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CURSO DE INGRESO

FILOSOFÍA 2023

INSTITUTO SUPERIOR ANTONIO RUIZ DE MONTOYA


PROFESORADO DE EDUCACIÓN SECUNDARIA EN
FILOSOFÍA
Eje 1 Aproximación a la Filosofía

JASPERS, Karl, La Filosofía, México, FCE, 1966, (Primera edición, 1949).

Texto 1: LA FILOSOFÍA de Karl Jaspers – Cap. I


I. ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA?
Qué sea la filosofía y cuál su valor, es cosa discutida. De ella se esperan revelaciones
extraordinarias o bien se la deja indiferentemente a un lado como un pensar que no tiene objeto.
Se la mira con respeto, como el importante quehacer de unos hombres insólitos o bien se la
desprecia como el superfluo cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a
todos y que por tanto debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan difícil
que es una desesperación el ocuparse con ella. Lo que se presenta bajo el nombre de filosofía
proporciona en realidad ejemplos justificativos de tan opuestas apreciaciones.
Para un hombre con fe en la ciencia es lo peor de todo que la filosofía carezca por completo de
resultados universalmente válidos y susceptibles de ser sabidos y poseídos. Mientras que las
ciencias han logrado en los respectivos dominios conocimientos imperiosamente ciertos y
universalmente aceptados, nada semejante ha alcanzado la filosofía a pesar de esfuerzos
sostenidos durante milenios. No hay que negarlo: en la filosofía no hay unanimidad alguna acerca
de lo conocido definitivamente. Lo aceptado por todos en vista de razones imperiosas se ha
convertido como consecuencia en un conocimiento científico; ya no es filosofía, sino algo que
pertenece a un dominio especial de lo cognoscible.
Tampoco tiene el pensar filosófico, como lo tienen las ciencias, el carácter de un proceso
progresivo. Estamos ciertamente mucho más adelantados que Hipócrates, el médico griego; pero
apenas podemos decir que estemos más adelantados que Platón. Sólo estamos más
adelantados en cuanto al material de los conocimientos científicos de que se sirve este último.
En el filosofar mismo, quizá apenas hayamos vuelto a llegar a él.
Este hecho, de que a toda criatura de la filosofía le falte, a diferencia de las ciencias, la aceptación
unánime, es un hecho que ha de tener su raíz en la naturaleza de las cosas. La clase de certeza
que cabe lograr en filosofía no es la científica, es decir, la misma para todo intelecto, sino que es
un cerciorarse en la consecución del cual entra en juego la esencia entera del hombre. Mientras
que los conocimientos científicos versan sobre sendos objetos especiales, saber de los cuales
no es en modo alguno necesario para todo el mundo, se trata en la filosofía de la totalidad del
ser, que interesa al hombre en cuanto hombre, se trata de una verdad que allí donde destella
hace preso más hondo que todo conocimiento científico.
La filosofía bien trabajada está vinculada sin duda a las ciencias. Tiene por supuesto éstas en el
estado más avanzado a que hayan llegado en la época correspondiente. Pero el espíritu de la

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filosofía tiene otro origen. La filosofía brota antes de toda ciencia allí donde despiertan los
hombres.
Representémonos esta filosofía sin ciencia en algunas notables manifestaciones.
Primero. En materia de cosas filosóficas se tiene casi todo el mundo por competente. Mientras
que se admite que en las ciencias son condición del entender el estudio, el adiestramiento y el
método, frente a la filosofía se pretende poder sin más intervenir en ella y hablar de ella. Pasan
por preparación suficiente la propia humanidad, el propio destino y la propia experiencia.
Hay que aceptar la exigencia de que la filosofía sea accesible a todo el mundo. Los prolijos
caminos de la filosofía que recorren los profesionales de ella sólo tienen realmente sentido si
desembocan en el hombre, el cual resulta caracterizado por la forma de su saber del ser y de sí
mismo en el seno de éste.
Segundo. El pensar filosófico tiene que ser original en todo momento. Tiene que llevarlo a cabo
cada uno por sí mismo.
Una maravillosa señal de que el hombre filosofa en cuanto tal originalmente son las preguntas
de los niños. No es nada raro oír de la boca infantil algo que por su sencillo penetra
inmediatamente en las profundidades del filosofar. He aquí unos ejemplos.
Un niño manifiesta su admiración diciendo: "me empeño en pensar que soy otro y sigo siendo
siempre yo". Este niño toca en uno de los orígenes de toda certeza, la conciencia del ser en la
conciencia del yo. Se asombra ante el enigma del yo, este ser que no cabe concebir por medio
de ningún otro. Con su cuestión se detiene el niño ante este límite.
Otro niño oye la historia de la creación: Al principio creó Dios el cielo y la tierra..., y pregunta en
el acto: "¿Y que había antes del principio?" Este niño ha hecho la experiencia de la infinitud de
la serie de las preguntas posibles, de la imposibilidad de que haga alto el intelecto, al que no es
dado obtener una respuesta concluyente.
Ahora, una niña, que va de paseo, a la vista de un bosque hace que le cuenten el cuento de los
elfos que de noche bailan en él en corro... "Pero ésos no los hay..." Le hablan luego de realidades,
le hacen observar el movimiento del sol, le explican la cuestión de si es que se mueve el sol o
que gira la tierra y le dicen las razones que hablan en favor de k forma esférica de la tierra y del
movimiento de ésta en torno de su eje... "Pero eso no es verdad", dice la niña golpeando con el
pie en el suelo, "la tierra está quieta. Yo sólo creo lo que veo." "Entonces tú no crees en papá
Dios, puesto que no puedes verle." A esto se queda la niña pasmada y luego dice muy resuelta:
"si no existiese él, tampoco existiríamos nosotros." Esta niña fue presa del gran pasmo de la
existencia: ésta no es obra de sí misma. Concibió incluso la diferencia que hay entre preguntar
por un objeto del mundo y el preguntar por el ser y por nuestra existencia en el universo.
Otra niña, que va de visita, sube una escalera. Le hacen ver cómo va cambiando todo, cómo
pasa y desaparece, como si no lo hubiese habido. "Pero tiene que haber algo fijo... que ahora
estoy aquí subiendo la escalera de casa de la tía siempre será una cosa segura para mí." El

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pasmo y el espanto ante el universal caducar y fenecer de las cosas se busca una desmañada
salida.
Quien se dedicase a recogerla, podría dar cuenta de una rica filosofía de los niños. La objeción
de que los niños lo habrían oído antes a sus padres o a otras personas, no vale patentemente
nada frente a pensamientos tan serios. La objeción de que estos niños no han seguido
filosofando v que por tanto sus declaraciones sólo pueden haber sido casuales, pasa por alto un
hecho: que los niños poseen con frecuencia una genialidad que pierden cuando crecen. Es como
si con los años cayésemos en la prisión de las convenciones y las opiniones corrientes, de las
ocultaciones y de las cosas que no son cuestión, perdiendo la ingenuidad del niño. Éste se halla
aun francamente en ese estado de la vida en que ésta brota, sintiendo, viendo y preguntando
cosas que pronto se le escapan para siempre. El niño olvida lo que se le reveló por un momento
y se queda sorprendido cuando los adultos que apuntan lo que ha dicho y preguntado se lo
refieren más tarde.
Tercero. El filosofar original se presenta en los enfermos mentales lo mismo que en los niños.
Pasa a veces —raras— como si se rompiesen las cadenas y los velos generales y hablase una
verdad impresionante. Al comienzo de varias enfermedades mentales tienen lugar revelaciones
metafísicas de una índole estremecedora, aunque por su forma y lenguaje no pertenecen, en
absoluto, al rango de aquellas que dadas a conocer cobran una significación objetiva, fuera de
casos como los del poeta Hölderlin o del pintor Van Gogh. Pero quien la presencia no puede
sustraerse a la impresión de que se rompe un velo bajo el cual vivimos ordinariamente la vida. A
más de una persona sana le es también conocida la experiencia de revelaciones misteriosamente
profundas tenidas al despertar del sueño, pero que al despertarse del todo desaparecen,
haciéndonos sentir que no somos más capaces de ellas. Hay una verdad profunda en la frase
que afirma que los niños y los locos dicen la verdad. Pero la originalidad creadora a la que somos
deudores de las grandes ideas filosóficas no está aquí, sino en algunos individuos cuya
independencia e imparcialidad los hace aparecer como unos pocos grandes espíritus
diseminados a lo largo de los milenios.
Cuarto. Como la filosofía es indispensable al hombre, está en todo tiempo ahí, públicamente, en
los refranes tradicionales, en apotegmas filosóficos corrientes, en convicciones dominantes,
como por ejemplo en el lenguaje de los espíritus ilustrados, de las ideas y creencias políticas,
pero, ante todo, desde el comienzo de la historia, en los mitos. No hay manera de escapar a la
filosofía. La cuestión es tan sólo si será consciente o no, si será buena o mala, confusa o clara.
Quien rechaza la filosofía, profesa también una filosofía, pero sin ser consciente de ella.
¿Qué es, pues, la filosofía, que se manifiesta tan universalmente bajo tan singulares
formas?
La palabra griega filósofo (philósophos) se formó en oposición a sophós. Se trata del amante del
conocimiento (del saber) a diferencia de aquel que estando en posesión del conocimiento se
llamaba sapiente o sabio. Este sentido de la palabra ha persistido hasta hoy: la busca de la

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verdad, no la posesión de ella, es la esencia de la filosofía, por frecuentemente que se la traicione
en el dogmatismo, esto es, en un saber enunciado en proposiciones, definitivo, perfecto y
enseñable. Filosofía quiere decir: ir de camino. Sus preguntas son más esenciales que sus
respuestas, y toda respuesta se convierte en una nueva pregunta.
Pero este ir de camino —el destino del hombre en el tiempo— alberga en su seno la posibilidad
de una honda satisfacción, más aún, de la plenitud en algunos levantados momentos. Esta
plenitud no estriba nunca en una certeza enunciable, no en proposiciones ni confesiones, sino
en la realización histórica del ser del hombre, al que se le abre el ser mismo. Lograr esta realidad
dentro de la situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar.
Ir de camino buscando, o bien hallar el reposo y la plenitud del momento —no son definiciones
de la filosofía. Esta no tiene nada ni encima ni al lado. No es derivable de ninguna otra cosa.
Toda filosofía se define ella misma con su realización. Qué sea la filosofía hay que intentarlo.
Según esto es la filosofía a una la actividad viva del pensamiento y la reflexión sobre este
pensamiento, o bien el hacer y el hablar de él. Sólo sobre la base de los propios intentos puede
percibirse qué es lo que en el mundo nos hace frente como filosofía.
Pero podemos dar otras fórmulas del sentido de la filosofía. Ninguna agota este sentido, ni
prueba ninguna ser la única. Oímos en la antigüedad: la filosofía es (según su objeto) el
conocimiento de las cosas divinas y humanas, el conocimiento de lo ente en cuanto ente, es (por
su fin) aprender a morir, es el esfuerzo reflexivo por alcanzar la felicidad; asimilación a lo divino,
es finalmente (por su sentido universal) el saber de todo saber, el arte de todas las artes, la
ciencia en general, que no se limita a ningún dominio determinado.
Hoy es dable, hablar de la filosofía quizá en las siguientes fórmulas; su sentido es: Ver la realidad
en su origen; apresar la realidad conversando mentalmente conmigo mismo, en la actividad
interior; abrirnos a la vastedad de lo que nos circunvala; osar la comunicación de hombre a
hombre sirviéndose de todo espíritu de verdad en una lucha amorosa; mantener despierta con
paciencia y sin cesar la razón, incluso ante lo más extraño y ante lo que se rehúsa.
La filosofía es aquella concentración mediante la cual el hombre llega a ser él mismo, al hacerse
partícipe de la realidad.
Bien que la filosofía pueda mover a todo hombre, incluso al niño, bajo la forma de ideas tan
simples como eficaces, su elaboración consciente es una faena jamás acabada, que se repite
en todo tiempo y que se rehace constantemente como un todo presente —-se manifiesta en las
obras de loa grandes filósofos y como un eco en los menores. La conciencia de esta tarea
permanecerá despierta, bajo la forma que sea, mientras los hombres sigan siendo hombres.
No es hoy la primera vez que se ataca a la filosofía en la raíz y se la niega en su totalidad por
superflua y nociva. ¿A qué está ahí? Si no resiste cuando más falta haría...
El autoritarismo eclesiástico ha rechazado la filosofía independiente porque aleja de Dios, tienta
a seguir al mundo y echa a perder el alma con lo que en el fondo es nada. El totalitarismo político
hizo este reproche: los filósofos se han limitado a interpretar variadamente el mundo, pero se

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trata de transformarlo. Para ambas maneras de pensar ha pasado la filosofía por peligrosa, pues
destruye el orden, fomenta el espíritu de independencia y con él el de rebeldía y revolución,
engaña y desvía al hombre de su verdadera misión. La fuerza atractiva de un más allá que nos
es alumbrado por el Dios revelado, o el poder de un más acá sin Dios pero que lo pide todo para
sí, ambas cosas quisieran causar la extinción de la filosofía.
A esto se añade por parte del sano y cotidiano sentido común el simple patrón de medida de la
utilidad, bajo el cual fracasa la filosofía. Ya a Tales, que pasa por ser el primero de los filósofos
griegos, lo ridiculizó la sirviente que le vio caer en un pozo por andar observando el cielo
estrellado. A qué anda buscando lo que está más lejos, si es torpe en lo que está más cerca.
La filosofía debe, pues, justificarse. Pero esto es imposible. No puede justificarse con otra cosa
para la que sea necesaria como instrumento. Sólo puede volverse hacia las fuerzas que impulsan
realmente al filosofar en cada hombre. Puede saber qué promueve una causa del hombre en
cuanto tal tan desinteresada que prescinde de toda cuestión de utilidad y nocividad mundanal, y
que se realizará mientras vivan hombres. Ni siquiera las potencias que le son hostiles pueden
prescindir de pensar el sentido que les es propio, ni por ende producir cuerpos de ideas unidas
por un fin que son un sustitutivo de la filosofía, pero se hallan sometidos a las condiciones de un
efecto buscado —como el marxismo y el fascismo. Hasta estos cuerpos de ideas atestiguan la
imposibilidad en que está el hombre de esquivarse a la filosofía. Ésta se halla siempre ahí.
La filosofía no puede luchar, no puede probarse, pero puede comunicarse. No presenta
resistencia allí donde se la rechaza, ni se jacta allí donde se la escucha. Vive en la atmósfera de
la unanimidad que en el fondo de la humanidad puede unir a todos con todos.
En gran estilo, sistemáticamente desarrollada, hay filosofía desde hace dos mil quinientos años
en Occidente, en China y en la India. Una gran tradición nos dirige la palabra. La multiformidad
del filosofar, las contradicciones y las sentencias con pretensiones de verdad, pero mutuamente
excluyentes no pueden impedir que en el fondo opere una Unidad que nadie posee, pero en
torno a la cual giran en todo tiempo todos los esfuerzos serios: la filosofía una y eterna, la
philosophia perennis. A este fondo histórico de nuestro pensar nos encontramos remitidos, si
queremos pensar esencialmente y con la conciencia más clara posible.

Texto 2: LA FILOSOFÍA de Karl Jaspers – Cap. II


II. LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA
La historia de la filosofía como pensar metódico tiene sus comienzos hace dos mil quinientos
años, pero como pensar mítico mucho antes.
Sin embargo, comienzo no es lo mismo que origen. El comienzo es histórico y acarrea para los
que vienen después un conjunto creciente de supuestos sentados por el trabajo mental ya
efectuado. Origen es, en cambio, la fuente de la que mana en todo tiempo el impulso que mueve
a filosofar. Únicamente gracias a él resulta esencial la filosofía actual en cada momento y
comprendida la filosofía anterior.

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Este origen es múltiple. Del asombro sale la pregunta y el conocimiento, de la duda acerca de lo
conocido el examen crítico y la clara certeza, de la conmoción del hombre y de la conciencia de
estar perdido la cuestión de sí mismo. Representémonos ante todo estos tres motivos.
Primero. Platón decía que el asombro es el origen de la filosofía. Nuestros ojos nos "hacen ser
partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste". Este espectáculo nos
ha "dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor
de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Y Aristóteles: "Pues la
admiración es lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les
sorprendía por extraño, avanzaron poco a poco y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y
del sol, de los astros y por el origen del universo."
El admirarse impele a conocer. En la admiración cobro conciencia de no saber. Busco el saber,
pero el saber mismo, no "para satisfacer ninguna necesidad común".
El filosofar es como un despertar de la vinculación a las necesidades de la vida. Este despertar
tiene lugar mirando desinteresadamente a las cosas, al cielo y al mundo, preguntando qué sea
todo ello y de dónde todo ello venga, preguntas cuya respuesta no serviría para nada útil, sino
que resulta satisfactoria por sí sola.
Segundo. Una vez que he satisfecho mi asombro y admiración con el conocimiento de lo que
existe, pronto se anuncia la duda. A buen seguro que se acumulan los conocimientos, pero ante
el examen crítico no hay nada cierto. Las percepciones sensibles están condicionadas por
nuestros órganos sensoriales y son engañosas o en todo caso no concordantes con lo que existe
fuera de mí independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las
de nuestro humano intelecto. Se enredan en contradicciones insolubles. Por todas partes se
alzan unas afirmaciones frente a otras. Filosofando me apodero de la duda, intento hacerla
radical, mas, o bien gozándome en la negación mediante ella, que ya no respeta nada, pero que
por su parte tampoco logra dar un paso más, o bien preguntándome dónde estará la certeza que
escape a toda duda y resista ante toda crítica honrada.
La famosa frase de Descartes "pienso, luego existo" era para él indubitablemente cierta cuando
dudaba de todo lo demás, pues ni siquiera el perfecto engaño en materia de conocimiento, aquel
que quizá ni percibo, puede engañarme acerca de mi existencia mientras me engaño al pensar.
La duda se vuelve como duda metódica la fuente del examen crítico de todo conocimiento. De
aquí que, sin una duda radical, ningún verdadero filosofar. Pero lo decisivo es cómo y dónde se
conquista a través de la duda misma el terreno de la certeza.
Y tercero. Entregado al conocimiento de los objetos del mundo, practicando la duda como la vía
de la certeza, vivo entre y para las cosas, sin pensar en mí, en mis fines, mi dicha, mi salvación.
Más bien estoy olvidado de mí y satisfecho de alcanzar semejantes conocimientos.
La cosa su vuelve otra cuando me doy cuenta de mí mismo en mi situación.
El estoico Epicteto decía: "El origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e
impotencia." ¿Cómo salir de la impotencia? La respuesta de Epicuro decía: considerando todo

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lo que no está en mi poder como indiferente para mí en su necesidad, y, por el contrario, poniendo
en claro y en libertad por medio del pensamiento lo que reside en mí, a saber, la forma y el
contenido de mis representaciones.
Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siempre en situaciones. Las situaciones
cambian, las ocasiones se suceden. Si éstas no se aprovechan, no vuelven más. Puedo trabajar
por hacer que cambie la situación. Pero hay situaciones por su esencia permanentes, aun cuando
se altere su apariencia momentánea y se cubra de un velo su poder sobrecogedor: no puedo
menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al destino, me hundo inevitablemente
en la culpa. Estas situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos situaciones
límites. Quiere decirse que son situaciones de las que no podemos salir y que no podemos
alterar. La conciencia de estas situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen,
más profundo aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante ellas cerrando
los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que morir, olvidamos nuestro
ser culpable y nuestro estar entregados al destino. Entonces sólo tenemos que habérnoslas con
las situaciones concretas, que manejamos a nuestro gusto y a las que reaccionamos actuando
según planes en el mundo, impulsados por nuestros intereses vitales. A las situaciones límites
reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya, cuando nos damos cuenta realmente de ellas, con
la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser nosotros mismos en una transformación
de la conciencia de nuestro ser.
Pongámonos en claro nuestra humana situación de otro modo, como la desconfianza que merece
todo ser mundanal. Nuestra ingenuidad toma el mundo por el ser pura y simplemente. Mientras
somos felices, estamos jubilosos de nuestra fuerza, tenemos una confianza irreflexiva, no
sabemos de otras cosas que las de nuestra inmediata circunstancia. En el dolor, en la flaqueza,
en la impotencia nos desesperamos. Y una vez que hemos salido del trance y seguimos viviendo,
nos dejamos deslizar de nuevo, olvidados de nosotros mismos, por la pendiente de la vida feliz.
Pero el hombre se vuelve prudente con semejantes experiencias. Las amenazas le empujan a
asegurarse. La dominación de la naturaleza y la sociedad humana deben garantizar la existencia.
El hombre se apodera de la naturaleza para ponerla a su servicio, la ciencia y la técnica se
encargan de hacerla digna de confianza.
Con todo, en plena dominación de la naturaleza subsiste lo incalculable y con ello la perpetua
amenaza, y a la postre el fracaso en conjunto: no hay manera de acabar con el peso y la fatiga
del trabajo, la vejez, la enfermedad y la muerte. Cuanto hay digno de confianza en la naturaleza
dominada se limita a ser una parcela dentro del marco del todo indigno de ella.
Y el hombre se congrega en sociedad para poner límites y al cabo eliminar la lucha sin fin de
todos contra todos; en la ayuda mutua quiere lograr la seguridad.
Pero también aquí subsiste el límite. Sólo allí donde los Estados se hallarán en situación de que
cada ciudadano fuese para el otro tal como lo requiere la solidaridad absoluta, sólo allí podrían
estar seguras en conjunto la justicia y la libertad. Pues sólo entonces si se le hace injusticia a

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alguien se oponen los demás como un solo hombre. Mas nunca ha sido así. Siempre es un
círculo limitado de hombres, o bien son sólo individuos sueltos, los que se asisten realmente
unos a otros en los casos más extremados, incluso en medio de la impotencia. No hay Estado,
ni iglesia, ni sociedad que proteja absolutamente. Semejante protección fue la bella ilusión de
tiempos tranquilos en los que permanecía velado el límite.
Pero en contra de esta total desconfianza que merece el mundo habla este otro hecho. En el
mundo hay lo digno de fe, lo que despierta la confianza, hay el fondo en que todo se apoya: el
hogar y la patria, los padres y los antepasados, los hermanos y los amigos, la esposa. Hay el
fondo histórico de la tradición en la lengua materna, en la fe, en la obra de los pensadores, de
los poetas y artistas.
Pero ni siquiera toda esta tradición da un albergue seguro, ni siquiera ella da una confianza
absoluta, pues tal como se adelanta hacia nosotros es toda ella obra humana; en ninguna parte
del mundo está Dios. La tradición sigue siendo siempre, además, cuestionable. En todo momento
tiene el hombre que descubrir, mirándose a sí mismo o sacándolo de su propio fondo, lo que es
para él certeza, ser, confianza. Pero esa desconfianza que despierta todo ser mundanal es como
un índice levantado. Un índice que prohíbe hallar satisfacción en el mundo, un índice que señala
a algo distinto del mundo.
Las situaciones límites —la muerte, el destino, la culpa y la desconfianza que despierta el
mundo— me enseñan lo que es fracasar. ¿Qué haré en vista de este fracaso absoluto, a la visión
del cual no puedo sustraerme cuando me represento las cosas honradamente?
No nos basta el consejo del estoico, el retraerse al fondo de la propia libertad en la independencia
del pensamiento. El estoico erraba al no ver con bastante radicalidad la impotencia del hombre.
Desconoció la dependencia incluso del pensar, que en sí es vacío, está reducido a lo que se le
da, y la posibilidad de la locura. El estoico nos deja sin consuelo en la mera independencia del
pensamiento, porque a éste le falta todo contenido propio. Nos deja sin esperanzas, porque falla
todo intento de superación espontánea e íntima, toda satisfacción lograda mediante una entrega
amorosa y la esperanzada expectativa de lo posible.
Pero lo que quiere el estoico es auténtica filosofía. El origen de ésta que hay en las situaciones
límites da el impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al
ser.
Es decisiva para el hombre la forma en que experimenta el fracaso: el permanecerle oculto,
dominándole al cabo sólo fácticamente, o bien el poder verlo sin velos y tenerlo presente como
límite constante de la propia existencia, o bien el echar mano a soluciones y una tranquilidad
ilusoria, o bien el aceptarlo honradamente en silencio ante lo indescifrable. La forma en que
experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre.
En las situaciones límites, o bien hace su aparición la nada, o bien se hace sensible lo que
realmente existe a pesar y por encima de todo evanescente ser mundanal. Hasta la

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desesperación se convierte por obra de su efectividad, de su ser posible en el mundo, en índice
que señala, más allá de éste.
Dicho de otra manera: el hombre busca la salvación. Ésta se la brindan las grandes religiones
universales de la salvación. La nota distintiva de éstas es el dar una garantía objetiva de la verdad
y realidad de la salvación. El camino de ella conduce al acto de la conversión del individuo. Esto
no puede darlo la filosofía. Y, sin embargo, es todo filosofar un superar el mundo, algo análogo
a la salvación.
Resumamos. El origen del filosofar reside en la admiración, en la duda, en la conciencia de estar
perdido. En todo caso comienza el filosofar con una conmoción total del hombre y siempre trata
de salir del estado de turbación hacia una meta.
Platón y Aristóteles partieron de la admiración en busca de la esencia del ser.
Descartes buscaba en medio de la serie sin fin de lo incierto la certeza imperiosa.
Los estoicos buscaban en medio de los dolores de la existencia la paz del alma.
Cada uno de estos estados de turbación tiene su verdad, vestida históricamente en cada caso
de las respectivas ideas y lenguaje. Apropiándonos históricamente éstos, avanzamos a través
de ellos hasta los orígenes, aún presentes en nosotros.
El afán es de un suelo seguro, de la profundidad del ser, de eternizarse.
Pero quizá no es ninguno de estos orígenes el más original o el incondicional para nosotros. La
patencia del ser para la admiración nos hace retener el aliento, pero nos tienta a sustraernos a
los hombres y a caer presos de los hechizos de una pura metafísica. La certeza imperiosa tiene
sus únicos dominios allí donde nos orientamos en el mundo por el saber científico. La
imperturbabilidad del alma en el estoicismo sólo tiene valor para nosotros como actitud transitoria
en el aprieto, como actitud salvadora ante la inminencia de la caída completa, pero en sí misma
carece de contenido y de aliento.
Estos tres influyentes motivos —la admiración y el conocimiento, la duda y la certeza, el sentirse
perdido y el encontrarse a sí mismo— no agotan lo que nos mueve a filosofar en la actualidad.
En estos tiempos, que representan el corte más radical de la historia, tiempos de una disolución
inaudita y de posibilidades sólo oscuramente atisbadas, son sin duda válidos, pero no suficientes,
los tres motivos expuestos hasta aquí. Estos motivos resultan subordinados a una condición, la
de la comunicación entre los hombres.
En la historia ha habido hasta hoy una natural vinculación de hombre a hombre en comunidades
dignas de confianza, en instituciones y en un espíritu general. Hasta el solitario tenía, por decirlo
así, un sostén en su soledad. La disolución actual es sensible sobre todo en el hecho de que los
hombres cada vez se comprenden menos, se encuentran y se alejan corriendo unos de otros,
mutuamente indiferentes, en el hecho de que ya no hay lealtad ni comunidad que sea
incuestionable y digna de confianza.
En la actualidad se torna resueltamente decisiva una situación general que de hecho había
existido siempre. Yo puedo hacerme uno con el prójimo en la verdad y no lo puedo; mi fe, justo

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cuando estoy seguro de mí, choca con otras fes; en algún punto límite sólo parece quedar la
lucha sin esperanza por la unidad, una lucha sin más salida que la sumisión o la aniquilación; la
flaqueza y la falta de energía hace a los faltos de fe o bien adherirse ciegamente o bien obstinarse
tercamente. Nada de todo esto es accesorio ni inesencial.
Todo ello podría pasar si hubiese para mí en el aislamiento una verdad con la que tener bastante.
Ese dolor de la falta de comunicación y esa satisfacción peculiar de la comunicación auténtica
no nos afectarían filosóficamente como lo hacen, si yo estuviera seguro de mí mismo en la
absoluta soledad de la verdad. Pero yo sólo existo en compañía del prójimo; solo, no soy nada.
Una comunicación que no se limite a ser de intelecto a intelecto, de espíritu a espíritu, sino que
llegue a ser de existencia a existencia, tiene sólo por un simple medio todas las cosas y valores
impersonales. Justificaciones y ataques son entonces medios, no para lograr poder, sino para
acercarse. La lucha es una lucha amorosa en la que cada cual entrega al otro todas las armas.
La certeza de ser propiamente sólo se da en esa comunicación en que la libertad está con la
libertad en franco enfrentamiento en plena solidaridad, todo trato con el prójimo es sólo
preliminar, pero en el momento decisivo se exige mutuamente todo, se hacen preguntas
radicales. Únicamente en la comunicación se realiza cualquier otra verdad; sólo en ella soy yo
mismo, no limitándome a vivir, sino llenando de plenitud la vida. Dios sólo se manifiesta
indirectamente y nunca independientemente del amor de hombre a hombre; la certeza imperiosa
es particular y relativa, está subordinada al todo; el estoicismo se convierte en una actitud vacía
y pétrea.
La fundamental actitud filosófica cuya expresión intelectual he expuesto a ustedes tiene su raíz
en el estado de turbación producido por la ausencia de la comunicación, en el afán de una
comunicación auténtica y en la posibilidad de una lucha amorosa que vincule en sus
profundidades yo con yo.
Y este filosofar tiene al par sus raíces en aquellos tres estados de turbación filosóficos que
pueden someterse todos a la condición de lo que signifiquen, sea como auxiliares o sea como
enemigos, para la comunicación de hombre a hombre.
El origen de la filosofía está, pues, realmente en la admiración, en la duda, en la experiencia de
las situaciones límites, pero, en último término y encerrando en sí todo esto, en la voluntad de la
comunicación propiamente tal. Así se muestra desde un principio ya en el hecho de que toda
filosofía impulsa a la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, en el hecho de que su esencia
es la coparticipación misma y ésta es indisoluble del ser verdad.
Únicamente en la comunicación se alcanza el fin de la filosofía, en el que está fundado en último
término el señuelo de todos los fines: el interiorizarse del ser, la claridad del amor, la plenitud del
reposo.

Texto 3: Historia de la Filosofía – Julián Marias


I N T R O D U C C I Ó N FILOSOFÍA.

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Por filosofía se han entendido principalmente dos cosas: una ciencia y un modo de vida. La
palabra filósofo ha envuelto en sí las dos significaciones distintas del hombre que posee un cierto
saber y del hombre que vive y se comporta de un modo peculiar. Filosofía como ciencia y filosofía
como modo de vida, son dos maneras de entenderla que han alternado y a veces hasta
convivido. Ya desde los comienzos, en la filosofía griega, se ha hablado siempre de una cierta
vida teórica, y al mismo tiempo todo ha sido un saber, una especulación. Es menester
comprender la filosofía de modo que en la idea que de ella tengamos quepan, a la vez, las dos
cosas. Ambas son, en definitiva, verdaderas, puesto que han constituido la realidad filosófica
misma. Y solo podrá encontrarse la plenitud de su sentido y la razón de esa dualidad en la visión
total de esa realidad filosófica; es decir, en la historia de la filosofía.
Hay una indudable implicación entre los dos modos de entender la filosofía. El problema de su
articulación es, en buena parte, el problema filosófico mismo. Pero podemos comprender que
ambas dimensiones son inseparables, y de hecho nunca se han dado totalmente desligadas. La
filosofía es un modo de vida, un modo esencial que, justamente, consiste en vivir en una cierta
ciencia y, por tanto, la postula y exige. Es, por tanto, una ciencia la que determina el sentido de
la vida filosófica. Ahora bien: ¿qué tipo de ciencia? ¿Cuál es la índole del saber filosófico? Las
ciencias particulares —la matemática, la física, la historia— nos proporcionan una certidumbre
respecto a algunas cosas; una certidumbre parcial, que no excluye la duda fuera de sus propios
objetos; y, por otra parte, las diversas certezas de esos saberes particulares entran en colisión y
reclaman una instancia superior que decida entre ellas. El hombre necesita, para saber en rigor
a qué atenerse, una certeza radical y uníversal, desde la cual pueda vivir y ordenar en una
perspectiva jerárquica las otras certidumbres parciales.
La religión, el arte y la filosofía dan al hombre una convicción total acerca del sentido de la
realidad entera; pero no sin esenciales diferencias. La religión es una certeza recibida por el
hombre, dada por Dios gratuitamente: revelada; el hombre no alcanza por sí mismo esa
certidumbre, no la conquista ni es obra suya, sino al contrario. El arte significa también una cierta
convicción en que el hombre se encuentra y desde la cual interpreta la totalidad de su vida; pero
esta creencia, de origen ciertamente humano, no se justifica a sí misma, no puede dar razón de
sí; no tiene evidencia propia, y es, en suma, irresponsable. La filosofía, por el contrario, es una
certidumbre radical universal que además es autónoma; es decir, la filosofía se justifica a sí
misma, muestra y prueba constantemente su verdad; se nutre exclusivamente de evidencia; el
filósofo está siempre renovando las razones de su certeza (Ortega).
LA IDEA DE LA FILOSOFÍA. Conviene parar la atención un momento en algunos puntos
culminantes de la historia, para ver cómo se han articulado las interpretaciones de la filosofía
como un saber y como una forma de vida. En Aristóteles, la filosofía es una ciencia rigurosa, la
sabiduría o saber por excelencia: las ciencias de las cosas en cuanto son. Y, sin embargo, al
hablar de los modos de vida pone entre ellos, como forma ejemplar, una vida teorética que es
justamente la vida del filósofo. Después de Aristóteles, en las escuelas estoicas, epicúreas, etc.,

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que llenan Grecia desde la muerte de Alejandro, y luego todo el Imperio romano, la filosofía se
vacía de contenido científico y se va convirtiendo cada vez más en un modo de vida, el del sabio
sereno e imperturbable, que es el ideal humano de la época.
Dentro ya del cristianismo, para San Agustín se trata de la contraposición, aún más honda, entre
una vita theoretica y una vita beata. Y unos siglos más tarde, Santo Tomás se moverá entre una
scientia theologica y una scientia philosophica; la dualidad ha pasado de la esfera de la vida
misma a la de los diversos modos de ciencia.
En Descartes, al comenzar la época moderna, no se trata ya de una ciencia, o por lo menos
simplemente de ella; si acaso, de una ciencia para la vida. Se trata de vivir, de vivir de cierto
modo, sabiendo lo que se hace y, sobre todo, lo que se debe hacer. Así aparece la filosofía como
un modo de vida que postula una ciencia. Pero al mismo tiempo se acumulan sobre esta ciencia
las máximas exigencias de rigor intelectual y de certeza absoluta.
No termina aquí la historia. En el momento de madurez de la Europa moderna, Kant nos hablará,
en su Lógica y al final de la Crítica de la razón pura, de un concepto escolar y un concepto
mundano de la filosofía. La filosofía, según su concepto escolar, es un sistema de todos los
conocimientos filosóficos. Pero en su sentido mundano, que es el más profundo y radical, la
filosofía es la ciencia de la relación de todo conocimiento con los fines esenciales de la razón
humana. El filósofo no es ya un artífice de la razón, sino el legislador de la razón humana; y en
este sentido —dice Kant— es muy orgulloso llamarse filósofo. El fin último es el destino moral;
el concepto de persona moral es, por tanto, la culminación de la metafísica kantiana. La filosofía
en sentido mundano —un modo de vida esencial del hombre— es la que da sentido a la filosofía
como ciencia.
Por último, en nuestro tiempo, mientras Husserl insiste una vez más en presentar la filosofía
como ciencia estricta y rigurosa, y Dilthey la vincula esencialmente a la vida humana y a la
historia, la idea de la razón vital (Ortega) replantea de un modo radical el núcleo mismo de la
cuestión, estableciendo una relación intrínseca y necesaria entre el saber racional y la vida
misma.
ORIGEN DE LA FILOSOFÍA. ¿Por qué el hombre se pone a filosofar? Contadas veces se ha
planteado esta cuestión de un modo suficiente. Aristóteles la ha tocado de tal manera que ha
influido decisivamente en todo el proceso ulterior de la filosofía. El comienzo de su Metafísica es
una respuesta a esa pregunta: Todos los hombres tienden por naturaleza a saber. La razón del
deseo de conocer del hombre es, para Aristóteles, nada menos que su naturaleza. Y la
naturaleza es la sustancia de una cosa, aquello en que realmente consiste; por tanto, el hombre
aparece definido por el saber; es su esencia misma quien mueve al hombre a conocer. Y aquí
volvemos a encontrar una más clara implicación entre saber y vida, cuyo sentido se irá haciendo
más diáfano y transparente a lo largo de este libro. Pero Aristóteles dice algo más. Un poco más
adelante escribe: Por el asombro comenzaron los hombres, ahora y en un principio, a filosofar,
asombrándose primero de las cosas extrañas que tenían más a mano, y luego, al avanzar así

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poco a poco, haciéndose cuestión de las cosas más graves tales como los movimientos de la
Luna, del Sol y de los astros y la generación del todo. Tenemos, pues, como raíz más concreta
del filosofar una actitud humana que es el asombro.
El hombre se extraña de las cosas cercanas, y luego de la totalidad de cuanto hay. En lugar de
moverse entre las cosas, usar de ellas, gozarlas o temerlas, se pone fuera, extrañado de ellas,
y se pregunta con asombro por esas cosas próximas y de todos los días, que ahora, por primera
vez, aparecen frente a él, por tanto, solas, aisladas en sí mismas por la pregunta: «¿Qué es
esto?» En este momento comienza la filosofía. Es una actitud humana completamente nueva,
que se ha llamado teorética por oposición a la actitud mítica (Zubiri). El nuevo método humano
surge en Grecia un día, por primera vez en la historia, y desde entonces hay algo más
radicalmente nuevo en el mundo, que hace posible la filosofía. Para el hombre mítico las cosas
son poderes propicios o dañinos, con los que vive y a los que utiliza o rehuye. Es la actitud
anterior a Grecia y la que siguen compartiendo los pueblos en donde no penetra el genial
hallazgo helénico. La conciencia teorética, en cambio, ve cosas en lo que antes eran poderes.
Es el gran descubrimiento de las cosas, tan profundo que hoy nos cuesta trabajo ver que
efectivamente es un descubrimiento, pensar que pudiera ser de otro modo. Para ello tenemos
que echar mano de modos que guardan solo una remota analogía con la actitud mítica, pero que
difieren de la nuestra europea: por ejemplo, la conciencia infantil, la actitud del niño, que se
encuentra en un mundo lleno de poderes o personajes benignos u hostiles, pero no de cosas en
sentido riguroso. En la actitud teorética, el hombre, en lugar de estar entre las cosas, está frente
a ellas, extrañado de ellas, y entonces las cosas adquieren una significación por sí solas, que
antes no tenían. Aparecen como algo que existe por sí, aparte del hombre, y que tiene una
consistencia determinadas unas propiedades, algo suyo y que les es propio. Surgen entonces
las cosas como realidades que son, que tienen un contenido peculiar. Y únicamente en este
sentido se puede hablar de verdad o falsedad. El hombre mítico se mueve fuera de este ámbito.
Solo como algo que es pueden ser las cosas verdaderas o falsas. La forma más antigua de este
despertar a las cosas en su verdad es el asombro. Y por esto es la raíz de la filosofía.
LA FILOSOFÍA Y su HISTORIA. La relación de la filosofía con su historia no coincide con la de
la ciencia, por ejemplo, con la suya. En este último caso son dos cosas distintas: la ciencia, por
una parte; y por otra, lo que fue la ciencia, es decir, su historia. Son independientes, y la ciencia
puede conocerse, cultivarse y existir aparte de la historia de lo que ha sido. La ciencia se
construye partiendo de un objeto y del saber que en un momento se posee acerca de él. En la
filosofía, el problema es ella mismas; además, este problema se plantea en cada caso según la
situación histórica y personal en que se encuentra el filósofo, y esta situación está, a su vez,
determinada en buena medida por la tradición filosófica en que se halla colocado: todo el pasado
filosófico va ya incluido en cada acción de filosofar; en tercer lugar, el filósofo tiene que hacerse
cuestión de la totalidad del problema filosófico, y por tanto de la filosofía misma, desde su raíz

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originaria: no puede partir de un estado existente de hecho y aceptarlo, sino que tiene que
empezar desde el principio y, a la vez, desde la situación histórica en que se encuentra.
Es decir, la filosofía tiene que plantearse y realizarse íntegramente en cada filósofo, pero no de
cualquier modo, sino en cada uno de un modo insustituible: como le viene impuesto por toda la
filosofía anterior. Por tanto, en todo filosofar va inserta la historia entera de la filosofía, y sin esta
ni es inteligible ni, sobre todo, podría existir. Y, a la vez, la filosofía no tiene más realidad que la
que alcanza históricamente en cada filósofo. Hay, pues, una inseparable conexión entre filosofía
e historia de la filosofía. La filosofía es histórica, y su historia le pertenece esencialmente. Y por
otra parte, la historia de la filosofía no es una mera información erudita acerca de las opiniones
de los filósofos, sino que es la exposición verdadera del contenido real de la filosofía. Es, pues,
con todo rigor, filosofía. La filosofía no se agota en ninguno de sus sistemas, sino que consiste
en la historia efectiva de todos ellos. Y, a su vez, ninguno puede existir solo, sino que necesita y
envuelve todos los anteriores; y todavía más: cada sistema alcanza sólo la plenitud de su
realidad, de su verdad, fuera de sí mismo, en los que habrán de sucederle. Todo filosofar arranca
de la totalidad del pasado y se proyecta hacia el futuro, poniendo en marcha la historia de la
filosofía. Esto es, dicho en pocas palabras, lo que se quiere decir cuando se afirma que la filosofía
es histórica.
VERDAD E HISTORIA. Pero esto no significa que no interese la verdad de la filosofía, que se
considere a esta simplemente como un fenómeno histórico al que sea indiferente ser verdadero
o falso. Todo sistema filosófico tiene pretensión de verdad; por otra parte, es evidente el
antagonismo entre ellos, que están muy lejos de la coincidencia; pero ese antagonismo no quiere
decir, ni mucho menos, incompatibilidad total. Ningún sistema puede pretender una validez
absoluta y exclusiva, porque ninguno agota la realidad; en la medida en que cada uno de ellos
se afirma como único, es falso. Cada sistema filosófico aprehende una porción de la realidad,
justamente la que es accesible desde el punto de vista o perspectiva; y la verdad de un sistema
no implica la falsedad de los demás, sino en los puntos en que formalmente se contradigan; y la
contradicción solo surge cuando el filósofo afirma más de lo que realmente ve; es decir, las
visiones son todas verdaderas —se entiende, parcialmente verdaderas— y en principio no se
excluyen. Pero, además, el punto de vista de cada filósofo está condicionado por su situación
histórica, y por eso cada sistema, si ha de ser fiel a su perspectiva, tiene que incluir todos los
anteriores como ingredientes de su propia situación; por esto, las diversas filosofías verdaderas
no son intercambiables, sino que se encuentran determinadas rigurosamente por su inserción en
la historia humana.

Texto 4 - Platón: Platón. El Banquete. Selecciones: El Discurso de Sócrates (199c - 212b)


Platón. La República. Según la versión de J.M. Pabón y M. Fernández Galiano, Instituto de
Estudios Políticos, Madrid, 1981 (3ª edición)

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Platón: El Banquete
Presentación
Amor y filosofía son conceptos que están íntimamente ligados desde la génesis misma de sus
nombres. De tal manera que los términos amante y filósofo se entrelazan en una iluminadora
sinonimia. Decimos iluminadora porque partiendo de cualquiera de ellos, no sólo
comprenderemos su particular significado, sino que nos lleva, sin esfuerzo alguno, hacia la
intelección del otro. Que el amar y el filosofar sean una y la misma acción es claro ya para el
mundo la Grecia clásica. Pero no así para nosotros que hemos heredado la mutilación que ha
sufrido el concepto de amor quizá en algún momento del medioevo. Doble importancia adquiere
entonces dedicarnos a repensar esta noble amalgama desde uno de los textos más bellos y
sugerentes de occidente. Nos referimos a "El Banquete" de Platón, un clásico de la antigua
Grecia que nos plantea con infinita profundidad la estructura y la finalidad del pensamiento
humano. Esta nueva forma de reflexión, que arranca del mito, allá por el siglo VII antes de la era
cristiana y se cristaliza en lo que es hoy, o debería ser, el modo del pensar del hombre occidental.
Sabemos que Platón (filósofo griego que vivió entre el año 429 y 347 antes de Cristo) escribió
numerosos "diálogos", donde, la mayoría de las veces, relata la vida y las enseñanzas de su
Maestro Sócrates. La obra que acá nos ocupa: El Banquete o Symposyum (literalmente: con
bebida) tiene por tema el Amor. En efecto, varios comensales se reúnen en la casa de Agatón,
que acaba de triunfar en un encuentro de poetas trágicos, a cenar y beber. Luego de la
sugerencia que da uno de los invitados, se aprestan a pronunciar discursos sobre Eros, especie
de semidiós que en la mitología griega representa al Amor. Así se suceden las distintas
declamaciones que cada uno de los participantes de este banquete van pronunciando desde su
particular visión. Un lugar central del Diálogo es ocupado por el discurso de Sócrates. Pero no
es él -que nada sabe de las cosas del amor- sino una mujer de la región de Matinea llamada
Diotima, a quien Sócrates proclama como "su maestra en las cosas del amor", la que nos
conduce a través de los misterios de Eros. Dos son las finalidades del argumento expuesto por
Diotima: decirnos, en primer lugar, cual es la "naturaleza del Amor" y en una segunda fase
mostrarnos en que acción podemos alcanzar las finalidades del Amor. En otras palabras: la
"utilidad del Amor". Pero el argumento no se resume a estos dos tópicos; de entre sus líneas
podemos extraer al menos una primaria comprensión del pensamiento filosófico, adelantémoslo:
el filosofo en cuanto ama, busca aquello que no posee a través de la acción constante en vistas
del Bien que lo acercará lenta e infinitamente a los más amable: la Verdad.
Para este estudio hemos preparado un texto comparativo con las que, a nuestro juicio, son las
dos mejores traducciones al español de este texto, nos referimos por un lado a la edición de la
Editorial Gredos Biblioteca Clásicos, Vol. III, Madrid, España 1992. Y a la edición de editorial
Labor S. A. Barcelona, España 1975. Algunas notas e indicaciones lingüísticas señalas en
paréntesis cuadrado son de nuestra autoría.

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El Banquete. Selecciones: El Discurso de Sócrates (199c - 212b)
-¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy a estarlo -dijo Sócrates-, no sólo yo, sino cualquier otro, que
tenga la intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado? Bien
es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de las
palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al oírlas? Reflexionando yo,
efectivamente, que por mi parte no iba a ser capaz de decir algo ni siquiera aproximado a la
belleza de estas palabras, casi me hecho a correr y me escapo por vergüenza, si hubiera tenido
a donde ir. Su discurso, ciertamente, me recordaba a Gorgias, de modo que he experimentado
exactamente lo que cuenta Homero: temí que Agatón, al término de su discurso, lanzara contra
el mío la cabeza de Gorgias, terrible orador, y me convirtiera en piedra por la imposibilidad de
hablar. Y entonces precisamente comprendí que había hecho el ridículo cuando me comprometí
con ustedes a hacer, llegado mi turno, un encomio a Eros en su compañía y afirmé que era un
experto en las cosas del amor, sin saber de hecho nada del asunto, o sea, cómo se debe hacer
un encomio cualquiera. Llevado por mi ingenuidad, creía, en efecto, que se debía decir la verdad
sobre cada aspecto del objeto encomiado y que esto debía constituir la base, pero que luego
deberíamos seleccionar de estos mismos aspectos las cosas más hermosas y presentarlas de
la manera más atractiva posible. Ciertamente me hacía grandes ilusiones de que iba a hablar
bien, como si supiera la verdad de cómo hacer cualquier elogio. Pero, según parece, no era éste
el método correcto de elogiar cualquier cosa, sino que, más bien, consiste en atribuir al objeto
elogiado el mayor número posible de cualidades y las más bellas, sean o no así realmente; y si
eran falsas, no importaba nada. Pues lo que antes se nos propuso fue, al parecer, que cada uno
de nosotros diera la impresión de hacer un encomio a Eros, no que éste fuera realmente
encomiado. Por esto, precisamente, supongo, remueven todo tipo de palabras y se las atribuyen
a Eros y afirman que es de tal naturaleza y causante de tantos bienes, para que parezca el más
hermoso y el mejor posible, evidentemente ante los que no le conocen, no, por supuesto, ante
los instruidos, con lo que el elogio resulta hermoso y solemne. Pero yo no conocía en verdad
este modo de hacer un elogio y sin conocerlo les prometí hacerlo también yo cuando llegara mi
turno. La lengua lo prometió, pero no el corazón. ¡Que se vaya, pues, a paseo el encomio! Yo ya
no voy a hacer un encomio de esta manera, pues no podría. Pero, con todo, estoy dispuesto, si
quieren, a decir la verdad a mi manera, sin competir con los discursos de ustedes, para no
exponerme a ser objeto de risa. Mira, pues, Fedro, si hay necesidad todavía de un discurso de
esta clase y quieren oír expresamente la verdad sobre Eros, pero con las palabras y giros que
se me puedan ocurrir sobre la marcha.
Entonces, Fedro y los demás le exhortaron a hablar como él mismo pensaba que debía
expresarse.
- Pues bien, Fedro -dijo Sócrates-, déjame preguntar todavía a Agatón unas cuantas cosas, para
que, una vez que haya obtenido su conformidad en algunos puntos, pueda ya hablar.
-Bien, te dejo -respondió Fedro-. Pregunta, pues.

17
***
[199c Inicio del Discurso de Sócrates]
Después de esto, comenzó Sócrates más o menos así:
- En verdad, querido Agatón, me pareció que has introducido bien tu discurso cuando decías que
había que exponer primero cuál era la naturaleza de Eros [el Amor]mismo y luego sus obras.
Este principio me gusta mucho. Ea, pues, ya que a propósito de Eros me explicaste, por lo demás,
espléndida y formidablemente, cómo era, dime también lo siguiente: ¿es acaso Eros de tal
naturaleza que debe ser amor de algo o de nada? Y no pregunto si es amor de una madre o de
un padre -pues sería ridícula la pregunta de si Eros es amor de madre o de padre-, sino como si
acerca de la palabra misma "padre" preguntara: ¿es el padre de alguien o no? Sin duda me
dirías, si quisieras respóndeme correctamente, que el padre es padre de un hijo o de una hija.
¿O no?
- Claro que sí -dijo Agatón.
- ¿Y no ocurre lo mismo con la palabra "madre"?
También en esto estuvo de acuerdo.
- Pues bien -dijo Sócrates- respóndeme todavía un poco más, para que entiendas mejor lo que
quiero. Si te preguntara: ¿ y qué ?, ¿un hermano, en tanto que hermano, es hermano de alguien
o no?
Agatón respondió que lo era.
¿Y no lo es de un hermano o de una hermana?
Agatón asintió.
- Intenta, entonces -prosiguió Sócrates-, decir lo mismo acerca del amor. ¿Es Eros amor de algo
o de nada?
Por supuesto que lo es de algo.
- Pues bien -dijo Sócrates-, guárdate esto en tu mente y acuérdate de que cosa es el amor. Pero
ahora respóndeme sólo a esto: ¿desea Eros aquello de lo que es amor o no?
- Naturalmente -dijo.
¿Y desea y ama lo que desea y ama cuando lo posee, o cuando no lo posee?
- Probablemente -dijo Agatón- cuando no lo posee.
- Considera, pues -continuó Sócrates-, si en lugar de probablemente no es necesario que sea
así, esto es, lo que desea aquello de lo que está falto y no lo desea si no está falto de ello. A mí,
en efecto, me parece extraordinario, Agatón, que necesariamente sea así. ¿Y a tí cómo te
parece?
- También a mí me lo parece -dijo Agatón.
- Dices bien. Pues, ¿desearía alguien ser alto, si es alto, o fuerte, si es fuerte?
- Imposible, según lo que hemos acordado.
- Porque, naturalmente, el que ya lo es no podría estar falto de estas cualidades.
- Tienes razón.

18
- Pues si -continuó Sócrates-, el que es fuerte, quisiera ser fuerte, el que es rápido, ser rápido, el
que está sano, ser sano... -tal vez, en efecto, alguno podría pensar, a propósito de estas
cualidades y de todas las similares a éstas, que quienes son así y las poseen desean también
aquello que poseen; y lo digo precisamente para que no nos engañemos. -Estas personas,
Agatón, si te fijas bien, necesariamente poseen en el momento actual cada una de las cualidades
que poseen, quieran o no. ¿Y quién desearía precisamente tener lo que ya tiene? Mas cuando
alguien nos diga: Yo, que estoy sano, quisiera también estar sano, y siendo rico quiero también
ser rico, y deseo lo mismo que poseo, le diríamos: Tú, hombre, que ya tienes riqueza, salud y
fuerza, lo que quieres realmente es tener eso también en el futuro, pues en el momento actual,
al menos, quieras o no, ya lo posees. Examina, pues, si cuando dices 'deseo lo que tengo' no
quieres decir en realidad otra cosa que 'quiero tener también en el futuro lo que en la actualidad
tengo' ¿Acaso no estaría de acuerdo?
Agatón afirmó que lo estaría. Entonces Sócrates dijo:
¿Y amar aquello que aún no está a disposición de uno ni se posee no es precisamente esto, es
decir, que uno tenga también en el futuro la conservación y mantenimiento de estas cualidades?
- Sin duda -dijo Agatón.
- Por tanto, también éste y cualquier otro que sienta deseo, desea lo que no tiene a su disposición
y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y de lo que está falto. ¿No son éstas, más o
menos, las cosas de las que hay deseo y amor?
- Por supuesto -dijo Agatón.
- Ea, pues, recapitulemos los puntos en los que hemos llegado a un acuerdo. ¿No es verdad que
Eros es, en primer lugar, amor de algo y, luego, amor de lo que tiene realmente necesidad?
- Sí -dijo.
- Siendo esto así, acuérdate ahora de qué cosas dijiste en tu discurso que era objeto Eros. O, si
quieres, yo mismo te las recordaré. Creo, en efecto, que dijiste más o menos así, que entre los
Dioses se organizaron las actividades por amor de lo bello, pues de lo feo no había amor. ¿No
lo dijiste más o menos así?
- Así lo dije, en efecto.
- Y lo dices con toda razón, compañero. -dijo Sócrates-. Y si esto es así, ¿no es verdad que Eros
sería amor de la belleza y no de la fealdad?
Agatón estuvo de acuerdo en esto.
¿Pero no se ha acordado que ama aquello de lo que está falto y no posee?
- Sí -dijo.
- Luego Eros no posee belleza y está falto de ella.
- Necesariamente -afirmó.
- ¿Y qué? Lo que está falto de belleza y no la posee en absoluto, ¿dices tú que es bello?
- No, por supuesto.
- ¿Reconoces entonces todavía que Eros es bello, si esto es así?

19
- Me parece, Sócrates -dijo Agatón-, que no sabía nada de lo que antes dije.
- Y, sin embargo -continuó Sócrates-, hablaste bien, Agatón. Pero respóndeme todavía un poco
más. ¿Las cosas buenas no te parece que son también bellas?
- A mí, al menos, me lo parece.
- entonces, si Eros está falto de cosas bellas y si las cosas buenas son bellas, estará falto también
de cosas buenas.
- Yo, Sócrates -dijo Agatón-, no podría contradecirte. Por consiguiente, que sea como dices.
En absoluto -replicó Sócrates-; es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir,
ya que a Sócrates no es nada difícil.
***
Pero voy a dejarte por ahora y les contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de una
mujer de Matinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas. Así por ejemplo, en
cierta ocasión consiguió para los atenienses, al haber hecho un sacrificio por la peste, un
aplazamiento de diez años de la epidemia. Ella fue, precisamente, la que me enseñó también las
cosas del amor. Intentaré, pues, exponerles, yo mismo por mi cuenta, en la medida en que pueda
y partiendo de lo acordado entre Agatón y yo, el discurso que pronunció aquella mujer. En
consecuencia, es preciso, Agatón, como tú explicaste, describir primero a Eros mismo, quién es
y cuál es su naturaleza, y exponer después sus obras. Me parece, por consiguiente, que lo más
fácil es hacer la exposición como en aquella ocasión procedió la extranjera cuando iba
interrogándome. Pues poco más o menos también yo le decía lo mismo que Agatón ahora a mí:
que Eros era un gran Dios y que lo era de las cosas bellas. Pero ella me refutaba con los mismos
argumentos que yo a él: que, según mis propias palabras, no era ni bello ni bueno.
- ¿Cómo dices, Diotima? -le dije yo-. ¿Entonces Eros es feo y malo?
- Habla mejor -dijo ella-. ¿Crees que lo que no sea bello necesariamente habrá de ser feo?
Exactamente.
¿Y lo que no sea sabio, ignorante? ¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la
sabiduría y la ignorancia?
- ¿Qué es ello?
- ¿No sabes -dijo- que el opinar rectamente, incluso sin poder dar razón de ello, no es ni saber,
pues una cosa de la que no se puede dar razón no podría ser conocimiento, ni tampoco
ignorancia, pues lo que posee realidad no puede ser ignorancia? la recta opinión es, pues, algo
así como una cosa intermedia entre el conocimiento y la ignorancia.
- Tienes razón.
- No pretendas, por tanto, que lo que no es bello sea necesariamente feo, ni lo que no es bueno,
malo. Y así también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás de acuerdo en que no es ni
bueno ni bello, no creas tampoco que ha de ser feo y malo, sino algo intermedio entre estos dos.
- Sin embargo, se reconoce por todos que es un gran dios.
- ¿Te refieres a todos los que no saben o también a los que saben?

20
- Absolutamente a todos, por supuesto.
Entonces ella, sonriendo, me dijo:
- ¿Y cómo podrían estar de acuerdo, Sócrates, en que es un gran dios aquellos que afirman que
ni siquiera es un dios?
- ¿Quiénes son ésos? -dije.
- Uno eres tú y otra yo.
- ¿Cómo explicas eso? -repliqué.
- Fácilmente. Dime ¿no afirmas que todos los dioses son felices y bellos? ¿O te atreverías a
afirmar que alguno de entre los dioses no es bello y feliz?
- ¡Por Zeus!, yo no.
- ¿Y no llamas felices, precisamente, a los que poseen las cosas buenas y bellas?
- Efectivamente.
- Pero en relación con Eros al menos has reconocido que, por carecer de cosas buenas y bellas,
desea precisamente eso mismo de que está falto.
- Lo he reconocido, en efecto.
- ¿Entonces, cómo podría ser dios el que no participa de lo bello y de lo bueno?
- De ninguna manera, según parece.
- ¿Ves, pues, que tampoco tú consideras dios a Eros?
- ¿Qué puede ser entonces Eros, un mortal?
- En absoluto.
- ¿Pues qué entonces?
- Como en los ejemplos anteriores, algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal.
- ¿Y qué es ello Diotima?
- Un gran "genio", Sócrates. Pues también todo lo que es genio está entre la divinidad y lo mortal.
- ¿Y qué poder tiene?
- Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses,
súplicas y sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al
estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido
consigo mismo como un continuo. A través de él funciona toda la adivinación y el arte de los
sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda clase de mántica y de
magia. La divinidad no tiene contacto con el hombre, sino que es a través de este genio como se
produce todo contacto entre dioses y hombres, tanto como si están despiertos como si están
durmiendo. Y así, el que es sabio en tales materias es un hombre demónico [genial], mientras
que el que lo es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en los trabajos manuales, es un
simple artesano. Estos démones [genios], en efecto, son numerosos y de todas clases, y uno de
ellos es también Eros.
***
- ¿Y quién es su padre y su madre?

21
- Es más largo de contar, pero, con todo, te lo diré Sócrates. Cuando nació Afrodita, los dioses
celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que
terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y
estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar -pues aún no existía el vino-,
entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía,
tramando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su
lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero
de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la Diosa y al ser, a la vez, por
naturaleza un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros
y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre
pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es más bien duro y seco, descalzo
y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas
y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la
naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo a la naturaleza de su padre, está al
acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo
alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, filosofa a lo largo de toda su vida, y es un
charlatán terrible, un embelesador y un sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino
que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere,
pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre
se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el
medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses filosofa
ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio.
Por otro lado, los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal
de la ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado
suficiente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.
- ¿Quiénes son, Diotima, entonces, los que aman la sabiduría, si no son ni los sabios ni los
ignorantes?
- Hasta para un niño es ya evidente que son los que están en medio de estos dos, entre los
cuales estará también Eros. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es
amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría [filósofo], y por
ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la causa de esto
es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre
no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este genio. Pero, en
cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada sorprendente en ello. Tú creíste, según
me parece deducirlo de lo que dices, que Eros era lo amado y no lo que ama [el amante]. Por
esta razón, me imagino, te parecía

22
Eros totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es también lo verdaderamente
bello, delicado, perfecto y digno de ser tenido por dichoso, mientras que lo que ama [el amante]
tiene un carácter diferente, tal como yo lo describí.
***
- Sea así, extranjera, pues hablas bien. Pero siendo Eros de tal naturaleza, ¿qué función [utilidad]
tiene para los hombres?
- Esto, Sócrates, es precisamente lo que voy a intentar enseñarte a continuación. Eros,
efectivamente, es como he dicho y ha nacido así, pero a la vez es amor de las cosas bellas,
como tú afirmas. Más si alguien nos preguntara: ¿En qué sentido, Sócrates y Diotima, es Eros
amor de las cosas bellas? O así, más claramente: el que ama las cosas bellas desea, ¿qué
desea?
- Que lleguen a ser suyas.
- Pero esta respuesta exige aún la siguiente pregunta: ¿qué será de aquel que haga suyas las
cosas bellas?
Entonces le dije que todavía no podía responder de repente a esa pregunta.
- Bien. Imagínate que alguien, haciendo un cambio y empleando la palabra 'bueno' en lugar de
'bello', te preguntara: 'Veamos Sócrates, el que ama las cosas buenas desea, ¿qué desea?'
- Que lleguen a ser suyas.
- ¿Y qué será de aquel que haga suyas las cosas buenas?
- Esto ya puedo contestarlo más fácilmente: que será feliz.
- Por la posesión de las cosas buenas, en efecto, los felices son felices, y ya no hay necesidad
de añadir la pregunta de por qué quiere ser feliz el que quiere serlo, sino que la respuesta parece
que tiene su fin.
- Tienes razón.
- Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los hombres y que todos
quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú?
- Así, que es común a todos.
- ¿Por qué entonces Sócrates, no decimos que todos aman, si realmente todos aman lo mismo
y siempre, sino que decimos que unos aman y otros no?
- También a mí me asombra eso.
- Pues no te asombres, ya que, de hecho, hemos separado una especie particular de amor y,
dándole el nombre del todo, la denominamos amor, mientras que para las otras especies usamos
otros nombres.
- ¿Me podrías poner un ejemplo? -le pregunté.
- Lo siguiente. Tú sabes que la idea de 'creación' es muy amplia, pues en realidad toda causa
que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser es creación, de suerte que también los trabajos
realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de éstas son todos creadores o
"poetas".

23
- Tienes razón.
- Pero también sabes -prosiguió Diotima- que no se llaman poetas, sino que tienen otros nombres
y que del concepto total de creación se ha separado una parte, la concerniente a la música y al
verso, y se la denomina con el nombre del todo. Únicamente a esto se llama, en efecto, 'poesía',
y 'poetas' a los que poseen esta porción de creación.
- Tienes razón.
- Pues bien, así ocurre también con el amor. En general, todo deseo de lo que es bueno y de ser
feliz es amor, "ese amor grandísimo y engañoso para todos". Pero unos se dedican a él de
muchas y diversas maneras, ya sea en los negocios, en la afición a la gimnasia o en el amor a
la sabiduría [filosofía], y no se dice ni que están enamorados ni se les llama amantes, mientras
que los que se dirigen a él y se afanan según una sola especie reciben el nombre del todo, amor,
y de ellos se dice que están enamorados y se les llama amantes.
- Parece que dices la verdad.
- Y se cuenta, ciertamente, una leyenda, según la cual los que busquen la mitad de sí mismos
son los que están enamorados, pero, según mi propia teoría, el amor no lo es ni de una mitad ni
de un todo, a no ser que sea, amigo mío, realmente bueno, ya que los hombres están dispuestos
a amputarse sus propios pies y manos, si les parece que esas partes de sí mismos son malas.
Pues no es, creo yo, a lo suyo propio a lo que cada cual se aferra, excepto si se identifica lo
bueno con lo particular y propio de uno mismo y lo malo, en cambio, con lo ajeno. Así que, en
verdad, lo que los hombres aman no es otra cosa que el bien. ¿O a ti te parece que aman otra
cosa?
- a mi no, ¡por Zeus!.
- ¿entonces, se puede decir así simplemente que los hombres aman el bien?
- Sí.
- ¿Y qué? ¿No hay que añadir que aman también poseer el bien?
- hay que añadirlo.
- ¿y no sólo poseerlo, sino también poseerlo siempre?
- también eso hay que añadirlo.
- entonces, el amor es, en resumen, el deseo de poseer siempre el bien.
- es exacto lo que dices.
- pues bien, puesto que el amor es siempre esto, ¿de qué modo deben perseguirlo los que lo
persiguen y en qué acción para que su solicitud y su intenso deseo se pueda llamar amor? ¿Cuál
es justamente esta acción especial? ¿Puedes decirla?
- si pudiera, no estaría admirándote, Diotima, por tu sabiduría ni hubiera venido una y otra vez a
ti para aprender precisamente estas cosas.
- pues yo te lo diré. Esta acción especial es, efectivamente, una procreación en la belleza, tanto
según el cuerpo como según el alma.
- lo que realmente quieres decir necesita adivinación, pues no lo entiendo.

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- pues te lo diré más claramente. Impulso creador, Sócrates, tienen, en efecto, todos los hombres,
no sólo según el cuerpo, sino también según el alma, y cuando se encuentran en cierta edad,
nuestra naturaleza desea procrear. Pero no puedo procrear en lo feo, sino sólo en lo bello. La
unión de hombre y mujer es, efectivamente, procreación y es una obra divina, pues la fecundidad
y la reproducción es lo que de inmortal existe en el ser vivo, que es mortal. Pero es imposible
que este proceso llegue a producirse en lo que es incompatible, e incompatible es lo feo con todo
lo divino, mientras que lo bello es, en cambio, compatible. Así pues, la belleza es la moira y la
ilitía del nacimiento. Por esta razón, cuando lo que tiene impulso creador se acerca a lo bello, se
vuelve propicio y se derrama contento, procrea y engendra; pero cuando se acerca a lo feo,
ceñudo y afligido se contrae en sí mismo, se aparta, se encoge y no engendra, sino que retiene
el fruto de su fecundidad y lo soporta penosamente. De ahí, precisamente, que al que está
fecundado y ya abultado le sobrevenga el fuerte arrebato por lo bello, porque libera al que lo
posee de los grandes dolores del parto. Pues el amor, Sócrates, no es amor de lo bello, como tú
crees.
- ¿pues qué es entonces?
- amor de la generación y procreación en lo bello.
- sea así.
- por supuesto que es así. Ahora bien, ¿por qué precisamente de la generación? Porque la
generación es algo eterno e inmortal en la medida en que pueda existir en algo mortal. Y es
necesario, según lo acordado, desear la inmortalidad junto con el bien, si realmente el amor tiene
por objeto la perpetua posesión del bien. Así, pues, según se desprende de este razonamiento,
necesariamente el amor es también amor de la inmortalidad.
Todo esto, en efecto, me enseñaba siempre que hablaba conmigo sobre cosas del amor.
***
Pero una vez me preguntó:
- ¿Qué crees tú, Sócrates, que es la causa de ese amor y de ese deseo? ¿O no te das cuenta
de en qué terrible estado se encuentran todos los animales, los terrestres y los alados, cuando
desean engendrar, cómo todos ellos están enfermos y amorosamente dispuestos, en primer
lugar en relación con su mutua unión y luego en relación con el cuidado de la prole, cómo por
ella están prestos no sólo a luchar, incluso los más débiles contra los más fuertes, sino también
a morir, cómo ellos mismos están consumidos por el hambre para alimentarla y así hacen todo
lo demás? Si bien podría pensarse que los hombres hacen esto por reflexión [cálculo]; respecto
a los animales, sin embargo, ¿cuál podría ser la causa de semejantes disposiciones amorosas?
¿Puedes decírmela?
Y una vez más yo le decía que no sabía.
- ¿Y piensas llegar a ser algún día experto en las cosas del amor, si no entiendes esto?

25
- Pues por eso precisamente, Diotima, como te dije antes, he venido a ti, consciente de que
necesito maestros. Dime, por tanto, la causa de esto y de todo lo demás relacionado con las
cosas del amor.
- Pues bien, si crees que el amor es por naturaleza amor de lo que repetidamente hemos
convenido, no te extrañes, ya que en este caso, y por la misma razón que en el anterior, la
naturaleza mortal busca, en la medida de lo posible, existir siempre y ser inmortal. Pero sólo
puede serlo de esta manera: por medio de la procreación, porque siempre deja otro ser nuevo
en lugar del viejo. Pues incluso en el tiempo en que se dice que vive cada una de las criaturas
vivientes y que es la misma, como se dice, por ejemplo, que es el mismo un hombre desde su
niñez hasta que se hace viejo, sin embargo, aunque se dice que es el mismo, ese individuo nunca
tiene en sí las mismas cosas, sino que continuamente se renueva y pierde otros elementos, en
su pelo, en su carne, en sus huesos, en su sangre y en todo su cuerpo. Y no sólo en su cuerpo,
sino también en el alma: los hábitos, caracteres, opiniones, deseos, placeres, tristezas, temores,
ninguna de estas cosas jamás permanecen la misma en cada individuo, sino que unas nacen y
otras mueren. Pero mucho más extraño todavía que esto es que también los conocimientos no
sólo nacen unos y mueren otros en nosotros, de modo que nunca somos los mismos ni siquiera
en relación con los conocimientos, sino que también le ocurre lo mismo a cada uno de ellos en
particular. Pues lo que se llama practicar [repasar] existe porque el conocimiento sale de
nosotros, ya que el olvido es la salida de un conocimiento, mientras que la práctica, por el
contrario, al implantar un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha, mantiene el conocimiento,
hasta el punto de que parece que es el mismo. De esta manera, en efecto, se conserva todo lo
mortal, no por ser siempre completamente lo mismo, como lo divino, sino porque lo que se
marcha y está ya envejecido deja en su lugar otra cosa nueva semejante a lo que era. Por este
procedimiento, Sócrates, lo mortal participa de inmortalidad, tanto el cuerpo como todo lo demás;
lo inmortal, en cambio, participa de otra manera. No te extrañes, pues, si todo ser estima por
naturaleza a su propio vástago, pues por causa de inmortalidad ese celo y ese amor acompaña
a todo ser.
Cuando hube escuchado este discurso, lleno de admiración le dije:
- Bien, sapientísima Diotima, ¿es esto así en verdad?
Y ella, como los auténticos sofistas, me contestó:
- Por supuesto, Sócrates, ya que, si quieres reparar en el amor de los hombres por los honores,
te quedarías asombrado también de su irracionalidad, a menos que medites en relación con lo
que yo he dicho, considerando en qué terrible estado se encuentran por el amor de llegar a ser
famosos y "dejar para el futuro una fama inmortal". Por esto, aún más que por sus hijos, están
dispuestos a arrostrar todos los peligros, a gastar su dinero, a soportar cualquier tipo de fatiga y
a dar su vida. Pues, ¿crees tú que Alcestis hubiera muerto por Admeto o que Aquiles hubiera
seguido en su muerte a Patroclo o que vuestro Codro se hubiera adelantado a morir por el reinado
de sus hijos, si no hubiera creído que iba a quedar de ellos el recuerdo inmortal que ahora

26
tenemos por su virtud? Ni mucho menos, sino que más bien, creo yo, por inmortal virtud y por tal
ilustre renombre todos hacen todo, y cuanto mejores sean, tanto más, pues aman lo que es
inmortal. En consecuencia, los que son fecundos según el cuerpo se dirigen preferentemente a
las mujeres y de esta manera son amantes, procurándose mediante la procreación de hijos
inmortalidad, recuerdo y felicidad, según creen, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son
fecundos según el alma ... pues hay, en efecto, quienes conciben en las almas aún más que en
los cuerpos, aquello que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es lo que le
corresponde? :La sabiduría moral y las demás virtudes, de las que precisamente son
procreadores todos los poetas y cuantos artistas se dice que son inventores. Pero el
conocimiento mayor y el más bello es, con mucho, la regulación de lo que concierne a las
ciudades y familias, cuyo nombre es mesura [moderación] y justicia. Ahora bien, cuando uno de
éstos se siente desde joven fecundo en el alma, siendo de naturaleza divina, y, llegada la edad,
desea ya procrear y engendrar, entonces busca también él, creo yo, en su entorno la belleza en
la que pueda engendrar, pues en lo feo nunca engendrará. Así, pues, en razón de su fecundidad,
se apega a los cuerpos bellos más que a los feos, y si se tropieza con un alma bella, noble y bien
dotada por naturaleza, entonces muestra un gran interés por el conjunto; ante esta persona tiene
al punto abundancia de razonamientos sobre la virtud, sobre cómo debe ser el hombre bueno y
lo que debe practicar, e intenta educarlo. En efecto, al estar en contacto, creo yo, con lo bello y
tener relación con ello, da a luz y procrea lo que desde hacía tiempo tenía concebido, no sólo en
su presencia, sino también recordándolo en su ausencia, y en común con el objeto bello ayuda
a criar lo engendrado, de suerte que los de tal naturaleza mantienen entre sí una comunidad
mucho mayor que la de los hijos y una amistad más sólida, puesto que tienen en común hijos
más bellos y más inmortales. Y todo el mundo preferiría para sí haber engendrado tales hijos en
lugar de los humanos, cuando echa una mirada a Homero, a Hesíodo y demás buenos poetas,
y siente envidia porque han dejado de sí descendientes tales que les procuran inmortal fama y
recuerdo por ser inmortales ellos mismos; o si quieres, los hijos que dejó Licurgo en
Lacedemonia, salvadores de Lacedemonia y, por así decir, de la Hélade entera. Honrado es
también entre nosotros Solón, por haber dado origen a nuestras leyes, y otros muchos hombres
lo son en otras muchas partes, tanto entre los griegos como entre los bárbaros, por haber puesto
de manifiesto muchas y hermosas obras y haber engendrado toda clase de virtud. En su honor
se han establecido ya también muchos templos y cultos por tales hijos, mientras que por hijos
mortales todavía no se han establecido para nadie.
***
Éstas son, pues, las cosas del amor en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal vez podrías
iniciarte. Pero en los ritos finales y suprema revelación, por cuya causa existen aquéllas, si se
procede con buen método, no sé si serías capaz de iniciarte. Por consiguiente, yo misma te los
diré y no escatimaré ningún esfuerzo; intenta seguirme, si puedes. Es preciso, en efecto, que
quien quiera ir por el recto camino a ese fin comience desde joven a dirigirse hacia los cuerpos

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bellos. Y, si su guía lo dirige rectamente, enamorarse en primer lugar de un solo cuerpo y
engendrar en él bellos razonamientos; luego debe comprender que la belleza que hay en
cualquier cuerpo es afín a la que hay en otro y que, si es preciso perseguir la belleza de la forma,
es una gran necedad no considerar una y la misma belleza que hay en todos los cuerpos. Una
vez adquirido este concepto, debe hacerse amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese
fuerte arrebato por uno solo, despreciándolo y considerándolo insignificante. A continuación debe
considerar más valiosa la belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien es
virtuoso del alma, aunque tenga un escaso esplendor, séale suficiente para amarle, cuidarle,
engendrar y buscar razonamientos tales que hagan mejores a los jóvenes, para que sea
obligado, una vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas de conducta y a
reconocer que todo lo bello está emparentado consigo mismo, y considere de esta forma la
belleza del cuerpo como algo insignificante. Después de las normas de conducta debe conducirle
a las ciencias, para que vea también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa inmensa
belleza, no sea, por servil dependencia, mediocre y corto de espíritu, apegándose como esclavo,
a la belleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un hombre o de una norma de conducta,
sino que, vuelto hacia ese mar de lo bello y contemplándolo, engendre muchos bellos y
magníficos discursos y pensamientos en inagotable filosofía, hasta que fortalecido entonces y
crecido descubra una única ciencia cual es la ciencia de una belleza como la siguiente. Intenta
ahora prestarme la máxima atención posible. En efecto, quien hasta aquí haya sido instruido en
las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión,
descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente
bello por naturaleza, a saber, aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente se hicieron todos
los esfuerzos anteriores, que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece, ni crece ni
decrece; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro, ni unas veces bello y otras
no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para
unos bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma de un rostro
ni de unas manos ni de cualquier otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como razonamiento,
ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en
el cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es siempre consigo misma específicamente
única, mientras que todas las otras cosas participan de ella de una manera tal que el nacimiento
y muerte de éstas no le causa ni aumento ni disminución, ni le ocurre absolutamente nada. Por
consiguiente, cuando alguien asciende a partir de las cosas de este mundo mediante el recto
amor de los jóvenes y empieza a divisar aquella belleza, puede decirse que toca casi el fin. Pues
ésta es justamente el recto método de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por
otro: empezando por las cosas bellas de aquí [de este mundo] y sirviéndose de ellas como de
peldaños ir ascendiendo continuamente, sobre la base de aquella belleza, de uno solo a dos y
de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de
las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de éstos terminar en aquél

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conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que
conozca al fin lo que es la Belleza en sí. En este periodo de la vida, querido Sócrates, más que
en ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cundo contempla la Belleza en sí. Si alguna
vez llegas a verla, te parecerá que no es comparable ni con el oro ni con los vestidos, ni con los
jóvenes y adolescentes bellos, ante cuya presencia ahora te quedas extasiado y estás dispuesto,
tanto tú como otros muchos, con tal de poder ver al amado y estar siempre con él, a no comer ni
beber, si fuera posible, sino únicamente a contemplarlo y estar en su compañía. ¿Qué debemos
imaginar, pues, si le fuera posible a alguno ver la belleza en sí, pura, limpia, sin mezcla y no
infectada de carnes humanas, ni de colores ni, en suma, de otras muchas fruslerías mortales, y
pudiera contemplar la divina Belleza en sí, específicamente única? ¿Acaso crees que es vana la
vida de un hombre que mira en esa dirección, que contempla esa belleza con lo que es necesario
contemplarla y vive en su compañía? ¿O no crees que sólo entonces, cuando vea la belleza con
lo que es visible, le será posible engendrar, no ya imágenes de virtud, al no estar en contacto
con una imagen, sino virtudes verdaderas, ya que está en contacto con la verdad? Y al que ha
engendrado y criado una virtud verdadera, ¿no crees que le es posible hacerse amigo de los
dioses y llegar a ser, si algún otro hombre puede serlo, inmortal también él?
***
Esto, Fedro, y demás amigos, dijo Diotima y yo quedé convencido; y convencido intento también
persuadir a los demás de que para adquirir esta posesión difícilmente podría uno tomar un
colaborador de la naturaleza humana mejor que Eros. Precisamente, por eso, yo afirmo que todo
hombre debe honrar a Eros, y no sólo yo mismo honro las cosas del Amor y las practico
sobremanera, sino que también las recomiendo a los demás y ahora y siempre elogio el poder y
valentía de Eros, en la medida en que soy capaz. Considera, pues, Fedro, este discurso, si
quieres, como un encomio dicho en honor de Eros o, si prefieres, dale el nombre que te guste y
como te guste.
[212b Término del Discurso de Sócrates]

PLATÓN-FRAGMENTO DE LA REPÚBLICA
El mito de la caverna (República, VII)
El libro VII de la República comienza con la exposición del conocido mito de la caverna, que
utiliza Platón como explicación alegórica de la situación en la que se encuentra el hombre
respecto al conocimiento, según la teoría del conocimiento explicada al final del libro VI, ilustrada
mediante la alegoría de la línea.
El mito de la caverna
I - Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a
la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza.

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Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a
la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde
niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar
únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la
luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un
camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido
a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben
aquellos sus maravillas.
- Ya lo veo-dijo.
- Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de
objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de
piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural,
unos que vayan hablando y otros que estén callados.
- ¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!
- Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra
cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la
parte de la caverna que está frente a ellos?
- ¿Cómo--dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?
- ¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
- ¿Qué otra cosa van a ver?
- Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a
aquellas sombras que veían pasar ante ellos?
- Forzosamente.
- ¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que
hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la
sombra que veían pasar?
- No, ¡por Zeus!- dijo.
- Entonces no hay duda-dije yo-de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que
las sombras de los objetos fabricados.
- Es enteramente forzoso-dijo.
- Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su
ignorancia, y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera
desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y
cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver
aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera d alguien que
antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la
realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera
mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es

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cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le
parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?
- Mucho más-dijo.
II. -Y si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se
escaparía, volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría qué
éstos, son realmente más claros que los que le muestra .?
- Así es -dijo.
- Y si se lo llevaran de allí a la fuerza--dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida,
y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría
a mal el ser arrastrado, y que, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no
sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?
- No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.
- Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería
más fácilmente serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otros
objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más
fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las
estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.
- ¿Cómo no?
- Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar
ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que. él estaría en
condiciones de mirar y contemplar.
- Necesariamente -dijo.
- Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y
los años y gobierna todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas
aquellas cosas que ellos veían.
- Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
- ¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos
compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les
compadecería a ellos?
- Efectivamente.
- Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran
los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y
acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con
otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees
que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes gozaran de honores y
poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría
decididamente "trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio" o sufrir cualquier otro
destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

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- Eso es lo que creo yo -dijo -: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.
- Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no
crees que se le llenarían los ojos de tinieblas, como a quien deja súbitamente la luz del sol?
- Ciertamente -dijo.
- Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente
encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía
los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-,
¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos
estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían;
si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?.
- Claro que sí -dijo.
III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha
dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y
la luz del fuego que hay en ella, con el poder del. sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba
y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la.
región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer, y que
sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el
mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez
percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las
cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el
inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que
verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
- También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.
Según la versión de la República de J.M. Pabón y M. Fernández Galiano, Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1981 (3ª edición)

Texto 5: Sobre la Filosofía en el mundo de Hoy – Tomás Melendo


Tomás MELENDO, Introducción a la filosofía, EUNSA, Pamplona 2001. Presentación.
1. Filosofía espontánea
a) Acercamiento preliminar
¿Es cierto que la filosofía goza en el momento actual de una salud endeble? Se diría que sí:
demasiadas personas, entre los intelectuales y entre el público de a pie, consideran a los filósofos
como una especie de extraterrestres, consagrados a abstrusas elucubraciones mentales
carentes de mordiente existencial, sin apenas arraigo en las cuestiones y en las realidades que
preocupan a la gente de la calle. Creo recordar que fue «el Gallo», afamado matador de toros y
no precisamente un hombre «común», quien, al serle presentado Ortega y comentarle que su
profesión era la de filósofo, comentó estupefacto: «¡Hay gente para todo!».

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Afirmaciones parecidas, y tal vez menos delicadas, obtendríamos los profesionales de la filosofía
si nos diéramos a conocer a un buen número de quienes nos rodean: nos colocarían en la
estratosfera, en un universo irreal y ajeno a aquel en el que ellos desenvuelven a diario su
existencia. No obstante, bastantes de los que así opinan son sin saberlo filósofos en ejercicio;
no de profesión, esto es cierto, pero sí con lo que por lo común se denomina una filosofía implícita
o espontánea, dotada a veces de tanto o más valor cognoscitivo y vital que la filosofía académica.
Y es que, tomándola todavía en un significado genérico, la filosofía constituye en substancia un
tipo de saber con el que se intenta dar respuesta a las interrogaciones claves de la vida que
cualquier hombre se plantea: las absolutamente típicas de ¿quién soy yo?, ¿de dónde procedo?,
¿a dónde me encamino? o ¿dónde me encuentro? y las también bastante incitantes del sentido
del dolor, el del sufrimiento del inocente, el de la naturaleza y límites de la libertad y la misión y
el alcance del amor, el de la discriminación entre lo bueno y lo malo y entre lo que «se puede»
(técnicamente) hacer y lo que «es lícito» o ético llevar a cabo, el del final del transcurrir terreno,
quebrado por la irrupción de la muerte, el de la existencia o no de un más allá después de esta
vida, de un Ser supremo justo, omnipotente y remunerador… y bastantes otras por el estilo.
Desde este punto de vista, cualquier persona «filosofa» por cuanto antes o después busca en la
vida algo más que lo mera y chatamente cotidiano: todos, y de manera muy especial los jóvenes,
según se va poniendo cada vez más de manifiesto en estos inicios del tercer milenio, aspiran a
conocer el sentido de su existencia, de su paso por esta tierra, condición ineludible para acceder
a la felicidad. Al menos en sus mejores momentos, elevan un interrogante sobre lo que podíamos
calificar como respuestas habituales de nuestra cultura. Son esas las circunstancias en que sale
a flote el talante metafísico del ser humano. Y me atrevería a presagiar que a bastantes de los
que se enfrentan con estas líneas les resultan insuficientes, por un motivo o por otro, algunas de
las respuestas convencionales de la civilización de hoy: las «políticamente correctas», por
emplear un lenguaje a la moda.
Estos presuntos lectores, ¿se conforman con la función que casi universalmente se atribuye al
trabajo como mera y simple contrapartida de un beneficio monetario, carente de significado
personal para quien lo realiza? ¿Comparten lo que culturalmente se está imponiendo al hablar
del amor, del matrimonio, de la familia, de la mujer o del sexo? ¿Están de acuerdo con las vías
establecidas para el propio perfeccionamiento egotista y egocentrado, para la propia
individualista e insolidaria «auto-realización»? ¿Aprueban el tipo de relaciones
despersonalizadas que con frecuencia imperan en el mundo laboral, social y político, donde más
que personas lo que se ponen en relación mutua son simples «funciones»? ¿Les convencen los
criterios predominante o exclusivamente económicos con que hoy pretenden medirse hasta los
problemas más personales y humanos? ¿Aceptan esa idea de libertad en virtud de la cual un
cúmulo de comportamientos más o menos aberrantes pretenden obtener carta de ciudadanía
junto a la actuación tremendamente humana y correcta de otro gran grupo de ciudadanos? Y así
con numerosos asuntos. En muchos o pocos de ellos, pero siempre en algunos, ejercitando un

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sano espíritu crítico, intentan ir más allá de las expectativas que reinan en el ambiente. Y en esa
misma proporción se comportan como filósofos.
Pues, en efecto, y desde una perspectiva ulteriormente ampliada, la filosofía pretende dar la
respuesta más definitiva posible a cualquier cuestión que se le proponga en el ámbito natural y,
antes o simultáneamente, establecer preguntas del máximo alcance. En tal sentido, un libro
reciente de Carlos Llano entiende la filosofía como «el saber del hombre que tiene a su cargo
habérselas con los problemas límite, con los problemas que parecen no tener solución». Y
agrega de inmediato: «Pero debe advertirse que la filosofía se enfrenta con los problemas límite
—Dios, el alma, la muerte, la libertad, mi individualidad— no dándoles una solución, como
proceden las demás ciencias, sino ubicándolos, ofreciéndoles un sentido, orientándolos dentro
de la problemática general de la existencia humana» (1) … lo que normalmente quiere decir
ampliándolos, tornándolos más «problemáticos».
Son, entonces, más o menos filosóficos los requerimientos y sus soluciones en la medida en que
se presentan como más hondos y globales, más incisivos y esclarecedores. Según afirma un
pensador italiano, Giuseppe Savagnone, «la verdad que la filosofía busca no es sólo la que deriva
de la simple constatación de los hechos. El filósofo […] plantea la cuestión del sentido que en
ellos se esconde y que los torna inteligibles» (2). Y Reinhard Lauth, a su vez: «La pregunta
filosófica no sólo es, por tanto, la pregunta por la esencia y el ser del todo de la realidad, sino
también por su valor y sentido» (3).
Cuanto más exija una pregunta y cuanto más explique una respuesta, con mayor propiedad
pueden calificarse como filosóficas.
Así, pongo por caso, a la interpelación corriente sobre qué es el sexo, cabe dar una solución
bastante banal, aunque muy difundida, en la línea más o menos materialista de la «química» y
la fisiología, de los mecanismos de placer, de la satisfacción instintiva o incluso sentimental, etc.
Y cabe una propuesta rigurosa, que se adentra hasta el fondo del asunto y que no suele
alcanzarse sino tras largas horas de maduración y esfuerzo intelectual: la sexualidad humana es
en fin de cuentas una participación en el Amor y en el Poder creador de Dios y de manera
simultánea un medio excelente, acaso el más específico, aunque no el mayor, de manifestar y
consolidar el amor entre varón y mujer considerados en cuanto tales, en cuanto varón y mujer.
Y ante el interrogante sobre la libertad de que gozamos puede uno pronunciarse en la línea de
«hacer en cada caso lo que me apetezca», que esconde en el fondo una definitiva esclavitud
respecto a las tendencias inferiores (inclinaciones, pasiones, sentimientos, hábitos
irrenunciables, semiconsciente influjo ambiental…), o advertir por el contrario que es la gran
prerrogativa que se le ha concedido al hombre para que «pueda querer lo que hace (o lo que
debe hacer)», y para que así, por sí mismo, siendo en cierto modo su propio modelador o causa
sui, se encamine hacia su plenitud y alcance a través del amor, que es el sentido último de la
libertad, al resto de las personas y, en su caso, al propio Dios.
b) Naturalmente filósofos

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¿Modos complementarios y sencillos de ilustrar la cuestión? Entre otros, la conocida anécdota
del viajero que, hace ya bastantes siglos, paseaba por los aledaños de una cantera. Transcurrido
cierto rato, nuestro protagonista inquirió de uno de los trabajadores qué estaba haciendo, y éste
le contestó con desganado malhumor: «picando piedra». Al cabo de unos minutos hizo la misma
pregunta a otro, y su respuesta, ya más convencida, fue: «labrando un sillar». Por fin, se dirigió
a un tercero, que replicó ufano: «construyendo una catedral». Es obvio que, siendo verdad lo que
los tres afirmaban, el alcance y la resolución —el sentido— de lo que profirió el último era
muchísimo mayor que lo propuesto por los dos anteriores y, por consiguiente, más capaz de dar
cumplimiento a las ansias de progreso intelectual y vital que todo hombre alimenta. Por ahí
camina la filosofía: su misión no es otra que reclamar de los hombres la respuesta capaz de
otorgar el mayor significado posible a todas y cada una de las actividades con que articula su
existencia.
Otro momento rigurosamente metafísico, propio de la filosofía espontánea que venimos
analizando, es lo que en terminología más o menos existencialista se califica como crisis vitales
fundamentales, y entre las que destaca lo que, con otro tipo de lenguaje, denominamos vocación.
En esos instantes, y con una incidencia en la propia vida que no admite réplica, la persona se
cuestiona el significado de su entera existencia, qué es lo que hace en este mundo o a qué ha
sido llamado cuando entró en él. Y ya decidido a acoger su destino, cada vez que da un giro de
rosca a su respuesta vital y se pregunta: «¿pero qué pinto yo en esta vida si no me esfuerzo de
veras por…?», está replanteándose de manera concreta y comprometida la significación de su
existir, su misión en el universo y entre las demás personas, etc. Es decir, está haciendo
metafísica.
Existen por otro lado circunstancias en que nuestra condición de filósofos se muestra de manera
casi inesquivable. Por ejemplo, después de que un accidente u otro trauma cualquiera nos hayan
hecho perder la conciencia. Cuando al cabo de cierto tiempo nos despertamos en la clínica o en
el hospital no es nada fácil que nuestras primeras preguntas se refieran a la decoración del
cuarto, la calidad de los tubos que transportan el suero, al colorido de las alfombras o a la
orientación del edificio respecto al sol. Normalmente esas interrogaciones son de tipo global,
penetrantes, de «sentido»: ¿dónde estoy?, ¿qué ha pasado? o, en los casos más graves, ¿quién
soy? Requerimientos con los que no pretendemos interiorizar un conjunto de datos más o menos
relevantes, pero siempre fragmentarios, sino esclarecer el significado definitivo y de conjunto de
la circunstancia en que nos hallamos.
Cuanto acabo de presentar como una situación concreta podría ser elevado a categorías
universales. Remontándose hasta casi los inicios de la filosofía en Occidente, sostienen Pieper
y Zubiri, cada uno con matices propios, que la admiración que da origen a la reflexión filosófica
sobreviene cuando lo más cotidiano, lo que creíamos entender hasta sus últimos entresijos, por
el motivo que fuere se torna de repente incomprensible, lleno de misterio, y nos desborda. Es lo
que tradicionalmente se ha calificado como «admiración» o «asombro». Suelen sobrevenir éstos

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ante el fallecimiento de una persona querida(4), ante un revés de fortuna que echa por tierra el
normal desenvolvimiento de una familia construida con cariño y esfuerzo, ante un desengaño
amoroso profundo o, por el contrario, en el momento de enamorarse o «seguir enamorado», al
advertir la generosidad de un hijo que ni siquiera lográbamos atisbar a tenor de sus años y de su
presunta inmadurez, en presencia de una alborada o de una puesta de sol fulgurantes y
arrebatadoras, al contemplar una expresión artística particularmente lograda e incandescente y
en otras mil circunstancias por el estilo y a menudo de apariencia vulgar. En ellas la vida, que
parecía dominada y transcurrir sin mayores sobresaltos, presenta ante nosotros por defecto o
por exceso su cara inconcebible y, junto con el desconcierto, despierta la interpelación sobre el
sentido perdido y la tentativa de encontrarlo de nuevo…
Pues bien, de manera aún genérica pero cabal, todo esto es filosofía (o la incluye). Y si he
insistido en el planteamiento de situaciones filosóficas un tanto inesperadas es para que se
entienda mejor el alcance de la afirmación que ya defendieran, entre muchos otros, Aristóteles y
Kant: a saber, que «todo hombre es por naturaleza filósofo» (o incluso metafísico, según el
pensador de Könisberg). Cualquier ser humano, en algún momento concreto o a lo largo de toda
su vida, confecciona una suerte de «filosofía espontánea» con la que, a veces sin plena
conciencia, orienta el conjunto de su existir.
Lo reafirma y matiza Savagnone, añadiendo sugerencias cuyo desarrollo apuntaremos dentro de
unos instantes: «No se puede dejar de ser, en cierto modo, filósofos: hay que escoger, más bien,
entre serlo dejándose dominar por las “filosofías” implícitas en los mensajes de los mass-media
y en las modas culturales de la sociedad en que vivimos, o bien elaborando una personal y
responsable visión de la realidad y de la propia filosofía» (5).
2. Por qué la filosofía
a) El rechazo inicial (6)
Sin embargo, ¿qué sucede en estos comienzos del siglo XXI con la filosofía y con la metafísica?
En una medida nada despreciable, lo que ocurre se encuentra determinado por la situación de
la cultura y de los estudios filosóficos especializados que dominan el momento actual, en la
proporción en que éstos, junto con algunas visiones del estado de la ciencia un tanto míticas y
hoy superadas, llegan hasta el gran público. Y semejante panorama podría ser definido como
una desconfianza pronunciada, casi absoluta, respecto a las posibilidades del entendimiento de
encontrar la verdad. Como asentaba Umberto Eco en «El nombre de la rosa», hoy parece que
«la única verdad consiste en aprender a liberarse de la pasión enfermiza por la verdad». Juan
Pablo II, en el extremo opuesto, también lo expresa de manera muy sugerente y cercana a lo
que venimos apuntando: «Se ha de tener en cuenta —escribe— que uno de los elementos más
importantes de nuestra condición actual es la “crisis del sentido”». Y poco más adelante:
«muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido» (7).
En efecto, una suerte de relativismo escéptico es el humus sobre el que pretenden fundarse hoy
las principales conquistas culturales. Y así, un mal remedo de democracia asentado en buena

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parte de los países desarrollados repudia cualquier atisbo de verdades concluyentes, que, en el
decir de tales «demócratas», coartarían la plena libertad de los ciudadanos; lo único a lo que
aspira es a una especie de consenso sobre los temas controvertidos; y si alguien pretende
formular con certeza un juicio acerca de la función indispensable de la familia en el seno de la
sociedad o valorar éticamente el aborto, el divorcio y las relaciones homosexuales, si aspira a
delimitar unos principios básicos estables que —en el respeto de la autonomía que les es
propia— iluminen la acción social y política, la entidad de las sociedades intermedias, la
superación del simple y prostituyente economicismo… será tachado de dogmático o de interferir
de forma abusiva con presuntos mensajes revelados en el progreso de la razón humana
autónoma. Para esta última, no existen verdades sino opiniones; y ya en este campo, ¿por qué
la tuya, o incluso la de un especialista de reconocido prestigio, tendría que valer más que la mía?
En filosofía, por su parte, abandonados por lo común los temas más candentes y propios de la
metafísica, se dedica una particular atención a cuestiones fragmentarias, dotadas sin duda de
interés pero no definitivas: una truncada fenomenología o una hermenéutica de textos que no
alcanzan siempre a pronunciarse sobre el fondo de la realidad, los estudios críticos relacionados
con el análisis del lenguaje como fin en sí, tampoco decisivos, la valoración de los logros de las
ciencias experimentales, etc. También en estos dominios se excluyen las «verdades», en su
acepción más comprometida, universal y medular: todo suele quedar y moverse en la superficie
o, a lo más, en una inmediata región subcutánea… aunque, eso sí, muy técnicamente
orquestado.
Y la filosofía pierde todo su interés para cualquier persona ajena al mundillo autorreferencial de
los filósofos. Pues, según comentaba hace poco Jan Ross en Die Zeit, «cuando la razón se
apartó de las cuestiones últimas, se hizo apática y aburrida, dejó de ser competente para los
enigmas vitales del bien y del mal, de muerte e inmortalidad» … y acabó por generar una suerte
de «entontecimiento», fruto maduro de un pensamiento «angosto».
Tal como la entiendo, la filosofía adquiere interés y espesor, densidad capaz de atraer a las
personas, cuando se presenta como una intensa «aventura intelectual» en la que en cierto modo
se está poniendo en juego la propia vida. Es decir, cuando las adquisiciones que vayamos
adquiriendo mediante el despliegue de nuestra inteligencia resulten significativas para nuestro
comportamiento, y no sólo desde un punto de vista tangencial o periférico, sino radicalmente,
porque gracias a esos logros podemos conducirnos hasta la perfección reclamada por nuestra
condición humana, y alcanzar con ello la felicidad, o, por el contrario, deshacernos a nosotros
mismos, porque no hemos sabido encontrar el camino de nuestra propia plenitud.
No es fácil apasionarse con el ejercicio de la filosofía cuando aquello con lo que uno se enfrenta
son cuestiones secundarias, que no inciden para nada en el núcleo más vital de nuestro existir.
O cuando uno, por haber desesperado de la posibilidad de alcanzar auténticas verdades, se
dedica a estudiar una serie de opiniones expresadas a lo largo de la historia por un conjunto de

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señores… que curiosamente sí pretendían, al afirmar lo que afirmaban, estar describiendo el
mundo infrapersonal y humano tal como efectivamente es.
Pero en esas estamos y ello explica que, ante la presencia de un legítimo filósofo, el «especialista
en filosofías» y el hombre de la calle adopten una actitud en cierto modo similar a la que suscitaba
Sócrates cuando ejercía su labor entre sabios y menos sabios de la Atenas de su tiempo. Lo
expresan bastante bien las palabras que Platón pone en boca de Menón en el diálogo homónimo,
una vez que éste ha sido asaeteado por los despiadados venablos del viejo y molesto maestro:
«¡Ah… Sócrates! Había oído yo, aun antes de encontrarme contigo, que no haces otra cosa que
problematizarte y problematizar a los demás. Y ahora, según me parece, me estás hechizando,
embrujando y hasta encantando por completo al punto que me has reducido a una madeja de
confusiones. Y si se me permite gastar una pequeña broma, diría que eres parecidísimo, por tu
figura como por lo demás, a ese chato pez marino, el torpedo (8). También él, en efecto,
entorpece al que se le acerca y lo toca, y me parece que tú ahora has producido en mí un
resultado semejante. Pues, en verdad, estoy entorpecido de alma y de boca, y no sé qué
responderte» (9).
De manera similar, el hombre de hoy, azacanado y dinámico y muy práctico, se suele
desconcertar ante el bombardeo interrogador de un genuino filósofo, que lo pone frente a
cuestiones que acaso jamás había inquirido. Y, en ocasiones, la infeliz presa incluso contempla
con cierta desconcertada admiración a ese individuo que parece ver en el mundo y en las
personas aspectos y profundidades que él no alcanza a advertir. Por desgracia, lo más común
es que semejante momento de turbación deslumbradora resulte velozmente superado. Si se trata
de un «especialista», demostrando con gran derroche de medios que las interpelaciones que
propone el filósofo son mera palabrería, patrañas, auténticos sinsentidos desprovistos de alcance
real, ilusiones o imaginaciones, ilícita cobertura de sus propios miedos, complejos e inquietudes,
engaños producidos por una falta de dominio del lenguaje, etc. Y si nuestro interlocutor es el
hombre de la calle resolverá la situación con un cierto deje de condescendencia, indicándose a
sí mismo que en el fondo los filósofos no son ni malos ni inquietantes ni peligrosos; simplemente,
están un poco chiflados, se han construido un mundo a su medida y no saben poner los pies en
la realidad que los circunda y en la que se afanan a diario los demás humanos.
Lo curioso es que al superar su propio azoramiento mediante esta escapatoria nuestros
conciudadanos no parecen errar del todo. Platón, por lo menos, les habría dado la razón. En
efecto, en otro conocido diálogo, el Teeteto, observa que sucede con el filósofo algo muy similar
a lo «que se cuenta de Tales, que, cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar
hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque
quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía delante de sus pies. La misma
burla —continúa Platón— podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía. En
realidad, a una persona así le pasan desapercibidos sus próximos y vecinos, y no solamente
desconoce qué es lo que hacen, sino el hecho mismo de que sean hombres o cualquier otra

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criatura. Sin embargo, cuando se trata de saber qué es en verdad el hombre y qué le corresponde
hacer o sufrir a una naturaleza como la suya, a diferencia de los demás entes, pone todo su
esfuerzo en investigarlo y examinarlo con atención […]. De manera, querido amigo, que cuando
una persona así en sus relaciones particulares o públicas con los demás se ve obligada a hablar,
en el tribunal o en cualquier otra parte, de las cosas que tiene a sus pies y delante de los ojos,
hace reír no sólo a las tracias, sino al resto del pueblo. Caerá en pozos y en toda clase de
dificultades debido a su inexperiencia, y su terrible torpeza le hará parecer un necio»(10).
Este retrato no me parece muy afortunado. Las explicaciones de Platón concuerdan bastante
bien con el conjunto de su filosofía o por lo menos con el cliché más difundido de ella. Cuando
nuestro filósofo intenta descubrir el quid de las realidades que le rodean, de las cosas y personas
que encuentra en su entorno, dirige su mirada hacia «allá arriba», hacia lo que se ha venido a
llamar el «mundo de las Ideas». Éstas, situadas en el hiperuranio, muy lejos de nuestras
coordenadas cotidianas, componen la «explicación» de lo que a diario tenemos a la mano. De
modo que, en efecto, para entender a fondo este mundo hay que desocuparse de él y fijar la
atención en las alturas. La figura del filósofo que recoge el Teeteto es, pues, la del genuino
«platónico».
En el conocido fresco de la Escuela de Atenas, Rafael nos indicó que Aristóteles modifica el
panorama, como quiera que lo que da razón de cada una de las realidades que componen el
universo es algo que se encuentra «en» ellas, a saber, su forma substancial. Aunque, hasta
cierto punto, para comprender del todo esa forma haya que considerarla en universal y prescindir
en buena medida de los singulares que la encarnan.
Pero Tomás de Aquino da un giro todavía más drástico por cuanto el punto de referencia al que
atiende su metafísica en el intento de comprender la realidad no es ya forma alguna, ni externa
ni interna, sino el acto de ser; y éste no sólo se asienta en lo más íntimo de cada una de las
criaturas, sino que es también lo radicalmente singularizador en ellas. De modo que, sin hacer
violencia ni al espíritu ni a la letra, la de Tomás podría considerarse, sin perder paradójicamente
la universalidad que le corresponde, como una «metafísica de lo concreto»(11) o de lo singular.
En este caso, para ejercer la labor filosófica no es menester olvidarse de cuanto tenemos
alrededor, sino que muy al contrario hemos de hacer reposar la mirada intelectual sobre nuestro
entorno hasta «penetrar» en lo más íntimo de cada uno de los entes que lo componen. Por
consiguiente, aunque algunos tomistas hayan también alimentado la figura del pensador
abstraído y olvidadizo, ajeno a las solicitudes de este mundo, lo que impone la mente de Aquino,
incluso de manera explícita y siguiendo una sugerencia de Aristóteles, es la imagen del filósofo
«fijón», atento a las ocupaciones y preocupaciones de sus semejantes hasta en los menores
detalles, perfectamente enraizado en el tiempo en que le toca vivir y hábil para desenvolverse en
él —en los tribunales y en los bancos, y en las redes de Internet, pace Platón—, como cualquier
otro de sus conciudadanos y, si se me permite, incluso mejor que ellos.

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Pero, entonces, ¿a dónde irá a parar el sentimiento de turbación que la persona de a pie
experimenta ante el filósofo?, ¿no atiende ya éste al mismo mundo que el resto de los mortales?
Sí y no. O, mejor: el amante cabal de la sabiduría considera los mismos acontecimientos que
afectan a sus conciudadanos, pero lo hace con mayor hondura; penetra más en cada uno de
ellos y en sus relaciones con el conjunto. Se sitúa, por decirlo de algún modo, que no es sólo
una metáfora, en otro nivel de comprensión. Y como consecuencia, a semejanza del platónico,
pero con consciente y efectivo arraigo en la realidad, descubre en ella dimensiones diversas y
más profundas que las que sus contemporáneos están acostumbrados a percibir. Y como tales
magnitudes son las que le ocupan, como habitualmente se mueve en esas coordenadas más
íntimas y universales, el mundo al que se refiere —justo por más medular que el de sus
congéneres— aparenta ser «distinto» al que éstos captan y sigue despertando en ellos la
sensación de estupor que Sócrates suscitaba en sus interlocutores.
Ciertamente, ante el filósofo abocetado por Platón, torpe y sin maña para los asuntos cotidianos,
el experto en negocios o en política, a la vista de esa acusada incompetencia, acababa por
convertir su asombro un tanto admirativo en sonrisa más o menos irónica y displicente. Y sus
relaciones posibles con la filosofía quedaban «justificadamente» zanjadas. Hoy no debería ser
así. Con todo, no es fácil que el individuo corriente, el de las enormes transacciones y el de las
pequeñas inversiones mensuales, el de los grandes viajes intercontinentales y el del trabajo o el
estudio cansinos y rutinarios…, acepte enfrentarse con la filosofía. ¿Por qué?
b) Di-versión y aburrimiento
A lo largo de la historia del pensamiento occidental se han propuesto distintas explicaciones del
hecho a que acabo de referirme. Para Heráclito, por ejemplo, la persona que no reflexiona se
encuentra como dormida; y, atareada y absorta en los vaivenes de ese su mundo privado —de
lo que hoy denominaríamos sus «intereses»—, no quiere abandonar sus sueños y participar del
orden común de los pocos que despiertos, al filosofar, conocen las cosas tal como son. También
en el caso de Platón el filósofo que ha descubierto la auténtica realidad e intenta mostrársela a
los que viven en la ilusión de las imágenes sombrías y romas es rechazado por éstos, que pueden
incluso llegar a quitarle la vida, como demostró Sócrates con la suya propia. Kierkegaard expone
a su vez las dificultades que ofrece el individuo inmerso en el mundo, para pasar desde el
superficial y descomprometido estadio estético hasta el empeño vital y aventurado de las
actitudes ética y religiosa. Heidegger, por acercarnos más a nuestros días, y como veremos en
breve, subraya la resistencia que el hombre del «se», diluido en el anonimato, opone para salir
de la masa y, mediante la sacudida que le imprime la reflexión filosófica vivida, enfrentarse
consigo mismo. Y Horkheimer, no obstante su militancia atea y marxista, diagnostica
vigorosamente la situación con palabras parecidas a las que siguen: cuando se suprima la
dimensión teológica de nuestra cultura desaparecerá del universo lo que llamamos «sentido»;
sin duda, se multiplicará la actividad, pero en el fondo será como un ir y venir sin dirección ni

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significado y, por ende, acabará por sumir al hombre en un profundo aburrimiento; hasta que un
día, la auténtica filosofía se considere también una práctica pueril… y termine por desaparecer.
Con todo, y consciente de lo parcial del diagnóstico, que deberá ser completado con las
aportaciones de algún otro pensador, voy a exponer inicialmente la explicación ofrecida por
Pascal, allá por el siglo XVII, que en esencia corresponde, con diferentes matices, a las que
presentan los autores antes citados y bastantes de los expertos de nuestro siglo.
Con la idea de acercar estas reflexiones a la vida vivida, pido que se me conceda introducir y
contextualizar el asunto apelando a un acontecimiento en el que, con toda probabilidad, están o
han estado implicados bastantes de los posibles lectores de estas líneas: el itinerante movimiento
de agitación de los fines de semana conocido habitualmente como «movida». En nuestros
tiempos, la movida goza de una actualidad perenne, aunque sólo cada cierto tiempo salte a las
páginas de los periódicos, se meza en las ondas de la radio y acapare la atención de los
intelectuales televisivos. Son los jóvenes quienes la traen a primer plano, de manera sistemática,
cada siete días.
Pues, en efecto, se trata de un fenómeno juvenil. Pero que sin duda no constituye sino la
traducción de situaciones semejantes que aquejan a los adultos. Con características propias,
aparentemente rebeldes y más aparatosas, es verdad; pero con unos motivos de fondo muy
similares, cuando no idénticos, a los de sus mayores. De ellos, quizá, los han aprendido. En
concreto, debajo de las manifestaciones externas de la movida, y como acaba de sugerir
Horkheimer, nos topamos con una de las plagas más devastadoras de nuestro siglo: el
aburrimiento, en sus dimensiones más íntimas, conocido también como vacío existencial,
ausencia de proyecto vital o falta de sentido… de los que de manera inmediata se sigue una
radical y constitutiva infelicidad.
Sobre ese hastío escribió páginas inolvidables Søren Kierkegaard ya en la centuria pasada. A él,
y considerándolo como la principal frustración moderna, ha consagrado Viktor Frankl el capítulo
VI de «Ante el vacío existencial». Y en otro contexto, el fundador de la logoterapia resume: «El
problema de nuestro tiempo es que la gente está cautivada por un sentimiento de falta de sentido,
[…] acompañado por una sensación de vacío […]. Nuestra sociedad industrial está preparada
para satisfacer todas nuestras necesidades y nuestra sociedad de consumo incluso crea
necesidades para satisfacerlas después. Pero la más humana de todas las necesidades, la
necesidad de ver el sentido de la vida de uno mismo, permanece insatisfecha. La gente puede
tener bastante con qué vivir, pero con más frecuencia que con menos, no tienen nada por lo que
vivir»(12) .
A su vez, Albert Camus, en La chute, deja constancia de lo que da de sí una existencia vacua y
epidérmica que sólo pretende huir del tedio: «No puedo soportar el aburrirme y no aprecio en la
vida más que las diversiones […]. Vivía, pues, sin otra continuidad que aquella, día a día, del yo-
yo-yo… Me deslizaba así por la superficie de la existencia, en cierto sentido sobre las palabras,

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pero nunca en la realidad. ¡Todos esos libros apenas leídos, esos amigos apenas queridos, esas
ciudades apenas visitadas […]! Hacía lo que hacía o por aburrimiento o por distracción»(13).
En esencia, el diagnóstico de Camus se concentra en la curiosa construcción lingüística del «yo-
yo-yo». Trasciende por tanto las explicaciones un tanto ralas que pretenden derivar el hastío
contemporáneo del desarrollo de la técnica, de la creación de nuevos y siempre crecientes y más
alambicados espacios de ocio, etc. Nada de eso existía en los tiempos de Kierkegaard con las
proporciones que hoy ha adquirido, y nadie como él ha sabido captar el núcleo del asunto: el
aburrimiento, sostiene con acierto, no es más que el corolario existencial del egocentrismo («yo-
yo-yo»). La diagnosis es poco menos que definitiva: cuando uno gira sólo en torno a sí, a un yo
desierto pero obsesivo, la realidad —lo otro, los otros— pierde consistencia, se torna irrelevante,
no atrae ni resulta capaz de gratificarnos: no es digna de atención. Y entonces se buscan distintas
compensaciones, más o menos bárbaras, pero aptas para hacer vibrar de manera inmediata y
felicitante nuestro «yo»: comida, bebida, tele, viajes, sexo, alcohol, droga, éxito, celebridad…
Diversión-aburrimiento, por tanto, pero profundos y serios, casi cósmicos. En los tira y afloja entre
padres e hijos, cuando éstos comienzan a plantear la necesidad de volver a casa con el alba o a
altísimas horas de la madrugada, si los padres se atreven a inquirir el porqué de semejante
exigencia, el hijo o la hija, aburridos a causa de su repliegue sobre sí mismos, responderán de
manera casi mecánica: porque «tengo derecho» a divertirme. Y el padre o la madre apenas si
encontrarán nada substancioso que oponer, porque quizás también ellos consideren como uno
de sus derechos básicos, cuando no como meta de su vida, el divertirse.
Estamos, según anunciaba, ante una de las categorías fundamentales de Pascal: la «di-versión»
(del latín «de-vertere», «enderezar hacia otro lado la propia atención»). Término de la misma
hondura existencial que el aburrimiento a que se opone y con el que el genio francés no quería
tanto indicar los momentos de reposo, de solaz y esparcimiento que todos necesitamos, sino
cualquier ocupación en la que el hombre se sumerge para no enfrentarse con su vacío interior ni
con el problema inquietante de su existencia. Desde semejante perspectiva, también el quehacer
profesional, la política, los negocios, los agotadores periplos por Internet, todo lo que hacemos,
pueden vivirse como «di-versión».
«Por eso —escribió Pascal, y dejo al lector la traducción de sus ideas a términos actuales— el
juego y la conversación de las mujeres, la guerra, los grandes empleos, están tan solicitados. No
porque ahí se encuentre la felicidad, ni porque uno se imagine que la verdadera dicha sea […]
correr tras una liebre que, si nos la ofrecieran en el mercado, la rechazaríamos. No es este uso
suave y apacible y que nos deja pensar en nuestra condición lo que se busca, […] sino el ajetreo
que nos impide reflexionar y nos di-vierte. Razón por la que se ama más la caza que la presa.
De ahí viene que los hombres aprecien tanto el ruido y el alboroto; de ahí que la prisión sea un
suplicio tan horrible; de ahí que el placer de la soledad resulte algo incomprensible […]. Eso es
todo lo que los hombres han podido inventar para ser felices; y los que, haciendo en esto de
filósofos, creen que el mundo es muy poco razonable al pasarse todo el día corriendo tras una

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liebre que no aceptarían como regalo, apenas conocen nuestra naturaleza. Pues dicha liebre no
nos protegerá de la muerte y de las miserias que nos rodean, pero la caza», al di-vertirnos, «sí
nos protege de ellas»(14).
Desolación de Pascal: «¡Eso es todo lo que los hombres han podido inventar para ser felices!».
Un magno y trágico juego para entretenerse ilusoriamente día tras día y no mirar hacia dentro.
Un grandioso y complicado pasatiempo con un precio muy alto: la fuga de sí mismos. Haciendo
de la di-versión oficio, el hombre se desembaraza de su destino, abdica de la propia grandeza y
se diluye en las situaciones y en las realidades exteriores. «La única cosa que nos consuela en
nuestras miserias —advierte Pascal con su despiadada y un poco amarga lucidez— es la “di-
versión”, que, sin embargo, es la mayor de todas nuestras miserias. Porque es ella la que nos
impide principalmente pensar en nosotros mismos»(15), poseernos.
Y comenta Savagnone: no es menester un esfuerzo excesivo para trasladar a hoy la actitud aquí
descrita. Ya se trate del trabajo o del tiempo libre, lo que el hombre contemporáneo teme por
encima de todo es el momento en que alrededor suyo se apaga el rumor ensordecedor que lo
ha acunado durante la jornada… y se queda a solas con el silencio.
Por eso cuando sale de la fábrica o de la Facultad o del despacho no busca sino algo que
«hacer»: se hunde en la algarabía de un bar superpoblado o de una discoteca y un poco más
tarde, al llegar a casa, se deja arrullar por el televisor… para acabar yéndose a dormir entre las
ondas de la cadena radiofónica favorita. Incluso en el coche tiene miedo de quedarse demasiado
solo y se apresura a encender la radio o echa mano del móvil. Y cuanto más vehemente el vacío,
mayor la cantidad de ocupaciones en las que se refugia para no tener tiempo de pensar.
La disyuntiva entre trabajo y diversión (que es sólo una posibilidad, y no imprescindible, del
necesario descanso) resulta tremendamente reveladora de los problemas de fondo que afectan
a nuestra época: «Uno de los grandes peligros de hoy —expone Alice von Hildebrand con
categorías fácilmente asimilables a las que vengo utilizando— es plantearse una falsa disyuntiva:
o trabajo o diversión. Mucha gente vuelve a casa tan agotada que sólo tienen un deseo: estirar
las piernas y descansar (lo que suele significar ver la televisión). Pero esta alternativa —trabajo
o diversión— deja fuera lo más importante: nuestra relación con las personas», lo único que nos
podría conducir a trascender el prosaísmo y el tedio. «Qué triste y empobrecida queda una vida
en la que esclavizarse y descansar son los únicos polos de la existencia»(16).
Por lo demás, como manifestaciones que son de la única actitud de fondo de la «di-versión»,
trabajo y descanso tienden a asumir formas cada vez más semejantes. El frenético movimiento
de la oficina o las clases, bibliotecas y cafeterías masificadas en la Universidad no son muy
distintos del hormigueo de una playa o una piscina repletas de bañistas o de una plaza pública
tomada por la juventud en las horas negras del fin de semana; el tráfico caótico de los días
laborables no hace sino trasladarse en los festivos a las autopistas que conducen a las costas y
demás lugares de recreo. Y así casi todo lo demás. Siempre la misma ansia, idéntica prisa, igual
tensión en relación con las personas y las cosas.

43
A menudo, apenas nos descuidamos aparecemos inmersos en una porción de humanidad que
se agita, se angustia, se exalta en una carrera hacia metas que, una vez alcanzadas, dejan
insatisfechos y desilusionados, nuevamente inquietos y hueros, deseosos de lograr otros
objetivos. Como el cazador al que no le gusta la liebre y que, después de tanto esfuerzo por
seguir su rastro y matarla, la tira sin disimulo para buscar otra distinta (17).
c) La existencia anónima
Tal vez una ulterior profundización en nuestro tema podría realizarse a la luz de lo que ha venido
a llamarse la existencia anónima (o masificada, homogénea, gregaria, borreguil y con otros
calificativos del género). El principal inspirador de este tipo de disquisiciones es, sin duda, Søren
Kierkegaard. Él, como sabemos, hizo de la contraposición entre «singular» y masa (o público o
plebe o muchedumbre) la clave de todo su pensamiento y de su entera existencia y función en
la vida; y, movido por su profundo y casi ingénito sentido religioso, exclamó: «“El singular”: con
esta categoría se mantiene en pie o cae la causa del cristianismo […]. A cada hombre que pueda
situar bajo la categoría de “singular”, me comprometo a convertirlo en cristiano; o mejor, puesto
que uno no puede hacer esto en lugar de otro, le garantizo que lo será»(18).
Con todo, y con un deje de injusticia, pues Heidegger raramente reconoce la deuda
conscientemente contraída con el Sócrates danés, acudiremos a las reflexiones de este
pensador alemán contemporáneo, clarividente en este extremo, aunque aquejado en bastantes
otros no siempre secundarios de claros déficits de penetración. Y le plantearemos el mismo
interrogante que nos está sirviendo de hilo conductor desde hace un rato: ¿por qué los hombres,
y más en concreto los de la última centuria, tienen miedo a la filosofía?
La respuesta no se aleja mucho de la de Pascal, aunque las categorías que Heidegger emplea
resultan diversas y acaso más aceradas y sangrantes. Al decir del filósofo de Friburgo, la mayor
parte de los hombres vive una vida anónima, adocenada, en la que falta el valor para soportar el
riesgo de ser uno mismo. Es el reino del «se», de la forma impersonal. Uno no se atreve a decir
«yo», sino que se mimetiza dentro de la masa sin rostro que le da seguridad. «Nos divertimos
como la gente se divierte; leemos, vemos y juzgamos de literatura y de arte como se ve y se
juzga […], encontramos “escandaloso” lo que se encuentra escandaloso»(19).
Con harta frecuencia podemos verificar la verdad de esta denuncia: modos homogéneos de di-
vertirse, de enfocar los problemas que afectan a un país o una región y a las relaciones entre las
personas y entre los sexos, de atenerse a lo «políticamente correcto», a la opinión establecida…
Y lo curioso es que no sólo lo testimonian los que antaño solíamos llamar «conformistas» y hoy
«retrógrados», «conservadores», «integristas» o, si se me apura, «fachas», sino también el estilo
de los otros, de los «anticonformistas», «rebeldes» o «progresistas»: de los que parecen no estar
de acuerdo ni siquiera con la más mínima adquisición transmitida por sus mayores. Es más, justo
entre estos últimos el dominio de las modas, de las insoslayables frases hechas, de los
reiterativos comportamientos rituales se suele manifestar con más énfasis e impresiona
sobremanera, por cuanto va acompañado de la ingenua certeza de estar desafiando a una

44
sociedad que de hecho, sin ellos saberlo, los ha sometido a sus leyes (en definitiva, y
simplificando un poco, a las reglas del consumo, a los juegos de poder, al status quo establecido).
De esta manera, prosigue Heidegger, se escapa de entre las manos el auténtico problema, el de
saber asumir la responsabilidad de la propia condición de seres libres. La incapacidad de elegir
es una nota constante de los hombres del «se». Y es que en la elección, como ejercicio de la
libertad tomada en serio, nos lo jugamos todo, en el tiempo y fuera de él. En conformidad con lo
que explicara Kierkegaard, «la decisión arranca al hombre de lo temporal y le inserta en lo eterno,
ya que su elección le acompaña siempre. La libertad crea definitividad y, por ende, eternidad.
Seremos eternamente lo que ahora decidamos ser»(20).
Como esto apabulla e incluso aterra, el individuo se engolfa cómodamente en los terrenos de lo
impersonal. «Se» camina hacia adelante dejándose conducir por el flujo mudable de lo que todos
los demás hacen, piensan, dicen, descargando en ellos la responsabilidad de lo que nosotros
mismos somos: «El se […] puede responder con ligereza de todo porque no hay “nadie” que
pueda ser llamado a rendir cuentas […]. Cada uno es “los demás”, nadie es él mismo»(21).
En el hombre de la existencia anónima, dominada por el «se», se esfuma sin remedio el
pensamiento. Como consecuencia, la palabra degenera en «charlatanería», «parloteo» o
«cháchara», el interés por el mundo que nos rodea en «curiosidad», la sosegada comprensión
de las cosas en «equívoco».
En el «parloteo», como podemos comprobar con frecuencia a través del cúmulo de noticias y
debates que nos propician los medios de comunicación, «lo que cuenta es que prosiga el
discurso». Las palabras, que deberían servir para expresar la realidad, se convierten en su
sustituto: «las cosas son así porque así se dice»(22). De esta suerte, la exposición de un tema
no es ya el modo de acercarse verdaderamente a él, una forma de tomar conciencia de él, sino
que se convierte en un cerrarse a aquello mismo de que se habla, una manera de banalizarlo y
de vaciarlo de su riqueza: cuando, pongo por caso, se ha conseguido que durante unos cuantos
lustros «se hable» del aborto o de la homosexualidad o de la igualdad de la mujer o de las razas
o de las religiones, o de «los modelos» de familia, la naturaleza real de estos problemas pasa a
un segundo plano y se empieza a disertar exclusivamente sobre las opiniones dominantes y
domesticadas, encasilladas por lo común como de «izquierdas» o de «derechas», como
«progresistas» o «conservadoras». Pero la cosa en sí, desasistida, deja de tener relevancia y no
sirve como argumento.
En cuanto a la «curiosidad», casi nadie «se toma el cuidado de ver para comprender lo que
ve[…], sino que sólo se preocupa de ver. Busca lo nuevo exclusivamente como un trampolín para
otra cosa nueva […]. Por eso, la curiosidad se caracteriza por una típica incapacidad para
detenerse en aquello que se presenta. Huye de la contemplación serena, dominada como está
por el nerviosismo y la excitación que la empujan hacia la novedad y el cambio»(23). El zapping,
el flipping o el grazzing y los viajes interminables por «la red», deporte nacional de muchísimos

45
países adelantados, serían tal vez el paradigma más certero de ese insufrible afán de novedades
al que no sin cierta amargura apelaba ya San Pablo en el Areópago de Atenas.
Y, en efecto, en un mundo donde los hombres se ven bombardeados por todo tipo de estímulos
sensoriales la atención pasa frenéticamente de uno a otro sin saber detenerse para intentar
penetrar en el sentido de ninguno de ellos. Artículos ilustrados de periódicos y revistas, imágenes
televisivas, vallas publicitarias, efigies de Internet, todo es «recorrido» por una mirada tanto más
ávida cuanto menos capaz, en el fondo, de acoger verdaderamente la realidad.
De este modo, como es lógico, nace el «equívoco»: «Parece que se ha comprendido
perfectamente todo, que se lo ha aferrado y expresado, pero en realidad no es así»(24). Durante
años se vive en una concreta situación, con ciertas personas, seguros de que ese es nuestro
sitio, de que nuestras amistades efectivamente lo son, satisfechos por lo que con esfuerzo a
veces encarnizado le hemos ido arrancando a la existencia. Después, tal vez a causa de un
incidente banal, esta ilusión «de una vida verdaderamente “vivida”»(25) se desvanece de golpe
y porrazo y se revela en su auténtica faz: precisamente un «equívoco», una mentira en la que
uno se ha enceldado para librarse de la verdad. El caso más tristemente esclarecedor es el de
los matrimonios que se rompen de un día para otro; hasta el momento del desastre, y en el propio
decir de los protagonistas del evento, todo «marchaba perfectamente» en el hogar, justo porque
cada uno de los cónyuges no hacía sino lo que la opinión establecida determina «que se debe
hacer» para que la vida en pareja sea dichosa; de pronto, a veces por un detalle de mínima
importancia, nimio e intrascendente, lo que antes era una existencia cuasi celestial (¡lo tenía que
ser!: «hay que imaginar a Sísifo feliz», escribió Camus), se transforma en un infierno.
Parloteo, curiosidad, equívoco, di-versión, inmersión frenética en lo mudable con el fin de
exorcizar el encuentro consigo mismo. Conviene no olvidar que el análisis de todo ello responde
a una pregunta clave: ¿por qué el hombre de hoy repudia el pensamiento filosófico? Carlos Llano
nos ofrece un conjunto de sugerencias que resumen, ahondan y amplían lo anteriormente
tratado, y que muy bien podían ir cerrando esta Presentación. En el «fenómeno de la sociedad
impersonal —explica—, se da un claro predominio del facere sobre el agere, términos para los
que el castellano no nos ofrece una traducción fácil. Hay una preponderancia del hacer cosas
exteriores —desde autopistas hasta ordenamientos jurídicos, desde presas hasta sistemas
políticos— con abandono de esa otra acción interior —el agere— que me configura a mí mismo
como persona, que me acuña individualmente, destacándome a mí solo, a despecho de toda la
relación masiva y despersonalizante que la sociedad impersonal pudiera ejercer sobre mí. Esa
acción interna, que me convierte en algo único e irrepetible en el mundo, como responsable que
soy de un destino propio, de una vocación personal a la que ningún otro ser humano puede
contestar por mí y que, por ello mismo, yo no puedo transferir a ningún otro, tiene su punto de
arranque en la vigorización de mi conciencia personal, y es por ello por lo que mi vida adquiere
un perfil propio y genuino que los demás no podrán imitar.

46
»La preponderancia del facere sobre el agere, la inclinación hacia las grandes realizaciones
objetivas con demérito de mi vida interior, fue anunciada por San Agustín, con palabras que tal
vez no encuentren mejor contexto que nuestra presente sociedad impersonal: tal parece —decía
el de Hipona— que el bien del hombre consistiría en hacer buenas las cosas —la maravillosa
perfección de nuestros artefactos—, con excepción de sí mismo […]. Progresamos, es cierto, en
nuestra civilización externa, al tiempo que retrocedemos en nuestra vida interior personal»(26).
De esta suerte, partiendo de las observaciones sobre la «di-versión» realizadas por Pascal,
hemos llegado, con el análisis de Heidegger respecto a la existencia anónima y con los
comentarios que lo han acompañado, a comprender un poco mejor el rechazo de la filosofía por
parte del hombre de bastantes épocas, y del hombre contemporáneo en particular.
Un repudio que tiene que ver con las actitudes más profundas de la persona respecto al propio
ser y al propio destino, si es verdad que el propósito de la filosofía es el de afrontar el misterio
que en ellos se esconde y que el hombre teme mirar.
El proceso contra ese auténtico filósofo «espontáneo» que existe en el interior de cada uno, la
voluntad de eliminarlo mediante los miles de instrumentos sutiles de que goza nuestra civilización
mediática, se revelan ahora emblemáticos del intento que muchos hombres, con más o menos
conciencia, llevan a cabo para sofocar dentro de sí la inquietud ante un interrogante que les
gustaría acallar… y que por todos los medios hemos de hacer que cobre vida.
Notas
(1) Carlos LLANO, Nudos del humanismo en los albores del siglo XXI, CECSA, México 2001,
pp. 140-141.
(2) Giuseppe SAVAGNONE, Theoria. Alla ricerca della filosofia, La Scuola, Brescia 1991, p.
53.
(3) Reinhard LAUTH, Concepto, fundamentos y justificación de la filosofía, Rialp, Madrid
1975, p. 60.
(4) Emblemática resulta a los efectos la confesión de Gabriel Marcel: "No dudaré en decir
que mi vocación filosófica nació el día que, yendo por una alameda del parque Monceau,
debía tener ocho años entonces, y habiendo llegado a la conclusión de que no podía
saber con certeza si los seres humanos sobreviven a la muerte o si están destinados a la
extinción absoluta, me dije: más adelante intentaré ver esto con claridad" (Gabriel Marcel,
Filosofía para un tiempo de crisis, Guadarrama, Madrid 1971, pp. 42-43).
(5) Giuseppe SAVAGNONE, o. c., p. 38.
(6) Bastantes de las sugerencias de este apartado y de los dos que siguen las debo al
excelente libro de SAVAGNONE citado en las notas precedentes.
(7) JUAN PABLO II, Fides et ratio, n. 81.
(8) Aunque el sentido de la frase permite hacerse fácilmente cargo de la naturaleza de este
animal, quizá resulte esclarecedor reproducir lo que el Diccionario de María Moliné recoge
bajo el término «torpedo»: «(Del lat. “torpedo, -inis”, de “torpere”, estar inmovilizado;
aplicado al pez por el efecto que causa su contacto) […]. Pez marino selacio batoideo,
aplanado, de forma orbicular, carnívoro, que vive en los fondos arenosos y tiene la
propiedad de producir una pequeña descarga eléctrica cuando es tocado por otro
animal».
(9) PLATÓN, Menón 79 e - 80 b.
(10) PLATÓN, Teeteto, 174 a - c.
(11) Como es obvio, en el punto en que ahora nos encontramos resultaría
improcedente cualquier intento de justificación crítica de lo que acabo de exponer. Me
permito remitir, por tanto, a Tomás MELENDO, Metafísica de lo concreto, EIUNSA,
Madrid 1997.

47
(12) También pueden resultar de interés, como pura comprobación «no demostrativa»,
las siguientes palabras de Kierkegaard: «Existen algunos críticos que, privados por
completo de la visión para lo individual, intentan considerar todo desde un punto de vista
universal y, por eso, para tornarlo lo más universal posible, se elevan casi hasta la
estratosfera, es decir, hasta ver sólo un blanco horizonte… justo porque su punto de vista
es demasiado alto» (Søren KIERKEGAARD, Diario, 2 de noviembre de 1835, I A 106).
«Lo que en definitiva importa al especular es la capacidad de ver lo particular en el todo»
(Ibídem, 7 de enero de 1836, I A 111).
(13) Viktor FRANKL, «The Meaning of Love», IX Congreso Internacional sobre la
Familia, Organización Mundial de la Familia, sept. 1986, impreso en Ninth International
Congress for the Family: The Fertility of Love, París, Fayard 1987, p. 39
(14) Albert CAMUS, La Chute, Gallimard, París 1989, pp. 55 y 64.
(15) Blaise PASCAL, Pensamientos, ed. Léon Brunschvig, París 1914, nº 139. La
traducción es mía.
(16) Ibídem, n. 171.
(17) Alice VON HILDEBRAND, Cartas a una recién casada, Palabra, Madrid 1997, p.
155. El subrayado es mío.
(18) Cfr. Giuseppe SAVAGNONE, o. c., pp. 19 ss.
(19) Søren KIERKEGAARD, Diario, VIII 1 A 482.
(20) Martin HEIDEGGER, Ser y tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 13ª
reimp. 1980, p. 143. En ésta, como en las restantes citas de Ser y tiempo, he retocado
levemente la traducción.
(21) En Eusebi COLOMER, El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, Herder,
Barcelona, vol. III, 1990, pp. 54-55.
(22) Martin HEIDEGGER, o. c., p. 144.
(23) Martin HEIDEGGER, ibídem, p. 188.
(24) Ibídem, pp. 191-2.
(25) Ibídem, p. 193.
(26) Ibídem, p. 192.
(26) Carlos LLANO, Los fantasmas de la sociedad contemporánea, Trillas, México 1995, pp. 17-
18.

48
Eje II: Una Mirada Personalista
Ricardo Yepes Stork. Manual de Antropología filosófica: Un ideal de la exelencia humana.
ED. Eunsa.1996. Pamplona.
1. La vida sensitiva
1.1 Introducción al hombre: los grados de vida

Descubrir la verdad sobre el hombre suspende el ánimo y causa admiración. Sin embargo, ese
descubrimiento no puede ser repentino: exige un largo familiarizarse con su modo de ser y actuar. Y es que
la realidad humana es tan rica y compleja que no puede abarcarse con una sola mirada. Es necesario
aproximarse a ella poco a poco, desde diversas perspectivas. La más fundamental e imprescindible para
comenzar es su consideración como ser vivo. De esta condición nacen sus características más básicas, que
nos llevan a comprender lo que el hombre tiene de común y de diferente con los animales, y sobre todo nos
dan a conocer su constitución y organización interna, gracias a la cual puede después actuar de la forma en
que lo hace. Se trata por tanto de una perspectiva psicológica, desde la cual aparece como un ser vivo
dotado de facultades y funciones determinadas. Es esta la mejor manera de comenzar nuestra andadura, y lo
que procede examinar en los dos primeros capítulos de este libro.

En el primero haremos primero unas breves consideraciones generales sobre la vida (1.1), para
continuar después con un análisis de las facultades o capacidades corporales (1.2, 1.3, 1.5) y sensibles del
hombre (1.6, 1.7), que conforman la vida sensitiva. En el segundo trataremos de sus facultades superiores, o
capacidades inteligentes, que dan origen a la vida intelectiva. Sólo después de este recorrido, quizás algo
árido al principio, estaremos en condiciones de entender el riquísimo conjunto de acciones, actitudes y
situaciones que forman la vida humana, y que constituyen el objeto de la mayor parte de este libro. Dicho de
otro modo: primero es necesaria una "anatomía" de la constitución de la persona. Sólo después seremos
capaces de entender la "fisiología" y la posible "patología" de su vida. Así pues, comenzaremos analizando
qué define a un ser vivo.

1.1.1 Características del ser vivo

Los seres vivos, y por tanto también los hombres, se diferencian de los inertes en que tienenvida.
Qué significa tener vida puede resumirse en cinco características que saldrán muchas veces a relucir a lo
largo de estas páginas, y que, como puede verse, están muy en la base de lo que significa vivir. Por eso
configuran aspectos centrales de la existencia humana:

1) Vivir es, ante todo, moverse a uno mismo, automoverse. Esta es una vieja definición del ser vivo1:
lo vivo es aquello que tiene dentro de sí mismo el principio de su movimiento, lo que se mueve "sólo", sin
necesidad de un agente externo que lo impulse. Se puede añadir a esto que vivir es un modo de ser, porque
esta característica del automovimiento afecta radicalmente a quien la tiene, llega hasta el mismo fondo de
ser: "para los vivientes, vivir es ser"2.

2) La segunda característica de la vida es la unidad: todos los seres vivos son unos. Las piedras son
unas en mucha menor medida que los animales, porque no se cuentan por su número, sino por su peso. En
cambio, los seres vivos, las cabezas de ganado por ejemplo, se cuentan por su número, es decir, por
individuos, porque el individuo, el ser vivo, es uno todo él. Los seres vivos no pueden dividirse o partirse
sin que mueran y dejen de estar vivos. Incluso los que se reproducen por bipartición originan dos individuos
nuevos, diferentes al original.

3) La tercera característica de la vida es la inmanencia. Esta palabra procede del latín in-manere, que
significa permanecer en, es decir, quedar dentro, quedar guardado. Inmanente es lo que se guarda y queda
dentro. Las acciones inmanentes son aquellas cuyo efecto queda dentro del sujeto: los seres vivos realizan

1 Aristóteles, Sobre el alma, 413a 25.


2 Id., 415b 13.

1
operaciones inmanentes con las que guardan algo dentro de sí; ellos son los receptores de su propia acción.
Por ejemplo: comer, leer, llorar, dormir son operaciones inmanentes, que quedan para el que las ejecuta,
aunque desde fuera se vean. Las piedras no tienen un dentro, por eso no lloran, ni comen, ni duermen.

4) La cuarta característica es la autorrealización. Lo vivo camina y se distiende a lo largo del tiempo


hacia una plenitud de desarrollo, o hacia la muerte: hay, pues, un despliegue, un hacerse efectiva la potencia
o capacidad, un crecimiento. Es decir, los seres vivos tienen lo que los clásicos llamaron telos, que quiere
decir: fin, perfección, plenitud (3.6.1). Hay un ir realizándose a lo largo del tiempo, que corre a cargo del
propio viviente. Vivir es crecer.

5) Por último, la vida tiene un ritmo cíclico y armónico; es decir, su movimiento se repite, vuelve
una y otra vez a empezar, y se va desplegando a base de ritmos repetidos, cuyas partes están internamente
proporcionadas unas con otras, hasta formar un todo unitario (la armonía no es otra cosa que este orden y
proporción interna de las partes en el todo: cfr. 2.7): todo ser vivo nace, crece, se reproduce y muere, y
después viene otro, en otra primavera, verano e invierno, y así sucesivamente.

El movimiento cíclico de la vida está basado y depende de los ciclos cósmicos, que son movimientos
circulares repetidos de los astros (en primer lugar, del sol, la Tierra y la luna) (15.2). El universo no tiene un
movimiento lineal3.

1.1.2 Grados de vida: vegetativa, sensitiva, intelectiva

Aunque los seres vivos comparten las características enunciadas en el epígrafe anterior, no todos son
iguales, es decir, no todos viven de la misma manera. Hay en ellos una gradación, una escala sucesiva de
perfección de sus formas de vida, cuyos detalles estudia la zoología. Esta escala se puede dividir según los
grados de inmanencia. Cuanta mayor es la capacidad de un ser vivo de guardar dentro de sí una operación,
mayor es su nivel inmanente. Comer una manzana, refunfuñar, y pensar en alguien, son tres grados diferentes
de inmanencia, de una perfección cada vez mayor.

Sin embargo, no sólo la inmanencia, sino también las restantes características de la vida (1.1.1) se
dan en los seres vivos superiores en grado más perfecto que en los inferiores. En los superiores hay más
movimiento, más unidad, más inmanencia y mayor autorrealización que en los inferiores. Esta jerarquía en
la escala de la vida se puede dividir en tres grados, que vamos a describir someramente a continuación,
enumerando ya algunas diferencias importantes entre ellos:

1) El primer grado es la vida vegetativa, propia de las plantas y todos los animales superiores a ellas.
Tiene tres funciones principales: la nutrición, el crecimiento y la reproducción4. En la primera, lo inorgánico
exterior pasa a formar parte de la unidad del ser vivo. La nutrición se subordina al crecimiento, identificado
antes (1.1.1) con la autorrealización. La reproducción consiste en ser capaz de originar una réplica de uno
mismo: otro ser vivo de la misma especie.

Los seres que no se reproducen sexualmente "desaparecen" en sus crías. En cambio, los que lo hacen
sexualmente tienen un subsistema corporal especializado para ello, que les permite seguir existiendo después
de reproducirse, con lo que se independizan a sí mismos de esa función: "en la escala de la vida, la

3 La física clásica de la época racionalista adoptó una imagen del mundo en la que el espacio y el tiempo
eran pura extensión indeterminada, y el movimiento un desplazamiento lineal en esa extensión. Hoy, esa
visión mecánica ha sido abandonada, en especial desde que Einstein formuló su teoría de la relatividad. Un
comentario ilustrativo al respecto puede verse en L. Polo, Introducción a la Filosofía, Eunsa, Pamplona, 1995,
107-136.
4 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, Instituto de Ciencias de la Familia (ICF)-Rialp, Madrid, 1993, 67.

2
relevancia del individuo y su independencia frente a la especie es cada vez mayor hasta llegar al hombre, en
el que la relevancia de la autorrealización individual excede plenamente la de la especie"5.

2) El segundo grado es la vida sensitiva, que distingue a los animales de las plantas. La vida
sensitiva consiste sobre todo en tener un sistema perceptivo que ayuda a cumplir las funciones vegetativas
mediante la captación de cuatro tipos de estímulos: lo presente, lo distante, lo pasado y lo futuro. En cuanto
son captados, esos cuatro tipos de estímulos provocan un tipo u otro de respuestas. La captación se realiza
mediante el conocimiento sensible o sistema perceptivo, del que más tarde se hablará (1.6.2).

La estimulación exterior captada a través de la vida sensitiva produce una respuesta: el instinto, que
es la tendencia o referencia del "organismo biológico a sus objetivos más básicos mediada por el
conocimiento"6, por ejemplo el hambre o la pulsión sexual. Se puede decir que mediante el instinto el
animal: 1) capta o conoce; 2) objetivos no modificables, genéticamente programados, con los cuales
satisface sus necesidades vegetativas.

Mediante su vida sensitiva, el animal controla en cierta medida las operaciones que conducen a su fin
instintivo. Sin embargo, el circuito estímulo-respuesta en él no puede ser interrumpido, sino solamente
conocido y en cierta medida regulado. El conocimiento sensible del animal interviene en la conducta, pero
no la origina: hay un cierto automatismo. Los fines instintivos, insistimos, al animal le vienen dados, porque
no son fines individuales, sino específicos, es decir, propios de la especie e idénticos a los de cualquier otro
individuo. El individuo animal no los elige: los recibe genéticamente y no puede no dirigirse hacia ellos.
Una vez conocido el estímulo, en el animal la respuesta se desencadena necesariamente.

Así pues, son tres características esenciales de la vida sensitiva, tal como se da en los animales:

1) el carácter no modificable, o "automático", del circuito estímulo-respuesta;


2) la intervención de la sensibilidad en el desencadenamiento de la conducta;
3) y la realización de fines exclusivamente específicos o propios de la especie.

Una última reflexión derivada de lo anterior es: si hemos dicho que en los animales los fines de su
especie, no modificables y propios de su instinto, están siempre ya dados, resultará entonces que los medios
se conocen sólo en presencia de los fines y subordinados a ellos. Los animales no tienen capacidad de
separar los medios de los fines. Si el fin al que tiende no es instintivamente percibido, el animal, por decirlo
así, no se "preocupa" de los medios.

3) El tercer grado de vida es la vida intelectiva, propia del hombre. En ella acontece algo muy
singular: se rompe la necesidad o automatismo del circuito estímulo-respuesta. "Por encima de los animales
están los seres que se mueven en orden a un fin que ellos mismos se fijan, cosa que es imposible de hacer si
no es por medio de la razón y el intelecto, al que corresponde conocer la relación que hay entre el fin y lo
que a su logro conduce, y subordinar esto a aquello. Por tanto, el modo más perfecto de vivir es el de los
seres dotados de intelecto, que son, a su vez, los que con mayor perfección se mueven a sí mismos"7. Las
características propias y diferenciales de este grado superior de vida son las siguientes:

a) El hombre elige intelectualmente sus propios fines, aunque no todos, pues evidentemente
conserva los específico-vegetativos, propios de la especie, y por tanto de todos los individuos de ella.
Además de esos fines específicos, también se da a sí mismo otros fines que son exclusivamente individuales,

5 Id. La relevancia del individuo humano respecto de la especie se debe a que es una persona: cfr. L. Polo,
Etica. Hacia una versión moderna de los clásicos, Universidad Panamericana, Mexico, 1993, 67-81. Este
destacarse de la persona por encima de la especie biológica (1.8) es una verdad que se irá explicitando
progresivamente: es el hallazgo moderno de la libertad individual (6.2).
6 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 70.
7 Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 18, a. 3

3
es decir, que otros individuos de su especie no tienen, aunque todos los hombres comparten un fin común y
último: la felicidad (8.3).

b) En el hombre, los medios que conducen a los fines no vienen dados, ni siquiera los referidos a
fines vegetativos, sino que hay que encontrarlos (los medios elegidos para lograr una cosa no siempre
resultan adecuados; en tal caso se pueden usar otros). Hay, pues, separación de medios y fines: una vez que
los fines han sido elegidos, o vienen ya dados por la vida vegetativa, hay que elegir o "inventar" también los
medios, es decir, la manera de alcanzarlos.

La somera caracterización de los grados de vida que antecede es sumamente importante. Por eso,
debe ser ampliada para ser mejor comprendida. Así pues, fijaremos ahora nuestra atención en la vida
sensitiva tal como se da en el hombre, y dedicaremos el capítulo siguiente, como ya se dijo, a las
características de la vida intelectiva. De la comprensión de ambas obtendremos una visión básica y
fundamental de la psicología humana.

1.2 El principio intelectual de la conducta humana

Hemos dicho que en el hombre, dotado de vida intelectiva, no todos los objetivos de sus actividades
y el modo de llevarlas a cabo vienen dados por la programación filogenética. Por eso corren por cuenta de la
elección y del aprendizaje individuales. Por tanto, porque el hombre elige y busca fines, y ensaya medios
para esos fines, porque se propone objetivos propios, y no sólo de la especie, el instinto viene en buena parte
completado o desplazado por el aprendizaje. En el hombre el aprendizaje es mucho más importante que el
instinto. La elección de los fines y los medios (5.2), y su puesta en práctica, son en buena parte aprendidos.
El hombre, a diferencia de los animales, debe aprender casi todo lo que hace: andar, comer, hablar, leer, en
suma, vivir.

Al hombre no le basta con nacer, crecer, reproducirse y morir para alcanzar su autorrealización
propia (cosa que sí sucede con una patata o un pájaro). Su vida no es automática, ni tiene sólo fines
vegetativos, específicos. Lo propiamente humano es la capacidad de darse a sí mismo fines y de elegir los
medios para llevarlos a cabo. Esto es la libertad (6.2): el hombre es dueño de sus fines, porque tiene la
capacidad de perfeccionarse a sí mismo alcanzándolos. En cuanto es dueño de sí, es persona (3.2). Esto se
puede expresar de esta otra manera:

1) En el hombre el conocimiento (el intelectual, más propiamente) da inicio a la conducta, es decir,


la conducta humana está principiada por el conocimiento intelectual. ¿Por qué? Porque si hemos dicho que
el hombre elige sus fines y los medios que a ellos conducen, esa elección se realiza mediante ese
conocimiento: por ejemplo, dedicarse a investigar las mariposas es una decisión "inventada", por así decir,
por el intelecto.

2) En el hombre se rompe el circuito estímulo-respuesta, y éste queda abierto. Esto quiere decir que
la biología humana está interrumpida por la vida intelectiva, y por tanto, en el hombre el pensamiento es tan
radical y tan natural como la biología, y por eso ésta no antecede a aquél8:

estímulo-----------/ mente /------------respuesta

----------------cuerpo--------------------

Si estoy en una ciudad donde el agua del grifo no es potable, y tengo una gran sed, puedo tomar la
decisión de no beber, o de beber y arriesgarme a coger una enfermedad intestinal. El hecho biológico de
sentir hambre no me dice nada acerca de qué debo comer: para hacerlo tengo que decidir entre
hamburguesa, pollo o cualquier otra cosa. Es decir, en el hombre, la satisfacción del instinto exige la

8 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 73.

4
intervención de la razón, que puede decidir beber o no beber, comer o no comer, o comer una cosa u otra.
"La naturaleza biológica humana no es viable al margen de la razón ni siquiera en el plano de la
supervivencia biológica"9. El hombre, ya se ha dicho, necesita aprender a vivir. Y para hacerlo, necesita
razonar.

3) Lo anterior tiene un corolario evidente: el hombre, si no controla sus instintos mediante la razón,
no los controla de ninguna manera. Las aves migratorias tienen un mecanismo biológico instintivo que les
lleva a volar como, hacia y cuando deben: no necesitan aprenderlo. El hombre, en cambio, tiene que
aprender a moderar desde la razón la fuerza de sus instintos (2.7) si no quiere hacerse daño a sí mismo o a
otros, como sucede, por ejemplo, con el instinto de la agresividad (11.3). Si el hombre no se comporta
según la razón, sus instintos carecen de medida, se tornan desmesurados, cosa que no les sucede a los
animales, porque en ellos el control es inconsciente y "automático". El hombre, si no es racional, es peor que
los animales, en cuanto la fuerza de sus instintos crece entonces en él de una manera excesiva, porque no hay
ninguna ley que los modere. En los animales, en cambio, esa ley es instintiva: se da por igual en todos los
individuos de la misma especie. Esta es una de las consecuencias de la libertad.

1.3 El cuerpo como sistema

La idéntica radicalidad de biología y razón10 en el hombre (1.2) puede apreciarse en la morfología de


su cuerpo11. El cuerpo humano no es como el de los animales. La diferencia fundamental es que en él la
biología está al servicio de las funciones intelectivas. Hay una corresondencia entre la inteligencia y la
morfología del cuerpo. Esto se advierte en primer lugar en que es un cuerpo no especializado. De esta no
especialización le vienen sus peculiaridades y características: está biológica y funcionalmente preparado y
adaptado para servir a la mente. Si no fuera así, no podríamos emitir voces ni hablar, ni usar o fabricar
instrumentos, ni tener lenguaje, ni mirar de frente al mundo, ni hacer gestos simbólicos con el rostro o las
manos. En suma: si no tuviéramos un cuerpo adecuado para realizarlas, las funciones intelectuales no se
podrían llevar a cabo, y por tanto no seríamos hombres.

La no especialización del cuerpo se puede resumir en lo que llamaremos su carácter "sistémico":

1) El cuerpo humano es un sistema porque todos sus elementos están funcionalmente


interrelacionados. No cabe una consideración aislada de los pies, de la lengua o del estómago: forman parte
de un todo, y sólo en el todo pueden cumplir sus funciones. Por otra parte, éstas no son sólo orgánicas, sino
también intelectivas, por ejemplo hablar o dibujar. La consideración funcional del cuerpo debe atender al
hecho de que es un todo, un sistema.

2) En consecuencia, algunas de sus rasgos constituyentes, como el bipedismo, la posición libre de las
manos, que no necesitan apoyarse en el suelo, la postura erecta y vertical de la columna vertebral, la
posición frontal de los dos ojos para mirar hacia adelante y no hacia los lados, y el mayor y más peculiar
desarrollo cerebral, están relacionados entre sí, son "sistémicos", es decir, remiten unos a otros, y no se
pueden concebir aisladamente. Esto responde al modo en que ha sucedido el proceso evolutivo del hombre
(1.8). El cuerpo humano, tal como es, es una innovación compleja en el proceso de la evolución .

3) Por ejemplo, las manos son un instrumento inespecífico, es decir, "multiuso", pensado para ser
"instrumento de instrumentos"12 y de lenguajes: pueden rascar, agarrar, golpear, abrir, palpar, señalar, etc.

9 Id.
10 Para una excelente profundización en la relación entre ambas, desde la perspectiva de la evolución
biológica y del origen del hombre (1.8), cfr. A. Llano, Interacciones de la biología y la antropología, en N. López
Moratalla y otros, Deontología biológica, Universidad de Navarra, 1987, 153-209.
11 L. Polo, Quién es el hombre, Rialp, Madrid, 1991, 66-72 y 155-161. Ver otras características generales del
cuerpo humano en J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 127-143.
12 Aristóteles, Sobre el alma, 432a 1.

5
Sirven para todo, pero por una razón: están libres, no son garras, ni pezuñas, ni nada configurado para una
sola cosa13. Son finas, prensiles, con bastantes dedos (tocan el piano o enhebran una aguja, por ejemplo). Las
manos le sirven al hombre para hacer lo que quiera porque no necesita apoyarlas en el suelo para andar.
Sirven también de señal, de símbolo, como en el saludo amistoso u hostil. Las manos son expresivas, pues
acompañan al rostro y a las palabras: sirven incluso para que los sordomudos hablen. Las manos son un
instrumento al servicio del sistema entero que es el cuerpo y el espíritu humano.

4) El hombre no tiene sólo voz, sino también palabra, que es la voz articulada. El sistema de la voz
articulada exige unos órganos especiales que permiten la modulación de las vocales y de las consonantes y
el nacimiento de los distintos lenguajes. Si no tuviéramos labios finos, lengua flexible, dientes y muelas, etc,
no podríamos modular las consonantes, ni sisear, o silbar, etc. Si no tuviéramos cuerdas vocales, no
podríamos modular las vocales. Combinando unas y otras salen muchas clases de letras y sílabas. Con ellas
se forman las distintas lenguas. Es lo que estudia la Fonética. Si nuestro órganos fonativos no fuesen tan
especiales, no podríamos hablar, sino simplemente emitir sonidos o gruñidos, como un perro o un pájaro,
pero no articular unos con otros, y formar sílabas y palabras diferentes.

Estas someras referencias pueden ayudar a entender una idea muy simple, pero al mismo tiempo
compleja: el cuerpo humano está configurado para cumplir funciones no orgánicas, como son el trabajo
(4.3) y el lenguaje (2.1), entre otras muchas ya enumeradas. Hay, pues, una gran unidad entre el cuerpo y la
inteligencia. No se trata sólo de una conexión que, por así decir, "funciona", sino de algo mucho más
profundo: la biología y la inteligencia humanas están interprenetradas e interrelacionadas, de modo que se
imbrican mutuamente. El hombre es cuerpo inteligente o inteligencia corporalizada (15.2). Con esto,
llegamos a otra importante cuestión.

1.4 Dualismo y dualidad

La vida humana es siempre dual (vida-muerte, noche-día, sueño-vigilia, altura-profundidad, juego-


trabajo, amor-odio, sujeto-objeto, bien-mal, gozo-dolor, hombre-mujer, izquierda-derecha, vida-razón,
cuerpo-espíritu, tierra-cielo, etc). Hay siempre una dualidad y duplicidad de dimensiones, de ritmos, de
tiempos, de situaciones, un balance bipolar que parece afectar también al cosmos. Más adelante (15.2)
haremos una caracterización algo más precisa de esta estructura dual de la vida humana. Ya se ha dicho
(1.1.1) que ésta es cíclica y rítmica: siempre tiene altos y bajos.

Pues bien, hay una cierta visión del hombre, ya muy antigua, pero todavía muy extendida, en
versiones muy diferentes, de la que aquí se discrepa: se trata de una exageración de este rasgo básico de la
vida humana que es la dualidad. Esta visión convierte la dualidad en dualismo al acentuar excesivamete uno
de los dos polos, de modo que terminan separándose y oponiéndose. Principalmente el dualismo opone
cuerpo-alma, materia-espíritu, tierra-cielo, mal-bien, tiempo-eternidad, de modo que la separación de ambos
es metafísica, irrevocable, llegando incluso a convertirse en franca oposición.

El dualismo, pues, se puede caracterizar como oposición de las dos dimensiones básicas de la vida
humana, presentando éstas como dos elementos diferentes y contrapuestos que se yuxtaponen sin unirse, al
menos en el hombre: por un lado la materia, el cuerpo, y por otro, el alma, el espíritu. Res cogitans y res
extensa, sustancia pensante y sustancia extensa, pensamiento y extensión, dos realidades separadas cuya
relación es siempre problemática.

Se pueden aducir al efecto dos ejemplos extremos, que parecen posturas máximamente alejadas,
pero que en realidad comparten algo básico: la visión escindida del hombre como un compuesto temporal de
esos dos elementos. La primera es la de Pitágoras (siglo VI a. de C.), difusor en Grecia del dualismo

13 L. Polo, Tener y dar, en Estudios sobre la encíclica "Laborem Exercens", BAC, Madrid, 1987, 201-230.

6
espiritualista14 que pasará al humanismo clásico, en especial a Platón, y a través de él a una cierta parte de la
tradición cristiana: el cuerpo (soma) sería la tumba (sêma) del alma (psique; psíquico y psicológico es lo
perteneciente al alma), la cual estaría como prisionera en él, ansiando romper la unión de ambos para correr
hacia las alturas celestes y dejar la tierra corruptible, que es una nada. Pitágoras difundió en Europa la
creencia en la reencarnación o transmigración de las almas (17.4), que "caen" de ese mundo superior hacia
los cuerpos que las aprisionan durante una vida, y después otra, y así sucesivamente.

La segunda concepción es el materialismo, presente en bastantes ciencias a partir de mediados del


siglo XIX, por ejemplo en ciertas escuelas de filosofía de la mente y neuroanatomía anteriores a 1950, y que
identifica estados cerebrales con eventos psicológicos y cognitivos: cualquier emoción o pensamiento no
sería más que una determinada reacción bioquímica en las neuronas. La primera postura hace irrelevante, no
verdaderamente humano, lo corporal y lo material. La segunda, subsume lo mental y lo espiritual en lo
fisiológico: no hay "res cogitans"; sólo "res extensa"15.

Ambas visiones aceptan un dualismo de partida: o bien el hombre sería res cogitans más res extensa
(una mezcla, pero no una unidad dual, con una doble dimensión), o bien se niega uno de los dos elementos,
y se afirma que el otro es el verdaderamente real. Esta visión dualista nos presenta un hombre escindido en
dos mitades irreconciliables, o un hombre unidimensional, cercenado, unilateral: él no es sólo materia, ni
sólo espíritu, sino ambas cosas de una sola vez. La idea dualista está con frecuencia presente en el uso
coloquial de la pareja de términos cuerpo-alma y en la concepción ordinaria de ésta última. Sin embargo, no
se ajusta a la verdad: el hombre es un espíritu en el tiempo16, corporal, un cuerpo animado. Para entender de
verdad lo humano conviene esforzarse por abandonar cualquier visión dualista, que siempre es fuente de
malentendidos y errores.

1.5 El cuerpo animado

1.5.1 El concepto de alma: principio vital y forma

La noción dualista del alma, y concretamente Descartes, la ve como conciencia, es decir, lo


"elevado" por encima del cuerpo y separado de él, lo "espiritual", la "sustancia pensante". Aquí daremos otra
visión del alma, inspirada en Aristóteles, las modernas investigaciones de la biología y la filosofía analítica
anglosajona de los últimos años.

La noción de alma en esta otra tradición no dualista es un concepto fundamentalmente biológico,


pues designa lo que constituye a un organismo vivo como tal, diferenciándolo de los seres inertes,
inanimados o muertos. Se trata por tanto de un concepto de alma que no es sólo humano: aunque parezca
chocante, también los animales tienen alma. Es un concepto que sirve para comprender los seres vivos: "un
organismo vivo, o un cuerpo animado, no es un cuerpo más un alma, sino un determinado tipo de cuerpo"17.

Por tanto, según esta concepción, alma no se opone a cuerpo. Sucede más bien que el ser vivo tiene
dos dimensiones: una materia orgánica y un principio vital que organiza y vivifica esa materia. Ese principio

14 Pitágoras y sus seguidores tomaron esta idea del mito de Orfeo, inspirado en concepciones fuertemente
dualistas egipcias, muy antiguas (1400 a. de C.): J. Chevalier, Historia del pensamiento, Aguilar, Madrid, 1958,
vol. I, 57. El dualismo define muchas religiones del medio Oriente en esas épocas: el mundo y el hombre
son mezcla de un principio bueno y un principio malo.
15 La actitud dualista, típica del materialismo moderno, como ya se ha dicho (nota de 1.1), tiende en su física
a considerar sólo el movimiento geométricamente lineal, que es más bien una consideración abstracta y una
determinada imagen del mundo. Por eso no tiene mucho en cuenta la dualidad, ni la armonía, ni el carácter
temporal y cíclico de las cosas. En adelante se harán frecuentes alusiones a las diversas formas de dualismo
moderno, principalmente el racionalismo, el vitalismo y el materialismo, para discrepar de ellas y
reivindicar una visión más integrada, que poco a poco se irá explicitando.
16 Esta expresión es de L. Polo, cuyas ideas inspiran este libro, aunque no siempre se diga expresamente.
17 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 82.

7
vital, aquello por lo cual un ser vivo está vivo, su principio de determinación, es el alma: "el primer principio
de vida de los seres vivos"18. Lo que diferencia un perro vivo de uno muerto es que el primero "tiene" alma,
está vivo, y el segundo no, y se corrompe.

Podemos dar, pues, hasta tres definiciones de alma: 1) el principio vital de los seres vivos; 2) la
forma del cuerpo; 3) la esencia del cuerpo vivo. Para entender estas definiciones podemos acudir a un
ejemplo de Aristóteles y a la noción de forma. El ejemplo dice que la vista es al ojo lo que el alma es al
cuerpo19. La función vital, no de un órgano concreto, sino de todo el cuerpo vivo, es, no ésta o aquella
función, sino el conjunto de todas ellas, el alma.

Forma y materia son dos nociones del lenguaje común que tienen un fuerte contenido filosófico.
En las cosas, la materia tiene una forma o ley (nótese desde ahora la cercanía de estos dos términos: cfr.
11.1) que diferencia unas cosas de otras. Así, la onda de una ola o de una cascada es la forma más o menos
estable, a través de la cual discurre una materia cambiante, el agua. Las cosas tienen una forma, propia y
peculiar, que puede ser estudiada independientemente de la materia, de muchos modos: sobre todo a través
de la ciencia y de las artes plásticas. En los seres inertes, la forma es más bien estable: cambia poco (el mar
siempre "hace" las mismas olas "a través" de millones de años).

Lo importante es advertir que los seres vivos tienen una forma más intensa que los inertes: por
decirlo así, la forma de los seres vivos "mueve" a la materia, la cambia, le da "dinamismo", es una forma
dinámica, "viva". Esa forma es lo vivo en ellos, la unidad actual y viva del organismo. A esa forma que
"mueve" el cuerpo, que lo agita, que lo lleva de aquí para allá, lo hace crecer, hablar, llorar y reír, etc, la
llamamos alma20.

En suma, el alma no es un elemento inmaterial preexistente que haya de unirse a un cuerpo


preexistente, aunque inerte, sino que el cuerpo sin el alma no es tal cuerpo, porque no llega a constituirse y
estar formalmente organizado como tal. Se ha de combatir la tendencia imaginativa al dualismo, que induce
a combinar un cuerpo preexistente con un espíritu que se introduce "dentro" de él y lo vivifica, como si fuera
un "duende". No: sin alma no hay cuerpo alguno.

Los clásicos lo resumían en este adagio: anima forma corporis, el alma es la forma del cuerpo. Esto
tiene mucha importancia porque implica que todo lo que le pasa al alma le pasa también al cuerpo: la
felicidad, los disgustos, entusiasmos, ilusiones, etc, se "contagian" también al cuerpo. No somos seres
"puros", que puedan vivir al margen de la sensibilidad, de los sentimientos, de los placeres y los dolores
sensibles. El cuerpo y el alma caminan siempre juntos porque son una sola "cosa": la persona. Por eso
ambos participan de todo lo que le pasa al "yo". Quien desprecia los sentimientos y la sensibilidad, se vuelve
inhumano, y al final se quiebra (cfr. 2.8).

1.5.2 Alma y facultades: esquema

La forma de los seres vivos, o alma, está siempre informando al cuerpo. Sin embargo, esta alma se
diversifica en una pluralidad de capacidades, funciones u operaciones, que no siempre se están ejerciendo

18 Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 75, a. 1.


19 Aristóteles, Sobre el alma, 412b 17-25.
20 Se ha de tener en cuenta que la forma y la materia tienen distintos grados de dependencia recíproca: la
gradación de la vida señala el grado de independencia de la forma respecto de la materia. Cuanto más vivo es un ser,
más independiente y "sobrante' es su forma respecto de su materia. Se puede añadir a esto que la sucesión
temporal comporta una exclusión de partes materiales que se suceden unas a otras. Esto es propio de la
materia: un trozo de pastel sólo puede ir a parar a un estómago, no a dos. En cambio, lo formal es lo
simultáneo, lo que supera la sucesión temporal, y por tanto lo inmaterial: una idea puede estar a la vez en muchas
cabezas y conocerla muchos, sin que se gaste (7.2). Cfr. J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 57. Esta
distinción será retomada más adelante (2.3, 7.2, 12.7, 17.3).

8
en acto. A esas capacidades podemos llamarlas facultades o capacidades operativas: "puesto que estar
animado o vivo es poseer determinadas capacidades, el estudio del alma es la consideración de esas
potencialidades"21. En sentido amplio, ese estudio pertenece a la Psicología. La primera división de las
facultades del alma humana se puede hacer así:

1) Funciones orgánicas o corporales:

a) Funciones vegetativas
b) Funciones sensitivas
c) Funciones apetitivas
d) Funciones motoras

2) Funciones no orgánicas o intelectuales

Desarrollaremos ahora este esquema, sin detenernos en 1a) y 1d), que interesan más a la Psicología.
Por otra parte, las funciones vegetativas ya fueron mencionadas en 1.1.2 (nutrición, crecimiento y
reproducción): el hombre come, crece y se reproduce asumiendo esos instintos en el conjunto de su vida
anímica, es decir, humanizándolos, aprendiendo a satisfacerlos, y generando así una serie de acciones y
actitudes. Se aludirá a ellas más adelante (10.2, 13.1). Por otra parte, las funciones intelectuales serán
tratadas en el capítulo siguiente. Resta, pues, tratar ahora de las funciones sensitivas y apetitivas.

1.6 La sensibilidad y las funciones sensitivas

La sensibilidad es la facultad del conocimiento sensible (1.1.2), y está compuesta por los sentidos
externos y los internos (el sentido común o perceptivo, la imaginación, la estimación y la memoria). Antes
de analizar muy brevemente estas funciones de la sensibilidad, haremos una aclaración previa sobre lo que en
1.1.2 se llamó sistema perceptivo, y que no es otra cosa que el conocimiento en su nivel puramente sensible.

1.6.1 La intencionalidad cognoscitiva

Para entender lo que es la sensibilidad es preciso entender antes el conocimiento, aunque sea en
términos muy generales: "la vida sensitiva se caracteriza por estar regida por el conocimiento y el apetito de
lo real concreto"22. La sensibilidad es la forma más elemental de conocimiento. Ahora bien, se precisa decir
qué es el conocimiento, aunque sea en términos muy vagos.

Daremos en primer lugar una definición intuitiva: "conocer es el modo más intenso de vivir"23.
Cuando se conoce algo, se vive mucho más, porque de algún modo se posee ese algo y así se "dilata" el
propio vivir: de algún modo se hace propio aquello que se conoce. "Vivir conociendo es vivir mucho más"24.
Cuando se conocen las cosas, de alguna manera se las vive. El lema clásico sapere aude, atrévete a saber, es
una invitación a vivir más.

En segundo lugar, daremos un apunte de lo que es la base de la explicación filosófica del


conocimiento: a nuestro principio activo (la forma, el alma) le "sobra" actividad y fuerza, de modo que no se
limita a informar el cuerpo, sino que es capaz de abrirse a otras realidades: "los sentidos reciben la forma
sensible de las cosas sin recibir su materia"25. Hay una mutación orgánica de los sentidos (por ejemplo: en la

21 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 95.


22 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre,cit., 144.
23 Id., 145.
24 Id. Más adelante se insistirá repetidamente en los modos a través de los cuales el hombre se apropia de
las cosas, puesto que poseer es una característica del espíritu (3.5).
25 Aristóteles, Sobre el alma, 424a 16-23.

9
retina se refleja el objeto visto) que técnicamente se describe como una apropiación de las formas exteriores
en el acto de conocerlas. Esta apropiación se llama intencionalidad26.

1.6.2 Sensaciones, percepciones, imaginación, estimación y memoria

La actividad cognoscitiva comienza por los sentidos externos, cuyo acto es la sensación. Esa
actividad se continúa en los sentidos internos, cuyos actos son la percepción, la imaginación, la estimación y
la memoria. Ahora se mostrarán my brevemente las características de estos cinco diferentes actos
cognoscitivos que forman la sensibilidad externa e interna.

Sensación

1) La sensación capta cualidades sensibles o accidentes particulares de los cuerpos, pero no la


naturaleza, esencia o totalidad de ellos. Son, por así decirlo, "aspectos" de esos cuerpos que impresionan
nuestros sentidos externos: el ruido de un motor, el azul del cielo, etc.

2) Esas cualidades son "captadas" por un "receptor especializado", que es el sentido externo
respectivo (vista, oído, olfato, gusto y tacto).

3) Las cualidades sensibles captadas en la sensación se han llamado en la modernidad cualidades


secundarias, y en la tradición clásica sensibles propios: son el color, el olor, el sabor, el sonido, el gusto...

Percepción

1) Las sensaciones no se dan aisladas, sino ensambladas unas con otras, superpuestas con otras del
mismo o distinto tipo, o integradas en la percepción, que es una actividad cognoscitiva que lleva a cabo la
unificación de las sensaciones mediante la llamada síntesis sensorial. La percepción es un conjunto de
sensaciones unificadas: el ruido de un motor, más el olor a gasolina, más una forma característica, nos hacen
percibir que se trata de un coche.

2) Mediante la percepción no se captan sólo las cualidades sensibles secundarias o "aspectuales",


propias de cada sentido, sino también las llamadas cualidades sensibles primarias o sensibles comunes:
número, movimiento o reposo, figura, magnitud o cantidad, que son cualidades que se perciben por varios
sentidos a la vez. La percepción, al unificar las sensaciones, permite captar lo común a varios sentidos, es
decir, estas cualidades primarias.

3) La percepción, llevada a cabo por la facultad que en la tradición clásica se llamó sentido común,
unifica las sensaciones y las atribuye a un único objeto, que se percibe como sujeto de las distintas
cualidades sensibles primarias y secundarias: se captan así las cosas como distintas unas de otras, y como
sujetos en los que inhieren esas cualidades sensibles captadas por la sensación. Percibo un coche porque
unifico mis sensaciones y las atribuyo a un único objeto percibido27.

Imaginación

1) El archivo de las síntesis sensoriales o percepciones es la imaginación. Puede: 1) reproducir


objetos percibidos; 2) elaborar nuevas síntesis sensoriales no percibidas, sino puramente imaginadas.

26 La intencionalidad cognoscitiva permite conocer la forma de las cosas bajo distintos aspectos: el color, el
sabor, la forma, etc. Una ampliación de estas breves alusiones en A. Llano, Gnoseología, Eunsa, Pamplona,
1983, 123-141.
27 Aquí se resume un proceso cognitivo sumamente complejo, que desde Aristóteles ha sido estudiado por la
filosofía, y modernamente por las ciencias psicológicas: cfr. J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 180 y
ss.

10
2) Además, la imaginación da continuidad a la sensibilidad, porque permite construir imágenes de
los objetos percibidos, y re-conocerlos: la imagen de un coche que se aleja sabemos como es, lo
reconocemos. Al construir una sucesión de imágenes, va apareciendo el mapa del mundo que me rodea, y las
referencias del espacio y del tiempo.

3) A partir de las imágenes, la inteligencia obtiene ideas abstractas: "coche", "perro", "cementerio".
La imaginación es muy plástica, y suministra imágenes a una buena parte de la vida psíquica y de la
actividad humana: la actividad artística (12.8) y simbólica (12.6), los sentimientos (imaginamos a la persona
amada) (2.5), la técnica y los inventos que se nos ocurren (4.2), los relatos y narraciones (3.4. 5.5), etc.

4) La imaginación es una facultad decisiva en la vida humana: puede ser predominante frente a
otras: funcionar "a base de imaginación", y no con datos reales, etc. La creatividad de la imaginación puede
acentuarse en determinadas personas o determinadas culturas (15.3). En realidad tendemos a imaginar todo
lo que pensamos y sentimos, porque no podemos conocer el mundo si no es a través de la sensibilidad, y ésta
queda organizada por la imaginación. Todo nuestro discurso racional va acompañado por representaciones
imaginativas28. En realidad, la creatividad humana (6.2) es un uso inteligente de la imaginación.

Estimación

La estimación es una función sensitiva de la facultad estimativa, y tiene tres características:

1) "Una estimación consiste en poner en relación una realidad exterior con la propia situación
orgánica"29 y la propia vida: preferir hamburguesa es una estimación, porque en ella realizo una valoración
de lo que significa para mí a nivel orgánico esa realidad externa; percibo si me gusta, si me apetece, si me
conviene... Por tanto, es una estimación o valoración de un objeto singular respecto de mi situación orgánica.

2) Es evidente que la estimación es entonces una cierta anticipación del futuro: la estimación rige el
comportamiento que voy a tener respecto del objeto valorado: "La facultad que estima el valor de una
realidad singular externa respecto de la propia singularidad orgánica es también la facultad que rige el
comportamiento propio respecto de cada realidad singular externa"30.

3) Finalmente, mediante la estimativa se adquiere experiencia sobre las cosas singulares externas y
sobre cómo comportarse frente a ellas: sabemos si nos gustan o no, o si nos convienen o no, y las preferimos
o rechazamos conforme a esa experiencia.

Memoria

1) La memoria conserva las valoraciones de la estimativa y los actos del viviente. Retiene la
sucesión temporal del propio vivir, de las propias percepciones, pensamientos, etc. La memoria tiene base
orgánica, y puede ser: sensible (cerebralmente localizable) e intelectual (cerebralmente no localizable, al
menos en parte).

2) La memoria tiene una importancia portentosa en la vida humana31, pues es la condición de


posibilidad del descubrimiento y conservación de la propia identidad y el modo de enlazar con el pasado,
conservándolo (9.8): sin ella no sabríamos qué hicimos ayer, quienes son nuestros padres, quienes somos
nosotros, a qué grupo pertenecemos, con qué recursos contamos y cómo debemos usarlos, etc. Por eso, es
sumamente importante el reconocimiento que se consigue cuando se conoce la propia biografía o la
historia de una persona, una nación, un paraje, etc (3.4, 9.8). Se explica mejor quien es alguien conociendo

28 J. Peña, en Imaginación, símbolo y realidad, Universidad Católica de Chile, 1987, 121-133.


29 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 190.
30 Id., 191.
31 Para una descripción de esta importancia, cfr. L. Polo, Quién es el hombre, cit., 48-62.

11
su historia que describiéndola de modo abstracto. Esto nos remite a la dimensión temporal de la vida
humana, que es algo central y radical, como veremos más adelante (3.4).

1.7 Las funciones apetitivas

1.7.1 Apetitos e inclinaciones: el bien.

Las funciones apetitivas son las tendencias que mueven al ser vivo hacia su autorrealización, en
virtud de una iniciativa que sale de él: "Todos los seres naturales están inclinados a lo que les conviene, pues
hay en ellos cierto principio de inclinación por el que su inclinación es natural"32. El movimiento de un ser
vivo nace de sí mismo (1.1.1), y busca lo que es bueno para él: por eso tiene tendencias o inclinaciones:

Las funciones apetitivas del hombre dan origen a los deseos e impulsos, que son el origen de la
conducta, y de los que ahora se hablará (1.7.2). Apetecer y apetito tienen en el lenguaje ordinario un sentido
más restringido del que aquí se emplea, aunque puede advetirse lo que indicamos en la frase: "me apetece
tumbarme". Es decir, apetito significa inclinación, tendencia.

Por tanto, el apetito en un ser vivo es la "tendencia o inclinación a la propia plenitud"33. Dijimos
(1.1.1) que una de las características de la vida es que lo vivo camina y se distiende a lo largo del tiempo
hacia una plenitud de desarrollo. A esto le llamamos autorrealización o crecimiento. Esta plenitud hacia la
que se inclinan todos los seres, no sólo los vivos, puede ser designada con el término bien, si ampliamos su
significado no ciñéndolo sólo a un significado moral, sino al que se indica en frases como "hoy hace bueno",
"esta alfombra es muy buena", "está bastante bien", etc. En estas frases el bien aparece como lo conveniente
para una cosa: "lo que es conveniente para algo, es para él el bien".

El bien no es entonces tanto un valor moral, como una simple conveniencia. "El bien es lo que todos
apetecen"34, sencillamente porque "todo aquello hacia lo cual el hombre tiene una inclinación natural es
naturalmente captado por la razón como algo bueno y que por tanto hay que tratar de conseguir, y lo
contrario como algo malo y vicioso"35. Las inclinaciones o apetitos que nos dirigen hacia nuestros bienes
propios, pueden ser sensibles o intelectuales. La tendencia sensible se realiza mediante la estimación y la
intelectual mediante la razón práctica y la voluntad. Estudiaremos ahora la primera, y más adelante (2.6,
5.2) la segunda.

1.7.2 Deseos e impulsos

Las tendencias sensibles, en los animales y en el hombre, se dividen en dos grandes tipos: los
deseos y los impulsos, y se dirigen a satisfacer los instintos sensibles más básicos de la nutrición y la
reproducción.

"La dualidad de facultades apetitivas se funda en dos tipos distintos de captación de valores en el
tiempo: la captación de los valores dados en el presente inmediato de la sensibilidad funda el deseo
(epythimía, apetito concupiscible) y la captación de los valores en el pasado y en el futuro según los
articula sensibilidad interna funda el impulso (thymós, apetito irascible) y permite referir el deseo a valores
que están más allá del presente inmediato de la sensibilidad"36. Podemos esquematizar gráficamente la
cuestión de este modo:

32 Tomás de Aquino, De Veritate, q. 22, a. 1.


33 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre,cit., 205.
34 Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1094a 2-3.
35 Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-II, q. 94, a. 2.
36 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre,cit., 210

12
X ---------------------- (1) Deseo o apetito concupiscible

X ------- / ----- (2) Impulso o apetito irascible

Los deseos (1) del sujeto X se dirigen al bien presente (_), y su satisfacción tiene carácter
placentero (7.3), porque implican la posesión de lo apetecido. Por ejemplo, comer un alimento.

Los impulsos (2) del sujeto X son más bien agresivos y se dirigen a lo arduo (_), que es un bien
difícil, que exije apartar los obstáculos (/) que se interponen entre el sujeto y el bien. Son un cierto impulso
de rechazo de esos obstáculos. El ejemplo más claro es la agresividad a cualquier nivel37: la conducta
agresiva sirve, en general, para hacer frente a lo que aparece como una amenaza, por ejemplo, algo o alguien
que me impide alcanzar la comida, o que quiere quitármela38.

Se puede afirmar que (2) nace más bien de (1) -tengo hambre-, pero es superior a él: me hace
discurrir. El bien arduo es más difícil, pero más rico que el puro presente de la posesión del objeto deseado,
porque implica un ponerse en marcha, un proyecto, un cierto futuro: a ver qué hago para obtener la comida.
Cuando predomina (2), el mundo interior es más rico39.

La gratificación del deseo satisfecho se acaba pronto. Si no se apetece nada más, se provoca entonces
la reiteración del placer de las sensaciones actuales, y se desdeña el ponerse en marcha hacia un bien cuya
consecución entraña apartar obstáculos. El hombre es, en efecto, el único animal que reitera las sensaciones
presentes sin necesidad orgánica, porque es capaz de razonar y proponerse la repetición de un placer que no
le es orgánicamente necesario (los romanos, por ejemplo, vomitaban para seguir comiendo, pero no porque
lo necesitaran). Escribir un libro o ganar más dinero es un proyecto más rico que la mera reiteración de
sensaciones: hay que vencer muchos obstáculos.

En suma, los impulsos apuntan a bienes más arduos, pero más valiosos. El dinamismo de las
tendencias humanas exige armonizar y completar los deseos con los impulsos, la satisfacción de lo
conseguido y los nuevos proyectos. Aquí es preciso tener en cuenta que en el hombre las tendencias
sensibles, los deseos e impulsos, de hecho acompañan a la tendencia racional, la voluntad. En la actuación
humana resulta difícil separar los apetitos de la sensibilidad y los apetitos racionales propios de la voluntad
(2.6). La actuación de la persona es unitaria, y lo orgánico y lo intelectual no suelen separarse.

1.7.3 Plasticidad de las tendencias humanas

Recogiendo el conjunto de observaciones hechas hasta ahora, podemos trazar un esquema


simplificado40 de la percepción humana (arriba) y la percepción animal (abajo), y señalar con más precisión
las diferencias que eso implica para las tendencias humanas respecto de los animales. Al ser diferente el
modo de percibir en uno y otro, también es diferente el modo de tender:

37 Cfr. J. Rof Carballo, Violencia y ternura, Eapasa-Calpe, Madrid, 1988, 94-99. El impulso de la agresividad
es el origen de comportamientos positivos (la valentía: 16.5) o negativos (la conducta violenta: 11.3).
38 El deseo nace de las sensaciones agradables o desagradables, como el impulso. En la sensibilidad aparece
ya el sí y el no de los apetitos, la aceptación y el rechazo, como dualidad placer-dolor, que está en la raíz
misma de la vida (16.2).
39 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre,cit., 211-212.
40 Ver este esquema más desarrollado, tal como lo trazó J. von Uexküll, en J. Choza, Antropología filosófica,
Rialp, Madrid, 1989, 214.

13
El circuito estímulo-respuesta en el caso del hombre es diferente al del animal. Estas son las cuatro
grandes diferencias:

1) El hombre puede captar lo real en sí, sin que medie necesariamente un interés orgánico, sin
establecer una relación entre el objeto percibido y la situación corporal propia (se ve que entre el hombre y el
objeto no hay nada).

El animal, en cambio, refiere los objetos sólo a sus necesidades orgánicas, y los percibe dentro del
marco de estas necesidades y apetencias. El hombre, sin embargo, no tiene la estrechez perceptiva del
animal: éste tiene unos receptores limitados, y unas respuestas limitadas y adecuadas a los receptores, y
capta el objeto sólo en cuanto es conveniente o inconveniente para sí.

Lo específico del hombre es en primer lugar que tiene capacidad de captar las cosas sin
relacionarlas con su situación orgánica: el circuito estímulo-respuesta en él está abierto, como ya se dijo
(1.2).

2) En el hombre no están determinados los medios que hay que poner para satisfacer los fines
biológicos: esta satisfacción exige ya la intervención de la inteligencia, para que ésta determine el modo de
alcanzar esos fines instintivos (1.2). En efecto, "las tendencias humanas naturales no imponen formas
enteramente determinadas a la conducta"41; por ejemplo: la cultura gastronómica es diferente en cada pueblo,
pero satisface una misma necesidad orgánica. Lo específico del hombre es, en segundo lugar, que elige el
modo de satisfacer sus necesidades instintivas.

3) Pero además, el hombre es capaz de proponerse fines nuevos (1.2), y algunos de ellos no
satisfacen necesidades vegetativas ni orgánicas, sino culturales. Lo específico del hombre en tercer lugar es
que a sus tendencias vegetativas añade finalidades más altas, de tipo técnico, cultural, religioso, etc (9.7).

4) Las tendencias son inclinaciones al bien. Las finalidades no instintivas a las que el hombre es
capaz de dirigirse pueden constituirse también en objeto de tendencia mediante una inclinación aprendida
por repetición de actos, llamada hábito. El hábito sería una inclinación, no natural sino adquirida, para
realizar ciertos actos. Ya se dijo también (1.2) que en el hombre el aprendizaje (y ahora añadimos: y los
hábitos a él consiguientes) desplaza en buena parte al instinto.

Los hábitos (3.5.2) pueden ser buenos o malos, favorables o perjudiciales para el desarrollo del
hombre, como por ejemplo el alcoholismo, un hábito que busca el placer de la excitación o la evasión que

41 A. Millán-Puelles, La libre afirmación de nuestro ser, Rialp, Madrid, 1993, 493.

14
esa euforia proporciona (8.8.1). En este caso se trata de un hábito perjudicial referente al modo de satisfacer
una necesidad de beber que no es exactamente biológica. Por tanto, en cuarto lugar es específica del hombre
la adquisición de hábitos mediante un aprendizaje que desplaza al instinto.

De los puntos anteriores se deriva una conclusión importante: lo decisivo en el hombre es el


aprendizaje y el hábito consiguiente, también a nivel sensible; el instinto biológico es incipiente y limitado.
Estar vivo no basta, es necesario aprender a vivir: la calidad de vida depende del nivel de aprendizaje. La
espontaneidad biológica en el hombre es insuficiente, muy débil, da para muy poco, exige una pronta y
decisiva intervención de los hábitos.

Esta última conclusión hoy no se acepta fácilmente: se piensa que lo importante es que la fuerza vital
se manifieste espontáneamente (8.8.2), como si la pura biología fuese un nivel humano en sí mismo
suficiente: sin embargo, no hay biología humana sin aprendizaje, sin hábitos y sin cultura (12.2).
Considerar al hombre como pura biología, como puro vivir, es sensillamente un error, es no considerar ni
siquiera bien la biología humana, ya que ésta necesita del aprendizaje, la técnica (4.2) y la cultura sin las
cuales el hombre ni siquiera es biológicamente viable (1.2). Para entender esta última consideración será
preciso aludir más adelante (3.5.2, 9.1, 10.5) a la educación y la ayuda del entorno familiar y social para que
el hombre pueda llevar a cabo todo este aprendizaje, sobreviva y sea viable.

1.8 El origen del hombre

Lo dicho hasta aquí nos ofrece una base pequeña, pero suficiente, para abordar una cuestión ya
aludida: ¿de dónde procede el hombre? Si tiene un cuerpo no especializado, y adaptado a su inteligencia,
¿cómo ha obtenido esa adaptación? Si sus tendencias y su comportamiento difieren del de los animales,
¿cuándo empezó a ser diferente? Es evidente que es un ser vivo, luego tiene un parentesco con los demás
vivientes: ¿acaso no es, simplemente, un animal más evolucionado?

El problema del origen del hombre es una cuestión difícil por la sencilla razón de que ninguno de
nosotros estuvo presente en él: es un hecho no experimentable, y por tanto resulta difícil que la ciencia pueda
esclarecerlo del todo. Lo que nosotros podemos hacer es un conjunto de reflexiones que pertenecen más a la
antropología y la filosofía que a un cuerpo de proposiciones científicas experimentables o definitivas. Pero
no por eso tienen menos valor.

El origen del hombre no puede tratarse más que en el contexto del origen y evolución de la vida
dentro del cosmos. Los hechos pasados que la ciencia puede testimoniar al respecto son aún muy inciertos, y
para interpretarlos se precisa asumir algún tipo de supuestos que no son suministrados por la ciencia misma,
sino por la visión del mundo que se tenga. Hay dos supuestos últimos de este tipo:

1) La ley de la vida (11.1) es producto del azar, y se ha formado por combinación espontánea de
mutaciones genéticas, a partir de seres vivos muy elementales: "el equilibrio y el orden de la naturaleza no
surgen de un control más elevado y exterior (divino), o de la existencia de leyes que operen directamente
sobre la totalidad, sino de la lucha entre los individuos por su propio beneficio (en términos modernos, por la
transmisión de sus genes a las generaciones futuras a través del éxito diferencial en la reproducción)"42. En
otras palabras: la evolución no sigue un camino ascendente y predecible. Toda especie es, en cierto sentido,
un accidente. Este modo de ver las cosas se puede denominar evolucionismo emergentista, y es una
elaboración actual de las teorías de Darwin.

2) La ley de la vida es parte de una ley cósmica y de un orden inteligente, organizado por una
Inteligencia creadora (4.9, 11.1, 11.2), que ha dotado al cosmos de un dinamismo intrínseco, el cual se

42 S. Gould, Brontosaurus y la nalga del ministro. Reflexiones sobre historia natural, Grijalbo-Círculo de Lectores,
Barcelona, 1993, 12.

15
mueve hacia sus fines propios, según unas tendencias preferentes (3.6.1). Esto se puede llamar en sentido
amplio creacionismo.

Por lo que se refiere al hombre, ambas posturas aceptan en principio que la evolución de la vida
"preparó" la aparición del hombre mediante la presencia en la Tierra de animales evolucionados llamados
homínidos. Esta parte pre-humana de la evolución humana podemos llamarla proceso de hominización. Se
refiere a los antecesores inmediatos del hombre. En lo que difieren las dos explicaciones aludidas es en lo
que pasó después, que no es otra cosa que la aparición de la persona humana y su progresiva toma de
conciencia respecto de sí misma y del medio que le rodeaba. A esta segunda parte de la historia del origen
del hombre podemos llamarla proceso de humanización43.

Por lo que se refiere al proceso de hominización, sobre él versan las investigaciones paleontológicas
que buscan el origen exacto del hombre. El problema con el que se enfrenta ese trabajo es explicar por qué,
cuando y cómo el cuerpo de los homínidos evolucionó hasta adquirir un cierto parecido con el cuerpo actual
del hombre. Se trata de explicar características corporales a las que ya hemos aludido (1.4): amplitud de la
corteza cerebral, bipedismo y posición libre de las manos, disminución de la dentición anterior, etc.

La tesis más sugerente44 es la que afirma que esos cambios se vieron facilitados en gran medida por
un cambio en la estrategia sexual y reproductiva de esos homínidos pre-humanos. Los componentes de esa
nueva estrategia serían "la monogamia, la estrecha vinculación entre los dos miembros de la pareja, la
división del territorio para la recolección y la caza, la reducción de la movilidad de la madre y de su reciente
descendencia, y el más intenso aprendizaje de los individuos jóvenes"45. Al servicio de la eficacia biológica
de esta nueva estrategia se habrían seleccionado toda una serie de singularidades: "la receptividad
permanente de la hembra, el encuentro frontal y reproductor, el permanente desarrollo mamario, las
peculiaridades del dimorfismo sexual humano, la desaceleración del desarrollo embrionario, etc"46. Todos
ellos son rasgos que refuerzan la cohesión de un grupo configurado como más tarde lo estará la familia
humana. De este modo la evolución corporal de los homínidos habría tenido como condición previa el
establecimiento de los presupuestos biológicos de lo que después sería la familia humana (10.5.2).

Por contraste, en lo referente al posterior proceso de humanización, las dos posturas arriba aludidas
difieren por completo:

a) para el evolucionismo emergentista, la aparición de las mutaciones antes señaladas y de la misma


persona humana, y su posterior evolución cultural e histórica, sería un proceso continuo y casual, mero fruto
de mutaciones espontáneas, nacidas de la estrategia adaptativa de los individuos sobrevivientes frente a
determinados cambios del entorno. La aparición de la conciencia humana se explica por el mismo
mecanismo genético de cambios espontáneos o reactivos que dan origen a las especies animales. No hay
distinción entre los procesos de hominización y humanización: se trata de un proceso único y continuo.

El problema de esta postura no es sólo el modo poco convicente en que explican la aparición
"casual" del hombre y del entero mundo humano, sino el modo asimismo "casual" en que explican la
aparición, en el proceso de la evolución, de lo que podemos llamar innovaciones complejas, como por
ejemplo el ojo47, un organismo tan complicado que no resulta creíble que pueda constituirse y "funcionar" a
base de mutaciones casuales.

43 A. Llano, Interacciones de la biología y la antropología, cit., 200-207. Para ilustrar estos dos procesos y las
características diferenciales de la evolución humana, cfr. L. Polo, Etica, cit., 38-69.
44 C. O. Lovejoy, The origin of man, en Science, 211, 1981, 341-350; 217, 1982, 295-306.
45 A. Llano, Interacciones de la biología y la antropología, cit., 205.
46 Id.
47 Las innovaciones complejas en el proceso de la evolución, como es el caso de los ojos, han ocupado la
atención de los estudiosos (cfr. S. Gould y N. Eldredge, Punctuated Equilibria, an Alternative to Phyletic
Gradualism, en Schoff, T.J.M (ed.), Models in Paleobiology, San Francisco 1972, 82-115; F. Hitching, The Neck of
the Giraffe, New American Library, New York, 1982, 66-87), pues demuestran que en muchas ocasiones en

16
Además, tampoco puede explicarse así la aparición repentina de otras innovaciones complejas, como
las propias especies nuevas. La vida tiene una ley interna dentro de sí misma (11.1), y es esta ley la que
regula los cambios, las mutaciones genéticas, la aparición de nuevas especies, etc. No es un proceso sin
dirección, compuesto de combinaciones casuales, sino un sistema dirigido hacia una finalidad inmanente a
los propios seres que lo forman, como más adelante se dirá (3.6.1). En el desarrollo de ese sistema emergen
novedades que exigen un reajuste del sistema, de modo que se instaure un nuevo orden, y así
sucesivamente48.

Sin embargo, los argumentos más serios contra esta teoría no son sólo los internos a la propia ciencia
biológica, sino también los derivados de considerar la diferencia que hay entre los animales y el hombre,
entre el mundo natural y el humano, entre un hormiguero o una colonia de gorilas y el Museo del Louvre o
un libro de antropología. Es una diferencia suficientemente profunda como para que sea necesario dar de ella
un tipo de explicaciones capaces de justificarla de verdad. La más fundamental consiste en decir que el
hombre, además de cuerpo, tiene un tipo peculiar de alma, dotada de inteligencia (2.3) y carácter personal
(3.2), y por ende no derivada de la materia, es decir inmaterial, puesto que es capaz de hacer cosas
completamente ajenas a la materia: superar el tiempo (3.4), pensar (2.3), sentir (2.4), querer (2.6), amar (7.3),
hablar (2.1), escribir (12.8), etc. En el fondo, este libro es un análisis de esos elementos específicamente
humanos, muchos de los cuales son irreductibles a la materia, aunque inseparables de ella. Por eso, se
puede decir que el resultado del proceso de humanización está todavía en curso: es la historia misma del
desenvolvimiento de los hombres sobre la Tierra, su cultura y el mundo que han creado.

b) La segunda explicación considera con detenimiento este proceso de humanización, lo distingue


netamente del de hominización, y asume el conjunto de las diferencias entre el hombre y el animal. Por eso
se plantea el origen de la persona humana a partir de una instancia que no es, como en el caso anterior, la
vida emergiendo de la materia, la materia emergiendo de la energía, y la energía emergiendo de sí misma.
Esa instancia original del hombre y del mundo está más allá de ellos, y es un Absoluto creador en el origen
de uno y de otro (17.10).

En resumen, lo que podemos decir sobre el origen del hombre es que las hipótesis más o menos
plausibles sobre el proceso de hominzación no son extrapolables a lo ocurrido después, en el proceso de
humanización, sencillamente porque desde que terminó el uno y empezó el otro se ha introducido en el
sistema una variable nueva, indeductible de los elementos y situación anteriores: la libertad (3.2.5), algo que
ha sido creado en cada caso (10.4.3).

ese proceso no hay cambios graduales, sino repentinos: las especies, o los ojos, aparecen sin más, ya enteras y
aportando innovaciones complejas, de las que antes no había rastro (al menos así lo indica el registro fósil).
El caso del cerebro es el más llamativo, pues en el hombre su morfología y fisiología obedece a principios
organizativos diferentes a los animales: cfr. J. Eccles, La evolución biológica y la creatividad de la imaginación, en
Atlántida, 2, 1990, 116-127. El recurso al proceso de hominización tampoco es enteramente concluyente con
respecto a la innovación compleja que es el hombre. Esto indica que las hipótesis evolutivas, en el caso del
origen del hombre, tropiezan con aporías difícilmente resolubles con métodos científicos simplemente
analíticos: el hombre es un sistema complejo que requiere una comprensión sintética, propia de métodos
científicos distintos, entre los cuales está por ejemplo, el acercamiento antropológico que se intenta en este
libro. En 5.1.2 aludiremos más ampliamente a este problema. Por otra parte, que el hombre sea una
innovación compleja se debe a que es una persona (3.2), no un mero individuo de la especie que se origina
emergiendo de la materia genética preexistente (10.4.3): ya se deja claro en el texto que la novedad radical que
es la persona no emerge de la autoorganización de unos genes. En el caso del hombre, la persona está por encima
de la especie: cfr. 1.1.1, nota 5.
48 Para la noción de sistema y del orden dentro de él, cfr. 3.6.1, notas 40 y 41.

17
Ricardo Yepes Stork. Manual de Antropología filosófica: Un ideal de la exelencia humana.
ED. Eunsa.1996. Pamplona.

3. La Persona
3.1 Relevancia del concepto de persona

Nuestra cultura ha ido descubriendo paulatinamente la importancia y la dignidad de la persona humana. Por
ejemplo, el concepto de persona tiene una gran relevancia jurídica. Por eso el derecho lo estudia con amplitud, y
apoya en él toda la legislación positiva acerca de los derechos fundamentales, los principios jurídicos conocidos
como derechos humanos1, etc. La ciencia del derecho (11.6) desarrolla las implicaciones jurídicas del carácter
personal del hombre, y edifica sobre ellas la seguridad de la vida social (11.9). Y es que la fuente última de la
dignidad del hombre, en la cual se apoyan muchos ordenamientos jurídicos, todo el derecho natural, una parte
importante del derecho civil, etc, es, pues, su condición de persona.

Del mismo modo, esta noción es básica en otras ciencias humanas, y especialmente en la filosofía reciente,
en la ética profesional, etc. La explicación es bien sencilla: es un concepto que apunta a lo que constituye el núcleo
más específico de cada ser humano individual. Nuestro propósito aquí es abordar la cuestión haciendo una
descripción antropológica de ese núcleo, que sirva en primer lugar para entender de modo gráfico su dignidad propia,
es decir, por qué es inviolable y, en consecuencia, fundamento de derechos inalienables (3.3). Pero además, al trazar
el perfil de la persona (3.2) saldrán a la luz los aspectos más profundos de su ser, y esto tendrá una inmediata
aplicación (3.4). Se trata por tanto de una descripción, que apunta sólo a destacar sus rasgos fundamentales2 en
orden a comprender lo más relevante e inédito que hay en cada ser humano.

Una vez descritos esos rasgos, podremos abordar algunas definiciones del hombre y de su naturaleza
basadas en su condición personal (3.5, 3.6), la cual, por otra parte, arroja nueva luz sobre lo dicho en los dos
primeros capítulos. Se trata de obtener así una visión global del hombre a partir de su ser personal. Desde ella se
puede acceder fácilmente a los muchos y muy diferentes ámbitos de la vida humana, al conjunto de los cuales se
dirige la antropología y se dedica el resto de este libro. En definitiva, como ya se dijo en la Introducción, la noción de
persona constituye el punto nuclear de todo cuanto vamos a tratar.

3.2 Notas que definen la persona

Como las notas características de la persona no se pueden separar, primero las describiremos muy
brevemente en su conjunto. Después, nos detendremos en cada una de ellas3. Se trata por tanto de un "prólogo",
seguido de un análisis.

Dijimos más atrás (1.1.1) que la inmanencia era una de las características de los seres vivos, y que
significaba permanecer dentro, pues inmanente es lo que se guarda y queda en el interior. Se pusieron también
ejemplos de operaciones inmanentes, tales como dormir, comer, llorar y leer, en las cuales lo que el sujeto hace
queda en él. Las piedras no tienen un dentro.

1 Los principios del derecho se basan en la realidad de la persona. Otra cosa es cómo se formulan esos principios. Una
de las maneras de hacerlo es hablar de derechos humanos, a los que más adelante nos referiremos.
2 Se puede ver un resumen de la historia del concepto de persona, y su origen jurídico en el derecho romano, en J.

Choza, Antropología filosófica, cit., 403-408.


3 Cuanto sigue es una interpretación libre de L. Polo, La libertad, Curso de Doctorado, Pamplona, 1990, pro

manuscripto, 120 y ss.

1 1
Asimismo dijimos (1.1.2) que hay diversos grados de vida, cuya jerarquía viene establecida por el distinto
grado de inmanencia de las operaciones que se realizan en cada uno de ellos: comer es menos inmanente que
refunfuñar (esto no es sólo una función orgánica), y refunfuñar es menos inmanente que pensar "Fulanito no me ha
saludado". Los animales realizan operaciones más inmanentes que las plantas, y el hombre realiza operaciones más
inmanentes que los animales.

El conocimiento intelectual y las voliciones, por ser inmateriales (2.3), no se manifiestan orgánicamente: son
"interiores". Sólo las conoce quien las tiene, y sólo se comunican mediante el lenguaje, o mediante la conducta: nadie
puede leer los pensamientos de otro. Porque están dentro de ella, queda a la decisión de la persona comunicarlos.

La primera nota queda clara con lo que acabamos de decir: es la intimidad, que indica un dentro que sólo
conoce uno mismo. Mis pensamientos no los conoce nadie, hasta que los digo. Tener interioridad, un mundo interior
abierto para mí y oculto para los demás, es intimidad: una apertura hacia dentro4. La intimidad es el grado máximo
de inmanencia, porque no es sólo un lugar donde las cosas quedan guardadas para uno mismo sin que nadie las vea,
sino que además es, por así decir, un dentro que crece, del cual brotan realidades inéditas, que no estaban antes: son
las cosas que se nos ocurren, planes que ponemos en práctica, invenciones, etc. La intimidad tiene capacidad
creativa. Por eso, la persona es una intimidad de la que brotan novedades, una intimidad creativa, capaz de crecer.

Ahora bien, las novedades que brotan de dentro (p.e., una novela que a uno se le ocurre que podría escribir)
tienden a salir fuera. La persona tiene una segunda y sorprendente capacidad: sacar de sí lo que hay en su intimidad.
Esto puede llamarse manifestación de la intimidad. La persona es un ser que se manifiesta, puede mostrarse a sí
misma y mostrar las "novedades" que tiene, es "un ente que habla", que se expresa, que muestra lo que lleva dentro.

La intimidad y la manifestación indican que el hombre es dueño de ambas, y al serlo, es dueño de sí mismo y
de sus actos, y por tanto principio de éstos. Esto nos indica que la libertad es la tercera nota definitoria de la
persona y una de sus características más radicales: la persona es libre, vive y se realiza libremente, poseyéndose a sí
misma, siendo dueña de sus actos.

Mostrarse a uno mismo y mostrar lo que a uno se le ocurre es de algún modo darlo: otra nota característica
de la persona es la capacidad de dar. La persona humana es, ante todo, efusiva, es decir, capaz de sacar de sí lo que
tiene, para dar o regalar. Sólo las personas son capaces de dar. Pero, para que haya posibilidad de dar o de regalar
(7.4.4), es necesario que alguien acepte, que alguien se quede con lo que damos. A la capacidad de dar de la persona
le corresponde la capacidad de aceptar, y aceptar es acoger en nuestra propia intimidad lo que nos dan. Por eso no
hay dar sin aceptar, y no hay aceptar sin dar. Es decir, lo más alto de lo que es capaz la persona, el dar (7.4.5),
exige otra persona que acepte el don. En caso contrario, el don se frustra.

Dar no es sólo dejar algo abandonado, sino que alguien lo recoja. Abandonar un niño debajo de un puente no
es lo mismo que llevarlo a un hospital infantil donde lo cuiden. Si nadie recibe el niño, se muere: alguien tiene que
quedarse con lo que damos. Si no, no hay dar; sólo dejar. Si no hay un otro, la persona quedaría frustrada, porque
no podríamos dar nada a nadie. Se da algo a alguien. Por tanto, otra nota característica de la persona es el
diálogo con otra intimidad, el yo doy y tú recibes, yo hablo y tú escuchas, yo te pregunto y tú me contestas, tú me
llamas y yo voy. Una persona sóla no puede ni manifestarse, ni dar, ni dialogar: se frustraría por completo (7.1). El
hombre no puede pasarse sin manifestar su intimidad, dando, dialogando y recibiendo. Veamos ahora un poco más
despacio estas notas.

3.2.1 La intimidad: el yo y el mundo interior

4 L. Polo, La voluntad y sus actos, Curso de Doctorado, Pamplona, 1994, pro manuscripto, 183.

2 2
Intimidad significa un ámbito interior a cubierto de extraños. Lo íntimo es lo que sólo conoce uno mismo: lo
más propio. Lo íntimo es "lo personal" (como cuando se dice: esto es algo "muy personal"). Intimidad significa
mundo interior, el "santuario" de lo humano, un "lugar" donde sólo puede entrar uno mismo, del que uno es dueño5.

Lo íntimo es tan central al hombre que hay un sentimiento natural que lo protege: la vergüenza o pudor,
que es, por así decir, la protección natural de la intimidad, el cubrir u ocultar espontáneamente lo íntimo frente a las
miradas extrañas. Existe el derecho a la intimidad, que asiste a la gente que es espiada sin que lo sepan, o que es
preguntada públicamente por desgracias o asuntos muy personales.

La vergüenza o pudor es el sentimiento que surge cuando vemos horadada o descubierta nuestra intimidad
sin nosotros quererlo: ser sorprendido realizando algo íntimo que no queremos que se sepa, o que no nos gusta que
se sepa (p.e.: a uno le molesta un poco que entre otro y mire lo que está escribiendo, o lo que está leyendo).

La vergüenza o pudor (un sentimiento muy acusado en los adolescentes y atenuado en los ancianos) da
origen al concepto de privacy, lo "privado"6, un reducto donde no se admiten extraños (a la casa propia no entra
cualquiera). La vergüenza o pudor se refiere a todo lo que es propio de la persona, porque ésta posee todo lo suyo
desde sí misma y por eso, todo lo que es propio de la persona forma parte de su intimidad. Todo lo que el hombre
tiene pertenece a su intimidad; cuánto más intensamente se tiene, más íntimo es: el cuerpo, la ropa, el armario, la
habitación, la casa...

La característica más importante de la intimidad es que no es estática, sino algo vivo, fuente de cosas
nuevas, creadora: siempre está como en ebullición, es un núcleo del que brota el mundo interior7 (6.2, 12.1). Por ahí
se puede ver que ninguna intimidad es igual a otra, porque cada una es algo irrepetible, incomunicable: nadie puede
ser el yo que yo soy. La persona es única e irrepetible, porque es un alguien; no es sólo un qué, sino un quién. La
persona es la contestación a la pregunta ¿quién eres?. Persona significa inmediatamente quién, y quién significa un
ser que tiene nombre, que es alguien ante los demás: los hombres siempre han puesto un nombre propio a sus hijos,
a sus semejantes, porque el nombre designa la persona, y es propio, personal e instransferible.

"La noción de persona va ligada indisociablemente al nombre, que se adquiere o se recibe después del
nacimiento de parte de una estirpe que junto con otras constituye una sociedad, y en virtud del cual el que lo recibe
queda reconocido, y facultado con unas capacidades, es decir, queda constituido como "actor" en un "escenario" -la
sociedad-, de forma que puede representar o ejercer las funciones y capacidades que le son propias en el ámbito de la
sociedad"8. Ser persona significa ser reconocido por los demás como tal, y como tal persona concreta. Así es
precisamente como surgió el concepto de persona: como respuesta a la pregunta ¿quién eres?, respuesta que consiste
en capacitarle para "ser alguien" en la sociedad: él mismo.

Las personas no son intercambiables: no son como los pollos. Y esto lo sabemos porque cada uno tiene
conciencia de sí mismo: yo no puedo cambiar mi personalidad con nadie. Quién significa: intimidad única, un yo
interior irrepetible, consciente de sí. La persona es un absoluto, en el sentido de algo único, irreductible a cualquier
otra cosa. Mi yo no es intercambiable con nadie. Este carácter único de cada persona alude a esa profundidad

5 A los efectos aquí buscados, no es necesario insistir en dos caracterizaciones de la persona habituales en la
filosofía: conciencia y yo. Mediante la primera se desarrolla lo que en 2.3 se llamó reflexividad del pensamiento.
Mediante la segunda se desarrolla el tema de la identidad personal: J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit.,
427-433.
6 Cuando lo privado es visto como un ámbito incomunicable y separado de lo "público", la intimidad no se

comparte: aparecen así formas de individualismo diferentes y más radicales de lo que sería un simple carácter
reservado (9.9).
7 En la intimidad se distingue el núcleo personal del yo y el mundo interior e íntimo que mana de él y en el que,

por sí decir, ese núcleo "mora". Esto es lo que indica K. Wojtyla: "El término 'persona' se ha escogido para subrayar
que el hombre no se deja encerrar en la noción de 'individuo de la especie', que hay en él algo más, una plenitud y
una perfección, que no se pueden expresar más que empleando la palabra persona", Amor y responsabilidad, Razón y
Fe, Madrid, 1969, 14.
8 J. Choza, Antropología filosófica, cit., 405.

3 3
creadora que es el núcleo de cada intimidad: es un "pequeño" absoluto. La palabra yo apunta a ese núcleo de
carácter irrepetible: yo soy yo, y nadie más es la persona que yo soy. Nadie puede usurpar mi personalidad.

3.2.2 La manifestación: el cuerpo

Hemos dicho que la manifestación de la persona es el mostrarse o expresarse a sí misma y a las "novedades"
que ella saca de sí. Manifestar la intimidad es la segunda nota de la persona. Se realiza a través del cuerpo (1.4), y
gracias a éste también a través del lenguaje (2.1) y de la acción (5.2). La manifestación de la persona a través del
lenguaje y de la acción es la cultura (12.2), y a ella se dedicará un capítulo específico. Ahora conviene aclarar por qué
la manifestación se realiza a través del cuerpo, y de qué manera, lo cual nos obligará a hablar del vestido:

1) La persona humana experimenta muchas veces que, precisamente por tener una interioridad, no se
identifica con su cuerpo, sino que se encuentra a sí misma en él, "como cuerpo en el cuerpo". "Un hombre siempre es
a la vez organismo (cabeza, tronco y extremidades, con todo lo que esto contiene)... y tiene este organismo, como
este cuerpo"9, que es el suyo. Somos nuestro cuerpo, y al mismo tiempo lo tenemos, podemos usarlo como
instrumento, porque tenemos un dentro, una conciencia desde la que gobernarlo. El cuerpo no se identifica con la
intimidad de la persona, pero al mismo tiempo no es un añadido que se pone al alma, como si fuera un apéndice
(1.4): forma parte de nosotros mismos, yo soy también mi cuerpo.

Se trata de una dualidad que nos conforma de raíz (15.2): hay "una posición interna" de nosotros mismos en
nuestro cuerpo, y de él dependemos. Precisamente por eso, "la existencia del hombre en el mundo está determinada
por la relación con su cuerpo"10, puesto que él es mediador entre el dentro y el fuera, entre la persona y el mundo. Y
así, el cuerpo es la condición de posibilidad de la manifestación humana. La persona expresa y manifiesta su
intimidad precisamente a través del cuerpo. Por eso tenemos un cuerpo configurado de tal modo que puede
expresarla, como ya se explicó.

2) Esto se ve sobre todo en el rostro, que es "una singular abreviatura de la realidad personal en su
integridad"11. El rostro representa externamente a la persona. Se suele decir que "la cara es el espejo del alma"
porque en la cara se asoma la persona, el quién, no sólo en lo que es y parece, sino en lo que ve, oye y dice, puesto
que esas tres cosas se hacen "por" el rostro. "La persona está presente en su cara, está viviendo en ella... La cara es la
persona misma, vista"12. "En la cara, abreviada y resumida en los ojos, es donde sorprendemos a la persona, donde la
descubrimos y hallamos por primera vez"13, porque en ella se expresa el propio ser personal.

3) La expresión de la intimidad se realiza también mediante un conjunto de acciones que se llaman


expresivas, comunicativas o relacionales, y que más adelante se analizarán (12.3). A través de ellas el hombre habla
el lenguaje de los gestos, del cual ya se habló también (2.5): expresiones del rostro, de las manos, etc. A través de los
gestos el hombre expresa sus sensaciones, imaginaciones, sentimientos, pensamientos, deseos, e incluso la
conciencia que tiene de sí mismo (el enfermo que no puede hablar asiente con los ojos). Reírse, llorar, fruncir el
ceño, echar una mirada de indignación, o desviarla, incluso "tener mala cara", son expresiones de lo que uno lleva
dentro.

4) Otra forma de manifestación de la intimidad es hablar. Es un acto mediante el cual exteriorizo la


intimidad, y lo que pienso se hace público, de modo que puede ser comprendido por otros. La palabra nació para
ser compartida. Lo que expreso no queda sólo en un gesto, sino que es comprendido en su significado por los demás.
La persona es, ante todo, un ente que habla, un hablante, como ya se dijo (2.1). Por último, el hombre encauza la

9 H. Plessner, La risa y el llanto, Revista de Occidente, Madrid, 1962, 56.


10 Id., 27. El descubrimiento de esta relación, y el aprender a manejarla, ocupa los primeros años de la niñez, en los
cuales uno aprende a conocer su propio cuerpo y las posibilidades que tiene.
11 J. Marías, Antropología metafísica, cit., 156.
12 Id., 158.
13 Id., 163.

4 4
creatividad de su intimidad a través de la acción, mediante la cual trabaja (4.3), modifica el medio, y da origen a la
cultura, que en su conjunto, puede definirse como la manifestación del hombre (12.2).

5) Junto a todo lo anterior, hay que añadir ahora que el cuerpo forma parte de la intimidad, porque la
persona es también su cuerpo, como se ha dicho. La tendencia espontánea a proteger la intimidad de miradas
extrañas envuelve también al cuerpo, que es parte de mí: éste no se muestra de cualquier manera, como no se
muestran de cualquier manera los sentimientos más íntimos; por eso el hombre se viste y deja al descubierto su
rostro.

El hombre se viste para proteger su indigencia corporal del medio exterior (4.1). Pero también lo hace
porque su cuerpo forma parte de su intimidad, y no está disponible para cualquiera, así como así. En primer lugar, el
vestido proteje la intimidad del anonimato: yo, al vestirme, me distingo de los otros, dejo claro quién soy, pues no
somos todos iguales: el vestido contribuye a identificar el quién, incluso en su función social o "rol" (las azafatas, los
uniformes, etc). El vestido también me identifica como persona. La personalidad se refleja también en el modo de
vestir: es el "estilo" (14.4).

En segundo lugar, el vestido mantiene el cuerpo dentro de la intimidad14. El nudismo no es natural, porque
no es natural renunciar a la intimidad. Al que no la guarda se le llama impúdico. La variación de las modas y los
modos del vestido, según las épocas y los pueblos, son variaciones en la intensidad y el modo en que se vive el
sentido del pudor o la vergüenza: unos pueblos lo viven en grado muy intenso, como ciertos países islámicos donde
las mujeres deben cubrirse el rostro. Y otros, como los europeos actuales, no le ven tanta importancia al pudor,
también en la mujer15.

Esta diferencia de intensidad en el sentido del pudor tiene que ver con diferencias de intensidad en la
relación entre sexualidad y familia: cuando el ejercicio de la sexualidad queda reservado a la intimidad familiar,
entonces es "pudorosa", no se muestra fácilmente (10.6). Cuando el individuo dispone de su propia sexualidad a su
arbitrio individual, y llega a considerarla como un intercambio ocasional con la pareja, el pudor pierde importancia y
el sexo sale de la intimidad con mayor facilidad; es menos pudoroso que en el primer caso. Así pues, la sexualidad
tiene una relación intensa con la intimidad y la vergüenza. La sexualidad permisiva tienen que ver con el
debilitamiento de la familia; la pérdida del sentido del pudor corporal, con la aparición del erotismo y la pornografía.
En 10.6 se analizará este problema.

3.2.3 El diálogo: la intersubjetividad

Hemos dicho que una forma de manifestar la intimidad es hablar. Esta manifestación íntima, decir lo que uno
lleva dentro, se dirige siempre a un interlocutor: el hombre necesita dialogar. La necesidad de diálogo es una de las
cosas de las que más se habla hoy en día. Tenemos necesidad de explicarnos, de que alguien nos comprenda. Las
personas hablan para que alguien las escuche; no se dirigen al vacío (7.1). La necesidad de desahogar la intimidad y
compartir el mundo interior con alguien que nos comprenda es muy fuerte en los hombres y las mujeres. Se puede
uno pasar sin ello, pero la inclinación a abrirse es natural y radical, siempre que ese alguien nos escuche (si nos
comprende o no, sólo lo sabremos al terminar de hablar).

El hombre no puede vivir sin dialogar porque es un ser constitutivamente dialogante16. Y así, el que no
dialoga con otras personas, lo hace consigo mismo, o adopta ciertas formas de diálogo con la naturaleza, con los
animales, etc. En esos casos se personaliza un ser natural, como hace Walt Disney con los animales, los poetas con
la naturaleza y los hombres primitivos con las fuerzas cósmicas que eran divinizadas (17.6). Por ser persona, el

14 J. Choza, La supresión del pudor y otros ensayos, Eunsa, Pamplona, 1980, 15-35.
15 La específico de la sexualidad femenina parece ser la causa de que hasta ahora se haya solido atribuir, en casi
todas las culturas, una especial importancia al pudor de la mujer.
16 Para un desarrollo de antropología personalista parecido al que se hace aquí, y en 7.3 y 7.4, cfr. P. Laín Entralgo,
Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid, 1983, 577-613, 620 y ss.

5 5
hombre necesita el encuentro con el tú, alguien que nos escuche, nos comprenda y nos anime (7.4). El lenguaje no
tiene sentido si no es para esta apertura a los demás.

Esto se comprueba porque la falta de diálogo es lo que motiva casi todas las discordias (7.4.3) y la falta de
comunicación lo que arruina las comunidades humanas (matrimonios, familias, empresas, instituciones políticas,
etc), pues la comunicación es uno de los elementos sin los que no hay verdadera vida social (9.3). Esto es una
experiencia tan corriente que muchos estudiosos17 (sobre todo de ética, filosofía política y derecho) conciben hoy la
sociedad ideal (14.6) como aquella en la cual todos dialogan libremente para ponerse de acuerdo sobre las reglas
de la convivencia. La preocupación teórica y práctica por el diálogo es hoy más viva que nunca, tanto en la ciencia
como en la vida social, en la política, en las relaciones interpersonales, etc: cuando una sociedad tiene muchos y
grandes problemas, hay que celebrar muchas y largas conversaciones, para que la gente se ponga de acuerdo y
encuentre soluciones. Que el diálogo y la comunicación existan no es algo que esté asegurado (6.7, 9.5).

Todo esto se puede decir de un modo más profundo y técnico: no hay un yo si no hay un tú. Una persona
sóla no existe como persona, porque ni siquiera llegaría a reconocerse a sí misma como tal. El conocimiento de la
propia identidad, la conciencia de uno mismo, sólo se alcanza mediante la intersubjetividad18, es decir, gracias al
concurso de los otros (padres, etc) (7.1).

Este proceso es la formación de la personalidad humana19, mediante el cual se modula el propio carácter, se
asimilan el idioma, las costumbres y las instituciones de la colectividad en que se nace, se incorporan sus valores
comunes, sus pautas, etc20, y se llega así a ser alguien en la sociedad, a tener una identidad propia y una
personalidad madura e integrada con el entorno, de modo que se pueden establecer unas relaciones interpersonales
adecuadas. Se abre aquí una amplia línea de consideraciones: sin los demás, no seríamos nada, pues todo ese proceso
es un diálogo educativo constante. En capítulos siguientes se desarrollarán estas ideas.

3.2.4 El dar

Que el hombre es un ser capaz de dar, quiere decir que se realiza como persona cuando extrae algo de su
intimidad y lo entrega a otra persona como valioso, y ésta lo recibe como suyo. En esto consiste el uso de la voluntad
que llamaremos amor (6.1, 7.4). Tal es el caso, por ejemplo, de los sentimientos de gratitud hacia los padres: uno es
consciente que le han dado la vida, la nutrición, la educación, y muchas cosas más. Y uno queda, por así decir, en
deuda: ha de dar algo a cambio. La intimidad se constituye y se nutre con aquello que los demás nos dan, con lo que
recibimos como regalo (13.6), como sucede en la formación de la personalidad humana. Por eso nos sentimos
obligados a corresponder a lo recibido (7.4.5).

Cuantos más intercambios de dar y recibir tengo con otros, más rica es mi intimidad. No hay nada más
"enriquecedor" que una persona con cosas que enseñar y que decir, con una intimidad "llena", rica. El fenómeno del
maestro y el discípulo radica en transmitir un saber teórico y práctico, y también una experiencia de la vida. La
misión de la universidad (12.11) se podría explicar a partir de aquí: es, debería ser, una comunidad de diálogo
entre maestros y discípulos, y de intercambio de conocimientos entre personas, y no sólo un lugar donde aprender
unas técnicas. El maestro congrega porque tiene algo que dar a los discípulos, no sólo científico, sino también
vivido, experimentado, sapiencial (5.7).

17 Por ejemplo, J. Rawls, en A Theory of Justice, Harvard, 1971, 11, que recoge una larga tradición proveniente del
iusnaturalismo racionalista y de Rousseau, y cuyas limitaciones se señalarán en 9.1 y 9.9..
18 Esta tesis es la base de la teoría social de una antropología personalista, y por ello se expondrá con más detalle
(7.1, 9.1). Para fundamentarla y comprobar su amplia aceptación hoy en día, se puede consultar, además de los
escritos ya citados, Ch. Taylor, Etica de la autenticidad, Paidós, Barcelona, 1994, 68-70.
19 A. Millán-Puelles, La formación de la personalidad humana, Rialp, Madrid, 1987, 28, 52 y ss.
20 J. Vicente-J. Choza, Filosofía del hombre, cit., 434-445.

6 6
La efusión, el salir de uno mismo, es lo más propio de la persona. El dar tiene tantas variantes que se hará
necesario dedicarle un capítulo específico (7), donde trataremos de lo común, las relaciones interpersonales, el amor
y la amistad.

3.2.5 La libertad

La libertad es una nota de la persona tan radical como las anteriores, e incluso más. La persona es libre,
porque, como ya dijimos (1.2), es dueña de sus actos, porque es también dueña del principio de sus actos, de su
interioridad (3.2.1) y de la manifestción de ésta. Al ser dueña de sus actos, también lo es del desarrollo de su vida y
de su destino: elige ambos. Definimos más atrás (2.6) lo voluntario como aquello cuyo principio está en uno mismo.
Lo voluntario es lo libre: se hace si uno quiere; si no, no. La libertad es una nota tan radical de la persona que exigirá
un capítulo propio (6).

De todos modos, puede aquí plantearse una delicada pregunta: ¿para ser persona es preciso ejercer
actualmente o haber ejercido las capacidades o dimensiones hasta aquí mencionadas? ¿Es persona el hombre
dormido, o el que está en coma profundo, el niño no nacido, o discapacitado, incapaz de hablar? En pocas palabras,
¿quién no tiene conciencia de sí (3.2.1) es ya o todavía persona?

No se trata de discutir si es persona a efectos jurídicos, sino si en sí mismo es o no es persona quien no


ejerce las capacidades propias de ella. ¿Un feto de tres semanas es una mera vida humana, pero no una persona? La
respuesta más sencilla dice que el hecho de no ejercer, o no haber ejercido aún, las capacidades propias de la persona
no conlleva que ésta deje de serlo, puesto que quien no es persona nunca podrá actuar como tal, y quién sí puede
llegar en el futuro a actuar como tal tiene esa capacidad porque es ya persona. Quienes dicen que sólo se es
persona una vez que se ha actuado como tal, reducen al hombre a sus acciones, y no explican de dónde procede esa
capacidad: es la explicación materialista (16.6).

3.3 La persona como fin en sí misma

Las notas de la persona que se acaban de mostrar (intimidad-ser un alguien, manifestar, dar, dialogar, ser
libre) nos hacen verla como lo que es: una realidad en cierto modo absoluta, no condicionada por ninguna realidad
inferior o del mismo rango. Siempre debe ser por eso respetada. El derecho (11.6) y la autoridad (11.11), en
cualquiera de sus formas, nunca pueden perder de vista este carácter de la persona (6.9). Respetarla es la actitud más
digna del hombre, porque al hacerlo, se respeta a sí mismo; y al revés: cuando la persona atenta contra la persona, se
prostituye a sí misma, se degrada.

Dicho de otro modo: la persona es un fin en sí misma21. Esto lo supo decir Kant con acierto: "Obra del tal
modo que trates a la humanidad, sea en tu propia persona o en la persona de otro, siempre como un fin, nunca sólo
como un medio"22; "el hombre existe como un fin en sí mismo y no simplemente como un medio para ser usado por
esta o aquella voluntad"23. Según nos dice aquí Kant, usar a las personas es instrumentalizarlas, es decir:

a) tratarlas como seres no libres, mediante el empleo de la fuerza o de la violencia, que no son legítimas en
cuanto las rebajan a la calidad de esclavas. Nunca es lícito negarse a reconocer y aceptar la condición personal,
libre y plenamente humana de los demás. Esto no suele negarse nunca teóricamente, pero sí en la práctica, mediante

21 Según J. Seifert, el principio fundamental de una ética y una antropología personalista se puede afirmar así:
"persona est affirmanda (affirmabilis) propter seipsam", "la persona ha de ser afirmada (es afirmable) por sí misma",
citado por M. J. Franquet, Persona, acción y libertad en K. Wojtyla, Pamplona, 1995, pro manuscripto, 124.
22 I. Kant, Fundamentos para una metafísica de las costumbres, 429. Ver un comentario en F. Carpintero, Una
introducción a la ciencia jurídica, Civitas, Madrid, 1988, 192.
23 Id., 428.

7 7
cualquier forma de imposición mediante la fuerza física, la presión psicológica, quitando a otros la libertad de
decisión, etc (6.9, 9.5, 14.4).

b) servirse de ellas para conseguir nuestros propios fines. Esto es manipulación, y consiste en dirigir a las
personas como si fueran autómatas o instrumentos, procurando que no sean conscientes de que están sirviendo a
nuestros intereses, y no a los suyos propios, libremente elegidos.

La actitud de respeto a las personas es el reconocimiento de su dignidad. Este reconocimiento se basa en el


hecho de que todas las personas son igualmente dignas y merecen ser tratadas como tales. El reconocimiento no es
una declaración jurídica abstracta, sino un tipo de comportamiento práctico hacia los demás que cumpla lo señalado
por Kant. Todas las personas tienen derecho a ser reconocidas, no sólo como seres humanos en general, sino como
personas concretas, con una identidad propia y diferente a las demás (3.4), nacida de su biografía, de su situación y
modo de ser, y del ejercicio de su libertad. "La negación del reconocimiento puede constituir una forma de
opresión"24, puesto que significa despojar a la persona de aquello que le hace ser él mismo y que le da su identidad
específica e intransferible. Por ejemplo: a nadie se le debe cambiar su nombre por un número, negarle derecho a
manifestar sus convicciones, a hablar su propia lengua, etc. La forma hoy más universal de expresar el
reconocimiento debido a todo hombre son los derechos humanos (5.8, 11.6).

Hemos dicho que la persona tiene un cierto carácter absoluto respecto de sus iguales e inferiores. Pues
bien, para que este carácter absoluto no se convierta en una mera opinión subjetiva, es preciso afirmar que el hecho
de que dos personas se reconozcan mutuamente como absolutas y respetables en sí mismas sólo puede suceder si hay
una instancia superior que las reconozca a ambas como tales: un Absoluto del cual dependemos ambos de algún
modo.

No hay ningún motivo suficientemente serio para respetar a los demás si no se reconoce que, respetando a
los demás, respeto a Aquel que me hace a mí respetable frente a ellos. Si sólo estamos dos iguales, frente a frente, y
nada más, quizá puedo decidir no respetar al otro, si me siento más fuerte que él (8.8.6). Es ésta una tentación
demasiado frecuente para el hombre como para no tenerla en cuenta. Si, en cambio, reconozco en el otro la obra de
Aquel que me hace a mí respetable, entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi reconocimiento,
porque maltrataría al que me ha hecho también a mí: me estaría portando injustamente con alguien con quien estoy en
profunda deuda. En resumen: la persona es un absoluto relativo, pero el absoluto relativo sólo lo es en tanto depende
de un Absoluto radical, que está por encima y respecto del cual todos dependemos. Por aquí podemos plantear una
justifiación ética y antropológica de una de las tendencias humanas más importantes: el reconocimiento de Dios, la
religión (17.8).

3.4 La persona en el espacio y en el tiempo

La persona no es sólo un "alguien", sino un "alguien corporal" (J. Marías): somos también nuestro cuerpo;
somos materia viva, y por tanto nos encontramos instalados en el espacio y en el tiempo, en los cuales vivimos
nuestra vida. Lo peculiar y propio del hombre es justamente esto: ser personas que viven su vida en un mundo
material, configurado espaciotemporalmente. Este vivir en se expresa muy bien con el verbo castellano estar: Yo
estoy en el mundo; vivo y me muevo en él, y transcurro con él. Estoy instalado dentro de esas coordenadas, me
encuentro y me voy a seguir encontrando en ellas.

La situación o instalación en el tiempo y en el espacio es una realidad que afecta muy profundamente a la
persona en su ser y su estar: La vida humana se despliega desde esa instalación y contando siempre con ella. Más
tarde (4.1) analizaremos someramente lo que se refiere a la dimensión espacial y a los seres de los que el hombre se
encuentra rodeado. Ahora debemos indicar los rasgos de la dimensión temporal de la persona. Se trata de una
instalación que va cambiando con su propio transcurrir y en la cual el hombre se va enfrentando al futuro mientras
proyecta y realiza su propia vida. Y así, mi estar en el mundo tiene una estructura biográfica .

24 Ch. Taylor, Etica de la autenticidad, cit., 84.

8 8
Lo primero que conviene advertir es que el hombre, gracias a su inteligencia, tiene la singular capacidad y la
constante tendencia a situarse por encima del tiempo25, y desde luego por encima del espacio (14.2). El hombre
lucha contra el tiempo, trata de dejarlo atrás, de estar por encima de él. Esa lucha no sería posible si no existiera en
el hombre algo efectivamente intemporal, y en consecuencia inmaterial (2.3) e inmortal (17.3), puesto que la materia
es lo espacio-temporal: se trata del núcleo espiritual de la persona, dotado de pensamiento y libertad. Lo temporal y
lo intemporal conviven juntos en el hombre: no se oponen, sino que se complementan y le dan su perfil
característico26.

El primer modo de superar el tiempo es guardar memoria del pasado, ser capaz de volverse hacia él y
advertir hasta qué punto dependemos de lo que hemos sido. La segunda manera es desear convertir el presente, y
todas las realidades que en él se contienen, en algo que permanezca, que no pase, que quede, por decirlo así, a salvo
del transcurso inexorable del tiempo, que todo se lo lleva. Y así, el hombre desea que las cosas buenas y valiosas
duren, que el amor no se marchite, que los momentos felices "se detengan", que la muerte no llegue, que la verdad
sentida, conocida e imaginada se salve por medio del arte. A este afán de superar el tiempo lo llamaremos pretensión
de inmortalidad, pues constituye una de las demostraciones de la condición inmortal de la persona humana (17.3).

La tercera manera de situarse por encima del tiempo es anticipar el futuro, proyectarse con la inteligencia y
la imaginación hacia él, para decidir lo que vamos a ser y hacer. Esta capacidad de futuro del hombre es tan intensa
que incluso se puede decir que vive hacia delante: "
La vida es una operación que se hace hacia delante. Yo soy futurizo: orientado hacia el futuro, proyectado hacia él"27.
Y así, además de instalación en una forma concreta de estar en el mundo, el hombre tiene proyección, pues está
abierto al futuro y vive el presente en función de lo que va a venir: "ahora estoy viviendo en vista de lo que voy a
hacer por la tarde, pero la tarde no está ahí, no está dada, no puedo percibirla en modo alguno, y sin ella, sin esa tarde
irreal, mi vida actual de este momento no sería inteligible, no podría ser"28.

Esto quiere decir que la persona, porque es libre, es proyecto, pretensión o programa vital, y que éste, una
vez realizado, da lugar a una biografía que es distinta en cada caso. La biografía es la manera en que se ha vivido, la
vida que se ha tenido. Por ser cada persona singular e irrepetible, cada biografía es diferente, porque es la de cada
uno. No hay dos vidas humanas iguales, porque no hay dos personas iguales. Para captar lo que una persona es no
basta describirla de una manera abstracta: hay que conocer su vida, contar su biografía. La persona se realiza
biográficamente, porque su vida transcurre en el tiempo y se proyecta y lleva a cabo de una determinada manera, que
cada uno tiene que decidir. Así es como cada uno llega a ser quién es: la identidad o quién de cada uno nos la da su
biografía, en la cual se vive la propia vida a partir de lo que uno ya es (es la síntesis pasiva: 2.7) y proyectando lo
que uno va a ser. Esta capacidad proyectiva es quizá el más importante uso de la libertad (6.5), pues con él cada uno
llega a ser, o no, aquel que quiere ser.

En relación con lo que se acaba de decir, el transcurso temporal de la vida humana puede ser contemplado
como una unidad gracias a la memoria, que forma con los acontecimientos sucesivos una serie que se presenta
como historia, narración o biografía (bio-grafía significa escritura de la vida, es decir, relato). El modo humano de
dar cuenta de lo ocurrido a lo largo del tiempo es la narración, una forma especial de saber diferente al

25 En el siglo XX esta posibilidad ha sido negada de modo taxativo por Heidegger, en Ser y tiempo, su primera obra
capital, ya citada (&5 y 65). Según él, el tiempo clausura el horizonte de la vida humana de una manera insuperable
(cfr. 15.1). La consecuencia inevitable es la angustia (Id., &30) y el nihilismo, del que se hablará en 8.8.1. La visión de
Heidegger (cfr. 4.1 y ss), aunque sumamente innovadora e influyente en el análisis de la existencia humana y en la
filosofía del siglo XX, es sumamente reductiva y agnóstica en lo que se refiere a la libertad, la felicidad y el destino:
cfr. 6.5, nota 36; 8.8.1, notas 43 y 44; 17.1, nota 4. Se puede consultar un comentario a Ser y tiempo en L. Polo, Hegel y
el posthegelianismo, Universidad de Piura, 1985, 286-365.
26 El prejucio dualista (1.4) tiende a contraponer la dimensión temporal de la vida humana con la extratemporal,
como si ambas estuviesen separadas, y la intemporal fuese una fábula extraña. Pero de hecho ambas conviven, y dan
lugar a las paradojas de la vida humana. El dualismo siempre obliga a elegir: o lo intemporal o lo temporal. La
realidad humana no admite estas simplificaciones. En el hombre hay mucho de uno y de otro. En caso contrario, no
podría superar el tiempo de ninguna manera.
27 J. Marías, Antropología metafísica, cit., 91.
28 Id., 48.

9 9
conocimiento propio de la ciencia (5.1.2) y cercano al arte (12.7), pues la narración es una historia contada, es decir,
recreada, más tarde escrita y depositada como objeto cultural transmisible. La narración biográfica es el enunciado
adecuado para la realidad de la persona: a la pregunta ¿quién eres? se contesta contando la propia historia.

Por otra parte. el sentido de la vida humana (8.5) y de las cosas en general, yla propia identidad personal,
sólo aparecen cuando se relaciona con un principio y un final temporales (12.8), es decir con sus orígenes y su
destino.Y los orígenes sólo se pueden conocer de forma narrativa, ya se trate del mundo, de un pueblo, de una
familia o de una persona. Por tanto, la memoria es la que hace posible la identidad de las personas e instituciones:
nos dice quiénes somos, de dónde venimos, dónde estamos, etc. Esto explica el constante afán del hombre de
recuperar, conocer y conservar sus propios orígenes. Sin ellos, se pierde la identidad, y con ella la posibilidad de ser
reconocido (3.3) y de reconocerse a uno mismo. Si yo no sé quién es mi padre, me falta algo decisivo, y no puedo
recibir nada de él. Así se ve la articulación de lo que el hombre es con la situación pasada de la que proviene.

Sin embargo, el hombre no depende del todo del pasado, porque tiene capacidad creadora (en 3.2.1 se dijo
que la intimidad es un guardar del que brotan novedades). A lo largo del tiempo pueden aparecer asuntos nuevos, que
no están precontenidos en el pasado: la inteligencia tiene carácter creador, es capaz de inventar, de producir
innovaciones. La creatividad de la inteligencia es otro modo de salirse del flujo monótono de la temporalidad. "La
estructura de la vida consiste en ser radical innovación: la vida es siempre nueva... El hecho decisivo es que en
cualquier fase de ella se inician nuevas trayectorias, y por tanto surgen novedades"29.

Pero en la temporalidad de la vida humana no todo es novedad30. Según se dijo (1.1.1), es cíclica y rítmica:
en ella se suceden movimientos y acciones que vuelven a comenzar, a los cuales les acompañan sentimientos que
forman "la música del alma" (2.5). Los ritmos de la vida humana son, en primer lugar, orgánicos, pero además están
ligados a los ciclos cósmicos, como en todo ser vivo (15.2): la sucesión de los días, las estaciones y los años tiene un
origen astral, pues el orden del universo también es cíclico (la idea de un universo lineal ha de ser abandonada31).

Los ritmos son algo directamente ligado al tiempo. Pueden definirse como una sucesión cíclica de formas
(1.5.1), las cuales pueden ser naturales (el ritmo de las olas, que van y vienen), acústicas (los sonidos naturales o
musicales), cronológicas (el día y la noche), biológicas (las funciones intestinales o el sueño), corporales (el
movimiento de un ave al volar, el caminar del hombre), etc. La vida humana está sumergida en los ritmos32, los
suyos propios y los de la naturaleza. Y la armonía de ellos entre sí y con el alma, incluso la armonía del alma misma,
tienen la mayor importancia para su equilibrio y plenitud (4.8, 15.2).

El conjunto de todos los ritmos naturales forma "la música del universo", que el hombre es capaz de oír e
"interpretar" (es decir, conocerla y expresarla). Esta "razón musical" del universo se basa en algo muy sencillo: los
ritmos significan repetición y regularidad, y por tanto semejanza de los ciclos, de las situaciones y de los seres entre
sí: "el mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho (1.8, 8.8.1), las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo
gobiernan el ritmo y sus repeticiones y conjunciones"33. Ese ritmo y medida constituye la ley de las cosas humanas
y naturales (11.1).

29 J. Marías, La felicidad humana, Alianza, Madrid, 1988, 270.


30 El capítulo 15 se dedicará a una antropología de la temporalidad en la cual se amplían las indicaciones de este
epígrafe.
31 J. Rof Carballo ha subrayado enérgicamente que nuestra imagen del mundo ha recuperado la idea de la armonía
y el tiempo cíclico, tan abandonada en el positivismo, y ha puesto en juego las funciones "holistas", propias del
hemisferio derecho del cerebro, que atienden a la visión global, frente a la lógica abstracta, más propia del
hemisferio izquierdo. En este sentido, los valores ecológicos y feministas (4.8) son un desarrollo de esa tendencia,
frente a la tecnocracia y el machismo: cfr. J. Rof Carballo, El camino inexorable de la nueva cultura, Atlántida, 9, 1992,
77-82.
32 La temporalidad rítmica del cosmos es el fundamento del reloj, con el cual el hombre mide el tiempo. Pero el
ritmo es natural, el hombre se lo encuentra ya dentro de la vida.
33 O. Paz, Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, Seix Barral, Barcelona, 1974, 95. Citado por A. Llano, La
nueva sensibilidad, cit., 216.

10 10
3.5 La persona como ser capaz de tener

Hasta aquí hemos hablado de las notas o rasgos de la persona (3.1-3.4). Todas ellas, por así decir, están en el
orden del ser, son completamente radicales y profundas. La pregunta ¿quién es el hombre? se dirige a su mismo ser,
que es un ser personal, un quién, un alguien. En los siguientes epígrafes (3.5 y 3.6) trataremos en cambio de
responder a esta otra pregunta: ¿qué es el hombre?, y por eso hablaremos más bien de las dimensiones esenciales de
la persona, es decir, aquellas que expresan su operar, su actividad, en suma, su naturaleza o esencia. ¿Quién es el
hombre? es una pregunta que se dirige a su ser personal, singular e irrepetible; ¿qué es el hombre? se plantea su
naturaleza o esencia, aquello que todos tenemos en común.

Para responder ahora a la segunda pregunta, hemos de comenzar aludiendo alespíritu (17.10), el cual se
define por tres notas34: apertura, actividad y posesión. Las dos primeras han sido descritas al hablar de la intimidad,
la manifestación, el diálogo y el dar, que son el modo en que el hombre se abre y actúa. La persona posee mediante
el conocimiento, del cual también se habló (1.6, 2.2). Pero una consideración más detenida de la posesión (que
también conlleva actividad), nos permite acceder a una nueva definición del hombre.

Suele definirse a éste como el animal racional35. Esta definición es válida, pero quizá algo insuficiente,
porque resume demasiado. El hombre tiene razón, es racional, y la razón es hegemónica en él (2.7). Pero también
tiene otras dimensiones, que hemos llamado facultades (1.1): voluntad, sentimientos, tendencias y apetitos,
conocimiento sensible... Por tanto, el hombre es un ser capaz de tener, un poseedor. Las dimensiones operativas o
esenciales de la persona, su capacidad de acción y operación, hay que entenderlas a partir de esta capacidad de poseer
sus acciones y operaciones dentro de sí, de modo inmanente. Por eso, podemos definir a la persona humana como un
ser capaz de tener, , "el ser capaz de decir mío" (L. Polo).

La capacidad humana de tener se puede desplegar a través del cuerpo y de la inteligencia. Ambas maneras
culminan en una tercera, que es una posesión más permanente y estable: los hábitos. Así pues, son tres escalones,
ordenados de inferior a superior, pues cada uno de ellos es más perfecto que el anterior36: 1) tener con el cuerpo; 2)
tener según la inteligencia; 3) tener en forma de hábitos. Estos últimos, por su importancia, requieren una
explicación especial37.

3.5.1 Los tres niveles del tener: técnica, conocimiento y hábito

El primer nivel es el tener físico. El verbo tener se emplea normalmente para expresar este tener con el
cuerpo. Esta expresión significa que uno "tiene" algo corporalmente, agarrándolo con la mano o poniéndolo encima
de su cuerpo: se tiene un martillo, se tiene puesto un vestido, etc. El poseer con el cuerpo se refiere a cualquier
instrumento técnico de los que el hombre necesita para cocinar, cazar, hacer fuego, viajar en un vehículo, domesticar
animales, cultivar la tierra, etc. Como veremos, la relación del hombre con el medio físico en el que vive (4.1) se
realiza mediante estos instrumentos, que son como prolongaciones del cuerpo humano (4.2).

34 "Los rasgos característicos del espíritu son los mismos que los de toda vida, pero llevados a su grado más alto. Son: apertura,
actividad y posesión. Son, al mismo tiempo, los rasgos característicos de la libertad. Ser espíritu significa estar abierto,
trascender la propia individualidad en forma de enriquecerse con otros seres. Significa, en segundo lugar, tener una
actividad tan poderosa que esté por encima del mero desplazamiento, del cambio. Y, en tercer lugar, significa
capacidad de poseer, especialmente de poseerse a sí mismo", R. Alvira, Reivindicación de la voluntad, Eunsa, Pamplona,
1988, 202.
35 Aristóteles lo define más bien diciendo que "el hombre es el único animal que posee razón", Política, 1253a 10,
aunque se le atribuye también la expresión "animal racional", cfr. I. Bekker, Aristotelis Opera, Berlin, Gruyter, 1961,
vol V. Index Aristotelicus, 60b. Esta definición ha sido retomada y ampliada por L. Polo en Etica. Hacia una versión
moderna de los clásicos, Universidad Panamericana, Mexico, 1993, 109. Como ya se ha dicho, las notas de la persona
indican su ser, su libertad; el desarrollo del hombre como ser capaz de tener indica su naturaleza: ambas
consideraciones no pueden separarse.
36 L. Polo, Tener y dar, en Estudios sobre la Laborem Exercens, cit., 201-230.
37 Cfr. L. Polo, Etica, cit., 112-113.

11 11
El segundo nivel del tener es la aprehensión cognoscitiva de objetos. Es, por tanto, el tener cognoscitivo
(1.6.1). Si el hombre no conociera, no sería capaz de fabricar instrumentos. Por tanto, el primer nivel del tener
depende del segundo. Esta es una observación obvia, pero importante. Aunque en los dos primeros capítulos ya se
describieron las facultades cognoscitivas, en el capítulo 5 trataremos de los distintos tipos de conocimiento.

El tercer nivel del tener es el hábito. Al hablar de la plasticidad de las tendencias dijimos (1.7.3) que es una
inclinación o tendencia no natural, sino adquirida. También se dijo (2.2) que hay un pensar habitual, como saber
multiplicar o hablar francés. Asimismo, al hablar de la educación como camino para lograr la armonía psíquica,
dijimos (2.8) que ésta se puede lograr mediante el acostumbramiento: hábito y costumbre son casi lo mismo. Pues
bien, tener hábitos es el modo más perfecto de tener, porque los hábitos perfeccionan al propio hombre, quedan en
él de modo estable. Cuando el hombre actúa, lo que hace le mejora o le empeora, y en definitiva le cambia. La
acción humana es el medio por el cual la persona se realiza como tal38, porque con ello adquiere hábitos.
Hablaremos aquí brevemente de éstos, aunque saldrán a colación muchas otras veces (6.4, 12.11).

3.5.2 Los hábitos en la vida humana

Un hábito se puede definir como una disposición estable que inclina a determinadas acciones, haciéndolas
más fáciles. Un hábito sólo se adquiere por repetición de actos, porque produce un acostumbramiento y un
fortalecimiento que da facilidad para su acción propia. Las observaciones que hay que hacer aquí son principalmente
tres:

1) Hay varias clases de hábitos, al menos tres:

a) Hábitos técnicos, manuales, que consisten en ciertas destrezas en el manejo de instrumentos o en la


producción de determinadas cosas. El término "arte" (12.7), aplicado en sentido coloquial, puede expresar esta
destreza: el arte de fabricar zapatos, cerámicas, etc. También puede expresarla la palabra "técnica": la técnica de
dominio del balón, la del piloto de aviones, etc.

b) Hábitos intelectuales, a los cuales ya nos hemos referido (2.2) llamándolos pensar habitual, por ejemplo,
saber multiplicar, hablar francés, etc.

c) Hábitos del carácter. Son los que se refieren a la acción, a la conducta: inclinan a comportarse de una
determinada manera porque nos hacen ser de un determinado modo (2.5). Por ejemplo, el hábito de sonreír con
frecuencia; el hábito de fumar un cigarro después de comer; el hábito de recrear mundos imaginarios mientras damos
un paseo; el hábito de avergonzarnos por cualquier cosa, por ejemplo, hablar en público; el hábito de mentir... El
carácter, de hecho, está formado por una serie de hábitos de conducta y modos de reaccionar que tienen su base en
la síntesis pasiva (2.8) y en la educación que uno haya ido adquiriendo.

Parte de estos hábitos se refieren al dominio de los sentimientos y de las tendencias. Son aquellos de los que
tratamos al hablar de la armonía psíquica (2.8). La ética trata sobre ellos, y los divide en positivos y negativos. A
los primeros los llama virtudes, y a los segundos vicios. Cuando tratemos del crecimiento de la libertad (6.4),
precisaremos su concepto y lugar en la vida humana, aunque por lo ya tratado se puede concluir que proporcionan
armonía o disarmonía del carácter y de la conducta.

2) ¿Cómo se adquieren los hábitos? Se ha dicho ya que, sobre todo, mediante el ejercicio de las acciones
correspondientes: ¿cómo se aprende a conducir? conduciendo; ¿cómo se aprende a no ser tímido? no siéndolo, etc.

38 Esta es la idea básica de la antropología personalista de K. Wojtyla en Persona y Acción, cit. 130: la realización de
una acción es, al mismo tiempo, la realización de la persona.

12 12
Es muy importante ser consciente de que los hábitos se adquieren con la práctica. No hay otro modo39. Y la
repetición de actos se convierte en costumbre, y la costumbre es como una segunda naturaleza, según reza el dicho.
El hombre es un animal de costumbres, porque su naturaleza se desarrolla mediante la adquisición de hábitos.

La importancia de las costumbres en la vida humana es enorme (9.4, 11.8), porque no son otra cosa que los
hábitos de una comunidad humana determinada. Una vez que se adquiere una costumbre, resulta difícil cambiarla,
incluso aunque se desee hacerlo (basta recordar cuánto cuesta dejar de fumar): el hábito crea una inclinación o
condicionamiento natural, físico y psicológico, que puede llegar a ser muy fuerte.

3) Como se ha dicho, los hábitos son importantes porque modifican al sujeto que los adquiere, modulando
su naturaleza de una determinada manera, haciéndole ser de un determinado modo. Por ejemplo, el hábito de fumar
produce cáncer de pulmón, según parece, en muchos casos. Construyendo casas o tocando la cítara unos se hacen
buenos constructores o citaristas y otros malos40. Cometiendo injusticias o actos cobardes, uno se hace injusto y
cobarde.

"El hombre no hace nada sin que al hacerlo no se produzca alguna modificación de su propia realidad"41.
Esto quiere decir que las acciones que el hombre lleva a cabo repercuten siempre sobre él mismo, aunque sea en
pequeña escala: "nada funciona sin que al funcionar no se modifique: la máquina, el animal, el ser humano, en tanto
que la acción repercute en él"42. Por ejemplo: un coche, cuando hace un viaje, se desgasta, aunque sea poco. Del
mismo modo, el ser humano resulta afectado por sus propias acciones: lo que hace no es un producto que él arroje de
sí de modo indiferente, sino que le afecta. "El hombre es aquel ser que no puede actuar sin mejorar o empeorar"43.

Dicho de otro modo: no se puede considerar el fruto del trabajo y de la acción humana sin considerar en
qué estado queda el hombre que lo realiza. También él sufre un desgaste o una mejora. Cuando uno desprecia, se
convierte en un despreciador; cuando uno comete una injusticia, se convierte en injusto44, cuando uno hace una
chapuza, se ha empezado a convertir en un chapucero. No basta preocuparse de si un productor fabrica un buen
producto (unos zapatos): hay que preocuparse del productor mismo (su preparación técnica para fabricar los zapatos,
su estado anímico, su identificación con la empresa, su situación moral, familiar y cultural). La preocupación por los
recursos humanos en el mundo de la empresa (13.9) apunta en esta dirección: ¿qué les pasa a los hombres cuando
realizan determinadas acciones o cuando trabajan en tales o cuales condiciones?

Por tanto, la acción humana repercute sobre el hombre, lo modifica, para mejorarlo o empeorarlo. A esto se
le ha llamado carácter cibernético de las acciones humanas45. En efecto, el hombre se parece en cierto modo a un
sistema informático o cibernético, en el cual hay un circuito de salida y otro de entrada. Lo que el sistema produce
(circuito de salida) incide de nuevo en el propio sistema (circuito de entrada), modificándolo. Esto es conocido como
efecto feed-back o efecto de retroalimentación: por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial ya se experimentaron
cañones que corregían el tiro automáticamente (circuito de entrada), según los impactos conseguidos (circuito de
salida). Este modelo cibernético, aplicado al hombre y a la sociedad, tiene gran importancia. Más adelante
volveremos sobre él (5.2).

3.6 La naturaleza humana

39 Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1103a 25 y ss.: "lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos
haciéndolo; por ejemplo, nos hacemos constructores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara. Así también,
practicando la justicia nos hacemos justos".
40 Id., 1103b 1 y ss.
41 L. Polo, El conocimiento habitual de los primeros principios, Universidad de Navarra, 1993, 55.
42 Id.
43 L. Polo, Etica, cit., 102.
44 Toda la ética de Platón, inspirada en la actitud de su maestro Sócrates ante la muerte, nace de esta pregunta: ¿es
mejor sufrir injusticia o cometerla? Cfr. Gorgias, 469d. Aunque parezca una paradoja, es mejor sufrirla, porque al
cometerla, nos hacemos injustos, y nuestro crimen nos acompaña siempre, cosa que no sucede en caso de sufrirla.
De esta pregunta pende todo el problema del mal y de la justicia en el mundo (16.6, 16.9).
45 L. Polo, Etica, cit., 98.

13 13
La pregunta ¿qué es el hombre? busca, como dijimos (3.5) aquello que todos tenemos en común. A esto se
le suele llamar esencia o naturaleza, términos que resultan siempre problemáticos, por su complicado contenido
filosófico. De hecho, el debate acerca de qué sea la "naturaleza humana" ha dado lugar a interpretaciones tan variadas
y polémicas tan inacabables que, antes de estudiar en qué consiste, se hace preciso esclarecer los conceptos de
naturaleza en general, y naturaleza humana en particular. Para ello hemos de volver sobre conceptos ya
mencionados al principio. Estamos en un terreno donde conviene despejar los equívocos.

3.6.1 La teleología natural

Una de las características de los seres vivos es la tendencia a crecer y desarrollarse hasta alcanzar su telos
(1.1.1), que significa al mismo tiempo fin y perfección. Por otra parte, el bien es aquello que es conveniente para
cada cosa (1.7.1), porque la completa, la desarrolla, la lleva a su plenitud: "el bien final de cada cosa es su perfección
última"46. Así pues, el bien tiene carácter de fin, y ambos significan perfección.

Este es un planteamiento clásico que se aplica principalmente al hombre: la naturaleza del hombre es
precisamente el despliegue de su ser hasta alcanzar ese bien final que constituye su perfección. Todos los seres
alcanzan su verdadero ser cuando culminan el proceso de su desarrollo, pero esto se da especialmente en el hombre.
Aristóteles decía que la naturaleza de algo es lo que una cosa es una vez cumplida su génesis47. Así pues, la
naturaleza de todos los seres, y especialmente del hombre, tiene carácter final o teleológico (de "telos", lo
"teleológico" es lo perteneciente al "telos").

La teleología ha sido muy criticada desde el racionalismo y el vitalismo porque se ha interpretado como una
imposición exterior a los seres, que les impide ser "espontáneos" y libres. Se interpreta entonces "teleología" como
algo extraño a las cosas, impuesto o introducido en el interior de ellas, y que las violenta secretamente. Sin embargo,
la interpretación correcta de la teleología es simplemente ésta: despliegue, desarrollo de las propias tendencias hasta
perfeccionarlas. La teleología de un ser es su dirección hacia la plenitud de la que es capaz 48.

La teleología parte del hecho de que existe un orden en el universo (11.2), en los seres vivos. Ese orden no
está dado todavía en las condiciones iniciales, sino que es aquello hacia lo cual tienden los seres. Es un orden
dinámico, y lleva consigo despliegue y plenitud o perfección. Esto es especialmente claro en el caso de los seres
vivos: su plenitud se alcanza tras el crecimiento. El orden significa armonía y belleza, plenitud y perfección de las
cosas (7.5)49. Aquí estamos tratando de mostrar desde el principio que lo más importante en el hombre son los fines,
es decir, aquellos objetivos o estados plenamente desarrollados hacia los cuales el hombre tiende y se inclina. Esos

46 Tomás de Aquino, In I Ethic., lect. X : "Bonum finale cuiuslibet rei est eius ultima perfectio"
47 Política, 1252b 35.
48 Esta noción de teleología se contrapone a la de condiciones inciales, propia de la concepción científica positivista,
según la cual todo lo que un ser puede llegar a ser está determinado o precontenido en los inicios. La idea de que las
condiciones iniciales influyen de modo constante a lo largo de todo el proceso de despliegue de un ser es una idea
inexacta, porque esas condiciones iniciales se modifican a lo largo del proceso, y aparecen variables que no estaban
al principio. Esta idea de condiciones iniciales totalmente determinantes pertenece a un paradigma científico hoy ya
insuficiente (1.1.1, nota 3): aquel que inauguró la ciencia físico-matemática del siglo XVII, y que se basa en una
física de tipo mecánico, cfr. L. Polo, Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1995, 122-123. Actualmente la
consideración teleológica está siendo utilizada profusamente en la biología y en otras ciencias, sobre todo mediante
la noción de sistema, que es un conjunto de elementos interrelacionados. La Teoría General de Sistemas estudia los
elementos y leyes de los sistemas, y puede aplicarse a muy diveros ámbitos, tanto físicos, como químicos,
biológicos, sociales, etc.
49 Los equívocos acerca de la teleología se aclaran cuando se identifica causa final y orden: "sin orden el universo se
viene abajo; por tanto, la influencia causal del orden se ha de tener en cuenta... La causa final no es la causa
posterior, sino la ordenación. Si influye poco, se va del orden al desorden; si influye mucho se va del desorden al
orden. Hoy se investiga bastante sobre sistemas ordenados: ¿por qué se ordenan o desordenan los sistemas? Se
pregunta por la causa final", L. Polo, Introducción a la Filosofía, cit., 123-124.

14 14
estados "finales" o teleológicos son bellos, hermosos, como se dijo al hablar de la armonía del alma, porque
constituyen la perfección humana.

3.6.2 Dificultades del concepto naturaleza humana

Para entender correctamente qué es el hombre y qué es la naturaleza humana es importante evitar, de nuevo,
la tentación del dualismo. Sería dualismo, en efecto, pensar que en el hombre hay una naturaleza abstracta,
intemporal, definible mediante unos axiomas científicos o unas leyes generales, como las matemáticas. Este ha sido
un modo frecuente de explicar al hombre durante los siglos XVII-XIX. Todavía hoy se tiende a contraponer ese
modelo al modelo historicista o relativista, según el cual lo que el hombre es no lo vamos a encontrar en una teoría
general, abstracta, intemporal, sino, por el contrario, en cada situación histórica concreta, y sólo ahí: la verdad del
hombre sería relativa a cada época, a cada cultura, etc.

Tan dualista es el racionalista que pretende hacer una ciencia exacta del hombre, como el que dice que la
verdad de éste es esencialmente histórica, relativa, y que lo que "el hombre" es sólo se puede responder diciendo lo
que es Fulanito o Menganito, y no el hombre en general. Para unos, la naturaleza humana está, por así decir, por
encima del tiempo y del espacio, impertérrita. Para otros, no existe sino en los individuos concretos: lo que es
verdadero y bueno para unos, no lo es para otros (5.8); la naturaleza humana sería distinta en cada caso, todo es
relativo, porque el hombre es relativo a su propia situación. En un caso, racionalismo; en el otro, relativismo.

Ambas posturas comparten una visión dualista, según la cual la naturaleza (vida) y la libertad (razón) son dos
esferas separadas cuya relación es problemática: cuando se afirma la una, la otra se nos escapa50. El conflicto entre
naturaleza y libertad se agudizó en Europa en torno a 1800, y ha sido frecuente en algunas escuelas científicas y
filósoficas modernas, para las cuales, el hombre o es materia evolucionada, o una libertad desarraigada, que se
enfrenta a la naturaleza. Desde esta dicotomía, la naturaleza humana, en realidad, se identifica con la historia y la
cultura. La pregunta ¿qué es el hombre? se contesta entonces diciendo: su historia. Lo universal pierde entonces la
mayor parte de su valor.

Planteadas así las cosas, no se supera verdaderamente el dualismo. Sin embargo, el hombre tiene una
dimensión intemporal y otra temporal, y no podemos prescindir de ninguna de las dos (3.4). Los modelos
explicativos anteriores tienden a afirmar uno de los dos polos en detrimento del otro. Intentaremos exponer el asunto
de un modo no dualista, de modo que se empiece a ver que la naturaleza humana es libre: Naturaleza y libertad se
coimplican en el hombre, no pueden separarse, como tampoco alma y cuerpo (17.10).

3.6.3 Los fines de la naturaleza humana

Primero vamos a definir lo natural como lo propio del ser humano. ¿Qué es lo natural en él? Lo que le es
propio. Y ya hemos visto que lo propio del ser humano es ejercer sus facultades o capacidades. Lo natural en el
hombre es, por tanto, el desarrollo de sus capacidades. Ese desarrollo se dirige a un fin: conseguir lo que es objeto
de esas facultades. Lo natural y propio del hombre es alcanzar su fin. Y el fin del hombre es perfeccionar al máximo
sus capacidades, en especial las superiores: la inteligencia y la voluntad. Lo que corresponde a ambas es la verdad
(para la razón), y el bien (para la voluntad).

Ya definimos el bien (1.7.1) como lo conveniente, el objeto de una inclinación, sea racional o apetitiva.
Ahora definimos la verdad como la realidad conocida51. Puede parecer una definición ingenua y simple, pero de
momento, hasta que hablemos por extenso de ella (5.6), nos sirve, por una razón muy sencilla: la inteligencia busca
el conocimiento de la realidad. Cuando lo logra, alcanza la verdad, que es el bien propio de la inteligencia: abrirse a

50 Cfr. D. Innerarity, Hegel y el romanticismo, Madrid, Tecnos, 1993, 52-53; R. Spaemann, Lo natural y lo racional,
Rialp, Madrid, 1989, 24-25. Sobre esta escisión, cfr. 6.2 y 14.5, nota 41. Sobre el racionalismo, cfr. 5.1, nota 1.
51 Esto puede verse en la frase coloquial: "¡Díme la verdad!". Se indica ahí, simplemente, que queremos saber lo que
realmente está sucediendo. Eso es la verdad.

15 15
lo real52. Por tanto, lo natural en el hombre es alcanzar la verdad y el bien, a los cuales le inclina su naturaleza.
Cuando decimos alcanzar, estamos indicando un largo camino, un proceso trabajoso: "lo natural en el hombre no se
alcanza al principio, sino al final"53.

Lo natural en el hombre, como en todos los demás seres tiene carácter de fin, es algo hacia lo cual nos
dirigimos. Esto es muy importante captarlo bien. Se insiste, si lo natural en el hombre es alcanzar el desarrollo de sus
capacidades, esto se consigue al final: al principio es sólo una aspiración, un programa, una tendencia, deseo o
inclinación. Ya se dijo (3.6.1) que, según Aristóteles, la naturaleza de algo es "lo que cada cosa es, una vez
cumplida su génesis"54, es decir, una vez que está "terminada", crecida, desarrollada, completa.

Por tanto la pregunta ¿qué es el hombre? se transforma más bien en esta otra: ¿qué es capaz de llegar a ser?
"¿Qué hace el hombre a partir de sí mismo, como ser que actúa libremente, o qué puede y debe hacer?"55. Y así,
descubrimos que la naturaleza humana lleva más allá de sí misma: "la naturaleza se trasciende a sí misma en el
hombre"56, "el hombre supera infinitamente al hombre" (B. Pascal). La naturaleza humana es autotranscendencia,
que es otro modo de decir apertura, actividad y posesión (3.5) de aquellos fines que le son propios: "el hombre es el
ser que sólo es él mismo cuando se transciende a sí mismo"57, es decir cuando va mas allá de lo que es, hacia lo que
todavía no es. Esto es libertad. Lo que el hombre es hay que verlo a la luz de lo que puede llegar a ser. O dicho de
otra manera: el hombre se define más por sus necesidades, aspiraciones y requisitos que por lo que de ellos posee
efectivamente: "la realidad humana sólo está inconativamente dada"58.

3.6.4 La naturaleza humana y la ética

La naturaleza humana radica en alcanzar libremente la verdad y el bien, es decir, los objetos de sus
facultades superiores: esto es lo que el hombre puede y debe hacer. Por tanto, se insiste de nuevo, la naturaleza
humana radica en alcanzar el fin que le es más propio. En esta definición se ha introducido la palabra "libremente".
¿Por qué? Porque el hombre es libre: ya vimos (3.2.5) que es una nota radical de la persona. Esto quiere decir varias
cosas:

1) que el bien y la verdad sólo se pueden alcanzar libremente. Nadie que no quiera puede llegar a ellos a
base de obligarle.

2) que alcanzarlos no está asegurado, porque no son algo necesario, sino libre; uno los alcanza si quiere; si
no, no. Es decir, los fines de la naturaleza humana se pueden conseguir o no. Depende. ¿De qué? De la libertad, de
que a mí me dé la gana. El hombre puede favorecer las tendencias naturales, pero también puede ir contra ellas,
como en el caso de una huelga de hambre o de un suicidio. Por ejemplo, mentir es un acto voluntario que no
favorece la búsqueda de la verdad. Como decía A. Camus: "el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que
ella es"59.

52 "La verdad es el bien del entendimiento porque en ella encuentra su perfección", Tomás de Aquino, Summa
Theologica, II-II, q. 4, a. 5, ad 1.
53 J. Vicente-J. Choza, cit., 448.
54 Aristóteles, Política, 1252b 32.
55 R. Spaemann, Lo natural y lo racional, cit., 51.
56 Id., 43.
57 R. Alvira, Reivindicación de la voluntad, 83.
58 J. Marías, La felicidad humana, cit., 380. Si se unen las afirmaciones recién transcritas con la condición futuriza del
hombre señalada en 3.4 se entenderán estas bellas palabras, cuyo sentido se verá más adelante (6.5, 15.2): "La
realidad humana es primariamente pretensión, proyecto, y en esto consiste su extraño carácter de ser a la vez real e
irreal. El elemento de irrealidad, de imaginación, de futurición, de proyecto o pretensión, forma parte de la
realidad humana".
59 A. Camus, L'homme revolté, Gallimard, Paris, 1951, 22, citado por A. Millán-Puelles, La libre afirmación de nuestro
ser, cit., 194.

16 16
3) Los modos concretos de alcanzar la verdad y el bien no están dados, porque es la libertad quien tiene que
elegirlos. Está dado el fin general de la naturaleza humana (ya se ha dicho cuál es), pero no los fines intermedios, ni
los medios que conducen a esos fines. Es decir, hay muchísimo por decidir; la orientación general está dada por
nuestra naturaleza, pero ésta necesita que la libertad elija los fines secundarios y los medios (1.7.3). Es como si
todos tuviéramos una cita en Orlando: hay que llegar allí, pero cada uno debe ir como quiera y por donde quiera,
pero todos desde Europa.

4) Dado que no está asegurado que alcancemos los fines naturales del hombre (es decir, que lleguemos a
Orlando: pueden ocurrir muchas desgracias por el camino, nos podemos perder, cansarnos, entretenernos, tener
avería...), la naturaleza humana tiene unas referencias orientativas para la libertad, es decir, tiene unas normas,
una "guía de viaje". Si se cumple lo indicado en ella, vamos bien, estamos un poco más cerca del objetivo de nuestras
tendencias naturales. Si no se cumple, nos alejamos de él.

La primera de las normas de esta "guía de la naturaleza humana" se puede formular así: "¡desarróllate, logra
los bienes de que eres capaz! ¡Sé el que puedes llegar a ser! ¡Sé tú mismo! " (A). Tradicionalmente se ha formulado
así: "Haz el bien y evita el mal" (B). Lo que estamos tratando de explicar en este epígrafe es que (A) y (B) son
equivalentes. Como se ve, los principios (A) y (B) tienen el carácter de una norma moral60. Las normas morales
tienen como fin establecer unos cauces para que la libertad elija de tal modo que contribuya a los fines y tendencias
naturales, y no vaya contra ellos, es decir, para que llegue al término del viaje. La ética estudia cómo y de qué modo
son obligatorias las normas morales, y cuáles son en concreto esas normas o leyes.

De todo lo anterior interesa destacar las siguientes conclusiones:

1) la naturaleza humana radica en un desarrollo de la persona, tal que permita alcanzar los fines de
nuestras facultades inteligentes o superiores.

2) Ese desarrollo es libre, no está asegurado: uno colabora con las tendencias de su naturaleza sólo si quiere;
de hecho puede rechazar los fines naturales, elegir otros en su lugar, etc.

3) Es necesario que existan unas normas morales que recuerden a la libertad el camino hacia los fines
naturales;

4) Aunque esas normas tienen carácter preceptivo, esas normas tampoco se cumplen necesariamente:
solamente si uno quiere. Pero están ahí porque la realidad humana está ahí, y "tiene sus leyes", es decir, sus
caminos61.

Como se ve, para explicar la naturaleza humana ha sido preciso aludir a las normas morales. El motivo, ya se
ha visto, es muy claro: el desarrollo de la persona y el logro de sus fines naturales tienen un carácter moral o ético.
La ética, como ya se señaló al hablar de la armonía psíquica (2.8), es algo intrínseco a la persona, a su educación, y,
como se ve ahora, a su desarrollo natural. La ley de la libertad humana es la ética (11.1, 11.3), puesto que es el
criterio de uso de esa libertad (6.3).

Es imposible hablar del hombre sin aludir a las normas éticas: la ética no es un "reglamento" que venga a
molestar a los que viven según les apetece. Sin ética no hay desarrollo de la persona, ni armonía del alma. A poco
que se considere quién es el hombre, enseguida surge la evidencia de que, por ser persona, es necesariamente ético.
Es algo que, por decirlo así, surge del hombre mismo en cuanto éste se pone a actuar: es su "guía de viaje" para la
acción; "la ética es aquel modo de usar el propio tiempo según el cual el hombre crece como un ser completo"62. La
ética ayuda a elegir aquellas acciones que contribuyen a nuestro desarrollo natural. La naturaleza humana se

60 El primer principio moral aquí mencionado no es el único. Existen otros que también son primarios o principales,
y que ya prescriben deberes más concretos: dar a cada uno lo suyo, pactae sunt seranda, etc.
61 Al estudiar el concepto de ley (11.1, 11.5), se aclararán estos importantes aspectos de la presencia de la ley en la
razón humana.
62 L. Polo, Quién es el hombre, cit., 110.

17 17
realiza y perfecciona mediante decisiones libres, que nos hacen mejores porque desarrollan nuestras capacidades,
como se vió en el caso de los sentimientos y la armonía del alma (2.8).

La ética no es un prejuicio religioso (17.9), o una norma organizativa, para que la sociedad funcione. Es algo
que está intrínsecamente metido en la naturaleza humana, y sin lo cual el hombre no sabe desarrollarse como
hombre: "la ética hace acto de presencia desde el fondo mismo de lo humano"63; por eso la ética es "la conducta
emergiendo del núcleo del ser espiritual de la persona". El hombre, o es ético, o no es hombre. La conexión de la
ética con la naturaleza humana será un asunto el que habremos de volver en adelante con alguna frecuencia (6.3, 6.4).

3.6.5 La naturaleza humana como perfectibilidad intrínseca

Ahora sólo nos queda recoger la conclusión de los apartados anteriores. Hemos dicho que los hábitos son
importantes, porque modifican al sujeto que los adquiere, modulando su naturaleza de una determinada manera.
Acabamos de decir que la naturaleza humana radica en un desarrollo de la persona, tal que permita alcanzar los fines
de nuestras facultades inteligentes.

Entonces está muy claro que la naturaleza humana se perfecciona con los hábitos, porque hacen más fácil
alcanzar los fines del hombre. Está claro también que el hombre se perfecciona a sí mismo adquiriéndolos: es
entonces "el perfeccionador perfectible"64, en cuanto que se perfecciona a sí mismo.

Asimismo está claro que la naturaleza humana radica en la capacidad de perfeccionarse a sí mismo que el
hombre posee, hasta alcanzar su fin. Por tanto, podemos definir al hombre como un ser intrínsecamente perfectible.
En esta definición el término "intrínsecamente" alude a que el hombre se perfecciona a sí mismo desde dentro, desde
la libertad: o se perfecciona él mismo, o no se puede perfeccionar de ninguna manera. Por tanto, es de la libertad de
quien depende alcanzar la plenitud humana que se llama felicidad.

Con todo lo dicho quizá ha empezado a quedar claro qué es el hombre. De todos modos se trata de una
respuesta muy general, incluso demasiado abstracta, puesto que, por ejemplo, el bien y la verdad nosotros los
encarnamos siempre en los valores y modelos (5.5) que realmente nos importan y nos mueven a actuar: nadie actúa
"por el bien", sino porque le gusta el vino, el fútbol (15.8) o la música rock (15.9), que son para él valores
principales. Por tanto, si queremos ver lo que el hombre es a la luz de lo que puede llegar a ser, es preciso entrar
cuanto antes en un planteamiento más concreto de su actividad. Empezaremos por el tener corporal y la situación
física en la que el hombre vive. Más tarde nos referiremos al lugar del conocimiento en la vida humana, y después
trataremos de la libertad con la que actúa, lo cual nos enfrenta con los grandes temas de la antropología: las
relaciones interpersonales, el sentido de la vida, la vida social, etc. Así discurren los siguientes capítulos, que
constituyen la parte central de este libro.

63 L. Polo, Etica, cit., 109.


64 Id., 230.

18 18
RODRIGO GUERRA LÓPEZ

AFIRMAR A LA PERSONA
POR SÍ MISMA
La dignidad como fundamento
de los derechos de la persona

Prólogo de Carlos Díaz

COMISIÓN NACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS


México, 2003

1
4. LA DIGNIDAD: SU ESENCIA

Interioridad, incomunicabilidad, absolutez, trascendencia y digni-


dad son cinco datos que se refieren explicativamente el uno al otro.
Sin embargo, uno de ellos parece mentar con mayor propiedad la
irreductibilidad personal, es decir, el hecho que consiste en mos-
trar a la persona como un tipo de ente sui géneris, perfectísimo,
autárquico, que realiza la noción de ente de la manera más propia:
la dignidad.
En efecto, “dignitas est de absolute dictis”,136 la dignidad corres-
ponde a lo que se afirma de manera absoluta, es decir, a aquello
que es principio o punto de partida por surgir desde sí mismo, por
apoyarse en sí. Más aún, parece que no ha sido extraño afirmar que
lo propio de la persona es ser “hypostasis proprietate distincta ad
dignitatem pertinente”,137 la hipóstasis que se distingue por una

136 T. de Aquino, “In I Sententiarum”, en Scriptum super Libros..., op. cit., d.


7, q. 2, a. 2, ad 4.
137 Algunos piensan que esta definición proviene de Alano de Lila, también co-
nocido como Alano de Insulis († 1203), uno de los grandes pensadores del siglo
XII, quien recibió una importante influencia platónica. Por ejemplo, ésta es la
opinión de los traductores de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino, editada
en BAC Maior (Madrid, 1988), quienes en I, q. 29, a. 3, ad 2 colocan una referen-
cia a este respecto. Nosotros, al consultarla (Alanus de Insulis, “Theologicae regu-
lae”, en Patrologia Latina, t. 210, reg. 32, col. 637) hemos visto que no se usa
literalmente esta definición. Otros piensan que proviene de Alejandro de Hales,
quien la difundió ampliamente durante la edad media (así Josef Seifert en su
What is Life? The Originality, Irreducibility and Value of Life, p. 139, n. 4, cita la
Glossa, 1, 23, 9). El hecho es que, por ejemplo, Tomás de Aquino utiliza esta defi-
nición en un número no despreciable de lugares: “In I Sententiarum”, en Scriptum
Super Libros..., op. cit., d. 26, a. 1, ag 6; d. 26, a. 2, ag 3; d. 3, q. 1, a. 2, sc 1;

[99]

2
100 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

propiedad perteneciente a la dignidad. Sin embargo, ¿qué tipo de


característica es la dignidad?

4.1. TRES CATEGORÍAS DE IMPORTANCIA

La dignidad es un valor específico del ser personal. Por ello, en


orden a comprender exactamente lo que deseamos afirmar tene-
mos que esclarecer, en primer término, qué es un valor. Con la pa-
labra “valor” deseamos indicar una realidad positiva e intrín-
secamente importante, capaz de proveer el fundamento para una
motivación significativa.138 Los valores y otros elementos capaces
de motivar la voluntad no son postulados de nuestra razón, no son
tampoco seres puramente ideales, sino que son datos cualitativos
encontrables en la experiencia. La experiencia, cuando es acogida
sin reservas o limitaciones, acontece en innumerables ocasiones
como una experiencia cualificada por diversos factores de moti-
vación, entre los cuales se destaca el valor. En particular, la expe-
riencia de la persona en acción sin cesar nos muestra situaciones y
fenómenos que no pueden ser comprendidos adecuadamente si no
se presta atención a la especificidad, a la esencia propia del valor.

Summa Theologiae, op. cit., I, q. 29, a. 3, ra 2; I, q. 40, a. 3, ag 1; III, q. 2, a. 3, co;


Quaestiones Disputatae de Potentia, op. cit., q. 8, a. 4, ag 5; q. 8, a. 4, ra 5; q. 10,
a. 1, ag 7; “Contra errores graecorum”, R. Busa, ed., S. Thomae Aquinatis Opera
Omnia ut sunt in Indice Thomistico, vol. I, cap. 2.
138 En nuestras consideraciones sobre las categorías de importancia comenta-
mos y condensamos en buena medida las contribuciones realizadas por: D. von
Hildebrand, Ética, trad. al cast. de J. J. García Norro. Comentarios y ampliacio-
nes importantes a esta teoría se encuentran en D. von Hildebrand, Moralia; J.
Seifert, ¿Qué es y qué motiva..., op. cit., J. Crosby, “The Idea of Value and the
Reform of the Traditional Metaphysics of ‘Bonum’”, en Aletheia. An International
Journal of Philosophy, vol. I, 2, pp. 231-327; J. Crosby, “¿Son Ser y Bien real-
mente convertibles? Una investigación fenomenológica”, en Diálogo filosófico,
núm. 17, pp. 170-194; S. Schwarz y F. Wenisch, eds., Values and Human Expe-
rience; P. Premoli De Marchi, Uomo e Relazione. L´antropologia filosofica di
Dietrich von Hildebrand.

3
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 101

Primero que nada debemos de prestar atención a que existen cier-


tos fenómenos que no poseen capacidad de motivación de nuestra
voluntad o de generar alguna respuesta afectiva aun cuando sean
objeto de nuestro conocimiento. Por ejemplo, las leyes fundamen-
tales de las matemáticas o de la geometría no son la causa propia
de un estado afectivo, como la tristeza, la alegría o la indignación.
Tampoco son la causa propia de una decisión, como votar por un
partido político o por otro aun cuando de manera indirecta pueda
haber consideraciones cuantitativas al momento de tomar una de-
cisión de este tipo. Las leyes de las matemáticas son de tal manera
neutrales que no poseen capacidad de motivar negativa o positiva-
mente una respuesta afectiva o una respuesta de nuestra voluntad.
Por ello, podemos calificar a las leyes mencionadas de fenómenos
neutros o indiferentes.
Sin embargo, existe otro tipo de fenómenos: la muerte de un ser
querido, padecer una grave injusticia o recibir un halago son reali-
dades revestidas de una importancia ante la cual no somos indife-
rentes. Una realidad importante es aquella capaz de motivar nues-
tra afectividad y/o nuestra voluntad. Si dicha motivación es positiva
decimos que tal cosa es de algún modo “buena”. Si la motivación,
por el contrario, es negativa afirmamos que la cosa es “mala”.
Para que algún objeto motive nuestra voluntad o alguna respues-
ta afectiva debe poseer algún tipo de importancia. No basta afir-
mar que no es posible querer aquello que no se conoce. Es necesa-
rio añadir que nada puede quererse si no se ofrece con algún tipo
de importancia. La distinción entre “importancia” y “neutralidad”
es relevante aun en el caso en el que algo que se presenta como
“neutro” esconda alguna importancia sólo revelable tras una inda-
gación peculiar. Lo importante se distingue de aquello que se ofre-
ce como “indiferente” ante nosotros y esta distinción es esencial.
Ahora prestemos atención a las siguientes situaciones: cuando
un ser humano paga una deuda o cuando perdona una ofensa grave
su acción no es neutra. Al contrario, la acción se manifiesta como
algo notable e importante. Eventualmente nos puede llegar a con-
mover y a generar admiración. Esto se debe a que somos capaces

4
102 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

de descubrir que es mejor que suceda ese acto a que no suceda.


Cuando acontece la destrucción de la casa de una persona a causa
de un incendio, el número telefónico para pedir socorro emerge de
su neutralidad y se destaca con gran importancia.Asimismo, en un
tercer caso, ante mi necesidad de comer, escojo los platillos que
me son más gratos y satisfactorios. Por causas particulares que yo
mismo no conozco completamente, prefiero más ciertos alimentos
que otros, debido a que me generan mayor placer.
Estos tres ejemplos ilustran que la motivación brota de la im-
portancia positiva que descubro en la experiencia. Sin embargo,
los tres casos mencionados son tipos diversos de importancia que
es necesario discernir.
Algunas cosas se destacan respecto de lo neutral sólo de manera
“subjetiva”, ellas me complacen o me disgustan, son agradables o
desagradables para mí. Esto puede cambiar de una persona a otra,
o de una época o situación de mi vida a otra. Este tipo de importan-
cia es sólo “subjetivamente satisfactoria”, es decir, la importancia
se sustenta sólo en la medida en que algo me complace. Tan
pronto como mi deseo se satisface, la cosa se hunde en el mundo
de lo “neutral” y pierde interés para mí. Así es como prefiero un
platillo y dejo de lado otro debido al sabor e imagen que subjeti-
vamente me complace más.
Cuando hablamos del pago de una deuda, de un acto de perdón
o de salvar la vida de alguien, la situación no es como la anterior.
La importancia positiva no depende de lo que subjetivamente me
satisface sino de la importancia que en sí mismo posee el acto
referido. La importancia en este caso es una propiedad inherente
que hace “buena en sí misma” a la acción, independientemente del
correlato subjetivo que pueda existir en mí al momento de contem-
plarla o de actuarla. La importancia en estos casos no se sostiene
en ninguna relación con nuestro placer, sino que se presenta como
intrínseca y autónomamente importante, sin depender en modo al-
guno de nuestra reacción. A este tipo de importancia le denomina-
mos “valor”.
Es evidente que aquello que posee importancia intrínseca y aque-
llo que es subjetivamente satisfactorio pueden deleitarnos. Sin em-

5
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 103

bargo, es precisamente la naturaleza del deleite la que manifiesta


la diferencia esencial entre estos dos fenómenos. En el caso del
valor, lo determinante de su impacto en mí es el valor mismo, y lo
determinado es el efecto subjetivo que provoca en mí la realidad
valiosa. En el caso de lo subjetivamente satisfactorio nuestro pla-
cer es lo determinante, mientras que lo determinado es lo satisfac-
torio que resulta el objeto.
La diferencia entre el valor y lo subjetivamente satisfactorio no
es sólo una diferencia de grado, sino que es una diferencia esen-
cial. Si recorremos los diferentes grados de lo satisfactorio y de lo
placentero meramente subjetivo nunca encontraremos la dimen-
sión de los valores propiamente hablando.
También hemos de advertir que somos conscientes de que lo
subjetivamente satisfactorio juega un papel importantísimo en nues-
tra motivación. Más aún, en muchas situaciones y personalidades
concretas el punto de vista del valor casi no motiva a la persona,
sino que la clase de importancia que domina la vida es precisa-
mente la que resulta satisfactoria a los diversos dinamismos apeti-
tivos que posee la persona, sean o no legítimos, satisfagan o no sus
auténticas necesidades. Esta última cuestión pone a nuestra consi-
deración un tercer tipo de importancia, que denominamos el “bien
objetivo para la persona”. Este tipo de importancia positiva es aque-
lla que resulta motivante para alguien en función de lo que consti-
tuye una perfección objetiva para él. Dicho de otro modo, es la im-
portancia que poseen ciertas cosas o acciones en la medida en que
objetivamente perfeccionan a un sujeto humano. Esta importancia
emerge particularmente cuando un valor que es importante en sí
resulta perfectivo de mí. Cuando alguien es salvado de un peligro
que amenaza su vida, el agradecimiento a su emancipador se refie-
re sin dudas a este tercer tipo de importancia. Lo que impacta la
afectividad de la persona generando gratitud es la vida que no sólo
es valiosa en sí misma, sino que además es particularmente un
bien objetivo para quien la ha preservado de un posible daño.
En muchos autores la noción de bonum ha sido explicada prin-
cipalmente en función de esta tercera categoría de importancia.

6
104 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

Aristóteles es, tal vez, el caso más célebre cuando se pregunta por
“el bien supremo entre todos los que pueden realizarse” y conside-
ra que éste es la felicidad.139 En seguida volveremos sobre la teoría
del Estagirita. Sin embargo, para apreciar con mayor precisión la
relación entre el “bien objetivo para la persona” y el “valor” con-
viene recordar a este respecto el pasaje en el que Sócrates dialoga
con Polo sobre la injusticia:

Polo. Desde luego que el que muere injustamente es digno de lásti-


ma y desgraciado.
Sócrates. Menos que el que lo hace ejecutar, Polo, y menos que el
que muere en justicia.
Polo. ¿Y cómo es eso, Sócrates?
Sócrates. Así es porque el mayor de los males es precisamente el
cometer injusticia.
Polo. ¿Así que éste es el mayor? ¿No es mayor el recibirla?
Sócrates. De ningún modo.
Polo. ¿Así que tú preferirías recibir la injusticia a cometerla?
Sócrates. Pues no querría ninguna de las dos cosas, pero si tuviera
que cometer la injusticia o recibirla, preferiría mejor recibirla que
cometerla.140

En este texto Sócrates sostiene que es mejor sufrir la injusticia


que cometerla. El filósofo griego no pretende afirmar que lo pri-
mero es moralmente mejor que lo segundo. Es evidente que co-
meter una injusticia es moralmente malo, mientras que sufrirla no
puede ser calificado de tal respecto de quien la padece. El sentido
de este pasaje se descubre cuando percibimos que es un mal mayor
para el hombre hacerse moralmente culpable que sufrir. La medi-
da para esta comparación no es el valor moral, sino la importancia
objetiva que un bien tiene para el hombre.

139 Aristóteles, Ética Nicomáquea, op. cit., pp. 14, 1095a; 15 y ss.
140 Platón, “Gorgias”, en Protágoras, Gorgias, Carta Séptima, trad. al cast. de
J. Martínez, pp. 159, 469 b y c.

7
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 105

Ahora bien, para sostener que la falta moral es un mal mayor


para el hombre que sufrir la injusticia se debe haber descubierto
por parte de la razón el valor de la justicia, propiamente hablando,
con anterioridad. Si Sócrates hubiese argumentado que cometer la
injusticia acarrea consecuencias negativas, ciertamente no habría
necesitado haber aprehendido el disvalor de la injusticia para man-
tener que ésta es un mal para el hombre. Sin embargo, Sócrates no
ofrece un argumento utilitarista o consecuencialista. Sócrates par-
te de la comprensión de que la injusticia es un disvalor y, porque lo
es, es un mal objetivo para la persona.
También es preciso entender con claridad la diferencia que existe
entre un bien objetivo para la persona y lo subjetivamente satisfac-
torio. Son dos clases de importancia que pueden relacionarse entre
sí. Esto es patente cuando un mal objetivo para la persona, además
de ser tal, resulta particularmente desagradable subjetivamente
hablando. Pero esto no contradice el hecho de que ambos fenóme-
nos sean esencialmente distintos. El bien objetivo para la persona
posee una objetividad que lo subjetivamente satisfactorio no tiene.
El bien objetivo para la persona responde a las necesidades “obje-
tivas” del ser humano, que también, en ocasiones, pueden ser, por
cierto, subjetivamente desagradables.

4.2. EUDEMONISMO, SECUNDUM NATURAM Y VALOR

Las tres categorías de importancia son tres rationes diversas que


fundamentan la importancia de una cosa o de una acción. Cada
una de ellas posee su esencia propia, irreductible a la de las demás.
Fijémonos particularmente que cuando el valor se trata de reducir
a algo diverso a sí mismo, la reducción lo coloca en un género que
no le corresponde de acuerdo con su esencia específica. El valor es
un dato originario, no sólo porque es aprehendido por la razón de
manera intuitiva e indubitable, sino también en el sentido de que
es un dato último, como lo es la esencia y el acto de ser de un ente.
El valor no debe ser interpretado como una entidad desligada del

8
106 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

ente: “los valores son más bien el ‘corazón del ser’, el ente mismo,
en tanto que importante o valioso en sí mismo”.141
Cuando sabemos que algo simplemente es, no sabemos todavía
si es bueno o es malo. El conocer el valor de un ente nos muestra la
perfección que posee intrínsecamente y lo apreciable que es en sí
mismo. En este sentido, estamos convencidos de que la compren-
sión filosófica de todo, especialmente de aquello que es “en sí mis-
mo” y “por sí mismo”, no se alcanza plenamente sino hasta haber
detectado su valor. El valor amplía la intensidad nocional del con-
tenido inteligible de un ente en un grado superlativo, mostrando,
además de su despliegue como algo que es, su importancia o rele-
vancia intrínseca dentro del contexto del universo. Así, los valores
indican no sólo que algo es sino que algo debe ser afirmado. Por ello,
el valor incardinado en el ente funda y sostiene una invitación per-
manente a responder de una manera adecuada a su condición axio-
lógica específica.
El reconocimiento del valor en su especificidad no ha sido fácil
de mantener en la historia de la filosofía. Aún parte de la respeta-
ble e importante tradición aristotélica al subrayar unilateralmente
en algunas definiciones que el bien es aquello que todos apetecen,
aquello que corresponde y perfecciona a la naturaleza; pareciera
realizar una reductio in aliud genus cuando no explicita con clari-
dad que la fuente de la “apetibilidad” de un “bien para la persona”
radica fundamentalmente en la dimensión propiamente axiológica
que éste porta y que es, de hecho, irreductible al efecto que pro-
duzca en el sujeto. Este punto es sumamente trascendente en di-
versos campos, particularmente en el terreno de la fundamentación
de los derechos humanos. ¿A qué nos referimos?
Para la comprensión per ultimas causas de la acción humana
es preciso lograr una justificación última de las normas que rigen
esta acción, distinguiendo este ejercicio de la determinación del
fin último que todo acto persigue.142 En este asunto vale la pena

141 J. Seifert, ¿Qué es y qué motiva..., op. cit., p. 74.


142 “Llegar hasta el fondo de la moralidad explicándola sobre la base del fin
último ha cedido a explicar y justificar la moralidad sobre la base de valores y

9
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 107

insistir: no es lo mismo determinar el fin último de la acción hu-


mana que obtener una justificación última de las normas de la ac-
ción humana.
La argumentación teleológica clásica permite descubrir que el
ser humano se orienta a un “fin último” a través del ejercicio de
actos buenos. Sin embargo, para que los actos humanos sean ple-
namente buenos requieren ser hechos primariamente porque son
buenos de suyo y sólo secundariamente por otra razón, como la
búsqueda de la propia perfección. Por ello, es necesario explorar
hasta el fondo las razones por las que la vida moral se constituye
como tal, tratando de capturar el momento axiológico que muestra
a la acción como intrínsecamente buena o mala. El hecho de que la
acción posea una ordenación teleológica no debe suprimir o mati-
zar el hecho de que la moralidad es tal por el valor realizado. De
esta manera, no rechazamos que las acciones buenas se encuentren
ordenadas a un fin último. Nuestro énfasis está puesto, más bien,
en que la moralidad y la juricidad poseen justificación en los valo-
res y en la dimensión normativa que éstos poseen y en que todo
esto es descubierto realmente por medio de la razón práctica.
Un corrimiento demasiado rápido al tema de la ordenación
teleológica del acto humano produce que la reflexión racional so-
bre la experiencia de la acción tienda a convertirse en una teoría

normas. Estamos preocupados hoy en día no tanto con la determinación del fin úl-
timo de la conducta moral como con dar una justificación última a las normas de
la moralidad. El crédito por originar este cambio sobre cómo está puesto y formu-
lado el problema central de la ética innegablemente corresponde a Kant. Pero el
aceptar el punto de partida de Kant en la ética —esto es, el considerar el problema
de la justificación de las normas como el principal problema ético— no consiste
en aceptar necesariamente su solución. En verdad, una búsqueda de la justifica-
ción última de las normas morales puede conducirnos directamente al fin último.
Pero esto no está presupuesto por adelantado en el punto de partida. Una cosa, sin
embargo, sí está presupuesta justo desde el comienzo: en todo el modo como la
ética es tratada, las tendencias normativas, más que las teleológicas, prevalece-
rán, aun en el caso de conclusiones teleológicas”. K. Wojtyla, “Ethics and Moral
Theology”, en Person and Community. Selected Essays, trad. al inglés de T.
Sandok, p. 103.

10
108 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

del fin de la vida humana antes que en una teoría de la moralidad y


de la juricidad en sentido estricto.
La dimensión normativa y obligante del valor que invita a la vo-
luntad a responder a través de una acción no es interpretada por
nosotros a la luz de la tensión ontológica existente en el acto bue-
no respecto del fin último, sino enfatizando que la verdad sobre el
bien, es decir, el valor, de suyo origina un deber ser incondiciona-
do. Menos aún deseamos sostener que la consistencia esencial de
lo valioso es aquello que responde a la naturaleza, aquello que es
secundum naturam.
Si por secundum naturam entendemos todas las cosas que so-
mos capaces de deducir de las relaciones teleológicas inmanentes
de un ente, eventualmente podremos distinguir entre lo normal y
lo anormal, entre lo sano y lo enfermo, etcétera. Sin embargo, si apli-
camos este sentido de lo secundum naturam a la esfera de la ac-
ción libre, no podemos descubrir qué es lo bueno en sí y lo malo en
sí nítidamente. ¿Qué nos podría hacer pensar que la tortura, la vio-
lación de un niño o la poligamia, por ejemplo, son contra naturam?
Una atenta observación de las tendencias incoadas en la condición
humana no nos permite descubrir imperativos que prohíban abso-
lutamente estos comportamientos.Al contrario, siempre serán con-
ductas negociables, siempre podrán existir casos y condiciones que
los justifiquen si sostenemos que lo bueno tiene como consisten-
cia esencial ser aquello que satisface una tendencia. Quienes pien-
san así reconducen la sublimidad de un acto de perdón o de justi-
cia a lo apropiado para desarrollar la entelequia o perfección del
ser humano.
Estas observaciones nos permiten detectar que el tema del fin
último y de aquello que puede ser considerado secundum naturam
poseen una articulación peculiar entre sí. Aristóteles veía que una
acción buena es aquella que no busca el mero placer subjetivo,
sino aquella que hace feliz, es decir, aquella que realiza la natura-
leza del ser humano y, en particular, aquella que realiza su activi-
dad más propia.143 La felicidad entendida como realización de sí,
143 Cf. Aristóteles, Ética Nicomáquea, op. cit., caps. I y X.

11
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 109

como vida lograda, pareciera de esta manera convertirse en el fac-


tor fundamental de motivación para la acción. Nadie desea ser in-
feliz, todos deseamos realizar nuestra naturaleza al momento de
actuar. Estos son rasgos típicos del “eudemonismo”.
Somos conscientes de que el planteamiento aristotélico admite
diversas interpretaciones.144 Ante él es preciso tomar en cuenta dos
advertencias que recurrentemente son dejadas de lado y que es ne-
cesario hacer para precisar en qué sentido la felicidad y lo secun-
dum naturam vienen al caso en la determinación de la bondad de
un acto: 1) Por un lado, la acción buena se corrompe cuando se
vuelve mero cálculo utilitario respecto de lo que me conviene na-
turalmente.145 La subordinación de todo lo bueno en sí respecto de
lo bueno para mí instrumentaliza y violenta realidades que recla-
man ser reconocidas en su perfección intrínseca antes que en la
capacidad perfectiva que posean; 2) Por otra parte, el imperati-
vo categórico que la pregunta moral más elemental busca no debe
ser sustituido por un imperativo hipotético, es decir, condicional.
En la experiencia ordinaria el ser humano se pregunta “¿qué debo
hacer en esta situación?” o “¿qué debo evitar?”, es decir, el ser
humano naturalmente realiza una pregunta que reclama una res-
puesta normativa incondicionada antes que una respuesta condi-
cionada por una ordenación teleológica.

144 Para Fernando Inciarte, por ejemplo, la felicidad en Aristóteles no es tanto


algo que todos los hombres desean, sino algo que todos los hombres sienten
cuando alcanzan lo que desean. Cf. F. Inciarte, “Sobre la ética de la responsabili-
dad y contra el consecuencialismo teológico-moral”, en A.A. V.V., Ética y teolo-
gía ante la crisis contemporánea, p. 402. En nuestra opinión, en éste como en
muchos otros temas, algunos filósofos con gran benevolencia hacia el Estagirita
explicitan y puntualizan cuestiones un tanto imprecisas de su doctrina moral.
145 “El principio de la felicidad propia [...] coloca bajo la moralidad móviles
que más bien socavan y aniquilan su sublimidad, al colocar en una misma clase a
las motivaciones de la virtud con las del vicio y enseñar tan sólo a hacer mejor el
cálculo, suprimiendo así por completo la diferencia específica entre ambas”. I.
Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, trad. al cast. de R.
R. Aramayo, A 90-91.

12
110 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

Al afrontar las preguntas mencionadas debemos encontrar una


respuesta que nos indique “debes hacer esto” sin transformarla en
una norma del tipo: “puesto que quieres ser feliz y no puedes no
quererlo, debes hacer esto y evitar aquello”, como si la tendencia a
la felicidad pudiera justificar en su esencia a la acción moral como
moral.146 Tenemos la impresión de que Aristóteles, al señalar a la
felicidad como un fin, tiene la tendencia a interpretar instrumental-
mente todas las acciones humanas respecto de él. Aún la teoría so-
bre las especies de amistad en Aristóteles, en la que se señala de ma-
nera particularmente aguda una intuición verdaderísima, como la
referente a que lo propio de la amistad perfecta es querer el bien de
los amigos “por causa de éstos”147 queda vulnerada y como defor-
mada cuando se enmarca en el contexto que ofrece la subordina-
ción de toda acción libre al fin que es la vida lograda. Para Aris-
tóteles “es con vistas al fin como todos hacen las cosas”,148 “si hay
sólo un bien perfecto, éste será el que buscamos”149 y “tal parece
ser, sobre todo, la felicidad, pues la elegimos por ella misma y
nunca por otra cosa”.150
Desde nuestro punto de vista, hacer depender el valor de una ac-
ción de la redundancia perfectiva que posea para nosotros significa
consagrar la astucia como forma suprema de moralidad.151

146 Cabría hacer la pregunta al eudemonista: si hipotéticamente desapareciera en


el ser humano la tendencia a la felicidad ¿dejarían de existir exigencias morales?
147 Aristóteles, Ética Nicomáquea, op. cit., 1156 b 10.
148 Ibid., 1097a 23.
149 Ibid., 1097a 29.
150 Ibid., 1097b 1.
151 Leonardo Rodríguez Duplá ha afirmado que una interpretación de este tipo
es una “mala inteligencia” del eudemonismo aristotélico: “que éste es algo mu-
cho más coherente y profundo, lo ha mostrado Spaemann”. Cf. L. Rodríguez
Duplá, “La benevolencia como categoría fundamental de la Ética eudemonista”,
en Revista de Filosofía, 3a. época, vol. III, núm. 3, pp. 215-222. Coincidimos que
la comprensión de R. Spaemann sobre el eudemonismo salvaguarda la afirma-
ción de la persona por sí misma. Sin embargo, también consideramos que difícil-
mente su libro dedicado a este tema puede ser considerado un ejercicio hermenéu-

13
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 111

Ahora bien, esto no significa que la felicidad, entendida como


vida lograda, no concurse dentro de las motivaciones secundarias
legítimas de una acción buena. Evidentemente, los seres humanos
deseamos ser felices. Más aún, la felicidad no sólo se vive y se de-
sea al momento de hacer el bien, sino que se obtiene como efecto
superabundante mediante esta acción. El reconocer la tendencia
hacia la propia realización, hacia la felicidad, evita, entonces, el nihi-
lismo, ya que confiere a la propia vida una tensión permanente res-
pecto de la plenitud personal.152
Aún así, y con todo lo dicho: 1) El valor de un acto no depende
de que éste nos haga felices, nos perfeccione o se realice secundum
naturam, y 2) La lógica inmanente de la naturaleza humana es in-
capaz de descubrirnos el fundamento de la moralidad, es decir, no
puede mostrarnos qué debemos hacer, sólo nos muestra una gene-
ralidad no obligante. Las tendencias e inclinaciones intrínsecas a
nuestra esencia, si bien están ordenadas intencionalmente a ciertos
objetos, necesitan del concurso de la razón práctica para discernir
cuáles son los valores que es preciso afirmar al momento que ellas
parecieran señalar un cierto bien a realizar. Toda la esfera de las incli-
naciones y tendencias, por otra parte, no debe ser interpretada como
dañina. Al contrario, es parte integrante de la vida humana y puede
colocarse al servicio de los valores descubiertos por la razón, dán-
dole así a la acción una riqueza cualitativa muy importante e im-
prescindible si se busca hacer el bien en términos humanos. Las
tendencias e inclinaciones son verdadera fuente de conocimiento
práctico, ya que pueden revelar diversos aspectos de la importan-
cia positiva que posee un objeto, aunque no su orden y jerarquía.

tico de la doctrina aristotélica, aun cuando en muchos aspectos haya reconocido


Spaemann la parte de verdad que existe en el Estagirita. Cf. R. Spaemann, Felici-
dad y benevolencia, trad. al cast. de J. L. del Barco.Al contrario, la posición de R.
Spaemann nos parece más cercana a la de D. von Hildebrand (véase, sobre todo
su Ética) y a la de W. Marra (Cf. “Morality and Happiness”, en A.A. V.V., Vom
Wahren und Guten. Festschrift für Balduin Schwarz zum 80. Geburtstag.
152 Cf. J. Seifert, ¿Qué es y qué motiva..., op. cit., pp. 66-83.

14
112 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

De este modo, no hemos pretendido negar la existencia de la


naturaleza y de inclinaciones que se desprenden de ella. No hemos
buscado rechazar que la realización plena de esta naturaleza sea
objeto de una tendencia profunda en el ser humano. Tampoco pre-
tendemos negar que estos elementos posean algún papel en la con-
figuración de la motivación para la acción: lo que deseamos afir-
mar es que de la naturaleza y de sus inclinaciones no es posible
derivar normas absolutas para el ser humano.
Ahora, por otra parte, vale la pena advertir que en todo intento
de deducir la bondad en sí a partir de la conformidad con nuestra
naturaleza presuponemos la evidencia de que debemos comportar-
nos secundum naturam, es decir, presuponemos la intuición previa
de los valores. Este hecho nos muestra nuevamente que es bueno
ser justos no porque el ser humano lo anhele, no porque sea ade-
cuado a su naturaleza, no porque esta acción nos permita gozar de
la felicidad. Es bueno ser justos porque el valor de la justicia pide
ser afirmado por sí mismo, y esto, indiscutiblemente, implica una
afirmación implícita de nuestro propio ser.
Todo lo aquí dicho nos permite concluir que el valor “es para
nuestro conocer principium y el ser secundum naturam, princi-
piatum”.153 Esto quiere decir que la verdad sobre el bien que re-
quiere la voluntad para autodeterminarse se presenta de manera
racional, es decir, como descubrimiento de la razón práctica. En
este sentido, el definir lo bueno en sí, el valor, como lo secundum
rationem, nos parece más adecuado que definirlo como lo secun-
dum naturam. En nuestra opinión, sólo hay una manera, entonces,
de rescatar la expresión secundum naturam: lo “natural” no es lo
que se deriva de la naturaleza, sino lo que “por naturaleza” se pro-
pone a sí mismo ante la razón para ser aprehendido como funda-
mento normativo de la acción, es decir, el valor.
Aun a riesgo de redundar, deseamos insistir en que actuar en
función de inclinaciones o tendencias “naturales” sin haber deter-
minado previamente cuál es el motivo racional para conducirnos

153 D. von Hildebrand, Ética…, op. cit., p. 186.

15
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 113

de acuerdo a ellas nos coloca en una situación absurda en la que lo


“espontáneo”, lo “normal” o lo “frecuente” se vuelven regla de
acción. El autodominio del que hemos hablado en páginas anterio-
res y que manifiesta la trascendencia de la persona en la acción, en
estos casos, quedaría gravemente vulnerado.
Tenemos la impresión de que ésta es una debilidad fundamental
que con diversas intensidades se encuentra presente en algunos
defensores del denominado “derecho natural”, que consideran que
seguir la “naturaleza humana” es el fundamento para determinar
los bienes a los que “debe” aspirar la persona.154 Es sorprendente
que aun cuando no es extraño sostener que la “ley natural” por ser
“ley” es un orden racional,155 es algo constituido por la razón,156 en
las explicaciones de algunos autores el acento quede puesto en la
“naturaleza” y sus inclinaciones, como si el conocimiento de estos
elementos pudiera ser previo al descubrimiento de la verdad so-
bre el bien.157

154 De entre los textos que pueden ejemplificar en diversos grados la posición
que criticamos pueden consultarse: E. Rolland, La loi de réalisation humaine
dans saint Thomas; H. Rommen, The Natural Law. A Study in Legal and Social
History and Philosophy; F. M. Schmölz, Das Naturgesetz und seine dynamische
Kraft; J. Mausbach y J. Ermecke, Teología moral católica; R. MacInerny, Aquinas
on Human Action. A Theory of Practice; J. Hervada, Introducción crítica al dere-
cho natural (véanse especialmente las pp. 142-146), y M. Beuchot y J. Saldaña,
Derechos humanos y naturaleza humana (especialmente pp. 66-69). Los autores
referidos poseen aportes que no deben ser minusvalorados. Nuestra crítica versa
sobre un aspecto particular que no desmerita muchas otras contribuciones impor-
tantes de todos ellos. Pienso, particularmente, en el caso de J. Saldaña y M. Beu-
chot. Sin duda ambos han colaborado como pocos a reproponer en la actualidad
el debate riguroso sobre el derecho natural en los países hispanohablantes.
155 Cf. T. de Aquino, Summa Theologiae, op. cit., I-II, q. 90, a. 4; I-II, q. 90, a.
1, c., ad 2 et ad 3; Cf. L. Léhu, La raison, règle de la moralité d’après Saint
Thomas.
1
56 Cf. T. de Aquino, Summa Theologiae, op. cit., I-II, q. 94, a. 1.
157 Un ejemplo de lo que sucede cuando se privilegia el conocimiento de la
naturaleza y de sus inclinaciones como un saber a partir del cual ha de ser hallado
lo bueno acontece en Aristóteles. Partiendo de un riguroso análisis hermenéutico
de los textos, Héctor Zagal y SergioAguilar-Álvarez han mostrado que la esclavi-

16
114 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

En la experiencia del hombre no suceden juicios como “yo ten-


go una inclinación a aprender por lo que deduzco que el conoci-
miento es un bien que debo alcanzar”. Lo que sucede es que a tra-
vés de un acto intuitivo de la razón práctica la persona capta en la
experiencia que existen algunos bienes mejores que otros para la sa-
tisfacción de nuestras múltiples tendencias y necesidades. Tenden-
cias y necesidades que per se no son originadoras de normatividad
absoluta. De este modo, es posible comprender que lo bueno y lo
malo no se descubren investigando la naturaleza del ser humano,
sino atendiendo a la experiencia que muestra a la razón aquello
que es razonable: lo bueno en sí mismo, el valor. Martin Rhon-
heimer está cerca de nuestra posición cuando con gran claridad
afirma:

tud como condición “natural” de algunos seres humanos no es una inconsistencia


del pensamiento aristotélico. Al contrario, han destacado cómo Juan Ginés de
Sepúlveda —preceptor de Felipe II y confesor de Carlos V— ha sido congruente
con la noción de “naturaleza” expuesta porAristóteles, particularmente en Políti-
ca I, al momento de enfrentar a Bartolomé de Las Casas. Es precisamente J. Ginés
de Sepúlveda quien intenta argumentar que los indios (bárbaros) han de ser “so-
metidos” al mandato de los señores (prudentes) en el contexto de la disputa india-
na, inspirándose en la teoría aristotélica referente a que la esclavitud está basada
en la physis.Aristóteles piensa que el esclavo está condicionado por su “naturale-
za”. Carece de aptitudes para poder gobernarse a sí mismo y a los demás. El es-
clavo tiene lógos de manera participada sólo en la medida en que obedece al
virtuoso (Cf. Aristóteles, Política I, 1, 1254a 20 y ss.). De hecho, para este autor
existen razas “naturalmente” poco virtuosas —las asiáticas—, poco inteligentes
—las nórdicas—, y otras inteligentes y valerosas —por supuesto, las helénicas.
Siendo sinceros, no resistimos la tentación de preguntarnos qué hubiera pensado
el filósofo de quienes somos mestizos o indígenas latinoamericanos... Para Aris-
tóteles el esclavo es inferior por “naturaleza”. Que ésta no es una anomalía aristo-
télica respecto del resto de sus obras también se puede constatar indirectamente
recordando que el Estagirita piensa que a algunos hombres no hay que darles
argumentos sino castigos al momento de ayudarles a entender, por ejemplo, “que
es preciso honrar a los dioses y amar a los padres” (Aristóteles, Tópicos I, 11,
105a 3 y ss.). Cf. H. Zagal y S.Aguilar-Álvarez, Límites de la argumentación ética
en Aristóteles. Lógos, physis y éthos, pp. 149-168.

17
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 115

Por paradójico que parezca: para saber qué es la “naturaleza huma-


na”, o para interpretarla adecuadamente, tenemos que conocer an-
tes lo “bueno para el hombre”. El conocimiento de la naturaleza
humana, así pues, no es un punto de partida de la ética, sino más
bien uno de sus resultados. [...] Se revela ahora cuán equivocado es
todo intento de presentar a la “naturaleza humana” como “norma” o
“medida” del bien moral.158

El único matiz que de nuestra parte haríamos a este texto sería


sustituir la expresión “bueno para el hombre” por lo “bueno en sí
mismo”, o mejor aún, por “lo valioso que funda lo bueno para el hom-
bre”. De esta manera quedaría subrayado que el “valor” es perfec-
to de suyo y eventualmente perfectivo de los sujetos que optan por
él a través de la acción.

4.3. LA DIGNIDAD COMO VALOR INTRÍNSECO A LA PERSONA

Las consideraciones realizadas son muy importantes al momento


de aproximarnos al tema de la dignidad humana. La dignidad de-
signa un valor máximamente objetivo e intrínseco del ser huma-
no. No consiste en la importancia que posee lo subjetivamente
satisfactorio ni consiste primariamente en ser un bien para la per-
sona. Cuando un secuestrador tortura a su víctima mutilándola, y
al ser apresado se le reprocha su conducta, a todos repugna que
argumente que él tiene derecho de actuar en función de sus prefe-
rencias subjetivas. La indignación que su acción criminal suscita
posee una base objetiva innegable que se impone por sí misma
como evidente. Cuando una autoridad civil captura a un delincuente
que merece ser sancionado, igualmente la dignidad de este último
impone un límite absoluto que las instancias de poder deben respe-

158 M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filo-


sófica. Otro autor del que nos sentimos próximos en este punto es J. Finnis, Ley
natural y derechos naturales, trad. al cast. de C. Orrego, pp. 66-70.

18
116 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

tar al castigarlo. Jamás una sanción debe vulnerar el valor inalie-


nable e inegociable de la persona.
El que hayamos insistido en la vida moral y en los valores mo-
rales hasta este momento no nos debe desconcertar. Al contrario,
los deberes, tanto morales como jurídicos, tienen su origen en una
misma experiencia de la persona como ser digno. De hecho, la mo-
ralidad acontece, y dentro de su dinámica gradualmente emerge la
experiencia jurídica propiamente hablando. La experiencia jurídi-
ca fundamental no es otra que la experiencia del “deber” que yo
experimento al encuentro con la persona. Que este deber pueda
orientarse hacia la vida moral, es decir, a la dimensión axiológica
y perfectivista de la acción, o que sólo se explore en su dimensión
transitiva y no-perfectivista, como lo es la propia del derecho, nos
permite mirar, ya desde ahora, que si bien estos órdenes se distin-
guen no se encuentran fracturados.
En efecto, la dignidad es un valor elevado y sublime en el que
muchos otros valores encuentran como su integración. La dignidad
es el valor que posee un ente realmente existente que se muestra a
sí mismo en la experiencia como un ser con interioridad, incomu-
nicabilidad incomparable, absolutez y trascendencia vertical: la
persona. La justicia, el perdón, la verdad y el amor son, sin duda,
también valores sumamente importantes. Sin embargo, el valor que
posee la persona es tan sublime, que sólo en la medida en que ella
los realice éstos adquieren existencia y cumplen su “vocación”.
La dignidad supone características peculiares en el sujeto que
la porta. Dicho de otro modo, porque el sujeto posee un ser (esse)
y una esencia (esentia) perfectísimos, el ente personal posee el
más grande valor. En este sentido, podemos compartir en cierto
grado la idea que afirma que la naturaleza funda la dignidad. Sin
embargo, un análisis atento a lo que hemos dicho hasta aquí nos
permite afirmar con más propiedad que la dignidad le pertenece a
la persona en todo su ser, con tal grado de intimidad que no es
propiamente un elemento consecutivo de sus componentes esen-
ciales, sino constitutivo de los mismos. El valor de la persona no
emerge como accidente propio de la sustancia individual de natu-

19
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 117

raleza racional, sino que la sustancia individual de naturaleza ra-


cional es tal porque ha sido creada primariamente por un motivo
que la constituye como un ser valioso en grado eminente. Por eso,
una de las definiciones más impresionantes de la persona es aque-
lla que dice que es “id quod est perfectissimun in tota natura”,159
lo más perfecto de toda la naturaleza. El esclarecimiento fenome-
nológico radical de esta consideración aparecerá un poco más ade-
lante. Miremos en este momento, simplemente, que la dignidad es
un dato originario que muestra al hombre como persona en la ex-
periencia. Es absolutamente imposible sostener con razón que la
persona no posee dignidad inalienable. La dignidad es un dato in-
trínsecamente asociado a la condición personal en el que el primum
anthropologicum y el primum ethicum et iuridicum son converti-
bles entre sí. Por esto, Emmanuel Levinas, puede decir expresiones
como las siguientes:

El homicidio apunta aún a un dato sensible y, sin embargo, se en-


cuentra ante un dato cuyo ser no podría suspender por la apropia-
ción. Se encuentra ante un dato absolutamente no neutralizable.160

El homicidio ejerce un poder sobre aquello que se escapa al poder.


[...] Yo sólo puedo querer matar a un enteabsolutamente independien-
te, a aquel que sobrepasa infinitamente mis poderes y que por ello
no se opone a ellos, sino que paraliza el poder mismo de poder.161

El Otro que puede decirme soberanamente no, se ofrece a la punta


de la espada o a la bala del revólver y toda la dureza inamovible de
su “para sí”, con este no intransigente que opone, se borra por el he-
cho de que la espada o la bala ha tocado los ventrículos y las aurícu-
las de su corazón. En el contexto del mundo es casi nada. Pero me
puede oponer lucha, es decir, oponer a la fuerza que lo golpea no
una fuerza de resistencia, sino la imprevisibilidad misma de su re-

159 T. de Aquino, Summa Theologiae, op. cit., I, q. 29, a. 3, co.


160 E. Levinas, Totalidad e infinito..., op. cit., p. 211.
161 Ibid., p. 212.

20
118 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

acción.Así, me opone no una fuerza mayor —una energía evaluable


y que se presenta a la conciencia como si fuese parte de un todo—,
sino la trascendencia misma de su ser con relación a este todo; no
un superlativo del poder, sino, precisamente, lo infinito de su tras-
cendencia. Este infinito, más fuerte que el homicidio, ya nos resiste
en su rostro y su rostro es la expresión original, es la primera pala-
bra: “no matarás”.162

La epifanía del rostro es ética.163

Todas estas expresiones podrían parecer sólo “poéticas”. Sin em-


bargo, además de haber sido construidas con tanta belleza, indican
de una manera sumamente incisiva que el valor de la persona se
impone como dato per se notae en la experiencia. El “rostro”, como
epifanía corporal de la persona, manifiesta que el integrum huma-
no anuncia su verdad fundamental al mostrarse como digno. La
verdad sobre el ser humano es que es persona, es decir, hypostasis
proprietate distincta ad dignitatem pertinente,164 sujeto concreto
que se distingue de todo otro por su eminente dignidad. Ésta es la
definición de persona que consideramos alcanza de mejor manera
el propium del humanum, lo irreductible del hombre.
El horror que provocan las grandes matanzas de nuestra historia
reciente es enorme no sólo por el número de víctimas y el carácter
terrible de los asesinatos. Pienso en un acontecimiento como la
masacre de Acteal, en la que un grupo de 45 indígenas tzotziles de-
sarmados —varones, mujeres y niños—,165 fueron masacrados por

162 Idem.
163 Ibid., p. 213.
164 T. de Aquino, “In I Sententiarum”, en Scriptum Super Libros..., op. cit.,
d. 26, a. 1, ag 6.
165 La masacre aconteció en la comunidad de Acteal, municipio de Chenalhó
(Chiapas, México), el 22 de diciembre de 1997, a las 11:00 horas, el saldo fueron
25 heridos y 45 muertos, de los cuales 27 eran adultos (21 mujeres, seis varones)
y 18 menores (14 niñas, cuatro niños). La complejidad de la situación sociopolítica
no puede justificar, en modo alguno, un crimen de esta índole: Cf. Procuraduría
General de la República, Libro Blanco sobre Acteal, Chiapas.

21
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 119

un comando armado en el momento en que se encontraban hacien-


do oración al interior de un templo. Este tipo de actos son signo de
una profunda desviación en la reverencia que nos debe de producir
cualquier ser humano por el mero hecho de serlo. La objetividad
del valor intrínseco de lo humano que cada persona porta impone
obligaciones específicas, entre las cuales destaca el respeto irres-
tricto a la vida. Estas obligaciones son morales en cuanto la res-
puesta al valor hace crecer a la persona como persona a través de
la virtud. Sin embargo, estas obligaciones son también jurídicas
en cuanto su cumplimiento es exigido para mantener la justicia
más elemental en la convivencia.
Ahora bien, desde que el poder autolegitimado no puede matar
a todos los que le disgustan, tiene necesidad de seres humanos, ya
sea como servidores, ya sea como instrumentos. Para “lograr” la
condición instrumental de estas personas es preciso intentar ani-
quilar su dignidad. La finalidad última de una matanza como la
mencionada es, en cierto aspecto, metafísica:166 busca mostrar que
no existe ningún valor, ni siquiera la dignidad, en nombre del cual
sea posible desafiar al poder. Puesto que el hombre no es más que
un medio-para, con instrumentos y medios se le convence que tie-
ne que responder a la voluntad de poder. Si en la persona no exis-
te ni verdad, ni justicia, ni dignidad, si éstas son sólo palabras y
buenos deseos, entonces se derrumba toda oposición de principio
al poder autoritario, al abuso del hombre por el hombre.
Sin embargo, aún en estos casos, como bien apunta Levinas, es
posible la “imprevisibilidad” de la reacción, es decir, la trascen-
dencia que manifiesta la persona con el más mínimo gesto de afir-
mación de su libertad. Esta “imprevisibilidad” denota que aun cuan-
do el poder realiza su máximo esfuerzo por aplastar la dignidad
humana, el valor de lo humano es más grande y ni siquiera el mis-
mísimo poder, al intentar acabar con él, lo puede destruir en su
consistencia intrínseca. El poder queda derrotado al momento en

166 Cf. T. W. Adorno, Dialéctica negativa, trad. al cast. de J. M. Ripalda, véase


la parte III, capítulo III, pp. 361-405.

22
120 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

que intenta lo imposible: despojar al ser humano de su dignidad


constitutiva.
Que la derrota no es mera metáfora queda claro cuando se ana-
liza la realidad evitando utilizar la racionalidad instrumental como
criterio: el que comete una injusticia fracasa en su humanidad.
Mientras que el que sufre una injusticia afirma con su muerte la
trascendencia de la verdad sobre el hombre. Esto no nos exime de
hacer todos los esfuerzos necesarios para que la dignidad humana
no resulte vulnerada o para que se haga justicia en un momento
determinado. Sin embargo, aún en el fracaso “práctico” siempre exis-
te un significado que no se extingue y por el que la lucha en favor
de la justicia nunca pierde sentido.
Pero ¿qué acaso no hemos dicho que la dignidad se encuentra
fincada en el sujeto humano? ¿qué acaso al destruir la vida de la
persona no queda aniquilada su dignidad fácticamente? Con lo que
hemos anotado comienza a percibirse que la relación entre la dig-
nidad y el sujeto humano en el que se realiza este valor está asociada
a su ser y, al mismo tiempo, lo excede o lo “invita” a excederse, a
ir más allá del límite que le impone, aun, su existencia intramunda-
na. Esta aparente paradoja no puede resolverse si no reconocemos
cabalmente y de inicio que el tipo de ser que es la persona es irreduc-
tible al ser de las cosas.
La fascinación que nos produce el cosmos, sus leyes y la inmer-
sión de nuestro ser en medio de él no debe hacernos perder de vista
que existe una diremtion originaria entre el ser personal y el ser
no-personal. La dignidad es el valor que posee lo humano precisa-
mente por el hecho de ser distinto a todo lo que no es propiamente
humano. La dignidad habla de un tipo de valor que no responde
“por su naturaleza” de igual modo que otras realidades sólo expli-
cadas y explicables como partes de la totalidad del universo. Las
personas, más que partes del universo, son “todos” los que habitan
en un universo hecho de entes que no pueden ser sino sólo “parte”
de una realidad mayor: su especie. La persona, por el contrario, no
se subordina a su especie, sino que vale de suyo.
La dignidad humana es un índice de la peculiaridad entitativa
de la persona. La dignidad es un valor máximamente evidente. La

23
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 121

dignidad no es una conclusión que brote deductivamente de un


elaborado análisis sobre la condición humana. La dignidad, como
su nombre lo indica, es un principio para la vida humana (moral y
derecho incluidos).

4.4. LA DIGNIDAD COMO “PRINCIPIO” Y LA IMPORTANCIA


DEL “RECONOCIMIENTO”

La palabra “dignidad” es la traducción latina del griego “axioma”.


Los axiomas son las realidades dignas de ser creídas, estimadas o
valoradas. De este modo, en su sentido más originario, axioma sig-
nifica el “principio” que, por su valor en sí, es decir, por ocupar un
cierto lugar en un sistema de proposiciones, no puede no ser consi-
derado sino como verdadero. Aristóteles, en los Analíticos segun-
dos167 denomina axiomas a los principios evidentes e irreductibles
que constituyen el fundamento de toda ciencia. Toda proposición
se apoya en ellos, pero ellos no se apoyan más que en sí mismos.
El axioma obliga al asentimiento, su contenido se impone inme-
diatamente al espíritu, debido a su verdad manifiesta. Los axiomas
son indemostrables y, por ello, constituyen el fundamento de toda
demostración. El axioma, entonces, no es un principio “postulado”
como indemostrable, sino un dato que en sí mismo es evidente y
que es fruto de una intuición sobre los contenidos ofrecidos en la
experiencia. Gracias a la existencia indubitable de axiomas es po-
sible demostrar con fundamento y no caer en una sucesión de de-
mostraciones sin fin que conducirían —paradójicamente— a demos-
trar absolutamente nada.
Ahora bien, los axiomas o principios no son una serie de nocio-
nes abstractas sino que constituyen aquello que es primero en el
ser, en el hacer o en el conocer.168 En las ciencias especulativas

167 Aristóteles, Analíticos segundos, I, 2, 72 a 19 y ss.


168 Cf. T. de Aquino, “In V Metaphysicorum”, en Duodecim Libros Metaphy-
sicorum Aristotelis, lect. 13.

24
122 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

existen varios principios en un género; por ejemplo, en las mate-


máticas se comienza por nociones inmediatas, como las de núme-
ro, dimensión, igualdad, mayor, menor, adición, etcétera. En la fí-
sica los principios son los propios del conocimiento del ente sensible
en cuanto sensible: cuerpo, materia, luz, calor, movimiento, etcéte-
ra. En las ciencias operativas los principios son los valores propios
de cada ámbito práctico.Así, el jurista tiene como uno de sus prin-
cipios fundamentales la justicia: en toda proposición legal, penal
o de jurisprudencia la justicia interviene, al menos implícitamente,
de manera concreta y universal a la vez.169 Cuando se introduce una
desviación a radice, es decir, en los principios, además de violen-
tar datos evidentes, las consecuencias pueden ser muy graves: es el
caso de un médico que atiende pacientes sin tener una idea clara
respecto de qué es la salud propiamente hablando.
No es nuestro tema esclarecer los primeros principios especula-
tivos que sostienen todo pensar fundado. Tampoco mostrar princi-
pios de alguna ciencia en particular. Nuestro cometido al mencio-
nar estas nociones básicas sobre los “axiomas” es brindar elementos
para que podamos apreciar precisamente que la persona como su-
jeto con dignidad acontece en la experiencia a modo de principio.
Que la persona es principio significa que gracias a su propia con-
sistencia ontológica y axiológica se ofrece como un ente con una
potencia sui géneris en la experiencia. Si bien todos los entes con
cualidades sensibles poseen una cierta evidencia sensible e inteli-
gible, el caso de la persona nos parece que admite una considera-
ción peculiar: 1) La persona y su valor son los datos más cercanos
que tenemos a nosotros mismos. Se dan a nuestra consideración de
una manera interior, como ningún otro ser se ofrece, y de una ma-
nera exterior, a través de los “otros”, que no nos es ajena, sino que
colabora a constituir la experiencia del humanum; 2) En la expe-
riencia descubrimos a la persona como un “alguien que es”, es
decir, como un ente sui géneris que es y actúa de un modo espe-

169 Cf. J. J. Sanguineti, La filosofía de la ciencia según Santo Tomás, pp.


281-285.

25
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 123

cialísimo. La acción humana es, sin duda, un momento de la expe-


riencia en el que se revela con particular claridad que, por una
parte, existe una cierta proporción entre el acto y la potencia del ser
humano. El esse y la essentia, es decir, el esse y la potentia essendi
se corresponden. Sin embargo, al mismo tiempo existe una cierta
desproporción que distingue la perfección respectiva del acto y la
potencia indicando una prioridad del esse sobre la essentia.170 Desde
el punto de vista de la primacía del esse sobre la essentia, el acto
de ser personal (esse personae) “emerge” a través de la esencia y de
los diversos planos entitativos, como buscando no estar limitado
por la contracción “sufrida” por la esencia, expandiéndose hacia
su máximo nivel de perfección, para así establecer una proportio
completa. El fruto de este esfuerzo del esse coincide con su perfec-
tio, que constituye a la persona como simpliciter bonum.171 De esta
manera, la persona como ente im-plica una proporción y perfec-
ción en sí misma que se ex-plica al manifestarse, al mostrarse de
manera eminente gracias a su consistencia excelente en el orden
ontológico y axiológico. La manifestación, expresividad y esplendor
del ser y del valor de la persona poseen diversas dimensiones: el
cuerpo, el lenguaje, los estados afectivos, etcétera. Sin embargo,
tal y como ya hemos mencionado anteriormente, existe un mo-
mento en el que más claramente toda la persona se explica como
persona. Este momento se constituye como un factor fundamental
170 La tradicionalmente reconocida primacía del esse sobre la essentia nos pa-
rece indiscutible. Esta primacía se reconoce desde el punto de vista del acto y
perfección irreductible que proporciona el esse intensivo para la constitución del
ente real. Sin embargo, conviene advertir que desde otros puntos de vista es posi-
ble descubrir la existencia de esencias que poseen una consistencia intrínseca, no
arbitraria, ininventable, inmutable, necesaria y con inteligibilidad incomparable.
El hecho de que para conocerlas se requieran entes que las realicen no significa
que no posean en un sentido propiamente eidético una cierta primacía identifica-
ble por parte de la inteligencia humana. Cf. J. Seifert, Sein und Wesen, op. cit.
171 Cf. T. Melendo, “El carácter trascendental del alma en relación a la belle-
za”, en A.A. V.V., L’anima nell´antropologia di S. Tommaso d’Aquino. Atti del
Congresso della Societa Internazionale S. Tommaso d’Aquino (SITA) Roma, 2-5
Gennaio 1986, pp. 325-342.

26
124 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

de revelación, de mostración. Nos referimos una vez más a la ac-


ción, a la capacidad de autodeterminación y de autodomino, a la
libertad.
Con esto dicho podemos entender que existe un estrecho víncu-
lo entre dignidad y libertad. La libertad es una dimensión constitu-
tiva y principal de la claritas con la que la persona se devela. La
libertad es un índice “luminoso” de la dignidad, del valor incom-
parable que posee cada ser humano en concreto.
Particularmente, la libertad como “claritas” de la persona muestra
que el esse personae es lumen, es luz, y esto no es una mera metá-
fora.172 La libertad como dimensión manifestativa de la dignidad
es una ventana de ingreso privilegiada para descubrir al hombre
como persona a través de la experiencia. La belleza de la persona
tiene un momento de esplendor particular en la libertad.173
De esta manera podemos entender que cuando afirmamos que
la dignidad de la persona es un “principio” nos queremos referir a
que posee las características estrictas de un dato que es aprehendi-
do en su irreductibilidad característica como una evidencia per se
notae. Ser un suppositum cum dignitate no es algo que se postule o
que se suponga para luego descubrirlo tras algún razonamiento.
Gracias a que la persona posee dignidad existe un llamado inme-
diato de ella hacia los demás. Llamado a ser reconocida, precisa-
mente, como persona. En este sentido, Robert Spaemann sostiene
que “la mirada del otro me toca, y no es posible rechazarla sin una
frialdad que humilla al otro, frialdad que también tiene cualidad per-
sonal”.174

172 El esse como acto intensivo es el factor fundamental de la inteligibilidad de


un ente real. Cf. T. de Aquino, “In I Sententiarium”, en Scriptum Super Libros...,
op. cit., d. 39, q. 2, a. 1 ad 4; T. de Aquino, Summa Theologiae, op. cit., I, q. 5, a.
4, ad 1; I-II, q. 27, a. 1 ad 3.
173 Proportio, perfectio y claritas son los elementos integrales del pulchrum.
Cf. T. de Aquino, Summa Theologiae, op. cit., I, q. 39, a. 8.
174 R. Spaemann, Personas. Acerca de la distinción entre “algo” y “alguien”,
trad. al cast. de J. L. del Barco, p. 179.

27
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 125

En efecto, a diferencia del “contacto” que tienen entre sí los en-


tes no-personales, las personas, aun al intentar ser indiferentes frente
a otras personas, no pueden eludir el deber que surge de esta per-
cepción, de este “reconocimiento”. Esto es capital para el tema
que nos ocupa, ya que no es un imperativo heterónomo o una ley
positiva la que primariamente nos manda tratar a las personas como
personas. Es la dignidad de la persona como hecho la que no acon-
tece como un dato neutro ante el que se pueda pasar de manera
indiferente. Nuevamente las palabras de Spaemann vienen al caso:

Frente a cualquier imperativo podemos plantear la pregunta sobre


la razón por la que tenemos que obedecerlo. Y todas las fundamen-
taciones últimas, que siguen teniendo la forma del deber, exigen la
misma pregunta. Y las fundamentaciones que derivan el deber de
un principio de coherencia lógica, fracasan también cuando la co-
herencia se presenta como exigencia, como deber. La voz divina
que percibe Caín tras el fratricidio no pregunta si Caín ha vulnerado
una norma ética, la que prohíbe el asesinato, sino esto otro: “¿Dón-
de está tu hermanoAbel?” La voz exige a Caín que sepa dónde está
su hermano. Su respuesta, “¿acaso soy yo el guardián de mi herma-
no?”, rechaza esta exigencia. No conocer el lugar del otro equivale
en el relato a confesar el asesinato.175

En efecto, la presencia de la persona funda un deber absoluto.


La libertad muestra el altísimo valor en el que este deber se funda.
Sin embargo, ¿esto quiere decir entonces que la libertad es reque-
rida siempre para el reconocimiento?
La libertad es índice, es “claritas”, pero no es principio. La li-
bertad revela a la persona como ser digno de la manera como el
efecto muestra algo de la naturaleza de la causa. Sin embargo, en
definitiva, el efecto no funda la causa, sino viceversa. Es precisa-
mente la pluralidad de ocasiones en que constatamos la dignidad a
través de la libertad la que nos brinda la posibilidad de intuir, a par-

175 Ibid., p.p. 179-180.

28
126 RODRIGO GUERRA LÓPEZ

tir de la experiencia, una verdad no meramente genérica, sino ab-


soluta y universal: que el valor de la persona es poseído por ella
aun cuando la libertad no se ejercite.
Esta apreciación nos permite valorar que también es verdad que
la dignidad resplandece de un modo diverso pero elocuente cuan-
do no se expresa en plenitud a través de su belleza, sino cuando la
expresión de la misma se encuentra reducida y como negada. La dig-
nidad persiste en estos casos y evidentemente impone una mayor
penetración y docilidad de parte del sujeto cognoscente que se pre-
gunta si hay algo “humano” en el débil, en el pobre, en el subnor-
mal, en el no-nacido, en el marginado por alguna causa, etcétera.
Aquí nos atrevemos a decir que, en cierto modo, el reconocimien-
to de la dignidad se presenta con más dificultad quoad nos, pero
concomitantemente con menos riesgos de asociarla a perfecciones
secundarias que la acompañan pero que indiscutiblemente no la
fundan quoad se.
Pensemos en los más pobres y marginados en nuestras socieda-
des. Los valores —desajustados— de la vida burguesa que permean
hasta en quienes no son burgueses eclipsan frecuentemente la dig-
nidad del pobre, de la prostituta, del no-nacido, del paciente ter-
minal, del que no habla, del que no piensa, del que no tiene o cree
como “nosotros”.176 Precisamente es aquí donde la presencia de la
persona como sujeto con dignidad se expresa en el lenguaje ético
por excelencia: el lenguaje del silencio, el lenguaje del dolor, el
lenguaje de la vulnerabilidad máxima. El clamor de los excluidos,
por ejemplo, aún sin poderse oponer en muchas situaciones al abu-
so a través de la palabra, la lucha cívica o la protección legal, afir-
ma con su peculiar lenguaje que el valor que posee la persona no
depende, en modo alguno, de la eficiencia que exige el mercado,
176 Si bien Paul Ricoeur habla de la muerte del “personalismo” en su libro
Amor y justicia, trad. al cast. de T. D. Moratalla, pp. 87-95, creemos que continúa
siendo útil leer la obra de Emmanuel Mounier, “Manifiesto al servicio del perso-
nalismo”, en El personalismo. Antología esencial, pp. 363-539. Retomar las cues-
tiones esenciales de esta propuesta “resulta de interés vital para cada generación”,
como bien dice Carlos Díaz en el “Prólogo” de este volumen (p. 19).

29
AFIRMAR A LA PERSONA POR SÍ MISMA 127

ni de la belleza física, ni de la congruencia moral, ni de la sumisión


a un cierto poder: ¡la persona merece ser afirmada por sí misma!
La sabiduría que implica reconocer la dignidad del ser humano,
sobre todo en los momentos en que lo humano se encuentra des-
dibujado, desfigurado y maltrecho parece algo escandaloso. En
muchos lugares y ambientes, cuando el ser humano se encuentra
en estado de máxima indefensión es el momento en que surgen los
argumentos eficientistas que encumbran y legitiman a unos seres
humanos por encima de otros. Éste es el momento del eclipse del
humanum. Sin embargo, la verdad sobre el hombre es muy otra. La
dignidad es un principio, es un axioma para la razón práctica del
que surge un deber:

Todos los deberes para con las personas se reducen al deber de


percibirlas como personas. Sin embargo, no es adecuado formular
esta percepción como deber, pues los deberes necesitan funda-
mentación, mientras que la percepción de las personas es la fun-
damentación última de los deberes. Existen valores extrapersonales.
La acción puede ser mejor o peor, puede ser moral o inmoral, según
que se ajuste o no a ellos. Pero de deberes hablamos sólo en rela-
ción con la persona.177

De esta manera, Spaemann reconoce que el deber supone un


valor, una dignidad, un principio, toda vez que el deber del que ha-
blamos es el deber-ser absoluto de un valor igualmente absoluto.

177 R. Spaemann, Personas. Acerca de la distinción entre..., op. cit., p. 180.

30
EJE III: La Argumentación en la Filosofía

Prof. responsable del eje número III: Sebastián Benítez

Estimados alumnos, bienvenidos al Eje III del curso de ingreso.


Temas que desarrollaremos:

 Diálogo y discusión filosófica.


 El arte de saber preguntar.
 Los enunciados. Verdad y falsedad.
 El problema de la Posverdad
 Tipos de argumentos.
 Falacias.
 Situación ideal del habla

Bibliografía Eje III: Lógica y argumentación.

-Guerra Palmero María José (2016) Jurgen Habermas - Descubrir La Filosofía.


Editorial · Bonalletra Alcompas.
-MONZÓN LAURENCIO, LUIS ANTONIO. Discutir, no pelear. Una introducción a la
lógica deldiálogo. Editorial UACM. México. 2011.

Sobre la discusión en general

“Muchas personas son demasiado educadas para hablar con la boca llena, pero
no se preocupan de hacerlo con la cabeza hueca”.

Orson Welles (1915-1985)

1. Los tipos de diálogo

Discutir no es pelear. Esto es lo primero que tenemos que aprender y aceptar. La


pelea implica que los ánimos se exalten y hay sentimientos de por medio, es decir, los
que pelean se enojan o entristecen o, incluso, se satisfacen con la derrota del otro, con
ofenderlo, con lastimarlo.
Si discutir no es pelear, ¿qué es, entonces? Según la Real Academia Española,
discutir es "examinar atenta y particularmente una materia"; no tiene nada que ver con
pelear, con enfrentarse. Si discutir es examinar una materia, entonces dos personas
podemos incluso estar de acuerdo y a pesar de ello estar discutiendo. Esto es lo primero
que nos tiene que quedar claro, discutir implica razonar un tema, no atacar a otra
persona.

Normalmente no discutimos solos, aunque se puede, pues para examinar una


materia no necesariamente requerimos de otra persona. Normalmente una discusión es
un proceso que involucra a dos o más personas. Por lo tanto, discutir es dialogar sobre
un tema o problema con el fin de examinarlo atenta y particularmente. No se trata, pues,
de lastimar al otro o de vencerlo, sino de que revisemos juntos con atención un asunto
y lleguemos a una conclusión a través del diálogo.
Discutir es un tipo de diálogo, como lo es clarlar o conversar. Normalmente
utilizamos estos términos como sinónimos, pero hay diferencias entre ellos que es
necesario señalar. De manera que es preciso analizar, como primer paso, qué es un
diálogo y cuáles son los distintos tipos de diálogo que hay.
Siempre que dos personas hablan una con la otra con el fin de intercambiar
información, tenemos un diálogo. Esta palabra viene de dos voces griegas día= a través
y logos= discurso/hablar, entonces, diálogo= hablar a través de dos (o más).

Hay ocasiones en las que, a pesar de haber dos o más personas, una de ellas
habla y las demás sólo escuchan, como es el caso de una conferencia o cuando una
persona expone un tema y los demás escuchan sin participar. En este caso no tenemos
un diálogo sino un monólog3 • Esto sucede mucho cuando los profesores dan clase, por
poner un ejemplo, aunque los alumnos participan, en ocasiones no están realmente
formando parte de un proceso de comunicación entre dos personas, sino que sólo
refuerzan o comentan lo dicho por el maestro o responden preguntas dirigidas a
comprender un punto, pero no a ampliar el punto de vista de los demás. En estos casos
no tenemos diálogos, sino monólogos.
Mucho más complicado de ver es cuando dos o más personas están hablando
entre ellos, pero en realidad no se están escuchando, tan sólo exponen sus puntos de
vista sin importarles lo que los demás aportan. También aquí tenemos un caso de monó-
logos que parecen un diálogo.

Si no hay escucha no hay diálogo verdadero, hay monólogos encontrados.


Existen distintos tipos de diálogos, pero no hay una clasificación universal para todos
ellos. Para nuestra reflexión podemos usar la siguiente clasificación:

Cuando el diálogo consiste únicamente en un intercambio de información sin otra


finalidad que compartirla la llamaremos charla. Así, por ejemplo, cuando nos
encontramos con un amigo y le contamos cómo nos fue el fin de semana y él nos cuenta
también cómo fue el suyo, estamos charlando. Es decir, la charla es informal, casual,
espontánea, no tiene un tema determinado.

Cuando el diálogo consiste en un intercambio de información, pero incluye


cuestionamientos por parte de uno de los dialogantes para profundizar en el tema,
entonces tenemos una conversación. Por ejemplo, cuando me encuentro a un amigo y
le pregunto cómo le ha ido y sigo preguntándole sobre su familia y su escuela y cuando
me responde le pido más detalles o simplemente trato de saber más, entonces estoy
conversando con él.

Cuando el diálogo no consiste en transmisión de información ni en preguntas y


respuestas sino que uno de los dialogantes expresa una queja al otro, ya sea porque él
es el encargado de resolverla o porque es quien está determinado para escucharla,
entonces tenemos una querella. Éste término se utiliza mucho en cuestiones legales y
muchos consideran que tiene que ver más con una contienda. En realidad, la querella
es el documento que presenta la persona que demanda legalmente algo; se entiende,
entonces, que es una queja que presenta ante las autoridades correspondientes.

Cuando el dialogo se da sobre un tema en específico y se trata de obtener toda la


información posible sobre él, tenemos una disertación. En este caso los participantes
no oponen sus ideas, sino que las aportan conjuntamente para incrementar la cantidad
de saberes sobre el tema. No hay preguntas y respuestas (o, si las hay, no son lo más
importante ni lo central sino que se realizan con el fin de aportar más ideas), no hay
tampoco mero intercambio de información y no hay queja, ambos dialogantes aportan
ideas sobre el tema que se van acumulando.
Cuando el diálogo consiste en el análisis de un tema o problema con el fin de
obtener una conclusión, que puede ser la aceptación de la verdad de un juicio o el llegar
a un acuerdo sobre algo, tenemos una discusión.

La discusión puede ser de dos tipos, atendiendo a la forma en que se presenta la


misma, al tiempo que dura, a su materialidad y a su temporalidad. Si la discusión se
presenta por escrito y es larga en tiempo, tenemos una polémica y si se presenta de
forma oral y es corta en tiempo, tenemos una controversia.

Ahora, cuando el diálogo consiste en agresiones a la otra persona o en la defensa


apasionada y sentimental de una afirmación no demostrada, tenemos una disputa.
En realidad, cuando hay una pelea, agresiones y violencia no hay propiamente diálogo.
Por esta razón llamaré a éstas pseudodiscusiones. Las disputas son, entonces, diálogos
en los que uno de los dialogantes intenta persuadir a los otros, esto es, inducir a uno a
creer o hacer una cosa, imponer su punto de vista. La discusión busca convencer, es
decir, inducir a una persona con argumentos o pruebas para reconocer la verdad de una
cosa o adoptar una resolución.

Estos son, en general, los tipos de diálogo que existen. Como podemos observar,
podemos distinguir entre los diálogos que sólo proporcionan información y aquellos en
los que se confrontan las ideas. Éstos últimos son los que nos interesan.

Podemos, ahora, distinguir las discusiones de lo que no lo son: una persona que
trata de persuadir a la otra de que su equipo de futbol es mejor que el del otro, disputa,
no discute. Dos personas que analizan cuál de los dos equipos es el mejor y bajo qué
circunstancias, discuten, no pelean. Un cliente que le exige a un vendedor que le regrese
su dinero porque el producto que le vendió no es lo que esperaba y el vendedor se
resiste a como de lugar a hacerle la devolución, pelean; pero si ambos analizan qué
posibilidades hay para que los dos queden satisfechos, discuten.
Lo difícil del arte de discutir es hacerlo bien y mantener la calma para no llegar a
la pelea. Una sana discusión no termina nunca en disputa y mucho menos en pelea.
Cuando llegamos a la pelea el diálogo termina por completo, inician únicamente las
agresiones, reclamos, reproches, insultos, etc. A pesar de que hay expresiones orales
entre las personas que pelean, ya no es propiamente un diálogo, pues la finalidad de lo
que se dice ya no es transmitir información sino causar un daño al otro. La pelea ya no
es diálogo.

De ahí que podemos establecer el siguiente teorema como verdadero: quienes


saben discutir no llegan a disputar y quienes disputan es porque no saben discutir

En resumen, el diálogo es la acción que realizan dos o más personas en la cual


intercambian información entre ellos. Hay distintos tipos de diálogo que se pueden
clasificar de la siguiente manera:

•Charla: diálogo informal sobre un tema o materia no específico.

•Conversación: diálogo formal sobre un tema específico en el cual


uno de los interlocutores interroga a otro u otros.

• Querella: diálogo formal en el cual uno de los interlocutores expresa o manifiesta una
queja sobre un tema específico.
•Disertación: diálogo formal sobre un tema específico (científico,
artístico, etc.) en el cual los interlocutores tratan de razonar metódicamente sobre ese
tema sin confrontar ideas.

• Discusión: diálogo formal sobre un tema específico en el cual los interlocutores


razonan metódicamente sobre ese tema, presentando argumentos a favor y en contra,
es decir, confrontando ideas.

• Polémica: diálogo formal sobre un tema específico {filosófico, político, literario, etc.)
en el cual los interlocutores razonan metódicamente sobre ese tema, presentando
argumentos a favor y en contra por escrito y cuya duración es prolongada.

• Controversia: diálogo formal sobre un tema específico filosófico, político, literario, etc.)
en el cual los interlocutores razonan metódicamente sobre ese tema, presentando
argumentos a favor y en contra de manera oral y cuya duración es reducida.

• Pseudodiscusiones o disputas: diálogo aparentemente formal sobre un tema


específico en el cual los interlocutores parece que razonan metódicamente sobre ese
tema, pero sólo presentan argumentos que sostienen su propia postura y rechazan,
eliminan o desacreditan los argumentos en contra.

• Pelea: Es en apariencia un diálogo, pero sólo hay reclamos, reproches e insultos entre
los dialogantes. No es diálogo pues no hay intercambio de ideas, sino que las
expresiones que se utilizan {palabras, frases u oraciones) tienen la finalidad de agredir
al otro.

La discusión es sólo un tipo de diálogo y es el que nos interesa analizar en este texto
para poder comprender en qué consiste y proponer algunas reglas básicas para llevar
a cabo correctamente.

2. La naturaleza de la discusión

Hemos definido a la discusión como un diálogo formal sobre un tema específico


en el cual los interlocutores razonan metódicamente sobre ese tema, presentando
argumentos a favor y en contra, es decir, confrontando ideas.
Sobre la base de esta definición y para hacerla más adecuada hemos de agregar
que la discusión tiene uno de dos objetivos: demostrar la verdad o falsedad de un juicio
o, si esto no es posible, llegar a un acuerdo.

En ocasiones no lograremos llegar a la verdad por distintas razones, ya sea porque


nos faltan elementos, porque es un tema difícil de resolver o, simplemente, porque el
tema no se presta para buscar la verdad. En estos casos, la discusión busca que
lleguemos a un acuerdo.
En todos los casos, sin embargo, debe darse una constante: hay por lo menos dos
puntos de vista con respecto al tema de la discusión. Si no hay al menos dos puntos de
vista contrarios no puede haber discusión. Por eso la última parte de la definición dice «
...presentando argumentos a favor y en contra, es decir, confrontando ideas». Si no hay
confrontación de ideas no hay discusión, simplemente estamos exponiendo un mismo
tema.
La discusión se da cuando hay pluralidad de opiniones y, curiosamente, mientras
más pluralidad hay, más rica es la discusión, pues se aportan más pruebas, con lo cual
se dan a luz nuevos temas y problemas. Aunque también es claro que, entre más
pluralidad de opiniones, es más difícil lograr un consenso. Esta propiedad de la
discusión (la variedad de puntos de vista) trae como consecuencia que haya quienes
piensen que las discusiones se ganan o se pierden. Es muy importante entender que
las discusiones no se ganan ni se pierden. Esto es un error muy común (especialmente
entre abogados y políticos, debido a su formación); pero debe ser corregido. Incluso en
el sistema educativo hay ocasiones que los profesores incitan a sus alumnos a discutir
y proclaman un ganador. Esto hace que los jóvenes no aprendan a discutir, sino a
perseguir y atacar al otro.
Cuando alguien siente que ganó o perdió una discusión, entonces se trata
necesariamente de una mala discusión, de una pseudodiscusión. Querer ganar no es
propio de la discusión porque cuando ese es el único objetivo, se hace trampa: se
aceptan cosas que no aceptaríamos normalmente o proponemos cosas que no
creemos, e incluso que nadie creería, decimos que no a cosas que normalmente
diríamos que sí, etc. Es decir, uno busca artimañas para ganar aún a costa de la verdad
de lo que estamos diciendo.

Si una persona sostiene la verdad de un juicio y la otra persona sostiene la falsedad


del mismo, entonces es evidente que la discusión bien llevada y con pruebas suficientes
le dará la razón a uno o a otro, pero esto no significa que esa persona ganó la discusión;
esto debe significar que ha quedado suficientemente demostrado que una persona
estaba equivocada y que la otra tenía la razón. De igual manera, si una persona
sostenía una propuesta y otra persona una propuesta opuesta, es evidente que al
discutir una de ellas se aceptará y la otra se rechazará, pero eso no significa que haya
perdido la discusión; significará, en todo caso, que quedó suficientemente demostrado
que una propuesta era mejor que la otra.
Es tonto sentirse derrotado o fracasado porque nos han demostrado que
estábamos en un error, sin embargo es un sentimiento muy frecuente. Por el contrario,
deberíamos alegrarnos cuando alguien nos demuestra nuestra equivocación porque he-
mos corregido una falsa creencia que teníamos. El que nos demuestren que estamos
equivocados no debe ser motivo de vergüenza, aunque haya quienes se burlen de la
ignorancia ajena, debe ser motivo de reflexión y de un cambio de conducta. Si en verdad
estábamos equivocados hemos ganado algo muy valioso, una nueva verdad que nos
evitará en un futuro equivocarnos nuevamente.
Voy a poner un ejemplo: supongamos que un amigo mío tiene una hermana y que
yo creo que se llama Ana. Alguien me demuestra que ese no es su nombre, que en
realidad se llama Lorena, ¿debería avergonzarme de que me hayan demostrado que
estaba en un error? Quizá debería avergonzarme porque en alguna ocasión la llamé
Ana en vez de Lorena, o de no haber averiguado antes cuál era su nombre. Pero no me
debo avergonzar de saber ahora el nombre correcto, pues ahora ya no me equivocaré
más y la llamaré correctamente, lo cual no es nada vergonzoso.

De igual manera debe suceder con cada creencia equivocada de la que se me


demuestre mi error. Debo estar agradecido de conocer ahora la verdad o, al menos, un
nuevo punto de vista sobre un tema que yo consideraba verdadero. El que me
demostraran mi error me ha hecho un bien y siempre que me demuestren que estaba
en un error me harán un bien. No debo, por lo tanto, avergonzarme de haber recibido
un bien. Que me demuestren que estaba equivocado no es motivo de vergüenza, debe
ser motivo de agradecimiento.
Es verdad que mucha gente utiliza sus conocimientos y su habilidad para discutir
con el fin de confundir a otros y de ridiculizarlos, pero no debemos hacerles caso ni
perder el tiempo con estas personas. No vale la pena. También es cierto que cuando
tenemos una creencia muy arraigada es doloroso aceptar que estamos equivocados, en
ocasiones, mucho muy doloroso. Pero los beneficios de aceptar la verdad son mayores
y no debemos rechazarlos.
También es verdad que habrá ocasiones en las que no nos demostrarán que
estamos equivocados, pero sí demostrarán que no tenemos suficientes bases para
sostener y defender nuestras creencias. Esto también es útil, pues nos permitirá meditar
sobre ellas y encontrar argumentos más sólidos a favor de ellas o, simplemente,
cambiarlas si ya no nos convencen. Cambiar de creencias no es negativo ni debe ser
vergonzoso, si tenemos buenas razones para hacerlo. Lo negativo es tener creencias
sin tener ninguna razón para sostenerlas o cambiar de creencias sin tener buenas
razones para hacerlo.
Ahora, queda clara una cosa, cuando alguien (pseudo) discute para ganar y en
verdad nos gana, por supuesto que debemos sentirnos frustrados, porque triunfó
tramposamente y en lugar de encontrar la verdad o lograr un acuerdo impuso su opinión.
Pero entendamos que con una persona así no vale la pena discutir y, por lo tanto, no es
relevante haber perdido. Lo mejor es olvidarlo y evitarlo.

Así, para una buena discusión se necesitan dos cosas: escuchar al otro y estar
dispuesto a aceptar que no tenemos la razón si se nos lo demuestra.

En resumen, una discusión es un diálogo formal sobre un tema específico, en el cual


los interlocutores razonan metódicamente sobre ese tema, presentando argumentos a
favor y en contra, es decir, confrontando ideas. Es un diálogo en el que se analiza una
situación o problema para llegar a una conclusión que busca establecer la verdad o
falsedad de un juicio o llegar a un acuerdo. La naturaleza de la discusión es ésta, llegar
a esa verdad o a ese acuerdo. Cuando se logra encontrar una verdad o un acuerdo, se
tiene una buena discusión. Cuando la discusión demuestra que una persona tiene la
razón no significa que él ganó la discusión y el equivocado la perdió. Las discusiones
no se ganan ni se pierden. Ambos ganan la discusión cuando se encuentra la verdad de
un asunto o cuando se llega a un acuerdo.

3. Axiomas dialécticos
En lógica llamamos axiomas a ciertos juicios que no pueden ser falsos o que
consideramos que nunca lo son o que son tan evidentes que no vale la pena ponerlos
en duda. Para que algo sea axioma tiene que cumplir muchas reglas que los juicios que
utilizamos en la vida cotidiana no cumplen. Sin embargo, tomaré prestado este término
para nombrar algo que llamaré axiomas dialécticos que serían los juicios que no
ponemos en duda al iniciar una discusión, es decir, juicios que aceptamos de antemano
y sobre los cuales no tendremos problemas con los interlocutores para aceptar su
verdad.

En los estudios de retórica clásica se dice que, a diferencia de la lógica que se basa en
el silogismo, la retórica utiliza el entimema o silogismo abreviado. Explicaremos
rápidamente en qué consiste cada uno de estos:

el silogismo es una estructura lógica que contiene dos premisas y una conclusión,
por ejemplo:

Todos los seres vivos son mortales.


Luis es un ser vivo,
por lo tanto, Luis es mortal.

Este es un silogismo típico, los dos primeros enunciados son las premisas y de ahí se
obtiene el tercero que es la conclusión. En una discusión podemos simplemente decir:

Luis es un ser vivo,


por lo tanto, Luis es mortal.

Con lo cual estamos asumiendo que es evidente la primera premisa, este es un


entimema o silogismo resumido. La premisa que eliminamos lo hacemos porque todos
estamos de acuerdo en ella, es un lugar común del que partimos para dialogar y discutir.
Así, entonces, llamaremos axioma dialéctico a esa premisa que eliminamos de nuestros
razonamientos por ser evidente, obvia o, al menos, aceptada por todos.
Por ejemplo, si estamos discutiendo sobre futbol, hay muchos juicios que aceptamos
como verdaderos y que no vamos a poner en duda, tal es el caso de: que hay buenos y
malos equipos, que el futbol existe, que el futbol es un deporte, que los equipos existen,
etc.

Siempre que iniciamos una discusión tenemos muchos juicios que no ponemos en
duda. Sin embargo, esto tampoco es muy adecuado de hacer. En ocasiones tenemos
que poner en duda también las creencias básicas de las que partimos. Por ejemplo, si
estamos discutiendo sobre grupos musicales podemos aceptar como axioma el que
todos entendemos lo que es la música. Sin embargo, podría ser que esto no fuese así
y tal vez sería oportuno aclarar primero este punto antes de iniciar la discusión.

Los axiomas dialécticos no son, entonces, juicios que creemos que aceptarían todos
como verdaderos, sino aquellos juicios que en verdad ninguno de los interlocutores
pondría en duda razonable.
Por ejemplo, un axioma dialéctico fundamental es que la realidad es como es o que
existimos o que hay cosas ciertas, cosas que existen y otras que no. No iniciamos
discusiones sin aceptar estos juicios. Entre filósofos podemos poner en duda la propia
existencia y la existencia del mundo, pero para una discusión sobre qué película merece
el óscar, no es relevante, aceptamos estos axiomas.
Encontrar los axiomas dialécticos es encontrar aquellos puntos de partida en los que
todos los interlocutores estamos de acuerdo antes de iniciar una discusión y con
respecto a esa discusión en particular, pues lo que puede ser evidente para una
discusión determinada, para otra podría ser objeto de duda.

4. Falacias

Una falacia es un argumento que parece válido pero en realidad no lo es. Es decir,
tiene la capacidad de persuadirnos, de movernos, de hacernos cambiar de parecer, pero
esa capacidad no se la debe a la fuerza del argumento, sino a algo más que no tiene
que ver ni con la verdad del argumento ni con su validez.
Entonces, una falacia no lo es porque su conclusión sea falsa, puede llegar a ser
verdadera. Lo que hace a un razonamiento falaz es que los procesos mediante los
cuales llegamos a la conclusión no son adecuados, no son válidos. Así, una discusión
puede llegar a un consenso que tenga a todos contentos, pero se pudo recurrir en ella
a varias falacias, lo cual no hace que la decisión sea equivocada, sino que la forma en
que se llegó a ella fue equivocada, es decir, se aceptó por razones erróneas.
Esto, aunque puede parecer aceptable no es lo más recomendable, pues si nos
acostumbramos a ello, al final terminaremos por no poder distinguir buenos argumentos
de otros que no lo son, además de que nunca tendremos la certeza de que la decisión
que tomamos sea correcta, pues si el proceso fue equivocado, nada nos garantiza que
funcione en otra ocasión. Es como si quisiéramos llegar a un lugar y tomáramos una
determinada ruta para ello, quizá lleguemos a donde queríamos, pero eso no garantiza
que cualquiera pueda llegar igual o que sea el mejor camino, el más corto, el más
sencillo, etc.
En este apartado sólo vamos a mencionar algunas falacias que consideramos las
más comunes en las discusiones cotidianas.
Falacia ad hominem o contra el hombre. Esta es una de las cuatro falacias más
cometidas, consiste en atacar directamente a la persona que está proponiendo algo en
lugar de atacar su argumento. Por ejemplo:

• Tú qué sabes del matrimonio si no eres casado?


• Si fueras hombre lo entenderías.
• Cuando crezcas sabrás de qué te hablo.
• Tú ni siquiera eres ingeniero, así que no opines.

Podemos observar en los enunciados anteriores que lo que se dice de la persona


en realidad no afecta la verdad o veracidad de lo que se está diciendo. Por ejemplo, el
que una persona no sea casada no quiere decir que no pueda hacer afirmaciones
verdaderas sobre el matrimonio. De igual manera, el que alguien no sea hombre o no
tenga cierta edad no quiere decir que no pueda entender ciertas cosas y hacer
afirmaciones verdaderas sobre el tema o aportes que ayuden a tomar una decisión.
Igual sucede en el último caso, aunque una persona no pertenezca a una profesión
determinada no quiere decir que no conozca del tema. Quizá ha leído mucho o ha
trabajado con ingenieros mucho tiempo y tiene experiencia para emitir una opinión
válida. Lo importante de esta falacia es entender que se comete cuando se intenta
descalificar un argumento con base en un «defecto» real o imaginario de la persona que
lo postula.

Para evitar cometer esta falacia tenemos que preguntarnos esto: la situación
personal de quien propone un argumento, ¿afecta directamente la verdad del mismo o
no? Pero si esta condición sí genera un sesgo en la argumentación, entonces no
cometemos falacia.

Falacia ad misericordiam o apelación a los sentimientos. Esta es otra de las cuatro


falacias más utilizadas en las discusiones y consiste en tratar de mover los sentimientos
de la persona para que acepte lo que decimos no por la fuerza del argumento, sino por
los sentimientos que le provoca no aceptarlo.

Así, por ejemplo:


• Déjame ir a la fiesta, todos mis amigos van a ir.
• Qué triste que no pueda comprar esa blusa, te la podría prestar cuando quisieras y
así estaríamos más unidas como madre e hija.
• ¿Cómo crees que me sentiré si no le hago caso?

Esta falacia es de las preferidas de los publicistas y otros personajes de los


medios de comunicación.

Algunas modalidades de esta falacia no buscan sólo generar sentimientos de


misericordia, sino otros tales como miedo, angustia, confusión, desprecio, etc. Así, por
ejemplo, ciertos discursos políticos o mediáticos hacen ver algunas situaciones como
terroríficas al grado tal que la gente tiene miedo y por ello deja de hacer algo.
Nuevamente, quizá no está mal que se deje de hacer eso que se está buscando (fumar,
automedicarse, etc.) pero las supuestas razones que se utilizan no son correctas.
Hay que cuidar, sin embargo, que, tal como nos enseña la retórica, en ocasiones no
basta con convencer al intelecto, también hay que mover los sentimientos de las
personas para aceptar la verdad de una proposición. Puede ser el caso que alguien diga
la verdad, pero que no se le crea por alguna circunstancia, entonces tenemos que mover
los sentimientos de las personas para lograr la credibilidad. Lo que no debemos dejar
que ocurra es que sólo los sentimientos gobiernen una decisión.
Así, pues para evitar esta falacia tenemos que preguntarnos qué tan relevante
es utilizar los sentimientos de alguien para convencerlo de algo.

Falacia ad verecumdiam o apelación a la autoridad. Esta es otra de las cuatro


falacias más comunes pero con la cual también hay que tener cuidado. Se comete
cuando se utiliza la autoridad de una persona para darle validez a un argumento que
estamos proponiendo o para refutar el argumento contrario, por ejemplo:

• Según nos dijo el ponente el viernes pasado, las cuatro empresas más ricas de
México no pagaron impuestos el año pasado.
• El arzobispo de México dijo que esa ley debe ser derogada y por ello no debemos
acatarla.
• El profesor de Introducción nos dijo que la cultura no puede observarse directamente.

La cuestión aquí radica en que no porque lo haya dicho alguien conocido,


importante e, incluso, una verdadera autoridad en el tema, es verdad. También los
expertos tienen opiniones y también puede ser que se equivoquen, la historia de la
ciencia está llena de estos equívocos «de buena fe».
Sin embargo, hay que distinguir la falacia de autoridad de referencia necesaria a
una autoridad mayor, que comúnmente llamamos cita. En ocasiones, especialmente
cuando somos estudiantes o cuando discutimos sobre un tema en el cual no somos
expertos, tenemos que recurrir a otras fuentes de donde tomamos los datos. Así, en
ocasiones hemos de citar estadísticas de estudios que no hemos hecho, de estudios
científicos que no llevamos a cabo nosotros o de inferencias teóricas de las cuales no
somos los autores.
Pero hemos dicho que la falacia se presenta cuando apelamos a la verdad de un
juicio únicamente porque lo dijo una persona con cierta autoridad. Es decir, la forma de
esta falacia es «esto es verdad porque lo dijo fulano». Así que la manera de evitar esta
falacia es matizando nuestras afirmaciones cuando citamos a alguien. Así, por ejemplo,
en lugar de afirmar contundentemente «la asistencia a las urnas fue del 40%, lo leí en
La Jornada» podemos decir «según los datos publicados en La Jornada, la asistencia a
las urnas fue del 40%, aunque otras fuentes afirman otras cantidades».

Por otra parte, cuando manejemos información de otros autores, conviene no


sólo citar la conclusión, sino un resumen de sus razones. Así, en lugar de decir
«Aristóteles ya dijo que la felicidad es el fin último del hombre» podemos decir,
«Aristóteles ha demostrado que el fin del hombre es la felicidad, porque es verdad que
buscamos la riqueza, pero para ser felices, y también buscamos la fama para ser felices
y así buscamos otras cosas para ser felices, pero la felicidad no la buscamos para otra
cosa, sino por sí misma».

Falacia ad popu/um. Ésta es la última de las cuatro falacias que consideramos más
comunes y, la peor de todas. Consiste en afirmar la verdad de un juicio basado en la
creencia mayoritaria, es decir, su forma sería «si todos creen que es verdad, entonces
debe serlo».

Esta falacia tiene muchas caras, por ejemplo:


• Este producto es el mejor, cien millones de clientes satisfechos no pueden estar
equivocados.
• Una persona puede estar equivocada, dos también, pero todos, no.
• Todo el mundo lo sabe, el gobierno miente.

El gran problema de esta falacia es que se ha popularizado debido a nuestra


cultura de la opinión. Si bien es verdad que todos tenemos derecho a emitir nuestra
opinión, eso no nos da derecho a decir cualquier cosa, y no porque «todos» (que en
realidad nunca son todos) piensen que algo es así, tiene que ser verdaderamente así.
Durante siglos «todos» creían que la Tierra era plana y estaban equivocados. Así,
también hoy en día «todos» podríamos creer algo que sea falso.
La cuestión es ésta: no porque mucha gente crea algo, ese algo es
necesariamente verdadero. Por eso, utilizar esto como argumento es una falacia.
Así, para evitar esta falacia hay que preguntarnos si la opinión de la mayoría es
relevante para nuestro argumento o no lo es.

Falacia ad bacu/um o a la fuerza. Esta falacia también es muy recurrida, aunque no


muy clara de constatar. Consiste en tratar de imponer una verdad utilizando la fuerza
física, psicológica, política u otra, en lugar de razones.

En general la forma de esta falacia es muy sencilla: «esto es verdadero porque


lo digo yo, y si no te parece, pagarás las consecuencias». Así, algunos ejemplos de esta
falacia serían:

• iNo vas! porque soy tu padre y mis decisiones se acatan.


• En esta oficina apoyamos al partido X y quien no esté de acuerdo puede presentar su
renuncia.
• Afirmar eso que dices es herejía, o te retractas o irás a la Inquisición.

Pudiera parecer que esta falacia es tan obvia de cometer que nadie caería en
ella en la actualidad. Sin embargo, hay modalidades muy sutiles de ella que no se
detectan tan fácilmente. El miedo o la fuerza que ejercen muchas personas sobre
nosotros pueden ser poderosos y, por lo tanto, solemos aceptar argumentos con los que
no estamos totalmente de acuerdo.
Lo único que podemos decir al respecto es que hay que dominar el miedo y
aprender a impedir que nos impongan a la fuerza una opinión. En ocasiones tendremos
que pagar las consecuencias, pero una satisfacción nos tiene que quedar, la de saber
que quizá teníamos la razón.

Falacia del hombre de paja o argumentum ad logicam. Esta es una falacia poco
estudiada y citada en los libros, pero es importante para apoyar las reglas que hemos
establecido, pues hemos dicho que debemos repetir las tesis de los demás y en este
repetir lo que otros dicen podemos caer en la caricatura, en simplificar la postura del
adversario para demostrar luego que lo que dice está equivocado. En muchos trabajos
universitarios he notado esta falacia, un ejemplo viene a mi mente, muchas personas
que se oponen al positivismo atacan una versión tan sosa de esta filosofía que resulta
obvio que están equivocados. Igual sucede con algunos opositores del conductismo, el
marxismo, el neoliberalismo, la globalización, etc. Cuando exponen en qué consiste esta
teoría o postura que atacan lo hacen simplificándola tanto que construyen un «hombre
de paja» que no resiste el embate del opositor.

Para evitar esta falacia hay que «conocer al enemigo» incluso mejor de lo que él
se conoce a sí mismo y, si se puede, fortalecer su posición. Si podemos, hay que hacer
notar los puntos débiles de su argumentación y sugerir alguna forma de fortalecerla, de
manera tal que lo que ataquemos sea una verdadera fortaleza y no una endeble casita
de paja.

Otras falacias frecuentes son:

Falacia de generalización apresurada. Se comete cuando hacemos una afirmación


general a partir de un pequeño grupo de observaciones. Un muy recurrido ejemplo de
esto es cuando hacemos afirmaciones sobre toda la población basados en la
observación de un individuo. Sucede también cuando no nos gusta un libro de un autor,
una película de un cierto género, una canción de un cierto estilo y concluimos que ese
autor, ese género cinematográfico o ese estilo musical no nos gustan. Hay, entonces,
que tener cuidado con las generalizaciones.

Falacia del falso dilema. Recordemos que un dilema tiene la forma siguiente: «si pasa
A, entonces sucede que B; si pasa C, entonces sucede que B, por lo tanto, sucede que
B». Así, por ejemplo, si engaño a mi amigo, se enojará conmigo; pero si le digo la verdad,
se enojará conmigo, por lo tanto él se va a enojar (haga lo que haga).
La falacia del falso dilema se presenta cuando hay más de dos opciones o
cuando no es verdad que las dos opciones terminarán en lo mismo. Así, por ejemplo:
«si voy al cine gasto dinero y si voy al teatro, también, por lo tanto, gasto dinero» es un
falso dilema porque hay una tercera opción, quedarme en casa; o una cuarta, ir a pasear
a un parque u otras más.
También podría ser un falso el del amigo si supiéramos que él nunca se enojará
conmigo por decirle la verdad. Así, la segunda premisa del dilema (si le digo la verdad
se enojará conmigo) es falsa y, por lo tanto, no hay dilema.

Por último, vamos a presentar una falacia que no aparece en la mayoría de los
libros de texto, porque en realidad es considerado, por muchos, un argumento
verdadero, sin embargo, recordemos que esa es la principal característica de la falacia:
parecer verdadero. Se trata de la falacia de apelación a la novedad. Ésta se comete
cuando un argumento basa su conclusión sobre la verdad o conveniencia de una
propuesta sobre la base de que es más nueva, más moderna, más contemporánea, etc.
Esta falacia se presenta en forma de un argumento válido del tipo: todo lo que es más
nuevo es mejor, esta teoría es más nueva, por lo tanto esta teoría es mejor. O en sentido
negativo como en todo lo antiguo está mal, lo que dice esta teoría o este pensador ya
es antiguo, por lo tanto está mal, o es incorrecto o es falso.

Esto es una falacia porque no por ser una teoría o una idea más nueva que otra
es necesariamente verdadera. En la historia de la ciencia hay muchas teorías que han
surgido en un momento y fueron aceptadas como verdaderas, pero ahora se sabe que
no lo son. Tal es el caso de la frenología, por ejemplo, que postulaba poder detectar a
los criminales por su estructura física craneana. Por otra parte, no porque alguien haya
postulado algo hace mucho tiempo, entonces es falso. En la historia del pensamiento
también podemos observar grandes «regresos» a pensadores clásicos porque lo que
dijeron es muy útil para entender cosas que en la actualidad no se explican con teorías
más novedosas.

Esta falacia la comenten muchos intelectuales que se aferran a ideas que son
más nuevas sólo por el hecho de serlo, sin cuestionar realmente las razones por las
cuales se sostienen. Se escucha a personas en puestos importantes o con una
formación que supone un respeto por las ideas decir cosas como «bueno, pero ese
pensador ya está pasado de moda» o «esa teoría ya se superó hace mucho». Sin
embargo, no postulan ninguna razón por la cual, a pesar de eso, las ideas propuestas
no son válidas. También se recurre mucho a esta falacia en la publicidad, cuando tratan
de convencernos de que compremos un artículo porque es más nuevo, porque
pertenece a otra temporada, aunque en realidad la versión anterior del producto sigue
siendo tan funcional como la nueva.

5. POSVERDAD Y PLURALISMO ¿Qué es la posverdad?


Hoy en día se escucha mucho hablar de que estamos en la época de la posverdad.
¿A qué nos referimos? ¿Tiene sentido esta expresión? ¿Ya no se puede hablar de
verdad? ¿Es cierto que la verdad no existe la verdad y solo hay opiniones? Para
comprender mejor este tema, señalaremos en primer lugar los distintos significados de
esta expresión.

● Significado social: “circunstancias en las que los medios de comunicación instalan una
idea, haciéndola pasar por verdadera cuando en realidad no lo es” (Diccionario de la
Real Academia Española y Diccionario de Oxford).

● Significado personal: solo se tienen en cuenta los datos de la realidad que refuerzan
o confirman las ideas preconcebidas que uno tiene, dejando de lado los que podrían
ponerlas en duda. Es lo que se llama “sesgo confirmatorio” o “sesgo de confirmación”.

● Significado filosófico: negación de la idea clásica de verdad (es decir, la idea de verdad
como adecuación entre la inteligencia y la realidad). Según esta visión, es imposible
conocer las cosas en sí mismas. Solo hay puntos de vista, opiniones. Lo que se
considera verdadero, en realidad no es otra cosa que una construcción, o la
naturalización de ciertas opiniones, por lo general impuesta por los poderosos que se
verán beneficiados por ellas.

El pluralismo y la tolerancia como motivación de la posverdad.

¿Cuál es la razón del éxito de esta idea? ¿Por qué se ha difundido tan fácilmente,
en especial entre los jóvenes?
Una de las respuestas a estos interrogantes es que en esta época hay una
marcada sensibilidad por los valores de la tolerancia y el respeto al otro, especialmente
en su diversidad. Y parece que una idea de verdad absoluta o de normas morales
estables atenta contra estos valores. Se cree que sostener la existencia de algunas
verdades absolutas tiene como consecuencia la imposición de estas verdades sobre
otros, y por lo tanto, la discriminación y la intolerancia o el fanatismo.

Por eso se propone el “pensamiento débil” o la posverdad como fundamentos


para la tolerancia y el respeto. Nadie debe imponer su pensamiento a otro, porque toda
verdad es cultural. No hay verdades naturales.

Crítica a la idea de posverdad

Pero a esta idea se le pueden hacer algunas objeciones. En primer lugar, se


puede decir que, si bien es cierto que algunas verdades son subjetivas, es decir, que
dependen de nuestros pensamientos o de nuestros deseos, no se puede decir que todas
lo sean. Hay verdades independientes de nuestros deseos o pensamientos. Hay hechos
que no dependen de la opinión. Se pueden señalar distintas clases de verdades en este
sentido:

● Verdades de experiencia: cosas que percibimos con nuestros sentidos, las


experimentamos (por ejemplo si en este momento el día está soleado o lluvioso).

● Verdades lógicas y verdades matemáticas: Ej.: “el todo es mayor que una de sus
partes” o “dos más dos es cuatro”. Estas verdades rara vez son puestas en duda.

● Verdades metafísicas y verdades éticas (o morales): este tipo de verdades son las
que generalmente se cuestionan. Son verdades más difíciles de conocer.
Pero, si bien es difícil alcanzar respuestas incuestionables, sabemos que estas
respuestas tienen que existir. No puede ser verdad al mismo tiempo “el hombre tiene
alma” y “el hombre no tiene alma”, una de las dos tiene que ser la respuesta correcta en
la realidad, aunque cueste encontrarla.

La contradicción fatal de la posverdad

¿Es verdad o no es verdad que la verdad no existe? Cuando afirmamos que la


verdad no existe, nos estamos situando por encima del ámbito de las opiniones,
estamos afirmándolo, paradójicamente, como una verdad absoluta. Cuando afirmamos
que todo es una opinión o un punto de vista, no lo estamos afirmando como una opinión
más.
Además, si, como afirma la posverdad, toda opinión que se impone es funcional
al poder, nos podríamos preguntar a quién es funcional precisamente esta idea de la
posverdad. Y vemos que los más beneficiados con esta idea son los más poderosos,
porque pueden imponer sus ideas sin tener el límite de la realidad misma.
En el fondo vemos que, a pesar de la aparente motivación en favor de la tolerancia y el
respeto, la posverdad termina siendo caldo de cultivo para el totalitarismo, porque no
hay razón para que una idea no se imponga por la fuerza.

La verdadera tolerancia y el verdadero pluralismo pueden darse si existen al


menos algunas verdades que están por encima de las opiniones de los más fuertes o
de los que tienen más influencia en la cultura.

ULTRAVERDAD Y ESPÍRITU DE DOMINIO


Origen y características de la idea de ultraverdad

La idea de posverdad no surgió por casualidad. Una idea equivocada no se


instala tan fácilmente. Evidentemente hubo algún tipo de “caldo de cultivo” que permitió
que esta idea calara tan hondo en la conciencia general.
El pensamiento de la posverdad surgió como reacción frente a otra idea que
podríamos llamar ultraverdad o hiperverdad. La posverdad sostiene que todo es relativo,
que no hay ninguna verdad absoluta; la ultraverdad, por el contrario, sostiene que
absolutamente toda verdad es universal y objetiva y que no hay ninguna verdad que sea
cultural o personal o relativa.
Esta idea surge en la Modernidad, época en la que se dio una búsqueda de la
máxima certeza posible en la filosofía y en las ciencias. El pensamiento moderno tiene
algunas características particulares:

● Monismo metódico: se unifica el método para alcanzar el conocimiento. En la


Modernidad se intentó aplicar el método de la ciencia cuyas conclusiones son
absolutamente ciertas, es decir, de la matemática, a todas las demás ciencias.
Se lleva el método de la matemática incluso a la metafísica y a la ética (por ejemplo, el
filósofo B. de Spinoza escribió una obra titulada “Ética demostrada según el método de
la geometría”-Ethica more geometrico demonstrata-).
● Espíritu de dominio: conocer la realidad no consiste, como para la filosofía
clásica, en la apertura de la inteligencia de la realidad, dejándose iluminar por las cosas,
sino más bien en la penetración de la razón en la realidad con un espíritu de dominio.
La inteligencia es la que le da forma a la realidad conocida, no al revés. Es más, iluminar
en sentido activo que ser iluminado en sentido pasivo. Kant utilizaba la imagen del fiscal
que interroga al acusado para sacarle la confesión, en vez de la del niño que interroga
a su padre para aprender algo que no sabe.
● Ideal de omnisciencia: con el avance de las ciencias el hombre será capaz en
algún futuro de conocerlo todo con su razón, nada estará fuera del alcance de su
conocimiento. El hombre podrá dominar a la naturaleza gracias a los avances de la
técnica. Se elimina la idea de misterio.
Crítica a la idea de ultraverdad
Una primera crítica es la primacía del método sobre el objeto. En la visión clásica
de las ciencias es el objeto el que determina con qué método puede ser abordado. Para
observar los astros se necesita un telescopio y para los microorganismos un
microscopio. No puedo utilizar una balanza para medir la temperatura de algo.
La modernidad pretendió usar el método matemático para objetos que no son
abordables matemáticamente, como las cuestiones metafísicas y éticas. Y estos
interrogantes no son abordables con el método de la matemática.
Además, se confunde lo cultural con lo natural, de una forma opuesta a la de la
posverdad. Si para esta todo es cultural (inclusive lo natural), para la ultraverdad toda
verdad es natural (aun las verdades personales o culturales), universaliza cosas que no
son universales. Deja de lado todo aspecto singular y cultural. Esto lleva a un
etnocentrismo y a un culturocentrismo.
Todo esto genera una tendencia represiva, porque se busca imponer un orden
forzado. Si se quiere imponer una verdad absoluta allí donde no la hay, el rechazo de
eso termina relativizando la verdad allí donde la hay: se produce el rechazo propio de la
posverdad, como reacción opuesta que termina negando toda verdad natural. Al
rechazar la intolerancia de la ultraverdad, la posverdad se muestra como defensora de
la tolerancia y el respeto y de ahí su aceptación tan difundida en nuestro tiempo.

VERDAD Y REALISMO
La postura realista sobre la verdad es la postura clásica, de la cual la ultraverdad
y la posverdad son deformaciones. El escritor inglés G. K. Chesterton decía que “el error
es una verdad que se ha vuelto loca”. En toda visión errada hay algo de verdad, pero
está deformada o exagerada.
De la posverdad rescatamos el valor de lo relativo, de lo personal y de lo cultural.
Es decir, que hay ciertas verdades que no son absolutas y que tienen un valor relativo
a la persona, a la época, a las circunstancias, etc.
De la ultraverdad, por su parte, rescatamos la existencia de verdades objetivas
y la posibilidad de conocerlas.
Precisamente estas son las dos ideas que están conjugadas y armonizadas en
la postura que llamamos de la verdad realista o realismo filosófico. El realismo filosófico
afirma:
● Hay verdades objetivas y nuestra inteligencia es capaz de conocerlas. La
verdad, para el realismo, es la adecuación de la inteligencia a la realidad. Hay orden y
racionalidad en el mundo y este orden puede ser descubierto por nuestra inteligencia.

● Sin embargo, nuestra inteligencia no puede abarcar la totalidad de la realidad,


porque esta es inmensamente rica, vasta y polifacética. Hay ORDEN pero también hay
MISTERIO. La realidad supera nuestra capacidad limitada de conocer.

● Por eso, el realismo filosófico implica una actitud de CONFIANZA y


HUMILDAD. Confianza en nuestra inteligencia, en nuestra capacidad de conocimiento.
Y humildad porque nuestras capacidades son limitadas, no podemos abarcarlo todo y
también podemos equivocarnos.

Precisamente, estas dos actitudes son las que fueron negadas o exageradas en
la posverdad y en la ultraverdad. En la posverdad se minimiza la confianza y se exagera
la humildad (no podemos conocer la realidad). En la ultraverdad se exagera la confianza
en el conocimiento humano, en su capacidad de conocerlo todo y en su infalibilidad,
minimizando o dejando de lado la humildad.
Una objeción muy común que se hace al realismo filosófico es la siguiente: si
hay algunas verdades objetivas, ¿por qué no nos podemos poner de acuerdo? ¿Por qué
hay tantas contradicciones en los temas fundamentales a lo largo de la historia del
pensamiento?
El hecho de que no haya acuerdo en ciertos temas no implica que no haya una
respuesta correcta a los mismos (p. ej. que algunos afirmen que la Tierra es esférica y
otros lo nieguen no implica que en la realidad la Tierra no tenga una forma verdadera).
En metafísica y en ética ocurre lo mismo, el hecho de que cueste mucho encontrar la
respuesta a ciertos interrogantes no implica que esta respuesta no exista (p. ej. la igual
dignidad de varón y mujer, o la maldad moral del holocausto, aunque algunos pongan
en duda estas afirmaciones).
Por último, la afirmación de verdades objetivas, ¿implica autoritarismo e
intolerancia? No, porque una cosa es sostener que algo es verdad y otra diferente es
tratar de imponer esa verdad a otros. También se puede ser autoritario o intolerante con
verdades subjetivas o culturales. Además, el hecho de afirmar que hay verdades
objetivas no excluye la aceptación de que uno puede equivocarse.
El verdadero y sano pluralismo consiste en escuchar las opiniones ajenas para
poder enriquecerse y corregirse, si uno está en el error, pero también implica una actitud
crítica para valorar las opiniones, para distinguir cuáles son más acertadas (“crítica”
viene del griego krínein, que significa “discernir”, “distinguir”). Y esta actitud crítica solo
puede darse si hay un punto de referencia: la verdad. Si todas las opiniones valen lo
mismo, no hay buenas razones para escuchar las opiniones ajenas y mucho menos
para contrastarlas con las nuestras y debatir. Además, toda discusión o debate se funda
en algo en común, en algo en lo que estamos de acuerdo.

Esta visión realista de la verdad es el “antídoto” contra las otras dos visiones: la
ultraverdad y la posverdad.
Contra la ultraverdad: si bien toma la idea de que hay verdades absolutas, es un
antídoto contra la tentación autoritaria y represiva porque reconoce que hay verdades
relativas y también que la razón puede equivocarse.
Contra la posverdad: si bien acepta que hay verdades relativas, personales,
culturales, también es un antídoto contra los tres sentidos de posverdad. Contra el
significado social: solo se puede protestar u oponerse a las visiones falsas difundidas
por los medios si hay una verdad con la cual contrastarlas; contra el significado personal
o “sesgo confirmatorio”: solo tiene sentido escapar del sesgo si es posible abrirse a la
verdad; y contra el significado filosófico: con la afirmación de que hay una verdad
objetiva y nuestra inteligencia es capaz de conocerla.

6. Habermas: Acción comunicativa y teoría social

Habermas no elude el problema de la verdad, cuestión central a lo largo de la


historia de la filosofía, no habla tanto de «condiciones de verdad» como de «condiciones
de aceptabilidad»: un enunciado no es verdadero porque corresponda a un determinado
estado de cosas ni simplemente porque resulte coherente con otros enunciados; lo es
porque a lo largo del proceso comunicativo sería aceptado como justificado bajo
determinadas condiciones ideales.
Entre estas condiciones se incluye el respeto de ciertos procedimientos y reglas de
juego: exclusión de toda coacción dentro del proceso argumentativo, reparto equitativo
de derechos y deberes de la argumentación, transparencia en la exposición de razones,
etc.

En este sentido, una regla de juego elemental consistiría en aportar todo tipo de
razones hasta que se hagan valer como las mejores de acuerdo con el conocimiento
disponible en un momento determinado: es preciso, por tanto, disponer de «razones
justificatorias» que avalen nuestra pretensión de verdad, una «verdad» que, a pesar de
que «apunte más allá de todas las evidencias potencialmente disponibles» (tal como
sostendrían los realistas), no puede ser entendida en la práctica discursiva cotidiana
sino como «aseverabilidad justificada» mediante razones.

Al emitir una oración, un hablante que oriente su acción al entendimiento, es decir,


que esté dispuesto a entenderse con sus interlocutores, ha de plantear necesariamente
con su emisión algunas apelaciones implícitas. Dicho de otro modo, los usuarios del
lenguaje profieren actos de habla para los que reclaman las siguientes pretensiones de
validez:

— comprensibilidad o inteligibilidad, esto es, la pretensión de estarse expresando


comprensiblemente, es decir, que la oración empleada está bien formada conforme a
las reglas gramaticales —tanto semánticas como sintácticas— al uso;
— veracidad o autenticidad, a saber, la pretensión de estar dándose a entender, esto
es, proyectando la propia subjetividad, y que, por tanto, la intención manifiesta del
hablante se expresa de la misma forma en que es exteriorizada;
— verdad proposicional, es decir, la pretensión de estar dando a entender algo existente
con la aspiración de representar objetivamente los hechos,
— y, finalmente, corrección o rectitud normativa, esto es, la pretensión de que el
contenido del acto lingüístico se ajusta a un determinado contexto normativo reconocido
socialmente como válido.

Con todo, el proyecto inicial de Habermas no se dirigía propiamente a una


tematización del lenguaje en cuanto tal, sino a la elaboración de una teoría de la acción
social. Entiende que la forma primaria de interacción social es aquella en la que la acción
viene coordinada por un empleo del lenguaje orientado a entenderse. A este tipo de
acción es a lo que Habermas llama «acción comunicativa». Pero dado que una teoría
de la acción comunicativa presupone indudablemente una determinada concepción del
lenguaje, Habermas finalmente acabó explicitándola: la denominada teoría de la
pragmática universal. En este sentido, su intención expresa es defender la tesis de que
el uso del lenguaje orientado al entendimiento es el uso «original» del mismo. Alcanzar
un acuerdo o entendimiento entre las partes que participan en el proceso comunicativo
es el telos inherente al lenguaje humano. Los otros usos posibles del lenguaje humano,
como son, por ejemplo, el instrumental o el estratégico, serían en realidad parasitarios
del uso orientado hacia el entendimiento. Al servirse del lenguaje, el individuo participa
necesariamente de la perspectiva social y sale así «de la lógica egocéntrica».

Es más, sólo mediante el lenguaje es posible la actuación conjunta entre sujetos


diversos.

Con todo, es preciso tener en cuenta que Habermas es bien consciente de que
el entendimiento —en tanto que telos inherente al lenguaje en su uso comunicativo—
representa tan sólo un fin que puede ser alcanzado o no. Por eso las condiciones
constitutivas del entendimiento posible son simplemente constituyentes, pero no son
condiciones «trascendentales» en sentido estricto. En definitiva, siempre podemos
actuar también de otro modo distinto del comunicativo y además la inevitabilidad de las
presuposiciones idealizantes no implica también su cumplimiento fáctico a acción
comunicativa, es decir, el tipo de acción orientada al entendimiento, es fundamental en
la medida en que las otras formas de acción social pueden considerarse derivaciones o
perversiones de ella (por ejemplo, las que pertenecen al modelo de acción estratégica:
la negociación, la imposición, etc.).
Marco teórico-ideal y realidad concreta: la situación ideal de habla

Habermas entiende que el mejor modo de conocer los rasgos propios de la


racionalidad comunicativa es estudiando el lenguaje humano y, más concretamente,
analizando nuestras prácticas comunicativas cotidianas. Al hacer esto cree que también
podríamos resolver la cuestión clave relativa a cómo distinguir una comunicación
auténtica, que apunta al entendimiento entre los participantes, de aquella otra que se
encuentra distorsionada o manipulada.
Todo uso comunicativo del lenguaje presupone la aceptación de algunas reglas
o condiciones mínimas y, por ende, de una situación hipotética que, de alguna manera,
está ya anticipada y, a la vez, es constitutiva de todo discurso. A esta construcción
contrafáctica es a lo que Habermas denomina situación ideal de habla. Este mecanismo
sirve como medida o rasero para enjuiciar las cuestiones que reclaman para sí una
presunción de racionalidad y, en consecuencia, la calidad racional de los acuerdos
logrados: «La anticipación de una situación ideal de habla es lo que garantiza que
podamos asociar a un consenso alcanzado fácticamente la pretensión de ser un
consenso racional.
Al propio tiempo, esa anticipación es una instancia crítica que nos permite poner
en cuestión todo consenso fácticamente alcanzado y proceder a comprobar si puede
considerarse indicador suficiente de un entendimiento real». Se trata de un constructo
teórico que, como la «posición originaria» diseñada por John Rawls, sirve para asegurar
la imparcialidad en las interacciones comunicativas. Se caracteriza por las siguientes
condiciones: publicidad de las deliberaciones, reparto simétrico de los derechos de
comunicación y no dominación excepto la ejercida por la «coacción sin coacciones» del
mejor argumento. Representaría el ejemplo sumo de una comunicación no
distorsionada:

Llamo ideal a una situación de habla en que las comunicaciones no sólo no


vienen impedidas por influjos externos contingentes, sino tampoco por las coacciones
que se siguen de la propia estructura de la comunicación. La situación ideal de habla
excluye las distorsiones sistemáticas de la comunicación. Y la estructura de la
comunicación deja de generar coacciones sólo si para todo participante en el discurso
está dada una distribución simétrica de las oportunidades de elegir y ejecutar actos de
habla

Desde una perspectiva genealógica, la noción de situación ideal de habla


formulada por Habermas está estrechamente emparentada con la de una comunidad de
discurso universal de G. H. Mead, y se remonta, como ésta, a la de una comunidad
ilimitada de los investigadores perfilada por Charles S. Peirce, quien tendía a considerar
el desacuerdo como una anomalía en el uso de la razón y se mostraba convencido de
que si todos fuéramos capaces por igual de argumentar racionalmente, todos
acabaríamos a la larga por compartir una común opinión final.

Y, como Apel se ha cuidado mucho de poner de relieve, ésta sería algo así como
el equivalente funcional de aquella conciencia trascendental kantiana de la que
dependía, en última instancia, la objetividad del conocimiento humano

De todos modos, lo cierto es que la noción de presuposición idealizante ocupa


un lugar destacado en la construcción de la teoría de la acción comunicativa. En su
ensayo Acción comunicativa y razón sin transcendencia, Habermas explica y desarrolla
este concepto reinterpretándolo a la luz de su análisis pragmático-formal, esto es, como
una variante de las «ideas» kantianas exenta de su sentido trascendental primigenio.

No obstante, y pese a las mencionadas precisiones, con frecuencia se señala el


marcado carácter contrafáctico que caracteriza a la teoría habermasiana en general y a
la noción de la situación ideal de habla en particular. Se le reprocha a Habermas que en
ella no se refleje el modo habitual y cotidiano en que se llevan a cabo los flujos
comunicativos reales. Obviamente esto no resulta desconocido para el autor.

La noción de situación ideal de habla vale como principio regulativo, pero no


debe ser pensada como un proyecto concreto que ha de ser realizado en la historia.

No se trata de ninguna utopía concreta, sino de una ficción metodológica o un


experimento conceptual

Si consideramos el concepto, muy discutido, de la «situación ideal de habla»


como un conjunto de criterios (metanormas) que le permiten a uno distinguir entre
normas legítimas e ilegítimas, podemos evitar la confusión causada por interpretaciones
que identifican las reglas formales de la expresión o discurso argumentativo como una
utopía concreta.
La «situación ideal de habla» se refiere sólo a las reglas que tendrán que seguir
los participantes si quieren un acuerdo motivado únicamente por la fuerza del mejor
argumento. Si no se satisfacen estas condiciones —por ejemplo, si los actores en un
debate no tienen oportunidades iguales para hablar o para poner en duda los supuestos;
si están sujetos a la fuerza y a la manipulación—, entonces los participantes no están
tomando todos los demás argumentos seriamente como argumentos y, por lo tanto, no
están participando en realidad en la expresión argumentativa.

Forzando algo los términos, dicho modelo de asociación comunicativa pura, la situación
ideal de habla, podría entenderse a lo más como un discurso utópico negativo.

El programa de fundamentación de la ética discursiva

Un enunciado normativo válido no sólo debe respetar esa regla mínima, sino que
debe contar con la aquiescencia efectiva de todos los afectados: «De conformidad con
la ética discursiva, una norma únicamente puede aspirar a tener validez cuando todas
las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo en cuanto participantes de
un discurso práctico (o pueden ponerse de acuerdo) en que dicha norma es válida»

El consenso anhelado por Habermas no es, como a veces se presenta de


manera caricaturesca, un pariente cercano de la unanimidad, sino un proceso de ajuste
entre mentes e intereses discrepantes e incluso contrapuestos.

En cualquier caso, el consenso es el objetivo, pero la discusión es el camino.


Además, la racionalidad del consenso es compatible con su carácter falible: que el
consenso sea el término final de las discusiones acerca de las pretensiones de validez
que han sido cuestionadas no quiere decir que tras cada discurso se desemboque en
una verdad ya para siempre incontestable, si de pretensiones de verdad se trataba, o
en un definitivo criterio material de justicia, si eran pretensiones de rectitud el objeto de
la discusión

"El que habla -escribe Habermas- debe elegir una proposición comprensible, para que
el que habla y el que escucha puedan entenderse el uno al otro; el que habla debe tener
la intención de comunicar un contenido proposicional verdadero, para que el que
escucha pueda compartir su saber, el que habla debe querer exteriorizar las propias
intenciones de modo verdadero, para que el que escucha pueda creer (tener confianza)
en aquello que dice; el que habla debe finalmente buscar la expresión justa en la
consideración de normas y valores vigentes, para que el que escucha la pueda aceptar
de modo que ambos, el que habla y el que escucha, puedan ponerse de acuerdo en
orden a un fundamento normativo reconocido... El fin de una comunicación es la
provocación de un estar de acuerdo que termina en la comunión intersubjetiva de la
comprensión recíproca, del saber participado y de la confianza recíproca. El estar de
acuerdo reposa sobre la base del reconocimiento de las respectivas pretensiones de
validez: comprensibilidad, verdad, sinceridad y justicia en relación a normas y valores".

Si una sola de estas pretensiones universales de validez viene desatendida,


según Habermas, se desciende al plano del "hacer instrumental y estratégico" (es decir,
al nivel del lenguaje, al plano de la ideología) o bien se interrumpe del todo la
comunicación, pero no se da realmente un "hacer orientado a la comprensión".

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