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Graciela Brodsky1

EL BROTE AMARGO DE BAMBÚ


(O SOBRE EL DESEO IMPURO DEL
ANALISTA)

El deseo del analista me resultó a menudo una noción


problemática. Me parecía clara la intención política de Lacan de
oponer al concepto de contratransferencia otro concepto, que
destacara que la función del analista era sostener la incógnita del
deseo del Otro, y que la dirección de la cura no se orientaba por el
inconsciente del analista sino por el deseo del analizante. ¿Pero
cómo explicar que la noción fuera esfumándose con los años hasta
desaparecer casi por completo en la última enseñanza de Lacan?
¿Y cómo explicar que al mismo tiempo que Lacan formulaba que
era tan imposible hablar de El analista como de La mujer, que no
existía El analista, que el universal no le convenía a su función,
acuñara un concepto que lo generalizaba: el deseo del analista?

Durante años trate de argumentar para despejar lo que para mí no


andaba en la fórmula “el deseo del analista”. La mejor respuesta
que me di fue que cuando el analista dejó de ocupar el lugar del
Otro y pasó en cambio a encarnar el objeto con el cual el
analizante jugaba la partida analítica, la función “deseo del
analista” quedó sustituida por la de “discurso del analista”. Por
otra parte, muchas veces me pareció un problema el hecho de que
en las enseñanzas de los cárteles del pase se destacara que no
siempre se hallaba el famoso deseo del analista, que raramente se
podía localizar el pasaje del analizante al analista, y que sin
embargo esto no impidiese la nominación. Sobre este punto, la
idea que me hice fue que como en la clínica del sinthome no hay
pasajes sino arreglos, reacomodaciones, el pasaje de analizante a
analista era solidario de un final de análisis concebido como
atravesamiento, como franqueamiento, compatible entonces con
una doctrina del pase articulada al fantasma y no alsinthome. Con
el discurso del analista como sustituto del deseo del analista, y con
la distinción entre un pase que se orienta por atravesamientos y
otro que, sin desconocerlos, no hace de ellos su última palabra, se
esclarecía suficientemente para mí tanto el problema del deseo del
analista como el del pasaje de analizante a analista.

No obstante, quedaba algo pendiente. Se trataba de esa acotación,


un poco a modo de advertencia, que Lacan ponía al lado de sus
grandes definiciones: el deseo del analista era el de obtener la
máxima distancia entre el Ideal y el objeto, pero sin olvidar que el
del analista era un deseo impuro.

La advertencia de Lacan sobre esa impureza que contaminaba la


función me intrigaba. ¿Lacan pensaba que finalmente la
contratransferencia era ineliminable? ¿Se trataba acaso de que el
análisis del analista no terminaba de evacuar el componente
subjetivo del acto analítico? ¿Tal vez la vacilación calculada de la
neutralidad no era siempre calculada? ¿Tal vez el deseo presente
en el deseo del analista, era, como todo deseo, una defensa contra
el goce? ¿Y qué hacer con esa impureza? ¿Se trataría de purificar
ese deseo, de reducir ese goce a su mínima expresión hasta
hacerlo irrelevante o, por el contrario, se trataría de reciclarlo y de
darle un nuevo destino, de colocar en el corazón mismo del
paradójico deseo del analista esa nueva alianza con los
ineliminables restos sintomáticos de la experiencia analítica?

Mi interés por el psicoanálisis se despertó temprano. Cuando se


preparaba la fiesta de mis quince años, que, por razones que ya
presenté, me producía la mayor de las angustias, mis padres me
preguntaron qué quería de regalo. Yo dudaba entre un
tocadiscos Winco o las obras completas de Freud. Mis padres, que
no dudaron, me compraron el Winco. Dos años más tarde entré
en la carrera de psicología y con mi primer sueldo de maestra me
compré los dos tomos de Freud disponibles en esa época. Me
recibí de psicóloga y empecé a recibir pacientes. Quería ser
psicoanalista. Estudiaba, controlaba dos veces por semana, me
analizaba tres. La terapéutica me preocupaba, pero en mi caso el
deseo de curar no era la impureza que contaminaba mi acto. Yo
confiaba en los poderes de mi palabra y padecía el hecho de que el
Otro fuera sordo a su inconsciente y a mis interpretaciones.
Entonces controlaba para dar con las palabras justas, con la
interpretación exacta. Ignoraba que la sordera del Otro
garantizaba mi consistencia.

Como ya comenté, la sordera de mi madre apareció poco tiempo


después de su casamiento. No quedó completamente sorda, pero
tenía una disminución importante de la audición. Los médicos,
que nunca tuvieron la menor idea de la etiología de su hipoacusia,
sugirieron que un parto podría aumentar la sordera y el
matrimonio decidió entonces renunciar a los hijos porque ella
temía “tener un hijo al que no pudiera oír”. Diez años después, un
embarazo inesperado me trajo el mundo “como un regalo caído
del cielo”, dicho primero que “decreta, legisla, aforiza, es oráculo,
confiere al otro real su oscura autoridad”. Entonces, no solo traje
un pan bajo el brazo sino el deber temprano de hacerme oír. Y lo
conseguí, porque por alguna razón mi voz era la única que mi
madre escuchaba con claridad, y yo me convertí muy
tempranamente en la traductora de las palabras que le dirigían.

Así, si el deseo del analista era un deseo impuro, el mío estaba


contaminado por el goce de ser la intérprete.

Daré un ejemplo. Durante el curso de su análisis, una mujer que


padecía de manera especialmente aguda el sinsentido de las cosas
relató el siguiente episodio infantil. Ella va al baño, no encuentra
papel con qué limpiarse y, como último recurso, utiliza una toalla
blanca, que queda manchada. Su hermano, que la sorprende,
enarbola cual bandera la toalla sucia y la exhibe ante los
compañeros de juego. De este episodio humillante quedó un
síntoma: durante el primer año escolar se negó a escribir, dejaba
la página en blanco, y solo hacía garabatos sin sentido en los
márgenes de la hoja. La página en blanco la representaba todavía
en la adultez. Sin saber ya más que hacer para detener la fuga del
sentido que yo soportaba con dificultad, y conociendo sus
incursiones por centros orientalistas, se me ocurrió pedirle que
consultara entre sus conocidos el significado de una caligrafía
china que yo había comprado en una “venta de garaje” y que
guardaba sin decidirme a exhibirla hasta tanto no conociera su
traducción. Recuerdo haber imaginado su recorrido en busca del
desciframiento de ese enigmático objeto que yo había puesto entre
sus manos. Luego de algunos meses llegó con la traducción
esperada: “El brote amargo de bambú al hacerse como el té tiene
un sabor encantador y extraordinario. Tu puedes venir
directamente, invitado por Huai Su”. Para mi sorpresa, la
traducción no eliminó el enigma sino que lo hizo aún más patente.
Ella, que nadaba en el sinsentido como pez en el agua, no
encontró en la traducción ningún limite a la metonimia en la que
se perdía, y mi acto, fallido, volvió sobre mí interpretándome el
goce opaco de la intérprete.

Por diversos caminos, muchos años después el final de análisis


volvió a enfrentarme con la traducción imposible, esta vez la de las
palabras de mi analista. Liberada finalmente del axioma de la
sordera del mundo, y de la exigencia pulsional de hacerme oír, la
práctica analítica perdió sin duda el carácter de trabajo forzado en
el que muchas veces me obstinaba hasta obtener la palabra justa.
Sin embargo, disfruto traduciendo, y dando clase, y hablándoles a
ustedes [¿acaso el pase mismo no es una manera nueva de poner
en ejercicio la satisfacción de hacerme oír?]. Y disfruto prestando
la voz y el silencio para que otros, que se analizan conmigo,
puedan oírse. En mi caso, es el destino de la pulsión una vez
atravesado el fantasma fundamental. Eso no se abandona, pero
liberada de sus usos fijos, la pulsión se anuda de otra manera y
obtiene otras satisfacciones.

¿Por qué no decir entonces que más allá del deseo del analista, la
práctica actual del pase nos lleva a pensar que para no extraviarse
respecto de lo real, la mejor brújula de la dirección de la cura es el
síntoma del analista? O, para decirlo de otro modo, que eso que
llamamos deseo del analista no sólo tiene un fundamento
neurótico, sino que el deseo del analista es uno de los destinos
posibles de lo irreductible del análisis del analista, que el analista
no analiza sin su síntoma. Un síntoma del que conoce el paño, con
el que sabe hacer, un síntoma que ha sido reconducido a la
contingencia de su causa, a la insensatez de su repetición, y que se
vuelve entonces instrumento, herramienta, utensilio, lazo ...
gbrodsky@fibertel.com.ar

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Graciela Brodsky es miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana
(EOL). Analista de la Escuela Una.

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