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LIMA FUE ESCENARIO DE LUCHA CONSTANTE Y SU PLAZA MAYOR

SE TIÑÓ DE SANGRE
Por: Luis Guzmán Palomino
Destruyendo la urbe nativa existente en Lima, el 18 de enero de 1535 los
invasores españoles fundaron a orillas del río Rímac la que llamaron
pomposamente Ciudad de los Reyes. Quienes se consideran sus herederos tienen
todo el derecho de festejar esa efemérides, con misa te deum, sesión solemne en
la municipalidad, serenatas del peor gusto, etc. etc. Pero nosotros, rechazando la
conmemoración hispanista, tenemos que proclamar con rotundidad que la
historia de Lima no empieza con la fundación española, sino que tiene una
antigüedad de por lo menos trece milenios, historia que no debemos olvidar. Por
los valles del Rímac, del Chillón y del Lurín, transitaron originariamente los
cazadores de tarucas y auquénidos, recolectores de camarones y de peces, al
tiempo que los que llegaron aquí siguiendo las zonas costeras prosperaron como
recolectores de mariscos y luego como pescadores. Y esos primeros limeños, si así
cabe llamarlos, edificaron aquí varios templos y habitaron prósperas aldeas,
antes de la escisión de la sociedad en clases sociales diferenciadas. Ellos, en
consecuencia, fueron sus auténticos fundadores.

ALIENACIÓN Y DEPENDENCIA
Alienación y dependencia
Por desgracia, una historia escrita al gusto de la clase dominante o de acuerdo a sus intereses,
hizo que se reconociera como peruana una historia que es más bien un capítulo de la historia de
España. Y así se ha omitido hablar sobre la función que le cupo a la ciudad capital establecida por
los españoles, como intermediaria de la sumisión colonial de nuestro país.
Como para ponerse a tono con los nuevos tiempos, hubo un sector que impuso hace unos
años una mole de piedra vecina al palacio municipal, llamándola monumento al último curaca indio
de Lima, lo cual no fue óbice para que los mismos indefinidos se inclinasen ante la estatua ecuestre
de Pizarro, para entonar ante ella, en el colmo de los absurdos, el Somos libres, etc., etc.
Desde otra posición, que pretende ser finalmente vindicadora de las gestas populares, Lima
tendría que recordar no al jefe de quienes destruyeron el legado autóctono, sino a quienes desde el
siglo XVI ofrendaron su sangre en continuas luchas contra la dominación. Desde Quizu Yupanqui
que en 1536 intentó recapturar Lima para los incaicos, muriendo a orillas del Rímac, hasta Felipe
Velasco Túpac Inca Yupanqui, el último Tupacamaru del siglo XVIII, pasando por Gabriel Manco
Cápac y Francisco Inca, cuyos seguidores dignos luchadores peruanos, fueron colgados y
descuartizados en la plaza de armas de esta capital, que ojalá algún día sepa reivindica la sangre de
la rebeldía india. 

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Idolatrías y nativismo
El 11 de julio de 1613, se iniciaron en Lima las sesiones del cuarto concilio sinodal, bajo la
presidencia del arzobispo Toribio de Mogrovejo. Tuvo como objetivo acordar la política a seguir
para reprimir la resistencia nativista, a la que denominaron idolatrías de indios.
En las últimas décadas del siglo XVI, coincidiendo con la etapa de mayor crisis para el
mundo andino (tiranía de Toledo, despojo de tierras comunales, mitas a Potosí y Huancavelica,
mortíferas epidemias, etc.), había cobrado auge la propaganda libertaria de los sacerdotes nativos, en
una suerte de segundo ciclo del Taki Onccoy, teniendo como principales reductos a varias
provincias de Apurímac y Ayacucho.
Ello se extendió también a Arequipa, con especial fuerza a principios del siglo XVII, al
proclamar los sacerdotes nativos que la erupción de volcanes y terremotos que entonces ocurrieron
tenían por causa el abandono de los dioses andinos.
Y en la segunda década de ese siglo, la sierra de Lima se convirtió en principal baluarte de la
resistencia nativista, motivando la reunión preocupante de los jefes de la iglesia cristiana.
Característica general de ese movimiento fue la resurrección de los cultos nativos y el
abandono de la religión que trataron de imponer los españoles. Según los líderes libertarios, el caos
que trastornada al mundo andino era consecuencia del abandono de los dioses tutelares, y el orden
retornaría en la medida que ellos volviesen a tener vigencia.
La iglesia cristiana acordó entonces una bárbara represión, a través de grandes campañas
punitivas que se denominaron rejas o de extirpación de idolatrías. Pese a todo, la lucha contra la
opresión no se iba a detener, adoptando una nueva faceta en la segunda mitad de aquel siglo XVII.

El año de los 666


Tal vez fue elegido simbólicamente el año de los tres seis, 1666, como inicio de lo que
después se llamaría Movimiento de Liberación Inka. Y Lima, la capital del virreinato, fue escogida
por los líderes libertarios, porque aquí se concentraba lo principal del poderío colonial opresor.
La sociedad española vivió entonces días de zozobra, según se lee en el "Diario de Lima",
que por entonces editaban Joseph y Francisco de Mugaburu: “Jueves 16 de diciembre de 1666 años,
octava de la Limpia Concepción de Nuestra Señora, se descubrió la maldad de los indios que se
querían levantar en esta ciudad y matar todos los españoles; y habían de pegar fuego a la ciudad
por muchas partes, y soltar el agua de la acequia grande Santa Clara".
Gabriel Manco Cápac, Juan Ordóñez y Andrés Arenas fueron los principales líderes de esta
conspiración . Celebraron varias juntas para ultimar los detalles de la rebelión, pero un traidor
también asistió a ellas, Diego de Lobo, quien por mil veces vendió a sus hermanos de raza, delatán-
dolos.
Manco Cápac logró huir, pero sus lugartenientes y varios otros conspiradores cayeron presos.
Con todo, las autoridades virreinales permanecieron temerosas y -se lee en el diario de Mugaburu-
"estuvieron acuarteladas las compañías del batallón del el 17 de diciembre de 1666 hasta el 4 de
febrero de 1667".

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Matanzas en la plaza mayor de Lima
Se tuvo noticia de que en los cerros aledaños de Huachipa y Oropesa se estaban reuniendo
más de tres mil indios, decididos a lanzar un ataque en la víspera de la fiesta de Reyes. A su
encuentro salieron trescientos soldados españoles al mando del general Baltazar Pardo, quien luego
sería reforzado con una compañía de plateros a caballo. Las pesquisas no tuvieron efecto alguno, lo
cual no fue óbice para que se dictase la ejecución de los prisioneros.
Así, el lunes 13 de enero de 1667, en la plaza de armas de Lima, fue ahorcado y decapitado
el famoso Pedro Bohórquez, líder incaísta que cayera prisionero en tierra de los Chalchaquíes. Y
luego, el 24 de enero, fueron ahorcados, decapitados y descuartizados los líderes de la conspiración
limeña. Pese a todo, la Lima india no cejaría en su lucha y ella se renovaría con especial énfasis
promediando el siglo XVIII.

El proyecto libertario de Francisco Inca


El 25 de junio de 1750 se ultimaban en Lima los detalles para una nueva sublevación india.
El virreinato, en esos días, se hallaba conmocionado, pues ocho años duraba ya la guerra
revolucionaria emprendida por Juan Santos Atahuallpa, quien por entonces había liberado toda la
selva central, demandando desde Chanchamayo el apoyo de los indios de la sierra. Ello lleva a
suponer que los conspiradores en la capital actuaran en inteligencia con aquel caudillo.
Lamentablemente, la sublevación en Lima abortaría por delación de un cura que violando el
secreto del confesionario denunció la trama al virrey Manso e Velasco. Se supo así que la rebelión
debía haber estallado el día de la fiesta de San Miguel Arcángel, en cuya víspera los indios se
aprovisionaban de armas aprovechando que se les abría el arsenal para que tomaran las que
acostumbraban portar en el desfile de indios que tenía lugar durante esa festividad.
A medianoche, según el plan descubierto, 500 rebeldes asaltarían el palacio de gobierno
donde serían muertos el virrey, su familia y guardia, al mismo tiempo que se prendería fuego a los
cuatro extremos de la ciudad. Otros 500 marcharían al Callao para apoderarse del presidio y
fortaleza; a casa de cada ministro se enviarían 50, para ultimarlos, e igual número se situaría en cada
salida de la ciudad, para aniquilar toda oposición.
Sumamente alarmado el virrey tomó todas las providencias del caso y en la mañana del 27 de
junio ordenó la prisión de los principales líderes indios. A todos se les juzgó sumariamente y el 22
de julio, en la plaza de armas, fueron descuartizados Miguel Surichac, Gregorio Laredo, Melchor de
los Reyes, Antonio Cabo, Julián Ayala y Santiago Huallpa Mayta.
Pero el mismo día en que se derramaba esa preciosa sangre, Francisco Inca daba el grito de
libertad en Huarochirí.

Los ideales del movimiento Inka


En efecto, tras abortar la rebelión en la capital, Canta y Huarochirí, se sublevaron, bajo el
comando de Francisco García Jiménez, quien tomó el nombre de Francisco Inca. El ideal principal
de la rebelión fue acabar con la dominación española, restaurando el imperio de los Incas. La mira
inmediata fue la de poner fin a las mitas y tributos y acabar con los abusos de los corregidores,
jueces y curas.

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Francisco Inca, que tuvo en mente sublevar a todos los indios del Perú, destruyó puentes y
bloqueó el camino a Lima, remitiendo comunicaciones a los alcaldes indios de los pueblos vecinos
exhortándolos a participar en la lucha. Importante detalle fue el llamado que hizo también a los
esclavos negros, ofreciéndoles la libertad.
En Huarochirí fueron ajusticiadas las autoridades virreinales, provocando que partiese de
Lima una expedición de guerra al mando del Marqués de Monterrico. Al llegar a Langa, este jefe
prometió un indulto para los que abandonasen las filas rebeldes, fijando una recompensa de
quinientos pesos para quien entregase, vivo o muerto, a Francisco Inca. Otras varias recompensas se
prometieron por la entrega de otros líderes indios, entre los cuales destacaba Francisco Santa Cruz,
de Lahuaytambo.

Nuevas matanzas y represiones


La traición permitió a los virreinales capturar a varios rebeldes, que fueron fusilados en
Huarochirí, tras lo cual la expedición punitiva se posesionó de toda la provincia y luego continuó su
sangrienta tarea represiva en Canta. Uno de los indios sacrificados fue Francisco de Santa Cruz.
Recién a mediados de setiembre cesó la represión. Algunos de los líderes capturados se
trajeron a Lima, para ser públicamente ejecutados. Ello ocurrió con el cirujano Pedro Santos y con
un anónimo dibujante (a quien se le encontró un croquis de la capital con sitios señalados para
desatar la subversión). Ambos fueron ahorcados en la plaza mayor y luego descuartizados; sus
cabezas se plantaron en la picota y sus cuartos se plantaron en los caminos.
Mas no por ello cesó la rebeldía india en la sierra de Lima, pues en 1783 la lucha sería
renovada por Felipe Velasco Túpac Inca Yupanqui.

El último Túpac Amaru


A mediados de 1783 Felipe Velasco Túpac Inca Yupanqui acaudilló una rebelión india que
estalló en los pueblos de Carampoma y Asunción de Huanza para luego extenderse a toda la
provincia de Huarochirí. Resulta claro que este alzamiento estuvo inserto en la gesta tupamarista,
pues Velasco se tituló hermano de José Gabriel Condorcanqui, a quien proclamó emperador del
Perú, aduciendo que como tal había sido coronado en el Gran Paytiti. Esto tuvo mucho de simbólico,
pues hacía ya dos años que Túpac Amaru había muerto.
Desatada la rebelión el corregidor de Huarochirí, viéndose impotente para controlarla con sus
propias fuerzas, tuvo que solicitar urgentes auxilios de Lima, El virrey remitió entonces tropas bien
pertrechadas, que incursionaron en la región con rigor desmedido. Velasco y sus principales
seguidores fueron capturados y se les remitió a Lima para juzgarlos.
Juicio, sentencia y ejecución fueron todo cuestión de horas. Por todos sus “crímenes
horrendos”, vale decir por haber intentado la redención de los hermanos oprimidos, el 7 de julio de
1783, Velasco fue llevado a la plaza mayor de Lima, donde fue estrangulado y descuartizado. Su
cabeza quedó expuesta en una jaula de hierro colocada en la Portada de Maravillas y sus cuartos se
plantaron por los caminos para perpetuo ejemplo. Lo restante de su cuerpo fue quemado en las
afueras de la ciudad y sus cenizas se arrojaron al río Rímac.
Igual suerte padeció Ciriaco Flores, su principal lugarteniente. Otros rebeldes, hombres y
mujeres, padecieron diversas penas, como destierro, azote público y reclusión. A raíz de tan notable

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conmoción, se militarizó el virreinato, entrando en su crisis final.
Así, pues, la lucha libertaria y el martirologio indio en Lima fueron una constante y ello se
inscribe como capítulo trascendental de su historia. Valdría la pena recordarlo honrando a nuestros
auténticos héroes, en vez de repetir año tras año el aún pomposo homenaje a la fundación española
de Francisco Pizarro.

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