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El

Éxito
Mas
Grande
Del Mund o

1
Dedicado, con amor, a mis otros
padres:

JHON Y RITA LANG

2
Y he aquí que un hombre llamado por nombre Zaqueo, que era
jefe de publicanos y estaba rico. Buscaba cómo ver quién era Jesús,
y no lo lograba a causa del gentío, por ser pequeño de estatura.
San Lucas: 19: 23

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Debo advertíroslo de antemano.
Las palabras que estáis a punto de leer pueden ponerle fin a vuestra vida.
Escrito está que una vida inútil es, con mucho, peor que una muerte prematura. Si
los años de vuestro corazón, desde que salisteis del vientre de vuestra madre, se
han envenenado con el fracaso y la frustración, la angustia y el descontento, la
derrota y la conmiseración por vosotros mismos, os digo, entonces, que debéis
ponerle término a esa existencia miserable, inmediatamente, y comenzar a
reconstruir una nueva vida, un nuevo ser... lleno de amor y orgullo y logros y
tranquilidad de espíritu.
Y no sólo os digo que debéis; ¡os digo que podéis!
No sólo os digo que podéis; os digo que lo haréis, en tanto que aceptéis y hagáis
uso del inapreciable le-gado que voy a compartir con vos.
Me llamo José.
¡Ah, si yo fuera un consumado narrador de cuentos, con pleno dominio de mi
orgulloso lenguaje’ en lugar de haberme pasado toda una vida como guardián de
cuentas y libros mayores... Aun así, a pesar de mis muchos defectos, debo dejar
asentado lo que sé de Zaqueo Ben Josué, para beneficio de Ias incalculables
generaciones por venir, a fin de que puedan ser guiadas apropiadamente en su
búsqueda de una vida mejor. Su historia y, lo más importante, el regalo que hizo a
la humanidad, no deben desaparecer bajo Ias indiferentes arenas del desierto,
junto con los resecos huesos de aquellos de nosotros que conocimos, amarnos y
aprendimos tanto de esa criatura elegida de Dios.
Quedó huérfano antes de cumplir los cinco años.
Los demás niños hacían mofa de su cuerpo deforme... una enorme cabeza y unos
hombros demasiado anchos asentados sobre un torso redondeado del que
sobresalían dos piernas delgaduchas que se negaban a crecer
No tenía escuela. Los años preciosos de su adolescencia los pasó en agobiante
trabajo, desde la salida del sol hasta su ocaso, arando la tierra y recolectando el
fruto en las vastas propiedades de Herodes.

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Y, sin embargo, a pesar de todos sus impedimentos, llegó a ser el hombre más rico
de todo Jericó, con título de propiedad sobre más de la mitad de todas las tierras
irrigadas que se extendían hasta a mediodía de marcha a partir de la ciudad.
Su casa, rodeada por altas palmeras y datileros, sobrepasaba en tamaño y
grandiosidad al que en un tiempo fuera et palacio de invierno de Herodes y,
posteriormente, del despreciado y apocado hijo del rey.
Un eminente sabio de Grecia, quien lo conoció en el apogeo de su carrera, regresó
a Atenas y les declaró a sus colegas que, finalmente, habla conocido a un hombre
que había conquistado ei mundo y que ni siquiera se percataba de ello.
En los años de su senectud aceptó un puesto que hubiera acarreado desprecio y
odio sobre la cabeza de cualquier otro, como ocurriera con los que fueron sus
predecesores, pero el afecto y respeto de tantos de los del pueblo, cuyas vidas
había tocado y hecho cambiar, mejorándolas, nunca disminuyó.
Ya cerca de su ocaso, se vio envuelto en algo que estoy seguro fue un milagro;
aunque nunca antes creí en ellos.
Ninguno de los que fueron testigos de ese misterioso acontecimiento, ha podido
jamás explicar lo que vieron en otros términos... y son los atributos de ese milagro
los que pueden cambiar y cambiarán vuestra vida. . . como han cambiado las de
tantos otros.
Imaginad, si así lo preferís, que estáis oyendo mis palabras en vez de estar
leyéndolas.
Imaginad que estáis apoyando vuestra fatigada cabeza en mi regazo, del mismo
modo como pudisteis haberlo hecho hace mucho tiempo con vuestros padres. Este
ha sido un día como todos los demás, en el que habéis que iba cantando. Recuerdo
que me pregunté, “ ¿Por qué canta esta persona tan digna de lástima?” De pronto,
frente a mí, tropezó en las piedras y cayó bajo las pesadas vigas.
En mi desolado estado de ánimo, no tenía el menor deseo de inmiscuirme en las
desdichas de nadie, pero, ya que ninguno de los que pasaban se detuvo siquiera a
echarle una mirada a la inmóvil figura, corrí hacia donde estaba y empecé a
quitarle de encima las enormes tablas de madera.
Tenía el rostro cubierto de sangre. Me arrodillé a su lado y con el borde de mi
túnica empecé a limpiarle un profundo corte que tenía en la frente. Al poco rato
empezó a tratar de moverse y a murmurar palabras que no pude entender.

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Una bondadosa mujer, de uno de los puestos de fruta cercanos, trajo una jarra con
agua y un trapo y, entre los dos, le lavamos el rostro, hasta que movió los
párpados y abrió los ojos. Al poco rato pudo sentarse.
Me sonrió tímidamente y se froté la cabeza, mientras yo contemplaba con
asombro los robustos músculos de sus voluminosos bíceps, temblorosos bajo el
ardiente sol.
—Me dijeron que no podía cargar siete vigas — comentó desconsoladamente.
-¿Qué?
—Los de la carpintería —agregó-—. Me dijeron que ningún hombre, y mucho
menos uno de mi tamaño, podía cargar siete de esas vigas de a una sola vez, pero
no quise creerles. ¿Cómo va uno a saber de lo que es capaz si no lo intenta?
Tambaleante, se puso en pie y tuvo que hacer un gran esfuerzo por reprimir la risa.
Enfundado en las ropas adecuadas, hubiera sido el perfecto payaso de uno de los
muchos circos ambulantes que a veces llegan a la ciudad.
Era todo cabeza, hombros y brazos y muy poco más; su túnica llegaba hasta el
suelo, ocultando por completo sus extremidades inferiores. En estatura no alzaba
más que un niño de siete u ocho años, aunque, ciertamente, tendría cuando
menos mi edad, dieciséis años.
Se me acercó, colocó sus dos fuertes manos sobre mi pecho, alzó la vista y me
miró con sus grandes ojos castaños llenos de gratitud y dijo, con una voz profunda
y resonante:
—Gracias, mi amigo; que Dios te acompañe!
Yo asentí con la cabeza y me retiré. Más o menos a los veinte pasos, la curiosidad
me hizo volver el rostro y, cuando lo hice, no pude creer lo que veían mis ojos. Ahí
estaba, apilando las vigas una sobre otra para poder volver a echárselas a la
espalda! ¡Vaya tonto! Corrí hacia él por razones que jamás comprenderé y le
pregunté:
—Extranjero, no vas a intentar otra vez lo imposible, ¿verdad?
Él dejó caer la séptima y última viga ruidosamente en su lugar y se irguió, con las
manos en las caderas, me estudió durante varios momentos.
-- Nada es imposible murmuro suavemente, a menos que uno esté de acuerdo en
que lo es.
Dudé por un instante y al fin me escuché yo mismo diciéndole:
Permíteme ayudarte. Ahora no tengo nada qué hacer

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Toma esas correas y ata las vigas juntas en ambos extremos, para que yo pueda
llevar uno de ellos y tú el otro.
Abrió la boca como para hablar, pero no dijo nada. Una vez que la madera quedó
atada firmemente, él levantó el extremo del frente y yo me afané con el de atrás, y
así llevamos las monstruosas vigas, con muchos periodos de descanso de mi parte,
hasta las orillas de la ciudad, donde juntos armamos, a la vera del camino que va a
Phasaelis, su primer puesto. En él, durante los meses siguientes, vendimos
únicamente un producto... grandes y jugosos higos, cosechados por Zaqueo y por
mí, en un pequeño lote de tierra que él adquirió después de cinco años de duro
trabajo.
Durante el siguiente medio siglo, y más, nunca es-tuvimos lejos el uno del otro…
siempre dispuestos a aliviar la carga del otro en todas las ocasiones en que
necesitaba ayuda. Los amigos verdaderos jamás se ad-quieren por casualidad; son
siempre dones de Dios.

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Rodeada por el árido desierto y desoladas colinas de piedra gris, Jericó es un verde
paraíso de fértiles praderas regadas por muchos manantiales y acueductos. Tan
preciadas son sus cosechas, que en una ocasión Marco
Antonio le presentó a Cleopatra todas sus plantaciones de bálsamos y las tierras
circundantes como regalo imperial.
Después de un tiempo la seductora reina se las vendió a Herodes, quien hasta su
muerte, obtuvo pingües beneficios de los frutos de su compra.
Cuando Arquelao, el hijo de Herodes, fue destituido del poder por Roma, Jericó y
todo el resto de Judea quedó bajo el dominio de los procuradores romanos. Esos
hombres, generalmente con antecedentes militares, nunca se preocuparon por la
agricultura, sino sólo por los impuestos que se derivarían de cada cosecha y así fue
como, año tras año, Zaqueo adquirió más y más tierras reales para agregarlas a su
primer pequeño huerto de higueras. Como tenedor de sus libros, puedo recordar
ocasiones en las que más de dos mil peones estaban a su servicio, sin mencionar a
los cerca de trescientos que se necesitaban para atender los puestos de productos
que erigimos tanto fuera como dentro de las murallas de la ciudad.
Según florecían las empresas de Zaqueo, su fe y su confianza en mi capacidad y
buen juicio crecieron hasta que, a la larga, estábamos más unidos de lo que están
la mayoría de los hermanos. Su primer almacén de algodón se construyó aquí, en
Jericó, por consejo mío. Con el tiempo lo reemplazó un gran palacio, con una
bodega adjunta al mismo, de una extensión de más de 1 200 codos y que no tenía
igual en tamaño, ni siquiera en Jerusalén.
Mis recuerdos de esos días están frescos en mi mente.
En un desfile interminable, las caravanas llegaban a nuestros muelles de descarga
enviadas por los mercaderes de todo el mundo, ya fuera para comprar con oro o
plata, nuestras variadas cosechas o para intercambiarlas por sus exóticos y
codiciados productos de extrañas tierras.
Aceite, vino y cerámica llegaban con frecuencia, enviados por Marco Filicio, de
Roma, de Crespi, en Sicilia, nos llegaba joyería exótica y ganado robusto. Maithus,
desde Etiopía, nos embarcaba conchas de tortuga y aromatizantes especias para
las mujeres ricas de Jericó, mientras Lino, desde la distante Hispania, enviaba
siempre objetos de oro y barras de hierro. Los germanos nos suministraban pieles
y pulido ámbar; alfombras, cueros y perfumes raros salían de las cajas que nos
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enviaba Dion, desde Persia, y Wo Sang Pi nos remitía lustrosos rollos de seda
desde la distante Shanghai.

A su vez, las caravanas partían con cajas de frutas del árbol nubk, con bolsas de
dátiles, balas de algodón, miel, frascos de aceite de zukkum, aceites, plátanos,
tintes de alheña, caña de azúcar, uvas, maíz, higos y el aceite de bálsamo más
apreciado, todo ello producto de las cada día más extensas propiedades de
Zaqueo, cuyas bodegas, a la larga, llegaron a ser los almacenes de los que todo el
mundo civilizado se surtía.
La gente de Jericó siempre miró a Zaqueo con un respeto mucho mayor que a la
mayoría de los demás príncipes del comercio con los que traficaba. Para los pobres
y los menesterosos de Jericó, tanto viejos como jóvenes, condenados en la
mayoría de los casos a una vida de miseria y futilidad por circunstancias fuera de
su control, mi amo se convirtió en la llama de la esperanza, su libertador de toda
incomodidad, su rescatador del hambre, su curador de las enfermedades y en su
salvaguarda contra las más agobiantes adversidades.
Al principio de nuestro segundo año juntos, cuando sus cultivos eran todavía pocos
y no muy extensos, Zaqueo me nombró su tenedor de libros de confianza, con la
consigna de distribuir entre los necesitados, una porción sin precedentes de la
mitad de todas nuestras utilidades.
Conforme nuestros negocios prosperaban, un número cada vez mayor de los
pobres de la ciudad eran alimentados y vestidos, se erigían edificios para darles
refugio a los ancianos y a los huérfanos, se importaban médicos de
Egipto y Roma para que atendieran a los inválidos ý a los enfermos, y se reclutaban
maestros para impartirles instrucción a los jóvenes. Hasta los mendigos y vagos
más miserables eran retirados del arroyo y atendidos hasta volver a investirlos con
alguna semblanza de dignidad. Es imposible, hasta para alguien tan versado en las
cifras como yo, calcular cuánto oro y plata se gastaron, o cuántas vidas se salvaron
por la inagotable generosidad de mi amo.
A diferencia de la mayoría de los ricos, que permitían que sus grandes obras de
caridad se proclamaran por toda la tierra, era algo típico del carácter de Zaqueo
que sus acciones benévolas se realizaran siempre sin ruido y con una gran
modestia. Incluso cuando ese renombrado sabio de Atenas, después de saber todo
lo que había logrado

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Zaqueo en menos de treinta años, exclamó que; indudablemente, era “el éxito
más grande del mundo”, recuerdo que Zaqueo se sonrojó y encogió sus enormes
hombros. Su respuesta a esos elogios era siempre la misma: había sido bendecido
con muchos más bienes materiales de los que cualquier ser humano merecía para
sí mismo y no hacía sino darle una manita a Dios en pago parcial por todo lo que
Éste le había otorgado.
Zaqueo gobernaba su propio reino, como con un dejo de humor llamaba a su
conglomerado de propiedades, con mano firme, pero justa. Sólo una tragedia
empañé aquellas primeras décadas de prosperidad y, a la larga, nos unió más
todavía, si tal cosa fuera posible.
¡Cuán extraño es que el dolor estreche a dos corazones más fuertemente de lo que
puede hacerlo la felicidad!

Según iba creciendo su imperio agrícola, de día, Zaqueo y yo nos veíamos muy
poco. Casi siempre yo estaba en alguna de las bodegas, levantando inventario,
supervisando algún embarque o revisando el manejo de alguna de nuestras
muchas cuentas. Él, por su parte, siempre estaba viajando de un plantío a otro
para ayudar a nuestros mayordomos a resolver sus problemas y, con mucha
frecuencia, trabajando físicamente en el campo junto con los peones. Era un
hombre afortunado, ya que le encantaba su trabajo.
En las noches, como ninguno de los dos estábamos casados, siempre cenábamos
juntos y aprovechábamos esas horas de descanso para discutir el progreso de
nuestras operaciones y planear el futuro.
Nunca olvidaré la noche en que mi amo se mantuvo extrañamente silencioso
mientras picoteaba su comida, respondiendo a mis comentarios con sólo un
ocasional movimiento de cabeza. Mantuvo esa conducta inusitada durante toda la
cena hasta que ya no pude soportar más esa actitud
—Zaqueo, ¿qué es lo que pasa?
Alzó la cabeza y me miró sin verme, pero no contestó.
—,Hay algún problema en alguno de los plantíos? — insistí—. ¿Dónde estuviste
hoy?
—En el norte —contestó en voz baja.
—Y cómo les está yendo al algodón de Rubén y a la caña de azúcar de Jonatás con
su escasa provisión de agua?
—Muy bien, muy bien. Los dos esperan sobrepasar la cosecha del año pasado.
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Hubo entonces un nuevo silencio. Nunca antes lo había visto actuar de esa manera
cuando estaba conmigo.
—¿Estás enfermo? —pregunté al fin.
Él sacudió la cabeza y volvió a hacerse el silencio. Soy un hombre obstinado y
decidí esperar a que hablara: En lo que a mí concernía, podíamos seguir sentados a
la mesa hasta el día siguiente, hasta que me confiara qué sucedía.
Mi espera no fue larga. Con un gemido lastimero, Zaqueo se levantó súbitamente
de su asiento y se pará frente a mí, levantándose la túnica de lino para dejar al
descubierto sus piernas, que parecían las de un niño.
—Mírame, José! —exclamó—. Mira esta terrible excusa para el cuerpo de un
hombre. Considera esta cabeza, lo bastante grande para dos personas y que ya
empieza a perder el cabello. Ve estos hombros y brazos y este extraño y redondo
pecho y luego mira, ¡mira!, estas miserables y flacas cañas que deben soportar
toda esta fealdad. Verdaderamente soy una broma contra la raza humana,
encerrada dentro de esta terrible j aula de un cuerpo torcido, del que no habrá
escape sino hasta la muerte. Soy un prisionero eterno ¡en una prisión sin puertas!
¿Por qué me trató Dios así, José?
Se derrumbó en su asiento y hundió la cabeza en sus manos, sollozando. Yo estaba
demasiado asombrado para poder hablar. En todos los años que llevábamos
juntos, el tema de su pequeño cuerpo deforme sólo había surgido dos veces y, en
ambas ocasiones, sólo después de haber sobrepasado nuestra acostumbrada
cantidad de vino de mesa. En esas dos raras ocasiones, según podía recordar,
nuestra conversación había comenzado a partir de mi sugerencia de que ya era
tiempo de que tomara una esposa que compartiera con él su buena fortuna; y las
dos veces él sonrió tristemente y dijo que ninguna mujer en su sano juicio
permitiría que le entregaran en matrimonio a sólo la mitad de un hombre, y
bastante feo además.
¿Entregar en matrimonio?
Alargué la mano y le toqué suavemente el hombro.
—Zaqueo —inquirí— ¿Pasaste mucho tiempo hoy con el viejo Jonatás?
Él me miró con cautela, por entre sus dedos entreabiertos.
—Estuvimos juntos casi toda la mañana —repuso——
¿Por qué?
—¿Y cómo está su encantadora hija, Lea? Me imagino que se ha de estar poniendo
más hermosa cada día.
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Los descomunales hombros se abatieron y Zaqueo desvió la mirada.
—José —manifestó al fin—, hemos estado juntos tanto tiempo, tú y yo, que hasta
lo más profundo del corazón de uno de los dos no es sino un pergamino abierto
para el otro. Daría todas mis riquezas porque Lea fuera mi esposa
—suspiró.
—¿Y ella, qué dice al respecto?
—¿Cómo va uno a saberlo con seguridad? Siempre se muestra muy amable y
bondadosa conmigo, cuando visito a su padre. Pero después de todo, ¿no es de
esperar que actúe así con el gentil hombrecito que es dueño de la tierra que la
sustenta a ella y a su familia? ¿Y qué pasaría si tuviera yo el valor de pedirles a sus
padres permiso para hablar con ella de matrimonio y ella me aceptara? ¿No se
casaría conmigo únicamente por la seguridad y las cosas buenas que puedo
proporcionarle? ¿Cómo podría ella algún día sentir algo de amor por el hombre
que está en esta... en esta jaula? —Hizo una mueca y se pasó las manos de la
cabeza a los pies.
—Zaqueo —repuse poniéndome en pie—, jamás te he dicho una falsedad en todos
los años que hemos trabajado juntos.
—Lo sé.
—Escúchame, te lo ruego. Hace muchos años, la primera vez que te vi en el
mercado, Sentí lástima de ti.
Sin embargo, esa lástima duró muy poco tiempo, pues comprendí que eras un
hombre como yo jamás llegaría a ser. Poco a poco, según vi cómo ibas obrando
maravillas, apilando éxito tras éxito, me pareciste un gigante, perfecto en forma y
figura. Todavía te veo de esa manera, cegado, si quieres, por tus muchos talentos,
valor, inteligencia, compasión por los demás y por tu gran fortaleza... no la de tus
brazos, sino la de tu alma. Zaqueo, apostaría mi vida a que Lea te ve exactamente
como yo.
Al cabo de un alío se casaron. Cuatro años más tarde se cambiaron a un palacio,
que Zaqueo mandó construir para ella. Pasaron otros doce meses y, precisamente
cuando los dos se resignaban a que jamás se verían bendecidos con descendencia,
Lea le anunció que estaba encinta.
Por supuesto, Zaqueo estaba convencido de que su primer hijo sería varón. Mes
tras mes, siempre que estábamos juntos, era necesario un gran esfuerzo de mi
parte para que nuestra conversación versara sobre los negocios, pues ya el futuro
padre estaba concibiendo grandiosos planes para su heredero. El niño tendría el
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mejor establo de garañones árabes, se mandarían traer maestros de Roma,
Corinto y Jerusalén para que lo instruyeran adecuadamente, una sala especial del
palacio no contendría más que juguetes, y algún día su hijo sería el mayor
terrateniente de toda Judea, con sirvientes siempre a su disposición y los hombres
más poderosos de la tierra como sus amigos.

—Mira esto, José —me dijo una mañana, abriendo una cajita de nogal muy bien
pulida y sacando, de su interior forrado de seda, una pieza de marfil
delicadamente tallada, más pequeña que uno de mis puños. Con el paso de los
años yo me había vuelto tan experto en obras de arte producidas con colmillos de
elefante, que hasta podía distinguir si eran de colmillos de elefante africano o
chino, observando su color y textura. Indudablemente, la que ahora me mostraba
era una obra de arte china, tallada hasta en sus más ínfimos detalles en lo que
parecía una pequeña jaula. En su interior un pájaro minúsculo, también de marfil,
rodaba sobre su piso.
—Esto debe haber tomado meses para hacerla — exclamé asombrado—. ¿Te das
cuenta de que todo el trabajo tuvo que hacerse de una sola pieza de marfil, y tan
diestramente que la avecilla que está adentro fue tallada de su centro sin tocar los
innumerables y delicados barrotes blancos que la encierran? ¡Jamás he visto nada
parecido! ¡Eso vale una fortuna!
—Esa avecilla me causa una gran compasión — manifestó sonriendo con tristeza al
frotarse suavemente la mejilla con la minúsculas aula—. Como puedes ver, su
prisión tampoco tiene puertas.
— ¿Dónde conseguiste tal tesoro?
—Es un regalo de nuestro amigo de la caravana, Wo Sang Pi, para mi futuro hijo.
— ¿Para tu hijo? —repuse, extrañado.
—Sí, para mi hijo. Es un sonajero, José... un sonajero para distraer al nene en las
raras ocasiones en que no pueda estar en el palacio para jugar con él.
Las lágrimas corren por mis mejillas al momento de escribir esto, porque ese
sonajero nunca fue sujetado por minúsculos dedos, ni ninguno de los sueños y
planes que Zaqueo tenía para su hijo llegaron a realizarse. La criatura, un niño,
nació muerta, y la madre, la hermosa y frágil Lea, no sobrevivió al parto.
Los doce meses siguientes fueron un periodo lleno de agonía para todos los que
estábamos más cerca de Zaqueo.

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Se retiró a su inmensa recámara y se desligó de todo contacto con el mundo
exterior, incluyéndome a mí. Sólo a Shemer, el primer sirviente que Lea trajo
consigo cuando se mudó al palacio, le era permitido llevarle alimentos y ropas
limpias, y siempre que preguntábamos cómo se encontraba nuestro amo, el
anciano movía la cabeza y se retiraba sin decir palabra.
Un día, mientras estaba afanándome en mis libros mayores y mis cuentas, sentí
sobre mi hombro una mano dura y conocida.
—Saludos, tenedor de libros —dijo Zaqueo calmada-mente, con el mismo aspecto
y tono de voz como lo recordaba desde antes de la tragedia.
—Saludos a ti, mi amo. ¡Sed bienvenido!
El señaló los libros con un movimiento de cabeza.
— ¿Todavía estamos produciendo? —interrogó.
—Estamos más florecientes que nunca.
—Lo cual no es sino una prueba de lo que siempre he dicho, José. Para nuestra
empresa eres tan valioso como yo, si no es que más.
—Agradezco tus bondadosas palabras, Zaqueo — repuse—, pero son sólo
expresión de tu gran generosidad.
Empezando con aquel primer puesto a la vera del camino, todo esto ha crecido
gracias a tu visión y perseverancia.
Yo era, y sigo siendo para ti, sólo un instrumento útil, y me siento muy honrado en
serlo. Todos los grandes triunfadores, como tú, necesitan a otros como yo para
llevar a cabo sus instrucciones.
Él me palmeó la cabeza.
—José continuo tengo que pedirte un favor.
¿Cuántos niños calculas que hay en la ciudad que todavía no hayan cumplido los
diez años?
La boca se me abrió impensadamente.
— ¿Cuántos... cuántos niños... que no hayan cumplido tos diez años?
—Así es.
Debo confesar que, por un momento, consideré la posibilidad de que la trágica
pérdida de Zaqueo y sus largos meses de reclusión le hubieran trastornado el
juicio.
Finalmente, repuse:
—Quizá alrededor de dos mil.

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—Muy bien. Quiero que hagas pegar anuncios en toda la ciudad, invitando a todos
ellos y a sus padres a una fiesta que daremos en nuestro patio, dentro de cuatro
días, el séptimo día de Nisán.
Los tenedores de libros no podríamos subsistir si no fuéramos competentes en
memorizar las fechas.
—El séptimo día de Nisán —repetí, tropezando con mis propias palabras—, ¿no es
ése el día, hace un año, en que... en qué. . .?
— ¿en que perdí a mi familia, a mi Lea ya mi hijo?
Como siempre, tienes buena memoria, mi querido amigo.
—No había tristeza ni a u tocón miseración en su cálida voz—. José, tendremos
una fiesta de cumpleaños, en el aniversario de la muerte de mi hijo, no sólo en
honor de él, sino de todos los niños de Jericó, la mayoría de ellos jamás ha sabido
nada del aniversario de su llegada a este mundo. Retira de nuestro tesoro lo que
necesites y haz todos los arreglos necesarios para que todo mundo sea regiamente
atendido, y asegúrate de que cada niño reciba un juguete que sea completamente
suyo, sea niño o niña.
—¡Dos mil! ¡Para eso se necesitará una fortuna! — argüí.
—No debe preocupamos gran cosa. Y piensa en lo que significará para cada uno de
ellos.
Y fue así como aconteció que el séptimo día de Nisán, el espacioso patio de
mármol, fuera del palacio de Zaqueo, se convirtió en un campo de juegos lleno de
niños que reían, corrían y gritaban de gusto, mientras se atiborraban de golosinas
que la mayoría de ellos jamás habían probado en su vida. Y nadie gozó más de la
fiesta que Zaqueo, quien reía ante las gracias de los payasos, ayudaba a los niños a
subir a los carritos tirados por burros, arrojaba pelotas multicolores a los pies de
los niños que bailaban y exhortaba a los tímidos padres a que participaran en los
juegos de sus pequeñuelos.
Finalmente, con el rostro encendido y falto de aliento, se sentó a mi lado a gozar
de la fiesta, aplaudiendo constantemente la felicidad que desfilaba frente a
nuestros ojos.
Al caer la tarde, disminuida ya la multitud, un niño d corta edad llegó corriendo a
donde estábamos sentados, Zaqueo le extendió los brazos y, sin temor alguno, 1
criatura se le sentó en las piernas.
. — (Cómo te llamas, hijo mío? —le preguntó Zaqueo.
—Nataniel.
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A Zaqueo se le escapó una exclamación. Recobró la compostura y dijo:
. —Ese es un bonito nombre. Si tuviera un hijo, le pondría por nombre Nataniel.
El niño se echó a reír y se apretó contra Zaqueo, masticando ruidosamente un
pedazo de caña.
—Dime, Nataniel —preguntó Zaqueo, alzando al niño de tal modo que quedó
mirando directamente a los grandes ojos café de la criatura—, si hoy se te
concediera un deseo, ¿qué pedirías?
El niño dejó de reír y, frunciendo las cejas pensativamente, se limpió el rostro lleno
de tierra y miró a su alrededor. Luego señaló con el dedo el palacio que teníamos a
nuestras espaldas.

—(¿Te gustaría tener ese gran palacio? —agregó Zaqueo, riendo entre dientes—
pero, si te lo diera, ¿dónde viviría yo?
El niño sacudió la cabeza con impaciencia.
—No, no —insistió-—lo blanco... ¡lo blanco...!
—(Las paredes blancas? —preguntó Zaqueo, volviendo el rostro hacia mí en busca
de una ayuda que no podía prestarle.
Nataniel volvió a señalar las pintadas paredes del palacio.
Luego giró en los brazos de Zaqueo y apuntó, por entre las palmeras, a las
cercanas murallas de la ciudad.
—Paredes sucias... —murmuró—— paredes sucias
—Ajá! —explotó Zaqueo en una sonora risa—. Ahora comprendo. ¡Te gustaria que
las murallas de la ciudad estuvieran tan blancas y limpias como las de mi casa!
El niño asintió vigorosamente con la cabeza.
Zaqueo se encogió y se volvió hacia mí, sorprendiéndome cuando luchaba por
reprimir una gran risotada. Fue una de las pocas veces en que vi que mi amo se
turbaba.
—Señor —dije—, debes comprender que el desear es lino de los pocos placeres
que tienen los pobres, pero que ni siquiera se dan cuenta de lo que se requiere
para transformar sus deseos en realidad.

El movió la cabeza.
—José —sentenció——, el desear es el primer paso para conseguir. Si una persona
no desea primeramente, nunca hará planes para lograr algo.

16
Zaqueo bajó a Nataniel al piso del patio, estrechó la cabeza del niño contra su
pecho y lo besó en la frente.
—Así se hará, Nataniel —prometió——. En tu honor y en honor de todos los niños
de Jericó, se pintarán todas las paredes de blanco.
Y así sucedió. Al cabo de unas cuantas semanas de pedir y obtener la aprobación
de los asombrados ancianos de la ciudad, y del centurión romano, cuyo cuartel
general estaba en Jericó, las sucias murallas de terracota que rodeaban la ciudad
fueron pintadas de blanco en ambos lados y hasta en su parte superior, tarea que
ocupó a más de quinientos obreros.
Cada año, de ahí en adelante, los niños dc Jericó eran invitados a una gran fiesta
en el patio del palacio el séptimo día de Nisán, y las murallas de la ciudad recibían
una nueva mano de pintura blanca a expensas de mi amo.
Como yo nunca fui bendecido con Una familia que pudiera llamar propia,
finalmente acepté su bondadosa invitación a que me mudara al palacio con él. y
Los dos envejecimos juntos, haciéndonos cada vez más parecidos con cada año
que pasaba, como dos pinos en la cima de una montaña, expuestos a los mismos
vientos y lluvias, convirtiéndonos, al final, en poco más que espejos el uno del
otro.
Y nuestras empresas siguieron multiplicándose y floreciendo en paz y tranquilidad
hasta que, un día, recibimos la inesperada visita del recién nombrado procurador
romano de Judea.

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5
Poncio Pilatos era bajo de estatura, pero se conducía con un aire que exigía
respeto a su rango. Con su tez morena y su corto cabello cano, era el epítome de
todos los funcionarios romanos desde su pulida coraza hasta sus botas tachonadas
de plata. Un sudor abundante en el rostro y en el cuello eran las únicas manchas
de su impresionante imagen de poder al recorrer arrogante nuestro patio, con las
manos entrelazadas a la espalda, sosteniendo con Zaqueo una fluida conversación
en griego, nuestra lengua en común, mientras el funcionario principal de la ciudad,
el centurión Marco Crispo, y yo, marchábamos silenciosamente detrás de ellos.
Al terminar nuestro recorrido del palacio y la bodega, descansamos a la sombra
del atrio y Shemer puso frente a nosotros copas de plata en las que vertió un
fresco vino blanco.
Pilatos fue el primero en alzar su copa.
—Te saludo. Zaqueo -- dijo—. Por lo que has sido tan bondadoso de mostrarme,
entiendo, ahora por qué muchos te llaman el hombre más rico de Jericó. Lo tuyo
es un logro casi increíble en una sola vida. ¿Qué edad tienes?
Zaqueo le dio un pequeño sorbo al vino y sonrió.
—Estoy ya en el crepúsculo de mis años, procurador, pero todavía soy un niño de
corazón. Me temo que, como todos los demás, tengo el deseo de vivir una larga
vida sin necesidad de hacerme viejo. En mi próximo cumpleaños podré contar
sesenta y siete muy preciosos años.
Pilatos movió la cabeza en señal de admiración.
—Eres un hombre admirable, Zaqueo. Tus hechos ciertamente deben igualar a los
de aquel famoso mercader de Damasco, a quien se le conoce como “El Vendedor
Más Grande del Mundo”.*
—Conozco a Hafid desde hace muchos años. Sus numerosas caravanas cargan y
descargan en nuestro almacén muchas veces al año.
—Este palacio tuyo es magnífico y la bodega cierta-mente no tiene igual, ni
siquiera en Roma.
Zaqueo encogió sus anchos hombros.
—Mi riqueza no está aquí, señor —repuso-—. Está allá afuera, en los plantíos,
creciendo en las higueras y en las palmeras, en los algodonales y en los
cañaverales, y aun ahí no valdría nada sin mi posesión más preciada: la gente leal

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que atiende esas plantas y árboles con amor y cuidado. Me enorgullecería poder
mostrarte mis tesoros, si pudieras pasar con nosotros dos o tres días.
Pilatos alzó las manos.
—Eso no será necesario —contestó—. Mi predecesor, Valerio Grato, se esforzó
grandemente por suministrarme un informe completo de todo lo que has hecho
aquí. Y Roma te está más que agradecida por tus grandes envíos de impuestos que
tanto han contribuido a mantener la paz en todo el imperio. Dime, puesto que
vives aquí, en Jericó, ¿es obligatorio que también le pagues tributo al templo de
Jerusalén?
—Por supuesto. El César recibe lo que le corresponde, pero también Dios.
Observé que Pilatos apretaba las mandíbulas, y seguí escuchando con un creciente
presentimiento de peligro mientras esos dos hombres poderosos continuaban
intercambiando palabras. ¿A qué había venido el nuevo procurador? Los
procuradores rara vez hacían visitas sociales, especialmente en Judea, y preferían
permanecer en la suntuosa residencia del gobernador, en Cesárea, excepto
durante los días santos, cuando acostumbraban aparecer en Jerusalén, con tropas
adicionales, para evitar que los grandes grupos de peregrinos ocasionaran
disturbios.
Pareció que Zaqueo me había leído el pensamiento.
—Nos sentimos profundamente honrados con tu visita, señor —declaró——. En
todo el tiempo que Grato fungió como gobernador de Judea, ni una sola vez su
presencia engalané nuestra casa.
Pilatos pasó por alto la velada pregunta de mi amo y se fialó hacia una pequeña
sección de las murallas de la ciudad que podía verse por entre el follaje de un
bosquecillo de palmeras.
—Hace muchos años ¿no fueron las murallas de esta ciudad derrumbadas, por lo
que vuestro pueblo proclamó como un milagro? —preguntó.
—No fueron estas murallas —lo corrigió Zaqueo—, sino las de la ciudad vieja, que
se alzaba directamente ai norte de la actual. Después de que nuestro pueblo se
liberó de la servidumbre de Egipto, hace más de catorce siglos, vagó durante
muchos años antes de cruzar el Jordán y llegó a estas verdes praderas en busca de
un hogar. Sin embargo, el pueblo de Jericó lo rechazó y le cerró las puertas de su
ciudad, pero Dios le dio instrucciones a nuestro dirigente, Josué, sobre cómo
proceder contra el enemigo que estaba adentro.

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—¿Un plan de batalla ... de vuestro Dios? —Pilatos no intentó ocultar ia burla que
había en su voz.
—Podría llamársele así. Cada día nuestro pueblo, acatando las órdenes de Dios,
marchó en un círculo completo alrededor de las murallas de la ciudad detrás de
siete sacerdotes que iban haciendo sonar sus cuernos de carnero. Después de la
marcha, se retiraban a un campamento cercano. Luego, el séptimo día, nuestras
fuerzas marcharon alrededor de Ias murallas un total de siete veces y, al final de la
séptima vuelta, todos se volvieron de cara a la ciudad. Cuando los sacerdotes
volvieron a hacer sonar sus trompetas, la multitud alzó las armas y gritó, y las
piedras se estremecieron y se agrietaron hasta que las gruesas murallas cayeron al
suelo, después de lo cual la ciudad fue tornada y reducida a cenizas. Todavía se
pueden ver sus ruinas a una corta distancia de aquí. La mayor parte de la muralla
alrededor de la nueva ciudad, fue mandada levantar por Herodes, al principio de
su reinado.
—Muy interesante —comento Pilatos, alzando su copa corno señal para que
Shemer volviera a llenársela—. Y entiendo que la nueva capa de pintura blanca
que ahora las cubre es obra tuya. Aplaudo ese fervor cívico, Zaqueo. La vista es de
lo más agradable cuando uno se aproxima desde el árido paisaje que hay viniendo
de Jerusalén. Es algo placentero ver ese círculo de piedra blanca rodeado por el
verdor de lo que deben ser, en su mayor parte, plantíos de tu propiedad. Jerusalén
debería tener un benefactor tan generoso como tú.
Zaqueo frunció el ceño.
— Jerusalén no necesita de ese adorno —repuso—
El templo está ahí y Dios está ahí. Eso es suficiente.
Los ojos de Pilatos se entrecerraron.
—La fortaleza romana, la torre Antonia, también está ahí -agregó.
Zaqueo sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Quién puede olvidar eso? —dijo.
Contuve el aliento. El curso de la conversación no era nada saludable. Por fin el
procurador se volvió hacia su silencioso subordinado, Marco Crispo.
—Centurión, tal vez deberías informar a nuestro huésped del propósito de nuestra
visita.
Marco era un hombre bondadoso y correcto. Desde hacía años tratábamos con él
con frecuencia y siempre nos trató justamente. Se inclinó hacia Zaqueo y pude ver

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en sus ojos el temor que le infundía Pilatos. Su voz apenas sobrepasaba a un
murmullo.
—Señor —preguntó—, ¿conoces bien ai jefe de los recaudadores de impuestos de
aquí?
—¿A Samuel? ¿Quién no conoce al jefe de los publicanos, especialmente cuando,
con toda regularidad, le cercena a mi tesoro tanto oro y plata? Sí, lo conozco bien.
Hemos sido amigos durante muchos años, a pesar de la baja opinión que me
merece su ocupación y de la angustia que nos causa a mí y a mi tenedor de libros.
Marco sonrió forzadamente.
—Samuel está gravemente enfermo y ha solicitado ser relevado de su
responsabilidad como superintendente de todos los recaudadores de impuestos
de este distrito.
Zaqueo apretó los puños.
—Esa es una mala noticia opinó—. Samuel es un buen hombre, un buen esposo y
padre de familia, y adora a su Dios fielmente, a pesar del odio que se ve obligado a
soportar como publicano. Fue siempre un hombre honrado en todos nuestros
tratos, y los recaudadores de impuestos honrados son algo tan raro como un
milagro. Voy a extrañarlo. ¿Ya ha seleccionado el honorable gobernador a su
sustituto?
Antes de que Marco pudiera contestar, Pilatos se puso en pie impacientemente y
puso una mano sobre el hombro de Zaqueo.
—Señor —declaró—, te he elegido para que sucedas a Samuel como el jefe
publicano de Roma en esta ciudad.
La cabeza de Zaqueo se echó hacia atrás como si hubiera recibido un golpe. Todo
lo que puedo recordar de los momentos siguientes son los fuertes latidos de mi
corazón. El rostro de mi amo se tomó gris y se le quedó mirando a Pilatos,
sacudiendo la cabeza violentamente de lado a lado.
—No puedes hablar en serio, señor —exclamó-—.
Jamás participaría yo en una empresa tan repugnante en contra de mi propio
pueblo, así me estuviera muriendo de hambre. ¿Por qué llegas a mí con tal
sugerencia, cuando hay muchos que te lamerían las botas por esa oportunidad de
llenarse la bolsa? ¿Por qué yo entre tanta gente?
Pilatos se reclinó cómodamente en su asiento y levantó la mano derecha con los
dedos abiertos.
—Por muchas razones, Zaqueo —repuso—. Primera
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—agregó, frotando el pulgar de su mano—, porque eres un hombre honrado.
Segunda -----continuó, moviendo el dedo meñique—, tienes mucha experiencia en
los negocios y en el manejo del dinero. Ninguno de los sesenta o más publicanos,
en sus casetas o en la ciudad, se atrevería a retener algo de sus recaudaciones
teniéndote a ti por jefe. Además, eres un hombre rico y el dinero no es ninguna
tentación para ti.
Zaqueo, en un acto raro en él, interrumpió al procurador, bajando la voz, como si
le estuviera explicando a un niño algún hecho de la vida.
—Tal vez no comprendas, señor, puesto que llegaste a Judea hace muy poco, pero
entre nuestro pueblo no hay manera más repugnante de que una persona se gane
la vida, que siendo el recolector de impuestos de su pro-pio pueblo para
enviárselos al César. Sólo una prostituta o un pastor son tenidos en más baja
estima y, en nuestra fe, se dice que, ante los ojos de Dios, el arrepentimiento de
los recaudadores de impuestos es algo casi imposible. ¿Por qué debo sacrificar el
respeto de todos los ciudadanos de Jericó y poner en peligro mis relaciones con
Dios echándome encima, a mi anciana edad, un oficio que de-testo y que jamás
podría ejercer con la conciencia limpia? Con todo el debido respeto, señor, te
sugiero que busques en otra parte a un jefe de publicanos.
Al terminar de decir eso, mi amo se puso en pie como dando a entender que la
discusión había terminado, pero el procurador siguió sentado, con una sonrisa
sardónica en los labios.
—Zaqueo —repuso-----, ya he encontrado a mi jefe de publicanos. Conozco tus
incontables obras de caridad y las maravillas que has obrado para esta ciudad. Sin
duda alguna, eres la persona más querida de Jericó y, por tus acciones, a través de
los años, es obvio que les profesas un gran amor y compasión a todos tus
conciudadanos.
Pilatos hizo una pausa como si estuviera escogiendo sus palabras con todo
cuidado.
—Ahora —prosiguió--—, te pregunto, ¿preferirías tú o Tu Dios, que eligiera como
jefe de publicanos a algún otro que puede ser de los que consienten el robo y la
extorsión, que todos sabemos que existe en la recaudación de impuestos? De
seguro conocerás las incontables maneras en que la vida de cualquiera puede
tomarse casi intolerable merced a los insolentes y ladrones publicanos, a pesar de
todos nuestros esfuerzos por vigilar sus actividades. ¿No estarías dispuesto a dar
un poco más de ti mismo para ayudar a que tantas vidas no se vuelvan más
22
insoportables de lo que ya son? ¿O eres de los que encuentran más fácil dar solo
cuando hay de por medio muy poco sacrificio o riesgo personal?
Así fue como el hombre menos indicado de todo Jericó para dicho puesto, llegó a
ser el jefe de los recaudadores de impuestos. Con el tiempo, la ciudadanía se
recobró de su sorpresa inicial y, una vez que Zaqueo me entregó el manejo diario
de todas sus empresas, se consagró a su nuevo trabajo con tanto celo como
siempre lo hiciera en todas sus actividades.
Los recaudadores rapaces o ladrones, fueron despedidos según los iban
descubriendo: a todas las granjas y negocios les fueron asignadas tasas justas de
impuestos y por medio de una inspección constante, Zaqueo se aseguró de que
ninguna persona fuera estafada o maltratada por cualquiera de los publicanos bajo
su supervisión.
Zaqueo sirvió en esa aborrecible posición de autoridad durante más de cuatro
años, los cuales fueron una penosa carga para su espíritu. Gradualmente, empezó
a meditar sobre la condición de su vida, llegando en varias ocasiones a mencionar
la muerte, como si el unirse con su adorada Lea, en su tumba de mármol detrás
del palacio, fuera un alivio dulce y bienvenido.
¿Quién podría haber previsto que, un día, mi bien amado maestro, de setenta y un
años, se treparía a un sicómoro común, o que las consecuencias de ese acto al
parecer ridículo, cambiarían completamente el resto de su vida?

23
6
El desierto palacio de Herodes, en Jericó, hacía mucho tiempo que había sido
tomado por los romanos para usarlo en una gran variedad de funciones
gubernamentales. En uno de sus antiguamente espaciosos comedores, cuyas
cerradas puertas siempre estaban custodiadas por un sombrío legionario, Marco
Crispo estableció su cuartel militar general, desde donde mantenía un ojo vigilante
sobre las actividades de la ciudad, con la ayuda de un pequeño contingente de
soldados que le había proporcionado Poncio Pilatos.
Ahí, asimismo, estaban ubicadas las oficinas del jefe de los publicanos, atendidas
por no menos de una docena de empleados que recibían las recaudaciones diarias
de los recaudadores de esa área, contaban el dinero y lo preparaban para su envío
semanal al tesoro de Pilatos en la fortaleza de Jerusalén. De ahí, el dinero era
transportado bajo custodia hasta que llegaba a manos de Vitelio, legado cuyo
cuartel general estaba en Antioquía, donde se consolidaban todas las recepciones
de las provincias para ser enviadas a Roma.
Como yo acababa de visitar al administrador de uno de nuestros puestos de fruta
más grande, cerca del palacio, decidí hacerle a Zaqueo una visita sorpresiva. La
puerta de su oficina estaba cerrada y, cuando iba a llamar, oí voces de enojo que
gritaban adentro. Con inusitada discreción de mi parte, me retiré de la puerta y me
senté a esperar en una banca cercana. A los pocos momentos la puerta se abrió de
un golpe y un hombre alto pasó junto a mí con tanta prisa, que sólo alcancé a verle
la espalda de su túnica gris y la cabeza inclinada, mientras sus sandalias levantaban
ecos en los mosaicos de mármol.
—Ladrón! ¡Estafador! ¡Que jamás, jamás en la vida, vuelva a verte la cara!
Zaqueo estaba en la puerta de la oficina, amenazando con su enorme puño en
dirección del que huía. Sonrió cuando me vio y, con la cabeza, me hizo la seña de
que entrara, cerrando la puerta una vez que estuvimos adentro.
—Prob1emas? —pregunté, en cuanto nos hubimos sentado.
—Siempre del mismo grupo —contestó con un sus-piro—. Los que recaudan en los
caminos son como una espina clavada en mi carne. Oprimen hasta a los peregrinos
que van a Jerusalén para los días santos; los humillan insistiendo en que toda bolsa
en la que llevan sus pertenencias sea abierta para su inspección y les sacan por la
fuerza impuestos adicionales por los presentes que esa pobre gente lleva al
24
templo para la Pascua. Esta es la peor época del año. Necesitaría mil pares de ojos
para poder vigilar a todos mis codiciosos publicanos. El que acaba de salir
corriendo le cargó un impuesto tan oneroso a una familia, que ésta no pudo pagar
y, ¿sabes lo que hizo?
Finalmente los dejó pasar ¡sólo cuando estuvieron de acuerdo en dejarle su asno
sano a cambio de un asno viejo y enfermo que éste tenía! Afortunadamente,
tuvieron el valor de informarme sobre ese crimen y cuando regresen, esta tarde,
se les hará plena restitución.
Al decir esto alzó una bolsa que, por su peso, calculé que estaba llena de monedas
—José —continuó, cerrando los ojos—, ¿qué estoy haciendo aquí, cuando podría
estar gozando del poco tiempo que me queda en mis hermosos campos verdes,
bajo el cielo azul, respirando el aroma del bálsamo y los dátiles?
—Estás aquí, Zaqueo, para proteger a los que no pueden protegerse por sí solos.
¿No me has recordado eso en incontables ocasiones durante los últimos años?
Movió la cabeza y suspiró.
—Acaso soy el guardián de mi hermano? —dijo.
—Siempre lo has sido, Zaqueo, y jamás cambiaras.
Frunció el entrecejo y rápidamente pasó a otro tema.
—Háblame de nuestros plantíos —pidió ¿Ya acabaron de limpiar el acueducto del
oeste?
Antes de que pudiera contestarle, se oyeron fuertes golpes en la puerta.
-Adelante -gritó Zaqueo.
La puerta se abrió de golpe y nos dejó ver a un joven, con sólo un taparrabo y su
musculoso pecho agitándose con violencia, mientras se le escapaban por la boca
los gemidos peculiares del que trata de aspirar aire desesperadamente.
Zaqueo dio un salto y se precipito rápidamente hacia el joven.
—(Qué pasa, Aarón? —Interrogó— ¿Le ha sucedido algo a tu padre?
Mi amo se volvió en mi dirección.
—Su padre es recaudador de impuestos en el camino de Perea —explicó—-. Es un
buen hombre.
Zaqueo llevó al joven a una banca, le alargó un jarro con agua y le frotó
suavemente el cuello.
—Dime ahora, hijo —preguntó——. ¿Qué es lo que te trae con tanta prisa?
—Mi padre me pidió que le avisara tan rápidamente como pudiera.
—Que me avisaras qué? ¿Le robaron en su puesto?
25
¿Ha sufrido algún daño?
—No, no. Mi padre está bien y le envía sus saludos, pero quería que supiera que
acaba de presenciar un milagro.
Un ciego, el que se sienta todos los días cerca del puesto pidiéndoles limosna a los
que pasan, acaba de recobrar la vista. Se la devolvió el profeta de Galilea, al que
llaman Jesús.
— ¿Y él vio eso con sus propios ojos?
—Si. Todo ocurrió a unos cuantos pasos de su puesto.
—,Y cómo fue? ¿Te lo dijo?
El joven asintió con la cabeza e inhaló aire profunda-mente.
—Me dijo que Jesús y los que lo siguen habían pasado ya el puesto de peaje
cuando el ciego gritó a sus espaldas diciéndole: “Hijo de David, ten compasión de
mí.
Zaqueo se puso pálido
—Dijo “Hijo de David?”
—Sí. Y cuando Jesús oyó eso, se volvió, camino de regreso hacia donde el ciego se
encontraba y le preguntó qué podía hacer por él, y el hombre contestó que quería
recibir la vista. Jesús repuso: “Recibe la vista. Tu fe te ha salvado”.
—¿Y luego qué pasó? —interrogó Zaqueo ansiosamente, inclinándose hacia
adelante.
El joven se encogió de hombros y sonrió.
—El ciego pegó entonces un salto y les gritó a todos los que estaban presentes que
podía ver, y cuando Jesús y los demás siguieron su camino, él corrió a alcanzarlos y
se les unió.
Zaqueo bajó la vista para mirarse la manos hasta que yo rompí el silencio.
—Quién es ese Jesús, mi amo?
—¿No has oído, José? Es el joven de Nazaret, que resucitó de entre los muertos a
uno llamado Lázaro aquí cerca, en Betania, hace unos cuantos meses.
—¿Es un mago?
Zaqueo me miró en forma extraña.
—No —repuso—, no lo creo. ¿Dónde está ahora, Aarón?
—Él y sus seguidores, junto con el ciego al que le devolvió la vista, vienen hacia
acá, por el camino de Jericó.
Yo los pasé cuando vine corriendo a traer la noticia.
Llegarán aquí, a la ciudad, más o menos dentro de una hora.
26
—Gracias, Aarón... y dale las gracias a tu padre. De que yo dije que tiene un buen
hijo.
Una vez que el joven se fue, Zaqueo empezó a recorrer la habitación, con las
manos a la espalda y la cabeza inclinada. Yo permanecí en silencio, pues por
experiencias pasadas, lo había observado comportarse de esa manera muchos
cientos de veces en todos esos años, generalmente cuando estaba tratando de
resolver un problema difícil que se hubiera presentado en nuestro negocio. Él
siempre había declarado que podía pensar con mayor claridad cuando caminaba o
ejecutaba alguna tarea física, que sentado sobre el trasero. Ahora había en su paso
una antigua y conocida elasticidad, que hacía años no le veía. Hasta los ojos le
chispeaban y su rostro parecía haberse despojado de muchas de sus
recientemente adquiridas arrugas.
—¿Por qué me miras de esa manera, José?
—Yo, yo ... no lo sé, mi-señor. En honor a la verdad, lo único que sé es que pareces
diferente en cierto modo.
—Tienes algún pian especial para esta tarde?
—Cerca de aquí hay tres puestos nuestros que debo inspeccionar.
Ei hizo a un lado mis palabras con un ademán.
—Los revisarás mañana. Vayamos a la calle, tú y yo, y procuremos un lugar con
sombra debajo de algún árbol donde podamos esperar hasta que pase Jesús. Me
gustaría ver qué clase de hombre es el que puede hacer ver a los ciegos y retornar
los muertos a la vida.
— ¿Qué clase de hombre? Zaqueo, un hombre no puede realizar tales acciones. O
es un embaucador, que se vale de cómplices para engañar a la gente o... o...
Mi amo se quedó inmóvil, esperando a que yo terminar la frase, pero no pude
hacerlo.
—Vamos, José —me dijo, sonriendo. Seamos nuestros propios testigos.

27
7
Los caminos de las grandes caravanas que vienen de Siria, al Norte, y de Arabia, al
Oriente, se encuentran y se unen al Este, en las afueras de Jericó, antes de pasar
por el centro de la ciudad como un ancho camino de piedra, expertamente
construido por los romanos. En el límite occidental, la calle principal de la ciudad
se convierte nuevamente en un camino de tierra antes de iniciar su tortuoso
ascenso a la ciudad de Jerusalén, una distancia de por lo menos seis horas de
camino a pie.
Cuando Zaqueo y yo llegamos al camino principal, éste estaba abarrotado de
gente. A las largas caravanas de mercaderes, siempre un espectáculo común en
ese transitado camino, se unían las grandes multitudes de peregrinos de Perea y
Galilea que iban a la Ciudad Santa para la Pascua. Pero ahora, por vez primera
desde que tenía memoria, había multitudes ocupando el empedrado en ambos
lados, todos mirando al Oriente con aire de expectación.
Zaqueo se detuvo junto a un hombre y una mujer. En brazos de ésta dormía una
criatura.

—¿Por qué razón esperan aquí? —les preguntó.


La mujer apretó a la criatura contra su pecho y retrocedió un paso, alejándose de
Zaqueo, a quien obviamente reconoció, pero el hombre le contestó
inmediatamente.
—Estamos esperando para ver al hacedor de milagros, señor, un hombre llamado
Jesús de Nazaret. Nos han dicho que es seguro que pase pronto por aquí en su
camino a Jerusalén para la Pascua. Nuestra hija es tullida de nacimiento. Ni
siquiera puede sostenerse en pie. Tal vez
Jesús la bendiga y le devuelva la salud, si somos lo bastante afortunados de llamar
su atención. ¡Pero hay tantos...!
Zaqueo metió la mano en su túnica y puso algo en la mano de la joven madre.
—Para la pequeña —dijo, palmeando el brazo de la mujer. No necesité preguntarle
qué había hecho. Una de mis obligaciones era mantener una pequeña bolsa que
llevaba consigo siempre llena de dinero.
La multitud era de por lo menos tres en fondo a lo largo del camino hasta donde
alcanzaba la vista en ambas direcciones, por lo que casi no tenía sentido seguir
caminando bajo el sofocante calor. Nos detuvimos bajo un viejo sicómoro cuyas
retorcidas ramas llegaban hasta casi la mitad del camino y proporcionaban
28
también una bienvenida sombra para nuestras cabezas cuando nos mezclamos con
la ruidosa muchedumbre que ya empezaba, en su impaciencia, a gritarles burlas e
insultos a las familias de peregrinos que pasaban rumbo a Jerusalén.
—Por qué hacen eso? —suspiro Zaqueo, moviendo la cabeza con desagrado—.
¿Por que seguimos alimentando mentes mezquinas que no pueden encontrar otra
recompensa para su fracaso que sobajar y burlarse del talento y hasta del vestido
de otros? ¿Cuándo comprenderemos que todos somos iguales ante los ojos de
Dios?
—Una multitud no tiene mente propia, Zaqueo. Son capaces de cometer actos
viles colectivamente, pero como individuos, nunca se atreverían a intentarlo.
—Sí, lo sé, y me pregunto cómo tratarán a Jesús.
Camino abajo, hacia el Este, pronto se dejaron oír gritos que gradualmente fueron
creciendo hasta convertirse en aclamaciones. La multitud que nos rodeaba
empezó poco a poco a invadir el camino. Una mujer que estaba cerca y que
sostenía de la mano a un niño pequeño, empezó a gritar cuando los murmullos de
“ya viene!, ¡ya viene!”, se esparcieron rápidamente a lo largo del camino. Yo me
paré de puntas para poder ver mej or, envuelto en el fervor de la multitud, a un
hombre que ni siquiera sabía que existiera hasta esa misma mañana.
Zaqueo empezó a tirarme de la túnica.
—¿Puedes verlo, José —preguntaba----. ¿Puedes verlo?
Mi amo, a causa de su baja estatura, no podía ver sino Ias espaldas de los que
estaban delante de él y, sin embargo, yo sabía que jamás se aprovecharía de su
autoridad para obligarlos a que lo dejaran avanzar hasta la primera fila.
Todo lo que yo podía hacer era tratar de actuar como sus ojos.

—Sí, sí —grité por encima del clamor—. ¡Ahora puedo verlo! Está como a cien
pasos de nosotros; camina a la cabeza de un numeroso grupo y sonríe y saluda con
la mano al pueblo.
—Cómo es? ¡Dímelo, por favor!
—Es alto.. . más alto que la mayoría. Su cabello es castaño oscuro. Lo lleva suelto y
le cae sobre los hombros. Luce una barba. Camina con la cabeza erguida.
Lleva una túnica blanca y, sobre los hombros, a pesar de este calor, un manto rojo.
Ahora está quizá a una distancia de cincuenta pasos. Una nifiita. . . salió corriendo
de entre la multitud y le está entregando una flor. Ahora una mujer alza a su hijito
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por sobre su cabeza y le grita algo. Él sigue saludando con la mano y sonriendo,
poro continúa caminando sin detenerse y...
Volví el rostro y miré hacia abajo. Los tirones a mi túnica habían cesado, ¡y Zaqueo
no se veía por ninguna parte! Dos hombres señalaban la copa del árbol y se
estaban riendo. Miré hacia arriba ¡y vi a Zaqueo! Iba trepando por el árbol que nos
daba sombra, trepando trabajosamente poco a poco, y avanzando por sobre la
rama más baja hasta que su cuerpo quedó directamente encima de la multitud
que se aproximaba. Yo estaba demasiado sorprendido para gritarle algo, y debo-
confesarlo, más que avergonzado de un acto tan tonto por parte de un hombre de
su edad y posición. Desvié mi atención hacia Jesús precisamente en el momento
en que pasaba frente a mí. Se veía más joven de lo que yo esperaba y, cuando
volteó en mi dirección, pude ver que tenía el rostro y el cuello bronceados por el
sol y los ojos iam.
Jesús pasó debajo la rama baja del sicómoro y siguió adelante durante diez pasos o
más antes de detenerse, volver la cabeza y mirar hacia arriba, parpadeando ante el
inusitado espectáculo de un anciano sosteniéndose precariamente de la rama de
un árbol. La multitud guardó silencio. Jesús señaló la figura que se balanceaba
sobre su cabeza y dijo, con una voz que todos pudimos oír:
—Zaqueo, date prisa en bajar, porque hoy he de pararen tu casa.
Se me hizo un nudo en la garganta cuando vi, a través de un velo de lágrimas,
cómo mi amo, habiendo descendido de su percha, avanzó trastabillando sobre sus
flacas piernas y, alzando los brazos, abrazó al joven predicador.
Por supuesto, hubo quienes se preguntaron por qué Jesús había escogido
descansar en casa de un publicano, de un pecador, según murmuraban entre ellos,
y otros se quedaron perplejos, incluso yo mismo, al preguntarnos cómo era que
Jesús sabía su nombre. La mayor parte del pueblo, no obstante, aplaudió cuando
Zaqueo y Jesús se retiraron juntos, después de que mi amo me lo presentó,
mientras los seguidores del joven se dispersaron para ¡rse a hospedar en casas de
amigos de ellos.
Para mi eterna pesadumbre, no pude pasar ni un momento con ellos dos. Cuando
regresamos al palacio me aguardaba un mensajero para informarme que la
caravana de Maithus había llegado de Etiopía dos días antes de lo esperado y ya
estaba descargando en nuestra bodega, por lo que se necesitaron mis servicios
hasta bien entrada la noche. Jesús partió al día siguiente, mucho antes de que me
hubiera levantado.
30
Aunque Shemer me dijo que los dos pasaron muchas horas juntos en la frescura
del atrio, fue poco lo que me informó Zaqueo sobre lo que hablaron entre ellos y
yo jamás le hice preguntas, razonando que, si él hubiera querido que yo lo supiera,
me lo habría dicho. Básteme decir que, después de la visita de Jesús, hubo en su
actitud una calma y una pacífica tranquilidad que yo no había observado desde sus
juveniles años de felicidad matrimonial.
Triste es decirlo, pero su serenidad iba a ser de corta duración, e iba a ser yo el que
la rompiera. Un día, llegué a la bodega desde muy temprano en la mañana con el
fin de supervisar una gran remesa de higos verdes que se iban a enviar rumbo a
Damasco, cuando el centurión Marco Crispo me trajo la inquietante noticia. Me
dirigí a toda prisa al palacio y encontré a Zaqueo, quien estaba terminando de
desayunar.
Cuando entré al comedor, su sonrisa de bienvenida se desvaneció rápidamente.
—Algo anda mal —anunció antes de que yo pudiera hablar.
Asentí débilmente con la cabeza, incapaz de encontrar palabras para decírselo.

—Al grano, José —me dijo—. Por lo menos no lo escucharé con el estómago vacío.
Inhalé profundamente.
—Jesús ha muerto —anuncié.
—¿Cómo?
—Jesús ha muerto —repetí.
— ¿De qué manera? —interrogó en voz baja.
—Crucificado, por sedición contra Roma.
—Poncio Pilatos?
—Sí, con ayuda de los altos sacerdotes, quienes declararon que Jesús no era sino
un falso Mesías, un seductor del pueblo.
Zaqueo se llevó la mano al pecho y cerró los ojos. Pude ver que movía los labios.
Estiré el brazo y con él le rodeé el cuello. Luego le oi decir:
—Les todo lo que tienes qué decirme?
—¿Es todo? ¿Todo? ¿No es más que suficiente?
Sus ojos se abrieron, rodeados ahora por arrugas que, según reconocí, eran el
principio de una sonrisa. ¿Por qué sonreía? Me palmeó la mano, como para
consolarme, y me dijo:
—La tumba donde su cuerpo fue depositado ... la encontrarían vacía.
—Vacía? ¿Qué es lo que estás diciendo?
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—La encontrarán vacía —repitió casi en secreto.
—¿Cómo lo sabes?
Volvió a palmearme la mano.
—Jesús me lo dijo hace apenas dos semanas, mientras estábamos sentados juntos,
afuera, en el atrio.

32
8
Una hora después de que le llevé la noticia respecto a Jesús, Zaqueo envió un
jinete con su carta de renuncia como jefe de publicanos a Poncio Pilatos, en
Jerusalén.
Su mensaje dictado, que yo transcribí en pergamino para que él lo firmara, le
informaba lacónicamente al procurador que, a partir de ese momento, ya no
serviría a Roma en ningún puesto y bajo ningunas condiciones.
Terminada esa tarea, me preparaba a abandonar el comedor, ya que mis labores
de ese día eran abundantes.
—Todavía no, José —me pidió cuando me disponía a salir—. Hay muchas cosas
más que tenemos qué atender hoy antes de que el sol se ponga.
Empecé a explicarle que ya se me había hecho tarde para mis otras obligaciones, a
sabiendas de que comprendería, pero había en su tono una inusitada firmeza que
me hizo volver a tomar asiento.
Se sentó frente a mí, apretando ocasionalmente la túnica que le cubría el pecho
con una mueca de dolor.

Hasta para respirar parecía que tenía que hacer un gran esfuerzo.
—estás enfermo, Zaqueo? ¿Sientes algún dolor?
Trató de sonreír.
—Mi viejo corazón —dijo roncamente—, sólo me está recordando que ya
sobrepasó sus años de utilidad.. . Como quizás yo también.
—Quieres que mande a Shemer a traer a un médico?
—No, no. Tenemos mucho qué hacer. Ahora, escúchame con cuidado, José. Como
sabes, siempre he sos-tenido que mi activo más valioso son las personas que
atienden mis tiendas, mis puestos y mis plantíos. Todos ellos deberán ser
notificados que, a partir de hoy, ya no trabajan para mí, sino para sí mismos. Que
nuestros empleados preparen inmediatamente los papeles necesarios para
transferirles los títulos de propiedad de mis plantíos y tiendas a los que, por su
diligente labor, han contribuido tanto al éxito de cada una de esas propiedades.
Estoy seguro de que actué como un tonto cuando salté y exclamé casi a gritos:
—Estás dándolo todo? Más de cincuenta años del trabajo de tu vida...
Zaqueo esperó pacientemente hasta que volví a tomar asiento.
—No estoy dando nada —repuso——. Cada uno de los que reciban mis
propiedades deberá pagar un precio.
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—Y agregó sonriendo—: Con un centavo basta, me imagino, para que la
transacción sea legal. Este palacio lo conservaremos, tú, Shemer y yo, corno
nuestro hogar para el resto de nuestras vidas. Es demasiado grande para nuestras
simples necesidades, pero me temo que ya estamos demasiado viejos y aferrados
a nuestras costumbres para trasplantar nuestras raíces a otra parte.
—,Por qué, Zaqueo? ¿Por qué haces eso?
—,Ypor qué no? Yo no tengo herederos, ni tú tampoco.
¿Por qué no hemos de experimentar ese gran placer de dar a tantas personas que
lo merecen, mientras todavía estamos vivos? ¿Cuánta tierra vamos a necesitar
cualquiera de nosotros cuando nos cierren los ojos por última vez?
—Pero tú y yo todavía tenemos muchos buenos años...
—José, uno siempre debe retirarse en el pináculo en lugar de esperar a que el
mundo empiece a mirar sus esfuerzos con compasión. Ahora bien; hay una cosa
más.
¿Cuánto dinero tenemos en nuestro tesoro?
—,Cuánto? Yo calcularía por lo menos medio millón de denarios de plata.
—Y el valor de lo que tenemos en nuestra bodega?
—Por lo menos un cuarto de millón de denarios.
Zaqueo se frotó el mentón con ojos semi cerrados.
—Nosotros tres podríamos vivir bien, durante veinte años o más, con cincuenta
mil denarios, ¿no es así, José?
—Fácilmente, señor.
—Y cien mil adicionales servirían para los gastos de la fiesta de los niños durante
muchos años y también para que las murallas de nuestra ciudad se mantuvieran
limpias y blancas, ¿verdad?
No tenía sentido discutir con él.
—Así es, señor.
—Muy bien. Vende todo lo que hay en la bodega, pero sólo por monedas de plata.
Luego, toma eso, más todo lo demás del tesoro, excepto ciento cincuenta mil
denarios, y procura que todo se les distribuya a los pobres de Jericó.
Eso era más de lo que yo podía soportar. Escondí el rostro en las manos y traté de
recobrar la compostura.
—Deseas que entregue seiscientos mil denarios.. .
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¡Seiscientos mil denarios! a los pobres?
—En partes iguales.
-Vas a hacerlos ricos a todos.
—,Por cuánto tiempo? ¿Una semana, un mes? Todo el mundo debe ser rico,
aunque sólo sea por un día, para que cada uno pueda comprender que el ser rico
no es la condición ideal que la mayoría cree que es. Y, al igual que la tierra, José,
tendremos poca necesidad de toda esa plata cuando dejemos de respirar.
Gocemos de las caras alegres de tantos hijos de Dios mientras todavía podemos
verlas.
Los siguientes diez días fueron los más ocupados de toda mi vida. Al fin nuestra
bodega quedo vacía de todo lo que en ella había; certificados de propiedad se les
entregaron a los nuevos y felices propietarios de cada plantío, tienda y puesto
ambulante, y se les distribuyeron veintitrés monedas de plata a todas y cada una
de las familias pobres de la ciudad.
—Todo ha terminado —le anuncié finalmente a Zaqueo una noche que estábamos
cenando—. Excepto por esta casa, nuestra bodega vacía y el dinero que
especificaste que se apartara, nos hemos deshecho de todas nuestras posesiones.
—Te hace sentir mal eso, José?
—No mal, señor, pero sí triste. Voy a extrañar mi trabajo, mis preocupaciones, mis
responsabilidades, mi rutina diaria. Ya no me siento necesario ni útil, y no me
atrevo a pensar en cómo voy a ocupar mis días.
Él asintió con la cabeza.
—Te comprendo y comparto tus sentimientos —dijo—-
. Qué triste es que el hombre se vuelva esclavo de sus ocupaciones o de su carrera,
que olvide que fue creado para gozar de este hermoso mundo y pronto quede
ciego a los milagros de la naturaleza que tienen lugar ante sus propios ojos todos
los días. ¿Cuándo fue la última vez que contemplaste un crepúsculo?
—Ni siquiera lo recuerdo.
—Ven, vamos a la terraza a gozar de la puesta de sol cuando éste desaparezca
detrás de las colinas, un lujo que los ricos y los hombres muy ocupados nunca
tienen tiempo de permitirse.
Después ambos nos retiramos a nuestras recámaras, pero yo no pude dormir. A
pesar de las palabras de consuelo de mi amo, estaba seguro de que nuestras vidas
se convertirían en interminables días de monotonía que pasaríamos contando las

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aceitunas de los viejos árboles del atrio o estudiando las formaciones de nubes
cuando pasaran por el cielo.
¡Cuán equivocado estaba...!

36
9
Una mañana, muy temprano, fui despertado de mi inquieto sueño por la voz de
Zaqueo, que me llamaba por mi nombre una y otra vez. Eso era un
comportamiento tan fuera de lo común para quien siempre se había ya bañado,
vestido, desayunado y dado un corto paseo mucho antes de que yo saliera
trabajosamente de la cama, que sus gritos me sorprendieron. Me dirigí casi
corriendo a su recámara sin echarme nada encima.
Para mi gran sorpresa, mi amo estaba sentado, muy derecho, en su cama.
Reprimió una risita cuando señaló mi desnudez y dijo:
—José, mira cómo vienes. ¿Te estás volviendo distraído con el paso de los años o
es sólo preocupación por mi bienestar lo que hace qué olvides toda una vida de
pudor?
Yo no sabía qué decir. Alargó el brazo hacia los pies de su lecho y me extendió su
túnica.
—Échate eso encima —propuso——, antes de que el frío de la mañana se cuele en
tus viejos huesos.

Hice lo que me indicaba, luchando por aclarar mi cabeza, todavía soñolienta, y me


senté al borde de la cama.
—Leal camarada —exclamó—-, tú y yo somos sobrevivientes. Hemos soportado el
fracaso y el éxito y jamás hemos permitido que ni el uno ni el otro nos
desconcierte.
—Sí, mi amo —contesté, extendiendo audazmente la mano para tocarle la frente y
asegurarme de que no era una alta fiebre la causa de esa extraña llamada
matutina. Cuando la toqué, su piel se sentía fresca.
—Escúchame bien, leal tenedor de libros —prosiguió, sin hacer caso a lo que yo
había hecho—. Cuando desperté, antes de la salida del sol, no pude moverme de
esta cama.
He permanecido aquí hasta ahora, no porque mis cortas piernas se nieguen a
obedecer a mi voluntad, sino porque mi mente todavía está llena de un sueño que
acabo de tener.
En el sueño no vi nada de esas formas o figuras o rostros, como sucede
generalmente en esos fantásticos vuelos del adormecimiento. En vez de eso, podía
percibir un brillante resplandor, como si proviniera de una estrella gigantesca, y
oía una voz atronadora que decía, “Zaqueo, Zaqueo... te has retirado de tus
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obligaciones demasiado pronto! ¡Tu trabajo todavía no está concluido aquí en la
Tierra!
¡Levántate de tu lecho de auto conmiseración! ¡Ve con tu amigo, José, y atiende a
los que esperan afuera de tu puerta!”
—Yo no entiendo de sueños ni de sus símbolos, mi amo. ¿Qué significa eso?

Zaqueo se encogió de hombros.


-Quién lo puede decir? Ahora nuestra bodega está vacía y nuestras tiendas y
plantíos en manos de los que fueron mi gente más leal y competente. Caravanas
de todos los puntos de la rosa de los vientos no descargan ya en nuestros muelles,
y los mercaderes, que ataban sus camellos más allá de nuestras murallas
esperando que les concediera audiencia, ahora buscan ayuda en otra parte.
Más todavía, toda mi riqueza ha sido distribuida entre los pobres, pero sé muy
bien que, en la ciudad, corren rumores de boca en boca de que el viejo publicano
debe estar cercano a la muerte. ¿Quién entonces, José, sería lo bastante tonto
para estar allá afuera, en nuestro solitario patio, y con qué objeto?
—No lo sé, Zaqueo.
—Y qué quería decir esa extraña voz, en el sueño, cuando dijo que todavía no
había terminado mi trabajo aquí, en la Tierra? Tú, más que ningún otro, sabes lo
que he logrado. —le alcanzado todas las metas de mi vida, a pesar de la pérdida de
mis seres queridos, lo cual fue algo fuera de mi control. Estoy en paz conmigo
mismo y con el mundo, esperando ahora únicamente despedirme de mi última
posesión de valor.
—¿Tu última posesión. ..?
El sonrió.
—Mi último aliento —aclaró.
Zaqueo se levantó de la cama tiesamente, metió los pies en unas sandalias y
precipitadamente ató sus correas. En seguida se echó encima una túnica ligera,
trastrabilló y empezó a caminar hacia la puerta. El bastón que había dado en usar
desde hacía poco estaba en un rincón y yo se lo alargué, pero lo rechazó.
—Vamos, José; veamos si mi sueño se vuelve realidad.
Vamos a ver si los cálidos vientos del desierto han depositado en nuestro solitario
umbral algo que no sea arena blanca y ramas secas.

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Por fin nos detuvimos frente a las macizas puertas de bronce que habían sido
fundidas según los desafíos hechos por Lea hacía mucho tiempo, aun antes de que
se mudaran al palacio.

—Ábrela, José —ordenó——. No hagamos esperar a un sueño.


Tomé la pesada perilla, que al principio se resistía a mis esfuerzos. Luego giró
lentamente y las bisagras rechinaron. Apoyé mi viejo cuerpo contra el complicado
diseño floral y empujé con todas mis fuerzas.
La puerta se abrió.
Con incertidumbre esperamos ante la puerta hasta que nuestros ojos se
acostumbraron a la fuerte luz del sol.
—Mira! —exclamó Zaqueo—. ¡Mira!
Puse una mano sobre los ojos a manera de pantalla y seguí la dirección en que
apuntaba la mano de Zaqueo.
Muchos años antes, a fin de darle un mejor servicio a la interminable sucesión de
caravanas que llegaban a nuestra bodega, Zaqueo contrato a veintenas de los
varones indigentes de la ciudad, les pagó buenos salarios y mandó construir un
camino pavimentado, de cuarenta codos de ancho, que iba de la calle principal de
la ciudad directamente hasta el palacio y la bodega que estaban al norte del
camino. Ese camino se encontraba ahora abarrotado de gente, toda la cual
marchaba en nuestra dirección, y sus filas se extendían más allá de donde
alcanzaba mi vista ¡hasta adentro de la ciudad!
—¿A dónde se dirigirán, mi amo?
EI dejó escapar una risita.
—EI camino termina aquí, José.
—¿Pero a qué vienen? Ya hemos distribuido entre ellos toda una fortuna. Ya no
queda nada qué dar.
Zaqueo se encogió de hombros y se acercó a la balaustrada de mármol, cerca de
los amplios escalones que descendían hasta el patio.
—¿Acaso no te han enseñado los años, amigo mío, que nunca hay que
preocuparse por lo inevitable? Busquen lo que busquen, muy pronto lo sabremos.
Como una gigantesca serpiente multicolor, aquella masa de humanidad que se
movía lentamente torció su dirección hacia nosotros hasta que, finalmente,
estuvieron lo bastante cerca para que los escucháramos. Más que otra cosa, el

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ruido que producían me sonaba como una plaga de langosta descendiendo sobre
un plantío de algodón.
—Tienes miedo, José?
—Y tú no, mi señor? Entremos, mientras todavía hay tiempo, y atranquemos la
puerta. Ahí estaremos seguros.
Giré en redondo, esperando que él me siguiera. En vez de eso, me sujetó de la
túnica y me jaló suavemente a su lado.
—José —dijo——. ¿Acaso no te he enseñado que el secreto de enfrentarse a
cualquier situación en la vida, que amenace abrumarte y derrotarte, es el de no
ceder?
Sacudí la cabeza con aire de consternación.
—Nunca he tenido necesidad de ese conocimiento.
Durante todos los años que te he servido, siempre que se presentaba una ocasión
que entrablara algún riesgo, yo te llevaba el problema y tú lo resolvías.
—Para descrédito mío. Nuestros mejores rasgos y características pueden
debilitarse, al igual que nuestros músculos, si no se emplean constantemente.
Cuando reflexiono sobre mi pasado, comprendo cuán desligado estaba de tantas
de mis responsabilidades para con aquéllos a quienes supervisaba, siempre
conduciéndolos con una rienda tan tirante, que gran parte de su iniciativa y
confianza en sí mismos fue perdiéndose poco a poco. Sé que, finalmente, logré
convencer a todos ustedes de que éste es un mundo lleno de oportunidades, y que
Dios alimenta a las aves del cielo, pero me temo que fallé en no advertir, a ti y a los
demás, que Dios no les arroja el alimento en el nido.
—No comprendo.
—José, en mi ancianidad, finalmente, he llegado a comprender qué tonto he sido y
cuánto tiempo tan precioso he desperdiciado compadeciéndome a mí mismo a
causa de este feo cuerpo, en vez de sentirme orgulloso y agradecido por todo lo
que he logrado realizar con lo que tenía. Al igual que muchos otros, permití que
me cegaran la envidia y la autoconmiseración, y nunca dediqué un pensamiento a
considerar una por una mis bendiciones.
Ahora estoy convencido —prosiguió--—, que la vida es solo un juego, aqui en la
Tierra, un juego en el que nadie necesita ser un perdedor, sin que importe cuál
pueda ser su apuro o condición. Yo creo que todo el mundo puede gozar de los
frutos de la victoria, pero estoy igualmente seguro de que, como en todos los

40
demás juegos, uno no puede participar en este misterioso acto de vivir con alguna
esperanza de satisfacción, a menos que comprenda unas cuantas reglas sencillas.
“Reglas? ¿Reglas de la vida? Conozco nuestros Diez Mandamientos, por supuesto,
y he oído hablar de las Doce Tablas de La Ley Romana, y también del código de
aquel rey de Babilonia, Hammurabi, pero nunca antes oí mencionar esas reglas de
la vida, ni siquiera de tus labios.
¿Quién las formuló y en qué consisten. ..?
La multitud había llegado a nuestra puerta y se diseminaba por el patio. Sentí un
estremecimiento al contemp1arlos... agricultores, pastores, pescadores,
carpinteros, gente de la calle, humanidad de todas las edades... madres que
amamantaban a sus infantes, estrechándolos contra sus negras ropas de tejidos
caseros, inválidos que iban sobre las espaldas de jóvenes vigorosos vestidos
únicamente con fajas de cuero, niños desnudos y sucios correteando
ruidosamente entre las piernas de los mayores, ciegos a quienes conducían de la
mano o eran llevados en carritos, prostitutas escandalosamente pintadas, jóvenes
parejas, que se veían hambrientas y desdichadas, tomadas de la mano. Era como si
todos los pobres, los desgraciados y los inadaptados de Jericó se hubieran dado
cita para buscar refugio colectivo frente a nuestra puerta.
—Viva nuestro benefactor! ¡Que viva nuestro benefactor! —gritaron.
—Los oyes? —Grité en el oído mi amo—. ¡Están pidiendo más limosna! ¡Decidies
que ya no hay nada qué dar y que se vayan!
—No puedo hacer eso, José. Todos ellos son mis hermanos y hermanas. Y también
son hermanos y hermanas tuyos.
—Yo no tengo hermanos ni hermanas! —grité—. Que se regresen por donde
vinieron antes de que nos atropellen y se lleven lo poco que nos queda. Son como
un ejército... por lo menos suman diez mil... y nosotros somos sólo dos viejos.
Zaqueo no hizo caso y alzó ambas manos, con las palmas extendidas hacia la
multitud. De pronto se hizo el silencio, hasta entre los niños.
—¿Qué es lo que quieren de mí?
Desde nuestro ventajoso punto de observación, en el rellano, a varios codos por
encima del patio, vimos cómo miles de cabezas se movían de un lado a otro en
nerviosa consternación. Nadie al parecer, tenía el valor de contestar.
Zaqueo esperó pacientemente, pero al fin dijo:
—¿Por qué han venido aquí hoy?

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De nuevo reinó un gran silencio durante no sé cuánto tiempo hasta que,
gradualmente, la multitud empezó a abrirse en dos mitades y pudimos distinguir
que se aproximaba una figura, de cabello y barba blancos, vestida con una túnica
azul oscuro, y que al caminar se apoyaba en una gran vara.
Zaqueo fue el primero en reconocerlo.
—Es Ben-Hadad! —exclamó.
Ben-Hadad, sin duda alguna, era el patriarca más querido de la ciudad. Durante
tanto tiempo como el que puedo recordar, hasta en aquella época en que nuestro
negocio luchaba simplemente por sobrevivir, siempre podía encontrársele, desde
la salida del sol hasta el ocaso, en el sombreado portal de entrada del bazar donde
su hijo exhibía y vendía finos rollos de hermosos colores de esa tela que se conoce
como damasco. Con el paso de los años, Ben-Hadad llegó a ser un distintivo de la
ciudad, como lo eran sus acueductos, y sus puertas, sentado en su alfombra, día
tras día con los ojos semicerrados observando cómo el mundo y Ias estaciones
pasaban frente a él. En muchas ocasiones en el distante pasado, el pueblo lo eligió
para que intercediera por él ante el legado romano en Antioquía, en especial
siempre que los mercenarios de Roma abusaban de los comerciantes locales, y
siempre tuvo éxito en esas misiones.
Dos jóvenes corrieron a ofrecerle ayuda al venerable anciano cuando inició su
obviamente penoso ascenso de los pulidos escalones de mármol. El les dijo algo en
palabras que no alcancé a escuchar, y ellos regresaron rápidamente a sus lugares
entre la multitud.
Lentamente subió hacia nosotros, acompañado por el golpeteo de su vara en la
piedra, cuando la apoyaba en cada escalón para ayudarse. La multitud seguía
silenciosa, mirando y esperando.

42
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—Saludos! —dijo Ben-Hadad, alzando su báculo en dirección de nosotros dos.
—Bienvenido a nuestra casa, señor —repuso Zaqueo—. Ya hace mucho que había
abandonado toda esperanza de que alguna vez aceptaras mis incontables
invitaciones para cenar aquí con nosotros. Y ahora apareces, viejo amigo, cuando
tengo muy poco qué ofrecerte y traes contigo más invitados de los que puedo
acomodar.
Ben-Hadad sonrió y se pasó los delgados dedos por la frente, húmeda de sudor.
—No venimos por alimento, señor —contestó——. Por lo menos, no la clase de
alimento que uno ingiere por la boca.
—Te lo dije. ¡Vienen por algo! —traté de secretearle a Zaqueo.
La multitud se acercó a los escalones, esforzándose por oír, apretándose tanto
entre sí, que ninguna de las piedras del patio quedó visible.
—Es un gran placer y honor tenerte aquí por fin, Ben Hadad, no importa cuáles
sean las razones de tu visita.
Los dos se abrazaron. Luego, Ben-Hadad dio un paso atrás y habló lentamente en
alta voz para beneficio de la multitud.
—Zaqueo —comenzó—---, tu nombre y tu éxito son conocidos en toda la tierra y
hasta de un mar a otro, pero nosotros, los ciudadanos de Jericó, te tenemos en la
más alta estima no a causa de tu extendida fama, sino por la mano caritativa que
nos has extendido a todos nosotros durante tantos años. La caridad, ciertamente,
es el verdadero amor en acción, y hemos sido lo bastante afortunados para
gozarnos en el calor de tu amor durante medio siglo.
Me acerqué a mi amo, pero no pude encontrar el valor para darle un pequeño
codazo de advertencia. Ben-Hadad prosiguió:
—El morir y dejar detrás la riqueza de uno para que sea distribuida, es la esencia
misma del egoísmo, y en eso se gozan, generalmente, los hombres de dinero que
no dieron ni siquiera un centavo cuando estaban vivos.
Obviamente, ése jamás ha sido tu plan. Zaqueo, hecho que atestiguan tus
incontables contribuciones para los necesitados y los desvalidos. Tampoco has
compartido únicamente tu oro y plata, sino también a ti mismo. Siempre es algo
difícil ser caritativo con prudencia. Ei dar limosna no significa nada, a menos que
uno dé también su pensamiento, porque escrito está: “no es bendito el que
alimenta a los pobres, sino bendito es el que considera a los pobres”. Una poca de
consideración y un puñado de bondad valen con frecuencia más que el oro.
43
Zaqueo inclinó la cabeza, incapaz, como siempre, de enfrentarse a los elogios.
—Somos ricos únicamente por lo que damos — contestó—, pobres sólo por lo que
conservamos.
—Entonces, en verdad, tú eres el más rico de los hombres.
—Elogias demasiado mis pobres esfuerzos —protestó Zaqueo—. Hay aquí muchos,
hoy, que han dado más. Toda buena acción es un acto de caridad. Pero te ruego
que me digas, señor, antes de que la curiosidad me abrume, ¿qué es lo que te trae
a mi puerta, a ti y a tantos de los de la población? .
Ben-Hadad se volvió y movió el báculo en dirección de la enorme multitud,
esperando hasta que se hizo el silencio.
—Zaqueo —repuso---, se ha dicho que, si quieres plantar para días, plantes flores.
Si quieres plantar para años, plantes árboles, pero si quieres plantar para la
eternidad, plantes ideas. Toda esta gente está aquí, este día, para rogarte que
plantes en ellos los secretos del éxito que te ayudaron a llegar a la cima de la
montaña en una sola vida.
“Todos conocemos la historia de tu carrera — prosiguió—. Sabemos que perdiste a
tus padres a temprana edad, y que fue tu triste destino el de afanarte duramente
en los campos, mientras los demás niños asistían a la escuela. Para infundir
esperanza y ambición en su progenie, por las noches, los padres acostumbran
narrarles, a la luz de las fogatas, cómo pudiste sobreponerte a todos esos
obstáculos y más aún, incluyendo los males de tu cuerpo, para convertirte en el
éxito más grande del mundo. Sin embargo, hay cierta información que ellos no
podrán pasarle a sus descendientes... ¡Porque no la conocen!
Contuve el aliento y estoy seguro de que Zaqueo hizo lo mismo.
Ben-Hadad golpeó con la punta de su báculo el piso de mármol una y otra vez.
—Lo que no pueden decirle a sus hijos, señor —agregó
—es ¡cómo te las arreglaste para lograr tanto! Tú, un huérfano sin educación, tan
pobre como el que más y por añadidura deforme, te ruego me perdones, de tal
modo que los demás se burlaban de ti. Si alguna vez un hombre estuvo
predestinado a una vida de miseria y pobreza y a ser un mendigo, ése fuiste tú.
¿Cómo es, Zaqueo, que pudiste hacer tanto en la vida cuando otros, bendecidos
por Dios con buena salud y conocimientos y sabios consejos de sus mayores, son
unos fracasados? ¿Cómo es que tantos, con un potencial mucho mayor para el
éxito y la riqueza que tú, viven cada día sin saber de dónde les llegarán las migajas
de su comida?
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¿Existen principios especiales que tú has seguido en tus numerosas y lucrativas
empresas? ¿Existen secretos de realización que sólo unos cuantos conocen? ¿Hay
pautas únicas o senderos secretos que uno puede seguir hacia una vida mejor, que
les son desconocidos a las masas que tanto se afanan cada día, simplemente para
sobrevivir?
—Existen reglas —-oí susurrar a Zaqueo, como si hablara consigo mismo.
Ben-Hadad ladeó la cabeza.
—Qué dijiste, señor?
—Reglas —repitió Zaqueo—. Reglas para vivir. — Hablaba a tropezones, como si
sus palabras tuvieran una gran dificultad en formarse en ia garganta.
—No comprendo.
—Le estaba diciendo a José, precisamente hoy, que he llegado a ia conclusión de
que la vida es sólo un juego... pero, al igual que todos los demás juegos, tiene
ciertas reglas que deben observarse y aplicarse a fin de gozar del juego. Más aún,
si seguimos sus reglas, nuestras posibilidades de victoria se multiplican
grandemente. Sin embargo, triste es decirlo, la mayoría de nosotros estamos tan
ocupados simplemente tratando de sobrevivir, que nunca tenemos siquiera la
oportunidad de aprender los pocos y sencillos mandamientos que se necesitan
para triunfar. . . con un triunfo que, desde luego, tiene poco qué ver con la fama o
con el oro.
El anciano se acercó a su huésped.
—Me considero un hombre educado, Zaqueo —dijo-— pero en todos mis años
jamás he oído hablar de tales mandamientos. ¿Dónde están escritos para que
podamos beneficiamos con su lectura?
—Nunca han sido escritos, Ben-Hadad.
—Pero tú los conoces?
—La mayoría de ellos, creo yo, todos aprendidos de manera difícil.
—Ese joven profeta, Jesús, de quien andan diciendo que resucitó de entre los
muertos.,. ¿Te enseñó él algunos de esos mandamientos cuando te visitó antes de
su arresto y ejecución?
Zaqueo sonrió.
—No, yo ya los conocía desde hace mucho. Sin embargo, después de ia larga
plática que sostuvimos, no creo que él disentiría de ninguno de ellos.
Ben-Hadad miró fijamente a mi amo.

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—Estoy seguro de que no piensas llevarte ese inapreciable tesoro a la tumba,
Zaqueo. Has compartido con nosotros tanto de ti mismo durante tanto tiempo que
te pregunto, ¿no compartirás también los mandamientos del éxito? ¿No tienen
derecho todos a la oportunidad de cambiar su vida por algo mejor?
Zaqueo cerró los ojos y se quedó inmóvil. Los de la multitud empezaron a
murmurar entre ellos hasta que, finalmente, él abrió los ojos y asintió con la
cabeza.
Cuando al fin cesaron las aclamaciones, dijo:
—Necesitaré algo de tiempo para organizar mis pensamientos y transcribirlos al
pergamino, con ayuda de José, pero voy a hacerlo.
Para sorpresa mía, Ben-Hadad sacudió la cabeza negativamente.
—No, no —negó—. Una sola copia de tus mandamientos del éxito no será
suficiente. Mira a todos esos miles que necesitan ayuda y guía. ¿No debe cada uno
de ellos tener acceso a tus palabras para que puedan absorberlas en el corazón, la
mente y el alma a su debido tiempo.
—El hacer copias para todos los de la ciudad requeriría años y más años —
interrumpí, incapaz de seguir controlándome—. Estás sugiriendo lo imposible,
Ben-Hadad.
Zaqueo me puso una mano en el hombro y me acercó a él.

—Recuerdas, José —preguntó——, que hace mucho te dije que nada es imposible
a menos que uno esté de acuerdo en que lo es?
—Pero, mi amo —protesté—, ¿cómo podrás difundir tus palabras entre una
multitud así para que todos se beneficien? Eso, ciertamente, es un imposible,
¡hasta para ti!
Zaqueo me apretó el hombro consoladoramente y señaló a Ias distantes murallas
de la ciudad, resplandecientes en su blancura bajo el brillante sol matutino.
—Empezando esta misma tarde, te voy a dictar lo que creo que debe incluirse en
los Mandamientos del Éxito. Aunque todos son verdades sencillas, aun así será
para mí un proceso largo y penoso porque, como bien sabes, soy más hábil con las
manos que con las palabras.
Sin embargo, con tu ayuda saldremos adelante. Cuando al fin estén corregidos y
completos, a mi entera satisfacción, haremos que se pinten las palabras con
grandes letras rojas en la parte interior de las murallas de la ciudad, cerca de la
puerta occidental, a fin de que el mayor número posible de gente pueda verlas
46
todos los días, si así lo desean. Y ése será mi último regalo para ellos, mi donación
a todos los que piden ayuda, mi pequeño legado al mundo, que me ha dado
mucho más de lo que merezco.
—Será una tarea monumental —exclamé en tono de asombro.
—Pero valdrá la pena —repuso él—, con sólo una vida que logremos cambiar.
Y fue así corno sucedió que, a los cincuenta días de su promesa, las palabras de
Zaqueo quedaron a la vista de todos en la muralla occidental de Jericó, en el
idioma del hombre común, el arameo, y grandes multitudes acudían cada día,
hasta caravanas de muy lejos, para leer con sus propios ojos y aprender cómo era
posible transformar sus días de desesperanzada labor monótona en una vida de
realizaciones y de paz.
Cuando, a manera de broma, le pregunté a Zaqueo por qué había mandado
escribir sólo nueve mandamientos, su respuesta fue breve:
—Porque Dios nos dio diez mandamientos y no hay que correr el menor riesgo de
que alguien sea lo bastante necio como para hacer comparaciones entre ambos.
—El obedecer las diez leyes de Dios —prosiguió--—, nos proporcionará la admisión
en el cielo. Obedecer los nueve mandamientos del éxito, puede permitir a
cualquiera gustar un poco de ese cielo aquí, en la Tierra.

47
11
EL PRIMER MANDAMIENTO DEL Éxito

Debes trabajar cada día como si tu vida estuviera en juego.

No fuiste creado para una vida de ociosidad. No puedes comer desde la salida del
sol hasta el ocaso, ni beber ni jugar ni hacer el amor. El trabajo no es tu enemigo,
sino tu amigo. Si te quedaran prohibidas todas las maneras de esfuerzo, caerías de
rodillas y pedirías la muerte.
No necesitas amar las tareas que desempeñas. Hasta los reyes sueñan en otras
ocupaciones. Sm embargo, tú debes trabajar y es como lo hagas, no lo que hagas,
lo que determinará el cursé de tu vida. Ningún hombre que es descuidado con el
martillo construirá jamás un palacio.
Puedes trabajar en forma monótona o puedes hacerlo lleno de agradecimiento:
puedes trabajar como un ser humano o hacerlo como un animal. Aun así, no existe
un trabajo tan rudo que no puedas exaltarlo, ninguno tan degradante que no
puedas infundirle alma, ninguno tan sombrío que no puedas avivarlo.
Lleva a cabo siempre todo lo que se te pida, y más. Tu recompensa llegará.
Sabe que sólo existe un método seguro de obtener el éxito y éste es por medio del
trabajo arduo. Si no estás dispuesto a pagar ese precio para distinguirte, disponte
a llevar una vida de mediocridad y pobreza.
Compadece a los que te ofenden y te preguntan por qué haces tanto a cambio de
tan poco. Los que dan menos, reciben menos.
Nunca caigas en la tentación de disminuir tus esfuerzos, aunque estés trabajando
para otro. Tu éxito no es menor si alguien te está pagando por trabajar para ti
mismo. Has siempre tu mejor esfuerzo. Lo que plantes ahora lo cosecharás más
tarde.
Siéntete agradecido por tus tareas y por lo que éstas te exigen. Si no fuera por tu
trabajo, sin que importe cuán desagradable te parezca, no podrías comer tanto, ni
gozar tan agradablemente, ni dormir tan profundo, ni estar tan saludable, ni gozar
de las tranquilas sonrisas de gratitud de los que te aman por lo que eres, no por ló
que haces.

48
12
EL SEGUNDO MANDAMIENTO DEL
ÉXITO
Debes aprender que, con paciencia, puedes controlar tu destino.
Debes saber que, mientras más tenaz sea tu paciencia, más segura será tu
recompensa. No existe ningún gran logro que no sea el resultado de un trabajo y
de una espera pacientes.
La vida no es una carrera. Ningún camino será demasiado largo para ti si avanzas
deliberadamente y sin prisa. Evita, como la peste, todo carruaje que haga un alto
para ofrecerte un rápido viaje a la riqueza, la fama y el poder. La vida tiene
condiciones tan duras, hasta en sus mejores momentosq que las tentaciones,
cuando hacen su aparición, pueden destruirte. Camina. Puedes hacerlo.
La paciencia es amarga, pero su fruto es dulce. Con paciencia puedes soportar
cualquier adversidad y sobre vivir a cualquier derrota. Con paciencia puedes
controlar tu destino y tener lo que desees.
La paciencia es la clave de la satisfacción para ti y para los que deben vivir contigo.
Comprende que no puedes apresurar el éxito del mismo modo que los lirios del
campo no pueden florecer antes de la estación. ¿Qué pirámide se construyó
alguna vez si no fue piedra sobre piedra? ¡Cuán pobres son los que no tienen
paciencia! ¿Qué herida sanó alguna vez a no ser poco apoco?
Todos los inapreciables atributos que los hombres prudentes proclaman como
necesarios para alcanzar el éxito, son inútiles si no tienes paciencia. El ser valiente
sin paciencia puede matarte. El ser ambicioso sin paciencia puede destruir la
carrera más prometedora. El esforzarse por alcanzar la riqueza sin paciencia no
hará sino separarte de tu magra bolsa. El perseverar sin paciencia es siempre algo
imposible. ¿Quién puede dominarse, quién puede perseverar sin la espera que es
uno de sus atributos?
La paciencia es poder. Empléala para robustecer tu espíritu, para dulcificar tu
carácter, para calmar tu enojo, para sepultar tu envidia, abatir tu orgullo, refrenar
tu lengua, contener tu mano y entregar todo tu ser, a su debido tiempo, a la vida
que mereces.

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13
EL TERCER MANDAMIENTO DEL
ÉXITO
Debes trazar tu camino con cuidado o
siempre derivarás.
Sin el trabajo arduo, has aprendido que nunca podrás tener éxito. Igualmente, sin
la debida paciencia. Pero uno puede trabajar con diligencia y ser más paciente que
Job, aun así, jamás elevarse sobre la mediocridad a menos que se tracen planes y
se establezcan objetivos.
Ninguna nave jamás levo anclas y extendió sus velas sin tener un destino. Nunca
ejército alguno emprendió la marcha para combatir sin un plan para obtener la
victoria.
Ningún olivo exhibió jamás sus flores sin la promesa del fruto por venir.
Es imposible avanzar apropiadamente en la vida sin objetivos. .
La vida es un juego con pocos jugadores y muchos espectadores. Los que miran
son las hordas que vagan por la vida sin sueños, sin objetivos, sin planes ni siquiera
para el día siguiente. No los compadezcas. Eligieron ya cuando no eligieron nada.
El mirar las carreras desde las tribunas no ofrece peligro. ¿Quién puede tropezar,
quién puede caer, de quién se pueden burlar si no hacen ningún esfuerzo por
participar?
¿Eres jugador? Como jugador no puedes perder. Los que triunfan pueden ilevarse
los frutos de la victoria, pero los que salieron hoy derrotados han aprendido
lecciones valiosísimas que mañana pueden inclinar las cosas a su favor.
¿Qué deseas de la vida? Considéralo por largo tiempo y mucho antes de que
decidas, porque puedes obtener lo que pretendes. ¿Se trata de riqueza, poder, un
hogar lleno de amor, tranquilidad de espíritu, tierras, respeto, posición?
Sean cuales sean tus objetivos, grábatelos en la mente y nunca los olvides.
Comprende que aun eso puede no ser suficiente, porque a vida es injusta. No
todos los que trabajan duro y con paciencia y se fijan objetivos, alcanzan el éxito.
Sin embargo, sin ninguno de esos tres atributos, el fracaso es algo seguro.
Date a ti mismo todas las probabilidades de triunfar.
Y, si fracasas, ¡ fracasa luchando!
Traza tus planes hoy mismo. Pregúntate dónde estarás, de aquí a un afio, si
todavía vas a estar haciendo lo mismo que estás haciendo ahora. Luego decide
dónde preferirías estar en términos de riqueza o posición o cualquier otra cosa
50
que sea tu sueño. En seguida, planea lo que tienes que hacer, en los próximos
doce meses, para alcanzar tu objetivo.
Y, finalmente, ¡hazlo!

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14
EL CUARTO MANDAMIENTO
DEL ÉXITO
Debes prepararte para la oscuridad, mientras viajas bajo la luz del sol.
Comprende que ninguna condición es permanente. En tu vida existen estaciones
del mismo modo como existen en la naturaleza. Ninguna situación a la que te
enfrentes, buena o mala, será duradera.
No hagas planes que abaniquen más de un año. Todo depende de cómo se
enfrente uno a los inesperados movimientos del enemigo, que no pueden
preverse, y de cómo se maneje todo el asunto.
Tu enemigo, si no estás preparado, pueden ser los ciclos de la vida, esos ritmos
misteriosos de altibajos que, como las grandes olas, se alzan y caen en las playas
del mundo. La marea alta y la baja, la salida del sol y el crepúsculo, la riqueza y la
pobreza, el placer y la desesperación, cada una de esas fuerzas prevalecerá en su
hora.

Compadécete del hombre rico, que viaja en la marea alta de lo que parece una
cadena interminable de grandes logros. Cuando la calamidad lo golpea, está mal
preparado y llega a la ruina. Vive siempre preparado para lo peor.
Compadece al pobre, hundido en la marea baja de un fracaso tras otro, de una
tristeza tras otra. A la larga deja de esforzarse, precisamente cuando la marea
cambia y el éxito viene a su encuentro. Nunca dejes de esforzarte.
Ten siempre fe en que las condiciones cambiarán.
Aunque en tu corazón haya un gran peso, tengas el cuerpo lacerado y la bolsa
vacía y no haya nadie que te consuele... persevera. Del mismo modo como sabes
que el sol volverá a aparecer, tu periodo de desgracia debe tener un final.
Siempre ha sido así y siempre será.
si tu trabajo y tu paciencia y tus planes te han dado buena fortuna, busca a
aquéllos cuya marea es baja y levántalos. Prepárate para el futuro. Puede llegar un
día en que lo que tú hayas hecho por otro, lo hagan por ti.
Recuerda que nada es permanente, pero, sobre todo, atesora el amor que recibes.
Éste sobrevivirá mucho después que tu oro y tu buena salud se hayan
desvanecido.

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Y considera que puedes perder hasta ese amor, pasado un tiempo, a sabiendas
que un día se reunirán por toda una eternidad en un lugar donde no hay ciclos, no
hay altibajos, no hay dolor ni pesadumbre y, sobre todo, no hay fracasos.

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15
EL QUINTO MANDAMIENTO DEL
ÉXITO
Debes sonreírle a la adversidad hasta que ésta se te rinda.
Serás más sabio que los demás en cuanto comprendas que la adversidad no es una
condición permanente del hombre. Y. sin embargo, esa sabiduría no es suficiente
por sí sola. La adversidad y el fracaso pueden destruirte, mientras esperas
pacientemente a que la fortuna cambie
Trátalas de una sola manera.
¡Recibe bien a ambas, con los brazos abiertos!
Puesto que este mandamiento va en contra de toda lógica o razón, es el más difícil
de comprender o dominar.
Deja que las lágrimas que derramas sobre tus desgracias, te limpien los ojos para
que puedas ver la verdad. Comprende que el que lucha contigo siempre fortalece
tus nervios y agudiza tus habilidades. Tu antagonista, al final, siempre será tu
mejor auxiliar.
La adversidad es la lluvia de la vida, fría, molesta y hostil. Sin embargo, de esa
estación nacen el lirio, la rosa, el dátil y la granada. ¿Quién puede decir qué
grandes cosas te producirán una vez que hayas sido abrasado por el fuego de la
tribulación y empapado por las lluvias de la aflicción?
Hasta el desierto florece después de una tormenta.
La adversidad es también tu maestra más grande. Poco es lo que aprenderás de
tus victorias, pero cuando seas empujado, atormentado y derrotado adquirirás un
gran conocimiento, porque sólo entonces te familiarizarás con tu ser verdadero, ya
que, al fin, estarás libre de los que te adulan. ¿Y quiénes son tus amigos? Cuando
la adversidad te abrume, será el mejor momento para que los cuentes.
Recuérdate tú mismo, en tus horas más negras, que todofracaso es sólo un paso
más hacia el éxito, que todo descubrimiento de lo que es falso te dirige hacia lo
que es verdadero, que toda prueba agota cierta forma tentadora de error y que
toda adversidad sólo cubrirá, durante algún tiempo, tu sendero hacia la paz y la
realización.

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EL SEXTO Mandamiento DEL
ÉXITO
Debes comprender que los planes son sólo sueños cuando no hay acción.
Aquel cuya ambición se arrastra en lugar de elevarse, que está siempre indeciso,
que retarda las cosas en vez de actuar, lucha en vano contra el fracaso.
¿No es imprudente el que, viendo que la marea avanza hacia él, se queda dormido
hasta que el mar lo arrolla?
¿No es tonto el que, dándosele la oportunidad de mejorar, se queda deliberando
hasta que, en vez de él, escogen a su vecino?
Sólo la acción le da a la vida su fuerza, su alegría, su propósito. El mundo siempre
determinará tu valía por lo que realizas. ¿Quién puede medir tus talentos por los
pensamientos que tengas o las emociones que experimentes? ¿Y cómo
demostrarás tus habilidades si siempre eres espectador y nunca jugador?

Anímate. Comprende que la actividad y la tristeza son eternos polos opuestos.


Cuando tus músculos se esfuerzan y tus dedos se aferran y tus pies se mueven y tu
mente se ocupa en la tarea que tienes entre manos, tienes poco tiempo para la
autoconmiseración y los remordimientos.
La acción es el bálsamo que cura cualquier herida.
Recuerda que la paciencia es el arte de esperar, con fe, la recompensa que
mereces por tus buenas obras, pero que la acción es el poder que las hace
posibles. Hasta el tiempo de tu espera, por aquello que has luchado, parece menor
cuando estás ocupado.
Nadie actuará por ti. Tus planes seguirán siendo los sueños de un indolente, hasta
que te levantes y luches contra las fuerzas que te mantienen pequeño. El
emprender acción es siempre peligroso, pero el sentarse a esperar a que las cosas
buenas de la vida te caigan en el regazo, es la única vocación donde el fracaso
destaca.
Todo lo que está entre tu cuna y tu tumba, está siempre marcado por la
incertidumbre. Ríete de tus dudas y sigue adelante. Y si es descanso lo que buscas,
en lugar de trabajo, anímate. Entre más haces, más puedes hacer y mientras más
diligente seas, mayor descanso tendrás.
Actúa u otros actuarán antes que tú.

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17
EL SÉPTIMO MANDAMIENTO DEL
Exiro
Debes sacudir las telarañas de tu mente antes
de que éstas te aprisionen.
La mente es su propio lugar, y en sí misma puede hacer del infierno un cielo, o del
cielo un infierno.
¿Por qué sigues pensando en el amor que hace mucho perdieras por tu propia
tontería y temeridad? ¿Ese recuerdo te ayudará a lograr una mejor digestión esta
mañana?
¿Por qué te sigues condoliendo de tus fracasos?
¿Mejorarán las lágrimas tus habilidades mientras trabajas hoy para tu familia?
¿Por qué sigues recordando el rostro del que te hizo daño? El pensamiento de una
dulce venganza ¿te ayudará a dormir mejor esta noche?
Los amigos muertos, los empleos fallidos, las palabras que hirieron, las
penalidades inmerecidas, el dinero perdido, las heridas que no sanan, las metas no
alcanzadas, las ambiciones destruidas, las lealtades quebrantadas... 6por qué has
conservado todo ese nocivo acervo como si tuviera algún valor? ¿Por qué has
permitido que esas telarañas de infamia se extiendan por el ático de tu mente
hasta que ya casi no hay lugar para un pensamiento feliz acerca del presente?
Echa fuera esas hebras trágicas del pasado que se han acumulado con los años.
Con el tiempo, sus purulentas entrañas te asfixiarán, si no te apresuras. La
capacidad de olvidar es una virtud, no un vicio. . Y, sin embargo, saber que el ayer
con todos sus errores y cuidados, sus dolores y sus lágrimas, ha pasado para
siempre y ya no puede hacerte daño, no es suficiente. De la misma manera tienes
que pensar que no puedes hacer nada acerca del mañana, con sus posibles
angustias y desaciertos, hasta que el sol vuelva a levantarse. Todo lo que posees,
lo que puedes acomodar a tu voluntad es el momento actual.
Nunca dejes qué la preocupación por el mañana ensombrezca el día de hoy. ¡Qué
locura es esperar el mal antes de que acontezca! No desperdicies el pensamiento
de un solo momento en lo que puede que jamás suceda.
Preocúpate sólo por el presente. El que se preocupa por las calamidades, las sufre
doblemente.
Olvídate del pasado y deja que Dios se preocupe del futuro. Él es mucho más capaz
que tú.
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EL OCTA VO MANDAMIENTO DEL
Éxito
Debes aligerar tu carga si quieres llegar a tu destino.
¡Cuán diferente eres ahora del infante que fuiste!
Llegaste a este mundo sin nada, pero con los años te dejaste sobrecargar con
tanto equipaje pesado, en nombre de la seguridad, que tu viaje por la vida se ha
convertido en un castigo en vez de placer.
Aligera tu carga a partir de hoy.
Comprende que el verdadero mérito del hombre se mide por los objetos que
rehúsa perseguir o adquirir. Las grandes bendiciones de la vida ya están dentro de
ti o a tu alcance. Abre los ojos a la verdad antes de que tropieces precisamente con
los tesoros que tanto buscas. El amor, la paz de espíritu y la felicidad, son joyas
que ninguna condición de fortuna, ninguna cantidad de tierras o monedas, pueden
exaltar o despreciar.

¿Qué recompensa hay en el oro, las sedas y los palacios si su posesión destruye ia
felicidad que tan ciegamente diste por sentada? La mayor falsedad del mundo es
que el dinero y las propiedades pueden llenar de gozo tu vida. Si la riqueza se
convierte en parte de tu equipaje, empobrecerás, porque entonces no serás más
que un asno cuyo lomo se dobla bajo el peso del oro que debes soportar hasta que
la muerte aligere tu carga.
De todos los bienes materiales innecesarios que abrazas, de todos los placeres que
gozas, no te podrás llevar de este mundo más de lo que puedes sacar de un sueño.
Admite la riqueza de mala gana en tu hogar, pero nunca en tu corazón.
Y no le envidies a ningún hombre sus grandes posesiones. Su equipaje sería
demasiado pesado para ti, como ya lo es para él. Tú no podrías sacrificar, como él,
salud, paz, honor, amor, tranquilidad y conciencia, para obtenerlas. El precio es
tan alto que, al final, el trueque se convierte en una gran pérdida.
Simplifica tu vida. Es más rico aquel que se contenta con lo menos.

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19
EL NOVENO MANDAMIENTO DEL
ÉXITO
Nunca debes olvidar que siempre
es más tarde de lo que piensas.
Recuerda que el negro camello de la muerte siempre está cercano. Vive siempre
con el pensamiento de que no vas a vivir para siempre. Es tal la ironía de la vida
que ese conocimiento, por sí solo, te permitirá gustar de la dulzura de cada nuevo
día en vez de que lamentes la oscuridad de tus noches.
Todos hemos estado muriendo, hora tras hora, desde el momento en que
nacimos. Ésta comprensión deja que todas las cosas se ubiquen en su perspectiva
apropiada, para que tus ojos se abran hasta que veas que esas montaÍas que te
amenazan sólo son montículos de hormigas, y esas bestias que tratan de
devorarte, no son sino mosquitos.

Vive con la muerte como tu compañera, pero nunca la temas. Muchos tienen
tanto miedo de morir que jamás viven; tenles compasión. ¿Cómo pueden saber
que la felicidad de la muerte se nos oculta para que así podamos soportar mejor la
vida? imagínate que hoy en la noche te llamen para siempre.
Vierte lágrimas ahora, mientras puedes hacerlo, por ese día de felicidad que le
prometiste a tu familia la semana pasada y la semana anterior, por el día de amor
y de risas del que nunca pudieron gozar, porque estabas demasiado ocupado en
perseguir el oro. Y, ahora, tu familia tiene el oro, es verdad, pero con todo él ni
siquiera pueden comprar la más leve de tus sonrisas.
Vierte lágrimas ahora, mientras tu corazón late todavía, por las flores cuyo aroma
nunca aspirarás, las buenas obras que jamás harás, la madre a la que nunca
visitarás, la música que ya no escucharás, las penas que nunca aliviarás, las tareas
que no completarás, los sueños que jamás realizarás.
Recuerda que siempre es más tarde de lo que piensas.
Fija esa advertencia en lo más profundo de tu mente, no para que te cause
congoja, sino para que recuerdes que el día de hoy puede ser todo 1 que te quede.
Aprende a vivir con la muerte, pero nunca huyas de ella.
Porque si mueres, tú estarás con Dios; y, si vives, Él estará contigo.

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20
—No sé —suspiró Zaqueo, moviendo la cabeza en dirección a los renglones de
palabras claramente escritas con tinta roja de cada mandamiento separado del
siguiente por un codo o más de muro blanco—. La verdad está ahí, para que todos
la vean, pero ¿comprenderán que el sólo hecho de leer las palabras no tendrá
efecto alguno en su vida, a menos que decidan actuar como corresponde?
—Actúa u otros actuarán antes que tú —recalqué, señalando el último renglón del
mandamiento que ocupaba el sexto tablero.
Él asintió con la cabeza. Los dos estábamos sentados en nuestro carruaje abierto
favorito, nuestra marcha detenida momentáneamente, cerca de la puerta del
oeste, por la inmensa multitud que se encontraba congregada ahí, junto al muro,
tal y como sucedía todos los días durante el último mes. -
—Escucha el extraño ruido que hacen —me dijo.

—Están leyendo los mandamientos en voz alta — repuse—. Cuando alguien ha


terminado con el primero, pasa al segundo, luego al tercero...
Señalé con las riendas a un joven bien vestido que estaba de pie junto al muro.
—Obsérvalo, maestro —comenté—. Está copiando tus palabras en un pergamino.
Y allá está otro y otro, todos haciendo lo mismo.
—Eso está muy bien —replicó Zaqueo—, pero habría que decirles a esos eruditos
que si no son puestas en acción las palabras escritas son tan inútiles como Ias
palabras grabadas en piedra.
Durante varios momentos observamos el flujo y reflujo de las masas, hasta que mi
amo movió la cabeza y señaló a un grupo de seis ancianos que discutían en voz alta
cerca del muro.
—Todas las reglas son muy sencillas como las he escrito, pero quizá todavía no
estén claras. Todas las leyes y reglas deben ser como ei vestido: a la medida de
aquéllos a quienes pretenden servir. Siento un impulso de pararme debajo de cada
tablero, como lo haría un maestro, y de explicar la esencia de cada mandamiento.
—Tal vez subestimas su inteligencia —aventuré.
—No, nunca. Lo que me preocupa es el estado de su espíritu. La mayoría de ellos
ha tenido que vivir con la adversidad durante tanto tiempo, que me temo que ha
perdido toda ambición de mejorar su vida. La gente sigue conservando su fuerza
mucho después de que ha perdido la voluntad, pero ¿de qué sirven los músculos si
el deseo ha desaparecido? Me temo que leerán lo que he escrito por la novedad
59
de su presentación ahí, en el muro, pero que regresarán inmediatamente a sus
antiguas maneras de vivir y de pensar, más por hábito que por otra cosa.
—Zaqueo, si tal cosa fuera verdad, no vería yo los mismos rostros aquí todos los
días cuando paso. Esa gente no está simplemente leyendo tus palabras, ¡las está
memorizando!
—Bien, bien... Si tan sólo...
—Qué pasa, señor?
— ¡Mira, José! —dijo en voz baja, señalando por sobre mi hombro a una tropa de
caballería romana, de por lo menos treinta hombres, que cabalgaba de dos en
fondo en nuestra dirección. A la cabeza de la tropa, sobre un caballo tordillo, se
veía una figura conocida, portando casco y coraza, como si se dirigiera a alguna
batalla.
—Pilatos!
Zaqueo se encogió.
—Y sus hombres traen las espadas desenvainadas como si esperaran dificultades.
¿Qué supones que sea lo que esta vez ha traído aquí al procurador desde
Jerusalén?
No tardamos mucho en averiguarlo. Detrás de la caballería venían tres largos
carros, cada uno de ellos tirado por seis caballos y cargado de escaleras hasta lo
más alto. Sentados encima de las escaleras, en cada carro, venían por lo menos
una docena de soldados.

A regañadientes, la multitud les abrió paso bruscamente cuando los tres carros se
detuvieron cerca del muro y los soldados saltaron al suelo, descargando con
rapidez las escaleras y apoyando éstas contra el muro. Mientras trabajaban, sus
compañeros legionarios, quienes seguían montados, volvieron sus cabalgadur
enfrentándose a la multitud.
Zaqueo me apretó el brazo y señaló hacia el tercer carro, donde los soldados
estaban ahora vertiendo un líquido blancuzco, de un gran tanque de cobre, en
grandes cubos.
—Van a pintar de blanco nuestra muralla, José.
—Pero la muralla no necesita ser blanqueada.
—Pues parece que esa parte sí —repuso en tono triste, señalando con la mano en
dirección a los tableros en los que estaban escritos los Mandamientos del Éxito.

60
Cuando, finalmente, los que estaban en las primeras filas de la multitud se dieron
cuenta de lo que los soldados se disponían a hacer, se adelantaron bruscamente
gritando:
“No, no, no!” hasta que, en forma amenazante, los jinetes levantaron las espadas
sobre sus cabezas.
—Va a haber derramamiento de sangre, José, a menos que le pongamos un alto a
esto —murmuró Zaqueo, descendiendo del carruaje con dificultad. Temblando lo
seguí, mientras se abría paso entre la multitud, de la que salían saludos para él en
cuanto lo reconocían. Cuando Pilatos se volvió y nos vio aproximar5 desmontó y se
quitó el casco. Con las manos en las caderas y las piernas abiertas, el procurador
agitó el puño en nuestra dirección y gritó:
—miserable viejo, esta vez has ido demasiado lejos pintando las paredes!
—Por qué? —preguntó Zaqueo calmadamente.
¿Qué se ha hecho que sea tan terrible?
Pilatos sacudió el puño en dirección del muro con letras rojas.
—Las leyes de Roma son suficientes para esta... para esta canalla! —exclamó.
—Pero eso que ves en la muralla no son leyes. Son simplemente reglas, reglas
sencillas que uno puede seguir para una vida mejor y más feliz. Muchas de ellas
son semejantes a los escritos de algunas de las mentes más grandes de Roma y
Atenas. ¿Por qué condenas aquí lo que muchos respetan en tu propio país?
Pilatos se acercó y se aclaró la garganta. El escupitajo cayó en la mejilla de mi amo,
pero Zaqueo no se amedrentó.
—Debería mandar ejecutarte! —rugió el procurador—. ¡Por traición contra el
imperio, desleal publicano, caricatura de hombre!
— ¿Por qué?
— ¡Bien sabes porqué!
— ¿Por la misma razón por la que crucificaste a Jesús?
Pilatos palideció.
—Eres un agitador, lo mismo que él. Incitas al pueblo con falsas promesas de una
clase de vida que jamás conocerá. ¡Contémplalos! ¡Ignorantes, Sucios, enfermizos,
miserables! ¿Quién te dio licencia para recetarios? ¿Y qué les vas a decir, si tu
medicina falla en curarlos? ¿Qué les sugerirás entonces, si tus reglas mágicas no
funcionan?
¿La rebelión, tal vez? ¿Les dirás que, después de todo, Roma es la verdadera raíz
de sus problemas y que el César tiene la culpa de las migajas que tienen que
61
comer? Eres hombre peligroso, Zaqueo. Seduces al pueblo con dulces tentaciones
y, en su condición, seguirán a cualquiera que sea lo bastante tonto para
encabezarlos. Tú... ¡y ese Jesús!
Zaqueo sonrió.
—Benditos serán los pobres de espíritu porque ellos...
—Basta! —gritó Pilatos, Volviéndose hacia los soldados que esperaban al pie de las
escaleras, con los cubos y los escobillones en las manos. Levantó el brazo y ellos
comenzaron a trepar por las escaleras.
De pronto, acompañado por grandes gritos, un joven salió corriendo de entre la
multitud y empezó a sacudir los travesaños bajos de una de las escaleras por Ias
que subía uno de los soldados. Inmediatamente, dos legionarios saltaron de sus
cabalgaduras y, mientras uno de ellos sujetaba al joven por los brazos, tomándolo
por detrás, el otro le hundió la espada en el estómago. Luego, agitó la
ensangrentada espada ante la gimiente muchedumbre, como retando a cualquier
otro a que se acercara,
Zaqueo, cojeando, se desprendió de mi lado y se dirigió al caído joven, sin hacer
caso a los soldados y a sus espadas desenvainadas. Se arrodilló y, suavemente,
tomó al joven entre sus brazos. Hacía mucho tiempo desde la última vez que viera
llorar a mi amo.
Al caer la noche los Mandamientos del Éxito habían sido borrados por completo y
la muralla, cerca de la puerta del oeste, quedó blanca nuevamente, y Pilatos, con
sus hombres regresó a Jerusalén.

62
21
Desde que Zaqueo renunció a sus responsabilidades, transfirió la propiedad de sus
plantíos y puestos y distribuyó su fortuna entre los pobres, nuestros hábitos de
vida cambiaron. Ahora era él quien se quedaba dormido mucho después de que el
sol salía, y yo era el que, después de noches inquietas, me levantaba temprano y
caminaba por las calles de Jericó, a falta de algo mejor qué hacer.
AI día siguiente del terrible acto de Pilatos, por razones que jamás comprenderé,
los pies me llevaron por el empedrado camino que corría por el lado interior de la
muralla, hasta que, finalmente, llegué cerca de la puerta occidental, en el preciso
momento en que el sol se asomaba por encima de las distantes montañas. Por lo
temprano de la hora, estaba yo solo en la calle. Jamás olvidaré ese amanecer.
Ahí, en el muro resplandeciente de fresca pintura blanca, con cada palabra
claramente escrita en rojo, .. claramente como habían estado la mañana de la
primavera ¡estaban los Mandamientos del Éxito!

Recuerdo que caí de rodillas, pasmado de asombro.


Me froté los ojos hasta que me dolieron, pensando que me estaban haciendo ver
visiones en la cambiante luz matutina. ¿Era una ilusión lo que veía? ¿Había
afectado mi mente la tragedia del día anterior? 01 que alguien tosía y me
sobresalté. Se me acercaba una figura vestida de azul, con la cabeza inclinada en
profunda oración.
—Ben-Hadad! —Exclamé-—. ¿Eres tú?
El anciano se detuvo.
—José? —interrogó——. ¿Qué haces a la orilla del camino a estas horas de la
mañana? ¿Estás lastimado? ¿Te asaltaron los bandidos y te robaron tu bolso?
—Ben-Hadad, ¡Mira! —exclamé, señalando la muralla. - Dime que mis ojos no me
engañan. ¿Qué es lo que ves?
Sus acciones fueron toda la confirmación que necesitaba. Las lágrimas empezaron
a correrle por el arrugado rostro al caer de rodillas junto a mí. Un milagro, José, un
milagro! —Exclamó——.
¡Pensar que pude vivir para ver un día así! Dos veces, ya,
Dios ha utilizado las murallas de Jericó para asegurar-nos que no le ha vuelto la
espalda al hombre en su búsqueda de una vida mejor. ¡Y mira ahí, José, mira ahí!
—Agregó asombrado, apuntando más allá del tablero don-de estaba escrito el
63
Noveno Mandamiento del Éxito—. ¡Algo ha sido añadido a Ias palabras de nuestro
amigo Zaqueo!
—No puede ser! —exclamé, frotándome los ojos nuevamente—. ¡No puede ser!
— ¿Tenia tu amo un Décimo Mandamiento que decidió no presentar?
-No lo sé con seguridad. Un día, mientras trabajábamos, mencionó que había
veinte o treinta reglas y que todas eran importantes, pero que él creía que nueve
serían suficientes para jugar el juego de la vida con buena oportunidad de salir
victorioso. Y el número diez, según me dijo, estaba reservado para los
mandamientos de Dios.
—Pero ahora tenemos diez —dijo Ben-Hadad casi sin aliento.
—Sí, y el décimo está escrito en rojo, ¡en el mismo tamaño y estilo que los otros
nueve! Debo apresurarme.
Debo correr a decirle a Zaqueo...
—Espera! —Me detuvo el anciano, sujetándome de la manga—. Antes de que te
vayas, leamos juntos tú y yo el Décimo Mandamiento del Éxito. Después de todo,
no sucede diariamente el que pueda uno compartir un milagro.
Y fue así, tomados de la mano, que leímos las palabras...

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22
EL DÉCIMO MANDAMIENTO DEL
ÉXITO
Nunca debes esforzarte en ser otra cosa que tú mismo.
Ser lo que eres y convertirte en lo que eres capaz de llegar a ser, es el secreto de
una vida feliz.
Toda alma viviente tiene diferentes talentos, diferentes deseos, diferentes
facultades. Sé tú mismo. Trata de ser cualquier otra cosa que no sea tú ser genuino
y. aunque engañes al mundo entero, serás diez mil veces peor que nada.
Nunca desperdicies ningún esfuerzo en elevarte a algo que no eres, por agradar a
otros. Jamás te pongas máscaras falsas para’ satisfacer tu vanidad. Nunca te
esfuerces porque te estimen por tus logros, o dejarán de estimarte por ti mismo.
Observa a las plantas y a los animales del campo, cómo viven. ¿Produce una planta
de algodón siquiera una manzana? ¿Alguna vez ha producido un granado una
naranja? ¿Acaso intenta volar un león?.
Sólo el hombre, entre todos los seres vivientes, neciamente se esfuerza por ser
distinto de lo que está destinado a ser, hasta que la vida lo marca como un
inadaptado. Los inadaptados son los fracasos del mundo, corriendo siempre tras
una carrera más fructífera que jamás encuentran, a menos que miren detrás de
ellos.
Tú no puedes escoger tu vocación. Tu vocación te escoge a ti. Has sido bendecido
con capacidades especiales que son sólo tuyas. Úsalas, sean cuales fueren, y no
trates de ponerte el sombrero de ningún otro. Un talentoso conductor de carrozas
puede ganar oro y renombre con sus habilidades; pero ponlo a cortar higos y se
morirá de hambre.
Nadie puede ocupar tu lugar. Compréndelo y sé tú mismo. No tienes obligación de
triunfar. Tu única obligación es la de que seas tú mismo.
Haz tu mejor esfuerzo en las cosas que mejor haces y sabrás, en tu alma, que eres
el éxito más grande del mundo.

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23
Mi viejo corazón latía furiosamente y tenía las piernas casi entumecidas cuando al
fin logré llegar de regreso al palacio. Si un sorprendido Shemer no me hubiera
sostenido tan pronto como abrí la puerta, estoy seguro de que me hubiera
derrumbado en los mosaicos.
Trató de llevarme a la banca más cercana, en el vestíbulo, pero me negué
rotundamente. Después de inspirar aire con violencia varias veces, por fin pude
Preguntar:
— ¿Dónde está el amo? ¿Sigue durmiendo?
—No, señor. Se levantó temprano y ya comió. ¿Tienes hambre?
Negué con la cabeza.
¿Dónde está ahora? —interrogué.
Shemer señaló la parte posterior del palacio.

—Dijo que iba a caminar en el jardín. Probablemente lo encontrarás cerca de la


tumba de Lea. Últimamente pasa muchas horas ahí.
Ahora sentía las piernas como si las hubieran atacado hordas de avispas y
punzantes dolores me laceraban la espalda y el pecho, pero me las arreglé para
recorrer el largo corredor y salí por la puerta trasera, que daba al jardín.
La tumba estaba a más de cien codos de distancia, a la sombra de cuatro olivos,
pero lo vi inmediatamente, sentado en el borde elevado que rodeaba la estructura
de mármol, recargado contra la pared lateral.
Aun a esa distancia, no pude guardar silencio. Cojeando en su dirección tan aprisa
como pude, le grité:
—Zaqueo, Zaqueo, te traigo grandes noticias! ¡Ha sucedido un milagro! ¡Un
milagro! ¡No lo creerás hasta que lo veas tú mismo!
Los dolores que sentía en el pecho multiplicaban su ferocidad con cada paso que
daba.
—Zaqueo... mi amo... debes venir! ¡Aprisa, aprisa.
Tus palabras... los Mandamientos del Éxito... la muralla...
Sus ojos estaban cerrados. Me arrodillé a su lado y tomé en las mías sus
entumecidas manos para despertarlo suavemente, pero entonces comprendí que
ya jamás podría hacerlo. Me incliné hacia adelante y puse la mejilla contra sus
helados dedos, los cuales se abrieron inmediatamente, dejando caer un pequeño
objeto blanco, que cayó al suelo haciéndose pedazos.
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Rebusqué entre los fragmentos y levanté una minúscula avecilla, delicadamente
tallada en marfil... todo lo que ahora quedaba intacto de un sonajero de nulo que
yo había visto una sola vez, hacía tanto tiempo. La besé y, finalmente, empecé a
llorar, no lágrimas de dolor, sino de gozo.
¡Ese pajarillo estaba al fin libre de su jaula terrenal... al igual que mi bien amado
amo!

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