Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Esta vez parece ser verdad: Ernest Hemingway ha muerto. La noticia ha conmovido, en
lugares opuestos y apartados del mundo, a sus mozos de café, a sus guías de cazadores,
a sus aprendices de torero, a sus choferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a
menos y a algún pistolero retirado.
Mientras tanto, en el pueblo de Ketchum, Idaho, la muerte del buen vecino ha sido
apenas un doloroso incidente local. El cadáver permaneció seis días en cámara ardiente,
no para que se le rindieran honores militares, sino en espera de alguien que estaba
cazando leones en África. El cuerpo no permanecerá expuesto a las aves de rapiña, junto
a los restos de un leopardo congelado en la cumbre de una montaña, sino que reposará
tranquilamente en uno de esos cementerios demasiado higiénicos de los Estados Unidos,
rodeado de cadáveres amigos. Estas circunstancias, que tanto se parecen a la vida real,
obligan a creer esta vez que Hemingway ha muerto de veras, en la tercera tentativa.
Hace cinco años, cuando su avión sufrió un accidente en el África, la muerte no podía
ser verdad.
En realidad, Hemingway solo fue un testigo ávido, más que de la naturaleza humana de
la acción individual. Su héroe surgía en cualquier lugar del mundo, en cualquier
situación y en cualquier nivel de la escala social en que fuera necesario luchar
encarnizadamente no tanto para sobrevivir cuanto para alcanzar la victoria. Y luego, la
victoria era apenas un estado superior del cansancio físico y de la incertidumbre moral.
Hemingway solo contó lo visto por sus propios ojos, lo gozado y padecido por su
experiencia, que era, al fin y al cabo, lo único en que podía creer. Su vida fue un
continuo y arriesgado aprendizaje de su oficio, en el que fue honesto hasta el límite de
la exageración: habría que preguntarse cuántas veces estuvo en peligro la propia vida
del escritor, para que fuera válido un simple gesto de su personaje.
En ese sentido, Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que
quiso ser: un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida. Su
destino, en cierto modo, ha sido el de sus héroes, que solo tuvieron una validez
momentánea en cualquier lugar de la Tierra, y que fueron eternos por la fidelidad de
quienes los quisieron. Esa es, tal vez, la dimensión más exacta de Hemingway.
Probablemente, este no sea el final de alguien, sino el principio de nadie en la historia
de la literatura universal. Pero es el legado natural de un espléndido ejemplar humano,
de un trabajador bueno y extrañamente honrado, que quizá se merezca algo más que un
puesto en la gloria internacional.