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Esperamos
que disfrutes de la lectura.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Epílogo
Agradecimientos
Sobre las autoras
Página de créditos
ISBN: 978-84-17972-26-4
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
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los titulares, con excepción prevista por la ley.
Un hombre para un destino
«Todo empezó con un vestido…»
Charlotte
Para Allison:
Te quiere,
Reed
Charlotte
Dos meses más tarde
***
Para Allison:
Te quiere,
Reed
***
Charlotte
Charlotte
—¡Maldita sea!
Había logrado contener las lágrimas hasta dar con unos baños en el
vestíbulo de la torre Millenium. Hasta que me metí en uno de los cubículos,
lo tenía todo bajo control. Sin embargo, al ver que no había papel higiénico,
abrí el bolso y rebusqué un paquete de pañuelos de papel mientras seguía
acuclillada sin sentarme en la taza. Me temblaban tanto las manos después
del numerito en el ático que se me cayó el bolso al suelo y todo el contenido
salió disparado. El teléfono golpeó el elegante mármol y la pantalla se hizo
añicos. En ese momento, rompí a llorar.
Como ya no me importaban un comino los gérmenes, me senté en el
retrete y lloré a lágrima viva. No era solo por lo que había sucedido en el
ático. Lloraba por mi vida, quería desahogarme por todo lo que llevaba
encima. Si mis emociones eran una montaña rusa, me encontraba en la parte
exacta en que levantas los brazos y te dejas caer hacia abajo a cientos de
kilómetros por hora. Por suerte, el baño estaba vacío, porque cuando estoy
triste de verdad, tengo la mala costumbre de hablar conmigo misma.
—¿En qué demonios pensaba? ¿Surfeo para perros? Dios, soy una
idiota. Al menos, podría haberme avergonzado delante de un hombre que
no intimidara tanto, ¿no? Uno que no fuera alto, de pelo oscuro y un Adonis
de pies a cabeza, con actitud de superioridad. Y hablando de hombres, ¿por
qué narices los guapos siempre son los que se portan peor?
No esperaba ninguna respuesta, pero llegó una.
Una mujer me respondió desde el otro lado del cubículo.
—Cuando Dios hizo el molde para los hombres guapos, preguntó a una
de sus ángeles qué debía añadir para que fueran más atractivos. El ángel no
quería faltarle al respeto empleando una palabra malsonante, así que se
limitó a decir: «Dales un buen palo». Por desgracia, Dios puso la pieza en la
parte de atrás, así que ahora todos los hombres guapos nacen con un palo
metido en salva sea la parte.
Solté una carcajada sin poder evitarlo junto a un resoplido lloroso.
—No hay papel higiénico en el retrete. ¿Podría pasarme un poco?
Una mano y un poco de papel aparecieron por debajo de la puerta del
cubículo.
—Aquí tienes.
—Gracias.
Después de utilizar la mitad del papel para sonarme la nariz y secarme
la cara y la otra mitad para limpiarme, inspiré profundamente y empecé a
recoger el contenido de mi bolso del suelo.
—¿Sigue ahí? —pregunté.
—Sí, quería asegurarme de que estás bien. Te he oído llorar.
—Gracias, estoy bien.
La mujer estaba sentada en un banco delante de un espejo cuando por
fin emergí de mi escondite. Debía de tener unos setenta años, llevaba un
traje de lo más elegante y estaba acicalada a la perfección.
—¿Estás bien, querida? —me preguntó.
—Sí, estoy bien, gracias.
—No lo parece. ¿Por qué no me cuentas qué te ha ocurrido?
—No quiero molestarla con mis problemas.
—A veces resulta más fácil hablar con una desconocida.
«Supongo que es mejor que hablar sola».
—La verdad es que no sabría por dónde empezar.
La mujer hizo un gesto para que me sentara a su lado en el banco.
—Empieza por el principio, querida.
Solté un bufido.
—Estaremos aquí hasta la semana que viene.
Sonrió con calidez y dijo:
—Tengo todo el tiempo del mundo.
—¿Seguro? Parece estar a punto de asistir a una reunión importante o a
una fiesta en su honor.
—Es una de las pocas ventajas de ser la jefa, que puedes escoger tu
propio horario. Venga, ¿por qué no me cuentas lo del surf para perros? ¿Eso
existe? Porque tengo un perro de aguas portugués que podría estar
interesado.
***
Charlotte
Reed
Charlotte
***
***
Más tarde, me fijé en una nota azul que había sobre mi escritorio. No supe
qué hacer y, antes de cogerla, medité durante unos segundos. Era del mismo
tono azul que la nota que había encontrado en el vestido de novia.
Me estremecí. Casi había olvidado aquella preciosa nota y las
emociones que había experimentado al descubrirla. No podía imaginar que
el hombre desagradable y distante que había conocido fuera el mismo que
había escrito aquellas románticas palabras. El Reed que conocía era un
hombre frío y pragmático y aquello hacía que sintiera todavía más
curiosidad acerca de lo sucedido.
Suspiré.
«Una nota azul de Reed».
«Para mí».
«Es surrealista».
En la parte superior, había un membrete en relieve que leía «De la
oficina de Reed Eastwood». Suspiré profundamente y leí el resto:
Charlotte:
Reed
Capítulo 8
Reed
***
Incluso los idiotas saben obsequiar a la gente con algún cumplido cuando es
necesario. Y quizá había sido demasiado duro con Charlotte. Pero había
algo en ella que me ponía de los nervios. Transmitía cierta inocencia que yo
no podía evitar querer destrozar y no estaba seguro de por qué.
—Lo ha hecho muy bien hoy —comenté al cerrar la puerta, y llevé la
mano hacia delante para dejar pasar a Charlotte.
Tenía un carácter redomadamente complicado, por lo que no aceptó el
elogio sin más. Se llevó la mano al oído y esbozó una sonrisa burlona.
—¿Cómo? Creo que no lo he oído bien. Tendrá que repetirlo.
—No se haga la lista conmigo. —Fuimos juntos hacia el coche. Abrí la
puerta del asiento del copiloto y esperé a que se instalara para cerrarla.
Cuando salíamos de la propiedad, pregunté:
—¿Cómo sabía todo eso de Carolyn Applegate?
La primera clienta no parecía muy convencida con el diseño interior de
la casa, pero Charlotte dejó caer algunos nombres de famosos que habían
contratado los servicios de la diseñadora que se había ocupado de la
decoración de la casa y, desde entonces, la mujer empezó a ver la finca con
otros ojos. Es posible que aquella sutil acción comercial resultara crucial
para la venta de la casa.
Desde luego, Charlotte no era normal, pero tenía que admitir que el
instinto de mi abuela casi siempre era el correcto. No había llegado tan lejos
por accidente. Iris veía el valor de la gente y parecía que no se había
equivocado con Charlotte. Quizá era yo quien había permitido que mis
sentimientos por otra rubia preciosa me nublaran el juicio.
—Google —contestó—. Busqué el nombre de los actuales propietarios
y en la página web de la diseñadora vi que habían contratado sus servicios.
Luego, investigué para qué otros clientes había trabajado. Cuando
mencioné que también había decorado la casa de Christie Brinkley, a unos
pocos kilómetros de distancia, la mirada de la señora Wooten se iluminó, así
que busqué la página con el móvil y le mostré las fotos de la casa de
Christie, donde se veía que tenía la misma tela en los cojines del sofá.
—Pues ha funcionado. Su opinión sobre la casa ha cambiado gracias a
eso. Y que fingiera que le gustaba el pequeño monstruo que ha venido con
la segunda pareja ha funcionado a las mil maravillas.
Frunció el ceño.
—No fingía. El niño era adorable.
—Pero si no paraba de gritar.
—Tenía tres años.
—Sea como sea, me alegro de que le hiciera callar.
Negó con la cabeza.
—Algún día se convertirá en el marido desgraciado de una pobre mujer
y en el padre impaciente de algún crío.
—No, no lo haré.
—¿Ah, no? ¿Acaso se porta mejor con las mujeres con las que sale?
—No, simplemente no planeo casarme ni tener hijos. —Tenía los
nudillos blancos de la fuerza con la que me aferraba al volante.
Charlotte no dijo nada, pero la expresión de su rostro me reveló que
acababa de abrir una puerta hacia algo que la intrigaba y sobre lo que iba a
reflexionar durante todo el viaje de regreso a casa. No podía permitirlo, así
que retomé la conversación sobre el trabajo.
—Tendrá que enviar un correo electrónico de seguimiento a las dos
parejas, en mi nombre. Deles les gracias por haber venido a ver la
propiedad y pídales cita para una llamada telefónica la semana que viene.
—De acuerdo.
—Y llame también a Bridgestone Properties, en Florida. Pregunte por
Neil Capshaw. Dígale que es mi nueva asistente y pregúntele por la venta
de la casa que los Wooten tienen en Boca. Les mandamos muchos clientes,
así que no tendrán inconveniente en compartir esa información con usted.
Si los Wooten tienen un comprador para esa propiedad, es posible que se
decidan a comprar la casa de verano de Bridgehampton más pronto que
tarde.
Había sacado su móvil para tomar notas.
—Vale. Correos de seguimiento a los compradores. Llamar a Capshaw.
De acuerdo.
—También tengo que reprogramar mi cita de mañana a las cuatro de la
tarde. Intente pasarla a las cuatro y media.
—Entendido. ¿Con quién tiene esa cita?
—Con Iris.
Charlotte levantó la vista.
—¿Quiere que llame a Iris, su abuela, para reprogramar una cita?
—Sí. Usted es mi asistente, y eso es lo que hacen las asistentes.
Reprograman citas e incluso cancelan reuniones. ¿O acaso no la han
informado sobre sus funciones?
—Pero es su abuela. No todas las relaciones funcionan como si fueran
laborales, aunque la cita sea para tratar algún tema de la empresa. ¿No
debería llamarla en persona?
—¿Por qué?
Charlotte negó con la cabeza y exhaló un suspiro.
—No importa, lo haré.
Por suerte para mí, seguimos conduciendo en silencio durante un rato
después de esa conversación. No había mucho tráfico y avanzamos por la
autopista sin que Doña Perfecta me dijera cómo debía hacerlo. Me disponía
a meterme en la 495 cuando Charlotte cruzó y separó las piernas en el
asiento del pasajero, y aparté los ojos de la carretera un instante. No pudo
haber sido mucho más. Pero, poco después, Charlotte gritaba y trataba de
agarrarse a lo que fuera.
—¡Cuidado!
Instintivamente, pisé el freno incluso antes de comprender con qué
narices debía tener cuidado. Todo lo que sucedió después ocurrió a cámara
lenta.
Miré hacia delante.
Una criatura peluda y pequeña se apresuraba a cruzar la carretera.
El coche se detuvo de repente y vi lo que había estado a punto de
atropellar.
Una ardilla.
«Joder, es una ardilla».
Me había dado un susto de muerte porque un roedor había cruzado la
carretera.
Increíble. Estaba a punto de decirle exactamente lo que pensaba de su
numerito cuando un enorme golpe me interrumpió. Sorprendido, tardé un
poco en comprender qué había sucedido.
Un coche había chocado con nosotros por detrás.
Capítulo 9
Charlotte
Reed
***
Reed
Charlotte Darling.
Tecleé su nombre en la barra del buscador.
No me había conectado a Facebook desde hacía al menos seis meses.
Las redes sociales no eran lo mío. Pero ya eran más de las doce y no podía
conciliar el sueño. Me sorprendió que la cama de la habitación económica
que la loca de mi asistente había reservado fuera tan cómoda. Simplemente,
estaba inquieto y no lograba dormir.
Charlotte había invadido mi privacidad y había fisgoneado mi perfil, así
que pensé que tenía derecho a hacer lo mismo. Empecé con sus fotografías.
La última era de apenas hacía unas horas. Era una imagen de la piscina del
hotel con algún filtro y un enfoque artístico. En el pie de la foto se leía:
«Sigue nadando». Eso resumía bastante bien la visión que Charlotte Darling
tenía de la vida. Su capacidad para ver el lado bueno de las cosas en una
situación negativa me volvía loco, pero no podía evitar admirarla por ello al
mismo tiempo.
Un accidente de coche nos había dejado atrapados en un hotel de tres
estrellas y, mientras yo me dedicaba a gruñir y a quejarme de los
«inconvenientes» y de los «bichos», Charlotte había levantado sus
pompones de animadora y gritaba consignas como «¡Piscina en el hotel!» y
«¡Ruby Tuesday!».
Cliqué en la siguiente imagen. «¿Qué coño…? ¿Soy… yo?».
Debía de haber tomado la fotografía mientras conducía. Solo aparecía
mi mano, así que nadie excepto yo me reconocería. Pero claro, yo sí que era
capaz de hacerlo. Mis dedos se aferraban al volante con tanta fuerza que
parecía que tratara de estrangularlo. Tenía los nudillos blancos y las venas
de la mano y el antebrazo estaban hinchadas. ¿Por qué estrangulaba el
maldito volante? Fijé la vista en la leyenda de esa fotografía: «Déjalo ir».
¿Qué narices…? Había que tener valor para sacarme una fotografía y
colgarla en las redes sociales, aunque nadie fuera a reconocerme. «Déjalo
ir». Tuve ganas de presentarme en su habitación, a solo tres puertas, y
dejarlo ir, pero de verdad.
¿Qué más habría colgado la señorita Darling sobre mí? Pasé a la
siguiente foto. Era una imagen de un jarrón pintado con unas brillantes
flores de color púrpura. En el pie ponía: «Crea tu propia felicidad. Crea
iris». Probablemente era el jarrón que había roto y que había hecho para mi
abuela. Amplié la imagen. Vaya, Charlotte tenía talento de verdad; era
precioso.
La siguiente foto era un primer plano de Charlotte y de una mujer
mayor que pensé que sería su madre. Ambas esbozaban una amplia sonrisa
y tenían las mejillas muy juntas. En la leyenda, decía: «Soy quien soy
gracias a ti».
La siguiente foto era de ella y de una chica de la misma edad en la
playa, con bikinis y enormes sombreros de paja y una bebida con una
sombrillita en la mano. «Maldita sea». Charlotte tenía un cuerpo de vértigo,
con muchas curvas para ser una chica tan bajita. No era delgada como
Allison y, a diferencia de esta, que tenía unos pechos perfectos, redondos y
falsos, los de Charlotte eran generosos, naturales y femeninos. Tenía ganas
de ampliar esa imagen durante un buen rato y preguntarme cómo de suaves
serían al tacto de mis manos.
«Joder».
Era una mala idea.
Regresé a mi perfil de Facebook para evitar quedar atrapado en aquel
pequeño vórtice rubio durante más tiempo. Sin embargo, no había mucho
que ver en mi muro. Las últimas imágenes que había colgado eran de la
última vez que Allison y yo salimos a navegar, el verano anterior.
Recordaba el momento exacto en que había sacado esa foto con mi teléfono
y la miré. Parecíamos felices, al menos en esos instantes. Menudo idiota…
En la imagen, la miraba como si fuera el sol y su luz me calentara la piel.
No sospechaba nada. Debería haberme rociado con protector solar porque
estaba a punto de quemarme.
Exhalé profundamente. ¿Por qué no había colgado nada más desde
entonces?
Pero claro…, ¿qué narices iba a colgar? ¿Una foto mía en la oficina a
las once de la noche? ¿Una de la ración de comida china a domicilio? ¿Una
foto de mi perro y yo? «Ah, no, es verdad». Allison se lo llevó junto con
todas sus cosas cuando hizo las maletas.
No lo soportaba más. Estaba a punto de cerrar el portátil cuando me
detuve y volví a la página de Charlotte. Tenía un montón de fotografías
nuevas. No sabía lo que buscaba, pero no podía dejar de mirar. Hice clic en
la siguiente y en la otra, y así sucesivamente.
Entonces, una foto de Charlotte en brazos de un tipo me llamó la
atención. Iban muy elegantes y él le rodeaba la cintura mientras se besaban.
Ella tenía una mano en su cuello y mostraba la otra a la cámara, con los
dedos muy separados. Leí «He dicho que sí» antes de regresar a la imagen
para examinar el anillo que lucía. Ya no lo llevaba. Quizá la señorita
Lunática y yo sí que teníamos algo en común, después de todo… aparte del
hecho de que a ambos nos gustaba verla en un bikini rojo.
***
***
Charlotte
***
***
***
Reed
***
Charlotte
No daba crédito.
Era ella. La exprometida de Reed, Allison. Estaba en la barra.
«¿Qué hace aquí?».
No pude evitarlo y cedí a la curiosidad. Me acerqué a ellos.
Allison tenía el pelo rubio, de un tono más oscuro que el mío. Era muy
alta, casi tanto como Reed. Pero era guapísima y sentí una punzada de celos
al verlos juntos por primera vez.
Para ser dos personas que habían estado tan enamoradas, la verdad es
que parecían muy incómodas en ese momento.
Más que nunca, necesitaba saber qué había ocurrido entre ellos. Los
observé, como si así pudiera desentrañar algo.
Reed parecía disgustado y no paraba de juguetear con su reloj mientras
hablaban.
Allison inspiró profundamente.
—Tienes muy buen aspecto —dijo.
—Gracias —respondió él, sin mirarla.
—Estaba de camino a casa de mis padres cuando he visto las carpas y se
me ha ocurrido pasar a saludar, para ver cómo estabas.
Me fijé en que Reed se llevó la mano al cuello como si quisiera
arreglarse la corbata, pero no llevaba ninguna. Era como si no supiera
dónde meter las manos.
Sabía que no debía interrumpirlos, pero el instinto me dijo que Reed
agradecería que lo salvaran de una situación tan incómoda. No, no lo
agradecería. Lo necesitaba.
—Siento interrumpir, señor Eastwood, pero tenemos que hablar del
proyecto Ardilla. Tengo que irme temprano y no quería perder la ocasión de
saber qué opina al respecto.
Allison nos miró.
—¿Proyecto Ardilla?
Reed parecía a punto de echarse a reír o a llorar, pero respondió:
—Ah, sí, es muy importante. Tengo que ocuparme de eso, Allison. Me
alegro de verte. Ya nos pondremos al día en otro momento.
—Sí, yo también me alegro de verte.
Reed me siguió y caminamos en silencio hasta alejarnos de la
celebración. Daba la sensación de que nos encontrábamos a un kilómetro
del bullicio.
El jardín era inmenso. Paseamos por un sendero iluminado por las luces
exteriores de la enorme propiedad.
Finalmente, nos detuvimos junto a un pequeño lago que recorría todo el
terreno. Me senté en la hierba y Reed me imitó.
Miró al cielo antes de hablar.
—¿Cómo sabías que necesitaba ayuda?
—Por tu cara. Parecías muy incómodo. Pensé que valía la pena
intentarlo y que, si me equivocaba, simplemente me dirías que no tenías
tiempo para hablar del proyecto Ardilla.
—Gracias.
—¿Estaba invitada?
Negó con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—La casa de sus padres está calle arriba. Se ha pasado a saludar. Los
guardas de seguridad la conocen, así que probablemente la han dejado pasar
creyendo que estaba invitada.
Me moría de ganas de preguntarle qué había ocurrido entre ellos, pero
recordé lo que había sucedido en el hotel de Long Island, cuando me había
metido en su vida personal y Reed se había molestado tanto.
Reed contemplaba las estrellas. Para mi sorpresa, respondió parte de la
pregunta que tenía en los labios y que no me atrevía a hacerle.
—Me hizo mucho daño cuando comprendió que el futuro que pensaba
que íbamos a compartir era distinto del que ella siempre había imaginado.
Sin entrar en más detalles, me demostró que su amor era condicional.
—Eso no existe.
—Tienes razón —contestó—. Pero me costó comprenderlo. Yo creía
que la amaba incondicionalmente. Cuando alguien a quien quieres no siente
lo mismo que tú, tienes que aprender a dejar de amar a esa persona. La
cabeza te dice que no debes sentir nada por ella, pero convencer al corazón
no es tan sencillo.
—¿Todavía la quieres?
—No de la misma manera, pero lo que siento por Allison es
complicado.
Se me partió el corazón, pero, al mismo tiempo, sentí envidia de Allison
por haber disfrutado de ese amor verdadero. Todd nunca me había querido
así, ahora lo sabía. Sin embargo, descubrir que el amor de Allison por Reed
era condicional hizo añicos la idea que me había hecho de ellos al encontrar
la nota azul. Comprendí que no sabía nada de nada sobre su relación, pero
me asustaba preguntar demasiado. Al mismo tiempo, verlo debatirse con
sus sentimientos me conmovió y me hizo tener esperanza en que aún
existían hombres capaces de amar.
Contemplé el perfil de Reed. Dios, ¿había algo más sexy que un hombre
guapo que desea ser amado por una mujer?
Tomó una brizna de hierba y la arrancó.
—Ojalá Allison no hubiera venido.
Mis ojos repararon en sus dedos largos y masculinos, todavía sobre la
tierra.
—Pues yo me alegro de que lo haya hecho, porque tienes que
enfrentarte a su recuerdo para olvidarla. Ha sido una buena manera de
practicar. Además, ¿le has visto la cara? Cuando has dicho que tenías que
irte, se ha quedado sin habla. Eso ha hecho que valiera la pena.
—Proyecto Ardilla —contestó con una suave risa.
—Proyecto Ardilla. Definición: operación inexistente y ultrasecreta que
a partir de ahora servirá para salir de cualquier situación incómoda.
Suspiró.
—La verdad es que daría lo que fuera por una copa, pero no quiero
volver, todavía no.
Hice ademán de levantarme.
—¿Quieres que vaya a por algo? Tú puedes quedarte aquí.
—No.
Llevó una mano a mi pierna para que me sentara de nuevo y nos
quedamos un rato en silencio.
—¿Este lago es tuyo?
—Sí, es parte de la propiedad.
—Vaya.
De repente, me sucedió algo asombroso. Bueno, no sé si Reed lo
consideraría asombroso, pero los engranajes de mi cerebro empezaron a
girar. Al parecer, mi excitación era evidente porque preguntó:
—¿Qué tienes en esa cabecita tuya, Charlotte Darling?
—Creo que estoy a punto de explotar. Siento ganas de cometer una
locura.
—¿Ahora?
—Hace poco añadí un par de cosas a mi lista y una de ellas tiene que
ver con un lago. Y tengo la sensación de que esta es mi oportunidad de
hacerlo.
—¿Qué quieres decir con «tiene que ver con un lago»?
—«Bañarme desnuda en un lago de noche». Nunca he estado en un lago
de noche, así que quién sabe cuándo volverá a pasar. Esto es cosa del
destino. Pero no quiero incomodarte, si prefieres que no lo haga…
—¿Seguro que no te lo acabas de inventar? ¿Está en tu lista?
—Te lo juro.
Me dejó de piedra al contestar:
—Entonces, creo que deberías hacerlo.
—¿En serio?
—Sí. Además, sería el final más adecuado para esta noche tan extraña.
—¿Crees que alguien podría venir? Estamos muy lejos de la fiesta, pero
no quiero que me pillen.
—Lo dudo, pero date prisa. Yo montaré guardia, te prometo que no
miraré.
—¿De verdad me estás animando a que lo haga?
—Piensa lo que quieras, pero esta noche necesito cualquier distracción,
aunque sea una de tus locuras. No tengo ganas de volver a la fiesta, así que
no me parece una mala forma de pasar el rato. Ahora, voy a girarme.
Y me dio la espalda. Grité encantada y me desnudé enseguida para
zambullirme. El agua estaba sorprendentemente cálida.
En cuanto estuve dentro, grité:
—¡Ya puedes girarte!
Reed se quedó de pie, con las manos en los bolsillos, mientras me
observaba saltar y nadar en el agua. No se movió ni un ápice ni apartó la
mirada de mí, aunque de vez en cuando se aseguraba de que no viniera
nadie.
Le grité:
—¿Ves? Esta es la diferencia entre una lista de cosas que uno quiere
hacer y una lista como la mía. La espontaneidad. Hay que hacer las cosas en
el momento, porque parte del mantra de mi estilo de lista es que, si se
presenta la oportunidad, hay que agarrarla al viento. Y eso es lo que estoy
haciendo.
Me sentía exultante. Nadaba desnuda en un lago precioso, en una casa
de ensueño con unos terrenos inmensos. También era excitante, puesto que
Reed estaba a unos pasos de mí. Se me erizaron los pezones.
Estaba orgullosa de haberme lanzado a hacerlo. Es probable que,
durante el tiempo que estuve prometida, no me hubiera planteado hacer
nada tan espontáneo. En ese sentido, sobrevivir a nuestra separación no solo
me había hecho más fuerte, sino también más aventurera.
Después de un buen rato, anuncié:
—¡Voy a salir!
Reed me dio la espalda. Me puse el vestido con la piel todavía mojada
y, entonces, reparé en lo que acababa de hacer.
—¿Cómo vas a explicar que estás mojada de pies a cabeza? —preguntó.
—No lo sé. ¿Cómo vas a explicarlo tú, Reed? —dije con una sonrisa
descarada.
—¿Vas a colgarme ese mochuelo, Darling? ¿Me estás desafiando?
—Si aceptas el reto.
Cuando llegamos a la fiesta, parecía que, por suerte, Allison ya se había
marchado.
La gente nos miraba, confusa, en especial Max y Jared. Todo el mundo
parecía perplejo menos Iris, que resplandecía, visiblemente satisfecha.
—¿Qué te ha pasado, Charlotte? —preguntó.
Miré a Reed, esperando a que contestara, y me esforcé por mantener la
compostura.
Al fin, respondió a la pregunta de su abuela.
—Charlotte y yo nos hemos alejado un poco para hablar de un tema
pendiente que no podía esperar. Y de repente ha visto una ardilla saltando al
lago. Estaba muy oscuro, y el ponbre animal no hacía más que mover las
patitas para no ahogarse. Así que Charlotte ha decidido hacer un Charlotte:
no se lo ha pensado dos veces, se ha metido en el agua y la ha salvado.
Luego, la ha soltado. Esa ardilla le debe la vida.
Reed se merecía un óscar porque soltó esa ridícula fantasía sin
inmutarse.
—Charlotte, no dejas de asombrarme —comentó Iris.
—Sí, es bastante asombrosa —replicó Reed.
Esperé a ver qué más decía para echar por tierra el cumplido, algo como
«para estar tan loca». Sin embargo, no añadió nada.
***
***
Querida Charlotte:
Reed
Reed
***
Unos días después, aún no había decidido si volvería para la única jornada
de pruebas restante en el Tabernáculo de Brooklyn, pero cuando entré en mi
calendario digital, me fijé en que alguien había programado una reunión
para esa tarde. Charlotte había introducido la cita, aunque la única
información sobre la franja horaria bloqueada era un puñado de letras
incomprensible: CPETDC.
Levanté el auricular y marqué su extensión.
Respondió al segundo tono:
—Bonjour, Monsieur Eastwood. Je peux vous aider?
«Pero ¿qué…?».
—¿Charlotte?
—Oui.
Entonces lo comprendí. Charlotte había añadido a su lista, que ahora
también guardaba en el servidor de la empresa, «Aprender francés». La
había visto en el office a la hora del almuerzo, con auriculares y
murmurando para sí. Ahora lo entendía. Bueno, un punto para Charlotte
Darling. Estaba aprendiendo francés.
Por suerte, yo también sabía un poco de francés.
—Ne tenez-vous pas la langue anglaise assez?
Traducción: ¿acaso no masacras la lengua inglesa lo suficiente? Cubrí el
auricular y me reí, porque no tenía ni idea de si acababa de decir eso o no.
—¿Eh? —respondió Charlotte.
—Eso imaginaba —respondí entre risas.
—Todavía estoy aprendiendo.
—Jamás lo habría adivinado.
—Cállate. ¿Me has llamado por algo o solo has marcado mi extensión
de forma automática para tener a alguien de quien reírte?
—De hecho, sí. Pero es muy fácil reírme de ti.
—¿Qué quieres?
—Hay una cita en mi calendario para el miércoles a las siete. No sé qué
es, pone CPETDC.
—Claro, CPETDC. «Cantar para el tipo del cielo». Lo escribí en código
para que solo nosotros lo entendiéramos.
Negué con la cabeza.
—Solo tú, querrás decir.
—Vale. ¿Estás nervioso? ¿Has practicado?
—No voy a presentarme, Charlotte.
Aunque al final decidiera hacerlo, no iba a decírselo a ella. De ningún
modo. Hacía años que no cantaba y la gente que se presentaba a las pruebas
era buena de verdad. No creía que fuera a pasar el casting. Y además, si por
una carambola lo lograba, estaba seguro de que Charlotte se sentaría en
primera fila en todas y cada una de las actuaciones que diera. E invitaría a
toda la empresa y a un par de vigilantes de seguridad del edificio que yo no
conocía, no me cabía la menor duda.
Me imaginé la expresión de decepción en su rostro cuando preguntó:
—¿Por qué no?
—Solo porque haya redactado una lista de cosas que quiero hacer no
significa que vaya a tratar de cumplirlas una por una como si fuera una
carrera.
—Ah. —Hubo una breve pausa—. ¿Por qué no?
—Borra la cita del calendario, Charlotte.
—Vale.
Después de colgar, me sentí mal por cómo le había hablado, así que abrí
el calendario de Charlotte, revisé sus citas y reuniones para la semana
siguiente, y procedí a traducirlas del inglés a mi francés macarrónico. Por
ejemplo: «Iris aterriza a las 5 de la tarde. Llamar para confirmar a las 4»,
pasó a ser «Le vol d’Iris atterrit à 17h. Appelez pour confirmer à 16h».
Luego decidí añadir algunas tareas para Charlotte.
«Prendre rendez-vous avec rétrécis», lo que significaba: «Cita con el
psiquiatra». Al menos, eso intentaba decir.
Otro recordatorio que Charlotte tenía apuntado era: «Final de las rebajas
de Victoria’s Secret. Comprar prendas íntimas después de cobrar». Me reí
en voz alta. Era la única mujer de veintitantos años que diría «prendas
íntimas». Mi traducción: «Commandez des pantalones et des soutiens-
gorge»: «comprar bragas de abuela y sujetadores con refuerzo».
Me lo estaba pasando de fábula trasteando su agenda hasta que di con lo
siguiente: «Cita a ciegas a las 9».
Una burbuja inesperada compuesta de enfado y envidia estalló en mi
interior. Aunque no tenía el menor derecho a sentirme así, eso no contribuía
a apaciguarme. Un imbécil iba a disfrutar de la compañía de Ricitos de Oro.
No, no solo eran celos; me preocupaba lo que pudiera pasarle, en serio. En
el fondo de esa mujer impulsiva y locuela había una romántica que creía en
los cuentos de hadas. Su exprometido, ese idiota, la había engañado delante
de sus mismas narices, en su lugar de trabajo, y Charlotte todavía colgaba
cosas en Facebook con textos como «Sigue nadando» y «Construye tu
propia felicidad». Hay gente que nunca aprende. Charlotte no sería capaz de
darse cuenta de que el caballero de armadura resplandeciente era un capullo
forrado de papel de plata hasta después de que la hiriese. Y me enfurecía
que fuera tan ingenua. De repente, me sentí todavía peor cuando comprendí
que tal vez la compra en Victoria’s Secret estuviera relacionada
directamente con su cita a ciegas.
***
—Déjalo en el escritorio —dije sin mirar hacia arriba. La olí en cuanto
entró en mi despacho. Y el hecho de que fuera capaz de reconocer su
perfume me irritaba todavía más. Encima me gustaba. Mucho.
Charlotte colocó el informe que había preparado para mí y se volvió,
dispuesta a marcharse. Sin embargo, se detuvo en el umbral.
—¿He hecho algo mal, Reed?
Hacía días que me portaba como un idiota con ella, desde la tarde en
que cometí el error de abrir su agenda.
—No. Solo estoy ocupado.
—¿Te preparo un café, necesitas algo?
—No. —Señalé la puerta sin levantar la vista del folleto que estaba
editando—. Pero cierra la puerta cuando salgas.
Después de que se fuera, arrojé el bolígrafo sobre la mesa y me recliné
en la silla. Todo el despacho olía a ella, joder. Unos minutos después,
todavía era incapaz de concentrarme, así que abrí el portátil y envié un
correo electrónico a mi asistente.
Reed
***
Ninguno de los dos despegó los labios durante los primeros cinco minutos
del trayecto en coche.
Finalmente, fui yo quien rompió el hielo.
—Buen trabajo. Tiene mérito haber detectado las inconsistencias en el
pago de esas facturas.
Charlotte miró por la ventanilla y suspiró.
—No estoy precisamente orgullosa de ello. De hecho, me siento fatal.
—Nunca es agradable descubrir que una persona en quien confiabas te
ha traicionado.
—Lo sé. Créeme, lo sé. Pero me siento mal por Christian.
—¿Christian?
—El nieto de Dorothy. Solo tiene seis años y el cáncer le ha afectado no
solo a la vista. Pasó meses tratando de recuperarse después de que le
detectaran el tumor en los pulmones y, tras eso, se le extendió a los ojos.
Debería estar jugando al béisbol en lugar de recibir clases particulares y
vivir en hoteles con su madre mientras lo pasea por los hospitales
desesperada, como si fuera un conejillo de Indias.
Me sorprendí a mí mismo frotándome el pecho, sentía una punzada de
dolor dentro. Miré de reojo a Charlotte.
—¿Cómo es que conoces tantos detalles de su enfermedad?
Se encogió de hombros.
—Hablamos.
—¿Habláis? Pero si apenas llevas tres o cuatro semanas en la empresa.
—¿Y qué? Eso no quiere decir que no pueda hacer amigos, ¿no? ¿Has
visto la foto preciosa que tiene en el escritorio de su nieto con el uniforme
de boy scout?
No la había visto, pero hice como que sí.
—¿Qué pasa con la foto?
—Bueno, pues en mi segundo día, le dije que me parecía un niño
precioso y se echó a llorar y me lo contó todo. Después de eso hemos ido a
comer juntas varias veces. —Hizo una pausa—. Y por mi culpa, ahora se ha
metido en un lío.
—No es culpa tuya, Charlotte. Fue ella quien se metió en problemas.
Entiendo que te sientas mal, pero has hecho lo correcto.
Charlotte miró por la ventanilla y se hizo un silencio. Le importaban
mucho los sentimientos de los demás; algo admirable, pero a veces eso es
un obstáculo en el mundo de los negocios. Aunque al tratarse de un crío con
cáncer, todo se complicaba todavía más. La situación era horrible.
—¿Qué vais a hacer con Dorothy? —preguntó por fin.
Miré a Charlotte y volví a fijar la vista en la carretera.
—¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?
Tardó un momento en contestar.
—No la despediría, porque necesita el trabajo. Lo que ha hecho está
mal, pero tampoco sé qué habría hecho yo en su lugar si no tuviera
alternativa. La gente no es perfecta y, a veces, hay que valorar las cosas que
una persona ha hecho bien frente a los errores que haya podido cometer.
Dorothy lleva muchos años trabajando aquí, solo quería ayudar a su hija y a
su nieto.
Asentí. Los dos guardamos un largo silencio después de eso.
Al final, Charlotte nos sacó de nuestro ensimismamiento. Se volvió
hacia mí y dijo:
—Por cierto, muy buenas las traducciones al francés que me dejaste en
la agenda. Se me pasó darte las gracias. Menos mal que existen los
traductores automáticos, porque, de lo contrario, me habría comprado ropa
interior de abuela para mi inexistente viaje a París.
Puso los ojos en blanco.
—Veo que has disfrutado de mi trabajo. —Me reí—. De rien. De nada.
—¿Por qué acabaste con tu lección de francés gratuito el día en que
había agendado mi cita a ciegas?
Traté de esquivar la pregunta.
—¿Qué quieres decir?
—Que no seguiste traduciendo mi agenda a partir de ese día en
concreto. Quedaban dos o tres cosas en el calendario y las ignoraste. ¿Es
que no hay traducción francesa para «cita a ciegas»?
«Mierda». ¿Cómo iba a salir de esa?
«Bueno, Charlotte, la verdad es que lo dejé porque la mera idea de que
salgas con un tío cualquiera me pone enfermo».
—Ya no me divertía, así que dejé de hacerlo. —Apreté la mandíbula, la
miré de reojo y pregunté—: ¿Por qué quieres ir a una cita a ciegas? Hoy en
día, tienes acceso a muchas maneras diferentes de conocer gente. Alguien
como tú no necesita hacer eso.
—Vale. ¿Qué quieres decir con alguien como yo?
«Claro, tenía que pedirme que se lo aclarara. Cómo no».
—Una chica atractiva con una personalidad extrovertida como tú no
necesita una cita a ciegas. Y además, es arriesgado en una ciudad como
esta. Antes de conocer a alguien deberías asegurarte de quién es.
—¿Como tú? ¿Eso es lo que haces? ¿Investigas a las personas con las
que quieres ir a cenar? ¿Como lo que me hiciste a mí cuando fui a ver el
ático en la torre Millenium?
—No. Aunque no tendría ningún inconveniente en hacerlo. Pero me
refiero a que yo nunca tendría una cita a ciegas.
—Por cierto, nunca te lo he preguntado hasta ahora. Si sabías que había
mentido, ¿por qué aceptaste enseñarme el ático?
—Porque quería darte una lección y humillarte por hacerme perder el
tiempo.
—¿Te gusta eso? ¿Humillar a la gente?
—Si se lo merecen, sí.
Sentí el peso de su mirada. De repente, la corbata me apretaba
demasiado y me la aflojé.
—¿Qué? —pregunté, enfadado.
—¿Has salido con alguien desde lo de Allison?
Fantástico. Atrapado en el coche y sin manera de esquivar la pregunta.
No tenía ganas de hablar de mi vida amorosa con Charlotte Darling.
—No es asunto tuyo.
La verdad es que había tenido algunas historias sin demasiada
importancia, pero nada como la relación que tuve con Allison.
—Bueno, parece que mis asuntos sí te conciernen, así que deberías
pensártelo dos veces antes de aconsejarme con quién debo salir o no. —
Suspiró—. Además, lo de «cita a ciegas» solo era un código.
—¿Un código? ¿Para qué?
—No quería que nadie viese que he quedado con Max. Y antes de que
digas nada sobre la política de la empresa, deja que te recuerde que sé
perfectamente que no hay ninguna norma que prohíba las relaciones entre
empleados.
«¿Cómo? ¿Max?».
La adrenalina corría por mis venas. El coche se detuvo bruscamente
cuando pisé el freno en mitad del tráfico de Manhattan. Dos peatones se
apartaron, lo cual fue una suerte, porque casi los atropello.
—¿Qué? —espeté, aunque estaba seguro de que la había oído
perfectamente.
Detrás de nosotros, las bocinas iniciaron un concierto infernal, pero me
daba igual.
Repitió:
—Max y yo hemos quedado mañana por la noche. Y más vale que
pongas en marcha el coche o tendremos otro disgusto.
Tenía razón. Busqué un lugar donde aparcar. Me detuve frente a Dean &
Deluca y puse el intermitente.
Nos quedamos callados unos instantes. Entonces, me volví hacia ella y
la miré a los ojos.
—No vas a salir con Max, Charlotte.
—¿Por qué no? Es…
—Charlotte… —advertí. Me ardían las orejas, como si alguien me
hubiera prendido fuego en la cabeza.
—¿Sí? —respondió, sonriente.
Mi furia parecía divertirla. Estaba divertida.
—No. Vas. A. Salir. Con. Max.
Una bestia celosa e iracunda se abrió paso por mi cuerpo. No tenía la
menor forma de justificar mis palabras. No podía darle una razón que
explicara que no debía salir con mi hermano, porque ni siquiera yo entendía
el motivo de mi rabia. Solo sabía que no soportaba la idea de Charlotte y
Max juntos. Esperé a que Charlotte reaccionara. Imaginaba una reacción
temperamental que daría comienzo a una gran discusión en la que ella me
diría, con toda la razón del mundo, que no tenía derecho a dictar con quién
salía. Por eso me sorprendió cuando dijo:
—Te propongo una cosa. Anularé mi cita con Max, pero con una
condición.
Mi pulso empezó a calmarse.
—¿Cuál?
«Haré lo que sea».
—Mañana es la última audición del Tabernáculo de Brooklyn. Anularé
mi cita con Max si te presentas a las pruebas para entrar en el coro.
«Joder. La Barbie rubia me estaba chantajeando. Increíble».
—¿Me estás sobornando?
—Bueno, un soborno tiene más sentido que este comportamiento
absurdo de macho alfa que acabas de marcarte sin la menor explicación,
¿no te parece?
No iba a permitir que saliera con mi hermano sin mover un dedo, así
que le di la única respuesta que podía ofrecerle.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo, te has comportado como un macho alfa? ¿O de acuerdo,
aceptas mi propuesta?
—De acuerdo, acepto tu propuesta. Me presentaré a las pruebas, pero
iré solo.
Charlotte parecía complacida.
—Perfecto.
—Genial.
Arranqué el coche y me incorporé al tráfico para regresar a la oficina.
Una sonrisa lenta y satisfecha se pintó en su cara mientras se recostaba en el
asiento antes de cerrar los ojos.
¿Cómo narices habíamos pasado de hablar de Dorothy y su nieto a su
cita con Max y a que yo aceptara presentarme a las pruebas para entrar en el
coro? No tenía ni idea, pero era típico de Charlotte. Era insistente, pesada,
lista…, pero preciosa y deslumbrante. Era guapísima, joder. Preciosa y
estaría a mil kilómetros de distancia de mi hermano, si de mí dependía.
Por el momento, había logrado que no saliera con Max, pero en realidad
yo no tenía derecho a dictar su vida. Debía buscar una manera para dejar de
pensar en ella. Tenía que distraerme, y pronto.
Cuando volvimos al centro, Charlotte parecía tener prisa por llegar a su
despacho. Me dirigí al despacho de Iris para hablar de algo que me
inquietaba desde el almuerzo.
Acababa de colgar el teléfono cuando entré en su despacho. Iris levantó
la mirada.
—Abuela, me alegro de encontrarte aquí. Pensaba que todavía estarías
reunida.
Se levantó y dio la vuelta a la mesa.
—No tenía ninguna cita.
—Pero… —empecé a decir, y entonces comprendí que había mentido
para que me fuera con Charlotte. Preferí no ahondar en el tema.
—¿Acabas de llegar? —preguntó—. Pensé que llegarías primero. ¿Por
qué habéis tardado tanto?
—Sí, acabamos de llegar. Charlotte y yo nos hemos entretenido.
Sonrió.
—Ya veo. Os pasa bastante, ¿no?
«Sí, así es».
Me senté y cambié de tema.
—Tenemos que hablar de Dorothy.
—Sí, yo tampoco he dejado de pensar en ella.
—Hay que decirle que lo sabemos. No podemos permitir que siga
robándonos.
—Lo sé, Reed, pero…
—Escúchame.
—De acuerdo —dijo. Parecía preocupada por lo que fuera a decir.
—Creo que es importante que sepa que la hemos descubierto, pero no
me parece que despedirla sea una solución. Está pasando por unos
momentos muy difíciles y, hasta hace poco, ha sido una empleada fiel a esta
empresa. Teniendo en cuenta la situación en la que se encuentra, entiendo lo
que la ha empujado a cometer esos desfalcos. La gente hace cosas así para
cuidar a sus seres queridos. Nos ha robado, pero no creo que lo hiciera con
maldad, no sé si me explico. Para ella, era una cuestión de vida o muerte.
Me miró con alivio.
—Estoy completamente de acuerdo y me alegro de que lo veas así. Me
siento muy orgullosa de ti. De que lo veas así.
Desde el momento en que comprendí lo que sucedía, supe lo que quería
hacer. Iris era una persona generosa y siempre había dado ejemplo. Me
sentía bien porque podía ayudar a esa familia, pero también feliz porque mi
abuela estuviera orgullosa de mí.
—Me gustaría pagar el tratamiento del nieto de Dorothy de mi bolsillo.
Iris me miró, sorprendida.
—¿Estás seguro? Podría costar mucho dinero.
—Sí, estoy seguro. No quiero ni imaginar lo que debe de ser tener un
hijo o un nieto con cáncer y no poder pagarle el tratamiento que necesita.
¿O es que tú no estarías dispuesta a todo por curar a un nieto enfermo?
Mi abuela permaneció en silencio durante unos instantes, sin apartar la
vista de mí, y por fin contestó:
—Sí, estaría dispuesta a todo.
Capítulo 17
Charlotte
Charlotte:
Reed
Reed
***
Charlotte
***
Horas más tarde, me sentí mal por cómo había tratado a Reed. Ni siquiera le
había preguntado si al final se había presentado a las pruebas del coro y me
había limitado a soltarle una bomba sobre un tema que todavía le hacía
daño, o al menos eso parecía, a juzgar por su expresión. Había reaccionado
mal porque estaba celosa por la estúpida llamada de Allison.
Mientras apagaba el ordenador para irme a casa, vi en el sistema interno
de mensajería de la empresa que había una bolita verde junto a su nombre,
lo cual quería decir que estaba conectado. No me lo pensé dos veces y abrí
el chat.
Reed: Por supuesto que no, Charlotte. ¿Crees que estoy loco?
Reed: Touché.
Lo ignoré.
No creí que quisiera una respuesta de verdad, así que contesté en voz
alta, mirando a la pantalla.
—Porque en casa no me espera nadie.
***
Reed
***
La tienda no había cambiado mucho desde la última vez que había estado
allí, hacía ya dos años. El megagimnasio se concentraba más en las clases
de escalada en interior que en la venta de equipamiento, y aunque contaba
con una extensión de cerca de mil metros cuadrados y tres rocódromos (uno
de más de doce metros de altura), el local estaba lleno a reventar.
El encargado de la tienda me recordaba. Había entrenado allí varias
veces al principio.
—¿Eastwood, verdad?
Nos dimos la mano.
—Buena memoria. Por desgracia, la mía no lo es tanto.
Sonrió.
—No te preocupes. Me llamo Joe. Hace tiempo que no te veía por aquí.
¿Alguna lesión?
—No, solo me he tomado una pausa.
—¿Quieres apuntarte a la clase de hoy? Es para principiantes, pero
quizá te iría bien para volver a entrenar. Seguramente no querrás escalar en
la pared de siete metros, pero hay otras disponibles. Si quieres, puedo avisar
a uno de los monitores para que te acompañe.
—En otra ocasión. He venido a por un regalo, un casco.
—Nos acaba de llegar el nuevo Petzl Trios, en negro. —Silbó—. Es
muy bueno. Todavía no lo tengo en el escaparate, pero puedo enseñarte uno,
si quieres.
—Sí, muchas gracias.
—Dame unos minutos. Si te aburres, puedes echar un vistazo a las
clases. Tenemos ya unos cuantos principiantes listos para estamparse,
seguro que te diviertes —dijo, sonriente.
Solté una risita.
—Sí, parece buena idea.
Cuando Joe desapareció, me paseé por la tienda. Al ver a la gente trepar
por el rocódromo, animados ante su primer intento, recordé lo mucho que
me gustaba escalar. «Quizá sí que debería retomarlo».
Un grupo de tipos frente a la pared para principiantes observaba a una
mujer. Estaba casi en lo más alto de la primera parte del muro, a unos seis
metros de altura de una pared de siete, y llevaba unos pantalones cortos de
color rosa brillante con un corazón en la parte del trasero. Pensaba que por
eso la miraban y sonreían tanto, hasta que oí el gemido.
Cada vez que la chica estiraba el brazo y se agarraba a la siguiente
piedra, hacía un sonido que era una mezcla de lloriqueo, gemido y suspiro.
Como Venus Williams en un partido de tenis, aunque era muchísimo más
sexy. Estaba claro que no lo hacía de forma intencionada, porque se
esforzaba por estirar los brazos para llegar a lo alto del muro, pero eso no
hacía que el sonido fuera menos sensual. Cuando lo hizo de nuevo, su voz
seductora me excitó. «Joder». Había pasado mucho tiempo desde que había
escuchado un sonido parecido. «Demasiado tiempo». Por alguna razón, mi
cerebro me hizo pensar en Charlotte. Estaba seguro de que ella también
emitía unos sonidos delirantemente sensuales en la cama y que era tan
desinhibida como esa escaladora. Su espíritu alocado me llevaba a pensar
que era una fiera en la cama.
La mujer escaló el tramo restante y se aferró a la cima con un último y
fuerte gemido. Se estiró todavía más e hizo sonar la campana que había en
lo más alto. El grupo de hombres que no dejaba de mirarla unos metros más
abajo comenzó a gritar y rompieron en aplausos. El más alto dijo:
—Joder, voy a invitarla a salir. Seguro que gime igual de bien debajo de
mí que ahí arriba.
Aunque no era mejor que aquel tipo —yo también me había quedado
hipnotizado con el culo de esa mujer y me preguntaba cómo sería
escucharla gemir así en mi cama—, aquel comentario me enfureció.
Me distraje cuando emitió un chillido de victoria y levantó los brazos
como si acabara de escalar el Everest.
Esa voz…
No.
«Mierda».
No podía ser…
La chica gritó de nuevo, ebria de felicidad.
Era…
«Reconocería esa voz en cualquier parte».
Empezó a bajar por la pared y la contemplé, fascinado. Aún no creía lo
que veían mis ojos.
—¿Charlotte? —dije, en voz demasiado alta.
Se volvió hacia mí, parpadeó para verme mejor y, al perder la
concentración, cayó al suelo.
—¡Au! ¡Au!
«¡Mierda!».
Corrí hacia ella y me arrodillé a su lado.
—¿Estás bien?
Me miró, confusa, con sus ojos azules y resplandecientes.
«Dios, es preciosa. Incluso cuando está hecha un desastre, como ahora».
—¿Qué…? ¿Qué haces aquí?
—¿Puedes mover la pierna?
—Me duele todo, pero sobre todo el tobillo y el pie.
Un par de empleados se acercaron.
—¿Necesitáis ayuda?
Charlotte levantó la mano.
—No, estoy bien.
—Podemos llamar a una ambulancia. ¿Está segura? —preguntó uno.
—Sí, sí —respondió, y se volvió hacia mí—. No me has contestado.
¿Qué haces aquí?
¿Por qué le preocupaba tanto? Apenas podía moverse.
—¿Qué más da? Iris me ha pedido que viniese a por un regalo.
—Qué raro. Le he contado que hoy tenía mi primera clase de escalada
aquí. ¿Por qué no me lo ha pedido a mí?
«Tengo mis teorías al respecto».
Cuando trató de mover el tobillo, hizo una mueca de dolor.
—¡Ay!
—Será mejor que te echen un vistazo. Te acompañaré al hospital.
¿Puedes ponerte en pie?
Suspiró y dijo:
—Ahora lo comprobaremos.
Le ofrecí la mano y se apoyó en ella para alzarse lentamente. En cuanto
trató de dar un paso, volvió a quejarse.
—No, no estoy bien.
Se apoyó sobre mí, cojeando, la acompañé a la entrada y la dejé allí
mientras iba a por el coche.
Al ayudarla a entrar, dije:
—Me sorprende que perdieras el equilibrio. Antes de darme cuenta de
que eras tú, mientras subías, te he visto escalar y tenías un control
impresionante.
—Bueno, si hubiera sabido que estabas ahí, me habría caído antes. He
perdido el equilibrio porque me has asustado al chillar mi nombre. No
tenías que estar ahí.
Me acerqué al asiento del conductor y respondí:
—La próxima vez, quizá podrías ponerte algo un poco más discreto.
Había un puñado de hombres mirándote y babeando con tus pantalones.
—Y tú eras uno de ellos, ¿no? —preguntó, enarcando una ceja.
Entonces, echó el asiento hacia atrás para levantar la pierna y apoyar el
tobillo en el salpicadero.
«Vaya que si lo era…».
Hice como que no había oído su pregunta y soltó una carcajada.
—Quien calla otorga, Eastwood.
Me abrí paso entre el tráfico del centro y dije:
—Soy tu jefe, Charlotte. Si te dijera que te miraba en ese sentido,
podrías demandarme por acoso sexual.
—Yo jamás te haría algo así. Nunca.
La creí. Charlotte no trataba de tenderme una trampa. Tampoco era una
oportunista, aunque a veces deseaba que lo fuera. Para encontrarle algún
defecto.
Mantuve la mirada fija en la calle, lo cual siempre era un reto cuando
Charlotte estaba sentada a mi lado.
La miré de reojo.
—Conque has empezado a escalar, ¿eh? Justo después de que te dijera
que era uno de mis deportes favoritos. Qué original. Ya veo que tu
tendencia de acosadora sigue en pleno apogeo. ¿O vas a decirme que ha
sido una coincidencia?
—De ninguna manera. No tengo problema en admitir que fuiste tú
quien me dio la idea. Pensé que si te gustaba, debía de valer la pena, porque
a ti te gustan muy pocas cosas.
Me reí.
—¿En qué te basas para decir algo así?
—Trabajas hasta las tantas de la noche y, luego, te encierras en tu casa.
No dedicas tiempo a mucho más.
—¿Cómo sabes qué hago cuando me voy a casa?
—Bueno, tengo acceso a tu agenda, o al menos a la mayor parte. No
creo que tengas mucho tiempo para tus aficiones, al menos con tu horario.
Además, también enseñas propiedades los fines de semana.
—Si quisiera ocultarte algo, lo haría, querida.
—¿Querida? Supongo que no lo has dicho en ningún sentido personal,
¿verdad? Porque no soy tu querida.
«No acaba de decir eso… No, no eres mi querida, mi amante, mi novia
ni nada parecido, Charlotte. Pero en otra vida, quizá sí lo serías.
Capítulo 21
Charlotte
***
Reed
Sentí náuseas.
Tal vez fuera una reacción a la magia de Charlotte, fuera cual fuera el
hechizo con el que me estaba embrujando.
Llevaba varios días acompañándola al trabajo en coche. No es que no
quisiera hacerlo; más bien, todo lo contrario. Tenía ganas de que llegara el
momento de meterme en un coche con ella y pasar un buen rato atrapado en
el tráfico de hora punta y de disfrutar de su aroma cerca de mí. Quería oírla
reír, y me divertía su ridícula rutina para desayunar, que nos obligaba a
hacer dos paradas: una para comprar café y otra para hacerse con una
magdalena en concreto.
Me sentía así desde la noche de su pequeño accidente. Cuando
hablamos de sus orígenes en su apartamento, vi una vulnerabilidad en su
mirada en la que no había reparado hasta entonces. Y cuando me enseñó su
taller, me quedé asombrado con su talento.
Al llegar a casa esa noche, no podía dejar de pensar en ella y busqué en
Google el artículo sobre cuando la encontraron en la iglesia de Saint
Andrew, en Poughkeepsie.
Probablemente, solo había una cosa más adorable que la Charlotte
Darling actual y esa era la Charlotte de mejillas rubicundas, como un
querubín, de hacía veintisiete años, cuando todavía era un bebé. No lo
confesaré ni muerto, pero es posible que imprimiera su fotografía y la
guardase. Es un secreto que me llevaré a la tumba.
El periódico contaba la misma historia que ella me había explicado; era
un misterio absoluto. Habían encontrado a un bebé en una cesta a las
puertas de la rectoría de la iglesia. La persona que había dejado a Charlotte
allí había llamado a la puerta y se había marchado corriendo, y la pequeña
Charlotte había estado a cargo de la iglesia, luego del Estado y, finalmente,
de sus padres adoptivos.
Era una niña preciosa y, quizá por eso, los periódicos se hicieron eco
del suceso y siguieron la historia de aquella pobre criatura hasta que la
adoptaron, seis meses después.
Estaba sentado en mi despacho, pensando en Charlotte, cuando pasó por
delante de mi puerta cargada con algunos paquetes. Me fijé en que andaba
perfectamente, pero aquella misma mañana la había visto cojear.
«Un momento…».
Me pregunté si estaba jugando conmigo.
Decidí enviarle un mensaje.
Charlotte: Ja, ja, ja, ja. Pensaba que estabas en una comida de
trabajo en el Upper West Side.
Reed: Se ha cancelado.
***
El móvil empezó a vibrar justo cuando cerraba la puerta de mi despacho el
viernes por la tarde. Eran más de las siete y la oficina estaba en silencio.
Hasta Charlotte se había ido a su hora, para variar, aunque eso no me
impidió tomar el camino más largo para pasar por delante de su despacho.
Cerré la puerta y saqué el móvil, que vibraba en mi bolsillo. Era Josh
Decker, un expolicía que se había reciclado como detective privado y se
ocupaba de revisar el historial de todos nuestros empleados. Por desgracia,
habíamos tenido malas experiencias años atrás al contratar a un agente
inmobiliario que había utilizado a la empresa para acceder a los
apartamentos de nuestros clientes más acaudalados y robarles. Ahora
llevábamos a cabo investigaciones rutinarias de los candidatos que querían
trabajar en Eastwood Properties con tanto detalle que a veces temía cruzar
el límite e invadir su privacidad.
—Hola, Josh. ¿Qué tal?
—Como siempre. Trabajo hasta las tantas para no tener que comerme el
guiso de mi mujer.
—Y ¿qué pasa si te deja las sobras?
—Siempre lo hace. Y yo las tiro en el contenedor que hay delante de mi
edificio antes de entrar. Traté de dárselas a los gatos callejeros una vez, pero
ni siquiera esos mininos muertos de hambre se comen lo que cocina mi
mujer.
Me reí.
—¿Cómo va la investigación de Erickson?
Le había pedido a Josh que revisara el perfil de un candidato.
—Todo parece correcto. Lo detuvieron en la universidad por fumar
marihuana, pero lo eliminaron de sus antecedentes.
—Vaya, ¿y cómo lo has descubierto? No debería constar, ¿no?
—Siempre quedan huellas.
Giré a la izquierda y avancé por el pasillo de camino a la salida.
Ralenticé mis pasos a medida que me acercaba al despacho de Charlotte.
Me detuve y leí la placa con su nombre. De repente, pensé en lo último que
había incluido en su lista.
—Josh…, ¿crees que podrías… encontrar a los padres biológicos de una
persona?
—Hace unos meses, encontré al padre de una mujer. Había donado
esperma hacía veinte años, cuando estudiaba en la universidad, y ahora vive
en la calle, bajo una marquesina, en Brooklyn.
«Vaya». Fijé la vista en la placa con el nombre de Charlotte mientras
reflexionaba y tomé la decisión.
—Tengo un trabajo para ti. Necesito encontrar a alguien. Es personal,
nada que ver con Eastwood Properties, así que tendrás que ser
extremadamente discreto. Ni una palabra a mi abuela ni a nadie, pero, sobre
todo, al personal administrativo. ¿Queda claro?
—Discreto, así me llamaban en la escuela. Mándame los datos desde tu
correo personal.
—Así lo haré. Gracias, Josh —dije, y colgué el teléfono. Deslicé los
dedos por la placa con el nombre de Charlotte—. Vamos a descubrir quién
eres realmente, Charlotte Darling. Te lo prometo.
Capítulo 23
Charlotte
***
***
***
Reed
***
—El conjunto te gustó tanto cuando lo viste que pensé que tal vez te
apetecería ver cómo me quedaba puesto.
Mis ojos ya estaban clavados en la rosita roja cosida a la cinturilla del
tanga. Después de aquel día en la oficina, cuando le pedí que me enseñara
la ropa interior que había comprado, me había pasado semanas imaginando
a Charlotte con ese tanga, de noche, conmigo. Quería aferrarme a la
diminuta rosa con los dientes y arrancarle el delicado encaje negro,
arrastrándolo por sus largas y hermosas piernas. Sin embargo, nada de lo
que había imaginado se comparaba con la visión que tenía frente a mí en
aquel instante.
Charlotte era pura y sencillamente deslumbrante. La miré a placer y
exhalé todo el aire que tenía en los pulmones. Contemplé su piel suave y
blanca y sus vertiginosas curvas, apenas cubiertas por unos trocitos de
encaje negro. «Joder». Sus enormes pechos estaban a punto de saltar,
prisioneros de un sostén de escote vertiginoso. Sus pezones asomaban por
debajo del fino tejido; unos pezones suntuosos, grandes y hermosos, de
color rosado, que pedían a gritos que los chupara.
Era consciente de que me observaba, pero no podía apartar la vista de su
increíble cuerpo para mirarla a la cara.
—¿Qué te parece? —susurró, y procedió a darse la vuelta, de forma
lenta y seductora, hasta detenerse para que contemplara con todo lujo de
detalles su espléndido trasero, desnudo excepto por la tira del tanga que se
hundía entre sus nalgas. Imaginé la huella de mi mano en las dos medias
lunas blancas de su culo después de agarrárselo con fuerza.
Cuando terminó de dar la vuelta, nuestras miradas se encontraron. No
me quedaba ni un ápice de fuerza de voluntad. Quería lamer su piel más que
nada en el mundo. Quería lamerla y dejarle marcas, que gritase mi nombre
cuando mis dientes se clavasen en su delicada piel. No iba a ser dulce con
ella. Ni de lejos.
—Joder, Charlotte. Eres preciosa. Todo en ti, tu cuerpo, tu cara… Tú,
por dentro y por fuera, eres maravillosa. —Mi voz sonaba áspera, como si
fuera un hombre sediento en el desierto. No me resultaba fácil hablar, dado
que en aquellos momentos toda la sangre se dirigía hacia abajo, a mi
erección.
—Ahora tú —respondió—. Has visto todo lo que querías ver. Es mi
turno, me toca a mí.
Sonreí al pensar que se había confundido. Luego, se le escapó un hipo y
una risita.
Traté de ignorar la voz de mi conciencia, a pesar de las señales de
advertencia que parpadeaban a mi alrededor. La deseaba muchísimo.
Pero… «El corcho de la botella de vino. Frases confusas. Hipos y risas».
Eché un vistazo detrás de ella y vi la botella de vino vacía sobre la
cómoda.
—¿Te has bebido la botella tú sola?
—No te he dejado ni una… —Se detuvo y se le escapó un hipo—…
gota, jefe.
«Joder».
«Joder».
Estuve a punto de hacerlo. A punto de extender la mano y tomar lo que
había deseado desde el instante en que entró en mi vida. Hasta que
comprendí lo mucho que había bebido; eso me hizo volver a la realidad.
Parecía haber olvidado que Charlotte estaba fuera de mi alcance.
Ella seguía mirándome, con aquellos ojos vidriosos. Yo también estaba
algo borracho y no quería irme de allí, no quería volver a mi habitación.
Solo deseaba permanecer allí, contemplando su delicioso cuerpo
semidesnudo.
—A veces, cuando me miras, tengo la sensación de que solo quieres
darme un azote en el culo.
—«Querer» no es una palabra lo bastante contundente como para
describir todo lo que quiero hacer con tu culo.
«Joder». ¿Qué estaba diciendo? Había perdido los papeles.
Sin embargo, Charlotte no me prestaba atención. Miraba hacia abajo.
Mi entrepierna me había traicionado y el bulto de mis pantalones era cada
vez mayor; la erección galopante era más que evidente. La tenía dura como
una piedra y no podía hacer nada por ocultarlo.
—Parece que alguien sí que tiene ganas de verme, aunque trate de
convencerme de lo contrario. ¿Quieres que te ayude a aclararte?
Charlotte se llevó las manos a la espalda.
«¿Qué hace?».
Se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo.
«No. No. No».
Sus gloriosos pechos estaban desnudos. Tragué saliva, incapaz de
contener las terribles ganas que tenía de lamerlos. Charlotte tenía los
pezones erizados y la piel de la aureola parecía sensible y excitada. Un
puñado de pecas le cubrían el centro del escote. Las tetas de Charlotte eran
preciosas, redondas y naturales, a diferencia de las de Allison, de silicona
rígida.
«Salta para mí, Charlotte. Quiero verlas botar».
—Tócame —dijo entre jadeos.
Me obligué a llevar las manos a la espalda.
—No puedo, Charlotte. No puedo tocarte en una situación normal, y
menos si estás borracha.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te contienes? Está claro que me deseas. Le diste
todo tu corazón a alguien como Allison, pero te niegas por completo a
descubrir cómo serían las cosas conmigo, adónde nos llevaría dar un paso
más. Dime cuál es el problema. Dime lo que no te gusta de mí. Puedo
soportarlo, créeme.
Joder, me reventaba que Charlotte creyera que mis dudas tenían algo
que ver con Allison. En cierto modo, así era, pero no como ella pensaba.
Avanzó un poco y tuve la sensación de que iba a perder el equilibrio.
Entonces, me rodeó el cuello con los brazos y, antes de que me diese
cuenta, estaba besándome.
Cuando me rendí a sus labios, un ruido que no pude identificar
abandonó mi cuerpo, como si todo el oxígeno que había en mí saliera y
entrara en la boca de Charlotte. Me aferré a su cabello como si fuera un
salvavidas y yo, un náufrago. Cubrí sus labios con los míos. Tenía un sabor
dulce y embriagador, con un ligero toque de vino blanco. Dejé que mi
lengua se paseara por su boca durante unos segundos y el placer que
experimenté fue insoportablemente inmenso.
Me aparté con brusquedad en un último intento de no cometer un error
terrible del que jamás me recuperaría.
Con el dorso de la mano, me limpié su saliva de los labios; no porque
no la quisiera, sino todo lo contrario. Me temblaba la mano.
Charlotte se cubrió los pechos con una expresión humillada y se inclinó
para recoger el sujetador y ponérselo de nuevo. Parecía tremendamente
herida, más de lo que jamás la había visto. No la culpaba. Estaba seguro de
que no entendía mi actitud.
Tenía los ojos anegados en lágrimas.
—¡Vete! —chilló.
—No puedo.
—¿Qué?
—No puedo dejarte así, estás enfadada.
—Que te jodan, Eastwood —dijo, y resopló antes de dirigirse a la cama.
Enterró la cabeza en la almohada. No sabía si estaba llorando o se había
desmayado. Lo más probable es que, a la mañana siguiente, no recordara
nuestra conversación. O al menos, esperaba que así fuera.
De pie y con las manos en los bolsillos, como un idiota, la contemplé
mientras yacía en la cama, bocabajo.
Al cabo de unos minutos, me acerqué a ella y me senté en el borde de la
cama. La miré durante un buen rato y luego me puse en pie. La habitación
me daba vueltas. Me volví hacia ella y seguí mirándola. Respiraba
profundamente, con la cabeza apoyada en la almohada.
—Charlotte. ¿Qué voy a hacer contigo? —dije, suavemente.
Mis ojos se posaron en su culo semidesnudo. Todavía la tenía dura y me
dolían los huevos.
—Sé que nada de esto tiene sentido —añadí, consciente de que no me
entendería y de que mañana lo habría olvidado todo—. Siento hacerte daño.
No sé cómo actuar cerca de ti. No pienses que es por falta de interés, porque
es todo lo contrario. Es una batalla constante, ¿sabes? La verdad es que
llevo mucho tiempo luchando contra lo que siento por ti. Es lo más difícil
que he tenido que hacer jamás. Pero sé a ciencia cierta que no soy bueno
para ti. Eres una soñadora, Charlotte. La mujer que más sueños tiene en el
mundo y te mereces a alguien que no te frene.
Cerré los ojos y suspiré profundamente.
—Quiero hacer lo correcto. Si cedo y me permito hacer lo que me
muero de ganas de hacer, jamás querré dejarte ir. Y eso no sería justo.
Sueño con lo que sería perderme completamente en ti, no tener ninguna
preocupación en el mundo. Joder, seguramente me denunciarías si supieras
todo lo que te he hecho en mis sueños. Quiero hacerte cosas que no eres
capaz de imaginar. Y estoy tan cerca de hacerlo que casi noto tu sabor en la
boca, pero la verdad es que estás muy lejos. Y lo siento. Lo siento
muchísimo, siento haberte herido esta noche. Te mereces algo mejor. Te
mereces el mundo entero. Algún día, encontrarás a alguien y el muy cabrón
será el hombre más feliz de la Tierra. —Sentí una opresión en el pecho al
imaginar la idea de Charlotte con otro hombre. Me repugnaba, literalmente.
Pero yo no podría tenerla jamás y debía aprender a olvidarla.
Su respiración se había calmado. Probablemente se había quedado
dormida hacía bastante rato. Me moría de ganas de enterrar la cara en su
pelo, respirarla hasta que yo también perdiera la consciencia. En lugar de
eso, me conformé con un punto medio. Ahuequé la otra almohada, me
acerqué lo bastante como para olerla, sin tocarla, y cerré los ojos hasta que
me dormí a su lado.
Fue lo más cercano a la felicidad absoluta que experimentaría nunca.
Capítulo 25
Charlotte
***
Reed
No me cabía la menor duda de que algo iba mal con Charlotte desde que
habíamos vuelto de la excursión en las Adirondack.
Durante los dos últimos días me había evitado y, aunque en el fondo
sabía que era lo mejor, sentía curiosidad por saber por qué. Le pedí a
Charlotte que viniera a ayudarme en una de las visitas de una propiedad, la
más espectacular de toda mi carrera. Insistió en que iría en taxi, en lugar de
viajar conmigo en coche hasta los Hamptons, y utilizó una vaga excusa
sobre su agenda. Pero sabía que trataba de evitar quedarse conmigo a solas.
Eso debería haberme hecho feliz, pero no era así. Me sentía perplejo. ¿Era
porque había rechazado sus insinuaciones? No estaba seguro.
La casa de Easthampton estaba tan cerca del agua que el salón
prácticamente daba a la playa. Era una propiedad valorada en veinte
millones de dólares de estilo europeo y diseñada con los materiales
importados más lujosos, desde los suelos a los techos. No estaría en el
mercado mucho tiempo. Teníamos tres visitas programadas y estaba seguro
de que, al día siguiente, cerraríamos la venta, en cuanto cada uno de los
compradores nos hiciera llegar su mejor oferta.
Cuando terminamos de enseñar la casa, Charlotte y yo tuvimos ocasión
de hablar de verdad por primera vez en todo el día. Se había quitado los
zapatos y paseábamos por la orilla del mar.
—Quiero preguntarte algo, Reed.
—Vale…
—Por el entusiasmo que has demostrado mientras enseñabas esta
propiedad y la manera en que te brillaban los ojos cuando hablabas de su
elegancia a lo Gatsby, doy por hecho que te gusta, y mucho. Pero ¿vivirías
aquí? ¿En una casa como esta?
No lo dudé ni un instante.
—Por supuesto que sí.
—¿Y si te dijera que yo no sería capaz de vivir aquí, porque está tan
cerca del agua que tendría miedo de que se produjera un huracán y
arrastrara la casa consigo?
—Te diría que estás loca de atar.
Ladeó la cabeza.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
No sabía adónde quería ir a parar con aquello.
—Porque esta casa es la propiedad más alucinante que jamás he tenido
el privilegio de representar. No querer vivir en ella o disfrutar de lo
maravillosa que es cada día solo porque te preocupa la posibilidad de una
tormenta es incomprensible.
—Así que no crees que el miedo que siento debería impedirme disfrutar
de esta hermosa casa todo el tiempo posible…
—En efecto.
Y añadió:
—Porque existe la posibilidad de que nunca llegue la tormenta.
—Así es.
—De modo que, si esta casa fuera una metáfora de la vida…, entonces,
no crees que debas vivir tu vida en función del miedo a lo que pueda
suceder.
Su expresión grave me hizo detenerme. La brisa del océano le revolvía
el pelo. La manera en que me miraba fijamente a los ojos… Algo iba mal.
Charlotte me había hecho esa pregunta por un motivo que no entendía.
No estábamos hablando de la casa.
De repente, la adrenalina me recorrió las venas. ¿Lo sabía? ¿Había
accedido a mi historial médico, de algún modo? ¿Era posible que estuviera
al tanto del diagnóstico que me habían dado? No. Era imposible. Había
hecho todo lo que estaba en mi mano por ocultar esa información.
Pero tenía frente a mí a Charlotte Darling. Con ella, todo era posible.
Tenía que saberlo.
—¿De qué estás hablando en realidad, Charlotte?
No contestó de inmediato. Luego, se limitó a decir:
—Lo sé todo, Reed.
—¿Todo?
—Sé que tienes esclerosis múltiple.
El corazón me dio un vuelco. Sus palabras eran como un gancho directo
a mi estómago. Me sentí… desnudo.
—Dime cómo te has enterado —exigí saber.
Se puso roja como un tomate.
—Fue un accidente. No te enfades. Fui al hospital, en las Adirondack,
para ver cómo te encontrabas. Estaba delante de la puerta de la consulta
cuando hablabas con el médico. No pude evitar oírlo.
Mi instinto me llevaba a desatar mi furia sobre ella, pero no habría sido
justo. No se había entrometido en mi vida personal, no había hecho nada
malo. Y la preocupación en sus ojos era auténtica, como todo en Charlotte
Darling.
Llevé una mano hasta su mejilla.
—Ven, vamos a sentarnos.
Charlotte me siguió hasta una gran roca que daba al mar.
—¿No estás enfadado?
Solté un largo suspiro y, en silencio, negué con la cabeza.
—Gracias a Dios. Pensaba que lo estarías.
—Una parte de mí está aliviada porque lo sepas. Pero necesito que
entiendas que esto no cambia nada, Charlotte.
—Escúchame. He estado investigando y leyendo y.…
—Déjame terminar —interrumpí.
—Vale.
—Sé que probablemente has leído toda la información que circula por
internet para sentirte mejor. Estoy seguro de que ves el lado positivo de esta
situación de un millón de maneras distintas. Pero la verdad es que no puedo
ignorar la realidad. Hay momentos en los que me cuesta moverme,
momentos en los que se me nubla la vista o en los que pierdo la sensibilidad
en las piernas. Momentos en que creo que voy a volverme loco. No son
muchos, y no duran mucho tiempo, pero están ahí.
Inspiré el aire del mar para calmarme.
—No son más que susurros, pero la verdad es que, algún día, se
convertirán en un grito. Y no quiero vivir pensando que voy a ser una carga
para alguien. No puedo vivir sabiendo eso, Charlotte. El único favor que me
hizo Allison fue dejarme antes de que llegásemos a ese punto.
Charlotte me interrumpió con voz firme:
—Allison cometió un terrible error al pensar que una vida contigo no
valdría la pena. Jamás veré las cosas como tú, Reed. Jamás comprenderé
que alguien no quiera aceptar, aunque sea durante un periodo limitado,
pasar tiempo con la persona a la que ama y prefiera no compartir nada en
absoluto. Aunque, claro, no es amor si puedes alejarte de esa persona. La
vida no es perfecta. Cualquier día podría atropellarme un autobús. De
hecho, ¡eso ha estado a punto de ocurrir esta mañana!
No tendría que haberme reído. No era divertido, pero la manera en que
lo dijo me hizo reír.
Charlotte continuó:
—Dicho esto, entiendo el miedo del que hablas. No puedo obligarte a
ver las cosas como yo las veo. Si es así como te sientes, no puedo obligarte
a cambiar de idea. Si te sientes así de verdad, entonces quiero que sepas que
siempre estaré a tu lado, como amiga, al menos. —Echó un vistazo a su
teléfono y, de repente, se puso en pie—. Tengo que irme.
—¿Adónde vas?
—Mi coche ya está aquí.
Me levanté.
—Creía que volverías a la ciudad conmigo.
—No, ya había pedido que pasaran a recogerme.
La miré fijamente, confuso.
—De acuerdo.
Aunque insistía en que tenía que irse, presentí que Charlotte no estaba
bien. Entonces, me miró como si estuviera a punto de echarse a llorar y
dijo:
—Bonnie Raitt tenía razón.
Y me dejó allí, a la orilla del mar.
«Bonnie Raitt tenía razón».
La canción.
«I Can’t Make You Love Me».
No se puede obligar a alguien a amar.
Me quedé un rato en la playa, reflexionando sobre las palabras de
Charlotte. Por no hablar de la maldita melodía, que no podía sacarme de la
cabeza. Estaba decidido a no permitir que me convenciera. Las cosas
estaban como estaban. Charlotte no podía valorar las implicaciones de una
vida conmigo a largo plazo porque solo veía el mundo a través de sus gafas
de color de rosa. Era yo quien debía mantener la cabeza fría. Estaba seguro
de que ella imaginaba el mejor resultado posible, en lugar de verme
confinado en una cama o en una silla de ruedas, incapaz de comunicarme o
de comer por mi cuenta. Pero lo cierto es que el peor escenario era
perfectamente posible. No podía ignorarse.
Allison había tomado la decisión que creía que era mejor para sí misma
y, con ello, había rechazado el riesgo. No quería un marido con una
enfermedad terrible, que lo debilitaría año tras año, pues interferiría con su
libertad. Y eso era lo que yo quería para Charlotte: que viviera todos los
sueños de su lista, sin tener que arrastrar a alguien como una losa.
De pronto, el sonido del móvil me sacó de mi ensimismamiento; era
Josh, el detective privado.
—Reed al habla.
—Eastwood. Estoy con la investigación de los padres de Charlotte
Darling, en Poughkeepsie. Creo que he descubierto algo.
Capítulo 27
Reed
***
Debería haberme ido a casa, pero no lo hice. Como un idiota, fui al bar al
que iba con mis amigos antes de conocer a Allison. No sé en qué pensaba,
pero fue una estupidez.
Me pimplé tres copas de golpe, lo bastante aguadas como para saber a
rayos, pero, aun así, surtieron efecto. Metí la mano en el bolsillo y arrojé un
billete de cien dólares sobre la barra.
—Ponme otra —le dije al camarero.
—¿Seguro? Vas a toda velocidad, amigo.
—La mujer que me vuelve loco me ha pedido esta tarde que le subiera
la cremallera del vestido negro que se ha puesto para salir con otro esta
noche.
El camarero asintió.
—Vale, barra libre.
Mientras me dedicaba a ahogar mi frustración en el alcohol, una mujer
se sentó en el taburete a mi lado.
—¿Reed? Me parecía que eras tú.
La miré fijamente mientras trataba de recordar de qué la conocía. Su
rostro me resultaba familiar, pero no sabía de qué.
—¿No te acuerdas de mí? Qué pena —dijo, simulando decepción—.
Soy Maya, la amiga de Allison. Bueno, en realidad la examiga.
Bajé la vista hasta su escote. Debería haber empezado por ahí, porque
fueron sus pechos los que me ayudaron a recordar. Era bastante guapa, con
unas enormes tetas inolvidables. Recordé que Allison no paraba de
criticarla. Decía que estaba segura de que se las había operado, que eran
más propias de una bailarina de striptease, aunque jamás le dijo nada de
esto a la cara. Debí de haberlo sospechado: aquello era una señal clara de
que la mujer con la que salía no tenía integridad alguna ni lealtad hacia
nadie. ¿Cómo no me había dado cuenta, joder?
Estaba medio borracho y me sumergía en un torbellino depresivo
emocional, por lo que ni siquiera me molesté en disimular lo que de verdad
me había llamado la atención de Maya, aunque a ella no pareció importarle.
Flirteó descaradamente conmigo, irguiéndose y exhibiendo orgullosa su
pecho.
—Veo que te acuerdas de mí.
Ignoré su comentario y me bebí el contenido de mi copa.
—¿Examiga?
—Ajá. Nos peleamos hará unos meses. No hemos vuelto a dirigirnos la
palabra desde entonces.
Asentí. Lo último que quería era hablar de Allison.
El camarero se acercó a Maya.
—¿Qué le pongo?
—Un té helado Long Island, y lo que sea que esté tomando él —dijo,
señalando mi copa—. Invito yo a esta ronda.
—No es necesario —contesté.
—Puede que no, pero quiero celebrarlo.
La miré.
—¿Celebrar qué?
—Que ninguno de los dos tenemos ya nada que ver con la zorra de
Allison.
***
***
Charlotte
***
***
Reed
Charlotte
Reed
Odiaba tener que ponerla en esa situación, pero ¿acaso tenía alternativa?
Si no hubiera ido a Texas, lo habría lamentado el resto de su vida.
Estábamos frente al hospital. Hacía un calor asfixiante y el cielo estaba
cubierto de nubes siniestras que le añadían un toque adecuado al ominoso
día.
Charlotte se detuvo justo cuando estaba a punto de entrar.
—No sé si estoy preparada.
—Podemos quedarnos fuera todo el tiempo que necesites —dije, y le
llevé una mano al hombro—. ¿Quieres algo?
—Un poco de agua, creo. Gracias.
—Vamos a la cafetería.
—No, quiero quedarme aquí. ¿Puedes traérmela y volver?
—Por supuesto.
Charlotte no se encontraba bien, era evidente. ¿Y quién podía culparla?
Me quedó claro al verla, cuando regresé con el agua.
Había empezado a llover a cántaros. Cuando volví, con dos botellines
de agua, vi a Charlotte bailar con un hombre que estaba fumando un
cigarrillo frente a las puertas del hospital. Sonreían y se reían mientras
ejecutaban giros con las manos entrelazadas.
«Pero ¿qué…?».
Entonces lo comprendí.
«Bailar con un desconocido bajo la lluvia».
Había decidido aprovechar la ocasión para hacer realidad otro de sus
objetivos. Era un momento un poco extraño para hacerlo, pero, conociendo
a Charlotte, uno podía esperar cualquier cosa. Seguramente necesitaba
apartar de su mente los nervios que sentía en ese momento y había
aprovechado la oportunidad al vuelo.
Traté de contener mis celos.
Charlotte dejó de bailar en cuanto me vio llegar.
—Este señor ha sido tan amable de aceptar cuando le he pedido que
bailase conmigo. Le he explicado lo de mi lista.
—No se preocupe. —Sonrió—. Estoy felizmente casado, no tenía
intención de molestarle.
Debía de llevar escrito en la cara la poca gracia que me había hecho
aquello.
Charlotte se volvió hacia él y dijo:
—Gracias, de verdad. Lo necesitaba.
—Ha sido un placer.
Mientras nos alejábamos, le susurré al oído:
—¿Cómo se llama?
—No tengo ni idea. Eso habría sido hacer trampa.
Negué con la cabeza y me reí.
—Aquí tienes el agua.
—Gracias.
Abrió el botellín y se bebió la mitad de un largo trago.
Nos detuvimos y esperamos unos minutos frente a la puerta. Luego, me
volví hacia Charlotte.
—¿Lista?
Se agarró el estómago y, tras suspirar, contestó:
—Lista.
Nos permitieron acceder a la habitación de Lydia van der Kamp con
solo decir que éramos familiares. Nadie se preocupó de pedirnos ninguna
identificación. No estábamos seguros de si sus hijos estarían allí, pero,
cuando entramos, solo había una enfermera.
La mujer nos saludó con una sonrisa.
—Hola.
—Hola —saludó Charlotte, con la mirada fija en la mujer en coma que
yacía en la cama intubada.
—¿Ha venido a ver a la señora Lydia?
—Sí.
—Debe de ser su hija, ¿verdad? Se le parece mucho. Voy a cambiar las
sábanas y salgo.
—¿Nos oye? —preguntó Charlotte.
—Bueno, está muy sedada. No sabemos hasta qué punto puede oírnos.
Cuando la enfermera se hubo marchado, me dirigí a un rincón de la
habitación para que Charlotte tuviera más espacio. Se acercó a la cabecera
de la cama.
La mujer parecía mucho mayor de lo que le correspondía por edad, sin
duda debido a los estragos de la enfermedad. Estaba conectada a un montón
de tubos, como si sus fuerzas se agotaran poco a poco. A pesar de todo, sí
que guardaba un gran parecido con Charlotte.
Tardó un rato en reunir el valor suficiente como para hablar a la mujer.
—Hola, Lydia. No sé si me oyes. Me llamo Charlotte y soy… Soy tu
hija. Acabo de enterarme de que existes, la verdad. He venido en cuanto he
descubierto que estabas enferma. He soñado con conocerte toda mi vida,
pero jamás me imaginaba algo así. Siento que te haya pasado esto. Eres
demasiado joven, y no es justo. Nos parecemos mucho, ahora sé de quién
he sacado el pelo rubio platino.
Charlotte me miró. Tenía los ojos anegados en lágrimas y, al verlo, me
acerqué a ella; pensé que me necesitaría a su lado, para darle fuerzas. Le
sostuve la mano mientras siguió hablando con Lydia.
—He venido a decirte algo. Si te sentiste culpable por abandonarme en
aquella iglesia, no lo hagas. Todo salió como debía. Tengo unos padres
maravillosos a los que quiero muchísimo, así que no creo que lo que hiciste
estuviera mal. Eras joven y tomaste la mejor decisión que podías en ese
momento. Te agradezco que me dejaras en una iglesia y no en…, no sé, una
gasolinera o cualquier otro sitio al azar. Allí me cuidaron muy bien. Espero
que me oigas, Lydia. Todo el mundo merece tener paz y me gustaría que
mis palabras te aporten ese consuelo. Gracias por elegir tenerme. Siempre te
estaré agradecida por ello. Y siempre te querré, porque me diste la vida.
Charlotte bajó la cabeza suavemente hasta el borde de la cama, cerca del
cuerpo casi inerte de Lydia. Tomó la mano de la mujer y la sostuvo entre las
suyas.
Unos momentos más tarde, Charlotte dio un respingo.
—¿Lo has visto?
—¿Qué?
—¡Me ha apretado la mano!
—No lo he visto, pero, si lo has sentido, es asombroso.
—Espero que signifique que me ha oído.
Coloqué las manos sobre sus hombros. Yo también lo esperaba. Lo
sentía por Charlotte; no podía imaginarme cómo sería conocer a mi madre
por primera vez en esas circunstancias. Estaba muy orgulloso de ella. Había
demostrado una enorme fortaleza.
De repente, el fumador que había bailado con Charlotte bajo la lluvia
apareció en el umbral. ¿Qué hacía allí?
—¿Necesita algo? —pregunté.
—Depende. ¿Puede hacer que mi madre despierte? —dijo, y entró en la
habitación.
Charlotte se quedó de piedra.
—Acabo de comprender quién eres, Charlotte. Hemos hablado de ti
desde que el detective privado se marchó. Cuando te he visto fuera, me ha
parecido que tenías un aire familiar, pero ahora sé quién eres porque es
como si tuviera una versión más joven de mi madre frente a mí. Ya nos
conocemos, pero me llamo Jason y soy tu hermano.
Charlotte lo abrazó entre lágrimas.
—Dios mío. Hola, Jason.
Las manos de Jason temblaron un poco cuando abrazó a Charlotte. Olía
como una chimenea, pero parecía un hombre decente.
Era una escena un poco surrealista. Jason debía de parecerse a su padre,
porque jamás habría dicho que un hombre con un pelo tan negro fuera
hermano de Charlotte.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó ella.
—Alrededor de un mes.
—¿Hay alguna esperanza?
Frunció el ceño.
—Me temo que no. Ahora depende de las máquinas para respirar. Los
médicos nos han dicho que tenemos que empezar a tomar decisiones.
Charlotte volvió al lado de Lydia y, luego, miró a Jason.
—Lo siento muchísimo.
—Te quería, Charlotte. Nos contó lo que había pasado hace bastante
poco. Tenía miedo de buscarte porque pensaba que tal vez la odiabas, pero
estabas en su corazón.
Las lágrimas que Charlotte había contenido durante todo ese tiempo se
derramaron mientras contemplaba a su recién encontrado hermano.
—¿Puedo quedarme? Hasta que… Quiero estar con ella. Y contigo y
con mi otro hermano. ¿Puedo?
Sonrió.
—A mamá le gustaría. De hecho, no creo que haya nada que le traiga
más paz en este mundo que el hecho de que te quedes aquí, a su lado.
—¿Cuánto tiempo le queda?
Jason se dirigió al otro lado de la cabecera, donde su madre, la de él y la
de Charlotte, yacía inmóvil, y cubrió la otra mano de la mujer con la suya.
—No mucho. Nos decían que semanas o días, quizá incluso solo horas.
Nos costaba mucho pensar en desconectarla. Pensábamos que aún no había
llegado el momento. —Miró a Charlotte—. Ahora todo encaja. Estábamos
esperándote. Ella te esperaba.
***
Charlotte
—¿Sufrirá?
Reed estaba detrás de mí, me apretaba los hombros mientras
hablábamos con los médicos frente a la habitación de Lydia. Jason había
dicho que debían tomar decisiones difíciles, pero escuchar al equipo médico
recomendar desconectarla del soporte vital hizo que me diera de bruces con
la realidad. La verdadera realidad.
—Le estamos administrando sedantes y analgésicos para que esté
calmada y relajada —comentó el doctor Cohen—. Si retiramos el
ventilador, incrementaríamos la dosis para que no sintiera ningún dolor.
—¿Durante cuánto tiempo podrá… respirar por sí misma? —preguntó
Jason.
—Es difícil saberlo. Siempre hay excepciones, pero, por lo general, un
paciente en las condiciones de su madre no suele aguantar más de unos
días. Probablemente menos.
Jason tragó saliva. Saltaba a la vista que estaba a punto de romper a
llorar y luchaba por no hacerlo. Reed y yo estábamos a la izquierda de los
tres médicos que habían venido; mi hermano, a la derecha, solo. Me
acerqué a él y me quedé ahí. Le ofrecí la mano, me miró, asintió y se aclaró
la garganta.
—Tenemos otro hermano que estudia en California. Llegará mañana.
Me gustaría esperar hasta hablar con él y que también tenga ocasión de
verla.
—Por supuesto —contestó el doctor Cohen—. Tómense su tiempo y
reúnan a la familia. No hay ninguna prisa. Su madre está tranquila y
cómoda. Es solo que, a estas alturas, no hay posibilidades de que se
recupere, por lo que es cuestión de tiempo. Pero tiene que ser en el
momento adecuado para usted y para su familia. Si creyera que está
sufriendo, le diría que no podemos esperar, pero no es así. Piénsenlo
durante unos días, todos juntos… —Se metió la mano en el bolsillo de su
bata y sacó una tarjeta y un bolígrafo. Apuntó algo y se la dio a Jason—.
Aquí tiene mi móvil. Si tanto usted como alguien de su familia tiene alguna
duda y quieren preguntarme algo, llámenme. A cualquier hora. Volveré
mañana por la mañana para ver cómo sigue.
—Muchas gracias —dijimos, uno tras otro.
Después de hablar unos minutos en el vestíbulo con los médicos, los
tres regresamos a la habitación de Lydia. Tuve la impresión de que Jason
necesitaba estar un rato a solas, así que le pedí a Reed que fuéramos a dar
una vuelta y le dije a mi hermano que iba a comprar algo de comida.
El calor de Texas invadía el ambiente cuando salimos del hospital.
Ambos estábamos perdidos en nuestros pensamientos mientras
caminábamos por el sendero que rodeaba el edificio.
—Tengo que llamar a Iris —dije—. Me siento muy mal por tomarme
unos días libres cuando apenas llevo unos meses en la empresa, pero no
puedo irme ahora.
—Por supuesto. Y no hace falta que la llames, a menos que quieras
hablar con ella. Ya la he avisado y está al tanto de lo que ocurre. Antes de
que Iris te contratara, tuvimos una secretaria que llegó a través de una
agencia de empleo, así que los he llamado para que te cubra durante un
mes. Pensé que necesitarías pasar un tiempo aquí. —Me miró—. Y también
después.
—Gracias. —Sacudí la cabeza—. De verdad, no sé cómo darte las
gracias por todo lo que has hecho y lo que estás haciendo, Reed. Por
encontrarla, por traerme aquí, por quedarte conmigo, por abrazarme
mientras duermo. Nada de esto sería posible sin ti.
—No sigas, Charlotte. Sé que habrías hecho lo mismo por mí. Estoy
seguro.
Seguimos caminando en un silencio cómodo y dimos dos vueltas
alrededor del hospital. Sin embargo, no podía dejar de pensar en todo lo que
Reed había hecho por mí. Tenía razón; si él estuviera en mi lugar y yo
pudiera ayudarlo, lo habría hecho. Aquello me hizo reflexionar acerca del
valor de mi anterior relación.
Después de cuatro años con mi exprometido, podía considerarme
afortunada si Todd me traía sopa de pollo del restaurante chino cuando
estaba enferma. Y lo hacía porque el chino le quedaba de camino cuando
venía a mi casa desde la oficina. Reed había pausado su vida porque yo lo
necesitaba en la mía. Ni siquiera me había dado cuenta de que había
reservado la habitación en el hotel ni de que había llamado a Iris. Debió de
hacerlo mientras dormía para poder dedicarme toda su atención al
despertarme. Caí en la cuenta de que no miraba el móvil cuando estábamos
juntos. Otra cosa que Todd era incapaz de hacer. «Dios, esa Allison es una
idiota». Reed se entregaba por completo, sin condiciones. Incluso a mí, a
pesar de que no quería comprometer su corazón, para bien o para mal.
Por desgracia, cuanto más pensaba en lo generoso que era, más
comprendía que había monopolizado su tiempo más de lo que era justo.
Reed acostumbraba a trabajar de diez a doce horas al día. Después de
nuestro viaje, tendría que ponerse al día con las tareas de, como mínimo,
varias semanas.
—Deberías volver a Nueva York. Estaré bien.
—No voy a dejarte aquí sola, Charlotte.
—De verdad, estoy bien.
Reed me miró con una expresión escéptica.
—Odio tener que decírtelo, pero ni siquiera durante un día normal estás
bien, Darling.
Me reí.
—Es cierto. Pero no puedes quedarte aquí para siempre, a mi lado. No
sabemos cuánto tiempo tardará en… Podrían ser semanas.
Reed se detuvo en seco. No me di cuenta y seguí andando. Cuando me
volví, preguntó:
—¿Quieres que me quede contigo?
—Claro que sí. Pero tienes trabajo. Y ya has hecho mucho por mí.
—Puedo trabajar a distancia.
—No puedes enseñar las propiedades a distancia.
—Pero tengo a un equipo que puede hacerlo por mí. Me quedaré aquí
todo el tiempo que necesites —dijo, y me tendió la mano—. Y, si soy
sincero, me gusta estar a tu lado.
Acepté su mano y me acerqué a él. Me puse de puntillas, lo besé en la
mejilla y le susurré al oído:
—Allison es una idiota integral.
***
Nueve días después de llegar a Houston, Lydia van der Kamp murió a las
23:03 del domingo. Reed, Jason y mi hermano pequeño, Justin, estuvimos a
su lado cuando exhaló su último suspiro, sin más. Habían pasado menos de
veinticuatro horas desde que le habían retirado la respiración asistida.
Nada me había preparado para ese momento. Después de que el médico
certificara la hora de la muerte, un sacerdote vino a la habitación y
pronunció unas palabras. Luego, nos turnamos para despedirnos de ella.
Reed se ofreció a quedarse conmigo mientras le decía adiós, pero sentí que
era algo que debía hacer sola.
Se había ido, pero esperaba que su espíritu todavía me oyera.
—Hola, mamá. Estoy muy contenta de haberte conocido. Seguramente
pienses que estoy un poco loca por decir eso, porque te conocí cuando no
estabas despierta. Pero sí que te he conocido, porque he descubierto que
tengo dos hermanos a los que criaste. Son buenos y amables, el tipo de
hombre que demuestra la buena educación que ha tenido. Así que, aunque
no hayamos podido hablar, te he conocido a través de ellos. Y eres una
buena madre. —Me enjugué las lágrimas que me rodaban por las mejillas
—. Sé que abandonarme no debió de ser fácil para ti. Mis hermanos me han
dicho que siempre pensaste que te desprendiste de un pedazo del corazón el
día que me dejaste en aquella iglesia. Bueno, pues yo me siento así ahora.
Algo que me faltaba y que había encontrado ha vuelto a desaparecer. Se fue
con tu último suspiro. Algún día volveremos a vernos y seremos una de
nuevo. —Me incliné y le di un beso en la mejilla por última vez—. Hasta
entonces, sé que tendré un ángel de la guarda.
No recuerdo el momento en que abandoné la habitación ni cuándo me
despedí de mis hermanos antes de salir del hospital. De camino al hotel,
Reed no dejó de preguntarme si estaba bien. Pensaba que sí, que me había
reconciliado con la idea de encontrarla y perderla en apenas una semana.
No lloraba ni tampoco sentía angustia. Pero hay una diferencia entre
sentirse en paz y no sentir nada. Cuando llegué a la habitación del hotel y
me duché, entendí que no estaba bien. Me había metido debajo de la
alcachofa completamente vestida.
El agua caliente se deslizó por entre la ropa, que, de repente, pesaba un
montón. Cerré los ojos con fuerza y empecé a llorar. Me temblaban los
hombros, los sollozos sacudían mi cuerpo y, durante unos veinte segundos,
no emití ningún ruido. Pero cuando por fin se abrió el grifo, no hubo
manera de parar. Lloré mucho durante un largo rato. Un gemido enfermizo
y desesperado emergía de mi garganta. Ni siquiera parecía que proviniera
de mí. Tuve que apoyarme contra la pared de la ducha para no desfallecer.
Apenas advertí que la puerta del baño se abría y no comprendí que Reed
había entrado hasta que lo vi delante de mí, frente a la ducha. Me abrazó
por detrás.
—Está bien. Suéltalo. Estoy aquí.
Me apoyé contra él, pasando mi peso de la pared al hombre que me
sostenía por detrás, y descansé la cabeza sobre su pecho. Lloré por muchas
cosas: porque Lydia había muerto antes de su hora, porque mis hermanos ya
no tenían madre, porque jamás escucharía su voz ni vería sus ojos; lloré por
mi madre adoptiva, a la que amaba, porque siempre lo hacía todo bien y,
aun así, solo podría darle el noventa y nueve por ciento de mi corazón,
porque el uno por ciento restante pertenecía a una mujer a la que acababa de
ver por primera vez hacía una semana.
Reed permaneció a mi lado mientras me sostenía con una mano y, con
la otra, me acariciaba el pelo empapado. Nos quedamos así un buen rato,
hasta que el agua se enfrió. Entonces, cuando por fin dejé de llorar, Reed
cerró el grifo, que chirriaba, y me dio la vuelta.
—Vamos a quitarte toda esta ropa mojada.
Se arrodilló delante de mí y me desabrochó los vaqueros. Bajó la prenda
empapada hasta los tobillos, miró hacia arriba, todavía arrodillado, y dijo:
—Apóyate en mis hombros y saca las piernas.
Obedecí.
—Voy a desnudarte y, luego, te ayudaré a ponerte algo seco, ¿vale?
Asentí.
Reed me quitó la ropa interior mojada de la misma manera y, esa vez,
saqué las piernas de la prenda sin que me lo dijera.
—Levanta los brazos.
Me quitó la camiseta y me desabrochó el sujetador. La ropa, pesada,
cayó con un ruido húmedo al suelo. Aún no me había movido cuando Reed
salió de la ducha, agarró una toalla y la extendió para envolverme en ella.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar.
Asentí de nuevo.
—Vamos. Vamos a vestirte y a meterte en la cama.
—Tú también estás mojado —dije por fin.
—Me cambiaré cuando te hayamos secado a ti.
Negué con la cabeza.
—No, te espero.
Reed me miró y pareció vacilar, pero sabía que no me negaría nada en
ese momento. Cerró los ojos y asintió.
Con el aire acondicionado encendido, la habitación estaba muy fría, por
lo que era casi insoportable permanecer con la ropa mojada. Incluso
envuelta en la toalla, temblaba. Reed también debía de estar congelado,
aunque no lo demostraba. Se desabrochó la camisa y la dejó caer en la pila
de ropa que había en el suelo del baño. Luego, se quitó la camiseta interior.
Vaciló antes de desabotonarse el pantalón y fijó los ojos en mí antes de
hacerlo. Le sostuve la mirada y esperé a que continuara. Se quitó una de las
perneras y, luego, se inclinó para quitarse la otra. Cuando se irguió de
nuevo, comprendí por qué había dudado en desvestirse.
La enorme erección que llenaba sus calzoncillos hizo que el corazón
empezara a latirme con fuerza.
Reed miró hacia abajo. La erección era completamente visible a través
de la ropa húmeda. Frunció el ceño y dijo:
—Lo siento. No puedo evitarlo.
—No lo sientas —contesté en un susurro—. Si no te pasara, me sentiría
decepcionada.
Escudriñó mi rostro, tragó saliva y se llevó los pulgares al elástico del
calzoncillo. Contuve la respiración mientras se deshacía de ellos. Su
miembro duro se irguió hasta el bajo vientre cuando quedó libre. No
importaba que la habitación estuviera helada ni que estuviéramos rodeados
por un montón de ropa húmeda: un calor difuso invadió todo mi cuerpo.
Reed me observó mientras lo contemplaba a su vez, deteniéndome en
todos los rincones de su magnífico cuerpo. Jamás había visto un cuerpo tan
perfecto, con unos abdominales definidos, los hombros anchos y una
cintura estrecha. Pero mis ojos regresaban una y otra vez a su innegable
erección. Cuando me pasé la lengua por los labios de forma inconsciente,
Reed gruñó.
—Joder, Charlotte. No me mires así.
Levanté la mirada:
—¿Así cómo?
—Como si el hecho de que ahora te dijera que te arrodillaras y me la
chuparas fuera a ayudarte a sentirte mejor. Como si eso fuera a devolverte
la sonrisa a tu dulce cara.
Miré hacia abajo y parpadeé.
—¿Y qué más crees que me haría sonreír?
—Charlotte… —dijo en un tono de advertencia.
Algo en el ambiente cambió; los dos lo sentimos. La tensión era
palpable. Era increíble cómo mis emociones cambiaban de un minuto al
otro: había pasado de necesitar que me abrazara mientras lloraba a
necesitarlo dentro de mí. Estaba bastante segura de que me encontraba en
un momento de inestabilidad emocional, pero también era perfectamente
consciente de que jamás lamentaría nada de lo que sucediese entre los dos.
No me importaba por qué había saltado la chispa; solo quería sentir las
llamas.
Di un paso vacilante hacia él. Tal vez nunca me entregara su corazón,
pero, al menos, quería fingir que era mío un día. Por la intimidad que
habíamos compartido durante la semana anterior y la manera en que me
había apoyado cuando había estado a punto de derrumbarme… resultaba
fácil pensar que éramos una pareja de verdad. Solo necesitaba sentir el
resto. El corazón se desbocaba en mi pecho.
—Te deseo, Reed. Esta noche solo quiero sentir algo que no sea dolor.
—Mi mirada se posó en su glande antes de volver a alzarla y que nuestros
ojos se encontraran—. Quizá me hagas daño con eso, pero será un dolor
distinto.
Las fosas nasales se le abrieron. Era como un toro frente a un pedazo de
tela roja, esperando a que lo soltaran de la jaula. Tenía ganas de abrir la
puerta de par en par y ver cómo me embestía. Desanudé la toalla con la que
me había envuelto y dejé que cayera al suelo.
Reed apretó con fuerza la mandíbula mientras me contemplaba de arriba
abajo. Su voz sonaba tensa.
—Esto no es lo que quieres, Charlotte. No lo entiendes…
—Te equivocas, Reed. Sí que lo entiendo. Sobre todo, después de esta
última semana. Porque prefiero estos pocos días con mi madre, a pesar de
no haberla conocido y de sentir tanto dolor, a no haberla conocido en
absoluto. No me importa si tenemos poco tiempo o si las cosas serán
difíciles. Solo quiero todo lo que podamos tener juntos.
Inspiró profundamente.
—Estos nueve días te han destrozado. Piensa en lo que serían nueve
años, si no tengo suerte.
Me acerqué a él hasta que nuestras pieles entraron en contacto y lo miré
con actitud desafiante.
—Piensa en lo que podríamos vivir en nueve años.
Bajó la cabeza.
—No puedo hacerte eso, Charlotte. No quiero hacerte daño.
Sentí que se apartaba de mí. La ventana de oportunidad se cerraba a la
mínima que hablábamos de una relación a largo plazo. Reed no me
prometería nada que implicara cierto compromiso porque no se creía capaz
de cumplir esa promesa de la manera en que yo lo quería. Pero esa noche, lo
necesitaba y no me importaba de qué manera. Estaba dispuesta a aceptar
solo la parte que me ofreciera, aunque no fuese su corazón.
—Entonces, démonos solo esta noche, Reed. Te necesito. Ayúdame a
olvidar. —No me importaba suplicar—. Por favor, solo una noche.
Me miró fijamente. Saltaba a la vista que luchaba consigo mismo y
decidí que debía hacer algo más para convencerlo. Extendí la mano entre
nosotros y, poco a poco, deslicé el pulgar sobre el glande de su pene erecto.
Luego, me llevé el pulgar a los labios y lamí el líquido preseminal que
había expulsado. Los ojos le resplandecían. Echó la cabeza atrás y espetó:
—¡Joder!
De repente, mi espalda impactó contra la pared de la ducha. Reed
presionó las manos contra las baldosas a ambos lados de mi cabeza, y yo no
era capaz de controlar la respiración.
—¿Es esto lo que quieres?
Enterró la cabeza en mi pecho, me lamió los pezones y agarró uno entre
sus dientes con dureza. Entreabrí los labios y exhalé un gemido por toda
respuesta.
Entonces, volvió a mordisquearme el pezón y tiró de él.
—¿Es esto lo que quieres? ¡Contéstame!
—Quiero sentirte… dentro de mí.
Una sonrisa feroz se pintó en su cara cuando levantó la mirada. Tan solo
unos milímetros nos separaban.
—¿Quieres sentirme, solo una noche? Haré que me recuerdes durante
días.
Reed empezó a besarme con ferocidad. Solté una exclamación de
sorpresa que se tragó mientras me pasaba la lengua con fuerza por los
labios. Me agarró del pelo y lo utilizó para inclinarme todavía más la
cabeza y añadir intensidad a su beso. Piel contra piel, atrapada en la ducha,
con el pelo en sus manos… y todavía no era suficiente. Necesitaba estar con
ese hombre más que nada en el mundo. Estar con él. Era lo único que tenía
sentido.
Le rodeé el cuello y levanté las piernas, abrazando su cintura. Presionó
con fuerza su miembro contra mí y la fricción sobre mi clítoris estuvo a
punto de hacerme enloquecer. Entrecerré los ojos mientras me lamía la
lengua y, al mismo tiempo, deslizaba su pene de arriba abajo por mi sexo.
Jamás había estado tan excitada en mi vida, nunca había deseado tanto a
alguien. Tenía la entrepierna empapada, y no era por la ducha que acababa
de darme.
—Sin condón. Quiero sentir por completo —murmuró Reed contra mis
labios.
—Dios, sí, por favor.
Se apartó de mí lo bastante como para mirarme a los ojos. Entre jadeos,
su rostro parecía poseído por la lujuria. Hizo un esfuerzo por calmarse y
escudriñó mi rostro, como si quisiera asegurarse de que estaba de acuerdo
con lo que me acababa de decir.
Para tranquilizarlo, contesté:
—Tomo la píldora.
Durante unos segundos terribles, cerró los ojos y pensé que dudaba.
Pero me equivocaba. Negó con la cabeza y dijo:
—He soñado con estar dentro de ti desde que te vi. Llevabas aquel
vestidito negro y te paseabas por el ático con aspecto inocente. Quería
inclinarte sobre la encimera de la cocina y azotarte por hacerme perder el
tiempo.
No pude evitar esbozar una sonrisa burlona. Era justo lo que sentí que
quería hacerme. Recordaba vívidamente la energía peligrosa que emanaba
de él y que no casaba con su traje a medida y su modélica pajarita. En ese
momento, pensaba que eran imaginaciones mías, pero ahora quedaba claro
que no.
—Tendrías que haberlo hecho. No sabía que era una de las múltiples
comodidades lujosas que ofrecía ese ático.
—El día que te llegaron las flores de Blake… —espetó el nombre como
si fuera una palabrota—…, me fui a casa y me masturbé imaginando que te
follaba por detrás mientras ese imbécil nos miraba desde una ventana.
Estabas inclinada y te veía por el cristal, pero yo te tapaba la cara con las
manos para que no viera cómo te corrías con mi polla dentro de ti. Hasta
ese punto odio la idea de que estés con otro hombre.
Su confesión me dejó boquiabierta. Sabía que se sentía atraído por mí,
incluso que sentía algo, pero jamás habría imaginado que admitiría estar tan
obsesionado conmigo como yo lo estaba con él. Aquello hizo que mi
descaro creciese.
Le acaricié los hombros y recorrí su cabello mojado con los dedos.
—Si quieres, lo hacemos. Puede llamarlo y.…
Reed me interrumpió en seco.
—Ni lo sueñes. Ni se te ocurra pensar en llamar a otro hombre. Esta
noche, no.
Se llevó la mano al miembro, lo agarró y lo llevó hacia mi sexo.
Entonces, volvió a hablar, con sus labios pegados a los míos.
—Esta noche… Esta noche eres mía, joder.
Avanzó las caderas y, lenta pero implacablemente, me penetró. Sin
darme cuenta, cerré los ojos.
—Ábrelos, Charlotte —dijo con voz ronca.
Lo hice; me miraba fijamente.
—Quiero verte y quiero que me veas. Quiero contemplar tu preciosa
cara mientras te meto la polla hasta el fondo. Lo mejor después de soñar
con eso es hacerlo en la vida real. —Y siguió penetrándome una y otra vez
—. Joder. Eres fantástica.
No me había acostado con nadie desde hacía meses, y Reed la tenía
larga y ancha. Mi cuerpo se abrió para él como un guante.
—La tienes… grande.
Reed sonrió. La imagen de tenerlo dentro de mí era increíblemente
atractiva y, por un instante, parecía no tener ninguna otra preocupación en el
mundo entero.
Deslizó las manos hacia mi culo y me levantó para ajustar mejor su
posición y la mía. La pequeña inclinación de mis caderas le permitió
penetrarme todavía más. Dejó de sonreír al concentrarse en el movimiento
rítmico.
—Joder.
Gemí cuando bajó la mano y empezó a acariciarme el clítoris con los
dedos. Ninguno de los dos iba a tardar en correrse. Sentía un cosquilleo en
todo el cuerpo y las piernas empezaban a temblarme. Reed comenzó a
embestirme cada vez con más fuerza.
—Quiero llenarte, llenarte de mi semen, hasta el fondo, para que
siempre tengas un pedazo de mí en tu interior.
«Dios. Es tan rudo y tan hermoso al mismo tiempo…».
Gemí su nombre cuando el orgasmo se apoderó de mí. Le clavé las uñas
en la espalda y todo mi cuerpo se estremeció. Perdí la noción de cuanto que
me rodeaba; solo era consciente del placer, de nosotros dos, como si el resto
del resto del mundo hubiera desaparecido. Reed me miró y se dio permiso
para darme mucho más que su cuerpo. Conectamos a un nivel que jamás
había sentido antes: nuestras mentes, cuerpos y espíritus estaban en perfecta
armonía.
Cuando mi cuerpo empezó a relajarse, Reed dejó de contenerse. Aceleró
el ritmo de sus embestidas, cada vez más duras, hasta que se tensó y su
cálido orgasmo me llenó.
Simplemente espectacular. Mejor que los fuegos artificiales del 4 de
Julio.
Siguió moviéndose, a un ritmo más suave durante un buen rato. Me
besó y me dijo una y otra vez que era preciosa, que estar dentro de mí era
maravilloso. Toda mi energía había abandonado mi cuerpo, así que me
aferré a él mientras me recuperaba. Reed me besó el cuello, los hombros,
las mejillas e incluso los párpados. Fue un momento íntimo, como si
viviéramos en una pequeña burbuja que nos protegía del mundo exterior.
Al final, salió de mí, me dejó en pie y me besó con delicadeza.
—Gracias por esta noche, Charlotte.
Parecía una frase inocente, hasta dulce. Aun así, sus palabras hicieron
añicos la pequeña burbuja. Reed me daba las gracias por esa noche, porque,
a la mañana siguiente, nada sería igual.
Capítulo 33
Reed
***
La gente la adoraba. Hombres, mujeres, jóvenes y ancianos; todos la
querían.
Observé desde el fondo de la sala mientras Charlotte hablaba con una
pareja de ancianos. Las únicas dos personas que conocía antes del velatorio
eran sus dos hermanos. Pero hoy, cuando la gente se acercaba para darle el
pésame, se alejaban con una sonrisa en la cara después de charlar unos
minutos con ella.
Aunque había empezado el día a su lado, porque quería estar cerca en
caso de que me necesitara, al cabo de un rato me alejé para darle privacidad
y que estuviera a solas con su nueva familia, a la que acaba de encontrar. La
madre adoptiva de Charlotte había venido en avión la noche anterior para
estar cerca de su hija. Cenamos a última hora y, luego, fuimos a tomar el
postre a un restaurante distinto sobre el que su madre había leído en una
revista durante el vuelo. Eso me bastó para comprender que la originalidad
de Charlotte se debía a que la educación que había recibido ganó la batalla
«naturaleza contra entorno».
Nancy Darling se acercó a la fila en la que yo estaba sentado. Se
desanudó un pañuelo de seda del cuello y lo utilizó para limpiar la silla
vacía que había a mi lado antes de sentarse; reparé en que hacía eso cada
vez que se sentaba.
Señalé a Charlotte con la barbilla.
—Parece que está bien. ¿Y usted, cómo está?
—Es extraño estar aquí, pero estoy bien. Me alegro de haber tenido un
momento a solas con Lydia, antes de que el velatorio se llenara de gente.
Tenía mucho que agradecerle.
Asentí.
—No estaba seguro de si podría manejar la situación. La semana ha sido
bastante dura. Pero parece que se encuentra bien, también.
—Eso es un error de aprendiz. No te dejes engañar —bromeó Nancy,
pero yo sabía que lo decía en serio—. Que no te despiste la sonrisa de mi
hija. Lo que me preocupa no es la emoción que exhibe durante los
momentos difíciles.
Miré a Charlotte con más atención y la mujer volvió a sonreír. Parecía
que estaba bien.
—¿A qué se refiere?
Nancy vaciló:
—Diría que os lleváis muy bien y, dado que trabajáis juntos,
probablemente pases más tiempo con ella que yo. Así que he pensado que
tal vez podrías vigilarla, por mí.
—Vale…
—No sé si lo sabes, pero Charlotte tiene problemas relacionados con el
abandono. Es bastante habitual en los niños adoptados, pero la manera en
que se manifiesta la ansiedad varía en cada persona. El abandono es una
experiencia traumática y, por lo tanto, causa estrés postraumático. La gente
no es consciente de ello.
—No que tenía problemas psicológicos —contesté.
—Todo el mundo tiene problemas. Charlotte simplemente tiende a
enterrar los suyos y, luego, actúa por impulso para evitar sentir lo que
siente.
«Joder. Impulsivamente. Como pasar de llorar a follar conmigo en la
ducha».
—El momento más duro para las personas que sufren una pérdida suele
llegar cuando todo ha pasado —explicó Nancy—. Después del velatorio o
cuando la familia se reúne de nuevo. Todo se entierra, literal y
figuradamente. Y luego la gente vuelve a su vida normal, pero, a veces, hay
personas que todavía no están listas. Y cuando llegue ese momento, me
preocuparé por Charlotte.
—¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudarla?
Nancy me dio un golpecito tranquilizador en la pierna con la mano.
—Simplemente, estar ahí para ella. Cuando la persona que debería
haber sido tu principal apoyo en la vida se va, es lógico que uno se vuelva
más sensible y nervioso. Su relación con el idiota de Todd tampoco la
ayudó a creer que nadie más la abandonaría. Lo mejor que se le puede
ofrecer a Charlotte es estabilidad. Tenemos que estar a su lado cuando nos
necesite, sea como sea.
Capítulo 34
Reed
Habíamos regresado a Nueva York, pero las cosas ya no eran como antes
de nuestro viaje a Texas. Todo había cambiado.
Charlotte se había tomado unos días de vacaciones para aclararse las
ideas y descansar después de lo sucedido en Houston. Sin ella, a la oficina
le faltaba algo. Había decidido pasar unos días con sus padres en
Poughkeepsie y le dije que adelante. Era una pausa que Charlotte no quería
hacer, pero la necesitaba. Y yo pensaba dedicar esos días a reflexionar sobre
nosotros.
Me gustó que optara por buscar el apoyo de sus padres en lugar del mío.
No es que no quisiera estar a su lado. Tenía unas ganas enormes de
consolarla. Pero estar físicamente cerca de Charlotte, después de lo que
habíamos hecho en aquella habitación de hotel en Texas, habría sido
demasiado. Mi cerebro racional no servía para nada cuando la tenía delante.
Y había llegado la hora de tomar decisiones muy importantes para las que
necesitaba pensar fríamente.
A solas, en mi despacho, todavía escuchaba las palabras de la madre de
Charlotte.
«Lo mejor que se le puede ofrecer a Charlotte es estabilidad. Tenemos
que estar a su lado cuando nos necesite, sea como sea».
Tal vez, Nancy Darling no tenía ni idea de que si bien podía ofrecerle
estabilidad y apoyo a corto plazo, estar con Charlotte ahora podía herirla
más adelante. Charlotte creía que sabía lo que le convenía. Era una mujer
joven, llena de vida y energía, e inocente. La situación a la que se exponía
conmigo no era tan sencilla como pretendía. Me había dicho que prefería
disfrutar de un breve periodo de tiempo con alguien que no disfrutar de
nada en absoluto. Pero ahora era el peor momento para tomar esa decisión.
Es fácil decir algo así cuando todo el mundo goza de buena salud. ¿Sentiría
lo mismo si yo no fuera rico y si mi lento deterioro se prolongara durante
años y años, a lo largo de toda su vida?
Debía ser prudente. Al acostarnos juntos, habíamos cruzado una
frontera muy importante.
«Fue la experiencia más increíble, brutal y apasionante que había vivido
jamás, y nunca la olvidaría».
Le dije que solo sería una noche y, ahora, tenía la ocasión de mantener
mi palabra y no joderlo todo para siempre.
A menos que me planteara estar con Charlotte para siempre, era
imprescindible que no volviéramos a acostarnos juntos. Si rompiéramos esa
regla, sería el fin. Después de eso, no sería fácil recuperar la relación que
teníamos antes. Por no decir que su vínculo emocional conmigo sería
todavía más fuerte.
«Pero yo quiero que tenga ese vínculo emocional conmigo, ¿no?».
Ese era el problema. Me debatía entre el deseo tremendamente egoísta
de ceder frente a mi necesidad de Charlotte y la elección inteligente, que era
dejarla ir.
Odiaba reconocerlo, de verdad, pero necesitaba a mi hermano. Max
pasaba la mitad del tiempo con la cabeza en las nubes. Solo pensaba en sí
mismo y no siempre sabía lo que me ocurría. En parte, eso había sido
elección mía, porque no me había abierto a él en lo que respectaba a
Charlotte. Sin embargo, era la persona a la que pedía consejo a última hora
cuando tenía problemas.
Charlotte no estaba, así que era la oportunidad perfecta para pedir a
Max que se reuniera conmigo en la oficina y nos pusiéramos al día. Aunque
no era lunes, cuando solía honrarnos con su presencia, Max se desplazó
solo para verme después de que le dejara un mensaje urgente en el buzón de
voz.
Entró con tranquilidad en mi despacho con una caja de dónuts y dos
cafés; al parecer, los temas urgentes siempre se resuelven mejor con la
bollería. Max era la única persona que conocía capaz de consumir
cantidades ingentes de comida basura y mantener un cuerpo en forma y
esculpido.
Mordisqueó un dónut y habló con la boca llena.
—Tío, ¿te estás muriendo o qué? No recuerdo la última vez que me
llamaste para hablar.
Yo sí, fue justo después de que me diagnosticaran esclerosis múltiple.
Literalmente, fue la última vez que había convocado a Max para una
reunión de urgencia.
—Siéntate, hermano —dije.
—¿De qué va esto?
—De Charlotte.
—Estás loco por ella. La abuela me ha contado que la ayudaste a buscar
a su madre biológica en Texas y que luego la mujer murió. Qué triste.
¿Cómo está Charlotte?
—Está pasando unos días con sus padres para reponerse. Y el viaje a
Texas también fue duro para mí, en más de un sentido.
Parpadeó.
—¿Te la tiraste, verdad? —Mi silencio bastó para que añadiera—: Qué
suerte tienes, cabrón.
Suspiró y contesté:
—Necesito que me ayudes a aclararme, Max.
—¿En qué sentido?
—Ya lo sabes. Jamás quise que esto fuese tan lejos, por lo de mi
enfermedad, y ahora lo he jodido todo. ¡Mierda!
—Querrás decir que la has jodido a ella, ¿no? —Agarró otro dónut y lo
sacudió delante de mí—. Pero no veo cuál es el problema. ¿Quieres que te
diga cómo deshacerte de lo mejor que te ha pasado en la vida sin que te
duela? ¿Crees que soy un mago o algo por el estilo? No hay respuesta fácil
a tu problema porque estás enamorado de ella.
Asentí y admití mi derrota.
—De la cabeza a los pies.
—Entonces, ve a buscarla y díselo. Lo sabe todo de ti. Lo ha aceptado.
Vive tu vida con ella, Reed.
—¿Y si no puedo? ¿Y si me siento demasiado culpable? ¿Cómo la dejo,
cómo le digo que me deje?
—No hay término medio. O estás con ella o la dejas. Y si lo haces, tiene
que ser para siempre. No puedes insinuarte, ni intentar ser su amigo o un
héroe para ella, porque ambos sabemos que eso es mentira. Ese barco zarpó
hace tiempo, y odio tener que decírtelo, pero no podéis trabajar juntos si
finalmente decides que no quieres estar con ella. Eso no funcionará.
Seguirás cayendo en la tentación y terminarás igual de aquí a unos meses, y
eso no sería justo. Así que llévatela a la cama o aléjate de ella. Y si optas
por esto último, búscale otro trabajo. Estará bien. Créeme, hay hombres a
patadas que estarían encantados de lamerle las heridas.
Sabía que esa última frase la había soltado para provocarme. Era
consciente de que me volvería loco. Sus palabras eran duras, pero eran la
pura verdad. No había término medio con Charlotte. O me lanzaba a por
todas o me apartaba de inmediato.
—Max, eres una persona sincera. Gracias. Necesitaba que alguien me
abriera los ojos.
***
Charlotte
Te quiere,
Reed
Ojalá me hubiera amado. Tal vez Reed no era capaz de amar como
había descrito en su nota. Su carácter se había endurecido y, por mucho que
deseara que viera las cosas como yo, no podía obligarlo a quererme. Su
resistencia había podido conmigo. Y eso, junto con la sensación de
embotamiento que se había apoderado de mí tras la muerte de mi madre
biológica, hacía que no me quedara energía para luchar contra nada, y
menos contra Reed Eastwood.
Mientras guardaba con cuidado el vestido en una caja larga y blanca,
esperé que le diera buena suerte a Lily Houle de Madison (Wisconsin), la
chica que lo había comprado. Lily recibiría la magia de ese vestido, que ya
no parecía funcionar para mí.
Pensé en cómo me había cambiado la vida desde que lo encontré. Me
había traído a Reed; aunque no compartiéramos nada más que lo que ya
habíamos experimentado, todo había cambiado. Me había hecho sentir
cosas que jamás había sentido y, además, me había ayudado a descubrir mis
raíces.
Observé por última vez el tejido antes de cerrar la caja. Estaba lista para
despedirme de aquel cuento de hadas. El amor no era un vestido bonito, una
nota o unas palabras sentidas. El amor era estar al lado de la otra persona
contra viento y marea, compartir experiencias y cuidarse durante los peores
y los mejores momentos. El amor significaba convertirse en un compañero
de por vida, igual que yo lo habría sido para Reed si me hubiera dejado.
Pensé en mi madre biológica. El amor verdadero también es saber perdonar.
Me entristeció pensar que estaba renunciando a Reed, sobre todo
después de la noche que habíamos compartido en Houston. Pero si una
noche de sexo magnífico no podía unirnos, ¿qué lo haría? Físicamente,
habíamos estado juntos, pero, emocionalmente, todavía se mostraba muy
cauteloso conmigo y mantenía las distancias. ¿Cuántas veces podía soportar
que me rechazase un hombre? Prefería estar sola a jugar eternamente al
gato y al ratón con el inalcanzable Reed. No quería dejar mi trabajo en
Eastwood Properties, pero tal vez tendría que hacerlo. Era el momento de
tomar decisiones muy importantes y esperaba que el viaje a Europa me
ayudara a aclararme.
***
***
Ese día, un poco más tarde, pasé por delante de una boutique en la rue du
Commerce que vendía vestidos de novia vintage.
No pude evitar detenerme para contemplar el vestido que estaba
expuesto en el escaparate. Era deslumbrante, pero de una manera distinta al
de plumas de Allison. Este tenía cola de sirena, era blanco y estaba cubierto
de lentejuelas. Era sencillo, pero tenía una cintura hermosa que le daba
carácter y que lo hacía perfecto.
Pensé en mi última compra en una tienda de vestidos de novia, tantos
meses atrás, en todo lo que había pasado desde entonces y en lo mucho que
había cambiado yo desde aquel día. Mis gustos habían madurado, igual que
otras tantas cosas en mi vida.
También había mucha incertidumbre en mi futuro. ¿Seguiría trabajando
en Eastwood Properties o volvería a la universidad? Tenía mucho en que
pensar cuando regresara a Estados Unidos. A pesar de todo, ahora estaba
segura de muchas más cosas sobre lo que quería en mi vida.
Sabía que me merecía el tipo de hombre que me amaría como lo habría
hecho Reed si él no hubiera tenido tanto miedo. Y sabía que no debía
abandonar la esperanza de encontrarlo. Incluso mi madre había conocido el
amor y había vivido una vida feliz, aunque corta, después de todo lo que
había sufrido tras abandonarme.
Miré por última vez el vestido en el escaparate. Era el tipo de vestido
que hoy me habría comprado. No era ostentoso, como el vestido de plumas,
pero tampoco era discreto. Si el vestido de plumas representaba un falso
ideal, este… me representaba a mí.
Era simple, elegante y con muchas chispas.
Capítulo 36
Reed
***
***
Charlotte
Reed
Tres meses después
***
Charlotte
Veintiséis años después
Tu amor,
Reed
Agradecimientos
En primer lugar, gracias a todas las blogueras que siempre hablan con
entusiasmo sobre nuestros libros. Os estamos eternamente agradecidas por
lo que hacéis. Vuestro trabajo es lo que ayuda a crear expectación entre los
lectores y logra que lleguemos a gente que quizá jamás habría oído hablar
de nosotras.
Para Julie: gracias por tu amistad, tu apoyo diario y tus ánimos. ¡Nos
morimos de ganas de leer más de tus maravillosos libros!
Para Luna: ¿qué haríamos sin ti? Gracias por estar ahí, día sí y día
también, como nuestra amiga y mucho más, y por bendecirnos con tu
increíble talento creativo.
Para Erika: gracias por tu amistad, tu amor y apoyo. Tu ojo de águila es
bastante fantástico también.
Para nuestra agente, Kimberly Brower: gracias por trabajar
incansablemente para que este libro llegara a ser realidad. Tenemos la gran
suerte de llamarte amiga, además de agente. El año próximo traerá cosas
muy buenas y estamos muy agradecidas de que siempre estés a nuestro
lado.
Para nuestra estupenda editora en Montlake, Lindsey Faber, y para
Lauren Plude y todo el equipo de Montlake. Gracias por trabajar tanto para
aseguraros de que Un hombre para un destino se convertía en el mejor libro
posible. Ha sido un verdadero placer trabajar con todos vosotros.
Para J. Iron Word: gracias por dejarnos utilizar la hermosa cita que
inspiró esta historia.
Y, finalmente, pero no por ello menos importante, sino ¡todo lo
contrario!, gracias a nuestros lectores. Seguimos escribiendo porque queréis
leer nuestros libros. Nos encanta sorprenderos y esperamos que hayáis
disfrutado de este libro tanto como nosotros lo hicimos escribiéndolo.
Gracias como siempre por vuestro entusiasmo, amor y lealtad. ¡Os
adoramos!
¡Únete!
Queridos lectores:
Vi Keeland es autora best seller del New York Times, el Wall Street Journal
y el USA Today. Sus títulos se han traducido a más de veinte idiomas.
Vi reside en Nueva York con su marido y sus tres hijos, donde vive su
propio felices para siempre con el chico al que conoció cuando solo tenía
seis años.
Penelope Ward es autora best seller del New York Times, el Wall Street
Journal y el USA Today. Creció en Boston con cinco hermanos mayores y
fue presentadora de televisión durante varios años. Penelope vive en Rhode
Island con su marido, su hijo y su preciosa hija, que tiene autismo. Es
autora de más de quince novelas.
Gracias por comprar este ebook. Esperamos
que hayas disfrutado de la lectura.
"Si os gusta la novela romántica, no dejéis escapar este libro. Estoy segura
de que os gustará tanto como a mí."
Harlequin Junkie
Pero mi vida no es perfecta como la suya y necesito este trabajo, así que
haré todo lo posible por evitar a Célian… y la tentación.
"Las zapatillas de Jude es una novela llena de pasión con unos personajes
que amarás y odiarás a partes iguales."
Harlequin Junkie
"Esta será tu nueva adicción. Una historia de amor tórrida, lujosa y tierna
que me ha tenido en vilo toda la noche."
Sylvia Day, autora best seller
"La tensión sexual entre Malcolm y Rachel es increíble. ¡Yo también quiero
mi propio Malcolm Saint!"
Monica Murphy, autora best seller
"¡Muchísimas gracias, Katy Evans, por otra historia que, sin duda,
conservaré siempre en mi estantería!"
Harlequin Junkie
Parece que Saint está preparado para sentar la cabeza, pero ¿será una sola
mujer suficiente para él?
"Una novela corta dulce y sexy que hará las delicias de los lectores de Katy
Evans."
SmexyBooks