Está en la página 1de 433

Título original “Alguna noche saldrá el sol”

Copyright © Agustí Pujol

1ª Edición Octubre 2013

2ª Edición Septiembre 2014

3ª Edición Septiembre 2015

Barcelona

ISBN 9788483260548

“Juega a ser un niño

y no te abandonarás…

… ¡Nunca jamás!”
A en Francesc

Capítulo 1

Me levanté por la mañana temprano, sobre las nueve, ya que la noche anterior, aunque
se trataba de un sábado, había decidido no salir con los amigos. Bien conocidas tengo lo que
son mis salidas nocturnas en las que aparte de beber un montón no te comes un rosco, y
principalmente por lo mamado que vas, no por falta de ganas. Así, esa noche, después de
tragarme media película de Sylvester Stallone, me quedé frito en mi cómodo sofá con el
dulce tintineo de ráfagas de metralleta y bombas a discreción, y no sé si por eso me levanté
con un ligero dolor de cabeza. Lo solucioné con una aspirina, pensando en la suerte que
tenía de tener dolor de cabeza, porque tenía oído que esa píldora protegía sobre posibles
infartos.

Me preparé un café con la cafetera individual que me había regalado mi madre, pues
sabía ella que tenía una familiar de seis, y a menudo me decía que debía aprender a ahorrar,
que la vida no estaba para despilfarros. Me quedé pasmado con el ruidito del café, que
buscaba salida por el caño superior, mientras recordaba la llamada de Ernesto del día
anterior. Se quejaba de la gente con quien compartía el piso, que le hacía la vida imposible
y no entendía por qué. Y que el piso no tenía la culpa, pues era fantástico, con terraza, alto y
soleado. Después de soltarme la tarabilla, concluyó que estaba dispuesto a solucionarlo de
una vez por todas.

—Oye, Ernesto, ¿y no será por culpa del perro?

—¿El perro? ¿Y por qué? Si Ramsés es un perro precioso —se ofendió ante la idea de
que fuera ese el motivo de las discrepancias.

Ernesto tiene un perro de raza rottweiler, de color negro betún con zonas pardas en el
morro, pecho y en la parte baja de las patas, que nunca se me hubiera ocurrido definir como
precioso. Se trata de un perro muy musculoso y, aunque clasificado de talla media, está
considerado como uno de los perros de defensa más poderosos que existen. Así, por mucho
cariño que Ernesto le tenga, Ramsés forma parte de esa raza con todo lo que ello comporta.

Nunca he gozado de la simpatía de los perros y creo que tampoco ellos de la mía. Me
producen un cierto respeto, que es una manera discreta de decir miedo. Además, estoy en
contra de lo que la mayoría de gente cree, que estos bichos ya son felices mientras los
alimentes bien y los bajes a la calle diez minutos para que olisqueen las meadas de sus
semejantes y hagan lo mismo en los mismos u otros árboles, arbustos o esquinas. Están
condicionados por el horario de sus amos, y cuando llegan a casa menean la cola, felices, ya
que tienen la posibilidad de probar un bocado o echar esas meaditas en la calle. Pues por
eso, no me quiero imaginar cuando se abre la puerta y el pobre Ramsés ve que no es Ernesto
quien entra, sino Esther, Carmela o Jordi. Se esfuman sus ilusiones y no es difícil adivinar
su decepción. Así, cegado por sus instintos primarios, puede creer que se trata de un intruso
y hacer valer su reputación de poderoso perro de defensa para atacar sin más miramientos.

—Entonces, Ramón, como vives solo y somos buenos amigos, he pensado que podrías
alquilarme una habitación.
—¿Con perro o sin perro? —pregunté.

—Hombre, Ramón, con Ramsés, joder.

Como además de ser uno de mis mejores amigos, sé que gana una buena pasta con su
trabajo, no dudé, antes de negarle la entrada en mi hogar, en pedirle una mensualidad
portentosa que me hiciera no alegrar, que eso es imposible, pero sí compensar la presencia
del animal. Yo por aquel entonces no ganaba gran cosa, pero sabía de buena tinta, y gracias
a la confianza que Ernesto me tenía, que me triplicaba el sueldo. También sabía que se lo
merecía, ya que se dedicaba a taponar muertos a domicilio, trabajo muy desagradable, y
¡además a comisión!, aunque nunca, que yo sepa, había forzado un desenlace fatal en sus
clientes. Se ve que cuando alguien muere, este supura por todo agujero natural y artificial, y
principalmente por decoro, de cara a las visitas y a la misa, se procede al taponamiento de
todo orificio. Y él, tantos taponaba, tanto cobraba, con incentivos si lo hacía de noche, en
días festivos, o si la muerte no había sido natural, como asesinatos, accidentes de tráfico o
suicidios. Me había contado varias anécdotas, menos de las que a él le habrían gustado, pero
muchas más de las que yo hubiera querido.

Un día me contó una de sus historias con la naturalidad de quien considera que tiene un
trabajo normal y sin tener en cuenta que para los demás es un trabajo horripilante. Pues yo,
que no había comido en todo el día y me encontraba devorando el primer plato de mi
opípara cena, tuve que interrumpir la comilona para vomitar parte de los tagliatelles que ya
había ingerido. Cuando salí de ese percance, le rogué muy contrariado que se marchara ipso
facto con su perro.

Ernesto, aunque para la gente es el taponador, de cara a los clientes se hace llamar
técnico-practicante, cosa que me parece muy bien, pues cada uno tiene que hacer valorar su
trabajo, ya que si no te consideran un don nadie. Así pues, al llegar a la casa y después de
presentarse como Dios manda, los anfitriones le hicieron pasar a una habitación donde había
un hombre inmóvil en el lecho. Preparada la silicona o lo que fuera con que taponara, el
supuesto muerto dejó ir un ligero alarido respiratorio ante la sorpresa del técnico-
practicante.

—¡Este muerto no está muerto!

—Claro, ya lo sabemos. Quien ha muerto es la abuela. ¿No es usted el practicante?

Con la presentación se habían confundido. Y aunque no le quedaba mucho de vida, no


era cuestión de adelantársela. Luego taponó a la abuela.

—Mira, Ernesto, mientras aceptes las normas de convivencia que rigen en mi casa, no
tendré ningún problema.

—Bueno, me las explicas y ningún problema.

—La primera norma es que el perro también tendrá sus normas, y esas normas las dicto
yo.

—Sí, Ramón, tranquilo, que Ramsés también cumplirá sus normas —respondió con
ligera sorna.

—Y otra es pagar las mensualidades por adelantado, como yo las pago, y te puedo
avanzar el montante ahora si así lo prefieres.

—A ver, dime —dijo receloso.

Se me había presentado una gran oportunidad de ganar un dinero extra. Mi sueldo me


llegaba para el reciente alquiler de mi espacioso, aunque cutre, piso en la calle Martínez de
la Rosa, en el barrio de Gràcia, y las copas del fin de semana, pero no me permitía ahorrar
ni un duro para comprarme ni el video, que tanto deseaba para tener un mando a distancia
para la tele, ni la silla de ruedas para moverme libremente por la habitación. Por no hablar
de jubilar mi primitivo ordenador y adquirir uno bien moderno, con Internet, como el de
Andreu. La ocasión pintaba calva y no era cuestión de desaprovecharla.

—Venga, sesenta pepinos al mes con Ramsés.

—¿Pero tú estás loco o qué? —exclamó—. ¡Por sesenta boniatos me pillo un ático con
terraza para mí solo!

—Para ti y tu perro, que sois dos —puntualicé—. Mira, Ernesto, he pensado treinta
cada uno, que por muy Ramsés que sea, a mí los perros me molestan tanto como las
personas. Y que sepas que lo hago por ti, que yo ya estoy bien solo.

En fin, zanjamos la conversación de forma bastante desagradable.


Hacía cinco años que había acabado la carrera de Arquitectura Técnica, justo un año
antes de las Olimpiadas de Barcelona, a las que yo me oponía profundamente por motivos
sociales. Pensaba que estas no las pagaríamos todos los españoles equitativamente, sino que
las acabaríamos costeando los de siempre, o sea, los de abajo, el siempre jodido
proletariado. Pero además, aparte de la fama que los políticos nos refregaban continuamente
que conseguiría la ciudad y de lo orgullosos que deberíamos estar de tal hazaña, serían las
grandes multinacionales y cuatro espabilados más quienes se llevarían la gran pasta. Eso sí,
al acabar la carrera tenía tres suculentas ofertas, mucho más tentadoras de lo que podía
imaginarme, pues no creía que la bonanza económica me salpicara de esa manera.

Una, la mejor pagada, la rechacé por motivos de conciencia. Se trataba del diseño del
cinturón de la ronda de la ciudad y en mi barrio tocaba un nudo, ya que convergían las
autopistas de salida, las de entrada y la circunvalación. Y claro, como iba a partir el barrio
por la mitad, estaba todo el vecindario en contra. No hubiera podido soportar las
manifestaciones de mis vecinos delante de mi barracón de obra, cuando yo solo podría
manifestarme los días de fiesta. Y por supuesto, tampoco tener el peso moral de mi
justiciero padre en el otro bando que, aunque siempre me ha dicho que lo que hay que hacer
es trabajar y cumplir, nos habría supuesto un serio dilema de contradicción familiar.

Ese trabajo me hizo imaginarme como el guapo protagonista de una película, en la que
el ingeniero llega para realizar una presa o explotar una mina, en la que el propietario es un
cacique explotador. Pero ponía en duda si el final sería el típico, donde el guapo ingeniero
se liga a la chica guapa, se acaba la obra y se celebra una gran fiesta con boda, o si, por el
contrario, al cacique se le acaba la buena vida y lo meten en la cárcel, al ingeniero lo
linchan a hostias por traidor y la chica guapa acaba liándose con el joven líder comunista.

Desprecié la oferta por peligrosa y opté por trabajar en una constructora de medianas
dimensiones en unas promociones de viviendas unifamiliares. El sueldo no era ni generoso
ni desquiciable, pero antes de un año ya me había alarmado de la baja calidad de las casitas
y sus especulativos precios. Así pues, decidí trabajar para la administración pública con la
intención de servir al pueblo. Cuando en la entrevista me preguntaron porqué, les dije que
era el sueño de mi vida trabajar para el ciudadano de a pie, como los políticos, con las
manos limpias y sin especulación.

Según me dijeron varias voces y pude comprobar yo mismo, la carrera de la función


pública se basaba en dos sorprendentes premisas. La primera era la suerte, que era lo que te
permitía ascender, de ser de algún partido político concreto, familiar de alguien influyente o
que se jubilara tu jefe directo y te hubieras arrimado a él lo suficiente. Como dice mi abuela
Rosario, la andaluza, “a quien buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Para nada
cuenta la inteligencia, la capacidad organizativa y todo eso de que presumen los políticos,
sino tener facilidad para sonreír a tus superiores aunque no te apetezca y consideres una
memez lo que te acaban de decir. Y la segunda era que, paradójicamente, no era más
inteligente el que más lo era, sino el que tenía más habilidad para escaquearse sin ser
descubierto y conseguía más días de fiesta bajo cualquier pretexto. Ese era el inteligente y el
otro era el tonto. Esa realidad, junto con algunos tejemanejes que descubrí en el
departamento de obras, truncó mi idílica visión del empleo público hasta el punto de incidir
en mi rendimiento.

Muy decepcionado, me marché de España con una beca al extranjero a desintoxicarme


de tanta bazofia. Ya lo dice mi madre, que “ojos que no ven, corazón que no siente”. Y
cuando volví después de las Olimpiadas, con mis entrañas renovadas, Barcelona y media
España, pues la otra media todavía tenía el rédito de los chanchullos olímpicos, estaban en
una profunda crisis económica. Estuve dos años sin trabajo, bueno, sin trabajo relacionado
con la construcción, tiempo que dediqué a hacer chapuzas como encuestas, venta
domiciliaria y, entre las más grandes, la Prestación Social Sustitutoria.

En el año 95, con la crisis alargándose más de lo previsto, mi padre −que nunca había
querido hacer uso de las influencias, pero al ver mi delicada situación laboral se vio
obligado a ello− se puso en contacto con un primo suyo muy bien colocado y me enchufó
en Tragados y Destrucciones. Todo eso, no sin provocar esos problemas de conciencia a los
que me refería antes. Por aquel entonces era un sueldo muy justito, justificado por la
sempiterna excusa de la crisis, que todavía cobro y que en dos años no he visto
incrementado más que un IPC ridículo que ya me gustaría saber de dónde lo sacan. Porque,
por poner un ejemplo, el aceite de oliva se ha triplicado en precio, y las patatas, que toda la
vida han valido veinte pesetas el kilo, ahora se han puesto por las nubes. De la vivienda
prefiero no hablar, no sea que todavía suba más.
Pero en mi empresa, la seriedad de los niveles jerárquicos más bajos me hizo recuperar
la idea de la justicia en la construcción. Sin importancia quedaban pequeñas irregularidades,
como la invención de destinos para el incremento del kilometraje o que el jefe de obra se
hiciera reformas en su casa con el personal de la empresa. Eran minucias sin importancia
ante las que todos hacíamos la vista gorda, y yo más, que todavía dependía de mis cien
pepinos. Así, como yo no tenía acceso a esos beneficios y mis cien mil cucas me sabían a
muy poco, me propuse aumentar mis ingresos gracias al perro de Ernesto.

El café me había quedado aguado, pero al mezclarlo con la leche no se notó tanto.
Acompañé el brebaje con dos magdalenas, algo durillas ya, que compraba en la moderna
pero nefasta panadería de la esquina de abajo. Sin embargo, al mojarlas en el susodicho café
mejoraron notablemente. Como era domingo, me tomé el privilegio de no ducharme y bajé
a la calle para dar una apacible vuelta por el barrio.

Me acerqué a la plaza Rius i Taulet y compré La Vanguardia para echar una ojeada al
mercado de trabajo. Como estábamos en la recta final de las vacaciones de agosto
−desgraciadamente con las mías finalizadas desde hacía quince días−, creí que las ofertas
serían más numerosas. Me senté en la terraza del bar Candanchú y me pedí un cortado para
hacer bajar definitivamente esas magdalenas, mientras leía los anuncios de siempre.

—El cobrador del frac, trescientos al mes, jornada completa y coche de empresa. ¿Qué
te parece? —le dije a Mateu, el camarero.

—Eso tendría que hacer yo —replicó dejándome el cortado encima de la mesa.

Ya sabía a qué coche se refería. Por unos momentos, pues desde pequeño gozo de una
gran imaginación, me vi vestido con el frac y el coche funerario para arriba y para abajo,
entrando en bancos, asesorías y empresas tuguriosas. Un amigo que lo había probado me
contó la filosofía de la empresa, que se reducía a tres puntos. El primero es que no se
persigue al defraudador, sino que solo se anda tras él a una distancia máxima de tres metros.
El segundo, que nunca se le pide dinero, solo se le menciona que debe una pasta. Y el
tercero es que nunca se debe sonreír. Sonreí entonces y pasé a otros anuncios.
—Vendedores de depuradoras domésticas de agua —leí en voz alta—. ¡Vaya narices!

A estos ya los conocía de mi época de paro y eran unos chorizos sin escrúpulos.
Recuerdo que mi compañero de ventas quería enchufarle un aparato de esos a una abuela de
ochenta y pico años, y le soltó que al eliminar la cal del agua, no tendría nunca más
problemas de piedras en el riñón.

—¿Usted ha tenido piedras en el riñón, señora?

—No, nunca he tenido, hijo.

—Pues mejor, señora. No le aconsejo que a su edad tenga piedras en el riñón, que son
muy dolorosas. Una vez, conocí a una mujer de su edad que padecía...

—Venga, Javi —le interrumpí yo—. Deja en paz a la abuela y vámonos.

—Pero... ¡qué dices! —masculló.

Le canté las cuarenta sobre la moral y lo poco que cobran los jubilados, y que no era
ético aprovecharse de la ignorancia de los muchos que no pudieron culturizarse como
nosotros por motivos de la época. Aunque nosotros, aclaré, más culturizados, parecíamos
más capullos que el más grande de los hijos de puta. Me miró como si fuera un sucio y
mezquino comunista, decepcionado con lo que tenía como compañero de negocio. Se chivó
al jefe de zona, y me echaron.

Había muchos otros trabajos aparentemente atractivos, con un gran sueldo y para los
que no se necesitaba experiencia, pero en una esquina y en letra pequeña estaban las
iniciales CM (Contrato Mercantil), y fastidiaban todo su encanto. En otro pedían modelos
de todas las edades y fisonomías que leí por curiosidad, pero que decliné inmediatamente al
especificar “preferentemente guapos”. Es obvio que ahí ya había perdido toda posibilidad, y
sonreí por haber tenido esa pizca de ilusión en un trabajo semejante. También, con gran
sorpresa, vi otro en el que ponía: “Gracias, Espíritu Santo”. Luego me di cuenta de que
estaba en el apartado de “Otros”.

Me cabreé al intentar cerrar el periódico, sin conseguirlo debido a una ráfaga de viento,
y me deshice de él, no sin antes salvar el CD Rom de la Gran Enciclopedia de los Animales
Domésticos (Perros II) que cada domingo regalaban con el rotatorio por el módico
suplemento de doscientas pesetillas. Y como digo, cabreado, me fui con la copla a otra
parte, zigzagueando por la monótona cuadrícula del barrio.
Durante mi letargoso paseo pude ver todo tipo de fauna humana. Viejos ocupando la
totalidad de los bancos públicos y otros tantos buscando sitio, como si jugaran al juego de
las sillas, pero sin correr. También había niños jugueteando por las plazas con una pelota,
con golosinas, familias de paseo y otras que iban a misa a la iglesia de la Virreina. Las
palomas engullían restos de una boda y dos vagabundos hacían su agosto en la salida de la
misa dominical. Finalmente, un par de jóvenes borrachos cantaban “Litros de alcohol” de
Ramoncín, y me sumé a tararearla para mis adentros.

Entre todo ese follaje humano, se plantaron ante mí dos mujeres terriblemente bien
vestidas: una mayorcita cincuentona −con un perro en sus brazos que adiviné yorkshire
terrier− y otra, aunque algo seriecilla, joven y apetitosa. Me invitaron a hablar con ellas de
no sé qué problema que tenían. Preocupado y deseoso de poderlas ayudar y de hacer algo
útil por alguien en esta sociedad cada vez más individualista, les dije que encantado. Y les
propuse hacerlo en el bar de la esquina para hablar más tranquilamente, y no en medio de la
calle, invitándolas a un café.

—¡Ay!, gracias, hijo. Muchas gracias —dijo la mayor.

Expectante, sin saber qué cara poner, esperamos sentados mi tercer café del día, un té
para la señora y una Coca-Cola para la chica. Esa Coca-Cola produjo un cambio de
impresiones entre las que yo suponía, aunque mal, madre e hija, por considerar la primera
que no era bueno tomar este tipo de bebidas a esas horas de la mañana. Acto seguido nos
presentamos.

—¿Cómo se llama usted, joven? —preguntó la señora.

—Ramón, pero por favor, tutéenme. ¿Y ustedes cómo se llaman?

—Yo me llamo Milagros y mi joven amiga, Dolores.

—Encantado —les dije—. Y este precioso perrito se debe tratar de... —y acerqué la
mano para acariciar su cabecita. Pero el animal me gruñó, empezó a ladrar con estridencia e
intentó desembarazarse de los brazos de su dueña para saltarme encima.

—¡Uy!, pero ¡¿qué te has creído?! —lo regañó doña Milagros, pegándole un
contundente mojicón en todo el morro. El bicho se me quedó mirando con un palpable odio
y la señora se disculpó amablemente en nombre de la fierecilla.

—Se llama Amapola —respondió al fin.

Los yorkshire terrier son perros muy pequeños y con mucho pelo, los cuales necesitan
un cuidado especial, según dice el primer CD Rom de la Gran Enciclopedia de los Animales
Domésticos (Perros I). Lo pude ver en casa de mi amigo Andreu, que tiene un ordenador
último modelo. También dice que es un perro de gran inteligencia, vivaz, curioso,
emprendedor, incansable y muy travieso.

Lo que la enciclopedia no especifica, cuando yo lo tengo comprobado, es que son


perros celosos y de sentimientos negativos que asocio con las novelas sudamericanas, en las
que todo el mundo se odia e intenta sacar los ojos al prójimo. Son nerviosos, de
movimientos impulsivos, prácticamente convulsivos, y usan la protección de su casi
siempre dueña de edad madura, para crecerse y mostrar su descaro y mala educación.

Desde siempre he tenido ganas de pegarle una patada a un bicho de esos y mandarlo
por los aires a la otra punta del comedor, pero nunca lo he conseguido. Aunque, a decir
verdad, tampoco lo he probado. Pensé, mientras sonreía a la señora Milagros diciéndole lo
encantadores que eran esos bichos, la suerte que tenía de que Ramsés no fuese ese
horripilante animal y se tratara tan solo de un poderoso perro de defensa.

—La vida, hijo mío —se lamentaba la señora Milagros—, nos decepciona una vez tras
otra con tanta guerra, tanto odio, tanta codicia, ¿no crees? La juventud está perdida en una
dirección de ciego consumismo, de individualismo, de drogas, de sexo sin compromiso.
Esta vida… Ramón, ¿no? ¿Te llamas Ramón?

—Sí, señora, sí.

—Pues esta vida, Ramón, con tanta maldad, tantos asesinatos y violaciones, la ira de
los terroristas, los pobres negros de África…

Mientras el monólogo de la señora Milagros, al que yo asentía compungido, se


disipaba entre el murmullo de la sala, me pareció entrever que Dolores, callada a su lado
jugueteando con la pajita de su Coca-Cola, no participaba precisamente con interés de tanta
desgracia.
—Nosotras tenemos la solución —resolvió con orgullo.

—¡No me diga! ¿De verdad? —exclamé sorprendido.

¿Irse a vivir a una masía? ¿Al Congo, de misionero? ¿Tal vez un nuevo partido
político?, me pregunté intrigado. La señora Milagros me alargó un pequeño cuestionario, y
al acercar mi mano a la suya, provoqué unos nuevos gruñidos de su Amapola, ante lo que
aquella respondió con un nuevo mojicón y un iracundo: “¡Cállate, coño!”. Luego, con gran
distinción, me invitó a que lo rellenase. Rellené las casillas del nombre y apellidos (Ramón
Gallofré Cisneros), dirección (calle Martínez de la Rosa, número seis, tercero segunda,
Barcelona), teléfono (dos uno tres siete cero y dos números más), profesión (arquitecto
técnico) y aficiones (cine y copeo nocturno con los amigos).

—La solución —desveló finalmente después de arrebatarme el cuestionario— es


seguir el camino del Señor, hijo mío. Como dice nuestro Evangelio...

Noté por debajo de la mesa el roce de unos pies, y retiré los míos de inmediato al creer
que habían chocado con los de la señora Milagros, para que no pensara que me la intentaba
ligar. Pero me di cuenta de que no eran los suyos, sino los de Dolores, que pensando ella
que eran parte de la mesa, volvieron a contactar con los míos restregándolos con suavidad.
Y claro, yo, por el tiempo que hacía que no tenía semejante roce, desboqué mi imaginación
a confines personales íntimos. Además, mientras la señora Milagros proseguía su
apasionante discurso, me pareció que Dolores jugaba a encontrar su mirada con la mía, para
retirarla de inmediato, y eso me hacía perder atención. Sus carnosos labios mojados con la
pajita de su Coca-Cola siguieron alimentando mis fantasías, paralizando no solo mi
expresión de pasmo, sino también mis pies, que seguían sin respirar bajo uno de los suyos.
Mientras, la cincuentona, ignorando el cachondeo de debajo de la mesa, y por supuesto el de
mi mente, me ofreció un pequeño almanaque para que me lo leyera con tranquilidad en
casa.

—¡Ah! —reaccioné al fin, fingiendo sorpresa—. Son ustedes del Reino de los Testigos
de Jehová.

Me recriminé cómo no me había dado cuenta de que eran testigos de Jehová, ¡con las
veces que me habían acosado! Aunque también era verdad que nunca me había acosado una
jovencita testigo de Jehová con descaro semejante y, tal vez por eso, no encontré las
palabras apropiadas para mandar a la señora Milagros a paseo, sin que se fuera la jovencilla,
está claro. Y no era tan jovencilla, que tendría sus buenos veintitrés añitos muy bien
puestos, ante mis treinta recién cumplidos que ya me empezaban a pesar.

De repente, una risotada de Dolores provocó que la cincuentona se levantara airada y


vociferara: “¡Maleducada!”, a la chica. Yo alcé las manos para pedir paz, pero Amapola me
dejó claro que no tenía vela en ese entierro, al intentar reventar los tímpanos a los presentes,
que atendieron morbosos al desenlace del conflicto. Entonces, la señora Milagros cogió a
Dolores por la camisa, levantándola de la silla de forma que casi se le sale una teta, ante mi
decepción al no ser finalmente así, y se fueron las tres por la puerta: Amapola ladrando,
Milagros renegando y la sensual Dolores guiñándome el ojo.

Visiblemente sonrojado ante la expectación general del gentío, pagué las


consumiciones y me ahuequé al instante del café. Tomé el Torrent de l’Olla, dirección mar,
enormemente estupefacto por lo acontecido, pero con el regocijo de ver que no era
indiferente a mozas jovencitas, en concreto a Dolores, cosa que hacía tiempo que no sucedía
ni en mi imaginación. Cumplidos los treinta, había caído en un estado de desesperación
senil, creyéndome viejo y estar de vuelta de todo.

Mi última novia fue Nadia, hacía un año, una polaca muy guapa que superaba en un
palmo mi estatura. Me incomoda, y que conste que no soy machista, que mi novia sea más
alta que un servidor, porque no puedo pasarle el brazo por encima del hombro y tengo que
hacerlo por la cintura. Y eso no me molesta, pero sí que ella me coja por arriba, porque poca
cosa soy, metro sesenta y poco y algo escuchimizado...

Lo que sí era un problema es que Nadia solamente hablaba cuatro palabras de


castellano, pero supo sincronizarlas para expresar su perplejidad ante el hecho de que
todavía existieran lenguas provinciales en España, refiriéndose al catalán, como echándome
la culpa de ello. Ante el Erasmus que empezaba, le aclaré que esa lengua provincial era con
la que se impartían gran parte de las materias universitarias. Yo no hablaba demasiado el
catalán, pero me toca las narices que la gente se meta con tanta frivolidad con lo que no le
toca. Aparte de entendernos bien en el idioma universal, o sea el sexual, a base de polvos
mágicos fue desapareciendo el encanto que nos mantenía unidos.

Anteriormente había salido con Eva, catalana y muy fogosa, pero me dejó cuando le
insistí en por qué no quería quedar conmigo si hacía veinte minutos habíamos decidido ir al
cine. Me dijo que con tal interrogatorio no podíamos seguir juntos, que no tenía que darme
explicaciones de nada, y que ella no se consideraba de nadie y menos todavía de un pingajo
como yo. Lástima, porque esta sí que tenía una altura apropiada.

Y bueno, desde que me había instalado en Gràcia, hacía unos cuatro meses, conocía a
la vecina del ático segunda, justo en el piso de arriba, la señora Carme, que a pesar de sus
cuarenta y pico años, tenía las curvas como una chica de veinte. Fue cuando la ayudé a subir
una cajonera a casa, cosa que hizo con bata de seda y, con el ajetreo, se le iba abriendo la
entrepierna mostrando sus bragas de encaje azules. Y aunque intentaba concentrarme en no
rayar con el mueble las paredes de la escalera, mi vista se dirigía irremediablemente hacia el
movimiento delantero de su batín. Después, insistió en agradecerme la ayuda con un
carajillo en su casa, que su marido no estaría en toda la tarde. Luego me pidió que le hiciera
un masaje, que le dolía mucho la espalda de subir la cajonera, a pesar de que ella no subió
nada, que solo lo hice yo. Y después de tanta comedia estaba tan cachondo que no pude
evitar rendirme a la evidencia. Todavía aturdido, me pellizqué varias veces para asegurarme
de que no se trataba de otro de mis sueños eróticos.

Pero esos puntuales desvaríos no me hacían sentir afortunado en materia de mujeres,


como es obvio, ya que mi finalidad era encontrar una mujer con la que pudiera tener un
proyecto de futuro. Como los políticos, que siempre hablan de un proyecto de futuro,
supongo que para el futuro.

Volviendo a casa por la plaza Rius i Taulet, tuve la mala suerte de pisar una defecación
fresca de perro, que adiviné de rottweiler por su forma. Es que la enciclopedia también
muestra las formas, consistencias, intensidades de pestes y colores de las heces caninas y,
curiosamente, cómo se puede adivinar qué han comido o la enfermedad que padecen a
través de ellas. Algo increíble. Pues efectivamente, al alzar la vista de la suela de mi zapato,
vislumbré ante mis narices un rottweiler intentando juguetear con un fox-terrier.

Para el fox-terrier, un perro no es un compañero, sino un competidor potencial. No le


gusta compartir nada y es muy celoso, también. Así, sabedor de su personalidad, el fox
procura mantener distancias esperando reciprocidad, y si se tiene que relacionar, lo hace con
corrección. Pero si su oponente se propasa, se enfurece, ataca en dos segundos y acobarda a
los más grandes canes organizando sonadas broncas. La enciclopedia también dice que, al
igual que sus primos los yorkshire terrier, el fox es inteligente y vivaz, aunque me he fijado
en que todos los perros son caracterizados así.

Así pues, cuando trataba de limpiarme la hez del zapato, el fox-terrier se me acercó e
hizo lo mismo el rottweiler cinco segundos más tarde, defendiendo lo suyo. Entonces, el fox
se cabreó y a dos metros de mis narices empezaron una terrorífica pelea que me hizo
interrumpir los trabajos de limpieza. Di unos brincos a la pata coja más allá de la trifulca y,
al igual que toda la gente que en la plaza se encontraba, que no era poca, me quedé mirando
el espectáculo con sumo interés, pues un rottweiler como ese aparecería por mi casa en un
corto periodo de tiempo y por un largo periodo de tiempo. Al cabo de quince segundos me
di cuenta de que ese rottweiler era Ramsés, ya que entre las mesas del Candanchú salió
disparado Ernesto tratando de poner fin al altercado. Pacificada la trifulca, lo saludé y me
sumé a su mesa, mientras Ramsés se desquitaba conmigo mostrándome sus dientes. Sí que
empezamos bien, pensé en esos momentos.

—Hemos venido a dar una vuelta por el barrio y de paso para que nos muestres nuestra
habitación —habló Ernesto.

La verdad es que me había vuelto un poco rácano, y en casa solo me quedaban dos
cervezas que no me apetecía que se las bebiera él. Así, le dije que esperara en el bar, que iba
a buscar la propuesta de convivencia para discutirla, y si procedía, podría firmarla al
momento. Entonces, con paso ligero me ausenté hacia mi casa y en la escalera me encontré
a la señora Carme en bata llamando a mi puerta. Al mismo tiempo se abrió la puerta del
tercero primera, salió la señora María y expresó estupor al ver lo ligera de ropa que iba la
susodicha vecina.

—Bon dia, señora María, ¿cómo está hoy? —se interesó la señora Carme para
disimular lo que no podía. La señora María había vivido mucho y había cosas que no se le
pasaban por alto.

—Molt bé, xata —hablaba siempre en catalán la señora María, con todo el mundo—.
Hace mucho calor, pero miri, como tenemos que ponernos ropa porque no se trata de ir
desnudos… ¿Verdad que no? —le soltó sutilmente.

Me la quité de encima dándole la sal que me pedía para su paella, y enchufé mi dos-
ocho-seis para completar las cláusulas relativas al perro en la normativa interna, que decían
así:
Cada uno tiene su habitación como quiera, siempre que no provoque malos olores o
invasión de bichos en el resto de la casa. Pero las zonas comunes deberán regirse por las
normas que a continuación se especifican:

1- La limpieza se realizará según turnos de cocina, baño y comedor (el comedor


comprende el pasillo y el balcón).

2- La comida será de cada uno, a compartir si esa es la voluntad personal.

3- Las fiestas se realizarán con el beneplácito del otro, así como cenas o comidas.

4- A las doce, silencio.

Y luego añadí las relacionadas con el perro:

5- El perro nunca se subirá al sofá bajo penalización de 500 pesetas y la limpieza por
parte de su responsable.

6- El perro nunca hará sus necesidades en la casa bajo penalización de 5.000 ptas. y
la limpieza y desinfección por parte de su responsable.

7- En caso de peligro o agresividad será encerrado en la habitación de su amo, y si no


es posible por negativa expresa del animal o por ausencia de su responsable, penalización
de 5.000 ptas. por las secuelas psicológicas que pueda padecer el propietario.

8- No ladrará, bajo penalización de 100 ptas. por ladrido.

9- No recibirá visitas de sus amigos perros, bajo expulsión irrevocable de su


domicilio.

10- Los desperfectos ocasionados por el perro serán abonados según una valoración
realizada por el propietario, teniendo en cuenta daños y perjuicios, además del precio del
material.

Nota: A las sanciones se les aplicará el IPC interanual correspondiente, según la


publicación del Boletín Oficial del Estado.

Lo imprimí con mi impresora de agujas, que todavía funciona con maestría y precisión,
y bajé las escaleras al trote, mientras detectaba unas manchas marrones cada dos peldaños
que se intensificaban a medida que bajaba. ¡Caí entonces en el olvido de la limpieza de la
suela de mi zapato! En ese momento apareció en la portería la señora María, que subía con
su pan recién comprado, y aprovechó para advertirme que fuera con cuidado con la señora
Carme, que su marido no se andaba con chiquitas. Y añadió que ya que hablábamos de
guarros, alguno había ensuciado la escalera con una caca de perro, que las calles están
llenas de ellas por todas partes y que hay que vigilar dónde se ponen los pies. En referencia
a los vecinos del ático, apostilló que el marido era muy celoso y violento, y que no le
gustaría que hubiera escándalos en el inmueble. Si no, se lo diría al administrador, que
tampoco quería malos rollos.

—No se preocupe, señora María, que solo quería un poquito de sal —le quité
trascendencia.

—¿Un poquito de sal? —se mofó ella—. Yo cuando quiero sal no salgo enseñándolo
todo, ¿eh que m’entén, jove?

Le dije que sí y me fui hacia el Candanchú con mi memorándum bajo el brazo.

Capítulo 2

Cuando el lunes llegué a casa, después del trabajo, sobre las seis, lo primero que hice
fue despelotarme por completo a medida que me acercaba ansioso a la nevera, para
tomarme un Trinaranjus de naranja. La considero de las bebidas más refrescantes para el
verano, a pesar de que Rodrigo Rato sea su accionista mayoritario. Conecté el televisor y
salió en pantalla el hombre del tiempo, que dijo que se trataba del día más caluroso del año.
De forma automática quise comprobar que así era acercando la nariz a mis axilas, y sí, el tío
tenía razón. Acto seguido, espatarrado en el sofá en pelota viva, consumí en medio minuto
el fantástico brebaje de la lata, lo que me provocó unos lagrimones de sudor por cabeza,
tronco y piernas, cosa normal al ingerir en poco tiempo bebidas frías en épocas calurosas. Y
ya empapado, me aproximé al contestador automático, donde los dígitos marcaban cuatro
llamadas que escuché dejándome caer de nuevo en el sofá.

—Bliiip —dijo el contestador—. Hola, soy Andreu. He estado mirando el CD de los


perros que te dejaste en mi casa. Es muy bueno. Ya te lo devolveré. Adiós. Bliiip —
prosiguió la máquina—. ¡Ramón!, soy Ernesto. Supongo que no nos costará mucho llegar a
un acuerdo razonable. Perdona por lo de ayer, pero Ramsés estaba un poco nervioso. Estate
tranquilo, que se portará bien. Te llamo luego. Bliiip. Buenas tardes. Esta es una llamada
para Ramón Gallofré. Soy José Antonio Del Hoyo, de la empresa MiraQueCasa, y quiero
que me llames hoy mismo al número tres zero uno treinta veintinueve. Es urgente. Adiós.
Bliiip... (largo silencio)… Cloc. Bliiiiiip.

—¡Jolines! —protesté ante el silencio de esa última llamada—. Siempre tiene que
haber alguien al que no le dé la gana decir nada.

Hice un esfuerzo para acercarme de nuevo al aparato para volver a escuchar la


desagradable voz de ese tal Del Hoyo. Mientras lo hacía, me apresuré en hacer escribir el
desafortunado bolígrafo que había elegido, sin conseguirlo, para anotar su teléfono, y
destrocé el papel en el cual lo intentaba en un último arrebato de hacerlo funcionar. En ese
momento sonó el teléfono e interrumpió la audiencia antes de que se disparara la grabación
del contestador, pues una vez se conecta, suenan todas las voces a la vez.

—¿Sí, dígame?

—Buenas tardes. ¿Ramón Gallofré?

—Sí, yo mismo.

—Mira, soy José Antonio Del Hoyo —dijo la misma voz fanfarrona, voz que
caracteriza a los hombres de negocios—. El Colegio de Aparejadores me ha dado tu
currículum y quiero tener una entrevista contigo para que trabajes para nosotros. ¿Te va
bien ahora?

Es verdad que me gustan las sorpresas, pero también me gusta poderlas asimilar con el
tiempo adecuado. Así que le dije que tenía que ducharme, que acababa de llegar del
trabajo.

—Venga. Dúchate tranquilo y te vienes a la calle Entenza...

Como el tío todavía no era mi jefe, ante el desmesurado uso que hacía de la forma
verbal imperativa, le interrumpí sin vacilar:

—Perdone, señor Del Pollo...


—Del Hoyo, es Del Hoyo —me corrigió.

—Pues Del Hoyo, perdone. Es que hoy es imposible, pero si quiere mañana... —le
propuse.

—Mañana es imposible para mí. Tendrá que ser el miércoles a las ocho de la tarde.
¿De acuerdo?

El hombre definió MiraQueCasa como una empresa promotora-constructora que se


dedicaba a comprar terrenos, construir viviendas y venderlas, así de fácil. La empresa
necesitaba un aparejador para la dirección de las obras a la voz de ¡ya!, pero que si antes de
quince días no me era posible empezar, que lo dijera entonces o me callara para siempre.
Aunque no lo dijo con esas mismas palabras. Luego me contó que, con los contratos de hoy
en día, no era necesario perder el tiempo con pruebas, exámenes ni tonterías de esas.

—Con el periodo de prueba será suficiente. Si nos gustas, tendrás más obras para
firmar, y si no, puerta, y te largas por donde has venido. ¿Te interesa?

—Puede que sí, señor Del Hoyo —le chuleé yo también—. ¿Entença, ciento
veintinueve?

Esa llamada me había ido como anillo al dedo, ya que esa misma mañana había tenido
un pequeño percance con mi jefe que resolvimos sin cruzarnos ni una sola palabra. Y
considero que cuando ya no son necesarias las palabras, todo queda tan claro que lo mejor
es buscarse el trabajo en otra parte.

Mi jefe era el señor Pere Ferrer, llamado Pet por media empresa porque, según Sergio,
el administrativo de la obra, si pronunciabas su nombre como si estuvieras borracho, era
como si te tiraras un pedo. Fue así como su nombre evolucionó a Pet e imitábamos a
posteriori el sonido característico de la ventosidad, como denota la palabra en catalán. Por
supuesto, por el bien de todos los que usábamos tal mote, debíamos extremar las
precauciones, ya que tenía la facultad de ser muy camaleónico. Y eso no lo digo porque se
disfrazara asiduamente, ni mucho menos, que siempre llevaba la misma americana gris, sino
por la facilidad para camuflarse entre el mobiliario y lo quieto y silencioso que se quedaba,
como una estatua, solo moviendo las pupilas de sus ojos. Además, Pet era persona de
apariencia seria e inexpresiva, tanto si rebosaba alegría como si estaba mosqueado, y para
ambos estados anímicos utilizaba el mismo tono de voz, cosa que desorientaba muchísimo.

A todo eso había que añadir otro escollo importante de su personalidad: su humor
inglés. Este humor se caracteriza por entenderlo solamente el que lo practica y, en
consecuencia, solo se ríe el que lo practica. Pero en el caso del señor Pere Ferrer, ni tan solo
eso: un jefe no hace falta que se ría ni de sus chistes. Sergio, erudito en Pet gracias a sus
años de convivencia laboral, me había expuesto cómo salir airoso de ese humor. Y lo
resumía en dos puntos: o se era inglés, que entonces de forma innata ya participas de él, o se
debía poseer una gran capacidad de hipocresía.

Pero hay que decirlo todo y no criticar tanto, que está feo. Pet era muy puntual y no le
hacía nada de gracia que yo llegara tarde prácticamente cada día. Sergio también llegaba
tarde, pero tenía esa hábil coartada de que si su hija, su mujer o su moto, que unida a su ágil
y a la vez confusa verborrea –que siempre me ha recordado al actor Antonio Ozores−, le
salvaba el pellejo una y otra vez. Yo, en cambio, le contaba que había mucho tráfico, que el
coche no se me ponía en marcha o que se me había desconectado el radiodespertador de la
corriente. Pero me revelaban un notorio tartamudeo, ruborizarme más que un tomate y mi
cara de sueño. Tenía poca imaginación, lo reconozco, pero ¡yo no tenía ni mujer ni hija!

De todas maneras, Pet nunca le había dado importancia a ese desatino horario, hasta
que una mañana hizo más gasto de saliva a sus escuetos buenos días para soltarme una
lapidaria frase:

—Buenos días. Solo quería decirte que yo, la primera vez, advierto, y la segunda,
actúo. Pues ahora te advierto que tu hora de entrada es las ocho en punto —e igual de serio
se fue por donde había llegado.

Para Sergio, esas palabras tenían sabor a ultimátum, y me recetó una puesta a punto del
currículum y un vistazo al mercado laboral, que el mundo no se acababa en Tragados. Y
tenía razón. Así que me encontraba actualizando mi currículum cuando Pet, por sorpresa,
con esos movimientos camaleónicos a los cuales me refería antes, se me acercó con gran
sigilo y, no pudiendo minimizar la pantalla, me pilló in fraganti. En esa ocasión sí que pude
adivinar en su rostro una clara expresión de satisfacción. Pero sin mediar palabra se fue
directo a su despacho, y yo seguí con más motivos que nunca actualizando mi currículum.

Desahuciado como me sentía, decliné seguir sus pasos y soltarle una buena excusa que
hubiera servido de pretexto, lo que seguramente habría hecho Sergio con éxito. Aquello me
supo a sentencia. Al menos, el currículum me quedó logrado y fotocopié hasta un centenar
de ejemplares cuando tuve la seguridad de que Pet se había marchado a ejercer de lagarto a
otra parte.

Animado por la oferta de trabajo del tío ese, me dispuse a llamar a Ernesto para
intentar resolver lo que el domingo había quedado en agua de borrajas. Ni Ernesto ni el
perro se mostraron entusiasmados cuando les leí las normas generales. Además, con las
normas caninas, Ramsés alternó desafiantes gruñidos hacia mí y sensibles sollozos hacia su
amo, como comprendiendo el contenido y creyéndolo inadmisible. Ernesto, creo yo que
sensibilizado por la actitud de su mascota, criticó mi, según él, férrea actitud y llegó al
insulto con un ¡aprovechado!, que le salió del alma, a lo que le dije que haría oídos sordos
si se retractaba. Cuando acabé la lectura, ante el dramatismo del espectáculo −por el cual no
me dejé impresionar en absoluto−, les dije que no hacía falta que me respondieran al
momento, que lo podían hablar tranquilamente y decirme algo cuando lo tuvieran decidido.
Su mensaje conciliador en el contestador dejaba entrever que las negociaciones todavía no
estaban rotas.

La empresa donde trabajaba Ernesto, Camino de Células al Cielo −en broma la


llamaban Eze-Eze porque, aunque no de la misma manera que la organización nazi, también
trataba con muertos−, no proporcionaba teléfonos móviles a sus empleados porque
consideraba de mal gusto recibir llamadas en momentos inoportunos. Así, Ernesto disponía
de un busca, e hice la llamada a su centralita, donde muy amablemente me atendió una
señorita con voz de pito.

—Sí, señor. Enseguida le paso el mensaje al abonado 0345784-29. Y el mensaje es:


“Estoy en casa. Ramón”, ¿no?

—Sí, correcto —ratifiqué—. Muchas gracias.

—A usted, adiós —se despidió la chica.

El único sofá de que dispongo, de tres plazas, al cual volví después de esa llamada, me
lo habían pasado los vecinos del ático, en discutible estado según fuera mi versión o la de
ellos. No lo rechacé porque don Eleuterio, aun tratándose de un buen pedazo de crápula,
insistió en no aceptar cumplidos, y me hizo sentir culpable por acarrearlo tres pisos más
hasta la calle. Así que, con mi ayuda me lo metieron en casa, y encima tuve que lavar la
cafetera para invitarles a un café, como agradecimiento. Por suerte, don Eleuterio se lo tomó
en un abrir y cerrar de ojos, pues tenía su partida diaria en el bar Egipcio, pero nos
quedamos peligrosamente solos, o acompañados, depende de cómo se mire, la señora
Carme y un servidor.

Hacía más de dos meses que no había tocado a la señora Carme. La última vez fue
cuando subí a su casa a pedirle prestadas dos mil pesetas, ya que estaba sin blanca al
tragarse mi tarjeta el cajero automático. Entonces, ella se sintió con el derecho de
preguntarme, mientras se me acercaba más de lo normal, si realmente necesitaba ese dinero.
¡Estaba claro que sí!, porque hasta el lunes no podía ir al cajero. Y con lo que me excita la
señora Carme, que no es poco, no pude evitar rendirme a su coquetería. Luego me vestí en
dos segundos y me fui zumbando con la cola entre las patas, antes de que don Eleuterio
−que no estaba de viaje según me dijo ella después del polvo, contradiciendo lo que me
había dicho antes de pegarlo−, llegara de improviso.

En cambio, ese día que trasladamos el sofá, me la quité de encima exigiendo su salida
de inmediato, después de que por muy poco sucumbiera una vez más a sus encantos.

Era pues en ese sofá donde me encontraba tumbado mirando Los Pitufos sin ninguna
intención de cambiar de canal, pues eso comportaba, ante la falta de mando a distancia,
levantarme para hacerlo. Mientras esperaba la llamada de Ernesto, una absurda
conversación entre el pitufo pastelero y el vegetariano acrecentó mi sopor hasta quedarme
frito, y hasta que sonó el teléfono un ratito después.

—¡Ramón! ¡Soy Ernesto!

—¡No grites que no estoy sordo! —contesté enojado, pues estaba soñando con la
Pitufina y me había despertado en el momento más inoportuno.

—¡Ah!, perdona —se disculpó y volvió a mostrar su entusiasmo—. Es que acabo de


tener un caso espeluznante. ¡He taponado un asesinado por trece cuchilladas! Ya ves, he
tenido…
—Oye, Ernesto, ya me lo contarás otro rato —le corté de cuajo—. Lo que me tienes
que decir es si aceptas las condiciones que te dije bien rapidito, porque —y eso me lo
inventé— hay una chica que me ha propuesto venir, pero como ya te lo he dicho a ti, te
guardo el puesto. Pero que sepas que no voy a eliminar ninguna de las condiciones que he
fijado para el perro.

—Bueno, a ver. Si me lo dejas en cuarenta, sí, pero sesenta lo encuentro excesivo.

Si algo importante he aprendido en mi trabajo ha sido achuchar al máximo los


presupuestos, y con esa deformación profesional decidí llevar la negociación hacia mis
pretensiones. Se lo vendí como un gran favor personal, y en el fondo no dejaba de ser así.
Al fin y al cabo, si se hubiera alquilado un piso, habría pagado mucho más con todo lo que
chupan los intermediarios con la fianza, los honorarios, las altas de servicios… En cambio,
Ernesto tenía el convencimiento de que le tomaba el pelo, y en cierta manera también podía
considerarse así. Pero él cobraba mucho más que yo...

—Mira, por ser tú, cincuenta más gastos. Y no se hable más.

Aunque a regañadientes, ¡Ernesto había aceptado la cuota!, y decidí ir al baño a mear,


pues entre el Trinaranjus y tantas emociones quise expresarlo de alguna manera, aunque
fuera liberando la presión del orín en la vejiga. Pero justo cuando el líquido empezaba a
discurrir, sonó el teléfono y me sentí atrapado en la tarea, sin posibilidad de llegar airoso
hasta el aparato. Además, se disparó el contestador, y caí entonces en su no desconexión. En
resumen, la meada no resultó ser todo lo placentera que merecía el evento.

Volví al comedor y escuché la nueva llamada, que decía así:

—Jrrrrjrjrjr... prpr...jrrrr, jr... brmmm... jrrr, cloc.

—¡Jolines, otra vez! —me desesperé.

Cabreado, tiré hacia atrás la llamada para poder investigar quién estaba al otro lado del
aparato, pues siempre me ha fastidiado que la gente llame, se corte y no diga nada. Pienso
que es de mala educación no contestar si alguien te habla, aunque sea una máquina, y
además, engrosas un dinero en la empresa telefónica sin ningún beneficio.

También, al volver atrás esa llamada, mataba en parte la gran devoción que tenía por
convertirme en investigador privado. Sabía que eso pasaba por descubrir trivialidades de la
vida, como el caso de esa llamada sin identificar, desapariciones de compactos de mi casa o
conseguir oír en mi radio las trifulcas de los vecinos del ático, una vez instalado el
micrófono oculto en el enorme ficus de su comedor.

Esa curiosidad sobre lo oculto o lo indefinido, estoy seguro de que era herencia de mi
madre, que se había pasado toda mi infancia vigilándome. Todas las trolas que le pegué
fueron succionadas por su intuición y sabiduría de forma prodigiosa, siempre con resultados
nefastos para mi orgullo. Me hacía cruces de su videncia y raramente podía colarle alguna,
aunque cada vez se lo jurara todo con más fervor.

El contestador repitió con exactitud el mismo jrrrrjrjrjr... prpr...jrrrr, jr... brmmm... jrrr,
cloc, y emulando al teniente Colombo, agudicé los sentidos para obtener algún dato, pero no
lo conseguí. Desanimado, me pregunté qué narices había heredado yo de mi madre.

Nací el 8 de noviembre de 1967 en el barrio obrero de Trinitat Vella. Mi padre era hijo
de Sant Andreu y mi madre llegó de Andalucía con mis abuelos para dejar las penurias del
caciquil campo andaluz. Así, con diez años internaron a mi madre en las monjas carmelitas
y la expulsaron a los dieciocho porque no quiso convertirse en una más de ellas, al adivinar
–que ya era muy lista por aquellos entonces− lo que el convento le iba a deparar.

Mi padre trabajaba en una popular ferretería del barrio, y se conocieron cuando mi


madre le iba a comprar herrajes para mi abuelo, que a falta de campo se dedicó a trabajar el
hierro. Una vez compró tal cantidad, que el patrón ordenó a mi padre cargar con todo hasta
casa de los Cisneros. Y ahí se distrajo con mi madre y ya no volvió en todo el día. Como se
jacta mi padre, apalancado en la butaca ante la tele:

—Perdí el trabajo, pero encontré mujer.

Se casaron seis años más tarde, en 1957. Y por ese mismo orden fueron saliendo mis
hermanos Miquel, Rosa, Aurora, Montserrat y Laura, hasta que salí yo, que fui el último. Sí,
mi madre no paró hasta que me tuvo a mí.
Viví mis inicios algo aturdido, pues estuve rodeado de los mimos de cinco mujeres que
se deshacían por mí sin yo entenderlo. De todos los muñecos yo era el más sofisticado, pues
reía, lloraba, jugaba, obedecía órdenes y ¡me meaba y cagaba encima!, que eso ya era el
súmmum. Entonces me regañaban, claro. Pero de vez en cuando también soltaba tortas y
daba tirones de pelo para dejar las cosas claras cuando tocaba. Enseguida me pregunté si mi
razón de ser era servirles de juguete, si era contentar con mi presencia a ese harem de
mujeres o si tal vez podía emanciparme en la medida de lo posible siguiendo los pasos de
mi hermano Miquel, al que prácticamente no veía más que saliendo por la puerta.

Efectivamente, la vida de mi hermano me fascinaba porque era un gigante que nunca


campaba por casa; solo lo hacía para comer y dormir. Eso sí, de vez en cuando me echaba
alguna carantoña, me tocaba las orejas, porque las tenía algo grandes, y volvía a desaparecer
a pasos gigantescos por el pasillo hasta la puerta. La salida parecía estar por ahí, pero yo
todavía no tenía unas piernas tan largas.

Cuando empecé a ir a la escuela o a jugar en la calle, fui descubriendo un desfase


importante entre la vida hogareña, donde todo era bonito, de color de rosa, donde las
muñecas eran buenas y se peinaban todos los días −donde yo era el principal protagonista−,
y la realidad de mis amigos, los de la calle, los de la escuela, donde se vivía a pedrada
limpia y si no te espabilabas no te pasaban la pelota. Con el tiempo, supongo yo que por la
necesidad de compensar tanta dulzura y perfección, me convertí en un niño rebelde y
caprichoso.

Por ejemplo, mis primeros contactos con el mundo del juego −y no me refiero al juego
inocente del escondite, de la pelota o béisbol, sino al de las apuestas− empezó a la edad de
ocho años. A mí me gustaba mucho el fútbol, y en esa edad empecé una colección de
cromos de los jugadores de fútbol, que creo recordar eran de la temporada 75/76, cuando
Johan Cruyff jugaba en el Barça. Cada domingo mi padre me daba cinco pesetas que me
gastaba en cinco sobres de cromos, y luego nos los cambiábamos entre los amigos de la
calle. Y como los cromos repetidos no servían para nada −a pesar de la dura oposición de
nuestras madres, que no veían con buenos ojos que de tan pequeños nos adentráramos en el
mundo del juego−, les encontramos utilidad en una especie de salas de juego callejeras de
gran éxito con rígidas normas que todos asumíamos sin discusión alguna. Entonces, igual
que cuando mi padre, por su ideología antifranquista, debía hacer sus reuniones
escondiéndose de la policía −que, no sé por qué, con ellos siempre me viene el canto “de
azul, verde o marrón, un cabrón es un cabrón”−, o cuando superada la transición
democrática, los vendedores ilegales de la calle vendían sus cosas y si veían a uno recogían
el tenderete, nosotros hacíamos lo mismo cuando alguna de nuestras madres nos pillaba
apostando. Nos íbamos por patas, pero sin tener en cuenta que tarde o temprano debíamos
volver a casa y ganarnos su varapalo. Por eso, muchas veces, cuando íbamos a buscar a
alguien, abría su madre y respondía muy enfadada:

—Xavi está castigado, ¿sabes? Y está castigado porque ha estado apostando cromos en
la calle, y esto no lo tenéis que hacer, que está muy feo. ¿Verdad que tú no juegas a apostar?

—No, yo no —le soltaba y me quedaba tan fresco. Y parecía increíble cómo las otras
madres siempre me creían. En cambio, la mía, no había manera.

—¡Jolines! ¿Por qué me habrá tocado a mí una madre tan lista? —me lamentaba de
tanta mala suerte.

Que castigaran a un amigo era como si te castigaran a ti mismo porque te privaban de


su compañía. Sin embargo, con gran entereza asumías el veredicto esperando el día
siguiente. Y nunca nos preguntábamos el motivo, ya que teníamos claro que no había
castigos justificables para privar a nadie de su diversión, que creíamos el motivo de nuestra
existencia. El castigo se consideraba como una de las más grandes injusticias a las que
estábamos sometidos todos, quien más quien menos, una vez a la semana.

Una vez acabada la moda de las apuestas de cromos, con la que yo siempre acababa
forrado, empezaba la de las canicas, aunque en esa modalidad mi suerte no era tan
agraciada. A pesar de eso, lo que perdías con unos lo ganabas contra otros, y luego llegabas
a la conclusión de que era mejor jugar contra los que ganabas y olvidar a los que hacían lo
mismo contigo. Esto provocaba problemas de marginación, como que a David no se le
dejaba jugar porque era demasiado bueno. Tenías que mirar por tus intereses y si no te
interesaba jugar contra él, pues no interesaba y punto. Y por muchas explicaciones que
David pidiera, que se lo dijera a su madre o a su primo mayor, no íbamos a perder nuestro
estatus por complacerle. Un día lo dejamos jugar con el previo pago de cinco canicas.

En cambio, en contra de lo habitual, en este juego las chicas tenían entrada con todos
los honores por dos motivos evidentes: primero, porque en media horilla ya las habíamos
pulido, y segundo, porque al agacharse para apuntar, como casi siempre iban con faldas,
enseñaban todas las bragas. Pero esto pasaba de uvas a peras y sus canicas aportaban un
tanto por ciento muy bajo al legado personal.

Cualquiera de nosotros sabía que no era aconsejable pedir dinero para canicas a
nuestras madres, porque comportaba una serie de preguntas embarazosas, como por
ejemplo:

—¿Pero no tenías muchas canicas?

—Sí, pero las he perdido. No sé dónde están.

—A ver, hijo. Las tenías en el cajón de los Geypermans, ¿no te acuerdas?

—Claro que me acuerdo, pero ahí no están.

Y entonces era cuando llegaban las acusaciones:

—¿No habrás estado apostándote las canicas con tus amigotes?

—Noooo, mamaaaá.

Y con la respuesta, mi madre pasaba a reprocharme que papá no se pasaba el día


trabajando para comprar canicas y yo las fuera perdiendo por ahí. Y si no, las más
impulsivas pasaban directamente a darte un guantazo y a castigarte por haber mentido. O
sea que siempre era mejor entrar en el mercado negro de la calle y darle algo interesante a
alguien a cambio de un buen puñado de canicas.

Una vez que me las pulieron todas, hice el trueque con unos lápices de colores de mi
hermana Laura y provoqué a mi madre y a Laurita una búsqueda exhaustiva por toda la
casa, sin ningún resultado fructífero, como era lógico, pues ya estaban en manos de David y
en las mías un buen puñado de canicas. Recuerdo como si fuera ayer que, mientras lo
hacían, yo disimulaba mirando los dibujos animados, que eran los del perro Lindo Pulgoso,
los que más me gustaban. Al finalizar el barrido, mi madre se me acercó y me preguntó muy
seria dónde estaban los lápices de colores de Laura, a lo que yo contesté un “¿a mí que me
cuentas?”, juraría que con gran disimulo, pero que no sirvió para ahuyentar las sospechas
que sobre mí ya recaían. Al día siguiente, aunque no reconocí haber hecho tal negocio,
como caídos del cielo me propinó dos bofetones inconmensurables.
—La primera —dijo conteniendo su ira— te la doy por los lápices de colores —y
¡plas!, me la dio—. ¡Y la segunda —y eso ya me lo dijo a grito pelado, y ¡plas!—, por
mentiroso! ¡Y ahora ya puedes a empezar a ahorrar para comprarle otros lápices a tu
hermana! ¡Estaríamos frescos aquí, hombre!

De mayor pensé que, seguramente, el caso de los lápices de colores había trascendido
más allá de la intimidad del hogar, en las charlas que mantenían las madres en el mercado.

No hace falta detallar la llorera que me cogió, más que nada por la rabia de que me
pillaran cuando todo parecía tan bien atado, pero también porque tenía que ahorrar la paga
de cuatro semanas para comprar los malditos lápices. Por otra parte, la presión moral en
casa era bastante fuerte, y mis fines lucrativos me hicieron avergonzar hasta el punto de no
poder levantar la vista del suelo, más que para ver los dibujos animados. Era consciente de
que Laurita no merecía una cosa así, pero al fin conseguí su perdón al cabo de un mes,
cuando le proporcioné los nuevos lápices de colores.

La siguiente temporada, un día de aburrimiento, accedí a jugar contra David, pues


pensaba que igual ya podría ganarle, que había mejorado mucho. Pero no fue así, sino al
contrario, que me dejó sin una sola canica. Entonces, el muy listo me propuso darme cien a
cambio de unas bragas de mi hermana Laura, que le gustaba mucho, aunque ella lo
detestaba por tener fama de gamberro. Era un negocio muy tentador, pero me pesaba
hacerlo porque una cosa era lo que hacíamos en la calle, y otra muy diferente era ser
reincidente en llevar problemas a mi armónico hogar y a mi dulce hermanita. Pero sucumbí
después de hacerme el remolón, cuando aumentó a la cantidad de ciento cincuenta.

Mi madre sospechó de cómo pude conseguir tal cantidad de canicas en una tarde, y yo
insistí en que ya las tenía, y afortunadamente nunca lo relacionó con el caso de las bragas
desaparecidas, que creo que no encontró a faltar por haber escogido las más viejas. Sin
embargo, las tres o cuatro noches después del canje, tuve un sueño que se me repetía, donde
era juzgado por un tribunal en el que mi madre llevaba el martillo ese de los jueces y me
mostraba las bragas que había cogido del cajón de la ropa interior de mi hermana. Esas
pesadillas fueron el antídoto definitivo para ese tipo de trapicheos. Creo que mi madre, con
esa gran intuición, junto con la serie Starsky y Huch, fue quien despertó mi devoción por ser
investigador privado, pero que no he podido estudiar en la Universidad porque no existía
esa carrera.
Algo más mayor, a los doce años, las trastadas también aumentaron de volumen, y
aunque nunca lo hacía con papel de protagonista, formaba parte del grupo. Recuerdo ese día
que David −como era el mayor era el que mandaba, pues funcionábamos como en los clanes
gitanos, con la figura del patriarca−, se le metió entre ceja y ceja bajarle las bragas a Sandra.
Yo, tal vez algo influenciado por el ambiente de tanta hermana −aunque reconozco también
que cuando me hablaban de bragas ya me entraba mal rollo, por lo de las pesadillas−, no vi
con buenos ojos la iniciativa e intenté hacerlos desistir. Automáticamente, me gané insultos
como el de maricón y otros que hacían referencia a mi masculinidad. Pero al final, la niña,
perseguida por cuatro o cinco y bajo el liderato de David, acabó con las bragas bajadas y, en
consecuencia, ella cumplió su amenaza de que se lo diría a su madre. La madre, como es
lógico, avisó a nuestras madres, y al día siguiente ninguno de nosotros pisó la calle, aparte
de que en mi caso me gané otro bofetón que he añadido a la lista de inolvidables. Le reiteré
llorando que yo no había participado y que yo no quería que se las bajasen. Le dije que
solamente les miraba las bragas cuando jugaban a las canicas, pero que nada más. Entonces
me dio otro bofetón y me dijo muy taxativa que no se miraban las bragas a las niñas.

—¡Pero si ellas las enseñan, mamá! —me defendí.

Mi madre estuvo a punto de estamparme contra la pared, pero me ordenó que me


callara, conteniendo su ira de forma prodigiosa.

Nos llamaban la atención las cosas prohibidas, pues era lo que desconocíamos y que
debíamos descubrir. Como también a mucha gente adulta, que le va lo prohibido y fuera de
la ley, pero con la diferencia de que no es la implacable justicia de sus madres quien la
juzga, sino la discutible eficacia del aparato judicial. Nuestras madres aplicaban la justicia
de forma tajante e inapelable, que aunque parecía que no se enteraban de la misa la mitad,
pues solo iban al mercado, fregaban y hacían la comida, tenían un olfato de investigadoras
privadas como si lo hubieran estudiado en la mejor de las universidades.

La escuela, la calle, el hogar, la familia, los amigos, los profesores y los dibujos
animados me han ayudado a crecer y me han dado una concreta visión de la vida. Si alguien
me preguntara por qué soy así, no podría más que contarle fascículos de mi vida, porque
muchas veces no sé ni cómo soy. Tengo mis crisis de identidad entre lo que creo y lo que
debo, lo que me quiero y lo que marca la sociedad, y esa lucha interna se apodera de mí sin
previo aviso. Eso sí, creo que he ido por donde debía, pues al menos eso dice mi madre con
orgullo cuando habla con sus amigas, haciendo balance de nuestras vidas:

—Gracias a Dios, a mis hijos no les ha faltado nunca de nada, han podido estudiar en
la Universidad y se han labrado un porvenir.

Y después de mis estudios de Arquitectura Técnica, empezó el conocimiento de la dura


realidad, de los intríngulis de nuestro sistema de vida, el capitalista, el trabajo y el dinero. Y
ahí estamos, luchando por cuatro duros. Yo, ahora, a mi edad, lo único que echo en falta es
no haber podido cursar los estudios de investigador privado, que ahora sé que sí existen en
la Universidad, para poder hacer como mi madre que, sin estudios, fue una dura pero justa
juez y una gran investigadora privada.

Capítulo 3

—¡Calígula! —gritó alguien— ¡Calígula! ¡Ven aquí, cojones!

Me giré y descubrí que ese nombre correspondía, curiosamente, a un perro de raza


rottweiler, que paseaba husmeando por los supuestos terrenos donde debíamos construir las
catorce viviendas unifamiliares, en el pueblo costero de Vilassar de Mar. Era mi primer día
en la obra.

Mientras llegaba la hora de mi cita con Pablo Gao, el socio de Del Hoyo, a las nueve
menos cuarto, pude hacerme una idea de lo que había sido el pueblo en un pasado. Se
trataba de un pueblecillo de casas blancas, calles estrechas y de ambiente pescador. En la
parte alta, hasta encontrar la serralada del Litoral, había numerosos campos que, con el
devenir industrial, habían caído en el olvido y sobrevivían entre fábricas, almacenes y la
dejadez. En un corto periodo de tiempo, que por el tipo de construcción calculé de unos
veinte años, había llegado la transformación. El casco antiguo juraría que no medía más de
medio kilómetro de mar a montaña, y uno y pico, tirando largo, a lo largo de la costa.
Ahora, desde su núcleo, se extendían un montón de casas unifamiliares aparejadas que,
junto con algún edificio de varias plantas, completaban la extensión de lo que hoy se conoce
como Vilassar de Mar.
Todavía como ciudadano, sin asumir mi rol profesional, me dio un ramalazo justiciero
y compadecí a ese ilusionado Calígula que se dirigía a ese terreno en vías de desaparición.
El pobre Calígula −aunque tenía pinta de feroz, más que Ramsés, en esas circunstancias no
dejaba de ser un pobre animal− no sabía que se le acababa el chollo de ese descampado
putrefacto. Y lo de putrefacto lo digo porque estaba lleno de basura y escombros, entre otras
cosas porque se encontraba entre dos torrentes. Y ya se sabe cómo son esos caudales cuando
llueve diez minutos: arrasan con todo lo que encuentran a su paso, y hay que tener en cuenta
que en esos pasos, hoy en día, hay mucha porquería. Así, si mi olfato detectaba esos aires
nauseabundos emanados a capricho de la brisa, era obvio que Calígula, más capaz, podía
discernir esa variedad con más devoción. Seguro que tenía secretos, escondites, sus meadas,
las meadas de otros perros... A pesar del deplorable estado del solar, más que a construir,
me daba la sensación de que íbamos a destruir lo poco que aún quedaba de paraje natural, y
no me hacía a la idea de aumentar, con esas catorce casas, esa zona infectada de casitas
pretenciosas.

Mientras seguía con la vista los movimientos de Calígula, me vino a la memoria la


entrevista con Del Hoyo, de días atrás. Había llegado media hora tarde y tuve que
disculparme ante la secretaria, una preciosa chica pelirroja con tirabuzones a lo Ricitos de
Oro. Por su indiferencia intuí que mis excusas le importaban un pito, pues su horario
finalizaba a las ocho y ya eran y media, por lo que yo en su lugar tampoco habría estado
para sonrisas. Así, visiblemente agobiada, me invitó a pasar a un cuartucho de dimensiones
de trastero que ella calificó como sala de espera, pero que con el calor del verano, sin
ventilación y con las cuarenta luces halógenas que me enfocaban, parecía más un horno que
otra cosa. A las nueve, ya empapado de sudor, la Ricitos me llamó para que pasara al gran
despacho con aire acondicionado del señor Del Hoyo.

—Siéntate —me ordenó sin levantar la vista de sus papeles.

El señor José Antonio Del Hoyo Hondo era un hombre de una gran prepotencia debido
a que desde joven había mandado sobre todo el que se le había puesto delante. Era más bajo
que yo, pero muy gordo de cintura para arriba. En proporción al tronco tenía las piernas
excesivamente largas, y prácticamente no tenía cuello, ya que lo tenía embutido en la
cabeza. Así, todo ello le confería un aspecto que yo relacioné con un sapo. Iba siempre
tieso, con la espalda completamente recta, y por eso las deformaciones corpóreas solo se le
notaban de perfil o de cara, pero nunca de espalda, que tal efecto óptico te engañaba de
forma milagrosa.

Hombre de amplio vocabulario, sus palabras favoritas, pues las repetía muchas veces
−aunque en ciertos círculos pueden considerarse palabras feas, creo que salen en el
diccionario de la Real Academia de la Lengua Española−, eran cojones, mierda, culo, puta,
polla, cimbrel, coño, imbécil, hijo de puta, cabrón, joder, chupar, y todas las formas
derivadas que omito por lo largo que me resultaría mencionarlas. Pero en esa primera
entrevista no utilizó ninguno de esos términos, cosa que me hizo pensar que tenía pleno
dominio de su vocabulario, y lo soltaba cuando, como diría él, “le salía de la punta de la
polla”.

Insertó su vista en mi currículum y me pidió que le contara mi vida profesional,


supongo que para ver si coincidía con lo que tenía ante sí. Cuando acabé, el entrevistador
fijó por fin su mirada en mí, por encima de sus medias lunas, y afirmó amenazante que
esperaba que todo lo expuesto fuera cierto.

Por supuesto que lo era, le dije, y contraataqué yo ante mi mayor preocupación:

—¿Y qué sueldo se me asignaría?

Para cobrar lo mismo que en Tragados no pensaba moverme, pues más vale lagarto
conocido que ese sapo chulo y déspota por conocer. Le dije que cobraba doscientas, a ver
que ofrecía.

Del Hoyo cogió la calculadora y en diez segundos me respondió:

—Nosotros te vamos a pagar trescientas mil al mes.

—¡¿Trescientas mil?! —exclamé perplejo, intentando a la vez que esa no fuera la


sensación del señor Del Hoyo.

Teatralicé como buenamente pude que debía pensármelo, porque no me gusta decir
que sí de buenas a primeras, como estrategia para hacerme más deseado. Y le advertí que
debía dejar los quince días que estipula la ley a la empresa, pensando en dejar Tragados al
día siguiente para tomarme dos semanas de vacaciones.

Salí eufórico de la entrevista y corrí como un loco las dos calles hasta mi vehículo para
evitar ponerme a gritar hurras y aleluyas en medio de la ciudad. Arranqué mi cuatrolatas
pintado a brochazos, puse la quinta sin tenerla y cambié locamente de carril por la atestada
calle València. Había decidido ir a casa de mis padres para explayarme con la noticia; ellos
estarían encantados de mi visita y yo también de comer por un día como Dios manda.

Sin aliento y casi llorando de la emoción, les expuse el nuevo trabajo y exploté
mirando al techo cuando pronuncié: “¡Trescientos pepinos limpios de impuestos para mí
solo!”, que casi me atraganto con los buñuelos de bacalao. Por suerte mi madre me dio unas
palmaditas en la espalda. Iría a trabajar, pero era como si me hubiera tocado la lotería. Mi
padre se quedó paralizado con la cuchara llena de sopa a diez centímetros de su boca,
mientras mi madre, aparentemente desinteresada, esperó su turno para contraatacar con un
refrán de su repertorio:

—Hijo, ya sabes que no hay mal que por bien no venga —dijo como consejo, izando
las cejas.

—Sí, ya lo sé, ¿y qué? —pregunté extrañado.

—Pues que ese refrán al revés también tiene sentido, que sirve para evitar tomarse la
vida a la ligera, que las cosas que salen tan rodadas, hijo… Hay que poner los pies en el
suelo y no echar las campanas al vuelo, que el batacazo puede ser tremendo.

—Anda, mamá, no seas aguafiestas —le recriminé.

Y para no entrar en dudas, le pedí prestadas medio millón de calas a mi padre para
cambiar mi cuatrolatas caducado por un utilitario más moderno, que ya le devolvería con
los primeros sueldos. Mi imagen no debía ofrecer ninguna duda y un buen cochecillo era el
mejor escaparate. Así, con la pasta de mi viejo, en un par de días dispuse de un lujoso y
veloz Seat Ibiza de segunda mano.

Al volver a casa fui meneando la cabeza para que las palabras de mi madre no se
metieran dentro y me hicieran tomar una decisión de la que luego me pudiera arrepentir.
Pero siempre acababan por infiltrarse y jugar con mi intelecto: “poner los pies en el suelo, el
batacazo puede ser terrible, no echar las campanas al vuelo…” Luego me vino la teoría de la
compensación, del equilibrio, la del yin-yang y la teoría de los contrarios de Karl Marx,
según la cual lo bueno no puede existir sin lo malo, lo blanco sin lo negro y las alegrías sin
las penas. Por suerte, llegó la frase salvadora:

—¡Vaya montón de pasta! —y se acabaron las filosofadas.


Al día siguiente me personé en el trabajo más puntual que nunca y, con cierta ansiedad,
intenté explicarle mi decisión a mi todavía jefe Pet. El hombre no me recibió hasta las doce
porque decía que tenía mucho trabajo, aunque yo no sabía cuál era su trabajo aparte de
hacer el pasmarote con sus ojos de lagarto, pero bueno, eso ya no venía al caso. Antes de
que me echara, que era de lo que se trataba, le conté que me iba, que me esperaban en otro
sitio con los brazos abiertos con un gran puesto de responsabilidad y un sueldo increíble. Es
bonito adelantarse a las decisiones de los jefes, porque es muy ingrato que ellos te digan,
con toda diplomacia y monsergas imaginables, que te echan. Cuando se rehízo de la
sorpresa, me hizo gala de sus inicios profesionales y de lo bien que me iría coger
experiencia en una obra donde todo lo debería hacer yo.

Con tanto compañerismo y amabilidad, aproveché para pedirle que, sino tenía
inconveniente, me iría de perlas no volver la semana siguiente para poder ponerme al día de
procesos constructivos. Me respondió que sí, mientras hubiera acabado mi trabajo en la
empresa. Naturalmente, le aseguré que lo tenía todo al día, y que por eso el otro día me pilló
actualizando mi currículum, que nunca se me hubiera ocurrido dejar mis obligaciones en un
segundo plano.

—Bueno, ¿qué más da? —y nos estrujamos la mano como grandes amigos.

A las ocho de la mañana ya estaba despierto, y por más que me esforcé en seguir
durmiendo, pues siempre me ha provocado un considerable malhumor despertarme pronto
en días festivos, me levanté frunciendo el ceño a mear un ratillo. Mientras me la sacaba con
una de las manos, la derecha, me pasé la izquierda por la cabeza; mi malhumor iba
acompañado de una desagradable resaca debido a la celebración de la vigilia. Cuando abrí
los ojos, que los había cerrado, vi que el orín había salido desorbitado y poco había ido
donde debía. Acto seguido quise pasar el mocho, pero como estaba seco, llené previamente
medio cubo de agua para poder diluir en él el ácido úrico que iba recogiendo.

Me acerqué luego al lavabo, fijé la vista en el espejo y a duras reconocí mi rostro


notablemente descompuesto. Comencé su arreglo limpiándome los dientes, suavemente,
para que no se resintiera el cerebelo en el interior de su casco.

Al dejar el cepillo en el estante, redescubrí las sales de baño que me había regalado la
omnipresente vecina del ático en un último intento para seguir viéndome. Pero ese bonito
detalle no consiguió su efecto pretendido. Mientras tomaba las sales, le dije que no me
vendería por nada del mundo y menos por un puñado de piedras solubles.

—Mi marido también me la pega con otras cosas —se justificó.

Le contesté que ese no era mi problema y que me olvidara ya de una vez, que lo
pasado, pasado estaba, y me parecía a mí que ya lo habíamos disfrutado bastante. Yo no
podía seguir con ese secretismo, que cada vez que me encontraba a su marido por la
escalera, no sabía si me daría los buenos días, me partiría la cara con sus poderosos puños o
la tibia de un puntapié. Rendida ante la evidencia, se fue por donde había venido y me dejó
las sales como regalo.

Mientras llenaba la bañera con agua caliente, tomé el frasco en mis manos y observé
con curiosidad los diferentes colores de las sales. Según la etiqueta no se conocían
contraindicaciones, y la posología aclaraba que debían ser de tres a cinco cucharadas
soperas en función de la relajación deseada. Añadí el frasco entero y me metí dentro, un
poco doblado por las dimensiones reducidas del sanitario, con la intención que se me pasara
esa maldita resaca antes de que aparecieran Ernesto y Ramsés con todos sus bártulos. Y me
quedé somnoliento hasta que me despertó el insistente zumbido del interfono, que para
acabar con él, tuve que salir con premura de la bañera y llené a mi paso medio piso de agua.

—¡Joder! ¡Qué pasa!—respondí cabreado.

—¡Ramón! ¡Soy Ernesto!

—¡Vale, tío, no grites! —abrí la portería—. Jolines... —mascullé después de colgar.

Sonó otra vez el interfono y salió de nuevo Ernesto.

—¿Bajas a ayudarme? Que vengo solo —rogó.

—No me digas que has venido solo... —me quejé.

—Bueno, con Ramsés, pero el perro...


—Desde luego, chico... ¡Ya te vale! —respondí con malas pulgas—. Pues tendrás que
esperar, que todavía tengo que vestirme.

A la media hora estaba abajo. Encima de la acera descansaba la furgoneta de la Eze-


Eze cargada de una cantidad insospechada de trastos, y reaccioné con categórica repulsa a
subir todo lo que pretendía. La habitación era de diez metros cuadrados y estaba medio
amueblada, y le aclaré que ni colgado del techo cabría todo lo que traía. Discutimos en
plena calle ante la mirada de Ramsés, vecinos y curiosos, y me replicó que no me
preocupara, que ya se apañaría. Mosqueado y renegando, me arrepentí de albergarlo: creí
estar cometiendo uno de los mayores patinazos de mi vida.

Empezamos con un armario que, por la estrecha escalera, iba haciendo mella con
rayadas de consideración. En el primer giro de ciento ochenta grados se quedó encallado,
justo cuando don Eleuterio intentaba abrirse paso hacia el bar, sin lograrlo, pues para ello
debíamos quitar el mueble del medio. Lute, como le gustaba que le llamaran recordando al
famosísimo delincuente, dedicó reniegos a Dios y a la madre que nos parió mientras le
pegaba patadas al armario, que llegaba tarde a la timba. De las patadas se cargó una pata, y
así pudimos seguir nuestro camino y, más importante que eso, él el suyo. Ese brote de
violencia me provocó un gran malestar y tuve que abandonar la carga para subir a hacerme
una tila, pues me imaginé ese par de patadas dadas en una de mis tibias. Además, Ernesto
insistió en llamar una ambulancia, y yo le contesté que se dejara de mandangas, que se
trataba de un simple mareo. Y apostillé que además de tener resaca, estaba de mala leche.
Mientras me recuperaba, me reafirmé interiormente en mi postura de que nunca más me
acercaría a la señora Carme.

Finalizado el traslado, obligué a Ernesto a que colocara todas las cosas en su


habitación, que era donde viviría con su perro. Me quejé de lo poco que había trabajado
Ramsés, que solo había subido su hueso de tripa babeado y que además lo había dejado en
la entrada del comedor, donde un poco más resbalo y me parto la crisma.

—Ve educando a tu amigo —le aconsejé, señalándolo con el dedo índice—, que ya
empezamos mal. Lo he visto subido en el sofá y que entraba en mi habitación.

—Tranquilo, hombre, que solo está investigando.


Después de los quince días de vacaciones, que me supieron a gloria, me presenté
contento y puntual en las oficinas de MiraQueCasa. Me recibió la escultural Ricitos de Oro
que, animada a esas horas, me atendió con una bonita sonrisa. Al cabo de dos minutos, sin
ninguna sonrisa lo hizo el señor Del Hoyo.

—Toma, Gallofré, aquí tienes el proyecto y los planos —y dejó caer el paquete ante
mis morros.

Me aclaró que no me contrataría MiraQueCasa, reservada a sus fundadores, sino la


empresa Testrujo SL, creada para construir unas casas unifamiliares en la urbanización Los
Dragones. No pude evitar mostrar estupor por el nombre, no ya de la empresa contratante,
donde quedaba claro mi papel, sino de la urbanización. Aunque en un primer momento
pudiera parecer que tenía voluntad integradora, por lo de Sant Jordi y el dragón, no sé por
qué lo relacioné más con la mafia china y sus restaurantes, que dicen que sirven de tapadera.
Y sospeché que, tal vez, el restaurante chino del barrio también lo fuera. Aunque lo descarté
porque se comía de maravilla y muy barato.

Del Hoyo me avanzó que no trabajaría con él, cosa que me alivió enormemente, pero
que lo haría con su socio Pablo Gao, con el cual me aconsejó que tuviera paciencia, pues se
ponía nervioso con facilidad. Se ve que lo importante es que yo estuviera tranquilo, y yo le
dije que tranquilo estaba, porque pensé que más desagradable que el sapo del Pollo ese no
podía ser.

Poco después me encontraba ubicado en mi despacho, una calle más abajo, en una
inmensa sala de juntas con una mesa de un grueso y frío granito y ¡con seis sillas de
ruedas!, lo que me provocó un gran regocijo. Allí extendí todo el tarugo de planos y
memorias y me puse manos a la obra con las catorce casas unifamiliares.

A última hora de la mañana llegó Pablo Gao y me invitó a pasar a su despacho para
explicarme su particular visión del mundo. Y la de su empresa, claro.

—Ya te habrá contado Del Hoyo cuál será tu misión aquí, ¿no? Somos una empresa
seria y te vamos a hacer un contrato como Dios manda, que queremos que trabajes mucho
tiempo con nosotros. Tendrás un encargado a pie de obra que hará todo lo que tú le digas.
Te instalaremos un barracón con teléfono y aire acondicionado para que tengas los planos y
todo lo que necesites, porque a los de ventas no hay que pedirles nada, que luego te lo
refriegan por la cara. Y fuera problemas. Y aquí tenemos a Olga y a Gutiérrez, que se
encargan de las escrituras y demás papeleos. ¿Los conoces ya?

—No conozco a nadie todavía.

—¿No te los ha presentado? Cojones con Del Hoyo. Es la polla, ese también.

Me presentó a la buena de Olga, su hija, que la tenía metida en la empresa ante la


dificultad de encontrar trabajo con sus estudios de Psicología. Amable y servicial, la chica
hacía de administrativa a las órdenes del metódico señor Gutiérrez, que supongo que tenía
nombre, pero como nadie lo llamaba como tal, nunca llegué a descubrirlo. Era el nuevo
contable contratado para poner orden en las cuentas de MiraQueCasa, Testrujo, Los
Dragones y demás sociedades que pendían de ellos. La verdad, ahí había mucha empresa,
pero éramos cuatro gatos.

Dice mi madre que “sabe más el diablo por viejo que por diablo”. Y el señor Gutiérrez
era peor que el diablo, pues sabía de sobras cuáles eran sus responsabilidades y, por lo
tanto, todo lo que podía delegar en Olga. Así, la chica se encargaba de pasar la contabilidad
al ordenador, de relacionar las facturas, de preparar los pagarés, las nóminas, de ir al banco,
de comprar el material de oficina… Su padre la mandaba al estanco a por tabaco o a la
farmacia a por Analgilasa, y no pasaba la escoba, pero sí que nos subía los cafés con alegría.
Tenía bastantes tragaderas, pero cuando se daba cuenta de que se abusaba de ella, llegaba a
mosquearse.

Gutiérrez se dedicaba a cuadrar los números y ofrecerlos al señor Del Hoyo para su
visto bueno, aunque nunca eran de su agrado y debía rehacerlos. Entonces, llegaba
renegando que estaba hasta las narices de repetir las cosas cincuenta veces. Pablo, en
cambio, en cuestión de papeleo era primario y firmaba rápido y sin mirar porque no le
gustaba tener un solo papel en su mesa. Abroncaba a Gutiérrez por no entender cómo se
podían hacer tantos pagos, pero este le mostraba las facturas firmadas por él. Entonces
Pablo se desgañitaba gritando que él era el jefe de la empresa y tenía el derecho a cabrearse
cuando le salía de la polla, que por eso era quien pagaba las facturas y a todo el mundo que
ahí trabajaba.
Pablo, como deseaba ser llamado por muy jefe que fuera, se negó a presentarme al
arquitecto técnico y todavía socio suyo, el señor Valenciano, que ocupaba la parte izquierda
de la oficina. Y tampoco a su secretaria Isabel, llamada el Arenque, alegando que no hacía
falta conocer a gente con la que no me tenía que relacionar ni por trabajo ni por cualquier
otro motivo.

—Lo que necesites se lo pides a Olga o a Gutiérrez, que están a tu disposición. Pero a
esos, ni agua.

Ensimismado todavía con los movimientos de Calígula, percibí a lo lejos, pese al


fuerte calor que todavía pega en septiembre, una silueta vestida con corbata y americana.
Era Pablo Gao, que se acercaba con su caminar costoso.

—¡Qué puntual que eres, coño! —se quejó a modo de buenos días—. ¡Cojones, un
perro meando en nuestro terreno! Está lleno de rosvilers por todas partes. Se ve que están de
moda.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Están de moda? —pregunté contrariado, pues no me gustaba la idea de


tener un perro de moda en casa.

—¡Coño! Y más por esta zona. Parece como si hubiera un rosviler follador y por la
noche se fuera a follar por ahí, porque te levantas por la mañana y ya ves un rosviler más —
y miró su reloj—. Bueno, vamos a desayunar...

Pablo Gao era un gran orador. No era un gran conversador, ya que en absoluto le
gustaba escuchar. Lo que más le gustaba era hablar, soltar sus preocupaciones, sus chistes,
sus chulerías y que tú asintieras, te rieras o lo que fuera. De todas maneras, gracias a Dios,
sus monólogos no me daban motivos para entrar en conversación y solo me dedicaba a
escuchar y a asentir, entre otras cosas, porque ya tenía comprobado con mi jefe anterior,
Pet, que para decir tonterías era mejor tener la boca cerrada.

Me habló de las construcciones acabadas, de los propietarios de la casas, de las riadas


del Maresme, del constructor Martínez, alias la Vaca Marina… Y apostilló que recordar a
esa pandilla de mamones le ponía enfermo. También me habló del Enano…

—¿El Enano, quién es ese?

—Valenciano, pero yo lo llamo Enano, porque ya verás que es muy bajito y corto, y
enano tendrá también el cerebro, ¿no, Ramón? Es lógico, todo va en proporción...

Me nombró a Rodolfo, el encargado de la obra, el único que hasta el momento se


salvaba de la quema, y ensalzó mil virtudes suyas hasta que gritó su nombre para que
apareciera, para desayunar. En las obras se funciona a gritos.

—¡Voy, voy! —respondió desde la nada su supuesta voz.

Rodolfo era hombre fuerte y corpulento, pues no en vano trabajó desde los diez años
en este mundo: primero como peón, luego como oficial, y a los treinta años ya como
encargado. Era una persona orgullosa de sí misma, de esas que andan con el pecho altivo y
con su barriga ponderosa de los atracones necesarios para soportar semejante actividad. Su
principal cualidad era la nobleza, característica que no abunda mucho en nuestros tiempos.
Pero esa misma cualidad lo traicionaba muchas veces, pues al lado de Pablo era difícil no
caer en algún fregado.

Extremeño de nacimiento, como testificaba su acento, la escasez de trabajo en su tierra


le hizo buscarse la vida en Cataluña, donde había trabajo de sobras en la construcción.
Hasta hacía tres años, lo hizo en la centenaria empresa constructora Tutía And Camila hasta
que le surgieron serios problemas de corazón. Un año más tarde, con su corazón arreglado a
ritmo de marcapasos y con una profunda depresión por su inactividad, surgió Pablo Gao en
calidad de amigo y le pidió ayuda para una de esas remesas de casitas que estaba
construyendo. De hecho, Pablo no puede ver a nadie sumido en depresión porque él también
las padece y sabe lo que se sufre. Así, Rodolfo se puso a trabajar con él, recuperó su estado
emocional y apuró así sus últimos años de profesión antes de la jubilación.

Con el Mercedes de Pablo nos dirigimos hacia una granja-bar donde los bocadillos no
eran gran cosa, pero donde las anchas batas blancas de las camareras dejaban a la vista sus
prendas interiores, provocando que ningún hombre les quitase la vista de encima. Después
de susurrar, sonreír y babear como caracoles, por lo que yo sentí vergüenza ajena, Pablo me
pegó bronca por no conocer todavía al arquitecto, que era con quien tendría que discutir
cualquier duda sobre las casas.

—Me dijiste que me lo querías presentar tú mismo —me excusé.

—Coño, no me jodas. Ahora mismo nos vamos para allá.

Mientras nos dirigíamos hacia Vilassar de Dalt, me contó lo gran amigo suyo que era
el arquitecto Josep Passarell, que no trabajaba demasiado, pero las casas, al fin y al cabo,
estaban bien diseñadas. Añadió, como súmmum de la amistad, que cuando tenían algún
affaire, se usaban de tapadera diciendo a sus respectivas esposas que comían juntos o
cualquier otra cosa.

Tal como me dijo, la secretaria Agustina estaba como un tren y nos trajo dos cafés
mientras observábamos, yo, las últimas reformas del proyecto, y Pablo, el acompasado
movimiento de sus nalgas, mientras le decía que no entendía cómo una mujer tan guapa
tenía un marido calvo y más bajo que ella. Agustina le rio la gracia y añadió que de la
misma manera que su mujer lo tenía a él, y Pablo también le tuvo que reír la suya.

La presentación del proyecto quedó eclipsada por el recuerdo de juergas nocturnas


pasadas por ambos colegas. Como colofón, Pablo juró avisarme para la siguiente farra.

De regreso a Vilassar de Mar con el Mercedes, me fijé en que le faltaba el típico aro de
la marca que preside el coche en su capó delantero, la pieza que más distingue a esos
vehículos. Se había formado un silencio prolongado que, intuía, incomodaba a Pablo, y
pensé que era mi turno para hablar.

—Vaya coche más bonito. Te falta la arandela de delante, ¿no?

—Sí, joder. Se ve que hay una banda organizada que se dedica a robar los aros de los
Mercedes. Ya me lo han robado tres veces y no voy a ponérmela más, porque la maldita
arandela de los cojones cuesta treinta papeles, ¿sabes?

Al cabo de diez segundos Pablo exclamó de un grito:

—¡Hostia, Rodolfo! Cuando la chica vea a este, no veas cómo se va a poner... ¡Uy!,
cómo se va a poner…

—Hotia, e’ verdá —contestó el extremeño—. No vea cómo se va poné.

—¿Tú estás casado o soltero? —me preguntó.

—Soltero y sin compromiso —afirmé con uno de los primeros errores que cometí.

—Pues la vendedora es una putilla de cuidado y más ahora que ha despedido al novio.
Va con una minifalda que enseña todo el conejo, ¿verdad Rodolfo?

—Sí, sí, e’ verdá. E’tá un poco seca... —justificó Rodolfo.

—Porque a ti solo te gustan las gordas, Rodolfo. Tú créeme, que tiene el chocho que le
da palmas.

Pero cinco segundos después Pablo me recriminó:

—¡Pero nada de follar en horas de trabajo! Está prohibido, ¿eh? —se encolerizó Pablo
solo de imaginárselo.

—No, no. Si ni la conozco —me defendí.

Ahora sí que se alargó un maldito silencio, en el que estaba seguro de que todos
imaginábamos esa escena. Entonces cambié de tema para instigar en por qué iban roscadas
las arandelas.

—¿Y no sería mejor que fueran soldadas?

—¡No, hombre! ¡Eso sería una barbaridad! —se alarmó—. Fíjate que al ir roscada, si
te la roban, te compras otra y santas pascuas. Los de Mercedes tienen un gran negocio con
eso, porque como tienen la exclusiva, no te la puede hacer ningún herrero. ¡Ojo!, que sí
podrían, que hacen cosas muy bien hechas, pero no tienen permiso. Mira, si fuera soldada,
los ladrones te la arrancarían y la reparación sería más cara, que los cabrones se las saben
todas. Ya está bien así, ya está bien.

—Sí, tal vez sí —le di la razón, y resoplé.


Capítulo 4

Apareció Pablo con un catarro considerable. Entre estornudos, me contó que había
llegado su padre de Mallorca a pasar una semana y, con preocupación, que lo había visto
bastante envejecido, más encorvado y bajito, con dosis de sordera extra y más ausente de la
realidad. Estaba más cabezón que nunca, y el primer día ya le había sacado de quicio en
varias ocasiones. Además, había venido con su varano, cuando le tenía dicho no querer ver
nunca más a ese bicharraco, y menos en su casa. Ya para rematar, el domingo por la
mañana, que llovía a cántaros, don Ceferino insistió varias veces en salir a hacer el aperitivo
a una terracita, y Pablo le repitió otras tantas que no le apetecía mojarse. Pero al final tuvo
que largarse y mojarse porque ya no lo aguantaba ni un segundo más.

—Aaa… achísss —estornudó—. Y por su culpa mira cómo estoy. Es que cuando se le
mete algo en la mollera… Achísss…

Por un momento creí que me iba a dar la risa, pero conseguí seguir con esa perplejidad
que me dejaba sin palabras, con la sonrisa ladeada, petrificada y sin margen de maniobra.
Que mi jefe me contara sus intimidades como si fuéramos amigos de toda la vida, hablando
de su padre, de su mujer o de ir de fulanas, me dejaba sin capacidad de réplica. Vamos, que
parecíamos muy amigos, “pero yo soy el jefe, que te quede claro”, diría él, porque le cuento
yo que fumo porros o que soy rojo, y estoy seguro de que no duraba un segundo más en su
empresa. Me acordé entonces de lo que me dijo el Sapo, que debía tener paciencia con él, y
lo puse en práctica ya mismo camino del desayuno, hacia la granja, cuando empezó con uno
de sus monólogos.

—Es que mi padre… —y le dio por contarme la vida de sus padres.

Resulta que sus padres se criaron en Villanueva de los Infantes, en la provincia de


Ciudad Real, y se conocieron cruzando miraditas en la iglesia. Según Pablo, en las misas se
liga un montón. Después de un tiempo de flirteos, intentaron formalizar la relación, pero sin
el consentimiento de sus familias el cura se negó a casarlos. Así que no tuvieron más
remedio que abandonar el hogar y pedir asilo en casa de la tía Carmina, que tenía una
taberna en Tomelloso, a unos setenta kilómetros de Villanueva. Para Pablo, casarse con su
madre fue la primera cosa que se le metió en la mollera y, como le salió bien, ya se volvió
un cabezón como la copa de un pino. A todo eso puse cara de interesado, mientras pensaba
¡qué narices me importaba a mí la vida de sus padres!

La tía Carmina, más conocida como madame Carmina, había sido objeto de placer de
media comarca. Por aquel entonces ya regentaba la taberna, y ante esa inesperada visita, no
dudó en clausurar una de las chambres del negocio para sus jóvenes huéspedes. Para ella, la
visita de su sobrino Ceferino era un premio a su sacrificada vida que no le había permitido
tener esa descendencia tan deseada.

A madame Carmina le importaban un pimiento las cuestiones políticas, que no


entendía ni quería entender, pero no las amorosas, y tomó cartas en el asunto de la boda de
su sobrino. No le costó demasiado convencer al párroco del pueblo, que se negaba a
casarles sin el consentimiento de la familia, pero cedió cuando recibió los abonos gratis para
el burdel, después de hacerse el remolón y dar a entender que madame Carmina era la
perversión personalizada. Y a las puertas de la Guerra Civil, el párroco tuvo sus abonos, los
chicos su boda y la madame fue vestida con tal elegancia que parecía ella la que se casaba.

Cuando estalló la guerra, Ceferino fue llamado a filas, pero fue el coronel Santisteban
quien le encomendó tareas de retaguardia en el mismo burdel, al saber de su domicilio, para
que cuidara a esas mujeres desprotegidas del peligro diabólico de ateos y rojos. Y añadió
como coletilla, mientras alzaba su copa de vino, que así podrían nutrir de fuerzas a las
tropas cuando fuera necesario.

Era evidente que don Ceferino se vio alineado con el bando nacional −tal vez para
poder salvar su pellejo−, pero Pablo me dejó claro sus ideales con un par de reniegos
dirigidos a los sucios rojos. Por primera vez en mi vida estaba conociendo un franquista de
cabo a rabo, que encima era mi jefe, que me consideraba su amigo y, lo peor de todo, que
esperaba que yo también lo considerara como tal. Hablaba abiertamente de sus ideas como
si fueran las únicas, como yo hacía normalmente con la misma convicción desde el bando
contrario. Yo, que soy republicano de nacimiento, tradición, formación y creencia, que
siempre había dicho lo que pensaba −que decir lo que se piensa evita cánceres, tumores,
taquicardias y colesteroles−, me tuve que morder la lengua. El papel que me habían
asignado parecía ser tragar, asentir y callar.

El local de madame Carmina consistía en dos espacios bien diferenciados. El primero


era un bar normal donde la muchedumbre bebía y jugaba a cartas, y el segundo era donde
estaban las habitaciones, en el piso de arriba, donde las jóvenes prostitutas esperaban ser
escogidas para la cópula.

Hecha la elección, la omnipresente madame Carmina daba el visto bueno al


aparejamiento con el previo pago de los cánones estipulados. Naturalmente, no todas las
chicas tenían el mismo precio, pues el prostíbulo se regía por la moderna ley de la oferta y
la demanda, método que la madame descubrió a resultas del crac de la bolsa de Nueva
York. Cuando alguien se quejaba de los precios, echaba mano de la ley y apuntillaba su
discurso diciendo que no le gustaría que le pasara lo mismo que a la bolsa de Nueva York.
O sea, como sucede también en nuestros tiempos, las más atractivas eran más caras, y las
más viejas, delgaduchas o las que tenían alguna enfermedad, salían más baratas.

Sin embargo, una vez, una joven preciosa cogió la sarna y, aun con la enfermedad que
transmitia, todos quisieron pasar a su habitación para el fornicio, pensando que sería más
barata. Pero como había tanta demanda, la madame, en vez de bajar el precio, lo incrementó
ante el lamento del personal. Ella se agarró a la falacia de que la enfermedad la ponía más
predispuesta de lo normal, claro ejemplo de un bulo más que se inventa el capitalismo para
aprovecharse del populacho, ya entonces.

—¡Con sarna o sin sarna, la chica vale lo que vale! —dijo para acallar definitivamente
las quejas que se generalizaban.

Mientras, protegida de ese ambiente primario, escondida en la trastienda, María


Asunción avanzaba con su primer embarazo, a la vez que Ceferino se ganaba las
habichuelas sirviendo a esos hombres consagrados a la bebida, al juego y al placer, pues
madame Carmina le exigía que se forjara un porvenir como hombre de provecho. Fue en esa
época cuando Ceferino trabajó de verdad, pero también fue cuando se enganchó al mus en
largas timbas nocturnas, cuando tenía la seguridad de que su tía ya se había retirado a
descansar. Como hacía yo con mis cosas, pensé, cuando Pet se largaba a hacer el lagarto a
otra parte. Y me dije que, en el fondo, todos somos iguales.

Al poco tiempo, llegó a Tomelloso el coronel Santisteban con sus tropas, y se dirigió
directamente al burdel, al ser el punto neurálgico de los poderes fácticos del pueblo. Se
reconoció al alcalde, al cura, al terrateniente, al carnicero, al maestro y a la guardia civil,
estos por el uniforme. Pero el coronel los ignoró y se dirigió directamente a madame
Carmina y, como si fuera una ramera más, pidió servicio de chicas para su regimiento.

—Primero se paga y después se fornica —le dejó claro ella.

—A ver, vieja chocha —se mosqueó el militar—. ¿Cómo va a pagar el coronel


Santisteban y ahora también alcalde de Tomelloso por decreto ley del general Mula? —y
ahí, en pelotas, el alcalde se dio cuenta de que estaba destituido.

—¡Me trae sin cuidado lo que usted sea, sus decretos, sus leyes, sus generales y sus
mulas! ¡Digo yo, dueña de este local hasta mi muerte, que si se quiere tirar alguna de mis
chicas, antes tendrá que aflojar la mosca, porque aquí no hay fornicio sin mi autorización!
¡Y si yo soy una vieja chocha —gritaba con el amor propio herido— usted no es más que un
pedazo de mierda de perro sarnoso, con perdón de esos pobres animales, que no tienen
culpa de nada! —y le escupió un gargajo en todo el bigote, dijo Pablo partiéndose de risa—.
Es que mi tía tenía un genio…

Y mientras el coronel se pasaba el pañuelo para despegarse la mucosidad enredada


entre los frondosos pelos de su mostacho, saltó Ceferino desde la barra, se cuadró frente a
su coronel e intentó poner paz a la trifulca.

—Tía, dele servicio, que lo dan todo por la patria —y se dirigió después a su coronel
—. ¡Mi coronel!, le puedo asegurar que aquí paga el alcalde, el párroco y todo el mundo
¡Ar!

—¡Ni hoy ni nunca habrá servicio para usted! —completó iracunda madame Carmina.

—Retírate, Cefe, ya lo solucionaré yo con tu tía...

Y por los huevos del coronel Santisteban que hubo fornicio sin dispendio, dejando
claro que las normas no las ponía una vieja puta de pueblo, con la consiguiente ofensa a la
madame, que tuvo que tragar para salvar el pellejo.

El trato de favor de Ceferino con el coronel no pasó desapercibido para madame


Carmina, que no tenía un pelo de tonta. Ella, que le había dado amor, techo, comida y
boda…
—Mi padre hacía lo que le mandaban —lo disculpó Pablo—, ¿qué iba a hacer, si no?
—y pensé, lo mismo que yo. ¿Qué iba a hacer yo? Aguantar lo que me caía, que ahora era la
vida de sus ancestros…—. Mi pobre tía abuela tuvo que quedarse a las órdenes del coronel
y no lo pasó nada bien.

Y el coronel, para premiar el papel de Ceferino en la retaguardia, pero también para


que no viera el sufrimiento de su tía, lo gratificó con una finca en Almuradiel, en la misma
provincia.

—Ahí, en Almuradiel —me dijo—, pronto simpatizamos con la gente del pueblo, entre
otras cosas porque corrió la voz de que los Gao éramos íntimos del general Franco. Y era
mentira, pero no íbamos nosotros a desmentirlo, pues los vecinos nos ofrecían de todo:
cabras, gallinas, cerdos, hortalizas…

Y entre ese bienestar crecieron los Gao: Ceferino hijo, Francisco José, María de las
Mercedes, Gonzalo, que murió a los dos años de una neumonía, Carmelo, Pablo mi jefe en
1943, Jerónimo, todos más o menos seguidos, y en 1950 de un desliz, Inmaculada
Concepción. Siete preciosos hijos que colmaron a los padres de una gran felicidad.

A Pablo, la visita de su padre le removió sus ancestros y, para canalizar esas


emociones, se sumió en un monólogo que parecía no tener fin. Como si estuviera en un
púlpito, parecía que diera explicaciones a todo el mundo, pero la realidad es que tenía la
vista postrada en el infinito, infinito que acababa en la estantería rebosante de botellas de la
barra, perforando tantos seres como se cruzaran en su vista, como si fueran transparentes.
En ese momento, los oyentes éramos Rodolfo y yo, pero tranquilamente podíamos haber
sido el Pato Donald y Perico de los Palotes.

De todas maneras, Pablo me tenía desconcertado. A veces me hacía reír y otras me


cabreaba y me sacaba de quicio. Tanto lo veía como una persona humana, sensible y de
gran corazón, como aparecía como un déspota, completamente injusto. Unas veces lo veía
inteligente y listo, y otras ridículo y mentiroso. Su personalidad se reflejaba en cada una de
sus expresiones. Y yo, cuando me surgía algún indicio de bipolaridad −lo notaba al sonreír
solo por el lado izquierdo, mientras por el derecho seguía paralizado−, sacaba la hoja de
nómina y me quedaba sedado un par de horas más, con mi sonrisa ladeada. Estaba claro que
una actitud así te generaba tensión, pues yo no era Pet, que simulaba ser un camaleón casi
de forma innata. En mi caso, con esa actitud me autoanulaba y olvidaba mi yo durante el
tiempo que no me convenía decir lo que pensaba.

Me vino a las mientes entonces una gran frase de San Agustín sobre el ser, en una de
las pocas páginas que entendí de ese libro cuando me lo hicieron leer en Filosofía. Se dice
en él que “confesar es dar testimonio de uno mismo, expresar aquello que tienes en el
corazón. Pero si en el corazón tienes una cosa y por la boca dices otra, entonces ya no das
testimonio de ti, sino que simplemente hablas”. Es decir que, si no das testimonio, no te
estás expresando como ser, porque niegas tu propio ser. Y entonces me pregunté: ¿cuál es el
motivo de nuestra existencia? Estamos aquí para ser. Si dejamos de ser, pasamos a ser un
ser inerte y muerto: un muñeco de feria, una marioneta sin criterio.

Con Pablo tenía la extraña sensación de aparcar mi yo para dejar de ser. Deduje
entonces que hay muchos seres muertos en vida, y por un momento me consideré uno de
ellos. Pero me excusé, porque yo tenía un motivo de peso: el trabajo. Claro, en esta vida hay
que trabajar. Sí, reconocí mis carencias, pero las justifiqué tal vez como hacen muchos seres
muertos.

De repente, Pablo me despertó de mis filosofadas al mandar a Rodolfo a la obra, que


ya estaba bien de escaquearse, que su vida ya se la conocía de sobras, le regañó. Y yo me
quedé expectante, sin saber el destino que me tenía asignado.

—Y nosotros, a lo nuestro. Ahora vuelvo que voy a prffffddrrrr —y después de la


onomatopeya del pedo, se perdió por los servicios.

Finalmente pude hacer dos profundas expiraciones de aire y lo exhalé lentamente,


como me habían enseñado en yoga, pero no pude evitar volver a ese personaje que
acaparaba mi vida desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, los cinco días de
la semana. Si Ceferino se había cobijado bajo la sombra de su coronel, yo lo estaba
haciendo bajo la sombra de mi sueldo, y por lo tanto de mi jefe. Estaba claro que Pablo
apestaba a dinero, y nadie estaba dispuesto a dejar escapar todo lo que ese constructor
emotivo e inepto podía soltar.

Un ejemplo claro era el arquitecto Josep Passarell, que iba asumiendo la dirección de
todas sus obras, igual que había hecho con las anteriores remesas de casas. Sabía que sus
honorarios pasaban por hacer los cuatro planos que le tocaban −copiaba de su proyecto
anterior bajo el pretexto de seguir la misma línea constructiva− e ir de fulanas con él de vez
en cuando. Lo tenía bastante fácil, porque ir de fulanas también le gustaba.

Sin embargo, Fina, la vendedora, se tenía que currar más su puesto de trabajo. Cuando
llevaba un tiempo sin vender ninguna casa, tenía que comer con Pablo y reírle las gracias
con una atención más personalizada, aguantando sus comentarios babosos sobre sus
minifaldas y lo guapa que estaba. Aunque la imagen de putilla no se la sacaba de encima
por muchas casas que vendiera.

El día que me la presentaron iba con una minifalda muy llamativa, y aunque mi
primera impresión fue de satisfacción, no creo que fuera tan evidente como para que Pablo
hiciera el siguiente comentario:

—¡Nada de follar en horas de trabajo, que os mando a tomar por culo! Si queréis follar,
quedáis después de trabajar.

Y claro, yo me quedé patitieso, sin poder quitarme de la cabeza la imagen de esa


cópula, que poco me cuesta a mí imaginarme cosas así cuando me las ponen en bandeja.
Mientras, Fina se ofendió y replicó lo siguiente:

—¡Pero bueno! No nos conocemos de nada y ya estás diciendo que... ¡Por el amor de
Dios!

—Coño, es que me vienes vestida de una forma, que seguro que lo que ha pensado
Ramón es en echarte un polvo. ¿Verdad, Ramón?

Ruborizado, no pude balbucear palabra alguna.

—Lo que tienes que hacer —le advirtió— es venir vestida como Dios manda, que me
distraes a todos los albañiles. ¡No me gusta que me vayas provocando al personal, que así
está saliendo la obra!

—Sí, mira, y seguro que es culpa mía —ironizó la chica.


Con sigilo me separé unos metros y los dejé discutiendo. ¡Vaya presentación!

En cambio, Rodolfo era una de las pocas personas de ese círculo que no parecía que
estuviera ahí por dinero. Él repetía que gracias a Pablo se había recuperado de su depresión
y que nunca le estaría lo suficientemente agradecido. Pero curiosamente, la gratitud y
veneración de Rodolfo no era recíproca, pues Pablo lo consideraba un pobre hombre, un
desgraciado por no tener dinero, y un cagado por no haber aprovechado el auge de compra-
venta de terrenos de los noventa, cuando él se lo había propuesto. Y se lo seguía recordando
día sí y otro también.

Pablo había alardeado también de tener grandes influencias entre sus amigos: el juez
de Mataró, el director del puerto, el alcalde de Vilassar. Y, como colofón, destacó haber
hecho negocios con el mismísimo alcalde de Barcelona, Carles Puigmirat. Y siguió
enumerando a sus amigos: Alberto el pintor, Garrido el carpintero y José Luis el electricista,
que ya les conocía y que había comprobado que les pasaba como a mí, que miraban de reojo
y con la sonrisa ladeada.

Llegó nuevamente Pablo con cara de satisfacción, supongo que por la cagada, pero
estaba seguro que también por haberse librado del ambiente de los aseos, ya que a esas
horas eran visitados por media paletada que intentaba hacer bajar callos, choricillos,
bocadillos de metro, carajillos y mongetes con butifarra. Se hizo con dos whiskys con hielo
y recuperó sus intenciones de largarme otro capítulo de su vida. En ese momento, igual que
todo el mundo que lo rodeaba y que yo criticaba por besarle el culo, tampoco tuve el valor
de decirle que le contara su vida a su tía, que me importaba un comino. Bajo la sombra de
mis trescientos pepinos mensuales, miré el reloj, calculé que todavía faltaban tres horas para
la comida y me dispuse a aguantar su tarabilla, sin margen a la enmienda, con una falsa
sonrisa de satisfacción.

Pasó su infancia en Almuradiel con sus hermanos y su madre. De su padre aseguró no


tener demasiados recuerdos, pues se pasaba el tiempo en la trastienda de la taberna jugando
a unas interminables partidas de mus. Ahí es donde despilfarró su fortuna, que fue
directamente proporcional a la pérdida del estatus de su familia. Y me acordé de mi profe de
mates, con la representación gráfica directamente o inversamente proporcional al sistema de
coordenadas.

Fulminado su estatus en el mus, el mismo coronel Santisteban le consiguió nueva casa


en Mallorca, y ahí se fue toda la familia menos Pablo, al que metieron en el internado
jesuita de Ciudad Real para que estudiara para cura.

—Tenía trece años y yo prefería mil veces no perder a mis amigos y estudiar para cura,
que irme con ellos a Mallorca. Mi madre, que era muy devota, quedó muy contenta de que
tener un cura en la familia. ¡Y qué decir de mi tía abuela! Para ella, tener la oportunidad de
educar a un nuevo miembro de la familia aunque solo fuera los fines de semana, no tenía
precio.

—Aprendí mucho de mi tía abuela. Imagínate qué contradicción, Ramón, cinco días
rezando y el fin de semana alucinando con las chicas del burdel —y se quedó pasmado
recordándolo, hasta que le vino un estornudo—. ¡Achís! Joder, cómo estoy. Yo siempre que
podía las espiaba, pero de tocar, nada de nada, que no se dejaban. ¡Anda que no me había
ganado cachetes y broncas de mi tía! —y se carcajeó.

Y cambió de tema para hablar de idiomas:

—Cuando me preguntan qué idiomas sé, solo puedo decir el español y el latín, que no
sirve para nada. Podría haber sido el francés, que era el idioma de moda por aquellas
épocas, pero no. ¡El latín! Por eso me gustan tanto las españolas, porque con las francesas o
las inglesas lo único que puedes hacer es sacar el pito y empitonarlas. No puedes comentar
qué tetas más bonitas ni qué haces por aquí ni nada. Tienes que ir directo al grano, y eso no
me gusta. A mí me gusta hablar un poquillo y luego, pues sí, coño, le pegas un polvo o que
te la chupe o lo que sea, ¿entiendes?

—Sí, sí, claro —asentí sin ver el final del túnel aún.

En el internado, el padre Facundo vio enseguida que no servía para cura. Sus notas
eran demasiado justas y si destacaba en algo era en sus travesuras. Alardeaba del lugar
donde vivía los fines de semana y no era un buen ejemplo para el resto de compañeros. El
padre Facundo, con la intención de encontrar una solución, quiso hablar con don Ceferino
para reorientar su vocación, aunque este, como se había reenganchado al mus, simplemente
fue capaz de hablar de decepción y mala suerte, como si se tratara de una timba más.
También vio contraproducente citar a madame Carmina, pues era muy conocida en la
comarca, y tampoco vio factible visitarla al burdel, que la gente era muy cotilla.

A mí también me costó imaginarme a Pablo como párroco de una iglesia. Finalmente,


achinando los ojos, lo encajé en una comedia típica de Fernando Esteso y Andrés Pajares
donde Pablo era un cura que aprovechaba su estatus para ir de casa en casa, de comilona en
comilona. Después, lo visioné como un obispo corrupto formando parte de la mafia
siciliana. Entonces encontré un papel para mí: yo sería el monaguillo, que estaría a sus
órdenes para todo lo que necesitara, pues mis padres no me podrían mantener fácilmente, y
cediéndome al obispo, aparte de abrirme puertas para el futuro, me daba de comer y dormir.
Yo no me atrevería a explicar lo que mis ojos habrían descubierto en un lance fortuito, ya
que el obispo me habría aconsejado que, si quería volver a ver a mis padres con vida, lo
mejor era que tuviera el pico cerrado. Y ya no pude continuar con la película, porque no sé
qué narices me estaba contando Pablo.

—¡Coño, Ramón, estás en la parra! —me regañó por mi falta de atención—. ¿Estás
pensando en la Fina o qué?

O me quedaba con el trabajo o con Fina, y en esos inicios tenía más poder la pasta que
un polvo por mucho que mi jefe me intentara hacer ver lo contrario.

—Te contaba —repitió cansino— que mi mejor amigo…

Su mejor amigo era Alfonso, un chaval muy majo, y se contaban cosas de sus familias,
de sus hermanos… El caso es que Alfonso tenía una foto en la que salían juntos, que
incluyó en una carta para su familia, y lo señaló como su mejor amigo. A su hermana María
Natividad le pareció tan guapo el mejor amigo de su hermano que empezaron a cartearse.

—Me ponía que era una pena que fuera para sacerdote con lo guapo que era. Y claro,
yo le mandaba poemas de Bécquer, le traducía pasajes de latín, bueno, lo que se estilaba
entonces para contentar a una chica, pero sin ninguna intención, que yo tenía muy claro que
iba para cura. Entonces, parece ser que una de esas cartas pasó por las manos del padre
Facundo y por eso me aconsejó que me tomara un año de descanso. Pero fíjate: me aseguró
que si no me gustaba lo que veía, luego podría volver —dijo asombrado—. ¡Qué gran
hombre el padre Facundo! Ya debe de estar muerto, el pobre.

Al final Pablo salió del convento y con dieciocho se integró de lleno en la taberna de
su tía Carmina, trabajando en la cocina. Me aseguró saber hacer una liebre a la campesina
para chuparse los dedos, que ya me invitaría un día.

—¡Ah!, mira qué bien —solté desconcertado.

Así en libertad, empezó a conocer la vida de verdad y también a María Natividad, que
estudiaba interna en una escuela de corte y confección. Se citaban los fines de semana y
siempre lucía algún vestidito hecho por ella misma. Pablo me dijo que estaba cegado al
verla.

—Nati, como yo la llamo ahora —dijo con felicidad—, es todavía mi mujer. Todavía y
para siempre, que tengo una mujer que no me la merezco. Si no hubiera sido por ella, yo no
hubiera llegado hasta donde he llegado. Me ha dado cuatro hijos preciosos que, mira lo que
te digo, ¡muchos quisieran para ellos! Bueno, a Olga ya la conoces, ¿no? Es una chica
majísima.

—Sí, sí, muy maja —asentí empapado de la que me había caído.

—Y los otros tres también lo son. Ya los conocerás, ya —y como si fuéramos grandes
amigos, me dio una palmadita en la espalda, mientras con orgullo ponía cara de santo.

Capítulo 5

No me gustaba nada encontrarme a Ernesto tumbado en mi sofá con el televisor en


marcha y la mesilla llena de restos de comida, el cenicero lleno de colillas, las tazas de café,
platos sucios, papeles… Siempre he sido muy territorial y hacía poco tiempo que ese
espacio solo lo ensuciaba yo. Pero claro, Ernesto pagaba sus mensualidades con puntualidad
y tenía todo el derecho a usarlo, así que intentaba pasar el mal trago sin que se me notara.

Pero lo que no podía concebir era que Ramsés hiciera lo mismo con el butacón. Me
ponía negro que ese maldito animal, que llevaba una auténtica vida de perros, se
aprovechara del sudor de mi frente y se tumbara donde le apeteciera.

La primera vez que lo pillé en la butaca no me atreví a echarlo por no estar presente su
dueño y por miedo a que se defendiera, por lo de poderoso perro de defensa. Simplemente,
lo desafié con la mirada, pero el muy caradura abrió un ojo, me sacó la lengua y siguió
dormitando como si nada. Cuando llegó Ernesto, le recriminé muy ofendido que a mí nadie
me sacaba la lengua, que las normas estaban para cumplirse y que no quería que en mi casa
reinara el libertinaje y el despiporre. Por esa vez le perdoné la indemnización, pero le dejé
bien clarito que esperaba que no se repitiese semejante desfachatez.

Sin embargo, esa tarde, al entrar en el comedor y encontrarme a Ernesto roncando en el


sofá y a Ramsés en el butacón con idéntica actitud, me sentí terriblemente burlado. Di tres
contundentes palmadas, como hacía mi madre cuando quería llamar mi atención, y se acabó
la siesta. ¡Estaríamos frescos, si no! Después, aseguré a Ernesto que sí que era yo, que no
estaba soñando, y que pillarlos in fraganti en esa bucólica estampa exigía una explicación:

—¡Baja inmediatamente de aquí, Ramsés! —le regañó Ernesto teatralmente.

Me hizo gracia su reacción, tan enérgica como falsa, y pasé a desenmascararlo como
hacen los grandes investigadores privados.

—A ver, querido Ernesto. ¿Me vas a negar ahora que Ramsés estaba espachurrado en
el butacón?

—Bueno, pero porque yo estaba dormido —se excusó.

—¡Ah!, o sea, si tú estás dormido o no estás, el perro hace lo que le sale de los huevos,
¿no? Mira qué cantidad de pelambrera encima de la butaca —y acumulé con mis dedos una
buena muestra—. Mira…

Y evidentemente, no pudo evitar reconocerse culpable y soltarme las quinientas cucas


de penalización, mientras le gritaba, rememorando a mi madre cuando dictaba sus
veredictos, que ya sabía lo que le tocaba, o sea, pasar el cepillo por la butaca y el sofá, que
no quería ver ni un solo pelo en toda la casa. Después de la bronca, Ernesto se descargó
contra su perro y le pegó dos guantazos, e hizo que este se fuera, no con la cola entre las
patas −la tienen muy corta, como un muñón, y no les llega hasta tan abajo−, pero sí
compungido y triste hacia el balcón, y lo encerró ahí con una planta medio podrida y la
bombona de butano.
Dejé a Ernesto manos a la obra con el cepillo y me acerqué como si fuera el señor de la
casa al contestador, cuyos dígitos marcaban el número cuatro. En realidad, tenía dudas de
que alguna llamada fuera para mí, porque últimamente nadie se acordaba de mí y casi todas
eran para el nuevo inquilino. Desde que trabajaba en Testrujo, mi vida social había bajado
muchos enteros.

—Bliiip —hizo el aparato—. Jrjrr... jrrr... cloc. Bliiip. —No repetí la audición de esa
llamada, cosa que era un mal síntoma de mi estado de ánimo, algo desganado. Siempre lo
he relacionado con mi falta de curiosidad—. Ernesto, soy Esther. Te llamaba por si hacías
algo esta noche. Llámame. Bliiip. Muy buenas tardes. El señor Ernesto del Monte y su
señora han sido agraciados con un viaje sorpresa a la zona de España que deseen. Para
hacerles entrega del premio, rogamos pasen por nuestras oficinas y pregunten por la señorita
Encarni. Gracias. Bliiip. Hola, Ramón —susurraba—. ¿Te acuerdas de mí? Soy Dolores, de
los Testigos de Jehová. Te llamaré más tarde, que no puedo pasarte mi teléfono. Adiós.
Bliiip.

Con esa llamada reviví la sorprendente aventura con esa chica, esos roces bajo la mesa
mientras escuchaba a la señora Milagros, y se me pusieron los pelillos de punta. Tengo que
reconocer que poco necesito para despertar mis fantasías y que naveguen hacia los confines
más insospechados.

—Por cierto, ¿quién es esa tal Dolores? ¿Tienes una amiga testigo de Jehová? —
preguntó Ernesto mientras cepillaba el sofá con tesón.

Como me pareció que quería cachondearse de la única persona que había tenido la
delicadeza de pensar en mí, hice a palabras necias oídos sordos y que se riera de su padre.
Conseguí no decírselo, aunque me hubiera sentado de fábula:

—¡Ah!, ¿has oído el viaje que he ganado? —dijo ilusionado.

—¿Y quién es tu supuesta mujer? —pregunté como si me importara un pito.

—Marisa, la secretaria, que después de taponar un muerto en Hospitalet, ¡que vaya


muerto, tío! Tendrías que haber visto...

—No, por favor Ernesto, no te sepa mal —le interrumpí con cara de fastidio—. Si
quieres cuéntame lo de Marisa, pero hoy no estoy para muertos, que he comido mal.
—¡Vaya humor que gastamos, chico! Bueno, pues que salimos a tomarnos unas copas
y nos hicieron una encuesta. El caso es que logramos pasar por novios porque así nos
regalaban un viaje... ¡Ah, por cierto! Si llaman y piden por Marisa dices que no está, pero
que vive aquí, ¿eh? Y tú no vives aquí, que si no, la cagamos.

—Vaya, ya me estás echando de casa, ¿no? —me quejé.

—Son mis vacaciones… Si no metes la pata, claro.

No pensaba meter la pata por las vacaciones de Ernesto, que seguro que se las merecía
con tanto muerto taponado. Así, me volvería a quedar la casa para mí solo. Vamos, porque
tenía clarísimo que Ramsés no se iba a quedar conmigo…

No sé si se merecía también Pablo unas vacaciones, pero todos sin excepción


deseábamos que nos dejara en paz y se largara de una vez a Santo Domingo, en ese
supuesto viaje de negocios. Luego, que con sus presuntos socios se comprara esos terrenos
edificables en inmejorable enclave que le habían jurado y perjurado en la paradisíaca isla,
ya me traía sin cuidado. Pero si la adquisición tenía que contribuir a su estabilidad
emocional, hacerlo feliz y con ello vivir todos más tranquilos, pues sin discusión alguna que
los consiguiera, claro está.

Soñador como soy, ya me veía trabajando entre las palmeras y los limones del Caribe.
Como en el famoso anuncio de los desodorantes Fa, que dicen que están hechos con el
aroma de los limones del Caribe, aunque me consta que en el Caribe no hay más que cocos,
tiburones y bellas mujeres. Pero daba igual: yo soñaba con los limones y los cocos mientras
hacíamos un gran hotel de cinco estrellas.

Sin embargo, Rodolfo me desmintió con rotundidad sus negocios, afirmando que lo
que iba a hacer Pablo era simplemente relajarse con algunas chavalas.

—Meno el royo ese de los terreno, cuarquié otro chanchullo que te pueda imahiná.
Que Pablo e mu mentiroso.
Llegó por fin el fin de semana y me fui a casa con la intención de no hacer nada. Esa
noche solo, bueno, desgraciadamente solo con Ramsés −estábamos normalizando una
relación basada en la ignorancia mutua−, quise ver una película que estuviera mínimamente
bien por el televisor. Mirando la programación detecté Una proposición indecente, con
Robert Redford, película en la que el personaje, forrado de dinero, propone a una joven
pareja poder follarse a la chica, Demi Moore, a cambio de un buen puñado de pasta, en una
discusión basada en que todo el mundo tiene un precio. Claro que ese puñado de pasta es
más que suficiente para que la chica y su marido puedan vivir de renta el resto de sus vidas.
Luego, la crisis sentimental en la que cae la joven pareja dramatiza la hazaña que habían
conseguido en una sola noche y empañan el negocio que habían emprendido. Al final, Demi
Moore vuelve con su chico y tiran el dinero, ya que lo relacionan con su infelicidad, siendo
esa la moraleja. Luego salieron los créditos y exploté:

—¡Mandangas! —y Ramsés, que dormitaba en el suelo, se despertó del susto—. ¡Yo


con un millón de dólares, ni mujer ni puñetas!

Cogí mi cartilla de ahorros y empecé a hacer cuentas. Le debía ciento cincuenta


papeles a mi padre. Pasaría el mes con unos cien pepinos más, que sumaban doscientos
cincuenta… Entonces hice la deducción y ¡me sobraban unas cien mil!, más la mensualidad
que me debía Ernesto, ciento cincuenta… Luego cogí papel y lápiz y apunté todo lo que
recordaba que quería comprarme cuando no tenía dinero: la silla de ruedas, el video, el
televisor con mando a distancia, el ordenador... También pensé en verme con Andreu, que
sabe mucho de ordenadores. Al final me mareé y pensé que mañana sería otro día.

Me costó conciliar el sueño y por eso no me desperté hasta que, a las once, lo hizo el
molesto timbre del teléfono. Me hice el remolón por si Ernesto tenía la delicadeza de
levantarse, pero al ver que no era así, me apresuré renegando a descolgarlo.

—Buenos días. ¿El señor Del Monte, por favor? —dijo una voz amable y femenina.

Con mi voz gruesa de la mañana, le pedí que esperara un momento, que estaba
durmiendo, y aporreé su puerta con tesón hasta que me vi obligado a abrirla y echar voces.
Me contestó de mala gana que quien fuera llamara más tarde, y yo, algo ofendido, le
respondí que luego no me echara las culpas si no se iba de vacaciones. Y mientras me
dirigía hasta el aparato, le aclaré que yo no era su recadera particular, por si no lo tenía
claro. Pero cuando ya estaba excusando su presencia, apareció de la nada, me arrebató el
auricular y de forma milagrosa transformó su voz ronca e impertinente en otra amable,
aunque ronca igual.

—¿A recoger el premio? Ahí estaremos, a las cinco en punto, señorita Encarni.
Muchas gracias —dijo baboso.

Le conté que yo una vez también fui con una presunta novia a recoger un premio así, y
estuvimos dos horas ahí dentro para que luego el viaje fuera volver en metro para casa y
santas pascuas. Ernesto me respondió que, porque a mí todo me saliera al revés, no tenía
que pasarle igual a todo el mundo, y que no tenía que ir por ahí aguándole la fiesta a nadie
ni quitarle las ilusiones, que eso era de mezquinos. El tío se había cabreado.

Ya no cruzamos palabra, entre otras cosas, porque para escuchar impertinencias,


prefería comprobar los números que había confeccionado por la noche y para ello
necesitaba concentración. Y también alimentarme, que si no, las ideas no salen claras. Así
que me dirigí hasta la nevera y cancelé la iniciativa a los dos segundos, en un abrir y cerrar
de puerta. Al no creer lo visto, la volví a abrir por si era verdad. Y sí, el aspecto interior era
desolador. Mi gozo en un pozo.

Quedaba la posibilidad de ir al restaurante chino La Gran Muralla y comer los tres


platos del menú, que solo valían quinientas pesetas. Pero al pensar que tendría que comer
solo, cuando todo el mundo lo haría con amigos y familiares, sentí una gran sensación de
soledad. Y es curioso, porque cuando trabajo no me da apuro hacerlo solo, pero debajo de
casa, sí. Entonces recordé que, ante la poca afluencia de clientes, el restaurante había
decidido también llevar los menús a domicilio. Así, a los diez minutos, apareció ante mi
puerta un chino con un casco de moto, y acto seguido pasé a engullir hasta el último grano
del arroz tres delicias, mientras miraba la película de la tarde.

Daban una película clásica, de los cincuenta, que iba de una princesa que vivía rodeada
de todos los lujos inimaginables. Pero paradójicamente, la chiquilla no tenía amigos y se
sentía profundamente sola. Su padre, el rey, por un exceso de recelo, no quería que se
relacionara con nadie, ni tan siquiera con los hijos del servicio que jugaban por los jardines
del palacio. Y principalmente para preservar su virginidad, pues la chica estaba de buen ver
y creía que todo el mundo tenía la misma mentalidad que él. “Cree el ladrón que todos son
de su condición”, dice mi madre. En definitiva, que la princesa Mónica solo podía
relacionarse con príncipes estirados y opulentos, y cayó en una profunda depresión y se
suicidó. Y se acabó la película.

Me quedé meditando sobre el film, pues aunque era para todos los públicos, encerraba
un mensaje que invitaba a la reflexión. Aunque era evidente que yo no estaba rodeado de
lujos, como la princesa, y que nadie me prohibía relacionarme con cualquiera, yo también
me sentía profundamente solo. Nadie me había llamado el viernes por la noche para salir ni
el sábado en todo el día. Ni mi madre, tan siquiera, que escuchar a mi madre preocupada por
mí siempre me ha acompañado mucho. En realidad, la princesa solucionó su soledad con un
suicidio para que su padre tuviera que cargar con su conciencia toda la vida. Y bueno, yo no
quería que por nada del mundo nadie cargara con su mala conciencia, aunque no creo que
nadie tuviera esa idea. Entonces miré a Ramsés y me pareció entender a tanta gente que, tal
vez así, con un animal de compañía, pueden volcar y recibir sus emociones… Pero decliné
enseguida esa opción, al mirarme Ramsés perplejo de que yo lo mirara cuando siempre lo
había ignorado.

—¡Bah!, tendría que ser otro tipo de bicho... —descarté.

Entonces tuve la idea de consultar la Gran Enciclopedia de los Animales Domésticos,


que prácticamente había completado, pero ipso facto caí en que mi viejo ordenador no
disponía de lector de CD, lo que me provocó volver a pensar en mi lista de la compra.
Llamé a Andreu, pero no estaba, y no dejé mensaje porque no tenía ganas. En definitiva, me
sentía tan solo que no había nadie ni al otro lado el hilo telefónico. Entonces volví a pensar
en la princesa y en su particular liberación del mundo. Y mientras me perdía en ese espiral
de pensamientos, me sorprendió el timbre del teléfono, y decidí estirar el brazo para
descolgarlo.

—¿Sí? —dije susceptible.

—Hola, ¿eres Ramón? —dijo Dolores, que reconocí enseguida.

Más allá de la imagen de Dolores con ese juego de miraditas y cruce de piernas
mientras la señora Milagros exponía su concepción del mundo, que alguien se acordara de
mí justo en ese momento me alegró muchísimo, como un haz de luz en el firmamento.
Hablamos con algo de timidez, pues yo había perdido la costumbre del trato con las chicas,
y tampoco sabía hasta dónde podía llegar una testigo de Jehová. Al final decidimos tener
una cita para ir al cine el miércoles, que era el día del espectador, y quedamos en el cine
Bosque, del barrio. Gracias a Dolores, me salvé de mis pensamientos circulares cuando ya
sopesaba echarme al ancho mar en una patera repleta de moros a modo de carnada de
tiburones.

Recuerdo que el hombre del tiempo había augurado cuatro gotas en el litoral catalán,
pero parecía mentira lo que podían dar de sí esas cuatro gotas en la urbanización Los
Dragones. Según el simpático hombre del tiempo, un repentino cambio de dirección del
frente polar había intensificado la borrasca, justificando así el diluvio con posterioridad.
Después explicó unas curiosas turbulencias en el planeta Marte y se quedó tan ancho.

Así pues, al llegar a la obra el lunes de buena mañana, reinaba un silencio sepulcral y
una nula actividad. Al borde de la excavación estaban Adolfo, el encargado de los
estructuristas, varios albañiles y Rodolfo, todos observando su fondo con perplejidad.
Aquella excavación se había convertido en una enorme balsa de agua. Me acerqué a ellos,
di los buenos días sabiendo de sobras que ni lo eran ni lo serían, y me quedé aturdido ante
tan desolador panorama. Esa imagen me sumergió en el recuerdo de un sueño que tenía yo
de pequeño, donde me caía en un gran charco de arenas movedizas y me tragaban. Sin duda,
era una de mis peores pesadillas que despertaba a medio barrio. Desperté de mi ensueño con
un escalofrío, que casi me resbalo, y di las primeras órdenes a Adolfo, para que mirara
menos e hiciera alguna cosa:

—Adolfo, hay que conseguir una bomba para sacar toda esa agua... —le ordené.

—Está pedida desde las ocho —me soltó molesto, aclarando que él estaba ahí desde
primera hora, y no como otros.

—Pues mientras podéis...

—Yo ni nadie nos meteremos en este barrizal hasta que no venga la bomba —me
adivinó el pensamiento el tío, dando a entender que no le gustaba escuchar impertinencias
—. Aquí hay tela marinera y ese trabajo no está en el presupuesto...

Imitando a todos los jefes que había tenido hasta entonces, al oír la palabra presupuesto
le di largas con que ya lo discutiríamos en otro momento. Me comporté como lo que
siempre he considerado un empresario hijo de puta, como quien se hace el longuis cuando
toca pagar las copas, pero estaba claro que a mí no se me subía a las barbas un encargado de
pacotilla. Si hubiera estado Pablo, que por fin se había largado a Santo Domingo, me
hubiera ahorrado ese delicado papel, porque seguro que Adolfo no se habría atrevido por
miedo a que entrara en cólera, ya que lo hacía con facilidad por la repulsa que le producían
los más bajos eslabones.

Como es normal, entre el personal de obra también existen jerarquías, pues es difícil
entender el mundo de la construcción funcionando como cooperativa. Creer en comunismos
y autogestión en los tiempos que corren, es soñar despierto. Por muy explotados que estén,
no aspiran a que sus superiores les dejen de machacar, ya que eso nunca podrá ser. Ellos
aspiran a subir de categoría, porque eso indica que los trabajos más pesados los podrán
delegar, como se dice ahora al hecho de mandar.

Así, con el pollo organizado por el inoportuno diluvio que el meteorólogo se había
pasado por alto, alguien tenía que cargar con el mochuelo. Y según el comentario que oí de
uno de los peones, ya estaba adjudicado:

—¡Joder, macho, que lo haga el Moreno, que para algo está!

En las obras hay un pequeño porcentaje de obreros autóctonos y el resto son


extranjeros de procedencias bien diferenciadas. Los hay magrebíes, de los países del Este,
sudamericanos y, en menor medida, africanos. Moreno era de Senegal y era el único
africano de la obra. Su verdadero nombre era Mamadou Atamatu, que por la dificultad en
pronunciar su nombre y porque todo el mundo tenía un mote, desde Pablo el Cabezón, hasta
yo el Niño, el negro era llamado Moreno, para no llamarlo negro directamente, que se
habría entendido como racista. Y así, si tenían un poco de consideración con él, se sentiría
más integrado y trabajaría mejor.

Pero quedaba claro que su mote era solo un indicio de lo que encerraba su condición de
inmigrante africano. Su realidad era hacer los trabajos más penosos que, como decía su
colega de igual rango profesional, para algo estaba. Mamadou trabajaba con desgana, pero
con esmero por exigencias del guión. Sin embargo, se mostraba deprimido expresando una
gran desilusión, seguramente porque cuando tuvo que marchar de Senegal, no soñaba
precisamente con esto.
Me contó Rodolfo que Mamadou llegó como polizón al puerto de Vilassar con un
paisano suyo. Su compañero tuvo la mala suerte de ser pillado y deportado a su país. Pero
Mamadou pudo malvivir entre los contenedores del puerto comiendo pescado del día y de la
nevera del responsable de mercancías, un tal Antonio Fiscales. Pasaron quince días antes de
que se atreviera a sacar la cabeza fuera del puerto.

En su país, Mamadou se dedicaba a esperar trabajo paseando por la calle, como hacen
todos. A lo sumo, lo conseguía para un día, y así vuelta a esperar. Sus trabajos eran de
cargador en la construcción, de peón, de guía de cazadores en la selva o de sherpa de
safaris. Se ve que sabía detectar los ojos que lo observaban entre la espesura y la
oscuridad.

Tal vez ahora esté pensando que en su país, sin trabajo, pero al menos con el apoyo de
los suyos, no se sentiría durante todo el día, como decía Bukowsky en alguno de sus libros,
como “una sucia basura negra”.

Cuando llegó la bomba para la extracción del agua, quien se tuvo que enfangar hasta el
cuello para situarla fue el africano, por supuesto, cosa que no me agradó nada.

En definitiva, ese diluvio fue un sabotaje a una semana entera de trabajo: entre extraer
el agua, el hierro, que se secara el barro y volver a alinear la cimentación, ese tiempo se fue
al garete. A Pablo le costaría entender que mientras él estaba en Santo Domingo no se
hubiera avanzado un ápice. Así, volví al barracón para estudiar la situación y llamé a Peña,
un amigo de mi hermano que había estudiado abogacía y había llevado casos contra grandes
empresas. Estaba contemplando la posibilidad de querellarme contra el hombre del tiempo
por delito de falsa información con nefasto resultado económico, y así desviar las posibles
malas ideas de mi jefe. Aunque la idea, según Peña, no auguraba ninguna esperanza.

Al fin había llegado la esperada cita con Dolores, a las ocho y media en el cine
Bosque. La puntualidad no era mi punto fuerte y no quería que la chica se llevara la primera
decepción por ese motivo. Así, encubrí fácilmente el defecto teniendo la cita con tiempo
suficiente. Pero aun así, siempre suceden imprevistos que dan al traste con la más cuidada
planificación, como la busca de aparcamiento, que duró media hora. Como me venía de
paso, decidí pasar por casa y dejar la maleta de trabajo, pues no me gusta pasearla en mis
horas libres, ya que tengo el lícito derecho de olvidarme de él.

Pero lo que yo creía que sería cosa de tres minutos, subir las escaleras, dejar la citada
maleta y bajar de nuevo, al entrar al portal me encontré con todo el vecindario
revolucionado. Y cuando digo todo, es todo, que no lo recordaba haber visto ni en la pasada
reunión de vecinos. Miraban por el hueco de la escalera hacia arriba, y no por ningún
motivo religioso, sino porque un gran griterío, y no precisamente en clave jocosa, parecía
proceder del ático segunda, de la casa de la señora Carme y el Lute.

—¡Todo te lo gastas jugando y aquí no entra ni un duro! —parecía acusar la señora


Carme a su marido.

—¡Y tú qué, zorra! ¡Más que zorra! —gritaba Lute.

—Hago lo que me sale del moño, ¡cacho mam…! ¡Ayyy! ¡Aaah!

Fue entonces cuando todos galopamos hasta la última planta para ayudar a la señora
Carme que, a deducir por sus muestras de dolor, parecía estar en peligro. El problema era
que la señora Carme no podía abrir la puerta, y el Lute, pudiéndolo hacer, no tenía ninguna
intención. Así, tras ella nos pusimos los más privilegiados, ya que no cabíamos todos,
mientras la señora María anunciaba que ella tenía la llave, pero no sabía dónde y debía
buscarla.

—¡Sí, vaya a buscarla, señora María! —le pidió Ernesto. Y aunque, en cámara lenta,
fue a por ella con gran esfuerzo.

Todos queríamos ser portadores de paz. Intentamos convencer al Lute de que entrara
en razón y le suplicamos que abriera la puerta por el amor de Dios, a ver si por el lado
religioso recapacitaba. Ramsés, pese a ser un perro de defensa, estaba ladrando en la puerta
preparado para un inminente ataque. El carpintero de los bajos, que ahí mismo tenía el local,
subió con su sierra eléctrica, más que nada para intimidar, porque al señor Jordi Trosdesoca
no le apetecía hacerle una sola rayada a la puerta que había hecho él mismo. El Lute todavía
le debía parte del mueble zapatero que le había regalado a su mujer los pasados Reyes, y no
quería aumentar la deuda con la reparación de la puerta.
—Pero bueno, si se tiene que entrar, se entra —dijo, a punto de darle al arranque—.
Las sierras eléctricas están para eso.

—¡Largaros de aquí, manada de chafarderos! ¡Cotillas! —nos insultaba el Lute desde


su casa—. ¡Dejadnos en paz!

Yo no me atrevía a abrir la boca. Aunque hacía mucho tiempo que no había pasado
nada con la señora Carme, no las tenía todas si la discusión se orientaba hacia esos
desvaríos.

—¡Por mis cojones —nos amenazó entonces— que si no desaparecéis de detrás de mi


puerta, voy a llamar a la policía por violación a la intimidad!

—¡No le hagáis caso —saltó con voz llorosa la señora Carme—, que me quiere
mataaayyyyyhihhiiiii!

El perro ladraba con ferocidad, la señora María gritaba desde su casa que no
encontraba la llave, Ernesto golpeaba con la palma de la mano la puerta maciza que había
fabricado Trosdesoca, y este todavía tenía esperanzas de que se abriera por donde debía. Y
yo observaba el espectáculo sufriendo por la señora Carme, que no se merecía morir por
nada del mundo, que todo tenía su explicación.

—Escolti, senyor Lute —dijo Trosdesoca—. Soy Jordi, el carpintero. Au, abra la
puerta, por favor, y tengamos la fiesta en pas, home, no fotem. No me gustaría fotre la porta
avall, collons. ¡Señor Lute! ¿Que no me siente?

—¡Váyase al carajo, cojones! —le soltó.

Por mucho que le pesara, Trosdesoca pasó a la ofensiva tirando del arranque de su
sierra y esta empezó a correr, gng gng gng gnggggg. Justo en mitad del estrepitoso
escándalo, la señora María gritó desde su piso haber encontrado la llave:

—¡Ya la tengo, ya la tengo!

—Gracias a Dios —respondió Jordi.

Abrimos con la llave, pero el Lute, que era perro viejo, había logrado poner el pestillo.
Afortunadamente, por la puerta entreabierta vimos que la sangre no había llegado a
derramarse, pero también por ese motivo el griterío se había hecho más ensordecedor.
Insistimos en un último intento que quitara el pasador antes de que la sierra eléctrica
actuara, pero no hubo éxito, y ya sin más miramientos, Trosdesoca procedió a cortar el
marco donde iba collado. En ese momento, los improperios del Lute se ampliaron a nuestros
antepasados, que en paz descansen, dicho sea de paso. Y una vez con la puerta seccionada y
parte del vecindario dentro, logramos no sin dificultad reducir al exaltado. Mientras, la
señora María se llevó a la señora Carme hecha un flan hacia su casa, donde le preparó unas
hierbas tranquilizantes que siempre se tomaba ella cuando no podía dormir.

Mientras las aguas volvían a su cauce, Dolores llevaba un cuarto de hora de postín en
la entrada del cine, más otro cuarto que tardaría en llegar, media hora, a no ser que decidiera
haber esperado suficiente. Vivía muy cerca de ahí, en la plaza de Gal·la Placídia, y aunque
me había dado el número, el seis, no había hecho lo mismo con el piso. Sus padres, testigos
de Jehová, no veían bien que se relacionara con chicos fuera del círculo religioso. Cuando
llegué, tal como me temía, Dolores se había largado.

No me apetecía observar el lento y angustioso progreso que acontecía en la obra, ya


que automáticamente me imaginaba a Pablo dando voces. Decidí pasar más horas en la
oficina de Entença y avanzar con los presupuestos, cuando recibí la llamada de Ricitos de
Oro que, ante mi más grata sorpresa, reclamaba mi presencia. Mientras me peinaba el pelo
con los dedos, enseguida desmintió el malentendido al no ser por ningún motivo personal,
sino que Del Hoyo quería que le llevara los presupuestos y mediciones. Sonreí al aterrizar
en la Tierra después de un viaje ilusorio tan fugaz.

Rápidamente bajé las escaleras, crucé las dos calles, subí al otro entresuelo y la
bellísima Rut me dijo que me esperara en la salita de espera. Como no podía hablar
conmigo porque iba atendiendo las incesantes llamadas telefónicas, me quedé delante de su
imponente físico, como si quisiera decirle algo, pues no me apetecía entrar en lo que ella
llamaba salita de espera. A decir verdad, decirle algo ya me hubiera gustado, pero no tenía
valor ni tan solo de cruzarle la mirada. Sus armoniosas curvas, su voz segura y femenina, y
su talante para con la gente me superaba, intimidaba y ruborizaba como nadie me había
provocado. Y como nunca he podido soportar una negativa de nadie y estaba convencido de
que no tenía nada que pelar, preferí tener la boca cerrada y sonriente. Incluso, muchas veces
no osaba llamar a Del Hoyo para no cruzarme con su voz, que convertía en trémula la mía,
aunque fuera para decirme: “Hola, Ramón, espera un momentito”. Luego me pasaba a Del
Hoyo, y como todavía no tenía la voz fijada, esta seguía de forma trémula y zigzagueante.

Todavía inmiscuido con su porte, Rut me despertó para que pasara al despacho de Del
Hoyo, donde delante de su enorme mesa había otro chico de mi edad esperando que dejara
de hablar por teléfono. Yo, ante su ofrecimiento mímico, también me senté.

—¡Y a mí qué coño me importa! (...) —iba gritando Del Hoyo—. ¡Por mí que le den
por culo! (...) Escúchame. (...) ¡Garrido, escúchame, cojones! No vas a ver un duro de esas
mierdas de puertas. (...) Lo que oyes, Garrido. Ni tú ni ese payaso me vais a dar más por
culo... (...) ¡Que no, coño, que se la pique un pollo! (...) ¡Pues que se las confite, pero que no
me venga con mariconadas! (...) ¡Anda ya, que te folle un pez! —y colgó con un ¡cojones!
extra, que casi revienta el teléfono.

Esa conversación con un supuesto carpintero, pues la cosa, aparte de coños, cojones,
culos y mierdas, parecía que iba de puertas, me permitieron a mí y mi compañero de
audiencia echar alguna disimulada risilla. ¡Vaya jefe que teníamos!, me dije. Sin más
preámbulos, Del Hoyo me presentó a Rafael Vargas que, bajo la dirección técnica de la
filial Temontan SL, situada en la misma oficina que MiraQueCasa, construiría la estructura
de las catorce casas.

—O sea, cualquier cuestión técnica, económica o pollas en vinagre, la discutís vosotros


y a mí me dejáis en paz.

Rafael Vargas era conocido como Vargas Llosa no por su faceta escritora ni por su
parecido físico con el escritor, en absoluto, sino simplemente por el apellido. Fue Pablo
quien, en un día de gran ofuscación, lo llamó “el Vargas Llosa ese de los cojones”, sin saber
prácticamente quién era ese escritor. Sacando su cabreo en forma de mote o insulto
conseguía quedarse más contento, y así ya le quedó para siempre.

Yo también había utilizado mucho este tipo de motes, como por ejemplo, con Rodolfo,
a quien llamaba Rodolfo Valentino, también sin parecerse en lo más mínimo al mítico
personaje. A Melanie, Melanie Griffi, con las nefastas consecuencias que tuve por eso; a
Bárbara, Bárbara Streissand; a Amparito, la Rivelles, y a Silvia, aunque no tenía pinta de
hombre ni mucho menos, Silvia Berlusconi.
Pablo, igualmente, no podía reprimir poner un mote a toda persona que pasara por su
vida, aunque fuera de refilón. Sabido era que Valenciano era apodado el Enano, y muy
frecuentemente con la coletilla de asqueroso. Y su secretaria, de la cual me hice bastante
amigo por no pertenecer ninguno a la familia de mando, era llamada Isabel el Arenque. Un
día le pregunté por qué la llamaba el Arenque, y me contestó como si fuera tonto, que era
evidente que tenía pinta de arenque, con las tetas caídas, las patas desproporcionadas con el
cuerpo y sin cuello, igual que un arenque. Para él todo tenía su lógica.

A Fina le había puesto el mote de la Seca por estar demasiado delgaducha para su
gusto. A pesar de esto, no había escondido las ganas de tener algún affaire con ella. E
incluso, chuleando, a veces daba a entender que ya se la había cepillado. Decía que era muy
promiscua, aunque utilizaba otro tipo de palabras como calientapollas, guarra o putilla, pero
nunca delante de ella, pues sabía de su carácter cuando entraba en ese terreno. Rodolfo me
había advertido más de una vez que fuera con cuidado con el tema Fina:

—Anque Pablo vaya d’enrollao por la vida e’ muy celoso, y siempre tiene que se
májque lo’ demá; má importante, má gracioso, má mala leche, má simpático, má ligón... O
sea, que vigila con Fina, que no te meta en un fregao.

Fina, que en realidad se llamaba Josefina Segura, gozaba de otro apodo creado por el
brillante arquitecto Passarell. Era Evax, ya que curiosamente “Fina y segura” era el eslogan
del anuncio publicitario de esa marca de compresas. Pero tenía más popularidad el de Seca,
por encontrar Evax algo desagradable, sobre todo si era motivo de conversación en alguna
opípara comida, ya que junto a la marca se asociaba una compresa en todos sus estados de
uso.

En cambio, fue precisamente Fina quien popularizó el mote de Passarell el Cagat, por
la forma de andar, ya que parecía que llevara una mierda dentro del pantalón por llevarlos
siempre caídos. Pablo, alguna vez había hablado de él como chupóptero de mierda y
también cagao de mierda. Lo curioso es que todo el mundo pensaba que todos tenían mote
menos uno mismo, hasta que te enterabas de que tenías. Entonces, intentabas intercambiar
la información, en mi caso con Rodolfo o Fina. Y fue ella quien me dijo que mi mote era el
Niño, aunque yo también solamente le dije el de la Seca.
Diez días después nos encontramos de nuevo con Pablo para desayunar en El
Condimento de Anselmo; desgraciadamente, ya había vuelto de Santo Domingo. Lo
primero que nos dijo era que estaba enojado con sus zapatos, que le apretaban la punta del
dedo gordo, y tanto Rodolfo como yo dedujimos que no había conseguido sus propósitos,
fueran cuales fueran, terrenos, mujeres u otros tinglados. Cuando alguien, después de sus
vacaciones, en vez de hablar de su viaje habla de sus zapatos, es que algo no ha funcionado
bien. Efectivamente, ante las preguntas de Rodolfo, Pablo fue soltando la lengua.

—¡Bah!, ha sido una tomadura de pelo. No hemos visto ni un solo terreno. Lo único
que hemos visto son negras y mulatas —nos dijo contrariado.

De la lista de acompañantes solo nos dijo que no los conocía, pero que hubiera
preferido no ir para no conocer a semejantes personajes. Nos aclaró que él era un invitado
más en el negocio, y que el inversor principal, el que los había juntado a todos, no había
podido ir. No sabían qué coño le había pasado.

—Todos estábamos interesados en unos terrenos. Pero el primer día, por ser el primer
día —se excusó—: una cena, unas copas, unas negras, y ya la tuvimos liada. Pero se
suponía que al día siguiente, con o sin resaca, íbamos ver esos terrenos... Pues hasta las dos
no aparece el Jotabé de los cojones. ¿Tú te crees? Ni la polla andante del arquitecto ni el
jardinero tuvieron la delicadeza de disculparse. ¡Y nada de terrenos! A comer y a echar la
siesta porque estaban hechos trizas.

Parecía que las inversiones inmobiliarias no habían sido las esperadas, a deducir por
las palabras de Pablo.

—El día que decidimos ir a la zona costera, donde estaban los terrenos —siguió Pablo
—, el guía nos llevó a una discoteca para que viéramos la marcha que había ahí a todas
horas. Y la visita fue esa. Y claro, todas las discotecas están llenas de negras a la caza del
hombre blanco, dispuestas a ganarse unos dólares. O sea, a follar a negras otra vez —dijo
cabreado—. ¿Y los terrenos?, dije yo, y el guía dijo que todo estaba en venta por cuatro
chavos, que ahí iban todos locos por vender, que podía comprar lo que quisiera. Y le digo
yo —aclaró Pablo—, si todo el mundo está loco por vender, ¿dónde coño está el negocio?

Yo no me atrevía a abrir la boca, porque aunque parecía que no había parado de follar,
no parecía estar contento. Tanto Rodolfo como yo estábamos desconcertados, pues hasta
entonces habíamos pensado que su felicidad era directamente proporcional a su capacidad
de fornicio, pero su cabreo nos estaba eclipsando la teoría. Visto su mal humor, temí que me
tocara tajada si se enteraba de lo poco que había avanzado la obra, por el aguacero, por lo
que intenté acompañarle en su lamento procurando no cambiar de tema.

—¿Pero hay buen repertorio de chicas, no? —indagué.

—Sí, mucho, lo que quieras. Y además, si vas con una niña de dieciocho años nadie te
mira mal —y pensé, aunque triste, ¡por fin dijo algo positivo!, a ver si así lo alegrábamos—.
Ya sabes, Rodolfo, que aquí no se puede, que enseguida te señalan con el dedo.

—Sí, sí, claro. Aquí no puede —le asintió.

—Anda qué bien, eso está bien —lo animé yo.

—Sí, ahí no pasa nada. Por diez dólares tienes una chiquilla a tu lado toda la noche,
que se dan de hostias para acompañarte. Te la llevas de paseo, de cena, a tu habitación… Y
ella orgullosa de estar a tu lado. Y todo hasta que te cansas y le dices: “Vete ya”. Y le das la
pasta que te sale de los huevos. Hasta te hace sentir mal que hayan tantas chicas peleándose
por ti.

—Bueno, Pablo, peo almeno folla’te, ¿no? ¿Te lo pasa’te bien? —preguntó Rodolfo,
acompañándolo en el sentimiento.

—¡Coño, pues claro! Cada día una, por lo menos, que se mueven que te marean, joder.
Yo creo que a esas chicas, en vez de ir a la escuela, les enseñan a menear el culo. ¡Buf,
cómo lo menean! —y se carcajeó.

Bueno, esos comentarios ya me cuadraban más. Al menos lo habíamos animado. Igual,


como dijo Rodolfo, los terrenos eran una tapadera y estaba avergonzado de mostrarse
contento de tanto puterío. Claro, seguramente era eso, pensé.

Capítulo 6

Gracias a Dios, ya no hacía falta que los domingos me levantara antes de que cerraran
los quioscos. Si el sábado noche había bebido en exceso, podía quedarme en la cama el
resto del día. Así, con la entrega del último CD de la Gran Enciclopedia de los Animales
Domésticos, La Vanguardia había culminado una de las colecciones más apasionantes que
recuerdo de dicho rotativo.

Once domingos seguidos me proporcionaron los once compactos de la colección. Los


cuatro primeros iban dedicados a los perros, increíblemente completos en cuanto a razas,
costumbres, cuidados, ladridos, gemidos, historia, alimentación, salud, defecaciones...
Vamos, un sinfín de características inimaginables. Luego, tres ejemplares para los gatos y
otros dos para las aves. Estas iban desde el canario, la tórtola, la paloma, el periquito y los
loros, hasta los Inseparables de Pico Rosa, el Diamante de Gould, pasando por el escaso
guacamayo Jacinto, el guacamayo Spix y las cacatúas de las Molucas y la negra del
Pandanal. También había halcones para los señores feudales.

El número diez era para los mamíferos, desde el inofensivo hámster, la controvertida
rata, hasta el peligroso hurón, con apartados especiales para los monos, macacos, tigres,
ocelotes y pingüinos, todos ellos incorporados con más o menos éxito a la vida doméstica.
Me quedé sorprendido con los pingüinos, pero entre los esquimales ha surgido esa
occidentalización de costumbres, y aunque traídos del hemisferio sur, quien no tiene una
pareja de pingüinos en su iglú, no es considerado un esquimal adaptado a la modernidad de
los nuevos tiempos, que tanto se llevan ahora. Es que si no eres moderno, parece que seas
un soso y un desgraciado.

Y el once y último era para los peces y reptiles, o sea, iguanas, camaleones, cocodrilos,
caimanes, lagartos, dragones, tortugas, serpientes, peces de colores y pirañas. Por cierto, al
ver el camaleón de la portada, no pude evitar ponerme nostálgico y recordar a mi exjefe Pet.
Realmente, no estaba nada equivocado al relacionarlo con él.

Por otra parte, cansado de intentar consultar la enciclopedia y solo poderlo hacer en el
ordenador de Andreu −que empezaba a mostrarse huraño con que todo el mundo lo llamara
por temas relacionados con la informática−, decidí invitarlo a comer por la plaza Universitat
por el gran número de comercios informáticos que por ahí hay. Así, después de contentar su
estómago, me podría aconsejar uno bueno, bonito y barato; tal vez sus sospechas no estaban
tan infundadas.

Adquirí un flamante ordenador con todos los avances tecnológicos y, de propina, un


televisor con mando a distancia. Y pese a que tenía dinero para pagarlo al contado, me pedí
un crédito para hacerlo a plazos, paradójicamente concedido por primera vez justo cuando
tenía dinero. Y es que antes no me lo concedían por no tener. En aquella ocasión que estaba
sin blanca, mi respuesta a la pregunta del director de la Caixa, que para qué quería el dinero,
fue evidente:

—Pues lo quiero porque no tengo. Lo necesito —le imploré.

—Jajaja. Precisamente, por eso no se lo podemos dar, señor Gallofré, porque no tiene
—me contestó el muy cretino.

Me lo instalé en el dormitorio con el orgullo añadido de tener al banquero besándome


el culo, aunque no en muy buen sitio porque no me permitía abrir la ventana para ventilar.
De todas maneras, yo solo la abría el primero de junio para cerrarla a finales de septiembre,
tal vez no muy acertadamente.

Sentado ante mi pedazo de ordenador, lo primero que hice fue conectar los altavoces y
poner el primer compacto de la enciclopedia para gastarle una broma a Ramsés. Activé los
ladridos y gemidos de la raza rottweiler y, al momento, entró Ramsés por la puerta
moviendo el culo y con la lengua fuera, mientras yo lo señalaba con el dedo y me
carcajeaba sin compasión. Fue tan divertido que me cayeron lágrimas y todo.

Como vi que el perro no tenía ansias de venganza, encontré el gusto de cachondearme


de él y, a veces, aprovechando que dormía, le escondía el hueso de tripa. La primera vez fue
porque al entrar en casa casi me caigo al pisarlo en medio del pasillo. Se ganó una regañina
y el confisque del hueso. Pero al poco rato pegó su hocico en el suelo y, como un sabueso
en busca de su presa, dio con el hueso en menos que canta un gallo. Entonces, cuando lo
pillaba dormido se lo volvía a esconder en un lugar más rebuscado. Pero al volver del
trabajo, el animal lucía la osamenta entre sus dientes, encima de su toalla de playa,
mirándome sonriente y vencedor. El muy tonto pensaba que estaba jugando con él.

Volviendo a la enciclopedia, me fijé en que varios animales asociados a la vida salvaje


se presentaban como domésticos. Tengo claro el significado de la palabra doméstico, que
proviene del latín domus, ‘casa’, o sea que domesticar quiere decir ‘incorporar en la casa’.
Y un mono o un tigre nunca pueden ser domésticos a no ser que se les obligue con cadenas
u otros mecanismos de dominio. Me di cuenta que la enciclopedia presentaba alguna
incongruencia y sospeché que hubiera sido editada por una organización comercial con
ánimo de lucro.

También me parecía increíble que los guacamayos Jacinto estuvieran al alcance de los
particulares, con lo escasos que son en el mundo. Leí que “son bichos realmente
pintorescos, y cualquier persona puede conseguir alegrar su casa con un fantástico
guacamayo Jacinto; y si la casa dispone de zona verde, mucho mejor, al menos para que el
pájaro pueda rememorar con su vista sus ancestros generacionales”.

También tenía sus curiosidades. Por ejemplo, ¿quién iba a decir que el canario, un
animal tan corriente en muchos balcones del país, es originario de las islas Canarias? Nunca
me hubiera atrevido a afirmar semejante relación por parecer demasiado evidente, casi
ridícula y grotesca. Muchas veces creemos que el conocimiento es lejano e inaccesible,
cuando lo tenemos a la vuelta de la esquina. ¡Cuánta ignorancia!

¿Y qué voy a decir de los animales de pico corvo, como el loro gris del Gabón y los de
distintos colores del Amazonas? ¿Quién sabía que los psitácidos de cola corta son los loros,
y los de cola larga son las cotorras, excepto los guacamayos, que son loros de cola larga?
Pasa con muchas especies que la distinción entre machos y hembras solo puede saberse a
través de una ecografía, cosa que me recordaba a mi hermana Laura, que siempre le tocaba
hacerse alguna con el embarazo. Y digo yo, ¿tan escondido tienen el sexo como para tener
que hacer una introspección de esa magnitud, solo para saber si es macho o hembra? Se ve
que también puede reconocerse tocándoles el hueso pelviano, aunque se aconseja que la
manipulación la haga un experto. Y la verdad es que no me extraña, porque a nadie le
gustaría que un ser vivo de otra especie le tocase sus partes. Vamos, ¿a quién le gustaría que
se la picara un pollo, por ejemplo? ¿O que un cerdo metiera su enorme hocico para olernos
si somos hombre o mujer? Luego matiza que esto solo ocurre con las aves de pico corvo y
que, generalmente, se puede distinguir el sexo por el plumaje, el tamaño o el color del pico.

Lo que tenía guasa era “La elección de la jaula”, y empezaba así: “La forma de la jaula
dependerá del modo de vida del ave”. Y digo yo, ¿a qué narices de vida se refiere, si
estamos hablando de jaulas? Enjaulado, solo llevas un tipo de vida.

Cuando era pequeño, tendría unos catorce años, mi compañero de escuela Blasco
−como le gustaban mucho los periquitos, los criaba en su casa−, me regaló uno amarillo del
cual mi madre, después de ponerse las manos en la cabeza, me hizo total responsable.
Acepté sin reparos y empecé dándole por nombre Pío Lindo. Con mi mascota en la jaula y
yo avituallándolo sin tregua ni olvido, Pío Lindo se hizo tan guapo que al cabo de algunas
semanas apareció un ejemplar de color verde que se quedó pegado a la jaula. Con astucia
abrí la compuerta para que entrara el Lechuga, que así lo llamé, y logré capturarlo. Los dos
hicieron buenas migas, entre otras cosas porque eran macho y hembra, aunque
paradójicamente, y ahí entra la dificultad que mencionaba en saber el sexo de las aves de
pico corvo, el Lechuga resultó ser la hembra y Pío Lindo, el macho. En primavera, en
cuanto les puse la barraca-nido, tuvieron un precioso descendiente al que llamé Blasco en
honor a mi amigo, por su inminente cambio de domicilio. Y bueno, lo de precioso
reconozco que es subjetivo, pues los recién nacidos son feísimos, pero si son tuyos, una
monada, como era el caso. En definitiva, todo lo que pasaba en la vida ornitológica era
positivo y, por lo tanto, mi dedicación, gratificante.

Pero llegaron tiempos difíciles. Lo primero fue, por expresa voluntad de mi madre,
separar a Blasco de sus padres y donarlo en adopción a mi prima pequeña, que se volvía
loca con los animales. Al cabo de dos semanas, Blasco, en uno de sus permisos de vuelo
libre que le otorgaba mi tío Camilo, cayó por el estrecho espacio existente entre la vitrina y
la pared y se partió un ala en la caída, y a mí el alma al enterarme. La muerte de Blasco fue
cuestión de horas.

Mientras, en casa, Pío Lindo y el Lechuga −aun siendo hembra me obcequé en usar su
nombre con el artículo masculino, en contra de lo que opinaba mi madre− se fueron
recuperando del rapto de Blasco, y no de la muerte, ya que nunca les fue notificada. Pero a
pesar de esa recuperación, un buen día Pío Lindo desapareció de la jaula. La única
explicación que encontré es que, al ponerles el taco de yeso, me olvidara de cerrar el portón.
Tal vez Pío Lindo, después de alguna discusión con un griterío que para qué os voy a
contar, se largara como quien va a buscar tabaco para no volver más. Seguramente, se les
hizo insoportable la convivencia en un espacio tan reducido. La verdad es que a día de hoy
todavía no lo sé, pero estoy seguro de que si Blasco hubiera estado con ellos, ahora no
tendría que buscar una explicación a la fuga de Pío Lindo.

El Lechuga se quedó primero bastante ancha, luego tristona, y finalmente deprimida,


pues ya no gorgueaba ni nada. Igual, con el tiempo pensó que Pío Lindo era un caradura,
pues esa era su jaula y el Lechuga, la invitada. Bueno, la realidad es que el Lechuga siempre
había comido como un buitre, y con la ansiedad del suceso empezó a comer y beber todavía
más. A todo eso se unió un cierto desinterés por mi parte hacia el mundo ornitológico, pues
era evidente que las desgracias y los problemas te hacen perder interés por esas cosas, y más
a esas edades, que todo lo haces para divertirte y no para sufrir. Así, una mañana de colegio
mi madre me despertó llorosa y me dijo que el Lechuga estaba moribunda en su celda. Abrí
los ojos de golpe, con los pelillos de punta, y me acerqué a su jaula: su comedora solo tenía
la cáscara del grano, y su bebedora... ¡Qué os voy a contar de su bebedora! El caso es que
intenté darle grano y de beber, pero el Lechuga ya no respondía. Ya no podía o no quería
seguir viviendo. Fui testigo de toda su vida, de su florescencia hasta su decadencia, y yo,
finalmente y en mayúsculas, fui el verdugo de su vida.

—Es un animalillo, no pasa nada —me dijeron algunos.

Para los animales de los demás quizá sea simplemente un animalillo, pero los tuyos,
no. Al tuyo, el que tienes a tu merced, o se lo das todo o mejor no tenerlo. Y tal vez, dárselo
todo sea abrir el portón para que se largue volando.

No hablé más del drama ni con mi madre ni con mis hermanas porque acababan
regañándome, ni por supuesto con mis amigos, a los que les importaba un pito lo del
pajarito. Pero aquello me marcó para toda la vida. Siempre que paseo por las Ramblas, no
puedo evitar pararme en las tiendas de los pájaros y mirar con tristeza a todos esos animales
que piden a gritos, no ya la libertad, sino ser tratados con un mínimo de espacio y
condiciones. Me dan mucha pena los pájaros enjaulados. Precisamente ellos, que están
hechos para volar.

No considero que nosotros, los humanos, estemos muy lejos de los animales, pues
comemos, cagamos, dormimos y nos aparejamos como cualquiera de ellos… ¡Ah!, menos
el perezoso, pues tengo entendido que duerme casi toda su vida y solo se despierta para
comer y procrear. ¡Y curioso el perezoso que no le da ningún apuro de subir a sus hijos
como lo que son, unos auténticos perezosos!

También los humanos marcamos nuestro territorio de dominio, y esos días lo noté
especialmente en el trabajo con Vargas Llosa. El tío se me presentó sonriente con una
actitud de gallito, una de las primeras actitudes que se aprenden en este oficio, y como no es
conveniente aletear ante los rangos superiores, lo haces con razón o sin ella con el que se te
pone a tiro.

—¡Contigo quería hablar! —me chuleó—. ¿Acaso te ibas?

—Hombre, es hora de comer ¿No comes tú? —gruñí, imitando a Ramsés cuando
comía.

—Yo como en media hora y muchas veces ni eso —dijo heroico.

Sospeché que no venía a invitarme a comer, sino a solucionar el tema del aguacero del
mes anterior.

—Toma, te he traído estos partes de horas extras para firmar.

—No pienso firmarte nada —me enfurruñé yo también—. Tenemos un contrato por
obra y servicio, sino recuerdo mal. Y si llueve o deja de llover, si vienen tres o seis
trabajadores y lo que les pagues, me trae sin cuidado. Son tus trabajadores y no los míos.

—Pero están trabajando para ti.

—Para mí no. Trabajan para tu empresa, que trabaja para la mía —puntualicé—. De
todas maneras, no estoy autorizado a firmar nada. Si quieres, habla con Pablo y que te lo
firme él.

Parecíamos un par de empresarios peleándonos por nuestras perras, y en realidad


estábamos haciendo el teatro necesario para seguir en nuestro puesto de trabajo. Con ese
aleteo, te desquitabas de las tensiones que acumulabas de tus superiores.

—¡Solo faltaba el mameluco ese calentándome la olla, jolines! —rubriqué cuando ya


se había largado.

Defender los intereses económicos de la empresa es algo normal. Yo soy persona a la


que le gusta cumplir con sus obligaciones y seguir la política de empresa, que por algo es la
que paga. Pero sé que existen también las leyes generales del Estado, que para algo están,
digo yo, y que por mucha filosofía de empresa que haya, pienso que no pueden pasar por
encima de estas. Para Pablo y Del hoyo, la mitad de las leyes solo servían para chupar el
dinero a los empresarios, y en algún lance me dieron a entender que si hubieran seguido las
leyes a rajatabla no hubieran sacado beneficios de ningún negocio. O sea, para ellos, la
principal filosofía de la empresa era sacar la mayor tajada posible.

En realidad, a mí me traía sin cuidado cómo sacaban los beneficios porque yo sabía
que tenía un contrato con todas las de la ley, donde ponía bien clarito que tenía catorce
pagas de trescientos pepinos. Pero si tengo que ser sincero, me molesta que la gente saque
provecho ilegalmente del Estado porque, en el fondo, el Estado también soy yo, que pago
mis impuestos religiosamente.

Pero para algo existe la justicia, aunque muy limitadilla, la pobre, todavía. Y digo
todavía porque espero que, algún día, los profesionales que la apliquen sean simplemente
imparciales. Espero que cuando los defraudadores sean descubiertos, la justicia sea
implacable con los que se lucran gracias a la confianza de la que gozan.

Ahora bien, que me tomen el pelo a mí, como diría mi abuelo Fermín, “ya es harina de
otro costal”. Mi contrato era de cuarenta horas semanales, que divididas entre cinco días
laborables, tengo claro que son ocho diarias. No son nueve ni diez y ni tan solo ocho y
media. En mi escuela, mi fantástico profesor de matemáticas siempre me había dicho que
dos más dos eran cuatro, y ahora que soy mayor y sé dividir, tengo claro que cuarenta entre
cinco son ocho justas y peladas. Vamos, que un empresario por mucho dinero que tenga, no
tiene que enseñarme a sumar, a restar y mucho menos a dividir semejantes cantidades. ¿O
acaso lo que nos enseñaban en la escuela ya no sirve? El típico problema de las manzanas
con la pregunta final ¿cuántas manzanas le tocarán a cada uno?, si fuera por mi jefe, a él le
tocarían cincuenta, a mí diez y al gitano ninguna, por asqueroso. Un constructor entiende
que por la mañana hay que hacer horario de obra, de ocho a dos, y por la tarde horario de
oficina, de cuatro a ocho, y que si lo haces al revés, estás camelando a la empresa. Y así me
lo aclaró Pablo un día que creí oportuno quedarme en la obra por la tarde:

—Me parece cojonudo que cada mañana vengas a la obra, como Dios manda, pero por
la tarde quiero verte en la oficina. Yo también hago lo mismo y me parece que no me toco
los cojones, ¿no?

—¡Por supuesto! —exclamé.

—¡Pues entonces no me los toques tú! —me advirtió—. Y te lo digo porque te aprecio
y quiero que trabajes mucho tiempo con nosotros.
—¡Ah... sí!, muchas gracias, Pablo —me arrastré atontado.

Así pues, me encontré con Pablo a primera hora de la tarde en su despacho, y


compartimos la modorra de esa hora, que él también aguantaba de milagro. Sin mediar
palabra, de uno de los cajones de su enorme mesa de caoba sacó la previsión contable
realizada por Gutiérrez. Luego hizo lo propio con una libreta de arandelas de colegial, de
hojas de cuadritos, y empezó una pausada pero afanosa búsqueda en una de sus hojas.

—Ya está, aquí lo tengo —exclamó satisfecho.

Al instante, me mostró una relación de ingresos y gastos escritos con letra infantil. Si
me quedé aturdido al ver cómo hacía los números un hombre de negocios, ya no sé cómo
me quedé al ver la papelería de que disponía. Del mismo cajón sacó un lápiz de esos
amarillos y negros, creo que del dos, una maquinita de hacer punta y una goma de borrar
Milán. Luego, me invitó a comparar sus números con los de Gutiérrez, que según Pablo
estaban mal.

—Según Gutiérrez —inició la tarde—, de las catorce casas solo vamos a sacar veinte
millones, cosa que no puede ser porque ya sé cómo hace los números el Gutiérrez ese de los
cojones. El muy cretino ha puesto que yo cobro dieciocho millones, cosa que es mentira,
porque si cobrara eso ya me podría retirar... —y se ofuscó y lo llamó—. ¡Gutiérrez, cojones,
venga aquí ahora mismo!

—Sí, dígame —se presentó al momento.

—¿De dónde coño sacas que yo cobro dieciocho millones?

—Del señor Del Hoyo —justificó—: entre el millón de nómina, los gastos de comida y
kilometraje...

—¡Eso es mentira, cojones! Anda, esfúmate... Me vas a decir lo que cobro yo —y se


dirigió a mí—. Venga, y nosotros a lo nuestro.

Fui a buscar mi calculadora para repasar los totales y, a la vuelta, como Olga se había
colado en su despacho, fui testigo de unos cambios de impresiones entre padre e hija.
—¿Y tus obligaciones como padre, qué? —le reprochaba ella con ternura.

—Claro, hija, ya tendremos momentos para ello. Pero hoy he quedado con mis amigos
para explicarles mis cosas y divertirme un poco, que el trabajo desgasta mucho —y se giró
hacia mí—. ¿Has visto que hija más guapa que tengo, Ramón? ¿Verdad que es guapa?

—Sí —respondí con la máxima austeridad posible.

—Es la más guapa de todas las hijas que tengo...

—Venga, mentiroso, que eso también se lo dices a Belén.

—Es que ella también es muy guapa, ¿o acaso no es guapa tu hermana?

—Sí, pero sólo una puede ser la más guapa.

—¡Ah, sí! En eso tienes razón, hija —y cambió de tema—. Venga, preciosa, ve a
comprar unos Analgilasa y un cartón de tabaco para tu padre, que ya se me han acabado.
¡Uy, hija!, esta falda te queda muy bien.

—Anda, deja de hacerme la pelota —le soltó dulcemente.

Con Olga de compras, Pablo, enternecido con su cariño, optó por seguir hablando de
ella.

—Olga se va a casar virgen —cuchicheó—. Ella es muy tradicional e ingenua, quiere


tener muchos hijos y dedicarse a la casa. En cambio, Belén es diferente; tiene mi carácter,
mucho genio. El otro día cortó con su novio de ahora y ya empiezo a estar hasta los huevos.
Me lo presenta muy enamorada, lo mete en casa todo el santo día, y luego se cansa y lo
manda a paseo. Le dije que no quería conocer ningún novio más, que me pone enfermo
conocer a la mitad del pueblo que se ha follado a mi hija, cojones.

Cambiaba de tema con extrema facilidad:

—A ver los números, que al final se nos quedarán en el tintero. Ochenta y seis
millones del terreno... ¡Cojones, qué hora es! Que no vaya a llegar tarde con mis amigos...

—No, Pablo, son las siete y diez.

—Es que vamos a pegarnos una juerguilla, ¿sabes? Iremos a Las Bermudas a tomarnos
unos Marqués de Cáceres y luego al club de, ¡mira!, precisamente de uno de los que vino
ahí… a Santo Domingo —tanto criticar a los de su viaje y ahora se iban de juerga juntos—.
Siempre es más agradable tomar un par de copas viendo un poco de teta y culo, y si te
animas siempre puedes echar un casquete. Si quieres, ven, que si no mojas de alguna
manera te tienes que desfogar, que hacerse una buena paja está bien, pero...

—Es que he quedado con una amiga —me inventé.

—Coño, Ramón, y ¿folla bien?

—Pues no lo sé… pero en ello estamos —me hice el macho.

—¿Pero cómo es que no tienes novia todavía? —me preguntó extrañado—. A ver si
espabilas, que no eres un chiquillo, no te vayas a convertir en un solterón. Aunque para
solterón, mira a Del Hoyo, que no se tiene que esconder de nadie. Se pilla una tía, se la lleva
a casa, se la folla y aquí no ha pasado nada, ¿sabes? No como nosotros, que tenemos que ir
de mentira en mentira, escondiéndonos de la mujer... Y lo que es peor, ¡de los hijos!, que
como salen de fiesta te los puedes encontrar por ahí. Me sabe mal por ellos porque no tienen
la culpa de nada... Bueno, y mi mujer tampoco, la pobre —me confesaba—. Pero, ¿cómo no
tienes novia, todavía?

Con el complejo de solterón que tenía, solo faltaba que me preguntara eso. Lo único
que supe hacer fue encogerme de hombros.

—Pues ya puedes olvidarte de la Seca —dijo satisfecho—, que se ha reconciliado con


su novio. Bueno, un polvete es posible que le pegues, porque esa se abre fácil...

Entró en ese momento Olga con el arsenal de nicotina y paracetamol, interrumpiendo


la exposición de las virtudes de Fina:

—Aquí tienes tus vicios, papá. Y dejad de hablar de porquerías, que se oye todo,
marranos —nos reprochó.

—¡Ay, hija!, que oído más fino que tienes. A eso has salido a tu madre —se justificó
—. Son cosas de hombres, ¿o tú no hablas con tus amigas de cosas de mujeres?

—Anda ya, marrano, que se lo diré a mamá y verás...

Y se fue.
—¿Qué te he dicho? —dijo mientras guardaba en un cajón sus nuevas provisiones—.
Igualita que su madre. Por cierto, si algún día te quedas sin tabaco, con toda confianza lo
coges de aquí, ¿eh, Ramón?

—Vale, sí, gracias —le respondí.

—Mira, yo a mis hijas solo les pido una cosa: que cuando se junten con un chico, me
da igual que sea rico o pobre, alto o bajo, feo o guapo, catalán o vasco… Me da igual. Lo
único que pido es que sea trabajador. No quiero pendones en la familia.

Justo entonces, la omnipresente Olga pasó una llamada para su padre. Pablo, al
enterarse de quien se trataba, pasó de un ligero mosqueo, por la interrupción, a una gran
alegría.

—¡Hombre, Pulpo! (…) Por supuesto, esta noche vamos para allá. (…) Pues claro,
hombre, todo está preparado. (…) Sí, bueno… Santo Domingo, jajaja. (…) Muy bien, ya te
contaré. (…) Sí, jaja, es que ahora estoy reunido con el chaval que tenemos aquí de técnico.
(…) Sí, las cosas van bien. (…) Eso, nos vemos en Las Bermudas. (…) Un abrazo, hasta
luego —y al colgar se deshizo en elogios de su interlocutor, como un gran amigo suyo de
toda la vida, de la comarca.

—Vaya pulpo está hecho Galcerán —dijo risueño—, no se le escapa nada. Fíjate, hasta
se ha casado con la hija del amo de El Pájaro Loco, ¿sabes?

Faltaban diez minutos para las ocho y habíamos hablado de todo menos de sus
números. Entonces vimos que los suyos le daban un generoso saldo de ochenta millones.
Pero al intentar explicarle que serían menos, porque estaban mal hechos, se cabreó
conmigo.

—¡No me jodas! ¡Si no saco ochenta kilos cierro la barraca ahora mismo! Me dedico a
cualquier otra cosa, que hay muchos negocios donde no tienes que arriesgar nada y te
forras, ¡cojones! —me amenazó como si yo tuviera la culpa.

Como ya llegaba la hora de cerrar, le dije que tal vez era yo quien estaba equivocado, y
lo emplacé a estudiarlo al día siguiente con más calma.

—Porque tú ahora has quedado con tus amigos, ¿no?


—Sí, sí. Buena idea. Mañana con calma.

Y me deseó una buena follada con mi amiga.

Memorando la fuga de Pío Lindo, hice lo propio desde la oficina atontado, aturdido y
abatido, no sé en qué proporción cada cosa. Mi cartera parecía pesar el doble, aun sabiendo
que contenía lo de siempre, y lo relacioné con el desgaste psicológico de esos últimos días,
que todo deja mella. Hasta entonces había creído que podía desconectar con relativa
facilidad de mi jefe, pero por primera vez vi posible que fuera ese el motivo de mi
decadencia. No tenía ganas de relacionarme con nadie, y lo que más deseaba era retirarme a
casa a contar dinero, usar el mando a distancia de la tele o enchufar el ordenador. Me dirigí
como un robot con poca pila y mirada extraviada hacia mi vehículo. Ahí, un guardia urbano
acababa de notificarme un incorrecto aparcamiento en el parabrisas delantero, y eso ya me
sacó de quicio:

—Jolines, si estaba trabajando —me salió del alma.

—Piense usted —me fanfarroneó el agente sin levantar su vista del recetario— en
todos los tiques de parking y zona azul que se ha ahorrado durante los dos meses que he
estado de baja por culpa de una úlcera. Por cierto, no se pasa nada bien.

No celebré su recuperación, sino lo contrario, aunque tampoco se lo hice saber para


evitar que me multara todos los días. Conseguí contener mi ira hasta que me subí al coche y
cerré la puerta, donde me cagué en él, en su úlcera y en la madre que lo parió.

Conducía con gran ferocidad entre el sempiterno atasco vespertino de l’Eixample,


cambiando de carril en cualquier oportunidad, renegando de Pablo, del trabajo, del agente y
del alcalde. Gastadas mis energías, ya más relajado, reflexioné sobre mi actitud y sentí estar
fuera de mis cabales. Tanto tiempo considerando loca a la no despreciable cantidad de gente
que habla sola por la calle, y entonces yo ya era uno de ellos. Estallé de risa entonces, creo
que por no llorar, y decidí que cuando llegara a casa le pediría algunas hierbas relajantes a
la señora María, que siempre insistía que podía contar con ella para lo que necesitara.
La vecina se alegró mucho de que hiciera uso de su generosidad. Me invitó a
tomármelas con un surtido de galletas y en su compañía, cómo no. Naturalmente, mientras
se enfriaba la tisana, me puso al corriente de las idas y venidas del vecindario.

Por fin la señora Carme y su marido se habían reconciliado, creía, pues no se oían más
gritos que los de la cotorra que el Lute le había regalado, que al principio había colocado en
el patio de luces. Y me preguntó si había oído el griterío del animal. Conseguí decirle que
no, pero siguió con que ella misma se había quejado a la señora Carme, y que al menos por
la noche le daban estancia en el comedor, en lo alto del ficus. Es que cuando amanecía ya se
ponía a gorgorear y por el patio la resonancia se hacía insoportable, aclaró ella.

Me habló también del carpintero, que ya había reparado la puerta que se había cargado
él mismo para salvar a la señora Carme. Pero se ve que el caradura del Lute no había
soltado ni un duro, y eso, al señor Trosdesoca no le había sentado nada bien. Y por eso se
formó una fea discusión. El carpintero había salido de su taller con una sierra de mano y la
movía como si hiciera malabarismo. Y acabó diciendo que no quería malos rollos en el
inmueble, que si no, se lo diría al administrador para que pusiera orden en esta casa de
locos.

Pegué un último sorbo a la tisana aun sabiendo que me escaldaría la lengua. Procesar
tanta información sin poder abrir la boca me produjo un cortocircuito parecido al que había
sufrido esa tarde con Pablo, pero sin cobrar ni un duro. Y me largué tras aceptar repetir la
merienda cualquier tarde de esas.

Resoplando, fulminado, llegué a mi hogar con la intención de retirarme a mi


habitación, pero al oír el televisor me acerqué al comedor. Ahí contemplé la hogareña
estampa que se repetía día tras día: Ernesto, mando en mano, horizontal en el sofá, y
Ramsés imitándolo encima de su asquerosa toalla deshilachada. Además, la mesita
desbordada de papeles, vasos y restos de comida, el humo de un cigarrillo mal apagado y la
impertinencia de Los Simpson, que cada vez me caían peor. Pensé que hasta en mi casa todo
se había ido al garete y, con desánimo y tristeza, le pregunté si tanto había bajado la
mortalidad de la ciudad, que siempre me lo encontraba en el sofá. Sin pillar mi cínica
indirecta, Ernesto aprovechó para contarme el fiambre que había taponado ese día: una
mujer que estaba esperando un trasplante de hígado, pero que el órgano no llegó. Y que no
sabía si era por culpa del hígado, pero la mujer estaba completamente amarilla, aunque no
era china… Y conseguí por fin dar esquinazo al mundo entero, al encerrarme en el baño
para darme una ducha.

Tenía la costumbre de ducharme de buena mañana y, entre el sueño y las prisas, no


tenía oportunidad de atender a mi cuerpo. Esa noche quise estar un poco conmigo mismo.
Ya desnudo, miré hacia abajo y saludé a mi pobre pichita, flácida, inutilizada y olvidada. La
sacudí un poco a ver si reaccionaba, pero parecía triste, tal vez porque pese a tanto oír
hablar de huevos, cojones, pollas, coños, tetas y demás referencias sexuales, nada parecía
hacerla protagonista de nada. La miré con pena y la dejé tranquila, pensando que ya se le
pasaría. Luego, mientras me frotaba el cuerpo con lentitud y delicadeza, pensé si se me
pasaría a mí esa profunda sensación de pena y abatimiento.

Salí de la ducha pesaroso, con la fatiga mental del círculo vicioso de mis pensamientos,
y me encerré en mi dormitorio. Me apareció la famosa princesa rica y solitaria que no quería
vivir; yo tampoco tenía demasiadas ganas, la verdad. Luego, como un minúsculo punto de
luz en la opaca oscuridad de la noche, me vino Dolores al recuerdo. Lamenté entonces la
malograda cita con ella y supuse que no querría volver a verme. Qué pena. Y se apagó la
lucecita en la oscuridad.

Tenía que ponerme el pijama, pero hasta eso me daba pereza. Decliné meterme en la
cama, pues lo único que conseguiría sería no pegar ojo y dar vueltas de lado a lado. Me
quedaba el recurso de un libro, que eso siempre da sueño. Alcé la vista hasta la estantería
donde descansaban in eternum los libros de cuando estudiaba en el instituto y pocos más:
Bearn, de Vilallonga, Cròniques de la veritat oculta, de Pere Calders, La Búsqueda, de Pío
Baroja, y algunos otros. Con nostalgia, vi ese primer libro que me regaló ya hace años una
amiga, Bailando con lobos, de Michael Blake. Anda que no me quedé alucinado. ¡A mí un
libro! No me lo leí porque ya había visto la película. Con las cosas interesantes que hay para
leer, y por poco se lo tiro por la cabeza, a la pobre.

Bajé la vista hasta mis pies, pues me llegaban emanaciones referentes a esos olores. No
podía ser que mis pies recién lavados hicieran semejante pestilencia... Agaché un poco la
cabeza y bajo la cama descubrí los calcetines que había llevado ese mismo día. Todo,
absolutamente todo, tenía una explicación. Pero no todo parecía tener una solución tan fácil.
Los introduje en una bolsa de plástico preparada para estos menesteres, un poco llena ya, y
al cerrarla quedó redonda como un balón. Me di cuenta de que esos días no encontraba
momentos para la limpieza.
Quise, entonces, abrir la ventana y me encontré con la oposición del ordenador, que no
me dejaba ver ni el manubrio. Así, como acto reflejo me senté ante él, pulsé el power y
Microsoft me dio la bienvenida. ¡Por lo menos alguien está conmigo!, me dije con restos de
sentido de humor. No encontré oportuno jugar al solitario, pues estaba muy susceptible, e
introduje el último compacto dedicado a peces y reptiles.

No sé qué combinación de clics hice que, de pronto, me encontré un montón de pirañas


atacando a un montón de niños que se bañaban tranquilamente en un estanque. Me quedé
patitieso con las imágenes. Luego caí en que era publicidad de la película Piraña, que se
ofrecía a modo de presentación: “Piraña patrocina este CD”, decía. Y me pregunté: ¿esta es
la imagen que debemos tener de la piraña?

Entré en el apartado de estos pececitos y me di cuenta de la injusta leyenda que les han
asignado. Es un animal omnívoro, de acuerdo, o sea que come de todo, pero el hecho de
comerse personas no deja de ser una película que todos hemos creído como idiotas. ¿La
piraña es un animal doméstico, pues?, me pregunté luego.

—Reptiles —leí—. Vamos a ver.

Los reptiles se dividen, entre otros, en los lepidosaurios, los cocodriláceos, que
engloban los cocodrilos y caimanes, y los quelonios con las tortugas, las pobres. Digo
pobres a las tortugas porque van tan lentas, que no pueden escapar por más que quieran;
solo pueden esconderse y mover las patas. Además, creemos que al ser un animal tan
inofensivo y que tarde tanto en escapar, es un animal de compañía. Pues no, simplemente es
lento y solo tiene una casa, que es su caparazón.

Después de compadecer a las tortugas, me centré en los lepidosaurios, donde aparecían


dos grandes grupos. El primero era el de los ofidios, o serpientes: víboras, culebras, boas,
anacondas, pitones... Y luego los saurios, o sea, iguanas, camaleones, lagartos, varanos...
¡Cuán diferentes somos los humanos de este tipo de animales! Por ejemplo, al coger un
lagarto por la cola, el animal dispone de un mecanismo de defensa que permite
seccionársela para huir. Y recordé cuando, siendo pequeños, cazábamos lagartijas y
acabábamos con trozos de colas, mientras ellas se largaban zumbando hasta el primer
escondrijo. Por aquellos entonces nos iniciamos a la filosofía, en el porqué seguían
moviéndose las colas partidas, y no logro recordar el razonamiento, aunque pondría la mano
en el fuego en que serían de lo más originales. También recuerdo, cuando alguna lagartija
acababa en nuestras manos, cómo la atábamos y la envolvíamos con una servilleta de papel
y la chamuscábamos al sol con una lupa hasta que se retorcía por el calor.

Y la historia con las hormigas tampoco tenía desperdicio. Cuando descubríamos alguna
hilera de hormigas grandecillas, hacíamos guerras de hormigas. ¿Que cómo? Pues les
quitábamos las antenas. Al quitárselas se vuelven locas y se ponen a luchar entre ellas,
cuerpo a cuerpo.

Vi luego unas imágenes de camaleones, de cómo se quedan estáticos como estatuas, y


cómo de repente sueltan su lengua disparada contra la víctima del festín, sin que ese tenga
tiempo ni de saber qué narices está pasando. Automáticamente, volví a recordar a Pet, mi
exjefe, cuando me enganchó con el currículum. Exactamente, como dos gotas de agua. ¡Qué
iguales que somos los humanos de los animales!

Capítulo 7

Había conseguido hacerme dueño y señor del sofá y del mando a distancia. Al llegar a
casa, antes de quitarme el abrigo, igual que hacía Vargas Llosa con la planificación mensual
cuando el Sapo alargaba la mano, Ernesto hacía lo propio con el mando. A continuación, me
espachurraba en el sofá y hacía zapping sin ton ni son, para dejar claro quién era el
verdadero amo de la casa. La sensación de poder era inmensa, pero tanta como la de ruin y
mezquino, que se me hacía más patente con la terrible soledad que me embargaba.
Prácticamente no cruzábamos palabra, pero mi hogar había recuperado el orden y la
estabilidad.

Dos días antes de final de mes, con el mando en mi poder pero compartiendo Las
noticias del guiñol, me pareció escuchar unas risillas que resonaron entre esas paredes como
un eco extraño. Como yo no había sido, miré a mi inquilino y resultó ser él, que estaba de
buen humor. Todavía con desconfianza, mirándolo de reojo, vi que se levantaba del sofá,
entraba en su habitación, y diez segundos más tarde volvía con un fajo de billetes que
empezó a contar con sorprendente rapidez y precisión.

—Y cincuenta. Toma, te pago noviembre. No te podrás quejar, ¿eh? —dijo él—, que
todavía estamos en octubre.
—¡Ah…!, en paces —simulé indiferencia mientras los contaba.

Me metí el dinero en el bolsillo y noté cómo, en un plis plas, mi estado de ánimo había
mejorado como de la noche al día. Me quedé perplejo ante esa sensación, pero no hice
copartícipe a Ernesto de tales pensamientos.

—Por cierto, Ramón, dentro de dos sábados quiero organizar una fiesta, si te parece
bien... —me pidió con tacto.

—Estás en tu casa, chico —dije con enojo contenido.

Hay que reconocer que el tío había tenido vista para proponer el evento: me había
alargado la pasta y sabía que luego no me podría negar. Ante mi pseudoconformidad,
añadió:

—Estás invitado y puedes decírselo a quien quieras, que cuantos más seamos, mejor.
Yo invitaré a Esther, Carmelo y Jordi, del antiguo piso, a Marisa y Gerard del curro... —y
añadió que si quería podía invitar a mi amiga testigo de Jehová.

—Anda ya… Déjalo —le solté.

Ernesto intentaba mejorar la convivencia a su manera, pero yo seguía irascible y muy


arrepentido de haberlos albergado, por lo que creí oportuno morderme la lengua antes de
que me saliera algún misil descontrolado. Por lo contrario, también sé que no es bueno
morderse la lengua, que lo que tenga uno que decir es mejor decirlo que callárselo, que
luego eso te ronda por dentro como una lacra irreversible. De todas maneras, no me apetecía
nada participar en la fiesta, y pensé que me iría al cine. Y con ese barullo de pensamientos
dispares, me encerré en mi habitación con la indiscutible satisfacción de esa nueva
inyección de dinero.

El viernes por la noche celebrábamos el cumpleaños de mi sobrina Lourdetas en el


hogar familiar, en Trinitat Vella, donde mis padres ya vivían emancipados de todos
nosotros, los hijos. Se habían liberado de Miquel, el primero, que se largó después de la
mili, del resto de mis hermanas a medida que encontraban pareja, y de mí, que fui el último.
En mi caso, no entendieron por qué, si no tenía novia. En cambio, inversamente a la pérdida
de hijos crecía la asistencia de nietos, que ya eran cinco, y aquello parecía una guardería.
Fin de semana sí y el siguiente también, mis hermanas se libraban de sus obligaciones
dejando sus hijos a dormir con los abuelos.

En cuanto a mí, la desgana seguía gobernando cualquier actividad y la apatía, mi


tiempo libre, pero la familia merecía un paréntesis especial. El hogar familiar era sinónimo
de armonía, paz y tranquilidad, como en La casa de la pradera, pero en la ciudad. El mismo
tiempo que hacía que no los visitaba, me alejaba de esos sentimientos. Así, como cuando
vives en la ciudad sin acordarte de que existen las montañas, hasta que vives la experiencia,
era necesario vivir el ambiente familiar para sentir ese bienestar y recobrar los sentimientos
que se autosepultaban con el trajinar del estrés diario.

Al llegar al barrio, un mes después de la última vez, me entró la nostalgia de mis años
jóvenes y felices pasados en él, donde parecía no haber transcurrido el tiempo. En la calle
me encontré con la vecina de al lado, la señora Pilar, con su perrillo, un chihuahua llamado
Chino, y que, aunque pequeño y escuchimizado, sembraba el terror por todos los parques
del barrio por su famosa mala uva. La Gran Enciclopedia de los Animales Domésticos
especifica que la raza chihuahua es originaria de México, siendo el perro preferido por las
princesas aztecas cuando estas vivían tranquilamente antes de que llegaran los bárbaros. Me
refiero a los bárbaros españoles, por si hay alguna duda. También, el chihuahua es definido
como un perro alegre, vivaz y dinámico. Tiene un gran temperamento, demostrado a diario
con su comportamiento desconfiado y desafiante con extraños y conocidos. Y será el perro
más pequeño del planeta, pero nunca se amilana. Si su, en proporción, minúsculo raciocinio
lo hace enfrentarse con un rottweiler, le planta cara hasta que soluciona las diferencias que
le llevaron al conflicto. Supongo que por eso es tan temido por toda la población canina del
barrio.

Mientras escuchaba a doña Pilar, llegué a la conclusión de que el carácter de los


chihuahuas se vio modificado al ser separados de sus amos, los aztecas, por los españoles,
ya que los perros siguen existiendo, pero la civilización azteca, que yo sepa, fue
contundentemente exterminada. Y está claro que no es lo mismo vivir entre algodones en un
palacio con los mimos de las princesas aztecas, que vivir en nuestra polucionada sociedad
bajo los mimos de una señora sencilla de clase obrera.

En casa de mis padres había casi pleno: mis padres, mis cuatro hermanas con mis
cuñados, con mis cinco sobrinos, homenajeada incluida, y el sexto por llegar de Laura. Solo
faltaba mi hermano Miquel, que estaba en Argentina, creo.

Laura irradiaba una felicidad nunca percibida; se trataba de su primera hija, pues ya
sabía el sexo gracias a una ecografía. Y no quiero decir que anteriormente no fuera feliz, ni
mucho menos, que siempre ha sido muy equilibrada, dulce y cariñosa, pero grados extras de
bienestar se asomaban a su vida gracias a la plenitud de sus expectativas. Volvía al dulce
hogar donde sentía de nuevo la armonía de las pequeñas cosas, difícilmente sentida en
círculos ajenos, y que me relajaron el espíritu rancio que había estado cultivando esos
últimos días.

Mi padre seguía en la parra, metido en varias asociaciones cívico-sociales, ahora para


conseguir más zonas peatonales para el barrio. Mi madre seguía teniendo ese sexto sentido,
o digamos uno más de los que se tienen, para interceptar estados de humor. Ante mi
respuesta a su pregunta de si me iba bien el trabajo, que sí, que sí que me iba bien, ella me
replicó:

—¿Y qué es lo que te va mal en el trabajo?

Al sentirme delatado, vomité a trompicones las horas que le dedicaba, lo peseteros que
eran mis jefes y que el ambiente que me rodeaba no me gustaba. Añadí que, a pesar de todo,
me pagaban trescientos pepinos netos más kilometraje, y que lo demás me importaba un
comino. Y reparé inmediatamente en que me había justificado por lo que siempre había
detestado: la pasta. Mi madre, con su mirada perpleja y el entrecejo fruncido, delató mi
incongruencia ante todos, que secundaron su expresión con unas risotadas. Después, con
una mezcla de enojo y vergüenza, me salió del alma una vieja reivindicación olvidada con
el tiempo, en relación a mi dedicación profesional:

—¡Ese trabajo es una mierda, mamá! Yo quiero ser investigador privado.

Volvieron todos menos mis sobrinos, evidentemente, a estallar con una carcajada de
incredulidad, como si estuviera loco o cosa parecida. Luego, mi cuñado Enric me dio su
versión del tema sin yo pedírsela:

—Tú lo que necesitas es una gallega que te alegre la vida y dejarte de historias raras,
Ramón. Una gallega, y ya verás.

Había tocado fondo. Mi cuñado Enric pensaba que la piedra filosofal tenía forma de
mujer, pero no sé por qué tenía que ser gallega. Me respondió como si fuera tonto y no viera
lo evidente, que una gallega lo tenía todo, pero él estaba casado con mi hermana, catalana
de pura cepa. Y reconocí para mis adentros necesitar una mujer, pero para nada compartía el
limitar con la procedencia el abanico de mis ya exiguas posibilidades.

Quedaba claro que, por aquellas fechas, ninguna novedad acaecía en mi vida, más que
el incremento de mi sopor personal. Y no tenía ninguna duda de que fuera por la fatiga
mental que me producían ciertos episodios laborales.

Por ejemplo, esa misma mañana llegó Pablo anunciando a los cuatro vientos que se
había follado a una muchacha de lo más rica en Doña Lagarta, el puticlub de la comarca, y
tuvimos que pasar media mañana desayunando tapas y whiskys mientras nos contaba,
también a Rodolfo, los detalles de la juerga. Nos felicitamos de su triunfo porque sabíamos
que su felicidad nos reportaría bienestar a todos, pero yo, contagiado por su euforia y sin ser
consciente de lo que decía, le pedí que me avisara para la siguiente farra, que todos
teníamos derecho a divertirnos.

Entonces saltó Rodolfo para decir que si yo iba, él también se apuntaba, y no me dio
tiempo a matizarlo, que Pablo ya había abierto su agenda para concretar el día, mientras
pedía otra ronda para celebrarlo. Ahí, al verme en busca de cacho con ese par de
dinosaurios, me vi mal, realmente mal, hundido, acabado, metepatas. Había dado alas a algo
que no me apetecía en absoluto, y todo por seguir la corriente, una vez más, al imbécil de
mi jefe.

Pero lo que son las cosas, por suerte llegó el mameluco de Vargas Llosa reclamando
las horas extras de su personal, y Pablo focalizó en él su mala leche, asegurando haber gente
en el mundo tan mezquina, que su misión en la vida era dar por culo a la buena gente como
él. Y lo echó del bar a grito pelado. Le cambió el humor, pero ¡al menos se olvidó de la
agenda!

Si algo todavía no se me había contagiado de esa apatía, era la ingestión de alimentos


en cualquier restaurante alejado de la obra y oficina, solito, que hacía con devoción y
voracidad. Lo malo era que Del Hoyo me había citado a las tres en su despacho, así que me
tocaba hacer la ingestión en media hora, como Vargas me había dicho que hacía, y sospeché
que se hubiera chivado al Sapo del tiempo que dedicaba a estos menesteres. O sea que,
haciendo la digestión del cordero con alioli en el interior del vehículo, cosa nada fácil, logré
personarme en la puerta de su despacho con el estómago hecho una papilla.

Juraría que el Sapo no había follado −si es que follar a ese le cambiaba el humor−,
porque siempre estaba de mala leche, y a esa hora no era una excepción. Lo primero que
hizo fue criticarme el aliento como si fuera un apestoso del carajo, para pasar a quejarse
sobre lo mal que estaba llevando la obra, porque la previsión de pagos no se parecía nada a
lo que íbamos pagando. Me defendí como pude sobre el aliento, primero, y con lo de las
lluvias torrenciales, después. Pero cuando las cosas tocan el bolsillo no valen cuentos
tártaros, y así mismo me lo soltó Del Hoyo combinando su vocabulario soez con el vulgar:

—¡Y a mí qué coño me cuentas, que si las lluvias torrenciales, que si las pollas en
vinagre...! Excusas, Gallofré, ¡excusas de mierda! —y apuntilló, cuando me iba—. ¡Y no
comas más alioli cuando tengas cita conmigo, cojones!

Sintiéndome como una auténtica mierda, pues siempre te queda la duda de que tu
contertuliano tenga razón, sobre todo cuando tu amor propio está bajo mínimos, me fui
hacia mi despacho con la esperanza de que la meta de las ocho no se me eternizara. Al calor
de la silla de ruedas, estuve diez minutos ordenando mi estado emocional, cuando me di
cuenta de que no me quedaba ni un cigarrillo. Entonces recordé que Pablo me había
ofrecido sus reservas de nicotina para cuando lo necesitara, y ya sabía dónde estaban,
aunque no exactamente en qué cajón.

Entré en su despacho con lentitud y sigilo, como si estuviera haciendo algo malo. La
verdad es que entrar en territorio privado acompañado por el anfitrión no me supone ningún
apuro, pero hacerlo solo es como si después ese alguien pudiera sospechar de mí y acusarme
de algún delito. Estoy seguro de que son secuelas de la infancia, donde yo siempre era
sospechoso de todo hasta que no se demostrara lo contrario.

Observé la enorme mesa de caoba limpia y reluciente, inmaculada de papeles.


Realmente, era extraño que la mesa de un constructor no tuviera indicios de actividad
alguna. Además, que presidiendo la mesa tuviera colgado un título universitario que diera fe
de sus conocimientos, era normal, y así era. Pero que el título en cuestión fuera el de capitán
de barco, con derecho a navegar trayectos superiores a mil millas, certificado por el rey, me
daba la sensación de estar en el despacho de un hombre adinerado y de vida fácil, pero no
precisamente de empresa.

Di cuatro pasos hasta la mesa y me situé tras ella, como dispuesto a gobernarla. Detrás
de mí quedaba el gran sillón de ruedas −como el que J.R. tenía en su despacho de Dallas,
donde se dedicaba a ponerse morado de whisky−, y no pude reprimir probarlo echando el
cuerpo para atrás. En mi vida había imaginado semejante comodidad.

Me vino a la memoria Ricitos de Oro, la del cuento, cuando su curiosidad la superó y


probó las tres sillas de los tres osos, los tres platos de sopa que ahí había preparados y las
tres camas en el piso superior. Luego, pensé en ella encarnada en Rut, y sonreí al compartir
con ella la cama del oso grande. Y bueno, se me fue la olla, pero lo pasamos en grande. No
sin cierto temor a quedarme dormido de verdad, ya que después de un polvo siempre me
entra sueño, desistí de seguir en posición semejante y evitar que entrara Olga y me
sorprendiera in fraganti.

Entonces, de golpe me entró un ataque de curiosidad y se me ocurrió abrir el primero


de los cajones. Ahí no había más que su lápiz del dos, la goma, la maquinita y un bolígrafo
Bic.

—Es increíble. Ni en los cajones tiene papeles —flipé en colores y me pregunté: ¿y su


libreta?

Tal vez por vivir mayoritariamente con mujeres, y sin ánimo de ofender a nadie, debo
tener ese alto nivel de curiosidad. Pero estoy seguro de que, más que por esa influencia
femenina −que no deja de ser un tópico demasiado vulgar con el que carga ese colectivo−,
el verdadero motivo radique en la moraleja del cuento de Ricitos de Oro, que surtió el
efecto contrario. Los niños un poco rebeldes, como yo y muchos amigos, intentábamos
saltarnos las buenas costumbres por el simple gusto de ir en contra de lo establecido, y el
hurgar en lo desconocido sin duda que lo era. Su libreta de arandelas estaba en el segundo
cajón con algunos otros papeles, y con sigilo metí la mano para echarle una ojeada.

Aunque mi madre siempre me ha dicho que no hay que jurar nunca, juro que mi única
intención era ver reflejado en esas hojas su letra, sus números, su intelecto y capacidad…
En definitiva, reírme un poco y ya está. Pero en esos momentos me vino a la cabeza la corta
pero fundamental declaración de intenciones en la cena de casa de mis padres, cuando
afirmé querer ser investigador privado. Tal vez esa reflexión fugaz y azarosa me hizo meter
las narices más allá de donde debía.

La primera hoja era un supuesto plano de las casas, que parecía un dibujo de un niño
de cinco años por los trazos divergentes y la manera de apretar. Me imaginé a Pablo
haciéndolo con la lengua fuera, y me reí un poco, la verdad.

Pasé una hoja y apareció un generoso listado de teléfonos: Estaba Del Hoyo, Garrido,
Pulpo Galcerán, hasta ahí todos conocidos. Luego se intercalaron algunos que no conocía:
Casimoro, Jotabé, Pájaro Loco, Antonio Fiscales y Dongo el Negro, este último de otro
país, pues empezaba por el doble cero y una serie de números interminables.

—¡Vaya nombres! Entre el Pájaro Loco y el Casimoro, que casi lo es… —me burlé—.
Igual también le gustan los dibujos animados.

La siguiente eran sus famosos números, pero se ve que era un borrador, pues de tanto
escribir con el lápiz del dos y borrar con la goma Milán, no se diferenciaba lo escrito de lo
borrado. Aquella hoja era un auténtico cuadro, y pensé en sustituirlo por su diploma de
capitán de barco. Por descontado que no lo hice. Al pasar la página aparecieron los números
que me había mostrado días atrás, que llevaban el mismo camino que sus predecesores.

Cuando iba de excursión con el grupo scout, yo siempre era el que quería ir más allá.
Quería ver qué se veía en la siguiente curva y luego a la siguiente, y mis compañeros eran
los que, al comprobar que no había diferencias importantes, se volvían para atrás no sin
antes mandarme a tomar por culo. Mi curiosidad siempre había sido alta y en esta ocasión
no iba a ser una excepción. En esos momentos, tenía la suerte de estar solo y nadie podía
mandarme a paseo, así que ni corto ni perezoso seguí oteando ese maravilloso hallazgo
lleno de curiosidades personales.

Había un encabezado de carta que dirigía al señor juez de Mataró, que me había dicho
que era amigo suyo, y lo siguiente se titulaba “Jueves 14” y una lista de encargos a realizar:
reunión con Pulpo, Fiscales y Casimoro, llamar a Pasarel, comprar regalo a Olga, reservas
Gana, Barceló, con su número de teléfono…

Había cuatro o cinco hojas más, pero me llamó la atención una en especial. Era una
lista que llevaba por título, mal escrito, “Retiles”: tortugas, varanos, camaleones, serpientes,
loros, cacatúas y mil diamantes.
—¡Anda! —exclamé sorprendido—. ¡A Pablo también le gustan los animalitos! Los
animales y los dibujos animados —bromeé. Y pensé que igual quería montarse un terrario,
pero decliné la idea de inmediato al recordar cómo criticó a su padre cuando lo visitó con su
varano.

De repente oí un ruido sospechoso y me quedé emulando a Pet cuando hacía el


camaleón, agudizando el oído sin moverme, mirando hacia la puerta. Pasado el peligro, abrí
el tercer cajón para sacar un paquete de tabaco y tener coartada en caso de ser pillado.
Aunque mis pulsaciones iban al galope, mi curiosidad también iba desbocada, sin freno, y al
dejar la libreta en el cajón, no pude evitar echar una última ojeada a los papeles sueltos que
se asomaban. Saqué un documento extranjero, que parecía oficial, pues estaba sellado por
Republic of Ghana. Sospeché que fuera un salvoconducto, aunque no sé lo que es eso, pero
como en las películas de espías, siempre que sale un papel oficial, o es un pasaporte o un
salvoconducto, y ese papel tenía un sello del Costums Department, que creo que es
‘aduanas’. Enfrascado en su análisis, oí unos pasos que se acercaban y volvieron mis
pulsaciones a cabalgar, y atolondrado intenté recolocar los papeles tal como los había
encontrado. Lo conseguí justo cuando entró Olga en el despacho y, entre extrañada y
enojada, me preguntó qué hacía sentado en el gran sillón de oso grande.

—¡Ah!, nada… Yo…Yo solo buscaba tabaco... —y le mostré el paquete nervioso y


ruborizado.

—Tabaco ya tengo yo —dijo marcando territorio—. Pídemelo a mí, Ramón, que como
se entere mi padre que le miras los cajones...

—¿Yo? No, si no miro nada. Solo cojo el tabaco, que él mismo me lo dijo —me
excusé de nuevo.

—Sí, pero luego no se acuerda y te pega bronca igual.

—Bueno, me llevo el paquete entero y ya le compraré otro —sentencié para demostrar


que solamente quería tabaco, y salí con la mirada de Olga clavada en el cogote.

En mi enorme despacho empecé a consumir los cigarrillos como un desesperado, y


esperaba que antes de marchar no tuviera que justificar a nadie ese inaudito ataque de
curiosidad.
El sábado al atardecer, mientras subía cansinamente la escalera de casa, sentí el olor de
las castañas al fuego. Supuse que el vecindario celebraba la Castañada, como manda la
tradición, aunque con algo de retraso, porque noviembre ya estaba avanzado. Abrí la puerta
de casa y me sorprendí al percibir que esa fragancia provenía de mi cocina, aunque ahí
dentro se me hacía ligeramente torrefacta. Intrigado, me introduje hasta esa dependencia, y
ahí estaban Ramsés y Ernesto con gran actividad: el primero, devorando lo poco que
quedaba de su hueso de tripa −que a la vez confundía con la toalla donde estaba−, y el
segundo, preparando todo tipo de canapés y otros manjares de más difícil identificación,
aparte de las castañas, que ya no me quedaba ninguna duda de que se estuvieran quemando.
Me quedé observando la escena con pasmo, pues no recordaba semejante actividad en casa
desde… ¿Desde cuándo?, me pregunté. Bueno, yo solo me atreví a comentar algo sobre la
actividad del perro.

—Como no le compres otro hueso a tu amado Ramsés, tendrás que comprarle otra
toalla, que la está desgarrando.

—¡Eh! No te había visto. ¿Te acuerdas de que hoy celebramos la fiesta, no?

—¿Necesitas ayuda o ya te lo haces solo? —me ofrecí.

—Hombre, Ramón, pues… —le sorprendió mi oferta, pues últimamente no le había


dado demasiadas alegrías—. Pues claro.

Y me sumé a la cocina con la elaboración de unos canapés de foie-gras y de sobrasada.

Los métodos culinarios de Ernesto preparando un guacamole, triturando con sus


propias manos los aguacates y los tomates, no eran a mi parecer demasiado ortodoxos.
Curiosamente, antes de que yo le dijera nada al respecto, Ernesto se justificó afirmando con
orgullo que los grandes maîtres así lo hacían. Yo me abstuve de decirle que esos grandes
maîtres se lavan las manos en cada momento y tienen criadas que desinfectan a diario las
cocinas. Y sabía de buena tinta que esa cocina no había sido desinfectada por ninguna
criada ni por mí ni por Ernesto, y mucho menos por Ramsés, que si colaboraba en algo era
en hacer más desagradable ese espacio. De todos modos, no quería estresarme por algo que
no iba conmigo, pues en definitiva, los invitados no tenían por qué saber cómo se habían
elaborado esos manjares. Ya hacía yo bastante con los canapés, que pensé que podían haber
sido más originales, pues me recordaban las meriendas de cuando era niño.

El evitar comentarios gratuitos y dejarme llevar por la inercia produjo sus frutos.
Ernesto siguió con emoción los preparativos, y Ramsés también notó el buen rollo, que los
animales son muy sensibles, y siguió deshilachando la toalla con pasión. Por primera vez en
mucho tiempo me sentí a gusto en la cocina, más que por el aspecto, por el ambiente
hogareño que se estaba desarrollando con nuestra cháchara desenfadada.

Pero de golpe, supongo que por no estar acostumbrado a ese charloteo comentando
trivialidades de la vida, ese bienestar se tradujo en una extraña incomodidad. Claro que
Ernesto no era Pablo, que con ese no podía participar de un diálogo y decir lo que pensaba.
Él era el jefe y yo un simple empleado, y siempre tenía la razón, aunque no la tuviera. Pero
era verdad que entonces, con Ernesto, podía conversar como había hecho siempre con
cualquier amigo.

Una especie de emoción se apoderó de mí, como si hubiera descubierto algo grande,
como cuando de repente se te enciende una bombilla en la cabeza solucionando un gran
enigma. Incluso se me puso la piel de gallina y me dio un escalofrío.

—Brrr uauuu —emití.

—¡Eh, Ramón! ¿No me escuchas o qué? —se quejó Ernesto, que en media
conversación se me había ido la olla con el flipe de esa sensación.

—¿Eh? Sí, hombre, dime, dime.

—Que acabo de llamar Amparo y me ha dicho que también viene. Me ha dicho que no
sabe nada de ti, que dónde te metes y eso… Y también vendrá Silvia y su amiga Melanie,
esa que está tan buena.

—¡El portento de Melanie Griffi! —exclamé para mis adentros. Y si venía la


Berlusconi, también vendría la Streissand. El círculo femenino más sugerente del mercado,
que hacía más de tres meses que no veía, ¡haría presencia en la fiesta! Me apresuré a llamar
a refuerzos, Xavi y Marc, mis amigos de toda la vida, para que las chicas tuvieran más
distracción que mi propia presencia.
El éxito de una fiesta, según Ernesto, se basa en que no quede comida, cosa que indica
que esta ha sido buena, y que en ningún momento estés obligado a beber lo que no deseas.
Costaba creer que se acabara la comida tal y como se había preparado, pero también es
verdad que, como dice mi madre, “ojos que no ven, corazón que no siente”. No quedó ni
una castaña quemada ni medio canapé de foie-gras. En cambio, como era de desear, no faltó
nada de bebida. El feliz barómetro lo dieron los de azul-verde-o-marrón, en concreto los
azules de la Guardia Urbana, que cuando llegaron para evacuarnos −avisados por algún
vecino, posiblemente la señora María−, todavía quedaba una caja de cerveza, así como
whisky, refrescos e incluso hielo. Hubo bebida hasta el final y la gente disfrutó de lo lindo.

Para mí la fiesta también fue fantástica. Esos escalofríos sucedidos en la cocina con
Ernesto fueron apareciendo a su antojo en varias fases de la noche. Hacía tiempo que no
disfrutaba tanto hablando con todo el mundo. Incluso, no me mosqueó que viniera Paco con
su perrazo, el Maqui, un pastor del Pirineo idiota e infantil que normalmente me sacaba de
quicio. Me sorprendió muchísimo. El Maqui y Ramsés jugaron muy bien y no hubo peleas.

Pero a la vez que vivía con inusitada euforia esa felicidad, con la misma intensidad me
invadía una sensación de desasosiego. Me parecía increíble que, a esas alturas, tuviera
dudas de cómo podía experimentar estados tan emocionantes. En esos lances de lucha
mental, me dije a mí mismo que ser feliz no era difícil, que era muy fácil, y que al día
siguiente recordaría esa manera de ser feliz y nunca jamás la olvidaría. No tuve bastante con
ese pensamiento y me encerré en el baño para jurármelo delante del espejo, pues necesitaba
estar conmigo mismo y decirme cuatro palabras bien claras, y aunque no soy creyente que
vea Dios que yo también existo. Luego, como habiendo hecho un gran juramento, salí y
seguí la fiesta hasta las últimas consecuencias, hasta que la última quedó definida nada más
y nada menos que en Melanie Griffi, con quien ¡acabé compartiendo mi cama por expreso
deseo suyo!

—¡Ah!, sí, claro, por qué no… —accedí alucinado.

Y entiéndase qué se puede hacer con semejante mujer borracha y fogosa en una cama,
con el tiempo que hacía que no mojaba el melindre.

Capítulo 8
Melanie me había hecho recobrar el motivo de mi existencia. Su pasión, su vitalidad e
incluso su marimandoneo me desbordaban a cotas insospechadas de felicidad. No recordaba
haber experimentado estado semejante en muchos años y no estaba para poner en tela de
juicio mi memoria, a mis treinta años, por muchos porros que me hubiera fumado.

Igual que Pablo también me contó su vida, pero a diferencia de él, lo hizo en mi cama,
desnuda y después de hacer el amor. Y no se fue por las ramas con sus antepasados:
Melanie inició su parlamento a partir de la pubertad y su cambio hormonal.

Hormonas era sinónimo de despertar femenino, dijo, y que no me pensara que estas se
quedaban ahí y ya está, y yo le dije que ya lo sabía, ya, que iban con ella allá donde fuera.
Fue la líder entre las chicas al ser la primera en culminar su virginidad, pero por parte de los
chicos tuvo que arrastrar con el lastre de motes como calentorra, puta o calientapollas, sobre
todo por los que no consiguieron tocarle las tetas más que en los boleos. Se puso nostálgica
al recordar al tipo que la desvirgó, del que estuvo realmente enamorada, pero aseguró ser un
cabrón como la copa de un pino.

Hasta los veinte años fue como los canguros en la sabana australiana, a salto de mata.
Igual que yo, pensé, pero en el desierto, que aparte de no haber nada te hundes en cada
intento. Para mí el amor en esas edades no dejó de ser algo absolutamente platónico y me
parecía estar hablando con Afrodita, la diosa del amor. Nuestras adolescencias no se
parecían en nada.

—Deben de haber pasado muchos hombres por tu vida, ¿no? —instigué admirado.

—Bastantes, pero como el primero… El primer amor siempre te marca, ¿no? ¿A ti no


te marcó?

Me salió una mueca extraña al recordar a Sandra, que tenía tres años menos que yo,
pero como si los tuviera de más, porque yo con unos morreos tenía para toda la semana, y
para ella no tenían ni sabor de aperitivo. Y aunque solo salimos un mes, me dejó tocado
para una buena temporada. Pero no iba a hacer memoria justo cuando podía olvidarme de
todas mis desastrosas relaciones. Me había ligado a Melanie Griffi y no quería pensar en
nadie que no fuera mi tigresa.
La echaron dos semanas de la escuela por fumar porros en los lavabos, y también me
contó cuando se fue a la India con una peña hippie en un doscaballos. Recordó su etapa en
la Unión Comunista, en la que con pasión se ponía a la salida del metro haciendo
proselitismo, y se carcajeó al explicarme cuando se enrolló con el jefe de su primer trabajo
por el puro placer de tenerlo a su merced, para luego decirle que, como no tenía condones,
nada.

Sentenció diciendo que no se arrepentía de nada, y a mí me encanta la gente que sabe


resumir su vida en esos tres segundos pronunciando esta mítica frase. Me recordó a mi
madre, y me sentí todavía más cercano a ella. Luego, tuvo duras palabras hacia el colectivo
masculino y criticó que todos los hombres éramos iguales, que todos queríamos lo mismo y
que después de un polvo nos sentíamos con el derecho de tomarla como suya.

—Yo no soy de nadie, tú eso lo entiendes, ¿verdad? —y yo asentí dándolo por


evidente.

Ernesto supo organizar una comisión de limpieza para la fiesta, pues ya le había dicho
que si no quedaba como una patena, era posible que no hubiera otra en mucho tiempo, pero
el muy bandido lo expuso a los cuatro vientos como principal escollo, como si fuera un
ogro. Pero bueno, gracias a la inestimable colaboración de la Rivelles y la Streissand,
Ernesto alucinó pepinillos al redescubrir lo que era la limpieza, en contra de lo que había
creído hasta entonces. Nosotros, quiero decir Melanie y yo, después de la apasionante
exposición de su vida y de gratificarnos con un último polvete −aunque yo me hubiera
vuelto a dormir, que semejante actividad sexual no la había tenido en mucho tiempo−,
también les echamos una mano con los ojos medio cerrados y una sonrisa de oreja a oreja.

Ernesto fue el primero en felicitarme con un fuerte abrazo, sonriente, asegurando estar
orgulloso de mí. Amparo no sabía que había compartido cama con ella y pareció envidiosa,
aunque tal vez fuera una sensación personal, porque a mí sí que me da envidia que todo el
mundo folle menos yo. Y Bárbara, aunque ya se había fumado un porrito, seguía limpiando
con tesón, cosa que admiro, ya que a mí los porros me dejan tirado en cualquier esquina y
no soy capaz de mover más que mis neuronas, que deliran hasta los confines más
insospechados.

Quedó el piso tan reluciente que hasta la planta del balcón pareció resucitar. La mesita
del comedor, vacía de residuos, resultó ser de madera, y en cuanto a la cocina… ¡Ni Ramsés
se atrevía a entrar de lo que brillaba! Aproveché para sacar su mugrosa toalla al balcón, con
la renaciente planta, pero al ver que Melanie me iba a tratar de sátrapa, rectifiqué, sonreí y
la dejé al lado del butacón. Alegué que un perro en la cocina era antihigiénico. Por suerte
las mujeres defendieron mi tesis y Ernesto tuvo que callar y tragar. Y parece mentira cómo
aceptamos todas sus teorías de limpieza ante la posibilidad de ser tratados de guarros.

Esos días iba al trabajo más contento que unas castañuelas. Pablo ya no me sacaba de
quicio, y lo que pudiera decir Del Hoyo me traía sin cuidado. Es que, en definitiva, cada
uno es como es y nos tenemos que respetar. Hay gente que es más pesada, gente que tiene
problemas, gente simpática, divertida, agradable, y también hay gente amargada o
autoritaria. Y así es la vida. Luchar contra la vida es luchar contra uno mismo, y lo mejor es
aceptar las cosas y ser optimista, que si algo no te sale hoy, pues ya te saldrá mañana. Mira
yo, tanto tiempo sin una mujer a mi lado y al final me había salido la más impresionante de
todas, la más espectacular y de la que me sentía terriblemente enamorado. A todo el mundo
le llega su momento, y a mí me había llegado con Melanie.

Eso sí, desde el sábado no la veía y ya tenía ganas. Como era miércoles, pensé en
invitarla al cine, ya que no había ido desde esa tentativa con Dolores, que no pasé de las
taquillas. Así que la llamé, e ilusionada me citó en el cine Bosque para ver una película
buenísima, que a mí no me atraía en absoluto, pero que me daba igual. ¿Para qué iba a
discutir? Me ensanchaba que Melanie tuviera ganas de verme y tratara de convencerme,
pues nadie lo intentaba ni para bien ni para mal, y a veces ese medaigualismo dolía más que
cualquier discusión. Además, era una elección buenísima porque el cine Bosque era una
única y enorme sala que nunca se llenaba, y podías estar a tus anchas en cualquier rincón de
la última fila y ver el film en cualquier postura.

Seguimos la noche de cervezas y la última no llegaba a ser la última hasta que el


camarero aseguró que cerraba el bar en cinco minutos, que ya no servía más. Melanie
insistió en que por favor nos diera una más, y como el tío no cedió, se sintió contrariada y
tuve que calmarla. Le dije que seguramente ese hombre no se comía un torrao y le daba
envidia que yo estuviera disfrutando con una mujer tan guapa como ella ante sus morros. Y
una vez fuera, para acabar de recuperar su humor, solté un gran eructo que dediqué al
camarero, y nos fuimos riéndonos hasta casa.

Subimos la escalera a oscuras, adrede, y nos animamos a desabrocharnos botones y


cremalleras. Nuestra pasión no tenía freno. A Melanie ya se le había salido una teta, y a mí,
imitando a un barco de vela, mi miembro como mástil. Así, jadeantes, llegamos finalmente
a la puerta, donde acerté la llave en la cerradura a la primera.

En casa, el caradura de Ramsés se abalanzó encima de Melanie, y ella le correspondió,


pues le gustaban los animales. Eso sí, no permití que lo entrara en mi dormitorio. Ese era mi
territorio, yo seguía con mi mástil a toda vela y Melanie quería subirse a lo más alto. Y lo
eché.

—Eh, quita, quita. ¡Largo, jolines!

Nos encerramos entre risas y estupor, donde ya no deberíamos ser molestados por
nadie. Pero por la ventana apareció la cotorra de los vecinos del ático, pues el Lute le había
comprado otra cadena más larga para que pudiera tocar las narices a los vecinos. La
ahuyenté con un movimiento de brazos a lo buitre leonado, imitando sus graznidos cuando
en los documentales se pelean por la comida. Mientras, por el otro lado, el pesado de
Ramsés intentaba abrir la puerta rasgándola con sus garras, como si fuera un boleto del
rasca-rasca. Suerte que a lo lejos se escuchó a Ernesto vociferar “¡a dormir ya, joder!”, y
yo me alegré, jolines, que ya era hora de dormir. Y por fin pudimos adentrarnos en el
océano.

Al día siguiente, aproximé mi lupa a la puerta para cerciorarme de lo que era capaz el
bestia de Ramsés, y apaciguar así mi eclipsada vocación investigadora. Lo curioso es que ni
cuando atacaba la puerta, me sentí con ese enojo irascible que últimamente se había cebado
en mí, lo que me hizo ver que mi humor estaba cambiado para bien. De todas formas, sin
dejarme llevar por la euforia, hice cumplir el contrato a Ernesto y estipulamos los
desperfectos en tres mil pesetas, que le hice pagar al momento.

Tenía tres llamadas de Pablo en el contestador, que me buscaba con desespero. Había
llamado también a la oficina y a casa de mis padres… ¡Uy, mi padre, cuando se enteró de
que no estaba trabajando! Empezó por llamar a la Guardia Civil, por si había tenido un
accidente, que es lo primero que piensa cuando no me encuentra. Y bueno, tanto sufrir y
simplemente se me habían pegado las sábanas.

No sin echar un casquete de última hora, que según Melanie por media hora no evitaría
la bronca, contacté con Pablo y no le conté rollos como a Pet, que si el coche o el tráfico.
Esa vez, con la felicidad que da tener en tu cama a la mujer más maravillosa del mundo, le
dije con la voz clavada que estuve de juerga hasta las tantas y que había acabado con una
mujer que me dejó reventado de tanto follar. Pablo me perdonó riendo que ese era el Ramón
que le gustaba, pendoneando por ahí, pero diciendo las cosas claras.

—Venga, acércate rápido que aquí hay un pitote que nadie sabe cómo solucionar —y
que lo encontraría en el bar.

A Pablo le faltó tiempo para contar a toda la obra el motivo de mi tardanza,


enorgulleciéndose de ello como si se tratara de su propio hijo. Sorprendentemente de buen
humor, al menos conmigo, ordenó al tabernero que trajese unas gambas, unos boquerones y
lo que se le ocurriese, que no tenía ganas de pensar.

—¿Unos tacos de queso? ¿De jamón? —preguntó.

—¡Lo que te dé la gana, te he dicho, Anselmo, cojones! —le gritó, y se dirigió a mí—.
Este tío me saca de quicio, Ramón.

Engullí las tapas con el hambre atroz del polvo matutino, mientras Pablo me
interrogaba expectante sobre los pormenores de mi aventura. Por el tipo de preguntas, me
imaginé atendiendo a un abanico de micrófonos de la prensa del corazón, y respondí con
todo tipo de detalles, tanto verdaderos como de pura invención.

Una vez acabada la rueda de prensa y devoradas las tapas, Pablo me emplazó por la
tarde en su despacho, que no le apetecía estar solo, y así aprovecharíamos, una vez más,
para hacer sus números y seguir hablando de mujeres. Mi protagonismo y su actitud
positiva ante mi retraso no eran gratuitos; todo tenía un precio, y ahora me tocaba
demostrarle mi gratitud.

Ya en la oficina, después de ser felicitado por enésima vez y ser palmeada mi espalda
otras tantas −ya no sabía si seguir asintiendo o mandarlo al cuerno−, intuí que Pablo se
mostraba así para disimular un estado de decaimiento. Tanta euforia por algo ajeno no era
normal. Tal como sospechaba, su tez amoratada y su sonrisa forzada, mientras hacía pivotar
con sus dedos su lápiz del dos con discutible gracia, corroboraba mi tesis. Un rato después
se explayó intentando que pareciera una anécdota:

—Joder, es que ayer tuve un sueño... ¡Qué sueño más raro, Ramón! —y sacudió la
mano, como si hubiera sido desagradable—. Dos tías me perseguían. Una iba con un látigo
medio desnuda, no la conocía, y la otra era Josefa de la casa cinco. Creo que estábamos en
su casa, por la decoración, pero no lo sé, hijo... —me llamaba hijo cuando se sentía abatido,
y deduje que estaba en lo cierto cuando algo le había pasado—. Yo escapaba bajando las
escaleras, hacia el sótano, y ellas me perseguían, Josefa mandando a la del látigo. Pensé que
me querían violar, pero en el sótano había más gente que estaba en contra de mí, me
insultaba... Me acorralaron y yo me los quité de encima como pude… Y de repente apareció
un negro enorme, de esos cachas, con una cicatriz, un ojo tapado y un tucán en cada
hombro…

—¿Un tucán en cada hombro? —exclamé sin darme cuenta.

—En cada hombro, Ramón, bichos de esos con el pico tan grande. Y el negro
sonriendo con malicia, ¿sabes? Y luego abrió una trampilla del suelo y estaba lleno de
cocodrilos, como en los dibujos animados, que todos salen haciendo clac-clac con la boca.

—¡Caramba, qué sorpresa! —pensé, pues parecía verdad que también le gustaban los
dibujos animados.

—Y gracias a Dios que me desperté —Dios también entraba en su vocabulario cuando


estaba en ese estado—. Mi mujer ni se enteró, y mejor, porque no sé qué le hubiera dicho.
¡Coño!, tuve que ir al lavabo a fumarme un cigarrillo. ¡Estaba como un flan!

—Pues vaya pesadilla.

—Es que a mí nada me da miedo en la vida. Yo soy una persona que vive bien, gracias
a Dios. Nadie me ha dado problemas hasta ahora. Mis hijos van creciendo, tienen salud,
tengo una mujer a la que se lo debo todo en esta vida, no me falta dinero ni amigos... Por
eso, no sé por qué coño he tenido que soñar una cosa así —dijo cabreado.

—Bueno, hombre, pero solo es un sueño —lo animé.

—No, Ramón, los sueños dicen muchas cosas…

—¡Bah, tranquilo!, ¿no estaba lleno de negros en Santo Domingo? O igual viste una
película de violencia o algo así y te impresionó... —le hice de psicólogo.

—Ahora que lo dices, ayer vi un negro descomunal, de esos que van por los bares y
venden de todo. Y ese negro no me dio buena espina, porque no le compré nada y me miró
mal.

—¿Ves? Seguramente pensaste que el negro te podía hacer algo porque no le


comprabas nada.

—Pues sí, algo así pensé, seguro. Y no es que sea racista ni nada de eso, pero mejor
estarían los negros en su tierra. Cojones con los negros. Coño, mira, ya me has tranquilizado
un poco.

Miró por la ventana y empezó a hacer gestos ostentosos, pues bajaba hacia el metro la
escultural Rut, y abrió la ventana para dedicarle cuatro piropos a grito pelado, haciéndose
eco de ello todo el vecindario. Me dijo, entonces, que se apostaba lo que quisiera que la
chica que me había follado nada tenía que ver con ese portento de Rut, la más guapa de la
capa de la tierra, y que le parecía que tenía novio, pero que la vida era una jungla y había
que espabilarse para conseguir las cosas. Sí, realmente se había recuperado, pero no quería
imaginarme a Pablo si intentara ligarme a la tía más buena de la capa de la tierra.

—Yo ahora ya tengo novia —le solté orgulloso.

—No me jodas. ¿Porque te has follado a una tía ya tienes novia?

—Bueno es que… nos gustamos y seguiremos viéndonos.

—¡Cojones! Pues yo de mi novia nunca contaría todo eso que me has contado. ¿O
acaso cuento yo algo de mi mujer?

Me dejó mudo. Si no tenías novia eras un pobre hombre, un desgraciado que no sabía
camelarse a una tía, y si tenías alguna, le jodía que no se lo contaras… ¡Uf, qué fatiga que
sentía!

—Qué jodido que eres, Ramón. Pero bueno, folla bien, ¿no?

Me largué aturdido del trabajo a la hora en punto, porque por mucho que quiera
respetar a los demás, también me gusta que me respeten a mí. Y sobre todo que no se metan
con Melanie, que yo sí la respetaba.

En casa, Ernesto había vuelto a sus costumbres de antaño anteriores a la fiesta. Estaba
tumbado en el sofá con la mesita imitando el estado de colapso. Los consejos de Amparo se
habían emancipado sutilmente, sin prisa, pero sin pausa. Pero antes de que me saliera mi
vena de reproches, Ernesto me asaltó a preguntas sobre la noche anterior y mejoró mi
humor de inmediato al recordar la sonrisa vertical de Melanie, y recobrando yo la mejor de
las mías, horizontal. Luego me alargó el mando del televisor, y ante el compañerismo que
habíamos recuperado, le dije que daba igual, que también le correspondía tenerlo a él. Dada
la de cal, aproveché para recordar las palabras de Amparo en cuanto al orden de la mesita,
que eso sí que era importante, y que debíamos hacer un esfuerzo para que la casa no
recobrara el penoso estado de antes de la fiesta. Así que nos repartimos los trabajos del
hogar y juramos, mano sobre mano, que quien no cumpliera sus obligaciones metería dos
mil pesetas en la cuenta común.

El viernes por la tarde fui a la oficina a toda pastilla, pues era algo tarde y no quería
que Pablo llegara antes que yo. Por suerte aún no había llegado, pero Olga, sin darme las
buenas tardes, me ordenó que llamara a Del Hoyo enseguida.

—¿Has tenido algún problema, Gallofré? —me preguntó Del Hoyo inquisitorialmente.

—No… en absoluto —y me vino a la cabeza, como en los dos segundos antes de tener
un accidente, mi infancia, padres, abuelos, mi primera novia y las arenas movedizas que se
me tragaban—. Mmm, ¿problema de qué tipo, señor Del Hoyo? —logré pronunciar al fin,
temiendo haber hecho algo mal.

En definitiva, su pregunta no tenía nada que ver con la tardanza ni con Pablo ni con
Melanie. Me dio tal alegría que, con desparpajo, le juré que la cita de las tres la habíamos
anulado, y que así lo tenía apuntado en la agenda y luego tachado, que si quería iba ahora
mismo para ahí y se la enseñaba. La agenda, por supuesto.

—Bah, déjalo, anda —dijo con desprecio el muy cabrón.

Al colgar, cerré los ojos y me puse la mano en el pecho para notar las taquicardias de
mi corazón y me convencí de que sería bueno aumentar el consumo de aspirinas para el
tema de los infartos. Por mucha Melanie que tuviera, ese trabajo era realmente estresante.
—Consuela saber que no soy el único a quien Del Hoyo toca las narices —dijo una voz
en off.

Abrí los ojos y ahí estaba Gutiérrez con una sonrisa de lagarto, apoyado en el marco de
la puerta a lo Humphrey Bogart. Desde ahí había escuchado jocoso mi conversación con
nuestro jefe.

Gutiérrez vestía siempre con americana y corbata, pues no en vano se sentía como todo
un contable y como tal quería aparentar. En cambio, para los tres socios, Del Hoyo, Pablo y
Valenciano, no dejaba de ser un simple empleado más. A Gutiérrez, que los malabarismos
con sus números no tuvieran la trascendencia que merecían, le sacaba de quicio y le hacía
sentir, como dijo él, no concordando su aspecto trajeado con su vocabulario, como una
auténtica cacarruta.

Gutiérrez llamaba a diario a Del Hoyo para despachar, pero la Ricitos lo excusaba con
que estaba ocupado. Y no era verdad, pues estaba libre en su despacho fumándose el puro
de la tarde y no le apetecía el mareo de números a los que el contable le sometía. Este
suplicaba ser llamado enseguida que pudiera, pero Gutiérrez pasaba los días en el más
absoluto olvido y por eso se le había pegado ese aire despótico para con el funcionamiento
de la empresa, parecido al repertorio usado por Del Hoyo y Pablo.

—¡Esto es una casa de putas! ¡Vaya mierda! —soltaba con hartazgo desenfrenado.

—Señor Gutiérrez, está usted animado hoy —se mofaba Olga.

Para ese viernes, Gutiérrez tenía órdenes de tener cuadradas las cuentas de ValGaHoy.
Del hoyo no quería que pasara como el año anterior, que se prolongaron hasta el año
siguiente, y que por algo lo habían contratado, para tener las cuentas al día. Pero Del Hoyo
seguía sin recibirlo.

Se puso a sonar música de Paco Ibáñez en el radiocasete de Olga, que yo tarareé


mientras calculaba los gastos de dietas y kilometraje en mi ordenador.

—A galopaaar, hasta enterrarlos en el maaar... —canturreé.


Se sorprendió Olga de que yo también conociera esa música, tal vez porque pensaba
que era la única que la conocía. Pasa mucho en las familias de clase alta, pues no en balde
se creen únicas. También me sorprendió que la hija de un hombre con una mentalidad tan
fascistoide escuchase música tan románticamente reivindicativa, pero no se lo hice saber. A
pesar de esa sabia cautela, nos alegramos de la coincidencia y cantamos a dúo “Como tú”,
un poema muy bueno que dice así: “Como tuuú, piedra pequeña, como tuuú, guijarro
humilde, como tuuú. Como tuuú, piedra ligera, como tuuú, canto que ruedas...”. Y todo ante
la mirada atónita de Gutiérrez, que dando veracidad al refrán “la música amansa las fieras”
−que decía mi madre, poniendo el tocadiscos cuando tenía algún berrinche−, se había
calmado. Resaltamos nuestras voces cuando la canción llegó al “como tuuú, que no sirves
para ser ni piedra, como tuuú...”, dándonos un amago de abrazo que rechazamos de
inmediato como dos adolescentes reprimidos. Recobradas las distancias, Gutiérrez
refunfuñó que era viernes y que todavía no había firmado.

A falta de un cuarto de hora para irnos, Paco Ibáñez despedía su recital con uno de sus
más famosos temas, “Mi abuelito”, y yo me levanté como si tuviera un muelle en el culo
cantando eufórico, mientras me acercaba a ella.

—Me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá, —cantábamos— me lo dijeron


muchas veces y lo olvidaba muchas más. Trabaja niño no te pienses que sin dinero
viviráaas. Junta el esfuerzo y el ahorro ábrete paso y, ya veráaas, cómo la vida te depara
buenos momentos. Te alzaráaas sobre los pobres y mezquinos que no han sabido
descollaaaaaaar. Me lo decía me abuelito, me lo decía mi papá...

Me identifiqué con el poeta, ya que yo sí había aprendido a abrirme un porvenir y


cobraba un pastón. Y con esfuerzo y ahorro. Paco Ibáñez me había ensalzado el espíritu,
aunque tengo que reconocer que también me había ayudado ver que Gutiérrez tenía el día
cruzado. Ver a compañeros cabreados me hacía pensar que yo no era el único blanco de
críticas y broncas, y que no solo los ricos se sienten únicos. Como me había dicho Gutiérrez
jocoso en la puerta de mi despacho, “consuela saber que no soy el único a quien Del Hoyo
toca las narices”, aunque no encuentro oportuno hacer ese tipo de comentarios en voz alta,
porque se pueden volver contra uno. De todas maneras, como ya era la hora de irnos, me
aproximé a él para darle la buena noticia:

—Todavía faltan tres minutos —respondió receloso.

—El tiempo justo para recoger, Gutiérrez.


—Eso si a Del Hoyo no se le ocurre llamar ahora... ¿No te lo ha hecho nunca, eso de
llamarte a última hora?

—A mí me cita a las tres de la tarde, ya sabes.

—Hay gente que disfruta chinchando a los demás y su vida se resume a eso. Toquemos
madera, por si acaso —y la busca—. ¡Collons, no hay nada de madera! ¡Todo es de
plástico!

Sonó entonces su teléfono y, sospechando lo que se le avecinaba, desaparecí de su


presencia, porque las malas noticias es mejor pacerlas solo que ante extraños y chafarderos.
Y si tengo que ser sincero, para no tener que reprimirme una fina sonrisa de lagarto que se
me dibujaba en el rostro. Gutiérrez salió de su despacho conjugando el rojo pimiento, el
verde de ira y el morado de rabia:

—¿Qué te he dicho? ¿No tiene nada más que hacer, ese aguafiestas...? ¡Por el amor de
Dios! —y mira hacia el cielo—. Y yo que había quedado con mi señora en El Corte Inglés,
pues ¡jódete! ¡Al señor Del Pollo le sale de los huevos que vaya ahora!

Seguramente había sido culpa del mobiliario, que era de plástico, pues Gutiérrez no
encontró nada de madera. Olga, Isabel y yo nos fuimos de puntitas y nos soltamos en la
calle, donde nadie pudo ni quiso evitar las lágrimas de tanta risotada.

En casa, los dígitos del contestador marcaban seis llamadas y presioné el botoncillo
para escucharlas, mientras me aposentaba en el sofá con un cigarrillo.

—Bliiip —empezó la máquina—. Jrjrjrjrjr... jrrrrrr, me... no sé... jrrrr....cloc. Bliiip.

Que me levantara como si tuviera un muelle en el culo para volver a escuchar esa
llamada sin identificar, corroboraba mi estado de gracia. No era ningún secreto que estaba
dinámico y feliz. La máquina repitió lo mismo sin solucionar el enigma que me había
planteado:

—Bliiip. Jrjrjrjrjr... jrrrrrr, me... no sé... jrrrr....cloc. Bliiip. —y siguió mi madre—


Hola, hijo. ¿Cómo estás, eh?... ¡Ay!, que no me acostumbro a hablar con esos cacharros. A
ver si das señales de vida y nos llamas, cariño, ¿de acuerdo?... ¿Eh?... Adiós. Bliiip.
¡Ernesto! —era Marisa, la secretaria de Eze-Eze, en misiones de trabajo—. Te he dejado un
mensaje en el busca hace media hora. Llámanos, que hay un caso urgente.

Entonces, pensé que Ernesto estaría con ese caso urgente con Ramsés, que tampoco
estaba. Últimamente se lo llevaba en la furgoneta para que viera un poco de mundo, aun
sabiendo que estaba prohibido por la empresa y la Conselleria de Sanitat. A Ramsés le
encantaba sacar la cabeza por la ventanilla y que le diera el aire, con la lengua a fuera y
observando todo lo que discurría ante sus morros. Solamente se cabreaba cuando se
quedaba solo en el furgón y algún humano se acercaba más de lo que consideraba aceptable,
pegándole un susto de para qué os voy a contar.

—Bliiip —prosiguió el aparato—. Muy buenas tardes, Ramón. Soy Milagros, del
Reino de los Testigos de Jehová. Te llamaba por si te interesaba conocer nuestro centro en
Gràcia. Hacemos muchas actividades para mejorar nuestro mundo. Te volveré a llamar más
tarde. Gracias, Ramón, y buenas tardes. Bliiip —otra llamada de Marisa, que esta vez
parecía ofendida—. Oye, Ernesto, me habías dicho que pasarías a buscarme por la oficina.
¡Coño, yo me voy! ¡Me paso demasiadas horas aquí dentro como para que tenga que
esperarte como una gilipollas, joder!… A tomar por culo, mierda —últimas palabras estas
que se escucharon más lejanas, seguidas de un contundente catacloc al colgar el teléfono—.
Bliiip. Ramón, Ramón, —¡era la voz de Melanie, usada de forma muy sensual!—, me acabo
de duchar y huelo a los limones del Caribe. Y te puedo asegurar que no son nada ácidos.
Llámame, corazón. Bliiip, bliiiiiip —y se cortó, y finalizó el repertorio de llamadas.

Visualicé los limones del Caribe espachurrado en el sofá mientras apuraba un


cigarrillo, hasta que me interrumpió el teléfono con una nueva llamada. Retorcí la colilla en
el cenicero y descolgué con el hola más meloso de mi repertorio, esperando que volviera a
ser Melanie. Por suerte, la señora Milagros entendió que no iba para ella.

—¡Ah, qué sorpresa, señora Milagros!

—No te voy a entretener demasiado, no quiero molestarte —se disculpó amablemente


—. Queremos invitarte un día al Templo para que veas cómo estamos organizados. Estoy
segura de que habrá temas que te interesarán. No solo trabajamos en tareas de propagación
de la verdad de Dios.
—¿Ah, no? —exclamé sorprendido, preguntándome a qué más se podrían dedicar—.
¿Pues a qué?

—Pues luchamos contra el mal, y el mal es el tráfico de drogas, las guerras, las mafias,
la explotación del ser humano, de los animales, el hambre mundial, las enfermedades, los
niños, la ignorancia… Estamos por un mundo mejor, Ramón, para que el mundo que nos
dejó Jehová se haga realidad y reine la paz y la armonía. Yo sé que eres una persona
sensible y que quieres cambiar muchas cosas de nuestro mundo, ¿verdad?

—Bueno, pero es que últimamente tengo mucho trabajo —yo solo pensaba en Melanie,
y no me parecía apropiado enrolarme en los Testigos de Jehová por muy interesante que me
lo pintara. Además, aunque pareciera interesante, la señora Milagros intentaba convencerme
de algo, y nunca me había gustado dejarme convencer por nadie, fuera político, vendedor y
mucho menos por los Testigos de Jehová.

—¿Te acuerdas de Dolores, no? —usó su última baza—. Ella te enseñará todo lo que
tú quieras. Ahora, de cara a las Navidades, nos dedicamos al apadrinamiento de niños y
recogida de juguetes.

—Muchas gracias, lo tendré en cuenta. La llamaré cuando tenga tiempo. Vaya con
Jehová, señora Milagros.

Mi vida había tomado otros rumbos. Me había quitado de encima a la señora Milagros
tranquilamente y sin sentirme culpable. También había esquivado felizmente a la señora
María al intentar tomarse una tisana conmigo para charlotear del vecindario, que me
importaba un comino. Y la señora Carme ya no aparecía por mi casa para verme a mí, sino a
Ernesto. Cuando el Lute aparecía borracho por la escalera, su saludo me parecía más
agradable y no me producía dolor de estómago. ¡Ah!, y de Ramsés ni me acordaba; nada
más positivo que no acordarme de ese asqueroso animal.

A quien sí llamé fue a Melanie, por supuesto, que me había puesto los dientes largos
con los limones del Caribe. Aunque quería salir de marcha y yo estaba reventado, su energía
me daba las alas suficientes para contentarla. Así, quedamos en el bullicio de la plaza Reial
con toda la peña: Amparo Rivelles, Silvia Berlusconi, Bárbara Streissand, Jorge Negrete y
Ciberandreu. Más tarde apareció también Ernesto con Marisa, que ya no estaba cabreada.
Nos metimos en el Sidecar, y yo me quedé en la barra tomando una cerveza con
Ciberandreu, mientras el resto bailaba con frenesí. Yo no tenía intención de moverme, pues
mi contertuliano me contaba lo bien que se lo pasó un día en una cena con los de su chat.
Pero una mano me succionó hacia el centro de la pista mientras sonaban los primeros
acordes de la “Lambada”. Sin saber todavía quién me zarandeaba, aunque lo sospechaba, de
mi cerveza empezó a ascender espuma a borbotones, que me chorreó por la manga, hasta
que conseguí dársela a Berlusconi. Entonces me entregué en cuerpo y alma a mi Melanie y
al baile que, como todo el mundo sabe, se baila con tanto roce y meneo que produce un
desenfreno que ¡para qué os voy a contar! Y así fue que, al acabar la pieza, desinhibidos y
contorneándonos de placer, me volvió a arrastrar esta vez hacia los lavabos, donde pudimos
colarnos al simular ella que estaba a punto de vomitar. No hace falta contar lo que ahí
hicimos, pero al salir, al cabo de diez minutos, los que hacían cola se mostraron enfadados,
pues seguramente, en vez de oír los famosos ruidos de las contracciones estomacales,
oyeron algunos gemidos de placer. Y aunque los intentamos acallar, supongo que no lo
conseguimos por completo.

Vivía en una nube que me hacía olvidar a todo el mundo… ¡A todo el mundo!

Capítulo 9

El chantaje a que era sometido de pequeño todas las Navidades, que los Reyes Magos
no me traerían nada si no me portaba bien, me creaba una presión tal, que acababa sufriendo
pesadillas por las artimañas que había tenido que montar para seguir adelante en la vida. En
ellas, casi siempre, mi madre acababa sentenciando, como juez dándole al martillo, que a mí
solo me tocaba carbón y que pasaba a otro caso. O sea, que si quería algo, me tocaba ser
bueno y complacer todos los caprichos de mi madre y mis cuatro hermanas, aliadas
haciendo frente común.

En esas fechas todo el mundo se vuelve bueno, se apadrinan niños, se hacen


donaciones a telemaratones y juguetes para los niños pobres. Hasta creía, iluso yo, que con
tanta bondad mis terrores nocturnos desaparecerían para siempre. Luego, ya me di cuenta de
la farsa que encierran y el cúmulo de obligaciones morales que comportan.
Aunque tal vez sean los compromisos familiares la parte de las Navidades que aguanto
con más entereza, no dejo de considerar excesivo reunirnos por Nochebuena, Navidad, Sant
Esteve, el cumpleaños de Laura, Nochevieja, Año Nuevo y el día de Reyes. Sé que es una
tradición juntarse toda la familia y comer y beber hasta reventar la escudella, la carn d’olla,
los canelones, el cabrito, los turrones, las neules, el vino y el champán, bueno, quiero decir
el cava. Al fin y al cabo estás con los tuyos y las comidas no tienen ningún desperdicio.
Encantado estaría yo si todo se redujera a eso.

Pero cuando todavía vas sudando a mares por el bochorno veraniego, empiezan a
acribillarte con la Lotería de Navidad. A pesar de las reticencias que tengo en participar en
ese complot público de vaciar los bolsillos de los ciudadanos de a pie, ese año me acabé
gastando más dinero que en los años precedentes.

No osé rechazar el décimo que me ofrecía Pablo y lo adquirí haciendo participaciones


para mis allegados, a modo de regalo. También Valenciano, sin que se enterara Pablo, tuvo
el detalle de regalarme una participación de su nueva empresa, de la que solo tenía el
Arenque. Y luego ya era una cadena imparable: los números de las empresas, industriales y
representantes, de los bares donde desayunábamos, comíamos...

Luego estaban los números de la Escuela de Música de mi hermana Laura, los de la


Asociación de Vecinos de la Trini, de mi viejo, los de la Comisión de Fiestas del Barrio
−que no se celebraban hasta el verano, pero ya empezaban a recaudar fondos ante las
escuetas subvenciones de las instituciones−, los de la Coordinadora por un Barrio Peatonal,
los de la Biblioteca Popular, los del Ateneo, los del Casal d’Avis, los del Casal de Jóvenes,
los de La Vieja Radio de Trini...

Y cómo no, estaban los de mi actual barrio, empezando por los vecinos de mi escalera.
La señora María tenía participaciones del Grup d’Amigues del Punt de Creu. El Lute, los
del Club Timbas en Mus Mayor del Egipcio, nada que ver lo romántico de su nombre con
sus integrantes, tan o más brutos que el Lute. El señor Jordi Trosdesoca ofrecía los del
Gremi de Fusters Artesanals, que de artesanal no tenía nada, porque todo lo hacía con
aglomerado chapado, eso sí, chapado de lo que quisieras; o sea, roble, haya, pino, cerezo...
Los de Quico, el quiosquero, que se lo había montado por su cuenta y riesgo, pues se había
cabreado con la Asociación de Quiosqueros porque le obligaban a cambiar su quiosco
modernista por otro de línea moderna, y consideraba la subvención de risa. Y que para que
se cachondearan de él, decía que se metieran la subvención por donde les cupiera. Y los
números que ofrecían Mateu, del Candanchú, donde desayunaba los festivos, la Agrupación
de Comerciantes de Gràcia, la Comisión de Fiestas, para agosto, los de Ayuda a los
Enfermos del Sida, los de Esclerosis Múltiple, Protección del Rottweiler, la funeraria Eze-
Eze… Y sin olvidar la pasión de Melanie por la lotería, pues bar al que entrábamos, número
que comprábamos, por si acaso.

De forma paradójica, también existe esa curiosa costumbre de felicitarse por esas
fechas aunque no sea tu cumpleaños. Son las felicitaciones de Navidad que, más o menos,
las que más, dicen así: “Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo te desea tu amigo Blasco”.
Ya ves, Blasco, así de atento desde que marchó del barrio. Y en el fondo lo entiendes,
porque si tienes amigos con los que por hache o por be no te relacionas, tienes un recuerdo
suyo y sus deseos de que la vida te vaya bien, cosa que no sucede en demasía en nuestros
tiempos. También recibes tarjetas de familiares lejanos y de amigos extranjeros, incluso de
“tu amigo el cartero”, al que considero como tal aunque no lo conozca personalmente,
porque un día me llegó una carta con la dirección incompleta, sin el número de calle, y me
la metió en el buzón. Todo un detalle. Y también de “tu amigo el butanero”, que me sube
las bombonas hasta casa.

¿Y la fiesta de fin de año? Un mes antes empieza un bombardeo de preguntas sobre a


qué fiesta vas a ir, como si fuera el fin del mundo. Parece que si decides simplemente ir a
tomar unas copas al bar de la esquina, eres un soso y un desgraciado. Tienes que ir vestido
de etiqueta y parecer guapo, aunque seas de los más feos. Pero yo tengo claro que aunque la
mona se vista de seda, mona se queda, ya que ni peluquerías ni rayas de coca consiguen
disfrazar lo que has sido durante el año ni lo que vas a ser en el siguiente. Y no quiero
comentar nada de las doce uvas y del estreno de una prenda de ropa interior de color rojo,
porque supersticiones de este tipo promovidas por sendos gremios, el uvarero y el de ropa
interior, no creo que tengan la más mínima credibilidad.

En cuanto a los regalos, como ni Papá Noel ni el Tió me traían nada, tenía que esperar
a los tardones Reyes Magos, con las amenazas familiares ya comentadas. Y llegaban el
último día de vacaciones, que yo creía que no los veías porque se les caía la cara de
vergüenza, sin días ya para jugar, porque te mandaban de peo a la escuela. Y con los regalos
ya en mi poder, explotaba y les dedicaba un buen berrinche.

¿Y cuándo me enteré de que los Reyes no existían? Mis padres, mis tíos, mis abuelos,
incluso mis hermanas, que tanto me querían y que tanto me habían repetido que siempre
debía decir la verdad, y que estaba feo, ¡pero que muy feo!, decir mentiras −y yo me ganaba
duras reprimendas por ese motivo−, ante mi comentario, que no me podía creer lo que me
había dicho un amigo de la calle, que los Reyes eran los padres…

—¿Los tuyos? —le pregunté.

—No, tonto, los de cada uno —respondió riéndose mientras se chivaba a los demás.

Pues uno a uno, toda mi familia, me fueron respondiendo con una sonrisa de
aprobación, orgullosos, que ya estaba hecho todo un hombrecillo. Fue todo lo que me
dijeron. Ni me pidieron perdón ni nada. Me entró una llorera que... bueno. ¿Cómo podía ser
que me hubieran mentido durante toda mi vida? ¿O no se imaginaban que tarde o temprano
descubriría el embuste? Y fue gracias a mis amigos, aun con el bochorno que tuve que pasar
por mi ignorancia. Todos los padres resultaban estar confabulados en una mafia con claros
intereses dirigidos desde las más altas esferas capitalistas y en pro del gasto y consumo.
Pero el colmo era que, siendo ellos los Reyes, tuvieran la cara tan dura para decir que no
llegaban hasta el seis de enero, cuando ya acababan las vacaciones.

Ahora que ya somos mayores, en mi familia nos hacemos regalos de manera


organizada. Cada uno hace su lista a modo de carta de Reyes, y otro se encarga de conseguir
lo que en ella pone por un montante estipulado… Pero entonces, me pregunto yo: ¿por qué
no nos compramos nosotros mismos las cosas que queremos, en vez de simular que nos
damos sorpresas? Como no sea para rememorar aquella infancia en que soñábamos que los
Reyes existían...

Esa tarde, en la oficina, empezaron a discurrir los primeros comentarios prenavideños:


Gutiérrez con su lista de compras para ir a El Corte Inglés, Isabel el Arenque, que
necesitaba un vestido para fin de año, y Olga que, muy emocionada, aseguró encantarles los
villancicos y las luces de las calles, que decía que así parecía que hacía menos frío.
—¿No te lo parece a ti, Ramón? —y yo le respondí que, con o sin luces, en mi casa
pegaba el mismo frío que en la calle.

Se iba hablando de regalos, fiestas, comidas, fin de año, y también de unas presuntas
vacaciones que parecía que íbamos a tener todos. Ahí metí yo la oreja al interesarme por el
tema, pero como en una ruleta, se cambió de tercio y tocó debate sobre la cena de empresa.
Se ve que Del Hoyo quería matar tres pájaros de un tiro y este año se haría el viernes trece
junto con las plantillas de MiraQueCasa, Temontan y ValGaHoy.

—¡Joder, lo que faltaba! —protesté en voz alta. Me defendía con uñas y dientes de
Vargas Llosa, y ahora teníamos que cenar juntos como si fuéramos grandes amigos.

Mientras, en el despacho de Pablo, los tres socios de ValGaHoy estaban inmersos en el


cierre económico del año y en el reparto de beneficios. ¡Vaya, qué bien!, pensé yo, por si
caía algo. Yo me imaginaba que un reparto de beneficios se basaba en una división
porcentual, pero según pude escuchar a través de la mampara de cristal, aquello se convirtió
en una batalla campal de improperios, refranes populares y, como guinda, en una serie de
portazos propinados por Valenciano camino de su despacho.

Salió Pablo más rojo que un pimiento vociferando que no sabía en qué estaría
pensando al trabajar tantos años con ese enano de mierda. Y un despreciable Del Hoyo se
largó sin más despedidas que un frío “que le den por culo”, dirigido al Enano. Mientras, me
recriminé para mis adentros que a veces no sé en qué mundo vivo, cuando pensé en que me
tocaría alguna tajadilla.

Me pilló Pablo por banda y me repitió hasta la saciedad que nunca más volvería a
compartir nada con el Enano asqueroso. Y que no iría a la cena para no vomitar al verlo a él
y a toda esa manada de empresarios prepotentes de MiraQueCasa y Temontan, que se creían
más que él. Al fin y al cabo, él no era, ni mucho menos, menos que ellos. Y apostilló con
suficiencia que por algo se había vendido la empresa esa de los cojones, para no saber nada
más de ella, y tampoco iba a cambiar de ideas porque a Del Hoyo se le hubiese metido en la
mollera hacer una cena conjunta con ValGaHoy, MiraQueCasa, Temontan y Testrujo.

—¡Y menos con el Enano de mierda! —apuntilló.

—Pues no vayas —le solté—. Al fin y al cabo, ya no tienes nada que ver con ellos…

—¡Tienes toda la razón! —respondió—. Pues no iré.


—Pues yo tampoco, porque tampoco tengo nada que ver con Temontan… —me atreví
a insinuar, esperando expectante su reacción.

—No, claro —asintió—. No tienes por qué ir, primero porque no es tu empresa, y
segundo porque además te vas a encontrar a gente desagradable. Mira, nos iremos a Las
Bermudas y nos pegaremos una comida que ya verás. ¿Qué te parece?

—Bárbaro, Pablo —dije entusiasmado.

El hecho de escaquearme de la cena, aun sin sopesar si era más gratificante esa
comilona a solas con Pablo o la cena con la pandilla de prepotentes de MiraQueCasa, me
hizo sentir orgulloso. Solamente lamentaba perder la oportunidad de poder cruzar miraditas
con Rut, pero en contrapartida podría pasar esa noche con Melanie. Ya solo deseaba verla
para contárselo, y me la imaginé lanzándoseme encima para comerme a besos. Aunque feliz
por haberme llevado por una vez a Pablo al huerto, al despertar, la realidad todavía se
llamaba Pablo conjurándose contra medio mundo.

Era cierto que estaba en un dulce momento personal y la vida me sonreía. De vez en
cuando tenía la necesidad de pellizcarme para salir de dudas. Incluso, había llegado a soñar
que me daba puñetazos a mí mismo, con el feliz resultado de no despertarme aunque
afectara a mi estado físico. Al interpretar el sueño, me di cuenta de que mi subconsciente
estaba mucho más seguro que yo del amor de Melanie. Y quieras o no, tener el
subconsciente de tu lado, da mucha confianza.

En casa, Ernesto ya no me sacaba de quicio con el uso desmesurado del sofá, del
televisor o el crítico estado de la cocina, que progresaba de nuevo hacia la dejadez. Y
tampoco me provocaba nauseas que, mientras comía, me contara detalles de sus
taponamientos, algo impensable en otros tiempos.

Un día me contó una historia que no tenía ningún desperdicio, que escuché hasta el
último suspiro. Un hombre había sido atropellado y se quedó inmóvil, sin respirar. Se formó
un considerable corro de gente, se llamó a la ambulancia y, como siempre pasa en las
películas, de la multitud salió un hombre que dijo ser médico, que lo dejaran pasar. El
presunto salvador lo intentó reanimar ante las miradas expectantes del gentío, pero al cabo
de dos minutos, el médico se levantó con la cabeza gacha, dando a entender que ya nada
podía hacer. Entonces intervino Ernesto que, cabizbajo, en consonancia con el desencanto
del populacho, se presentó como técnico-practicante y que tenía todo el equipo necesario
para realizar su trabajo altruistamente. Pero, en contra de lo que aconteció con el médico,
Ernesto fue abucheado, zarandeado y expulsado de la zona a patadas. Me reí entonces a
carcajadas, justo cuando le estaba pegando un mordisco al muslo de pollo, lo que provocó
que una lágrima de grasa descendiera por el lateral de mi barbilla y que tuve que reabsorber
como pude en medio de la risotada. Estaba claro que su trabajo no me afectaba como antes,
y parecía haber recuperado nuestra deteriorada amistad.

Una vez firmada la paz con Ernesto, era de esperar que hiciera lo mismo su mejor
amigo, Ramsés, que ya no me recibía como si fuera un intruso. Si al principio le escondía el
hueso de tripa para jorobarlo, al final se había convertido en un juego, como si tiraras la
pelota y él te la devolviese, pero a cámara lenta. Es verdad que muchos días me recibía con
indiferencia, que supongo que hay hábitos difíciles de modificar. Pero alguna vez se me
tiraba encima, como aquella que vez intentó hacer un trío conmigo y Melanie moviendo el
culo con exageración. Y digo culo porque la enciclopedia dice que a los rottweillers se les
corta la cola cuando son muy pequeños para que sean más agraciados, que la belleza
también ha llegado al mundo canino. Y claro, cuando los pobres animales se ponen
contentos intentan mover la cola, pero como no tienen, el resultado es ese exagerado y
ridículo movimiento del trasero.

Un día me encontraba cantando la canción de “Coca-Cola para todos…”, de la Torroja,


mientras contemplaba la nevera vacía y llena de mugre. Estaba despierto, pero yo me veía
en una fiesta con mucha niña mona, pero ninguna sola, luces de colores y a pasarlo bien. Y,
por supuesto, Coca-Cola para todos y mi Melanie revoloteando a mi alrededor, más mona
que ninguna. Con un vestido de colorines y un escote generoso, pero no exagerado, lo justo
para que todos me envidiaran, pero sin escandalizar a nadie. Y bailando conmigo. Y yo me
veía en la fiesta, levitando de sala en sala, con ella, por encima de todos. La realidad es que
estaba delante de mi mugrienta nevera, pero yo vivía en otras órbitas.

Luego apareció Ramsés, que vino a curiosear qué miraba yo ahí dentro, pero yo seguía
en la fiesta y lo recibí con una sonrisa de oreja a oreja. El animal, con tanto buen rollo, se
apuntó conmigo a contemplar la nada, hasta que apareció Ernesto diciendo si estábamos
tontos o qué, y le dio dos collejas a Ramsés, porque ¡vamos!, estaba claro que no me las iba
a dar a mí, que yo estaba en mi casa y hacía lo que me daba la gana. De todas formas, mi
reacción no se hizo esperar:

—Ay, Ernesto, ¿por qué le pegas?, pobrecito —le regañé, mientras consolaba a
Ramsés—. No entiendo por qué tienes que darle dos collejas si solo estaba mirando la
nevera, igual que yo, jolines.

En realidad, algo importante me estaba pasando para ese cambio relacional con el
mundo perruno. Como dice mi madre, yo siempre había tenido buen humor y había sido una
persona feliz. Pero con los perros nunca había llegado al aprobado, ya que siempre me
habían producido ese cóctel de pena, miedo y repulsión. Pero creo que mi sobrinita
Lourdetas, desde su inocencia infantil, jugó un papel importantísimo en ese cambio de
actitud.

Lourdetas ha tenido siempre gran admiración por este tipo de animales. Cuando iba a
casa de mis padres, condición indispensable para no hacer marranadas era ver a Chino, el
chihuahua de la señora Pilar. Le encantaba tenerlo cogido por la correa y hacer ver que lo
paseaba, aunque Chino sabía de sobras que lo que hacía era contentar a la niña, e iban
pasillo arriba y pasillo abajo, hasta que volvía a casa de mis padres a comer. Después del
suplicio de la comida cogía los muñecos y simulaba que el hipopótamo era Chino, y la
Nancy y la Barriguitas eran los Chinitos pequeños. Su madre, mi hermana Rosa, que tiene
una visión muy parecida a la mía y cree que es una tortura tener un bicho de esos en un
piso, nunca ha querido proporcionarle un perro de verdad. Pero para su cumpleaños le
regaló una correa de esas cuya cuerda se alarga y acorta a capricho del animal, a petición
obsesiva de la niña.

Una vez que le hice de canguro, me enseñó a jugar de otra manera con la correa. Ella
simulaba ser la perrita y yo el amo, y le ponía la correa en el cuello e imitaba al animal con
suaves gemidos y ladridos paseando por el pasillo. Luego, está claro, me tocaba a mí hacer
de perro, pasarme la correa por el cuello y arrastrarme a gatas por el suelo.

Otra vez que estaba enfermita, me encontraba leyendo el periódico en el sofá y se me


acercó cautelosamente a rastras. Me dio un par de golpecitos con la cabeza en las piernas y
dijo:
—Guauuuu uauu… ¡Guauuuuu! —insistió varias veces, pues tengo que reconocer que
cuando leo el periódico me abstraigo de la realidad. Y reaccioné, finalmente:

—¡Uy, qué perrito más bonito! —y se iba satisfecha.

Pero lo más ingenioso estaba por llegar. Lourdetas tiene un hermano cinco años más
pequeño que ella, Jaumet, sobrino mío también, que como es habitual ya jugaba con coches.
El último que le habían regalado era uno teledirigido de carreras, pero al chavalín le daba
miedo porque no entendía por qué se movía solo, aunque no era así, que lo hacía a través
del mando teledirigido. Pero claro, el pobre Jaumet no lo sabía. El caso es que Lourdetas se
lo agenció. Así, un día que estaba toda la familia por el parque de la Ciutadella, Lourdetas
iba con el coche teledirigido atado a la correa, simulando que era un perro que se movía
solo. Y en un lance del espectáculo, le decía:

—¡Quiet! —y si no lo hacía le insistía y le regañaba, como a veces hacía su madre con


ella—. ¡Quieto, te he dicho! ¿No me oyes?

Y claro, después de regañarlo con dureza, dejaba de presionar la marcha adelante y el


supuesto perro se quedaba quieto.

En otra escena, se ponía a corro con nosotros, como si pretendiera hablarnos, y de


repente se disculpaba y decía bien seria:

—¡Ay!, perdonad, pero es que este perro ahora quiere ir a hacer un pipí —y se iba tan
ancha con el coche hacia un árbol.

El perro teledirigido tuvo una larga vida, pero se truncó temporalmente en la puerta del
mercado. Ese día, híbrido, madre e hija se pararon en la entrada cuando Lourdetas vio el
cartel de prohibido entrar perros, y quiso atarlo en una señal de tráfico que había en la
puerta, como otro perro que había ahí. Pero Rosa iba cronometrada. Todavía tenía que
comprar y hacer la comida, y le dijo como buenamente pudo, que no podía dejarlo ahí y que
venga para adentro, que iban a cerrar el mercado.

—¡Que no pueden entrar los perros, mamá! —le reprochó Lourdetas.

—¡Eso no es un perro! ¿Que no lo ves, mujer, que esto no es un perro? Te robarán el


coche si lo atas aquí —gritó mi hermana. Y la arrastró hacia adentro no sin oposición,
mientras aumentaba la distancia entre coche y Lourdetas gracias al mando, a la correa y a la
increíble habilidad que ya había adquirido. La desesperación de su madre fue total, y al final
le tuvo que propinar una zurra tal que la niña lloró, berreó y pataleó como nunca. Y
descubrió lo crueles que son las verdades cuando se dicen tal como son.

El amor, imaginación e ingenio de Lourdetas por los perros me hizo ver esos animales
con otros ojos. Pero de todas maneras mi imaginación no llegaba a tanto, y sabía de sobras
que un perro era lo que era, y que un coche teledirigido era, también, un coche teledirigido,
por mucha correa que tuviese.

Si había una época para soñar despierto, era sin duda esta. Era momento de romper la
burbuja donde me había hospedado largo tiempo: salir a contemplar el mundo, a pasear, oler
la naturaleza, ver los colores y contrastes. Y oler las flores, cogerlas y ponerlas en un jarrón,
cuidarlas y mimarlas. Quería huir de los consejos morales, evitar que las normas sociales
políticamente correctas me condujeran a ese estado de rigidez en contra de mis deseos, a ese
orden estático y monótono no deseado. Me reía de aquellos que no tenían la suerte de vivir
la pasión como yo, sobre todo de los sosos y los rancios… De Ernesto y su trabajo, pobre,
siempre entre muertos, y Ramsés, la triste vida que llevaba, que perdía el culo por un hueso
de tripa. ¡Y qué ridículos encontraba a Pablo y Del Hoyo! ¡Vaya par de payasos!

Yo era diferente. Diferente a todos los del trabajo, a mis amigos también, y para nada
me parecía a mis padres o a mi familia; era diferente a todo el mundo. Y por suerte Melanie
se había dado cuenta. ¡Me había escogido a mí! Miré por la ventana desde donde no se ve
más que parte de mi edificio y la cotorra del Lute, y lo atravesé todo hasta llegar al cielo,
donde me veía como Peter Pan, cogido de la mano de Melanie volando juntos lejos, muy
lejos, a nuevos horizontes, nuevos paisajes… Me sentía alma y ángel; sentía el mundo
postrado a mis pies, y me posaba en una rama, y luego en otra, y volvía a volar con Melanie
por mil mundos maravillosos multicolores. Llegaríamos a una isla desierta, haríamos una
cabaña arriba de un árbol, cerca de la playa, rodeados de cocoteros. Y con la luna llena la
poseería tantas veces como ella quisiera, muchas veces… Luego, el aguafiestas de Ernesto
me preguntó si estaba lloviendo, que qué coño miraba por la ventana, y se acabó el viaje.

Me fui a mi dormitorio, falqué la puerta con la escoba y me tumbé en la cama. Bauticé


mi libreta dedicada a los ahorros como diario personal, que nunca había tenido ninguno, y
empecé a escribir todas mis grandes sensaciones para que no se me olvidaran nunca jamás.

Pero al día siguiente, la primera ocasión que se me brindó para reafirmar mi carrusel de
intenciones se fue al traste sin darme cuenta. Pablo había decidido celebrar, ese mismo
mediodía, nuestra comida navideña:

—¡Ah!, Pablo... Es que hoy... —titubeé.

—¡Nada, Ramón! No me digas que no puedes —se enfadó.

Y no osé decírselo. Le dije que sí como un idiota y asentí con una sonrisa falsa y sin
pensar en cómo podía repercutir en mi vida, pues había quedado para comer con Melanie en
su coqueto piso de la calle Avinyó. Por cierto, que tiene un precioso nidito, todo
perfectamente organizado y decorado, con cortinas limpias, plantas y lámparas. A mí nunca
se me había ocurrido comprar una lámpara; tengo las bombillas de bajo consumo colgando.
Y plantas, la del balcón. Después de lo del Lechuga, quise que en mi casa todo ser vivo
fuera autosuficiente.

Pero Melanie no pudo concebir que cambiara los planes a capricho de mi jefe. El pato
ya estaba en el horno, dijo, y se subió por las paredes. Descolocado, con mi seguridad
fulminada, lo intenté arreglar afirmando que para nada me había olvidado de la comida, que
la tenía en mente toda la mañana, pero que mi jefe… Ella interpretó que sopesé las dos
cosas y escogí comer con el imbécil de mi jefe. ¿Cómo podía pensar una cosa así? No me
entendió bien.

Dejé de hablar de mi jefe, ya que parecía molestarle, e improvisé un plan de


emergencia. Por la noche iría directamente a su casa y le llevaría una sorpresa. Pero ella no
tragó. Con parquedad me dijo que no sabía si estaría esa noche en casa, y que no me
preocupara en comprar nada, que no hacía falta. Y sin dejar tiempo para reaccionar con un
plan alternativo, añadió que no le gustaba ser el títere de nadie, que no le gustaba cambiar
los planes a antojo de nadie y que las historias del trabajo las tenía harto conocidas.

—Yo soy más importante —y enfatizó—, ¡mucho más importante que el soplapollas
de tu jefe!, ¿sabes?

—Por supuesto, cariño, claro… —le aclaré.


Y lanzada como un cohete me contó lo que le sucedió a su anterior novio, que solo
vivía para el trabajo y por el dinero. Y que a ella, aunque hubiera sucumbido al sistema, que
también trabajaba y tenía que apechugar, nunca se le había ocurrido hacerlo con los
caprichos de un jefe explotador. Y que si no tenía suficientes narices como plantarle cara,
acabaría arrastrándome como un gusano, como todos los tíos hacíamos, según ella, por los
cuatro chavos que nos daban. Aunque en mi caso, tuve que aclararle que a mí no me pagaba
cuatro chavos precisamente, y me hice el gallito al decirle que si no, otro gallo cantaría. Y
me colgó.

Después de la llamada, aturdido, sin demasiado tiempo para saber dónde me


encontraba, Pablo me siguió hablando de lo bien que lo pasaríamos en Las Bermudas y los
exquisitos platos que ahí tenían. Me abstraje de él y me extravié a mi mundo, y me vi
volando con un grave problema en mis alas, que se me agarrotaban, agujereaban y perdía
las plumas como si fueran postizas. Como cuando Íkaro se las pegó con cera, voló
demasiado cerca del sol y se le despegaron, para acabar dándose un batacazo y no volver a
levantarse nunca más. Estaba demasiado elevado del suelo y me vi cayendo en picado. Tuve
miedo, mucho miedo. Al volver a la realidad, sentí cómo todos mis firmes principios
plasmados en mi diario personal y que tan míos había hecho, se iban al traste en el primer
ensayo. Mi primera decisión se había ido en dirección opuesta, parecía.

—¡Jolines! Eso no es nada fácil.

En Las Bermudas, restaurante de camareros con pajarita, Pablo dio nota de su entrada
con un sonoro buenas tardes a todo el mundo.

—Buenas tardes, señor Gao —dijo el camarero—. ¿Un Marqués de Cáceres?

—Sí, Juan, una botella. Y ponnos algo para picar.

—¿Qué querrá el señor Gao? ¿Unas almejas? ¿Unas olivillas?

—¡Cojones, Juan, no me hagas pensar! ¡Tú mismo! ¿No te he dicho algo para picar?
Pues algo para picar, joder.
Como un cacique se paseaba Pablo saludando a los camareros, al chef y a la clientela.
Uno de ellos estaba con un vermut blanco, enfrascado en la pesca de la oliva que se le había
salido del palillo. Lo saludó con una contundente palmada en la espalda y provocó que se le
escapara la oliva que al fin había logrado pinchar.

—Hombre, Amato, pegándote aquí tus vermús, ¿eh?

Amato se giró con dificultad y respondió desganado:

—Ya vesh... —logró pronunciar.

—Tómate una copa de vino con nosotros, cojones —le ordenó enérgico—. El Marqués
de Cáceres es un vino buenísimo.

—Déjame en pash —dijo con sequedad.

—Cojones, Amato, ¿vas a despreciar mi invitación? ¿No follas o qué? No me jodas,


hombre, que hay que follar y no despreciar las invitaciones de los amigos, que así se te
pasará esa amargura.

—¡Que no me gushta el vino! —gritó.

—¡No me vengas con monsergas! —y se dirigió al camarero—. ¡Juan! Ponle una copa
a Amato y se la llenas, cojones. Y brindamos por las Navidades los tres, aquí con mi amigo
Ramón, que... ¿no lo conoces? Este es Ramón, que ahora está construyendo para mí.

Don Amato era un setentón de indiscutible aspecto decadente. No iba afeitado, llevaba
una camisa amarillenta que pretendía ser blanca, la corbata descolgada y una americana
anticuada. Ese día iba borracho. Alargué la mano para encajársela y no encontré la suya,
pues seguía con la ardua tarea de la pesca de oliva. Pablo le recriminó que despreciara mi
mano por una triste aceituna borracha y, entre coños y cojones, pidió una tapa de olivas
rellenas para su amigo. Don Amato pudo al fin comerse su oliva y me ofreció su mano
pringada de vermut blanco que, dicho sea de paso, aborrezco por una sonada cogorza en mi
adolescencia.

—¿Trabajas con eshe? —preguntó con desprecio—. Puésh vigila que no te meta en
algún fregado.

—No, si estamos construyendo unas casitas unifamiliares.


—¿Unash cashitas familiaresh? —contestó con sorna—. Yo hice un negoshio con él y
she fue todo al carajo, ¿shabes? Malditosh animalesh...

—¡Amato, no empieces! —le recriminó Pablo—. ¡Ya nadie se acuerda de eso!

—¡Yo no me olvido, que me quedé shin un puto duro!

—Bueno, como no estás de buen humor y nosotros sí, nos vamos a comer ahí dentro.
Ale, y anímate, ¡que llegan las Navidades, cojones!

—¡Bah!, mierda de Navidadesh... —renegó.

Ya en la mesa, me contó que cuando en un negocio se necesita dinero, se tiene que


buscar donde lo hay, y estaba claro que don Amato tenía de sobras. Pero añadió que,
además, don Amato era tonto, y ser tonto es incompatible con tener dinero, que qué le
íbamos a hacer. Luego me dijo que él, más listo, metió un poquillo para ver si sonaba la
flauta, pero que don Amato perdió su fábrica de pantalones, que se la había vendido, su
finca de Argentona y a su familia cuando se enteró de que ya no tenían nada. Me contó con
resignación que era la amargura personificada, que hacía demasiado tiempo que estaba de
paso por la vida y que eso no podía ser bueno.

—¿Y qué negocio hicisteis juntos? ¿De animales? —pregunté.

—¡Bah!, hace mucho tiempo —respondió con evasivas—. Mira, según los médicos
Amato es esquizofrénico, aunque no peligroso, y sus palabras no se pueden tener en cuenta.
Una pena, de verdad, una gran pena.

Todavía con el peso de mi tristeza estrangulando mis entrañas por mi enfrentamiento


con Melanie, tanto la comida como el Marqués de Cáceres me sentaron fatal. Pero a Pablo
no, que tuvo lengua para hablar de todo lo inimaginable. Yo únicamente tenía capacidad
para soltar un sí, un no o un claro está, porque yo no abría la boca. Me habló de las casitas,
de la Vaca Marina, del Pulpo, del puticlub y de quién lo llevaba, el Jotabé, que era un
cabronazo de los grandes, pero que había tenido suerte en la vida. También habló de su
mujer y sus hijos, de su padre, ¡y de lo que eran las cosas, que su padre era muy amigo de
don Amato! Y que fue precisamente don Amato quien le regaló el varano, hacía años, y por
eso se hicieron tan amigos. Volvió a la esquizofrenia de don Amato, que no se lo debía
tener en cuenta. Luego, como colofón, me preguntó por Melanie:
—Eh, Ramón, ¿cómo te va con esa tía? ¿Te la sigues montando?

Por no llorar ahí mismo, disimulé y le dije que sí con entusiasmo, que todo iba de
maravilla, que lo hacíamos cuando nos venía en gana, sin ataduras ni nada… Vamos, un
despiporre. Pero la realidad era que mi corazón estaba desgarrado y tenía serias dudas de si
aquello tendría solución. Y suspiré.

—Tráela un día para que la conozca, hombre.

Hasta aquí podíamos llegar, pensé. Aunque otra vez, como un idiota, le dije que sí, que
algún día la llevaría.

Capítulo 10

Pablo decía que las Navidades estaban hechas para pasarlas en familia y había jurado
por su padre que descansaríamos una semana. Así, trasladé el juramento a Melanie para que
viera que, al final, siempre se recogen los frutos sembrados, y que Pablo en el fondo era un
buenazo. Pero no sé si fue porque a él no le tocó nada en la lotería, o porque tal vez cometí
un nuevo error al decirle que lo único que me había tocado era la participación con que me
había gratificado Valenciano con la pedrea, que al final las supuestas vacaciones se
quedaron en agua de borrajas. En definitiva, donde dije digo, digo Diego, y se empecinó en
recuperar el tiempo perdido por culpa del mal tiempo, cubriendo aguas, acabando la
cubierta.

—Para que los pobres albañiles no se sientan solos, ¿sabes? Deprime mucho trabajar
en Navidades —se hizo el bueno, el muy cínico.

—No te preocupes. Ya vendré —me arrastré una vez más.

Y Pablo, embargado con esa mezcla de bondad característica de las Navidades y de


culpa, por hacerme pringar también a mí, hizo lo propio para que no me deprimiera, sin
darse cuenta el muy imbécil que a mí lo que me deprimía era verlo a él. Encima, con la
intención de hacer esos días más llevaderos, acompañaba el trabajo con aperitivos,
comilonas, pesadez de estómago, la ilusión de todos los días con los números de ciegos,
ilusión verdadera por mi parte para mandar a Pablo a tomar por culo, y las tristes vueltas a
la realidad al ver los números premiados. Con lo que ya no pude fue con la idea de ir a su
casa a comer liebre a la campesina, cocinada por él mismo, con toda su familia. Le dije que
llegaba mi hermano del Congo e íbamos todos al aeropuerto a recibirlo.

—No sabía que tuvieras un hermano en el Congo —dijo molesto.

—Pues sí, viaja por todo el mundo. Y llega para pasar las Navidades en familia —le
solté, haciendo hincapié en la palabra familia, a ver si pillaba la indirecta.

Si había que trabajar, pues se trabajaba y ya está, pero para perder el tiempo, lo pierdo
en mi casa, en la cama, con Melanie o con quien me da la gana. Hacer lo contrario de lo que
se piensa se acaba pagando, y a mí me daba la sensación de estar acumulando números para
un sorteo montado especialmente para mí.

El pato al horno había hecho mella en mi relación con Melanie y mis esfuerzos a
planes alternativos tuvieron un efecto relativo. Íbamos a cenar donde ella quería, la invitaba
al cine y elegía ella cine y película, le compraba todos los números de lotería que
encontraba… La contentaba con todos sus caprichos, que a su vez se incrementaron tanto en
número como en forma, de forma alarmante.

Tuve también la iniciativa de gastarle una broma cantándole de cuclillas la famosa


canción de Camilo Sesto “Perdóname”, pero ella se lo tomó como si me arrastrara, y me
dijo que me levantara, que qué hacía en el suelo, que no pasaba nada. Ese “no pasa nada”
me recordó a Pet cuando estaba actualizando mi currículum, y cuando alguien te dice que
no pasa nada cuando algo pasa, siempre pienso que me tengo que buscar la vida en otra
parte. Contentar a tu pareja sin tregua ni descanso, no sienta bien a la relación: ni a ella, que
te puede tomar por el pito del sereno, ni a mí, que empezaba sentirme como un calzonazos.
¿Sería yo un calzonazos? Planeaba en el ambiente la sombra de que me regalara una foto
enmarcada del susodicho pato al horno.

Ernesto se había largado a su Asturias natal con su perro. Dicho sea de paso que
Ramsés no era asturiano sino catalán, pero al bicho le daba igual donde ir mientras le dieran
de comer. Lejos de envidiarlos, me congratulé de poder gozar en exclusividad de la entera
superficie de mi habitáculo.

También Melanie, como todos los docentes de este país, gozaba de las vacaciones
navideñas como cualquier estudiante, por lo que, en realidad, la casa no fue para nadie más
que para ella, que aceptó mudarse a propuesta mía. Cuando le facilité el juego de llaves para
que entrara y saliera a su antojo, bromeé con que esperaba que la casa quedara bien limpia,
aunque tuve que reírme cuando me respondió, desafiante, que si acaso estaba hablando en
serio.

—No, cariño, con sentir tu aroma tengo de sobras —y la besé.

Lejos de oler a Vim Clorex Verde o Ajax Pino, mi casa olía a ese olor de mujer que se
te queda clavado en la nariz y te hace diferenciarla de cualquier otra. Melanie me esperaba
con la energía de haber descansado todo el día, de levantarse cuando se le abrían los ojos,
de visitar tiendas a su antojo, de un cine a las cuatro con las amigas o de una depilación
relajada en el sofá. Eso sí, siempre con gran vitalidad.

Un día se aventuró hasta al Salón de la Infancia con un sobrino suyo y se lo pasó muy
bien, pero lamentó haberse cansado mucho. Esa noche, por fin, logré descansar yo, pues se
contentó con una película de video y un menú del chino a domicilio. La animé a que
volviese al Salón de la Infancia si tan bien se lo había pasado, que me gustaba verla
contenta. Y cansada, pensé para mis adentros.

De la supuesta semana de vacaciones no se hizo ni un comentario, pero tuve que


sustituirla por devaneos nocturnos, con lo que no me quedaba margen para recargar
baterías. Me esforzaba para que no se me notara, pero después de una sesión de sexo, que el
sexo con Melanie no era cualquier cosa, ya no recordaba nada hasta que a las siete de la
mañana se disparaban Los cuarenta principales en mi radiodespertador. Me despertaba
destrozado, medio zombi, con hormigueo en la vista, aunque sonriente de seguir teniendo a
tan bella durmiente a mi lado. Y también, por qué no decirlo, con el gran deseo de que
pronto volviera a empezar el calendario lectivo.

Igual por gustarme tanto los números, siempre he creído que casi todo es cuantificable
y representable gráficamente. Está claro que el dinero lo es, pero también la autoestima, el
amor, el estrés… Muchas cosas. Así que, una de esas mañanas de trabajo, con la ñoña del
desayuno y el laxante charloteo sin tregua de Pablo, mi mente se extravió hacia ese cálculo
matemático, buscando una fórmula que pudiera representar gráficamente mi estado
emocional. Aunque se trataba de una simple comparativa sin más importancia, fui
interponiendo cada vez más variables: Melanie, Pablo, el trabajo, los compañeros, Rut, mi
madre, la nevera, Ramsés, mi corazón, el placer, el amor, la actividad, la soledad… Todo lo
que se me ocurrió y debidamente traducido al cálculo numérico y a su peso porcentual
correspondiente.

Tomé como patrón la ecuación parabólica de segundo grado, la cual no tuve ninguna
duda de que tendría que ser positiva. Algún valor de c natural elevado, que le diera una
altura de salida para un valor de x igual a cero, y un multiplicador de x para desplazarse de
entrada para valores de y más avanzados. Y tal vez, un multiplicador para la potencia del
cuadrado, pues estaba claro que no estábamos hablando de minucias. Así, la representación
gráfica estaba clara: una parábola creciente, positiva y tendente a infinito. Pero a mí, el
infinito siempre me ha dado un cierto respeto, porque pienso que se sale del papel y vuela
hacia el cielo como una nave aeroespacial, como las de la NASA, pero sin pegársela.
Porque aunque la matemática no falla nunca −iría firme camino del infinito aplicando sus
valores, y ¡a saber hasta dónde podría llegar!−, yo temía no ir bien equipado para ese
viaje.

—¿No te parece? —me interrumpió Pablo.

Mis cálculos estallaron en mil pedazos. Tampoco iba a solucionar nada, no era mi
intención, pero la parábola ya tenía sus parámetros establecidos e iba a piñón fijo. Podía
cambiar la fórmula con el tiempo y aplicarla a intervalos de x concretos, más suaves. Y
también podía aplicar otra solución más ancha, con valores más abiertos, tal vez con
exponenciales menores de uno para darme un mayor margen de reacción. Sería más
confortable, como un paracaídas que hiciera de colchón, pero podía no coincidir con la
fórmula de Melanie, porque no sería tan emocionante. El hecho es que, por más que
intentaba ordenar mis pensamientos, fórmulas y emociones, la actividad de esos días me
consumía y me hacía sentir más tenso y estresado, pues estaba claro que la parábola tendía a
infinito y se salía del papel, hacia el cielo, como una aeronave tipo NASA…

Me acordé luego de un problema de física que trata sobre la casualidad de la vida, del
azar. Física y azar, ¿quién lo diría? El problema pedía cuándo se encontrarían dos
individuos si uno sale de Madrid a cuarenta por hora y otro de Barcelona a ochenta. Se
encontrarían en un momento concreto, un minuto, un segundo, en cualquier tramo de la N-
2, pero solo que justo en ese momento uno de los dos girara la vista para mirar el paisaje,
adiós teoría, y no se verían. En ese momento sentí que tal vez Melanie, aunque estaba a mi
lado, miraba más allá de mis entrañas.

La lotería para esos números, de los que yo tenía todo el talonario, pareció llegar con la
fiesta de fin de año. Yo la hubiera pasado en la intimidad del hogar, con ropa cómoda, una
botella de champán, o dos; ya había vivido demasiados fines de año pillando desmesuradas
borracheras. Pero a Melanie se le metió en la mollera ir a una fiesta del mundo de la
farándula. Yo no sé si ella se creía actriz por llamarla yo tanto de ese modo, pero la verdad
es que ni la Rivelles ni la Streissand, que también podían haber tenido la misma ambición,
quisieron ir a semejante bacanal, porque sabían que una cosa era tener un mote gracioso y
otra muy diferente creerse algo por ese motivo. Yo, con la intención de no parecer ni soso ni
aburrido, ni mucho menos aguafiestas, acepté acompañarla fingiendo ser la mejor oferta
para esa fecha. Ernesto, escanciando sidra, Andreu, que se quedaba en su casa en una fiesta
cibernética por la red, y Jorge Negrete, en su barrio con un karaoke flamenco, también
declinaron la invitación. Solamente yo, tonto de mí, la acompañé sin ninguna apetencia,
fingiendo lo contrario y sin demostrar que lo hacía para contentarla.

La fiesta no tenía ningún desperdicio. Se sucedían las caras más famosas del mundo
del arte y la gente vestía muy elegante, adoptando poses de gran categoría. Desde el primer
cóctel, a Melanie se le desorbitaba la vista hacia toda apariencia lejos de la vulgaridad, que
era toda menos la mía. Y tengo que reconocer que a mí me pasaba lo mismo con actrices
bellísimas con fantásticos modelitos. Que se me fuera la vista era normal, pero de ahí a que
se me vaya la olla y me intente ligar a toda una Penélope Caravaca...

Entre todo el follaje de astros y estrellas teníamos a Camilo Resina, Francisco Francis-
Gómez, Juan Jopuy-Corbado, Verónica Arcahadas, qué preciosa estaba ella, Antonia
Sánchez-Piñón, la susodicha Penélope, y el astro de la pequeña pantalla, el cabronazo de
Antonio Cabezas, que hace la serie Pistoleros en Telebrinco. Y no tengo por costumbre
insultar a gente famosa, pues no les tengo envidia ni nada, que yo no aguantaría una vida
entre tantos micrófonos, revistas y series de televisión. Pero el actor en cuestión le echó el
ojo a mi Melanie y ella le soltó un chorreo de hipocresías que me dejaron out en cinco
segundos, al presentarme como un simple comparsa de acompañamiento. Me sentí
pisoteado como una colilla, pero disimulé para que no emergieran mis celos y para que
Melanie viera que confiaba en ella. Cuando más tarde intenté hacerme el encontradizo, ya
no los vi ni en los lavabos. Me resistía a admitir lo que me temía, pero a las seis, con la sala
vacía de glamour, la evidencia era tan aplastante que abandoné la primera noche del año
sintiéndome un auténtico despojo.

Para el Año Nuevo, casi todo el mundo se conjura en proyectos no planteables en otras
fechas, al menos de forma tan masiva. Las ideas más concurridas, y digo concurridas
porque son como darse un paseo por el parque para volver a casa con los mismos vicios de
siempre, son apuntarse a inglés, al gimnasio, dejar de fumar y empezar una dieta.

Ciberandreu se había propuesto, aparte de conseguir entrar en la NATO para craquear


el sistema, hacer más vida social, pues se ve que la red lo absorbía demasiado. Amparo
Rivelles, hacer dieta y encontrar novio ya de una vez. En cambio, la Berlusconi, no follar
tanto, que estaba harta de tanto sexo por sexo, y fumar menos porros, que ya no se acordaba
de nada. ¡Ah!, y Negrete quería grabar un disco a cualquier precio, aunque fuera entrando
en Lluvia de Estrellas. Mi madre pidió salud para todos, y mi padre, que los comunistas
volvieran a tener un mínimo de credibilidad social y que los franquistas del pepé
desaparecieran de una vez por todas, aunque fuese por arte de magia, en la que nunca ha
creído.

Mi único deseo era conseguir unas vacaciones dignas, las que todo el mundo había
tenido, igual que quien pide una vivienda digna o un sueldo digno. Y que lo demás siguiera
todo igual, que yo estaba de fábula. Cansado, sí, pero de fábula. Ahora que pienso, si
hubiera tenido algún otro propósito como irme al Congo, comprarme un coche nuevo o
apuntarme a bailes de salón, tal vez Melanie no me hubiera visto como un soso
conformista… Pero también es loable desear que nada cambie, ¿o acaso siempre hay que ir
a más?

También Melanie había tenido sus inquietudes. Pensativa, mirando el techo de mi


dormitorio, me había asegurado querer viajar mucho, tal vez a la India o a Argentina, pero
mucho. No mencionó mi nombre en sus deseos, pero yo la animé a no desfallecer en sus
metas. Yo hacía años que no salía de España, y su deseo me pareció más anecdótico que
otra cosa. Se dicen tantas cosas por Año Nuevo…

—Y este año haré las cosas bien hechas —añadió iluminada.

Entre su iluminación, el hacer las cosas bien y sus ganas de viajar, estoy seguro de que
se camuflaban otros deseos más profundos. Desde luego, el viaje que se pegó
posteriormente a la fiesta no tuvo ningún desperdicio.

Aparte de una descomunal resaca, la desaparición de mi chica me provocó un


inquietante dolor espiritual, un nerviosismo incontrolable y mucha incertidumbre. Aunque
la cosa parecía estar cantada, todavía anhelaba la posibilidad de que se tratara de un azaroso
malentendido.

Me quedé solo en casa por imperativo legal, nunca imaginado de esa manera. Me
sentía extraño y desgraciado. Cualquier detalle me recordaba a Melanie, que era la que
había dado vida a mi hogar. Me ensimismé entonces con el cenicero rebosante de colillas
con la marca inconfundible del carmín de sus labios… La vi fumando, contándome
cualquiera de sus historias, tumbada en el sofá del comedor. Su fragancia en mis sábanas, la
toalla con su aroma, su perfume, el desodorante Fa, los limones del Caribe… Cuando abrí la
nevera, medio limón seco también me llevó a ella.

Sus ojos, luceros en la noche, habían penetrado de lleno en mi ser, junto con su sonrisa,
su risa… Sus besos, su pasión, su cariño… Y sin decir adiós, ni tan siquiera despedirse, se
me escurrió de las manos como agua de mayo. Se me humedecieron los ojos y me cayó
alguna lágrima de miedo, de nervios, de dolor. Pensé en ella como un amor frío y cruel que
se va sin más, sin volver la vista atrás, como un falso amor, y como si ya no quedara nada
más que los recuerdos de aquellos instantes felices, que al menos para mí, hicieron de los
dos, uno mismo. Odié a Joan Baez, que da gracias a la vida porque tanto le ha dado… Será
a ella, porque a mí, no. Vi la vida traidora, porque te da tanto como te quita, te sentencia o
te fulmina. Me sentía desdichado, cornudo, apaleado y maltratado como un auténtico
pingajo.

Pero en mi interior me negaba a darlo todo por perdido. Mantenía la posibilidad de un


error. Cerraba los ojos y pedía a Dios que así fuera. Dios también salía en mi vocabulario en
los momentos difíciles. Todavía no sentía rabia ni la odiaba, simplemente estaba
desubicado, no queriendo creer la desgracia que se había cebado en mí. Tal vez una
pesadilla o la resaca, pensé, que las resacas son muy traicioneras… Tal vez era mejor obrar
con normalidad, llamar a mi madre para felicitarle el año y explicarle que todo iba de
maravilla… O tal vez no y por una vez explicárselo todo tal como era, o a mis hermanas o a
mi hermano Miquel, que para nada estaba en el Congo, como le había dicho a Pablo. Creo
que estaba en la Patagonia… Aunque como reportero de National Geographic, cambiaba de
país como yo de parada de metro. ¡Cómo me gustaría ahora ser libre como un pájaro!, y
volar de país en país, como Miquel.

Salí de mi zozobra por el teléfono, que sonó con más estridencia que nunca. Se me
cruzó un haz de esperanza y por milésimas de segundo creí, pues creer es desear, que era
Melanie que me llamaba disculpándose, llorando tal vez, pidiéndome que por favor no la
abandonase, que nadie en el mundo le había hecho sentir lo que yo había logrado... La
realidad era Ernesto que me daba la enhorabuena.

—¿Enhorabuena de qué? —respondí con antipatía, profundamente decepcionado por el


chasco.

—Coño, Ramón, ¡por el Año Nuevo! —respondió exultante.

Me contó a modo de monólogo alternado con carcajadas, jolgorio de fondo, toses y


gargajos, que parecía que iba a morir el pobre, sus bagatelas festivas, que todavía parecían
no haber acabado. Estuvieron escanciando sidra por todo el barrio portuario de Gijón, en la
zona del acantilado. Toda Asturias, según me dijo orgulloso, apestaba a sidra y choricillos.
Destacó que a las nueve de la mañana, la peña se había reagrupado en una tasca de los
viejos astilleros para desayunar un bocata de fabada, y que él participó con moderación por
la falta de costumbre. Se ve que Ramsés disfrutó mucho y también se comió uno.

Sin ganas de participar de tanto entusiasmo, me limité a escuchar y a asentir con


desidia hasta que me preguntó por mi fin de año, que vomité a modo de popurrí. Además de
lo acontecido, Melanie se había obcecado en estrenar ropa interior roja de alto grado
erótico, que yo acepté de buen grado dejando a un lado mi opinión sobre el gremio, e
intenté colarme en el lavabo con ella, para saborear el conjuntillo. Pero por primera vez me
salió moralista. Siempre tan fogosa, arrastrándome hasta los lavabos más putrefactos, y
entonces que disponíamos de uno de los más lujosos, no quería. Mientras se lo contaba, até
cabos y sospeché que tal vez, entonces, ya se hubiera guiñado el ojo con el Cabezas ese de
las cojones.

Apostillé, como colofón a mi desgracia, que mi tanga rojo con tirantes, en un arrebato
de frustración lo arrojé por el balcón y cayó sobre la cabeza del Lute, que sobre las ocho
llegaba del Egipcio de pillarla con sus amigotes.

—¡Joder, Ramón, qué mala suerte! Pero bueno, ya sabes —me animó—: empezar el
año con mal pie, buenos augurios presagia.

Le reproché que no me contara cuentos tártaros, que los refranes populares los tenía
harto sabidos a través de mi parentela, y que ése no lo había oído en mi puta vida.
Precisamente, mi madre decía lo contrario, que siempre hay que empezar las cosas con buen
pie: el día, el trabajo, una relación... ¡Todo!, para que tome fuerza. Lo dejamos ahí, con los
recuerdos de Ramsés y que llegaban al día siguiente. Y me volví a quedar solo.

La historia del tanga no acabó con el Lute quitándoselo de la cabeza. Por la mirilla
observé que subía muy airado y perjudicado por la borrachera, con el tanga cogido por dos
dedos y con la intención de montar un cristo, por la manera de fruncir el ceño. Por suerte
pasó de largo de mi puerta y entró en su ático, donde lo primero que se oyó fue un terrible
portazo como si fuera en mi propia casa. Descubrí entonces que, de forma milagrosa, el
micrófono instalado en el ficus de su comedor se había puesto a funcionar, pues
casualmente estaba en la misma frecuencia que la emisora de radio que acompañaba mi
soledad. Bajé el escandaloso volumen, pues ¡a ver si me iba a meter el tanga por el oído, por
chafardero!, y acerqué mi oreja al altavoz como un vulgar cotilla, pues no en vano me sentía
involucrado en lo que podía suceder ahí dentro.

El Lute inició su refriega mirando dentro de los armarios, bajo la cama y fuera, en el
balcón, esperando encontrar por fin al amante de su mujer. Pero al no ver a nadie, despertó a
voces a su señora, que dormía pero que él creía que lo simulaba, y se enzarzaron en una
discusión en la que, como se puede intuir, no se felicitaron el Año Nuevo, sino que opinaron
a viva voz de las respectivas madres y antepasados muertos y enterrados, que relacionaron
con zorras, putas, borrachos, parásitos y demás fauna social y animal. Yo no había pegado
ojo todavía, pero con el canguelo acabé por desvelarme y me apresuré a echar el pestillo,
temiendo una visita improvisada del vecino. Al cabo de poco, escuché los potentes pero
tranquilizadores ronquidos de su caja torácica y yo caí también en un profundo sueño. Y
soñé que todo peligro ya había pasado y volvía al calor de Melanie.
Ocho horas más tarde, me despertó el timbre de casa. ¡Por fin!, me alivié, y me
apresuré ilusionado a abrir a Melanie, que después de su descarriada noche volvía al calor
del hogar. Pero por sorpresa, ante mis narices apareció el Lute mostrando el tanga rojo
pillado por uno de sus dedos, a modo de perchero. Y si él se mostraba enojado, yo no pude
disimular un notorio nerviosismo, pues no sabía si simplemente me lo devolvía, como tenía
la esperanza de que fuera, o si trataba de involucrarme en los affaires de adulterio de su
esposa.

—¡Qué, Ramoncete! ¿Son tuyos? —pues aunque se trataba de un tanga, singular


masculino, para él todo taparrabos no dejaba de ser unos simples calzoncillos, masculino
pero plural.

—Eh... ¡Vaya sorpresa! —disimulé como si no supiera de qué copla se trataba—. ¿Y


cómo sabe que son míos, señor Lute?

—Porque me cayeron en la cabeza anoche, y no creo que sean del carpintero ni de la


señora María, chatín —me respondió con altas dosis de cinismo.

—Muy hábil, señor Lute —seguí disimulando—, es usted muy hábil. Y además de su
perspicacia, con su voz ronca y con esa gabardina guarda un gran parecido con el teniente
Colombo.

—No me vengas con gilipolleces, que no estoy de cachondeo —y entonces me habló


en tono confidencial, casi susurrando—. Mi mujer dice que no tiene amante, pero por mis
barbas que uno tiene. ¡Que lo sé, cojones! —gritó—. ¡Y te aseguro, chaval —y me cogió de
la pechera—, que cuando lo pille lo estrangulo con mis propias manos!

—¡Ay!, señor Lute —imité a mi madre cuando yo también tenía arrebatos, saliendo del
paso y arreglándome el batín—, no diga bobadas, que luego seguro que se arrepentiría.
Venga, váyase hacia casa, se toma una tililla y se tranquiliza, que salirse de sus casillas no
le sentará bien ni a su corazón ni a su resaca —y cambié de conversación—. Por cierto, que
ayer cogería una buena, ¿no?

Mi falsa sonrisa se quedó petrificada, solamente perturbada por temblores faciales que
se desbocaron cuando el Lute se perdía escaleras arriba jurando pillar al amante de su
mujer. Por segunda vez en lo que llevaba de año, cerré la puerta con el pestillo y supliqué a
Dios que me tuviera en su seno y protección, que yo no era mala persona. Me arrastré hasta
el sofá, me tumbé y comprobé un incremento de temperatura, de palpitaciones y un exceso
de sudoración. Fijé la mirada en el televisor, en la repetición del programa de fin de año, y
gracias a Cruz y Raya fui sustituyendo el pánico por la depresión, también por ver quién
tiene encomendado hacer reír a la gente en este país.

El tres de enero, después de pasar el día tapeando con Pablo como si fuera mi novia,
llegué a casa corriendo hasta el contestador por si ya tenía la ansiada llamada de Melanie.
Sin quitarme la chupa, las fui pasando hasta al oír la voz de Melanie y di un brinco que casi
me empotro en el techo. Aliviado e ilusionado, me dispuse para la audición, haciendo
signos de victoria, como si hubiera metido un gol en el último segundo.

—Bliiip. Eh, Ramoncín, ¿pero dónde te metiste, chico? Te estuve buscando y al final
nos largamos a Sitges a seguir la fiesta. Bueno, ya te contaré… Por cierto, no volveré a
Barcelona hasta el siete, que empiezo a trabajar. ¡Hasta pronto! ¡Ah, y Feliz Año! Bliiip.
Soy Dolores de los Testigos… —y colgué con violencia, muy cabreado.

Me invadió una rabia descomunal. No creyendo posible lo oído, volví a repetir la


audición, y sí, el gol en el último minuto me lo habían metido a mí por debajo de las
piernas. Vaya jeta la suya al preguntarme dónde me había metido, porque fui yo quien no
hizo más que buscarla. ¿Pero qué coño se pensaba? ¿Que era tonto, yo?

Me hubiera gustado oír algunas palabras de ternura, no sé, tal vez una explicación más
elegante… No podía dejarme en la estacada así, con un simple mensaje, y además pidiendo
explicaciones de dónde coño me había metido. Y que además tuviera la intención de no
volver hasta el día siete, cuando antes, una noche sin mí ya provocaba que me contara lo
sabrosos que eran los limones del Caribe. No podía creérmelo. Volví a escuchar el mensaje
y volví a colgar, si cabe, con más virulencia todavía, que casi rompo el aparato.

Llamé a su casa para responder, aunque sabía que no estaba ahí, y se disparó su
impertinente voz pidiendo que dejase un mensaje, que enseguida me llamaría.

—¿Enseguida? ¡Y una mierda, mentirosa! —exploté. Pues si estaba en Sitges con el


Cabezón, de llamarme nada.

Y decidí dejarle un mensaje cargado de resentimiento que decía así: “Yo también te
estuve buscando y todavía te busco, Melanie… cosa que me parece que tú no, ¿no? ¿Qué es
lo que te ha pasado, Melanie? ¿Qué es lo que te he hecho? Yo, bueno… quisiera hablar
contigo, creo que podremos arreglarlo. Hasta pronto, un beso”. Cloc.

No recibí llamada alguna en los días sucesivos, con lo que mi resentimiento y mi rabia
se acentuaron, así como mi sufrir y depresión, que no me permitían pegar ojo. Tuve que
echar mano de las tilas y valerianas de la señora María, aunque no accedí a tomármelas con
ella más que el primer día, con el cual ya tuve bastante.

Nada indicaba que algo fuera a mejorar en esos días, tampoco en el aspecto laboral.
Según Pablo, curiosamente, lo que habíamos hecho aquellos días no era trabajar, y eso me
sentó como una patada en los huevos:

—Se acabó el ir de buenos, Ramón. El lunes empezamos en serio, y todo el mundo a


trabajar —me dijo el muy cínico.

La verdad es que, a pesar de mi estrés, pena e insomnio, me había propuesto tomarme


el trabajo como un borrón y cuenta nueva. Pensé en la no despreciable cantidad de gente
que ha encontrado en el trabajo el motivo de su existencia, un salvavidas para seguir en
vida, un flotador para no hundirse hasta el fondo marino y poder llegar un día a tierra firme.
Cuando vi por la tele una gaviota embadurnada de chapapote, me identifiqué con ella.
Quería dedicar mis veinticuatro horas al trabajo y comprendí a todos aquellos que se han
labrado un porvenir y han sabido acumular dinero y reconocimiento profesional, y son
capaces de pedir créditos y hacerse una hipoteca porque tienen un pedazo de sueldo para
gastarse hasta el último céntimo. Aunque eso fuera en contra de tener una vida privada rica
y llena, la mía resultaba tan desastrosa que me simplifiqué en el flotar. Y dormir, también
quería dormir.

Así, el lunes siete me aproximé a la obra más puntual que nunca, con ropa limpia y
planchada, con el pecho altivo, erguido, y con enormes ganas de tomar las riendas de la
obra. El día no acompañaba, pues amenazaba lluvia y hacía un frío de narices, pero solté un
buenos días con un buen chorro de voz. Con la respuesta de Adolfo tuve las primeras
sospechas de que no sería un buen día.
—Buenos días serán para ti —me soltó el joputa.

Resulta que con la estructura finalizada, nadie se había dignado a organizar la


comilona que con ese precepto se organiza. De todas maneras, entrar el año con un moco así
no se lo deseo ni al peor de mis enemigos, jolines, que sienta fatal.

—Mucho trabajar y nadie te lo reconoce —recriminó Adolfo.

—Bueno, ya pasa. Hay gente que no reconoce el esfuerzo de los demás... —reconocí
pensando en Pablo.

—Los jefes son como perros —dijo remarcando la doble erre con desprecio—. Si los
acostumbras mal ya la has cagado: se subirán al sofá, se mearán en la alfombra y ladrarán
cuando les dé la gana —me acordé de Ramsés—. Los jefes, lo mismo. Si trabajas los días
de fiesta, el día que no lo haces ya te están preparando la liquidación. Cuando más se hace,
más te piden y menos te reconocen.

El joputa de Adolfo tenía razón, pero si quería demostrar a Pablo que servía para algo,
debía desmentir toda esa sarta de verdades.

Tras la llegada de Pablo, me predispuse a volver a ser simpático y positivo, y con una
yo creo que buena sonrisa, le pregunté si se había portado bien este año y qué le habían
traído los Reyes Magos. Pero el tío imbécil ni me saludó. Venía vociferando por el móvil,
cagándose en la madre de su interlocutor, el tejero que tenía que hacer la cubierta. Colgó
con un “será cabrón, el tío ese”, y como me había oído, me dijo lo que le habían traído los
Reyes:

—¡A mi padre para siempre! ¡Qué te parece, vaya regalo! —y añadió que no le tocara
los cojones que no estaba para hostias. Mi hipersensibilidad me jugó una mala pasada y
volví a sentirme profundamente desgraciado y me quedé callado. Pero tuve fuerzas
suficientes para desear a Pablo que le metieran un pepino por el culo y le estallara en mil
pedazos. Para mis adentros, claro.

Rodolfo, el pobre, se presentó con una sonrisa reluciente, pues no en vano los Reyes le
habían traído una dentadura postiza de muy buena calidad, según él. Y aun luciendo sendos
ojos, le había costado un ojo de la cara. En cambio, Pablo no opinaba lo mismo y le
recriminó que si se hubiera puesto en contacto con él, le habría conseguido una a mitad de
precio mucho más real y de esa manera no parecería el típico yayo sonriente que anuncia
dentaduras postizas.

—¿No te has fijado en la pinta de representante que haces? —le criticó Pablo—.
Cuando te dije que tenías que ponerte dientes nuevos no creo que te dijera que cuanto más
grandes mejor.

—Joé, Pablo, qu’envidioso qu’ere. Vamo’ a la granja darriba y verá’l éssito que voy a
tené. Mecagonlamá.

Así, el primer día del año ya me ignoraron por completo y se fueron a la granja
discutiendo sobre dientes y mujeres. No me dijeron ni hasta luego ni nada. Por supuesto,
tampoco me preguntaron qué me habían traído los Reyes... Pero ahora lo voy a decir: a mí
los Reyes Magos me habían traído un edredón de plumas con su funda, una camisa, que
llevaba puesta y planchada, un pijama felpado que abrigaba un montón y una tostadora de
pan.

Capítulo 11

Parecía absurdo querer ir al trabajo para olvidar a Melanie, para luego llegar a casa
para olvidar el trabajo, pero eso es lo que deseaba al final del día. Por lo menos en casa
teníamos chorizo y sidra asturianos, y digo teníamos porque Ernesto llegó tan contento de
su tierra, que me dijo que comiera lo que quisiera. Entendí enseguida su generosidad porque
ese chorizo lo repetías durante todo el día por poco que hubieras catado. Ni Ramsés se
atrevió con un cacho que me cayó en el suelo. Aunque no sé qué le pasaba, pero tampoco le
hacía caso al hueso de tripa ni a la pata de la mesa ni a la toalla, que parecía nueva. Tal vez
se había propuesto dormir bajo la mesa de la cocina hasta las siguientes vacaciones.

Suavicé el chorizo mezclándolo con quesito, que con el pan seco recuperado en la
tostadora de Reyes, parecía comestible. En la cocina, contemplando a Ramsés, recuperé esa
visión inicial de ese perro aprovechado de la vida que solo abría los ojos para bajar a la
calle, comer y mear, pero no para esforzarse por hacer el bien común, por descontado. Tal
vez ese periodo de acercamiento de cuando Melanie pasaba por casa, respondía a la
conveniencia de hacerse el simpático. Igual pensaba que por mover el culo le caería un
paquete de galletas, el idiota. Cuando acabé con el mendrugo de pan, me sacudí las migas
encima de él sin ningún reparo, que seguía dormitando sin pestañear.

Fui tirando hasta el comedor con el paso abatido, y me quedé de pie delante del
contestador, mirándolo como a un traidor, como si se hubiera portado mal y no le
correspondiera tratarme así. Estaba dolido y tenía ganas de tirarlo por la ventana, pero sabía
que la consecuencia inmediata sería el desembolso de una buena pasta para una nueva
adquisición.

No sé por qué guardaba dos mensajes de Melanie. El más brillante, dulce y excitante
que recordaba era el de sus limones del Caribe recién salidos de la ducha. Los visualicé ahí
mismo, como si dispusiera de un proyector con pantalla gigante. Su sonrisa generosa, su
cuerpo desnudo correteando por el piso, jugando a ser pillada, y yo tras ella sediento de
amor… Disipé esas imágenes cerrando los ojos y sacudiendo mi cabeza en sentido negativo,
cuando me dio un tirón en las cervicales.

El otro mensaje era el último que me había mandado, el único de este año, el peor de
todos: era el que Melanie, todavía borracha, me decía que estaba en Sitges y que no volvía
hasta el día siete. Aunque sus palabras fueran las del desamor y ruptura, me había resistido a
perder su último hilo de voz. Presioné la tecla de mensajes y, al escucharlo, creí haberme
convertido en un verdadero idiota. ¿Cómo podía guardar un mensaje en el que Melanie se
cachondeaba de mí? Conseguí al fin darle a la tecla de borrado, y me quedé estático delante
del aparato, profundamente vacío, sin saber adónde ir.

De ahí no podía ir a otro sitio que no fuera el sofá, donde antes de aposentarme,
lentamente, como si estuviera enfermo, cogí el mando a distancia. Le di al power y se puso
a funcionar toda la bazofia televisiva: avances informativos, toros, noticias del corazón,
reality shows, series, dibujos animados… Estos dibujos animados tan modernos no me
decían nada. A mí me gustaban los del Perro Pulgoso, el Conejo de la Suerte, Tom y Jerry y
la Hormiga Atómica. Vi entonces un culebrón sudamericano y me quedé pillado con la
desgracia de la protagonista, profundamente enamorada de un hombre bueno que la creía
mala por culpa de una mala de verdad, la cual le había robado el novio y el hijo y la había
encerrado en el manicomio. Pobrecilla, pensé. Sumé un canal más, y esta vez salió un
culebrón local, en el que unos jóvenes con discapacidad mental se amaban con tanto amor
que me sentí muy desdichado por mi desgracia y empecé a llorar como una magdalena. Las
lágrimas me bajaban hasta el cuello, y aproveché para apagar la tele y llorar mi pena.

Vaciado de dolor y rabia con varios clínex empapados de lágrimas y mocos, me entró
un rebote y me vi marcando el teléfono de Melanie, que por descontado sabía de memoria.
La tía no podía quedarse tan pancha. Quería escuchar por su propia voz que me dejaba. Ver
si se avergonzaba de su actitud o si me aborrecía, ver su tacto, sus excusas o lo que fuera,
pero que me lo dijera a la cara. A veces, todavía imaginaba que se arrepentía, pero que no se
atrevía a llamarme por creer que la mandaría a paseo. Yo entonces la perdonaba, que no
pasaba nada, le decía. Y ella me pedía disculpas mil veces y yo la perdonaba otras mil más.
Aun con el palo recibido, deseaba la reconciliación.

Tenía la obsesión rutinaria de llamarla a casa y no encontrar más respuesta que su


contestador. Después me quedaba tan frustrado que me juraba no volver a llamarla jamás de
los jamases. Sonreí con repudio al recordar su grabación, que enseguida me llamaría. ¡Qué
mentirosa! Marcada ya la combinación, imité con sorna la tonadilla del contestador:

—Ñeñeñe… ñeñeñe… ñeñe…

—¡Sí, diga! —respondió ella, y me quedé mudo del susto—. ¡Digaaa!

Ese discurso tan estudiado en mis largas noches de insomnio se quedó en nada, y solo
fui capaz de pronunciar vocablos entrecortados, con lo que ella me reconoció enseguida.

—¿Ramoncín, eres tú? ¡Caramba, qué sorpresa! ¿Cómo estás?

No sé a santo de qué me llamaba Ramoncín, pero no le di importancia. Su aparente


buen rollo me llevó a seguirle la corriente y a decirle que estaba de maravilla.

—Pues no sabes cómo me alegro. Pensaba que igual estarías enfadado —me soltó la
muy imbécil.

—¿Enfadado yo? ¿Acaso debería estarlo? —solté con cinismo, y aproveché un último
intento de reconciliación—. Te llamaba por si tenías libre, para vernos, si te quieres pasar
por casa, a cenar… Y tal vez comentamos ese mal entendido.

Se formó un espectante silencio.

—Hoy no puedo, he quedado —se excusó, seca.

—¡Ah!, vaya… ¿Con el Cabezas? —instigué molesto.


—¡Y a ti qué más te da! ¿Acaso no quedas tú con tu jefe? —me largó la cabrona—.
Antonio es mi amigo, igual que tú.

—Pero, Melanie —ahí ya desboqué mi desespero—. Yo solo quería saber… No sé,


Melanie, que me cuentes…

—No te confundas conmigo. Sabes de sobras que tú y yo nos vemos cuando queremos.

—Sí, ya sé —le interrumpí—. No me confundo... Con un mensajito en el contestador


ya te das por disculpada, ¿no?

—Pues ya no te diré nada más. No quisiera que te enfadaras por una tontería,
Ramoncín.

¿Una tontería? ¡Tenía narices la cosa! Ahora largarse con otro y dejar plantado al otro
en público se le llama tontería. Y encima me llamaba Ramoncín, ¡que eso me
desconcertaba, jolines! Me entró tartamudeo, cosa que me pasa cuando quiero decir muchas
cosas en un segundo, y Melanie aprovechó para cambiar de tema con su ágil verborrea. Y
me habló del tráfico, y que su Cabezas la esperaba abajo con su BMW en doble fila.

—Y ya sabes cómo ataca la Urbana cuando te apropias de la vía pública... —se


lamentó la caradura.

Y me mandó un beso, un beso de esos que te saben a compasión, de haber pasado a un


segundo plano y, en definitiva, a ese decadente interés personal y sexual en el que te sabes
sustituido.

Después de hablar con Melanie me había quedado todo tan claro que cualquier indicio
de esperanza me producía autoviolencia. Por lo pronto, estuve arrastrándome por el suelo
buscando todas las piezas del contestador diseminadas por el comedor, pues después de esa
llamada ya no quise reprimirme más, y lo lancé tan fuerte como pude contra la pared que da
a casa de la señora María. Y la verdad es que me sentó bien. Aparte de lo entretenido que
estuve buscando las piezas y la cola de impacto para intentar ahorrarme las diez mil cucas
de un aparato nuevo, me olvidé de lo sucedido durante un ratillo.

Diez minutos después llamó al timbre la señora María, ya que supongo que ese tiempo
confabulando sobre el ruido en su pared debería parecerle insoportable. Antes de
preguntarme qué había pasado, avancé que no se preocupara, que no pasaba nada, que
Ramsés había tropezado y se había cargado el teléfono.

—¡Ai, fill!, ¿el perro? ¡No puede ser! —le dolía a la señora María que la engañaran,
pero yo no quería que me llamaran violento.

—Por el amor de Dios, señora María, ¿tal vez me está llamando mentiroso? —mentí
sin escrúpulos, pues a mí también me mentía todo el mundo: desde Pablo con las vacaciones
hasta Melanie dejándome en la estacada. Y ya sé que está mal mentir, al menos eso aprendí
de pequeño, pero, ¿y las mentiras de los demás, qué?

—Te veo muy nervioso últimamente. ¿Te encuentras bien?

Eso sí, no hay nada que me entristezca más que descubran mis penas. Y cuando cerré
la puerta, no pude evitar ponerme las manos en la cara y echar unas nuevas lágrimas, esta
vez con el lloro contenido para que no me oyera la señora María, que parecía tener el oído
fino. Se acercó Ramsés mirándome con pena, y me eché a sus brazos con todo mi
desespero. ¡Cuánta desdicha la mía!

Me retumbaban las palabras de Melanie en la cabeza. En vez de decir las cosas claras y
cantarle las cuarenta −al menos me hubiera sacado toda esa rabia contenida−, había
preferido hacer ver que nada pasaba, para ver si así la volvía a meter en mi cama, quiero
decir, en mi casa, para luego meterla en mi cama, y aquí no ha pasado nada. Pero la
estrategia no fue buena. Como diría la abuela Rosario, que ya se ríe de todo, “se te ha visto
el plumero, chico”. A mí se me quedó todo dentro, “como un nudo que te golpea en las
tinieblas”.

Busqué mi diario personal, que finalmente encontré en el cajón de los calzoncillos,


arranqué de cuajo las tres primeras hojas que daban cuenta de mis iluminados sentimientos
de días atrás, e hice con ellas un rabioso mate de tres puntos en la papelera. De esta manera
finalicé la corta aventura de ese diario, y empecé otro de otro calibre para sacar aquello que
se me había quedado tan adentro. Sentía las pulsaciones en mi frente, como el reloj de una
bomba a punto de explotar. Tenía que volcar mi congoja, escupirlo todo, vomitarlo todo;
hablar de mis esperanzas truncadas y sesgadas, y sincerarme de mi desgracia ante mí
mismo.

Tomé los cigarrillos, el cenicero, el bolígrafo y la libreta, y me acomodé en la cama.


Cerré los ojos, pensé, recapitulé, visioné, deseé, maldije, lamenté, lloré y me relajé; también
me relajé. Luché, sobre todo luché, contra mí mismo, contra la venganza que mi mente
planeaba, con mi odio, mi desdicha, y después otra vez en mi lloro. Y ante la hoja en blanco
me pregunté, ¿qué me iba a explicar a mí mismo que no supiera? En un arrebato cerré la
libreta y la tiré al suelo. Me puse las manos en la cara y resoplé. Me encendí otro cigarrillo
y lo fumé con los ojos cerrados. Se me entremezclaban imágenes de mis momentos felices
con lances de odio y de autoviolencia, por ser tan idiota. Era un combate de lucha libre de
mis sentimientos, a su antojo, sin normas ni criterio, a su libre albedrío.

Volví a coger mi libreta −ya no quería llamarlo diario personal, porque eso
correspondía a una época feliz que no quería recordar− y decidí escribir una carta a Melanie
para decirle todo aquello que todavía no le había soltado, con la intención de liberarme de
ese suplicio. Se iba a enterar tanto si quería como si no. La carta me quedó bonita, y muy
triste. Y así, de un tirón la volví a leer, y decía así:

Queridísima Melanie:

Soy Ramón, ¿te acuerdas? —un toque de cinismo para empezar—. Bueno, ahora en
serio, Melanie, yo sí que me acuerdo de ti, y mucho, a todas horas. Quiero que sepas que
con tu marcha, algo de mí se me desprende, se me desgarra. Jamás en la vida había sentido
tanto como contigo, que te quiero y te he querido siempre, incluso cuando solo éramos
amigos.

No sé si recuerdas cuándo nos conocimos. Fue gracias a Amparo, este mismo verano,
en su fiesta de cumpleaños. A mí ya me gustaste entonces, pero sabía que yo no te gustaba y
no pensé nunca en la posibilidad de conseguir tu amor o llegar a esas cotas de sentimiento,
ni que pudiera amarte como te he llegado a amar hasta hace unos días.

Puedo entender que ya tengas bastante conmigo; son cosas que pasan. Tú eres una
mujer extremadamente activa y yo soy un chico que jamás ha encontrado un sitio en esta
sociedad. Me cuesta moverme con soltura en esta jungla porque estoy en contra de todo.
Estoy en contra de mi trabajo, de los horarios, del sistema, del consumismo, de lo
establecido, del conformismo… Estoy en contra del conformismo, pero a la vez me
conformo con lo que hay, aunque por dentro no hay manera de conseguirlo. Qué
contradicción, ¿no crees? Y qué pena. Tú me lo dijiste un día, que el sistema se las ingenia
para que formes parte de él, te da su oportunidad, un lugar para ti, pero si no la aceptas
eres un desgraciado para el resto de tu vida. Porque, ¿cómo puedes vivir siempre en contra
de todo lo que te rodea?

Yo, cuando he estado contigo, he intentado contentarte en todo, seguir tu ritmo de


vida, engancharme a lo que me ofrecías y ofrecerte todo lo que podía. Pero igual, lo que yo
te ofrecía te pareció que no era nada, porque nada es lo que rodea mi vida, que es solo
trabajo y encima me dejo engatusar por mi jefe, como tú dices. Mi neurótico jefe, con el que
no puedo ser como yo quiero, porque si le explicara cómo soy, sería el primero en darme
de baja en la empresa. Pero no tengo agallas. También me dijiste que si mi jefe era más
importante que tú, Melanie, ya no te interesaba estar conmigo. Está claro que no se puede
contentar a todo el mundo, pero nunca te comparé con él, y tú lo sabes. Ahora no me
vengas con memeces. Eso siempre fue una gilipollez por tu parte.

Encontraste tu amor, a tu Antonio Cabezas, que te gusta, que te ofrece toda una vida
llena de emoción. Lo entiendo. Yo no tengo un BMW aparcado enfrente de tu portal ni todo
el glamour y noches de fiesta que tu amigo puede ofrecerte. Eso sí que no. Solo te puedo
ofrecer mi amor, un amor sincero, eso sí, mi sonrisa, mi cariño y mi agradecimiento por
existir a mi lado. Pero que si tú no lo quieres, estás en todo tu derecho y deber, claro, deber
también, de tomar las riendas de tu vida hacia nuevos caminos. Si no tienes bastante
conmigo, no puedo pedirte que te quedes.

Creo que cuando estás enamorado de alguien y ese alguien no tiene bastante, el
enamorado lo nota, y entonces tartamudea, se siente inseguro, se pierde entre ese
sentimiento no correspondido. Lo de las tórtolas, cuando dicen que están enamorados como
dos tortolitos, es porque se quedan atontadas y tienen suficiente con la presencia de su
tortolito y lo demás les importa un comino. Lo he mirado en mi enciclopedia y es así. Son
animales enamoradizos, Melanie, y nada les importa más que su compañero. Yo me he
sentido como un tortolito, y como los tortolitos están siempre medio embobados, son fáciles
de cazar. Y a mí me cazaste y luego emprendiste el vuelo. Con eso no te estoy llamando
buitre ni águila carroñera ni nada de eso. Pero me hubiera gustado un poco más de
elegancia por tu parte a la hora de despedirte. Siempre te he considerado una gran chica,
divertida, sensible, apasionada, tierna, seductora... Es más, te considero así todavía. Eres
grande, Melanie. Tienes muchas virtudes. Para mí has sido un sol de mediodía que me ha
dado mucha energía, tanta, que ahora la encuentro a faltar. Me falta tu desenfreno, tu
cuerpo, tus besos, tus caricias, tu alegría, tus risas... ¡Cuánto daría para volver a besarte!
Lo daría todo, mi sueldo entero (con jefe incluido claro, que si me tengo que quedar sin
sueldo ya no quiero para nada a mi jefe), incluso lo daría sin jefe también, mira lo que te
digo. Pero bueno, algún defecto tenías que tener, que es el más puro desprecio por las
personas cuando dejan de interesarte. ¡Qué duro es recibir esa parte de tu persona!

Bueno, espero que pronto nos podamos volver a ver como amigos. No sería para
seducirte ni nada de eso; sería para volver a esa amistad inicial que convertimos en amor...
Sé que cuesta ser amigos después del amor, pero no me hago a la idea de no volver a verte.

No sin celos, Melanie, te deseo lo mejor en tu vida, aunque con toda sinceridad, no
con tu Cabezas. Eso, no te lo deseo. Ojalá se le lleve el coche la grúa y algún día se lo robe
la mafia y no lo vuelva a ver nunca más. Ea.

Te he querido, te quiero, pero si quieres volver conmigo, espero que lo hagas antes de
que te deje de querer, que lo voy a hacer lo más pronto posible. Ya a partir de ahora, me
estás perdiendo, y lo siento.

Ramón

PD: Perdona que te diga, pero te dejaste en casa las bragas de encaje violetas, esas
que te habían costado una pasta y que me volvían loco. Las encontré en mi cama. Pues ya
no cuentes con ellas, porque en un ataque de rabia las desgarré y las tiré a la basura.

Reconocí que había lances repetitivos, pero ya estaba hecha. Había salido de mi
corazón, y si la releía otra vez, la habría tirado a la papelera. Así pues, la doblé, la metí en
un sobre y la guardé en la chaqueta para tirarla en el buzón.

Me apestaba la ropa y había pensado que de la pena olía de otra manera. Luego me di
cuenta de que era por el abrazo que le di a Ramsés, que apestaba de lo lindo. Pero bueno,
aclara la enciclopedia que no son guarros los animales, sino sus dueños: “Somos nosotros
los responsables de todo lo que le acontezca a nuestra mascota porque depende
íntegramente de nosotros”. Así, diríamos que el guarro de Ernesto no había metido al pobre
Ramsés en la bañera desde que había llegado a casa. Inmediatamente, me desfogué
escribiendo una nota que decía: “Por favor, lava al perro de una vez, que apesta bastante”,
firmada por la dirección.
Volví al comedor a seguir con el puzzle del contestador, a ver si podía salvarlo. Al
momento entró Ernesto, que parecía contento, pero la nota le cambió la cara. Encima,
cuando me vio reparando el contestador con cola de impacto, se subió por las paredes, como
si fuera culpa mía, pues me dijo que estaba esperando la llamada de una chuti de
campanillas. Y bueno, la verdad es que sí que había sido culpa mía, pero no me dio la gana
de que me pidiera explicaciones por mi contestador, que era mío. Así que me vi obligado a
mentir una vez más y a culpar a Ramsés de la movida, que empezaba a encontrar motivo a
su existencia.

—¿Ha sido Ramsés, dices?

—¿Y quién quieres que haya sido? Ya está bien, Ernesto, ¿eh? Ya está bien…

Y le aclaré que porque estuviera intentando reparar el aparato no quería decir que lo
fuera a conseguir, y que si no lo conseguía, tendría que comprarme otro bien rapidito, que él
esperaba a la chuti esa, pero que yo también estaba esperando a una chuti amiga mía, que él
no era el único a quien las chutis lo llamaban. A continuación, miré de reojo a Ramsés, que
me estaba mirando muy serio como si se enterara de todo, y le dije:

—¿Y tú qué miras?

La señora María ya no se acercaba por casa y la señora Carme ya no me visitaba a mí,


sino a Ernesto. Y mejor así, porque yo no tenía ganas de nadie ni nada, ni de mirar la cartilla
de ahorros, ni la tele o el ordenador. Ir al trabajo era insoportable e irme a la cama me
aterraba, porque mi cabeza se disparaba y mis ojos se ponían como naranjas. Quería estar
siempre haciendo lo contrario de donde estaba, huyendo de cualquier presente, del aquí y
del ahora.

Pablo seguía soltándome sus rollos cuando le salía de las pelotas, pero por el mismo
motivo, no me avisaba para ir a desayunar porque no le salía de las pelotas. Aunque me
proporcionaba un respiro y así desayunaba solo y tranquilo con el periódico, me ofendía que
hiciera lo que le antojara y yo tuviera que estar disponible siempre. Porque en realidad, yo
no me iba solo porque quisiera, sino porque él no quería, que es diferente. Después de todo
lo que había hecho por él esas vacaciones, que lo acompañé a todas partes como si fuera su
paje, ahora prefería reírse de la dentadura de Rodolfo Valentino cuando intentaba ligarse a
las camareras de la granja.

Por suerte, a Vargas Llosa, sí tenía suficiente agallas para replicarle, porque era un
chupapollas como la copa de un pino. No soporto a los chupapollas. Siempre acababa
diciéndole que su situación no era como para que me chuleara de esa manera.

—¿Acaso tú me pagas, Vargas? Pues entonces no te pegues el moco, guapo —y al


menos por ahí me quedaba más tranquilo, sacando parte de mi mala leche.

También Valenciano, y no sé por qué, cada vez que me veía me guiñaba el ojo, como
si fuéramos confidentes de alguna cosa. A mí esa confidencia me molestaba porque, aparte
de no entenderla, me comprometía, pues lo hacía delante de quien fuera y eso siempre
despierta sospechas. Vamos, si lo hubiera visto Pablo, me habría cortado los huevos.

La Seca seguía insistiendo en que eso del desayuno no pintaba nada bien, pero con lo
que estaba pasando por Melanie, me traía sin cuidado. Por lo menos me sentía más liberado
y no como un lameculos, pensé, pero la realidad es que hasta entonces me había arrastrado
como un gusano. Intenté cambiar de tema y le pregunté sobre sus Reyes, y ella se levantó la
falda por el lado y me mostró el conjuntillo picardía que llevaba puesto, solo viendo la fina
tira de su tanga. Aguanté impasible la provocación, y le dije que sí, muy bonita, y aparté la
vista de inmediato. Pero en otro tiempo no hubiera dudado en mostrar otro tipo de sonrisa y
tal vez en pedirle más, que yo no soy de piedra.

En ningún momento encontré en Fina una alma amiga que consolara mi desasosiego.
No me notaba ni más contento ni más triste. Ella vivía con la vista puesta en la equidistancia
con el poder establecido, que era Pablo, y sus comisiones de ventas.

En la oficina, Olga, las canciones de Paco Ibáñez y el humor rancio y cabreos de


Gutiérrez me dejaban impertérrito. Solamente que dieran las ocho me producía una cierta
sensación de alivio.
Por lo menos ya no seguía con el debate de quién era y hacia dónde iba, porque ya
sabía adónde iba, a la puta deriva, cayendo por el angosto hoyo de un pozo sin fondo. Y lo
más fácil era recluirse en casa y dedicarse a las cosas más simples. Con la carta a Melanie di
carpetazo a mi diario de la ruptura y seguí con mi dedicación exclusiva al sofá y al mando a
distancia.

No me gustaban las películas musicales, pero aun así me tragué una de Marisol en Cine
de Barrio. La chica, que ya había desarrollado su cuerpo con éxito y poderío, llevaba a toda
la población masculina de cabeza pretendiendo su amor, que solo era para su abuelo. Un
tímido e inocente amigo, un cacique en caballo, un empresario con chófer e incluso un
vejestorio iluminado forrado de pasta soñaban con enamorarla, pero la joven les daba
calabazas cantando una nueva canción. Un verdadero suplicio que aguanté estoicamente
hasta el final para ver quién se la llevaba al huerto, que no fue nadie. Me tragué luego el
Informe Semanal sobre la crisis de la avellana en las tierras de Lérida, y aunque comprendo
el problema, con perdón al colectivo, en esos momentos me la sudaba por completo. Y lo
rematé con Noche de Fiesta, que no me da vergüenza reconocer que me distrajo bastante.

El domingo me levanté de la cama a las once con el estridente sonido del teléfono
reserva, insoportable. Era mi madre, para ver si iba a comer a casa. No iba ninguna de mis
hermanas, que con los atracones navideños, un descanso familiar también va bien, y en mi
caso no iba a ser una excepción. Le dije que no, y le mentí también a ella con que había
salido la noche anterior y estaba de resaca.

Mi padre siempre era el último que se enteraba de algo, aunque se lo explicaras


primero. Pero mi madre era al revés, era la primera aunque no se lo explicaras. Y la muy
lista había notado que no estaba fino y que no era resaca lo que tenía. Últimamente me
llamaba con cualquier excusa y me preguntaba por unas humedades del baño, chorradas de
papá, sobre mis hermanas… Mantenía su ojo avizor encima de mi cogote cuidándome hasta
donde le permitía su astucia, sin levantar las sospechas que tal vez hubieran acabado con ese
sutil acercamiento. Yo era lento, pero no tonto, pues también me daba cuenta de las cosas.

Pero mis crisis amorosas siempre las había solucionado con tiempo, los amigos,
borracheras y alguna chica que no me gustaba. Y mucha tele, que eso deprime tanto que
pasa por encima de cualquier depresión. Yo ya era una persona adulta para poder solucionar
mis problemas, y eso mismo le dije cuando noté que sus llamadas eran excesivas.

—¡Jolines, mamá! ¿Qué quieres ahora? —tenía remotas esperanzas de que fuera
todavía Melanie, pero podía ser Andreu, Negrete e incluso mi hermana. Suerte que ella no
se ofendía ni me mandaba al carajo, y que la tendría incondicionalmente para lo que fuera.

—Nada, hijo, no pasa nada. Solamente que mañana no podré hacerle de canguro a
Lourdetas, y he pensado que tú…

Mi hermana Rosa llevaba al pequeño Jaumet al naturólogo, porque tenía la oreja mal, y
el homeópata le iba dando pastillitas de colores. Teóricamente, eso aumentaba sus defensas,
pero lo único cierto es que el chavalín chorreaba mocos por los oídos, que daban a entender
que las pastillitas no eran las acertadas. O tal vez, que el homeópata se estaba montando en
el dólar gracias a mi hermana y muchas otras que, como ella, habían picado en la
ensaladera. El caso es que abuela y nieta se encontraban los martes y realizaban actividades
caseras, de las que mi madre, según decía, acababa muy cansada, que ya no estaba para esos
trotes.

Sé que el primer síntoma de una depresión es el uso desmesurado de la palabra no, y


que también, el primer paso para superarla es hacer un esfuerzo para decir sí. El sí por si
solo ya positiviza el ambiente. Mi madre sabía que si se trataba de una obligación familiar,
no le daría calabazas aunque fuera a regañadientes. Y acertó.

—Bueno, que sí, ya iré, jolines.

Colgué molesto, agobiado y a la vez más triste, si cabe, pues no me gustaba tratar a mi
madre de esa manera, que no se lo merecía. Pasé toda la tarde sumido en la dejadez del sofá
y el televisor y recibiendo llamadas telefónicas para Ernesto. Aunque un poco de
conversación no me iba mal, me tocaba las narices hacerle de telefonista.

Al fin una de las llamadas fue para mí, de la señora Milagros. Me invitaba a la reunión
dominical con todos los feligreses y, si iba una hora antes, Dolores misma podría enseñarme
cómo el Templo trabajaba por un mundo mejor. El sí al canguro me sirvió de precedente
para la propuesta de la señora Milagros, y di otro sí. ¿Por qué no?, me dije. La señora
Milagros me lo agradeció con tal cariño, que me hizo sentir muy apoyado.
Me importaba un pimiento lo que la gente pensara que entraba en una secta, que me
reventarían los sesos con tanto proselitismo… Puede que fuera verdad, pero yo iría ahí
motivado para arreglar el mundo, pues era cierto que los testigos luchaban por la paz, contra
el hambre, ayudaban a los pobres y combatían la explotación de los seres humanos, niños,
mujeres, el tráfico de drogas y de armas. De hecho, siempre había pretendido combatir las
injusticias de la vida y ahora se me brindaba esa oportunidad.

Dejé de mirar el televisor y me centré en el techo del comedor: el fondo blanco era lo
primero que necesitaba para dejar fluir mi imaginación. Nunca había estado en ningún
templo de los Testigos de Jehová, pero me lo imaginé como una iglesia mormona, los
hombres con barba, sin bigote y vestidos todos de aquella manera… Luego los imaginé
vestidos a la europea, claro, como la señora Milagros y Dolores, impecablemente vestidas.
Y sin barba, claro. También pensé que tendría que buscar ropa presentable para la ocasión.

Por mi pasado, pensé que tenía mucho ganado y me vi dirigiendo el departamento de


investigación. Porque seguro que habría un departamento para investigar las injusticias.
Cuando era niño, mi madre era la investigadora y yo el investigado, y había tenido que
ingeniarme rocambolescas estrategias para no ser descubierto. Y ¿cuántos ladrones se
habían reciclado a policías por conocer la lógica del delincuente? Hay trenes que solo pasan
una vez y esa era mi oportunidad.

Luego me quedé dormido y soñé que la señora Milagros era presidenta del Gobierno,
estaban construyendo un gran número de templos para los feligreses y a mí me había
nombrado ministro de la Fe. Dolores era mi mujer y tenía tres vástagos que habían salido a
mí, que jugaban a cromos en la calle. Y eso la oposición me lo machacaba, asegurando que
yo había tenido una infancia turbia, que mis niños también eran turbios e iban por el mal
camino. Y que dimitiera ya de una vez, que no podía ser que alguien que no sabe educar a
sus hijos fuera ministro de la Fe:

—¡De qué fe! —dijo el portavoz de la oposición—. ¡Váyase, señor Gallofré! ¡Váyase
ya, y deje que el país recobre su ilusión!

Y en eso tenía razón, pues yo no tenía ilusión y además quería que mis vástagos
jugaran en la calle a lo que les diera la gana, a los cromos, a las canicas... a lo que fuera. Y
así lo defendí en el Congreso y les expliqué la historia del perro-coche de mi sobrina, que
todo mi grupo parlamentario aplaudió calurosamente, incluso la presidenta Milagros. Y
rematé con lo siguiente:
—¡Que hagan lo que les venga en gana, pobres niños! Y que sepa su señoría, que me la
trae floja que piense que no tengo suficiente porte como para ser ministro de la Fe. No voy a
dimitir. ¡Se joroba, envidioso! Gracias.

Cuando el miércoles llegué a casa de Lourdetas, al barrio del Congrés Eucarístic,


estaba ella mirando el Inspector Gadget en el televisor, y me quedé hipnotizado yo también
ante esos dibujos. Ahí, el inspector, que viene a ser un desgraciado intento de Superman,
usaba los recursos más inimaginables para salvar a las víctimas del mal, que podían ser un
simple ladrón, un cocodrilo escapado del zoo, un fantasma juguetón o un dinosaurio venido
de la era jurásica. Así, Gadget sacaba un helicóptero de su bolsillo, una moto de quinientos
centímetros cúbicos de su billetera o una metralleta de su bragueta. Realmente eran
increíbles los recursos que tenía el pavo, aunque siempre solucionaba los conflictos gracias
a la actuación en la sombra de su sobrina Sophie y su sabueso Sultán, los cerebros de
cualquier operación. Cuando acabaron los dibujos, a Lourdetas se le acabó la cara de flipe, y
a mí también, y volvimos a la realidad. Tocaba la merienda con la leche y las galletas.

—¿Hiciste los deberes? —le pregunté.

—No, que no tengo —respondió con fastidio, como queriendo decir: ¿Tú también me
vas a jorobar el día?, pues tenía fresca la escena de su perro-coche en el mercado, cuando su
madre no se lo dejó pasear más a partir de esa regañina. Según Rosa, si la regañas y luego le
dejas hacer aquello que fue motivo de la bronca, puedes conducir a la niña a estados de
esquizofrenia. Se tiene que ser coherente, dijo.

Tenía presentes las palabras de mi hermana sobre el perro-coche, pero consideraba que
había tan pocas ilusiones en la vida, que arrebatarle la suya me parecía de mezquinos.
¿Acaso tenemos que ilusionarnos todos por lo mismo?

Lourdetas siempre se había zampado la merienda en un minuto, pero ya llevaba cinco


sentada haciendo morros y mirando al suelo. Sin querer tirar del recurso del televisor, se me
ocurrió que fuéramos a los columpios del parque, a ver si así se animaba. Lourdetas me dijo
que sí, con total desgana.
—Venga, ya verás qué bien nos lo pasaremos —no me lo creía ni yo—, ya verás…

Se puso la chaqueta, los guantes y el gorro, pues hacía frío, y antes de cerrar la puerta
le hice ver que no entendía cómo nos íbamos los dos solos. Y se me ocurrió decirle con
incomprensión:

—¿Y el perro? ¿No viene?

Se le pusieron los ojos brillantes, grandes como naranjas, se le iluminó la cara, y se fue
directa al dormitorio y cogió el coche, la correa y el mando. Estaba claro que si el inspector
Gadget sacaba un helicóptero de su pechera, la niña podía sacar el perro-coche de su
armario. Y nos fuimos los tres hacia el parque y ahí dimos unas vueltas, unas meaditas, unas
carreras, y nos lo pasamos en grande. Sobre todo ella, la verdad, que llevaba al perro-coche
con su correa extensible y el pedazo de mando a distancia con todo el orgullo y felicidad del
mundo. Y yo también me sentí mejor. Me congratulé al ver lo bonito que es hacer feliz a un
niño, lo bonito de ver la felicidad a tu alrededor, ya que supongo que algo se te pega.

Capítulo 12

—GrrrrGrrrrreeeegr greccrrrrrrgrgrgr! —hizo mi radio al sintonizarla con la frecuencia


del micrófono del piso de arriba. Era la cotorra. El Lute decía que su cotorra no merecía
pasar el frío que estaba pegando esas Navidades y la había sacado del patio de luces y
metido en su casa. Según él, para nada habían influido las protestas vecinales y se jactaba de
hacerlo porque le salía de las pelotas, que si no tuviéramos la oreja pegada a su puerta, no
oiríamos nada, que éramos todos una manada de cotillas. Así, lo había instalado en lo alto
del ficus, donde parecía que se estuviera comiendo el micrófono.

Preferí la frecuencia de la cotorra antes de escuchar las noticias de la Cope, sin


mentiras ni manipulaciones. Además, en cualquier momento podía empezar la fiesta, me
refiero a las disputas familiares, y amenizar la sosa sobremesa que estábamos
protagonizando Ernesto, Ramsés y un servidor.

—Sintonízala bien —se quejó Ernesto—, que parece que alguien esté haciendo
gárgaras.

El tío no sospechaba que aquello fuera una emisora.

—A ver, Ernesto, ¿tú tienes algo con la señora Carme?

—¿Y a qué viene eso? —dijo simulando extrañeza.

—¡Ah!, te has enrollado con ella, ¿eh? —sospeché por su expresión—. Pues entonces,
hazme caso y vamos a escuchar esta emisora.

Se carcajeó el idiota tratándome de loco, y le sugerí que cerrara el pico y que cuando
cesara la fritanga producida por la cotorra, prestara atención, que tal vez así se reiría menos.
Le conté que ese bicho había aprendido, por su bien, a callar cuando el Lute hablaba, y así
lo hizo al iniciar él una refriega con su mujer:

—Si te pillo te vas a enterar, Carmencita —le advirtió el Lute—. Tú todavía no me


conoces…

—¡Ah!, pues ni ganas tengo —le respondió—. Pero tú ponme la mano encima, a ver
quién se entera antes, ¡que te denuncio!

—Eso si te queda tiempo, porque primero me cargo a tu amante, y luego a ti. Que
sepas que te estoy vigilando.

—¡Ah!, ¿me vigilas? ¿Tú y cuántos más? ¿Algún amigote de esos borrachos? —y se
carcajeó.

—¡Bah, cállate, zorra! —echó mano del insulto.

Tras la falta de recursos orales del Lute, temí que sucedieran otros de índole física,
pero no fue así, gracias a Dios. Se formó un silencio largo y por un momento creí que el
micrófono se había estropeado, pero resultó ser un instante de guerra fría en el que ni la
cotorra se atrevió a abrir el pico.

Miré a Ernesto con cara de falso lamento, con algo de cinismo, porque él mismo había
comprobado cómo las gastaba el Lute con el tema amante y que entonces ya podía
considerarse él. Por supuesto que no osé informarle, ni antes ni entonces, de mis desvaríos
con la vecina, pues si el Lute lo cogía, no quería que me usara para salvar su pellejo.

—¡Hostia, tío! ¡Qué me dices! —dijo asustado Ernesto.

—Hombre, Ernesto, ¿te piensas que puedes liarte con la vecina y quedarte tan pancho?
¡Jolines, que la vida no es así! Al menos que te caiga algo de tensión, ¿no? —me recreé un
poco, lo reconozco.

Recobró al fin el Lute el don de la palabra:

—Estás avisada. Y ahora me voy al Egipcio, aunque tal vez me voy de putas, mira lo
que te digo —le soltó el Lute.

—Por mí como si te vas a la mierda —sentenció con brillantez ella. ¡Lo que hace un
buen polvo!, pensé. Y se acabó el episodio con un portazo, los nuevos gorgoteos de
felicidad de la cotorra y los consecuentes lamentos de Ernesto al saber dónde se había
metido.

Y sin entretenerme más, disculpé mi presencia −que me esperaban, dije− y le aconsejé


que estuviera atento a la emisora por si había novedades que lo involucraran.

Para mí, en aquellas fechas, un encuentro con una chica ya era toda una cita aunque
fuera de los Testigos de Jehová. Así que me tiré un buen chorro de la colonia que me había
regalado mi hermana Rosa, intentando hacer de mí un hombre de provecho, y salí con
premura, algo mareado, con la esperanza de que el aire de la calle me dejara respirar. Así,
dejando estela de esa fragancia a mi paso, me dirigí ilusionado hasta el Templo de los
Testigos de Gràcia, donde la mismísima Dolores me enseñaría las instalaciones y las
actividades que ahí realizaban.

Justo al girar la esquina antes de llegar al Templo, me di de bruces con un tío cargado
con trastos y bolsas, y del susto casi se le cayó todo al suelo.

—¡Oh!, perdón… —dijimos los dos al unísono.


Pero con cuatro arrugas de más y cuatro pelos de menos, no hay cara de la infancia que
se olvide, y nos reconocimos al momento.

—¡Blasco! —exclamé sorprendido.

—¡Ramón, qué sorpresa! No veas cuánto tiempo, chaval —y nos fundimos en un


abrazo.

Blasco y yo habíamos perdido el contacto hacía unos quince años, al marchar del
barrio por cambio de vivienda −cuando todavía era posible cambiar de vivienda−, y
dejamos de compartir instituto y el contacto diario. Pero las amistades de la infancia son tan
fraternales que ya puede pasar el tiempo que sea, que es como si te hubieras visto ayer. Si te
lo has pasado bien jugando con él a cualquier cosa, ya no se te borrará nunca de la cabeza,
ni siquiera, dicen, cuando te ataca el Alzheimer.

Nos habíamos criado enquistados en el mismo barrio, la Trini, en el espacio que queda
en medio del actual Nudo de la Trinitat, que para salir de él tenías que vestirte como Dios
manda, coger una mochila y agua, y buscar la salida por ese embudo. Era como estar metido
en una botella, que es difícil salir de ella a no ser que alguien la frote, como una lámpara
maravillosa. Pero claro, sin serlo, que así nadie la frota. Y así seguimos pegados al barrio
que nos vio nacer, hasta que alguien frotó la lamparita para Blasco.

Nos quedaron recuerdos inolvidables: aquellos partidos de fútbol en el descampado,


jugar a churro, mediamanga, mangotero, que cuando le tocaba lanzarse a Jacobo, que estaba
muy gordo y que muchos días se lo cantábamos a coro, se vengaba haciendo la bomba. Y
bueno, ¿qué decir de las canicas y los cromos? Las leyes del juego eran sagradas y nadie se
las saltaba: era nuestra constitución, nuestro sentido de la vida.

También recuerdo que, volviendo a casa, entrábamos en un bar lleno de viejos a jugar
al millón. Era una máquina estupenda que tirando cinco pesetas, te daba cinco partidas. Y
aunque éramos menores de edad, nadie nos decía nada. No había ni protección al menor ni
nada que se le pareciera; éramos ciudadanos de pleno derecho.

Precisamente fue jugando al millón cuando descubrí que el dinero se puede esfumar en
un abrir y cerrar de ojos, sin obtener nada a cambio. No me lo dijo mi madre, porque lo
hacíamos a escondidas, pero lo experimentamos en propia piel. Acababas sin nada en los
bolsillos y con una increíble sensación de vacío. Porque, vamos, jugar siempre había sido
gratis, y gratis tenía que seguir siéndolo. Pero bueno, Blasco y otros mostraban otra versión
de la vida a la que no tenía que hacer ascos. Todo era experimentar y aprender.

Hasta habíamos hecho un pacto de sangre, seguramente ya olvidado y enterrado por


nuestras nuevas vidas. Pero ya se sabe que un pacto de sangre es para siempre. En el mismo
parque, detrás de unos arbustos, lo habíamos sellado haciéndonos unos cortes con una
navajilla que Blasco le había pillado a su padre sin que se enterara.

Su nuevo barrio fue Les Corts, muy cerca del campo de Barça, y eso siempre me dio
mucha envidia porque imaginaba que podría ver todos los partidos gratis con solo cruzar la
acera. Pero no era así, claro, que su padre era tan pringado como el mío.

Para ser aceptado en la nueva comunidad, tuvo que luchar contra sus orígenes. Llegar
de la Trini era como ser un delincuente, un chorizo, y cualquier comentario fuera de tono
ponía a los nuevos colegas en alarma y te señalaban con el dedo por tu procedencia. Por
eso, para disimularlo, fue adquiriendo prendas de marca y consiguió camuflarse en su nuevo
barrio. Pero como decía mi yaya Quimeta, la catalana, “aunque la mona se vista de seda…”.

—…mona se queda —le completaba, y me daba un beso de premio.

Tras la espantada de Blasco perdimos contacto, pero cada Navidad me mandaba una
felicitación de Año Nuevo y por eso tuve ese emotivo recuerdo de él. También, porque fue
él quien me regaló a Pío Lindo, y yo, más tarde, incorporé su nombre a mi familia
ornitológica al nacer mi primera cría, Blasco, como homenaje a nuestra amistad.

Pero, aunque parecía que no había pasado el tiempo, era innegable que habíamos
cambiado, y Blasco un montón. Iba vestido con zapatos Mortadelli, chaqueta de piel Piti
Uska y traje de Manolo Mínguez. Blasco se había convertido en un pijito de mil pares de
narices.

Me puso al corriente con cuatro datos: casado, con dos vástagos y con la soga al cuello
de una hipoteca. Era abogado y dedicaba su tiempo libre al mundo ornitológico, que le
apasionaba.
—Sí, veo que todavía te dedicas a los periquitos —constaté.

Venía cargado con una jaula, dos nidos, afiladores de picos y pienso de la tienda El
Pájaro Loco. Me indicó con el dedo la entrada del comercio, detrás de mí. Mostré mi
satisfacción por la duración de sus aficiones, lamentando que la mía se evaporara al ir
desapareciendo un pajarito tras otro.

—Hombre, es normal que se mueran. Nosotros vivimos ochenta años y ellos no pasan
de los seis —espetó Blasco.

Su pasión por la ornitología era tan fuerte que hizo lo imposible para hacer su pasantía
en El Pájaro Loco, como ayudante de abogado. Luego me confesó que lo dejó al descubrir
que ese mundo rozaba el límite de lo permisible, y que él tenía mujer y su primera hija en
camino.

—¿Ah, sí? ¿De qué límites hablas? —instigué sorprendido.

—No te imaginas el lío que es la adquisición de ejemplares. Tenía que conseguir los
papeles de aduanas, permisos, visados… ¡Ah!, y los de sanidad del país de origen y de
destino, el de traslado... Los pedidos especiales dan mucho trabajo.

—¿Pedidos especiales? Eso suena a contrabando —le dije.

—Ahora me dedico a divorcios y separaciones y algún penal. Y en mi tiempo libre, a


mis niñas y a mis periquitos, que a ellas les encantan. Pero, cuéntame de ti, Ramón, ¿a qué
te dedicas? ¿Te has casado?

Finalmente abrí yo la boca para decirle que mi vida no era la mitad de interesante que
la suya. Le dije que estaba solo, sin pareja ni hijos, y que tenía la desgracia de compartir mi
piso con un amigo y su perro. Pero le subrayé la satisfacción de ganar un buen sueldo
ejecutando viviendas unifamiliares y que, por primera vez en mi vida, podía ahorrar y
gastármelo en lo que me diera la gana.

Blasco afirmó no haberme imaginado nunca colaborando con la especulación


urbanística, que yo tenía pinta de profesor de dibujo o algo así. Entre risas y estupor le solté
que tampoco yo lo hacía defendiendo a los mafiosos.

—El sistema nos engulle, Ramón —rememoró con esa frase nuestros orígenes
humildes y nuestra inocencia revolucionaria.
—No somos nadie —completé—, tenemos que tragar. ¿Qué hacer, si no?

Nos sacudimos de encima ese triste análisis y nos emplazamos a vernos pronto para
ponernos al día con unas cervezas, que teníamos mucho que contarnos.

Efectivamente, cuatro pasos más allá estaba la tienda de animales de compañía El


Pájaro Loco. Estos habían empezado en las Ramblas vendiendo hámsters y periquitos, y
habían acabado vendiendo todo tipo de bichos por todo el país en crecimiento exponencial.
Entonces ya se anunciaban por la tele, vendían a la carta y, para los que no querían moverse
de casa, también por Internet. ¡Hasta disponían de marca propia de comida para mascotas!

Como todavía me quedaban diez minutos para la cita, me quedé ante el escaparate
observando una jaula atiborrada de periquitos ingleses. Absorto, me trasladé a la tribu que
había criado yo años atrás, a mi Pío Lindo, al Lechuga la visitante, y Blasco el chiquitín, de
corta vida el pobre, los tres volando ¡a saber por dónde! Me imaginé la triste vida que les
esperaba, mientras ellos, ajenos a ese destino, gorgoteaban y luchaban por las cuatro
semillas que quedaban en uno de los comederos. También aquí tenían sus jerarquías. Y me
pregunté si sabían que cada uno de ellos acabaría en una jaula distinta.

Me acordé de Kunta Kinte y de sus paisanos, pues no hacía tanto tiempo que también
se comerciaba con los negros. Tal vez ahora podríamos admitir, que es mucho admitir, que
en los países occidentales no se comercia con las personas, pero ¿y en los países del tercer
mundo? Niños soldados, intereses en guerras, esclavitud por comida, la prostitución,
explotación en el trabajo, extracción de órganos vitales, rapto de niños para adopción,
mafias de drogas… ¿Eso no sigue siendo esclavitud? Y si se comercia con personas, ¡cómo
no se van a comerciar animales! En definitiva, esos periquitos iban a tener el mismo destino
que los míos, a merced del mercado.

Sensibilizado por el recuerdo de mis periquitos, decidí entrar a comprar un hueso de


tripa para el imbécil de Ramsés. Había logrado tirar el suyo babeado al contenedor más
alejado de casa, para que no siguiera su rastro, y me vinieron ciertos remordimientos.

Sería engañoso reducir la compra a ese acto de caridad, porque el animal, a falta del
hueso, volvía a devorar la pata de la mesa de la cocina. Ernesto no parecía tener ninguna
intención de impedírselo, y yo tampoco, si no fuera porque en su cúspide, había una
montaña de platos y cubiertos grasientos, alimentos petrificados e hileras de hormigas
recolectoras. Eso me daba una sensación de desplome, como la que yo había sufrido días
atrás, y el deseo de evitarlo ya era todo un síntoma de resistencia, en cuanto a lo que a mí se
refería.

Buscando un simple hueso, vi todo lo que puede necesitar un perro a tenor de lo que
ahí se exponía. Me sorprendió ver que, como ser humano, yo no disponía de la mitad de
esas cosas. Llevado por esa perplejidad, me adentré hacia donde una flecha indicaba:
“Exposición de animales en el interior.”

Lo primero que vi fueron pájaros, gallináceos, palmípedos, cotorras, periquitos y


canarios. Pensé que tal vez el Lute hubiera comprado ahí la cotorra, pues era igualita que la
suya. Pasé después un par de jaulas repletas de grillos y roedores donde ponía “Comida”.
Claro, comida para reptiles y otras bestias. Y pasé a mirar esas bestias, que eran las que
venían a continuación: tortugas, lagartos, camaleones, serpientes… todo un sinfín de
animales que no daba crédito, ya no a su venta, sino a su exposición en esas condiciones tan
ruines.

Ya saliendo, pedí el tique de compra en caja, pues tenía muy claro que ese hueso no lo
iba a pagar yo, y de paso me llevé el catálogo de productos y animales de la tienda, que era
gratis y a todo color. Al darme cuenta de la hora, me apresuré hasta la siguiente esquina,
pues no era cuestión de llegar tarde otra vez a mi nueva cita con Dolores, aunque fuera en el
Templo de los Testigos de Jehová.

En la misma puerta me esperaban la señora Milagros y una comitiva femenina


capitaneada por Dolores. No estaban en minifaldas como algún depravado podría
imaginarse, pero sí con una exultante sonrisa tipo chica undostrés. Atónito yo de tanta
diligencia, no adivino la mía demasiado natural. La verdad es que después de mucho tiempo
tuve la sensación de haber llegado a algún sitio.

—¡Bienvenido, querido Ramón! —me saludó eufórica doña Milagros—. Estás en tu


casa.

—¡Ah!, muchas gracias, señora Milagros —le agradecí con sinceridad—. Es usted
muy buena.

Quedó la comitiva en la reserva y la señora Milagros me dio paso por diferentes


pasillos hasta dar de bruces con el enorme crucifijo que gobernaba su despacho. El rey
también aparecía enmarcado en la pared lateral. Luego me distraje con la silla de ruedas
más contento que un chinche, y me invitó a tomar algo.

—¡Ah!, ¿un Trinaranjus? —por pedir, pensé.

—Como ya sabes —empezó la señora Milagros—, nosotros somos gente normal,


como tú, como tu vecina —vaya, mi vecina, pensé—. Tenemos los mismos problemas que
todo el mundo. No somos una secta como dicen por ahí, ni comemos el coco a nadie.
Estamos aquí para ayudar a la gente, al mundo, y luchamos por la paz y la justicia a través
de la palabra de Dios.

—Yo también estoy por la paz y la justicia —dije sin mencionar a Dios.

Estábamos en el momento más complicado de la historia de la humanidad, porque


nunca se habían dado tantas guerras en un siglo, y que por eso estábamos en el fin de una
era, la Era del Fin. Del Fin del Mal, porque más mal no podía haber, según ella.

—Son tiempos críticos, tiempos difíciles de manejar. Ahora, los hombres son
amadores de sí mismos, amadores del dinero, presumidos, altivos, blasfemos,
desagradecidos, desobedientes ante los padres, desleales, sin tener cariño natural. Son
calumniadores, sin autodominio, feroces, sin amor al bien, traicioneros, testarudos,
hinchados de orgullo, amadores de placeres, más que amadores de Dios. Tienen una forma
de devoción piadosa, pero resultan falsos a su verdadero poder. Y tenemos que apartarnos
de eso y, por supuesto, combatirlo[1].

—Pues yo me apunto a combatirlo, señora Milagros.

—Es que, Ramón, ¿tú sabes que muchos científicos han advertido que si el hombre
sigue contaminando la Tierra, esta se volverá inhabitable?

—¡Si ya es ahora inhabitable...! —exclamé.

—Sí, pero fíjate que Jehová la formó para que fuera habitada, nunca para que fuera
inhabitable, ¿entiendes? ¡No puede ser inhabitable!

—¡Ah!, pues si la Tierra no puede desaparecer por mucho que la destrocemos...


¿Tendrán que desaparecer los que la maltratan?

Me dio un sobresaliente, y como no estaba acostumbrado a esas notas, mi autoestima


se alzó notablemente.

—Desaparecer, transformarse, cambiar, progresar… —matizó ella—. No matar o


aniquilar, Ramón. Hay que luchar para conseguir cambiar el mundo tal como lo concibió
Jehová.

Mientras doña Milagros seguía con su exposición, empecé a sacar conclusiones de sus
palabras: “Sí, sí. Hacer un mundo nuevo, eliminar la maldad, la crueldad, la explotación, el
terrorismo, las policías, los ejércitos, las mafias, la pobreza, la esclavitud, la prostitución...
Proteger a los más débiles, a los niños, a los animales... ¡Cómo me gustaría ver a todos los
pájaros de las Ramblas volando de platanero en platanero! Vi la luz. Yo estaba ahí para
ayudar a construir las casas de Pablo, sí, por trescientos pepinos al mes, pero también
altruistamente por un mundo mejor”.

—Sería oportuno que participaras en la reunión de esta tarde —propuso al final— para
que aprendas lo que predicamos.

Y después de aceptar ilusionado, doña Milagros me premió con la presencia de


Dolores, a la que llamó para que me enseñara las instalaciones de la comunidad.

Profundicé por nuevos pasillos al ritmo de las nalgas de Dolores, que me marcaba el
paso con unos pantaloncitos ajustados que respingaba su pompis de manera asombrosa,
pero enseguida me esforcé para recubrirme de la espiritualidad acorde con el escenario.

Entramos en una sala en penumbra. Al cerrar la puerta, lo primero que pensé es que me
quería violar o algo parecido, y me asusté un poco, pero se me puso enfrente y llegué a la
conclusión de que llevaba un wonderbra, porque no recordaba semejantes pechos altivos, ya
que me habría dado cuenta. Al notar que me estaba mirando, desvié la vista hacia su cara, a
un palmo de mí, igual que sus pechos, claro, y me soltó un bofetón que la tía se quedó bien
a gusto.
—¡Y chitón! —susurró—. ¡Que aquí las paredes son de papel! —y recuperando su
volumen habitual, prosiguió satisfecha—. Y ahora verás el video Quiénes somos, de dónde
venimos y adónde vamos. Ya verás qué bonito.

La verdad es que ese bofetón me cambió el humor para con ella y, curiosamente, ni su
trasero respingón ni su wonderbra me produjeron la gracia de los minutos anteriores. Ella,
en cambio, camufló su seriedad tras una sonrisilla mofona que no me gustó nada. Bueno, el
hecho es que me quedé mirando el video entre la incomprensión de ser blanco de cualquier
disparo y del dolor más que físico, moral, del chasquido de su mano contra mi jeta. Luego,
se acercó y me susurró, todavía enfadada, que a ella no la dejaban colgada en la puerta de
un cine ni su padre y, como podía comprender, yo menos todavía.

—Bueno, bueno… —acepté yo, y me quedé más tranquilo porque al menos comprendí
algo. Comprendí que el plantón la había ofendido y eso subió mi autoestima. También me
di cuenta de que mi autoestima necesitaba poco para subir, igual porque estaba bajo
mínimos. No me pidió perdón por el castañazo, pero su wonderbra empezó a recuperar su
belleza inicial.

Subimos luego hasta Juventud, donde supuse que los jóvenes trabajaban en ayudar a
los colectivos más desfavorecidos: a la tercera edad, a la infancia, a la prostitución, a la
esclavitud del tercer mundo y al medio ambiente. Siempre con la ayuda de la Biblia, hacían
reuniones para acercar ideas y combatir las injusticias. Dolores era la responsable del medio
ambiente y fauna, lo que me pareció muy interesante. Por un momento, gracias a mis
conocimientos sobre animales, me vi aportando mi sapiencia y liderando el grupo con
dinamismo. Mi mente se había disparado filmando el futuro a su libre albedrío.

—¿Me escuchas, Ramón? Te estoy hablando —me advirtió.

Y le dije que sí, claro, cómo no iba a escucharla. Y sentado en el antepecho de la


ventana, que daba a un patio interior, vislumbré un pastor alemán atado y quise demostrar
mis capacidades haciendo una primera aportación a ese liderazgo:

—¿Y ya habéis echado una ojeada aquí abajo? Si hay que proteger algo habrá que
empezar por ese perro atado, ¿no? —y lo señalé.

Se acercó Dolores a mirar por la ventana, justo a dos centímetros de mí, y me llegó su
aroma femenino, que no mareaba sino que despertaba mis instintos más básicos.

—Este perro es de la tienda de animales —respondió Dolores—. Esa gente ya sabe lo


que hace.

—¿Estás segura? —la invité a dudar, llevado por mis instintos de seducción—. Pues
yo no lo tengo tan claro.

Justo cuando degustaba la inhalación de su fragancia con los párpados caídos, se abrió
la puerta y entró la aguafiestas de doña Milagros. Dolores, como si tuviera un fuelle, dio un
saltito quedándose a dos metros de mí, y en el ambiente quedó un silencio inquietante que
solo doña Milagros encetó a romper.

—Perdonad, queridos, enseguida empieza la reunión. ¿Bajáis?

A las cinco tenía mi primera reunión dominical, en la que conocí a un montón de gente
agradable y feliz, y me contagié de la bondad y amor del ambiente. Saludé a todos los que
me rodeaban, dándonos la mano cuando el reverendo Marcos nos invitó a hacerlo. Entre
tantos cantos y palabras de Dios, parecía que Dios realmente estuviera presente en esa sala
y, aunque de reojo, yo miraba para todas partes para ver lo que esos feligreses creían ver y
nunca había creído, yo no vi absolutamente nada. “Jehová está con nosotros”, insistía el
reverendo Marcos, y volvíamos a cantar otra canción. Me abstraje algo de él, ya que se me
hacía pesado y repetitivo, y acabé reclamando la hora al desear que finalizara cuanto antes.

Acabada al fin la ceremonia, decidí perderme en los lavabos para desencartonar mi


cara y aprovechar para hacer necesidades mayores, que los nervios apretaron de lo lindo. De
camino me crucé con Dolores, que salía de los servicios de señoras, y me guiñó el ojo muy
seria, cosa que añadió más presión a mis intestinos. Pero casualidad o no, justo a mi paso se
le abrió el bolso y cayó todo su contenido. Ante eso, no pude negar mi ayuda a recogerlo: el
pintalabios, el cepillo del pelo, la agenda, compresas, un espejito... Bueno, un sinfín
inimaginable de cosas, que parecía mentira que estuvieran todas en un bolso tan pequeño.
También le di un papel arrugado que parecía que no quisiera coger, y me dijo ella:

—Ese papel es para ti, ¡tonto!

—¡¿Ah, sí?!... ¡Ah!, gracias —y le devolví el guiño.


Y até cabos: Dolores había simulado ese incidente para provocar un encuentro
desapercibido entre la multitud. Y me pregunté: ¿por qué yo no tenía ese punto de astucia
que tanto me había acompañado en mis años jóvenes, de intuición, de desconfianza, de
pillería, y que todo el mundo parece tener? Cuando me llamó ¡tonto! ni me ofendí, porque
siempre me he sentido algo tontaina. Aunque la verdad es que siempre he preferido ser eso
que un caradura o un joputa. Legado de mi madre. Y aunque me pasé toda mi infancia
regañando con ella, creo que al final he salido, para bien o para mal, como ella ha querido.

—Bueno, jolines, siempre se me va la olla en los cagaderos, y todavía sin leer el


papelito —y leí: “Miércoles a las ocho en el cine Bosque, última fila, última oportunidad.
Un beso.”

Volví el lunes al trabajo con el brío y dinamismo que la congregación me había


transmitido. Dejando aparte la excitación que provoca una cita con una mujer en la última
fila de un cine, mi espíritu se había beneficiado del buen hacer de esas gentes. Había
aprendido que, por mi bien, debía tener actitudes positivas ante la vida, y el trabajo no debía
ser una excepción.

Así, cuando de buena mañana entraron Rodolfo y Adolfo discutiendo sobre el chispazo
que había pegado la hormigonera, yo les pregunté con amabilidad por el fin de semana. Tal
vez no fui demasiado oportuno, porque callaron, me miraron de arriba abajo, soltaron un
escueto bien como respuesta más generosa, para ignorarme de nuevo y seguir discutiendo
sobre el chispazo. De manera fatigosa pensé que, por mucho que me esforzara, a esa gente
no había manera de cambiarla.

Añadí una nueva sonrisa cuando fue Pablo el que entró en el barracón, pero el muy
zopenco me saludó con un simple “eh, chaval”, sin mirarme a la cara. Después se dedicó a
despotricar sobre su fin de semana, que fue excesivamente familiar, especialmente con su
padre, y nos contó un chiste sobre abuelos que al relacionarlo con su padre, le gratifiqué con
una sonora risotada. Y me vino al recuerdo mis intentos para agradar a Pet. Ahora, igual que
antaño, parecía no conseguirlo, pues aun siendo un chiste, a Pablo no le sentaron nada bien
mis risas al creer que me cachondeaba de su padre. A veces me sentía tan cansado…
Visto el panorama −que uno tiene una energía, pero no por eso hay que dar palos al
agua−, no creí conveniente comentar que no había ningún tejero trabajando en la cubierta.
Vidal, el representante, había jurado por su madre que el lunes a las ocho habría un equipo
entero colocando tejas de casa en casa. Pero era mentira, claro, porque ahí no había ni Dios,
aunque tampoco deberíamos preguntárselo al reverendo Marcos. ¡Vaya con el tejero!,
pensé, ¡usar a su madre para salir airoso de sus compromisos!

Emulando al oso Yogui cuando olisqueaba un asado, hice lo propio con el fuerte olor
de morcillas a la brasa al acercarme a la zona de acopios, enfrente del barracón. Los
albañiles no preparaban su desayuno hasta que Pablo se había largado a por el suyo, cosa
que me ofuscó porque quería decir que me habían dejado solo otra vez. ¡Vaya cabrones!,
renegué.

—¡Qué, Ramón! —se mofó Adolfo—. ¿Una morcillita?

La verdad es que quien diga que en las obras no hay compañerismo, es que no se
entera de la misa la mitad, porque todo el mundo participaba del desayuno, Moreno
incluido. Aunque estaba a quince metros de la fogata, como si tuviera vergüenza, en el
momento del reparto le obsequiaban con una morcillita, que rechazaba porque era
musulmán y no comía cerdo. Y para el circo de esa clase media de la obra, tanto servían las
bajas como las altas esferas. Con Pablo no se atrevían, porque les hubiera contestado que ya
sabían por dónde se podían meter las morcillitas, pero conmigo tenían muchas ganas. Hay
que reconocer que en la obra también hay mucho cinismo, y hay que esperar el turno en el
cual te puedes reír del otro, de la misma manera que los otros esperan su turno contigo. Y
estaba seguro de que Mamadou también esperaba el suyo, por mucho que se hiciera de
rogar.

De todas maneras, no acepté la morcilla. Unirme a ellos era como agarrarme a un clavo
ardiendo, y no quería imaginarme la reacción de Pablo al mezclarme con la purria de la
obra. Y como parece que los decepcioné, me quedé yo bien satisfecho de la jodienda, como
un acto de poder. “Tú quieres, pero yo no te dejo”, pensé. Un poco como lo que hizo Pablo
no avisándome para el desayuno. Y noté que se me habían esfumado las buenas sensaciones
de la congregación. Saludé en especial a Mamadou, pues me empezaba a caer bien, y me
largué directamente a la caseta de Fina, a ver si quería tomar un café.
Insistiendo en ese intento de positivar el ambiente, quise hablarle a la Seca de mi más
que aceptable fin de semana y que me hablara del suyo, claro. Ella siempre hacía de todo y
se lo pasaba tan superchachi que al final me hacía sentir como un inútil; a ver si conseguía
sentirme feliz por un día. Pero no lo conseguí, y volvimos a hablar de Pablo y sus actos:

—¡Qué me dices! ¿Otra vez se han ido sin ti?

Se recreó la Seca en mi abandono, que relacionó con mi falta de perspicacia. Entonces,


se emperró en mostrarme los peligros que me acechaban. Como si fuera una gran estudiosa
del personaje Pablo, me contó cómo se leían sus silencios, la interpretación de sus posturas,
su tono de voz…

—Y nunca sabrás por qué está cabreado, que eso es lo que más jode… Él es así,
Ramón ¡qué le vamos a hacer! —dijo ella, estando por encima de todo.

Fina se lo pasó tan bien que insistió en invitarme a comer a su casa, cosa que al final
consiguió por pesada, porque a mí no me gusta discutir. Y también porque me dijo que de
postres nos fumaríamos un porrete, que así nos relajaríamos un poco para hacer bajar todo
lo que se me avecinaba. Y bueno, también porque me ahorraba las mil pelas del menú, que
buenas eran. Para nada había pensado en liarme con ella, ni que ella lo quisiera. Cuando le
dije a Pablo que no me gustaba mezclar el sexo con el trabajo, era la pura verdad.

—Y para que no nos vea Pablo, quedamos a las dos en la granja, ¿vale? Que si nos ve,
¡no veas la que nos monta! —concluyó Fina.

Nunca fue aplicada en mí la presunción de inocencia. ¿Cuántos ladrones de guante


blanco se sabe que han vaciado las arcas de bancos e instituciones y se quedan impunes por
tener un buen abogado que supo darle la vuelta a la ley? La comida en casa de Fina se me
antojaba como una encerrona, un banquete donde yo podía ser el ingrediente principal. Y
me vino a la cabeza el caso de la señora Carme, la pobre, del que yo sí que había salido sano
y salvo, porque no quería saber qué me habría deparado la vida si el Lute se hubiera
enterado que me había cepillado a su mujer. Y bueno, la realidad es que siempre pagan
justos por pecadores; de lo que te libras injustamente por una parte, te cae de la misma
manera por la otra.

Me dejé llevar por su Renault 25 hasta su piso, en la zona alta de Vilassar, y me enseñó
hasta su cajón de ropa interior, que para nada había que tenérselo en cuenta. Comimos en la
terraza, a la vista de todos los vecinos, por lo que nada me dio que pensar que Fina quisiera
nada más que comer, beber cerveza y tomar un café. Luego, me invitó a pasar al salón y
empezó a desmenuzar tal cantidad de chocolate, que me salió del alma reprochárselo
escandalizado:

—¡Jolines, Fina, no pongas tanto! ¡Qué pasada!

Me trató de mequetrefe, pues parece que para ser alguien en el mundo de los porreros
tienes que fardar poniendo buenas cantidades. Y la verdad, dos simples caladas de
semejante caño me dejaron con tal flipe que me dediqué a repetir que de esa manera no
podía ir a la oficina. Ella me insistió otras tantas que por un día no pasaba nada, y seguía
contándome no sé qué, que ya ni oía, que a ella los porros le hacían hablar. En cambio, a mí
me pasaba lo contrario; me da por generar una sucesión libre de ideas, que una te lleva a
otra todavía peor, y volví a pensar en una posible conspiración de la Seca para que no fuera
a trabajar, y así Pablo la pillara conmigo.

Me tocó el gordo cuando la imprudente Fina me colocó el teléfono en la oreja y me


dijo que ya estaba marcado el número de la oficina. Es conocido que Olga no soporta a
Fina, cosas de química y mujeres, y el identificador de llamada hizo que Olga pasase sin su
filtro la llamada directamente a su padre. ¡Qué susto más grande y qué sorpresa más
desagradable! cuando oí a Pablo susurrarme al oído un dulce “¿Qué quieres, guapa?” Mi
voz se arrastraba y tuve que improvisar una presentación creíble.

—Mm… Es que no me encuentro bien, me duele la cabeza.

—Coño, pensaba que eras Fina... —protestó Pablo—. Me ha salido su teléfono.

Maldita sea, pensé, ¡claro que era su teléfono! Mi excusa en tiempo real sobre mi
ubicación fue sobre un catálogo de azulejos que Fina quería darme, pero que sonó a mentira
a deducir por sus conclusiones.

—Coño, Ramón, no me vengas con excusas baratas, que esa la he utilizado yo muchas
veces con mi mujer —lo que me temía—. Si te la estás follando me lo dices y santas
pascuas.

—No, Pablo, que no me la follo...

Se ve que también me iba a tocar la serie y la fracción, porque cuando Fina escuchó
que no me la estaba follando, salió de la cocina iracunda gritando que eso ya pasaba de
castaño oscuro. No podía soportar que Pablo hablara así de ella, y aunque me resistí tanto
como pude, su honra, ira y feminidad tenía más fuerza que mil hombres como yo, y me
arrebató el teléfono. Yo no quería que se enfrentaran por mi culpa, pero Fina no midió las
consecuencias que eso podía acarrearme, aunque sí lo conseguía medir cuando era el pan de
su hijo el que estaba en juego.

Colgó Fina con furia después de soltarle cuatro frescas y siguió desquitándose conmigo
con duras críticas a Pablo y, de paso, al colectivo masculino como un todo compacto e
indivisible. Mientras yo, colocado, cansado y con la moral por los suelos, dejé que mis
párpados fueran cerrándose irremediablemente.

Capítulo 13

Recuerdo perfectamente cuando se acabó mi relación con Eva, que me llamó pingajo
con gran desprecio y me colgó el teléfono. Y todo por una absurda discusión de si íbamos o
no al cine, al cine Bosque por supuesto, que parecía ser el único que existía en toda la
ciudad. Desde entonces nunca me he prodigado en proponer ni película ni cine. Si se tenía
que ir al cine, decía que sí como si estuviera ilusionado. Con Melanie tuve una feliz racha,
que festejamos apasionados en un rincón de la última fila dieran la película que dieran. Uno
de mis intentos fallidos había sido con Dolores, malogrado al llegar yo tarde a la cita. Por
suerte, se me presentaba una segunda oportunidad −y última, parecía− que por nada en el
mundo quería desaprovechar.

Llegué unos minutos tarde e irrumpí atolondrado en la sala oscurecida a la luz de


tráilers publicitarios, mirando para todas partes y no viendo absolutamente nada, pues mis
pupilas todavía no se habían adaptado. Al mirar hacia el fondo de la sala, me recorrió un
escalofrío al recordar mis desvaríos con Melanie; era evidente que todavía no lo había
superado. Igual que cuando creía que mi profesora vivía en la escuela, o más reciente, que
Rut se había casado con la silla rotatoria de la recepción de MiraQueCasa, temí que Melanie
se hubiera instalado ahí con su Cabezas. Por suerte, resoplé tranquilo al no distinguir
movimientos delatores en el rincón. Justo entonces, un espectador tiró de mi gabardina y me
señaló a alguien que me llamaba desde el fondo de la sala. Entonces vi a Dolores
haciéndome señas ostentosas. ¿Quién iba a ser, si no? Di las gracias al espectador, me tapé
con la solapa de la gabardina y me dirigí hasta ella, a tres butacas del rincón de festejos.

—Anda que disimulas bien, ¿eh? —me saludó Dolores.

—Es que no te veía —la saludé yo también.

A mí, que me vieran con una chica no me suponía ninguna vergüenza, más bien al
contrario. Ya desde mi adolescencia, cuando iba con mis amigos, siempre fui visto como
formando parte de una manada de gamberros, y tengo que reconocer que mi adolescencia se
alargó un tiempo considerable. En cambio, cuando era visto con una chica, entre la sonrisa
de felicidad, que iba algo más maqueado y que tampoco iba con una cerveza en la mano, la
gente me miraba con otros ojos y eso ayudaba a sentirme más integrado en la sociedad. En
este caso, el hecho de que Dolores perteneciera a los Testigos de Jehová no me afectaba en
absoluto; una chica era una chica, fuera de la secta que fuera.

Pero lo que para mí era motivo de orgullo, para Dolores era motivo de discreción y
cautela. No quería dar que hablar en el barrio en el que vivíamos ella, yo, y toda la
congregación de los testigos de Gràcia, que me juró ser más numerosa de lo que yo me
podía imaginar.

Dolores estaba preciosa, muy bien vestida, con su wonderbra imponente, la naturalidad
de su pelo suelto y sus labios carnosos, entreabiertos, pareciendo necesitar esa entrada de
aire suplementaria. La luz indirecta de la pantalla dibujaba sus curvas y sombras, resaltando
todo lo bueno en ella, y me hicieron alternar los primeros compases de la película con el
regocijo de su presencia, de reojo.

Pero si mi principal punto de atención era ella, y un poco la película, claro, me


preguntaba cuáles serían los suyos: si solo era la película, la película y yo, o si tenía alguno
extra que no podía vislumbrar por falta de luces. Me quedó patente con el incidente del
bolso y el papelito. De todas maneras, que una chica así de hermosa pidiera citarse
conmigo, me dio la seguridad suficiente como para no tartajear al hablar, y pude mirarla de
frente sin los nervios que me acechaban en ese tipo de encuentros cuando era yo el que los
promovía.

Daban la última de Keaton Repentino. Bueno, ya lo decía mi abuela Rosario: “cría


fama y échate a andar”. Y la verdad es que el artista jugaba a su antojo con la cronología, la
estupidez, la barbarie y la esquizofrenia de los personajes inventados por él mismo. Siempre
he pensado que hacer películas con esquizofrénicos es muy fácil, porque no hace falta que
sean coherentes; en cualquier momento se les puede ir la castaña. Claro, como están locos…
Bueno, empezó la película y enseguida salieron los primeros esquizofrénicos,
aparentemente normales.

—A ver con qué nos sale, ahora —solté.

A mis diecisiete años tuve la oportunidad de llevar al cine a Sandra, a petición suya,
que muy guapa estaba ella con catorce. Mi amigo David, más espabilado que yo en esos
quehaceres, me instruyó en cómo podría llevármela al huerto. Pero bueno, entre que yo no
sabía cómo era el huerto, porque nunca había ido, y también porque fui terriblemente
prudente para que no me tomara por un fresco, no tuve tiempo ni de pasarle el brazo por
detrás, que ya estaba ella aplicada en la tarea, llevándome al huerto en la misma butaca. Y
una maravilla, la verdad.

Bueno, el caso es que David me había contado que la gran mayoría de chicas se
identifican con la heroína de la película, y más cuando esta es guapa, lista e inteligente.
Bueno, a los tíos también nos pasa, me aclaró. Así que esa noche, cuando vi a Uma
Thurman tan guapa, valiente e impresionante llevando de cabeza al seboso capo de la mafia,
le dije a Dolores que Uma me gustaba mucho y que era una mujer como la copa de un pino.
Para David, una afirmación pronunciada con esa convicción era como si la dirigiera
directamente a su ego, y ella me gratificó con una sonrisa, desviando hacia mí su mirada de
la pantalla. David me había dicho que cuando pasaba esto, ya tenía mucho ganado.

A medida que la película avanzaba, lo hacía también su confianza en mí. Si se reía me


tomaba del brazo, amistosamente, y cuando se asustaba, se agarraba como una garrapata,
como si su pecho izquierdo fuera una ventosa, hasta que se le pasaba el susto, que a veces le
duraba un buen rato. Y claro, yo me distraía y perdía el hilo. Y bueno, también me advirtió
David que cuando perdía el hilo por estar más pendiente de ella que de la película, evitara
preguntar nada, no fuera a pensar que era tonto, que las primeras impresiones son muy
importantes. Y sí, no me enteraba de nada, pero seguí su consejo a rajatabla, que yo tonto
no era.

Como veía que el teorema de David iba por los derroteros deseados, introduje algunas
ideas de cosecha propia para acelerar el proceso. Siempre con Uma como referencia, le
otorgué a Dolores un papel de investigadora para una empresa semejante.

—¿Sabes una cosa? Ahora te estaba imaginando entrando en El Pájaro Loco para
investigar el tráfico de animales clandestinos, como si fueras Uma Thurman… —y ella,
¡otra vez!, volvió a desviar la atención de la película.

Ante su expectación, le conté cómo yo mismo me adentré en El Pájaro Loco llevado


por la curiosidad de saber qué se vendía en ese espacio. La realidad era que solo había
entrado a comprar un hueso de tripa, pero fabulé un poco gracias a las horas dedicadas a la
enciclopedia, a lo que Blasco me había contado sobre los pedidos especiales y al catálogo a
todo color que me regalaron con mi compra.

—Y no estoy hablando de las tortuguitas de Florida, sino de animales exóticos como


las iguanas y caimanes. ¿Es sospechoso, no?

—Pues si quieres entramos un día y vemos qué venden. Por cierto, ¿quieres apuntarte a
la comisión de medio ambiente y animales?

—¡Ah!, bueno, ¿por qué no? —acepté como quien no quiere la cosa, aunque en
realidad me hacía mucha ilusión.

Tal vez Dolores me llevó al cine para captarme para su comisión como un sabio
invitado, para aportar mis estudios y capacidades y aconsejar sobre el bienestar de los
animales… Ya me veía liderando el grupo, dando conferencias, organizando fórums…
Pensé en llamar a mi hermano para que me pasara videos del National Geographic, que eso
me daría caché.

Pero ya se me estaba yendo la olla y me acordé de mi madre, que siempre aconseja


tocar con los pies en el suelo, que sino el batacazo puede ser tremendo. Y aunque volví a la
Tierra, que es de donde despegué, lo hice hasta El Pájaro Loco, donde mis ansias por
impresionar a Dolores me llevaron a seguir con ese montaje mental para descubrir unas
supuestas irregularidades en las entrañas clandestinas de ese negocio.
—Tengo un amigo que trabajaba ahí de abogado y me ha contado que ahí se roza la
ilegalidad con los pedidos especiales. Me gustaría saber cuáles son esos tipos de pedidos.
Estoy seguro de que eso no se aguanta a base de periquitos y alimento para perros —le
susurraba—. Así, cuando los descubramos les pegamos un paquete y los llevamos a los
juzgados —rubriqué engallado.

—Mejor a la Protectora de Animales —me corrigió—, que tienen abogados y están


más acostumbrados a ir a juicio. Los de El Pájaro Loco son infinitamente más poderosos
que nosotros.

En eso tenía razón. No hacía falta cagarse en el sucio capitalismo y en todos los
chupópteros de la clase obrera, que ya no se iba a ninguna parte con ese discurso, más que
al cuartelillo a declarar. Con un vocabulario justo y elegante, parecía saber hasta dónde
llegaba su acción y cuándo debía contar con ayuda externa.

Mientras, en la gran pantalla, Uma Thurman parecía llevar al huerto al capo de la mafia
que iba de listo por la vida, y que por listo parecía que las iba a pasar putas. No sé qué
asociación hice, pero me identifiqué con el capo seboso. ¿Y por qué tendría que ser yo
llevado al huerto?, me pregunté. Esa película cada vez me gustaba menos.

Justo entonces Dolores se me acercó y me susurró un minucioso plan que elaboró en el


transcurso de la película. Pero su aliento en mi oreja, que para mí es una zona erógena, me
provocó unos escalofríos que me pusieron los pelos de punta: que si el Templo, que si la
llave, la madrugada, la alarma y no sé qué más de la contraseña y el código de desconexión.
Cosquillas aparte, me pareció entender que quería entrar de madrugada en El Pájaro Loco,
lo que me dejó sin habla. Entrar en ese comercio como un vulgar caco no formaba parte de
mis planes.

Aparte de que la teoría de David no estaba tomando los cauces esperados −con la
película a punto de acabar, todavía no me había proporcionado ni un solo beso−, sí estaba
dando alas a Dolores, que ya se creía Uma con apellido y todo. Y eso me dio mal rollo,
porque me acordé de Melanie cuando la apodé como la actriz y ella se creyó el resto sin
haber pisado un escenario. La cosa se estaba saliendo de madre.

—A ver, Dolores, espera, a ver… —busqué una salida airosa a ese desaguisado—. No
hace falta esperar a que caiga la noche. Yo hablaba de entrar en horario de venta al público.
—Pero entonces no veremos nada —me soltó, dando entender que lo clandestino se
quedaría en el tintero.

Y de nuevo me volvió a la mente Kunta Kinte, y usé su nombre para mentar la


desgracia que le acaeció al indígena insignia con su crucero de ida sin retorno de África a
las Américas.

—¿Qué le pasó a Kunta Kinte? —me preguntó atónita.

—Pues que Kunta Kinte fue el único que tuvo agallas para retorcerse en la jaula, pero
no los quinientos negros restantes que lo acompañaban.

—Ramón… —dijo riéndose avergonzada— no te entiendo.

—Pues que a Kunta Kinte le pegaron más de mil latigazos por rebelarse. ¿Acaso no
viste la peli? En las pelis de Repentino solo salen héroes y esquizofrénicos, pero en la vida
real no hay héroes. Y si los hay, acaban como Kunta Kinte —sentencié—. No sé si es buena
idea esa incursión en El Pájaro Loco de madrugada —y resoplé aliviado de mi raciocinio.

—¡Los del Kunta Kinte y el Pájaro Loco que se callen ya, cojones! —vociferó alguien
desde la oscuridad.

A mi lado, Dolores se carcajeó cuando ella, quiero decir Uma, pilló in fraganti al capo
sentado en los cagaderos. Entonces pensé, las tías buenas también cagan, sí, pero los capos
con metralleta, también, claro. Y me sentí ridículo ahí con los pantalones abajo.

Al día siguiente llegué tarde a la obra por culpa de un accidente de tráfico en el Nudo
de la Trinitat. A quien puso nombre a ese entresijo de autopistas habría que hacerle un
monumento, porque siempre estaba hecho un nudo, pero al que lo diseñó habría que
quemarlo en la hoguera, aunque fuera el mismo. En fin, la radio confirmó el meollo y me
quedé más tranquilo. Así que a bostezar, fumar, quitarse algún moco y tirar algún lapo
procurando no darle al coche de al lado. Y bueno, pensar alguna excusa para Pablo, porque
la del tráfico no le gustaba nada.
Efectivamente, antes de darme los buenos días, Pablo me amenazó con que no le
contara que había tráfico, que no se lo iba a creer.

—Pues no, hoy me he dormido —le mentí orgulloso.

—Pues vaya cojones, chaval, encima que la otra tarde no vienes a trabajar, hoy te
quedas frito... —esa excusa tampoco le gustó.

Llevaba cola la comida con Fina. Con arrogancia, me ordenó poner los puntos sobre la
íes esa tarde en su despacho, y desapareció para no verlo más en toda la mañana.

Por la tarde llegó Pablo con una cogorza importante y me ordenó entrar en su
despacho. Se sirvió un Chivas de su falsa enciclopedia, y pensé que también me invitaría
uno, pero no fue así. Pintaban bastos y me hice el tonto proponiendo hablar de su tema
favorito:

—Qué, ¿hablamos de tus beneficios? —dije frotándome las manos.

Pero tampoco. Pablo me interrumpió con una cortesía tan inusual, que una vez más me
sentí culpable de algo que todavía no sabía. Cuando estaba a punto de arrodillarme y de
jurarle nuevamente que no me había follado a Fina, me empezó a hablar de sus amigos:

—Tú bien sabes que tengo muchos amigos y que a mí nunca me pasará nada malo.

No iba a llevarle la contraria justo entonces, y le di la razón.

—¿Sabes lo que le ha pasado a José Luis, el electricista?

Aparte de electricista, no tenía ni pajolera idea de quién era y le respondí que no.

—Se ve que José Luis tuvo una riña con otro por temas de un negocio que ahora no te
voy a contar, y se tomó la venganza por su cuenta y riesgo, ¿sabes? —y pegó un sorbo de su
whisky—. El hecho fue que él mismo, su hermano y su cuñado se fueron a ver al menda ese
de madrugada, le dieron una paliza y lo ataron en una alambrada de ahí arriba, en la sierra.
Pero mira si son idiotas que lo ataron con cable eléctrico, y además nuevo, y el tío se
desmayó y murió estrangulado por el cable. Y claro, la policía ató cabos y el otro día los
pilló. ¡Imagina cómo está toda la familia!
—Pues no me extraña —expresé sin querer dar una opinión sobre sus amigos.

—Yo tengo claro que si alguien me hace alguna faena, no voy a ser yo quien tenga que
arreglar las cosas. Si no puedes arreglarlo hablando como Dios manda, hay otros medios.

—Claro, lo denuncias... —le di la razón.

—Lo que pasa es que a veces no puedes poner una denuncia, porque son tratos de
palabra, ¿sabes? Y bueno, si tienes que darle un susto a alguien, siempre hay gente
dispuesta a hacer lo que tú quieras. Mira, por romper una pierna un millón; las dos, pues dos
millones... Y matarlo también tiene precio, ¿sabes? Todo tiene precio en esta vida, Ramón,
el dinero lo puede todo.

Se me retorció el estómago al oír la frialdad con que contaba aquella historia, pero más
por no entender por qué me la contaba. ¿Quería avisarme de algo? ¿Sería por haberse
enterado de que husmeé en sus cajones? ¿Le habría contado algo Olga? Dibujé una sonrisa
de circunstancia y esperé a ver por dónde iban los tiros.

—Yo estoy contento de cómo trabajas, Ramón, eres una persona aplicada y ya me
gustaría, mira lo que te digo, que Passarell trabajara la mitad de lo que tú lo haces, que el
muy caradura no pega brote y es un vago de mil pares de cojones. Pero yo sé que el tío es de
plena confianza, ¿sabes? Un vago, sí, pero confío plenamente en él. Y de hecho, cuando nos
vamos juntos de copas, si tenemos algún rollete nos ayudamos ante nuestras mujeres. Ante
todo, somos amigos.

—Está muy bien —y me adelanté a lo que se me avecinaba—. Tú también puedes


contar conmigo para lo que quieras, Pablo...

—Es que la confianza es lo más importante de esta vida para ser amigos. Y yo quiero
que la gente que trabaje conmigo, también sea mi amigo y me tenga confianza. Por poner un
ejemplo, si tienes algo con la Seca, pues coño, Ramón, dímelo, que ya no tenemos quince
años. ¿No te parece? ¿Que te has tirado a la Seca?, pues olé tus cojones...

—Es que te juro Pablo —le dije con canguelo— que no me la he tirado. Pero si tú ya la
conoces, que es una calientapollas.

—Sí, es una calientapollas, pero me gustaría que tuviéramos las cosas claras...

—Mira, no te voy a esconder que la tía tiene un polvo —me apunté a su vocabulario
para intentar sintonizar con él, ya que mi pellejo parecía estar en peligro, o tal vez solo una
pierna—. A lo mejor si se me pusiera a tiro me la follaría, pero ahora no estoy por esos
menesteres. Te lo juro, Pablo, que a mí no me gusta mezclar el sexo con el trabajo, de
verdad, te lo juro...

Pablo no parecía darme ningún crédito, y me siguió hablando de lo necesaria que es la


confianza entre las personas, la franqueza y la claridad. Yo ya intentaba ser su amigo y
hacerle la rosca, pero jolines, el tío era obcecado hasta los huesos.

Después de otro sorbo, volvió a los ajustes de cuenta.

—Nunca he tenido que usar esos servicios para arreglar mis temas, ¿sabes? Ni
quisiera, que es desagradable. Vamos, ahora mismo no tengo ningún problema, porque
mira, lo del Enano nos gritaremos, nos insultaremos, nos cagaremos en nuestras madres,
pero al final lo arreglaremos. Además, con él sí que podemos ir a los tribunales porque todo
está escrito y es legal.

En ese momento deduje que no todo lo que hacía era legal. Pese a eso, yo tenía una
creciente curiosidad por conocer detalles de su vida por rebuscada y estrafalaria, pero sus
mecanismos de protección me echaban para atrás. Temía saber cosas y que luego no tuviera
escapatoria. Y él ya me estaba dejando claro que no era conveniente que me metiera en sus
asuntos.

—Pero el pobre José Luis se ha buscado la ruina—sentenció.

—Pobre tío —lo acompañé—, vaya marrón.

—Y más que nada por la familia, ¿sabes? Su mujer no para de llamarme para ver qué
puedo hacer, porque claro, tengo tantos amigos... El juez de Mataró es amigo mío. Pero no
sé qué puedo hacer aquí, la verdad, no mucha cosa...

—No, claro, es difícil. No mucha cosa.

Pasé la tarde confuso y aturdido, como si me hubieran dado una hostia al derecho y
otra al revés. Sus palabras resonaban en mi cabeza como en una iglesia, con eco: los ajustes
de cuenta, el rollo de la confianza, mi dedicación... Por primera vez reflexioné en que, por
mucho que me pagara, sería bueno buscarme un trabajo con menos estrés. A las siete y
media en punto, cansado, desencantado y abatido, me largué con una despedida seca y con
la vista gacha al suelo.

Me dirigí hasta mi Seat Ibiza, aparcado en doble fila de nuevo, y detecté al mismo
agente de siempre recetando multas a diestro y siniestro. ¡Vaya hijo de puta!, me salió del
alma. Me sacaba de quicio sufrir tanto para ganarme el sueldo, para que luego se fuera a las
arcas del Ayuntamiento. Se me subió la adrenalina y me apresuré corriendo con la mirada
fijada en la cristalera delantera de mi coche, por si ya me había denunciado, y al cruzar la
calle, por poco me atropella un Audi con todas sus válvulas a pleno rendimiento. Respiré
por partida doble, al llegar a la otra orilla sano y salvo y al ver que todavía no me había
multado:

—Estás de suerte, ahora mismo iba a empezar —dijo el agente 2878, chulesco y
sonriente.

Le dediqué agradecimientos por su deferencia y palabras de satisfacción por su


definitiva recuperación, por su lumbago o hernia que tenía. Me dijo que esa era su zona, que
lo vería seguido por aquí, y le ofrecí un cigarrillo e incluso me despedí con recuerdos a su
familia. Estaba seguro de que tanta hipocresía no podía ser buena y que algún cáncer se me
estaría reproduciendo en mi interior.

Eso sí, una vez en mi vehículo me cagué en todos sus muertos, pues estaba
aprendiendo que eso jodía mogollón. Pegué unos bruscos acelerones para sacarme la rabia
acumulada y luego tuve momentos para recapacitar sobre esas preocupantes dosis de
multipersonalidad.

Cuando entré por fin en casa, Ramsés me dio la bienvenida removiendo el culo de
forma grotesca. Desde que le proporcioné el hueso de tripa me recibía así y ya me tenía
hasta la coronilla. Le di dos, y solo dos, golpes en la testa y pasé de largo hasta el comedor.
Tres llamadas había cautivado el contestador nuevo que había comprado, al ser imposible
recomponer el antiguo, y me apresuré a escucharlas, esperando que en una de ellas Dolores
me diera detalles para mi incorporación a la comisión de medio ambiente y animales.
La primera llamada era de mi madre, que Lourdetas le había dado la tarde, que se
sentía muy cansada y que ya no estaba para esos trotes. Me emplazaba el sábado a hacerle
de canguro, que la niña lo exigió así con una marranada de las suyas. La verdad es que no
me extrañaba que me escogiera a mí, porque yo también era amigo de su perro-coche.

La segunda llamada no era para mí y la tercera era de Dolores, ¡por fin! En ella me
alababa la brillante idea que yo había tenido al querer investigar lo más cercano que
teníamos, que era El Pájaro Loco, que no sabía cómo no se le había ocurrido antes, y que si
todos lo hiciéramos así, erradicaríamos las mafias y los fraudes del planeta. Ensalzó mi
capacidad mental y mi visión sobre las cosas, y eso ensanchó mi ego. Su declaración me
gustó tanto que la volví a escuchar, a ver si me la creía yo también.

La segunda parte de la llamada me gustó menos, pues se ve que de tanto ensanchar el


ego, no había oído la última frase de su discurso:

—Las noches me las controla mi padre, pero ya encontraré una para infiltrarnos en El
Pájaro Loco.

Esa declaración de intenciones, que aun con las dificultades paternas tenía la intención
de llevar a cabo, me trastocó el control de la situación.

—¡Esta tía está zumbada!

Reconozco que muchas veces digo cosas sin pensarlas, para provocar y discutir un
poco, y en ese caso, para decirlo claro y sin rodeos, para impresionarla y ver si así podía
llevármela al huerto. Pero bueno, no fue posible, pues ya está: dos piedras y para casa. No
pasa absolutamente nada, que yo ya estoy acostumbrado a ese tipo de derrotas. Pero lo que
no esperaba era que Dolores se tomara mis palabras al pie de la letra. ¿No se daba cuenta de
que lo que quería era impresionarla?

Y bueno, por la noche tuve un sueño en el que apareció mi tío Raimundo, pescador de
agua dulce y muy pesado. Es verdad que al soñar con él ya no lo hice con Melanie, que cada
día salía paseándose en bragas por donde yo estuviera. En ese sueño, me encontraba con mi
tío en su barca de remos de dos plazas en el delta del Ebro, sin poderme escapar, pues no
soy muy amigo del agua y menos del río Ebro, donde dicen que hay una alta proliferación
de peces invasores tan grandes como atunes. Y si hay que tener paciencia para pescar, ya no
os digo nada para aguantar a mi tío Rai. Él lanzaba el anzuelo bien lejos y, cada vez que
pescaba uno, me decía: “Por la boca muere el pez”. Y con ese dicho se soltaba con un
discurso de los suyos, con la explicación de la moraleja de ese refrán, que debía ser
consecuente si no quería que me pasara lo de ese pez. Y cuando pescaba otro, volvía a
empezar, que si el valor de las palabras, que si en su época la palabra ya era un contrato…
¡Vaya taladrada del tío Rai! Claro, tantas horas muertas delante de la caña le daban para
meditar.

Y claro, para mi tío nada es gratuito. Enlazando con la última llamada de Dolores, me
culpaba de tenerme que comer las palabras que le había soltado en el cine sobre la incursión
en El Pájaro Loco. Porque, empezó mi tío Rai, esperando que lo completara yo: “¡Por la
boca…”.

— Sí, tío Rai, muere el pez, ya lo sé.

Capítulo 14

Hablando de sueños, varias veces me ha pasado que, cuando me suena el despertador


para ir a trabajar, por los grandes deseos de que no sea así, sigo en la cama soñando que me
levanto, me ducho, me tomo el café e incluso cojo el coche en dirección a la obra. Pero la
realidad es que yo sigo como un lirón en la cama, calentito. Luego, en un momento concreto
del trance, me despierto sobresaltado, caigo en el autoembuste y salgo, entonces sí,
disparado hacia mis obligaciones.

Cuando me pasa eso, me quedo alucinado con la trama que se monta mi subconsciente
para seguir sobando. Se trata de un hecho que a simple vista puede parecer banal, pero que
considero de gran importancia porque mi subconsciente, con gran atrevimiento, toma la
iniciativa y hace lo que mi consciencia, adormecida y atrapada en las garras de la rutina, no
es capaz de hacer, dándole toda una lección. No está de más esa sutil rebeldía en que no
somos simples autómatas en pro y para el progreso del país, jolines. Además, aparte de
disponer de la fuerza de esa sinceridad, porque es sabido que el subconsciente no engaña,
dispongo de una coartada de peso y no tengo que contar mentiras ni a Pablo ni al jefe de
turno, en su día Pet, por ejemplo. Bueno, a Pet sí que le mentía, pues no era persona que
concibiera la posibilidad de dormirse. En cambio, lo que no concibe Pablo es el tráfico.
Tiene gracia, cada jefe con sus manías. Lo cierto es que esa sobada extra siempre me ha
sentado como un gran chute de felicidad.

En cambio, ese sábado, el despertador se disparó a las siete como una vulgar mañana
de trabajo, engañando tanto a mi consciencia, fácil de engañar así dormida, y a mi
subconsciente, que eso ya es más grave, pues eso quería decir que la rutina también lo había
atrapado a él. Sonámbulo, la presión en mi vejiga me llevó hasta el borde del inodoro, y ahí
luché contra un espectacular empalme matutino para poder descargar el orín donde tocaba.
Mientras lo hacía, mi raciocinio pudo discernir que estábamos en sábado, y el arrebato
mental fue de tal envergadura, que sentí una gran impaciencia por acabar la meada para
reencontrarme con el despertador. Me sacudí el pollón de cualquier manera, yendo el resto
de meo para todas partes menos donde debía y, ya en mi dormitorio, lancé el aparatejo con
todas mis fuerzas hacia el pasillo:

—¡Puto despertador de mierda! —y recobré la felicidad a los pocos segundos, al


incorporarme a mi actividad anterior después de un contundente portazo final.

Tiene gracia, pero a continuación soñé lo que debía hacer a partir de las nueve y media,
que era hacer de canguro a Lourdetas y a su perro-coche. Vamos, al menos ahí estaban los
dos, de árbol en árbol, derrapando por los caminos de tierra, cruzando ríos y salvando
montículos de hierba, como en un gran safari en un parque imaginario de mil colores. Pero
el caso es que yo seguía sobando a pierna suelta, mientras mi hermana ultimaba sus tareas
esperando mi llegada.

Gracias al timbrazo propinado por la señora María, al que no tuve manera de introducir
en el sueño ni como bocina del perro-coche, me levanté de la cama como si tuviera un
muelle en el culo. Simpática la señora María, a veces. A mi paso por el pasillo, eliminé toda
esperanza de recuperar el radiodespertador, al casi resbalarme con el trombo de la sintonía
de frecuencia.

—¡Ai!, ¿t’he despertat? —y con mi cara se dio como respondida.

Sobre el estrepitoso ruido que había oído contra la pared, que por suerte nos separaba,
culpé de nuevo al perro, y la señora María se fue molesta al sentirse engañada. Y me sabe
mal, pero si no quería sentirse engañada que no preguntara, porque yo tenía muy claro que
no dejaría al descubierto mis debilidades como persona violenta, que la fama del Lute ya era
conocida en medio barrio gracias a ella, entre otras eminencias vecinales.

Cerrado el portón, Ramsés me miró desafiante al involucrarle de nuevo con mis


andanadas con el pequeño electrodoméstico. Supongo que no se atrevió a decirme nada al
sopesar que fui yo quien le proporcioné el hueso de tripa que tenía entre los dientes.

Sin tiempo para ducharme, me vestí a la carrera con la ropa que tenía más a mano, que
como es lógico era la del día anterior. Y aunque me sepa mal reconocerlo, en ese vestuario
entraban también los mismos calzoncillos y calcetines.

No sé por qué se me ocurrió pasar por la cocina a ver si había café hecho, iluso yo. Al
ver ese percal, me propuse ponerle solución y escribí en un folio: “Ernesto, te toca la
cocina”, y celebré la decisión engullendo un quesito de mis provisiones. Mientras lo hacía,
me imaginé tomando el café en casa de Rosa en esas tazas enormes de diseño, mientras
remojaba las magdalenas recién hechas de la panadería de abajo. Me apresuré para hacerlo
realidad, aunque en ese momento la única realidad tenía sabor a La vaca que ríe.

Mientras me ponía la chupa, tuve una llamada misteriosa en la que, al otro lado del
teléfono, alguien me susurraba que fue a visitar a sus primos y que estaba preparando una
excursión nocturna para escuchar a unos pájaros cantores. Al decirle que se había
equivocado de número, a punto de colgar me llamó tonto y me dijo que estaba hablando en
clave.

—Ah, ¿Dolores? —no la había reconocido, jolines, pero el caso es que ¡seguía
obcecada en entrar en El Pájaro Loco!, y me apunté al hilo de la conversación—. Pero,
¿quieres decir que encontraremos pájaros cantores? Por la noche hay mucha ave rapaz
nocturna esperando cazar ratoncitos despistados —insistí.

Esta chica me tenía acongojado, pero era cuestión de minutos que mi hermana se
acordara de mi madre aunque fuera la misma que la suya. Así que, entre mis obligaciones
familiares y su reunión de las doce, decidimos quedar a las once en la salida del metro de
Verdaguer, para ver si llegábamos a un consenso.
—Desde luego, Ramón, siempre tienes que llegar tarde —me recriminó Rosa por
veinte minutos—. Suerte que te dije que vinieras a las nueve y media...

Con la vista tan larga como mi madre, mi hermana había tomado sus precauciones y
con un margen de media hora pretendía darme las instrucciones necesarias para que todo
saliese como lo había previsto. Se ve que primero teníamos que hacer los deberes y luego
podíamos ir al parque, cosa que me pareció bien. Era la cadencia normal, primero la
obligación y luego la devoción, que era lo que me enseñaron de pequeño.

—Vale, sí. Por cierto, ¿tienes café hecho?

—Tengo café, magdalenas, queso, embutido... Tú mismo, ya sabes dónde está la


nevera, ¿no?

Efectivamente, ya la había saqueado en anteriores ocasiones.

—Y por favor, Ramón, guarda el embutido en la nevera. No hace falta que laves nada,
pero la comida, guárdala en su sitio que si no se estropea. Yo volveré a las dos, y si pasa
algo me llamas al móvil —y yo a todo le dije que sí.

Tenía que encontrar a Lourdetas, que se había escondido, y no sé por qué pensé que
estaría en la cocina. Ahí, miré dentro del frigorífico y, como hipnotizado, ya no me acordé
más de ella. Ese electrodoméstico gozaba de una frugalidad increíble. Mi iris se dilató y mis
glándulas gustativas se pusieron a salivar haciéndoseme la boca agua, hasta el punto que
Lourdetas, saliendo de su escondite, tuvo que tirar de mi jersey para reivindir el
protagonismo que siempre le dedicaba.

—¡Ay, Lourdetas! —desperté del ensueño—. ¿Ya has desayunado?

—Sí —respondió ella.

—Pues tu tío todavía no, o sea que tendremos que esperar un poco antes de ir al
parque.

—¿Iremos al parque?

—Sí, claro, pero después de hacer los deberes, ¿vale?


Tuvo un amago de marranada, pero supongo que el hecho de que no me alterase un
ápice y siguiera movilizándome para el desayuno, provocó el efecto esperado. Lourdetas,
aunque sin gran pasión, se trajo el bloc y se dispuso para el estudio. Entonces −aunque esté
mal decirlo, tengo que reconocer que así lo pensé−, pensé que yo sí que sería un buen padre,
y no como mi cuñado y mi hermana, que van estresados por la vida y Lourdetas se les sube
a las barbas día sí, día también. Con lo fácil que es, pensé, y sonreí.

Mientras devoraba el fuet con el pantumaca, con las magdalenas esperando turno
como los condenados en el corredor de la muerte, Lourdetas se quejó de que debía hacer
multiplicaciones y luego problemas. Por supuesto que, entre bocado y bocado, encontré un
momento para responderle.

—Venga pues, primero las multiplicaciones… —engullí—, y luego iremos a por los
problemas.

Qué raro se me hizo eso de hacer problemas. Nosotros, los adultos, tenemos tantos
problemas que, ahora que soy mayor, me parece absurdo que de pequeños llamemos
problemas a los problemas matemáticos. En cambio, recuerdo que de pequeño, los únicos
problemas que existían eran los matemáticos, tiene gracia, o tal vez también alguno que tu
madre se empeñaba en hacerte ver como tal, como las apuestas callejeras y demás
diversiones cotidianas, pero sin lograr ver las cosas desde esa óptica. También sabía que si
solucionaba todos los problemas me ponían un diez en matemáticas. Y, sin embargo, de
mayor he visto que solucionarlos es una tarea tan ardua y costosa, que prefiero asumirlos
que vencerlos. Además, si los asumes ya los estás venciendo, me dijo una vez el psicólogo.
Y, eso sí, si no los tienes debes inventártelos, pues una persona que no tiene problemas
parece que sea un vivalavirgen y le importe todo un comino. Luego, también he descubierto
que los problemas de los demás son mucho más fáciles de solucionar que los tuyos propios.

—Eh, tiet, ahora tengo que sumar 450 y 345...

—Pues, ale, a pensar.


El día anterior, viernes, camino de la oficina, me había encontrado a Pablo
arrastrándose por la calle al paso cansino postatracón. Iba con el rostro enrojecido, sus ojos
achinados, una ligera sonrisa y tan hinchado que parecía que la chaqueta le fuera a estallar,
sobre todo cuando alzó, no uno, sino los dos brazos para saludarme en medio del paso de
cebra de la calle Entença. Estaba de buen humor, pero también borracho perdido.

Yo, que nunca estoy para sonrisas después de digerir la comida con el trajinar del
coche, no pude emitir otra sonrisa que la de circunstancias. Miré a todos lados por si alguien
me veía, por aquello de la reputación, y viendo que Pablo no bajaba sus brazos, rematé mi
actuación elevando, visto y no visto, uno de los míos. Lamentando el encuentro, consciente
de la jodienda que provoca la hipocresía cuando no te apetece aplicarla, dedicamos diez
minutos para andar los cien metros que distaban hasta la oficina, marchando al son de uno
de sus monólogos. El de entonces era sobre cómo tenía las tetas la camarera, que no llevaba
sujetadores, y cómo le rebotaban esas carnes cuando traía los platos con el trajín de mesas
que tenía.

Ya en su despacho se liberó de la americana y me pidió que le perdonara, que se iba a


cagar. Ya me veía de postín toda la tarde aguantando su tarabilla. Por lo menos parecía estar
de buen humor, y tal vez me invitaría a un Chivas. La meditación posterior sobre los
problemas me hizo ver la compañía de Pablo como uno de los más serios con los que me
había topado últimamente.

Pero al dejarme solo en su despacho, me dio a entender que Olga no se había chivado
de cuando me pilló hurgando en sus cajones, pues sino, no me hubiera dejado solo aunque
plantara el pino en dos segundos. Entonces, se me ocurrió echar un nuevo vistazo a su
libreta, ¡y fotocopiarla! ¡Claro, qué buena idea! Pero no tenía mucho tiempo. La verdad es
que cuando voy al baño después de comer, me tengo que dar prisa para bajarme los
pantalones, pero no tenía ni puñetera idea de cómo le iría a él. Así que me levanté, me dirigí
hasta el despacho de Gutiérrez y lo saludé mientras, con un tembleque exagerado hice
funcionar la fotocopiadora. El contable tuvo tiempo para comentarme que había llegado la
factura de la cimentación de tres millones y, entre hoja y hoja, le reí la gracia pensando que
era un chiste, mientras tomaba consciencia de lo que tardaba en salir una triste fotocopia. Al
final fueron siete y me apresuré en volver al despacho, pues Pablo ya estaría tirando de la
cadena. Dejé la libreta en su sitio y volví a mi silla con el alivio de estar a salvo. Todavía
con el corazón al galope, tomé unos papeles de mi carpeta y procedí a una falsa lectura con
fantástico disimulo.

—Orffff, qué bien —dijo Pablo entrando en el despacho.

Empezó con un nuevo trabalenguas dedicado al electricista, que ya estaba entre rejas, y
que él estaba completamente desarmado ante ese hecho. Se explayó a gusto durante media
hora. Entretanto, tomamos un café que la gentil Olga tuvo la bondad de subirnos y que
acompañamos con el Chivas escondido en su falsa Enciclopedia de la Navegación. Pablo
estaba generoso y eso me fue tranquilizando.

Pasó de refilón por el presunto polvo con Fina, y yo me sumé a la fiesta con nuevas
negativas, cada vez más cansinas. Entonces, se volvió a carcajear de las tetas de la
camarera, que por suerte dispersaron la obsesión anterior. Luego tuvo tiempo para hablar de
sus amigos, del juez de Mataró, y del alcalde de Barcelona como gran amigo suyo, el señor
Carles Puigmirat.

—Cené hace poco con Puigmirat en el Ritz, en un encuentro de inversores para la


campaña de su partido. Pero, ¿tú te crees que el muy jodido no quería acordarse de mí? Al
final tuvo que acordarse porque a mí no me vacila nadie, y supongo que no quería que le
refrescara la memoria delante de todo el mundo. Luego, en los servicios, el muy cerdo me
susurró que qué coño hacía ahí. ¿Acaso yo no era un inversor? ¡El Puigmirat de los cojones,
qué cínico, el tío!

—¡Caramba! O sea, ¿eres amigo de Puigmirat? —instigué.

—Es de la comarca y aquí nos conocemos todos. Además, tuvimos algún negocio
juntos, aunque el muy ruin no quería acordarse —me contaba—. No estamos en épocas en
que los alcaldes lo sean para toda la vida, y algún día se le acabará el chollo y tendrá que
recuperar la memoria. Y si no has hecho suficientes amigos en cuatro años, luego nadie se
acuerda de ti. Mira, yo fui regidor de urbanismo en Vilassar y, como político, te vigilan todo
el día: qué comes, si vas con mujeres... No eres libre. Yo, ahora, puedo hacer lo que me
salga de la polla —rubricó.

Algo me vino a la mientes con esa declaración. Estaba claro que podía hacer lo que le
diera la gana, como yo, o cualquier ser humano del planeta. Pero no todos estamos en
disposición de hacerlo en la misma proporción. Por ejemplo, un preso puede hacer lo que le
dé la gana, pero en su celda, claro, bastante más limitado que uno que está en su casa. El
preso seguro que no tiene nevera y no puede prepararse un bocadillo de chorizo, y el que
está en casa, sí, aunque yo no tengo ni pan ni chorizo, o sea que tampoco podría. Pero el
preso sí que puede tirarse un pedo, o sea que en alguna medida, siempre puede hacer lo que
le dé la gana. De todas maneras, yo interpreté que Pablo se refería a hacerlo más allá del
límite de sus posibilidades, más allá de la legalidad.

—Imagina que me voy de putas o de borrachera… O bueno, hago alguna recalificación


o una compraventa... Si soy alcalde, se me echa la oposición encima y tengo los días
contados.

Sus palabras llevaban los derroteros deseados y me sentí dinosaurio a punto de


engullirme un buitre con plumas y todo. Aprovechando el efecto de los Chivas, intenté
sonsacarle aquello que estaba a punto de soltar, aunque tal vez no lo hice con suficiente
sutilidad.

—Y bueno, ¿qué negocios llevabas con Puigmirat?

—¡Ah!, Ramón, es que eso… Eso es agua pasada, y mejor que no te cuente nada
porque luego lo acaba sabiendo quien no debería y te pueden buscar las cosquillas. Aunque
yo ya te dije que no tengo enemigos, y que arreglo las cosas sin buscarme problemas, no
como el electricista, ¿sabes? Hacemos negocios, pero sin mancharnos de sangre, que eso ya
son palabras mayores. Bueno, siempre que se pueda, porque siempre aparece algún listillo
que quiere salir en la tele… Entonces, no habría más remedio que actuar.

—Claro, claro.

Pablo se apartaba de la línea de investigación con anécdotas intrascendentes, pero


tengo claro que un investigador tiene que aguantar lo que le interesa y lo que no, para no
despertar ninguna sospecha. Mientras escuchaba lo intrascendente, yo me perdí en mis
pensamientos enrevesados, imaginando cómo pudo liarse con el mismísimo Carles
Puigmirat. La asociación del cazurro de mi jefe montado al dólar y del burguesito pijo del
alcalde dándoselas de enrollado, me parecía de lo más surrealista.

—Si Pol tiene treinta cromos y Mar veintidós, ¿cuántos tendrá que darle Pol a Mar
para tener los mismos? —leyó Lourdetas.

—A ver, Lourdetas, ¿cuántos te parecen a ti? —repetí.

—Pues ocho.

—Comprueba cuántos tendrán cada uno si Pol le da ocho a Mar.

—¡Ay!, pues yo qué sé —se hartó de pensar. Y tiró el lápiz al suelo y se cargó la
punta.

Lourdetas tenía dificultades para las matemáticas. Le faltaba constancia y enseguida se


distraía con cualquier cosa: con su hermano, con la tele, con el perro-coche, el
hipopótamo... Cualquier excusa servía para postergar sus deberes unos minutos, cuando no
el día entero. Tonta para los números, sí, pero tan lista para lo cotidiano, que había que ir
con pies de plomo para que no se saliera con la suya, con lo que se llegaba a la conclusión
de que Lourdetas no tenía un pelo de tonta. Repitiendo café, un servidor iba acumulando
nervios porque no me daba la gana de que Lourdetas se me subiera a las barbas; que se les
subiera a sus padres, vale, pero no a su tío Ramón.

—Pues parece que el perro-coche no podrá salir hoy —le solté—. Qué lástima, con las
ganas que tiene…

—¡Jolines, tiet! —lloriqueó.

—A ver, Lourdetas, ¿acaso el tiet Ramón te ha dicho que no vamos a ir al parque? ¿O


te ha dicho que iremos cuando acabemos? —me enfadé al final—. Hombre, ya está bien,
¿eh?

Ignoré a Lourdetas con su estudio, para ver si así se concentraba, y como solo faltaban
veinte minutos para la cita, fui preparando sus enseres: anorak, guantes, bufanda y, por
supuesto, el perro-coche con su correa y mando a distancia. Sorbí el culo del café y llevé la
taza hasta el fregadero para poder ser invitado otra vez sin regañinas de mi hermana. Ahí me
reencontré con la nevera, que me guiñó el ojo y me sonrió. Simpática, esta nevera, y me
pregunté dónde la habría comprado. La abrí de nuevo para contemplarla, y una crema de
chocolate me habló de manera sensual y me dijo: “¡Cómeme, cómeme!”. Así que, ni corto
ni perezoso, ni tampoco consciente, me encontré devorando el lácteo con voracidad. Es
curioso, pero entre cucharadita y cucharadita, me vino la imagen del buitre leonado.
Lourdetas se había encallado con sus deberes y, como íbamos con el tiempo justo,
decidí comerme las palabras que antes le había soltado con tanta contundencia, que
saldríamos una vez acabados los deberes. Así, como concesión especial de su tiet Ramón, la
premié con la postergación del estudio para cuando volviéramos, pensando que seguramente
su madre no tendría esa deferencia con ella. Pero me quedé sin habla, patitieso, desarmado,
cuando la niña me replicó que no quería arrastrar los problemas el resto del día, que prefería
acabarlos. Eso solo podía ser cosa de mi hermana, pero también podía ser eso tan simple de
llevar la contraria al prójimo para sacarlo de quicio, que siempre divierte si no te cae alguna
de canto.

—Lourdetas —se lo quise aclarar por si no lo había entendido—, el tiet te los deja
hacer después, y así ahora podemos ir al parque, ¡con el perro-coche!

—¡Uy, no!, que luego mi mamá se enfada —dijo la cretina.

—Bueno, pero tu mamá no lo sabrá, ya verás —le guiñé el ojo—. Será nuestro secreto.

La verdad es que su mirada me ponía en evidencia. Parecía que estuviera maquinando


un chantaje a costa del secreto.

—¿Y yo qué gano?

No me podía creer lo que estaba oyendo. Que ¿qué iba a ganar? ¡Jolines, iba a ganar no
hacer los deberes! No podía dejar que mi sobrinita se adentrara en el mundo del chantaje de
esa manera tan ruin, y menos con su tío Ramón. ¡Eso pasaba de castaño oscuro!

—Ahora vas a ver lo que ganas —me enfadé.

Le arrebaté todos sus bártulos, se los metí en la mochila, le puse el anorak, le colgué la
mochila y le dije: “¡Andando!, que es gerundio”. Empezó a berrear y me amenazó con que
se lo diría a su madre, ante lo que no pude contenerme y le propiné un cachete. Nunca he
soportado a los chivatos.

En el metro, algo más sereno, medité sobre la actitud de Lourdetas, propia de


oportunistas y aprovechados, y tal vez creí apropiado que ella y yo, algún día cercano,
tuviéramos una charla sobre los valores de la vida. Porque lo normal es que si no tienes
ganas de hacer deberes, no las tengas aunque el viento sople a tu favor. Al menos, eso era lo
que se estilaba en mi época. Y eso de sacar de quicio a la gente sin ningún proyecto detrás,
por el gusto de sacar de quicio…
—¡Vaya monstruos de niños! —concluí.

Salvé el escollo de la impuntualidad con el señorío que me proporcionó señalar a mi


sobrina como causa de ese décalage, como no pudiendo hacer más. Entramos en un
macrocafé de esos que están de moda, con la decoración a base de ladrillo visto y diez mil
cafés distintos para elegir. Pensé que en un local tan espacioso pasaríamos desapercibidos,
pues Dolores no quería ser divisada por nadie de su congregación y Lourdetas podría poner
en marcha a su mascota y dejarnos tranquilos. Nos sentamos en una esquina, cerca de los
lavabos, por si había que salir por la puerta de servicio, y me fui a la barra a pedir.

Me contó Dolores ilusionada que entró en El Pájaro Loco para comprar una jaula para
periquitos, y estallé sorprendido por la coincidencia en nuestros gustos, ¡que yo también
había tenido periquitos!, le dije. Enseguida deshizo mi ilusión afirmando que ella no tenía
periquitos, que se trataba de una simple excusa.

—El hecho era entrar en la tienda, ¿entiendes? —me aclaró.

Simuló no gustarle ninguna de las jaulas expuestas y así consiguió entrar hasta el
almacén. Ahí fue callejeando por los pasillos y, al ver esos animales enjaulados sin casi
iluminación, sospechó de su legalidad, de su procedencia y de sus condiciones de vida. Los
animales eran lagartos, varanos, una boa que tenía tres metros por lo menos, iguanas, un
visón y un mono.

—Debemos averiguar qué especies son, y si están protegidas o prohibidas. Tendríamos


que hacer fotos —propuso, pero lamentó haber visto un rótulo en el que se prohibía
hacerlas.

Luego soltó que, tal como había dicho, el patio que se veía desde Juventud daba a esa
trastienda que ella había visitado. Con esa afirmación, temí que quisiera volver a la idea de
la incursión nocturna, pero yo no dije nada al respecto, como si no fuera conmigo.

Entonces, sacó de su bolso el mismo almanaque de El Pájaro Loco que había


conseguido yo, y lo abrió por una página concreta:

—Mira, fíjate —y me lo mostró—. Venden todo tipo de animales: lagartos, tortugas,


camaleones, blablablá. Pero luego aquí pone —y leyó—: “Pida usted lo que quiera, que
nosotros se lo conseguimos”. O sea —sugirió—, podríamos llamar y pedir un cocodrilo o lo
que se nos ocurra y ver hasta dónde podemos llegar.

Desbordado, quise aportar alguna frase para reconducir mi liderazgo, a ver si así podía
llegar a disuadirla de lo que se le había metido en la mollera.

—Muy bien, Dolores, muy perspicaz. El caso es que hemos visto que el fraude está a
la vuelta de la esquina —chuleé de haber orientado la investigación, al menos—. Tal vez,
con ese encargo telefónico ya no hará falta entrar de noche. Sí, sí, muy buena idea, Dolores
—y antes de que respondiera, aporté yo mis papeles al centro de la mesa—. Por cierto,
mírate estas hojas.

Al igual que ella hizo con el almanaque publicitario, desplegué las fotocopias de la
libreta de mi jefe, mientras explicaba los sudores sufridos para conseguirlas. Las ordené
debidamente y fui pasando hojas hasta que llegué a los teléfonos de sus amigos.

—Fíjate aquí —le indiqué con el dedo—. Mi jefe tiene el teléfono de El Pájaro Loco, y
un día hablaba con un tal Galcerán, que sale aquí, ¿ves? Se ve que son muy amigos. Creo
que me dijo que se había casado con la hija del dueño de El Pájaro Loco…

—¡Ah!, sí, Ricard Galcerán, ese tío es muy famoso. Se casó con la Miralles —afirmó
Dolores— y salió en toda la prensa del corazón, ¿no te enteraste?

No me había enterado, que a mí la prensa del corazón me importa un pito, le dije, y me


contó la historia. Marta Miralles, dos años después de su sonado divorcio, consiguió rehacer
su vida amorosa pillando a ese hombre simpático y entusiasta, Ricard Galcerán, que según
Dolores le hubiera robado el corazón a cualquiera. Y si su suegro, el señor Miralles, tenía
alguna duda, las disipó cuando le salvó la empresa de la quiebra con sus ideas, pasando a
ser una de las firmas con mayor proyección del país.

—Y ahora es el director general de El Pájaro Loco —me dijo.

—¡Ah!, pues no lo sabía, no —le dije.

Dolores abrió el almanaque por la página dos.


—Es este, ¿no te suena? —donde se veía la cara del mencionado personaje. En una
carta abierta a los lectores, el menda exponía el maravilloso mundo de esta empresa y las
mascotas, como si se tratara de un anuncio de compresas. Y añadió Dolores:

—Además, sale por la tele anunciando la comida para perros de El Pájaro Loco. ¿No lo
has visto nunca?

Era verdad que, últimamente, estaban proliferando por la pequeña pantalla los
directores generales de las empresas anunciando sus propios productos, como Manuel
Luque, director general de Camp, el Padre Apeles, director general de la Iglesia Católica, y
según Dolores, ahora, el mismo Ricard Galcerán. El tío salía pegándose una ocurrente
charla con el icono emblema de la marca, el dibujo animado de El Pájaro Loco. Pero por
más que le observé la cara, sentencié que a ese pavo no lo había visto en mi vida.

Me dijo que el simpático icono de la firma, ese pájaro carpintero, aparte de salir en
todas las modalidades de publicidad −bolsas de compra, anuncios, carteles y prospectos−,
también fue el protagonista de una serie de dibujos animados que consiguieron endosar a la
televisión pública; se ve que la publicidad encubierta no estaba demasiado reglada. Y en la
serie, cada personaje salía con una mascota distinta y, como se puede imaginar, a cual más
simpática, agradable y buena.

Se dispararon las ventas, los beneficios y también el número de tiendas propias y


franquicias, confirmando un milagro económico que ni el mismo Miralles habría
imaginado. El Pájaro Loco creció de forma exponencial por todo el territorio español. Y
distraída con las bondades de ese hombre, miró el reloj y exclamó:

—¡Uy!, me tengo que ir a la reunión. Voy al servicio y me voy.

Mientras aprovechaba para pagar, alcé la vista para ver por dónde correteaba
Lourdetas, y lo hacía dando la tabarra a otros perros atados en los árboles, esos de verdad,
en la entrada. De repente, le oí reprocharle a una señora lo siguiente:

—Señora, está prohibido entrar perros.

Me dirigí hasta ella para decirle que dejara en paz a la señora, que ella no era la
guardiana del bar, y me di de bruces ¡con la señora Milagros! Haciendo caso omiso a la
objeción de la niña, se estaba adentrando con su yorshire y una amiga. Se ve que el perro ya
me estaba gruñendo al olerme desde la entrada.

—¡Caramba, Ramón, qué sorpresa! —y le propinó un mojicón al bicho para acabar


con sus gruñidos.

—¡Ah!, señora Milagros, qué pequeña es Barcelona.

—Un pañuelo, sí. ¿Cuándo tendremos el honor de que ingreses como miembro en la
congregación, estimado amigo? Estamos todos impacientes y Dolores también, claro —me
dijo.

—¡Ah!, sí, vaya, qué me dice... —y caí en que Dolores ¡podía salir del baño en
cualquier momento! Así que, nuevamente, me vi obligado de tirar del recurso de Lourdetas,
y le pedí que me la vigilara, que debía ir al baño. Atolondrado, simulé gran urgencia para
ese acto, con muestras mímicas más que evidentes.

En el servicio de mujeres, mientras Dolores ya se lavaba las manos, le tapé la boca y la


introduje de nuevo en el baño. Ella se mosqueó y estuvo a punto de arrearme otro guantazo,
pero la disuadí contándole la movida. Se puso a patalear como una niña, muy nerviosa, pues
salir del baño podía comportar una situación embarazosa y difícil de explicar.

—¿Y qué hago, Ramón? —lloriqueó desconcertada.

—Tú enciérrate, que yo la distraigo y te aviso cuando se haya ido.

Me sentí como Humphrey Bogart controlando la situación, y la visualicé echándose en


mis brazos para sentir mi protección. Entonces, yo la besaba con un profundo beso, tierno,
húmedo y largo, atornillando la lengua con pasión, con la seguridad que da un sketch con
semejante protagonista. Pero en los segundos que me perdí con ese montaje, ella ya se había
encerrado en el baño, y solo logré susurrarle unas palabras través de la puerta:

—Dolores, confía en mí, ¿vale?

—Vale, que sí —dijo contrariada.

Salí del baño como si fuera un héroe, pero mi seguridad se fue al garete al ver cómo
Lourdetas y su perro-coche intimaban con Amapola y la señora Milagros. Lourdetas
empezaba a saber cosas y me había demostrado que se vendía por un plato de lentejas.
Bueno, por un Chupa-chups. La señora Milagros podía hacerla hablar con dejarla tocar el
perrillo… Pero no fue necesario, ya que la niña metió la pata a la primera:

—Tiet, ¿dónde está Dol... —y la interrumpí con un cachete, con el objetivo de que
llorara y se callara. Y lo conseguí, porque ella me lo recriminó a llantos, y con toda la razón,
pobrecita. Amapola volvió a dedicarme una buena ráfaga de ladridos y la señora Milagros
me pidió explicaciones, como si fuera un maltratador de niños.

—Es que le tengo dicho que no interrumpa cuando habla la gente mayor, que tiene que
estar calladita, jolines. Es que la niña se las trae —hice como mi hermana, categórico.

—Pero bueno, Ramón, la niña solo quería saber algo... ¿Qué querías preguntar, cielo
mío?

—No, señora Milagros, ahora no... Ahora, mejor que esté calladita hasta que se le pase
la marranada —y me la llevé hacia un rincón para hacer ver que la regañaba, y ahí me
disculpé con mil perdones, que la quería muchísimo, que era la más guapa de las niñas
cuando se portaba bien, y que su perro-coche era mucho, pero mucho más bonito que ese
asqueroso perro de doña Milagros.

—Venga, cariño, que luego te daré un regalo… Pero tú no hables más con esa señora,
¿vale? Y ya verás qué sorpresa…

—Pero lo que yo quiera, ¿eh? —y se recuperó del lloro.

—Sí, lo que tú quieras, amor —la cagué, y se puso tan contenta que reaccioné—.
Bueno, Lourdetas, siempre que sea posible, ¿eh? No pidas imposibles que ya nos
conocemos…

—¡Ah!, tú me has dicho lo que yo quiera —y resoplé.

La señora Milagros me invitó a tomar el cuarto café de mi cuenta matutina con su


amiga, y no osé negarme porque no creí oportuno abandonar a Dolores a su suerte. Sin
embargo, pensé que quedándome de palique, solo hacía que dar rienda suelta al paso del
tiempo y evitaba que ella pudiera salir de su escondrijo.

Hubo un momento que la señora Milagros quiso ir a los servicios, y yo esperé que, por
el bien de todos, no se cruzara con Dolores. La suerte estaba echada. Naturalmente, tuvo
que llevarse a Amapola, pues me negaba a guardarle el animal aun estando con su amiga, la
señora…

—Marta, mucho gusto —se presentó ella.

Alargué mi mano y logré pronunciar:

—Encantado, Ramón Gallofré, para servirla.

Mis dosis de hipocresía habían llegado a grados inexplicables, y no sé qué hacía


hablando con esa mujer, muy elegante, la verdad. Doña Milagros no era ni mi madre ni mi
amiga, pero yo solito me había sentado con ellas de cháchara matutina. Ellas dos me
parecieron amigas para compartir café, pastas y cotilleos. Pero la señora Marta no era de los
Testigos de Jehová, me dijo.

—¿Ah, no? ¿Y cómo es eso? —me salió, pendiente del baño.

—Pues porque no —dijo molesta—. Somos amigas y vecinas del barrio, pero yo no
soy creyente. ¿Acaso tú, sí?

Quedaba feo decir no estando a las puertas de la congregación, pero el miedo a la


mentira no me dejaba decir un sí rotundo. Así que me escaqueé respondiendo con que era
del barrio.

—¡Ah!, qué casualidad, a ver si seremos vecinos —le respondí.

—Pues sí, al ladito del Templo, en El Pájaro Loco…

Me atraganté con un sorbo de café que se me metió por el otro caño, y doña Marta me
dio palmaditas en la espalda. Mientras lo hacía, de lejos, oí los estridentes ladridos del
yorshire de la señora Milagros, procedentes del baño. No daba abasto en sustos y di un salto
temiendo lo peor, asustando también a la señora Marta, que se puso la mano en el pecho.

—¡Oh, qué susto, niño! —expresó.

Me quedé inquieto mirando hacia los servicios y resoplé con alivio cuando vi aparecer
a la señora Milagros dándole cachetes al perro. Definitivamente, me quedó muy claro que
ella no formaba parte de la comisión de defensa de los animales.
—Esta Amapola cada día está más rara —nos dijo—. Se ha puesto a ladrar como una
loca y me he tenido que ir al baño de hombres, pues el de las mujeres estaba atrancado. Y
por cierto, los hombres sois muy marranos, ¿eh? ¡Ay, qué asco de baño!

Cuando la señora Milagros se largó finalmente con su amiga Marta, me fui corriendo
al baño a salvar a Dolores, pero por más que golpeé la puerta, ella no contestaba. Asustado,
la llamé a gritos, pero el único que hizo acto de presencia fue el camarero. Entonces, le
conté lo acontecido, que mi amiga estaba en el baño y que no salía, que seguramente se
había desmayado… Y que avisara a una ambulancia.

—¡Dolores! ¡Dolores, por favor, dime algo! —gritaba mientras seguía aporreando la
puerta con tesón.

Finalmente conseguí reventarla de una coz… Pero Dolores no estaba: había


desaparecido.

—Coño, ¿dónde se ha metido?

Estaba la ventana abierta y pensé en escaparme yo también antes de que el camarero


me hiciera pagar la puerta, pero estaba Lourdetas a mi cargo, sin margen de maniobra. Así
pues, al tener que salir por la entrada principal, dije al camarero que la chica no estaba, que
me cobrara los cafés.

—Sí, nos vamos ya. La niña tiene que comer. Gracias por todo —le dije como si no
hubiera pasado nada.

Pero justo oí acercarse las sirenas de una ambulancia, hasta hacerse estridentes al parar
enfrente del café. También entraron unos de azul-verde-o-marrón, de azul estos, la Guardia
Urbana. La cosa se estaba complicando.

Al entrar los agentes corriendo como si pasara algo, abrí los brazos y les sugerí
tranquilidad, que no pasaba nada. Les dije que, como habían tardado tanto, todo estaba
solucionado, y que ya se podían largar nuevamente hacia la central, haciendo el gesto de
ahuecando. Pero el camarero estaba cabreado por la puerta y aseguró que ahí nada estaba
solucionado, y me emplazó a dar explicaciones a los agentes, mientras me acusaba de haber
iniciado yo todo el conflicto. Lourdetas se había olvidado del perro-coche y estaba flipando
de lo lindo.
Mientras intentaba dar explicaciones a los urbanos −que mi amiga había entrado en el
baño, que había desaparecido, pero que como buen ciudadano hice lo que buenamente pude
para salvar su vida−, el camarero juró que de ahí no se largaba nadie hasta que se
solucionara el tema de la puerta, que él no era el amo del bar, pero que no quería que lo
echaran por culpa mía.

—¿Quiere usted hacer una denuncia? —le pidió el agente al camarero. Y el tío dijo que
sí.

Así, mientras el policía me pedía la documentación, me dijo que tenía derecho a


guardar silencio y no sé qué más de un abogado, que si no me asignarían uno de oficio. Pero
yo no me callé, porque aseguré que ahí dentro estaba mi amiga y que ahora no estaba y que
actué para salvar su integridad.

—¿No es esta? —dijo un policía refiriéndose a Lourdetas, como si estuviéramos


ciegos, el muy cateto.

—No, hombre, esta es mi sobrina.

—Pues entonces tendrá que venir al cuartelillo a declarar. Hay una denuncia
interpuesta contra usted.

Capítulo 15

Cuando era pequeño, al volver de la escuela o de la calle, mi madre siempre me


preguntaba cosas que se le ocurrían: qué había hecho en la escuela, a qué había jugado en la
hora del patio, con quién había vuelto a casa… Mientras cortaba patatas para el estofado y
siempre con un tono amistoso, se iba enarbolando en preguntas, hasta que al final la llamaba
pesada o chafardera, pues no paraba de preguntar. Pero ella se justificaba con que, si no nos
contábamos las cosas, ¿qué clase de familia éramos? Y bueno, tenía razón, pero más de un
interrogatorio había acabado en bronca, castigo o incluso tortazo, porque según mi madre
yo era un bicho y me lo merecía. Y claro, para acabar apaleado, era lógico que no contara
nada.
Entonces, recordé las no pocas veces que en la escuela había declarado ante señoritas y
maestros, que también tenían una vocación investigadora bastante desarrollada. A veces,
incluso se chivaban a mi madre y, claro, al llegar a casa me encontraba envuelto en una
nueva maraña de preguntas, igualmente inofensivas, para ver si soltaba prenda. Aunque la
muy lista se hacía la tonta porque ya lo sabía todo. Y eso no me gustaba nada, puesto que yo
nunca sabía si tenía que contar la verdad o no. Es que mi madre, al hacer ver que no lo
sabía, me iba pillando la estrategia que seguía, la lógica del delincuente, y cómo me las
ingeniaba para disimular mis fechorías. Y el colmo era que encima se enfadaba el doble, por
lo que había pasado y por mentirle. Si las señus hubieran tenido la boca cerrada, todo eso se
podría haber evitado.

Lo que era imposible era salir airoso de un interrogatorio con la señora Aurelia
Torrent, la directora de la escuela. Era directa, inquisidora y fulminante, y nos llevaba a
todos más tiesos que una zanahoria. No se prodigaba en demasía, ya que aparte de dar
matemáticas a octavo, el resto del tiempo lo pasaba en su despacho, quién sabe qué
haciendo, pero poco importaba mientras no saliera de ahí. Pero si en su radio de acción
ocurría alguna trifulca, su afán de responsabilidad le hacía actuar con toda contundencia.
Cuando pillaba a alguien, ya no había escapatoria y la voz corría entre nosotros a velocidad
de tsunami.

—¡La dire ha pillado a José Manuel! —se anunciaba.

El sentido común te recomendaba alejarte del conflicto por si te salpicaba, pero el


morbo te llevaba a contemplar ese careo, por el gran contenido pedagógico que siempre
ofrecía una bronca de la directora con cualquier mortal. Se formaba un corro en cuyo
epicentro estaban los protagonistas, y donde se rifaba un hostiazo en toda regla, porque la
señora Aurelia Torrent no te acariciaba, precisamente.

El quid de la cuestión era ver el ingenio del compañero para salir airoso de esa
encerrona y aprender el método para cuando te tocara a ti. Tenías que ser claro y conciso,
pues la duda y el tartamudeo se castigaban como culpable, aunque a Rafael, que era
tartamudo, no se lo tenía en cuenta. En cambio a mí, que me ponía nervioso y no me salían
las palabras, me caía de canto.

Una vez adjudicado el bofetón, del cual se enteraba toda la escuela, solía caer el temido
castigo, que era encerrarte en el cuarto de las ratas. El pánico que nos producía ser
encerrados en ese cuarto oscuro del sótano, al que nadie había entrado hasta entonces, nos
hacía pedir súplica hasta de rodillas. Ante la puerta, doña Aurelia nos proponía el indulto a
cambio de reflexionar sobre lo ocurrido, el arrepentimiento, el castigo sin salir al patio y
contarlo a nuestros padres, que no era poco. Y tenías que contarlo porque ella en persona se
encargaba de hacer el seguimiento llamando a tus padres y preguntándotelo a ti al día
siguiente.

Dicho sea de paso, el cuarto de las ratas era un cuartucho para guardar la fregona y los
detergentes, pero nadie se había atrevido a comprobarlo hasta hacía poco, en una comida de
antiguos alumnos. ¡Y parece increíble lo que eres capaz de imaginar con nueve años!

Volviendo al presente, me encontraba en el interior del furgón policial agarrado de la


mano de Lourdetas, envuelto por el sordo silencio de la cabina antibalas y de la frialdad de
esos de azul-verde-o-marrón, camino del cuartelillo de la Guardia Urbana. Con la misma
sensación de incomprensión de antaño, me obligaban una vez más a declarar.

Como Lourdetas seguía conmigo, no quise que pasara la mala sensación que intuía que
iba a pasar yo, y le conté que ese viaje en coche oficial lo hacíamos de forma desinteresada
y altruista, invitados por el Ayuntamiento.

—Me han pedido ayuda para esclarecer el caso, y ya sabes que no hay que negar la
ayuda a nadie que lo necesite, ¿verdad? —le dije sonriente—. Y tú, ¿ya ayudas a la gente?
—le pedí intentando hacerme el simpático ante el policía, que ni sonrió, el muy imbécil. Se
ve que no le pagan para eso.

Lourdetas había hecho de su coche un nudo con el mando a distancia y lo había


guardado en su macuto. No abrió la boca en todo el viaje, pero lejos de estar asustada tenía
los ojos muy abiertos. Parecía no querer perderse detalle de lo que estaba aconteciendo.

—¡Ah!, no le digamos nada a tu madre, ¿vale? —le sugerí.

—¡Ah…! —asintió sorprendida, pero puntualizó—. Pero ya me debes un regalo de


antes ¿eh?

—Sí, lo sé, cariño. Y lo tendrás —y le cogí de la mano.

Tuvo la decencia de no pedir otro más.


En la comisaría, lo primero que hice fue pedir un teléfono para llamar a Rosa, que me
esperaba en su casa desde las dos. Sabía que tenía derecho a guardar silencio, a un abogado
de oficio y a una llamada. Yo solamente utilicé el comodín de la llamada, y al ser para
tranquilizar a una madre no me lo negaron, aunque tampoco lo hicieron con la intriga de un
concurso de televisión. Esperaba que los funcionarios me hubieran seguido el rollo con mi
sobrina, pues era una menor, y a ese cuerpo policial también le convenía lavar su imagen de
cara a las futuras generaciones que, si rascamos un poco, muy limpios no estaban. Pero lo
dicho, unos rancios de narices.

—Sí, Rosa, que llegaremos un poco más tarde.

—¿Ah sí? ¿Dónde estáis? —me preguntó molesta.

—En casa de Andreu. (…) Sí, ya comeremos aquí. (…) Bueno, pues a las cinco o así.

Lourdetas me miraba fascinada por la cantidad de mentiras por segundo que era capaz
de decir su tío Ramón a su mismísima hermana. A ella también le decían que mentir estaba
muy mal y yo no estaba pregonando con el ejemplo.

—Tiet, ¿te meterán en la cárcel?

—No, jajaja —me carcajeé. Pensé que ya se lo había explicado antes y que había
quedado claro, pero se ve que no—. Pero si yo no he hecho nada malo, Lourdetas. Solo
vengo a explicarles lo que ha ocurrido. Se fían más de mí que del tonto ese del camarero.
Además, ¿tú has visto si me han puesto las esposas?

—¿Qué son las esposas?

Justo cuando la convencía del papel heroico que me habían concedido, llegó otro
agente rancio y dijo mi nombre en voz alta:

—Ramón Gallofré, a declarar.

—¿Lo ves, Lourdetas? Ya me toca a mí —e hice el signo de victoria—. Me cuidan a la


niña, ¿vale? Está conmigo…
Ante Lourdetas me estaba mostrando como si fuera un elegido, un héroe, un Indiana
Jones derribando puertas para salvar a los prisioneros indefensos, pero la realidad es que por
dentro me sentía como un desgraciado.

Pasé hasta un despacho donde había dos agentes, uno sentado con una máquina de
escribir y otro de pie con los brazos cruzados. Al menos tuvieron el detalle de no ponerme
el foco en la cara.

—Usted se ha cargado una puerta a patadas y ha molestado a los servicios sanitarios


para nada, ¿verdad o mentira?

Como decía la yaya Quimeta, en desmentir injusticias yo tenía el culo pelado.

—¡Mentira! Por Dios, señor agente, ¿de dónde ha sacado eso?

—Tranquilo, compórtese y cuente su versión.

Reconocí haberme cargado la puerta con una patada, que esa puerta era de papel, pero
no para llevarme la caja fuerte, sino para salvar a una ciudadana que ahí se encontraba
escondida, mi amiga Dolores. Y se escondió para evitar el encuentro con una vecina suya,
que era un plomazo, que le habría dicho a su madre con quién se encontraba, que era
conmigo. Aclaré entonces que yo no es que fuera mal chico ni nada, que ellos mismos
podían comprobar mi ficha policial, que estaba limpia, sino que sus padres no le dejaban
hacer nada porque eran de los Testigos de Jehová.

—O sea, unos amargados —completé—. Y cuando se encerró, estaba tan nerviosa que
pensé que se había desmayado. Por eso forzamos la puerta.

—¿Es esa chica de ahí que está con su sobrina?

¡Anda! ¿Qué hacía ahí Dolores? Desubicado, le dije que sí e hice notar mi felicidad por
estar ella vivita y coleando.

No pagó Dolores la fianza como en las películas, pero atestiguó a mi favor dando
veracidad a mi tesis y me dejaron libre. Al salir con Lourdetas y Dolores, pillé al primer
azul-verde-o-marrón que me crucé, le estreché la mano con fervor y los invité a llamarme
cuando quisieran, que quedaba a su entera disposición.

—Ha sido un placer. Y saluden al comandante en jefe —y nos fuimos, aunque yo


resoplando, los tres por la puerta grande.

Me contó Dolores cómo pudo salir por la ventana de los servicios hasta el patio de una
vecina, y así conseguir llegar a la reunión de las doce. Ya camino del Templo, oyó varias
sirenas que relacionó con su huida, pero prefirió ir a su cometido para no ganarse la bronca
de sus padres. Y llegó puntual; se encontró con sus padres, con su tía, al reverendo Marcos
y el resto de parroquianos, y aquí no ha pasado nada.

—¡Ya lo tengo todo preparado! —exclamó con gran ilusión.

—¿Qué tienes preparado? —dije yo en fuera de juego.

—Nuestra incursión a El Pájaro Loco, Ramón. ¡Ya está preparada! Mañana por la
noche —me aclaró—. Es que aparte de ir a la reunión, quería conseguir la llave de la
entrada y clave de la alarma.

¡Jopé, solo faltaba eso! Entrar en las entrañas del comercio clandestino, a ver si nos
pillaban y me condenaban por reincidente. Me quedé petrificado, sin habla y sin recursos de
disuasión, mientras ella seguía eufórica con su minucioso plan. Es verdad que yo tenía
ilusión de ser investigador privado, pero no dejaba de ser una ilusión. Todas mis
personalidades se reunieron en el ágora de mi cabeza a debatir, revolucionadas, como en
una olla de grillos. Pero yo seguía callado, sin saber qué decir. Entonces, Lourdetas
interrumpió mi debate interno reclamando comer, que tenía mucha hambre.

Estaba claro que si le había dicho a Rosa que comeríamos en casa de Andreu, tenía que
llenar su estómago. Así, nos pedimos un bocadillo en el primer bar que encontramos. A
Lourdetas todavía le rondaban preguntas por la cabeza y, entre bocado y bocado, me las fue
soltando mientras yo disipaba las mías.

—Tiet, ¿y por qué no quieres contarle a mi mamá que trabajas para la policía?

¡Joder, con la niña! Lourdetas me estaba confundiendo ¡con un puto confidente!, que
era un papel que no me gustaba nada. Tenía que aclarar ese desaguisado antes de que se
fuera a su casa y metiera la pata. Entre la confusión de Lourdetas y la irrevocable decisión
de Dolores, estaba hecho un amasijo de nervios.

—Lourdetas, cariño, no trabajo para ellos; eso nunca lo haría ni lo haré. Soy
investigador de la verdad y por esto también está Dolores con nosotros, porque somos un
equipo y vamos contra los malos —me posicioné con Dolores—. Pero esto no lo tiene que
saber nadie. Será nuestro secreto, ¿vale?

—¡Ah!, bueno. Cuántos secretos tenemos ya, ¿eh, tiet? —me dijo con una sonrisa la
niña—. Sé yo más secretos tuyos que tú míos.

—Pues cuéntame tú uno, también —le pedí.

—No, no quiero, tiet. ¿Por qué quieres saberlo?

—Porque así también sabré un secreto tuyo —susurré juguetón.

—Ya, pero no quiero —sentenció la muy cretina, y después de maquinar algo en su


cabecita, añadió—. ¿Y eso que ha contado Dolores también es un secreto?

—Sí, también, y un secreto es un secreto y tiene que seguir siendo un secreto, ¿vale?
—sentencié cabreado. Y pensé que esos secretos, a deducir por tanta pregunta, iban a
salirme muy caros.

Había llegado el día D, la madrugada del domingo. Dolores, tan valiente que se
mostraba haciéndose pasar por Uma, y a la hora de la verdad, a su padre, se la tuvo que
colar con que se iba a estudiar a casa de Raquel para un examen de contabilidad. La
esperanza de que su padre no la dejara salir de casa tan tarde, aunque fuera para estudiar, se
había evaporado definitivamente. ¡Vaya padre, pensé, eso no es un padre ni nada! Tuve que
fingir una gran alegría por haber sabido burlar con éxito el último resquicio de luz al que me
había agarrado.

Yo había rescatado todo mi equipo de boy scout del fondo del armario, y con ello me
distraje recordando las excursiones que hacía cuando era niño: la mochila, la brújula, la
linterna, la cantimplora, los guantes, el pasamontañas y los frutos secos para cuando
llegásemos a la cima. ¡Qué recuerdos! Ahora, a mis treinta años, volvía nuevamente a hacer
excursiones, me dije.

Añadí al equipaje mi cámara fotográfica Sony Plis y una libretita para apuntar todo lo
que deparara la noche. Cogí otro pasamontañas para Dolores y dos pares de guantes de
látex, pues no quería que me descubrieran por las cámaras de seguridad, alarmas o huellas
digitales. Me estaba animando. La idea de entrar en El Pájaro Loco de madrugada no era tan
mala, pero lo debíamos hacerlo con unas mínimas condiciones de seguridad.

Nos encontramos en el cine Bosque, medio dormidos por ser las cuatro de la
madrugada y medio despiertos por la excitación de nuestra aventura. Nos dirigimos paso
marcho y cabeza gacha, con la solapa de la gabardina echada, hacia los Testigos de Gràcia.
Durante el camino configuramos los pasos a seguir una vez entrásemos en el Templo.

Mientras Dolores desconectaba la alarma, yo oteé la calle por si había moros en la


costa. En la calle no había ni una triste alma.

—Venga, Ramón —susurró Dolores— Para adentro, va.

Con la luz de mi linterna −y le pregunté si entonces ya no se cachondeaba de mi


equipaje, que me había acusado de ser un boy scout alucinando pepinillos−, nos adentramos
escaleras arriba, en silencio, hasta Juventud. Ahí, Dolores abrió la ventana que daba al patio
trasero de El Pájaro Loco, con sigilo, pero no me pareció que recordara la presencia del
pastor alemán, a deducir por el ímpetu en querer usar la escalera de mano para bajar. Suerte
que yo sí que estaba al quite.

Cogí una piedrecilla de mi mochila y la lancé contra unas cajas de madera del patio. El
resultado fue el chasquido de la china contra la madera, sin ninguna repercusión más que los
ladridos de un perro con oído fino que hizo participar a todos los de la manzana con ganas y
desespero. ¡Ah!, y la bronca de Dolores por despertar al vecindario.

—¿Estás tonto o qué? —susurró ella mientras nos agachábamos.

Tranquilizados los canes, nos pusimos los pasamontañas y los guantes de látex y
bajamos por la escalera de mano hasta el patio. Dolores sacó una ganzúa enorme tipo caco
−yo no había visto nunca una, excepto en los tebeos− y procedió con ella. Con la acción
simple de palanca, reventó el cerrojo de la carpintería de aluminio, el marco y la chapa de la
puerta, con un ruido estrepitoso y contundente, que parecía que lo hubiera hecho toda su
vida. Fueron dos segundos, y hubo la inmediata respuesta de la misma jauría de perros, con
más ganas si cabe, sabiendo de sobras lo que aquel ruido suponía. Y al momento pensé dos
cosas: una, que parece mentira lo endeble que es la carpintería de aluminio, y dos, lo listos
que son los perros, que sabían que alguien estaba entrando en algún lugar sin tener permiso
para hacerlo. Volvió por fin el silencio y, de puntitas, con el máximo sigilo, nos adentramos
a la trastienda de El Pájaro Loco.

Iluminé de entrada a una enorme boa de tres metros, la cual se me quedó mirando
fijamente, igual que yo, apareciéndoseme con los ojos en forma de espiral hipnotizante. En
la leyenda El Libro de la Selva de Mowgli, la serpiente Kaa hipnotizaba a sus oponentes
con la mirada, para luego enroscarlos e intentárselos comer, pero nunca lo conseguía porque
era la mala de la historia. A punto de hincar sus envenenados colmillos, se le desmontaba la
trama gracias a las buenas ideas del escritor, al que siempre se le ocurría algo para salvar a
los buenos. Pero bueno, en esos momentos me estaban hipnotizando y ningún escritor
estaba ahí para salvarme.

Hasta entonces, a mis treinta años, nadie me había contradicho el efecto hipnotizante
de las serpientes hasta que lo hizo la Gran Enciclopedia de Animales Domésticos. Se afirma
en ella que las serpientes no hipnotizan, sino que, como tienen una vista tan corta, sus
presas prefieren quedarse estáticas para ver si el monstruo pasa de largo y puede notar los
movimientos de otro animal despistado. En mi caso, yo no lo hice para pasar desapercibido;
a mí, la boa me había hipnotizado.

—¡Ramón! ¿Qué haces? —susurró alarmada Dolores.

Puse en entredicho la fiabilidad científica de la enciclopedia, y reflexioné sobre el poco


peso que tienen las leyendas y la cultura popular en nuestra sociedad. En Grecia, todo el
mundo cree en las innumerables historias mitológicas de dioses y héroes, el Minotauro,
Afrodita e Ícaro, y eso que es más fácil creerse el cuento de los tres ositos que cualquiera
historia de esas, que son de lo más inverosímiles. En cambio, aquí solo creemos en lo
palpable, lo material y el dinero. Vaya manada de incrédulos.

A continuación vimos unos terrarios de lagartos, varanos e iguanas de un tamaño


considerable. Había también una tortuga enorme, que seguro que nos había visto nacer a
todos, echando la siesta de invierno. A todos les saqué varias instantáneas con mi Sony Plis,
tal como habíamos quedado con Dolores, para poder saber si esos animales eran protegidos
o no.

Como Dolores había cogido gusto a la ganzúa, reventando todas las puertas que se
encontraba cerradas, le recriminé esa contundencia diciéndole que no hacía falta abrirlas
todas, que estuviera tranquila. Pero como no me entendió, me saqué el pasamontañas para
que me escuchara mejor y la regañé, porque nosotros estábamos realizando un trabajo
científico, le aclaré, pero los que vinieran después de nosotros también lo harían,
refiriéndome a los de azul-verde-o-marrón.

No pude ver la cara de Dolores porque todavía llevaba puesto el pasamontañas, pero
primero me señaló un rincón, y luego otro, donde había cámaras de vigilancia.

—¡Hostia, tía, se me ha visto la cara! ¡La hemos cagado! —solté alarmado.

—La has cagado tú, Ramón, yo no —soltó como si ella no estuviera afectada. Anda
con Dolores, ¿éramos o no éramos un equipo?, me pregunté. Ahora resultaba que se
desentendía de mí.

Por suerte seguíamos a la penumbra de las linternas, sin dar la luz general, y tal vez no
nos habían visto todavía, pensé. Procedí entonces a tapar las cámaras con trapos, y ordené a
Dolores ponernos las pilas y acabar con la visita lo antes posible, porque tal vez alguien ya
nos estaba vigilando desde los monitores. Así, Dolores, con la misma gracia y rapidez,
acabó de reventar el resto de puertas, y yo a continuación entraba a ver qué había.

Uno de esos despachos era un laboratorio al más puro estilo del doctor Menghele, pero
en vez de personas había reptiles. Había pequeños caimanes, tortugas y corazas de tortuga y
cocodrilos pequeños, todos muertos y con la panza reventada. La verdad es que no tenía ni
puñetera idea de si eran protegidos o no. Así que, con el silencio ensordecedor de esa
cámara acorazada, fui tomando fotos de todo lo que pude: de los animales, de los tarros en
formol, de los bisturís… Después, confisqué lo que se me puso a tiro, sin ton ni son, para
examinarlo tranquilamente en casa. Así pues, como si estuviera limpiando una caja fuerte,
fui metiendo en mi mochila lo que en un flash de dos segundos me pareció interesante.

El despacho del fondo parecía del jefe. Bueno, más bien una jefa, a deducir por las
fotos enmarcadas. Eso sí que era un buen botín para poder identificar al cabecilla del
tinglado, pensé. Confisqué su agenda, papeles, el aparato telefónico por lo de la rellamada,
y todo lo que pude arramblar del interior de los cajones, previa actuación de Dolores con la
ganzúa. Bajo un montón de papeles descubrí unas doscientas mil pesetas que fueron
directamente a mi bolsillo; quedaron confiscadas para sufragar los gastos de investigación,
ya que Dolores no trabajaba y su padre le daba dinero en cuentagotas. Además, pensé, así la
incursión podría parecer un simple robo.

Nos fuimos escalera de mano arriba al Templo con el botín en mi mochila, que pesaba
un montón. Ya a salvo, Dolores me mostró algo que se había encontrado en el laboratorio:

—Mira qué brillante más bonito me he encontrado —me dijo feliz.

—¡Oh!, sí, qué curioso —y yo le mostré un par de billetes de los que me había
apropiado, también contento, engañándola en cuanto al montante real.

Limpiamos la escalera de mano, cerramos las ventanas, activamos la alarma y salimos


por la puerta principal del Templo.

Sobre las seis, todavía de noche, nos encontramos vagando por las calles de la ciudad,
todavía dormida. Los primeros coches madrugadores empezaban a llenar el espacio
aumentando con ligeros decibelios el ambiente sonoro de la urbe. Paseando, me entró el
bajón por la tensión pasada, nervios, emoción y sueño, pero Dolores se sentía eufórica, y
una vez alejados del lugar del crimen, me lo quiso expresar a base de saltos y abrazos. Ante
esta agradable sorpresa, me sumé yo también a ese contacto, pero con discreción. Pensé
que, tal vez pagando un precio algo caro, estaba empezando a recoger ese fruto tan
esperado.

—¡Ramón, lo hemos conseguido! ¡Qué flipe!

Dolores propuso hacer un café para hacer tiempo antes de ir a la universidad, pero no
se veía ni una luz; a nadie se le ocurría abrir a esas horas. La invité a tomarlo en casa y así
organizarnos para los días venideros. También, muy a mi pesar, decidimos estar unos días
sin ponernos en contacto, para no despertar sospechas y ver cómo reaccionaban las fuerzas
implicadas.
Ramsés ya había dormido y soñado lo suficiente, y nos recibió moviendo el culo. El
animal no perdía ocasión en ganar amigos que le gratificaran con carantoñas y alguna
galleta de su bolso. Supongo que quería darme celos agradando a todos mis amigos, pero yo
no picaba.

Fuimos a mi habitación, donde le dije que ahí el perro tenía prohibida la entrada, y la
dejé sola con el botín mientras me iba a duchar, pues yo tenía que trabajar. Me quedaba una
hora de tiempo y, por un día, aprovechando que ya estaba despierto, me había propuesto
llegar a las ocho para empezar el trabajo desde el primer segundo. Cuando volví a mi
habitación, Dolores se había quedado dormida, acurrucada en mi cama.

Me quedé contemplándola, su cara de descanso, de fatiga, su mandíbula suelta,


relajada, su boca entreabierta, su respiración acompasada y profunda, hinchando su
abdomen… Qué bonita estaba, me dije, y más así dormida, que no tiene ideas raras. La
tomé de la mano, su mano sin tensión, caliente, su mano con la mía. Le acaricié el pelo
suavemente, su cara, mientras susurré su nombre, para que despertara. Y se despertó, pero
con una ligera queja se dio la vuelta y siguió profundizando en su sueño.

Y antes de irme hacia el trabajo, le quité el calzado, le eché las mantas encima y le di
un beso de buenas noches.

Capítulo 16

El beso de buenas noches que le di a la bella durmiente me dilató el corazón y


consiguió que me fuera al trabajo sonriente, eufórico y con mi imaginación en su máximo
esplendor. Además, si el Nus de la Trinitat no me guardaba ninguna sorpresa, iba a llegar a
la obra antes de las ocho, y por primera vez en mi vida vería llegar a los albañiles, que esos
sí que son puntuales. Para ver ardillas en la sierra de Collserola también se tiene que
madrugar y es todo un espectáculo.

Pero al llegar a la obra, aunque me sentía despierto, tuve que frotarme dos veces los
ojos al no dar crédito a lo que veía, pues estaba mi barracón abierto de par en par, con todo
revuelto y por el suelo. Estaba alucinando porque, horas antes, había hecho lo propio como
protagonista en El Pájaro Loco, pero no hice comentario alguno e intenté tomármelo como
una simple, aunque paradójica, coincidencia.

Justo cuando iba a entrar para echar una inspección ocular, noté una blandura bajo uno
de mis pies, acompañado de la onomatopeya chefpfff. Tal como temí, un perro había dejado
sus heces delante de la puerta y se habían adherido con total simbiosis a la suela de mi
zapato. En plena observación de esa desafortunada unión, llegaron los buenos días de
Rodolfo.

—¿Ha’ pisao una mierda?

—Sí, lo primero que se me ocurrió —bromeé asqueado.

Después de frotar la defecación con la desafortunada planta silvestre que sobrevivía


cerca de la entrada, procedí al interior para intentar encontrar huellas del delincuente.
Enseguida Rodolfo, que iba detrás de mí, descubrió unas huellas que yo no había visto, pero
que no eran otras que las de mi zapato mal limpiado. Sabida mi secuela de infancia de ser
centro de cualquier sospecha, quise aclarar posibles malentendidos y me marqué otro
paseíllo por la cabina ante la atenta mirada de Rodolfo.

—¿Ves? Son recientes —dije orgulloso, confirmando mi inocencia.

En plena demostración se oyó a Adolfo gritar que la barraca de útiles y herramientas


estaba completamente vacía, y eso ya era más preocupante, pues las máquinas valían una
fortuna. Pablo lo había dejado claro con duros insultos a vendedores, fabricantes e
intermediarios, en la firma de las facturas, y no se salvaba ni Gutiérrez, que solo se las hacía
firmar. Así, hormigonera, sierra cerámica, sierra de agua, taladradora y perforadora de
hormigón habían desaparecido sin dejar rastro. Solo quedó una triste carretilla con la rueda
pinchada. Y con la seguridad que da tener una mujer en tu cama, que todo lo demás son
mandangas, dejé ir yo mi opinión al respecto:

—¡A ver! Es que a quién se le ocurre pedir la seguridad a los Crespo y luego no
dársela. Seguro que han sido ellos—exclamé a Rodolfo, culpando indirectamente a Pablo de
la decisión.

—No, Ramón, yo sí que sé quién ha sio —me respondió.


Siempre que Pablo mentaba la palabra sábado, yo me hacía el sordo, y Rodolfo, el
héroe. Él se ofrecía a trabajar y así se ahorraba el paseo al parque con su mujer, que con el
domingo ya tenía bastante. Pero eso sí, nunca escatimaba el misterio para demostrar que al
no venir el sábado, algo me perdía, y en esa ocasión no era una excepción. Así pués, nos
dirigimos hacia el Condimento de Anselmo, y como hacía Pablo, Rodolfo se sentó con la
intención de imitarlo y contarme lo que había pasado ese sábado en la obra. Según Rodolfo,
esos hechos le dieron la pista clave para sospechar del espabilado que había perpetrado ese
robo.

Rodolfo había llegado a las nueve, cuando estaba trabajando una cuadrilla de tejeros,
ya por fin, otra de albañiles a destajo y tres peones a sueldo. Para ser sábado no estaba nada
mal, le comenté. Entre ellos se encontraba el Moreno, que por su condición de sinpapeles
pasaba por trabajar cuando se le mandaba, que eran todos los festivos.

Más tarde apareció Pablo ofuscado y cabreado, porque a su padre se le había metido en
la mollera pasear a su lagarto. Él le tenía dicho que no podía pasear a ese animal por la
civilización como si fuera un perro, que estaba prohibido. El caso es que ese bicharraco no
era un lagarto, sino un pedazo de varano de Senegal de un metro de largo, llamado en mi
enciclopedia Varanus Exanthematicus. Pero bueno, don Ceferino, entre su sordera y su
testarudez hacía lo que le salía de las pelotas, y cuando su hijo se había ido, sacó a Lorenzo
a pasear.

—Y ¿de dónde ha salido esa bestia? —pregunté intrigado.

Rebobinó Rodolfo años atrás para contarme que entre todos los negocios −legales,
fraudulentos o turbios− que Pablo había dirigido, había uno que rozó la ilegalidad de la
época, que llevó junto con el entonces alcalde de Vilassar, Mariano Casimoro. Se trataba de
la compra de reptiles en países de otros continentes y de la venta a particulares caprichosos
de nuestro país.

En descargo de Pablo, para descargarlo de algo, me dijo Rodolfo que la justicia


española no tenía reglado el comercio de esos animales, y que pagando cuatro chavos al
funcionario de aduanas era suficiente como para adentrarlos a España. Como decía mi yaya,
“pagant, sant Pere canta”, frase que siempre me ha hecho mucha gracia porque me imagino
al santo levantándose de la tumba y canturreando unas coplillas por cuatro monedas.
Tenía entendido que esa moda empezó en los años setenta en Estados Unidos, que es
donde han sido siempre más modernos y empiezan todas las modas. A su vez, también fue
donde se detectó una preocupante proliferación de reptiles y anfibios en el alcantarillado de
sus ciudades. Y es que, cuando estos animales crecen más de lo apropiado, sus dueños los
echan por la alcantarilla, y por eso las ratas malviven huyendo de cocodrilos, serpientes y
tortugas mutantes.

Nosotros, que siempre hemos imitado los comportamientos americanos como grandes
campeones, aunque con un décalage de diez años, no íbamos a ser menos. Lo que pasa es
que aquí nos consideramos más ecológicos porque no comemos en los McDonalds, y sí
pantumaca con embutido, que es mucho más sano. Y si soltamos un animal de estos, no lo
hacemos en las putrefactas alcantarillas, sino en el delta del Llobregat, para que viva en un
entorno más agraciado. Pues parece mentira cómo se ha adaptado la tortuguita de Florida a
nuestro delta, mientras la mediterránea malvive comiendo las sobras de la americana. Igual
que la cotorra argentina, que ha desplazado a la asquerosa paloma gris de su protagonismo
ciudadano.

¿Y no será que los animales de América están acostumbrados a vivir en un ambiente


más hostil y al llegar a Europa ven que esto es jauja? ¿Es transmisible eso a la humanidad
también? ¿O es aquél que se desplaza a territorios desconocidos el que se muestra más
destructor para poder dominar ese espacio? Si es así, ¿le pasó eso a Cristóbal Colon y por
eso aniquilaron a todas las civilizaciones que convivían en paz y armonía con el medio
ambiente, para dominar mejor el entorno? Y digo yo, ¿no será que cuando algo nos es
desconocido, se domina mejor destruyéndolo, por si acaso?

—¿Mecucha Ramón? —espetó él, y le dije sí, por supuesto.

Fue en una de las visitas que don Ceferino hacía a su hijo, en Vilassar, que coincidió
con el negocio de los reptiles en pleno apogeo y se encariñó de una lagartija de treinta
centímetros. Le advirtió Pablo que para nada eso era una lagartija, que se trataba de un
varano que en poco tiempo llegaría a tamaño de un metro, que nunca dejaban de crecer y
vivían un montón de años. Pero Pablo era un cabezón porque su padre también lo era, y la
lucha fue en vano. Además, porque a uno de los socios se le metió en la mollera regalárselo,
pasándose por el forro la opinión de Pablo.

—Un tal Amato.


—¡Anda, Amato! ¡A ese lo conozco! —recordé—. ¡Ah!, por eso habló de los malditos
animales…

—Po Amato etaba mu generoso y se lo regaló.

Entusiasmado por la aparición de esa nueva pieza en mi puzzle, indagué sobre los
detalles del negocio: qué animales eran, cómo los traían, de dónde y quién era ese tal
Casimoro. Pero Rodolfo se ofendió por no seguir el hilo de su discurso:

—Amo a ve, joé, ¿tú quiere que te cuente lo der Moreno o no? —y claro, sí que me
interesaba y así se lo dije. Y después de un silencio de reprobación, volvió a su
parsimoniosa exposición.

Así, cuando Pablo se fue de casa, don Ceferino le puso la correa y lo sacó de paseo.
Medio Vilassar se escandalizó al verlos impunemente paseando por el pueblo, pero ningún
policía dio con ellos, aun siendo avisados varias veces. Así, llegaron paseando a la obra,
contentos ambos con la caminata.

Quien no se puso nada contento fue Pablo, que se olvidó ipso facto de la primera
alegría del día que le proporcionó la minifalda de la Seca y, como si de un camaleón se
tratara, cambió el color de su tez a un rojo iracundo. De toda la explosión de gritos e
insultos de Pablo, Rodolfo me destacó esta, que soltó a grito pelado:

—¡Lo que no han conseguido ni jueces ni fiscales, lo va a conseguir mi padre paseando


el puto lagarto de los cojones!

—Entonce, ¿sabe quién sunió a la fieta? —tictac, tictac.

—Mmm, pues no, ¿quién? —le seguí el misterio.

Desveló finalmente Rodolfo que fue el Moreno que, al ver al varano, empezó a aullar
como un lobo y a saltar como un negro, y añadió que solamente había visto saltar así a los
negros en la tele, tiesos y con los brazos pegados al cuerpo. Le pregunté si lo hacían como si
tuvieran un muelle en el culo y me dijo que no, que era como si la tierra los expulsara para
arriba, y cuando volvían a caer, los rebotara de nuevo, y así sucesivamente.

—Como sil muelle etuviera en la Tierra, ¿comprende? —matizó.


Y es que resulta que el Varanus Exanthematicus, además de ser originario de Senegal,
es muy respetado por la tribu de los wólof, la de Mamadou. Ese varano campa a sus anchas
por las calles de Kaolack con el debido respeto de la comunidad wólof, sin ser atacado por
nadie. Y está claro que cuando te tocan los ancestros, parece que nos volvamos todos locos.
Y si no, ¿cuántas reyertas han empezado con la desafortunada dedicatoria “me cago en tus
muertos”? Mamadou, ante la sorprendente aparición de ese estandarte de su tierra, se vio
alabando a sus dioses y ahuyentando malos espíritus.

En cambio, don Ceferino, que no se inmuta un ápice por los gritos de su hijo, sí que se
asustó con la actuación de Mamadou, que pensaba que quería secuestrar a Lorenzo. Así que
lo protegió gritando como un loco, lo que a su vez encrespó al africano que siguió botando y
aullando más, llamando la atención del personal hacia ese exótico epicentro fuera de
control. Y Pablo finiquitó de cuajo la contienda, mandando a su padre de paseo fuera de la
obra −al que dijo no querer ver hasta la hora de cenar− y a Mamadou a cargar el resto de
cemento obra adentro, cosa que hizo profiriendo gritos y señales extrañas hacia el cielo, que
a Pablo le sentaron fatal.

—¡Qué hijo de puta, el negro! —musitó Pablo petando sus dientes—. Me ha endiñado
un mal de ojo.

En el bar, mientras Rodolfo trituraba sus tostaditas integrales con su dentadura postiza,
dilucidó finalmente que, por todo lo expuesto, el ladrón no podía ser otro que el Moreno.

—¿El Moreno? Pero, ¿por qué? —exclamé asombrado.

Defendiendo a Mamadou, el último eslabón de la jerarquía constructiva, también me


estaba defendiendo a mí mismo. Todavía no sabía por qué aquella vez que llovió a mares y
se inundaron los fosos de cimentación, Pablo me culpó de ello. ¿Tenía yo la culpa de que
lloviera? Ese pastel me lo tuve que comer yo entero y la verdad, no me sentó nada bien.

Pero igual que las magdalenas en casa de mi hermana o los condenados en el corredor
de la muerte, esa bronca también estaba aguardando turno para resarcirse. Y su turno llegó
con la injusticia de Mamadou. Defendiendo a un compañero parece que seas imparcial,
porque ni te va ni te viene, y tú, en cambio, estás ahí mojándote. En ese caso, además de
poner la energía en esa injusticia, se estaban uniendo indigestiones como la de ese pastel
que me tragué entero.

Ante todo, pedí a Rodolfo que por favor me escuchara, que yo también tenía opinión, y
empecé criticando esa necesidad tan hispana de echarle las culpas al último mono. Y dije
que si alguien recibe lo que no le toca, es normal que ponga cara de circunstancias, que se
confunde fácilmente con la de culpable. A mí siempre me pasaba, le justifiqué. Acabado mi
discurso, Rodolfo me tranquilizó diciendo que no era necesario que me pusiera así, que
nosotros no teníamos que enfadarnos por culpa del Moreno. Y ya ves, Mamadou volvía a
ser culpable ahora de nuestra discusión. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, que dice mi
abuela Rosario.

Pero llegó Pablo y se acabó el debate. Rodolfo le contó su versión, y yo no tuve la


oportunidad para ese turno tan deseado, porque Pablo nunca me había dado una sola
oportunidad desde que trabajaba con él. Así que la versión de Rodolfo se quedó como
buena, y Pablo se enojó de tal manera que dejó a Anselmo, también cabreado, con el
bocadillo de anchoas a punto de servir, pues aunque sin comer, Pablo también se iba sin
pagar. Y como Rodolfo y yo nos fuimos tras él, como dos perros detrás de su amo, tampoco
pudimos pagar. Y aun con la satisfacción de ese ahorro yo me fui mosqueado, primero con
Pablo, por lo que intuía que iba a suceder, y segundo conmigo, por no haber sacado aquello
que tan claro había explicado a Rodolfo momentos antes.

—¡Eh, tú, negro! ¡Ven aquí! —le profirió Pablo, provocando una expectación tal, que
hasta la grúa-torre se quedó parada.

El contraste entre ambos era total. Identifiqué a Mamadou como Kunta Kinte y a Pablo
como su cacique algodonero, y recordé el momento en el que el esclavo le escupió un
gargajo en toda la cara, por lo que fue encadenado y azotado posteriormente. En esa
ocasión, Mamadou aguantó como un campeón.

El primero en desenfundar fue Pablo que, con el brutal desprecio que tiene por esos
personajes sucios, sudados, barriobajeros, y en especial negros, moros y gitanos, sacó toda
su artillería oral para que no hubiera ninguna duda del puesto que ocupaba cada uno.

—¿Te crees que un negro desgraciado como tú me puede dar por culo a mí? ¡O me
devuelves todo lo que me has robado o te llevo de peo a tu país! —y se dirigió a Rodolfo
para apostillar—. Además, es que no tiene ni puta idea de español, cojones.
Mamadou soltó el saco de cemento desde la altura de su hombro y nos dejó tosiendo a
todos, mientras marchaba por donde había venido puntualmente a las ocho de la mañana. Se
largó sin más.

Sentí una mezcla de rabia y vergüenza de estar en ese bando, pero no dije nada. Me
quedé mirando fijamente el vacío de la obra, que me parecía más vacía que nunca, y a través
de ella, el paisaje que todavía dejaba entrever la construcción más allá de sus paredes
inacabadas. Una cárcel con salida, pensé, la cárcel que yo me estaba construyendo, y que
pronto ya no me dejaría ver ni la luz ni el pobre paisaje que todavía se veía.

Rodolfo me dio una palmadita en la espalda e intentó dirigirme hacia el barracón,


como queriéndome decir que la vida es así, la vida continua. Hice el ademán de
acompañarlo, pero conseguí decirle que me dejara solo, que volvía enseguida.

Pasear una injusticia tan clara ante mis morros y quedarme callado, me hacía sentir
copartícipe de ella. Es verdad que cuando eres tú a quien maltratan, piensas que forma parte
del sueldo y aguantas las manías de tu jefe y lo que sea. Pero al ser ajena parece que puedes
hablar más libremente porque no afecta a tus intereses y así no pueden llamarte egoísta, que
es una práctica muy usada por el poder para ponerte en contra del resto. Además, me
pregunté si yo no podía decir lo que pensaba, o las ocho horas de trabajo también
compraban mi silencio y la total disposición de mi cerebro. ¿Un sueldo es venderse o
alquilarse?

Recordé entonces a la prostituta protagonista de El lado oscuro del corazón, cuando el


poeta reunió el dinero suficiente como para estar con ella una semana entera, pero ella le
respondió precisamente eso:

—No, Oliverio, un día podrías reunir todo el dinero del mundo y comprar todo mi
tiempo, y eso no lo quiero. Yo no me vendo, solo me alquilo —y Oliverio se quedó con la
ganas.

—¡Ramón, ven para acá! —me gritó Pablo desde el barracón.

Cuatro bocanadas a pulmón abierto me hicieron tomar la dirección opuesta y me fui


tras Mamadou, al que tenía a unos cien metros. No quise mirar atrás, no fuera caso que una
simple mirada de Pablo me dominara una vez más.

Le di alcance con los pulmones fuera, me disculpé en nombre de la empresa y le dije


que yo también era un mandado, que no podía hacer nada. Pero Mamadou siguió su camino
sin mirarme, dándome la espalda a mí y a todos los que ya había dejado atrás. El Kunta
Kinte del Maresme ya era un hombre libre.

A primera hora de la tarde ya notaba el cansancio del madrugón con tintineos en la


vista, que combinado con la somnolencia de esas horas, se entremezclaba con flashes de
colores. Además, al llegar a la oficina Olga no me dio las buenas tardes, cosa inusual en
ella, por lo que intuí que las tardes no serían buenas. Olga no sabe disimular su sentir y si le
pasa algo avisa con su falta de amabilidad. Así, sin levantar la mirada de su ordenador, me
dijo que su padre me esperaba en su despacho.

—Ya, ya, claro —hablaba Pablo por teléfono—. (…) ¡Ah!, pues los pilláis seguro,
cojones. (…) ¡Pues tu mujer que esté tranquila! (…) Hablaré con Mariano a ver qué dice y
ya lo preparamos, que falta poco. (…) Bueno, coño, que a mí también me han robado,
cojones. (…) Pues eché al puto negro. (…) Y a mí qué me cuentas, joder… —y colgó, y ya
fuera de línea añadió—. Me va a tocar los cojones ese también.

La gota que colmó el vaso fue cuando abrí la boca para decir hola:

—¡¿Cómo que hola, Ramón?! ¡Qué coño has hecho yéndote tras el negro! Tú tampoco
te vas a reír de mí, chaval —me recriminó, haciéndose eco de ello toda la oficina.

—Pablo, yo…

—¿Tú crees que puedes desautorizarme así, haciéndome quedar como un don nadie?
¡Cojones! ¿Quién soy yo? ¿No mando yo aquí?

Pablo hubiera deseado que me quedara con él viendo cómo Mamadou se marchaba,
como antaño en las ejecuciones públicas, hasta el último suspiro. Ver la humillación del
enemigo.
Pero yo quería decir lo que pensaba y que no se ofendiera, que mis ideas no eran tan
malas. Así que volví a defender a Mamadou, y añadí que en mi humilde opinión, y sin
ánimo de ofender, tenía la sospecha de que fuera culpa de Carros de Crespo, el clan de
seguridad de obras, como revancha al no ser contratados. Son prácticas habituales ofrecerte
la seguridad mientras miran todo lo que hay. Y si la obra está buscando empresa es que no
tienen, y esa misma noche le meten mano y arrasan con todo. Por lo menos me había
escuchado, y resoplé satisfecho por mi parlamento.

—O sea que el señor Ramón sabe perfectamente quién ha sido el ladrón y yo la he


cagado echando al puto negro de los cojones, ¿no?

En realidad era así y, sintiéndolo mucho, no tuve más remedio que darle la razón. Pero
no se hizo esperar la cascada de improperios, que si la confianza, que si Fina, que si el
negro y mi horario, que acabó poniendo en duda mi profesionalidad, confianza y amor
propio.

Dejé de lado a Mamadou, que ya no tenía salvación, y pasé a defenderme a mí mismo,


que entonces era quien estaba en el ojo del huracán. Y repliqué que no me hablara más de
Fina, que yo follaba con quien me daba la gana, aunque a ella no me la había follado
todavía. Pero tal vez lo haría alguna tarde de esas, que yo era libre y que empezaba a estar
harto de que no me diera ningún crédito.

—Y si no quieres nada más, tengo trabajo —y me fui al despacho temblando por el


cariz que habían tomado los acontecimientos. Y recordé un refrán que soltaba mi abuelo
Fermín: “Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar”, de cuando
echaban a alguien de la fábrica como cabeza de turco, para que el resto no se atreviera ni a
abrir el pico.

Entré en el despacho de Gutiérrez para pedirle el impreso para los kilómetros y, como
tenía un nudo en la garganta, la voz me salió como una gallina clueca. Me callé para que
Gutiérrez no notara mi congoja, aunque él también estaba callado. Luego pasé por el lado
de Olga y el Arenque y sumé al mío su sordo silencio. ¿Quería decir esto que estaban
hablando de mí? Tomé unos folios y me largué pudiendo cortar el ambiente con esos
mismos folios.

Mi enciclopedia definiría a este grupo de personas, los de la oficina, como que el


macho dominante dejó sin habla a los demás. Cuando el hombre dominante se enfada y
grita, a los demás se les pone la cola entre las patas, como a los perros o los lobos.
Curiosamente, el hombre dominante lo es por su estatus, su dinero y su poder. No puede el
hombre gritar lo que quiera si no tiene dinero. O tal vez sí puede, pero será expulsado del
grupo, lo más seguro.

La hiperactividad de ese largo e intenso lunes acabó a las ocho de la noche con una
batida en coche en busca de sitio para estacionar. No me daba la gana gastarme quince mil
pesetas para una plaza de aparcamiento y proclamé para mis adentros que ni moribundo
podrían conmigo. Al final, no sin dar unas cuantas vueltas, conseguí aparcarlo y burlar a los
especuladores del subsuelo.

Me dirigía a casa con el retumbar de la bronca de Pablo, el despido del último mono de
la empresa y el robo de la mañana de la obra. Intenté olvidarme de toda esa bazofia laboral e
hice un salto hasta la incursión en El Pájaro Loco, con Dolores, la Uma Thurman de esta
historia, y el abrazo que me dio en medio de la calle. Sonreí, entonces. También recordé
cómo me cargué la puerta del baño y que por eso acabé en el cuartelillo. Y todo para
salvarla de doña Milagros. ¡Y qué casualidad!, la señora Milagros en el mismo bar que
estábamos nosotros…

Al entrar en casa, tiré el maletón en el rincón de la puerta, contra el paragüero, y


pareció una pelea entre ambos por ese espacio vital. Se impuso el maletón gracias a las
carpetas, contratos, presupuestos y proyectos, aunque la mitad no sirven para nada, y a la
tensión y mala uva acumulada durante el día.

Entré en mi dormitorio, me puse el pijama y, al levantar la vista, vi una nota en la


pantalla de mi ordenador que decía lo siguiente: “Gracias por tu cama, tus mantas y tu
cariño. Te llamo. Un beso, Dolores”. La volví a leer, y sí, ponía eso mismo. Me puse la nota
en el pecho, cerré los ojos y le di las gracias yo también.

Cerré la puerta a cal y canto para olvidar al malvado mundo exterior y así poder echar
una ojeada al botín de El Pájaro Loco. Después del asalto habíamos acordado no cruzarnos
ni en persona ni por teléfono, ya que estaban de moda las escuchas telefónicas de políticos,
banqueros y otros personajes producto de chantajes y negocios turbios. Así pues, con esa
síncopa temporal, esperábamos observar las reacciones de las fuerzas implicadas: El Pájaro
Loco, policías y mafias.

Confirmé que los doscientos pepinos confiscados eran toda una realidad. Era
consciente de que el dinero me alegraba, que diferentes episodios con ese material me
habían ayudado a vencer mi estado rancio y deprimido. Los pasé de mi bolsillo a mi cartera
con la clara intención de que no formaran parte del inventario, como botín de guerra.

Abrí la mochila y saqué mi cámara Sony Plis recordando el montón de instantáneas


que había hecho. Mientras arrancaba el ordenador para descargarlas, volqué el contenido de
la mochila encima de la cama. Me sorprendí de todo lo que había arramblado. Me estaba
animando.

Empecé por realizar una observación ocular a las imágenes de los portafotos. En el
primero había tres chicos, supongo que hermanos e hijos de la propietaria de la mesa.
Vamos, creí mujer, porque es más cosa de ellas que de ellos tener una foto de tu camada en
la mesa de trabajo. En la segunda, la que supongo serían los abuelos, los padres de ella,
pues salía una pareja sesentona vestidos de etiqueta en alguna boda. Y en la tercera, había
un hombre cincuentón sonriente y triunfador haciendo el signo de victoria, por lo que ya no
tuve ninguna duda de que el despacho pertenecía a una mujer, y enamorada.

—Sus hijos, sus padres y su chorbo —sentencié.

Y sobre el chorbo, añadí.

—Vaya gilipollas.

Pensé que detrás de la sonrisa de ese iluminado había las miserias de un hombre que
necesitaba del triunfo empresarial para sentirse orgulloso. Sobre el tener enmarcado al novio
en su mesa de trabajo, evidencié que se trataba de una relación seria, aunque relativamente
reciente. Tocándome la barbilla, tasé la relación en no más de dos años.

Pero era en la agenda donde había todo un mar de información que había que analizar.
Primero de enero, dos, tres… En todos los días aparecían citas, reuniones, teléfonos,
comidas, nombres propios… Aparecía a menudo el nombre de Ricard. ¿Ricard? Y me vino
una sospecha. Busqué el almanaque publicitario de El Pájaro Loco, lo abrí por la página
dos, y ¡efectivamente! El chorbo era Ricard Galcerán, el director general, por lo que la mesa
no podía ser otra que de ¡Marta Miralles, la hija del dueño! Y enseguida me vino a la cabeza
ese encuentro en el café con la señora Milagros y su amiga, ¡que se llamaba Marta y era de
El Pájaro Loco! ¡Claro, esa era Marta Miralles! De repente tuve unas ganas enormes de
llamar a Dolores y contárselo todo y abrazarla, sentir su aroma y besarla, y de que durmiera
en mi cama… Y me di un cachete, jolines, que se me iba la pinza otra vez.

También salía escuela, Jordi, psicólogo, música y cine Bosque. ¡Uau, compartíamos
cine!, me dije. Listas de compras, encargos, Pedralbes Park, peluquería y un sinfín de
actividades que ya me estaban estresando. Y me dije que yo, con Dolores sí, pero eso de
tener hijos ya no lo tenía tan claro, que aunque te dan la vida, también te la quitan.

En la hoja del día trece de enero había un listado de animales: cien tortugas, cien
camaleones, cien varanos, treinta caimanes y mil diamantes, circulado en bolígrafo. Y me
pregunté: ¿diamantes de Gould o el Mandarín? Hay tantas variedades de ese tipo de
pajarillo…

Dejé la agenda de lado y decidí localizar mi refundado diario personal. Sin poder evitar
echar un vistazo a algunos episodios plasmados en él, de un arrebato conseguí arrancar las
hojas y lograr una nueva canasta de tres puntos. Así, catalogué la papelera como baúl de los
recuerdos y di por inaugurado, con más ilusión si cabe, la libreta de investigaciones. Ahí
copié esa relación de animales para analizar su procedencia. A continuación, seguí
escudriñando la agenda por si había más información de interés. En el día quince de marzo
aparecía “Puerto Vilassar, a concretar fecha y hora”.

—Qué pequeña es Catalunya; todo sucede por el Maresme —me dije satisfecho de
trabajar en esa zona tan dinámica.

Me dirigí al ordenador para abrir la enciclopedia, a ver si podía relacionar la


procedencia de esos animales, pero al encontrarme la cámara, descargué antes las cincuenta
fotos que había disparado esa noche. Tenía imágenes de los animales cautivos, pero las que
más me llamaron la atención fueron las del laboratorio. Había instantáneas de unos
caparazones de tortuga de tamaño medio, esqueletos de lagartos y lagartos disecados. Había
también animales nadando en tarros de formol que parecían iguanas o camaleones. Pensé
que tal vez se les murieran en el transporte o en la misma tienda, porque les debe costar
mucho adaptarse a su nuevo medio. Y es curioso cómo, en una de las fotos, gracias al flash,
había quedado reluciente el brillante que se había encontrado Dolores. Y me salió una
primera pero evidente conclusión, aunque intrascendente para la investigación:
—Cada uno encontró lo que más le gustaba: yo dinero y ella un brillante ¡Qué
diferentes somos hombres y mujeres!

Apagué la luz, me metí en la cama y me llegó un aroma muy agradable. Relacioné esa
fragancia al recordar que Dolores había estado en ella, y aspiré hondo para regocijarme.
Cerré los ojos y con esa sensación de bienestar me quedé dormido. Y tuve un sueño muy
intenso.

La primera imagen que recuerdo es que íbamos de excursión con mochilas al más puro
estilo boy scout, Pablo, Rodolfo y un servidor. Yo creo que era por la pista forestal que hay
por Benasque, que cada curva te proporciona una estampa nueva, al menos para mí, pero no
para Pablo, que no paraba de protestar, como siempre. Yo llevaba la voz cantante y
convencía a Rodolfo para seguir hasta la siguiente curva, ante los reniegos de Pablo, que
quería irse a Las Bermudas. Como antaño, siempre que iba de excursión, me lo estaba
pasando en grande.

Escondido tras un árbol apareció de golpe Vargas Llosa:

—Contigo quería hablar. ¿Acaso te escapabas?

Sin parar, le dije que si quería se apuntara a la excursión, pero que no diera la murga,
que estábamos disfrutando de lo lindo todos los de mi empresa. Pero me giré y Rodolfo y
Pablo habían desaparecido. Los llamé, pero no estaban, al igual que Vargas, que se había
vuelto a esconder. Entonces ya iba solo gozando del paisaje, de las flores, el verde del
Pirineo, del agua cristalina del río, siempre yendo una curva más allá.

Luego, no sé cómo, me encontré tomando tapas con Pablo en un refugio de alta


montaña: unos calamarcitos, unas gambitas, unos tacos de queso de Lérida… Con nosotros
también estaban Valenciano y don Amato, vestidos también de boy scout, de cháchara y
riéndose de mi tardanza. Yo sospeché que los muy vagos habían llegado en taxi, porque la
caminata no había sido precisamente corta.

Pero me quedé helado al ver en una mesa a toda mi familia pegándose una comilona
por todo lo alto: mis padres, hermanos, cuñados, sobrinos, primos… ¡Qué sensación más
rara!, yo sentado con los de mi empresa, y mi familia de salida campestre. ¡Y no habían
contado conmigo! Vaya frustre, qué desapego que sentí.
Mi madre, sabiendo lo que sentía, me dijo lo siguiente:

—Hijo, sabíamos que trabajabas; no queríamos molestarte.

—El trabajo es el trabajo —sentenció mi padre—. Ve con ellos.

—Sí, papá, claro.

Me invadió una triste sensación de abandono. Solamente Lourdetas se me acercaba con


su perro-coche, que venía a husmearme. Porque, en realidad, el perro-coche me conocía
bien, pues no en balde los tres habíamos pasado grandes tardes en el parque.

—No molestes a estos señores —regañó mi hermana Rosa a la niña, como si yo no


fuera de la familia.

—No molesta, señora, en absoluto —y aunque era mi hermana, le hablé de usted—.


Tienen ustedes un perro precioso —y le toqué el capote mientras el perro movía la antena
de punta a punta. El perro-coche estaba contentísimo conmigo, y Lourdetas, también.

Luego, aparecí en un puticlub que estaba en el mismo restaurante, y supuse que se


trataba de una masía multiespacio de alta montaña. A esta cita no podía faltar Del Hoyo
que, rompiendo moldes, parecía ser el más desbocado, así como Garrido, Passarell y por
supuesto mis compañeros de excursión, Rodolfo y Pablo. El que no estaba era Vargas
Llosa, pero podía aparecer en cualquier momento. Me sentía incómodo con esa manada de
hombres sedientos de sexo y, aunque yo también era un hombre sediento, no me apetecía
compartir mis anhelos con ellos. Además, nunca había entrado en un puticlub y estaba
incómodo, pensando que se reirían de mí. Pero claro, estaba ahí para compensar el esfuerzo
que Pablo me había asegurado que había hecho con la caminata, y ahora quería que yo
también le correspondiera. Y yo había cedido para evitar discusiones y, por supuesto, por
los trescientos pepinos al mes.

De golpe hizo acto de presencia la señora Milagros como la gran dueña y diva del
local, con un vestido bien escotado. Se llevó los vítores de todos los hombres, que ella
redujo pidiendo calma, extendiendo los brazos con las palmas de las manos hacia abajo.
Una vez acallados, a mí me saludó con gran ternura.

—Vaya, Ramón, tú por esos lares. Ya era hora de que vinieras. Todos te estábamos
esperando.
—Estoy con mi jefe, el señor Gao, que me ha invitado.

—Sí, ya lo sé —y me guiñó el ojo—. Para ti tengo algo especial. Ven, guapo —me
ordenó.

Y para mí tenía a Dolores, aunque vestida como normalmente vestía, muy decorosa,
con unas faldas largas y con la camisa, eso sí, desabrochada al punto entre el día y la noche.
Pablo exigió a la señora Milagros que la monja tenía que ser para él, que él era el jefe y yo
el subalterno. La monja era el mote de Dolores. A su lado, Fina estaba dispuesta para él, con
una minifalda que levantaba a un muerto. Y me dijo él:

—Para ti la Seca. Fóllatela.

—No, no la quiero. Fóllatela tú. Yo quiero a Dolores.

Se quejó Pablo como un niño caprichoso y la señora Milagros le regañó, sentenciando


que Dolores era para mí y punto. Y yo lo miré con un “jódete, cabrón, te gané”. Fue un gran
momento.

Se ve que nuestra cama estaba, aunque en penumbra, en una zona de paso, porque por
ahí pasó mi familia charlando como si nada, pero por suerte no me vio. También pasó
Melanie en ropa interior, corriendo y riendo, perseguida por un tipo de película. Lástima
que no me vio. Me habría gustado que me hubiera sorprendido con Dolores, para que viera
que no me chupaba el dedo. Tuve ganas de irme tras ella, pero Dolores tampoco merecía
semejante despecho.

En la cama, cerré los ojos y solo pensaba en Dolores. Sentía sus manos, notaba cómo
me abrazaba por la espalda y me acariciaba suavemente con unos dulces besitos en el cuello
que me ponían los pelos de punta. No recuerdo hacer el amor con ella, y eso indica que
tampoco estaba para grandes fiestas, pero estaba muy a gusto. Tal vez esos fueron los
momentos más agradables del sueño.

Pero de pronto todo se volvió una gran pesadilla que hasta me da vergüenza recordar.
Hasta mi subconsciencia era consciente del mal que me estaba haciendo mi trabajo, la venta
de mis derechos por ese sueldo aparentemente suculento, aunque ya no tenía ninguna duda
de que para el sistema parecía serlo yo más.

El caso es que, cuando me di la vuelta para besarla, me encontré con la desagradable


sorpresa de que ¡era Pablo!, el muy marrano. Era él el que estaba pegado a mí besándome el
cuello, haciéndome caricias, y en definitiva, una vez más, ¡dándome por culo! Me lo quité
de encima como si fuera un escarabajo asqueroso y, automáticamente, me vi intentando
salir del gran charco de arenas movedizas que se me tragaba. Y desperté gritando, acalorado
y sudado.

—¡Joder, qué asco! —grité, según Ernesto, que se despertó del susto—. Pero tío, ¿qué
ha pasado? Parecía que te estuvieran descuartizando —me contó.

En esos momentos de desconcierto, eché mano de mi ya rebautizada libreta de


investigaciones y escribí la pesadilla; tenía la certeza de que podría descubrir muchas cosas
de mi grave situación personal. Y seguramente así, dar carpetazo ¡por fín!, a un capítulo
muy oscuro de mi vida.

Capítulo 17

Mi madre siempre había dicho que yo era un chico optimista y que siempre me las
ingeniaba para estar contento y feliz. Pero claro, yo de pequeño sabía perfectamente el
motivo de mi existencia, jugar y divertirme. Sin embargo, ahora ya no lo tenía tan claro,
pues estaba confundido con mis objetivos: que si hay que comprarse un piso, que si hay que
trabajar y ganar dinero, que si hay que mejorar en el trabajo, que si mira qué coche más
bonito, que hay que ser simpático con el jefe y obedecer para que no te eche y poderte pagar
el coche… Y, bueno, yo no lo sabía, pero se ve que es más inteligente quien tiene un BMW
que quien tiene un doscaballos, que se considera un poca pena, un renegado de la vida y un
buscavidas que no ha sabido labrarse un porvenir. O sea, que siempre acabamos escuchando
a los que tienen un buen coche, que a veces son los más cazurros. Vamos, como mi jefe, con
el que no había día que me ganara una bronca, tanto por abrir la boca, como en el caso de
Mamadou, como por tenerla cerrada, por el presunto lío con la Seca. Y yo, a callar, claro.
Pero, como decía mi madre, yo siempre me las había ingeniado para estar contento y feliz, y
tal vez tendría que volver a mis cimientos para ver lo que fallaba.

Esa mañana solo esperaba que el día tomara un rumbo ligeramente mejor que el
anterior. Vamos, con un pelín me conformaba. En mi barracón de obra, todavía ante el folio
en blanco, conseguí remitirme a mi frase salvadora, la que me había guiado desde el primer
día que visité a Del Hoyo: ¡Trescientos pepinos al mes libres de impuestos!, y así disipar
mis recurrentes divagaciones… Pero tengo que reconocer que últimamente la frase no me
funcionaba con tanta firmeza. Me dejaba un regusto amargo, como cuando comes pipas, que
a mí me encantan, y justo al final te toca una podrida.

Con ese mal sabor de boca me lancé a escribir el título, que es la mejor manera de
empezar cualquier cosa: “Inventario del robo”. A ver si así arrancaba y por la tarde lograba
dárselo a Olga, tal como le había prometido, que ella se merecía esto y más.

—Ale, a trabajar con otro inventario —me dije con restos de sentido del humor.

Pero como dije, la frase salvadora perdía aceite por todas partes, y volví a embrollarme
con mis pensamientos circulares. Era evidente que el trabajo me consumía, pero también yo
solito me había metido en la boca del lobo con la incursión en El Pájaro Loco, con Dolores.
Además, precisamente por ella, para salvarla de la señora Milagros, acabé en el cuartelillo
por haberme cargado la puerta de ese bar. Seguro que me llegaría una buena multa, lamenté.
Y por no hablar de mi fracaso sentimental con Melanie, que todavía sentía punzadas en el
corazón. Mis relaciones eran un fracaso: por más que mis fantasías intentaran todo lo
inimaginable, ni Dolores se interesaba por mí.

Sin ir más lejos, sumé a mis despropósitos la llamada de la noche anterior de mi


hermana Rosa, tambaleando los más sólidos cimientos familiares, que creía irrompibles.
Fue Ernesto quien me avisó y llamó a la puerta de mi cuarto, reclamándome al teléfono:

—¡Ya salgo! —dije sobresaltado.

Atolondrado, tapé con el edredón todo el botín desparramado, apagué la pantalla del
ordenador y conseguí llegar al comedor ante la extrañeza de Ernesto por mi tardanza.
Acalorado por la hiperactividad de esos segundos, no sé qué imaginaba que estaba
haciendo, a deducir por su cara jocosa.

—¡Ah!, hola, hermanita, ¿cómo estás? (...) No, no, Rosa. (...) No, nada de eso. No le he
prometido nada. (…) Ni bicho ni perro ni nada. (...) Mentira, mentira. (...) Jolines, Rosa,
¿pero a quién te crees más, a tu hija o a mí?

—Ya no sé a quién creer. No sé quién me da más confianza.


—No me digas que no te fías de mí, Rosa.

—Lo que está berreando mi hija no me gusta nada, y estoy segura de que no se lo ha
inventado —me regañó.

¡Solo me faltaba esto!, que Rosa creyera antes a su hija, que es una mentirosa
compulsiva, que a su propio hermano. Pero me dije a mí mismo que tenía que mostrar el
aplomo suficiente para poder superar esta crisis familiar, cuya responsabilidad parecía
recaer en mí. Aun sabiendo que no sería nada fácil, le dije que me pasara a Lourdetas, que
eso yo lo arreglaba en un plis plas.

—A ver, cariño, ¿acaso el tiet Ramón te dijo que te compraría un perro, sabiendo que
tu madre no quiere?

—Tú me lo prometiste, por los secretos —berreó.

—No digas más la palabra secretos delante de tu madre —la regañé—, que si no, ya no
te ajunto. Yo te dije que te compraría lo que quisieras, pero te avisé que no pidieras
imposibles. Y un perrito es imposible, cariño.

—Nooooooo.

—Bueno, Lourdetas, el perro no te lo puedo comprar, o sea que vete pensando otra
cosa.

Le juré a mi hermana que no sería ningún bicho viviente y ella me aconsejó que así lo
esperaba, y que el único ser vivo fuera la nueva sobrinita que estaba a punto de nacer, de
nuestra hermana Laura.

—¡Ah, sí!, ¿cómo está Laura? ¿Cuánto le falta?

El miércoles salía de cuentas, ya. ¡Cómo pasaba el tiempo!

¡Efectivamente, cómo pasa el tiempo!, exclamé postrado ante la hoja, con título, en
blanco. Laura salía de cuentas y yo, en vez de dedicarme a las cosas importantes, me
dedicaba a hacer inventarios. Los casi dos meses pasados desde Reyes se habían esfumado
como si nada. Supongo que la ansiedad por el desamor me llevó a un consumo ciego del
tiempo, sin más rumbo que el necesario para ahuyentar mis fantasmas y sin permitirme el
apoyo moral y el seguimiento espiritual que es menester de un hermano. Me sentía culpable
de ese abandono y no quería que pensara que su hijo, el primero que iba a tener y que tanta
ilusión le hacía, me importaba un comino. Todo lo contrario, me hacía mucha ilusión.

Por suerte, Laura estaba pasando un embarazo feliz. Las pocas veces que la había visto
estaba muy guapa e irradiaba un buen rollo que hasta yo me hubiera quedado embarazado;
pero bueno, ya sé que no puedo. Mi cuñado Ferrán matizaba su estado de felicidad
afirmándolo engañoso, porque tener a Laura jugando a malabares con sus hormonas no era
moco de pavo. Por poner un ejemplo, él tenía que tomarse el café en el bar porque a ella,
solo de olerlo, le daban náuseas. Y Laura le dio una colleja de felicidad.

Ya que no había podido darle mi apoyo durante el embarazo, se lo daría durante la


feliz etapa del preparto que estaba a punto de concluir. Así, decidí llamarla para visitarla esa
misma tarde.

Daba por programada la visita, pero Laura no me respondió. Pensé que estaría en el
súper, pues su nevera, igual que la de Rosa, estaba siempre llena de productos frescos y
ninguno caducado, y eso necesitaba de una dedicación diaria. Tampoco respondía Rosa en
casa, y su móvil estaba fuera de cobertura.

Llamé luego a mi padre, que también estaba muy feliz, pero él de estar jubilado, y
tampoco me lo cogió. Tal vez estaba de canguro de algún nieto enfermo, me dije, que en
invierno siempre cae alguno. Aunque al recordar que era hijo de la guerra, también podía
estar recorriendo los súper para ver dónde estaba más barata la leche o el papel higiénico;
todavía le quedaba aquello de no querer derrochar ni un solo céntimo de su patrimonio. Y
bien hecho, porque yo nunca he podido ahorrar ni un duro en todos los años que he perdido
trabajando. Porque cada vez pienso más que trabajar es perder el tiempo, y que yo ya no me
trago eso de la realización personal en el trabajo y ser un hombre de provecho. ¡Mandangas!
La vida empieza al salir del trabajo, y si me apuras, al entrar en la cama.

Repetí las llamadas sin novedad, y volvió a acecharme un perenne sentimiento de


frustración.

—Jolines, poco que llamo y encima no están —renegué.

Decidí entonces llamar a mi madre al trabajo, que en la última etapa de su vida laboral
decidió salir de la cocina para hacer de telefonista, y resulta que no había ido a trabajar. Su
compañera y amiga de confidencias, la señora Teresa, entonces supliendo a mi madre en sus
tareas, me señaló que estaba en el Hospital de Sant Pau, que mi hermana ya había roto
aguas.

—¿Que no lo sabías, Ramón? Avísame cuando sepas algo, que yo también estoy
intrigada —me pidió ella.

Me puse tan nervioso como si se tratara de mi propio hijo y, aunque ya era un hecho
que el preparto también se me había escurrido, me quedaba el posparto, en el cual ya no
quería defraudar ni a ella ni a mí mismo. Me despedí de Rodolfo a la carrera y tomé el
coche en dirección al hospital pitando como un loco por la N-2, a todo gas, con la ayuda de
un pañuelo de papel que saqué por la ventanilla. Dicho sea de paso, ¡qué complicado que es
conducir a esas velocidades con una sola mano! Avancé a todo coche que iba a la velocidad
máxima permitida, hasta que entrando en Barcelona, me encontré haciéndolo también a una
patrulla de unos azul-verde-o-marrón, de la Guardia Civil, que pusieron enseguida la sirena
y me ordenaron detenerme. Solo me faltaba eso, joder.

—Carnet de conducir, permiso de circulación y DNI, por favor —dijo con sequedad
uno de los agentes.

—No fastidie, agente, que mi hermana está dando a luz.

—¿Acaso no tiene marido tu hermana? —respondió chulesco mientras miraba mis


papeles.

—Sí que tiene, pero yo tengo que estar ahí, que no le pase nada.

Y el tío me dijo que estaría ahí, pero no corriendo a ciento treinta por la ciudad.

—Tu hermana ya tiene marido, o sea que tranquilo—apuntilló al mismo tiempo que,
sonriente, sacaba su talonario.

¿Acaso me tenía que decir un puto azul-verde-o-marrón tricornudo si mi hermana ya


tenía bastante con mi cuñado o no? Era yo, y solamente yo, quien quería estar a su lado. Y
le discutí que él no era nadie como para decirme lo que tenía que hacer.

—¿Ah, no? —dijo fardón—. Pues fíjate.

El tío cabrón me multó por exceso de velocidad, por no tener el permiso de circulación
y por no tener al día la ITV. Me inmovilizó el vehículo y, eso sí, me proporcionó un taxi a
punta de pistola. Una vez arriba, desde la ventanilla, alcé la mano con el índice extendido y
le dije:

—Me he quedado con su cara, con su número de placa y sé dónde trabaja. Y le aseguro
que eso no quedará así. O sea que vaya buscándose un buen abogado, que no se le vayan a
caer esos cuatro pelos que todavía le quedan —y ya al taxista, le dije—. ¡Venga,
larguémonos ya!

Fuera del alcance de los tricornudos, ordené al taxista que se apresurara hasta el
Hospital de Sant Pau antes de que mi mujer diera a luz, simulando ser el padre. El buen
hombre me proporcionó un pañuelo blanco arrugado y, tras echarlo al vuelo por la
ventanilla, el taxista empezó a correr como un diablo. Parecía imposible que nos
pudiéramos abrir paso entre el embotellamiento de esas horas, pero con ese pañuelo
milagroso llegamos al hospital en un santiamén. El taxímetro marcaba dos mil doscientas
cucas, pero entre la euforia y el cabreo me dio un cortocircuito, le di tres mil y le gratifiqué
con el resto. A los tres segundos, arrepentido, estuve a punto de correr tras él para que me lo
devolviera.

Me adentré en el recinto hospitalario hasta el edificio donde debían informarme sobre


el pabellón, itinerario y cama de mi hermana. Mientras esperaba mi turno, me vino a la
memoria lo bien que lo pasaba cuando era niño con las yincanas: “Tienes que llevarle una
flor a la panadera, preguntarle dónde está la iglesia, llegar a ella y darle un beso a la virgen,
luego dibujarla y colgarla en la sacristía, encender una vela y bajarla al río sin que se
apague, coger un renacuajo con dos patas...”. Sentía una agitación parecida, porque el
Hospital de Sant Pau era el escenario perfecto para una yincana. Primero tenía que saber
dónde se hacían los partos, y una vez ahí, si había parido o no. Si lo había hecho, irme hasta
el edificio de pospartos que, por lo que pude ver, estaba en el otro lado del recinto. Luego
ya, preguntar por mi hermana, el número de habitación...

Así, me dirigí hasta el pabellón de partos, que era donde debía poner en la puerta, cosa
rara y que no entendí fácilmente, “Cirugía estética, pabellón número siete”. Ahí, pregunté
por mi hermana:

—Quisiera saber dónde se encuentra Laura Gallofré Cisneros.

¡Había parido ya! ¡Ya era tío! Debía ir al mismo pabellón dando la vuelta por detrás,
pero no entrando por el camino que llevaba al sótano, sino por el sendero de los abedules y
girando a mano izquierda, salvando también la entrada de Urgencias y la puerta de
Quirófanos, por la puerta posterior, donde debía de poner “Otorrinolaringología”. La
encontré de milagro, ya que el rótulo se aguantaba con un solo clavo y en la pared había un
timbre y un rótulo para tontos donde ponía “Timbre”. Ante tal invitación, llamé.

Una enfermera sonriente me abrió la puerta y pasé como si entrara en un templo


encantado. Y pasadas dos puertas, ¡yincama completa! ¡Mi hermana en el camastro con su
hijita Marta! Estaban cuerpo sobre cuerpo en simbiosis perfecta, rebosando bienestar y
felicidad. Su dulce sonrisa me reclamó a su lado. Me invitó a ver cómo dormía y después de
darle un beso de los de verdad, en la frente, le pregunté susurrando sobre su estado:

—¿Cómo te encuentras, Laurita?

—Bien, ha ido todo muy rápido… Ni me he enterado — susurraba ella, lenta y dulce.

—¿Ah, no?

—Me han dado la epidural y ya no he notado nada. Ha ido todo muy bien.

Aprovecharon padres, suegros y cuñado para ir a comer, mientras yo me quedé con ella
con el deseo de poder recuperar con el posparto mi ausencia en el embarazo. Y así también
hacerle compañía.

—¿Te han hecho cesárea? —hice uso de mi corto vocabulario médico.

—No, no —negó, dando por absurda mi pregunta—. Me han hecho un ligero corte y
luego unos puntos, y ya está.

—¡Qué guapa que es! —exclamé.

—¿Sí? ¿Es guapa? —pidió emocionada.

—Muy guapa, hermanita. Es muy guapa. Se parece a ti.

La niña dejó ir un ligero alarido afónico y se movió un poquillo, y ella respondió


poniéndola de cara a su enorme pezón. ¡Vaya pezón más grande que tenía, jolines!

—¿Ya come?

—Bueno, todavía no tengo leche, se alimenta de calostro…


—¿Calo… qué?

—Calostro. La leche llega después, a medida que chupe. En este hospital hacen el
amamantamiento natural, o sea, según la OMS, la Organización... —y descansó tomando
aire.

—¿Mundial de la Salud?

—Eso. Desde el primer momento que nació, sin lavarla, me la pusieron encima. Al
cabo de cinco minutos le cortaron el cordón, nos lavaron y me la volvieron a poner encima.
Aquí, en este hospital, no se la llevan y te la dejan en una cubeta... Tú haces de madre desde
el primer momento.

Pasó una enfermera con un bebé negrito a cuestas, monísimo, para la parturienta que se
ocultaba tras la cortina, y no pude evitar sorprenderme por esa circunstancia.

—¡Oh, mira, es un bebé negrito, Laura!

—Es que su mamá es negra y su marido también—evidenció.

—¡Ah, claro!, entonces es normal.

—¡Ay!, Ramón, qué cosas tienes. Claro que es normal —y se rio sin fuerzas.

Aunque estaba destrozada por el cansancio, su emoción le permitió contarme varios


detalles del nacimiento y de lo que le acontecería a partir de entonces. Pensé que ningún
cansancio le privaría de su felicidad, que le brotaba por todo poro de la piel; no hay nada
como tener las ideas claras y lanzarse con toda la energía hacia ello. Mientras sonreía
enternecido a madre e hija, pensé que tal vez eso era lo que yo necesitaba, un camino firme
y claro hacia el horizonte.

Llegaron los relevos, padre y abuelos de la niña, y di por acabada la visita. Nos
volvimos a felicitar todos por la parte que nos tocaba y partí flotando por el mismo pasillo
hacia mi casa.

—La salida es por detrás —me indicó una enfermera.

Y con más regocijo todavía seguí la yincana porque, en vez de tener que desandar el
camino hecho, que era lo que creía, la salida era por detrás. O sea que pasé por la cama de la
mujer negra, que estaba con su retoño encima y al lado de su marido… ¡Anda, su marido!
—¡Mamadou, qué casualidad! ¿Es tuyo el niño?

—¡Ah!, hola. Es de mi hermana.

—Caramba, igual que la mía, que está aquí detrás.

Nos dimos un caluroso apretón de manos y por poco me destroza la mía, que
Mamadou era fuerte de narices. Mientras me la recomponía, me disculpé en nombre de la
sociedad, de lo mal que funcionaba todo, del racismo de mi jefe, y le aseguré que yo no era
como él. Me dijo que no importaba, que prefería no trabajar que hacerlo para ese hombre
malo.

—Sí, mala gente, amigo, muy mala —dijo Mamadou.

—Pues sí, mala gente. Si me entero de algún trabajo te avisaré, ¿te parece? —y nos
pasamos los teléfonos.

Caramba, ¡cómo flipamos los dos con nuestro encuentro!

Llegué al barrio con la sensación de flotar en el tiempo. Embargado de felicidad por el


nacimiento de Martita, iba saludando a todo el vecindario como si estuviera en un desfile,
como si de repente fuera famoso y todo el mundo me felicitara dándome las gracias por mi
existencia.

En el portal me crucé con la mujer de Trosdesoca, y lo mismo. Charlamos de cosas sin


importancia, banalidades de la vida, y nos despedimos deseándonos un feliz día. Recogí el
correo de mi buzón y lo abrí a medida que subía las escaleras. A la propaganda, que
normalmente iba directamente a la basura, le di la oportunidad de expresarse, y la verdad es
que había buenas ofertas. Entré en casa y cerré la puerta con el talón de mi zapato. No me
imaginaba que un equipo completo de pesca saliera tan barato, y además incluía de regalo
una canasta para la merienda. ¡Como el Oso Yogui!, pensé. Inmerso en la oferta, llegué
hasta el comedor, apacible, sosegado y feliz, y me dejé caer encima del sofá…
—¡Kaaaiii, kai, kaiii, kaaaaiii! —y reboté del sofá ipso facto.

—¡Hostia! ¡Vaya susto!

Se ve que Ramsés, aprovechando que estaba solo en casa, se había espachurrado en el


sofá a echar una siesta. Al principio pensé que le había partido las costillas o algo parecido,
y mi primera reacción fue socorrerlo. Pero al comprobar que estaba vivito y coleando,
deduje que sus gemidos respondían al susto que se pegó al estar a sus anchas y ver que yo
estaba en casa. Así, intenté propinarle un patadón por caradura, sin conseguirlo, que el perro
era ágil de narices. Y se fue Ramsés amilanado hacia la balconera, que ya sabía de sobras
cuál era su castigo: hacer compañía a la bombona de butano. Aparte de la contundente
ejecución de la justicia doméstica, le escondí el hueso de tripa debajo de los platos del
fregadero, que con lo mal que olían ni lo detectaría. E intenté olvidar ese desagradable
percance y recuperar la felicidad perdida con la música fresca y primaveral de Félix
Mendhelson, a todo trapo.

Entre las polifonías del compositor me pareció oír el teléfono y resultó ser Lourdetas,
también muy contenta. La felicité por su primita nueva, por lo que me dio las gracias. Pero
me dijo que ese no era el motivo de su llamada.

—¿Ah, no? —hice desubicado.

—¿No te acuerdas de que me debes un regalo? —reivindicó.

—Sí, claro que me acuerdo —respondí temeroso por lo que podría ser, e intenté tomar
la iniciativa con lo primero que se me ocurrió, a ver si colaba—. ¿Qué tal si visitamos a
Martita con el perro-coche? ¿Qué te parece? —para que valorara los regalos inmateriales.

—No, tiet —dijo taxativa—. Yo lo que quiero es que me lleves a la Feria de los
Animales Domésticos este sábado.

Caramba, esta sí que no me la esperaba. No sabía que se hiciera una feria de ese tipo.
Miré en todas direcciones por si había sorpresa, y me decidí.

—Vale, cariño, tu regalo será llevarte a esa feria —concreté, pero advertí—. Pero no te
compraré ningún animal, ¿eh?
No desentonó el compositor cuando su marcha militar acompañó mi entrada triunfal en
la cocina, donde tomaba cuerpo la guerra fría con Ernesto. Me di cuenta de que había una
impugnación al mensaje que le había dejado el otro día en la nevera, que decía así: “Desde
que vivo aquí, no recuerdo que la hayas hecho tú ningún día”.

La abrí por si alguien me daba los buenos días y, bueno, hongos yogurteros parecían
habitar en el brik de la leche que, por muy uperizada que sea, hay que saber que también
fermenta, se pudre y da vida a los cococitos del yogurt y a sus primos franceses de
Roquefort.

La heroica supervivencia de una cabeza de ajos en ese ambiente nauseabundo me dio


la brillante idea de proporcionarles mejor final que la basura, e ilusionado me dirigí hasta el
armario con la intención de encontrar algún alimento de esos que se conservan solos. Visto
el percal, celebré el rescate de unos tirabuzones como una victoria. Iba a ejecutar
tirabuzones de colores a la fritanga de ajo.

Pero no todo se resumía en esa imagen tan deseada de engullir la pasta ricamente en el
comedor, porque antes eran necesarias arduas tareas de logística. Tenía que rescatar la olla
para el hervido, la paella para la fritanga, un plato y cubiertos para ingerirlas. ¡Ah!, y una
escurridora, aunque no recordaba haber visto ninguna. Luego, en cuanto a decidir ir a por
una ración de queso rallado a casa de la señora María, era cuestión de sopesar el hambre con
la pereza del encuentro, y me proporcionó unos momentos de inmovilismo, pero con un
“venga, va”, resolví lo del queso. Y estuve de suerte, porque daban el culebrón y me echó
en dos segundos.

No me creía que pudiera engullir un plato elaborado en mi propia cocina con queso
rallado, con todo el sofá para mí solito y mirando las noticias de Tevetrés; ninguna de las
desgracias que me contaba me hizo perder la sonrisa. Y tras el televisor, asomándose desde
el balcón, la guinda a mi felicidad con la cara de Ramsés implorando clemencia. Lo saludé
un par de veces, alzando la mano, como si saludara a un vecino por la calle. Luego, lo volví
a ignorar mirando las noticias.

Contaban la noticia del caso de una partida de droga que había sido interceptada en el
aeropuerto de El Prat. El caso es que dos jóvenes modelos llevaban cocaína ¡en su propio
estómago!, en forma de peladillas debidamente precintadas con film protector de alimentos.
Burlada la aduana, debían tomarse un laxante y evacuarlas en un orinal, evidentemente
limpiarlas bien, y que no faltara ni una, que si no lo pagabas con la vida. Si se revienta una
peladilla en tu estómago, la palmas al instante, pero si te falta alguna por lo que sea, te
revientan la cara. Y me pregunté: ¿cómo alguien puede arriesgarse a hacer una cosa así?
¿Será necesidad económica? ¿O más bien desesperación? Resolví, preocupado, que todos
teníamos un precio.

Anunciaron en el Telenotícies que después de un breve descanso darían las


declaraciones del entrenador azulgrana, que había mandado al vestuario a Giovanni por
haber llegado tarde al entrenamiento, al dormirse. No quería perdérmelas, pues era un tema
que me tocaba muy de cerca, y quería ver cómo lo solucionaba, a ver si yo también podía
sacar algún recurso. Aproveché los anuncios para irme a la cocina a por un segundo plato de
tirabuzones, mientras pensaba en lo duro que sería para mí ser futbolista, que te duermes y
ya sales en la tele.

Al volver, todavía hacían publicidad. Salía el director general de Camp, Manuel


Luque, anunciando el detergente que usaba para lavar la ropa de sus hijos. Un hombre
moderno, pensé. ¡Anda! Qué sorpresa al ver el anuncio de El Pájaro Loco, que como me
dijo Dolores salía ese tal Ricard Galcerán, el director general. Y sí, era el mismo que el de la
foto del almanaque publicitario. Ese hombre entusiasta que aseguraba que la comida para
perros de El Pájaro Loco no tenía nada que ver con la que ofrecían otras firmas, que tenía
hierro, calcio y muchas vitaminas. Y acababa con la aparición de un perrazo enorme
saltando una valla de tres metros y el icono de la firma, el pájaro carpintero, partiéndose el
pecho desde lo alto de la valla, mientras el director le guiñaba el ojo teatralmente.

—Vaya gilipollas —reiteré el insulto que ya le había dedicado al verlo en el portafotos.


Y me dirigí al dormitorio para rescatar las fotos del botín, al recordar haber entrado en el
despacho de la mujer más influyente de la empresa. Su familia al completo: sus hijos, sus
padres y el chorbo.

Cuando volví al comedor, lamenté que en los “Deportes” ya estuvieran por el


automovilismo, que a mí me importa un pito, y me quedé sin saber cómo acabó lo de la
sobada de Giovanni. Qué mala pata. Y me pregunté, ¿es simplemente mala suerte o es que
alguien, desde donde sea, intenta por todos los medios que todo me salga mal? Y vi que se
me estaba emancipando el buen rollo por el nacimiento de Martita.
Salí de casa y no recordaba dónde había aparcado el coche. Después de varios
segundos de desconcierto, tomé un rumbo aleatorio para ver si así me iba ubicando. Pero al
poner la mano en el bolsillo, saqué un papelito en el que ponía agente 2334 y me vino el
triste recuerdo del episodio con el joputa tricornudo y todas las multas que me endosó.

—Jolín, mi coche —lamenté— ¿Qué hago?

Me hacía sentir culpable aprovecharme de la humanidad de la empresa, que ya me


había permitido disfrutar del nacimiento de Martita, y dejar de trabajar esa tarde para
recuperar el coche. Pensé que sería excesivo no ir por la tarde, temiendo que se hundiera la
empresa, y me dirigí con el metro hasta la oficina. Decidí recuperarlo por la mañana.

Tal vez por influencia del convento, por tradición o simplemente por cortesía, para
Pablo había cosas que pasaban por encima de todo, y para él, la familia era sagrada. Con
una educación desconcertante, visiblemente conmovido, me hizo pasar a su despacho para
que le contara cómo estaba mi hermana, la niña y los pormenores del parto. Aunque él
tuviera una amplia familia, mujer, hijos y muchos hermanos, no quitaba que me
sorprendiera esa actitud. Era como si tuviera la necesidad de hacer una tregua en su vida
convulsa, para demostrar el respeto que tenía por el estamento familiar. Me invitó a un
Chivas con hielo y brindamos por la recién llegada. Aunque no mostraba tanta euforia como
en la anterior rueda de prensa sobre Melanie, le respondí sin excederme para evitar cansarlo,
ya que todavía seguía desconcertado. Entre tanta bondad, también me admitió recuperar mi
vehículo por la mañana y que cogiera un taxi, que lo pagaría la empresa. Agradecí su
amabilidad y me marché a disfrutar de la soledad de mi despacho, feliz de cómo estaba
yendo el día, con esa corrección en el viraje del rumbo que había deseado de buena mañana.
Y achinando los ojos, me dije que tal vez sí, desear es poder.

Al rato, oí el discreto sonido de unos nudillos sobre mi puerta, una ligera obertura de la
misma y el asomo de Olga pidiendo permiso. Caramba, se ve que me estaba convirtiendo en
alguien famoso por el simple hecho de tener una sobrina nueva, aunque de Olga no se podía
esperar otro comportamiento. Eso sí que era educación: educación y armonía.
—Sí, pasa, guapa, claro que se puede —me salió del alma.

Por supuesto, radiante de alegría, me felicitó por el recién nacido con un par de besos y
hablamos con ternura sobre el acontecimiento. Siempre con una sonrisa, que fue mutua, su
dulzura me hizo emanar por todos los poros la bonanza de ese día. Luego me recordó que
necesitaba sin falta la relación del robo para mañana.

—¡Ah!, es verdad —me disculpé—, y lo siento mucho, pero claro, con la niña… —y
¡por fin yo también! pude usar la baza de una niña en mi abanico de excusas. Eso era el
súmmum de la integración laboral—. Mañana sin falta te lo canto desde la obra.

Y me dio las gracias, y yo también se las di, porque no me importa dar las gracias si
realmente la persona es agradecida. A veces, pensé entonces, damos las gracias
simplemente sin sentir las cosas, solo para quedar bien, y ella era una persona que decía las
cosas con el corazón.

Nunca debía olvidar que era la hija del jefe, pero pensé que ella sí sería una buena
chica para mí. Porque era muy tierna y dulce. Y tal vez querría enrollarse conmigo; igual
me encontraba interesante. Y era normal, porque ella venía de casa rica, de una casa
aburrida llena de lujos, y necesitaba salir de ese marco de postal y vivir la vida sin ese
exceso de protección de la clase acomodada. Era como en esa película de la princesa rica
que no sabía divertirse y jugaba con los hijos del servicio. Y yo le daría diversión y
aventura, y ella proporcionaría ese dinero que siempre va bien en una relación. Seguramente
no tendríamos que pagar una hipoteca y no haría falta alquilar una habitación a Ernesto, que
eso sería interesante. Y el nuevo piso estaría sufragado por su familia, vamos, por su padre,
o sea, mi suegro, o sea, ¡Pablo! Se formó un vacío en mi mente, un silencio sordo y sin
respuesta. Y sacudí la cabeza en sentido negativo: tener a Pablo de suegro sería como para
separarse, o sea, quedarse sin Olga y sin el piso sin hipoteca. Así que volvería a alquilar la
habitación a Ernesto y su maldito perro, jolines. Y tal como he empezado este párrafo lo
termino. Lástima, porque Olga tenía algo, pero nunca debía olvidar que era la hija del jefe.

Disipada semejante idea por descabellada, me dispuse a llamar a Rodolfo para que me
contara el devenir de la obra durante mi ausencia. Aparte de que todo fue normal, me gané
nuevas felicitaciones por el nuevo miembro familiar.

—Gracias, gracias.
El hecho de que la obra funcionara igual de bien sin mí, me hizo pensar que yo no era
tan imprescindible como siempre me habían hecho creer. Es que siempre he tenido la
sensación de que cuando no voy a trabajar −aunque sea porque esté enfermo−, la obra se
descontrola, ya nadie trabaja y nada funciona.

Cuando tenía unos ocho o diez años, yo me sentía el centro del universo. Creía que
toda la gente existía solo para mí, y que cuando yo no estaba dejaba de existir. O sea, todos
eran espectros creados para mi propia existencia: mi madre, mi padre, mis hermanos, la
señorita de la escuela… Todos tenían la misión de hacerme creer que todo era normal, que
tenían sus vidas como la mía, pero no era así. La realidad es que yo era el único que existía,
el centro del mundo, o sea, casi Dios; como si formara parte de una gran yincana, un gran
juego de rol en el que yo era el protagonista principal.

Todavía hoy, de vez en cuando, me queda ese recuerdo, ese resquicio de sospecha de
sentirme único, de ser el único que estoy en mí mismo. Y en realidad, no sé si otro dentro de
sí tiene la misma sensación que yo tengo estando dentro de mí.

Y por extensión, añado que siempre me he sentido tan imprescindible en este mundo
como imprescindible me han hecho sentir para el trabajo, que ni una baja soy capaz de
pedirme. Y bueno, además de venirme de mi infancia, estoy seguro de que eso viene
alimentado desde las propias empresas, para que no te escaquees y que incluso enfermo
estés trabajando como un imbécil. Rodolfo me lo había dejado claro, que todo iba normal
como siempre, y por un momento pensé que si caía enfermo ni el mundo desaparecería ni la
empresa se fundiría. Al menos logré pensarlo, que ya era mucho.

Profundizando en esa premisa me convencí de que el mundo no me necesitaba y quise


experimentarlo sin abrir un solo plano. Así, empecé los preparativos para las cosas
importantes y tomé la libreta de investigaciones, dispuesto a llenarla de ideas.

Dos hojas de mi libretita quedaron rellenas de múltiples hipótesis, que regresé a buen
recaudo al bolsillo corazón de mi chupa. La apresé entre mi mano y mi pecho con la
intención de darle poder, como si fuera un amuleto de un druida mágico. Desentumí mi
musculatura atrofiada, de estar tantas horas en la misma postura, estirando los brazos hacia
arriba, como si me levantara de la cama, y a falta de poco para las siete, ordené la mesa de
planos, memorias y presupuestos. Poco después, me levanté y me largué más relajado que
nunca hacia mi casa, con la novedosa sensación de que nada se estaba hundiendo a mi
alrededor.

Capítulo 18

Tenía el permiso de Pablo para recuperar mi coche, y yo se lo concedí a mi


despertador, que también iba fundido. Así pues, hasta el mediodía no me acerqué hasta la
comandancia de la Guardia Civil. Antes de entrar, tomé consciencia del entorno e hice una
profunda inspiración de aire, como me enseñaron en yoga; estaba seguro de que me
exigirían un rescate elevado, del cual estaba dispuesto a defenderme a capa y espada.

Me habían contado historias para no dormir, historias de una dictadura que no quedaba
tan lejos. Eran historias no escritas, que se contaban de abuelos a nietos, de padres a hijos, y
que se perdían porque nos gustaban más los dibujos animados o las cervezas con los amigos
que esas batallitas de viejos que se repiten y nunca acaban.

—Abuelo, que eso ya me lo has contado mil veces.

Entrar en el escenario de algunos de esos acontecimientos, me pareció como si una


puerta se abriera para que esas historias pasaran a un escenario para ser contadas.
Ordenadas, en fila india, en silencio, cada una esperaba su turno para ser atendidas un ratito,
aquel que estábamos dispuestos a escuchar. Como una visita de médico, aguardando esa
atención tan esperada con la educación aprendida a base de palos, y sin alzar la voz, no
fuera que a alguien le molestara. Solo nosotros, cuando le dábamos la posibilidad de
expresarse, le dábamos memoria y la oportunidad de poder entender, un poquito más, la
vida reciente de nuestros abuelos.

En la entrada, un azul-verde-o-marrón, de verde ese, me mandó que me vaciara los


bolsillos y me quitara el cinturón. Aunque era para pasar por el detector de metales, me
recordó cuando algún gamberro intentaba quitarme el dinero, en el parque. Lo hice, la
máquina pitó y al sentirme culpable casi me doy a la fuga, pero se me ocurrió abrir los
brazos para que me cacheara, asegurándole que yo no iba armado, que no era etarra, que
solo era catalán. Lo convencí y me dejó pasar, mientras me preguntaba si no era caso de
psiquiatra sentirme culpable de todo cuando nada hacía.

Iban todos de uniforme, muy serios. El que iba con tricornio parecía que tuviera más
poder. Igual ese gorro quedaba reservado a los mandos superiores, me dije.

—Vaya sombrero más raro —pensé con desprecio.

Me dirigí hasta Información y, sin tiempo de abrir la boca, el tipo de la ventanilla me


entregó un papel con el número 27 y me gratificó con la frase: “Espere su turno en la sala de
espera”. Aunque tenía un vozarrón quebrado y algo desagradable −me recordó a mi jefe−, el
hombre fue escueto, sobrio y más amable de lo que su aspecto ofrecía. Igual que en la otra
organización policial visitada hacía unos días, la Guardia Urbana, fui tratado de usted, como
un señor.

Parecía que las cosas habían cambiado desde el tiempo de las historias que mis
ascendentes me contaron. En la sala de espera había fotos de terroristas, de gente
desaparecida y un retrato de don Juan Carlos I, Rey de España, supongo por si alguien allá
dentro todavía no lo tenía claro. Y aunque me repita en eso de que ya había pasado mucho
tiempo de nuestra dictadura, es curioso que la gente se acuerde tanto de ella, de esa misma
dictadura que ya hace tanto tiempo que pasó. ¿Por qué será?, me pregunté. ¿Será que a los
abuelos les gusta contar batallitas y recordar el pasado? ¿Serán masoquistas? ¿O será
porque cualquier tiempo pasado fue mejor? La verdad es que antes se lo tenían que callar
todo, o como mucho susurrarlo y vigilando a quién lo hacías, que no fuera un infiltrado, que
se ve que la ciudad estaba plagado de chivatos y cotillas. Y claro, vivías siempre como en la
selva, con la muerte a tus espaldas y siempre mirando de reojo. Por suerte, ahora con la
democracia ya puedes decir lo que quieras, aunque muchas veces parece que no haya nadie
escuchando, como si fueras transparente. Y eso de ser transparente es realmente muy triste.

Recuerdo ahora cuando tuve esa desagradable sensación de transparencia. Yo siempre


iba a los bares de siempre, con mis amigos de toda la vida. Se ve que la gente cambia de
bares a medida que va creciendo y se junta con la gente de su edad, aunque en mi caso,
cuando tenía veintisiete años, seguía yendo a los mismos sitios que cuando tenía dieciocho.
Y claro, las chicas de dieciocho no se fijaban en mí, como si no existiera, como si fuera
transparente. Da igual que te bailes unos pogos en la barra cuando suena la Polla Records, o
las invites a unos tequilas. Da absolutamente igual porque cuando no interesas te vuelves
transparente, se beben el tequila y te ningunean de nuevo. Así que yo puedo entender
perfectamente la sensación de transparencia que puede tener una víctima de la guerra o de la
dictadura porque, en otra escala y salvando las distancias, yo también la había vivido.

Faltaban todavía quince números para mi turno. Lamento siempre en estos sitios no
llevar nada para leer. Solo podía volver a echar una ojeada a los carteles, que ya estaban
vistos, y a la variada gente que esperaba su turno para el rescate de su vehículo u otras
peticiones de gracia. Y me dije que, igual que la gente de esos bares que me ninguneaba,
que eran jóvenes y con ideas nuevas, los agentes de la Guardia Civil también eran nuevos y
también habían cambiado de ideas.

—Seguro que ya son demócratas, claro.

Todo el mundo cambia, igual que yo, que también he cambiado. Aunque tal vez las
formas no lo han hecho, maticé, porque ese energúmeno de verde que me asaltó en la
carretera se ensañó conmigo. Pero saben que no pueden pasarse porque si no, pueden ser
denunciados. Y me acordé de que llevaba anotado el número de placa de ese joputa y lo
busqué en mi bolsillo. Exactamente, ahí lo encontré, el 2234, y me sentí más satisfecho: no
estaba solo ante el peligro.

—Alguien me escuchará.

Pero entonces volví a mis cavilaciones. Si ya habían pasado veinte años de la muerte
de Franco, los que llevábamos de democracia, ¿por qué narices tanta gente se acordaba de la
guerra, de la dictadura, de la cárcel, de la persecución diaria y todo? ¿Por qué esa obsesión?
¿Por qué se tiene esa necesidad de explicar lo que pasó? ¿Es que no se han explicado ya las
cosas? Ante la espera sorda de esa sala, se sucedían mis preguntas sin respuesta. Pero
intenté buscarla, que todo tiene su explicación.

Yo sé que la transición se hizo con un gran pacto entre los dirigentes franquistas y la
nueva clase política: fue un borrón y cuenta nueva para olvidar el pasado. He oído en voz de
muchos, que el tema estaba atado y bien atado. Pero por mucho pacto que hubiera, las
víctimas siguen teniendo esa necesidad de aclararlo todo, de redimir sus penas, de que se les
reconozcan sus congojas, a sus muertos, la amputación de sus anhelos, sus fracasos y el
despojo que ha supuesto para sus vidas, ya no material, sino espiritual.
—Es la necesidad de sentirse escuchado y reconocido por la justicia. Y que salga
publicado en el BOE y se entere todo el mundo.

Ver cómo siguen gobernando los mismos y tú sigues siendo la misma mierda de
siempre es realmente intolerable. Que los que antes eran ministros ahora sean alcaldes, y
que los hijos de militares ahora sean diputados o presidentes de comunidades, es
bochornoso. ¡Ah!, pero te dirán: ¡Es la democracia! ¿O acaso eres un fascista comunista
antidemocrático y quieres una dictadura como la de Cuba? Y ya te tienes que callar la boca.
Y yo digo, ¿es eso la libertad? ¿No será que nos han dado gato por liebre y la hemos comido
porque no teníamos nada que echarnos a la boca? Y saciada el hambre, ¿no podríamos
comer mejor ahora? ¿No estamos siendo ninguneados y transparentes ante nuestra
democracia?

—Qué triste es que no te hagan ni caso —sentencié—. Las víctimas del franquismo se
sienten transparentes y por eso los yayos van explicando sus batallitas, como una voz
ahogada que de vez en cuando tiene el valor de salir de donde la metieron y la amordazaron.

Recuerdo ahora el libro La voz dormida[2] de Dulce Chacón, cuya acción se sitúa en la
posguerra. En ella se palpa el sentir de cada personaje −desde las protagonistas, las mujeres
encarceladas, pasando por sus familiares, amigos, simpatizantes, militantes o disconformes
−, que vive de una u otra manera las consecuencias del presidio de esa cruel dictadura, y
que hasta entonces no había sido capaz de imaginar por mucho que me lo hubieran contado.
Así, Chacón reflexiona en su novela que se siente responsable del silencio de sus padres,
porque no han tenido la oportunidad de ser escuchados, porque no les hemos dejado ser los
verdaderos protagonistas de la democracia. De hecho, se lo dedica a todos los que se vieron
obligados a guardar silencio. Y sentencia: “Ellas (esas mujeres encarceladas) pueden
entender los silencios en dictadura, pero no en democracia”. ¡Cuántas vidas sesgadas!
Cuántas voces acalladas, todavía ahora acalladas. Y pensé en la vida de mis abuelos y
padres.

Miré entonces a los terroristas más buscados y me atreví a opinar sobre ellos, aunque
sé que dar la opinión sobre semejante tema espinoso, saliéndote de la inflexibilidad y
verticalidad que hay hoy en día, es casi para que te procesen. Y eso que yo no soy terrorista
ni independentista ni vasco ni nada; solo catalán. Pero más allá de las ideas de cada uno, no
reconocer que eso ha sido una guerra en la que si tienes un familiar, un hermano, un hijo o
lo que sea metido en ETA, ya estás involucrado de una manera u otra, es negar la evidencia.
Moralmente, pasiva o activamente vives la guerra. Y hoy en día, no llamar a los etarras
terroristas, asesinos, hijos de puta y basura es casi ser un terrorista. Y me pregunto yo: ¿por
qué se le llamará terrorista? Claro, tiene su lógica que apliquemos ese término en un etarra,
porque siembra el terror entre la población. Pero, entonces, digo yo, ¿no sería eso extensible
a otros ámbitos de nuestra sociedad, no ya antigua, que es evidente, sino actual? Si les
diéramos la posibilidad de hablar a todos los que están callados, me refiero a los de la voz
adormecida y víctimas de la dictadura, tendríamos más de una sorpresa al engrosar la lista
de gente que ha sembrado el terror y ahora está de rositas por ministerios y alcaldías.

—Es que en esta democracia hay mucha manipulación, jolines.

Y hablando de manipulación, recordé el libro Buenos días, pereza de la francesa


Corinne Maier. Escribe sobre las nuevas costumbres del capitalismo de lavar su propia cara
para que te sientas importante e imprescindible, y usar un lenguaje que rompa con los
tópicos de empresa, más dócil y amable. Ahora ya no te la envainan con el látigo; ahora,
con una sonrisa. Exactamente lo que decía hace un ratito, ahora te tratan de usted.

Llegó mi turno y se acabaron las divagaciones que siempre me dan en esos


organismos, donde las colas se eternizan y nunca me acuerdo de llevar nada para leer.

—Con las cosas interesantes que hay para leer…

Me apresuré hasta el azul-verde-o-marrón de la ventanilla para evitar que llamara al


siguiente número antes de que llegara, y lo conseguí. El agente no se estaba sacando los
mocos, pero para nada parecía tener prisa.

—Quiero recuperar mi coche. Está inmovilizado.

—Matrícula, DNI, carné de conducir y permiso de circulación.

Me puse nervioso al pedirme tantas cosas en tan poco tiempo, cuando la hora anterior
la había pasado divagando sobre la vida. ¡Parece mentira cómo influye la inactividad!
Atropellé con mi vista todos los papeles de mi carpetilla, y apareció de todo menos lo que
necesitaba. Y me vino a la cabeza la maldita ley de Murphy, que dicho sea de paso detesto
porque ha sustituido la costumbre de hablar de buena o mala suerte. Ahora todo se justifica
por la ley de Murphy. No sé quién se la inventó ni quién la puso en circulación, pero yo
prefiero hablar de mala suerte antes de que una maldita ley justifique cualquiera de mis
fracasos.

Finalmente di con el permiso de circulación. Tal como presagiaba, el rancio


funcionario no gastó ni una gota de saliva más de la que el reglamento exigía y me extendió
una resolución que resultó ser una factura.

—¡Ciento veinte mil pesetas! ¡¿Qué pasa aquí, joder?! —me rebelé.

—Si quiere recuperar el vehículo, tiene que satisfacer las cargas que se le imputan.

—¡Pero qué cargas y qué ocho cuartos! Yo no tengo esa pasta para daros, jolines. ¡Esto
es un robo a mano armada! —y es que no es justo que seas policía y ladrón a la vez. O eres
una cosa o la otra, que todos tenemos derecho a jugar, digo yo.

—Es lo que hay. Cuarenta de la grúa, veinte de la ITV, el exceso de velocidad… Está
todo aquí detallado. ¿Ve? Y aquí también viene un importe por desacato y falta de respeto a
la autoridad.

—Pues voy a hacer una reclamación.

—Oquei, pero sálgase de la cola, por favor, que hay gente esperando —me ordenó con
una educación desconcertante. Y me pregunté: ¿eso es la democracia? Los polis te siguen
dando por culo, pero con educación: “Por favor, señor ciudadano, pase a este habitáculo y
bájese los pantalones que el señor director en persona se la va a endiñar hasta el fondo”. Y
completó el poli:

—Puede pagar y recuperar el vehículo, y hacer la reclamación de lo que considere


oportuno paralelamente, que una cosa no quita la otra. Si tiene razón, le devolveremos lo
que le toque. Pero que sepa que hasta que no pague…

—¡Que sí, cojones, que ya lo sé! —le interrumpí cabreado— ¡Que no me devuelven el
buga, ya lo sé!

Acabé soltando la pasta y me llevé una instancia para casa, para salir lo antes posible
de ese espacio del que hablaban mis abuelos y mis padres de vez en cuando. Yo ya tenía
una historia para contar, a ver si alguien la escuchaba.
Sabe todo el mundo que una fideuá sin alioli no es una fideuá ni nada. Y como yo
seguía muy cabreado por el atraco de los azul-verde-o-marrón, aun sabiendo que en menos
de una hora tenia cita con Del Hoyo, puse la abundante dosis que es menester para ese
plato. A ver si no podía disfrutar de la fideuá porque Del Hoyo tuviera el olfato fino. Luego
seguí con una butifarra con seques, de la que también son famosos sus efectos, un flan con
nata y un cortadito, llamado popularmente en ese bar, lavativa. O sea que, a las dos y media,
me encontraba en el coche envuelto en una marisma de fragancias, flotando entre la
somnolencia de la digestión y una presión intestinal alta. Me aguantaba gracias al cabreo,
que todavía me duraba.

En menos de veinte minutos me planté en MiraQueCasa con la misión de llegar antes


que Del Hoyo y tener tiempo de pasar a los servicios. Esperando que a esas horas me
abriera la mujer de la limpieza, para mi sorpresa lo hizo la mismísima Rut, a la que no
esperaba. Solamente tuve tiempo de decir hola a la carrera, al ir directo a ejecutar mis
necesidades. Aparte de la más que evidente satisfacción que me produjo el automático
vaciado de mis intestinos, en los escasos segundos que duró la operación, tuve tiempo para
lamentar la mala suerte que me acechaba siempre que me acercaba a ese portento de mujer.

Aliviado, volví hacia Rut para seguir con aquello que había empezado con un saludo;
no podía desaprovechar los designios del destino servidos en semejante bandeja de plata.
Sin sospechar que ella ya lo hubiera dado todo por finalizado, me postré en el mostrador a
una distancia prudencial, por lo del alioli, pero lo suficientemente cerca como para gozar de
su fantástica figura, a lo que ella me correspondió con la buena educación de una
recepcionista con experiencia.

Enceté una conversación con desparpajo para que viera que era un tipo moderno y
enrollado, sin nada que perder y mucho que ganar. Visionando a la Ricitos de Oro en la
postura más deseada, me veía recuperando el cielo perdido con Melanie y el tan anhelado
con Dolores. Y para que no quedara todo en una simple ilusión, que últimamente solo vivía
de ellas, la invité a una copa cualquier noche de esas.

—Es que estoy haciendo un curso de submarinismo y no tengo tiempo, Ramón.

No estaba preparado para recibir ese toreo y seguí como si no pasara nada. Maquillé mi
decepción hablando de esa costumbre tan idiota de meterse bajo el agua con diez mil
cacharros enchufados en la boca como una actividad de lo más fascinante, y mostré mi
satisfacción por lo emprendedora que era. Cuando se me acabó el repertorio, le dije que
tenía una sobrinita nueva, y se despegó de su silla para felicitarme con dos cálidos besos
que me supieron a gloria. Justo cuando se me acartonaba la sonrisa por tan agradable
sorpresa, ya que pensaba que la cosa iba por buen camino, llegó Del Hoyo hinchado como
un sapo y, sin mirarnos ni pararse y ni tan solo dar las buenas tardes, escupió lo siguiente
entrando en su despacho:

—Venga padentro y cierra la puerta —y se esfumó mi buen rollo.

Lo primero que pensé es que Del Hoyo no se había enterado de que tenía una nueva
sobrina, a deducir por su desagradable tono de voz. Aunque también podía saberlo y que le
importara un pito.

—¿Qué pasa contigo, Gallofré? —siguió chuleando el joputa.

—¿Qué pasa de qué? —le hice notar que no era adivino.

—¿Acaso no te quedó claro por qué te contraté, cojones?

El Sapo era parco en palabras, pero a buen entendedor pocas palabras bastan, y
enseguida pillé por dónde iban los tiros. Sospeché que Pablo le había puesto la cabeza como
un bombo y el pobre no había entendido nada. Del Hoyo necesitaba una explicación
objetiva e imparcial, sin detalles intrascendentes que le marearan y le sacaran de quicio.

Así que me permití contarle lo sucedido con Mamadou. Incluí la anécdota de las
huellas que propiné yo mismo en el barracón con la hez de perro, como prueba de que tal
vez otro inocente más también se la podía haber cargado, ante su cara de pasmo. Y para
intentar suavizar su agrio carácter, excusé mi ausencia la mañana anterior por el nacimiento
de mi sobrina nueva, sin obtener ninguna mueca diferente en su rostro, más que algún
repelús por tener que escuchar más de lo que estaba acostumbrado a hacerlo.

Al no percibir ningún cambio de humor en el Sapo, recuperé el hilo de mi discurso


inicial, y afirmé que, en mi humilde opinión, los autores del robo habían sido los de Carros
de Crespo al no ser contratados, o alguna otra mafia semejante como Herrantes Heredia. Y,
de hecho, no me extrañaba que trabajaran conjuntamente en territorios no conseguidos. Y
añadí que Pablo, sin ninguna mala intención, claro, se había precipitado al echar al
Moreno.

—¡Ah! —e interrumpí a Del Hoyo justo cuando aspiraba aire para soltar la primera
sílaba—. Y yo me fui tras el negro para disculparme en nombre de la empresa, diciéndole
que la vida era así y mandangas de esas —mentí, recordando las mismas palabras que me
soltó Rodolfo.

Que tuviera la novedosa sensación de sentirme escuchado no conllevaba que Del Hoyo
estuviera de acuerdo, ya que seguía mirándome con la misma cara de sapo.

—¿Puedo hablar yo ya, Gallofré? —preguntó amablemente, mientras limpiaba sus


medialunas con la misma gamuza de siempre.

—Sí… Por favor —proferí también con educación.

—Mira, Gallofré —el Sapo parecía estar entre cansado y asqueado—, me tenéis los
dos ¡has-ta los mis-mí-si-mos co-jo-nes! Me trae sin cuidado quién tenga razón y menos aún
lo que le depare al puto negro. Te contraté para que Pablo no me calentara los sesos con sus
paranoias, y resulta que está peor que cuando estaba con el Enano. Que si el negro, que si te
follas a la Seca… ¿No te dije que le dijeras que sí a todo? ¡Si tienes que darme problemas
no me sirves, cojones!

Y en ese momento noté cómo me hervía la sangre y no pude evitar defenderme, dado
que yo solo decía lo que pensaba.

—Anda, ¿y ahora resulta que soy culpable de que Pablo esté como una chota? Por
favor, Del Hoyo, por favor.

No sé si fue de lo parado que me quedé al salirle contestatario, pero se me revolvió el


estómago y se me escapó un eructillo silencioso que el Sapo olisqueó al vuelo:

—¡Uf, chaval! ¿No te dije que no comieras alioli cuando quedaras conmigo? —me
recriminó aireando su nariz con la mano.

Aunque el Sapo me hubiera tratado siempre como un inútil, como un ser inferior, no se
lo había discutido. Pensaba que era su punto de vista, y a mí, la verdad, me importaba un
comino; yo también pensaba algo parecido de él, aunque no se lo dijera. Pero no podía
concebir que me tratara de guarro por gustarme el alioli, y no pude quedarme callado:
—Pero, a ver, ¿acaso no puedo comer… —y finalmente lo solté— lo me salga de los
huevos? —y abrí mis manos como si fuera el Papa, pero sin estar iluminado. Temí que me
despidiera, pero él simplemente se enarboló en sus facultades orales.

—Coño, que hueles a podrido, chaval —me despreció el muy joputa.

Estaba descubriendo que para tener razón había que enfadarse y no tragar con lo que a
uno no le toca, que sino cada vez te toca más. Y sobre todo, hablar con mucho desprecio al
prójimo. Mi amor propio había quedado tocado porque, por deprimido que me sintiera,
cansado, poca cosa, hecho polvo o lo que fuera, precisamente podrido no me había sentido
nunca. Que soy de clase trabajadora y de barrio obrero, pero honrado y limpio, y nunca
podrido, cosa que dudo que ese Sapo asqueroso pueda decir. Y del alma me salió que si no
le gustaba mi aliento, no me citara a las tres de la tarde, que yo hacía la digestión.

—¡Anda, pírate antes de que se me hinchen los cojones!

Y me piré profundamente ofendido, y le deseé para mis adentros que le explotaran esos
cojones tan hinchados que tenía, porque yo ya me hubiera largado dejándolo con la palabra
en la boca, pero el tío me echó. Por lo menos me sentí orgulloso de mi actitud porque, por
más que me provoquen, soy incapaz de ponerme a la altura de ciertos energúmenos que se
creen más que yo por ser amos de una empresa de mierda como aquella.

Llegué a la oficina con la profunda sensación de que algo olía a podrido, y que por
supuesto no era yo. Todos trabajaban a pleno rendimiento, como si nada hubiera pasado:
Olga, el Arenque y Gutiérrez. Pero me dio la sensación de que disimulaban y que estaban al
día de las conversaciones que se daban, como si las dieran por pantalla gigante, como en
Gran Hermano. Como cuando pensaba que todo el mundo existía solo para hacerme creer
que el mundo existía.

También Pablo parecía trabajar de lo lindo usando sus manos para servirse un Chivas.
Al verme, también trabajó alguna de sus neuronas: como llegué más tarde que él, se
preguntó dónde me había metido, porque lo único que se le ocurría era que me estaba
escaqueando. El aura por el nacimiento de Martita se había evaporado; se había acabado la
tregua.

—¡Con tu socio desde las tres! —respondí enfadado.


—¿Y para qué cojones te quería este, ahora? Voy a llamarlo… —y a mí que más me
daba si lo llamaba. Por mí, podían morirse los dos.

Después de ese deseo interno, me pregunté: ¿podía trabajar en un sitio donde yo


deseaba que murieran mis jefes? Y generalicé: ¿se puede trabajar todo el día para alguien
que se aborrece? ¿Cómo se puede estar pegado a alguien que no soportas? Mi cerebro
formulaba preguntas con respuestas implícitas, como un grito de liberación, de
supervivencia personal. Miré los planos extendidos en la mesa, donde las líneas pasaban de
largo de mi raciocinio. Esas líneas bailaban una música desafinada y sorda, una música
ciega y monótona que no llegaba a mi cerebro. ¿Cómo se pueden entender esas líneas
cuando el levantarte por la mañana te provoca un suplicio que no acaba hasta que te largas
para casa? ¿Qué valor tiene esa línea para ti? ¿Son mil pesetas? Tal vez ahí es donde falla el
concepto de trabajo. Tal vez ahí se impone la esclavitud y el robotismo, en contra del saber,
la expresión natural y espontánea de cualquier ser. ¿Sería la espontaneidad una necesidad
primaria del ser, de confirmación personal? ¿Esa espontaneidad está reservada solamente
para los que mandan? ¿Si se ahoga la espontaneidad, la opinión, la visión personal, nos
ahogamos a nosotros mismos? ¿Hasta cuándo un ser puede fingir una situación antes de que
le explote su vena aorta?

Con todo, Olga se había colado en mi despacho sin darme cuenta:

—Chico, ¿no me oyes? Que si ya has hecho la relación del robo para el seguro… —
con tanta reunión perdía el tiempo de una manera brutal, le dije, y todavía no había ninguna
lista.

Era consciente del sufrimiento que padecía en el trabajo y sabía dónde estaba la
solución, pero no me sentía con margen de reacción. Después del ese desgaste diario, llegar
a casa era como si me hubiera tocado la lotería.

—El descanso del guerrero —me consolé.


Y aunque era viernes, decidí pasar la noche en casa, sin salir, como casi siempre.
Porque lo de quedarme en casa casi venía al caso. Últimamente nadie me llamaba y yo
correspondía con la misma gratitud. Desde que Melanie me había abandonado, me había ido
apartando paulatinamente de mi grupo, pues no quería simular que no estaba afectado ni dar
explicaciones de mi depresión. Ciberandreu no soporta los deprimidos, Rivelles monta todo
un dispositivo especial para mirar de animarte y los demás intentan mostrarse naturales sin
conseguirlo, que solo consiguen mirarte con cara de pena y compasión.

Tal vez, el único ante el que no fingía era a Ramsés, y si me cabreaba se lo soltaba sin
escrúpulos, porque si se rebotaba se iba de peo al balcón con la planta podrida y la bombona
de butano. Pero claro, con Ernesto ya tenía que morderme la lengua, porque si no, se
generaba mal rollo. Y yo estaba harto de no mostrarme tal como era. ¿Es que yo no merecía
expresarme? Tal vez, si me hubiera mostrado tal como era, hubiera sacado una metralleta y
me hubiera cargado a medio mundo, como hacen los americanos entrando en una escuela.
Entonces, noté que ponía cara de malo, de Stallone o algo así. Luego empezaron a sudarme
las manos, y pensé que con las manos sudadas no podría cargarme ni a un perro de feria en
defensa propia.

—¡Bah!, mejor que en casa en ninguna parte —y disparé al televisor con mi mando a
distancia.

Además, al día siguiente quería estar descansado, pues tenía que acompañar a
Lourdetas a la Feria de Animales Domésticos en el Parc de la Ciutadella y aguantar ese
trajín. Encontré bien la idea y estaba seguro de que también contentaría a mi hermana Rosa
que, por cierto, todavía tenía que llamar. Y justo entonces sonó el teléfono:

—Ramón, soy Rosa —hablando del papa de Roma.

La voz de sargento de Rosa, usada como cuando regañaba a Lourdetas, no me hizo


sentir cómodo. Sentí estar a la expectativa y temí que estuviera en juego mi presunción de
inocencia. Mal íbamos de entrada con esa actitud.

Mis hermanas, y en especial Rosa, habían asimilado el rol de madre a base de hijos, y
ahora lo aplicaban conmigo sin el más mínimo escrúpulo. Todavía me dolía la desconfianza
que había tenido sobre mí, antes de que lo hiciera de su hija, ¡que yo era su hermano!
Aunque me acordé del estribillo “la vida es así, no la he inventado yo”, de no sé qué
canción. Y yo añadí, achinando los ojos: “Tal vez habría que reinventarla para que funcione
mejor”. Aunque también pensé que Rosa no estaría para filosofadas, y retomé el hilo de su
conversación:

—Hola, hermanita, ¿cómo estás? —dije cariñoso.

—Estupendamente estoy —respondió con sequedad y fue directa al grano—. Me ha


dicho Lourdetas que mañana te la llevas a no sé qué narices de feria…

—¡Ah, sí!, de los animales domésticos, en la Ciutadella, efectivamente. Ha sido idea


suya, ¿eh?, pero bueno —completé para que viera que estaba al caso—, pásamela, que
quedaré con ella…

—Ramón, ¡es conmigo! —me regañó otra vez— con quien tienes que quedar, ¿no
crees? ¡Es a mí! a quien tienes que llamar y decírmelo… —y siguió que si patatín patatán,
con el discurso de siempre, peor que mi madre.

No la mandé al cuerno porque era mi hermana, y también porque tenía razón. Tenía su
manera de funcionar y es verdad que yo lo llevaba todo de otra manera. Y si yo iba
estresado, ella también, o más, la pobre, que trabajar de profesora en un instituto y encima
hacer toda la faena de casa que hacen las mujeres de hoy en día por querer entrar en el
mundo laboral, debe estresar mogollón. Porque por mucho que el hombre colabore y sepa
preparar una paella y medio vecindario se haga eco de lo bien que le sale, no quiere decir
que el resto de trabajo del día a día, la compra y las otras mil comidas, se hagan solas. Y si
no, que me lo digan a mí, que ya lo he comprobado: en mi casa no las hace nadie, y solas no
se hacen.

Mi madre, sin desmerecer su saber hacer y sus malabarismos con sus seis hijos, que no
es moco de pavo, solo se dedicó a nosotros y a las tareas de la casa. ¡Ah!, y a mi padre, que
no daba ni golpe. Y sin desmerecer a las madres de antaño. Pero el mérito de las mujeres de
hoy está en trabajar fuera de casa y apechugar con lo que siempre se les ha otorgado como
designio divino. Aunque sin querer compadecerla, me mostré sereno y le di otra vez la
razón:

—Sí, Rosa, lo sé. Mañana vengo a buscarla a las diez, ¿qué te parece? —busqué el
consenso. Y acabamos hablando de Laura y Martita, que en eso sí nos pusimos de acuerdo,
en que estaban las dos estupendas y ya en casa.

Volví a mi posición horizontal en el sofá, me encendí un cigarrillo y fijé la mirada en


el blanco del techo. Habían pasado ya cinco días desde la incursión en El Pájaro Loco, y
todavía no me había puesto en contacto con Dolores. Empezaba a estar impaciente: tenía
ganas de poner los puntos en común, contarle mis conclusiones y ver cuáles eran las suyas,
que seguro que las tenía buenas, que Dolores era muy lista. Y muy guapa. Y me recreé en
su belleza un ratito cuando la recordé dormida en mi cama.

Imaginándola en mi cama, me llegó una punzadita en el corazón al observar que era


Melanie quien estaba en ella, bella y celestial. Aparecía cuando quería, sin previo aviso. Se
adentraba en mis recuerdos recientes, a su antojo. Cerré los ojos, y la vi corriendo tras de
mí, su desparpajo, su risa, su fragancia en mis sábanas. Recordé aquel día que nos
desnudamos a oscuras en la escalera, medio borrachos, y cómo Ramsés pretendió unirse a la
fiesta. Y esas Navidades, que se instaló en casa y me esperaba. ¡Me esperaba a mí!, cada
día, sedienta de placer. Y de repente sentí un aguijón letal al recordar la fiesta de fin de año
y el episodio con el Cabezón. Cerré los ojos de dolor, malherido de amor.

Después, pensé que no podía ser que me quedara relajado y aparecieran todos los
fantasmas del pasado para arrastrarme de nuevo hacia el abismo. Tenía que olvidarme de
ellos y abocarme al presente o al futuro inmediato. Me recompuse al pensar que al día
siguiente iríamos a esa feria con Lourdetas y su perro-coche, que Dolores era mi amiga, que
estábamos haciendo un buen trabajo de investigación… Y de repente di un brinco al
venirme una brillantísima idea: si estábamos investigando al animal doméstico y también al
no tan doméstico… Y pillé el teléfono:

—¿De parte de quién? —debería ser su padre.

—De Marcos, de la Universidad.

¡Olé!, festejé para mis adentros, pues había lidiado al toro de su padre con maestría.
Estaba seguro de que no sospecharía de mí antes de ponerse al teléfono.

Noté a Dolores con un mosqueo contenido, pues la había llamado a casa cuando me lo
tenía prohibido, pero como estaba con sus padres se tuvo que morder la lengua. Entonces
yo, por una vez en mi vida, pude hablar tendidamente sin ser interrumpido. ¡Ya era hora!,
hablar sin que nadie me recrimine ni un suspiro. ¡Qué sensación de poder! La cité a la salida
del metro de Arc de Triomf a las once. Yo estaría ahí con Lourdetas y mi cámara de fotos.

—¿Y para qué? —dijo todavía mosqueada.

—Para ir al Parc de la Ciutadella, a la Feria de los Animales Domésticos.

Capítulo 19

—Nada de animales en casa, ¿eh, Lourdetas? ¿Ha quedado claro? —advirtió Rosa a su
hija antes de ir a la feria.

Con esta contundente advertencia, Rosa pretendía evitar malos entendidos a una
eufórica Lourdetas, mientras yo me alimentaba sin tregua ni descanso en su cocina de
diseño, engullendo esas riquísimas magdalenas de panadería bañadas en el café de Costa
Rica del comercio justo, tan o más contento que mi sobrina. Y para que tanto la una como la
otra vieran que estaba al quite de todo, repetí con la boca llena el veredicto de mi hermana.

—Bueno, ya has oído a tu madre ¿eh?

—Que sí, jolines —respondió molesta.

Esta reiteración gratuita me hizo reflexionar sobre cómo los mayores nos regocijamos
en el poder que tenemos sobre los pequeños. Cualquier adulto lo justificaría al pretender
evitar los problemas antes de que aparezcan, porque los niños no los ven −para ellos los
únicos que existen son los de matemáticas−, pero es verdad que abusamos de ese privilegio
para que no vayan tan ilusionados por la vida. Que la vida no es para reírse, según dicen. Es
como los jefes, que no les gusta que vayas contento y feliz contando chistes, porque
entonces parece que te cachondees de quien te paga. Tienes que poner cara de preocupado,
de obsesionado o incluso de amargado, y entonces te toman en serio. La idea es que los
niños se entrenen en ser mayores, en ser personas responsables y preocupadas por la cosas.
Es lo que decía antes, que si no tienes un problema o no estás preocupado por algo, eres un
vivalavirgen que te tomas las cosas a pitorreo. Cuando era pequeño siempre me habían
parecido unos infelices, amargados y aguafiestas. En esos momentos, con ese comentario
me sentí de lleno formando parte de ese colectivo.

Pero el hecho era que nos íbamos a esa feria y nos lo teníamos que pasar en grande.
Así que, al sentirme un mayor más, o sea, un aguafiestas, intenté reconducir la situación.

—¿Y qué, Lourdetas, no te llevas al perro-coche?

Me miró como si le estuviera vacilando y me soltó que, evidentemente, no quería ser el


hazmerreír de la feria con un coche teledirigido atado a una correa de perro, cuando todo el
mundo ahí tendría un perro de verdad. Por primera vez, Lourdetas llamó al perro-coche por
su nombre. Y yo, entonces, ya la empecé a ver como una mujercita.

Me preguntó si llevaba la cámara fotográfica y, al decirle que sí, me pidió llevarla ella.
A eso yo le dije que ni hablar, que la llevaba yo, que no quería que la rompiera. Y
discutiendo sobre quién la llevaba, nos despedimos de Rosa, que aprovechaba para ir a ver a
Laura y Martita. ¡Ah!, y a Ferran también, claro, que parece que no cuente y es el padre. Y
bueno, de buena mañana los niños tienen tanta energía que, al final, quien acabó llevando la
cámara fue Lourdetas.

Hordas histéricas de niños, maestros, padres y monitores salían del metro de Arc de
Triomf hacia la Feria. Me pareció estresante ver a esa masa adulta arrastrada por esa
desbordante algarabía infantil. Me sentí como en una emboscada parecida a cuando grandes
manadas de ñus cruzan los ríos repletos de cocodrilos, esperando la carnaza. Los niños eran
los cocodrilos y los padres los ñus, por si había alguna duda. Para que no corriese el pánico,
aunque solo lo sufría yo, le propuse, sin soltarse de la mano, jugar a buscar a Dolores entre
la muchedumbre, como buscando a Wally.

—¡Ahí, mira, ahí está! ¡He ganado, he ganado! —exclamó.

—Muy bien, luego te compraré una nube —la felicité.

Con ella aparecieron Josué y Mónica, dos de los testigos de la comisión del medio
ambiente y animales que ya conocía de mi primera reunión dominical. No me esperaba, ni
me apetecía, compartir la mañana con ellos, y maldije la hora en que me había afiliado a esa
congregación, que me encontraría feligreses hasta en la sopa. Pero me saludaron con gran
calidez. Los testigos eran gente muy atenta, que me hicieron sentir bien desde el primer día.
Asimilada la compañía, en las taquillas volví a mosquearme, pues tenía que soltar dos
mil cucas por barba y los niños pagaban igual que los mayores. ¡Vaya abuso! Encima,
cuando ya había pagado dos entradas, Dolores abrió los brazos reclamando la suya, ya que
no tenía dinero.

—Pero, ¿no dijiste que me invitabas?

—¡Ah… bueno! —y pensé que o yo era tonto o la gente muy lista. Y disimulando el
cabreo me rasqué el bolsillo, porque en cierta manera era verdad que la había invitado.

Entramos los cinco en el recinto y se me fue disipando el disgusto del dispendio a


medida que hablábamos sobre el destino del planeta, con predicciones desastrosas por culpa
del cambio climático, el deshielo y el cada vez mayor agujero de la capa de ozono. No era
ese el enfoque que pretendía con la feria, pero Josué y Mónica llevaban la iniciativa en la
oratoria, y Dolores y yo asentíamos compungidos a esa inminente hecatombe, que parecía
que el fin del mundo fuera cosa de minutos. Así, me autoprotegí a la vera de Lourdetas, que
no quería otra cosa que disfrutar de la feria. Ella marcaba el itinerario arrastrándome a mí, y
yo al resto, aunque yo iba frenando su ímpetu, que si no, ya estaríamos contemplando al
perro-cerdo, que era el bicho que se le había metido en la mollera ver primero.

Me congratulé de tener una sobrina tan brillante que me había situado en el camino de
mis verdaderas inquietudes. Ella había propuesto el evento: ¡era la líder! Haciendo un símil
con la congregación, ella era el pastor y los demás, el rebaño. O haciendo un símil con el
Inspector Gadget, yo era el inspector y ella Sophie, la sobrina. Y la volví a mirar, si cabe,
con más satisfacción y orgullo.

Y me pregunté: ¿sería Lourdetas mi ángel de la guarda? ¿Habría nacido ella para ser
mi guía en el mundo? Según Manel, un amigo que tira las cartas, un ángel puede presentarse
bajo cualquier personaje, ser vivo o amuleto, como en todos los cuentos, leyendas y
películas. Espíritus, hadas madrinas o el genio de la lámpara maravillosa eran ángeles en sus
propias historias. Al imaginar a Lourdetas como mi ángel protector, me dejé contagiar por
su excitación, como si nos fueran a pasar grandes aventuras.

Entonces, me di cuenta de que esa feria estaba patrocinada por El Pájaro Loco.
¡Caramba, qué coincidencia!, me dije. Temí que alguien estuviera tras nuestros pasos, pues
por ella se estaban paseando los que habían saqueado sus oficinas. ¿Y cuántos ladrones o
asesinos han sido atrapados por volver al lugar del crimen? Me sentí inseguro y me vi
levantando la solapa de mi gabardina. Instintivamente, apreté con más fuerza la mano de
Lourdetas. Ella lo notó, y me miró y me guiñó el ojo. Le estaba dando la mano a mi ángel
de la guarda.

La Feria distinguía tres zonas principales. La que tenía más adeptos, como era lógico,
era la de Exposición y Venta de Animales, donde se exponían y vendían animales
domésticos, domesticables o dominables, aunque fuera a malas. El caso es que consiguieran
ser catalogados como tal.

La segunda era la de Educación y Sostenibilidad, y era donde se adentraron Dolores,


Josué y Mónica después de declinar yo su invitación; me debía plenamente a las voluntades
de Lourdetas y para nada eran esas. Se hacían talleres para aleccionar sobre las necesidades
de los animales cautivos, que leí para ver si Lourdetas podía encajar en alguno:
“Sostenibilidad, por un mundo más justo”, “La mascota no es un juguete”, “Yo no puedo
abrir la nevera, pero también tengo hambre” y “Fauna cautiva y sostenibilidad”. Nada, no
encajaba, pero esos títulos me hicieron ver que era posible mezclar las churras con las
merinas.

El tercer espacio era la zona de Espectáculos, donde se harían títeres y las


personalidades realizarían sus discursos.

Reconozco que esa temporada estaba más filosófico que nunca, y más de uno me lo
había recriminado, pero no por eso iba a morderme la lengua y desaprovechar la
oportunidad que me brindaba la levedad del uso de la palabra sostenibilidad.

Hacía tiempo que estaba hasta el gorro de oír ese término en cada esquina de la ciudad,
y nosotros los ciudadanos, como diría Rafael Alberti en uno de sus poemas: “Como loros en
sus ramas, repetimos…”, y yo añadiría, “…y reivindicamos esa sostenibilidad”. Pero
muchos políticos hacían un uso fraudulento de la palabra, manipulando y falseando su
concepto, dándole un sentido hueco y vacío. Nuestro código civil dice que el
desconocimiento de la ley no nos exime de su cumplimiento. Y sé que esto no es una ley,
pero tampoco nosotros somos gilipollas. Así que vayamos al concepto, a ver si nos
aclaramos.

En mi pueblo, sostenible es aquello que se sostiene por sí solo, se aguanta por sí solo.
Por ejemplo, es sostenible el trabajo del panadero, que hace pan para todo el pueblo y saca
un beneficio de un tanto por ciento más o menos fijo. Todo el mundo come pan y casi
siempre el mismo. El panadero nunca tendrá problemas de quedarse sin trabajo, ni el pueblo
se quedará nunca sin pan. Tal vez, hacer siempre lo mismo sea algo aburrido, pero es lo que
hay, y ese es un ejemplo de trabajo sostenible.

Ahora bien, supongamos que llegan al pueblo cien niños de colonias doblando la
población. Si el panadero hiciera la misma cantidad de pan, alguien se tendría que quedar
sin. ¿Y quién sería, el habitante o el turista? Está claro que tendría preferencia el turista, que
hay que tratarlo bien para que vuelva, ya que es una fuente de ingresos suplementaria que
sienta de maravilla al bolsillo de cualquier negocio. Entonces, ¿serían los habitantes los que
se quedarían sin pan?

Ese aumento de la demanda traería un incremento de precios, también de la


producción, y se contrataría a más gente. El panadero dejaría de trabajar porque con el
aumento de precios y producción ya tendría de sobras para tocarse las narices y controlar al
personal. Así pues, el panadero dejaría su condición de panadero para convertirse en
empresario.

En ese caso, el centro de gravedad de su clientela daría un vuelco hacia el turismo,


perdiendo peso el autóctono, que dejaría de ser cliente prioritario. Así, el empresario tendría
menos consideración con ellos y podría pasarse por el forro las críticas por el aumento del
precio. Hablaría de costes, de intermediarios, de impuestos, del precio de la gasolina o de
cualquier otra frase hecha del capitalismo rancio y extorsionador. Pero el precio sería el que
sería y el vendedor así lo diría: “Yo soy un mandao, los precios los pone el jefe”. Y la
protesta queda en saco roto. Como los buzones de reclamaciones, que parece que tú en
persona estés tirando la reclamación a la papelera.

De todas maneras, cuando los cien niños acaban marchando, el panadero tendría que
volver a las cantidades y precios anteriores, y no aprovechar para lamentar que hay una
crisis de caballo y que eso es insostenible porque solo vende el mismo pan que antes del
pelotazo. En definitiva, que el tío tiene que volver a arrimar el hombro y eso no le gusta.
Pues eso es lo sostenible, la riqueza natural del panadero, que es lo que le proporciona un
sueldo justo y que cada día siga elaborando pan para los de siempre.

Pero parece que hoy en día eso es ser un muerto de hambre, un pelagatos y un chapado
a la antigua. Se ve que trabajar es para primos y tontos del culo, para los desgraciados que
no han sabido montarse en el dólar, con lo fácil que se ha puesto para el que es moderno,
listo y tiene visión de futuro. El prototipo de negocio español sería como el de los trileros:
“Tenemos esto, nos lo metemos por la manga y ¿dónde está?”, dice el mago. “¡Ahora está
aquí, ahora allá, y dame mil pesetas, y ya no las ves más!”. Escogen un producto, le lavan la
cara, montan una buena campaña publicitaria y lo venden al mayor precio tragable.

Ahora hay restaurantes que venden algunas marcas de agua a más de mil pesetas
porque dicen que tienen una salinidad perfecta. Y nosotros nos lo creemos, claro, porque a
falta de un Dios nos creemos al budista, al masajista y al dietista. Así como al publicista,
que en mi opinión es un mentiroso poético-iluminado compulsivo: te lo pinta bonito, pero la
base es una mentira. Tanto castigarme con las mentiras de pequeño y ahora puedes decir
cualquier frase que suene bien. Pues que no nos cuenten cuentos: el agua siempre ha sido
agua, y la más rica, la de la fuente, como decía la yaya Quimeta cuando íbamos al monte:

—Mira, una fuente, vamos a beber agua —y ¿quién tendrá más razón, un anuncio de
televisión o mi yaya, con todo lo que ha vivido?

Se nos ha llenado la boca de la palabra sostenibilidad y de tanto pronunciarla ya no


sabemos qué significa. Aquí solo se construyen hoteles, y el precio de la vivienda no se
puede ni comentar, no sea que suba todavía más. Y si no, miremos el antes y el después, y
veremos qué juego de magia tan sostenible hemos visto.

Todavía enfrente del eslogan de la sostenibilidad, pensé en el fraude de querer


integrarlo en el mundo de los animales domésticos. ¿Arrancar a los animales de su medio
natural para contemplación y goce de los humanos es ser sostenible? Una cosa es que no
interfiera en el equilibrio natural, pero otra muy diferente es la manipulación y fraude del
término ¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo? ¿Por qué ahora los gobiernos
pueden mandar a un ejército armado hasta los dientes en misión de paz, cuando siempre se
le ha llamado guerra?

—Pura manipulación, pura publicidad —reproché en voz alta. Y me dije, ¿publicidad y


manipulación no serán dos términos redundantes? ¿No será la publicidad el arte de la
manipulación, el arte del mentir?
Se acabó la filosofada cuando Lourdetas tiró de mi chaqueta, que casi me la quita, y
me arrastró hacia el jolgorio de la zona de exposición y venta. Lourdetas tenía una fijación
especial por el perro-cerdo, que era uno de sus preferidos. Ese engendro le producía una
mezcla de pavor, asco e intriga que le corroía las entrañas. Ante la expectativa de
encontrarse ante ese bicho, era como una adolescente enloquecida intentando ver a su ídolo
musical. A todo eso, yo apelé a la calma, la que cualquier progenitor podría invocar en una
situación semblante.

—Lourdetas, ese bicho no se va a mover de ahí, ¿entiendes, cariño? —salté agobiado


ya—. Pues entonces, tranquila, mujer.

Obviamente, el perro-cerdo no se llama así, pero como dice mi sobrina como si yo no


viera lo evidente, tiene cara de cerdo. Además, es completamente blanco, pero igual que el
lobo cuando se disfrazó de ovejita, que se le asomaban sus garras, al perro-cerdo se le
asoma el color de la piel de cerdo, ese rosado característico de la piel desnuda en zonas
como ojos, orejas y en alguna articulación más exenta de pelo.

En la enciclopedia, el perro-cerdo es llamado bull terrier, y aunque los más populares


son los blancos, especifica que pueden ser de cualquier color. Dice también que es un perro
de defensa muy seguro y pacífico, pero advierte que, aunque cueste que se enzarce en
alguna pelea, mejor no estar cerca cuando se líe en una, ya que va a degüello.

Habla también de su bloqueo. Era la primera vez que leía esa facultad en un can e
indagué interesado en ese párrafo. Se ve que al perro se le pueden cruzar los cables sin
previo aviso y es muy difícil de dominar, y a eso le llaman bloqueo. Cuando pasa esto, “hay
que atarlo, evitar regañarlo y dejarlo en paz, hasta que en unos diez minutos se le pase el
berrinche”. Al tanto pues con el bloqueo, que no es moco de pavo. Advierte que eso de
atarlo no es gratuito, pues la mandíbula del bull terrier es la más trinchadora de los canes y
la que más se acerca a los cuatrocientos kilos por centímetro cuadrado de la hiena. Acaba la
enciclopedia con el estribillo de siempre: es muy cariñoso, excelente compañía para los
niños y le gusta mucho que le hagan mimos. Pero, sinceramente, después de eso del
bloqueo, yo no me fiaría mucho.

Pero bueno, el caso es que a Lourdetas le hacía una tremenda ilusión ver al bull terrier
con cara de cerdo y la mandíbula trinchadora de la hiena, y nos dirigimos en su búsqueda y
captura.
El primer animal de nuestro recorrido fue el quetzal, el pájaro insignia de la América
maya. Ese mocinno es de un llamativo verde mojado país vasco, lleno de matices, precioso
y elegante, con su larga y espectacular cola. Son extremadamente presumidos y cuando
vuelan enseñan la cola para agradar a la hembra a todas horas. Pero se me heló la sangre al
verlo ahí encarcelado, despeinado, y que hasta tenía ojeras, el pobre, como cuando alguien
se levanta de la cama y no se asea ni se afeita. También, tanta sostenibilidad y la jaula no
había tenido en cuenta la dimensión de su cola, ya que sus últimas plumas chocaban contra
la base y se la doblaban. Y claro, ¿para qué iba a asearse si tampoco había ninguna hembra
para presumir? Para nada estaba contento el quetzal en esa jaula tan sostenible.

A su lado, de la familia de las cotorras, estaban los guacamayos Rosados, con gran
aceptación en el mercado por su pintoresco plumaje, y los guacamayos Jacinto, con tonos
azules y violetas, impresionantes, ambos en peligro de extinción. También había diamantes
de Gould, a ocho mil pesetas la pareja, que como eran bastantes se hacían compañía y el
mundo exterior les importaba un pito. Un tucán americano aguantaba con maestría su
pedazo de pico, casi más grande que su cuerpo, que parecía que fuera a desestabilizarse;
aguantar semejante pico debe ser tan pesado como aguantar la retorcida cornamenta de un
ciervo, o la del Lute, por ejemplo, pero con un momento torzor y vuelco nada despreciable.

Eso sí, para cumplir la legislación vigente y ser políticamente correcto, en todas las
jaulas había un letrero donde especificaba la prohibición de su venta por ser animales
protegidos. Se permitía la venta de los nacidos y criados en cautividad, y claro, hecha la ley,
hecha la trampa: solo necesitaban un certificado que lo atestiguara. Y me acordé de Blasco,
cuando me habló de esos papeles necesarios. También creí contradictorio que estuviera
prohibida su venta, pero no su exposición en jaula. Eso tampoco se sostenía mucho, que
dijéramos. Entonces, me vino a las mientes la sangría que había visto en el laboratorio de El
Pájaro Loco, que de puertas adentro había una cosa y otra muy diferente de puertas afuera.

Es curioso, pero en los lugares más insólitos es donde siempre te encuentras a la gente
que menos esperas. Me acuerdo de esa vez que fui con mis compañeros de Tragados,
Sergio, el administrativo, y Montse, la técnico de calidad, a un festival de música india. Fue
un acto muy bonito y lleno de glamour, ya que el bollywood estaba de moda en los sectores
pseudoburgueses de la sociedad barcelonesa, y pretender emular a un erudito del arte para
hacerse el interesante era una práctica muy extendida. Hasta había ido yo, ya no digo más.

En esa fiesta india me encontré con la mitad de mi pasado prácticamente olvidado: a


Sandra con su bebé, que era mamá soltera; a un vecino maricón de la calle de arriba, salido
ya del armario; y a un compañero pijo de la universidad liándose un porro, con un perro sin
atar, que se había vuelto hippie y vivía en una masía ocupada. Todos habían cambiado de
una forma prodigiosa, y bueno, yo no estaba tan bien como ellos, pero también les conté mi
vida con detalles de lo más extravagantes, a ver si iba a quedar como el único pelagatos del
evento. Y eso de intercambiar la concepción del mundo y comentar futuros proyectos con
una copa en la mano siempre da estatus y posición. ¡Parece mentira la seguridad que da una
copa en la mano! En esa fiesta, mientras charlaba como si fuera el tío más famoso del
mundo, pensé lo que siempre pienso en esos eventos: que era un tío cojonudo y que tenía
que recuperar un poco de vida social, que eso de fantasmear me sentaba de fábula.

Para nada se parecía la fiesta india a la Feria de la Ciutadella, pero tuve una sensación
parecida al ver a lo lejos a un lagarto de metro llevado con correa por un señor mayor,
acompañado de otro de su misma edad. Pensé en lo bien organizada que estaba la feria, que
hasta había actos interactivos.

—¡Oh!, Lourdetas, mira qué pedazo de bicho viene por ahí…

Lourdetas detectó al bicharraco, se olvidó de perros y cerdos y cambió el rumbo versus


al bífido. Aunque iba sin ninguna copa en la mano, me sentí con el pretexto de poder
socializar como en anteriores ocasiones. A medida que me acercaba, me pareció reconocer a
uno de esos señores.

—¡Don Amato, qué sorpresa! —sin duda que era él.

Le refresqué la memoria sobre nuestro encuentro en Las Bermudas, cuando intentaba


pescar la oliva de su vermut, y al no recordarme, alegó las no pocas olivas y vermuts que
habían pasado por su vida. Luego me presentó a don Ceferino, y ¡por fin!, me alegré de
poner cara a ese personaje que conocía tan al detalle gracias a su hijo Pablo.
—He oído hablar mucho de usted, don Ceferino.

Don Ceferino me estrechó la mano con recelo, pues no le apetecía conocer a nadie
relacionado con su hijo. Pero antes de que me dieran esquinazo, intenté hacerle conversar.

—Por cierto, don Ceferino, ¿y su hijo no ha venido?

Esa mañana, mientras Pablo engullía una magdalena rebañada en su café con leche,
don Ceferino le pidió si podía acompañarlo al parque de la Ciutadella a pasear el varano. Y
claro, Pablo se atragantó y expulsó la magdalena en todas direcciones, como si fuera un
volcán en erupción. Fue su padre precisamente quien le dio palmaditas en la espalda, las
justas para que respirase, pero se dio como respondido y desapareció con su varano antes de
que recuperara el don de la palabra. Y por suerte para él, lo recuperó cuando estaba en la
calle, al oír sus gritos mandándolo a tomar por culo.

—Es que todo lo hago para joderlo: venir a la feria es joderlo, quedar con Amato… —
se desquitó.

—Su pashado le atormenta —completó don Amato.

—Hay nombres que no puedes ni mencionar —disparó su padre—. Mira, ahora no


puedes decir Valenciano. Enano aún, o gusano rastrero, pero Valenciano, ¡ni se te ocurra!

Y apostilló que era increíble cómo podían odiarse tanto dos personas y que
compartieran despacho para ahorrarse unas perras.

—Tampoco puedes decir Casimoro, Isla Magnífica ni Amato ni animales exóticos…


—prosiguió Ceferino—. Te acusa de provocarlo. Pero, ¿no soy libre de hablar de lo que
quiera? Yo no tengo que darle explicaciones sobre mis amigos. ¿O acaso él me las da sobre
los suyos? Que si la Rana Del Hoyo, el Lavanda Puig, el Garrafón Jotabé… Los conozco a
todos.

Estaba don Ceferino enfurruñado porque, al igual que Pablo, incluía el mote de quien
hablaba a modo de desquite. ¡Qué curioso!, pensé, cómo se parecían padre e hijo por mal
que se llevaran. ¿No sería que se llevaban mal por lo que se parecían? Los dos eran unos
testarudos duros de mollera. Y bueno, en la dimensión de su cabeza también, tal para cual,
cabezón igual.

—Tampoco quiere que hable con su amigo Pulpo Galcerán. Y digo yo: si es mi amigo,
¿por qué no puedo hablar con él?

—¡Ah!, ese de El Pájaro Loco, ¿no? ¿Son muy amigos?—indagué.

—Sí, y de hace tiempo —aclaró don Ceferino—. Pero el otro día le di un ratoncito a
Lorenzo para comer y no le hacía caso. Estaba alicaído, el pobre, y le dije que le preguntara
a su amigo Pulpo. Y bueno, ¡cómo se puso!, ¡como una fiera! Al final lo llamé cuando ya se
había ido. Mira, chico, te voy a decir algo: yo he subido a ocho hijos y a mí nadie me ha
regalado nada —tal para cual, me dije—. Y a mi hijo lo conozco como la palma de mi
mano. Nunca sabrás en qué fregado te está metiendo: igual piensas que estás trabajando
para sus casas, pero en realidad estás metido en otro tinglado. ¡Ve con cuidado con mi hijo!

—Bueno, yo tengo un contrato de trabajo —le aclaré.

—Ya, pero siempre se guarda un as en la manga, ¿verdad, Amato? —el paralelismo


con las cartas siempre estaba presente.

—Shí, es un hijo de puta —contestó—. Bueno, con perdón.

—Con perdón de María Asunción —matizó don Ceferino—, en paz descanse. Pero
dilo tranquilo: es un hi-jo-de-pu-ta.

Al ritmo del paso del varano llegamos hasta la zona de espectáculos. Mientras don
Ceferino seguía despotricando de su hijo, don Amato se sumó a la refriega al haber sido
estafado en un negocio de animales exóticos y ser el responsable de su declive económico.
De rebote, salió a la palestra el nombre del exalcalde de Vilassar, don Mariano Casimoro, a
quien despreciaron como una basura al estar internado en una residencia de ancianos.

—¿Y en qué residencia se encuentra? —pregunté.

—En La Garriga. Cuando lo trincaron, sufrió una embolia y se quedó paralítico —


sentenció Ceferino.

Pero el lamentable estado de ese octogenario no fue obstáculo para que expusieran lo
mezquino que había sido en sus negocios. Según ellos, Casimoro hizo uso de su posición
para prevaricar, defraudar y enriquecerse sin escrúpulos. Nadie se atrevió con él, y ahora
que podían le protegía su delicado estado de salud.
Así, paseando de cháchara, don Ceferino detectó a los lejos dos amigos de su hijo:

—Mirad, el Pulpo y el Escabeche —nos anunció, y al llegar a ellos evitó los motes
para saludarlos por su nombre—. ¡Don Miralles y don Galcerán, buenos días, caballeros!

Con ellos iba el alcalde de Barcelona, el señor Carles Puigmirat, que para sorpresa mía
fue saludado por don Ceferino con un frío, escueto y casi despectivo hola, sin mirarse a la
cara. Según me dijo más adelante, lo hacía así por deferencia, pues el alcalde parecía querer
renegar de su pasado y de sus vínculos con la comarca. Pero no era el alcalde el
protagonista de ese encuentro, al menos todavía, por muy alcalde que fuera.

Don Ceferino otorgaba el tratamiento de don a cualquier hombre con corbata, aun con
los tiempos que corrían. Sé que en su ciudad natal, la Real, se usa mucho esa diligencia,
pero en la Condal quedaba ridícula, retrógrada y arcaica, aunque eso no quería decir que no
hubiera retrógradas en Barcelona. Había muchos todavía: muchos brontosauros del
Pleistoceno disfrazados de modernos.

También era curioso cómo don Ceferino, igual que Pablo, ponía un mote a todo
quisqui. Me hacía ver a la gente como formando parte de una serie de dibujos animados.
Tanta corbata y americana, y después todos éramos de lo más normales, con nuestros
defectos y manías. Así, quise indagar en la lógica de los motes del Pulpo y el Escabeche.

El de Pulpo, para Galcerán, me quedó claro que era porque tocaba todas las teclas y no
se le escapaba nada. El mote se lo puso Pablo cuando le dijo haberse prometido en
matrimonio con Marta Miralles. Si eso no era un pulpo, que baje Dios y lo vea.

En cuanto al mote de Escabeche para el señor Miralles, vino por ser un empresario
tradicional, anticuado y conservador, como salido del pasado o, como dijo Pablo, salido de
una lata de conserva de sardinas en escabeche.

—Vaya, ¡qué sorpresa! Don Ceferino Gao, ¿cómo está usted? —exclamó el Pulpo—.
¿Y Lorenzo, ya le come?
El peso del nombre de Gao no pasó desapercibido a nadie. A todos nos sumió en un
repentino estado de alerta, como cuando un animal huele un peligro inminente. Ninguno de
los presentes estaba inmunizado contra ese nombre, excepto Lourdetas, que seguía con su
mirada atónita fijada en el varano y el afortunado personaje que tenía el privilegio de
llevarlo de su correa.

Al Escabeche le retumbaron ecos del pasado cuando un tal señor Gao intentó endosarle
una manada descontrolada de animales. También recordó la vez que Galcerán, cuando
estaba en el departamento de Grandes Clientes, le propuso comprar el Zoo de las Aves de
Vilassar, que se la había ofrecido el mismo Gao. Pero por algo le llamaban el Escabeche,
por conservador, y rechazó ambos negocios porque los olía turbios.

Para el alcalde Puigmirat no eran precisamente cantos de sirena lo que le llegaban, y


permanecía callado por pura conveniencia, esperando que nadie lo relacionara con los
Gao.

Puigmirat era ingeniero de caminos, vecino de Premià y había sido regidor de


Urbanismo de su localidad desde las primeras elecciones municipales. Pero sus inicios no
fueron fáciles, ya que le estuvo persiguiendo la larga y tupida sombra de su padre, Josep
Puigmirat, que había formado parte de los caciques que habían gozado del chantajeo y
favores de siempre. Nadie en la zona estaba limpio de algún chanchullo, y todo el mundo se
aguantaba por el silencio de su vecino, que aguantaba el silencio de otro, y así
sucesivamente. Si alguien tiraba de la manta, ahí solo se salvaría Casimoro, ya retirado en
esa residencia de La Garriga.

Pablo había conocido a Puigmirat hijo al obedecer este la última voluntad de su padre,
Josep Puigmirat, moribundo en su lecho:

—Acércate al almacén de neumáticos y dale este maletín a un tal Pablo Gao a las seis.
Por el bien de todos, dáselo. Corre.

Pablo se alegró mucho de recibir ese maletín, pero más por conocer la descendencia de
la saga Puigmirat.

—¡Qué sorpresa, el hijo de Chosep! —dijo entusiasta, sintiendo tener en sus manos un
par de huevos bien pillados. A la vez, supo mostrar un gran disgusto por el delicado estado
de su padre.

Josep Puigmirat murió al día siguiente. Toda la comarca se hizo eco de su muerte y
todos los poderes de la comarca fueron al funeral. Aquello parecía un encuentro de bandas y
mafias en las que también estaba Pablo Gao, Mariano Casimoro e incluso el juez de Mataró.
Por supuesto, Pablo dio el pésame a su hijo Carles, y más sabiendo que el día anterior
habían estado juntos, pero aunque le recordó que le faltaba recibir otro maletín igual, le
instó a que estuviera tranquilo, que lo primero era la familia, y que ya se volverían a ver.
Puigmirat hijo sufrió las primeras taquicardias al ver que ese tal Gao se le estaba subiendo a
la chepa.

A partir de entonces, Puigmirat fue invitado a ser amigo de Pablo, por las buenas, en
subastas de terrenos expropiados, en pasar información urbanística confidencial y en
modificaciones del Plan Urbanístico, para poder conceder licencias a la carta. En definitiva,
Pablo no desaprovechó la oportunidad de extorsionar con amabilidad a ese hombre
temeroso por su futuro, debido a su estatus y al pasado de su padre.

Acorralado en la comarca por hienas y buitres del calibre de Gao, Carles tuvo la
habilidad de dejar la regiduría del pueblo para irse a Barcelona, al ser propuesto como
regidor de Benestar Social en el Ayuntamiento. Si no entrabas en los negocios de la
comarca, podían dejarte hasta vivir tranquilo. Pero cuando fue nombrado alcalde, las cosas
volvieron a cambiar. Ya se sabe que cuando alguien se hace famoso e influyente, los viejos
amigos vuelven para recordarte esos viejos tiempos, aquellos proyectos de dudosa legalidad
para volver a poner sobre la mesa nuevas y tentadoras propuestas.

Me había contado Pablo ese encuentro con Puigmirat en la cena de inversores para su
partido, en el hotel Ritz. Era verdad que Pablo se apuntó por sorpresa, pero no le gustó nada
que el alcalde lo ningunease y tuvo que recordarle quién era ahí delante de todos. El alcalde
se puso muy nervioso y salió de ese trance con nuevas taquicardias, lamentando la cruz que
tenía que soportar.

Ahora, casi un año después de esa cena, después de que su presión arterial hubiera
vuelto a la normalidad, Carles Puigmirat se encontraba de nuevo enfrente de una de sus
peores pesadillas: la saga de los Gao.

—Estupendamente —le respondió don Ceferino al Pulpo—, aquí paseando con unos
amigos.

Acostumbrado el alcalde a que todo el mundo le besase el culo aunque no se lo hubiera


ni limpiado, con perdón, el saludo entre alcalde y el resto fue seco, escueto y casi repulsivo.
Pero apareció de golpe una mujer despampanante avasallando con un micrófono en la mano
y un tipo con gorra persiguiéndola con una cámara enorme, como si fuera un bate de
béisbol. Era una unidad móvil de Telebrinco, que se abalanzó encima del alcalde ignorando
nuestra presencia. Y no tardó el alcalde en chupar cámara, que era lo que mejor hacía, y con
ello dio puerta a esa incómoda reunión improvisada en el centro del parque.

—Perdonat, eh, cumpanyeros, el debert me llama —y nos dio esquinazo.

Don Ceferino se quedó chupando cámara también, porque a él no le larga ni su hijo. A


su vera estaba el varano Lorenzo atado de su correa, y a su lado, Lourdetas, pendiente del
saurio. Yo estaba a su lado, pues no iba a dejarla sola con esa manada de personajes, que era
menor, y por el otro lado, don Amato no se separaba de su mejor amigo, don Ceferino. Con
el alcalde estaba Galcerán, que no quería perder ni un segundo de glamour ni popularidad,
que era el gran secreto de su éxito. Y de la misma manera, tampoco se movía don Miralles,
siguiendo los pasos del olfato de su sabueso, al que le daba vía libre sin condiciones.

De repente, la reportera le preguntó si ese grupo de personas eran sus amigos, y


Puigmirat dijo que era amigo suyo todo el que trabajaba y vivía en Catalunya, y aquellos
que colaboraban en hacer el país cada día más grande. Mientras, todos nosotros, que
seguíamos chupando cámara, seguíamos sonriendo aún con la memez que acababa de soltar.
No convencido, don Ceferino matizó las palabras del alcalde:

—Somos amigos de toda la vida, de Vilassar y la comarca, ¿verdad, alcalde? —soltó


don Ceferino.

Y absorbió don Amato el micrófono para aportar su opinión:

—Yo me arruiné con un negoshio de animalesh exóticos, hashe más de veinte años —
y el alcalde apartó a ese botarate que estaba hablando más de la cuenta, afirmando no saber
de qué narices hablaba. Y desfiló hacia el escenario, donde iba a dar su discurso
institucional y repartiría regalos para los niños.

Conseguí llevarme a Lourdetas hasta la zona de títeres, bueno, de discursos, al


conseguir convencer a don Ceferino y su séquito para reírnos de las memeces del alcalde,
pues mi sobrina solo dejaría de ver al perro-cerdo si el varano de don Ceferino seguía de
paseo con nosotros. Así, nos situamos ante el escenario para contemplar las frases hechas
del alcalde.

Había un centenar de personas expectantes y varias cámaras de televisión. Vi a una


mujer rubia besar al señor Miralles que se agarró de la mano del Pulpo Galcerán.
¡Efectivamente, era Marta Miralles!, la amiga de la señora Milagros, con la que había estado
hablando en ese café. Era realmente emocionante los cruces que permitía aún la gran
ciudad.

Aproveché que todo el mundo quería fotografiar al alcalde para hacer lo propio con mi
Sony Plis en todas direcciones, personas y muecas. Ahí había mucho bicho que cortaba el
bacalao.

—…y la convivensia entre el mundo animal y el humano es impresindible, y debemos


haser un esfuerso para favoreser su integrasión en la sociedad. Por eso creemos que esta
feria va muy bien para poner ensima de la mesa los problemas de los animales… —seguía
el alcalde, y yo haciendo fotos.

Después del discurso, el alcalde en persona servía limonada y magdalenas para todos
los niños y, por gentileza de El Pájaro Loco, ofrecía un pequeño obsequio para cada niño,
que parecía ser una mascota. Como era de esperar, todos los niños se agolparon en una fila,
que les da igual lo que regalen pero a nadie le gusta ser menos que su vecino, que ya de
pequeño te entrenan para ese deporte.

Naturalmente, Lourdetas no iba a ser menos, y ahí estábamos apretujados en la cola


recibiendo empujones y codazos. Al llegar nuestro turno, Puigmirat le dio la limonada, la
magdalena, y le preguntó qué mascota quería:

—Hola, maca, ¿qué quieres, un gato o un perro?

Y claro, mi sobrina me miró sorprendida, esperando mi respuesta, y encontró la


aprobación en mi sonrisa, entendiendo que podía quedarse con el que quisiera.

—¡Quiero un perro! —exclamó ilusionada.


Entonces el alcalde le dio una cajita de cartón de tamaño de un reloj de pulsera y un
beso en la frente. Lourdetas, perpleja, se preguntaba, ¿ahí dentro había un perro?

—Ábrelo venga, a ver qué es —simulé ilusión yo también.

Lourdetas pasó de una gran ilusión, mientras abría la cajita, a una decepción total,
cuando descubrió que la mascota era un perro de tamagotchi. El desengaño fue tan grande
que empezó a berrear y chillar ante el alcalde, muy enfadada.

—Pero, Lourdetas, ¿no te gusta este tamagotchi?

—¡Esto no es un perro! —se quejó, pues era verdad que no era un perro. Y aunque
tenía razón, la intenté convencer de salir de la fila, que el resto de niños también querían su
magdalena y su mascota. Y sí, como a mí me dijeron en la fila de la Guardia Civil:
“Apártese y deje pasar al resto, y haga una reclamación si así lo desea”.

Pero en contra de lo que hice yo, ella se vio con el derecho de protestar y exigió una
explicación al alcalde, que eso no era una mascota, que a ella no la engañaban así como así.
Y me parece muy bien, que si no, ya de pequeños te entrenan para que te la envainen sin
rechistar. Me sorprende gratamente la gran capacidad de protesta que hoy en día han
asimilado nuestros niños. Lástima que yo no lo había aprendido, que en mi infancia te
daban una bofetón y se te pasaban las ganas.

Entonces, el alcalde, sin muchos recursos de réplica, le soltó eso:

—Mm, niña guapa, esto es lo que damos. Las mascotas están allí para que las compres,
¿entiendes? Díselo a tu papá —me pasó la pelota, el muy cretino.

Parecía que las palabras del alcalde iban a convencer a Lourdetas, pero se lo quedó
mirando con la vista fijada en su hipócrita sonrisa. Así que ella también sonrió, le clavó la
mirada, achinó de golpe sus ojos y le dijo suavecito, a lo Poltergeist:

—Pablo Gaoooo.

Brrr, y ¡hasta a mí se me pusieron los pelos de punta!

Capítulo 20
Parece increíble la capacidad que tienen los niños de hoy en día de enfrentarse a
cualquier obstáculo para conseguir aquello que se proponen. Son capaces de machacar al
que se le ponga en su camino, a no ser que sea un animal, que eso está muy bien enseñado
en las escuelas, y saben de sobras que hay que tener respeto al medio ambiente y a los
animales.

Yo, respeto a los animales no había tenido mucho −véanse los episodios sobre la lucha
libre de hormigas o la quema de lagartijas a través de la lupa−. La verdad es que éramos
unos salvajes. Pero en cuanto a mi relación con el ser humano, ya era otro cantar: ya me
hubiera gustado tener la desafiante actitud de Lourdetas sin que por eso me cayera alguna
de canto.

En realidad, tampoco nos llevamos tanto tiempo: solo veinte años, que si me apuras
hoy en día no se considera ni una generación. Pero claro, la vida pasa tan rápida, que los
métodos que utilizan los niños para salir airosos en sus iniciativas también han mutado. Es
como cuando me compré mi dos-ocho-seis, que en un año ya estaba anticuado. O también,
como la representación gráfica de la parábola, que una vez dibujada se sale del papel y ya
no sirve. Y bueno, que ni padres ni profesores puedan arrearle un cachete es determinante,
porque con lo listos que son… ¡Ni que fuera un animal protegido!

Recuerdo ahora un refrán que sonaba mucho en mi infancia a través de mi madre: “No
hagas a nadie aquello que no te gustaría que te hicieran a ti”. Y eso lo aprendí bien rápido.

—¿Te gustaría que te lo hicieran a ti, acaso? —me recriminaba, y ¡pumba!, bofetón al
canto. Y claro, eso te hacía recapacitar y se te quedaba en la mollera para siempre. Porque
eso de chinchar por el simple gusto de hacerlo, no formaba parte de mis máximas, ni el
chantaje ni la extorsión, porque sabía las consecuencias. Y si todo fuera el bofetón, aún,
pero encima te castigaban una semana sin calle y te hacían avergonzar de tal manera, que
acababas sintiéndote culpable, mezquino y ruin.

No sé aún de dónde sacó Lourdetas que el alcalde tuviera ese pavor al nombre de Pablo
Gao. Al menos, en la feria no recuerdo que saliera el tema. Igual oyó alguna conversación
mía con Dolores o tal vez me pilló hablando solo ante la nevera, mentando mis obsesiones.
Pero bueno, ante el nuevo papel social que estaba adquiriendo, sería realmente preocupante
que fuera así, ya que un buen investigador tiene que saber pasar desapercibido. Vamos,
como siempre había hecho de pequeño.

Deslicé sobre los actos de Lourdetas para ponerme en su piel y me pregunté, ¿por qué
tendría que molestar al alcalde pronunciando el nombre de su peor enemigo? Y sí que
encontré una respuesta. Si yo, a mis treinta años, seguía luchando por mi existencia, por mis
principios, por mi forma de ser, porque alguien me estaba aniquilando como persona, ¿por
qué ella no podía hacerlo? Ella lo hacía por el corto margen de maniobra que les dejamos
hoy a los niños, porque llenamos sus agendas con obligaciones y conductas para que se
acostumbren a no improvisar, que parece que sea pecado. Y en su parcelita, si el alcalde
tenía que darle una mascota, que no le den gato por liebre. Supongo que hay parcelas
inviolables y Lourdetas tenía que defenderlas a capa y espada.

Entonces la visioné con esa capa y espada, como una luchadora medieval, y apareció
de nuevo como mi ángel de la guarda, marcando el camino a mi vocación real. Achiné algo
más los ojos y me vi llevando a los malhechores ante la ley. Mi nombre saldría en los
periódicos y, sin cobrar recompensa, lo contaría todo en una rueda de prensa ante los
medios de comunicación, como justiciero anónimo. ¿Anónimo?, me pregunté. Claro, mejor
anónimo. Ah, entonces, mejor que no saliera en los periódicos. Claro, como en Superman,
donde la chica se enamora del hombre que hay en el interior del héroe, aunque este
estuviera más bueno que el copón. Sí, mejor que la prensa no me conociera, que si no,
muchas chicas querrían aprovecharse de mi éxito. Y además, así podría seguir luchando
contra otros malhechores. Sería un justiciero enmascarado y anónimo, que nunca me ha
gustado la popularidad.

En la feria, cuando Lourdetas susurró el nombre de Pablo Gao a lo Poltergeist, la


primera reacción del alcalde fue sonreír, supongo que porque los asesores de imagen deben
de decirle que hay que ir siempre sonriendo, como si no pasara nada. Bueno, menos si hay
algún muerto, que entonces hay que ir serio y consternado. Pero Puigmirat, aun sin muertos,
enseguida se dio cuenta de que no era un tema para sonreír. Así, después de una serie de tics
faciales se puso serio y, como un camaleón, le fue aumentando el color de su cara del rojo al
morado, abrió los ojos como naranjas y me los clavó a mí como adulto responsable. Yo,
aunque no tenía asesor de imagen, también le dediqué una sonrisa reflejo y, como si no
pasara nada, llevando de la mano a Lourdetas, nos fuimos alejando sin prisa pero sin pausa
del alcance de su vista.

Pero por la rabadilla vi cómo el alcalde llamaba a un tipo alto y gordo con un
pinganillo en su oreja, que apareció enseguida, y mientras le comía la oreja, me señalaba
con el dedo. Por suerte, el gordo del pinganillo no parecía detectarme y se ganó unas
collejas del mismo alcalde. Pero era cuestión de segundos que me detectara y, como diría
mi yaya, supe que era la hora de “tocar las de villapirando” con más premura que el simple
paseo que estaba protagonizando.

—Lourdetas, creo que la feria ya se ha acabado para nosotros.

—¡No, que no se ha acabado! —protestó como si estuviera loco.

Entre protestas y negativas conseguí arrastrarla hasta la salida, no cuando le ofrecí mil
ni dos mil, sino cinco mil pesetas, si me ganaba en una carrera hasta el metro. A esas alturas
ya sabía cómo hacerla reaccionar; solo tenía que ajustar el montante. El motivo era
escabullirnos de los guardaespaldas del alcalde, que salían de la feria corriendo tras
nosotros. Y claro, a mí las cinco mil pesetas también me hicieron esforzarme, y con un
sprint final conseguí ganar y que fueran para mí. Se cotizaba la niña, pero yo tenía más
fondo.

Entramos por fin en las entrañas del suburbano discutiendo un premio de consolación
que Lourdetas se sacó de la manga, y bajamos casi rodando por las escaleras hacia el andén
al oír la llegada de un convoy. Avanzamos por el mismo andén mientras se detenía y
logramos entrar en la cabecera del metro, pero al volver la vista, aprecié cómo los gorilas
también lo conseguían por la cola. Escapar de esos orangutanes a la vez que cuidas de tu
economía para que no se vaya al traste es toda una epopeya. Por suerte, la siguiente parada
era Urquinaona, uno de los transbordos más caóticos y claustrofóbicos de la ciudad. Y
conseguimos escabullirnos entre esa maraña de pasillos, muchedumbres de ciudadanos y
turistas que nos hacían aborregar el paso tanto a nosotros como, por suerte, también a
nuestros perseguidores.

Al lograr el esquinazo, gratifiqué a Lourdetas con las mil pesetas acordadas por su
actitud ante la persecución, y de paso le recordé su silencio de cara a su madre, haciéndola
copartícipe del plan. A partir de entonces, le dije, éramos un equipo y nos debíamos
fidelidad, y en la misma calle hicimos el juramento. Sin emolumentos fijos, le aclaré, pero
que tendría en cuenta su actitud en pro del grupo.
—Y yo soy el jefe, ¿vale? —dije antes de seguir andando.

—¡Ah!, bueno, vale —aceptó.

Se formó un silencio que pensé en romper antes de que se le ocurriera algo que hiciera
tambalear mi liderazgo, pero no lo conseguí. Efectivamente, en ese lapsus de tiempo
Lourdetas ya había tenido una idea.

—Mira, tiet, el martes voy de excursión, ¿sabes? Me vienes a buscar a la escuela y


estamos en paces. Así me lo explicas todo.

Resoplé por lo cara que me estaba saliendo esa unión, pero ante la puerta de su casa,
aliviado por ser lo último que me podía pedir, no vi más salida que aceptar. No obstante, le
dije que avisara a su madre, que no quería broncas con nadie.

Una vez en mi casa, me distraje con unos acompasados golpes contra una pared,
acompañados de unos ligeros alaridos. Como venía de la Feria, lo primero que pensé es que
fuera algún animal extraño. ¿Tal vez un hurón, una comadreja? En Estados Unidos siempre
hay algún mustélido de esos que se cuela en una casa en busca de comida. Afiné el oído y
enseguida descubrí que eran gemidos de placer, y en concreto de mujer. Claro, la señora
Carme y el Lute se estaban reconciliando. ¡Y de qué manera! Pero al acercarme al
transistor, pensando que provenían del micrófono del ficus, me di cuenta de que estaba
apagado. Entonces, ¿de dónde provenían? Como un felino al acecho de su presa volví a
redireccionar los sentidos y tras esa senda auditiva, con sigilo, me encontré tras la puerta del
dormitorio...

—Anda, si es Ernesto.

Dado que la habitación del fornicio daba al comedor y que con tal jolgorio no habría
manera de escuchar el televisor, me fui a mi dormitorio. Conecté la radio de casa de la
señora Carme, no para ver qué hacían los vecinos, que poco me importaba, sino para
comprobar el alcance del transmisor, pues había comprado otro con la intención de
instalarlo bajo la mesa del despacho de Pablo, a ver si podía llegar hasta el mío. Así, radio
en mano, me fui alejando de mi cuarto hasta que los gorgoteos de la cotorra se mezclaron
con los gemidos de esa cópula, pues me volvía a encontrar en el punto más alejado del
micrófono del ficus, tras el cuarto de Ernesto. Interferencias aparte, calculé la distancia
admisible en unos veinte metros.

Como no quería que pensara que los estaba espiando, salí de ahí con cautela con la
intención de avanzar en mis razonamientos. Pensé en la persecución que sufrimos por los
orangutanes del alcalde, al mentar el nombre de Pablo Gao ¡una niña de diez años! ¿Tan
importante era ese tío en su vida? ¿Tan tupida era la sombra de su pasado que tanto le
intranquilizaba?

Conecté el ordenador y descargué el centenar de fotos de esa plana mayor de


personajes sin borrarlas de mi cámara; todavía tenía que enseñárselas a Dolores. Al
mirarlas, me sorprendí de lo bien que todavía hacía las fotos. Me congratulé de conservar
esa capacidad de encuadre y definición que había adquirido en mi adolescencia. Siempre se
me había dado bien. También reflexioné que, aunque hay cosas que no se olvidan, no debía
dejar de potenciar esas propias cualidades adquiridas, que trabajar tanto para memos y gente
que solo sabe hacer dinero, acaba por atrofiar el potencial artístico de cualquiera.

Al oír pasos por el pasillo, volvió uno de mis instintos básicos al acecho, la
chafardería, y deduje que Ernesto ya facturaba a su amiguita. Así que me apresuré a
hacerme el encontradizo, como si fuera al baño, y pude descubrir quién era la beneficiaria
de esa cópula. Y ¡caramba, qué sorpresa! ¡Era la señora Carme!r

—¡Ah!, hola… —hice con la máxima naturalidad.

Pasó de largo la vecina con una sonrisa de oreja a oreja, que contrastaba con la mía, de
circunstancia, dejándome postrado como un pasmadote enfrente de mi dormitorio. Me
quedó claro que yo ya era historia para ella, algo parecido a la sensación con Melanie. Y
Ernesto me hizo un guiño como si luego me lo fuera a contar todo.

Volví a encerrarme con una profunda sensación de soledad, parecida a cuando


abandonan a Cary Grant en medio de las infinitas llanuras en Con la muerte en los talones,
pues echaba en falta la calidez de una mujer amada en mi cama. Me lo había pasado tan
bien con Melanie que todavía se me desgarraba el corazón ante episodios semblantes. Pero
tenía mi salvavidas, Dolores, que aunque no la tenía en mi cama, se lo pasaba bien conmigo
y tenía ganas de verme. Y ya sé que no es lo mismo, pero eso siempre da pie a la esperanza.
Como decía mi madre, yo siempre había sido un tipo optimista.

Grúas-torre en todas direcciones y promociones inmobiliarias en cada esquina me


hacían pensar que no sería complicado encontrar una salida airosa a mi situación laboral.
Aunque no estuviera tan bien remunerada, que al menos no me diera tanto desgaste
personal. Así que, ese domingo, me predispuse a mirar las ofertas de trabajo en La
Vanguardia saludando a Quico con la misma efusividad de siempre, o sea, ninguna.

—Buenos días —y le alargué el montante.

Entré en el Candanchú, hice lo propio con Mateu y le pedí un café con leche y un
croissant. Después de abrir el periódico por las ofertas de trabajo, me felicité por haberme
sacado una carrera con tanta salida profesional, ya que de cada diez ofertas de trabajo,
cuatro eran de jefes de obra y otras cuatro de putas. El resto se repartía entre contratos
mercantiles, teleoperadoras y vendedores. Y algún médico, que siempre falta alguno, que
también se mueren.

Marcadas las ofertas de trabajo y sin más perspectivas para el deprimente domingo de
cada semana, me despedí de Mateu y me di un paseo por el barrio, por la sempiterna
monótona cuadrícula del barrio. Ni una calle se salía del tiralíneas y, si lo hacía, ya estaban
los urbanistas encajando la calle para una nueva expropiación, en esa obsesión fóbica por
modernizarlo todo. Se ve que Barcelona tenía que ser tan moderna que hasta habían
prohibido tender la ropa en los balcones, por lo que llaman contaminación visual. A mí la
contaminación visual me la daban toda esa pandilla de políticos pijos y lameculos que me
van coartando mi libertad y me dicen que tengo que comprarme una secadora para secar la
ropa. Solo en verlos por la tele ya me dan bascas. Y a Mateu también, que cuando sale el
alcalde, le importa un pito quién la mire y cambia de canal diciendo que en su bar manda él
y que el alcalde no entra en su bar ni por el televisor.

Ya en casa, me di cuenta de que con el rotativo me habían obsequiado con el primer


CD de la Enciclopedia Interactiva sobre Países del Mundo, y que venía gratis por ser el
primero, para que te engancharas. Otra colección a la vista, me dije.

Para ese impasse de día −que después de estar programado a piñón fijo parece que te
quedes sin pilas ni ideas− conecté el ordenador para ver qué nos ofrecía esta vez el rotativo.
Este CD era el de África I, y salían países como Kenia, Mozambique, Senegal, Ghana,
Camerún, Madagascar y Sudáfrica. O sea, los de África Central y Septentrional. ¡Qué lejos
quedaban esos países! El programa seguía el método usado en la Gran Enciclopedia de
Animales Domésticos, que ya tenía bastante automatizado. Me vino a la mente Mamadou, el
único africano que conocía, y le di a la pestaña de Senegal.

Había varios apartados: geografía, geología, población, economía, cultura, costumbres,


turismo, recursos minerales y fauna. Entré en este último apartado y, efectivamente, los
varanos campaban por la calle de Kaolack con total impunidad, como si fueran animales
sagrados.

—Qué curioso —me dije—, en la India son las vacas y en Senegal, los varanos.

La economía del país se basaba en la agricultura en un noventa por ciento y en la


industria en un cinco; el otro cinco era de banqueros y otros chupones. Especificaba que, al
igual que Ghana, estos países tienen grandes recursos naturales, minerales, forestales y de
fauna. Ante la falta de trabajo, con más de un sesenta por ciento de paro, la gente hace lo
que sea para sacar un pequeño sueldo: corta madera en la selva, caza animales exóticos para
comerciar y trafica también con recursos naturales fáciles de exportar como el oro y el
diamante, siempre capitalizados por mafias que no dejan montarte el negocio por tu cuenta.
Si lo haces, corres el riesgo de que te corten la cabeza de cuajo, que ahí no están por
hostias.

—Anda que promocionan bien el país —exclamé.

Le di a la pestaña de cómo se da el tráfico en estos países y lo dejaba bien clarito:


complicidad de los funcionarios, pocos recursos aduaneros y fácil falsificación de
documentos y licencias. El material decomisado queda retenido, pero por no saber qué
hacer con él, volvía al mercado negro introducido por los mismos funcionarios.

—Vaya cachondeo. Debe de ser difícil vivir ahí.

Comprendí la complicada vida que tendría gente como Mamadou. Ser el último
eslabón del trabajo en España debe de ser mil veces mejor que buscarse la vida en su país.
Un país donde los colonos se dedicaron a explotar a sus nativos y lo abandonaron cuando
vieron que ya no podían sacar nada más sin que su pescuezo estuviera en juego. Y claro,
aquello se ha convertido en un sálvese quien pueda. Se quedaron los grandes poderes
económicos, bancos y multinacionales, y siguieron teniendo a los nativos como mano de
obra esclava.

¿Cómo podemos desde el primer mundo llorar la desertización de la selva si nosotros


somos los que pedimos la madera? ¿Cómo podemos pedir que no maten a los elefantes, a
los cocodrilos o las tortugas, cuando nosotros somos los primeros consumidores? El hombre
es capaz de comerciar y obtener beneficio económico de cualquier tipo de vida, natural o
material. Por ejemplo, del tráfico de animales se aprovecha la industria farmacéutica, la
moda, la decoración, la alimentación y, ¡cómo no!, las tiendas de animales y plantas.

La pervinca, una planta autóctona de Madagascar utilizada para la lucha contra el


cáncer, está despareciendo de la isla porque los nativos la recolectan para poder sobrevivir.
El almizcle de los ciervos almizcleros es muy apreciado para hacer esencias en la industria
de los perfumes. Empresas de moda comercian con especies en peligro de extinción:
leopardos, panteras, jaguares, caimanes, cocodrilos y serpientes, para hacer abrigos de
pieles, tejidos, zapatos, bolsos, carteras… Están también las pieles decorativas de felinos,
osos, reptiles, cráneos disecados para decorar casas, y peines y gafas de carey de tortugas
marinas… Por ejemplo, para hacer un abrigo de pieles de lince u ocelote, hace falta la
muerte de unos veinte ejemplares. Un kilo de polvo de cuerno de rinoceronte asiático vale
más de seis millones de pesetas; un kilo de almizcle aromático de ese ciervo, seis millones;
un escritorio de caoba rosa, dos millones…

¿Y cuánto cobran los hombres del tercer mundo por hacer ese trabajo? No cobran casi
nada y lo hacen todo el día como esclavos en condiciones infrahumanas. Ahí no hay leyes
laborales como en España, ni sindicatos; aquello es la selva. En esos países sin estructuras,
que fueron saqueados como una mina, todo puede considerarse una fuente de subsistencia.

En Barcelona, hace unos años, la Fiscalía descubrió una red de traficantes que
suministraba ejemplares de tortuga boba a los restaurantes de lujo de la costa. Bangla Desh
y la India exportan más de doscientos cincuenta millones de ranas toro para los restaurantes
del primer mundo. ¿Consecuencia del aniquilamiento de las ranas en las zonas húmedas?
Proliferan los mosquitos y, con ellos, la malaria y el incremento de la mortalidad, sobre todo
infantil.

Taiwán exporta más de veinticinco millones de mariposas para coleccionistas


occidentales. Estados Unidos importa más de millón y medio de reptiles.

Muchos animales son capturados por encargo, previa paga y señal del comprador. Un
gorila de planicie vivo puede valer de diez a quince millones de pesetas; el orangután,
cinco; una pareja de guacamayos Spix, sobre los ocho; el halcón peregrino, unos tres; los
guacamayos Jacinto, sobre los dos.

Todo este negocio no proporciona ningún beneficio al país de origen. Es pan para hoy
y hambre para mañana. Pero está claro que esa gente vive al día y para ellos es su pan del
día.

Y tanto pregonar que hay que salvaguardar el medio ambiente mundial, pero nadie
hace nada para ayudar a esos países subdesarrollados, aumentando su deuda día a día. Todo
el tráfico se hace por la falta de control en los países de origen, pero con el beneplácito de
los países intermediarios como Austria, Grecia, Rusia, Portugal y, por supuesto, España,
que son los que se llevan el gran beneficio.

Y atención: ¡hasta nos llevamos a sus hijos! Como las familias se mueren de hambre y
no pueden cuidarlos como es debido, los adoptamos para darles una vida mejor. Parejas del
primer mundo hacen gala de su solidaridad para dar amor y educación a un niño del tercer
mundo, pero en realidad están saciando su anhelo de convertirse en padres. Somos capaces
de adoptar un niño y no somos capaces de adoptar una familia entera. A los mayores que les
parta un rayo. Y claro, una vez más, cuando hay demanda, hay mercado: compraventa de
niños para que el resto de la familia pueda salir adelante. Esa es la parte trágica, que no
sabremos nunca la verdadera historia del hijo adoptado y quieres pensar que es como te lo
han pintado para no tener remordimientos de conciencia.

Bueno, las grandes dictaduras también han hecho algo parecido: secuestrar hijos de
padres que iban a ser ejecutados por sus ideas políticas, mujeres encarceladas obligadas a
dar el hijo en adopción a familias bien estantes a favor del régimen. España, Argentina,
Chile… ¿No es algo parecido?

¿Y yo tenía dudas de si valía la pena seguir investigando? Entonces me dio un


ramalazo y llamé a Mamadou.
—¡Mamadou! ¿Cómo estás?

—¡Oh!, amigo, ¿tú tienes un trabajo para mí? —se ilusionó.

—Sí, creo que voy a tener. Pero tenía ganas de saber de ti.

Me imaginé formando parte de una gran manada de tortugas marinas abriéndonos paso
en la playa para ahuevar en la arena, pero la realidad era que me encontraba atascado en el
Nudo de la Trinitat, intentando encarar la autopista del Maresme. Las caravanas dan para
eso y mucho más, especialmente en lunes, que todavía andas desubicado.

Acto seguido volví al debate interno que alimentaba mi inquietud, motivada por las
incertidumbres de mis investigaciones. Ya se sabe que “solo sé que no sé nada”, dijo
Sócrates, creo, no lo sé bien. Y cuanto menos sabes, más preguntas surgen. ¿Sabría Pablo
que estuve con su padre en la feria? ¿O que una niña había mencionado su nombre ante el
alcalde? Y si supiera eso, ¿sabría, además, que yo era el tío de esa niña? Me dio un
escalofrío y un coche me pitó con insistencia para que avanzara, que me había quedado en
la inopia.

En definitiva, un sinfín de preguntas sin respuesta que tal vez esa mañana podría
dilucidar. Igual que los huevos de las tortugas, que la mitad son devorados por carroñeros,
yo iba hacia el trabajo sin saber qué carroñero se me zamparía: si los traficantes, algún azul-
verde-o-marrón o el mismo Pablo de siempre calentándome los sesos a fuego lento. Y me
vino otra pregunta: ¿sería yo más sabio que antes al no recordar bien si era Sócrates el tío
que pronunció esa frase mítica?

Recordé una película de lo más insulsa y previsible que había visto hacía poco en casa,
Durmiendo con su enemigo, en la que mientras la chica no sospecha que su novio es su
enemigo, es la mujer más feliz del mundo. Una chica bellísima, inocente y simpática que a
todo el mundo le gustaría tener en su cama, cegada de amor por un hombre guapo, feliz,
simpático y rico, claro. Pero cuando se da cuenta de que comparte la cama con un paranoico
criminal en serie, empieza un suplicio mental y afectivo que le provoca unas ojeras que le
llegan hasta el suelo. El título ya lo decía todo, y con la primera escena ya supe cómo
acabaría. Por esas fechas yo ya sabía quién era mi enemigo, pero el final de la historia se
presentaba más incierto.

Desatascado al fin ese nudo, llegué al trabajo aliviado de no ver luz en la barraca, señal
de que mi principal enemigo no había llegado. Yo sí que dejé señales encendiendo la
calefacción, y me adentré en cocinas y comedores inacabados gritando varias veces el
nombre de Rodolfo, como si entrara en la selva amazónica. Hacía un frío de narices, pues es
harto conocido que el microclima de una obra no es precisamente tropical, sino siberiano,
pues se forman unas corrientes de aire que ya me gustaría que algún hombre del tiempo las
tuviera en cuenta.

—¡Jolines, qué frío! —lo saludé mientras me frotaba las manos para burlar la
congelación—. ¿No ha llegado Pablo?

—Pué no, pero me daiguá, e’ un gilipoya. Me llamó ayer todo cabreao con un lío… A
mí qué coño me cuenta, que me tié frito ya.

Rodolfo iba caliente de buena mañana y parecía ser por una bronca telefónica. Quise
indagarlo y aproveché para comentarle que había conocido al padre de Pablo, don Ceferino,
paseando a su lagarto con su amigo, ese tal Amato, por la Feria. A ver si se animaba a
contarme lo que había empezado días atrás.

Pero llegó un camión con palés de yeso y Rodolfo postergó nuestra conversación para
ir a su recepción. Con una palmada le deseé tranquilidad y lo emplacé a buscarnos más
tarde. Y me largué a la barraca, esperando que ya estuviera caliente.

Al rato entró Pablo cagándose en el puto frío que pegaba, y yo también le di los buenos
días. Como desconocía el motivo de su cabreo, aunque presumía que iba por Rodolfo, yo
seguí a lo mío como cualquier día normal, como si no pasara nada, que es lo que había
aprendido desde que tenía uso de razón. Y lo primero que me reclamó, y no precisamente
con amabilidad, fue la relación del robo en la obra, que Olga la seguía esperando desde
hacía una semana. ¡Jolines, con la chica!, había olvidado que era la hija del jefe, y me lo
recriminé al tropezar de nuevo con la misma piedra.

Le respondí que prácticamente la tenía relacionada, especificando el año de


adquisición y el precio de compra, pero que faltaba la adquirida en el mercado negro a las
mismas mafias que robaban maquinaria en las obras.

—Y claro, sin factura no podemos cobrar ni un duro —lamenté.

—¡Cómo que no, cojones! —despertó la bestia—. Con o sin factura lo voy a cobrar
todo. A mí no me tima ni mi padre. Además, el tío del seguro es amigo mío —ya estábamos
con sus amigos, pensé.

Pero resoplé tranquilo al ser la aseguradora el blanco de sus iras, pues interpreté que no
sabía nada de lo del alcalde. De todas maneras, como cuando el hombre del tiempo miraba
las isóbaras y daba sus predicciones, yo hacía lo mismo con la cara de Pablo: el día se
avecinaba encapotado y gris, con llovizna suave pero persistente, y que con el paso del día
acabaría chorreando.

—Vamos a desayunar antes de que venga Rodolfo—¡caramba!, pues era cierto que
estaban de culo—. Me toca las pelotas que se pase el día paseando sin hacer nada. Lo voy a
echar un día de estos.

¡Lo quería echar! De todo lo que había sospechado con que me podía salir Pablo, eso
ni se me había ocurrido. De todas maneras, esa información había que cogerla con pinzas:
sus mejores amigos dejaban de serlo de un día para otro, para volver a serlo al día siguiente.

Efectivamente, las carnes de las camareras no rebotaban con la alegría de otros días,
pues de Pablo no salió comentario alguno, aunque fueran con el trajín de cada lunes. Mal
presagio, interioricé, pero me sentí satisfecho de mi razonamiento, que empezaba a ser
eficaz, e intenté ahondar en el porqué de esa desavenencia.

—Con lo amigos que sois… ¿Ha pasado algo este fin de semana?

—Estoy hasta los huevos de él. Se mete en mis cosas, ¿entiendes? Coño, es que si no
puedes tener confianza con los que trabajan contigo…

No respondió a mi pregunta, pero le di la razón.

—La confianza es algo vital, y que un amigo te traicione… —afirmé categórico.

—Ya me dijo Passarell que tuviera cuidado con el cuatrodientes de los cojones, que era
un charlatán.

Nuevo mote para Rodolfo: el Cuatrodientes.

—Pero, ¿en qué te ha traicionado?, si se puede saber, claro —instigué de lleno.

—Mira, ya te dije que yo tenía muchos amigos, ¿no? Y que el alcalde de Barcelona,
también, ¿no? —que nombrara al alcalde me puso en alerta—. Pues me ha llamado muy
cabreado, que una niña no sé qué coño le dijo, mi nombre o algo así, y el tío estaba de los
nervios, gritando… Y ¡joder!, le he colgado el teléfono. ¿Pero qué se ha creído ese
sinvergüenza? ¡Que yo también soy famoso en la comarca, cojones! Pero, ¿quién sabe mis
cosas aparte de Rodolfo? ¡Nadie más, joder! Últimamente están pasando cosas muy raras…

Me quedé blanco al reproducírseme la escena de Lourdetas con el alcalde y empecé a


sudar tinta al imaginar posibles consecuencias. Aproveché que lo llamaron al móvil para
irme al baño, ya que lo siguiente que me vino fueron cagarrinas. Y pantalones abajo, me
acordé de Dios y recé buscando el cielo, mirando al techo.

De repente, me di un gran susto al aporrear alguien con virulencia la puerta en donde


hacía mis urgencias.

—¡Ramón! —¡era Pablo!— Me voy, que tengo que arreglar unos asuntillos.

La taquicardia que por momentos me invadió fue de tal calibre, que casi me quedo
tieso sentado en la taza, aunque por suerte se disipó con su huida. Ya no tenía ninguna duda
de que, igual que en Durmiendo con su enemigo, yo trabajaba con mi enemigo. Y era
cuestión de días, o incluso de horas, que los que llamaran a mi puerta fueran un séquito de
chulos para partirme las piernas.

Capítulo 21

Un oso despertó de su largo periodo de hibernación en su cueva oscura. Se desperezó,


se frotó los ojos, anduvo hacia la luz y vio que había vida más allá de la cueva. Vio que
había mariposas de flor en flor, pajaritos que cantaban y una temperatura primaveral muy
agradable. Bajó hasta el río y se encontró con otros osos que cazaban salmones para
alimentarse. Les contó quién era, de dónde venía y qué hacía en esta vida. Ah, y que tenía
hambre. Pero ese oso, ¿era un oso de verdad o un espectro del más allá? Los otros osos
sabían que era un oso de verdad, de carne y hueso, que venía de dormir un largo invierno y
que ya no tenía sueño. ¡Pero tenía hambre! Ellos no querían darle de comer y le dijeron que
volviera a dormir. Pero como él no quería, le dieron un puñetazo y tuvo que largarse a otro
lugar donde lo aceptaran, porque al oso no le daba la gana de volver a dormir. Rodolfo, a
ese oso lo llamó verdad, porque la verdad necesita comer, dormir, vivir y reproducirse como
cualquier ser vivo de nuestro planeta.

—Y, ¿por qué de repente se cuenta una verdá? —preguntó Rodolfo, expectacte—. Pué
de la mimma manera que un oso abre los ojo y ¡pum!: se depierta y asunto arreglao…
¿comprende?

Una verdad callada, sesgada o herida por injurias no es una verdad verdadera, sino tan
farsante y dolorosa como una mentira camuflada de verdadera. La verdad necesita
expresarse con naturalidad, porque de lo contrario acumula rabia y un día explota y puede
ser implacable. Porque la verdad nunca muere, solo duerme y algún día despierta, y sale de
su guarida, como el oso.

Me dejó Rodolfo estupefacto. Lo había escuchado con sonrisa hipnótica y ojos como
naranjas, pero al final conseguí pestañear:

—Voy a por otro café, ¿quieres tú otro? —le ofrecí.

Quien piense que los albañiles son unos cazurros que solo saben piropear a las tías
buenas, está engrosando esa gran mentira de la que es víctima ese colectivo y que sirve para
ilustrar lo que precisamente me contaba Rodolfo. Desmentir ese tópico tan fundado entre
nosotros es como luchar contra el monstruo del lago Ness, que no existe. Pero bueno, la
fábula del oso no era para hablar de esa farsa barata que permite a los cómicos de nuestro
país hacer reír a media España. Era el preludio de otra verdad que iba a despertar en esos
momentos.

A Rodolfo no le gustó nada que Pablo justificara el despido de Mamadou a través de


sus palabras. Pablo proclamó a los cuatro vientos que el Moreno había robado las
herramientas de la obra, que se lo había confesado Rodolfo, usándolo de escudo humano
ante el resto. Encima, ensalzó la figura de Rodolfo a la altura de héroe y figura, como
hombre fiel y honesto al servicio de la empresa, y provocó que la obra le dedicara malas
caras y desavenencias, al quedar ante todos como un chivato y como “un lameculos de mil
pares de cojones”.

—¡Me lo dijiste, cojones! —le recriminó Pablo—. ¡Reconócelo, joder! —y Rodolfo se


tuvo que callar y comerse la ofensa porque era verdad. Pero aunque era verdad, no era para
que lo anunciara a los cuatro vientos, le recriminó.

Si a ese desencuentro le unimos el último cabreo de Pablo por la llamada del alcalde
−que Pablo redireccionó hacia Rodolfo, a quien acusó de soplón−, ya fue la chispa que hizo
despertar al oso de su guarida. Así que, a la hora del desayuno, aprovechando que Pablo no
estaba, empezó a vaciar toda su incomprensión para salvar su honor, que a veces es lo único
que nos queda. Y a veces, una injusticia hace despertar a otra que estaba adormecida…

—Cucha, Ramón, te via contá lo que pasó entre Amato y Pablo con el negocio de lo
animale esótico... Pa que vea de qué calaña e Pablo.

Estrenada la democracia, Pablo se metió en la inversión de terrenos asociado a


Valenciano. Ese mundillo le permitió conocer a los empresarios de la comarca y, entre ellos,
a Rubén Amato. La combinación de su riqueza con sus pocas luces fue lo que Pablo valoró
para ficharlo como inversor en empresas a las que él no podía llegar por falta de liquidez.
Le explicó cómo había duplicado su fortuna en un abrir y cerrar de ojos, y así consiguió
despertar su codicia, que según Rodolfo es junto con la envidia el deporte nacional. Así, a
los pocos días, se apuntó a ganar dinero sin pestañear e invirtió en unas prometedoras
parcelas en las afueras de Vilassar, aportando los superávits de su fábrica de pantalones.

A menudo, los tres socios celebraban sus éxitos empresariales en Doña Lagarta,
famoso burdel de la comarca, cada uno con una fulana en su regazo: compartir negocios,
copas y mujeres era el súmmum del triunfo y de la satisfacción.
Coincidir en el burdel con la savia de la comarca era de lo más normal. Era como si te
pillaran haciendo algo malo y no convenía que corriera de boca en boca hasta llegar a tu
mujer, pero como es lógico, nadie iba contando que había ido al burdel y se había
encontrado a fulanito o menganito. Existía un pacto tácito entre caballeros: “Si te he visto
ha sido en Jamaica”, pero ahí dentro, nunca.

También, el prostíbulo era el lugar perfecto para realizar un acercamiento a ese fulanito
o menganito para ver de qué pie calzaba y a qué dedicaba su tiempo libre, además de ir de
putas, claro. Porque ir de putas no era una dedicación; era el premio a una dedicación. Ahí
dentro, con esas copas de más, se confesaban extravagancias y se compartían secretos,
buscando protegerse con la confidencia mutua.

Una noche que estaban los tres socios, Pablo, Valenciano y don Amato, de juerga en
Doña Lagarta, coincidieron con el alcalde de Vilassar, Mariano Casimoro. Por aquellos
entonces nadie podía negarse a tomar una copa con él, cuando lo proponía. Pablo tuvo que
aceptar con una sonrisa.

Entre sorbos y risas, Casimoro le confesó tener un amigo en el África Subsahariana


desde donde quería traer unas partidas de animales exóticos. Juró ser más rentable que las
armas y mucho menos arriesgado que las drogas, y más teniendo ya el cliente final, que no
era otro que Leopoldo de Alcorcón. Pero aun siendo una gran oportunidad, lamentó no
disponer de efectivo por haberlo invertido en un futuro parque acuático muy cercano.

Pablo se interesó por ese parque acuático y Casimoro lo invitó al negocio, pero
siempre que pudiera ayudarlo en ese negocio de animales. Pablo se excusó con que justo
había necesitado de una inyección de dinero para unos terrenos, y habló de Valenciano
como un pelagatos que solo podía responder trabajando como aparejador, pues a duras
penas tenía pasta para pagarse una fulana.

Pero entonces apareció don Amato persiguiendo a una rubia de campanillas, a la que
pretendía agarrar por las tetas, pero sin llegar a pillarla. Al cabo de treinta segundos
volvieron a pasar corriendo, como en un tiovivo. Pablo y Casimoro contemplaban
asqueados esa felicidad que daba vueltas, hasta que el alcalde discurrió con lo siguiente:

—La felicidad de una persecución así, ¿no es directamente proporcional a la liquidez


de su cuenta corriente?
Gato viejo era Casimoro, y se jactaba de saber el estado económico, y por lo tanto
anímico, de cualquier hombre que entrara por esa puerta, pues no en balde se había pasado
media vida en esos espacios. Efectivamente, don Amato acababa de vender su fábrica de
pantalones y estaba forrado, y Pablo entendió que le otorgaba el papel de convencerlo.

—¡Amato! Deja en paz a la rubia y ven aquí, que nos vamos a tomar una copa,
cojones. Siempre perdiendo el culo por las tías —le recriminó.

Se acercó don Amato riendo de felicidad medio borracho, lo peor que le puede pasar a
un supuesto amigo cuando está forrado de pasta, y fue introducido en la charla. Pablo le
explicó la oportunidad única que les brindaba el señor alcalde de poder invertir en un
negocio redondo, gracias a la amistad que ambos tenían.

—La buena gente de la comarca tenemos que unirnos, ¿no crees? —dijo Pablo alzando
su whisky.

Entonces pasó de nuevo la rubia corriendo y don Amato se fue tras ella diciendo que sí
para que le dejaran correr tranquilo.

Al cabo de un mes, tuvieron un ensayo con un centenar de reptiles para comprobar la


eficacia de aduanas y controles, y todo funcionó a la perfección. En parte, también gracias
al cuñado de Casimoro, Antonio Fiscales, que era el inspector de entradas del puerto de
Vilassar.

Por esas fechas había venido don Ceferino a visitar a su hijo, y este se lo llevaba a
todas partes para evitar que se patease al mus lo poco que le quedaba, que era ludópata y
enseguida buscaba contrincantes. Así pudo mantener su dinero, pero en contrapartida
conoció los negocios turbios de su hijo y a sus socios. Y entre ellos, a don Amato.

Fue entonces cuando a don Ceferino, al ver esos animales, se le metió entre ceja y ceja
tener un bicho de esos. Don Amato pensó que si Pablo y Casimoro habían tenido la
amabilidad de contar con él para triplicar su inversión, él también podía extender esa
generosidad a la gran familia que era la gente del pueblo, allegados y familiares. Así,
ofreció a don Ceferino una caja con un lazo, con la sorpresa para todos al abrirla y aparecer
una cría de varano de casi dos palmos.

A Casimoro no le gustó nada que alguien diera pistas que pudieran relacionarlo con él,
y estaba claro que un varano africano con una esperanza de vida de más de treinta años, lo
era. Pero hizo de tripas corazón y siguió sonriendo, como si no pasara nada, pensando en la
pasta que había avanzado ese tonto del culo.

El que no se mordió la lengua fue Pablo, ya que el tema le tocaba de lleno. Se cabreó
con don Amato, al que llamó cantamañanas, y con su padre, asegurándole que ese
bicharraco no lo entraría jamás en su casa.

—Anque se loa metío en casa en cuanto ha podío—rubricó.

Con ese episodio empezaron a ver a don Amato como un personaje demasiado
extravagante como para formar parte de negocios de esa envergadura, donde era necesaria
la máxima discreción. Pero seguía teniendo tres cualidades de peso: tenía liquidez, era
confiado y no tenía maldad.

La mercancía se pagó con la pasta que únicamente había soltado don Amato, y al
enterarse, no le gustó nada. Pablo le juró por su padre que ellos sí que habían metido, pero
menos, porque no tenían líquido, pero que lo habían invitado para que él también pudiera
beneficiarse del negocio. Entre discusiones y excusas, los animales fueron llevados al
almacén de neumáticos de Josep Puigmirat.

Pero el corto espacio de tiempo entre el pago y el cobro siempre puede parecer eterno
para quien se ha jugado gran parte de su patrimonio, y más si es para financiar un negocio
ilegal. Cuando don Amato iba al burdel, ya no perseguía a las rubias, sino que buscaba la
protección entre las copas en la barra, junto a Pablo. Y digo solo Pablo porque Casimoro ya
no apareció más, que la alcaldía lo tenía muy absorbido, decía. Y aunque a Pablo también le
olió a chamusquina, le tocó dar la cara.

El caso es que justo esos días habían trincado a Leopoldo de Alcorcón por unas
partidas de grifa, y además de incautarle la droga, tuvo que pagarla, como marcan las
normas. O sea, la cadena se había roto en ese punto y no parecía que Leopoldo pudiera
responder ni físicamente, pues estaba en el trullo, ni económicamente, pues se había
quedado seco. Y con ello llegó la estocada final, precisamente de Josep Puigmirat, que dijo
que si no había nada que cobrar, no quería mierdas en su almacén.

En balde fueron los intentos desesperados, sobre todo de Pablo, de buscar alguien para
endosarle los animales. Ni el amo de El Pájaro Loco ni el Zoo de las Aves de Vilassar ni el
de Barcelona se interesaron por semejante manada de animales. Los zoos solo querían una
pareja por especie y con ficha de características, edad, procedencia y no sé cuántos papeles
más.

—Vamo, que se tuvieron que meté lo animale pol culo… —sentenció Rodolfo.

Don Amato se resistió a aceptar esa derrota y reclamó su dinero a Casimoro,


presentándose en la alcaldía, en su casa, por teléfono, pero siempre estaba ausente u
ocupado. Hizo lo propio con Pablo, al que sí encontraba, pero cuando este ya no tenía más
excusas, acababa por mandarlo al carajo, que le calentaba los sesos.

—Como hace ahora cuando no sabe qué decí —aclaró.

Eso sí, ambos negaron cualquier relación con su repentina pobreza, y eso ayudó a
engrosar la leyenda de que había perdido el juicio al dilapidar su dinero en casas de alterne
y en negocios de dudosa procedencia. Y además, como era de esperar, ambos socios se
mostraron muy ofendidos al intentar involucrar su apellido a su debacle económica.

Don Amato cumplió la amenaza de llevarlos a los juzgados, pero Casimoro seguía
siendo el poderoso alcalde de Vilassar y tenía muchos amigos, como el juez de Mataró. Ese
juez era amigo de todo el mundo, me dije. El veredicto estaba cantado: don Amato perdió el
juicio y encima tuvo que pagar las costas.

Se rebeló el condenado ante ese engaño, pero solo encontró la detención, retención en
el cuartelillo por escándalo público y, después de varias reincidencias, el ingreso en el
psiquiátrico. Ahí, la camisa de fuerza y fuertes tranquilizantes le controlaron su creciente
paranoia.

Su mujer pasó de odiarlo a compadecerlo, pero también pasó a ser la depositaria de


todos sus bienes, después de incapacitarlo: la finca de Argentona, el apartamento de
Barcelona, el de Menorca, y los vehículos. Y luego se divorció y se olvidó de él. Todo
sucedió con tanta velocidad, que nadie daba crédito de cómo había pasado de la gloria al
olvido. Había subido a lo más alto, y desde ahí se había despeñado en caída libre.

Dos años después, don Amato salió del frenopático y la ley le devolvió cierto estado de
bienestar, en contra de lo que creía su mujer. Así pues, le tuvo que ceder el apartamento de
Barcelona, el que tenían delante de la Modelo, casualmente cerca de las nuevas oficinas de
Pablo. Y aunque con Pablo ya no compartieron amistad, se encontraron compartiendo la
barra de Las Bermudas.

—Eso te lo cuento po’lo del negro, ¿comprende? Fíhate qué poca importancia tienel
negro pa Pablo, si e capá de cargarse a su mehó amigo. Y encima me lo enchufa a mí. ¡Qué
cohone!

Lo único bueno que sacó don Amato de ese tinglado fue la amistad con don Ceferino,
que consideraba su amigo por el desinteresado regalo del varano. Así, don Ceferino le
ayudó a pasar las penurias económicas con pequeñas donaciones, que previamente pedía a
su hijo, alegando haber caído en el vicio del juego y haberse quedado sin blanca. Se ganaba
la bronca de Pablo, pero conseguía devolver parte de justicia a su amigo, que la justicia es
muy corta y no está de más complementarla entre todos. Don Ceferino había vivido el vacío
provocado por la pérdida del estatus social y no podía ver a nadie sumido en ese estado.
Algo parecido a lo que le pasaba a Pablo con la gente deprimida.

Los dos nos quedamos pensando en el poder que el dinero había tenido en esta historia
y cómo había condicionado a Pablo hasta el punto de mentir sin escrúpulos a su amigo.
¿Cómo es posible que el hombre sea capaz de girar la cara a un amigo para ganarse un
dinero? ¿Será que el dinero es lo más importante de la vida?

Con la sensación de cobrar cuatro perras mal contadas, compadecí a los personajes
enfermos por la codicia. Y deduje como moraleja, que el dinero, cuanto más lejos, mejor.

—Vámono al tajo, venga —dijo el oso de Rodolfo—, que a vece pensá demasiao tace
sentí degraciao.

Desde el día que habíamos ido a la Feria, tenía la tarde comprometida con Lourdetas.
Sabía ya tantas cosas de mí que había puesto precio a su silencio con ese encuentro en la
escuela. Volvía ella de una salida al castillo de Montjuïc y había que recogerla antes. Así,
como Pablo no había venido en toda la mañana, me excusé ante Rodolfo con que tenía un
compromiso familiar, por si alguien me reclamaba.

Para nada se aburría Lourdetas con su abuela, que iba cada martes a recogerla, pero
tantos años aplicando la justicia a rajatabla con sus hijos −conmigo ya rozó la perfección−,
que la proyectaba hacia sus nietos con un ablandamiento que ya me gustaría que hubiera
tenido conmigo. Eso sí, si tenía que hacer los deberes, se hacían y punto; y comerse todas
las galletas, y no dejar migas en la mesa, y no hacer marranadas… En cambio, conmigo,
Lourdetas siempre conseguía lo que se proponía, y eso se ve que la divertía. Por eso me
prefería a mí.

Ya en su casa, me adentré en la cocina para preparar la merienda, y al revivir la


frugalidad de esa dependencia, que no daba tregua al esplendor, me entró un hambre atroz.
Lourdetas quería un bocadillito de foie-gras, y pensé que, con todo lo que había… Pero no
se lo discutí y se lo hice de foie-gras. Al abrir la nevera tuve un déjà vu con una crema de
chocolate que me repetía lo que me había dicho la última vez: “Eh, tú, atontado, aquí, ¿me
vas a comer?”. Y abducido por el lácteo, me vi de nuevo devorándolo con una voracidad no
apta para menores. Y parece mentira, pero me volvió a aparecer la imagen del buitre
leonado. Después me hice un bocadillo de jamón serrano.

Cada cual con su merienda, en un plato para no hacer migas, fuimos hasta el chaise
long y nos pusimos a ver los dibujos animados, que a esa hora tocaba el Shin-Chan. La
verdad es que a mí, ese niño que enseña el culo a capricho no me merecía ningún respeto.
Un desvergonzado, me dije, y así salen los niños, que a la mínima te hacen un corte de
mangas. No probé cambiar de canal porque Lourdetas parecía hipnotizada. Al menos la
tendría tranquila. Y a ver si pronto llegaba su madre, que yo ya estaba cansado.

Entonces me enteré de que, debido a una superpoblación de jabalís, se había levantado


la veda de caza y, claro, todos los señoritos que tenían una escopeta se afanaron felices a
colaborar en la reducción de su población. A eso ya no se le dice cazar, sino reducción de
población. Así que ahí íbamos por el bosque Casimoro, que era el líder, Pablo y sus
secuaces acompañantes, guardaespaldas, chulos, perros y escopetas. Lo extraño es que a mí
nunca me ha gustado la caza, ni la he practicado nunca, y me preguntaba qué narices hacía
en esa cacería. Pero lo olvidé rápido porque estaba contento, ya que también venía Dolores,
que llevaba la cesta con la merienda; supongo que en el fondo soy un romántico de las
buenas costumbres. Además, Casimoro era un tipo estupendo que, entre tiro y tiro, nos iba
contando anécdotas de sus cacerías, algunas muy divertidas e interesantes.

Un rato después me puse a merendar con Dolores, pero de pronto me vi perseguido por
perros y chulos, y empecé a gambar como un ciervo evitando que me dieran alcance, tanto
ellos como sus disparos. Pedía auxilio a Casimoro, pero este había desaparecido. De
Dolores y la merienda nunca más se supo, porque yo tenía que salvar mi pellejo. Después de
mucho correr, me alcanzaron y se abalanzaron sobre mí en una lucha cuerpo a cuerpo,
mientras Casimoro, rifle en hombro, se carcajeaba desde lo alto de un peñasco.

Fue entonces cuando me desperté por los gritos de Lourdetas, que estaba muy enfadada
encima de mí, aleteando sus manos contra mi tórax, gritando y llorando de rabia. Sin
comerlo ni beberlo me encontraba en un rifirrafe que no entendía. El escándalo alertó a
Rosa, que justo acababa de abrir la puerta, y con dos contundentes palmadas puso freno a la
pelea, disponiéndonos para un careo.

—¡Me ha pegado, el tiet me ha pegado! Buaaa.

—¿Que le has pegado, Ramón? ¡Pero bueno! —me regañó mientras consolaba a su
hija, que sollozaba muy disgustada—. No hay quien te entienda, chico, estás de psiquiatra.

No tenía palabras para explicar lo sucedido. Solo pude decir que estaba soñando
mientras me llegaban flashes de la persecución.

—Es que me perseguía todo el mundo, como… —iba a decir como con los gorilas del
alcalde, pero conseguí ser prudente—. Lo siento, perdóname, Lourdetas.

—Estás como un cencerro —sentenció Rosa—. Venga, cariño, que ya ha pasado todo.

—Estaba todo el rato hablando y no me dejaba escuchar los dibujos —seguía


sollozando ella—. Le decía que se callara y no se callaba.

—¿Ah, sí? ¿Yo hablaba?

—Sí, y no me dejabas escuchar los dibujos.

Me fastidió hacer enfadar a Lourdetas, pero tengo que reconocer que me gustó verla
así. Ver la cara de un niño enfadado no tiene precio, porque se le nota mucho que está
enfadado, y mi sobrina no era una excepción. A los mayores también se nos nota, pero
muchas veces lo disimulamos. Un niño nunca lo disimula, no tiene necesidad, y Lourdetas
menos, que si peca de algo es de decir las cosas claras. Y eso me alegra muchísimo, ya que
le reportará muchos beneficios de cara a su madurez como persona, aunque tal vez de cara
al mercado laboral vaya a ser un contratiempo. Ya se sabe que trabajando debes ser un
autómata sin criterio ni ideas, y si las tienes te las comes, que así te alimentas.

Volvieron las aguas a su cauce gracias a un nuevo capítulo de Shin-Chan, que la


succionó de nuevo. Dicen que las drogas son terapéuticas, pero los dibujos animados
también, porque la niña profirió algunas risas, y yo me sumé para reconciliarme con ella.
También le hice cosquillas, que parece mentira cómo se pone, como una loca riendo. Así
que, olvidado el enfado, intenté sonsacarle el contenido de mi conversación en sueños, y
aunque se hizo la remolona, lo conseguí cuando le ofrecí pasear un día el varano de don
Ceferino, que eran amigos míos. Según ella grité, y me imitó agudizando la voz:

—¡Eres un asesino, Casimoro! ¡Mentiroso! Lo sabes todo, dímelo, dijiste. ¡Hay que
salvar estos animales, Dolores, ayúdame! Jajaja, qué risa.

Tenía fresca la disertación de Rodolfo por la mañana sobre el despertar de la verdad y


pensé que tal vez mi verdad estaba en ese sueño. Como una vez dijo Pablo, los sueños dicen
muchas cosas, e intenté relacionar imágenes y charlas, como en un concurso de ideas. Y se
me ocurrió, como protagonista de mi sueño, hacerle una visita a Mariano Casimoro a la
residencia La Casa Nostra. Ese tío había estado metido en tantas cosas, que ahora que
estaba retirado, igual le apetecía tirar de la manta como estocada final a toda esa gentuza
que lo habían ninguneado en los negocios.

Me arriesgué a llamar a Dolores, aun sabiendo que no le gustaba ser llamada, al menos
por mi, y la cité a las seis en el cine Bosque, donde la recogería con el coche para irnos a
estudiar, le dije en clave. Y al colgar dije a los presentes, que no era otra que Lourdetas, que
me iba, que ya era tarde.

—¿Cómo que te vas? ¿Y yo qué? —me soltó la niña—. ¿No somos un equipo?

Me dejó atorado. Éramos un equipo, se me ocurrió decirle, pero yo no podía esperar a


que acabara el Shin-Chan. Y mientras se lo decía con cara de falso lamento, pilló el mando,
le dio al power y finiquitó el televisor diciendo: “¡Pues ya está!”. Y apareció rápidamente
con el perro-coche, para disimular, me cuchicheó, para que su madre no sospechara. Y sin
réplica a su iniciativa, me dije que Lourdetas era lista de narices, que hasta me recordó mi
infancia, cuando yo todavía no estaba infectado por la moral social y familiar y tenía mis
sentidos de supervivencia intactos. ¿Iba yo a coartar sus ansias de colaborar con la justicia,
por menor que fuera? La vida me estaba dando una nueva lección.

Pasamos por mi casa a recoger la libreta de investigaciones, donde tenía todas mis
ideas anotadas, buenas y malas. No quería que se me escapara nada, y lo dije en voz alta
hablándome a mí mismo, y de paso a Lourdetas, para que fuera conocedora de mis
limitaciones. Así, podría aprovechar su sana memoria infantil para complementar mis
lagunas, que ya eran bastantes.

—Esa será tu misión, ¿vale? —y asintió contenta.

Mientras Lourdetas hacía migas con Ramsés jugando juntos en el comedor, yo recogía
mi bolsa y la llenaba de todo lo necesario: brújula, cantimplora y linterna, además del mapa
de carreteras y la grabadora, por si podíamos pasar por periodistas. Después, me fui a
descomprimir mis intestinos, avisando antes Lourdetas que salía enseguida. Al hacerlo, ella
misma había agarrado mi bolsa de viaje, por si me la olvidaba, dijo, y yo le respondí que
muy bien, que me gustaban las chicas listas y espabiladas que se avanzaban a las voluntades
de los jefes.

En el cine Bosque, salí del coche ilusionado para acercarme a las mejillas de Dolores,
para darle los dos besos de rigor que tenía derecho por saludo y que tanto me apetecía darle.
Al hacerlo, me embriagó de nuevo su fragancia personal, la misma que había impregnado
mi cama el día que se quedó dormida en ella. Sonrió mi corazón, mis pulmones, mi olfato y,
como acto reflejo, un servidor.

—Estás… estás guapísima, Dolores.

Pero Dolores no estaba para piropos. Después de sus también dos besos más que castos
y secos, discutió mis métodos haciendo hincapié en mi reincidencia en llamarla a su
domicilio, que eso la ponía de los nervios y que su padre no paraba de preguntar. Le pedí
disculpas, tantas veces como ella repitió lo de la llamada, y intenté dar carpetazo al asunto
con la ocurrencia de que, si la echaban de casa, tendría cama y comida en la mía −aunque
eso de la comida era un decir−, pero que en la calle no se quedaría, que por eso no tenía que
preocuparse.

Como si fuera su chófer, le abrí la puerta del copiloto, no sin antes invitar a Lourdetas
a abandonar ese puesto para que pasara atrás, que yo era el jefe pero Dolores la número dos,
ante la sorpresa de la misma número dos. “¿Número dos?”, receló extrañada. Y no fue
sencillo recapitular todo lo sucedido desde la Feria, para que entendiera el porqué de esa
catalogación. Y de paso, más importante aún, por qué Lourdetas venía con nosotros. Le
hablé del Pulpo y del Escabeche, de Marta Miralles, del encuentro con el alcalde, del
incidente con mi sobrina y de la persecución de los gorilas por el metro. Y como colofón a
mi justificación, del precio de su silencio, que me había jurado fidelidad y que podíamos
confiar plenamente en ella.

—¿Verdad, Lourdetas? —la puse a prueba para que se implicara ella también.

También le expliqué la coincidencia al encontrarme en la Feria al padre de mi jefe, don


Ceferino, con su varano, y lo del negocio de animales de dos décadas atrás con don Amato,
Casimoro y mi sueño de los jabalíes. Y era por eso, por todo lo sucedido, que íbamos a
visitar a ese tal Casimoro a su residencia.

—¿Y quién es ese? —pidió Dolores apabullada.

—Ese tío —se lo definí— prevaricó tanto como pudo y se forró a base de chanchullos
por media comarca. También estuvo relacionado con el tráfico de animales del tercer
mundo, y por eso vamos a verlo; igual le apetece tirar de la manta.

Después de un largo silencio, ella me dijo algo que descubrió:

—¿Sabes que el diamante que me encontré es de verdad?

—¡Anda! No me digas.

¿Y de quién sería ese diamante?, nos preguntamos. Y dedujimos que como no fuera de
doña Marta… Tal vez por su estatus, era la única que podía permitirse ese tipo de caprichos.
Llegamos a la lujosa residencia La Casa Nostra, en La Garriga. En recepción nos
presentamos como sobrinos y al tenernos que registrar, tuvimos que falsear nuestra
identidad. Yo resulté llamarme Javier Casimoro; Dolores, Mamen Gómez, y al ser
Lourdetas nuestra hija, no hubo discusión con los apellidos, Casimoro Gómez, pero sí con
el nombre, que reclamó el de Mónica después de negarse a llamarse María, como había
anunciado yo en un principio. Después, la asistenta, haciendo oídos sordos a la discusión,
nos informó de que uno de sus sobrinos ya se encontraba con él.

—Parece que os pongáis todos de acuerdo para venir a verlo —bromeó—. Aquí nos da
igual los sobrinos que vengan; somos muy permisivos —y nos dijo que, si no estaban
mirando la tele, estarían por el jardín.

Los únicos datos que teníamos de mi tío Casimoro eran que iba en silla de ruedas y
rondaba los ochenta años. Aun siendo datos muy comunes en una residencia, pensamos en
detectarlo gracias a su sobrino, un hombre más joven que lo llevaría de la silla.

En la sala de televisión había un ambiente tan desolador que deprimía hasta a un


muerto. Los que no tenían visita estaban ahí, pues se trataba del último recurso de
distracción. O sea que nos dirigimos al jardín, boscosamente denso, y nos adentramos hasta
el surtidor de agua, que resultó estar bastante concurrido. Se escogía ese escenario para
hablar con más tranquilidad, pues con el ruido del agua, temas relacionados con herencias y
firmas se hacían menos audibles a chafarderos.

Pero de repente, un escalofrío me recorrió la espina dorsal, pasando por la ciática hasta
la punta del pie. No daba crédito a lo que estaba viendo y, renqueante, me escondí detrás de
un árbol.

—¿Pero qué haces? —preguntó Dolores flipando.

Tras el árbol, les intenté hacer entender, a base de mímica y susurros, que no estaba
jugando al escondite precisamente, que Lourdetas ya se estaba escondiendo ilusionada. Les
dije que había detectado a Casimoro gracias a su presunto sobrino, y que no era otro que
¡Pablo Gao!

Entonces fui yo quien me quedé en la retaguardia, tras el pino, y ellas dos las que
pasaron al frente, hasta el surtidor. Ambas protagonizaron una escena catalogada de Óscar
en la academia de Hollywood, Dolores haciendo de madre, Lourdetas de hija y el perro-
coche disfrazado de perro guía. Dolores pudo ratificar que Casimoro estaba en silla de
ruedas y afinó el oído para escuchar su amena conversación.

—En eso no hay problema, Mariano. Está todo a punto —dijo Pablo—. Me llamaran y
me dirán cuándo.

—¿Y Pulpo, qué dice? —preguntó Casimoro.

—Ya sabes, es un todoterreno, lo tiene todo controlado. El problema es la Miralles,


que le entraron en el local y le robaron todo, e ¡imagínate!, está como un flan. Pero él está
ahí para tranquilizarla. Necesitamos más seguridad, Mariano.

—Pues es lo que hay. Cantiflas ha tenido un nieto y se ha ido a Cádiz, y el Tiburón, ya


sabes, la quimioterapia lo deja para el arrastre —se lamentó Casimoro—. Joder, eso ya no
es lo que era, así no vamos a hacer nada.

—Bueno, tú tranquilo, ya estoy yo aquí. ¿Quieres venir al puerto cuando llegue todo?
Si el Tiburón no puede, te vengo a buscar yo…

—Sí, de acuerdo. Lo importante es tener la distribución cerrada, que no nos pase como
aquella vez. ¿Cómo la tienes? —e intentó encender un cigarrillo—. Joder, no tengo fuego.

—A ver esta chica —y Pablo se dirigió a Dolores—. Buenas tardes, ¿tiene usted fuego,
señorita?

Dolores, con la seductora sonrisa de Uma Thurman, escudriñó a ambos personajes,


primero a Pablo y después al vejestorio.

—Faltaría más. Bonita mañana, ¿eh? —añadió mirando al cielo.

Aprovechó para pedir un pitillo y hablar sobre la placidez de la mañana y lo bonito de


la naturaleza primaveral, que ya se asomaba. Se sumó Casimoro también animado a la
cháchara, y Lourdetas, que no le quitaba la vista a su silla de ruedas eléctrica, se le acercó y
pidió maniobrarla. Aunque Dolores podía ser su nieta, Casimoro no desaprovechó la
ocasión de tontear con ella, a lo que Uma respondió con la mezcla del coqueteo y distancia
propios de esas situaciones, justo para darle pie a la conversación.
Haciendo un inciso, por lo que me pude enterar por su conversación, Casimoro no se
había jubilado del todo. Sus tinglados eran el motivo de su existencia y no entendía su vida
fuera de ese círculo de gente que está tras los arbustos. Y aun estando en la residencia, no
iba a cambiar la cosa.

Ya casi retirado, cuando notaba la decadencia de su estatus, descubrió los tejemanejes


de Pablo con el Pulpo, y ya se sabe qué supone un descubrimiento de ese calibre para
gentuza de esa calaña cuando empieza a sentirse de lado. Así que ofreció su silencio a
cambio de formar parte del negocio.

—Joder, qué caprichoso que eres, Casimoro —le recriminó Pablo a regañadientes, sin
escapatoria posible. Aquí cada uno agarraba los huevos que podía.

Desde ese día, Casimoro también empezó a formar parte de los pedidos especiales,
esos de los que me había hablado Blasco, cuando me dio a entender que no eran todo lo
legales que podía esperarse de una empresa con semejante nombre. Y eso es lo que
pretendíamos descubrir.

Acabada la conversación de Dolores con Casimoro, los dos mafiosos siguieron la suya
con el contenido que ambas pudieron oir:

—Cojones, tú siempre pidiendo discreción y ahora te sueltas a hablar con la primera tía
que aparece —se quejó Pablo.

—Anda, vete a tomar por culo —le replicó Casimoro—. Ya me gustaría verte a ti
encerrado con viejos paralíticos. Lo que tienes que hacer es cambiarme de residencia, que
estoy hasta los cojones de estar aquí —sentenció el exalcalde cabreado.

—Bueno, tranquilo, te llamo miércoles tarde para decirte cuando viene el italiano. Ese
avisa en el último minuto, ya lo sabes —y se despidieron.

Dolores se había quedado de espaldas mirando el chorro de la fuente, mientras notó


cómo Pablo se iba y dejaba a Casimoro solo ante el surtidor. Al darse la vuelta, se ofreció
para llevarlo hasta el edificio y seguir charloteando haciéndose la simpática.

—Ah, ya lo han dejado solito. ¿Quiere que lo acompañe, señor…?


—Para las mujeres hermosas, Mariano —le soltó.

—Mi mamá se llama Do…do-do —y canturreó a Shin-Chan al darse cuenta de que esa
información no era la adecuada.

—Me llamo Mamen, encantada —y aceptaron volver un día a verlo si las invitaba a
unas piruletas.

A la vuelta estuvimos haciendo conjeturas sobre esa más que sorprendente visita de
Pablo a Casimoro y su conversación. Estaban los dos en el mismo tinglado, junto con el
Pulpo y su mujer, y Casimoro no estaba en la reserva, como nos habíamos imaginado.
Estaba en silla de ruedas, pero completamente activo. Y nos preguntamos si alguien más
estaría en el ajo. ¿Puigmirat, tal vez?

—Tíet, ahora ya lo podremos escuchar —dijo mi sobrina—. Ese aparato de radio que
tenías en tu cuarto, se lo he pegado debajo de la silla de ruedas, jejeje.

—¿Cómo? —pregunté boquiabierto. Lourdetas había cogido el nuevo transmisor que


había comprado para ponerlo en la mesa de Pablo, y lo había pegado en esa silla.

—Pero tendremos que estar cerca para escucharlo, ¿no, tiet?

Efectivamente, eso solo tenía un alcance de unos veinte metros, que ya lo había
comprobado entre los gemidos de Ernesto y la señora Carme. Lourdetas se había ganado el
puesto y una buena bolsa de palomitas.

Volvimos a la ciudad a toda prisa con la euforia de ese descubrimiento. Le hice saber a
Dolores que éramos un buen equipo y me correspondió con una sonrisa. También me
pareció creerse Uma con apellido y todo, y eso no me gustaba, que me traía malos
recuerdos. Pero me pegó un achuchón, eufórica, y eso me emocionó. Al fin alguien me
consideraba algo más que ocho horas de trabajo. No tenía un espejo para repetírmelo, pero
ahí estaba esa agradable sensación.

—Ya lo iremos diseccionando todo, Ramón, pero tenemos que desconectar un poco —
dijo Dolores—. A ver si vamos al cine un día de estos. Hacen un ciclo de Audrey Hepburn
en la Filmoteca y quiero ver Desayuno con diamantes. ¿Te apetece?
Y bueno, cuando me proponen un cine siempre digo que sí, sea la película que sea, y
más con ese portento de mujer.

Capítulo 22

Acabado el reportaje que mi hermano Miquel estaba rodando sobre el retroceso del
glaciar Perrito Moreno, llegó a Barcelona con el pertinente permiso de la empresa para
felicitar a Laura por su primer retoño. De esa manera, se reunía la familia entera para recibir
a Miquel en el lugar donde se protagonizaba la mejor función: los primeros días de Martita.

Laura, a la semana de tener a Martita, tenía un aspecto estupendo. Le había quedado un


barrigón muy gordo y parecía que estuviera embarazada todavía, la pobre. Pero no sería yo
quien se lo hiciera notar, pues ya se sabe la obsesión que tienen las mujeres en recuperar la
línea lo antes posible, ya que dicen que si no lo consigues enseguida, se te queda ese cuerpo
para siempre. Barrigón aparte −y ojeras, que Martita se despertaba a su antojo para comer−,
Laura emanaba felicidad por todo poro de su piel.

Martita era preciosa, pequeñita, muy graciosa, que si tenía los ojos de Laura y la boca
de Ferrán… Pero lo que era impepinable es que solo sabía mamar, dormir y llorar. ¡Ah!, y
cagar, que vaya cagadas. Por eso alternábamos la contemplación de la niña, algo monótona,
con las explicaciones de Miquel sobre sus viajes.

Nos contó Miquel cómo afectaba el calentamiento global de la Tierra en el glaciar


Perrito Moreno, con un deshielo galopante. El calentamiento es provocado por el efecto
invernadero del CO2 en la atmósfera y por el agujero de la capa de ozono que se produce en
latitudes cerca de los polos, que es donde hace frío y favorece la reacción del CFC, los
clorofluorocarburos, que reaccionan y debilitan la capa de ozono y, por lo tanto, disminuye
la protección que tiene encomendada dicha capa sobre el planeta de los rayos ultravioletas
del Sol. El efecto invernadero se produce cuando ese rayo de sol que ha penetrado hasta la
Tierra queda atrapado en el espacio atmosférico, porque el incremento del porcentaje de
esos gases no permite su liberación total, y se produce un efecto espejo, o también llamado
efecto rebote, que recalienta la superficie terrestre y el susodicho espacio atmosférico.

—¿Lo entiendes ahora? —me respondió Miquel.

Había llegado negro indio, quiero decir, como si fuera tan moreno como un indio,
producto del impacto del sol en zonas nevadas. Por mucha nieve que hubiera, ahí era pleno
verano, pues en invierno no se puede estar en un glaciar ni llevando una estufa en la
mochila. Mientras nos contaba los peligros de adentrarse en un glaciar en descomposición,
me abstraje hasta mi mundo y lo agregué de lleno en mis meditaciones, en un trance de
exaltación fraternal.

Había admirado siempre el trabajo de mi hermano, libre como un pájaro, volando de


paisaje en paisaje: ahora en el desierto, ahora en los glaciares, otrora las cascadas de Iguazú
y después en el Himalaya. Eso solo estaba al alcance de los elegidos, y él era un elegido. Él
siempre de paseo por los grandes paisajes del mundo, y yo, en cambio, encerrado en la
misma oficina de mierda, viendo a los mismos mamones de siempre. ¡Qué injusta es la vida
de algunos!

Aunque siempre lo escuchaba como lejano a mi realidad, como si estuviera mirando un


reportaje del National Geographic, él me había asegurado que su empresa era como
cualquier otra, y que se las había visto canutas para conseguir esos tres días de permiso. Y
no lo ponía en duda, pues cada vez estoy más convencido de que una empresa mira primero
para ella, y después, por si acaso, también para ella. Pero yo siempre lo veía formando parte
de otro mundo, como cuando era pequeño, siempre un eslabón más alejado de mí. Y yo
intentando seguir sus enormes zancadas, que siempre me sacó un palmo, incluso cuando ya
había hecho el estirón.

Cuando era pequeño, cuando empezaba a andar, veía a mi hermano como un gigante
dando cuatro pasos y saliendo a la calle para jugar con sus amigos, no pudiéndolo seguir,
pues yo no tenía tanta envergadura ni el permiso de mis padres para largarme así, a la brava.
Más tarde, cuando ya iba a la calle a jugar con mis amigos, Miquel entraba a comer a casa y
se largaba enseguida de fiesta o a trabajar. Pero no se le veía el pelo, y eso que llevaba unas
melenas que para qué os voy a contar. A mí no me asustaba porque era mi hermano, pero
más de un amigo mío no se atrevía a pisar mi casa para no encontrárselo, que parecía el yeti.
—Pero si no hace nada —les decía yo, pero aun así costaba. Y tener un hermano
greñudo y no tenerle miedo, daba estatus.

Mis padres le advertían que con esos pelos lo echarían del trabajo, pero él siempre
decía que se iba a trabajar y no lo echaban nunca, y seguía desafiando al mundo con sus
greñas. Además, se tiraba eructos en la mesa y eso me gustaba mucho, porque se ganaba la
bronca de mi padre, pero no pasaba nada más. Y claro, yo también lo hacía con el pretexto
de que si Miquel lo hacía y no pasaba nada, ¿por qué no podía hacerlo yo? Lo que decía, un
maestro.

Ya cuando yo era todo un universitario y entraba y salía por casa como Pedro por su
casa, él ya no estaba con nosotros. Vivía en un piso que se había alquilado con su novia y
solo nos visitaba los domingos para comer.

Y ahora que ya tengo mi piso y voy a comer los domingos a casa de mis padres, él ya
vive en el culo del mundo viajando por mil mares y montañas… Y me dije, ¿haré yo
también ese viaje? Hasta entonces había seguido sus pasos, pero me sentía encerrado, ahora
por un sueldo, aunque eso sí, de campanillas. Y me pregunté, cuando salga de esta,
¿conseguiré mi libertad yo también? Y mientras lo deseaba con todas mis fuerzas, Miquel
dijo:

—Y ahora haremos un estudio sobre las crecidas del río Volga.

Al despedirnos todos, unos de otros, Miquel me arrastró hasta un bar para tomar algo y
para que le hablara de mí. Le dije que no sé qué tenía que explicarle, que mi vida no era la
mitad de emocionante que la suya.

—Mamonet, que somos hermanos —me regañó. Quería saber todo lo que me pasaba:
si tenía novia, si era feliz, que cómo me iba el trabajo—. ¡Que no me cuentas nada, chaval!

Le dije que de novias nada, que iba detrás de una chica, pero era muy complicada
porque era testigo de Jehová. Y yo muy cortado, como sabía.

—Hostia, ¿y dices que tu vida es aburrida? ¡Una testigo! —exclamó Miquel.

—Sí, es como una monja. Ya ves lo divertida que es. Tú sí que debes ligar un montón.
¿Alguna india del glaciar? —toreé su interrogatorio.
—No me puedo quejar, pero tampoco es para tirar cohetes.

—Pues yo tuve una novia hace dos meses, pero me dejó por un BMW; bueno, por un
actor que tenía un BMW.

—¡Bah!, pues esa no te conviene. Que le den, Mamonet.

—No me llames Mamonet, jolines, siempre igual.

—Si es cariñoso, hermanito.

—Bueno, pues no me gusta —repliqué.

—¿Y el trabajo?

Me explayé sonriente en el pastón que me metía en el bolsillo, aunque mi sonrisa se


esfumó cuando le dije que estaba más controlado que una adolescente en los años cincuenta,
pues tenía un jefe que estaba como una chota, todo el día encima de mí. Y añadí que,
además de facha, era un mafioso. Entonces, le conté el asunto que tenía entre manos, sobre
el cual tal vez él podría hacer un reportaje.

—¿Ah, sí? ¿De qué tipo?

Le fui explicando cómo estábamos investigando a El Pájaro Loco, al sospechar que


traficaba con animales ilegales. Y que me llevaba al estrellato o me estrellaba y moría en el
intento.

—¿Y dices que tu vida no es emocionante? Chaval, ya te vale.

—Sí, ya ves, cada día tocando corneta a las siete de la mañana.

—Pues, ¿qué te piensas?, ¿que yo estoy todo el día durmiendo o qué?

—Pero tú estás en plena naturaleza, que es algo sano. En cambio, yo estoy rodeado de
mis jefes, con muchas tensiones, que son muy malas, jolines.

—Sí, eso es verdad —por fin me dio la razón.

Como Miquel no volvía hasta después de abril, le transmití mis dudas sobre dónde
estaría yo por esas fechas, pues la investigación se estaba complicando.

—Hasta saqueamos una tienda de noche y tengo el botín en casa —justifiqué.

—Hostia, ¿de El Pájaro Loco? Veo que la cosa va en serio.

—Nos ha dado mucha información, pero yo no logro atar todos los cabos. Y encima no
puedo llamar a Dolores, la que investiga conmigo. Como es testigo, está muy vigilada.

—Vamos a tu casa y me enseñas ese botín.

Encarando mi calle, me llamó la atención un hombre apoyado en la pared, como si


estuviera haciendo la esquina pero sin hacerla, porque semejante mamarracho con pinta de
inspector no sería deseado por ninguna ni ninguno en el caso de que fuera maricón. En un
principio, relacioné ese tipo con el conflicto del amante de la señora Carme, ya que el Lute
iba tras su pista. Por suerte, yo ya me encontraba completamente al margen. Le pegué un
repaso de arriba abajo para que viera que, por muchos cigarrillos que fumase, por muchas
gafas negras que usara y por más que se rizara sus bigotes, no pasaba desapercibido. El muy
zopenco no sabía que si no miraba de puertas adentro, jamás sabría nada de ese adulterio.
Con ello estaba reivindicando que yo lo haría mucho mejor; pero yo tenía claro que no
podía ofrecer mis servicios al Lute porque lo sabía todo, y no había lugar a la investigación,
sino a explicar toda la verdad. Y tampoco iba a quitarle el trabajo al menda ese, que seguro
se sacaba unos duros haciendo la esquina ahí. Ante esa divagación, no pude evitar susurrarle
a Miquel que ese tipo no podía ser otro que del círculo del Lute.

De repente salió del portal el señor Trosdesoca y, muy alejado de su porte sosegado,
empezó a gritar como un energúmeno contra el bigotudo. Y cuando alguien considerado
tranquilo se sale de sus casillas, no sabes nunca de lo que es capaz. Por sus gritos coléricos
y por la sierra de mano −que iba para arriba y para abajo a medida que movía
compulsivamente el brazo−, pensé que podía pasar algo serio. Así, nos quedamos en alerta
por si era menester nuestra ayuda, y también para satisfacer esa creciente chafardería, que
ya no osaba poner sus orígenes ni en mi madre y mis hermanas, ni siquiera en la señora
María, sino en una cualidad intrínseca propia en desarrollo creciente. Trosdesoca creía que
el Bigotes era inspector de Hacienda y le estaba investigando.

—¡Váyase a investigar a El Corte Inglés! —gritó Trosdesoca, que por muy enfadado
que estuviera le hablaba de usted—. Que esos sí que tienen dinero negro, que yo soy un
trabajador. ¡Un trabajador honrado!

Se ve que Jordi Trosdesoca no declaraba todas las partidas de madera, y tengo


entendido que su señora bastante le calentaba los sesos diciéndole que un día les buscarían
la ruina con una inspección. Por eso, el carpintero, cuando se defendía del supuesto
inspector, lo hacía también de su mujer, porque estaba claro que no se quedaría calladita
ante la oportunidad que le brindaban los acontecimientos después de tantos años. Pero, en
definitiva, por cuatro maderas que no declaraba, el hombre estaba al borde del infarto.

Ahora recuerdo que, de niño, una vez robé cinco duros de la hucha de mi hermana, y
no entraré en pormenores, pero fue por fuerza mayor. Bueno, el hecho es que ya entonces
deduje que cada uno roba en función de sus necesidades, porque yo con un duro no
solucionaba mi problema. Tuvieron que ser cinco. Mario Conde, por ejemplo, lo hizo
también hasta su límite, pero había acumulado suficiente dinero como para pagar a los
mejores abogados y las astronómicas fianzas para salir del trullo. Trosdesoca, seguramente
por no saber de números, temía que tuviera que pasar el resto de su vida en la cárcel, pues
no había acumulado tanto dinero como para pagar una fianza.

Cuando el carpintero echó sus últimos reniegos, me acerqué a él y le susurré que al


Bigotes lo había contratado el Lute para que investigara a su mujer, pero que no se lo dijera
a nadie, como si no supiera nada. Al momento, me di cuenta de que esa confidencia solo la
sabía yo, y no decía mucho a mi favor, pero Trosdesoca estaba tan nervioso que parecía que
iba a sufrir un infarto. Y ante todo, la salud, y no cargar con lo que a uno no le atañe.
Entonces, el tío, a modo de desquite, se emperró en que viéramos su taller y nos enseñó
todas sus maderas, los muebles que tenía a punto de repartir y las facturas, todas preparadas,
como si fuera yo el inspector de Hacienda.

—Mira que son tocacollons aquests d’Hasienda, ¿eh, noi?... ¿Tú lo ves, que lo tengo
todo en regla? —o sea, a su bola.

Ya en casa, Miquel y Ramsés se miraron a los ojos, y carantoñas de uno y


movimientos de culo del otro hicieron el resto. Yo esperé paciente el fin de esa euforia, no
por parte de Ramsés, que se estaría así toda la vida, pero sí de mi hermano, que siempre lo
había tenido por muy cuerdo. Le aclaré de quién era el perro ante su sorpresa, y, sin
esperarlo, apareció por el pasillo andando en bata camino del baño. Mi hermano lo
reconoció de cuando venía a jugar a casa siendo un mocoso, que se ve que le colgaban y se
los comía.

—Hombre, Che Guevara, cuánto tiempo. ¿Ya no te comes los mocos o qué? —mi
hermano también era de motes.

—Jaja. No, pero sigo teniendo, en cambio tú te has quedado sin pelo —se la devolvió
Ernesto.

Intercambiaron las cuatro palabras que se pueden decir en semejante situación, hasta
que Miquel, a modo de despedida, le chivó que íbamos a mirar unas fotos que yo había
hecho, que me había vuelto investigador. Entonces yo me enfadé, porque le había dicho que
era un secreto, jolines.

—Perdona, ¿pero Ernesto no es de confianza?

—No se trata de eso. Se trata de que las investigaciones se llevan en privado —le
regañé.

—Pero, Ramón, ¿tú qué coño investigas? —preguntó Ernesto— ¿No trabajabas para el
gilipollas ese que me contaste?

—¿Lo ves? —le dije a Miquel—. Ya la hemos liado.

—Mamonet, que no cunda el pánico, ¿tú no necesitas un perro para la investigación?


—intentó arreglar Miquel.

—Qué hippie eres; solo faltaría Ramsés en esta fiesta.

—¿Y mi furgoneta no haría servicio? —añadió Ernesto.

No había escapatoria. Ernesto no dejaría escapar la oportunidad de meter el hocico en


cualquier cosa que le hiciera cambiar un segundo su rutina diaria de taponador de muertos.
Pero pensé que, en cierta manera, aunque no de humanos y sí de animales, también
estábamos hablando de muertos. Tal vez él podría colaborar en cuanto a los animales
muertos, y mi hermano con los animales vivos y su capacidad de realizar reportajes…

—Venga, para adentro —imité la soberbia de Del Hoyo ante mi cuarto—, pero Ramsés
no entra.
Expuesto por mi parte todo de lo que disponía, materiales, datos, imaginaciones y
sospechas, tanto Ernesto como Miquel opinaron al respecto. El primero, creyéndose algo
por estar ahí y como si oliera algo en nuestra nevera, dijo que algo olía a podrido. Le olía a
cementerio de animales, tal vez para comerciar con sus pieles y carnes, soltó. Yo pensé que
había sido una tontería dejarlo pasar, pero por suerte fue Miquel quien se lo rebatió,
afirmando que un laboratorio tan pequeño no podía ser para despellejar animales. Lo que sí
podía ser, añadió, es que extrajeran alguna sustancia de ellos, y que fueran sacrificados a
posteriori, al tratarse de animales prohibidos.

—Hay sustancias que deben ser extraídas del animal vivo —dijo Miquel. Y yo dudé de
eso, porque entonces, dije, ¿no sería más fácil hacer la extracción en el país de origen, para
burlar mejor los controles?

—¿Y quién los controlaría? —me respondió Miquel—. ¿Y la calidad de almacenaje,


de transporte…? Eso debe hacerse aquí.

—En Ghana no deben de saber qué es un laboratorio —soltó Ernesto siguiendo la


corriente a Miquel.

—¿En Ghana? ¿Por qué en Ghana? —pregunté extrañado.

—Pues por esto —y me enseñó una hoja doblada de la República de Ghana que sacó
de la agenda de la señora Marta. La escudriñé por delante y por detrás, y tuve un déjà vu:

—¡Anda, es el mismo salvoconducto que tenía Pablo! —y saqué la fotocopia que había
hecho. ¡Eran idénticos!

Miquel se lo leyó y dijo que no era un salvoconducto, y yo le dije que de acuerdo, pero
que en las películas, los papeles de otros países siempre eran salvoconductos, y Ernesto se
carcajeó de mí. Pero mi hermano llamó a la calma y afirmó tratarse de un documento de
pago de aranceles y permiso de salida de la mercancía, aunque sí que era de la República de
Ghana. Luego, dijo que el papelajo estaba en inglés, pero al estar escrito a mano parecía
swahili, que ¡vamos!, ni la fecha se entendía. Pero estábamos todos de acuerdo en que, si
Marta Miralles tenía el mismo documento que Pablo Gao, el Pulpo también estaría metido
en el ajo; si tantas teclas tocaba, ésa no le pasaría por alto.

Miquel, ante cómo me había exaltado esa coincidencia, intentó racionalizar el


tinglado:

—A ver. Que estén metidos personajes cuya actividad normal no sean los animales da
para sospechar, pero también puede ser que sea un cargamento legal.

Tenía razón, pero entonces conté lo que Pablo le había dicho a Casimoro ese día en la
residencia, que todo se haría como estaba previsto, en el puerto… ¡Están esperando algo!,
dije. Y resumí que yo estaba de los nervios, porque no sabía si ellos sabían que yo lo sabía,
que me habían grabado las cámaras de seguridad a cara descubierta y que podrían partirme
las piernas…

—¡Mamonet, tranquilo! Aquí estamos todos en el mismo barco y no te va a pasar nada


—llamó a la calma Miquel.

—Sí, pero tú te vas a Siberia —le recriminé.

—A Rusia, Mamonet, a Rusia —matizó.

—Estoy yo aquí, Ramón —respondió Ernesto—. Y Ramsés.

Reducidos esos instantes de pánico, reconducimos el mapa de actividades. Teníamos


claro que el desembarco se haría la semana siguiente, pero faltaba saber el día y la hora.
Para ese día, dijo Miquel, sería necesaria una cámara para filmar. Y se excusó por no poder
traerla él, pero lo relativizó afirmando que cualquiera hoy en día tenía una y que usarla era
de lo más fácil. Nos emplazó a estar atentos a novedades y que se las mandáramos por
correo electrónico.

Dimos por acabada la investigación y al fin Ernesto pudo largarse. Volvimos al


fraternal reencuentro de ese día sobre la felicidad de Laura, lo bonita que era Martita y esa
harmonía de La casa de la pradera que todavía se mantenía cuando pisabas el hogar
familiar. Y embriagado de esa nostalgia, volví a soñar.

—A ver si un día puedo venir contigo, Miquel. Me gustaría tanto...

Siempre me he sentido motivado por seguir los pasos de mi hermano. Aunque fuera
con diez años de décalage, la realidad nunca ha podido superar lo que imaginaba que
supondría llegar a ese estatus.
—Cuando quieras Mamonet, ya sabes. Pero el billete te lo pagas tú, ¿eh? — respondió.

—Bueno, siempre me los he pagado yo, a mí los padres nunca me han pagado nada —
le espeté.

—Qué mala memoria que tenemos ¿eh, Mamonet? —y se rió mientras me palmeaba la
espalda.

—No me llames Mamonet, que hace años que estoy destetado.

—Hermanito, que es cariñoso.

—Pero ya te he dicho mil veces que no me gusta…

Al despedirnos, me quedé otra vez solo en casa. Volví a mirar al cielo por la ventana
de la cocina y donde había visto a Íkaro volando, me pareció ver una avioneta sulfatadora
que se acercaba… Como en Con la muerte en los talones.

Desde el lunes, que Pablo aporreó la puerta del baño para despedirse cuando yo estaba
con cagarrinas en su interior, ya no lo había visto más. Ni al día siguiente ni esa mañana
había hecho acto de presencia. Y me extrañaba. Sin ánimo de hurgar en ninguna herida, me
atreví a preguntárselo a Rodolfo.

—Ni lo sé ni mimporta —respondió tajante.

Di el tema por zanjado y nos fuimos a desayunar a la granja. Ahí conseguimos imitar a
nuestro jefe hablando de las tetas de las camareras, como cada mañana. Y entre teta y teta,
volví a sacarle el tema de la Feria, a ver si se animaba con algún otro episodio del pasado,
pero lo único que conseguí fue su negativa a gastar una gota de saliva en gente de esa calaña
−y sigo transcribiendo literalmente− que se cree más que los demás por tener una empresa
de mierda como en la que estábamos trabajando. Y sentenció que él ponía la mano a final de
mes y se llevaba un pastón, y a tomar por culo, joder.

—¡Ah!, pues mira, igual que yo —le declaré.


Como la sensación era que Pablo ni vendría ni se le esperaba, me fui al despacho de la
Seca para saludarla y para decirle que me iba al médico, que me encontraba mal, y que si
aparecía Pablo, por favor se lo dijera. Aunque intentó darme una aspirina, un ibuprofeno y
hasta me ofreció un masaje para las cervicales, le dije que ya tenía hora y que prefería un
profesional antes que su más sincera buena fe, que así lo recomiendan los mismos médicos
ante la proliferación de curanderos y demás charlatanes y aprovechados. Por suerte, no se lo
tomó a mal.

Con la falsa coartada en buenas manos, la realidad es que me largué hasta los
alrededores de la casa de Pablo, donde esperaba que don Ceferino hiciera su paseo matinal
con don Amato, que eran uña y carne desde su llegada. Después de una hora, los pude
atisbar inconfundiblemente camino del parque, ya que iban con el único espécimen vivo de
aquella malograda remesa de animales. Por suerte, los contados agentes locales del
municipio tenían bastante con vigilar vehículos y escuelas, como para liarse con las
mascotas de la gente.

Me acerqué al trío calavera para saludarlos. Quise hacerme el simpático con el varano,
y casi me saca un ojo con su lengua bífida, el muy cretino. Las mascotas no son lo mío, me
dije. Comenzada la conversación sobre los momentos felices de la Feria, de cuando nos
juntamos tantos amigos, creí oportuno lanzarme directo a la yugular, pues sabía que ellos se
habían apartado de todo lo que olía a Pablo para vivir más tranquilos:

—Don Amato, no sé si sabe que el Pulpo, Casimoro y su hijo Pablo —eso último lo
dije desviando la mirada hacia don Ceferino—, están metidos otra vez en el tráfico de
animales. Vamos, tenemos la certeza.

—¿Quiénesh tenéish la certeza?

—Mis compinches y yo. Somos un equipo de investigación. Ahora tiene la


oportunidad de redimirse. ¿Qué le parece? —le dije.

Se quedó en trance don Amato unos instantes, hasta que se decidió:

—Si también puede apuntarse don Ceferino, encantado.

Y se apuntaron los dos, pero con dos condiciones, les dije. Una, que mi sobrina se
había quedado prendada de Lorenzo y que, como una más del grupo, tenía ganas de
pasearlo una mañana del fin de semana por donde les apeteciera a ellos, que el sitio era lo
de menos. Me respondieron que no había ningún problema en ese punto y ya irían de paseo,
y que a ver el segundo punto. La segunda era que tenían que explicarme detalladamente,
aun sabiendo que removerían emociones que tal vez don Amato podía creer ya superadas,
todo lo que sabían del fraudulento negocio de antaño de los animales, porque ese
desembarco podría tendría similitudes con el anterior. Y si querían, podían empezar a hablar
en esos mismos momentos. Muy amablemente, también accedieron.

Aunque tuve que tragarme comentarios de ofensa, traición y demás valores en vías de
desaparición, aguanté estoico la tarabilla para no ser descortés con la edad avanzada.
Además, la complacencia de don Ceferino, que asentía consternado a lo que él denominaba
¡una vergüenza!, hacía que yo también tuviera que sumarme a ese acompañamiento, con
comentarios de ese mismo calibre para hacer piña al mismo objetivo. Con todo, me vi
superado por el tiempo, que apremiaba lo que se consideraba normal para una visita médica,
y decidí dejarme de mandangas para que me soltara ya algún dato de interés.

—O sea, estuvo en el puerto, ¿no? Cuénteme, don Amato— pedí.

Don Amato tuvo especial interés en contemplar esa descarga porque nunca había
estado en ninguna y quería ver si era como en las películas. Casimoro le dijo bien clarito
que no se le ocurriera ir, que eso podría complicar la operación. Pero él hizo caso omiso y
se presentó de incógnito con la curiosidad y emoción de cualquier primera vez.

En el puerto, pudo ver a dos metronoventa de Casimoro vestidos de negro en la


penumbra, como si quisieran confundirse con la noche. Don Amato, con una camisa blanca
reluciente como la luna llena, lamentó no haber tenido en cuenta ese detalle, pues lo primero
que se le acercó fue un balazo de los mismo chulos. Luego, alzando los brazos y a grito
pelado, consiguió identificarse y que bajaran las armas. Por suerte, Antonio Fiscales había
invitado a la policía portuaria a Doña Lagarta con todos los gastos pagados, asegurando que
esa misma noche no se esperaba trabajo. Así se pudo evitar un cruce de disparos que
seguramente no habría tenido un final feliz.

Al llegar la barcaza, salió un italiano en calzoncillos y tendió la mano a un maletín que


llevaba el chulo gaditano.

—Cuarenta, ¿no? —dijo el italiano, y empezó a contarlos.


—¿Cómo que cuarenta? —saltó don Amato mosqueado, porque cuarenta millones de
esos años, que no era moco de pavo, era lo que había soltado él. Y en principio eran tres
partes iguales.

El italiano se quedó a cuadros, se le escapó una risita mofona y le dijo que si quería
darle más, lo aceptaría sin problemas. Y de la penumbra salieron del barco, sonrientes, dos
metronoventa más con una musculatura a punto de reventar sus camisetas.

—Entonces fue cuando me di cuenta de que Pablo y Casimoro me habían timado. Y así
lo dije: ¡Me han timado, joder!

Le invitaron a pasar al barco para hablarlo relajadamente con una copa y unas amigas,
pero aun con la tentación, se negó y dijo que ya lo arreglaría con sus socios. Y se largó muy
cabreado.

—¿Y pudo ver el cargamento de animales? —indagué.

Aunque estaban en un contenedor metálico, que cargaron en un camión, el jolgorio de


los pájaros era ensordecedor, pues cuando intuyen que va a salir el sol, ya se ponen a
canturrear. Pero afirmó haber también lagartos, varanos, tortugas, caimanes y algunas otras
especies que aguantaron sin rechistar los cantos de esos pájaros. Finalmente, entre todos
lograron que don Amato se largara hacia su casa, donde no pudo pegar ojo ni esa noche ni
las sucesivas, esperando encontrar a cualquiera de las dos sabandijas que le habían
despojado de sus depósitos. Y en ese punto volvimos a los insultos y lamentaciones, a los
que se sumó de nuevo don Ceferino y un menda cansinamente, ya hasta la coronilla.

Encarrilamos de nuevo el tema para ir al epílogo de la historia. En los días sucesivos,


el primero que se dejó ver en Doña Lagarta fue Pablo, y don Amato le exigió el porqué de
ese engaño. Pablo le contó que los números los llevaba Casimoro, que estaba muy ocupado
con la alcaldía, pero que estuviera tranquilo, pues todos saldrían ganando en proporción a lo
invertido. Pero como don Amato seguía cabreado, Pablo se enfurruñó replicando que
Casimoro se merecía alguna ventaja porque el negocio era suyo, y él también, porque había
colaborado para que él mismo tuviera oportunidad de participar.

—Tienes que entenderlo, y agradecérmelo, cojones.

—Pero eso no es meter lo mismo cada uno —matizó don Amato.

Y Pablo se lo rebatió diciendo que no todo era el dinero en esta vida, que había cosas
más importantes como la confianza, el compañerismo, la invitación a participar…

—Solo piensas en el dinero, Amato, y eso no es justo —le dijo el caradura—. Si te


tienes que poner así yo ya no te voy a invitar más.

—Qué cínico, mi hijo —respondió su padre.

—Sí, me montó un pollo, ¡que parecía yo el culpable!

Entonces, como Casimoro ya no aparecía por el burdel, don Amato se presentó en la


alcaldía y, guardando cola como cualquier ciudadano, dando un nombre falso, consiguió
pasar a su despacho. Casimoro se mostró consternado y le dijo que todo se había ido al
garete.

—Lo mejor es que pases página y te olvides de todo, porque no podremos sacar nada
de eso, me dijo el capullo —dijo don Amato—. ¿Pero cómo iba a olvidarme si me había
quedado sin nada? Vaya pedazo cabrón.

—Sí, claro, entiendo —constaté yo.

—Y el muy hijo de puta —dijo refiriéndose a Casimoro—, me dijo que no lo pusiera


en ningún compromiso si quería conservar las dos piernas intactas, que me tenía afecto. Tú
te crees que… —y siguió soltando lastre a medida que fui bajando el volumen de audición
para hacer mis conjeturas.

Como un alambique gigante para sacar una sola gota de una esencia, procesé la
información para quedarme con lo que me interesaba: la descarga se hacía en plena
madrugada, con los chulos de uno y de otro controlando el puerto, con el beneplácito de
Antonio Fiscales y con la policía portuaria sobornada, o tal vez engañada, festejando en
Doña Lagarta. Al terminar, interrumpí a don Amato para aconsejar a don Ceferino que
alimentara bien a Lorenzo, que tal vez serviría de testigo para cuando habláramos del
pasado, en el caso que tuviéramos que hacerlo ante los tribunales.

Y me excusé con que tenía tenía que ir al médico, que llegaba tarde, con la satisfacción
de haber encontrado una excusa que servía para cualquier situación.
Capítulo 23

Quién me había visto un tiempo atrás, atrapado en la zozobra y la inactividad,


volviendo del trabajo destrozado y sin ganas de quedar con nadie, y quién me veía ahora,
sin dar un minuto de tregua a lo que llevaba entre manos. Sin advertirlo, había llenado los
huecos de mi tiempo libre con actividades que ni yo mismo me hubiera imaginado.

Eso sí, cuando tenía un momento para la reflexión, me preguntaba si todo eso era real.
Entonces, me iba al espejo y me pellizcaba para comprobar si era yo, o estaba soñando.

Quise visualizarlo matemáticamente, como aquella vez con la parábola, y me apareció


la gráfica de la raíz cuadrada. Esta función no deja de ser una parábola, pero en vez de
altiva, positiva y mirando al cielo, caída de lado. Tiene un dominio solo para raíces de
números positivos (valor de x positivo), pues no existen soluciones para raíces negativas.
Pero las soluciones de y siempre son dobles, la positiva y la negativa, y aunque ninguna de
las dos se alzan y/o se hunden tanto como la parábola, sí que se alzan y/o se hunden en la
misma proporción, como una bipolaridad. Tanto sube la altura y la euforia si te alzas como
la profundidad del pozo y la depresión si te caes en él. Además, ambos estados tienden a
infinito, pero necesitan un valor de x mucho más alto que la parábola para que se dispare
hacia lo inconmensurable. Y esa dualidad es peligrosa, porque a veces, todo es tan frágil y
sutil como la gráfica de la raíz cuadrada.

Hacía unos dos meses que había tocado fondo; tocado, rematado a bombazos y
hundido hasta el fondo del océano. Y hundido, cuesta encontrar una mano amiga para
reflotar. Si llega, la desprecias por desconfianza, por encontrar extraño que alguien te la dé
cuando todo el mundo te deja en la cuneta e incluso aprovecha para patearte y escupirte. Y
te acostumbras a vivir embadurnado en ese fango.

Tampoco podía olvidar la época que precedió a ese declive personal, ese mes y medio
que pasé tan feliz con Melanie. Cómo iba a olvidarme. ¡Vaya torbellino de emociones! Por
eso me sentí tan desdichado cuando me substituyó, porque tal como llegó, que se metió en
mi cama sin permiso, también se largó sin avisar. Y aunque me encantaría poder decir que
sin dejar huella, digo que no, que la dejó, como en el mismo fangar del barro al secarse, que
hay que esperar que un gran diluvio la vuelva a borrar. Tal vez, ese chirimiri de invierno ya
la estaba reblandeciendo.

Hacía dos días que Melanie me había llamado a casa. Sí, finalmente decidió llamarme.
Un mes y medio después, como quien se levanta de una siesta, pensó: “Ale, vamos a llamar
a Ramón para tomar algo”. Qué poca elegancia. Y yo tanto tiempo esperándola, y entonces
las pocas ganas que tenía. Qué curiosos que somos los seres humanos, que no sabemos
cómo reaccionaremos cuando llega algo, incluso deseándolo con todas nuestras fuerzas.
Pues entonces ya no me apetecía. Y me pregunté si su cambio de actitud respondía al
reconocer ella, por fin, que no se había portado bien conmigo.

No sé por qué me vino a la cabeza una frase que decía mi abuelo catalán, l’avi
Jeremies, “la verdad te hará libre”, después de que mi madre me pillara mintiendo, me
pegara un guantazo y me castigara una semana sin bajar a la calle. Vamos, que me soltara
una frase así cuando estaba sufriendo una sentencia de ese calibre, era de oportunistas. Pero
yo no me quedaba callado y le replicaba que si le decía la verdad, el guantazo y la semana
me tocaba igual, y libre tampoco me sentiría. Entonces, l’avi aprovechaba para divagar
sobre la frase y me dejaba medio seco, jolines, que yo solo quería jugar. Pero bueno,
después de ignorar esa frase durante tanto tiempo, despertó en mi cerebro como el oso de
Rodolfo y me dio qué pensar. ¿Será verdad que nos hacemos libres cuando obramos con la
fuerza de nuestras convicciones?, recapacité.

Volviendo a la substancial mejoría de mi estado de ánimo, parte importante tenía que


agradecérsela a mi madre, y en consecuencia a Lourdetas, que me permitieron positivar la
negación que se había apoderado de mí. Con ello empecé a olvidar ese pasado tan glorioso
como triste, dinamitado la noche de fin de año.

Había dado un salto cualitativo, como un salto de canguro, no recuperándome hasta


donde estaba antes, sino traspasando ese presente yendo más allá. Todo lo que hasta
entonces había hecho con tanta devoción, adherido a mí por la misma rutina, de pronto
había caducado y ya no tenía ningún sentido. Era como la devastación de un bombazo, que
ya no queda nada en pie y se tiene que reconstruir todo de nuevo. Y cuando pasa eso, nada
se hace como antes.

Con la agradable sensación de estar en la parte positiva de de esa gráfica dual, se me


acercó Rodolfo nervioso, que quería contarme algo. Supuse que tanto tiempo cabreado con
Pablo estaba afectando a su mollera, y no me apetecía escuchar otro de sus sermones
llevado por el rencor. Porque, en realidad, no se trataba de una parábola que se alzaba
segura, sino caída de lado, como al borde de un precipicio. Si le daba la mano, podía
arrastrarme hasta el abismo; si necesitaba un psicólogo, que se lo buscara. O sea que le di
largas con que tenía que hacer la producción mensual, que si no, Vargas Llosa me ganaría.

—Déhate de produccione yecúchame. Pablo va diciendo por ahí que sobra gente… Y
te lo digo pa que vaya con cuidao, que creo que te quierechá.

¡Hostia! Eso sí que no me lo esperaba. Que quisiera echarlo a él ya lo había pensado, y


tenía su lógica, que Pablo estaba hasta las narices de él. Pero, ¿a mí? Entonces sí que me
olvidé de la producción.

—¡No puede ser! Si yo se lo aguanto todo. Y a todas horas.

—Tú se lo aguanta too, Ramón, pero yo y toos también —se reivindicó Rodolfo—. Te
lo digo pa que lo sepa, pa que no te coja deprevenío.

Tanto rollo que si la verdad me hará libre, y yo callado como un puta al pensar que
sería Rodolfo el despedido. En cambio, él sí que me había dicho lo que sospechaba. Me
sentí mezquino, tanto por no decírselo como por lo poco que me importó que fuera él a
quien echaran. Y de repente, me vi cayendo por el pozo en la parte negativa de las
soluciones...

Con el desasosiego del posible fin de mi estatus económico, me acerqué a la oficina


con la intención de aclarar con Pablo mi situación. Por primera vez desde que lo conocía,
era yo quien golpeaba la puerta de su despacho, pues siempre era él quien me hacía entrar.

—Bueeenas, ¿se puede? —dije amablemente.

Pablo estaba sacando hielo del tomo de Literatura Española, y pensé que iba a caerme
un Chivas para mí también. Pero mi gozo en un pozo, pues solo se lo sirvió para él. Ya me
estaba sintiendo excluido.

Volvió a pasar de refilón sobre el tema de la confianza, el presunto polvo con Fina y el
suplicio que estaba pasando la familia de José Luis, el electricista, que ya estaba entre rejas
y según decían le iban a caer diez años. Yo no pude más que lamentar la situación de su
amigo, pero intenté ponerme en la piel de la familia del muerto, no para provocarlo, sino
para buscar la equidistancia entre el que parte las piernas y el que se las parten. Por si acaso.

—No son maneras y la justicia acaba imperando —lamenté.

—Sí, tienes toda la razón, Ramón.

Cuando yo tenía toda la razón, era que mi opinión le importaba un comino y quería
cambiar de tema. Se miraba las uñas de las manos, señal inequívoca de menosprecio a su
interlocutor, o tal vez para evitar encontrarse con mi mirada de auxilio ante mi más que
inminente despido.

Me contó entonces el caso de unos amigos suyos que tenían una tienda de fotografía, a
los que les habían entrado a robar. ¡Ese era mi Pablo!, contando sus preocupaciones con
confianza, que me tenía a su entera disposición. Si me tenía esta confianza, no me echaría,
pensé.

—Está lleno de chorizos por todas partes. Pero chorizos de pacotilla, porque mira si
son gilipollas, que no vieron que había cámaras de seguridad, ¿sabes? Y ahora la policía
está intentando descubrir quiénes fueron.

Las similitudes con la incursión en El Pájaro Loco eran bastantes, y más cuando a
Pablo le extrañó que los ladrones no se hubieran llevado ni una sola cámara, pero sí que se
apoderaran de la documentación del jefe.

—Qué curioso, ¿no? —dijo Pablo mirándome intensamente a los ojos—. Vamos, que
se han metido en la guarida del oso —¡otra vez los osos!—. Porque, tú que eres inteligente,
Ramón, ¿qué podrían querer dos tíos que entran a cara tapada y fuerzan los despachos de
una empresa de fotografías sin llevarse ni una sola cámara?

Me entró un tembleque desmesurado y lo único que se me ocurrió fue escurrir el bulto,


como si no fuera conmigo:

—Bueno… igual no es fácil colocar las cámaras de fotos.

—Vale, pero entonces, ¿por qué coño se llevaron su agenda y todos los papeles de la
empresa? Dime, ¿por qué?
Tenía el recuerdo no muy lejano de cuando mi madre intentaba descubrir cualquier
embrollo con la misma estrategia: se enarbolaba a preguntas sin tregua ni descanso, hasta
que, acorralado, la verdad saltaba sola. A mí siempre me habían dicho que lo mejor era
hacerse el tonto. Yo no tenía ninguna estrategia más, y no iba a hacer experimentos justo en
ese momento.

—Pues sí, muy raro —logré pronunciar.

—Sí, chaval, tengo la mosca detrás de la oreja. Son mis amigos, ¿sabes? —soltó Pablo.

No me había dado cuenta, pero detrás de las mías, de mis orejas, digo, no había una
mosca sino dos moscardones: Del Hoyo, al que por primera vez había visto fuera de su
madriguera, y Gutiérrez, uno a cada lado y con los brazos cruzados. Me sonó la música de
Pulp Fiction en mi interior y me vino a la memoria el Salmo Ezequiel 25.17, sobre “el
camino de los hombres rectos y la tiranía de los hombres malos”, que el negro soltaba justo
antes de acabar con la vida de su comparsa. Solo faltaba que lo recitaran y me dieran el tiro
letal.

Pero por suerte, Pablo me dio pase de pernocta, que podía salir del despacho, que iban
a repasar los números para ver si se ponían de acuerdo ya de una vez. Resoplé al respirar de
nuevo, que casi me desmayo de la bajada de tensión, y me largué dando las gracias a ellos y
a Dios, que iba a hacer la producción mensual en mi despacho para entregarla bien puntual,
como Vargas Llosa. Y me vi besando el culo a mis jefes, como hacía el escritor en cada
suspiro.

—Y piénsalo, Ramón, a ver si me ayudas a solucionarlo.

No sabía si era una farsa, si era verdad o si Pablo lo sabía todo y me estaba poniendo a
prueba, como cuando un gato juega con un ratoncito sin ánimo de comérselo, hasta que de
golpe le pega un zarpazo y lo devora de un bocado.

Iba hacia casa con el paso enervado, con la irritación de no haber aclarado nada sobre
mi despido y con el mosqueo de haber sumado más desconcierto, si cabe, del que tenía en
un principio. Solo faltaba que al tomar mi calle me llegaran los insultos de Jordi
Trosdesoca, que desde el portal lo hacía hacia mi dirección. No me podía creer que me
estuviera insultando, jolines, que siempre nos habíamos tratado con corrección, y decidí
volver la vista atrás. ¡Ah!, ahí estaba el Bigotes, que con el colapso mental me había pasado
inadvertido.

—Fot el camp, malparit, ¡que te denuncio, filldeputa! —gritó el carpintero.

Cada día entendía mejor el apellido heredado por Trosdesoca −que traducido sería
cabeza de chorlito−, porque, aunque ya le había aclarado que el Bigotes investigaba a la
señora Carme, él dale que te pego pensando que era a él. Le sugerí que se calmara y que, a
no ser que tuviera la sierra pegada en la mano, no la sacara más a pasear, que al final
tendríamos un disgusto.

—Collons, noi, te pareces a mi mujer —me recriminó.

—Pareceré lo que sea, pero usted no tiene que asustar al vecindario con esa arma, que
cada vez se parece más al Lute.

—¿Al Lute, yo? ¿Que me parezco a ese animal? —se ofendió.

Lo ignoré subiendo la escalera, pues seguía llevando la sierra, cuando me crucé


precisamente con el Lute, que se dirigía directo al Egipcio o de putas, a deducir por su cara
de felicidad. Me preguntó si le pitaban los oídos o era imaginación suya, pero que le
parecía haber oído su nombre. Y como ese energúmeno tampoco me daba de comer, solté lo
que pensaba, que ya estaba harto de tanto disimular:

—Trosdesoca se piensa que el Bigotes es inspector de Hacienda. Dile algo, que está de
los nervios, a ver si por tu culpa le da algo y te quedas sin carpintero.

—¿Por culpa mía? ¿Pero qué coño dices?

No dudé en avanzar los tres peldaños que el Lute también había retrocedido para evitar
que me diera alcance, pero sí que gritó que él no tenía que ver nada con el bigotudo ese de
los cojones. Y añadió que ahora mismo le haría cantar, que estaba hasta los cojones de que
todo el mundo supiera, antes que él, que estaba investigando a su mujer.

—¿Acaso sabes tú algo del amante de mi mujer?


—Lo sabe todo el mundo que…

El tío se pensó que lo que sabía todo el mundo era quién era el amante de su mujer, y
yo, lo que quería decirle era que todo el mundo sabía que el Bigotes era el investigador de
su mujer. Lo calmé como pude, a suficientes peldaños de distancia.

—Manada de cotillas. ¡Que yo no tengo ningún investigador, mierda!

Me había metido en la boca del lobo para salvar a Trosdesoca y estaba recibiendo una
nueva bronca. Al final, me perdonó la vida a cambio de que no metiera las narices donde no
me importaba, que hasta entonces me había considerado un buen chaval.

Finalmente, pude entrar en casa no muy sano pero sí a salvo. Tiré el maletón hacía el
rincón del paragüero, donde ambos habían aprendido a compartir ese espacio a base de
golpes y costumbre. Pero con el amasijo de nervios, la lancé con tal fuerza que se abrió la
tapa y salieron volando bolígrafos, planos y carpetas, rebotó en el paragüero, que salió por
los aires, y se abrió el paraguas y bloqueó mi paso por el pasillo. Miré la escena asqueado,
pero pasé por encima de todo: solo faltaba tenerme que arrodillar también a las puertas de
mi hogar.

Seguí hasta mi cuarto para dar por acabadas las peripecias del día, para que el mundo
me dejara en paz, y maldije la noche en vela que me esperaba. La bipolaridad de la raíz
cuadrada me estaba mostrando su parte más oscura al dar un vuelco hacia los valores
negativos de y, hacia la profundidad del pozo. Así que, para ahuyentar fantasmas, pensé en
distraerme con mi tabla de salvación, la investigación.

Al abrir la libreta, vi que tenía apuntado llamar a Blasco, que teníamos una cerveza
pendiente. Recordé que le había dicho a Dolores que Blasco había sido abogado en
prácticas de El Pájaro Loco, y también había mostrado interés en conocerlo. Pensé que tal
vez podríamos quedar los tres.

Me había pasado su teléfono, pero no recordaba dónde lo había metido. Aunque miré
en mi cartera dos veces, tarjeta por tarjeta, ahí no estaba. Metí mano en los bolsillos de mi
chupa, pero tampoco. Repetí la operación, y nada. Después pensé en lo bien que me iba a
mí no encontrar algo o montar contestadores destrozados, que cambio una obsesión por
otra. Decidí buscarlo en el listín de las Páginas Blancas y me dirigí hasta el comedor: en ese
libraco me proponía encontrar a Javier Blasco Juárez, a ver si no había muchos en
Barcelona.

Estaba el televisor puesto y se oían voces; parecía que Ernesto estaba con alguien. Pero
yo fui directamente a lo mío intentando recordar el alfabeto, que parece mentira cómo se
olvidan las cosas. Cuando iba por la hache, oí las buenas tardes de Ernesto.

—Efe, ge, hache… Ah, buenas —respondí pasando páginas.

Pero como un eco extraño se oyó otro buenas noches en una voz femenina con Ramón
añadido. Casi iba a responder cuando me recorrió un escalofrío desde el dedo gordo del pie
hasta el último pelo de mi cabeza, poniéndoseme todos de punta. Logré girar la vista hacia
esa procedencia y ahí estaba Melanie, radiante en el butacón. Me quedé absorto mirándola,
mientras mi mano seguía pasando páginas sin más sentido que el rítmico convulso,
perdiendo fuelle a cada página. Melanie había aparecido en mi casa sin previo aviso y
charlaba jocosamente con Ernesto compartiendo unas cervezas, unas olivas y unas risas.

—¿Qué tal, guapetón? ¿No me vas a dar dos besos? —reclamó.

Melanie se levantó, llegó hasta mí, tomó el listín en sus manos, lo dejó en la mesita y
me dio dos besos directos y sonoros, incluso con algo de seducción. La seducción no se la
quitaba de encima aunque se lo propusiera. Eso sí, a todo eso yo todavía no había
reaccionado.

No sé si todas mis neuronas se habían declarado en huelga al ver pasar resumida toda
mi vida en tres segundos, pero succionado, dominado y violado en lo más hondo de mi ser,
no podía imaginar lo profundo del hoyo donde toda mi persona parecía estar cayendo. Su
belleza, su voz, su seducción y cada uno de sus gestos hacían que toda mi seguridad,
labrada con esfuerzo durante los dos meses que me había abandonado, se disipara como
acto de magia.

Pestañeé, eso sí. Al fin, logré pestañear al ver que sus vigorosos ojos me penetraban.
Bajé la vista para evitarlos, pero me encontré con sus magníficos pechos redondos
disfrazados de naranja, levitando con auténtica maestría y elegancia, desafiando la ley de la
gravedad: las bolas antiestrés en su justa medida y en su idónea situación, me dije alelado.
Y logré quitármelos de la vista cuando pasé a vislumbrar su ombligo juvenil y el inicio de
sus caderas, solo interrumpido por sus tejanos de tiro bajo, que permitían iniciar el
desarrollo de sus curvas centrales y adivinar las consiguientes. Tanto tiempo no había
pasado, y mis noches de amor, desenfreno y cópula se me refrescaron como si no hubiera
pasado ni un solo día. Como no podía cerrar los ojos al seguir hipnotizado, sí conseguí por
suerte levantar el cuello, y con ello la vista, pero al volver a encontrarme con sus ojos,
radiantes y penetrantes, sentí un golpe en la cabeza, volverme ciego de golpe y ya no
recordar nada más. Me había desmayado.

—Ramón, Ramón —me intentaba despertar alguien dándome cachetes en la mejilla.

Molesto por esa desagradable insistencia, todavía atontado del sablazo, abrí los ojos y
descubrí otros tantos pares de ojos fijados en mí. Eran los de medio vecindario, que se había
colado en mi dormitorio. Resonaban entremezcladas sus voces y opiniones sobre la suerte
que estaba corriendo, y algún alivio al volver yo en mí. Lo primero que pensé es qué narices
hacía toda esa peña en territorio privado e intenté incorporarme para echarlos, pero otras
tantas manos como ojos había visto bloquearon el intento y me quedé espachurrado en el
camastro. Lo volví a intentar, pero otra vez una algarabía de voces me lo desaprobó. Solo
pude quejarme con un ligero alarido, y todos respondieron con nuevas opiniones al
respecto, con sus miradas como lupas. Y hablando de lupas, hasta me pareció ver al Lute.
¿Qué coño hacía ese zopenco en mi dormitorio?

Finalmente, una voz que dijo ser médico pidió paso hasta mi lecho, proclamando que
callara todo el mundo y fueran pasando para sus casas. Añadió que nadie se estaba
muriendo de ningún infarto, a no ser que se quedaran ahí gritando de esa manera, cosa que
me tranquilizó.

—Y que cuando digo todo el mundo —oí— también me refiero a ustedes dos, que me
parece que no viven aquí, ¿verdad? —dijo a la señora María y a la señora Carme, que no
parecían querer marcharse—. Y no necesitamos ninguna sierra; se la puede llevar —le dijo
a Trosdesoca, pobre hombre.

Y dirigiéndose al Lute, añadió:

—Quédese usted solo, que parece ser el más tranquilo —sentenció, y provocó la
desaprobación de todo el mundo.

El griterío fue bajando de volumen mientras se hacía la espantada hacia la escalera, y


se extinguió por fin al cerrar la puerta del piso. Aunque el doctor también soltó algún
improperio dirigido a semejante multitud, afirmando solo verse en las urgencias de los
hospitales, también suavizó su tono de voz. Se me acercó y me tomó el pulso. Me puso la
mano en el pecho y se volvió a acercar más, con su cara encima de la mía, demasiado para
mi gusto, porque incluso noté como bizqueaba. Así, echado encima, me cegó los ojos con
una linterna mientras intentaba sacármelo de encima…

—Tranquilo —dijo—, tú mira al techo, que solo voy a mirarte los ojos.

Al saber de sus intenciones hice lo que pedía, mientras él procedía con mis pupilas.
Pero solo fueron los segundos justos hasta que se cruzaron en el blanco del techo los
curiosos y vigorosos ojos de Melanie, que me pegaron otro susto de muerte. Y con el
sobresalto asusté al doctor, que se le escurrió la linternilla y me la metió por todo el iris,
recobrando de golpe la memoria y la adrenalina.

—Hostia, tía, vete ya, ¿no? Por favor —supliqué—, ya te daré los compactos otro día.

—Tranquilo, que ya los tengo. Ya me voy.

—¿Que ya los tienes? —me cabreé, porque eso quería decir que había hurgado en
media habitación.

El médico ordenó a Melanie que si ya tenía los compactos se largara, que me quería
tranquilo y su presencia no parecía sentarme bien. Así, el Lute y el médico la acompañaron
fuera, cerraron la puerta a su paso y me dejaron solo con el ojo a la virulé, que todavía me
escocía.

Mientras oía al doctor aconsejando a Melanie sobre lo que me convenía, intenté


incorporarme por si todavía tenía el botín de El Pájaro Loco, que con tanta visita no hubiera
algún espabilado que se lo hubiera apropiado. Justo cuando me agachaba por debajo de la
cama, entró el doctor y me regañó, que no tenía que moverme. Yo le dije que quería una
bolsa que tenía debajo de la cama, mientras él me obligaba a callarme y a estirarme de
nuevo. Él mismo se agachó y sacó la bolsa… Pero no, le dije, esa era la de la ropa sucia,
que tenía que ser otra. Entonces, él me dijo que ya estaba bien e ignoró mi petición. Me
regañó con que no podía estar tan nervioso, que me tenía que tranquilizar, mientras
preparaba…

Y yo le dije que no, ¡y que no!, hasta que sentí un pinchazo y cómo se me volvían a ir
los ojos, pobres ojos, ¡vaya tute!
Capítulo 24

El interior de mi cabeza parecía forrado de papel de lija, pues cada movimiento iba
acompañado de un rasposo dolor que iba hasta el interior de mi consciencia. La claridad de
la luz solar anunciaba que el día estaba avanzado; pensé que sería sábado y me di la vuelta
para seguir durmiendo. Pero mi consciencia se abrió paso a pico y pala y consiguió ubicarse
en el calendario. ¡Era jueves y tenía que estar trabajando! Imaginé una nueva bronca de
Pablo, y aunque era tarde para evitarla, empecé a soñar que lo conseguía.

Por suerte mi vejiga urinaria no estaba para sueños, que apretaba con ganas, y me llevó
hasta el baño. Al mirarme al espejo detecté mi ojo derecho a la virulé, y me acordé de la
presencia de un médico, de cuando me metió la linternita por el iris.

—Vaya mierda de médico —me quejé—: me cura una cosa y me estropea otra.

Me fueron llegando fotogramas de la noche: el follón en mi cuarto, el vecindario en


casa, Trosdesoca, la señora Carme, la señora María… ¡El Lute!, recordé; también estaba el
Lute. ¡Y Melanie!, que apareció dos meses después de ignorarme, cuando ya ni la esperaba.
Y total, para recuperar sus compactos.

—¡Bah!, que se los meta por el culo —le deseé.

Entonces, de un arrebato, me fui corriendo a mi dormitorio, temiendo que se hubiera


llevado alguno de los míos. Los pasé uno por uno y respiré tranquilo al ver mi arsenal
entero. Aliviado, aproveché para tomarme una aspirina y para llamar a Olga, que yo no
estaba para trabajar.

Necesitaba un café con leche para volver a ser persona. Sopesé el vestirme y bajar al
bar o lavar la cafetera y seguir en pijama. Tenía tan pocas ganas de vestirme que, al ver que
había leche en la nevera, desempaté el partido arremangándome el pijama para lavar las tres
piezas de la cafetera. Lo que hace la vagancia, me dije mientras lo hacía.
Ante la inactividad que da la espera de la cafetera en el fogón, tuve recuerdos para ese
primer domingo de agosto, cuando todavía trabajaba para Pet el Camaleón. Tal vez no
disponía de demasiado dinero, pero vivía solo, tranquilo y en paz. Y a mis anchas. Los
gorgoteos del café en su salida por el caño superior me devolvieron al presente. Me lo serví,
me lo endulcé y me fui a tomármelo tranquilamente, por un día, en el sofá del comedor.

Al detectar el butacón, me llegó la presencia de Melanie y el posterior desmayo. Y yo


que pensaba que lo tenía superado... Pero no, apareció Melanie y las piernas se negaron a
sujetarme. Qué frágiles que somos los humanos.

De repente, me vino otra sensación de pánico y otra vez me fui corriendo hasta el
dormitorio. Me tiré al suelo como en una piscina para mirar bajo la cama, para ver si era
verdad que el botín… ¡Joder, ahí solo estaba la bolsa de la ropa sucia! Volví a mirar otra
vez, y no era ningún espejismo. ¡Alguien me había robado el botín de El Pájaro Loco!

Me desplacé colérico hasta el teléfono y marqué el número de Melanie. Esperé que


estuviera en casa para no tener que escuchar la repelente tonadilla de su contestador, que me
traía malos recuerdos. Y tuve suerte, era su repelencia en persona.

—¡Melanie! ¿Qué coño cogiste de mi cuarto? —la acusé.

—¡Ah!, hola, Ramocín, veo que ya estás bien. Pues mis compactos, querido. Porque no
nos veamos más, no te los vas a quedar tú, ¿no?

—¡No me refiero a eso, guapa! —dije amenazador—. ¡¿Dónde está mi bolsa?!

Mi acusación la ofendió, pues no parecía saber de qué le estaba hablando. Me


recriminó no ser esa clase de mujeres que aprovecha para saquear casas cuando el que vive
ahí está medio moribundo. Y aunque dijo alegrarse de mi resurrección, no paró de soltar
lastre, pese a que a mí no me dio la gana de pedirle disculpas, que ella tampoco me las había
pedido cuando se largó con el Cabezón de los cojones. Pero conseguí que las aguas
volvieran a su cauce al suavizar mi discurso y puntualizarle que lo único que pretendía, era
recordar algunos lances de la noche que tenía confusos en mi mente. Y le dije que, si no nos
habíamos cabreado hasta entonces, tampoco teníamos que hacerlo precisamente en esos
momentos.

—A ver, tú te desmayaste y te llevamos a la cama… —me contaba con desgana.


Ernesto llamó a Urgencias después de pedirle el número a la vecina de enfrente, la
señora María, y supuso Melanie que fue ella misma quien avisó al resto de vecinos, que por
eso estaban todos husmeando por casa y que el ladrón podía haber sido cualquiera. Y añadió
que estaba feo acusar así a la brava al primero que se le pone a tiro, y le dije que vale, de
acuerdo, que no lo haría más y que qué más pasó.

A los dos minutos llegó el médico, y lo primero que hizo fue palmear las manos
ordenando que todo el mundo ahuecara el ala, menos el enfermo, él mismo y un
colaborador elegido al azar, que fue el de las patillas.

—¿El Lute? —hice sorprendido.

—Yo qué sé cómo se llama, joder. Uno con patillas —se encrespó Melanie—. Y se
quedaron ahí hasta que entré a por los compactos, que yo ya me iba, y vi que te estaba
mirando los ojos con la linterna. Entonces, tú me viste y te pusiste a gritar como un poseso,
y el médico, con mejores formas que tú, me explicó que estabas demasiado excitado y
necesitabas reposar, que mi presencia no te convenía. Y me fui al comedor con Ernesto y
esperé a que saliera el médico. No quise irme porque me sentía algo responsable de tu
desmayo.

—Vaya, qué atenta —me burlé.

—Oye, guapo, si tienes que seguir así te cuelgo…

—Valeeee, tranquila —y me pregunté dónde había quedado la dulzura de esos limones


del Caribe.

El médico, antes de marchar, les dio el parte de mi estado: que dormiría toda la noche,
que así fue, y que si me dolía la cabeza, me dieran una aspirina.

—¡Ah! —y añadió Melanie—, una hora después de que se fuera, ¡llegó otro médico!
—no dando crédito al cachondeo que llevan en la Seguridad Social, que cada vez están
peor, que o no te mandan a nadie o te mandan a un batallón. Y le respondieron que ya
estaba todo solucionado, que había venido un colega suyo más madrugador que él.

Intenté recordar el momento en que me agaché a mirar bajo la cama, cuando el médico
salió a charlar con Melanie. Al entrar de nuevo le pedí la bolsa. Y entonces… ¡me chutó
con la jeringuilla!
—¡El médico! —exclamé—. ¡El médico me la robó! ¡Es el ladrón!

—¿Qué dices? Estás loco de atar. ¿Por qué querría esa bolsa?

—O tal vez no era médico —sospeché—. ¿Cómo quieres que vengan dos médicos a
ver un paciente? Esto nunca se ha visto. Y además, ¿cuándo ha tardado un médico dos
minutos en llegar a una casa?

—Pero, a ver, ¿por qué tendría que robarte esa bolsa? ¿Qué tenías ahí dentro que
pudiera interesarle? No me digas que era la ropa sucia que te cuelgo ahora mismo…

Esa pregunta me puso en la senda de la investigación. ¿Era alguien que trabajaba para
El Pájaro Loco, para Pablo o para el alcalde? De esos, ¿quién podía querer robarme la
bolsa? Melanie parecía hacer preguntas que podían ayudarme y, aunque también había
dudado de ella, me la jugué. Se lo conté todo con la condición de que me ayudara a
encontrar a ese falso médico, que no recordaba su cara. A cambio, intentaría no hablarle
más del muy desagradable episodio del Cabezón y el BMW.

—Necesito que me hagas un retrato robot de ese canalla.

Y aunque no con gran entusiasmo, dijo que hablaría con Andreu, a ver si tenía algún
programa para hacerlo por ordenador.

El que sí llegó entusiasmado fue Ernesto con el taponamiento del día, del cual me
negué a escuchar los detalles, advirtiendo que tal vez fuésemos nosotros los siguientes
fiambres si no nos poníamos las pilas. A ver si eso le hacía gracia, le dije.

—Joder, cómo estás —se decepcionó con mi acritud.

Le pedí que recordara lo acontecido con el médico, a lo que no aportó ni datos


considerables ni un mínimo interés. Ante eso, le eché en cara sus grandes pretensiones en
colaborar en la investigación la tarde que pasamos con mi hermano, pero que aún no había
visto ni un solo gesto. Al menos lo reconoció, aunque se parapetó tras un alto número de
taponamientos, que el trabajo lo absorbía mucho. Y como me sentí identificado, se lo
acepté, pero le exigí al menos el concurso de Ramsés, ya que él parecía que solo serviría
para cuando estuviéramos tiesos. Y se carcajeó de mí, mientras justificaba que si él solo
servía para los fiambres, Ramsés solo servía para oler meadas de perros en la calle.
Entonces, Ramsés, como si se hubiera enterado de todo, se levantó de su toalla, pegó su
hocico al suelo e hizo una demostración de sus facultades, como cuando le escondía el
hueso de tripa. Ahí vi clara su participación: además de camuflar mi desgraciada relación
con el pequeño electrodoméstico, podía servir como sabueso para seguir el rastro del falso
médico. Y le expliqué que, como ejemplo de colaboración, Melanie se había ofrecido para
hacer el retrato robot de ese médico, y que Andreu lo digitalizaría.

Accedió finalmente Ernesto ante mi retahíla, por una vez evitó tirarse en el sofá, y me
pidió algo que hubiera tocado el médico. Se lo di, y lo enchufó en el morro de Ramsés:

—Busca. Busca, Ramsés. Aquí, huele, huele aquí. ¿Quién es, Ramsés? —y el perro,
loco perdido, empezó a husmearlo todo. Acostumbrado al ostracismo, al sentirse
protagonista de algo parecía que le fuera a dar un cortocircuito mental. Sin tregua ni
descanso, siguió el rastro del médico por el pasillo olisqueando hasta el paragüero. Ernesto
le abrió la puerta y salió el animal galopando, arrastrando a su amo escaleras abajo, que de
milagro había conseguido ponerle la correa. Y yo, estupefacto, a través del ojo de la
escalera, vi cómo se perdían del alcance de mi vista.

—Bueno, al menos parece que alguien está moviendo el culo —me felicité.

Entonces me acordé de que, antes del desmayo, había ido al comedor para buscar el
número de teléfono de Blasco, en las Páginas Blancas. Así que, ya recompuesto, volví a
repasar el alfabeto en voz alta y abrí ese libraco por la be.

—A ver, BL, la jota, la ka… ¡Ele!

¡Lo encontré! Conseguí hablar con Meritxell, que así resultó llamarse su mujer, según
me dijo después de presentarme.

—Pues ya le digo que te llame, Ramón, que se pondrá muy contento. Muchas gracias
por llamar —agradeció Meritxell.

—De nada, muchas gracias por responder también —respondí queriendo ser amable yo
también. ¡Qué mujer más simpática tenía Blasco!
Justo después de colgar, volvió a sonar el aparato y pensé que, de tan simpática que era
su mujer, Blasco ya me estaba llamando. Pero no, era Dolores, que sus llamadas me
animaban de tal manera, que automáticamente sacaba mi libretita para contarle todo lo que
se me había ocurrido hasta entonces. Le di cuenta de la llamada a Blasco, para quedar una
tarde de esas, y añadí que también lo ficharíamos para el grupo, como a todos los que había
conseguido hasta entonces. Y se los enumeré: mi sobrina Lourdetas, Mamadou, mi hermano
Miquel, Ernesto y Ramsés, Melanie y Andreu y don Ceferino y don Amato, varano
incluido. Y añadí chistoso que todos estaban trabajando para nosotros, mientras nosotros
estábamos en casa tranquilamente, como el Padrino. Y me hizo tanta gracia que me
carcajeé.

Ella me respondió que sí, de acuerdo, muy agudo, pero que atendiera ya de una vez,
que era ella quien quería contarme algo.

—Te llamo porque el otro día una brigada de los Mossos entró en el Templo. Era una
brigada de investigación del crimen organizado.

—¡Anda, qué me dices! ¿Y eso por qué?

Cuando llegó al Templo para la reunión de la comisión, le extrañó ver dos coches de
los Mossos cruzados ante El Pájaro Loco. Ella pasó de largo y entró en el Templo, pero
tuvo la necesidad de comentarlo a la señora Milagros. La directora le puso al corriente de
las pesquisas que ahí habían acontecido, según le había contado su amiga Marta, la
Miralles, que unos cacos habían entrado de madrugada y se habían llevado material y
documentación.

Añadió la señora Milagros, dijo Dolores, que tenían una cinta de la grabación nocturna,
que entraron por el patio y que eso solo podía haber sido desde las fincas colindantes y que,
por lo tanto, el Templo estaba en la lista. Cuando aparecieron los agentes para echar una
ojeada, la señora Milagros les soltó lo siguiente:

—¡Eso no puede ser! —imitó su voz Dolores—. Aquí somos buena gente, que solo
seguimos la palabra de Dios para conseguir un mundo mejor y que tararí tarará… Pero los
agentes —siguió ya con su tono habitual— entraron como Pedro por su casa y la dejaron
con la palabra en la boca.

—Bueno, Dolores, son unos azul-verde-o-marrón, pero no olvidemos que son los
nuestros, nuestra policía, la nacida con la democracia. Estos nos pueden ayudar a descubrir
la verdad, ya verás —declaré convencido.

Subieron hasta la sala de Juventud, desde donde vieron el acceso al patio. Después de
preguntar si había una escalera de mano, comprobaron si era posible bajar por ella, y
pasaron el talco para detectar huellas. Entonces ya fue cuando la señora Milagros dijo que
eso ya pasaba de castaño oscuro, y aseguró que ni un solo testigo de los que ahí había se
dedicaba a robar en tiendas de animales. Y los echó de malos modos con la ayuda de
Amapola, que se activó ladrando con su estridencia habitual.

—No veas, ¿pero cuándo fue? —pregunté alarmado.

—Ayer, pero no pude llamarte porque mi padre estaba mirando el fútbol en el comedor
—se excusó ella—. Pero, fíjate, la policía fue ahí seis días después de que entráramos
nosotros. ¿Por qué no fueron antes? ¿Es que tenían algo que esconder?

—¡Ah!, buena pregunta, Dolores. Me ha gustado —enjuicié apoltronado en el butacón.


Me sentía todo un Padrino, moviendo las fichas a mi antojo.

Era verdad que si no denunciaron el robo hasta entonces, era porque algo querían
esconder. Lamenté entonces no tener la agenda de doña Marta, que se la había llevado el
falso médico; tendría que haberla analizado más a fondo y no pensar que ya lo haría al día
siguiente. Ya me lo decía mi madre, “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”,
cuando le decía que haría los deberes más tarde. Lo único que recordaba era “Recogida en
el puerto”, pero faltaba día y hora. También recordé que cuando Don Amato presenció el
desembarco de su timo, lo hizo a las cuatro de la madrugada, y era un dato a tener en
cuenta.

Pero volviendo al presente, era evidente que después de la irrupción de esa brigada en
el Templo, ya íbamos a contrarreloj. Si era verdad que estaban sobre la pista, el siguiente en
ser capturado podía ser Uma o el mismo Padrino. Esperaba que no solo hubieran mirado el
acceso desde el Templo, pues había muchas otras fincas que daban a ese patio. ¡A ver si se
pastel nos lo íbamos a comer todo nosotros!

Volví hasta la despensa a ver qué podía convertirse en alimento cuando volvió a sonar
el teléfono. Me estaba gustando esa nueva dedicación de telefonista, contemplándola como
posibilidad de futuro ante mi posible despido.
—¡Mamadou! Malditos los oídos que te oyen —espeté contento—. ¿Cómo está tu
hermana?

Su hermana estaba bien y su sobrina, también bien, gracias a Alá.

—Me alegro mucho —le dije.

Mamadou estaba sin trabajo y sin papeles, y por lo tanto, sin dinero y sin ningún tipo
de ayuda. Me expuso su crítica situación, inimaginable para alguien que tiene un DNI o
permiso de residencia, y pensé que acabaría pidiéndome dinero. Pero en realidad, lo que
quería era ese trabajo que le ofrecí en la última llamada, para que se lo diera a él y a nadie
más. La gente de fuera funciona así: cuando hay un trabajo es para ya y no entiende que
pasen diez días antes de desempeñar ese supuesto trabajo.

—Tranquilo, Mamadou, ven a casa el día… —y miré mi agenda, como hacemos todos
los que vamos cronometrados como robots en este mundo—. El miércoles a las nueve de la
noche. Cenamos y te cuento.

Al colgar, llamaron a la puerta las vecinas, que querían saber si me encontraba bien
después del desmayo. Me traían unas bolsitas de hierbas, cosa que acepté agradecido, pero
no las dejé pasar para evitar que se instalaran en el salón, ya que por una vez era solo para
mí. Iba a cerrar, cuando a la señora María se le ocurrió decirle a la señora Carme que al
médico que me atendió lo había visto en el barrio, que se ve que le tocaba esa zona.

—¡¿Ah, sí?! ¿Por el barrio trabaja? —exclamé, y volví a abrir la puerta.

—Treballar, treballar, no ho sé, pero cuando iba al mercado, lo vi en el Egipcio


tomando café. Yo pensaba que era veterinario —soltó—, porque tal como nos trató, como si
fuéramos animales… Pero, ¿qué se puede esperar de la Seguridad Social?

Conseguí despedir a las vecinas al sonar de nuevo el teléfono y resultó ser Blasco, que
me devolvía la llamada. ¡Qué alegría! Por fin conseguimos quedar para el día siguiente por
la tarde para hablar de cómo tratar el tráfico de animales y cómo enfocarlo ante la justicia.
Y yo, ilusionado, traspasé esa cita a Dolores, pero pidiendo perdón de antemano ante esa
nueva intrusión a su casa.

—Ya te vale, Ramón, cómo eres —protestó.

—Sí, lo siento, pero el malo es tu padre, Dolores. Rebélate de una vez, que ya eres
mayorcita. Yo tenía que avisarte —jolines, todo el mundo critica lo que hago, me molesté.
Y añadí, cuando ya había colgado:

—Un poco de respeto, hombre. Ella será Uma Thurman, pero yo soy el Padrino.

Cuando me volví a meter en la cama, todos los personajes que rodeaban mi vida se
dieron un paseo por mi cabeza. Los primeros fueron mis vecinos, discutiendo en la escalera
como en las reuniones de la comunidad, cada uno en un escalón diferente. Todos seguíamos
la máxima: ¿y por qué tiene que ser en mi casa?, y nadie ofrecía la suya. Pero no sé qué
pasó que entraron en la mía, y yo, encima, les ofrecí asiento.

Volvió Melanie al rato, contenta y feliz, ahora con su Cabezas, pero este se largó
rápido porque la grúa se le llevó el BMW, que lo había dejado en un vado. Que se joda,
pensé.

—Tú me robaste la novia, pues a ti que te roben el coche, que seguramente es lo que
más quieres en la vida.

Vinieron todas sus amigas, la Rivelles, la Streissand y la Berlusconi. También se


pasaron Negrete y Ciberandreu, y este último abrió mi ordenador para ver qué tal me
funcionaba; me dijo que lo tenía lleno de virus.

Al entrar en la cocina vi una hormiga negra gigante encima del último plato engrasado.
Luego me di cuenta de que era Pet. Se ve que, como camaleón, había cambiado al color
negro intentando camuflarse entre la hilera de hormigas que por ahí hacían el Camino de
Santiago. Qué zopenco, el tío, pensaba que no lo iba a descubrir. Seguía con esa
deformación profesional de seguir espiando a todo el mundo.

—Estás perdiendo facultades, Pet —le solté con descaro.

Detrás de él aparecieron Sergio y Montse, que se iban a una fiesta griega a escuchar el
buzuki y a bailar sirtaki. ¿Te apuntas?, me propusieron. No podía, me excusé, que acababa
de salir de un desmayo.
Llegó al fin Pablo arrastrando a Del Hoyo, a regañadientes, con Vargas, Rodolfo, Puig,
Valero y todos los de MiraQueCasa. Vino Rut también, y le pregunté si ya no hacía ese
fantástico curso de submarinismo. Lo había acabado justo el día anterior, me dijo, y lo
primero que pensó fue en venir a verme.

—¡Ah!, Rut, muchas gracias —y me sonrojé. Y rojo como un tómate le pedí que me
perdonara, que estaba llegando más gente, y que cuando recuperara mi color normal de tez,
volvería a por ella.

—¡Don Ceferino! ¡Qué ilusión! —exclamé a los cuatro vientos.

Con él venían Lorenzo, el varano, y don Amato. Pablo se quedó paradísimo ante ese
caluroso saludo y no pudo evitar sus celos. Entonces, padre e hijo empezaron una disputa,
uno atacando y el otro pidiendo que lo dejara en paz, que no quería discutir. El que sí que
quería discutir era don Amato y le atacó por la fortuna que perdió, y eso fue acallando a
Pablo, que acabó en el balcón con la planta podrida.

Mi sobrina Lourdetas estaba jugando con la Barriguitas, pero al ver a Lorenzo cambió
de rumbo y puso a funcionar su perro-coche para que se hicieran amigos. Yo solo saludé al
perro-coche, pero no al varano, que me daba asco.

Como no podía ser de otra manera, llamó por teléfono Rosa para pegarme la bronca: si
Lourdetas tenía que venir a mi casa, debía haberla avisado antes. Y yo le di la razón, por
supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer?

A todo esto, con la llegada de la gente que rodeaba mi día a día, sonó una canción de
Jaume Sisa, “Qualsevol nit pot sortir el sol”, ‘Cualquier noche puede salir el sol’, por su
estribillo: “…Oh, benvinguts, passeu, passeu! De les tristors, en farem fum. A casa meva, és
casa vostra si es que hi haaaa, cases d’algú…”, que traducido dice: ‘Oh, bienvenidos,
pasad, pasad! De las tristezas haremos humo, que mi casa es vuestra casa, si es que hay
casas de alguien’. Y sigue la canción: “…Heus aquí la Blancaneus, en Pulgarcito, els tres
porquets, el gos Snoopy i el seu secretari Emili i en Simbad… l’Alí-Babà i en Gulliver. Oh!
Benviguts, passeu, passeu!…”, y el estribillo de nuevo.

Y vino el turno de El Pájaro Loco. A estos sí que no me los esperaba. ¡Qué sorpresa!
El señor Miralles en escabeche y su hija Marta, con su Pulpo, me traían un catálogo de
animales de regalo.
También vino mi hermano Miquel, que aterrizó en la azotea en helicóptero, y Blasco,
con su colección de periquitos.

—Muchas gracias a todos —dije en mis primeras palabras—. Gracias por haber venido
a darme ánimos después del infarto de ayer. Poca gente se ha preocupado por mí
recientemente, pero a partir de ahora puedo decir que eso no es así. Estoy muy orgulloso de
que seáis mis amigos.

Hasta vi sentado en su silla de ruedas a Mariano Casimoro, al que se le escapaba una


lagrimilla de emoción. Es que la gente mayor enseguida se emociona, me dije, mientras
hablaba distendidamente con Pablo y Rodolfo. En un rincón también estaba Fina posando
como una modelo, mientras Ernesto le hacía fotos.

Llegó luego el alcalde Carles Puigmirat y se hizo el silencio. Ese tío no era de recibo,
pues ya me había perseguido una vez por el metro, y no sabía en son de qué venía. Sus
gorilas iban con él, con una porra cada uno, pero sin usarla. Detrás de él iban los reporteros
de Telebrinco y, al entrar, tomó el micrófono y la palabra:

—Hola, amigos. Es port si passa alguna cosa, para mantenert el orden —soltó el
alcalde. Entonces, se sacó la corbata y la rodó encima de su cabeza. Y todo el mundo saltó
de alegría y se formó un gran jolgorio. ¡Qué desmelene!

Hicieron acto de presencia doña Milagros y el reverendo Marcos, buscando nuevos


feligreses para llenar las sillas de la reunión dominical. A su ofrecimiento les dije que sí,
que el domingo no faltaría y traería a mi hermano, que ya estaba en la ciudad. El reverendo
Marcos seguía diciendo que Jehová estaba con nosotros, y yo seguía mirando a todas partes
sin ver a nadie, aunque no se lo dije. Para qué desilusionarle si el tío era feliz así.

—¿Y Dolores? —pregunté a la señora Milagros extrañado.

Justo en esos momentos se estaba acabando la canción de Sisa, cuando dice lo


siguiente: “Només hi faltes tu. També pots venir si vols…”. ‘Solo faltas tú. También puedes
venir si quieres…’.

Pero la señora Milagros me dijo que Dolores estaba castigada porque había estado
haciendo cosas feas que no se tienen que hacer. Y me preguntó:

—¿Verdad que tú no entras en sitios en los que no tienes que entrar?


—¿Yo? Noo, yo noooo —y me caí en un gran charco de arenas movedizas, mientras
pedía auxilio para tratar de salir de ellas. Y se interrumpió la canción.

La mañana siguiente, confuso por ese extraño sueño que derivó en pesadilla, me dirigí
a la obra con la intención de llegar a las ocho en punto. Ahí, Rodolfo estaba dando órdenes
al gruista, que estaba descargando la carpintería de la obra.

—¿Al final han contratado a Garrido? Si Del Hoyo no puede ni verlo, que el otro día lo
mandó a freír espárragos —comenté sin comprender nada.

—Ya, pero depué Pablo hace lo que le da la gana —soltó Rodolfo.

También había aparecido el electricista, José Luis júnior, cuyo padre estaba entre rejas,
como me había contado Pablo. Tenían cuatro electricistas en la obra, todo un éxito.

—Caramba, qué actividad hay cuando yo no estoy —expresé.

Que una obra también funcione cuando tú no estás, no es del todo agradable. Un jefe
de obra se cree imprescindible: es el protagonista de su funcionamiento, quien toma las
decisiones del día a día, las dudas de la obra y lo coordina todo. Para nada es el arquitecto,
que si colabora en algo es en hacer el edificio sin un mínimo de funcionalidad. Pero, por
suerte, ahí estábamos Rodolfo y yo para arreglar el desaguisado del arquitecto. De la misma
manera, el albañil piensa que está ahí para arreglar todo lo que los técnicos quieren. Y el
arquitecto, lo mismo, que cree que sin él solo habría una barraca a punto de irse abajo. Pero
la realidad era que, a pesar de mi ausencia, la obra avanzaba sin problemas.

Por la tarde fui a cumplir mi horario de oficina, como Pablo quería, y más entonces que
había hecho varias campanas. Tenía ganas de dedicarle toda la tarde para que viera que me
podía tener toda la confianza. ¡Parece mentira cómo cambian las ópticas cuando peligra tu
puesto de trabajo!

Con mis nudillos hice en su puerta toc-toc-toc.


—Buenaaas, ¿se puede?

—Pasa, Ramón. ¿Ya estás mejor? —preguntó con amabilidad.

—Pues sí, gracias. Esta mañana ya he ido a la obra —le informé por si no lo sabía—.
¿Y tú, cómo estás?

—Estupendo, hijo.

Hijo, me dijo hijo otra vez, buena señal. Tenía ese punto de relax que también me
relajaba a mí y, antes de que me pidiera nada, tomé la iniciativa para que viera que estaba
por lo que él deseaba.

—Mira, he estado pensando en el robo de la tienda de fotos de tu amigo… —le dije


como introducción.

—¡Ah!, no te preocupes, ya está solucionado —me soltó, whisky en mano, mirándome


sonriente.

—¡¿Ah… sí?! —hice azorado—. ¿Y… cómo lo ha hecho?

—Pues, ¿cómo quieres que sea? —respondió chulesco—. Con la policía. Bueno, los
Mossos esos, los catalanes, que no son tan malos como los pintan. Lo están investigando y
tienen las cosas muy claras.

—Ahh… ¿ya los han trincado? —dije temeroso, con falsa alegría.

—En breve —dijo satisfecho—. Por cierto, vete a ver a Del Hoyo, que quiere hablar
contigo.

—¡Ah!, bueno, dejo la maleta aquí…

—No, llévatelo todo, que no sé qué quiere pedirte, y de aquí nos iremos pronto, que
quiero cerrar pronto.

—¡Ah… bueno! —dije desconcertado.

Me olía todo a chamusquina, lo del robo de las fotografías, y esa misteriosa visita a Del
Hoyo. ¿Y que me lo llevara todo…? No me daba ninguna seguridad.
Fui a mi despacho a recoger mis cosas, sin saber por qué lo hacía, con una extraña
sensación. Antes de salir de las oficinas, se me ocurrió preguntarle a Olga si hoy marchaban
antes, que si iban a alguna parte o ya para casa.

—¿Cómo que antes? —dijo extrañada—. ¿Dónde quieres que vayamos? Aquí a
trabajar hasta las siete y media, como siempre, Ramón —dijo riendo con la naturalidad que
le caracterizaba—. Ya me gustaría irme a cualquier otra parte ahora mismo.

—Aunque fuera a la mierda, me iría yo —completó Gutiérrez.

Me cogió un escalofrío de arriba abajo que me recorrió la espina dorsal. Me quedé


petrificado. Incluso la misma Olga me preguntó si estaba bien, pues me había quedado
blanco. Se me acercó más de lo que a uno le permitía estar sin sentir los calores de esa
cercanía. Me puso la mano en la frente y mi sangre volvió a correr, volviendo a sonrojarme.

—¡Ah!, tal vez ha sido la luz —dijo Olga.

—Sí, debe de ser eso —y le sonreí con sabor a despedida.

La realidad es que estaba como un flan. Ya no pensaba que me iban a echar, sino que
querían quitarme del medio. Porque si habían recuperado la bolsa, si la policía ya lo tenía
claro y el mismo Pablo me decía que me fuera con todo lo mío, parecía que quisieran
tirarme a los cocodrilos, bueno, al Sapo, que ese escupía y te dejaba seco. Seguro que ya
sabían que había sido yo el intruso de El Pájaro Loco: o me maniataban o me secuestraban o
directamente me llevaban a un descampado y me partían las piernas.

Así, cuando llegué a la calle, miré el camino que me quedaba para llegar al despacho
del Sapo y me pareció estar como las magdalenas en casa de Rosa, que dejaron de existir en
dos bocados. Ese camino parecía ser el corredor de la muerte, pues me pareció ver un coche
patrulla de unos azul-verde-o-marrón, y temí que me estuvieran esperando.

Miré hacia abajo, donde estaba mi coche en doble fila, y salí de mis temores al detectar
al agente de siempre haciendo la recadaución del día. Como llevaba todos mis bártulos,
empecé a dar zancadas a toda velocidad para salvar mi vehículo. Al menos, a ese lo
conocía, el mismo ladrón de siempre. No iba a permitir que me expropiaran ni una sola
peseta del suplicio que había pasado en esa empresa, que me lo había ganado con creces.
Cuando llegué al coche, mientras le recordaba al agente quién era, que ya nos conocíamos,
vi tras él el motivo que se me pusieran los pelos de punta. El escalofrío fue inmenso. El poli
me decía… Ya no sé qué me decía, porque detrás de él estaba el Bigotes, que ya me
quedaba claro que no vigilaba a la señora Carme ni a su amante, ni era inspector de
Hacienda. ¡Me estaba vigilando a mí! El tío se dio la vuelta disimuladamente, mientras el
agente seguía justificando la receta de sus honorarios, que ya ni oía. Le arranqué el boleto
de sus manos, entré en mi buga y huí con las cuatro válvulas petando a toda leche: di
esquinazo al agente y al bigotudo, camino a mi salvación, a mi cita con Blasco.

Capítulo 25

Me acerqué al bar El Canario, donde había quedado con Blasco, protegiendo mi


imagen con las solapas de mi chupa; después de lo del Bigotes, tenía la paranoia de que
todo el mundo me perseguía.

—¡Ramón! —gritó Blasco fuera del bar, feliz de verme.

—Scht —le pedí, mirando cauteloso a todas partes—. No grites, vamos dentro…

Y una vez dentro, como le tenía plena confianza, se lo conté:

—Es que me están persiguiendo, Blasco —le susurré mientras pasaba las cortinas del
bar, echando otra ojeada antes a fuera—. Necesito ayuda, estoy en un tinglado… —y sacudí
la mano para dejarle claro que no era moco de pavo.

Quiso Blasco quitar hierro al asunto y me preguntó en qué tinglado podía haberme
metido con esa pinta de profesor de dibujo que tenía, que se lo contara, que seguro que tenía
solución. Y a modo de titular, para que no se riera tanto y viera la gravedad del asunto, le
dije que al salir del trabajo, un bigotudo que siempre me encontraba delante de casa y que
pensaba que vigilaba a la mujer de un vecino, por el tema de un amante, en realidad ¡me
estaba vigilando a mí! Y eso me había trastocado el puzzle que tenía montado. Blasco se
rio, se rascó la cabeza y al final soltó lo siguiente.

—Igual piensa que el amante eres tú, ¿no?


—¡No, joder, no puede ser! —negué categórico—. Yo lo había sido, pero hace
muchísimo tiempo. Ahora es Ernesto, mi compañero de piso —lo descubrí, para cubrirme.

Ante todo me pidió serenidad y que se lo explicara todo al dedillo, que igual lo que
tenía yo era un embrollo de un cágate lorito, que ya se acordaba de qué manera me comía la
cabeza cuando pensaba que mi madre me pillaría por cualquier tontería. Yo de eso no me
acordaba, pero es verdad que las cosas se ven diferentes desde fuera que desde uno mismo.
Y le hice caso: me serené tomando aire como me habían enseñado en yoga, inspiré, exhalé
y, ya de mi cosecha, encendí un cigarrillo, pedí una cerveza y me bebí la mitad de un trago.

Como si fuera Pablo con su vida o Melanie en los primeros días de nuestra malograda
relación, le conté cómo había iniciado una enciclopedia de animales domésticos de once CD
y cómo me apasioné por el tema, también llevado por la circunstancia de que un perro iba a
vivir en mi casa por aquellos entonces.

Por aquellos mismos entonces, le dije, discurría mi exjefe Pet disfrazado con su
americana gris a juego con el mobiliario de la oficina, emulando un camaleón de la selva
africana, para pillarme in fraganti actualizando mi currículum. Con ello me explayé en
cómo la vida humana se parecía a la animal, al tiempo que Blasco iba sorbiendo un whisky
para hacer más llevadera mi exposición. Aun con la intrascendencia de mi monólogo, en
ningún momento me intentó interrumpir, cosa que le agradecí, porque cualquier detalle
podía ser importante.

Seguí hablando de cómo el azar me llevó a conocer a Dolores y a la señora Milagros


una mañana de domingo, y hacia el Templo de los Testigos de Jehová me dirigía invitado
por ellas cuando nos encontramos al chocar en la esquina de El Pájaro Loco. Reconocí,
entonces, haberle falseado el motivo de mi paseo, por vergüenza, porque después de tantos
años, no quería que pensase que tenía los sesos comidos por esa secta. Pero si iba ahí, me
sinceré, era por el desespero del abandono de Melanie, mi novia, que me había dejado tirado
como una colilla.

Después, cuando nos despedimos, le dije que aproveché que estaba ante ese economato
para comprar un hueso de tripa para el perro que tenía en casa y evitar que acabara con la
pata de la mesa de la cocina, que la roía con desespero. Y me fui finalmente hasta el
Templo, donde me esperaba una bonita comitiva entre las que estaba Dolores, la chica que
estaba a punto de llegar, le dije, y que era un bombón, que ya vería, ya. Volví a mi primer
día en el Templo y justifiqué mi visita con que nadie me esperaba en esas fechas, y eso me
hizo sentir muy bien. Ahí me mostraron el Templo, conocí al reverendo Marcos y un poco
más a Dolores, quien me invitó a formar parte del grupo de medio ambiente y animales que
ella capitaneaba.

Después vino la película de Repentino, en el cine Bosque, con Dolores, y cómo se me


fue la pinza y le propuse entrar en El Pájaro Loco para proteger ese medio ambiente, como
si fuera Uma Thurman.

—¡Ah!, jaja —se rió Blasco—. Utilizaste el viejo truco de identificarla con la
protagonista para llevártela al huerto… —y le repliqué que no se riera, que la cosa era sería.
Y que sí, el truco sería viejo, pero que yo no lo había usado nunca y no sabía hasta dónde
me podía llevar.

Y le pedí que se agarrara para explicarle hasta dónde me había llevado, pues
efectivamente Dolores se creyó Uma Thurman. Y crecida y eufórica, organizó una incursión
nocturna en El Pájaro Loco, de la cual no tuve escapatoria. Si quería rascar algo, no tenía
opción, me justifiqué.

—Anda, le seguiste la corriente… Pero, a ver si lo entiendo —se puso serio—.


¿Entrasteis en El Pájaro Loco? ¿De noche?

Lamentablemente sí, le confirmé, y que me vi encapuchado con un pasamontañas


bajando por una escalera de mano por el patio trasero hasta el supermercado. Ahí, al menos,
nos hicimos con un interesante botín de la jefa, una tal Marta Miralles, la hija…

—¡Anda, la Miralles! ¡La mujer de Galcerán! —exclamó—. Yo trabajé dos años con
ese canalla. Vaya cabrón, ese.

Javier Blasco había conseguido hacer la pasantía de Derecho en El Pájaro Loco al


demostrarles un gran interés por el animal doméstico, en especial por el periquito inglés. La
empresa lamentó no necesitar a nadie, pero supo aprovecharse de su entusiasmo juvenil para
ofrecerle aprendizaje a cambio de su colaboración, y que aun así mirarían de darle dinero
para el metro. Mirando atrás, el mismo Blasco reconoció haber hecho el canelo al haber
trabajado tanto tiempo por amor al arte.

Estuvo bajo el mando de Ricard Galcerán en el departamento de Grandes Clientes, en


Pedidos Especiales, y aunque lo realizó sin ser consciente de su trascendencia, aseguró
haberse metido a un punto sin retorno, del cual solo le quedó la huida.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

Definió a los grandes clientes como personas de alto standing, como banqueros,
propietarios, empresarios, políticos y nobles. Añadió que, aunque pareciera mentira y
creyésemos que la época feudal se acabó con la revolución industrial, todavía quedaban
especímenes con pajarita, como duques, marqueses, condes y, el más vejestorio de todos, el
rey, y por años en España. Y que los pedidos especiales eran los grandes caprichos de esa
estirpe, como animales exóticos, prohibidos o ilegales, pues dotaba de ese toque de
aventura, modernidad y desparpajo, como lo hacía antiguamente una cabeza de caza mayor,
en el salón de su mansión.

—¡Hasta trajimos un tigre de bengala albino! Imagina qué pastón —rubricó Blasco.

Enumeró, entonces, las especies que habían sido especiales cuando trabajaba con
Galcerán: halcones del País de Gales, águilas pescadoras de Norteamérica, caimanes del
Nilo, un orangután del África Septentrional, serpientes, marsupiales, varanos de Komodo…
Ya me veía en un documental de National Geographic sobre animales protegidos, montado
por mi hermano Miquel, rodado como denuncia… ¿Y dónde dijo que iba? Creo que a
Rusia, al río Volga. Siempre tan lejos, a los confines más inimaginables… Y desperté,
volviendo al presente, cuando Blasco destacó que esos pedidos eran tan importantes, que los
pedidos ordinarios se confeccionaban en función de los especiales y así servían de tapadera.

Me mostré muy interesado por lo que contaba, pero yo volví a la incursión a El Pájaro
Loco y le detallé el contenido del botín, que, efectivamente, era del despacho de Marta
Miralles. Pero que en el despacho contiguo había un laboratorio, le dije, que igual conocía,
en el cual nos apropiamos de unos tarros con animales en formol, animales disecados y
varias fotografías. Me aseguró desconocer ese habitáculo, que seguramente se trataba de
una práctica novedosa, pero que él había intentado borrar todo lo sucedido ahí dentro.

Pero seguí yo a lo mío y le dije que esperase, que eso no era todo. Que ese botín lo
tenía en una bolsa de deporte en mi cuarto y desapareció misteriosamente el día que me
desmayé, cuando en mi casa me encontré a mi ex, esa misma que le había nombrado antes.
Después, a los dos segundos de llamar a la Seguridad Social, apareció un médico en casa y,
después de echar a todo el vecindario, me dio una intravenosa y me usurpó la bolsa.

—¿A los dos segundos? Qué raro que llegara tan rápido. Y que te robara la bolsa…
Pero, bueno, ¿y en todo eso, qué pinta el bigotudo? —hizo desubicado. Y le respondí que
cuando lo vi delante de mi trabajo, no tuve ninguna duda de que iba detrás de mí y que
estaba convencido de que estaba compinchado con el falso médico. Blasco ladeó la cabeza,
aceptando esa posibilidad.

Retrocedí en el tiempo para que no quedara información perdida con los episodios de
la Feria en la Ciutadella, la persecución del alcalde y sus gorilas, mi historia con la empresa
con Pablo y Del Hoyo, el bigotudo otra vez, Trosdesoca, el Lute y su mujer, la señora
Carme, la partición de piernas, que mi jefe resultó ser muy amigo de Galcerán y que, al
igual que el botín del despacho de la Miralles, mi jefe Pablo Gao también tenía un
documento de aduanas de la República de Ghana…

—No me digas, ¿de la República de Ghana? —exclamó.

—Pues sí, ¿qué pasa con Ghana?

Casi siempre los animales los traían de Ghana, porque es un agujero negro en
contrabando, dijo. Por cuatro dólares tienes al aduanero haciendo la vista gorda y poniendo
el sello en todas partes, dijo. Se ve que es normal que quien tenga un puesto de
responsabilidad, lo aproveche para su beneficio. Forma parte de su trabajo y no está mal
visto que eche un cable a quien se lo pida. Y eso siempre se agradece con un montante,
claro. Lo mal visto es que no lo haga, que entonces es visto como una mala persona y puede
tener serios problemas, que ahí no están por hostias.

Se ve que con ese documento se declara la salida legal de esos animales y se certifica
su salud, libre de virus y plagas. Algo parecido me dijo Miquel. Pero eso no indica que
entrarlos en España sea legal, y a veces hace falta declararlo con nuevos permisos, que era
lo que le sugería Galcerán que hiciera Blasco cuando ya tenía firma de abogado.

—Al principio no te enteras de nada. Estás cegado por la ilusión y el reto de esos
pedidos —se justificó—. Pero con el tiempo me di cuenta de que con los pedidos legales
siempre se camuflaban los ilegales: animales prohibidos, manufacturas de pieles, esencias,
cuernos de rinoceronte… La empresa no me protegía a mí, sino yo a la empresa con mi
firma. La falsedad documental es muy peligrosa: te pueden inhabilitar por mucho tiempo —
dijo—. ¿Y yo de qué vivo después? Que tengo dos hijas, Ramón.
Y se fue de la empresa con la intención de olvidarlo todo.

Para el embrollo en el que yo estaba metido, Blasco estaba muy rodado y podría ser de
gran ayuda. En el caso de que fuera pillado por entrar en El Pájaro Loco, necesitaría un
abogado de garantías, y le confesé mis más grandes temores de no salir airoso de la
aventura:

—Estoy acojonado. No sé dónde acabaré, pero si lo hago en la cárcel, espero que me


saques de ella.

—A ver, Ramón —justificó mi situación—, a nadie le gusta que metan las narices en
sus asuntos. Ya lo sabes.

—Ya, pero me da rabia que haya listos que se lucren a costa de la desgracia del
prójimo. ¿No nos enseñaron lo contrario de pequeños? Son los mismos de siempre, Blasco,
o sea, los ricos. El mundo está en peligro de tanta codicia y maldad —y seguí con las
palabras de doña Milagros, que se me habían grabado en el intelecto—: “Estamos en la Era
del Fin, del Fin de mal, porque más mal y más guerras no pueden haber, y yo también lo
estoy combatiendo”. ¿Entiendes, Blasco? Es mi cometido.

Entonces me vino a la memoria una frase mítica de una maestra que habíamos tenido
los dos.

—¿Tú no te acuerdas de la señorita Cristina, en quinto de EGB, cuando nos decía que
teníamos que ser consecuentes?

—¡Ah, sí! —recordó medio iluminado—. Vaya sermón. Hacíamos una trastada y nos
decía: “Tenéis que saber que no soy yo quien os castiga o vuestros padres, sino una
consecuencia automática de vuestros actos”. Sí que me acuerdo, sí. Y acababa con “ya sois
mayores, tenéis que saber valorar vuestros actos y...”.

—…y aprender a ser consecuentes —completamos a dúo.

—Con el rollo de que éramos mayores ¡la escuchábamos embobados! —dijo risueño.

—Sí, pero tenía razón: hay que ser consecuente con lo que se hace, pero también con
lo que se piensa.
Enlazó Blasco la teoría de la señorita Cristina con la actualidad para filosofar con una
disertación de su cosecha:

—Mira, la vida no es más que un cúmulo de consecuencias. Nada está exento de


interrelacionarse con nada y el tráfico de animales no es una excepción. Todo se reduce a la
omnipresente ley de la oferta y la demanda y tenemos que aceptarla.

—¿Aceptarla o combatirla? ¿Dónde están los límites? —hurgué.

Ahí había una incongruencia, le dije. Se dice que hay que preservar la selva, que tiene
que ser una reserva de la biosfera, que ellos que todavía no están infectados por el
capitalismo y todavía no han destruido su naturaleza, no hagan la barbaridad que nosotros
hicimos con nuestro país para desarrollarnos y explotar las tierras y enriquecernos. Y son
los mismos que luego piden un tigre de bengala albino. Los mismos que se llenan los
bolsillos en la bolsa y especulan con todo lo que pueden, hasta con la comida de esa misma
gente. O sea, deseamos que esos países sean como el National Park de New York o el
zoológico del mundo, que los ricos ya hemos hecho suficiente daño al mundo como para
que ellos, que tienen la suerte de tener el país intacto, se pierdan en esa barbarie del
destructivo crecimiento económico.

Pero a su vez, me crecí, esos mismos políticos que tanto pregonan esa altruista filosofía
por el bien común, no están dispuestos a soltar un solo dólar de su estatus para ayudar a
combatir el hambre y las enfermedades de esos países. No queremos que los africanos
destrocen sus selvas, pero no les ayudamos en nada. Y encima que vamos de profetas,
somos unos cínicos. Ellos no saben valorar lo que tienen, y nosotros sí, porque somos más
inteligentes. ¿No será que, como nosotros ya tenemos de todo, una vez saciada nuestra
codicia, ya podemos pensar en el bien del planeta? Está claro que los africanos no se
preocupan por eso, porque lo primero es tener algo para comer. ¿Qué coño le contamos a un
africano, que si el CO2 y la capa de ozono, si no sabe si comerá hoy o mañana?

Y para colmo de la hipocresía humana, ¿por qué les pedimos eso, cuando somos
nosotros los que pagamos a esos negros cuatro chavos?, que para ellos es el pan de un día,
para que nos cacen un tigre de bengala para la colección personal de ¡a saber quién!

Es como cuando yo pensaba, cuando era un niño, que la vida de un indio no valía un
pimiento porque eran malos, y se ofrecían para morir en las películas. Igual los negros
tendrían que hacer lo mismo y ofrecerse a morir de hambre para salvaguardar la selva, y así
poder tener todas las especies animales para contemplación de los blancos.

Blasco se había criado en la Trini, pero se había construido una coraza que le permitía
ser como cualquier ciudadano interesado en aumentar sus ingresos. Como también hacía yo.
El sistema, como me dijo Melanie un día, se las ingenia para engullirte y que formes parte
de sus engranajes, porque si no, te expulsa sin más y acabas bajo un puente con una flauta y
una manada de perros.

Pero el hombre es muy imperfecto. Cualquier coraza no innata, fabricada por el


hombre, no puede ser impermeable a la esencia de tu propia formación. Como decía
Unamuno en el epígrafe de La Arboleda Perdida, de Rafael Alberti, “No sé cómo puede
vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de su niñez”. Lo que te hizo crecer como
persona. Esas corazas que te encasquillan de mayor y te hacen andar como un robot siempre
presentan fisuras por donde se cuela el sentido común, el que te hizo crecer. Y el
capitalismo, aunque se le cambie el nombre como hicieron con la guerra, que ahora la
llaman “misión de paz”, nunca ha sido un ejemplo de igualdad social, por mucho que nos
sigan rayando con la mágica ley de la oferta y la demanda y la autorregulación del mercado.
Ni madame Carmina durante la República ni la percepción del mundo de Pablo repartiendo
unas imaginarias manzanas entre él, un gitano y un servidor, son un ejemplo de justicia
social. La ley de la oferta y la demanda es una excusa para justificar la explotación del
prójimo, y tanto Blasco como yo lo sabíamos de sobras.

—Joder, Ramón, deja ya de hablar de desgracias —espetó agobiado.

No íbamos a arreglar el mundo justo ese día. Se formó un silencio cortante, el ruido del
hielo llenando el vaso largo para el whisky, el sonido del líquido vertiéndose… Las copas
nos dieron un respiro.

Al fin llegó Dolores, atolondrada por el retraso. Como le había dicho a su padre que
iba a casa de Raquel, se empecinó en acompañarla en coche y, como vivía en la otra punta
de la ciudad, después tuvo que cruzarla entera en metro.
Blasco se quedó boquiabierto pensando de dónde había salido esa tía tan asustadiza,
que a su edad todavía tenía que dar explicaciones a su padre. Mientras nos lo explicaba, se
quitó el abrigo y el resto de accesorios que la acompañaban, bolso, bufanda, orejera,
guantes…

Eso sí, estaba Dolores tan hermosa como siempre. Se quedó con sus pantalones
ajustados, su pompis respingón y su delantera imponente, otra vez con su wonderbra
mágico que alzaban la octava maravilla del mundo a una altura hipnotizable. Con su
presencia, su suave voz, sus gestos y su perfume, se me emanciparon esos pensamientos en
pro del bien de la humanidad. Empezó a cabalgar la sangre por mis venas, se expandieron
mis fosas nasales y bombeé ese aire extra necesario para alimentar mis cavidades
pulmonares, ante la velocidad que imprimía mi corazón.

—Qué, ¿no nos presentas? —propuso Dolores ante mi pasmo.

—¿Eh?, claro que sí —balbuceé despertando de mi ensueño—. Aquí Blasco, mi amigo


de la escuela, y aquí Dolores, la testigo de quien te hablaba…

—¿Me presentas como testigo? —se molestó Dolores.

Me había salido así, le dije, porque precisamente, le estaba contando a Blasco la


entrada que hicimos desde el Templo a El Pájaro Loco, y que habían ido los Mossos a
investigarlo, pero que para nada la consideraba una testigo, sino una compañera de fatigas,
una amiga, y muy inteligente y… Y me faltó un ápice para decirle que además era muy
guapa, pero tuve un ligero balbuceo que Dolores aprovechó para interrumpir y aceptar mis
disculpas.

—Mmm, bueno, vale, vale.

Entonces empalmó para contar cómo fue la entrada de los Mossos en el Templo y
cómo cogieron huellas de las ventanas. Si eso había pasado dos días antes, dijo, no creía que
tuvieran ya al sospechoso.

—Esperémoslo, Dolores —manifesté—. Esperemos que se entregue la mercancía antes


de que nos detengan, y poder descubrir los pedidos especiales… —y ante su extrañeza, por
lo de los pedidos especiales, se lo aclaré—. ¡Ah!, es que Blasco trabajaba antes en Grandes
Clientes de El Pájaro Loco, como abogado, con los pedidos especiales, ¿verdad? Cuéntale,
cuéntale.
Blasco se mostró cansino por tener que repetir lo que ya me había contado hacia diez
minutos, que le traía malos recuerdos, y tampoco quería volver a los discursos catastrofistas
que ya habíamos repasado. Lo resumió con que había hecho una pasantía a las órdenes de
Ricard Galcerán, pero que él hacía lo que le mandaban. Y cuando se fue de la empresa,
nunca más los volvió a ver.

Entonces, Dolores, llevada por la curiosidad, preguntó si Galcerán era realmente como
lo pintaban en la tele, ese hombre triunfador y tan seguro de sí mismo. Y Blasco le dijo, tal
vez ayudado por los whiskys que ya había ingerido, que ese tío era un cabronazo como la
copa de un pino.

—Al principio era un tío cercano, abierto y muy amable —y se explayó en que
consiguieron tal intimidad que llegaron a compartir una copa al salir del trabajo, primero en
bares, luego en pubs y también, para qué negarlo, en clubs de alterne. Aunque afirmó no
haber hecho uso de los servicios de ninguna prostituta más que una vez, y por haber perdido
una apuesta.

—Vaya, ¿qué mala suerte, no? —bromeé y me reí.

Estaba claro que para Dolores hubiera sido más interesante escuchar cómo se hacían
los pedidos especiales, pero le tocó el episodio de cómo se inició en echarse unas copas en
los puticlubs. Blasco se sinceraba con la vista puesta en el horizonte, sin tener en cuenta que
teníamos una fémina a la escucha.

—¡Bah!, íbamos a tomar algo y a ver un poco de teta y culo —intentó quitarle
trascendencia.

Como un eco extraño, reconocí en Pablo esas mismas palabras, cuando me invitaba a
formar parte de sus juergas nocturnas. Se lo hice saber, aunque después mirando a Dolores,
algo molesta, le aclaré que yo nunca había aceptado semejantes proposiciones. Ni una sola
vez.

—No, si esos locales —rubricó Blasco— están llenos de hombres de todas las edades,
clases sociales, ideologías y religiones —y dirigiéndose a Dolores añadió—. Hasta conocí a
un testigo de Jehová, no te digo más.

—¡Anda ya! —saltó Dolores ofendida—. Eso no te lo crees ni tú.


No sé por qué tuvimos que hablar de puteros y putas justo cuando llegó Dolores, y así
se lo dije a Blasco, abriendo las manos como el reverendo Marcos, pero el rifirrafe ya estaba
en marcha. Dolores no concebía la prostitución, ya que la encontraba deshonrosa para la
mujer, y yo le di toda la razón, claro; no iba a tirar la toalla justo en ese momento, pensé. Y
Blasco se quejó de esa monja de clausura, afirmando que si se metía en su vida se largaba,
que nadie le iba a decir lo que tenía que hacer, aunque volvió a aclarar que solo lo hizo esa
vez. Y añadió que él amaba a su mujer, que una cosa no tenía que ver con la otra, y Dolores
se carcajeó diciendo que ya lo veía, ya, ¡ay!, qué risa, por Dios.

Al final tuve que poner paz subiendo el volumen de mi voz, afirmando que aquí todos
éramos amigos y que no teníamos que enfadarnos por nada, y menos por una memez como
esa. Volvió la calma, por suerte, e intenté desviar esa confrontación con una pregunta para
Blasco:

—Blasco, ¿consideras que Galcerán hizo algo ilegal? ¿O tú, hiciste tú algo ilegal? No
sé, algo que falsificaste pero que tengas constancia escrita de ello, para usarlo de prueba…

—No tengo nada. Destruí todo lo que pude cuando me fui de ahí —evidenció.

Pero ante mi insistencia se lanzó a destapar un episodio que todavía no había contado:

—Mira, un día me quedé solo en la oficina y encontré un certificado de la aduana de


Bolivia de unos ocelotes. Claro, yo me quedé de piedra, pues están en peligro de extinción.
Entonces aproveché para mirar qué más había en ese cajón —¡como yo con el cajón de
Pablo!, me dije—, y nada. Pero lo curioso es que al día siguiente, Galcerán me reunió en su
despacho y me contó una historia sobre unos amigos suyos que tenían unos negocios de
palabra. Y acabaron con unos desagradables ajustes de cuentas con una gente que, por
encargo y a muy buen precio, hacía lo que fuera. Me quedé tieso, pues teóricamente él no
sabía que había mirado nada —destacó.

Me quedé sin palabras al oír el mismo discurso que me había soltado Pablo. Se lo dije
y no le extrañó nada, pues aseguró que había mucha gente dispuesta a hacer lo que fuera por
cuatro duros. Todo el mundo tenía un precio, dijo, pero que esperara y que escuchara lo
siguiente.

Entonces, Galcerán lamentó que Blasco supiera lo que no debía y le invitó a cerrar el
pico y a olvidarse de todo, porque sabía que amaba a su mujer y a su futura hija, que sabía
que estaba embarazada. Y es más, dijo Galcerán, que él mismo en persona las protegería
para que no les ocurriera nada. Y también procuraría que esas fotos de cuando se tiraron ese
par de rumanas en el prostíbulo de Tuset −“¿Recuerdas, Javier?”, le dijo−, no llegaran a las
manos de su mujer.

—Puedes estar tranquilo, Javier —le aseguró Galcerán.

—Y como puedes imaginar, fue la primera y última vez que me acerqué a un


prostíbulo —sentenció Blasco.

Dolores no daba crédito a lo que escuchaba. Esperaba las bondades de ese mito de la
pequeña pantalla o el procedimiento de adquisición de animales, pero ahí solo se hablaba de
fulanas, chulos y amenazas.

—Parece una película de Repentino —dijo decepcionada Dolores, y yo aproveché para


recordarle a quién se parecía ella.

—Suerte que Uma Thurman está con nosotros —le dije a Blasco, y a ella le guiñé el
ojo.

Intenté reconducir la oratoria de Blasco hacia sus experiencias, pero me dijo que había
hablado demasiado y que esperaba que eso no saliera de ahí. Lo que más quería en este
mundo era a su mujer y sus hijas, y vivir de forma honrada y feliz.

—Sí, ya lo veo —dijo entre dientes Dolores.

—Mira, Ramón. Soy consciente de que he participado en la explotación de países del


tercer mundo. La vida es así, y si no, lo hubiera hecho otro —y confesó ser consciente de
que todo lo que nos habían enseñado en la escuela, los derechos fundamentales de los seres
humanos y respeto al planeta, ya no servía para la vida adulta—. En el fondo me alegro de
haberme marchado del barrio, porque esa moral que nos inculcaban, según la cual todos
teníamos que ser buenos, cuando los que mandan son gente que no tiene escrúpulos,
¿entiendes?, no me sirve. La gente rica tiene las ideas claras y sabe lo que quiere. ¿Por qué
la gente sencilla tiene que ser buena gente? Esa falsa moral que nos enseñan de pequeños
para que luego todo el mundo meta mano donde pueda, ¿acaso no es así?

La mala conciencia de Blasco lo estaba traicionando, y pensé que solo le faltaba


colgarse de un árbol. Dolores, desconcertada por la decepción de ese personaje que yo había
puesto al más alto nivel, intervino para decir lo que pensaba de sus palabras.

—Perdona, Blasco, ni yo ni nadie va a juzgar tus aventuras en los burdeles —le soltó
Dolores ofendida por ser mujer, que parecía que le pusieran los cuernos a ella— ni tus
contradicciones personales, ya que supongo que todos tenemos, yo incluida —estaba
cogiendo carrerilla—. Eres amigo de Ramón y voy a respetarlo. Centrándonos en tu
estancia en El Pájaro Loco, a mí me gustaría saber cómo era el proceso para la obtención de
esas especies protegidas en vías de extinción y dejar tu vida personal de lado, que a mí,
personalmente, visto lo visto, poco me importa. A ver si así podemos atajar el tráfico de
raíz, ¿entiendes?

—Bueno, chica, pero… —y se dirigió a mí, ofendido—. Esta tía… No sé… Por una
vez que maté un perro, mataperros me llamaron. ¿Tú te crees?

Me sentí con la obligación de dar un golpe de efecto para devolver la concordia al


grupo, y para ello lo invité a sumarse a la organización para luchar contra ese tipo de
corruptelas.

—¿Qué te parece? ¿Te apuntas? —le propuse.

Blasco dijo taxativo no querer apuntarse, ya no por cuando cruzaba la mirada con
Dolores, sino por no querer meterse en tinglados que pusieran en peligro la integridad de su
familia.

—Nosotros te protegeremos de ese gilipollas, ¿verdad, Dolores? Necesitamos a un


abogado.

—Ya, ¿pero por qué tendría que arriesgarse a protegerme si le caigo mal? —dijo
refiriéndose a Dolores—. Tal vez tú, sí, ¿pero ella?… Yo tengo dos hijas.

—Porque nuestro código interno lo prohíbe —me inventé— y está comprometida con
esta arenga. Pero además, yo estoy en un apuro y me gustaría que me ayudaras. Ya sé que
hemos cambiado mucho y ya no somos los mismos, pero tenemos un pacto de sangre, ¿te
acuerdas? Nos juramos fidelidad en el parque…

—Venga, que eso son cosas de niños —despreció Blasco.


—Pero, jolines, ¿es que lo de antes ya no sirve? —le pedí exacerbado—. Igual no ha
servido durante quince años, pero es justo para este momento que se necesita. Las cosas
importantes no mueren, solo duermen y sí que sirven —me acordé de la fábula del oso—.
Sirve para ayudarnos en los momentos difíciles, y si te acuerdas que lo hicimos, es porque
todavía es importante.

—Ya, pero yo me juego el pellejo —dijo todavía temeroso.

—A mí me tienes para lo que sea, Blasco, que un pacto de sangre es para toda la vida.
Vamos a cambiarte esa visión tan negativa de la vida y te vamos a ayudar, ¿verdad,
Dolores? —le pregunté mirándola fijamente, guiñándole el ojo. Y ante su silencio, se lo
volví a preguntar—. ¡¿Dolores?!

—Sí, vale, que sí —respondió Dolores con desgana.

—Pues claro que sí. ¿Lo ves, Blasco? No te dejaremos en la estacada. Y ahora,
además, tienes una amiga más.

Capítulo 26

Siempre había soñado con formar parte de una peña para salir, de esos amigos que se
ven sin tenerse que llamar y donde todo el mundo se desvive por el grupo. Como el uno
para todos y todos para uno. Y lo estaba consiguiendo. Al menos para esa noche en mi casa
estaban todos convocados, y yo solo tenía que abrir la puerta.

Dolores fue la primera en llegar y esa vez con la puntualidad de un reloj suizo. Como
tenía ganas de verla a solas, la había convocado un buen rato antes. Su compañía me hacía
sentir bien, como con las típicas mariposas en el estómago, que tampoco tengo claro cómo
son, pero suponía algo así. Aparte de guapa, inteligente y testigo, era una mujer como la
copa de un pino.

Pero tenía dudas de si solamente le motivaba la investigación −si no hubiera sido por
ella, yo ya me hubiera retirado−, o si también estaba a gusto conmigo. Por eso traté de hacer
todo lo posible para que fuera así: limpié la mesita del comedor, amontoné los trastos en la
cocina y bloqueé la entrada con un letrero que ponía “Fuera de servicio”. Lo conseguí justo
cuando llamaba a la puerta.

Tampoco sabía si su discusión con Blasco iba a tener alguna consecuencia en nuestra
relación, y se lo pregunté:

—Sí, Ramón, estoy bien —respondió.

—Ya sé que no te cayó demasiado bien —contemporicé—, y lo entiendo. Pero en el


fondo es un gran tipo, ya verás.

—Estoy segura —confirmó.

Diciendo lo contrario de lo que pensaba, pensé que me estaba dando un voto de


confianza. Me vino a la cabeza un refrán que soltaba siempre mi madre cuando me había
enfadado con alguien, que dice que “dos no se pelean si uno no quiere”. Y bueno, eso se
debería matizar, porque está claro que si el otro te quiere partir la cara, te la parte y punto.
Pero Dolores se había apuntado a la tesis de no confrontar, de la concordia, y eso me hizo
verla como una persona flexible, capaz de reconocer diferencias, más abierta y más humana.
En consecuencia, más bella aún, como una aurora boreal. Si ya la veía preciosa cuando la
imaginaba conmigo en la cama, con esa actitud, su nombre se me estaba tatuando en el
corazón.

Distraído con esas sensaciones, no me había dado cuenta de que ya tenía un hueco en
el estómago, y quise ser un buen anfitrión:

—¿Quieres que cenemos algo? —le ofrecí sin medir las consecuencias, puesto que la
cocina estaba inservible. Y en ese momento vi encapotarse el día y caer una tormenta
destruyendo el castillo de naipes que había construido con toda mi ternura. Y me acordé
otra vez de mi tío Rai, cuando me decía que “por la boca muere el pez”. Todavía con un haz
de esperanza, esperé que rechazara la propuesta.

—Pues no estaría mal —soltó, como me temía. ¡Qué tonto que soy!, me recriminé.

Mientras le sonreía, intentaba encontrar una salida airosa al embolado en que me


acababa de meter yo solito. Pero en lugar de dirigirme a la cocina, como cualquier mortal
podía imaginar, me fui hasta un cajón del mueble del comedor donde tenía las diferentes
propagandas de comida a domicilio.
—Aquí tengo de todo —le dije—: pizzas, shawarmas, comida china…

Dolores se mostró desconcertada porque en su casa la comida siempre la hacía su


madre, pero yo le dije que en mi casa su madre no estaba y era mejor no llamarla. Y me reí,
que era broma, le dije, y por suerte ella rió también. Después me puse serio, lamenté tener la
cocina estropeada y le propuse la comida china, que estaba riquísima y cocinada con
gelatina, la cual iba muy bien para la salud, y que, además, nos la traerían a casa en un
santiamén. Aun con el dispendio que me ocasionaría, marqué el teléfono del restaurante La
Gran Muralla para pedir dos menús completos con el regalo de dos latas, un Trinaranjus
para mí, ¿y para ella?...

—¡Ah!, una Coca-Cola, gracias —completó.

Nos situamos cómodamente en el sofá para disfrutar de la oferta televisiva y le hice


entrega del mando a distancia, para que fuera ella quien tuviera el poder de la elección.

—Pon lo que quieras, que a mí me da igual —le mentí.

Llamaron a la puerta y mostré satisfacción por la rapidez del servicio. Pero me llevé un
gran chasco cuando, al abrirla, me encontré de sopetón con la señora María que quería
explicarme una cosa muy importante.

Conocía de sobras sus habladurías y me tenía más frito que un barreño de aceite de
girasol en un bar de tapas, y más en esos momentos que estaba con Dolores. Así, ya casi
cerrándole la puerta en los morros, mientras me excusaba con que tenía invitados, introdujo
lo siguiente:

—Es que, ¿sabes el hombre con bigote que estaba en la esquina todos los días? —y
como un resorte se me pusieron las orejas tiesas y abrí de nuevo la puerta. Y continuó—. Ya
sabía yo que ese mamarracho no podía ser inspector de Hacienda, como me dijo
Trosdesoca, que se le veía el plumero que estaba vigilando a alguien. Bueno, pues se ve que
estaba la señora Carme pegándole con el paraguas, que decía que ya estaba bien de
desestabilizar matrimonios con que ella tenía un amante, que era mentira, cuando llegó el
chico que vive contigo… Mmm.

—Ernesto —le dije.


—Això, Nesto, que venía de pasear el perro. Y claro, esos animales, cuando ven un
poco de follón, ya se alteran. Y empezó a ladrar como un loco e intentó tirársele encima,
que eso me lo dijo la Carme, que yo no lo vi. Pero suerte que tu compañero… mmm.

—Ernesto —repetí.

—¡Ai, sí!, això, Nesto. Cómo me cuesta ese nombre. Pues suerte que Nesto tenía el
perro bien cogido, que si no, no sé qué habría pasado. El pobre hombre estaba aterrorizado
y se escapó corriendo hacia abajo, hacia la calle Còrcega. Mira, Ramón, a mí no me hacía
mucha gracia que ese señor estuviera ahí todo el día como un pasmarote, y yo iba a llamar
al administrador, que alguien tiene que poner orden en la comunidad. Pero bueno, al final
no hizo falta. Qué chico más majo tu compañero ese… mmm.

—Ernesto, señora María, Er-nes-to —repetí ya cansino.

—Muy majo ese chico, majo de verdad. Hace falta gente así entre el vecindario.

—¿Y qué pasó más? —pregunté.

—No sé, hijo. Eso es lo que me contó la Carme cuando subió, que ella se había
quedado a gusto con los paraguazos —dijo la vecina—. Igual se fue al Egipcio, que también
se le ha visto ahí y por eso se lo ha relacionado con el Lute. Pero, vamos, ¿tú te crees que
ese animal, el Lute, digo, que todo se lo gasta en ese bar, va a pagar dinero a ese señor por
vigilar a su mujer? No, ya te digo yo que no, Ramón.

—Por cierto, señora María, usted que se fija tanto en las cosas, ¿ha vuelto a ver al
médico que me atendió?

—Pues sí, esta mañana lo he visto en la calle Còrsega, delante de la churrería, en un


cochazo de esos con los cristales negros, de esos de lujo, ¿un Mebemubes, se dice?

—BMW, señora María —la corregí de nuevo. Y con la marca me apareció el Cabezón
que me robó la novia. Pero descarté que fuera él, porque también pensé que cualquier pijillo
hoy en día tenía uno: no había más que ver al Cabezón. Me quedé un momento en trance,
hasta que me llegó la voz de la señora María.

—Igual estaba comprando churros, no sé —dijo ella.

—¡Y un churro! Ese tío es un farsante. Si lo ve, sígalo y me cuenta qué hace. ¿Me hará
este favor, señora María?

Ya inquieto por dejar a Dolores tanto tiempo a su suerte, y yo a la mía, que las
mariposas habían dejado paso a los retortijones, conseguí despedirme de la vecina justo en
el momento que llamaban al interfono. Ahí ya anuncie la comida a bombo y platillo.

—¡Ya la tenemos aquí! Qué hambre, Dolores —expresé.

Abrí la puerta con decisión, pero para mi decepción no había comida, sino uno que
quería comer y que no era otro que Mamadou ¡Es verdad, qué cabeza la mía! ¡También lo
había invitado! Con la ilusión de la cena íntima se me había ido el santo al cielo. Su
presencia me sentó como una patada en el culo, porque toda mi logística y estrategia se iba
al traste. No sé si se me notó en la cara, pero lo intenté disimular.

—¡Oh, Mamadou, qué sorpresa amigo! —y como símbolo de amistad me volvió a


crujir la mano. Cuando los negros dan la mano blanda lo hacen por compromiso, sin ningún
interés real, y como más te la aprietan, más te valoran. A mí me valoró muchísimo.
Mientras lo invitaba a pasar, me tuve que poner la mano entre las piernas para que se me
pasara el dolor.

Le presenté a Dolores y le expliqué que Mamadou había vivido varios días en el puerto
y sabía moverse en ambientes hostiles. También tenía conocimientos de animales, como del
varano, que procede precisamente de su tierra. Y de la selva, añadí, donde hacía de sherpa y
guía de cazadores.

—¡Oh!, no me digas —expresó emocionada—. Es muy interesante eso. Muy exótico.

—Bueno, un día en selva —contó Mamadou—, te dan dinero y compras comida para
familia. Mi mujer es contenta cuando llego con comida. Ahora problema aquí, mi hermana
tiene niño y no trabajo. Sin trabajo no comida. Es problema.

Qué ópticas más diferentes, me dije. Era como mezclar churras con merinas. Intervine
para cambiar de tema y le detallé su trabajo, para cuando fuéramos al puerto. Y le dije que,
igual que cuando iba a la selva y llegaba con comida, esa vez le daría un dinero para que
pudiera ir al súper.

—¡Oh, sí!, lo que tú puedes estar bien —respondió.


—Mamadou, te tienes que valorar más —le regañé—. Si vas con esta pleitesía la gente
se aprovechará de ti, que esto también es una selva. Tú no eres el esclavo de un terrateniente
algodonero como Kunta Kinte: tú eres un hombre libre aquí y en la China Popular.

Para la mayoría de empresarios, los inmigrantes sin papeles son gente desesperada,
temorosos de ser expulsados. Son esclavos de sus propios miedos, y eso los empresarios lo
saben muy bien y lo usan en su beneficio. Es como en los campos de algodón de antaño,
pero en vez de mantenerte como a Kunta Kinte, ahora te pagan cuatro duros para que te
compres una barra de pan y pagues tu habitación. Y como no hay ninguna inspección, hay
vía libre para la explotación de esas personas sin derechos, transparentes a los servicios
públicos. Mamadou tenía una actitud tan servil, que te ponía en bandeja pagarle cuatro
chavos.

Llamaron al interfono por fin los de La Gran Muralla, que traían lo pedido y eran mil
pesetas. Si Mamadou estaba dando gracias a Alá por la comida que íbamos a ingerir, no
creáis que yo no se la estaba dando a nadie. Pero solo disponíamos de dos menús para tres
estómagos y, aunque mi madre dice que “donde comen dos, comen tres”, no quise que
Dolores pensara que era un tacaño. O sea que, antes de que el chino se fuera, cogí aire y
pedí un nuevo menú. Y de bebida para Mamadou…

—¡Oh!, no, amigo, yo solo comida —y pedí otro Trinaranjus, que era gratis.

Después de irse el chino, que bajó las escaleras de tres en tres, volvió a sonar el
interfono. Para decepción mía resultó ser Melanie, que para nada la esperaba. Yo solamente
le había encargado un retrato robot del falso médico, pero no le había dicho que viniera a la
reunión.

—Hola, Ramoncín, ¿qué tal? —y me dio dos besos que casi me tumban de nuevo.

Logré aguantar el tipo sacando fuerzas de flaqueza, mientras me contaba que ya tenía
el retrato robot. Había llamado a Ernesto para ver qué le parecía y, como precisamente se
encontraba siguiendo su senda, se lo entregó a él.

—¡Ah!, gracias —y di por acabada la conversación—. ¿Alguna cosa más? —le dije en
la misma puerta, a punto de cerrarla, pues no parecía querer marcharse.

—Me dijo Ernesto que esta noche había una reunión, ¿es verdad? —preguntó. Y ante
mi cara de fastidio, añadió que traía la videocámara que necesitaba.

Sin ninguna alegría me vi obligado a dejarla pasar, pues en realidad también estaba
colaborando con nosotros y había traído la videocámara, aun con el temor de que mi cuerpo
y mente pudieran resentirse. La presenté con desgana mientras Mamadou y Dolores
engullían sus menús, ya que yo había aceptado comerme el que llegara después. Melanie les
deseó buen provecho y dijo también tener hambre, que se le había abierto el apetito.
Después de contar hasta diez, volví a coger el teléfono para pedir un nuevo menú, justo
cuando llamaban a la puerta para entregar el que había pedido con anterioridad.

Lo que sí tuve claro es que su menú estaba todavía en camino y ese era para mí. No iba
a sacarme la comida de la boca para ella, que todavía tenía muy fresco el abandono y
silencio al que fui sometido durante los primeros días de enero.

—Tu menú está de camino —y empecé a comer ante sus narices.

Momentos después volvió a sonar el interfono, pero no quise dar esperanzas a Melanie
sobre su menú, pues estábamos esperando a más gente. Efectivamente, sonreí, eran don
Ceferino y don Amato.

—¡Atención! —anuncié a los presentes—. Suben don Amato y don Ceferino, ¿te
acuerdas Mamadou? Bueno, no quiero bailes africanos ni nada parecido, ¿vale?, que abajo
vive gente. Dales la mano con tranquilidad, que don Ceferino también colabora con
nosotros y es buena persona. Vamos a trincar a su hijo, cosa que para un padre no debe de
ser cosa fácil.

Para mi sorpresa, llegó ante mi puerta el chino con el nuevo menú, pues adelantó a los
viejales en la escalera, ya que los repartidores van como una moto aun cuando se bajan de
ella. Con el menú en mis manos, esperé a que llegaran y les advertí de que en casa estaba
Mamadou y que no quería ningún follón, que aquí todos éramos amigos.

Entraron hasta el comedor, los presenté a Dolores, Melanie y Mamadou, y ensalcé su


predisposición: a su edad, ni horarios ni distancias habían sido un obstáculo para colaborar
en nuestra misión. Se habían pillado un pack dos por uno en Viajes Barsans que incluía tren,
metro y pensión cercana a mi casa. Era realmente emocionante porque eso, y eso ya no lo
dije, no me iba a costar ni un duro.
La sorpresa de Dolores, al saber que eran las personas que me había encontrado en la
Feria, y el desparpajo de Melanie, que de entrada lo mostraba a todo el mundo, equilibraron
la frialdad del saludo de Mamadou, que les dio la mano blanda y con desconfianza.
Después, Mamadou desvió la mirada hacia el varano como si se conocieran de toda la vida,
aunque el bicho pasó del negro como hacía en su tierra. Yendo a su bola, detectó el hueso
de tripa y se lo zampó de un bocado. Y me alegré; a ver si Ramsés lo encontraba ahora,
pensé malicioso.

Volví en mí cuando me di cuenta de que, en contra de lo que pensaba, don Amato y


don Ceferino no habían cenado. Tanto loar sus iniciativas, y también habían venido con la
panza vacía, jolines. Así que me tocó llamar al chino para pedir dos menús más. De todas
maneras, me quedaba más que suficiente dinero de los doscientos talegos del botín, y si
estaba invitando a Melanie, ¿cómo no iba lo iba a hacer a esos intrépidos viajeros, que se
habían comprado ese pack de viaje? Con los menús de camino, les pedí que nos pusieran al
corriente de sus diligencias, si es que tenían novedades.

Don Amato nos contó que cada mañana pasaba por el puerto de Vilassar para ver el
ambiente. Su aspecto había mejorado mucho: habían asfaltado andenes y varaderos y ya no
había peligro de tropiezos, pues más de uno había acabado en el agua. Pero en cuanto a la
gestión humana no había cambiado nada y eran los mismos funcionarios de siempre.
Antonio Fiscales seguía siendo el jefe de entradas de mercancías y tenía a sus órdenes los
agentes de seguridad de toda la vida, aunque a punto de jubilar, y dos jóvenes que ya se
estaban enterando de lo que valía un peine.

El domingo fue el día de puertas abiertas del puerto, y el Club Náutico, para dar a
conocer sus actividades, gratificaba al vecindario con un vermut. También, los propietarios
de los yates dejaban subir a la gente que quisiera con orden, moderación y por turnos, como
reclamo para captar nuevos socios.

Don Amato había propuesto a don Ceferino un paseo por el puerto, y este aprovechó
para cumplir la condición sine qua non que le había puesto, que para formar parte de
nuestra comisión tenía que invitar a Lourdetas a pasear a su varano. La llamó esa misma
mañana al número que le había dado.

—¿Y vino? —pregunté sorprendido.

Pues sí que vino. Llegó con su padre, o sea, mi cuñado Joan, y fueron los cinco de
paseo por los varaderos, contemplando las embarcaciones. La gente aprovechaba el día de
puertas abiertas y se apelotonaba ante los mejores yates. Según dijo don Ceferino, mi
cuñado no fue demasiado amable con ellos, y estoy seguro de que para nada se esperaba ese
trío de monstruos como amigos de su hija. Pero también es verdad que a los niños, de bien
pequeños, ya les regalamos dinosaurios, hipopótamos y cosas así. ¿Qué esperamos, pues, de
ellos?

—Y mira, nos tomamos un vermut en el Club Náutico, ¿verdad, Amato? —las cosas
gratis siempre dan felicidad aunque sea una triste oliva bañada en vermut.

Más tarde, detectaron a Casimoro en su silla de ruedas llevado por Pablo, y don
Ceferino se escondió tras la muchedumbre, que a su hijo ya lo veía demasiado en casa. A
don Amato tampoco le apetecía ver a esos dos crápulas, que le daban dolor de estómago, y
el hecho de que Casimoro fuera en silla de ruedas no le producía la más mínima compasión.
A ver si le fallaban los frenos y caía al agua, le deseó. Pero Lourdetas sí quería saludarlo,
aunque no ser vista con los octogenario, pues sabía que no le convenía ser identificada con
ellos. Así que le entregó el varano a don Ceferino y se acercó, seguida por su padre, a
saludar a Casimoro.

También estaba por ahí el señor Puigmirat. Aunque fuese el alcalde de Barcelona, era
de Premià y el yate lo tenía en el puerto de Vilassar de Mar. Y como todo el mundo, lo tenía
abierto al público. Así, los dos amigos y el reptil aprovecharon para visitar su yate, aunque
el alcalde hizo ver que no los conocía.

—¡Qué obsesión en disimular, pobre hombre! —lo compadecí—. Ese tío debe tener
algún problema.

—A ese hombre le persigue su sombra como un perro asustado, siempre mirando atrás
—dijo don Ceferino—. De pequeño ya era así, pero ahora se le ha acentuado.

Y aclaró que la sonrisa era cosa de su asesor de imagen, así como que los
guardaespaldas estuvieran pasando el mocho por cubierta, que entonces mataba dos pájaros
de un tiro: conseguía ser visto sin los típicos gorilas que acaban persiguiendo a ciudadanos
corrientes, y como un hombre moderno que no tenía mujeres de la limpieza, sino gorilas de
la limpieza. ¡Qué duro es estar siempre promocionándose!

—Don Ceferino, ¿y usted, qué nos cuenta de su hijo?


Yo le había encomendado, aun siendo medio sordo, poner la oreja en toda
conversación de su hijo, en casa, en el teléfono o con su familia. Aunque tal vez no era el
trabajo más adecuado, tenía sus ventajas, porque Pablo creía que estaba sordo de remate y
hablaba como si estuviera solo.

Don Ceferino solo tuvo que ajustar al máximo el volumen de su audífono y alguna
cosa pilló. Pero lamentó haber oído solo una llamada, de Casimoro, esa misma tarde sobre
las seis, a la que su hijo respondió con monosílabos:

—Sí, por supuesto, claro. (…) ¡Ah!, perfecto. (…) Muy bien, sí, tranquilo. (…) Ahí
estaremos —dijo don Ceferino que dijo su hijo—. Y no dijo nada más.

Llegó de nuevo el motorista de La Gran Muralla con los dos últimos menús y, antes de
irse, me propuso lo siguiente:

—Señol, ¿usté quelel otlo menú más? Mejol sel cliente plefelente: dies pol ciento de
lebaja, legalo de alitas o patatas flitas.

—Lástima, ya estamos todos y no vamos a comer más, amigo —le dije—. Gracias.

—Plóxima ves usté sabe, señol —e hizo una reverencia y se fue.

Volví al comedor y casi faltaban sillas con todos los que éramos. Mientras las contaba,
oí la puerta abrirse y pensé que alguien se había hecho con mis llaves y estaba entrando a
hurtadillas. Pero luego recordé que, por desgracia, Ernesto y Ramsés todavía vivían en casa.

Ernesto tenía noticias, pero al activar su olfato, como hacía Ramsés, las postergó
asegurando que ahí olía a comida. Afirmé tirar la casa por la ventana para dar de comer a
mis comensales, como gastos de desplazamiento, pero que en su caso, que vivía en casa y
disponía de cocina, se la podía hacer él mismo o, bajo su responsabilidad y coste, podía
llamar él mismo a La Gran Muralla. Dijo que llamarlos sí, que no tenía problema, pero me
recordó estar trabajando por el mismo proyecto que el resto, y el hecho de que viviera bajo
el mismo techo no me eximía de mis responsabilidades y de poder gozar de los mismos
derechos que los demás. Y el muy caradura añadió que menos aun, teniendo una
información que no quería guardarse para sí. Ah, y todo eso con una sonrisa, para que nadie
pensara que nos estábamos peleando. Y yo, para no dar mala imagen, y menos a Dolores,
que por nada quería que pensara que no era agradecido, cogí el teléfono y marqué la
combinación de La Gran Muralla.

—Quiero hacerme socio preferente —dije.

—Su nomble, estimable señol, dilecsión… —y di mis datos.

—Muy bien, señol, ya es usté cliente plefelente. Si llama siemple estalá el plimelo de
la lista y en tles minutos tendlá la comida en casa, señol. Y diés pol siento de descuento y le
legalamos alitas o patatas flitas, señol.

—Pues las patatas flitas.

Tanta diligencia para que se beneficiara Ernesto no me parecía necesaria, pero le di las
gracias igual.

También vi a Ramsés buscando su hueso de tripa por la casa, sin fruto alguno, claro, ya
que se lo había zampado el varano. Pero hice como si no supiera nada, como cuando era
pequeño y hacía ver que la cosa no iba conmigo. Pero, de repente, nos dio un susto de
muerte al empezar a ladrar como un poseso al detectar a Lorenzo limpiando su comedora de
pienso. Todos fuimos a auxiliarlo de su ataque territorial, pero el varano sacó sus púas y su
lengua bífida, a modo de defensa, de la misma manera que había hecho yo con Ramsés
cuando lo había pillado en el sofá. Y pensé que donde las dan, las toman, dedicado a
Ramsés, recordando lo que me había dicho mi abuelo Fermín alguna vez. Y Ernesto, ante la
imposibilidad de hacerlo callar, lo castigó con la bombona de butano, que aunque siguió
ladrando, el volumen se atenuó notablemente. Pobre Ramsés, me dije, pero la vida a veces
era injusta también para él.

Conseguí que Ernesto nos contara su historia, al asegurarle que su comida ya estaba de
camino. Al salir de casa, Ramsés montó un cirio ante el portal al ver al Bigotes recibiendo
paraguazos de la señora Carme. Se zafó el Bigotes de ellos y empezó a gambar calle abajo
hasta Còrsega, donde había un BMW esperándolo, y se largó con las dieciséis válvulas a
todo trapo por Pau Clarís, dirección mar. Por suerte, dijo Ernesto, tenía aparcada su
furgoneta delante de la churrería, y logró seguirlo al colocar la sirena que tenía para las
urgencias, esperando no ser parado por ningún agente, que le iba el trabajo en ello. Se hizo
el héroe cuando aseguró haberse saltado varios semáforos en rojo para conseguir no
perderlos de vista.

En Jaume I giraron por la calle Ferran y, para sorpresa de Ernesto, el coche se adentró
al interior del Ayuntamiento. Decidió dejar la furgoneta en carga y descarga, y Ramsés
volvió a poner su hocico encima del adoquinado, camino del consistorio, aunque Ernesto le
regañó para que lo despegara del suelo, pues tocaba esperar.

—¡Anda! Entonces, ¿trabajan para Puigmirat? —expresé.

—Así es —asintió.

Una hora más tarde, el Bigotes salió del Ayuntamiento camino del metro, y Ernesto se
sumó a su ruta yendo a su lado, con Ramsés. Tuvieron un intercambio de miradas, de
sonrisas y finalmente de pareceres, a lo que Ramsés le enseñó su dentadura gruñendo a cada
frase que decía, como si lo entendiera todo. Al fin, el Bigotes confesó tener la bolsa, pero
negó que hubiera sido él quien la robó. Y tampoco fue el falso médico, aunque reconoció
ser de los suyos, pero que no daría más nombres para no perjudicar a quien le pagaba. Y de
repente se sintió superior, y aseguró saber que todo el arsenal de esa bolsa encajaba
perfectamente con un delito acaecido en un famoso comercio, y que la detención de ese
delincuente sería cuestión de horas, que se había tramitado su detención a los Mossos.

—¡Qué me dices! —salté—. ¿Van a venir a por mí?

Cundió el pánico y los murmullos se generalizaron, pues si estaban a punto de aparecer


en mi casa una cuadrilla de mossos, nadie saldría impune de esa asociación ilícita, que ahora
enseguida te acusan de ello y te mandan al cuartelillo. Como la época de las voces
acalladas, para decirlo con suavidad. Y como líder, tomé la palabra para calmar los ánimos.

—¡Compañeros!, que no cunda el pánico, que ya tenemos un abogado de garantías


para quien lo necesite —dije mis primeras palabras—. Pero también os tengo que decir que
estoy muy contento de llevar con vosotros esta investigación y que ahora, más que nunca,
debemos estar unidos para conseguir lo que nos proponemos. De momento no tenemos
nada, bueno, nada más que un buen motivo para llegar hasta el final. Desde tú, Dolores, por
tus ideales. O usted, don Ceferino, que su hijo siempre le coarta la libertad. Y usted, don
Amato, que le engañó en su día. ¿Y tú, Mamadou?, también tienes tus motivos para
devolver algo de justicia, y además te ganarás unas perrillas. No es una venganza, es
justicia. Y si no la conseguimos, la justicia, digo, porque la pobre anda dando tumbos, al
menos habremos sido justos con lo que pensamos, que eso hoy en día ya es mucho. O sea
que todos a sus puestos y acabamos de cenar tranquilamente, no se nos vaya a enfriar. Y
planeamos la estrategia para cuando se haga esa descarga en el puerto, que será el momento
de ajusticiarlos.

Otro timbrazo insistente zumbó en nuestras orejas y nos puso a todos en guardia,
temiendo que fueran los de azul-verde-o-marrón… Pero para nuestro mayor alivio, y así lo
anuncié a todos, resultaron ser Rosa y Lourdetas. Pensaba que mi sobrina subiría sola, pues
tampoco me apetecía que Rosa viera el percal que había montado en casa, y menos con el
inminente peligro de ser detenidos. Pero igualmente, como no podía ser de otra manera, las
gratifiqué con mi mayor satisfacción.

—Hermana, cariño, cuánto tiempo —exclamé en la misma puerta—. Pensaba que


vendría Lourdetas sola —y las besé.

Dijo Rosa a su hija que pasara hacia dentro ella y perro-coche, que ella no entraba, que
tenía prisa, que hoy tenía cine con las amigas y ya se estaba retrasando.

—Vamos a ver Desayuno con Diamantes a la Filmoteca —dijo contenta.

—¡Ah!, yo también quería verla esta —respondí.

Me contó Rosa, bajando el tono de voz, que Lourdetas estaba muy rara y que no sabía
con qué relacionarlo. Al elevar mis manos para excusarme de no ser responsable de esa
afrenta, como cuando era pequeño, ella me aclaró que en ningún caso lo relacionaba con los
días que había pasado conmigo, cosa que le agradecí, que hoy en día me caía de canto por
solo respirar, le dije.

—No, Ramón, por Dios —se disculpó.

El domingo por la mañana, la niña, aburrida en casa, pidió a su padre que la llevara a
pasear por el puerto de Vilassar, que la había llamado un amigo y quería ver los barcos. Y
sabía que en ese puerto era jornada de puertas abiertas porque su amigo era de ahí.

—Pero, Lourdetas, ¿qué amigo? —empezaron sus padres con un interrogatorio de esos
que luego se te pasan las ganas de contar nada más.
—Es un amigo y ya está. Lo conocí en la Feria cuando fui con el tiet Ramón —al final
dilucidó.

Y su padre, asustado, pensando que la niña ya tenía novio −ya se veía siendo abuelo
prematuro−, accedió a llevarla porque no hay mejor manera de saber de quién se habla, que
verlo con tus propios ojos. La llevó hasta el susodicho puerto y pudo comprobar que su
amigo era un hombre de edad más que avanzada, con un lagarto llevado de una correa, y
que al instante se lo dejó pasear como si ya lo hubiera hecho otra vez. Aunque resopló
aliviado al ver que de novios nada, que eran cosas de niños, pensó en denunciar al vejestorio
porque igual se trataba de un pederasta, me dijo Rosa alarmada. Intentaron comprender las
necesidades de su hija, pero también pensaron en la posibilidad de visitar algún psicólogo
infantil.

—O igual lo necesitamos nosotros, Ramón, que la vida avanza tan rápida que igual nos
hemos quedado atrás —hizo autocrítica preocupada.

Y reforzó su preocupación cuando me contó que Lourdetas, que llevaba las botas
ortopédicas esas que también llevé yo de pequeño −me preguntó si me acordaba, y sí, claro
que me acordaba−, le dio un pisotón con ellas a su padre, a conciencia.

—Ah, caramba —expresé.

La cosa fue que Lourdetas le devolvió el bicho a don Ceferino y se dirigió corriendo a
saludar a Casimoro. Y claro, su padre también se acercó corriendo tras ella, que casi le
pierde el rastro. Se saludaron los dos, y cuando Casimoro le preguntó por su madre, o sea,
por mí hermana, Joan preguntó si conocía a su mujer, y fue cuando la niña le dio un pisotón
con la bota ortopédica, que según Rosa todavía le dolía. Además, después del pisotón,
Lourdetas le dijo a su padre que no se metiera en sus cosas y que lo quería calladito.

—¿Tu te crees? Pero, bueno, no todo es malo, que Joan conoció en persona al alcalde
de Barcelona —me dijo ilusionada—. ¡Sí, el mismo Puigmirat en vivo! Mira…

Y me contó que unos agentes de seguridad confundieron a Joan con otro, se le tiraron
encima y lo inmovilizaron contra el suelo. Pero que por suerte ahí estaba Puigmirat en su
yate, y que fue él mismo en persona quien exigió “que dejaran en paz a los ciudadanos
honrados”. Y se disculpó ante Joan, que perdonara las molestias, que lo habían confundido
con otro. Lo invitó a subir al yate para tomar una naranjada, y Joan dijo que volvería a votar
a Puigmirat en las siguientes elecciones, que se había portado muy bien.
—Pero volviendo a Lourdetas, eso no fue todo. No, que va —dijo Rosa resoplando.

Esa misma tarde, al recogerla de la escuela, Lourdetas le dijo que había quedado con
su amiga Carla, de La Garriga, para que le pasara unas canciones de Timorato Quetemiro, y
le pidió que la llevara. Dijo querer ahorrarse la trifulca que tuvieron, que fue sonada, antes
de decidir llevarla hasta ahí. Pero lo hizo porque, al igual que Joan, también pensó que
llevándola a su mundo lograrían ver con quién se juntaba y conocerla mejor.

Llegaron al pueblo y se acercaron al lugar de la cita con Carla, justo en la esquina de la


residencia La Casa Nostra.

—Y nada, se puso los cascos y estuvimos más de una hora esperándola, ¿tú te crees?
—dijo su madre contrariada—. Y no le dijeras nada, que bueno, ¡no veas cómo se ponía!

Después de dos horas de postín, Lourdetas se quitó los cascos y dijo que ya se podían
ir, que su amiga la había dejado plantada.

—Yo, de verdad, ya no conozco a mi hija, Ramón —dijo Rosa afectada—. A ver si a ti


te cuenta de dónde salió ese viejo con ese bichejo… Ah, y ese señor en silla de ruedas. Se
está volviendo muy hermética. ¿No podría tener amigos normales? De su edad, digo yo —
dijo escandalizada.

—Tranquila, Rosa —me sentía salvador—. Déjamela a mí, que yo la pondré en su


sitio, ya verás —y le guiñé el ojo—. Y tú pásatelo bien, que mañana ya la llevo yo al
colegio.

Y Rosa se fue sabiendo que la dejaba a buen recaudo.

Llamaron al interfono por fin los de La Gran Muralla, que traían el menú de Ernesto.
Pero se lo di a Lourdetas y pedí otro al motorista para cuando le fuera bien, sin prisas, que
no fuera a tener un accidente.

—Los niños primero, Ernesto, que tienen que crecer —le justifiqué.

Le dije que comiera y, aunque lo hiciera con la boca llena, que nos contara qué había
de verdad de lo que me había contado su madre en la puerta.

—Supongo que todo, pero estoy segura de que te lo ha contado mal —dijo ella,
sabiendo que estaba en el ojo del huracán de su madre. Me gustó su manera de discernir, su
saber estar, sin alzar la voz. Me recordó a mí cuando minimizaba todo lo que mi madre me
reprochaba y cómo los mayores deformamos la realidad con nuestros temores, no dando
crédito a la de los niños, cuando todavía ven las cosas como en los dibujos animados.

Según Lourdetas, el domingo por la mañana le llamó el señor Ceferino para pasear el
varano por el puerto de Vilassar, que había jornada de puertas abiertas. Así, paseando
también con su padre, detectó de lejos la silla de ruedas de Casimoro llevado por el mismo
hombre que estaba en la residencia La Casa Nostra, que reconoció como Pablo Gao.

—Su hijo, don Ceferino —le enfaticé, informando a la vez al resto—, mi jefe y el
nombre que Lourdetas pronunció ante el alcalde provocando que nos persiguieran sus
gorilas hasta el metro. Sigue, cariño, sigue —le pedí.

—El señor Ceferino no quería ver a su hijo y se escondió ¿verdad? —le preguntó
Lourdetas—. Entonces, le devolví a Lorenzo y me acerqué a decir hola, y el señor Casimoro
me preguntó cómo estaba mi mamá, y mi papá le preguntó si conocía a mi mamá, y claro,
yo le di un pisotón con todas mis fuerzas.

—Muy bien hecho —la felicité—. Estuviste brillante ahí.

Luego, Lourdetas se despidió, pero se quedó a una distancia prudencial, con los cascos
puestos, para intentar establecer conexión con el transmisor de debajo de la silla de ruedas.
Además de conseguir que su padre no preguntara tanto, finalmente pudo escuchar la
conversación que mantenían:

—“Esta niña estaba el otro día en la residencia”, dijo uno. Y el otro: “Sí, con su
mamá”. Y no sé qué dijo de que querían comer un bomboncito… —dijo Lourdetas imitando
los tonos de voz que escuchó—. Y se pensaron que yo visitaba a mi abuelo y también
querían que mi mamá les dijera hola la próxima vez, mi mamá de mentira, Dolores, jiji. Se
ve que es muy chistoso porque el señor Pablo le dijo que era muy cachondo. Pero después
dijo que el miércoles lo llamaría para decirle la hora del desembarco. “¿Entonces será el
miércoles?”, dijo uno, y el otro dijo: “No se sabe hasta el último momento, depende del
mar. Pero tú me llamas y te vengo a buscar”.

Es increíble la memoria de los niños, a no ser que fuera producto de su imaginación,


que todos a esas edades nos ha gustado fantasear y ajustar la realidad a nuestro gusto. Pero
volviendo al contenido, como dijo Blasco en su día, no se sabría ni el día ni la hora hasta el
último momento, para evitar soplos y malentendidos.

—Y por eso le dije a mi mamá que me acompañara esta tarde a La Garriga, que había
quedado con mi amiga.

—Eres un prodigio, Lourdetas.

Afirmó haber mentido al decir que tenía una cita con su amiga Carla en la esquina de
la residencia La Casa Nostra, que tenía que venir con unas canciones de Timorato
Quetemiro para ella. Una vez ahí hizo ver que se había confundido de hora y que tenían que
esperar, y se puso los cascos como quien escucha música. Entonces, mientras su madre se
iba al coche muy mosqueada, ella volvió a sintonizar con Casimoro. En ese momento, solo
conseguía escuchar la tele de fondo.

Sonó de repente un teléfono, que parecía que tuviera al lado del transmisor, y
Casimoro respondió. Era el Tiburón y dijo que la descarga se haría esa misma noche a las
dos de la madrugada, y que sus animales eran los varanos, que la caja estaría marcada con
una equis gigante fluorescente, pero que solamente se vería con una linterna.

Al saber que esa misma noche se haría el desembarco, se formó una algarabía propia
de niños a punto de comer chocolate deshecho. Y tomé la palabra para organizarnos.

—Amigos, tenemos que irnos al puerto para pillarlos in fraganti. ¡Ah!, y antes de que
lleguen los de azul-verde-o-marrón.

Capítulo 27

Desde el momento en que decidimos marchar hasta que salimos de casa, no pasaron
más de diez minutos, y teniendo en cuenta que sin contar a los animales éramos ocho, no
estaba nada mal.

Don Amato y don Ceferino necesitaron sendos turnos de baño, que la próstata no
perdona, y Melanie y Dolores lucharon por el espacio vital ante el espejo, como por agua en
el desierto, para retocar su maquillaje.
Mamadou solo tenía que levantarse del sofá, porque como no se había quitado la
chaqueta, tampoco se la tenía que poner. Pero sus movimientos eran los típicos del hombre
negro africano, como un elefante: primero una pata, que después ya moveremos la otra. Los
africanos son gente que la hora le importa un comino y alucinan cómo los blancos estamos
todo el día preguntando la hora. Seguro que nos ven como robots programados. Entonces,
yo pensé que ellos serían como muñecas de trapo, sin ningún automatismo, pero afables,
agradables al tacto, que las quieres un montón. Y mientras Mamadou esperaba que alguien
dijera que ya nos íbamos, Lourdetas corría por el pasillo abriendo la puerta con su mochila a
la espalda, su perro-coche y ¡a saber qué más llevaba ahí dentro! Y ver un correcaminos
delante de tus morros siempre te pone en órbita.

El que opuso más resistencia fue Ernesto que, de pie y con las manos abiertas, clamó
justicia pidiendo su menú.

—Se deben de haber olvidado, Ernesto —le solté—. Por un día que no comas tampoco
te vas a morir.

¡Ah!, y le dije que no se olvidara de Ramsés, que estaba con la bombona de butano.
Estábamos en un momento crucial y no podíamos echar en falta a nadie, le instruí.

Tanto tiempo con la puerta abierta, no conseguimos pasar demasiado desapercibidos, y


el primer resultado fue que se abrió la puerta del piso de la señora María, que salió
escandalizada por el ruido.

—¡Oh!, quin xivarri —exclamó—. ¿Pero qué pasa?

Pero al ver a Ernesto, que fue de los últimos en salir, le cambió la expresión y sonrió
como una adolescente a su ídolo musical. Se le acercó y le propinó dos besos sonoros, que
él mismo hubiera querido evitar, pero que por el desconcierto no estuvo a tiempo.

Consumido ese efusivo acto de cariño, se abrió la puerta de la casa de la señora Carme
y salió el matrimonio a comprobar el motivo de ese jolgorio. Aunque ella se mantuvo a una
distancia prudencial para no levantar suspicacias, el Lute −su señora ya le había dicho que
Ernesto había echado al bigotudo para protegerla− preguntó si por casualidad se estaban
movilizando para encontrar a ese pájaro.

—Es posible que lo veamos, ¿por qué? —preguntó Ernesto.


—Porque ese tío me debe una pasta. Y me la va a pagar.

Se puso la chupa y bajó las escaleras corriendo, mientras juraba por sus muertos que
ese tío no se le escapaba. La verdad es que nadie entendía la relación entre ambos, pues si
no era por el amante, ni yo ni nadie se atrevió a preguntárselo. Pero fue su mujer quien más
se alteró por esa iniciativa.

—No vayas, Lute —gritó ella—. No vayas, cariño, que te pierdes —pero él, como
cuando tenía una fijación, pasó de su mujer y bajó la escalera decidido a reclamar lo suyo.

La señora Carme lo siguió con la bata de felpa, pijama y zapatillas, insistiendo en que
desistiera, que ya iban los jóvenes, que tenían más temple que él. La cotorra, ante la fuga de
su mayor represor, echó algún graznido de liberación, aun estando pillada su pata a la
cadena.

La señora María intentó recordar a su vecina todo el mal que le hizo pasar días atrás,
pero la señora Carme se ofendió con que eso era agua pasada, que ya no importaba, que
ahora estaban felizmente reconciliados. Y si él iba a salvar el honor de su matrimonio, ella
iría con él, que un gran hombre siempre necesita a su amada a su lado.

—Pero no vengas así, mujer. Vístete, coño —le exigió el Lute.

Diez personas y dos animales quedamos en la calle. No era una salida del Imserso,
pero ahí estábamos todos esperando la furgoneta de Ernesto, que era lo que más se parecía a
un autobús. Se llevaba a Ramsés, que ya había aceptado la derrota ante el varano y volvía a
mirar su vida con optimismo, pero justo en ese momento llegó el motorista de La Gran
Muralla con el menú de Ernesto.

—Un menú con extla de patatas flitas, pala usté, señol —me ofreció el paquete con
una reverencia y se quedó ante mí esperando el montante, que por mucho cliente plefelente,
la pasta no se perdonaba.

La verdad es que después de ingerir semejante menjunje, oler otro igual casi me dio
vomitera. Pero por suerte llegó Ernesto con su furgoneta y aseguró que ahí cabíamos todos
perfectamente, que fuéramos entrando, a la vez que se acercaba hasta el chino que
sabiamente había relacionado con su nutrición. Así, mientras los demás subían y bajaban
del furgón para ensamblarse como piezas de un tetris, Ernesto se apartó hacia un rincón con
su comida, como hacen los buitres leonados con la carroña, y engullía de un bocado un
rollito de primavera. Mientras lo hacía, a mí me tocó rascar el fondo de mi bolsillo.

El chino, al ver la dificultad del personal para colocarse en la furgoneta, dio cuatro
instrucciones:

—Cuatlo delante y cuatlo atlás, el lesto enchima, así fácil, señol —y añadió que, al ser
yo cliente preferente, podíamos disponer del servicio de transporte de emergencias, que lo
cubría el seguro. Y aclaró que el transporte era su moto y el chófer, él mismo.

Aluciné con las ventajas inmediatas de haberme hecho socio, que normalmente no se
notan nada más que en pagar las cuotas y en menos dinero para el bolsillo. En este caso, en
diez minutos ya estábamos beneficiados con sus cláusulas.

—Xing Fu, un selvidol del señol Lamón, puedo lleval a eta señolita —dijo
referiéndose a Dolores. Y entonces sospeché que tal vez le gustara y quisiera ligársela, el
muy espabilado. Seguro que quería aprovechar para chulear con su motomierda.

—¡Ah, querido Kunfú…!

—Peldón señol Lamón, Xing Fu, un selvidol…

—Ea, eso Xing Fu, lo que pasa es que…

Y lamenté que la señorita que pretendía tenía que venir con un servidor, que teníamos
una reunión en la furgoneta. Pero sí que le acepté el servicio para otra señorita −y le susurré
que también estaba para chuparse los dedos−, Melanie, a quien le gustaban la velocidad y
las emociones fuertes. Así la tendría lo más lejos posible de mis sentidos, que todavía me
provocaba emociones contrastadas. Pero saltó don Amato para ofrecerse a montarla, la moto
digo, asegurando que conocía al dedillo la ubicación del puerto, y que él mismo guiaría al
chino.

Con todo, Ernesto ya había ingerido hasta el último vestigio del bambú de la ternera y
estaba a punto de aspirar el flan de huevo de una bocanada, cuando sin dar el visto bueno a
la ubicación de los viajeros, corrió el portón, subió al volante y dijo: “¡Marchando!, que ya
estamos todos”.

Xing Fu puso a funcionar la única válvula de su moto −no creo que ese montón de
herrajes tuviera alguna más−, y de lo rápido que salió, que parecía que fuera a repartir
pizzas, casi deja a don Amato en tierra. Agarrado al fin el paquete a la ferralla, salió el chino
rumbo al Nudo de la Trinitat, y Ernesto tras él pisando el acelerador hasta el suelo. Con las
curvas de ese nudo, el centro de gravedad de la carga variaba a su antojo y nos convertía en
avalanchas de carne sin norte. Con la ayuda de gritos onomatopéyicos, parecía una
excursión infantil a la que solo nos faltaba cantar “señor conductor, acelere”. Vamos, que en
cualquier momento podíamos salir volando por la ventanilla.

Más allá del Nudo atisbé mi barrio tenuemente iluminado y con el dedo señalé con
nostalgia la niñez que ahí había pasado. Clavados en mi retina estaban los recuerdos vividos
en él, y todos mostraron su estupor por haber crecido en semejante acumulación de
hormigón.

—Pero, ¿ahí se puede vivir, realmente? —dijo Melanie con una mezcla de extrañeza y
repulsión.

—Se puede, se vive y se pasa bien —reivindiqué—. Yo ahí jugaba en la calle, cosa que
estoy seguro que tú no hacías. Vivíamos en la calle, hasta que nos pegaban cuatro gritos
para subir, y a veces hasta que caía la noche.

—Yo también me crié en la calle —saltó don Ceferino—, en el pueblo de Villanueva


de los Infantes. Y de más mayor, en un burdel. Antes te criabas donde podías, pero te lo
pasabas bien igual.

Entonces Ernesto se carcajeó y provocó que Ramsés ladrara por simpatía. El ambiente
se hizo insoportable, también porque todo el mundo empezó a contar episodios de su
infancia. Dolores la había pasado en casa, ya que no la dejaban ir a jugar más que con
amigos de la congregación y en la escalera no había. La compadecimos todos, pobrecita.

El Lute contó que él solo iba a casa para comer y dormir. Y la señora Carme, que no la
dejaban salir si no era con su tía a cinco metros de ella, a lo que el Lute respondió que por
algo sería, y ella le recriminó que qué quería decir con eso. Y se formó una desagradable
trifulca que nos llevó al recuerdo de la tensión habida cuando Trosdesoca tuvo que destrozar
la puerta con la sierra eléctrica, pero con la gravedad añadida de estar todos juntos en ese
reducido espacio, difícil de escapar. Y Lourdetas no contó nada, pero puso la oreja a las
distintas maneras de vivir, ya que estaba descubriendo que no todo era obedecer y hacer
deberes. Y yo fui ensordeciendo el volumen de esos comentarios, a medida que, con una
sonrisa nostálgica, me adentraba en las calles, parques y rincones del barrio que me vieron
crecer.

En esos grandes bloques de hormigón se me hicieron visibles algunas ventanas


iluminadas, con la gente luchando por sus anhelos, como antaño también hacía yo. Sueños
que no iban mucho más allá de los espacios que ya conocíamos: el parque, la calle, el bar de
la máquina, rincones para jugar a canicas, las aceras para jugar a cromos. Espacios donde
habíamos compartido numerosos juegos, diversiones, aprendizaje y justicia. Sí, mucha
justicia, pues las leyes las hacíamos nosotros con sentido común, y nadie se las saltaba.
Rafael, David, Blasco, mis amigos de la calle, los de la escuela, mi madre y mis hermanas y
sus bragas para los negocios. Y Sandra, que cuando se agachaba se las mirábamos, y al
darse cuenta nos llamaba guarros y se lo decía a su madre, la chivata. Y la zurra de mi
madre, que no se miraban las bragas a las niñas, y yo ya no vi más bragas en mucho tiempo
por más que me hubiera gustado. Y los trabajos de la escuela, el chocolate deshecho de cada
domingo, los partidos de fútbol en la calle, a béisbol. Incluso a tenis, como los señoritos de
Sarrià; aunque sin red, también jugábamos a tenis. Lo teníamos todo.

Pero fuera del barrio toda aquella justicia se esfumaba y solo quedaba la soledad de la
indefensión. Muchos decían que mi barrio era una selva, como también se dice del país de
Mamadou, pero más selva que lo que estaba viviendo desde que salí de él, no me parecía.
En la selva de mi barrio, la ley de la selva no era como en la ciudad; era una ley cívica, que
funcionaba más que bien entre nosotros. En cambio, viendo lo que había fuera del barrio, lo
más fácil era enchufar la tele, darle al mando a distancia y no meterse en fregados. ¿Qué me
importaba a mí la justicia social si a lo que aspiraba todo el mundo era a tener un sueldo de
campanillas y un piso lo más bonito, alto y soleado posible? ¿O cómo defraudar a Hacienda
o a la Seguridad Social? Viendo esa selva inhumana, se pedía a gritos jugar a policías y
ladrones en busca de justicia social, pero, ¿acaso alguien te lo iba a agradecer? ¿Quién te lo
valoraría? Ahí, había que luchar contra los mafiosos y contra los de azul-verde-o-marrón a
la vez, que parecían del mismo bando. Y aunque ya teníamos cierta práctica, que habíamos
jugado a ello muchas veces, los tentáculos del poder eran tan enormes que siempre
acababan ganando. Para empezar teníamos que demostrar que nosotros éramos los buenos y
ellos los malos, porque no sé a santo de qué teníamos los papeles cambiados. Ardua tarea,
casi nada.

Lo planeamos todo como un juego de los de antaño, de policías y ladrones, en los que
a mí siempre me gustaba ir con los buenos, claro, los justicieros, el séptimo de caballería,
los héroes, los salvadores de los pobres y las víctimas del mal. Como Inspector Gadget,
Mazinger-Z, El Equipo A o La casa de la pradera, que siempre luchaban contra las fuerzas
del mal. Y el mal era un monstruo de más de mil cabezas y muchos brazos y tentáculos. El
mal, fuera del barrio, era hasta el aire que respirábamos, que decían que estaba contaminado
y hasta podía producir cáncer.

Seguía con la mirada en mi hogar, mi barrio, abandonando el Nudo, cuando una


impertinente estridencia se interpuso en la estampa: era la motomierda montada por Kunfú
y don Amato, que se acercaban con cara de velocidad. Habían metido gasolina y ya nos
estaban pillando de nuevo. Ese esfuerzo por acercarse me volvió al desafío que estábamos
llevando a cabo y abrí la ventanilla, saqué la cabeza por ella y, a gritos, los alenté a que nos
alcanzaran para proponerles una etapa intermedia:

—¡¿Conocéis el Doña Lagarta?!

A Xing Fu se le escapaban los burdeles, pero no a don Amato.

—¡Yo, shí! —gritó él—. ¡Vamos allá, sheguidnos!

Y mientras se agudizaba la estridencia de la motillo, consiguieron adelantarnos.

Para que nadie se escandalizara, hice saber a todos que en breve llegaríamos al famoso
burdel de la comarca Doña Lagarta, donde se haría la primera parada para quien quisiera ir
al baño o avituallarse. Pero para acallar a los más entusiastas, añadí que en ningún caso un
servidor costearía ningún servicio.

—Nada, en esta excursión no está incluida la bebida —les aclaré—. Si tenéis sed,
bebéis del grifo del lavabo.

Con diferentes objetivos, fuimos pasando hacia dentro ante la mirada desconcertada de
los chuloputas, que no sabían a qué atenerse. No dejábamos de ser clientes puteros y tal vez
posibles putas, las mujeres digo, por lo que en el tiempo que el portero se ponía en contacto
con los del otro lado del pinganillo, ya estábamos cada uno a su cometido.

Tenía que quedarse en el burdel don Amato, que además de conocer ese espacio al
dedillo, también conocía a los guardias de seguridad del puerto, que seguramente estarían
de fiesta con todos los gastos pagados. Se quedó también nuestro servicio de emergencia, o
sea Kunfú con su motillo, por si había que salir pitando, y Melanie, a la que tuve que
convencer por ser la única que tenía móvil −además de Ernesto, pero este era el único que
podía llevarnos al puerto−. El chino dijo que su moto podía llevar dos pasajeros, aparte del
chófer, pero que no costearía ninguna multa por exceso de capacidad. Eché una ojeada al
contenido de mi cartera y dije que vale, venga, que se quedaran Melanie y don Amato, que
ya la pagaría yo. Como siempre, el que paga es el que manda.

Tuve que convencer a don Ceferino para que desistiera de quedarse con su amigo. Y
tampoco se quedó el Lute, que insinuó poder hacerlo tranquilamente y volver a pie, que no
estaba tan lejos, matizando que hablaba en general cuando vio a su mujer con ganas de
atizarle un guantazo.

—No hablo por mí, Carmencita, cojones —se excusó el Lute—. Es que todo te lo
tomas por el lado malo, chica.

—Ya, y yo me chupo el dedo —le replicó ella, acostumbrados ya el resto a esas


constantes de toma y daca.

Hechas las necesidades de cada uno y conseguido el feliz reparto de misiones,


volvimos a subir al vehículo. Con el espacio sobrante que nos dejó Melanie, lamenté que no
fuese necesario pegarme a Dolores. Resopló ella satisfecha y se espatarró liberada,
expresando yo falsamente lo mismo. Don Ceferino se puso en el asiento delantero con su
varano, al lado de Ernesto y Ramsés, y ambos animales se estudiaron con el respeto, pero
también con la desconfianza que se tienen dos potencias nucleares armadas hasta los
dientes. A veces las armas de destrucción masiva están en manos de los más ineptos, pensé,
y uno solo puede encomendarse a Dios.

Ya de nuevo en la N-2, con el motor rezumbando a tope y nosotros gritando como


niños de excursión, vociferé las siguientes instrucciones para practicarlas en ese preciso
instante:

—¡A ver! Hay que aprender a callarse un poco para cuando estemos en el puerto, que
esto parece una olla de grillos —exigí.

De entrada, esa práctica ya fue boicoteada por el Lute, que a él nadie le mandaba
callarse, que ya no había dictadura en España desde hacía tiempo. Y pensé cansinamente en
cómo a veces se manipulan los términos, jolines, mientras la señora Carme le daba codazos
para que omitiera su vozarrón, que no callaba. Y aunque nadie se calló nada, el volumen de
voz fue disminuyendo a nivel de susurros. Con ese logro me pareció oír cómo Dolores
instruía a Lourdetas, que era la única que tenía capacidad de escuchar, mientras jugaba
atando su perro-coche con la cámara de video que le había dejado Melanie.

A las puertas del puerto, sin bajar del vehículo, sincronizamos los relojes y, por una
vez, como si fuera mi secretaria, pedí a Ernesto que llamara a Melanie, que tenía que hablar
con don Amato. Lo hizo, pero tal como me miró, ese cambio de rol no le gustó nada.

—¿Que cómo está el patio? Vaya huevos… —respondió Melanie cabreada desde su
móvil, y me pasó a don Amato mientras se oían sus reniegos. Este estaba tranquilo y fue
mucho más agradable que ella.

—Aquí tendrían que haber seis guardias, pero solo hay cinco. (…) Falta el jefe, el
gordo que está a punto de jubilarse. (…) Bueno, el chino con una coreana y yo con una
rumana, que suecas ya no hay. (…) ¿Melanie? Uf, cómo está. (…) Sí, claro, la toman por
puta y eso le cabrea…

—Bueno, vosotros seguid ahí y si hay novedades nos avisáis —y colgué después de oír
de fondo gritar a Melanie que ella no se quedaba ni un segundo más en ese antro. Y me dije
que, efectivamente, esa chica se cansaba de todo demasiado rápido.

Resumí la llamada a los presentes, y en especial a Mamadou, que iba a ser el sherpa de
la expedición: en el puerto solo habría un guardia, que era gordo y tenía más de sesenta
años.

—Además de los chulos de cada parte, claro —completé.

En el aparcamiento del puerto, los últimos trasnochadores de los chiringuitos nos


dieron la oportunidad de pasar como un variopinto grupo de fiesteros. De todas maneras,
encaramos la furgoneta hacia la salida por si había que salir pitando.
Todos nos creíamos con derecho a tener un puesto en primera línea de los
acontecimientos, pero también era verdad que teníamos que dividirnos entre la vanguardia y
la retaguardia. Así que intenté dar a la retaguardia el protagonismo que merecía para que
nadie se sintiera ninguneado.

Empecé por nombrar a Ernesto jefe de la retaguardia, pues era el amo de la furgoneta y
del móvil. O sea, jefe de control, de contacto con Doña Lagarta y jefe de emergencias, por
si había que salir pitando. Ensalcé la categoría de ese puesto como básico y reclamé a
Ramsés para tareas de vanguardia, por si tenía que protegernos, por lo de poderoso perro de
defensa. Ante su queja, le dije que lo tenía todo previsto y que dispondría de guardia
personalizada con el Lute, que con su porte y voz ya imponía un montón. La señora Carme
dijo que se quedaba a proteger a su marido, y el Lute resopló, cansado de estar tanto rato a
su lado.

—Pues estate calladita, que ya me tienes frito —renegó.

También le dije a Ernesto que si había que salir corriendo, pegara un silbido al perro de
manera que el animal supiera lo que le tocaba hacer.

—Si lo vemos correr, nosotros haremos lo mismo —aclaré.

Le recalqué que tuviera en cuenta que en primera línea habría una mujer, una menor y
un sinpapeles luchando juntos por la causa, además de su perro y el compañero de piso que
lo había albergado en su propia casa. Se lo dije, le dije, por si la cosa se ponía fea, que no
nos dejara a la estacada.

—¿Por quién me tomas? —se ofendió Ernesto—. Antes de dejaros colgados, agotaré
todas las posibilidades.

No me gustó esa coletilla y le advertí que no podían agotarse las posibilidades sin que
nosotros estuviéramos en el furgón, que no era de recibo una fuga prematura. Y él dijo
hablar de una situación límite… Y le repliqué ¡que no!, que ninguna situación límite nos
podía dejar en la estacada, jolines. A ver qué iba a considerar una situación límite.

Aclarado que el papel de la retaguardia no era estar fumando con la radio puesta −que
no estaban esperando a los niños a que salieran de la piscina, sino a nosotros−, nos apeamos
del furgón Lourdetas, Dolores, Mamadou, Ramsés y un servidor. A don Ceferino y el
varano no les dejé salir; solo faltaba eso, le dije. Y ya en tierra, Ramsés empezó a
arrastrarme de la correa teniendo que hacer una fuerza de retención brutal y, ante el
repentino desgaste de mis facultades físicas, tuve que amenazarle con que si seguía con esa
actitud, no le daría otro hueso de tripa en su puta vida. Y así obedeció, con amenazas, como
si fuera un niño.

Cedí la iniciativa al sherpa Mamadou, quien nos indicó el camino tras sus pasos, y que
pronto llegaríamos hasta la nevera del jefe de descargas Antonio Fiscales. Salté yo de golpe
para recriminarle, a base de susurros, que se olvidara de neveras, que no era eso lo que
queríamos encontrar, sino la zona del desembarco. ¡Vaya tonto del culo, el Mamadou de los
cojones, siempre pensando en comida!, me dije. Manada de inútiles todos, reiteré. Y
constaté que, al sentirme jefe, se me estaba pegando ese vocabulario bruto y soez de Pablo y
Del Pollo que tan poco me gustaba.

—Tranquilo amigo, tú no poner nervioso que todo bien. Nevera solo punto, allá vemos
todo —contó Mamadou.

Estaba yo más nervioso que nadie y me tuve que tranquilizar contando hasta diez. Está
claro que las referencias del hombre negro no tienen por qué ser las mismas que las mías.
Tenemos puntos de vista diferentes, y para él una nevera sería como para mí la estatua de la
Segunda República: toda una referencia.

Mamadou se sentía protagonista. Los quince días que estuvo escondiéndose por el
puerto fueron como si hubiera estado en la selva, encontrando su espacio, esquivando al
depredador y arramblando lo que le permitía seguir con vida. Como si fuera una visita
guiada, nos iba contando la historia de cada piedra, de cada esquina, como si hubiera vivido
ahí no quince días, sino quince años.

—Esta mi cama, aquí, dormir. Oh, ahí mal te da sol. Aquí siempre manadas de niños
escuela. Y ahí nevera para comer y beber, ¿sabes? Y ese tanque dormir caliente, un poco
peste. Camión basura casi tritura y yo dentro, mucho peligro… —fue exponiendo a modo
de visita turística.

Tirando de mí, Ramsés lo seguía con el hocico pegado al suelo. Me seguía Dolores, y
Lourdetas de su mano, que se entendían la mar de bien. Nos advirtió Mamadou que si
íbamos directos al muelle nos encontraríamos el almacén principal y las oficinas, pero que
pasaríamos por lo que él denominó el sendero, una callejuela trasera sin iluminar. Así
podríamos burlar el andador principal, por el que se vería a la legua cualquier silueta en
movimiento.

Efectivamente, en el muelle principal se divisaba la silueta de un grupo de personas


hablando entre sí, entre las que había una silla de ruedas. Vimos acercarse una barcaza con
la parsimonia propia de esos vehículos. Por suerte, como estaban pendientes de la flota, no
percibieron nuestras exclamaciones de excitación y sorpresa, y nos quedamos en ese giro,
con esa emoción contenida, sacando la cabeza por la misma esquina uno por encima de
otro, como si fuéramos Scooby Doo y sus compinches.

—Por aquí —susurró Mamadou indicando una trampilla.

Era la trampilla de un contenedor de basura que, previo paso por ella, daba acceso al
interior de la nave. Se utilizaba fuera de horario para trapicheos extraportuarios que Antonio
Fiscales no quería ver ni oír, aunque por el mero hecho de hacerse el ciego y el sordo ya se
llevaba una comisión.

Nos escondimos en ese contenedor y lamentamos todos el lugar escogido, que apestaba
de lo lindo, menos Ramsés, que alzando su olfato en todas direcciones parecía disfrutar
como un poseso.

—Borf, borf —hizo el tonto, y lo reduje con dos testarazos y con castigarlo a comer
pan duro y chistorra asturiana toda la semana. ¡A ver si nos iban a pillar por su culpa!

Mientras trataba de ver con los prismáticos quiénes eran los que estaban en el muelle,
Lourdetas se puso unos cascos y sacó el perro-coche de su mochila, atado a la videocámara.
Desconcertado, intenté abortar su iniciativa, pues no era momento ni de jugar ni de escuchar
música. Pero Dolores me paró con su brazo, me guiñó el ojo −cosa para la que pensé que
tampoco era el momento− y me dijo que la dejara actuar, que la niña ya sabía lo que se
hacía.

—Y yo también, Ramón. Ya verás.

Con la maestría en el uso del mando, como los humanos con los estiramientos antes de
hacer footing, el híbrido calentó motores con unas idas y venidas, unas derrapadas, unas
curvas y la marcha atrás. Así comprobó que la videocámara no se desestabilizase. Después,
cogiendo carrerilla por detrás de los paquetes almacenados, tomó la directa camino del
muelle.

Llegó al portón abierto y avanzó hacia los contertulios, que por suerte para ellos
estaban de espalda y no podían ser grabados. De la misma manera, por suerte para nosotros
tampoco íbamos a ser descubiertos. Y aunque con sigilo, Lourdetas seguía al perro-coche
escondiéndose tras los paquetes con la intención de poder captar una mejor grabación de los
mafiosos.

Atracó por fin la barcaza ante la más que evidente satisfacción del grupo, pues se
oyeron risas y felicitaciones, como si ya tuvieran el pescado vendido. Se hizo entrega de un
maletín con la supuesta pasta y, a cambio, se cargaron dos contenedores en un camión que
llevaba un tipo con pinta de chatarrero.

Ramsés seguía olisqueando toda esa mezcla de pestes propias de los puertos, entre
pescado podrido y basura, hasta que se puso a ladrar como un energúmeno mientras salía de
su escondrijo. Por suerte no lo hizo por donde estaban los contrabandistas, sino por donde
habíamos entrado. Mientras, los mafiosos, como si fueran un equipo de natación
sincronizada, todos pusieron la mano en su gabán por si era necesario cubrirse con sus
pistolas. Según Lourdetas, que ya estaba sintonizando la conversación con el transmisor de
la silla de ruedas de Casimoro, desestimaron el uso de sus armas al minimizar la
trascendencia Pablo Gao con lo siguiente:

—¡Bah, debe de ser un rosviler vagabundo!, un follador nocturno —dijo—. ¿No te has
fijado que está lleno de rosvilers por todas partes? Una lacra, Casimoro, te lo digo yo.

—Ah, joder, me había acojonado, coño —respiró Casimoro.

Se oía acercarse un ruido parecido a una sierra eléctrica, y entendí la reacción de


Ramsés; si ya iba loco con las emanaciones de ese puerto, solo le faltaban ruidos familiares.
Así que el animal, con las orejas de punta, volvió tras sus pasos, y yo avisé al resto para que
me siguiera, pues Ramsés había descubierto algo. Tocó deshacer el camino y volver a pasar
por el contenedor de basura, y vi cómo Ramsés se fundía en un caluroso abrazo con
Trosdesoca, como si fueran viejos amigos, moviendo el culo con desesperación. Parece
mentira la memoria de los animales, que te huelen una vez y ya es para toda la vida. Lo que
me fastidió es que hubiera pasado de largo del control de la retaguardia. ¿Qué coño estarían
haciendo?

Afirmó Trosdesoca resoplando de cansancio que ya no era un jovencito para correr de


esta manera, y le di la razón, claro, porque jovencito no era. Pero lo hizo, dijo mientras
tomaba aire, porque habían llegado unos polis al bloque. Me reveló que por un momento
había pensado que eran los de Hacienda −ya estaba preparando las maletas para cruzar la
frontera−, pero para su tranquilidad y mi desasosiego, eran los de la brigada criminal e iban
a por mí. Y añadió que por la deferencia que había tenido con él cuando el bigotudo
acechaba su morada, quiso advertirme en persona que no volviera a casa, que estaba sitiada
de policía.

—¡Coño! ¿Qué me dices? —exclamé.

—Lo que oyes, vecino —expresó.

Me contó que, antes de que los polis tiraran mi puerta abajo, que esa era la intención,
salió la señora María escandalizada con la escoba como arma y les amenazó con que, o
dejaban esa puerta en su sitio o se ganaban un escobazo suyo. Y que además se lo diría al
administrador, que gastaba muy malas pulgas.

—Y luego la oí decir —siguió Trosdesoca—, supongo que sin mala fe, que los chicos
no les abrirían porque se habían ido al puerto de Vilassar a hacer unos encargos. Ella se
pensó que los había amedrentado con su escoba, porque se largaron escaleras abajo hacia su
vehículo, pero en realidad están viniendo a por ti. Y claro, yo he venido para llegar antes
que ellos y parece que lo he conseguido —dijo satisfecho.

Después de esa exposición, percibí en la lejanía la estridencia inconfundible de la


válvula de la motillo de Kunfú, que se acercaba a todo trapo petando de lo lindo. Esperé que
la retaguardia esa vez sí que la detectara, que si no, se enterarían hasta los mafiosos.

A continuación, Trosdesoca afinó el oído al oír una sirena, de la cual dijo ser la
mismita, igualita que la de los Mossos cuando estaban ante nuestro portal, aumentando de
volumen al paso de los segundos. Nos miramos como dos pasmarotes, sin mediar palabra.

—¡Son ellos, vecino! —exclamó Trosdesoca—. Marchemos antes de que lleguen.

Íbamos de retirada cuando me aumentaron las taquicardias al darme cuenta de que ¡ni
Lourdetas ni Dolores me habían seguido! Por nada en la vida podía pasarles nada, que la
familia no se toca y tampoco a mi pretendida del alma.
Se largó el resto a salvar su pellejo cuando volví atrás por la misma compuerta,
comiéndome de nuevo el pestazo a sardinas podridas, a por la salvación de mis mujeres.

—Pff, qué asco, por Dios —me asqueé.

La sirena dejó de sonar, no sé si porque ahí dentro no se oía o como señal inequívoca
de que habían llegado a su destino. Ahí, el perro-coche seguía buscando las mejores
panorámicas, hasta que vi cómo salía al muelle, se ponía delante de todos y filmaba de cara
a los seis contendientes, Pablo, Casimoro, el Pulpo, Fiscales y los dos chulos protectores,
uno de los cuales era el Bigotes. Alucinaron pepinillos los mafiosos al ver ese cacharro ante
sus morros; después de los ladridos de un perro, el ruido de una motosierra y de la motillo
del Kunfú, solo faltaba ver ese juguete como guinda a toda la incertidumbre suscitada.

—¡Pero qué coño es esto! —dijo Casimoro.

—Es un coche de juguete, ¿no lo ves? —soltó Pablo.

—Algún niño debe de estar jugando… ¿Pero a las tres de la madrugada? —dijo
extrañado el Pulpo.

Y salió corriendo Lourdetas a por su perro-coche, pues se le habían acabado las pilas y
el mando ya no respondía.

—¿Ves? —dijo Pablo—. Ya sale una niña.

—¡Ah!, está su padre también. Mirad, ahí —soltó Casimoro, pues si Lourdetas había
salido corriendo a por su perro-coche, era yo el que había salido a por Lourdetas, a la vez
que volvieron a sincronizarse los seis mafiosos metiendo la mano en el interior de su gabán.
Pero justo en ese crítico momento, en el que temí estar al límite, entraron en el muelle los
hombres de azul-verde-o-marrón gritando: “Todos al suelo, suelten las armas y manos
arriba” −en catalán, claro−, y que si no, pasaría algo gordo. Y yo resoplé de alivio, pues por
suerte ¡parecía estar salvado!

Mientras Lourdetas había conseguido hacer oídos sordos a las órdenes y no obedecer,
como hacía con su madre, y salir pitando nave adentro por la compuerta con el híbrido en su
poder, yo sí que me había tirado al suelo. Avisé a los agentes que no tiraba ninguna arma
porque no tenía ninguna, pero sí que coloqué mis manos en el cogote, que casi me da un
tirón en la espalda. Luego me pusieron las esposas y me sentí feliz: habíamos conseguido
pillar a los mafiosos y mi libertad sería cosa de minutos.

Me acerqué hasta mi jefe, al que saludé como cuando él lo hacía cada mañana.

—Buf, qué frío hace hoy, ¿eh?

—¡Ramón! ¿Qué coño haces aquí? —renegó él.

—¿Se conocen ustedes? —dijo un mosso.

—Sí, claro que nos conocemos, ¿verdad Pablo? —le sonreí satisfecho. Y añadí que ese
pájaro era mi jefe y que podía arrestarlo ahora mismo, que en breve pondríamos a
disposición del Cos dels Mossos d’Esquadra toda la información recopilada, que no era
poca, para aportar nuestro granito de arena a la justicia en este mundo.

—Mire —me dijo respetuosamente el mosso—, nosotros estamos en busca y captura


de don Ramón Gallofré Cisneros por asalto a la propiedad privada, riesgo de fuga y
reincidencia. Si es usted, nos lo puede contar en la comisaría, pues tenemos que detenerle.
¿Qué le parece?

Efectivamente ese era yo, les dije, y que iría encantado. Pero les aconsejé que no
hicieran tonterías y aprovecharan para llevarse a esos granujas, que estaba seguro de que su
jefe se lo agradecería con un ascenso. Y que mi equipo y yo teníamos información de
primera mano de que esos señores estaban traficando con animales protegidos, y que
habíamos podido grabar el desembarco, a espaldas de la legalidad…

Por fin el agente accedió y les pidió la documentación. Y yo sonreí, también,


satisfecho.

—Soy Fiscales, el jefe de Entradas. Ya se sabe que hoy en día los barcos aparecen
cuando les salen de las pelotas, agente, y tenemos que trabajar sea la hora que sea —se
disculpó Fiscales ante el funcionario.

—Sí, claro, cuéntemelo a mí que me han sacado de la cama —replicó el mosso—. No


se preocupe, lo entiendo perfectamente.

Y el de azul-verde-o-marrón le devolvió los papeles y me llevaron al cuartelillo, a mí,


dejando a los malvados libres en el mismo lugar del crimen. Era la tercera vez que tenía
problemas con los tricolores, mientras les anunciaba a gritos que estaban cometiendo un
terrible error.

—¡Son ellos a los que tiene que detener, no a mí! —me defendía—. ¿Qué hacen aquí,
si no, a estas horas? ¡Miren en ese camión! —¡Oh!, pero el camión ¡ya no estaba!—. ¡Están
cometiendo un error!

—Tiene derecho a guardar silencio y a un abogado. Y a hablar todo lo que quiera, pero
en comisaría, sentado y con calefacción —eso sí, todo en catalán y tratándome de usted.

Capítulo 28

Siempre he relacionado la palabra cuartelillo con la Guardia Civil o la Policía


Nacional, pero nunca con los Mossos d’Esquadra, que al ser nuevos en el oficio, no los
ajustaría a esa jerga. Vamos, estaba seguro de que no era quartelet. Pero el hecho es que iba
hacia el correspondiente cuartelillo de los Mossos, que a diferencia de los anteriores,
todavía no había visitado. E iba en una furgoneta muy parecida a sus homólogos españoles,
también con rejas en las ventanas y sin posibilidad de poderlas abrir.

Pero los Mossos se diferenciaban en algo importante de los cuerpos de seguridad de


siempre, y era que hablaban catalán, como yo. Era una policía nacida con la democracia,
más cercana al pueblo, para proteger sus necesidades e intereses. Además, sus funcionarios
se cuadraban con el mismo himno que emocionaba a la mayoría de ciudadanos, aun
tratándose de música medieval y pareciendo una marcha fúnebre. Pero, en definitiva, la
misma que nos hacía levantar la mano −no el brazo− con los cuatro dedos abiertos y
extendidos, símbolo de la bandera y nación. Entonces pensé que si hubiera un golpe de
estado, seguro que se alinearían a defender al populacho, con el Timbaler del Bruc al frente,
la música de gralles, los castellers haciendo exhibiciones y el president de la Generalitat en
cabeza, con la misma, bien alta.

Aunque los Mossos iban de azul y yo había oído muchas veces la tonadilla “de azul,
verde o marrón, un cabrón es un cabrón”, no era capaz de incluirlos en ese colectivo. No
creía que merecieran formar parte de esa calaña de policías que habían sembrado el terror en
varias fases del siglo XX, e incluso en la actual democracia, donde ya habían protagonizado
memorables actuaciones represivas sin lograr limpiar las manchas del pasado, sino más bien
lo contrario.

En cambio, los Mossos eran una policía impoluta, inteligente, con savia nueva, y que
sabría sobreponerse a los malos vicios de sus semejantes para dar ese ejemplo que era
menester al mundo de que otra policía era posible, al servicio del pueblo.

Así, yo me encontraba en el interior del furgón camino del cuartelillo, o como se llame,
dispuesto a colaborar con esa joven e inexperta policía en vías de crecimiento y formación.
Esa misma que, ya de entrada, había cometido ese pequeño error al detenerme a mí y dejado
libres precisamente a los mafiosos; un pequeño gran error, la verdad. Estaba algo
intranquilo, pues me faltaba Lourdetas para agarrarme de su mano, pero esperaba que me
dieran pronto el micrófono para poder darles esa clase magistral.

Intenté romper el hielo con el agente que me llevaba esposado, para que viera que
podía hablarme tranquilamente en catalán. Pensé que la lengua nos podía dar familiaridad,
como si estuviéramos en la cocina de casa.

—¿A quina comisaria anem? —le pregunté.

—Ja ho veurà —respondió con tanta seriedad como amabilidad, tratándome de usted,
como si fuera un señor. Y le sonreí agradecido.

Entendí que el pobre agente estuviera algo desubicado ante un preso que hablaba
catalán, educado y amable, acostumbrado a rumanos, negros, gitanos y sudamericanos sin
papeles que normalmente eran los custodiados en esas furgonetas, así como antisistemas,
ocupas, anarcos, rojos, manifestantes, y algún nazi, fachas, navajeros de peñas juveniles y
otros ladronzuelos de rangos bajos. Yo, en cambio, era una persona culta, con estudios, y
supongo que por eso no me dirigió más palabra que la justa y necesaria para indicarme
educadamente que estuviera tranquilo, que la Ley me daría la oportunidad de poderme
explicar con una declaración jurada.

Me recordó a los funcionarios de la Guardia Civil, los que me atendieron cuando fui a
recuperar mi vehículo. Eran todo amabilidad, pero también era verdad que no disponían de
demasiada permeabilidad humana. Era como estar hablando con una máquina de Coca-
Colas, que solo saben dar Coca-Colas. Pues estos solo sabían hablar de la Ley, aunque eso
sí, en catalán. Estos eran los policías que defenderían mis derechos ante mafias y demás
personajes aprovechados de nuestra desgraciada fragilidad legal.

Al llegar al quartelet, me hicieron pasar a un cuartucho con una mesa y dos sillas, en
donde, ante mi asombro −como si fueran unos chorizos barriobajeros, y no acorde con la
idea que tenía de ellos−, me hicieron vaciar los bolsillos de mis pertenencias. Saqué los
cuatro duros que llevaba, las llaves de casa y, cuando lo hice con la cartera, se abalanzaron
sobre ella. Extrajeron su contenido y lo extendieron encima de la mesa, todos los billetes,
que no eran pocos, las tarjetas de la Caixa, del Caprabo, de la biblioteca y del metro. Y el
reloj.

Por un momento me pareció que íbamos a jugar a vendedores, como cuando de


pequeño lo poníamos todo ordenado como en una tienda e imitábamos a ese colectivo.
Querían llenar la mesa de más cosas, que si tenía algo más, y les dije que a mí no me
quedaba nada más, que si querían poner su chapa o su gorra tendría bastante salida, que yo
mismo podría comprarla con mi dinero. Pero prefirieron poner los cordones de mis zapatos
y el cinturón, cosa esta última que provocó que me subiera los pantalones cada diez
segundos. Por un momento temí que quisieran dejarme en calzoncillos para mandarme a la
cámara de gas, pero afortunadamente no fue así. Íbamos por buen camino porque velaban
por mi salud, me dijeron; el cinturón y cordones eran para evitar que me suicidara. ¿Y por
qué tendría que suicidarme yo?, me dije. A ver si no iba a suicidarse su padre al saber el
tipo de hijo que tenía, joder.

—¿Para qué tanto dinero? —me preguntó uno.

—Me gusta invitar a mis amigos —le mentí, al muy cotilla.

Después me dijeron que esperara, que volvían enseguida, y me dejaron solo. Oí teclear
una máquina de escribir con una preocupante falta de habilidad y pensé que tal vez era la
mujer de la limpieza. Al cabo de diez minutos cedió el tecleo y volvieron con una relación
detallada de lo expuesto en la mesita. Me invitaron a firmarla si estaba de acuerdo, lo hice, y
la metieron en un sobre que lacró uno de ellos ante mis narices.

—No es necesario tanta corrección, que hay confianza, hombre —le dije dándole una
palmada en el hombro, pues estaba viendo que el uso de la lengua catalana no me estaba
aportando ninguna ventaja, y tal vez tenía que poner más de mi parte. Y añadí—. Perdone,
¿pero no querían que les hiciera una declaración?

—Ahora no hay nadie para tomarle declaración. La plantilla duerme a estas horas y
estamos bajo mínimos —dijo seco—. Pero tiene derecho a una llamada, y si quiere
despertar a alguien solo tiene que rellenar este impreso… A no ser que quiera esperarse a
mañana.

Me congratulé de poder usar de nuevo el comodín de la llamada. ¡Cómo me gustaba


ese juego! ¿Y para qué jugar mañana si ya se puede jugar hoy? Y con la ilusión de cualquier
primera vez, pedí hacerla a mi abogado, mi amigo Blasco, y así darle una sorpresa ante su
primer desafío.

Dije que el teléfono lo tenía apuntado en las Páginas Blancas y muy amablemente me
trajeron el libraco, cosa que me permitió practicar de nuevo el abecedario. Mientras
llamaba, confié en que Blasco pudiera aclarar a esos policías novatos la diferencia entre lo
bueno y lo malo, ciudadanos normales y delincuentes; con tanto delincuente al mando de
los ministerios, los pobres iban desorientados.

Respondió a mi llamada una onomatopéyica voz de ultratumba y un posterior eco de


una voz femenina, que supongo que sería su mujer, preguntando quién pollas era a esas
horas. Tan cordial que me pareció el otro día, y ahora, mira. Intuí que estarían durmiendo,
aunque no me dejé llevar por esa circunstancia y me mostré con el entusiasmo del
reencuentro con mi mejor amigo de la infancia.

—¡Soy Ramón! ¿No me reconoces o qué?

—No me jodas, Ramón, ¿no sabes la hora que es? —y no se la pude decir, pues me
habían despojado de mi reloj, y así se lo dije.

Volví a oír renegar a su mujer estar hasta el mismísimo mondongo de los casos
urgentes, a lo que Blasco no pareció hacer caso porque siguió al otro lado del aparato. Pero
cuando le estaba explicando dónde me encontraba, que necesitaba los servicios de un
abogado y que, por supuesto, no podía pensar en otro que no fuera él, que no lo traicionaría
jamás, se cagó en mis muertos y me colgó el teléfono.

—¡Oh!, ha colgado —dije contrariado.

—¿Y qué esperaba? Yo estaría igual si me llamaran a esa hora —se atrevió a opinar el
muy imbécil, que hasta entonces se había comportado como toda una auténtica máquina de
Coca-Colas.

—Mire, yo no espero nada, pero tampoco esperaba estar entre barrotes y que dejaran
libre a los delincuentes que tenían ante sus morros. A ver si me tendré que hacer yo jefe del
cuerpo para que las cosas funcionen mejor y cuadrarles ante sus conciudadanos, que
pagamos justos por pecadores.

—Eso se lo dice al presidente del Gobierno… Bueno, de la Generalitat, a ver si lo


contratan —espetó el muy imbécil.

Pues que no me retara ese tonto del culo, que entonces nos veríamos las caras, le dije.
Y me dio una manta vieja y asquerosa para que me cobijara y me encerró en la celda, sin
tiempo para preguntarle dónde estaba el colchón, que ahí solo había una banqueta de obra.
Ya no tenía ninguna duda de que estos policías también formaban parte del colectivo azul-
verde-o-marrón, un cabrón es un cabrón, rompiendo la ilusionante imagen que me había
formado de mi policía protectora.

Por la mañana me desperté de un susto por los porrazos que un agente propinaba a la
puerta de mi celda, y pensé que estaban arreglando algo, ya que todo lo arreglan a golpes,
aunque se ve que lo que pretendían era despertarme. Después, se oyeron los gritos de
“¡venga para arriba!” y la apertura de una pequeña cancela en mi puerta para darme un café
americano aguado en un vaso de plástico y un mazacote de pan seco con dos lonchas de
chorizo extrafino. No fino de calidad sino de grosor, por si había alguna duda. Después pasó
a aporrear la siguiente celda, mientras aseguraba que esto no era un hotel y que la cárcel no
estaba hecha para dormir, llamándonos genéricamente a todos, manada de vagos.

Me acordé entonces de lo que decía mi abuelo Fermín, que no dudara nunca de que
siempre se podía estar peor, y quise aplicarlo contemplando ese triste desayuno. Aunque lo
primero que pensé era que podían metérselo por el culo, tampoco quería echarlo de menos a
la hora de la comida. Así pues, después de escaldarme la lengua con el café e intentar darle
un mordisco al tarugo de pan, me cagué en mi abuelo y en su máxima. Me sentía asqueado
y no creía merecer ese trato.

Al cabo de media hora, abrió mi celda otro carcelero, este con cara de amargado,
catalán también, y como todos, sin sonreír. Se ve que lo tenían prohibido para que no les
pegásemos un pleito por cachondeo, que aunque novatos, lo tenían todo muy estudiado para
poder torear con éxito los derechos humanos. Seguramente, lo habían aprendido de la
Guardia Civil y las máquinas de Coca-Colas.

—Vamos a declarar —soltó el carcelero. Y me acordé de un poema de Rafael Alberti,


que dice así:

Carcelera, toma la llave,

y que salga el preso a la calle.

Que vean sus ojos los campos,

y tras los campos, los mares,

el sol, la luna y el aire.

Que vean a su dulce amiga,

delgada y descolorida,

sin voz, de tanto llamarle.

Carcelera, toma la llave,

y que salga el preso a la calle.

Un grito a la rebelión del funcionario, a la tiranía del estado y la injusticia de sus leyes,
que en tiempos pasados encerraban a la gente que luchaba contra la explotación, a la gente
solidaria por un mundo mejor, como comunistas, sindicalistas, revolucionarios y demás
luchadores contra el caciquismo imperante. Me imaginé abriendo la puerta para mí, para
volver a esos campos, mares, luna y aire, como cuando mi Pío Lindo vio el portón de su
jaula abierta y voló hacia el horizonte, por su libertad…

—Venga, coño, que no tengo todo el día, cojones —interrumpió el agente mi


interpretación del poema.

Volví ipso facto a la realidad, creyendo impensable que ningún carcelero, hoy, abriese
ninguna puerta para dejar libre a ningún preso. Primero, porque el policía cree en lo que
hace, que el mismo roce con el preso lo hace más policía aún o, lo que es lo mismo, más
tirano. Y segundo, por la cantidad de cámaras de seguridad, alarmas, turnos y firmas que
hay que burlar para darle salida a un preso. Se le cae el pelo al culpable, lo inhabilitan y lo
llevan a la misma cárcel para que sea apaleado por los mismos presos a los que puteó.

Me hizo pasar delante de él y me dirigió hasta el mismo cuarto donde fui saqueado
hasta de mis cordones de los zapatos. Allí, me esperaban dos agentes: uno con gafas con
cara de bueno, sentado en la mesa, y otro de pie, un armatoste con los brazos cruzados, una
cicatriz en la cara y con cara de azul-verde-o-marronazo o de cabronazo, dígase como se
quiera. Aunque me hablaran en catalán, no sentí que estuvieran en mi bando.

El bueno dijo empezar ya y me preguntó de buenas maneras si podía recordar lo que


hice la noche del domingo veintitrés de enero. Yo le respondí que de eso hacía muchas
noches y que, dicho así, pues la verdad era que no, que lo sentía mucho pero no podía
recordarlo.

—Pues haga un esfuerzo, por favor —me aconsejó—, no sea que se lo tenga que
recordar el agente Ignasi —y miré al susodicho agente, que combinó su cara de asco con
una sonrisa, seguramente al ver acercarse su minuto de gloria.

Y entonces, curiosamente, sí que me acordé. Fue la noche que había entrado de


hurtadillas en El Pájaro Loco con Dolores, que reventamos todas las puertas con su ganzúa
y nos llevamos el botín… Me dije que, aun recordándolo, tenía que encontrar una salida
airosa a esa encerrona con una buena excusa.

—Mm… Ah sí, ya me acuerdo, señor agente —me inventé por fin—. Estuve en casa
viendo Estudio Estadio. Pero no me pregunte qué partidos daban, que no lo recuerdo, si eso
se considera una prueba de veracidad —y me excusé con que, como jugaban cada domingo,
los partidos me bailaban.

—¡No me vengas con pollas en vinagre! —gritó el bueno, y con esas pollas me
apareció la imagen de Pablo y Del Hoyo—. ¿Quién coño iba contigo en ese asalto? ¡Habla,
joder!

Ese imbécil ya no me estaba tratando de usted, y eso ya no me gustaba, que como


decía mi yaya Quimeta, “no comíamos del mismo plato”. Pero yo no perdí los nervios y les
seguí hablando de usted.

—No sé de qué coño me está hablando, señor agente —y aunque podía ser el de su
madre o el de su hermana, no se lo dije y me disculpé ante mi ignorancia—. Yo le puedo
explicar lo que hacía en ese puerto, donde fui privado de mi libertad, que era poder atajar a
esa manada de contrabandistas con las manos en la masa ¿Es que no se dieron cuenta? —
respondí abriendo los brazos.

—Mira, chaval, nos importa un comino lo que pasara en ese puerto, ¿verdad, Ignasi?
—soltó, y chasqueó dos veces sus dedos para activarlo.

—Sí, un comino —confirmó el armario.

Ese robot me recordó a Luis Ricardo, un robot humano parecido a Frankenstein que
salía en un programa infantil de tarde, y que no he vuelto a ver nunca más. Una lástima, ya
que era de lo más bueno que he visto por la tele en cuanto a programas de autoproducción.

Entonces, Luis Ricardo se me acercó haciendo crujir las articulaciones de sus dedos, a
la vez que se hinchaba como un sapo, aunque aseguró que lo que tenía hinchado eran los
cojones. Vi pasar mi vida en un flash, mis padres, hermanas, mi hermano Miquel, mis
sobrinos, Lourdetas con su perro-coche dando sus paseos y derrapadas, así como mis
compañeros de investigación. También, el Sapo limpiando sus medialunas e insultando a
todo quisqui, Pablo bebiéndose un whisky de su falsa enciclopedia, Fina y sus minifaldas, y
su cajón de ropa interior, y Rodolfo con su dentadura postiza. Hasta estos me parecían
buenos. Ernesto y Ramsés, vagueando en mi casa ante la tele, así como Melanie, metida en
mi cama, nadando entre los limones del Caribe. Y Pío Lindo y el Lechuga, que me
saludaban desde el más allá, felices: “¡Estamos aquí!”, me llamaban de lejos. Y Blasco, mi
periquito, y también mi compañero de escuela, el abogado… ¡Y desperté! ¡Mi abogado
todavía no había hecho acto de presencia!

—Mira, chaval, la pena por reconocer los hechos suele ser mucho menor —me dijo el
bueno, mientras aseguraba estar ante la última oportunidad de hacerlo.

Yo, al no ver otra salida airosa, que eran dos contra uno y más fuertes que yo, también
pensé que sería lo mejor para mí. No sin lamentar las formas de mi policía, la que se
cuadraba con el mismo himno que yo, que hablaba mi misma lengua y con la que pretendía
colaborar altruistamente para mejorar mi país, accedí a colaborar.

—De acuerdo, voy a colaborar con ustedes —solté.

Pero como hablando no lográbamos entendernos, que ellos lo hacían gritando


acompañados con el crujir de articulaciones, pedí papel oficial y bolígrafo para hacerlo con
una declaración escrita, y que ya la juraría por mi madre. Tal vez así, saldríamos todos
ganando, pero incluyéndome a mí en ese todos, que a veces eso no quedaba tan claro.

—Pero lo que es hablar, hablar —rubriqué—, solo lo haré ante mi abogado.

Se quedó conmigo el armario Ignasi para que no me autolesionara con el bolígrafo, y


me enfrenté al pavor de la hoja en blanco, obedeciendo las directrices de la forma que me
habían aconsejado: no salirse del espacio estipulado, por una sola cara, letra clara y sin
insultar. Como no era poco lo que quería explicar, imité a los bancos con sus cláusulas
abusivas y empequeñecí al máximo el tamaño de la letra para que me cupiera todo.

Pero sobre las directrices sobre el contenido no me dio la gana de hacerles caso.
Aunque los Mossos no parecían enterarse, estábamos en un país libre, y a mí nadie me dice
lo que tengo que escribir, aun teniendo ese mamotreto revisándome el cogote. Yo iba a
declarar siguiendo los postulados de nuestra comisión, aquello que queríamos denunciar y
que la justicia todavía no sabía. Y si lo ponía por escrito no lo podrían obviar tan
fácilmente.

Introduje en ella los nombres y apellidos de Pablo Gao, Mariano Casimoro, Pulpo
Galcerán, Antonio Fiscales, y el porqué no estaba la Guardia Portuaria esa noche en el
desembarco, que estaban en Doña Lagarta invitados por los anteriormente mencionados.
Incluí la presencia de un transportista que se llevó la carga, seguramente a cualquier
almacén de la zona, y que sospechaba que sería el que el alcalde de Barcelona tiene en
Mataró Encaix. Hablé del tráfico de animales ilegales, del daño irreparable que se le hace al
medio ambiente, a los seres vivos y a los países de origen. A esos mismos países, escribí, de
los cuales lamentamos su falta de control y protección al único medio al que tienen acceso,
porque las reservas de recursos energéticos y mineros ya están en manos de las
multinacionales extranjeras. Y añadí que cuando fui arrestado, abortaron esa investigación
que estábamos llevando a cabo un servidor y mis compinches, organizados para hacer el
bien a la humanidad y al planeta.

Leí de nuevo mi declaración, la miré alejándola de mí, achinando los ojos, y satisfecho
la rubriqué con mi firma.
En el momento que entregaba la declaración al agente Ignasi, entró otro poli en el
cuartucho y le cuchicheó algo que no pude oír. Luego afirmó con voz normal que el
sargento Bardolet así lo había autorizado. La cara contrariada del agente Ignasi me hizo
entrever buenas noticias. Muy a su pesar, me ordenó que no me moviera y que, por el
momento, me iba a librar de volver al calabozo. No sé quién era ese bendito sargento
Bardolet, pero por lo que había visto hasta entonces, me pareció existir un buen tío, por fin,
en esa comisaría.

Al rato, me pareció oír la voz de Blasco por el pasillo hablando con alguien. ¡Estaba
salvado!

—… ¿es la declaración de mi defendido? Por favor, denme una copia —dijo al


asomarse por la puerta, antes de saludarme.

Embriagado de una gran emoción, me abalancé sobre él para darle un caluroso abrazo,
aunque él, abogado con experiencia, evitó sentimentalismos y me dio dos simples
palmaditas en la espalda.

—Venga, venga, que solo tenemos quince minutos —y se puso a leer mi declaración a
renglón saltado—. Vamos a ver qué pone aquí: Mm… Ajá. Bla bla… Ajá —y al final
puntualizó—. Vamos a ver, Ramón, tenías que hablar del domingo veintitrés de enero, no
hacer una redacción de lo que hiciste el fin de semana —me regañó—. Además, eso de
involucrar al alcalde sin pruebas… Ahora también tendremos que luchar contra esa
declaración —lamentó finalmente.

—Bueno, es que yo…

—Da igual, ya está hecha —no quiso escucharme y se guardó la declaración en su


americana—. Te voy a contar lo que he hecho esta mañana hasta las… —y miró su reloj—,
hasta la una, que es ahora.

Empezó diciendo que prefería no contarme la trifulca que tuvo con su mujer después
de mi llamada nocturna, a lo que yo le dije que como quisiera, ¡solo faltaría! Por la mañana,
después de dejar a sus hijas en la escuela, se personó en mi casa con la intención de indagar
en lo ocurrido. Ahí, se encontró a Ernesto y a Dolores recién levantados. Y de repente me
vino un sofocón, un ataque de celos, y me imaginé que hubieran aprovechado la ocasión
para pasar la noche juntos. Pero resoplé de alivio cuando Blasco me dijo que también estaba
mi sobrina, y consideré esa presencia como una prueba fehaciente de castidad. Después de
ese susto, Blasco me aseguró que los dos lamentaron no haber podido hacer nada para evitar
el destino que corrí, y así querían que me fuera transmitido. Se justificaron con que tuvieron
que salir cagando leches para no ser los siguientes en ser detenidos.

—Bueno, vale —acepté, pero pensé que lo más importante es que no se hubieran ido a
la cama.

Ernesto le detalló a Blasco el código ético de los empleados de la Generalitat, que


obliga a los funcionarios a salvar a cualquier compañero que necesite de sus servicios antes
que a cualquier otro ciudadano, porque tal vez ese u otro ciudadano puede necesitar los
servicios de ese funcionario. Por una parte parece tráfico de influencias, pero por la otra
tiene su lógica, como cuando en los aviones dicen que primero te pongas tú la careta
salvavidas, y luego a tu hijo. Si te quedas sin hijo es una gran pena para los padres, pero si
el niño se queda sin padres, es un papelón para la Administración, que además cuesta
dinero.

El caso es que la empresa de Ernesto lleva el logotipo de la Generalitat en la furgoneta,


y el grupo de mossos que trotaba hacia el muelle, al detectarla, inició el protocolo de ayuda
entre cuerpos, y suspendió temporalmente la misión. Ernesto les aclaró que no estaba de
servicio con ningún fallecido, que siguieran tranquilos, pero para quedar bien tuvo que
ofrecer sus servicios en el caso de que ocurriera alguna desgracia. Ernesto destacó que esa
charla, en un principio intrascendente, produjo un tiempo de demora que permitió que las
chicas consiguieran llegar a la furgoneta sin ser vistas, ya que lo hicieron por el callejón
trasero, mientras los polis lo hicieron por la avenida principal, indicados por él.

—Sí, por ahí, por ahí —los guió.

Contó Ernesto, según Blasco, que él agotó todas las formas de retén, y que fue el chino
el primero en abandonar su puesto con el pretexto de tener una sirena policial superando los
cuarenta decibelios. Por ello canceló mis privilegios como cliente preferente y puso a petar
su moto largándose a toda leche con Melanie, que a la pobre no le dio tiempo ni de bajar de
la moto. Y bueno, eso de pobre es un decir, pero yo pensé que mientras no se llevara a
Dolores, ya me parecía bien, que ese tío le tenía ganas.

Dolores y Ernesto justificaron repetidamente estar muy a gusto con la conversación,


que seguirían las horas que fueran necesarias, pero que tenían muchísima prisa. Blasco,
entre escoger acompañar a Dolores, que iba a llevar a mi sobrina a la escuela, y a Ernesto,
que le invitó a presenciar el taponamiento del primer fiambre del día, no tuvo ninguna duda.
Aun con el desencuentro del otro día, su Audi de dieciséis válvulas hizo el camino hacia la
escuela de la Font d’en Fargas, mientras ambas le comentaban lo sucedido ante las
preguntas del abogado.

Dolores tenía imágenes grabadas con la videocámara y el audio del transmisor de


debajo de la silla de Casimoro, que Lourdetas había registrado a través de sus cascos
grabadores. Mientras conducía, Blasco pidió ver ese ingenio de perro-coche con la correa
extensible, los cascos… Lourdetas se lo mostró, pero se negó a soltarlo, asegurando que
todo eso era suyo. Algún disgusto había tenido para negarse a ello.

Volvieron a mi casa y conectaron mi ordenador para ver el video. En él se veía a


Casimoro llevado con la silla de ruedas por Pablo, sus chulos, el Pulpo y el Fiscales. En un
lance que el perro-coche maniobraba en busca de una mejor panorámica, se nos vio a todos
sacando la cabeza por el contenedor de basuras. Y aunque Blasco dijo que esa imagen no
decía mucho a nuestro favor, ayudaría a atestiguar que al menos no estábamos robando, sino
filmando aunque sin permiso, a unos ciudadanos que creíamos que se estaban saltando la
legalidad. También se pudo ver cómo se cargaba la mercancía en un camión destartalado.
Después, un hombre subió con el conductor, de copiloto, y desapareció del alcance de la
videocámara.

En cuanto a las grabaciones de audio, se pudieron oír varias frases. Casimoro dijo: “Al
fin tenemos la mercancía, joder, ya era hora”. Y Pablo: “¡Bienvenido dinero, cojones!”.
Después, añadieron que quedaban por la mañana en Encaix para hacer el reparto de los
animales.

—¡Ah, en Encaix! —exclamé—. Ahí está el almacén de Puigmirat. ¿Ves?, no me


equivoqué al incluir al alcalde.

En cuanto a las imágenes, Blasco aclaró que la entrega de un maletín hacía sospechar
que se trataba de dinero negro, pero eso ya no sería una cuestión policial, sino de Hacienda,
que podrían tardar más de cinco años en entrar en el caso. La botella de cava abierta a pie de
los amarres y bebida a morro entre todos también daba a entender que la transacción
realizada, fuese legal o no, iba a ser beneficiosa para los presentes.

Como aún nos quedaban cinco minutos, Blasco añadió que, al salir de mi casa, se
encontraron con la señora María amenazándolos a punta de escoba, y tuvieron que negar ser
de la secreta, como ella creía, que eran amigos. Por suerte, se ve que también salió el Lute y,
después de negar otra vez ser amigos del Bigotes, que ellos también lo buscaban, reconoció
a Dolores y se lo creyó. Y remató el Lute con que si lo veían, lo avisaran, que le debía una
pasta y que eso no iba a quedar así.

—Caramba con tus vecinos, Ramón, ¡qué peligro! —expresó Blasco.

—Pues porque no has conocido a Trosdesoca —le dije—. Por cierto, también apareció
por el puerto con una sierra eléctrica…

—¿Ah, sí? Pues en el video no se ve a nadie más.

—¿Ah, no? ¿Tampoco sale un negro? —y me respondió que no, que ni por asomo.
Claro, pensé, Mamadou se camufla de maravilla.

—Bueno, Ramón, ahora solo podemos esperar a que el juez dicte sentencia —concluyó
Blasco—. Intentaré ablandarlo, al menos para que no te ponga una fianza demasiado alta. Y
bueno, quedarás pendiente de juicio por lo de El Pájaro Loco, pero que sepas que lo tuyo no
tiene nada que ver con el tráfico de animales. Lo tuyo es por violación a la propiedad
privada, con robo forzando las puertas, aunque por suerte sin intimidación. Te han trincado
por eso.

—Sí, lo sé.

—Ya, pero en tu declaración has puesto lo que te ha dado la gana.

Y volvió a entrar el agente Ignasi, interrumpió a Blasco con su regañina y anunció con
satisfacción que mi tiempo se había agotado.

Capítulo 29

Desperté a dos palmos del techo y del susto, casi me empotro en él. No entendía por
qué estaba tan bajo y temí estar en un nicho, enterrado vivo, o en una serie de dibujos
animados, con un techo que desciende para aplastarte… Pero al girar la vista al lado me di
cuenta de que estaba en una litera. ¿Pero dónde, exactamente?, me pregunté desubicado.

—En la Modelo, shavá, en la serda 313 —respondió una voz gruesa y serena, pero
también ronca y quebrada.

Me asomé por la litera hacia abajo y ahí estaba la voz, tumbada en la cama, en forma
de un tío agitanado, con barba de una semana, haciendo cigarrillos de liar con la
concentración y serenidad que es menester para ese evento.

—¡Niño, cómo duerme’! Poco’ duermen tan seguío la primera noshe —soltó el gitano
sin interrumpir su actividad—. ¿Por qué than trincau a ti?

Buena pregunta. ¿Por qué me habían trincado? Eso me preguntaba yo, porque
teóricamente el juez tenía que darme la libertad bajo fianza en espera de juicio. Al menos,
eso es lo que me había dicho el listillo de Blasco.

Cuando Blasco marchó de la comisaria de los Mossos, me volvieron a encerrar, y un


agente me engañó con premeditación y alevosía, asegurando que en un ratito vendrían a
leerme la resolución de mi expediente. Te dicen un ratito, y luego es el día entero. Te
torturan con lo que pueden para que te comas el coco.

Por fin entrada la noche, consumidos los nervios de tanto hablar con las paredes, una
comitiva de tres mossos −uno con gafas, un pasmarote con los brazos cruzados parecido al
agente Ignasi y otro con una bata blanca− aporrearon mi celda con tesón, como si no me
fuera a enterar, para leerme esa sentencia:

—Ha sido declarada prisión sin fianza en espera de juicio, por tres causas —leyó el
gafotas—. Por reincidencia, ya que tiene pendiente el pago de una multa de una sentencia
anterior por destrozos en un establecimiento público. Por riesgo de fuga, pues cuando
fuimos a su vivienda, de madrugada, se encontraba cerca de un puerto preparado para la
fuga. Y por último, por asociación ilícita de malhechores, al afirmar en su declaración estar
organizados en una célula de actuación no dada de alta, por lo tanto ilícita y criminal.

—¿Célula criminal? ¡Pero qué riesgo de fuga y qué ocho cuartos! —exploté—. Si yo
solo voy al trabajo y me vuelvo para casa por la noche, y cada día lo mismo —me defendí.
—¡Ah!, pues por cierto —añadió el agente lector—, ahora ya no hará falta que vaya
más: le han despedido.

—¡¿Despedido?! —exclamé, pues no daba crédito a la acumulación de malas noticias.

—A ver, se ve que su jefe, ese que ha denunciado como traficante, ya no quiere que
trabaje más para él. Se debe haber molestado con la denuncia. También tiene su lógica, ¿no?
—sacó el poli su lógica a pasear, la que no había visto desde que había entrado ahí.

Y lo remataron leyendo mis derechos, a dúo −el mamotreto no hablaba−, a la de tres:

—… Y tres, ¡ya!: Tiene derecho a guardar silencio, a un abogado y a una llamada —y


me enfadé mucho, porque aunque me quisieran distraer con ese dueto, no te enteras de nada
y dicen que te lo han dicho dos veces. ¡Que yo ya no tragaba, jolines! Además, ¿desde
cuándo guardar silencio es un derecho? Te lo pintan como un derecho para que te quedes
callado y no montes ningún cirio.

—¡Pues a mí no me da la gana de callarme, cojones! —exploté—. Callarme es lo que


llevo haciendo desde que trabajo con ese chupasangre. ¡Esto es injusto! —e intenté irme de
la celda a la fuerza—. Quiero a mi abogado, ahora mismo.

—¡Refuerzos! ¡Compañeros, se está rebelando! —gritó el gafotas culobotella. Y al


forcejear para escaparme, entró en acción el armario que no hablaba y un batallón de
refuerzo encabezado por el agente Ignasi, babeando de felicidad, al que conseguí insultar
con un ¡hijo de puta!, asegurándole que me había quedado con su cara. A los dos segundos
consiguieron reducirme, entregar mi brazo al de la bata blanca, que sacó una jeringa que
llevaba escondida y me la inyectó. Entonces, al recordarlo, comprendí ese profundo sueño y
ese destino final en esa litera. ¡Me habían sedado otra vez!

Miré abajo y el tío ese también era una realidad, que seguía liándose sus cigarrillos sin
mostrar ningún interés sobre el carrusel de injusticias que le había soltado. Pensé que el
gitano ya tenía bastante con el titular: asesinato, robo, terrorismo, drogas, y di mi discurso
por zanjado. Al cabo de un rato se levantó de su cama y se presentó:

—Paco Crespo, un amigo —y me ofreció un cigarrillo—. Olvídate de toa esa mierda y


tómatelo como una’ vacasione pagás, q’aquí no s’ettá tan mal —y luego me dio fuego.
Como no había mucho más que hacer, le hice caso y pasé a saborear el humo del
cigarrillo. Luego, Paco siguió con su turno de palabra, y me explicó por qué a él también lo
habían metido en el trullo, tal vez para que viera que no era la única víctima de esa cárcel y
así apaciguar ese cóctel de amargura y cabreo que llevaba encima, clamando justicia.

Me reveló que formaba parte de una empresa familiar de seguridad de obras, Carros de
Crespo, y… ¡Caramba!, no pude evitar expresar mi más profunda admiración por conocer,
por fin, a un integrante de esa famosa organización que había amedrentado y extorsionado a
tantos promotores y empresarios del mundo de la construcción. En vivo y en directo, tenía
el honor de conocerlo.

—Mucho gusto, yo Ramón —espeté, y le revelé mi dedicación profesional, afirmando


que el mundo era un pañuelo.

Me aseguró que, lejos de los tópicos que dañan la profesión, trabajar de vigilante
nocturno en obras era de los trabajos más duros que había tenido en su vida. Aunque
también me dijo que, lo que era trabajar, no había trabajado en nada más. Los que somos del
gremio sabemos que es duro, pero también que las tarifas son de escándalo, aunque también
están acordes con el precio de la vivienda y los beneficios de constructores y banqueros, que
son los principales aprovechados de ese negocio.

También es verdad que con poner el logotipo de Carros de Crespo en la valla de


acceso, es suficiente para que los cacos sepan que meterse en esa obra es jugarse el pellejo,
porque ahí dentro normalmente no hay nadie. Pero como dijo Paco, aquí si jugamos,
jugamos todos, frase que me recordó a cuando jugábamos a policías y ladrones. O eras
policía o ladrón, pero nunca las dos cosas a la vez. Y en la vida parece que hay listillos que
quieren ser de todo, y el resto, como ya no queda nada, a morder el polvo.

Me contó que las noches gélidas de invierno −de esas que si te quedas quieto se te
congelan los huevos−, normalmente salían a hacer la ronda y aprovechaban para desvalijar
alguna obra sin seguridad, para sacarse un sobresueldo. Así, además de pasar el frío,
mostraban a los constructores de forma práctica y pedagógica las consecuencias de no
contratar seguridad nocturna, que era quedarse sin una sola máquina, y que Pablo y el resto
de constructores sabían de sobras que valían un pastón. Esa misma maquinaria conseguía
cerrar el ciclo con rapidez, colocada de nuevo a buen precio en otras obras, comprada en
negro por esas mismas constructoras. Añadió que, de paso, con ese saqueo conseguían
amedrantar a las construcciones contiguas, promocionarse y ganar nuevos clientes. El ciclo
de la vida llevado al mundo de la construcción.

—Joé, que la vida aprieta musho. Y aquí too’ queremos trabajá —apostilló Paco, y de
paso volvió a criticar la avaricia y el egoísmo de constructores, al no querer compartir el
pastel de ese mundillo.

Como guinda, Paco me contó el fatal desenlace que corrieron la vez que desvalijaron
las Torres Gemelas de Badalona, al ser grabados por una cámara de seguridad. Y aunque
iban camuflados con pasamontañas, los trincaron por la matrícula del camión al caerse la
pegatina que la tapaba. Después, el juez les adjudicó todos los asaltos habidos en la zona en
un periodo concreto, por el modus operandi, y así consiguió dar carpetazo a varios casos
similares sin cerrar. Y aunque sin pruebas, por no encontrar nada de lo robado, que ya
estaba todo vendido, lo sentenciaron a prisión sin fianza por reincidencia.

—O sia q’aquí ettamo’ —dijo espachurrado en su cama, saboreando el humo de su


pitillo.

Así de entrada, ese gitano me estaba cayendo bien. Primero, porque yo ya no era el
único a quien habían encarcelado injustamente. Y no ser el único pringado ante un engaño o
fatalidad siempre acompaña, y mucho. Mi abuela Rosario me lo decía siempre: “Mal de
muchos, consuelo de tontos”. Y tal vez yo era tonto, porque me consolaba de verdad.

En segundo lugar porque había sabido hacerse un hueco en el gremio, entre esa
manada de banqueros, promotores, constructores, especuladores y demás chorizos con
americana y corbata. Que unos se llevan la fama y los otros venga a llenarse los bolsillos.
Pero claro, como van bien arregladitos, parece que sean unos santos. Y los gitanos, sin
hacer nada, ya llevan la etiqueta.

—¡Pues no! —dijo cabreado Paco—. Si tengu que yevá esa tiqueta, la llevo, pero que
me dem’mi parte.

Y dije: “¡Olé!, claro que sí”. “Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”, que
decía mi abuelo, y tenía toda la razón. A ver si van a ser siempre los mismos los que chupen
del bote.

Y en tercer lugar, y eso me tocaba de lleno, porque siendo un desvalijador de


maquinaria y herramientas, podría haber sido él, tranquilamente, el verdugo de Los
Dragones, de cuando robaron todo menos aquella carretilla con la rueda pinchada. Era
realmente emocionante conocer a alguien que tuviera los recursos para hacerle la vida más
incómoda al imbécil de mi jefe. Aunque fuera un pelín. Yo había tenido la duda de si había
sido cosa de Herrantes Heredia, pero en esos momentos pensé en Carros de Crespo, con
Paco a la cabeza, como héroe de ese saqueo. Y lo felicité.

—Grasia, shavá, pero ¿qué le vamo a hasé? —dijo el gitano aceptando con
resignación el peso de esa injusticia—. Al meno’ aquí s’ettá caliente, te dan de comé
siempre a la mimma hora, que ya me gu’taría que mi mujé hiciera la mitá de lo q’aquí me
dan. Y ensima tiés actividade’ pa too lo’ gu’to’. Yo m’apuntau a posía y a guitarra, y no
vea’ qué sarau se monta —apuntilló mientras estiraba los brazos, de tanta vagancia.

No tenía nada que ver el calabozo de los Mossos con esta celda de la Modelo. Esta
mejoraba en gran medida la banqueta de obra de los anteriores y, aunque en lamentable
estado, tenía colchón. También tenía armario, mesa para escribir y dos sillas, además de
televisor con mando ¡y antena parabólica!, instalada en la reja de la ventana por el mismo
Paco. La consiguió un primo suyo que llevaba años en la cárcel, trapicheando con unos
funcionarios veteranos.

—Etto e’un cashondeo. Aquí, con un poco de mano pué conseguí de to’o —dijo con
satisfacción.

Llegó después un funcionario y me ordenó salir de la celda para gastar el comodín de


la llamada. Se ve que si no lo haces y hay una inspección, le cortan los huevos al
funcionario por violación de los derechos del preso. Y más de alguno había sido
amonestado, multado e incluso alguno recluido, aunque no en las mismas celdas de sus
presos −como me había imaginado, esperando que me trajeran algún día al agente Ignasi,
que se iba a enterar−. Me lo desmintió Paco, asegurando que eso solo pasaba en las
películas. Y hablando de películas, me dijo que todos los días pasaban una en la sala de
proyecciones.

El funcionario me dijo que podía avisar a quien quisiera, a mi abogado, mujer o padre,
pero me advirtió que lo pensara bien, que solo disponía de una llamada con éxito. Y no
había vuelta atrás.
—Es tu minuto de gloria —soltó el gracioso—. Tú decides.

A mis padres seguía queriendo dejarlos fuera del meollo, y no quería llamar a mi mujer
porque, aunque estaba en ello, todavía no la había hecho mía. Así pues, inevitablemente,
tuve que llamar a mi abogado Blasco, aunque no lo hice con la ilusión de esa primera vez,
sino más bien con un cabreo notorio; el castillo de naipes aguantado por nuestro pacto de
sangre se había desmoronado sin más. Tenía las sospechas de no haber escogido
adecuadamente los mejores recursos para mi defensa.

—¡Blasco! ¿Sabes dónde estoy? —le insté conteniendo mi ira.

—Pues, a ver… Si me estás llamando es que ya te han dejado libre, ¿no? Pero no
caigo, Ramón, como no me lo digas… —respondió con la boca llena. El tío estaba
comiendo y todavía no se había enterado de nada.

—¡En la puta Modelo, joder! —le recriminé—. ¿Qué hago yo aquí? ¡Sácame de aquí!

El tío se quedó a cuadros. Le había fallado su oficio, la intuición de lleno, y no había


visto de dónde venían los tiros. Mucha promesa, mucha palabra bonita, pero hueca y sin
contenido, le reproché. Solamente tuvo argumentos para pedir tranquilidad y jurar
repetidamente que vendría a recoger la sentencia tan pronto pegara el último bocado, y
aclararía mi más que sorprendente e injusta reclusión. Me juró que nuestra amistad estaba
por encima de todo y que la haría llegar hasta las últimas consecuencias. Y me lo juró y
perjuró, esta vez por el pacto de sangre. Y bueno, eso ya me gustó más, porque al menos ahí
ya me pareció ver algo de compromiso.

Luego intentó disipar mis nervios confirmando que la denuncia contra mi jefe y sus
compinches iba viento en popa. Lo había concretado todo con Dolores y que, con la ayuda
también de mi hermano Miquel, estaban montando un reportaje muy profesional. Al menos,
tener noticias de mi hermano metiendo baza en el asunto era una gran noticia, y consiguió
relajarme. Miquel aparecía cuando menos lo esperaba y más lo necesitaba. Además, los
periodistas son muy respetados ante policías y jueces, y vistos con recelo, pues no saben
nunca cuál es el verdadero alcance de su difusión. ¿Y qué tal estarían las crecidas del río
Volga? Deben de ser espectaculares, claro. Con el deshielo debe bajar una cantidad de
agua…

—¡Ramón! ¿Me oyes? ¿Estás? —me reclamó Blasco al no oírme.


Volvió a la canción de siempre, con el consejo de que era mejor reconocer que fui yo
quien entró en El Pájaro Loco, que facilitaría el trabajo de muchos funcionarios, y que eso,
a la hora de dictar sentencia, siempre se agradece.

—Tú dices amén y te bajan la pena —reiteró Blasco descubriendo la sopa de ajo.

Vaya abogado de pacotilla, pensé, que solo pensaba en besar el culo al juez. Me
defraudó bastante con sus maneras, aunque tal vez las maneras de los abogados fueran esas:
aspirar a negociar, caer en gracia y besarle el culo en nombre de su defendido. Tengo que
reconocer que yo de pequeño lo usaba y me daba resultado. Si me avergonzaba y pedía
perdón, siempre conseguía un castigo menor que si tenía un berrinche y defendía a capa y
espada lo indefendible.

Al decirme Blasco que vendría a verme al día siguiente, le dije que no hacía falta, ante
su sorpresa:

—No es por nada, Blasco —lo consolé ante su decepción—. Tengo derecho a un vis a
vis al día, y eso gracias a un colega que he hecho aquí dentro, que si no, solo tendría uno a
la semana. Y quiero hablar con Dolores —ordené yo al fin, que ya era hora de que cogiera
el toro por los cuernos—. Dile que venga a verme mañana de diez a doce, que necesito
verla. Ah, y díselo tú, que yo ya he gastado el comodín de la llamada. Y por favor, tú
céntrate en hablar con el juez.

—Sí hombre, tranquilo. Te saco de ahí. Un abrazo.

—A ver si es verdad. Un abrazo —y le colgué esa vez yo.

Al volver a la celda, Paco me invitó a otro cigarrillo que me fumé en mi cama. Me


estaba quedando claro que ahí no había mucho que hacer. Solo esperar y pasar el rato
mirando el techo.

Se abrieron todas las celdas de golpe, y todos los reclusos bajamos al comedor
puntuales como robots, como hacen las marabuntas de ñus en sus migraciones en busca de
nuevos pastos. Era la hora de la comida. La ilusión por ese acto de alimentación se vio
eclipsada por la propia comida. El primer plato era lentejas con chorizo, aunque ese chorizo
era tan extrafino como el de los Mossos, que no se veía por ninguna parte. Después, la
escalopa milanesa parecía una suela de zapato embadurnada de barro, y la manzana, si no
estaba podrida, podías estar contento.

—Tranquilo shavá, ya t’acottumbrará’. Al final se come bien —aseguró Paco.

Tras salir del comedor, aun sabiendo que ese menjunje iba directamente a los intestinos
para salir a propulsión a la primera oportunidad, el centro concedía dos horas libres para
recuperarte de la comida. Se podía ir al patio a charlar con otros presos, a jugar a la pelota, a
trapichear con drogas, que ahí se tenía de todo, o simplemente a fumar un cigarrillo al sol.
¡Ah, bueno!, e ir al baño, claro. Nosotros salimos al patio a fumar, siguiendo con la mirada
al resto de presos.

También se podía ir a la sala de proyecciones, donde cada tarde pasaban una película.
Hacía tiempo que en la Modelo habían prohibido las películas de violencia, o sea, las de
Repentino, de guerras, gángsters, locos y metralletas donde se ensalzan las virtudes de
grandes héroes, revolucionarios y salvadores del mal. No en vano, la cárcel estaba llena de
héroes frustrados todavía iluminados, y no hacía falta fomentar sus capacidades que, como
una mecha de dinamita, poco necesitaban para prenderse. Por eso pasaban comedias,
películas de amor, de dibujos animados, y de vez en cuando alguna para pensar para
ejercitar un poco el coco, que como músculo también se atrofia de no utilizarlo.

Aburridos de la inactividad del patio, nos acercamos a esa la sala para ver qué película
tocaba. Y, ¡caramba!, no era otra que ¡Desayuno con diamantes!

—Precisamente esta era la película que quería ver con mi novia —le fabulé ilusionado
a Paco.

—¡Ah!, ¿ties novia? —expresó.

—Bueno, todavía no, pero ahí estamos.

Me dijo Paco que, debido al pase de ese tipo de películas, la sala estaba casi siempre
vacía, principalmente porque en una cárcel de hombres y machos, mirar películas de amor o
dibujos se consideraba una mariconada. Y también por eso, me dijo, los espectadores
estaban más pendientes de quién entraba por la puerta que de la película. Así, resumió,
había un ambiente muy parecido al de una sala X o al del cuarto oscuro de una discoteca. Y
por eso me respondió afirmativamente:
—Venga, no soy tu novia pero tacompaño a ve’la, quen ese sine hay musho maricón
suerto.

Éramos unos diez reclusos pendientes de la pantalla, y Paco y yo resultamos ser los
más entusiastas. Alguno me miraba de reojo, no porque estuviera bueno, que no lo estaba,
sino porque era nuevo, y la carne nueva siempre resulta más apetitosa que la conocida.
Agradecí entonces la compañía de Paco, por su deferencia en protegerme y también porque
parecía estar a gusto conmigo, que por una vez alguien me estaba ofreciendo su amistad
altruistamente, cosa que se me hacía extraña. Una sensación semejante a cuando ayudé a
Ernesto a preparar los canapés para la Castañada. O supongo, cuando don Amato le regaló
el varano a don Ceferino. Y bueno, no había palomitas, pero se podía fumar.

Empezó al fin la película Desayuno con Diamantes con su banda sonora, “Moonriver”
(Río de luna), interpretada con un solo de violín y el suave acompañamiento de orquesta.
Con esa melodiosa música, Audrey Hepburn baja de un taxi en la Quinta Avenida de Nueva
York, con el primer sol de la mañana. Y lo hace relajadamente, tomando un desayuno, un
café con leche y un cruasán, mientras observa con admiración los expositores de la famosa
joyería Tiffany’s. Mientras escuchaba esa fantástica y romántica melodía, la tarareé para
mis adentros y sentí cómo se me ponía la piel de gallina. Puedo asegurar que ninguno de los
que ahí estábamos, succionados por ella, levantamos la vista de la pantalla. Ese inicio era
espectacular en todos los sentidos.

—Vaya —disimuló Paco—, nos ha tocau na peli pa llorá.

—Puf, sí, jolines, vaya mierda.

Cuando yo volvía a casa a esas horas, lo hacía visiblemente perjudicado, dando


bandazos por la calle e intentando que la llave no se me resistiera en la cerradura. ¡Ah!, y
sin ninguna música de acompañamiento. Pero Audrey lo hizo paseando relajada y tranquila,
con la elegancia intacta y echando la llave a la primera. Mientras entraba, un admirador
somnoliento que la vigilaba desde su coche corrió hasta su puerta y la aporreó con tesón,
implorando que lo dejase entrar. Aunque lo hacía con educación, se le veían las intenciones
a la legua. Y ella, sabiéndolo, como si oyera llover, saboreando su libertad con felicidad y
dándole calabazas desde el otro lado de la puerta.

—Eso hoy en día se llama acoso sexual —le dije a Paco.


—Le tira’ un piropo y yastán llamando a la polisía —respondió.

Aun con las sustanciales diferencias entre Audrey y un servidor, en cuanto a elegancia,
clase social y sexo, me sentí identificado con ella. Llevaba dos días privado de libertad y
anhelaba, ya no esa calle, sino una calle cualquiera, vacía, entera, el vagar sin rumbo hacia
donde me llevaran los sentidos, con plena libertad de tiempo y movimiento. Sentir la
sensación de vaciarse de las obligaciones diarias, de la rutina, de los horarios y las
órdenes… Sin prisa, sin destino.

Por los tiempos en que sucede la historia, en 1961, Audrey representa una mujer muy
moderna. Separada, vive sola con un gato al que no le da nombre para evitar un vínculo
afectivo entre ambos, y clama a los cuatro vientos ser como ese mismo animal, que necesita
ser independiente para poder ser gato; si no, no sería ningún gato y ella tampoco una mujer.
Y de la misma manera, ante el acecho de los hombres, intenta no dar ningún paso más allá
de lo que considera un riesgo para su libertad, para evitar encariñarse más de lo normal.

Paradójicamente, está dispuesta a olvidar sus más firmes principios con un buen
braguetazo y, de hecho, no despilfarra esfuerzos para enamorar a algún hombre rico y
elegante para solucionar su estado de penuria económica. Y eso me dio que pensar. Que los
más firmes principios, aquellos que se defienden a capa y espada con el máximo fervor,
puedan verse tambaleados e incluso transformados por el montante que cada uno crea
conveniente, da que pensar. Tal vez todos tengamos un precio. Y con eso, le di la razón a
Pablo, a Blasco y al mundo entero.

Pero volviendo a la película, esa misma mañana, Audrey conoce a su nuevo vecino de
la escalera, Paul, que la saca de la cama para pedirle permiso para hacer una llamada
telefónica en su casa. Se inicia así una casual y desinteresada amistad que, con el roce, la
cercanía y la fantástica banda sonora, que con sus variaciones acompaña las diferentes
escenas de la película, va enamorando poco a poco a los protagonistas. Aun así, Audrey
niega en cada escena el evidente acercamiento amoroso con ese hombre guapo, simpático,
inteligente y escritor, por tener el peor de los defectos, que es ser tan pobre, que no tiene
dinero ni para la cinta de su máquina de escribir. Audrey todavía cree en ese braguetazo que
solucione su vida para siempre, y así se lo dice a Paul después de cada velada.

—Tú y yo somos amigos, muy buenos amigos. Y ya está —y aunque se despierte en su


cama, ella se despide con ese discurso.
Pero Paul no se da por vencido y, transcurrida media película, le declara su amor y que
desea vivir el resto de su vida con ella. Y despiertan en ella una serie de contradicciones
entre sus emociones y sus principios, solo capaz de aguantar de forma estoica por quien está
sumido en ese amor, que no es otro que Paul, y con la clara intención de acabar de
convencerla. Y en el último suspiro de la película lo consigue, con ambos protagonistas bajo
la lluvia, dándose un profundo beso de tornillo, mientras suena “Moonriver” en su versión
más romántica, como si bajo esa fuerte tormenta, una cálida luz de luna brillara tanto como
el sol, para los dos, iluminando sus corazones.

Y pensé que yo también tenía que hacer como Paul y dejarme iluminar por ese sol de
medianoche. Ser un poco más insistente y luchar por el amor de mi vida. Esa energía del
amor cuando explota, que hace iluminar hasta la noche más negra y tormentosa. Porque
aunque en un lance de la película pensé que ese tío era muy pesado, y que si yo fuera
Audrey lo mandaría a paseo, ella nunca lo acaba de hacer. En contra de lo que pensaba, su
perseverancia y el no darse por vencido le da sus frutos y consigue metérsela en el bote.
¡Caramba con Paul!, me dije, vaya artista.

Además, pensando en mí, si había conseguido mis propósitos económicos, que


cobraba… bueno, había cobrado un pastón hasta entonces, ¿por qué los sentimentales me
resultaban tan complejos? Tenía que olvidarme de si Dolores era testigo de Jehová, de si me
convenía o no, o de lo que diría la gente… Tenía que ser directo y conseguir su amor, como
Paul.

Ya, con los créditos y la dulce variación final de la banda sonora, lamentó Paco estar
resfriado como excusa para sonarse los mocos, como todos hicimos.

—Joé, ¿sabe’ qué mimaginaba desa película? —declaró Paco con cierta intriga.

Y claro, le tuve que decir que no.

—Pué con el desayuno con diamantes mimaginaba un plato darró mecclau con
diamante’, como cuando te come’ arró con leshe, que tié arró y leshe, pues arró con
diamante’ too mecclau.

—Caramba, vaya idea —y le reí ese despropósito.


—Sí, imahina, vamo’ al comedó a desayuná, i tarrean un cusharón darró con
diamante’. Y ale, a comé —dijo riéndose.

Miré a Paco risueño por esa extravagancia y me reí yo también. Supongo que la vida
da para esto y mucho más, y más encerrado ahí dentro. Pero todavía mirando los créditos,
con la música de la banda sonora y algún repelús aún por la emoción de ese final, se
conectó mi imaginación con ese plato de comida, ese plato de arroz mezclado con
diamantes. En él, algo me dejó intrigado, como apareciendo algo a lo lejos, en el horizonte.
Fruncí el ceño para verlo mejor, achiné los ojos fijando la vista, y conseguí ver una luz
creciente en el firmamento que iba aumentando y ganando potencia. Y con esa luz, ya no
tuve que achinar los ojos. Y fui sonriendo, poco a poco, mientras me venía una gran
emoción, de ilusión, de por fin haber descubierto…

—¡Sí! ¡Lo tengo! —grité.

—Joé, niño, qué su’to. Digo, que si no’ vamo’ ya —me reclamó dándome una colleja.

—Eh, sí, vamos, vamos —y salimos juntos, yo con un escalofrío de arriba abajo, de
felicidad. Hasta estuve a punto de darle un beso a Paco.

Epílogo

Buenas tardes. Abrimos el Telenoticias con la noticia que está convulsionando a la


opinión pública: se destapa una red de tráfico ilegal de diamantes de países de África, en la
cual se sospecha que está involucrado el alcalde de Barcelona, así como la famosa
empresa de venta de animales domésticos El Pájaro Loco y varios constructores del litoral
catalán.

—¡Qué pasada! Al final lo hemos conseguido, Blasco —le dije alzando la cerveza por
encima del codo, pidiendo brindar con él.

—Pues sí, lo hemos conseguido —y chin, hizo con su whisky.


En el Candanchú, me había bebido tres cervezas en compañía de Blasco. A cada sorbo
recuperaba el sentimiento de mi amistad con él, puesto seriamente en duda junto con sus
capacidades como abogado por mi presidio en la cárcel Modelo. Cuando me venía esa idea,
me avergonzaba de mí y le daba otro abrazo, con pasión, como no queriendo recordar ese
pensamiento. Con ese pack de arrepentimiento y euforia, y con la recuperación de la
magnífica sensación de libertad, me dio pie a ensalzar nuestra amistad a lo más alto de un
pedestal, recordando anécdotas y confidencias del pasado.

—¿Sabes que tuve una cría de periquito a la que llamé Blasco? —le revelé lo que hasta
entonces no me había atrevido a decirle.

—¡No me digas! ¿Sí?

—Te echaba de menos. Me dejaste solo en mi adolescencia, y así podía recordarte —le
justifiqué—. Y luego me tuve que hacer amigo de David.

—¡Ah!, ese era de tu calle, ¿no?

—Sí, uno que tenía un manual de cómo ligarse a las tías —y se lo conté con una nueva
cerveza.

De paso aproveché para culpar a David de haberme metido en ese embrollo, al intentar
poner en práctica sus teoremas ante la película de Repentino, al elogiar las virtudes de Uma
Thurman como si se tratara de Dolores.

—Y ella hizo el resto y me arrastró hasta El Pájaro Loco.

—Qué fácil es echarle la culpa a otro —soltó el abogado—. La culpa es tuya. Te


metiste ahí porque te dio la gana.

—Es que a mí me gustaba Dolores y…

—Y te gusta, Ramón —matizó él.

—Es que Melanie me dejó colgado y tuve que buscarme las habichuelas.

—Sí, lo que tú quieras. Pero antes de eso, tú ya habías metido las narices en los cajones
de tu jefe, recuérdalo —me regañó Blasco—. Me dijiste que no lo soportabas, que te tenía
succionado las veinticuatro horas del día. Ahora no le eches las culpas a la pobre Dolores,
que ella era una simple testigo metida en un grupo para proteger la capa de ozono.
—Jolines, Blasco, tan mal que te cayó al principio... Y ahora, mira, la defiendes a
muerte, ¿eh?

Recordé entonces ese primer día que fui al Templo con Dolores, que me enseñó las
instalaciones y me pasó ese memorable video de Quiénes somos, de dónde venimos y
adónde vamos, con ese bofetón sorpresa en toda la jeta porque la había dejado colgada en el
cine. Ahí me di de cuenta de que no le resultaba indiferente y eso me tocó la fibra: nunca un
bofetón me había sentado tan bien. Pegué otro trago de cerveza que me devolvió al presente
y a la realidad del diálogo con Blasco.

—¿Va a venir? ¿Lo sabes? —le pregunté.

—No lo sé. Yo le dije a Ernesto que avisara a todo el mundo.

El tráfico se realizaba a través de los pedidos de animales que hacía la empresa El


Pájaro Loco para sus franquicias. La empresa aprovechaba que tenía todos los permisos en
regla, para incluir la mercancía ilegal en el interior del cuerpo de esos animales, los cuales
eran sacrificados y seccionados para la extracción de las piedras preciosas. Esas piedras,
iban a ser introducidas en el mercado a través de grandes firmas internacionales, todavía
por determinar. Veamos las imágenes que nuestros reporteros han conseguido de ese caso.

—¡Pero si eso es el video de nuestra denuncia! —exclamé mirando a Blasco, que


sorbía su tercer whisky de la noche.

—Sí, es verdad —sonrió.

Llegaron al bar Mamadou y Trosdesoca. Se habían hecho amigos al protagonizar


juntos el último episodio de ese embrollo, en el puerto, cuando salimos todos en estampida
en un sálvese quien pueda. Quien pudo, claro, que un menda quedó atrapado por un batallón
de azul-verde-o-marrón, que ya no tenía ninguna duda de que también se llamara así.
Recordé ese gran precepto de Melanie, que todos los hombres éramos iguales, al poderlo
aplicar entonces con igual convicción a las policías, tarareando el lema “de azul, verde o
marrón, un cabrón es un cabrón”.
Quise evitar que Mamadou me estrujara la mano para seguir teniéndola entera y me
fundí en un fraternal abrazo. Con ello lo que me estrujó fueron las costillas, que me dejó
descompuesto, y casi me atraganto con el trago de cerveza que di a continuación al intentar
recomponerme de nuevo. Con el hilo de voz que me quedaba, le invité a tomar un menú o
una Coca-Cola, evitando la palabra alcohol, que ya sabía que no tomaba, que pagaba yo.

Al nombrar la palabra pagar, me acordé de que todavía le debía el sueldo por su trabajo
de guía en el puerto y de su posterior huida camuflado en el camión. ¡Qué poca seriedad por
mi parte! Tal vez por eso me había estrujado así; igual era su manera de pedirlo. Abrí la
cartera y, como todavía me quedaban más de cien talegos −los Mossos me tuvieron que
devolver hasta el último duro−, le solté veinte boniatos ante su cara de pasmo. A ver si así
aprendía a saludar. Después añadí veinte más con la siguiente frase:

—Y esto, para que te compres un varano —y le di dos toques en la espalda a modo de


pésame, que todavía estaba consternado—. Lo siento mucho Mamadou, no era nuestra
intención lastimarte.

A Trosdesoca le di la mano con la presión normal que nos la damos la gente de aquí,
pero no sin antes exigirle que soltara la sierra eléctrica, que estaba seguro de que no había
ningún inspector de Hacienda por la zona.

—¿Estás seguro? —me dijo el muy cateto. Ese tío era más peligroso de lo que
pensaba. Más que el Lute.

Dicho sea de paso, en referencia al Lute, que la mafia había extendido sus poderosos
tentáculos hacia las clases más desfavorecidas. El bigotudo le había encomendado robar en
mi casa lo que viera parecido a una agenda, fotografías y portafotos, y que a cambio ganaría
un buen pico, mientras sacaba a relucir un billete de cinco con el que se dio aire ante sus
morros. Y claro, el Lute se hizo el remolón con que eso no debería hacerlo, que estaba muy
mal, pero el bigotudo lo convenció al añadir un segundo billete, y que le daría dos más al
acabar el trabajo.

—No se hable más, cojones —y succionados como un aspirador industrial, fueron


visto y no visto a su bolsillo. Me recordó a David conmigo, con las canicas.

Es normal que el Lute, cuyo leitmotiv es jugar al mus en el Egipcio apostándose su


pensión de invalidez y ganándose las broncas y gritos de la señora Carme, ante un billete así
no ve un carro de compra lleno de comida, sino dos días de juego sin que su economía se
resienta. O sea, de tranquilidad en el hogar con su mujer. Y aceptar ese tipo de dinero es
feo, muy feo, pero también hay que tener en cuenta que la mafia juega con la necesidad del
prójimo, y parece que todos tenemos un precio. Y quien esté libre de culpa, que decía l’avi
Jeremies, que levante el brazo, que ni yo lo estoy, que también me vendí para currar para
esas sabandijas de Pablo y Del Hoyo, que vestidos con americana y corbata parecían gente
seria, no siendo así. Que hoy en día, de azul-verde-o-marrón, catalán o español, o con
corbata o con pajarita, un cabrón es un cabrón, y no hay que confundir a los que se
esconden tras cualquier disfraz. Hay que tener el enemigo bien identificado, saber cuál es el
objetivo y plantarle cara. Y sí, luchar por las cuatro perras que nos gratifican para seguir
viviendo, pero conseguirlas con la cabeza bien alta, sin poner en venta nuestros ideales.
Porque lo malo no es tener que hacer o decir lo que te dicen; lo malo es que si te parece mal,
no tienes más alternativa aunque tú tengas una idea mejor u otro punto de vista. Les importa
un bledo tu punto de vista. Tienes que poner buena cara al jefe aunque sea un inepto, te
repugne y reírle los chistes aunque tenga la gracia en el culo.

No soporto los trabajos en los que vale hasta la mentira para conseguir un nuevo
cliente. Como los vendedores de depuradoras de agua, ¡vaya unos!, pensé. Estábamos
diciendo que aquello era lo mejor, sin saberlo a ciencia cierta, simplemente para ganarnos
un cliente y su comisión. Y eso es mentir. Como hacen los presentadores de los telediarios
cuando aprovechan su imagen impoluta ganada en ese ente, para engañarnos con que ese
yogur es el mejor del mercado, porque también es mentira. Y saben que están mintiendo,
porque eso que dicen con tanta seguridad, no lo saben; simplemente les han puesto una
pasta delante para que digan esa frase. Y mentir está feo, que eso lo aprendí de pequeño con
mi madre y en la escuela, que me ganaba buenas reprimendas cuando me inventaba las
cosas. Y ahora, ¿qué pasa? ¿Que se pueden decir mentiras para vender, y que los mortales
tenemos que decir amén a todo, aunque creamos lo contrario? ¿Es verdad que si repartimos
cincuenta manzanas entre Pablo, un gitano y un servidor, no nos tocarán las mismas? Parece
que la desigualdad está institucionalizada y la vemos normal, pero nadie se da cuenta de que
la mentira también lo está.

Tal vez sea mejor vivir bajo un puente que venderse a los impostores que nos rebajan a
la altura del betún, que nos ningunean como personas que pensamos y sentimos, que nos
hacen sentir como si fuéramos menos personas que ellos, siendo al revés seguramente.
Porque alguien que se cree superior por estar en un puesto de mando, ya dice mucho de lo
que carece. Porque, ¿acaso puede ser un amigo alguien que nos manda? ¿Dónde está la
frontera de lo permisivo? Yo, después de lo visto, de sentir ser una triste marioneta, había
movido esa frontera a otro punto más alejado para proteger a mi persona y darme un cierto
margen de movimiento.

Me acuerdo ahora de Siddharta, de Herman Hesse, ese libro en que su protagonista


está en esa permanente búsqueda de la felicidad, y que en cada momento nos la muestra
anhelada de diferente manera. Y no hay por qué renegar del pasado, porque igualmente lo
vivimos de manera intensa, sino que simplemente ese pasado ya no nos sirve para el nuevo
presente. Y el presente es el nuevo reto para seguir buscando la felicidad. Y, ¿dónde
encuentra Siddharta, finalmente, su felicidad? Pues casi por azar, sin buscarla,
acompañando a los caminantes a cruzar el río con su barca, charlando con ellos. El tío era
feliz así.

—¡Mira, mira! —gritó el ceporro de Trosdesoca, despertándome de mis divagaciones


—. ¡Los inspectores haciendo negocio!

Seguían pasando el video de mi denuncia, el que sirvió para mi defensa, y todavía


Trosdesoca en su mundo pensando que eran inspectores de Hacienda. En el puerto, se veía a
Fiscales buscar algún sustento para poder firmar la hoja de entradas, para el pago de
aranceles, mientras bajaban la carga de la barcaza. Y gracias al transmisor instalado en la
silla de ruedas de Mariano Casimoro, conseguimos el audio de la conversación, que los de
la televisión también habían subtitulado para salvar las interferencias auditivas:

—Hay que firmar eso, a ver Pablo —dijo Fiscales.

—Joder, siempre estáis dando por el culo con las firmitas de los cojones —replicó
Pablo, en su línea habitual ante las firmas—. Mira, aquí mismo. Con permiso, Casimoro.

—Eh, ¿qué pasa…? —se mosqueó el tullido al utilizar su joroba como mesa. Como iba
en silla de ruedas, estaba a la altura apropiada para ese sustento.

—¡Qué cojones tenéis, joder! ¡Que soy el jefe del tinglado!, y vosotros aquí
utilizándome de mesa de caoba.

—No te quejes, coño, que pareces un viejo cascarrabias.


Podemos ver el rango chusquero de los contrabandistas y los pocos medios de que
disponían en ese lance de la firma del documento. Veamos ahora cómo se hizo la entrega
del dinero:

Bajó del yate un tío con batín de seda custodiado por dos chulos armados y dos rubias
de campanillas. Casimoro metió la mano en su bolsillo y sacó la llavecita de las esposas que
ataba su muñeca al maletín que tenía que entregar. Y supimos que el del batín era italiano al
abrir la boca:

—Supongo che stan cien milioni qui, ¿giusto? —dijo el ítalo tomando el maletín.

La palabra milioni puso en jaque a los españoles.

—Ni yo espero que falte un solo pedrusco de los que te pago, maricón de playa —
replicó Casimoro—. ¿Están en los varanos, no?

Luego fue cuando el Bigotes, ese tío que parecía que no tenía ni una gota de sangre en
las venas, abría una botella de champán y se la bebían todos a morro, pasándose las babas
entre ellos. Qué asco, por Dios.

La siguiente escena sucedió cuando el perro-coche giró su morro hacia el camión


mientras cargaban los contenedores. Era increíble la habilidad de Lourdetas con el híbrido,
casi para ganar el premio Pulitzer. El camión estaba preparado para llevar la carga hacia el
almacén de Mataró Encaix, el mismo espacio que se utilizó antaño para timar a don Amato.

Antes de arrancar, las imágenes muestran cómo se acerca alguien a hurtadillas con algo
entre sus manos y se adentra en la cabina por la puerta del copiloto. Aunque yo ya lo sabía,
que Dolores me lo había contado en un vis a vis cuando todavía me visitaba, para sorpresa
del resto resultó ser Trosdesoca con su sierra eléctrica.

—¡Mira, ese soy yo! —declaró orgulloso Trosdesoca.

El carpintero amenazó al transportista y le soltó “aquí hay mucho inspector suelto, o


sea, arrancando que es gerundio”, Naturalmente, eso no se oía, que la silla de ruedas estaba
lejos, pero Trosdesoca nos lo aseguró con estas mismas palabras.
—Tenía que asegurarme con qué comersiaba linspector de Hasienda, ¿entiendes? —se
justificó refiriéndose al Bigotes—. Así lo tindria agafat pels collons —y tensó su mano en
forma de recipiente, como pretendiendo estrujar esas pelotas.

—Claro, claro —y di el caso por perdido.

Llegó el camión sin escolta al polígono industrial. No querían levantar sospechas


porque ahí había una garita con barrera, un vigilante en su interior y video-vigilancia en
todas las calles. Las cámaras de seguridad no amedrentaron a Trosdesoca, sino que lo
pusieron en guardia, e hizo saber al conductor que tenía su mano unida al cordón de
arranque de su arma favorita. Entonces, el camionero le insinuó tener dudas de que esa
máquina funcionara, y el leñador le aconsejó que no lo pusiera a prueba, que si supiera
como salía volando la carne y la sangre con un solo roce y lo que costaba limpiar ese
desparrame, no chulearía de esa manera.

—O sigui que nom toquis els collons, que els porto inflats —remató Trosdesoca.

Aclarada la duda, el camión fue identificado en la barrera y pasó sin más


interrupciones a callejear por el polígono hasta el interior del almacén. Ya en reposo, se
montaron en la parte trasera del camión, y el conductor abrió uno de los contenedores donde
había cajas de varias especies de animales.

—Esta misma, venga —le imprimió brío Trosdesoca.

Se asomaron ambos a la caja sugerida y ¡ahh!, se pegaron un gran susto al ver que se
trataba de reptiles como cocodrilos o caimanes… Pero no fue nada en comparación al que
se pegaron al visionar dos grandes ojos brillantes, mirándolos fijamente, como una pantera
negra, que provocó que los dos adversarios unieran sus fuerzas ante la bestia. Y Trosdesoca
tiró del cordón de su sierra, que casi le corta una oreja al chófer.

—No, yo amigo, yo Mamadou —hizo la presunta bestia intentando no ser talado por la
motosierra.

—Ya estamos, otro polizón —exclamó el camionero.

Se identificó como asalariado mío y Trosdesoca volvió a redireccionar su arma hacia el


camionero, que volvió a subir sus manos, viendo finalizado su momento de paz. Mientras,
Mamadou, ya libre de amenazas, asomó su mirada hacia el interior de la caja y se mostró
consternado, aguantando la respiración de la incomprensión como si hubiera visto un
muerto. Y tomó la palabra para asegurar que no eran cocodrilos ni caimanes, sino unas
preciosas crías de Varanus Exhantematicus de su tierra. Y es sabido que cuando Mamadou
ve un varano de su tierra, le aparecen sus costumbres más ancestrales. Así que empezó a
aullar como un lobo y a saltar como un negro, y al preguntarle si lo hacía como si tuviera un
muelle en el culo, me dijo que no, que era como si la tierra lo expulsara para arriba, y
cuando volvía a caer, rebotaba de nuevo.

—¡Ah!, vale, sí. Ya sé —recordé la explicación de Rodolfo en su día. Y pensé que tal
vez tendría que proponerle a mi hermano que rodara un documental sobre los wólof para ver
de una vez cómo eran catapultados de la tierra cuando daban esos saltos.

—Hosti, noi, qué susto que me dio el putunegre dels collons —remató Trosdesoca.

Y si Trosdesoca había pedido ver la carga de animales para poderlos identificar −y así
evitar más apariciones de inspectores delante de su casa−, Mamadou exigía una prueba
física para mí, porque sabía que necesitaba un animal vivo para identificar la especie y
poder demostrar que se trataba de tráfico ilegal. Así que Mamadou escogió, como no podía
ser de otra manera, un varano de su tierra.

—Yo quería cuidar varano para mí —lamentó Mamadou.

—Bueno, Mamadou, te he dado veinte talegos más para que te compres otro, ¿no? Ya
ves que los venden por todas partes.

Justo entonces entraron Ernesto y Ramsés, y parece mentira la ilusión que me hizo ver
al perro, que a su vez también estaba contento de verme, porque movía el culo con tal
exageración que daba unos buenos culazos contra la puerta. Por eso salió Mateu cabreado
de la barra, pensando que eran unos gamberros de la calle. El hecho es que después de tanto
tiempo, Ramsés me había reconocido y nos fundimos en un caluroso abrazo. Me di cuenta
de que mi relación con el animal doméstico, y en concreto con el perro, había dado un giro
de ciento ochenta grados. Sentí una extraña sensación al ver mis criterios saboteados por los
acontecimientos y el paso del tiempo. A Ernesto también le di un abrazo y aproveché para
decirle que lavara el perro, que apestaba de lo lindo. ¡Ah!, y que tomase lo que quisiera,
cosa que me hizo repetir por no creérselo.
—Que sí, lo que quieras —le reiteré—. Pero nada de comida, ¿eh? Solo bebida.

Al cabo de diez minutos, entró la señora María un poco airada comentando que
Trosdesoca le había dicho que yo lo había salvado del inspector de Hacienda. Y que eso no
era cierto, que quien había echado al Bigotes había sido Ernesto, que había salido tras él con
su perro. Y que no le parecía bien que se llevara la gloria quien no había movido el culo de
su silla.

—Eso no es justo —y quiso poner justicia con dos besos más para Ernesto—. Vine
aquí, xato, vine.

Con ella había venido la señora Carme, que por fin me había sacado de encima y que,
por lo tanto, ya no sufría esos tembleques cuando temía encontrarme al Lute por la escalera.
Por suerte, el que tenía que padecerlos no era otro que Ernesto, que se le acumulaba el
trabajo, y ahora tenía que esconderse ya no solo de la señora María, ni tampoco del Lute,
sino también de la señora Carme. Después de sonreír a la señora Carme, hice lo propio a
Ernesto, maliciosamente, guiñándole el ojo:

—Si necesitas un whisky, pídetelo, Ernesto, ya sabes.

Vean ustedes las fotografías que se presentaron como pruebas, cuando esa célula en
pro del bien del medio ambiente y los animales consiguió al entrar en los laboratorios
clandestinos de El Pájaro Loco, donde se hacía la extracción de los diamantes del interior
de esos animales.

En esta primera instantánea pueden ver el despacho de la hija del señor Miralles, la
famosa Marta Miralles, que estuvo casada con el artista Sergio Lapalma, y quien, no
teniendo bastante con la fortuna amasada por su dinastía, se dedicaba también a esa
práctica delictiva. En esta otra, pueden ver el laboratorio donde sacrificaban los animales
para la extracción de los diamantes de su interior… Ya ven ustedes estos animales
seccionados, en tarros de formol y disecados…

Y fueron mostrando ese carrusel de imágenes hasta pararse en una en la que se veía en
el suelo un punto brillante.
Y fíjense ustedes en esta última fotografía. ¿Ven ese punto luminoso? Pues ese punto
de luz correspondería a un diamante, prueba de la presunta práctica ilegal en ese
laboratorio. Naturalmente, no ha sido aceptada como prueba porque podría ser un cristal,
haber sido puesto como trampa por los mismos intrusos, o incluso haber sido retocada la
fotografía con métodos informáticos, con ánimo de inculparlos. Debemos recordar que uno
de los que han destapado esta trama trabajaba para uno de los inculpados, y puede que
haya sido con ánimo de revancha, ya se sabe.

—Ja, ja, ja —me carcajeé—. ¡Qué cabrones! Siempre que trabajas para alguien se
justifica como un sabotaje, ¿tú te crees?

—Sí, ya ves —replicó Blasco—. Cuesta creer que se haga sin ánimo de venganza.

De repente, en el exterior se oyó el escándalo de una gran bocina, y lo primero que creí
es que era la policía que venía a por mí. Luego, para mi alivio, pensé que sonaba más como
una ambulancia, o incluso como una sirena de tiovivo. Pero al salir fuera, aparecieron entre
mis piernas unas luces de colores que daban vueltas a lo loco, que junto la sirena de tiovivo,
me puse a saltar como si fuera una traca de Sant Joan. Al pararse, para mi sorpresa, vi que
era el perro-coche de Lourdetas que iba derrapando y acelerando a su antojo con su bocina
de coche fiestero. Y claro, me acordé que en un vis a vis que Lourdetas también había
venido con Dolores, la había gratificado con cinco mil pesetas para que se lo tuneara. Así
pues, Lourdetas se había hecho con una bocina a modo de sirena de feria, un mando con un
transmisor de más alcance y las luces de colores que se sincronizaban con la velocidad de
las ruedas nuevas.

La ilusión fue tan grande que casi me abalanzo sobre el híbrido para darle un abrazo,
pero aunque era imposible, porque gambaba que daba gusto, también pensé que ese abrazo
debía dárselo a ella. Por potente que fuera el transmisor del teledirigido, no podría estar
muy lejos, me dije. Y mirando por la plaza, de detrás de la torre del reloj aparecieron
Lourdetas y Rosa ilusionadas hacia mi encuentro, para darnos ese abrazo tan esperado.

Después de ese emotivo reencuentro familiar, Rosa me preguntó en forma de regañina


en qué embrollo me había metido esa vez. Y yo empecé por lamentar la cruel injusticia de la
vida y los golpes que a veces nos caen del cielo, sin explicación ni motivo alguno. Y como
era largo y complejo de contar, y más a ella que se había perdido el inicio de la historia, le
dije que, aprovechando la espera en la Modelo por el juicio rápido −que de rápido no tuvo
nada−, había escrito la presente declaración jurada, separada en capítulos, como hacen los
escritores, y que le pasaría una copia para que se la leyera. Y que ya en libertad, la
completaría con un epílogo −para el lector, este epílogo−, para aclarar las partes que todavía
se habían quedado en el tintero. Y dicho sea de paso, si a alguien se le ocurre considerar
extensa mi declaración, que sepa que a mí ningún azul-verde-o-marrón me tiene que dar un
triste folio para escribir comprimido todo lo tenía que expresar, y sin salirme de los
márgenes, que estoy seguro de que es anticonstitucional. Que si tantos miles de folios se
necesitan para cualquier caso de corrupción, qué menos que unos cientos para el mío. Que
yo también tengo derecho a expresarme.

—Hermano, a veces pienso que estás como una chota —afirmó Rosa mientras hacía
que no con la cabeza.

—Yo también, Rosa —reconocí haciendo que sí—. Pero lo importante es que estamos
juntos otra vez. ¡Ah!, tomad lo que queráis, que pago yo. Y si queréis comer, también, lo
que queráis —y Ernesto me miró mal.

—Tiet, ¿vendrá el señor Ceferino con Lorenzo? —preguntó Lourdetas.

Para no dar falsas expectativas a esa niña tan lista que si me equivocaba podía llevarme
de nuevo a los juzgados, le dije que don Ceferino no podía y el varano, aun queriendo −que
estaba seguro de que la deseaba ver tanto como ella−, no lo podía hacer sin su amo, ante la
decepción de ella y su perro-coche. Si al final venían, sería una sorpresa.

Así pues, el perro-coche no tuvo más remedio que conformarse con Ramsés, y se
miraron con la curiosidad propia de esos canes. El perro-coche se acercó en primera,
lentamente y con las luces laterales encendiéndose correlativamente con prudencia, para
olisquearlo. No hace falta decir que a Ramsés nunca lo había olido ningún bicho de esos, y
se amilanó entre sillas y mesas con su muñón entre las patas buscando zafarse de semejante
buscón. Ante esa huida, el perro-coche se sintió con más valentía y fue acelerando
cambiando de marcha. Ya se sabe que cuanto más miedo tienes, más van a por ti. Y al final
Lourdetas, en un arranque de poderío, puso la quinta para perseguirlo, montando un buen
sarao, hasta que su madre la regañó para que parara el maldito perro de las narices, que en el
bar no se tenía que jugar con eso y menos asustar a ese pobre perrito indefenso.

—Que no soy yo, mamá, que es el perro-coche que quiere jugar —se defendió.
—Lourdetas, tengamos la fiesta en paz, que después ya sabes cómo acabamos,
¿verdad? —la advirtió.

—Jolines, mamá —protestó parando el animal.

El alcalde de Barcelona, Carles Puigmirat, está implicado por la cesión de un


almacén de su propiedad, usado para esos hechos delictivos. El alcalde ha aclarado que se
trata de un arrendamiento antiguo que había efectuado su padre hacía mucho tiempo, pero
que desconocía los hechos que ahí se realizaban. Se sospecha que Puigmirat también pueda
participar en el reparto de esos beneficios, aunque lo ha negado con rotundidad. Veamos
que ha dicho el alcalde sobre estas acusaciones:

—Ahora mismo le he ditxo a mi abogado que ressinda el contrato de alquiler a esos


criminales que han querido manchar el nombre de la siudat a través de mi persona. La
siudat no se merese ese trato tan degrad…

Clac, hizo el televisor al cambiar de canal, a la vez que Mateu, cabreado, declaraba lo
siguiente:

—¡Estoy hasta los huevos de las burradas de este alcalde, joder! En mi bar ese tío no
entra más. Que le den por culo.

Y salió un programa de divulgación, dedicado a la canción catalana, en la figura de


Jaume Sisa, el cantautor galáctico. En ese momento sonaba la canción “L’home dibuixat” y
Lourdetas se puso a bailotear, en el mismo instante que volvía a oírse el escandaloso ruido
afónico de un motor carraspear. Rosa casi le propina un bofetón a la niña pensando que
ponía a funcionar el perro-coche y que encima se le recochineaba con el baile.

—Que no soy yooooo —se quejó Lourdetas, que casi se la gana.

Y efectivamente, no era ella. El ruido provenía de fuera, y resultó ser la inconfundible


válvula de la motillo de Xing Fu a pleno zumbido, que sin parar el motor se había detenido
en el otro extremo de la plaza. Miré por la puerta y no parecía que llevara comida,
precisamente, sino que a deducir por la silueta e indumentaria, una bonita figura femenina
sin identificar, por llevar un casco integral.

—Anda con el chino. ¡Eh, colegas, que el Kunfú ha ligado! —avisé a todos mientras
me carcajeaba—. ¡Que lleva una chuti de campanillas! —Y nos asomamos todos riendo
como vecinos cotillas.

Pero al sacarse el casco, me quedé pasmado y dejé de reír de golpe. Mi corazón dio un
vuelco desgarrador al descubrir que la susodicha chuti de campanillas ¡no era otra que
Dolores! Sí, era ella quien iba de paquete con semejante oportunista: los dos felices,
contentos y dicharacheros. Las risas de mis compinches también fueron cesando para no
reírse en mi cara, y cuchichearon entre ellos mi desgracia −ya había corrido la voz que la
deseaba con fervor−. Ante mis narices y en público, se estaba produciendo mi mayor
desengaño en el día más feliz de mi vida, hasta entonces.

Lo primero que me vino a la cabeza era que Kunfú era un traidor, que mucho cliente
pleferente y patatas flitas, pero el muy listo había aprovechado mi presidio para salirse con
la suya. Se había ligado a Dolores. Claro, ya me había dicho el primer día querer llevarla de
paquete. Ya sabía yo que esas máquinas, aparte de trasladarse, sirven para chulear ante las
tías, como ya había hecho el Cabezas con su BMW y Melanie. Y aunque no era una BMW
lo de chino, petaba de lo lindo, y eso gusta. Y más si tienes que ponerte un casco integral.

La rabia me podía. Tenía ganas de partirle la cara al Kunfú de los cojones, pero igual
sabía kung-fu y era él quien me la partía a mí. Así que seguí postrado tras el cristal, sin
mover más que mis músculos faciales, mientras se me humedecían los ojos.

También pensé que tal vez Dolores no me lo había querido contar, aun viéndonos en
los primeros vis a vis, y por eso dejó de venir de un día para otro, para no lastimarme.
Claro, ahora lo veía claro: su ausencia no tenía nada que ver con el sacrificio del varano,
sino que fue una excusa. Seguramente, estaba esperando que saliera de la cárcel para
explicarme lo acontecido. Tal vez ahora, vendrían los dos al bar para explicarnos su
felicidad, que se casaban. O tal vez solo vendría ella, y por eso el chino había parado la
moto en la otra punta de la plaza, para que yo no lo viera y así no supiera quién era el
culpable de mi desdicha.

Mi cabeza se había nublado, mi euforia, esfumado, y mi felicidad, desaparecido, sin


más, como acto de magia. Su expresión feliz y risueña con su motero no me dio alternativa,
y aceptando la derrota, me quedé ante el cristal cabizbajo, vacío de ilusión, tocado y
hundido. Mientras, los demás, ya retirados del cristal, seguían disfrutando de mi
generosidad pidiendo consumiciones a mansalva, sin importarles un ápice el montante que
tendría que desembolsar al finalizar la noche.
En esos instantes pasaron por mi cabeza –como en su momento pasó con Melanie– los
episodios vividos con ella desde que la conocí. Desde ese primer contacto en el barrio, con
doña Milagros, aquellos juegos con la pajita de su Coca-Cola, su contacto por debajo de la
mesa, su llamada para ir al cine… Recordé ese día en el Templo como uno de los más
felices de mi vida, el día del cine, y cómo ella se creyó Uma Thurman, una heroína más,
como también se lo había creído Melanie Griffi. Y el día que se quedó encerrada en el baño
del café, que luego me sacó del cuartelillo de la Guardia Urbana… También, cuando
entramos en El Pájaro Loco como dos cacos; ¡qué nervios pasé!, pero también, ¡qué bien lo
pasé! Y acabamos en mi casa, cansados, extenuados, y ella durmiendo en mi cama, tan
bella, dulce y dócil. Y ahí la gratifiqué con mi primer beso, mientras dormía. El primer y
único beso.

Me quedé mirando el exterior, hipnótico, como no viendo nada, impasible, solo viendo
mis recuerdos. Los vis a vis diarios que me había conseguido Paco, el gitano. ¡Qué gran
pavo ese!, un tío desinteresado como pocos quedan, pensé. Gracias a él pude volver a ver a
Dolores, y eso me ensanchaba el corazón, porque llegaba con nuevas noticias, nuevas ideas
y nuevos enfoques sobre la denuncia que estábamos preparando, siempre ilusionada.
Aunque también es verdad que me dejó más pelado que el culo de un mono, porque le di
mucho dinero. Y pensé que tal vez por eso venía cada día, para sacarme la pasta y largarse
con el chino de los cojones a pateárselo. La verdad es que fue justo después de darle las dos
mensualidades de Ernesto cuando ella desapareció.

Recordé ese primer vis a vis con Dolores. Fue ese día que vi la película Desayuno con
Diamantes, y descubrí tener la certeza de que el tráfico de animales era una tapadera sobre
el verdadero tráfico de diamantes.

—¿Recuerdas lo que nos dijo Blasco? Tras un pedido legal siempre hay uno ilegal,
¿recuerdas? —le remarqué.

Porque le hice ver que por cuatro lagartos no era necesario ni tanto maletín ni mucho
menos brindar a morro con una botella de champán.

—¿Tienes ese diamante que te encontraste en el cuarto?


—Lo vendí —lamentó ella.

—Pues recupéralo —le ordené—. Ve allí donde lo vendiste y le devuelves la pasta que
te dio.

Evidentemente, si lo vendió es porque necesitaba pasta, dijo, y esta ya no existía: se la


había gastado en un libro que necesitaba y, con lo que sobró, se compró un conjunto de top
y falda y un wonderbra. Y la regañé diciendo que la pasta no se podía gastar así como así, a
la brava. Y pensé que era una chica muy guapa, preciosa, inteligente, con un excelente
porte, pero también con un grave problema de compra compulsiva, joder, que tenía cuatro
chavos y ya se los gastaba en unos sostenes y un conjunto. Y que aunque estaba seguro de
que le quedaban de fábula, también estaba seguro de que tenía cincuenta en el armario.

Pero no se lo dije. Inspiré como me enseñaron en yoga, con tranquilidad, contando


hasta diez, y traté de encontrar una solución a ese percance. Y la encontré en Ernesto y en la
mensualidad de marzo que estaba a punto de recibir, que fuera ella quien la cobrara en
nombre mío. Y que recuperara el diamante como fuera, que serviría de prueba para mi
libertad. A cambio de esa pasta, tuve la tentación de pedirle verle puesto ese conjunto con el
wonderbra, pero aun deseándolo desde el fondo de mi corazón, no me atreví.

Al día siguiente, Dolores apareció con mi sobrina Lourdetas y su perro-coche, cosa que
me hizo una gran ilusión. El perro-coche, de lo contento que estaba, hizo una exhibición de
derrapadas y caballetes nunca visto, moviendo la antena de forma prodigiosa.

—Estoy muy orgulloso de ti, cariño —le dije con satisfacción.

Ya entrando al trapo, me dijo Dolores que había conseguido la pasta de Ernesto.


Aunque este se la dio con desconfianza y le advirtió que esperaba que fuera verdad, que él
tenía muy claro que no volvería a pagar ese alquiler.

—Pff, qué desconfiado es —solté yo.

—Es que le cobras mucho, ¿no, Ramón? —me cuestionó Dolores.

Y le aclaré que eran las tarifas del barrio, y que encima, por deferencia, al perro no le
cobraba.
Me dio una gran alegría cuando me enseñó el mismo diamante que había vendido, y la
felicité. Pero también me dijo que había tenido que pagar el doble para conseguirlo, y que
por eso no le quedaba nada de esa mensualidad, cosa que me provocó una punzada en el
corazón. Conteniendo la sonrisa acartonada como buenamente pude, le aseguré que no
importaba, que el dinero estaba para esas cosas, las cosas importantes.

Entonces fue cuando Lourdetas, de tanta pasta que pasó por sus oídos, se le ocurrió
reivindicar lo suyo, así como si nada.

—¿Y lo mío cómo está?

Ya estábamos con sus numeritos, pues no sabía a qué se refería. Pero ella me lo dejó
claro con que se había tenido que jugar el pellejo en el puerto, porque ese transmisor no
llegaba ni a dos metros, que no tenía alcance. Y como el tiempo apremiaba, antes de que
saliera con más cosas, lo solucioné rápido.

—Mira, Dolores, dale cinco mil pesetas y que se compre lo que quiera.

Me recordó ella que la mensualidad de marzo ya era historia, y yo me cabreé, jolines,


que yo no era el Banco de España. Y le hice un recibo que sirviera para la mensualidad de
abril, para que se lo entregara a Ernesto.

Efectivamente, volviendo al presente, tras el cristal del Candanchú, estaba viendo los
cinco talegos que le había dado a Lourdetas para tunear su perro-coche, con esas luces de
colores, los neumáticos nuevos, sus derrapadas y el gran alcance del radiotransmisor. Pero
no parecía que iba a ver el top y el wonderbra de Dolores para mi más profunda decepción.
Aunque había sido yo quien había soltado toda esa pasta, el único beneficiario iba a ser el
puto chino de los cojones, que la había embaucado con su motomierda.

Al día siguiente, cuando Dolores visitó a Ernesto para reclamar ese segundo cobro, se
encontró a Trosdesoca en el portal, me dijo. Así hablando, el carpintero le contó que él ya
estaba tranquilo porque había descubierto que los inspectores de Hacienda mercadeaban con
animales exóticos, y que Mamadou se había quedado con un varano de su tierra para
identificarlo. Y me estaba explicando Dolores lo tranquilo que se había quedado Trosdesoca
con ese descubrimiento, cuando le hice repetir eso de que Mamadou tuviera un varano en su
poder, dudando de si había oído bien.

—Pues eso, Ramón, que Mamadou tiene un varano como botín —repitió Dolores.

—¡Anda, qué buena noticia! Pues pídeselo y que te lo dé, y le abriremos la panza…

—¡¿Qué?! ¡¿Abrir la panza a un pobre animal?! —replicó escandalizada, pues parecía


estar contradiciendo sus más firmes principios, los postulados de su comisión del medio
ambiente y animales. E intenté darle una explicación para que entendiera lo que pretendía:

—Dolores, esos animales se han zampado los diamantes camuflados en su alimento,


¿entiendes? Y los diamantes están en su estómago —le aclaré—. ¿Te crees que te pediría
una cosa así, con lo que yo amo a los animales? ¿Te crees, sabiendo que tú estás en esa
comisión, que eres la líder, que te pediría algo así si no hubiera otra salida para conseguir
encarcelar a esos miserables? —y lo rematé con una gran frase—. Sacrificaremos a un
animal, Dolores, ¡un héroe!, pero salvaremos muchas vidas.

Pero, como dije, Dolores se cerró en banda, y empezamos una discusión donde se puso
en juego, además de nuestra amistad, las últimas esperanzas que todavía tenía para
ligármela, para cuando saliera del trullo. Intenté que razonara, se lo justifiqué y se lo
imploré, pero yo seguía tras el cristal del vis a vis, mientras ella, ofendida, molesta y con los
sentidos traicionados, se levantó sin mirarme a la cara, afirmando que eso no podía ser, que
yo no podía pedirle esa salvajada.

—Salvaremos muchas vidas ¡Dolores! ¡No te vayas, Dolores! —y se fue por donde
había venido.

Tal vez, tras ese cristal y sin margen de maniobra no podía pedir tantas cosas, pues yo
no dejaba de ser un preso y ella una ciudadana de pleno derecho. Y creo que de la
impotencia, se me escapó una lagrimita.

A partir de entonces, Dolores ya no vino más. Blasco pasó a ser el organizador de mis
vis a vis. Venía casi cada día, y cuando no podía, me mandaba a alguien. Un día vino
Ernesto, otro la señora María y la señora Carme, otro día Trosdesoca… Mamadou no vino
porque temía quedarse dentro.

Los avances me los contaba Blasco, de lo que íbamos descubriendo, del material que
disponíamos, lo que Dolores estaba montando… Todo eso me mantenía algo animado en
cuanto a mi defensa y mi anhelada libertad. Pero a mi demanda más importante, de por qué
no venía a verme Dolores, me respondía que estaba muy contrariada con la orientación que
había tomado mi defensa. Seguramente, por tener que sacrificar a ese animal, no se le podía
hablar de esa posibilidad.

—No sé, no quiere —dijo Blasco, sin más explicación.

Viendo cómo me afectaba esa negativa, siempre se sacaba de la chistera una buena
noticia para animarme. Y la que me dijo entonces fue que había llevado el varano a
Radiología de la Seguridad Social, donde trabaja una amiga suya, para hacerle una
radiografía. Así que, efectivamente, a través de ese negativo, se pudieron ver un montón de
manchitas blancas que daban la percepción inequívoca de que, o el bicho tenía un montón
de piedras en el riñón, o que esas piedras no eran otra cosa que los diamantes motivo de ese
tráfico.

—¡Qué buena idea, Blasco! —dije ilusionado.

—Y lo haré yo mismo, Ramón, en pleno juicio. Ahora que ya sabemos que están ahí
dentro, seré yo quien sacrifique al animal en medio del juicio —e hizo el signo de victoria.

Y fue en ese tiempo de espera para el juicio presuntamente rápido, cuando decidí
escribir mi declaración jurada. También para demostrarle a Dolores que, a pesar del
presidio, estaba comprometido con la causa. ¡Hasta los huesos! Y además, por qué no
decirlo, porque ante su repentino abandono, pudiera saber lo que sentía por ella y nunca me
atreví a decirle.

Llegó el día del juicio. Todos los que de un modo u otro habían participado en el
proceso vinieron a darme su apoyo. Vino Trosdesoca con su sierra eléctrica, Melanie con su
Cabezas, que se quedó abajo con su BMW, y Ernesto con Ramsés, que ya me olía desde la
puerta. Don Ceferino apareció con su varano, que le costó entrarlo pero lo consiguió, y con
don Amato, y Rosa y Lourdetas con su perro-coche tuneado. Vino también el Lute con la
señora Carme, e incluso ¡apareció Mamadou!, que acostumbrado a sacrificar animales, era
de mal augurio no estar presente en uno. Y ante todo ese variopinto repertorio, el juez se
negó a empezar hasta que no se doblara la seguridad.
Empezó el juicio al fin, con todos al completo. Bueno, casi. Y digo casi porque, ante
mi mayor decepción, la que faltaba era precisamente Dolores, que seguía negándose a
contemplar el descuartizamiento de un ser vivo.

Así, después de los interrogatorios y parlamentos de unos y otros, se sacrificó en la


sala el Varanus Exhantematicus, acompañado del grito desgarrador de Mamadou, que le
dolió como si le hubieran reventado las tripas a él mismo. El Elegido perdió la vida al
desangrarse y verter en el mismo suelo sus entrañas, pero como las lagartijas, esos bichos
mueven la cola después de muertos y dio los últimos coletazos salpicando a todo el mundo.
Y se agachó Blasco, manchado de sangre, a rebuscar en ese montón de vísceras las piedras
de las que había hablado. Y matizó que no eran piedras, sino diamantes en bruto a punto de
manufacturar y de entrar en el mercado nacional:

—¿Ven, ustedes? —mostraba con las manos manchadas de sangre—. ¡Son diamantes!
¡Todo esto son diamantes, mi señoría!

Y efectivamente, se contaron una cincuentena de piedras para pulir, que con esos
tamaños darían más de cinco millones de pesetas. Eso, multiplicado por los demás varanos,
que ya estaban en busca y captura, daban la pasta que esperaban recaudar los
contrabandistas al celebrarlo con el champán en el muelle.

Conseguí la esperada absolución y, de paso, la apertura del juicio rápido de tráfico


ilegal de diamantes con la imputación de Pablo Gao, con prisión sin fianza por riesgo de
fuga −por tener el título de capitán de barco podía salir navegando en cualquier momento−.
También de Mariano Casimoro, al que pusieron un azul-verde-o-marrón en la residencia. Y
el Pulpo Galcerán, que además, también lo despidieron al entrar en la Modelo, como a mí.
Salvaron su culo doña Marta, de milagro, que se desentendió de su marido, y como no podía
ser de otra manera, el alcalde de Barcelona, que no se atrevieron con él y pudo atesorar que
ese contrato de alquiler lo había hecho su padre.

Después de ser felicitado hasta por el juez, agradecí en ese momento haber conocido a
Paco, el gitano. Felicité también al centro penitenciario de la Modelo por la emisión de
películas tan interesantes como Desayuno con Diamantes.

—¡Para ti, Paco! —proclamé en su honor.


Y al alzar la vista, al recordar cómo le dediqué el juicio a Paco, me volvió a dar un
vuelco el corazón, que casi me quedo tieso, al volver a ver de nuevo a Dolores riéndose con
el gilipuertas de Kunfú. Con el casco en la mano, vi cómo se acercaba a él y le daba dos
besos que, por suerte, fueron castos. Yo, derrotado, me retiré cabizbajo hacia la compañía
de mis compinches de aventura, mientras acababa el programa del cantautor galáctico
Jaume Sisa, en la tele. Por lo menos ya no salía el alcalde. Salían los créditos de los
creadores de ese episodio, mientras se despedían con la famosa canción de su creador,
“Qualsevol nit pot sortir el sol”, ‘Cualquier noche puede salir el sol’. ¡Ah!, y para conseguir
más realismo de esa escena, se aconseja escuchar la canción mientras se lee lo que sigue,
que según mi amigo Ciberandreu, que tiene una gran visión de futuro en el mundo de la
informática, cuando se publique esta declaración jurada existirá un enlace en Internet que se
llamará Youtube, en el cual se podrá escuchar desde cualquier lugar del mundo la canción
original. Y bueno, yo no es que no me lo crea, pero lo ha dicho con una convicción que
tampoco me he atrevido a contradecírselo, pues cuando me aconsejó que me comprara el
ordenador que tengo, me dijo que era de lo mejorcito, y así fue. Venga, que me espero a que
la encontréis, aunque traduzco la letra al final, por si acaso[3]:

Fa una nit clara i tranquil·la,

hi ha la lluna que fa llum,

els convidats van arribant

i van omplint tota la casa,

de colors i de perfums.

Heus aquí la Blancaneus, en Pulgarcito,

els tres porquets,

el gos Snoopy i el seu secretari Emili i en Simbad,

l’Ali-Babà i en Gulliver.

Oh! Benvinguts, passeu, passeu!


De les tristors, en farem fum.

A casa meva, és casa vostra,

si és que hi ha cases d’algú.

Hola, Jaimito i doña Urraca

i en Carpanta i Barba-azul

i Frankenstein i l’home llop

i el compte Dràcula i Tarzan,

la mona Xita i Peter Pan.

La senyoreta Marieta de l’ull viu

ve amb un soldat,

els Reis d’Orient, Papà Noel,

el Pato Donald i en Pasqual,

la Pepa maca i Superman.

Yo volvía con mis compinches de aventura, mis vecinos de la escalera, mi amigo del
alma, Blasco, y mi hermana y mi sobrina y su perro-coche, que aunque seguía dando vueltas
por el bar, ya no me hacía tanta gracia como antes. Volvía al calor de los que me
acompañaban en esos momentos agridulces de mezcla entre felicidad y tristeza. Así como
todos los amigos de mi infancia, todos aquellos dibujos que a todos, de pequeños, nos
habían dado vida y nos habían hecho crecer aprendiendo de sus valores y de su
desinteresada amistad.

Bona nit, senyor King Kong,


senyor Asterix i en Taxi-Key,

Roberto Alcázar i Pedrín,

l’home del sac i en Patufet,

senyor Charlot, senyor Obelix.

En Pinotxo ve amb la Monyos,

agafada de bracet,

hi ha la dona que ven globus,

la família Ulises

i el capitán Trueno amb patinet.

A les dotze han arribat

la fada bona i Ventafocs,

en Tom i Jerry, la bruixa Calitxa,

Bambi i Moby Dick

i l’emperadriu Sissí.

I Mortadelo i Filemon,

i Guillem Brown i Guillem Tell,

la Caputxeta Vermelleta,

el Llop Ferotge, el Caganer,

en Cocoliso i en Popeie.
Oh! Benvinguts, passeu, passeu!

Ara ja no hi falta ningú,

O, potser sí, ja me n'adono, que tan sols

hi faltes tu...

Y en ese momento entró Dolores, sola, imponente, con su modelito nuevo y su


wonderbra. Me invadió un inmenso calor en el corazón, la contradicción entre la felicidad y
el dolor que se expandió por todo mi cuerpo, con escalofríos en la piel, brazos, piernas, cara
y pelo. Se me acercó, coqueta, con una mirada intensa a la que no pude evitar rendirme con
una sonrisa delatora de mi sentimiento por ella. Y se quedó frente a mí, con sus ojos
brillantes, sonrientes, fijándose en los míos, con una mutua expresión de ternura. Solo
faltaba que jugara con sus labios y la pajita de su Coca-Cola. Pero no había ni pajita ni
Coca-Cola, pero sí sus labios, tiernos y entreabiertos. Y me los acercó, lentamente, tal como
lo había soñado tantas y tantas veces, hasta que se rozaron con los míos, mientras seguía
acompañándonos la canción…[4]

… També pots venir si vols,

t'esperem, hi ha lloc per tots,

el temps no compta ni l'espai,

qualsevol nit pot sortir el sol.

Y esa noche salió el sol.

[1]Extracto de texto sacado íntegramente de la revista Atalaya, que el autor ha querido


exponer con la máxima rigurosidad, para evitar que el cambio de alguna palabra lleve a
interpretaciones erróneas.

[2]La novela La voz dormida fue escrita en 2002 y esta que el lector lee representa la época
posolímpica, el año 1997, aproximadamente. Pero sí existían los hechos que se cuentan en
ella, y el autor ha creído oportuno, aun con la incongruencia de las fechas, mencionar esa
obra de Dulce Chacón porque realmente es un libro estupendo que hizo ver al autor con
claridad lo que sus abuelos y padres le fueron contando en episodios salteados. Y también,
para aportar un granito de arena a la memoria de esas personas que todavía tienen las voces
acalladas… Y para que pronto, un día, tengamos la democracia por la que ellos lucharon.

[3] Letra de la canción “Cualquier noche puede salir el sol”, de Jaume Sisa (íntegramente):

Hace una noche clara y tranquila,

está la luna que da luz,

los invitados van llegando

y van llenando la casa,

de colores y perfumes.

He aquí Blancanieves, Pulgarcito,

los tres cerditos

el perro Snoopy y su secretario Emilio y Simbad,

Alí-Babá y Gulliver.
Oh! Bienvenidos, pasad, pasad!

De las tristezas haremos humo,

que mi casa es vuestra casa,

si es que hay casas de alguien.

Hola, Jaimito y Doña Urraca,

y Carpanta y Barba-Azul,

y Frankestein y el Hombre-Lobo,

el conde Drácula y Tarzán

la mona Chita y Peter Pan.

La senyoreta Marieta de l’ull viu

viene con un soldado,

los Reyes Magos, Papá Noel,

el Pato Donald y Pascual,

la Pepa maca y Superman.

Buenas noches, señor King Kong,

señor Asterix y Taxi-Key,

Roberto Alcázar y Pedrín,

l’home del sac y Patufet,

señor Charlot, señor Obelix.

Y Pinocho viene con la Moños,


cogida del brazo,

está la señora que vende globos,

la familia Ulises

y el capitán Trueno en patinete.

A las doce han llegado

el hada buena y la Cenicienta,

Tom y Jerry, la bruja Calista,

Bambi y Moby Dick

y la emperatriz Sisí.

Y Mortadelo y Filemón

y Guillermo Brown y Guillermo Tell,

Caperucita Roja,

el Lobo Feroz y el Caganer,

Cocoliso y Popeye.

Oh! Bienvenidos, pasad, pasad!

Ahora ya no falta nadie,

o tal vez sí, ya me doy cuenta, que solamente

faltas tú…
… También puedes venir si quieres,

te esperamos, hay sitio para todos,

el tiempo no cuenta ni el espacio,

cualquier noche puede salir el sol.

[4] … También puedes venir si quieres,

te esperamos, hay sitio para todos,

el tiempo no cuenta ni el espacio,

cualquier noche puede salir el sol.

También podría gustarte