, dejando sus huérfanos al
cuidado de los abuelos maternos. Robespierre llevó siempre las huellas de
esta infancia infeliz.
Desde 1765 el joven Maximiliano fue alumno del colegio de los oratorianos de
Arras. Permaneció allí hasta 1769, año en que obtuvo, con ayuda del canónigo
Aymé, una de las cuatro becas de estudio de la Abadía de Saint-Vaas para el
colegio Louis-le-Grand de París, propiedad también de la misma orden
religiosa. Así, Robespierre entró a formar parte de la generación educada por
los oratorianos –después de la expulsión de los jesuítas en 1762– e inspirada
en la filosofía de las Luces y de las letras latinas. Robespierre hizo brillantes
estudios, particularmente en Louis-le-Grand. “Supeditaba todo al estudio;
156
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

descuidaba todo por el estudio; el estudio era su dios”, según el abate Proyart,
el vicerrector. Se alimentaba de Plutarco y de la historia de la antigüedad. Pero
la influencia del Iluminismo no fue menor; la de Rousseau en primer término,
como lo demostraban sus ideales políticos y la fuerza elocuente de su
convicción, así como su sensibilidad mal contenida y el espíritu religioso que
manifestó públicamente el año II con la proclamación del culto del Ser
Supremo. En 1780, Robespierre se recibió de bachiller en leyes, y se licenció
al año siguiente. En 1781, a los 23 años, retornó a Arras. Vivió de su profesión
de abogado y se ganó honorablemente la vida, pero permaneció “pobre”. Al
morir el abuelo, recibió una parte de la herencia familiar, muy modesta por lo
demás. Vivió con su hermana Carlota, mientras que su hermano Agustín se
benefició con una beca para el colegio Louis-le-Grand. “Pobre”: esta palabra
aparece constantemente en los discursos de Robespierre: Ser pobre significa
para él contentarse con satisfacer sus necesidades mediante su propio trabajo,
sin desdeñar el bienestar, pero sin buscar el lujo ni el ocio: ideales de la clase
media, en particular de la pequeña burguesía. Fiel a esta regla de vida,
Robespierre supo resistir a las tentaciones –sobre todo cuando entró en la vida
política– y limitar sus deseos. Así, dio prueba de firmeza de carácter y de una
gran fuerza de voluntad. Sobrio, casto, afecto a los placeres simples de la
familia y al modesto intercambio de la amistad, Robespierre, por su
temperamento mismo, concordaba con las enseñanzas de Rousseau. En esto
residía, sin duda, una de las causas de su popularidad: sus gustos y su modo
de vida eran los mismos que los de la burguesía media, que se reconocía en
él. Esta categoría social, que constituía el grueso de los efectivos jacobinos y
de los sans-culottes parisinos, se caracterizaba a fines del siglo XVIII, como
Robespierre, por su honestidad, su aplicación al deber, su sentido de la
medida y por su pareja repulsión por la excesiva riqueza como por la excesiva
miseria.
De su juventud triste y su existencia austera Robespierre extrajo un elevado
concepto de su valor intelectual y moral. Así arraigó en él la convicción de que
el privilegio de nacimiento o el del dinero no pueden ser la medida de los
derechos de los ciudadanos: el principio fundamental de la democracia política
y social era innato de alguna manera en Robespierre. Desempeñaba su labor
de abogado como un sacerdocio:
“¿Hay profesión más sublime que aquella que os lleva a defender a los
débiles, a los oprimidos?”
Al mismo tiempo, se abría a todas las preocupaciones de un siglo filosófico. El
caso del pararrayos, en el cual Robespierre se puso de parte del progreso, le
dio cierta notoriedad hasta en los ambientes científicos y literarios de París. En
1783 entró en la Academia de Arras, y pronto lo acogió en su seno el círculo
literario de los Rosati. Participó en los concursos literarios organizados por las
academias de provincia y compuso para la de Metz una Memoria sobre las
penas infamantes que mereció un premio; también escribió un Elogio de
Gresset que tuvo menos fortuna, así como canciones y un Elogio de la rosa.
Poco a poco, Robespierre se abría camino en la buena sociedad de Arras.
A los 25 años, su conciudadano, el pintor Bailly, describe así a Robespierre:

157
Albert Soboul

“Delgado y distinguido, con una frente amplia bajo la peluca bien cuidada,
ojos claros y dulces bajo cejas bien arqueadas, boca fina debajo de una
nariz larga y elevada en su extremo, mejillas redondas, el mentón un
tanto pesado bajo el cuello de encajes y la mano derecha posada sobre el
chaleco bordado”.
En pocas palabras, un miembro de la buena burguesía, preocupado por su
aspecto y su notoriedad local.
Pero este conformismo social no lleva al abandono de sus ideales. En 1786,
en el caso Deteuf, Robespierre conduce la causa contra los benedictinos de
Anchin y denuncia la conducta escandalosa de los monjes. Al fin del mismo
año, en el caso François Pare. denunció el absolutismo de la realeza y las
costumbres judiciales de la época:
“La autoridad divina que ordena al rey ser justo prohíbe a los pueblos ser
esclavos.”
En su Memoria para el señor Dupond pone en la picota a las lettres de cachet
[órdenes de arresto y exilio con el sello real] y las detenciones arbitrarias.
“El medio de prevenir los crímenes es reformar las costumbres; el medio
de reformar las costumbres es reformar las leyes.”
Ya desde antes de la Revolución la posición de Robespierre no puede originar
dudas: está contra el absolutismo, la aristocracia y el privilegio.

REPRESENTANTE DEL PUEBLO

Desde el anuncio de la convocatoria de los Estados Generales. Robespierre se


lanza a la acción. Publica un llamado al pueblo del Artois sobre la necesidad
de reformar los Estados y Órdenes de la región, clero, nobleza y tercer estado.
Redacta las notas de protesta de la corporación de camineros, la más pobre
de la ciudad. El 23 de marzo de 1789, los habitantes “no unidos en
corporaciones” de Arras lo eligen como uno de los doce diputados de la ciudad
a la Asamblea del Tercer Estado de la bailía. El 26 de abril siguiente se elige a
Robespierre como quinto de los ocho diputados del Tercer Estado que el Artois
envía a los Estados Generales nacionales.
Pobre en Arras, Robespierre lo sigue siendo en Versalles y luego en París, en
su modesto alojamiento de la calle de Sain-tonge –hasta agosto de 1791– y
después de la calle Saint-Honoré, en lo del “car”pintero” Duplay (en realidad,
un empresario de carpintería de holgada posición), donde comparte la vida
familiar de sus huéspedes. No se le pueden reprochar las comidas “de cien
escudos por cabeza”, ni los placeres del Palais Royal. Frugal, Robespierre
tenía pocas necesidades. Tuvo muchas admiradoras, pero no se le conoce
ninguna relación amorosa. Quizás amó a la hija mayor de su anfitrión,
Eléonore Duplay, quien durante toda su vida permaneció fiel a su memoria.
Existencia simple y regular, impregnada de una dignidad que se observaba
hasta en su vestimenta. A Robespierre le repugnaba tanto la afectación del
desaliño como la del lujo. Permaneció fiel a la moda de sus pares del antiguo
régimen; se empolvaba regularmente los cabellos y llevaba puños y cuellos
158
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

con encajes. No adoptó nunca los pantalones o la carmagnole de los sans-


culottes, como hicieron algunos por demagogia; se negó siempre a usar el
birrete rojo. Este acto de arrojo demuestra el horror que sentía por toda forma
de exageración: Robespierre probaba su sinceridad, no con una vestimenta
simbólicamente simplista y con actitudes exteriores, sino con la rectitud de su
modo de vida, la firmeza de sus principios y la armonía entre éstos y sus actos.
Sin insistir más sobre la preocupación de Robespierre por la dignidad exterior,
debemos sin embargo citar aquí la opinión de la mujer del convencional Lebas,
hija del carpintero Duplay, según la cual su padre, preocupado por la dignidad
burguesa, nunca hubiera admitido en su mesa a uno de sus servidores, es
decir, de sus obreros; se tiene así la medida de la distancia que separaba a
jacobinos y sans-culottes, burguesía media y clases populares propiamente
dichas. Agreguemos aún que el anfitrión de Robespierre, el carpintero Duplay,
buen jacobino si los hubo, si bien por su profesión formaba parte del mundo
del trabajo, percibía de 10 a 12 mil libras de renta por alquileres. Estas
características diversas permiten presagiar las contradicciones en las que
tendrá que debatirse finalmente el pensamiento político y social de
Robespierre.
Como diputado a los Estados Generales, que pronto se convirtieron en
Asamblea Constituyente, Robespierre no se limitó a combatir a los
privilegiados y a la aristocracia; también reclamó la liberación de todos los
oprimidos: judíos, actores, hombres de color de las colonias. Ante los ojos de
pueblo francés, fue desde 1789 el verdadero representante de la democracia
política. Desde el verano de 1789 denunció el complot de la aristocracia, “esta
hidra que se nutre de la sustancia de los pueblos”.
Lo mismo en su Discurso sobre el veto:
“La aristocracia vive todavía en medio de nosotros; llena ya de una nueva
confianza, eleva cien mil cabezas amenazantes y medita nuevas intrigas
para restablecer su poder sobre los vicios mismos de la Constitución
naciente”.
Robespierre se opone, en el otoño de 1789, a la ley marcial:
“hombres extraviados por el recuerdo de sus desdichas, no son
endurecidos culpables”.
La libertad es indivisible. Robespierre reclama:
“la libertad de prensa, el libre ejercicio del derecho de petición, el derecho
de reunirse libremente y la elección de representantes honestos”.
Libertad personal. Robespierre la defiende, el 21 de agosto y el 30 de
setiembre de 1789, pidiendo la liberación de cuatro ciudadanos de
Marienbourg arrestados sin motivo; el 12 de octubre, proponiendo “proclamar
inmediatamente la libertad de todos los prisioneros detenidos ilegalmente”,
entre ellos, las víctimas de las lettres de cachet. Libertad de prensa:
Robespierre la defiende el 2 de febrero de 1791 a favor de Marat, el 9 de mayo
a favor de Camille Desmoulins: “la opinión pública es el único juez de lo que es
conforme al bien”. Libertad de palabra: Robespierre la defiende, el 15 de
setiembre de 1791, a favor de las sociedades populares.

159
Albert Soboul

Combate con tenacidad por la igualdad de los hombres de color y entra a


formar parte de la Sociedad de Amigos de los Negros, pero el 15 de mayo de
1791 no logra convencer a la Asamblea Constituyente, que se limita a otorgar
la ciudadanía solamente a los hombres de color “nacidos de padres libres”; tan
fuerte era la presión de los colonos sobre los constituyentes. En esta primera
fase de su carrera política, la lucha más encarnizada que llevó Robespierre
estuvo dirigida contra el régimen del censo, que reservaba los derechos
políticos a los ricos; él pensaba que en una sociedad fundada sobre la
desigualdad de medios, el sufragio universal era uno de los pocos sistemas
que permitiría contrabalancear la potencia del dinero. Su discurso más
significativo sobre este tema fue el del 11 de octubre de 1791, acerca de la
necesidad de suprimir el sistema del censo:
“¿Acaso es la ley expresión de la voluntad general, cuando la mayoría de
aquellos para quienes está hecha no pueden contribuir de ninguna
manera a su formación? ¿Son acaso los hombres iguales frente al
derecho, cuando mientras unos gozan con exclusividad de la facultad de
ser elegidos miembros del cuerpo legislativo y de las otras instituciones
públicas, otros solamente de elegirlos y el resto se hallan privados de
todos estos derechos al mismo tiempo...?
¿Acaso se admiten a los hombres en todos los cargos públicos, sin otra
distinción que la que depende de sus respectivas capacidades y
aptitudes, cuando la imposibilidad de pagar el tributo requerido los
mantiene alejados de todos los cargos públicos, sean cuales fueren sus
capacidades y aptitudes...?
“Finalmente, ¿es la nación verdaderamente soberana, cuando la mayoría
de los individuos que la componen carece de los derechos políticos que
constituyen la soberanía...?
“Todos los hombres nacidos y residentes en Francia son miembros de la
sociedad política que se llama la nación francesa, esto es, ciudadanos
franceses. Lo son por la naturaleza de las cosas y por los primeros
principios del derecho de gentes. Los derechos correspondientes a este
título no dependen de la fortuna que cada uno posea ni del monto de los
impuestos que deba pagar, porque no son los impuestos lo que nos hace
ciudadanos...”
Robespierre, a pesar de lo que se ha dicho, no se perdió en la masa de los
constituyentes oscuros. Se dio a conocer muy pronto con frecuentes
intervenciones en la tribuna, la primera de las cuales se remonta al 16 de mayo
de 1789. Seguramente, un cierto énfasis y una sensibilidad rousseauniana
provocaron, desde sus primeros discursos, lo que se ha convenido en llamar –
en las crónicas parlamentarias– “reacciones vivaces”. Muy pronto, sin
embargo, Robespierre se impone por el ardor de sus convicciones y la firmeza
de sus principios. “Irá lejos –declaró Mirabeau– cree en todo lo que dice.”
Todos los grandes problemas que debió abordar la Asamblea Constituyente lo
llevaron a la tribuna: problemas constitucionales del Estado, reforma de la
Iglesia y del clero, organización judicial, institución de las guardias nacionales,
problemas coloniales…

160
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

En cada nueva ocasión, Robespierre aparecía como el defensor consecuente


de los derechos del pueblo y de la democracia. Después de la insurrección del
10 de agosto de 1792 y del derrocamiento de la monarquía, cuando la lógica
de los sucesos condujo a la República, Robespierre la concebirá, no tanto
como una simple forma de gobierno, sino como un régimen cuyo fin esencial
es realizar la igualdad en todos los sentidos de la palabra y fundar la igualdad
social: su acción en la Convención, a la cual lo enviaron los electores de París
en setiembre de 1792, fue una clara prueba de ello.

UNA DEMOCRACIA BURGUESA

Es importante, sin embargo, precisar los límites que Robespierre asignaba a la


democracia política. Si bien supo afirmar sus principios en toda su fuerza y
toda su amplitud, no dejó por ello de utilizarlos en beneficio de la revolución
burguesa. ¿Cómo habría podido ser de otra manera? En el momento de los
preparativos de las elecciones a la Convención, en setiembre de 1792, cuando
se hacía necesario elegir patriotas decididos y eliminar a los moderados,
Robespierre se pronunció por una aplicación popular de la democracia:
censura de los elegidos, mandatos imperativos, control y revocabilidad de los
diputados por parte del pueblo soberano.
El 27 de agosto de 1792, por influencia de Robespierre, la sección parisina de
la Place Vendóme declaró que.
“en principio, todos los mandatarios del pueblo deben ser nombrados
inmediatamente por el pueblo, es decir, por las asambleas primarias”.
Esto significaba pronunciarse contra el sufragio indirecto en dos grados; para
prevenir los inconvenientes, la sección de la Place Vendóme decidió que los
electores votarían en voz alta y en presencia del pueblo, no en escrutinio
secreto. Por otra parte, los diputados nombrados por el pueblo debían estar
“sujetos a la revisión y al examen de las secciones, de modo que la
mayoría pudiese rechazar a quienes fuesen indignos de la confianza del
pueblo”.
Esta censura o examen depurador de los elegidos tenía por fin remediar los
inconvenientes del escrutinio en dos grados, y era también expresión del
carácter indivisible de la soberanía nacional. Pero cuándo se hizo claro que la
mayoría de los diputados elegidos por la asamblea electoral del departamento
de París pertenecía a la Montaña30 no se habló más de censura ni de examen
depuratorio: los principios sólo habían sido afirmados por táctica. Robespierre
se calló. Lo mismo sucedió con el control y la revocabilidad de los electos por
el pueblo soberano. Para que los elegidos permanecieran fieles al mandato
recibido y para atenuar en cierta medida los inconvenientes del sistema
representativo, las secciones parisinas enunciaron claramente, en el momento
de las elecciones a la Convención, el principio del control y la revocabilidad de
los representantes. Robespierre se adhirió. Pero después de las elecciones no
se habló más del asunto.

30
Agrupaba a la izquierda de la Convención (jacobinos y cordeleros) del 92.
161
Albert Soboul

El 24 de junio de 1793, durante las discusiones sobre el proyecto de


Constitución, cuando el informante Hérault de Séchelles presentó un capítulo
titulado Sobre la censura del pueblo contra sus diputados y sobre la garantía
contra la opresión del Cuerpo Legislativo, Couthon hizo rechazar el proyecto y
Robespierre se calló. Una vez establecido definitivamente el gobierno
revolucionario con el decreto del 14 frimario del año II (4 de diciembre de
1793), el Comité de Salud Pública ya no toleró ni siquiera el simple recuerdo
del derecho del pueblo a controlar y revocar a sus elegidos. Los principios
fueron subordinados a las exigencias de la política jacobina de salud publica.
En la primavera de 1794, cuando la Comuna de París volvió otra vez
sólidamente a manos de las autoridades robespierristas, las prácticas
populares de la democracia política (como el voto cantado) fueron proscriptos
definitivamente.
De hecho, su ideal político, confusamente esbozando en las luchas
revolucionarias, llevaba a los sans-culottes parisinos y a los militantes de las
secciones, no hacia la democracia liberal y representativa tal como la concebía
la burguesía –aun la jacobina–, y a la cual adhería en última instancia
Robespierre, sino hacia una práctica popular de la democracia. El control de
los elegidos, el derecho del pueblo a revocar su mandato y ciertos
procedimientos como el voto cantado o por aclamación revelaban que los
militantes de las secciones no se contentaban con una democracia formal, sino
que concebían la república como una democracia activa. En este punto, existía
una oposición fundamental entre la burguesía jacobina y los sans-culottes
parisinos. Jefe de una revolución sostenida por el pueblo pero dirigida por la
burguesía, Robespierre no podía pronunciarse por una práctica popular de la
democracia política.

DE LA REVOLUCIÓN BURGUESA
A LA DEMOCRACIA POPULAR SOCIAL

Apóstol de la democracia política, pero dentro de los límites de una revolución


burguesa, Robespierre terminó por ser, con Saint-Just, uno de los líderes de la
democracia social.
Pero llegó a ella lentamente y con cierta timidez: su formación puramente
literaria y jurídica, su incapacidad para realizar un análisis económico y social
preciso lo llevaban a una concepción puramente política de las relaciones de
fuerza. Indudablemente, como discípulo de Rousseau, pensaba que la
desigualdad de las riquezas puede reducir los derechos políticos a una vana
apariencia y que el origen de la desigualdad entre los hombres se encuentra,
no solamente en la naturaleza, sino también en la propiedad privada. Pero
contra este mal, que juzgaba inevitable, Robespierre no trató en un comienzo
de buscar un remedio. Las exigencias políticas de la defensa revolucionaria v
nacional contra la aristocracia y la coalición de las potencias del antiguo
régimen lo llevaron, sin embargo, a partir de 1792 y sobre todo de 1793, a
concepciones más audaces. Mientras una parte de la burguesía, “les culottes
dorées” (los calzones dorados), se alineaba tras los fuldenses, y luego tras los
girondinos, para concluir una paz incierta con los aliados y poner fin a la
revolución con un compromiso, Robespierre, para llevar la lucha hasta la
162
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

victoria, comprendió la necesidad de asociar las clases populares a la


salvación de la república, a través de una política social nueva.
“La fuerza de las cosas –iba a declarar Saint-Just el 31 ventoso del año II
(26 de febrero de 1794)–, nos lleva quizás a resultados en los que no
habíamos pensado.”
La fuerza de las cosas: esto es, la lógica de los sucesos, las necesidades de la
guerra, los imperativos de la defensa nacional y de la defensa revolucionaria
indisolublemente unidas. Todo esto hacía necesario, para asegurar el triunfo de
la revolución y la independencia nacional, lá alianza de la burguesía de la
Montaña con el pueblo de los sans-culottes. Y era menester que este último
adhiriera a la República.
“Un pueblo que no es feliz no tiene patria", declaró Saint-Just el 29 de
noviembre de 1792, en su discurso sobre las subsistencias. De aquí la política
social de los robespierristas, que se fue precisando poco a poco hasta los
decretos de ventoso del año II.
Pero Robespierre no llegó nunca, sin embargo a la idea de derrocar el orden
social constituido y quitar a la burguesía la preponderancia que le había
asegurado la revolución de 1789. “La igualdad de bienes es una quimera”,
declaró a la Convención el 24 de abril de 1793; y se oponía a la ley agraria, es
decir, a la división de las propiedades, que constituirá en 1848 la esencia del
socialismo de los partageux (repartidores).
El ideal social de los robespierristas, como de los sans-culottes, era una
sociedad de pequeños productores independientes, poseedor cada uno de su
campo, su estudio o su taller y en condiciones de alimentar a su familia sin
tener que recurrir al trabajo asalariado. El hombre que vive de su trabajo sin
depender de otro, sin deudas con nadie, es el pobre de Robespierre, cuyas
preferencias se dirigían hacia la pequeña producción individual y la propiedad
independiente. Se trata de un ideal plasmado sobre la Francia popular de fines
del siglo XVIII, según las aspiraciones del pequeño agricultor y del jornalero
agrícola, del artesano y el obrero, como también del pequeño comerciante. El
ideal de los robespierristas correspondía a las condiciones económicas de la
mayoría de los productores de su época; pero se afirmaba en contradicción
con la evolución profunda de las fuerzas productivas, que tendían a la
concentración capitalista.
Sobre este punto, la continuidad del pensamiento social de Robespierre es
clarísima. El 5 de abril de 1791, después de la discusión sobre la ley de la
igualdad de las sucesiones, declaró:
“La desigualdad demasiado grande de los bienes es la fuente de la
desigualdad política, de la destrucción de la libertad. Sobre la base de
este principio, las leyes deben tender siempre a disminuir esa
desigualdad, que cierto número de hombres convierten en instrumento de
su orgullo, de sus pasiones y a menudo de sus delitos... No habréis hecho
nada, pues, por el bien público, si todas vuestras leyes, todas vuestras
instituciones no tienden a destruir esa desigualdad demasiado grande de
fortunas.”

163
Albert Soboul

Robespierre dio la expresión más clara de este ideal social a propósito del
derecho de propiedad, en el momento de la discusión de la nueva Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que debía proceder a la
Constitución de junio de 1793:
“Os expondré ante todo –declara Robespierre el 24 de abril de 1793–
algunos artículos necesarios para completar vuestra teoría sobre la
propiedad; que esta palabra no alarme a nadie. ¡Cúmulos de fango, que
no estimáis más que el oro!, no quiero tocar vuestros tesoros, por impura
que sea su fuente. Debéis saber que esta ley agraria de la que habéis
hablado tanto no es más que un fantasma creado por la canalla para
asustar a los imbéciles: no era necesario, sin duda, hacer una revolución
para hacer saber al universo entero que la gran desproporción de los
bienes es la base de innumerables males e innumerables delitos, pero no
estamos por ello menos convencidos de que la igualdad de los bienes es
una quimera. En cuanto a mí, la creo menos necesaria aún para la
felicidad privada que para la felicidad pública. Más que de proscribir la
opulencia, se trata de hacer honorable la pobreza. La cabaña de Fabricio
no tiene nada que envidiar al palacio de Creso...
“Preguntad a ese mercader de carne humana qué es la propiedad; os
responderá, mostrándoos ese gran féretro que él llama nave, en la cual
ha arrojado y encadenado a los hombres que parecen vivos: he ahí mi
propiedad, los he comprado a tanto por cabeza.
“Interrogad a ese gentilhombre, que tiene tierras y vasallos, o que cree
que el universo se acaba cuando ya no los tiene; os dará de la propiedad
conceptos bastante similares...
"Para todos ellos la propiedad no tiene nada que ver con la moral. ¿Por
qué vuestra Declaración de Derechos parece presentar el el mismo error?
Al definir la libertad como el primero de los bienes del hombre, como el
más sagrado de los derechos que posee por naturaleza, habéis afirmado
con razón que ella encuentra sus límites en los derechos de otros. ¿Por
qué no habéis aplicado el mismo principio a la propiedad, que es una
institución social, como si las leyes eternas de la naturaleza fuesen
menos inviolables que las convenciones de los hombres? Habéis
multiplicado los artículos para asegurar la mayor libertad al ejercicio de la
propiedad, y no habéis dicho una sola palabra para determinar sus
caracteres legítimos. De este modo, vuestra Declaración parece hecha,
no para los hombres, sino para los ricos, para los acaparadores, para los
traficantes y para los tiranos.”
Robespierre proponía luego cuatro artículos, de los cuales sólo nos interesa el
primero:
“La propiedad es el derecho de todo ciudadano de gozar y disponer de
aquella parte de los bienes que le garantizan las leyes.”
El derecho de propiedad ya no era, pues, un derecho natural e imprescriptible,
anterior a toda organización social, como afirmaba la Declaración de 1789; se
inscribía, en lo sucesivo, en marcos sociales e históricos, y hallaba su
definición en la ley.
164
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

En lo concerniente a otra cuestión importante, la de las subsistencias, se


vuelve a encontrar en Robespierre la misma línea de pensamiento. Como la
burguesía jacobina, es partidario de la libertad de comercio: como los sans-
culottes, quiere limitar esa libertad. El 24 de diciembre de 1792, a propósito de
los desórdenes provocados por la carestía en el departamento de Eure-et-
Loire. Robespíerre ataca a la libertad ilimitada de comercio. Esta libertad es
necesaria
“solamente hasta el punto en que la avidez asesina comienza a abusar de
ella”.
Retoma luego las ideas familiares a los sans-culottes, en particular la de que el
derecho de propiedad debe estar subordinado al derecho del pueblo a la
subsistencia.
“Nadie tiene derecho a acumular parvas de trigo, mientras su semejante
se muere de hambre. El primer derecho es el de existir... Ya no es verdad
que la propiedad pueda estar en oposición a la subsistencia de los
hombres, tan sagrada como la vida misma; todo lo que es necesario para
mantenerla es propiedad común de la sociedad entera... No les quito a los
ricos ningún beneficio honesto, ninguna propiedad legítima; solamente les
quito el derecho de atentar a la de otros. No destruyo el comercio, sino el
bandidaje de los monopolistas.”

LA PROPIEDAD NO ES UN DERECHO DE NATURALEZA

Sin embargo, por el libre juego de las leyes económicas, la gran propiedad y el
privilegio de la riqueza florecían nuevamente, con tocias las consecuencias
nefastas para la democracia. Robespierre restablece entonces en el
pensamiento republicano la noción de derecho social: la comunidad nacional,
investida del derecho de control sobre la organización de la propiedad,
interviene para mantener una igualdad relativa mediante la reconstitución de la
pequeña propiedad, a medida que la evolución económica tiende a destruirla,
con el fin de prevenir la reconstitución del monopolio de la riqueza y la
formación de un proletariado dependiente. La democracia política asume, así,
todo su valor. De allí las leyes de la Montaña sobre la división en partes iguales
de las herencias para llegar a la fragmentación de los patrimonios, la ley sobre
la venta de los bienes nacionales en pequeños lotes, para facilitar su
adquisición, y la ley sobre la partición de los bienes comunales. De allí el
decreto del 6 ventoso del año II (24 de febrero de 1794), con la que Saint-Just
hacía asignar a los “patriotas necesitados” los bienes de los sospechosos. De
allí la ley del 22 floreal (11 de mayo de 1794), que organizaba la beneficencia
nacional y aplicaba el derecho a la asistencia reconocido por la Declaración de
Derechos de junio de 1793: asistencia médica gratuita, pensión por invalidez y
por vejez, ayuda a las familias numerosas; en pocas palabras, los seguros
sociales. De allí los esfuerzos de la Convención por organizar la instrucción
pública. “Los déspotas se habían adueñado de la razón humana para hacerla
cómplice de la esclavitud”: ahora es necesaria una educación nacional e igual
para todos.

165
Albert Soboul

De este modo se realzaría el fin asignado a la sociedad por la Declaración de


Derechos: “el bienestar común”. De tal modo se convertiría en hechos aquel
ideal de una sociedad igualitaria que Saint-Just precisaba en sus Instituciones
Republicanas:
“Dar a todos los franceses los medios para satisfacer las necesidades
fundamentales de la vida, sin depender de otra cosa que de las leyes y
sin mutua dependencia en el estado civil.”
Y también: “Es menester que el hombre sea independiente.” Robespierre
precisó los caracteres de esta república democrática y social en su informe a la
Convención del 18 pluvioso del año II (5 de febrero de 1794).
“¿Cuál es el fin al que tendemos? El pacífico goce de la igualdad y de la
libertad, el reino de la justicia eterna, cuyas leyes están grabadas, no en
el mármol o la piedra, sino en el corazón de todos los hombres...
Queremos un orden de las cosas en el que todas las pasiones bajas y
crueles estén encadenadas, en el que las distinciones nazcan del seno
mismo de la igualdad, en el que la patria asegure el bienestar de todo
individuo... Queremos sustituir la moral al egoísmo, la honestidad al
honor, los principios a los hábitos... Queremos, en una palabra, cumplir
los deseos de la naturaleza, realizar los destinos de la humanidad,
mantener las promesas de la filosofía.”

UNA CONTRADICCIÓN HISTÓRICA


Las ideas expuestas por Robespierre y los robespierristas bajo el acicate de
los sucesos y de las reivindicaciones populares no presentaban en su tiempo,
una gran originalidad. Con formulaciones diversas, fueron expresadas por
voceros de las diversas fracciones de la burguesía montañesa; derivaban del
fondo común del pensamiento filosófico del siglo XVIII inspirado por Rousseau.
Pero no es posible ocultar, en las tendencias sociales de Robespierre, ciertas
contradicciones que la lógica de los sucesos reveló finalmente y que
precipitaron la caída del gobierno revolucionario.
El régimen de los pequeños productores independientes, al que se dirigían
todas las simpatías de Robespierre, excluía la concentración de los medios de
producción. Robespierre no concebía que, llegado a un cierto grado de
evolución, este régimen debiese necesariamente engendrar los agentes de su
propia destrucción: en efecto, los medios de producción individual se
transforman necesariamente en medios de producción socialmente
concentrados. La pequeña propiedad de una multitud de pequeños
productores independientes es reemplazada entonces por la gran propiedad
de una minoría capitalista, y la propiedad basada en el salario sustituye a la
propiedad basada en el trabajo personal. Los robespierristas, en las
condiciones de su tiempo, no podían liberarse de esta contradicción.
Partidario de una imposible república igualitaria, Robespierre adhería al mismo
tiempo a una economía liberal. Como sus colegas del Comité de Salud
Pública, odiaba la economía dirigida. Ciertamente, el 2 de diciembre de 1792,
en su discurso sobre las subsistencias, a propósito de los desórdenes

166
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

frumentarios de Eure-et-Loire, Robespierre había subordinado el derecho a la


propiedad al derecho de la existencia:
“El primero de los derechos es el de existir; la primera ley social, pues, es
la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para
existir; todas las otras están subordinadas a ella.”
Pero, durante el verano de 1793, mientras la gravedad de la crisis de las
subsistencias moviliza a las masas parisinas que reclaman una regulación y un
impuesto, esto es, la dirección autoritaria de la economía, Robespierre se
calla. Silencio lleno de significado: había en Robespierre demasiada agudeza
política para que, a pesar de su amor por el pueblo, subvalorase el balance de
las fuerzas sociales y dejase de lado los intereses de la burguesía.
Robespierre y los hombres del Comité de Salud Pública aceptaron la ley del
máximo general del 29 de setiembre de 1793, que iniciaba la economía
dirigida, sólo porque la imposición de impuestos y de una regulación era
necesaria para sostener una gran guerra nacional. Robespierre afirmó a
menudo que no se gobierna en tiempo de guerra como en tiempo de paz:
requisiciones e impuestos fueron concebidos como expedientes temporarios
hasta lograr la victoria. Por democrática y popular que hubiese llegado a ser en
el año II, la revolución seguía siendo burguesa: con el fin de mantener el
equilibrio entre los jefes de empresa de quienes no se podía prescindir y los
asalariados, el gobierno revolucionario gravó con impuestos tanto los salarios
como los precios. Tal política económica dirigida presuponía la alianza de la
Montaña y los sans-culottes, pero chocaba y desagradaba a la burguesía, aun
jacobina, porque suprimía la libertad económica y limitaba las ganancias.
En lo que respecta a las masas populares parisinas, cuando impusieron las
requisiciones y los impuestos, no pensaban solamente en las necesidades de
la defensa nacional, sino más bien en la propia subsistencia: necesitaban pan
barato. Más aún, desde el otoño de 1793 hasta la primavera de 1794, dueñas
de París y temidas por la Convención y por el gobierno revolucionario, las
masas populares obtuvieron aumentos de salarios; y contrariamente a la ley, la
Comuna, dominada entonces por Hébert y sus amigos, no los gravó con
impuestos. El descontento de la burguesía se hizo más decidido.
Después de la condena de Hébert y su grupo, el 4 germinal de año II (24 de
marzo de 1794), y de la instalación de la Comuna robespierrista, el gobierno
revolucionario rectificó la situación de las empresas cuyos beneficios tendían a
reducirse, atrapadas como se hallaban entre los impuestos a las mercaderías y
los aumentos ilegales de salarios. El punto culminante de esta política fue la
publicación por la Comuna robespierrista, el 5 termidor (23 de julio de 1794),
del máximo para los salarios parisinos, verdadera reducción autoritaria de los
salarios. Al hacer esto, la Comuna robespierrista cercenaba las ventajas
conquistadas por los asalariados parisinos: en una sociedad de estructura
burguesa, el gobierno revolucionario, al tener que actuar como arbitro, sólo
podía favorecer a los poseedores, en detrimento de los asalariados.
La economía dirigida y la democracia social del año II no tenían una base de
clase, sino que reposaban sobre una base falsa. Sus contradicciones, que ni
siquiera Robespierre está en condiciones de superar, aceleraron la crisis.
Después del 9 termidor, el edificio se desplomó.

167
Albert Soboul

EL HOMBRE DE LA REVOLUCIÓN

Apóstol de la democracia política y sostenedor de la democracia social: estos


dos aspectos del pensamiento y la acción de Robespierre pueden dar sólo una
idea aproximada de su papel en la historia. Robespierre fue esencialmente el
hombre del gobierno revolucionario. La revolución francesa aparece como un
episodio grandioso y dramático de la lucha de clases, tanto en el interior como
en las fronteras. Los privilegiados que habían impuesto a Luis XVI la
convocatoria de los Estados Generales no se resignaron a la victoria del Tercer
Estado y a la liquidación del antiguo régimen y de la preponderancia social de
la aristocracia. Una parte de la nobleza emigró y, agrupada en armas en el Rin,
no ocultó su intención de invadir Francia, con ayuda de las potencias
conservadoras, para restablecer sus privilegios. La fuga del Rey a Varennes, el
21 de junio de 1791, puso de manifiesto que también llamaba en su apoyo a
los soberanos extranjeros. Los más clarividentes de los hombres del Tercer
Estado denunciaron desde 1789 este “complot aristocrático”, y los más osados
se enrolaron como voluntarios para la defensa de la nación y de la revolución,
que para ellos eran una sola cosa.
Desde la primavera de 1789 Robespierre fue el intérprete resuelto de la
resistencia a la aristocracia. En la tribuna de la Asamblea Constituyente como
en la de los jacobinos, nunca cesó de denunciar el complot aristocrático y la
traición de la corte. En todos los asuntos que, a partir de 1789, enfrentan a los
aristócratas y patriotas, se pone de parte de éstos: en diciembre de 1789, de
los patriotas de Marsella: en julio de 1790, de los de Montauban: en abril de
1791, de los Nimes y Uzès. En las sediciones militares, toma el partido de los
soldados contra los oficiales. El espíritu aristocrático está todavía vivo en el
ejército, que está siempre en manos del rey y de sus ministros; Robespierre
denuncia el peligro de tal coalición. La misma celosa preocupación por los
verdaderos intereses de la nación explica la actitud de Robespierre frente a la
amenaza de guerra. El estallido de las hostilidades entre la revolución y
Europa fue el suceso culminante bajo la Asamblea Legislativa, en la primavera
de 1792. La Corte ejerció presión en pro de la guerra, con la esperanza de una
derrota que provocaría una contrarrevolución. La mayoría de los jacobinos
seguidores de Brissot y aquéllos que más tarde serán llamados girondinos ven
en una guerra ideológica y libertadora de pueblos la prolongación lógica y
natural de la acción revolucionaria conducida hasta ese momento en el interior
del país.
Solo, o casi solo, con una clarividencia ejemplar, Robespierre se pronunció
contra la guerra en sus grandes discursos a los jacobinos de fines de
diciembre de 1791 y comienzos de enero de 1792. Para él, la guerra es
incompatible con la libertad y llevará consigo la dictadura. Robespierre ha
observado los intereses que impulsan a los girondinos a la guerra:
representantes del mundo de los negocios, se han hecho los defensores de los
proveedores del ejército y de los especuladores. Se ha dado cuenta muy bien
que los moderados piensan servirse del ejército para romper el movimiento
revolucionario. Por ello, quiere ante todo extirpar el enemigo interno y la
contrarrevolución; el pueblo francés debe primero establecer sólidamente la
libertad dentro de las fronteras.

168
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

“Antes de extraviaros en la política y los Estados de los príncipes


europeos –declara Robespierre el 2 de enero de 1792 en la tribuna de los
jacobinos– empezad por preocuparos por vuestra posición interna; poned
orden en vuestra casa antes de llevar la libertad a otras partes... Poner
orden en las finanzas y detener su depredación, armar al pueblo y a los
guardias nacionales, hacer todo lo que el gobierno ha querido impedir
hasta ahora para no temer los ataques de nuestros enemigos ni las
intrigas ministeriales; reanimar con le- yes benéficas, con un carácter
lleno de energía, de dignidad y de sabiduría, el espíritu público y el horror
a la tiranía, que es lo único que puede hacemos invencibles contra todos
los enemigos: todas ésas no son más que ideas ridículas. ¡La guerra, la
guerra, puesto que la Corte la pide. Tal partido nos dispensa de toda
preocupación, se está en paz con el pueblo puesto que se le da la guerra.
¿La guerra contra los justiciables de la Corte Nacional o contra los
príncipes alemanes?
Confianza, idolatría por los enemigos interiores. Pero, ¿qué digo?
¿Tenemos acaso enemigos interiores? No, vosotros no los conocéis; sólo
conocéis Coblenza. ¿No habéis dicho que la sede del mal está en
Coblenza? ¿No está, pues, en París? ¿No hay, pues, ninguna relación
entre Coblenza y algún lugar que no está lejos de nosotros? Pues ¿qué?
Osáis decir que lo que hace retroceder la revolución es el temor que
inspiran a la nación los aristócratas fugitivos que ella siempre ha
despreciado; ¡y esperáis de esta nación prodigios de todo género! Sabed,
pues, que a juicio de todos los franceses esclarecidos, la verdadera
Coblenza está en Francia... La guerra es buena para los oficiales de
carrera, para los ambiciosos, para los agitadores que especulan con este
tipo de sucesos; es buena para los ministros, cuyas acciones cubre con
un velo más espeso y casi sagrado; es buena para la Corte, para el Poder
Ejecutivo, cuya popularidad y autoridad ella aumenta; es buena para la
coalición de los nobles, de los intrigantes, de los moderados que
gobiernan a Francia.”

LA GUERRA Y LA DICTADURA

Prevaleció la corriente belicista. Las advertencias de Robespierre fueron


despreciadas, y la Asamblea Legislativa declaró la guerra en abril de 1792. La
traición tuvo libre curso; un cuerpo de emigrados invadió Francia, sobre las
huellas del ejército prusiano; pronto los vandeanos insurrectos llamaron en su
ayuda a los ingleses, mientras los revoltosos de Lyon solicitaban la del ejército
sardo, que había invadido Saboya; los realistas, después de hacer una
matanza con los patriotas, abandonaron Tolon a los ingleses.
Robespierre no cesó de exhortar a los patriotas a tomar las medidas
necesarias para cortar la traición y promover la defensa nacional. Y puesto que
la monarquía constituía el punto de confluencia de la contrarrevolución,
Robespierre apoyó la “jornada” popular del 10 de agosto de 1792, que abatió
al trono. Se pronunció por la muerte de Luis XVI:
“El Rey no es un acusado; vosotros no sois jueces”.
169
Albert Soboul

El pueblo ya se ha pronunciado mediante la insurrección del 10 de agosto.


“Luis debe morir para que la patria viva.”
Los girondinos, por temor al pueblo, rechazan las medidas enérgicas.
Robespierre los denuncia y declara legítima la jornada popular del 2 de junio
de 1793, que los eliminó de la Convención. Constituido finalmente el gobierno
revolucionario, Robespierre ingresa al Comité de Salud Pública el 27 de julio
de 1793, y en él permanece hasta su caída, un año después, el 9 termidor del
año II (27 de julio de 1794). Así, el hombre clarividente que había tratado de
alejar de la revolución un peligro que consideraba mortal se convirtió en el
animador intransigente de la defensa nacional y revolucionaria. Frente a la
aristocracia y a la contrarrevolución francesa y europea, en guerra contra la
joven república en el interior y en las fronteras, Robespierre tomó a su cargo la
salvación pública.
La Convención confió al Comité de Salud Pública la totalidad de los poderes
gubernamentales; durante un año le aseguró la estabilidad. Gracias a la
concentración de poderes, el Comité dispuso de toda facultad de gobierno:
asumió la dirección del Estado y de los ejércitos de la república. Contra los
enemigos del pueblo, tiene a su disposición la jurisdicción excepcional del
Tribunal Revolucionario. ¿Dictadura? Indudablemente, pero no hay que
confundirla con la dictadura de un general victorioso o de un aventurero
político. Ni hay que olvidar tampoco que el Comité de Salud Pública era
reelegido todos los meses por la Convención y que bastó –el 9 termidor– un
voto a mano alzada para abatirlo.
¿Dictadura de Robespierre? No. Robespierre no era presidente del Comité de
Salud Pública, no había elegido a sus colegas y había entrado de los últimos
en el Comité. Todas las medidas se adoptaban después de deliberar y eran
firmadas por varios miembros del Comité; se trataba, realmente, de una
dirección colegiada. Pero Robespierre conquistó en el Comité una posición
preponderante por su prestigio ante el pueblo, por su dedicación al trabajo y
por la firmeza con la que tomaba a su cargo la responsabilidad colectiva, al
defender siempre la política del Comité. Robespierre había afirmado a menudo
que no se gobierna en tiempo de guerra como en tiempo de paz. Así justificó el
gobierno revolucionario y el Terror en su informe a la Convención del 5 nevoso
del año II (25 de diciembre de 1793):
“El fin del gobierno constitucional es mantener la república; el del
gobierno revolucionario es fundarla. La revolución es la guerra de la
libertad contra sus enemigos; la Constitución es el régimen de la libertad
victoriosa y pacífica. El gobierno revolucionario requiere una actividad
extraordinaria, justamente porque está en guerra. Esta sometido a reglas
menos uniformes y menos rigurosas, porque las circunstancias en que se
encuentra son tempestuosas y móviles, y sobre todo porque se ve
obligado a desplegar continuamente fuerzas nuevas contra peligros
nuevos y acuciantes.
El gobierno constitucional se ocupa principalmente de la libertad civil y el
gobierno revolucionario de la libertad pública. Bajo el régimen
constitucional, casi basta proteger a los individuos contra los abusos del

170
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

poder público. Rajo el régimen revolucionario, el poder público mismo se


ve obligado a defenderse contra las facciones que lo atacan.
El gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la
protección pública; a los enemigos del pueblo no les debe más que
la muerte.
Estas nociones bastan para explicar el origen y la naturaleza de las leyes
que llamamos revolucionarias. Los que las llaman arbitrarias y tiránicas
son sofistas estúpidos o perversos que tratan de confundir a sus
adversarios; quieren someter al mismo régimen la paz y la guerra, la
salud y la enfermedad, o mejor dicho, sólo desean la resurrección de la
tiranía y la muerte de la patria.”
Aunque Robespierre reconocía francamente la necesidad de la violencia para
lograr la victoria, no se ocultaba el peligro que planteaba la suspensión de las
garantías legales que, en tiempos normales, protegen los derechos del hombre
y del ciudadano. Así, como correctivo del Terror da la virtud, es decir, la virtud
cívica, “aquella virtud que no es sino amor por la patria y sus leyes”. Esto es lo
que afirma con vigor en su informe a la Convención del 18 pluvioso del año II
(5 de febrero de 1794):
“Si la fuerza del gobierno popular en tiempo de paz es la virtud, la fuerza
del gobierno popular en tiempo de revolución es, simultáneamente, la
virtud y el terror. Sin la virtud el terror es funesto; sin el terror la virtud es
impotente. El terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible; es,
pues, una emanación de la virtud; es menos un principio particular que
una consecuencia del principio general de la democracia aplicado a las
más apremiantes necesidades de la patria.
“Se ha dicho que el terror es la fuerza del gobierno despótico. ¿Se
asemeja, pues, el vuestro al despotismo? Sí, como la espada que brilla en
las manos de los héroes de la libertad se asemeja a aquélla con la que
están armados los satélites de la tiranía. Que el déspota gobierne por el
terror a sus súbditos embrutecidos; tiene razón, como déspota. Domad
con el terror a los enemigos de la libertad y tendréis razón como
fundadores de la república. El gobierno revolucionario es el despotismo
de la libertad contra la tiranía. ¿Acaso la fuerza sólo está hecha para
proteger el crimen? ”
Animado de tales principios, Robespierre no transige. Nunca fue más claro y
más firme que en el discurso improvisado que pronunció el 25 de setiembre de
1793, frente a la Convención, cuando ésta acababa de incorporar al Comité de
Salud Pública al representante del pueblo que se encontraba en misión en
Valenciennes, en el momento en que esta plaza capituló ante el enemigo a
fines de julio.
“Os he prometido la verdad íntegra y os la diré en esta discusión. La
Convención no ha demostrado toda la energía que habría debido tener...
Os lo declaro: el que se encontraba en Valenciennes cuando el enemigo
entró en ella no está hecho para ser miembro del Comité de Salud
Pública... Esto parecerá duro; pero es todavía más duro para un patriota
que, después de dos años, hayan sido muertos cien mil hombres por
171
Albert Soboul

traición y debilidad: justamente la debilidad hacia los traidores nos pierde.


Hay quienes se enternecen por los hombres más criminales, por aquéllos
que abandonan la patria al hierro del enemigo. En cuanto a mí, sólo me
enternezco por la virtud infeliz, por el inocente oprimido, por la suerte de
un pueblo generoso al que se mata con tanta perfidia.”
Robespierre fue, tanto como Carnot, “el organizador de la victoria”. Si el
Comité de Salud Pública pudo enrolar, equipar, armar y alimentar a catorce
ejércitos y guiarlos a la victoria (Fleurus es del 26 de junio de 1794), sólo lo
consiguió gracias al enrolamiento masivo, a la requisición, al máximo y a la
nacionalización de las fábricas de guerra. Fue posible poner en práctica todas
estas medidas y lograr sus frutos sólo porque el gobierno revolucionario
disponía de la fuerza coactiva, de una autoridad sancionada por el Terror.
Incorruptible animador del gobierno revolucionario, Robespierre fue por ello
mismo el artífice de la independencia nacional.

LA VICTORIA Y SUS CONSECUENCIAS

Un mes después de la victoria de Fleurus, Robespierre y sus amigos caían; el


gobierno revolucionario no los sobrevivió: el 9 termidor (27 de julio de 1794)
señaló el comienzo de la reacción inevitable. En efecto, la caída del gobierno
revolucionario sostenido por el pueblo, pero de orientación burguesa, estaba
inscripta en la marcha de la historia: una vez afirmada la victoria, estallaron las
contradicciones. Formada por elementos diversos, sin constituir una clase y,
por ende, desprovista de conciencia de clase, la base social del gobierno
revolucionario se disgregó en la primavera de 1794, a punto de lograr sus
fines. Los jacobinos no podían darle la estructura necesaria: tampoco ellos
constituían una clase, y menos un partido de clase, estrictamente disciplinado,
que pudiera ser un instrumento eficaz de acción política. El régimen del año II
se basaba en una concepción espiritualista de las relaciones sociales y de la
democracia; las consecuencias de esto le fueron fatales. De su educación en
el colegio, Robespierre había recibido una formación espiritualista, su cultura
científica era nula. Discípulo de Rousseau, sentía horror por el sensualismo de
Condillac y más todavía por el materialismo de filósofos como Helvecio, cuyo
busto hizo destrozar en los jacobinos. Robespierre creía en la existencia de
Dios, en la del alma, en la vida futura: su declaración a los jacobinos del 26 de
marzo de 1792 no dejaba ninguna duda sobre este punto. Al establecer el culto
del Ser Supremo, con su informe del 18 floreal del año II (7 de mayo de 1794),
Robespierre actuó al mismo tiempo por convicción personal y como político
preocupado por dar al pueblo un culto que guiase los hábitos y consolidase la
moral.
“Para el legislador –declaró– todo lo que es útil al mundo es bueno en la
práctica, es la verdad... La idea del Ser Supremo es una exigencia
constante de la justicia: ella es, pues, social y republicana.”
En las circunstancias imperantes en la primavera del año II, la creación del
culto del Ser Supremo tendía también a otro fin: consolidar en una misma fe la
unidad de las diversas categorías sociales, hombres de la Montaña, jacobinos,
sans-culottes, que habían sostenido al gobierno revolucionario y a quienes los
172
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

antagonismos de clase empujaban entonces a unos contra otros. Incapaz de


analizar las condiciones económicas y sociales, Robespierre creía en la
omnipotencia de las ideas y los reclamos de la virtud. El cálculo resultó errado.
El culto del Ser Supremo fue causa de una nueva lucha: tanto los partidarios
de la descristianización violenta como los partidarios del laicismo total del
Estado no perdonaron a Robespierre el decreto del 18 floreal.
Su concepción del mundo y de la sociedad dejaba a Robespierre desarmado
ante las contradicciones que se afirmaron en la primavera de 1794. El
movimiento revolucionario se debilitó, sin que él pudiese realizar un análisis
preciso de esta degeneración. “La revolución está congelada”, decía Saint-
Just, pero sin explicarse las razones. El gobierno revolucionario se separó de
las masas y pronto pareció estar suspendido en el vacío. Robespierre era un
hombre de gabinete y de club, no tenía la experiencia directa de las masas, y
no parece haber prestado suficiente atención al problema de las relaciones
entre el movimiento popular y el gobierno revolucionario. Justamente por
efecto del éxito popular, en la primavera y el verano de 1793, los sans-culottes
vieron diluirse sus cuadros. Muchos militantes de las secciones parisinas,
aunque no se movieron solamente por ambición, consideraban la obtención de
un cargo como la legítima recompensa a su devoción. Por otra parte, la
eficacia del gobierno revolucionario dependía de esto. En el otoño de 1793, fue
necesario depurar las administraciones y poblarlas de buenos patriotas. Pero
se manifestó entonces un nuevo conformismo. A este respecto, es significativo
el ejemplo de los comisarios revolucionarios de las secciones parisinas.
Provenientes de los medios más populares y ardientes de los sans-culottes,
constituyeron en su origen el sector más combativo del personal político de
base. El éxito mismo de, su tarea exigía que percibiesen un salario. Así,
durante todo el año II, muchos militantes se convirtieron en funcionarios tanto
más dóciles cuanto más temían perder la ventaja adquirida. Tal evolución
derivaba necesariamente del agravamiento de las luchas sociales y
nacionales, en el interior del país y en las fronteras: era menester, para la
independencia de la nación y la salvación de la revolución, que los más
conscientes de los sans-culottes ingresaran al aparato estatal. Pero
Robespierre y el gobierno revolucionario asistieron ciegos e impotentes a las
consecuencias de este proceso de burocratización. En la primavera del año II
se comprobó que la actividad política de las organizaciones seccionales de
base disminuyó; la democracia en las secciones se debilitó, a la par que se
paralizaron poco a poco el espíritu crítico y la combatividad de las masas, y
que disminuyó el control popular sobre el gobierno revolucionario, cuyas
tendencias autoritarias se reforzaron gradualmente. Entre el gobierno
revolucionario y el movimiento popular que lo había llevado al poder se insinuó
una contradicción insuperable. Así, se preparó el camino para Termidor.

LA CRISIS DE TERMIDOR

La crisis política de julio de 1794 presenta múltiples aspectos. Mientras la


dictadura jacobina se concentraba y se reforzaba en las manos del gobierno
revolucionario, su base social se limitaba cada vez más solamente a París, y
su base política a la Convención. La división de los dos comités gubernamentales
173
Albert Soboul

y la disolución del Comité de Salud Pública fueron los últimos elementos que
precipitaron la crisis. En los primeros días de termidor, la disgregación del
grupo de la Montaña se agravó, en la Convención. La oposición se había
reunido en torno a los representantes vueltos de sus misiones, y
particularmente en torno a los terroristas depredadores que se sentían
amenazados: Carrier, Fouché y, sobre todo, los prevaricadores Barras, Fréron
y Tallier. Se había reconstituido la facción de los corrompidos. Ésta se apoyó
en el nuevo grupo de los indulgentes, los cuales aprovechaban la victoria para
pedir el fin del Terror, y en la Llanura, que había aceptado el gobierno
revolucionario sólo como expediente temporario. No teniendo ya que temer
una “jornada”, ahora que el movimiento popular estaba aplacado y domesticado,
¿qué razón podía tener la Convención para seguir tolerando la tutela de los
Comités? Entre la Convención impaciente por sacudirse el yugo y los sans-
culottes parisinos irreductiblemente hostiles, el gobierno revolucionario
quedaba aislado. Al dividirse los comités de gobierno, consumaron su ruina.
El Comité de Seguridad General, que dirigía su represión, soportaba de mala
gana las ingerencias del Comité de Salud Pública, sobre todo de su oficina
policial, dirigida por Saint-Just y controlada per Robespierre. Constituido por
hombres inexorables, como Hamart, Vadier y Voulland, cuyo espíritu se
acercaba a la tendencia “hebertista”, quería prolongar el Terror, del cual
dependía su autoridad, mientras que Robespierre tenía sin duda la intención
de atenuarlo. El fin de la descristianización y el culto al Ser Supremo era para
ellos, de ideas ateas, motivos suplementarios de recelo contra Robespierre.
Excepto Lebas y David, le eran particularmente hostiles, tanto por motivos
personales como de principios. El Comité de Salud Pública habría neutralizado
fácilmente esta oposición, si hubiese permanecido unido. Pero la división se
insinuó en el gran Comité. Robespierre por sus méritos eminentes, se había
convertido en el verdadero jefe del gobierno ante los ojos de la Francia
revolucionaria. No tenía ninguna consideración por las susceptibilidades de
sus colegas, era tan severo con los otros como consigo mismo, no trababa
amistades y conservaba hacia la mayoría una reseña distante que podía
parecer cálculo o ambición. Esta acusación, ya lanzada contra el incorruptible
por los girondinos y luego por los cordeleros, fue retomada en el Comité mismo
por Carnot y Billand-Varenne, quien declaró a la Convención, el 1° floreal del
año II (20 de abril de 1794):
“Todo pueblo celoso de su libertad debe ponerse en guardia contra las
virtudes mismas de los hombres que ocupan cargos eminentes.”
A la diversidad de temperamentos y a los conflictos de jurisdicción (Carnot tuvo
violentos altercados con Saint-Just y se irritaba por las críticas de Robespierre
a sus planes militares), se agregaba la divergencia de las orientaciones
sociales. Carnot y Lindet, hombres de la Llanura unidos a la Montaña, eran
burgueses conservadores; no toleraban la economía dirigida y rechazaban la
democracia social tal como la concebía Robespierre. Irritado y amargado por
las torvas maniobras del Comité de Seguridad General, donde Vadier ridiculizó
el culto del Ser Supremo y hasta al mismo Incorruptible, a propósito de
Catherine Théot, una anciana que pretendía ser “la madre de Dios”,
Robespierre dejó de asistir a las sesiones del Comité a mediados de mesidor.
Su alejamiento favoreció a sus adversarios.

174
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

El intento de reconciliación de los dos Comités de gobierno, reunidos en sesión


plenaria el 4 y el 5 termidor del año II (22 y 23 de julio de 1794), fracasó. Los
miembros de los Comités se daban cuenta de que si no se restablecía el
acuerdo, el gobierno revolucionario no podría mantenerse y resistir la ofensiva
de los corrompidos y de los nuevos indulgentes. Pero si bien Saint-Just y
Couthon se prestaron a la conciliación, Robespierre se negó a ella: quiso
romper definitivamente la alianza sellada entre sus adversarios de la Montaña
y de la Llanura, que lo había sostenido hasta ese momento. Robespierre
decidió llevar el conflicto ante la Convención. Esto significaba convertirla en
juez del mantenimiento del gobierno revolucionario en el momento en que se
afirmaba la victoria exterior y en que el peligro de una presión popular parecía
definitivamente eliminado. Robespierre asumía un gran riesgo, al descubierto.
Si la Convención se negaba a seguirlo, sólo podía apelar a la Comuna y a las
secciones parisinas, pero no se hizo nada para preparar su acción. De haberlo
querido, ¿habría podido hacerlo en pocos días? Después de germinal, el
gobierno y la Comuna robespierristas se habían dedicado a destruir los
cuadros del movimiento popular y a inculcar a los sans-culottes parisinos un
sentimiento de lealtad hacia la Convención y sus Comités. Y los militantes de
las secciones eran tanto menos proclives a levantarse en una nueva jornada
cuanto que sus quejas contra la Comuna y el gobierno eran muchas. El 8
termidor (26 de julio de 1794), Robespierre atacó a sus adversarios ante la
Convención. Arrojó sobre ellos, terroristas de presa disfrazados de indulgentes,
la culpa por los excesos del Terror. Pero al negarse a dar los nombres de los
diputados a los que acusaba, selló su propio fin: todos los que tenían algo que
reprocharse se sintieron amenazados. Releamos este último discurso de
Robespierre, que constituye su testamento político:
“Pueblo, recuerda que si en la República la justicia no reina con imperio
absoluto y si esta palabra no significa el amor por la igualdad y por la
patria, la libertad es sólo un nombre vano. Pueblo temido, adulado y
despreciado; soberano reconocido, tratado siempre como esclavo,
recuerda que allí donde la justicia no reina, reinan las pasiones de los
magistrados, y que el pueblo ha cambiado de cadenas, no de destino...
“Sabe que todo hombre que se eleve para defender la causa de la moral
pública será abrumado de vejaciones y proscripto por los bribones; sabe
que todo amigo de la libertad se encontrará siempre entre un deber y una
calumnia; que aquellos que no pueden ser acusados de traición serán
acusados de ambición; que la influencia de la probidad y de los principios
será comparada con la fuerza de la tiranía y la violencia de las facciones;
que tu fe y tu estima serán títulos de proscripción para todos tus amigos;
que los gritos del patriotismo oprimido serán considerados gritos de
sedición y que, no osando atacarte en masa a ti mismo, se te proscribirá
particularmente en la persona de todos los buenos ciudadanos, hasta que
los ambiciosos hayan organizado su tiranía...
“Estoy hecho para combatir el delito, no para gobernarlo. No ha llegado el
tiempo en que los hombres de bien puedan servir impunemente a la
patria: los defensores de la patria serán proscriptos, mientras domine la
horda de los bribones.”

175
Albert Soboul

Al anochecer del 8 termidor, mientras Robespierre era aplaudido por los


jacobinos releyendo su discurso, y mientras los Comités permanecían en la
indecisión, sus adversarios actuaban. El complot fue urdido en la noche entre
los dirigentes que desde hacía tiempo tramaban la ruina de Robespierre y la
Llanura, a la que se prometió poner fin al Terror: coalición de circunstancia,
cuyo único vínculo fue el temor.
El 9 termidor del año II (27 de julio de 1794) la sesión de la Convención se
inició a las 11. Al mediodía Saint-Just tomó la palabra. Desde ese momento
todo se desarrolló rápidamente. La táctica de obstrucción llevada por los
conjurados cerró implacablemente la boca a Saint-Just y a Robespierre. En el
tumulto, se dejó oír una última frase del Incorruptible:
“¿Con qué derecho el presidente protege a los asesinos?”
El bullicio continúa. Pero el diputado, Louchet, propone contra Robespierre el
decreto de acusación, que es votado unánimemente y en un desorden
indescriptible. Agustín Robespierre pide que se le permita compartir la suerte
de su hermano. Couthon y Saint-Just están comprendidos en la acusación.
“La República está perdida –grita Robespierre–, los bribones triunfan.”
Los espectadores de las tribunas abandonan la Convención y llevan la terrible
noticia a las secciones. Todavía no son las 2 de la tarde. El intento
insurreccional de la Comuna robespierrista de París fue mal organizado y mal
dirigido. Advertido desde antes de las 3, el alcalde Fleuriot-Lascot y el agente
nacional Payan invitaron a los miembros del Consejo General a dispersarse
por las secciones para hacer batir generala y echar a sonar las campanas.
Hacia las 6, todos los militantes estaban alertados y las secciones preparadas.
Pero sólo 16 secciones de 48 enviaron destacamentos de guardias nacionales
a la Comuna, en la plaza de Grève: se manifestaban así las consecuencias de
la represión, después de germinal, de los cuadros de las secciones. Sin
embargo, las compañías de artillería, vanguardia de los sans-culottes, dieron
prueba de mayor iniciativa revolucionaria que los otros batallones: hacia las 10
de la noche, las autoridades insurreccionales disponían de 17 compañías de
artillería de las 30 que se hallaban en la capital, y de 32 cañones, mientras que
la Convención no controlaba más que la compañía de guardia. Durante varias
horas la Comuna robespierrista dispuso de una aplastante superioridad de
artillería. Ventaja decisiva, pero no se encontró a nadie que asumiese el
mando.
Robespierre y los diputados sobre quienes caía el decreto de arresto fueron
conducidos a diversas prisiones y luego liberados por los funcionarios de
policía de la Comuna. Se reúnen en el Hotel de Ville. Discuten, vacilan. La
Convención, mientras tanto, retoma el control y declara fuera de la ley a los
diputados rebeldes. Barras se encarga de reunir una fuerza armada; las
secciones moderadas apoyan esta iniciativa. Los guardias nacionales y los
artilleros reunidos ante la sede de la Comuna están sin instrucciones y sin
aprovisionamiento. Pronto circula el rumor de que Robespierre está fuera de la
ley. Poco a poco, la plaza de Gréve va quedando desierta.

176
DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE

Son las 2 de la mañana. Una columna conducida por Léonard Bourdon llega a
la plaza casi desierta, penetra sin combatir en el Hotel de Ville e irrumpe en la
Sala de la Igualdad, donde los robespierristas están reunidos para deliberar.
Lebas se suicida de un pistoletazo. El joven Robespierre se lanza por una
ventana. Saint-Just se deja arrestar sin oponer resistencia; Couthon,
brutalmente arrojado por la escalera, queda gravemente herido. Robespierre
se tira un pistoletazo en la boca y se rompe la mandíbula. La Comuna
insurreccional había sido vencida sin combatir.
El 10 termidor (28 de julio de 1794), a la noche, Robespierre, Saint-Just y 19
de sus partidarios fueron guillotinados sin proceso. Robespierre, el último. Al
día siguiente le tocó el turno a un grupo de 71, el más numeroso de la
Revolución. La responsabilidad de la derrota, si se examina el intento
insurreccional, corresponde a los jefes de la Comuna de París, a los
robespierristas y al mismo Robespierre, que no supieron actuar a tiempo. A
pesar del refuerzo del aparato gubernamental, a pesar de la defección de
muchas autoridades de las secciones, ya que desde hacía tiempo que se
refrenaba a los comités revolucionarios, los sans-culottes habían acudido por
miles a la sede de la Comuna. Si esto fue en vano, la responsabilidad fue de
Robespierre y sus amigos, que esperaron el golpe de gracia, en lugar de
abandonar la plaza de Grève y ponerse a la cabeza de los combatientes de las
“jornadas” para marchar sobre la Convención. Pero, remontándonos más atrás
aún, la necesidad histórica del 9 termidor estuvo dada por las contradicciones
mismas del movimiento revolucionario y, en particular, del robespierrismo.
Robespierre pereció víctima de las contradicciones de su tiempo y de las
suyas propias. Le faltó una exacta comprensión de las necesidades históricas.
Supo dar una justificación teórica al gobierno revolucionario y al Terror, pero
quedó desarmado frente a las realidades económicas y sociales de su tiempo.
Frente a la aristocracia, Robespierre fue el combatiente de la revolución
burguesa y de la independencia nacional. Pero sus orígenes, su formación y
su sensibilidad lo llevaron a combatir desde una posición sumamente riesgosa,
ya que trataba de conciliar los intereses de la burguesía dirigente y los de las
clases populares, sin las cuales la revolución no podía triunfar sobre la
aristocracia y sobre la coalición. De aquí los diversos esfuerzos por fundar una
república igualitaria, cuando todo llevaba a la concentración de la riqueza y del
poder en manos de la burguesía. Así puede medirse el antagonismo
irreductible que puede haber entre las aspiraciones de un hombre o de un
grupo social y la situación histórica objetiva.
Sean cuales fueren las causas del fracaso, la tentativa del año II tuvo el valor
de un ejemplo. Después de más de 150 años, aún exalta a unos o concentra el
odio de los otros. Pero, más allá de los conflictos y las controversias, surge
finalmente poco a poco la verdadera figura del Incorruptible, cuyo solo nombre
es símbolo del amor al pueblo y de la devoción a su causa.
“Pocos días después de termidor –escribe Michelet en su Historia de la
Revolución Francesa– un hombre que vive aún y que tenía por entonces
10 años fue llevado por sus padres al teatro; a la salida, admiró la larga
fila de brillantes carrozas, que vio con asombro por primera vez.

177
Albert Soboul

Hombres en chaqueta y con el sombrero en la mano decían a los


espectadores que salían: ¿Queréis una carroza, patrón? El muchacho no
comprendía estas palabras nuevas y se las hizo explicar. Se le dijo
solamente que había habido un gran cambio debido a la muerte de
Robespierre.”

BIBLIOGRAFÍA
A. Soboul, Historia de la Revolución Francesa, Buenos Aires, Futuro, Codilibro;
J. Michelet, Historia de la Revolución Francesa, 3 t., Buenos Aires, Argonauta;
A. Thiers, Historia de la Revolución Francesa, 12 t., México, Nacional; T.
Carlyle, Los héroes y la Revolución Francesa, Barcelona, Mateu; H. Taine, Les
origines de la France contemporaine, 6 vol., París (en español agotado); A.
Aulard, Histoire politique de la Révolution, París, 1901, 5a ed., 1921; J. Jaures,
Histoire socialiste de la Révolution Française, París, 1901-1904, nueva ed. a
cargo de A. Mathiez, 1922-24, 8 vol. (agotado en español); G. Lefevbre, La
Revolución Francesa y el Imperio (Breviario 1 5 1) , México, Fondo de Cultura
Económica; id., El gran pánico de 1789, Buenos Aires, Paidós; J. Godechot,
Les Institutions de la France sous la Révolution et l’Empire, París, 1951; E.
Labrousse, «La crise de l'économie francaise à la fin de l’Ancien Régime et au
début de la Révolution», París, 1943; A. Mathiez, La vie chére et le mouvement
social sous la Terreur, París, 1927.
Esta bibliografía puede ampliarse consultando el apéndice al libro de A. Soboul
citado en primer término.
Bibliografía específica sobre Robespierre: Ouevres de M. Robespierre,
publicadas por la “Société des études robespierristes”, en particular los
Discours, bajo la dirección de G. Lefebvre, M. Bouloiseau y A. Soboul, vols. I,
II, III, I V (h a s t a el 27 de julio de 17 9 3 ) , París, 1951, 1952, 1954 y 1958; vol.
V, de próxima publicación: Robespierre, Textes choisis, París, 1956, 2 vols.; E.
Hamel, Histoire de Robespierre, París, 1865, 3 vols.; J. M. Thompson,
Robespierre, Oxford, 1935, 2 vols.; G. Walter, Robespierre, París, 1936-39, 3
vols.; F. Korngold, Robespierre e il Quarto Stato, trad. ital., Turín, 1948; J.
Massin, Robespierre, París, 1956 (e s l a mejor b i og r af í a ) ; M . Bouloiseau,
Robespierre, París, 1957; A. Mathiez, Etudes sur Robespierre, prefacio de G.
Lefebvre, París, 1958; M. Robespierre ( 1 75 8 - 1 79 4 ) , recopilación de
ensayos, bajo la dirección de W. Markov, pref a c io de G. Lefebvre, Berlín,
1958, 1961; Bicentenaire de la naissance de Robespierre (1758-1 9 5 8) ,
Nancy, 1958; A. Mathiez, Robespierre terroriste, París, 1921; A. Soboul,
Robespierre et les sociétés populaires, en “Annales historiques de la
Révolution Française”, 1957, páginas 193-213. Sobre Saint-Just, ver Frammenti
sulle istituzioni repubblicane, a cargo de A. Soboul, Turín, 1952; E. M. Curtís,
Saint-Just, Colleague of Robespierre, Nueva York, 1935; A. Ollivier, Saint-Just
et la force des choses, París, 1954.

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