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MARÍA

JOSÉ SANTOS MORÓN


(Coordinadora)

LECCIONES DE DERECHO CIVIL PATRIMONIAL


AUTORAS

CARMEN ARIJA SOUTULLO


YOLANDA BERGEL SÁINZ DE BARANDA
MARÍA DEL CARMEN CRESPO MORA
SARA MARTÍN SALAMANCA
NATALIA MATO PACÍN
MARÍA JOSÉ SANTOS MORÓN

SEGUNDA EDICIÓN
Índice

Prólogo a la primera edición


Abreviaturas
Tema 1. Introducción
1. El Derecho patrimonial como parte del Derecho civil
1.1. El Derecho civil patrimonial
1.2. El Código civil y las leyes especiales
1.3. El Derecho civil común y los Derechos autonómicos
1.4. Nuevas tendencias en el Derecho civil patrimonial

2. El orden público económico


2.1. El Derecho a la libertad de empresa
2.2. La iniciativa pública en la actividad económica y la planificación estatal de la economía

Tema 2. Derecho de la persona. La representación


1. La personalidad jurídica
1.1. La personalidad jurídica. La capacidad de la persona: capacidad jurídica y capacidad de obrar
1.2. Comienzo y fin de la personalidad

2. Limitaciones a la capacidad de obrar


2.1. La minoría de edad
2.2. La emancipación
2.3. La modificación judicial de la capacidad (incapacitación)

3. Las personas jurídicas


3.1. Concepto y tipos de personas jurídicas
3.2. El concepto de asociación en sentido amplio. Asociación y sociedad
3.3. La asociación: concepto, constitución, funcionamiento
3.4. La fundación: concepto, constitución, funcionamiento

4. La representación
4.1. Concepto y tipos de representación
4.2. La representación voluntaria: el apoderamiento. la actuación del representante sin poder

Tema 3. El contrato
1. El contrato: concepto y clases
1.1. Concepto
1.2. Clases

2. La autonomía de la voluntad
2.1. La ley
2.2. La moral
2.3. El orden público

3. Los elementos del contrato


3.1. Consentimiento
3.2. Objeto
3.3. Causa

4. La forma del contrato


5. La formación del contrato
5.1. Los tratos preliminares
5.2. La oferta y la aceptación de la oferta
5.3. Contratación entre personas distantes
5.4. Contratos preparatorios: el precontrato y el contrato de opción

6. El contrato con condiciones generales


Tema 4. Interpretación e integración del contrato. Eficacia e ineficacia contractual
1. La interpretación del contrato
2. La integración del contrato
2.1. La integración publicitaria

3. La eficacia del contrato


4. La ineficacia del contrato
4.1. Nulidad
4.2. Anulabilidad
4.3. Consecuencias de la ineficacia por nulidad o anulabilidad
4.4. Rescisión
Tema 5. La obligación
1. La obligación: concepto y elementos
2. Las fuentes de las obligaciones
3. Las obligaciones con pluralidad de sujetos
3.1. Las obligaciones mancomunadas
3.2. Las obligaciones solidarias

4. El objeto de la obligación. clases de obligaciones


4.1. Requisitos del objeto de la obligación
4.2. Clases de obligaciones

5. La relación obligatoria recíproca o sinalagmática


Tema 6. El cumplimiento de las obligaciones
1. El pago: sujetos, requisitos objetivos, momento y lugar del cumplimiento
1.1. Concepto y cuestiones generales
1.2. Sujetos
1.3. Requisitos objetivos del pago
1.4. Momento, lugar y prueba del pago. Gastos del pago

2. Formas especiales de cumplimiento: dación en pago y cesión de bienes a los acreedores


2.1. Dación en pago
2.2. Cesión de bienes a los acreedores

3. La mora del acreedor. El ofrecimiento de pago y la consignación


3.1. La liberación del deudor a través del ofrecimiento de pago y la consignación
3.2. El ofrecimiento de pago como presupuesto de la consignación
3.3. Supuestos de consignación directa
3.4. La consignación

Tema 7. Extinción y modificación de las obligaciones


1. La condonación
2. La confusión de los derechos de acreedor y deudor
3. La compensación
4. La novación
4.1. La modificación de las obligaciones: cesión del crédito y subrogación por pago

Tema 8. El incumplimiento de las obligaciones


1. El incumplimiento de las obligaciones
1.1. Tipos de incumplimiento y medios de tutela
1.2. El supuesto específico de la mora del deudor

2. La imputabilidad del incumplimiento


2.1. Incumplimiento imputable al deudor: el dolo y la culpa. Incumplimiento no imputable al deudor: caso fortuito y fuerza
mayor
2.2. La imposibilidad sobrevenida

3. La acción de cumplimiento
3.1. La acción de cumplimiento en el supuesto de cumplimiento defectuoso

4. La responsabilidad contractual
4.1. Contenido de la obligación indemnizatoria
4.2. Alcance del daño indemnizable

5. La resolución de la relación obligatoria


5.1. Presupuestos de la resolución
5.2. Ejercicio de la facultad resolutoria. Efectos de la resolución

Tema 9. Contratos en particular I


1. Compraventa y permuta
2. La compraventa
2.1. Caracteres del contrato de compraventa
2.2. Elementos personales: capacidad de las partes y prohibiciones de comprar y vender
2.3. Elementos reales: objeto y precio
2.4. Forma del contrato de compraventa
2.5. Las obligaciones del comprador: el pago del precio
2.6. Las obligaciones del vendedor: entrega y saneamiento
2.7. Los riesgos en el contrato de compraventa
2.8. La transmisión de la propiedad. La doble venta y la venta de cosa ajena

3. La donación
3.1. Concepto y características
3.2. Elementos de la donación: capacidad de las partes, objeto y forma
3.3. Tipos de donaciones
3.4. Límites
3.5. La revocación de las donaciones

Tema 10. Contratos en particular II


1. El arrendamiento de cosas en el Código civil
1.1. Concepto, caracteres y naturaleza jurídica
1.2. Elementos del contrato
1.3. Obligaciones de las partes
1.4. Terminación del arrendamiento
1.5. El desahucio del arrendatario
1.6. Subarriendo y cesión del arrendamiento

2. El arrendamiento de fincas urbanas


2.1. Plazo
2.2. Renta
2.3. Contenido

3. Los arrendamientos rústicos


4. El arrendamiento de servicios
4.1. Concepto y caracteres
4.2. Régimen jurídico

5. Contrato de obra
5.1. Naturaleza y caracteres
5.2. Obligaciones del contratista
5.3. Obligaciones del comitente
5.4. Los riesgos en el contrato de obra
5.5. Responsabilidad por defectos en la edificación
5.6. Extinción del contrato de obra

6. Mandato
6.1. Concepto, caracteres, clases
6.2. Capacidad
6.3. Contenido obligacional
6.4. Extinción del mandato

7. El depósito
Tema 11. Contratos en particular III
1. El contrato de sociedad civil
1.1. Concepto y caracteres. La personalidad jurídica de la sociedad civil
1.2. Clases de sociedad civil. Contenido del contrato de sociedad

2. El préstamo
2.1. El comodato o préstamo de uso
2.2. El mutuo o simple préstamo

3. La fianza
3.1. Concepto de fianza y caracteres de la obligación del fiador
3.2. Fuentes de la fianza y capacidad para ser fiador
3.3. Relaciones entre los sujetos que intervienen en la fianza
3.4. Extinción de la fianza

Tema 12. La responsabilidad civil extracontractual


1. La obligación de reparar el daño causado
1.1. Concepto y función de la responsabilidad civil
1.2. Responsabilidad contractual y responsabilidad extracontractual. La responsabilidad civil derivada del delito

2. Presupuestos de la obligación de reparar


2.1. Acción u omisión
2.2. Relación de causalidad
2.3. El daño
2.4. Culpa o negligencia
2.5. La antijuridicidad
2.6. La reparación del daño

3. La responsabilidad objetiva
3.1. En el Código civil
3.2. Responsabilidad de la Administración
3.3. Responsabilidad por los daños causados en la navegación aérea
3.4. Responsabilidad por daños nucleares
3.5. Responsabilidad por daños producidos en la caza
3.6. Responsabilidad por el uso de vehículos de motor
3.7. Responsabilidad por daños causados por productos defectuosos

4. La responsabilidad por hecho ajeno


4.1. Cuestiones generales
4.2. Responsabilidad de los padres por los daños ocasionados por los hijos que estén bajo su guarda
4.3. Responsabilidad de los titulares de centros docentes por los daños causados por los alumnos menores de edad
4.4. Responsabilidad del empresario por los hechos de sus dependientes
Tema 13. Derechos reales y Registro de la Propiedad
1. Las cosas y los bienes
1.1. Conceptos
1.2. Tipologías

2. Los derechos reales: concepto y caracteres


3. Clases de derechos reales
3.1. Derechos reales plenos: la propiedad
3.2. Derechos reales limitados

4. La adquisición de los derechos reales


4.1. Adquisición derivativa: la adquisición convencional
4.2. Adquisición originaria

5. El Registro de la Propiedad
5.1. Fundamento y funciones
5.2. Organización del Registro. Efectos del Registro

Tema 14. El derecho de propiedad y los derechos reales de garantía


1. La propiedad privada
1.1. Contenido y caracteres
1.2. Límites
1.3. Acciones de protección

2. La comunidad de bienes
3. Las llamadas propiedades especiales
3.1. Las propiedades especiales en general
3.2. Propiedad de aguas y minas
3.3. Propiedad intelectual

4. Los derechos reales de garantía: en especial, la hipoteca inmobiliaria


4.1. Caracteres comunes a los derechos reales de garantía
4.2. La hipoteca inmobiliaria

Tema 15. Derecho de familia. La organización patrimonial del matrimonio


1. Introducción
2. El régimen económico matrimonial
2.1. Concepto. El régimen económico supletorio
2.2. El denominado «régimen matrimonial primario»

3. Las capitulaciones matrimoniales


4. Tipos de régimen económico matrimonial. Especial referencia a la sociedad de gananciales
4.1. Régimen de separación de bienes
4.2. Régimen de participación
4.3. La sociedad de gananciales

Tema 16. La sucesión por causa de muerte


1. La sucesión por causa de muerte
1.1. Las distintas clases de sucesión mortis causa
1.2. La herencia

2. El testamento
2.1. Concepto y caracteres
2.2. Capacidad para testar
2.3. Clases de testamento

3. La legítima
3.1. Concepto, sujetos y cuantía
3.2. Cálculo e imputación de la legítima

4. La sucesión intestada
Bibliografía
Créditos
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

La idea de estas Lecciones surgió ante la dificultad de encontrar un manual que sirviera como base a
los alumnos de la asignatura de Derecho civil patrimonial que se imparte en los grados de orientación
económica de muchas Universidades, entre ellas, la universidad Carlos III de Madrid y la Universidad de
Málaga, en las que trabajan como personal docente las autoras de esta obra. La dificultad tiene su origen,
por una parte, en el hecho de que la mayoría de los manuales al uso no se ajustan al programa actual de
dicha asignatura y no siempre están suficientemente actualizados, por otra, y en particular, en el hecho de
que no se adaptan a las necesidades docentes nacidas a consecuencia de la implantación de los nuevos
planes de estudios.
Este manual pretende, ante todo, no ser mero resumen de otros ya existentes. Se ha intentado, en
primer lugar, seleccionar contenidos útiles para los estudiantes a los que se dirige y en general para
cualquiera que se adentra en el estudio del Derecho civil patrimonial y, sobre esa base, se ha realizado
una síntesis actualizada del estado de la cuestión, teniendo en cuenta las últimas reformas legislativas y
las tendencias doctrinales y jurisprudenciales más recientes, procurando exponer los contenidos
seleccionados en la forma más sencilla y pedagógica posible.
Hemos tratado, en particular, de explicar el sentido y finalidad de las instituciones analizadas,
incidiendo en su vertiente práctica y mostrando cómo funcionan en la realidad. A tal fin se incluyen al hilo
de las explicaciones numerosos ejemplos, muchos de ellos extraídos de sentencias, ya que al margen de la
doctrina jurisprudencial que las resoluciones judiciales puedan contener (especialmente las del Tribunal
Supremo), pensamos que el recurso a supuestos concretos enjuiciados por nuestros Tribunales permite
una fácil «visualización» de cómo se solucionan los problemas jurídicos que se plantean en el tráfico.
Respecto de la bibliografía, teniendo en cuenta los destinatarios de estas Lecciones, se ha optado por
incluir solamente una bibliografía general básica al final del manual, en la que se recogen diversos
Comentarios al Código civil, los principales manuales al uso y algunas obras de referencia sobradamente
conocidas.
Por lo que se refiere a la autoría de los distintos capítulos:

— La profesora CARMEN ARIJA (Universidad de Málaga) ha redactado los Temas 5, 7 y 11, con la
excepción del epígrafe primero de este último tema.
— La profesora YOLANDA BERGEL (Universidad Carlos III) se ha encargado del Tema 4 (salvo sus
epígrafes primero y segundo) y los Temas 9 y 15.
— De la autoría de la profesora CARMEN CRESPO (Universidad Carlos III) son los Temas 10, 12 y 16.
— La profesora SARA MARTÍN (Universidad Carlos III) es autora de los Temas 6, 13 y 14.
— La profesora NATALIA MATO (Universidad Carlos III) ha redactado los Temas 1 y 3 y los epígrafes
primero y segundo del Tema 4.
— En cuanto a mí, además de encargarme de la coordinación general de esta obra, he redactado los
Temas 2 y 8, y el epígrafe primero del Tema 11.

Para finalizar sólo nos resta esperar que la presente obra sea de utilidad tanto para los alumnos de los
grados que incluyen una asignatura de Derecho civil patrimonial, como para los docentes que deban
impartirla. Asimismo, para cualquier interesado en adquirir una visión actual, clara, breve y precisa, de
las principales instituciones que conformen el denominado Derecho civil patrimonial.

MARÍA JOSÉ SANTOS MORÓN


Universidad Carlos III
ABREVIATURAS

CA: Comunidad Autónoma


C.c.: Código civil
C.com.: Código de Comercio
CE: Constitución española
C.p.: Código penal
CV: Convención de Viena sobre compraventa internacional de mercaderías
LAU: Ley de arrendamientos urbanos
LAR: Ley de arrendamientos rústicos
LC: Ley Concursal
LCGC: Ley de condiciones generales de la contratación
LEC: Ley de Enjuiciamiento civil
LF: Ley de Fundaciones
LH: Ley hipotecaria
LHMPSD: Ley de Hipoteca Mobiliaria y Prenda sin Desplazamiento de la posesión
LOCM: Ley de Ordenación del Comercio Minorista
LODA: Ley reguladora del Derecho de asociación
LOE: Ley de Ordenación de la Edificación
LOPJM: Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor
LPI: Ley de Propiedad Intelectual
LRC: Ley del Registro civil
LRJSP: Ley de Régimen Jurídico del Sector Público
LSSI: Ley Servicios de la Sociedad de la Información
MCR: Marco Común de Referencia
PECL: Principios de Derecho Europeo de Contratos
RDGRN: Resolución de la Dirección General de Registros y del Notariado
RH: Reglamento Hipotecario
SAP: Sentencia de la Audiencia Provincial
STC: Sentencia del Tribunal Constitucional
STS: Sentencia del Tribunal Supremo
TRLC: Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios
TRLSC: Texto Refundido de la Ley de Sociedades de Capital
TS: Tribunal Supremo
TEMA 1
INTRODUCCIÓN
NATALIA MATO PACÍN
Universidad Carlos III

1. EL DERECHO PATRIMONIAL COMO PARTE DEL DERECHO CIVIL

1.1. EL DERECHO CIVIL PATRIMONIAL

El Derecho civil es parte del Derecho privado, que es aquel sector del ordenamiento que regula en
general las relaciones entre particulares. Sin embargo, no todo Derecho privado es Derecho civil, puesto
que también forman parte del primero los denominados Derechos privados especiales, como el Derecho
mercantil o el laboral, que constituyen disciplinas separadas y que han asumido la regulación de facetas
concretas del ordenamiento jurídico (relaciones económicas empresariales y relaciones trabajador-
empresario, respectivamente). Es por eso que al Derecho civil se le conoce también como Derecho
privado común o general, puesto que se aplica por defecto a todas las personas, como particulares, sin
necesidad de que concurra ninguna cualidad añadida (ser trabajador, ser empresario) y, además, sus
normas rigen, de forma supletoria, en todas las ramas del Derecho (art. 4.3 C.c.).
Por lo tanto, podemos decir que el Derecho civil es la rama del ordenamiento jurídico que se encarga de
regular con carácter general las relaciones de los particulares como sujetos de obligaciones y derechos,
como integrantes de una familia y como titulares de un patrimonio y de relaciones patrimoniales. Por
ejemplo, la constitución de una asociación y los negocios jurídicos que ésta lleva a cabo a lo largo de su
vida o el destino de sus bienes al extinguirse; el nacimiento de una persona física y los actos que realiza,
tales como casarse, comprar una vivienda, constituir una hipoteca sobre la misma o disponer de sus
bienes mediante testamento. Se habla, así, de Derecho de la persona, Derecho patrimonial, Derecho de
familia y Derecho de sucesiones como partes del Derecho civil.
Así, dentro del conjunto normativo que constituye el Derecho civil, se pueden identificar una serie de
normas, que tienen por objeto la regulación de las relaciones de carácter estrictamente patrimonial de los
particulares, a las que se denomina Derecho civil patrimonial y en las que nos centraremos en este
manual. Las materias que engloba el Derecho civil patrimonial han sido tradicionalmente clasificadas en
Derecho de obligaciones y contratos y Derecho de cosas. Aunque esta organización nos puede ayudar a
entender mejor la disciplina, hay que advertir que no se trata de compartimentos estancos sino que
existen relaciones entre ellas.

— En el Derecho de obligaciones y contratos es objeto de estudio el régimen general de las relaciones


obligatorias entre deudor y acreedor así como las fuentes de las mismas: el contrato, el cuasi contrato, la
responsabilidad extracontractual o Derecho de daños y el enriquecimiento injustificado. El contrato
centrará gran parte de nuestra atención, dada la gran relevancia de la figura como pieza clave del
Derecho patrimonial.
— El Derecho de cosas (también denominado Derechos reales), se centra, por el contrario, en la
relación de poder entre los sujetos y las cosas. Comprende el estudio del derecho de propiedad, los
derechos limitados o sobre cosa ajena y, por la importancia que tiene la publicidad registral en el ámbito
de los derechos reales sobre bienes inmuebles, el régimen del Registro de la Propiedad o Derecho
hipotecario.

Pero, además de existir interconexiones entre estas categorías del Derecho civil patrimonial, también
las hay con los restantes sectores del Derecho civil. Así, hay que hacer referencia al Derecho de la
persona, porque los vínculos patrimoniales se establecen entre personas, físicas o jurídicas, que son
precisamente los sujetos de las relaciones obligatorias. Esto es lo que explica que aluda a ese tema en
este Manual y también la introducción en el mismo de conceptos referidos a instituciones del Derecho de
familia que tienen carácter patrimonial (por ejemplo, régimen económico matrimonial) y algunos
conceptos básicos del Derecho de sucesiones.

1.2. EL CÓDIGO CIVIL Y LAS LEYES ESPECIALES

El grueso de las normas de Derecho civil patrimonial se encuentra recogido en el Código civil, ley que
se dictó en 1889 y que, salvo algunas modificaciones, sigue vigente en la actualidad. Sin embargo, el
Código civil no agota la regulación pues, junto con este texto legal, existen una variedad de leyes
especiales que tienen por objeto materias concretas que han ido surgiendo con posterioridad o que
necesitaban un desarrollo más detallado. Es el caso, a modo de ejemplo, de la Ley Hipotecaria, Ley de
Arrendamientos Urbanos, Ley de Propiedad Horizontal, Ley del Registro civil, Ley de Fundaciones o la
legislación de consumo.

1.3. EL DERECHO CIVIL COMÚN Y LOS DERECHOS AUTONÓMICOS

El Código civil tampoco agota la regulación del Derecho civil patrimonial en otro sentido. Aunque la
Constitución española (art. 149.1.8.ª) atribuye al Estado la competencia exclusiva sobre la legislación
civil, también reconoce la validez y la posibilidad de desarrollo de algunas normas civiles existentes en el
momento de publicación de la Constitución en ciertas Comunidades Autónomas. Son los denominados
tradicionalmente Derechos forales esto es Derechos autonómico que se aplican con carácter preferente
allí donde existen, siendo el Código civil —la legislación civil común, en general— de aplicación supletoria
en el supuesto de lagunas (es el caso, entre otras, de Cataluña, Aragón, Galicia o País Vasco, comunidades
que cuentan con normas civiles de diverso contenido y amplitud).

1.4. NUEVAS TENDENCIAS EN EL DERECHO CIVIL PATRIMONIAL

Siendo una norma de 1889 el texto legal más importante que regula el Derecho civil patrimonial y, a
pesar de la existencia de leyes especiales más modernas, no es exagerado afirmar que el contexto social y
económico actual ha variado mucho respecto del existente en el momento de promulgar el Código civil. A
esto han contribuido cambios en muy diversos niveles.
Uno de ellos es la internacionalización de los mercados que, obviamente, ha influido en el alcance de la
contratación, que traspasa fronteras y tiene que enfrentarse a nuevos retos. De ahí que haya habido
intentos de simplificar la contratación mediante el establecimiento de una regulación uniforme. El
primero, auspiciado por la Comisión de las Naciones Unidas para la Unificación del Derecho Mercantil
(UNCITRAL) con la Convención sobre los contratos de compraventa internacional de mercaderías (Viena,
1980), buscando promover el desarrollo del comercio internacional. En la misma línea, pero sin estar
restringidos a un contrato concreto y con carácter no vinculante, se encuentran los Principios UNIDROIT,
un conjunto de reglas uniformes que pretenden servir como punto de referencia para los intervinientes en
los negocios y como modelo de interpretación para los legisladores.
La inclusión de España en la Unión Europea también ha tenido sus repercusiones porque, de hecho,
muchas de las modificaciones legislativas han venido de la mano del Derecho comunitario, que ha
impulsado todavía más la unificación jurídica. Un ejemplo significativo es la normativa tendente a
proteger a los consumidores ya que nuestras leyes actuales en la materia son, en buena medida,
transposición de Directivas europeas.
Al margen del impacto del Derecho comunitario en el Derecho privado, se han venido formulando también propuestas
para intentar unificar el Derecho de contratos en Europa. Estas propuestas de Derecho privado europeo, aunque no tienen
valor legal, buscan establecer unos principios y reglas generales a las que los sujetos pueden recurrir para regular sus
relaciones e, incluso, han sido citados en ocasiones por nuestra jurisprudencia. Probablemente, los movimientos más
relevantes son los Principios de Derecho Europeo de Contratos (Principles of European Contract Law, PECL), los Principios
de Derecho Europeo de Daños (Principles of European Tort Law, PETL) y el Borrador del Marco Común de Referencia (MCR)
(Draft Common Frame of Reference, DCFR), algunas de cuyas reglas y principios serán citados ocasionalmente a lo largo del
manual.
Ya dentro de nuestras fronteras, la comunidad jurídica es consciente de que el Código civil está obsoleto en algunos
aspectos y que sería aconsejable incluir nuevas instituciones o reformar algunas de las existentes. Es por ello que en la
sección de Derecho civil de la Comisión General de Codificación (órgano de asesoramiento dependiente del Ministerio de
Justicia) se trabaja en propuestas de reforma de los textos legales. En la actualidad, podemos citar la Propuesta para la
Modernización del Derecho de obligaciones y contratos (2009).

2. EL ORDEN PÚBLICO ECONÓMICO


Este conjunto de normas e instituciones que regulan las relaciones y derechos de carácter patrimonial
de los particulares, y que hemos llamado en el epígrafe anterior Derecho civil patrimonial, se asienta
sobre una serie de principios esenciales que organizan la actividad económica. Estos principios, que son
vinculantes (es decir, es obligatorio acatarlos), se conocen como orden público económico y definen la
estructura básica del sistema económico de una sociedad en un momento determinado (al depender de
factores políticos y sociales, que son los que configuran un modelo concreto, pueden variar en el tiempo).
Así, el orden público económico estará constituido por aquellas reglas que son básicas en el orden jurídico
global y con arreglo a las cuales en un momento dado aparece organizada la estructura y el sistema
económico de la sociedad (DÍEZ-PICAZO).
En la Constitución española (CE) hay una serie de artículos de contenido económico (que forman lo que
se ha denominado «Constitución económica») y que tienen por objetivo determinar a qué sujetos se le
atribuyen los bienes económicos y cómo se realiza el intercambio y circulación de dichos bienes. Entre
estos preceptos podemos destacar el artículo 33, que reconoce el derecho a la propiedad privada, el
artículo 38, respecto del derecho a la libertad de empresa así como los artículos 128 y 131, que reconocen
—de forma subordinada al interés general— la iniciativa pública y la facultad de planificación estatal de la
actividad económica. Estos mandatos de la norma fundamental nos dan una idea del marco o modelo
económico vigente del que derivan las directrices que forman parte del orden público económico.
Pero junto a éstos, que veremos con más detenimiento, existen otros principios jurídicos que, siguiendo a DÍEZ-PICAZO,
forman parte también del concepto de orden público económico y según los cuales debe ser interpretado el ordenamiento
jurídico:
— El principio de conmutatividad del comercio jurídico, es decir, que los cambios de bienes y servicios no se operan, en
principio, sin contraprestación, sino mediante un procedimiento de intercambio (SAP Valencia de 4 de junio de 2007). En un
contrato de compraventa, por ejemplo, el vendedor entrega la cosa porque espera recibir a cambio el precio por parte del
comprador y viceversa. Esto implica, para empezar, que todo desplazamiento de bienes tiene que tener una razón o causa
válida que lo respalde y justifique (en el ejemplo anterior, el intercambio cosa-precio; en una donación, el ánimo de
liberalidad o voluntad de beneficiar al donatario) pues, si no, se hablaría de «enriquecimiento injustificado». Relacionado
con este principio, el artículo 1.289 C.c. señala como criterio para interpretar el contrato la búsqueda de la mayor
reciprocidad de intereses (vid. Tema 4, epígrafe 1). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que esta exigencia de
reciprocidad o equilibrio es relativa porque en un sistema de economía liberal el valor fijado para los bienes o servicios que
se intercambian no está sujeto a un control que determine si es justo o injusto. Es decir, las partes son libres, en principio, de
acordar, por ejemplo, el precio a pagar por una cosa en un contrato de compraventa, con independencia de que esa cantidad
se corresponda exactamente con el valor real de mercado de dicha cosa, o sea mayor o menor.
— El principio de la buena fe en las relaciones económicas, que vincula a todas las relaciones de carácter patrimonial. Así,
según el artículo 7.1 C.c., los sujetos deben comportarse siguiendo valores como la honestidad, fidelidad y protección a la
confianza creada por la otra parte (MIQUEL). Pero, además de ser un modelo de conducta general, la buena fe es un criterio
implícito de interpretación del contrato y puede también incluso imponer a los contratantes deberes especiales que son de
obligado cumplimiento aunque no hayan sido pactados (art. 1.258 C.c., vid. Tema 4, epígrafe 2).
— El principio de seguridad jurídica, reconocido en el artículo 9.3 CE, implica proteger la confianza y certidumbre, por
una parte, respecto del ordenamiento en general, es decir, saber qué normas van a ser aplicables y cuáles sus
consecuencias. Por otra, también conlleva proteger la confianza en el tráfico jurídico, esto es, tutelar al sujeto que, de forma
razonable y objetiva, confía en que una situación jurídica es tal y como parece (por ejemplo, quien adquiere un bien
inmueble de un sujeto que figura como titular en el Registro de la Propiedad confía en que realmente lo sea).

2.1. EL DERECHO A LA LIBERTAD DE EMPRESA

Como ya habíamos adelantado, una de las directrices del orden público económico es la «libertad de
empresa en el marco de la economía de mercado» (art. 38 CE). Se trata del elemento central de nuestro
sistema económico pues supone reconocer la iniciativa privada en la actividad económica, es decir, el
derecho y la libertad de los sujetos privados para desarrollar una actividad económica, lo cual está
relacionado además con derechos fundamentales tales como la dignidad humana o la autodeterminación o
autorrealización (art. 10.1 CE).
El reconocimiento de la libertad de empresa implica para los poderes públicos tanto la obligación de no
interferir en la actividad de los particulares como la obligación de garantizar las condiciones que
aseguren la posibilidad de ejercicio de tal derecho. Como dice el artículo 38 CE: «los poderes públicos
garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la
economía general y, en su caso, de la planificación». Esto implica que es necesario garantizar la libertad
de crear empresas y que éstas puedan actuar en el mercado; la libertad de organización, de gestión, de
inversión y de apropiación de los beneficios; la libertad de contratación y la fuerza vinculante de los
contratos así como la libre concurrencia. Pero garantizar estas condiciones no significa siempre la
ausencia total de injerencia en la actividad privada ya que en ocasiones la forma de garantizar la libertad
será, precisamente, estableciendo ciertas limitaciones, como es el caso de la legislación sobre defensa de
la competencia, elemento esencial para un correcto funcionamiento del mercado.
De hecho, dos ámbitos relacionados con la libertad de empresa y en los que el concepto de orden público económico tiene
mucha relevancia son, precisamente, el derecho de la competencia y el derecho de consumo. Las normas de defensa de la
competencia forman parte del orden público económico, como ha sido reconocido por la jurisprudencia (STS de 3 de octubre
de 2007). En este caso, la limitación a la libertad de empresa consiste en la prohibición de pactos o prácticas que restringen
la competencia. Pero estas restricciones tienen como propósito evitar que se pueda alterar el mercado de producción o
distribución de los productos ofrecidos por las empresas, es decir, pretenden garantizar que los empresarios puedan
competir en régimen de igualdad de condiciones (así, puede prohibirse, por ejemplo, que todas las empresas de un sector —
v. gr., telefonía; derivados del petróleo— se pongan de acuerdo para fijar los mismos precios, ya que en tal hipótesis no
habría competencia en el mercado).
Por su parte, el principio de protección del consumidor (art. 51 CE) refuerza y complementa la libertad de empresa y es
también uno de los principios del orden público económico (STS de 9 de mayo de 2013; SAP Barcelona de 23 de noviembre
de 2010). Las medidas de protección de los consumidores pretenden defenderles frente al poder dominante de las empresas
que es consecuencia del desarrollo económico, de los mercados y de las nuevas formas de contratación en masa. Estas
medidas pueden suponer una limitación a la libertad de empresa a través, por ejemplo, de limitaciones a la libertad de
contratación. Es el caso, entre otros, de la posibilidad de declarar nulas aquellas cláusulas contractuales que les hayan sido
impuestas a los consumidores y que sean abusivas, es decir, perjudiciales para ellos en contra de la buena fe (vid. Tema 3,
epígrafe 6). Sin embargo, como decíamos, estas restricciones tienen como objetivo garantizar la protección de los
consumidores, como parte más débil de las relaciones de mercado.

De todo lo que hemos dicho hasta ahora se puede concluir que la libertad de empresa, aún siendo pieza
clave del sistema económico, no es ilimitada. Los poderes públicos están legitimados para adoptar
medidas restrictivas de la iniciativa privada y la libertad de empresa (por ejemplo, la normativa de
defensa de la competencia o la normativa protectora de consumidores). Sin embargo, como hemos visto,
estas intromisiones tienen como finalidad, precisamente, garantizar el libre juego de la economía de
mercado.
Además, también los poderes públicos pueden intervenir en la economía y planificar el sistema
económico. Así se deduce del artículo 128 CE, que reconoce la iniciativa pública en la actividad
económica, y del artículo 131 CE, que faculta al Estado a planificar la economía. La libertad de empresa
tiene que interpretarse, por tanto, de forma conjunta con la iniciativa pública y la planificación de la
actividad económica, al formar los tres el núcleo de la «Constitución económica».

2.2. LA INICIATIVA PÚBLICA EN LA ACTIVIDAD ECONÓMICA Y LA PLANIFICACIÓN ESTATAL DE LA ECONOMÍA

El artículo 128 CE comienza subordinando la riqueza del país, cualquiera que sea su titularidad, al
interés general. Esta idea está indudablemente relacionada con el artículo 33 CE que, tras reconocer el
derecho a la propiedad privada, también lo limita por las necesidades de la colectividad, es decir, por su
función social (por ejemplo, expropiación forzosa por razón de utilidad pública).
Pero, además, reconoce «la iniciativa pública en la actividad económica», es decir, el Estado se
convierte en un competidor de los particulares pues puede participar en el mercado desarrollando
actividades económicas. Eso sí, con límites. En primer lugar, porque la intervención del Estado como
empresa en la actividad económica tiene que estar justificada por el interés general (por ejemplo, porque
no existe iniciativa privada en algún sector o es necesaria su reestructuración o promoción; por motivos
de política social; por razones de defensa y seguridad nacional). Por otra parte, porque tiene que
someterse a las reglas del mercado y respetar la libertad de empresa (art. 38 CE) y todas sus
implicaciones, siendo las más importantes las reglas de libre competencia.
Para terminar, el artículo 128 CE también faculta a los poderes públicos para reservar al sector público, por ley,
determinados recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio (por ejemplo, televisión, por su
importancia en la sociedad de los medios de comunicación; en otras épocas, aunque no en la actualidad: la energía, las
telecomunicaciones o el transporte aéreo) así como acordar la intervención de empresas cuando venga exigido por el interés
general.

A la posibilidad que se les reconoce a los poderes públicos para participar en el mercado, el artículo
131 CE suma la facultad de planificar la actividad económica general para atender a las necesidades
colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y
de la riqueza y su más justa distribución. Sin embargo, está claro que, de nuevo, las decisiones que se
puedan tomar a través de este instrumento de ordenación de la economía tendrán que ser compatibles
con el contenido de la libertad de empresa.
En España no ha existido una planificación general estrictamente hablando pero sí algunas sectoriales como
planificaciones urbanísticas y de infraestructuras, planes hidrológicos o planificación del sector eléctrico o energético.
TEMA 2
DERECHO DE LA PERSONA. LA REPRESENTACIÓN
MARÍA JOSÉ SANTOS MORÓN
Universidad Carlos III

1. LA PERSONALIDAD JURÍDICA

1.1. LA PERSONALIDAD JURÍDICA. LA CAPACIDAD DE LA PERSONA: CAPACIDAD JURÍDICA Y CAPACIDAD DE OBRAR

Desde el punto de vista jurídico ser persona equivale a tener aptitud para ser sujeto de derechos y
obligaciones. Para ser titular de un derecho es preciso ser sujeto de derechos y para ello es necesario ser
«persona». Por ejemplo, un perro no puede ser titular del derecho de propiedad, ni se le reconoce el
derecho al honor, ni se le puede imponer la obligación de pagar una deuda. Todos los seres humanos
tienen la consideración de personas. Esto, que puede parecer una obviedad, sin embargo no ha sido
siempre así. Por ejemplo, en el Derecho romano los esclavos no tenían la posibilidad de ser sujetos de
derechos, y tenían la misma consideración que una cosa. Actualmente, sin embargo, se entiende que la
personalidad es una exigencia de la naturaleza y dignidad del hombre, y así lo exige la Declaración
Universal de Derechos Humanos de 1948 (art. 6) y lo reconoce, en España, el artículo 10 de la
Constitución, que consagra como «fundamento del orden político» la dignidad de la persona.
Hay que tener en cuenta, no obstante, que no sólo los seres humanos son considerados por la ley
sujetos de derechos. El ordenamiento jurídico también concede aptitud para ser titular de derechos y
obligaciones a ciertas organizaciones humanas (v. gr., asociaciones, fundaciones) siempre que cumplan los
requisitos legales. En estos casos hablamos de personas jurídicas, para diferenciarlos de los seres
humanos individualmente considerados, a los que se alude con el término personas físicas.
Hemos dicho que todo ser humano es «persona» a efectos jurídicos. Al mismo tiempo, toda «persona»
tiene aptitud para ser titular de derechos y obligaciones. A esta cualidad se la denomina capacidad
jurídica. Es decir, la capacidad jurídica es la aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones y coincide
con la personalidad jurídica, puesto que la tiene toda persona por el mero hecho de serlo. La capacidad
jurídica es una consecuencia indisoluble de la personalidad jurídica. Tanto las personas físicas como las
personas jurídicas tienen capacidad jurídica.
Distinta de la capacidad jurídica es la denominada capacidad de obrar. La capacidad de obrar consiste
en la aptitud o idoneidad para adquirir derechos, asumir obligaciones, ejercitar esos derechos y
obligaciones y realizar eficazmente actos jurídicos. A diferencia de la capacidad jurídica, la capacidad de
obrar no es igual en todas las personas. Por ejemplo, un niño de 4 años tiene capacidad jurídica, y por
tanto, puede ser propietario, incluso de un ingente patrimonio (supongamos, por ejemplo que su abuelo lo
instituyó heredero de su fortuna). Sin embargo, no podrá eficazmente vender los bienes que forman parte
de su patrimonio, porque tiene limitada su capacidad de obrar. Mientras que toda persona tiene capacidad
jurídica, la capacidad de obrar es, sin embargo, graduable: puede ser plena o estar limitada, bien a
consecuencia de la edad (tienen capacidad limitada los menores de 18 años) bien debido a la existencia de
una deficiencia física o psíquica que impide a la persona gobernarse por sí misma (en cuyo caso es
necesario que exista una sentencia judicial que así lo determine). Tienen capacidad de obrar plena los
mayores de edad (la mayoría de edad se alcanza a los 18 años, art. 315 C.c.) cuya capacidad no haya sido
judicialmente modificada (art. 322 C.c.). Tienen capacidad de obrar limitada los menores de edad y los
incapacitados. Las personas con capacidad de obrar limitada no pueden ejercer eficazmente los derechos
que les pertenecen ni celebrar válidamente negocios jurídicos sin la intervención de otras personas que
actúen en su lugar (representante legal) o los asisten en la realización de actos jurídicos (curador).
Las únicas limitaciones a la capacidad de obrar son la minoría de edad y la «modificación judicial de la
capacidad», tradicionalmente denominada incapacitación 1 . Hay casos, no obstante, en que, teniendo una
persona plena capacidad de obrar, la ley le impide realizar ciertos negocios jurídicos. Por ejemplo el
artículo 1.459 C.c. establece una serie de prohibiciones para comprar bienes (vid. Tema 9, epígrafe 2.2)
que afectan a ciertas personas. En estos casos no se está ante un supuesto de limitación de la capacidad
de obrar. Se trata, simplemente de una prohibición que se impone a determinadas personas cuando
concurren ciertas circunstancias (por ejemplo, los empleados públicos no pueden comprar los bienes del
Estado) pero al afectado se le presupone capacidad de obrar plena.
Por otra parte, cuando una persona es insolvente (es decir, no tiene bienes suficientes para pagar sus
deudas) y es declarado en concurso de acreedores, se le imponen ciertas limitaciones en relación con los
bienes que forman parte del concurso —es decir, aquellos bienes que van a ser utilizados para pagar a sus
acreedores—: puede quedar privado de sus facultades de administrar estos bienes (siendo sustituido por
los administradores concursales) o puede permitírsele su administración pero con la intervención de los
administradores concursales (art. 40.1, 2 y 6 de la Ley Concursal).
1.2. COMIENZO Y FIN DE LA PERSONALIDAD

A) Comienzo de la personalidad

Las personas jurídicas adquieren personalidad jurídica cuando se constituyen con arreglo a las leyes y
cumplen los requisitos en ellas exigidos (en ciertos casos se exige, por ejemplo, la inscripción en un
Registro).
Las personas físicas adquieren personalidad jurídica en el momento del nacimiento. El artículo 30 C.c.
dice «la personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero
desprendimiento del claustro materno». De acuerdo con ello, antes del nacimiento —es decir, durante el
período de gestación— el ser humano no tiene personalidad jurídica y no puede ser sujeto de derechos.
No obstante el artículo 29 C.c. otorga una cierta protección al concebido y no nacido (también
denominado nasciturus). Según este precepto al concebido se le tiene «por nacido para todos los efectos
que le sean favorables» siempre que llegue a nacer con las condiciones del artículo 30. Esos «efectos
favorables» son, fundamentalmente, efectos de carácter patrimonial. De hecho, el origen del artículo 29
C.c. se encuentra en la conveniencia de permitir que, en caso de muerte del padre durante el embarazo de
la madre, el hijo todavía no nacido pudiera heredarle. Por eso la virtualidad de este precepto es,
fundamentalmente, permitir que, si se instituye heredero a un nasciturus, o se le hace una donación (por
ejemplo, los abuelos donan a su nieto, todavía no nacido, un determinado bien), pueda adquirir los bienes
donados o heredados llegado el momento del nacimiento. Es decir, el concebido no tiene personalidad
jurídica durante la gestación —esto es importante tenerlo en cuenta— pero, una vez producido el
nacimiento, se entiende que tuvo personalidad jurídica desde la concepción para permitirle adquirir la
herencia o la donación que le fueron atribuidas antes del nacimiento (arts. 627, 959 ss. C.c.). Pueden
existir, no obstante, otros «efectos favorables» de carácter patrimonial distintos a la obtención de una
herencia o donación. Por ejemplo, si se produjera un daño al nasciturus durante el período de gestación
(v. gr., un sujeto da una paliza a la embarazada causando lesiones al feto) tras el nacimiento podría
reconocérsele al nacido derecho a percibir una indemnización dirigida a reparar los daños que sufrió en
un momento anterior. Conviene señalar, en cualquier caso, que el artículo 29 C.c. no puede utilizarse
como argumento para impedir el aborto. Durante el embarazo —hay que insistir— el concebido no tiene
personalidad jurídica, que se adquiere en el momento del nacimiento. Por eso la STC 53/85 mantuvo que
no puede afirmarse que al nasciturus le corresponde la titularidad del derecho a la vida (reconocido en el
art. 15 de la Constitución) de forma que deba necesariamente prohibirse el aborto.
Cuando nace una persona es necesario inscribir el nacimiento en el Registro civil, ya que la inscripción
en dicho Registro constituye la prueba de que el nacimiento tuvo lugar. La inscripción no es necesaria
para adquirir personalidad jurídica, es solamente un medio de prueba que tiene especial utilidad en el
tráfico. Así, el artículo 41 de la Ley del Registro civil de 1957 indica que «la inscripción hace fe del hecho,
fecha, hora y lugar del nacimiento, del sexo y, en su caso, de la filiación del inscrito». Lo mismo dice el
artículo 44.2 LRC 20/2011 2 .

B) Fin de la personalidad

Cuando una persona jurídica (asociación, fundación, sociedad, etc.) se extingue o se disuelve acaba,
como es lógico, su personalidad jurídica. Cuando se trata de personas físicas, la extinción de la
personalidad se produce como consecuencia de la muerte o la declaración de fallecimiento. El artículo 32
C.c. dice que «la personalidad civil se extingue por la muerte de las personas». La prueba oficial de la
muerte es su inscripción en el Registro civil (art. 81 LRC 1957; art. 62.1 LRC 20/2011) y, de hecho, hasta
que no se lleva a cabo la inscripción no puede procederse al enterramiento del difunto (art. 83 LRC 1957;
art. 62.3 LRC 20/2011).
A la muerte se equipara la declaración de fallecimiento. La declaración de fallecimiento es una
presunción de muerte establecida en una resolución judicial, que permite que se produzcan los mismos
efectos jurídicos que en caso de muerte efectiva: se abre la sucesión hereditaria del declarado fallecido
(art. 196 C.c.), se disuelve su matrimonio y su cónyuge puede volver a casarse (art. 85 C.c.), puede
cobrarse por el beneficiario la indemnización prevista en el seguro de vida del declarado fallecido, etc. La
declaración de fallecimiento, que es resultado de un procedimiento judicial, está prevista para supuestos
en que un sujeto ha desaparecido durante largo tiempo sin que se tengan noticias del mismo (10 años
como regla general, art. 193 C.c.) o ha desaparecido con ocasión de un acontecimiento que ha supuesto
un riesgo real para su vida (v. gr., naufragio o accidente de aeronave, art. 194 C.c.). La declaración
judicial de fallecimiento debe fijar la fecha en que se considera producida la muerte y ha de inscribirse en
el Registro civil (art. 46 LRC 1957; art. 78 LRC 20/2011). Genera solamente una presunción de muerte, ya
que cabe la posibilidad de que el declarado fallecido aparezca, en cuyo caso debe dejarse sin efecto la
declaración de fallecimiento (art. 2.043 LEC). En tal hipótesis el que había sido declarado fallecido tendrá
derecho a recuperar los bienes que, en su caso, se hubiesen entregado a sus herederos (art. 197 C.c.). La
disolución del matrimonio es, sin embargo, definitiva, sin que quepa considerar restaurado el vínculo
matrimonial.
2. LIMITACIONES A LA CAPACIDAD DE OBRAR

2.1. LA MINORÍA DE EDAD

La minoría de edad (hasta los 18 años cumplidos, art. 315 C.c.) se caracteriza por ser una situación de
dependencia y sumisión del menor a sus padres —o, en caso de falta de éstos, al tutor— quienes tienen,
por su parte, la obligación de velar por ellos, alimentarlos, educarlos, etc. (arts. 154.1 y 269 C.c.).
Tanto los padres como, en su caso, el tutor, son los representantes legales del menor, lo que significa
que les corresponde realizar actos jurídicos en sustitución de éste, y además deben administrar sus bienes
(arts. 154.2, 162, 267 y 270 C.c.). No debe pensarse, sin embargo, que los menores de 18 años tienen
totalmente vedada la posibilidad de realizar actos con eficacia jurídica. La Ley Orgánica de Protección
Jurídica del Menor (LOPJM) considera necesario reconocer al menor una capacidad gradual acorde con su
edad, y su artículo 2 dispone que «las limitaciones a la capacidad de obrar de los menores se
interpretarán de forma restrictiva». Así pues, la limitada capacidad de obrar de los menores se manifiesta,
sobre todo, en su imposibilidad para celebrar contratos válidos (art. 1.263 C.c.). Son sus representantes
legales (padres o tutor) quienes deben otorgar esos contratos en su lugar. Por ejemplo, si un menor va a
asistir a un colegio privado, el contrato con la entidad educativa deben celebrarlo sus padres. Lo mismo
ocurrirá si el menor quiere vender una finca que le donó su abuelo. Pero esta restricción tampoco es
absoluta ya que el propio art. 1.263.1 les permite celebrar contratos «relativos a bienes y servicios de la
vida corriente propios de su edad de conformidad con los usos sociales». Por ejemplo, nadie dudaría de
que es válido el contrato celebrado por un menor que compra chucherías, material escolar o una entrada
para el cine. Pero no se consideraría válido el contrato por el que un menor, actuando por sí solo, compra
un piso, dado que se trata éste de un negocio de gran entidad e importancia económica. En esta hipótesis
el contrato debería ser celebrado por sus padres o, en defecto de éstos, por el tutor (sobre ello vid. Tema
3, epígrafe 3.1).
Por otra parte, conviene tener en cuenta que la ley permite expresamente a los menores realizar ciertos
actos y contratos cuando cuentan con una cierta edad. Así, el menor, a partir de los 14 años, puede
otorgar testamento notarial (art. 663.1 C.c.) —no puede otorgar testamento ológrafo, esto es, escrito de
puño y letra por el testador, art. 688 C.c.—. Hasta fechas recientes podía contraer matrimonio con
dispensa judicial pero esta posibilidad ha sido suprimida por la Ley 15/2015 (art. 46.1 C.c.).
A partir de 16 años puede celebrar contratos de trabajo (art. 7 ET) y administrar los bienes que haya
adquirido a consecuencia de su trabajo (art. 164.4 C.c.).
Si el menor tiene suficiente entendimiento y madurez (lo que habitualmente se denomina capacidad
natural) y con independencia de su edad concreta, puede aceptar donaciones (art. 625), adquirir la
posesión material de bienes (art. 438 C.c.) y ejercitar sus derechos de la personalidad —por ejemplo,
libertad religiosa, libertad de expresión, integridad física, honor…— (art. 162.1 C.c.). En concreto, le
corresponde al menor que tiene suficiente madurez otorgar el consentimiento a las intromisiones en su
derecho al honor, la intimidad o la imagen (art. 3 LO 1/1982 de protección civil al honor, la intimidad y la
imagen).
Ejemplo de ello es la STS de 19 de julio de 2000 que consideró válido el consentimiento otorgado por un menor con 16
años, que participó en un concurso de la televisión local de Málaga en el que se jugaba a las prendas, apareciendo por ello
en pantalla desnudo. O la STS de 23 de marzo de 2003 que consideró, igualmente válido el consentimiento de un menor, de
14 años, que participó en el programa «Misterios sin resolver», desvelando ciertos datos de su intimidad.

Igualmente, de acuerdo con el artículo 9.3 de la Ley 41/2002 sobre la autonomía del paciente, si el
menor tiene capacidad natural suficiente, debe ser él quien otorgue el consentimiento al tratamiento
médico (v. gr., extracción de una muela). En caso contrario, deberán prestarlo sus representantes legales
después de escuchar su opinión. No obstante, la ley presume que, a partir de los 16 años, el menor tiene
suficiente capacidad y dispone que debe ser él quien preste el consentimiento al tratamiento médico,
salvo que se trate de una actuación de grave riesgo para su salud, en cuyo caso lo prestarán, nuevamente,
sus representantes legales teniendo en cuenta su opinión (art. 9.4).

2.2. LA EMANCIPACIÓN

En principio, hasta que no se alcanza la mayoría de edad, no se tiene capacidad de obrar plena. Existe,
sin embargo, una situación intermedia, en la que el menor tiene una situación parecida a la de la mayoría
de edad. Es la emancipación. El menor puede ser emancipado, a partir de los 16 años, por decisión de sus
padres y con el consentimiento del propio menor (en cuyo caso deberá hacerse en escritura pública, art.
317 C.c.) o por concesión judicial, en los casos previstos en el artículo 320 C.c. También se le considera
emancipado si vive de manera independiente con el consentimiento de los padres (art. 319 C.c.),
entendiéndose que la «independencia» a que hace referencia este precepto no es la independencia física
(v. gr., el menor está interno en un colegio), sino la independencia económica (trabaja —recordemos que
puede hacerlo a partir de los 16 años— y se mantiene por sí mismo).
Cuando el menor está sujeto a tutela y no a patria potestad (por ejemplo, menor huérfano) puede
obtener el denominado «beneficio de la mayor edad» que es equivalente a la emancipación (art. 312 C.c.).
La emancipación habilita al emancipado para contraer matrimonio (art. 46.1) y, en general, para actuar
como un mayor de edad aunque con algunas excepciones previstas en el artículo 323 C.c. Según este
precepto, para realizar ciertos contratos (obtener un préstamo, enajenar o gravar —v. gr., vender,
hipotecar— bienes inmuebles, establecimientos mercantiles o industriales u objetos de extraordinario
valor) necesita el consentimiento de sus padres o, a falta de éstos, el del curador.

2.3. LA MODIFICACIÓN JUDICIAL DE LA CAPACIDAD (INCAPACITACIÓN)

De acuerdo con la regulación actualmente vigente, la modificación judicial de la capacidad (la


tradicional incapacitación) es una limitación o modificación de la capacidad de obrar que puede afectar a
aquellas personas que, debido a una enfermedad o deficiencia persistente, de carácter físico (v. gr., un
enfermo en coma) o psíquico (v. gr., un enfermo de alzheimer), no pueden gobernarse por sí mismas (art.
200 C.c.). Esta medida sólo se justifica como medio de protección de la persona y en defensa de sus
propios intereses. De ahí que, para que pueda limitarse la capacidad de obrar de una persona por los
motivos enunciados, sea necesario un procedimiento judicial que garantice que dicha modificación está
realmente justificada.
En ese procedimiento el juez debe valorar las aptitudes del sujeto de que se trate a fin de establecer
sólo aquellas limitaciones que sean estrictamente necesarias. En la sentencia debe determinar,
atendiendo al grado de discernimiento del afectado, en qué medida ha de quedar modificada su capacidad
(art. 760 LEC) y si debe quedar sujeto a tutela o a curatela. El tutor es representante legal del
incapacitado (art. 267 C.c.) lo que significa que va a realizar actos y negocios en sustitución de éste (salvo
aquellos que la sentencia permita realizar al incapacitado), debiendo además administrar sus bienes (art.
270 C.c.). El curador no es un representante legal, es un sujeto que asiste al incapacitado a la hora de
prestar consentimiento y realizar ciertos actos o negocios —los que establezca la resolución judicial—
completando su capacidad (arts. 289 y 290 C.c.). La tutela supone un mayor grado de limitación de
capacidad y sólo debe establecerse en casos realmente graves en que la persona en cuestión tiene
afectadas todas sus facultades intelectivas y volitivas. Esto es lo más conforme con la Convención sobre
los Derechos de las Personas con Discapacidad, como ha establecido recientemente la STS de 24 de junio
de 2013, que consideró que debía someterse a curatela, y no a tutela, a una persona con esquizofrenia
paranoide que no tenía limitadas totalmente sus facultades. El juez debe «graduar» la capacidad del
individuo especificando qué actos puede realizar y cuáles deben ser realizados por el tutor o con la
asistencia del curador. Se trata, en definitiva, como ha observado la jurisprudencia, de confeccionar un
«traje a medida» para la persona cuya capacidad se modifica judicialmente (SSTS 13-5-2015; 1-7-2014;
29-4-2009).
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que la sentencia de incapacitación o modificación judicial de la
capacidad no puede impedir al afectado el ejercicio de sus derechos de la personalidad ya que para el
ejercicio de estos derechos (v. gr., libertad religiosa, honor, intimidad, imagen, etc.) basta con tener
capacidad natural, es decir, capacidad para comprender el significado del acto concreto de que se trate
(por ejemplo, dar el consentimiento a que otra persona nos haga una fotografía; acudir a un acto
religioso…). Al igual que en el caso de los menores, el artículo 3 LO 1/1982 de Protección civil al honor, la
intimidad y la imagen, permite a los incapacitados otorgar el consentimiento a la intromisión en estos
derechos si tienen suficiente capacidad natural. No obstante, la STS de 17 de marzo de 2016 considera
que es posible privar a una persona del derecho a sufragio si el juez, tras analizar su grado de
discernimiento en ese ámbito, concluye que carece de capacidad para ejercer tal derecho.
Lo normal es que la modificación de la capacidad de obrar tenga lugar en relación con personas
mayores de edad. No obstante, la ley permite también que se refiera a un menor de edad si se prevé que
la enfermedad o deficiencia de que se trate persistirá después de la mayoría de edad (art. 201 C.c.). En
este caso, en lugar de designarse un tutor o curador, cuando el menor alcanza la mayoría de edad
normalmente se prorroga la patria potestad de sus padres (art. 171 C.c.).
La situación de la persona cuya capacidad se ha modificado judicialmente no es, en cualquier caso,
definitiva. Puede que sus causas no sean duraderas o que, con adecuado tratamiento, los síntomas se
alivien o casi desaparezcan. En tal hipótesis puede instarse un nuevo proceso para modificar o dejar sin
efecto la sentencia inicial (art. 761 LEC). Tanto la sentencia que modifica la capacidad de obrar, como en
su caso, la resolución que la deje sin efecto o la modifique, deben inscribirse en el Registro civil (art. 46
LRC 1957; art. 72 LRC 20/2011).
Conviene resaltar que la expresada modificación de la capacidad sólo puede establecerse por
resolución judicial. Quiere esto decir que una persona mayor de edad, por el mero hecho de tener una
enfermedad o deficiencia mental no tiene limitada su capacidad de obrar. Tampoco el hecho de tener una
avanzada edad trae consigo esta consecuencia.
La avanzada edad no permite por sí sola (si no se padece un trastorno mental ligado a la edad como el alzheimer o la
demencia senil) instar la incapacitación de un sujeto, por poco razonables que parezcan sus actos (v. gr., anciano de 80 años
que se casa con una jovencita de 25, a quien realiza innumerables regalos). La SAP de La Coruña de 12 de diciembre de
2012, dice, en este sentido, que el hecho de tener una edad avanzada no justifica en sí misma la incapacitación aunque se
tengan mermadas algunas capacidades intelectivas como consecuencia lógica de la edad.

En principio la capacidad de obra se presume plena para todo mayor de edad (art. 322 C.c.) de manera
que si no existe una resolución judicial que disponga otra cosa, debe considerarse al sujeto de que se trate
como plenamente capaz. Esto supone que para invalidar un negocio jurídico celebrado por una persona
que, por ejemplo, padece una enfermedad mental pero no ha visto modificada judicialmente su capacidad,
habría que demostrar que cuando celebró ese negocio carecía de facultades mentales y no podía prestar
un consentimiento válido.
Una situación particular, diferente de la «incapacitación», es la denominada prodigalidad. Cuando los familiares de una
persona (su cónyuge, descendiente o ascendientes, art. 757.5 LEC) dependen económicamente de ésta, quien desarrolla una
conducta irracionalmente dispendiosa que pone en peligro su patrimonio en perjuicio de los mencionados familiares, puede
solicitarse su declaración de prodigalidad (v. gr., un sujeto, debido a su ludopatía, gasta todo su dinero en el juego). La
declaración de prodigalidad, que debe hacerse por resolución judicial, determina que el pródigo no pueda llevar a cabo
ciertos actos o negocios sin el consentimiento de la persona designada como curador (art. 760.3 LEC). Tales actos deben
especificarse en la sentencia que declare la prodigalidad. Es discutible que esta figura suponga una verdadera limitación de
la capacidad de obrar.

3. LAS PERSONAS JURÍDICAS

3.1. CONCEPTO Y TIPOS DE PERSONAS JURÍDICAS

La ley reconoce personalidad jurídica no sólo al ser humano, sino también a determinados entes,
compuestos, bien por un grupo de personas que se unen para conseguir una finalidad común, bien por un
patrimonio que se adscribe a la consecución de un fin. En el primer caso la concesión de personalidad
jurídica permite unificar las relaciones jurídicas de un grupo de personas de forma que la agrupación en
su conjunto (por ejemplo, la asociación cultural X) pueda actuar en el tráfico jurídico como si se tratara de
un individuo. De este modo, la entidad así creada puede ser titular de derechos y obligaciones y tener un
patrimonio propio, independiente del patrimonio de cada uno de sus miembros, celebrar contratos, ser
demandada judicialmente, etc. Algo similar ocurre en el segundo caso, el supuesto del patrimonio afecto a
un fin (por ejemplo, la Fundación Y). La personalidad jurídica es el mecanismo del que se vale el
ordenamiento jurídico para permitir que un conjunto de bienes sean destinados al cumplimiento de un fin
y que la organización creada a partir de ahí pueda intervenir sin dificultad en el tráfico jurídico, siendo
titular de derechos, obligaciones, etc.
En cualquier caso, toda persona jurídica debe actuar a través de sus órganos, que son las personas
físicas, pertenecientes a la entidad, que toman decisiones y las ejecutan, y lo hacen de modo que las
consecuencias jurídicas de su actuación se imputan a la persona jurídica como tal (por ejemplo, el
Presidente de una asociación de vecinos alquila el local que va a ser sede de la asociación; el
Administrador único de una promotora inmobiliaria adquiere un solar para construir un edificio). Por eso
puede decirse que los órganos de la persona jurídica personifican a la entidad.
En relación con los tipos de personas jurídicas suele distinguirse, de acuerdo con lo indicado con
anterioridad, entre personas jurídicas de base asociativa o sustrato personal, y personas jurídicas de
sustrato patrimonial. Dentro del primer tipo se encuentran las asociaciones y las corporaciones, que están
compuestas ambas por un grupo de personas. Son personas jurídicas de base patrimonial las fundaciones,
que son organizaciones creadas por una persona (el fundador) que destina un patrimonio a la consecución
de un fin de interés general.
Por lo que respecta a las asociaciones y las corporaciones, la diferencia entre unas y otras reside en que
las asociaciones se crean por la voluntad de los particulares, que se ponen de acuerdo para agruparse con
objeto de conseguir cierta finalidad (v. gr., la defensa de una especie animal), mientras que las
corporaciones son creadas por la ley (cfr. art. 37 C.c.) y están dirigidas a ejercer funciones públicas (v. gr.,
la corporación municipal o ayuntamiento) o fines que el Estado considera de relevancia social (v. gr., un
colegio profesional).
También suele distinguirse entre personas jurídicas que persiguen fines de interés general y personas
jurídicas que persiguen fines de interés particular (art. 35 C.c.) pero a ello nos referiremos al analizar la
figura de la asociación y la fundación.

3.2. EL CONCEPTO DE ASOCIACIÓN EN SENTIDO AMPLIO. ASOCIACIÓN Y SOCIEDAD

En sentido amplio el concepto de asociación hace referencia a cualquier grupo de personas que se une
para obtener un fin común a todas ellas. Sin embargo, dentro de ese concepto amplio de asociación es
preciso distinguir entre aquellas agrupaciones que persiguen un fin de lucro, que son las que
habitualmente conocemos como sociedades (v. gr., sociedad anónima), y la asociación en sentido estricto,
que carece de fin lucrativo, y que se estudiará en el siguiente epígrafe.
Tradicionalmente se ha identificado la noción de «fin de lucro» con la intención de obtener ganancias
para repartirlas entre los miembros de una agrupación (así se desprende del art. 1.665 C.c., que, al definir
el contrato de sociedad civil, alude al «ánimo de partir entre sí las ganancias»). De hecho, esto es la
finalidad perseguida normalmente por los sujetos que crean una sociedad. Por ejemplo, quien participa
como accionista en una sociedad anónima espera beneficiarse económicamente mediante el reparto de
dividendos. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que existen también agrupaciones de personas que no
persiguen un fin de lucro en el sentido expuesto —como intención de repartir una ganancia— pero que
tienen como finalidad la obtención de ventajas económicas para sus asociados. Así ocurre, por ejemplo, en
el caso de las cooperativas. Los cooperativistas no siempre reciben un porcentaje o participación de las
ganancias obtenidas por la cooperativa, pero extraen ventajas económicas derivadas de un ahorro de
gastos (v. gr., la obtención de un piso a un precio inferior al de mercado en una cooperativa de viviendas)
o la consecución de una mayor remuneración o mejores condiciones laborales (v. gr., en una cooperativa
de trabajo asociado). Esto quiere decir que la noción tradicional de «fin de lucro» es probablemente
demasiado estrecha, ya que lleva a dejar fuera del concepto de sociedad entidades como las cooperativas,
o las mutuas de seguros, que hoy día se consideran, sin embargo, modalidades societarias.
En cualquier caso, lo que interesa señalar aquí es que el concepto de asociación, en sentido propio o
estricto, hace referencia, exclusivamente, a las agrupaciones de personas que persiguen un fin «ideal» o
«extrapatrimonial». Es decir, sólo son asociaciones en el sentido de la Ley Orgánica 1/2002 reguladora del
derecho de asociación (LODA) las agrupaciones de personas cuyos miembros persiguen un fin, no
lucrativo, que implica la satisfacción de intereses de naturaleza extrapatrimonial (religiosos, culturales,
deportivos, altruistas o de beneficencia, etc.). Quedan fuera del concepto estricto de asociación aquellas
agrupaciones cuyos miembros pretenden obtener algún tipo de ventaja económica, aunque ésta no
consista, propiamente, en el reparto de ganancias (art. 1.2 LODA).
Por lo que se refiere a la figura de la sociedad, cuyo fin es, típicamente, la obtención de una ganancia partible entre sus
socios, hay que distinguir entre la sociedad civil y la sociedad mercantil, que a su vez admite diversas modalidades:
A) La sociedad civil está regulada en los artículos 1.665 ss. C.c. Supone que varias personas ponen en común dinero,
bienes o «industria» (esto es, su trabajo, material o intelectual) para desarrollar una actividad con la que obtener ganancias
que van a ser objeto de reparto. Dicha actividad debe ser de naturaleza civil (así suelen considerarse la actividad agrícola,
ganadera, pesquera, artesanal o profesional 3 ) y no mercantil. La sociedad civil es una sociedad de carácter personalista, lo
que trae como consecuencia que la condición de socio es intransmisible y todos los socios pueden en principio participar en
la gestión de la sociedad (art. 1.695 C.c.). Las sociedades civiles tienen personalidad jurídica desde la celebración del
contrato de sociedad y sin necesidad de inscripción en ningún tipo de Registro, siempre que las partes la configuren como
una «sociedad externa» (PAZ-ARES). Es decir, siempre que las partes manifiesten su voluntad de crear una entidad
independiente de la persona de los socios. En cambio, si los socios no pretenden crear una entidad que actúe en el tráfico
jurídico de manera independiente, sino sólo un vínculo que regule sus relaciones económicas (por ejemplo, pacto para la
compra mensual de cupones de lotería y posterior reparto de las eventuales ganancias), estaremos ante una sociedad
interna, carente de personalidad jurídica (sobre ello vid. Tema 11, epígrafe 1).
En cualquier caso, es característica de la sociedad civil (tenga o no personalidad jurídica) que sus socios responden
personalmente de las deudas de la sociedad (art. 1.698.1 C.c.). Por ejemplo, si la sociedad Consulting —cuyo objeto es la
realización de actividades de consultoría y tiene como socios a Juan, Antonio y Alberto— debe al Sr. Z la cantidad de 100.000
euros, este último podrá reclamar el pago de tal cantidad, no sólo a la propia sociedad (en el supuesto en que tenga
personalidad jurídica), sino también, subsidiariamente, a los socios individualmente considerados.
B) Las sociedades mercantiles, reguladas en el Código de comercio y en algunas leyes especiales (v. gr., Texto Refundido
Ley de Sociedades de Capital —TRLSC—) pueden ser de carácter personalista, o de carácter capitalista o corporativo. En las
sociedades personalistas son importantes las cualidades personales de los miembros, lo que determina que no pueda
transmitirse la condición de socio. En las sociedades capitalistas lo importante no son las cualidades personales de los socios
sino su aportación económica a la sociedad, de ahí que se caractericen por la movilidad de la condición de socio. Son
sociedades de capital la sociedad anónima, la sociedad de responsabilidad limitada y la sociedad comanditaria por acciones.
En estas sociedades los socios gozan de responsabilidad limitada. Es decir, no van a responder de las deudas sociales. Si, por
ejemplo, una sociedad anónima deviene insolvente y no puede pagar a sus acreedores, éstos no podrán dirigirse contra los
socios para cobrar lo debido. En cuanto a las sociedades de carácter personalista, como son la sociedad colectiva y la
sociedad comanditaria simple, en ellas, a diferencia de lo que sucede en las sociedades capitalistas y al igual que en la
sociedad civil, los socios responden personalmente de las deudas sociales, de manera ilimitada en la sociedad colectiva (art.
127 C.com.), y también en la sociedad comanditaria cuando se trata de los denominados «socios colectivos» (los «socios
comanditarios» responden sólo hasta el límite de su aportación —art. 148 C.com.—).
Las sociedades mercantiles deben constituirse en escritura pública e inscribirse en el Registro Mercantil para obtener
personalidad jurídica (arts. 116, 119 C.com.; arts. 20 y 33 TRLSC), aunque se discute cuál es la consecuencia de la falta de
inscripción (en cuyo caso se habla de «sociedades irregulares»).

3.3. LA ASOCIACIÓN: CONCEPTO, CONSTITUCIÓN, FUNCIONAMIENTO

La asociación está actualmente regulada en la Ley Orgánica 1/2002 reguladora del derecho de
asociación (LODA), si bien existen también leyes autonómicas (así en el País Vasco, Cataluña —Código
civil catalán—, Canarias o Andalucía), que se aplican a las asociaciones que desarrollan sus funciones en
el ámbito de las respectivas Comunidades Autónomas, y que tienen un contenido similar al de la ley
estatal.
La asociación puede definirse como una agrupación de personas (la LODA exige, en su artículo 5, un
mínimo de tres personas para crear una asociación) que persigue un fin común, no lucrativo y de carácter
extrapatrimonial. Este fin puede ser, no obstante, «de interés particular» o «de interés general» (art. 5), lo
que significa que el fin perseguido puede satisfacer un interés puramente sectorial o particular (v. gr.,
asociación de amigos de los coleópteros) o, por el contrario satisfacer intereses colectivos o de
trascendencia social (v. gr., asociación para la defensa de mujeres maltratadas).
En el Código civil parece equipararse el «interés particular» con el «fin de lucro» (ánimo de repartir las ganancias
obtenidas) porque el artículo 35 identifica las «asociaciones de interés particular» con las sociedades civiles o mercantiles.
Esta forma de concebir el fin de interés particular está hoy día desfasada y actualmente no se duda que puede existir un fin
no lucrativo (así ha de ser el perseguido por las asociaciones reguladas en la LODA) que sin embargo sea de interés
particular y no de interés general.

El hecho de que el fin de la asociación deba ser de carácter no lucrativo no le impide desarrollar
actividades económicas. Debe tenerse en cuenta que las asociaciones suelen constituirse sin patrimonio
previo y se nutren habitualmente de las cuotas de los socios, por lo que necesitan ingresos para poder
llevar a cabo los fines perseguidos. La LODA les permite, por tanto, realizar actividades económicas, pero
siempre y cuando los beneficios obtenidos se destinen exclusivamente al cumplimiento de los fines
asociativos y, por supuesto, no se repartan entre los asociados o sus familiares (art. 13.2). Es decir, las
actividades económicas realizadas por una asociación han de ser de carácter ocasional o instrumental,
como medio para obtener ingresos que permitan la consecución de sus fines. Si una agrupación de
personas quiere desarrollar una actividad económica de manera organizada y permanente (v. gr., crear
una academia de idiomas) debe acudir a otras formas de organización (v. gr., sociedad, cooperativa).
La asociación se constituye mediante el acuerdo de un mínimo de tres personas, que debe plasmarse en
un documento, público o privado, denominado «acta fundacional», que debe contener los estatutos de la
asociación (arts. 5 y 6). Los estatutos son las reglas de funcionamiento de la asociación, en las que ha de
indicarse, además de la denominación de ésta, sus fines y su domicilio, la composición de los órganos de
gobierno y representación y otra serie de circunstancias enunciadas en el artículo 7 LODA, tales como los
requisitos de admisión de los socios, o sus derechos y obligaciones. De especial importancia son los
órganos de la asociación, cuya existencia es indispensable para que tal entidad pueda actuar en el tráfico.
En toda asociación ha de haber, al menos, dos órganos: la Asamblea General, que es el órgano supremo,
está compuesta por todos los asociados y adopta decisiones por acuerdo de la mayoría, y un «órgano de
representación» (art. 11), encargado de la gestión diaria de la asociación y la ejecución de los acuerdos de
la Asamblea, que habitualmente está compuesta por varios asociados y se denomina «Junta Directiva». Lo
normal es que la Junta Directiva esté formada por un Presidente, que es quien asume la representación de
la asociación (por ejemplo, si la asociación quiere celebrar un contrato de compraventa debería ser
firmado por el Presidente), un secretario y varios vocales. Pero en realidad podría prescindirse de la Junta
Directiva, articulando un órgano de representación de la asociación de carácter unipersonal —el
Presidente— (el art. 11.4 LODA no exige que el «órgano de representación» sea colegiado).
De acuerdo con lo enunciado, puede decirse que la figura de la asociación se caracteriza por la
existencia de los siguientes elementos: a) pluralidad de miembros (un mínimo de tres personas físicas o
jurídicas); b) fin común no lucrativo y de carácter extrapatrimonial, que lógicamente ha de ser lícito (art.
2.1 LODA), y c) existencia de una organización que permita su funcionamiento y que ha de ser fijada en
los estatutos.
La asociación adquiere personalidad jurídica en el mismo momento de su constitución, mediante la
celebración del acuerdo de constitución y la elaboración de los estatutos (art. 5.2 LODA). Ya a partir de
ese momento existe una persona jurídica independiente de los asociados, que puede tener su propio
patrimonio, diferente del de sus miembros, celebrar contratos y asumir derechos y obligaciones. La
inscripción en el Registro de Asociaciones no es requisito necesario para que la asociación alcance
personalidad. No obstante tiene una importante consecuencia. Si la asociación está inscrita los asociados
no responden de las deudas de la asociación (art. 15.2 LODA). En cambio si la asociación no ha sido
inscrita, sus miembros responderán solidariamente de las deudas de la asociación, aunque se entiende
que su responsabilidad será subsidiaria. Es decir, si, por ejemplo, la asociación debe al Banco X el importe
de un préstamo, dicha entidad deberá dirigirse en primer lugar contra el patrimonio de la asociación y, si
no puede cobrar su crédito, podrá dirigirse contra los asociados (art. 10.4 LODA).
Se entiende también, aunque la cuestión es controvertida, que los promotores de la asociación no inscrita, que son
quienes deberían llevar a cabo su inscripción en el Registro de Asociaciones (art. 10.3) tienen una responsabilidad agravada,
consistente en que no responden subsidiariamente respecto de la asociación, sino en el mismo plano que ésta. Es decir, en el
ejemplo anterior el Banco X podría dirigirse indistintamente contra la asociación o contra aquellos de sus asociados que la
promovieron.

Resulta conveniente, por tanto, inscribir la asociación constituida en el Registro competente. Al


respecto debe tenerse en cuenta que existen Registros de asociaciones en todas las Comunidades
Autónomas (art. 26 LODA) y además existe un Registro Nacional de Asociaciones. Si se crea una
asociación que pretende desarrollar sus actividades en todo el territorio español o en más de una
Comunidad Autónoma debe efectuarse la inscripción en el Registro Nacional (también deben inscribirse
en él las asociaciones extranjeras que quieran actuar de forma estable en España). Si la asociación
pretende desarrollar sus funciones principalmente en el ámbito de una Comunidad Autónoma debe
inscribirse en el Registro autonómico correspondiente (art. 25 LODA).
Las asociaciones se disuelven por las causas previstas en los estatutos, o por acuerdo de los asociados
(adoptado por mayoría absoluta en la Asamblea General, art. 12 LODA). También pueden disolverse por
las causas establecidas en el artículo 39 C.c. y por sentencia judicial —por ejemplo, si la asociación
desarrolla actividades ilícitas o ilegales— (art. 17 LODA). Una vez disuelta la asociación hay que proceder
a liquidar el patrimonio asociativo (art. 8 LODA) y dar al remanente el destino previsto en los estatutos
que no puede ser, en ningún caso, el reparto entre los asociados [art. 7.1.h) LODA].

3.4. LA FUNDACIÓN: CONCEPTO, CONSTITUCIÓN, FUNCIONAMIENTO


La fundación está regulada en la Ley 40/2002 de fundaciones (en adelante LF) aunque existen también
leyes autonómicas (v. gr., País Vasco, Madrid, Castilla y León…) que se aplican a las fundaciones que
desarrollan principalmente sus funciones en la respectiva Comunidad Autónoma y cuyo contenido es, en
lo esencial, similar a la ley estatal.
La fundación puede definirse como una persona jurídica que se crea a partir de un patrimonio
destinado de manera permanente a la realización de un fin de interés general (arts. 3.1 LF y 34 CE). En
otras palabras, la fundación nace porque una persona o personas (el fundador o fundadores) deciden
utilizar ciertos fondos (la dotación) para crear una organización destinada a la consecución de ciertos
fines de interés general.
Las fundaciones son organizaciones sin fin de lucro (art. 2.1 LF) pero además —a diferencia de lo que
sucede con las asociaciones cuyos fines pueden ser de interés general o particular— sus fines han de ser
de interés general, lo que implica que han de ser relevantes socialmente, conllevar un beneficio para la
comunidad (v. gr., fundación para la atención a personas con discapacidad). Es preciso, asimismo, que la
finalidad fundacional beneficie a colectividades genéricas de personas (v. gr., enfermos de cáncer;
trabajadores de la empresa X —art. 3.2 LF—), estando prohibidas las fundaciones familiares y, en general
las que destinen prestaciones a beneficiarios determinados individualmente (v. gr., familiares o amigos del
fundador). La única excepción a esta regla la constituyen las fundaciones cuya finalidad es la
conservación y restauración de bienes del patrimonio histórico artístico español ya que, aunque pueden
beneficiar a concretas personas (v. gr., el propietario del palacio que forma parte del patrimonio histórico)
también benefician a la colectividad (art. 3.3 y 4 LF) (Caffarena).
Un elemento esencial para que pueda existir una fundación es la dotación, que es el patrimonio inicial
con base al cual se crea esta persona jurídica. Esa dotación puede estar compuesta por bienes y derechos
de cualquier clase (dinero, edificios, valores mobiliarios…) pero ha de ser suficiente para el cumplimiento
de los fines perseguidos por la fundación que se pretende constituir. El artículo 12 LF presume que la
dotación será suficiente si alcanza los 30.000 euros. Si es de inferior valor hay que justificar la suficiencia.
Por otra parte, la ley permite que, si la aportación es dineraria, se efectúe de forma sucesiva: se hace un
desembolso inicial del 25 por 100 y el resto se hace efectivo en un plazo no superior a 5 años (art. 12.2
LF).
Pueden crear fundaciones tanto las personas físicas como las personas jurídicas —v. gr., una sociedad
anónima (por ejemplo, una entidad bancaria) puede crear una fundación— (art. 8 LF). Para ello deben
manifestar su voluntad de destinar un conjunto de bienes (la dotación) a un fin de carácter general, bien
en escritura pública, bien en testamento (art. 9 LF). La escritura pública de constitución de la fundación
debe contener los estatutos de ésta (art. 10 LF), que, como ya se ha dicho, son el conjunto de reglas que
regulan su funcionamiento, e identificar las personas que van a formar parte del órgano de gobierno de la
fundación (patronato). Cuando la fundación se constituye testamentariamente, estos últimos extremos
pueden especificarse con posterioridad en escritura pública por el albacea testamentario o los herederos
del fundador (art. 9.4 LF).
De acuerdo con lo dicho, pueden considerarse elementos esenciales de la fundación: a) la dotación; b)
el fin, no lucrativo, y de interés general, y c) la existencia de una organización, organización que debe
plasmarse en los estatutos.
A diferencia de lo que sucede en el caso de la asociación, para que la fundación alcance personalidad
jurídica es necesario que se inscriba en el Registro de Fundaciones correspondiente. Las fundaciones no
inscritas no tienen personalidad jurídica. Las fundaciones de competencia estatal, es decir, las que van a
desarrollar su actividad en todo el territorio español o en el territorio de más de una Comunidad
Autónoma deben inscribirse en el Registro estatal (art. 36 LF). Las de ámbito autonómico en los Registros
de Fundaciones de la Comunidad Autónoma de que se trate.
En cuanto a los órganos de la fundación, el órgano de gobierno y representación de esta entidad se
denomina Patronato. El Patronato debe estar compuesto por un mínimo de tres miembros (que pueden ser
personas físicas o jurídicas) que han de elegir entre ellos un Presidente (art. 15.1 y 2 LF). El cargo de
patrono es gratuito, es decir, no se percibe por ello ninguna remuneración, aunque pueden serles
reembolsados los gastos que realicen en el ejercicio del cargo (art. 15.4 LF). El Patronato debe cumplir los
fines de la fundación y administrar diligentemente el patrimonio fundacional (art. 14.2 LF). En relación
con ello debe tenerse en cuenta que el Patronato no tiene que limitarse a gastar el patrimonio de la
fundación en la realización de los fines previstos por el fundador. Lo normal es que la fundación realice
actividades económicas que le permitan obtener ingresos, incrementar el patrimonio fundacional y, de
este modo, obtener un mayor grado de cumplimiento de los fines perseguidos. De hecho, la ley permite
que las fundaciones realicen actividades económicas, si bien se establece que deben destinar al menos el
70 por 100 de sus ingresos a la realización de los fines fundacionales. El resto puede destinarse a
incrementar el patrimonio de la fundación (la dotación o las reservas) (arts. 24 y 27 LF). La gestión de las
fundaciones es supervisada por un órgano administrativo que se denomina Protectorado, y que depende,
bien de la Administración General del Estado (cuando se trata de fundaciones de competencia estatal),
bien de las Administraciones autonómicas (cuando se trata de fundaciones de ámbito autonómico). Así,
por ejemplo, si los patronos de la fundación pretenden vender bienes pertenecientes a la dotación, deben
obtener la previa autorización del Protectorado (art. 21.1).
Las fundaciones se extinguen por las causas establecidas en el artículo 31 LF (expiración del plazo,
realización íntegra del fin fundacional, imposibilidad de realizarlo, etc.). La extinción debe ir seguida de
un procedimiento de liquidación, realizado por el Patronato bajo el control del Protectorado, debiendo
destinarse los bienes sobrantes a entidades no lucrativas de interés general (art. 33.2 LF).

4. LA REPRESENTACIÓN

4.1. CONCEPTO Y TIPOS DE REPRESENTACIÓN

Existe representación cuando una persona, actuando en interés de otra, gestiona un asunto de esta
última. El asunto gestionado ha de tener carácter jurídico, no meramente material, y ha de obligar al
representante a relacionarse con una tercera persona, pues debe tenerse en cuenta que en todo fenómeno
representativo existen tres protagonistas: representante, representado y tercero, con quien el
representante se relaciona. Por ejemplo si encargo a un sujeto que repare el tejado de mi casa, éste, en
cierto modo, estará actuando en mi interés y gestionando un asunto mío, pero no habrá representación,
sino un contrato de prestación de servicios. En cambio si le encargo a otra persona que acuda al
establecimiento de un comerciante y le pague de mi parte una deuda que contraje con él, quien asume ese
encargo será mi representante.
Quien actúa en representación de otra persona debe hacerlo siempre en interés de ésta, esto es, en
interés del representado —también llamado dominus o principal—, pero puede actuar en nombre propio,
es decir, sin comunicar al tercero que está realizando una gestión ajena, o en nombre del representado, en
cuyo caso se pone en conocimiento del tercero que el asunto gestionado pertenece al dominus o
representado. En el primer caso se habla de representación indirecta. Sería el supuesto, por ejemplo, en
que entrego dinero a mi empleado para que compre determinadas herramientas que necesito, y éste
acude a un comercio y se limita adquirir la mercancía sin mencionar que las adquiere para mí. En cambio
cuando el representante actúa en nombre del representado se dice que la representación es directa. Así
ocurriría si encargo al administrador de mi finca que celebre en mi nombre un contrato de arrendamiento
sobre la misma.
Por otra parte, la posibilidad de gestionar asuntos ajenos puede derivar de la voluntad del
representado, que autoriza a otro individuo a gestionar sus asuntos, o de la ley. En el primer caso estamos
ante un supuesto de representación voluntaria. En el segundo caso se habla de representación legal.
La representación legal es un medio de suplir la limitada capacidad de una persona. Como hemos visto,
tanto los padres como el tutor (no así el curador) son representantes legales del menor y del incapacitado.
En estos casos es la propia ley quien autoriza a los padres o el tutor para actuar en nombre e interés del
menor o del incapacitado y gestionar sus asuntos. La representación legal es siempre un supuesto de
representación directa, y los efectos de la actuación del representante se producen directamente en la
esfera jurídica del representado. Así, si el tutor de un incapacitado, en representación de éste, celebra un
contrato de compraventa dirigido a comprar una vivienda para el incapacitado, este último, concluidos los
trámites legales, adquirirá directamente la propiedad de la misma.
En la representación legal el representante es el único posible autor del negocio, ya que se presupone
que el representado no puede actuar válidamente por sí mismo. Esto constituye una diferencia respecto
de la representación voluntaria. La representación voluntaria es una forma de colaboración entre
representante y representado que permite a éste (al dominus) ampliar sus posibilidades de actuación por
medio del representante (supongamos que un sujeto que vive en Sevilla quiere celebrar un contrato de
compraventa en Madrid sin desplazarse a esta ciudad) pero no le impide realizar actos o negocios por sí
mismo.
La representación voluntaria puede ser directa o indirecta, según que el representante actúe, como se
ha indicado, en nombre del representado o en su propio nombre. Cuando la representación es directa —el
representante actúa en nombre del representado— los efectos jurídicos de la actuación del representante
se producen directamente en la esfera jurídica del representado. Por ejemplo, si Ana, que vive en Sevilla,
encarga a su hermano Bernardo, que vive en Madrid, que alquile en su nombre —y, por tanto, celebrando
el contrato en su lugar— un piso que tiene en esa ciudad, será Ana la arrendadora del piso y la
destinataria de la renta abonada en concepto de alquiler.
En cambio cuando la representación es indirecta —y según la postura tradicional— la actuación del
representante no desencadena efectos directos en la esfera jurídica del representado. Es el representante
quien queda vinculado con el sujeto con quien ha contratado (art. 1.717 C.c.). Supongamos, por ejemplo,
que Juan quiere vender un reloj de gran valor perteneciente a su familia sin que nadie lo sepa. Para ello
encarga a Miguel que venda ese reloj a un anticuario, sin poner en conocimiento de éste que el reloj
pertenece a Juan. Aunque Miguel deberá entregar el precio obtenido con la venta del reloj a Juan, el
contrato de compraventa celebrado vinculará sólo a Miguel y al anticuario. Esta modalidad de la
representación es poco práctica. Piénsese que, si el dominus encarga al representante que adquiera para
él la propiedad de una cosa (por ejemplo, le da dinero para que compre ciertas herramientas) quien se
hace dueño de ella, con los riesgos que ello conlleva, y aunque el dinero lo haya aportado el dominus, es el
representante, que tendría luego que transmitir la propiedad del bien a su representado. Además, según
el citado artículo 1.717, el dominus no podría reclamar contra la persona con quien el representante ha
contratado, ni ésta contra aquél. Así, en el ejemplo del reloj vendido al anticuario, si éste resultara ser
defectuoso, el comprador sólo podría reclamar contra Miguel, que fue con quien contrató, pero no podría
reclamar contra Juan (el propietario del reloj, que encargó su venta a Miguel). Y al mismo tiempo, si el
anticuario, por ejemplo, se comprometió a abonar una parte del precio del reloj a plazos y luego no lo
hizo, Juan no podría dirigirse directamente contra él reclamándole el resto del precio pendiente. Sería
Miguel, que fue quien actuó como vendedor, quien debería ejercitar la correspondiente reclamación.

4.2. LA REPRESENTACIÓN VOLUNTARIA: EL APODERAMIENTO. LA ACTUACIÓN DEL REPRESENTANTE SIN PODER

La representación voluntaria supone que una persona autoriza a otra para que gestione sus intereses.
Hemos dicho que esa representación es directa cuando el representante, además de actuar en interés del
representado, actúa en nombre de éste. En tal hipótesis los efectos jurídicos de la actuación del
representante se producen directa e inmediatamente en la esfera jurídica de este último. Pero para que se
produzca esta consecuencia no basta con que el representante actúe en nombre ajeno, es necesario otro
requisito: que exista un poder de representación. Suele decirse por ello que la representación directa
(cuando se trata de representación voluntaria) exige dos elementos:

a) la denominada contemplatio domini, que consiste en la revelación, por parte del representante, de
que actúa en calidad de tal —por tanto, en nombre del representado— y con el fin de que los efectos de su
actuación recaigan en otra persona y
b) la existencia de un poder de representación. El poder de representación es la autorización que
concede el dominus o principal al representante para que actúe en su nombre y pueda influir sobre su
patrimonio o afectar su esfera jurídica. En realidad sólo cuando el representante cuenta con un poder de
representación está legitimado para actuar frente a terceros en nombre del representado.

A) El apoderamiento

El negocio dirigido a la concesión del poder de representación se denomina apoderamiento. El sujeto


que concede el poder —representado, dominus o principal— es llamado también poderdante. Y la persona
que recibe ese poder —el representante—, poder en cuya virtud queda legitimado para actuar en nombre
del representado, es denominado apoderado. El apoderamiento es un negocio jurídico unilateral, lo que
significa que es eficaz por la mera voluntad del poderdante (no se trata de un contrato, en el que hay
oferta y aceptación), si bien, como es lógico, para que pueda surtir efectos debe ponerse en conocimiento
del apoderado (por eso se dice que es un negocio recepticio).
Para otorgar el poder el poderdante debe tener la capacidad de obrar que sea necesaria para celebrar
el negocio de que se trate. Por ejemplo, si un menor de edad no tiene capacidad para vender por sí mismo
un bien inmueble de su propiedad, tampoco puede otorgar un poder de representación que autorice a otra
persona a vender dicho bien.
El negocio de concesión del poder como regla no está sujeto a una específica forma. Podría hacerse
verbalmente o en documento privado. También se admite la posibilidad de que exista un apoderamiento
tácito. Así ocurre cuando el comportamiento de las partes crea una situación que suscita en los terceros la
confianza de que existe un poder de representación.
Hay algunos casos, sin embargo, en que se exige que conste en escritura pública. Según el artículo 1.280.5 C.c. son los
siguientes: el poder para contraer matrimonio, el poder general para pleitos y los especiales que deban presentarse en un
juicio, el poder para administrar bienes (cuando se trata de un poder general para administrar toda clase de bienes del
poderdante) y el poder que tenga por objeto un acto que deba redactarse en escritura pública o perjudicar a tercero. En
estos casos el representante sólo podrá acreditar su condición de tal exhibiendo el documento público en el que consta el
poder (DÍEZ-PICAZO).

El poder de representación habilita o legitima al apoderado para actuar en nombre y representación del
poderdante, pero no le obliga a ello. Si A otorga un poder a B para que venda su finca en su nombre, B
está habilitado para celebrar tal negocio jurídico en lugar de A, pero no tiene la obligación de realizarlo.
Por lo general esa obligación deriva de un negocio subyacente, para cuya adecuada ejecución se concede
el poder de representación. Es decir, habitualmente entre representante y representado existe una
relación jurídica previa —por ejemplo, una relación laboral, un contrato de prestación de servicios— en
cuya virtud el representado está obligado a efectuar alguna gestión para el representante. Y como
consecuencia de ella se otorga el poder de representación. En la práctica es bastante frecuente que el
apoderamiento tenga su causa en la existencia de un contrato de mandato previo. El mandato, que está
definido en el artículo 1.709 C.c., es un contrato por el cual una persona se obliga a hacer alguna cosa
(una gestión de carácter jurídico, se sobreentiende) por cuenta o encargo de otra (vid. Tema 10, epígrafe
6). Por ejemplo, si acudo a una agencia inmobiliaria y le encargo que busque un comprador o un posible
arrendatario ya que deseo vender o alquilar mi piso, estoy celebrando un contrato de mandato. Pero si
además autorizo al agente inmobiliario para que celebre el contrato en mi nombre —porque, por ejemplo,
voy a estar en el extranjero una temporada— le estaré otorgando un poder de representación. En
definitiva, el contrato de mandato puede ir acompañado de un poder de representación (mandato
representativo) o no ir acompañado de él (mandato sin representación). Y al mismo tiempo, la relación
representativa derivada del apoderamiento puede tener su base en la existencia de un mandato previo o
en otro tipo de contrato (prestación de servicios, contrato de trabajo…). No obstante, como habitualmente
la representación va ligada al mandato, se consideran aplicables analógicamente a aquélla algunas reglas
previstas en el Código civil para el mandato.

B) Límites del poder

En cualquier caso es importante señalar que el apoderamiento habilita al representante para actuar
sólo dentro de los límites establecidos en el propio poder de representación. Hay que tener en cuenta que
el poder puede ser de mayor o menor amplitud. El dominus puede autorizar al apoderado a gestionar
todos sus negocios (poder general, art. 1.712 C.c., por analogía) o puede facultarle para que gestione sólo
algún asunto determinado —por ejemplo, sus inversiones en bolsa— (poder especial). Pero además en
relación con sus asuntos, puede facultarle para realizar ciertos actos y no otros. De hecho, para que el
apoderado pueda realizar actos de disposición sobre los bienes del poderdante (enajenar, hipotecar) es
preciso que se le otorgue expresamente la facultad de que se trate (donar, vender…). Hace falta lo que
suele calificarse como un poder expreso (art. 1.713.2 C.c.). Así pues, es posible que el dominus haya
autorizado al apoderado para administrar sus fincas, pero no para venderlas, puede haberle facultado
para vender una finca concreta, o para hipotecarla, pero no para donarla, etc. De ahí que el
representante, en el ejercicio del poder de representación, esté obligado a respetar los límites del poder
que le ha sido conferido. Si el representante traspasa los límites del poder, esto es, se excede en las
facultades que le han sido atribuidas (por ejemplo, vende una finca cuando sólo se le autorizó para
hipotecarla) el negocio que haya realizado no vincula al dominus, es ineficaz frente a él (en el ejemplo
anterior, el dominus no estaría obligado a cumplir el contrato de compraventa realizado por el
representante). La consecuencia es la misma que en el supuesto del representante que actúa sin poder de
representación, al que ahora nos referimos.
Según la jurisprudencia, no basta con que se autorice genéricamente a un sujeto para realizar actos de disposición. Debe
indicarse además cuáles son los bienes sobre los cuales puede ejercitarse esas facultades. En este sentido, la STS de 6 de
noviembre de 2013 considera ineficaz la donación realizada por el apoderado a favor de su pareja de hecho y madre de su
hijo, ya que el poder de representación que le había sido conferido le autorizaba genéricamente para donar, pero no
concretaba los bienes que podían ser donados ni los posibles donatarios.

C) El representante sin poder

Si un sujeto realiza cierto negocio actuando en nombre ajeno pero sin que se le haya otorgado un poder
de representación —en este caso estaríamos ante lo que se denomina un representante sin poder o un
falso representante— los negocios que celebre en nombre del «representado» no vinculan a éste a menos
que los ratifique. Así se desprende del artículo 1.259.2 C.c. Por ejemplo, si el hermano de Antonio, sin
conocimiento de éste y sin contar con ningún poder de representación, vende la moto de Antonio a un
tercero, Antonio no estará obligado a entregar la moto al comprador. Sólo tendrá que hacerlo si decide
ratificar el negocio celebrado por su hermano.
La ratificación es una declaración de voluntad del dominus en virtud de la cual acepta las
consecuencias jurídicas de la gestión del representado. Si el dominus ratifica el negocio realizado por el
representante sin poder, entonces sí quedará vinculado por él. La ratificación puede ser expresa o tácita,
es decir, derivada de hechos concluyentes de los que quepa deducir la voluntad de aceptar el negocio
realizado por el falso representante. En este sentido, la jurisprudencia suele entender que si el dominus
se aprovecha de los efectos de tal negocio (por ejemplo, percibe el precio de la compraventa celebrada
por el representante que carecía de poder de representación), existe ratificación tácita —entre otras,
SSTS de 10 de julio de 2002, 13 de mayo de 2004 y 25 de junio de 2004—.
Si el dominus no ratifica el negocio celebrado por el representante sin poder, dicho negocio es ineficaz
frente a él. El artículo 1.259.2 habla de «nulidad», pero el negocio no es en realidad nulo (DÍEZ-PICAZO) ya
que basta con que se produzca la ratificación del dominus para que el negocio sea eficaz. Además, si no
tiene lugar la ratificación, el representante sin poder quedará vinculado frente al tercero con quien
contrató —aunque sólo si éste desconocía la inexistencia de poder— y estará obligado a indemnizarle por
los daños y perjuicios causados (art. 1.725 C.c.). Lo mismo ocurre en el supuesto del representante que
traspasa los límites del poder de representación, al que se hizo alusión con anterioridad.

D) Incumplimiento de instrucciones

Distinto del supuesto anterior es el caso en que el representante —teniendo poder de representación y
ejercitándolo dentro de sus límites— incumple alguna de las instrucciones dadas por el poderdante. Por
ejemplo, el poderdante le indicó que vendiera una finca por encima de cierto precio —200.000 euros— y
el representante la vende por un precio inferior —150.000—. En este caso el negocio es eficaz, y el
representado queda vinculado por él (no podría, por ejemplo, negarse legítimamente a entregar la finca
antedicha al comprador). No obstante, el representante que ha incumplido las instrucciones incurrirá en
responsabilidad frente al dominus y deberá indemnizarle de los daños causados (en el caso del ejemplo, la
diferencia de precio: 50.000 euros).
E) Revocación del poder

Para terminar hay que señalar que el poder de representación puede ser revocado por el poderdante a
su voluntad y sin necesidad de expresar causa alguna (art. 1.733 C.c.). La revocación, como es lógico,
debe ser puesta en conocimiento del apoderado para que surta efectos, ya que de otro modo se corre el
riesgo de que este último siga actuando en nombre del representado. El poderdante puede además
solicitar al apoderado el «documento» en que conste el poder, lo cual es conveniente a fin de evitar que se
genere una situación de apariencia. Hay que tener en cuenta que, si el representante contrata con un
tercero una vez que se ha revocado su poder de representación, los efectos que se producen son los
mismos que si hubiera actuado sin poder de representación, es decir, el negocio celebrado por el
representante no vinculara al dominus, artículo 1.259 C.c. Pero si el representante, provisto del inicial
poder de representación (posteriormente revocado) generó la confianza del tercero en la existencia de su
poder de representación, puede ocurrir que el dominus quede vinculado como consecuencia de esa
situación de apariencia.

1 La Ley 15/2014, de Jurisdicción Voluntaria, y la Ley 26/2014, de Protección de la Infancia, han sustituido el término
«incapacitación», empleado tradicionalmente, por el de «modificación judicial de la capacidad». El problema es que no han
modificado todos los preceptos del C.c. que se refieren a personas «incapacitadas» de manera que ahora en algunos preceptos
subsiste la terminología tradicional (arts. 200, 201, 205…) mientras que en otros se emplea la nueva denominación (arts. 137,
1060, 1263, etc.).

2 La LRC de 21 de julio de 2011 no entra en vigor de forma completa hasta el 30 de junio de 2017. No obstante, alguno de sus
preceptos, como el art. 44, entró en vigor en octubre de 2015.

3 Las sociedades que tienen como fin el ejercicio en común de una actividad profesional (v. gr., bufete de abogados) tienen, sin
embargo, una regulación especial, contenida en la Ley 2/2007 de sociedades profesionales.
TEMA 3
EL CONTRATO
NATALIA MATO PACÍN
Universidad Carlos III

1. EL CONTRATO: CONCEPTO Y CLASES

1.1. CONCEPTO

De forma cotidiana realizamos multitud de contratos. Algunos, de mucha importancia económica


(comprar una vivienda o asegurarla); otros, de menor entidad (llevar una alfombra a la tintorería o
comprar un billete de tren o una entrada de un concierto). Algunos, personalizados (encargar un traje a
medida en una sastrería); otros, más estandarizados (contratar una línea de teléfono móvil o abrir una
cuenta en el banco). Unos, a través de medios tradicionales (comprar un CD en una tienda); otros, usando
las nuevas tecnologías (adquirir música o un antivirus por internet). Por tanto, la contratación tiene una
gran importancia económica al ser el medio para intercambiar bienes y servicios en una economía de
mercado. Sin embargo, y a pesar de ser el contrato un elemento esencial en el Derecho privado (aunque
no es exclusivo de este campo pues también en el Derecho público tiene su relevancia), el Código civil no
aporta una definición completa del mismo, señalando simplemente el artículo 1.254 que «el contrato
existe desde que una o varias personas consienten en obligarse, respecto de otra u otras, a dar alguna
cosa o prestar algún servicio».
El contrato se configura entonces como una de las fuentes de las obligaciones (art. 1.089 C.c.) y tiene
fuerza de ley entre las partes (art. 1.091 C.c.) en el sentido de que nacen de él obligaciones que tienen
que ser cumplidas por los que han consentido. Podemos entender por contrato aquel acuerdo de dos o
más sujetos (que serán las partes contratantes) que tiene como efecto la constitución, modificación o
extinción de una relación jurídica obligatoria.
La regulación del Código civil está influida por las ideas liberales de la época y piensa en un contrato
en el que las partes son libres y están en igualdad de posiciones. De ahí que, como veremos, el concepto
de autonomía de la voluntad sea esencial, dejando un gran margen a los sujetos para determinar el
contenido de sus relaciones contractuales, es decir, para incluir los pactos, cláusulas y condiciones que
tengan por convenientes (art. 1.255 C.c.). Sin embargo, fenómenos como la globalización, el progreso
tecnológico o cambios en la estructura de los mercados con la introducción del comercio en masa, han
tenido una gran influencia en la figura originaria del contrato, que ha sufrido transformaciones en éste y
otros aspectos (v. gr., las condiciones generales de la contratación, el comercio electrónico…). Tendremos
ocasión de examinar estas cuestiones al hilo del estudio del régimen jurídico del contrato.

1.2. CLASES

Los contratos pueden ser clasificados en distintas categorías, algunas de las cuales expondremos a
continuación.

A) Contratos consensuales, reales y formales

Tomando como punto de partida el principio de libertad de forma que rige en nuestro sistema jurídico
(arts. 1.258 y 1.278 C.c.), los contratos, como regla general, se perfeccionan (es decir, obligan) por el solo
consentimiento de las partes sin necesidad de que éstas exterioricen la voluntad de una determinada
forma. A estos contratos se les denomina contratos consensuales. La compraventa es un ejemplo de
contrato consensual, pues obliga al vendedor y al comprador desde el momento en que acuerdan celebrar
el contrato y con independencia de que las prestaciones debidas, entrega de la cosa y del precio,
respectivamente, se hayan aplazado a un momento posterior.
Por influencia del Derecho romano se ha identificado tradicionalmente en el Código civil otra categoría
de contratos que se corresponde con los contratos reales, aquellos que necesitan para su perfección,
además del consentimiento de las partes, la entrega de una cosa. Tal y como se deriva de su regulación en
el Código civil, los contratos de préstamo (art. 1.740 C.c.), depósito (art. 1.758 C.c.) y prenda (art. 1.863
C.c.) son los supuestos de contratos reales. Así, el contrato de depósito de un coche, por ejemplo, no se
constituye sino desde que el depositario lo recibe del depositante, surgiendo entonces para el primero la
obligación de guardarlo y restituirlo.
Por último, y como excepción al principio general de libertad de forma, algunos contratos requieren que
el consentimiento se manifieste de una forma especial (por ejemplo, documento privado o escritura
pública) para que sean válidos. En estos contratos, denominados formales, la forma se convierte en
solemne o ad substantiam, es decir, requisito de validez, con lo que su ausencia conlleva la nulidad del
contrato. Por ejemplo, para que la donación de un bien inmueble sea válida deberá constar en escritura
pública (art. 633 C.c.).

B) Contratos unilaterales y bilaterales

En función del número de obligaciones que nazcan del contrato, podemos hablar de contratos
unilaterales o bilaterales. Los primeros generan obligaciones sólo a cargo de una de las partes mientras
que en los segundos (bilaterales o sinalagmáticos) ambas partes se obligan recíprocamente una respecto
de la otra. El contrato de préstamo es un contrato unilateral: una vez que el prestatario ha recibido el
préstamo sólo él queda obligado, su obligación es restituir la cosa o importe prestado y, en su caso, los
intereses. Por el contrario, el contrato de compraventa es bilateral pues para cada parte nacen
obligaciones como contrapartida de las que asume la otra: el comprador paga el precio para recibir la
entrega de la cosa y el vendedor realiza dicha entrega a cambio del precio. El hecho de que un contrato
sea bilateral o unilateral está relacionado con el número de obligaciones que de él nacen y no con el
número de partes que intervienen en el mismo, que siempre serán dos o más.

C) Contratos gratuitos y onerosos

La distinción entre contratos gratuitos y onerosos se fundamenta en la existencia o no de un


intercambio recíproco de atribuciones patrimoniales. En los contratos gratuitos (también llamados
lucrativos) una de las partes realiza un sacrificio patrimonial que no se ve compensado por ningún
beneficio como contrapartida. Es el caso paradigmático de la donación, contrato por el que una de las
partes, el donante, entrega una cosa al donatario sin recibir a cambio ninguna una contraprestación.
También es gratuito el préstamo sin interés, ya que el prestamista no recibe ninguna remuneración por el
sacrificio que le supone la entrega del dinero prestado. No ocurre lo mismo con los contratos onerosos, en
los que ambas partes realizan un sacrificio patrimonial que se ve compensado con el correlativo beneficio
que obtienen por el cumplimiento de la otra (en la compraventa, la entrega de la cosa a cambio del precio
acordado; en el arrendamiento de cosas, la cesión del uso a cambio del pago de la renta). Todos los
contratos bilaterales son onerosos pero no todos los onerosos son bilaterales. Por ejemplo, el préstamo
con interés es un contrato oneroso pero unilateral. Es oneroso, porque el prestamista entrega el dinero al
prestatario a cambio de recibir después, además de la suma dada en préstamo, los intereses pactados y el
prestatario, por su parte, se compromete a devolver dicha suma y los intereses a cambio del beneficio que
le supone haber recibido el dinero en préstamo. Es unilateral, porque sólo nace obligación para una de las
partes, el prestatario, que tiene que devolver cantidad prestada y los intereses.
Lo importante para determinar la onerosidad de un contrato es que se dé un intercambio de atribuciones económicas con
independencia de que exista equivalencia de valor entre prestación y contraprestación, estimación que, como regla, queda
en manos de las partes contratantes. Esta relación de equivalencia puede estar fijada desde la celebración del contrato o
bien quedar relativamente indeterminada, dando lugar a otra clasificación de contratos dentro de los onerosos: los contratos
conmutativos y los aleatorios. En los primeros, el valor de la prestación y la contraprestación es cierto desde la celebración
del contrato para las partes contratantes (v. gr., la compraventa) mientras que los contratos aleatorios se caracterizan por la
incertidumbre alrededor de la ejecución o el valor de una o ambas prestaciones. Es el caso del contrato de seguro, la
apuesta o la renta vitalicia. Así, en un contrato de seguro por robo de móvil, el asegurador se obliga, mediante el cobro de
una prima y para el caso de que se produzca el riesgo asegurado (el robo), al pago de una indemnización. Dado que en el
momento de celebración del contrato no se puede anticipar si el robo tendrá lugar o no, no es posible para las partes
determinar la concreta ventaja patrimonial que van a obtener. En el caso de una apuesta por la que dos personas se obligan
a entregar una cantidad, una a otra, en función del resultado de un partido, depende del azar la propia ejecución de la
prestación, pues hasta que no se sepa el resultado del partido no podrá determinarse quién será deudor y quién acreedor.
Por lo que respecta a la renta vitalicia, en este contrato una parte entrega a la otra ciertos bienes a cambio de que el
adquirente le pague una renta (en principio anual) durante toda su vida. Como inicialmente no se sabe cuánto va a vivir esa
persona, no puede saberse la cuantía a la que va a ascender la obligación de pago de la renta (ni, por tanto, quién va a
resultar beneficiado con el negocio).

D) Contratos típicos y atípicos

Contratos como la compraventa, la donación, el arrendamiento o la fianza son ejemplos de contratos


típicos, esto es, contratos que están regulados de modo específico en la ley. Esto no implica que las partes,
haciendo uso de su autonomía privada y dentro de sus límites (art. 1.255 C.c.), no puedan convenir un
contenido distinto del señalado legalmente. Pero, respecto de aquello sobre lo que las partes hayan
guardado silencio, se aplica a la relación jurídica de forma supletoria el régimen legal previsto.
Sin embargo, como consecuencia de la evolución de la sociedad y la economía surgen nuevas
necesidades que dan lugar a figuras contractuales no contempladas por el ordenamiento jurídico pero
igualmente aceptadas. Son los denominados contratos atípicos, que, por contraposición a los típicos, son
aquellos que carecen de regulación legal expresa y que, en muchos casos, surgen de la combinación de
contratos legalmente contemplados. Ejemplo de ello es el contrato de leasing o arrendamiento financiero,
fórmula muy extendida de financiación empresarial que surge precisamente como alternativa a las figuras
tradicionales como la compraventa o el préstamo bancario. La atipicidad de un contrato no impide que
esté reconocido en el tráfico o definido por la jurisprudencia aunque no cuente con regulación legal, como
es el propio caso del leasing (STS de 11 de febrero de 2010) u otros contratos como el de mediación (STS
de 8 de marzo de 2013), franquicia (STS de 9 de marzo de 2009) o mantenimiento (STS de 15 de julio de
2013).

2. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD
La dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad (art. 10 CE) y la libertad de empresa
(art. 38 CE), entre otros, tienen su plasmación en el ámbito del Derecho privado y, más concretamente, en
el contractual, en el principio de la autonomía de la voluntad, principio que implica conceder a los sujetos
el poder de autorregular sus intereses particulares, es decir, decidir si contratar o no y, en el primer caso,
si sujetarse a un tipo contractual o a otro, o bien modificar el régimen legal. El Código civil reconoce el
principio de autonomía de la voluntad o principio de autonomía privada en el artículo 1.255 al disponer
que «los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente».
Sin embargo, la autonomía de la voluntad no tiene un carácter absoluto pues esos intereses particulares
están supeditados a otros intereses de la colectividad, superiores jerárquicamente y que actúan a modo de
límites. Así lo señala el mismo precepto: las partes pueden convenir pactos, «siempre que no sean
contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público».

2.1. LA LEY

De forma unánime se ha entendido que la mención a la «ley» del artículo 1.255 C.c. no se refiere a la
ley dispositiva sino a la imperativa, es decir, aquella que no puede ser excluida o alterada por pacto de las
partes pues protege un interés general o contiene derechos y obligaciones esenciales y no renunciables.
Aunque en algunos supuestos no es fácil la distinción entre ley imperativa y ley dispositiva (teniendo que
estar a la interpretación de la norma, en su caso) lo que sí está claro es que la consecuencia de la
vulneración de una norma imperativa es la nulidad del acuerdo (art. 6.3 C.c.). Ejemplo de normas que no
admiten pacto en contrario son la prohibición de que el cumplimiento del contrato quede a la voluntad de
una de las partes (art. 1.256 C.c.), la prohibición de exoneración o limitación de la responsabilidad por
dolo (art. 1.102 C.c.) o la nulidad de los préstamos con un interés usurario (Ley de Usura de 1908).

2.2. LA MORAL

El concepto de moral, asimilado en general al de «buenas costumbres», hace referencia a un conjunto


de valores o convicciones éticas generalizadas y admitidas por la opinión colectiva en una sociedad
determinada. No se trata de una moral individual ni tampoco de una moral identificada con una creencia
religiosa por muy mayoritaria que sea, sino entendida desde una perspectiva social. Al ser un concepto
jurídico indeterminado, es cambiante y relativo, es decir, referido a una comunidad, momento y lugar
concretos. Es difícil aplicar este límite porque es indeterminado y porque muchas de las convicciones que
representa la moral han sido recogidas ya en alguna norma. La jurisprudencia ha considerado contraria a
la moral, entre otros supuestos, una cláusula que limita la responsabilidad del transportista en el caso de
daños causados a las personas (STS de 4 de julio de 1953) o una cláusula de seguro de ocupantes de
automóviles que eliminaba la protección contra los daños a las personas menores de dieciséis años y
mayores de setenta, personas lisiadas, paralíticas, ciegas, etc. (STS de 13 de mayo de 1983).

2.3. EL ORDEN PÚBLICO

Al igual que su vertiente de orden público económico (vid. Tema 1, epígrafe 2), es un concepto jurídico
indeterminado que engloba un conjunto de principios implícitos dentro del ordenamiento jurídico,
esenciales e inderogables por los particulares. Principios constitucionales como la dignidad y libertad de
la persona o los derechos fundamentales en general son ejemplos de principios del orden público. En todo
caso, aunque evidentemente el contenido del orden público tiene que estar en consonancia con la
Constitución, no se limita a sus principios. En la jurisprudencia, además de ser un concepto íntimamente
vinculado con el derecho de la competencia y el derecho de consumo, se ha considerado contrario al
orden público, por ejemplo, un contrato de cesión de negocio celebrado a perpetuidad (STS de 26 de
octubre de 1998) o se han incluido dentro del orden público económico las obligaciones de transparencia
patrimonial y contable de los empresarios (SAP Tenerife de 25 de octubre de 2012).

3. LOS ELEMENTOS DEL CONTRATO


El artículo 1.261 C.c. es muy claro en su identificación de los elementos esenciales del contrato al
señalar que «no hay contrato sino cuando concurren los requisitos siguientes: 1.º Consentimiento de los
contratantes. 2.º Objeto cierto que sea materia del contrato. 3.º Causa de la obligación que se
establezca». Consentimiento, objeto y causa son, por tanto, los requisitos que deben concurrir para que
podamos hablar de contrato.
Como veremos, en ocasiones también la forma es un elemento esencial en algunos contratos que deben
celebrarse en cierta forma para su validez. Esto sólo ocurre en los contratos formales o solemnes y por
ello no la incluimos en este apartado.

3.1. CONSENTIMIENTO

El contrato se basa en la voluntad de las partes que consienten en obligarse, manifestándose este
consentimiento, como señala el artículo 1.262 C.c., «por el concurso de la oferta y la aceptación sobre la
cosa y la causa que han de constituir el contrato». Sin perjuicio de profundizar posteriormente en la fase
de formación del contrato, corresponde ahora señalar algunos aspectos del consentimiento como
elemento esencial del mismo.

A) Capacidad para contratar

Según el Código civil, no pueden prestar consentimiento los menores no emancipados (con las
salvedades que señalaremos después) ni los que tienen su capacidad modificada judicialmente (art.
1.263). Los contratos celebrados por menores o incapacitados por sí solos no son contratos nulos sino
contratos anulables (vid. Tema 4, epígrafe 4). El fundamento de estas limitaciones es garantizar la libertad
en la formación del consentimiento de los contratantes, para lo que éstos deben contar con las aptitudes
mentales suficientes. Sin embargo, no puede establecerse como regla general una equiparación exacta
entre capacidad de obrar y capacidad para contratar: los menores no emancipados y los incapacitados no
están, automáticamente y en todo caso, impedidos para contratar.
Efectivamente, de forma diaria en nuestra sociedad, menores no emancipados actúan en el tráfico
jurídico celebrando multitud de contratos para los que se les presupone capacidad suficiente (por
ejemplo, la compra de un CD de música, de un videojuego, de una entrada de cine o de un billete de
metro). Ya se dijo (Tema 2, epígrafe 2.1) que se admite la posibilidad de que los menores celebren por sí
solos ciertos negocios. Expresamente así lo señala el art. 1.263, que reconoce la capacidad de los menores
no emancipados para prestar consentimiento en los contratos que las leyes les permitan realizar por sí
mismos o con asistencia de sus representantes, por un lado, y en aquellos contratos relativos a bienes y
servicios de la vida corriente propios de su edad según los usos sociales, por otro. Por lo tanto, y puesto
que el fundamento de las incapacidades para contratar es asegurar la aptitud mental suficiente para ello,
habrá que estar a la edad, el desarrollo personal, los usos sociales, o el tipo de contrato y medio de pago
para comprobar si el contrato celebrado por un menor puede considerarse válido. Por ejemplo, se
considera necesario el consentimiento de padres o tutores en el caso de una menor de trece años que
adquiere mediante pago con tarjeta un pack de teléfono móvil y tarjeta, SAN de 25 de marzo de 2013. Por
el contrario, se entiende válida la compra por un menor de dieciséis años de un billete forfait para la
utilización de telesquí, sin que sea necesaria la intervención de sus representantes legales, por estar este
supuesto incluido dentro de los usos sociales imperantes en la actualidad (STS de 10 de junio de 1991).
Como ya se indicó (Tema 2, epígrafe 2.2) a los menores emancipados se les reconoce una capacidad de
obrar similar a la del mayor de edad, con ciertas limitaciones (art. 323 C.c.), limitaciones que, en
coherencia con lo expuesto en el párrafo anterior y con el artículo 2 LOPJM, deberán interpretarse
también de forma restrictiva.
En cuanto a la capacidad para contratar de las personas con capacidad judicialmente modificada (art.
1.263 C.c.), habrá que estar al contenido de la resolución judicial para delimitar los actos que no pueden
realizar por sí mismos, pues la capacidad de obrar es graduable. En los casos de personas con trastornos
psíquicos cuya capacidad no haya sido modificada por sentencia judicial, será necesaria la prueba de su
falta de aptitud para entender y querer para considerar inválidos los actos o contratos que realicen. Y esto
porque, como ha señalado de forma repetida la jurisprudencia, la regla general es la presunción de
capacidad del mayor de edad mientras no se destruya por una prueba concluyente en contrario (arts. 199
y 322 C.c.).
Por ello, respecto del vendedor de una finca rústica en 1985 que es incapacitado en 1992, es necesario probar
fehacientemente la ausencia de capacidad natural a la fecha del contrato para invalidarlo, STS de 10 de noviembre de 2005.
En otro supuesto, sin embargo, se declara nulo un contrato de cesión de usufructo vitalicio en el que la otorgante, de 88
años de edad, es incapacitada con posterioridad, pero respecto de la que se prueba, mediante informes médicos y
reconocimiento de minusvalía del 88 por 100, que no estaba ya capacitada para otorgar el consentimiento en el momento de
celebración del contrato, SAP Álava de 13 de mayo de 2009.

Los contratos celebrados por personas cuya capacidad no ha sido limitada judicialmente pero que
carecen de entendimiento y voluntad, tradicionalmente se han considerado como nulos de pleno derecho
por ausencia de consentimiento, aunque una parte importante de la doctrina entiende la anulabilidad
como remedio más adecuado (por todos, DÍEZ-PICAZO).
Distintas de las incapacidades generales para contratar son las prohibiciones legales para contratar, a
las que se aludió en el tema de la capacidad de obrar (vid. Tema 2, epígrafe 1.1). Recordemos algunos
ejemplos, como la prohibición de adquisición por compra, por sí ni por persona intermedia, de los tutores
respecto de los bienes de los tutelados, o de los mandatarios respecto de los bienes cuya administración
tienen encargada (arts. 221.1.º y 3.º y 1.459 C.c.) y la prohibición respecto del contrato de sociedad
contenida en el artículo 1.677 C.c. La consecuencia de vulnerar estas prohibiciones no es la anulabilidad
del contrato, como en el caso de las incapacidades generales para contratar, sino su nulidad radical por
contravención de una norma imperativa.
En el supuesto de concurso de acreedores 1 , según se trate de un concurso voluntario o necesario, el concursado verá sus
facultades patrimoniales sujetas a la intervención de los administradores concursales o directamente suspendidas,
respectivamente (art. 40.1 y 2 LC), siendo la consecuencia de la infracción de estas limitaciones, no la nulidad sino la
anulabilidad de los actos a instancia de la administración concursal.

B) Autocontratación

Hasta ahora se ha partido de la idea de que un contrato era consecuencia de la intervención de dos o
más personas diferentes que ponían en común sus voluntades. Sin embargo, la existencia de la figura del
autocontrato requiere que se matice esta afirmación. Hay autocontratación cuando un contrato se celebra
por una persona que actúa en nombre e interés propio y también en el de otro sujeto al que representa, o
bien se celebra por una persona en nombre de dos sujetos diferentes, cuya respectiva representación
ostenta (por ejemplo, Ana compra para sí un bien de Juan, al que representa; Ana compra para José un
bien de Eva, actuando a la vez como comprador y vendedor en representación de los dos).
El autocontrato carece de regulación específica en nuestro ordenamiento jurídico. No obstante, existen
alusiones dispersas en el C.c. y C.com. que hacen referencia a prohibiciones de contratar de determinadas
personas cuando actúan como representantes respecto de sus representados (arts. 1.459, 162.2.º y 163,
221.2.º y 3.º C.c.; art. 267 C.com.). Estas prohibiciones tienen su fundamento en la existencia de un
posible conflicto de intereses. Por eso la jurisprudencia ha negado la validez del autocontrato cuando
existe la posibilidad de que un sujeto utilice la posición que ocupa de manera que peligre su imparcialidad
(por ejemplo, existe un conflicto de intereses cuando el presidente de un club de caza arrienda en su
propio beneficio los derechos de caza del mismo, durante diez años y sin dar cuenta a la asamblea del
club, SAP Soria de 28 de noviembre de 2012). En la actualidad, se puede decir que la autocontratación se
acepta, en general, en dos supuestos: 1) si ha existido consentimiento del representado, ya sea previo, ya
sea posterior (ratificación); 2) si no se evidencia en el caso concreto un conflicto de intereses. Por
ejemplo, no habría ningún obstáculo en que un padre donara a su hijo de 3 años un bien, aceptando él
mismo, como representante legal de su hijo, la donación realizada (no hay aquí un conflicto de intereses
porque la donación es un contrato beneficioso para el hijo).

3.2. OBJETO

El segundo elemento esencial del contrato que señala el artículo 1.261 C.c. es un «objeto cierto que sea
materia del contrato», concretando el propio texto legal que pueden ser objeto del contrato todas las
cosas «que no estén fuera del comercio de los hombres, aun las futuras» así como todos los servicios no
«contrarios a las leyes o a las buenas costumbres» (art. 1.271), siempre que no sean imposibles (art.
1.272) y estén determinados (art. 1.273). Intentando dar una definición se podría hablar de objeto del
contrato como un bien susceptible de valoración económica que corresponde a un interés de los
contratantes (DÍEZ-PICAZO). En todo caso, los requisitos que tiene que cumplir el objeto de un contrato
son: posibilidad, licitud y determinación.

A) Posibilidad

Derivado de la regla de que no existe obligación de realizar cosas imposibles, el objeto del contrato
tiene que ser un bien posible, esto es, una cosa o derecho de existencia actual o futura o un servicio cuya
ejecución sea posible (art. 1.272 C.c.). Se admite, por tanto, el contrato que recae sobre una cosa futura
(art. 1.271 C.c.; asimismo, art. 1.451 C.c. en sede de compraventa) bastando una razonable probabilidad
de existencia (por ejemplo, la permuta de solar para construir veintidós viviendas unifamiliares a cambio
de una de ellas, STS de 7 de marzo de 2013; la compra de parcela a crear en el futuro como resultado de
una reparcelación proyectada, STS de 27 de julio de 2011). Un caso claro de compraventa de cosa futura
es la compra de un piso sobre plano (cuando el edificio está en construcción).
La imposibilidad a la que se refiere el artículo 1.272 C.c. es la imposibilidad duradera y puede consistir
en una imposibilidad material (por ejemplo, por ser un bien no susceptible de apropiación, como la
Estrella Polar) o jurídica (por ejemplo, la venta de una parcela segregada de otra mayor y que no cumple
con la superficie mínima exigible por la normativa urbanística, STS de 26 de julio de 2000). Puede ser una
imposibilidad total (v. gr., incendio de todos los cuadros de una colección) o parcial (v. gr., incendio de
parte de los cuadros de dicha colección). Por otra parte, la imposibilidad de la que hablamos no es la
sobrevenida, es decir, surgida tras la perfección del contrato, sino que tiene que ser originaria. La
consecuencia de que el objeto no sea posible es la nulidad del contrato por falta de uno de sus elementos
esenciales (en el caso de la imposibilidad parcial, habrá que estar a la repercusión en el negocio jurídico
para determinar los efectos).

B) Licitud
El requisito de licitud respecto de las cosas se concreta en su comerciabilidad, ya que según el artículo
1.271 C.c. pueden ser objeto de contrato todas las cosas mientras no estén fuera del comercio de los
hombres. Esto ocurre, por ejemplo, en el caso de los bienes de dominio público, como una playa o un río
(así, un terreno perteneciente al dominio público marítimo-terrestre es res extra comercium y no puede
ser objeto de compraventa para la explotación de cultivos marinos —SAP Huelva de 1 de junio de 2006—),
o en el caso de los bienes sobre los que no cabe libre disposición por los particulares (por ejemplo, en
nuestro ordenamiento jurídico nacional el contrato de gestación subrogada, más conocido como «madre
de alquiler», no es válido pues el ser humano no puede ser objeto de comercio).
Hay que tener en cuenta que determinados bienes pueden ser susceptibles de estar fuera o dentro del comercio en
función del uso al que se destinen: un ejemplo es la droga, cuya venta en general está prohibida pero que puede ser un
objeto lícito si se vende para fines terapéuticos.

En cuanto a los servicios, el Código civil entiende como ilícitos «los contrarios a las leyes o a las buenas
costumbres» (v. gr., la prostitución).

C) Determinación

El artículo 1.261 C.c. señala como requisito del contrato un «objeto cierto» mientras que el artículo
1.273 C.c. exige que el objeto sea una cosa «determinada en su especie», no siendo la indeterminación en
la cantidad un obstáculo «siempre que sea posible determinarla sin necesidad de nuevo convenio entre los
contratantes» (en el mismo sentido, respecto de la compraventa, arts. 1.445, 1.447 y 1.449 C.c.). El
objeto, en el momento de perfeccionarse el contrato, debe quedar, por lo tanto, determinado o ser
determinable sin necesidad de recurrir a un nuevo acuerdo de las partes, pues en caso contrario no
habría un verdadero contrato al no estar identificado el interés sobre el que recae la voluntad de los
contratantes. La determinabilidad puede estar referida a la cantidad, a la calidad, al precio, a la elección
de una prestación de varias alternativas, etc. Es posible que las partes dejen la concreción del objeto
referida a elementos objetivos externos (fijación del precio en base a tarifas oficiales, STS de 25 de
octubre de 2002; venta de la próxima producción de uvas, cuya cantidad todavía no está determinada
pero se determinará tras la recogida) o a una tercera persona, que puede decidir con total libertad o en
equidad (fijación del valor de las acciones de una empresa que se deja en manos de tres juristas de
reconocido prestigio y teniendo en cuenta una auditoría previa, STS de 10 de marzo de 1986) pero no al
arbitrio de uno de los contratantes pues se estarían infringiendo los artículos 1.115 y 1.256 C.c. al quedar
el contrato a la voluntad de una de las partes.
Sin embargo, no hay que desconocer que en la actualidad se flexibiliza la aplicación de este requisito por los tribunales
pues hay supuestos, como los contratos de prestación de servicios (v. gr., servicios profesionales de un abogado) o contratos
de obra, en los que se hace un encargo muy específico y poco estandarizado (por ejemplo, la creación de un programa
informático a medida para cubrir una necesidad de una empresa; la rehabilitación integral de una casa antigua) y no es
posible que el objeto esté totalmente definido en el momento de la perfección del contrato. Esta indeterminación del objeto
del contrato hace que sea habitual la precisión del precio por una de las partes, sin que se sepa en el momento inicial el
coste que van a suponer tales servicios o tal obra debido a la propia naturaleza de los mismos.

3.3. CAUSA

El tercer elemento esencial del contrato es, según el artículo 1.261.3 C.c., la causa. El Código civil no
define este complejo concepto, sobre el que han existido tradicionalmente diversas teorías y enfoques y
que está referido a múltiples realidades. La causa a la que aquí nos referimos es la causa del negocio
jurídico: la función económica típica del contrato, función que justifica que el ordenamiento jurídico le
reconozca validez y efectos a dicho negocio jurídico, pudiendo exigirse su cumplimiento ante los
tribunales.
Al respecto, el artículo 1.274 C.c. sólo señala que la causa en los contratos onerosos es, «para cada
parte contratante, la prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra parte» (en el contrato de
compraventa, el vendedor se obliga a la entrega de la cosa con la finalidad de que el comprador le pague
el precio); en los contratos remuneratorios, «el servicio o beneficio que se remunera» (por ejemplo, la
donación remuneratoria se hace para recompensar a una persona por sus méritos o los servicios
prestados al donante, art. 619 C.c.) y en los gratuitos, «la mera liberalidad» (en el contrato de donación, el
donante sufre una disminución de su patrimonio con la finalidad de otorgar una ventaja al donatario y sin
recibir contraprestación alguna a cambio). En este artículo puede comprobarse que la causa se concibe,
efectivamente, como la finalidad económico-social del contrato (intercambio de cosa por precio en la
compraventa; cesión del uso de una cosa a cambio de una renta en el arrendamiento, voluntad de
beneficiar al donatario en la donación, etc.).
Sin embargo, hay que matizar dos cuestiones. Primero, que no todos los contratos se pueden clasificar
dentro de una de estas tres causas genéricas, lo que ha hecho que el artículo 1.274 C.c. haya sido muy
criticado. Segundo, que junto al carácter abstracto y objetivo de la causa como finalidad económico-social
típica, a veces también son importantes para determinar la causa de un contrato los motivos particulares
de los sujetos en la celebración del mismo (causa concreta), pero sólo cuando sean conocidos y
exteriorizados por ambas partes contratantes y hayan sido determinantes para la celebración del
contrato. Por ejemplo, si en un arrendamiento de local se especifica que la finalidad es la instalación de un
negocio de hostelería, el móvil concreto de los contratantes formará parte de la causa del contrato. De
este modo, con la denegación de la licencia para local comercial y siendo posible su uso sólo como sótano
de almacenamiento, el contrato se entiende nulo por falta de causa pues no puede cumplirse la finalidad
económica perseguida con la celebración de dicho contrato, SAP Las Palmas de 16 de noviembre de 2002
(también, SSTS de 19 de junio de 2009, 21 de diciembre de 2009 y 15 de febrero de 2012).
De los artículos 1.275 y 1.276 C.c. se extraen los requisitos de la causa: existencia, licitud y veracidad.
En todo caso, y antes de detenernos en cada uno de ellos, es importante señalar que el artículo 1.277 C.c.
establece la presunción de que la causa de los contratos existe y es lícita (y veraz) salvo que se pruebe lo
contrario. No podía ser de otra forma en un sistema como el nuestro en el que la regla general es la
exigencia de causa, es decir, no puede existir ningún contrato sin causa. Los llamados negocios
abstractos, aquellos que producen sus efectos sin necesidad de causa, no están reconocidos.
Un negocio con causa inexistente o con causa ilícita es nulo, no produce efecto alguno (art. 1.275 C.c.).
Hablamos de causa ilícita cuando las partes, al celebrar el contrato, persiguen una finalidad que es
contraria a las leyes o a la moral y, por lo tanto, no digna de ser protegida por el ordenamiento jurídico.
Por ejemplo, una donación remuneratoria que se realiza con la finalidad de recompensar a quien se
compromete a no denunciar unas infracciones tributarias tendrá causa ilícita, pues esa promesa de
silencio es contraria a la moral y a las buenas costumbres (STS de 11 de diciembre de 1986). Igualmente
tendría causa ilícita un contrato de prestación de servicios por el que un sujeto se compromete a pegar
una paliza a un deudor moroso a cambio de dinero.
Por último, la causa debe ser verdadera pues, de existir falsedad en la causa, el contrato será nulo (art.
1.276 C.c.). Habrá causa falsa cuando la finalidad concreta perseguida por las partes no coincida con la
finalidad económica típica de ese contrato. Por ejemplo, las partes aparentan celebrar una compraventa
pero la parte que actúa como vendedor no recibe ningún precio por la cosa «vendida». En realidad las
partes persiguen realizar una donación y no una compraventa que, por lo tanto, tendrá causa falsa.
Nos introducimos aquí en el tema de la simulación, que puede ser absoluta o relativa. En la simulación absoluta las partes
manifiestan celebrar un negocio (el simulado) sin que realmente exista una voluntad verdadera de vincularse jurídicamente
de ningún modo: por ejemplo, la transmisión de una finca para evitar su embargo mediante un contrato de compraventa que
resulta ser ficticio ya que, después de mucho tiempo, la finca sigue en la esfera de actuación del «vendedor», que sigue
pagando los préstamos hipotecarios y el IBI (STS de 24 de abril de 2013). Aunque en la mayor parte de las ocasiones los
móviles de las partes son ilícitos (ejemplo anterior) pueden ser también lícitos (por ejemplo, se simula una venta de bienes
para aparentar una disminución de patrimonio y desincentivar así a alguien cercano a pedir dinero; por discreción o por
alardear). Los negocios afectados de simulación absoluta son radicalmente nulos por falta de causa (arts. 1.275 y 1.276 C.c.).
Por el contrario, en la simulación relativa, las partes manifiestan celebrar un negocio (simulado) que pretende ocultar otro
distinto, que es el realmente querido (negocio disimulado). Además del supuesto típico de la donación encubierta bajo la
apariencia de una compraventa, puede haber otros muchos casos, como una compraventa que encubre un préstamo (STS de
27 de enero de 2012) o una compraventa de edificio que encubre una permuta del edificio —ficticiamente vendido— por
viviendas en el edificio a construir en su lugar (STS de 21 de julio de 1997). Estos contratos serán nulos por causa falsa
aunque esto no implica la nulidad del negocio oculto y querido realmente por las partes, que será válido si reúne los
requisitos necesarios para dicho negocio.

4. LA FORMA DEL CONTRATO


Como ya hemos dicho, para que la voluntad de las partes tenga relevancia jurídica es necesario que se
exteriorice. En este sentido, todos los contratos requieren forma, que será el modo en que se manifieste
dicha voluntad, lo que puede producirse por diversos cauces. Por una parte, de forma expresa, bien
verbalmente o por escrito y, en este caso, en documento privado o público (v. gr., envío de un correo
electrónico en el que consta la voluntad de contratar; escritura pública ante notario). Pero también se
puede emitir el consentimiento mediante declaraciones tácitas de voluntad o hechos concluyentes. Es lo
que sucede cuando de un comportamiento cabe deducir la voluntad de contratar (por ejemplo, del envío
del material para comenzar una reforma en una vivienda se puede deducir la existencia de voluntad de
celebrar el contrato). En algunos casos, atendiendo a consideraciones de buena fe y al contexto, esa
voluntad de contratar puede derivarse también del silencio (por ejemplo, si a la vista de las relaciones
contractuales previas entre las partes, lo normal y usual es que los contratantes realizaran declaraciones
en el caso de no aprobar la propuesta de la contraparte, se podría entender el silencio como aceptación
del ofrecimiento).
Nuestro ordenamiento jurídico consagra el principio de libertad de forma (principio espiritualista) en el
artículo 1.278 C.c. al señalar que «los contratos serán obligatorios, cualquiera que sea la forma en que se
hayan celebrado, siempre que en ellos concurran las condiciones esenciales para su validez». Sin
embargo, en ocasiones concretas la ley exige que el consentimiento se exteriorice con una formalidad
especial de tal modo que, en caso contrario, el contrato es nulo por carecer de uno de sus elementos. En
estos casos se dice que la forma es ad solemnitatem o ad substantiam, es decir, necesaria para que el
contrato sea válido. Así, la donación de bienes inmuebles (art. 633 C.c.) y las capitulaciones matrimoniales
deben constar en escritura pública (art. 1.327 C.c.) so pena de nulidad.
Por otra parte, el artículo 1.280 C.c. enumera una serie de contratos que deben constar en documento
público, si bien no prevé ninguna consecuencia para el supuesto en que no consten en dicha forma: 1.º
Los actos y contratos que creen, transmitan, modifiquen o extingan derechos reales sobre bienes
inmuebles. 2.º Los arrendamientos de bienes inmuebles por seis o más años si deben perjudicar a tercero.
3.º Las capitulaciones matrimoniales y sus modificaciones. 4.º La cesión, repudiación y renuncia de los
derechos hereditarios o de la sociedad conyugal. 5.º El poder para contraer matrimonio, el general para
pleitos y los especiales que deban presentarse en juicio así como el poder para administrar bienes y
cualquier otro que tenga por objeto un acto redactado o que deba redactarse en escritura pública o que
haya de perjudicar a tercero. 6.º La cesión de acciones o derechos procedentes de un acto consignado en
escritura pública.
A esta enumeración se añaden los contratos con cuantía mayor de 1.500 pesetas (9 euros), que deberán
constar por escrito, aunque sea en documento privado. ¿Quiere decir este artículo que todos estos
contratos requieren una forma especial como exigencia de validez? Ello resultaría contradictorio con el
principio de libertad de forma anteriormente enunciado. La clave para entender la relación entre los
artículos 1.278 y 1.280 C.c. está en el artículo 1.279 C.c. según el cual el segundo precepto no es una
excepción al primero, sino que ambos se complementan: así, los contratos señalados en el artículo 1.280
C.c. [salvo que otro precepto disponga otra cosa (v. gr., art. 1.327)] tienen plena eficacia entre las partes
aunque no se haya observado la formalidad exigida. Los contratantes no obstante pueden obligarse
recíprocamente a llenarla, incluso exigiéndolo ante los tribunales. Suele decirse que en estos casos la
forma es ad probationem, en el sentido de que facilita la prueba del contrato.
La forma, además de facilitar la prueba del contrato o ser requisito de validez, puede cumplir múltiples
funciones tales como servir de medida de seguridad en el tráfico jurídico, de acceso al Registro de la
Propiedad, de oponibilidad a terceros o de protección a la parte débil del contrato. En relación con esto
último, se observa en nuestro Derecho una tendencia a favor de la formalidad del negocio jurídico en
determinados ámbitos, siendo uno de ellos el de la contratación con consumidores, donde se imponen una
serie de requisitos formales cuya finalidad es informar adecuadamente al consumidor del contenido del
contrato celebrado, a fin de compensar el desequilibrio en la posición de las partes (arts. 98, 99 y 154
TRLC; art. 16 Ley 16/2011 de crédito al consumo; art. 11 Ley 4/2012 de contratos de aprovechamiento
por turno).

5. LA FORMACIÓN DEL CONTRATO

5.1. LOS TRATOS PRELIMINARES

El proceso de formación del contrato, es decir, el proceso hasta que el contrato se perfecciona y nacen
de él obligaciones, no es idéntico en todos los casos. Puede tener lugar de forma instantánea (por ejemplo,
el contrato por el que se adquiere un producto básico en un supermercado), aunque no es infrecuente en
la práctica que, cuando se trata de negocios de una cierta complejidad o relevancia económica, las partes,
de forma previa, mantengan conversaciones, intercambien información o redacten borradores o
proyectos, es decir, realicen una serie de actos preparatorios encaminados a la celebración del contrato,
actos a los que se denomina tratos preliminares.
Los tratos preliminares no constituyen una relación jurídica —no obligan a las partes a concluir un
negocio jurídico— pero sí pueden tener trascendencia jurídica. Por una parte, para la interpretación del
contrato, si éste se llegara a concluir, puesto que sirven para conocer la voluntad de las partes
contractuales. Por otra, porque a pesar de su carácter no vinculante, sí que puede derivarse algún tipo de
responsabilidad de la ruptura de los tratos preliminares si una de las partes no ha observado el deber
general de comportarse conforme a la buena fe (art. 7.1 C.c.) que preside esta fase de formación del
contrato. Es lo que conocemos como responsabilidad precontractual o por culpa in contrahendo. Este
deber de actuar de buena fe se entiende vulnerado si, por ejemplo, se inician o mantienen las
negociaciones sin interés real en el acuerdo y con fines oportunistas, como evitar que la otra parte haga
negocios con terceros u obtener información de la competencia; si no se advierte a la otra parte de
problemas para la celebración del contrato que ignora; o si no se contribuye a minimizar los costes de la
otra parte. Un ejemplo de vulneración del deber de buena fe del que se deriva una obligación de
indemnizar, es el caso de una sociedad que entabla negociaciones con otra para la compra de un avión
mediante una carta de intenciones (documento utilizado en negociaciones complejas en el que se hace
constar, entre otros, la intención de negociar y las reglas para ordenar dicho proceso, limitando así los
riesgos de una negociación abierta). La sociedad no tenía intención seria de contratar sino que buscaba
simplemente que le reservaran la aeronave a su conveniencia por si fracasaba el contrato previo que ya
tenía con otra entidad (SAP A Coruña, de 25 de septiembre de 2012).
Al no existir vínculo contractual, la responsabilidad precontractual por culpa in contrahendo se
fundamenta en el artículo 1.902 C.c., regulador de la responsabilidad extracontractual, y en el artículo 7.1
C.c., que obliga al ejercicio de cualquier derecho conforme a la buena fe. Es resarcible el interés negativo,
es decir, todos los gastos efectuados con motivo de los tratos preliminares para dejar a la parte dañada en
la misma situación en la que estaría si no se hubieran iniciado las negociaciones.
Es el caso, por ejemplo, de los tratos preliminares para la organización de un concierto entre la fundación cultural que lo
promueve y la entidad organizadora de eventos que se encargaría de la contratación del mismo. La fundación rompe
unilateralmente las negociaciones cuando la entidad organizadora ya había adelantado cantidades de dinero a un grupo
musical como parte de los preparativos del concierto. El tribunal entiende que la entidad organizadora tiene derecho a la
indemnización de esos anticipos y desembolsos realizados puesto que, dadas las relaciones anteriores con la fundación y los
tratos preliminares, legítimamente cabía esperar que le fuera encomendada la contratación del concierto en cuestión (SAP
Salamanca, de 31 de enero de 2005).

5.2. LA OFERTA Y LA ACEPTACIÓN DE LA OFERTA

Como se deduce del artículo 1.262 C.c., el contrato se perfecciona por el concurso de la oferta y de la
aceptación. Oferta y aceptación son, pues, dos conceptos en los que nos tenemos que detener y que tienen
en común que, en ambos casos, se trata de declaraciones de voluntad emitidas por un sujeto (oferente y
destinatario de la oferta, respectivamente), que son de carácter recepticio (tienen que ser recibidas por la
persona a la que van dirigidas) y que tienen que contener una intención clara de vincularse
contractualmente. Veremos cada una por separado.
Se entiende por oferta la declaración de voluntad de carácter recepticio emitida por el oferente con el
propósito de celebrar un contrato, lo que sucederá una vez que haya sido aceptada por el destinatario. Es
necesario que exista una voluntad de quedar vinculado contractualmente (por ejemplo, la inclusión de una
cláusula del tipo «salvo confirmación» elimina el carácter de oferta de esa declaración de voluntad porque
evidencia que el oferente no tiene la intención de quedar directamente vinculado con la aceptación; por el
contrario, sí que se puede considerarse oferta aquella declaración en la que se incluye la cláusula «salvo
falta de existencias», pues sí hay intención de vincularse aunque con limitaciones en función de las
circunstancias 2 ). La oferta debe contener todos los elementos necesarios para que se perfeccione el
contrato si recae aceptación sin necesidad de un nuevo acuerdo. Esto se entiende cada vez de forma más
flexible y no implica que se exija que la oferta contemple absolutamente todos los aspectos del negocio
jurídico, pues no sería económicamente eficiente, pero sí ha de contener los elementos esenciales (el resto
se podrían completar con posterioridad recurriendo a la integración del contrato).
Por otra parte, la oferta puede estar dirigida a una persona concreta o bien a un número indeterminado
de ellas, lo que se denomina oferta al público —por ejemplo, la exposición de artículos con los precios en
los establecimientos comerciales (art. 9 LOCM) o de manera virtual en páginas web (art. 23 LSSI), salvo
que expresamente el comerciante disponga lo contrario—.
No hay que confundir la oferta de contrato con otras figuras como la oferta pública de recompensa (en este caso, el que
emite la declaración de voluntad tiene como objetivo que alguien realice una determinada actividad o alcance un
determinado resultado, v. gr., se ofrecen 500 euros a quien encuentre un perro desaparecido) o la invitación a negociar (o
invitatio ad offerendum, mediante la que sólo se pretende iniciar una negociación o animar a alguien a hacer ofertas para
contratar, pero sin que el oferente quede vinculado pues puede desistir de la conclusión del contrato). También es distinta de
la oferta la publicidad, como mera información sin intención de constituir una oferta vinculante.

La oferta está vigente mientras no haya caducado, lo que puede ocurrir en los siguientes casos: por
haber sido rechazada por el destinatario, por haber transcurrido el tiempo fijado en la misma o, en el caso
de que el oferente no hubiera señalado un plazo de vigencia, por haber transcurrido uno razonable según
los usos y el tipo de bien (por ejemplo, podría suponerse razonable que la oferta respecto de un bien de
precio constante o una operación compleja tenga un período de vigencia mayor que la de un bien sujeto a
grandes oscilaciones en el precio o un bien perecedero). El oferente puede revocar la oferta antes de la
aceptación siempre que no fuera irrevocable, bien porque así lo haya manifestado expresamente el
oferente, bien por estar sujeta a plazo fijo o bien porque haya generado la confianza razonable en el
destinatario de que la oferta era irrevocable.
La aceptación, por su parte, es la declaración de voluntad o conducta del destinatario de la oferta,
dirigida al oferente, por la que manifiesta su intención de quedar vinculado por el contrato ofertado (por
ejemplo, aceptación verbal, aceptación mediante el envío de un correo electrónico, aceptación de las
condiciones contractuales mediante un «click» con el ratón en una página web, aceptación mediante el
envío de las mercancías objeto de la oferta). Aunque hay que estar a los tratos preliminares para
interpretar la voluntad de las partes, parece que no es suficiente un mero acuse de recibo al oferente para
que pueda entenderse producida la aceptación, sino que tiene que evidenciarse una voluntad seria de
quedar vinculado contractualmente. Para que despliegue sus efectos, la aceptación tiene que ser
tempestiva, es decir, tiene que llegar al oferente antes de que haya caducado la oferta (dentro del plazo
fijado por el oferente o, en su defecto, el razonable según la naturaleza del contrato) aunque cabe la
aceptación tardía si el oferente la admite.
La aceptación debe concordar con los términos de la oferta pues, en el caso contrario, no sería una
aceptación sino una contraoferta. Aunque tradicionalmente se había entendido este requisito de forma
más estricta, exigiendo que hubiera una absoluta coincidencia entre oferta y aceptación (la llamada «regla
del espejo»), en la actualidad se ha flexibilizado el criterio por la jurisprudencia de tal modo que se valora
si las modificaciones que pueda introducir la aceptación respecto de la oferta recaen sobre aspectos
esenciales o secundarios. En el primer caso estaríamos ante una contraoferta, que deberá ser aceptada
por el primer oferente para que el contrato se perfeccione, mientras que la modificación de cuestiones
accidentales no impide que se considere producida la aceptación, aunque el oferente tendría que aceptar
dichas modificaciones para que le vinculen.
Cuando el contrato se celebra con un consumidor, se exige al empresario la confirmación documental de la contratación
realizada. El consumidor tiene derecho a recibir la factura en papel sin que esto le suponga un coste adicional. Para que el
envío de la factura sea electrónico es necesario que el consumidor lo haya consentido de forma previa y expresa, pudiendo
además revocar este consentimiento en un momento posterior (art. 63 TRLC).

Por último hay que señalar que, en ocasiones, en el momento de celebración del contrato una de las
partes hace entrega a la otra de una cosa (generalmente, una suma de dinero) a cuenta del precio,
cumpliendo la entrega la función de prueba de la perfección del contrato y denominándose esta figura
como arras confirmatorias (art. 343 C.com.).
Además de confirmatorias, las arras también pueden ser penitenciales (la entrega del dinero o cosa permite a cualquiera
de los dos contratantes desligarse del contrato ya perfeccionado, perdiendo entonces lo entregado una de las partes o
debiendo devolverlo por duplicado la otra, art. 1.454 C.c.) o penales (la entrega de las arras cumple una función
estrictamente de garantía frente a un eventual incumplimiento del contrato, pues la parte que incumple pierde lo
entregado).

5.3. CONTRATACIÓN ENTRE PERSONAS DISTANTES

Cuando la oferta y la aceptación se producen de forma simultánea (por ejemplo, ambas partes están
presentes), no hay problemas para determinar en qué momento se ha perfeccionado el contrato. Sin
embargo, si entre la manifestación de la oferta y la aceptación transcurre un período de tiempo (es el
caso, por ejemplo, de la comunicación por carta, por correo electrónico o por fax), puede surgir la duda de
cuándo se entiende que concurren ambas y, por tanto, se perfecciona el contrato (¿el momento en el que
el aceptante emite su declaración? ¿el momento en el que la remite al oferente? ¿el momento en el que el
oferente la conoce?). El artículo 1.262, párrafo 2.º, C.c., intentando dar solución a estos casos, regula la
contratación en el supuesto en el que el sujeto que hizo la oferta y el que la aceptó se hallan en lugares
distintos. Sin embargo, hay que matizar que hoy en día no se trata tanto de distinguir entre contratación
entre presentes y contratación entre ausentes sino, más bien, entre contratación en la que oferta y
aceptación se producen en el mismo momento y contratación en la que la aceptación se emite de forma
que no puede ser simultáneamente recibida por el oferente. Efectivamente, por los avances tecnológicos,
dos personas pueden estar distantes y, a pesar de ello, que el consentimiento contractual se forme de
manera simultánea sin que se genere ningún problema en cuanto a la formación del contrato (por
ejemplo, contratación mediante teléfono, videoconferencia o Skype).
En cualquier caso, el Código civil opta por la llamada «teoría de la recepción»: hay consentimiento
desde que el oferente conoce la aceptación o desde que, habiéndosela remitido al aceptante, no puede
ignorarla sin faltar a la buena fe (art. 1.262.2.º, tras la reforma por la LSSI, aunque ya la jurisprudencia
aplicaba esta regla con anterioridad). Así, se entenderá perfeccionado el contrato cuando la aceptación
haya entrado en la esfera de control del oferente, con independencia de que haya tenido o no
conocimiento efectivo de ella, por cuestiones que escapan al aceptante. Por ejemplo, cuando la aceptación
llegue a la sede social o domicilio del oferente o cuando el aceptante se la entrega a un tercero autorizado
por el oferente para recibirla. En el caso de comunicaciones electrónicas por e-mail, cuando entre en el
servidor del oferente aunque no la haya leído, siempre que se haya autorizado este tipo de
comunicaciones (Consejo Consultivo de la CV sobre compraventa internacional de mercaderías, 2003).
Hay una excepción a esta regla y es la contenida en el párrafo 3.º del artículo 1.262 C.c. para el
supuesto de la contratación mediante dispositivos automáticos (por ejemplo, contratación a través de una
página web). En este caso el consentimiento existe, no desde que la aceptación llega al oferente sino
desde que el aceptante la manifiesta (por ejemplo, desde que hace «click» en la pestaña de aceptar o
confirmar), lo que tiene su sentido pues a partir de ese momento el destino de la aceptación escapa a su
control, control que tiene en exclusiva el oferente y que es, por tanto, quien debería soportar el riesgo de
un posible fallo.
Cuando oferente y aceptante se encuentran en lugares distintos, además de tener que determinar —si
la comunicación no es simultánea— en qué momento se produce la perfección del contrato, hay ocasiones
en las que es de interés señalar el lugar de celebración del contrato para identificar el régimen jurídico
aplicable. El artículo 1.262, párrafo 2.º, C.c. señala que, salvo pacto en contrario, el contrato se presume
celebrado en el lugar en que se hizo la oferta.
Los consumidores que celebran con empresarios contratos a distancia (v. gr., por teléfono, correo electrónico, televisión,
catálogo) tienen una protección especial. Sin perjuicio de que, en los casos en los que se contrate por medios electrónicos se
aplique además lo dispuesto en el próximo apartado, el TRLC impone al empresario predisponente una serie de obligaciones:
deber de facilitar al consumidor de forma clara y comprensible información detallada sobre el contrato a celebrar
(información precontractual); deber de confirmar el contrato en un soporte duradero una vez que se haya celebrado; deber
de recabar un consentimiento expreso del consumidor (no vale el silencio para entender aceptada la oferta) (arts. 97 a 101).
Además, el consumidor tiene, en general, derecho a desistir del contrato celebrado en el plazo previsto por la ley (arts. 102
ss.).

Contratación mediante medios electrónicos. La Ley 34/2002, de 11 de julio, LSSI, viene a regular
parcialmente la contratación de bienes y servicios por vía electrónica, a la que ya hemos hecho referencia
al hablar de la contratación mediante dispositivos automáticos (art. 1.262, párrafo 3.º, C.c.) y que podría
ser repetido aquí. La única especificidad de estos contratos entre ausentes es el medio que se utiliza para
su perfección porque los contratos celebrados por vía electrónica producirán todos los efectos previstos
por el ordenamiento jurídico cuando concurran la oferta y la aceptación de acuerdo con lo dicho con
anterioridad. No es necesario el previo acuerdo de las partes sobre la utilización de estos medios
electrónicos. El soporte electrónico es considerado como un soporte escrito, sin perjuicio de que puedan
requerirse otras formalidades para la validez del contrato o la producción de determinados efectos (art.
23).
En su voluntad de proteger los intereses del destinatario de los servicios, la ley impone al prestador de
servicios que realice actividades de contratación electrónica ciertas obligaciones de información, bien
previas a la celebración del contrato (acerca del proceso de tramitación) o bien posteriores (confirmación
de la recepción de la aceptación) (arts. 27 ss.).

5.4. CONTRATOS PREPARATORIOS: EL PRECONTRATO Y EL CONTRATO DE OPCIÓN

Entre la fase de tratos preliminares —que se corresponde simplemente con un proceso negociador— y
la perfección del contrato —momento en el que las partes quedan vinculadas jurídicamente—, las partes
pueden cerrar acuerdos preparatorios del contrato definitivo de tal forma que la entrada en vigor de éste
queda diferida a un momento posterior. A este contrato, preparatorio de otro, se le denomina precontrato
o promesa de contrato. Se trata de una figura de límites no precisos de la que se abusa en la práctica para
denominar a acuerdos que no son realmente precontratos (por ejemplo, el acuerdo por el que se pospone
a un momento posterior el otorgamiento de escritura pública cuando no es requisito de validez del
contrato, pues ese primer acuerdo ya es realmente el contrato) y sobre la que, ni la doctrina ni los
tribunales en muchas ocasiones, llegan a una delimitación precisa. Por otra parte, tampoco ayuda que la
única mención normativa a esta figura sea la promesa de comprar o vender, regulada en el artículo 1.451
C.c. (considerados precontratos: SSTS de 13 de octubre de 2005, 17 de junio de 2008 y 8 de febrero de
2010; considerados meros tratos preliminares: SSTS de 11 de abril de 2000, 30 de enero de 2008 y 16 de
diciembre de 2008).
Según la teoría dominante (DE CASTRO, DÍEZ-PICAZO), por el precontrato las dos partes se reservan la
facultad de exigir en un momento posterior la puesta en vigor del contrato proyectado. Por ejemplo, el
documento privado en el que las partes se comprometen a realizar en un momento posterior la cesión de
una finca a una sociedad nueva que se ha de crear, a cambio de parte de la construcción futura en esa
finca (STS de 8 de febrero de 2010) (vid. también STS de 4 de julio de 1991). Por lo general, se entiende
que en el precontrato tienen que estar ya determinados o ser determinables los elementos esenciales del
contrato proyectado porque, de lo contrario, no podría exigirse la puesta en vigor de este último y sería
necesario un nuevo acuerdo de las partes. Por eso los requisitos del precontrato son los mismos que los
del contrato en cuanto a capacidad de las partes, objeto y forma (no tendría sentido, por ejemplo, que una
de las partes se comprometiera a celebrar un contrato en un momento posterior para el que no tuviera
capacidad o cuando el objeto prefijado en el precontrato no fuera lícito). El efecto principal del
precontrato es atribuir a las partes la facultad de exigir la puesta en vigor del contrato mediante una
declaración unilateral recepticia, en el tiempo fijado o en el que sea razonable según interpretación de la
voluntad de las partes y las circunstancias.
En el caso de incumplimiento de la puesta en vigor del contrato definitivo, el artículo 708 LEC contempla diversas
situaciones en función del grado de determinación del precontrato. Así, si el precontrato contiene todos los elementos del
contrato proyectado o bien carece de algunos, pero no son esenciales (y que serán determinados por tribunal, oídas las
partes), cabe exigir el cumplimiento específico de la obligación pues no es necesario en ninguno de los dos casos un nuevo
acuerdo de voluntades. En el supuesto de que no estuviese determinado algún elemento esencial y la parte obligada a emitir
una declaración que contenga esos aspectos esenciales no lo hiciera, procederá la indemnización de los daños y perjuicios
causados.

Si el derecho a exigir la puesta en vigor del contrato proyectado está atribuido, no a las dos partes, sino
sólo a una de ellas, estaremos ante un contrato de opción que, así entendido, es una modalidad de
precontrato (SSTS de 3 de noviembre de 2010 y 11 de abril de 2012) (v. gr., arrendamiento de una
vivienda con opción de compra: El arrendatario podrá exigir al arrendador, dentro del plazo estipulado, la
puesta en vigor del contrato de compraventa proyectado, en cuyo caso deberá abonar para la adquisición
de la vivienda el precio fijado en el contrato de opción de compra).

6. EL CONTRATO CON CONDICIONES GENERALES


La evolución y globalización de los mercados ha creado nuevas estructuras en la contratación, que cada
vez es más frecuente que sea en masa. Las empresas, en especial las grandes, celebran multitud de
contratos homogéneos ya que es más eficiente establecer una regulación estandarizada para todos ellos,
surgiendo, así, figuras como el contrato de adhesión o las condiciones generales de la contratación, que
permiten aumentar la agilidad del tráfico jurídico. Por lo tanto, el esquema que hemos estudiado según el
cual el contrato es el resultado de la negociación entre dos partes en igualdad de posiciones, se pone en
entredicho en estos supuestos en los que una de las partes (predisponente) determina el contenido del
contrato mientras el otro contratante (adherente) sólo puede rechazar o aceptar en bloque sin participar
en la redacción del contrato (contratos de adhesión). Por ejemplo, cuando contratamos un servicio
telefónico, un seguro, el suministro de electricidad o un préstamo con el banco, nos adherimos a un
clausulado preexistente cuyo contenido no podemos negociar.
El contenido o clausulado predispuesto se conoce como condiciones generales de la contratación
(CGC), reguladas por primera vez por la Ley de Condiciones Generales de la Contratación, 7/1998
(LCGC). Según esta ley son condiciones generales aquellas cláusulas predispuestas cuya incorporación al
contrato sea impuesta por una de las partes, con independencia de quien las haya redactado, de su
apariencia externa o extensión, y con la finalidad de ser incorporadas a una pluralidad de contratos (art.
1). Por su parte, en 2007 se aprueba el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios, RDL 1/2007 (TRLC), cuya finalidad, como su propio nombre indica, es proteger
a los consumidores. Sus artículos 80 a 91 establecen una regulación especial para el supuesto en que en
la contratación con consumidores se incluyen cláusulas no negociadas individualmente. Las denominadas
«cláusulas no negociadas individualmente» son cláusulas predispuestas por el empresario e impuestas al
consumidor. Se diferencian de las CGC únicamente en el hecho de que no tienen por qué haber sido
incorporadas en una pluralidad de contratos (aunque lo normal es que sea así).
Mientras que la LGCG se aplica a cualquier contrato con condiciones generales, con independencia de que el adherente
sea consumidor o empresario, el TRLC sólo protege al consumidor. Se entiende por consumidor o usuario la persona física,
persona jurídica o entidad sin personalidad jurídica que actúa en un ámbito ajeno a una actividad comercial, empresarial,
oficio o profesión (art. 3 TRLC). Así, si Antonio, propietario de una asesoría, contrata un servicio telefónico o un servicio de
mensajería para su actividad profesional no tendrá la consideración de consumidor. Pero ese mismo sujeto, Antonio, tendrá
la consideración de consumidor si contrata esos servicios para su uso familiar o personal (SSTS de 10 de octubre de 2000,
24 de junio de 2002, 15 de diciembre de 2005 y 19 de febrero de 2010).
Por consiguiente, los artículos 80 ss. TRLC no son de aplicación a contratos en los que el adherente es un empresario. Es
decir, la regulación contenida en la LGCG se aplica a los contratos con condiciones generales, con independencia de que el
adherente sea consumidor o empresario. Los artículos 80 ss. TRLC sólo se aplican a contratos en los que el adherente es
consumidor.

Aunque la contratación mediante condiciones generales tiene aspectos positivos y es necesaria hoy en
día (por ejemplo, supone un ahorro de costes por la ausencia de negociación contrato a contrato, situación
que sería impensable en la actualidad), es evidente que entraña un peligro de abuso del predisponente
hacia el adherente, parte débil en la contratación. De aquí que el legislador haya configurado una serie de
controles para intentar reequilibrar la posición de ambas partes e intentar paliar la situación de
desigualdad en que se encuentra el adherente, al tiempo que establece reglas específicas de
interpretación favorables a este último (por ejemplo, la interpretación de las cláusulas oscuras de un
contrato no deberá favorecer a la parte que hubiese causado la oscuridad, arts. 1.288 C.c., 6.2 LCGC y
80.2 TRLC).
La ley prevé dos formas distintas de control de las condiciones generales. En primer lugar existe un
control de incorporación, que pretende garantizar que el adherente haya podido conocer y entender las
condiciones generales. De ahí que, para que se entiendan incorporadas al contrato, por una parte, el
predisponente debe haber facilitado previa o simultáneamente a la contratación un ejemplar del
clausulado al adherente, que deberá aceptar su incorporación. Por otra parte, las condiciones no pueden
ser ilegibles, ambiguas, oscuras o incomprensibles (arts. 5 y 7 LCGC, art. 80.1 TRLC).
Una vez incorporadas formalmente al contrato, las cláusulas tienen que pasar un control de contenido,
de tal forma que si la condición contradice en perjuicio del adherente una norma imperativa o prohibitiva,
será nula de pleno derecho salvo que la norma establezca un efecto distinto (art. 8.1 LCGC).
Cuando se trata de contratación con consumidores el control de contenido es más exhaustivo, pues a la
regla anterior se añaden otras contempladas en el TRLC. Según el artículo 82.1 TRLC, serán nulas las
cláusulas abusivas establecidas en contratos, celebrados con consumidores, que incluyan cláusulas no
negociadas individualmente (como se ha dicho, estas cláusulas son prácticamente idénticas a las CGC). Se
entiende por cláusulas abusivas aquellas que sean contrarias a las exigencias de la buena fe causando, en
perjuicio del consumidor, un desequilibrio importante de derechos y obligaciones de las partes. Este
control no se aplica a los elementos esenciales (objeto principal del contrato y relación calidad/precio de
la mercancía o prestación), como concluyó la conocida STS de 18 de junio de 2012, aunque sí quedan
sujetos, los elementos esenciales, al control de incorporación y transparencia (v. gr., nulidad de cláusulas
suelo en préstamos hipotecarios por falta de transparencia e insuficiencia de información al consumidor,
STS de 9 de mayo de 2013).
El TRLC contiene en los artículos 85 a 91 un listado no exhaustivo de cláusulas que se consideran abusivas en la
contratación con consumidores (bien en todo caso —«lista negra»— o bien con carácter orientativo —«lista gris»—). Entre
las cláusulas consideradas abusivas en dichos preceptos pueden citarse aquellas que dejan el contrato a la voluntad del
empresario (por ejemplo, el empresario puede modificar unilateralmente el contrato); las que limitan los derechos básicos
del consumidor (por ejemplo, eliminación de acciones por incumplimiento o cumplimiento defectuoso, determinadas
limitaciones de responsabilidad del empresario); las que suponen una falta de reciprocidad (por ejemplo, el consumidor está
obligado a cumplir con sus obligaciones aunque el empresario no lo haya hecho); las que resulten desproporcionadas
respecto a las garantías, carga de la prueba o cuestiones relativas al perfeccionamiento y ejecución del contrato (por
ejemplo, se le imponen al consumidor gastos que por ley le corresponden al empresario); o las que infrinjan normas de
competencia y derecho aplicable.

1 Se da esta situación cuando una persona deviene insolvente y no puede pagar sus deudas. En tal hipótesis su patrimonio es
sometido a un procedimiento judicial de liquidación con el fin de pagar a la mayor cantidad de acreedores posible.

2 Artículo 4: 201 MCR.


TEMA 4
INTERPRETACIÓN E INTEGRACIÓN DEL CONTRATO. EFICACIA E INEFICACIA
CONTRACTUAL
YOLANDA BERGEL SÁINZ DE BARANDA
Universidad Carlos III
NATALIA MATO PACÍN
Universidad Carlos III

1. LA INTERPRETACIÓN DEL CONTRATO


Las declaraciones de voluntad de las partes que se plasman en un contrato pueden presentar
ambigüedades o suscitar dudas en cuanto a qué han querido decir los contratantes o si coinciden con su
intención real. Dado que el contrato se basa en la autonomía de la voluntad de las partes, determinar cuál
ha sido esa voluntad será fundamental. De ahí la importancia de la tarea de la interpretación del contrato,
es decir, de aquella actividad que pretende precisar el sentido de la declaración contractual común de las
partes y atribuirle un alcance y unos efectos jurídicos.
A la hora de interpretar el contrato, existen dos perspectivas o formas de aproximarse a él. Desde una
perspectiva puede indagarse el propósito o la voluntad real de los contratantes, es decir, lo que realmente
quisieron, con independencia de cómo se expresara su voluntad al exteriorizarla. Esto se conoce como
interpretación subjetiva. Sin embargo, hay que tener en cuenta la dificultad que puede suponer averiguar
esa intención y el hecho de que el contrato es el resultado, no de una sola, sino de varias voluntades con
intereses que pueden ser opuestos entre sí (v. gr., la voluntad del vendedor y la del comprador; la del
prestamista y la del prestatario…). Por eso, para determinar la voluntad común de los contratantes es
necesario recurrir también a la interpretación objetiva, es decir, aquella que recurre a criterios objetivos,
basados en el significado usual y razonable de las palabras en un contexto similar, así como a la confianza
suscitada en la otra parte, esto es, al sentido que a la declaración pudo atribuirle el destinatario (se tiene
en cuenta, a estos efectos, por ejemplo, si el contratante es un profesional). Ambos tipos de interpretación
están interconectados y se dan a la vez (STS de 8 de mayo de 2009).
El Código civil recoge en los artículos 1.281 a 1.289 una serie de reglas de interpretación de los
contratos, reglas que tienen carácter vinculante y de las que se pueden extraer tres principios que rigen
la tarea interpretativa: a) el principio de la voluntad de las partes (voluntad común) a lo que se debe
orientar la interpretación y que se deduce de los artículos 1.281, párrafo 2.º, 1.282 y 1.283 C.c. —
identificados habitualmente con la interpretación subjetiva—; b) el principio de buena fe, que, aunque no
se señala de forma expresa, está presente en artículos como el artículo 1.288 C.c. e implica entender que
las partes actuaron de forma correcta y leal al redactar el contrato; c) el principio de conservación del
contrato, incorporado en el artículo 1.284 C.c. y que significa que el contrato ha de interpretarse en el
sentido más favorable para que sea válido y eficaz.
Las reglas de interpretación de los contratos contenidas en el Código civil son:

a) Interpretación literal aunque con primacía de la voluntad real de las partes. El artículo 1.281 C.c.
establece que si los términos de un contrato son claros y no dejan duda sobre la intención de los
contratantes, se estará al sentido literal de sus cláusulas, salvo que las palabras parezcan contrarias a la
intención evidente de los contratantes, en cuyo caso prevalecerá la intención sobre las palabras. Por lo
tanto, el sentido literal del contrato sólo impera si parece expresar la verdadera intención de los
contratantes. Para averiguar la voluntad real hay que tener en cuenta los actos anteriores, coetáneos y
posteriores al contrato (por ejemplo, negocios relacionados, borradores, declaraciones o actos en los
tratos preliminares o durante la ejecución del contrato) (art. 1.282 C.c.). Esta primacía de la voluntad real
y común de los contratantes se reafirma y complementa con lo dispuesto en el artículo 1.283 C.c., que
señala que cualquiera que fuera la generalidad de los términos de un contrato, no deberán entenderse
comprendidos en él cosas distintas y casos diferentes de aquellos sobre los que los interesados se
propusieron contratar (por ejemplo, en la compraventa de una «nave industrial» no cabe entender
incluido en ese término la maquinaria, utillaje y demás accesorios, STS de 4 de febrero de 2002) (vid.
SSTS de 4 de abril de 2011, 10 de diciembre de 2010, 7 de julio de 2010, 10 de marzo de 2010 y 16 de
junio de 2005).
b) Interpretación a favor de la conservación del contrato. El artículo 1.284 C.c. consagra el principio
pro eficacia del contrato al señalar que si alguna cláusula admitiere diversos sentidos, se optará en la
interpretación por el más adecuado para que produzca efecto. Es decir, se presupone que las partes se
vincularon para una finalidad concreta y no para nada, con lo que hay que excluir interpretaciones que
conviertan las cláusulas en inútiles y sin contenido o que hagan el contrato nulo. Por ejemplo, para que la
cláusula en la que consta la obligación de instalación del suministro de aguas en un conjunto de parcelas
tenga sentido, debe entenderse también incluida la obligación de incorporar las instalaciones idóneas
para que tal suministro sea posible, como una potabilizadora de agua de mar, STS de 30 de mayo de 1991
(vid. también STS de 29 de marzo de 2012).
c) Interpretación sistemática. Las cláusulas de los contratos deberán interpretarse las unas por las
otras, atribuyendo a las dudosas el sentido que resulte del conjunto de todas (art. 1.285 C.c.). No cabe
una interpretación aislada de las cláusulas sino que hay que interpretarlas conjuntamente pues existe una
relación entre todas ellas. Por ejemplo, de la lectura en su totalidad de las cláusulas de un contrato de
permuta de terrenos se deduce que la obligación de una de las partes no era realizar en sí las gestiones
necesarias para la obtención de la licencia y acometida de obras en el terreno que entregaba, sino sólo
asumir sus costes, STS de 30 de diciembre de 2003 (vid. SSTS de 8 de marzo de 2002, 13 de junio de
2011, 28 de noviembre de 2013; SAP Granada, de 4 de julio de 2006).
d) Interpretación finalista. Según el artículo 1.286 C.c., las palabras que puedan tener distintos
significados serán entendidas en aquel que sea más conforme a la naturaleza y objeto del contrato, es
decir, al tipo de contrato y a la finalidad perseguida por los contratantes. Por ejemplo, la cláusula de un
contrato de arrendamiento de local de negocio, en la que se determina que el negocio a instalar será la
venta de maquinaria de oficina, no excluye la realización de otras actividades auxiliares accesorias (como
papelería o telefonía fija e inalámbrica), siempre que no exista un cambio de la actividad mercantil en su
conjunto, STS de 21 de diciembre de 2007 (vid., también STS de 27 de mayo de 2010).
e) Interpretación según los usos. El artículo 1.287 C.c. introduce «el uso o la costumbre del país» como
ayuda para entender la declaración de voluntad de las partes pero también da entrada a su función de
integración que veremos en el próximo apartado («los usos suplirán en los contratos la omisión de
cláusulas que de ordinario suelen establecerse»). Está claro que se trata de usos —es decir, de una
práctica habitual y admitida— que fuera razonable que las partes conocieran y aceptaran.
f) Interpretación «contra proferentem» de las cláusulas oscuras. Una aplicación concreta del principio
de buena fe antes mencionado es la clásica regla según la cual la interpretación de las cláusulas oscuras
de un contrato no deberá favorecer a la parte que hubiese ocasionado la oscuridad (art. 1.288 C.c.). Cada
sujeto tiene la obligación de utilizar términos claros, debiendo asumir aquel que haya originado la falta de
claridad las consecuencias negativas. Esta regla es de aplicación en todos aquellos casos en los que la
cláusula oscura ha sido ocasionada por una de las partes aunque tiene su mayor campo de aplicación en
los contratos mediante condiciones generales (arts. 6.2 LCGC y 80.2 TRLC) (por ejemplo, la imprecisión
del tipo de accidente y las lesiones cubiertas en un contrato de seguro se resuelven a favor del asegurado,
STS de 23 de marzo de 2011) (vid. SSTS de 18 de octubre de 2007, 14 de mayo de 2009 y 17 de octubre
de 2011).
g) Reglas de cierre. Si la interpretación no ha sido posible mediante las reglas de los artículos
anteriores, el artículo 1.289 C.c. recoge con carácter subsidiario una serie de criterios atendiendo al
elemento del contrato sobre el que recaen las dudas. Si las dudas se refieren a circunstancias
accidentales del contrato (es decir, no recaen sobre los elementos esenciales) y éste es gratuito, se
resolverán a favor de la menor transmisión de derechos e intereses mientras que, si el contrato es
oneroso, la duda se resolverá a favor de la mayor reciprocidad de intereses (vid. STS de 26 de febrero de
2001). Por el contrario, si las dudas recaen sobre el objeto principal del contrato, no pudiendo
determinarse la intención o voluntad de los contratantes, el contrato será nulo (por ejemplo, dudas
imposibles de resolver sobre el precio en una compraventa, STS de 15 de diciembre de 1993).
Antes de finalizar el epígrafe es conveniente detenerse en la interpretación de los contratos mediante condiciones
generales, supuesto particular pues en ellos no existe, estrictamente hablando, una voluntad común que averiguar
(recordemos que las condiciones generales son habitualmente impuestas por una parte a la otra, que no tiene posibilidad de
negociarlas). De ahí que, aun siendo de aplicación supletoria los criterios de los artículos 1.281 a 1.289 C.c., el artículo 6
LCGC señale dos reglas especiales: por una parte, la regla de la prevalencia de las condiciones particulares previstas para el
contrato sobre las generales (salvo que éstas sean más beneficiosas para el adherente); por otra, la ya citada regla de la
interpretación contra proferentem de las cláusulas oscuras predispuestas.

2. LA INTEGRACIÓN DEL CONTRATO


Los contratantes, en el uso de su autonomía de la voluntad, pueden regular sus intereses como les
parezca más oportuno, con los límites del artículo 1.255 C.c. ya estudiados. Sin embargo, pretender que el
contrato prevea todas las posibles situaciones que se pueden producir en el desarrollo de la relación
jurídica es, si no imposible, sí al menos ineficiente porque implicaría unos altos costes para las partes.
Para estos supuestos en los que existe una laguna en el contrato que ha de ser completada, así como, en
general, para dar entrada a determinadas reglas de conducta que no tienen como origen la voluntad de
las partes pero forman parte también del contenido del contrato (Díez-Picazo), el artículo 1.258 C.c.
dispone que los contratos obligan «no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a
todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley». Se
regula, así, la figura de la integración del contrato.
El contenido del contrato está formado, por lo tanto, por normas que proceden de la autonomía de la
voluntad de las partes (lex privata) así como también por normas de otras fuentes de derecho contractual:
la buena fe, los usos y la ley.
a) Ley. Es comúnmente entendido que cuando el artículo 1.258 C.c. alude a «la ley» es en referencia a
la ley dispositiva (aquella que opera de manera supletoria, esto es, en defecto de pacto) ya que las normas
imperativas, por definición, son de obligado cumplimiento con independencia de que existan lagunas (art.
1.255 C.c.). El recurso a las normas dispositivas está justificado por tratarse de un modelo de regulación
«neutra» creado por el legislador y que representa la mejor composición de intereses para las partes (DE
CASTRO), es decir, se trata de la solución más adecuada cuando las partes no han previsto otra cosa en el
contrato.
b) Usos. Además de ser criterio de interpretación (art. 1.287 C.c.), también sirven para integrar el
contrato, rellenando posibles lagunas. Son los llamados usos del tráfico o de los negocios, es decir, la
práctica habitual de los contratantes en los negocios jurídicos de un determinado tipo (DÍEZ-PICAZO).
c) Buena fe. El último criterio de integración del contrato es la buena fe, que es, además, un principio
general del Derecho (art. 7.1 C.c.). En este ámbito la buena fe (buena fe objetiva) es un modelo de
conducta que impone a los contratantes una serie de deberes de comportamiento leal, justo y adecuado,
aunque no estén expresamente determinados en el contrato. Por ejemplo, aunque en un contrato de
préstamo no se haya pactado expresamente que el prestamista tiene la obligación de entregar al
prestatario, cuando éste le devuelve la cantidad prestada, un recibo o justificante del pago, tal obligación
sería consecuencia del principio de buena fe. La buena fe es, en cualquier caso, un concepto difícil de
definir por ser muy general y abstracto, teniendo que concretarse esos deberes en cada caso, atendiendo
a la naturaleza del contrato.

El recurso al artículo 1.258 C.c. para incluir en el contrato obligaciones no expresamente pactadas por
las partes ha sido constante en la jurisprudencia. Por ejemplo, es conforme a la buena fe, al uso y a la ley
entender que, en una compraventa de pisos con sus correspondientes plazas de aparcamiento, la
obligación de entrega incluye la concesión de la preceptiva licencia a la actividad de aparcamiento
aunque no se mencione expresamente (STS de 14 de octubre de 1991). Se entiende implícitamente
incluida dentro de las obligaciones del vendedor, en un contrato de compraventa de vivienda antigua para
proceder a su rehabilitación, división horizontal y venta de los pisos, la de inscribir su dominio en el
Registro de la Propiedad para que los compradores puedan inscribir la compra y obtener posteriormente
créditos hipotecarios para el pago del precio (STS de 15 de noviembre de 2006). También se integra en un
contrato de compraventa de productos fitosanitarios la obligación de asesoramiento del vendedor
especialista sobre cómo han de aplicarse, sin que sea necesario un contrato adicional de arrendamiento
de servicios para ello (STS de 25 de mayo de 2005). Asimismo, a partir de la famosa STS de 22 de octubre
de 1996 (vid. también STS de 8 de mayo de 2008; SAP Murcia de 20 de noviembre de 2008), se entiende
incluida en el contrato de aparcamiento de vehículos la obligación del titular del aparcamiento de
custodiar y guardar los vehículos en él estacionados (en el mismo sentido, respecto del contrato de
amarre de embarcaciones, SAP Valencia de 30 de diciembre de 2009).

2.1. LA INTEGRACIÓN PUBLICITARIA

Una aplicación concreta del artículo 1.258 C.c. y del principio de buena fe es la integración de la
publicidad en el contenido del contrato aunque no se haya mencionado expresamente. Es decir, lo
ofrecido en la publicidad forma parte de las obligaciones contractuales aunque no se haya incluido
específicamente en el contrato. Así lo habían señalado los Tribunales y así lo recoge expresamente el
artículo 61 TRLC buscando proteger las legítimas expectativas del consumidor que contrata pensando en
unas determinadas prestaciones, características y calidad, influido razonablemente por el contenido de las
declaraciones publicitarias. De este modo ocurre en la STS de 15 de febrero de 1994, que considera
obligación de una entidad organizadora de viajes de estudios en el extranjero contratar un seguro
individual para cada alumno, ya que así se ofrecía en la publicidad. Asimismo en la STS de 23 de mayo de
2003, que entiende exigible que se incluyan tres pistas de tenis como elementos comunes de una
urbanización, pues así constaba en el folleto publicitario en que se anunciaban las características del
inmueble (vid. también, SSTS de 29 de septiembre de 2004, 15 de marzo de 2013, 28 de febrero de 2013
y 23 de julio de 2013).

3. LA EFICACIA DEL CONTRATO


El contrato, como sabemos, genera obligaciones entre las partes y establece una serie de reglas que
regulan sus relaciones. Los efectos del contrato se producen en principio sólo entre las partes
contratantes. De ahí que habitualmente se hable del «principio de relatividad del contrato» o se afirme
que el contrato es res inter alios acta para hacer referencia al hecho de que sólo los contratantes, y sus
herederos (art. 1.257 C.c.), están vinculados por el contrato y obligados por lo establecido en el mismo.
Esto no impide, sin embargo, que los terceros (que no son parte del contrato) deban respetar los
contratos celebrados y respetar las situaciones jurídicas por ellos creadas. Por otra parte, también es
posible que en el propio contrato se incluyan estipulaciones que afecten a una tercera persona distinta de
los contratantes (contratos con estipulación a favor de tercero). A continuación vamos a desarrollar las
ideas señaladas:

a) El contrato es obligatorio para las partes. Las obligaciones que surgen de los contratos tienen fuerza
de ley entre las partes contratantes y deben de cumplirse al tenor de los mismos (art. 1.091 C.c.). Desde el
momento en el que las partes consienten en concluir el contrato quedan obligados por lo en él
establecido. Los contratos deben ser cumplidos por las partes (pacta sunt servanda) y deben cumplirse de
la manera acordada en ellos. Los contratantes asumen el riesgo de que se produzca un cambio de
circunstancias que pueda hacer el cumplimiento del contrato más gravoso pero, aún así, deberán cumplir
lo estipulado en el contrato (por ejemplo, se adquiere un piso sobre plano por el precio X pero, cuando el
piso termina de construirse y debe ser entregado, su precio de mercado es mucho mayor o mucho menor.
Pese a ello debe abonarse el precio inicialmente estipulado).
Existe, sin embargo, una excepción. Cuando el cambio en las circunstancias en las que se concluyó el contrato es
extraordinario e imprevisible, puede pensarse que es necesario que el contrato se adapte a esas nuevas circunstancias de
manera que se mantenga el equilibrio de las prestaciones de las partes. Por lo general, estas situaciones se producen en
contratos que establecen obligaciones que deben cumplirse durante un largo período de tiempo, pues es en esos casos
cuando el equilibrio de intereses de las partes puede verse severamente alterado. En tales hipótesis se ha planteado la
aplicación de la teoría de la cláusula rebus sic stantibus. Según esta teoría, muy antigua, cabe entender que en todos los
contratos existe implícita una cláusula en virtud de la cual, cuando se produzca un cambio excepcional e impredecible en las
circunstancias en las que se concluyó el contrato que provoque un grave perjuicio a una de las partes, puede modificarse el
contrato para devolverle un justo equilibrio de intereses. Incluso podría ponerse fin al contrato si ese equilibrio no puede ya
alcanzarse (sobre ello, SSTS de 14 de diciembre de 1940, 15 de mayo de 1972 y 6 de octubre de 1987; esta última relativa a
un derecho de superficie que una sociedad tenía sobre un predio por un período de tiempo y cuya prórroga solicitaba,
alegando que la sociedad había contribuido a aumentar su valor al construir un complejo hotelero en el predio. El TS apreció
que no existía desequilibrio de las prestaciones y estimó que el aumento de valor que suponía el inmueble se había tenido ya
en cuenta en el contrato). Pero esto es, como decimos, una excepción a la regla general de necesario cumplimiento del
contrato en la manera en que se concluyó y, por lo tanto, debe interpretarse restrictivamente (por ejemplo, SSTS de 27 de
marzo de 1985 y 12 de noviembre de 2004). De hecho, el Tribunal Supremo sólo ha recurrido a esta solución en contadas
ocasiones cuando los cambios en las circunstancias son extremos, tales como guerras, escasez de productos básicos o
devaluación de la moneda.
Recientemente, se ha planteado el Tribunal Supremo la posibilidad de aplicar la cláusula rebus sic stantibus en caso de
una crisis económica de efectos profundos y prolongados. Aunque no se aplicó en los casos que mencionamos, el Tribunal no
descarta esa posibilidad si el contrato se hubiera celebrado antes de manifestarse la crisis y, concurriendo ciertos requisitos,
la crisis económica supusiera una alteración extraordinaria de las circunstancias capaz de originar una desproporción
exorbitante y fuera de todo cálculo entre las respectivas prestaciones de las partes (SSTS de 18 de enero de 2012 y 17 de
enero de 2013).

b) Los contratos no pueden dejarse al arbitrio de una sola parte. El artículo 1.256 C.c. establece que «la
validez y el cumplimiento de los contratos no pueden dejarse al arbitrio de uno de los contratantes». Un
contrato no puede ser modificado por una sola de las partes, pues ello iría contra el equilibrio contractual.
Tampoco puede decidir, como es lógico, una de las partes, si ejecuta o no su prestación o en qué términos.
Ha de hacerlo conforme a lo estipulado en el contrato. Del mismo modo, no cabe la posibilidad, salvo en
casos excepcionales (v. gr., art. 1.594 C.c.), de que una de las partes, a su voluntad, se desvincule o
«desista» del contrato. Un contrato es siempre un acto bilateral en el sentido de que no puede ser
decidido unilateralmente por una de las partes del mismo. Sólo el acuerdo mutuo de las partes da lugar al
contrato y por tanto permite modificarlo o extinguirlo.
Sin embargo, existen excepciones a esta regla, principalmente en el seno del Derecho de consumidores. Esto se debe a
que, en los contratos concluidos con consumidores, en los que existe una clara superioridad de una de las partes del
contrato, no es extraño que el consumidor actúe de manera irreflexiva, sin tener de verdad tiempo para considerar su
decisión. Es lo que sucede, por ejemplo, en los contratos que se celebran fuera del establecimiento mercantil, cuando por
ejemplo, el vendedor acude al domicilio del comprador a ofertar productos y el consumidor puede sentirse presionado para
celebrar el contrato. De ahí que algunas leyes otorguen al consumidor la posibilidad de desistir del contrato dentro de un
período de tiempo desde su conclusión, sin ningún tipo de consecuencia para el consumidor. Se pretende con ello que el
consumidor reflexione y decida si realmente le conviene el contrato celebrado. Este derecho de desistimiento se prevé por
ejemplo, para los contratos a distancia y para los contratos celebrados fuera de establecimiento mercantil, en los artículos
102 a 108 TRLC; y para los contratos de aprovechamiento por turno de bienes de uso turístico y otros productos
vacacionales en el artículo 12 de la Ley 4/2012, de 6 de julio. Una regulación general de este derecho se hace en los
artículos 68 a 79 TRLC. En todos los casos, el plazo mínimo para el ejercicio de ese derecho será de catorce días naturales.

c) Los contratos sólo vinculan a las partes y sus herederos. Ya se ha dicho que los contratos sólo
vinculan a las partes que los concluyen (art. 1.257.1 C.c.) y que se alude a esta idea como principio de
relatividad de los contratos. No obstante, si los derechos y obligaciones que surgen del contrato son
susceptibles de transmisión, los herederos de la parte que concluyó el contrato también estarán
vinculados por él, pues heredarán esos derechos y obligaciones tras la muerte del contratante.
La relatividad de los contratos supone que los contratos no vinculan a terceros no intervinientes en los
mismos. Esto no quiere decir que los terceros no deban respetarlos. Si un tercero lesiona el contrato
causando un daño a las partes contratantes será extracontractualmente responsable del perjuicio causado
(por ejemplo, tercero que contrata con un sujeto que había suscrito con otro un pacto de exclusiva,
vulnerando, por tanto tal pacto).
Todo ello no obstante, es posible que un contrato contenga una estipulación (o todo el contrato) a favor
de tercero (contrato con estipulación a favor de tercero). Esto acontece cuando las partes del contrato
(estipulante y promitente) convienen que la prestación que uno de ellos (el promitente) debe por razón del
contrato beneficiará a un tercero. Ese tercero beneficiario puede pedir que se realice la prestación
estipulada en su favor. Esta excepción al principio de relatividad de los contratos es posible en virtud de la
autonomía de voluntad de las partes y se prevé en el artículo 1.257.2 C.c. Estas estipulaciones a favor de
tercero suponen que dicho tercero puede pedir a la parte que se haya comprometido a ello en el contrato
el cumplimiento de la obligación de la que se le ha hecho beneficiario. El derecho se adquiere
directamente de la persona obligada a realizar la prestación. Por ejemplo, A compra un piso sobre plano a
la promotora B —asumiendo por tanto el pago del precio correspondiente— y conviene con ésta que, una
vez terminada la construcción, el piso se pondrá a nombre de C (hijo de A) quien adquirirá la propiedad
del mismo.
El artículo 1.257.2 C.c. exige al tercero beneficiario de la estipulación que haga saber su aceptación al
obligado a realizar la prestación antes de que pueda ser revocada. Pero la aceptación no es necesaria para
la perfección del contrato (que ya se perfeccionó cuando estipulante y promitente consintieron), sino sólo
para que el estipulante no pueda revocar el derecho establecido a favor del tercero. Un ejemplo claro de
estipulación a favor de tercero lo encontramos en los contratos de seguros de vida. El contrato se celebra
entre el asegurado (o tomador del seguro) y la compañía, pero el beneficiario de la indemnización es un
tercero. Es decir, son los terceros determinados en el contrato los beneficiarios del importe del seguro
cuando acontezca la muerte del tomador.

4. LA INEFICACIA DEL CONTRATO


Hablamos de ineficacia de los contratos en cualquier caso en el que el contrato no produzca los efectos
deseados por las partes y que pudieran razonablemente esperarse del mismo. Esta falta de efectos deriva
de la diferencia entre el contrato tal y como lo concibe el Ordenamiento Jurídico y el contrato concluido
en realidad. El contrato no se concluyó de acuerdo con lo establecido en el Ordenamiento, y por lo tanto
no debe producir efectos (aunque, dependiendo del tipo de ineficacia, puede producirlos en un principio y
luego dejar de hacerlo).
Básicamente hay tres categorías generales de ineficacia de los contratos:

a) Nulidad: los contratos nulos tienen un defecto de tal envergadura que impide que produzcan efecto
alguno. La nulidad es la sanción más estricta para un contrato ya que el negocio será totalmente privado
de consecuencias jurídicas. Lo que es nulo no puede producir efecto alguno (quod nullum est nullum
effectum producit).
b) Anulabilidad: un contrato anulable tiene un defecto, pero es eficaz siempre y cuando no sea atacado
por razón de la existencia de ese defecto. En un contrato anulable existe una causa de anulabilidad (que
sólo puede ponerse de manifiesto por una de las partes) para privar de efectos al contrato que hasta ese
momento los había producido.
Aquí no puede dejar de ponerse de relieve que la terminología utilizada en el Código civil no coincide con la usada
generalmente y que vamos a usar en este manual. En el artículo 1.300 C.c. ss. y bajo el título «nulidad de los contratos», el
Código regula principalmente 1 la invalidez hoy referida como anulabilidad, dado que los contratos contemplados en esos
artículos pueden ser invalidados pero, en principio, producen efectos jurídicos. El artículo 1.300 C.c. establece que «los
contratos en que concurran los requisitos que expresa el artículo 1.261 C.c. pueden ser anulados, aunque no haya lesión
para los contratantes, siempre que adolezcan de alguno de los vicios que los invalidan con arreglo a la ley». El hecho de que
«puedan ser anulados», y de que no sean nulos ab initio, supone que estamos ante supuestos de anulabilidad y no de nulidad
del contrato.

c) Rescisión: la rescisión es la ineficacia establecida por la ley para los contratos que, aún teniendo
todos los requisitos necesarios para su validez y no teniendo defecto alguno, suponen un perjuicio para
ciertas personas a las que la ley otorga una acción para atacar la eficacia del contrato.
Parte de la doctrina distingue entre contratos inválidos y contratos ineficaces strictu sensu. Inválidos serán aquellos
contratos cuyos defectos son originarios y de naturaleza intrínseca a los mismos, afectando a sus elementos esenciales (así,
contratos nulos y anulables). Contratos ineficaces strictu sensu son los que tienen defectos extrínsecos al contrato que
pueden llevar a su falta de efectividad; tales como la resolución del contrato por incumplimiento; la no concurrencia del
acontecimiento que determinaba la condición suspensiva, etc.

Vamos a estudiar ahora en profundidad las distintas categorías de invalidez de los contratos
establecidas en el Código civil.

4.1. NULIDAD

Un contrato nulo no produce ningún efecto jurídico. Es un contrato sin eficacia jurídica, por lo que
también se habla de nulidad absoluta o de pleno derecho. Siendo el contrato nulo las partes pueden
comportarse como si no se hubiera celebrado y no cumplirlo. Pero, si se ha efectuado alguna prestación,
todo deberá volver a la situación en que se encontraba con anterioridad a la conclusión del contrato, como
si dicho contrato nunca se hubiera otorgado. Pero puede ocurrir que si alguna de las partes no admite la
nulidad del contrato (o por otra razón sea necesario obtener la declaración de ineficacia del contrato) sea
necesario interponer acción de nulidad ante los tribunales.
Un contrato nulo lo es desde el momento mismo en que se concluye. Esto es a lo que se denomina
nulidad ab initio; desde el principio. Un contrato nulo no puede convalidarse. Por lo tanto, nunca puede
producir efectos mediante la confirmación o por el paso del tiempo desde su conclusión. La nulidad es
definitiva.
Las causas de nulidad de los contratos son:

a) Infracción de una norma imperativa. Los contratos contrarios a la ley son nulos de pleno derecho
salvo que dicha ley establezca una sanción distinta para su contravención (art. 6.3 C.c.). Esta regla se
refiere a leyes imperativas o prohibitivas, no como es lógico a las dispositivas, que no son de obligado
cumplimiento (se aplican al contrato en defecto de pacto de las partes). Por ejemplo, es nulo en España el
contrato de maternidad subrogada (habitualmente denominado «madre de alquiler»).
b) Inexistencia de alguno de los elementos esenciales. Los contratos que no reúnan los elementos
esenciales establecidos en el artículo 1.261 C.c., esto es, aquellos contratos en los que falte el
consentimiento, el objeto o la causa son nulos 2 .
c) Objeto indeterminado o ilícito. Se alude aquí a los contratos cuyo objeto no esté determinado en
absoluto o esté fuera de comercio (arts. 1.271, 1.272, 1.273 y 1.305 C.c.). Por ejempo sería nulo el
contrato de compraventa de la Puerta de Alcalá.
d) Causa ilícita. Son asimismo nulos los contratos con causa ilícita (arts. 1.275, 1.305 y 1.306 C.c.). Por
ejemplo, un contrato celebrado para lesionar los derechos de un tercero, como el considerado en la STS
de 11 de octubre de 2013, que declaró la nulidad, por ilicitud, de un contrato de compraventa de una finca
celebrado con el propósito de perjudicar la adquisición de un primer comprador que no la había inscrito
en el Registro de la Propiedad.
e) Falta de forma cuando es requerida ad solemnitatem. Los contratos formales, que no guarden la
forma ad solemnitatem exigida para su validez son nulos. Por ejemplo, donación de cosa inmueble que no
conste en escritura pública.

Como podemos ver, los casos de nulidad de los contratos son los más graves. Por eso se les impone la
sanción más estricta. La nulidad se dice que protege el interés público.
Se entiende que la nulidad opera ipso iure. Esto quiere decir que no es necesario que un Juez
establezca la nulidad. No es necesario que se inicie una acción judicial para solicitar que se declare el
contrato nulo; las partes podrían comportarse como si el contrato no se hubiera celebrado nunca. Sin
embargo, es cierto que si hay discrepancias entre las partes sobre la nulidad, éstas pueden y deben llevar
el caso a los tribunales para que resuelva. Pero la decisión judicial sólo declarará una nulidad que ya
existía ab initio (desde el principio). La decisión del juez será, por tanto, declarativa.
La acción para solicitar que se declare la nulidad de un contrato puede instarse en cualquier momento
pues no existe plazo para ello, es perpetua (se dice que la acción de nulidad es imprescriptible). Puede
asimismo ejercitar dicha acción cualquier sujeto, siempre que tenga interés jurídicamente suficiente en la
declaración de nulidad. Es decir, cualquiera con un interés legítimo puede instar la nulidad. También
puede declararse de oficio por el juez (es decir, sin necesidad de que las partes lo soliciten).
En principio y dado que cualquiera que tenga interés legítimo puede instar la acción solicitando que se declare la nulidad
del contrato, también estará legitimado para ello el responsable de haber causado la nulidad. Y ésa es la tesis mantenida
históricamente por el Tribunal Supremo, dando primacía a la facilidad para denunciar la nulidad sobre el principio de que
nadie puede ir contra sus actos propios. Sin embargo, en una STS de 20 de junio de 1983 se estableció que no puede instar
la nulidad del contrato la parte que creó el vicio de nulidad al que luego se acoge, pues ello iría contra los actos propios y se
opondría a otros principios como la prohibición de ejercicio abusivo del derecho, la buena fe, la imposibilidad de dejar el
cumplimiento del contrato al arbitrio de una de las partes, etc. Ello no obstante, las más recientes sentencias del alto
Tribunal continúan en la línea anterior, entendiendo que puede pedir la nulidad cualquiera de las partes contratantes y
califican lo contrario de doctrina minoritaria y de escaso eco jurisprudencial. En estas últimas sentencias también señala el
TS que no es aplicable por analogía el artículo 1.302 C.c. que, como veremos se refiere a la anulabilidad (SSTS de 18 de
marzo de 2009 y 21 de diciembre de 2009).

Finalmente, debemos decir que la nulidad puede ser parcial. Puede que sólo una parte y no todo el
contrato sea nulo. Nuestro Código civil no contiene una regla que contemple esta posibilidad. Por lo tanto,
el hecho de que la nulidad de algunas cláusulas del contrato deba llevar a la nulidad de todo el contrato o
sólo de esas estipulaciones, manteniéndose la validez del resto del contrato, debe decidirse caso por caso.
En principio, los tribunales tenderán a decidir a favor de la nulidad sólo de la cláusula nula, velando por el
principio de conservación del contrato (por ejemplo, la STS de 23 de septiembre de 2010 establece la
nulidad parcial, referida únicamente a una cláusula de un contrato de préstamo hipotecario que fijaba un
interés de demora del 29 por 100 anual).

4.2. ANULABILIDAD

La anulabilidad (también llamada nulidad relativa) no protege intereses públicos como la nulidad, sino
los intereses privados de las partes del contrato; se pretende con ella proteger a una de las partes. Y esto
porque el contrato anulable tiene los elementos esenciales establecidos en el artículo 1.261 C.c. y no es
contrario a la ley, pero tiene un defecto que puede llevar a invalidarlo. Por eso, en principio, un contrato
anulable produce efectos jurídicos pero puede ser anulado si se invoca la causa de anulabilidad. Si el
contrato se anula por razón de esa causa de anulabilidad, devendrá ineficaz en la misma medida y con las
mismas consecuencias que las del contrato nulo 3 (v. infra epígrafe 4.3).

A) Causas de anulabilidad

Las causas de anulabilidad establecidas en el Código civil son la existencia de vicios en el


consentimiento prestado; la falta de capacidad de obrar; y la falta de consentimiento del cónyuge para
concluir un contrato cuando sea necesaria su intervención. Así:

a) Vicios del consentimiento (art. 1.261 C.c.). El consentimiento de los contratantes debe formarse
correctamente. El artículo 1.265 C.c. señala cuales son los vicios del consentimiento y determina que será
anulable el consentimiento prestado por error, violencia, intimidación o dolo.

— Error. El error constituye un falso conocimiento de la realidad que lleva a la emisión de una
declaración no querida realmente. A tenor del artículo 1.266 C.c. para que el error en el consentimiento
invalide el contrato debe recaer sobre la sustancia de la cosa que constituye su objeto o sobre aquellas
condiciones de la misma que hubieran dado lugar a su celebración. En general se entiende que el error
debe ser esencial, esto es, debe recaer sobre elementos del contrato que han sido determinantes a la hora
de tomar la decisión de contratar. Por ejemplo existe error esencial si una persona compra una obra de
arte en la creencia de que era auténtica y resulta ser falsa. Ahora bien, las circunstancias tenidas en
cuentas por alguna de las partes como presupuesto del negocio, para que puedan dar lugar a un error
relevante, deben haber sido conocidas por el otro contratante, bien porque se las haya comunicado, bien
porque se deduzcan del contexto o de los usos. En el ejemplo anterior (obra de arte falsa), el error sería
invalidante si se compra un cuadro en una galería de arte, porque se entiende que en tales
establecimientos se venden cuadros auténticos. Pero si el cuadro se adquiere en el rastro y por un precio
irrisorio difícilmente podría alegarse que se creyó por error que era una obra auténtica de un famoso
pintor.
Además nuestros tribunales han añadido el requisito de la excusabilidad para apreciar la existencia de
error en el consentimiento. El error es inexcusable si pudo ser evitado empleando la diligencia que se
ajuste a las circunstancias del caso. Así, el que yerra no podrá anular el contrato si de haber actuado
diligentemente no hubiera sufrido ese error (v. gr., un experto en arte que trabaja en una casa de subastas
adquiere —para su posterior venta— una obra de un artista vivo sin contrastar con él su autenticidad).
Con el requisito de la excusabilidad se pretende impedir que se proteja al que ha sufrido el error cuando
no merece protección por su conducta negligente. Por ejemplo puede ser anulable por error el contrato de
compraventa de un producto financiero de alto riesgo cuando el adquirente no tenga conocimientos
financieros y no fuera debidamente informado de las características del mismo (SSTS de 12 de febrero de
2016 y 22 de octubre de 2015), pero será inexcusable el error si el comprador es conocedor del sistema
financiero, busca una mayor rentabilidad en su cartera y ha recibido información suficiente en función de
su perfil inversor, en cuyo caso no podrá anularse el contrato (STS de 13 de julio de 2016, SSAP Madrid
de 15 de julio de 2011, 29 de noviembre de 2011 o 16 de diciembre de 2012).
A este respecto también ha de tenerse en cuenta el comportamiento de la otra parte (la que no sufre el
error) porque puede ocurrir que ésta, con su conducta, haya provocado el error (error provocado). Por
ejemplo, el error debido a la confianza provocada por una parte (aunque sea sin mala fe) porque con sus
afirmaciones ha hecho creer a la otra parte que el objeto vendido tenía una determinada capacidad o
característica, v. gr., la condición de edificable de un terreno. En este caso, aunque el que yerra no haya
sido suficientemente diligente al concluir el contrato, el interés de la otra parte no será digno de
protección y por lo tanto el contrato podrá anularse.
Un ejemplo encontramos en la STS de 6 de junio de 2013, relativa a un contrato por el que una empresa inversora
adquirió una participación en una planta fotovoltaica de energía eléctrica. De acuerdo con la publicidad y la información
precontractual suministrada por la entidad vendedora de las participaciones, dicha planta generaría una rentabilidad que,
sin embargo, no se produjo, pues la estimación llevada a cabo no se sustentaba en datos reales. El TS consideró que el error
padecido por la empresa inversora permitía invalidar el contrato, al haber sido provocado por la inexacta información
suministrada por la otra parte.

Hay que destacar que nuestros tribunales han señalado que la apreciación del error en los contratos
debe hacerse restrictivamente, cuando de ello dependa la existencia del negocio. De ahí que la carga de la
prueba del error recaiga sobre quien lo alega, y que deba quedar cumplidamente probado.
No invalidan el consentimiento ni el error de cálculo (v. gr., al hacer una operación matemática) que
sólo dará lugar a su corrección (art. 1.266, in fine), ni el error en los motivos cuando esos motivos no
hayan sido incorporados al contrato (v. gr., compro en un anticuario un reloj porque creo que era de Goya
pero no lo manifiesto en el momento de la compra por lo que corro con el riesgo de que no lo sea). El
error sobre la persona sólo invalida el contrato si la consideración de esa persona hubiera sido la causa
que llevó a contratar (art. 1.266.2 C.c.) —así ocurriría, por ejemplo, si creía que contrataba con un
retratista famoso para que haga un retrato de familia y resulta que contrato con alguien con su mismo
nombre y primer apellido y que no sabe pintar—.
Por otra parte, a diferencia del error vicio, el error obstativo que concurre cuando falta coincidencia
entre la voluntad y la declaración y se declara lo que no se quiere (v. gr. se piensa que se compra la
parcela al lado de la sede social de una empresa y, tras la compra, se comprueba que el terreno es otro
distinto) supone una falta de consentimiento que hace nulo (que no anulable) el contrato por falta de un
elemento esencial (STS de 2 de febrero de 2016).

— Violencia. Existe violencia cuando, para obtener el consentimiento se emplea una fuerza irresistible
(art. 1.267 C.c.). Por ejemplo, se pega a alguien para que firme un contrato. La violencia invalida el
consentimiento tanto si es ejercida por la otra parte del contrato como si lo es por un tercero que no
intervenga en el contrato (art. 1.268 C.c.). Una sentencia clásica sobre violencia es la de 12 de junio de
1935, en la que una madre donó todos sus bienes a uno de sus hijos porque éste la raptó, teniéndola
encerrada varios días en casa de un amigo, de donde sólo la dejó salir para firmar la escritura de donación
ante notario.
Distinta de la violencia como vicio del consentimiento es la violencia total (por ejemplo, te cogen la mano y te obligan a
firmar) que hace nulo el contrato (y no meramente anulable) por falta absoluta de consentimiento.

— Intimidación. Hay intimidación cuando se inspira a uno de los contratantes el temor racional y
fundado de sufrir en su persona o bienes (o en la persona y bienes de sus allegados) un mal inminente y
grave (art. 1.267.2 C.c.). La amenaza permite invalidar el contrato si produce en el intimidado un temor
que le lleva a declarar su voluntad de concluirlo. Tal temor ha de ser racional y fundado, es decir, la
amenaza debe ser de tal naturaleza que pueda influir en el ánimo de una persona sensata, pero
lógicamente para determinar si efectivamente ese temor es racional y fundado y puede entenderse que la
amenaza ha llevado al afectado a contratar se tienen en cuenta las circunstancias personales, edad y
condición de la persona. Por ejemplo, la SAP Madrid de 12 de abril de 2003 consideró que existió
intimidación en un caso en que se amenazó a un octogenario con un 33 por 100 de discapacidad, que vivía
en un piso de alquiler, con «echarlo a la calle» por haber realizado obras que en realidad estaban
permitidas, a menos que celebrara un nuevo contrato de arrendamiento sobre el piso alquilado con una
renta muy superior al vigente (se declaró la ineficacia de ese nuevo contrato). También son casos de
intimidación la amenaza de que se va a producir un perjuicio comercial y económico, lo cual determina la
prestación del consentimiento (SSTS de 29 de julio de 2013 y de 4 de octubre de 2002), o la amenaza de
comenzar un procedimiento penal contra una persona si no transmite al que le amenaza una serie de
bienes (STS de 8 de noviembre de 2007).
La STS de 15 de enero de 2004 consideró, asimismo, anulable por intimidación un contrato de capitulaciones
matrimoniales en el que se calificaban como gananciales —es decir, comunes a ambos esposos; véase Tema 15, epígrafes 3 y
4— bienes privativos de la esposa, considerando que ésta estuvo durante el matrimonio permanentemente intimidada por su
marido, de carácter violento, que la amenazaba con matar a su familia y que de hecho golpeó con un hacha en la cabeza al
hijo de ambos. Un supuesto similar resuelve la SAP de Palma de Mallorca de 16 de abril de 2012, que anula un contrato de
fianza suscrito por una mujer (con síndrome de mujer maltratada) que firmó el contrato por temor a su pareja.

El llamado temor reverencial, esto es, el temor de defraudar a las personas a las que se tiene respeto,
no anula el contrato. Por ejemplo, firmo un contrato de trabajo con un despacho de abogados porque sé
que eso es lo que le gustaría a mi padre.

— Dolo. El artículo 1.269 C.c. señala que «hay dolo cuando con palabras o maquinaciones insidiosas de
parte de uno de los contratantes es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera
hecho». El artículo 1.270 C.c. precisa que «para que el dolo produzca la nulidad de los contratos, deberá
ser grave y no haber sido empleado por las dos partes contratantes». Nuestros tribunales han señalado
además que el dolo comprende no sólo la insidia directa, sino también la reticencia del que calla cuando
tenía deber de informar conforme a la buena fe. Es decir, también constituye dolo la omisión de hechos o
circunstancias determinantes para la conclusión del contrato y respecto de los que existe un deber de
informar. Por ejemplo, el vendedor de una obra de arte que conoce su falsedad y no lo comunica al
comprador; o el vendedor de una granja cunícola que sabe que los animales (conejos) están afectados por
una enfermedad infecciosa y no lo comunica al comprador (STSJ Navarra de 23 de junio de 1992).
Para que el dolo conlleve la anulación del contrato deben concurrir varios requisitos: i) una
maquinación engañosa dirigida a provocar la declaración (que tanto puede ser como hemos dicho una
conducta activa o pasiva); ii) que tal engaño determine la voluntad de la otra parte, que sin él no hubiera
concluido el negocio; iii) que sea grave, es decir, sobre la sustancia de la cosa o las condiciones que
motivaron el contrato (el dolo incidental, sobre circunstancias secundarias, no invalida el contrato); y, iv)
que no haya sido causado por un tercero (salvo que la parte beneficiada lo sepa) ni usado por las dos
partes (arts. 1.269 y 1.270).
El dolo incidental, es decir, el dolo que no es grave, porque no afecta a un elemento del contrato que ha
sido fundamental a la hora de contratar y se refiere sólo a alguna circunstancia accesoria (por ejemplo, el
vendedor del piso no pagó el IBI ni la última cuota de la comunidad) no produce la anulabilidad del
contrato y sólo obliga al que lo empleó a indemnizar los posibles daños y perjuicios (en el caso anterior,
por ejemplo, a abonar los pagos no realizados con sus posibles intereses de demora).
Tampoco invalida el contrato el llamado dolus bonus, que hace referencia a las actuaciones permitidas y
reconocidas socialmente para conseguir que la otra parte concluya el contrato. Por ejemplo, poner de
relieve efusivamente las características y ventajas de un producto.
b) Falta de suficiente capacidad de obrar. Es anulable un contrato cuando el contratante no tiene la
capacidad necesaria para llevarlo a cabo. Por ejemplo, un contrato de compraventa de una finca concluido
por un menor de dieciséis años sin intervención de sus representantes legales, o un contrato de préstamo
de dinero concluido por un menor emancipado (como prestatario) por sí solo.
c) Falta de consentimiento del cónyuge cuando sea necesario para el contrato. Tal consentimiento es
necesario, por ejemplo, cuando se pretende vender la vivienda en la que se encuentra instalado el hogar
familiar (art. 1.320), y ello con independencia de si es propiedad de ambos cónyuges o de uno solo de ellos
(cfr. arts. 1.322 y 1.377).
No obstante, en los casos en que, faltando el consentimiento de un cónyuge, el negocio celebrado es gratuito, la sanción
es de nulidad, salvo el caso de las liberalidades de uso (art. 1.378 C.c.) [v. infra, Tema 15.4.3.D)].

B) Ejercicio de la acción de anulabilidad

La anulabilidad no se produce ipso iure, sino que es necesario que se ejercite la correspondiente acción
para que sea declarada por la autoridad judicial. Se dice por ello que la acción de anulabilidad es
constitutiva. Si la acción no se ejercita en el plazo establecido por la ley, el contrato queda purificado o
subsanado, es decir, deviene definitivamente eficaz.
La acción para solicitar la declaración de anulabilidad del contrato no puede interponerla la parte que
causó la anulabilidad, sino sólo la persona cuyo interés está siendo protegido (art. 1.302 C.c.). Así, en caso
de vicios del consentimiento podrá interponerla la persona que sufre el vicio. En caso de falta de
capacidad, el representante legal, el curador, o la persona incapaz cuando cese de serlo. Y, en caso de
falta de consentimiento del cónyuge cuando resultara necesario, el cónyuge cuyo consentimiento se
omitió.
La acción para solicitar la declaración de anulabilidad tiene un plazo (considerado por la doctrina
mayoritaria de caducidad 4 ) de cuatro años, por lo que no puede ser interrumpido ni suspendido. El
artículo 1.301 C.c. determina el dies a quo, es decir el día a partir del cual puede interponerse la acción,
dependiendo de la causa de anulabilidad de que se trate.
Los cuatro años empiezan a contar: i) en caso de intimidación o violencia, desde el día en que hubieran cesado; ii) en caso
de error o dolo desde la consumación del contrato 5 ; iii) en caso de contratos celebrados por menores o incapacitados (o
pródigos) desde el momento en que salieran de la tutela (o curatela) [aunque sus representantes pueden ejercitar la acción
mientras esas personas estén sometidas a guarda]; y, iv) en el caso de contratos celebrados por uno de los cónyuges sin el
consentimiento del otro cuando fuera necesario, desde el día de disolución del matrimonio, salvo que antes hubiera tenido
conocimiento suficiente de ese contrato.

Una vez transcurrido ese plazo de cuatro años sin haberse interpuesto la acción de anulabilidad el
contrato será definitivamente eficaz y ya no podrá atacarse por esa causa.
Por otra parte, los contratos anulables pueden ser confirmados. La confirmación es la declaración de
voluntad de la parte que estaría legitimada para pedir la anulación del contrato, haciéndolo válido y eficaz
y quedando por ello las partes vinculadas definitivamente por el contrato. La confirmación purifica el
contrato afectado de una causa de anulabilidad y lo hace con efectos retroactivos desde el momento de su
celebración (art. 1.313 C.c.). Para realizar la confirmación es necesario que se conozca la causa de
anulación y que dicha causa haya cesado, pues de otra forma la confirmación tendría el mismo defecto
que el contrato anulable.
La confirmación puede ser expresa o tácita. Es expresa cuando la parte que podría pedir la anulación
del contrato expresamente declara tenerlo por válido. La confirmación tácita se produce cuando la
persona legitimada para pedir la anulación se comporta de tal manera que implique necesariamente la
voluntad de renunciar al ejercicio de la acción de anulación (art. 1.311 C.c.). Por ejemplo, se produce
confirmación tácita si el que pudiera solicitar la anulación del contrato lo cumple, si recibe la prestación
de la otra parte, si exige que la otra parte lo cumpla; etc., siempre que estos actos demuestren un ánimo
de convalidar el contrato.

4.3. CONSECUENCIAS DE LA INEFICACIA POR NULIDAD O ANULABILIDAD

Como ya hemos mencionado, cuando se ataque un contrato porque exista una causa de anulabilidad y
la autoridad judicial lo anule, las consecuencias de la anulación serán las mismas que las de un contrato
nulo de pleno derecho.
La consecuencia común de la ineficacia del contrato, ya sea por razón de su nulidad o de su
anulabilidad, es que el contrato no produce efectos (nulidad) o no los producirá el que inicialmente los
tuvo (anulabilidad).
Si se declara la nulidad o anulabilidad de un contrato que haya sido ejecutado, los contratantes tendrán
que devolver cualesquiera bienes o derechos que hubieran intercambiado. El artículo 1.303 C.c. establece
que, una vez que el contrato se haya declarado ineficaz, «los contratantes deben restituirse
recíprocamente las cosas que hubieran sido materia del contrato, con sus frutos 6 , y el precio con los
intereses, salvo lo que se dispone en los artículos siguientes». Por ejemplo, si se declara nulo un contrato
de compraventa, el comprador deberá restituir la cosa comprada y el vendedor restituirá el precio
recibido. En principio, el Código prefiere una restitución in natura; esto es, la restitución de las cosas que
fueron objeto de contrato. Si tal restitución no es posible porque las cosas para entonces han
desaparecido, la obligación de devolverlas se convierte en una obligación monetaria. Así, el artículo 1.307
C.c. establece que si una parte no puede restituir la cosa porque se haya perdido, deberá restituir los
frutos percibidos y el valor de la cosa cuando se perdió, con los intereses desde la misma fecha. La
solución establecida en este artículo 1.307 C.c., que se refiere a pérdida de cosas específicas, se extiende
a todos los casos en que no cabe la restitución in natura (por ejemplo uno de los contratantes ha vendido
ya la cosa a un tercero de buena fe protegido en su adquisición).
Una de las excepciones a las que se refiere el artículo 1.303, in fine («salvo lo que se dispone en los artículos siguientes»)
surge en caso de que la nulidad proceda de falta de capacidad de una de las partes del contrato. En tal caso, el artículo
1.304 C.c. dispone que los «incapaces» no están obligados a restituir los bienes o derechos intercambiados sino en cuanto se
enriquecieron con la cosa o precio recibidos. Esta excepción al régimen general de restitución, que puede llevar a que el
incapaz tenga sólo que devolver una parte o incluso nada de lo recibido, se establece para proteger sus intereses. A estos
efectos, enriquecimiento existe no sólo en caso de aumento en el patrimonio del incapaz, sino también cuando lo recibido le
haya resultado útil. La prueba del enriquecimiento del incapaz corresponde a quien contrató con él y le reclama la
restitución. Otros casos especiales de escasa aplicación en la práctica se establecen en los artículos 1.305 y 1.306 C.c.

Por otra parte, la declaración de nulidad o de anulabilidad del contrato afecta a los negocios posteriores
basados en la inicial transacción ahora ineficaz. Por ejemplo, en caso de que un contrato de compraventa
sea declarado ineficaz pero el comprador haya vendido el bien a un tercero, el objeto podrá ser reclamado
al subsiguiente comprador. No obstante, los subsiguientes compradores no se verán afectados por la
ineficacia del contrato inicial si están protegidos legalmente en su adquisición (por ejemplo, por el art. 34
de la Ley Hipotecaria —vid. infra Tema 13, epígrafe 5.2—). Si el tercer adquirente está protegido, la
obligación de restituir se convertirá en una obligación de restituir el equivalente monetario.
La obligación de restitución es compatible con la indemnización de daños y perjuicios que deberá pagar el que contrató
con dolo o culpa (conocía o debía conocer el defecto de que adolecía el contrato y que podía provocar su ineficacia) frente a
la otra parte que lo hizo de buena fe. La restitución persigue que las partes vuelvan a la situación patrimonial anterior a la
celebración del contrato; la indemnización busca compensar a la parte que contrató de buena fe por el daño causado por la
negligencia o mala fe de la otra parte.

4.4. RESCISIÓN

El Código civil establece una serie de casos en los que un contrato válido puede devenir ineficaz porque
produce un perjuicio que el Código considera ilícito. Se trata de la rescisión de los contratos, tipo de
ineficacia que no se debe a un defecto en la fase de formación del contrato, sino que tiene su origen en
que los efectos que el contrato produce pueden ser fraudulentos o lesivos para una de las partes o para
terceros afectados por el contrato.
Las principales causas de rescisión de los contratos se establecen en el artículo 1.291 C.c. Las causas
de rescisión son numerus clausus, de manera que no existen otros casos de rescisión de los contratos sino
los establecidos en la ley (por ejemplo, art. 1.074 C.c. de rescisión por lesión en la partición hereditaria).
Aún más, la rescisión es un remedio subsidiario; lo cual supone que sólo pueda acudirse a él si no existe
otro remedio para ese perjuicio (art. 1.294 C.c.).
Debe recordarse aquí que la rescisión es un caso particular de ineficacia de los contratos. No debe confundirse con la
resolución del contrato por razón de su incumplimiento por una de las partes (art. 1.124 C.c.). Hacemos esta aclaración
porque en la vida diaria y, sobre todo en los medios de comunicación, es muy corriente ver confundidas estas dos figuras.

La causa de rescisión más relevante en la práctica es la de los contratos celebrados en fraude de


acreedores. Dice el artículo 1.291.3 C.c. que son rescindibles los contratos celebrados en fraude de
acreedores cuando éstos no puedan de otra manera cobrar lo que se les deba (de nuevo se pone aquí de
manifiesto la subsidiariedad de este remedio). El artículo 1.297 C.c. establece que se presumen
celebrados en fraude de acreedores todos los contratos en los que el deudor enajene bienes a título
gratuito y todas las enajenaciones a título oneroso hechas por personas contra las que se hubiera
pronunciado sentencia condenatoria o expedido mandamiento de embargo de bienes.
Pues bien, cuando el deudor ha concluido contratos para perjudicar a sus acreedores (generalmente
sacando de su patrimonio bienes contra los cuales los acreedores podrían ejecutar su crédito) el acreedor
está legitimado para interponer una acción rescisoria, la denominada acción pauliana (art. 1.111 C.c.).
Esta acción confiere al acreedor el poder de atacar las enajenaciones que el deudor ha llevado a cabo
cuando se dan dos presupuestos: a) el deudor se ha colocado en una situación de insolvencia, es decir, su
patrimonio ha devenido insuficiente para hacer frente a sus créditos, y b) la enajenación hecha por el
deudor tiene carácter fraudulento.
La enajenación tiene legalmente la consideración de fraudulenta cuando se realiza a título gratuito —
artículo 643.2 C.c.— pues no es justo que el deudor beneficie a terceros —por ejemplo, mediante una
donación— en perjuicio de sus acreedores. Cuando se hizo a título oneroso (v. gr., compraventa) será
considerada fraudulenta si el deudor la realizó con intención de perjudicar al acreedor y el adquirente
conocía tal propósito. El problema en este caso es la prueba de tales circunstancias. La jurisprudencia
considera que para probar la intención fraudulenta basta con demostrar la situación de insolvencia en que
se ha colocado el deudor y que tal resultado fue conocido o debido conocer por el deudor y por el tercero
que con él contrató.
Dándose tales presupuestos los acreedores tienen la posibilidad de acudir a la autoridad judicial
solicitando que se rescindan los contratos celebrados para defraudarles. Pero el efecto de la acción
pauliana es el de rescindir tales contratos sólo en la medida en que sea necesario para pagar el crédito
del acreedor que haya ejercitado la acción.
Otros contratos rescindibles son: i) los contratos celebrados por tutores sin autorización judicial o los celebrados en
representación de los ausentes, siempre que la persona representada sufra una lesión en más de la cuarta parte del valor de
las cosas que hubiesen sido objeto de aquéllos (art. 1.291.1 y 2 C.c.); ii) los contratos celebrados sobre cosas objeto de
litigio, cuando hubiesen sido concluidos por el demandado sin conocimiento y aprobación de las partes litigantes o de la
autoridad judicial (art. 1.291.4 C.c.); y iii) los pagos hechos por un deudor insolvente por cuenta de obligaciones a cuyo
cumplimiento no podía ser compelido el deudor en el momento de hacerlos (art. 1.292 C.c.).
No existe en el Derecho español la rescisión por lesión fuera de los casos mencionados arriba de los artículos 1.291.1 y
1.291.2 C.c. Todavía existe, sin embargo, la posibilidad de rescindir el contrato por lesión en Cataluña (arts. 321 a 325
Compilación del Derecho Civil de Cataluña 7 ; lesión en más de la mitad del precio) y Navarra (Ley 499; lesión enorme).
El efecto de la rescisión de un contrato es que obliga a las partes del contrato rescindido a restituir las
cosas objeto de contrato con sus frutos y el precio con sus intereses. La restitución no tiene lugar cuando
la cosa objeto de contrato está legalmente en posesión de un tercero de buen fe. En este caso, la
obligación de restitución se convierte en una obligación de la persona que causó la lesión de compensar el
daño causado (art. 1.295 C.c.).
La acción para pedir la rescisión dura cuatro años (art. 1.299 C.c.). Se entiende que es un plazo de
caducidad, es decir, no susceptible de interrupción.
En el supuesto de lesión sufrida por personas sujetas a tutela o por ausentes, el plazo comienza a contarse desde que haya
cesado la incapacidad o sea conocido el domicilio del ausente (art. 1.299 C.c.). En los demás casos no se especifica. En el
supuesto de rescisión por fraude de acreedores la jurisprudencia actual entiende que debe computarse desde que el
acreedor ha tenido conocimiento del acto fraudulento (entre otras, STS de 27 de mayo de 2002 y 31 de enero de 2006).

1 Decimos principalmente porque hay artículos en ese Capítulo que se refieren a la nulidad como los artículos 1.305 y 1.306 C.c.,
y otros que se aplican a ambos casos de invalidez (nulidad y anulabilidad) como, por ejemplo, los artículos 1.307 y 1.308 C.c.

2 Algún autor (Castán), por influjo de la doctrina francesa, se refiere a este supuesto como «inexistencia» del contrato, para
distinguirlo del contrato que vulnera la ley que será el llamado nulo. Hoy en día la inexistencia se estudia dentro de la nulidad.

3 Ésta es la idea mayoritaria y tradicional. Pero debemos mencionar que parte de la doctrina mantiene lo contrario; que un
contrato anulable es ineficaz ab initio, pero puede resultar eficaz mediante confirmación o por el paso del plazo de cuatro años.

4 La letra del precepto parece a favor de la caducidad pues dice que el plazo «durará» cuatro años. Que el plazo sea de caducidad
redunda (al ser improrrogable) en pro de la seguridad del tráfico; ya que es necesario definir las situaciones jurídicas, por lo que
no cabe que la excepción pueda ser perpetua (DÍEZ-PICAZO).
No obstante, no puede dejar de señalarse que la jurisprudencia del TS no es contundente a favor de la caducidad y que parte de
la moderna doctrina entiende que se trata de un plazo de prescripción y, por lo tanto, puede ser interrumpido.

5 A este respecto, para contratos complejos, por ejemplo, contratos financieros y de inversión, el TS ha señalado recientemente
que debe interpretarse «consumación» como el momento en el que el cliente haya podido conocer la existencia del error o del dolo
(SSTS de 16 de septiembre de 2015 y 12 de enero de 2015).

6 Una interpretación literal de este artículo 1.303 C.c. obliga a devolver todos los frutos percibidos y a abonar todos los gastos
hechos en la cosa para que todo vuelva a su estado original como si el contrato no se hubiera celebrado. Ello no obstante, parte de
la doctrina y algunas sentencias del Tribunal Supremo piensan que debe de tenerse en cuenta para la restitución de los frutos la
buena o mala fe de la parte que posee la cosa, aplicando los artículos 451 y 455 C.c. (SSTS de 23 de junio de 2008 y 15 de abril de
2009).

7 En vigor a la espera del libro VI del Código civil de Cataluña.


TEMA 5
LA OBLIGACIÓN
CARMEN ARIJA SOUTULLO
Universidad de Málaga

El principal efecto del contrato es el nacimiento de obligaciones entre las partes contratantes. No
obstante, las obligaciones no sólo nacen como consecuencia de la celebración de un contrato. El contrato
es quizás, su principal fuente, pero también existen obligaciones derivadas de la ley o de ciertos
comportamientos humanos que no tienen naturaleza contractual. A continuación se va a estudiar el
régimen general de las obligaciones, régimen que se aplica no sólo a las creadas voluntariamente
mediante la conclusión de un contrato, sino también a las originadas por otras causas (causas a las que
denominamos «fuentes de las obligaciones»).

1. LA OBLIGACIÓN: CONCEPTO Y ELEMENTOS


La palabra obligación puede utilizarse en distintos sentidos y en general se considera equivalente a
deber jurídico, pero en Derecho civil con la expresión obligación nos referimos al vínculo entre dos sujetos
que conecta el deber con el derecho. La obligación es un vínculo entre personas determinadas del que
derivan pretensiones de una contra otra o pretensiones recíprocas entre los sujetos obligados.
Hay dos acepciones del término obligación:
Primera acepción. Expresa la relación jurídica que une al acreedor y al deudor. El deber de realizar la prestación por el
deudor se corresponde con el derecho del acreedor a exigirle la prestación debida. Abarcando así los concepto de crédito y
de deuda.
Segunda acepción. Sólo designa el deber del sujeto pasivo (deudor) de realizar la prestación. Aquí el término deuda (u
obligación) se contrapone al término crédito.

Los sujetos de la obligación son el deudor y el acreedor. El acreedor es titular de un derecho subjetivo
(derecho de crédito) que le permite dirigirse al deudor (sujeto del deber jurídico) y exigirle el
cumplimiento de la prestación. A la prestación se refiere el artículo 1.088 (primero de los dedicados a la
regulación del las obligaciones y contratos) al decir que toda obligación consiste en dar, hacer o no hacer
alguna cosa.
La obligación puede explicarse cómo situación bipolar. En uno de los polos se encuentra el acreedor y en el otro el deudor.
El acreedor puede exigir la prestación debida y como medida complementaria, si se produce el incumplimiento, puede
proceder frente a los bienes que forman el patrimonio del deudor (art. 1.911 C.c.), así como ejercitar otra serie de facultades
para defender su derecho de crédito. El deudor, como sujeto del deber jurídico (deuda), tiene que realizar el comportamiento
debido y si no lo hace tendrá que soportar las consecuencias de su falta de cumplimiento.

También puede aludirse a la obligación en un sentido más amplio como «relación obligatoria». La
relación obligatoria es un cauce o un instrumento para que las personas puedan realizar actividades de
cooperación social, como el intercambio de bienes y servicios. En la relación obligatoria todos los
derechos, facultades, deberes y cargas que la conforman aparecen orgánicamente agrupados. Por ello, la
relación jurídica obligatoria no es exclusivamente el derecho de un sujeto a exigir y el deber del otro de
realizar la prestación, sino el conjunto de derechos y obligaciones que ligan por ejemplo, a un comprador
con un vendedor o a un arrendador con un arrendatario.
Los elementos de la obligación son: la deuda y la responsabilidad. La deuda indica el deber de realizar
una prestación. Por ejemplo, Luis se compromete a devolver a Juan la cantidad de dinero que Juan le
había prestado para poder pagar la matrícula de la Universidad. También está formada por facultades,
como la facultad del deudor de liberarse de la deuda a través de la consignación de la cosa debida en caso
de negativa injustificada del acreedor a recibir el pago; o de facultades de carácter defensivo (por
ejemplo, el deudor puede oponer al acreedor excepciones, esto es, mecanismos de defensa ante sus
reclamaciones). La responsabilidad significa la sujeción o sometimiento del patrimonio del deudor al
poder del acreedor para ejecutar el crédito y cobrarse con cargo a los bienes del mismo. El principio de la
responsabilidad del deudor se halla en el artículo 1.911 C.c. y posee dos características fundamentales: Es
patrimonial, lo que significa que el deudor responde del incumplimiento de sus obligaciones con sus
bienes y es de carácter universal, lo que quiere decir que el deudor responde con la totalidad de sus
bienes, tanto presentes como futuros.
Ambos elementos se encuentran unidos de tal forma que el segundo (la responsabilidad) se justifica a
través de la idea previa de deber jurídico. No existe responsabilidad sin previo deber jurídico ni existe
deuda de la que no se sea responsable.
Algunos autores defienden la existencia de figuras jurídicas en las que la deuda y la responsabilidad aparecen como
fenómenos independientes y autónomos. Señalan la posible existencia de deuda sin responsabilidad en las obligaciones
naturales o morales, que son aquellas que obligan a la persona que las ha contraído como un deber moral o de conciencia,
pero su cumplimiento no puede ser exigido coactivamente y no producen responsabilidad si no se cumplen (por ejemplo,
Felipe socio y amigo íntimo de Juan fallece en un accidente de coche cuando viajaba por motivos de trabajo, y Juan asume el
pago de los estudios de la María, hija de Felipe, porque se considera moralmente obligado). También aluden a la posible
existencia de responsabilidad sin deuda en aquellos supuestos en los que una persona garantiza una deuda ajena, asumiendo
así la responsabilidad si el deudor no cumple la obligación, como sucede en la figura de la fianza, y también en el pacto de
limitación de responsabilidad, en la hipoteca, al inmueble hipotecado al que se refiere el artículo 140 de la Ley Hipotecaria.

No obstante ello, los dos elementos de la obligación explican el funcionamiento de la misma y su


realización procesal y no deben mantenerse como fenómenos separados pues forman parte de un todo,
que es la obligación en su conjunto. En la actualidad se sostiene de modo mayoritario que la deuda y la
responsabilidad no son elementos de carácter independiente sometidos a un régimen jurídico diverso. No
hay responsabilidad sin un previo deber y un deber jurídico siempre implica responsabilidad.

2. LAS FUENTES DE LAS OBLIGACIONES


Una fuente es una vertiente de donde fluye el agua. En Derecho civil fuente es origen; en el caso de las
obligaciones es el surgimiento de éstas. El diccionario de la Real Academia Española define «fuente»
como principio, fundamento u origen de algo.
Según el artículo 1.089 de nuestro Código civil las obligaciones nacen de la Ley, de los contratos y cuasi
contratos, y de los actos y omisiones ilícitos o en los que intervenga cualquier género de culpa o
negligencia.
Por tanto podemos decir que las fuentes de las obligaciones, en Derecho civil, son: la ley, los contratos,
los cuasi contratos y los actos u omisiones ilícitos:

a) La Ley. El Código dice en el artículo 1.090 que las obligaciones derivadas de la ley no se presumen y
que únicamente son exigibles las expresamente determinadas en el Código o en otras leyes especiales y
que se regirán por los preceptos de la ley que las haya establecido y en lo que estas leyes no hubieran
previsto, por las disposiciones contenidas en el libro cuarto del propio Código civil. Por ejemplo, una
obligación que nace de la ley es la que tienen los padres de suministrar alimentos y cuidados a sus hijos
(art. 143 C.c.).
b) El contrato. Las obligaciones pueden surgir por actos voluntarios de las personas como la
celebración de un contrato, por ejemplo Juan y José realizan un contrato de compraventa. Este contrato es
un acto voluntario y de él nace la obligación de que Juan —comprador—, pague a José el precio pactado y
la obligación de que José, que es el vendedor, entregue la cosa vendida a Juan.
En general la autonomía privada del individuo (vid. Tema 3, epígrafe 2) es fuente fundamental del nacimiento de las
obligaciones. El principal medio de expresión de la autonomía privada es el negocio jurídico. El único negocio que menciona
el Código civil es el contrato, si bien también deben incluirse aquí las llamadas «relaciones contractuales de hecho o
derivadas de una conducta social típica», en las que la obligación no se origina por una declaración de voluntad expresa sino
por un comportamiento de una de las partes. Por ejemplo, coger el autobús o la utilización de un aparcamiento de vehículos.

c) Los llamados «cuasi contratos». El Código nos dice en el artículo 1.887 que los cuasi contratos son
hechos lícitos y voluntarios de los que resulta obligado su autor para con un tercero, y en ocasiones puede
surgir de esos mismos hechos una obligación recíproca entre el autor del hecho mencionado y el tercero.
El Código considera cuasi contratos dos figuras: la gestión de negocios ajenos sin mandato (arts. 1.888 ss.
C.c.) y la obligación de restituir que tiene quien ha cobrado algo que no se le debía (arts. 1.895 ss. C.c.).
Como vemos, en ambos casos la obligación nace sin que exista un acuerdo previo entre las partes de
naturaleza contractual, pero cuando por ejemplo un amigo o vecino asume una gestión no encomendada
que beneficia a otro en su ausencia, es lógico que éste tenga la obligación de pagar los gastos asumidos
por su amigo en la gestión realizada. Lo mismo sucede cuando alguien por error paga una deuda que no
tiene. Nada más lógico que el que ha recibido el pago esté obligado a devolverlo.
d) Conductas delictuales (los delitos y las faltas). Son considerados por el Código como fuente de la
obligación de restituir las cosas objeto del delito y de la obligación de resarcir los daños y reparar los
perjuicios causados por él. Estas obligaciones se regulan por lo dispuesto en el Código penal.
e) Los actos y omisiones en los que intervenga culpa o negligencia. El artículo 1.902 del Código civil
establece la obligación de indemnizar que se impone al que por acción u omisión causa daño a otro
interviniendo culpa o negligencia. Nace una obligación de indemnizar porque mediante una acción u
omisión antijurídica una persona ha causado daño a otra u otras y ese daño debe ser reparado. No se ha
cometido un delito porque la acción u omisión no está tipificada como delito o falta en las leyes penales
vigentes, pero se ha realizado un acto antijurídico que ha tenido como consecuencia un daño material,
personal o moral y que genera la obligación a cargo de su autor de reparar el daño causado. En estos
casos hablamos de responsabilidad extracontractual (infra Tema 12). Por ejemplo, Ana haciendo deporte
en bicicleta por el paseo marítimo de su ciudad atropella a Elena provocándole lesiones de relativa
importancia; nace la obligación a cargo de Ana de reparar los daños causados a Elena.

3. LAS OBLIGACIONES CON PLURALIDAD DE SUJETOS


Como sabemos, las partes en la relación obligatoria se denominan deudor y acreedor, pudiendo ser
sujeto de relaciones obligatorias todas las personas, tanto físicas como jurídicas (art. 38 C.c.).
Pero hay que tener en cuenta que pueden concurrir una pluralidad de sujetos tanto en la titularidad
activa como en la pasiva. Son obligaciones en las que la titularidad activa (crédito) estará formada por dos
o más acreedores o la titularidad pasiva (deuda) estará formada por dos o más deudores. También es
posible que la pluralidad de sujetos se dé en ambos polos de la obligación, varios acreedores y varios
deudores.
Ante la pluralidad de personas como acreedores o como deudores el Código civil contempla dos formas
distintas de organización: las obligaciones mancomunadas y las obligaciones solidarias.

3.1. LAS OBLIGACIONES MANCOMUNADAS

A las obligaciones mancomunadas se refiere el artículo 1.138 C.c., cuando indica que si del texto de las
obligaciones a las que se refiere el artículo anterior (obligaciones en las que concurren dos o más
acreedores o dos o más deudores) no resulta otra cosa, el crédito o la deuda se presumirán divididos en
tantas partes iguales como acreedores o deudores haya, reputándose créditos o deudas distintos unos de
otros. Por consiguiente, se denominan obligaciones mancomunadas a aquellas obligaciones en las que
habiendo una pluralidad de personas en la titularidad activa o en la pasiva, el crédito o la deuda se
entienden divididos en tantas partes como acreedores o deudores haya, considerándose créditos o deudas
distintos unos de otros.
Por ejemplo, Juan es acreedor de Luis y José por un importe total de 50 euros. Al dividirse la deuda entre los dos deudores
Luis deberá pagar a Juan 25 euros y José otros 25. Cada uno es deudor por la parte que le corresponde, siendo sus deudas
distintas e independientes una de la otra.

Como la deuda o el crédito se dividen en partes hay autores que prefieren denominarlas «obligaciones
parciarias». Ambas denominaciones puede utilizarse, pero nosotros seguimos en esta explicación la
denominación que recoge el Código civil.
El Código civil menciona la figura de los créditos en mano común (art. 1.139), a los que algunos autores se refieren como
créditos conjuntos o mancomunados. El crédito en mano común es aquel que pertenece a un grupo de acreedores y ha de
ser ejercitado conjuntamente por todos ellos. Es decir, todos los acreedores lo son de la totalidad de la prestación. Por
ejemplo, el deudor se compromete a entregar un caballo de carreras a dos acreedores. Los créditos en mano común nacen
en tres supuestos: a) Cuando hay una objetiva indivisibilidad de la prestación —como en el ejemplo del caballo—; b) cuando
se pacta por las partes en caso de que el crédito sea divisible, y c) en ausencia de los requisitos anteriores, cuando el crédito
pertenece a un patrimonio colectivo del que son cotitulares varias personas, por ejemplo, patrimonio hereditario.

El artículo 1.138 del Código civil establece una doble presunción:

— En primer lugar presume que es mancomunada la obligación en la que concurren varios acreedores
o varios deudores. Quiere decir que si las partes no han establecido otro régimen jurídico distinto (por
ejemplo, la solidaridad), hay que considerar que la obligación en la que aparecen varios sujetos en el
crédito o en la deuda es mancomunada. Esta presunción confirma la regla de no solidaridad consagrada
en el artículo precedente (art. 1.137 C.c.) (vid. infra epígrafe 3.2).
— En segundo lugar se presume que las partes en las que se divide el crédito o la deuda son iguales.
Ahora bien, los sujetos que han intervenido han podido dividir la obligación en partes distintas,
manifestándolo expresa o tácitamente al constituirse la obligación.

Para estudiar el régimen jurídico de las obligaciones mancomunadas hay que partir de los dos
principios rectores que la caracteriz,an: división de la obligación e independencia entre sí de los créditos
o deudas resultantes (CAFFARENA LAPORTA).
Si la obligación tiene varios acreedores, se dividirá en tantos créditos como acreedores haya. Cada
acreedor sólo puede reclamar la parte que le corresponda y es el único legitimado para recibir el pago de
dicha parte. Por ejemplo, los copropietarios de una casa en el campo venden dicha casa a un tercero, por
lo que deben percibir el precio de la venta según la cuota que cada uno posee en la comunidad. Si la
obligación mancomunada lo es con una pluralidad de deudores cada uno lo será de su parte
correspondiente, sin que ninguno esté obligado a suplir la insolvencia de los otros. Esta última cuestión es
muy importante porque, al quedar dividida la deuda, cada uno de los deudores se libera respecto al
acreedor con el cumplimiento de la parte que le corresponde. Y si uno de los deudores no puede hacer
frente al pago (por no tener en su patrimonio dinero en efectivo o bienes patrimoniales suficientes que le
permitan cumplir con sus obligaciones), los demás deudores no se verán perjudicados al no afectarles la
posible insolvencia de los otros deudores.

3.2. LAS OBLIGACIONES SOLIDARIAS

El Código civil regula junto a las obligaciones mancomunadas las denominadas «obligaciones
solidarias» (arts. 1.137 a 1.148). En la titularidad activa o pasiva pueden concurrir una pluralidad de
sujetos y organizarse jurídicamente de forma distinta a la mancomunidad.
Cuando la obligación es solidaria puede haber varios acreedores o varios deudores. En el primer caso,
varios acreedores frente a un solo deudor, la solidaridad será activa, teniendo cualquiera de los
acreedores derecho a pedir al deudor el cumplimiento por entero de la prestación a su favor. Si son varios
los deudores y un único acreedor, la solidaridad será pasiva o solidaridad de deudores, teniendo cada uno
de ellos la obligación de cumplir por entero la prestación a favor del acreedor.
Es posible que la obligación se constituya con varios acreedores en el lado activo y varios deudores en
el lado pasivo, en cuyo caso se habla de solidaridad mixta.
La función que la solidaridad cumple en el tráfico jurídico es distinta según se trate de solidaridad
activa o pasiva. En la solidaridad activa prima la idea de mandato o encargo mutuo o recíproco, que
permite que cada acreedor pueda actuar en beneficio de los demás. En la práctica la solidaridad activa se
produce fundamentalmente en relación a cuentas corrientes bancarias o depósitos bancarios que son
establecidos para que cada uno de los titulares pueda disponer de la totalidad del saldo o del depósito. En
este caso los titulares de la cuenta bancaria son los acreedores de la misma —y podrán disponer cada uno
de ellos de la totalidad del saldo o depósito— y la entidad bancaria es el deudor.
El régimen jurídico de la solidaridad activa se establece en los artículos 1.141 a 1.144 C.c. El deudor
puede pagar la deuda a cualquiera de los acreedores solidarios (tiene la facultad de elegir a quien quiere
pagar); pero si hubiera sido demandando judicialmente por alguno de los acreedores, a éste deberá hacer
el pago (art. 1.142 C.c.). Los acreedores solidarios tienen externamente un poder de disposición sobre el
crédito en su totalidad, lo que quiere decir que no sólo cualquiera de ellos puede cobrar la deuda al
deudor extinguiendo así la obligación, sino que también cualquier acreedor puede llevar a cabo actos
dispositivos o modificativos sobre el crédito, por ejemplo perdonar la deuda al obligado. El párrafo
segundo del artículo 1.143 dispone que el acreedor que haya ejecutado cualquiera de estos actos, así
como el que cobre la deuda, responderá a los demás de la parte que les corresponde en la obligación. En
consecuencia, si se produce el pago a favor de uno de los acreedores o si cualquiera de los acreedores
solidarios realiza actos jurídicos extintivos o modificativos de la obligación que perjudiquen a los demás
acreedores, se deriva de los mismos un derecho de reembolso a favor de estos frente a aquél, limitado a la
parte que cada uno tenga en la obligación, que en principio se presume igual (art. 1.143 C.c.). Por
ejemplo, Juan que debe 3.000 euros a Pedro y a Luis, paga la totalidad de la deuda a Luis, extinguiendo
así la obligación existente entre los acreedores solidarios (Luis y Pedro) y él como deudor. En virtud del
pago realizado por Juan, Pedro se convierte en acreedor de Luis, pero únicamente le puede exigir la parte
de la deuda que le corresponde en la relación interna, que en defecto de pacto se presume que será 1.500
euros. Lo mismo sucederá si Luis perdona la totalidad de la deuda a Juan; se extinguirá la obligación
solidaria, naciendo una acción de reembolso a favor de Pedro frente a Luis por la parte que le
corresponda en la relación interna entre los acreedores.
La solidaridad pasiva o de deudores cumple esencialmente una función de garantía, ya que el acreedor
puede exigir el cumplimiento de la totalidad de la prestación a su favor a cualquiera de los deudores o si
lo prefiere, a varios o a todos ellos simultáneamente (art. 1.144 C.c.) y, mientras que la deuda no resulte
pagada por completo, el acreedor, aunque haya reclamado a un deudor, podrá reclamar a los demás. Esta
función de garantía se manifiesta, fundamentalmente, en que al acreedor no le va a perjudicar la
insolvencia de algún o algunos de los deudores, puesto que todos y cada uno de ellos son deudores,
externamente, por la totalidad de la prestación. Por tanto el acreedor podrá exigir el pago total de la
deuda a aquel o aquellos que sean solventes. Si uno de los deudores solidarios es insolvente, su falta de
solvencia es suplida por los codeudores a prorrata de la deuda de cada uno (art. 1.145 C.c., último
párrafo).
El pago o cumplimiento por cualquiera de los deudores tiene como consecuencia la extinción de la
obligación, y la liberación de todos los deudores frente al acreedor, que ha visto su derecho de crédito
satisfecho (art. 1.145 C.c.). Pero hay que tener en cuenta que en la regulación de las obligaciones
solidarias en el Código civil nos encontramos con algunos preceptos que contemplan la relación de los
acreedores con los deudores, la llamada relación externa, junto a otros destinados a la relación entre los
deudores vinculados solidariamente, o entre los acreedores entre sí, la relación interna.
Esta distinción es muy importante porque, como ya se ha señalado, en la solidaridad activa o de
acreedores el acreedor que haya cobrado responderá a los demás de la parte que a cada uno de ellos le
corresponda en la obligación (art. 1.143 C.c.). Por ejemplo, si Antonio, Borja y Carlos son acreedores
solidarios de Diego y éste paga a Borja, la obligación se extingue por el pago y la relación externa deja de
existir, pero Borja tendrá que hacer partícipe a Carlos y Antonio de la parte que a cada uno le
corresponda en la relación interna.
En la solidaridad pasiva o de deudores, en la relación externa la idea primordial es que cada deudor
debe la totalidad de la prestación. En cambio en la relación interna prima la idea de que cada deudor lo es
por su parte correspondiente, y por tanto la deuda debe dividirse entre todos los codeudores (CAFFARENA
LAPORTA). Por ello el artículo 1.145 dice que «el pago hecho por uno de los deudores extingue la
obligación», pero añade que «el que hizo el pago sólo puede reclamar de sus codeudores la parte que a
cada uno corresponda, con los intereses de anticipo». Nace a favor del deudor que ha pagado una acción
de regreso o reclamación que le autoriza a exigir a cada deudor la parte que le corresponde en la deuda.
Por ejemplo si Alberto y Teresa son arrendatarios de Luis y Alberto paga a Luis la cantidad debida como
merced o renta arrendaticia, tiene derecho a reclamar a Teresa (codeudora) la parte que a ésta le
corresponde en la relación interna.
Como se ha dicho, la regla contenida en el artículo 1.137 sienta el principio de no presunción de
solidaridad: «La concurrencia de dos o más acreedores o de dos o más deudores en una sola obligación no
implica que cada uno de aquéllos tenga derecho a pedir, ni cada uno de éstos deba prestar íntegramente,
las cosas objeto de la misma. Sólo habrá lugar a esto cuando la obligación expresamente lo determine,
constituyéndose con el carácter de solidaria».
En la primera parte el precepto transcrito se limita a no presumir la solidaridad, pero en su parte final
exige, para que haya solidaridad, que la obligación lo disponga expresamente. Cuando habla de obligación
se refiere a la fuente de la misma, generalmente el contrato, pero comprende también cualquier otra,
como la derivada de un hecho que ha causado daños.
Sin embargo, pese a lo que dispone el artículo 1.137, en la práctica se ha tenido en cuenta que el
régimen jurídico de la solidaridad puede ser más adecuado para la justa compensación de intereses que
se han puesto en juego. Ello ha llevado a nuestra jurisprudencia y a un sector importante de la doctrina a
restringir el alcance del precepto citado, de tal forma que no es exagerado afirmar que en la práctica rige
el principio opuesto al de no presunción de solidaridad (Caffarena Laporta). En consecuencia, se
interpreta el artículo 1.137 de tal forma que se puede entender que hay solidaridad sin necesidad de una
declaración expresa al respecto. Como explica Díez-Picazo, el artículo 1.137 no impone que en la
obligación haya que emplear precisamente la expresión «solidario», «solidaria» o «solidaridad», sino que
de la voluntad de las partes (cuando la solidaridad nace del negocio creador de la obligación) haya sido la
de establecerla.
Esta idea se refleja en la sentencia de 20 de enero de 2010 del Tribunal Supremo en la que se declara como doctrina
jurisprudencial, que la responsabilidad del mayorista u organizador de un viaje combinado —en el que por un accidente de
autocar perdieron la vida y resultaron lesionados varios viajeros— es solidaria con el minorista o agente de viajes frente a los
consumidores, sin perjuicio de las acciones de regreso que existan entre ellos (art. 1.145.2 C.c.).
La STS de 21 de octubre de 2013, en relación con un contrato de prestación de servicios jurídicos, considera responsables
solidarios de los daños ocasionados al cliente por no haber asistido a la vista previa señalada por el Juzgado, tanto al
abogado titular del despacho como al colaborador de éste. Señala la sentencia que la relación interna existente entre los
abogados en nada afecta a los derechos del cliente, quien ha sufrido las consecuencias de una actuación negligente
atribuible a los dos demandados y de la que ambos son responsables solidarios.

En relación a la obligación procedente de un acto ilícito civil (lo que comúnmente denominamos como
«responsabilidad extracontractual», vid. Tema 12), imputable a varias personas (por ejemplo, varios niños
de un colegio que juegan en el patio del mismo lesionan a un compañero, sin poderse determinar cuál es
exactamente el causante del daño) se afirma que todas ellas responden solidariamente, argumentando
que los artículos 1.137 y 1.138 no se refieren sólo a las obligaciones que nacen de un acuerdo entre las
partes. Pero sobre todo la jurisprudencia tiene en cuenta que en estos casos la solidaridad proporciona
una mayor garantía al perjudicado, que podrá dirigirse contra cualquiera de los posibles agentes para
exigir el resarcimiento del daño.

4. EL OBJETO DE LA OBLIGACIÓN. CLASES DE OBLIGACIONES

4.1. REQUISITOS DEL OBJETO DE LA OBLIGACIÓN

El objeto de la obligación es lo debido por el deudor —entrega de una cosa o de una cantidad de dinero
o realización de una determinada conducta o comportamiento—, al que se denomina en general
«prestación». La prestación es el comportamiento previsto en el momento inicial de constitución de la
relación obligatoria que el deudor se ha obligado a realizar y que es exigible coactivamente por el
acreedor. Tal comportamiento, como dice el artículo 1.088 del Código civil, puede consistir en dar, hacer o
no hacer alguna cosa.
La prestación ha de ser posible, lícita y determinada. El Código civil no alude a los requisitos de la
prestación cuando regula la disciplina general de las obligaciones, pero tales requisitos se derivan de los
preceptos relativos al objeto del contrato (arts. 1.271 a 1.273 C.c.). La determinación implica que para
que la prestación pueda ser cumplida, es preciso que quede fijado aquello en que debe consistir (art.
1.273 C.c.). Es decir, sólo hay obligación cuando el deudor conoce a qué queda obligado y el acreedor, a su
vez, conoce el concreto comportamiento prometido por el deudor. El comportamiento debido, además, ha
de ser acorde a la legalidad y a la moralidad (véase en este sentido tal exigencia en el art. 1.271.3 C.c.). Y,
por último, en virtud del artículo 1.272 C.c. nadie puede quedar obligado a hacer un acto irrealizable (por
ejemplo, nadie puede ser obligado a entregar el sol).

4.2. CLASES DE OBLIGACIONES

Teniendo en cuenta el objeto de la obligación, puede realizarse una clasificación de las obligaciones que
es útil a la hora de aplicar los preceptos del Código civil que tienen en cuenta la prestación para
establecer un determinado régimen jurídico.
En primer lugar, la obligación puede ser positiva —comportamiento positivo del deudor consistente en
dar o hacer algo— o negativa —comportamiento negativo del deudor consistente en no dar o no hacer
algo—.
La obligación es de dar cuando la prestación a realizar consiste en un comportamiento dirigido a
entregar una cosa. En el Código civil es considerada como el prototipo de las obligaciones. La entrega es
la puesta a disposición de la cosa y consiste en la realización por parte del deudor de los actos necesarios
para que el acreedor tome posesión del objeto entregado. La entrega puede tener distintas funciones, se
puede entregar algo para, por ejemplo, transmitir la propiedad de lo entregado, como sucede
habitualmente cuando se cumple el contrato de compraventa o se puede entregar la cosa con finalidad
restitutoria, como sucede cuando el arrendatario devuelve el objeto arrendado al arrendador. Respecto a
la prestación de dar o entregar el Código civil establece las siguientes reglas:

1. El acreedor tiene derecho a que le sean entregados los frutos de la cosa desde que nace la obligación
de entrega (art. 1.095 C.c.).
2. El obligado a entregar una cosa lo está también a la entrega de los accesorios (art. 1.097 C.c.), entre
los que se encuentran los objetos auxiliares o complementarios a la cosa y que sirven para hacer posible
su funcionamiento, por ejemplo instrucciones necesarias para su uso.
3. El obligado a entregar alguna cosa lo está también a conservarla con la diligencia propia de un buen
padre de familia (art. 1.094 C.c.). La destrucción del bien por falta de cuidado del deudor no libera a éste
de su obligación, de modo que la obligación se perpetúa transformándose en una obligación de pago del
equivalente pecuniario (además de la de indemnizar daños y perjuicios).

Las obligaciones de dar pueden ser a su vez, genéricas y específicas. Estas últimas son las que recaen
sobre cosas concretas y determinadas desde el momento de la perfección del contrato, y que suelen ser
insustituibles. Por ejemplo Juan se compromete a entregar a Pedro un ejemplar del Quijote de gran valor
que tiene en su biblioteca, o se obliga a entregar un coche matrícula AA-1111-BB. En estas obligaciones el
deudor sólo cumple entregando la cosa predeterminada. Son genéricas las obligaciones de dar en las que
la cosa objeto de la prestación se encuentran determinadas únicamente a través o mediante su
pertenencia a un género. Por género se entiende un conjunto más o menos amplio de objetos de los que se
pueden predicar unas condiciones comunes. Son habitualmente objeto de las obligaciones genéricas, las
denominadas cosas fungibles —cosas que son sustituibles entre sí— que en la vida corriente se
determinan por su peso, número o medida, por ejemplo, Juan debe entregar a Pedro 100 litros de vino o
200 kilos de naranjas de su próxima cosecha.
El régimen jurídico de las obligaciones genéricas se refleja en tres aspectos fundamentales:
— El acreedor puede reclamar el cumplimiento de la obligación a expensas del deudor, es decir, con cargo a su patrimonio
(art. 1.096.2 C.c.).
— La regla general de la calidad media: Si la calidad y las circunstancias no se han expresado en el contrato, el acreedor
no puede exigir una cosa de la calidad superior, ni el deudor entregar la de calidad inferior (art. 1.167 C.c.).
— La regla genus nunquam perit, que se deduce a sensu contrario del artículo 1.182 C.c. y que significa que ante la
imposibilidad sobrevenida fortuita de la prestación, el deudor no queda liberado del cumplimiento de la obligación, porque
siempre seguirá habiendo cosas pertenecientes al género pactado (vid. Tema 8, epígrafe 2.2).

Una vez seleccionado y apartado el bien o los bienes del género, la obligación genérica se transforma
en una obligación específica. Esta operación se denomina «especificación» y tiene como consecuencia
fundamental la desaparición de la regla genus nunquam perit, y por consiguientes la aplicación de las
reglas generales en materia de pérdida de la cosa debida (arts. 1.182 ss. C.c.) (vid. Tema 8, epígrafe 2.2).
La obligación es de hacer cuando se impone al deudor un comportamiento positivo consistente en el
desarrollo de una actividad (diferente a la de dar o entregar) para satisfacer el interés del acreedor, por
ejemplo realizar un trabajo, desempeñar un servicio o ejecutar una obra.
Las obligaciones de hacer pueden clasificarse en fungibles o no personalísimas e infungibles o
personalísimas. En las fungibles, el cumplimiento de la obligación puede ser realizado por persona
diferente al deudor, la actividad es, pues, de carácter sustituible e intercambiable. En las infungibles, la
realización de la prestación sólo satisface el interés del acreedor cuando la lleva a cabo el propio deudor,
de ahí que la obligación se extinga cuando muere el deudor (art. 1.595 C.c.). Por ejemplo es infungible la
obligación de pintar un retrato por parte de un artista muy famoso. En cambio puede considerarse
fungible la obligación de pintar la pared de una casa.
Asimismo, las obligaciones de hacer pueden ser «de medios o de resultado». En las obligaciones de
medios, el deudor cumple desplegando de modo diligente la actividad debida, aunque no se consiga un
resultado. Por ejemplo, el médico diagnostica la enfermedad del paciente y le receta las medicinas
adecuadas, aunque no consiga lograr su curación. En las obligaciones de resultado el deudor sólo cumple
cuando se obtiene el resultado pactado. Por ello, el constructor incumple si no construye y termina el
edificio de acuerdo con lo pactado.
Como hemos señalado la obligación profesional del médico no es, por regla general, de resultado sino de medios, lo que
quiere decir que el facultativo está obligado a desplegar en pro de su cliente los conocimientos de su ciencia y pericia, y los
dictados de su prudencia, sin que pueda ser responsable del funesto desenlace de la enfermedad que padece su paciente o
de la no curación de éste. No obstante en la medicina voluntaria o satisfactiva (cirugía plástica de embellecimiento —lifting,
peeling, aumento de busto, liposucción, etc.— o para anular su capacidad reproductora —vasectomía o ligadura de trompas
—), las intervenciones del médico llevan consigo cierta obligación de resultado, pues el paciente acude voluntariamente para
alcanzar un resultado determinado, una transformación satisfactoria del propio cuerpo, de manera que el resultado esperado
actúa como auténtica representación final de la actividad que desarrolla el profesional. Sin embargo, la jurisprudencia ha
matizado que la distinción entre obligación de medios y de resultados no es posible mantenerla siempre en el ejercicio de la
actividad médica, «salvo que el resultado se pacte o se garantice», incluso en los supuestos más próximos a la llamada
medicina voluntaria (vid. STS de 28 de junio de 2013).

La obligación de no hacer es un comportamiento desempeñado por el deudor consistente en una


omisión o una abstención. Es un comportamiento meramente negativo. La omisión, puede tener dos
manifestaciones: la simple y mera inactividad (por ejemplo, la obligación de no instalar un bar en un local
que se ha arrendado), o la consistente en que el deudor permita al acreedor realizar una actividad sin
poner obstáculos a la misma (por ejemplo, permitir que el dueño del solar que hemos arrendado aparque
en el mismo). En caso de incumplimiento de la obligación de no hacer, el acreedor tiene derecho a que se
deshaga lo indebidamente realizado (art. 1.099) y si ello no fuera posible a que se le indemnicen los daños
y perjuicios causados por el incumplimiento (art. 1.101) (vid. Tema 8, epígrafes 3 y 4).
Una de las hipótesis más importantes de prestación es la que consiste en la entrega de una cantidad de
dinero porque el dinero es el instrumento utilizado para realizar el intercambio de bienes y de servicios.
Cuando la prestación consiste en la entrega de una suma de dinero, la obligación se denomina pecuniaria
o dineraria. Estas obligaciones son obligaciones genéricas, cuyo cumplimiento se realiza mediante la
entrega de la cantidad adeudada en dinero de curso legal. En España la unidad del sistema monetario es
el euro.
La peseta fue la unidad monetaria en España desde su aprobación el 19 de octubre de 1868 hasta el 1 de enero de 1999,
cuando se introdujo el euro. Siguió circulando hasta el 31 de diciembre de 2001 y después, provisionalmente, hasta el 28 de
febrero de 2002.

Las obligaciones pecuniarias pueden a su vez dividirse en «deudas de dinero y deudas de valor». La
deuda es de dinero cuando éste funciona en la obligación como medio de cambio de cosas y de servicios.
El acreedor busca la entrega de una cantidad determinada de dinero, por ejemplo, el comprador de una
escultura se obliga a pagar por ella 2.000 euros. La deuda es de valor, cuando el dinero no es lo buscado
inicialmente por el acreedor y funciona como sustitutivo de otros bienes o servicios. Consiste en entregar
el valor o equivalencia en dinero de un bien o servicio cuyo valor no está predeterminado con
anterioridad, por ejemplo la suma en la que se cuantifica la reparación de una daño.
El problema más grave que plantean las obligaciones pecuniarias es la pérdida del valor adquisitivo del dinero causada
por la inflación o por la deflación de la moneda. Nuestro ordenamiento jurídico se inclina por el llamado Principio del
Nominalismo, según el cual el deudor deberá entregar la misma suma pactada en la obligación, es decir el mismo valor
nominal, cualquiera que sea la alteración del poder adquisitivo del dinero como consecuencia de las apreciaciones o
depreciaciones de la moneda. Este principio tiene su reflejo en el artículo 1.170 C.c. Para evitar las consecuencias del
nominalismo las partes pueden acudir a las llamadas «cláusulas de estabilización». Este tipo de cláusulas se insertan en los
contratos de tracto sucesivo, y consisten en un índice corrector (que puede ser el Índice de Precios al Consumo o cualquier
otro) que sirven para fijar la relación entre la suma objeto del contrato y el índice. De modo que la suma variará en idéntico
sentido al índice. De este modo se corrige la pérdida o aumento del valor adquisitivo de la moneda.

Un ejemplo de obligación pecuniaria es la obligación de pago de intereses. El disfrute de un capital en


dinero perteneciente a otra persona (v. gr., prestamista), o que debía haber sido entregado al acreedor en
su momento, genera un beneficio para el que lo utiliza que debe pagar por ello un precio o compensación
que es el interés en sentido jurídico. En el primer caso el interés tiene una función remuneratoria
(remunerar al sujeto que presta dinero a otro) en el segundo una función indemnizatoria, derivada del
retraso en el pago de una deuda. Sea cual sea su función, la obligación de pagar intereses es una
obligación pecuniaria, de naturaleza accesoria respecto a la obligación principal de restituir o entregar el
capital. El interés se calcula normalmente en función de un porcentaje del capital en relación con un
espacio temporal, por ejemplo 4 por 100 anual. Los intereses pueden ser legales, si la obligación de pago
se encuentra establecida en la ley y convencionales cuando se fijan mediante un pacto entre las partes (si
se ha pactado la obligación de pagar intereses pero no su cuantía se entiende que opera el interés legal
del dinero).
Nuestro Código civil en el artículo 1.109 permite el anatocismo (sin embargo, el art. 317 del Código de comercio, dispone
que los intereses vencidos y no pagados no devengan intereses), que es la acción de cobrar intereses sobre los intereses de
demora derivados del impago de una deuda y que consiste en ir capitalizando —en el sentido de incorporar al capital— los
intereses simples que devenga el crédito principal en el primer período de vencimiento (mensual, trimestral, semestral,
anual) y los que sucesivamente se van produciendo, con el fin de que esta cantidad (capital + intereses) produzca nuevos
intereses. A modo ejemplificativo, el devengo de intereses simple supondría que, en períodos sucesivos mensuales, una
deuda de 1.000 euros a un 5 por 100 de interés aumente a la cantidad de 1.250 euros en 5 meses. El devengo de intereses
con anatocismo supondría que la deuda de 1.000 euros ascendiera a la cantidad de 1.276,28 euros en esos 5 meses, cantidad
que mes tras mes seguiría aumentando en una mayor cantidad y que llegaría a los 1.551 euros tras otros 4 meses, frente a
los 1.450 euros de no haber anatocismo.

5. LA RELACIÓN OBLIGATORIA RECÍPROCA O SINALAGMÁTICA


Las obligaciones recíprocas son aquellas en las cuales los dos sujetos de la relación se encuentran
obligados. Quiere decir que ambas partes resultan por virtud de la relación, obligadas y que ambas son
también titulares de los correspondientes derechos de crédito (DÍEZ-PICAZO).
El Código civil hace referencia a las obligaciones recíprocas en varios preceptos: artículo 1.100 último
párrafo, «en las obligaciones recíprocas ninguno de los interesados incurre en mora...»; el artículo 1.120
habla de obligación que impone recíprocas prestaciones; o el artículo 1.124 al disponer que «la facultad
de resolver las obligaciones se encuentra implícita en las recíprocas, para el caso de que uno de los
obligados no cumpliere lo que le incumbe».
Aunque el Código no define ni explica en qué consiste la reciprocidad, sí determina en relación con este
tipo de obligaciones unos efectos específicos.
Antes de estudiar estos concretos efectos tenemos que tener en cuenta que el Código y la doctrina
manejan la idea de reciprocidad y de bilateralidad unas veces en relación con el contrato y otras en
relación con las obligaciones que nacen o se generan a partir del mismo. Las ideas de bilateralidad de la
obligación y del contrato, de reciprocidad y de carácter sinalagmático son utilizadas de manera indistinta
y como sinónimos.
Es necesario fijar la distinción entre obligaciones unilaterales y obligaciones bilaterales: las primeras
son aquellas en las que sólo uno de los sujetos implicados en la relación obligatoria resulta obligado
respecto al otro. Por ejemplo, al realizar un contrato de préstamo nace la obligación a cargo del
prestatario de devolver al prestamista el dinero que este último le ha prestado. En este caso se puede
hablar de contrato unilateral y también de obligación unilateral. Las segundas surgen cuando ambas
partes resultan obligadas una respecto a la otra a cumplir la prestación pactada y a su vez ambas pueden
exigirse el cumplimiento de la prestación. Por ejemplo, al realizar un contrato de compraventa entre
Carolina (vendedora) y María (compradora), ambas están obligadas a cumplir las obligaciones que les
incumben; Carolina deberá entregar la cosa vendida a María y ésta a su vez, estará obligada a pagar el
precio pactado a Carolina y ambas pueden exigirse el cumplimiento de sus respectivas prestaciones.
Como vemos, el contrato de compraventa engendra obligaciones y derechos a cargo de ambas partes.
Puede hablarse en este caso de contrato bilateral que genera obligaciones recíprocas o sinalagmáticas.
Como hemos visto, en las obligaciones recíprocas cada una de las partes tiene frente a la otra un
derecho de crédito —que le permite exigir el cumplimiento de la prestación— y un deber de prestación
correlativo —que le obliga a cumplir con la prestación que le incumbe—. Los deberes de prestación se
encuentran entre sí ligados por un nexo o unión de interdependencia, puesto que cada parte acepta el
sacrificio que para ella supone realizar la prestación a cambio y con la finalidad de lograr como resultado
la prestación que la otra parte debe realizar a su favor.
A este nexo de enlace que existe entre las obligaciones recíprocas se le denomina técnicamente
«sinalagma». La doctrina distingue entre sinalagma genético y sinalagma funcional.
El sinalagama genético significa que en el origen de la relación obligatoria cada deber de prestación
constituye para la otra parte la causa por la cual se obliga a realizar su propia prestación, una obligación
no hubiera nacido sin la existencia de la otra, de modo que la inicial inexistencia de una de las
prestaciones o su desaparición tiene como consecuencia que el otro deber de prestación aislado carezca
de sentido (art. 1.274 C.c.). De ahí que la desaparición del deber de prestación de una de las partes —por
imposibilidad— o el incumplimiento del mismo dé lugar a la facultad de resolver el contrato por la otra
parte (art. 1.124 C.c.) (vid. Tema 8, epígrafe 5).
El sinalagma funcional se refiere, no al origen de la obligación, sino a su cumplimiento. Por ello es una
consecuencia inmediata de la interdependencia funcional, salvo pacto entre las partes, la regla que
impone el cumplimiento simultáneo de las prestaciones. Así, el artículo 1.466 C.c. dispone que «el
vendedor no está obligado a entregar la cosa vendida, si el comprador no le ha pagado el precio o no se
ha señalado en el contrato un plazo para el pago» y el artículo 1.500 señala que «el comprador está
obligado a pagar el precio de la cosa vendida en el tiempo y lugar fijados por el contrato. Si no se hubiere
fijado, deberá hacerse el pago en el tiempo y lugar en que se haga la entrega de la cosa vendida». Nadie
puede ser obligado a cumplir mientras la otra parte no haya cumplido. La defensa frente a la acción de
cumplimiento ejercitada por el incumplidor es la excepción de incumplimiento contractual.
Como vemos, en las obligaciones sinalagmáticas cada deber de prestación funciona como equivalente y
como contravalor del deber de prestación recíproco. Pero ello no quiere decir que tenga que existir una
equivalencia o igualdad absoluta del valor objetivo de las prestaciones. Aunque el vendedor venda muy
barato o el comprador compre muy caro el sinalagma existe (DÍEZ-PICAZO).
El carácter sinalagmático de la obligación determina las siguientes consecuencias:

— Un régimen específico en materia de mora o retraso en el cumplimiento de la obligación, que se


encuentra establecido en el artículo 1.100 C.c. Así, nos dice el precepto que en las obligaciones recíprocas
ninguno de los obligados incurre en mora si el otro no cumple o no se allana a cumplir debidamente lo que
le incumbe. Desde que uno de los obligados cumple su obligación, empieza la mora para el otro (vid. Tema
8, epígrafe 1.2).
— La facultad concedida a cualquiera de las partes de resolver el vínculo obligacional, en el caso de que
haya sido incumplida la obligación recíproca. El artículo 1.124 del Código civil dispone que la facultad de
resolver las obligaciones se entiende implícita en las recíprocas, para el caso de que uno de los obligados
no cumpliere lo que le incumbe. Este precepto ofrece la posibilidad al perjudicado por el incumplimiento
de la obligación recíproca de exigir el cumplimiento a la otra parte o resolver el contrato por
incumplimiento. En ambos casos puede exigir además la correspondiente indemnización de daños y
perjuicios (sobre ello, con más detenimiento, vid. Tema 8, epígrafe 5).
— Otra consecuencia es la posibilidad que tiene cualquiera de los obligados de utilizar en su defensa la
llama «excepción de incumplimiento contractual» cuando el otro sin haber cumplido le reclama el
cumplimiento. Esta excepción se funda en la regla de cumplimiento simultáneo de las prestaciones
recíprocas y en la idea de que cada parte puede rehusar o rechazar el cumplimiento de la obligación
prevista a su cargo, mientras la otra parte no cumpla con la suya. A la inversa, ninguna de las partes
puede demandar el cumplimiento de la obligación contraria, sin cumplir u ofrecer el cumplimiento de la
obligación propia (DÍEZ-PICAZO).
TEMA 6
EL CUMPLIMIENTO DE LAS OBLIGACIONES
SARA MARTÍN SALAMANCA
Universidad Carlos III

1. EL PAGO: SUJETOS, REQUISITOS OBJETIVOS, MOMENTO Y LUGAR DEL


CUMPLIMIENTO

1.1. CONCEPTO Y CUESTIONES GENERALES

A) Concepto

Aunque el Código civil no proporciona un concepto de lo que se entiende por «pago», puede deducirse
de lo que disponen los artículos 1.156 y 1.157 C.c. De su lectura se extrae que pago es una forma de
extinción de las obligaciones (cfr. art. 1.156 C.c.), consistente en la realización por el deudor de la
prestación debida (cfr. art. 1.157 C.c.).
El propio artículo 1.156 C.c. utiliza como sinónimos «pago» y «cumplimiento» («por el pago o
cumplimiento»), pero es cierto que, en general, la noción de cumplimiento es más amplia. Por
«cumplimiento» se entiende la adecuación del comportamiento humano al deber jurídico establecido por
cualquier norma. Así, por ejemplo, si el conductor circula sin rebasar la velocidad máxima prevista para
ese tramo de autovía, está cumpliendo con la norma administrativa correspondiente. Sólo cuando ese
«comportamiento» es precisamente la realización de la prestación contenida en una obligación (por
ejemplo, el dueño de un camión transporta los muebles de un matrimonio que le ha contratado para ello),
«cumplimiento» y «pago» se consideran sinónimos.

B) Efectos

Por referencia a las funciones que el pago cumple, se dice que tiene un triple efecto:

a) Extintivo: significa que, cuando el deudor paga, se extingue la obligación. El artículo 1.156 C.c. lo
incluye en la lista de causas de extinción de las obligaciones. Y aunque no es la única (junto al pago, en el
art. 1.156 C.c. aparecen la pérdida de la cosa debida, la condonación, la confusión, la compensación y la
novación; y a ellas se suman, como veremos, la dación en pago y la cesión de bienes), sí es la más natural
de las causas de extinción, dado que, en el caso del pago, la extinción se produce porque se han ejecutado
las prestaciones objeto de la obligación. Se ha cumplido, por tanto, el programa inicialmente previsto en
la obligación.
b) Satisfactivo: significa que desde la perspectiva del acreedor, éste ve satisfecho su interés cuando el
deudor cumple la obligación; y
c) Liberatorio: significa que el cumplimiento de la obligación marca el momento desde el cual el deudor
se libera de su vínculo (obligatorio) con el acreedor.

1.2. SUJETOS

Los sujetos intervinientes en el pago son: 1) el solvens, que es quien paga o cumple la obligación; y 2) el
accipiens, que es quien recibe o a favor de quien se realiza la prestación.
De modo natural, el llamado a realizar el pago (el solvens) es el deudor. Y, el llamado a recibirlo (el
accipiens) es el acreedor. Pero, como veremos más adelante, el pago puede realizarlo una persona que no
sea el deudor y, no obstante, considerarse cumplida la obligación (dicho de otro modo: el lugar del solvens
puede ser ocupado por otros sujetos, que no forman parte de la obligación contraída, y por tanto, que son
«terceros» respecto a tal relación obligatoria). Esta posibilidad es razonable, en tanto que la finalidad
primaria de la obligación es la de permitir que el acreedor vea satisfecho su interés. Si ello sucede, aun
cuando no sea a través del designado como deudor, el Ordenamiento entiende que el pago se ha realizado
y el acreedor deberá admitirlo, siempre que sea exacto.
De igual modo, cumpliéndose ciertos requisitos, el Ordenamiento reconoce efectos al pago realizado a
favor de una persona que no sea el acreedor de la relación obligatoria; esto es, el pago realizado a favor
de un tercero.

A) Solvens

La figura del solvens y cuál es la capacidad que se le requiere a quien cumple la obligación para que se
considere realizado el pago son tratadas genéricamente en el artículo 1.160 C.c., sin distinguir si estamos
hablando del deudor o de un tercero que pague en su lugar. Por tanto, dicha regla resulta aplicable a
ambos casos. De acuerdo con el artículo 1.160 C.c. «En las obligaciones de dar no será válido el pago
hecho por quien no tenga la libre disposición de la cosa debida y capacidad para enajenarla. Sin embargo,
si el pago hubiere consistido en una cantidad de dinero o cosa fungible, no habrá repetición contra el
acreedor que la hubiese gastado o consumido de buena fe».
El primer inciso del artículo se refiere a la capacidad del solvens. El segundo es una regla especial que
se arbitra para los casos en que el pago consistiera en la entrega de una cantidad de dinero o cosa
fungible 1 , por las dificultades de prueba que presentan estos casos. Vamos a analizarlos por separado:

a) En cuanto a la capacidad para realizar el pago, del primer inciso del artículo 1.160 C.c. se deducen
las siguientes conclusiones:

1) El pago realizado sin la capacidad requerida para ello no es un pago regular y, por tanto, no podrá
considerarse cumplimiento de la obligación, con todas sus consecuencias;
2) Aunque el Código civil no proporciona una regla general de capacidad aplicable a todas las
obligaciones, sí se refiere concretamente a las obligaciones de «dar» (las que consisten en la entrega de
una cosa con carácter traslativo —es decir, cuando el deudor entrega al acreedor una cosa que no
pertenecía previamente al acreedor; es decir, se le «da» para que la adquiera—). Respecto a ellas, lo que
se establece es que el solvens debe tener la «libre disposición de la cosa debida y capacidad para
enajenarla».
Por ejemplo, Juan, un menor emancipado que, en cumplimiento de un contrato de compraventa concluido con Pedro,
entrega a éste un inmueble de su propiedad, no está realizando válidamente el pago de la obligación de entrega acordada,
ya que, según el artículo 323 C.c., no dispone de capacidad para enajenar bienes inmuebles si no actúa con consentimiento
de sus padres o curador. Lo mismo podría decirse si Antonio, titular de un derecho real de uso sobre una finca ajena (art.
524 C.c.), se compromete con Arturo a traspasarle su derecho de uso sobre tal finca, dado que según el artículo 525 C.c.
pesa una prohibición de disponer de estos derechos, es decir, no pueden transmitirse (arrendarlos o traspasarlos, dice el
Código).

El pago por quien carece de la capacidad exigida normativamente para ello es anulable, según el
Código civil [art. 1.301 C.c., pago realizado por incapaz —vid. supra Tema 4, epígrafe 4.2.A)—]. Y, por
tanto, puede pedirse la devolución de lo pagado.
En caso de que se haya pagado entregando una cosa de la que no se podía disponer (porque no
pertenecía a quien la ha entregado, porque pesaba sobre ella una prohibición de disponer, etc.), en
general, se podrá «repetir» el pago, es decir, se podrá exigir la devolución de lo pagado.
Por ejemplo, aquel a quien beneficiase la prohibición o limitación de disponer (en nuestro ejemplo, el dueño de la finca
sobre la que Antonio tenía un derecho de uso) puede impugnar el pago y exigir la restitución de la cosa entregada.
En el caso concreto de una venta de cosa ajena, el verdadero dueño de la cosa puede reclamar la cosa de su propiedad e
interponer acción (reivindicatoria) para recuperar la propiedad de la cosa vendida (cfr. infra Tema 14, epígrafe 1.3 sobre el
derecho de propiedad y sus acciones).

3) Las obligaciones de hacer no están contempladas en el artículo 1.160 C.c., posiblemente, por la
inutilidad de la previsión de repetición respecto a la prestación realizada en estos casos: las prestaciones
de hacer, por su propia naturaleza no se pueden restituir o devolver. Se entiende, en consecuencia, que en
tales supuestos, no se aplica la regla del artículo 1.160 C.c. Por tanto, el pago por el incapaz de una
obligación de hacer o de no hacer será válido. Pero ello no significa que no pueda ser cuestionable
jurídicamente la obligación de la que deriva. Por tanto, siempre quedará la posibilidad de impugnar el
negocio que dio lugar al nacimiento de la obligación, con la consiguiente pretensión de restitución del
valor estimado de la prestación realizada (art. 1.303 C.c.).
Por ejemplo, Ernesto, incapacitado, firma un contrato de prestación de servicios, para participar gratuitamente en un
programa de televisión como actor y realiza su prestación por varias semanas. Sus tutores podrán impugnar el contrato
como anulable. Como no puede solicitarse la devolución de la actividad realizada por Ernesto, se pedirá el valor de la
prestación realizada por Ernesto.

b) Por otra parte, de acuerdo con el segundo inciso del artículo 1.160 C.c., en cualquier pago que, a la
vista de lo anterior, pudiese resultar repetible (es decir, el pago realizado por un mayor de edad, sin
problemas de capacidad para querer y entender, pero que ha entregado una cosa de la que no podía
disponer por algún otro motivo o el pago realizado por una persona que no tiene suficiente capacidad
para enajenar) y que hubiera consistido en dinero o cosas fungibles [es decir, cosas sin individualidad,
intercambiables —vid. infra Tema 13, epígrafe 1.2.D)—], no cabe repetición contra el acreedor que la
hubiese gastado o consumido de buena fe.
La previsión tiene sentido por el hecho de que, en estos casos se produce la integración de la cosa en el
patrimonio del acreedor y se hace indistinguible. Tratándose de cosas fungibles, se confunden con el
patrimonio preexistente del acreedor, y la delimitación de lo gastado, por ejemplo cuando se trata de
dinero, puede volverse imposible.
Por «gastado o consumido» debe entenderse tanto la desaparición material del objeto como su pérdida
jurídica (si abandona el patrimonio del accipiens). La buena fe significa que el acreedor no conocía la falta
de capacidad o la falta de libre disponibilidad del solvens. Para que la buena fe del accipiens tenga los
efectos de los que habla el artículo 1.160 C.c. ésta debe concurrir, no sólo en el momento del pago, sino en
el de su gasto o consumición, que es el momento decisivo para el precepto.
La aplicación del precepto requiere de nuevo un matiz cuando se trata de pago realizado por un
incapaz. En estos casos, la consolidación de la atribución patrimonial requerirá que los representantes del
incapaz o el incapaz mismo no hayan impugnado el pago o el negocio jurídico mismo, antes del consumo
de la cosa entregada.

B) Pago por tercero

Como hemos avanzado, el pago lo puede hacer una persona distinta del deudor. Y, según el artículo
1.158 C.c., ello tanto si el deudor lo sabe como si no lo sabe; e incluso si se opone a ello. Y tanto si quien
paga tiene un interés propio en la obligación como si no es así.
Un ejemplo lo constituye la ex mujer que, en virtud de la sentencia de divorcio, disfruta del uso de la vivienda familiar (ex
art. 96 C.c.), que se compró por el ahora ex marido antes de casarse, y para cuya compra ése solicitó un préstamo
hipotecario. Si el ex marido deja de pagar las cuotas del préstamo, el banco ejecutará la vivienda y la esposa perderá su
residencia. Por ello, cuando el prestatario comienza a atravesar una mala racha económica, la ex esposa decide pagar ella
misma las cuotas del préstamo, a pesar de no ser parte en el contrato con el banco.
Otro ejemplo de tercero que puede tener interés en una deuda ajena es el caso de una finca que sirve como garantía a dos
obligaciones —podrían ser préstamos—. Si el prestatario ha incumplido la devolución de la cantidad prestada de acuerdo
con el primer préstamo, como está garantizada con una hipoteca sobre la finca, el prestamista procederá a ejecutarla. Así
las cosas, el acreedor del segundo préstamo concedido puede estar interesado en satisfacer él mismo la primera deuda, de la
que luego podrá recobrarse, y evitar así que, si llega su momento, él no pueda disfrutar de la garantía real que le supone el
valor de la finca.

Por una parte, en relación con la obligación, el pago por tercero, si cumple con el resto de los requisitos
propios del pago (cfr. infra epígrafe 1.3), no podrá ser rechazado por el acreedor; se considerará válido. Y
produce el resto de los efectos propios del pago [excepto el de la extinción de la obligación, ya que, como
luego se verá, el sujeto que paga la deuda ajena puede sustituir al acreedor inicial en ciertos casos,
subrogándose en la posición del acreedor inicial. Esto es, sustituyendo al acreedor inicial y convirtiéndose
él mismo en acreedor, de tal modo que la obligación no se llega a extinguir, sino que únicamente cambia
el titular activo del crédito (cfr. infra)].
Por otra parte, una vez que el tercero realiza el pago de una deuda ajena, el Código prevé tres
procedimientos para reequilibrar su patrimonio interviniendo de algún modo el patrimonio del deudor, es
decir, haciendo que el coste del sacrificio patrimonial realizado por el sujeto que paga recaiga finalmente
sobre el patrimonio de quien era deudor:

1) Subrogación del tercero en la obligación pagada;


2) Acción de reembolso a favor del tercero;
3) Acción de enriquecimiento a favor del tercero (actio in rem verso).

Mediante la subrogación, el tercero (solvens) se coloca en la misma situación jurídica que ocupaba el
acreedor a quien él pagó. Se transfiere al tercero la titularidad del crédito pagado, junto con los derechos
a él anexos, según el artículo 1.212 C.c. (por ejemplo, si la deuda estaba garantizada con un derecho de
hipoteca sobre un bien inmueble, o si lo estaba a través de la existencia de un fiador, etc.). Es por ello que
el pago, en este caso, no extingue la obligación, que continúa viva para el deudor. Para que se produzca la
subrogación es requisito indispensable que el tercero no haya pagado ignorándolo el deudor (art. 1.159
C.c.).
Además, el Código nos provee de una lista taxativa de casos en los que la subrogación se presume
legalmente (arts. 1.209 y 1.210 C.c.). Fuera de ellos, será preciso que se establezca explícitamente. Según
el artículo 1.210 C.c. se presume la subrogación cuando: 1) un acreedor pague a otro acreedor
preferente 2 ; 2) cuando un tercero sin interés en la obligación, pague con aprobación expresa o tácita del
deudor, y 3) cuando el tercero que pague tenga interés en el cumplimiento de la obligación.
A través de la acción de reembolso, el tercero puede reclamar del deudor lo que hubiera pagado. De
esta acción dispone todo tercero que no hubiera pagado contra la expresa voluntad del deudor (art. 1.158
C.c.). Pero, a diferencia de los casos de subrogación, el tercero no entra a ocupar la posición del anterior
acreedor, con todas las obligaciones anexas; éstas no pasan al tercero solvens. Por ello se entiende que la
obligación inicial ha quedado extinguida y se ha generado una nueva, que incluye como acreedor al
tercero solvens, y que tiene por objeto el reintegro de lo efectivamente pagado.
Se admite también que reclame los gastos en que el tercero incurrió para realizar el pago (por ejemplo, traslados) y los
perjuicios sufridos en aras al mismo (por ejemplo, sufre un accidente en el desplazamiento para realizar el pago). Si actuó
con consentimiento del deudor, por analogía con el mandato (arts. 1.728 y 1.729 C.c.). Si actuó sin conocimiento del deudor,
por analogía con la gestión de negocios ajenos (art. 1.893 C.c.).

Como se aprecia, el tercero que paga la deuda ajena (solvens) dispondrá tanto de la acción de
subrogación como de la de reembolso, en aquellos casos en que actuase con consentimiento (expreso o
tácito) del deudor. En tal caso, corresponde al acreedor optar por la acción que más le interese.
Piénsese que la diferencia fundamental entre la subrogación y la posibilidad de exigir el reembolso de lo pagado se
producirá cuando el cumplimiento de la obligación estuviese asegurado con algún tipo de garantía. Por ejemplo, Federico,
después de repostar 50 euros de gasolina se da cuenta de que no lleva dinero, deja en garantía su reloj de oro de gran valor
y promete regresar en un par de horas para saldar su deuda y recuperar el reloj. Si un tercero paga los 50 euros debidos por
Federico, en virtud de la acción de reembolso puede pedir a este último que le abone esa cantidad. Pero en virtud de la
subrogación ese tercero podrá, además, retener el reloj dado en garantía hasta que Federico le pague, y, en su caso, vender
el reloj para cobrarse la deuda, lo que parece muy ventajoso, porque el reloj aparenta valer mucho más.

Si el tercero paga sin el consentimiento del deudor, pero sin que éste se oponga (ya que el deudor
ignora que otra persona paga la deuda en su lugar), el tercero solvens dispone únicamente de una acción
de reembolso. No tiene, por tanto, derecho a subrogarse (arts. 1.159 y 1.158.II C.c.).
Por último, si el tercero solvens actúa pese a la oposición del deudor, sólo le corresponde acción para
repetir aquello en lo que el pago hubiera sido útil al deudor (art. 1.158.3 C.c.). Es decir, dado que se
cumple la obligación en contra de la voluntad del deudor, es posible que el solvens haya pagado la
totalidad de la deuda (por ejemplo, por valor de 100 euros), sin saber que el deudor podía haber cumplido
su obligación pagando una cantidad menor. Por ejemplo porque tenía derecho a oponer una
compensación 3 de 60 euros ya que, a su vez, el acreedor tenía con él una deuda ya vencida por ese valor.
De tal modo que lo que el deudor hubiera tenido que pagar, en su caso, no ascendía más que a 40 euros.
Si fue así, el solvens sólo podrá reclamar 40 euros al deudor cuya deuda pagó, porque es en lo único en lo
que le resultó «realmente útil» su intervención.

C) Accipiens

La regla de principio es clara respecto a quienes pueden ser válidos accipiens del pago: el pago deberá
hacerse a la persona en cuyo favor estuviese constituida la obligación, o a otra autorizada en su nombre
(art. 1.162 C.c.).
Como regla general, según el artículo 1.163 C.c., al accipiens tan sólo se le requiere tener capacidad
para administrar (piénsese que esta capacidad la tienen incluso los menores emancipados; carecerá de
ella, por ejemplo, un incapacitado en cuya sentencia así conste). Si careciese de ella, los llamados a
recibir el pago serían las personas que ostentasen su representación (en el caso de los menores de edad,
por ejemplo, sus padres o tutores). Pero, incluso en caso de que no interviniesen éstas, el pago será válido
en la medida en que se hubiese convertido de su utilidad. Y el sentido de «utilidad», razonablemente,
debe ir más allá de la mera idea del «incremento económico».
Así, por ejemplo, el pago realizado a alguien que no tiene suficiente capacidad podría haberle resultado de utilidad si
consistía en la entrega de una moto, con la que el acreedor ha podido competir en una carrera y ganarla.

En caso de que el solvens no consiguiera probar que el pago ha sido «de utilidad» para el accipiens, los
representantes de éste podrían impugnarlo por anulable (cfr. supra Tema 4 en esta misma obra), con el
resultado de que el deudor continuará estando obligado y no quedará liberado de su prestación.
También como regla general, no podrá considerarse válido el pago aceptado por el acreedor que no
tiene la libre disponibilidad sobre el crédito (art. 1.165 C.c.). Así sucede cuando, por ejemplo, el acreedor,
a su vez, está obligado por otras deudas, no satisfechas y, a consecuencia de ello, le ha sido embargada
una parte de su patrimonio, incluido el crédito que se le debe abonar. Habitualmente cuando esto sucede,
se notifica al deudor precisamente para que ponga las cantidades adeudadas a disposición del Juzgado y
no pague a su acreedor.

D) Pago a tercero

En relación con el accipiens, también es válido el pago que se realiza a un tercero autorizado por el
acreedor (art. 1.162 C.c.), sea la autorización expresa (por ejemplo, cuando facilito mi cuenta bancaria
para que me realicen determinados ingresos) o tácita (por ejemplo, si en el taller entregan el coche
reparado al chófer del dueño del vehículo).
Y también resulta un pago que libera al deudor, el hecho de buena fe a quien estuviera en posesión del
crédito (art. 1.164 C.c.), y, por tanto, fuese un acreedor aparente (así, por ejemplo, cuando en la tintorería
se entrega el abrigo a quien presenta el resguardo). Pero, dado que la buena fe se predica del solvens
(creía estar pagando al verdadero acreedor o a persona autorizada por él), este pago, aunque libera al
deudor, podrá ser impugnado por el verdadero acreedor, que deberá dirigirse contra el acreedor aparente
que cobró lo que no le correspondía (ejercitando una acción de cobro de lo indebido o de enriquecimiento
injusto). Jurisprudencia y doctrina concuerdan en que es el propio deudor quien debe probar su buena fe,
y no se le presume: debe justificar que objetivamente existía y se hubiera apreciado por cualquiera la
«apariencia» que le indujo a considerar acreedor a este tercero.
Por último, el Código admite también la validez del pago realizado a favor de un tercero que ni siquiera
sea aparente, ni actúe con autorización del acreedor. Pero, en este caso, se considera pago y libera al
deudor sólo en la medida en que «se hubiere convertido en utilidad del acreedor» (art. 1.163.2). Es decir,
en estos supuestos, el Código trata con mucha cautela la admisibilidad del pago, dado que se realiza el
pago a alguien distinto del acreedor y que, ni siquiera de modo aparente, parece autorizado por éste para
aceptarlo. No obstante, si, finalmente, acaba resultando que, por ejemplo, quien recibe la prestación (v.
gr., un objeto) la acaba entregando al acreedor, el Ordenamiento lo aceptará como pago válido. Pero
solamente «si» ocurre y, en su caso, solo «en esa medida» (por ejemplo, si se trataba de la entrega de
dinero y la recibe un tercero, por ejemplo, un vecino del acreedor, pero él solo hace llegar al acreedor la
mitad de la cantidad entregada, únicamente será válido el pago en esa mitad, aunque el solvens hubiera
entregado al vecino el monto debido al completo).

1.3. REQUISITOS OBJETIVOS DEL PAGO

Aparte de los requisitos subjetivos (sujetos y capacidad), para que el pago despliegue válidamente
todos sus efectos, se extinga la obligación y el deudor se libere, es preciso que respete una serie de
condiciones de carácter objetivo. El pago debe responder a las exigencias de identidad e integridad. Si no
se cumplen (alguna o ambas) podrá el acreedor negarse a aceptar la prestación ofrecida, sin incurrir en
mora (cfr. infra epígrafe 3 sobre la mora del acreedor) y evitando que se considere pago a los efectos
jurídicos (arts. 1.157 y 1.166 C.c.).
En todo caso, siempre queda a salvo la posibilidad de que el acreedor, voluntariamente, acceda a que se cumpla la
obligación con una prestación no idéntica y/o no íntegra.

Pero para que la prestación se acepte como pago, debe ser idéntica a la debida (sea de hacer o de dar),
de modo que el acreedor no está obligado a recibir un pago inexacto (art. 1.166 C.c.):

— no puede tratarse de algo distinto, aun cuando tuviera el mismo valor o incluso un valor superior
(art. 1.166 C.c.);
— siendo cosa genérica o indeterminada, cuya calidad y condiciones no se hubieran pactado, el
acreedor no podrá exigirla de calidad superior, ni el deudor entregarla de calidad inferior (art. 1.167 C.c.).

La integridad de la prestación significa que el acreedor tiene derecho a exigir que la prestación se
realice por entero; y hasta ese momento no se entenderá pagada la deuda (art. 1.157 C.c.). Además, de
ello se deriva que el pago no pueda fraccionarse o dividirse en pagos parciales a voluntad del deudor (art.
1.169 C.c.). Para ello requerirá la aprobación del acreedor, y de no concurrir ésta, el acreedor puede
negarse a aceptar el pago sin incurrir en mora (cfr. infra la mora del acreedor).
Esta regla, no obstante, se excepciona en los casos de deudas que tienen una parte líquida y otra ilíquida, y tanto para
deudor como para acreedor, según el artículo 1.169.I.2 C.c. (podrá el acreedor exigir el pago parcial y el deudor hacerlo,
ambos por cuenta propia y sin el acuerdo de su contraparte). Por ejemplo, el director de cine paga al autor cuya novela se va
a adaptar cinematográficamente una cantidad a tanto alzado por valor de 3.000 euros, al momento de concluir con él el
contrato. Además, en el mismo concepto retributivo, acuerda con él que le pagará un 1 por 100 de los ingresos de taquilla
que genere la película, una vez que se estrene. A la conclusión del contrato, la deuda del director tiene una parte líquida
(3.000 euros) y una ilíquida (el porcentaje de taquilla, dado que la cuantía de éste no sabemos a cuánto ascenderá
finalmente, porque dependerá de lo que la película recaude en taquilla, y, por tanto del número de espectadores que vayan a
verla).

1.4. MOMENTO, LUGAR Y PRUEBA DEL PAGO. GASTOS DEL PAGO

El pago válido debe ser temporáneo. Según el artículo 1.113 C.c., la obligación es exigible desde el
momento de su nacimiento, salvo que se haya dispuesto un plazo de vencimiento. Debe tenerse en cuenta
que las partes pueden pactar que el cumplimiento de todas o algunas de las obligaciones que integran un
contrato quede diferido en el tiempo. En tal caso, se habla de obligaciones cuyo pago queda aplazado. En
estos casos, el acreedor no puede exigir al deudor el cumplimiento hasta el momento del vencimiento, que
coincide con el momento temporal fijado para realizarlo.
Una vez llegado el vencimiento, el acreedor ya puede exigir el cumplimiento y la falta de pago puede
originar, bien un mero retraso, o bien el incumplimiento definitivo de la obligación, si el plazo fijado tenía
carácter esencial en el contrato con diferentes consecuencias (véase Tema 8, epígrafes 1.1 y 1.2).
El pago anticipado es posible. Se considera una facultad bien del acreedor (exigirlo), bien del deudor (imponer su
recepción), en función de quién era el favorecido por el establecimiento de un plazo para el cumplimiento. En caso de que
favoreciese a ambos —que es la regla general en defecto de pacto— cualquiera de ellos podría exigir el pago anticipado o su
aceptación (art. 1.127 C.c.). Es un supuesto de plazo establecido en beneficio del deudor la posibilidad de cancelar
anticipadamente el préstamo hipotecario. De este modo el prestatario, habitualmente obligado a restituir la cantidad
prestada (más los intereses remuneratorios) mediante pagos mensuales a lo largo de cierto número de años (v. gr., 20, 30),
tiene la posibilidad —por ejemplo, si vende la vivienda para cuya adquisición concertó el préstamo hipotecario— de restituir
al banco en un solo pago el capital pendiente 4 .

Por otra parte, para que el pago sea válido debe haberse realizado en el lugar designado por la
obligación (art. 1.171 C.c.). Bien explícitamente (por ejemplo, se firma en Madrid un contrato de entrega
de muebles cuyo cumplimiento se concreta en una dirección de Barcelona), bien deducible de la
naturaleza de la obligación, de acuerdo con la voluntad implícita de la partes o el uso del tráfico (por
ejemplo, si llamo a un técnico para reparar el cristal de una ventana de mi casa, se deduce que el lugar de
la prestación es mi casa).
El artículo 1.171 C.c. dispone que, si no se designa por la obligación:

a) tratándose de una obligación de dar cosa determinada, el lugar del pago es aquel donde existía al
momento de constituirse la obligación;
b) en cualquier otro caso, el domicilio del deudor.

Si el pago no se verifica en el lugar debido, podrá ser rechazado por el acreedor sin incurrir en mora
(cfr. infra la mora del acreedor en este mismo tema, epígrafe 3) y el pago no se considera regularmente
realizado.
En cuanto a la prueba del pago, la ley no impone la obligación de entregar recibo como prueba de que
se ha realizado el pago, pero ello deriva de la buena fe y de los usos. De tal modo que se admite que el
deudor exija al acreedor la entrega de un recibo ex artículo 1.258 C.c.: «Los contratos se perfeccionan por
el mero consentimiento, y, desde entonces, obligan, no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado,
sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a
la ley».
Por último, el Código civil establece en principio que es el deudor quien corre con los gastos necesarios
para ejecutar la prestación (art. 1.168.1 C.c.). Sin embargo, los gastos judiciales que deriven de la
reclamación judicial del cumplimiento (costas, abogado, tasas, etc.), dice el propio Código que el juez
decidirá quién debe pagarlos, de acuerdo con lo que establezca la norma procesal (Ley de Enjuiciamiento
Civil).

2. FORMAS ESPECIALES DE CUMPLIMIENTO: DACIÓN EN PAGO Y CESIÓN


DE BIENES A LOS ACREEDORES
Tanto la dación en pago como la cesión de bienes son dos formas de extinguir la obligación y liberar al
deudor pero no mediante pago (en sentido estricto, tal como lo hemos estudiado), sino realizando una
prestación distinta de la prevista. Por eso también se las conoce como «subrogados del pago» o
«subrogados del cumplimiento». Como veremos, tanto en una como en otra, la ley les confiere efectos
extintivos y liberatorios en virtud del acuerdo de las partes (no contra su voluntad).

2.1. DACIÓN EN PAGO

La dación en pago es una forma de extinción de una obligación en la que el acreedor admite que el
deudor cumpla con su obligación ejecutando una prestación distinta de la pactada, bien entregándole una
cosa, a pesar de que lo convenido fue una prestación de hacer o de no hacer, o bien aceptando que le dé
una cosa diferente a la que el deudor debía entregar, supuesto éste quizás el más habitual.
— Ejemplo 1: el deudor entrega al acreedor un inmueble en lugar de la cantidad de dinero que habían convenido
inicialmente.
— Ejemplo 2: Pedro se había comprometido a entregar a Alberto una cantidad de dinero a cambio de que Alberto le
reparase la motocicleta. Llegado el momento de pagar a Alberto, Pedro se da cuenta de que se encuentra un poco escaso de
liquidez y, en lugar del dinero, acuerda con Alberto entregarle un cuadro que tiene en casa y que heredó de su abuelo, por el
que Alberto ha manifestado mucha admiración, ya que es un coleccionista de arte aficionado.

De acuerdo con la jurisprudencia, la dación en pago consiste en un acto «en virtud del cual el deudor
transmite bienes de su propiedad al acreedor, a fin de que éste aplique el bien recibido a la extinción del
crédito de que era titular, actuando este crédito con igual función que el precio en la compraventa» (cfr.
SSTS de 13 de febrero de 1989, 30 de noviembre de 2000; RDGRN de 22 de febrero de 2013).
Por tanto, según la jurisprudencia, en la dación en pago, se transforma la obligación previa en una
especie de «compraventa», en la que el crédito que se ostenta contra el deudor, pasa a ser una especie de
«precio» del bien o bienes que se entregan en sustitución de la prestación inicialmente pactada. Por tanto,
se transmite la propiedad de los objetos. Y el efecto que se consigue es la extinción de la deuda, con
independencia de que el valor de lo entregado coincida o no con el importe de la deuda (puede ser de
mayor o menor valor).
Por ejemplo, A, debe al Banco X la cantidad de 100.000 euros como consecuencia de un préstamo que obtuvo para la
instalación de un comercio que no está teniendo el éxito esperado y que se ve obligado a cerrar. Como no puede restituir al
banco la cantidad prestada, acuerda con dicha entidad que saldará su deuda transmitiéndole el local comercial en que había
instalado su negocio. De acuerdo con el esquema adoptado por la jurisprudencia, el pacto es similar a una compraventa, en
la que la cantidad debida (100.000 euros) opera como precio de la adquisición del bien (local comercial) que se transfiere al
banco para extinguir la deuda preexistente.

Este fenómeno se identifica judicialmente como datio pro soluto, porque la obligación se extingue con
la entrega y aceptación de los bienes sustitutivos del pago (en oposición, como veremos, a la cesión de
bienes, en la que la extinción de la obligación se produce mediante otro procedimiento, la datio pro
solvendo).
Se trata de una forma de extinción del crédito que no se encuentra regulada en el Código civil, aunque
sí se mencione aisladamente en algunos de sus preceptos (arts. 1.521, 1.536.2 y 1.849 C.c.). No obstante,
el Tribunal Supremo tiene reiterada su admisión como contrato que se rige, analógicamente, por las
reglas de la compraventa (cfr. RDGRN de 22 de febrero de 2013). Se admite precisamente por la
vinculación de este expediente a la autonomía de la voluntad de las partes (art. 1.255 C.c.). Esto es: si el
acreedor está de acuerdo en esta alteración del principio de identidad del pago, es porque considera
satisfecho también su interés, y, por lo tanto, el Ordenamiento no lo debe vetar.

2.2. CESIÓN DE BIENES A LOS ACREEDORES

De conformidad con el artículo 1.175 C.c.: «el deudor puede ceder sus bienes a los acreedores en pago
de sus deudas. Esta cesión, salvo pacto en contrario, sólo libera a aquél de responsabilidad por el importe
líquido de los bienes cedidos».
En este caso, de igual modo que en la dación en pago, mediante acuerdo las partes convienen en la
alteración del principio de identidad del pago, admitiendo que el deudor entregue bienes propios al
acreedor, con efecto solutorio, es decir, con la finalidad de extinguir la deuda, en lugar de efectuar la
prestación inicialmente pactada.
Sin embargo, a diferencia de la dación en pago, aquí los efectos extintivos de la entrega no son
inmediatos. En realidad, el acreedor lo que recibe es (sólo) la posesión y la administración de tales bienes
facultándosele para efectuar la venta de los mismos y cobrarse con dicho importe. Según la jurisprudencia
su naturaleza jurídica es la de un mandato liquidatorio y de pago —SS. de 9 de diciembre de 1943, 10 de
junio de 1946, 13 de marzo de 1953, 14 de diciembre de 1965, 1 de marzo de 1969 y 3 de enero de 1977
—, que se ejecuta mediante el otorgamiento de un poder irrevocable (STS de 15 de diciembre de 1989).
Por ello, hasta el momento en que no se haya hecho líquido el importe de los bienes cedidos (es decir,
hasta que no se hayan vendido y se haya obtenido por ellos una cantidad de dinero con la que el acreedor
pueda cobrar su crédito), no se sabe si el deudor debe considerarse total o parcialmente liberado de su
obligación (dependerá de a cuánto ascienda el valor obtenido de los bienes y a cuánto ascendiese la deuda
inicial). De ahí también que, en caso de no ser suficientes los bienes cedidos, la deuda no se considerará
extinguida por la parte que quede por satisfacer.
Así, en nuestro ejemplo anterior, si lo que acuerdan Pedro y Alberto es que Pedro le entrega el cuadro a Alberto, pero en
término de cesión de bienes, Alberto podrá vender el cuadro y, si el valor obtenido es inferior al precio acordado por la
reparación de la motocicleta, Alberto podrá seguir reclamando a Pedro la diferencia entre el precio pactado por el arreglo y
el dinero obtenido con la venta del cuadro.

Por el contrario, si lo entregado fuese de mayor valor que el crédito reclamable, el remanente
pertenece al deudor y debe serle entregado.
Así pues, en la cesión de bienes, la entrega no produce la extinción de la deuda; es por ello una datio
pro solvendo (y no pro soluto, que, como veíamos, se aplica a la dación en pago). La entrega no constituye
pago en sí misma, sino un primer paso hacia o para hacer posible el pago, con efecto liberatorio.
De acuerdo con lo que dispone el artículo 1.175 C.c., la cesión de bienes puede ser judicial. Se produce
dentro de un procedimiento concursal, con intervención de órganos jurisdiccionales y se regula en la Ley
22/2003, de 9 de julio, Concursal 5 (a esta norma debe entenderse actualmente referida la remisión del
art. 1.175 C.c., en la actualidad, sobre la cesión judicial). Esta cesión afectará a todos los bienes del
deudor y a todos los acreedores. No obstante, tanto jurisprudencia como doctrina coinciden en que, al
margen de esta cesión judicial, se admite la existencia de una cesión de bienes extrajudicial o voluntaria,
que no está contemplada explícitamente por la Ley, pero que tiene cabida al amparo del principio de
autonomía de la voluntad de las partes (art. 1.255 C.c.). En este caso, será el acuerdo concluido entre el
deudor y sus acreedores el que gobernará el régimen de la cesión de bienes, y no es necesario que afecte
ni a la totalidad de los bienes del deudor ni a la totalidad de acreedores.

3. LA MORA DEL ACREEDOR. EL OFRECIMIENTO DE PAGO Y LA


CONSIGNACIÓN
Vamos a ver a continuación cómo, en la obligaciones de dar, el Código ofrece al deudor una forma de
liberación para los casos en los que éste está actuando correctamente y pretende realizar la prestación
debida pero se encuentra, bien con que el acreedor obstaculiza injustificadamente que se verifique el
pago (art. 1.176.I C.c.), bien con que por cualquier circunstancia no imputable al deudor, resulta
imposible la entrega al acreedor (por ejemplo, el acreedor ha sufrido un accidente y se encuentra en
coma, ingresado en un hospital). Este cauce liberatorio es la consignación. En algunos casos, deberá ir
necesariamente precedida del ofrecimiento de pago (art. 1.176.I); en otros, no.

3.1. LA LIBERACIÓN DEL DEUDOR A TRAVÉS DEL OFRECIMIENTO DE PAGO Y LA CONSIGNACIÓN

Según el primer párrafo del artículo 1.176 C.c., si el acreedor a quien se hiciere el ofrecimiento de pago
se negare sin razón a admitirlo, el deudor quedará libre de responsabilidad mediante la consignación de
la cosa debida.
En este primer párrafo del artículo 1.176 C.c., la consignación se presenta en el Código como una
forma de liberación del deudor, en los casos en que éste está actuando diligentemente y realizando la
prestación debida, pero el acreedor obstaculiza injustificadamente que se verifique el pago. Como ha
quedado dicho, el acreedor no puede negarse a recibir el pago cuando éste reúna los requisitos de
identidad e integridad (art. 1.166 C.c., a contrario). Incluso, recordémoslo, aunque quien paga sea un
tercero. De otro modo, el acreedor podría mantener permanentemente vinculado al deudor. Y no es así,
sino más bien al contrario, en aras al buen funcionamiento del tráfico y al no perjuicio del deudor: entre
las facultades del deudor se encuentra la de poder liberarse de la deuda.
Recuérdese que, ex artículo 1.094 C.c., mientras no se libera mediante el pago, el deudor tiene la obligación de conservar
la cosa debida de manera adecuada hasta el momento de la entrega, lo que implica que a su cargo correrán los gastos de
mantenimiento y almacenaje. Éstos se multiplicarán (inesperadamente) si el acreedor se niega injustificadamente a aceptar
la entrega, por ejemplo. Del mismo modo, mientras la cosa no es entregada, el deudor asume el riesgo de pérdida fortuita de
la misma si se ha constituido en mora (art. 1.182 C.c.) —cfr. infra Tema 8, epígrafe 2.2—; y según el artículo 1.183 C.c.,
mientras el deudor la tenga en su poder, se presume que la pérdida se ha producido por su culpa. En resumen, el
mantenimiento de la cosa bajo el poder del deudor le resulta desventajosa desde un punto de vista tanto jurídico como
económico.

De ahí la necesidad de este expediente liberatorio regulado entre los artículos 1.176 y 1.181 C.c.,
cuando el deudor ha cumplido con las condiciones objetivas y subjetivas del pago. Este expediente,
además, produce el efecto de colocar al acreedor en una situación de «mora» o retraso jurídico (cfr. infra
epígrafe 3.2).
No puede considerarse estrictamente como una forma de pago, en la medida en que, aunque sí propicia la liberación del
deudor (efecto liberatorio), no puede decirse que cumpla con la satisfacción del interés del acreedor, habida cuenta que este
último manifiesta su negativa a la recepción de la prestación.

Podrá acudir a la consignación el deudor, como interesado en la liberación. Pero, dado que el
Ordenamiento admite el pago por un tercero (art. 1.158 C.c.), también este tercero puede llevarla a cabo,
según doctrina y jurisprudencia, aun a pesar de que el artículo 1.176.1 se refiera únicamente al «deudor»
como capacitado para liberarse de responsabilidad mediante consignación.
El procedimiento de liberación consta de dos fases, siempre que la naturaleza de las circunstancias
permita las dos: ofrecimiento de pago y consignación. De no ser materialmente posible el primero
(ofrecimiento), será la consignación la que produzca por sí sola los efectos liberatorios para el deudor (por
ejemplo, veremos que no es preciso el ofrecimiento de pago cuando el acreedor sea incierto, por existir
varias personas con la pretensión de tener derecho a cobrar, o bien cuando el acreedor se halla ausente y
no está localizable).
Este diseño tiene que ver con el hecho de que el legislador del Código civil piensa en el modelo de las obligaciones de dar,
que son las únicas en las que se puede realizar, materialmente, una «puesta a disposición». E incluso, dentro de los tipos de
cosas o bienes, en especial, las muebles (cfr. art. 1.761 C.c.), porque son los que, sin duda, pueden «depositarse», que es en
lo que consiste la consignación (art. 1.178 C.c.). No obstante, las razones de justicia y necesidad que inspiran la existencia
de este mecanismo liberatorio para el deudor, han hecho defender a la doctrina la aplicabilidad laxa del precepto a
supuestos de bienes inmuebles e incluso de obligaciones distintas de las de dar, en aquello que pueda resultar
analógicamente posible (así, en los inmuebles, se acepta como «ofrecimiento» la entrega de llaves de los mismos).

3.2. EL OFRECIMIENTO DE PAGO COMO PRESUPUESTO DE LA CONSIGNACIÓN

La consignación puede producirse, dice el artículo 1.176.I C.c., si quien pretende pagar, previamente,
ha ofrecido el pago al acreedor y éste se ha negado sin razón a admitirlo.
La primera conclusión que se extrae de este primer párrafo del artículo 1.176 es que, para llevar a cabo
la consignación, el deudor debe acreditar ante el Juez que, previamente, ha hecho el ofrecimiento de
pago. La segunda, es que, además del ofrecimiento previo, debe haberse producido una negativa
injustificada del acreedor a aceptar el pago. El carácter injustificado de la negativa, jurídicamente
hablando, sólo se constata si el pago cumplía con las condiciones objetivas y subjetivas requeridas
jurídicamente (por ejemplo, identidad, integridad, plazo, capacidad para efectuar el pago, etc.) y, aún así,
el acreedor se negó a recibirlo.
El ofrecimiento de pago carece en el Código de un modo determinado para efectuarse. No obstante, dado que, en su caso,
puede resultar necesario acreditar que se efectuó, debe recomendarse que se realice a través de medios que dejen
constancia de su existencia (por ejemplo, conducto notarial, burofax, transferencia bancaria, etc.).

Los efectos del ofrecimiento de pago son fundamentalmente dos:

1) Si el acreedor se ha negado a aceptar el pago, queda expedita la vía para proceder a la consignación
(depositando la cosa debida ante la autoridad judicial, como veremos a continuación);
2) El acreedor queda constituido en mora. En consecuencia, el acreedor pasa a ser tratado de un modo
más riguroso por el ordenamiento, alterando el haz de facultades de que el acreedor dispone por el hecho
de serlo. Así:

a) pierde la posibilidad de constituir en mora al deudor (y, si ya lo hubiese hecho, la mora del deudor
desaparece 6 );
b) si se tratase de obligaciones pecuniarias, dejan de devengarse intereses a su favor (art. 1.108 C.c.,
interpretado a contrario);
c) si a partir de este momento, el pago deviene imposible por un caso fortuito o fuerza mayor, es el
acreedor quien debe cargar con tal riesgo (en lugar del deudor, como sería lo habitual, arts. 1.182 y 1.183
C.c.). De tal modo que no podrá exigir el cumplimiento, pero deberá, por su parte, mantener la prestación
a que él se obligaba, en su caso. Así, por ejemplo, si muere por una causa ajena al deudor, un cachorro de
perro con pedigrí, ganador de varios concursos de belleza canina, que todavía no se había podido
entregar porque el comprador no quiso recibirlo, el comprador del perro deberá pagar el precio
convenido, aunque no vaya a recibir nunca el perro (art. 1.185, in fine).

3.3. SUPUESTOS DE CONSIGNACIÓN DIRECTA

El artículo 1.176, en su párrafo segundo, contiene varios supuestos en los que la oferta de pago resulta
imposible y, por tanto, se establece que la consignación «producirá su mismo efecto». Es decir, que basta
por sí misma para liberar al deudor. Así ocurre:

1) si el acreedor se halla ausente: la doctrina se inclina por interpretar «ausencia» en un sentido no


técnico (arts. 181 a 189 C.c.), porque técnicamente, si se trata de un declarado ausente legalmente, se
habría instituido representante que podría aceptar el pago en su nombre (arts. 181 a 189 C.c.).
Igualmente cabe aquí la mera ausencia del lugar establecido para el pago (cfr. art. 1.171 C.c.);
2) si el acreedor está incapacitado para recibir el pago en el momento de hacerse: tiene sentido aquí
pensar que se trate de falta de capacidad de hecho, y no declarada judicialmente (por ejemplo, el
acreedor ha entrado en coma después de un accidente de tráfico), porque, si estuviéramos en este último
caso, no habría inconveniente para que aceptase por él su representante legal;
3) cuando varias personas pretendan tener derecho a cobrar: la controversia puede generar en el
solvens la duda de quién tiene derecho legítimo a cobrar, y, por lo tanto, se le legitima para consignar
directamente y liberarse sin riesgo de su obligación;
4) ante extravío del título: se refiere este supuesto a los títulos que incorporan el derecho de crédito y
que exigen que se presenten para verificar correctamente un pago (así un cheque, una letra de cambio).

Todos estos supuestos tienen en común el hecho de que, por una u otra razón, el deudor no tiene la
certeza de que el pago realizado llegue a liberarle de la obligación. Y por esto mismo, la doctrina reitera
que, junto a los casos enumerados en el artículo 1.176 C.c., debe entenderse cualquier otro supuesto que
guarde identidad de razón con ellos, aun a pesar de no estar incluidos en el artículo 1.176 C.c. (así, por
ejemplo, resultar desconocido el acreedor).

3.4. LA CONSIGNACIÓN

La consignación se hará, según el artículo 1.178 C.c. depositando las cosas debidas a disposición de la
autoridad judicial, ante quien se debe acreditar el ofrecimiento de pago, en su caso, y el anuncio de la
consignación en los demás. Por tanto, previamente a realizarse la consignación, debe ser anunciada tal
intención a todas las personas interesadas en el cumplimiento de la obligación (art. 1.177 C.c.).
Pueden ser «personas interesadas» otro co-deudor solidariamente vinculado al pago, un fiador o avalista del deudor, co-
acreedores solidarios de aquel a quien se ha ofrecido el pago, en su caso, acreedores del acreedor, potenciales herederos
etc. No obstante, como la dicción del Código es demasiado amplia, la doctrina considera que ello no puede someter al
deudor a una inasumible labor de investigación. Bastará con que anuncie su propósito a las personas que, conforme a su
conocimiento, pueden tener un concreto interés (por causa de relaciones jurídicas determinadas). De tal modo que no existe
una solución única, sino una regla general que habrá que acomodar caso por caso, en atención a las circunstancias
concretas.
No parece requerirse ningún modo específico para este anuncio. No obstante, de nuevo deberá tenerse presente la
oportunidad de que se realice a través de medios que faciliten la prueba de dicho anuncio.

Especifica la ley que es la consignación la que produce el efecto liberatorio para el deudor.
Como se anticipó, el depósito en que consiste la consignación, será sustituido por otros mecanismos que produzcan
efectos análogos, en los casos en que no sea materialmente posible efectuar tal depósito. Así, en el caso de los inmuebles se
entenderán depositados si se hace entrega de las llaves; si es dinero en metálico, se estará a lo dispuesto por el RD
467/2006, de 21 de abril, regulador de los depósitos y consignaciones judiciales en metálico, de efectos o valores.

Pero este efecto, según el artículo 1.180 C.c. se despliega cuando el acreedor acepta la consignación o
recae declaración judicial confirmando tal consignación. Es decir, el mero hecho de llevar a cabo la
consignación no provoca instantáneamente la extinción de la obligación. Es necesario que el acreedor la
acepte o que el juez considere «bien hecha» la consignación (porque la cosa entregada se adecua a lo
pactado). Debe tenerse en cuenta que la consignación será ineficaz si no se ajusta a los mismos principios
que rigen el pago (art. 1.177 C.c.). Es decir, identidad, integridad, temporaneidad y capacidad.
Si el acreedor se opone a la consignación (por ejemplo, porque considera que la prestación no es correcta, como puede
suceder si se discute cuál es la cantidad debida por el deudor), la cuestión deberá resolverse mediante un procedimiento
judicial.

La confirmación judicial o la aceptación del acreedor determinarán que se considere procedente la


consignación realizada y quede liberado el deudor. Y, si se ha incurrido en gastos para efectuar el depósito
(por ejemplo, traslado de maquinaria agrícola hasta el punto de depósito), deberá abonarlos el acreedor
(art. 1.179 C.c.). La razón que subyace es sencillamente que él ha provocado la consignación con su falta
de cooperación injustificada al pago. Por el contrario, si la consignación se considera improcedente, los
gastos que se ocasionen serán de cuenta del deudor.
Se discute si los gastos judiciales que ocasione el expediente de consignación están aquí incluidos. En todo caso, la
doctrina especializada sostiene que, como la sentencia judicial que resuelva el proceso correspondiente debe incluir expresa
mención de las costas, las atribuirá de conformidad con las reglas contenidas en la Ley de Enjuiciamiento Civil (arts. 394 a
698 LEC).

Una vez hecha la consignación, deberá notificarse el resultado a los interesados (art. 1.178 C.c.).
En cualquier momento previo a la aceptación por el acreedor o la declaración judicial, el deudor puede, si lo desea, retirar
lo depositado, y, la obligación continuará subsistente (art. 1.180 C.c.). Sin embargo, si la retirada se produce una vez que se
ha hecho efectiva la consignación, esta vez con el consentimiento del acreedor, la situación es distinta, ya que la relación
obligatoria anterior puede considerarse extinguida. El Código civil indica en su artículo 1.181 que, en este caso, si el
acreedor tenía alguna preferencia para el cobro (respecto a otros acreedores, por ejemplo, porque era un acreedor cuya
deuda se había garantizado con una hipoteca sobre un bien inmueble que, de no ser satisfecha la deuda, permitiría al
acreedor vender el inmueble y satisfacerse con el precio de la venta), la perderá. Asimismo, el beneficio de la liberación se
extiende a codeudores (por ejemplo, si se trataba de una deuda solidaria), y/o fiadores, si existían. Lo mismo puede decirse
del deudor respecto a la obligación extinguida. Cuando el acreedor consiente que el deudor retire la cosa depositada surge
una nueva relación jurídica entre los anteriores deudor y acreedor y habrá que estar a la configuración que de la misma
hayan hecho deudor y acreedor.

1 «Cosas fungibles» son las que pueden ser sustituidas entre sí, porque están definidas por el género al que pertenecen. El
ejemplo más usual es el «dinero», puesto que, si Juan entrega a su hermano Pedro un billete de 5 euros y él se compromete,
pasados dos días, a devolvérselos, igual dará que le devuelva el mismo billete que Juan le dio, un billete distinto o los cinco euros
en monedas. Pedro debe entregar, por tanto, una cosa fungible. Lo mismo ocurriría si hablásemos de un litro de leche de vaca (sin
que nos interese una cualidad o una marca determinada), o un kilo de trigo, por ejemplo. Al definirse por el género del que forman
parte, se convierten en cosas sustituibles. Las «no fungibles», por el contrario, son aquellas cosas no sustituibles, porque se
determinan por rasgos propios y concretos. Así, si Juan entrega a su hermano 15.000 euros, a cambio de que Pedro, en dos días, le
entregue el coche marca Skoda, modelo Fabia, con matrícula 1567-MSR, la prestación que Pedro debe entregar no es una cosa
fungible ni sustituible por otra. Por tanto, para pagar, Pedro debe entregar exactamente ese coche y no otro.

2 Acreedor preferente es el que tiene derecho de cobro con prioridad sobre cualquier otro. Los artículos 1.921 a 1.929 C.c.
establecen qué créditos son preferentes y con qué prelación se satisfacen. En caso de insolvencia del deudor, si existe una
pluralidad de créditos, es la Ley Concursal la que regula la preferencia de los créditos (Ley 22/2003, de 9 de julio).

3 La compensación es una forma de extinción de las obligaciones que se produce cuando una persona es, al mismo tiempo,
deudora y acreedora de otra (por ejemplo, Adolfo debe a Juan 200 euros; pero, a su vez, Juan debe a Adolfo 150 euros). En tal
situación legalmente se extinguen las deudas por el monto más pequeño (en este caso, 150 euros), debiendo realizarse un único
pago por valor de 50 euros.

4 Por lo general la posibilidad de cancelación anticipada conlleva una «comisión» de cancelación, es decir, obliga al deudor a
pagar a la entidad bancaria cierta cantidad, en compensación de la pérdida que para el banco supone la restitución anticipada del
capital prestado, que supondrá que va a dejar de percibir intereses remuneratorios.

5 El concurso de acreedores es un procedimiento judicial que se origina cuando una persona (física o jurídica), de modo
generalizado, no puede afrontar los pagos que debe, debido a estar incursa en una situación de insolvencia. A través de este
procedimiento se procura reordenar la situación patrimonial del deudor de tal modo que el mayor número posible de acreedores
cobre el máximo posible y, al mismo tiempo, se repartan las pérdidas de un modo jurídicamente coherente entre los acreedores.

6 Sobre la mora del deudor, nos remitimos infra a lo que se verá en esta misma obra, en el Tema 8. A grandes rasgos, se trata de
retraso en la ejecución de la prestación debida que tiene trascendencia jurídica.
TEMA 7
EXTINCIÓN Y MODIFICACIÓN DE LAS OBLIGACIONES
CARMEN ARIJA SOUTULLO
Universidad de Málaga

La causa habitual de extinción de las obligaciones es el pago. El pago provoca la satisfacción del interés
del acreedor y la liberación del deudor. No obstante, la ley prevé otros medios de extinción de la
obligación, que permiten alcanzar todas o algunas de las finalidades del pago, bien la liberación del
deudor, bien la satisfacción del acreedor o incluso ambas cosas a la vez. A algunos de estos mecanismos
nos referimos en el tema anterior. Ya vimos que la ley permite que el deudor se libere por medio de la
consignación en caso de que no pueda realizar el pago, y, asimismo, que las partes pueden acordar, por
ejemplo, una dación en pago de la deuda o una cesión de bienes para el pago. A continuación vamos a
examinar otros mecanismos previstos en el Código como forma de extinción de las obligaciones distintas
del pago (a los que, como se dijo, se suele aludir con el término «subrogados del pago»). También
hablaremos de la modificación de las obligaciones.

1. LA CONDONACIÓN
Entre las causas de extinción de las obligaciones recogidas en el artículo 1.156 del Código civil se
encuentra la condonación de la deuda. La condonación, también llamada remisión, perdón de la deuda, o
quita, cuando se trata de una remisión parcial, está regulada en nuestro Código civil en los artículos 1.187
a 1.191.
Se produce la condonación de la deuda cuando el acreedor manifiesta su voluntad de que quede
extinguida la obligación y liberado el deudor sin recibir contraprestación a cambio. La condonación
equivale así a la renuncia del derecho de crédito. Implica un acto de liberalidad (hablamos de acto de
liberalidad cuando un sujeto se enriquece a costa del empobrecimiento del otro) porque el deudor queda
liberado —y, por tanto, disminuye su pasivo— mientras que el acreedor no ve satisfecho su derecho de
crédito.
Es importante distinguir la condonación del pacto realizado entre acreedor y deudor mediante el cual el primero se
compromete a no exigir el pago de la deuda durante el tiempo pactado o mientras no cambien determinadas circunstancias
(pactum de non petendo) y de las situaciones que se producen cuando el deudor se encuentra en una situación de dificultad
para realizar el pago, en las que la condonación puede formar parte de una transacción o acuerdo entre el deudor y el
acreedor mediante el cual el acreedor, perdonando parte de la deuda (quita), pretende facilitar el cobro del resto del crédito.
En ambas situaciones no hay ánimo de liberalidad, mientras que en la condonación se parte de su existencia.

La condonación tiene como carácter esencial la gratuidad. El artículo 1.187 después de decir que la
condonación puede hacerse expresa o tácitamente, establece que una y otra estarán sometidas a los
preceptos que rigen las donaciones inoficiosas. Y que la condonación expresa debe realizarse observando
los mismos requisitos formales que la donación. La razón por la que el artículo 1.187 se remite a las
reglas de la donación es que ambos negocios son gratuitos y conllevan un acto de liberalidad.
Así, la aplicación de las reglas relativas a la donación sólo deben entenderse referidas a la condonación de deuda fundada
en un ánimo liberal y en una causa donandi (DÍEZ-PICAZO).

Ha sido una cuestión muy discutida por la doctrina y por la jurisprudencia si la condonación es un
negocio jurídico unilateral o bilateral, o lo que es lo mismo, si necesita o no la aceptación del deudor para
que produzca efectos. En la actualidad es claramente mayoritaria la opinión que ve en la condonación un
acto unilateral —es decir no es necesaria la aceptación del deudor para que sea eficaz—, lo que significa
que es irrevocable desde que el acreedor declara su voluntad de condonar. La idea fundamental que avala
esta opinión es que no hay argumentos en el Cogido para impedir que el acreedor pueda por sí solo
renunciar al derecho de crédito (art. 6.3 C.c.) y extinguir de este modo la obligación sin contar con la
voluntad del deudor.
La condonación puede ser, expresa o tácita (art. 1.187, párrafo 1.º, C.c.). Hay condonación expresa
cuando la voluntad del acreedor de perdonar la deuda se manifiesta de forma expresa, por ejemplo
mediante un documento escrito dirigido al deudor haciéndole saber su voluntad de extinguir el derecho
de crédito mediante el perdón de la deuda. Habría condonación tácita cuando la voluntad de extinguir el
derecho de crédito es el resultado de un comportamiento inequívoco y concluyente por parte del acreedor.
Aunque técnicamente cabe la posibilidad de condonación tácita, en la práctica es difícil encontrar
supuestos en los que quepa deducirla y que sean distintos a la entrega del documento privado justificativo
de un crédito hecha voluntariamente por el acreedor al deudor —supuesto recogido en el artículo 1.189
C.c. como «presunción de condonación»—.
La admisión de ambos tipos de condonación (expresa y tácita) supone una cierta contradicción y ello porque el Código en
el párrafo segundo el artículo 1.187 dispone que la condonación expresa debe ajustarse las formas de la donación. La
donación es un acto formal (arts. 632 y 633); si no se respeta el requisito formal la donación no produce efectos jurídicos. La
condonación expresa debe realizarse, por consiguiente, también mediante un documento formal. Dicha exigencia de forma
se justifica por el carácter gratuito de la condonación —el mismo carácter gratuito que se observa en la donación—, pero no
tiene sentido si se admite sin más, como parece que hace el Código, la condonación tácita.

El artículo 1.187 dispone que ambos tipos de condonación, tanto la expresa como la tácita, se rigen por
los preceptos que afectan a las donaciones inoficiosas. Una donación puede ser inoficiosa cuando
perjudica los derechos que a los legitimarios reconoce el Código civil (vid. Tema 16, epígrafe 3). La
condonación también puede perjudicar la cuota o parte de la herencia que el Código reserva a los
herederos forzosos o legitimarios (normalmente hijos del testador, arts. 806 y 807 C.c.).
Por ejemplo, si un sujeto que tiene hijos dona en vida a un amigo más de la tercera parte de sus bienes, tal donación será
inoficiosa porque disminuirá la legítima de sus hijos (que asciende a dos tercios de la herencia) de modo que a la muerte del
padre recibirán menos de lo que legalmente les correspondería heredar. El carácter gratuito de la condonación justifica que
le sean aplicables no sólo las normas de la donación destinadas a proteger los derechos de los legitimarios, sino también las
que se refieren a la rescisión por fraude de acreedores (supra Tema 4, epígrafe 4.4) así como las normas sobre revocación de
donaciones (infra Tema 9, epígrafe 3.5).

Como hemos señalado, el efecto fundamental de la condonación consiste en la extinción de la


obligación perdonada (art. 1.156 C.c.). Se extingue la deuda principal y también las obligaciones
accesorias, pues así lo dispone el artículo 1.190. Por ejemplo, el acreedor perdona el pago de la obligación
principal que consiste en la entrega de una cantidad de dinero, a la que se había unido una obligación
accesoria al haberse garantizado el cumplimiento de la obligación mediante fianza. Al extinguirse la
obligación principal también se extinguen las obligaciones accesorias que la acompañan; se extingue la
deuda y se extingue la fianza que la reforzaba. Pero la condonación de éstas, la de las accesorias, dice el
mismo precepto, dejará subsistente la primera. Quiere decir, que si el acreedor perdona la obligación del
fiador, que es un deudor subsidiario, no se extingue la obligación principal u obligación garantizada.
Una manifestación concreta de esta idea se contiene en el artículo 1.191 que dispone que se presumirá remitida la
obligación accesoria de prenda, cuando la cosa pignorada, después de entregada al acreedor, se hallare en poder del deudor.
El derecho de prenda exige como requisito fundamental que el deudor entregue la posesión de la cosa dada en garantía al
acreedor o a un tercero; si después de entregada al acreedor la cosa vuelve a poder del deudor es lógico presumir que el
acreedor ha remitido la obligación accesoria de garantía pignoraticia, lo que no quiere decir que haya perdonado la
obligación principal garantizada.

Por último, conviene aludir a los efectos que produce la condonación en las obligaciones en las que hay
pluralidad de sujetos, concretamente en las obligaciones solidarias. El artículo 1.143 C.c. establece que la
remisión hecha por cualquiera de los acreedores solidarios o con cualquiera de los deudores de la misma
clase extingue la obligación, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 1.146. Por tanto en la solidaridad
activa o de acreedores el perdón de la deuda llevado a cabo por cualquiera de los acreedores extingue la
obligación y produce la liberación el deudor, si bien el acreedor que ha perdonado la deuda responderá
frente a los demás acreedores de la parte que les corresponda en la obligación, lo que quiere decir que
tendrá que abonarles la cantidad que cada uno debería haber cobrado si no se hubiera condonado la
deuda. En la solidaridad pasiva en principio la remisión hecha por el acreedor afecta a todos los deudores
y si es total producirá la extinción de la obligación y los deudores quedarán liberados sin que surja un
derecho de regreso a favor de ninguno. Cabe también que el deudor realice la condonación a favor de tan
solo uno de los deudores, en cuyo caso este deudor quedará liberado frente al acreedor y los demás
deudores verán reducido el montante de la deuda en la parte de aquél. En las relaciones internas la
condonación realizada a favor de uno solo de los deudores no puede perjudicar a los demás deudores por
lo que el perdón particular vale con efectos sólo para el perdonado, pero en la relación en grupo se
produce la disminución de la deuda global (CAFFARENA).
Por ejemplo, Juan y Luis deben a Antonio de forma solidaria 3.000 euros. Antonio perdona a Luis la deuda, mediante una
remisión parcial, esto es, sólo en la parte que a éste le corresponde en la relación interna con Juan (1.500 euros); el acreedor
no podrá exigir a Juan la totalidad de la deuda al haberse ésta reducido en la cantidad correspondiente al deudor perdonado.
Si el acreedor que perdonó a un deudor pudiera después exigir al otro la deuda en su totalidad, por una vía indirecta estaría
actuando contra el deudor perdonado, puesto que el deudor que paga la totalidad de la deuda puede dirigirse frente al otro y
reclamarle el pago de la parte que en la relación interna le corresponde, por lo que el perdón realizado se haría inoperante.

2. LA CONFUSIÓN DE LOS DERECHOS DE ACREEDOR Y DEUDOR


El párrafo primero del artículo 1.192 del Código civil dice que quedará extinguida la obligación desde
que se reúnan en una misma persona los conceptos de acreedor y de deudor.
La unión de los conceptos de acreedor y deudor puede ocurrir cuando el deudor adquiere el crédito o
cuando el acreedor adquiere la deuda y también por la adquisición simultánea por un tercero del crédito y
la deuda. La confusión significa la reunión de los conceptos de acreedor y deudor, cualquiera que sea la
vía por la que se produzca. Por ejemplo: el arrendatario hereda al arrendador o el depositario compra la
cosa depositada.
El fundamento de la norma que establece esta causa de extinción es claro: nadie puede ser deudor o
acreedor de sí mismo. Como sabemos la obligación requiere siempre la presencia de dos sujetos, el titular
que se coloca en el lado activo de la obligación —acreedor— y el titular que se encuentra en el lado pasivo
—deudor—. Si ambas titularidades se reúnen, la obligación se extingue.
Por ejemplo, si Adela le debe a su padre una cantidad de dinero y por el fallecimiento de éste se
convierte en su única heredera, la obligación queda extinguida por confusión.
El mismo artículo 1.192 en su párrafo segundo, después de establecer la regla general de extinción de
las obligaciones por confusión de los derechos de acreedor y deudor, recoge una excepción que se refiere
al supuesto de aceptación de la herencia a beneficio de inventario.
Esta excepción se fundamenta en la idea de que la herencia aceptada con beneficio de inventario provoca una total
separación entre el patrimonio hereditario (patrimonio del testador que conforma el caudal hereditario) y el patrimonio del
heredero. Al heredero se le permite aceptar la herencia a beneficio de inventario para que con éste patrimonio, el
hereditario, pueda hacer frente al pago de las deudas y cargas que frente a acreedores o legatarios tenía el testador, sin
comprometer el patrimonio propio. Si acepta la herencia de forma pura y simple se produce la confusión de ambos
patrimonio, el hereditario y el propio, en cuyo caso si el caudal heredado no alcanza al pago de las deudas y cargas de la
herencia tendrá que hacer frente a las mismas con su propio patrimonio. Si la acepta a beneficio de inventario no se produce
la confusión de ambos patrimonios.

De la misma forma que al explicar la condonación estudiamos los efectos que produce respecto a las
obligaciones accesorias, tenemos que hacerlo en relación con la confusión. Según el artículo 1.193, la
confusión que recae en la persona del deudor o del acreedor principal aprovecha a los fiadores, pero la
que se realiza en cualquiera de éstos no extingue la obligación. Como podemos apreciar se aplica la idea
de que lo accesorio sigue siempre a lo principal; al extinguirse la obligación principal por confusión se
extinguen también las obligaciones accesorias que la acompañan. Por ejemplo, la fianza se extinguirá al
extinguirse la obligación principal garantizada por confusión. Por el contrario, si se extinguiera la fianza,
al reunirse las cualidades de fiador y acreedor, o de fiador y deudor, la obligación principal se mantiene.
El Código regula también la confusión en relación a las obligaciones mancomunadas y a las
obligaciones solidarias. Respecto de las primeras dispone en el artículo 1.194 que la confusión no
extingue la deuda mancomunada sino en la porción correspondiente al acreedor o deudor en quien
concurran los dos conceptos. La norma es totalmente coherente con el concepto de obligación
mancomunada recogido en el artículo 1.138 C.c. Recordemos que en la obligación mancomunada el
crédito o la deuda se entienden divididos en tantas partes como acreedores o deudores haya, reputándose
créditos o deudas distintos unos de otros. Como en este tipo de obligaciones cada acreedor lo es
únicamente por su parte y cada deudor sólo lo es de la suya, es lógico que la extinción sólo se produzca en
la parte del crédito de la que se es titular o en la parte de la deuda correspondiente.
En relación a las obligaciones solidarias tenemos que acudir a su propia regulación en el Código. El
artículo 1.143 dispone que la confusión con cualquiera de los acreedores solidarios o con cualquiera de
los deudores solidarios extingue la obligación. El precepto tiene en cuenta para llegar a esa solución,
fundamentalmente, la idea de la unidad de las obligaciones solidarias. Como sabemos, en la relación
externa entre los acreedores y el deudor o deudores, cada uno de los acreedores solidarios lo es por la
totalidad de la prestación y cada uno de los deudores solidarios debe la prestación íntegramente. La
situación interna entre los acreedores o deudores será la misma que si el deudor o el acreedor hubiesen
pagado o cobrado respectivamente la deuda por entero. Es decir, producida la extinción de la obligación
por confusión, en la solidaridad de acreedores nace un derecho de regreso a favor de los acreedores a
quienes no se refiere la confusión, por la parte que les corresponde en la obligación. Por ejemplo, si uno
de los acreedores adquiere la deuda del único deudor, deben producirse las mismas consecuencias que si
el deudor hubiera pagado la totalidad de la deuda, extinguiéndose la obligación en su conjunto por
confusión; pero el acreedor afectado tendrá que hacer partícipe a los demás de la parte del crédito que
les corresponde en la relación interna. En la solidaridad pasiva o de deudores la extinción de la obligación
por confusión da lugar a una acción de regreso a favor de la persona en quienes se han reunido las
cualidades de acreedor y deudor solidario contra los demás deudores por la parte correspondiente a cada
uno.

3. LA COMPENSACIÓN
La compensación es un medio abreviado de pago o cumplimiento de la obligación que puede producir la
extinción total o parcial de una o varias deudas a la vez. Está regulada en los artículos 1.195 a 1.202 del
Código civil. El artículo 1.195 nos dice que tendrá lugar la compensación cuando dos personas, por
derecho propio, sean recíprocamente acreedoras y deudoras la una de la otra. Y el artículo 1.202 dispone
que el efecto de la compensación consiste en extinguir una y otra deuda en la cantidad concurrente. La
compensación es una forma lógica de simplificar las operaciones de cumplimento, que opera
habitualmente en las obligaciones pecuniarias. Por ejemplo, si Ana debe a Ignacio 1.000 euros porque
tiene que pagarle el arreglo del coche realizado por Ignacio, y éste debe a Ana 1.000 euros como pago de
las clases de piano que imparte habitualmente a los hijos de Ignacio, una simple operación aritmética de
resta extingue ambas deudas y ambos créditos. De la misma forma si Ana debiera 500 euros a Ignacio y
éste tuviera que pagar a Ana 700, mediante un solo pago de 200 euros se evitarían dos operaciones de
pago, quedando ambas deudas extinguidas, al haberse compensado 500 euros, que es la cantidad
concurrente.
Respecto a las clases o tipos de compensación, podemos distinguir entre: compensación legal y
voluntaria. La compensación legal es la que aparece regulada en el Código civil. La voluntaria es la que se
produce por voluntad de las partes cuando falta alguno de los requisitos para que pueda llevarse a cabo la
compensación legal.
Para que proceda la compensación legal es necesario que se den una serie de requisitos que afectan a
las obligaciones a extinguir y a los sujetos entre los que se va a producir la compensación.
Los requisitos objetivos, que afectan a las obligaciones a extinguir son los siguientes:

a) Los créditos y las deudas a extinguir deben ser homogéneos. El Código civil en el artículo 1.196.2.º
dice que ambas deudas consistan en una cantidad de dinero, o, siendo fungibles las cosas debidas, sean
de la misma especie y también de la misma calidad, si ésta se hubiese designado. De forma muy didáctica
y descriptiva García Goyena, autor del Proyecto de Código civil de 1851, decía que pueden compensarse
dinero con dinero, vino con vino, aceite con aceite, pero no vino con aceite o dinero con vino o aceite. Por
excelencia son compensables las deudas de dinero, como sucede en las Cámaras de Compensación de las
Entidades Financieras en las que se practica diariamente esta operación.
b) Las deudas deben estar vencidas (art. 1.193.3.º). La deuda está vencida cuando ha llegado el día
fijado para su cumplimiento, día en que el acreedor puede exigir el pago al deudor, o cuando se ha
cumplido la condición suspensiva de la que se ha hecho depender el cumplimiento de la obligación. La
deuda es exigible cuando ha vencido.
En el primer caso (cumplimiento aplazado), si Ana se ha comprometido a pagar a Ignacio el arreglo del coche quince días
después de que se lo haya entregado en perfectas condiciones, transcurridos los quince días fijados se produce el
vencimiento de la obligación y a partir de ese momento Ignacio puede reclamar a Ana el cumplimiento. En el segundo caso,
si el pago del precio debido por las clases de piano que Ana imparte al hijo de Ignacio se ha hecho depender de que éste sea
capaz de interpretar Para Elisa de Beethoven de forma correcta (condición suspensiva), hasta que la condición no se cumpla
no se produce el vencimiento de la obligación.

c) Las deudas deben ser líquidas (art. 1.196.4.º). La deuda es ilíquida si se ignora qué se debe o cuánto
se debe, pero no se considera ilíquida la deuda cuando el montante de la misma, aunque no esté
determinado, puede llegar a determinarse a través de una simple operación aritmética.
d) Que sobre ninguna de las deudas haya retención judicial o contienda promovida por terceras
personas y notificada debidamente al deudor (art. 1.196.5.º). La contienda supone que la titularidad del
derecho de crédito está en discusión, por lo que no se sabe con certeza quién es el acreedor. La retención
judicial, por ejemplo por embargo del crédito, impide un pago válido y liberatorio y por consiguiente
impide también el pago por compensación.
Los requisitos subjetivos son:

a) Que exista reciprocidad de créditos y deudas. El artículo 1.195 del Código habla de que sean
recíprocamente acreedoras y deudoras la una de la otra. La reciprocidad exigida no se refiere a que las
obligaciones sean recíprocas o sinalagmáticas, sino a que, a la vez, ambos sujetos sean deudores y
acreedores el uno del otro.
b) Que acreedor y deudor lo sean por derecho propio. Por ejemplo, el deudor no puede oponer a la
reclamación de la deuda que le hace un representante del acreedor lo que dicho representante le debe al
deudor. Únicamente puede compensar el propio titular del crédito o de la deuda, excluyéndose por
completo al tercero ajeno.
c) El crédito y la deuda deben tener la misma categoría jurídica dentro de la relación obligatoria. El
artículo 1.196.1.º C.c. exige para que proceda la compensación que cada uno de los obligados lo esté
principalmente, y sea a la vez acreedor principal del otro.
Excepcionalmente se admite que el fiador, que es deudor subsidiario, pueda oponer la compensación de lo que el acreedor
debiere al deudor principal cuando le reclama el cumplimiento (art. 1.197 C.c.). No obstante es necesario relacionar este
precepto con los que regulan la fianza.

El efecto de la compensación es extinguir una y otra deuda en la cantidad concurrente. Para que se
produzca el efecto extintivo de la compensación es necesario que la alegue o haga valer aquel a quien le
interesa. Por consiguiente, la parte que puede beneficiarse con la compensación debe ponerlo de
manifiesto —como excepción o forma de defensa— cuando la otra parte le exige el cumplimiento de la
obligación. Esto no impide que la compensación actúe automáticamente: la extinción tiene lugar en el
mismo momento en que se produce la coincidencia de los créditos, una vez alegada. El automatismo
significa que opera retroactivamente, es decir que se considera extinguida la obligación desde la
coincidencia de crédito y deuda, aunque la alegación de la parte interesada se realice con posterioridad.
La extinción se produce únicamente en la cantidad concurrente. Lo que quiere decir que si una de las
deudas o créditos es superior al otro, forzosamente se estará ante un supuesto de pago o extinción de la
obligación parcial. En el caso de que exista una pluralidad de deudas compensables se siguen las reglas
vistas hasta ahora, pero es cierto que puede surgir algún problema a la hora de determinar cuál de ellas
es la que ha quedado extinguida. Para solucionarlos deberemos acudir a la aplicación de los preceptos que
regulan la imputación de pagos (arts. 1.172 a 1.174 C.c.).
4. LA NOVACIÓN
Según la definición de la Real Academia Española, «novación» es la acción o efecto de «novar» y este
último término significa sustituir con una obligación otra otorgada anteriormente, la cual queda anulada
en este acto. El Código civil regula la novación como modo de extinguir las obligaciones. En el artículo
1.156, al enumerar las formas de extinción de la obligación, incluye la novación en sexto y último lugar.
Sin embargo, en el desarrollo normativo de la novación (arts. 1.203 a 1.213) aparece la idea de
«modificación» de la obligación. Recoge la idea de modificación el artículo 1.203 cuando dice que las
obligaciones pueden modificarse: 1.º Variando su objeto o sus condiciones principales. 2.º Sustituyendo la
persona del deudor. 3.º Subrogando a un tercero en los derechos del acreedor. En consecuencia podemos
afirmar que en nuestro sistema de Derecho civil, conviven la novación extintiva y la modificativa, lo que
quiere decir que una obligación puede ser sustituida por otra posterior, extinguiéndose la primera, o se
pueden introducir en la obligación simples cambios o alteraciones de alguno de sus aspectos no
fundamentales, en cuyo caso el negocio en cuestión se mantiene, aun cuando modificado en alguno de sus
aspectos.
Ante la duda de qué tipo o clase de novación es la que han querido las partes cuando se introduce por
ellas un cambio en cualquiera de las circunstancias que hemos mencionado, el Código nos dice en el
artículo 1.204 que para que una obligación quede extinguida por otra que la sustituya, es preciso que así
se declare terminantemente, o que la antigua y la nueva sean de todo punto incompatibles. Los términos
del precepto citado son claros y categóricos en el sentido de entender que la novación extintiva no se
presume y es de interpretación restrictiva, debiendo entenderse, en caso de duda, que las partes han
querido la novación modificativa como efecto más débil (CABANILLAS SÁNCHEZ).
Como afirma la jurisprudencia del Tribunal Supremo, es lógico admitir la novación modificativa porque sólo cabe atribuir
carácter de nueva a la relación obligaría posterior cuando así lo quieran las partes o cuando se manifieste, desde un punto
de vista económico, esta relación posterior como completamente distinta de la anterior. Así en los casos dudosos se ha de
suponer querido por las partes el efecto más débil, o sea, la modificación no extintiva de la obligación (STS de 6 de abril de
2009).

Si, por ejemplo, Ana debe a Belén, 1.000 euros y posteriormente ambas acuerdan sustituir el pago en
dinero, por otra obligación consistente en que Ana se encargue de cuidar la casa de Belén durante las
vacaciones de verano en las que Belén va a realizar un viaje al extranjero, la primera obligación de dar se
ha novado o transformado en una obligación de hacer, lo que implica la extinción de la obligación antigua
y el nacimiento de una obligación nueva. Pero, como hemos señalado, los cambios que pueden afectar a la
obligación no tienen siempre que determinar su extinción. Puede suceder que la obligación cambie
respecto al objeto o a los sujetos o respecto a alguna de las circunstancias reguladas por las partes en el
clausulado del contrato fuente de la obligación y que siga existiendo la misma pero modificada. Por
ejemplo, el acreedor concede un nuevo plazo al deudor para el cumplimiento o acreedor y deudor
acuerdan lugar distinto del inicialmente pactado para hacer efectiva la entrega de las mercancías debidas.
En tal hipótesis la obligación se ha modificado pero sigue subsistiendo, sin que pueda entenderse que ha
sido sustituida por una nueva obligación.
Para que la novación sea extintiva es necesario que se den los siguientes requisitos:

a) Que la obligación extinguida sea una obligación válida, pues como dice el artículo 1.208 del Código
civil, la novación es nula si lo fuera también la obligación primitiva, salvo que la causa de nulidad sólo
pueda ser invocada por el deudor, o que la ratificación convalide los actos nulos en su origen.
Hay que entender que cuando el precepto citado habla de nulidad se está refiriendo tanto a la obligación completamente
nula (falta total de producción de eficacia jurídica), como a la anulable (la obligación anulable produce efectos, pero puede
dejar de producirlos si la parte legitimada invoca la causa de anulabilidad). Cuando el precepto dice que la causa (de
anulabilidad) sólo puede ser invocada por el deudor se está refiriendo a la obligación anulable por falta de capacidad, en
cuyo caso la acción de anulabilidad le corresponde al menor o incapacitado cuando llegue a la mayoría de edad o salga del
estado de incapacitación.

b) Que exista voluntad de novar. Si las partes han declarado su voluntad de extinguir la obligación
existente entre ellas creando otra nueva destinada a sustituirla, la obligación nueva puede diferir
sustancialmente de la antigua o no hacerlo, pero si no han declarado su voluntad en este sentido es
necesario que la antigua y la nueva sean de todo punto incompatibles (art. 1.204 C.c.), para que se
produzca el efecto extintivo de la novación.
Por último hay que señalar que el artículo 1.207 del Código especifica que cuando la obligación
principal se extinga por efecto de la novación, sólo podrán subsistir las obligaciones accesorias en cuanto
aprovechen a terceros que no hubiesen prestado su consentimiento. Como explica el profesor DÍEZ-
PICAZO, «no se trata de resolver sobre la suerte de las garantías que aseguraban la obligación primitiva,
que se extinguen lógicamente como accesorios de ésta, sino de consagrar la irrelevancia de la novación
frente a terceros que son titulares de derechos accesorios, puesto que éstos les aprovechan». Esta
disposición es una aplicación concreta del principio general consistente en que los pactos contractuales
sólo vinculan a las partes que los acuerdan, no produciendo eficacia frente a terceros, particularmente si
esos terceros pueden verse perjudicados.
Por ejemplo, si la obligación principal consiste en el pago de una cantidad de dinero por parte de Álvaro (deudor) a Javier
(acreedor) y dicha obligación está garantizada con fianza, si Álvaro y Javier acuerdan que la obligación quede extinguida
mediante la creación de otra nueva que la sustituye, la extinción de la obligación principal supone también la extinción de la
obligación accesoria de garantía. En este caso, como vemos el fiador no se va a ver perjudicado por la extinción de su
obligación. Pero puede suceder que la extinción de la obligación principal pueda producir efectos perjudiciales para terceros
que sean titulares de derechos accesorios. Para tales supuestos la idea que consagra el precepto es la subsistencia de esos
derechos accesorios que aprovechan a terceros que no han consentido la novación. Por ejemplo la novación se ha llevado a
cabo por un acuerdo entre el deudor y uno de los acreedores solidarios, sin consentimiento de los demás, en cuyo caso estos
últimos no deben verse perjudicados por la extinción de la fianza.

4.1. LA MODIFICACIÓN DE LAS OBLIGACIONES: CESIÓN DEL CRÉDITO Y SUBROGACIÓN POR PAGO

A) La cesión del crédito

La cesión de crédito es una forma de novación de las obligaciones en la que el acreedor cede el derecho
de crédito que posee frente al deudor a un tercero que lo adquiere. Es una novación subjetiva de la
obligación porque hay un cambio de acreedor. La obligación sin embargo no se extingue, simplemente se
modifica su titular. Hay cesión de créditos cuando, por virtud de un acuerdo de voluntades entre el
antiguo y el nuevo acreedor (a los que vamos a denominar desde ahora cedente y cesionario), la
titularidad del derecho de crédito se transmite del primero al segundo, quien se subroga o asume la
posición jurídica del primitivo acreedor. Subrogar significa sustituir o poner a alguien o algo en lugar de
otra persona o cosa. En la cesión del crédito se sustituye al antiguo acreedor por otra persona que se
coloca en su posición y se convierte en nuevo acreedor.
La cesión de créditos está regulada en el Código civil, en los artículos 1.526 a 1.536. Su inclusión en la
regulación legal de la compraventa se debe a que el Código tiene en cuenta el supuesto de la venta del
crédito. El derecho de crédito —particularmente cuanto se trata de obligaciones pecuniarias— tiene
evidente valor económico en el mercado, porque da derecho a exigir al deudor una cantidad de dinero —el
valor del crédito—, y por tanto puede transmitirse por medio de un contrato de compraventa.
De esta forma el acreedor-vendedor recibirá del comprador una cantidad igual o menor que el valor nominal del mismo
(precio del crédito), pero obtendrá como beneficio el pago del crédito antes del vencimiento, o el pago de un crédito que
puede ser difícil de cobrar. El beneficio que obtiene el comprador generalmente se debe a que paga por el crédito una
cantidad menor de su valor nominal y cuando cobra el crédito se beneficiará con la diferencia entre lo pagado y lo cobrado.

Aunque la cesión de créditos está regulada en el Código civil dentro de la compraventa, puede
responder a diferentes finalidades o funciones: venta, permuta, donación, pago de otra deuda, aportación
a una sociedad, etc. Por ello puede decirse que la cesión de créditos es un efecto común a una serie de
contratos diferentes entre sí (compraventa del crédito, donación de crédito, entrega del crédito en pago,
etc.), que tienen por objeto el derecho de crédito (PANTALEÓN PRIETO). En todo caso la cesión tiene que
responder a una causa reconocida como tal por el ordenamiento jurídico, lo que quiere decir que puede
cederse el crédito porque se venda, porque se done o por cualquier otra razón que sea digna de
protección legal, o dicho de otra forma, aunque las partes estén de acuerdo en que el derecho de crédito
se transmita de la una a la otra, no habrá cesión, si no existe una causa suficiente para que ésta tenga
lugar.
Los sujetos de la cesión de créditos son: el cedente y el cesionario. El llamado «deudor cedido» no es
parte del negocio de cesión porque no tiene que manifestar su consentimiento o conformidad para que
produzca efectos la cesión realizada. Son el cedente y el cesionario los que llevan a cabo el negocio y por
consiguiente los que tienen que prestar su consentimiento contractual (excepto que exista un pacto de
non cedendo, en cuyo caso sí se necesitará el consentimiento del deudor cedido).
El objeto de la cesión es todo crédito que sea transmisible. En general se puede decir que todos los
créditos son transmisibles (art. 1.112 C.c.), únicamente no lo serán aquellos sobre los que recaiga una
prohibición legal o aquellos sobre los que las partes (acreedor y deudor) hayan decidido
convencionalmente su intransmisibilidad.
También son transmisibles los créditos litigiosos, los incorporados a títulos no al portador, y los que se encuentran
sometidos a condición suspensiva o a término inicial. Se puede ceder el crédito que está integrado en una relación
obligatoria sinalagmática, aunque la contraprestación todavía no se haya cumplido (por ejemplo, el vendedor de una casa
cede a un tercero su derecho a recibir el precio de la misma). En este último caso la cesión afectará sólo a la posición
jurídica del cedente: para que el cesionario asuma la obligación en que la prestación consista liberando al cedente, hace
falta el consentimiento del deudor cedido.

El artículo 1.528 establece que la venta o cesión de un crédito comprende la de todos los derechos
accesorios, como la fianza, hipoteca, prenda o privilegio. Quiere decir, que las partes, cedente y
cesionario, pueden, incluir o no incluir en la cesión todas o algunas de las garantías que protegen el
derecho de crédito o las llamadas prestaciones accesorias. La regla establecida en el precepto citado
tiene carácter dispositivo y queda por tanto sujeta en su aplicación a que las partes no hayan pactado lo
contrario. Pacto en contrario que puede estipularse por los autores del negocio de cesión, pero que puede
estipularse también por los autores de los negocios constitutivos de las garantías (DÍEZ-PICAZO). Por
ejemplo, si el derecho de crédito está garantizado con una hipoteca pueden transmitir el crédito con la
garantía hipotecaria o no incluir la garantía. Si excluyen todas o algunas de las garantías o derechos
accesorios al crédito, éstos quedarán extinguidos, pues no pueden existir por sí solos, siempre acompañan
a la obligación principal. Así, y siguiendo el ejemplo anterior, la no transmisión de la hipoteca supone la
extinción de la misma.
La cesión o transmisión de un crédito no precisa, para su validez, otra forma que la requerida con
carácter general para el negocio jurídico utilizado para realizar la cesión. Salvo en los casos de donación
de créditos y de la cesión de créditos hipotecarios, supuestos ambos en los que la ley exige para su validez
que se realicen documentalmente (en documento privado —presuponiendo que el crédito es un bien
mueble, artículo 632 C.c.— y escritura pública respectivamente), en los demás rige el principio general de
libertad de forma contenido en el artículo 1.278 del Código civil (aunque debe tenerse en cuenta lo
dispuesto en el art. 1.526 al que se alude a continuación).
El negocio de cesión de créditos da origen a distintas relaciones jurídicas entre los sujetos implicados;
cada una de estas relaciones jurídicas debe ser estudiada con detenimiento.

a) Relación entre el cesionario y el deudor cedido. Desde el momento en que se otorgan los
consentimientos del cedente y del cesionario, se produce la transmisión del crédito, si bien el artículo
1.526 C.c. exige que la cesión conste en documento que tenga fecha cierta para que surta efectos frente a
tercero.
Si la cesión del crédito se refiere a un inmueble, surte efectos frente a terceros desde la fecha de inscripción en el
Registro de la Propiedad (art. 1.526). El crédito que se refiere a un inmueble es el crédito garantizado con hipoteca o crédito
hipotecario. En los créditos hipotecarios la producción de efectos frente a terceros se produce desde el día de la fecha de la
inscripción en el Registro de la Propiedad, porque se pretende proteger a las personas que contratan confiando en que los
datos que publica el Registro son ciertos.

Aunque el deudor cedido no interviene en el negocio de cesión, es lógico pensar que debe tener
conocimiento de la cesión llevada a cabo. El procedimiento normal para que el deudor tenga conocimiento
de la cesión es la notificación de la misma. La notificación debe realizarla el cedente o el cesionario o
ambos de común acuerdo, pero el Código civil no la impone como obligación e incluso se admite que el
deudor renuncie a ella (dado que el art. 242 del Reglamento Hipotecario lo autoriza respecto a la cesión
de créditos hipotecarios). No obstante, la notificación es conveniente para evitar que el deudor confíe de
buena fe en que su acreedor sigue siendo el mismo y, con desconocimiento de la cesión, pague al acreedor
originario, en cuyo caso el pago realizado será válido y el deudor quedará liberado (art. 1.164 C.c.), con
los consiguientes perjuicios para el cesionario del crédito (que tendría que reclamar al cedente).
b) Relación entre cedente y cesionario. Es la que surge directamente como consecuencia del negocio de
cesión, que es el que produce la transmisión del derecho de crédito del cedente al cesionario. Junto con la
transmisión del crédito se transmiten todos los accesorios del crédito, como los títulos de crédito u otros
documentos que faciliten los medios de prueba de la existencia del crédito.
Además el Código impone al cedente dos obligaciones: la obligación de garantizar la existencia y
legitimidad del crédito al tiempo de la venta, a no ser que lo haya vendido como dudoso y la obligación de
garantizar al cesionario la solvencia del deudor cedido cuando así se ha pactado expresamente y cuando
la insolvencia fuese anterior y pública (art. 1.529 C.c.). En estos casos el cedente de buena fe responderá
del precio recibido y de los gastos expresados en el número primero del artículo 1.518 C.c. El de mala fe
responderá siempre del pago de todos los gastos y de los daños y perjuicios.
c) Relación entre el cedente y el deudor cedido. Es distinta antes y después de la notificación de la
cesión. Si el deudor cedido paga al cedente antes de habérsele notificado la cesión, el pago está bien
hecho y produce las consecuencias habituales del pago: extinción de la obligación y liberación del deudor
que ha pagado (art. 1.527 C.c.). Después de la notificación el deudor cedido es ya exclusivamente deudor
del cesionario y por consiguiente a este último tendrá que realizar el pago o cumplimiento para quedar
liberado.

B) La subrogación por pago

La subrogación es la sustitución de un nuevo acreedor en lugar del antiguo. Como dice el artículo 1.212
del Código civil la subrogación transfiere al subrogado el crédito con los derechos a él anexos, ya contra
el deudor, ya contra terceros, sean fiadores o poseedores de las hipotecas. La diferencia entre la cesión de
créditos y la subrogación en el crédito se encuentra en que la cesión es el cauce para realizar el interés de
la circulación del crédito, que se considera un bien patrimonial susceptible de tráfico jurídico. La
subrogación tiene su fundamento en el interés del subrogado para recuperar en vía de regreso un
desembolso patrimonial que ha efectuado al acreedor satisfecho (BETTI) ya que normalmente se produce
en los casos en que la deuda ha sido pagada por un tercero [vid. supra Tema 6, epígrafe 1.2.B)].
La cesión del derecho de crédito es habitualmente una operación especulativa, el cesionario podrá cobrar la integridad
del crédito aun cuando hubiere pagado una cantidad menor por él. En cambio y por ejemplo, el tercero que al haber pagado
una deuda ajena se subroga en la posición del acreedor, sólo podrá obtener el monto del pago que efectuó.

La subrogación de un tercero en los derechos del acreedor, nos dice el artículo 1.209.1 C.c., no puede
presumirse fuera de los casos expresamente mencionados en este Código. Los principales supuestos de
subrogación los enumera el artículo 1.210 al decir que se presumirá que hay subrogación:
1. Cuando el acreedor pague a otro acreedor preferente. El pago en este caso pretende evitar que la
existencia del crédito privilegiado pueda perjudicar el cobro del acreedor que carece de tal privilegio.
2. Cuando paga un tercero con la aprobación del deudor. Establece el artículo 1.159 C.c. que el que
pague en nombre del deudor ignorándolo éste, no podrá compeler al acreedor a subrogarle en sus
derechos. A sensu contrario, el que paga con aprobación expresa o tácita del deudor queda subrogado en
la posición del primitivo acreedor.
3. Cuando pague un interesado en el cumplimiento de la obligación. La diferencia entre este supuesto y
el anterior consiste en que aquí el que ha realizado el pago, al estar interesado en el cumplimiento, no se
necesita la aprobación del deudor.
Hay quien entiende que «interés en el cumplimiento» significa participación en la relación jurídica obligatoria, en
concepto de codeudor o de fiador (Díez-Picazo).

Un caso especial de subrogación es la producida por la voluntad del deudor. Según el artículo 1.211 del
Código civil, el deudor podrá hacer la subrogación sin consentimiento del acreedor, cuando para pagar la
deuda haya tomado prestado el dinero por escritura pública, haciendo constar su propósito en ella, y
expresando en la carta de pago la procedencia de la cantidad pagada.
La aplicación de esta posibilidad se ha regulado en la «Ley de 30 de marzo de 1994, sobre subrogación y modificación de
préstamos hipotecarios», que se publicó en un momento económico en el que se había producido un descenso generalizado
de los tipos de interés de los préstamos hipotecarios, por lo que se hizo necesario proteger a los ciudadanos que habían
concertado sus préstamos con anterioridad a la bajada de los tipos para que pudieran beneficiarse de las ventajas que
supuso el descenso. El cambio de entidad bancaria prestamista no era viable económicamente por la cantidad de gasto que
suponía para el prestatario. La finalidad de la ley fue habilitar los mecanismos necesarios para que los deudores, en
aplicación de los artículos 1.211 y concordantes del Código civil, pudieran cambiar de Banco, es decir subrogar a otra
entidad en el contrato de préstamo hipotecario, cualquiera que sea la fecha de su formalización y aunque no conste en el
mismo la posibilidad de amortización anticipada, sin necesidad de cancelar el préstamo existente.
TEMA 8
EL INCUMPLIMIENTO DE LAS OBLIGACIONES
MARÍA JOSÉ SANTOS MORÓN
Universidad Carlos III

1. El INCUMPLIMIENTO DE LAS OBLIGACIONES

1.1. TIPOS DE INCUMPLIMIENTO Y MEDIOS DE TUTELA

Existe incumplimiento de la obligación cuando no queda satisfecho el interés del acreedor, bien porque
el deudor no ha realizado la prestación debida, bien porque la ha realizado pero de manera incorrecta o
defectuosa. En otras palabras, estamos ante un supuesto de incumplimiento cuando el deudor no lleva a
cabo la conducta pactada o realiza una conducta que se aparta o difiere de lo acordado en el contrato. El
incumplimiento admite distintas variantes:

— Puede ocurrir que el deudor se retrase en cumplir pero sea todavía posible el cumplimiento y
satisfaga el interés del acreedor. Por ejemplo, A debe pagar a B 30.000 euros el 3 de junio de 2013, pero
por dificultades económicas no paga en el momento previsto. Este retraso, si se dan ciertos requisitos, se
califica como mora y genera unas consecuencias que se verán con posterioridad.
— Puede que el deudor haya realizado la prestación en el momento acordado pero de forma inexacta,
es decir, de modo que no coincide con lo establecido al constituirse la obligación. Por ejemplo, el
concesionario de automóviles X se comprometió a entregar a Z el 15 de mayo de 2013 un Opel Corsa rojo
de 5 puertas, pero le entrega un Opel Corsa azul de 3 puertas. En este caso estamos ante un supuesto de
cumplimiento defectuoso.
— Otra posibilidad es que el deudor no realice la prestación (es decir, se produce un incumplimiento
total) porque ésta no es ya objetivamente posible debido a circunstancias externas al deudor. Por ejemplo,
la galería de arte J debe entregar al museo Y un cuadro de un pintor famoso pero, debido a un incendio
ocasionado por un cortocircuito, el cuadro se destruye. En estos casos se habla de imposibilidad
sobrevenida, ya que la prestación ha devenido de imposible cumplimiento con posterioridad a la
constitución de la obligación.
— Un cuarto supuesto es aquel en que el deudor no ha cumplido la prestación y ésta es objetivamente
posible pero, sin embargo, ya no satisface el interés del acreedor. Es lo que ocurre cuando el momento
fijado para el cumplimiento es de especial relevancia para el acreedor (término esencial) de forma que si
no se cumple en el momento pactado deja de tener sentido la prestación, como sucede, por ejemplo, si se
pretende entregar un traje de novia una vez celebrada la boda. En este caso existe un incumplimiento
definitivo, porque la prestación tardía ya no es idónea para satisfacer al acreedor.
— Hay casos, por último, en que el deudor se niega de forma persistente y reiterada a cumplir,
mostrando con ello su voluntad de no cumplir la obligación. Por ejemplo, el acreedor reclama el pago
debido al deudor mediante correos electrónicos, cartas, burofax, requerimiento notarial, etc.,
repetidamente durante un largo período de tiempo, sin que el deudor se avenga a cumplir su prestación.
En tal hipótesis, puede decirse, igualmente, que existe un incumplimiento total y definitivo de la
obligación.

El incumplimiento del deudor genera una serie de consecuencias, que pueden variar según el tipo de
incumplimiento de que se trate (mora, cumplimiento defectuoso, inejecución de la prestación), y según
que dicho incumplimiento sea imputable al deudor (v. gr., el arrendatario no paga la renta del alquiler
porque prefiere comprarse un coche en lugar de pagar a su arrendador) o se deba a un acontecimiento
externo, ajeno al ámbito de control del deudor (el denominado «caso fortuito» o «fuerza mayor»), por
ejemplo, la cantante de ópera que debe dar un recital sufre un accidente de tráfico y tiene que ser
ingresada en el hospital, no pudiendo cumplir su prestación.
En principio, el acreedor cuenta con tres remedios o medios de tutela dirigidos a subsanar el daño que
se produce en su patrimonio como consecuencia del incumplimiento del deudor. Tales remedios, que se
estudiarán con más detenimiento con posterioridad, y que están regulados de manera dispersa y poco
sistemática, en el Código civil y en la LEC, son los siguientes:

a) En primer lugar el acreedor, ante el incumplimiento del deudor, puede ejercitar ante los tribunales
una acción de cumplimiento. La acción de cumplimiento, que está dirigida a obtener el cumplimiento en
forma específica o in natura, puede utilizarse siempre que el cumplimiento sea posible y satisfaga el
interés del acreedor (no tendría sentido ejercitar esta acción si la prestación ya no interesa al acreedor,
como en el ejemplo del vestido de novia una vez celebrada la boda). Y puede ejercitarse con
independencia de que el incumplimiento sea o no imputable al deudor. Por ejemplo, en el caso de la
cantante de ópera mencionado con anterioridad, el acreedor podría exigir que diera el recital una vez
recuperada de su accidente, siempre y cuando le siguiera interesando que la cantante cumpliera dicha
prestación.
En los casos en que el incumplimiento consiste en la realización de una prestación defectuosa la acción
de cumplimiento está dirigida a que se ejecute correctamente la prestación. Así, en el ejemplo del Opel
Corsa, la acción de cumplimiento estaría dirigida a que se sustituyera el vehículo entregado, de color azul,
por un vehículo rojo de las características acordadas.
b) En los casos en que no proceda el ejercicio de la acción de cumplimiento, bien porque la prestación
ya no interese al acreedor, bien porque haya devenido imposible (imposibilidad sobrevenida), el acreedor
podrá exigir al deudor que repare el daño causado en su patrimonio, mediante el pago de una
indemnización. Ahora bien, para que el deudor esté obligado a indemnizar al acreedor como consecuencia
de su incumplimiento es necesario que dicho incumplimiento sea imputable al deudor y no se deba a un
acontecimiento fortuito, ajeno a su ámbito de control. Por ejemplo, en el caso del cuadro que debía ser
entregado por una galería de arte al museo comprador, pero que se destruye en un incendio, el
comprador podría exigir a la galería una indemnización —que, como luego se verá, abarcaría el valor del
cuadro así como otros posibles daños añadidos— si el incendio se debiera a la negligencia del dueño de la
galería, que no reparó la defectuosa instalación eléctrica de la misma. En cambio no podría exigir tal
indemnización si el incendio tuviese su origen en la caída de un rayo o en el incendio de una casa vecina
que se propaga a la galería de arte. Es decir, el deudor sólo incurre en responsabilidad por
incumplimiento o responsabilidad contractual —quedando obligado, por tanto, a indemnizar al acreedor—
cuando el incumplimiento le es imputable, pero no cuando se debe a caso fortuito (art. 1.101 en relación
con art. 1.105 C.c.).
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que en los casos en que se ejercita la acción de cumplimiento, la
inicial omisión de la prestación o su realización defectuosa pueden haber provocado daños al acreedor
que no quedan reparados aunque luego se ejecute la prestación o se corrijan sus defectos. Por ejemplo, si
A entregó a B una máquina cosechadora defectuosa y como consecuencia de ello B no pudo recoger su
cosecha, que acabó perdiéndose, B, al margen de que podrá reclamar a A que repare la máquina o le
entregue una que funcione correctamente (acción de cumplimiento) podría exigirle una indemnización por
la pérdida de su cosecha (responsabilidad contractual) (art. 1.101, 1.124.2, primer inciso, C.c.).
c) Otro remedio con el que cuenta el acreedor, pero sólo en el supuesto de contratos que generan
obligaciones recíprocas o sinalagmáticas —recordemos que esto significa que ambas partes son
recíprocamente acreedoras y deudoras y existe una relación de interdependencia entre la obligación
asumida por cada una de ellas, supra Tema 5, epígrafe 5— es la resolución de la relación obligatoria (art.
1.124.1 C.c.). No cabe la resolución en los contratos unilaterales, que generan obligaciones para sólo una
de las partes, como por ejemplo el préstamo.
En este caso, si el prestatario no cumple con su obligación de restituir el importe prestado el prestamista no puede
resolver la relación obligatoria. Lo que sucede en la práctica —y a veces se confunde con la resolución— es que, en los casos
de préstamos que deben restituirse mediante pagos periódicos (v. gr., pagando al banco prestamista una cantidad mensual
que abarca una parte del capital y otra de intereses remuneratorios), el impago por parte del deudor de alguno de esos
plazos puede determinar, si así se ha pactado, el vencimiento anticipado de la obligación —o, lo que es lo mismo, la pérdida
del beneficio del plazo— quedando obligado el deudor a restituir al acreedor la totalidad del importe del préstamo aplazado.

El ejercicio de la facultad resolutoria permite a la parte que ha cumplido su obligación o estaba


dispuesto a cumplirla poner fin a la relación obligatoria obteniendo la restitución de la prestación que
ejecutó (por ejemplo, el vendedor que entregó un tractor al comprador, quien, sin embargo no le ha
pagado el precio acordado, recuperará dicho tractor) o evitando tener que cumplir la que le corresponde
(por ejemplo, quien celebró un contrato de compraventa de una finca en documento privado no tendrá
que a elevar el contrato a escritura pública si ejercita la acción resolutoria al no haber abonado el
comprador la cantidad acordada). Para ejercitar la facultad de resolver el contrato, como luego se verá, es
necesario que el incumplimiento sea grave, es decir, no basta cualquier incumplimiento para ejercitarla,
pero no es necesario que el incumplimiento sea imputable al deudor. Por ejemplo, si una compañía
discográfica firmó un contrato en exclusiva para comercializar durante 10 años los discos de cierto
cantante y éste, como consecuencia de una enfermedad, pierde la voz, la compañía discográfica podrá
resolver el contrato que le ligaba con dicho artista.
Por otra parte, el ejercicio de la acción resolutoria es compatible con la acción dirigida a exigir al
deudor responsabilidad contractual —si el incumplimiento es imputable a éste— (art. 1.124.2, primer
inciso, C.c.), de modo que el deudor podrá quedar obligado a indemnizar al deudor en el supuesto en que
la resolución no permita reparar todos los daños derivados del incumplimiento. Por ejemplo, se ejercita la
acción de resolución de una compraventa celebrada sobre plano porque la entidad promotora, a quien el
comprador había pagado parte del precio, ha devenido insolvente y no puede finalizar la construcción del
edificio proyectado. La acción resolutoria permitirá al comprador recuperar el dinero desembolsado, pero
puede haber sufrido daños adicionales (por ejemplo, se ha visto obligado a comprar otra vivienda por un
precio muy superior) cuya indemnización podría reclamar a la promotora incumplidora.

1.2. EL SUPUESTO ESPECÍFICO DE LA MORA DEL DEUDOR


La mora es una modalidad de incumplimiento que consiste en el retraso en la ejecución de la
prestación. En principio el mero retraso no impide llevar a cabo posteriormente la prestación, que por lo
general seguirá satisfaciendo al acreedor. Es decir, ante el retraso el acreedor podrá exigir el
cumplimiento de la obligación. Pero, aunque se produzca posteriormente el cumplimiento, ese retraso
puede provocar daños al acreedor, que deberán ser indemnizados si se dan los requisitos que se indican a
continuación. Debe tenerse en cuenta que no todo retraso genera consecuencias jurídicas, sino sólo aquel
que reúne los requisitos para que pueda calificarse como «mora».
En las obligaciones a término esencial, en las que el momento del cumplimiento es fundamental para
que el acreedor vea satisfecho su interés (v. gr., alquiler de coche para una concreta excursión), el retraso
equivale al incumplimiento. Aquí no hay mora, sino incumplimiento definitivo.

A) Presupuestos de la mora

Para que surja la mora, y, por tanto, se desencadenen las consecuencias previstas en la ley, es necesario
que se den ciertos requisitos: a) imputabilidad del retraso; b) obligación vencida y exigible, y c) intimación
o interpelación del acreedor.

a) El retraso en la ejecución de la prestación debe ser imputable al deudor. No es imputable al deudor


cuando se debe a un acontecimiento imprevisible o inevitable ajeno a su ámbito de control. Esta cuestión
se analizará en el siguiente epígrafe.
b) En cuanto al segundo requisito, sólo puede incurrir en mora el deudor cuando su obligación ha
vencido —es decir, ha llegado el momento previsto para el cumplimiento— y por tanto es exigible. La
jurisprudencia suele exigir además que la deuda sea líquida, es decir, que su cuantía esté determinada, ya
que, si no se sabe cuál es el montante debido por el deudor, difícilmente puede éste incurrir en mora. No
es líquida, por ejemplo, la deuda de indemnizar el daño provocado a un ciclista que sufre un atropello
hasta que no se valoren las secuelas del accidente. Pero deben considerarse líquidas las deudas cuya
cuantía puede determinarse mediante una simple operación aritmética (v. gr., 3 por 100 de cierta
cantidad).
c) El tercer requisito, la intimación o interpelación del acreedor, es fundamental para que el deudor
quede constituido en mora. Según el artículo 1.100 C.c. incurren en mora los obligados a entregar o hacer
una cosa desde que el acreedor les exija judicial o extrajudicialmente el cumplimiento de su obligación. El
deudor que se retrasa no incurre por ese solo hecho en mora (con las consecuencias que ello conlleva,
que se verán a continuación). Es necesario que el acreedor le reclame el cumplimiento, bien judicial, bien
extrajudicialmente. La intimación o interpelación consiste pues, en la declaración que hace el acreedor al
deudor exigiéndole el cumplimiento. Esa reclamación no está sujeta a forma (puede hacerse mediante
notario, burofax, correo electrónico, etc.) pero es preciso que pueda probarse su realización.
No obstante, el artículo 1.100 establece algunas excepciones a la obligación de realizar la intimación: a)
cuando se haya pactado lo contrario o la ley así lo establezca (esto último ocurre en los casos de
obligaciones mercantiles cuando se fijó un plazo para el cumplimiento, art. 63 C.com.; art. 5 de la Ley
3/2004, de medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales); b) cuando de la
naturaleza y las circunstancias resulte que la época de cumplimiento fuera importante —por ejemplo,
entregar turrón antes de la campaña de navidad—; c) cuando se trata de obligaciones recíprocas.
Respecto de esta última excepción el artículo 1.100 dice: «en las obligaciones recíprocas ninguno de los
obligados incurre en mora si el otro no cumple o no se allana a cumplir debidamente lo que le incumbe.
Desde que uno de los obligados cumple su obligación, empieza la mora para el otro».
La interpretación de esta última regla ha sido muy controvertida. Hay quien sostiene que en las
obligaciones recíprocas, cuando uno de los contratantes cumple, la mora es automática para el otro; pero
también hay quien sostiene, por el contrario, que dicha regla no supone la automaticidad de la mora y la
no necesidad de intimación. La tesis más acertada parece ser la intermedia. Es preciso distinguir según
que las obligaciones de las partes sean de cumplimiento simultáneo o un contratante deba cumplir antes
que el otro (v. gr., se acuerda que el comprador debe pagar el precio de la cosa una semana después de su
recepción). En el primer caso, cuando uno de los contratantes cumple el otro queda automáticamente en
mora. En el segundo caso, si el primer obligado cumple y el segundo obligado, llegado el momento del
vencimiento, no ejecuta su obligación, este último no incurre en mora automáticamente, es necesario que
la otra parte le interpele, reclamándole el cumplimiento (DÍEZ-PICAZO).

B) Efectos de la mora

Por lo que respecta a las consecuencias que se producen cuando el deudor queda constituido en mora,
éstas son:

a) La obligación de indemnizar por los daños causados por el retraso. El acreedor puede reclamar que
se le indemnicen los daños derivados del cumplimiento tardío que, como regla, tiene que probar. No
obstante, cuando se trata de una obligación pecuniaria la indemnización consiste, legalmente, en el pago
de intereses. Así lo establece el artículo 1.108 que dispone que se abonarán los intereses convenidos por
las partes o, si las partes no pactaron el tipo de interés (interés de demora), el interés legal.
b) La obligación de indemnizar si, con posterioridad a la mora, la prestación deviene de imposible
cumplimiento por caso fortuito (como regla general en esta hipótesis, si el deudor no está en mora, se
extingue su obligación y no tiene que indemnizar, vid. epígrafe 2.2 de este tema). A esta consecuencia se
la denomina habitualmente perpetuatio obligationis.

C) Cesación y purga de la mora

Los efectos de la mora cesan para el deudor cuando éste cumple su obligación o cuando el acreedor le
concede un nuevo plazo para cumplir. También cuando es el propio acreedor quien incurre en mora (esto
es, se niega a recibir la prestación de forma injustificada —vid. Tema 6, epígrafe 3—). En estos casos
la mora deja de surtir efectos para el futuro, pero subsisten aquellas consecuencias que ya se hayan
producido (por ejemplo, deber de indemnizar los intereses de demora devengados hasta ese momento).
No obstante, también cabe la posibilidad de que desaparezcan todos los efectos de la mora (incluso los ya
producidos). Así ocurre si el acreedor renuncia a reclamar al deudor cualquier indemnización debida por
haber incurrido en mora. En este caso se habla de «purga» de la mora.

2. LA IMPUTABILIDAD DEL INCUMPLIMIENTO

2.1. INCUMPLIMIENTO IMPUTABLE AL DEUDOR: EL DOLO Y LA CULPA. INCUMPLIMIENTO NO IMPUTABLE AL DEUDOR:


CASO FORTUITO Y FUERZA MAYOR

Hemos dicho que algunas de las consecuencias del incumplimiento, concretamente la responsabilidad
contractual —que implica la obligación del deudor de indemnizar al acreedor lesionado— sólo se producen
cuando el incumplimiento es imputable al deudor. Resulta necesario, por tanto, concretar cuándo se está
ante dicha situación.
En el Código civil se presupone que el incumplimiento es imputable al deudor, y por tanto, éste debe
responder, cuando el incumplimiento se debe a su culpa o negligencia, aunque, también, obviamente, si
ha incumplido de forma dolosa —es decir, voluntariamente y a sabiendas, con consciencia de los daños
que su incumplimiento puede provocar—. Así se desprende del artículo 1.101 C.c. que dice que «quedan
sujetos a la indemnización de los daños y perjuicios causados los que en el cumplimiento de sus
obligaciones incurrieren en dolo, negligencia o morosidad, y los que de cualquier modo contravinieren el
tenor de aquéllas». De acuerdo con ello, tradicionalmente se ha entendido que, para que el deudor quede
obligado a indemnizar al acreedor, es necesario que el deudor haya actuado dolosamente o que haya
habido un incumplimiento culpable o negligente. Y para saber cuándo el deudor ha actuado de manera
culposa o negligente hay que acudir al artículo 1.104 C.c. que dispone: «La culpa o negligencia del deudor
consiste en la omisión de aquella diligencia que exija la naturaleza de la obligación y corresponda a las
circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar. Cuando la obligación no exprese la diligencia que
ha de prestarse en su cumplimiento, se exigirá la que correspondería a un buen padre de familia».
Conforme a dicho precepto la culpa o negligencia es la infracción de la diligencia debida, diligencia que
se determina partiendo del modelo del ciudadano medio y normalmente prudente (el «buen padre de
familia»), pero que debe modularse teniendo en cuenta las circunstancias concretas (la «naturaleza de la
obligación», circunstancias de las «personas», «tiempo» y «lugar»), como son la edad o aptitudes físicas
del deudor, y en particular sus conocimientos y su carácter profesional. Esto quiere decir que, por
ejemplo, el cuidado exigible a un anciano es el razonablemente exigible a los ancianos, no a los adultos de
30 años. Y que, cuando el deudor es un profesional que desarrolla una actividad que requiere ciertos
conocimientos o habilidades (v. gr., un cirujano estético), la diligencia exigible viene determinada por el
conjunto de conocimientos y técnicas propias de su profesión (la denominada lex artis). La diligencia
exigible a un profesional es, por tanto, superior a la de un profano. Por ejemplo, al propietario de una
galería de arte le es exigible que se cerciore de que los cuadros que vende son auténticos. A un
chamarilero que vende un cuadro en el rastro no le es exigible tal comportamiento. También influye en el
grado de diligencia exigible al deudor el valor de la contraprestación que, de acuerdo con lo pactado,
deba realizar por su parte el acreedor. Así, por ejemplo, si alguien contrata a un fotógrafo que cobra un
precio irrisorio por realizar un reportaje de boda, no puede pretender que la calidad de dicho reportaje, y
por tanto la diligencia exigible al deudor en su realización, sea igual a la que habría obtenido si hubiese
contratado a un fotógrafo de prestigio que cobra un precio diez veces superior.
Según la postura tradicional, eminentemente subjetiva, para que el incumplimiento no sea imputable al
deudor bastaría con que éste demostrara que actuó diligentemente. Al respecto téngase en cuenta que del
artículo 1.183 C.c. puede deducirse una regla general en virtud de la cual en caso de incumplimiento se
presume la culpa del deudor, de manera que corresponde a éste demostrar su no culpa, es decir, su
diligencia o ausencia de negligencia.
Sin embargo, en la actualidad se tiende a considerar que, para que el incumplimiento no sea imputable
al deudor, no basta con que éste haya actuado de manera diligente; es necesario además que el
incumplimiento se deba a un hecho ajeno a su esfera de control. Así resulta de relacionar el artículo
1.101, que nos dice cuándo el deudor queda obligado a indemnizar al acreedor, con el artículo 1.105 C.c.,
que nos dice cuándo no existe responsabilidad contractual.
Según el artículo 1.105 «nadie responderá de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse, o que,
previstos, fueran inevitables». El artículo 1.105 hace referencia a lo que se denomina «caso fortuito» o
«fuerza mayor» (aunque hay quien ha intentado diferenciar el concepto de «caso fortuito» del de «fuerza
mayor» hoy día se suelen equiparar puesto que sus consecuencias son las mismas). La utilización, en
dicho precepto, del término «sucesos» hace pensar que los acontecimientos que exoneran al deudor han
de ser, no sólo imprevisibles e inevitables sino, además, hechos externos, ajenos o extraños a su esfera de
control (DÍEZ-PICAZO, BADOSA). Por ejemplo, la avería repentina del camión no exoneraría al transportista
de cumplir su obligación de entrega puntual de las mercancías (no se trataría de un supuesto de caso
fortuito o fuerza mayor) porque la conservación y reparación del vehículo que el transportista deudor
utiliza como instrumento de trabajo entra dentro de su esfera o ámbito de control. Por consiguiente, para
que el incumplimiento pueda considerarse no imputable al deudor, y por tanto, éste no incurra en
responsabilidad contractual frente al acreedor, es necesario que el incumplimiento se deba a un hecho
ajeno a su ámbito de control, imprevisible o inevitable en sí o en sus consecuencias.
Esta interpretación es además, la más conforme con lo establecido en el artículo 79.1 de la Convención de Viena sobre
compraventa internacional de mercaderías 1 , en cuya virtud el deudor responde de cualquier «impedimento» que se
produzca dentro de su esfera de control, lo cual se explica porque es el deudor —y no el acreedor— quien debe responder de
los riesgos (v. gr., rotura de la maquinaria) que se generen dentro de su ámbito de influencia (Pantaleón, Morales Moreno).

De acuerdo con ello, no se consideran supuestos de caso fortuito (y, por tanto, el deudor no quedaría
exonerado de responsabilidad en caso de incumplimiento):

— Los problemas que tenga el deudor con sus proveedores ya que son hechos colocados bajo su esfera
de control. Por ejemplo, el fabricante que no entrega el pedido porque sus proveedores no le enviaron las
piezas a tiempo no puede exonerarse por tal motivo.
— Las huelgas de los trabajadores del deudor (salvo que se trate de una huelga general, que, por su
naturaleza, escapa a la influencia del deudor) ya que constituye una disfunción de su empresa y sería
ilegítimo transferir a los acreedores el riesgo de que ésta se produzca y los daños que al empresario
pueda ocasionar la huelga. En este sentido, la STS de 18 de diciembre de 2006 relativa a un conflicto
laboral que impidió la salida de camiones con mercancía de las dependencias de la empresa deudora,
niega que pueda considerarse este suceso como caso fortuito o fuerza mayor.
— La actividad de los auxiliares o dependientes del deudor. El deudor no puede aducir, para exonerarse
de responsabilidad, que el incumplimiento se ha debido a la actividad de las personas que como auxiliares
suyos han intervenido en la realización de la prestación. El deudor responde siempre por los hechos de
sus dependientes y auxiliares.
Esta regla, que está implícita en muchos preceptos del Código civil (v. gr., arts. 1.596, 1.721 y 1.784) constituye una
exigencia económica y jurídica, ya que el riesgo que derive de la actividad de los auxiliares del deudor debe recaer sobre él
mismo y no sobre la persona del acreedor. Además hay que tener en cuenta que en el tráfico habitual, cuando se contrata
una determinada prestación, se sobreentiende por lo general que la prestación no la realiza personalmente el contratante,
sino sus operarios (DÍEZ-PICAZO). Así, tomando un ejemplo de DÍEZ-PICAZO, puede decirse que quien lleva su coche a un
taller mecánico asume implícitamente que la reparación será llevada a cabo por cualquiera de los mecánicos del taller. No
tendría sentido que el dueño del taller pudiera exonerarse, si la reparación es defectuosa, simplemente aduciendo que el
fallo se debió a alguno de sus trabajadores.

— Los fallos que tengan su origen en los materiales o elementos utilizados en la actividad empresarial o
profesional (v. gr., materias primas o piezas defectuosas, rotura de maquinaria o medios de transporte).

En cambio, pueden considerarse supuestos de caso fortuito:

— Los actos y decisiones de la Administración que impidan cumplir la prestación (v. gr., denegación de
una licencia, expropiación forzosa) siempre que fuesen imprevisibles, y el deudor no haya podido evitarlo
haciendo todo lo que está en su mano (por ejemplo, interponer todos los recursos posibles).
— Los fenómenos y eventos naturales (inundaciones, incendios, terremotos…) siempre que no debieran
haber sido previstos, por ser habituales en la zona de que se trate (v. gr., gota fría), o sean consecuencia
de la propia negligencia del deudor (por ejemplo, incendio como consecuencia de una defectuosa
instalación eléctrica o de gas). La STS de 30 de noviembre de 1994, niega, en este sentido, que sea caso
fortuito el incendio que se pudo haber evitado simplemente desconectando la instalación eléctrica durante
el fin de semana en que se produjo.
Conviene insistir en que el suceso de que se trate debe ser imprevisible. Las SSTS de 11 de octubre de 2005 y 2 de
febrero de 2006 rechazan, por tal motivo, que un atentado terrorista que provocó la muerte de un turista y lesiones a otros
durante un viaje a Egipto, tenga la consideración de caso fortuito a efectos de eximir a la agencia de viajes de
responsabilidad, porque la entidad organizadora debía haber sabido que la situación en el país en la fecha del viaje (agosto
de 1994) era inestable y las autoridades españolas habían aconsejado la no realización de viajes por la zona.

En el supuesto en que el incumplimiento del deudor se deba a un acontecimiento ajeno a su ámbito de


control que deba considerarse como caso fortuito, no incurrirá en responsabilidad contractual, y por
tanto, no estará obligado a indemnizar al acreedor de los daños causados. Pero esto no impide que el
acreedor pueda usar otros remedios, como la acción de cumplimiento o la resolución. Por ejemplo, si una
compañía aérea se ve obligada a cancelar un vuelo debido a condiciones metereológicas adversas (v. gr.,
las cenizas emitidas por un volcán impiden toda visibilidad) no estará obligada a indemnizar a los viajeros,
pero eso no implica que el cliente no pueda exigir que le proporcione otro vuelo cuando las condiciones lo
permitan (cumplimiento) o le devuelva el importe del billete de avión que ya no va a utilizar (resolución).
La prueba del caso fortuito le corresponde al deudor ya que, como se indicó con anterioridad, en caso
de incumplimiento se presume que este último es imputable al deudor (art. 1.183 C.c.). Así, la STS de 20
de diciembre de 2004, en relación con el incendio de un almacén donde el acreedor tenía depositada gran
cantidad de hilo que quedó destruida a consecuencia del mismo, indica que corresponde al deudor (en
este caso el propietario del almacén), para eximirse de responsabilidad por la imposibilidad de devolución
del material depositado, la prueba de que se ha producido un suceso extraño al círculo de su actividad
empresarial. En sentido similar se pronuncia la STS de 4 de diciembre de 2008 que afirma igualmente que
corresponde al deudor la prueba del caso fortuito.

2.2. LA IMPOSIBILIDAD SOBREVENIDA

Como ya se indicó, existe imposibilidad sobrevenida cuando la prestación del deudor deviene, con
posterioridad al nacimiento de la obligación, de imposible cumplimiento. Así ocurre, en las obligaciones
de dar una cosa específica, cuando la cosa se pierde o destruye (art. 1.182). La pérdida o destrucción
puede ser material (caída de una joya al mar, rotura de un antiguo jarrón de porcelana) o jurídica, como
sería en el supuesto de expropiación forzosa o si la cosa queda fuera del comercio. En las obligaciones de
dar cosas genéricas difícilmente puede hablarse de imposibilidad sobrevenida porque siempre habrá
cosas pertenecientes al género (trigo, azúcar…) con las que podrá cumplirse la obligación; de ahí el
aforismo genus nunquam perit (el género nunca perece). En las obligaciones de hacer existe imposibilidad
sobrevenida cuando la prestación «resultare legal o físicamente imposible» (art. 1.184). Según los
artículos 1.182 y 1.184, en los supuestos enunciados, en los que la obligación deviene de imposible
cumplimiento, dicha obligación se extingue y el deudor queda liberado de su obligación. Esto implica que
el deudor no tiene que ejecutar su prestación pero tampoco incurre en responsabilidad contractual ni
tiene pues, que indemnizar al acreedor. Ahora bien, para que ello sea así es necesario, según el artículo
1.182, que la imposibilidad de cumplimiento se haya producido sin culpa del deudor y antes de haberse
éste constituido en mora.
Aunque el citado precepto exige «la inexistencia de culpa» del deudor hay que recordar, que, de acuerdo con lo que se ha
dicho con anterioridad, para que el deudor quede exonerado de responsabilidad no basta con que se haya comportado
diligentemente, es necesario además, que la imposibilidad de cumplimiento se deba a un impedimento ajeno a su ámbito de
control.

Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que para que pueda hablarse de imposibilidad sobrevenida es
necesario que la imposibilidad sea absoluta y objetiva, es decir, que tenga su origen en una circunstancia
que impediría a cualquier sujeto —y no sólo al concreto deudor— llevar a cabo la prestación. Ha de
tratarse de una «imposibilidad física o legal, objetiva, absoluta, duradera y no imputable al deudor». Así lo
indica la STS de 30 de abril de 2002 que niega que las dificultades para construir el edificio proyectado
debido a la existencia de unas bodegas en el subsuelo puedan considerarse como imposibilidad
sobrevenida.

A) Efectos de la imposibilidad sobrevenida no imputable al deudor

Cuando la imposibilidad sobrevenida se debe a caso fortuito y, por tanto, no es imputable al deudor —es
decir, se debe a un acontecimiento imprevisible e inevitable ajeno a su ámbito de control—, el deudor
queda liberado de su obligación (arts. 1.182 y 1.184 C.c.). La obligación del deudor se extingue, lo que
significa que no puede exigírsele el cumplimiento (que ya es imposible) pero tampoco una indemnización.
Ello es así, siempre que el deudor no haya incurrido en mora, ya que, para que se produzca la extinción de la obligación,
el artículo 1.182 C.c., como se ha dicho, exige dos requisitos: a) que la imposibilidad de cumplimiento se haya producido «sin
culpa del deudor» (requisito que ha de interpretarse en el sentido anteriormente explicado, como acontecimiento ajeno o
extraño a la esfera de control del deudor); y, b) que éste no se haya constituido en mora. Es decir, al margen de que el
deudor moroso responde de los daños causados por la mora o retraso, si la prestación deviene imposible tras haber incurrido
en mora, deberá responder ante el acreedor (esto es, deberá indemnizarle) incluso aunque el incumplimiento se deba a caso
fortuito.

En el supuesto de extinción de la obligación del deudor por imposibilidad sobrevenida fortuita (y


siempre que el deudor no se haya constituido en mora) el acreedor no recibirá la prestación ni tampoco
podrá exigir una indemnización. Ahora bien, si la obligación es sinalagmática y el acreedor, a su vez, debía
ejecutar una prestación frente al deudor (por ejemplo, la remuneración por la realización de una escultura
que ya no es posible porque el escultor se encuentra en coma debido a un accidente), el acreedor podrá
solicitar la resolución del contrato por incumplimiento, en cuyo caso podrá exigir la restitución de la
prestación que, en su caso, hubiera ejecutado (por ejemplo, la remuneración pagada al escultor por
adelantado). Como luego se verá con más detenimiento, la jurisprudencia admite actualmente la
posibilidad de ejercitar la facultad resolutoria recogida en el artículo 1.124 C.c., no sólo cuando el
incumplimiento es imputable al deudor, sino también cuando no le es imputable, lo que significa que la
resolución es un remedio que puede utilizarse igualmente en los casos de imposibilidad sobrevenida
fortuita.
Lo dicho, sin embargo, hay que matizarlo en aquellos supuestos en que existe una regulación especial para el contrato de
que se trate. La cuestión se plantea fundamentalmente en relación con el contrato de compraventa. En la compraventa el
«riesgo» de que la cosa objeto del contrato se pierda fortuitamente en poder del vendedor lo sufre, de acuerdo con el Código
civil, el comprador (vid. Tema 9, epígrafe 2.7). Esto significa que si el vendedor no puede entregar la cosa vendida (por
ejemplo, una nave industrial) porque la prestación ha devenido imposible sin culpa suya una vez celebrado el contrato y
antes del momento fijado para el cumplimiento (se produjo un incendio como consecuencia de la caída de un rayo el día
siguiente a la firma del contrato), el comprador no podrá reclamarle nada pero quedará obligado a pagar el precio.
Mantener esta postura, que es la que se deduce de la regulación contenida en el Código civil en materia de compraventa,
supone que el comprador no podría ejercitar la acción de resolución del contrato para evitar realizar su prestación. Esta
solución resulta contraria a la postura mantenida actualmente por la jurisprudencia, que permite la resolución en los casos
de imposibilidad sobrevenida fortuita, y provoca resultados injustos. De ahí que la doctrina proponga la modificación del
régimen de la compraventa en una posible reforma del Código civil. Es claro que la inejecución de la obligación del vendedor
debe posibilitar la resolución del contrato por parte del comprador con independencia de que dicho incumplimiento le sea o
no imputable.

Por otra parte, cuando se extingue la obligación de dar una cosa por imposibilidad sobrevenida fortuita,
el artículo 1.186 dispone que corresponderán al acreedor todas las acciones que el deudor tuviere contra
terceros por razón de ésta. Este artículo se refiere al supuesto en que el deudor en cuyo poder se pierde
la cosa tiene alguna acción contra tercero como consecuencia de la pérdida o destrucción de la misma,
por ejemplo, tiene derecho a una indemnización porque había asegurado la cosa frente a posibles daños o
tiene derecho al justiprecio derivado de la expropiación. En tales casos la regla del artículo 1.186
pretende compensar al acreedor por la pérdida del crédito atribuyéndole la acción para dirigirse contra el
tercero que deba indemnizar al deudor, lo que habitualmente se denomina como atribución del
commodum representationis. De este modo, y siempre que el acreedor no prefiera ejercitar la acción
resolutoria —en el caso de contratos con obligaciones recíprocas—, podrá exigir que se le entregue la
indemnización debida como consecuencia de la pérdida de la cosa.

B) Efectos de la imposibilidad sobrevenida imputable al deudor

Si la imposibilidad sobrevenida es imputable al deudor (por ejemplo, se inunda el almacén en el que el


deudor guarda la antigüedad que debía entregar —que queda destruida— debido la mala conservación del
tejado) la obligación no se extingue (arts. 1.182 y 1.184). Esto implica que aunque el deudor no pueda ya
ejecutar la prestación debida, y el acreedor, por consiguiente, no pueda ejercitar la acción de
cumplimiento (porque carece de sentido el ejercicio de dicha acción) puede reclamar al deudor una
indemnización que cubra el valor de la cosa y los posibles daños añadidos (vid. epígrafe 4 de este tema).
Aunque el artículo 1.186 anteriormente examinado se refiere al supuesto de imposibilidad sobrevenida
fortuita, no hay razón para no aplicarlo en caso de imposibilidad sobrevenida imputable al deudor
(Pantaleón). Es decir, el acreedor podría optar entre exigir al deudor la indemnización de los daños y
perjuicios sufridos o bien adquirir el commodum representationis (v. gr., la indemnización del seguro
concertado por el deudor). En este caso, si el valor del commodum representationis no cubre todos los
daños producidos (por ejemplo, la indemnización del seguro no es suficiente) podría reclamar además una
cantidad adicional hasta cubrir esos daños.
Adviértase que en el supuesto de imposibilidad sobrevenida imputable al deudor, si la obligación es de carácter
sinalagmático, el acreedor también podrá optar por resolver la obligación. Junto a la acción resolutoria puede ejercitarse la
acción indemnizatoria si existen daños que no pueden ser reparados por la resolución del contrato (art. 1.124.2 C.c.), pero la
acción resolutoria no es compatible con la atribución del commodum representationis.

3. LA ACCIÓN DE CUMPLIMIENTO
Cuando el deudor no ha cumplido su obligación pero todavía es posible el cumplimiento —es decir, no
se ha producido la imposibilidad sobrevenida— y la prestación sigue interesando al acreedor, éste puede
ejercitar la acción de cumplimiento, dirigida a obtener el cumplimiento en forma específica o in natura, o,
lo que es lo mismo, dirigida a obtener el comportamiento omitido por el deudor. Para ejercitar la acción de
cumplimiento no es preciso que el incumplimiento sea imputable al deudor.
La acción de cumplimiento está regulada en los artículos 1.096 y siguientes del C.c. y, con mayor
detenimiento, en la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC). Cuando se ejercita ante los tribunales esta acción
se pretende obtener una sentencia que condene al deudor a cumplir lo debido o a cumplir en la forma
convenida, de forma que, si, una vez recaída la sentencia de condena el deudor no lo hace
voluntariamente, puede solicitarse la «ejecución forzosa» de dicha obligación.

A) Ejecución forzosa de obligaciones de dar. Cuando la obligación de dar se refiere a una cosa
específica dispone el artículo 1.096 C.c. que el acreedor «puede compeler al deudor a que realice la
entrega». Si el deudor no cumple voluntariamente en el plazo establecido por el juez (art. 699 LEC), el
juzgado pondrá al acreedor ejecutante en posesión de la cosa debida empleando para ello los medios que
sean precisos (por ejemplo, la entrada en lugar propiedad del deudor) (art. 701.1 LEC), pero si la cosa no
puede ser hallada, el tribunal ordenará que se entregue al acreedor una «justa compensación pecuniaria»
(art. 701.3 LEC), es decir, el equivalente económico de la cosa debida (art. 712 LEC). Si la cosa que debía
ser entregada es un bien inmueble, el Tribunal dispondrá lo necesario para que, en su caso, se haga
constar en el Registro de la Propiedad la transmisión de la propiedad o el derecho real de que se trate y
ordenará, si así procede, que el deudor ejecutado desaloje la finca a entregar (lanzamiento) (art. 703
LEC).
Cuando la obligación de dar se refiere a una cosa genérica y el deudor no la entrega en el plazo
establecido por el juez, dispone el artículo 1.096 C.c. que el acreedor «podrá pedir que se cumpla la
obligación a expensas del deudor». Esta regla se explica porque, tratándose de cosas genéricas (aceite,
pintura, tornillos…) habitualmente es posible encontrar cosas de las características pactadas en el
mercado. Por ello dice el artículo 702 LEC que el acreedor ejecutante podrá pedir «que se le faculte para
que las adquiera a costa del ejecutado». El artículo 702.2 LEC prevé no obstante, la posibilidad de que la
adquisición tardía ya no satisfaga el interés del acreedor. En esta hipótesis el ejecutante podrá pedir que
se le abone el equivalente pecuniario de la prestación.

B) Ejecución forzosa de obligaciones de hacer. Según el artículo 1.098 C.c. «si el obligado a hacer una
cosa no lo hiciere, se mandará ejecutar a su costa». La posibilidad de que un tercero realice la prestación
en lugar del deudor, con cargo al patrimonio de éste, cuando el mismo no la ejecuta en el plazo señalado
por el tribunal, sólo tiene sentido sin embargo cuando se trata de una prestación de hacer de carácter no
personalísimo (art. 706 LEC). Si la prestación de hacer es de carácter personalísimo (por ejemplo,
realización de un retrato por un pintor famoso) no cabe que la lleve a cabo un tercero distinto del deudor,
por eso el acreedor ejecutante puede optar entre pedir el equivalente pecuniario de la prestación o
solicitar que se apremie al deudor ejecutado con una multa por cada mes que transcurra sin llevarla a
cabo. Pero si al cabo de un año el deudor sigue negándose a ejecutar la prestación se entregará al
acreedor el equivalente económico de la prestación (art. 709 LEC).
Cuando la prestación de hacer consiste en la emisión de una declaración de voluntad y están
determinados los elementos esenciales del negocio de que se trate (por ejemplo, elevación a escritura
pública de un contrato realizado en documento privado, cfr. art. 1.279 C.c.) el juez podrá «tener por
emitida esa declaración de voluntad». Pero si no estuviesen determinados los elementos esenciales del
negocio al que se refiere la declaración de voluntad (v. gr., A se compromete a vender a B un inmueble por
un precio que se determinará en un momento posterior por acuerdo de las partes) el juez no puede
sustituir la voluntad del contratante rebelde. De ahí que en este caso la ejecución forzosa de la obligación
sólo pueda llevarse a cabo mediante el abono de los «daños y perjuicios causados al ejecutante» (art. 708
LEC).

C) Ejecución forzosa de obligaciones de no hacer. Cuando el deudor ha incumplido una obligación de no


hacer (por ejemplo, construyó donde se había obligado a no construir, entregó su mercancía a la
distribuidora X cuando se había comprometido a no hacerlo por otorgar la distribución en exclusiva a la
empresa Y) se le requerirá para que «deshaga lo mal hecho» (art. 1.099 en relación al art. 1.098.2 C.c.;
art. 710 LEC). Pero, si esto no es posible, el cumplimiento forzoso se lleva a cabo mediante el abono de la
indemnización de los daños y perjuicios causados. También puede, en su caso, ordenarse al deudor que se
abstenga de repetir su conducta (lo cual tiene sentido cuando el incumplimiento de la obligación negativa
es susceptible de reiteración) con apercibimiento de incurrir en el delito de desobediencia a la autoridad
judicial (art. 710 LEC).

En conclusión, puede decirse que mediante la acción de cumplimiento se busca satisfacer el interés del
acreedor de modo directo, conminando al deudor a que ejecute la prestación en los términos convenidos
(cfr. art. 699.1 LEC), o, en su defecto, de modo indirecto, bien sustituyendo la actividad del deudor por la
de otro sujeto —con cargo al patrimonio del deudor ejecutado— o por la del juez, bien atribuyendo al
acreedor el equivalente pecuniario de la prestación, medida procesal que se aplica en los casos
específicamente previstos en la LEC (MORALES MORENO).
No obstante, debe tenerse en cuenta que, como ya se ha indicado, cuando se ejercita la acción de
cumplimiento, puede exigirse también la indemnización de daños adicionales no reparados mediante el
cumplimiento forzoso —por ejemplo, los gastos de alojamiento llevados a cabo por el comprador a quien
no se le entregó la vivienda en el momento pactado— (art. 1.096 C.c., que se remite al art. 1.101; art.
1.124.2 C.c.). Es decir, la acción de cumplimiento es compatible con la acción de responsabilidad
contractual (aunque esta última acción, como se indica a continuación, requiere que el incumplimiento
sea imputable al deudor).

3.1. LA ACCIÓN DE CUMPLIMIENTO EN EL SUPUESTO DE CUMPLIMIENTO DEFECTUOSO

En los supuestos de cumplimiento defectuoso o inexacto la acción de cumplimiento está dirigida a que
se ejecute correctamente la prestación. Así, se entiende que el acreedor puede solicitar, bien que se
eliminen los defectos de la prestación defectuosa, bien que se sustituya por otra o se realice una nueva
prestación corregida. Por ejemplo si se entrega un tractor que no funciona podrá exigirse que se repare o
que se entregue otro que funcione correctamente (además podrá exigirse la indemnización de los daños y
perjuicios provocados por el carácter defectuoso de la prestación, siempre que el cumplimiento irregular
sea imputable al deudor). Ni el Código civil ni la LEC hacen referencia a esta modalidad de la acción de
cumplimiento pero es admitida sin problemas en la práctica.
En relación con la compraventa de bienes de consumo se contempla expresamente esta posibilidad en el Texto Refundido
de la Ley de Consumidores [vid. Tema 9, epígrafe 2.6.B).b)]. En este ámbito se habla de «falta de conformidad» para aludir
al carácter defectuoso de la cosa vendida y se prevé que en tal caso el consumidor puede optar por exigir la reparación o la
sustitución del producto, lo que equivale en realidad al ejercicio de la pretensión de cumplimiento correcto. Se prevé además
que subsidiariamente puede exigir la resolución o la reducción del precio (arts. 119 a 121).

4. LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL
Hablamos de «responsabilidad contractual» para aludir a la obligación del deudor de reparar los daños
que su incumplimiento ha provocado al acreedor. La responsabilidad contractual es uno de los remedios
con que cuenta el acreedor en el supuesto de incumplimiento del deudor. Pero debe tenerse en cuenta que
este remedio sólo puede utilizarse cuando el incumplimiento es imputable al deudor.
En los casos en que se ha producido la imposibilidad sobrevenida de la prestación, y dicha
imposibilidad es imputable al deudor, así como en los casos en que la obligación incumplida todavía puede
ser ejecutada pero ya no interesa al acreedor (el caso típico es el del «término esencial», pero puede
ocurrir que, por otros motivos, la prestación tardía ya no satisfaga al acreedor) no tiene sentido ejercitar
la acción de cumplimiento, pero el acreedor puede ejercitar una acción indemnizatoria dirigida a obtener
el resarcimiento de los daños que le ha provocado el incumplimiento del deudor. Este daño abarca, como
es lógico, el valor de la prestación omitida, pero también otros daños a los que luego se aludirá.
En cambio, si la imposibilidad sobrevenida se debe a caso fortuito —es decir, si la no ejecución de la
prestación o su incorrecta ejecución se deben a un suceso inevitable o imprevisible, ajeno al ámbito de
control del deudor— el deudor, como ya se dijo, queda liberado de su obligación (arts. 1.182 y 1.184) y,
por lo tanto, no debe indemnizar al acreedor (art. 1.105 en relación con el art. 1.101). No hay, por
consiguiente, responsabilidad contractual.
Puede ocurrir, por otra parte, que se haya producido un incumplimiento imputable al deudor pero al
acreedor le siga interesando obtener la prestación debida. En este caso lo lógico es que este último
ejercite la acción de cumplimiento. Pero debe tenerse en cuenta que el acreedor, además de solicitar el
cumplimiento, puede ejercitar la acción de responsabilidad para resarcirse de los daños que le haya
provocado el incumplimiento y que no puedan ser reparados mediante la ejecución posterior de la
prestación (daños que deben ser probados).
Conviene insistir, en cualquier caso, en que para exigir la indemnización de tales daños es necesario que el
incumplimiento sea imputable al deudor (arts. 1.096, 1.101 y 1.124.2 C.c.). No ocurre así con la acción de cumplimiento que
puede ejercitarse aunque el incumplimiento se deba a causas ajenas al deudor (por ejemplo, en el caso en que el deudor ha
tenido un accidente de tráfico que le ha impedido ejecutar la prestación) siempre que todavía sea posible llevar a cabo la
prestación.

Es decir, la acción de responsabilidad contractual puede ejercitarse de forma autónoma, en cuyo caso
se reclamará la indemnización de todos los daños sufridos por el acreedor como consecuencia del
incumplimiento (por ejemplo, en el supuesto de imposibilidad sobrevenida imputable al deudor), o junto
con la acción de cumplimiento.
Tratándose de una obligación sinalagmática (v. gr., compraventa, contrato de prestación de servicios) el
acreedor, en lugar de exigir el cumplimiento, puede optar por la resolución (lo veremos en el epígrafe 5).
También en esta hipótesis, si el incumplimiento es imputable al deudor y la resolución no permite reparar
todos los daños sufridos por el acreedor, éste podrá reclamar además una indemnización (art. 1.124.2
C.c.). Esto significa que la acción de responsabilidad contractual puede ejercitarse igualmente junto con
la resolutoria, supuesto en el cual la acción de responsabilidad estará dirigida a solicitar la indemnización
de aquellos daños adicionales que no puedan ser reparados mediante la resolución del contrato.

4.1. CONTENIDO DE LA OBLIGACIÓN INDEMNIZATORIA

En los casos de responsabilidad contractual el objetivo de la indemnización es colocar al acreedor en la


misma situación en que estaría si no se hubiese lesionado su derecho de crédito. Hay que comparar, por
tanto, la situación del patrimonio del acreedor lesionado con la que tendría si la obligación hubiese sido
correctamente cumplida. El artículo 1.106 C.c. dice que «la indemnización de daños y perjuicios
comprende no sólo el valor de la pérdida que haya sufrido, sino también el de la ganancia que haya dejado
de obtener el acreedor». Usualmente se denomina «daño emergente» a la pérdida sufrida por el acreedor
y «lucro cesante» a las ganancias dejadas de obtener.
El daño emergente comprende el valor de la prestación no realizada. Esto será así, obviamente, si la
acción de responsabilidad no se ejercita junto con la acción de cumplimiento o la resolutoria, porque en
estos casos el daño derivado de la omisión de la prestación o su ejecución incorrecta ya se habrá
subsanado por una u otra vía. No obstante, pueden existir daños añadidos. También forman parte del daño
emergente conceptos tales como:

a) Los gastos hechos por el acreedor con vistas a la consumación del contrato, y que resultan inútiles
debido al incumplimiento (por ejemplo, acondicionamiento de un teatro para un recital que no se celebra).
b) El mayor costo del negocio de reemplazo (por ejemplo, se ha comprado a otro proveedor, a un mayor
precio, la mercancía no entregada).
c) El deterioro o la destrucción del bien objeto de la obligación o de otros bienes del acreedor (v. gr.,
lavandería que no limpia la prenda y la devuelve deteriorada).
d) Los gastos que el acreedor haya realizado para mitigar el daño (v. gr., reparación de la cosa
defectuosa) y los derivados de la reclamación judicial o extrajudicial de su derecho.
c) Los daños que haya sufrido el acreedor en sus relaciones con terceros, como son, por ejemplo, las
indemnizaciones que el vendedor debe pagar si no puede entregar las cosas que fabrica porque su
proveedor, previamente, no ha cumplido su obligación de entregarle las piezas necesarias.
Conviene aclarar que, en caso de cumplimiento defectuoso, y si la prestación no puede ser sustituida por otra o corregida,
el daño emergente (al margen de los conceptos que se acaban de enunciar) consistirá en la diferencia de valor de la
prestación realizada defectuosamente. Un ejemplo encontramos en la STS de 11 de diciembre de 2009, relativa a un
contrato de compraventa sobre plano, en la que se condena a la entidad promotora a indemnizar al comprador por el cambio
de ubicación de las plazas de parking (que según el contrato debían hallarse en la planta baja, pero se construyeron en el
sótano) y la reducción de la cabida de tales plazas y del trastero. La indemnización se calcula en atención a su menor valor.
En la práctica esa indemnización por el menor valor de la prestación ejecutada defectuosamente se sustituye a veces por la
reducción del precio pactado.

En cuanto al lucro cesante, comprende las ganancias que el acreedor habría podido obtener si la
obligación no hubiese sido incumplida. La jurisprudencia española es bastante restrictiva a la hora de
conceder indemnizaciones por lucro cesante y afirma que no cabe indemnizar ganancias contingentes o
dudosas, los llamados «sueños de ganancias». Para considerar la ganancia como probable hay que estar al
grado de previsibilidad conforme al curso normal de los acontecimientos. Si el acreedor lesionado es una
empresa en funcionamiento, para valorar el lucro cesante puede tenerse en cuenta el promedio de las
ganancias obtenidas en años anteriores. Si el acreedor lesionado pretendía emprender un nuevo negocio
(v. gr., una nueva cafetería que no pudo inaugurarse en su momento porque no se entregó el mobiliario
acordado) es más difícil concretar la ganancia que podría haberse obtenido. Pueden tenerse en cuenta los
beneficios que puedan resultar de negocios similares en la misma zona, pero siempre valorando si el
proyecto podría haber llegado a buen término.
Aunque el artículo 1.106 no contiene ninguna referencia al llamado daño moral, que en este ámbito
alude fundamentalmente a los sufrimientos, disgustos, molestias o incomodidades que el acreedor pueda
padecer como consecuencia del incumplimiento, actualmente los tribunales lo consideran indemnizable.
Así, por ejemplo, la STS de 31 de mayo de 2000, entendió que debía indemnizarse el daño moral sufrido
por los pasajeros de un vuelo, de Nueva York a Barcelona, que sufrió un retraso de 8 horas absolutamente
injustificado. La STS de 15 de junio de 2010, en un caso de incumplimiento doloso que provocó el cierre
de una empresa, consideró indemnizable el daño moral sufrido por el gestor de la misma en el proceso de
cierre, que le obligó a soportar numerosos incidentes, amenazas y reproches de los afectados.
En cualquier caso, corresponde al acreedor que ejercita la acción de responsabilidad contractual
probar la existencia y alcance del daño derivado del incumplimiento. Así lo indica, por ejemplo, la STS de
29 de marzo de 2001.
Para evitar los problemas de prueba del daño indemnizable en los casos de incumplimiento o cumplimiento defectuoso, las
partes pueden pactar, en el momento de celebración del contrato, la cantidad de dinero a que va a ascender la
indemnización. A esta estipulación se la denomina cláusula penal o pena convencional. Así, cuando en el contrato se
incorpora esta cláusula y se produce el incumplimiento, el acreedor puede exigir el pago de la cantidad acordada sin
necesidad de probar el daño y con independencia de la cuantía real de éste. Como regla general, y de acuerdo con el artículo
1.152 C.c., la cantidad acordada en concepto de cláusula penal sustituye a la indemnización de daños y perjuicios. No
obstante, puede pactarse que la misma debe pagarse además de la indemnización de los daños que resulten probados (art.
1.152 C.c.). En este caso la cláusula penal no tiene como función sustituir la indemnización, sino que tiene una función
propiamente «penal» o punitiva.
Uno de los supuestos, quizás más habituales, de cláusula penal es la que se incluye en los contratos de obra (v. gr.,
construcción de un edificio), fijando la obligación de abonar una cantidad de dinero por cada día de retraso en la entrega de
la obra. Como regla esta cláusula penal sustituye a la indemnización de los daños causados por el retraso, que de este modo
no tienen que ser probados.

4.2. ALCANCE DEL DAÑO INDEMNIZABLE

Con independencia de los conceptos que pueden integrar el daño indemnizable, a los que se acaba de
aludir, el artículo 1.107 C.c. distingue entre el deudor de buena fe y el deudor doloso a efectos de
determinar el alcance del daño resarcible. Por deudor de buena fe se entiende deudor no doloso, es decir,
el deudor meramente negligente. El deudor doloso es aquel que deja de cumplir, o lo hace
defectuosamente, de manera deliberada. El deudor de buena fe responde sólo de los daños «previstos o
que se hayan podido prever al tiempo de constituirse la obligación» y además «sean consecuencia
necesaria de su falta de cumplimiento». En cambio el deudor doloso responde de todos los daños que
«conocidamente se deriven de la falta de cumplimiento». En este segundo caso (deudor doloso) no es
necesario que los daños indemnizables fuesen previsibles en el momento de contratar, pero, al igual que
en el caso de deudor negligente, se entiende que los daños deben ser consecuencia necesaria del
incumplimiento. En cuanto a los daños que pueden considerarse previsibles en el momento de contratar,
como tales deben considerarse los que estén relacionados con la función típica del contrato celebrado (en
este sentido la STS de 10 de febrero de 2014).
Resulta, por ello, criticable la STS de 28 de marzo de 2005, relativa a un contrato de cambio de moneda en el que el banco
entregó al cliente dólares falsos, lo que provocó que éste fuese arrestado por las autoridades estadounidenses. Se condena
al Banco a abonar al afectado una indemnización por daños morales como consecuencia de la experiencia que hubo de
soportar debido a la negligencia de la entidad bancaria. Pero se incluye dentro del daño indemnizable, no sólo el derivado
del atentado a la libertad y la dignidad sufrida por el perjudicado, sino también el derivado de la ruptura de su relación
sentimental con una americana (motivada, al parecer, por la humillación sufrida por ésta ante tales hechos), daño, este
último, que, no está ligado con la función propia del contrato de cambio de moneda y difícilmente podía ser previsto por la
entidad bancaria.

Por otra parte el artículo 1.103 C.c. permite a los tribunales moderar la responsabilidad que proceda de
negligencia. Esta facultad debe considerarse excepcional y aplicable sólo en los supuestos en que el
comportamiento negligente del deudor causa un daño desproporcionado en relación con la entidad de su
conducta. Por ejemplo, en la STS de 30 de junio de 2009, en que se condenó a un cirujano debido a la
lesión del nervio ciático sufrida por el paciente a consecuencia de una operación de implantación de
prótesis de cadera, se modera la indemnización a abonar por el médico por entenderse que su
negligencia, consistente en no haber informado al paciente de la posibilidad —estadísticamente
acreditada— de que se produjera tal complicación, no tenía la misma intensidad que si hubiese habido
una mala praxis en la intervención. En el supuesto de incumplimiento doloso no cabe, en cambio, la
moderación de responsabilidad.

5. LA RESOLUCIÓN DE LA RELACIÓN OBLIGATORIA


La resolución es uno de los remedios que tiene el acreedor ante el incumplimiento del deudor cuando
se trata de contratos con obligaciones recíprocas. Según el artículo 1.124 C.c. cuando «uno de los
obligados no cumpliere lo que le incumbe» el perjudicado puede optar por exigir el cumplimiento o la
resolución de la obligación. Tanto en un caso como en otro puede pedir, además, indemnización de daños
al incumplidor. Si el acreedor opta por el cumplimiento pero éste resultare imposible podrá pedir después
la resolución.
La resolución, como ya se indicó, pone fin a la relación obligatoria y permite al que la ejercita recuperar
la prestación que hubiese ejecutado. No obstante si este último todavía no había ejecutado su prestación
—se pactó, por ejemplo, que el comprador pagaría la mercancía en el momento de entrega de la misma,
entrega que no se produjo— mediante la resolución quedará liberado de dicha obligación.

5.1. PRESUPUESTOS DE LA RESOLUCIÓN

Para que proceda la resolución es necesario que concurran algunos requisitos exigidos por la
Jurisprudencia: a) el incumplimiento debe ser grave o esencial, ya que no todo incumplimiento, incluso el
de escasa entidad, permite la resolución; b) quien solicita la resolución no debe haber incumplido las
obligaciones que le corresponden, a menos que sea como consecuencia del incumplimiento previo del otro
contratante.

a) El incumplimiento es grave cuando impide la satisfacción del interés del acreedor o supone la
frustración del fin práctico perseguido por el contrato. Por lo general el incumplimiento de una obligación
accesoria no permite resolver el contrato. Pero puede ocurrir que la ejecución de esa obligación accesoria
sea fundamental para obtener el fin propio del contrato. Por ejemplo, la obtención de la licencia de
primera ocupación por parte de la promotora que vende viviendas de nueva construcción es una
obligación accesoria (la obligación principal del vendedor es la de entregar la cosa vendida). Sin embargo,
el TS ha considerado que el hecho de que la vivienda entregada carezca de licencia de primera ocupación
(cuando existen obstáculos que van a impedir su concesión) es un incumplimiento que permite la
resolución, ya que el promotor debe entregar una vivienda que pueda ocuparse legalmente, de forma que
el comprador pueda ejercer sus derechos sobre la vivienda adquirida libremente y sin obstáculos legales
(SSTS de 11 de marzo de 2013 y 10 de junio de 2013).
Del mismo modo, en los casos de ejecución parcial de la prestación deberá valorarse la importancia del
incumplimiento en la economía del contrato. Si, por ejemplo, se vende una finca por 300.000 euros y el
comprador deja de pagar el último plazo, de 10.000 euros, tal incumplimiento no es de suficiente entidad
como para resolver el contrato. Si, por el contrario paga una señal de 5.000, y un primer plazo de 20.000
pero deja de abonar el resto del precio, su incumplimiento deberá calificarse como grave y permitirá la
resolución.
En cuanto al retraso en el cumplimiento, se entiende que el mero retraso, cuando la prestación
continúa siendo útil al acreedor —y no supone la frustración del fin del contrato con en los casos de
término esencial— no es causa de resolución. No obstante, puede serlo en los casos de prolongada
pasividad o inactividad del deudor (que evidencian lo que la doctrina tradicional del TS denominaba «una
voluntad deliberadamente rebelde al cumplimiento»), especialmente cuando han mediado requerimientos
reiterados por parte del acreedor (CLEMENTE MEORO). También suele entenderse que el retraso permite la
resolución cuando la situación de espera resulta intolerable para la otra parte, haciéndole perder su
interés en la contraprestación. Así, en la STS de 2 de diciembre de 2011, relativa un contrato de entrega
de solar a cambio de una cantidad de dinero y un piso en el edificio a construir, se considera que el
retraso de más de 18 años en la construcción del edificio por parte de la cooperativa obligada a ello es
causa de resolución del contrato.
En los supuestos en que una de las partes cumple su obligación, pero lo hace incorrectamente, puede
ejercitarse la facultad resolutoria si los defectos son de tal entidad que hacen la prestación inútil o inhábil
para el uso pactado. En este último caso puede entenderse que existe un incumplimiento grave, ya que se
produce la frustración del contrato. Por ejemplo, la STS de 4 de abril de 2005 declara resuelto un contrato
de compraventa de una casa aquejada de una plaga de termitas porque ello suponía un gravísimo
deterioro en cuanto a su durabilidad y la seguridad de sus habitantes, debiendo considerarse por tanto la
casa inhábil para su finalidad propia.

b) El segundo requisito aludido hace referencia al hecho de que el contratante que solicita la resolución
no debe haber incumplido su propia obligación. Si el comprador, por ejemplo, no ha pagado el precio
acordado, no puede reaccionar ante la falta de entrega de la cosa por parte del vendedor aduciendo que
procede la resolución por incumplimiento de éste. En cambio el vendedor que entregó la cosa y a quien el
comprador ha dejado de pagar el precio, puede legítimamente solicitar la resolución.
Debe tenerse en cuenta, no obstante, que si una parte no cumplió o cumplió defectuosamente y la otra
parte, como consecuencia de ello, deja de cumplir o cumple parcialmente su obligación (por ejemplo, no
paga la totalidad del precio acordado), esta última sí podrá ejercitar la acción resolutoria.
Un ejemplo encontramos en el caso resuelto por la STS de 3 de mayo de 2013. Una empresa fabricante de termos
eléctricos (N) encargó a otra (IR) que le fabricara un sistema robotizado para automatizar su proceso de fabricación. Dicho
sistema, sin embargo, no logró la pretendida automatización, y la fabricante de termos (N) dejó de pagar una parte del
precio acordado. La empresa de robótica (IR) demandó a esta última reclamando el cumplimiento. N contestó solicitando la
resolución. En este caso se consideró procedente la resolución porque, aunque N había incumplido parcialmente su
obligación de pago del precio, ello estaba justificado por el previo cumplimiento defectuoso de la otra parte.

En relación con lo dicho hay que recordar que cuando una parte incumple o cumple defectuosamente
su obligación, la otra parte está legitimada para negarse a cumplir su propia obligación en tanto que la
incumplidora no ejecute lo que le corresponde o corrija los defectos de la prestación defectuosa. A esta
facultad se la denomina, respectivamente, «excepción de contrato no cumplido» y «excepción de
cumplimiento defectuoso» (vid. Tema 5, epígrafe 5).
Para el ejercicio de la facultad resolutoria el incumplimiento no tiene que ser imputable al deudor.
Aunque en un primer momento el TS parecía exigir la imputabilidad del incumplimiento, hace tiempo que
la jurisprudencia viene admitiendo la posibilidad de resolver el contrato en los casos de imposibilidad
sobrevenida fortuita (cuando se produce un «hecho obstativo que de un modo absoluto, definitivo e
irreformable, impide el cumplimiento»).
Como ejemplo puede citarse la STS de 20 de noviembre de 2012, que declara la resolución de un contrato de permuta de
solar por edificación (los propietarios de un terreno enajenaron éste a una constructora a cambio de la entrega de parte de
las viviendas a edificar más una cantidad adicional de dinero) porque, debido a un cambio en el planeamiento urbanístico,
los terrenos ya no podían ser urbanizados. Se entiende que se trata de un supuesto de imposibilidad sobrevenida no
imputable al deudor y se declara la resolución al no poderse entregar el terreno con las condiciones urbanísticas previstas
en el contrato.

La STS de 15 de noviembre de 2012 dice, en este sentido, que la facultad de resolución se basa en el
hecho objetivo del incumplimiento «con independencia de la causa de tal incumplimiento» y aclara que la
diferencia entre que el incumplimiento sea o no imputable reside en la posibilidad de solicitar, además,
indemnización de daños y perjuicios, ya que, como se ha dicho repetidamente, no procede indemnización
cuando el incumplimiento no es imputable al deudor.

5.2. EJERCICIO DE LA FACULTAD RESOLUTORIA. EFECTOS DE LA RESOLUCIÓN

El legitimado para solicitar la resolución es el acreedor que padece el incumplimiento de su deudor (y


siempre, como se dijo antes, que no hubiese incumplido previamente su propia obligación). Aunque del
artículo 1.124 C.c. parece deducirse que la resolución debe exigirse siempre judicialmente, actualmente
se admite el ejercicio extrajudicial de la facultad resolutoria. Es decir, el perjudicado por el
incumplimiento puede limitarse a manifestar a la otra parte (mediante declaración no sujeta a forma) que,
a la vista de su incumplimiento, considera resuelta la relación obligatoria. Lógicamente, la parte
incumplidora puede no estar de acuerdo con la resolución y, por consiguiente, no aceptarla. En tal caso
serán los tribunales quienes deban decidir sobre su procedencia y declarar, en su caso, la resolución.
De acuerdo con el artículo 1.124 el acreedor debe escoger entre exigir el cumplimiento o la resolución
(es evidente que no puede pedir ambas cosas a la vez), pero nada impide que se soliciten ambos remedios
subsidiariamente, es decir, uno para el caso en que no se conceda o no resulte viable el otro.
La acción resolutoria es, como ya se ha indicado, compatible con la de responsabilidad contractual,
dirigida a obtener una indemnización de daños y perjuicios (art. 1.124.2). Obviamente, en los casos en que
se obtiene la resolución, la indemnización no puede abarcar el valor de la prestación incumplida, pero
puede referirse a daños añadidos derivados del incumplimiento (gastos realizados, lucro cesante, daño
moral en su caso, etc.). Cabe la posibilidad, no obstante, de que la restitución de las prestaciones que trae
consigo la resolución elimine todo posible daño. Si, por ejemplo, como consecuencia de la falta de pago
del comprador el vendedor resuelve el contrato y recupera el bien vendido, cuyo valor de mercado ha
aumentado extraordinariamente, puede con ello quedar suficientemente resarcido de modo que no exista
ya ningún daño que deba ser indemnizado.
En cuanto a los efectos de la resolución, su principal consecuencia es desvincular a las partes y
liberarlas de las obligaciones que les correspondían en virtud del contrato resuelto. Si se había ejecutado
total o parcialmente alguna prestación (v. gr., el vendedor entregó la cosa pero no recibió el precio; el
comprador pagó la parte del precio acordada pero no recibió la cosa) la resolución trae como
consecuencia la restitución de las prestaciones.
Esto es así como regla general, ya que la resolución tiene efectos retroactivos (o efectos ex tunc). Pero
en los contratos de tracto sucesivo (v. gr., arrendamiento) la resolución sólo tiene efectos para el futuro
(ex nunc). La resolución del contrato de arrendamiento, por ejemplo, no determina la restitución de las
rentas cobradas con anterioridad por el arrendador ya que tales rentas son contraprestación de un uso del
bien arrendado del que efectivamente ha disfrutado el arrendatario.
Cuando procede la restitución de las prestaciones tal restitución se refiere a los mismos bienes
entregados (restitución in natura). Si el contratante obligado a restituir (v. gr., el comprador que no pagó
el precio) no puede devolver la cosa porque, por ejemplo, la ha enajenado a un tercero de buena fe cuya
posición jurídica resulta ser inatacable (art. 1.124.4 C.c.; art. 34 LH) la obligación de restitución se
transforma en una obligación de indemnizar.

1 La Convención de Viena se aplica a las compraventas de mercaderías (cosas muebles corporales) que se celebran entre sujetos
que tienen sus establecimientos en diferentes países (cuando se trata, lógicamente, de países firmantes de este convenio
internacional).
TEMA 9
CONTRATOS EN PARTICULAR I
YOLANDA BERGEL SÁINZ DE BARANDA
Universidad Carlos III

1. COMPRAVENTA Y PERMUTA
En el contrato de compraventa se produce el intercambio de una cosa determinada por un precio
cierto, en dinero o símbolo que lo represente (art. 1.445 C.c.). La permuta es un contrato por el que se
intercambia una cosa por otra (art. 1.538 C.c.). Tiene, por lo tanto, los mismas características que la
compraventa, de la que se diferencia básicamente por la falta de precio cierto. De ahí que, salvo en lo
específicamente establecido para la permuta en el Código civil, la permuta se regule por las normas de la
compraventa (art. 1.541 C.c.). El Código civil dedica muy pocos artículos a la permuta, el artículo 1.538
para definirla y los artículos 1.539 y 1.540 para regular alguna especificidad de esta con respecto a la
entrega de cosa ajena y la evicción respectivamente. En todo lo demás, se aplicará a los contratos de
permuta las reglas establecidas para la compraventa.
Históricamente el contrato de compraventa supuso una evolución de la permuta. Con la aparición del
dinero como medio de cambio la compraventa se fue convirtiendo en el contrato más frecuente, lo que
justifica la amplia regulación que de ella se hace en el Código civil. Esto no quiere decir que el contrato de
permuta haya desaparecido (por ejemplo es habitual y se considera permuta, a falta de disposición
expresa de las partes, la trasmisión de un solar a cambio de pisos o locales que en él se construyan [STS
de 17 de mayo de 2000]), pero es claro que el contrato de compraventa es el más usual.
Cuando en el contrato que concluyen las partes se entregan una cosa y además dinero, se plantea el
problema de calificarlo como compraventa o como permuta. El artículo 1.446 C.c. lo resuelve cuando
señala que «si el precio de la venta consistiera parte en dinero y parte en otra cosa, se calificará el
contrato por la intención manifiesta de los contratantes. No constando ésta, se tendrá por permuta, si el
valor de la cosa excede al del dinero o su equivalente; y por venta en caso contrario».

2. LA COMPRAVENTA

2.1. CARACTERES DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

Ya hemos visto como el artículo 1.445 C.c. se refiere al contrato de compraventa como aquel en el que
uno de los contratantes se obliga a entregar una cosa determinada en dinero o signo que lo represente.
Este artículo, aunque ciertamente escueto, no sólo sirve para distinguir el contrato de compraventa del
contrato de permuta, sino que además recoge los elementos básicos de ese contrato (consentimiento,
entrega, cosa y precio).
Probablemente la mejor forma de entender el contrato de compraventa es a través de sus
características. Se trata de un contrato:

a) Bilateral: el contrato de compraventa es un contrato bilateral o sinalagmático pues genera


obligaciones recíprocas para ambos contratantes durante toda la vida del contrato.
b) Consensual: se perfecciona por el consentimiento de las partes sobre la cosa y el precio. Así lo
establece el artículo 1.450 C.c. Las partes quedan vinculadas desde el momento en que concluyen el
acuerdo y a partir de ese instante el vendedor estará obligado a la entrega de la cosa y el comprador al
pago del precio.
En la práctica, sin embargo, es corriente que al perfeccionarse el contrato el comprador entregue al vendedor una
cantidad de dinero en concepto de arras —figura a la que se aludió en el Tema 3, epígrafe 5.2—. Las arras pueden cumplir
distintas funciones: i) ser prueba de que el contrato existe y entregarse por ello a cuenta del precio (arras confirmatorias); ii)
permitir desligarse del contrato (arras penitenciales, allanándose el comprador a perderlas o el vendedor a devolver el
doble, art. 1.454 C.c.); y iii) constituir sanción por el incumplimiento de las obligaciones que surgen del contrato (arras
«penales»). Cuando la voluntad de las partes no es clara sobre el tipo de arras que pretenden establecer, la jurisprudencia
tiende a pensar que se trata de arras confirmatorias, mientras que para tenerlas por penitenciales habrá de haberse pactado
con claridad (SSTS de 21 de junio de 2013 y 26 de septiembre de 2013).

c) Obligatorio: el contrato de compraventa tiene eficacia solamente obligatoria (no dispositiva) porque
no supone la transmisión inmediata de la propiedad de lo vendido, para lo que es necesaria la entrega o
«tradición» del bien vendido (véase Tema 13, epígrafe 4). El comprador no adquiere la propiedad de lo
comprado por el mero hecho de celebrar el contrato. La compraventa es el contrato que sirve de causa a
la transmisión de la propiedad del objeto vendido, pero ésta se produce mediante la tradición. El contrato
de compraventa sólo obliga a las partes a un intercambio futuro, quedando el vendedor obligado a la
entrega de la cosa (mediante la cual transmitirá la propiedad) y el comprador al pago del precio. No
obstante, es cierto que en muchos casos el intercambio de prestaciones es simultáneo a la conclusión del
contrato como, por ejemplo, cuando se compra una barra de pan.
La obligación de entrega nace en el momento de la perfección del contrato, simultáneamente a la de
pagar el precio, salvo que se disponga otra cosa en el contrato. Es decir, como regla —y a falta de pacto—
se entiende que las obligaciones derivadas del contrato son de cumplimiento simultáneo (STS de 7 de julio
de 1995).
Por ello, si uno de los contratantes no cumple, no puede solicitar el cumplimiento del otro, que puede interponer la
excepción de contrato no cumplido.

d) Oneroso: es un contrato oneroso porque ambas partes hacen un sacrificio económico e intercambiar
prestaciones que tienen un contenido patrimonial. Una debe entregar una cosa, la otra pagar el precio.
No es necesario, sin embargo, que haya una equivalencia en el valor económico de las prestaciones, basta
con que las partes estén satisfechas con la prestación de la otra parte (v. gr., una de las latas de
«excremento de artista» del artista italiano Piero Manzoni alcanzó en 2007 un precio de 124.000 euros).
El precio de la compraventa —suele decirse— tiene que ser «cierto», pero no tiene que ser «justo».
Recordemos que el error sobre el valor de la cosa es irrelevante en el Código civil y no invalida el consentimiento (salvo
que provenga de un error sobre las cualidades de la cosa). Además, la rescisión por lesión sólo existe en nuestro
Ordenamiento Jurídico para casos tasados (art. 1.291 C.c., vid. Tema 4, epígrafe 4.4).

2.2. ELEMENTOS PERSONALES: CAPACIDAD DE LAS PARTES Y PROHIBICIONES DE COMPRAR Y VENDER

En el contrato de compraventa actúan dos partes, la parte compradora y la vendedora. La capacidad


que la persona debe tener para concluir una compraventa se rige por las reglas generales. Toda persona
capaz de contraer obligaciones (mayor de edad no incapacitado y menor emancipado) puede celebrar el
contrato de compraventa, lo cual favorece el comercio que es sin duda el objetivo de nuestro Código civil.
Así, el artículo 1.547 C.c. establece que pueden celebrar el contrato de compraventa «todas las personas
capaces para obligarse». Esto, claro, sin perjuicio de reglas especiales como la del artículo 323 C.c. que
prohíbe al menor emancipado vender inmuebles, establecimientos mercantiles y bienes de extraordinario
valor.
Por otra parte el Código regula una serie de supuestos en los que, a pesar de tener capacidad suficiente
para comprar y vender, se prohíbe a ciertos sujetos (por sí, o por persona intermedia) la compraventa de
ciertos bienes. Y esto, por la relación que une a estos sujetos con lo vendido o con la persona del vendedor
que supone la existencia de un conflicto de intereses y podría llevar a abusos por su parte. Esas
prohibiciones, que se recogen en el artículo 1.459 C.c., ya se han mencionado con anterioridad [Tema 2,
epígrafe 1.1; Tema 3, epígrafe 3.1.A)] por lo que basta enunciarlas aquí brevemente:
a) Los tutores no pueden comprar bienes de la persona bajo su tutela. A tenor del artículo 221.3 C.c. tampoco pueden
venderle bienes;
b) Los mandatarios no pueden comprar los bienes de cuya enajenación o administración estén encargados. Ahora bien,
esta prohibición no debe jugar cuando no existe riesgo de abuso (por ejemplo, porque las instrucciones del mandante sobre
las condiciones de la venta son tan sucintas que nada queda a decisión del mandatario) ni cuando el mandante autoriza esa
compraventa;
c) Los albaceas no pueden comprar los bienes confiados a su cargo. Se aplica a este caso la regla anterior;
d) Los empleados públicos no pueden comprar los bienes del Estado, de los Municipios, etc., de cuya administración
estuvieran encargados. Esto rige también para los Jueces o peritos que pudieran intervenir en la compraventa;
e) Las personas que trabajan en la administración de la justicia no pueden comprar bienes o derechos en litigio (lo son
desde la fecha de emplazamiento para contestar a la demanda) ante el Tribunal. Esta prohibición se extiende a los Abogados
y Procuradores.
Como ya se dijo, si estas compraventas prohibidas tienen lugar, se entiende que serán nulas de pleno derecho por ser
contrarias a norma prohibitiva (art. 6.3 C.c.). No obstante, la compra por el mandatario y el albacea se considera válida si ha
sido autorizada por el mandante o el testador. No se trata en este caso de una prohibición de orden público inderogable
(Díez-Picazo) porque no se protegen intereses de orden público sino los intereses particulares del mandante y los herederos
respectivamente.

2.3. ELEMENTOS REALES: OBJETO Y PRECIO

Como sabemos el artículo 1.450 C.c. establece que el contrato de compraventa vincula a las partes
desde el momento en que existe acuerdo sobre el objeto y el precio. Objeto y precio son los elementos
reales del contrato de compraventa.

A) Objeto

Cuando el artículo 1.450 C.c. habla de «cosa» como objeto de la compraventa, es necesario interpretar
el término «cosa» en sentido amplio. Es cierto que las cosas corporales (muebles o inmuebles) son
susceptibles de compraventa, pero también lo son los derechos, tanto reales como de crédito (de hecho,
cuando se compra una cosa lo que se está comprando es el derecho de propiedad sobre la misma).
También pueden ser objeto del contrato de compraventa otras cosas inmateriales como la propiedad
intelectual (mediante la llamada «cesión» de derechos de autor) o la propiedad industrial (patentes) y las
energías.
El objeto del contrato de compraventa tiene que reunir los requisitos del objeto del contrato
establecidos en el artículo 1.271 C.c. (vid. supra, Tema 3, epígrafe 3.2). Así:

a) Existencia: la cosa comprada tiene que existir en el momento del contrato. Si la cosa no existe ni
puede llegar a existir la compraventa es nula por falta de objeto (art. 1.261 C.c.). Pero cabe la
compraventa de una cosa cuya existencia es posible en el futuro (por ejemplo, compraventa de la
producción de leche de unas vacas durante el año próximo, compraventa de una cosecha de naranjas
cuando están en el árbol, compraventa de una vivienda cuando el edificio está todavía en construcción…).
Nuestro Código civil admite la venta de cosa futura (salvo las restricciones establecidas para la herencia futura), esto es,
de una cosa que no existe actualmente pero cabe esperar que en circunstancias normales exista en el futuro (v. gr., te pagaré
0,50 euros por cada kilo de naranjas que produzca tu finca el año que viene). Si la cosa no llega a existir en el futuro, el
vendedor no podrá cumplir el contrato y en consecuencia el comprador no deberá pagar el precio. Esto es así, salvo que la
cosa no llegue a existir por culpa del vendedor, en cuyo caso el comprador podrá reclamar a éste una indemnización por los
daños causados.
Distinta de la venta de cosa futura propiamente dicha (emptio rei sperate, «compraventa de cosa esperada») es la llamada
«venta de esperanza» (emptio spei) en virtud de la cual el comprador se compromete a pagar el precio aún en el caso de que
la cosa no llegue a existir (v. gr., «te pagaré X cualquiera que sea la cantidad de naranjas que produzcas el año que viene», y
por lo tanto aunque no produzca ninguna). No es por lo tanto una verdadera compraventa sino un contrato aleatorio.

La necesaria existencia de la cosa plantea el problema de la compraventa de una cosa que se ha


perdido con anterioridad a la conclusión del contrato. El artículo 1.460 C.c. distingue si la cosa ha
perecido totalmente o sólo parcialmente. El artículo 1.460.1 C.c. establece que si la cosa ha perecido por
completo antes de la conclusión del contrato éste quedará sin efecto. Habrá que entender que la cosa se
pierde totalmente cuando quepa presumir que en esas condiciones el comprador no la hubiera comprado
porque no podrían satisfacer su interés (v. gr., antiguo jarrón chino que existía en fase de tratos
preliminares pero se rompe en pedazos, frutas exóticas que se han podrido, medicinas caducadas…). Se
trata de un caso de inexistencia de objeto y la compraventa será nula. Si la cosa hubiera perecido sólo
parcialmente, el comprador podrá elegir entre desistir del contrato o reclamar la parte que reste,
pagando su precio en proporción al valor de lo que quede (art. 1.460.2 C.c.). En ambos casos, si el
vendedor sabía que la cosa había perecido (total o parcialmente) en el momento de la compraventa,
incurrirá en culpa in contrahendo y deberá indemnizar a la otra por los daños que le hubiera podido
ocasionar la conclusión del contrato. Si ambas partes conocían la pérdida de la cosa, el contrato será nulo
por falta de objeto y no habrá lugar a indemnización alguna pues se compensarán sus culpas.
b) Licitud: la cosa objeto del contrato de compraventa tiene que estar en el comercio y ser susceptible
de apropiación (por ejemplo, la luna no puede ser objeto de compraventa). Las cosas extra commercio no
pueden ser objeto de compraventa (art. 1.271 C.c.). Si se venden cosas que no son de lícito comercio la
compraventa será nula (por ejemplo, será nula la compraventa de bienes muebles del Patrimonio
Histórico Español pertenecientes a las Administraciones Públicas [arts. 28 y 44 LPHE]; así, no pueden
venderse La Cibeles o Las Meninas). El propio Código considera inalienables (no susceptibles de
enajenación) ciertas cosas y derechos (v. arts. 525, 534, 1.271.2 y 1.494.1).
c) Determinación: la cosa objeto de contrato debe ser determinada o determinable (art. 1.445 C.c.).
Para que quede determinada en el contrato basta con que recoja los elementos básicos para que el
comprador entienda en qué consiste la cosa. Por ejemplo, no hay indeterminación del objeto en la
compraventa de un piso si se ha descrito el piso en el contrato y se han entregado planos y proyecto
básico de ejecución dando a conocer la superficie, calidades y demás detalles del mismo, por mucho que
no se les entregaran a los compradores copia de alguno de los documentos exigidos por las normas
administrativas (STS de 10 de diciembre de 2012).
Si la cosa no está determinada en el momento del contrato es necesario que sea determinable sin
necesidad de un nuevo acuerdo de las partes (v. art. 1.273 C.c.). Esto no quiere decir que sólo las cosas
específicas puedan ser objeto de compraventa. Por supuesto que las cosas genéricas pueden ser objeto de
compraventa, pero siempre que se haya determinado su clase o especie dentro del género (por ejemplo, te
compraré la leche que den tus vacas X a x euros/litro).

B) Precio

El precio es la suma de dinero que el comprador entrega al vendedor a cambio de la cosa. El precio en
el contrato de compraventa debe reunir los siguientes requisitos:

a) Consistir en dinero o signo que lo represente. Esto es precisamente lo que distingue la compraventa
de la permuta; que la contraprestación del comprador es pecuniaria. Al hablar el Código civil de «signo
que lo represente» quiere decir que no es necesario que el pago del precio sea en efectivo, basta con que
se haga con documentos que puedan servir como medio de pago como tarjeta de crédito, cheque, letra de
cambio…
b) Real. El precio debe existir, no puede ser simulado. Si las partes declaran la existencia de un precio
pero no tienen intención de que se pague, se tratará de una simulación absoluta que hará nulo el contrato,
o relativa, en caso de que se trate de una donación encubierta (vid. Tema 3, epígrafe 3.3 y epígrafe 3.2 de
este tema).
c) Cierto. El precio tiene que estar determinado o ser determinable sin necesidad de que las partes
tengan que celebrar un nuevo convenio al efecto pues quedan señaladas en el contrato las pautas para
fijarlo. En concordancia con el artículo 1.256 C.c., el artículo 1.449 dispone que el señalamiento del precio
no puede dejarse al arbitrio de uno de los contratantes. Sí es posible fijar el precio con referencia a otra
cosa cierta (por ejemplo, al precio del barril de petróleo un determinado día) o dejar que lo señale una
persona determinada que no sea uno de los contratantes (art. 1.447 C.c.), por ejemplo que lo haga un
perito entendido en las cosas objeto de contrato. En este caso, si las partes han señalado a un tercero
para que fije el precio, quedarán vinculadas por lo que el tercero señale (salvo que su consentimiento esté
viciado, no actúe diligentemente o lo haga sin atender a las instrucciones de los contratantes, en cuyo
caso podrá impugnarse su decisión). Pero si este tercero no puede o no quiere fijarlo, el contrato será nulo
por falta de precio (art. 1.447.2 C.c.).

También contempla el Código civil la fijación del precio en la venta de valores, grano, líquidos y demás
cosas fungibles con respecto al que se señala para la cosa vendida en determinado día, bolsa o mercado, o
se fije un tanto mayor o menor que el precio del día, bolsa o mercado (art. 1.448 C.c.). Por ejemplo, es
corriente fijar el precio de los cereales (maíz, soja, trigo…) en función del precio que tendrán en una fecha
determinada en la bolsa de futuros agrícolas de Chicago.
Finalmente hay que mencionar la existencia de precios fijados por una norma, que tienen una creciente
importancia. Se trata del llamado precio legal o normado, establecido por el legislador por razones de
política social o económica (por ejemplo, precio de las viviendas de protección oficial). Si bien en un
principio la jurisprudencia tendía a apreciar en este caso la nulidad de todo pacto que fijara un precio
superior al establecido legalmente (sustituyéndolo por el legal o declarando la nulidad del contrato
dependiendo del caso), la jurisprudencia más reciente admite la validez de esos pactos, al ser el precio
pactado decisivo para el acuerdo de voluntades, sin perjuicio de las sanciones administrativas que
correspondan (SSTS de 16 de julio de 2001, de 6 de noviembre de 2000, 4 de mayo de 1994 y 21 de
febrero de 1994).

2.4. FORMA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

Rigen en cuanto al contrato de compraventa las reglas generales sobre libertad de forma (arts. 1.258 y
1.278 C.c.) (vid. Tema 3, epígrafe 4). No se requiere forma especial para la validez del contrato de
compraventa. El contrato se perfecciona desde que las partes consienten en cuanto a la cosa y el precio
(art. 1.450 C.c.) y es válido sin necesidad de una forma específica (por ejemplo, contrato verbal).
El artículo 1.280.1 C.c. exige el otorgamiento de documento público cuando la compraventa tiene como
objeto un bien inmueble, lo cual no debe entenderse como un requisito de forma ad solemnitatem. La
escritura pública es necesaria fundamentalmente para que el contrato pueda acceder al Registro de la
Propiedad. Así, los contratantes, habiendo consentido en el contrato (verbal o en documento privado),
pueden compelerse recíprocamente a llenar esa forma, solicitando la elevación a público del contrato (art.
1.279 C.c.).
En caso de que se documente el contrato, el artículo 1.455 C.c. establece a quién corresponde el pago de los gastos, salvo
que las partes pacten una distribución distinta. Dicho artículo señala que los gastos de otorgamiento de la escritura son de
cargo del vendedor, correspondiendo al comprador los de la primera copia y los demás posteriores a la venta.

2.5. LAS OBLIGACIONES DEL COMPRADOR: EL PAGO DEL PRECIO

La principal obligación del comprador es pagar el precio de la cosa vendida en el tiempo y lugar
establecidos en el contrato (art. 1.500 C.c.). Si en el contrato no se ha fijado el tiempo y lugar del pago,
éste deberá hacerse simultáneamente a la entrega de la cosa (art. 1.500.2 C.c.) pues en principio se
entiende que las obligaciones sinalagmáticas son de cumplimiento simultáneo.
Pero lo dispuesto en el artículo 1.500 C.c. tiene carácter dispositivo, por lo que las partes pueden
acordar otra cosa, como por ejemplo, posponer el pago del precio total o parcialmente, en cuyo caso,
aunque el aplazamiento supone conceder crédito al comprador, no debe pagarse interés si no se ha
pactado (art. 1.501 C.c.).
En los casos en que se aplaza total o parcialmente el pago del precio, para asegurar el cumplimiento
por parte del comprador, suele pactarse en el contrato lo que se denomina condición resolutoria expresa.
Se trata de una cláusula en cuya virtud se acuerda que la falta de pago del precio en el momento fijado o
la falta de pago de alguno de los plazos producirá la resolución del contrato. Aunque la finalidad de este
pacto es provocar la resolución automática del contrato en caso de impago, el artículo 1.504 C.c. exige,
para que opere la resolución, que el vendedor requiera de pago al comprador judicial o notarialmente, de
forma que «el comprador podrá pagar, aún después de expirar el término, ínterin no haya sido requerido
judicialmente o por acta notarial». Se pretende con ello evitar que el contrato quede resuelto en el
momento mismo del incumplimiento. Antes de que el vendedor practique el requerimiento el comprador
puede pagar y, si lo hace, aunque sea fuera de plazo, ya no puede resolverse el contrato. Pero, una vez
hecho el requerimiento, el pago del comprador es extemporáneo y no evita la resolución.
Cuando las partes acuerdan posponer el pago del precio, es muy corriente también que incluyan también en el contrato
un pacto de reserva de dominio. En virtud de este pacto el vendedor se reserva el derecho de propiedad sobre la cosa hasta
que el comprador le abone la totalidad del precio (SSTS de 24 de julio de 2012, 16 de marzo de 2007, 10 de febrero de
1998). Así el vendedor se asegura el cobro del precio. Hay que tener en cuenta que si el vendedor entrega la cosa al
comprador este adquiere la propiedad del mismo por el hecho de la traditio, por eso es vital este pacto. Cuando se pacte la
reserva de dominio el comprador, aunque esté en posesión de la cosa, no adquiere la propiedad de la misma (hasta que no
pague todo el precio), sino sólo su uso y disfrute. Deberá conservarla y usarla correctamente y, por supuesto, no puede
enajenarla porque todavía no es suya. Una vez satisfecha la totalidad del precio la propiedad de la cosa comprada pasa
automáticamente al adquirente.
Por otra parte, hay algunos casos en los que, habiéndose aplazado el pago del precio, el comprador puede suspender
dicho pago a pesar de haberle sido entregada la cosa. Esto ocurre si tiene fundado temor de perder la posesión o el dominio
de la cosa (art. 1.502 C.c.). La suspensión es eso, una suspensión, de manera que el comprador deberá pagar cuando cese la
perturbación o el temor que la provocó.

Finalmente, será obligación del comprador recibir la cosa adquirida, pudiéndola consignar el vendedor
si el comprador no la recibe el en momento y lugar convenidos. Además, el comprador debe pagar los
gastos de transporte salvo pacto en contrario (art. 1.465 C.c.).

2.6. LAS OBLIGACIONES DEL VENDEDOR: ENTREGA Y SANEAMIENTO

El vendedor tiene dos obligaciones fundamentales dentro del contrato de compraventa. Por un lado la
entrega de la cosa vendida y, por otro, el «saneamiento» de lo vendido, que significa que se garantiza al
comprador la posesión legal y pacífica de la cosa y la indemnización por los vicios o defectos ocultos que
ésta pudiera tener. El vendedor debe también, como sabemos, abonar los gastos de entrega y, en su caso,
los de otorgamiento de escritura salvo que se pacte otra cosa (art. 1.465 C.c.).

A) La obligación de entrega

El vendedor tiene la obligación de entregar la cosa vendida. Cuando el vendedor sea propietario de la
cosa vendida la entrega —que equivale a la «tradición»— transmite la propiedad del bien (salvo, como ya
se indicó, que exista un pacto de reserva de dominio).
Si contrato y entrega no son simultáneos, el vendedor debe entregar la cosa vendida en el mismo estado en el que se
hallaba en el momento de la perfección del contrato (art. 1.468.1 C.c.). En el tiempo que medie entre la perfección del
contrato y la entrega de la cosa el vendedor debe conservarla con la diligencia de un buen padre de familia (art. 1.094 C.c.).
Si transcurre un lapso de tiempo entre la perfección del contrato y la entrega, el vendedor debe además entregar los
frutos producidos por la cosa desde la perfección del contrato, pues recordemos que el artículo 1.464.2 C.c. establece que
desde el momento de la perfección del contrato pertenecen al comprador. Además, por aplicación de las reglas generales de
las obligaciones de dar (art. 1.097 C.c.), el vendedor deberá entregar al comprador todos los accesorios de la cosa vendida
(por ejemplo, si se compra una máquina es necesario entregar también los accesorios necesarios para su funcionamiento y el
manual de instrucciones para operarla).

En cuanto al lugar de la entrega, nada señala expresamente el Código por lo que se estará a la norma
general del artículo 1.171 C.c. (lugar convenido o, en su defecto, lugar dónde la cosa se encontraba en el
momento de concluir el contrato o, en otro caso, el domicilio del deudor).
Por lo que se refiere al tiempo de la entrega, el Código civil permite al vendedor suspender la entrega
de la cosa en dos casos: i) cuando no se ha previsto un aplazamiento del pago y el comprador no le paga
(art. 1.466 C.c.); y ii) si, en caso de aplazamiento del pago, el vendedor descubre que el comprador es
insolvente (pues se corre el riesgo de perder el precio), salvo que este último afiance el pago del precio
aplazado (art. 1.467 C.c.).
Por lo general, el retraso en la entrega no permite la resolución del contrato porque normalmente el
retraso no produce la frustración del interés del comprador (salvo que el retraso se prolongue de manera
intolerable, vid. Tema 8, epígrafe 5). En principio el retraso sólo desencadena los efectos de la mora. No
obstante hay casos en que la no entrega en el momento fijado supone un incumplimiento definitivo del
contrato, bien porque las partes han pactado el momento del cumplimiento como esencial o porque así se
deduce de las circunstancias del caso (v. gr., entrega del vestido de novia antes de la boda, entrega del
pedido de polvorones antes de Navidad). Habrá que interpretar el contrato para determinar en uno u otro
sentido.
Al respecto, por ejemplo, SSTS de 27 de septiembre de 2012 y de 29 de noviembre de 2012 ambas relativas a la entrega
de inmuebles. En la primera, referida a la entrega de un piso en construcción, la interpretación del contrato llevó a pensar
que el plazo para la entrega no se consideró esencial, lo cual supuso una rebaja en el precio y el pago del alquiler de una
casa sustitutiva durante el retraso. En la segunda, referida a unas parcelas, se había establecido, en cambio, en el contrato
de compraventa, que el retraso en la entrega constituía incumplimiento resolutorio.

En cuanto a cómo se produce la entrega o tradición de la cosa, hay que decir que tiene lugar de
distintas formas. Vamos a mencionarlas aquí sin perjuicio del estudio que de la traditio se haga también
en sede de derechos reales (vid. Tema 13, epígrafe 4.1). Así, el artículo 1.462 C.c. contempla el caso más
normal que es la entrega material de la cosa, entendiéndose entregada la cosa cuando se ponga en poder
y posesión del comprador (tradición real). Pero hay cosas que no pueden ser entregadas al comprador (v.
gr., entrega de una fábrica) por lo que existen otras formas de traditio que equivalen a la entrega sin
necesidad de un traspaso material de la cosa. Se produce en estos casos una ficción que equivale a
entrega (traditio ficta).
Así, por ejemplo, uno de los casos más habituales de tradición, es la tradición instrumental, que tiene
lugar cuando se hace la venta mediante escritura pública. En tal caso el otorgamiento de la escritura
equivale a la entrega de la cosa objeto del contrato, salvo que de la escritura se desprenda o deduzca lo
contrario (art. 1.462.2 C.c.). Cabe también que se trate de una traditio simbolica en la que la entrega de
algo que representa a la cosa vendida equivale a la entrega de la cosa misma (por ejemplo, entrega de las
llaves del coche vendido o de las llaves de la casa), siendo también posible la tradición simbólica de
derechos que puede hacerse por el hecho de poner los títulos de pertenencia en poder del comprador o
por el uso que este haga de su derecho consentido por el vendedor (art. 1.464 C.c.).
Además la traditio puede tener lugar por el mero acuerdo de las partes, cuando el comprador ya era poseedor de la cosa
(por ejemplo, el comprador tenía arrendada la casa que ahora compra) en cuyo caso no hay entrega material (traditio brevi
manu). Lo mismo sucede en la hipótesis contraria, es decir, si el vendedor continúa poseyendo la cosa pero transmite su
propiedad (por ejemplo, el vendedor vende la casa pero se queda en ella como arrendatario). Es el llamado constitutum
possessorium.

En cualquier caso, hay que insistir en que aunque se utilice una forma de tradición ficticia o simbólica
el vendedor está obligado a entregar la posesión real de la cosa para que el comprador vea satisfecho su
interés (no tiene sentido que se transmita la propiedad de la cosa al comprador pero no se le entregue la
cosa misma, por ejemplo, la vivienda que ha adquirido).

B) La obligación de saneamiento

El vendedor no sólo tiene que entregar la cosa al comprador, también es responsable frente al
comprador del saneamiento de la cosa vendida. Por saneamiento entendemos las consecuencias que se
producen para el vendedor (v. gr., obligación de indemnizar) en el supuesto de evicción o de vicios ocultos.
Esto es, el vendedor es responsable frente al comprador si, por no ostentar la propiedad del bien vendido,
el verdadero propietario priva al comprador, mediante sentencia judicial, de la cosa comprada
(saneamiento por evicción); asimismo, si la cosa vendida no puede usarse para su destino debido a
defectos ocultos existentes en el momento de la compraventa (saneamiento por vicios o defectos ocultos);
y, en tercer lugar, si un inmueble se vende con gravámenes no mencionados en la escritura —v. gr., una
servidumbre— que, de haberlos conocido el comprador, le hubieran hecho desistir de la compra
(saneamiento por gravámenes ocultos).
Esta responsabilidad del vendedor funciona objetivamente; es independiente de su comportamiento
doloso culposo. De acuerdo con el Código civil, el vendedor garantiza al comprador la posesión legal y
pacífica de la cosa y también que la cosa pueda usarse conforme a su destino. La responsabilidad por
evicción o por los vicios ocultos no implica la culpa del vendedor. El vendedor responde por la evicción o
los vicios aunque obre de buena fe. Si además ha obrado con dolo o culpa (porque conocía o debía
conocer que un tercero era propietario de la cosa o sabía de la existencia de los vicios o defectos de la
cosa), deberá indemnizar al comprador por los daños y perjuicios causados (arts. 1.478.5.º y 1.486.2 C.c.).

a) Saneamiento por evicción

Aunque, como veremos, se discute si el vendedor está obligado a transmitir la propiedad de la cosa al
comprador (vid. infra epígrafe 2.8), es claro que el Código civil obliga al vendedor a garantizar al
comprador que no va a ser privado de la cosa (pues a tenor del art. 1.474 C.c. responde de la posesión
«legal y pacífica» de la cosa vendida). Ello puede ocurrir si el vendedor no es el verdadero propietario del
bien vendido (por ejemplo, cree haber heredado de su padre una finca que, sin embargo, su padre había
vendido previamente a un tercero). Si el comprador es privado de la cosa porque, por ejemplo, el
verdadero propietario no era el vendedor sino un tercero que le demanda reclamando su propiedad y
obtiene sentencia firme a su favor, se produce la evicción (art. 1.475.1 C.c.) y se desencadena la
responsabilidad del vendedor. Conviene señalar que el comprador no tiene acción contra el vendedor por
el solo hecho de que el vendedor no sea el dueño de la cosa, pero sí si es privado de su posesión legal y
pacífica por sentencia firme. La evicción puede ser total parcial dependiendo de si el comprador es
privado de la totalidad o sólo de parte de la cosa.
Para que proceda el saneamiento por evicción es necesario que concurran los siguientes requisitos:

a) Pérdida de la cosa por el comprador establecida en una sentencia firme (art. 1.480 C.c.).
b) Privación de todo o parte de la cosa vendida por haber obtenido la propiedad de la cosa por un
tercero que tiene un derecho a ella anterior a la compraventa (art. 1.475.1 C.c.).
c) Notificación al vendedor de la demanda de evicción interpuesta por un tercero (art. 1.481 C.c.). Esto
se dispone porque puede que el vendedor no conozca de la reclamación por otra vía y porque es él quien
con más facilidad podría aportar las pruebas necesarias de que el tercero que interpone la demanda no es
el propietario. Faltando notificación el vendedor no está obligado al saneamiento (STS de 3 de diciembre
de 1975).

Cuando el comprador pierde la cosa como consecuencia de la evicción, el vendedor está obligado al
saneamiento, esto es, a abonarle una indemnización dirigida a dejar el patrimonio del comprador en la
misma situación en que se encontraba antes de la compraventa, como si la evicción no hubiera ocurrido.
Puede exigirle el comprador que le reembolse las cantidades previstas en el artículo 1.478 C.c. que se
refieren básicamente a: i) la devolución del precio, ii) de los frutos de la cosa, iii) las costas del pleito
sobre la evicción (entre el comprador y el tercero) y, en su caso, las del pleito entre comprador y
vendedor, y iv) los gastos del contrato de compraventa si los pagó el comprador. Además, si el vendedor
actuó de mala fe (conocía la existencia del derecho del tercero que priva de la cosa al comprador), deberá
pagar los daños y perjuicios causados al comprador y los gastos voluntarios o de puro recreo u ornato que
hubiera hecho el comprador en la cosa.
Si la evicción es sólo parcial porque el comprador sólo pierde parte de la cosa (v. gr., STS de 30 de abril de 2013, se
pierde sólo parte de la parcela adquirida) pero la parte perdida es de gran importancia para el comprador (v. gr., porque sin
esa parte la parcela deja de ser edificable), éste puede pedir la «rescisión» del contrato (léase resolución por
incumplimiento), devolviendo la cosa al vendedor sin más gravámenes que los que tenía cuando la compró (art. 1.479 C.c.).
La misma solución juega si se hubieran vendido varias cosas conjuntamente por un precio alzado si consta que el comprador
no hubiera comprado unas sin otras.

El vendedor es responsable del saneamiento por evicción aunque no se haya establecido nada al
respecto en el contrato de compraventa, si bien las partes pueden aumentar o disminuir la
responsabilidad por evicción (art. 1.475.3 C.c.), teniendo sin embargo la renuncia a dicha responsabilidad
efectos limitados (arts. 1.476 y 1.477 C.c.).
Para el ejercicio de la acción del comprador contra el vendedor solicitando el saneamiento por evicción
se aplica el plazo general de 5 años establecido en el artículo 1.964 C.c.

b) Saneamiento por vicios o defectos ocultos

El vendedor debe responder de los defectos ocultos que tenga la cosa vendida si la hacen impropia para
el uso al que se la destina, o si disminuyen de tal modo ese uso que, de haberlos conocido el comprador,
no la habría adquirido o hubiera pagado menos por ella (art. 1.484 C.c.). El vendedor no será responsable
si los defectos no estaban ocultos, esto es, si eran manifiestos o estaban a la vista. Tampoco será
responsable el vendedor si el comprador es un perito que por su profesión debía fácilmente conocerlos, y
esto, aunque no sean perceptibles (art. 1.484 C.c., in fine). La razón de esto último es que siendo el
comprador un experto en los objetos comprados debería haber advertido el vicio en el momento de la
compraventa (por ejemplo, la STS de 22 de julio de 2011 se refiere a un comprador que debió conocer la
aluminosis del edificio por ser promotor inmobiliario experto en la materia).
Para que exista obligación de sanear por parte del vendedor es necesario que concurran los siguientes
requisitos:

a) Vicio: la cosa vendida debe tener un defecto que la haga impropia para su uso o disminuye ese uso
considerablemente. El artículo 1.484 C.c. sólo habla de defecto (v. gr., instrumento de música con una
pieza interior rota), pero debe entenderse (MORALES MORENO) que la noción de defecto abarca la ausencia
de alguna cualidad relevante (v. gr., no puede construirse un edificio de la altura establecida en el
contrato; una obra de arte no es del artista famoso señalado en el contrato).
b) Oculto: el defecto no puede ser manifiesto en el momento de la compraventa.
c) Grave: el defecto debe ser de tal importancia que el comprador no hubiera comprado la cosa de
haber sabido su existencia.
d) Anterior al contrato de compraventa: la cosa debía tener el vicio antes de la perfección del contrato
de compraventa. Por supuesto, cabe la posibilidad de que el defecto existente en el momento de la
compraventa puede manifestarse en un momento posterior (v. gr., se compra una mesa con carcoma),
pero, si el defecto tiene su origen en un momento posterior a la compraventa, será el comprador el que
tendrá que soportarlo (v. gr., la mesa comprada es perforada por la carcoma que había en unas sillas que
eran propiedad del comprador).

Será el comprador el que tenga que probar todos estos extremos, la existencia del vicio, su gravedad y
su carácter oculto.
La obligación de sanear cuando existe un vicio o defecto oculto supone que el comprador dispone de
una opción entre desistir del contrato (actio redhibitoria), pagándosele los gastos, o solicitar una rebaja
proporcional del precio a juicio de peritos (actio quanti minoris).
Si el comprador opta por desistir del contrato, las partes se devolverán las respectivas prestaciones y cabrá una
indemnización de daños y perjuicios si el vendedor conocía o debía conocer los defectos y no los comunicó al comprador (v.
gr., en el ejemplo de la mesa comprada con carcoma devolverá el comprador la mesa y se le devolverá a él el precio pagado
y, por ejemplo, los gastos de transporte si los hubiera abonado el comprador. Pero además, si el vendedor conocía la
existencia de la carcoma —o debía conocerla por ser perito— deberá abonar los daños añadidos, como pueden ser los
ocasionados por la carcoma en otros muebles del comprador). Si opta el comprador por la reducción del precio, recibirá la
cosa con el defecto, pero el precio se reducirá en proporción, pagándose lo adecuado al valor de esa cosa con el defecto
(aunque en algún caso se considera que el menor valor de la cosa coincide con el del importe necesario para proceder a su
reparación. Así, por ejemplo en el supuesto de la STS de 25 de septiembre de 2003, relativa a una embarcación con
importantes defectos en el casco y los motores).

Si la cosa vendida se pierde completamente por razón de los vicios ocultos el artículo 1.487 C.c.
establece que el vendedor debe devolver el precio y pagar los gastos del contrato si los pagó el
comprador. Pero si el vendedor conocía los vicios que han dado lugar a la pérdida de la cosa, deberá
también abonar los daños y perjuicios causados.
Como ya se dijo, el vendedor es responsable frente al comprador aunque no mediara falta por su parte, esto es, aunque el
vendedor no conociera la existencia de los vicios. Ya sabemos que se trata ésta de una responsabilidad independiente de la
culpa. Pero si el vendedor actúa con dolo o culpa porque conocía los defectos de la cosa o debió haberlos conocido y no los
puso en conocimiento del vendedor, su responsabilidad se amplía y deberá indemnizar al comprador por los daños causados
cuando este opte por la resolución del contrato.
Cuando el comprador opta por la reducción del precio el Código civil no prevé la posibilidad de que se pueda reclamar
una indemnización por los daños y perjuicios si el vendedor conocía o debía conocer los vicios, pues el artículo 1.486.2 C.c.
sólo lo establece para el caso de optar por la resolución. Esto se interpreta en el sentido de que la actio quanti minoris
subsana el daño provocado por el defecto en la propia cosa (ALBALADEJO) y por lo tanto no procede más indemnización. Sin
embargo, si la cosa defectuosa ha causado otros daños (v. gr., la carcoma de la mesa comprada ha perforado unas sillas del
comprador) para éstos sí procede la acumulación de la actio quanti minoris con la acción indemnizatoria (MORALES
MORENO, FENOY PICÓN).

Al igual que en el caso de la evicción, es posible pactar un aumento, disminución o extinción de la


responsabilidad del vendedor por razón de los vicios. No obstante, el artículo 1.485.2 C.c. exige, para que
sea posible la renuncia a las consecuencias del saneamiento, que sea expresa y que el vendedor no
conociera los vicios o defectos de lo vendido.
Finalmente hay que señalar que el artículo 1.490 C.c. establece un corto plazo de seis meses (plazo que
se considera de caducidad, es decir, no susceptible de interrupción) para la interposición de la acción
solicitando el saneamiento por vicios ocultos, siendo el dies a quo (día desde el que se comienza a contar
el plazo) el momento de la entrega de la cosa vendida.
Al ser el plazo de seis meses tan corto (es posible que no se constate la existencia del vicio hasta
trascurrido ese plazo; por ejemplo, en la compraventa de la mesa con carcoma es posible que el deterioro
que produzca se manifieste pasados 6 meses de la entrega), y teniendo en cuenta que la entrega de una
cosa con un vicio oculto puede suponer que haya habido un problema en la formación del consentimiento
o que se trate de un cumplimiento defectuoso, la jurisprudencia viene admitiendo la compatibilidad de la
acción de saneamiento por vicios ocultos con otras acciones generales (STS de 10 de junio de 1983) como
las de anulación por error en el consentimiento o por dolo (plazo de cuatro años, art. 1.301 C.c., vid. Tema
4, epígrafe 4.2) y las generales por incumplimiento o, más específicamente, cumplimiento defectuoso, a
las que se aplica el plazo general de cinco años, artículo 1.964 C.c. (vid. Tema 8). La acción de
saneamiento por vicios ocultos tiene utilidad por la ausencia de apreciaciones sobre la culpa, mientras
que las otras acciones tienen la ventaja de un plazo más amplio para interponer la acción.
El régimen de saneamiento resulta poco adecuado a las necesidades prácticas. A lo breve del plazo se unen los problemas
en su aplicación a cosas específicas y el hecho de que no se ofrecen remedios alternativos a la resolución o a la rebaja del
precio. Actualmente existen propuestas dirigidas a sustituirlo por un régimen de conformidad (v. gr., Propuesta para la
modernización del Derecho de obligaciones y contratos de la Comisión General de Codificación, arts. 1.445 ss.). Así, el
vendedor responderá en todo caso en que la cosa no sea «conforme» en el contrato. Se diseña así un sistema único de
responsabilidad que incluye en el concepto de incumplimiento todos los casos en los que la cosa entregada no es conforme
con lo estipulado en el contrato, no es apta para los usos ordinarios a que se destina, o no tiene la calidad que cabe
fundadamente esperar. Un sistema de responsabilidad así existe ya en España para las compraventas de bienes de consumo
en los artículos 114 a 124 TRLC que se explican brevemente a continuación.

Es importante destacar que este régimen de saneamiento no se aplica a las compraventas de bienes de
consumo (bienes muebles) regulada en los artículos 114 a 124 TRLC, según indica el artículo 117.1
TRLC 1 . El artículo 114 TRLC obliga al vendedor a entregar al consumidor un bien «conforme» con el
contrato de compraventa. El concepto de conformidad puede definirse como la adecuación de la cosa
vendida a lo pactado o a lo que el consumidor pueda esperar conforme los usos del tráfico. Engloba todos
los supuestos en que quedan defraudadas las expectativas del comprador porque la cosa no reúne las
características, calidades o aptitudes pactadas o que cabía esperar.
Se establecen una serie de supuestos en los que se presume que los productos son conformes con el contrato (art. 116.1
TRLC), si bien se tiene en cuenta la diligencia desplegada por el comprador (si podía o no conocer la falta de conformidad al
celebrar el contrato) para imputar responsabilidad al vendedor (art. 116.3 TRLC).

El TRLC establece un sistema de remedios de los que dispone el consumidor que ha recibido una cosa
no conforme con el contrato (art. 118 TRLC). Se trata de un sistema mucho más amplio que el previsto
para el saneamiento por vicios ocultos en el Código civil pues el comprador puede optar primero por la
reparación o sustitución del bien (art. 119 TRLC) que deben ser gratuitas y llevarse a cabo en tiempo
razonable. Si la reparación o la sustitución no proceden o no se hubieran hecho en un plazo razonable,
puede optar el comprador por la rebaja del precio o la resolución del contrato (art. 121 TRLC), no
pudiendo pretender esta última si la falta de conformidad es de poca importancia.
En los artículos 125 a 127 TRLC se prevé la posibilidad de ofrecer al comprador una garantía comercial
adicional, garantía que será obligatoria para el caso de productos de naturaleza duradera (art. 126 TRLC).
Se hace referencia aquí a la «garantía del fabricante» que acompaña habitualmente productos tales como los
electrodomésticos, los coches, ciertos tipos de relojes, etc., y que permite al adquirente exigir, dentro de un período de
tiempo (v. gr., dos años), la reparación gratuita del producto en caso de avería.
c) Saneamiento por gravámenes ocultos

El artículo 1.483 C.c. se refiere a una situación en la que se vende un inmueble con un gravamen no
aparente (v. gr., un derecho de servidumbre que impide construir por encima de cierta altura) y el
vendedor no le ha comunicado al comprador la existencia del mismo. Si el gravamen es de tal naturaleza
que debe presumirse que el comprador no habría adquirido el inmueble de haberlo conocido, podrá optar
el comprador durante un año desde el otorgamiento de la escritura entre ejercitar la «acción rescisoria» o
solicitar una indemnización por los daños y perjuicios causados. No vamos a estudiar con detenimiento
este artículo porque a la vista del desarrollo del Derecho registral y las críticas que ha recibido es un
asunto que se plantea poco en la práctica, habiéndose dicho incluso que «el artículo 1.483 C.c. ha
quedado sin base real que lo justifique» (DÍEZ-PICAZO).

2.7. LOS RIESGOS EN EL CONTRATO DE COMPRAVENTA

El problema de los riesgos en el contrato de compraventa se plantea cuando, una vez perfeccionado el
contrato, la cosa sufre daños o se pierde sin culpa del vendedor antes de que se haya realizado la entrega.
Cuando esto ocurre, el Código exime al vendedor de la obligación de entregar la cosa (siempre que no
haya incurrido en mora) puesto que la pérdida no le es imputable (v. arts. 1.096 y 1.182 C.c.). Pero nada
dice el Código civil de si el comprador queda también liberado de pagar el precio. ¿Debe el comprador al
que no se le ha entregado la cosa pagar el precio si ésta se ha perdido sin culpa del vendedor? Si
entendemos que sí, el riesgo será del comprador. En caso contrario, el riesgo será del vendedor.
La cuestión es problemática porque el Código civil no contiene una regla clara de atribución de riesgos.
La mayoría de nuestra doctrina y jurisprudencia, soluciona este asunto atendiendo al tipo de cosa de que
se trate y teniendo en cuenta cuándo surge la obligación de entrega:

a) Si lo que se vende es una cosa genérica, el riesgo de la pérdida de la misma no se transmite al


comprador mientras no se produzca la especificación (art. 1.452.3 C.c.); es decir, hasta que el vendedor
no concrete las cosas dentro del género y las ponga a disposición del comprador. Antes de la
especificación el vendedor no se libera por la pérdida de las cosas genéricas (no puede el vendedor alegar
el perecimiento de la cosa porque siempre hay cosas del género [genus nunquam perit]), de forma que
pesa sobre él el riesgo de pérdida de la cosa. Si no entrega la cosa no tiene derecho al precio.
b) Si lo que se vende es una cosa específica, el riesgo de la pérdida de la cosa antes de la entrega sin
mediar culpa del vendedor lo sufre el comprador (periculum est emptoris) que deberá pagar el precio
prometido por ella aunque no reciba el bien comprado (así se desprende del art. 1.452.2 C.c.). Ésta es la
solución que se desprende de la regulación legal, a pesar de que resulta injusta y contradictoria con la
posibilidad de resolver el contrato, ex artículo 1.124 C.c., en los casos de imposibilidad sobrevenida
fortuita (vid. supra, Tema 8, epígrafe 5). De ahí que se abogue por la modificación de la regulación actual.
La doctrina entiende que el riesgo es del comprador porque el Código civil libera al vendedor de su obligación de entrega
pero no al comprador de su obligación de pagar el precio. A ello se añade que el Código establece, como sabemos, que los
frutos pertenecen al comprador desde la perfección del contrato (art. 1.095 C.c.), por lo que se argumenta que si tiene
derecho a los beneficios de la cosa desde el momento de la perfección del contrato, también debe desde ese momento
soportar los riesgos. Además, el artículo 1.186 C.c. concede al comprador todas las acciones que el vendedor pudiese tener
contra terceros.
No obstante, esta solución no está exenta de críticas. Un sector de la doctrina entiende que debería ser el vendedor el que
soportara los riesgos de la pérdida de la cosa antes de la entrega. Esto porque hasta que no se produce la entrega no se
transmite la propiedad de lo vendido. Obligar al comprador a pagar el precio de una cosa que no recibe es injusto y además
contrario a la interpretación del artículo 1.124 C.c. Además, al permitir el artículo 1.124 C.c. que se solicite la resolución del
contrato cuando el incumplimiento de la otra parte ha sido involuntario pero frustra el fin del contrato, no se ve porqué el
comprador no puede solicitar la resolución en caso de que el vendedor no pueda entregarle la cosa por haberse perdido ésta
de manera fortuita y no culposa. Por otra parte se dice que si en virtud del artículo 1.095 C.c. son del comprador los frutos
desde la perfección del contrato, deben compensarse con los deterioros, pero no parece justo que deba soportar el
comprador la totalidad de la pérdida de la cosa.
Finalmente hay que señalar que la mencionada Propuesta para la modernización del Derecho de obligaciones y contratos
de la Comisión General de Codificación señala que los riesgos en el contrato de compraventa son del comprador (al igual
que se entiende en la actualidad), pero la atribución de esos riesgos al comprador no se produce desde la perfección del
contrato, sino sólo desde que el vendedor ha puesto la cosa a disposición del comprador (art. 1.452.1 de la Propuesta).
Además, sólo le corresponden los frutos al comprador desde que se le traspasa el riesgo (v. art. 1.452.3 de la Propuesta).

2.8. LA TRANSMISIÓN DE LA PROPIEDAD. LA DOBLE VENTA Y LA VENTA DE COSA AJENA

A) La transmisión de la propiedad

Ya hemos visto que el contrato de compraventa es un contrato obligatorio y no transmite directamente


la propiedad del bien, para lo cual es necesaria la entrega del mismo. Se plantea entonces la cuestión de
si es obligación del vendedor transmitir al comprador la propiedad de la cosa vendida. El Código no
contiene ninguna norma que imponga expresamente al vendedor la obligación de transmitir la propiedad
al comprador; sólo le obliga a la entrega y el saneamiento de la cosa vendida. El comprador no tiene
acción alguna contra el vendedor por no ser éste el propietario de la cosa vendida; sólo podrá actuar
contra el vendedor, como hemos visto, si un tercero le priva de la cosa por sentencia firme en virtud de un
derecho anterior a la compra (evicción).
Los antecedentes históricos y la falta de mención expresa del tema en el Código civil han dado lugar a
dos teorías distintas en cuanto a si es obligación esencial del vendedor transmitir la propiedad de lo
vendido. Un amplio sector de la doctrina entiende que no es obligación esencial del vendedor transmitir la
propiedad de lo vendido basándose en que los artículos 1.445 y 1.461 C.c. no obligan a transmitir la
propiedad sino sólo a entregar la cosa vendida transmitiendo su posesión «pacífica» (art. 1.474 C.c.)
(ALBALADEJO, ROCA SASTRE, LÓPEZ Y LÓPEZ). De hecho, en el supuesto en que el comprador es privado de la
cosa por un tercero que resulta ser su verdadero propietario, la ley establece una consecuencia especial;
el saneamiento por evicción. Otros autores entienden que el vendedor sí se obliga a transmitir la
propiedad de lo vendido y lo basan en que los artículos 1.473 y 1.509 se refieren a la transmisión de la
propiedad y al hecho de que el artículo 1.474 C.c. hace responder al vendedor no sólo de la posesión
pacífica, sino también «legal» (DÍEZ-PICAZO, LACRUZ), lo cual implica que la no transmisión de la propiedad
es un incumplimiento resolutorio.
Parece más acertado pensar que el efecto esencial del contrato de compraventa es para el comprador
adquirir el dominio de lo comprado, porque ésta es la finalidad práctica perseguida por las partes con
carácter general, y existe en el Código civil base para apoyar esta postura (arts. 609, 1.473 y 1.509). Lo
normal de acuerdo con los usos del tráfico es que el comprador sobreentienda que la adquisición de la
propiedad es el fin del contrato. Si el vendedor sabe (o debería saber) que la finalidad pretendida por el
comprador es la adquisición de la propiedad (v. gr., compra el bien con un préstamo hipotecario), debe
entenderse que el vendedor queda obligado a transmitir la propiedad.

B) La doble venta

Nos encontramos con un supuesto de doble venta cuando un propietario vende la misma cosa a
distintos compradores. En ese caso el Código civil en su artículo 1.473 soluciona el problema de cuál de
esos compradores debe quedarse con la propiedad de la cosa, sin perjuicio, claro está, de las acciones que
los «demás compradores» tuvieran contra el vendedor por su incumplimiento y por los daños que les
pudiera haber causado.
Para que sea aplicable el artículo 1.473 C.c. los distintos contratos de compraventa que haya celebrado
el vendedor con los distintos diferentes compradores tienen que haber sido válidos y el vendedor no debe
haber entregado la cosa al primer comprador. Si la cosa se hubiera entregado al primer comprador, éste
sería su propietario en virtud de lo dispuesto en el artículo 609.2 C.c. (se habría llevado a cabo la
tradición y, por tanto, la adquisición de la propiedad) y por consiguiente ya no se trataría de un supuesto
de doble venta, sino de venta de cosa ajena.
El artículo 1.473 C.c. nos dice a quién se transmite la propiedad en caso de doble venta dependiendo
del tipo de cosa de que se trate:

a) Si la cosa es mueble, la propiedad se transfiere al que primero tome posesión de ella de buena fe
(art. 1473.1 C.c.);
b) Si se trata de un inmueble la propiedad se transfiere al que primero la haya inscrito en el Registro de
la Propiedad. Si ninguno de los distintos compradores la ha inscrito, la propiedad pertenecerá al que de
buena fe tome primero posesión del inmueble. Si ninguno de ellos toma posesión de la cosa, la propiedad
se transmite al que presente el título más antiguo, siempre que haya buena fe (art. 1.473.2 y 3 C.c.).

C) La venta de cosa ajena

Distinta de la doble venta es la venta de cosa ajena. En este caso el vendedor concluye un contrato de
compraventa de una cosa que no es de su propiedad. La jurisprudencia del Tribunal Supremo no ha sido
clara históricamente en cuanto a la validez de la venta de cosa ajena. Muchas sentencias declaraban la
nulidad de la compraventa por falta de objeto. Hoy en día, sin embargo, puede decirse que el Tribunal
Supremo admite abiertamente su validez (por ejemplo, SSTS de 5 de mayo de 2008 y 20 de julio de 2010).
Dado que en nuestro Código la compraventa es un contrato obligatorio, es posible que el vendedor
concluya un contrato en el que se obligue a entregar una cosa que no le pertenece en el momento de la
perfección pero sí en el momento de la entrega. A lo que se obliga el vendedor entonces es adquirir la
cosa para entregársela al comprador, es decir, a procurar ser titular de la cosa vendida en el momento de
la entrega para poder realizar la traditio y transmitir la propiedad. Todo esto, por supuesto, sin perjuicio
de que, si en el momento de la entrega el vendedor no tiene la cosa y no la puede entregar, incumplirá el
contrato con todas las consecuencias que eso conlleva.
No obstante, si finalmente el vendedor entrega al comprador una cosa que no le pertenece, el
comprador no adquirirá su propiedad 2 . En este caso, si el verdadero propietario la reclama estaremos
ante el supuesto de evicción. El comprador tendrá contra el vendedor la acción para exigir el saneamiento
por evicción si es privado de la cosa por sentencia firme.

3. LA DONACIÓN
3.1. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS

La donación es un contrato en virtud del cual el propietario de una o varias cosas (donante) transfiere
la propiedad de las mismas a otra persona (donatario) sin recibir nada a cambio. El artículo 618 C.c.
define la donación como «acto de liberalidad por el cual una persona dispone gratuitamente de una cosa a
favor de otra, que la acepta». La donación es un contrato gratuito (no hay contraprestación) y además un
acto de liberalidad, porque entraña un empobrecimiento del donante, que ve disminuir su patrimonio, y
un enriquecimiento correlativo del donatario, cuyo patrimonio aumenta a costa de aquél. Ello lleva al
Código a imponer una serie de requisitos de forma y capacidad de las partes que vamos a estudiar.
Las características del contrato de donación son las siguientes:

a) Gratuito. Es un contrato gratuito porque el donante realiza una transmisión de contenido patrimonial
sin recibir nada a cambio. El donatario no debe contraprestación alguna. El donante tiene una clara
intención de enriquecer o beneficiar al donatario; es a lo que se denomina animus donandi.
b) Perfección. El artículo 623 C.c. establece que el contrato se perfecciona cuando el donante conoce la
aceptación del donatario. Por su parte, el artículo 629 C.c. establece que la donación no obliga al donante
ni produce efecto sino desde la aceptación. La diferencia sobre el momento que tienen en cuenta dichos
preceptos (conocimiento/aceptación) se explica (DÍEZ-PICAZO) porque el artículo 623 C.c. se refiere al caso
de que no sea simultánea la declaración del donante y la aceptación del donatario (donación de muebles
por escrito y de inmuebles cuando la aceptación consta en escritura separada). El artículo 629, en cambio,
se refiere a la donación de bienes muebles con entrega simultánea y a la de inmuebles cuando donación y
aceptación constan en la misma escritura pública, por lo que el donante conoce la aceptación en el mismo
acto.
El donatario debe aceptar la donación por sí mismo o por medio de representante con poder general y
bastante para ello o con poder especial al efecto (art. 630 C.c.).
c) Dispositivo. De acuerdo con la regulación legal la donación es un contrato dispositivo y no
obligatorio. La donación transmite la propiedad de la cosa vendida. Por eso el Código civil lo incluye entre
los modos de adquirir la propiedad (art. 609 C.c.). A diferencia de lo que ocurre con la compraventa, para
la transmisión de la propiedad del bien donado no es necesario que se produzca la entrega de la cosa
donada; su propiedad se transmite automáticamente al donatario cuando se cumplen los requisitos de
validez de la donación establecidos en el Código.
Esto ha supuesto que exista una discusión doctrinal sobre la naturaleza jurídica de la donación. Se discute si es un modo
de adquirir la propiedad o un contrato, pues puede concebirse como un modo de transmitir la propiedad basándose en su
situación dentro del Código y en lo dispuesto en el artículo 609 C.c., o como un contrato, dada la necesaria aceptación del
donatario, el hecho de que se admita la donación obligacional y que el régimen general de los contratos es supletorio (art.
621 C.c.). Una tercera postura (Lacruz), es que la donación es un contrato que justifica la adquisición del donatario y regula
las relaciones entre las partes, que puede ser además modo de adquirir la propiedad (donación real) o implicar sólo la
asunción de una obligación de transmitirla en el futuro (donación obligacional). La doctrina actual admite en general que la
donación pueda configurarse como un contrato obligatorio (es decir, como un contrato que obliga al donante a entregar en
un momento posterior el bien donado y transmitir su propiedad). Por su parte, la jurisprudencia considera «indiscutible» el
carácter contractual de la donación (STS de 31 de julio de 1999).

3.2. ELEMENTOS DE LA DONACIÓN: CAPACIDAD DE LAS PARTES, OBJETO Y FORMA

Dado que la donación supone un empobrecimiento del donante, pues no obtiene contraprestación por
parte del donatario, el Código la regula con cautela ya que tal empobrecimiento es perjudicial para los
familiares (por reducción de su legítima 3 ) y acreedores del donante (que ven disminuir las garantías para
el cobro de su crédito), e incluso, puede serlo para el donante mismo (que se priva de sus bienes). Se
establecen por ello especiales requisitos de forma y capacidad para asegurarse de que existe un
verdadero animus donandi y para darle tiempo al donante a reflexionar sobre el hecho de disminuir su
patrimonio.

A) Capacidad

El Código establece reglas de capacidad distintas para donar que para recibir donaciones por la
sencilla razón de que el donante dispone de un bien que sale de su patrimonio, mientras que el donatario
no debe prestación alguna y no sufre pérdida sino ganancia.
Para donar es necesario tener capacidad para prestar consentimiento contractual (mayores de edad no
incapacitados) y para disponer de los bienes objeto de la donación. El artículo 624 C.c. dispone que
pueden hacer donaciones todos los que puedan contratar y disponer de sus bienes. El menor emancipado
puede hacer donaciones con los límites del artículo 323 C.c. No puede uno solo de los cónyuges hacer
donaciones de bienes gananciales (vid. infra Tema 15, epígrafe 4.3), salvo que sean liberalidades de uso
(por ejemplo, regalos de boda) (art. 1.378 C.c.).
Para recibir donaciones, basta con tener suficiente capacidad para entender y querer. El artículo 625
C.c. establece que pueden aceptar donaciones todos los que no estén especialmente incapacitados por la
ley para ello. Ello no obstante, para recibir donaciones condicionales u onerosas (que imponen una carga
al donatario), es necesario tener capacidad suficiente para contratar o, de lo contrario, tendrá el
donatario que ser representado por sus legítimos representantes (art. 626 C.c.). El artículo 627 C.c.
admite las donaciones al nasciturus (el concebido y todavía no nacido) que deberán ser aceptadas por las
personas que les representarían de haber nacido ya. Sin embargo, el hecho de la adquisición de la
propiedad por el donatario no tiene lugar hasta el momento del nacimiento con vida y desprendimiento
del seno materno (arts. 29 y 30 C.c.).

B) Objeto

Pueden ser objeto de donación todos los bienes que puedan ser enajenados. La donación puede
comprender todos los bienes presentes del donante o parte de ellos, con tal de que se reserve lo necesario
para vivir de acuerdo con sus circunstancias (art. 634 C.c.) y se respeten los demás límites que establece
el Código en protección de la legítima (vid. infra Tema 16, epígrafe 3).
El artículo 635 C.c. establece que no pueden ser objeto de donación los bienes futuros, esto es, los que
el donante no tenga en el momento de la donación. Pero no hay inconveniente para estas donaciones si se
admite la posibilidad de la donación obligacional (por medio de la cual el donante se obliga a dar en el
futuro pero no transmite nada en ese momento).

C) Forma

Las donaciones están sometidas a rígidos requisitos de forma, con el objeto de proteger sobre todo a los
herederos del donante y a sus acreedores, aunque también al donante mismo (se pretende que no actúe
precipitadamente y reflexione acerca de la conveniencia de realizar una donación). Así, el Código
establece reglas de forma ad solemnitatem, cuya inobservancia determina que la donación sea nula.
Si la donación es de bienes muebles, el artículo 632 C.c. establece dos formas distintas dependiendo de
si la donación es verbal o por escrito. Cuando la donación es verbal, es necesario que la cosa donada se
entregue simultáneamente. Si la donación de bienes muebles se hace por escrito, es necesario que la
aceptación del donatario conste también por escrito.
Tratándose de bienes inmuebles, el artículo 633 C.c. requiere, para la validez de la donación, que se
haga en escritura pública, en la que deberán constar individualmente los bienes donados y, en su caso, el
valor de las cargas que deba satisfacer el donatario. La aceptación del donatario puede hacerse en la
misma escritura de donación o en otra distinta (en cuyo caso debe notificarse la aceptación al donante de
forma auténtica).
En la práctica, es frecuente que la donación se realice de manera disimulada bajo la apariencia de una compraventa
(generalmente por razones fiscales, para evitar el impuesto de donaciones). A este respecto hay que señalar que la STS de
11 de enero de 2007 parece haber terminado con una jurisprudencia contradictoria en relación con la validez de la donación
encubierta bajo escritura pública de compraventa (STS de seguida, entre otras, por las SSTS de 20 de noviembre de 2007, 4
de marzo de 2008, 5 de mayo de 2008, 4 de mayo de 2009, 27 de mayo de 2009 y 21 de diciembre de 2009). Hasta esa
sentencia se discutía si la donación disimulada bajo un contrato de compraventa otorgado en escritura pública era o no nula
por defecto de forma. Existían sentencias que mantenían su validez y otras que declaraban su nulidad. La citada STS de 11
de enero de 2007 pone fin a la discusión, no admitiendo que bajo la apariencia y forma de una compraventa pueda
ampararse una donación de bienes inmuebles (ni siquiera una donación remuneratoria). Afirma que la donación de
inmuebles sólo es válida cuando se otorgue escritura pública de donación (no de otro negocio) en la que quede clara la
intención de donar y la aceptación del donatario (art. 633 C.c.). Por consiguiente, de acuerdo con la jurisprudencia actual, el
negocio simulado, esto es, la compraventa, será nulo por tener causa falsa y, el disimulado —la donación— también lo será
por defecto de forma. No podemos dejar de mencionar que esta postura jurisprudencial ha recibido algunas críticas (LÓPEZ
y LÓPEZ).

3.3. TIPOS DE DONACIONES

a) Donaciones puras. Las donaciones puras son aquellas que hemos visto hasta ahora. El donante
entrega voluntariamente la cosa con intención de enriquecer al donatario, sin recibir nada a cambio.
b) Modales u onerosas. Las donaciones modales son aquellas en las que el donante impone una carga al
donatario (v. gr., te doy un barco pero en verano me sacas dos días a pescar). Las donaciones modales
pueden ser muy distintas dependiendo del cual sea el modo o carga impuesto al donatario. La carga
puede consistir, por ejemplo, en una prohibición para el donatario (v. gr., te doy una finca pero no puedes
modificar la casa); el gravamen puede redundar en beneficio del donante (v. gr., te doy una finca pero una
vez al año me invitas a cazar); o imponer el destino que debe darse a la cosa donada (v. gr., te doy la finca
para que se destine a campo de instrucción militar).
La carga puede tener o no valor económico (v. gr., dejar de fumar, hacer compañía al donante, finalizar
los estudios…), pero si lo tiene, el valor de la carga tiene que ser inferior al valor de lo donado (art. 619,
segundo inciso, C.c.), pues de otra manera se desvirtuaría la donación y no se enriquecería el donatario.
Estas donaciones (siempre y cuando el valor de la carga no supere el del bien donado) se rigen en general
por las reglas relativas a la donación —por ejemplo, en relación con la forma— si bien ciertas reglas (v.
gr., art. 636.2 C.c.) sólo se aplican en cuanto al valor en que lo donado excede del gravamen impuesto.
El incumplimiento del modo por parte del donatario puede dar lugar a la revocación de la donación [por
ejemplo, en vez de destinar la finca a campo de instrucción militar se pone a la venta (STS de 20 de julio
de 2007)].
Una manifestación de estas donaciones modales la encontramos en el artículo 642 C.c. que establece
que si la donación se hubiese hecho imponiendo al donatario la obligación de pagar las deudas del
donante, sólo se entenderá obligado a pagar las contraídas antes. Se trata de un modo que obliga al
donatario a pagar las deudas del donante, no habiendo sustitución de deudor, para lo que es necesario el
consentimiento del comprador (art. 1.205 C.c.). Si el donatario no paga las deudas, cabe revocar la
donación por incumplimiento de cargas.
c) Remuneratorias. Son donaciones remuneratorias las que se hacen a una persona en agradecimiento
por los servicios prestados por el donatario o por sus méritos (art. 619 C.c.). El ánimo del donante es
gratificar al donatario por un servicio prestado que le ha reportado a él un beneficio, aunque éste no sea
cuantificable económicamente (por ejemplo, le regalo una botella de champán en Navidad al pedíatra de
mis hijos o un anillo a la persona que ha cuidado de mi tía en sus últimos años) o para reconocer un
mérito del donatario (por ejemplo, se dona algo al descubridor de una vacuna). Hay liberalidad porque no
había ninguna obligación de remunerar o pagar al donatario y el donatario no puede reclamar lo que se le
entrega (ya he pagado con anterioridad al pediatra y al cuidador de mi tía por sus servicios); lo que ahora
se entrega es sólo en agradecimiento. La donación remuneratoria (pese a lo que dice erróneamente el art.
622 en su segundo inciso 4 C.c.) es una verdadera donación que debe quedar sujeta en todo al régimen
jurídico previsto para tal negocio.
d) Liberalidades de uso. Son liberalidades de uso las atribuciones gratuitas, los «regalos» que se hacen
por «imposición» social, porque es común hacer ciertos obsequios en esas circunstancias (por ejemplo,
regalos de boda, regalos de cumpleaños, propinas —aunque en este caso también hay un matiz
remuneratorio en función de lo bien que se haya prestado el servicio—…). Estas liberalidades de uso no
están sujetas a las reglas de las donaciones, ya que se entiende que no son verdaderas donaciones (no hay
en rigor animus donandi sino mera actuación conforme a un uso social).
e) Donaciones con cláusula de reversión. Se trata de una donación en la que se estipula que lo donado
volverá al patrimonio del donante cuando se dé cierta circunstancia. Para limitar el número de personas a
las que pueda afectar la reversión evitando vinculaciones perpetuas, el artículo 641 C.c. establece que
puede establecerse reversión a favor del donante, pero, si se establece favor de otras personas, sólo es
posible con ciertos límites. La causa que da lugar a la reversión suele ser la muerte del donatario, pero
nada impide que las partes establezcan otras causas (por ejemplo, la considerada en la STS de 27 de
enero de 2011; donación por un Ayuntamiento de un solar para la construcción de un colegio de
huérfanos señalando que si tras cierto tiempo el colegio no se ha construido o no se usase el terreno con
ese fin revertirá al Ayuntamiento).
f) Donaciones mortis causa. A tenor del artículo 620 C.c. son donaciones mortis causa las que hayan de
producir sus efectos por muerte del donante. Tales donaciones participan de la naturaleza de las
disposiciones de última voluntad y se rigen por lo establecido para la sucesión testamentaria (vid. Tema
16), por lo que son esencialmente revocables (art. 737 C.c.) y es necesario que el donatario viva en el
momento de la muerte del donante (art. 766 C.c.). La existencia de estas donaciones es muy discutida por
la doctrina dada su naturaleza sucesoria, siendo la opinión mayoritaria que se trata de disposiciones de
última voluntad para cuya eficacia es necesaria la forma testamentaria (DÍEZ-PICAZO, ALBALADEJO).

3.4. LÍMITES

Como la donación supone un empobrecimiento del donante sin una contraprestación por parte del
donatario, el Código establece ciertas cautelas para que el donante no se vincule más allá de lo donado.
Esas cautelas se manifiestan en el establecimiento límites en cuanto a la responsabilidad del donante por
evicción, el derecho de acrecer entre donatarios y el montante de lo donado en particulares
circunstancias. Así:
Ya sabemos que el donante tiene que reservarse lo necesario para vivir en un estado correspondiente a
sus circunstancias (art. 634 C.c.). Además, el artículo 636 C.c. establece que ninguno podrá dar ni recibir
por vía de donación más de lo que pueda dar o recibir por testamento. Si la donación excede de lo
establecido en este precepto se califica de inoficiosa. Esta regla se establece para proteger a los
herederos legitimarios del donante (que son determinados parientes que tienen legalmente derecho a una
parte de los bienes del difunto, vid. infra, Tema 16, epígrafe 3). Si la donación supera el valor de lo que se
puede disponer por testamento, será reducida en el exceso.
Por otra parte, se limita también la responsabilidad por evicción del donante. Los deberes del donante
frente al donatario son menores que los del vendedor frente al comprador porque aquél dispone a título
gratuito. El Código parece pensar que bastante hace ya con dar lo que tiene. Por eso, el artículo 638 C.c.
establece que el donante no queda obligado al saneamiento de las cosas donadas. Es el donatario el que
se defenderá de la evicción. De ahí que el artículo 638 C.c. señale que el donatario se subroga en todos los
derechos y acciones que en caso de evicción corresponderían al donante. La doctrina entiende que
tampoco está obligado el donante al saneamiento en el supuesto de existencia de vicios ocultos
(recordemos el conocido refrán: «A caballo regalado no le mires el diente»).
Por último, cuando una donación se haga conjuntamente a varias personas, el artículo 637 C.c.
establece que se entenderá hecha por partes iguales y que no se dará entre los beneficiarios el derecho
de acrecer, salvo disposición en contrario del donante. Esto es, si un donatario no acepta la donación, su
parte no corresponderá a los demás, salvo que el donante lo dispusiera. Se exceptúa las donaciones
hechas conjuntamente a ambos cónyuges, entre los cuales sí se da el derecho de acrecer, salvo que el
donante lo hubiera excluido expresamente (art. 637.2 C.c.).

3.5. LA REVOCACIÓN DE LAS DONACIONES

La regla general es que las donaciones son irrevocables. Ello no obstante, el Código admite algunas
causas de revocación en circunstancias excepcionales en los que se entiende que el donante no hubiera
hecho la donación de haber sabido que iban a tener lugar. Los casos se establecen en los artículos 644 a
648 C.c. y son numerus clausus y de interpretación restrictiva:

a) Superveniencia o supervivencia de hijos. Toda donación inter vivos hecha por alguien que no tuviera
hijos es revocable si tiene hijos después de la donación o si, caso más extraño, resulta vivo el hijo que el
donante pensaba muerto cuando hizo la donación (por ejemplo, porque desapareció en un naufragio y se
había declarado su fallecimiento) (art. 644 C.c.).
b) Incumplimiento de cargas. Ya hemos visto que la donación podrá ser revocada a instancia del
donante si se incumple la carga impuesta por él al donatario en caso de donaciones modales u onerosas
(art. 647 C.c.).
c) Ingratitud. La donación puede ser revocada a instancia del donante por causa de ingratitud, siendo
tal para el Código que el donatario cometiera algún delito contra la persona, honor o bienes del donante,
le imputare algún delito o le negara indebidamente alimentos (art. 648 C.c.). Para el caso de la imputación
de un delito al donante, la simple denuncia por parte del donatario no es suficiente para justificar la
revocación, es necesario que el donatario ejercite la acción penal (STS de 13 de mayo de 2010).

En todos estos casos, la revocación no se produce sólo por el hecho de darse la circunstancia prevista
en el Código, sino que es necesario que el donante demande en juicio al donatario haciendo valer la causa
de revocación que corresponda. El Código establece distintos plazos para la revocación dependiendo del
supuesto concreto (arts. 646.1 y 652 C.c.).

1 Por lo tanto, hoy en día el saneamiento por vicios o defectos ocultos sólo se aplica a las compraventas que no se califiquen como
ventas de bienes de consumo. Así, las ventas de bienes inmuebles y las ventas de bienes muebles entre particulares o entre
empresarios (vid. arts. 3, 4, 6 y 115 TRLC).

2 Cuando una persona adquiere una cosa de alguien que no es su verdadero propietario no adquiere la propiedad, pero puede
llegar a adquirirla mediante la posesión continuada de esa cosa por el tiempo que marca la ley (lo que puede ocurrir si el
verdadero propietario no la reclama). Es decir, puede adquirir la propiedad mediante la usucapión, figura que se estudia en el
Tema 13.

3 La legítima hace referencia a una cuota de los bienes del fallecido que necesariamente tiene que ir a parar a determinados
parientes denominados legitimarios (vid. infra, Tema 16, epígrafe 3).

4 Dicho precepto confunde las donaciones remuneratorias con las donaciones modales o con carga.
TEMA 10
CONTRATOS EN PARTICULAR II
MARÍA DEL CARMEN CRESPO MORA
Universidad Carlos III

1. EL ARRENDAMIENTO DE COSAS EN EL CÓDIGO CIVIL

1.1. CONCEPTO, CARACTERES Y NATURALEZA JURÍDICA

El arrendamiento de cosas es definido por el Código civil como aquel contrato por el que una de las
partes, arrendador, se obliga a proporcionar a la otra, arrendatario, el goce o uso de una cosa por tiempo
determinado y precio cierto (art. 1.543 C.c.). De la definición legal puede deducirse que se trata de un
contrato cuyo objeto es permitir el goce o disfrute temporal de una cosa que pertenece al arrendador. Se
trata, además, de un contrato consensual, bilateral, esencialmente oneroso, conmutativo y de duración
determinada, aunque de ejecución continuada o de tracto sucesivo.
Respecto a su naturaleza jurídica, la doctrina mayoritaria defiende el carácter personal de este
derecho, porque, aunque el arrendatario ostente un poder directo e inmediato sobre la cosa como sucede
en los derechos reales (véase Tema 13 de esta obra), el derecho de arrendamiento únicamente tiene
eficacia entre las partes (nota característica de los derechos personales o de crédito). Sólo en
determinados casos —cuando se inscriba en el Registro de la Propiedad, lo que permite excepcionalmente
el artículo 2.5 LH— resultará oponible a terceros ajenos a esa relación contractual (por ejemplo, al
adquirente del bien arrendado).
Llegados a este punto, hay que advertir que las normas que regulan el régimen jurídico del
arrendamiento de cosas —que serán analizadas a continuación— tienen una aplicación práctica muy
limitada, ya que la generalidad de los arrendamientos quedan sometidos a leyes especiales. Por tanto, la
determinación de los arrendamientos de cosas sujetos al Código civil habrá de hacerse por exclusión; es
decir, únicamente se encontrarán regulados por la normativa del Código civil, aquellos arrendamientos no
regulados por leyes especiales (por ejemplo, arrendamiento de una plaza de garaje). No obstante, la
regulación del Código suele resultar aplicable igualmente a los arrendamientos regulados por leyes
especiales, aunque con carácter supletorio.

1.2. ELEMENTOS DEL CONTRATO

De acuerdo con la definición plasmada en el artículo 1.543 C.c., constituyen elementos esenciales de
este contrato, la cesión del uso o goce de una cosa, el precio cierto y su duración temporal, ya que nuestro
sistema prohíbe los arrendamientos perpetuos.
Respecto a la capacidad de las partes, como el arrendamiento constituye, como regla general, un acto
de administración, para ser arrendador sólo se requiere la capacidad general para administrar. En
cualquier caso, los padres y tutores no podrán dar en arrendamiento los bienes de menores e
incapacitados por un término que exceda de seis años, salvo que cuenten con autorización judicial para
ello (art. 1.548 C.c.).
En cuanto al objeto, el arrendamiento puede recaer sobre bienes (por ejemplo, coches, disfraces,
chaqués, vestidos de novia, etc.) y sobre derechos. En relación con los bienes, no son susceptibles de
arriendo «los bienes fungibles que se consuman con el uso» (art. 1.495 C.c.), salvo que se destinen a una
utilidad distinta del consumo (por ejemplo, una botella antigua de vino que no se pretende consumir, sino
que se quiere exhibir en las estanterías de un restaurante). Asimismo, salvo excepciones (por ejemplo, no
pueden arrendarse los derechos de uso y habitación —artículo 525 C.c.— ni el derecho de servidumbre —
artículo 534 C.c.—, derechos reales que serán analizados en el Tema 13 de esta obra) pueden arrendarse
los derechos, siempre que no sean personalísimos e intransferibles.
El precio, por su parte, constituye un elemento esencial del contrato de arrendamiento, pues permite
diferenciarlo de modalidades contractuales cercanas, como el préstamo de uso o comodato (vid. Tema 11,
epígrafe 2.1). Ahora bien, la exigencia de precio cierto no implica que la contraprestación haya de
consistir necesariamente en una cantidad de dinero, pues la jurisprudencia admite el pago en especie (por
ejemplo, el arrendatario de una finca paga al arrendador con los frutos que ésta produce). Para cumplir la
exigencia de precio cierto, no se requiere que se señale una cantidad cerrada, sino tan sólo que el precio
pueda ser calculado por un procedimiento lícito. Por eso se dice que el precio ha de estar determinado o,
al menos, ha de ser determinable. Aunque normalmente se pacta el pago del precio por fracciones
periódicas (por ejemplo, meses, años, etc.), las partes pueden pactar que se pague de una vez, al principio
o al final del arrendamiento.
1.3. OBLIGACIONES DE LAS PARTES

Las obligaciones que el Código civil atribuye al arrendador derivan de la obligación principal de
procurar al arrendatario el goce de la cosa arrendada. Para ello, deberá entregarle la cosa u objeto del
contrato (art. 1.554.1.º C.c.), que no sólo ha de ser apta para servir al uso al que se va a destinar sino,
incluso, deberá encontrarse en buen estado de conservación. De hecho, de acuerdo con el artículo 1.562
C.c., «a falta de expresión del estado de la finca al tiempo de arrendarla, la ley presume que el
arrendatario la recibió en buen estado, salvo prueba en contrario».
Una vez entregada la cosa, mientras dure el arrendamiento, el arrendador deberá hacer las
reparaciones necesarias para que pueda servir para el uso al que se ha destinado (art. 1.554.2 C.c.). Tales
reparaciones podrán efectuarse, si es preciso, en contra de la voluntad del arrendatario si fueran urgentes
e inaplazables (art. 1.558 C.c.). En contrapartida, sobre el arrendatario recae la carga de informar al
dueño de los desperfectos en el plazo más breve posible (art. 1.559 C.c.), debiendo tolerar las obras
aunque le ocasionen molestias y le priven de parte de la finca. Ahora bien, si la reparación durase más de
cuarenta días, tendrá derecho a la disminución del precio del arrendamiento e, incluso, si la obra hiciera
inhabitable la finca para el arrendatario, éste podrá resolver el contrato (art. 1.558 C.c.).
Aunque el Código no se pronuncie al respecto, parece que determinados arreglos no pueden ser exigidos al arrendador y,
en consecuencia, habrán de correr de cargo del arrendatario: por ejemplo, renovar la pintura de un piso, sustituir un cristal
roto por él, etc.

Por otra parte, el arrendador ha de mantener al arrendatario en el goce pacífico de la cosa lo que
implica, por un lado, que no puede variar la forma de la cosa arrendada (art. 1.557 C.c.) y, por otro, que
responderá frente al arrendatario si aparece un tercero que discuta su derecho de arrendamiento (por
ejemplo, aparece el titular de un derecho real o personal de goce sobre la misma cosa concedido con
anterioridad por el mismo arrendador) o que impugne la titularidad del dueño (por ejemplo, un tercero
reivindica al arrendador la propiedad de la cosa arrendada) (arts. 1.553 C.c. y 1.560 C.c., a contrario).
Por el contrario, el arrendatario tendrá que hacer frente a las meras perturbaciones de hecho (art. 1.560 C.c.); es decir,
cuando se trate de molestias procedentes de un tercero (por ejemplo, un vecino) que no se concreten en una pretensión
jurídica, será el arrendatario quien tendrá acción directa contra el perturbador.

Por último, el arrendador deberá abonar al arrendatario los gastos necesarios realizados en la cosa, si
por alguna razón el arrendador no llevó a cabo la reparación correspondiente y tuvo que efectuarla el
arrendatario.
Respecto a las obligaciones del arrendatario, le corresponde, principalmente, pagar el precio del
arrendamiento en los términos convenidos (art. 1.555.1.º C.c.) y usar la cosa arrendada conforme al uso o
destino pactado o, en defecto de pacto, el que se deduzca de su naturaleza (art. 1.555.2.º C.c.). Por
ejemplo, no puede criar ganado en una tierra destinada al cultivo.
De acuerdo con el artículo 1.559 C.c., debe igualmente poner en conocimiento del arrendador en el
plazo más breve posible, toda usurpación o novedad dañosa que provenga de un tercero, así como la
necesidad de reparaciones. Si no lo hace, responderá de los daños y perjuicios ocasionados al propietario
por su negligencia.
Asimismo, responderá frente al arrendador del deterioro o pérdida de la cosa, a no ser que se pruebe
que fue ocasionado sin culpa (art. 1.563 C.c.). El precepto consagra una presunción de culpa del
arrendatario ya que para quedar exonerado éste debe probar que ha empleado toda la diligencia debida
para evitar el daño (que adoptó las precauciones habituales para evitar el siniestro). Según el artículo
1.564 C.c., deberá responder igualmente del deterioro causado por las personas de su casa (por ejemplo,
familiares, empleados, etc.).
Finalmente, al concluir el arrendamiento, tendrá que devolver la cosa (art. 1.561 C.c.), salvo que
hubiera perecido o se hubiera menoscabado por el paso del tiempo. Así pues, el Código deja claro que la
cosa no puede sufrir menoscabos diferentes a aquellos que se producen por el paso del tiempo, pero deja
sin respuesta la cuestión de si el arrendatario puede mejorar la cosa arrendada, es decir, si puede llevar a
cabo obras o instalaciones que aumenten la utilidad del bien (por ejemplo, instalación de aire
acondicionado en un piso o de un sistema de regadío en una finca rústica).
En contra de tal posibilidad, puede argumentarse el artículo 1.561 C.c., que exige al arrendatario que devuelva la cosa
como la recibió (es decir, con el mismo aspecto y estructura). A favor, puede esgrimirse el artículo 1.573 C.c., según el cual,
«el arrendatario tendrá respecto a las mejoras útiles y voluntarias, el mismo derecho que se concede al usufructuario». De
este precepto se deduce que el arrendatario puede llevar a cabo mejoras, pero no le darán derecho a indemnización sino
que, a lo sumo, podrá retirarlas si ello es posible sin que se produzca un detrimento de los bienes sobre los que se
encuentran.

1.4. TERMINACIÓN DEL ARRENDAMIENTO

Son causas de extinción del arrendamiento:

1. El cumplimiento del tiempo previsto para el contrato sin necesidad de requerimiento (art. 1.565
C.c.), salvo que ambos contratantes decidan prorrogarlo de común acuerdo. Por otra parte, de acuerdo
con el artículo 1.566 C.c., si al terminar el período contractual concertado el arrendatario continúa
disfrutando de la cosa durante quince días sin que se la reclame el arrendador, el arrendamiento se
entenderá prorrogado tácitamente. A ello se le llama tácita reconducción: un nuevo contrato de
arrendamiento cuya duración no es la pactada inicialmente, sino el tiempo expresado por el Código con
respecto a las fincas rústicas (art. 1.577 C.c.) o respecto de las fincas urbanas (art. 1.581 C.c.).
2. La pérdida de la cosa arrendada, equiparándose a ella la imposibilidad de goce de la cosa (art. 1.568
C.c.).
3. El incumplimiento de una de las partes que, de acuerdo con el artículo 1.556 C.c. (que constituye una
aplicación del art. 1.124 C.c. a este ámbito), permitirá a la otra solicitar la resolución del contrato. Lo
mismo viene a decir el artículo 1.568 C.c., precepto que remite, en caso de incumplimiento de las
obligaciones recíprocas, directamente al artículo 1.124 C.c.
4. Extinción del derecho del arrendador (por ejemplo, el arrendamiento otorgado por el usufructuario
se resuelve al extinguirse el usufructo). Entre otras causas que provocan la extinción del derecho del
arrendador antes del plazo pactado para el arrendamiento, se encuentra la venta de la cosa sobre la que
recae el arrendamiento. En tal caso, rige la regla venta quita renta consagrada en el artículo 1.571 C.c.,
es decir, al comprador del bien arrendado se le reconoce la facultad de dar por terminado el
arrendamiento vigente. No obstante, quedan excluidos de esta regla los arrendamientos inscritos en el
Registro de la Propiedad. En consecuencia, en caso de arrendamiento inscrito en el Registro, los
adquirentes del bien arrendado deberán soportar el arrendamiento hasta su término.

1.5. EL DESAHUCIO DEL ARRENDATARIO

El desahucio puede ser definido como una facultad que tiene el arrendador, cuando concurran algunas
causas de extinción del contrato de arrendamiento de bienes inmuebles, para proceder judicialmente
contra el arrendatario a fin de expulsarlo de la finca. Constituye, por tanto, una modalidad o concreción
para el contrato de arrendamiento de la resolución por incumplimiento.
De acuerdo con el artículo 1.569 C.c., son causas que pueden dar lugar al desahucio:

1. Que haya expirado el término de duración del arrendamiento.


2. La falta de pago del precio convenido.
3. La infracción culposa o dolosa de cualquiera de las condiciones estipuladas en el contrato.
4. Destinar la cosa arrendada a usos o servicios no pactados que la hagan desmerecer.

1.6. SUBARRIENDO Y CESIÓN DEL ARRENDAMIENTO

Nuestro ordenamiento permite al arrendatario ceder total o parcialmente a terceros el goce de la cosa
arrendada. Se distingue así entre subarriendo (regulado en los arts. 1.550 a 1.552 C.c.) y cesión del
arrendamiento (no regulado expresamente por el Código).
En el subarriendo, el arrendatario alquila parte de la cosa arrendada a un tercero, convirtiéndose él en
arrendador de esa parte y el tercero en arrendatario. Por tanto, el subarriendo es un arrendamiento
concertado a su vez por el arrendatario, que, sin embargo, no altera las relaciones jurídicas preexistentes
con el arrendador (A —arrendador— arrienda una finca a B —arrendatario—; posteriormente, B arrienda
parte de la misma a X —subarrendatario—; las relaciones entre A y B seguirán rigiéndose por el contrato
de arrendamiento, que coexiste con el nuevo contrato de arrendamiento —subarriendo— suscrito entre B
y X).
El mayor problema que presenta esta institución, es la distinción con la cesión del arrendamiento. En la
cesión del arrendamiento, el arrendatario cede a otra persona su posición contractual, de forma que él
queda fuera de la relación jurídica. Tras la cesión, pues, el arrendatario deja de serlo porque hay un nuevo
arrendatario, que será quien tendrá derecho a usar la cosa y quien deberá abonar la renta.
Para que la cesión del arrendamiento sea válida, es necesario que el arrendador la consienta (A —
arrendador— arrienda una finca a B —arrendatario—; posteriormente, B cede su posición contractual a X
con el consentimiento de A; tras la cesión, B desaparece de la relación contractual y ocupa su lugar X, que
será quien usará la cosa y deberá pagar la renta a A).
En cambio, el Código civil autoriza al arrendatario a subarrendar todo o parte de la cosa arrendada,
salvo cuando el contrato de arrendamiento lo prohíba expresamente (art. 1.550 C.c.).
Como se ha dicho, tras el subarriendo, van a concurrir dos contratos de arrendamiento: el concertado entre arrendador y
arrendatario, por una parte, y el celebrado entre el arrendatario y subarrendatario, de otra. Así pues, en principio, no existe
relación contractual entre arrendador y subarrendatario. Sin embargo, aunque no exista relación entre ambos, el Código
civil prevé una acción directa a favor del primero contra el segundo para reclamarle, de una parte, que el uso y conservación
de la cosa arrendada sea llevada a cabo en la forma pactada entre arrendador y arrendatario (art. 1.551 C.c.) y, de otra
parte, el pago de lo que el arrendatario le debe, cuando el subarrendatario a su vez deba al arrendatario la renta del
subarriendo (art. 1.552 C.c.); en otras palabras, el arrendador puede solicitar al subarrendatario que, en lugar de pagar la
renta debida al subarrendador (arrendatario), se la pague a él.
Pero además de la acción directa contra el subarrendatario, en el caso de que este último no dedique la cosa al uso
pactado o que la dañe, el arrendador podrá dirigirse también contra el arrendatario para exigirle la responsabilidad
correspondiente (art. 1.550 C.c.).
2. EL ARRENDAMIENTO DE FINCAS URBANAS
En la actualidad, los arrendamientos de fincas urbanas se encuentran regulados por la Ley 29/1994, de
24 de noviembre, de Arrendamientos Urbanos (modificada por la Ley 4/2013, de 4 de junio, de medidas de
flexibilización y fomento del mercado de alquiler de viviendas). La citada ley regula tanto los
arrendamientos urbanos para uso de vivienda (destinados a satisfacer la necesidad permanente de
vivienda del arrendatario), como los de uso distinto de vivienda (por ejemplo, arrendamiento de
temporada —verano—, los celebrados para ejercer una actividad industrial, recreativa, docente, cultural,
etc.), pero aplica una normativa diferente a cada uno de ellos. En cualquier caso, tras la reciente reforma
de la ley, tanto unos como otros se regirán, en primer lugar, por los pactos de las partes; en su defecto,
por lo dispuesto en el Título II (aplicable a los arrendamientos para uso de vivienda) o Título III (aplicable
a los arrendamientos para uso distinto de vivienda); y, supletoriamente, por lo previsto en el Código civil.
Sin embargo, existen ciertas partes de la ley (concretamente, los Títulos I y IV) que se aplican de forma
imperativa a ambas clases de arrendamientos urbanos (art. 4.1). Así ocurre, por ejemplo, con la obligación
de prestar fianza. Según el artículo 36 «a la celebración del contrato será obligatoria la exigencia y
prestación de fianza en metálico en la cantidad equivalente a una mensualidad de renta en el
arrendamiento de viviendas y de dos en el arrendamiento para uso distinto del de vivienda».
Dada la indudable mayor importancia práctica de los arrendamientos de vivienda, en este apartado nos
vamos a centrar en el estudio de los mismos. En cualquier caso, la ley dedica pocos preceptos a los
arrendamientos para uso distinto de vivienda, porque su régimen deriva fundamentalmente de lo
acordado entre las partes.

2.1. PLAZO

En los arrendamientos de vivienda, la duración del contrato puede ser libremente pactada por las
partes, aunque la ley prevé un plazo mínimo de tres años. Es decir, los contratos con duración menor a
tres años se prorrogarán obligatoriamente hasta alcanzar el plazo de tres años, salvo que el arrendatario
le comunique al arrendador que no está interesado en prorrogar el arrendamiento o que el arrendador
necesite la vivienda para sí (art. 9). Transcurridos los tres años, el contrato se prorrogará por uno más, si
ninguna de las dos partes hubiese comunicado a la otra su voluntad de no renovarlo a la fecha de
vencimiento del contrato (art. 10.1).
Sin embargo, el arrendatario puede desistir del contrato y abandonar la vivienda, previa notificación al
arrendador, cuando hayan transcurrido al menos seis meses (art. 11), pero deberá indemnizarle por los
perjuicios que le cause si así se pactó en el contrato. En tal caso, la indemnización consistirá en una
cantidad equivalente a una mensualidad de la renta por cada año del contrato que reste por cumplir.
En el caso de que el arrendatario (es decir, quien ha firmado el contrato con el arrendador) manifieste su voluntad de no
renovar el contrato o desista sin contar con el consentimiento de su cónyuge (no arrendatario), éste podrá continuar
arrendando la vivienda siempre que lo notifique al arrendador en el plazo previsto por la ley (art. 12). En los casos de
nulidad, separación y divorcio, si la vivienda es atribuida judicialmente o por convenio regulador al cónyuge no arrendatario
(esto es, el cónyuge que no firmó el contrato de arrendamiento), éste podrá continuar en el uso de la vivienda e, incluso, si le
es atribuida de forma permanente o en un plazo superior al que queda para terminar el contrato, pasará a ser titular del
mismo (art. 15).
Si falleciera el arrendatario durante el transcurso del contrato, podrán subrogarse (ocupar la posición del arrendatario
fallecido) ciertos familiares que aparecen enumerados en el artículo 16 (el cónyuge o conviviente, los descendientes sujetos
a la patria potestad, los ascendientes, etc.).

Una de las materias relacionadas con la duración del arrendamiento que ha sufrido mayores
modificaciones tras la reforma de 2013, es la oponibilidad del arrendamiento frente a terceros o, en otras
palabras, la determinación de si el contrato de arrendamiento puede afectar a terceros ajenos al mismo.
Por ejemplo, imaginemos que A compra una vivienda a B y, en el momento de la venta, la vivienda se
encuentra arrendada. Así las cosas, ¿A deberá respetar el contrato de arrendamiento hasta que llegue a
su término o podrá exigir al arrendatario que abandone la vivienda?
Pues bien, hasta ahora, cuando el arrendador vendía la vivienda arrendada, el adquirente debía
soportar el contrato de arrendamiento durante el período mínimo de duración del contrato que fijaba la
ley (cinco años). Sin embargo, en la actualidad, de la lectura de los artículos 7.2, 9.4 y 14 LAU parece
deducirse que, aunque en el momento de la venta no haya transcurrido el período mínimo de tres años
anteriormente aludido, el comprador no estará obligado a soportar el contrato de arrendamiento. En
consecuencia, podrá darlo por finalizado e instar el desahucio del ocupante. En definitiva, pues, en tales
circunstancias se aplicará el principio «venta quita renta» del artículo 1.571 C.c. No obstante, en este
caso se permite que el inquilino permanezca un máximo de tres meses en la vivienda (durante los cuales
deberá pagar la renta) y se le reconoce el derecho a ser resarcido por los daños y perjuicios sufridos (art.
14.2).
Por el contrario, si el arrendamiento ha sido inscrito en el Registro de la Propiedad, el comprador
quedará obligado a soportar el arrendamiento durante el tiempo que quede por cumplir, sin que pueda
instar el desahucio del arrendatario.
2.2. RENTA

En cuanto a la renta, las partes pueden pactarla libremente y, con posterioridad, cuando se cumpla
cada año de vigencia del contrato, si éste se prorroga, la renta se actualizará en los términos pactados por
las partes y, en defecto de pacto, no se aplicará revisión de rentas a los contratos (modificación
introducida por la Ley 2/2015, de 30 de marzo, de desindexación de la economía española). La ley permite
igualmente que, durante un plazo determinado, la obligación de pago de la renta pueda reemplazarse
total o parcialmente, por el compromiso del arrendatario de reformar o rehabilitar el inmueble en los
términos pactados. Ahora bien, en tal caso, el arrendatario no podrá pedir compensación por ello al
finalizar el contrato (art. 17).

2.3. CONTENIDO

Tradicionalmente las diferentes legislaciones en materia de arrendamientos urbanos han otorgado al


arrendatario los derechos de tanteo (derecho a adquirir con preferencia la vivienda arrendada, cuando
vaya a ser enajenada por el arrendador a un tercero) y de retracto (en el caso de que el arrendatario no
haya tenido la oportunidad de ejercitar el tanteo porque no se le ha notificado la venta, tendrá derecho a
subrogarse en el lugar del comprador, es decir, a adquirir la vivienda en las mismas condiciones que el
comprador). Pues bien, aunque, en principio, el artículo 25 reconoce al arrendatario estos derechos de
adquisición preferente en caso de enajenación de la finca arrendada, tras la ley de 2013 se admite la
posibilidad de que las partes pacten la renuncia del arrendatario a los mismos.
Respecto a las obras, el arrendador está obligado a realizar las reparaciones necesarias para la
conservación de la vivienda (por ejemplo, reparar las goteras del tejado), salvo las reparaciones derivadas
del desgaste por el uso, que ha de efectuar el arrendatario (art. 21) (por ejemplo, reparar el sumidero
atascado, la persiana que se rompe, pintar la vivienda, etc.). En cuanto al arrendatario, el artículo 24 le
autoriza, previa notificación escrita, a realizar las obras necesarias para adaptar la vivienda cuando él, su
cónyuge o familiares que convivan con él de forma permanente sufran una minusvalía o tengan más de
setenta años. Ahora bien, al término del arrendamiento, el arrendatario estará obligado a reponer la
vivienda al estado anterior, si se lo exige el arrendador. De igual forma, podrá realizar obras que
modifiquen la configuración de la vivienda o de sus accesorios, aunque para ello se requiere el
consentimiento del arrendador expresado por escrito (art. 23.1). Sin embargo, el arrendatario no va a
poder llevar a cabo en ningún caso, obras que provoquen una disminución de la estabilidad o seguridad
(art. 23.1).
Por otra parte, según el artículo 8, la cesión de contrato y subarriendo —que sólo puede ser parcial—,
únicamente podrán tener lugar previo consentimiento escrito del arrendador.
Por último, resulta destacable igualmente la regulación de la resolución del arrendamiento. El artículo
27 enumera las causas específicas que permiten instar la resolución del contrato al arrendador (entre las
que destacan, la falta de pago de la renta, el subarriendo o la cesión inconsentidos, las obras
inconsentidas, etc.) y al arrendatario (la no realización por el arrendador de las reparaciones necesarias,
las perturbaciones de hecho o de derecho en el uso de la vivienda por parte del arrendador, etc.). La
mayor novedad que la nueva ley ha introducido en la materia, es la regulación del denominado «desahucio
exprés», es decir, la posibilidad de desahuciar en un breve período de tiempo a aquellos inquilinos que no
paguen la renta. Ahora bien, tal medida sólo resulta aplicable a los arrendamientos de vivienda inscritos
en los que se haya previsto contractualmente que el arrendamiento quedará resuelto en caso de impago
de renta, con restitución inmediata del inmueble (art. 27.4).
Para poder hacer efectiva ésta y otras medidas, la Ley 4/2013 reforma diversos preceptos de la Ley de Enjuiciamiento
Civil, con la finalidad de agilizar los procesos de desahucio de fincas rústicas o urbanas.

3. LOS ARRENDAMIENTOS RÚSTICOS


Los arrendamientos rústicos se encuentran regulados por la Ley 49/2003, de 26 de noviembre, de
Arrendamientos Rústicos (modificada por la Ley 26/2005, de 30 de noviembre). De acuerdo con la
mencionada ley, mediante el contrato de arrendamiento rústico se ceden temporalmente, a cambio de un
precio, una o varias fincas, o parte de ellas, para su aprovechamiento agrícola, ganadero o forestal (art.
1). Ahora bien, una misma finca puede ser objeto de diversos contratos de arrendamientos rústicos
simultáneos, cuando cada uno de ellos tenga por objeto distintos aprovechamientos que resulten
compatibles entre sí (art. 4.1) (por ejemplo, se arrienda una parte de la finca para cultivo y otra para cría
de ganado).
Estos contratos se rigen por lo que hayan pactado las partes siempre que no se opongan a la ley;
supletoriamente, por lo dispuesto por el Código civil, y, en su defecto, por los usos y costumbres que
resulten aplicables (art. 1.2).
En cuanto a la capacidad de las partes, para ser arrendador se exige ser mayor de edad y no sufrir
restricciones a la capacidad de obrar (art. 12); para ser arrendatario de fincas rústicas hay que reunir la
condición de profesional de la agricultura (art. 14). Sin embargo, la jurisprudencia no exige que el
arrendatario se dedique en exclusiva a la agricultura, reconociéndose la compatibilidad con el trabajo por
cuenta ajena en una empresa (STS de 13 de julio de 2006).
Según la Ley, el contrato de arrendamiento rústico tendrá una duración mínima de cinco años, por lo
que se considerarán nulas y se tendrán por no puestas las cláusulas en las que se prevea un plazo inferior
(art. 12.1). Ahora bien, si el arrendador quiere recuperar la posesión de las fincas al término del plazo
contractual previsto, deberá notificárselo al arrendatario con un año de antelación porque, si no lo hace y
al término del contrato el arrendatario no pone la posesión de las fincas arrendadas a su disposición, se
entenderá prorrogado el contrato por un período de cinco años, pudiendo sucederse indefinidamente las
prórrogas mientras no se produzca la denuncia del arrendador (art. 12.3).
La renta se fijará en dinero y será la que las partes pacten libremente (art. 12.1). Si no consta la renta,
ésta será equivalente a las de la zona o comarca. Cuando se trate de un arrendamiento rústico en el que,
en lugar de pagar una renta en dinero, el arrendatario y arrendador pacten que se repartirán los
productos de la explotación, nos encontraremos ante un contrato de aparcería (art. 28).
Respecto a la forma, el artículo 11.1 exige que estos contratos consten por escrito, aunque las partes
podrán compelerse en cualquier momento a formalizarlo en documento público.
De acuerdo con el artículo 8.1 LAR, el arrendatario tiene derecho a elegir el tipo de cultivo, pero
cuando termine el arrendamiento tendrá que devolver la finca al estado en que la recibió. Por tanto, al
arrendatario se le permite variar el tipo de cultivo respecto al existente en el momento de comenzar el
arrendamiento, pero al término del contrato, tendrá que devolver a la finca el cultivo que había.
Por otra parte, para la cesión y subarriendo del arrendamiento rústico se requiere el consentimiento
expreso del arrendador (art. 23.2). Además, la cesión o subarriendo ha de recaer sobre toda la finca o
explotación y ha de realizarse por todo el tiempo que quede de arrendamiento (art. 23.1).

4. EL ARRENDAMIENTO DE SERVICIOS

4.1. CONCEPTO Y CARACTERES

Pese a que el Código civil habla reiteradamente de «arrendamiento de servicios», esta terminología,
que procede del Derecho romano, ha sido sustituida por el concepto de contrato o prestación de servicios,
mucho más acorde con la sensibilidad jurídica de nuestra época. El artículo 1.544 C.c. —que, como se ha
dicho, denomina a este contrato con el calificativo de «arrendamiento de servicios»— define a la
prestación de servicios como aquel contrato por el que una de las partes se obliga a prestar a la otra un
servicio, a cambio de un precio cierto. De la definición anterior resulta que la prestación de servicios es
un contrato consensual, bilateral, no formal y, por último, que se trata de un contrato esencialmente
oneroso. De hecho, la exigencia de precio permite diferenciar el contrato de servicios de otras
modalidades contractuales en las que el deudor se compromete igualmente a prestar un servicio, como
sucede con el mandato, que es naturalmente gratuito (art. 1.709 C.c.). Por ejemplo, no estaremos ante un
contrato de servicios, por faltar precio, cuando un abogado se comprometa a llevar el litigio de un amigo
sin cobrar honorarios o cuando un médico ausculte gratuitamente a un familiar.
Sin lugar a dudas, el mayor inconveniente que presenta la vigente regulación del contrato de servicios
es su extrema brevedad: casi todos los preceptos que nuestro Código dedica a este contrato (sólo cinco
artículos) han sido derogados tácitamente por la normativa laboral o por la Constitución Española, de tal
forma que la doctrina restringe la vigencia de esta sección a los artículos 1.583 y 1.587 C.c. A pesar de
ello, los preceptos relativos a este contrato no han sido objeto de derogación expresa. Por esta razón, el
contrato se regirá, fundamentalmente, por los pactos de las partes.
Pese a la rúbrica de la sección («Del servicio de criados y trabajadores asalariados»), la prestación de servicios de los
trabajadores asalariados ha salido del Código civil y, en la actualidad, se encuentra regulada por otra disciplina jurídica (el
Derecho del trabajo). Es más, el ámbito de aplicación de los preceptos civiles se ha ido reduciendo a medida que se ha ido
consolidando el Derecho del Trabajo. De hecho, la jurisprudencia admite que la mayoría de las normas reguladoras de este
tipo contractual no se encuentran ya en vigor (en este sentido se pronuncian, entre otras muchas, las SSTS de 25 de marzo
de 1998 y 23 de marzo de 2001). Por ello, doctrina y jurisprudencia reiterada suelen reducir el ámbito de aplicación de este
tipo contractual a los servicios prestados por los profesionales liberales (entre otras, SSTS de 23 de mayo de 2001, 7 de abril
de 2003 y SAP Granada 16 de marzo de 2013), esto es, profesionales que, en principio, trabajan bajo su propia dirección y
sin someterse a los criterios del que encarga los servicios.

En definitiva, pues, la escueta y anticuada regulación del arrendamiento de servicios se muestra


claramente insuficiente para organizar todo un régimen jurídico contractual. Sin embargo, pese a que la
doctrina ha reivindicado reiteradamente la reforma y actualización del régimen jurídico de este tipo
contractual, hasta la fecha no han prosperado las diferentes iniciativas legislativas de reforma puestas en
marcha (la más reciente, el borrador de anteproyecto «Del contrato de servicios», de 2011).
En tanto no se produzca la deseable y esperada reforma legislativa de este contrato, le ha
correspondido a la doctrina y a la jurisprudencia solventar el vacío normativo existente en la materia.
Puesto que resulta admitido por la generalidad que el contrato de servicios proporciona cobertura jurídica
a los servicios prestados por profesionales liberales (por ejemplo, abogados, médicos, asesores fiscales,
etc.), la doctrina ha tratado de reconstruir y rellenar el exiguo régimen de este tipo contractual con
normas distintas a las contenidas en los artículos 1.583 a 1.587 C.c. En concreto, se ha tratado de colmar
las lagunas que presenta la regulación del contrato de servicios acudiendo a la aplicación analógica de
normativa de tipos contractuales cercanos (por ejemplo, mandato).

4.2. RÉGIMEN JURÍDICO

A) Arrendamientos de servicios y de obra: diferencias

De acuerdo con el artículo 1.544 C.c., el objeto de este contrato lo constituye la prestación de un
servicio, que puede ser tanto intelectual (por ejemplo, servicio de un abogado) como material (por
ejemplo, servicio de limpieza). En este contrato el que presta el servicio se compromete a realizar una
actividad. Esta característica permite diferenciarlo de otros contratos cercanos, como el arrendamiento
de obra, en el que no es suficiente con que el deudor desarrolle una actividad, sino que, además, ha de
obtener un resultado. Por ejemplo, cuando el abogado se compromete a la llevanza de un pleito, celebra
con su cliente una prestación de servicios; por el contrario, ha de considerarse arrendamiento de obra el
contrato por el que el abogado se compromete a redactar un dictamen o un contrato.
Sin embargo, en la práctica, en muchas ocasiones resulta complicado trazar los límites entre ambos
contratos, esto es, determinar si un contrato ha de ser calificado como arrendamiento de servicios o, por
el contrario, ha de ser considerado un arrendamiento de obra, pues también en los servicios el deudor
persigue en última instancia obtener un determinado resultado con la actividad que desarrolla (por
ejemplo, el abogado que se encarga de la llevanza de un pleito, persigue una sentencia estimatoria de las
pretensiones de su cliente). Así pues, ¿cuál es el criterio que podemos utilizar para determinar cuándo el
contrato es de servicios y cuándo es de obra? La respuesta puede simplificarse de la siguiente manera: en
la prestación de servicios, lo prometido por el deudor es una obligación de medios (el deudor se
compromete a ejecutar una actividad con diligencia), por lo que el acreedor no le puede exigir la
consecución de un resultado (el cliente no puede exigir al abogado que gane el juicio; el paciente no
puede reclamar del médico que le cure), mientras que en el arrendamiento de obra lo que el arrendador
compromete es el resultado útil de esa actividad (por ejemplo, el odontólogo se compromete a extraer una
muela; el arquitecto se compromete a realizar y entregar el proyecto de edificación), de tal forma que, si
tal resultado no es obtenido, habrá incumplimiento pese a que se demuestre que actuó diligentemente.
Aunque la doctrina ha propuesto numerosos criterios para diferenciar ambos contratos, los casos
dudosos parece que han de resolverse con la presunción favorable al contrato de servicios si la obtención
del resultado no está en manos del que realiza el trabajo, sino que depende de otros factores que escapan
de su control (preparación de un examen, llevanza de proceso, etc.: ni el preparador ni el abogado tienen
poder directo sobre el resultado satisfactorio, pues el mismo depende de otros factores que escapan de su
control).

B) Obligaciones de las partes

En cuanto a las obligaciones de las partes, la obligación principal del prestador del servicio consiste,
como se ha dicho, en la prestación del mismo. Por regla general, el servicio ha de ser prestado
personalmente, porque frecuentemente en la celebración de este contrato se tiene en cuenta las
cualidades personales del que ha de prestarlo. No obstante, la prestación personal no excluye la
posibilidad de valerse de auxiliares o colaboradores, pero bajo la directa supervisión y responsabilidad de
quien se ha comprometido contractualmente a prestar el servicio.
La diligencia exigible en el cumplimiento de la obligación no es la de un buen padre de familia o
ciudadano medio (art. 1.104 C.c.), sino que, al tratarse del contrato típico de los servicios profesionales,
se exige la observancia de la diligencia de un buen profesional; esto es, el cumplimiento de las concretas
reglas del arte o profesión (la denominada lex artis).
La principal obligación de la parte que contrata los servicios es el pago de la contraprestación. Según el
Tribunal Supremo, se cumple la exigencia de «precio cierto» del artículo 1.544 C.c. no sólo cuando esté
pactado expresamente, sino también cuando es conocido por costumbre o uso frecuente en el lugar en
que se prestan los servicios. Tratándose de profesionales liberales, si las partes no se han pronunciado en
cuanto al precio, éste podrá calcularse de acuerdo con las tarifas aprobadas por el correspondiente
Colegio profesional. El precio suele pactarse en proporción al tiempo, aunque a veces se determina
teniendo en cuenta el rendimiento (por ejemplo, a destajo). La acción para reclamar los honorarios
prescribe a los tres años (art. 1.967 C.c.).
También pesa sobre el acreedor del servicio, la carga de cooperar al cumplimiento del prestatario (por
ejemplo, el cliente debe suministrar a su abogado la información y documentos que le solicite), pues, de lo
contrario, deberá soportar las consecuencias negativas que se deriven del incumplimiento de esta carga.
Respecto a la duración, estipula el artículo 1.583 C.c. que puede contratarse sin tiempo fijo, por cierto
tiempo o para una obra determinada. Ahora bien, el arrendamiento hecho por toda la vida es nulo, porque
tal pacto sería contrario a la libertad individual. Esta prohibición no se vulnera cuando se trate de un
arrendamiento por tiempo indefinido (indefinido quiere decir que no está definido, pero no que sea para
siempre) (STS de 14 de marzo de 1986).
Por último, en cuanto a las causas de extinción, junto a las generales para todo contrato, hay que añadir
las ligadas a la relación de confianza presente generalmente en estos contratos. Así, si el servicio se
contrató en atención a las cualidades personales del prestador del servicio (es decir, si concurría un
intuitu personae en la relación), su muerte provocará la extinción del contrato.
Asimismo, la facultad de desistimiento presenta ciertas peculiaridades específicas en este tipo de
contratos basados en la confianza.

5. CONTRATO DE OBRA

5.1. NATURALEZA Y CARACTERES

En virtud del contrato de obra —que el Código civil denomina «arrendamiento de obra»—, una de la
partes (el contratista o constructor) se compromete a ejecutar una obra en beneficio de otra (el comitente
o dueño de la obra) que, a su vez, se obliga a pagar por ella un precio cierto (art. 1.544 C.c.).
Aunque tras una lectura de los preceptos que el Código civil dedica a este contrato podríamos pensar
que resulta aplicable únicamente a las obras inmobiliarias (la construcción, la reparación o rehabilitación
de edificios), su ámbito de aplicación es mucho más amplio, pues afecta a la realización de cualquier obra,
aunque no consista en la construcción de una edificación (por ejemplo, el dictamen de un jurista, la
creación de un programa informático, la confección de un traje, la construcción de un buque, la
restauración de un mueble, etc.). Por tanto, puede ser objeto del contrato de obra todo resultado material,
industrial, científico o artístico.
En cuanto a sus caracteres, se trata de un contrato consensual, oneroso, sinalagmático, de carácter
conmutativo y de forma libre (STS de 15 de diciembre de 2000) aunque, en la práctica, los contratos de
construcción de obras inmobiliarias suelen ser por escrito y sobre proyecto de arquitecto.
Además de la normativa que el Código civil dedica a este contrato, ha de ser tenida en cuenta la Ley
38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación (en adelante, LOE), ya que los contratos de
obra inmobiliaria acometidos con posterioridad a su entrada en vigor (7 de mayo de 2000), con carácter
general habrán de entenderse sometidos a la LOE, debido a que esta ley utiliza un concepto muy amplio
de edificios o edificación (art. 2).
Ahora bien, pese a la promulgación de la LOE, la normativa que el Código civil dedica a este contrato
sigue teniendo vigencia, pues la LOE no regula expresamente el contrato de obra, aunque su regulación
tenga incidencia sobre el mismo. Además, la LOE sólo resulta aplicable a los contratos de obra
inmobiliaria, dejando fuera cualquier otra obra que no consista en la construcción de una edificación.
En cualquier caso, desde su entrada en vigor, hay determinados aspectos en los que, como se verá a
continuación, resulta de preferente aplicación la regulación de la citada ley: ámbito de aplicación,
exigencias técnicas y administrativas, responsabilidad civil de los agentes que intervienen en el proceso
de edificación y plazos de garantías.

5.2. OBLIGACIONES DEL CONTRATISTA

La principal obligación del contratista consiste en realizar la obra de acuerdo con los usos, diligencia y
pericia de su profesión (lex artis ad hoc), en el tiempo y en las condiciones pactadas, ya sea entregando la
totalidad de la obra o fraccionándola en ejecuciones parciales (por «piezas o medidas», art. 1.592 C.c.) (v.
gr., cimentación, estructuras, cubrimiento de aguas, carpintería, etc.). En otras palabras, como en el
contrato de obra el deudor compromete una obligación de resultado, sólo cumplirá cuando ejecute la obra
conforme a lo acordado, sin que baste el mero desarrollo de una determinada actividad para conseguirlo.
Por ejemplo, el artista al que se le encarga un busto, no cumple trabajando el mármol, sino tan sólo si
realiza un busto que se corresponda con la imagen del retratado.
En cuanto al tiempo para la ejecución, los contratos de obra de cierta importancia económica
frecuentemente suelen prever el plazo de ejecución. También es usual, sobre todo cuando se trata de
contratos de obras inmobiliarias, la inserción de una cláusula penal imponiendo al contratista una
indemnización por el retraso en la terminación.
De igual forma, resulta habitual que el contratista celebre contratos con terceras personas que,
mediante su trabajo o la entrega de materiales para la obra, contribuyen a la actividad que le corresponde
ejecutar. Por ejemplo, es habitual que el constructor de una obra inmobiliaria subcontrate la carpintería,
la cristalería, la fontanería, etc. Pues bien, el artículo 1.597 C.c. otorga a tales personas una acción
directa para reclamar al comitente lo que el contratista que les ha subcontratado les adeude; sin
embargo, tal acción queda limitada a la cantidad que el comitente a su vez adeuda al contratista. En
consecuencia, si el contratista ha sido pagado por aquél, ya no podrá interponerse la acción directa. Por
ejemplo, se encarga una obra a B por 25. A su vez, B contrata a terceras personas para que contribuyan
en la realización de la obra y se compromete a pagarles 10. Si B no les paga los 10 y, a su vez, el dueño de
la obra no ha satisfecho los 25 a B, esos terceros podrán solicitar el pago de los 10 al dueño de la obra,
quien los descontará de los 25 que adeuda a B.
Además de la acción directa de trabajadores y suministradores, el artículo 1.600 C.c. otorga al contratista el derecho a
retener la cosa «en prenda» hasta que se la pague, esto es, el citado precepto prevé un derecho de retención como
específica garantía de su derecho de crédito. Para que el citado precepto resulte aplicable, el contrato de obra debe consistir
en una reparación o reconstrucción de una cosa mueble, careciendo de tal derecho el contratista inmobiliario (STS de 19 de
abril de 1975). Además, la cosa sobre la que recae la obra ha de ser propiedad del comitente —quien realiza el encargo—
(por ejemplo, reloj que llevamos a una joyería para que nos lo arreglen) o ha de haberse realizado con materiales
suministrados por el dueño.

5.3. OBLIGACIONES DEL COMITENTE

La principal obligación que asume el comitente es el pago del «precio cierto» (art. 1.544 C.c.) que,
salvo pacto o costumbre en contra, se ha de efectuar al hacer la entrega (art. 1.599 C.c.). Se considera
que hay precio cierto, si el mismo puede ser determinado aplicando los reglamentos o tarifas
profesionales (por ejemplo, tarifas previstas por el Colegio de arquitectos).
El precio puede consistir tanto en un ajuste o precio alzado por la ejecución completa de la obra, como
en un precio por unidades, o «certificaciones de obra» (art. 1.592 C.c.). Esta última modalidad de pago es
frecuente en las obras inmobiliarias, en las que suele pactarse pagos parciales por cimentación,
estructuras, cubrimiento de aguas, carpintería, pintura, etc.
A la regulación de la primera modalidad de precio (precio alzado) se dedica el artículo 1.593 C.c., que,
de nuevo, parece pensado únicamente para la construcción de edificios. La aplicación extensiva del citado
precepto a cualquier tipo de obra implica que, el cambio de las condiciones inicialmente pactadas (por
ejemplo, cambios en el proyecto sugeridos por el dueño o comitente), facultará al contratista a revisar el
precio estipulado. Por el contrario, este último deberá asumir el encarecimiento de los elementos o
materiales necesarios para la realización de la obra.
Ahora bien, como las normas comentadas tienen carácter dispositivo (es decir, pueden ser modificadas
contractualmente por las partes), en la práctica suele ser normal que se prevea en el contrato de obra a
precio alzado, que el posible encarecimiento de los materiales provoque igualmente la revisión del precio
fijado al inicio.
Muchos de los aspectos anteriores han sido superados por la LOE, que contempla tanto la posibilidad de la recepción de
la obra completa, como de fases de la misma (art. 6.1 LOE); la ley admite también las modificaciones debidamente
aprobadas del proyecto (art. 7.1 LOE).

Junto a la obligación principal de pagar el precio, el comitente debe también suministrar los materiales,
en todo o en parte, si así se pactó. Por último, el comitente asume igualmente la obligación de recibir la
obra una vez que ésta haya sido completamente ejecutada y el contratista proceda a su entrega en los
términos pactados. Aunque el Código civil no lo regula, en la práctica, sobre todo en las obras de gran
envergadura, suele pactarse la existencia de una recepción provisional —que no implica la aprobación de
la obra realizada—, y, sólo tras realizar las oportunas comprobaciones, se procederá a realizar la
recepción definitiva (la aprobación de la obra), que implica la conformidad del comitente con la obra
construida. De igual forma, la LOE regula detalladamente la recepción de las obras (art. 6).
En el caso de que las partes hayan pactado expresamente la «obra a satisfacción del propietario» y el comitente no esté
conforme con la obra construida, según el artículo 1.598 C.c., para superar la falta de acuerdo entre comitente y contratista,
habrá de acudirse al juicio de un perito, que analizará en términos objetivos e imparciales la adecuación o no de la obra.

5.4. LOS RIESGOS EN EL CONTRATO DE OBRA

Para determinar sobre quién recaen los riesgos del contrato de obra hay que diferenciar dos momentos
temporales diferentes. Si se produce la pérdida o destrucción de la cosa objeto del contrato una vez que
ha sido recibida por el comitente, debe entenderse que, conforme a las normas generales, las cosas
perecen para su dueño (el comitente), quedando el contratista exento de responsabilidad, salvo que
resulten de aplicación el artículo 1.591 C.c. o el artículo 17 LOE, que serán analizados posteriormente.
Por el contrario, hasta el momento de la recepción, si la cosa se pierde antes de ser entregada al
comitente, como el contratista sólo cumple cuando obtiene un resultado, se entenderá que no ha cumplido
su obligación y, en consecuencia, no tendrá derecho a remuneración. No obstante, hay que distinguir el
tipo de contrato de obra ante el que nos encontremos: el simple contrato de obra (el contratista se
compromete a poner solamente su trabajo) o el contrato de obra con suministro de materiales (aquél se
compromete también a suministrar los materiales).

a) Si se trata de un contrato de obra con suministro de materiales, dispone el artículo 1.589 C.c., que,
mientras no se entregue la obra, el contratista deberá cargar con la pérdida de los materiales, salvo que
hubiera mediado morosidad en recibir la obra por parte del comitente. En consecuencia, el contratista
pierde tanto su trabajo (pues, como se ha dicho, el comitente no le pagará el precio convenido), como los
materiales que puso.
b) Por el contrario, en el simple contrato de obra, si se pierde la cosa por caso fortuito antes de ser
entregada, el comitente pierde los materiales y el contratista no puede reclamar ningún estipendio; por
tanto, cada una de las partes pierde lo que puso. En cambio, si hay culpa del dueño (según el art. 1.590
C.c., ello sucederá cuando exista morosidad en recibir la obra o la destrucción se produjo por la mala
calidad de los materiales), el dueño deberá abonar al contratista el precio de la obra.

Asimismo, establece el artículo 1.596 C.c. que «el contratista es responsable del trabajo ejecutado por
las personas que ocupare en la obra». Por tanto, en caso de cumplimiento defectuoso o incumplimiento, el
comitente podrá reclamar al contratista con independencia de quién haya llevado a cabo realmente la
ejecución de la obra contratada.
Ha de señalarse, en último lugar, que el contratista tiene una obligación de custodia sobre las cosas que
le son entregadas para realizar sobre las mismas una obra (por ejemplo, el cuadro que debe restaurar).
En tal caso se aplicarán, con las adaptaciones pertinentes, las normas del depósito. Por ello, el contratista
será responsable de los daños que sufra la cosa mientras que se encuentre bajo su custodia
presumiéndose que, si sufre cualquier deterioro, es consecuencia de la realización del trabajo (por
ejemplo, se presume que la tintorería ha deteriorado la ropa al realizar la limpieza en seco, salvo que se
demuestre la intervención de una causa extraña).

5.5. RESPONSABILIDAD POR DEFECTOS EN LA EDIFICACIÓN

Entregada y recepcionada la obra, el contratista, en principio, habrá cumplido su obligación, cesando


en este momento generalmente su responsabilidad. Ahora bien, cuando la obra consiste en la
construcción de un edificio, es posible que los vicios o defectos se manifiesten a largo plazo (por ejemplo,
humedades que aparecen un año después de la entrega y tras una temporada de intensas lluvias), y es
preciso proteger al comitente contra la impericia del contratista que resulte constatable tiempo después
de la entrega.
Llegados a este punto, hay que señalar que la referida cuestión se encuentra regulada tanto por el
artículo 1.591 C.c., como por la LOE, aunque, como se verá, con un régimen jurídico diferente. Esto es
debido a que la aprobación de la LOE provocó una superposición de normas, pues no derogó
explícitamente el artículo 1.591 C.c. Por ello, la doctrina ha cuestionado la vigencia del artículo 1.591 C.c.
tras la promulgación de la LOE, con relación a proyectos con licencia de obras solicitados tras el 6 de
mayo de 2000 (es decir, la fecha de entrada en vigor de la Ley). Frente a sentencias de las Audiencias
Provinciales que abogan por su derogación (entre otras, SAP Asturias de 7 de julio de 2006 y SAP
Santander de 4 de octubre de 2005), otra opinión sostiene que, tras la entrada en vigor de la LOE, cabe
todavía acudir al artículo 1.591 C.c. para exigir responsabilidad por daños no incluidos en el ámbito de
aplicación de la LOE, daños que enumeraremos posteriormente. En cualquier caso, dado que un sector de
la doctrina sostiene su vigencia, en el presente apartado trataremos de sintetizar las principales notas de
la responsabilidad por ruina prevista en el artículo 1.591 C.c., precepto que, debido a sus límites, fue
desarrollado a través de una interpretación correctora del Tribunal Supremo.
De acuerdo con el artículo 1.591 C.c., el contratista de un edificio y el arquitecto responden de los
daños y perjuicios causados por su ruina (concepto en el que, según la jurisprudencia, hay que incluir la
ruina funcional: la existencia de graves defectos constructivos que hagan a la edificación inservible,
inadecuada o inhabitable), si ésta tuviese lugar en el plazo de diez años, por vicios debidos a su respectiva
actividad o profesión (art. 1.591 C.c.). El contratista amplía su responsabilidad cinco años más, si la ruina
se debe a no haber cumplido las condiciones del contrato.
Ahora bien, la jurisprudencia anterior a la LOE realizó una interpretación extensiva del precepto, pues,
junto al contratista y al arquitecto, declaró la responsabilidad de otros sujetos que intervienen igualmente
en la actividad inmobiliaria (por ejemplo, aparejadores, ingenieros, promotores inmobiliarios).
No obstante, en caso de que resultara imposible individualizar la responsabilidad, esto es, determinar
la concreta participación de cada uno de los agentes en el proceso constructivo, el Tribunal Supremo
habitualmente optaba, en beneficio de la víctima, por declarar la responsabilidad solidaria de los diversos
participantes en la actividad constructiva (SSTS de 17 de febrero de 1982, 16 de octubre de 1995 y 7 de
abril de 2003).
Además del contratante dueño de la obra, la jurisprudencia correctora del Tribunal Supremo amplió los
sujetos que podían interponer la acción prevista en el artículo 1.591 C.c.: el promotor, el primer y
sucesivos adquirentes del edificio construido, la comunidad de propietarios representada por su
presidente, etc.
Una vez interpuesta la acción, queda por determinar qué daños acreditados resultaban resarcidos
conforme a la jurisprudencia correctora del artículo 1.591 C.c. Pues bien, el Tribunal Supremo admitió la
indemnización de todos los daños sufridos, incluidos los morales (STS de 6 de octubre de 1982), como
son, las molestias derivadas del desalojo temporal de las viviendas a fin de proceder a su reparación (así
en las SSTS de de 22 de noviembre de 1997 y 26 de noviembre de 2001).
Por su parte, la LOE replantea el tema de la responsabilidad por ruina de los edificios en su capítulo IV
(«Responsabilidad y garantías»). El artículo 17 LOE clasifica los posibles vicios o defectos constructivos
en tres categorías:

a) Defectos estructurales [art. 17.1.a)]: Son los más graves, pues, como afectan a elementos
estructurales del edificio, comprometen su propia estabilidad. Por ejemplo, defectos en las vigas, forjados,
cimientos, muros de carga, etc. Estos vicios han de manifestarse en el plazo de diez años para que pueda
exigirse responsabilidad a los posibles causantes.
b) Defectos constructivos [art. 17.1.b)]: Se trata de deficiencias que, sin afectar a la seguridad y
estabilidad del edificio, afectan a elementos constructivos o a las instalaciones, provocando el
incumplimiento de los requisitos de habitabilidad. Por ejemplo, grietas, deficiencias en la instalación
eléctrica o de la fontanería (tuberías que no desaguan bien, malos olores, etc.), etc. Estos vicios han de
producirse en el plazo de tres años.
c) Defectos de acabado [art. 17.1.c)]: Defectos que afectan a los elementos de terminación o acabado,
de fácil detección incluso por personas que no sean expertas en la construcción. Por ejemplo, acabado de
pintura defectuoso, baldosas mal puestas, tarima mal colocada, etc. Estos vicios han de ponerse de
manifiesto en el plazo de un año.

Los plazos enumerados (diez, tres y un año) no constituyen plazos de caducidad o de prescripción, sino
de garantía. Esto quiere decir que, para que surja la responsabilidad prevista en el precepto, cada uno de
los vicios ha de materializarse dentro del plazo señalado en el artículo 17 LOE, de tal manera que si el
expresado plazo transcurre sin haber ocurrido el referido evento, la acción ya no podrá nacer. Desde que
nacen, las acciones para exigir la responsabilidad prescribirán en el plazo de dos años (art. 18 LOE),
período que ha de computarse, no desde que los daños aparezcan o sean conocidos o identificables, sino
«desde que se produzcan». En cualquier caso, seguirán subsistiendo las acciones para exigir
responsabilidad por incumplimiento contractual (art. 18.1 LOE). Como se puede observar, la brevedad de
los plazos recogidos en la LOE contrasta claramente con las amplias previsiones del artículo 1.591 C.c.
El artículo 17 LOE establece un sistema de responsabilidad objetiva (es decir, independiente de la
culpa) ya que los eventuales responsables no pueden exonerarse demostrando que actuaron
diligentemente. Si se produce un defecto y éste es imputable a la actuación de alguno de los agentes que
intervienen en la edificación (arquitecto proyectista, arquitecto director de la obra, aparejador,
constructor…), el sujeto en cuestión será responsable sin necesidad de entrar a valorar si su
comportamiento fue o no diligente.
Aunque la LOE parte de la responsabilidad personal e individual de cada uno de los agentes que
interviene en la edificación (art. 17.2), cuando no pueda concretarse el grado de participación de cada
agente, la responsabilidad se exigirá solidariamente (art. 17.3). Por tanto, este precepto llega a la misma
solución que la interpretación jurisprudencial correctora del artículo 1.591 C.c. Pero además el promotor
responde en todo caso solidariamente con los demás agentes intervinientes. Es decir, el promotor
responde siempre, aunque los defectos sean imputables a otro de los agentes del proceso constructivo (en
este sentido la STS de 18 de septiembre de 2012).
Respecto a la legitimación activa (es decir, la determinación de los concretos sujetos que van a poder
interponer las acciones de responsabilidad), el artículo 17.1 LOE la atribuye a «los propietarios y los
terceros adquirentes de los edificios o parte de los mismos, en el caso de que sean objeto de división». Tan
amplia expresión permite considerar legitimadas las mismas personas que ha reconocido la jurisprudencia
interpretadora del artículo 1.591 C.c., con la excepción del comitente o promotor no propietario (esto es,
el promotor que ya ha enajenado todos los pisos de edificio construido) difícilmente incluible en los
amplios términos del artículo 17.
Sin embargo, el artículo 17.1 LOE restringe los daños indemnizables a los daños materiales
ocasionados en el edificio, distanciándose en este punto de la interpretación jurisprudencial del artículo
1.591 C.c. Por tanto, al encontrarse excluidos de este régimen de responsabilidad todos los demás daños
(tales como los daños causados por el edificio a bienes muebles situados en el mismo —v. gr., cuadro
valioso que se deteriora a consecuencia de las humedades de la vivienda—, los personales de los
propietarios, subadquirentes o terceros, el lucro cesante —v. gr., pérdidas sufridas por el hotel durante el
tiempo que ha de estar cerrado para su reparación—, los daños morales, etc.), para su reclamación habrá
que utilizar, según algunos, la vía del artículo 1.591 C.c., y, según otros, las reglas generales de
responsabilidad contractual (arts. 1.101 ss. C.c.) o extracontractual (arts. 1.902 ss.).
En cualquier caso, si quienes sufren los daños causados por el vicio de construcción o dirección son terceros (por ejemplo,
daños materiales causados por el edificio a inmuebles contiguos), podrán dirigirse extracontractualmente contra el
constructor o los técnicos «dentro del tiempo legal» (art. 1.909 C.c.) que, tras la entrada en vigor de la LOE, parece que ha
de ser coincidir con los plazos de garantía previstos en el artículo 17 LOE.

Para terminar, la LOE completa su regulación con la instauración de un sistema de seguros que han de
concertar los constructores, para garantizar, al menos, los vicios estructurales durante el período
correspondiente (art. 19 LOE).

5.6. EXTINCIÓN DEL CONTRATO DE OBRA

Los artículos 1.594 y 1.595 C.c. enumeran tres causas específicas de extinción del contrato de obra. Por
un lado, el artículo 1.594 C.c. prevé el desistimiento unilateral del dueño de la obra, incluso aunque la
construcción ya haya empezado. El comitente no necesita alegar justa causa, aunque deberá resarcir al
contratista «todos sus gastos, trabajo y utilidad que pudiera obtener de ella». Respecto a este último
concepto indemnizatorio, la jurisprudencia suele identificarlo con el beneficio industrial que le
correspondería al contratista sobre el total de la obra realizada, que se establece en el 15 por 100 de la
totalidad de la obra contratada.
Por otro lado, el artículo 1.595 C.c. afirma que la muerte del contratista determinará la extinción de
este contrato, cuando la obra le hubiera sido encargada por sus cualidades personales (por ejemplo,
fallece un cirujano plástico y todos sus hijos son abogados). En tal caso, deberá abonarse a los herederos
el valor de la parte de obra ejecutada y de los materiales empleados.
El artículo 1.595 aplica esta misma regla en el supuesto en que el contratista «no puede acabar la obra
por alguna causa independiente de su voluntad». Por ejemplo porque cae enfermo. En tal caso podrá
reclamarse el valor de la parte de la obra ejecutada.
Si como regla general en el contrato de obra el contratista no tiene derecho a remuneración si no acaba la obra (puesto
que no obtiene el resultado previsto) parece que cuando el contrato se hace en atención a las cualidades personales del
contratista (contrato intuitu personae) se altera dicha regla. Así, cuando el contratista muere o no puede continuar la obra
por imposibilidad sobrevenida fortuita (v. gr., contrae una enfermedad incapacitante), el comitente debe abonarle la parte
proporcional de la obra ejecutada, y ello pese a que la misma no le sea de ninguna utilidad al no haberse completado el
resultado comprometido.

6. MANDATO

6.1. CONCEPTO, CARACTERES, CLASES

Según el artículo 1.709 C.c., por el contrato de mandato se obliga una persona (mandatario) a prestar
algún servicio o a hacer alguna cosa por cuenta o encargo de otra (mandante). La descripción legal del
contrato de mandato del artículo 1.709 C.c., muy imprecisa, no permite diferenciar este tipo contractual
de otras figuras cercanas, como sucede con el arrendamiento de servicios, en el que el arrendatario se
obliga igualmente a la prestación de un servicio. Para diferenciarlos, suele restringirse el mandato a los
servicios o gestiones de carácter jurídico. Por ejemplo, A, mandante, le otorga un poder a B, mandatario,
para que le compre una finca o para que se encargue del cobro de una deuda.
El mandato es un contrato consensual y naturalmente gratuito, es decir, se presume gratuito salvo
pacto en contrario (art. 1.711 C.c.). No obstante, de acuerdo con el segundo párrafo del precepto anterior,
en el caso de que el mandatario tenga por ocupación el desempeño de servicios de la especie a que se
refiere el mandato (es decir, cuando se trate de un mandatario profesional), el mandato es naturalmente
oneroso (se presume oneroso, salvo pacto en contrario) (por ejemplo, cuando se encarga el alquiler de un
piso a una inmobiliaria).
En este contrato rige el principio espiritualista o libertad de forma. Tal afirmación deriva del artículo
1.710 C.c., según el cual, el mandato puede ser expreso (en instrumento público o privado e incluso de
palabra) o tácito, al igual que la aceptación, que puede ser también expresa o tácita, deducida esta última
de los actos del mandatario. El mandato puede acarrear obligaciones para ambas partes (si media
retribución) o sólo para el mandatario (si no se retribuye). El mandato, además, es un contrato basado en
la confianza que el mandante deposita en el mandatario y habitualmente está investido del carácter
intuitu personae, esto es, suele celebrarse en atención a las cualidades personales del deudor.
Por otra parte, como expusimos en el capítulo segundo de esta obra, aunque durante mucho tiempo la
doctrina y la jurisprudencia no concebían la existencia de un mandato si no iba precedido de un poder de
representación, en la actualidad es doctrina dominante la que distingue ambas figuras. En definitiva,
pues, se admite la existencia de mandato, sin que se haya otorgado previamente poder de representación.
Estaremos, entonces, ante el mandato no representativo regulado por el artículo 1.717 C.c. (es decir, el
mandatario actúa por cuenta del mandante, pero en nombre propio), donde el mandatario es el obligado
directamente con la persona con quien contrató, como si el asunto fuera personal suyo. Por el contrario,
tratándose de un mandato representativo (el mandatario actúa en nombre y por cuenta del mandante), el
mandatario quedará libre de los vínculos jurídicos que contraiga, pues quien ha de cumplir es el
mandante. En cualquier caso, como lo habitual es que la representación vaya ligada al mandato, se
consideran aplicables analógicamente a esta última, algunas de las reglas que el Código civil prevé en
sede de mandato y que fueron expuestas al explicar la representación.
Remitimos nuevamente al apartado dedicado en esta obra a la representación (Tema 2, epígrafe 4.2),
para conocer los diferentes tipos de mandato contemplados por el Código civil (mandato general/mandato
especial; mandato concebido en términos generales/ mandato expreso), pues, en última instancia, éstos
dependen de la mayor o menor amplitud del poder concedido al mandatario.

6.2. CAPACIDAD

El Código civil se ocupa únicamente de la capacidad que ha de reunir la persona que pretenda ocupar
la posición de mandatario. Así, el artículo 1.716 C.c. atribuye capacidad para ser mandatario al menor
emancipado, pues el mandato no se identifica con ninguno de los negocios jurídicos enumerados en el
artículo 323 C.c. que, como se sabe, le están vedados al emancipado.
Sin embargo, la segunda parte del artículo 1.716 C.c. otorga al emancipado que actúe como mandatario, la protección del
artículo 1.304 C.c., precepto que, en principio, sólo resulta aplicable cuando un contrato celebrado por menores sea anulado
por falta de capacidad. En tal caso, la citada norma dispone que los menores no tendrán que restituir más que en cuanto se
enriquecieron con la cosa o precio que recibiesen. El problema es que, en este caso, el mandato no puede ser anulado por
falta de capacidad, porque el emancipado puede actuar válidamente como mandatario, por lo que resulta criticable la
extensión a estos casos de la solución prevista en el artículo 1.304 C.c., precepto que parte de un supuesto de hecho
diferente.

6.3. CONTENIDO OBLIGACIONAL

En este contrato las obligaciones del mandatario, que ha de seguir las instrucciones del mandante, son
muy superiores a las que asume el mandante, que se limita a dar las reglas e instrucciones necesarias
para la adecuada gestión de sus asuntos.
Así, en primer lugar, según el artículo 1.728 C.c., el mandante debe anticipar al mandatario, si éste se
lo pidiere, las cantidades necesarias para la ejecución del mandato (por ejemplo, anticipo del precio del
bien que debe comprar para el mandante). En el caso de que haya sido el mandatario quien las ha
adelantado, el mandante deberá reembolsarlas aunque el negocio no haya salido bien, si el fracaso no se
debe a la culpa del mandatario. Además, el reembolso comprenderá los intereses de la cantidad
anticipada, a contar desde el día que se hizo la anticipación.
En segundo lugar, de acuerdo con el artículo 1.729 C.c., el mandante ha de indemnizar al mandatario
los daños y perjuicios sufridos por el cumplimiento del mandato, siempre, eso sí, que el mandatario no
hubiera incurrido en su gestión en culpa o imprudencia (por ejemplo, los gastos de transporte).
En el caso de que el mandante incumpla estas dos últimas obligaciones (es decir, las previstas en los
arts. 1.728 y 1.729 C.c.), el artículo 1.730 C.c. faculta al mandatario a ejercitar un derecho de retención
sobre las cosas que son objeto del mandato, hasta que el mandante le reembolse lo anticipado y le
indemnice los daños y perjuicios que le hubiera causado el cumplimiento del mandato. Sin embargo, el
Código no prevé expresamente el derecho de retención en caso de impago de la retribución en el mandato
oneroso. Probablemente ello se deba a que la regulación del Código civil parte de un mandato
naturalmente gratuito; por eso, algunos autores proponen la aplicación analógica del artículo 1.730 C.c.
igualmente a estos casos.
Las obligaciones del mandante son mayores cuando se trata de un mandato retribuido —pues en tal
caso deberá pagar la retribución pactada— o cuando se trate de un mandato con poder de representación,
pues entonces deberá cumplir las obligaciones que haya contraído el mandatario en su nombre. Ahora
bien, el mandante no quedará obligado si el mandatario hubiera excedido los límites del mandato, salvo
que lo ratifique expresa o tácitamente (art. 1.727 C.c.)
Por su parte, según el artículo 1.719 C.c., la principal obligación del mandatario consiste en ejecutar el
mandato siguiendo las instrucciones del mandante e informándole de su gestión. En ausencia de
instrucciones, el mandatario deberá actuar en cada negocio concreto como un buen padre de familia.
Como se ha dicho anteriormente, el mandatario no pude traspasar los límites del mandato (art. 1.714
C.c.), aunque aquéllos no se consideran traspasados si el mandato hubiera sido cumplido «de una manera
más ventajosa para el mandante que la señalada por éste» (art. 1.715 C.c.).
De igual forma, todo mandatario está obligado a rendir cuentas ante el mandante y a abonarle cuanto
haya recibido en virtud del mandato (art. 1.720 C.c.). Si hubiera aplicado alguna cantidad a usos propios,
el mandatario deberá intereses por esas cantidades desde el día que lo hizo (art. 1.724 C.c.).
Pesa igualmente sobre el mandatario la obligación de resarcir al mandante los daños y perjuicios que
por culpa o dolo le haya ocasionado su gestión (por ejemplo, el mandante le encargó que vendiera una
antigüedad por un determinado precio y la vendió por un precio inferior; en tal caso, la indemnización
coincidirá con la diferencia de precio). Ahora bien, de acuerdo con el artículo 1.726 C.c., los daños serán
evaluados con más rigor por los tribunales si el mandato ha sido retribuido.
Como ya expusimos en el tema segundo de esta obra, cuando el mandatario actúe en su propio nombre,
quedará obligado directamente con la persona con quien contrató como si el asunto fuera suyo, pues ni el
mandante tiene acción contra esos terceros ni éstos contra aquél (art. 1.717 C.c.). No obstante, ello no
impedirá el ejercicio de las acciones oportunas entre mandante y mandatario.
Por último, el artículo 1.718.2 C.c. obliga al mandatario a acabar el negocio que ya estuviese
comenzado al morir el mandante (lo que, según el art. 1.732.3.º C.c., es causa de extinción del mandato),
sólo en el caso de que hubiera peligro en la tardanza.
Junto a las obligaciones anteriores, el mandatario cuenta con la facultad de desligarse de su relación
con el mandante nombrando para ello a un sustituto, si el mandante le ha autorizado para ello (de forma
genérica o designando a un sustituto en concreto). Si nombra a un sustituto, el mandatario responderá de
su gestión en los tres casos enumerados en el artículo 1.721 C.c.: en primer lugar, cuando el mandatario
haya autorizado genéricamente la sustitución y el sustituto elegido por el mandatario sea «notoriamente
incapaz o insolvente»; en segundo lugar, cuando el mandante ni autorizó ni prohibió la sustitución; en
último lugar, cuando el mandante hubiera prohibido la sustitución. Ahora bien, aunque el artículo 1.721
C.c. afirma que «lo hecho por el sustituto nombrado contra la prohibición del mandante será nulo», la
doctrina considera que no se trata de un caso de nulidad absoluta y radical, pues el mandante podrá
ratificar la actuación del sustituto de considerarla conforme a sus intereses.
6.4. EXTINCIÓN DEL MANDATO

Además de por las causas generales, el artículo 1.732 C.c. establece que el mandato se acaba:

1. «Por su revocación». Así, es posible la revocación unilateral por parte del mandante sin necesidad de
que justifique la causa. La revocación también puede ser tácita, mediante el nombramiento de un nuevo
mandatario para el mismo negocio (art. 1.735 C.c.). Como expusimos en el segundo tema de esta obra, los
problemas surgirán cuando el mandatario, pese a conocer la revocación, siga actuando como tal frente a
terceros que la desconocen. Remitimos al citado tema para conocer la solución de este problema.
2. «Por renuncia o incapacitación del mandatario». En caso de renuncia, el mandatario deberá
indemnizar al mandante los perjuicios causados, salvo que la renuncia se funde en la imposibilidad de
continuar desempeñando el mandato sin grave detrimento (art. 1.736). Pese a la renuncia —facultad que
ha de poner en conocimiento del mandante—, el mandatario deberá continuar la gestión hasta que el
mandante haya podido tomar las medidas necesarias para evitar la interrupción de los asuntos
gestionados (arts. 1.736 y 1.737 C.c.).
Si el judicialmente incapacitado fuera el mandante, se extinguirá igualmente el contrato, a no ser que
en el mismo se hubiese dispuesto su continuación o el mandato se hubiera dado para el caso de
incapacidad del mandante apreciada conforme a lo dispuesto por éste (art. 1.732 C.c.).
3. «Por muerte, declaración de prodigalidad o por concurso o insolvencia del mandante o del
mandatario». En todos estos casos se extingue el mandato porque se presupone que, de concurrir las
aludidas circunstancias, quiebra la confianza. La pérdida de la confianza se produce incluso cuando
muere el mandante o el mandatario, porque los herederos del mandante no tienen por qué confiar en el
mandatario, ni el mandante está obligado a confiar en los herederos del mandatario.

7. EL DEPÓSITO
Mediante el contrato de depósito una persona (depositante) entrega a otra (depositario) una cosa
mueble para que se la guarde o custodie y se la devuelva cuando la reclame. Es por ejemplo, un contrato
de depósito, el que celebramos con una empresa de guardamuebles que nos permite tener almacenado y
custodiado el mobiliario de nuestra casa mientras realizamos en ella una reforma; o el que celebramos
con un banco en cuya caja de seguridad depositamos ciertas joyas de gran valor.
El Código civil configura el depósito como un contrato real, que se perfecciona por la entrega de la
cosa. También lo considera como un contrato gratuito a menos que se pacte lo contrario (art. 1.760 C.c.).
Sin embargo en la actualidad lo normal es que el depósito tenga carácter oneroso. De hecho hay que
entender que si el depositario tiene como ocupación profesional la prestación del servicio de custodia el
depósito ha de estar retribuido (art. 1.711.2 por analogía). Cuando el contrato de depósito es gratuito (no
se pacta contraprestación) es también un contrato unilateral, pues sólo nacen obligaciones a cargo del
depositario: la de custodiar la cosa y restituirla al depositante. En cambio cuando el contrato es oneroso y
el depositario tiene derecho a una remuneración el contrato se transforma en un contrato bilateral o
sinalagmático.
La obligación fundamental del depositario es la de custodiar la cosa recibida, debiendo conservarla y
preservarla de posibles daños. El depositario no puede usar la cosa depositada. Si se le autoriza para usar
la cosa el contrato deja de ser depósito y se convierte en comodato (art. 1.768 C.c.). El depositario tiene la
obligación de restituir la cosa al depositante cuándo éste se la reclame, y ello incluso aunque se hubiese
previsto en el contrato un momento posterior para la devolución (art. 1.775 C.c.). El depositario ha de
restituir la misma cosa que se depositó. No obstante, hay una excepción a esta última regla, que se da
cuando la cosa depositada es un bien fungible (trigo, acero, dinero…) que puede confundirse con otras
cosas de las mismas características existentes en poder del depositario. Cuando el depósito tiene como
objeto bienes fungibles —en cuyo caso se habla de depósito irregular— el depositario no está obligado a
devolver las mismas cosas depositadas, sino otro tanto de la misma especie y calidad —el tantundem— .
Por ejemplo, si se depositó dinero en un banco —en una imposición a plazo fijo— el banco no tiene que
devolver exactamente las mismas monedas que se entregaron, sino una cantidad de dinero equivalente.
En cuanto a las obligaciones del depositante, éste está obligado a indemnizar al depositario los gastos
que haya hecho, en su caso, para la conservación de la cosa depositada y a indemnizarle de los perjuicios
que le haya podido producir el depósito (art. 1.799 C.c.). Si el contrato tiene carácter oneroso el
depositante estará obligado además, como es lógico, a abonar al depositario la remuneración acordada. Si
el depositante incumple estas obligaciones el depositario puede negarse a restituirle la cosa depositada
en tanto que no se le pague (tiene un «derecho de retención» sobre la misma, art. 1.780).
Un tipo especial de contrato de depósito, que cuenta con una regulación específica, es el de aparcamiento de vehículos.
La Ley 40/2002, de 14 de noviembre regula este contrato, en virtud de la cual un empresario cede un local o recinto para
estacionamiento de vehículos, asumiendo el deber de vigilancia y custodia durante el tiempo de prestación del servicio. El
deber de custodia del titular del aparcamiento se refiere a los vehículos estacionados y no abarca los objetos existentes
dentro de éstos salvo que se acuerde así por ofrecer el titular del aparcamiento ese «servicio especial». El precio a abonar
por quienes utilizan el aparcamiento ha de estar determinado en función del tiempo efectivo de estacionamiento, no siendo
admisibles las prácticas de redondeo al alza (por ejemplo, pago por fracciones de 10 o 15 minutos) que eran habituales antes
de la publicación de la ley.
TEMA 11
CONTRATOS EN PARTICULAR III
CARMEN ARIJA SOUTULLO
Universidad de Málaga
MARÍA JOSÉ SANTOS MORÓN
Universidad Carlos III

1. EL CONTRATO DE SOCIEDAD CIVIL

1.1. CONCEPTO Y CARACTERES. LA PERSONALIDAD JURÍDICA DE LA SOCIEDAD CIVIL

Al hablar de la asociación se dijo que, dentro del concepto amplio de asociación, suele distinguirse
entre la sociedad y la asociación en sentido estricto (supra, Tema 2, epígrafe 3.2). La sociedad es una
agrupación de personas que persigue un fin común de carácter lucrativo. La asociación en cambio,
recuérdese, ha de perseguir un fin no lucrativo y de carácter extrapatrimonial. El artículo 1.665 C.c.
define el contrato de sociedad civil como aquél «por el cual dos o más personas se obligan a poner en
común dinero, bienes o industria, con ánimo de partir entre sí las ganancias». Dicho precepto identifica el
«fin de lucro» con la voluntad de conseguir ganancias partibles entre los socios, pero también vimos que
hay entidades que no persiguen un fin de lucro en el sentido indicado (v. gr., cooperativas) y que no
pueden calificarse como asociaciones en el sentido de la LODA.
En cualquier caso, la sociedad no puede ser concebida sólo como una agrupación de personas. La
sociedad presupone la existencia de un contrato que vincula a las partes que lo han celebrado y regula sus
relaciones patrimoniales, contrato que puede dar lugar a la creación de una persona jurídica
independiente de los socios o no hacerlo (ya dijimos que pueden existir sociedades civiles con
personalidad jurídica y también sociedades sin personalidad).
El contrato de sociedad es un contrato plurilateral, en el que no existen partes con intereses
contrapuestos ya que todos los intervinientes persiguen un interés común. En este contrato las partes no
intercambian prestaciones (por ejemplo, cosa por precio en la compraventa), sino que se trata de un
contrato de cooperación. Para la consecución de ese interés o finalidad común, que, según el artículo
1.665, consiste en la obtención de ganancias que han de dividirse entre los socios, éstos han de poner en
común dinero, bienes o industria (esto es, trabajo, en sentido amplio, material o intelectual). El dinero, los
bienes o el trabajo que los socios ponen en común constituyen la aportación de cada uno de ellos a la
sociedad, aportación con base en la cual se desarrollará una actividad (v. gr., cultivo de tomates, cría de
ganado, confección de tapices…) que constituye el objeto social.
Lo habitual es que dicha actividad se lleve a cabo con la finalidad de obtener una ganancia partible
entre los socios como indica el artículo 1.665 C.c. Pero en la actualidad se acepta que pueden existir
sociedades cuyo fin no sea la obtención de una ganancia —entendida ésta como incremento patrimonial—
que se va a repartir entre sus miembros (PAZ-ARES). Pensemos, por ejemplo, en el supuesto en que varios
agricultores construyen un pozo en común para dar riego a sus fincas, o un molino para moler el trigo que
cultivan. En estos casos la actividad desarrollada por la sociedad no va a generar unos ingresos que luego
los socios se van a repartir. No habrá pues «fin de lucro» en el sentido al que alude el artículo 1.665 C.c.
Pero es evidente que los socios van a obtener un beneficio económico. Es lo que ocurre en las sociedades
de uso y disfrute de ciertos bienes, a las que alude el artículo 1.678 C.c. Se trata de sociedades en las que
los miembros ponen en común algún bien (v. gr., varios amigos acuerdan adquirir una autocaravana para
pasar los veranos viajando) y la finalidad perseguida es simplemente el aprovechamiento de ese bien,
obteniendo de este modo un ahorro o ciertas comodidades o ventajas (v. gr., los amigos del ejemplo no
podrían comprarse individualmente una autocaravana y además de este modo pueden viajar de manera
más económica y con libertad).
Aunque en ocasiones se ha dicho que en tales casos no existe un contrato de sociedad sino una mera comunidad de bienes
(sobre la comunidad de bienes vid. Tema 14, epígrafe 2), el hecho de que haya un patrimonio que pertenezca en común a
todos los socios no impide que exista también un contrato de sociedad, contrato que regulará las relaciones entre los
cotitulares de acuerdo con el fin que hayan estipulado (Paz-Ares; Miquel).

Por consiguiente puede decirse que la sociedad, y concretamente la sociedad civil, tiene como fin,
habitualmente, y de acuerdo con lo establecido en el artículo 1.665 C.c., la obtención de una ganancia
partible entre los asociados —lo que tradicionalmente se ha denominado como «fin de lucro»—. Pero
también puede tener como fin la obtención de ventajas económicas (en sentido amplio) no consistentes en
dicho reparto de ganancias.
Se dice, incluso, que la figura de la sociedad, abstractamente considerada, puede utilizarse para la consecución de fines
que no implican ventaja alguna para los socios, fines puramente altruistas. Por ejemplo varios hermanos pactan asumir los
gastos de los estudios de su sobrina huérfana y acuerdan cómo van a contribuir cada uno de ellos a sufragarlos (Paz-Ares).
Desde el punto de vista de la relación interna entre las partes, y aunque en este caso los hermanos no van a obtener ningún
beneficio económico, puede entenderse que el contrato que les liga es un contrato de sociedad civil de carácter atípico
(adviértase, sin embargo, que aquí no se estaría creando una persona jurídica. Se trataría de un ejemplo de «sociedad
interna»).

El contrato de sociedad civil es un contrato consensual que puede otorgarse en cualquier forma salvo
en el caso en que se aporten bienes inmuebles a la sociedad (art. 1.667). El artículo 1.668 C.c. dispone
que en tal hipótesis el contrato es nulo si no se documenta en escritura pública, incluyéndose un
inventario de los bienes aportados. Doctrina y jurisprudencia entienden, sin embargo, pese a lo que
dispone dicho precepto, que la escritura pública no es forma ad solemnitatem. Es decir, el contrato es
válido aunque se otorgue en documento privado, de modo que las partes podrán compelerse, ex artículo
1.279 C.c., a otorgar la correspondiente escritura pública. Así lo indican, entre otras, las SSTS de 29 de
mayo de 2001 y 17 de julio de 1996.
Se trata de un contrato que genera una relación de cooperación que puede pactarse por tiempo
determinado o por tiempo indeterminado. En tal caso dura «por toda la vida de los asociados», lo que
significa que se extingue cuando fallece uno de los socios, salvo que los demás decidan continuar la
sociedad entre ellos o con los herederos del fallecido (arts. 1.680; 1.700.3 y 1.704).
Por lo que respecta a la cuestión de la personalidad jurídica de la sociedad civil, el artículo 1.669 C.c.
dispone que «no tendrán personalidad jurídica las sociedades cuyos pactos se mantengan secretos entre
los socios, y en que cada uno de éstos contrate en su propio nombre con terceros. Esta clase de
sociedades se regirá por las disposiciones relativas a la comunidad de bienes». Según la interpretación
actual, cuando el artículo 1.669 C.c. niega personalidad jurídica a las sociedades «cuyos pactos se
mantengan secretos entre los socios» se está refiriendo a lo que se denomina sociedad interna. Hablamos
de sociedad interna cuando, al celebrar el contrato de sociedad, no se pretende crear una persona jurídica
que actúe en el tráfico de manera independiente de los socios, es decir, cuando los socios no tienen
interés en crear una entidad que entable relaciones con terceros de manera unificada y les basta con
crear un vínculo dirigido a regular sus relaciones internas.
Así ocurrirá, por ejemplo, si tres agricultores ponen en común sus productos agrícolas y pagan proporcionalmente los
gastos para llevar dichos productos a un mercadillo dominical donde instalan un puesto, intervienen como vendedores y se
reparten luego los beneficios. Las personas que acuden al mercado compran directamente a los agricultores y no celebran
contratos con una entidad independiente de ellos. No existe, en tal caso, una persona jurídica, sino un mero vínculo
contractual entre los socios. Lo mismo ocurrirá en los ejemplos, señalados anteriormente, en los que un grupo de
agricultores construyen un pozo para dar riego a sus heredades, o en el ejemplo de los amigos que compran una
autocaravana para viajar conjuntamente. En estos casos, por lo general, no se creará una persona jurídica independiente de
los socios porque no es necesario para la consecución del fin perseguido por las partes.

Cuando la voluntad de las partes es crear una entidad que actúe en el tráfico de manera independiente
de los socios, estaremos ante una sociedad externa, y la sociedad alcanzará personalidad jurídica en el
mismo momento de celebración del contrato y sin necesidad de inscripción en ningún Registro.
Por ejemplo, cuatro personas deciden establecer una granja avícola, aportando uno de ellos el local, otro el capital y otros
dos su trabajo, y crean una persona jurídica que será la que se relacionará con los proveedores y distribuidores. De este
modo la titularidad de la granja pertenecerá a la sociedad (v. gr., Sociedad civil Coevesa) y no a los socios y será la entidad
societaria quien contratará con los terceros (obviamente a través de alguna persona física que represente a la persona
jurídica).

Cuando la sociedad civil no tiene personalidad jurídica no existirá, en cambio, un patrimonio propio
perteneciente a la entidad. Los bienes de la sociedad pertenecerán a los socios, que serán copropietarios
de tales bienes en régimen de comunidad (art. 1.669 C.c.).
Así ocurre, por ejemplo, en el caso resuelto por la STS de 29 de mayo de 2001, donde las tres socias compraron
conjuntamente un local donde instalaron un negocio de venta de muebles cuyos beneficios ingresaban en dos cuentas
corrientes en las que aparecían como cotitulares todas ellas. Similar es el supuesto resuelto en la STS de 19 de noviembre
de 2008.

En los casos en que la sociedad no tiene personalidad jurídica, para celebrar contratos con terceros (v.
gr., una compraventa), o bien intervienen todos los socios en el contrato (así en la STS de 12 de mayo de
1987), o bien interviene alguno de ellos actuando en nombre de los demás —no de la sociedad, que no
existe como entidad independiente— o actuando en su propio nombre pero por cuenta de los demás de
acuerdo con el mecanismo de la representación indirecta (vid. Tema 2, epígrafe 4.1). La jurisprudencia
suele calificar la sociedad sin personalidad jurídica como «sociedad irregular» (así en las SSTS de 29 de
mayo de 2001, 21 de octubre de 2005 y 19 de noviembre de 2008).
La Jurisprudencia habla de sociedad «irregular» no sólo en relación con las sociedades civiles que, por aplicación del
artículo 1.669 C.c., carecen de personalidad jurídica, sino también en relación con las sociedades mercantiles que, al no
haberse inscrito en el Registro mercantil, no han llegado a alcanzar personalidad.

La sociedad civil es el tipo básico de sociedad. Ya se vio que existen también diversas modalidades de
sociedades mercantiles reguladas en el C.com. y en las leyes especiales. Si la actividad que los
contratantes pretenden desarrollar es de carácter mercantil (v. gr., distribución de medicamentos,
fabricación de electrodomésticos) deben elegir uno de los tipos de sociedad mercantil regulados en la ley
(sociedad colectiva, sociedad anónima, etc.) 1 . Si la actividad que van a desarrollar es de las consideradas
como de carácter civil (como tales se consideran la actividad agrícola, ganadera, pesquera, artesanal o
profesional) pueden celebrar un contrato de sociedad civil, pero también pueden acudir a una de las
modalidades de sociedad mercantil (lo permite el art. 1.670 C.c.).
Las reglas de la sociedad civil, por otra parte, como tipo básico que es de sociedad, pueden aplicarse
con carácter supletorio a otras sociedades cuando alguna cuestión no cuente con la debida regulación
(Capilla).

1.2. CLASES DE SOCIEDAD CIVIL. CONTENIDO DEL CONTRATO DE SOCIEDAD

El Código civil distingue, dentro de las sociedades civiles, entre sociedades universales y particulares
(art. 1.671) La sociedad universal es aquella a la que los socios: a) ponen en común todos los bienes que
les pertenezcan en el momento de la constitución, con ánimo de partirlos entre sí, así como de partir las
ganancias que con ellos adquieran («sociedad de todos los bienes presentes», art. 1.672, 1.673); o b)
ponen en común todas las ganancias que adquieran los socios con su industria o trabajo y con los
rendimientos de sus bienes, mientras dure la sociedad («sociedad de todas las ganancias», arts. 1.672 y
1.675).
La sociedad particular, según el artículo 1.678 C.c., tiene por objeto «cosas determinadas, su uso, o sus
frutos, o una empresa señalada, o el ejercicio de una profesión o arte». En la sociedad particular, que es el
supuesto habitual de sociedad civil, están limitadas las aportaciones de los socios (no aportan todos sus
bienes, sino sólo algunos) y también está limitado su objeto, puesto que éste consiste en el desarrollo de
una actividad específica (v. gr., cría de truchas).
Tradicionalmente se ha entendido que la realización de actividades profesionales es de carácter «no mercantil» y, por
tanto, si se desarrolla tal actividad en común (v. gr., clínica oftalmológica, bufete de abogados) por parte de varios sujetos
que se reparten los beneficios, se estaría ante una sociedad civil. De hecho, sería un ejemplo claro de sociedad civil
particular (art. 1.678). Sin embargo, la Ley 2/2007 de sociedades profesionales ha regulado específicamente las sociedades
cuyo objeto es el ejercicio en común de una actividad profesional (por tal se entienden las actividades cuyo desempeño
requiere titulación universitaria oficial y la inscripción del titulado en un Colegio Profesional), si bien permite que se
constituyan conforme a cualquiera de las formas societarias previstas en las leyes. Es decir, las partes pueden escoger el
tipo de la sociedad civil, o cualquiera de los tipos de sociedad mercantil. No obstante, con independencia de que la sociedad
adopte una forma civil o mercantil, debe inscribirse en el Registro mercantil para alcanzar personalidad jurídica debiendo
inscribirse, además, en el Registro de Sociedades Profesionales establecido en los Colegios Profesionales.

Con independencia del tipo de sociedad (universal o particular) de que se trate, y con independencia de
que se cree o no una persona jurídica independiente del conjunto de los socios, el contrato de sociedad
genera entre las partes una serie de derechos y obligaciones.
En primer lugar hay que tener en cuenta que todo socio está obligado a aportar algo (poner algo en
común, según dice el art. 1.665 C.c.). Esa aportación puede consistir en la transmisión de la propiedad o
del uso de algún bien, pero también puede aportarse «industria», es decir, trabajo (v. gr., en el ejemplo de
la granja avícola dos socios —por ejemplo, veterinarios— aportan su trabajo, en cuyo caso son socios
«industriales»). Desde la celebración del contrato los socios son deudores de lo que se han comprometido
a aportar.
Todo socio tiene derecho a participar en los beneficios, que se repartirán de acuerdo con los pactado y,
en caso de no haber pacto expreso, en proporción a lo que cada uno haya aportado. Si hubiese pérdidas
en lugar de beneficios, participarían, igualmente, todos los socios en las pérdidas (la participación en las
pérdidas se fija con el mismo criterio que la participación en las ganancias, art. 1.689 C.c.). De hecho es
nulo el pacto que excluye a uno o más socios de participar en las pérdidas o en las ganancias —sólo el
socio industrial puede ser excluido de las pérdidas puesto que si no obtiene beneficios, ya pierde el valor
de su trabajo— (art. 1.691 C.c.).
En relación con la gestión de la sociedad (lo normal es que la sociedad desarrolle una actividad
económica con la que se pretende obtener beneficios, lo que obliga a entablar relaciones jurídicas con
terceros) el artículo 1.695 C.c. dispone que «todos los socios se considerarán apoderados». Es decir, el
Código civil presupone que cualquiera de los socios tiene facultades para administrar la sociedad y para
representar a ésta (o a los demás socios, si la sociedad civil carece de personalidad) en el tráfico, de
manera que puede celebrar contratos que obliguen a la entidad o al conjunto de los socios (en este
sentido, la STS de 10 de noviembre de 2004). No obstante, faculta a los demás socios para oponerse a las
operaciones que vayan a realizar los demás antes de que surtan efecto. Lo habitual, sin embargo, para
evitar problemas prácticos, es designar a alguno de los socios como administrador, y por tanto,
representante, de la sociedad. Esto puede hacerse en el propio contrato de constitución de la sociedad o
con posterioridad. En el primer caso su poder es irrevocable sin causa legítima, en el segundo caso es
revocable por acuerdo de los socios (art. 1.692). Cuando se ha designado a un socio como administrador
sólo éste podrá celebrar contratos, en nombre de la sociedad o de los socios (cuando la sociedad no tiene
personalidad), que tengan eficacia vinculante para la persona jurídica o para los demás socios (art.
1.698.2).
De las deudas sociales responde, en primer lugar, el patrimonio de la sociedad (cuando la sociedad
tiene personalidad jurídica, existe un patrimonio independiente del personal de los socios; cuando la
sociedad no tiene personalidad jurídica los bienes de la «sociedad» pertenecen a todos los socios en
régimen de comunidad de bienes). Pero también responden los propios socios con su patrimonio personal,
si bien se entiende que lo hacen subsidiariamente. Es decir, el acreedor deberá dirigirse previamente
contra el patrimonio de la sociedad (o, en su caso, el patrimonio común de los socios en las sociedades sin
personalidad) y sólo si éste no es suficiente, podrá dirigirse contra el patrimonio personal de los socios
individualmente considerados. La responsabilidad de los socios es ilimitada pero mancomunada (según el
art. 1.698.1 «los socios no quedan obligados solidariamente respecto de las deudas de la sociedad»). Es
decir, los acreedores sólo podrán reclamar a los socios el pago de las deudas en proporción a la
participación de cada uno en la sociedad.
Como la sociedad civil es una sociedad personalista, en la que son importantes las cualidades
personales de cada contratante, la transmisión de la condición de socio requiere el consentimiento de
todos los demás (art. 1.696).
La sociedad se disuelve, por último, por las causas previstas en el artículo 1.700 C.c. (expiración del
término para el que se constituyó, finalización del asunto que constituye el objeto social —v. gr.,
explotación de una mina que se agota—; muerte, incapacitación o insolvencia de cualquiera de los
socios…). Cuando la sociedad se pactó por tiempo indeterminado, cabe la disolución por voluntad de
cualquier socio si concurre justa causa y se ejercita esta facultad de buena fe y en tiempo oportuno (arts.
1.705 a 1.707). Tras la disolución de la sociedad hay que «liquidar» el patrimonio social, lo que supone
que han de pagarse las deudas y cobrarse los posibles créditos, dividiéndose el remanente entre los socios
de acuerdo con lo pactado.

2. EL PRÉSTAMO
El Código civil regula bajo la denominación de «contrato de préstamo», tanto el préstamo de uso
(comodato) como el préstamo de consumo (mutuo o simple préstamo).
De acuerdo con el artículo 1.740.1, por el contrato de préstamo una de las partes entrega a la otra, o
alguna cosa no fungible para que use de ella por cierto tiempo y se la devuelva, en cuyo caso se llama
comodato, o dinero u otra cosa fungible, con condición de devolver otro tanto de la misma especie y
calidad, en cuyo caso conserva simplemente el nombre de préstamo.

2.1. EL COMODATO O PRÉSTAMO DE USO

El comodato o préstamo de uso es un contrato esencialmente gratuito en virtud del cual una de las
partes entrega a la otra una cosa no fungible para que use de ella por cierto tiempo y se la devuelva (art.
1.740 C.c.). Por ejemplo, Ana —a la que denominamos comodante— presta a Juan —comodatario— un
automóvil para que éste pueda utilizarlo durante el mes de febrero en el que Ana estará de vacaciones
fuera de España.
Los caracteres que configuran el contrato de comodato son: a) la gratuidad (art. 1.740, párrafo 2.º,
C.c.). Si el que adquiere el uso ha de pagar alguna cantidad, el contrato deja de ser comodato (art. 1.741
C.c.), pasando posiblemente a ser un arrendamiento de cosa. b) la duración temporal. Si no se pactó la
duración —dice el artículo 1.750 C.c.— ésta quedará determinada teniendo en cuenta la costumbre de la
tierra.
La obligación fundamental del comodatario es la de devolver la cosa (art. 1.740.1 C.c.) y por
consiguiente la de conservarla con la diligencia de un buen padre de familia, salvo que se pacte otra
diligencia distinta para su conservación. Asimismo, el comodatario está obligado a satisfacer los gastos
ordinarios que sean necesarios para el uso y conservación de la cosa prestada (art. 1.743 C.c.) y en
ningún caso —ni siquiera en el caso de que hubiera anticipado gastos extraordinarios— podrá retener la
cosa (art. 1.747 C.c.).
Respecto a la responsabilidad del comodatario, el artículo 1.746 C.c. establece, con carácter general,
que no responde de los deterioros que sobrevengan a la cosa prestada por el solo efecto del uso y sin
culpa suya.
Al ser el comodato un contrato unilateral sólo genera obligaciones para el comodatario, pero puede
suceder que durante la relación obligatoria surjan a cargo del comodante determinadas obligaciones,
como son: la de abonar los gastos extraordinarios causados para la conservación de la cosa prestada (art.
1.751 C.c.) —siempre que el comodatario lo ponga en conocimiento del comodante antes de hacerlos,
salvo que sean de carácter urgente— y la de responder de los daños y perjuicios causados por la cosa
prestada al comodatario, cuando el comodante conociendo los vicios de la cosa no los hubiese hecho saber
al comodatario (art. 1.752 C.c.).
El comodato o préstamo de uso no tiene demasiada importancia económica a diferencia del préstamo
mutuo o simple préstamo que constituye una de las bases del tráfico jurídico.

2.2. EL MUTUO O SIMPLE PRÉSTAMO

A) Concepto y caracteres

Según el artículo 1.753 C.c., el que recibe en préstamo dinero u otra cosa fungible adquiere su
propiedad y está obligado a devolver al acreedor otro tanto de la misma especie y calidad.
El mutuo recae sobre cosas que se consumen por el uso, generalmente sobre dinero, por lo que el
artículo 1.753 puntualiza que el prestatario adquiere la propiedad de las mismas y está obligado a
devolver otro tanto de la misma especie y calidad. El derecho de propiedad del prestamista se transforma
en un derecho de crédito (DÍEZ-PICAZO).
El mutuo supone la transmisión de la propiedad de la cosa mutuada, por lo que el que presta debe estar
facultado para poder transmitirla, lo que puede suceder, bien porque es el dueño del dinero prestado, o
bien porque tiene un mandato específico del dueño para realizar el préstamo.
Por los especiales riesgos que el préstamo entraña el Código civil recoge reglas específicas en materia
de capacidad para tomar dinero a préstamo, como la que afecta al menor emancipado, que no puede
tomar por sí solo dinero a préstamo sin el consentimiento de sus padres, o, en su defecto del curador (art.
323 C.c.). La misma limitación tiene el menor que ha obtenido judicialmente el beneficio de la mayoría de
edad.
El simple préstamo puede ser gratuito o con pacto de pagar intereses (art. 1.740.3 C.c.). En la práctica
el préstamo es casi siempre retribuido, porque así suele pactarse. La cuantía de los intereses puede
fijarse libremente por las partes, siempre que el interés no pueda ser considerado como usurario. Un
préstamo es usurario cuando el interés pactado es excesivo, como sucederá, por ejemplo, si Ana presta a
Carolina 10.000 euros pactando un interés anual del 20 por 100. En tal caso Carolina tendrá que devolver
a Ana en la fecha acordada para su vencimiento —tres años contados a partir del día de la entrega del
dinero—, la cantidad de 16.000 euros (10.000 capital más 6.000 intereses).
En este supuesto el préstamo es usurario no sólo porque un interés del 20 por 100 parece excesivo (teniendo en cuenta
que el tipo de interés legal fijado por el Banco de España en estos últimos años es de un 3 por 100 o 4 por 100 y los intereses
bancarios en préstamos personales no suelen exceder del 10 por 100), sino también porque la cantidad debida en concepto
de interés es mas de la mitad de la cantidad debida en concepto de capital lo que hace al préstamo excesivamente gravoso.
La vigente Ley de Represión de la Usura de 1908, sigue siendo hoy en día el instrumento legal más útil y eficaz para
reprimir las prácticas actuales que puedan resultar usurarias; curiosamente el Juzgado de Primera Instancia de Alicante en
sentencia 23 de julio de 2013, día en que la Ley cumplía 105 años, declaró nulo un préstamo hipotecario suscrito en 2010
por reflejar en la escritura pública de préstamo mayor cantidad que la efectivamente entregada. Dicha ley sigue el sistema
de declarar nulo el contrato cuando se estipule un interés desproporcionado con las circunstancias del caso, o en
condiciones tales que resulte aquél leonino, habiendo motivos para estimar que ha sido aceptado por el prestatario a causa
de su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado de sus facultades mentales. La Ley es aplicable tanto a los
contratos celebrados entre particulares como a los créditos concedidos por entidades financieras, cuya actuación está
sometida a complejas reglas dictadas en materia de ordenación bancaria y protección de la clientela.
La Sentencia del Tribunal Supremo de 25 de noviembre de 2015 afirma que la consideración del interés remuneratorio
del crédito (24,6 por ciento) es usurario y determina la nulidad del contrato de crédito, no debiendo el consumidor hacer
frente al pago de los intereses remuneratorios.

B) El préstamo hipotecario

En la práctica jurídica cuando un particular o una empresa necesitan financiarse es habitual acudir a
una entidad bancaria y solicitar un préstamo. Generalmente la entidad exige para su concesión una
garantía, que puede ser personal como la fianza, o real como la hipoteca, en cuyo caso el préstamo se
denominará préstamo hipotecario. El préstamo hipotecario es un producto bancario que permite al
prestatario recibir una determinada cantidad de dinero (el denominado capital del préstamo) de una
entidad de crédito (prestamista), a cambio del compromiso de devolver dicha cantidad, junto con los
intereses correspondientes, mediante pagos periódicos (las llamadas cuotas).
Se denomina «hipotecario» porque en este tipo de préstamos la entidad de crédito cuenta con una
garantía especial para el cobro o devolución de la cantidad prestada: una hipoteca sobre un inmueble
(una vivienda, un edificio o un local de negocios, o cualquier otro bien inmueble) que suele ser propiedad
del prestatario. Por ejemplo, Alberto necesita dinero para comprar una casa en el campo y acude al Banco
de Santander para que éste le conceda un préstamo, garantizando la devolución del dinero prestado con
la hipoteca sobre un bien inmueble de su propiedad.
Todos los préstamos tienen como garantía genérica los bienes presentes y futuros del deudor (art.
1.911 C.c.). Pero en el caso de los préstamos hipotecarios, si la persona que ha recibido el dinero no paga
su deuda, la entidad acreedora puede hacer que se venda el inmueble hipotecado en una subasta pública,
con el fin de recuperar la cantidad que haya quedado pendiente de pago (vid. Tema 14, epígrafe 4.2). Lo
que muy posiblemente sucederá, por ejemplo, si Alberto no devuelve a la entidad prestamista (Banco de
Santander) la cantidad debida más los intereses pactados.
Los préstamos hipotecarios son, generalmente, contratos de adhesión; están realizados por una empresa y un consumidor
o usuario y su clausulado contractual está formado por cláusulas predispuestas o condiciones generales (supra Tema 3,
epígrafe 6). Quedan por consiguiente dentro del ámbito de aplicación de las leyes protectoras de los derechos de los
consumidores y usuarios.

Recordemos que, en el ámbito de la protección del consumidor, el TRLC proporciona un concepto legal
de cláusula abusiva: aquellas estipulaciones no negociadas individualmente y aquellas prácticas no
consentidas expresamente, que en contra de las exigencias de la buena fe causen, en perjuicio del
consumidor y usuario, un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que se
deriven del contrato (art. 82). El legislador español, siguiendo la Directiva comunitaria de 1993, utiliza,
para concretar cuando una cláusula es abusiva, además de esa regla general, el sistema denominado por
la doctrina de «lista negra» (que son las cláusulas abusivas determinadas objetivamente, sin que haya que
realizar interpretación alguna sobre su carácter). En esta lista se presta especial atención a los contratos
referidos a servicios financieros y se incluyen cláusulas que establecen a favor del predisponente (la
entidad financiera), resoluciones unilaterales, modificación unilateral de los tipos de interés, imposición
de garantías desproporcionadas, e imposición de condiciones de crédito para los descubiertos en cuenta
corriente que superen los límites legales.
Recientemente el Tribunal Supremo en sentencia de 9 de mayo de 2013 ha declarado nulas, al considerarlas abusivas, las
denominadas «cláusulas suelo» —que son las que establecen cual va a ser el porcentaje mínimo de interés que se aplicará a
las cuotas que el prestatario tenga que pagar—, incluidas en los contratos de préstamo hipotecario a interés variable
celebrados entre profesionales y consumidores, en los supuestos en que, en el caso concreto, pueda apreciarse falta de
transparencia en la redacción de dichas cláusulas, como sucedía en el caso objeto de la citada sentencia. Es muy importante
también la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 14 de marzo de 2013 que ha declarado que la
normativa española que impide al juez suspender el procedimiento de ejecución hipotecaria a pesar de existir cláusulas
abusivas en el contrato de préstamo hipotecario del que trae causa, es contraria al Derecho de la Unión Europea, lo que
significa que cuando el juez aprecie que en el contrato de préstamo hipotecario se ha incluido alguna cláusula abusiva debe
suspenderse el procedimiento de ejecución hipotecaria, hasta que el juez se pronuncie sobre la validez de la/s cláusula/s en
cuestión. La normativa española no incluía entre las causas de oposición a la ejecución hipotecaria la existencia de cláusulas
abusivas. Como consecuencia de esta sentencia la Ley 1/2013, de 14 de mayo, de «medidas para reforzar la protección de
los deudores hipotecarios, reestructuración de deuda y alquiler social» ha modificado algunos preceptos de la regulación
anterior relativa al procedimiento hipotecario contenida en la LEC, para permitir al deudor oponerse a la ejecución alegando
la existencia de cláusulas abusivas y, asimismo, permite al juez apreciar de oficio la existencia de dichas cláusulas.

C) El crédito al consumo

Por otra parte, la financiación necesaria para la adquisición de bienes muebles u objetos de consumo se
regula en la Ley de crédito al consumo de 24 de junio de 2011, que se aplica a aquellos contratos en los
que el prestamista concede o se compromete a conceder a un consumidor un crédito, bajo la forma de
pago aplazado, préstamo, apertura de crédito o cualquier medio equivalente de financiación, con la
finalidad de hacer posible la adquisición de bienes de consumo, por ejemplo un coche o un
electrodoméstico. La Ley, que tiene como finalidad proteger al consumidor en el ámbito del crédito al
consumo, incide fundamentalmente en mejorar la información de los consumidores en las actuaciones
previas a la contratación del crédito.
En concreto, regula de forma detallada la información básica que ha de figurar en la publicidad y las comunicaciones
comerciales y en los anuncios de ofertas que se exhiban en los locales comerciales en los que se ofrezca un crédito o la
intermediación para la celebración de un contrato de crédito. Asimismo, establece una lista de las características del crédito
sobre las que el prestamista, y en su caso el intermediario de crédito, ha de informar al consumidor antes de asumir éste
cualquier obligación en virtud de un contrato u oferta de crédito, Además, obliga a los prestamistas, y en su caso a los
intermediarios, a ayudar al consumidor en la decisión sobre el contrato de crédito que, de entre los productos propuestos,
responde mejor a sus necesidades y situación financiera.

En la fase de ejecución del contrato, la Ley regula el derecho de las partes a poner fin a un contrato de
duración indefinida, así como el derecho del consumidor al reembolso anticipado del crédito y la posición
del prestatario ante la cesión de los derechos del prestamista derivados de un contrato de crédito.

3. LA FIANZA

3.1. CONCEPTO DE FIANZA Y CARACTERES DE LA OBLIGACIÓN DEL FIADOR

En sentido técnico jurídico el término fianza hace referencia a un tipo de garantía que regula el Código
civil en los artículos 1.822 y siguientes, aunque suele utilizarse la palabra fianza también para aludir al
contrato que da lugar a dicha garantía.
No obstante, el término fianza puede ser utilizado también en sentido amplio como sinónimo de garantía o para aludir a la
garantía que consiste en el depósito de dinero que hace una persona en manos de otra para responder del cumplimiento de
determinadas obligaciones, por ejemplo al realizar un contrato de arrendamiento el arrendatario deposita tres
mensualidades a favor del arrendador, para responder del cumplimiento de las obligaciones derivadas del contrato de
arrendamiento.

El artículo 1.882 C.c. en su párrafo primero dice que por la fianza se obliga uno a pagar o cumplir por
un tercero, en caso de no hacerlo éste. La fianza crea una relación jurídica en la que el fiador está
obligado a cumplir una obligación ajena en caso de que no lo haga el deudor principal. Es decir, junto a la
obligación que vincula autónomamente al acreedor con el deudor, nace otra obligación de igual contenido
a favor del mismo acreedor. De esta forma se proporciona al acreedor un refuerzo o garantía que supone
una mayor probabilidad de ver satisfecho su interés, ya que su poder de agresión se extiende a un
patrimonio distinto del originariamente responsable. Por ejemplo, Juan solicita un préstamo al banco de
Santander y éste le exige para su concesión que el préstamo sea garantizado mediante la constitución de
una fianza. Manuel, padre de Juan, asume contractualmente con el banco la posición de fiador. Si Juan no
devuelve la cantidad prestada, la entidad bancaria acreedora se dirigirá frente al patrimonio de Juan, pero
si no consigue cobrar la deuda, podrá reclamar el pago a Manuel y dirigirse también frente al patrimonio
de Manuel.
El fiador no es únicamente un sujeto responsable por una deuda ajena, sino que es sujeto pasivo de una
obligación propia y distinta de la llamada obligación principal u obligación garantizada, si bien a la
obligación del fiador se le atribuye, respecto a la obligación garantizada, un carácter accesorio y
subsidiario.
Los caracteres de la fianza son:

a) Accesoriedad. La accesoriedad de la fianza o, si se prefiere, de la obligación del fiador encuentra su


fundamento en su carácter instrumental, por servir de garantía de la deuda principal. Significa que la
fianza presupone la existencia de una obligación que se llama principal, a la cual garantiza (arts. 1.824 y
1.847 C.c.). Representa además una cierta posición de subordinación de la fianza respecto a la obligación
garantizada que se refleja, ante todo, en la necesidad de que exista la obligación garantizada y que
además se encuentre válidamente constituida. Por consiguiente, si la obligación principal es nula de pleno
derecho, lo será también la fianza, salvo cuando la nulidad sólo puede ser reclamada a virtud de una
excepción puramente personal del obligado como la de la menor edad (art. 1.824 C.c.). Si la obligación
principal es anulable y la causa de la anulabilidad es la menor edad o la incapacidad del deudor principal,
la fianza produce eficacia hasta que se declare su ineficacia si se ejercita la acción de anulabilidad.
También es consecuencia de la accesoriedad de la fianza que el contenido de la deuda del fiador sea,
como máximo, el de la obligación principal, sin que pueda el fiador obligarse a más, aunque si puede
obligarse a menos, tanto en la cantidad como en lo oneroso de las condiciones. Así por ejemplo, el deudor
puede deber 10.000 euros y el fiador garantizar 7.000, o el deudor puede deber de forma pura y simple y
el fiador bajo condición. Si el fiador se obliga a más que el deudor principal, dispone el artículo 1.826 C.c.
que se reducirá su obligación a los límites de la del deudor.
Asimismo, si no se ha pactado nada sobre el contenido de la fianza, ésta comprenderá no sólo la
obligación principal, sino todos sus accesorios, incluso los gastos del juicio, entendiéndose respecto a
éstos, que no responderá sino de los que se hayan devengado después que haya sido requerido el fiador
para el pago (art. 1.827.2.º C.c.).
Por último, la accesoriedad supone que a la relación entre fiador y acreedor le afectan todas las
vicisitudes de la deuda principal, pero no al contrario. Por ejemplo, si el acreedor cede el derecho de
crédito, lo cede con las garantías —y por consiguiente con la fianza— y éstas lo acompañan en la
trasmisión. Y si la obligación garantizada se extingue, porque se paga o por otro motivo (como pueden ser
la compensación, condonación, etc.) se extingue también la obligación de fianza.
b) Subsidiariedad. El carácter de subsidiariedad —al que se refiere el Código civil en el artículo
1.822.1.º, cuando dice que por la fianza se obliga uno a pagar o a cumplir por un tercero, en caso de no
hacerlo éste—, alude al distinto plano en que se encuentra la obligación del fiador respecto de la
afianzada y a la necesidad del previo incumplimiento de la obligación del deudor para el vencimiento de la
fianza.
En relación a la subsidiariedad de la fianza hay que tener en cuenta el supuesto muy frecuente en la práctica de la fianza
solidaria. La fianza suele pactarse como solidaria para vincular con mayor intensidad al fiador y proporcionar así al acreedor
una mayor seguridad en la satisfacción de su derecho de crédito. Así suele aparecer en los formularios de impresos de
pólizas de crédito o de compraventa y financiación de bienes muebles a plazos. Para estos casos el artículo 1.882.2.º remite
a la regulación de las obligaciones solidarias (arts. 1.137 ss. C.c.), concretamente a los preceptos que regulan la solidaridad
de deudores, pero el régimen de la solidaridad únicamente es aplicable a la relación entre el acreedor y los obligados, pero
no a la relación entre el fiador y el deudor, que se rige por las normas de la fianza (Caffarena Laporta). Ello significa,
fundamentalmente, que la obligación del fiador no deja de ser una verdadera fianza, porque únicamente implica la
inexistencia del beneficio de excusión. El Tribunal supremo se inclina a considerar aplicable a la fianza solidaria el régimen
jurídico de la fianza, excluyendo el beneficio de excusión [véase el epígrafe 3.3.A) en el que se explica el beneficio de
excusión con más detenimiento].
En este sentido la Sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 14 de enero de 2013, afirma que el principio de
subsidiariedad es una nota esencial de la fianza, presente en todas sus modalidades, también cuando se haya pactado como
solidaria y se haya excluido el beneficio de excusión. No es posible, en definitiva, identificar subsidiariedad y beneficio de
excusión. El principio de subsidiariedad implica que la obligación del fiador sólo nace si el deudor principal incumple, en
tanto que el beneficio de excusión, que presupone el incumplimiento del deudor, supone que el fiador no puede ser
compelido al pago mientras queden en el patrimonio del deudor bienes bastantes para hacer frente a la deuda (art. 1.830
C.c.). Es decir, si se pacta el beneficio de excusión o de orden, el fiador, incumplida la obligación, puede aplazar el
cumplimiento de la suya mientras el deudor disponga de bienes realizables suficientes para cubrir el importe de la deuda
(art. 1.832 C.c.). Por el contrario, si la fianza se conviene como solidaria o el fiador renuncia al beneficio de excusión, basta
con que concurra la situación objetiva de incumplimiento —principio de subsidiariedad— para que el acreedor pueda
dirigirse indistintamente contra el deudor o contra el fiador. Pero lo que no puede hacer el acreedor es dirigirse
directamente contra el fiador antes de que el deudor haya incumplido la obligación principal.

3.2. FUENTES DE LA FIANZA Y CAPACIDAD PARA SER FIADOR

Según el artículo 1.823 la fianza puede ser: convencional, legal o judicial.


Lo normal es que la obligación del fiador tenga su origen en un contrato —contrato de fianza—,
celebrado entre el fiador y el acreedor. El deudor principal no es parte del contrato; para la constitución
de la fianza no es necesario su consentimiento, puede constituirse la fianza ignorándolo el deudor e
incluso cuando el deudor se opone. Tampoco es importante, en principio, la relación que exista entre el
fiador y el deudor principal, aunque en la práctica esta relación suele ser la razón por la que el fiador
asume la fianza. Por ejemplo el fiador es padre o pariente cercano del deudor o es uno de los socios de la
empresa deudora. No obstante es también posible que la fianza tenga su origen en un contrato entre
quién es o será deudor en la obligación garantizada y otro sujeto que se obliga como fiador a favor de un
tercero, actual o futuro acreedor del deudor principal.
La fianza puede ser también legal o judicial, en los casos en que por disposición de la Ley o de
providencia judicial alguien resulta obligado a dar fiador que garantice determinadas obligaciones que le
corresponden. En estos supuestos la fianza sólo quedará constituida si la persona elegida acepta ser
fiador. Si no háyase persona que aceptase serlo, se admitirá en su lugar, prenda o hipoteca que se
estimase suficiente para cumplir la obligación (arts. 1.828, 1.829 y 1.825 C.c.).
Para ser fiador se requiere la capacidad general para obligarse (art. 1.828 C.c.). Por tanto podrán ser
fiadores los mayores de edad. En cuanto al menor emancipado se entiende por la mayoría de los autores
que ostenta capacidad para ser fiador de acuerdo con el artículo 323 C.c.

3.3. RELACIONES ENTRE LOS SUJETOS QUE INTERVIENEN EN LA FIANZA

Al regular el régimen jurídico de la fianza el Código civil distingue entre los efectos que la fianza
produce entre los distintos sujetos que intervienen en la relación jurídica fideiusoria. Hay que tener en
cuenta que el régimen establecido en el Código para regular la relación de fianza es dispositivo (no
imperativo), lo que quiere decir que las partes del contrato han podido establecer unas reglas jurídicas
diferentes de las contenidas en el Código para regular la relación jurídica en la que están inmersos.

A) Relaciones entre el acreedor y el fiador. El beneficio de excusión

El fiador no puede ser compelido a pagar hasta que el deudor incumpla su obligación (principio de
subsidiariedad). Pero además, cuando el acreedor requiere de pago al fiador, este tiene la facultad de
oponer el llamado «beneficio de excusión» en las condiciones establecidas en la Ley, siempre que dicho
beneficio no haya quedado excluido para el caso concreto, bien por pacto entre las partes o por la
modalidad en la que se haya constituido la fianza (por ejemplo, fianza solidaria). El beneficio de excusión
permite al fiador —cuando es requerido para el pago por el acreedor— exigir que la excusión de los
bienes del deudor preceda a su propio cumplimiento forzoso; lo que quiere decir que puede negarse a
pagar, sin temor a ser embargado, cuando el acreedor trata de cobrarle antes de haber procedido a
ejecutar los bienes de que esté en posesión el deudor. Para que el fiador pueda aprovecharse del beneficio
de exclusión ha de señalar (indicar al acreedor) bienes del deudor realizables (que sean embargables),
que sean suficientes para cubrir el importe de la deuda (art. 1.832 C.c.).
El beneficio de excusión debe oponerse al acreedor inmediatamente después de que éste sea requerido
para el pago. El requerimiento podrá ser extrajudicial o judicial.
El beneficio de excusión no tiene lugar (art. 1.831 C.c.):

1.º Cuando el fiador haya renunciado expresamente.


2.º Cuando el fiador se haya obligado solidariamente con el deudor.
3.º En caso concurso o insolvencia del deudor.
4.º Cuando el deudor no pueda ser demando judicialmente dentro del territorio español.

Tampoco podrá el fiador oponer el beneficio de excusión si la fianza es judicial (art. 1.856 C.c.).
Asimismo, el fiador podrá oponer al acreedor que le reclama el pago todas las excepciones, o medios de
defensa, que correspondan al deudor y sean inherentes a la deuda; mas no las que sean puramente
personales del deudor (art. 1.853 C.c.). Podrá por tanto el fiador servirse de todas las excepciones que
deriven de hechos que afecten al nacimiento, al contenido, a la vida y extinción de la obligación principal,
como por ejemplo que la obligación del deudor había sido contraída con vicios del consentimiento
(violencia, intimidación, error o dolo) o que la obligación del deudor se había extinguido por confusión de
derechos o había sido condonada por el acreedor. Únicamente se exceptúan las excepciones puramente
personales del deudor, que son las que hacen referencia fundamentalmente a los casos de falta de
capacidad de éste (minoría de edad o incapacitación). También puede oponer el fiador al acreedor todas
las excepciones que deriven de la relación de fianza, esto es, todas aquellas excepciones que se derivan de
su propia obligación fiduciaria: hechos que afecten a su nacimiento (como la validez o ineficacia del
negocio de fianza), o que se refieren a las vicisitudes de esta relación (acuerdos incluidos en el contrato
de fianza a favor del garante), o a posibles causas de extinción de su deuda (por ejemplo, que se había
extinguido por compensación, al ser el fiador a su vez, acreedor, por otra causa, de quien le reclama).

B) Relaciones entre el deudor y el fiador

La fianza produce efectos entre fiador y deudor que se manifiestan incluso antes de que el fiador haya
pagado. El artículo 1.843 C.c. enumera una serie de casos en los que el fiador puede proceder contra el
deudor principal, mediante el ejercicio de las acciones correspondientes, para obtener una relevación de
la fianza (que sea sustituido por otra persona, o que el deudor pague la deuda) o una garantía que lo
ponga a cubierto de los procedimientos del acreedor y del peligro de insolvencia en el deudor. La razón de
ser del precepto se encuentra en la necesidad de proteger el interés del fiador antes del pago.
Es cierto que en este período el fiador no tiene todavía frente al deudor un derecho de crédito que le permita dirigirse
frente a él, pero puede llegar a tenerlo en caso de que se vea obligado a hacer frente a la deuda garantizada. Su probable o
eventual derecho está protegido por el artículo 1.843 C.c., que por ello puede considerarse como una norma de tutela
anticipada del interés del fiador.
Los supuestos enumerados legalmente son:
1. Cuando el fiador se ve demandado judicialmente para el pago.
2. En caso de quiebra, concurso o insolvencia.
3. Cuando el deudor se ha obligado a relevarle de la fianza en un plazo determinado, y este plazo ha vencido.
4. Cuando la deuda ha llegado a hacerse exigible, por haber cumplido el plazo en que debe satisfacerse.
5. Al cabo de diez años, cuando la obligación principal no tiene término fijo para su vencimiento, a menos que sea de tal
naturaleza que no pueda extinguirse sino en un plazo mayor de diez años.

Después del pago, el fiador adquiere un derecho de reembolso frente al deudor. Como es lógico, el pago
realizado por el fiador extingue su propia obligación y también la obligación del deudor. Pero por razones
de equidad es también razonable que el fiador pueda recuperar lo que ha pagado y, para hacerlo posible,
el artículo 1.838 C.c. establece que el fiador que paga por el deudor, debe ser indemnizado por éste, lo
que quiere decir que el fiador adquiere una acción de regreso o reembolso contra el deudor.
El derecho a reembolsar tiene lugar aunque la fianza se haya dado ignorándolo el deudor (párrafo final del art. 1.838
C.c.), e incluso cuando se haya dado contra su voluntad, ya que el reembolso corresponde al fiador por serlo —y haber
pagado—, no en razón de sus relaciones con el deudor. El fiador tiene derecho a reembolso en cuanto haya pagado lo que
debía. Pero, si la deuda era a plazo y el fiador la pagó antes de su vencimiento, no podrá exigir reembolso del deudor hasta
que el plazo venza (art. 1.841 C.c.). El mismo criterio aparece en el artículo 1.840 C.c., según el cual si el fiador paga sin
ponerlo en noticia del deudor, podrá éste (el deudor) hacer valer contra él (fiador) todas las excepciones que hubiera podido
oponer al acreedor en el momento de hacerse el pago. Ambos preceptos tienen la finalidad de evitar que el fiador por su sola
voluntad agrave o perjudique la situación del deudor.

Dicho derecho de reembolso tiene, según el artículo 1.838, el siguiente contenido:

1.º La cantidad total de la deuda.


2.º Los intereses legales de ella desde que se haya hecho saber el pago al deudor; aunque no los
produjese para el acreedor.
3.º Los gastos ocasionados al fiador después de poner éste en conocimiento del deudor que ha sido
requerido al pago.
4.º Los daños y perjuicios cuando procedan.

Añade el precepto que, la disposición de este artículo tiene lugar aunque la fianza se haya dado
ignorándolo el deudor.
Por supuesto que dicho derecho surgirá también aunque la obligación haya quedado extinguida por
otras causas distintas del pago a costa del fiador, por ejemplo por compensación de deudas entre acreedor
y fiador.
Además de esta acción de reembolso, el artículo 1.839 dispone que el fiador se subroga por el pago en
todos los derechos que el acreedor tenía contra el deudor. Mayoritariamente doctrina y jurisprudencia
entienden que es un nuevo beneficio que la Ley concede al fiador, que le permite optar por la acción del
artículo 1.838 —acción de reembolso— o por la del artículo 1.839 —acción de subrogación—, cada una
con los contenidos que derivan de los artículos citados.
Tanto en la hipótesis de subrogación como de la acción de reembolso, si el fiador ha transigido con el
acreedor no puede pedir al deudor más de lo que realmente haya pagado (art. 1.839.2.º).

3.4. EXTINCIÓN DE LA FIANZA

En relación con la extinción de la fianza, el artículo 1.847 C.c., dispone que la obligación del fiador se
extingue al mismo tiempo que la del deudor, y por las mismas causas que las demás obligaciones. Por
tanto, extinguida la obligación principal se extinguirá siempre la obligación del fiador, pues es
consecuencia lógica del principio de accesoriedad de la fianza. Pero es posible que se extinga la fianza con
independencia de la extinción de la obligación principal. En este caso, la extinción de la fianza no conlleva
la extinción de la deuda. Otros preceptos del Código civil recogen supuestos específicos de extinción de la
fianza por alteraciones o modificaciones en la obligación principal:

— Según el artículo 1.848 si el acreedor acepta voluntariamente un inmueble u otros cualesquiera


efectos en pago de la deuda, aunque después los pierda por evicción, queda libre el fiador. Se está
haciendo referencia al supuesto en que se utiliza la figura de la dación en pago. Por tanto, al extinguirse
la obligación principal se extingue la fianza.
— Dice el artículo 1.851, que la prórroga concedida al deudor por el acreedor sin consentimiento del
fiador extingue la fianza. Trata de evitar perjuicios al fiador en la acción de regreso, ya que puede devenir
insolvente el deudor durante el período de prórroga.
— En virtud del artículo 1.852, los fiadores, aunque sean solidarios, quedan libres de su obligación
siempre que por algún hecho del acreedor no puedan quedar subrogados en los derechos, hipotecas y
privilegios del mismo. Partiendo de la facultad que el artículo 1.839 atribuye al fiador que paga de
subrogarse en la posición del acreedor, se dispone la liberación de fiador para el caso de que, como
consecuencia de una acción del acreedor, se produzca la pérdida de un derecho, garantía o privilegio para
el cobro del que se vería privado el fiador. Evita así que el fiador sea perjudicado por un comportamiento
negligente del acreedor. Por ejemplo, el fiador asegura una obligación que previamente está garantizada
con una hipoteca y el acreedor con posterioridad al nacimiento de la fianza da su consentimiento para que
se cancele el gravamen hipotecario.

1 De lo indicado cabe deducir que las sociedades mercantiles han de desarrollar actividades que se consideren mercantiles, es
decir, han de tener un «objeto» mercantil. Sin embargo debe tenerse en cuenta que las sociedades comanditarias por acciones, las
sociedades de responsabilidad limitada y las sociedades anónimas —que, como ya se dijo (Tema 2, epígrafe 3.2) son sociedades de
capital— pueden desarrollar cualquier actividad. Estas sociedades, cualquiera que sea su objeto, son siempre mercantiles (arts. 1 y
2 TRLSC).
TEMA 12
LA RESPONSABILIDAD CIVIL EXTRACONTRACTUAL
MARÍA DEL CARMEN CRESPO MORA
Universidad Carlos III

1. LA OBLIGACIÓN DE REPARAR EL DAÑO CAUSADO

1.1. CONCEPTO Y FUNCIÓN DE LA RESPONSABILIDAD CIVIL

La actuación de los individuos provoca con relativa frecuencia daños a otros sujetos, que no están
obligados a soportarlos. Por ejemplo, el peatón que sufre lesiones como consecuencia del atropello por un
vehículo; los niños que rompen el cristal de un escaparate jugando a la pelota; la excavación que afecta a
los cimientos de una casa ajena, etc.
Una forma de evitar la posible producción de daños es a través de la prohibición de todas aquellas
conductas que potencialmente pudieran ocasionarlos (por ejemplo, prohibir la conducción de vehículos;
prohibir excavaciones en núcleos urbanos); ahora bien, tal alternativa obstaculizaría gravemente el tráfico
jurídico y económico, pues la realización de cualquier actividad —incluso las que a priori no pueden
calificarse de peligrosas— puede, en última instancia, causar daños. Por ello, el ordenamiento opta por
una solución intermedia: así, permite la realización de la mayoría de las actividades, pero, en caso de que
se produzca un daño, le atribuye al sujeto agente una obligación de reparar el perjuicio causado. Esta
obligación es lo que se denomina responsabilidad civil.
La responsabilidad civil se encarga de distribuir los infortunios que se generan en la convivencia en
sociedad, tratando de delimitar los casos en que el daño ha de ser soportado por quien lo ha sufrido, de
aquellos en que ha de ser puesto a cargo de otra persona. Como posteriormente se verá, para que se
produzca un traspaso del daño desde la víctima hacia el causante (es decir, para que el daño deba ser
indemnizado por quien lo causa), deberán concurrir una serie de requisitos exigidos por nuestro
ordenamiento. Es más, en contra de lo que se cree, la institución de la responsabilidad civil no puede ser
utilizada de forma indiscriminada como respuesta ante cualquier revés de la vida, pues, lejos de ser la
norma, constituye la excepción.
La doctrina ha discutido mucho sobre la función que desempeña esta institución en nuestro sistema.
Algunos sostienen que, a través del mecanismo de la responsabilidad civil, se persigue reparar el daño
sufrido, es decir, restablecer la situación a como estaba con anterioridad al evento dañoso. No obstante,
como en muchas ocasiones la reparación in natura del daño no es factible (por ejemplo, no es posible
reparar la amputación de un miembro o la muerte de una persona), lo habitual es que se lleve a cabo
mediante el pago de una indemnización. Se afirma por ello que en el ordenamiento jurídico español la
responsabilidad civil desempeña más bien una función resarcitoria o compensatoria: es decir, tiene como
finalidad resarcir o compensar el daño a quien lo sufre y en la medida en que lo sufre. Esto explica que la
indemnización de daños y perjuicios no se gradúe con arreglo a la gravedad de la conducta, sino que su
cuantía dependa de la entidad del daño sufrido.
En los ordenamientos de corte anglosajón, la responsabilidad civil desempeña también una función
punitiva, pues a través de la misma se trata a veces de castigar al causante del daño. Esto es lo que
sucede con los denominados daños punitivos, en los que la indemnización lleva incorporada una «multa»:
una suma de dinero como sanción con la finalidad de prevenir que se causen daños similares en el futuro.
Por tanto, el monto de los daños punitivos no sólo engloba el total de los daños materiales y morales
producidos, sino que va más allá, pues, al llevar incorporada una multa, el responsable paga una suma
superior a la cantidad necesaria para reparar el daño causado.
Sin embargo, este tipo de daños no tienen cabida en nuestro ordenamiento, porque su concesión
provocaría en la víctima un enriquecimiento sin causa, prohibido por nuestro Derecho. Es más, aunque la
función punitiva se encuentra en los orígenes de lo que hoy denominamos responsabilidad civil
extracontractual, en la actualidad no se concibe la responsabilidad como sanción o pena para
determinadas conductas, ya que en nuestro sistema la función punitiva la cumplen exclusivamente las
normas penales. Esas mismas normas penales desempeñan otra función que, en otros ordenamientos, se
atribuye al derecho de daños: la función preventiva, esto es, una función disuasoria para evitar que otros
sujetos repitan ese comportamiento en el futuro.

1.2. RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL Y RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL. LA RESPONSABILIDAD CIVIL


DERIVADA DEL DELITO

Nuestro Código civil divide la responsabilidad en dos grandes categorías: la responsabilidad


contractual (art. 1.101 C.c.) y la responsabilidad extracontractual o aquiliana (art. 1.902 C.c.). La
distinción se justifica por el diferente origen o fuente de cada una de ellas, aunque ambas cumplen una
finalidad común: el resarcimiento del daño causado. Así, la primera surge por el incumplimiento de un
contrato; esto es, los daños derivan de la falta de ejecución de las obligaciones pactadas en el contrato o
de su ejecución defectuosa. Pero para afirmar la presencia de responsabilidad contractual se exige,
además, que el daño surja dentro de la estricta esfera en que se desarrolla el contrato. Por ejemplo, el
abogado que interpone una acción una vez transcurrido el plazo legal previsto para ello. La
responsabilidad del abogado frente al cliente por esta actuación negligente será de naturaleza
contractual, porque los daños derivan de la defectuosa ejecución de un contrato de servicios que une al
abogado y al cliente. Sin embargo, si el abogado atropella en un accidente a un peatón que resulta ser su
cliente, la responsabilidad será extracontractual, porque los daños causados nacen claramente al margen
del vínculo obligatorio que les une.
Por tanto, la responsabilidad extracontractual surge cuando entre el agente dañante y la víctima no
media relación obligatoria (por ejemplo, una maceta se cae a la calle desde un balcón y provoca daños a
un viandante). En la responsabilidad extracontractual, dañante y víctima no tienen ningún vínculo jurídico
que les una antes de la producción del hecho dañoso; de hecho, en ocasiones, se conocen a través del
mismo. En la responsabilidad extracontractual, la obligación de reparar nace del incumplimiento de un
principio general que existe en el Derecho: el principio de alterum non laedere (deber general de no
dañar a nadie).
Sin embargo, aunque en el plano teórico parece sencillo deslindar ambas responsabilidades, las
dificultades surgen cuando se desciende a la práctica, pues existen numerosos casos en los que las
fronteras entre una y otra se encuentran desdibujadas. Ello sucede especialmente en aquellos supuestos
en los que un mismo hecho constituye incumplimiento de una obligación contractual y, a la vez, infracción
de la obligación genérica de no dañar a los demás. Por ejemplo, supuestos en los que, por negligencia
médica, se produce un daño a la integridad física o salud del paciente. En tal caso, el médico, además de
haber incumplido la obligación de contrato de servicios médicos, no ha observado el alterum non laedere¸
esto es, el deber general de no dañar a otro. Así las cosas, ¿ante qué tipo de responsabilidad —contractual
o extracontractual— se encuentra la víctima?
Pues bien, la delimitación de cada una de estas responsabilidades no sería necesaria si las dos
compartieran el mismo régimen jurídico. No obstante, existen ciertas diferencias en la regulación de
ambas que son relevantes desde un punto de vista jurídico. La más importante es el distinto plazo de
prescripción de las acciones para exigir la reparación derivada de cada una de estas responsabilidades. La
prescripción supone que las acciones para exigir la responsabilidad se van a terminar extinguiendo por el
transcurso de un determinado período de tiempo. Sin embargo, el plazo temporal previsto por la ley para
que ello ocurra, es diferente en los ámbitos contractual y extracontractual. De esta forma, mientras que
en virtud del artículo 1.968.2 C.c. la acción para solicitar la reparación del daño extracontractual
prescribe al año, tratándose de un daño contractual la acción prescribe a los cinco años, es decir, cuatro
años más tarde (art. 1.964 C.c., modificado por la Ley 42/2015, de 5 de octubre, de reforma de la Ley
1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento civil).
Además del plazo, entre ambas responsabilidades existen otras disparidades importantes en cuanto al
régimen jurídico de cada una de ellas, que justifican los esfuerzos realizados por la doctrina y la
jurisprudencia para tratar de delimitarlas. Sin embargo, estas diferencias son más teóricas que reales, ya
que la práctica jurisprudencial ha ido aminorando o eliminando las diferencias de régimen jurídico entre
estas responsabilidades señaladas por nuestro autores.
Así pues, el verdadero problema se plantea en el campo procesal, ya que en supuestos fronterizos —es
decir, casos en los que resulta difícil determinar a priori si son aplicables las normas de una categoría u
otra—, a la víctima no le resultará fácil elegir la acción que ha de interponer y existe el peligro de que
termine ejercitando una acción equivocada. Pues bien, este problema ha recibido diferentes respuestas
doctrinales. Así, para los seguidores de la teoría de la opción, en estos casos nos encontramos ante dos
pretensiones independientes y autónomas (la acción de responsabilidad contractual, por un lado y la de
responsabilidad extracontractual, por otro), que pueden ser ejercitadas por la víctima alternativa o
subsidiariamente. Por tanto, según esta teoría, la víctima puede optar, es decir, puede escoger la
normativa que más le convenga. Si la víctima opta, por ejemplo, por ejercitar la acción de responsabilidad
contractual, el juez deberá respetar tal calificación; sin embargo, si el proceso termina con una sentencia
que no sea satisfactoria para la víctima, la víctima podrá volver a empezar, es decir, podrá optar por
ejercitar la acción de responsabilidad civil extracontractual.
Por el contrario, los seguidores de la doctrina de la absorción, por su parte, consideran que la víctima
ha de esmerarse a la hora de decidir qué acción ha de interponer en estos casos, porque si interpone
cualquiera de estas acciones y finaliza el proceso con una sentencia que no le resulte favorable, ya no
podrá interponer la otra acción. Como se puede observar, las consecuencias que se derivan de la
aplicación de esta doctrina resultan menos favorables para la víctima.
Aunque nuestros tribunales parecen decantarse por la teoría de la opción, en los últimos años admiten
igualmente la doctrina del concurso de normas: es decir, que la víctima se limite a proporcionar al juez los
hechos y a pedir el resarcimiento y que sea el juez quien aplique las normas más adecuadas para cada
caso (entre otras muchas, SSTS de 1 de febrero de 1994 y 31 de diciembre de 1997). En definitiva, pues,
puede apreciarse una tendencia jurisprudencial clara de favorecimiento de las víctimas, ya que los
tribunales no pueden alegar la incorrecta elección de la norma aplicable por parte del demandante para
dejar de pronunciarse sobre el fondo de un asunto.
Junto a la responsabilidad contractual y extracontractual —reguladas en el Código civil—, podemos
hablar de otra categoría de responsabilidad, que se encuentra consagrada en el Código penal: la
responsabilidad civil derivada del delito (arts. 109 ss. C.p.). La denominada responsabilidad civil derivada
de delito, aunque parte de los mismos presupuestos y cumple la misma función que la prevista en el
artículo 1.902 C.c., se aplica específicamente a la reparación de los daños que derivan de la comisión de
un delito o falta (en nuestro ordenamiento, la sanción penal —pena o multa— va acompañada de la
reparación civil, cuando se haya ocasionado un daño en los bienes o derechos de las víctimas). La
existencia de esta dualidad normativa (esto es, normas tanto en el Código civil como en el Código penal)
para regular la misma institución (la responsabilidad civil extracontractual) ha sido muy criticada por la
doctrina, porque, además, ambas regulaciones ofrecen soluciones diferentes para idénticos problemas
jurídicos. En cualquier caso, nosotros nos vamos a centrar en la responsabilidad civil que no deriva de
delito que, como se ha dicho, se encuentra regulada en los artículos 1.902 y siguientes C.c.

2. PRESUPUESTOS DE LA OBLIGACIÓN DE REPARAR


Así como la responsabilidad contractual es la que se genera por los daños que surgen en la órbita del
contrato, la responsabilidad extracontractual puede ser definida como aquella que se genera por todos los
demás daños. Sin embargo, pese a que la responsabilidad extracontractual abarca supuestos muy
diferentes, no es tan extensa como parece deducirse de la definición anterior, ya que, para que surja, es
necesario que concurran ciertos requisitos.
Estos requisitos, así como la regulación general de la responsabilidad extracontractual por actos
propios, se encuentran previstos en el artículo 1.902 C.c.: el que por acción u omisión causa daño a otro,
interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado. Así pues, los elementos que
han de concurrir para que surja esta responsabilidad son el hecho dañoso (acción u omisión), la culpa o
negligencia del agente, el daño y la relación de causalidad entre este último y el comportamiento del
demandado (a estos requisitos algunos añaden la ilicitud o antijuridicidad). Como comprobaremos
posteriormente, la prueba sobre la concurrencia de los mencionados requisitos le corresponde, en
principio, a la víctima, salvo en lo que atañe a la prueba de la culpa del demandado ya que la culpa, en la
práctica, se presume (la excepción la constituye la responsabilidad de los profesionales liberales). A
continuación, vamos a analizar cada uno de los presupuestos de la responsabilidad extracontractual.

2.1. ACCIÓN U OMISIÓN

El hecho dañoso que da lugar a la responsabilidad puede consistir en una acción o una omisión. La
acción puede definirse como cualquier actuación positiva, voluntaria o involuntaria, que provoca de forma
mediata o inmediata el daño que deba resarcirse (por ejemplo, a un cazador se le dispara
involuntariamente el arma y causa lesiones a un miembro de la partida de caza). Sin embargo, no resulta
tan sencillo definir el concepto de omisión. Según los autores, para que estemos ante una omisión ha de
tratarse de un comportamiento que el agente no ha llevado a cabo y que, de acuerdo con las
circunstancias en las que se ha producido el evento, debería haber realizado. Por tanto, para que la
omisión sea relevante, es necesario que existiera un deber jurídico de actuar (STS de 6 de julio de 1990).
Junto a esto, la jurisprudencia afirma que hay omisión cuando el agente no haya tomado las medidas
necesarias para evitar un daño previsible (por ejemplo, en una empresa de papel no se adoptan las
medidas de seguridad precisas para prevenir los incendios).
Al ser necesaria una conducta activa u omisiva del agente, se excluye la responsabilidad en el supuesto
de que el daño surja como consecuencia de acontecimientos extraordinarios o naturales, cuya previsión o
evitación no eran posibles. Estos acontecimientos que excluyen la responsabilidad son el caso fortuito y la
fuerza mayor (terremotos, inundaciones; pero también guerras, levantamientos populares, etc.).

2.2. RELACIÓN DE CAUSALIDAD

La relación de causalidad hace referencia al nexo o unión que debe existir entre la acción u omisión del
agente y el daño ocasionado. El acto ha de ser causa del daño (así lo afirma el art. 1.902 C.c.: el que
«causa daño a otro»). Pese a la obviedad de tal definición, no va a resultar fácil en numerosas ocasiones la
determinación del hecho causante del daño, en especial cuando en la producción del resultado no
concurre un único acontecimiento. Veamos un ejemplo en el que no existen problemas de determinación
de la relación de causalidad: A atropella a B y le provoca la muerte en el acto. Veamos ahora un ejemplo
donde la determinación de la relación de causalidad no es tan sencilla. A atropella a B, causándole
lesiones leves. De camino al hospital, la ambulancia tiene un accidente a consecuencia del cual fallece B.
¿Podría atribuirse en este caso a la acción de A el fallecimiento de B? En el caso anterior, la respuesta no
es sencilla, pues habrá que decidir cuál de todos los antecedentes merece el papel de causa real del daño
ocasionado.
Llegados a este punto, hemos de diferenciar dos planos en la causalidad: un plano fáctico (determinar
qué concretos hechos físicos son causa del daño) y un plano jurídico (la selección, de entre todos aquellos
daños causados, de los que han de ponerse de cargo del agente dañante y la exclusión de aquellos otros
de los que no debe responder por resultar muy remotos).
Para determinar el plano fáctico, se han elaborado diversas teorías entre las que destaca la de la
conditio sine qua non: una conducta es responsable del daño causado cuando, suprimida mentalmente, no
se hubiera producido el daño. Sin embargo, esta teoría falla cuando existe una responsabilidad
concurrente (es decir, cuando concurre más de una conducta simultáneamente a la producción del evento,
como sucede en el ejemplo expuesto anteriormente del atropello y posterior accidente de la ambulancia).
Por ello, en los últimos tiempos la doctrina y la jurisprudencia tratan de determinar la relación de
causalidad con la teoría de la adecuación: una conducta es causa adecuada del daño padecido por la
víctima si ex ante (es decir, antes de la producción del daño) su causación era previsible por parte del
demandado. Por el contrario, tal conducta no será causa adecuada del daño, si ex ante su producción
hubiera sido considerada extraordinariamente improbable.
Con independencia de la teoría que se escoja, lo importante es que exista un enlace preciso y directo
entre el hecho y el daño. Este enlace se ve obstaculizado en varios casos, en los que la relación de
causalidad puede romperse por la intervención de causas externas:

a) Cuando concurra caso fortuito o fuerza mayor: acontecimientos que no pudieron preverse o, de
haberse previsto, resultaban inevitables (art. 1.105 C.c.). Si el daño es causado por caso fortuito o fuerza
mayor, es decir, un acontecimiento ajeno a la voluntad del demandado, éste no responde de él y quedará a
cargo de quien lo sufre.
b) Cuando se produce la intervención dolosa o culposa de un tercero, que interrumpe el nexo causal. En
otras palabras, no se puede establecer un nexo de causalidad entre el hecho del agente y el daño
producido, porque ha intervenido dolosa o culposamente un tercero, que ha roto esa relación causal. Por
ejemplo, en la cocina de un hotel saltan unas pequeñas chispas que, pese a ser de escasa entidad,
terminan desencadenando el incendio del hotel, ya que un terrorista había colocado en la cocina un
material altamente inflamable.
c) Cuando el daño ha sido ocasionado por la culpa exclusiva de la víctima: la conducta de la víctima
rompe el nexo causal existente entre el acto del agente y el daño; en otras palabras, la conducta de la
víctima es la única causante de la producción del daño. Ejemplo: un sujeto que desea suicidarse se arroja
a las vías del metro cuando éste pasa, sin que el maquinista pueda frenar.
La STS de 30 de julio de 2008 proporciona otro ejemplo en el que la culpa exclusiva de la víctima rompe el nexo causal.
En este caso, se exculpa a los socorristas de una piscina por considerar que el fallecimiento de la víctima —un adolescente
de 17 años que jugaba con sus amigos para comprobar cuál de ellos permanecía más tiempo debajo del agua—, fue
provocado por su culpa exclusiva.

d) Cuando se produce una concurrencia de culpas o de causas: tanto la víctima como el agente
contribuyen con su actuación a la causación del daño. En este caso, aunque no se rompe el nexo causal, la
responsabilidad se modera en atención a la contribución de la víctima a su propio daño (art. 1.103 C.c.).
Por ejemplo, se aprecia concurrencia de culpas en un caso de atropello resuelto por la STS de 6 de
noviembre de 2008, pues, aunque el peatón cruzó por un lado inadecuado, se demostró que el conductor,
en el momento del accidente, estaba manipulando la radio del automóvil.

Junto al plano fáctico o material, para que un daño se considere causado por un determinado sujeto, es
necesario que esta causación se le pueda imputar (imputación objetiva), es decir, que se le pueda hacer
responsable de esas concretas consecuencias. Para seleccionar los daños de los que ha de responder el
agente, de entre todos los producidos, la doctrina ha señalado una serie de criterios (siguiendo en este
punto al profesor PANTALEÓN) cuya concurrencia impide la imputación objetiva del concreto daño a la
conducta del agente; es decir, si concurre cualquiera de los criterios que se expondrán a continuación, se
considera que los daños no pueden ser puestos a cargo del agente y, por tanto, éste no deberá indemnizar
al perjudicado. Los criterios de imputación objetiva desarrollados por la doctrina son:

a) Criterio del riesgo general de la vida: se excluye la imputación de los daños que derivan de la vida
normal, es decir, los daños que son materialización de riesgos que la vida obliga a soportar. En otras
palabras, los riesgos normales de la vida no generarán obligación de indemnizar.
A este criterio recurre la STS de 17 de julio de 2007 para negar la imputación de los daños que sufre una mujer que,
invitada a cenar por unos amigos, tropezó en el pasillo de la casa con un juguete abandonado allí por el hijo de los
anfitriones, lo que le causó graves lesiones. El tribunal consideró que el riesgo creado entraba dentro de la normalidad de un
hogar con niños y que la especial confianza de la víctima con los anfitriones, no hacía exigible a éstos una diligencia
extrema.

b) Criterio de la prohibición de regreso: se niega la imputación objetiva cuando, en el proceso causal


que inició el agente, ha intervenido un tercero dolosa y sobrevenidamente.
Este criterio de imputación objetiva es aplicado por la STS de 11 de marzo de 1988. En este caso, se produce un pequeño
incendio en la cocina de un hotel, que se propaga rápidamente por la intervención de un tercero que había colocado de
forma dolosa material inflamable en la cocina. Según el Tribunal Supremo, el nexo causal entre el incendio y el resultado
dañoso producido (el fallecimiento de huéspedes) queda interrumpido por la intervención del extraño, lo que determina que
se excluya la responsabilidad del hotel.

c) Criterio del incremento del riesgo: no se puede imputar un daño a una conducta que no ha
incrementado el riesgo de que se produzca el resultado en cuestión. Esto sucederá cuando la conducta
negligente, si se compara con su alternativa diligente, no ha incrementado el riesgo de producción del
daño; en otras palabras, el daño se habría producido de igual forma si el agente hubiese actuado
diligentemente.
Por tanto, si la actividad u omisión del agente incrementa el riesgo, los daños producidos le deberán ser imputados
objetivamente. Ello sucede en la STS de 31 de mayo de 2006, que declara la responsabilidad civil de la empresa
organizadora de una carrera ciclista, por las lesiones sufridas por la caída de un ciclista debido a la poca visibilidad de un
túnel. Tras reconocer que «el ciclismo profesional […] sin ser un deporte peligroso, encierra como toda actividad deportiva
un indudable riesgo», admite que la defectuosa organización de la carrera por parte de la empresa provocó un incremento
del riesgo, que determina su responsabilidad. Por el contrario, la STS de 27 de febrero de 2006 niega la responsabilidad de
la compañía ferroviaria por la muerte de una persona que fue atropellada tras sufrir un ataque epiléptico que le hizo caer en
la vía y quedar atrapado en el «quitarreses» (plataforma de metal de la locomotora para apartar objetos de la vía), pues se
consideró que la utilización del citado mecanismo no provocó un incremento del riesgo.

d) Criterio de la provocación: según este criterio, en determinadas circunstancias los daños sufridos no
han de ser imputados a quien los ha causado materialmente, sino a quien ha provocado la actuación de la
que han derivado. Por ejemplo, si una persona ocasiona daños en la persecución de un delincuente, esos
daños deberán ser imputados al delincuente.
Precisamente esto es lo que sucede en la STS de 26 de septiembre de 2005, que hace responder a los raptores de las
lesiones sufridas por la víctima en su huida (que atravesó el cristal de la puerta de la terraza de la vivienda a la que había
sido conducido en contra de su voluntad, saltando acto seguido a la vía pública) sin que se aprecie, como proponen los
demandados, que la peligrosa conducta de la víctima tuvo intervención decisiva en la producción de los daños; en otras
palabras, el tribunal imputa las lesiones a los raptores y no a la culpa exclusiva de la víctima, que no tuvo otra alternativa
para salvarse.

e) Criterio del fin de protección de la norma: no son imputables los daños que caen fuera del ámbito de
protección de la norma sobre la que se pretende fundamentar la responsabilidad del demandado.
Un ejemplo de este criterio lo proporciona la STS de 22 de febrero de 1946. Los trabajadores de una fábrica van a
trabajar en domingo, en contra de las normas que prescriben el descanso dominical. Desafortunadamente, ese domingo se
produce la explosión de un polvorín cercano a la fábrica y resultan lesionados. La sentencia determina que la causa del
accidente es la explosión del polvorín y no la infracción de la ley que establecía la obligación de no trabajar en domingo. No
se estima la responsabilidad de la empresa por los daños ocasionados por el incumplimiento de la norma, pues el fin de la
misma no es prevenir accidentes en domingo, sino proporcionar un descanso a los trabajadores.

En los casos en que no se puede imputar al agente el daño causado por concurrir alguno de los criterios
de imputación objetiva señalados, el resultado es que no habrá responsabilidad del demandado por la
ausencia de uno de los presupuestos de la misma.

2.3. EL DAÑO

Para que surja responsabilidad resulta imprescindible la concurrencia de un daño sufrido por un sujeto
(en su persona, en sus sentimientos, en sus bienes o en su patrimonio), esto es, la lesión de un interés
jurídicamente relevante que la víctima no tenga deber de soportar. Es a partir de la constatación de este
elemento (cuya certeza y alcance corresponde probar, por regla general, a quien lo reclama), cuando
comienzan a examinarse los demás requisitos. Por ello se dice que el daño constituye el motor que pone
en marcha el mecanismo de la responsabilidad.
Llegados a este punto, el problema que se suscita es el de la determinación de qué daños son
susceptibles de indemnización pues, a diferencia de otros ordenamientos, nuestro Código no establece
nada acerca de la naturaleza del daño que puede ser indemnizado. Así pues, surge el interrogante de si
sólo deben ser indemnizados los daños que afectan a los bienes o al patrimonio de los sujetos o, en
general, a cualquier otro interés valorable en dinero (los llamados daños patrimoniales; por ejemplo, la
destrucción de una cosa propiedad del sujeto), o si también resultan indemnizables los denominados
daños morales, esto es, los que afectan a la esfera interna o bienes inmateriales de los sujetos (por
ejemplo, sufrimientos hasta la curación de las lesiones de un accidente; afecciones de carácter psíquico;
el denominado pretium doloris: dolor ocasionado a los parientes más allegados de una persona por su
muerte) e, igualmente, los derivados de la lesión de los derechos de la personalidad (honor, intimidad,
etc.).
Incluso hay daños, como sucede con los daños personales (es decir, los sufridos por la persona en su
integridad física o salud), que desencadenan ambos tipos de daños (patrimoniales y morales). Por ejemplo,
una persona que, por la negligencia de otra, sufre la amputación de un brazo. En tal caso, la evidente
disminución de su capacidad laboral (que previsiblemente tendrá repercusiones económicas) irá
acompañada de indiscutibles daños morales (dolor y sufrimiento). Sin embargo, en estos casos, no se
concederá por un mismo hecho una doble indemnización, sino una sola de mayor cuantía.
Pues bien, aunque en un primer momento la jurisprudencia fue contraria a la indemnización de los
daños morales, a partir de la primera década del siglo XX puede apreciarse un giro jurisprudencial
favorable a la indemnización de esta clase de daños en el ámbito extracontractual. Para justificar este
cambio se alega, entre otros argumentos, que la indemnización del daño moral es admitida por la fórmula
general que emplea el artículo 1.902 C.c., que habla de daño sin especificar. En cualquier caso, sea por
ésta o por otras razones jurídicas, ya no ofrece dudas la resarcibilidad de los daños morales
extracontractuales. De hecho, es en el ámbito de los daños morales donde mejor puede constatarse que la
indemnización, más que una función reparadora (que muchas veces es imposible), cumple la función de
compensar los sufrimientos del perjudicado. Finalmente, la definitiva consolidación del daño moral se ha
producido con la admisión de su indemnización también en el marco de la responsabilidad contractual.
Sin embargo, en los últimos años el concepto de daño moral ha alcanzado una amplitud excesiva, pues
frecuentemente se utiliza el recurso del daño moral para indemnizar perjuicios que derivan de riesgos
generales de la vida y que probablemente deban ser soportados por las víctimas.
Constituye prueba de ello, entre otras, la SAP Valencia de 19 de febrero de 2013, que aprecia la existencia de daño moral
en el ámbito contractual incluso cuando se produzca un retraso injustificado de un vuelo, por la incomodidad y molestias que
la demora de cinco horas ha producido.

Tras comprobar que tanto los daños morales como los patrimoniales resultan indemnizables, el
siguiente paso es determinar cómo se valora esta indemnización, tarea que corresponde realizar al
juzgador de instancia, puesto que nuestro Código no proporciona reglas sobre la valoración del daño.
En el caso de los daños patrimoniales, el Código civil ofrece ciertos criterios para que el juzgador de
instancia pueda llevar a cabo esta valoración. De esta forma, para fijar el monto de la indemnización por
los daños patrimoniales producidos, se tienen en cuenta los parámetros que ofrece el artículo 1.106 C.c.,
que, según la jurisprudencia, resulta igualmente aplicable a la responsabilidad extracontractual. Ese
precepto desglosa el daño patrimonial en dos categorías:

1. Daño emergente: lo constituye el daño sufrido materialmente. Por ejemplo, en el incendio de un


restaurante, constituirán daños emergentes todos los daños materiales: el local quemado, pérdida de
comida y bebida, etc. Tratándose de daños personales, el daño emergente abarca, por ejemplo, el coste de
la hospitalización. Pero, además, este concepto incluye la previsión de daños futuros derivados de un daño
presente, siempre que su probabilidad sea suficientemente alta. Así, en los daños personales, el daño
emergente engloba, por ejemplo, las secuelas derivadas de una lesión o la previsión de recaídas
posteriores.
2. Lucro cesante: beneficios o ganancias que se han dejado de obtener como consecuencia de haber
sufrido un daño. En el ejemplo anterior, se considerará lucro cesante la falta de obtención de ingresos
cotidianos hasta la reconstrucción del restaurante. Esta clase de daños a veces ofrece problemas de
valoración y prueba. Además, el Tribunal Supremo es bastante exigente para admitir la concurrencia de
lucro cesante, para evitar que aquél pueda ser utilizado como vía para indemnizar daños futuros de
improbable realización (los denominados «sueños de ganancia»).

Aunque en el caso de los daños patrimoniales el cálculo de la indemnización suele ser más sencillo, no
sucede lo mismo con el daño moral, por no existir un parámetro físico que ayude a determinar la cantidad
que compensa el daño moral sufrido. Tampoco hay un baremo general de referencia (aunque sí que lo hay
en determinados ámbitos, como los seguros o los daños producidos en la circulación de vehículos de
motor), que prevea distintas cantidades para los diferentes daños morales. Así pues, es el juez el que, en
cada caso concreto, con su prudente arbitrio, determina la cuantía de la indemnización, lo que provoca en
este campo un importante problema de seguridad jurídica.
Por último, se ha de señalar que, de acuerdo con el principio de buena fe, el perjudicado tiene la
obligación de mitigar el daño, reduciéndolo o evitando que aumente.

2.4. CULPA O NEGLIGENCIA

La culpa del dañante constituye el principal criterio de imputación de responsabilidad civil, es decir, es
una de las razones que justifican el traslado de la carga dañosa al responsable y su consiguiente
obligación de indemnizar. La conducta que provoca la obligación de resarcir ha de reunir las siguientes
características:

a) Imputabilidad del autor: Para considerar culpable a un sujeto es necesario que éste sea imputable, es
decir, que tenga conciencia de la posibilidad de ocasionar un daño con su actuación. Por eso son
inimputables, por carecer de esa conciencia, los menores de edad y las personas afectadas por una
enfermedad de carácter psíquico, que les prive de la conciencia de los resultados de su actuación.
En relación con los menores, un sector de la doctrina propone examinar el grado de madurez de los mismos y comprobar
si tienen el desarrollo necesario para entender y querer las consecuencias de sus actos. Si la respuesta es afirmativa,
deberán considerarse imputables y, en tal caso, responderán por los daños que hayan ocasionado por la vía del artículo
1.902 C.c. En cambio, si la respuesta es negativa, no responderán de esos daños sino que, como luego veremos, responderán
por ellos sus progenitores por el cauce del artículo 1.903 C.c. En el caso de las personas incapacitadas se plantea la misma
distinción, según si pueden o no entender y querer las consecuencias derivadas de sus actos. Si la respuesta es negativa,
quien responde por ellos es su tutor, si estaba incapacitado.

b) Comportamiento doloso o culposo del autor: En términos generales, la culpa consiste en la omisión
de las precauciones debidas para evitar que el daño (previsible) se produzca. Pese a que el artículo 1.902
C.c. habla sólo de culpa o negligencia, se ha de entender que también hay responsabilidad civil en el caso
de dolo (es decir, que el daño haya sido causado de forma intencional o voluntaria), ya que si hay
responsabilidad por una conducta negligente, con mayor razón tendrá que haberla por una conducta
dolosa, que reviste una mayor gravedad. La concurrencia de dolo, sin embargo, no supone que la
indemnización haya de ser mayor que de concurrir simple culpa o negligencia porque, como se ha dicho, a
diferencia de lo que sucede en otros sistemas, en nuestro ordenamiento la responsabilidad no cumple una
finalidad punitiva-preventiva. Si en los casos en los que concurre dolo la indemnización suele ser superior
es porque la entidad de los daños suele ser mayor (sobre todo, los daños morales).

Respecto a la culpa, la regla general es que ha de ser probada por el demandante/víctima, es decir, por
quien la alega. Ahora bien, desde hace bastantes años, es frecuente una práctica jurisprudencial de
favorecimiento de las víctimas, sobre todo cuando el agente generó un riesgo de causar un daño: la
inversión de la carga de la prueba de la culpa. Esto supone que, en lugar de ser la víctima la que tenga
que probar que el agente obró con culpa, es el demandado quien ha de probar que actuó con toda la
diligencia posible para evitarlo. Es más, la jurisprudencia impone al responsable una prueba exhaustiva
de su diligencia, sin que quede exonerado si demuestra haber cumplido los reglamentos y demás
disposiciones legales previstas para evitar la producción de daños. A lo anterior hay que añadir cierta
tendencia jurisprudencial a objetivar la responsabilidad en ciertos ámbitos (por ejemplo, en supuestos de
responsabilidad de los empresarios por los daños ocasionados por sus dependientes; responsabilidad de
los padres por los daños causados por sus hijos menores).

2.5. LA ANTIJURIDICIDAD

Este elemento —no recogido en el artículo 1.902 C.c.— supone que la conducta que se ha realizado está
prohibida por el ordenamiento jurídico; en otras palabras, que dicho comportamiento es contrario a
Derecho. No obstante, no concurrirá el requisito de la antijuridicidad y, por tanto, no existirá obligación
de indemnizar, cuando intervengan las denominadas causas de justificación (causas que justifican la
actuación dañosa del agente). Se consideran causas de justificación, entre otras, el daño causado en
legítima defensa propia o ajena (el daño causado al defenderse, en principio, no es antijurídico); el estado
de necesidad, que justifica la causación intencionada de un mal si con ello se pretende evitar otro mayor
(por ejemplo, el conductor choca deliberadamente contra un coche estacionado, para evitar así el
atropello de un peatón; en tal caso, aunque hay daño, se considera que no es antijurídico y, en
consecuencia, se excluye la indemnización) y, dentro de ciertos límites, el daño causado con el
consentimiento de la víctima (salvo que el consentimiento sea contrario a una prohibición legal o las
buenas costumbres).
Pese a que un sector de la doctrina incluye la antijuridicidad entre los requisitos de la responsabilidad
civil, hay autores que lo cuestionan (PANTALEÓN), por no añadir nada al juicio de responsabilidad, que
puede realizarse de igual forma analizando únicamente los elementos expuestos con anterioridad (acción
u omisión, relación de causalidad y daño). Para un amplio sector, pues, la antijuridicidad no supone la
infracción de una norma concreta que prohíba la conducta lesiva, sino que coincide con la infracción del
genérico deber de no causar daño a nadie (neminem laedere).

2.6. LA REPARACIÓN DEL DAÑO

Si concurren los requisitos anteriores, surgirá la obligación de reparar el daño causado por parte del
agente. Ahora bien, el daño sufrido por la víctima puede ser reparado de dos formas diferentes: en forma
específica (in natura) o a través de la indemnización de daños y perjuicios. En el primer caso, la situación
se repone al estado en el que se encontraba antes de que se hubiese producido el perjuicio. Por ejemplo,
el agente entrega a la víctima un objeto idéntico al que se destruyó.
Cuando la reparación in natura no sea posible (que es lo más frecuente en la práctica), los daños y
perjuicios sufridos serán resarcidos en dinero, mediante el pago a la víctima de una indemnización. La
acción para exigir la reparación de la responsabilidad extracontractual prescribe en un año (art. 1.968.2
C.c.), plazo que empieza a contarse desde que la víctima tiene conocimiento del daño sufrido y no desde
su producción efectiva. Lo que se trata de evitar con esta medida es que transcurra el escaso plazo de
prescripción antes de que la víctima sepa que se le ha producido un daño. Así, por ejemplo, cuando
queden secuelas como consecuencia de un accidente, la jurisprudencia interpreta que el plazo ha de
comenzar a contar desde que se conoce exactamente su alcance (STS de 12 de febrero de 2000).
De todas formas, es posible que tal reparación se obtenga de forma voluntaria por el agente sin
necesidad de entablar una acción de reclamación de responsabilidad extracontractual (mediante un
acuerdo con la víctima sobre los términos de la reparación).
3. LA RESPONSABILIDAD OBJETIVA
Nuestro Código prevé un sistema de responsabilidad subjetiva o por culpa, pues, con carácter general,
hace depender el surgimiento de la responsabilidad de la concurrencia de la culpa o negligencia del
agente dañante.
Sin embargo, junto a la responsabilidad subjetiva o por culpa, existe otro sistema de exigencia de
responsabilidad: el llamado sistema de responsabilidad objetiva, que cada vez asume mayor importancia
en los diferentes ordenamientos jurídicos modernos. En este caso, la responsabilidad se impone al sujeto
causante del daño con independencia de que su actuación haya sido o no negligente. Basta con que
concurra un hecho, un daño y una relación de causalidad, para que surja la obligación de reparar el daño
causado. En la responsabilidad objetiva o por el resultado, lo que genera la responsabilidad no es la culpa
o negligencia (que en este sistema resulta indiferente) sino el riesgo creado. Es decir, en la
responsabilidad objetiva se hace responder de las consecuencias dañosas de una actividad a quien, al
beneficiarse de ella, ha creado un riesgo o peligro adicional. Por ejemplo, quien crea objetivamente un
riesgo al conducir un automóvil y se beneficia de las ventajas que ello implica, está obligado a indemnizar
el daño causado por la conducción, aunque pruebe que fue diligente y que respetó todas las normas de
circulación; quien desarrolla una actividad industrial potencialmente peligrosa y se lucra con ello, deberá
indemnizar los daños que ocasione aunque no haya incurrido en un comportamiento negligente.
En el ámbito de la responsabilidad objetiva, las únicas causas por las que se puede exonerar el agente
—cuya concurrencia ha de probar— son la fuerza mayor y la propia culpa de la víctima, pues en tales
casos se produce la ruptura del nexo causal. Ahora bien, que no se exija culpa no implica que se prescinda
del resto de elementos de la responsabilidad, razón por la cual el demandante, que no tiene que probar la
culpa, habrá de probar el daño y la relación de causalidad.
Como se ha dicho, el origen de este sistema se encuentra en la existencia de actividades que entrañan
un riesgo, que nuestro ordenamiento permite, pero atribuyendo el pago de los daños que la actividad
origina al que la realiza (por ejemplo, caza, energía atómica, navegación aérea, etc.). Sin embargo, como
la responsabilidad objetiva es excepcional en nuestro ordenamiento, habrá de ser prevista expresamente
por una norma legal que la imponga para una determinada actividad. A pesar de ello, la jurisprudencia ha
aplicado la responsabilidad objetiva en casos no previstos legalmente, lo que ha sido criticado por la
doctrina. Por último, esta responsabilidad suele ir acompañada de la obligatoria contratación de un
seguro destinado a cubrir los daños que puedan producirse.
Entre otros, destacan en nuestro sistema los siguientes casos de responsabilidad objetiva.

3.1. EN EL CÓDIGO CIVIL

En el Código civil son supuestos de responsabilidad objetiva los que recogen los artículos 1.905,
1.908.2.º, 1.908.3.º, 1.909 y 1.910. El primero de los casos es el relativo a los daños ocasionados por los
animales (sean o no domésticos). De ellos es responsable el poseedor del animal o quien se sirve de él (sea
o no propietario), aunque se le escape o extravíe. Esta responsabilidad sólo cesará en el caso de que el
daño provenga de fuerza mayor o de culpa del que lo hubiese sufrido.
En relación con la responsabilidad prevista en el artículo 1.905 C.c. destaca especialmente la STS de 20 de diciembre de
2007. En las instalaciones de un circo, un trabajador, sin autorización alguna y actuando a su riesgo, sorteó las vallas que
delimitaban la jaula de los tigres, abrió el pestillo de seguridad, metió el brazo en la jaula para dar de beber a los tigres y
uno de ellos le arrancó el brazo de cuajo. Aunque la víctima trabajaba en el circo, no era el cuidador habitual de los tigres y
era plenamente consciente de la agresividad de los mismos. El sujeto que sufre los daños demanda al propietario del circo
solicitándole una indemnización de daños y perjuicios; sin embargo, finalmente aquél es absuelto por apreciarse culpa
exclusiva de la víctima.

Por su parte, el artículo 1.908.2.º C.c. consagra la responsabilidad objetiva por los humos excesivos que
sean nocivos para las personas o para las propiedades (incluso aunque se respeten los reglamentos que
establecen niveles de contaminación).
Este precepto suele aplicarse en supuestos de contaminación industrial que provoca daños (por ejemplo, pérdida de
cosechas, muerte de ganado), en cuyo caso, se hace responder objetivamente (es decir, se prescinde de la culpa) a la
empresa contaminante. Ello sucede, por ejemplo, en el caso resuelto por la STS de 28 de enero de 2004.

El siguiente apartado, el artículo 1.908.3.º C.c., prevé la responsabilidad por la caída de los árboles que
se produzca en sitios de tránsito. En estos casos es responsable el propietario, salvo que la caída hubiera
sido debida a fuerza mayor.
El artículo 1.909 C.c. regula la responsabilidad por los daños que ocasionan los edificios a terceros por
defectos de construcción (por ejemplo, por desprendimiento de tejas o partes del edificio que caen sobre
los viandantes). De acuerdo con el artículo 1.909 C.c., serán responsables los técnicos encargados de la
construcción del edificio.
Finalmente, el artículo 1.910 C.c. hace responsable al cabeza de familia por los daños que produzcan
las cosas que se arrojasen o cayesen de la misma (por ejemplo, maceta, colilla encendida). El citado
precepto atribuye responsabilidad no por el hecho de ser propietario, sino por habitar (esto es, resulta
válido cualquier título de ocupación). Al respecto, hay que destacar la STS de 4 de diciembre de 2007, que
establece expresamente que ha de ser el arrendatario de la vivienda y no el dueño, quien responda de los
daños por las cosas que se caen desde la misma (en el caso, una maceta se descuelga y cae sobre la
cabeza del conserje del edificio, causándole la muerte en el acto). Eso no quiere decir que los propietarios
no sean nunca responsables de las cosas que caen de su casa cuando esté arrendada; lo serán si la caída
se produce por el mal estado de la vivienda que el propietario debía haber reparado (ex art. 1.902 C.c.).
El ámbito de aplicación del citado precepto, en principio muy limitado, ha sido ampliado por la jurisprudencia. Por
ejemplo, la STS de 12 de abril de 1984 (seguida, posteriormente, entre otras, por la STS de 20 de abril de 1993, que afirma
que las expresiones «se arrojasen o cayeren» no constituyen numerus clausus y que, por consiguiente, pueden ser objeto de
interpretación extensiva). Así, en la sentencia anteriormente citada, se considera cosa arrojada o caída a las filtraciones de
agua e inundación causadas en un local de negocio, por haber dejado un grifo abierto la arrendataria del piso superior. Con
anterioridad, la STS de 12 de marzo de 1975 aplica el artículo 1.910 C.c., cuando lo que se arroje o caiga sea una persona.

3.2. RESPONSABILIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN

El artículo 32 LRJSP (Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público) regula la
responsabilidad de la Administración por cualquier lesión que sea consecuencia del funcionamiento
normal o anormal de los servicios públicos. De acuerdo con los artículos 32 y ss., se trata de un sistema de
responsabilidad directa (responde directamente el Estado), objetiva (no se examina la culpa del posible
agente causante del daño), general y unitario (regula la responsabilidad de todas las Administraciones
públicas en todo caso: cuando actúe en régimen público o privado).
La responsabilidad de la Administración puede provenir tanto de un funcionamiento normal (por ejemplo, indemnización a
los comercios de una zona en la que se ejecutan obras públicas, por la disminución de la clientela) como de un
funcionamiento anormal de un servicio público (por ejemplo, paciente de hospital público que sufre una infección, debido a
que en una operación anterior el cirujano olvidó una gasa dentro de su cuerpo). Para que ello suceda, ha de concurrir un
requisito subjetivo y otro objetivo. El subjetivo implica que el daño debe haber sido producido por un funcionario público o
por persona que desempeñe funciones públicas. El criterio objetivo implica que ese daño se ha de producir en un servicio
público, concepto que se interpreta de manera amplia (como cualquier actividad pública).
Si se imputa a la Administración la producción de un daño, la jurisdicción competente será la contenciosa administrativa,
aunque el mismo derive de un concreto funcionario o personal a su servicio. Cuando haya satisfecho las indemnizaciones, la
Administración podrá dirigirse contra el funcionario causante del daño, en caso de dolo, culpa o negligencia grave (art. 36
LRJSP).

3.3. RESPONSABILIDAD POR LOS DAÑOS CAUSADOS EN LA NAVEGACIÓN AÉREA

Las indemnizaciones por los daños causados en la navegación aérea a los pasajeros, a las mercancías,
equipajes o a terceras personas producidos como consecuencia de un accidente, aparecen tasadas en la
ley que regula esta responsabilidad (Ley de 21 de julio de 1960). Esta ley acorta el plazo de prescripción
de la acción respeto al recogido en el artículo 1.968.2 C.c., pues el plazo previsto es de 6 meses desde la
fecha del accidente. Por último, se exige la contratación de un seguro obligatorio.

3.4. RESPONSABILIDAD POR DAÑOS NUCLEARES

La Ley de 29 de abril de 1964 (modificada por la Ley 12/2011, de 27 de mayo, de responsabilidad civil
por daños nucleares o producidos por materiales radioactivos) regula la responsabilidad por los daños
producidos por la energía nuclear, que recae sobre el explotador de instalaciones de este carácter. Al
igual que la navegación aérea, la ley limita la cuantía máxima de indemnización por accidente y exige la
contratación de un seguro obligatorio. Para obtener una mayor indemnización, se permite acudir a la vía
de la responsabilidad extracontractual, si bien esto implica el sometimiento a su sistema de
responsabilidad por culpa (art. 1.902 C.c.), con las dificultades probatorias que ello supone para la
víctima.

3.5. RESPONSABILIDAD POR DAÑOS PRODUCIDOS EN LA CAZA

Esta responsabilidad se encuentra regulada por una Ley de 4 de abril de 1970, que prevé la
responsabilidad de los cazadores por los daños que ocasionen en el ejercicio de la caza. Si no pudiera
identificarse al causante concreto del daño, se hará responder solidariamente a toda la partida de caza.
Asimismo, la ley impone la obligación de suscribir un seguro de caza que cubra los daños a las personas
derivados de la caza. Se exceptúa la responsabilidad si el daño fue ocasionado exclusivamente por la
culpa del perjudicado o por fuerza mayor, aunque no puede ser considerada como tal los defectos, roturas
o fallos de las armas de caza o de las municiones.

3.6. RESPONSABILIDAD POR EL USO DE VEHÍCULOS DE MOTOR

La Ley de responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos de motor (2004) establece la


responsabilidad objetiva del conductor de un vehículo de motor por los daños causados a personas con
motivo de la circulación. Sin embargo, será responsable el propietario del vehículo cuando exista una
vinculación con el conductor de la clase que recoge el artículo 1.903 C.c. (hijos, dependientes). Esta
responsabilidad no surgirá si se prueba que los daños se debieron únicamente a culpa del perjudicado
(por ejemplo, el peatón irrumpe repentinamente en la calzada) o a fuerza mayor extraña a la conducción o
al funcionamiento del vehículo (por ejemplo, el vehículo es arrastrado por una riada y provoca daños). Sin
embargo, no se consideran constitutivos de fuerza mayor «los defectos del vehículo ni la rotura o fallo de
sus piezas o mecanismos». Cuando se trate de daño a los bienes, la responsabilidad será exigida conforme
al artículo 1.902 C.c.; esto es, respecto de los daños materiales, la responsabilidad no es objetiva sino por
culpa.
La actividad de la conducción, como ocurre con otros supuestos de responsabilidad objetiva, debe ser
objeto de un seguro obligatorio. Para valorar y cuantificar los daños, el juez ha de atender a una serie de
baremos (topes indemnizatorios) previstos por la Ley de uso y circulación de vehículos a motor (cuyo
sistema de baremos ha sido recientemente reformado por la Ley 35/2015, de 22 de septiembre), cuya
constitucionalidad, puesta en duda por algunos autores, fue admitida por el Tribunal Constitucional.

3.7. RESPONSABILIDAD POR DAÑOS CAUSADOS POR PRODUCTOS DEFECTUOSOS

Los artículos 128 y siguientes TRLC (que incorporan la regulación contenida previamente en la Ley
22/1994 de Responsabilidad por daños causados por productos defectuosos) establecen un sistema de
responsabilidad objetiva que se aplica a los daños causados a cualquier sujeto por la utilización de un
producto que resulta ser defectuoso. Producto «defectuoso» es aquel que no ofrece la seguridad que cabe
legítimamente esperar (por ejemplo, alimento en mal estado que provoca una intoxicación; coche al que
no le funcionan los frenos o el airbag; mechero que explota al ser encendido, botella de gaseosa que
estalla sin ser manipulada…). El sujeto responsable —contra el cual puede dirigirse la víctima— es
fundamentalmente el fabricante del producto (art. 138 en relación con art. 5 TRLC), si bien cuando el
producto ha sido fabricado fuera de la Unión Europea el sujeto responsable es el importador (cuando no
se conoce el fabricante responde subsidiariamente el proveedor). El perjudicado debe probar el defecto,
el daño y la relación de causalidad entre ambos (art. 139 TRLC). Dándose tales requisitos el «productor»
deberá responder ante la víctima salvo que concurra alguna de las causas de exoneración previstas en el
artículo 140 TRLC. En cuanto al alcance de la indemnización, los daños personales se indemnizan a todo
perjudicado (sea empresario, profesional, consumidor…) pero los daños materiales sólo se indemnizan a
los consumidores (art. 129.1). De acuerdo con el artículo 128.2 TRLC el régimen de responsabilidad
previsto en el TRLC no impide a la víctima acudir, si lo prefiere, a las reglas generales de responsabilidad
(arts. 1.902 ss.)

4. LA RESPONSABILIDAD POR HECHO AJENO

4.1. CUESTIONES GENERALES

Junto a la regla general del artículo 1.902 C.c., de responsabilidad por hecho propio, el Código civil
recoge varios supuestos en los que la obligación de responder por el daño causado surge en un sujeto
distinto al autor material del daño. Esta solución es la prevista para una serie de situaciones en las que
existe algún tipo de relación de dependencia o de subordinación entre el causante del daño y el sujeto
responsable (por ejemplo, padres por daños ocasionados por sus hijos; titulares de centros docentes, por
los hechos dañosos de sus alumnos; empresarios por los daños de sus trabajadores). Se habla en estos
casos de responsabilidad por hecho ajeno, que aparece regulada en el artículo 1.903 C.c. En todos estos
supuestos, el perjudicado puede demandar directamente al responsable por hecho ajeno del artículo
1.903 C.c., sin necesidad de demandar también al responsable por hecho propio (esto es, al sujeto que
causó realmente el daño). Por tanto, se trata de una responsabilidad directa que, como se verá a
continuación, puede llegar a concurrir con la del artículo 1.902 C.c.
El fundamento que motiva el deber de responder del sujeto responsable (al margen de la relación que
le une con el agente causante del daño), es su propia culpa por no prevenir el daño, bien porque no ha
vigilado o controlado adecuadamente al agente (culpa in vigilando), porque no ha sabido elegir
correctamente a este sujeto (culpa in eligendo) o porque, como sucede en los centros docentes, no ha
sabido organizar adecuadamente las actividades educativas. En definitiva, pues, los supuestos recogidos
en el artículo 1.903 C.c., constituyen casos de responsabilidad por hecho ajeno pero por culpa propia. Al
tratarse de una responsabilidad por culpa, el párrafo final del artículo 1.903 C.c. permite que estos
sujetos se puedan exonerar de responsabilidad acreditando haber actuado con la diligencia de un buen
padre de familia para prevenir el daño. Así pues, aquí es el Código civil y no la jurisprudencia el que
establece la inversión de la carga de la prueba. Sin embargo, la jurisprudencia difícilmente admite la
prueba de la diligencia, lo que ha provocado la objetivación del sistema de responsabilidad por hecho
ajeno, ya que en la práctica casi nunca es posible que el responsable pueda exonerarse demostrando que
no actuó con culpa.
Los supuestos en que se admite esta responsabilidad aparecen enumerados en los distintos apartados
del artículo 1.903 C.c. Aunque no existe unanimidad doctrinal al respecto, según la mayoría de los
autores, el artículo 1.903 C.c. prevé un elenco de supuestos tasados, de manera que, en principio, son los
únicos casos en los que se puede exigir responsabilidad por hecho ajeno. Sin embargo, en la práctica se
ha admitido la aplicación analógica de este precepto a otros supuestos en los que existe igualmente una
relación de subordinación o de particular custodia o vigilancia con lo que en realidad se aplica el artículo
1.903 a casos no previstos en dicho precepto.

4.2. RESPONSABILIDAD DE LOS PADRES POR LOS DAÑOS OCASIONADOS POR LOS HIJOS QUE ESTÉN BAJO SU GUARDA

De acuerdo con el artículo 1.903.2 C.c., los padres responden por los daños causados por los hijos que
se encuentren bajo su guarda ya que, en principio, los propios menores no pueden responder por ser
inimputables o incapaces de culpa civil. Muy similar a este caso es el que se prevé en el siguiente
apartado: responsabilidad de los tutores por los daños causados por los menores o incapacitados que
estén bajo su autoridad y habiten en su compañía (condiciones ambas que han de darse de forma
concurrente).
Respecto a la responsabilidad de los padres, el único requisito que se exige es que se trate de un hijo
menor no emancipado que se encuentre bajo la guarda del padre o madre. Es decir, que esté bajo su
control, aunque cuando se produzca el daño no estuvieran presentes los padres por estar trabajando (STS
de 22 de enero de 1991). En caso de padres divorciados, se considera responsable al progenitor custodio,
salvo que el menor cause el daño cuando se encontraba con el otro en cumplimiento del régimen de
visitas. Cuando el menor esté bajo tutela, para que el tutor resulte responsable, el artículo 1.903 C.c.
exige expresamente la convivencia con el tutelado autor del daño. Esto debe interpretarse de forma
amplia y en el caso en que existan varios tutores, la responsabilidad se compartirá entre ellos.
Tradicionalmente se ha señalado la culpa in vigilando o in educando como fundamento de la responsabilidad de los
padres, aunque tal fundamento se debilita cuando el hijo va creciendo, pues el adecuado desarrollo de la personalidad de los
menores exige disminuir su vigilancia a medida que crecen e ir concediéndoles progresivamente una mayor esfera de
libertad. Por ello precisamente, la doctrina se ha cuestionado si, además de los padres y tutores, el propio menor puede ser
responsable a través del artículo 1.902 C.c., si es civilmente imputable. Es decir, si tiene una edad y grado de madurez que le
permiten comprender las consecuencias de sus actos. Tal posibilidad ha sido admitida por la jurisprudencia, aunque de
forma aislada (por ejemplo, en la STS de 8 de marzo de 2002: adolescente de 17 años que propinó un balonazo a una niña,
que le provocó la pérdida de visión de un ojo). Aunque habitualmente los menores son insolventes, la determinación de esta
cuestión puede tener importantes repercusiones cuando el menor tenga patrimonio y sus padres, por el contrario, carezcan
de él. En tales circunstancias, a la víctima le convendrá más demandar al menor. Tratándose de «grandes menores» (esto es,
menores que ya tienen capacidad para valorar las consecuencias de sus actos), una parte de la doctrina considera que el
menor deberá responder solidariamente junto con sus padres.
Lo mismo puede afirmarse respecto al incapacitado, que, según estos autores, si es civilmente imputable (es decir, puede
comprender las consecuencias de su actuación) deberá responder personalmente frente a la víctima.

4.3. RESPONSABILIDAD DE LOS TITULARES DE CENTROS DOCENTES POR LOS DAÑOS CAUSADOS POR LOS ALUMNOS
MENORES DE EDAD

El artículo 1.903.5 C.c. prevé la responsabilidad de los titulares de centros docentes privados por los
daños causados por los alumnos menores de edad durante el período en que se hallaren bajo la vigilancia
del profesorado y realizando actividades escolares, extraescolares o complementarias (por ejemplo, en el
transporte escolar, en una excursión fuera del colegio o en el comedor). Así pues, durante las horas del
período escolar, la responsabilidad de los padres se traslada al titular del centro docente, por una especie
de delegación de la obligación de guarda y custodia de los padres al centro.
En el plano jurisprudencial, una de las cuestiones que más problemas ha suscitado es la relativa a los
daños ocasionados en horarios no lectivos, durante los que los alumnos se hallen aún bajo la supervisión
del centro (por ejemplo, inmediatamente después de que termine el colegio y antes de ser recogidos por
sus padres). La STS de 3 de diciembre de 1991 flexibilizó la interpretación del artículo 1.903.5 C.c.,
entendiendo que el centro debía responder por daños causados después de terminada la jornada escolar
«antes de ser recogidos o trasladarse a sus domicilios».
De igual forma, en numerosas sentencias sobre responsabilidad de centros docentes se plantea la
posible concurrencia de caso fortuito, circunstancia alegada frecuentemente por estos centros para
eximirse de responsabilidad. La determinación de esta cuestión no es sencilla, pues la actuación de los
menores (sobre todo, los de corta edad), resulta en muchas ocasiones imprevisible, por lo que le ha
correspondido a la jurisprudencia, a través de una serie de criterios (edad del menor, grado de
peligrosidad de la actividad educativa desarrollada, etc.), acotar los casos en que concurre caso fortuito
en este ámbito. Entre otras muchas, han exonerado de responsabilidad al centro docente por apreciarse
caso fortuito debido a la ausencia de riesgo o peligro en la actividad desarrollada la STS de 28 de
diciembre de 2001 —niña herida al soltar otra niña el extremo de la comba— o la STS de 27 de
septiembre de 2001 —lesiones sufridas por una niña como consecuencia de una caída jugando al «tren
chu-chu»—.
Para que opere esta responsabilidad han de concurrir básicamente dos requisitos: que se trate de un
alumno menor de edad (es decir, de primaria o secundaria; los alumnos mayores de edad responderán de
sus propios actos por el art. 1.902 C.c.) y que el daño se ocasione durante una actividad escolar o
extraescolar (es decir, en cualquier actividad organizada por el centro: talleres, excursiones, etc.). El daño
del que se responde no es sólo aquel que se ocasione a un tercero (a otro alumno, a personal que trabaja
en el centro), sino también el que se cause el propio alumno así mismo (autolesiones). Además, ha de
tratarse de un centro privado o concertado, porque si el centro es público las normas aplicables serán las
de la responsabilidad de la Administración pública (arts. 32 y ss. Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del
Sector Público).
El titular del centro responde no sólo por los daños que ocasionen los menores, sino también por los causados por los
profesores del centro a los alumnos o a terceros. En estos casos, su responsabilidad es como la de cualquier otro empresario
(ex art. 1.903.4 C.c.) (véase infra, epígrafe 4.4), por lo que si el centro docente es declarado responsable, éste contará con la
posibilidad de ejercitar contra el maestro la acción de regreso, siempre que éste hubiera actuado con dolo o culpa grave en
el ejercicio de sus funciones (art. 1.904.2 C.c.).

Cuando el daño se produce en un centro docente, la víctima podrá dirigirse contra el titular del centro
docente por la vía del artículo 1.903.5 C.c. y también contra el profesor por la vía del artículo 1.902 C.c.
(cuando concurra su culpa o negligencia), pero en ningún caso podrá obtener una doble indemnización,
porque ello supondría una contravención del principio de enriquecimiento injusto. Como ya se ha dicho,
resulta más discutible que la víctima pueda dirigirse también contra los «grandes menores» (menores
imputables, es decir, menores con capacidad para entender las consecuencias de sus actos) a través del
artículo 1.902 C.c.
En cualquier caso, parece que la víctima no puede demandar a los padres, debido a la previa delegación
de la guarda y custodia al centro docente. De hecho, en la jurisprudencia pueden encontrarse casos en los
que, aunque podría apreciarse cierta concurrencia de causas o de culpas de los padres y del centro
docente, se termina apreciando responsabilidad exclusiva de este último, por producirse los hechos
durante el horario escolar.
Esto sucede en la STS de 10 de diciembre de 1996, que resuelve el caso de una niña de corta edad que, durante una
discusión, lesiona a otro menor con un broche punzante que llevaba en su ropa. Aunque probablemente resulte inadecuado
que una niña de tan corta edad llevara en su vestimenta un objeto potencialmente peligroso, el tribunal condenó en
exclusiva al centro docente, por no haber desplegado la vigilancia necesaria para evitar que se produjera el daño.

Sin embargo, en los últimos tiempos varias sentencias de Audiencias Provinciales hacen responsables
también a los padres de los daños ocasionados por los menores en el centro escolar, sobre la base de la
denominada culpa in educando (incorrecta educación recibida en casa) achacable a los progenitores (por
ejemplo, SAP Alicante, de 10 de diciembre de 2009; SAP Sevilla, de 30 de noviembre de 2007, y SAP
Barcelona, de 23 de marzo de 2006).

4.4. RESPONSABILIDAD DEL EMPRESARIO POR LOS HECHOS DE SUS DEPENDIENTES

El párrafo 4.º del artículo 1.903 C.c. consagra la responsabilidad de los comerciantes y empresarios por
los daños ocasionados por sus empleados o dependientes en el servicio de los ramos en los que estuvieran
empleados o con ocasión de sus funciones. Aunque en un principio se situó el fundamento de la
responsabilidad del empresario en una culpa in eligendo o in vigilando, posteriormente la doctrina señala
como fundamento de esta responsabilidad, el riesgo creado con el ejercicio de una determinada actividad.
De hecho, la jurisprudencia tiende a objetivar esta responsabilidad a la hora de la posible prueba de
exoneración de la culpa, por lo que la exoneración del empresario en estos casos es muy poco frecuente.
Para que opere esta responsabilidad, han de concurrir los requisitos siguientes:

— Existencia de una relación de dependencia entre el empresario responsable y el causante del daño.
Ahora bien, no es necesario que exista un contrato laboral entre ellos, sino tan sólo que el causante del
daño se encuentre sometido a la autoridad empresarial y siga sus instrucciones en el trabajo.
— Que el daño se haya producido con ocasión del desempeño de sus obligaciones y servicios. Tal
requisito permite excluir la responsabilidad por los daños cometidos fuera de las horas de servicio.
— El daño ha de haber sido ocasionado por culpa o negligencia del empleado, pues resulta admitido
que el sujeto responsable en virtud del artículo 1.903 C.c. no puede responder en aquellos casos en que el
causante material del daño tampoco respondería ex artículo 1.902 Cc. Sin embargo, este requisito queda
a veces diluido en la práctica, porque con frecuencia no puede identificarse al concreto dependiente que
actuó negligentemente. No obstante, no por ello se exonera el empresario, ya que, en tal caso, se le hace
responder por las deficiencias en la organización de su empresa.

La acción contra el empresario es directa (es decir, no se necesita exigir previamente la responsabilidad
del autor del daño). Por último, de acuerdo con el artículo 1.904 C.c., el empresario que pague el daño
causado por sus dependientes está facultado para repetir de éstos la cantidad total que hubiese satisfecho
o la cantidad que corresponda, en proporción a su contribución en la producción del daño.
TEMA 13
DERECHOS REALES Y REGISTRO DE LA PROPIEDAD
SARA MARTÍN SALAMANCA
Universidad Carlos III

1. LAS COSAS Y LOS BIENES

1.1. CONCEPTOS

La disciplina denominada «Derechos reales» también se denomina «Derecho de cosas», precisamente


porque los derechos reales consisten en la atribución de un poder (determinado, en cada, caso por un haz
de facultades específicas) sobre la cosa objeto de tal derecho, independiente de relaciones con otras
personas (a diferencia del derecho de crédito, en el que la satisfacción de acreedor proviene de la
conducta de una persona), y que goza de protección absoluta frente a todos. Por ello se dice también, en
modo muy críptico, que el Derecho de cosas consiste en la atribución de bienes a personas determinadas.
Parte de la doctrina se ha mostrado partidaria de delimitar qué son cosas y qué son bienes. En uno de
sus posibles significados, «bien» es todo aquello susceptible de producir utilidad o beneficio, un elemento
patrimonial activo (arts. 667 y 668 C.c.: «acto por el cual una persona dispone para después de su muerte
de todos sus bienes o parte de ellos […]»; «el testador puede disponer de sus bienes a título de herencia o
legado […]»; artículo 747 C.c.: «si el testador dispusiera del todo o parte de sus bienes para sufragios y
obras piadosas en beneficio de su alma […]»; artículo 806 C.c.: «legítima es la porción de bienes…»). Pero,
yendo más allá, bien con trascendencia jurídica es solamente aquella utilidad que pueda resultar
apropiable.
Por ello, se dice, no son bienes en sentido jurídico el sol, las nubes, los sonidos, el aire o las ideas comunes, por ejemplo.
Por distintos motivos (por imposibilidad material, por constituir bienes comunes de la humanidad, etc.) no son apropiables.

Las cosas, en cambio, se identifican habitualmente como bienes tangibles y corporales (por ejemplo, un
animal, una planta, un automóvil). Son un tipo de bienes, pero no agotan la categoría. Precisamente por
ello, existen bienes inmateriales.
Por ejemplo, son bienes inmateriales la creatividad que protege el derecho de propiedad intelectual o la inventiva que
protege la propiedad industrial. En sí, se dice, tanto la «obra» como el «invento», en sí mismos, son inmateriales, por más
que luego acaben concretándose en algún tipo de realidad corporal. Así, la idea de la novela se plasma en las líneas del libro
que se escribe; pero la creación misma, el bien protegido, es inmaterial; el objeto material «libro» es sólo su corporeización.

En definitiva, el concepto de bien es más amplio que el de cosa. Y, por otra parte, el Derecho toma el
concepto de cosa del mundo exterior y lo interrelaciona con el concepto de bien, para configurarlo como
objeto de relaciones jurídicas.
Se ha visto ya en los casos de derechos de crédito, cuando, por ejemplo, se aludía a las obligaciones de «dar» una cosa. Se
verá con más detalle en los derechos reales, que recaen directamente sobre «las cosas».

Pero la distinción no es tan neta y la tarea de diferenciar bienes y cosas no es sencilla. Por una parte,
en el Código civil a veces se emplean ambos conceptos como sinónimos o íntimamente relacionados (así,
por ejemplo, el art. 333 C.c.). Ello ha llevado a una notable parte de la doctrina a mantener que,
jurídicamente, no es posible diferenciarlos. Por otra, el Código no nos proporciona una definición ni de
cosas ni de bienes. De tal modo que sólo nos queda hacer una deducción de los supuestos en los que el
Código distingue o parece distinguir. Por ello, en conclusión, dentro de este trabajo, manejaremos ambos
como términos equivalentes.

1.2. TIPOLOGÍAS

El Código civil clasifica las cosas con distintos criterios. Y así habla de cosas consumibles y no
consumibles; simples y compuestas; fungibles y no fungibles; específicas y genéricas; divisibles e
indivisibles; en el comercio o fuera del comercio; muebles e inmuebles.

A) Cosas consumibles y cosas no consumibles

La distinción se plantea en el artículo 337 C.c., aunque este precepto lo hace erróneamente, porque
define la «cosa consumible» pero la identifica con las «cosas fungibles». De acuerdo con el artículo 337
cosas consumibles (a las que denomina erróneamente fungibles) serían aquellas cosas de las que no
puede hacerse uso adecuado a su naturaleza sin que se consuman. Así por ejemplo, una barra de pan o el
dinero. En cambio, un cuadro puede considerarse no consumible; por más personas que lo contemplen,
esto no lleva a su desgaste ni a su destrucción. La consumibilidad no se reduce a la destrucción física de
la cosa; basta con que se transforme o se desplace, como ocurre con el dinero, del que se pierde su
titularidad cuando lo empleamos para lo que es su fin natural. En definitiva, se apela también a una
consumibilidad «jurídica».
Dado que la cosa consumible desaparece de modo inmediato con su primer uso, por definición, existe una tercera
categoría de cosas, las «deteriorables», que son aquellas que no experimentan este efecto, pero que se «van desgastando»,
y, por tanto, perdiendo valor, a través de su uso habitual (por ejemplo, un automóvil).
A ellas se refiere el Código civil cuando, en los artículos 481 y 482, refiriéndose al usufructo establece que «si el usufructo
comprendiera cosas que sin consumirse se deteriorasen poco a poco por el uso…».
En estos casos, la doctrina se divide y se discute si tratarlas como cosas consumibles, como no consumibles, o bien como
un tertium genus, que necesitaría una regulación propia y diferente. La doctrina más moderna considera que son
simplemente una variante de las cosas no consumibles, ya que, en realidad, todas las cosas que proporcionan una utilidad se
desgastan y acaban por perder valor económico (a veces más deprisa, a veces más lentamente).

B) Cosas corporales e incorporales

Son cosas corporales las que tienen una entidad material y esto las permite ser perceptibles por los
sentidos (por ejemplo, una mesa, un árbol). En esta acepción el término «cosa» coincide con el sentido
que se le atribuye habitualmente. Sin embargo jurídicamente se admite también la existencia de cosas (o
bienes) «incorporales». Son incorporales las energías (por ejemplo, energía eléctrica, eólica, etc.), el
espacio aéreo, una creación artística (distinta de la manifestación corporal de la misma que puede ser, por
ejemplo, un libro).

C) Cosas simples y cosas compuestas

Las cosas simples constituyen una unidad en sí mismas. Las compuestas o complejas son las que
resultan de la unidad de dos o más cosas entre sí, que conservan su individualidad, pero que se
consideran globalmente bajo algunos aspectos, en vista del destino al que sirven.
Serían cosas compuestas, por ejemplo, los bienes muebles de uso ordinario afectos al servicio de un inmueble (las vajillas,
los electrodomésticos…). También lo serían el conjunto de animales que integra un rebaño. Este último es un ejemplo de
universalidad o conjunto de cosas en las que ninguna está al servicio de las otras, pero que guardan entre sí un vínculo de
explotación o uso.

En caso de que las cosas integrantes de la compuesta perdiesen su identidad o individualidad,


participan del trato jurídico de la cosa compleja (así, los cables y circuitos que integran un teléfono,
jurídicamente no son cosa distinta del teléfono).

D) Cosas fungibles y cosas no fungibles

Cosas fungibles son aquellas que pueden sustituirse o reemplazarse por otras semejantes. Así, por
ejemplo, un coche modelo X, sin matricular. Si se ha contratado la entrega de un automóvil sólo con estas
características, serían perfectamente intercambiables entre sí todos los de la misma serie. Lo mismo para
todo tipo de objetos fabricados en serie y considerados sólo como parte de esa serie (así, la ropa que no
pertenece a líneas exclusivas ni reducidas, ni hechas a medida, sino que se confecciona en serie). También
son cosas fungibles el trigo, el vino, el aceite, en tanto se las considere sin más, identificándolas sólo por
su pertenencia a un género.
Las cosas no fungibles, por el contrario, son las que se consideran en el tráfico jurídico por cualidades
individuales. Siguiendo el ejemplo anterior, el mismo coche, una vez matriculado, incluye ya una perfecta
individualización y, por ejemplo la entrega convenida del mismo no podría ser sustituida por la entrega de
otro del mismo tipo y modelo pero con una matrícula diferente. También sería no fungible un retrato
determinado, una antigüedad específica, etc.
El Código civil se refiere a las cosas fungibles en el artículo 337, pero, la doctrina, unánimemente, ha interpretado que lo
hace erróneamente, porque, refiriéndose a cosas «fungibles», las describe como «consumibles» (ya vistas).

Aunque el Código civil no se exprese en concreto sobre el dinero y su naturaleza, podría decirse que
éste es el bien fungible por excelencia, a juzgar por su comportamiento en el tráfico (que también se
refleja en algunos preceptos como los arts. 1.740, 1.753, 1.754 y 110 C.c., y en la propia jurisprudencia,
STS de 14 de noviembre de 1950).
Por último, en relación con las cosas fungibles y no fungibles, con frecuencia se establece la distinción
entre cosas genéricas y cosas específicas. Son genéricas las cosas que no aparecen determinadas
individualmente, y que, por lo tanto, se identifican por su pertenencia a un género (en relación «a su peso,
número o medida», art. 1.452 C.c, por ejemplo). La cosa específica, en cambio, es la que queda designada
por sus caracteres, que la distinguen de cualquier otra de la misma especie y género. Así entendidas,
parecen corresponderse con las cosas fungibles y no fungibles, respectivamente. Sin embargo, la
clasificación que opone cosas específicas y cosas genéricas, atiende siempre al modo en que las partes de
un negocio configuran el objeto del mismo. Y, por ello, no es tanto que, objetivamente, esas cosas reúnan
tal condición (la de ser intercambiables entre sí), sino que el contrato en el que, por ejemplo, se pacte la
entrega de algo, ese «algo» sea definido contractualmente bien genéricamente, bien específicamente. Por
ejemplo, los cuadros pintados por el pintor X, de renombrada fama, no son idénticos en sus características
ni en principio intercambiables entre sí (no es lo mismo un paisaje, que una marina, que un bodegón). Es
decir, no cabe considerarlos objetivamente como cosas fungibles. Sin embargo, nada impide que un
comprador interesado en poseer un cuadro de ese pintor (cualquiera que éste sea) pacte con una galería
de arte la compra de un cuadro de la colección de dicho pintor. En tal caso, aun no siendo la cosa objeto
del contrato (el cuadro) en sí misma fungible, se determina por su pertenencia a un género (haber sido
pintada por X), y cabe considerarla como «genérica».
La diferenciación entre cosa genérica y específica es relevante porque el régimen en cuanto al
cumplimiento es diferente.
En este sentido, el Código determina que, cuando el deudor se compromete a entregar una cosa genérica —salvo que se
haya pactado otra cosa— se libera entregando la de calidad media (art. 1.167 C.c.). O que, tratándose de obligación de
entregar cosa genérica, la destrucción de las que tuviera en su poder no determina la extinción de la obligación, porque se
considera que seguirán existiendo en el mercado otras, del mismo género, aunque no estuvieran en su poder, y, por lo tanto,
sigue estando en condiciones de cumplir (art. 1.182 C.c., a contrario). Muy por el contrario, la obligación queda extinguida si
se trata de entregar una cosa determinada y ésta se pierde o destruye, sin culpa del deudor y antes de haberse éste
constituido en mora (art. 1.182 C.c.) (vid. supra Tema 8, epígrafe 2.2).

En definitiva, la clasificación, en realidad, debe referirse mejor a las obligaciones (obligaciones


específicas, obligaciones genéricas), y no a las cosas.

E) Cosas divisibles e indivisibles

Las cosas divisibles son aquellas que al fraccionarse resultan en porciones que mantienen la misma
naturaleza y función del todo, y su valor puede definirse como proporcional al del todo.
Así, la barra de pan que se divide en cinco raciones, continúa manteniendo su función y naturaleza, aunque el valor de
cada porción no pueda ser sino proporcional al de la barra entera de pan. Igualmente la finca que se divide en propiedades
más pequeñas.
En cambio, no resulta divisible el caballo de carreras, o el automóvil. Su descomposición en partes no genera realidades
que por sí puedan mantener la utilidad de la cosa.

El Código alude a esta distinción cuando se refiere a las cosas que pertenecen a una comunidad de
titulares y a la posibilidad que estos tienen de solicitar la «división» de la cosa común (arts. 401 y 404
C.c.). En estos casos, el hecho de que la cosa pueda ser indivisible (o resultar inservible para el uso al que
se destina en caso de dividirse, ex art. 401 C.c.) supone un obstáculo que requiere una reglamentación
específica (vid. infra, Tema 14, epígrafe 2, sobre la comunidad de bienes).
Precisamente por ello, el Código civil, en estos casos prevé que o bien los comuneros acuerdan que la cosa sea adjudicada
a uno de ellos (abonando a los demás la indemnización correspondiente), o, en su defecto, se venda a un tercero y se reparta
el precio.

En todo caso, la indivisibilidad puede tener distintos orígenes:

a) El físico o material: que es el que hemos visto en los apartados anteriores.


b) El legal: así sucede en Derecho agrario, donde al establecerse unidades mínimas de cultivo, aun
cuando materialmente fuera factible continuar dividiendo una parcela, se prohíbe hacerlo por debajo de lo
tasado legalmente para evitar que existan fincas de extensión demasiado reducida.
c) El voluntario: a veces serán las partes las que hayan considerado como indivisible un bien que
jurídicamente habría de estimarse divisible (así, por ejemplo, el art. 400.2 C.c. consagra la admisibilidad
del pacto de conservar la cosa indivisa).

F) Cosas en el comercio y cosas fuera del comercio

Podría decirse que el Ordenamiento parte de la idea de que las cosas son objeto de derechos y, por ello,
susceptibles de negocio. Están, por tanto, dentro del comercio de los hombres. En cambio, en casos
puntuales, la Ley prohíbe el comercio de algunas cosas, y, por lo tanto, su intercambio de un patrimonio a
otro. A ellas se suman las cosas que, por naturaleza, no son susceptibles de apropiación singular, y, por
tanto, también están fuera del comercio.
A esta distinción no se refiere expresamente el Código civil, pero sí excluye de la contratación (art.
1.271) las que están fuera del comercio de los hombres.
Así, son cosas fuera del comercio las que son comunes a todos y, por tanto, no son susceptibles de apropiación, como se
deduce del artículo 333 C.c. (el aire, la luz), los bienes de dominio público a los que se refiere la propia Constitución (el art.
132 CE enumera las playas, el mar territorial, la zona marítimo-terrestre, los recursos naturales de la zona económica y la
plataforma continental); los objetos cuyo tráfico está prohibido (como los órganos del cuerpo humano, los cadáveres o las
drogas).

G) Cosas muebles y cosas inmuebles

La distinción se recoge en el artículo 333 C.c., aunque, éste es uno de los preceptos en los que los
términos «bien» y «cosa» se utilizan como intercambiables por el legislador. El artículo 333 C.c. establece
que «todas las cosas que son o pueden ser objeto de apropiación se consideran como bienes muebles o
inmuebles». Pero en realidad, son los artículos 334 y 335 los que nos permiten extraer los rasgos de unos
y otros.
Con un criterio inicialmente naturalista, puede decirse que las cosas inmuebles se caracterizan (por
oposición a las muebles) porque no pueden moverse o desplazarse sin detrimento de su materia, sustancia
o identidad (art. 334.1 C.c.). Éstos son los llamados bienes o cosas inmuebles por naturaleza (suelo y
subsuelo; minas, canteras, escoriales, aguas vivas o estancadas). Pero, junto a las que cumplen esta
condición, el mismo artículo 334 C.c. enumera una lista de cosas que merecen la calificación de
inmuebles, aunque no se acomoden exactamente a lo dicho, precisamente por estar ligadas a los
inmuebles en sentido estricto con un vínculo que requiere, en algún extremo, extender también a ellas el
régimen del bien inmueble. Así ocurre con:

a) Las cosas inmuebles por destino. Todas las cosas que, sin ser inmuebles, desempeñan o están
llamadas a desempeñar, de manera estable, una función de servicio respecto a un inmueble por
naturaleza.
El Código enumera las estatuas, relieves, pinturas, objetos de ornamentación colocados en edificios o heredades, de tal
modo que se revele el propósito de unirlos de modo permanente al fundo; máquinas, vasos, instrumentos o utensilios
destinados a la industria o explotación que se realice en un edificio o heredad y que concurran a satisfacer las necesidades
de la explotación; viveros de animales o criaderos, cuando el propósito de su colocación sea formar parte de ella de modo
permanente; abonos de cultivo que estén en la tierra o heredad donde han de utilizarse; diques y construcciones destinados
a permanecer en un punto fijo de un río, lago o costa.

b) Las cosas inmuebles por analogía. El Código las menciona en el apartado 10 del artículo 334 (se
refiere a concesiones administrativas y derechos reales que recaigan sobre bienes inmuebles). No son
«cosas», sino «derechos» (por ejemplo, derecho de usufructo, derecho de servidumbre, etc., vid. infra
epígrafe 2 de este mismo tema), pero recaen sobre bienes inmuebles y, por ello, la Ley los somete a su
mismo régimen, por ejemplo, a efectos de forma o capacidad para constituirlos o transmitirlos.
c) Las cosas inmuebles por incorporación. Son todas las unidas al inmueble por naturaleza de manera
fija y en modo que no pueden separarse de ella sin quebrantamiento de la materia o deterioro del objeto.
Lo son, por ejemplo, los caminos, los edificios y todo tipo de construcciones, ciertos elementos
incorporados al edificio como por ejemplo, los ascensores del mismo edificio; los árboles, las plantas y sus
frutos.

Fuera de ello, la Ley delimita como muebles las cosas que no estén comprendidas en la relación
anterior. Atendiendo, a la clasificación más general (y natural) de las cosas inmuebles, puede decirse que
serán cosas muebles, con carácter general, las que sí se pueden transportar o separar sin menoscabo de
la cosa inmueble a la que estuvieran unidas, en su caso. También, por exclusión, se consideran bienes
muebles los derechos de crédito.

2. LOS DERECHOS REALES: CONCEPTO Y CARACTERES


El derecho real es un tipo de derecho subjetivo, y, por tanto, responde a la condición de ser un ámbito
de poder que la Ley reconoce a la persona sobre el mundo que le circunda. Los derechos subjetivos, a su
vez, se dividen en derechos de crédito u obligaciones y derechos reales.
Los derechos de crédito, como ya sabemos, reconocen a su titular un ámbito de influencia consistente
en poder exigir de otra persona un determinado comportamiento (un «hacer», un «no hacer», un «dar» o
un «no dar»). Así, por ejemplo, cuando A presta dinero a B, B puede exigir la restitución de lo prestado,
más los intereses que hubieran pactado, en su caso. Si A compra una casa a B, puede exigirle la entrega
de la casa comprada, etc.
Los derechos reales, en cambio, recaen directamente sobre una cosa, de tal modo que la satisfacción
del interés de su titular se colma con el ejercicio de los poderes sobre la cosa que le confiere el derecho
real. Por ejemplo, el usufructuario es titular de un derecho de uso y percepción de los frutos de una finca.
Su interés se satisface directamente sobre la cosa, con la posibilidad de disfrutar libremente de las
facultades que tal derecho le otorga sobre el terreno. No necesita, por tanto, que medie la conducta de
otra persona.
Con base en lo anterior, los derechos reales se caracterizan:

1) Por conferir una esfera de poder directa e inmediata sobre una cosa (carácter inmediato): rasgo
elemental si tenemos en cuenta que el interés de su titular se satisface precisamente por el ejercicio de
tal poder, sin requerir ulteriores conductas de otras personas.
2) El derecho real se protege con acciones frente a cualquier tercero, frente a todos (carácter
absoluto). Se dice que es oponible erga omnes. Por el contrario, en sede de derechos de crédito, hablamos
de derechos relativos, en tanto que, el acreedor sólo puede dirigirse contra su deudor para cobrar la
cantidad que éste le debe, por ejemplo. En cambio, al titular de un derecho real (por ejemplo, el
propietario de una finca) puede inquietarlo o perturbarlo cualquiera que no respete el ámbito de exclusiva
(y, por tanto, de exclusión) que el ordenamiento le reconoce sobre una cosa (por ejemplo, cualquiera que
entre en su finca sin permiso).
3) Esta última característica se vincula a un rasgo que sólo se predica de los derechos reales: su
reipersecutoriedad. La reipersecutoriedad hace referencia al hecho de que el derecho real sigue a la cosa
(la «persigue») allá dónde se encuentre. Es decir, en cualquier lugar y bajo cualquier poseedor donde la
cosa se halle, yo, titular de un derecho real sobre tal cosa, puedo hacerlo valer si alguien intenta oponerse
a él. Así, si A es titular de un derecho de usufructo sobre una cosa, lo mantendrá y podrá oponerlo aunque
la cosa cambie de dueño.

3. CLASES DE DERECHOS REALES


No todos los derechos reales son idénticos ni proporcionan las mismas utilidades. Tomando esto en
cuenta, pueden establecerse diferentes tipos o clases de derechos reales. La clasificación más importante
es la que distingue entre derechos reales plenos y derechos reales limitados. A su vez, estos últimos, se
dividen en: derechos reales de goce; derechos reales de garantía y derechos reales de adquisición
preferente.

3.1. DERECHOS REALES PLENOS: LA PROPIEDAD

Cuando el derecho real confiere a su titular un poder pleno sobre la cosa esto significa que sus
facultades alcanzan un señorío total sobre la cosa; el más amplio posible. En Derecho español sólo el
derecho de propiedad confiere este poder. El artículo 348 C.c. define el derecho de «propiedad» o
«dominio» como «el derecho a gozar y disponer de una cosa sin más limitaciones que las establecidas en
las leyes».
No obstante, «pleno» no significa «ilimitado». Las leyes pueden señalarle limitaciones, como le ocurre
al derecho de propiedad en relación con la «función social», que, en definitiva, se explica en el hecho de
que, dado que los bienes sobre los que puede recaer este derecho real pueden tener un valor importante
para la colectividad, el ordenamiento antepone precisamente el interés de la colectividad al del
propietario en determinadas circunstancias. Por ejemplo, el mismo artículo de la Constitución Española
que reconoce el derecho a la propiedad (art. 33), permite su privación en los casos en que se haga precisa
una «expropiación forzosa» por causa de utilidad pública, garantizando siempre al dueño «expropiado»
una indemnización denominada «justiprecio».

3.2. DERECHOS REALES LIMITADOS

Son derechos reales limitados los que recaen sobre una cosa que es propiedad de otra persona. Por
este motivo también se llaman derechos reales en cosa ajena. Así, por ejemplo, el derecho que me
concede una servidumbre de paso a atravesar un predio del que no soy propietario. También se llaman
«derechos reales limitativos del dominio», porque «comprimen» o limitan el dominio, al quedar el
propietario privado de ciertas facultades, que, precisamente, son las que transmite al titular del derecho
real limitado. Por ello, a diferencia de los derechos reales plenos, conceden sólo una parte de las
utilidades que pueden extraerse de una cosa. Los derechos reales limitados, a su vez, pueden clasificarse
de la siguiente manera:

A) Derechos reales de goce

Proporcionan a su titular la facultad de utilizar y disfrutar total o parcialmente de la cosa sobre la que
recaen. Pueden recaer sobre bienes muebles o inmuebles. Son derechos reales de goce:

a) El derecho de usufructo (art. 467 C.c.): permite usar y disfrutar, es decir, obtener los frutos de una
cosa ajena (por ejemplo, cultivar una finca ajena y recoger su cosecha). Dentro de esa facultad de uso y
disfrute se encuentra la posibilidad de alquilar el bien usufructuado, percibiendo las rentas del alquiler
(que tienen la consideración de «fruto»). El usufructuario, no obstante, tiene la obligación de conservar la
forma y la substancia de la cosa sobre la que recae el usufructo, de modo que no podrá realizar cambios
en ella que atenten contra este principio (por ejemplo, si se trata de una finca de cultivo, no podrá el
usufructuario edificar en ella una casa rural). El usufructo puede recaer sobre bienes muebles o
inmuebles. El propietario del bien sobre el que se constituye un derecho de usufructo se denomina «nudo
propietario» (denominación que alude al hecho de que el propietario, al quedar desprovisto de las
facultades de uso y disfrute, mantiene sólo la propiedad «desnuda»).
b) El derecho de uso (art. 524.1 C.c.): difiere del derecho de usufructo porque la obtención de los frutos
permitida queda circunscrita a los que necesite «el usuario y su familia». Es una especie de «usufructo
limitado» y se da muy escasamente en la práctica.
c) El derecho de habitación (art. 524.2 C.c.): otorga el derecho a ocupar en una casa ajena las piezas
necesarias para su titular y las personas de su familia.
En caso de fallecimiento de una persona que convive con un hijo discapacitado, la ley otorga a este último un «derecho de
habitación» que le permite continuar residiendo en esa vivienda (art. 822.II C.c.).
d) El derecho de servidumbre (art. 530 C.c.): según el Código civil, es un gravamen impuesto sobre un
inmueble (que se denomina predio sirviente) en beneficio de otro perteneciente a distinto dueño (que se
denominará predio dominante) y que permite al titular de la servidumbre extraer alguna utilidad o
aprovechamiento concreto de la finca sobre la que recae. Pueden tener muy distinto contenido (así, por
ejemplo, la servidumbre de paso permite atravesar una finca ajena; la servidumbre de acueducto permite
hacer pasar agua —a través de acequias o canalizaciones— a través de una finca ajena; la servidumbre de
luces y vistas permite oponerse a que el titular de un solar contiguo construya de forma que «ciegue» o
deje sin «vistas» el solar del titular del derecho de servidumbre…).
e) El derecho de superficie, sobreelevación, subedificación (art. 16 Reglamento Hipotecario): el derecho
de superficie confiere a su titular la facultad de de tener o mantener, en un inmueble ajeno, una
edificación o plantación; se menciona en el artículo 1.611 C.c. y se ha desarrollado en distintas leyes
urbanísticas, como la Ley del suelo, RDLeg. 2/2008, de 20 de junio (art. 8). Su duración no puede exceder
de 99 años. El derecho de sobreelevación, permite levantar nuevas plantas sobre un edificio ajeno; y el
derecho de subedificación, construir por debajo de suelo ajeno; se regulan en el artículo 16 del
Reglamento Hipotecario.
f) El aprovechamiento por turno de bienes inmuebles: confiere el derecho a utilizar un determinado
inmueble (apartamento, piso etc.), durante un período concreto de cada año, mediante el pago de una
cantidad que se abona a la firma del contrato. Actualmente, su regulación principal se contiene en la Ley
4/2012, de 6 de julio, de contratos de aprovechamiento por turno de bienes de uso turístico, de
adquisición de productos vacacionales de larga duración, de reventa y de intercambio y normas
tributarias.
g) El derecho de censo (arts. 1.606 y 1.607 C.c.): es realmente una carga real que permite a su titular
un disfrute parcial de un inmueble ajeno. El Código civil regula tres tipos de censos (consignativos,
reservativos y enfitéuticos), pero hoy es una figura obsoleta y en desuso.

Como los derechos reales de goce otorgan la facultad de «gozar» del bien sobre el que recaen, lo
normal es que, a veces, ese disfrute requiera que la cosa esté materialmente en poder del titular del
derecho real limitado. Así sucede con el derecho de usufructo, que permite usar la cosa y hacer suyos los
frutos. En otras ocasiones, no es indispensable. Es el caso, por ejemplo, de una servidumbre de luces, que
proporciona a su titular el derecho a que no se edifique en el solar vecino a menos de cierta distancia,
para gozar de luz en su casa; pero este derecho real nunca permitirá a su titular «entrar a poseer» el
solar vecino.

B) Derechos reales de garantía

Acompañan a los derechos de crédito, porque, precisamente, a través de ellos se afianza la posición del
acreedor; es decir, le aseguran que pueda ver satisfecho su crédito. La constitución de un derecho real de
garantía permite a su titular que, en caso de incumplimiento de la obligación de la que él es acreedor,
promueva la venta en pública subasta de una cosa dada en garantía. De este modo, podrá satisfacer el
derecho de crédito con el precio obtenido.
Sería el caso de un prestamista de dinero, cuyo prestatario (quien recibe el dinero) constituye a su favor un derecho real
de garantía hipotecaria sobre un inmueble que es propiedad de quien recibió el dinero. Esto significa que, en caso de que
quien recibió el préstamo (prestatario) no pueda cumplir con la devolución de la cantidad prestada más los intereses (si se
pactaron), el prestamista podrá subastar públicamente el inmueble.

Los derechos de garantía son el derecho de prenda, que recae sobre cosas muebles (art. 1.863 C.c.), de
hipoteca —que puede recaer sobre bienes inmuebles (art. 1.874 C.c.) y muebles (Ley de la Hipoteca
Mobiliaria, de 16 de diciembre de 1954)— y el derecho de anticresis, que sólo recae sobre bienes
inmuebles (art. 1.861 C.c.).

C) Derechos reales de adquisición preferente

Confieren a su titular, en caso de enajenación o venta de la cosa —que le es ajena— la facultad de


adquirirla con preferencia a cualquier otra persona. Son los derechos de tanteo, retracto y opción.
El tanteo obliga al propietario de una cosa, que está planeando enajenarla, a que notifique las condiciones previstas para
la enajenación al titular del tanteo, para que, si las acepta, pueda ser él quien adquiera el bien. Por ejemplo, el arrendador
que quiere vender un piso que tiene alquilado debe comunicarlo al arrendatario, ya que éste tiene preferencia frente a
cualquier posible adquirente, precisamente por gozar de ese derecho tanteo (art. 25.8 de la Ley 29/1994, de 24 de
noviembre, de Arrendamientos Urbanos, modif. por Ley 4/2013, de 4 de junio, de Medidas de Flexibilización y Fomento del
Mercado del Alquiler de Viviendas).
El retracto, en cambio opera una vez que se ha realizada la enajenación, y permite a su titular que la deje sin efecto para
ser él quien la adquiera, con el mismo precio y las mismas condiciones en que se verificó la enajenación. Si el titular del
retracto lo ejercita, se colocará en el lugar del sujeto que ya ha adquirido un bien, quedando desplazado tal sujeto (véase,
por ejemplo, art. 25.8 de la Ley 29/1994 de Arrendamientos Urbanos).
El titular del derecho de opción puede adquirir la cosa por el precio acordado en el contrato de opción y dentro del plazo
de tiempo que se haya convenido con el propietario de la cosa.

Estos derechos pueden estar establecidos legalmente (por ejemplo, en la Ley de Arrendamientos
Urbanos, art. 25, establece los derechos de tanteo y retracto a favor del inquilino, en caso de venta del
inmueble alquilado, como ya se ha visto) o bien crearse por acuerdo de los interesados.

Al margen de lo explicado, es clásica la discusión sobre si en nuestro Derecho rige un sistema de


numerus clausus respecto a los derechos reales admisibles o si sería posible crear otros derechos reales,
distintos de los enunciados, por mero acuerdo de las partes. La duda surgió a causa de menciones
legislativas como la que recoge el artículo 7 del Reglamento Hipotecario, según el cual, se permite
inscribir en el Registro de la Propiedad (cfr. infra en este mismo tema) «cualquier otro acto o contrato de
trascendencia real que sin tener nombre propio en Derecho, modifique desde luego o en lo futuro alguna
de las facultades del dominio sobre bienes inmuebles inherentes a derechos reales». La Dirección General
de Registros y del Notariado (por ejemplo, Resolución de 8 de junio de 2011 y todas las allí citadas) y la
doctrina mayoritaria han admitido la creación de derechos reales «atípicos», en virtud del principio de
autonomía de la voluntad (art. 1.255 C.c.), aunque con el límite intraspasable de no contravenir nunca
normas imperativas ni el principio de orden público (entendido como orden público económico).
De tal manera que quedaría vetado especialmente un derecho real atípico que supusiera una vinculación o carga perpetua
sobre la propiedad, por ejemplo. Esto implica que sea necesario que siempre se especifiquen plazos y duración del ejercicio.
Así, la Dirección General de Registros y del Notariado ha admitido, entre otros, el tanteo convencional (Resolución de 20
de septiembre de 1966); el leasing inmobiliario (contrato que es una especie de yuxtaposición de arrendamiento y opción de
compra, Resoluciones de 15 y 16 de junio de 1998); o modalidades atípicas de servidumbre (por ejemplo, derecho a instalar
carteles en terraza ajena, Resolución de 25 de noviembre de 1992).

4. LA ADQUISICIÓN DE LOS DERECHOS REALES


El artículo 609 C.c. prevé los modos de adquirir la propiedad y los demás derechos reales. Establece
que: «La propiedad se adquiere por la ocupación. La propiedad y los demás derechos sobre los bienes se
adquieren y transmiten por la ley, por donación, por sucesión testada e intestada, y por consecuencia de
ciertos contratos mediante la tradición. Pueden también adquirirse por medio de la prescripción».
El precepto ha sido criticado por inexactitud y por incomplitud. Así, por una parte, la ocupación, como forma de adquirir
el derecho de propiedad, sólo se refiere a bienes muebles; y la prescripción adquisitiva (también llamada usucapión), sólo
afecta a derechos poseíbles, como veremos más adelante (cfr. epígrafe 4.2, en este mismo tema). Además, como ha señalado
el profesor ALBALADEJO, la «ley» no produce la adquisición, ésta es consecuencia de la realización de ciertos hechos a los
que la ley atribuye la producción automática de la adquisición o transmisión de un derecho. Y menciones como la de la
«sucesión mortis causa» son inexactas en tanto que, por herencia, pueden adquirirse, no sólo derechos reales, sino derechos
de crédito, por ejemplo. Por otra parte, tampoco se recogen en el artículo 609 todos los modos de adquirir, puesto que no
enuncia (aunque, después, la Ley sí los admite) la creación intelectual (en el caso del derecho de propiedad intelectual), la
inscripción en el Registro de la Propiedad (en el caso de la hipoteca o el derecho de superficie), o la accesión.

De este artículo 609 C.c. se ha deducido que el sistema de adquisición de los derechos reales se
fundamenta siempre en un hecho, acto o negocio que, conforme a Derecho, sea adecuado y suficiente
para producir el nacimiento o la transmisión del derecho real. Más en concreto, del artículo 609 se extrae
que:

a) En caso de transmisión convencional (es decir, a través de contrato, por ejemplo, de compraventa), el
Código civil exige para la transmisión de la propiedad o el derecho real de que se trate, la tradición, es
decir, la entrega del objeto o puesta a disposición del mismo, bien de forma efectiva, bien simbólica. La
mera celebración de un contrato dirigido a transmitir la propiedad, por ejemplo, un contrato de
compraventa, no transmite al adquirente, automáticamente, la titularidad del bien. Así, en el caso de que
se venda un cuaderno, habrá que entregarlo para que se verifique la transmisión del derecho de
propiedad sobre el mismo. Si se trata de un yate, habrá que llevar a cabo también la «tradición, pero esta
puede hacerse a través de la entrega de la documentación y de los dispositivos que permiten su puesta en
funcionamiento. Si se trata de una vivienda, igualmente será necesaria la tradición, pero se entiende que
ésta puede llevarse a cabo mediante la entrega de las llaves del piso, que equivale a su puesta a
disposición al adquirente.
Constituye una pequeña excepción la transmisión mediante donación, y por eso el Código civil la nombra aparte. En los
artículos 632 y 633 C.c. se atribuye a la donación la peculiaridad de transmitir la propiedad de las cosas donadas sin
necesidad de «tradición» o entrega. Es decir, el contrato de donación permite transmitir directamente la propiedad del bien
donado.

b) La causa del nacimiento o la adquisición de los derechos reales a veces procede de la propia Ley; así,
por ejemplo, existen usufructos legales (como el del cónyuge viudo sobre 1/3 de la herencia de su esposo
o esposa fallecido, arts. 834 ss. C.c.), retractos legales (arts. 1.521 ss. C.c.), servidumbres legales (arts.
549 ss. C.c.), etc.
c) La prescripción adquisitiva o «usucapión» también es una causa de adquisición legítima de derechos
reales pero sólo de aquellos que pueden poseerse, es decir, mantenerse materialmente en poder de una
persona, porque la usucapión consiste en que, por la reiterada posesión de forma pública, pacífica e
ininterrumpida de un derecho que no nos ha sido transmitido, pero que ejercitamos como tal, puede
consolidarse la titularidad del mismo. Es decir, quien se comporte como propietario de una motocicleta
que pertenece realmente a su hermano, y lo haga de forma pública, pacífica e ininterrumpida por el plazo
de tiempo establecido legalmente, puede llegar a convertirse en propietario para la Ley.

En general, tanto del artículo 609 C.c., como de la teoría general de adquisición de derechos del
Derecho civil, puede afirmarse que los derechos reales pueden adquirirse por dos grandes vías. Bien de
manera derivativa, es decir, porque el titular anterior se desprende del derecho real, lo transmite (por
ejemplo, mediante un contrato de compraventa, transmitimos el derecho de propiedad); bien de manera
originaria, esto es, sin requerir la colaboración de ningún titular previo que nos lo transmita.

4.1. ADQUISICIÓN DERIVATIVA: LA ADQUISICIÓN CONVENCIONAL

La adquisición derivativa, atendiendo al artículo 609 C.c., puede producirse por un negocio jurídico
mortis causa (como es el testamento) o bien inter vivos (como es el contrato). Dado que la sucesión mortis
causa y la herencia se estudiarán, conforme a sus propias reglas en un momento posterior de esta obra
(vid. infra Tema 16 de esta misma obra), aquí nos ocuparemos de la adquisición derivativa convencional
de los derechos reales, es decir, la que se efectúa por obra de un contrato.
Por el mismo carácter derivativo de esta adquisición, la primera condición imprescindible para que se
verifique lícitamente es que el transmitente sea propietario o titular del derecho que transmite. Nadie
puede transmitir a otro lo que no le pertenece. Si alguien adquiere de un sujeto que no es propietario (o
titular del derecho real de que se trate), realmente no adquiere la propiedad, y el verdadero titular puede
reclamársela.
Además, como hemos dicho, del artículo 609 se deduce que, para que se produzca la transmisión del
derecho real, es imprescindible la tradición o entrega de la cosa sobre la que se constituye el derecho
real. Así, cuando compramos una finca, aunque estemos de acuerdo en el precio, el objeto y firmemos un
documento privado de compra, hasta que no se produzca la entrega de la finca no seremos propietarios de
la misma. Esto constituye el núcleo de la afirmación de que en nuestro Ordenamiento rige el sistema del
título y el modo: esto es, para que se verifique la transmisión del derecho (por ejemplo de propiedad) se
necesita un «título» (contrato), y un «modo» o entrega.
El título deberá ser el que la Ley considere válido y eficaz para poder transmitir el derecho de que se
trate. Por ejemplo, no será título suficiente el contrato nulo por ilicitud de la cosa o el celebrado con un
menor; tampoco es título suficiente para transmitir la propiedad un contrato de arrendamiento, porque no
es un contrato «traslativo», dado que la finalidad de dicho contrato es ceder el uso de una cosa (no su
propiedad) a cambio de un precio.
Tratándose de la donación, no hace falta la tradición, pero el «título» debe ser igualmente válido. Recordemos que en las
donaciones de bienes inmuebles, por ejemplo, la Ley exige que el negocio jurídico se eleve a escritura pública, como
requisito de validez de la donación (art. 633 C.c.).

En cuanto a la entrega o tradición, con carácter general, se considera realizada cuando se pone «en
poder y posesión» de aquel a quien se le hace la entrega (art. 1.452 C.c.). La tradición en ocasiones, podrá
hacerse materialmente (Juan vende a Pamela un jarrón y ambos se ponen de acuerdo en que el día que se
firma el contrato, Juan llevará consigo el jarrón y se lo entregará a Pamela, y ésta, a su vez, abonará el
precio a Juan; si hubieran acordado un día para el pago y otro posterior para la entrega del jarrón, la
propiedad no se consideraría transmitida hasta el momento de entrega del mismo). Pero para las
situaciones en que la entrega material sea complicada o imposible, el Código prevé otras formas de
«tradición», que producirán el mismo efecto, pero que sólo «simbolizan» la entrega. Por ello se llaman
traditio simbolica o ficticia. Éste es el caso de la entrega de las llaves del inmueble, o la entrega de las
llaves del lugar donde se encuentran almacenados los bienes muebles (art. 1.463 C.c.), o la elevación a
escritura pública del contrato a través del cual se constituye o transmite la propiedad o el derecho real
(por ejemplo, la compraventa, según el art. 1.462 C.c.).
Hay casos excepcionales en que, si no puede llevarse a cabo la entrega o esta no tiene sentido, ni siquiera de forma
simbólica (por ejemplo, porque el arrendador vende el piso al arrendatario que ya lo está ocupando y, por tanto, lo tiene en
su posesión), basta el mero acuerdo de las partes para transmitir la propiedad.

4.2. ADQUISICIÓN ORIGINARIA

A) La accesión

La accesión consiste en el derecho del propietario de una cosa a adquirir lo que a ella se une o
incorpora. Este fenómeno recibe tradicionalmente el nombre de «accesión» y se produce cuando las cosas
unidas no pueden separarse o cuando la separación puede provocar una pérdida económica grave. En
estos casos se plantea el problema de a quién atribuir el resultado, la cosa única. La regla general es que
el propietario de la cosa principal adquiere lo accesorio, aunque deberá indemnizar al propietario de lo
accesorio.
La accesión se refiere sólo al derecho de propiedad (no se adquieren por accesión los derechos reales
limitados) y comprende supuestos muy diferentes: la corriente de un río erosiona la superficie de una
finca, depositando la superficie erosionada en otra finca; alguien siembra o planta en un terreno ajeno
creyendo que es suyo sin tener derecho a ello; se unen dos cosas muebles de forma que constituyen una
sola (v. gr., anillo compuesto por metal y piedras preciosas) etc. No obstante, el supuesto más habitual,
que goza de regulación en el Código civil, es el derecho de accesión inmobiliaria: el propietario de un
terreno adquiere lo plantado o edificado por otra persona en su terreno sin que el propietario le hubiera
concedido previamente un derecho a ello (art. 358 C.c.), si bien se establecen consecuencias distintas, por
ejemplo, a la hora de indemnizar al que plantó o edificó, según que éste haya actuado de buena o mala fe.

B) La ocupación

Es un modo de adquisición de la propiedad que se caracteriza por la toma de posesión de una cosa
(manteniéndola bajo nuestro poder), con ánimo de tenerla para sí. Sólo pueden adquirirse por ocupación
las cosas muebles que carecen de dueño (art. 610 C.c.), ya que los inmuebles sin dueño se atribuyen al
Estado en la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas (art. 17 de la Ley 33/2003, de 3 de
noviembre). En la práctica se reduce a la caza, la pesca y a la adquisición de cosas que, aparentemente,
han sido abandonadas (un sofá que aparece junto a un contenedor) o bien que, aparentemente, nunca han
tenido dueño (flores, minerales que se encuentran en la vía pública y sobre los que no se evidencie
cuidado ni otra prueba de pertenencia actual a nadie).
En todo caso, no podrán adquirirse por ocupación las cosas extraviadas que encontramos (y para las
que el Código provee un régimen propio, el del hallazgo, arts. 615 y 616 C.c., o el del tesoro oculto, arts.
351 y 352 C.c.).
Cuando alguien encuentre una cosa extraviada tiene la obligación de restituirla a su propietario. En los artículos 615 y
616 C.c. se establece tanto la obligación de restitución como el procedimiento para ello.

El problema es que el Código no proporciona criterios para distinguir la cosa perdida de la cosa sin
dueño. Así que el instrumento de diferenciación será, en muchos casos, la lógica aplicada al caso
concreto.

C) La usucapión

Se llama también «prescripción adquisitiva» y permite la adquisición de un derecho a través de la


posesión reiterada, con manifestación pública, pacífica e ininterrumpida del mismo.
Sólo pueden usucapirse (adquirirse por usucapión) aquellos derechos reales que sean susceptibles de
posesión —entendida ésta como tenencia material del bien sobre el que recae el derecho— porque, en la
usucapión, se parte de la continuidad posesoria. Así, por ejemplo, no podrá usucapirse el «derecho de
hipoteca» porque el acreedor hipotecario no posee el bien sobre el que recae esta garantía. La hipoteca
no conlleva la posesión del bien hipotecado, que queda en manos del que constituye la hipoteca.
Tampoco pueden usucapirse las servidumbres que no sean «continuas y aparentes», artículos 537 y 539 C.c. «Continuas»
son las servidumbres que consisten en un aprovechamiento que es o puede ser incesante, sin la intervención de ningún
hecho del hombre (art. 532.2 C.c.). Así ocurre, por ejemplo, con la servidumbre de luces y vistas, que concede al propietario
del inmueble dominante tener «vistas» sobre la finca colindante. O con la servidumbre de acueducto, que permite al titular
de la servidumbre tener una acequia o canalización de agua que discurre a través de una finca ajena. «Aparentes» son las
servidumbres que consisten en un uso que se anuncia y están continuamente a la vista por signos exteriores de carácter
permanente. Así, la servidumbre de luces y vistas, confiere al dueño del predio sirviente la posibilidad de abrir ventana o
balcón u otra construcción que permita tener vistas directas sobre el predio vecino, artículo 585 C.c., ventana o balcón que
constituye un signo aparente de la existencia de la servidumbre.

A efectos de usucapión, el Código exige que la posesión sea:

a) en concepto de titular de la cosa o derecho poseído: por ejemplo, el inquilino que se comporta como
propietario —es decir, no reconoce al arrendador ni paga la renta, asume las obligaciones de aquél,
repara por su cuenta, paga los recibos que incumbían al arrendador…— puede llegar a adquirir el
derecho de propiedad sobre lo que tiene alquilado, si el arrendador no le reclama y se cumplen el resto de
requisitos establecidos por el Código;
b) pública: es decir, no puede ser oculta. Ha de ser una posesión visible o cognoscible para terceros;
c) pacífica: no violenta, no discutida ni cuestionada, ni judicial, ni extrajudicialmente;
d) ininterrumpida: si se interrumpiese —lo que sólo puede tener lugar a través de una acción judicial o
por el reconocimiento, por parte del poseedor, del derecho del dueño (arts. 1.945 a 1.948 C.c.)— el plazo
para usucapir el derecho comenzaría a contar de nuevo.

La posesión con las características vistas deberá mantenerse por unos plazos establecidos por el
Código, y éstos varían en función de que se trate de bienes muebles o inmuebles y también de que el
poseedor actúe con buena fe y justo título al usucapir, o no. Si el poseedor tiene buena fe y justo título
puede adquirir la propiedad o el derecho real de que se trate mediante usucapión ordinaria. En caso
contrario sólo podrá hacerlo mediante usucapión extraordinaria.
Por buena fe se entiende que quien está usucapiendo posee del modo descrito (pública, pacífica e
ininterrumpidamente) en la creencia de que el título o el modo por el que se le ha transmitido un derecho
no están viciados. Es decir, cree que ha adquirido válidamente el derecho de que se trate, pero no es así.
Se deduce de expresiones como la del artículo 1.950 del Código civil. Así, por ejemplo, Juan compra un
vehículo a Pedro, en la convicción de que Pedro es el propietario, y no obstante, resulta que él era sólo
copropietario, junto con su hermano Andrés, quien, sin embargo, no sabe que Pedro ha vendido la moto y
no ha dado su consentimiento para la venta. Por ello, la venta no ha podido servir para transmitir la
propiedad. Sin embargo, si Juan posee durante el tiempo establecido en la Ley —que es más corto por
tener Juan buena fe— y con el resto de los requisitos señalados (posesión pública, pacífica e
ininterrumpida) puede llegar a adquirir la propiedad del vehículo por usucapión.
Según el Código, la buena fe se presume, y tendrá que probar la mala fe aquel que afirma que existe
(art. 434 C.c.).
Justo título es el que legalmente baste para transferir el derecho real «de que se trate». Esta expresión
hace referencia al negocio jurídico que pretende transmitir el derecho real de que se trate. Por ejemplo, si
se quiere transmitir la propiedad, se necesita emplear un negocio jurídico que permita transferirla; sería
«justo título» para ello la compraventa. Pero no sería «justo título» un contrato de arrendamiento o de
comodato.
Según el artículo 1.953 C.c., el «justo título» debe ser, además, «verdadero y válido». Es decir, existente
(no simulado) y válido. La validez dependerá del tipo de negocio jurídico de que se trate. Por ejemplo, la
donación de bienes inmuebles requiere, como requisito de validez, que se formalice en escritura pública,
artículo 633 C.c. Si alguien, que no es propietario de un inmueble, dona tal bien a otra persona en
documento privado, el donatario, que no ha podido adquirir la propiedad del bien donado porque el
donante no era su titular, tampoco tendrá justo título a efectos de poder usucapir la propiedad. El justo
título no se presume nunca, y, según el artículo 1.954 C.c., deberá probarse.
Como se ha indicado, si el poseedor tiene buena fe y justo título, según el Código, puede llegar a
adquirir la propiedad mediante la usucapión ordinaria. En cambio, si es de mala fe o carece de título,
aunque puede llegar a adquirir el derecho real a través de la usucapión, en este caso, se tratará de
usucapión extraordinaria, cuyos plazos son más largos.
Por ejemplo, si A, a sabiendas de que la finca X pertenece a su hermano, B, que vive en Argentina, comienza a poseerla y
cultivarla, actuando como propietario, podrá adquirirla por usucapión extraordinaria (no tiene título ni buena fe). Pero para
ello, el plazo de posesión es más largo que en la ordinaria (30 años, según el art. 1.959 C.c., en lugar de 20 años, que serían
los que corresponderían a una usucapión ordinaria en la que el perjudicado por la usucapión, es decir, B, reside en el
extranjero, art. 1.958 C.c.).

Desde esta distinción, los plazos posesorios para usucapir son los siguientes:

a) en la usucapión ordinaria:

— los derechos sobre bienes muebles se usucapen a los 3 años (art. 1.955.1.º C.c.);
— los derechos sobre bienes inmuebles se usucapen a los 10 años de posesión continuada entre
presentes (art. 1.957 C.c.), o 20 entre ausentes (es decir, si el perjudicado por la usucapión reside en el
extranjero), artículo 1.958.

b) en la usucapión extraordinaria:

— los derechos sobre bienes muebles se usucapen a los 6 años (art. 1.955.2.º C.c.);
— los derechos sobre bienes inmuebles se usucapen a los 30 años (sin que aquí haya distinción entre
presentes y ausentes), artículo 1.959 C.c.

Por último, para computar los plazos necesarios para la prescripción, el Código civil permite que el
poseedor actual complete el tiempo requerido, uniendo (es decir, sumando) al suyo el de otra u otras
personas que, previamente, hubieran estado ya poseyendo a título de dueño, de modo público, pacífico e
ininterrumpido y que, a modo de cadena, se hayan ido transmitiendo esa posesión (arts. 1.960.1 y 440
C.c.). Por ejemplo Antonio, que compró, de buena fe, en enero de 2001 una finca a un sujeto que no era su
propietario, está usucapiéndola (se trataría de usucapión ordinaria y precisaría 10 años de posesión para
adquirir la propiedad). A su muerte en 2005, su hijo y heredero Juan entra en posesión de la finca. Juan
podría consumar la usucapión en enero de 2011, uniendo su tiempo de posesión al de su «causante» —su
padre—.

5. EL REGISTRO DE LA PROPIEDAD

5.1. FUNDAMENTO Y FUNCIONES

El Registro de la Propiedad fue creado por la Ley Hipotecaria de 1861 1 (antes, por tanto, de la
promulgación del Código civil, que data de 1889) y responde a la necesidad para el tráfico jurídico de que
exista una constancia oficial de la titularidad de los bienes inmuebles (es decir, de quién es el propietario)
y de los derechos o gravámenes reales que pesan sobre ellos (por ejemplo, si se ha constituido un derecho
real de hipoteca, sobre un determinado inmueble, para garantizar un crédito con un banco). Y ésta es la
función del Registro de la Propiedad. No obstante, el Registro hace algo más: no sólo informa, también
garantiza las informaciones que publicita, porque el Derecho les concede un determinado estatus de
superioridad jurídica (por ejemplo, la información del registro goza de una presunción de exactitud, ex
arts. 1, 38 y 98 Ley Hipotecaria); de tal manera que, quien sostenga una información divergente de la que
ofrece el Registro de la Propiedad sobre un determinado bien, será quien deba probarla, como veremos.
Igualmente, lo que no figura en el Registro, por ejemplo, no afectará a quien, de buena fe, adquiera
confiando en los datos registrales, artículo 32 Ley Hipotecaria (en adelante, LH).

5.2. ORGANIZACIÓN DEL REGISTRO. EFECTOS DEL REGISTRO

Como regla general (y a salvo puntuales excepciones), según el artículo 3 LH, para que un derecho
real 2 pueda acceder al Registro, el título por el que se constituye, declara, transmite, modifica o extingue
debe constar en un documento público (escritura pública, sentencia judicial…). Es decir, lo que se inscribe
en el Registro no son los derechos directamente, sino los actos y contratos que los crean, modifican o
extinguen (art. 2 LH). Por ejemplo, para inscribir la adquisición de la propiedad, el contrato de
compraventa o donación de un inmueble; para inscribir la adquisición de un derecho real limitado, el
contrato a través del cual se constituye ese derecho real (v. gr. servidumbre de paso); para inscribir la
extinción de un derecho real, la declaración de renuncia, por ejemplo, del titular del derecho de
usufructo, a dicho derecho… (pero siempre que tales negocios consten en documento público).
El Registro se organiza por fincas (bienes inmuebles). Así, la historia jurídica de cada finca figura en
sus folios correspondientes. El folio comienza siempre con la inscripción de dominio: esta inscripción se
denomina inmatriculación. En esta inscripción hay que hacer una descripción de la finca que permita
identificarla. Además, a tenor de las modificaciones que ha incluido la Ley 13/2015, de reforma de la Ley
Hipotecaria y del Catastro Inmobiliario 3 , el folio real debe incorporar un código registral único para cada
finca (nuevo art. 9 de la LH). Después, a lo largo del mismo folio, se van consignando todas las vicisitudes
que afectan a la finca (transmisiones posteriores, constitución de usufructos, hipotecas, etc.).
El funcionamiento del Registro de la Propiedad se rige por los siguientes principios:

— Voluntariedad: el acceso de los hechos inscribibles al Registro de la Propiedad es voluntario (excepto


en los casos del derecho real de hipoteca y del derecho real de superficie, que han de inscribirse en todo
caso pues no existen sin la inscripción). Es decir, en consecuencia, el derecho real como regla no se crea
por la inscripción; ésta sólo es declarativa (del derecho o de su transmisión). Precisamente en el caso de
la hipoteca, excepcionalmente, sucede a la inversa porque la Ley así lo ha previsto: la inscripción es
constitutiva. No obstante, como veremos a continuación, aunque la inscripción es —salvo en los casos
mencionados— voluntaria, la Ley Hipotecaria concede una serie de ventajas a favor del titular que
inscribe.
— Principio de rogación: quien quiera inscribir un título ha de solicitarlo en el Registro
correspondiente. Por tanto, los cambios registrales se producen exclusivamente a instancia de parte, esto
es, el registrador como regla no puede realizar asientos en los libros si no es solicitado por quien tenga
derecho al asiento o resulte perjudicado por él.
— Principio de prioridad: supone que en caso de que se pretendan inscribir dos derechos
incompatibles, se inscribirá el que llegue antes al Registro; y, en caso de que haya dos derechos inscritos
sobre la misma finca, tendrá prioridad el más antiguo. La trascendencia de este principio se recoge en el
artículo 17 LH, que establece que, «inscrito cualquier título traslativo o declarativo del dominio de los
inmuebles o de los derechos reales impuestos sobre los mismos, no podrá inscribirse ningún otro de igual
o anterior fecha que se le oponga o sea incompatible, por el cual se transmita o grave la propiedad del
mismo inmueble o derecho real». Es decir, se produce el «cierre registral»; el Registro «cierra» el acceso
a títulos posteriores que contradigan otro previamente inscrito.
Por ejemplo, una persona acude al Registro de la Propiedad para inscribir el contrato por el que ha adquirido una finca de
su vendedor. Al día siguiente acude al Registro otra persona que solicita que se inscriba el contrato por el que ha adquirido
la misma finca de la misma persona que el primero que acudió al Registro. En este caso, el Registrador inscribirá
únicamente la adquisición de quien acudió al Registro primero.

— Principio de legalidad: los Registradores calificarán bajo su responsabilidad la legalidad de las


formas de los documentos de toda clase en cuya virtud se solicite la inscripción, así como la capacidad de
los otorgantes y la validez de los actos dispositivos contenidos en las escrituras públicas por lo que resulte
de ellas y de los asientos del Registro (art. 18 LH).
— Principio de tracto sucesivo: para inscribir o anotar títulos deberá constar previamente inscrito o
anotado el derecho que se transmite o constituye a nombre de la persona que lo otorgue. La intención es
la de que, en todo momento, pueda colegirse con claridad del folio registral la sucesión completa de
titulares, sin que existan lagunas.
Por ejemplo, A vende a B una finca de su propiedad, en documento privado. B no inscribe esa adquisición en el Registro
de la Propiedad (la inscripción en el Registro es, como se ha dicho, únicamente voluntaria y declarativa como regla general
—es decir, no forma parte de la constitución del derecho, no es requisito de validez del mismo, no es esencial—). Años
después, B vende esa misma finca a C, y la compraventa sí se eleva a escritura pública. Si C acude al Registro para inscribir
su adquisición, no podrá hacerlo, porque quien aparece en el Registro de la propiedad es todavía A. El principio de tracto
sucesivo impide practicar la inscripción de la compraventa de C.

En caso de que se haya interrumpido el tracto sucesivo (es decir, en caso de que en el Registro se haya
roto la cadena de personas que otorgaron derechos con anterioridad respecto a ese inmueble, por no
haber inscrito sus títulos), habrá de reanudarse éste mediante el procedimiento notarial previsto en el
art. 208 LH («expediente de dominio»). Se tramita y resuelve ante Notario hábil para actuar en el distrito
notarial donde radique la finca (o parte de ella, si radicara en varios), o en cualquiera de los distritos
colindantes. Conforme a las reglas que informan este procedimiento, que ha instaurado la Ley 13/2015, se
exige que en él comparezcan todos los interesados (art. 208.3.ª LH). En caso de que ello no se verifique,
la Ley dispone que el Notario dará por concluidas las actuaciones, pudiendo, en su caso, el promotor del
expediente, acudir a un juicio declarativo que, éste sí, se sustanciará ante un órgano jurisdiccional (art.
208.4.ª LH).

— Principio de publicidad: La publicidad formal del registro, conforme a la naturaleza y fines de la


institución, se refiere a la regla de apertura de los libros de consulta a todos los interesados según
establece legalmente el artículo 221 de la Ley Hipotecaria. En Derecho español existe por ello la
posibilidad de solicitar notas simples y certificaciones registrales de los datos que constan en el Registro.
En lo tocante a la representación gráfica de las fincas, el Registro solo expedirá publicidad de la que
resulte de la representación gráfica catastral u otra que haya quedado coordinada gráficamente con el
catastro (art. 9 LH).
Sin este principio, no sería posible alcanzar los fines jurídicos y sociales que la fe pública del registro
persigue.
— Principio de legitimación: consiste en que lo inscrito en el Registro, ya que éste (como regla general)
no crea derechos, sino que es un instrumento de publicidad, goza de una presunción de veracidad frente a
terceros (arts. 1, 34, 38 y 98 LH), garantizando los tribunales dicha veracidad, que sólo podrá ser
desvirtuada en procedimiento judicial. Deriva de los principios de publicidad y legalidad. Como se ha
dicho, la LH establece la presunción de exactitud registral, presunción iuris tantum (admite prueba en
contrario) de veracidad e integridad del contenido jurídico de los asientos del Registro (art. 38 LH), lo que
incluye los bienes y derechos inscritos, así como la ubicación y delimitación geográfica expresadas en la
inscripción, en caso de constar la coordinación con la base gráfica catastral o base alternativa aportada
(cfr. arts. 9 y 10 LH). Esto hace que el titular registral, por serlo, está legitimado para actuar en el
proceso y en el tráfico con la titularidad que el registro manifiesta.
De forma expresa se refiere a la legitimación registral el artículo 41 de la citada ley, en el sentido de que para probar en
juicio la conformación de una determinada situación jurídica publicada en el registro (existencia, cancelación, gravamen,
etc. de un derecho), bastará con aportar al proceso un certificado de existencia y subsistencia de la inscripción.

— Principio de fe pública registral: este principio es corolario de la presunción de exactitud y veracidad


de los asientos registrales. En virtud del principio de fe pública registral, quien adquiere onerosamente de
la persona que considera legítimo propietario o titular del derecho que le ha transmitido, de acuerdo con
la información que publicita el Registro, es mantenido en la adquisición, aun cuando no haya adquirido de
quien verdaderamente tenía poderes para hacer tal transmisión, debido a que hay alguna divergencia
entre la realidad registral y la realidad «extrarregistral». Se consagra en el artículo 34 LH, que establece
lo siguiente: El tercero que de buena fe adquiera a título oneroso algún derecho de persona que en el
Registro aparezca con facultades para transmitirlo, será mantenido en su adquisición, una vez que haya
inscrito su derecho, aunque después se anule o resuelva el del otorgante por virtud de causas que no
consten en el mismo Registro. La buena fe del tercero se presume siempre mientras no se pruebe que
conocía la inexactitud del Registro.
Por ejemplo, A firma un contrato de compraventa con B; antes de entregarle el objeto, A concluye un segundo contrato de
compraventa sobre el mismo objeto, con C, a quien entrega, efectivamente, el bien; C ha adquirido de quien todavía es
propietario registral y lo ha hecho a título oneroso. Inscribe su contrato de compraventa antes que B en el Registro de la
Propiedad. Y un par de meses después, B reclama a C la propiedad de la finca. De acuerdo con el artículo 34 LH, la situación
jurídica de B queda «blindada» por la protección registral. Protección que le ha venido conferida por haber sido adquirente
oneroso (ha pagado un precio) que, a la luz de la información que ofrecía el Registro, ha actuado confiado en la legalidad de
la transacción. Y es que, en realidad, el vicio que la ha afectado no podía deducirse de la información que el Registro de la
Propiedad publicitaba; era ajeno a ella, en este sentido.

A este «tercero» del que habla el artículo 34 LH se le denomina «tercero hipotecario». Pero la
protección que en este caso dispensa el Registro requiere como condiciones las siguientes:

a) Que se adquiera a título oneroso, es decir, a cambio de algún tipo de contraprestación (por ejemplo,
el pago de un precio): el propio artículo 34 LH excluye de estos efectos beneficiosos a las adquisiciones
gratuitas («Los adquirentes a título gratuito no gozarán de más protección registral que la que tuviere su
causante o transferente»). Es decir, quedan fuera las adquisiciones por donación o por sucesión mortis
causa (por testamento, por ejemplo).
b) Que se adquiera de la persona que en el Registro aparezca con la facultad de transmitir el derecho:
el artículo 34 LH intenta reforzar positivamente la actitud de los operadores del tráfico jurídico que
actúan confiando en la información Registral; por lo tanto, el tercero hipotecario tiene que haber actuado
confiando en la exactitud de lo que el Registro publicitaba. Esto es, ha tenido como transmitente a quien,
según el Registro, es la persona adecuada para serlo, porque es el anterior titular registral. Cosa distinta
será que, por ciertos motivos, que no tenían reflejo ninguno en la información contenida en el Registro de
la Propiedad, la realidad extrarregistral difiera de la «realidad registral», lo cual forma parte también del
supuesto de hecho que el artículo 34 LH aborda.
c) Que su título de adquisición sea válido: de hecho, el artículo 33 LH establece claramente que la
inscripción no convalida los actos o contratos que sean nulos. Todo ello significa que, por ejemplo, si se
adquiere onerosamente (por ejemplo, se compra una casa), pero el transmitente (en nuestro ejemplo, el
vendedor) es una persona incapaz y que no tiene suficiente capacidad de obrar para transmitir la
propiedad (por ejemplo, porque se trata de un menor de edad que tiene 10 años), el adquirente no será un
«tercero hipotecario» protegido por el artículo 34 LH (siempre y cuando, en el caso del incapaz, se
ejercitase oportunamente la acción de anulabilidad y no se confirmase el negocio). Tampoco será un
«tercero hipotecario» aquel que adquiere la casa, en el mismo ejemplo, mediante un contrato con causa
ilícita (por ejemplo, el comprador se ha puesto de acuerdo con el vendedor, que tiene muchas deudas,
para adquirir un valioso inmueble que posee el vendedor, precisamente para que los acreedores de éste,
del vendedor, no puedan sacarlo a pública subasta y cobrarse con el precio que obtengan por el piso) o un
negocio simulado (por ejemplo, el comprador se pone de acuerdo con el vendedor, para simular una venta,
que, en realidad, encubre una donación, porque no llega a pagar nunca ningún precio). El título del
tercero hipotecario debe ser, por tanto, válido. Siendo el título válido, aunque falle la titularidad del
transmitente —lo que, como sabemos, impide que el negocio jurídico pueda tener como efecto la
transmisión del bien o derecho de que se trate— puede quedar protegido el adquirente que confió en los
datos registrales. Es precisamente aquí donde la protección registral despliega el efecto extraordinario de
consolidar la adquisición del tercero hipotecario a través del principio de fe pública registral. Si no fuera
por el juego del artículo 34 LH, no siendo el transmitente el verdadero titular del derecho, no sería
posible considerar que ha habido transmisión ni, por tanto, adquisición de ningún derecho.
Como se ha dicho, quien adquiere un derecho de un sujeto que aparece como titular registral (y que no lo es en la
realidad extrarregistral) no queda protegido por el artículo 34 LH si su título es nulo. Sin embargo debe tenerse en cuenta
que el subadquirente de este último sí puede quedar protegido (obviamente si su propio título es válido). Por ejemplo,
Antonio, que aparece como titular registral de la finca X, no es su verdadero propietario (en realidad dicha finca pertenece a
su hermano, que vive en Francia, y a quien la vendió en documento privado). Antonio «vende» dicha finca a Bernardo (en
realidad se trata de una permuta, en la que Antonio entrega la finca a cambio de un gran alijo de droga). Bernardo, que ha
celebrado un negocio, que además de ser simulado (la compraventa encubre una permuta) tiene causa ilícita, inscribe la
transmisión en el Registro de la Propiedad. Bernardo, al haber llevado a cabo un negocio nulo no estaría protegido por el
artículo 34 LH en el supuesto que el hermano de Antonio le reclamara la propiedad de la finca. Pero si Bernardo vende dicha
finca a otra persona, por ejemplo, Carlos —que la adquiere confiando en que Bernardo es el verdadero titular— y este
negocio es válido, Carlos sí estará protegido ante la eventual reclamación del hermano de Antonio (el verdadero
propietario).

d) Que el adquirente tenga buena fe: esto es, el adquirente debe creer que está adquiriendo del
verdadero propietario, por ejemplo, y que está facultado para transmitirle válidamente (art. 1.950 C.c.).
La buena fe se presume siempre, salvo prueba en contrario, que deberá aportar quien quiera destruir tal
presunción (arts. 1.951 y 434 C.c.).
e) Que quien reclama la protección como tercero hipotecario inscriba su título. De esta manera, se
completa el iter registral del tracto sucesivo, porque estamos adquiriendo de quien, por aparecer inscrito
en el Registro como titular previo, creemos que es competente para transmitirnos válidamente, de
acuerdo con un contrato que, además, per se es válido. En esta tesitura, el Registro, «premia» la
confianza del adquirente que, hasta el final, actúa de conformidad con los principios registrales, y,
voluntariamente, accede al Registro para inscribir su adquisición y así publicitarla.

La protección del tercero hipotecario a través de los efectos de este principio de fe pública registral, lo
hace inmune a cualquier reclamación que tuviera que ver con el vicio que afecte a la transmisión, y que,
por definición, no podía deducirse del Registro.
Eso no significa que, en el primer ejemplo que hemos puesto (A vende un bien a dos personas distintas B y C), B no pueda
impugnar la compraventa que ha realizado A después de venderle a él inicialmente el mismo bien. Pero lo que el artículo 34
LH aporta es que B no podrá exigir la restitución de la cosa vendida a C, precisamente porque este último es un tercero
hipotecario y queda, por tanto, protegido. No obstante, B podrá reclamar a A la reparación del perjuicio sufrido.

1 La vigente Ley Hipotecaria fue promulgada el 8 de febrero de 1946 y, junto con su Reglamento, continúan recogiendo el régimen
del Registro de la Propiedad.

2 Como regla general sólo los derechos reales tienen acceso al Registro de la Propiedad. No obstante, excepcionalmente se
permite la inscripción de ciertos derechos personales o de crédito, como es el arrendamiento (art. 2.5 LH).

3 Ley 13/2015, de 24 de junio, de Reforma de la Ley Hipotecaria aprobada por Decreto de 8 de febrero de 1946 y del texto
refundido de la Ley de Catastro Inmobiliario, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2004, de 5 de marzo, BOE n.º 151, de 25 de
junio.
TEMA 14
EL DERECHO DE PROPIEDAD Y LOS DERECHOS REALES DE GARANTÍA
SARA MARTÍN SALAMANCA
Universidad Carlos III

1. LA PROPIEDAD PRIVADA

1.1. CONTENIDO Y CARACTERES

Ya se ha visto en el tema anterior que nuestro Código civil caracteriza el derecho de propiedad como el
«derecho a gozar y disponer de una cosa, sin más limitaciones que las establecidas por las leyes» (art. 348
C.c.). Eso hace de la propiedad el derecho real más amplio que se conoce; permite al propietario ejercer
sobre la cosa de su propiedad cualquier facultad. No obstante, el propietario puede desprenderse de
ciertas facultades (por ejemplo, usar y disfrutar la cosa de la que es propietario), para construir derechos
reales limitados (en nuestro mismo ejemplo, el derecho real de usufructo, cuyo titular —el usufructuario—
será aquel que podrá usar y disfrutar una cosa ajena, es decir, de la que no es propietario). Y, además, la
propiedad en sentido contemporáneo tiene que conjugar lo previsto en el Código con lo previsto por
nuestra Constitución. El artículo 33 de la Constitución Española incorpora al derecho de propiedad
privada la exigencia de que ésta cumpla, además de una función satisfactoria del interés estrictamente
particular del propietario, una función social, es decir, una función acorde con las exigencias sociales o las
necesidades colectivas. Para ello, el mismo artículo 33 de la Constitución prevé que el contenido del
derecho de propiedad puede y debe estar «delimitado» por la función social. La máxima expresión de la
sumisión de la propiedad privada a la función social es la posibilidad constitucionalmente reconocida (en
el mismo art. 33 CE) de que el propietario sea privado de sus «bienes y derechos» (es decir, expropiado),
«por causa justificada de utilidad social o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de
conformidad con lo dispuesto por las leyes». Así pues, hay que concluir que el derecho de propiedad en el
Ordenamiento contemporáneo español no coincide con el carácter ilimitado al que parece que aspiraba en
el Código civil del siglo XIX.
El derecho de propiedad se caracteriza por presentar las siguientes cualidades:

a) Perpetuidad: significa que la propiedad dura tanto como la cosa física sobre la que recaiga. Este
rasgo le opone a los derechos limitados, que se constituyen habitualmente por un tiempo determinado.
Por ejemplo, el derecho de usufructo ha de tener siempre una duración determinada: si nada se dice, se
considera vitalicio (se extingue al morir el usufructuario); puede constituirse con un plazo determinado de
duración, y, en ese caso, se extingue al expirar el plazo; si se constituye a favor de una persona jurídica, el
usufructo no puede durar más de 30 años (vid. arts. 513 y 515 C.c.).
b) Exclusividad: en el sentido de «oponibilidad» del derecho de propiedad frente a cualquiera, participa
de la característica general de los derechos reales de absolutividad (cfr. supra, en esta misma obra, Tema
13). Es claro que, salvo que el propietario quiera renunciar a esta facultad (y puede hacerlo), sólo él
puede usar y disfrutar de aquello que le pertenece. A salvo los supuestos en que el Ordenamiento limita
las facultades del propietario, como bien puntualiza el artículo 348 C.c.
c) Abstracción de facultades: puede interpretarse como generalidad y abstracción de las facultades que
pueden comprenderse en el contenido de la propiedad, indeterminación de facultades, de todos los
posibles modos de goce y de obtención de utilidades que pueden obtenerse del objeto bajo dominio. Del
propietario es «todo» lo que se pueda obtener de la cosa. Por eso se dice que el señorío que se confiere al
propietario es abstracto y unitario.
La especificación de las facultades se hace indispensable, en cambio, en los casos de derechos reales limitados. Es
necesario concretar cuáles son las facultades, dentro del haz ilimitado de las que dispone el propietario, de las que se ha
querido desprender a favor del titular del derecho real en cosa ajena.

También puede interpretarse la abstracción como extensión de lo poderes concedidos. De acuerdo con
la concepción de «propiedad» recogida en el Código civil, el poder del propietario llega más allá de los
confines físicos de la cosa, como anuncia el artículo 350 C.c. («El propietario de un terreno es dueño de su
superficie y de lo que está debajo de ella, y puede hacer en él las obras, plantaciones y excavaciones que
le convengan, salvas las servidumbres, y con sujeción a lo dispuesto en las leyes sobre Minas y Aguas y en
los reglamentos de policía»). El Código civil entiende que se extiende, por lo tanto, verticalmente hacia
arriba y hacia abajo usque ad coelum et usque ad inferis («hasta el cielo y hasta los infiernos»), como
establecía la máxima latina, sin más limitaciones que las establecidas por las leyes y las inherentes al tipo
de goce o de disposición de que se trate. Es cierto, no obstante, que esta forma de entender la propiedad,
en la actualidad se ha modalizado considerablemente. A día de hoy el artículo 350 C.c. no tiene demasiada
virtualidad normativa, porque la legislación especial sobre el suelo y sobre el vuelo es tan importante que
apenas se puede pensar en la existencia de un inmueble al que dicho precepto sea aplicable en sus
propios términos. La legislación urbanística, la agraria e incluso la del espacio aéreo (normas todas ellas
de carácter administrativo) han regulado una extensión (objetiva) del dominio que está limitada por el
punto al que alcance la posibilidad de utilización y el interés razonablemente tutelable del propietario.
Así, no es pensable que, al construir una línea de metro en el subsuelo, haya que «expropiar» a los dueños
de pisos construidos en la superficie, por ejemplo. Ni que ello sea necesario para instalar un tendido
eléctrico o para que un avión pueda sobrevolar por encima de ciertos terrenos.
El poder de goce al que alude el artículo 348 C.c. significa que el propietario, por serlo, es el primer
llamado a usar, modificar e incluso consumir la cosa que le pertenece.
Las posibilidades de goce vienen determinadas por el tipo de bien, en muchos casos. De tal forma que, si se trata de una
cosa consumible, por ejemplo, una barra de pan, el principal modo de goce es precisamente, consumirlo, y, por tanto,
extinguirlo. Si, en cambio, se trata de una finca, tendremos que referirnos a su cultivo y la obtención de frutos de la misma.

Tratándose de cosas fructíferas, es decir, las que dan con carácter periódico cierto producto o frutos, la
facultad de goce se extiende a los frutos de la misma, porque, como dice el artículo 354 C.c., se considera
que pertenecen al propietario.
Fruto es todo producto o utilidad que constituye el rendimiento de la cosa conforme a su destino económico y sin
alteración de su sustancia, según la doctrina más clásica. El C.c. no da una definición de frutos. Se contenta con clasificarlos,
en el artículo 355 C.c. Distingue entre:
— Frutos naturales: producciones espontáneas de la naturaleza, incluidas las crías animales. Son frutos naturales las
frutas y flores silvestres que producen árboles y arbustos, la leche, la leña, etc.
— Frutos industriales: producciones de la naturaleza que requieren intervención o trabajo del hombre. Por ello, son frutos
industriales los cultivos, las plantaciones de invernadero, cualquier producción industrial, etc.
— Frutos civiles: los producidos por razón de una relación jurídica constituida sobre la cosa. Se traduce en un derecho de
crédito (por ejemplo, la renta o cuota de alquiler que el arrendatario paga al arrendador, los intereses que nos abonan por
mantener una cantidad de dinero en una cuenta bancaria, etc.).

Por su parte, el poder de disposición de la que habla el artículo 348 C.c. significa que el señorío que
confiere la propiedad llega incluso hasta la posibilidad de dejar de ostentarlo, transmitiendo o enajenando
a otro lo que a uno pertenece. (Recuérdense aquí los modos de adquisición derivativa de los derechos
reales, cfr. supra en esta misma obra, Tema 13, epígrafe 4.1).
Y, por último, este carácter abstracto hace también de la propiedad un derecho elástico: esto es, no
dejará de ser «propiedad» aunque las facultades de goce o disposición se vean puntualmente restringidas
(por ejemplo, porque el propietario Miguel constituye un usufructo a favor de su amigo Antonio,
cediéndole, por tanto, el derecho a obtener el uso y los frutos de la cosa de Miguel), y, por otra parte,
posee virtualidad expansiva, de tal modo que, una vez extinguida la causa de la restricción (por ejemplo,
porque se cumple el plazo para el que se constituyó el usufructo, y éste se extingue), las facultades
vuelven a integrar el haz unitario que incumbe al propietario, es decir, el propietario recupera
automáticamente las facultades de las que se desprendió. Es decir, el derecho de propiedad se expande o
comprime en función de que existan o no, sobre la cosa, derechos reales limitados (vid. supra en esta
misma obra Tema 13, epígrafe 3.2).

1.2. LÍMITES

Como también se adelantó en el tema precedente, ni el carácter absoluto ni el carácter ilimitado del
derecho de propiedad, deben interpretarse en el sentido de que se trate de un derecho que carezca de
limitaciones en el Ordenamiento. El propio artículo 348 C.c. alude a este sometimiento («sin más
limitaciones que las establecidas en las leyes»), que se completa, como se adelantaba al principio de este
tema, con la exigencia de función social que recoge la Constitución Española en su artículo 33.

A) Al poder de goce

Las limitaciones al derecho de propiedad impuestas sobre las facultades de goce pueden responder a
un interés privado o público. De interés público, por ejemplo, pueden considerarse las obligaciones
impuestas al propietario en el artículo 389 C.c. (si una construcción amenaza ruina, el propietario estará
obligado a su demolición o a ejecutar las obras precisas para evitar su caída) o artículo 390 C.c. (cuando
algún árbol amenaza caerse y causar perjuicio a una finca ajena o a los transeúntes, el dueño del árbol
debe arrancarlo y retirarlo), o la limitación a la libertad de plantar o construir en terreno propio que
contiene el artículo 589 C.c., por proximidad con «plazas fuertes o fortalezas», por ejemplo. No obstante
es cierto que, precisamente por su carácter público, la mayor parte de estas limitaciones al derecho de
propiedad se encuentran en la legislación administrativa.
De interés privado se consideran las limitaciones impuestas al propietario por razón de las relaciones
de vecindad. Con ella se persigue mantener un equilibrio en las relaciones entre propietarios de terrenos,
fincas o edificios colindantes, para evitar extralimitaciones de unos frente a otros. Ciertamente, de no
existir estas reglas, si se verificase un acto de extralimitación de este tipo, se trataría como un abuso de
derecho (art. 7 C.c.) prohibido por el Ordenamiento con carácter general.
Ejemplos de las normas del Código referidas a las relaciones de vecindad son las que limitan la libertad de abrir huecos
en paredes maestras para luces o vistas (arts. 581, 582 y 584), las que limitan la libertad de construir, plantar o montar
instalaciones en terreno propio (arts. 590 y 599), las que limitan la libertad de montaje de cubiertas o tejados (art. 586), o
las que obligan a soportar el decurso de las aguas que naturalmente y sin obra del hombre descienden de los predios
superiores, así como la piedra o tierra que arrastran en su curso (art. 552 C.c.).

Además, y aparte de todas las limitaciones concretas establecidas en el Código civil que acabamos de
ver, se entiende que la prohibición de abuso del derecho (art. 7 C.c.) exige que el propietario de una finca
no lleve a cabo en ella actividades que provocan a sus vecinos molestias que exceden de lo normalmente
tolerable o implican un uso anormal de la propiedad. Por ejemplo, el propietario de un piso no está
obligado a soportar que su vecino toque el trombón de madrugada, aunque, posiblemente, no podrá
impedirle que ponga la radio a un volumen razonable durante el día. En el primer caso la actividad
desarrollada excede de lo que se considera normalmente tolerable; en el segundo caso, no.

B) Al poder de disposición

La limitación al poder de disposición del propietario que conoce el Derecho civil se refiere únicamente
a las llamadas «prohibiciones de disponer». Se trata de la fijación de un determinado plazo durante el
cual el propietario no puede transmitir un bien o constituir un derecho real limitado sobre él (por ejemplo,
un derecho de hipoteca). Fuera de los casos que vengan impuestas por la Ley (por razones de muy diversa
índole), el Derecho es muy cauteloso en su admisión cuando se trata de prohibiciones de disponer
voluntarias (las que se establecen por acuerdo). De modo general son eficaces las prohibiciones de
disponer incluidas en un testamento y dirigidas a los herederos. Cuando se constituyan por un negocio
jurídico inter vivos, sólo son eficaces las incluidas en actos o negocios gratuitos, es decir, sin
contraprestación. Tanto unas como otras son inscribibles en el Registro de la Propiedad, en cuyo caso son
oponibles a tercero, que no puede invocar a su favor el mencionado artículo 34 LH (vid. art. 26.3 LH, que
menciona, además de las testamentarias, las impuestas en las capitulaciones matrimoniales, donaciones y
otros actos a título gratuito).
Las prohibiciones de disponer que se incluyen en negocios onerosos (v. gr., Juan vende un bien a Ana y le prohíbe que lo
hipoteque, o que lo venda o lo done a un tercero) no impiden, al afectado por la prohibición, disponer del bien, pero obligan
al que las incumple a indemnizar los daños y perjuicios ocasionados por su incumplimiento.

C) La función social de la propiedad

También se anticipó ya en el tema anterior que la llamada «función social» ha sido incorporada por la
propia Constitución española en el contenido de la propiedad privada, al reconocerla (art. 33 CE),
moderando de este modo el carácter excluyente del derecho de propiedad. La función social es un
concepto indeterminado, referido, en general, a las exigencias sociales o el bien colectivo. Mediante la
noción de función social se pretende coordinar el interés egoísta del propietario con el interés general de
la colectividad. Y la norma que reconoce la propiedad privada como derecho de rango constitucional en
nuestro sistema incorpora la «función social» en su contenido, lo que significa que la propiedad privada
que el ordenamiento consagra es la que está en armonía con el interés general (el art. 33 CE, dispone:
«Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia. La función social de estos derechos
delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes. Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino
por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de
conformidad con lo dispuesto por las leyes»).
La función limitativa de la función social, en este sentido, se aprecia, en primer lugar, en el hecho de
que el artículo 33 CE prevea la posibilidad de expropiación por razón de utilidad pública, es decir,
privación forzosa de la propiedad a su dueño. A título de ejemplo, destaquemos las posibilidades
expropiatorias justificas por necesidades de planificación urbanística (Ley del Suelo, Real Decreto
Legislativo 2/2008, de 20 de junio).
Y, en segundo lugar, se percibe claramente en algunos ámbitos, como es el caso de las regulaciones de
la propiedad rústica o de la propiedad urbana, donde el titular dominical ha de afrontar numerosos
deberes positivos (obligaciones que debe cumplir el dueño) derivados del interés general de la
colectividad sobre este tipo de propiedades. En especial, destacan aquí también las facultades
expropiatorias del Estado frente al titular dominical por deficiente aprovechamiento de fincas rústicas
(Ley de Fincas Manifiestamente Mejorables, Ley 34/1979, de 16 de noviembre).

1.3. ACCIONES DE PROTECCIÓN

Inmediatamente después de definir la propiedad, el artículo 348 C.c. dice, en su párrafo segundo, que
el propietario tiene acción contra el tenedor y el poseedor de la cosa para reivindicarla. A día de hoy
puede decirse que la llamada «acción reivindicatoria» que menciona el artículo 348 C.c., y que busca
obtener la recuperación de una cosa que le ha sido arrebatada a su propietario, marca el paradigma de
las acciones que sirven para proteger el derecho de propiedad. Pero, junto a ella, convive un conjunto de
acciones menores, podría decirse, que persiguen dar cauce a otros posibles intereses del propietario
distintos de la recuperación.
A) Acción reivindicatoria

De su mención en el artículo 348 C.c. se deduce que es la que procede interponer cuando el propietario
ha sido privado de la posesión (esto es, del dominio físico o fáctico, la tenencia material) sobre la cosa, por
alguien que carece de derecho sobre ella. Por tanto, enfrenta siempre a un propietario no poseedor con
un poseedor no propietario.
Es el caso de aquel a quien le han arrebatado la cosa o se la han robado. Y también el del propietario cuya segunda
vivienda está siendo ocupada por terceros (v. gr., «okupas»).

La jurisprudencia ha delimitado los requisitos para que prospere esta acción:

a) Quien la interpone debe ser el dueño de la cosa, aunque no sea requisito indispensable el de ser el
único dueño (así, por ejemplo, si se trata de un coche que es propiedad de dos hermanos, basta con que la
interponga uno de ellos).
b) La acción debe dirigirse contra quien posee la cosa sin derecho a ello y se niega a restituirla. Debe
demandarse necesariamente a quien tenga en su poder la cosa, porque, de lo contrario, aunque prospere
la acción, resultará imposible que se verifique la restitución de la misma.
Puede ocurrir que, durante el procedimiento, quien tenía la cosa en su poder, la enajene a un tercero. En ese caso, en
trance de ejecución de sentencia, será imposible restituir la cosa y la condena será sustituida por una indemnización de
daños y perjuicios.

c) La cosa que se reclama requiere de una perfecta descripción, aportando cualquier medio de prueba.
No cabe, por tanto, la reivindicación de cosas genéricas o inespecíficas.

B) Acción declarativa de dominio

Con ella, se pretende la mera declaración de existencia de la titularidad dominical, sin perseguir una
condena a la restitución.
Por ello, su ámbito natural serán aquellos casos en los que existe una perturbación del disfrute pacífico
de una cosa por su propietario, pero sin que se haya verificado un despojo. Sencillamente esta acción
busca que, aquel que no reconoce o discute el derecho de propiedad, deje de hacerlo a través del
pronunciamiento judicial.
Por ejemplo, A es dueño de una finca y, un buen día, aparece B, que aduce que la finca es de su propiedad, ya que la ha
heredado de su padre, y así comienza a anunciarlo a todos los vecinos. Aunque A no haya sido privado de la posesión, puede
ejercitar frente a B una acción declarativa de dominio dirigida a que se declare que el verdadero propietario es, en efecto, A.

La jurisprudencia tiene establecido que, salvo la necesidad de posesión indebida por un tercero, le son
aplicables el resto de los requisitos vistos para que prospere la acción reivindicatoria (SSTS 8 de
noviembre de 1994, 5 de febrero de 1999, 26 de febrero de 1999, 18 de octubre de 1999).

C) Acción negatoria

Es la acción que compete al propietario de una cosa para que se declare la ausencia o inexistencia de
gravámenes sobre su dominio. No se regula en el Código Civil, pero puede considerarse implícita en el
art. 348 C.c. (STS 31 de junio de 1964).
Se ejercitará contra quien pretenda ser titular de un derecho real limitado o en cosa ajena.
Por ejemplo, A afirma que es titular de un derecho de servidumbre que le permite pasar por la finca de B. Para
defenderse, B puede ejercitar la acción negatoria dirigida a que se declare que A no tiene ningún derecho a pasar por su
finca.

Dado que la libertad de la propiedad se presume, el actor debe probar exclusivamente el dominio y no
la inexistencia del gravamen. Será en su caso el demandado, quien, por su interés, cargue con la prueba
de demostrar que existía un derecho real constituido a su favor sobre la misma cosa.
Actualmente se admite la posibilidad de utilizar la acción negatoria, no sólo contra perturbaciones jurídicas, sino también
contra perturbaciones físicas. Concretamente se entiende que es posible utilizar esta acción para evitar inmisiones que
exceden de lo permitido legalmente o de lo normalmente tolerable en las relaciones de vecindad (arts. 590 y 1.908 C.c.). El
concepto de «inmisión» alude a la penetración, en una propiedad, de sustancias o fuerzas que se propagan por medios
naturales, por ejemplo, humos, olores, ruidos, etc. De este modo, quien sea perturbado por inmisiones ilícitas (v. gr., una
fábrica vecina despide humos y olores pestilentes; un obrador de confitería o una discoteca generan ruidos que superan el
límite de decibelios permitidos por las Ordenanzas Municipales…) puede ejercitar la acción negatoria a fin de que el
demandado cese en la actividad inmitente y se abstenga de desarrollarla en el futuro (cfr. STS 12 de diciembre de 1980, SAP
Murcia 13 de febrero de 2001).

D) Acción exhibitoria

Esta acción se regula en el artículo 256 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC). Se trata de una acción
preparatoria (no sólo de las anteriores, sino de otras posibles; y no sólo referida a la tutela del derecho de
propiedad), y que busca obtener que la persona a la que se pretenda demandar exhiba la cosa que tenga
en su poder y a la que se vaya a referir la posterior acción. Persigue, por tanto, identificar la cosa, el
estado en que se encuentra y el hecho de que la posee el demandado. Por eso, por ejemplo, puede ser
auxiliar de una acción reivindicatoria o promoverse juntamente con ella.

E) Acción de deslinde

Aunque el artículo 384 C.c. establece, entre las facultades del propietario, la de deslindar y marcar los
límites de su propiedad (por ejemplo, una finca), se producen muchas veces situaciones de confusión o
incertidumbre de linderos —si se desconoce hasta dónde alcanzan, en la realidad, las lindes de las fincas o
por dónde pasan con exactitud—. Así, cuando se duda acerca de cuáles son los linderos de una o varias
fincas, mediante la acción de deslinde, a la que se refiere el Código civil en los artículos 384 a 387,
pueden concretarse aquéllos de modo definitivo.
No obstante, tras las reformas operadas en la LH a través de la Ley 13/2015, de 24 de junio, de
Reforma de la Ley Hipotecaria y del Texto Refundido de la Ley del Catastro, y de la Ley 15/2015, de 2 de
julio, de la Jurisdicción Voluntaria, junto al procedimiento judicial mencionado, se ha añadido un nuevo y
alternativo expediente administrativo para rectificar la descripción, superficie o linderos de una finca
registral, únicamente para los casos en que haya común acuerdo o no exista oposición. El art. 201 LH
articula dos tipos de expedientes desjudicializados:

a) el de deslinde de fincas inscritas en el Registro de la Propiedad, que se tramita ante Notario; y


b) el de deslinde de fincas no inscritas en el Registro de la Propiedad, que tramitarán los Secretarios
Judiciales.

2. LA COMUNIDAD DE BIENES
La propiedad de una cosa puede pertenecer a varios sujetos. Por ejemplo, dos hermanos adquieren por
herencia una casa que pertenecía a sus padres; una pareja de novios compra conjuntamente un piso para
instalar en él la vivienda matrimonial. En ese caso hablamos de copropiedad o comunidad de bienes. No
obstante, debe tenerse en cuenta que también es posible que varias personas sean cotitulares de un
derecho real (por ejemplo, A y B son usufructuarios de una finca). Por eso dice el artículo 392 C.c. que
«hay comunidad cuando la propiedad de una cosa o de un derecho pertenece pro indiviso a varias
personas».
En el Derecho español cuando varias personas son propietarias de una cosa o cotitulares de un derecho
real limitado, se entiende que corresponde a cada uno de ellos una cuota abstracta o ideal que recae
sobre la totalidad de la cosa o el derecho, pero que no se materializa en una porción concreta hasta que
no tiene lugar la división (por ejemplo, si A, B y C son copropietarios de una finca, a cada uno de ellos les
corresponde una cuota de un tercio sobre la finca, pero tal cuota no recae sobre una parte concreta —la
zona este, la oeste, etc.— de la finca). El Código civil concibe la situación de comunidad como una
situación desventajosa o poco conveniente que debe subsistir el menor tiempo posible. De ahí que
atribuya a cada uno de los comuneros la posibilidad de instar la división en cualquier momento (art. 400.1
C.c.), a menos que hayan acordado mantener la cosa indivisa durante cierto tiempo, que no puede exceder
de 10 años (art. 400.2 C.c.). Cualquier comunero puede, por tanto (salvo que exista el mencionado pacto
de indivisión) solicitar que se divida la cosa común a fin de extinguir la situación de comunidad. Pero
puede ocurrir que la cosa en cuestión no sea divisible, bien porque no lo sea objetivamente —v. gr., un
caballo, una embarcación—; o bien porque si se divide resulta inservible para el uso al que se destina —v.
gr., un local destinado a garaje—. En tal caso la «división» puede hacerse adjudicando el bien a uno de los
comuneros, que pagará a los demás la parte proporcional al valor de sus cuotas, o vendiendo la cosa a un
tercero y repartiendo su precio (art. 404 C.c.).
Mientras dura el estado de indivisión, es necesario regular la situación, de forma que se eviten
conflictos y todos los comuneros puedan ejercitar su derecho sobre el bien común. Así, la ley dispone que,
en principio, todos los propietarios tienen derecho a usar y disfrutar la cosa común (arts. 393 y 394), pero
la determinación de quién va a usarla y disfrutarla en cada momento concreto o cómo se va a repartir el
uso (por ejemplo, por meses, por zonas…) se hace mediante el acuerdo de la mayoría de los comuneros
(se trata de una mayoría de cuotas, no de personas) (art. 398 C.c.). Por otra parte, todos los comuneros
están obligados a contribuir, en proporción a sus cuotas, a los gastos de conservación de la cosa común —
por ejemplo, reparación del tejado de la casa— (art. 395). Por último, para disponer de la cosa común (por
ejemplo, venderla, hipotecarla), es necesario el consentimiento unánime de todos los comuneros, si bien
lo que pueden hacer cada uno individualmente y sin necesidad del consentimiento de los demás es
enajenar su cuota (es decir, su derecho abstracto sobre la cosa). En este caso, no obstante, los demás
comuneros tienen derecho a adquirir esa cuota con preferencia a cualquier sujeto ajeno a la comunidad
(se trata de un derecho de «retracto», cfr. art. 1.522 C.c.) lo cual se explica porque la ley pretende que
desaparezca cuanto antes la situación de indivisión. Por ejemplo si A, B y C son propietarios de una
embarcación de recreo y C quiere vender su cuota a X, los otros comuneros, A y B, tienen derecho, si lo
desean, a adquirir dicha cuota en lugar de X.
Una forma especial de comunidad de bienes es la existente en los edificios de plantas por pisos. En estos casos los pisos o
locales del edificio pueden ser objeto de propiedad independiente pero la propiedad de esas unidades independientes
conlleva además la copropiedad de ciertos elementos del edificio que son comunes: fachada, portal, escaleras, ascensores,
azoteas, patios interiores, etc. Inicialmente el Código civil reguló esta situación, que conocemos hoy día como Propiedad
Horizontal en el artículo 396 C.c. Actualmente está regulada en una ley especial, la Ley de Propiedad Horizontal de 1960,
que ha sido, no obstante, modificada repetidamente en varias ocasiones.

3. LAS LLAMADAS PROPIEDADES ESPECIALES

3.1. LAS PROPIEDADES ESPECIALES EN GENERAL

El Código civil, al regular los distintos derechos reales, parte de la idea de que estos recaen sobre una
cosa corpórea, determinada y susceptible de tenencia material. Así sucede, en efecto, con el instituto de la
«propiedad», conforme al artículo 348 C.c. Sin embargo, junto a esta propiedad «ordinaria», el Código
civil reconoce la existencia de otras fórmulas «especiales» de propiedad. Así, la rúbrica del Título IV del
Libro II del Código es: «De algunas propiedades especiales». Y de acuerdo con su contenido, se refiere a
la propiedad sobre minas, aguas y obras intelectuales.
No obstante, el Código civil hace poco más que reconocer su existencia, porque no las regula. Se remite
a las leyes propias de ambas. Y es que el origen de las propiedades especiales se remonta al fracaso del
Proyecto de Código civil de 1851. Al no lograrse un texto consensuado, se dictaron una serie de leyes, con
aplicación en todo el territorio nacional, que anticiparon la regulación de un próximo Código sobre
materias concretas. De entre ellas, destacan la Ley de Aguas de 13 de junio de 1879, la Ley de Minas de 6
de julio de 1859 y la Ley de Propiedad Intelectual de 10 de enero de 1879 (todas ellas modificadas con
posterioridad).
Y, de conformidad con ello, el Código civil regula las aguas a partir del artículo 407, con expresa remisión a la Ley de
Aguas (art. 425) en todo lo que no esté expresamente prevenido por las disposiciones de este capítulo. A las minas le dedica
dos artículos, 426 y 427, y el segundo de ellos es una remisión a Ley de Minas. A la propiedad intelectual le dedica también
dos artículos, el 428 que reconoce al autor el derecho económico sobre la obra producida (e ignora el derecho moral del
autor) y el 429, que se remite a la ley especial de propiedad intelectual y establece que, supletoriamente, se aplica la
normativa del Código civil sobre la propiedad.
La doctrina considera también como propiedades especiales las que recaen sobre Montes y la Propiedad Industrial.
Asimismo, se destacan las importantes limitaciones a la propiedad impuestas por la legislación de Costas.

Siendo ésta su razón de ser, el principal resultado es que resulta difícil establecer si existe una
categoría unitaria y autónoma denominada «propiedades especiales», porque las así consideradas no
tienen muchos elementos en común.
Por un lado, las referidas a aguas y minas se podrían caracterizar porque su objeto son recursos naturales muchas veces
escasos y cuyo deterioro o deficiente explotación tienen importantes consecuencias de degradación ambiental. Pero, por otro
lado, la «propiedad intelectual», tiene un objeto intangible (como es la creación, considerada en sí misma y con
independencia del soporte material en que necesariamente debe haber sido exteriorizada para su protección). Y, además, la
especialidad que caracteriza a la propiedad intelectual es distinta: se justifica en la trascendencia de la actividad creativa
para el impulso y el crecimiento colectivo.

Lo anterior ha conducido a la mayor parte de la literatura científica a tachar de carente de fundamento


el concepto de «propiedades especiales», pues no abarca un tipo homogéneo de «propiedades» con
caracteres comunes.
En cuanto a su regulación, como se ha dicho, su particular estatuto jurídico parte del reenvío que el
propio Código civil realiza a la legislación especial. Y, si bien lo establece con carácter subsidiario, y sólo
para lo no previsto por el Código, lo cierto es que la regulación jurídica de las propiedades especiales,
actualmente, se contiene, casi en su totalidad, en las leyes propias de cada una. De modo que la única
consecuencia válida de que el Código contemple las propiedades especiales, quizá sea la aplicabilidad de
la disciplina general del derecho de propiedad, que el propio Código civil contiene, a estos supuestos
«dominios especiales» en lo no previsto por su regulación específica. Por lo demás, su estatuto jurídico se
encuentra fundamentalmente recogido en normas administrativas (quizá con la excepción de la propiedad
intelectual y de la industrial, cuyas leyes se consideran de Derecho privado), con prevalencia, por tanto,
del interés público.

3.2. PROPIEDAD DE AGUAS Y MINAS

Actualmente, los recursos naturales, según la propia Constitución Española de 1978, quedan adscritos
al dominio público (art. 132 CE). Y puede decirse que la propiedad sobre aguas y sobre minas ha
desaparecido como posibilidad de atribución privativa de su titularidad. Es decir, no cabe hoy día la
propiedad privada de aguas o de minas.
Por ello, las regulaciones, tanto de la una, como de la otra, se contienen en normas administrativas
(Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de
Aguas; Ley 22/1973, de 21 de julio, de Minas). Y, del mismo modo, sus aprovechamientos (que es lo único
permitido a los particulares) son objeto de licencias y concesiones de tipo administrativo.
3.3. PROPIEDAD INTELECTUAL

Como se ha dicho, sólo las leyes especiales que regulan la propiedad intelectual y la industrial se
consideran de Derecho privado. Y de ellas, sólo la propiedad intelectual está mencionada en el Código
civil. Por este motivo esta será la única propiedad especial cuyo estudio abordemos en este tema.
El Código Civil dedica dos artículos (arts. 428 y 429) a la propiedad intelectual. En el primero se
reconoce que el autor tiene derecho a explotar su obra y disponer de ella a su voluntad. En el segundo, se
remite a la ley especial para la regulación, advirtiendo que en lo no previsto por la ley especial, se
aplicarán las reglas generales contenidas en el Código sobre propiedad. Actualmente, se regula en el
Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual (RDLeg. 1/1996, de 12 de abril), con las
modificaciones incluidas hasta ahora (la última importante, por Ley 21/2014, de 4 de noviembre, BOE n.º
268, de 5 de noviembre).
La propiedad intelectual reconoce el conjunto de derechos que tiene un autor sobre cada una de sus
obras que se manifieste en un soporte material, tangible o intangible, conocido o que se invente en el
futuro (art. 10 Ley de Propiedad Intelectual, LPI, en adelante). También se consideran propiedad
intelectual los derechos de los artistas e intérpretes sobre sus actuaciones; de los productores
audiovisuales y fonográficos sobre sus grabaciones; de los fabricantes de bases de datos sobre el
contenido de estas bases de datos; de las entidades de radiodifusión sobre sus emisiones; de los
realizadores de meras fotografías sobre sus fotos; y de los editores de obras inéditas que estén en el
dominio público sobre ellas, es decir, obras sobre aquellas obras cuyos derechos de autor han caducado
sin que hayan llegado a divulgarse (por ejemplo, la editorial que, pasados 75 años de la muerte de un
autor, edita una novela que el autor, en vida, nunca había publicado y que le hace llegar un bisnieto de
dicho autor).

A) Sujeto

El sujeto titular del derecho de propiedad intelectual por antonomasia es el autor.


El resto de sujetos titulares que hemos mencionado más arriba (artistas, productores, fabricantes de bases de datos,
entidades de radiodifusión, realizadores de meras fotografías y editoriales), son titulares de derechos de propiedad
intelectual también, pero se denominan «derechos afines», «conexos» o «vecinos» al derecho de autor, que, como hemos
dicho, es el que originariamente acaparó toda la regulación del derecho de propiedad intelectual. Fue así hasta el punto de
que, tradicionalmente, se utilizaron como sinónimos los términos «derecho de autor» y «propiedad intelectual». Estos
«derechos afines» son de regulación más moderna (muchos han aparecido con la llegada de tecnologías contemporáneas, así
ocurre con los productores, con los fabricantes de bases de datos, las entidades de radiodifusión) y su configuración se
realiza «a imagen y semejanza» de la del derecho de los autores, a menudo «reduciéndola»: bien se les reconocen menos
facultades (por ejemplo, casi todos ellos carecen de «facultades morales», más adelante veremos en qué consisten; sólo los
artistas las tienen reconocidas), o incluso las mismas, con menor extensión (por ejemplo, el derecho moral de los artistas
abarca menos facultades; los derechos conexos tienen una duración inferior a la de los autores).

Se considera autor a la persona física que crea alguna obra literaria, artística o científica (art. 5.1 LPI),
pudiendo existir un solo autor de una obra (por ejemplo, el autor de una novela) o varios (por ejemplo, dos
letristas componen el texto de una canción, y un tercer autor, la música).

B) Objeto

Objeto de la propiedad intelectual son todas las creaciones originales propias del intelecto humano,
expresadas por cualquier medio o soporte, tangible o intangible, actualmente conocido o que se invente
en el futuro (art. 10 LPI). Según el mismo artículo 10 LPI, el único requisito indispensable es que se trate
de una creación original. Esto significa que debe ser resultado de una actividad creativa humana dirigida
a expresar la subjetividad de su autor.
Esto implica que no será obra protegible aquella fruto del mero azar (por ejemplo, los resultados de una mezcla
automática por una máquina de distintas cantidades de pintura de colores que yo decido). Se requiere que exprese la
«subjetividad» interior de su autor, y ello con independencia de cualquier otro requisito (como, por ejemplo, la extensión).
También significa que carecen de originalidad, y, por lo tanto, de protección a través del derecho exclusivo de propiedad
intelectual, las producciones que se limiten a recopilar «lugares comunes» o que únicamente manejen datos que pertenecen
al «acervo común». Así ocurriría en el caso de que se elaborase un catálogo de cromos con obras del arte románico español.
Resultaría difícil que las imágenes no coincidiesen con las que ya aparecen en docenas de libros de texto o de catálogos
referidos al Románico. Tales imágenes (si no incorporan un enfoque especial, una realización artística por el fotógrafo, por
ejemplo) pertenecen al «acervo común» (STS de 20 de febrero de 1992). Lo mismo sucedería si se quisiera proteger el título
de una novela llamada «María». Sí se protege, en cambio, el título Aserejé, como palabra de un lenguaje inventado.

No debe tratarse de una mera idea, sino que debe haberse plasmado y obtenido forma en un soporte
material, sea tangible o intangible. Por eso no es protegible, por ejemplo, el estilo «cubista», pero sí lo
son, por separado, todos y cada uno de los cuadros pintados en este estilo.
A continuación, el artículo 10 LPI proporciona un listado ejemplificativo de obras protegibles que
permiten extraer varias conclusiones más en relación con el objeto protegible:

a) son protegibles no sólo las obras completas, sino también los «bocetos», borradores o ensayos;
b) son protegibles las obras de todos los géneros artísticos;
c) los objetos protegibles son aquellos que son perceptibles por los sentidos de la vista y oído (y,
excepcionalmente, por el tacto en el caso de obras escritas en Braille).
Se protegerá una novela, una canción, un dibujo, una escultura, un manual, un álbum, una base de datos, un programa de
ordenador, una página web, etc. En cambio, no se protegerá, a través de la propiedad intelectual, un sabor nuevo para
caramelos o una nueva fragancia. Estas invenciones obtendrán tutela a través de otras ramas del Ordenamiento (así, la
propiedad industrial, por ejemplo).

Además, el artículo 3 LPI establece que la protección a través de la propiedad intelectual es compatible
y acumulable con otros derechos de exclusiva que concurran sobre el mismo soporte material (así el
derecho de propiedad ordinaria u otros derechos reales sobre la cosa material que sirve de soporte; y los
derechos de propiedad industrial que puedan existir sobre la obra, como sucede, por ejemplo, con un
dibujo que puede ser objeto del derecho de propiedad intelectual y también como marca o signo
distintivo).

C) Contenido

Las facultades reconocidas por el derecho de propiedad intelectual se clasifican en dos grupos:

a) Las que permiten al titular de este derecho hacer suyos los resultados del aprovechamiento o
rendimiento económico de una creación intelectual (facultades patrimoniales, arts. 17 a 22 LPI).
b) Las que tutelan la vinculación personal entre el creador y la obra (facultades morales, arts. 14 a 16
LPI).

a) Facultades patrimoniales. A través de ellas, el autor controla cualquier forma de obtener rendimiento
económico (directo o indirecto) a través de la obra. La LPI (arts. 17 ss. LPI) menciona la reproducción (por
ejemplo hacer múltiples copias de una novela), la distribución (por ejemplo vender los ejemplares de la
novela; alquilar ejemplares de una película, etc.), la comunicación pública (por ejemplo proyectar la obra
cinematográfica en los cines) y la transformación (por ejemplo traducir la novela). Pero, cualquier otra
forma de explotar económicamente una obra, conocida actualmente o que se inventase en el futuro,
pasaría a formar parte de la exclusiva del autor y, por tanto, debería ser autorizada por él para que se
desarrollara legalmente (así ha ocurrido, por ejemplo, con las colaboraciones que se hacían puntualmente
por algunos autores a periódicos, antes sólo explotables «en papel». Con la generalización de la
digitalización, ha sido necesario solicitar la autorización de los colaboradores para poder escanear sus
aportaciones y ponerlas a disposición digital de los usuarios).
Cuando se trate de un tercero que quiera utilizar la obra que él no ha creado (por tanto, creada por
otro) en alguna modalidad económica, deberá hacerse autorizar por el titular del derecho exclusivo de
explotación. La propia LPI recoge la fórmula negocial de transmisión negocial del derecho de propiedad
intelectual: la cesión (arts. 43 ss. LPI), que, a elección del autor, puede ser gratuita o contra precio (que
se llama remuneración).
Así, por ejemplo, si una editorial española quiere traducir al español una novela escrita por un autor húngaro, será
necesario solicitar la cesión del derecho de transformación. Si, además, quiere vender los ejemplares en España, requerirá
el derecho de distribución. En su caso, el precio concertado como remuneración puede consistir en un porcentaje del
rendimiento, o, excepcionalmente, en una cantidad a tanto alzado (art. 46 LPI).

Además, las facultades patrimoniales de propiedad intelectual son transmisibles mortis causa (por
ejemplo, a los herederos), artículo 42 LPI.

b) Facultades morales. A diferencia de las facultades patrimoniales, buscan salvaguardar un elemento


íntimo de unión entre el autor y su obra (así, por ejemplo, el derecho a que la obra siempre se difunda
señalando la autoría o bien manteniendo el anónimo, si el autor lo ha preferido; el derecho a que la obra
no se divulgue nunca, si el autor no lo desea; el derecho a que la obra no se altere sin el consentimiento
del autor, etc.). Su proximidad con la personalidad del autor justifica que se configuren como facultades
irrenunciables e intransmisibles inter vivos (no puede contratarse su transmisión). Además, muchas de
ellas se extinguen con la personalidad del autor, es decir, con su muerte (con la única excepción de las
referidas a la integridad de la obra, el reconocimiento de la autoría, y la decisión de divulgar la obra o
mantenerla en inédito; estas facultades se pueden transmitir mortis causa, y, en caso de no haber
señalado el autor a nadie en su testamento, acabarán siendo ejercitables por el Estado, las Comunidades
Autónomas o las Corporaciones Locales, artículos 15 y 16 LPI. El derecho a decidir la divulgación dura 70
años más que la vida del autor; las otras dos facultades no tienen duración temporal determinada, por
tanto, son perpetuas).
Estas facultades se recogen en el artículo 14 LPI y se considera una enumeración cerrada; por tanto, no
existen más facultades morales que las contenidas en este artículo 14.
En concreto, según el artículo 14 LPI, tiene derecho el autor a:
1) que sea reconocida la paternidad de la obra o a que la obra sea divulgada bajo anónimo o pseudónimo;
2) que la obra no sea publicada sin su consentimiento;
3) que la obra no sea modificada ni alterada en modo alguno, sin su consentimiento;
4) retirar la obra del mercado (derecho de arrepentimiento) siempre y cuando indemnice a terceros (editor, distribuidor,
etc.) que puedan verse perjudicados por semejante decisión. Él no necesita justificar los motivos de su decisión; basta con
que alegue que se ha generado un cambio de convicción al respecto;
5) modificar (él mismo) la obra;
6) acceder al ejemplar único o raro de su obra, cuando éste se encuentre en poder de un tercero y el autor requiera del
acceso a la obra para poder ejercitar un derecho propio a la explotación (por ejemplo, el autor de una obra escultórica, que
ha sido comprada por un coleccionista japonés, que no la exhibe, desea realizar una composición fotográfica con todas sus
esculturas, para elaborar un calendario). En este caso, el autor está obligado a ejercitar este derecho en la forma que menos
perjudique al poseedor y, en su caso, a indemnizar los daños y perjuicios irrogados a éste.

D) Duración

Junto al objeto «inmaterial», la segunda gran diferencia entre la «propiedad ordinaria» y la «propiedad
intelectual» es la temporalidad de esta última. Mientras la propiedad tiene una vocación perpetua, la
propiedad intelectual se le reconoce al autor de forma vitalicia y a sus sucesores por un período temporal
que no puede superar los 70 años siguientes al del fallecimiento del autor.
Si se trata de los derechos que incumben a otros sujetos —que se suelen denominar derechos «vecinos», «conexos» o
«afines» al derecho de autor— (artistas, productores, entidades de radiodifusión, fabricantes de bases de datos, realizadores
de meras fotografías, editores…), el plazo de protección es inferior y se computa de distinto modo. Así, por ejemplo, para el
fabricante de bases de datos son 15 años, a contar desde el año siguiente a aquel en que se completa la base de datos,
artículo 136 LPI. (Sobre la duración del resto de los «derechos conexos», cfr. arts. 112, 119, 125, 127, 128 y 130 LPI).

Una vez que ha expirado el derecho exclusivo de propiedad intelectual sobre una creación, se dice que
la obra «cae en dominio público» (art. 41 LPI). Ello supone que puede ser explotada sin contar con el
consentimiento del autor o sin necesidad de la cesión del derecho exclusivo de explotación
correspondiente. Pero, naturalmente, siempre habrá que respetar el derecho a la integridad de la obra, la
atribución de autoría, y, en su caso, el derecho de los titulares mortis causa del derecho de divulgación, en
su caso (art. 41 LPI).

4. LOS DERECHOS REALES DE GARANTÍA: EN ESPECIAL, LA HIPOTECA


INMOBILIARIA
Ya se vio en el tema anterior que los derechos reales de garantía son derechos reales limitados. Su
función les liga a una obligación preexistente, cuyo cumplimiento pretenden garantizar. De este modo, el
acreedor sabe que, si el deudor no pudiera pagar la deuda contraída con él, puede dirigirse contra un
determinado bien, el que ambos hayan señalado de común acuerdo, y cuyo valor será el que responda de
la deuda. Al tratarse de un derecho real, esta facultad del acreedor se mantiene sobre el bien incluso
aunque el deudor la haya enajenado. Y, además, vincula el bien de modo preferente a la satisfacción de la
deuda referida; es decir, si el deudor tuviera más acreedores, por ejemplo, estos tienen derecho a dirigirse
contra el patrimonio de su deudor, en general, en virtud del principio de responsabilidad universal del
deudor (art. 1.911 C.c., todos los bienes presentes y futuros). Pero el acreedor garantizado con un
derecho real será el primero que pueda, con preferencia respecto a cualquier otro, realizar el valor
económico (vender en pública subasta, por tanto) del bien afectado por el derecho real de garantía, con el
fin de cobrar su crédito. Y, sólo si quedase un remanente, debería reintegrarlo al patrimonio del deudor
para que sobre él intervengan los otros acreedores que carecen de garantía real.
Los derechos reales de garantía más importantes son el derecho real de prenda y el derecho real de
hipoteca (arts. 1.857 a 1.862 C.c., disposiciones comunes a ambos; 1.863 a 1.873 prenda; 1.874 a 1.880,
hipoteca, aunque la regulación más extensa se encuentra en los artículos 104 a 197 de la Ley Hipotecaria,
LH, en adelante).
Como regla general, la prenda recae sobre bienes muebles (art. 1.864 C.c.) y, aunque hay excepciones,
lo habitual es que el deudor la deposite, mientras llega el momento del pago de su deuda, en poder del
acreedor o de un tercero (art. 1.863 C.c.). En cambio, lo habitual en la hipoteca es que recaiga sobre
bienes inmuebles (art. 1.874 C.c.) y el deudor los retiene en su poder (es decir, no existe desplazamiento
posesorio).
No obstante, existe en nuestro Ordenamiento la prenda sin desplazamiento, es decir, que se mantiene en poder del deudor
mientras no sea precisa su ejecución. Y también existe la hipoteca que recae sobre algunos tipos concretos de bienes
muebles (ambas se regulan en la Ley de 16 de diciembre de 1954, sobre Hipoteca Mobiliaria y prenda sin desplazamiento de
la posesión).
Se permite la prenda sin desplazamiento en los casos de (art. 52 LHMPSD):
1.º Los frutos pendientes y las cosechas esperadas dentro del año agrícola en que se celebre el contrato.
2.º Los frutos separados o productos de dichas explotaciones. Si no estuvieren almacenados, se determinará el lugar en
que hubieren de depositarse.
3.º Los animales, así como sus crías y productos.
4.º Las máquinas y aperos de las referidas explotaciones.
5.º Las máquinas y demás bienes muebles identificables por características propias.
6.º Las mercaderías y materias primas almacenadas.
7.º las colecciones de objetos de valor artístico e histórico, como cuadros, esculturas, porcelanas o libros, bien en su
totalidad o en parte; también podrán serlo dichos objetos, aunque no formen parte de una colección.
8.º los créditos y demás derechos que correspondan a los titulares de contratos, licencias, concesiones o subvenciones
administrativas siempre que la Ley o el correspondiente título de constitución autoricen su enajenación a un tercero.
Por su parte, según el artículo 12 de la misma Ley, podrá constituirse hipoteca sólo sobre los siguientes bienes muebles:
1.ª Los establecimientos mercantiles.
2.ª Los automóviles y otros vehículos de motor, así como los tranvías y vagones de ferrocarril, de propiedad particular.
3.ª Las aeronaves.
4.ª La maquinaria industrial.
5.ª La propiedad intelectual y la industrial.

4.1. CARACTERES COMUNES A LOS DERECHOS REALES DE GARANTÍA

a) La accesoriedad: los derechos reales de garantía se constituyen siempre para asegurar el


cumplimiento de una obligación preexistente, que es la obligación asegurada o principal (por ejemplo, el
préstamo, para cuya garantía, el banco solicita del deudor que constituya hipoteca sobre la finca). La
accesoriedad de los derechos reales de garantía significa que sólo perviven mientras subsista la
obligación principal.
b) Las facultades de realización del valor y de preferencia: por regla general, y salvo pacto en contrario,
los derechos reales de garantía no conceden al acreedor facultad de goce y uso de la cosa, aunque exista
desplazamiento posesorio. Ello es explicable porque la función propia de la prenda y la hipoteca no radica
en transmitir facultades de disfrute, sino en garantizar el cumplimiento de la obligación principal. De
hecho, el Ordenamiento prohíbe expresamente que se pacte que el acreedor se quede directamente con la
cosa, en caso de incumplimiento de la obligación garantizada, sin ponerla a la venta. A este pacto
prohibido se le llama pacto comisorio (art. 1.859 C.c.) —la prohibición del pacto comisorio no implica que
el acreedor no pueda, en la subasta del bien, pujar y acabar adquiriéndolo, cosa que es posible—.
En caso de incumplimiento de la obligación garantizada el titular del derecho real de garantía puede
instar la enajenación de la cosa objeto de garantía, es decir, promover su venta en pública subasta para
cobrar su crédito con el precio obtenido. Esta es la facultad de realización del valor.
Por otra parte, el derecho de preferencia significa que el crédito garantizado concede a su titular la
facultad de cobrar antes que otros acreedores respecto del precio obtenido en pública subasta. El derecho
real de garantía convierte el crédito garantizado, en este sentido, en crédito preferente.
c) La especialidad: los derechos reales de garantía recaen o afectan de forma directa y especial a los
bienes gravados y no sobre la totalidad de los bienes del deudor (por ejemplo, la diadema de diamantes
sobre la que se constituye el derecho real de garantía).
d) La «reipersecutoriedad»: las facultades atribuidas al acreedor garantizado se convierten en
inherentes al objeto, porque derivan de un derecho real. De tal manera que el acreedor, podrá ejercitarlas
frente a cualquiera otra persona que después haya adquirido o simplemente tenga las cosas dadas en
garantía en su poder. El gravamen se traslada con la cosa y no se pierde porque pase de un titular a otro;
su afección a la obligación garantizada permanece.
Si, por ejemplo, el propietario de un piso gravado con una hipoteca no paga al banco el préstamo garantizado con esa
hipoteca, el banco puede realizar el valor del bien hipotecado, aunque éste haya sido vendido a un tercero por dicho
propietario.

e) La responsabilidad real y la personal: cuando se constituye un derecho real de garantía, el deudor


sigue debiendo, personalmente la deuda. De tal manera que la garantía no altera la regla de
responsabilidad patrimonial universal del artículo 1.911 C.c., según la cual, el deudor responde de sus
obligaciones con todos sus bienes, presentes y futuros. Así las cosas, si, por ejemplo, la hipoteca la ha
constituido no el propio deudor, sino su padre, para garantizar la deuda de préstamo de dinero que su hijo
va a contraer con el banco, si, finalmente se produce el incumplimiento de pago, el acreedor puede
escoger entre dirigirse contra su deudor, que debe responder como dice el artículo 1.911 C.c., o bien
contra los bienes sobre los que pesa un derecho real de garantía del préstamo. Y, además, si, una vez
ejecutada la garantía y vendido en pública subasta el bien sobre el que recaía, el acreedor no consigue
cobrar todo lo debido, puede todavía dirigirse contra otros bienes del deudor para cobrar el resto no
satisfecho.

4.2. LA HIPOTECA INMOBILIARIA

La hipoteca inmobiliaria es la «garantía reina» por la vigorosa protección que confiere al acreedor, ya
que se trata de un poder ejercitable sobre bienes inmuebles, lo cual, para el acreedor, tiene la ventaja de
que son bienes de casi imposible desaparición y, además, en los que el valor se preserva. Esto ha hecho
que se convierta en el motor de movilización de capitales más importante de la economía, hasta el punto
de que existen operadores económicos únicamente sostenidos sobre la actividad que generan las
hipotecas inmobiliarias (así «bancos hipotecarios», «bancos de crédito», etc.).

A) Origen y constitución

La constitución de la hipoteca inmobiliaria puede ser voluntaria (por ejemplo, cuando Adolfo va a pedir
un préstamo a una entidad bancaria para comprarse un piso, el banco exige, como condición para
concedérselo, que Adolfo le preste una garantía real que le asegure la restitución del préstamo,
precisamente sobre el piso que va a adquirir con el préstamo) o legal. A su vez, las hipotecas legales
pueden ser expresas o tácitas. Son expresas si no se constituyen automáticamente porque la Ley las
reconoce, sino que se concede un derecho a exigir la constitución de esta garantía real.
Por ejemplo, de la redacción del artículo 260 C.c. se deduce que, al constituirse una tutela a favor de una persona
incapacitada, el juez puede exigir que el tutor constituya una garantía, entre las que se incluye la hipoteca que podría ser
sobre sus propios bienes inmuebles, precisamente para garantizar el cumplimiento de sus tareas como tutor, que implican,
entre otras cosas, administrar los bienes del tutelado con la diligencia de un buen padre de familia. De no actuar
diligentemente puede tener que indemnizar los daños ocasionados al incapacitado, y de ahí la garantía real.

Las hipotecas también pueden ser tácitas. Las hipotecas tácitas suponen que su reconocimiento legal es
todo lo que se requiere para su constitución; de hecho, excepcionalmente, estas hipotecas ni siquiera
requieren inscripción en el Registro de la Propiedad para que nazcan.
Por ejemplo, es una hipoteca tácita la que el Ordenamiento establece, sobre los bienes gravados con tributos, para
garantizar al Estado, las provincias y los municipios por la última anualidad de tales tributos (arts. 1.875.2 C.c. y 194 LH)
como podría ser el IBI o el impuesto sobre vehículos de tracción a motor, en el caso de los municipios; también la constituida
a favor de la comunidad de propietarios por cuotas impagadas referidas a la anualidad en curso y a los tres años naturales
anteriores, artículo 9 Ley de Propiedad Horizontal.

La principal especialidad de la hipoteca en cuanto a su constitución es que, en general, es requisito


esencial para su constitución que se inscriba en el Registro de la Propiedad el acto por el que se crea,
artículos 145 LH y 1.875 C.c. (con la única excepción de las hipotecas legales tácitas, que no requieren de
inscripción constitutiva como se acaba de mencionar; basta su reconocimiento legal para que operen
automáticamente).
Es decir, si una hipoteca se constituye en un contrato que se concluye ante notario, y, por lo tanto, en documento público,
esto no será suficiente para que la hipoteca haya nacido. No sólo no será oponible a terceros (que no la pueden conocer por
no estar inscrita), sino que ni siquiera será eficaz entre las partes que la han acordado. Para ello será necesaria la
inscripción registral del negocio constitutivo de la hipoteca.

B) Sujetos de la hipoteca

a) Acreedor hipotecario: el acreedor cuyo crédito está garantizado con una hipoteca recibe el nombre
de acreedor hipotecario.
b) Hipotecante: es el dueño de los bienes inmuebles que se han ofrecido en garantía. Puede ser el
deudor de la relación crediticia garantizada (entonces se le llama «deudor hipotecante») pero no es
imprescindible. En caso de que se trate de un tercero (ajeno a la relación obligatoria garantizada) quien
ofrece bienes propios para garantizar una obligación de la que no es parte, se le denomina «hipotecante
no deudor» o «fiador real». Así, por ejemplo, si Margarita debe constituir una hipoteca para garantizar el
préstamo que ha solicitado a Óscar, pero no tiene ningún bien inmueble, el padre de Margarita puede
ofrecer la finca que posee en Jaén como garantía al préstamo que su hija Margarita ha solicitado a Óscar.
El padre de Margarita sería «hipotecante no deudor», porque él no es el deudor del préstamo; la
prestataria es Margarita. A este deudor hipotecario que, en cambio, no es deudor en la relación crediticia
garantizada, se le denomina también, como se ha dicho, «fiador real».

Para ser hipotecante resulta indispensable:

1) ser el propietario de los bienes inmuebles ofrecidos en garantía; y


2) tener libre disposición de los bienes hipotecados (ya que, si la garantía hipotecaria tiene que
ejecutarse finalmente, los bienes serán sacados a la venta en pública subasta, y, por tanto, deben poder
estar en condiciones de ser válidamente vendidos al tercero a quien se adjudiquen).

c) Tercer poseedor: esta figura no está regulada ni en el Código civil ni en la Ley Hipotecaria, pero se
reconoce en el tráfico. El «tercer poseedor» es quien, después de constituirse la hipoteca, ha adquirido los
bienes que hacen de garantía. Téngase en cuenta que la constitución de una hipoteca no impide al
propietario del bien hipotecado enajenarlo, si bien lo enajenará con la carga de la hipoteca. De tal manera
que, en tal caso, estaremos ante la figura del «tercer poseedor» que:

— es ajeno a la relación obligatoria garantizada; pero


— la responsabilidad real le afecta como adquirente del bien. Por efecto de la reipersecutoriedad de los
derechos reales (también los de garantía), el acreedor garantizado con una hipoteca, podrá utilizar el bien
ofrecido en garantía para satisfacer la deuda, sacándolo a pública subasta, y cobrándose con el precio
obtenido, incluso a pesar de que el bien ya no es propiedad del deudor y ha sido adquirido por el «tercer
poseedor» (por ejemplo, porque lo ha comprado).

C) Objeto y extensión de la hipoteca

a) El objeto de la hipoteca

La hipoteca inmobiliaria (regulada en el C.c. y la LH) sólo puede tener por objeto un bien inmueble, que
debe reunir la condición de enajenable (tiene que poder ser vendido). Así se establece en el artículo 106
LH y se desarrolla en el artículo 107 LH, a través de un elenco de bienes susceptibles de hipoteca.
Según el artículo 106 LH, podrán ser hipotecados: 1.º los bienes inmuebles susceptibles de inscripción;
2.º los derechos reales enajenables, con arreglo a las leyes, impuestos sobre los mismos bienes.
Es decir, no sólo son hipotecables los inmuebles, sino también los derechos reales que sean
«enajenables». En general, los derechos reales son enajenables; constituyen una excepción, por ejemplo,
las servidumbres o los derechos de uso o habitación. Es decir, que, por ejemplo, puede hipotecarse
(concederse en garantía) un derecho de aprovechamiento por turno, un derecho de usufructo, etc.
Los bienes objeto de hipoteca pueden soportar un número ilimitado de hipotecas; en realidad, todas las
que pueda abarcar su valor económico. Es decir, sobre una misma finca, cuyo valor es 180.000 euros, es
posible que se constituyan, por ejemplo, tres hipotecas, para garantizar tres créditos diferentes, cada uno
de ellos por valor de 60.000 euros, en tanto no agotan el valor del objeto hipotecado y pueden resultar
garantías útiles para cada uno de los acreedores.
Además, debe tenerse en cuenta que, existiendo más de una hipoteca sobre un mismo bien, si se ejecuta la primera
(cronológicamente hablando), las posteriores (en este caso, todas las demás) se extinguen (arts. 674.2, 679.5, 692.2 Ley de
Enjuiciamiento Civil —LEC— y art. 134 LH). No obstante, los acreedores pueden cobrarse, por orden, sobre el valor del bien
vendido. En cambio si se ejecuta la segunda hipoteca o las siguientes, las hipotecas previamente constituidas subsisten (arts.
668.3, 669 y 670.5 LEC) —aunque se extingan las posteriores, si existen—; esto significa que, al vender el bien, se habrá
descontado su valor [cfr. infra, apartado F) de este mismo epígrafe, sobre el efecto de la ejecución de la hipoteca sobre el
resto de las hipotecas que pudieran pesar sobre un mismo bien].

b) La extensión de la hipoteca

Aparte del bien inmueble sobre el que, por definición, recae la hipoteca inmobiliaria, el Ordenamiento
entiende que la hipoteca se amplía naturalmente, por mandato de los artículos 109 y 110 LH, a las
accesiones naturales (por ejemplo, aumento del terreno que el río va incorporando paulatinamente a los
campos que existen en sus orillas) mejoras realizadas en la cosa (por ejemplo, plantaciones, instalación de
riego por goteo…) y, en su caso, a las indemnizaciones que pudieran corresponder al hipotecante a
consecuencia de un siniestro o de expropiación forzosa. A esta extensión se le llama extensión natural o
legal de la hipoteca.
Así, por ejemplo, si se ofrece en garantía hipotecaria un piso que, por un accidente que se produce en el bloque acaba
devastado por las llamas de un incendio, la garantía hipotecaria sobreviviría sobre la indemnización que el seguro abone al
propietario del piso incendiado (aunque en tal caso la hipoteca, al recaer sobre el dinero obtenido, se convertiría en lo que
se denomina como «prenda irregular»).

Además, se permite que mediante pacto, las partes acuerden extender la hipoteca a otros bienes
conectados con el objeto hipotecario, como son los frutos, las rentas o incluso bienes inmuebles por
destino (bienes muebles colocados permanentemente en la finca hipotecada), artículo 111 LH. Esta
extensión de la hipoteca se denomina extensión convencional o pactada.

D) La obligación asegurada con la hipoteca

La regla general (arts. 1.861 C.c. y 105 LH) es que la hipoteca puede constituirse en garantía de todo
tipo de obligaciones. No obstante, dado que la hipoteca es una garantía dineraria, la obligación
garantizada debe ser, al menos, económicamente valorable. Es decir, en el caso de que la hipoteca
garantice una obligación de hacer, la hipoteca, en realidad, estará garantizando la responsabilidad
derivada de su incumplimiento, pero no la deuda en sí misma. Además, en virtud del principio de
especialidad (cfr. supra epígrafe 4.1 de este mismo tema), también se requiere que la cantidad
garantizada con la hipoteca sea determinada y constante.
Cuando inicialmente no se puede saber con exactitud el montante de la obligación garantizada, se admite que pueda
constituirse una hipoteca fijando el importe «máximo» del que responderá el bien hipotecado. Este tipo de hipoteca se
denomina por ello «hipoteca de máximo». Un ejemplo es la hipoteca que garantiza el saldo de una cuenta corriente de
crédito. La cuenta corriente de crédito es un tipo de préstamo en el que se pone a disposición del prestatario una cantidad
en una cuenta corriente, de forma que éste puede extraer ciertas cantidades y luego volver a ingresarlas. Esto significa que
hasta que finalice el plazo pactado no puede saberse cuál va a ser el saldo deudor. Por eso la hipoteca que garantiza esta
cuenta corriente de crédito es una «hipoteca de máximo».

Si la obligación garantizada produce intereses, la hipoteca también cubre el pago de los mismos,
aunque su extensión varía, en función de si el bien hipotecado ha pasado a manos de un tercer poseedor.

— si ha pasado a un tercer poseedor: sólo cubre los intereses de los dos últimos años y la parte vencida
de la anualidad corriente (art. 114 LH, a contrario, y art. 146 LH);
— si continúa perteneciendo al deudor hipotecario: la hipoteca asegura todos los intereses de la
obligación garantizada, sin límite temporal (arts. 114 a contrario, y 146 LH).

Pero, en todo caso, estas reglas sobre la cobertura de los intereses por la garantía hipotecaria, son
susceptibles de modificación por pacto en contrario. Se impone como límite en el primer caso que no se
pacte un aseguramiento de intereses que supere el plazo de 5 años (art. 220 Reglamento Hipotecario).

E) La protección de la hipoteca
Hay que tener en cuenta que en la hipoteca inmobiliaria el bien que sirve de garantía no pasa a estar
en posesión del acreedor garantizado en ningún momento. De tal modo que el Ordenamiento establece un
mecanismo precautorio específico que permite al acreedor asegurarse de que el bien garantizado se
conserve sin merma de su valor inicial. Se trata de la acción de devastación.
Se regula en el artículo 117 LH y tiene como finalidad reprimir los actos del propietario en menoscabo
de la finca, remediar los ya realizados y evitar posibles y sucesivos actos de disminución del valor de la
finca. Según el artículo 117 LH, cuando la finca hipotecada se deteriore, disminuyendo de valor, por dolo
o culpa (es decir, intencionadamente o por simple descuido), el acreedor tiene la facultad de solicitar al
juez que mande a éste «hacer» o «no hacer» lo que proceda, para evitar el daño. Si el propietario
insistiera en su conducta, el juez puede decretar que el inmueble se ponga bajo administración judicial.

F) Efectos de la hipoteca

Dado que la hipoteca es una garantía constituida a favor de un crédito y que el ordenamiento prohíbe el
pacto comisorio, como ya se ha dicho anteriormente [vid. supra epígrafe 4.1, apartado b): pacto comisorio
es el pacto que permite al acreedor adquirir automáticamente la propiedad de la cosa hipotecada en caso
de incumplimiento del deudor], el principal efecto que se busca con la hipoteca es hacer efectivo el valor
del bien ofrecido enajenándolo, en el caso de que la obligación asegurada resulte incumplida; y todo ello a
través de los cauces legalmente establecidos. El procedimiento adecuado para ello es la acción real
hipotecaria (art. 129 LH y arts. 681, 640 ss. de la Ley de Enjuiciamiento Civil).
La acción hipotecaria se ejercitará directamente sobre el bien hipotecado, resultando indiferente quien
sea el propietario del bien (ya vimos que puede haber pasado a manos de un «tercer poseedor»). Puede
ejercitarla el acreedor hipotecario y prescribe a los 20 años desde el momento en que éste la pudiera
ejercitar (art. 1.964 C.c.); es decir, desde el momento en el que el acreedor sabe que el deudor ha
incumplido su obligación.
Se prevén dos cauces entre los que el acreedor puede optar para la realización del bien hipotecado:
judicial y extrajudicial. Si se desea utilizar el extrajudicial resulta imprescindible que se haya pactado
expresamente en la escritura de constitución de la hipoteca (art. 129 LH) y será el notario quien proceda
y organice, de acuerdo con las formalidades establecidas en el Reglamento Hipotecario (arts. 234 a 236
RH), la venta del bien.
El cauce más empleado es el judicial. Se caracteriza porque será el Juez quien, en este caso, promueva
y supervise la realización económica del bien hipotecado. En este caso, es imprescindible que en la
escritura constitutiva de la hipoteca se haya determinado el precio en el que se tasa el bien hipotecado
(porque servirá de tipo a la subasta).
Una vez realizado el bien, esto es, obtenido un precio tras la enajenación del mismo en pública subasta,
este precio se destina al pago del acreedor. Si el precio obtenido sobrepasa la cobertura de la hipoteca, el
excedente se le entrega al propietario del bien hipotecado (sea deudor de la obligación principal o no). Si
por el contrario el precio obtenido no cubre el total del crédito garantizado, no se extingue la deuda por el
importe no cobrado. Esto implica que el acreedor podrá reclamar al deudor que le pague el resto del
crédito pendiente, dirigiéndose, en su caso, contra el resto de los bienes del deudor en virtud del principio
de responsabilidad universal de éste (art. 1.911 C.c.).
La ejecución de la hipoteca tiene un efecto directo sobre el resto de las hipotecas que pudieran pesar
sobre ese mismo bien:

— produce la purga o liberación de todas las posteriores; es decir se extinguen (art. 674.2 LEC);
— no afecta las cargas o gravámenes anteriores a la constitución de la hipoteca ejecutada; continuarán
subsistentes y quien haya adquirido el bien en pública subasta sabe que queda sometido a la
reipersecutoriedad de la garantía hipotecaria.
Por ejemplo: En 2010 Dionisio ha garantizado un crédito con la propiedad de una casita en la playa de la que es dueño.
Llegado el momento del vencimiento del crédito, Dionisio no puede afrontar el pago del crédito y su acreedor ejecuta la
casita, que es comprada en pública subasta por Elena. La casa soportaba desde 2008 otra hipoteca, pero no ha sido
ejecutada, porque ni siquiera vence hasta 2014. Cuando Elena adquiere el bien, en 2013, sabe que sobre él pesa una
hipoteca, que no se extingue por la ejecución de la posterior. De tal modo que, si la hipoteca anterior se ejecuta con
posterioridad a esta adquisición (en 2015), Elena puede verse privada del bien.

Llegados a este punto, la hipoteca ya ha sido ejecutada y puede considerarse que desaparece, pero la
constancia registral de la misma no desaparece automáticamente por la extinción de la hipoteca. Será
necesario solicitar su cancelación registral (técnicamente: deberá practicarse asiento de cancelación).
Para ello, se requiere presentar sentencia firme o bien escritura pública u otro documento auténtico, en el
que preste su consentimiento la persona a cuyo favor se hubiera hecho la inscripción —artículo 82 LH—
(o, en su caso, sus herederos o representantes legítimos, en caso de que hubiera fallecido o, por otros
motivos, ya no pudiese prestar consentimiento: ausencia, incapacitación judicial).

G) Extinción de la hipoteca

Aparte de la extinción de la hipoteca por realización del bien ejecutado (ya vista), la hipoteca se
extingue:
a) por extinción del crédito que garantiza (bien a través del pago o por cualquier otra de las causas que
determinan la extinción de las relaciones obligatorias (arts. 1.156 ss. C.c.).
b) por extinción del derecho real limitado de hipoteca, atendiendo a las causas generales de extinción
de los derechos reales (destrucción del bien dado en garantía; expropiación forzosa; consolidación;
condonación o remisión de la hipoteca; resolución o extinción del derecho del constituyente; ineficacia o
invalidez del contrato constitutivo de hipoteca, etc.).
TEMA 15
DERECHO DE FAMILIA. LA ORGANIZACIÓN PATRIMONIAL DEL MATRIMONIO
YOLANDA BERGEL SÁINZ DE BARANDA
Universidad Carlos III

1. INTRODUCCIÓN

El matrimonio es la base del Derecho de familia 1 . Esta rama del Derecho se ocupa de los requisitos
necesarios para contraer matrimonio 2 , su forma de celebración, y todas las repercusiones que el
matrimonio tiene para los esposos, en su estado civil, en su situación económica, etc. Otras formas de
unión de pareja distintas del matrimonio (convivencia more uxorio o uniones de hecho) y sus
consecuencias también están hoy en día contempladas por esta rama del Derecho 3 . Pero el derecho de
familia se ocupa también de otras cuestiones como de las relaciones con los hijos biológicos y con los
adoptados (paternidad —técnicamente denominada «filiación»—, custodia, obligaciones de prestar
alimentos, cuidado de los hijos, etc.) y de las distintas formas de terminación del matrimonio (nulidad y
divorcio), materia reformada por la Ley 15/2005, de 8 de julio 4 .
De ese amplio ámbito que ocupa al Derecho de familia, sólo vamos a referirnos en este capítulo al
régimen económico matrimonial; a los efectos patrimoniales del matrimonio. Siendo este un manual de
Derecho patrimonial, excede de su ámbito tratar de las demás materias que ocupan a esta rama del
Derecho. Vamos a estudiar la economía de la familia, cómo se administra, y cuáles son las
responsabilidades que derivan de las deudas que nacen del sostenimiento de la familia, dependiendo del
régimen económico elegido por los esposos para regir su matrimonio o del que lo rija en defecto de
elección.

2. EL RÉGIMEN ECONÓMICO MATRIMONIAL

2.1. CONCEPTO. EL RÉGIMEN ECONÓMICO SUPLETORIO

Entendemos por régimen económico matrimonial el conjunto de reglas que regulan los distintos
asuntos patrimoniales que derivan del matrimonio, es decir, las reglas y principios que gobiernan la
titularidad y administración de los bienes de las personas casadas, así como sus relaciones económicas
frente a terceras personas. En concreto, el régimen económico determina cómo deben de realizarse los
gastos de la familia, con qué fines, quién debe pagarlos y cómo debe valorarse la contribución de cada
esposo a la economía de la familia.
El matrimonio es un consorcio de vida con un propósito específico que también conlleva efectos
patrimoniales que necesitan de una especial regulación. La vida en común supone que se hagan gastos
que deben acometer ambos esposos (vivienda, educación de los hijos, asistencia médica, etc.). Nos
referiremos a estos gastos como «cargas» del matrimonio. El artículo 1.318 C.c. establece que los
cónyuges están obligados al levantamiento de las cargas matrimoniales. Como veremos, si el régimen
económico matrimonial es el de sociedad de gananciales, el patrimonio común está afecto al
levantamiento de las cargas del matrimonio (art. 1.362.1.ª C.c.), mientras que si se trata de un régimen de
separación de bienes (o de participación), se estará a lo que hayan convenido los cónyuges y, a falta de
pacto al efecto, los esposos contribuirán al levantamiento de las cargas del matrimonio proporcionalmente
a sus recursos económicos (art. 1.438 C.c.).
El Código civil otorga a los cónyuges la posibilidad de establecer su propio régimen económico
matrimonial (art. 1.315 C.c.), pero si no escogen uno en particular, el Código les impone un sistema en
concreto (régimen supletorio), pues no puede existir un matrimonio sin régimen económico matrimonial.
Se entiende que, en principio, son los cónyuges los que voluntariamente deben establecer las reglas que
consideren convenientes para regir la economía de su matrimonio. El único límite que tiene la capacidad
de los cónyuges para establecer su propio régimen es el de cualquier otra manifestación de la autonomía
de la voluntad; que no sea contrario a las leyes, la moral y el orden público 5 . Sólo si los cónyuges no
establecen el régimen económico de su matrimonio, el Código civil estipula que se rijan por un régimen
económico en concreto.
En España existen diversos regímenes económicos matrimoniales regulados en la Ley. En las
Comunidades Autónomas donde se aplica el Derecho común rige el sistema establecido en el Código civil.
Existen, por otra parte, Comunidades Autónomas que cuentan con Derechos civiles forales o especiales
que establecen peculiaridades en cuanto al régimen económico del matrimonio.
En las Comunidades Autónomas de Derecho común el régimen económico matrimonial supletorio es el
de sociedad de gananciales (o comunidad de gananciales), que conlleva la creación de un patrimonio
separado, independiente del patrimonio de cada uno de los cónyuges. Se aplica a los matrimonios
contraídos en dichas CCAA cuando los cónyuges no han establecido otro en capitulaciones matrimoniales
(art. 1.316 C.c.).
También importante es el régimen de separación de bienes, que rige a falta de pacto en Cataluña, Valencia y las Islas
Baleares. En Navarra el régimen económico supletorio es el régimen de conquistas (v. Ley 82 ss. de la Compilación de
Derecho Civil Foral de Navarra) y en Aragón el consorcio conyugal (arts. 193.2 y 210 ss. del Código de Derecho Foral de
Aragón), regímenes que no vamos a desarrollar en este trabajo pues nos referimos aquí al régimen del Código civil. Un
ejemplo de régimen que debe escogerse expresamente por los cónyuges para su aplicación es el régimen de participación, al
que haremos una breve referencia más abajo.

2.2. EL DENOMINADO «RÉGIMEN MATRIMONIAL PRIMARIO»

No obstante lo indicado, hay ciertas reglas establecidas en el Código civil que son comunes y se aplican
con independencia del régimen económico concreto que rija el matrimonio. A este conjunto de reglas se
las denomina «régimen matrimonial primario» porque se aplican a todo matrimonio regido por el Código
civil.
Una de esas reglas la encontramos en el artículo 1.319 C.c., en virtud del cual, cualquiera de los
cónyuges puede realizar actos encaminados a atender a las necesidades ordinarias de la familia, conforme
al uso del lugar y a las circunstancias de la misma (potestad doméstica). Esto supone que cualquiera de
los cónyuges puede administrar los bienes dentro de la esfera de esas necesidades ordinarias (por
ejemplo, pagar al pediatra de los niños, contratar el suministro de luz, hacer la compra en el
supermercado) y, que para ello, la actuación de uno solo de los esposos es bastante y suficiente. Esto
supone también, que cuando uno de los esposos realiza un acto para atender a las necesidades ordinarias
de la familia, ese cónyuge representa y compromete a la familia.
En caso de que sea el régimen de gananciales el que rija el matrimonio, el artículo 1.319 C.c. establece que los bienes
comunes y los bienes del cónyuge que contraiga la deuda responderán solidariamente de esas deudas contraídas para
atender las necesidades ordinarias de la familia, y, subsidiariamente, los del otro cónyuge (v. también art. 1.365.1.º C.c.). Por
lo tanto, responden los bienes comunes porque se trata de una necesidad ordinaria de la familia, los del cónyuge que la ha
realizado el gasto porque él se presenta como deudor frente al acreedor, y, sólo si esos dos patrimonios responsables son
insolventes, podrá dirigirse el acreedor contra el patrimonio del cónyuge que no contrajo la deuda. Sin embargo, si el
régimen económico del matrimonio es el de separación de bienes, el cónyuge que contrae la deuda es directamente
responsable, mientras que el otro esposo que no ha contraído la deuda en el ejercicio de la potestad doméstica sólo responde
de ella subsidiariamente (art. 1.440.2 C.c.).

Además de lo relativo a la atención de las necesidades ordinarias de la familia, otra regla importante
común a todos los regímenes matrimoniales es la contenida en el artículo 1.320 C.c. De acuerdo con lo
dispuesto en ese artículo, es necesario el consentimiento de ambos cónyuges o, en su caso, autorización
judicial, para disponer de la vivienda familiar, sin perjuicio de que pueda pertenecer a uno solo de los
esposos. Esta limitación a la facultad de disponer se establece para proteger la residencia habitual de la
familia de la actuación discrecional de uno solo de los esposos que podría, de otra manera, enajenarla sin
contar con la opinión del otro cónyuge.

3. LAS CAPITULACIONES MATRIMONIALES


Las capitulaciones matrimoniales son el negocio jurídico mediante el cual los cónyuges establecen el
régimen económico de su matrimonio. Las capitulaciones matrimoniales pueden otorgarse antes o
después de contraer matrimonio. Si se otorgan antes de la celebración del matrimonio, no surtirán efecto
si el matrimonio no se celebra dentro del año siguiente a su otorgamiento (art. 1.334 C.c.). Si se otorgan
después del matrimonio, el régimen que en ellas se establezca sustituirá al que regía el matrimonio hasta
entonces, siendo efectivo el nuevo sistema económico desde el otorgamiento de la escritura pública de
capitulaciones y, frente a terceros, desde su inscripción en el Registro Civil. Ello no obstante, la
modificación del régimen económico durante el matrimonio, no puede perjudicar a terceros de buena fe
(art. 1.317 C.c.). Es decir, la modificación no puede perjudicar a acreedores con derechos ya adquiridos en
el momento del cambio de régimen económico. Por ejemplo, si el régimen económico es el de sociedad de
gananciales y los cónyuges contraen una deuda de la que deben responder los bienes gananciales, el
hecho de que cambien de régimen económico y aquellos bienes se adjudiquen a uno de los esposos no
impide a los acreedores anteriores agredir el bien que tenía antes la consideración de ganancial.
En capitulaciones matrimoniales los cónyuges pueden acordar que rija uno de los sistemas establecidos
por la ley o pueden establecer ellos un régimen económico ad hoc para su matrimonio, con los límites
establecidos en el artículo 1.328 C.c. y, en general, en el artículo 1.255 C.c. (que no sean contrarias a la
ley, la moral o el orden público). En caso de invalidez de las capitulaciones matrimoniales, el régimen
económico del matrimonio será el régimen supletorio que corresponda dependiendo de lugar del territorio
español de que se trate. La invalidez de las capitulaciones matrimoniales se regirá por las reglas
generales de los contratos (art. 1.335 C.c.).
Las capitulaciones matrimoniales requieren de una forma especial para su validez. Tienen que
otorgarse en escritura pública (art. 1.327 C.c.). Además, para tener efectos frente a terceros, las
capitulaciones deben inscribirse en el Registro Civil (art. 1.333 C.c.).
Pero establecer el régimen económico del matrimonio no es el único contenido posible de las
capitulaciones matrimoniales. Ese es el llamado contenido típico de las capitulaciones. Pero pueden tener
también un contenido atípico, que consista en actos relacionados con el matrimonio, como pueden ser las
donaciones hechas por razón del matrimonio (donaciones propter nuptias); o en actos no relacionados con
el matrimonio, como puede ser el reconocer a un hijo nacido fuera del matrimonio.

4. TIPOS DE RÉGIMEN ECONÓMICO MATRIMONIAL. ESPECIAL REFERENCIA


A LA SOCIEDAD DE GANANCIALES
En este epígrafe estudiaremos los tres principales regímenes económicos matrimoniales regulados en
el Código civil: separación, participación y sociedad de gananciales. No obstante, nos centraremos en el
régimen de sociedad de gananciales y lo estudiaremos con detalle. Sobre todo este, pues es más complejo
que el régimen de separación y rige supletoriamente en la mayor parte del territorio español cuando los
cónyuges no han escogido otro régimen para regular las implicaciones económicas de su matrimonio
mediante capitulaciones matrimoniales.

4.1. RÉGIMEN DE SEPARACIÓN DE BIENES

Bajo el régimen de separación de bienes cada cónyuge usa, disfruta y dispone de su patrimonio sin
necesidad de que concurra el consentimiento del otro cónyuge (salvo lo indicado en torno a la vivienda
familiar, art. 1.320 C.c.). En este régimen, no existe ningún tipo de confusión de patrimonios de los
cónyuges, sino que sólo existen dos patrimonios, uno privativo del marido y otro privativo de la mujer.
Como ya sabemos, el régimen de separación rige supletoriamente en Cataluña, Valencia y las Islas
Baleares. En las CCAA de Derecho común, donde el régimen supletorio es el de sociedad de gananciales,
para que el régimen económico sea el de separación de bienes es necesario que: a) los cónyuges lo
convengan expresamente; b) los cónyuges pacten en capitulaciones matrimoniales que no regirá entre
ellos la sociedad de gananciales pero no fijen un régimen económico para su matrimonio; o c) durante el
matrimonio se extinga la sociedad de gananciales o el régimen de participación y no se reemplacen por
otro régimen distinto (art. 1.435 C.c.).
En el régimen de separación cada cónyuge es propietario de los bienes que tenía al comienzo del
régimen y de todos los que adquiera por cualquier título una vez contraído el matrimonio y comenzado el
régimen de separación. Por lo tanto, cada cónyuge tiene la propiedad de sus bienes y a él sólo le
corresponde la administración, disfrute y disposición de los mismos (art. 1.437 C.c.). Teniendo en cuenta
estas características, el régimen de separación de bienes es el normalmente escogido por matrimonios en
los que ambos esposos tienen actividades económicas propias (ya sea porque tienen sus propios ingresos
de sus distintas actividades profesionales o porque tienen su propio patrimonio del que obtienen
beneficios) y por lo tanto existe una situación de equilibrio patrimonial de los cónyuges. También escogen
este régimen económico aquellos matrimonios en los que uno de los esposos debe hacer frente a grandes
responsabilidades económicas y resulta más sensato mantener al otro esposo al margen de esos riesgos (v.
gr., riesgos derivados del ejercicio de una actividad económica, administradores de sociedades de
capital…).
Como cada cónyuge es propietario de sus propios bienes, no hay en el régimen de separación un
patrimonio conjunto. Si los cónyuges adquieren conjuntamente algún bien les pertenecerá en régimen de
copropiedad (vid. Tema 14, epígrafe 2), decir en pro indiviso ordinario, pues no existe unión alguna de
patrimonios.
No obstante todo lo anterior, es claro que la economía familiar debe funcionar y que debe hacerse
frente a las cargas del matrimonio. En este régimen cada cónyuge debe contribuir al levantamiento de las
cargas familiares. A falta de un acuerdo expreso sobre este particular, los cónyuges contribuirán a ellas en
proporción a sus respectivos recursos económicos. A estos efectos, el trabajo en casa será computado
como contribución a las cargas y podrá dar derecho a la obtención de una compensación cuando se
extinga el régimen de separación (art. 1.438 C.c.).
En el régimen de separación de bienes el patrimonio de cada cónyuge responde de las deudas que
contraiga (art. 1.440.1 C.c.). Pero si la deuda se ha contraído en el ejercicio de la potestad doméstica
responde también subsidiariamente el otro cónyuge (art. 1.319 C.c. en relación con el art. 1.440.2 C.c.).
El régimen de separación es simple mientras rige la economía del matrimonio. Pero pueden surgir
problemas cuando se extingue el régimen para saber qué bien pertenece a qué cónyuge. A veces será
sencillo probar la propiedad de los bienes o derechos, pero, cuanto más haya durado el matrimonio será
generalmente más difícil atribuir la propiedad a uno u otro esposo. Para solucionar ese problema, el
Código civil establece que, si la propiedad de uno de los cónyuges no puede probarse, se entenderá que el
bien o derecho corresponde a ambos por mitad (art. 1.441 C.c.).
Aún más, cuando se extinga el régimen económico de separación, es posible que deban hacerse compensaciones entre los
patrimonios de los cónyuges. Cada cónyuge deberá reembolsar al otro cualquier cantidad que éste haya gastado para hacer
frente a las cargas del matrimonio y a las que debería haber contribuido también el otro cónyuge (por ejemplo, si uno
hubiera pagado en exclusiva la educación de los hijos). Corresponderá además el reembolso de cualquier gasto hecho por un
cónyuge que correspondiera al otro, de cualquier préstamo que se hubieran hecho entre ellos o de cualquier deuda de uno
de ellos que hubiera abonado el otro.

4.2. RÉGIMEN DE PARTICIPACIÓN

El régimen económico de participación supone que durante el matrimonio existe un régimen de


separación de bienes, pero, en el momento de la liquidación del régimen el cónyuge cuyo patrimonio se
haya incrementado en menor medida tiene derecho a participar en la ganancia del otro. El régimen de
participación aúna por lo tanto las ventajas del régimen de separación constante el matrimonio y, en
cierta medida, las de la sociedad de gananciales en el momento de la extinción. Durante el matrimonio los
patrimonios siguen separados, pero en el momento de la liquidación del régimen de participación los
cónyuges se obligan a participar en las ganancias que hayan obtenido.
Constante el matrimonio el régimen de participación juega como si se tratara de un régimen de
separación absoluta; los cónyuges conservan la propiedad de sus bienes y derechos y a cada cónyuge
corresponde la administración, goce, disfrute y disposición de ellos y de los que adquiera durante el
matrimonio por cualquier título. Además, contribuirán a las cargas del matrimonio en proporción a sus
respectivos recursos económicos. Sólo es al final del régimen cuando surge la posibilidad de participar en
las ganancias del otro cónyuge. En el momento de la liquidación del régimen, el cónyuge que haya
obtenido más ganancia se convierte en deudor del otro cónyuge por la mitad del valor en el que supere su
ganancia a la del otro (art. 1.427 C.c.). Es decir, se comparan las ganancias obtenidas por uno y otro
cónyuge. Si, por ejemplo, uno ha obtenido una ganancia igual a 4.000 y el otro igual a 2.000, este último
tendrá derecho a 1.000 (la mitad de la diferencia entre su propia ganancia y la de su cónyuge). Esto
cuando ambos han obtenido ganancia, pero cuando sólo uno de los cónyuges haya obtenido ganancia, la
participación del cónyuge que no obtuvo ganancia consiste en la mitad del incremento (art. 1.428 C.c.).
La existencia de ganancia se calcula comparando el patrimonio inicial y final de los cónyuges, esto es,
el patrimonio que tenían al comenzar y al extinguirse el régimen. Si la diferencia entre uno y otro es
positiva, existe ganancia, si es negativa, no existe ganancia, pero el otro cónyuge no participa en las
pérdidas. El Código nos dice como debe calcularse el patrimonio inicial y final de cada cónyuge.
El activo del patrimonio inicial de cada cónyuge está compuesto por los bienes y derechos que le pertenecieran al
empezar el régimen y por los que después haya adquirido por título de herencia, legado o donación (art. 1.418 C.c.). El
pasivo está compuesto por las obligaciones del cónyuge al comenzar el régimen de participación y, en su caso, por las
obligaciones sucesorias o las cargas inherentes a la donación o legado, en cuanto no excedan los bienes donados o
heredados (art. 1.419 C.c.). Si el pasivo es superior al activo se considera que el patrimonio inicial es cero (y no que sea
negativo), pues se entiende que también es ganancia el cubrir pérdidas (art. 1.420 C.c.).
El patrimonio final de cada cónyuge está formado por los bienes y derechos de que sea titular en el momento de la
terminación del régimen de participación, con deducción de las obligaciones todavía no satisfechas (art. 1.422 C.c.).

El crédito de la participación se satisfará en dinero (art. 1.430 C.c.), salvo que los interesados
acordaran la adjudicación de bienes concretos o el Juez lo acordara así a petición fundada del deudor (art.
1.431 C.c.).

4.3. LA SOCIEDAD DE GANANCIALES

A falta de capitulaciones matrimoniales o si estas son ineficaces, el régimen económico matrimonial en


las Comunidades Autónomas donde rige el Código civil será el de sociedad de gananciales (art. 1.316
C.c.). La sociedad de gananciales empieza en el momento de la celebración del matrimonio o,
posteriormente, si existía un régimen distinto y se pacta el de sociedad de gananciales en capitulaciones
(art. 1.345 C.c.).
En virtud del régimen económico de sociedad de gananciales las ganancias obtenidas por cualesquiera
de los cónyuges durante el matrimonio se hacen comunes y les serán atribuidos por mitad a los cónyuges
al disolverse el régimen. Por lo tanto, en el régimen de sociedad de gananciales pueden distinguirse tres
patrimonios diferentes. En primer lugar el patrimonio común de los cónyuges, el llamado patrimonio
ganancial constituido por los «bienes gananciales», que son básicamente las ganancias de cada uno de los
cónyuges durante el matrimonio y que es el que se divide por mitad a la extinción del régimen. En
segundo lugar los dos patrimonios separados de cada uno de los cónyuges, constituidos por los «bienes
privativos» de cada uno de ellos que son principalmente los que pertenecieran a cada cónyuge antes del
matrimonio y los que haya adquirido con posterioridad a título gratuito.
Aunque el Código habla de «sociedad» se entiende que se está ante una comunidad en la que no existen cuotas. Sólo
cuando se extingue la sociedad y se divide el conjunto de bienes comunes (los bienes gananciales) existe un derecho sobre
bienes concretos. Además, la regla general es la de administración conjunta del patrimonio ganancial por los cónyuges. Esta
es la idea que prima en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo (v. gr., STS de 1 de septiembre de 2000 y 21 de julio
de 2003).

Existen pues en este régimen tres patrimonios distintos; el ganancial y los dos patrimonios privativos,
uno de cada cónyuge. Pero no todo es tan sencillo. El Código civil establece cuándo un bien es ganancial o
privativo. Como ahora se verá la regla general es que un bien es privativo o ganancial si el dinero
empleado para adquirirlo era privativo o ganancial respectivamente; esto es, el bien adquirido tiene la
misma consideración que el dinero empleado para adquirirlo. Pero, en ocasiones, el bien puede ser
ganancial aunque se adquiera con dinero privativo o viceversa. En este caso surge un derecho de
reembolso. Esto es, cuando un bien ganancial se adquiera o una deuda ganancial 6 se pague con dinero
privativo, viceversa, surge un derecho de reembolso para el patrimonio privativo o para el patrimonio
ganancial respectivamente (art. 1.358 C.c.). Los créditos que surjan de este derecho de reembolso se
reclaman generalmente en el momento de la liquidación del régimen.
Además, cuando los bienes se hayan adquirido en parte con patrimonio privativo y en parte con
patrimonio ganancial, pertenecerán pro indiviso al cónyuge en concreto y a la comunidad de gananciales
en proporción al valor de las aportaciones respectivas (art. 1.354 C.c.).
Vamos ahora a centrarnos en las reglas que determinan qué bienes son privativos y cuales son
gananciales y más adelante nos ocuparemos de las reglas relativas al levantamiento de las cargas del
matrimonio, la administración de la comunidad de gananciales, su responsabilidad y su disolución y el
procedimiento de liquidación del régimen.

A) Patrimonio ganancial y patrimonios privativos

El patrimonio ganancial es el patrimonio común de los cónyuges, constituido por los bienes
gananciales, que son básicamente las ganancias que obtengan durante la existencia del régimen y los
bienes adquiridos con dinero ganancial o a costa de bienes gananciales. Estas ganancias surgen
principalmente de la actividad laboral o profesional de los cónyuges tras el matrimonio y de los frutos y
productos de los bienes privativos y de los bienes gananciales. El incremento en el valor de los bienes que
no se deba a una actividad de los cónyuges, a una colaboración de los esposos, no se considerará bien
ganancial (por ejemplo, mayor valor de un terreno perteneciente a un cónyuge por recalificación
urbanística).
Estos bienes gananciales forman un patrimonio autónomo. Como veremos más adelante, la
administración y disposición del patrimonio ganancial es conjunta, por lo que como regla es necesario el
consentimiento de ambos cónyuges para la validez de los actos de disposición sobre él.
Además, los bienes del matrimonio se presumen gananciales (art. 1.361 C.c.). Se trata de una
presunción iuris tantum, de manera que el cónyuge que pretenda que un bien es privativo, y no ganancial,
debe probarlo (al respecto, v. STS de 24 de noviembre de 1960).
El Código civil establece qué bienes deben considerarse gananciales. Así, son bienes gananciales:

a) Los obtenidos por el trabajo o industria de cualquiera de los cónyuges (art. 1.347.1 C.c.).
Las prestaciones relacionadas con ingresos salariales (v. gr., indemnizaciones por despido, prestaciones por desempleo o
productos de planes de pensiones) son gananciales si se reciben durante el matrimonio, pero serán privativas si el ingreso se
hace tras la disolución del régimen (SSTS de 20 de diciembre de 2003, 27 de febrero de 2007 y 26 de junio de 2007).
En este apartado deben incluirse las ganancias obtenidas por cualquiera de los cónyuges en el juego o las procedentes de
otras causas que eximan de su restitución (art. 1.351 C.c.). Esto porque son bienes gananciales los procedentes de las
ganancias obtenidas por los cónyuges y, por lo tanto, los procedentes de la actividad de los cónyuges, sea constitutiva o no
de un esfuerzo o trabajo. Al respecto, por ejemplo, STS de 22 de diciembre de 2000 (premio de lotería primitiva, habiendo
comprado el marido el boleto constante el matrimonio: se considera ganancial el importe del premio).

b) Los frutos, rentas o intereses que produzcan tanto los bienes privativos como los gananciales (art.
1.347.2 C.c.).
Por ejemplo, son gananciales tanto los dividendos de unas acciones adquiridas tras el matrimonio con dinero ganancial
como los dividendos de unas acciones adquiridas por uno de los cónyuges antes de contraer matrimonio. Y esto porque dada
la razón de ser de la sociedad de gananciales, se trata de rentas devengadas durante el matrimonio, y por lo tanto,
ganancias. Asimismo, las rentas del alquiler de un bien privativo son gananciales, como también los rendimientos de una
explotación de una finca rústica o ganadera de un cónyuge.

c) Los bienes adquiridos a título oneroso con caudal común, ya se haga la adquisición para la
comunidad o para uno solo de los esposos (art. 1.347.3 C.c.). Esto es, son bienes gananciales los
comprados con dinero ganancial, produciéndose lo que se denomina una «subrogación real» (un bien
sustituye a otro).
d) Los bienes adquiridos por derecho de retracto de titularidad ganancial (art. 1.347.4 C.c.).
Si el derecho de retracto era de carácter ganancial pero se ejercita utilizando dinero privativo de uno de los cónyuges, la
sociedad de gananciales tendrá una deuda con tal cónyuge por el importe del precio pagado, que se satisfará en el momento
de la liquidación (art. 1.347, in fine).

e) Las empresas y establecimientos fundados por cualquiera de los cónyuges a expensas de los bienes
gananciales (art. 1.347.5 C.c.).
f) Los bienes donados o dejados en testamento a ambos cónyuges conjuntamente constante la sociedad
siempre que sean aceptados por los dos (art. 1.353 C.c.).
Si se les hubieran donado conjuntamente a ambos pero antes de contraer matrimonio, entonces pertenecerán a ambos en
pro indiviso ordinario, salvo que el donante haya señalado otra cosa (art. 1.339 C.c.).
g) Los bienes adquiridos a plazos por uno de los cónyuges constante la sociedad serán gananciales si el
primer plazo se pagó con dinero ganancial, aunque los demás plazos se pagaran con dinero privativo (art.
1.356 C.c.). En este caso surgirá un derecho de reembolso a favor del cónyuge con cuyos bienes privativos
se pagaron los plazos posteriores (art. 1.358 C.c.).
h) Los bienes adquiridos a título oneroso a los que los cónyuges atribuyan expresamente la condición
de gananciales, sin perjuicio del caudal con el que se pagaran, la forma o el plazo del pago (art. 1.355.1
C.c.). Si los cónyuges no hubieran atribuido expresamente al bien el carácter de ganancial, el artículo
1.355.2 C.c. señala que debe presumirse que los bienes adquiridos conjuntamente a título oneroso y sin
atribución de cuotas tienen carácter ganancial.

El patrimonio privativo de cada cónyuge es exclusivamente de su propiedad. Son bienes privativos los
que pertenecían a cada cónyuge antes del matrimonio y los que adquieran después a título gratuito.
También lo son los que se adquieran con dinero privativo o a costa de bienes privativos.
El Código también nos dice qué bienes deben considerarse privativos:

a) Los bienes y derechos que pertenecieran a cada uno antes de contraer matrimonio (art. 1.346.1 C.c.).
b) Los bienes y derechos que adquiera uno solo de los cónyuges a título gratuito (art. 1.346.2 C.c.); esto
es, por donación o sucesión hereditaria.
c) Los bienes adquiridos a costa o en sustitución de bienes privativos (art. 1.346.3 C.c.).
d) Los adquiridos por derecho de retracto perteneciente a uno solo de los cónyuges (art. 1.346.4 C.c.).
No es más que la otra cara de la moneda del 1.347.4 C.c. visto arriba y, de igual manera, si se adquieren
con dinero ganancial, el cónyuge estará en deuda con la comunidad por el importe.
e) Los derechos patrimoniales inherentes a la persona, y los no transmisibles inter vivos (art. 1.346.5
C.c.). A este respecto es interesante mencionar que los derechos de propiedad intelectual están
comprendidos en este apartado pero, las ganancias obtenidas por razón de los derechos de explotación de
la propiedad intelectual son bienes gananciales.
f) Las indemnizaciones por daños causados a uno de los cónyuges o a sus bienes privativos (art. 1.346.6
C.c.).
g) Las ropas y objetos de uso personal que no sean de extraordinario valor (art. 1.346.7 C.c.) y los
instrumentos necesarios para el ejercicio de la profesión, salvo cuando formen parte integrante de un
establecimiento o empresa de carácter común (art. 1.346.8 C.c.).
h) Los bienes adquiridos a plazos por uno de los cónyuges constante la sociedad si el primer plazo se
pagó con dinero privativo (art. 1.356 C.c.). Si algunos plazos se pagan con dinero ganancial existirá un
derecho de reembolso a favor de la sociedad de gananciales por ese valor. Asimismo, los bienes adquiridos
a plazos por uno de los cónyuges antes de contraer matrimonio serán privativos, sin perjuicio de que, una
vez casados, la totalidad o parte del precio se pague con dinero ganancial, surgiendo el correspondiente
derecho de reembolso a favor de la sociedad (art. 1.357).
Existe una excepción a esta regla, pues cuando la vivienda adquirida a plazos es la vivienda familiar se aplica el artículo
1.354 C.c., en virtud del cual los bienes adquiridos con dinero en parte privativo y en parte ganancial corresponden pro
indiviso a la sociedad y al cónyuge o cónyuges en proporción al valor de las respectivas aportaciones. Algunas sentencias
equiparan a este supuesto el de adquisición, antes del matrimonio, de un piso mediante préstamo hipotecario que se paga
constante el matrimonio con dinero ganancial (STS de 31 de octubre de 1998; SAP Cantabria de 12 de julio de 1994; SAP
Málaga de 15 de junio de 2005; SAP Vizcaya de 8 de septiembre de 2006).

B) Cargas y obligaciones de la sociedad de gananciales

Existen una serie de gastos relativos al sostenimiento de la familia a los que debe hacerse frente con
bienes gananciales. Tales gastos, ya los haga uno o ambos cónyuges, deben abonarse con dinero ganancial
porque se hacen en beneficio de la familia y para el bien de la comunidad. En concreto el Código civil
enumera los siguientes gastos que son de cargo de la sociedad de gananciales:

a) Los incurridos en el sostenimiento de la familia, la alimentación y educación de los hijos comunes y


las necesidades acomodadas a los usos y circunstancias de la familia (art. 1.362.1 C.c.). Estos gastos son
los que en otros preceptos se califican como realizados en ejercicio de la potestad doméstica. Por lo que
respecta a gastos en que se incurra con relación a los hijos de uno solo de los cónyuges, el Código
distingue entre si conviven o no con la familia. Si el hijo de uno de los cónyuges convive con la familia, su
sostenimiento es de cargo de la sociedad de gananciales. Si no convive con la familia, los gastos que
correspondan a su sustento también serán abonados por la sociedad de gananciales, pero el cónyuge de
cuyo hijo se trate deberá reintegrarlos a la comunidad en el momento de la liquidación.
b) La adquisición, tenencia y disfrute de los bienes comunes son de cuenta de la comunidad (art.
1.362.2 C.c.).
c) Los gastos de administración de los bienes privativos (art. 1.362.3 C.c.), pues recordemos que las
rentas y rendimientos de esos bienes tienen carácter ganancial (art. 1.347.2 C.c.).
d) Los gastos en que se incurra por la explotación de los negocios o el desempeño de la profesión de
cada cónyuge (art. 1.362.4 C.c.) (por ejemplo, adquisición de ordenadores para despacho de abogados,
maquinaria para dentista, herramientas para taller), de nuevo, porque los beneficios que produzcan van a
constituir patrimonio ganancial.
e) Las donaciones comúnmente acordadas por los cónyuges, cuando no hayan pactado que deban
satisfacerse con bienes privativos, son también a cargo de la sociedad (art. 1.363 C.c.).
f) Las obligaciones extracontractuales de uno de los cónyuges cuando sean consecuencia de su
actuación en beneficio de la comunidad o en el ámbito de administración de los bienes, son de cargo de la
sociedad de gananciales, salvo si se debieran a dolo o culpa grave del cónyuge deudor (art. 1.366 C.c.).
Esto es, si la obligación extracontractual se debe al dolo o culpa grave de uno de los cónyuges serán sus
bienes privativos los que deban soportar el gasto (por ejemplo, atropella a un peatón por conducir
borracho), pero si el cónyuge actuó negligentemente la deuda que nace de su responsabilidad será
sufragada por el patrimonio ganancial (por ejemplo, avería en piso que no se arregla y produce una
inundación al vecino).
Todas éstas son cargas y obligaciones de la comunidad de gananciales y por lo tanto deben pagarse con bienes
gananciales. Si cualquiera de estos gastos se abonara con dinero privativo, el cónyuge cuyo patrimonio privativo se hubiera
utilizado para pagar gastos que corresponden a la comunidad tendrá un derecho de reembolso al finalizar el régimen (art.
1.364 C.c.).

C) Régimen de responsabilidad de la sociedad de gananciales

Cuando los cónyuges contraen una deuda conjuntamente responde la sociedad de gananciales (art.
1.367 C.c.). Pero, si la deuda la contrae uno solo de ellos, hay que determinar, frente a los acreedores, qué
patrimonio se está vinculando, si el ganancial o el privativo del cónyuge que contrata, y esto, con
independencia del carácter de la deuda. La solución nos la da el Código civil. Básicamente viene a decir
que el patrimonio ganancial responde en aquellos casos en que, según hemos visto con anterioridad, la
deuda es ganancial, esto es, debe ser pagada con bienes gananciales. Así, establece que los bienes
gananciales responderán frente a terceros por las deudas contraídas por un cónyuge:

a) En el ejercicio de la potestad doméstica; esto es, cuando los gastos se hacen para atender a las
necesidades ordinarias de la familia (art. 1.365.1 C.c. en relación con arts. 1.319 y 1.362.1 C.c.).
b) En la administración o disposición de bienes gananciales que le corresponda al cónyuge (arts.
1.365.1 y 1.362.2 C.c.).
c) En el ejercicio ordinario de su profesión (arts. 1.365.2 y 1.362.4 C.c.).
Si uno de los cónyuges fuera comerciante, el artículo 1.365.2 C.c., in fine señala que se aplicará lo dispuesto en el Código
de Comercio. Y el artículo 6 C.Com. establece que si el comerciante está casado, sus propios bienes y los obtenidos de su
actividad responderán de su ejercicio del comercio, pero, para que la comunidad de gananciales quede obligada es necesario
el consentimiento de ambos cónyuges. Este artículo ha sido criticado porque no se encuentra razón para mantener un
régimen privilegiado para el comerciante distinto del que rige para el ejercicio ordinario de otras profesiones (Díez Picazo).
Aunque es cierto, por otra parte, que la responsabilidad de los bienes comunes se facilita por lo dispuesto en los artículos 7 y
8 C.com. en los que se establece que se presume el consentimiento del cónyuge no comerciante cuando el comercio se
ejerce con su conocimiento y sin su oposición, o cuando, en el momento de contraer matrimonio el cónyuge comerciante ya
se encontrara ejerciendo el comercio y continuó haciéndolo sin la oposición del no comerciante. En cualquier caso, para que
resulte obligado el patrimonio privativo del cónyuge no comerciante será necesario consentimiento expreso en cada caso
(art. 9 C.com.).

d) En la administración ordinaria de sus bienes privativos (art. 1.365 y 1.362.3 C.c.).


e) En las obligaciones contraídas por un cónyuge con el expreso consentimiento del otro (art. 1.367
C.c.).
f) En caso de separación de hecho (mientras que no se disuelve el régimen de gananciales) en las
obligaciones contraídas para atender los gastos de sostenimiento de los hijos que estén a cargo de la
sociedad de gananciales (art. 1.368 C.c.).

En todos estos casos, sin perjuicio de que la deuda fuera contraída por uno solo de los cónyuges, la
sociedad de gananciales será solidariamente responsable con los bienes privativos del cónyuge que
contrajo la deuda (art. 1.369 C.c.); esto es, el acreedor podrá dirigirse contra el patrimonio ganancial o
contra el privativo del cónyuge que contrajo la deuda para exigir el total de la misma. Además, si la deuda
la contrajo un cónyuge en el ejercicio de la potestad doméstica, esto es, para atender a necesidades
ordinarias de la familia, ya sabemos que el patrimonio privativo del otro cónyuge será responsable
subsidiario de la misma (art. 1.319 C.c.).
Por otra parte, las deudas propias de cada cónyuge deben abonarse con sus bienes privativos (art. 1.373 C.c.). Sin
embargo, si los bienes privativos del cónyuge no fueran suficientes para cubrir su propia deuda, el acreedor podrá pedir el
embargo de bienes gananciales, lo cual debe ser notificado de inmediato al otro cónyuge. Este último puede pedir que se
sustituyan en la traba los bienes comunes por la parte que ostenta el cónyuge deudor en la comunidad de gananciales, en
cuyo caso el embargo supondrá la disolución de la comunidad. No obstante, si se realizase la ejecución sobre bienes
gananciales, se entenderá que el cónyuge deudor ya ha recibido el valor de los mismos a cuenta de su parte (art. 1.373.2
C.c.); esto es, de la mitad que le pudiera corresponder cuando proceda la liquidación del régimen.

D) Administración y disposición de los bienes gananciales

En defecto de pacto en capitulaciones matrimoniales, la gestión de los bienes gananciales corresponde


conjuntamente a los cónyuges (art. 1.375 C.c.). Ésta es la regla general y se aplica no sólo a la
administración de los bienes gananciales sino también a su disposición. El artículo 1.377.1 C.c. requiere el
consentimiento de ambos cónyuges para realizar actos de disposición a título oneroso de bienes
gananciales, si bien este consentimiento puede ser suplido por el Juez que puede autorizar el negocio en
cuestión si es de interés para la familia (art. 1377.2). También es necesario el consentimiento de ambos
para actos de disposición a título gratuito, salvo que se trate de liberalidades de uso 7 (art. 1.378 C.c.).
Además, hay un caso concreto que ya conocemos en el que el consentimiento de ambos cónyuges es
necesario aunque el bien del que se dispone sea privativo, que no es otro que el de la vivienda familiar
(art. 1.320 C.c.).
La regla de consentimiento conjunto supone que los actos realizados por uno solo de los cónyuges sin el concurso del otro
no son válidos, salvas las excepciones que mencionamos más abajo. Los actos realizados por uno de los cónyuges rompiendo
la regla del consentimiento conjunto son anulables (art. 1.322.1 C.c.) y, por lo tanto, pueden ser expresa o tácitamente
confirmados por el cónyuge que no prestó su consentimiento. Existe sin embargo una excepción, y es el caso de los actos a
título gratuito sobre bienes gananciales (salvas las liberalidades de uso que puede realizar cada uno de ellos), que no serán
anulables sino nulos si no otorga su consentimiento el otro cónyuge (art. 1.322.2 C.c.). Esta distinta consecuencia para las
disposiciones a título gratuito, que ha sido cuestionado por parte de la doctrina, lo que pretende es proteger más a los
cónyuges en estos casos en los que no existe una contraprestación que sustituya al bien del que se dispone.

Pese a lo dicho, la regla de la necesidad de consentimiento conjunto no es práctica, particularmente


cuando se trata de la realización de actos de administración. Sería absurdo exigir a los cónyuges que
actuaran conjuntamente en absolutamente todos los casos, porque no podrían ni comprar una barra de
pan. Por ello, el Código, con objeto de permitir el funcionamiento de la economía familiar, establece una
serie de excepciones a esa regla general, en virtud de las cuales algunos actos pueden ser llevados a cabo
sólo por un cónyuge sin el consentimiento del otro. La disposición básica se recoge en el artículo 1.319
C.c. (véase epígrafe 2.2 supra). Ya sabemos que dicho artículo otorga a los cónyuges la posibilidad de
realizar actos propios de la potestad doméstica, en el sentido de que cualquiera de los cónyuges puede
realizar actos encaminados a atender a las necesidades ordinarias de la familia. También sabemos ya que
cualquiera de los cónyuges podrá hacer con los bienes gananciales liberalidades de uso (art. 1.378 C.c.).
Pero también es posible que un cónyuge pueda, sin el consentimiento del otro (aunque su conocimiento sí
es necesario) tomar como anticipo los bienes gananciales que le sean necesarios para el ejercicio de su
profesión o para la administración de sus bienes privativos (art. 1.382 C.c.). Asimismo, un cónyuge puede
por sí solo realizar actos de administración de bienes o de disposición de dinero y títulos valores si figuran
a su nombre o están bajo su posesión (art. 1.384 C.c.); esto porque la posesión crea frente a terceros una
apariencia de legitimación para llevar a cabo dichas actuaciones. Y aún más, el artículo 1.386 C.c. sólo
requiere el consentimiento de uno de los cónyuges para realizar gastos urgentes de carácter necesario,
incluso aunque sean extraordinarios. Ahora bien, si resulta que el gasto no era necesario, el cónyuge que
incurrió en él será el que deberá abonarlo con su propio patrimonio privativo (existirá un derecho de
reembolso).

E) Disolución y liquidación de la sociedad de gananciales

La comunidad de gananciales puede disolverse por distintas causas; algunas de ellas conllevan su
disolución automática, otras hacen necesaria una decisión judicial al efecto.
El artículo 1.392 C.c. establece las causas que disolverán automáticamente el régimen de sociedad de
gananciales. Esta disolución de pleno derecho ocurrirá: a) cuando se disuelva el matrimonio (divorcio o
fallecimiento de uno de los cónyuges); b) cuando el matrimonio sea declarado nulo; c) cuando se decrete
judicialmente la separación de los cónyuges; y, d) cuando los cónyuges acuerden regir su matrimonio por
un nuevo régimen económico matrimonial en la forma en que hemos visto más arriba (vid. epígrafe 3
supra) o, cuando acuerden regirse por otro régimen sin señalar uno en particular, en cuyo caso se aplicará
el régimen de separación (art. 1.435.3 C.c.).
Pero el régimen de sociedad de gananciales puede terminar también por decisión judicial. Esto ocurrirá
cuando lo solicite uno de los cónyuges en caso de que concurran cualquiera de las circunstancias
mencionadas en el artículo 1.393 C.c. entre las que destaca la de llevar separado de hecho más de un año
por acuerdo mutuo o por abandono del hogar.
Otras circunstancias mencionadas en el artículo 1.393 C.c. son: a) el otro cónyuge ha sido judicialmente incapacitado,
declarado pródigo, ausente, en concurso de acreedores (v. Ley Concursal 22/2003, de 9 de julio, en particular art. 77), o
condenado por el abandono de la familia; b) el otro cónyuge ha hecho actos dispositivos o de gestión que entrañen fraude,
daño o peligro para los derechos del otro en la sociedad; c) incumplir grave y reiteradamente el deber de informar sobre la
marcha de sus actividades económicas. También se disolverá la sociedad de gananciales en el caso del artículo 1.373 C.c.
cuando los bienes privativos del cónyuge no fueran suficientes para cubrir su propia deuda y, habiendo el acreedor solicitado
el embargo de bienes gananciales, el otro cónyuge pida que se sustituyan en la traba los bienes comunes por bienes
determinados; esto es, por la parte que ostenta el cónyuge deudor en la comunidad de gananciales.

Una vez disuelta la sociedad, puede comenzar el período de liquidación 8 .


En el período intermedio entre la disolución de la sociedad y la liquidación definitiva, sostiene nuestro Tribunal Supremo
que surge una comunidad postmatrimonial de la antigua masa ganancial, donde el patrimonio de la comunidad indivisa sigue
respondiendo de las obligaciones que tenía la sociedad, pero no de las que contraigan cualquiera de los cónyuges tras la
disolución, que deberá recaer sobre el patrimonio del que la contrajo (SSTS de 7 de noviembre de 1997 y 30 de mayo de
2006).
La liquidación debe empezar con un inventario de los bienes y las deudas gananciales. En
consecuencia, debe determinarse el activo y el pasivo de la comunidad (art. 1.396 C.c.). El activo incluye
principalmente los bienes gananciales y cualesquiera derechos de crédito que la sociedad pudiera tener
contra cualquiera de los cónyuges por deudas que éstos hubieran adquirido con la comunidad (art. 1.397
C.c.). El pasivo comprende fundamentalmente las deudas pendientes de la sociedad de gananciales con
terceros y los reembolsos que la comunidad tenga que hacer a los cónyuges por pagos que hayan hecho
con sus bienes privativos y que correspondieran a la sociedad de gananciales o cualesquiera otros
créditos de los cónyuges contra esta última (art. 1.398 C.c.). Llega el momento de contabilizar los
reembolsos a los que tantas veces nos hemos referido (arts. 1.319.3, 1.346, in fine, 1.347.4, 1.364, etc.).
Una vez realizado el inventario deben pagarse las deudas que la sociedad de gananciales tuviera
pendientes con terceros. Hecho esto, se procederá, si el caudal es suficiente y hasta donde alcance, al
pago de las indemnizaciones y de los reembolsos que en su caso deba hacerse a cada cónyuge, realizando
las compensaciones que procedan cuando el cónyuge sea, a su vez, deudor de la comunidad (art. 1.403
C.c.).
Finalmente, una vez pagadas las deudas de la sociedad de gananciales frente terceros y las que tuviera
frente a cada cónyuge, el saldo restante es el «haber» de la comunidad de gananciales (art. 1.404 C.c.).
Este haber se dividirá por mitad 9 entre los cónyuges o sus respectivos herederos (esto último, en caso de
que el régimen se disuelva por el fallecimiento de uno de los cónyuges). Si en el momento de la
liquidación uno de los cónyuges fuera acreedor personal del otro, puede exigir que se le pague su crédito
mediante la adjudicación de bienes comunes, a no ser que el cónyuge deudor pague voluntariamente (art.
1.405 C.c.).
El Código otorga a los cónyuges la posibilidad de pedir que ciertos bienes sean incluidos en su
respectiva mitad con preferencia a otros. Así, el artículo 1.406 C.c. establece que cada cónyuge tiene
derecho a que se incluyan en su haber con preferencia: a) algunos bienes de uso personal; b) la
explotación económica gestionada por el esposo que la solicita; c) el local donde ejercita su profesión; y d)
en caso de fallecimiento del otro cónyuge, la vivienda habitual.

1 Cuando el Derecho se refiere a familia generalmente lo hace para designar a la pareja y sus hijos, y no a la familia en sentido
amplio de personas relacionadas por parentesco. El parentesco se regula en los artículos 915 a 920 C.c. para las sucesiones
hereditarias, si bien lo allí establecido es extensible a todas las referencias jurídicas que se hagan al parentesco.

2 El artículo 32 CE establece que el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica. Que las
personas que contraen matrimonio fueran de distinto sexo era un requisito necesario hasta la promulgación de la Ley 13/2005, de
1 de julio, que modifica el Código civil en materia de derecho a contraer matrimonio. Como el artículo 32 CE se refiere
expresamente y sólo al hombre y a la mujer, la Ley 13/2005 fundamenta sus preceptos en los artículos 9.2 y 10.1 CE (igualdad y
libre desarrollo de la personalidad); 1.1 CE (libertad de forma en la convivencia); y 14 CE (no discriminación por razón de sexo,
opinión u otra condición personal o social) [v. Exposición de Motivos II Ley 13/2005]. Así, el artículo 44.2 C.c. establece hoy que el
matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o diferente sexo.

3 No existe una norma estatal sobre uniones de hecho, aunque sí se han regulado algunos aspectos (e.g., adopción en iguales
condiciones que el matrimonio o derecho a subrogarse en el contrato de arrendamiento) y se han establecido algunas normas de
protección, por ejemplo en materia de pensión de viudedad.
Por el contrario, las CCAA sí han legislado sobre las uniones de hecho, generalmente para definirlas, establecer los requisitos
que suponen la existencia de estabilidad, y para crear registros que dan publicidad a la unión y regular sus efectos económicos.

4 Esta Ley abandona el sistema de causas tasadas de divorcio establecido en 1981 para, sin suprimir la necesidad de sentencia
judicial que lo decrete, hace depender el divorcio de la sola voluntad de cualquiera de los cónyuges, de manera que el Juez no
podrá rechazar la solicitud de divorcio salvo por razones procesales.

5 Si bien aquí juega la autonomía de la voluntad, no podemos dejar de señalar que en el ámbito del Derecho de familia la mayoría
de las normas tienen carácter imperativo. Esto, por la función tuitiva del Derecho de familia y el protagonismo del interés público
en este campo.

6 También existe derecho de reembolso cuando un cónyuge paga con su patrimonio privativo una deuda ganancial y viceversa
(art. 1.364 C.c.).

7 Se entiende por liberalidades de uso las que se realizan por razón de imperativos sociales, por lo que no son totalmente libres en
el sentido de que el que las hace se siente obligado a ello por normas no jurídicas. Los supuestos más corrientes son las propinas o
los regalos de boda.

8 Si las partes no se ponen de acuerdo este procedimiento puede ser judicial (arts. 806 a 811 LEC).

9 Será sobre esta mitad, una vez que se haya adjudicado, contra la que puedan actuar los acreedores particulares de cada
cónyuge, que no han sido cuantificados en el pasivo de la sociedad porque no tienen derechos sobre la comunidad de gananciales
sino sobre lo que finalmente le corresponda al cónyuge del que son acreedores.
TEMA 16
LA SUCESIÓN POR CAUSA DE MUERTE
MARÍA DEL CARMEN CRESPO MORA
Universidad Carlos III

1. LA SUCESIÓN POR CAUSA DE MUERTE

1.1. LAS DISTINTAS CLASES DE SUCESIÓN MORTIS CAUSA

Cuando fallece una persona ha de darse continuidad a sus relaciones jurídicas patrimoniales, que, en
principio, han quedado sin titular, para que no se interrumpan con la muerte. Precisamente, éste es el
fundamento del derecho de sucesiones, que se encarga de regular el destino de las relaciones jurídicas
que no se extinguen al fallecimiento de su titular, así como de las que con este motivo se producen o
nacen por primera vez (por ejemplo, legados previstos en el testamento). Así pues, el derecho de
sucesiones trata de evitar el caos o inseguridad jurídica que provocaría la falta de titularidad de los bienes
a la muerte de su titular. Por ello reconoce el artículo 657 C.c. que «los derechos a la sucesión de una
persona se transmiten desde el momento de su muerte», para impedir que haya períodos temporales
durante los cuales el patrimonio del difunto quede sin dueño. De hecho, nuestro sistema contempla el
derecho a la herencia como una prolongación del derecho a la propiedad, pues, de acuerdo con el artículo
33 CE, resultan heredables todos los bienes que sean susceptibles de propiedad durante la vida del
causante, incluidos los medios de producción.
La sucesión mortis causa —aquella que tiene lugar tras la muerte— implica la entrada de una o varias
personas (sucesores) en la posición jurídica de la persona que fallece (causante), sin que las relaciones
jurídicas sufran modificaciones pese al cambio de sujeto (salvo la buena o mala fe posesoria, art. 442
C.c.). Cuando la persona que sucede sustituye al causante en todas las relaciones jurídicas transmisibles
de las que aquél era titular antes de su muerte, se habla de sucesión mortis causa universal, que es la
regla general siempre que fallece una persona. Por ejemplo, A otorga testamento en virtud del cual deja
todos sus bienes a sus hijos, en calidad de herederos universales. En tal caso, los hijos de A pasarán a ser
titulares de todas las relaciones jurídicas del causante tras su fallecimiento. Por ejemplo, si A era
propietario de una casa y un coche, sus hijos adquirirán la propiedad de esos bienes. Ahora bien, si A tuvo
que solicitar un préstamo para adquirir la casa, tras la muerte de A sus hijos también pasarán a ser los
nuevos deudores.
Pero la sucesión mortis causa puede ser igualmente particular, cuando lo transmitido mortis causa sea
un concreto bien, derecho o relación jurídica. Para que ello suceda, se requiere una disposición expresa,
que puede provenir tanto de la propia voluntad del causante (por ejemplo, B otorga testamento, en el que,
junto a otras disposiciones, lega el piano de cola a su sobrino X), como de la ley (por ejemplo, cuando
muere una persona casada, la ley otorga el ajuar doméstico al cónyuge que sobrevive). Pues bien, como
reconoce el artículo 660 C.c., al que sucede en la universalidad de las relaciones jurídicas activas y
pasivas de la herencia se le denomina heredero y al que sucede a título particular se le llama legatario.
Sin embargo, los límites entre estas dos figuras no siempre son precisos y, en la práctica, a veces puede
resultar difícil y conflictivo determinar cuándo la institución ha sido realizada a título de heredero y
cuándo a título de legatario.
Asimismo, de acuerdo con el artículo 658 C.c., dependiendo de cuál sea la fuente que regula el
fenómeno sucesorio, la sucesión mortis causa puede ser voluntaria (cuando es la voluntad del causante la
que regula quién, en qué y cómo se va a suceder) o legal (cuando es la ley la que establece, cuando fallece
el causante, qué sujetos y en qué porcentaje han de suceder). La sucesión voluntaria es prioritaria ya que,
para determinar el destino de los bienes a la muerte de su titular, se atiende en primer lugar a lo que éste
hubiera dispuesto al respecto. La sucesión legal desempeña un papel subsidiario respecto a la sucesión
voluntaria, pues sólo entra en juego si el causante no ha expresado previamente su voluntad en un
testamento (art. 658.1 C.c.). Por ello precisamente también recibe el nombre de sucesión intestada (sin
testamento) o abintestato. Ahora bien, ello no significa que las sucesiones legal y voluntaria sean siempre
incompatibles, pues ambas pueden concurrir, lo que sucederá, por ejemplo, cuando el causante prevea en
un testamento el destino para después de su muerte de ciertos bienes, pero no de todos (A otorga
testamento y con posterioridad le toca la lotería). En tal caso, habrá que aplicar las normas de la sucesión
voluntaria en lo previsto por el causante y las normas de la sucesión legal o abintestato en lo no previsto.
Esta compatibilidad, plasmada en el último párrafo del artículo 658 C.c., recibe la denominación de
sucesión mixta.
Junto a las anteriores, se encuentra la sucesión forzosa o necesaria; esto es, criterios sucesorios que la
ley impone a veces, incluso en contra de la voluntad del causante. En realidad, la sucesión forzosa no
constituye un supuesto específico de sucesión, sino un límite a la facultad de disposición del causante. Así,
existe una porción de la herencia de la que no puede disponer libremente el causante (la legítima), por
estar atribuida por la ley a determinados familiares (herederos forzosos o legitimarios, art. 806 C.c.). En
definitiva, pues, las disposiciones testamentarias han de respetar siempre los derechos que les
corresponden a los herederos forzosos, porque, de lo contrario, podrán impugnarse. Por ejemplo, B, que
está viudo, pretende otorgar testamento a favor de sus tres hijos, pero también quiere reconocer a su
hermana las atenciones que le ha prestado durante su enfermedad. Pues bien, B sólo podrá dejar a su
hermana un tercio de la herencia (tercio de libre disposición), porque, según el artículo 808 C.c., los otros
2/3 forman parte de la legítima y, por tanto, han de ir destinados a sus legitimarios (sus tres hijos).
Pero la legítima no sólo constituye un límite a la facultad de testar, sino que, de acuerdo con el artículo
636 C.c., también supone una limitación a las donaciones realizadas en vida. Según el precepto citado,
nadie puede dar ni recibir por vía de donación más de lo que podría dar o recibir por vía de testamento,
tratando de evitar así que las donaciones puedan ser utilizadas como un cauce para lesionar en vida la
legítima de los herederos forzosos.

1.2. LA HERENCIA

La herencia, en sentido objetivo, puede ser definida como el conjunto de relaciones jurídicas (bienes,
derechos y obligaciones), que no se extinguen a la muerte de su titular (art. 659 C.c.). Así pues, la
herencia está compuesta por todo el patrimonio del fallecido: tanto por activo (bienes y derechos) como
por pasivo (cargas, obligaciones, deudas), e, incluso, puede estar integrada sólo por pasivo
(denominándose, entonces, herencia onerosa, lo que sucederá cuando una persona tenga en su patrimonio
más deudas que bienes). Esto explica que el heredero no sólo sea titular de una pluralidad de derechos,
sino también, sujeto pasivo de obligaciones; es decir, el heredero no sólo adquiere los bienes del causante,
sino también sus deudas. Sin ánimo de agotar todos los posibles supuestos, a continuación trataremos de
determinar qué relaciones jurídicas integran el caudal relicto, o, en otras palabras, qué relaciones
jurídicas son heredables y cuáles no.
En lo que al activo se refiere, la regla general respecto a los derechos es que los derechos
patrimoniales son heredables o forman parte de la herencia, a diferencia de los derechos
extrapatrimoniales, que no son heredables, salvo excepciones (nuestro Código permite al heredero la
defensa de ciertos intereses extrapatrimoniales del causante: por ejemplo, la interposición de acciones de
impugnación o reclamaciones de paternidad del causante). Dentro de los derechos patrimoniales, los
derechos reales forman parte y se transmiten por la herencia, aunque con ciertas excepciones: el derecho
de usufructo (que, en principio, es vitalicio a no ser que se disponga lo contrario, art. 513 C.c.) y los
derechos de uso y habitación (que son siempre vitalicios, arts. 525 y 529 C.c.) (para saber en qué
consisten estos derechos, véase el Tema 13).
Asimismo, el artículo 1.112 C.c. consagra la transmisibilidad mortis causa de los derechos de crédito;
en otras palabras, los derechos de crédito forman parte de la herencia y se transmiten a los herederos, a
no ser que el pacto o la ley digan lo contrario. De especial importancia resulta igualmente el artículo
1.257 C.c., que extiende la eficacia de los contratos suscritos, a los herederos de las partes contratantes.
Esto quiere decir que si A y B celebran un contrato y uno de ellos muere, sus herederos estarán obligados
a cumplir las prestaciones puestas a cargo de su causante y que no fueron ejecutadas por éste antes del
fallecimiento, salvo que sean personalísimas.
Por ejemplo, A contrata con B, que es médico, la prestación de servicios sanitarios; en este caso, aunque B fallezca sin
haber cumplido aún su prestación, ésta no podrá ser exigida a sus herederos, debido al carácter personalísimo de la misma.
Por el contrario, si el causante, antes de su muerte, había realizado una venta verbal, de las que dan derecho al comprador a
exigir que se eleve a escritura pública, será el heredero quien haya de otorgar la escritura si el causante no lo hizo.

Ahora bien, como se ha dicho, la herencia comprende igualmente relaciones patrimoniales pasivas
(cargas, obligaciones, deudas), de las que ha de responder el heredero, que, tras la aceptación de la
herencia, se convierte en el nuevo deudor. Por el contrario, el legatario no sucede en las deudas ni
responde de las mismas (salvo insolvencia de la herencia y hasta el límite de los bienes con los que se
lucra).
No obstante, el alcance de la responsabilidad del heredero por las deudas hereditarias dependerá de
cómo haya aceptado la herencia (art. 998 C.c.). Tratándose de una aceptación pura o simple, el heredero
responde ilimitadamente de las deudas de la herencia, es decir, incluso con su propio patrimonio; en
consecuencia, la sucesión puede resultar ruinosa para el heredero, ya que no sólo responderá de las
deudas hereditarias con los bienes de la herencia, sino que, si los bienes hereditarios resultan
insuficientes para cubrir las deudas, tendrá que pagar el exceso a costa de su propio patrimonio (art.
1.003 C.c.). Pero el heredero aceptante puede limitar su responsabilidad mientras tenga oportunidad de
pedir el «beneficio de inventario» (que puede solicitarse, dentro de ciertos plazos, incluso después de
haber aceptado la herencia, arts. 1.010 ss. C.c.). De hecho, si el heredero acepta a beneficio de inventario
limitará su responsabilidad, pues mediante el beneficio se constituyen dos masas de bienes, los de la
herencia y los del heredero, que se mantienen autónomas e independientes. En este segundo supuesto, los
acreedores del causante no podrán dirigirse contra el patrimonio del heredero ya que las deudas de la
herencia han de saldarse con los propios bienes de la misma, por lo que únicamente cobrarán sus deudas
si el patrimonio del difunto resulta suficiente para pagarlas.
Cuando se acepta a beneficio de inventario la herencia se somete a un proceso de liquidación pues queda «afecta» al pago
de las deudas del causante, de ahí que los acreedores personales de los herederos no pueden agredir bienes de la herencia.
En primer lugar se paga a los acreedores del causante; tras ello se reparten los legados (art. 1.027 C.c.) y, si queda
remanente, se entrega a los herederos (art. 1.032 C.c.).
Hay que observar, no obstante, que cuando la herencia se acepta pura y simplemente, aunque la responsabilidad de los
herederos no está limitada al valor de la masa hereditaria (pueden responder incluso con sus propios bienes si el pasivo es
mayor que el activo), lo normal es que, antes de dividir la herencia, se pague también a los acreedores del causante, de
manera que el saldo líquido se repartirá entre los herederos (se aplica la regla «antes es pagar que partir»). En este caso los
acreedores personales de los herederos tampoco pueden cobrarse con los bienes hereditarios mientras éstos permanezcan
en estado de indivisión (en esa situación —que se denomina «comunidad hereditaria»— los coherederos no son propietarios
de bienes concretos, sino sólo de una cuota que recae sobre el conjunto de la masa hereditaria). Sólo podrán cobrar una vez
pagados los acreedores del causante y hecha la partición (la partición es el negocio jurídico mediante el cual se divide la
herencia entre los herederos adjudicándoseles bienes concretos. Cuando los herederos no se ponen de acuerdo sobre el
modo de llevarla a cabo puede acudirse a un procedimiento judicial para solventar la situación).

Por último, debe señalarse que, junto al patrimonio hereditario, existen igualmente otros derechos que
nacen o se transmiten con la muerte de la persona, pero que no forman parte de la herencia. Entre ellos,
se encuentran los derechos que eventualmente pueden ostentar las personas próximas a la víctima a que
les indemnicen los daños morales (dolor, sufrimiento) o patrimoniales (gastos de hospital, de entierro,
etc.), que les ha ocasionado la muerte del sujeto querido. Esta indemnización no forma parte de la
herencia, porque nuestro ordenamiento la concede a ciertas personas por los vínculos afectivos que les
unían a la víctima, con independencia de que sean o no herederos en sentido estricto (por ejemplo, en el
caso de la STS de 12 de marzo de 1975 se indemnizan los daños morales sufridos por la novia del
fallecido). Tampoco forman parte de la herencia los derechos derivados de la seguridad social por el
hecho del fallecimiento (por ejemplo, pensión de viudedad), ni el capital que ha de entregar la compañía
aseguradora cuando exista un seguro de vida por causa de muerte, pues, de acuerdo con la ley (art. 88 de
la Ley 50/1980, de Contrato de Seguro), este capital ha de ser entregado a los beneficiarios del seguro,
que pueden coincidir, o no, con los herederos. Por ejemplo, numerosas sentencias de Audiencias
Provinciales conceden la condición de beneficiario del seguro de vida a la pareja de hecho, que, en
derecho civil común 1 , no es considerado heredero legal ni legitimario: entre otras, SSAP Guipúzcoa de 30
de julio de 2002; SAP Cuenca de 25 de marzo de 2004, y SAP Lleida de 25 de mayo de 2009. Existen
también algunos derechos (por ejemplo, el derecho a subrogarse en el arrendamiento de la vivienda) que
la legislación especial atribuye a ciertas personas por causa de la muerte con independencia de que
reúnan la cualidad de herederos y que, por tanto, tampoco integran la herencia. Por último, los títulos
nobiliarios tampoco forman parte de la herencia, aunque se transmitan a la muerte de su titular (en este
sentido, STS de 7 de diciembre de 2011).

2. EL TESTAMENTO

2.1. CONCEPTO Y CARACTERES

Como se ya se dijo, la sucesión testamentaria —de aplicación preferente respecto a la sucesión legal o
abintestato— es aquella que se fundamenta en la voluntad del causante expresada en un testamento.
Según el artículo 667 C.c., se llama testamento al «acto por el cual una persona dispone para después de
su muerte de todos sus bienes o de parte de ellos». En sentido estricto, el artículo 667 C.c. no ofrece una
definición del testamento, pues existen ciertos elementos esenciales del mismo que omite el precepto. Lo
que se pretende, en realidad, es afirmar que el testamento es el único negocio jurídico mortis causa
reconocido por el Código civil; o, en otras palabras, que si alguien quiere distribuir sus bienes tras su
muerte, ha de otorgar un testamento, pues, en derecho civil común, a diferencia de lo que sucede en los
derechos forales o autonómicos, se encuentra muy restringida la sucesión contractual (en la que el
causante plasma su voluntad en un contrato celebrado con otra persona).
Pese a que el artículo 667 C.c. diga, de manera imprecisa, que se trata de un acto, el testamento es un
negocio jurídico con una eficacia post mortem («para después de su muerte», art. 667 C.c.), por lo que el
testamento no surte efecto mientras que el causante no fallezca. Se trata, además, de un negocio jurídico
unilateral —pues basta la voluntad del causante para que se perfeccione— y de carácter no recepticio —
para que surtan efecto las declaraciones de voluntad testamentarias, no han de llegar al conocimiento de
los favorecidos por las mismas—. Por esta razón, el artículo 669 C.c. prohíbe el testamento mancomunado
(un único testamento otorgado conjuntamente por varios sujetos, tanto si se favorecen recíprocamente
como si benefician a un tercero —por ejemplo, un matrimonio otorga un testamento en el que los
cónyuges favorecen al hijo de ambos—).
No se puede hablar de testamento mancomunado cuando dos sujetos otorgan sendos testamentos ante el mismo notario,
aunque en sus respectivos testamentos se instituyan herederos recíprocamente. Así lo reconoce la STS de 13 de febrero de
1984 (RJ 1984/648), que niega el carácter de mancomunado a un testamento en el que el testador manifiesta que dispone de
sus bienes de acuerdo con su consorte, pero sin que teste éste en el mismo instrumento.
De acuerdo con el artículo 733 C.c., la prohibición de testar mancomunadamente rige incluso aunque los españoles lo
hagan en país extranjero que lo autorice (por ejemplo, en Alemania es válido este tipo de testamentos). Por el contrario,
varios derechos autonómicos prevén y admiten esta figura.
Otro de los rasgos propios del testamento en derecho civil común es su carácter personalísimo. Como
consecuencia de tal carácter, la facultad de testar, como regla general, es indelegable: es decir, salvo en
supuestos excepcionales (arts. 671, 775, 776 y 831 C.c.), no se puede autorizar a un tercero para que
otorgue testamento en lugar del causante. Por ello, el testamento redactado por un tercero carecerá de
validez. Así lo reconoce el artículo 670 C.c., que, a diferencia de algunos derechos autonómicos, prohíbe
expresamente el testamento por comisario o mandatario.
Además, el otorgamiento del testamento está rodeado de formas ad solemnitatem, es decir, requisitos
formales esenciales predeterminados por la ley, cuya inobservancia acarrea su nulidad (art. 687 C.c.). De
hecho, el testamento probablemente sea el negocio más formal y solemne del Código civil.
Otra de las notas definitorias del testamento es su revocabilidad: el testamento es revocable hasta la
muerte del testador en cualquier momento y de forma libre mediante el otorgamiento de un nuevo
testamento (art. 737.1 C.c.). De esta forma, si una persona otorga varios testamentos contradictorios
entre sí, el último testamento perfecto prevalece y revoca tácitamente los anteriores. Ello explica la
exigencia de que en el testamento conste el día, mes, año y hora de su otorgamiento (art. 695 C.c.).
Ahora bien, ello no impide la eficacia de una pluralidad de testamentos otorgados por una misma persona, siempre que
sus disposiciones no resulten incompatibles entre sí y el testador exprese su voluntad de que el testamento anterior subsista
en todo o en parte (art. 739 C.c.). Téngase en cuenta, no obstante, que para evitar resultados desproporcionados, la doctrina
ha tratado de flexibilizar la interpretación del artículo 739 C.c. En este sentido, pese al tenor literal del precepto, los autores
admiten que, aunque el testamento posterior no se pronuncie expresamente sobre la subsistencia del otorgado con
anterioridad, no revocará al anterior cuando ambos resulten compatibles (por ejemplo, A otorga un testamento abierto —
testamento otorgado ante notario— en el que dispone del destino mortis causa de una casa y un coche; posteriormente,
otorga otro por el que reconoce a un hijo no matrimonial; por último, complementa los anteriores con un testamento
ológrafo —testamento escrito por el testador sin presencia de notario—, por el que dispone de ciertos efectos personales —
joyas— y en el que realiza previsiones especiales para su funeral. Los tres testamentos anteriores son compatibles entre sí
porque recogen distintos bienes y sus disposiciones no son contradictorias). De igual forma, la jurisprudencia permite la
compatibilidad entre testamentos cuando no haya una revocación expresa (en este sentido, STS de 1 de febrero de 1988 y
SAP Pontevedra de 23 de octubre de 2001).

En cualquier caso, el Código civil prevé la existencia de ciertos contenidos que permanecen
irrevocables aunque se otorgue un testamento posterior, como sucede con el reconocimiento de un hijo
(art. 741 C.c.).
Pese a que el artículo 667 C.c. parece exigir que el testamento tenga contenido dispositivo (es decir,
que a través de él se disponga de los bienes para después de la muerte) y patrimonial, puede tener
también un contenido no dispositivo (por ejemplo, el reconocimiento de una deuda) y no patrimonial, pues
se admite que el testamento contenga como única disposición la regulación de ciertos intereses
personales del causante: por ejemplo, el reconocimiento de un hijo, el nombramiento de un tutor para un
hijo, el nombramiento de un albacea, disposición sobre los funerales, etc.

2.2. CAPACIDAD PARA TESTAR

El artículo 662 C.c. consagra la regla general al respecto: «pueden testar todos aquellos a quienes la
ley no lo prohíbe expresamente». Posteriormente, el artículo 663 C.c. completa la afirmación anterior al
señalar la incapacidad para testar tanto del menor de catorce años, como de aquel que «habitual o
accidentalmente no se hallare en su cabal juicio».
Respecto a los menores, llama la atención que la capacidad para otorgar testamento notarial se
adquiera tan pronto, lo que se presta a que su voluntad pueda encontrarse influenciada por otras
personas. En cambio, para otorgar el testamento ológrafo (esto es, el otorgado por ellos mismos, sin
intervención de notario) hay que esperar hasta los dieciocho años (art. 688, párrafo 2.º, C.c.).
Tampoco pueden testar quienes no se hallen en su cabal juicio, expresión que hace referencia a una
situación de hecho y que no ha de ser identificada con la incapacitación judicial. De hecho, se puede estar
incapacitado para testar y no haber sido incapacitado por sentencia judicial (por ejemplo, por estar bajo la
influencia de drogas, alcohol, etc.). En definitiva, pues, para perder la capacidad de testar no se requiere
una previa declaración judicial de incapacidad, lo que explica que baste la concurrencia de un trastorno
transitorio para que, durante ese estado, no pueda otorgarse testamento válido. Es más, el incapacitado
puede otorgar testamento, siempre que la sentencia se lo permita. No obstante, en el caso de que la
sentencia de incapacitación no se hubiese pronunciado sobre su capacidad de testar, se exigen ciertas
garantías para que el incapacitado judicialmente pueda otorgar testamento: sólo podrá otorgar
testamento notarial (pues el notario es quien ha de velar por el cumplimiento de estos requisitos) y en el
otorgamiento han de estar presentes dos facultativos que certifiquen que el sujeto se encuentra en
condiciones para testar (arts. 665 y 698.2 C.c.).
La capacidad para testar ha de concurrir en el momento del otorgamiento del testamento (art. 666
C.c.); por ello, si una persona otorga testamento y, por ejemplo, al día siguiente deja de estar en su cabal
juicio, ello no afectará a su validez, pues, de acuerdo con el artículo 664 C.c., «el testamento hecho antes
de la enajenación mental es válido».
En los testamentos notariales le corresponde al notario ponderar si el testador reúne la capacidad
necesaria para otorgar testamento (art. 685 C.c.); para esta verificación, no es necesario recurrir a la
ayuda de facultativos, salvo que se tenga serias dudas (fundamentalmente, en dos casos: cuando el sujeto
está incapacitado pero la sentencia no se pronuncie sobre su capacidad de testar y cuando pretenda
otorgar testamento un sujeto que, aún sin haber sido incapacitado judicialmente, no se encuentra
habitualmente en su cabal juicio —así lo admite la STS de 19 de septiembre de 1998—). En los
testamentos otorgados en ciertas circunstancias especiales (en peligro de muerte o en caso de epidemia),
el control de capacidad queda a cargo de los testigos (arts. 700 y 701 C.c.). El que el notario, los testigos
o los facultativos consideren acreditada la capacidad para testar no es un criterio irrebatible, ya que no
impide la posterior impugnación del testamento basándose en la falta de capacidad del testador; ahora
bien, tal circunstancia deberá ser probada por quien la alega.

2.3. CLASES DE TESTAMENTO

El Código civil regula diversas clases de testamentos, que comparten en común las notas enumeradas
con anterioridad (su carácter unilateral, no recepticio, personalísimo, formal y revocable). Señala el
artículo 767 C.c. que «el testamento puede ser común o especial». A su vez, «el común puede ser
ológrafo, abierto o cerrado» (art. 676 C.c.). Por su parte, se consideran testamentos especiales el militar,
el marítimo y el otorgado en país extranjero (art. 677 C.c.).
Entre los testamentos comunes se encuentra, en primer lugar, el testamento ológrafo, que es redactado
por el causante sin intervención ni de notario ni de testigos, por lo puede resultar totalmente secreto,
tanto en su contenido como en su existencia. Se trata del único testamento para cuyo otorgamiento se
exige la mayoría de edad (art. 688.1 C.c.); además, no puede ser redactado utilizando medios mecánicos,
sino que ha de estar escrito de puño y letra por el testador, quien además debe fecharlo y firmarlo (art.
688.2 C.c.).
La mayor ventaja que presenta el testamento ológrafo, además del mencionado carácter secreto, es que no genera ningún
tipo de gasto en vida del causante. Por el contrario, su mayor inconveniente es que, al no intervenir fedatario público, no
goza de las mismas garantías que cualquier otro testamento; de hecho, existe un mayor riesgo de suplantación y de nulidad
por defectos formales, pues el testador frecuentemente carece de conocimientos jurídicos sobre las formalidades legales que
ha de reunir este testamento. Ello explica que sea la modalidad testamentaria que mayor litigiosidad suscita en la práctica.
Además, aunque resulte fácil su otorgamiento, son complicadas las formalidades que hay que cubrir una vez fallecido el
testador, pues, entre otros trámites, habrá que acudir al juez para comprobar su autenticidad en los cinco años siguientes a
la muerte del causante.

Además del testamento ológrafo, son igualmente testamentos comunes los testamentos abierto y
cerrado, que, por regla general, han de ser autorizados por el notario competente para actuar en el lugar
de otorgamiento. La principal diferencia entre ambos radica en la publicidad de su contenido. Así,
mientras que el contenido del testamento abierto resulta conocido por ciertas personas (art. 679 C.c.) —
aquellas ante las que ha de otorgarse: notario, y, en su caso (arts. 697, 698 C.c.) testigos, intérpretes, etc.
—, en el testamento cerrado la voluntad testamentaria no es conocida ni por los testigos ni por el
fedatario público, pues se entrega al notario la declaración de voluntad en un sobre sellado y lacrado (art.
680 C.c.).
El testamento abierto, el más frecuente en la práctica, se realiza en una serie de fases (art. 695 C.c.). En primer lugar, el
testador manifiesta su última voluntad ante el notario; a continuación, el notario redacta el testamento según las
instrucciones del testador; tras ello, se procede a la lectura del testamento para que el testador manifieste su conformidad
con el contenido redactado por el notario. El otorgamiento concluye con la firma del testador, del notario y, en su caso, del
resto de personas que hayan concurrido al otorgamiento (testigos, facultativos, etc.).
Existen, no obstante, dos supuestos de testamento abierto en los que puede no intervenir el notario, debido a las
circunstancias especiales en las que se otorgan: cuando se trata de un testamento otorgado en peligro inminente de muerte
(art. 700 C.c.) o en caso de epidemia (art. 701 C.c.). Ambos testamentos pueden ser otorgados sólo ante testigos: tratándose
del testamento en peligro de muerte, ha de otorgarse ante cinco testigos idóneos; en caso de epidemia, las exigencias
formales se rebajan, ya que el testamento puede ser otorgado ante tres testigos mayores de dieciséis años. En cualquier
caso, estos testamentos perderán su eficacia a los dos meses de haber salido el testador del peligro inminente de muerte o
del cese de la epidemia (art. 703 C.c.), por desaparecer las circunstancias que justificaron su otorgamiento.

De entre todos los testamentos comunes, el testamento cerrado es el menos frecuente, probablemente
por la complejidad de los trámites que se han de realizar tras la muerte del testador (art. 714 C.c.).
El testamento cerrado ha de ser escrito, aunque se admite tanto que lo haya escrito el testador de puño y letra, como la
escritura con medios mecánicos (art. 706 C.c.). Tras escribirlo y firmarlo, el testador lo colocará dentro de una cubierta
cerrada y sellada, de tal forma que no pueda extraerse el testamento sin romper la cubierta. El testador puede comparecer
ante el notario con el sobre cerrado y sellado, o cerrarlo y sellarlo en su presencia. Sobre la cubierta, el notario extenderá
acta en la que refleje la fecha y lugar de otorgamiento, dando fe de que ha identificado al testador y de que aquél se halla en
su cabal juicio y con la capacidad necesaria para otorgar testamento. El acta deberá ser firmada por el notario, los testigos
(en su caso, v. gr., art. 707.4 y 7) y el testador. Una vez autorizado el testamento, el notario lo entregará al testador, quien
podrá conservarlo en su poder hasta su muerte, depositarlo en poder del notario autorizante para que lo guarde o
encomendar su guarda a una persona de su confianza. La persona que lo tenga en su guarda deberá presentarlo al juez en
los diez días siguientes al conocimiento de la muerte del testador, para proceder a su apertura y protocolización (art. 714
C.c.). Quien incumpla esta obligación deberá responder por los daños y perjuicios (art. 712 C.c.); si, además, lo hizo
dolosamente, pierde cualquier derecho que pudiera tener en la herencia (art. 713 C.c.).

Como se decía inicialmente, además de los testamentos comunes, el Código civil regula los
denominados testamentos especiales: el militar, el marítimo y el hecho en país extranjero. Estos
testamentos no se otorgan ante notario, sino ante diferentes personas (militar, capitán, agente
diplomático español, etc.) que actúan como fedatario público.
El testamento militar es el otorgado en situaciones de guerra por cualquier militar o personal al servicio del ejército, ante
un oficial que tenga al menos la graduación de capitán, ante el capellán o el médico que le asista y en presencia de dos
testigos (art. 716 C.c.). Estos testamentos caducan en el plazo de cuatro meses desde que el testador deja de estar en
campaña (art. 719 C.c.). El testamento marítimo, por su parte, se otorga durante un viaje por mar ante el capitán por
cualquiera de los que van a bordo y, al igual que sucede en el supuesto anterior, tendrá una validez máxima de cuatro meses
desde la fecha del desembarco (art. 730 C.c.). Respecto al testamento hecho fuera de España, puede otorgarse bien ante el
agente diplomático español que ejerza funciones notariales en el extranjero (art. 734 C.c.), o bien conforme a la legislación
vigente en el país de otorgamiento (art. 732 C.c.), aunque no coincida con las formas de otorgar testamento previstas por la
normativa española. Este testamento se reconocerá en España con una excepción a la que ya se hizo mención
anteriormente: el testamento mancomunado, que no será válido en España, aunque lo sea en el país de otorgamiento (art.
733 C.c.).

3. LA LEGÍTIMA

3.1. CONCEPTO, SUJETOS Y CUANTÍA

La legítima constituye una cuota en el patrimonio del causante que la ley atribuye a determinados
sujetos (los herederos forzosos o legitimarios), que la percibirán a su muerte, salvo que la hayan recibido
ya en vida a título gratuito (por ejemplo mediante una donación). Además, la legítima es un mínimo al que
tienen derecho los legitimarios, con independencia del tipo de sucesión de que se trate: es decir, la
legítima concurre tanto en la sucesión testada, como en la intestada.
Los legitimarios, que aparecen enumerados en el artículo 807 C.c., son los descendientes, los
ascendientes y el cónyuge. Los descendientes excluyen a los ascendientes, pues ambos no pueden ser
legitimarios al mismo tiempo. Por el contrario, la legítima del cónyuge viudo resulta compatible con la del
resto de legitimarios, debido a que, como se verá a continuación, la misma consiste en una cuota en
usufructo.
La concreta extensión de la legítima depende del tipo de legitimario de que se trate. De acuerdo con el
artículo 808 C.c., la legítima de los descendientes asciende a 2/3 del haber hereditario calculado conforme
a las disposiciones del artículo 818 C.c., que analizaremos posteriormente. Dentro de esos dos tercios,
porción que es denominada legítima larga, 1/3 (tercio de legítima estricta) ha de repartirse
necesariamente por partes iguales entre todos los legitimarios, mientras que el otro tercio (tercio de
mejora) puede ser distribuido por el causante como quiera entre sus legitimarios o descendientes de
legitimarios (por ejemplo, puede dejarlo a uno solo de los hijos, o a un nieto que no es legitimario porque
vive su padre —como sucede en el caso resuelto por la STS de 28 de septiembre de 2005 (RJ 2005/7154)—
o distribuirlo a partes iguales entre todos ellos). La tercera parte que resta es el tercio de libre
disposición, que se reparte a voluntad del causante (art. 808 C.c.), incluso entre extraños (por ejemplo, un
amigo, un sobrino, una fundación, etc.).
Por ejemplo, si A, viudo y con 3 hijos, muere con un patrimonio de 900, los 300 de legítima estricta deberá dividirlos
necesariamente de forma igualitaria entre sus hijos (100 para cada uno); el 1/3 de mejora podrá distribuirlo como quiera,
pero sólo entre sus hijos o descendientes: es decir, puede repartir los 300 entre sus hijos por partes iguales (100 para cada
uno); pero también puede dejar los 300 sólo a uno de sus hijos (en tal caso, se dice que este hijo ha sido mejorado); o
distribuirlos entre dos de sus tres hijos (porque, por ejemplo, mantiene poco contacto con el no mejorado); o dejar los 300
íntegramente a uno de sus nietos, etc. Por último, el tercio de libre disposición (300) podrá dejárselo a sus legitimarios o
repartirlo entre extraños (no legitimarios), por ejemplo su asistenta.

Si el causante falleció sin descendientes pero con ascendientes vivos, estos últimos serán sus
legitimarios. La extensión de la legítima de los ascendientes dependerá de con quién concurran a la
herencia (art. 809 C.c.). Si concurren solos a la herencia (es decir, sin otros legitimarios), la legítima se
extiende a la mitad del patrimonio del causante (la otra mitad, por tanto, será de libre disposición para el
causante); si concurren con el cónyuge, la legítima asciende a 1/3.
La legítima reservada a los padres se dividirá entre los dos a partes iguales; en el caso de que uno de ellos haya muerto,
se atribuirá toda al sobreviviente. Cuando el testador no deje padre ni madre, pero sí otros ascendientes de igual grado,
aunque de diferente línea (por ejemplo, un abuelo paterno y una abuela materna) se dividirá la legítima por mitad entre
ambas líneas. Si los ascendientes fueran de diferente grado (por ejemplo, sobreviven al causante un abuelo y un bisabuelo),
la legítima corresponderá por entero al pariente más próximo en grado (es decir, en el ejemplo anterior, recibirá la legítima
íntegramente el abuelo).

La legítima del cónyuge, por su parte, consiste en un usufructo de cuantía variable (denominado
«usufructo vidual»), pues depende de los parientes con los que concurra. En primer lugar, si concurre con
descendientes del causante, el cónyuge tendrá derecho a un tercio de la herencia en usufructo (art. 834
C.c.); en segundo lugar, si el viudo concurre con ascendientes del causante, su legítima ascenderá al
usufructo de la mitad de la herencia (art. 837.1 C.c.); por último, si no concurre ni con ascendientes ni con
descendientes, tendrá derecho al usufructo de 2/3 de la herencia (art. 838 C.c.).
Ahora bien, como este usufructo puede resultar muy gravoso y depreciar sustancialmente la herencia,
puede ser conmutado por los herederos por una cantidad de dinero, una renta vitalicia o el producto de
ciertos bienes (art. 839 C.c.). En el caso de que se decida conmutar el usufructo por, por ejemplo, una
cantidad de dinero, ésta se calculará en función de la vida probable del usufructuario y, por tanto, de los
años de disfrute que se prevé que le pueden quedar a aquél (es decir, la cuantía será menor cuanto más
avanzada sea su edad). Para garantizar los resultados de la conmutación, de acuerdo con el artículo 839.2
C.c., el viudo puede exigir la constitución de una garantía real.
En cualquier caso, la legítima del cónyuge supérstite se encuentra subordinada a que se cumplan los
requisitos establecidos en los artículos 834 y 835 C.c. De la lectura de estos preceptos se deduce que
tanto la separación judicial, como la de hecho, provocarán la pérdida del usufructo vidual, salvo que haya
habido reconciliación notificada al juzgado que conoció la separación, de conformidad con el artículo 84
C.c.
Por su parte, el divorcio o nulidad del matrimonio provocan la pérdida de la condición de cónyuge, por
lo que el divorciado o aquel cuyo matrimonio haya sido declarado nulo no reúnen la cualidad de
legitimarios.

3.2. CÁLCULO E IMPUTACIÓN DE LA LEGÍTIMA

El procedimiento de cálculo de la legítima se encuentra previsto en el artículo 818 C.c. De acuerdo con
este precepto, para fijar la legítima se ha de valorar, en primer lugar, el patrimonio que deja el causante a
su muerte. En segundo lugar, una vez valorado el patrimonio, han de deducirse de éste las deudas del
causante, con lo que se obtiene el relictum o patrimonio neto del causante. A este valor neto, se le ha de
sumar el valor de todos los bienes donados en vida (donatum), que se aportan «virtualmente» (esto es, de
manera meramente contable o ficticia) a la herencia en el momento de abrirse la sucesión. Han de
sumarse todas las donaciones, tanto las realizadas a legitimarios, como las efectuadas a favor de extraños.
Tan sólo no habrá que sumar los regalos de costumbre de cuantía razonable (por ejemplo, regalos de
cumpleaños, boda, etc.). Sobre el resultado (relictum + donatum) habrán de calcularse las legítimas (art.
818 C.c.), en la proporción que corresponda a cada legitimario conforme a lo previsto en el apartado
anterior.
Por ejemplo: en el momento de su fallecimiento, Juan es propietario de una casa, un coche y 1.000 acciones; este activo
patrimonial está valorado en 600.000 euros. Pero cuando fallece tiene deudas por valor de 30.000 euros, cantidad que debe
ser restada del activo patrimonial. Por tanto, su patrimonio neto al morir (relictum) era de 570.000 euros. Además, Juan
donó en vida a uno de sus dos hijos (legitimario) un piso valorado en 300.000 euros y regaló a un amigo un coche por valor
de 30.000 euros. Para determinar la masa de cálculo de la legítima, según el artículo 818 C.c., habrá que sumar el relictum
(570.000 euros) más lo donado en vida (donatum) (330.000). Sobre la cantidad resultante (900.000 euros) han de calcularse
las legítimas.

Este sistema de cálculo cumple una doble finalidad:

a) En primer lugar, persigue evitar que el causante defraude los derechos de los legitimarios,
realizando en vida donaciones excesivas a extraños con el fin de que no quede nada en la herencia para
los legitimarios en el momento de abrirse la sucesión. De hecho, el artículo 636 C.c., como ya se dijo,
prohíbe que se pueda disponer por donación de más de lo que se puede disponer por testamento. Por eso
decíamos anteriormente que la legítima no sólo constituye un límite a la libertad de testar, sino que
también es un límite a la libertad de donar.
b) En segundo lugar, pretende comprobar si a alguno de los legitimarios se le ha pagado en vida la
legítima mediante una donación. Por ejemplo, Juan tiene dos hijos y compra un piso a uno de ellos con
motivo de su boda a cuenta de lo que luego le correspondería como legítima.

Veamos, partiendo del ejemplo anterior, como el sistema de cálculo de la legítima cumple las dos
mencionadas finalidades:

a) Comprobación de si el testador ha hecho o no en su vida donaciones excesivas (inoficiosas) que


afectan a los derechos de los legitimarios.
En nuestro ejemplo, resulta aplicable el artículo 819.2 C.c., según el cual, las donaciones hechas a
extraños se cargarán (en términos del Código civil, «se imputarán») a la parte de libre disposición. Dado
que la masa para el cálculo de la legítima (relictum + donatum) asciende a 900.000, Juan podría haber
donado a extraños, a lo sumo, 300.000 euros (es decir, 1/3 de la herencia), que es la cantidad a la que
asciende la parte de libre disposición cuando hay hijos. En nuestro caso, las donaciones realizadas por
Juan a extraños (su amigo, que no es legitimario) respetan la legítima, pues ascienden a 30.000 euros —no
sobrepasan, pues, el tercio de libre disposición—. Sin embargo, si la donación a un no legitimario hubiera
superado el límite del artículo 636 C.c. (esto es, el tercio de libre disposición; en nuestro caso, 300.000),
los legitimarios (los hijos) podrían solicitar la reducción de esta donación por considerarse inoficiosa (es
decir, no respetuosa con la legítima), con la consiguiente restitución por el donatario de lo donado en
exceso (art. 654 C.c.).
En el ejemplo del que partimos, las donaciones hechas en vida por el causante a no legitimarios (los 30.000 euros del
coche que Juan regala a su amigo) no sobrepasan el tercio de libre disposición. Pero imaginemos que en su testamento, Juan
pretende legar 300.000 euros a una fundación; esta cantidad, como va dirigida a un no legitimario, deberá descontarse, de
nuevo, del tercio de libre disposición. Pues bien, la suma de la donación realizada en vida al amigo (30.000) más el legado
(300.000), ya sí que excede del tercio de libre disposición. La única forma de satisfacer íntegramente esas cantidades a los
extraños (amigo y fundación), sería a costa de la legítima de sus hijos. Para evitarlo, éstos podrán solicitar judicialmente la
reducción del legado en la cuantía necesaria para que resulte respetuoso con su legítima. En casos como el presente, el
Código civil exige que los legados se reduzcan antes que las donaciones, por tratarse estas últimas de disposiciones de
bienes que ya han salido del patrimonio del causante y cuya recuperación puede resultar más compleja. Sólo si la reducción
del legado no basta para que la legítima quede satisfecha, se reducirán también las donaciones efectuadas en vida.

b) Comprobación de si la legítima ha sido ya pagada en todo o en parte a los legitimarios durante la


vida del causante (recordemos que el sistema de cálculo consagrado por el artículo 818 C.c. tiene en
cuenta tanto las donaciones realizadas a extraños, como las efectuadas a legitimarios).
En el ejemplo anterior, a los dos hijos les corresponden en concepto de legítima 600.000 euros (2/3 de
900.000, que equivalen a la legítima larga), que en principio deberían dividirse por partes iguales
(300.000 para cada uno de ellos). Sin embargo, el piso que donó en vida el padre a uno de sus hijos se
computa como pago a cuenta (como anticipo de su legítima), salvo que Juan hubiera indicado
expresamente su voluntad de que la donación realizada a su hijo no se descontara de la cuota de legítima
que le corresponde (art. 819.1 C.c.). Esto significa que a la muerte del causante deberán pagarse bienes
por valor de 300.000 al hijo no donatario, pero el donatario no recibirá nada, porque ya recibió lo que le
correspondía anticipadamente (la donación obtenida se imputa a su legítima, y como pago anticipado de
ésta, y por tanto, se descuenta de lo que podría corresponderle).

Los ejemplos anteriores, particularmente el primero, demuestran que la legítima es intangible, es decir,
que el testador no puede realizar disposiciones que la perjudiquen dejando sin contenido el mandato
legal, porque si el legitimario no recibe lo que le corresponde, pese a haber en el caudal bienes
suficientes, contará con diversas acciones para recuperar la legítima.
La intangibilidad significa, además, que, salvo casos excepcionales en los que se permite el pago en metálico, la legítima
debe ser satisfecha con bienes de la herencia (salvo que se haya pagado anticipadamente mediante una donación).

Ahora bien, si la legítima ha resultado lesionada cuantitativamente (es decir, el legitimario recibe una
cuantía de la legítima menor de la que le corresponde), la concreta acción que ha de interponer el
legitimario para completar su asignación insuficiente dependerá de la forma en que se haya producido la
vulneración: la acción será diferente si se ha lesionado la legítima a través de una donación inoficiosa —
acción de reducción de donaciones—, o de un legado excesivo —acción de reducción de legados (art. 820
C.c.)—, o por la omisión del legitimario en el testamento —acción de preterición (art. 814 C.c.)—, etc.

Sin embargo, el respeto a la legítima que nuestro Código impone a todos los causantes, no impide que,
en circunstancias especialmente graves, un legitimario pueda ser privado de la misma. Ello sucederá si el
legitimario es desheredado expresamente por el causante en su testamento. Ahora bien, la desheredación
no puede ser por cualquier causa, sino que sólo se admite por los motivos tasados en el Código civil (arts.
852 ss.: haber negado, sin motivo legítimo, los alimentos al sujeto que deshereda; haber maltratado al
ascendiente de obra o injuriado gravemente de palabra; haber incumplido grave y reiteradamente los
deberes conyugales, etc.), aunque en los últimos tiempos el Tribunal Supremo viene interpretando las
causas de desheredación con mayor flexibilidad (SSTS de 3 de junio de 2014 y 30 de enero de 2015).
Nuestro Código exige, además, que el testador indique la concreta causa legal que justifica la
desheredación (art. 849 C.c.). Por tanto, no cabe desheredación tácita: hay que desheredar expresamente
en testamento mencionando la causa, que ha de ser una de las enumeradas por el Código civil. Si no se
cumplen estas exigencias, la desheredación será considerada injusta y podrá ser impugnada por los
legitimarios desheredados.
De todas formas, en caso de desheredación, la legítima del justamente desheredado pasará a sus hijos
(art. 857 C.c.).

4. LA SUCESIÓN INTESTADA
En términos generales, se llama sucesión intestada a la que tiene lugar siempre que falta el testamento
(el art. 913 C.c. habla de «falta de herederos testamentarios») aunque, en sentido estricto, la sucesión
intestada puede entrar en juego en ciertos casos en los que aquél haya sido otorgado.
Así, es posible que el testamento haya sido otorgado, pero desde su origen sea nulo por no respetar las
formalidades legales o, incluso, que haya perdido después su validez. Por ejemplo, el testamento ológrafo
perderá su validez si después no se protocoliza. En ambos casos se abrirá la sucesión intestada. De igual
forma, el causante puede haber otorgado testamento en el que expresa su voluntad sobre ciertos bienes
de la herencia, pero no dice nada sobre otros: sobre estos últimos se abrirá igualmente la sucesión
intestada. Junto a los anteriores, el artículo 912 C.c. enumera, a título ejemplificativo, otros supuestos en
los que han de aplicarse las normas de la sucesión intestada, pese al previo otorgamiento de un
testamento. En cualquier caso, como ya se ha dicho, la sucesión intestada tiene carácter subsidiario, es
decir, sólo entrará en juego cuando no exista o sea inoperante la voluntad expresada en vida por el
causante a través de testamento.
Se ha discutido mucho sobre el fundamento de este tipo de sucesión. Para algunos, la sucesión abintestato es una especie
de testamento hecho por la ley, con arreglo a la presunta última voluntad del causante. Es decir, a la sucesión de una
persona que fallece sin haber otorgado testamento, la ley llama a quien se presume que habría llamado el causante de
acuerdo con el orden natural de los afectos. En este sentido, podría afirmarse que la sucesión intestada consiste, más bien,
en una suposición o hipótesis que hace la ley sobre cómo querría que se repartiera su herencia un causante medio. Para
otros, la sucesión intestada es una imposición legal basada en razones éticas o de solidaridad familiar, sin que encuentre su
fundamento en esa presunta voluntad del causante.

Sea cual sea el fundamento, cuando alguien muere sin testamento, la ley llama para sucederle a ciertas
personas (sus herederos legales o herederos abintestato), de acuerdo con el siguiente orden. En primer
lugar, son llamados los descendientes (hijos, nietos, bisnietos…). A falta de descendientes son llamados los
ascendientes (padres, abuelos, bisabuelos…). A falta de los anteriores, el cónyuge pasa a ser heredero
abintestato. Si no hay descendientes, ascendientes ni cónyuge, son herederos abintestato los parientes
colaterales hasta el cuarto grado (parientes que tienen un ascendiente común con el causante: hermanos,
tíos, primos). En defecto de parientes y de cónyuge, se llama a la herencia al Estado.
Concretamente, dentro de los herederos legales, el Código civil prevé el siguiente orden de
llamamientos, que operan unos en defecto de otros:

a) Llamamiento a favor de la línea recta descendente (arts. 930 a 934 C.c.): línea que une al causante
con los que descienden de él.

— Los hijos son los primeros en suceder y éstos excluyen en la sucesión intestada a sus propios hijos
(nietos del causante). Por regla general, cuando concurran sólo hijos, la herencia se dividirá por partes
iguales («por cabezas»). Por ejemplo, B fallece intestado con un caudal relicto de 9 y con tres hijos: X, Y,
Z; a cada uno de los hijos le corresponderá 3. El resultado será el mismo aunque alguno de los hijos tenga,
a su vez, hijos, pues constituye una regla general en materia de sucesión intestada, la de que los parientes
de grado más próximo excluyen a los de grado más remoto (art. 912.1.º C.c.).
— Si alguno de los hijos muere antes que el causante (le premuere) y deja hijos, se dice que los hijos del
premuerto «representan» a su padre en la herencia de su abuelo y, en consecuencia, se les entregará la
misma porción de herencia que le hubiera correspondido a su padre (art. 934 C.c.). Esa porción luego
deberán repartírsela entre ellos a partes iguales. Por ejemplo, B fallece intestado con un caudal relicto de
8. A su muerte, le sobreviven su hijo X y dos nietos, hijos de Y, que falleció antes que su padre. Así las
cosas, le corresponderán 4 a X y 4 a los hijos de Y que, por tanto, recibirán 2 cada uno por derecho de
representación. Esta misma solución resultará aplicable cuando los hijos del difunto concurran con nietos
que descienden de hijos que no pueden suceder, por haber sido desheredados en testamento o cuando, de
acuerdo con el artículo 756 C.c., sean considerados indignos para suceder, por la realización de una
conducta especialmente reprobable desde un punto de vista moral o ético (art. 933 C.c.). En estos casos, a
los nietos les corresponderá únicamente la legítima. Por ejemplo, si A, hija de B, atenta contra la vida de
su progenitor, incurrirá en la causa de indignidad prevista en el artículo 756.2.º C.c. y, en consecuencia,
no podrá suceder a su padre. Pero si A tiene hijos, a éstos les corresponderá la legítima, por derecho de
representación.
Sólo hay un caso en el que la herencia se va a repartir por partes iguales entre todos los nietos, porque éstos no
«representan» a sus padres: cuando todos los hijos del causante repudien o rechacen la herencia (art. 923 C.c.). Por ejemplo,
A muere intestado con un caudal relicto de 12. Tras su muerte, sus tres hijos X, Z, Y repudian su herencia. X, Z e Y, tienen,
respectivamente, tres, dos y un hijo. De acuerdo con el artículo 923 C.c., los 12 se repartirán entre los 6 nietos a partes
iguales (cada nieto recibirá 2). Es decir, no reciben la porción que habría correspondido a su padre (por ejemplo, 4 para los 3
hijos de X) debiendo luego dividírsela entre ellos.

b) Llamamiento a favor de la línea recta ascendente (arts. 935 a 942 C.c.): aquellos de quienes
desciende el causante.

— Los ascendientes sólo serán llamados a la herencia si no hay descendientes. En este caso se aplica
con rigor y sin excepciones la regla de que el ascendiente más próximo excluye al más lejano. En otras
palabras, en la línea recta ascendente ningún pariente puede «representar» a otro. Imaginemos que A
fallece intestado y sin hijos y le sobreviven únicamente su padre y su abuela materna. A diferencia de lo
que sucede en la línea recta descendente, la abuela no «representa» a su hija en la sucesión de la nieta
(A). En consecuencia, toda la herencia de A será para su padre, por ser el pariente más próximo en grado.
Así pues, en la línea recta ascendente, primero heredan los padres, por partes iguales (art. 936 C.c.) y, en
caso de que sólo sobreviva uno de ellos, éste sucederá en toda la herencia.
— A falta de padre y madre, le sucederán los ascendientes más próximos en grado, en cada una de las
dos líneas (materna y paterna). Si los ascendientes de grado más próximo pertenecen a una misma línea
(sus dos abuelos maternos), la herencia será repartida por partes iguales (art. 939 C.c.). Por el contrario,
si los ascendientes que sobreviven son del mismo grado pero de distinta línea, el reparto se hace primero
por líneas y, en cada línea, por partes iguales («por cabezas»). Por ejemplo, si al causante le sobreviven su
abuelo paterno y sus dos abuelos maternos, el caudal relicto (8) se repartirá primero por líneas (4 irán a
la línea paterna y los otros 4 a la línea materna) y luego, en cada línea, se repartirá por partes iguales (4
para su abuelo paterno y 2 para cada abuelo materno).

c) Llamamiento a favor del cónyuge (arts. 944 y 945 C.c.). El cónyuge es sucesor abintestato a falta de
descendientes y ascendientes del causante. En tal caso, recibirá la plena propiedad de toda la herencia.
Ahora bien, cuando sobreviva el cónyuge y cualquiera de los parientes anteriores (descendientes y
ascendientes), aunque, según el caso ante el que nos encontremos, los descendientes o los ascendientes
sean los sucesores intestados, el cónyuge tendrá derecho a su legítima (pues, como se ha visto, nuestro
ordenamiento le otorga la condición de heredero forzoso o legitimario), que se traduce en una cuota de la
herencia en usufructo. Por ejemplo, si A muere intestado y le sobreviven su cónyuge y sus dos hijos, los
herederos abintestato serán los hijos, pero al cónyuge se le deberá entregar su legítima (1/3 de la
herencia en usufructo), por tratarse de un heredero forzoso o legitimario. No hay que olvidar que la cuota
intestada la recibe el cónyuge en ausencia de voluntad testamentaria de su consorte, mientras que la
legítima ha de recibirla aún en contra de la voluntad del causante.
No obstante, el cónyuge perderá la condición de heredero intestado si estuviera separado judicialmente
o de hecho del causante en el momento de su muerte (art. 945 C.c.). En definitiva, pues, nuestro Código
exige la normalidad de las relaciones matrimoniales para la sucesión intestada del cónyuge.

d) Llamamiento a favor de los parientes colaterales (arts. 946 a 955 C.c.).

— En defecto de descendientes, ascendientes y cónyuge, la ley llama a la sucesión a los parientes en


línea colateral hasta el cuarto grado. Los parientes colaterales son aquellos que comparten un
ascendiente común, pero que no descienden unos de otros (por ejemplo, hermanos, primos, tíos,
sobrinos). Para poder determinar los grados entre dos parientes colaterales, hay que contar las
generaciones existentes entre cada uno de ellos y el ascendiente común, pues, como señala el artículo 915
C.c., cada generación forma un grado. Es decir, partiendo de uno de los parientes, se cuentan las
generaciones hasta el tronco común, y cuando lleguemos al tronco común, se cuentan las generaciones
que separan a éste del otro pariente respecto del que quiere determinarse el grado de parentesco. Por
ejemplo, dos primos hermanos son parientes de cuarto grado, pues desde cada primo al abuelo
(ascendiente común a ambos) hay dos generaciones.
— Aunque todos los parientes colaterales hasta el cuarto grado son herederos legales, el Código otorga
preferencia a los hermanos del fallecido (art. 946 C.c.), que heredarán antes que los demás herederos
colaterales que también hayan sobrevivido al difunto (sobrinos, primos, tíos). Si, tras el fallecimiento de la
persona intestada, le sobreviven todos sus hermanos, éstos se repartirán la herencia a partes iguales
(arts. 947 y 950 C.c.), salvo que concurran hermanos de doble vínculo (de padre y de madre) con
hermanos de vínculo simple (sólo de padre o sólo de madre), pues en tal caso los de doble vínculo
heredarán el doble (art. 949 C.c.). Por ejemplo, A fallece intestado sin descendientes, ascendientes ni
cónyuge. Al causante le sobreviven un hermano de doble vínculo y un hermano de vínculo simple: al
hermano de padre y madre le corresponderán 2/3 de la herencia y al «medio hermano» le corresponderá
1/3.
— Si alguno de los hermanos no puede suceder (por ejemplo, porque han premuerto), sus hijos
(sobrinos del causante) resultarán preferentes respecto a otros colaterales y concurrirán a la herencia con
sus otros tíos. En tal caso, los sobrinos «representarán» a su progenitor en la herencia de su tío fallecido y
recibirán la misma porción que le hubiera correspondido a su padre.
Por ejemplo A muere sin descendientes ni ascendientes. Le sobrevive su hermano B y tiene además dos sobrinos (X e Y)
hijos de su hermana premuerta. B tendrá derecho a la mitad de la herencia. La otra mitad, que habría correspondido a la
hermana fallecida, se dividirá por partes iguales entre sus hijos X e Y.

— Si al causante intestado no le sobrevive ningún hermano, pero sí sus sobrinos, la herencia se


repartirá entre todos ellos a partes iguales (en este caso no reciben la porción que habría correspondido a
su padre, sino la que resulte de dividir la herencia entre el número de sobrinos) y tendrán preferencia
respecto a otros parientes del difunto que se encuentren en el mismo grado que ellos (art. 946 C.c.).
Imaginemos que A fallece intestado y deja como únicos parientes a un sobrino y un tío. Aunque ambos
sean parientes colaterales de tercer grado del difunto, recibirá toda la herencia el sobrino, por la
preferencia que le otorga el Código civil.
— Si no sobreviven hermanos ni sobrinos, se llama a los demás colaterales hasta el cuarto grado (art.
945 C.c.). De nuevo, vuelve aplicarse aquí con todo rigor la regla de que el pariente más próximo en grado
excluye al más remoto. Es decir, que si alguien muere sin testamento y los únicos parientes que tiene son
un tío (tercer grado) y un primo (cuarto grado), el tío recibirá toda la herencia. No obstante, si hay varios
parientes del mismo grados (varios primos), todos ellos sucederán a partes iguales (art. 955 C.c.).

e) Llamamiento a favor del Estado (arts. 956 a 958 C.c.). Si la persona que fallece intestada no tiene
ningún pariente o los parientes que le sobreviven son colaterales que sobrepasan el cuarto grado, la
sucesión intestada favorecerá al Estado por falta de herederos legales (art. 956 C.c.). En aquellas regiones
que cuentan con derecho civil propio, en lugar del Estado, se llama a las Comunidades Autónomas.
De acuerdo con el artículo 957 C.c., el Estado es un heredero privilegiado, pues goza siempre del
beneficio de inventario sin necesidad de declaración al respecto.
La doctrina discute si el Estado tiene un derecho a suceder o, más bien, se trata de un deber de suceder (en cuyo caso,
adquiriría automáticamente la herencia sin necesidad de un acto de aceptación y, por tanto, no podrá renunciar a aquella
herencia que se defiere en virtud de la sucesión abintestato). Sin embargo, no existe una posición unánime al respecto.
1 Entendemos por «Derecho civil común» el que rige en las CCAA que no tienen un Derecho civil específico aplicable en dicho
territorio (tradicionalmente denominado «Derecho foral» y, con terminología más actual, «Derecho civil autonómico»).
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Diseño de cubierta: J. M. Domínguez y J. Sánchez Cuenca

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