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UN HOMBRE PARA UN
DESTINO
Vi Keeland y Penelope Ward

Traducción de Isabel Fuentes García


Contenido
Portada
Página de créditos
Sobre este libro

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Epílogo

Agradecimientos
Sobre las autoras
Página de créditos

Un hombre para un destino

V.1: Septiembre, 2020

Título original: Hate Notes


© Vi Keeland y Penelope Ward, 2018
© de la traducción, Isabel Fuentes García, 2020
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
Los derechos morales de las autoras han sido reconocidos.

Diseño de cubierta: Lorado | Mat Hanley | iStock

Publicado por Chic Editorial


C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-26-4
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de
los titulares, con excepción prevista por la ley.
Un hombre para un destino
«Todo empezó con un vestido…»

Cuando entré en aquella tienda de segunda mano, allí estaba: el vestido


perfecto, con plumas y… una misteriosa nota de un tal Reed Eastwood.
Parecía el hombre más romántico del mundo, pero nada más lejos de la
realidad. Es arrogante y cínico, y ahora, además, es mi jefe. Necesito
descubrir la verdad tras esa preciosa nota y nada me detendrá.

Un relato sobre segundas oportunidades best seller del Wall Street


Journal

«Keeland y Ward se unen para escribir una novela contemporánea dulce y


divertida… Perfecta para evadirse.»
Publishers Weekly

«Un hombre para un destino es una lectura divertida, apasionada y


emotiva; una historia de amor a fuego lento.»
Harlequin Junkie
Para Kimberly, por encontrar el hogar adecuado para Reed y
Charlotte
Capítulo 1

Charlotte

Hace un año, no me habrían pillado ni muerta en un sitio así. A ver,


aclaremos una cosa: no soy una esnob. De pequeña, mi madre y yo
pasábamos horas en busca de conjuntos en tiendas de segunda mano. Y eso
era cuando se conocían como tiendas solidarias y se encontraban, en su
mayoría, en barrios de gente trabajadora. Hoy en día, la ropa de segunda
mano recibe el nombre de vintage y se vende en el Upper East Side por una
pequeña fortuna.
Vamos, que lo de «ligeramente usado» no era ninguna novedad para mí,
ni siquiera antes de la gentrificación de Brooklyn.
No, que fuera de segunda mano no me importaba. El problema de los
vestidos de novia usados son las historias que me imaginaba que tenían.
«¿Qué hacen aquí?».
Saqué un Vera Wang con escote corazón, corpiño cruzado y falda de tul
en cascada del perchero. «Expectativas propias de cuentos de hadas.
Divorciados al cabo de seis meses». Un delicado vestido con encaje de
corte sirena diseñado por Monique Lhuillier. «El novio murió en un terrible
accidente de coche». La novia que nunca llegó al altar debió de donarlo,
destrozada, a la iglesia para su mercadillo anual de segunda mano. Y una
compradora astuta lo encontró, lo compró por una ganga y recuperó su
inversión con creces al revenderlo.
Todos los vestidos de segunda mano tienen una historia y la mía se
incluía en la categoría «Resultó que era una rata que me engañaba». Suspiré
y volví al mostrador, donde dos mujeres discutían en ruso.
—Es de la colección del año que viene, ¿sí? —preguntó la mujer más
alta, que tenía unas cejas pintadas desiguales y extrañas.
Traté de no mirarlas, pero fui incapaz.
—Sí, es de la colección de primavera de Marchesa.
Habían estado hojeando los catálogos, aunque veinte minutos antes, al
entrar, les había dicho que el vestido era de una colección que todavía no
estaba a la venta. Supongo que querían hacerse una idea de los precios
originales del diseñador.
—No creo que lo encuentren ahí. Mi suegra… —me corregí al
momento—… Mi exsuegra está emparentada con uno de los diseñadores, o
algo así.
Las mujeres me observaron un instante y retomaron su discusión.
«Vale».
—Supongo que necesitan más tiempo —murmuré.
Hacia el fondo de la tienda, encontré una sección llamada «ECHO A
MEDIDA». Sonreí. A la madre de Todd le habría dado un infarto si la hubiera
llevado a una tienda con carteles llenos de faltas de ortografía. Ya se había
quedado atónita cuando fuimos a ver vestidos de novia a una tienda en la
que no le sirvieron una copa de champán mientras yo me probaba los
vestidos. Dios, el estilo de vida de la jet set me había nublado el juicio y
había estado a punto de convertirme en una de esas zorras estiradas.
Deslicé las yemas de los dedos por los vestidos a medida con un
suspiro. Probablemente, las historias de esas prendas serían más
interesantes. Novias eclécticas, con un espíritu demasiado libre para sus
novios o futuros maridos aburridos. Mujeres fuertes que se enfrentaban a
todo, que participaban en manifestaciones políticas, que sabían lo que
querían.
Me detuve frente a un vestido blanco de corte en A, bordado con rosas
de color rojo sangre. El corpiño también tenía detalles bordados en rojo.
«Dejó a su novio banquero por su vecino, un artista francés, y se puso este
vestido para casarse con Pierre».
Estas mujeres no necesitaban vestidos de diseño, porque sabían
exactamente lo que querían y no les asustaba pedirlo. Seguían el dictado de
su corazón. Sí, me daban envidia. Antes, yo era una de ellas.
En el fondo, era una chica echa a medida, así, con la falta ortográfica.
¿Cuándo había perdido mi independencia y me había vuelto una
conformista? No había tenido los redaños de admitir lo que sentía ante la
madre de Todd y, por ello, había terminado con aquel vestido de novia
elegante y aburrido entre las manos.
Al llegar al último vestido de la sección, tuve que tomarme un
momento.
«¡Plumas!».
Nunca había visto unas tan hermosas. El vestido no era blanco, sino de
un rosa pálido. Era el vestido perfecto. Justo el que habría escogido si
hubiera elegido uno echo a medida. No era un vestido cualquiera, era EL
vestido. Sin tirantes, con una ligera curva en el escote, del que brotaban
plumas más pequeñas y discretas. Un bordado en encaje precioso cubría el
corpiño y la falda era divina, ceñida en la zona de los muslos y con vuelo a
partir de las rodillas, hasta el dobladillo. Y la parte inferior era un crescendo
de plumas. Este vestido cantaba. Era mágico.
Una de las mujeres del mostrador se fijó en que lo observaba.
—¿Puedo probármelo?
Asintió y me acompañó al vestidor de la parte de atrás.
Me desnudé y me puse el vestido con mucho cuidado. Por desgracia, el
vestido de mis sueños era demasiado pequeño para mí. Aquel era el
resultado de utilizar la comida como una vía de escape emocional.
Me limité a no subir la cremallera y a admirar mi reflejo en el espejo.
Así. Así no tenía el aspecto de una mujer de veintisiete años que acababa de
romper con su prometido porque este le ponía los cuernos. No parecía
alguien que se veía obligada a vender su vestido de novia para dejar de
comer ramen dos veces al día.
Aquel vestido me hacía sentir como si no tuviera ninguna preocupación
en el mundo. No quería quitármelo, pero empezaba a sudar, y no podía
estropearlo.
Antes de desvestirme, contemplé por última vez la imagen del espejo y
me presenté a la persona imaginaria que admiraba a mi nuevo yo.
Permanecí de pie con los brazos en jarra, llena de confianza, y me dije:
«Hola, soy Charlotte Darling». Rompí a reír porque sonaba como una
presentadora de televisión.
Después de quitarme el vestido, reparé en algo de color azul en el
interior. Era un trozo de papel, prendido al forro.
«Algo prestado, algo azul, algo viejo y algo nuevo». Ese era el dicho,
¿no? ¿O era al revés?
Se me ocurrió que quizá aquello fuera ese «algo azul».
Me acerqué el vestido para leer la nota. En el papel estaba grabado «De
la oficina de Reed Eastwood». Acaricié las letras mientras la leía.

Para Allison:

«Ella dijo: “Perdóname por ser una soñadora”, y él le tomó la


mano y respondió: “Perdóname por no estar aquí antes para soñar
contigo”». (J. Iron Word)

Gracias por hacer todos mis sueños realidad.

Te quiere,
Reed

El corazón me latía con fuerza. Aquello era probablemente lo más


romántico que había leído jamás. Ni siquiera podía imaginar cómo había
terminado aquel vestido allí. ¿Cómo era posible que una mujer en su sano
juicio renunciara a un sentimiento tan poderoso? Si antes ya me parecía que
el vestido era perfecto, ahora simplemente lo era todo para mí.
Reed Eastwood la había amado. «Ay, no». Esperaba que Allison no
hubiera muerto. Porque un hombre capaz de escribir algo así no deja de
querer a la mujer a la que le ha declarado su amor.
La dependienta me llamó desde el otro lado de la cortina.
—¿Todo bien?
Corrí la cortina y la miré.
—Sí, sí. Es que me he enamorado de este vestido, la verdad. ¿Sabe ya
cuánto podría pagarme por el Marchesa?
Negó con la cabeza.
—No damos dinero. Solo vales para otros vestidos.
«Mierda».
El dinero me hacía falta de verdad.
Señalé el vestido de plumas.
—¿Cuánto costaría este?
—Podríamos intercambiarlo por el Marchesa.
Resultaba tentador. Aquel vestido era como un tótem para mí, sentía que
las palabras de la nota las podría haber escrito mi prometido perfecto. No
quería imaginarme la historia del vestido. Quería vivirla, crear mi propia
historia con él. Quizá no en aquel momento, pero algún día, en el futuro.
Quería un hombre que me valorase, que quisiera compartir mis sueños y
que me amase incondicionalmente. Quería un hombre que me escribiese
una nota como aquella.
Ese vestido tenía que estar en mi armario para recordarme cada día que
el amor verdadero existía.
Así que las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera cambiar
de opinión.
—Me lo quedo.
Capítulo 2

Charlotte
Dos meses más tarde

Tenía que dar un buen repaso a mi currículum. Después de navegar


durante dos horas en busca de ofertas de trabajo, comprendí que debía
exagerar un poco mis habilidades.
El empleo temporal de mierda que acababa de terminar hoy podía
convertirse en experiencia en administración. Al menos, quedaría bien
sobre el papel. Abrí el documento Word de mi lamentable currículum y
añadí el puesto: «Asistente jurídica».
Rath y Asociados. El nombre le iba de perlas. David Rath, el abogado
para el cual acababa de trabajar durante un mes, era una mezcla de rata y de
hombre. Después de teclear las fechas y la dirección, me recliné en la silla y
pensé en qué más podía añadir en el apartado de experiencia. ¿Qué más
había aprendido con ese imbécil?
«Veamos». Me llevé el dedo índice a la barbilla. «¿Qué he hecho
durante toda la semana para la rata?». Mmm. Ayer aparté sus babosas
manos de mi trasero mientras amenazaba con denunciarlo al Gremio de
Abogados. Sí, eso debería aparecer en el currículum. Tecleé:
Acostumbrada a trabajar en un entorno con presión y a la
multitarea.

El martes, la rata me enseñó a cambiar la fecha del sello para que


Hacienda pensara que su cheque atrasado del pago de los impuestos no
había llegado a tiempo y, así, evitar el recargo. «Genial». También podía
utilizarlo.

Me encanta trabajar en proyectos con entregas contrarreloj.

La semana pasada, me envío a La Perla para comprar dos regalos, algo


bonito para el cumpleaños de su mujer y algo sexy para una «amiga
especial». Es posible que también cayera algo para mí. Dios sabe que ahora
mismo no puedo permitirme un tanga de treinta y ocho dólares.

Excelente ética laboral y comprometida con los proyectos de


especial importancia.

Tras añadir unas cuantas habilidades más envueltas en retórica


empresarial —todo mentira—, envié el currículum a una docena de
agencias de trabajo temporal y me recompensé con una copa de vino llena
hasta arriba.
Qué vida más emocionante, la mía. «Soy una soltera de veintisiete años
en Nueva York que va en chándal y camiseta un viernes por la noche, y
apenas son las ocho de la tarde». Pero no tenía ganas de salir. Ni de
gastarme los dieciséis dólares que costaría cada martini en los elegantes
bares donde hombres como Todd visten trajes carísimos para ocultar que
son unos depredadores. Así que, en lugar de eso, abrí Facebook y decidí
curiosear las páginas de aquellos que sí tenían vidas o que, al menos, se
dedicaban a exhibirlas en redes sociales.
Mi muro estaba lleno de las típicas fotos de un viernes por la noche: las
sonrisas de la hora feliz, platos de comida y los bebés que algunas de mis
amigas ya habían tenido. Navegué sin cesar durante un buen rato, mientras
disfrutaba de la copa de vino… hasta que llegué a una fotografía que me
congeló el dedo índice. Todd acababa de compartir una foto con una chica a
la que agarraba del brazo, una chica que se parecía mucho a mí. Podría
haber pasado por mi hermana. Era rubia, con los ojos grandes y azules, piel
clara, labios carnosos y tenía esa estúpida mirada de adoración con la que
yo también había mirado a Todd. Por el atuendo que llevaban, parecía que
fueran a una boda. Luego leí el pie de la fotografía:

Todd Roth y Madeline Elgin anuncian su compromiso.

«¿Su compromiso?». Nuestro compromiso había terminado hacía


setenta y siete días. No es que los contara, pero ¿ya le había propuesto
matrimonio a otra mujer? Joder, si ni siquiera era la mujer con la que lo
había pillado engañándome.
Debía de tratarse de un error. La mano me temblaba a causa de la furia
mientras utilizaba el ratón para ir al perfil de Todd. Pero, por supuesto, no
era un error. Había docenas de mensajes de personas que le daban la
enhorabuena, e incluso había respondido a unos cuantos. También había
colgado una fotografía de sus manos entrelazadas, donde se veía a la
perfección el anillo de compromiso que su nueva prometida lucía. «Joder,
pero si es mi anillo de compromiso», pensé. Mi ex, haciendo gala de su
enorme clase como ser humano, ni siquiera se había molestado en
cambiarlo después de que se lo arrojara a la cara mientras todavía se estaba
subiendo la bragueta. Estoy segura de que ni siquiera se había dignado a
cambiar el colchón en el que dormíamos, antes de que me mudara a su
apartamento, hacía dos años. De hecho, lo más probable es que Madeline ya
fuera una compradora de la cadena de almacenes Roth; que ocupara mi
antigua mesa en la oficina y desempeñara las tareas de mi puesto de trabajo,
el que había dejado para no tener que ver su cara de mentiroso cada
puñetero día de mi vida.
Me sentí… No estoy segura de cómo me sentía. Enferma. Derrotada.
Herida. Reemplazable.
Lo curioso es que no estaba celosa porque el hombre al que creía haber
amado hubiera pasado página. Tan solo me resultaba terriblemente duro que
me hubiera sustituido por otra, así de fácil. Aquello confirmaba que nuestra
relación no había sido en absoluto especial. Después de que rompiera con
él, Todd juró que me reconquistaría. Me dijo que era el amor de su vida y
que nada le impediría demostrarme que estábamos hechos el uno para el
otro. Dejé de recibir flores y regalos al cabo de dos semanas. Se acabaron
las llamadas a la tercera. Ahora sabía por qué: había encontrado al amor de
su vida, otra vez.
Para mi sorpresa, ni siquiera derramé una lágrima. Únicamente me
sentía triste, muy triste. Todd no solo me había robado mi vida, mi
apartamento, mi trabajo y mi dignidad; también se había llevado con él algo
en lo que siempre había creído: el amor verdadero.
Me recliné en la silla, cerré los ojos e inspiré hondo varias veces para
calmarme. Luego decidí que no iba a tomarme la noticia así. «Vaya
mierda». No tenía elección; debía hacer algo. Así que hice lo que cualquier
chica despechada de Brooklyn haría después de descubrir que su
exprometido ni siquiera esperó a que se enfriara la cama para llevar a otra
mujer a su casa.
Me terminé toda la botella de vino.

***

Así era. Estaba borracha.


Aunque no hablase arrastrando las palabras, el hecho de estar enfundada
en un vestido de novia cubierto de plumas con la cremallera bajada y
bebiendo directamente de la botella era una pista. Dejé caer la cabeza hacia
atrás en un gesto muy poco elegante y bebí las últimas gotas de vino antes
de dejar la botella encima de la mesa con un golpe firme, tanto que el
portátil dio un bote y la pantalla, que estaba en modo reposo, se encendió.
La feliz pareja volvió a saludarme.
—Te va a hacer lo mismo —dije con el dedo apuntando hacia la
pantalla—. ¿Sabes por qué? Porque el que engaña una vez, engaña siempre.
Las malditas plumas del vestido volvieron a hacerme cosquillas en la
pierna. Ya me había pasado una media docena de veces durante la última
hora, y todas y cada una de ellas pensaba que era un bicho que me subía por
la pierna. Cuando volví a estirar la mano para cazarlo, rocé algo y recordé
qué era. «La nota azul».
Levanté el dobladillo, me acerqué el forro y volví a leerla.

Para Allison:

«Ella dijo: “Perdóname por ser una soñadora”, y él le tomó la


mano y respondió: “Perdóname por no estar aquí antes para soñar
contigo”». (J. Iron Word)

Gracias por hacer todos mis sueños realidad.

Te quiere,
Reed

Mi corazón exhaló un suspiro ansioso. Era tan bonito y tan romántico…


¿Qué les habría ocurrido a esos dos para que aquel vestido terminara en
casa de una chica borracha, en lugar de en un armario, guardado con cariño
para pasar de generación en generación? No podía resistir no ver la cara de
Todd durante más tiempo y, aunque era una locura, tecleé en Facebook:
Reed Eastwood.
Para mi sorpresa, solo aparecieron dos resultados en Nueva York. El
primero tendría probablemente sesenta años, quizá más. Aunque el vestido
era bastante sexy para una novia de su edad, me metí en su perfil. Reed
Eastwood estaba casado con Madge y tenía un perro, un golden retriever
llamado Clint. También tenía tres hijas y, en una fotografía, aparecía lloroso
mientras acompañaba a una de ellas en el día de su boda.
Aunque una parte de mí quería entrar en el perfil de la hija de Reed para
ver las fotos de su enlace y torturarme un poco más, me dirigí al perfil del
segundo Reed Eastwood.
El pulso se me aceleró tanto que la borrachera desapareció de golpe
cuando vi su foto de perfil en la pantalla. Este Reed Eastwood era guapo de
morirse. De hecho, era tan increíblemente atractivo que pensé que alguien
habría utilizado la foto de un modelo para hacer una broma o como anzuelo
para un perfil falso. Sin embargo, cuando hice clic en las fotos de su muro,
aquel hombre aparecía en todas ellas, y en cada una salía más guapo que en
la anterior. No había muchas, pero en la última estaba junto a una mujer, se
había tomado hacía ya unos años. Era una foto de compromiso: el de Reed
Eastwood y Allison Baker.
Había encontrado al autor de la nota azul y al amor de su vida.

***

Mi teléfono móvil bailaba como un frijol saltarín en la mesita de noche.


Alargué el brazo y lo cogí justo cuando saltaba el buzón de voz. Eran las
once y media. Joder. Me había quedado frita. Intenté tragar saliva, pero
tenía la boca más seca que el desierto. Necesitaba un vaso grande de agua,
ibuprofeno, un baño y las cortinas del dormitorio echadas para bloquear
esos rayos de sol despiadados que se colaban por la ventana.
Arrastré mi resaca hasta la cocina y me obligué a rehidratarme, aunque
el simple hecho de beber me provocaba náuseas. Existía la posibilidad más
que cierta de que el agua y los protectores estomacales viajaran de nuevo en
la dirección opuesta al cabo de unos minutos. Necesitaba echarme un rato.
De camino a la habitación, pasé frente al portátil, en la mesa de la cocina.
Me recordó de forma desagradable la difusa noche anterior, por qué me
había bebido una botella de vino entera.
«Todd está prometido».
Estaba enfadada con él porque me sentía como una mierda. Y todavía
más enfadada conmigo misma por permitir que volviera a arruinar otro día
de mi vida.
«Uf».
No me acordaba de nada, pero la imagen de la parejita feliz sí estaba
clara y vívida en mi memoria, por supuesto. De repente, el pánico se
apoderó de mí. «Ostras, espero no haber cometido alguna estupidez de la
que no soy consciente». Traté de ignorar la idea, e incluso regresé a mi
habitación, pero sabía que no podría descansar a causa de la incertidumbre.
Me acerqué a la mesa, abrí el portátil y fui directamente a los mensajes.
Suspiré de alivio al comprobar que no había escrito a Todd y, luego, me
arrastré de nuevo a la cama.
Por fin, a primera hora de la tarde, volví a sentirme como un ser
humano y me di una ducha. Cuando hube terminado, desconecté el teléfono
del cargador y me senté a la mesa, con el pelo húmedo envuelto en una
toalla y comprobé mis mensajes de texto. Había olvidado que el teléfono
me había despertado hasta que vi que tenía un mensaje en el buzón de voz.
Probablemente se tratase de otra empresa de trabajo temporal que quería
perder el tiempo entrevistándome a pesar de no tener ninguna oferta de
trabajo. Pulsé el botón para escuchar el mensaje y agarré el cepillo para
peinarme el pelo mientras tanto.

Hola, señorita Darling. Soy Rebecca Shelton, de Eastwood


Properties. Llamo en respuesta a su petición de visitar el ático de
la torre Millenium. Hoy tenemos una jornada de puertas abiertas,
a las cuatro de la tarde. El señor Eastwood estará allí, si desea
visitar el piso después. ¿Alrededor de las cinco le va bien? Por
favor, confírmeme por teléfono si es así. Nuestro número es…

No escuché el número porque había dejado caer el teléfono sobre la


cama. «Madre mía». Se me había olvidado por completo que había estado
fisgoneando el perfil del chico de la nota azul. De repente, empecé a
recordar cosas entre una densa neblina. Aquel rostro. Aquel rostro tan
atractivo. ¿Cómo lo había olvidado? Recordé que había repasado sus
fotografías, luego, su biografía, y que eso me había llevado a una página
web, Eastwood Properties. Pero luego ya no me acordaba de nada más.
Fui a mi portátil, repasé el historial de navegación y abrí la última
página que había visitado.

Eastwood Properties es una de las inmobiliarias independientes


más grandes del mundo. Ofrecemos las propiedades más
exclusivas y prestigiosas a compradores de alto nivel y
garantizamos la mayor privacidad para ambas partes. Tanto si
desea comprar un ático de lujo en Nueva York con vistas al
parque, una residencia en primera línea de playa en los
Hamptons, un encantador refugio en las montañas, o si su
intención es adquirir su propia isla privada, sus sueños empiezan
en Eastwood.

Había un enlace para la búsqueda de propiedades, así que tecleé el


nombre del lugar que había mencionado la mujer en el buzón de voz: torre
Millenium. Apareció el ático a la venta. Por solo doce millones de dólares,
podía convertirme en la propietaria de un apartamento en la avenida
Columbus, con unas vistas impresionantes a Central Park. «Le firmaré un
cheque ahora mismo».
Después de babear con un vídeo y media docena de fotos, cliqué en el
botón para concertar una cita y visitar la propiedad. Apareció una ventana
que decía: «Para proteger la privacidad y seguridad de los propietarios,
todos los interesados en adquirir una propiedad deben completar una
solicitud para visitarla. Solo contactaremos con los compradores que
superen el proceso de revisión de sus credenciales».
Solté un bufido. «Menudo proceso de revisión, Eastwood». Ni siquiera
tenía el dinero suficiente para tomar el metro y llegar a ese apartamento tan
elegante, y mucho menos comprarlo. A saber qué habría escrito en el
formulario para pasar el filtro.
Cerré la página. Estaba a punto de apagar el portátil y volver a la cama
cuando decidí echar otro vistazo a Don Romántico en Facebook.
Madre mía, era guapísimo.
¿Y si…?
«No debería».
Las ideas que una tiene borracha nunca acaban bien.
«No sería capaz».
Pero…
Aquella cara…
Y aquella nota…
«Tan romántica. Tan bonita…».
Además, jamás había visto el interior de un ático valorado en doce
millones de dólares.
No debería haberlo hecho, de verdad.
Pero… había pasado los últimos dos años haciendo todo lo que debía
hacer. ¿Y adónde me había llevado eso?
Aquí, maldita sea. A esta situación, con resaca y en el paro, sentada en
un apartamento asqueroso. Quizá había llegado la hora de hacer todo lo que
no debía, para variar. Agarré el teléfono y mi dedo se detuvo sobre el botón
de rellamada durante unos instantes.
«A la mierda».
Nadie lo sabría. Podía ser divertido vestirme como si fuera una mujer
rica y fingir que venía del Upper West Side para satisfacer mi curiosidad y
conocer a aquel hombre. No había nada de malo en ello.
Al menos, no se me ocurría nada. «Pero ya sabes lo que dicen de la
curiosidad y el gato…».
Llamé.
—Hola. Soy Charlotte Darling. Llamo para confirmar la cita con Reed
Eastwood…
Capítulo 3

Charlotte

—Puede dar una vuelta o quedarse aquí en el vestíbulo, lo que prefiera.


El señor Eastwood todavía está con la cita anterior, pero no debería tardar.
Al parecer, hacía falta más de una persona para enseñar un ático de lujo.
Por allí no solo estaba Reed Eastwood, sino también una azafata cuyo
cometido era recibirme y entregarme un folleto de papel resplandeciente
sobre la propiedad.
—Gracias —le dije, antes de que desapareciese.
Me quedé en el vestíbulo, sosteniendo mi bolso de color verde intenso
de Kate Spade, que había encontrado en la sección de rebajas de T. J. Maxx,
con la creciente sensación de que había cometido un grave error.
Debía recordarme por qué estaba allí. ¿Qué tenía que perder?
Absolutamente nada. Mi vida era un desastre y, al menos, aquella visita
satisfaría mi curiosidad por el autor de la nota azul; después, podría
olvidarme de todo. Solo quería saber qué había sido de él, de los dos. Tras
eso, seguiría con mi vida.
Treinta minutos después, seguía esperando. Oí una conversación
apagada al otro lado del vestíbulo, pero aún no había visto salir a nadie.
Entonces me llegó a los oídos el sonido de unos pasos a lo largo del
suelo de mármol.
El corazón se me aceleró y volvió a calmarse al ver a la azafata
acompañando a una pareja de aspecto acomodado a través del vestíbulo,
hacia la salida. Ni rastro de Reed Eastwood.
La mujer, que sostenía un perrito blanco, me sonrió antes de que los tres
desaparecieran en el ascensor.
¿Dónde estaba?
Durante un instante, pensé que se había olvidado de mí por completo. El
silencio reinaba en aquel lugar. ¿Habría una salida en la parte trasera?
Aunque quizá debería haberme quedado en el vestíbulo, decidí pasear un
poco y llegué hasta una enorme biblioteca.
Todo el espacio estaba forrado de paneles de manera oscura y
masculina. Las estanterías abiertas cubrían todas las paredes, desde el suelo
hasta el techo. A mis pies había una alfombra persa que probablemente
costaba más de lo que yo ganaba en un año.
El olor de los libros era embriagador. Me acerqué a una de las
estanterías y agarré el primero que me llamó la atención: Las aventuras de
Huckleberry Finn, de Mark Twain. Recordaba que me habían hablado
acerca de aquel libro en el colegio, hacía mil años, pero ni por asomo me
acordaba de qué iba.
—Es la primera gran novela americana, aunque depende de a quién se
lo pregunte.
Mi cuerpo se estremeció al oír su voz profunda y penetrante. Era una de
esas voces que te traspasan por completo.
Me llevé la mano al pecho y me volví.
—Me ha asustado.
—¿Creía que estaba sola?
Al verlo, me quedé helada por completo. Reed Eastwood era tan oscuro
e intimidaba tanto como aquella habitación. Con solo una mirada suya, las
rodillas empezaron a temblarme. Era incluso más alto de lo que había
imaginado y llevaba lo que, sin duda, era un traje hecho a medida. De
verdad. Le sentaba de muerte y envolvía su torso como un guante. También
llevaba pajarita y tirantes; en cualquier otro hombre, aquello me habría
parecido ridículo, pero en él, con aquellos músculos y pectorales, resultaba
increíblemente sexy.
Estaba en el umbral de la biblioteca, observándome con una carpeta en
la mano. Pensé que era un poco maleducado, pero lo cierto es que no tenía
la menor idea de cómo debía comportarse uno en esas circunstancias. ¿No
era habitual que un agente inmobiliario saludara a un cliente? ¿O que se
disculpara por el retraso?
—¿Lo ha leído? —Su voz volvió a hacerme vibrar.
—¿Qué?
—El libro que tiene en la mano. Las aventuras de Huckleberry Finn.
—Oh. Vaya… Sí. Creo que sí… En la escuela, hace muchos años.
Me estremecí cuando se acercó a mí al tiempo que me observaba con
escepticismo, como si supiera que le había mentido. Me sentí inquieta. Sus
ojos parecían de chocolate negro, eran de un oscuro color marrón. Y
mientras me escudriñaban, los pezones se me erizaron.
—¿Por qué ha cogido ese libro en concreto?
—Por el lomo —contesté, con toda franqueza.
—¿El lomo?
—Sí. Es negro y rojo y combina bien con el resto de la sala. Destaca…
Me ha llamado la atención.
Su boca se curvó en una ligera sonrisa, casi cínica, aunque no rio.
Parecía que me estuviera estudiando. Su intensidad hacía que tuviera ganas
de echar a correr. Mi idea alocada había quedado en un segundo plano. No
se parecía en nada al hombre que había imaginado, el que había escrito
aquella dulce nota azul.
No había venido para aquello.
—Bueno, al menos es sincera, supongo. —Ladeó la cabeza—. ¿No?
Para entonces, ya estaba sudando.
—¿Qué?
—Sincera.
Lo dijo como si me retara.
Me aclaré la garganta.
—Sí.
Se acercó y tomó el libro de mis manos. Sus dedos rozaron los míos y el
ligero contacto fue electrizante. No pude evitar comprobar si llevaba una
alianza en la mano izquierda; ni rastro del anillo.
—En su época, fue un libro polémico —dijo.
—Recuérdeme por qué.
«Recuérdeme». Como si alguna vez hubiera sabido la respuesta.
Reed pasó sus largos dedos por los demás libros de la estantería sin
mirarme mientras respondía.
—Es una sátira de la sociedad sureña de finales del siglo XIX, pero el
enfoque del autor sobre el racismo y la esclavitud se interpretó de múltiples
maneras. De ahí la polémica. —Por fin me miró—. Quizá no prestó
atención cuando le explicaron en el colegio de qué trataba el libro.
Tragué saliva.
Mi primer descubrimiento acerca de Reed Eastwood fue que era un
imbécil condescendiente.
Un imbécil condescendiente que tenía razón; no presté atención ese día.
Colocó el libro de nuevo en su sitio y me miró.
—¿Le gusta leer?
Cada pregunta que salía de su boca parecía un desafío.
—No. Antes… Leía novela romántica. Pero dejé de hacerlo.
Enarcó una ceja con actitud burlona.
—¿Novela romántica?
—Sí.
—Entonces, dígame, señorita Darling, ¿cómo es que alguien que no lee,
aparte de alguna que otra novela romántica, se interesa por un ático que
tiene una biblioteca que ocupa un cuarto de los metros cuadrados totales de
la propiedad?
Solté lo primero que se me ocurrió. Cualquier cosa para evitar un
silencio incómodo delante de aquel hombre.
—Creo que la biblioteca le añade carácter al apartamento. Estar rodeada
de libros es muy sexy… Íntimo. No sé. Es algo que me parece sugerente.
«Dios, qué respuesta más estúpida».
Continuó observándome con mucha curiosidad, como si esperara que
dijese algo más. Su mirada me incomodaba muchísimo, no solo porque
estaba muy serio, sino también porque era sumamente atractivo. Tenía la
raya del pelo peinada a un lado y, a diferencia del resto de su persona, no
lucía perfecto. Una barba de tres días le cubría la mandíbula. Reed exudaba
una energía peligrosa que contrastaba con su vestimenta, más bien formal.
Algo en sus ojos me decía que no le costaría nada doblarme y darme una
palmada en el trasero que sentiría durante varios días. Al menos, eso era lo
que mi mente imaginaba.
Estar en aquella biblioteca, en silencio, y sometida a su potente mirada,
me ponía nerviosa.
Finalmente dijo:
—¿Quiere que veamos el resto del ático?
—Sí, por favor. Para eso he venido.
—Claro —murmuró.
Suspiré de alivio, agradecida por el cambio de sala. La biblioteca
empezaba a parecerme una mazmorra.
De espaldas, Reed era igual de impresionante. Observé la curva de su
trasero moviéndose dentro de sus pantalones hechos a medida y traté de
ignorar las imágenes sexuales que aparecieron en mi cabeza.
Me guio hasta una cocina enorme.
—Suelos de madera y, como ve, es una cocina gourmet, diseñada para
un chef y reformada hace poco. Las encimeras son de granito y la isla
central, de mármol. Los electrodomésticos son Bosch, de acero inoxidable.
Todo de primeras marcas. Los armarios están hechos a medida y lacados en
blanco. ¿Cocina usted, señorita Darling?
Me alisé el vestido negro hiperceñido que llevaba y contesté:
—De vez en cuando, sí.
—Estupendo. Bueno, pues dé una vuelta y, si tiene alguna pregunta, no
dude en hacérmela.
¿Había empezado a comportarse con normalidad? Mi pulso se relajó un
poco.
Paseé por la gran cocina. Mis tacones repiqueteaban contra el suelo.
Reed apoyó su musculoso antebrazo sobre la isla central y me siguió con la
mirada mientras su cuerpo permanecía inmóvil. Al parecer, la pausa en su
intensidad había sido breve, porque volvía a generar ese campo eléctrico
intangible.
Me obligué a dejar de mirarlo y asentí.
—Muy bonita.
—¿Alguna pregunta?
—No.
—¿Lista para la siguiente habitación?
—Sí.
La siguiente habitación era el dormitorio principal. Estaba en penumbra,
pero la gran ventana de la estancia ofrecía unas vistas espectaculares de la
ciudad y compensaba la semioscuridad.
—Este es el dormitorio principal. No deje de echar un vistazo al
generoso vestidor. El baño adyacente tiene ducha de vapor, bañera con
jacuzzi y suelos de mármol. Y como ve, la habitación tiene las mejores
vistas del apartamento.
Me tomé mi tiempo, observándolo todo en un esfuerzo desesperado por
parecer una compradora seria. Me siguió de cerca, y mi cuerpo se daba
cuenta. Era como si tuviera una alarma íntima que detectaba su sexualidad y
no me gustaba. No era un hombre amable ni dulce. No era Reed, al menos
no era el Reed con el que había fantaseado. Se suponía que mi Reed iba a
darme esperanza, pero el de verdad me dejaba sin aliento, lenta e
implacablemente.
En cuanto hubimos recorrido el espacio del dormitorio, me miró y dijo:
—¿Alguna pregunta o comentario?
Debía poner fin a aquello. «Di algo».
—Creo que… Quizá sea demasiado grande para mí.
Se sentó en la cama y cruzó los brazos, con la carpeta todavía en la
mano.
—Demasiado grande…
—Sí, creo que sería excesivo. Yo… Trabajo mucho. Y no tendría
tiempo de disfrutar de un espacio como este.
Me miró con furia, visiblemente airado.
—Ah, ya. Las clases de surf para perros.
«¿Surf para perros?».
—¿Disculpe?
Señaló la carpeta con el índice.
—Su profesión. Rellenó su solicitud e incluyó su información personal
y laboral. Parece un trabajo muy exigente: «Clases de surf para perros».
¿Cómo llega uno a tener esa profesión?
«Mierda. ¿Dónde me he metido?».
Llegados a este punto, era más fácil mentir que decir la verdad.
Empecé a balbucear tonterías:
—Como dice, es algo que requiere mucho tiempo y… compromiso. Se
necesita mucha dedicación. Y mucha práctica.
—¿Y cómo se hace, exactamente?
«¿Que cómo se enseña a surfear a un perro? Ni puñetera idea».
—Pues hay que colocarse de pie en la tabla, con el perro delante, y… —
No sabía cómo seguir.
—Surfear —añadió él, entre risas.
—Así es.
Reed se levantó de la cama y se acercó a mí.
—¿Y se gana bien la vida con eso?
Tragué saliva y negué con la cabeza.
—No.
Acto seguido, me preguntó, rápido como si fuera una bala:
—Entonces, ¿su familia es rica?
—No.
—Si su profesión no le permite ganar mucho dinero, ¿cómo piensa
pagar un apartamento como este?
—Tengo otras maneras de…
Su mirada se volvió de hielo.
—¿De verdad? Porque, según su informe crediticio, no tiene ninguna
manera de pagar un apartamento como este. De hecho, dice que
prácticamente no tiene donde caerse muerta, Charlotte.
Pronunció mi nombre como si fuera una grosería, sacó un documento y
lo sostuvo frente a mis ojos.
—¿De dónde ha sacado eso? —susurré, y le arrebaté la hoja—. ¿Me ha
investigado?
—¿De verdad cree que voy a enseñar un apartamento de doce millones
de dólares a cualquiera, sin antes comprobar si puede permitírselo? —
replicó, en un tono todavía más iracundo—. No puede ser tan idiota.
La humillación se apoderó de mí.
—Comprobar la información financiera de una persona sin su
consentimiento es un delito.
Me miró fijamente.
—Me dio su consentimiento cuando hizo clic en la casilla para enviar su
solicitud. Me sorprende que no se diera cuenta de ello.
Relajé mi tono, una concesión defensiva.
—¿Lo sabía desde el principio?
—Por supuesto que sí —espetó en un tono despectivo—. Veamos
algunas cosas más que no recuerda haber incluido en su solicitud.
«Ay, no».
Reed abrió la carpeta.
—Ocupación: profesora de surf para perros. Aficiones e intereses: los
perros y el surf. Empleo anterior: supervisora nocturna de Tus Huevos. —
Dejó la carpeta a un lado (más bien la arrojó sobre la cama) y los papeles
saltaron por los aires.
—¿Qué hace aquí?
Estaba prácticamente muerta de miedo.
—Solo quería ver…
—Ver… —dijo, y apretó sus blanquísimos dientes.
—Sí, he venido a ver… —«A verte a ti»—… y no esperaba que fuese
tan cruel.
Se rio con furia.
—¿Cruel? No tiene el menor respeto por el tiempo de una persona, ha
mentido sobre quién es ¿y tiene la desfachatez de decir que soy cruel? Creo
que debería mirarse al espejo, Charlotte Darling. Por sorprendente que
resulte, parece que ese es su verdadero nombre. Por qué mintió acerca de
todo lo demás y dio su nombre real es algo que no me cabe en la cabeza,
aparte de que es una idiotez. Así que no, no soy cruel; porque si fuera cruel,
habría llamado a mi personal de seguridad.
«¿Seguridad?».
Perdí la paciencia.
¿Cómo se atrevía? Solo había venido para verlo a él. Para asegurarme
de que estaba bien, de que los dos estaban bien. Y aunque no podía
admitirlo, su actitud tan desagradable desató un torrente de furia en mí.
—Vale, ¿quiere saber la verdad? Sentía curiosidad. Curiosidad por este
lugar, por lo que parecía una vida totalmente opuesta a la que he vivido en
los últimos tiempos. Quería cambiar. Llevo semanas desanimada y triste, así
que ayer por la noche me emborraché un poco. Topé con este anuncio
navegando por la red y lo encontré a usted. Quería venir a ver esto, no por
maldad ni para hacerle perder el tiempo. Solo quería un poco de esperanza,
creer en la posibilidad de que, algún día, las cosas mejorarán. Quizá quería
fingir que no me va tan mal. Ni siquiera recuerdo haber introducido esa
ridícula información, ¿vale? Solo sé que he recibido una llamada para
confirmar la cita y me he lanzado a ello, pensando que quizá era cosa del
destino. Que debía venir y experimentar algo especial, por una vez en
mucho tiempo.
Reed no abrió la boca, así que continué hablando.
—Y sí leo, Reed. Me daba vergüenza decirte la verdad. Sigo leyendo
novela romántica, pero solo los libros que tienen escenas de sexo duro,
porque llevo mucho tiempo sin follar, porque no confío en nadie lo bastante
como para dejar que se acerquen a mí desde que mi prometido me engañó
con otra. Así que sí, Reed. Sí que leo libros. Muchos libros. Y utilizaría esta
biblioteca hasta gastarle el suelo y las estanterías, pero los libros que
guardaría en ella no serían esos que le gusta enseñar a sus posibles
compradores. No serían tan elegantes.
Levantó un poco la comisura de los labios.
—Y sí, también sé preparar un buen guiso, sé cocinar. Pero jamás
utilizaría esa cocina, porque es demasiado. Y, en cuanto al dormitorio, eso sí
que sería un sueño. Como toda esta visita, un sueño que jamás viviré. Así
que si quiere, llame a seguridad. Llámeles y dígales que soy una soñadora,
Eastwood.
Salí lo más rápido que pude, pero no sin antes tropezar con la alfombra.
Capítulo 4

Charlotte

—¡Maldita sea!
Había logrado contener las lágrimas hasta dar con unos baños en el
vestíbulo de la torre Millenium. Hasta que me metí en uno de los cubículos,
lo tenía todo bajo control. Sin embargo, al ver que no había papel higiénico,
abrí el bolso y rebusqué un paquete de pañuelos de papel mientras seguía
acuclillada sin sentarme en la taza. Me temblaban tanto las manos después
del numerito en el ático que se me cayó el bolso al suelo y todo el contenido
salió disparado. El teléfono golpeó el elegante mármol y la pantalla se hizo
añicos. En ese momento, rompí a llorar.
Como ya no me importaban un comino los gérmenes, me senté en el
retrete y lloré a lágrima viva. No era solo por lo que había sucedido en el
ático. Lloraba por mi vida, quería desahogarme por todo lo que llevaba
encima. Si mis emociones eran una montaña rusa, me encontraba en la parte
exacta en que levantas los brazos y te dejas caer hacia abajo a cientos de
kilómetros por hora. Por suerte, el baño estaba vacío, porque cuando estoy
triste de verdad, tengo la mala costumbre de hablar conmigo misma.
—¿En qué demonios pensaba? ¿Surfeo para perros? Dios, soy una
idiota. Al menos, podría haberme avergonzado delante de un hombre que
no intimidara tanto, ¿no? Uno que no fuera alto, de pelo oscuro y un Adonis
de pies a cabeza, con actitud de superioridad. Y hablando de hombres, ¿por
qué narices los guapos siempre son los que se portan peor?
No esperaba ninguna respuesta, pero llegó una.
Una mujer me respondió desde el otro lado del cubículo.
—Cuando Dios hizo el molde para los hombres guapos, preguntó a una
de sus ángeles qué debía añadir para que fueran más atractivos. El ángel no
quería faltarle al respeto empleando una palabra malsonante, así que se
limitó a decir: «Dales un buen palo». Por desgracia, Dios puso la pieza en la
parte de atrás, así que ahora todos los hombres guapos nacen con un palo
metido en salva sea la parte.
Solté una carcajada sin poder evitarlo junto a un resoplido lloroso.
—No hay papel higiénico en el retrete. ¿Podría pasarme un poco?
Una mano y un poco de papel aparecieron por debajo de la puerta del
cubículo.
—Aquí tienes.
—Gracias.
Después de utilizar la mitad del papel para sonarme la nariz y secarme
la cara y la otra mitad para limpiarme, inspiré profundamente y empecé a
recoger el contenido de mi bolso del suelo.
—¿Sigue ahí? —pregunté.
—Sí, quería asegurarme de que estás bien. Te he oído llorar.
—Gracias, estoy bien.
La mujer estaba sentada en un banco delante de un espejo cuando por
fin emergí de mi escondite. Debía de tener unos setenta años, llevaba un
traje de lo más elegante y estaba acicalada a la perfección.
—¿Estás bien, querida? —me preguntó.
—Sí, estoy bien, gracias.
—No lo parece. ¿Por qué no me cuentas qué te ha ocurrido?
—No quiero molestarla con mis problemas.
—A veces resulta más fácil hablar con una desconocida.
«Supongo que es mejor que hablar sola».
—La verdad es que no sabría por dónde empezar.
La mujer hizo un gesto para que me sentara a su lado en el banco.
—Empieza por el principio, querida.
Solté un bufido.
—Estaremos aquí hasta la semana que viene.
Sonrió con calidez y dijo:
—Tengo todo el tiempo del mundo.
—¿Seguro? Parece estar a punto de asistir a una reunión importante o a
una fiesta en su honor.
—Es una de las pocas ventajas de ser la jefa, que puedes escoger tu
propio horario. Venga, ¿por qué no me cuentas lo del surf para perros? ¿Eso
existe? Porque tengo un perro de aguas portugués que podría estar
interesado.

***

—… y he salido corriendo. O sea, no culpo a ese hombre por enfadarse, es


cierto que le he hecho perder el tiempo. Pero me ha hecho sentir como una
idiota simplemente por tener sueños.
Llevaba más de una hora hablando con Iris, mi nueva amiga. Tal y
como me había pedido, empecé por el principio. Le hablé de mi
compromiso, de mi ruptura con Todd, de mi trabajo, de la nueva prometida
de Todd, de la solicitud para visitar el ático que había enviado borracha
perdida y de la escena consiguiente que me había llevado a llorar como una
magdalena en el lavabo del edificio. Por alguna razón que no entendí, hasta
le conté que era adoptada y que, algún día, quería buscar a mi madre
biológica. No creo que eso tuviera nada que ver con todo lo que me había
hecho sentir mal ese día, pero, aun así, compartí ese detalle, junto con mi
triste y larga historia.
Cuando por fin terminé, se reclinó y comentó:
—Me recuerdas a alguien que conocí hace mucho tiempo, Charlotte.
—¿De verdad? ¿Así que no soy la única chica sin oficio ni beneficio
que sufre una crisis nerviosa en este baño mientras usted trata de lavarse las
manos?
Sonrió.
—Ahora te contaré yo una historia, si tienes tiempo.
—Lo único que tengo es tiempo.
Iris empezó a hablar.
—En 1950, una joven de diecisiete años se graduó en el instituto. Su
sueño era ir a la universidad para estudiar Empresariales. Por aquel
entonces, no era muy habitual que las mujeres estudiaran una carrera
universitaria, y muy pocas se decidían por Ciencias Empresariales, una
disciplina que se consideraba masculina. Una noche, poco después de
graduarse, la joven conoció a un carpintero muy guapo. Él la cortejó y, en
poco tiempo, la chica formaba parte de su mundo. Aceptó un trabajo como
secretaria y atendía los pedidos de las familias para las que trabajaba el
carpintero, y, por las tardes, ayudaba a su suegra a cuidar de la casa. Olvidó
sus sueños de estudiar y los dejó de lado. El día de Navidad de 1951, el
hombre le propuso matrimonio y la mujer aceptó. Pensaba que, al año
siguiente, viviría el sueño americano y se convertiría en ama de casa. Pero
tres días después de Navidad, reclutaron al hombre para alistarse en el
Ejército, junto con algunos de sus amigos. Muchos de ellos se casaron con
sus prometidas antes de partir; sin embargo, el carpintero no quiso hacer
eso. Así que ella le prometió que esperaría a su regreso y que se dedicaría a
trabajar todo el tiempo que él estuviera fuera en el negocio de carpintería de
la familia. Cuando el soldado volvió a casa, cuatro años después, ella ya
estaba lista para disfrutar de su cuento de hadas. Sin embargo, el primer día
que la vio, él le contó que se había enamorado de una secretaria en la base a
la que lo habían destinado y rompió su compromiso. Incluso tuvo la
desfachatez de pedirle que le devolviera el anillo de pedida para dárselo a
su nueva novia.
—Vaya —comenté—. ¿He mencionado que la nueva prometida de Todd
lleva mi anillo de compromiso? Ojalá nunca se lo hubiera tirado a la cara.
Iris siguió hablando:
—Ojalá no lo hubieras hecho. Esta chica de la que te hablo se negó a
devolver el anillo al carpintero y le dijo que se lo quedaba como
compensación por los cuatro años de vida que había perdido. Después de un
par de días lamiéndose las heridas, desempolvó su dignidad y, con la frente
muy alta, vendió el anillo. Utilizó el dinero para pagarse sus primeras clases
en la universidad.
—Guau, bien por ella.
—Bueno, la historia no acaba ahí. La mujer terminó la carrera, pero le
costaba terriblemente encontrar un trabajo. Nadie quería contratarla para
llevar una empresa, porque solo tenía experiencia laboral como secretaria
para el negocio de carpintería de la familia de su exprometido. Así que se
dedicó a inflar un poco su currículum profesional. En lugar de decir que
había sido secretaria, escribió que había sido gerente; y en vez de decir que
se encargaba de mecanografiar los presupuestos y contestar el teléfono, dijo
que era la encargada de calcular los precios y negociar los contratos.
Gracias a su nuevo currículum, consiguió una entrevista de trabajo en una
de las empresas de gestión inmobiliaria más grandes de Nueva York.
—¿Y le dieron el trabajo?
—No. Al parecer, el director de recursos humanos de la empresa
conocía a su exprometido y sabía que había mentido acerca de sus
responsabilidades en la carpintería, por lo que se se burló de ella en la
entrevista.
—Vaya, igual que me ha pasado a mí hoy con ese tipo arrogante.
—Exacto.
—¿Y qué sucedió después?
—A veces, la vida te guarda sorpresas. Un año más tarde, después de
conseguir un puesto de trabajo y ascender en una empresa de gestión
inmobiliaria rival de la otra, más pequeña, recibió el currículum del señor
Locklear, el hombre que se había burlado de ella durante su primera
entrevista. Lo habían degradado y buscaba otro trabajo. Así que la mujer lo
llamó, con la intención de devolverle la pelota después de aquella entrevista
nefasta. Pero al final se portó bien con él y lo contrató, porque estaba
cualificado y, al fin y al cabo, ella había mentido en su currículum.
—Caray. ¿Y no se arrepintió de contratar al señor Locklear?
Iris sonrió.
—No, en absoluto. Después de que la mujer le diera algún rapapolvo y
retirara el palo que llevaba puesto en salva sea la parte, trabajaron la mar de
bien juntos. De hecho, fundaron su propia empresa de gestión inmobiliaria,
y esta se convirtió en una de las más grandes del estado. Antes de morir, los
dos celebraron los cuarenta años de relación laboral, treinta y ocho de los
cuales estuvieron casados.
Por su sonrisa, comprendí a quién se refería.
—Supongo que usted se llama Iris Locklear.
—Así es. Y lo mejor que me ha pasado en esta vida fue que un soldado
rompiera su promesa. No estaba destinada a ser ama de casa y había
olvidado mis sueños. ¿Tu sueño era ser una encargada de compras en unos
grandes almacenes, Charlotte?
Negué con la cabeza.
—Estudié Bellas Artes en la universidad. Soy escultora.
—¿Cuándo fue la última vez que trabajaste en una escultura?
Dejé caer los hombros.
—Hace unos años.
—Pues tienes que volver a dedicarte a eso.
—No se gana mucho dinero.
—Tal vez tengas razón, pero debes buscar una manera de disfrutar de la
vida que tienes mientras trabajas para lograr la vida que quieres. Así que te
aconsejo que busques un empleo que te permita pagar las facturas y que te
dediques a esculpir por las noches. O durante los fines de semana. —
Sonrió—. Eso evitará que navegues por internet y que rellenes solicitudes
falsas para visitar áticos de lujo.
—Tiene razón.
—Todo sucede por un motivo, Charlotte. Tómate esto como una pausa
para revaluar tu vida y lo que quieres hacer. Es lo que yo hice. Solo
encontrarás la felicidad verdadera dentro de ti, no en los demás; no importa
cuánto los quieras. Hazte feliz a ti misma y el resto ya vendrá. Te lo
prometo.
Y así era, tenía toda la razón. Estaba tan ocupada regodeándome en mi
miseria y lloriqueando que había olvidado las cosas que de verdad me
gustaban y me hacían feliz. Las cosas que me definían. La escultura, los
viajes… Sentí el impulso inaplazable de ir a casa y preparar una lista de
todo lo que quería hacer.
—Muchísimas gracias, Iris —dije, y la abracé con fuerza. No me
importaba que solo una hora antes aquella mujer hubiera sido una total
desconocida.
—De nada, querida.
Me lavé las manos y me miré en el espejo, haciendo lo que pude por
arreglarme el maquillaje. Cuando hube terminado, Iris se puso en pie.
—Me gustas, Charlotte.
Me reí.
—Pues claro, le recuerdo a usted.
Me tendió su tarjeta.
—Busco una asistente. Si quieres el puesto, es tuyo.
—¿De verdad?
—De verdad. El lunes a las nueve de la mañana. La dirección está en mi
tarjeta.
Boquiabierta, contesté:
—No sé qué decir.
—No digas nada. Pero tráeme una pieza de cerámica que hagas este fin
de semana.
Capítulo 5

Charlotte

Aquel lugar hacía que mi anterior oficina pareciera un vertedero.


Por la ropa que llevaba el día que la conocí y la elegante tarjeta de
negocios que me había dado, con las letras estampadas en dorado, era
evidente que la empresa de Iris Locklear iba bien. Pero no tenía ni idea de
que fuera tan grande.
Miré a mi alrededor en la zona de la recepción con gran asombro. Los
ventanales enormes, del suelo al techo, daban a Park Avenue y una lámpara
gigante iluminaba todo el espacio, que era impresionante. De hecho, el
vestíbulo del edificio era más grande que mi apartamento. Una morena
atractiva me llamó mientras yo miraba por la ventana, anonadada. Traté de
disimular mi nerviosismo al dirigirme hacia ella.
—Hola, Charlotte. Me llamo Liz Talbot. Soy la directora de recursos
humanos. La señora Locklear me ha dicho que hoy es tu primer día. Ahora
está reunida, pero llegará en una hora más o menos. ¿Te parece bien si te
enseño la oficina y rellenamos todo el papeleo del contrato mientras tanto?
—Perfecto, sí. Gracias.
Locklear Properties ocupaba toda la planta y empleaba a más de cien
personas, incluidos cuarenta administradores de la propiedad, treinta
agentes inmobiliarios, un departamento de marketing de diez personas y
docenas de administrativos. Iris no bromeaba al decir que había ascendido a
base de trabajo duro. Después del grand tour por las oficinas, nos dirigimos
al despacho de Liz, que me dio un expediente con mi nombre, lleno de
papeles que cumplimentar.
—Te acompañaré a tu despacho y, luego, puedes dedicarte a rellenar la
documentación. Aquí tienes el contrato de trabajo y toda la información
sobre los distintos planes de seguro médico entre los que puedes escoger,
sobre nuestras opciones para los planes de pensiones privados, tus
formularios para Hacienda, el W-4, el I-9… Necesitaré que rellenes estos
antes del miércoles. Se cobra el día uno y quince de cada mes. —Se dio
unos golpecitos en el labio con el índice—. Creo que se me olvida algo,
pero es lunes y solo he tomado una taza de café, así que es probable que
más tarde te llame, cuando lo haya recordado.
Liz abrió un cajón de su mesa y sacó una ristra de llaves antes de
acompañarme a mi puesto de trabajo. Abrió la puerta de un despacho y
encendió la luz.
—Este es tu despacho. Pediré una placa con tu nombre para la puerta y
te enviaré un juego de llaves adicional esta tarde.
—Ajá. Creo que me confundes con otra persona.
Frunció el ceño.
—¿Eres Charlotte Darling, verdad?
—Sí. Pero pensaba que trabajaría en algún cubículo de la planta. Esto
parece un despacho para ejecutivos. Tiene hasta un sofá.
Una mirada de comprensión se pintó en su rostro.
—Vale. —Soltó una risita—. Llevo trabajando tanto tiempo aquí que se
me olvida que algunas cosas de esta empresa pueden sorprender a
cualquiera. La asistente ejecutiva de la señora Locklear se ocupa de todas
las necesidades personales de la familia Locklear. Tendrás acceso a mucha
información confidencial y personal, y la familia es muy discreta. No
quieren que esa información circule por la zona de los cubículos, donde
todo el mundo tenga acceso a ella.
—Oh, vale, eso tiene sentido.
No obstante, me parecía un despacho muy grande para una asistente.
Pero ¿quién era yo para quejarme por tener un despacho elegante para mí
sola en Park Avenue? Todo parecía demasiado bueno para ser verdad; un
trabajo donde podía aprender de alguien como Iris, un salario con cobertura
sanitaria y plan de pensiones, y ningún miembro de la familia Roth en el
horizonte. Aunque había disfrutado de mi tiempo en la empresa de la
familia de Todd, siempre tuve la sensación de que la gente pensaba que
había obtenido mi puesto gracias al hombre que dormía en mi cama. Iris me
había dado mucho más que un trabajo cuando nos conocimos y estaba
decidida a demostrarle que no se había equivocado.
—Te dejo a solas para que te organices. Ya sabes dónde está mi
despacho, si necesitas algo. Mi extensión es la 109, por si tienes cualquier
duda.
—Uno, cero, nueve. De acuerdo, gracias.
Liz sonrió y se marchó hacia la puerta. Se detuvo cuando llegó al sofá y
pasó la mano por encima.
—Por cierto, un aviso, de mujer a mujer. Max es un donjuán. Seguro
que antes de que acabe el día te lo encuentras tirado aquí, tratando de ligar
contigo. Pero es inofensivo, no dejes que te asuste.
—¿Max?
—El nieto de la señora Locklear. No viene muy a menudo, pero sí suele
hacerlo los lunes. Creo que su fin de semana dura de martes a domingo. Él
y su hermano se encargan de las ventas inmobiliarias del negocio. Bueno,
sobre todo su hermano. La señora Locklear gestiona propiedades. Son
empresas separadas, con nombres distintos, pero gran parte de los
empleados, como tú y como yo, trabajan para ambas.
—Ah, vale. Gracias por avisar sobre Max.
Cuando Liz me dejó a solas, la cabeza me daba vueltas. Me tomé un
minuto para tranquilizarme, inspiré profundamente varias veces y, luego,
me puse manos a la obra con el papeleo. Iris y yo ni siquiera habíamos
hablado del salario. Así que, por supuesto, sentía curiosidad por mi nuevo
puesto y lo que iba a cobrar. Cuando lo vi, di las gracias por estar sentada.
«¡Setenta y cinco mil dólares anuales!». Mucho más de lo que ganaba
cuando trabajaba para los Roth. Todo me parecía un sueño.
Justo casi una hora después, la mujer que me había colocado en un
nuevo camino en mi vida llamó a la puerta de mi despacho.
Me levanté.
—Iris. Eh… Señora Locklear. —Me fijé en que Liz se había referido a
ella así.
—Llámame Iris, querida. ¿Qué tal estás hoy?
Pensé que quizá le preocupaba que fuera emocionalmente inestable.
—Bien. No voy a sufrir ninguna crisis aquí, se lo prometo. Por lo
general, soy una persona bastante equilibrada.
Su sonrisa delataba un punto de diversión.
—Me alegra oír eso. ¿Liz te ha enseñado ya las oficinas?
—Sí. Y mi despacho es precioso.
—Gracias.
—También me ha dado toda esta documentación que tengo que rellenar.
Todavía no he acabado, pero puedo terminarlo esta noche.
—Tranquila, tómate tu tiempo y, cuando acabes, pásate por mi
despacho. De todos modos, tengo algunas llamadas que hacer. Te explicaré
cuáles serán tus tareas. ¿Te han presentado a mis nietos ya?
—Todavía no. Las puertas de sus despachos estaban cerradas cuando
hemos ido a verlos. Liz ha dicho que aún no habían llegado, pero que no
tardarían en hacerlo.
—Estupendo. Ya te los presentaré después. Nos vemos en un rato.
Estaba a punto de salir cuando, de repente, recordé algo:
—¡Iris!
—¿Sí? —dijo, y se volvió hacia mí.
Abrí el cajón donde había guardado mi enorme Michael Kors y saqué
un bulto envuelto en papel de periódico.
—Te hice esto el fin de semana. ¿Recuerdas que me dijiste que querías
una pieza de cerámica?
Iris volvió a acercarse a mi mesa mientras yo desenvolvía el jarrón que
había hecho para ella. Como hacía tiempo que no practicaba, había
necesitado una docena de intentos para obtener el resultado que buscaba,
pero, al final, lo había conseguido. Me había pasado todo el fin de semana
en el taller al que iba, el Painted Pot. Lo había cocido y pintado, pero aún
tenía que barnizarlo y pasarlo por el horno otra vez.
—Todavía no está terminado. Aún tengo que pulirlo y cocerlo, pero
quería que lo vieras y supieras que lo he hecho para ti.
Iris tomó el jarrón entre sus manos. Lo había pintado con vibrantes iris
de color púrpura. Me gustaba cómo había quedado, pero, de pronto, me
sentí nerviosa. Sobre todo porque el despacho estaba lleno de objetos
mucho más elegantes.
—Es magnífico. ¿De veras lo has hecho tú? —Giró el jarrón para
observarlo mejor.
—Sí. No es mi mejor obra. Hacía mucho tiempo que no iba al taller.
Me miró.
—Entonces me muero de ganas por ver lo mejor que eres capaz de
hacer, Charlotte. Esto es impresionante. Mira qué detalle, las sombras de las
flores y la delicada forma… Esto no es una simple pieza de cerámica, es
una obra de arte.
—Gracias. No está acabado, pero quería que supieras que había
cumplido con mi palabra y que lo había hecho.
Me lo tendió de nuevo.
—Significa mucho para mí. Suelo guiarme por mis instintos y veo que
no me he equivocado contigo. Creo que hoy es tu primer día de una vida
llena de grandes cosas.
Después de que se marchara, seguí flotando en una nube durante un
buen rato. Rellené toda la documentación que Liz me había entregado y
decidí ir a por pañuelos de papel para envolver el jarrón, antes de cubrirlo
de nuevo con el papel de periódico. El material todavía no estaba esmaltado
y, en la parte de abajo, había una pequeña mancha de tinta, que debía de ser
del periódico. No quería que volviera a pasar, así que me llevé el jarrón para
intentar limpiarlo antes de guardarlo de nuevo.
Salí de mi despacho, giré a la izquierda para ir a la cocina y me percaté
de que ya me había equivocado de dirección. Me detuve y giré para volver
atrás. Sin embargo, lo hice sin mirar y me di de bruces con alguien.
El jarrón rebotó en mis manos cuando choqué contra un torso duro. Casi
había logrado enderezarme sin que se me cayera al suelo el resultado del
esfuerzo que había invertido durante todo el fin de semana. Pero, entonces,
cometí el error de mirar con quién había chocado y el jarrón se me resbaló
de las manos, al tiempo que me caía de culo al suelo.
«Joder…».
El hombre se acuclilló delante de mí.
—¿Está bien?
Solo pude parpadear por toda respuesta; no supe qué decir, rodeada por
un montón de pedazos de cerámica.
Tenía un aspecto muy distinto sin el ceño fruncido y la expresión
despectiva, tanto que llegué a preguntarme si me había equivocado de
persona. Quizá solo era alguien muy parecido a… Pero, entonces, él
también me reconoció. Una sonrisa lenta y casi feroz se instaló en su
atractivo rostro.
No se trataba de ningún error. El hombre que me había alterado por
segunda vez hasta el punto de quedarme sin aliento era…, sin duda, Reed
Eastwood.
Capítulo 6

Reed

Parpadeé varias veces, pero no sirvió de nada. Seguía allí. No eran


imaginaciones mías.
Era ella.
Estaba en mi oficina.
La rubia de pelo platino.
Con ojos azules como el hielo.
La Barbie nórdica del otro día, Charlotte Darling, estaba en el suelo
frente a mí y parecía asustada, como si hubiera visto un fantasma. Me
levanté, le tendí la mano y la ayudé a ponerse en pie.
«Si le doy tanto miedo, ¿por qué me acosa de este modo?».
No tuve mucho tiempo para pensar antes de decir:
—¿El circo ha venido a la ciudad, señorita Darling? No recuerdo haber
comprado entradas para su espectáculo itinerante. ¿Qué hace aquí?
—Yo… Eh… —Sacudió la cabeza como si saliera de una neblina y se
llevó la mano al pecho—. Reed… Eastwood. ¿Qué hace aquí?
«¿A qué juega?».
—¿Me está preguntando qué hago en mi propia empresa? ¿Quién la ha
dejado entrar?
Azorada, miró hacia abajo y se ajustó la falda.
—Trabajo aquí.
«¿Qué?».
El corazón me latía a todo trapo.
Aunque le había permitido visitar el ático de lujo para castigarla por la
pérdida de tiempo que me había supuesto, después lamenté haber sido tan
duro con ella. Sin embargo, en ese momento justificaba por completo mi
actitud.
—Francamente, el otro día, cuando salió corriendo de la Millenium, me
dio un poco de pena. Pero venir aquí es harina de otro costal. ¿Cómo ha
pasado por el control de seguridad?
Creo que fue la palabra «seguridad». La mujer que hacía unos segundos
se encogía en el suelo se enderezó de pronto y me miró furiosa. Debería
haber recordado que la simple mención de la palabra «seguridad» la haría
perder los papeles.
Se inclinó hacia mí y levantó la voz.
—Deje de amenazar con llamar a seguridad. ¿Acaso no ha oído que
trabajo aquí?
El olor de algo dulce en su aliento me desconcentró por un instante.
«Dónut con azúcar, quizá». Aparté enseguida la idea de mi cabeza al ver
que cerraba los ojos y empezaba a mover los dedos frenéticamente como si
estuviera tecleando. De hecho, era exactamente lo que hacía: tecleaba en el
aire.
Tenía que preguntar.
—¿Se puede saber qué hace?
Continuó tecleando mientras respondía:
—Tecleo todas las cosas que tengo ganas de decirle, para sacármelas de
la cabeza sin tener que pronunciar las palabras. Y créame, es lo mejor para
los dos. —Siguió tamborileando los dedos en el aire.
No pude evitar reírme por lo bajo.
—¿Prefiere que la confundan con una loca en lugar de decir lo que
piensa?
Dejó de mover los dedos.
—Sí.
—No se olvide de pulsar la tecla «Enviar» —me burlé.
A Charlotte no pareció divertirle mi sarcasmo.
—Decirle lo que pienso no sería profesional. No quiero perder el trabajo
en mi primer día.
—Veo que aprendió mucho sobre profesionalidad en Tus Huevos.
—Que le den.
—Vaya, creo que ahora necesita la tecla «Borrar».
«Joder». En realidad, me metía con ella porque disfrutaba al verla saltar.
Debía recordarme a mí mismo que estaba en la oficina sin permiso.
—Vuelva a explicarme cómo ha entrado en estas oficinas, señorita
Darling. Porque tengo clarísimo que no trabaja aquí. Esta es mi empresa y
le aseguro que, si la hubiera contratado, lo sabría.
Mi abuela apareció y nos interrumpió:
—En realidad, es mi empresa. —Entonces, se volvió hacia Charlotte y
añadió—: Te pido disculpas por el comportamiento de mi nieto, querida.
—¿Nieto? —Charlotte me señaló con el dedo índice y nos miró
alternativamente a mi abuela y a mí—. ¿Este hombre es… tu nieto? ¡Este es
el tipo del que te hablé en el baño el otro día! ¡El agente inmobiliario
engreído y pretencioso!
—Lo siento, Charlotte. No sumé dos más dos. —A pesar de sus
palabras, mi abuela no parecía sorprendida en absoluto—. Jamás habría
imaginado que Reed pudiera ser el idiota condescendiente que describiste.
—¿Baño? ¿De qué habláis? —pregunté.
Charlotte empezó a explicar:
—Cuando salí corriendo del apartamento de la torre Millenium, fui al
baño. Allí me encontré con Iris. Obviamente, no tenía la menor idea de que
fuera tu abuela. Vio que estaba nerviosa y llorando. Le conté todo lo que
había pasado durante la visita al ático. Nos quedamos allí un rato charlando
y, después, me ofreció el puesto de asistente personal.
«No puede ser, joder».
«No, no, no». Aquella mujer estaba loca de atar. De ninguna manera
tendría acceso a mi agenda personal ni estaría al tanto de mis idas y
venidas.
—Abuela, ¿podemos hablar un momento en mi despacho, por favor?
—Por supuesto. —Sonrió antes de mirar a Charlotte, que se había
inclinado para recoger los pedazos del jarrón roto—. Charlotte, ¿por qué no
vuelves a tu despacho y te familiarizas con la base de datos de la empresa?
Ya he pedido a Stan, del departamento de informática, que vaya a ayudarte
por si tienes alguna duda. Siento que el precioso jarrón que hiciste para mí
se haya roto. No hace falta que lo recojas, puedo pedirle a otra persona que
se ocupe de limpiar esto.
—No pasa nada, ya tengo casi todos los pedazos. Aunque quizá haya
que pasar la aspiradora, por si quedan astillas. —Se enderezó y tiró el jarrón
hecho añicos en una papelera antes de volver a mirarme enfadada—. Quizá
Stan pueda instalarle un chip de sensibilidad a su nieto, porque parece que
le hace falta.
Chasqueé los dedos.
—Debieron de olvidarse de hacerlo cuando me instalaron el detector de
mentirosas.
«Tengo que dejar de disfrutar con esto de una vez».
Charlotte me observó un instante antes de darse la vuelta y alejarse de
mí. Una extraña sensación me burbujeaba en el pecho mientras
contemplaba sus mechones de pelo rubio balanceándose al ritmo de sus
pasos al marcharse. Sabía que era un sentimiento de culpa. Mi reacción
había sido la esperada, dado que la chica estaba como un cencerro, pero, de
algún modo, ahora me sentía como un completo imbécil.
Mi abuela me siguió hasta el despacho sin abrir la boca.
Tras cerrar la puerta, dije:
—Sabes que vas a tener un buen día cuando tu propia abuela te llama
idiota.
—Bueno, a veces te comportas como un idiota. —Parecía divertida ante
mi enfado—. Es guapa, ¿verdad?
«Claro, si te parece guapa una chica con ojos expresivos, labios
carnosos y el cuerpo de una pin-up de los años cincuenta. Más bien es como
la kryptonita».
La belleza física de Charlotte era innegable. Pero de ninguna manera iba
a reconocerlo; su «locura» eclipsaba toda la belleza.
Hice una mueca.
—Abuela…, ¿qué estás tramando?
—Creo que sería una excelente trabajadora en tu equipo.
Señalé hacia la puerta y grité:
—¿Esa mujer? Esa mujer no tiene nada de experiencia. Por no
mencionar que está loca de atar y que es una mentirosa. Deberías haber
visto el montón de sandeces que escribió en su solicitud para visitar el ático
de la torre Millenium.
Sonrió con actitud burlona.
—Surf de perros. Lo sé.
—¿Lo sabes y, aun así, la has contratado? —Empecé a pasearme por el
despacho, con la tensión por las nubes—. Lo siento, pero entonces la que
está mal de la cabeza eres tú. ¿Cómo puedes pretender darle acceso a
nuestra información personal y profesional más delicada?
Mi abuela tomó asiento en el sofá que había frente a mi mesa y
contestó:
—No sabía lo que hacía cuando rellenó esa solicitud; ni siquiera
recordaba haberlo hecho. Estaba borracha y no fue más que una tontería.
Todos hemos tenido noches así, al menos yo. No voy a contarte todo lo que
hablamos, porque eso queda entre Charlotte y yo, pero tenía razones para
actuar como lo hizo. Y vi algo en ella que me recordó a mí misma. Creo
que tiene un espíritu fuerte y que posee el tipo de energía vibrante que
necesitamos aquí.
«¿Está de broma?».
«Vibrante».
Charlotte me recordaba a la cegadora luz del sol cuando te despiertas
con resaca. Vibrante, sí, tal vez; pero de lo más inoportuna.
Mi abuela era una persona amable y empática, siempre veía el lado
bueno de las personas. Lo respetaba, pero me pregunté si no la estaban
manipulando.
—Es una mentirosa —repetí.
—Mintió, pero no suele mentir. Hay una diferencia. Cometió un error.
Charlotte se confesó conmigo, una completa desconocida. No tenía por qué
hacerlo. Es una de las personas más honestas que he conocido jamás.
Me crucé de brazos y sacudí la cabeza con incredulidad.
—No puedo trabajar con ella.
—No voy a cambiar de opinión sobre su puesto de trabajo, Reed. Tienes
dinero de sobra para contratar a tu propio asistente personal si no quieres
compartir a la de la familia, pero no pienso despedirla.
—Tendrá acceso a mi información personal. ¿No crees que debería
tener voz y voto al respecto?
—¿Por qué? ¿Tienes algo que ocultar?
—No, pero…
—¿Sabes qué creo?
—¿Qué? —respondió.
—Hace mucho tiempo que no te he visto apasionarte tanto con nada. De
hecho, desde el concierto de Navidad en Carnegie Hall.
—¿Quieres hacer el favor de no recordármelo?
Le encantaba hablar de mi breve etapa en el coro infantil. Me gustaba
muchísimo cantar aquellas canciones tan alegres, hasta que empecé a
madurar y comprendí que el coro era un pasatiempo que solo me daría
disgustos y la reputación de friki. Lo dejé, y mi abuela seguía insistiendo en
que había abandonado mi vocación.
—Para bien o para mal, esa chica te saca de tus casillas —contestó.
Miré por la ventana y observé el tráfico en la calle, negándome a
reconocer que hubiera el menor ápice de verdad en sus palabras. Empecé a
sudar y respondí:
—No seas ridícula…
Pero mi abuela me conocía bien. En el fondo, sabía que tenía razón. La
verdad era que Charlotte había despertado algo en mí. En el exterior, se
manifestaba como ira, pero dentro de mí sentía una emoción indescriptible.
Sí, era cierto que no me había gustado que me hiciera perder el tiempo ese
día. Pero, para cuando estalló y se marchó corriendo, me había
impresionado de una manera inexplicable. No había dejado de pensar en
ella durante toda la noche. Me preocupaba haber sido demasiado brusco o
haberle provocado una crisis nerviosa sin querer. Me la imaginaba huyendo
por Manhattan, con la máscara de pestañas corrida y tropezando con sus
propios pies a causa de los enormes tacones que llevaba. Al final, había
dejado de pensar en ella, hasta que, literalmente, nos topamos. Y de repente,
esa extraña energía brotó a la superficie de nuevo en forma de ira. Pero ¿por
qué? ¿Por qué me importaba lo bastante como para sacarme de quicio?
Mi abuela interrumpió mis pensamientos.
—Sé que lo que ocurrió con Allison te afectó mucho. Que tu espíritu se
apagó. Sin embargo, es hora de pasar página.
Sentí una punzada de dolor en el estómago al oír el nombre de Allison.
Ojalá mi abuela no la hubiera mencionado.
Continuó:
—Necesitas un cambio de aires. Y dado que no piensas irte a ninguna
parte, he pensado en traerte ese cambio de aires contratando a Charlotte.
Prefiero verte discutir con ella que solo y encerrado en tu despacho.
—No puedo discutir con alguien que teclea en el aire para demostrar
que tiene razón.
—¿Cómo?
—Por favor, ¿no has visto lo que hacía? —No pude evitar reírme—. Ha
dicho que no quería decirme lo que pensaba para no perder el trabajo y se
ha puesto a teclear lo que tenía en mente en el aire, para desahogarse. Esa es
la loca a la que has contratado.
Mi abuela echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
—Pues me parece una idea genial, la verdad. Algunos políticos deberían
aprender de ella. No está nada mal pensar antes de hablar, aunque eso
suponga teclearlo en lugar de decirlo en voz alta. A eso me refiero, es única.
Entrecerré los ojos.
—Sí, claro. Única.
Su expresión se suavizó mientras me ponía la mano en el hombro.
—Hazme un favor e intenta, al menos, hacer que se sienta bienvenida
en la empresa.
—Como si tuviera elección… —dije, con un suspiro de exasperación.
—Me tomaré eso como un sí. Puedes practicar en los Hamptons
mañana. Irá contigo para ayudarte con la propiedad de Bridgehampton,
porque Lorena estará fuera toda la semana. Normalmente, la asistente
personal la sustituye cuando ella no puede atender las visitas a las
propiedades.
«Genial. Todo un día con ella».
Se levantó y se dirigió a la puerta, no sin antes volverse por última vez.
—Charlotte sabe lo que es que te rompan el corazón. Tienes más en
común con ella de lo que piensas.
Siempre que mi abuela mencionaba mi relación con Allison, me
irritaba. Aquello no solo no tenía nada que ver con lo que estábamos
hablando, sino que también me obligaba a pensar en cosas que trataba
desesperadamente de dejar atrás. Había intentado por todos los medios
olvidar el dolor que me había causado el fin de esa relación.
Miré por la ventana buena parte de la siguiente media hora, sin hacer
nada, mientras me mentalizaba de que ahora Charlotte trabajaba allí. Era
una coincidencia de lo más extraña. Y sabía que no podríamos trabajar
juntos sin llevarnos la contraria continuamente.
Decidí ir a su despacho para establecer algunas reglas básicas y
explicarle qué esperaba de ella durante el día en que estaría a mis órdenes.
«A mis órdenes».
Me deshice rápidamente de la visión fugaz de su diminuto cuerpo. Eso
era lo complicado de despreciar a alguien que era físicamente atractivo. La
mente y el cuerpo libraban una batalla permanente que, en circunstancias
normales, habría ganado el cuerpo.
Pero aquellas no eran unas circunstancias normales. Charlotte Darling
estaba lejos de ser normal, y yo debía estar en guardia.
Dispuesto a decirle lo que pensaba, me encaminé por el pasillo hasta su
despacho e inspiré profundamente antes de abrir la puerta sin llamar.
Me sorprendí al ver a mi hermano, Max, tumbado en el sofá, aunque no
debería haberlo hecho. Aquel era el modus operandi de Max: se había
presentado corriendo en el despacho de la nueva asistente para
impresionarla.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor Eastwood? —preguntó ella con
frialdad.
Max esbozó una sonrisa divertida.
—Charlotte, sé que ya os conocéis, pero deja que te presente
formalmente a mi hermano mayor, es decir, el malvado dueño y señor de
todo esto. Reed.
«Genial. Ken el Ligón no ha perdido ni un minuto con la Barbie
nórdica».
Capítulo 7

Charlotte

El ambiente cambió por completo en cuanto Reed entró en mi despacho.


Era el tipo de atmósfera que me recordaba a cuando estaba en la escuela y
la profesora de repente apagaba las luces para calmarnos a todos. La
diversión había llegado a su fin.
De pronto, noté que me sudaban las palmas de las manos.
Di un sorbo al macchiato de caramelo con hielo que Max me había
traído del Starbucks frente a la oficina y traté de mantener la compostura,
aunque sin mucho éxito. No había nada en Reed que no me intimidara: su
estatura, su pajarita, sus tirantes y su profunda voz. Pero lo que me
resultaba más intimidante era el hecho de que sospechaba que me odiaba.
Sí, así era.
Su hermano, Max, en cambio, era todo lo contrario: encantador y
cercano. Si esto fuera un instituto y no una enorme empresa, Max sería el
payaso de la clase y Reed, el profesor gruñón.
Max había contribuido por un momento a que olvidara la reprimenda de
Reed, pero la tregua había acabado.
Reed lanzó una mirada de reprobación a Max y dijo:
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué crees que hago? Dar la bienvenida a nuestra nueva empleada,
que es más de lo que has hecho tú.
Reed lo miró como si quisiera clavarle un puñal. Parecía todavía más
molesto porque hubiera compartido con Max el incidente de antes, pero no
había podido evitarlo. Max me había preguntado qué me pasaba y yo había
decidido contarle la verdad. Lo que me pasaba era Reed Eastwood.
En cambio, el Eastwood más joven me había dicho que no me tomara
como algo personal lo que su hermano mayor hiciera o dijese, porque, a
veces, Reed también lo trataba con severidad. Me aseguró que Reed no era
ni la mitad de duro de lo que parecía, pero que, por lo visto, había tenido un
año horrible. Me resultaba difícil creer que fuese la misma persona que
había escrito aquella dulce nota azul. Y eso me hizo pensar en Allison. ¿Lo
habría dejado por su actitud? Desde luego, era una posibilidad que cada vez
me parecía más plausible. Me sentí ligeramente culpable por estar al tanto
de su fallido compromiso y que él no tuviera la menor idea de que había ido
en su busca.
Reed hizo un gesto en dirección a su hermano.
—¿No tienes nada que hacer, Max? No sé, ir a que te abrillanten los
zapatos o algo.
Max se cruzó de brazos.
—No. De hecho, tengo el día libre.
—Menuda sorpresa.
—Vamos… Ya sabes que soy el presidente del comité de bienvenida. —
Max dio un sorbo a su café y se acomodó todavía más en el sofá de cuero
negro.
—Resulta muy curioso lo selectivo que es ese comité. No has ido a dar
la bienvenida al nuevo contable que ha empezado a trabajar hoy.
—Era mi siguiente visita en la ronda.
—Ya. —Reed lanzó una mirada de escepticismo a su hermano.
Los dos eran similares, pero con diferencias. Aunque guardaban cierto
parecido y ambos eran muy guapos, Max tenía el pelo más largo y parecía
más salvaje y libre, con una sonrisa que daba a entender que todo le
importaba un ardite. Reed era más formal y siempre parecía enfadado. No
solía sentirme atraída por ese tipo de hombre, pero había algo inalcanzable
en él que me llamaba la atención. Con su constante coqueteo, Max me había
dejado claro que, si quería, seguramente tenía el camino libre con él, pero,
de algún modo, eso le hizo perder interés. Por contra, ni siquiera estaba
segura de si Reed me odiaba o no, pero su misteriosa personalidad me
cautivaba.
—Bueno, pues lo siento, pero necesito hablar con Charlotte —contestó
Reed—. Sobre un asunto de trabajo de verdad, a diferencia de tu visita de
ahora. Así que déjanos a solas, por favor.

***

Me incorporé en la silla mientras Reed cerraba la puerta tras su hermano. A


diferencia de Max, no se sentó en el sofá. No, este hermano prefirió
quedarse de pie con los brazos cruzados mientras me miraba con desprecio.
Y no pensaba soportarlo ni un segundo más. Me levanté, me quité los
zapatos de tacón y me subí a la silla.
—¿Se puede saber qué hace? —preguntó con los ojos entrecerrados.
Imitando su postura, me crucé de brazos y lo miré con desdén.
—Lo miro igual que usted a mí.
—Bájese de ahí.
—No.
—Señorita Darling, bájese de esa silla antes de que se caiga y se haga
daño. Estoy seguro de que sus largos años como profesora de surf de perros
le hacen creer que es capaz de aguantar incólume en una silla con ruedas,
pero le aseguro que, si se cae y se rompe la crisma contra el borde de la
mesa, se hará daño.
Dios, era un capullo presuntuoso.
—Si quiere que me baje, tendrá que sentarse para hablar conmigo.
—De acuerdo. Baje, por favor —respondió entre suspiros.
Decidí fingir que me caía antes de bajarme, y Reed dio un salto y se
plantó a mi lado para sujetarme.
«Vaya, vaya. El señor Maligno tiene un lado caballeresco». No pude
evitar sonreír.
—Lo ha hecho a propósito —comentó, enfadado.
Salté y señalé las dos sillas que había frente a mi mesa.
—¿Por qué no nos sentamos, señor Eastwood?
Murmuró algo ininteligible, pero tomó asiento.
Coloqué las manos sobre la mesa y le obsequié con una amplia sonrisa.
—Dígame, ¿de qué quiere que hablemos?
—De nuestro viaje de mañana.
Iris había mencionado que tenía que ir a enseñar una casa en el este de
la ciudad mañana, pero, como no tenía ni idea de que su nieto era quien era,
no había caído. «Perfecto, un día entero con un tío que me odia». Y yo que
pensaba que había empezado mi nuevo trabajo con buen pie… En lugar de
eso, tendría encima a un hombre que se moría de ganas de perderme de
vista, como un halcón, observándome hasta que cometiera el más mínimo
error.
—¿Qué información quiere darme del viaje? —pregunté, con un
bolígrafo y una libreta para tomar notas.
—Para empezar, saldremos a las cinco y media en punto.
—¿De la mañana?
—Sí, Charlotte. Por lo general, a la gente le gusta visitar las propiedades
grandes, con muchas hectáreas, cuando todavía hace sol.
—No hace falta que sea tan condescendiente. Tan solo soy nueva,
¿sabe?
—Sí, soy plenamente consciente de ello.
Puse los ojos en blanco y escribí «cinco y media» en mi cuaderno de
notas, y añadí en mayúsculas y subrayé dos veces «EN PUNTO».
—A las cinco y media —repetí—. De acuerdo. ¿Quiere que quedemos
en la estación de tren?
—Iremos en coche.
—De acuerdo.
—Tengo una llamada telefónica a las siete de la mañana con un cliente
de Londres. Cuando Lorena y yo pasamos el día fuera atendiendo visitas,
suelo conducir yo durante la primera hora. Cuando llegamos al final de la
autopista, desayunamos y ella me releva, para que yo me ocupe de las
llamadas y me ponga al día con los correos electrónicos antes de llegar a la
propiedad.
—Eh… Yo no conduzco.
—¿Qué quiere decir?
—Que no tengo carnet de conducir, así que no podremos hacer turnos.
—No, si ya lo he entendido. Solo me preguntaba cómo es posible que
una mujer de veintitantos años no tenga carnet de conducir.
Me encogí de hombros.
—No me ha hecho falta hasta ahora. Mucha gente que vive en la ciudad
no conduce.
—¿Nunca ha intentado sacárselo?
—Está en mi lista de pendientes.
Reed exhaló otro suspiro audible y negó con la cabeza.
—De acuerdo. Conduciré yo. Envíeme por correo electrónico su
dirección y la recogeré allí. Esté lista a en punto.
—No.
—¿Cómo que no?
Supuse que era un hombre que no estaba acostumbrado a oír la palabra
«no» muy a menudo.
—Quedemos en la oficina, mejor.
—Es más fácil que pase a recogerla por su casa, a esa hora.
—No pasa nada. No me siento cómoda pensando que sabe dónde vivo.
Reed se frotó la cara con las manos.
—Es consciente de que puedo acceder a su dirección en la base de datos
de recursos humanos en cualquier momento, ¿verdad?
—No es lo mismo. Hay una gran diferencia entre saber dónde vivo y
enseñarle dónde vivo.
—¿Qué diferencia?
—Bueno… —Me recliné en la silla y señalé la ropa que llevaba puesta
—. Ahora mismo, sabe que estoy desnuda debajo de toda esta ropa, pero
eso no significa que tenga que enseñarle los pechos.
Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa mientras deslizaba los
ojos por el sutil escote de mi camisa.
—No creo que se parezca en absoluto, pero como quiera.
Reed tenía la habilidad de ponerme nerviosa con una mirada. Me erguí
y agarré el bolígrafo y el cuaderno de nuevo.
—¿Alguna cosa más?
—Vamos a enseñar la casa de Bridgehampton a dos familias. Es una
residencia valorada en siete millones de dólares y nuestros clientes esperan
discreción. Tendrá que quedarse en la puerta de la casa para evitar que nadie
más entre durante la visita. Si la segunda familia llegase demasiado pronto,
su cometido es llevarlos a la salita que hay en la parte delantera de la casa,
justo al lado del vestíbulo principal, y procurar que se queden allí.
—De acuerdo, no hay problema.
—Asegúrese de que las mesas del catering se coloquen en esa
habitación, para que pueda ofrecer un refrigerio a los clientes mientras
esperan. Por supuesto, nada más llegar, debe ofrecerles algo de beber a las
dos familias, pero también es una manera discreta de lograr que los clientes
que llegan antes se desplacen a otro espacio, mientras yo termino con la
visita en curso.
—¿Catering?
—Sí, de Citarella. Tiene todos sus datos en el directorio de proveedores.
Descargue la información de contacto en su móvil, por si surgiera algún
problema.
Ladeo la cabeza y pregunto:
—Y ¿por qué contratamos un catering para las visitas de
Bridgehampton? El ático que fui a ver era más caro que esta mansión.
Reed sonrió con una actitud burlona.
—Porque le dije a Lorena que no le ofreciera nada, dado que ya sabía
que no iba a comprar nada de nada.
—Vaya.
—Sí, vaya. Y por favor, vístase adecuadamente. Nada ceñido que pueda
distraer.
Eso me ofendió. Yo siempre iba vestida de manera apropiada al trabajo.
—¿Distraer? ¿Qué quiere decir? ¿Y distraer a quién, a ver?
Reed se aclaró la garganta.
—No importa. Vístase con algo como lo que lleva puesto ahora. Es una
jornada de trabajo, no una excursión a los Hamptons. Y no repita «a ver».
—¿Cómo?
—No denota una buena gramática.
Puse los ojos en blanco.
—Dios, debió de ir a un internado de esos que son solo para chicos,
¿verdad?
Reed ignoró mi comentario.
—Hay un folleto sobre la propiedad en su carpeta. Debería
familiarizarse con los detalles de la residencia, por si le preguntan algo
concreto y yo no estoy disponible.
—Vale, ¿algo más? —pregunté, y anoté lo que dijo.
Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó su móvil.
—Necesito su número de móvil, por si hubiese algún cambio de planes.
Empecé a teclear.
Nombre propio: Charlotte.
Apellido: Darling.
Empresa:… Esbocé una sonrisa interior mientras sopesaba la idea de
escribir «Tus Huevos», pero luego rectifiqué. Al menos, creía haber
sonreído para mis adentros.
—¿Qué hace? —preguntó Reed, y estiró el cuello para mirar la pantalla.
—Nada.
—Entonces, ¿por qué me ha parecido ver que esbozaba una sonrisa
maligna?
Le tendí el móvil.
—Mi abuela siempre decía que una dama debe sonreír como un ángel y
guardarse sus pensamientos malignos para sí.
Se levantó, entre gruñidos.
—No me extraña que Iris y usted se entiendan a la perfección.
Sin decir que la conversación había terminado, Reed se encaminó a la
puerta.
—Por cierto, iba mirando el móvil cuando nos hemos chocado esta
mañana. Mi abuela me ha dicho que llevaba un jarrón en las manos y que se
le ha roto. Tráigame el recibo y le reembolsaré el importe.
Negué con la cabeza.
—No hace falta. Solo me gasté unos dólares. Lo hice yo.
Enarcó las cejas.
—¿Usted?
—Sí, soy escultora. Y hago cerámica. Bueno, lo era y lo hacía. Cuando
Iris y yo nos encontramos en el baño, se lo conté y le dije que era algo que
echaba de menos. Me animó a retomarlo, a recuperar la costumbre de hacer
cosas que me hacen feliz. Así que pasé el fin de semana en el torno de
cerámica, haciéndole ese jarrón. Era para ella. Llevaba varios años sin
hacerlo y la verdad es que Iris tenía razón. Tengo que concentrarme en las
cosas que me hacen feliz en lugar de lamentarme por un pasado que no
puedo cambiar. Y trabajar en ese jarrón fue un primer paso en la dirección
correcta.
Reed me miró con una expresión indescifrable y, luego, se giró y se
marchó sin decir palabra. «Será idiota…». Un idiota guapo y arrogante que
resultaba igual de atractivo de espaldas que cuando me miraba.

***

Más tarde, me fijé en una nota azul que había sobre mi escritorio. No supe
qué hacer y, antes de cogerla, medité durante unos segundos. Era del mismo
tono azul que la nota que había encontrado en el vestido de novia.
Me estremecí. Casi había olvidado aquella preciosa nota y las
emociones que había experimentado al descubrirla. No podía imaginar que
el hombre desagradable y distante que había conocido fuera el mismo que
había escrito aquellas románticas palabras. El Reed que conocía era un
hombre frío y pragmático y aquello hacía que sintiera todavía más
curiosidad acerca de lo sucedido.
Suspiré.
«Una nota azul de Reed».
«Para mí».
«Es surrealista».
En la parte superior, había un membrete en relieve que leía «De la
oficina de Reed Eastwood». Suspiré profundamente y leí el resto:

Charlotte:

Si tiene alguna pregunta más sobre Bridgehampton, no deje de


teclearla en el aire y enviármela.

Reed
Capítulo 8

Reed

Llegué al semáforo de la esquina con quince minutos de antelación.


Charlotte ya estaba allí, de pie frente al edificio. Estaba esperando a que se
pusiera verde, así tenía tiempo de contemplarla desde la distancia. Echó un
vistazo al reloj y, luego, a su alrededor, en la acera, antes de acercarse a una
botella de agua vacía que había en el bordillo. La recogió y se puso a buscar
más.
¿Qué narices hacía? ¿Buscaba botellas en las calles de Manhattan para
conseguir el centavo que le daban a uno al reciclarlas? Aquella mujer estaba
realmente loca. ¿Quién tenía tiempo para hacer algo así? La observé
mientras se dirigía a otro objeto, lo recogía, caminaba hacia otro, hacía lo
mismo… «Pero ¿qué…?».
El semáforo se puso en verde, así que giré a la derecha y me detuve en
la calle de un solo sentido que había frente a nuestro edificio. Charlotte dio
un cauteloso paso hacia atrás y, acto seguido, se inclinó para ver quién
estaba al volante. Se había pasado todo el rato recogiendo porquería
infestada de microbios de una calle de Nueva York, pero le preocupaba que
el conductor de un Mercedes S560 tuviera algún problema. Bajé la
ventanilla de cristal tintado y pregunté:
—¿Lista?
—Ah, sí. —Miró a la derecha, luego a la izquierda y levantó el índice
antes de acercarse a mitad de la manzana—. Un segundo. —La seguí con la
mirada y vi que se acercaba a una papelera y tiraba toda la basura que había
recogido. «Estupendo. No solo se dedica a limpiar las calles al amanecer,
sino que, cuando se inclina, esa falda le hace un culo increíble».
Abrió la puerta del asiento del copiloto y se metió en el coche.
—Buenos días.
«Y encima, está animada. Perfecto».
Señalé la guantera.
—Tengo toallitas.
Frunció la nariz, sin comprender.
—Para que se limpie las manos —añadí con un suspiro.
Volvió a esbozar aquella sonrisa traviesa. Levantó las manos y me
enseñó las palmas, agitándolas frente a mí.
—¿Tiene fobia a los gérmenes?
—Límpiese las manos, por favor.
Sería un día muy largo…
Puse en marcha el motor y conduje hacia el túnel mientras Charlotte
obedecía. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que salimos de la ciudad
y llegamos a los peajes del otro lado de Manhattan.
—¿No tiene uno de esos dispositivos para pasar de forma automática?
—preguntó, con la vista puesta en el enorme cartel de la cola de «SOLO
EFECTIVO» en la que me había colocado.
—Un teletac. Sí, pero la última vez que lo utilicé conduje con el otro
coche y me lo he dejado ahí.
—¿Su otro coche es una camioneta o algo así?
—No. Es un Range Rover.
—¿Para qué necesita dos coches?
—¿Por qué hace tantas preguntas?
—Vaya, no hace falta que sea tan maleducado. Solo intentaba conversar
con usted —dijo, y miró por la ventanilla.
En realidad, el Rover era de Allison. Pero no iba a mencionarla delante
de aquella mujer. Había dos coches más en la cola, así que me metí la mano
en el bolsillo para sacar un billete de veinte dólares y me percaté de que
tenía la cartera en la guantera.
—¿Le importaría sacar mi cartera de la guantera? —le pedí.
Continuó mirando por la ventanilla.
—¿Qué tal si añade un «por favor» a esa frase?
Frustrado y con solo un coche delante en la cola, me incliné
bruscamente y saqué yo mismo la cartera. Por desgracia, eso me permitió
disfrutar de una espectacular vista de las piernas bronceadas y torneadas de
Charlotte. Cerré la guantera de un golpe, malhumorado.
Tras pasar el peaje e incorporarnos a la autopista hacia Long Island,
decidí comprobar las habilidades de nuestra nueva asistente.
—¿Cuántas habitaciones y baños tiene la casa que vamos a enseñar
hoy?
—Cinco habitaciones y siete baños. Aunque no tengo ni idea de para
qué necesitaría alguien siete baños.
—¿De qué material es la piscina?
—De hormigón proyectado. También está calefactada. Y tiene la forma
de un lago de montaña, mármol italiano importado y una cascada.
Sí que había hecho sus deberes, pero no iba a dejar que saliera airosa tan
fácilmente.
—¿Extensión?
—La casa principal tiene cuatrocientos cuarenta y un metros cuadrados.
La casa de la piscina otros sesenta, y también tiene calefacción.
—¿Número de chimeneas?
—Cuatro dentro y una fuera. Todas las interiores son de gas; la exterior,
de leña.
—¿Electrodomésticos?
—Viking, Gaggenau y Sub-Zero. Además hay una nevera y un
congelador de la serie Pro Sub-Zero en la cocina y otra unidad combo en la
casa de la piscina. Y en caso de que lo dudase, las tres neveras combinadas
cuestan más que un Prius nuevo. Lo he comprobado.
«Mmm». Quería que metiera la pata, así que le pregunté algo que no
aparecía en el folleto.
—¿Y quién ha sido el encargado de la decoración?
—Carolyn Applegate, de la empresa de diseño de interiores Applegate y
Mason.
Libraba una batalla de lo más extraña en mi interior. Aunque mi
intención era ponerla en un aprieto para que cometiese un error, una parte
de mí estaba exultante por que no lo hubiera hecho.
—Y es «la encargada» —murmuró.
—¿Cómo?
—Es una mujer, por lo tanto es «la encargada».
Tuve que fingir una repentina tos para disimular mi sonrisa.
—Bien. Me alegra ver que ha hecho los deberes.
Llegamos a la residencia Bridgehampton una hora antes de la primera
visita. Los encargados del catering ya estaban allí, disponiendo todo en su
sitio. Tenía que hacer algunas llamadas y responder algunos correos
electrónicos, así que le dije a Charlotte que diera una vuelta por la casa para
familiarizarse con el terreno. Media hora después, la encontré en la sala
principal, escudriñando una pintura.
Me acerqué a ella por detrás.
—La dueña es una artista. Ninguna de sus pinturas están incluidas en la
venta de la casa.
—Sí, lo he leído. Es muy buena. ¿Sabía que visita residencias de
ancianos para escuchar las historias de cómo la gente conoció a sus maridos
y mujeres y luego pinta la imagen que ve al oír sus historias de amor? Me
pregunto si esta es una de ellas. Es tan romántica…
En el cuadro se veía a una pareja cenando en un restaurante, pero la
mujer parecía mirar a un hombre que estaba sentado en la mesa al lado de
ella, disimulando una sonrisa.
—¿Qué parte le parece romántica? ¿La mujer que mira al hombre con el
que no ha ido a cenar? ¿O la parte donde el pobre hombre al que mira no se
da cuenta de que dentro de unos meses le hará lo mismo a él?
Contemplé la pintura y me compadecí del pobre hombre sentado frente
a la mujer. «Confía en mí, amigo. Es mejor que descubras ahora que no te
es fiel».
Charlotte se giró y me miró.
—Vaya. Es usted todo corazón.
—Soy realista.
Se llevó las manos a las caderas.
—¿De verdad? Dígame algo positivo sobre mí. Un realista ve todos los
aspectos de la gente, tanto los buenos como los malos. Lo único que ve en
mí es lo negativo, desde que nos conocimos.
Charlotte era bajita, incluso cuando llevaba tacones. Y con la escasa
distancia que nos separaba, tenía una vista impresionante de su blusa de
seda. Creo que si hubiese compartido con ella los pensamientos positivos
que me venían a la cabeza en ese momento, se habría molestado. Así que di
media vuelta y me alejé de ella.
—Estaré en la cocina cuando llegue la primera visita.

***

Incluso los idiotas saben obsequiar a la gente con algún cumplido cuando es
necesario. Y quizá había sido demasiado duro con Charlotte. Pero había
algo en ella que me ponía de los nervios. Transmitía cierta inocencia que yo
no podía evitar querer destrozar y no estaba seguro de por qué.
—Lo ha hecho muy bien hoy —comenté al cerrar la puerta, y llevé la
mano hacia delante para dejar pasar a Charlotte.
Tenía un carácter redomadamente complicado, por lo que no aceptó el
elogio sin más. Se llevó la mano al oído y esbozó una sonrisa burlona.
—¿Cómo? Creo que no lo he oído bien. Tendrá que repetirlo.
—No se haga la lista conmigo. —Fuimos juntos hacia el coche. Abrí la
puerta del asiento del copiloto y esperé a que se instalara para cerrarla.
Cuando salíamos de la propiedad, pregunté:
—¿Cómo sabía todo eso de Carolyn Applegate?
La primera clienta no parecía muy convencida con el diseño interior de
la casa, pero Charlotte dejó caer algunos nombres de famosos que habían
contratado los servicios de la diseñadora que se había ocupado de la
decoración de la casa y, desde entonces, la mujer empezó a ver la finca con
otros ojos. Es posible que aquella sutil acción comercial resultara crucial
para la venta de la casa.
Desde luego, Charlotte no era normal, pero tenía que admitir que el
instinto de mi abuela casi siempre era el correcto. No había llegado tan lejos
por accidente. Iris veía el valor de la gente y parecía que no se había
equivocado con Charlotte. Quizá era yo quien había permitido que mis
sentimientos por otra rubia preciosa me nublaran el juicio.
—Google —contestó—. Busqué el nombre de los actuales propietarios
y en la página web de la diseñadora vi que habían contratado sus servicios.
Luego, investigué para qué otros clientes había trabajado. Cuando
mencioné que también había decorado la casa de Christie Brinkley, a unos
pocos kilómetros de distancia, la mirada de la señora Wooten se iluminó, así
que busqué la página con el móvil y le mostré las fotos de la casa de
Christie, donde se veía que tenía la misma tela en los cojines del sofá.
—Pues ha funcionado. Su opinión sobre la casa ha cambiado gracias a
eso. Y que fingiera que le gustaba el pequeño monstruo que ha venido con
la segunda pareja ha funcionado a las mil maravillas.
Frunció el ceño.
—No fingía. El niño era adorable.
—Pero si no paraba de gritar.
—Tenía tres años.
—Sea como sea, me alegro de que le hiciera callar.
Negó con la cabeza.
—Algún día se convertirá en el marido desgraciado de una pobre mujer
y en el padre impaciente de algún crío.
—No, no lo haré.
—¿Ah, no? ¿Acaso se porta mejor con las mujeres con las que sale?
—No, simplemente no planeo casarme ni tener hijos. —Tenía los
nudillos blancos de la fuerza con la que me aferraba al volante.
Charlotte no dijo nada, pero la expresión de su rostro me reveló que
acababa de abrir una puerta hacia algo que la intrigaba y sobre lo que iba a
reflexionar durante todo el viaje de regreso a casa. No podía permitirlo, así
que retomé la conversación sobre el trabajo.
—Tendrá que enviar un correo electrónico de seguimiento a las dos
parejas, en mi nombre. Deles les gracias por haber venido a ver la
propiedad y pídales cita para una llamada telefónica la semana que viene.
—De acuerdo.
—Y llame también a Bridgestone Properties, en Florida. Pregunte por
Neil Capshaw. Dígale que es mi nueva asistente y pregúntele por la venta
de la casa que los Wooten tienen en Boca. Les mandamos muchos clientes,
así que no tendrán inconveniente en compartir esa información con usted.
Si los Wooten tienen un comprador para esa propiedad, es posible que se
decidan a comprar la casa de verano de Bridgehampton más pronto que
tarde.
Había sacado su móvil para tomar notas.
—Vale. Correos de seguimiento a los compradores. Llamar a Capshaw.
De acuerdo.
—También tengo que reprogramar mi cita de mañana a las cuatro de la
tarde. Intente pasarla a las cuatro y media.
—Entendido. ¿Con quién tiene esa cita?
—Con Iris.
Charlotte levantó la vista.
—¿Quiere que llame a Iris, su abuela, para reprogramar una cita?
—Sí. Usted es mi asistente, y eso es lo que hacen las asistentes.
Reprograman citas e incluso cancelan reuniones. ¿O acaso no la han
informado sobre sus funciones?
—Pero es su abuela. No todas las relaciones funcionan como si fueran
laborales, aunque la cita sea para tratar algún tema de la empresa. ¿No
debería llamarla en persona?
—¿Por qué?
Charlotte negó con la cabeza y exhaló un suspiro.
—No importa, lo haré.
Por suerte para mí, seguimos conduciendo en silencio durante un rato
después de esa conversación. No había mucho tráfico y avanzamos por la
autopista sin que Doña Perfecta me dijera cómo debía hacerlo. Me disponía
a meterme en la 495 cuando Charlotte cruzó y separó las piernas en el
asiento del pasajero, y aparté los ojos de la carretera un instante. No pudo
haber sido mucho más. Pero, poco después, Charlotte gritaba y trataba de
agarrarse a lo que fuera.
—¡Cuidado!
Instintivamente, pisé el freno incluso antes de comprender con qué
narices debía tener cuidado. Todo lo que sucedió después ocurrió a cámara
lenta.
Miré hacia delante.
Una criatura peluda y pequeña se apresuraba a cruzar la carretera.
El coche se detuvo de repente y vi lo que había estado a punto de
atropellar.
Una ardilla.
«Joder, es una ardilla».
Me había dado un susto de muerte porque un roedor había cruzado la
carretera.
Increíble. Estaba a punto de decirle exactamente lo que pensaba de su
numerito cuando un enorme golpe me interrumpió. Sorprendido, tardé un
poco en comprender qué había sucedido.
Un coche había chocado con nosotros por detrás.
Capítulo 9

Charlotte

—¡Mierda! —exclamó Reed antes de salir del coche y dar un portazo.


No había tenido tiempo de llevarlo hasta el arcén. No sabía lo que había
pasado, pero el coche no arrancaba.
El corazón me latía desbocado.
«No pasa nada».
«Estamos bien».
«La ardilla, también».
«Todo el mundo está bien».
Cuando salí del coche, todavía estaba conmocionada y, en consecuencia,
apenas me di cuenta de que Reed discutía con el conductor del coche rojo
que nos había embestido.
—¿Hay algo que pueda hacer? —pregunté.
—Llame a la policía. Vamos a necesitar un informe. Y luego busque el
taller más cercano para que nos remolquen mientras yo consigo la
información del seguro de este tipo. —Sacó algo de su cartera—. Aquí tiene
mi tarjeta del seguro del coche. Dígales que estamos justo al lado de la
salida 70, en Manorville.
Una hora y media más tarde, la policía se marchó y llegó una grúa que
nos acompañó hasta el taller más cercano.
Después de esperar durante un largo rato, el mecánico echó un vistazo
al coche: el veredicto sobre el Benz de Reed no era bueno.
—La abolladura del parachoques trasero roza el neumático. Lo tendré
arreglado para mañana por la mañana —dijo, mientras se limpiaba un rastro
de grasa en la frente.
Reed respondió, preocupado:
—¿Mañana por la mañana? Tenemos que volver a la ciudad esta noche.
—No conseguirá que le reparen el coche antes. La mayoría de talleres
tardarán dos días, o quizá más.
Reed exhaló un profundo suspiro de frustración antes de pasarse los
dedos por el cabello.
—¿Cómo vamos a volver? —pregunté.
—No creo que volvamos esta noche. Pida un coche para que la recojan a
usted, a cargo de la empresa, si no le gusta la idea de quedarse en este
pueblo. Si no tiene inconveniente, reserve un par de habitaciones donde sea.
No tiene sentido que alquile un coche para conducir dos horas de vuelta a la
ciudad si tengo que recoger mi coche del taller mañana por la mañana.
El dueño del taller llamó a Reed para que dejara una paga y señal
mientras yo reflexionaba sobre qué era mejor. Aunque tendía a sacarme de
mis casillas, no creía que dejar a mi jefe en mitad de Long Island fuera la
mejor manera de mejorar la imagen que tenía de mí. Quería demostrarle que
sí podía encajar en la empresa y que estaba entregada a mi trabajo. Podía
hacer una gran carrera en Eastwood Properties y tenía que aprovechar todas
las oportunidades para demostrar que valía, sobre todo si tenemos en cuenta
mi accidentado inicio. Tenía claro lo que debía hacer. Me puse manos a la
obra y empecé a buscar teléfonos de contacto de hoteles de la zona.
Reed parecía aún más enfadado cuando regresó de hablar con el
mecánico.
—¿Ha decidido ya qué va a hacer?
—He reservado dos habitaciones en el Holiday Inn más cercano.
—¿Holiday Inn? ¿No hay más opciones?
—Estoy segura de que está acostumbrado al Gansevoort o al Plaza, pero
a mí me encanta el Holiday Inn. ¿Qué problema hay?
Refunfuñó y contestó:
—Ninguno, no pasa nada… —Vaciló, inspiró profundamente y repuso
—: Está bien. Gracias.
—También he pedido un Uber. Tardará cinco minutos.
Sonrió, aunque de manera forzada.
—Genial.
Estaba claro que la situación le resultaba muy frustrante. Lo más
probable es que la idea de pasar conmigo más tiempo del necesario no le
gustase ni una pizca. Yo también estaba cabreada porque el día había ido
muy bien hasta entonces. Habíamos trabajado muy bien juntos y un día
productivo se había ido al traste.
Por desgracia, el conductor del Uber que vino a buscarnos conducía un
Mini Cooper. Reed y yo apenas cabíamos en el asiento trasero. Refunfuñó
por lo bajo mientras nos apretujábamos y se vio obligado a encoger sus
largas piernas. Además, el conductor no era ningún hacha. Giraba
bruscamente, y cada vez que lo hacía, me arrojaba contra el férreo cuerpo
de Reed. Traté de no pensar demasiado en ello, pero mi propio cuerpo
reaccionaba con cada roce.
Hablé con el conductor.
—¿Puede parar un momento en el supermercado que queda ahí delante?
Le prometo que no tardaré.
La frustración de Reed estaba a punto de dispararse todavía más.
—¿Qué necesita del supermercado?
—Productos de higiene personal, un bañador y algo que picar para
cuando esté en la habitación.
Abrió los ojos.
—¿Un bañador?
—Sí, el hotel tiene una piscina cubierta.
—Pero… ¿es que tiene diez años o qué? No estamos de vacaciones. ¿O
quiere que vayamos al McDonald’s a cenar?
A veces era tan condescendiente…
—A los adultos también nos gusta nadar, ¿sabe? Es una manera genial
de relajarse después de un día estresante y, al vivir en la ciudad, no tengo
muchas ocasiones de nadar. Así que puede estar seguro de que voy a
disfrutar de la piscina del hotel, sí. Para algo lo voy a pagar. Bueno, en
realidad lo pagará usted. —Me detuve al salir del coche—. ¿Quiere que le
traiga algo?
—No.
—Vuelvo en cinco minutos —dije, y cerré la puerta.
Quince minutos después, Reed parecía furioso cuando regresé al coche
con las bolsas.
—Ha tardado más de cinco minutos.
—Lo siento. El hombre que tenía delante en la cola se ha puesto a
discutir con el cajero por el precio de unas tijeras para la nariz.
—¿Lo dice en serio?
—No podría inventarme algo así aunque lo intentara.
Reed suspiró de forma exagerada. Aunque estaba de mal humor, seguía
redomadamente guapo, incluso aún más con ese ceño fruncido. Hoy se
había vestido con un conjunto más informal: llevaba un polo azul marino
que se le ceñía a los hombros y unos pantalones de color caqui. Estaba
terriblemente sexy.
Metí la mano en la bolsa del supermercado y saqué las chucherías que
había comprado. Abrí un paquete de regalices con sabor a fresa y lo sostuve
frente a él.
—¿Quiere uno?
Negó con la cabeza, pero soltó una risa, como si por fin aceptara la
situación en la que se encontraba. Para mi sorpresa, en lugar de burlarse de
mí de nuevo, finalmente aceptó mi oferta y empezó a devorar el regaliz. Lo
mordió con tanta fruición que casi lo sentía en la piel. Me estremecí. Una
vez hubo terminado, alargó el brazo para pedir más, sin abrir la boca. Por
primera vez, quedó claro que Reed tenía un lado más amable y animado
bajo esa fachada formal y adusta. Aquello me dio esperanzas de trabar una
mejor relación laboral con él.
El Mini se detuvo de golpe y nos dejó frente al Holiday Inn.
Reed se dirigió a la recepción para recoger las llaves y, mientras pagaba,
la cartera se le cayó al suelo de mármol. Una foto que debía de estar dentro
apareció y, de inmediato, reconocí la imagen: era la que había visto en su
perfil de Facebook, su foto de compromiso.
«Madre mía. Aún la lleva en la cartera».
«¿Por qué?».
Por primera vez, comprendí que el mismo hombre que había escrito la
dulce nota azul seguía en su interior, escondido en algún lugar. Tal vez no
había cambiado tanto; quizá solo aparentase haberlo hecho.
Quería conocerlo mejor, pero debía ser discreta para que no sospechara
que sabía más de lo que se suponía.
Me incliné para recoger la cartera y la fotografía y me hice la tonta
cuando se las devolví.
—¿Quién es esa mujer?
—Nadie.
El corazón me latía a mil por hora de camino al ascensor. Subimos a
nuestra planta en silencio.
Me acompañó hasta mi habitación, a tres puertas de la suya.
¿Eso era todo? ¿Iba a fingir que llevaba la fotografía de una persona que
no significaba nada para él en la cartera? ¿De verdad esperaba que lo
creyese?
Estaba ansiosa por resolver aquella pieza del rompecabezas de Reed
Eastwood, así que me lancé:
—No me creo que esa foto no signifique nada para usted.
—¿Perdón?
—Lo busqué en Facebook. Es la fotografía de su compromiso. —Las
palabras salieron disparadas de mi boca—. Se llama Allison. Sé que no es
asunto mío, pero no entiendo por qué me miente.
«Mierda, ¿se puede saber qué estoy haciendo?».
—¿Se metió en mi perfil de Facebook? —preguntó, furioso.
—Lo siento, pero no me dirá que usted no lo ha hecho nunca… Que
nunca ha buscado el perfil de una persona en las redes sociales.
—No, nunca lo he hecho. No soy un acosador profesional, como ciertas
personas.
No me atrevía a preguntárselo, pero, aun así, lo hice:
—¿Qué les ocurrió?
—Eso es totalmente inapropiado —contestó, ignorándome.
—Me pregunto si Allison es la razón por la que actúa de esa forma.
—¿Disculpe? ¿Por la que actúo de qué forma?
—Parece un hombre hermético y amargado. En esa foto se lo ve muy
feliz.
«Y además… Escribió aquella nota azul». Quería decírselo.
Me había metido en un apuro.
Sus ojos se oscurecieron, lo cual, claramente, no era una buena señal
para mí.
—Se está metiendo donde no la llaman, Charlotte.
A pesar de sus palabras, pensé que si le contaba que sabía lo que era que
te rompieran el corazón, tal vez se abriría un poco más.
—No… No sé qué pasó entre usted y ella… Pero sé cómo se siente uno
cuando alguien que pensabas que te quería te hace daño. Quizá si hablara de
ello, se desahogaría de esa furia.
Su voz resonó por el enorme pasillo.
—La única persona que me enfurece ahora mismo es usted. Desde el
momento en que se entrometió en mi vida, no me ha causado más que
problemas.
Cerró los ojos como si lamentara de inmediato la dureza de sus
palabras, pero ya era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Aunque me
arrepentía de haberlo puesto en evidencia, no era aceptable que se dirigiera
a mí en esos términos tan insultantes. No pensaba aguantarlo. Mierda, si mi
jornada laboral ya había acabado.
«Que le den».
—No voy a permitir que me hable así. Desapareceré de su vista. Me
reuniré con usted mañana, a la hora del desayuno. El buffet abre a las siete
de la mañana y está incluido en el precio…, si es que le importa.
Era consciente de que tenía los ojos anegados en lágrimas, pero me
negué a que me viera derramarlas a causa de sus palabras.
Reed se encaminó a su habitación. Se quedó frente a la puerta,
observándome mientras trataba de abrir la mía con la tarjeta. No
funcionaba; una lucecita roja parpadeaba todo el rato.
«Joder, ¿en serio? Una salida de escena con clase, sí señor».
Oí sus pasos cada vez más cerca. Humillada, me negué a mirarlo. Tomó
la tarjeta que yo tenía en la mano y nos rozamos ligeramente. Deslizó el
plástico con destreza, la puerta emitió un pitido y la luz verde apareció
mientras él la abría.
«Claro, y a él le funciona a la primera. Claro que sí».
Sin levantar la vista hacia él, dije:
—Gracias.
Empezó a alejarse, pero, entonces, lo detuve.
—Espere.
Había comprado tres paquetes de regalices. Saqué uno sin abrir de la
bolsa del supermercado, se lo entregué, desaparecí en mi habitación y cerré
la puerta.
Capítulo 10

Reed

Mientras el agua corría sobre mí, mis pensamientos galopaban


furiosamente. No podía deshacerme del mal cuerpo que me había dejado la
conversación ni con todo el jabón que había en ese hotel.
Y encima, justo después, me dio los malditos regalices y eso me hizo
sentir todavía más estúpido por haberla tratado de ese modo.
«¿Quién hace algo así?».
«¿Quién le da chucherías a alguien que acaba de tratarla como una
mierda?».
Charlotte Darling, una chica de ojos brillantes, culo imponente, espíritu
fuerte y optimismo ciego. Desde que la conocí, intentaba por todos los
medios evitar que me contagiara con su energía positiva.
Cuando mencionó a Allison, tuve que defenderme con más ferocidad
que nunca. Porque para responder a su pregunta con sinceridad, habría
tenido que abrirle mi corazón. Solo mis familiares más cercanos conocían la
verdad de lo que había sucedido entre mi exprometida y yo. Y debía seguir
siendo así.
Lo cierto es que me había olvidado de que tenía guardada esa fotografía
en la cartera. Pero entendía que, al verla, Charlotte pensara que era un
sentimental. Tal vez lo fuera antes de que Allison me hiciera perder la fe en
el amor. Charlotte debió de creer que llevar la fotografía en la cartera le
daba permiso para interrogarme sobre mi vida amorosa.
Me tumbé en la cama, con la toalla enrollada en la cintura y el pelo
empapado. Podría haberme ido a la cama tal cual, pero no había comido
nada, aparte del paquete de regalices. Tenía que salir de la habitación para
cenar. Al menos, eso me dije a mí mismo. La verdadera razón era que no
podía quitarme a Charlotte de la cabeza. Quizá dormiría mejor si me
disculpaba por cómo le había hablado.
Me vestí y salí de mi habitación para dirigirme a la de Charlotte.
Inspiré profundamente y llamé a la puerta. Pasaron varios segundos, sin
respuesta. Volví a llamar. Nada.
Bueno, no tenía coche, así que no debía de haberse marchado muy lejos.
Bajé en ascensor hasta el vestíbulo y eché un vistazo en el bar, pero no
había ni rastro de ella.
El único restaurante que había cerca era el Ruby Tuesday. Cuando salí
por las puertas correderas del Holiday Inn, la llovizna me golpeó en la cara.
En los coches, las gotas de lluvia lo teñían todo de plata mientras atravesaba
el aparcamiento contra el viento, hacia el restaurante.
Una vez dentro, vi que no había nadie en el vestíbulo. Era tarde y,
probablemente, estaban a punto de cerrar, así que había poca gente. Solo me
llevó unos segundos ver a Charlotte. Se había sentado en un reservado que
había en un rincón y parecía pensativa mientras mordisqueaba el extremo
de un bolígrafo. Empezó a escribir algo en una servilleta de papel. Sonreí al
pensar que quizá estaba desahogándose y escribiendo allí los improperios
que quería dirigirme.
Sabía que debía disculparme, pero, en ese momento, prefería observarla
sin que lo supiera. Delante de ella, podía subir la guardia, pero era mucho
más difícil mentirme a mí mismo; de hecho, era imposible. No había
ninguna parte de mí a la que le disgustara de verdad esa mujer. Solo me
disgustaba el hecho de que me hacía recordar todo cuanto trataba
desesperadamente de olvidar. No solo tenía que ver con su indiscreción; la
alegría que emanaba de Charlotte me recordaba a una época de mi vida en
la que había sido feliz, así de simple. Y me dolía pensar en ello, sobre todo
porque una parte de mí todavía añoraba sentirse así.
Me acerqué hacia ella y decidí tomarle el pelo.
—¿Se han acabado los libros para colorear?
Dio un respingo. Fuera lo que fuera lo que escribía, estaba tan
concentrada que no se había percatado de mi presencia.
Giró la servilleta y dijo:
—¿Qué hace aquí?
—Me dijeron que tenían un bufé de ensaladas. Y me apetecía tomar
algo.
—Y un tranquilizante, ¿no?
—No puedo mezclar eso con alcohol, así que me conformaré con una
cerveza. —Tomé asiento delante de ella—. ¿Puedo sentarme con usted?
—No estoy segura de si me gusta la idea de que se entrometa en mi
cena, Eastwood.
«Entrometerme». Exactamente la misma palabra que había empleado
contra ella. Joder, me lo merecía.
Me tragué el orgullo y me obligué a disculparme.
—Siento haberle dicho eso. Y le pido disculpas por haber perdido los
estribos.
—Podría haberme dicho que no quería hablar del tema. No necesitaba
ser tan cruel. —Tenía la cara roja. Estaba realmente enfadada.
—Tiene razón.
Frunció el ceño.
—¿Está de acuerdo conmigo? Sería la primera vez.
—Hoy he vivido muchas primeras veces.
—¿Como cuáles?
La camarera vino a tomar nota y nos interrumpió justo cuando me
disponía a responder a Charlotte. Una vez nos quedamos a solas, insistió.
—¿A qué primeras veces se refería?
—Bueno… —Me rasqué la barbilla—. Es la primera vez que estoy en
un Ruby Tuesday. —Me reí—. También es la primera vez que me subo en
un Mini. Y que me alojo en un Holiday Inn. Y la primera vez que tengo un
accidente de coche.
—¿De verdad? —preguntó con asombro.
—Sí, gracias a usted.
—¿A mí? Pero usted conducía.
—Me distrajo.
—No prestaba atención. Por eso no vio a la ardilla.
«Exacto, no prestaba atención porque tenía los ojos clavados en tus
piernas. Igual que ahora, no puedo dejar de mirarte los labios».
—Puede que estuviese un poco distraído. —Me sostuvo la mirada y
cambié de tema—. ¿Qué estaba escribiendo?
Tapó la servilleta con la mano para que no la viera ni se la quitara.
—Creo que es mejor que no se lo diga.
—¿Por qué?
—Por alguna razón, creo que se burlará de mí —dijo, muy seria.
Vaya, estaba realmente convencida de que era un idiota insensible.
—Nada de lo que hagas me sorprende, Charlotte. Y puedes tutearme.
Estoy preparado para todo, a estas alturas. Ponme a prueba.
Giró la servilleta y la deslizó frente a mí, dubitativa.
Era una lista numerada de cosas. Arriba de todo decía «Hazlo, joder».
—¿«Hazlo, joder»? ¿Qué es esto?
—Es una lista de cosas que quiero hacer. Pero la llamo «Hazlo, joder»
porque así es como me siento. La vida es corta y jamás debemos dar nada
por sentado, o pensar que tenemos todo el tiempo del mundo para hacer lo
que queremos hacer. Así que… ¡joder! Hoy hemos estado a punto de morir.
Su comentario me hizo estallar en carcajadas.
—¿Morir? ¿No crees que exageras un poco? Quiero decir, como mucho
fue una reacción en cadena, con un leve golpe por detrás… ¿Cómo habrías
definido nuestro triste final? ¿Muerte por ardilla?
—¡Ya sabes lo que quiero decir! Podría haber sido mucho peor. Nadie
sabe cuándo le llegará la hora, así que la experiencia de hoy me ha
motivado a hacer algunas cosas que he postergado durante demasiado
tiempo.
—¿Están en orden de importancia?
—No, solo tal y como se me han ocurrido. Acababa de empezar. Tengo
que pensar en el resto.
—Iba a decir que esperaba que no estuviesen por orden de prioridad
porque la primera, «Esculpir a un hombre desnudo», es bastante atípica.
—Sí, puede que a ti te lo parezca, pero no a mí. Sería uno de los
proyectos más emocionantes que emprendería como artista. Todo un sueño.
Aquello me recordó el jarrón que había hecho, el que yo le había roto.
Por lo que recordaba del objeto, parecía que la chica tenía verdadero
talento.
El segundo punto de la lista era… interesante.
—¿«Bailar con un desconocido bajo la lluvia»?
—Eso es por una novela romántica que leí una vez. Empezaba con dos
personas que no se conocían y el hombre sacaba a la mujer a bailar.
Entonces, rompía a llover a cántaros. Creo que sería divertido bailar con un
desconocido algún día, ni siquiera tiene que ser algo romántico. La música
y la Madre Naturaleza unen a dos seres que no se conocen y conectan
simplemente porque están vivos. No importa cuáles sean sus creencias
religiosas o sus opiniones políticas. No saben nada el uno del otro. Lo único
que importa es que están unidos por un momento increíble e inolvidable.
—Así que algún hombre confiado acabará bailando un tango contigo
este año…
—Quizá. Si tengo el valor suficiente como para hacerlo.
—No me cabe ninguna duda de que así será. Pero ¿cómo sabrá cuándo
es el momento de apretar el gatillo, por así decirlo?
—Creo que lo sabría, llegado el momento. Es lo que ocurre con muchas
cosas de la vida.
—¿Y eso es todo? ¿Solo quieres hacer estas dos cosas?
—Bueno, todavía no se me ha ocurrido nada más. Me has interrumpido
durante mi lluvia de ideas… Tengo que pensar siete cosas más, hasta llegar
a nueve.
—¿Nueve? ¿Por qué nueve?
—En realidad son diez, pero creo que hay que dejar una abierta, en
blanco, porque seguramente hay algo que todavía no sé que quiero hacer.
Así que, por ahora, me quedaré con nueve.
Esta mujer no se parecía a nadie que hubiera conocido antes. En muchos
sentidos, era como si fuera mucho más sabia de lo que sus años justificaban
y, en otros, tenía una inocencia enloquecedora, como si acabara de nacer.
En cierto modo, compartía su actitud de carpe diem, porque uno nunca
sabe qué le deparará la vida. Yo creía que a estas alturas estaría casado,
viviría en un barrio residencial y elegiría el nombre para nuestro perro. Pero
la realidad era muy distinta. Supongo que el momento adecuado para
agarrar el toro de la vida por los cuernos es cuando las cosas van bien, en
lugar de esperar a que imploten.
—¿De dónde has salido, Charlotte?
Permaneció en silencio unos segundos y su expresión se tornó más
seria.
—No lo sé.
—Mi pregunta era más bien retórica —aclaré—. Pero ¿qué quieres decir
con que no lo sabes?
Exhaló un largo suspiro y dijo:
—Entonces tu pregunta ha sido bastante irónica, porque realmente no sé
de dónde he salido.
—¿Eres adoptada?
—Sí.
—¿Fue una adopción confidencial?
—De las que más. —Miró por la ventana, hacia las gotas de lluvia, y
luego añadió—: No hizo falta ningún documento de confidencialidad. Me
abandonaron a las puertas de una iglesia. Llamaron al timbre y salieron
corriendo.
No daba crédito. Me quedé muy quieto. Aquello era algo gravísimo y
no supe cómo reaccionar ante su confesión. No sabía qué decir, porque no
me imaginaba cómo era posible que alguien abandonase a su hijo. Mis
propios sentimientos de abandono parecían insignificantes en comparación
con los suyos.
—Lo siento mucho.
—No pasa nada —respondió con una expresión reflexiva—. No fue
ninguna tragedia. Me adoptaron unos padres geniales. Pero claro, no puedo
evitar querer saber de dónde procedo. Y siento que hay una parte de mí que
no conozco. No le guardo rencor a quienquiera que fuera mi madre. Debió
de sentirse muy desesperada para hacer algo así y, al menos, se aseguró de
que yo estuviera a salvo. Me gustaría encontrarla para decirle que la
perdono, por si se siente culpable.
Su respuesta me dejó atónito. Era una perspectiva distinta, inesperada.
Si me hubiera pasado a mí, no estoy seguro de si vería las cosas de ese
modo.
—¿Alguna vez has pensado en contratar un detective privado para
averiguar qué sucedió?
—Sí, claro…, si pudiera pagarle con… cacahuetes. No puedo
permitirme algo así.
Tenía razón. Era una pregunta estúpida por mi parte. Cuando uno tiene
dinero, es fácil olvidar que no todo el mundo lo tiene todo al alcance de la
mano.
—Entiendo.
Dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa.
—Tengo que irme.
—¿Por qué?
—La piscina cierra en media hora.
—Quédate el dinero, pagaré yo la cuenta.
—Bueno, no quería ser impertinente, pero gracias. —Se guardó el
billete.
Charlotte se encaminaba hacia la puerta cuando la llamé.
—Charlotte.
Se giró.
—¿Sí?
—¿Por qué me diste las chucherías?
—¿Qué quieres decir?
—Fui muy cruel contigo. Estabas enfadada. Y, aun así, me ofreciste las
chucherías como si no hubiera pasado nada.
Pareció reflexionar y repuso:
—Saltaba a la vista que estabas enfadado. Sabía que no tenía nada que
ver conmigo, sino con la pregunta que te había hecho, que te empujó a
pensar en algo que te enfurece. No me tomé tu ira de manera personal,
aparte de lo de «haberme entrometido en tu vida». Supongo que tu ira se
dirigía hacia mí pero que yo no era realmente el objeto de tu ira. Y la
verdad es que, por mucha curiosidad que sienta por ti, lo que sucediera no
es asunto mío.
Enarqué una ceja.
—¿Por qué sientes tanta curiosidad por mí?
Me miró fijamente.
—Porque desde el momento en que te conocí, supe que no eras la
persona que pareces.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión tan rápido?
Al parecer, le había hecho demasiadas preguntas, porque se alejó sin
decir nada más.

***

Me propuse no acercarme por la piscina de regreso a mi habitación. Sin


embargo, tenía que pasar junto a ella de camino a los ascensores.
«Solo echaré un vistazo».
Si estaba nadando, sacaría la cabeza y le daría las buenas noches.
El vapor emanaba por debajo del quicio de la puerta. Me quedé en el
exterior de la piscina cubierta y miré por la ventana de cristal. Charlotte
estaba completamente sola. Su pelo rubio se agitaba en el agua. Me recordó
a una sirena; se movía con precisión y destreza. Se detuvo un momento para
apartarse el pelo mojado de la cara y, con los brazos levantados, su pecho
húmedo era una visión hipnótica. Como ver agua deslizándose por la
montaña más maravillosa del mundo. Aparté la vista, no porque no me
gustara, sino porque me sentía como un mirón; no tenía ni idea de que la
estaba observando.
Volvió a zambullirse y continuó nadando de un extremo a otro.
Envidiaba su capacidad para dejarse llevar en el agua. Cuanto más la
miraba, más ganas tenía de meterme en la piscina con ella.
La idea me hizo reír en voz alta.
«¿Te imaginas que ahora vas y te metes en la piscina con ella?».
Era probable que aquello le provocara un infarto. Charlotte pensaba que
era un hombre triste y desconfiado. Había tratado de descifrar mi carácter
desde el primer momento en que nos conocimos, eso estaba claro. Y yo
estaba completamente seguro de que lo último que Charlotte esperaría de
mí era que me metiera en la piscina.
Precisamente por eso deseé tener el valor de hacerlo.
Quizá fuera su lista… Tal vez. O tal vez no. Sin embargo, de repente
sentí que necesitaba deshacerme del miedo que me atenazaba… y de los
pantalones.
Capítulo 11

Reed

Charlotte Darling.
Tecleé su nombre en la barra del buscador.
No me había conectado a Facebook desde hacía al menos seis meses.
Las redes sociales no eran lo mío. Pero ya eran más de las doce y no podía
conciliar el sueño. Me sorprendió que la cama de la habitación económica
que la loca de mi asistente había reservado fuera tan cómoda. Simplemente,
estaba inquieto y no lograba dormir.
Charlotte había invadido mi privacidad y había fisgoneado mi perfil, así
que pensé que tenía derecho a hacer lo mismo. Empecé con sus fotografías.
La última era de apenas hacía unas horas. Era una imagen de la piscina del
hotel con algún filtro y un enfoque artístico. En el pie de la foto se leía:
«Sigue nadando». Eso resumía bastante bien la visión que Charlotte Darling
tenía de la vida. Su capacidad para ver el lado bueno de las cosas en una
situación negativa me volvía loco, pero no podía evitar admirarla por ello al
mismo tiempo.
Un accidente de coche nos había dejado atrapados en un hotel de tres
estrellas y, mientras yo me dedicaba a gruñir y a quejarme de los
«inconvenientes» y de los «bichos», Charlotte había levantado sus
pompones de animadora y gritaba consignas como «¡Piscina en el hotel!» y
«¡Ruby Tuesday!».
Cliqué en la siguiente imagen. «¿Qué coño…? ¿Soy… yo?».
Debía de haber tomado la fotografía mientras conducía. Solo aparecía
mi mano, así que nadie excepto yo me reconocería. Pero claro, yo sí que era
capaz de hacerlo. Mis dedos se aferraban al volante con tanta fuerza que
parecía que tratara de estrangularlo. Tenía los nudillos blancos y las venas
de la mano y el antebrazo estaban hinchadas. ¿Por qué estrangulaba el
maldito volante? Fijé la vista en la leyenda de esa fotografía: «Déjalo ir».
¿Qué narices…? Había que tener valor para sacarme una fotografía y
colgarla en las redes sociales, aunque nadie fuera a reconocerme. «Déjalo
ir». Tuve ganas de presentarme en su habitación, a solo tres puertas, y
dejarlo ir, pero de verdad.
¿Qué más habría colgado la señorita Darling sobre mí? Pasé a la
siguiente foto. Era una imagen de un jarrón pintado con unas brillantes
flores de color púrpura. En el pie ponía: «Crea tu propia felicidad. Crea
iris». Probablemente era el jarrón que había roto y que había hecho para mi
abuela. Amplié la imagen. Vaya, Charlotte tenía talento de verdad; era
precioso.
La siguiente foto era un primer plano de Charlotte y de una mujer
mayor que pensé que sería su madre. Ambas esbozaban una amplia sonrisa
y tenían las mejillas muy juntas. En la leyenda, decía: «Soy quien soy
gracias a ti».
La siguiente foto era de ella y de una chica de la misma edad en la
playa, con bikinis y enormes sombreros de paja y una bebida con una
sombrillita en la mano. «Maldita sea». Charlotte tenía un cuerpo de vértigo,
con muchas curvas para ser una chica tan bajita. No era delgada como
Allison y, a diferencia de esta, que tenía unos pechos perfectos, redondos y
falsos, los de Charlotte eran generosos, naturales y femeninos. Tenía ganas
de ampliar esa imagen durante un buen rato y preguntarme cómo de suaves
serían al tacto de mis manos.
«Joder».
Era una mala idea.
Regresé a mi perfil de Facebook para evitar quedar atrapado en aquel
pequeño vórtice rubio durante más tiempo. Sin embargo, no había mucho
que ver en mi muro. Las últimas imágenes que había colgado eran de la
última vez que Allison y yo salimos a navegar, el verano anterior.
Recordaba el momento exacto en que había sacado esa foto con mi teléfono
y la miré. Parecíamos felices, al menos en esos instantes. Menudo idiota…
En la imagen, la miraba como si fuera el sol y su luz me calentara la piel.
No sospechaba nada. Debería haberme rociado con protector solar porque
estaba a punto de quemarme.
Exhalé profundamente. ¿Por qué no había colgado nada más desde
entonces?
Pero claro…, ¿qué narices iba a colgar? ¿Una foto mía en la oficina a
las once de la noche? ¿Una de la ración de comida china a domicilio? ¿Una
foto de mi perro y yo? «Ah, no, es verdad». Allison se lo llevó junto con
todas sus cosas cuando hizo las maletas.
No lo soportaba más. Estaba a punto de cerrar el portátil cuando me
detuve y volví a la página de Charlotte. Tenía un montón de fotografías
nuevas. No sabía lo que buscaba, pero no podía dejar de mirar. Hice clic en
la siguiente y en la otra, y así sucesivamente.
Entonces, una foto de Charlotte en brazos de un tipo me llamó la
atención. Iban muy elegantes y él le rodeaba la cintura mientras se besaban.
Ella tenía una mano en su cuello y mostraba la otra a la cámara, con los
dedos muy separados. Leí «He dicho que sí» antes de regresar a la imagen
para examinar el anillo que lucía. Ya no lo llevaba. Quizá la señorita
Lunática y yo sí que teníamos algo en común, después de todo… aparte del
hecho de que a ambos nos gustaba verla en un bikini rojo.

***

A la mañana siguiente, bajé a por café. Me detuve de golpe al ver a


Charlotte en el pequeño gimnasio a través de la parte superior de una puerta
acristalada. «Pero ¿qué hace?». Estaba sola en la salita llena de espejos,
pero no hacía ejercicio. Estaba sentada en una de esas enormes pelotas de
ejercicio, saltando arriba y abajo, mientras veía la televisión que colgaba de
la pared y masticaba un regaliz de fresa.
Sacudí la cabeza, entre risas. «Dios, está como una cabra».
Cuando abrí la puerta, giró la cabeza repentinamente para ver quién era
y perdió el equilibrio. Rebotó en la pelota y, luego, se golpeó en la cadera y
cayó de culo al suelo.
«Mierda».
Me acerqué y le tendí la mano.
—¿Estás bien?
Se golpeó el pecho y contestó con una voz forzada:
—Se me ha ido un trozo de regaliz por el otro lado, por tu culpa.
—¿Por mi culpa? ¿Ha sido culpa mía?
—Sí, me has dado un susto de muerte.
Enarqué la ceja.
—Es un gimnasio para los clientes del hotel, Charlotte. La gente viene y
va. Así funcionan las instalaciones abiertas al público, no hace falta ninguna
cita previa para entrar.
Aceptó la mano que le tendía y la estiró un poco más de lo necesario
para levantarse.
—Madre mía, qué condescendiente eres. Pero ¿te estás oyendo?
De pie, hizo el gesto de apartarse una capa de polvo imaginaria de la
ropa y de las manos. Entonces, tuve un buen rato para contemplar la ropa
que llevaba. Estaba tan absorto al verla saltar sobre aquella estúpida pelota
de ejercicio que no había reparado en ello antes.
—¿Qué narices llevas puesto?
Charlotte bajó la vista.
—Me lo ha dado Betsy. Guardan una pila de ropa nueva que los
negocios locales les donan para emergencias. Como cuando los clientes
pierden la maleta en vuelos y cosas así.
—¿Betsy?
—La recepcionista, la mujer que nos dio las llaves. Se presentó y,
además, lleva una etiqueta con su nombre.
«Ajá». Bueno, la ropa que Charlotte llevaba era, como mínimo,
interesante. Vestía una camiseta negra con el logo de un restaurante en el
pecho y un par de shorts de hombre de un gimnasio; aunque se había
enrollado la cinturilla, le llegaban hasta las rodillas. Pero lo más curioso de
todo el conjunto eran las zapatillas de felpa cuatro tallas demasiado grandes
y con el logo del Holiday Inn que calzaba.
—No puedes hacer ejercicio con esas zapatillas. No es seguro.
Entrecerró los ojos.
—Lo sé, por eso estaba haciendo ejercicio con la pelota. Es lo único que
puedo hacer.
Abrí los ojos como platos.
—¿Hacer ejercicio? ¿Con hacer ejercicio te refieres a botar sobre la
pelota mientras comes chucherías?
Se llevó las manos a las caderas.
—Acababa de terminar y me había tomado un descanso.
—Para comer regalices…
—Estoy segura de que si comparas la información nutricional de un
regaliz con la de una bebida isotónica no habrá mucha diferencia.
—Las bebidas isotónicas tienen electrolitos y potasio. Los regalices de
fresa son azúcar puro y duro.
Me miró, furiosa.
—Eres un muermo.
Al parece nuestra conversación había llegado a su fin porque abrió la
puerta y salió sin decir palabra.

***

Tenía un aspecto horrible pero funcionaba. El mecánico había fijado el


parachoques trasero, pero, en cuanto volviésemos a la ciudad, tendría que
llevar el coche al mecánico para que repasara el chasis.
Estaba a punto de incorporarme a la autopista justo en el sitio donde
había tenido lugar nuestro ardillagedón el día antes. Negué con la cabeza al
recordar lo ocurrido y pregunté a mi pasajera:
—¿Está despejado? No me gustaría que un ratón de carretera me costara
otros diez mil dólares.
Me lanzó una mirada de enfado.
—Hoy será un ratón o una ardilla, pero mañana será una ancianita.
Disimulé una sonrisa.
—Tienes una imaginación muy vívida. Dime, Charlotte, ¿le hablabas así
a tu antiguo jefe? No me extraña que estuvieras en el paro.
La miré de reojo y vi que se había hundido en el asiento. «Mierda». Lo
había dicho en broma, pero era evidente que mi comentario burlón le había
molestado. Respondió sin apartar la vista de la ventanilla:
—Mi jefe en Almacenes Roth era un cerdo. Se merecía mucho más que
la manera en que yo le hablaba.
Se me hizo un nudo en el pecho. La miré rápidamente y, luego, volví a
concentrarme en la carretera.
—¿Te acosaba?
—No, no. No es lo que piensas. Aunque sí que pillé a su secretaria de
rodillas debajo de su mesa, y no estaba rezando, precisamente.
—¿Lo sorprendiste mientras le hacían una mamada?
Continuó mirando por la ventanilla.
—Ajá.
—Vaya. Y ¿qué hiciste?
Suspiró.
—Le tiré mi anillo de compromiso a la cara.
Tardé unos segundos en comprender qué quería decir.
—¿Tu jefe era tu prometido?
—Bueno, no era mi jefe directo. Era el jefe de mi jefe.
—Mierda. Lo siento.
Se encogió de hombros.
—Mejor enterarme antes de la boda; habría sido peor después.
De eso yo también podía dar fe.
—¿A qué te dedicabas antes?
—Era asistente de compras en la sección de ropa de mujeres de los
Almacenes Roth. Mi exprometido es Todd Roth. Su familia es dueña de la
cadena.
—¿Te fuiste o el cabrón ese encima tuvo la desfachatez de despedirte?
Sonrió al oírme hablar así.
—Lo dejé yo. No podía seguir trabajando para él ni para su familia
después de romper con él. Además, en realidad el trabajo no me gustaba, así
que no fue ningún sacrificio. No obstante, probablemente debería haber
conseguido otro trabajo antes de irme. Terminé trabajando con contratos
temporales de mierda durante meses y mi economía se fue al garete.
—Él se lo pierde —dije.
Sonrió con tristeza.
—Gracias.
No se me daba bien expresar empatía, aunque me identificaba con la
situación de Charlotte. No es que pierdas a tu pareja, es que te das cuenta de
que nunca la has tenido. Cuando el teléfono de Charlotte vibró, sentí alivio
porque nos distrajo a los dos. Se pasó unos minutos tecleando antes de
dirigirme la palabra de nuevo.
—Los Wooten han recibido una oferta por la casa de Florida. Neil
Capshaw dice que es en efectivo, si se cierra rápido. Te he organizado una
llamada para el viernes por la mañana con el señor Wooten y he
reprogramado la cita con Iris, como me pediste.
Eché un vistazo al reloj del salpicadero. No eran ni las once y ya lo
había hecho todo, a pesar de que le había dado la lista de tareas ayer por la
tarde, después del accidente.
—Genial, gracias.
Guardó el móvil en el bolso y dijo:
—¿Vamos directamente a la oficina?
—No creo. Llegaremos a la ciudad alrededor de la una y no tengo nada
en mi agenda hasta las tres, así que pensaba ir a casa y ducharme. Si
quieres, puedes tomarte el resto del día libre; ayer fue un día muy largo.
—No, prefiero trabajar, pero gracias por ofrecerlo. Iris me ha pedido
que haga algunas cosas y quiero ponerme con ello. Aunque sería estupendo
pasar por casa y ducharme antes de volver a la oficina.
—De acuerdo. Te dejaré donde me digas y te veré más tarde en la
oficina.
Guardó silencio un momento.
—¿Te importaría dejarme en mi apartamento? No vivo lejos de la
oficina, pero hay obras en el metro y siempre va con retraso. Me gustaría
volver a la oficina lo antes posible.
—Por supuesto, no hay problema. —Recordé la razón por la cual no me
había dejado ir a buscarla a su casa ayer por la mañana y añadí—: Entonces,
¿ya no te importa que te vea desnuda?
Se puso colorada.
—¿Cómo?
—Tranquila —contesté sin poder contener la risa—. No pretendía
ofenderte. Solo he recordado la comparación que hiciste el otro día, lo que
dijiste acerca de que no te importaba que supiera dónde vivías, pero no
querías que viese el edificio.
Aunque lo cierto es sí que la había visto desnudarse en las últimas
veinticuatro horas. Conocía los detalles de su ruptura, sabía que era
adoptada e incluso algunas de las cosas de su lista. Me perturbaba que saber
todo aquello me hiciera sentir más cerca de ella.
—Oh —exclamó con una risa. Se reclinó en el asiento y continuó—: Sí,
supongo que ya no me importa que me veas desnuda.
Después de eso, permaneció tranquila el resto del trayecto. Yo, en
cambio, no me relajé en absoluto; a Charlotte ya no le importaba que la
viera desnuda.
Capítulo 12

Charlotte

En la oficina reinaba una calma extraña.


Era muy temprano, pero no tanto como para que fuera la primera en
llegar a la planta. Pero así era. Aunque me había quedado hasta tarde la
noche anterior, no había avanzado tanto como quería en la lista de tareas
que me había asignado Iris, así que había llegado a las seis y media de la
mañana para adelantar trabajo.
Después de encender todas las luces y encender el ordenador, fui al
office para prepararme un café. Mientras esperaba a que se hiciera, decidí
limpiar la nevera; el lunes me había fijado en que tenía manchas. Parecía
que se hubiera derramado un poco de zumo de naranja en las baldas y que
nadie se hubiera preocupado de limpiarlo. Agarré algunas servilletas de
papel, rocié la superficie con un spray limpiador que había debajo del
fregadero y me incliné para limpiar la nevera mientras el aroma a café lo
inundaba todo. La pared del fondo de la nevera también estaba algo sucia,
así que estiré el brazo para alcanzarla. Me encontraba en esa posición, con
el cuerpo inclinado hacia el interior de la nevera y el culo en pompa, cuando
una voz masculina a mi espalda me dio un susto de muerte.
—¿Se puede saber qué haces?
Di un salto y me golpeé en la coronilla contra la balda que había justo
encima de la zona que limpiaba.
—¡Au! Mierda.
Traté de incorporarme, pero no solo me había dado en la cabeza, sino
que se me había enganchado el pelo a la nevera.
—Pero ¿qué te pasa, Charlotte?
Claro que sí; era Reed.
Aunque imaginaba las vistas que debía de tener, inspiré profundamente
y dije:
—Me he quedado enganchada.
—¿Cómo?
Agité la mano y me señalé el pelo.
—El pelo. Se me ha enganchado con algo. ¿Puedes echar un vistazo?
Murmuró algo ininteligible y se colocó detrás de mí. No le quedaba más
remedio que inclinarse sobre mi trasero para ver dónde se me había
enganchado el pelo.
—Pero ¿cómo lo has hecho? Se te ha enrollado el pelo a la palanca que
sube y baja las baldas.
—¿Puedes desenrollarlo? Si hace falta, corta el pelo. No estoy en una
posición muy cómoda.
—Quédate quieta y deja de retorcerte. Al tirar, lo estás empeorando.
Permanecí tan inmóvil como pude mientras Reed trataba de
desenredarme el pelo. No resultó nada fácil, teniendo en cuenta lo cerca que
tenía su cuerpo. Sin embargo, en cuanto dejé de moverme, tardó solo unos
segundos en liberarme.
Me froté la zona dolorida.
—Gracias.
Reed se cruzó de brazos.
—No sé si quiero saber lo que hacías.
—Estaba limpiando la nevera y se me ha enganchado el pelo.
—Vienes antes de las siete de la mañana para limpiar la nevera. ¿Sabes
que tenemos un servicio de limpieza, verdad?
—No. He venido al office para prepararme un café. Pero mientras
esperaba, he decidido limpiar la nevera, porque el otro día me fijé en que se
había derramado zumo de naranja y la mancha seguía ahí.
La cafetera pitó. El café ya estaba listo, así que me giré y agarré la taza
que había traído. Me volví hacia Reed y le dije:
—¿Tienes una taza?
—No. Utilizo los vasos de plástico que guardamos en el armarito.
Fruncí el ceño.
—Esos vasos son nocivos para el medio ambiente. Necesitas una taza.
Reed me miró fijamente.
—¿Te ha dicho Iris que me digas eso?
—No. ¿Por qué?
Estiró el brazo por encima de mi cabeza, abrió el armarito, sacó un vaso
de plástico y, luego, me arrebató la cafetera de las manos.
—Porque lleva años dándome la lata con eso.
Le ofrecí una sonrisa la mar de dulce antes de dar un sorbo al café.
—Pues quizá deberías hacerle caso, para variar.
Entonces, me fui y lo dejé en el office, a solas con ese pensamiento.

***

Reed y su hermano se dedicaban sobre todo a las ventas inmobiliarias,


mientras que Iris se ocupaba de gestionar las propiedades que poseía la
familia Eastwood, y también las de aquellos clientes que eran propietarios
de fincas comerciales. No obstante, a veces se intercambiaban las tareas,
generalmente cuando los hermanos administraban una propiedad que
habían vendido o con cuyo propietario tenían una buena relación.
Uno de los proyectos que Iris me había asignado consistía en compilar
una base de datos de todos los proveedores que nos brindaban servicios de
limpieza, para ofrecerles un volumen mayor de propiedades a cambio de
una rebaja del coste. Para eso, tenía que entrar en los expedientes
individuales que había en el sistema y extraer información de cada
propiedad. Los archivos de Max eran un desastre, una combinación
desordenada de documentos de Word y de Excel, sin ningún sistema claro
de organización de la información. En cambio, los de Reed estaban muy
bien, como cabía esperar. Cada finca tenía un expediente separado, con el
nombre de la dirección del edificio, y dentro de cada carpeta había
subcarpetas organizadas con lógica, como la de «MANTENIMIENTO», donde
encontré casi toda la información que necesitaba.
Tardé algunas horas en tenerlo todo listo. Solo me faltaba información
de una de las propiedades de Reed, la que estaba en el 1377 de la calle
Buckley. Después de comprobar el expediente de la propiedad por segunda
vez, navegué por las carpetas que no tenían nombre. En una de ellas, con la
etiqueta PERSONAL, encontré una docena de subcarpetas. Las repasé una a
una por si había alguna que no debiera estar allí: DATOS MÉDICOS, CONTRATOS,
ABOGADO; incluso había una con el nombre BODA. Pasé el ratón por encima y
miré cuál era la última fecha de modificación. Hacía seis meses que no se
abría. Estaba a punto de cerrarla y acercarme al despacho de Reed para
preguntarle si sabía dónde estaba la información sobre la finca que me
faltaba cuando vi que había un archivo Word suelto, sin clasificar. El
nombre del archivo era «LISTA».
Lo abrí para ver qué había dentro. Me quedé boquiabierta. Resultaba
que Reed había preparado una lista como la mía.

***

No pude sacarme la lista de Reed de la cabeza durante el resto de la


mañana. Lo que me había sorprendido no era el contenido de la lista, sino el
hecho de que hubiera preparado una. ¿El hombre que se había reído en mi
cara cuando le dije las cosas que quería hacer había redactado su propia
lista? Vi que la había creado a las ocho de la tarde del día anterior y la había
actualizado un poco después de las diez. Cuando me fui de la oficina a las
siete, él seguía allí. No daba crédito a que se hubiera quedado horas y horas
en la oficina para redactar la lista. Aquello no encajaba con el carácter de
Reed. Bueno, al menos con el que yo conocía; estaba claro que Reed
Eastwood tenía dos caras, la que me mostraba a mí y al resto del mundo, y
la que mantenía oculta. No era extraño que el hombre que había redactado
la preciosa nota azul tuviera una lista de todas las cosas que le gustaría
hacer, pero el Reed engreído y condescendiente que yo conocía no era así.
Es cierto que había algunos momentos, instantes fugaces, en los que creía
ver al otro Reed, pero nunca duraban mucho tiempo.
Avancé por los pasillos de la tienda de todo a un dólar con la cesta en la
mano y distraída. Había ido a comprar bandejas de hornear, toallitas de
papel y guantes, las tres cosas que más utilizaba al trabajar con cerámica,
pero nunca me iba de allí sin comprar un montón de cosas que en realidad
no necesitaba. También había cogido pañuelos de papel, algunos boles de
plástico, gomas de pelo y un puñado de especias demasiado baratas como
para no comprarlas, aunque aún no sabía qué cocinaría con ellas. Cuando
llegué a la zona de menaje, decidí comprarle una taza a Reed, para que
dejase de utilizar los vasos de plástico.
Había tazas de Halloween con calabazas, otras con corazones para San
Valentín y algunas con menorás. Solté una risita al ver una taza de color
rojo de temática navideña. El dibujo de la taza era un grupo de chicos con
jerséis y bufandas que cantaban villancicos. No pude resistirme y elegí
aquella al pensar en el número tres de la lista de Reed.
«Cantar en un coro».

***

En algún momento de la tarde se me ocurrió que quizá Reed había guardado


esa lista en el servidor para tomarme el pelo. ¿Era posible que quisiera
burlarse de mí? ¿O realmente había tenido una epifanía, al saber de mi lista,
y había decidido redactar la suya? No podía preguntárselo directamente, eso
equivaldría a admitir que había fisgoneado entre sus archivos personales.
Bueno, sí que podía, pero la última vez que se lo había confesado se había
subido por las paredes. Así que decidí que estudiaría su reacción a la taza de
café que le había comprado. Si había guardado esa lista para burlarse de mí
y se había inventado lo de cantar en un coro, quizá lo vería en su expresión.
Así que, alrededor de las cinco de la tarde, preparé una cafetera y le llevé
una taza a mi jefe, en su flamante taza nueva.
Reed estaba ocupado con un montón de papeles cuando llamé a la
puerta de su despacho. Era la primera vez que lo veía con gafas. Eran de
carey, de montura rectangular, muy serias y le quedaban de muerte,
teniendo en cuenta que tenía las facciones esculpidas de un dios. «Madre
mía, parece Clark Kent, pero en sexy». Debían de ser gafas para leer de
cerca, porque, en cuanto me vio, se las quitó.
—¿Querías algo?
En ese momento, me vinieron a la mente un buen puñado de respuestas
muy poco profesionales. Sacudí la cabeza para deshacerme de ellas y di un
paso con la taza llena de café humeante. El dibujo estaba de cara a mí.
—Pensé que quizá te apetecía un café.
Me miró, luego dirigió la vista a la taza y dejó las gafas sobre el
escritorio.
—Así que me has comprado una taza.
—Pues sí. Fui a la tienda de todo a un dólar y escogí una. Ya no tienes
que usar vasos de plástico.
—Muy amable por tu parte.
Sonreí.
—No hay de qué. Estaba de rebajas, así que espero que no te importe
que haya un poco de espíritu navideño en julio.
Giré la taza para que viera el dibujo y observé con atención su rostro.
Reed contempló el dibujo del grupo de muchachos cantores durante una
larga pausa. Parpadeaba, confuso; estaba claro que lo había sorprendido.
Sin el menor ápice de burla por su parte, supe que no había dejado esa lista
en el servidor para que yo la viera. De ser así, habría entendido la broma.
Levantó la mirada y preguntó:
—¿Por qué has escogido esa?
«Eh…».
«Oh, no».
La risa nerviosa se abría paso por mi garganta. De vez en cuando, si
estoy en un aprieto, me da por reír. Y en cuanto empiezo, no hay manera de
parar.
«No, esto no va bien».
En lugar de responder, estallé en una carcajada que pasó de suave a
histérica. Las lágrimas me corrían por las mejillas.
—Lo siento, lo siento —repetí mientras trataba de ponerle freno. Pero
continué riendo durante un minuto mientras Reed me observaba con
incredulidad.
Entonces, preguntó:
—¿Se puede saber qué te divierte tanto de esta taza, Charlotte?
«Madre mía. O admito que he fisgoneado entre sus archivos personales
o pensará que me estoy burlando de él por querer cantar en un coro».
¡Nunca haría algo así! Jamás sería tan cruel como para burlarme de los
sueños de alguien. Es cierto que pensaba que él me estaba gastando una
broma; ahora que sabía que la lista era de verdad, jamás podría reírme de
algo así. La risa se volvía más nerviosa porque sabía que había metido la
pata, y me reía por eso…, pero él no lo sabía.
Solo había una escapatoria: decir la verdad.
—Lo siento. Ha sido un malentendido.
—¿Me lo vas a explicar?
—Yo… Encontré el archivo con tu lista de deseos. El que tienes
guardado en el servidor de la empresa.
La expresión de Reed se ensombreció. El corazón me latía a todo trapo
mientras esperaba su respuesta.
Exhaló aire y respondió:
—Sí, estaba en el servidor, pero en una carpeta personal, Charlotte.
—Así es.
—¿Has leído mis archivos personales y esta taza es tu manera de
burlarte de lo que descubriste?
—¡No! No me he explicado bien. No podía creer que hubieras hecho tu
propia lista, porque cuando te hablé sobre la mía, te burlaste un poco. Y no
quería admitir que había visto ese archivo, aunque pensé que nada de lo que
estuviera en el servidor podía ser personal, a pesar de que estuviera
guardado en una carpeta llamada «PERSONAL». Pero lo siento, te pido
disculpas. Estaba equivocada. Bueno, total… Pensaba que habías dejado
esa lista ahí para reírte de mí, para gastarme una broma. Por eso te he
comprado esta taza, para ver tu reacción y si mis sospechas estaban en lo
cierto. Pero no es así, está muy claro que me he equivocado. No me he
reído porque te guste cantar, ¡en absoluto! Por favor, tienes que creerme.
Me he reído por la situación en la que me he metido. Era una risa nerviosa.
Y ahora no puedo parar de hablar. Lo siento. Ya está.
Permaneció sentado, mirándome, y tomó unos sorbos de café. De
repente, vi que esbozaba una leve sonrisa, como si disfrutara al verme en
apuros. Entonces, por fin habló:
—Eres de lo que no hay, ¿lo sabías?
Me atreví a sonreír y respondí:
—Entonces ¿es cierto? ¿Has hecho una lista porque te apetecía? ¿De
verdad?
Dejó la taza en la mesa y se frotó las sienes. Sus profundos ojos
marrones se clavaron en mí cuando levantó la mirada.
—Sí.
—¿De verdad?
—¿No me has oído decir sí?
Me senté frente a él, crucé los brazos y me incliné sobre la mesa.
—¿Por qué?
—Porque dijiste cosas que eran ciertas. Jamás comenté que tu lista fuera
estúpida, ni me burlé de ella, como pareces pensar. Así que tienes razón, me
inspiraste a hacer una lista de cosas similares para mí mismo.
Me estremecí. Una vez más, demostraba que era el hombre sensible que
había imaginado cuando encontré la nota azul del vestido.
—Vaya, eso es genial.
Reed entornó los ojos.
—El concepto de una lista de cosas que hacer antes de morir no es tan
original.
—Quiero decir que pensaba que no te caía bien. Me parece genial que te
haya inspirado a hacer algo.
De pronto, se levantó de la silla y caminó hacia el otro extremo de su
despacho.
—No perdamos la compostura, ¿te parece?
Fingió que buscaba algo del archivador para evitar seguir hablando.
—Me fijé en que solo habías incluido unas cuantas cosas. ¿Por qué las
elegiste? Lo de «escalar una montaña» lo entiendo perfectamente. Imagino
que debe de ser algo excitante. Pero lo de cantar en un coro… ¿tú cantas?
Suspiró y se giró hacia mí:
—No vas a dejar el tema, ¿verdad?
—Ni por todo el oro del mundo.
Reed regresó a su escritorio y se tomó el resto del café.
—Sí, Charlotte. Canto. O mejor dicho, cantaba, cuando era más joven.
Pero mi ego adolescente se interpuso entre mi afición y yo, y lo dejé.
Preferiría no entrar en más detalles, excepto para decir que la imagen de
esta taza es un resumen muy bueno de lo que pasó… tanto que da miedo. Si
alguna vez quieres que te hablen de mi etapa como niño cantor, estoy
seguro de que Iris estará encantada de hacerlo. Incluso tiene algunas
grabaciones con las que me amenaza de vez en cuando.
—¿De veras? Pues se lo voy a preguntar, ya lo creo.
—Genial.
—Ya sabes que… —Sonreí—… una lista de ese tipo no sirve de nada si
no pones en práctica lo que quieres hacer. Deja que te ayude a organizar una
o dos de las cosas que quieres hacer.
—No hace falta, gracias.
—Todo el mundo necesita un poco de motivación. Puedo ayudarte:
podemos ser compañeros de tarea, y hacerlo juntos.
Vaya, eso había sonado bastante más sexual de lo que pretendía.
Empecé a sudar.
—¿Por qué harías algo así, Charlotte? ¿Qué ganarías tú con eso?
—¡Nada! Bueno, supongo que tendrías que ayudarme a llevar a cabo
mis propios sueños. Podemos ser animadores el uno del otro.
Echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—Vamos a calmarnos un poco.
—Bueno, al menos piénsatelo. Quiero decir que eres mi jefe, ¿por qué
no me utilizas?
Bajó la voz y sentí un temblor en la piel.
—¿Quieres que te utilice?
Iris entró justo en ese momento.
Dio una palmada y apretó las manos con una sonrisa, satisfecha.
—¡Cuánto me alegra ver que os lleváis bien!
Me aclaré la garganta.
—Hola, Iris.
La mujer se dirigió a Reed:
—Acabo de enterarme de lo de tu accidente en los Hamptons. No me
dijiste nada. ¿Qué sucedió exactamente?
—Charlotte trató de salvar a una ardilla y desató una reacción en
cadena.
—Eso fue algo muy noble por tu parte, Charlotte.
—¿Qué puedo decir? Alguien tiene que protegerlas. Las ardillas me
adoran —respondí, con ligereza. Y enseguida pregunté por el tema que más
me interesaba—: Iris, ¿es cierto que Reed cantaba?
Mi pregunta pareció sorprenderla.
—Pues sí, pero jamás imaginé que te lo contaría. Reed no suele hablar
de ello. —Cerró los ojos y suspiró—. Tenía una voz preciosa, de perfecto
tenor. Si hubiera querido estudiar cualquier carrera musical, se la habría
pagado. Fue una pena que lo dejara.
Reed se dio prisa por cambiar de tema.
—¿A qué debo el placer de tu visita, abuela?
—De hecho, venía a por Charlotte, para ver si podía pedirle algo antes
de que se marchara hoy. He decidido que celebraremos la tradicional fiesta
de verano de la empresa en Bedford, así que necesito ayuda para
organizarlo todo.
Aunque vivía en Manhattan, Iris tenía una casa en un barrio residencial
de las afueras. Los Eastwood y los Locklear celebraban sus reuniones
familiares y pasaban las vacaciones allí. Los padres de Reed vivían parte
del año en esa casa, cuando no estaban viajando por todo el mundo. Al
parecer, habían decidido jubilarse antes de tiempo para mudarse a Florida y
disfrutar de la vida. Iris, en cambio, era incapaz de traspasar sus funciones
en la empresa a nadie. Disfrutaba demasiado con el trabajo.
—Pensaba que íbamos a alquilar un local en la ciudad este año —
contestó Reed.
—Lo he pensado mejor. La casa de Bedford ha sido perfecta los últimos
dos años. Tendremos que alquilar algunas carpas grandes y buscar otra
empresa de catering. Además, Jared estará allí ese fin de semana, lo cual es
genial.
—¿Jared? —pregunté, mirándola.
—Mi sobrino nieto de Londres, el nieto de mi hermana. Solo ha venido
a Estados Unidos un par de veces, así que te pediré un poco de ayuda
mientras esté aquí, Charlotte, para asegurarme de que tiene a alguien para lo
que necesite.
A Reed no pareció gustarle la idea.
—¿Para qué necesita una niñera?
—No necesita ninguna niñera, simplemente creo que Charlotte y él
congeniarán. Puede acompañarlo por la ciudad, llevarlo a los sitios de
moda, ya sabes, dondequiera que vaya la gente joven hoy en día.
—Me encantaría enseñarle a Jared mis lugares favoritos.
—Muchas gracias, querida. Seguro que a Jared le encantará, ¿verdad,
Reed?
Esperé una repuesta, pero Reed se limitó a mirar a su abuela con una
expresión funesta.
Capítulo 13

Reed

Mi abuela se estaba pasando de la raya.


Jared Johansen era uno de los solteros más codiciados y famosos de
Londres. E Iris lo sabía perfectamente cuando decidió ponérselo en bandeja
a la Barbie rubia. Era una treta para ponerme nervioso, no tenía nada que
ver con que Charlotte y él fueran a congeniar.
Jared trabajaba en la City de día y era un donjuán de noche. Le gustaban
los coches rápidos y las mujeres todavía más rápidas, y de ninguna manera
iba a dejar pasar una belleza como Charlotte sin tratar de hincarle el diente.
Bastaría una mirada a sus brillantes y curiosos ojos y a su cuerpo de vértigo
para nombrarla candidata ideal para un romance de verano. Mi única
esperanza es que ella viera cómo era de verdad, detrás de su deslumbrante
fachada.
Habían pasado varios años desde su última visita a Estados Unidos,
pero Jared era más que capaz de espabilarse solo en Nueva York. Iris solo
nos manipulaba —bueno, me manipulaba— para que moviera ficha. Me
negaba a seguir su juego.
La tarde en que llegó Jared, procuré ser discreto durante todo el tiempo
en que Charlotte y él se dedicaban a pasear por la ciudad. Con discreto me
refiero a que seguí las redes sociales de Charlotte para trazar un mapa
virtual de su trayecto, que incluyó una parada en la exposición de cerámica
del MOMA y otra en Magnolia Bakery para comprar cupcakes.
Odiaba que me importase, odiaba sentirme atraído hacia ella. Odiaba
que me hiciera sentir más vivo de lo que jamás me había sentido en mucho
tiempo. Pero, sobre todo, odiaba el hecho de que probablemente a Charlotte
le iría mejor con el mujeriego de mi primo que conmigo. Me dolía
admitirlo, pero era la verdad. Jared sería capaz de darle el montón de críos y
la vida que se merecía algún día.
Por mucho que lo deseara, no podía escaparme de la celebración del
evento veraniego de los Eastwood/Locklear. Traté de hacerlo, pero resulta
difícil cuando eres el dueño de la empresa. No solo se esperaba que hiciera
acto de presencia y que sonriera a todo el mundo, sino que también debía
pronunciar un discurso y entregar los premios a los trabajadores del año
durante la velada. Mi abuela me había delegado esas tareas porque, según
ella, era el mejor orador de la familia. Era la única noche del año en que
agasajaba a mis trabajadores e interactuaba con ellos y sus familias, y la
verdad es que era un día largo que me dejaba agotado. Si, además de eso,
añadía la tensión que me generaba que Jared y Charlotte pasaran tanto
tiempo juntos, era evidente que me moría de ganas de que la velada
terminara cuando ni siquiera había comenzado.

***

Me quedé un buen rato en el dormitorio principal de la casa, en el piso de


arriba, tanto tiempo como pude, mientras observaba la celebración. Había
cinco carpas gigantes en el enorme jardín delantero y una banda de jazz
tocaba música en directo. Los invitados conversaban arropados por el
crepúsculo mientras los camareros empezaban a servir los aperitivos.
Jugueteé con el reloj, me di una patada mental para activarme y bajé, listo
para hacer frente a la noche.
Charlotte y Jared ya estaban en el bar. Ella jugueteaba con la pajita roja
de su bebida y Jared utilizaba la excusa de la música para inclinarse hacia
ella mientras conversaban. Conocía ese truco porque lo había utilizado con
otras mujeres; así le resultaba más sencillo acercarse físicamente a ella.
Prácticamente le chupaba la oreja a cada palabra que pronunciaba.
Miré hacia otro lado, pasé frente a ellos y llegué hasta un grupo de
empleados, donde me dediqué a entablar conversación con ellos.
Después de mi discurso obligatorio, seguí dando vueltas por el jardín,
de círculo en círculo, hablando con todo el mundo. En realidad, lo que
quería era beber sin tener que hablar con nadie más. Cada vez que miraba
en dirección a Charlotte, ella me devolvía la mirada. De hecho, no parecía
demasiado interesada en lo que Jared decía.
Max interrumpió mis pensamientos al acercarse tras mi espalda.
—Ricitos de Oro parece muy pero que muy aburrida —comentó, y me
tendió un vodka con hielo.
—Bueno, creo que no se traga la mierda de gachas que Jared le ha
servido.
—¿Por qué la abuela los ha juntado? Es absurdo.
Miré a mi hermano inquisitivamente.
—Me sorprende que sepas lo que ocurre en la empresa. No te he visto
en varios días.
—La sigo en Insta —contestó.
—Debería de haberlo imaginado.
—No me gusta, eso es todo.
De repente, me dieron ganas de propinarle un puñetazo.
—No sabía que te interesara el bienestar de Charlotte.
—No me importaría conocerla mejor. —Max debió de ver la furia en
mis ojos, porque añadió—: ¿Por qué parece que tengas ganas de matarme
ahora mismo?
—¿A qué te refieres?
—En cuanto he dicho que me interesa, tu expresión ha cambiado por
completo. ¿Hay algo que quieras decirme?
—No debería tener que recordarte nuestra política de buenas prácticas
con los empleados: no podemos confraternizar con ellos —respondí, y me
bebí el vodka de un trago.
—No existe tal política.
—Ahora sí.
Con una sonrisa engreída, le tendí el vaso vacío y me marché antes de
que hiciera más preguntas y me empujase a mantener una conversación
incómoda en la que yo le prohibiría acercarse a Charlotte sin la menor
explicación racional. Mis sentimientos eran complejos y Max empezaba a
sospechar que Charlotte me interesaba. Era un tema que no quería abordar
con él, sobre todo porque Charlotte no era alguien con quien pudiera
plantearme tener una relación seria.
Era evidente que caminaba en la dirección equivocada porque vi que
Charlotte avanzaba hacia mí.
—Eastwood, ¿son imaginaciones mías o has saludado a todo el mundo
esta noche menos a mí?
No me había dado cuenta de que mis acciones eran tan obvias.
—Dímelo tú. Has estado observándome toda la noche.
—Hola, por cierto —dijo.
—Hola —contesté, y me aclaré la garganta—. ¿Qué tal el día?
—He estado muy ocupada.
—¿Sí? Supongo que atiborrarte de cupcakes debe de ser agotador.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, y chasqueó los dedos—. Ah… Te has
metido en mi perfil de Instagram.
—Bueno, es público, a diferencia de cosas como, por ejemplo, los
archivos privados de alguien.
Charlotte sonrió.
—Eres un acosador.
—Tal para cual, supongo.
Jared nos interrumpió.
—¡Primo! ¡Qué alegría verte!
Jared no era feo; tenía el pelo rubio, ojos azules y era alto. Ojalá no
fuera así.
—Jared —saludé, con los dientes apretados—. Cuánto tiempo. ¿Qué tal
el viaje hasta ahora?
—Magnífico. Charlotte me ha cuidado como si fuera un rey.
«Ya te gustaría…».
Jared se volvió hacia ella y la miró como si la desnudara con los ojos.
—¿Bailamos?
Enfadado, hice ademán de irme.
—Os dejo.
Entonces, Charlotte llevó una mano a mi brazo y me detuvo.
—Espera. Me has dicho que querías comentar un tema de trabajo.
«¿Me está guiñando el ojo?».
Al parecer, Charlotte Darling quería utilizarme para escabullirse y no
tener que bailar con Jared. Eso me gustó, a pesar de que comprendí que ese
sentimiento me haría sufrir.
Decidí tomarle el pelo.
—Oh, sí, el proyecto Ardilla. Tienes razón, teníamos que hablar de eso.

Jared nos miró, perplejo.


—¿Ahora vais a hablar de trabajo?
Charlotte no perdió tiempo y entró en detalles.
—Tenemos que comentarlo antes de mañana. ¿Te importa?
—No, claro. Iris me ha dicho que quería bailar conmigo. Te veo
después, Charl.
Cuando Jared se hubo marchado, me miró.
—Odio que me llame así. Gracias por seguirme el rollo. Solo quería
escapar de él un rato. Creo que piensa que vamos a hacerlo solo porque he
sido amable con él, pero se equivoca por completo. No quiero ofender a tu
abuela, pero no salgo con hombres que tienen una manicura mejor que la
mía. Por no mencionar que solo habla de sus coches y de su enorme garaje
en Inglaterra. Me importa un bledo lo que dice.
Y así de fácil, Charlotte subió otro punto en mi respetómetro.
Me detuve para mirarla de verdad e inspiré profundamente para mitigar
el dolor sordo que sentía en el pecho. Charlotte estaba imponente a la luz de
las estrellas. Llevaba un vestido de color rosa pálido, ligeramente más
oscuro que su piel. Llevaba el pelo recogido, y me recordaba a una bailarina
de ballet con el cuerpo de una artista de la danza del vientre. Su vestido no
hacía nada por ocultar las vertiginosas curvas del cuerpo de Charlotte.
Debería haberme alejado. En lugar de eso, mis ojos se posaron en su
escote y, antes de darme cuenta, le dije:
—¿Te apetece beber algo?
—Pues sí, me encantaría.
—Vuelvo enseguida.
Me marché después de obsequiarle con una sonrisa traviesa que
permaneció en mi cara de camino a la barra.
Sin embargo, desapareció en cuanto vi el rostro conocido de la mujer
que caminaba hacia mí. La que me había roto el corazón hacía dos años. Me
quedé sin energía.
«Allison».
Capítulo 14

Charlotte

No daba crédito.
Era ella. La exprometida de Reed, Allison. Estaba en la barra.
«¿Qué hace aquí?».
No pude evitarlo y cedí a la curiosidad. Me acerqué a ellos.
Allison tenía el pelo rubio, de un tono más oscuro que el mío. Era muy
alta, casi tanto como Reed. Pero era guapísima y sentí una punzada de celos
al verlos juntos por primera vez.
Para ser dos personas que habían estado tan enamoradas, la verdad es
que parecían muy incómodas en ese momento.
Más que nunca, necesitaba saber qué había ocurrido entre ellos. Los
observé, como si así pudiera desentrañar algo.
Reed parecía disgustado y no paraba de juguetear con su reloj mientras
hablaban.
Allison inspiró profundamente.
—Tienes muy buen aspecto —dijo.
—Gracias —respondió él, sin mirarla.
—Estaba de camino a casa de mis padres cuando he visto las carpas y se
me ha ocurrido pasar a saludar, para ver cómo estabas.
Me fijé en que Reed se llevó la mano al cuello como si quisiera
arreglarse la corbata, pero no llevaba ninguna. Era como si no supiera
dónde meter las manos.
Sabía que no debía interrumpirlos, pero el instinto me dijo que Reed
agradecería que lo salvaran de una situación tan incómoda. No, no lo
agradecería. Lo necesitaba.
—Siento interrumpir, señor Eastwood, pero tenemos que hablar del
proyecto Ardilla. Tengo que irme temprano y no quería perder la ocasión de
saber qué opina al respecto.
Allison nos miró.
—¿Proyecto Ardilla?
Reed parecía a punto de echarse a reír o a llorar, pero respondió:
—Ah, sí, es muy importante. Tengo que ocuparme de eso, Allison. Me
alegro de verte. Ya nos pondremos al día en otro momento.
—Sí, yo también me alegro de verte.
Reed me siguió y caminamos en silencio hasta alejarnos de la
celebración. Daba la sensación de que nos encontrábamos a un kilómetro
del bullicio.
El jardín era inmenso. Paseamos por un sendero iluminado por las luces
exteriores de la enorme propiedad.
Finalmente, nos detuvimos junto a un pequeño lago que recorría todo el
terreno. Me senté en la hierba y Reed me imitó.
Miró al cielo antes de hablar.
—¿Cómo sabías que necesitaba ayuda?
—Por tu cara. Parecías muy incómodo. Pensé que valía la pena
intentarlo y que, si me equivocaba, simplemente me dirías que no tenías
tiempo para hablar del proyecto Ardilla.
—Gracias.
—¿Estaba invitada?
Negó con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—La casa de sus padres está calle arriba. Se ha pasado a saludar. Los
guardas de seguridad la conocen, así que probablemente la han dejado pasar
creyendo que estaba invitada.
Me moría de ganas de preguntarle qué había ocurrido entre ellos, pero
recordé lo que había sucedido en el hotel de Long Island, cuando me había
metido en su vida personal y Reed se había molestado tanto.
Reed contemplaba las estrellas. Para mi sorpresa, respondió parte de la
pregunta que tenía en los labios y que no me atrevía a hacerle.
—Me hizo mucho daño cuando comprendió que el futuro que pensaba
que íbamos a compartir era distinto del que ella siempre había imaginado.
Sin entrar en más detalles, me demostró que su amor era condicional.
—Eso no existe.
—Tienes razón —contestó—. Pero me costó comprenderlo. Yo creía
que la amaba incondicionalmente. Cuando alguien a quien quieres no siente
lo mismo que tú, tienes que aprender a dejar de amar a esa persona. La
cabeza te dice que no debes sentir nada por ella, pero convencer al corazón
no es tan sencillo.
—¿Todavía la quieres?
—No de la misma manera, pero lo que siento por Allison es
complicado.
Se me partió el corazón, pero, al mismo tiempo, sentí envidia de Allison
por haber disfrutado de ese amor verdadero. Todd nunca me había querido
así, ahora lo sabía. Sin embargo, descubrir que el amor de Allison por Reed
era condicional hizo añicos la idea que me había hecho de ellos al encontrar
la nota azul. Comprendí que no sabía nada de nada sobre su relación, pero
me asustaba preguntar demasiado. Al mismo tiempo, verlo debatirse con
sus sentimientos me conmovió y me hizo tener esperanza en que aún
existían hombres capaces de amar.
Contemplé el perfil de Reed. Dios, ¿había algo más sexy que un hombre
guapo que desea ser amado por una mujer?
Tomó una brizna de hierba y la arrancó.
—Ojalá Allison no hubiera venido.
Mis ojos repararon en sus dedos largos y masculinos, todavía sobre la
tierra.
—Pues yo me alegro de que lo haya hecho, porque tienes que
enfrentarte a su recuerdo para olvidarla. Ha sido una buena manera de
practicar. Además, ¿le has visto la cara? Cuando has dicho que tenías que
irte, se ha quedado sin habla. Eso ha hecho que valiera la pena.
—Proyecto Ardilla —contestó con una suave risa.
—Proyecto Ardilla. Definición: operación inexistente y ultrasecreta que
a partir de ahora servirá para salir de cualquier situación incómoda.
Suspiró.
—La verdad es que daría lo que fuera por una copa, pero no quiero
volver, todavía no.
Hice ademán de levantarme.
—¿Quieres que vaya a por algo? Tú puedes quedarte aquí.
—No.
Llevó una mano a mi pierna para que me sentara de nuevo y nos
quedamos un rato en silencio.
—¿Este lago es tuyo?
—Sí, es parte de la propiedad.
—Vaya.
De repente, me sucedió algo asombroso. Bueno, no sé si Reed lo
consideraría asombroso, pero los engranajes de mi cerebro empezaron a
girar. Al parecer, mi excitación era evidente porque preguntó:
—¿Qué tienes en esa cabecita tuya, Charlotte Darling?
—Creo que estoy a punto de explotar. Siento ganas de cometer una
locura.
—¿Ahora?
—Hace poco añadí un par de cosas a mi lista y una de ellas tiene que
ver con un lago. Y tengo la sensación de que esta es mi oportunidad de
hacerlo.
—¿Qué quieres decir con «tiene que ver con un lago»?
—«Bañarme desnuda en un lago de noche». Nunca he estado en un lago
de noche, así que quién sabe cuándo volverá a pasar. Esto es cosa del
destino. Pero no quiero incomodarte, si prefieres que no lo haga…
—¿Seguro que no te lo acabas de inventar? ¿Está en tu lista?
—Te lo juro.
Me dejó de piedra al contestar:
—Entonces, creo que deberías hacerlo.
—¿En serio?
—Sí. Además, sería el final más adecuado para esta noche tan extraña.
—¿Crees que alguien podría venir? Estamos muy lejos de la fiesta, pero
no quiero que me pillen.
—Lo dudo, pero date prisa. Yo montaré guardia, te prometo que no
miraré.
—¿De verdad me estás animando a que lo haga?
—Piensa lo que quieras, pero esta noche necesito cualquier distracción,
aunque sea una de tus locuras. No tengo ganas de volver a la fiesta, así que
no me parece una mala forma de pasar el rato. Ahora, voy a girarme.
Y me dio la espalda. Grité encantada y me desnudé enseguida para
zambullirme. El agua estaba sorprendentemente cálida.
En cuanto estuve dentro, grité:
—¡Ya puedes girarte!
Reed se quedó de pie, con las manos en los bolsillos, mientras me
observaba saltar y nadar en el agua. No se movió ni un ápice ni apartó la
mirada de mí, aunque de vez en cuando se aseguraba de que no viniera
nadie.
Le grité:
—¿Ves? Esta es la diferencia entre una lista de cosas que uno quiere
hacer y una lista como la mía. La espontaneidad. Hay que hacer las cosas en
el momento, porque parte del mantra de mi estilo de lista es que, si se
presenta la oportunidad, hay que agarrarla al viento. Y eso es lo que estoy
haciendo.
Me sentía exultante. Nadaba desnuda en un lago precioso, en una casa
de ensueño con unos terrenos inmensos. También era excitante, puesto que
Reed estaba a unos pasos de mí. Se me erizaron los pezones.
Estaba orgullosa de haberme lanzado a hacerlo. Es probable que,
durante el tiempo que estuve prometida, no me hubiera planteado hacer
nada tan espontáneo. En ese sentido, sobrevivir a nuestra separación no solo
me había hecho más fuerte, sino también más aventurera.
Después de un buen rato, anuncié:
—¡Voy a salir!
Reed me dio la espalda. Me puse el vestido con la piel todavía mojada
y, entonces, reparé en lo que acababa de hacer.
—¿Cómo vas a explicar que estás mojada de pies a cabeza? —preguntó.
—No lo sé. ¿Cómo vas a explicarlo tú, Reed? —dije con una sonrisa
descarada.
—¿Vas a colgarme ese mochuelo, Darling? ¿Me estás desafiando?
—Si aceptas el reto.
Cuando llegamos a la fiesta, parecía que, por suerte, Allison ya se había
marchado.
La gente nos miraba, confusa, en especial Max y Jared. Todo el mundo
parecía perplejo menos Iris, que resplandecía, visiblemente satisfecha.
—¿Qué te ha pasado, Charlotte? —preguntó.
Miré a Reed, esperando a que contestara, y me esforcé por mantener la
compostura.
Al fin, respondió a la pregunta de su abuela.
—Charlotte y yo nos hemos alejado un poco para hablar de un tema
pendiente que no podía esperar. Y de repente ha visto una ardilla saltando al
lago. Estaba muy oscuro, y el ponbre animal no hacía más que mover las
patitas para no ahogarse. Así que Charlotte ha decidido hacer un Charlotte:
no se lo ha pensado dos veces, se ha metido en el agua y la ha salvado.
Luego, la ha soltado. Esa ardilla le debe la vida.
Reed se merecía un óscar porque soltó esa ridícula fantasía sin
inmutarse.
—Charlotte, no dejas de asombrarme —comentó Iris.
—Sí, es bastante asombrosa —replicó Reed.
Esperé a ver qué más decía para echar por tierra el cumplido, algo como
«para estar tan loca». Sin embargo, no añadió nada.

***

Tenía la sensación de que le debía una muy grande a Reed. Me había


ayudado en mi excursión al lago y, después, me había cubierto. Ahora que
sabía lo fantástico que era tachar una cosa de mi lista, estaba todavía más
motivada a ayudarlo a él con la suya. El miércoles siguiente, me quedé
hasta tarde en la oficina para buscar información sobre los coros que había
en el estado de Nueva York.
Cuando me topé con el Coro del Tabernáculo de Brooklyn, pensé que
había ganado la lotería. De inmediato, envié un correo electrónico para
preguntar si aceptaban nuevos miembros.
El director del coro me respondió enseguida y me dio las fechas de las
pruebas de acceso.
Imprimí toda la información y me pregunté cómo reaccionaría Reed.
Cuando fui a su despacho, ya se había ido, así que le dejé la información en
una carpeta encima de su escritorio con una nota que decía: «Te lo debía.
¡Hazlo, joder!».

***

A la mañana siguiente, llegué temprano y encontré una nota azul de Reed


en el centro de mi mesa.
Cada vez que veía su membrete personal sentía mariposas en el
estómago; me recordaba a la nota azul que había encontrado en el vestido
de novia.
Tomé la nota y leí.

Querida Charlotte:

¿Sabes por qué te quieren tanto los animales?


Porque estás chiflada como una CABRA.

Reed

Sacudí la cabeza y murmuré para mis adentros entre risas: «¿Este es el


tipo de notas de amor que escribes ahora Reed? Más bien, parecen notas de
odio».
Capítulo 15

Reed

No tenía previsto ir.


Al menos eso me había dicho. El hecho de que tuviera una cita con un
comprador potencial en la zona de Cobble Hill de Brooklyn no tenía nada
que ver con las pruebas de acceso al coro que se celebraban a doce
manzanas de allí ese mismo día.
Mi reunión terminó a las seis y media y, al subir por la calle Smith, pasé
delante de cierta iglesia enorme. Lo siguiente fue aparcar; al cabo de unos
minutos, seguí a un montón de gente como si fuéramos un rebaño de ovejas.
—Bienvenidos al Tabernáculo —dijo un hombre mayor en la entrada
mientras me daba un folleto con una sonrisa cálida—. El talento es un
regalo de Dios y compartirlo es vuestra forma de devolver ese regalo.
¡Buena suerte!
Sus palabras y su gesto buscaban hacerme sentir cómodo, pero tuvieron
la reacción opuesta: de repente, tuve unas ganas inmensas de salir
corriendo. Sin embargo, había llegado hasta allí y, entonces, recordé a cierta
rubia. Dominé el impulso de escapar, me senté en la última fila y observé
todas las caras animadas que se arracimaban en las filas delanteras de la
iglesia.
—¿Te importa si me siento a tu lado? —El hombre que me había dado
la bienvenida se encontraba en el extremo del banco donde me había
sentado. Miré a mi alrededor. Había treinta filas vacías delante de mí.
—Me gusta sentarme cerca de la puerta por si hay alguna interrupción o
alguien llega tarde y hace ruido —dijo, con una expresión comprensiva.
Asentí y me deslicé para dejarle espacio. Eran poco más de las siete.
Aunque no entraba más gente, las pruebas no habían empezado todavía.
—¿Eres nuevo? Creo que no te he visto por aquí antes.
—Solo he venido para… —¿Qué narices hacía allí?—… ver cómo es.
—¿No cantas, entonces?
—No. Sí. No. Sí, quiero decir que… Cantaba. Hace mucho tiempo.
Asintió.
—¿Por qué dejaste de ir a la iglesia?
No le había dicho que hubiera dejado de ir, solo había sugerido que
antes cantaba y ahora ya no, nada más.
—¿Cómo sabes que no voy a otra iglesia?
Sonrió y preguntó:
—¿Vas a otra iglesia?
No pude evitar reírme.
—No, no voy a ninguna iglesia.
Señaló las últimas filas.
—Cuando la gente vuelve a la iglesia después de mucho tiempo, suelen
escoger esta zona.
Asentí.
—Así es más fácil huir.
—¿Cuánto tiempo hace?
—¿Desde la última vez que canté?
Negó con la cabeza.
—No. Desde que pisaste la casa de Dios.
Sabía la respuesta sin tener que pensar en ello. La última vez que había
pisado una iglesia, todavía estaba con Allison. Fuimos a misa antes de
nuestra cita con el diácono. Faltaban dos semanas para nuestra boda y ya le
habíamos enviado las lecturas y la selección de canciones que sonarían
durante la ceremonia. Por irónico que parezca, el día que fuimos a la casa
de Dios también fue la noche que Allison escogió para caerse del caballo.
—Hace bastante tiempo.
—Me llamo Terrence —dijo el hombre, y me tendió la mano—.
Bienvenido de nuevo.
—Reed —contesté, aceptándola—. Y no estoy seguro de haber vuelto.
—Cada viaje empieza con un primer paso. ¿Tienes pensado presentarte
a las pruebas para el coro?
—Todavía no lo he decidido. Solo quería echar un vistazo hoy. Hay otra
jornada de pruebas la semana que viene, ¿verdad?
—Así es.
Las puertas de la iglesia se abrieron y un hombre con uniforme de
mantenimiento entró. Al ver a Terrence, dijo:
—Hay un problema con la caldera en el sótano. Necesito gente para
ayudarme a mover los archivos que la señorita Margaret puso allí. Bloquean
el acceso al sistema.
Terrence asintió y se volvió hacia mí:
—Aquí, los voluntarios siempre estamos ocupados. —Se puso en pie y
me dio un golpecito en el hombro, en señal de despedida—. Espero que
encuentres lo que buscas.

***

Unos días después, aún no había decidido si volvería para la única jornada
de pruebas restante en el Tabernáculo de Brooklyn, pero cuando entré en mi
calendario digital, me fijé en que alguien había programado una reunión
para esa tarde. Charlotte había introducido la cita, aunque la única
información sobre la franja horaria bloqueada era un puñado de letras
incomprensible: CPETDC.
Levanté el auricular y marqué su extensión.
Respondió al segundo tono:
—Bonjour, Monsieur Eastwood. Je peux vous aider?
«Pero ¿qué…?».
—¿Charlotte?
—Oui.
Entonces lo comprendí. Charlotte había añadido a su lista, que ahora
también guardaba en el servidor de la empresa, «Aprender francés». La
había visto en el office a la hora del almuerzo, con auriculares y
murmurando para sí. Ahora lo entendía. Bueno, un punto para Charlotte
Darling. Estaba aprendiendo francés.
Por suerte, yo también sabía un poco de francés.
—Ne tenez-vous pas la langue anglaise assez?
Traducción: ¿acaso no masacras la lengua inglesa lo suficiente? Cubrí el
auricular y me reí, porque no tenía ni idea de si acababa de decir eso o no.
—¿Eh? —respondió Charlotte.
—Eso imaginaba —respondí entre risas.
—Todavía estoy aprendiendo.
—Jamás lo habría adivinado.
—Cállate. ¿Me has llamado por algo o solo has marcado mi extensión
de forma automática para tener a alguien de quien reírte?
—De hecho, sí. Pero es muy fácil reírme de ti.
—¿Qué quieres?
—Hay una cita en mi calendario para el miércoles a las siete. No sé qué
es, pone CPETDC.
—Claro, CPETDC. «Cantar para el tipo del cielo». Lo escribí en código
para que solo nosotros lo entendiéramos.
Negué con la cabeza.
—Solo tú, querrás decir.
—Vale. ¿Estás nervioso? ¿Has practicado?
—No voy a presentarme, Charlotte.
Aunque al final decidiera hacerlo, no iba a decírselo a ella. De ningún
modo. Hacía años que no cantaba y la gente que se presentaba a las pruebas
era buena de verdad. No creía que fuera a pasar el casting. Y además, si por
una carambola lo lograba, estaba seguro de que Charlotte se sentaría en
primera fila en todas y cada una de las actuaciones que diera. E invitaría a
toda la empresa y a un par de vigilantes de seguridad del edificio que yo no
conocía, no me cabía la menor duda.
Me imaginé la expresión de decepción en su rostro cuando preguntó:
—¿Por qué no?
—Solo porque haya redactado una lista de cosas que quiero hacer no
significa que vaya a tratar de cumplirlas una por una como si fuera una
carrera.
—Ah. —Hubo una breve pausa—. ¿Por qué no?
—Borra la cita del calendario, Charlotte.
—Vale.
Después de colgar, me sentí mal por cómo le había hablado, así que abrí
el calendario de Charlotte, revisé sus citas y reuniones para la semana
siguiente, y procedí a traducirlas del inglés a mi francés macarrónico. Por
ejemplo: «Iris aterriza a las 5 de la tarde. Llamar para confirmar a las 4»,
pasó a ser «Le vol d’Iris atterrit à 17h. Appelez pour confirmer à 16h».
Luego decidí añadir algunas tareas para Charlotte.
«Prendre rendez-vous avec rétrécis», lo que significaba: «Cita con el
psiquiatra». Al menos, eso intentaba decir.
Otro recordatorio que Charlotte tenía apuntado era: «Final de las rebajas
de Victoria’s Secret. Comprar prendas íntimas después de cobrar». Me reí
en voz alta. Era la única mujer de veintitantos años que diría «prendas
íntimas». Mi traducción: «Commandez des pantalones et des soutiens-
gorge»: «comprar bragas de abuela y sujetadores con refuerzo».
Me lo estaba pasando de fábula trasteando su agenda hasta que di con lo
siguiente: «Cita a ciegas a las 9».
Una burbuja inesperada compuesta de enfado y envidia estalló en mi
interior. Aunque no tenía el menor derecho a sentirme así, eso no contribuía
a apaciguarme. Un imbécil iba a disfrutar de la compañía de Ricitos de Oro.
No, no solo eran celos; me preocupaba lo que pudiera pasarle, en serio. En
el fondo de esa mujer impulsiva y locuela había una romántica que creía en
los cuentos de hadas. Su exprometido, ese idiota, la había engañado delante
de sus mismas narices, en su lugar de trabajo, y Charlotte todavía colgaba
cosas en Facebook con textos como «Sigue nadando» y «Construye tu
propia felicidad». Hay gente que nunca aprende. Charlotte no sería capaz de
darse cuenta de que el caballero de armadura resplandeciente era un capullo
forrado de papel de plata hasta después de que la hiriese. Y me enfurecía
que fuera tan ingenua. De repente, me sentí todavía peor cuando comprendí
que tal vez la compra en Victoria’s Secret estuviera relacionada
directamente con su cita a ciegas.

***
—Déjalo en el escritorio —dije sin mirar hacia arriba. La olí en cuanto
entró en mi despacho. Y el hecho de que fuera capaz de reconocer su
perfume me irritaba todavía más. Encima me gustaba. Mucho.
Charlotte colocó el informe que había preparado para mí y se volvió,
dispuesta a marcharse. Sin embargo, se detuvo en el umbral.
—¿He hecho algo mal, Reed?
Hacía días que me portaba como un idiota con ella, desde la tarde en
que cometí el error de abrir su agenda.
—No. Solo estoy ocupado.
—¿Te preparo un café, necesitas algo?
—No. —Señalé la puerta sin levantar la vista del folleto que estaba
editando—. Pero cierra la puerta cuando salgas.
Después de que se fuera, arrojé el bolígrafo sobre la mesa y me recliné
en la silla. Todo el despacho olía a ella, joder. Unos minutos después,
todavía era incapaz de concentrarme, así que abrí el portátil y envié un
correo electrónico a mi asistente.

Para: Charlotte Darling


Asunto: Tú

Agradecería sobremanera que redujeras la cantidad de perfume en


la que te bañas. Mis receptores olfativos activan mi alergia quince
metros antes de que entres en la sala. Además, para una mujer es
mucho mejor ser sutil.

Después de desahogarme, por fin pude concentrarme en mi trabajo.


Aunque solo unos minutos, porque entonces sonó el aviso de que había
entrado un correo nuevo. Sabía de quién era incluso antes de pulsar una
tecla para desactivar el salvapantallas.

Para: Reed Eastwood


Asunto: Tus receptores olfativos
Es una lástima que tus receptores olfativos sean tan sensibles.
¿Has tratado de exponerte al alérgeno para reducir el efecto?
Quizá te ayudaría detenerte de vez en cuando a oler un puñado de
rosas, en lugar de pisar el jardín sin más. El mundo está lleno de
ramilletes de mujeres. Y a los hombres les sienta mejor tener
buenos modales.

La tarde siguiente, antes de irme, me pasé por el despacho de Charlotte


para dejar unos recibos, con los que preparaba mi cuenta de gastos
mensuales. Eran casi las ocho y daba por hecho que no estaría allí. Su voz
me detuvo antes de llegar a la puerta.
—¿Y cuánto cuesta el vagón nocturno?
Se hizo un silencio y, luego, añadió:
—Vale, de acuerdo. ¿Cómo de grandes son las camas?
Otro silencio.
—Vaya. ¿No tienen ninguna en la que quepan dos personas?
Rompió a reír al oír la respuesta.
—Vale. Bueno, supongo que siempre es una opción. No, por el
momento no voy a hacer la reserva, pero muchas gracias por la
información, me lo pensaré.
No quería que me sorprendiera escuchando sus conversaciones
privadas, pero tampoco podía resistirme. Sí, me estaba comportando como
un imbécil. Entré en su despacho, dejé mi sobre con los recibos en su mesa
y dije:
—¿Utilizando el teléfono de empresa para organizar tus vacaciones? No
es muy profesional, Charlotte.
Me miró airada, con la nariz fruncida, los ojos enfurecidos y las mejillas
ruborizadas de rabia, pintadas con un delicioso color rosa. Sabiamente, me
callé lo que pensaba.
Charlotte cogió su móvil y lo agitó delante de mi cara.
—Estaba hablando con mi móvil personal, no el de la empresa. Y mi
jornada laboral terminó hace tres horas, así que, en realidad, la única cosa
de la empresa que estoy utilizando es esta silla.
Oculté una sonrisa.
—¿Te vas de viaje? No tenía ni idea de que tuvieses derecho a
vacaciones ya.
—No es asunto tuyo, pero solo me estaba informando para hacer un
viaje en tren por Europa. Me gusta soñar con las cosas que quiero hacer y, a
veces, tener información concreta puede resultar útil.
Entonces lo comprendí. Bajo el sol de la Toscana. Ayer había añadido
otra cosa a su lista: «Hacer el amor con un hombre por primera vez en un
coche cama mientras cruzamos Italia en tren». Si Charlotte se enteraba de
que sabía que su lista estaba guardada en el servidor de la empresa, quizá
imaginaría que me ofrecía como su compañero de actividades, así que no
mencioné que sabía de qué hablaba. En lugar de eso, opté por otro camino.
Uno que sin duda me llevaría al infierno.
—Quizá, si pasases más tiempo trabajando y menos soñando, serías más
productiva y no tendrías que quedarte en la oficina hasta las ocho de la
noche.
Abrió los ojos, ofendida. Me miró un instante y, luego, abrió el cajón de
su escritorio y sacó su bolso. Lo arrojó con fuerza encima de la mesa, cerró
el portátil y se colgó el bolso del hombro con un gesto enfadado. Procedió a
ir hacia la puerta, donde yo estaba. Como no parecía que fuera a detenerse,
me aparté con prudencia; supuse que no tendría ningún reparo en llevarme
por delante.
En lugar de eso, cerró los ojos, levantó las manos y empezó a teclear
furiosamente en el aire.
«Como una cabra. De verdad».
Apretó lo que imagino debía de ser la tecla de «ENTER», inspiró
profundamente, abrió los ojos y salió del despacho sin despegar los labios.
La miré fijamente; es posible que hipnotizado por el balanceo de su
turgente trasero.
Los dos necesitábamos una buena sesión. Preferiblemente, de un
profesional psiquiátrico.
Capítulo 16

Reed

Después de evitarla durante varios días a toda costa, mi plan se vio


frustrado cuando Iris se presentó en una comida de negocios acompañada
de Charlotte. Matthew Garamound, el director del departamento de
contabilidad, mi hermano y yo ya estábamos en la mesa. Aunque no me
hizo ninguna gracia que viniera, me levanté cuando se acercó. Asentí a
modo de saludo, le ofrecí la silla vacía a mi lado y Garamound hizo lo
mismo para Iris.
—Charlotte.
—De hecho, voy a sentarme con Max, al otro lado de la mesa, si no te
importa. No querría que mi perfume te molestara, por lo de tu alergia.
Iris enarcó la ceja.
—Pero si no tienes alergia al perfume, Reed.
—Es algo reciente.
Max desplegó una enorme sonrisa complaciente y se levantó para
ofrecerle la silla a Charlotte.
—Mi hermano se lo pierde. —Se inclinó hacia Charlotte, cerró los ojos
e inspiró exageradamente—. La verdad es que hueles genial.
Gruñí por lo bajo acerca de su falta de profesionalidad y los cinco
tomamos asiento. Enseguida quedó claro que Charlotte evitaba mirarme y,
al principio, me pareció perfecto, hasta que me di cuenta de que, al evitar
mirarme, yo podía contemplar su rostro sin disimulo. Y vaya si lo hice: su
cara era una terrible distracción. Tuve que obligarme a dejar de mirarla para
prestar atención a la conversación con nuestro contable.
Matthew Garamound tenía unos diez años más que mi abuela. De pelo
cano y piel morena, siempre llevaba un pin con la bandera estadounidense
en la corbata. Era el contable de la empresa desde su fundación y los cuatro
nos reuníamos cuatro veces al año, puntualmente, dos semanas después del
fin de cada cuatrimestre. Pero esa reunión ya había tenido lugar, apenas
hacía un mes, y ningún asistente venía a estas cosas.
Después de que la camarera tomara nota de las bebidas, Matthew llevó
las manos a la mesa y se aclaró la garganta.
—Bueno, supongo que os preguntáis el motivo de la reunión de hoy.
Max se inclinó hacia Charlotte.
—Lo que yo me pregunto es qué perfume llevas puesto —murmuró,
aunque todos lo oímos.
Con los dientes apretados, dije:
—¿Por qué no dejas de acosar a nuestras empleadas? Limítate a echarte
en el sofá de su despacho, al menos así no lo veremos todos.
No podía evitar que mi expresión fuera severa, aunque mi hermanito no
pareció molestarse.
Matthew nos miró alternativamente y dijo:
—Bueno, le pedí a Iris y a Charlotte que organizaran esta reunión
porque, por desgracia, tengo malas noticias.
Inmediatamente, supuse que estaba enfermo.
—¿Estás bien, Matt?
—Oh. —Comprendió lo que pensaba—. Sí, sí, yo estoy bien. Es un
asunto de la empresa, relacionado con una de las empleadas. Con Dorothy.
—¿Dorothy? —Fruncí el ceño—. ¿Está enferma?
Iris interrumpió:
—No, Reed. Nadie tiene ningún problema de salud. ¿Por qué no me
dejáis que lo cuente desde el principio? Como sabéis, le pedí a Charlotte
que compilara una lista de nuestros proveedores de limpieza, para
consolidarlos y solicitar un mayor descuento por sus servicios. También le
pedí que preparara un listado de todos las facturas que se habían pagado a
cada proveedor durante los últimos sesenta días.
—Vale. Sí, sabía que Charlotte estaba preparando ese informe.
—Bueno, pues Charlotte se dio cuenta de que se habían cometido
errores en el pago de algunas de ellas, por haber modificado las cifras. Por
ejemplo, una de ellas ascendía a 16 292 dólares y, en su lugar, se pagaron
16 992. Otra era de 2300, pero el pago que se realizó fue de 3200 dólares.
No eran grandes cantidades, en conjunto menos de mil dólares en cada
operación. Sin embargo, Charlotte se fijó en que este error se había repetido
con cuatro facturas distintas y me lo comentó. Bueno, sabéis que Dorothy
es casi tan mayor como yo, y lleva conmigo prácticamente desde el día en
que nacisteis, así que supuse que necesitaba graduarse la vista. Hablé con
ella. —La expresión de mi abuela se entristeció y enseguida supe lo que iba
a decir—. Su actitud fue de lo más extraña, por lo que le pedí a Matthew
que revisara algunas de las transacciones.
Garamound prosiguió:
—Hice una auditoría de sus transacciones durante el último año y
descubrí que había intercambiado las cifras en cincuenta y tres facturas.
Como las que descubrió Charlotte, no eran errores muy graves y, a primera
vista, parecía eso, una simple confusión. Pero estos errores nunca fueron a
nuestro favor. En total, se pagaron más de treinta y dos mil dólares. Al
investigar un poco más, descubrí que todos los pagos se habían hecho a dos
cuentas distintas. La cantidad correcta se pagaba en la cuenta del proveedor,
mientras que la diferencia iba a una cuenta diferente.
Suspiré.
—Dorothy nos estafa.
Garamound asintió.
—Por desgracia, así es. No he revisado toda la contabilidad, pero sí he
detectado que sucede desde hace unos años.
—Por Dios, pero si es como de la familia.
Iris tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Su nieto está enfermo.
Se me hizo un nudo en la garganta al oír eso.
Charlotte intervino, con los ojos también húmedos:
—Metástasis coroidea. Es una enfermedad muy rara en los niños. Lo
han llevado a Filadelfia para someterlo a un tratamiento experimental, y no
lo cubre el seguro.
—No tenía ni idea.
El ambiente del almuerzo tomó un giro drástico después de aquellas
noticias. Una cosa era detectar un robo en la empresa y otra muy distinta
que lo hiciera una empleada que llevaba años con nosotros y que tenía una
razón para ello. Todos estuvimos de acuerdo en que había que reflexionar
sobre cómo proceder y que, a finales de la semana, nos reuniríamos de
nuevo para decidir cómo abordar el problema.
Al final de la comida, Iris se volvió hacia mí y dijo:
—Tengo una cita en el centro. ¿Te importa llevar a Charlotte de vuelta a
la oficina?
Max respondió en mi lugar, aunque la abuela no le había preguntado a
él.
—Yo puedo hacerlo.
—Tú no sueles ir a la oficina los martes —respondí mientras me
abotonaba la chaqueta—. ¿No tienes que ir a hacerte un masaje o algo igual
de urgente?
Mi hermano se metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los
talones.
—Pues no. Tengo toda la tarde libre.
Alguien estaba desfalcando fondos de la empresa y lo último que
necesitábamos era una demanda por acoso sexual. Llevé una mano a la
cintura de Charlotte y dije:
—Charlotte y yo tenemos que hablar de trabajo, de verdad. Así que ya
nos veremos en la oficina, Max. Hasta luego.

***

Ninguno de los dos despegó los labios durante los primeros cinco minutos
del trayecto en coche.
Finalmente, fui yo quien rompió el hielo.
—Buen trabajo. Tiene mérito haber detectado las inconsistencias en el
pago de esas facturas.
Charlotte miró por la ventanilla y suspiró.
—No estoy precisamente orgullosa de ello. De hecho, me siento fatal.
—Nunca es agradable descubrir que una persona en quien confiabas te
ha traicionado.
—Lo sé. Créeme, lo sé. Pero me siento mal por Christian.
—¿Christian?
—El nieto de Dorothy. Solo tiene seis años y el cáncer le ha afectado no
solo a la vista. Pasó meses tratando de recuperarse después de que le
detectaran el tumor en los pulmones y, tras eso, se le extendió a los ojos.
Debería estar jugando al béisbol en lugar de recibir clases particulares y
vivir en hoteles con su madre mientras lo pasea por los hospitales
desesperada, como si fuera un conejillo de Indias.
Me sorprendí a mí mismo frotándome el pecho, sentía una punzada de
dolor dentro. Miré de reojo a Charlotte.
—¿Cómo es que conoces tantos detalles de su enfermedad?
Se encogió de hombros.
—Hablamos.
—¿Habláis? Pero si apenas llevas tres o cuatro semanas en la empresa.
—¿Y qué? Eso no quiere decir que no pueda hacer amigos, ¿no? ¿Has
visto la foto preciosa que tiene en el escritorio de su nieto con el uniforme
de boy scout?
No la había visto, pero hice como que sí.
—¿Qué pasa con la foto?
—Bueno, pues en mi segundo día, le dije que me parecía un niño
precioso y se echó a llorar y me lo contó todo. Después de eso hemos ido a
comer juntas varias veces. —Hizo una pausa—. Y por mi culpa, ahora se ha
metido en un lío.
—No es culpa tuya, Charlotte. Fue ella quien se metió en problemas.
Entiendo que te sientas mal, pero has hecho lo correcto.
Charlotte miró por la ventanilla y se hizo un silencio. Le importaban
mucho los sentimientos de los demás; algo admirable, pero a veces eso es
un obstáculo en el mundo de los negocios. Aunque al tratarse de un crío con
cáncer, todo se complicaba todavía más. La situación era horrible.
—¿Qué vais a hacer con Dorothy? —preguntó por fin.
Miré a Charlotte y volví a fijar la vista en la carretera.
—¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?
Tardó un momento en contestar.
—No la despediría, porque necesita el trabajo. Lo que ha hecho está
mal, pero tampoco sé qué habría hecho yo en su lugar si no tuviera
alternativa. La gente no es perfecta y, a veces, hay que valorar las cosas que
una persona ha hecho bien frente a los errores que haya podido cometer.
Dorothy lleva muchos años trabajando aquí, solo quería ayudar a su hija y a
su nieto.
Asentí. Los dos guardamos un largo silencio después de eso.
Al final, Charlotte nos sacó de nuestro ensimismamiento. Se volvió
hacia mí y dijo:
—Por cierto, muy buenas las traducciones al francés que me dejaste en
la agenda. Se me pasó darte las gracias. Menos mal que existen los
traductores automáticos, porque, de lo contrario, me habría comprado ropa
interior de abuela para mi inexistente viaje a París.
Puso los ojos en blanco.
—Veo que has disfrutado de mi trabajo. —Me reí—. De rien. De nada.
—¿Por qué acabaste con tu lección de francés gratuito el día en que
había agendado mi cita a ciegas?
Traté de esquivar la pregunta.
—¿Qué quieres decir?
—Que no seguiste traduciendo mi agenda a partir de ese día en
concreto. Quedaban dos o tres cosas en el calendario y las ignoraste. ¿Es
que no hay traducción francesa para «cita a ciegas»?
«Mierda». ¿Cómo iba a salir de esa?
«Bueno, Charlotte, la verdad es que lo dejé porque la mera idea de que
salgas con un tío cualquiera me pone enfermo».
—Ya no me divertía, así que dejé de hacerlo. —Apreté la mandíbula, la
miré de reojo y pregunté—: ¿Por qué quieres ir a una cita a ciegas? Hoy en
día, tienes acceso a muchas maneras diferentes de conocer gente. Alguien
como tú no necesita hacer eso.
—Vale. ¿Qué quieres decir con alguien como yo?
«Claro, tenía que pedirme que se lo aclarara. Cómo no».
—Una chica atractiva con una personalidad extrovertida como tú no
necesita una cita a ciegas. Y además, es arriesgado en una ciudad como
esta. Antes de conocer a alguien deberías asegurarte de quién es.
—¿Como tú? ¿Eso es lo que haces? ¿Investigas a las personas con las
que quieres ir a cenar? ¿Como lo que me hiciste a mí cuando fui a ver el
ático en la torre Millenium?
—No. Aunque no tendría ningún inconveniente en hacerlo. Pero me
refiero a que yo nunca tendría una cita a ciegas.
—Por cierto, nunca te lo he preguntado hasta ahora. Si sabías que había
mentido, ¿por qué aceptaste enseñarme el ático?
—Porque quería darte una lección y humillarte por hacerme perder el
tiempo.
—¿Te gusta eso? ¿Humillar a la gente?
—Si se lo merecen, sí.
Sentí el peso de su mirada. De repente, la corbata me apretaba
demasiado y me la aflojé.
—¿Qué? —pregunté, enfadado.
—¿Has salido con alguien desde lo de Allison?
Fantástico. Atrapado en el coche y sin manera de esquivar la pregunta.
No tenía ganas de hablar de mi vida amorosa con Charlotte Darling.
—No es asunto tuyo.
La verdad es que había tenido algunas historias sin demasiada
importancia, pero nada como la relación que tuve con Allison.
—Bueno, parece que mis asuntos sí te conciernen, así que deberías
pensártelo dos veces antes de aconsejarme con quién debo salir o no. —
Suspiró—. Además, lo de «cita a ciegas» solo era un código.
—¿Un código? ¿Para qué?
—No quería que nadie viese que he quedado con Max. Y antes de que
digas nada sobre la política de la empresa, deja que te recuerde que sé
perfectamente que no hay ninguna norma que prohíba las relaciones entre
empleados.
«¿Cómo? ¿Max?».
La adrenalina corría por mis venas. El coche se detuvo bruscamente
cuando pisé el freno en mitad del tráfico de Manhattan. Dos peatones se
apartaron, lo cual fue una suerte, porque casi los atropello.
—¿Qué? —espeté, aunque estaba seguro de que la había oído
perfectamente.
Detrás de nosotros, las bocinas iniciaron un concierto infernal, pero me
daba igual.
Repitió:
—Max y yo hemos quedado mañana por la noche. Y más vale que
pongas en marcha el coche o tendremos otro disgusto.
Tenía razón. Busqué un lugar donde aparcar. Me detuve frente a Dean &
Deluca y puse el intermitente.
Nos quedamos callados unos instantes. Entonces, me volví hacia ella y
la miré a los ojos.
—No vas a salir con Max, Charlotte.
—¿Por qué no? Es…
—Charlotte… —advertí. Me ardían las orejas, como si alguien me
hubiera prendido fuego en la cabeza.
—¿Sí? —respondió, sonriente.
Mi furia parecía divertirla. Estaba divertida.
—No. Vas. A. Salir. Con. Max.
Una bestia celosa e iracunda se abrió paso por mi cuerpo. No tenía la
menor forma de justificar mis palabras. No podía darle una razón que
explicara que no debía salir con mi hermano, porque ni siquiera yo entendía
el motivo de mi rabia. Solo sabía que no soportaba la idea de Charlotte y
Max juntos. Esperé a que Charlotte reaccionara. Imaginaba una reacción
temperamental que daría comienzo a una gran discusión en la que ella me
diría, con toda la razón del mundo, que no tenía derecho a dictar con quién
salía. Por eso me sorprendió cuando dijo:
—Te propongo una cosa. Anularé mi cita con Max, pero con una
condición.
Mi pulso empezó a calmarse.
—¿Cuál?
«Haré lo que sea».
—Mañana es la última audición del Tabernáculo de Brooklyn. Anularé
mi cita con Max si te presentas a las pruebas para entrar en el coro.
«Joder. La Barbie rubia me estaba chantajeando. Increíble».
—¿Me estás sobornando?
—Bueno, un soborno tiene más sentido que este comportamiento
absurdo de macho alfa que acabas de marcarte sin la menor explicación,
¿no te parece?
No iba a permitir que saliera con mi hermano sin mover un dedo, así
que le di la única respuesta que podía ofrecerle.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo, te has comportado como un macho alfa? ¿O de acuerdo,
aceptas mi propuesta?
—De acuerdo, acepto tu propuesta. Me presentaré a las pruebas, pero
iré solo.
Charlotte parecía complacida.
—Perfecto.
—Genial.
Arranqué el coche y me incorporé al tráfico para regresar a la oficina.
Una sonrisa lenta y satisfecha se pintó en su cara mientras se recostaba en el
asiento antes de cerrar los ojos.
¿Cómo narices habíamos pasado de hablar de Dorothy y su nieto a su
cita con Max y a que yo aceptara presentarme a las pruebas para entrar en el
coro? No tenía ni idea, pero era típico de Charlotte. Era insistente, pesada,
lista…, pero preciosa y deslumbrante. Era guapísima, joder. Preciosa y
estaría a mil kilómetros de distancia de mi hermano, si de mí dependía.
Por el momento, había logrado que no saliera con Max, pero en realidad
yo no tenía derecho a dictar su vida. Debía buscar una manera para dejar de
pensar en ella. Tenía que distraerme, y pronto.
Cuando volvimos al centro, Charlotte parecía tener prisa por llegar a su
despacho. Me dirigí al despacho de Iris para hablar de algo que me
inquietaba desde el almuerzo.
Acababa de colgar el teléfono cuando entré en su despacho. Iris levantó
la mirada.
—Abuela, me alegro de encontrarte aquí. Pensaba que todavía estarías
reunida.
Se levantó y dio la vuelta a la mesa.
—No tenía ninguna cita.
—Pero… —empecé a decir, y entonces comprendí que había mentido
para que me fuera con Charlotte. Preferí no ahondar en el tema.
—¿Acabas de llegar? —preguntó—. Pensé que llegarías primero. ¿Por
qué habéis tardado tanto?
—Sí, acabamos de llegar. Charlotte y yo nos hemos entretenido.
Sonrió.
—Ya veo. Os pasa bastante, ¿no?
«Sí, así es».
Me senté y cambié de tema.
—Tenemos que hablar de Dorothy.
—Sí, yo tampoco he dejado de pensar en ella.
—Hay que decirle que lo sabemos. No podemos permitir que siga
robándonos.
—Lo sé, Reed, pero…
—Escúchame.
—De acuerdo —dijo. Parecía preocupada por lo que fuera a decir.
—Creo que es importante que sepa que la hemos descubierto, pero no
me parece que despedirla sea una solución. Está pasando por unos
momentos muy difíciles y, hasta hace poco, ha sido una empleada fiel a esta
empresa. Teniendo en cuenta la situación en la que se encuentra, entiendo lo
que la ha empujado a cometer esos desfalcos. La gente hace cosas así para
cuidar a sus seres queridos. Nos ha robado, pero no creo que lo hiciera con
maldad, no sé si me explico. Para ella, era una cuestión de vida o muerte.
Me miró con alivio.
—Estoy completamente de acuerdo y me alegro de que lo veas así. Me
siento muy orgullosa de ti. De que lo veas así.
Desde el momento en que comprendí lo que sucedía, supe lo que quería
hacer. Iris era una persona generosa y siempre había dado ejemplo. Me
sentía bien porque podía ayudar a esa familia, pero también feliz porque mi
abuela estuviera orgullosa de mí.
—Me gustaría pagar el tratamiento del nieto de Dorothy de mi bolsillo.
Iris me miró, sorprendida.
—¿Estás seguro? Podría costar mucho dinero.
—Sí, estoy seguro. No quiero ni imaginar lo que debe de ser tener un
hijo o un nieto con cáncer y no poder pagarle el tratamiento que necesita.
¿O es que tú no estarías dispuesta a todo por curar a un nieto enfermo?
Mi abuela permaneció en silencio durante unos instantes, sin apartar la
vista de mí, y por fin contestó:
—Sí, estaría dispuesta a todo.
Capítulo 17

Charlotte

Volví a mi despacho, alterada y sin aliento, y marqué el número de Max


tan rápido como pude.
Descolgó a la primera.
—Hola, hola, ¿a qué debo este…?
—¡Max! —lo interrumpí—. Escucha, necesito que me hagas un favor.
No has hablado con Reed desde el almuerzo, ¿verdad?
—No, al final no he vuelto a la oficina. Estoy en casa. ¿Qué pasa?
Solté un gran suspiro de alivio.
—He mentido a tu hermano. Le he dicho que tú y yo teníamos una cita
mañana por la noche.
La risa de Max llegó desde el otro lado del teléfono.
—A ver si lo entiendo. He tratado de convencerte para que salgas
conmigo desde que nos conocimos. Me has rechazado cada vez que te lo he
propuesto, ¿y ahora le dices a la gente que estamos saliendo juntos?
—Sí, bueno. Solo a Reed.
—Eres increíble, Charlotte. ¿Qué tramas? ¿Quieres que te suban el
sueldo? Tenéis una dinámica de lo más rara, vosotros dos.
—Quería darle una lección, más o menos. Es complicado. Bueno,
llamaba para decirte que me ha prohibido salir contigo.
—Menudo idiota —contestó entre risas.
—Hazme un favor. Si saca el tema, finge que íbamos a salir. En algún
momento le diré la verdad, no te preocupes. Pero más adelante.
—Me encanta hacer cualquier cosa que saque a mi hermanito de sus
casillas. ¿Puedo decirle que fuiste tú quien me invitó a salir, si me pregunta?
—Preferiría que no.
Max se reía a carcajadas.
—Vale, vale.
—He hecho un trato con Reed, sobre el que no puedo entrar en detalles,
pero a cambio he aceptado anular nuestra cita. Así que queda anulada.
—Una cita que nunca existió. Ajá.
—Sí. Y gracias, por cierto. Te debo una.
—¿Cenamos la semana que viene?
—No tienes vergüenza.
—No pierdo nada por intentarlo.
Colgué, me senté a la mesa y pensé en los hermanos Eastwood. Max era
un mujeriego irresponsable, pero tenía buen fondo, y sabía que Reed le
importaba mucho. Desde luego, era el hermano más calavera, y hasta se
podía decir que el más guapo, según los gustos de cada cual. Sin duda,
también era el que más flirteaba con el lado salvaje de la vida. Pero, en mi
opinión, Reed era más intenso y más serio y, por eso, me parecía mucho
más sexy. Lo cierto es que jamás me había parecido tan sexy como cuando
se giró hacia mí en el coche y me pidió, no, me exigió desesperado que no
saliera con Max. Todd jamás me prestó ese tipo de atención concentrada,
como si yo fuera la única mujer sobre la faz de la Tierra. Me sentí bien. Es
probable que algunas mujeres le hubieran soltado un bofetón en ese
mismísimo instante, y no digo que no se lo mereciera, pero el hecho de que
Reed quisiese protegerme me gustó. Me gustó muchísimo. Además, el sol
hacía resplandecer sus preciosos ojos de color café y el coche olía a su
colonia de Ralph Lauren. No me había resultado difícil decirle que sí.
Mi cuerpo le pedía a gritos que diera rienda suelta a esa intensidad
conmigo de una manera muy distinta. Sin embargo, Reed había levantado
un muro invisible entre los dos y estaba claro que, desde hacía días, lo
último que quería era tenerme cerca.
***

A la mañana siguiente entré en mi despacho y encontré una nota azul


encima de la mesa.

De la oficina de Reed Eastwood

Charlotte:

Felicidades por marcar un precedente. En el servidor encontrarás


un ejemplar del manual sobre la política de no confraternización
para los empleados de Eastwood/Locklear. Además, te aconsejo
que vuelvas a pensártelo dos veces antes de tratar de sobornar a tu
jefe. Eso también comportará un despido inmediato. P. S.: Llegas
tarde, y ya me he preparado mi café. Es decir, que no está cargado
de leche, como de costumbre. De ahora en adelante, intenta llegar
pronto.

Reed

Furiosa, decidí no darle la satisfacción de ver mi reacción y permanecí


en mi despacho durante la mayor parte de la mañana, ocupada con tareas
pendientes.
A primera hora de la tarde, ya estaba más calmada, así que me acerqué a
su despacho para ver cómo estaba y darle apoyo moral. Esa tarde se
celebraban las pruebas en el Tabernáculo de Brooklyn.
Para mi sorpresa, había una mujer preciosa de pelo cobrizo en el
despacho. No estaba sentada frente al escritorio, sino a su lado. No
trabajaba en la empresa, así que debía de ser una compradora. No paraba de
reír y estaba inclinada sobre él. Llevaba unos tacones con suela roja
carísimos y un collar de perlas; estaba claro que no tenía problemas de
dinero. Mientras Reed le enseñaba las propiedades en su ordenador, ella
apretaba su cuerpo contra el de él.
Lo primero que recordé fue la imagen de Todd y de la mujer con la que
me engañaba, cuando los encontré en una situación comprometedora en su
oficina. Fue una sensación horrible. Me sentí destrozada porque, en un
instante, descubrí que nuestra relación había sido una farsa. Esa experiencia
siempre me recordaba que todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos.
En ese instante, sentí algo parecido al ver a Reed y a esa mujer; ni siquiera
nos habíamos besado, pero experimenté cierta traición al verlo con otra.
Sentí un vuelco en el estómago. Llamé a la puerta abierta para anunciar
mi presencia.
—Hola —dije—. Solo venía a ver si se mantiene en pie la reunión de
esta tarde y si necesitabas algo.
Reed levantó la mirada.
—Sí, ningún cambio. Y no, no necesito nada.
Volvió a concentrarse en la otra mujer y procedió a ignorarme.
—De acuerdo —repuse, aunque, en realidad, me dirigía a la pared.
Di unos pasos hacia ellos y me presenté a la invitada de Reed.
—Soy Charlotte, la asistente de Reed. ¿Y usted?
—Eve Lennon, una clienta privada del señor Eastwood. Hoy va a
enseñarme unas cuantas propiedades.
Reed se dirigió a mí, por fin.
—Charlotte, aprovechando que estás aquí, ¿te importa reservar en el
restaurante Le Coucou y avisarles de que llegaré en unos quince minutos?
Que preparen una mesa para dos. —Se volvió hacia ella—. Primero
comeremos.
Me obligué a sonreír.
—Por supuesto.
Me alejé para dirigirme a la puerta y, una vez allí, dudé unos segundos
sobre qué hacer. Reed se quitó las gafas abruptamente, me miró con frialdad
y, en un tono seco, añadió:
—Puedes irte.
Pero ¿qué mosca le había picado? Me daba permiso para salir de su
despacho, ¡qué amable!
Después de regresar a desgana a mi despacho para hacer la reserva en el
restaurante, me dirigí al office para prepararme un café. Necesitaba algo que
aliviara el dolor de cabeza y el malestar que sentía. La manera en que Reed
me había hablado me afectaba: no hacía más que tirarlo todo, desde el
azucarillo hasta la cucharita.
Iris entró y se percató de que no tenía un buen día.
—Charlotte, ¿te encuentras bien? Pareces nerviosa.
Removí el café con la cucharita y decidí preguntarle abiertamente sobre
la mujer.
—¿Quién es Eve Lennon?
—Los Lennon son clientes nuestros desde hace años. ¿Por qué?
—Eve está con Reed en su despacho y me ha dado la impresión de que
hay algo entre ellos. Bueno, por la actitud de ella, sobre todo. En fin,
tampoco es que sea asunto mío…
Iris me miró con una expresión comprensiva.
—Sí que lo es, Charlotte. Tienes que trabajar con él a diario y te ocupas
de todas las facetas de nuestras vidas. Reed es asunto tuyo. —Hizo una
pausa—. Sientes algo por él, ¿me equivoco?
—No exactamente… —empecé, vacilante. Sin embargo, me di cuenta
de que no hacía falta fingir con Iris—. No lo sé, la verdad. Las cosas están
muy raras entre nosotros, desde el principio ha sido así. Un día me trata
como si fuera una princesa y, al siguiente, como si no me conociera. No lo
entiendo. ¿Sabes qué me ha dicho cuando he ido a su despacho, delante de
Eve?
—¿Qué?
—«Puedes irte». —Imité la voz profunda de Reed—. Así, tal cual.
Puedes irte. Con una actitud condescendiente, como si fuera su criada.
Iris inspiró profundamente. Parecía preocupada al ver mi reacción y me
hizo una seña para que nos sentáramos en una de las mesas.
Entonces, se inclinó hacia mí.
—Lo que le ocurre a mi nieto es que se debate entre la persona que es
realmente y quien cree que debe ser. Entre lo que desea y lo que cree que se
merece. A veces, tiene razones para actuar como lo hace. Pero te diré una
cosa: Eve Lennon no te llega a la suela de los zapatos. Y si Reed te está
alejando y permite que esa mujer se acerque a él, es porque la utiliza como
un escudo humano para protegerse de algo que no puede resistir.
Capítulo 18

Reed

Había sido muy duro con Charlotte. Lo sabía, y eso me torturaba.


Se había ido de mi despacho como un perro con el rabo entre las
piernas. Normalmente me respondía lo que le daba la gana, pero esta vez
no.
Ya había sido bastante desafortunado que Eve estuviera prácticamente
restregándose contra mí cuando Charlotte entró. Aunque no había nada
entre ella y yo, estaba claro que verme con Eve le había afectado. Pero esa
era precisamente la razón por la cual me había ofrecido a acompañar a Eve
a visitar tres propiedades. Para demostrar a Charlotte que no tenía el menor
interés en ella y avisar a mi polla de que iríamos en una dirección distinta.
Después del numerito que había montado con respecto a la cita a ciegas con
Max, pensé que era necesario dar la vuelta a la situación y buscar una
distracción, que ahora mismo me frotaba la pierna con el pie por debajo de
la mesa de Le Coucou.
Ojalá deseara a Eve. Era el tipo de mujer que me hacía falta en la vida:
solo me pediría sexo y regalos caros. No querría que perdiera el corazón y
la cabeza por ella y no querría nada serio.
Eve ya se había divorciado dos veces y no tenía ganas de casarse ni de
tener hijos. «Perfecto». Sin embargo, desde que nos habíamos sentado a
comer, estaba totalmente distraído.
—¿Qué casa veremos primero? —preguntó.
La miré fijamente, pero no había escuchado la pregunta.
—¿Mmm?
La repitió.
—Ah, sí. Pensaba que lo mejor sería ver el loft de Tribeca, porque
queda más cerca.
Me obsequió con una amplia sonrisa de dientes blancos y brillantes.
—Genial.
Cuando Eve se fue al baño, eché un vistazo al móvil. Como hacía de
costumbre, abrí Instagram y me metí en el perfil de Charlotte. No había
nada nuevo, así que repasé sin pensar las fotografías de la semana pasada.
Di con una de hacía unos días que mostraba la pantalla de su televisor y sus
pies en una mesita baja. Llevaba unas pantuflas peludas de color rosa.
Había escrito: «Es miércoles y son las nueve de la noche. ¿Sabéis qué
significa eso, no? Cita a ciegas, el mejor programa de la tele».
De repente, todo hizo clic en mi cerebro. La foto en su Instagram y la
entrada de su calendario que decía «Cita a ciegas». El hecho de que Max no
hubiera entrado en mi despacho pavoneándose de tener una cita con ella,
algo que mi querido hermanito no habría tardado en restregarme. Cuando
me enteré, estaba demasiado furioso como para enfrentarme a él.
Pero la realidad era que Charlotte me había mentido.
Estaba seguro de que se había inventado la cita con Max para obligarme
a ir a las pruebas del coro. No sabía qué era peor: que me hubiera engañado
para asistir al casting o que supiera la reacción que una cita con Max
provocaría en mí.
El resto de la tarde pasó volando. Le enseñé a Eve las tres propiedades,
pero no podía quitarme a Charlotte de la cabeza. Tenía que hablar con ella.
Después de dejar a Eve en su casa, crucé la ciudad en hora punta.
Esperaba que Charlotte siguiera en la oficina.
Su despacho estaba a oscuras; la única luz procedía de la lamparita del
escritorio. Casi todo el mundo se había ido, pero Charlotte seguía delante
del ordenador, aunque parecía que navegaba en internet en lugar de trabajar.
Cuando me vio en el umbral del despacho, dio un respingo.
—¿No deberías estar en Brooklyn? La prueba es a las siete, llegarás
tarde.
—No —dije, y cerré al entrar—. No voy a ir a Brooklyn.
Charlotte se levantó de la silla y se cruzó de brazos.
—Pensaba que teníamos un trato. Me diste tu palabra.
—¿A qué juegas, Charlotte?
—¿Qué quieres decir?
—Me has mentido. ¿Por qué? ¿Para ver cómo perdía los estribos?
Sabías perfectamente qué iba a ocurrir. ¿Te gusta verme así?
Su rostro se tiñó de culpabilidad.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho Max?
—Ah, ¿él también estaba metido en el ajo? Genial.
—No, solo le pedí que… —Se quedó callada.
Saqué el móvil del bolsillo y le mostré la foto de su Instagram.
—«Cita a ciegas a las nueve». Y además, Max habría sido incapaz de no
compartir conmigo la hazaña de conseguir una cita contigo. Habría buscado
la menor oportunidad para restregármelo. Todo encaja.
—No quería que te perdieras la oportunidad de entrar en el coro. Eso es
todo.
La expresión de Charlotte era de absoluto arrepentimiento. No pretendía
entristecerla, solo quería decirle que había descubierto su mentira. Pero, al
ver su rostro, sentí unas ganas tremendas de olvidarme de todo y… besarla.
Solo quería besarla.
Probar sus labios y borrar con besos su expresión de tristeza. No
obstante, era consciente de que, si había unos labios que estaban prohibidos
para mí, esos eran los de Charlotte Darling. No solo era una cara bonita con
un cuerpo de vértigo. Era una mujer que quería conocer lo que había dentro
de mí, mi alma, y no podía permitirlo.
Tendría que haber salido de allí, pero estaba totalmente perdido en el
momento. A su espalda se dibujaba el horizonte más espectacular del
mundo, pero para mí no había nada más hermoso que su frente sudorosa, su
pecho al respirar con agitación y la reacción de Charlotte ante mí. La
atracción que sentía por mí era palpable.
Apenas nos separaban unos centímetros y olía su perfume, que me
envolvía como si se tratara de un hechizo.
Hubo un silencio.
—¿Qué me estás haciendo? —murmuré. Las palabras escaparon de mi
boca.
—¿Qué me estás haciendo tú a mí? —susurró ella.
Miré hacia abajo y vi una bolsa de Victoria’s Secret en el suelo, junto a
su escritorio.
—¿Qué es eso? —pregunté con la voz ronca.
—Iris me ha dado permiso para salir esta tarde, para despejarme. He ido
de compras, porque era el último día de rebajas.
—¿Por qué necesitabas despejarte?
—Porque me has puesto furiosa esta mañana.
Dios, era tan sexy ver salir su respuesta de entre sus dientes apretados,
enfadada. Me pregunté qué más podría hacer esa boca.
«Joder. Basta».
Sin embargo, me acerqué más a ella.
—Enséñame qué te has comprado durante tu jornada laboral.
Charlotte tragó saliva y recogió la bolsa. La abrió y sacó el contenido.
Regresó ante mí y me mostró varios pares de conjuntos de ropa interior de
colores variados.
Me llamó la atención un tanga negro de encaje, con una rosa diminuta
cosida a la cinturilla. Lo agarré y lo sostuve en la mano, mientras disfrutaba
del suave tacto del tejido e imaginaba la prenda negra sobre la nívea piel de
Charlotte. Deslicé el dedo por la parte posterior del tanga e imaginé cómo le
quedaría; una tira negra y delicada en su perfecto culo. Doblé los dedos
sobre el tanga y me lo metí en el puño, aferrándome a la prenda con la
misma fuerza con la que quería devorar a su dueña.
Charlotte me contemplaba, casi en trance.
Y supe que había llegado demasiado lejos. Era su jefe y le había pedido
que me enseñara su ropa interior. La estaba acariciando. Y si echaba un
vistazo a mi entrepierna, no le quedaría ninguna duda del efecto que tenía
sobre mí. Se me había puesto dura. Oficialmente, había perdido la cabeza
por Charlotte Darling.
Una voz dentro de mí gritó: «Vete. Vete ahora mismo». Era la voz de la
razón, y le hice caso.
—Buenas noches —me despedí. Le devolví la prenda y salí del
despacho lo más rápido que pude.
Me metí en el ascensor y decidí que debía buscar un bar,
emborracharme y encontrar a una mujer.
En lugar de eso, me dediqué a conducir por la ciudad. Cuando me di
cuenta, ya estaba en el puente de Brooklyn.

***

Las pruebas de acceso al coro ya habían comenzado. Como la última vez,


me senté en la fila del fondo y miré a mi alrededor. Durante mi tiempo en la
empresa, había cerrado muchos negocios en esta parte de Brooklyn, por lo
que conocía bien la zona. Yo no era más que un adolescente cuando la
iglesia se trasladó a este edificio, el antiguo Teatro Metropolitano Loew.
Debía de tener trece o catorce años cuando empezaron las obras de reforma.
Iris y yo habíamos pasado delante alguna vez y me había contado la historia
del edificio. Mis abuelos habían ido a ese cine en su primera cita, cuando
todavía era un teatro. Según me dijo, le impresionó mucho que mi abuelo la
hubiera llevado a un teatro con tres mil seiscientas butacas, el más grande
del país por aquel entonces. Por cómo hablaba, cualquiera habría dicho que
mi abuelo había construido el edificio con sus propias manos. Sonreí al
recordar aquella tarde.
Levanté la vista; era fácil comprender por qué la había impresionado
tanto. En el techo, se habían restaurado a mano varias capas de diseños
intrincados y elaborados, y a varios pisos de altura flotaba un platea, por
encima del foso de la orquesta. Contemplé con admiración la arquitectura y
la grandeza del edificio, algo que no había hecho en mucho tiempo. Hasta
que alguien en el escenario llamó mi atención. Una mujer con una potencia
increíble cantaba. «Joder». Estaba a la altura de Aretha Franklin y me hizo
dudar si valía la pena presentarme a la prueba. No era ni de lejos tan bueno
como los que me rodeaban, pero me quedé allí y disfruté del espectáculo.
Durante una pausa de quince minutos, me dediqué a revisar los correos
electrónicos de trabajo en el móvil. Una voz familiar me interrumpió.
—Necesitará esto.
Levanté la vista y allí estaba Terrence, el señor que trabajaba como
voluntario en la iglesia y a quien había conocido la última vez que había
estado allí. Me tendió unos papeles y los tomé.
—¿Qué es esto?
—Es para unirse a la parroquia. —Levantó el mentón para señalar el
banco en el que estaba sentado—. Muévase, llevo aquí todo el día y mis
pobres rodillas necesitan un descanso.
Me aparté para dejarle sitio al tiempo que le devolvía los papeles.
—Gracias, pero no voy a hacerme miembro de la parroquia.
No levantó la mano para aceptarlos.
—Hay que ser miembro para presentarse a las pruebas del coro. Es
requisito; también le pedirán la partida de bautismo, pero eso será después,
si entra. Para hacer la prueba basta con rellenar esta solicitud. Una vez lo
haya hecho, la sellaré y ya podrá presentarse.
—No voy a hacer la prueba.
Terrence parpadeó.
—No va a presentarse al casting, pero tampoco quiere entrar en la
parroquia. Sin embargo, es la segunda vez que lo veo aquí esta semana.
¿Para qué ha venido, entonces?
Negué con la cabeza y me reí.
—No tengo ni idea. Espere, eso no es cierto. Estoy aquí porque Ricitos
de Oro me ha vuelto loco.
—Ah. —Una mirada de comprensión se pintó en el rostro de Terrence
—. Una mujer. Y además, una que hace que se cuestione a sí mismo.
Solté un bufido.
—Sí, desde luego. Me cuestiono si he perdido la chaveta.
Sonrió.
—Ella ve quién es usted de verdad y, por eso, usted quiere ser un
hombre mejor de lo que es. No la pierda.
—No es así.
Terrence me puso la mano en el hombro.
—Si no fuera por ella, ¿estaría ahora mismo sentado en esta iglesia?
Pensé en ello.
—No, probablemente no.
—¿Lo ha empujado a preguntarse cómo trata usted a los demás?
Lo primero en lo que pensé fue en lo ocurrido con Dorothy. Unos meses
atrás, quizá la habría despedido.
—Tiene una manera única de ver las cosas y, a veces, me hace dudar de
mi buen juicio. En más de una ocasión, de hecho. Pero trabaja para mí.
Quizá podría incluso considerarla mi amiga, en el sentido amplio de la
palabra. Nada más.
Terrence se rascó la barbilla.
—¿Y si le dijera que Ricitos de Oro está ahora mismo en una cena con
un soltero con buena planta?
Se me tensó la mandíbula sin poder evitarlo. Terrence no perdió detalle
y soltó una carcajada.
—Eso pensaba. Todavía está luchando contra sus propios sentimientos.
Bueno, supongo que al final entrará en razón. También apuesto a que no
será la última vez que lo vea por aquí. —Se levantó y me tendió la mano—.
Pero hasta entonces, guárdese estos papeles y acepte un consejo de un
hombre que ha aprendido por haber cometido más errores de los que cree
usted que podría cometer. Cuando uno deja escapar un tesoro, siempre hay
otro dispuesto a recibirlo con los brazos abiertos.
Capítulo 19

Charlotte

—Oficina de Reed Eastwood, ¿en qué puedo ayudar? —Contesté la


llamada con los auriculares e hice otra sentadilla mientras esperaba la
respuesta. Era mi hora libre para comer, pero nadie atendía el teléfono, así
que me había comido la ensalada en el escritorio y ahora estaba haciendo
una rutina de ejercicios en mi despacho. Si el presidente de Estados Unidos
tenía tiempo para hacer ejercicio, yo también.
—¿Está Reed? —preguntó una mujer con tono cortante.
Fruncí el ceño, sorprendida por su actitud, y bajé todavía más mientras
hacía una zancada.
—No, el señor Eastwood no llegará hasta más tarde. ¿Puedo tomarle el
recado o ayudarla de alguna manera?
La respiración amarga del otro lado suspiró.
—¿Dónde está?
«Será imbécil». Me reincorporé.
—Lo siento, pero no puedo darle esa información. Puedo tomar el
recado o, si lo prefiere, programar una reunión entre usted y el señor
Eastwood.
—Dígale que ha llamado Allison, en cuanto llegue.
Conocía la respuesta, pero pregunté de todos modos.
—¿Puede decirme su apellido, por favor, y el tema sobre el que desea
hablar con el señor Eastwood?
Otro suspiro sonoro; estaba segura de que no se debía a que hiciera
sentadillas durante su hora del almuerzo mientras hablaba por teléfono e
intentaba ser paciente con una maleducada.
—Baker. Es sobre nuestra luna de miel.
Eso resultó algo confuso.
—Mmm…, de acuerdo.
«Clic».
La muy zorra había colgado.
—Que tengas un buen día tú también —gruñí.
Después de eso, subí el volumen de mis auriculares y me sumergí en la
música y en la rutina de ejercicio de nuevo.
Mentón hacia arriba.
Pecho erguido.
Espalda recta.
Paso hacia delante.
Talón hacia el techo.
Y…
«Mantén la posición». Esa mujer tenía la cara muy dura. ¿Por qué
estaba tan enfadada? Lo había tenido todo: el vestido de plumas, un
prometido guapo y rico, un hombre que le escribía notas románticas.
Debería ser yo quien estuviera cabreada. ¿Qué tenía? Un vestido de novia
de segunda mano que me quedaba pequeño y que, seguramente, me daría
mala suerte, ningún hombre en mi vida y, encima, fantaseaba con su
exprometido, mi jefe, un hombre que me escribía notas totalmente
diferentes a las que le escribía a ella en hojas de papel que denotaban lo
arrogante que era.
«Zorra».
«Menuda zorra».
Había ejercitado las piernas durante media hora y empezaba a estar
cansada. Decidí que acabaría después de la última sentadilla. Cerré los ojos
y mantuve la posición hasta que se me formaron unas gotitas de sudor en la
frente y empezaron a temblarme las piernas.
Después de un par de minutos tratando de mantener el equilibrio, sentí
que alguien me observaba. Abrí los ojos y, entonces, vi que no me
equivocaba. La puerta de mi oficina estaba abierta de par en par y Reed me
miraba fijamente. Sorprendida por la aparición del inesperado visitante,
perdí el equilibrio y caí de culo.
Reed corrió a mi lado prácticamente al momento.
—Joder, Charlotte. ¿Estás bien?
Rechacé la mano que me tendía y me quité los auriculares.
—No, no estoy bien. Has entrado en mi despacho sin avisar y me has
dado un susto de muerte. Y no es la primera vez que termino en el suelo.
Enarcó las cejas.
—No he entrado sin avisar. He llamado a la puerta y, como no
contestabas, he entrado para dejarte una cosa en la mesa. Si estuvieras un
poco más conectada con el mundo que te rodea, quizá te habrías enterado
antes de que estaba aquí. ¿Qué hacías, por cierto?
—Sentadillas. Ejercicio.
—¿Por qué?
—Para que mi trasero no parezca una bola de queso ricotta.
Reed cerró los ojos, murmuró algo ininteligible y sacudió la cabeza.
—No preguntaba por qué haces ejercicio en general. Entiendo
perfectamente los motivos que llevan a alguien a ejercitar el físico. Te
preguntaba por qué lo hacías en despacho, en mitad de la jornada laboral.
Me levanté del suelo y me limpié la falda.
—Porque si el presidente de Estados Unidos tiene tiempo para eso, yo
también.
—No tengo ni idea de lo que quieres decir.
—¿Qué querías, don Simpatía? —pregunté. Estaba enfadada, pero no
pude evitarlo. Los pareados me parecían divertidos y disimulé una pequeña
sonrisa. O eso creía.
Reed me miró fijamente.
—¿Acabas de hacer un pareado?
—Sí, es así —repliqué, con una enorme sonrisa. Podía ser muy
ingeniosa si me lo proponía.
Entrecerró los ojos, pero no pudo evitar que las comisuras de sus labios
temblaran.
—Te dejo aquí unas facturas que necesito que introduzcas en el
sistema.
Reed se acercó a mi mesa y, luego, caminó hacia la puerta. Casi me
había olvidado de la llamada que me había empujado a desahogarme con
más ejercicio.
—Te han llamado. No te he avisado por correo porque ha sido justo
cuando estaba con las sentadillas.
—No pasa nada. ¿Quién era?
Lo miré fijamente para observar su reacción.
—Allison Baker.
Reed apretó la mandíbula y una expresión sombría tiñó su hermoso
rostro.
—Gracias.
Se dio la vuelta para salir, pero no había terminado de darle el recado.
—Ha dicho que quería hablar contigo sobre vuestra luna de miel.

***

Horas más tarde, me sentí mal por cómo había tratado a Reed. Ni siquiera le
había preguntado si al final se había presentado a las pruebas del coro y me
había limitado a soltarle una bomba sobre un tema que todavía le hacía
daño, o al menos eso parecía, a juzgar por su expresión. Había reaccionado
mal porque estaba celosa por la estúpida llamada de Allison.
Mientras apagaba el ordenador para irme a casa, vi en el sistema interno
de mensajería de la empresa que había una bolita verde junto a su nombre,
lo cual quería decir que estaba conectado. No me lo pensé dos veces y abrí
el chat.

Charlotte: Hola, estaba a punto de irme. ¿Necesitas algo antes de


que me marche? ¿Un café o cualquier otra cosa?

Un minuto después apareció la respuesta:


Reed: No, gracias. No me hace falta nada.

Me mordí la uña un momento y tecleé:

Charlotte: ¿Estás ocupado? ¿Puedo preguntarte algo?

Reed: No estoy ocupado. Estoy haciendo sentadillas en el


despacho.

Abrí los ojos, sorprendida.

Charlotte: ¿De verdad?

Reed: Por supuesto que no, Charlotte. ¿Crees que estoy loco?

Reí en voz alta al leer su respuesta.

Charlotte: Bueno, el caso…

Reed: Suéltalo, Darling.

Por supuesto, mi apellido era Darling, y mucha gente me llamaba así


afectuosamente. Sin embargo, leí la frase como si Reed me hubiese llamado
«cariño». Darling. Sonreí para mis adentros; me gustaba cómo sonaba.
Cerré los ojos y traté de escuchar la profunda voz de Reed al pronunciar
aquella palabra como si no fuera mi apellido.
Cuando volví a abrir los ojos, había un mensaje de Reed en la pantalla.
Reed: Solo para que lo sepas, lo de Darling era por tu apellido…,
no una expresión cariñosa.

Por muchas ganas que tuviera de matarlo en ese momento, me gustó


saber que los dos habíamos pensado lo mismo, así que decidí responder
como se merecía.

Charlotte: Por supuesto, Reed. ¿Crees que estoy loca?

Reed: Touché.

Charlotte: Bueno, a lo que iba…

Reed: ¿Ibas a qué…?

Lo ignoré.

Charlotte: ¿Cómo te fue el casting ayer por la noche?

Reed: Empezabas a preocuparme. Han pasado casi veinticuatro


horas y hasta ahora no me has preguntado nada sobre la prueba.

Charlotte: Oh, qué detalle. Preocuparte por mí… Eres un sol. En


serio, ¿qué tal fue? ¿Pasaste la primera ronda?

Reed: Fui a las pruebas, pero no me presenté.

Charlotte: ¿Qué? ¿Por qué no?


Reed: Para ser sincero, no soy lo bastante bueno. Escuché a
algunos de los que se presentaron y me di cuenta de que tendría
que practicar bastante para tener una mínima posibilidad de
entrar.

Me sentí decepcionada, pero parecía que, al menos, había reflexionado


sobre el tema.

Charlotte: Bueno, siempre tienes la opción de presentarte el año


que viene. ¡Puedes empezar a practicar ya!

Reed: Quizá lo haga. Y gracias, Charlotte. Aunque has sido muy


insistente, casi pesada, lo cierto es que me gustó ir a la audición.

Charlotte: De nada. Me alegro de que mi insistencia, casi pesadez,


te haya resultado útil.

Reed: Es tarde. ¿Cómo es que no te vas a casa?

No creí que quisiera una respuesta de verdad, así que contesté en voz
alta, mirando a la pantalla.
—Porque en casa no me espera nadie.

Charlotte: ¿Puedo hacerte otra pregunta?

Reed: Claro, dime. Me encanta que me hagan preguntas


personales a las siete de la tarde, mientras estoy trabajando.
Charlotte: Supongo que lo has dicho con ironía, pero te voy a
hacer la pregunta de todos modos. ¿Adónde ibais a ir de luna de
miel?

Reed no contestó. Al cabo de unos minutos, la bolita se volvió roja. Se


había desconectado del chat de la empresa. Estaba claro que me había
pasado, había cruzado una línea invisible. Apagué el ordenador y ordené mi
mesa. Cuando terminé, me sorprendió ver a Reed en el umbral de mi
despacho, aunque al menos ahora no me caí de espaldas.
Llevaba la chaqueta en el brazo y su bandolera de cuero colgada del
hombro.
—Hawái —dijo—. Íbamos a ir de luna de miel a Hawái.
Supongo que mi cara denotó sorpresa, porque arqueó una ceja y añadió:
—¿No te gusta Hawái?
—No…, estoy segura de que es un sitio precioso. Solo que esperaba
algo más especial. No te imaginaba de luna de miel en Hawái.
Reed se rascó la sombra de barba que le cubría la barbilla.
—¿Dónde me imaginabas?
Reflexioné un rato antes de responder:
—En África. Quizá en un safari.
Sonrió.
—Yo quería que nuestra luna de miel fuera en África.
—¿A Allison no le gustaba la idea?
—Para Allison, irse de vacaciones es meterse en un hotel de cinco
estrellas con un spa increíble donde le den masajes diarios y, luego, ir a
tomar el sol a una playa mientras le sirven cócteles en cocos decorados con
una sombrillita.
—Así que hiciste lo que ella quería.
—Llegamos a un acuerdo. Su primera elección era peor. Al menos en
Hawái podía escalar mientras ella tomaba el sol en la playa.
—¿Escalas?
—Ya no.
—¿Por qué lo dejaste?
Reed negó con la cabeza.
—Buenas noches, Charlotte.

***

Me encantaba trabajar para Iris. No solo aprendía cosas nuevas sobre el


sector cada vez que participaba en un proyecto, sino que sentía una
conexión especial con ella, hablábamos de mujer a mujer. Cuando me
preguntaba cómo me iba todo, tenía la sensación de que se preocupaba por
mí de verdad, a diferencia de mucha gente.
Acabábamos de terminar de compilar las cifras del trimestre para
enviarlas al departamento de contabilidad cuando me preguntó:
—¿Cómo te va el trabajo, Charlotte? ¿Estás contenta en la empresa?
Probablemente era una de las pocas preguntas sobre las que debía
reflexionar antes de responder.
—Me encanta trabajar aquí. Estoy muy contenta, Iris. Hace tiempo que
quería decírtelo. Sé que te arriesgaste mucho al contratarme y, para ser
sincera, quizá al principio acepté el trabajo, pero no por los motivos
adecuados. Solo sabía que eras alguien interesante y que quería trabajar
contigo. Pero estoy aprendiendo muchísimo, y este puesto parece hecho
para mí. Quiero más, ¡quiero aprender todo lo que haya que aprender!
Iris soltó una carcajada.
—Me alegra oír eso, querida. La verdad es que todos compartimos tu
entusiasmo. Has traído energía a esta oficina. ¿Y qué me dices de la
alfarería? ¿La has retomado?
—Sí. Y creo que ya sé cuál será su papel en mi vida. Creía que mi
sueño era dedicarme a mi pasión todo el día, sin embargo, he descubierto
que disfruto mucho más del taller cuando me relajo y trabajo con la arcilla
para distraerme y pensar en otras cosas.
—Eso es maravilloso. Y ¿qué hay de mis nietos? ¿Cómo te van las
cosas con ellos?
—Bueno, con Max, todo estupendo. Es un chico muy dulce.
Iris se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y me miró por encima de
las lentes.
—¿Y mi otro nieto?
Me encogí de hombros.
—Bueno, ayer me tiró al suelo y estuve charlando con su exprometida
sobre su luna de miel, así que supongo que las cosas no van tan bien.
Iris parpadeó.
—¿Cómo?
No pude evitar reír.
—En realidad, no me tiró al suelo. Me asustó mientras estaba haciendo
sentadillas. Y mi conversación con su ex consistió en una llamada muy
maleducada por su parte antes de que me colgara bruscamente.
—Sí, eso es algo típico de Allison —comentó Iris con una sonrisa.
—Pero por otra parte, he conseguido que Reed fuera dos veces a la
iglesia y esta noche tengo mi primera clase de escalada, así que podría
decirse que, aunque jamás lo admitirá, somos una influencia positiva el uno
para el otro, en cierto modo.
—¿A la iglesia? ¿Clases de escalada? Creo que tienes que explicarte un
poco mejor, querida. Después de lo de la llamada de la borde de Allison, me
he perdido.
—Bueno, todo empezó con la lista de cosas que quiero hacer al menos
una jodida vez en la vida. Perdón por la expresión. De hecho, fuiste tú quien
me inspiró a redactar esa lista. Después de nuestra charla en el baño y de
que me dieras esta fantástica oportunidad, decidí hacer una lista de las cosas
que quería hacer.
—Una lista de objetivos o sueños que cumplir antes de morir.
—Exacto, pero, como no planeo morirme pronto, le puse el nombre de
«Hazlo, joder».
—Muy creativa. Sigue.
—Bueno, en resumen, le hablé a Reed de mi lista y, una noche, descubrí
que él también había empezado una.
Algo en la expresión de Iris cambió.
—¿Mi nieto ha empezado una lista de cosas que hacer antes de morir?
—Sí, yo tampoco daba crédito. Pero así descubrí que su sueño secreto
era cantar en un coro. Investigué un poco y descubrí que el Coro del
Tabernáculo de Brooklyn iba a organizar pruebas de acceso en las semanas
siguientes. Se lo conté a Reed.
Iris me miró, asombrada.
—¿Y se presentó?
—Fue a la iglesia, dos veces. No se presentó a las pruebas porque dice
que tiene que practicar más, pero me alegro de que al menos decidiera ir. Y
yo he añadido la escalada a mi lista porque me dijo que antes escalaba.
Siempre había querido probarlo, parece un deporte de lo más entretenido.
—¿Reed va a llevarte a escalar?
—Oh. No, no. Como he dicho, nos toleramos a distancia, y también
influimos el uno en el otro así, a distancia. Creo que todavía nos falta
mucho para hacernos amigos. Solo me contó que era algo que le gustaba
hacer y pensé en darle una oportunidad. Y he encontrado un club en la calle
Sesenta y dos que da clases. Empezamos hoy a las siete.
—Ya veo. Bueno, espero que se porte bien contigo, sea como sea.
—Sí, no te preocupes. Lo más divertido es que cuanto más se esfuerza
en alejarse, más claro está que intenta construir un muro para que la gente
no se le acerque. Sé que no es asunto mío, pero tengo unas ganas tremendas
de dar un bofetón a Allison, por lo que sea que le hizo.
Una sonrisa cálida se extendió por el rostro de Iris.
—Has calado perfectamente a mi nieto. Hazme un favor, Charlotte. No
te des por vencida. Te prometo que, si te abres paso, verás que vale la pena.
Aunque solo terminéis siendo amigos.
Asentí.
La jornada laboral había llegado a su fin, así que recogí los documentos
que había desperdigados sobre el escritorio y me despedí. Iris me detuvo
antes de que saliera del despacho.
—¿Charlotte?
—Dime.
—Una última cosa. Si alguna vez tenemos la oportunidad de abofetear a
Allison, tendrás que ponerte a la cola, porque yo voy primero.
Sonreí y respondí:
—Ningún problema. Hasta mañana, Iris.
Capítulo 20

Reed

Al parecer, había decidido salir de la oficina por otro camino.


Desde hacía ocho años, hacía el mismo trayecto: giraba a la izquierda al
salir de mi despacho y, luego, recorría el largo pasillo recto que llevaba a la
entrada principal. Sin embargo, ahora giraba a la derecha automáticamente,
luego a la izquierda, luego a la derecha y me abría paso entre los cubículos
como una rata en un laberinto, hasta llegar a la salida. Tardaba el doble y ni
muerto admitiría que lo hacía para pasar por delante del despacho de
Charlotte. No obstante, sentí cierta decepción cuando vi que, esa tarde, su
puerta ya estaba cerrada.
El despacho de mi abuela estaba muy cerca del de Charlotte. Iris se
cruzó conmigo; llevaba el abrigo en la mano.
—Oh, Reed. No sabía que todavía estabas aquí. He ido a tu despacho
hace un rato, pero la luz estaba apagada.
—Tenía una cita en el centro, pero me he pasado por la oficina para
recoger unos documentos, para la visita de mañana. ¿Querías algo?
—Mmm… Lo cierto es que sí. ¿Recuerdas a mi amiga Helen?
—¿Bradbury?
—Sí.
—Resulta que su nieto se ha aficionado a la escalada y, al parecer, ha
comprado un equipo de mala calidad. Va a cumplir dieciocho años la
semana que viene y, ya sabes cómo es Helen, quiere celebrarlo por todo lo
alto. Se me ha ocurrido que quizá sería buena idea regalarle un equipo
nuevo, algo que realmente sea de buena calidad. Además, así Helen se
quedaría tranquila… El problema es que yo no tengo ni idea de qué
comprarle.
—Puedo ayudarte. ¿Te parece bien que veamos algunas páginas web
mañana, cuando vuelva por la tarde? Si compramos algo, llegará para la
semana que viene.
—Vaya, ¿he dicho la semana que viene? Quería decir mañana. La fiesta
es mañana.
Parpadeé.
—¿Una fiesta entre semana? ¿Seguro?
—Mmm…, sí. Helen es un poco quisquillosa en ese sentido, le gusta
celebrar los cumpleaños el día en que caen. La cuestión es que he estado
mirando tiendas por aquí cerca y he visto una que vende material que
parece de primera calidad. Está en la calle Sesenta y dos, de camino a tu
casa.
Asentí.
—Sí, conozco el sitio, Escalada extrema. También ofrecen clases de
escalada y organizan excursiones.
Mi abuela sonrió y me señaló con el dedo.
—Esa es. —Echó un vistazo a su reloj y dijo—: Ya son casi las siete y
tengo una cita en el centro a las ocho. La tienda cierra a las nueve y me
preocupa no llegar a tiempo. ¿Te importa ir tú y comprar un casco de
camino a casa? Me harías un favor.
—Claro, no hay problema. Compraré lo que me parezca y te lo traeré a
la oficina mañana.
Me dio un abrazo.
—Eres un sol. Y si ves algo interesante para ti mientras estás allí,
cómpratelo. De mi parte.
—Vale.
—Que tengas una noche estupenda, Reed.
—Tú también.

***
La tienda no había cambiado mucho desde la última vez que había estado
allí, hacía ya dos años. El megagimnasio se concentraba más en las clases
de escalada en interior que en la venta de equipamiento, y aunque contaba
con una extensión de cerca de mil metros cuadrados y tres rocódromos (uno
de más de doce metros de altura), el local estaba lleno a reventar.
El encargado de la tienda me recordaba. Había entrenado allí varias
veces al principio.
—¿Eastwood, verdad?
Nos dimos la mano.
—Buena memoria. Por desgracia, la mía no lo es tanto.
Sonrió.
—No te preocupes. Me llamo Joe. Hace tiempo que no te veía por aquí.
¿Alguna lesión?
—No, solo me he tomado una pausa.
—¿Quieres apuntarte a la clase de hoy? Es para principiantes, pero
quizá te iría bien para volver a entrenar. Seguramente no querrás escalar en
la pared de siete metros, pero hay otras disponibles. Si quieres, puedo avisar
a uno de los monitores para que te acompañe.
—En otra ocasión. He venido a por un regalo, un casco.
—Nos acaba de llegar el nuevo Petzl Trios, en negro. —Silbó—. Es
muy bueno. Todavía no lo tengo en el escaparate, pero puedo enseñarte uno,
si quieres.
—Sí, muchas gracias.
—Dame unos minutos. Si te aburres, puedes echar un vistazo a las
clases. Tenemos ya unos cuantos principiantes listos para estamparse,
seguro que te diviertes —dijo, sonriente.
Solté una risita.
—Sí, parece buena idea.
Cuando Joe desapareció, me paseé por la tienda. Al ver a la gente trepar
por el rocódromo, animados ante su primer intento, recordé lo mucho que
me gustaba escalar. «Quizá sí que debería retomarlo».
Un grupo de tipos frente a la pared para principiantes observaba a una
mujer. Estaba casi en lo más alto de la primera parte del muro, a unos seis
metros de altura de una pared de siete, y llevaba unos pantalones cortos de
color rosa brillante con un corazón en la parte del trasero. Pensaba que por
eso la miraban y sonreían tanto, hasta que oí el gemido.
Cada vez que la chica estiraba el brazo y se agarraba a la siguiente
piedra, hacía un sonido que era una mezcla de lloriqueo, gemido y suspiro.
Como Venus Williams en un partido de tenis, aunque era muchísimo más
sexy. Estaba claro que no lo hacía de forma intencionada, porque se
esforzaba por estirar los brazos para llegar a lo alto del muro, pero eso no
hacía que el sonido fuera menos sensual. Cuando lo hizo de nuevo, su voz
seductora me excitó. «Joder». Había pasado mucho tiempo desde que había
escuchado un sonido parecido. «Demasiado tiempo». Por alguna razón, mi
cerebro me hizo pensar en Charlotte. Estaba seguro de que ella también
emitía unos sonidos delirantemente sensuales en la cama y que era tan
desinhibida como esa escaladora. Su espíritu alocado me llevaba a pensar
que era una fiera en la cama.
La mujer escaló el tramo restante y se aferró a la cima con un último y
fuerte gemido. Se estiró todavía más e hizo sonar la campana que había en
lo más alto. El grupo de hombres que no dejaba de mirarla unos metros más
abajo comenzó a gritar y rompieron en aplausos. El más alto dijo:
—Joder, voy a invitarla a salir. Seguro que gime igual de bien debajo de
mí que ahí arriba.
Aunque no era mejor que aquel tipo —yo también me había quedado
hipnotizado con el culo de esa mujer y me preguntaba cómo sería
escucharla gemir así en mi cama—, aquel comentario me enfureció.
Me distraje cuando emitió un chillido de victoria y levantó los brazos
como si acabara de escalar el Everest.
Esa voz…
No.
«Mierda».
No podía ser…
La chica gritó de nuevo, ebria de felicidad.
Era…
«Reconocería esa voz en cualquier parte».
Empezó a bajar por la pared y la contemplé, fascinado. Aún no creía lo
que veían mis ojos.
—¿Charlotte? —dije, en voz demasiado alta.
Se volvió hacia mí, parpadeó para verme mejor y, al perder la
concentración, cayó al suelo.
—¡Au! ¡Au!
«¡Mierda!».
Corrí hacia ella y me arrodillé a su lado.
—¿Estás bien?
Me miró, confusa, con sus ojos azules y resplandecientes.
«Dios, es preciosa. Incluso cuando está hecha un desastre, como ahora».
—¿Qué…? ¿Qué haces aquí?
—¿Puedes mover la pierna?
—Me duele todo, pero sobre todo el tobillo y el pie.
Un par de empleados se acercaron.
—¿Necesitáis ayuda?
Charlotte levantó la mano.
—No, estoy bien.
—Podemos llamar a una ambulancia. ¿Está segura? —preguntó uno.
—Sí, sí —respondió, y se volvió hacia mí—. No me has contestado.
¿Qué haces aquí?
¿Por qué le preocupaba tanto? Apenas podía moverse.
—¿Qué más da? Iris me ha pedido que viniese a por un regalo.
—Qué raro. Le he contado que hoy tenía mi primera clase de escalada
aquí. ¿Por qué no me lo ha pedido a mí?
«Tengo mis teorías al respecto».
Cuando trató de mover el tobillo, hizo una mueca de dolor.
—¡Ay!
—Será mejor que te echen un vistazo. Te acompañaré al hospital.
¿Puedes ponerte en pie?
Suspiró y dijo:
—Ahora lo comprobaremos.
Le ofrecí la mano y se apoyó en ella para alzarse lentamente. En cuanto
trató de dar un paso, volvió a quejarse.
—No, no estoy bien.
Se apoyó sobre mí, cojeando, la acompañé a la entrada y la dejé allí
mientras iba a por el coche.
Al ayudarla a entrar, dije:
—Me sorprende que perdieras el equilibrio. Antes de darme cuenta de
que eras tú, mientras subías, te he visto escalar y tenías un control
impresionante.
—Bueno, si hubiera sabido que estabas ahí, me habría caído antes. He
perdido el equilibrio porque me has asustado al chillar mi nombre. No
tenías que estar ahí.
Me acerqué al asiento del conductor y respondí:
—La próxima vez, quizá podrías ponerte algo un poco más discreto.
Había un puñado de hombres mirándote y babeando con tus pantalones.
—Y tú eras uno de ellos, ¿no? —preguntó, enarcando una ceja.
Entonces, echó el asiento hacia atrás para levantar la pierna y apoyar el
tobillo en el salpicadero.
«Vaya que si lo era…».
Hice como que no había oído su pregunta y soltó una carcajada.
—Quien calla otorga, Eastwood.
Me abrí paso entre el tráfico del centro y dije:
—Soy tu jefe, Charlotte. Si te dijera que te miraba en ese sentido,
podrías demandarme por acoso sexual.
—Yo jamás te haría algo así. Nunca.
La creí. Charlotte no trataba de tenderme una trampa. Tampoco era una
oportunista, aunque a veces deseaba que lo fuera. Para encontrarle algún
defecto.
Mantuve la mirada fija en la calle, lo cual siempre era un reto cuando
Charlotte estaba sentada a mi lado.
La miré de reojo.
—Conque has empezado a escalar, ¿eh? Justo después de que te dijera
que era uno de mis deportes favoritos. Qué original. Ya veo que tu
tendencia de acosadora sigue en pleno apogeo. ¿O vas a decirme que ha
sido una coincidencia?
—De ninguna manera. No tengo problema en admitir que fuiste tú
quien me dio la idea. Pensé que si te gustaba, debía de valer la pena, porque
a ti te gustan muy pocas cosas.
Me reí.
—¿En qué te basas para decir algo así?
—Trabajas hasta las tantas de la noche y, luego, te encierras en tu casa.
No dedicas tiempo a mucho más.
—¿Cómo sabes qué hago cuando me voy a casa?
—Bueno, tengo acceso a tu agenda, o al menos a la mayor parte. No
creo que tengas mucho tiempo para tus aficiones, al menos con tu horario.
Además, también enseñas propiedades los fines de semana.
—Si quisiera ocultarte algo, lo haría, querida.
—¿Querida? Supongo que no lo has dicho en ningún sentido personal,
¿verdad? Porque no soy tu querida.
«No acaba de decir eso… No, no eres mi querida, mi amante, mi novia
ni nada parecido, Charlotte. Pero en otra vida, quizá sí lo serías.
Capítulo 21

Charlotte

Reed me llevó a urgencias del Hospital Presbiteriano de Nueva York.


Había salido para atender una llamada de teléfono cuando el médico entró
en la habitación.
—El resultado de la radiografía indica que solo es un esguince. Ha
tenido mucha suerte, señorita Darling.
El hombre tendió los documentos a la enfermera que estaba conmigo.
—¿Qué tengo que hacer?
—Trate de hacer reposo durante un par de días. Vamos a ponerle esta
bota ortopédica y le daremos unas muletas. —El médico me ayudó a meter
el pie en la bota y se marchó.
Reed se cruzó con el doctor de camino a la habitación.
—¿Puedes ayudarme a bajar de la cama? —le pedí.
Dirigió la vista a la bota, luego me miró a mí y respondió:
—Claro.
—Gracias.
Tendió la mano y la acepté. Me encantaba pensar que había tocado a
Reed más durante las últimas dos horas que desde que lo había conocido. Y
ahora estaba particularmente atractivo, la verdad. Un poco despeinado, y se
había desabotonado el cuello de la camisa. Había ido a la tienda de
escalada vestido de oficina, con su traje y su corbata, pero, debido al
transcurso de la tarde, su aspecto ya no era tan pulcro. Y me encantaba.
—¿Qué ha dicho el médico?
—Ha dicho que… —Vacilé y opté por no decirle toda la verdad—…
que tengo que hacer reposo durante… unas semanas. Está por ver.
La enfermera que estaba rellenando la documentación para tramitar mi
alta me lanzó una mirada desde detrás de Reed. Sabía perfectamente que
aquello era mentira, pero no dijo nada.
Fue una decisión impulsiva, lo confieso. Me sentí mal, pero, al mismo
tiempo, no me importaba si eso me servía para acercarme a Reed. La verdad
es que me encantaba que me prestara atención, no quería que la fantasía
terminara. Y sabía que en cuanto le dijera a Reed que me había recuperado,
se acabaría.
—Mierda. Vaya —dijo, frotándose el mentón—. ¿Quieres que ayude
con alguna cosa?
—¿Puedes acercarme a casa?
—Sí, claro. Vamos, te llevaré a casa.

***

Reed miró a su alrededor en cuanto cruzamos la puerta de mi apartamento,


en el Soho.
—Es bonito. Es muy… acogedor.
—Bueno, está decorado al estilo shabby chic. Me alegra que te guste.
No lo creí, por supuesto. Mis gustos eran sutiles y femeninos, muy
distintos de los de Reed Eastwood. Aunque nunca había visto su
apartamento, estaba segura de que sería un lugar decorado con tonalidades
oscuras, elegante y moderno.
En cambio, mi apartamento, a pesar de estar en la ciudad, tenía un aire
rústico, estaba decorado con colores alegres y vivos. Los sofás estaban
cubiertos con fundas de lino con estampados florales y las cortinas iban a
juego.
Reed pareció dudar sobre si debía entrar en mi casa o no. Se detuvo a
unos pasos de la puerta.
—Tómate el tiempo que necesites antes de volver a la oficina —dijo.
—Gracias. Pero no pienso faltar; con que no pase mucho tiempo de pie,
estaré bien. Lo que sí necesitaré es que me lleven a la oficina.
—No hay problema, ya me encargo yo. —Se metió las manos en los
bolsillos, todavía de pie en el umbral de la puerta—. ¿Tienes hambre?
—Sí, estoy famélica.
—Puedo ir a comprarte algo.
—¿Quieres quedarte a cenar conmigo?
—¿Quieres que me quede?
—Sí, la verdad. No me apetece nada quedarme sola.
Reflexionó y suspiró.
—Vale, me quedaré un rato.
Exhalé la respiración que había contenido y dije:
—Gracias.
—¿Te apetece algo en especial?
—Lo que traigas estará bien.
—Eso no me ayuda mucho, Charlotte.
—Trae lo que te apetezca a ti.
De repente, Reed pareció frustrado y se encaminó hacia mi cocina, que
daba al salón.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Voy a ver qué tienes en la cocina.
Contemplar a Reed abrir y cerrar los armarios de mi cocina era algo
surrealista.
«¡Reed estaba en mi cocina!».
Sacó unos tallarines finos, un bote de tomates pelados, especias y un
bote de aceitunas kalamata.
Se volvió para mirarme y preguntó:
—¿Tienes ajo?
—Sí, debajo del fregadero.
—¿Vino tinto?
—En el botellero de la esquina.
—Vale, me las apañaré con esto.
Me quedé con los ojos como platos.
—¿Vas a cocinar? ¿De verdad?
—¿Por qué no?
—No me imaginaba que fueras ese tipo de hombre.
—Tampoco me imaginaba que tú fueras a aficionarte a la escalada.
—No se me da precisamente bien, al parecer.
—Lo hacías genial, hasta que te caíste. —Me miró y me ofreció una
amplia sonrisa, algo poco habitual en él. Entonces, dijo—: Suelo cocinar en
casa.
—Estoy impresionada.
—Cuando vuelvo a casa tarde, no me apetece salir a cenar ni pedir
comida a domicilio. Por eso aprendí a cocinar, a veces lo disfruto.
Me dejé caer en el sofá, gloriosamente feliz, mientras lo observaba
moverse por la cocina, cortando ingredientes con la camisa remangada.
Roció la sartén con aceite, lo removió y, luego, metió la pasta en una olla
con agua hirviendo; cada movimiento de su cuerpo era delicioso. El fuerte
aroma de la salsa me hizo la boca agua. Era mejor que nada de lo que yo
hubiera cocinado jamás en aquel piso. Había abierto la ventana para ventilar
la estancia y una suave y delicada brisa nocturna nos acariciaba. De repente,
sentí una punzada de tristeza. Me di cuenta de lo mucho que echaba de
menos tener a un hombre cerca, a pesar de que nadie hubiese cocinado para
mí, jamás. Todd se habría limitado a pedir comida china. A diferencia de mi
ex, a Reed no le daba miedo remangarse y ensuciarse, y eso me encantaba.
Vi que estaba preparando dos platos.
—¿Voy a la mesa?
—No, quédate ahí. Ahora te lo llevo.
La noche mejoraba por momentos. Reed me sirvió una copa de vino en
la mesita de café y me tendió el plato de pasta.
—Tiene un aspecto estupendo. ¿Qué es?
—Mi versión de pasta a la puttanesca. Espero que te guste el picante.
—Me encanta.
Reed volvió a sonreír. Estaba más relajado.
—Debería lesionarme más a menudo, si eso quiere decir que vas a
tratarme así de bien —dije, y le guiñé el ojo.
Se sentó en un sillón frente a mí.
—Me siento parcialmente responsable de tu accidente, así que estoy
encantado de ayudar.
—Solo me llamaste por mi nombre. Fui yo quien se asustó al verte allí.
Se llevó un poco de pasta a la boca y dijo:
—Provocamos reacciones muy extrañas el uno en el otro, ¿no te parece?
—Sí, pero me gusta… Incluso cuando me dejas tus notitas azules. Me lo
paso bien cuando nos peleamos.
Reed dejó de masticar un instante. Fue casi como si le doliera oírme
decir eso. Se aclaró la garganta y dijo:
—Voy a buscarte una servilleta.
Lo detuve.
—No hace falta.
Volvió a sentarse.
—Tengo la sensación de que quieres decirme algo, Charlotte.
Reed era capaz de darse cuenta de que, efectivamente, tenía algo
rondándome la cabeza. Una cosa que me reconcomía desde hacía tiempo.
No era asunto mío, por supuesto, pero quería preguntárselo de todos
modos.
—¿Por qué te llamó Allison para hablar de vuestra luna de miel?
Reed se quedó callado un momento y dejó el tenedor sobre el plato con
un tintineo.
—Pagamos por adelantado y el hotel no quiso devolvernos el dinero.
Solo nos ofrecieron cambiar el viaje por otro, en cualquiera de sus
instalaciones. Allison insiste en que sea yo quien disfrute del viaje.
—Porque fue ella quien canceló la boda. Cree que es lo mínimo que
puede hacer, por lo que hizo, ¿verdad?
—Sí. La oferta del hotel caduca en tres meses. A mí me importa un
bledo, y ni siquiera tengo tiempo. Le dije que debía aprovecharlo ella y que,
si perdíamos el dinero, tampoco pasaba nada.
—Encuentra el tiempo, Reed. Ve de viaje.
—No iría ni aunque tuviera tiempo —replicó.
Es probable que yo me hubiera sentido igual si Todd y yo hubiéramos
reservado un viaje antes de que todo se fuera al garete. Teniendo en cuenta
lo mucho que Reed había querido a Allison, era razonable que no quisiera
plantearse disfrutar de lo que habría sido su luna de miel. De repente, me
sentí mal por haberlo animado a ir.
—Lo entiendo. Tienes razón, siento haberme entrometido.
Enarcó una ceja.
—¿De verdad?
—No, en realidad no —dije, sonriente—. No sé qué pasó entre vosotros,
porque todavía no me lo has contado, pero creo que Allison cometió un
gran error. Que conste.
—No, no lo hizo. En realidad, se salvó por los pelos.
Reed se levantó bruscamente y llevó mi plato limpio junto con el suyo a
la cocina.
«Vale. ¿A qué ha venido eso?».
Tardó un poco en volver al salón. Se acercó a la ventana y miró la calle
durante un rato. Luego, se fijó en una de las fotos que tenía enmarcadas en
el salón.
Agarré las muletas y me acerqué a él.
—¿Son tus padres? —preguntó. Seguía de espaldas a mí.
—¿Cómo lo has adivinado? ¿Por el pelo negro como la noche? —dije,
en broma—. Sí, son mis padres. Frank y Nancy Darling. Los mejores
padres que podría haber tenido.
—Parecen… buena gente, pero sí, son muy distintos de ti. —Se volvió
hacia mí y me sorprendió al decir—: El otro día vi que añadiste algo
interesante en tu lista.
—Conque me has espiado…
—Todos los documentos que están guardados en mi servidor me
pertenecen, Darling. Eso no es espiar.
—Sí, he añadido algo que he postergado durante bastante tiempo.
—Quieres saber de dónde vienes.
Ese punto de mi lista era muy distinto a los demás. Últimamente tenía
más ganas que nunca de descubrir cuáles eran mis orígenes y quién era mi
madre biológica. Cuando estaba con Todd, me había perdido un poco a mí
misma. Trataba de encajar en su carrera, en su estilo de vida, en sus
aficiones, y había olvidado lo que me hacía feliz a mí. No podía
reencontrarme sin saber de dónde venía.
—Sí, algún día me gustaría descubrirlo. No obstante, sé que es más bien
un objetivo vital y no un punto más en una lista de pendientes más o menos
frívola. No es exactamente algo que pueda hacer un día cualquiera, ni
tampoco va a ser una actividad entretenida, precisamente.
—Bueno, me parece que eres muy valiente. Sean quienes sean…, estoy
seguro de que se quedarían asombrados al ver en quién te has convertido.
—Gracias. Y yo que pensaba que me tenías por una loca de atar.
—Lo eres…, pero también tienes muchas cualidades.
—Gracias.
Hubo un silencio y me preguntó:
—¿Sabes cómo te encontraron?
—Puedes buscar en Google «La niña de la iglesia de Saint Andrew
(Poughkeepsie)». Todo lo que sé es lo que aparece en esos reportajes. Por
aquel entonces, copé los titulares, pero nadie sabe quién me dejó allí.
—Es fascinante.
—Sí, supongo.
Reed se dio cuenta de que no me sentía cómoda hablando de eso y
cambió de tema. Quizá aquel fuese el único aspecto de mi vida que no
estaba dispuesta a tratar abiertamente. En el fondo, sabía que el abandono
me había dejado profundas huellas psicológicas, pero negarse a reconocerlo
siempre había sido más fácil que intentar resolver el problema.
—¿Dónde esculpes?
Agarré las muletas y le hice una seña con la cabeza para que me
siguiera.
—Ven, te lo enseñaré.
—No deberías moverte —me riñó.
—No pasa nada.
Lo llevé a lo que, en realidad, era mi dormitorio. Reed miró a su
alrededor asombrado al comprobar que había dejado de serlo.
Una sábana cubría el suelo. En el centro de la habitación, un torno de
alfarero ocupaba casi todo el espacio. Había empujado la cama contra la
pared y, en las estanterías, había piezas listas para pintar y otras ya
acabadas.
—¿Dónde duermes?
—El sofá del salón se abre. Ahora mi habitación es un espacio artístico.
Algún día tendré una casa con una habitación y un taller, pero, de momento,
es lo que hay.
Contempló el espectáculo y observó mis cerámicas.
—¿Has hecho tú todo esto?
—Sí.
—Dijiste que habías estudiado Bellas Artes, ¿no?
—Fui a la Escuela de Diseño de Rhode Island, en Providence, pero, al
cabo de un año, lo dejé.
—¿Por qué?
—Me di cuenta de que parte de la belleza de ser artista es no tener
presión para crear. Y cuando sentí presión, mi creatividad desapareció. Lo
que me gusta es coger un poco de arcilla y sentarme en el torno, a ver qué
pasa. A veces un bol se transforma en un jarrón o viceversa. Otras, la pieza
se convierte en un trozo de cerámica inútil y, en ocasiones, emerge una obra
de arte.
—Como el jarrón que habías hecho para Iris y que rompí. Ese era una
de las obras de arte, ¿verdad?
—Por desgracia, sí.
—Lo siento —respondió, sonriente. Su sonrisa era como un regalo,
porque no solía prodigarse, pero cuando Reed sonreía, era como si saliera el
sol. Durante los breves segundos que duró, me sentí consumida—. ¿Tienes
alguna pieza favorita?
—Te sorprenderías. —Avancé lentamente hacia la esquina y seleccioné
un cuenquecito—. Esta. No parece gran cosa, pero si la observas con
atención y te familiarizas con ella, verás que está perfectamente equilibrada.
Es pequeña y los colores son muy vivos. Me parece preciosa.
—Sí —dijo, mirándome a los ojos. Sentí que la temperatura de la
habitación subía—. La verdad es que no tenía ni idea de que fueras tan
hábil. Es impresionante.
—Vaya, he impresionado a Reed Eastwood.
—Y eso no es nada fácil.
—Lo sé.
La dura expresión de Reed se había suavizado por completo. Buscaba
mis ojos con los suyos y, en ese momento, sentí algo indescriptible y muy
fuerte. Su cuerpo estaba muy cerca del mío; parecía que en un segundo
fuera a inclinarse y a besarme. Quizá fuese porque deseaba
desesperadamente que lo hiciera. Esa noche habíamos alcanzado un nivel
de intimidad que, hasta entonces, no había existido entre nosotros. Es
probable que eso me llevara a sentir con más fuerza la necesidad física de
su cuerpo.
Su aliento me acarició la cara cuando dijo:
—Será mejor que te sientes. Llevas demasiado tiempo de pie y necesitas
descansar.
Capítulo 22

Reed

Sentí náuseas.
Tal vez fuera una reacción a la magia de Charlotte, fuera cual fuera el
hechizo con el que me estaba embrujando.
Llevaba varios días acompañándola al trabajo en coche. No es que no
quisiera hacerlo; más bien, todo lo contrario. Tenía ganas de que llegara el
momento de meterme en un coche con ella y pasar un buen rato atrapado en
el tráfico de hora punta y de disfrutar de su aroma cerca de mí. Quería oírla
reír, y me divertía su ridícula rutina para desayunar, que nos obligaba a
hacer dos paradas: una para comprar café y otra para hacerse con una
magdalena en concreto.
Me sentía así desde la noche de su pequeño accidente. Cuando
hablamos de sus orígenes en su apartamento, vi una vulnerabilidad en su
mirada en la que no había reparado hasta entonces. Y cuando me enseñó su
taller, me quedé asombrado con su talento.
Al llegar a casa esa noche, no podía dejar de pensar en ella y busqué en
Google el artículo sobre cuando la encontraron en la iglesia de Saint
Andrew, en Poughkeepsie.
Probablemente, solo había una cosa más adorable que la Charlotte
Darling actual y esa era la Charlotte de mejillas rubicundas, como un
querubín, de hacía veintisiete años, cuando todavía era un bebé. No lo
confesaré ni muerto, pero es posible que imprimiera su fotografía y la
guardase. Es un secreto que me llevaré a la tumba.
El periódico contaba la misma historia que ella me había explicado; era
un misterio absoluto. Habían encontrado a un bebé en una cesta a las
puertas de la rectoría de la iglesia. La persona que había dejado a Charlotte
allí había llamado a la puerta y se había marchado corriendo, y la pequeña
Charlotte había estado a cargo de la iglesia, luego del Estado y, finalmente,
de sus padres adoptivos.
Era una niña preciosa y, quizá por eso, los periódicos se hicieron eco
del suceso y siguieron la historia de aquella pobre criatura hasta que la
adoptaron, seis meses después.
Estaba sentado en mi despacho, pensando en Charlotte, cuando pasó por
delante de mi puerta cargada con algunos paquetes. Me fijé en que andaba
perfectamente, pero aquella misma mañana la había visto cojear.
«Un momento…».
Me pregunté si estaba jugando conmigo.
Decidí enviarle un mensaje.

Reed: A juzgar por el brío con el cual has pasado frente a mi


despacho, parece que el tobillo se te ha curado milagrosamente.
Imagino que no necesitas que te traiga al trabajo mañana.

Charlotte: Ja, ja, ja, ja. Pensaba que estabas en una comida de
trabajo en el Upper West Side.

Reed: Se ha cancelado.

Charlotte: Pues sí, estoy mucho mejor. El hecho de que me hayas


traído a la oficina ha ayudado mucho. Aunque he disfrutado
mucho de lo encantador que estás por las mañanas, tienes razón,
puedo espabilarme yo solita a partir de ahora. La recuperación ha
sido mucho más rápida de lo que esperaba.
Reed: También ha sido más rápida de lo que yo esperaba, tanto
que me parece increíble. En cualquier caso, me alegro de que
estés mejor. Supongo que ahora ya puedo pedirte que vayas a
buscarme la ropa a la tintorería, porque tengo varias camisas
esperándome en la de la calle Union.

Aunque, en realidad, cosas como preparar el café o recoger las camisas


de la lavandería formaban parte de las funciones de Charlotte, rara vez le
pedíamos que hiciera algo así. La gran mayoría de sus tareas se
desarrollaban en la oficina o en las visitas con clientes a las propiedades. Su
papel en la empresa era cada vez más importante, así que al pedirle que
fuera a por mis camisas, rozaba la tomadura de pelo.

Charlotte: Claro, ningún problema. ¿Están ya listas?

Reed: Era broma. Puedo recoger mi propia ropa de la tintorería,


no hace falta que lo hagas.

Charlotte: Ah, vale.

Unos momentos después, apareció en la puerta de mi despacho. Estaba


sonrojada y parecía reflexionar sobre algo muy serio.
—¿Puedo pasar?
—No tienes que pedir permiso. —Saltaba a la vista que estaba muy
nerviosa. Me quité las gafas y las dejé sobre la mesa—. ¿Qué pasa?
Cerró la puerta y sus tacones repicaron en el suelo mientras se acercaba
a mi mesa, con cautela.
—¿Va todo bien, Charlotte?
—Sí. —Se frotó las palmas de las manos contra la falda—. Solo estoy
nerviosa porque quiero preguntarte una cosa, pero me he dicho que iba a
hacerlo pasara lo que pasara.
—De acuerdo…
—Me preguntaba si… No sé si te gustaría… En fin…
—Dilo.
Charlotte se miró la punta de los pies.
—He decidido que voy a esforzarme más por lograr lo que quiero en la
vida, que voy a agarrar el toro por los cuernos, vamos. Y, bueno, me lo paso
muy bien contigo, así que me preguntaba si te apetecería salir conmigo
alguna vez. Fuera del horario de trabajo, quiero decir. —Y añadió con una
larga exhalación—: Una cita.
El aire abandonó mi cuerpo como si me hubieran golpeado.
Aquello era lo último que esperaba oír.
Charlotte me acababa de pedir que saliera con ella.
Estaba loca. Era valiente. Y, joder, era encantadora.
Quería decirle que sí. Me moría de ganas de aceptar su propuesta, lo
deseaba más que nada en mucho tiempo.
Pero sabía que no podía darle esperanzas, por mucho que disfrutara a su
lado. Por muy feliz que me hiciera tenerla cerca. Aunque pensara que era
increíblemente hermosa.
Mi silencio la hizo recular.
—Ay, Reed. Olvídalo. Ha sido un impulso. Es solo que me lo he pasado
muy bien esta semana contigo y me pareces muy… atractivo. A veces me
miras como si sintieras lo mismo, y aquel momento con mi ropa interior en
mi despacho, lo de la otra noche… Fue extraño y, al mismo tiempo, muy
sexy. Y se me ocurrió que quizá…
—Lo siento, Charlotte. No puedo. No quiero salir con nadie ahora
mismo, por razones demasiado complicadas como para explicártelas. Pero
quiero que sepas que mi respuesta no tiene nada que ver contigo, es una
cuestión personal, únicamente. Creo que eres increíble. Quiero que lo
sepas.
—Vale —dijo, y asintió automáticamente—. Vale. ¿Podemos hacer
como si esto nunca hubiese pasado?
—Está olvidado ya.
Dio media vuelta y se marchó corriendo del despacho.
Después de que cerrara la puerta, sentí como si me hubieran arrancado
el corazón del pecho. Lo que Charlotte acababa de hacer requería mucho
valor. Sabía que se lo tomaría como algo personal, por mucho que tratara de
decirle que mi decisión no tenía nada que ver con ella. Me sentí fatal. No se
imaginaba hasta qué punto tenía ganas de decirle que sí.
Y su valor… Aquello fue lo más excitante de todo. Saber que me
deseaba hacía aún más difícil aceptar que jamás podría estar con ella.
A medida que la tarde avanzaba, no pude evitar preocuparme por si
había hecho daño a Charlotte con mi rechazo. Me pregunté si habría alguna
manera de enmendarlo, si podía pasar tiempo con ella fuera del trabajo sin
que lo percibiera como una cita.
En el fondo, sabía que me engañaba a mí mismo, pero si me aseguraba
de que nunca estuviéramos a solas, ¿qué problema había en pasar tiempo
juntos?
Sabía que era una excusa; aun así, fui a verla a su despacho.
—Charlotte, ¿puedo hablar contigo?
Me miró con una expresión cautelosa.
—Sí…
Me senté frente a su escritorio y dije:
—He estado pensando en tu propuesta. ¿Qué te parece si…, en lugar de
una cita, pasáramos tiempo juntos… como amigos?
—¿Como amigos?
Mi prioridad era que Charlotte no se sintiera herida por mi rechazo.
Sabía que la propuesta que acababa de hacerle complicaría las cosas en
cierto modo, pero quería recompensar su brutal honestidad con algo,
aunque con ello tentara al destino.
—Me encantaría que me ayudaras a tachar algunas actividades de mi
lista de pendientes: para empezar, me gustaría volver a escalar, ahora que ya
te has convertido en una experta. Me refiero a escaladas al aire libre. Hay
una zona en las montañas de Adirondack donde los guías acompañan a los
escaladores, puedo enviarte toda la información. Podríamos ir este sábado,
pasaríamos allí la noche. En habitaciones separadas, por supuesto. ¿Te
apetece?

***
El móvil empezó a vibrar justo cuando cerraba la puerta de mi despacho el
viernes por la tarde. Eran más de las siete y la oficina estaba en silencio.
Hasta Charlotte se había ido a su hora, para variar, aunque eso no me
impidió tomar el camino más largo para pasar por delante de su despacho.
Cerré la puerta y saqué el móvil, que vibraba en mi bolsillo. Era Josh
Decker, un expolicía que se había reciclado como detective privado y se
ocupaba de revisar el historial de todos nuestros empleados. Por desgracia,
habíamos tenido malas experiencias años atrás al contratar a un agente
inmobiliario que había utilizado a la empresa para acceder a los
apartamentos de nuestros clientes más acaudalados y robarles. Ahora
llevábamos a cabo investigaciones rutinarias de los candidatos que querían
trabajar en Eastwood Properties con tanto detalle que a veces temía cruzar
el límite e invadir su privacidad.
—Hola, Josh. ¿Qué tal?
—Como siempre. Trabajo hasta las tantas para no tener que comerme el
guiso de mi mujer.
—Y ¿qué pasa si te deja las sobras?
—Siempre lo hace. Y yo las tiro en el contenedor que hay delante de mi
edificio antes de entrar. Traté de dárselas a los gatos callejeros una vez, pero
ni siquiera esos mininos muertos de hambre se comen lo que cocina mi
mujer.
Me reí.
—¿Cómo va la investigación de Erickson?
Le había pedido a Josh que revisara el perfil de un candidato.
—Todo parece correcto. Lo detuvieron en la universidad por fumar
marihuana, pero lo eliminaron de sus antecedentes.
—Vaya, ¿y cómo lo has descubierto? No debería constar, ¿no?
—Siempre quedan huellas.
Giré a la izquierda y avancé por el pasillo de camino a la salida.
Ralenticé mis pasos a medida que me acercaba al despacho de Charlotte.
Me detuve y leí la placa con su nombre. De repente, pensé en lo último que
había incluido en su lista.
—Josh…, ¿crees que podrías… encontrar a los padres biológicos de una
persona?
—Hace unos meses, encontré al padre de una mujer. Había donado
esperma hacía veinte años, cuando estudiaba en la universidad, y ahora vive
en la calle, bajo una marquesina, en Brooklyn.
«Vaya». Fijé la vista en la placa con el nombre de Charlotte mientras
reflexionaba y tomé la decisión.
—Tengo un trabajo para ti. Necesito encontrar a alguien. Es personal,
nada que ver con Eastwood Properties, así que tendrás que ser
extremadamente discreto. Ni una palabra a mi abuela ni a nadie, pero, sobre
todo, al personal administrativo. ¿Queda claro?
—Discreto, así me llamaban en la escuela. Mándame los datos desde tu
correo personal.
—Así lo haré. Gracias, Josh —dije, y colgué el teléfono. Deslicé los
dedos por la placa con el nombre de Charlotte—. Vamos a descubrir quién
eres realmente, Charlotte Darling. Te lo prometo.
Capítulo 23

Charlotte

Tenía toda la ropa amontonada en el sofá cuando Reed llamó a la portería


para recogerme el sábado a las cinco y media de la mañana. Descolgué el
telefonillo y dije:
—Todavía no estoy lista. Sube y tómate un café.
Abrí la puerta de mi apartamento y volví a concentrarme frenéticamente
en buscar algo que ponerme. Quería estar guapa, incluso un poco sexy, pero
no quería que se notara que me esforzaba por estar sexy. Además, el
conjunto tenía que ser apropiado para escalar una maldita montaña.
Reed llamó a la puerta antes de entrar. Pasé por su lado a toda
velocidad, con el ceño fruncido, y me dirigí al baño para agarrar unos
cuantos coleteros para el pelo. Debió de notar que estaba nerviosa porque
dijo con cierta cautela:
—Buenos días por la mañana.
—No tengo nada que ponerme.
Reed miró al suelo y negó con la cabeza.
—Ponte lo que sea, pero asegúrate de estar cómoda.
Gruñí y volví a atacar mi armario. Se sirvió una taza de café y se apoyó
en el quicio de la puerta mientras me observaba pelearme con la bolsa de
viaje.
Señaló la bolsa con la taza, que estaba a rebosar, y comentó:
—Sabes que solo vas a pasar una noche fuera, ¿verdad?
Lo miré, furiosa. Para los hombres era muy fácil; Reed vestía unos
pantalones y una camiseta ajustada. Que, por cierto, le quedaba de muerte.
—No sé qué llevarme.
Sonrió con ironía.
—Los pantaloncitos que llevabas cuando te vi en el rocódromo fueron
todo un éxito.
Coloqué los brazos en jarras.
—¿No decías que eran demasiado reveladores?
Reed se rascó el mentón. Tenía una sombra de barba que, por cierto, me
parecía adorable.
—¿Puedo preguntarte algo? Es sábado, así que, técnicamente, hoy no
soy tu jefe, ¿verdad?
—No, los fines de semana no forman parte de mi semana laboral. ¿Qué
quieres decir?
—Y somos amigos, ¿verdad? Los amigos se protegen. Eso es normal,
¿no?
—Venga, suéltalo ya, Eastwood.
—Bueno, esos pantaloncitos eran reveladores porque te hacían un culo
espectacular. Eso no quiere decir necesariamente que no puedas ponerte
pantalones cortos para escalar. De hecho, los escaladores profesionales te
dirían que es mejor llevar ropa ajustada, como esos pantalones cortos. Pero
como amigo tuyo que soy, y no como hombre, la verdad es que tienes un
culo impresionante. Así que, si no quieres que los escaladores que vayan
detrás de ti provoquen un atasco en la vía, yo de ti me pondría unos
pantalones un poco más holgados.
Enarqué las cejas.
—Así que no te fijaste en mi trasero como hombre. Solo como amigo,
¿verdad?
Se cruzó de brazos.
—Exacto.
—¿Y piensas escalar detrás de mí hoy?
—Sí, eso haré. Por lo general, el escalador más experimentado es quien
se queda atrás. Así podré ver la vía que abramos e indicarte las zonas de
mejor agarre. Y si me caigo, no lo haré encima de ti.
Me costó un poco contener una sonrisa irónica. Acababa de ayudarme a
decidir qué iba a ponerme.
—Muchas gracias por tu ayuda. Enseguida vuelvo, voy a cambiarme.
En el cajón inferior de mi cómoda tenía un conjunto de yoga de color
púrpura que me había comprado el año anterior pero que aún no me había
puesto. Cuando lo vi en la tienda, con una luz tenue, me había encantado,
pero, al llegar a casa, me había dado cuenta de que no solo me sentaba
como un guante, sino que además tenía algunos motivos brillantes. Por no
decir que llevaba el ombligo al aire y que el top tenía un escote bastante
generoso para ser una prenda deportiva. Me parecía demasiado sexy como
para llevarlo en un gimnasio y lo había guardado en un cajón. Pero dado
que Reed solo era un amigo y no me miraría con ojos de hombre ese fin de
semana, estaba segura de que no repararía en ello. Disimulé una risita y me
lo puse. Me miré en el espejo. Los pantalones cortos que me había puesto
para escalar en el rocódromo parecían un hábito de monja al lado de este
conjunto.
Volví al salón y traté de parecer lo más despreocupada posible. Reed se
tomaba su café mientras observaba las fotografías que tenía colgadas en la
pared. Al verme, me repasó de los pies a la cabeza.
—¿Vas a ponerte eso?
—Sí. ¿Te gusta? —Di un giro coqueto para que viera que era tan ceñido
por detrás como por delante—. Es un poco ceñido, pero me he quedado más
tranquila cuando me has dicho que es lo que recomiendan los expertos. Y
como estarás detrás de mí todo el día, solo tendré a un amigo mirándome el
trasero todo el día, no a un hombre. ¡Así que no hay problema!

***

No había pensado demasiado en cómo sería el día de Reed, escalando con


una primeriza. Supongo que imaginaba que subiríamos el monte Everest el
primer día y no que primero tendría que aprender a escalar en roca. Reed
nos había apuntado a la clase para principiantes y pasamos toda la mañana
aprendiendo las técnicas básicas de escalada, como hacer rápel o asegurar al
compañero. Hicimos una pausa para almorzar sin que nadie hubiera
escalado más de un metro durante la clase.
—Me siento fatal. Estás atrapado en esta clase cuando podrías estar
escalando de verdad.
La empresa que organizaba la excursión había traído comida para todo
el mundo y Reed y yo nos sentamos en una enorme roca plana, lejos del
grupo, para almorzar.
—No pasa nada. Piensa que hace mucho que no escalaba. Y es un
deporte en el que más vale pecar de prudente, así que me irá bien para
ponerme al día.
Abrí el paquete de un sándwich de jamón y queso. Reed había escogido
uno de pavo, que también tenía muy buena pinta.
—¿Te gusta el jamón? ¿Quieres que nos los partamos?
—Vale.
Tomé un buen bocado.
—Madre mía, o esto es lo más delicioso que he probado jamás o estoy
muerta de hambre.
Reed sonrió.
—La escalada en roca abre muchísimo el apetito. Una cosa es escalar en
un rocódromo, eso no da hambre. Pero estar al aire libre y enfrentarme a
una montaña hace que me rujan las tripas. Debe de ser el aire fresco y la
emoción de no tener que aferrarte a unas presas sintéticas.
Tenía razón. Apenas habíamos escalado unos metros durante la sesión
de entrenamiento de la mañana y ya me sentía completamente tonificada.
—¿Cuánto tiempo hacía que no escalabas?
—Unos dos años, quizá un poco más.
—¿Por qué lo dejaste?
Algo en la expresión de Reed cambió. Su despreocupación y sinceridad
desaparecieron con una simple pregunta.
—Había llegado el momento —respondió.
Como no tenía un lugar donde esconderse, seguí preguntando.
—Esa es una respuesta muy poco precisa. ¿Qué tal si eres más
específico?
Se metió un pedazo muy grande de su sándwich en la boca. «Es
evidente que intenta ganar tiempo». Lo miré fijamente mientras esperaba su
respuesta. Además, su nuez moviéndose arriba y abajo mientras tragaba era
lo más sexy del mundo.
—Mi vida ha cambiado mucho en el último año y la escalada ha
quedado en un segundo plano.
—¿Te refieres a Allison?
—Entre otras cosas, sí.
—¿Qué otras cosas?
—Charlotte… —contestó Reed a modo de advertencia.
—No, no me vengas con eso de «Charlotte». Se supone que somos
amigos, ¿no? Los amigos se dicen la verdad, hablan, comparten cosas…
—Un hombre y una mujer no se sientan juntos para hablar de sus vidas
y compartir secretos a menos que sean pareja.
Me enderecé.
—Pues finge que soy un hombre…
Los ojos de Reed descendieron hasta mi escote y, acto seguido,
regresaron a mi cara.
—Imposible.
Suspiré sonoramente.
—¿Sabes qué pasa cuando alguien se atreve a confiar en una persona?
Reed no contestó, así que decidí mostrarle lo que quería decir con un
ejemplo físico. Junté las manos como si sostuviera una pelota.
—Esto es una persona cerrada. Nadie puede entrar, pero tampoco sale
nada. —Abrí las manos y las sostuve horizontalmente, como si esperara que
alguien depositara algo en ellas—. ¿Ves? Esto es una persona abierta… Al
abrirte, tienes la oportunidad de que entre alguien que no esperabas, pero
también de liberarte de lo que encierras.
Reed me miró fijamente un largo rato y, de pronto, se levantó.
—Voy a dar una vuelta. Volveré antes de que empiece la sesión de la
tarde.

***

Regresó justo cuando todos nos reagrupábamos para retomar la clase y


supuse que lo había hecho adrede. No podía pincharlo delante de una
docena de personas. Bueno, sí que podía…, pero Reed estaba bastante
seguro de que no lo haría.
Se colocó justo detrás de mí mientras el instructor hablaba de la primera
vía que íbamos a escalar. La piel del cuello se me erizó y no tenía nada que
ver con la temperatura exterior. El efecto que ese hombre ejercía sobre mí
era increíble y estaba convencida de que no era solo cosa mía. En
ocasiones, sentía que su cuerpo también reaccionaba ante el mío. La única
diferencia entre los dos era que yo no quería oponerme. Como a Reed,
alguien a quien quería me había hecho daño; aun así, ansiaba explorar lo
que había entre Reed y yo.
Sentí las cosquillas de su cálido aliento en la nuca y comprendí algo.
Había abordado lo que sentía por Reed de manera equivocada. Trataba de
acercarme a él haciendo que me hablara, que se abriera conmigo. Sin
embargo, Reed defendía su privacidad y su vida personal celosamente, y
cada vez que intentaba acercarme, él me alejaba. Quizá hablar no era la
manera de romper su muro. Incluso un diamante tiene un punto débil que
puede hacer que la piedra preciosa se rompa en mil añicos. El punto débil
de Reed no era la comunicación verbal, sino la atracción física que sentía
por mí. Y yo estaba dispuesta a trabajar con las pocas herramientas que
tenía a mano.
Di un paso atrás y mi trasero chocó contra él. Volví la cabeza y susurré,
en un gesto inocente en apariencia:
—Siento haberme entrometido antes.
Reed se aclaró la garganta y susurró a su vez:
—No te preocupes.
Después de eso, no me moví ni un centímetro; Reed tampoco. Algo me
decía que, cuando encontrase el punto débil de Reed, lo último que
encontraría sería algo débil.

***

—¡Madre mía! ¡Lo he conseguido! —Después de enderezarme y terminar


el tramo de la vía que estábamos escalando, empecé a dar saltos de alegría.
Reed, que estaba justo detrás de mí, me ofreció una sonrisa complacida.
—Lo has hecho muy bien.
Aunque solo habíamos escalado unos nueve metros, hasta el punto
donde nos encontrábamos, me sentía como si hubiera subido una montaña
entera. Alcé los puños y grité:
—¡Soy un geco!
Reed se rio.
—¿Un qué?
—Un geco, ya sabes —dije, y abrí mucho la boca al tiempo que sacaba
la lengua fuera—. Es un reptil, el animalito ese. Trepan por las paredes.
Reed sacudió la cabeza.
—Bueno, a mí me parecías más Spider-Woman que un geco, pero
entiendo cómo te sientes. A mí también me ha gustado mucho, se me había
olvidado lo vivo que te sientes al escalar.
—¿Hay fiesta de Halloween en la oficina? Te robaré la idea y me
disfrazaré de Spider-Woman, ¡y tú te vestirás de Spiderman! —No podía
controlar mis desvaríos entusiasmados—. Ay, ¡me ha encantado!
—Me alegro de que haya una pausa de treinta minutos antes de seguir
con la vía. Pareces capaz de subir corriendo por la roca, saltando sobre las
cabezas de toda la gente que tenemos delante. Estás a tope.
—Entiendo perfectamente que esto sea adictivo. Es algo físico, te
transforma. Cuando he empezado a escalar, estaba aterrorizada, a pesar de
que sabía que solo había medio metro de caída y de que no me haría daño.
Pero, entonces, he notado cómo la sangre me recorría las venas y el pecho.
Me he obligado a mirar abajo para ascender un poco más y me ha invadido
una sensación increíble. Era como si la cima de la montaña me llamara y
tuviese que alcanzarla. Cuanto más ascendía, más peligroso era todo, pero
menos me importaba lo que ocurriría si caía. Solo ansiaba llegar a la
cumbre y no podía detenerme. ¿Tú también te has sentido así?
Reed me miró, aunque su rostro estaba más serio.
—Sí.
Llevaba una sudadera fina encima del top, pero, durante el ascenso, mis
músculos habían entrado en calor y mi temperatura corporal había
aumentado. Ahora que me había detenido, el sudor comenzó a manar sin
freno. Me pasaba lo mismo cuando hacía ejercicio. Empezaba a sudar
abundantemente en cuanto dejaba de moverme. Me desabroché la sudadera,
me la quité y me la até a la cintura mientras seguía hablando.
—Entiendo que haya gente incapaz de pensar en algo que no sea esta
sensación durante días. Debe de ser duro alejarse de algo así sin
obsesionarse.
—No puedes hacerte a la idea.
La voz de Reed sonó extraña y, cuando lo miré, comprendí por qué.
Tenía los ojos clavados en mi escote, perlado de sudor. Aquello alteró mi
respiración casi tanto como la escalada; también me recordó la debilidad de
Reed. Me acerqué a él, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla.
—Gracias por compartir esta experiencia conmigo, Reed.
Se aclaró la garganta varias veces y parpadeó.
—De nada.
Después de otro tramo igual de estimulante, nuestro instructor puso fin
a la jornada. Reed y yo solo nos habíamos apuntado a aquella clase, pero,
cuando nos dijo que había una escalada a primera hora para gente de nivel
intermedio, animé a Reed a que se uniera.
—Deberías ir. Yo me quedaré durmiendo o quizá reserve una sesión de
masaje por la mañana. Hoy he utilizado músculos que ni siquiera sabía que
tenía, así que estoy segura de que tendré agujetas. Pero tú te has pasado
todo el día pendiente de mí. Aprovecha y haz la clase de nivel intermedio,
te lo has ganado.
Antes de que se negara, me acerqué al instructor, que estaba recogiendo
sus cosas, y le dije que quería apuntar a mi amigo para la clase de la
mañana siguiente.
—¿Ha escalado antes?
Reed terminó de meter las cosas en su mochila y se unió a nosotros.
—Sí. Escalaba muy a menudo, pero tuvo que tomarse un descanso.
—De acuerdo. Dile a tu amigo que hemos quedado en la entrada oeste
del camino.
Sonreí y me volví hacia Reed.
—Han quedado en la entrada oeste del camino.
El instructor nos miró y dijo:
—Ah, ¿te referías a Reed?
—Sí.
—Como has dicho un amigo… Pensaba que erais pareja. —Miró a
Reed—. A las siete en punto. El instructor de la clase de mañana será
Heath. Lo habéis visto antes, ha pasado a dejar el equipo que hemos
utilizado.
Reed asintió y se volvió hacia mí.
—¿Seguro que no te importa?
—Claro que no. Ya encontraré algo que hacer. No te preocupes por mí.
El instructor vaciló un poco y dijo:
—Los domingos por la mañana hago caminatas. No son excursiones en
grupo; solo yo y la naturaleza, para pasar un buen rato. ¿Por qué no te
apuntas, mientras tu amigo está en la clase?
—Mmm. —Miré a Reed de reojo y vi que el cuello se le tensaba—.
Gracias por la invitación, pero creo que estaré demasiado cansada.
Ajeno a la mirada asesina de Reed, el instructor se metió la mano en el
bolsillo trasero y sacó su cartera. Me tendió una tarjeta con una sonrisa
seductora.
—Aquí tienes mi número. Si quieres, podemos hacer una excursión
corta y desayunar juntos después. Piénsatelo. Ya me dirás algo.
—Vale, gracias.
Reed no abrió la boca de camino al coche. Como siempre, se acercó al
lado del pasajero para abrirme la puerta. Sin embargo, una vez estaba
dentro, no la cerró como de costumbre, sino que dio un portazo
descomunal. Continuamos en un silencio incómodo mientras conducía de
vuelta al hotel. Sabía por qué estaba enfadado, sus celos eran más que
evidentes. Como sentía curiosidad por ver cómo abordaría el tema, no le di
conversación y dejé que la sensación de incomodidad se mantuviera hasta
que Reed no aguantase más.
Aparcó frente al hotel y, por fin, habló. Bueno, «gruñir» sería una
palabra más apropiada.
—Ten cuidado mañana en tu excursión.
«¿De verdad creía que aceptaría la invitación?».
—¿Me has oído decirle que sí?
—Has aceptado la tarjeta.
—No iba a hacerle un feo, soy educada.
—No sabía que ser educada equivaliese a coquetear con hombres y
darles esperanzas.
Abrí tanto los ojos que parecía que fueran a salirse de sus órbitas.
—¿Coquetear? ¿Dar esperanzas? Dices que estoy loca, pero a ti te falta
poco para entrar en el manicomio, Eastwood. Le he pedido que te apuntara
a la sesión de mañana por ti. No he coqueteado con él en absoluto y, desde
luego, no tengo la menor intención de salir con él.
—No parece que le haya quedado claro.
Frustrada, levanté los brazos y los dejé caer contra las piernas.
—Mira… ¡Que te den! —Abrí la puerta del coche y me volví hacia él
antes de salir—. Quizá sí lo llame. Hace mucho que no me acuesto con
nadie. Y tú me dejaste tirada cuando te pedí que salieras conmigo. Así que
lo mejor es que me olvide de ti y me busque a otro con quien pasar un buen
rato. —Salí del coche y di un portazo con la misma ferocidad que Reed
antes.
Me llamó mientras me metía en el ascensor.
—¡Charlotte!
Respondí sin girarme y le enseñé el dedo.
«Que te jodan, Reed Eastwood. Estoy harta».
Capítulo 24

Reed

La había cagado una vez más.


Y parecía que sucedía con frecuencia cuando se trataba de Charlotte
Darling. Hacía o decía algo que la molestaba porque estaba enfadado con
ella y, luego, horas más tarde, me arrepentía y me odiaba a mí mismo por
cómo había actuado. Por lo general, Charlotte se lo tomaba bien. Habíamos
establecido una especie de rutina. Me ponía celoso al verla con otro hombre
o me sentía frustrado porque no podía empujarla contra una pared y
demostrarle lo que en realidad tenía ganas de hacerle. Entonces, la trataba
mal, y ella se enfadaba. Al cabo de un rato, se calmaba, pero su actitud
mostraba que no estaba contenta, y a mí me reconcomía la culpa. Me
disculpaba y volvíamos a ser amigos. Y así una y otra vez.
Pero, en esta ocasión, no me había dejado disculparme. Aunque su
habitación estaba justo al lado de la mía y la oía moverse por la estancia,
me ignoró cuando llamé a su puerta. También le mandé un mensaje; aunque
comprobé que lo había leído, tampoco contestó. Ahora, había vuelto a
llamar a la puerta de su habitación y el teléfono sonaba sin parar, sin que
nadie contestara.
Me duché, respondí algunos correos electrónicos y decidí que
necesitaba una copa. De camino al bar del vestíbulo, volví a llamar a la
puerta de Charlotte por última vez. No me sorprendió que no respondiera.
Permanecí frente a su puerta durante un minuto, en silencio. Oí que alguien
se movía en el interior, así que apoyé la frente contra la puerta y empecé a
hablar.
—Voy a tomar algo al bar de abajo. Sé que me he portado como un
imbécil. Si quieres venir y gritarme mientras comemos y bebemos un poco
de vino, ya sabes dónde estoy. —Me alejé de la puerta y, un instante
después, me acerqué de nuevo—. Espero que bajes a cenar conmigo,
Charlotte.
El primer whisky me sentó bien, así que pedí otro y me tomé un puñado
de cacahuetes en el bar en lugar de ir al restaurante. Me había acomodado
en un rincón, mirando a la entrada para ver quién llegaba. Cada vez que
alguien se acercaba, mi patético corazón se aceleraba. Luego veía que no
era ella y trataba de ahogar la decepción con otro trago de alcohol
ambarino. Después del tercer vaso en hora y media, decidí que no tenía
hambre y que me iba a dormir.
Salí del ascensor dando tumbos. Frente a la habitación de Charlotte
había un carrito con una bandeja del servicio de habitaciones. Levanté la
tapa de metal; había pedido una hamburguesa de queso y no la había
tocado. También un trozo de tarta de queso, del que solo había tomado un
bocado, y… el corcho de una botella de vino. «Hemos cenado casi lo
mismo».
Inspiré profundamente y llamé una vez más, por si había oído mi
disculpa antes. No esperaba que fuera a contestar, pero lo hizo. Y cuando la
puerta se abrió, lo último que me pasó por la cabeza fue disculparme.
Porque cuando Charlotte apareció, solo llevaba unas braguitas y un
sujetador de encaje negro.

***

—El conjunto te gustó tanto cuando lo viste que pensé que tal vez te
apetecería ver cómo me quedaba puesto.
Mis ojos ya estaban clavados en la rosita roja cosida a la cinturilla del
tanga. Después de aquel día en la oficina, cuando le pedí que me enseñara
la ropa interior que había comprado, me había pasado semanas imaginando
a Charlotte con ese tanga, de noche, conmigo. Quería aferrarme a la
diminuta rosa con los dientes y arrancarle el delicado encaje negro,
arrastrándolo por sus largas y hermosas piernas. Sin embargo, nada de lo
que había imaginado se comparaba con la visión que tenía frente a mí en
aquel instante.
Charlotte era pura y sencillamente deslumbrante. La miré a placer y
exhalé todo el aire que tenía en los pulmones. Contemplé su piel suave y
blanca y sus vertiginosas curvas, apenas cubiertas por unos trocitos de
encaje negro. «Joder». Sus enormes pechos estaban a punto de saltar,
prisioneros de un sostén de escote vertiginoso. Sus pezones asomaban por
debajo del fino tejido; unos pezones suntuosos, grandes y hermosos, de
color rosado, que pedían a gritos que los chupara.
Era consciente de que me observaba, pero no podía apartar la vista de su
increíble cuerpo para mirarla a la cara.
—¿Qué te parece? —susurró, y procedió a darse la vuelta, de forma
lenta y seductora, hasta detenerse para que contemplara con todo lujo de
detalles su espléndido trasero, desnudo excepto por la tira del tanga que se
hundía entre sus nalgas. Imaginé la huella de mi mano en las dos medias
lunas blancas de su culo después de agarrárselo con fuerza.
Cuando terminó de dar la vuelta, nuestras miradas se encontraron. No
me quedaba ni un ápice de fuerza de voluntad. Quería lamer su piel más que
nada en el mundo. Quería lamerla y dejarle marcas, que gritase mi nombre
cuando mis dientes se clavasen en su delicada piel. No iba a ser dulce con
ella. Ni de lejos.
—Joder, Charlotte. Eres preciosa. Todo en ti, tu cuerpo, tu cara… Tú,
por dentro y por fuera, eres maravillosa. —Mi voz sonaba áspera, como si
fuera un hombre sediento en el desierto. No me resultaba fácil hablar, dado
que en aquellos momentos toda la sangre se dirigía hacia abajo, a mi
erección.
—Ahora tú —respondió—. Has visto todo lo que querías ver. Es mi
turno, me toca a mí.
Sonreí al pensar que se había confundido. Luego, se le escapó un hipo y
una risita.
Traté de ignorar la voz de mi conciencia, a pesar de las señales de
advertencia que parpadeaban a mi alrededor. La deseaba muchísimo.
Pero… «El corcho de la botella de vino. Frases confusas. Hipos y risas».
Eché un vistazo detrás de ella y vi la botella de vino vacía sobre la
cómoda.
—¿Te has bebido la botella tú sola?
—No te he dejado ni una… —Se detuvo y se le escapó un hipo—…
gota, jefe.
«Joder».
«Joder».
Estuve a punto de hacerlo. A punto de extender la mano y tomar lo que
había deseado desde el instante en que entró en mi vida. Hasta que
comprendí lo mucho que había bebido; eso me hizo volver a la realidad.
Parecía haber olvidado que Charlotte estaba fuera de mi alcance.
Ella seguía mirándome, con aquellos ojos vidriosos. Yo también estaba
algo borracho y no quería irme de allí, no quería volver a mi habitación.
Solo deseaba permanecer allí, contemplando su delicioso cuerpo
semidesnudo.
—A veces, cuando me miras, tengo la sensación de que solo quieres
darme un azote en el culo.
—«Querer» no es una palabra lo bastante contundente como para
describir todo lo que quiero hacer con tu culo.
«Joder». ¿Qué estaba diciendo? Había perdido los papeles.
Sin embargo, Charlotte no me prestaba atención. Miraba hacia abajo.
Mi entrepierna me había traicionado y el bulto de mis pantalones era cada
vez mayor; la erección galopante era más que evidente. La tenía dura como
una piedra y no podía hacer nada por ocultarlo.
—Parece que alguien sí que tiene ganas de verme, aunque trate de
convencerme de lo contrario. ¿Quieres que te ayude a aclararte?
Charlotte se llevó las manos a la espalda.
«¿Qué hace?».
Se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo.
«No. No. No».
Sus gloriosos pechos estaban desnudos. Tragué saliva, incapaz de
contener las terribles ganas que tenía de lamerlos. Charlotte tenía los
pezones erizados y la piel de la aureola parecía sensible y excitada. Un
puñado de pecas le cubrían el centro del escote. Las tetas de Charlotte eran
preciosas, redondas y naturales, a diferencia de las de Allison, de silicona
rígida.
«Salta para mí, Charlotte. Quiero verlas botar».
—Tócame —dijo entre jadeos.
Me obligué a llevar las manos a la espalda.
—No puedo, Charlotte. No puedo tocarte en una situación normal, y
menos si estás borracha.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te contienes? Está claro que me deseas. Le diste
todo tu corazón a alguien como Allison, pero te niegas por completo a
descubrir cómo serían las cosas conmigo, adónde nos llevaría dar un paso
más. Dime cuál es el problema. Dime lo que no te gusta de mí. Puedo
soportarlo, créeme.
Joder, me reventaba que Charlotte creyera que mis dudas tenían algo
que ver con Allison. En cierto modo, así era, pero no como ella pensaba.
Avanzó un poco y tuve la sensación de que iba a perder el equilibrio.
Entonces, me rodeó el cuello con los brazos y, antes de que me diese
cuenta, estaba besándome.
Cuando me rendí a sus labios, un ruido que no pude identificar
abandonó mi cuerpo, como si todo el oxígeno que había en mí saliera y
entrara en la boca de Charlotte. Me aferré a su cabello como si fuera un
salvavidas y yo, un náufrago. Cubrí sus labios con los míos. Tenía un sabor
dulce y embriagador, con un ligero toque de vino blanco. Dejé que mi
lengua se paseara por su boca durante unos segundos y el placer que
experimenté fue insoportablemente inmenso.
Me aparté con brusquedad en un último intento de no cometer un error
terrible del que jamás me recuperaría.
Con el dorso de la mano, me limpié su saliva de los labios; no porque
no la quisiera, sino todo lo contrario. Me temblaba la mano.
Charlotte se cubrió los pechos con una expresión humillada y se inclinó
para recoger el sujetador y ponérselo de nuevo. Parecía tremendamente
herida, más de lo que jamás la había visto. No la culpaba. Estaba seguro de
que no entendía mi actitud.
Tenía los ojos anegados en lágrimas.
—¡Vete! —chilló.
—No puedo.
—¿Qué?
—No puedo dejarte así, estás enfadada.
—Que te jodan, Eastwood —dijo, y resopló antes de dirigirse a la cama.
Enterró la cabeza en la almohada. No sabía si estaba llorando o se había
desmayado. Lo más probable es que, a la mañana siguiente, no recordara
nuestra conversación. O al menos, esperaba que así fuera.
De pie y con las manos en los bolsillos, como un idiota, la contemplé
mientras yacía en la cama, bocabajo.
Al cabo de unos minutos, me acerqué a ella y me senté en el borde de la
cama. La miré durante un buen rato y luego me puse en pie. La habitación
me daba vueltas. Me volví hacia ella y seguí mirándola. Respiraba
profundamente, con la cabeza apoyada en la almohada.
—Charlotte. ¿Qué voy a hacer contigo? —dije, suavemente.
Mis ojos se posaron en su culo semidesnudo. Todavía la tenía dura y me
dolían los huevos.
—Sé que nada de esto tiene sentido —añadí, consciente de que no me
entendería y de que mañana lo habría olvidado todo—. Siento hacerte daño.
No sé cómo actuar cerca de ti. No pienses que es por falta de interés, porque
es todo lo contrario. Es una batalla constante, ¿sabes? La verdad es que
llevo mucho tiempo luchando contra lo que siento por ti. Es lo más difícil
que he tenido que hacer jamás. Pero sé a ciencia cierta que no soy bueno
para ti. Eres una soñadora, Charlotte. La mujer que más sueños tiene en el
mundo y te mereces a alguien que no te frene.
Cerré los ojos y suspiré profundamente.
—Quiero hacer lo correcto. Si cedo y me permito hacer lo que me
muero de ganas de hacer, jamás querré dejarte ir. Y eso no sería justo.
Sueño con lo que sería perderme completamente en ti, no tener ninguna
preocupación en el mundo. Joder, seguramente me denunciarías si supieras
todo lo que te he hecho en mis sueños. Quiero hacerte cosas que no eres
capaz de imaginar. Y estoy tan cerca de hacerlo que casi noto tu sabor en la
boca, pero la verdad es que estás muy lejos. Y lo siento. Lo siento
muchísimo, siento haberte herido esta noche. Te mereces algo mejor. Te
mereces el mundo entero. Algún día, encontrarás a alguien y el muy cabrón
será el hombre más feliz de la Tierra. —Sentí una opresión en el pecho al
imaginar la idea de Charlotte con otro hombre. Me repugnaba, literalmente.
Pero yo no podría tenerla jamás y debía aprender a olvidarla.
Su respiración se había calmado. Probablemente se había quedado
dormida hacía bastante rato. Me moría de ganas de enterrar la cara en su
pelo, respirarla hasta que yo también perdiera la consciencia. En lugar de
eso, me conformé con un punto medio. Ahuequé la otra almohada, me
acerqué lo bastante como para olerla, sin tocarla, y cerré los ojos hasta que
me dormí a su lado.
Fue lo más cercano a la felicidad absoluta que experimentaría nunca.
Capítulo 25

Charlotte

Parpadeé y miré al otro lado de la cama. No recordaba cuándo se había


marchado. No recordaba gran cosa, la verdad.
Al ver la hora en el despertador, me incorporé bruscamente. ¿Me había
quedado dormida hasta mediodía? ¡Joder! ¿Por qué Reed no me había
llamado para despertarme?
Recordaba vagamente que me había susurrado al oído y me había
pedido perdón, pero no estaba segura de si era un sueño o realidad. Y…
¿nos habíamos besado? Creía que sí, pero no sabía si eso también era
producto de mi imaginación.
Un sentimiento de vacío me invadió al tiempo que sentí una terrible
punzada de dolor en la cabeza. Mi móvil empezó a sonar. Era un número
desconocido.
—¿Sí?
—Hola, Charlotte. Soy John.
Era el instructor que me había pedido una cita ayer.
—¿Cómo has conseguido mi número?
—Estaba en tu inscripción a la sesión de escalada.
—Claro. Dime.
—Tu amigo Reed está de camino al hospital. Su instructor lo ha
acompañado. Está bien, no te preocupes.
El corazón se aceleró en mi pecho.
—¿Cómo?
Recordé que Reed tenía una sesión de escalada aquella mañana.
—Sí, estaba escalando esta mañana y se cayó. Le fallaron las piernas.
La política de la empresa es llevar a cualquier alumno que tenga un
accidente al hospital para que lo examinen.
—Pero has dicho que está bien, ¿no?
—Sí. Hablaba con coherencia, caminaba… todo bien. Solo cojeaba un
poco. Es algo rutinario, de verdad.
—¿A qué hospital lo han llevado?
—Al Newton Memorial.
—¿Te importaría acercarme?
Vaciló un instante y respondió:
—Eh… Sí, claro.
John me esperaba frente al hotel. Me llevó al hospital, a un par de
kilómetros, e insistí en que no hacía falta que esperase allí. Imaginaba que
Reed y yo pediríamos un Uber para volver al hotel cuando le dieran el alta.
Después de buscarlo durante un buen rato, vi a Reed en una de las
salitas de observación. Hablaba con el médico. No quise entrar e
interrumpirlos, así que me quedé al lado de la puerta, pero sin que me viera.
No pude evitar oír su conversación.
—Es que… Últimamente me sentía muy bien. No habría organizado
este viaje de haber sabido que volvería a sufrir espasmos musculares.
—Entonces, ha experimentado síntomas…
—Sí, pero van y vienen. Estoy en una fase inicial.
—Bueno, la esclerosis múltiple es así. Hay altibajos. Puede haber
semanas o meses en los que no tenga síntomas y, luego, aparecen de
repente. ¿Ha experimentado algo más durante las últimas semanas?
—Un poco de vértigo.
—¿Ha venido a la montaña solo?
—No, con una amiga. No sabe que estoy en el hospital, ni tampoco que
tengo esclerosis múltiple.
«Esclerosis múltiple».
«¿Reed… tiene esclerosis múltiple?».
«Reed tiene esclerosis múltiple».
«¿Qué?».
El vestíbulo del hospital empezó a dar vueltas. Mi corazón parecía a
punto de explotar mientras corría hacia el ascensor. Necesitaba aire fresco.
Una vez fuera, me arrodillé con la cabeza entre las piernas en un
parterre del jardín del hospital.
«Respira».
Ahora, todo estaba claro. La boda cancelada y que todo el mundo dijera
que Reed tenía sus razones para ser como era. Por qué no se permitía ceder
ante sus sentimientos. La lista. «Dios mío, una lista de cosas que hacer
antes de morir».
Los hombros me temblaban mientras lloraba, con las manos en los ojos.
Nunca había experimentado tanto dolor por otro ser humano en mi vida. Al
mismo tiempo, algo más se abría paso en mi interior; todos los momentos
que había vivido con Reed desfilaban ante mí.
No sabía si lo que sentía por él era amor, pero jamás había
experimentado algo tan fuerte. Ahora que entendía por qué no había
permitido que diéramos un paso más, me concedí permiso para enfrentarme
a los sentimientos que Reed despertaba en mí. Pasé de no comprender nada
a entenderlo todo. Todo.
Reed pensaba que así me protegía.
«Te mereces a alguien que no te frene».
¿Quién había dicho eso? ¿Reed? La frase flotaba en mi mente, como si
alguien me la hubiera dicho. ¿Había sido él, ayer por la noche?
Entonces, pensé en el vestido y en la nota azul. Cuando la escribió,
Reed no sabía lo que el destino le había reservado. Probablemente, sus
sueños y esperanzas se hicieron añicos poco después. Pero ¿por qué tenía
que ser así? No podía dar su brazo a torcer, rendirse y abandonar toda
posibilidad de ser amado solo porque Allison lo hubiera abandonado. Era
una cobarde y nunca lo había querido de verdad.
Empezaba a comprender la magnitud de lo que Allison le había hecho a
Reed. «Lo dejó porque tenía esclerosis múltiple». ¿No había creído nunca
en lo de «en la salud y en la enfermedad»? Y pensar que creí que aquella
nota azul cosida en el vestido era un símbolo de su amor incondicional por
Reed… El cuento de hadas era una mera ilusión. La verdad era que Allison
no reconocería el verdadero amor ni aunque lo tuviera delante de sus
narices.
De repente, necesitaba saber más. Saberlo todo. Esa noche, me propuse
leer toda la bibliografía que encontrara acerca de la esclerosis múltiple en
internet hasta que me sangrara el cerebro. Necesitaba encontrar hasta el
último ápice de información disponible para devolverle la esperanza a
Reed.
Recordé que había visto una en la televisión a un presentador famoso
que sufría la misma enfermedad y que levantaba pesas y parecía más sano
que mucha gente. Debía de haber una manera de hacerle frente. Necesitaba
esperanza. Reed no podía permitir que la esclerosis múltiple se adueñara de
su vida.
Volví a llorar. ¿Cómo iba a aguantar sin decirle que lo sabía? Estaba
claro que no quería contármelo. No me lo diría nunca, eso lo sabía.
Tenía que reflexionar acerca de cómo abordarlo, porque lo último que
quería era herirle. Tenía derecho a decirme la verdad cuando y como
quisiera. Después de todo, lo había descubierto de una manera puramente
accidental y no quería que pensara que no respetaba su intimidad.
Sentía un peso horrible en el corazón, tanto que parecía que arrastraba a
mi cuerpo consigo.
Llamé a John para preguntarle si podía recogerme y le pedí que no le
dijera a Reed que habíamos ido al hospital.
De regreso al hotel, volví a mi habitación y accedí a una página web de
información médica con el teléfono. Leí un artículo tras otro y traté de
empaparme todo lo posible sobre la enfermedad de Reed antes de que
regresara del hospital.
Debía reflexionar sobre cómo lo haría. Por el momento, no le diría que
estaba al tanto. Todavía no. Sonó el móvil y respondí.
—Reed. ¿Dónde estás?
—¿Cómo te encuentras hoy?
—Tengo un poco de resaca, pero estoy bien. ¿Por qué no me has
despertado esta mañana?
—Necesitabas dormir, hazme caso. —Hizo una pausa—. Escucha…
Esta mañana me he resbalado durante la clase de escalada. Me han llevado
al hospital para asegurarse de que estaba bien. Tan solo tengo algunos
rasguños y moretones, nada más. Estoy bien. Ya he vuelto a mi habitación.
Traté de fingir sorpresa.
—¿Seguro que estás bien?
—Sí. Podré conducir de vuelta, no te preocupes.
—¿Cuándo quieres volver?
—Cuando tú digas.
—Me gustaría que nos fuéramos pronto —respondí.
—Vale. ¿Te va bien si me paso por tu habitación en veinte minutos?
Podemos ir a comer antes de marcharnos.
—Me parece bien.

***

El trayecto de vuelta a Manhattan fue tranquilo. Tenía miedo de ser incapaz


de ocultar mis sentimientos si abría la boca, así que opté por no decir
palabra.
Reed se volvió hacia mí cuando el sol empezaba a ponerse sobre la
carretera.
—¿Todo bien?
—Sí, todo bien —dije, y lo miré por fin.
Parecía preocupado. Se hizo otro silencio y preguntó:
—¿Recuerdas algo de ayer por la noche?
«Ayer por la noche».
Aunque hubiese recordado los detalles de nuestro encuentro regado por
el alcohol, en mi mente no había espacio para nada excepto para el
descubrimiento que había hecho aquella tarde.
—Alguna cosa.
Bajó la voz.
—¿Recuerdas… el beso?
«Así que no eran imaginaciones mías…».
—Vagamente.
Apretó la mandíbula.
—No pasó nada más entre nosotros. Por si tenías dudas.
—No las tenía. —Aquella era la menor de mis preocupaciones.
—Te desplomaste sobre la cama. Me quedé un rato y me dormí. Y me
fui a primera hora de la mañana.
—¿Por qué te quedaste?
—No me sentía bien dejándote sola. Estabas mal.
—Bueno, pues… Gracias por quedarte.
—Fue culpa mía, por haber ido a tu habitación, pero no podemos
permitir que vuelva a pasar algo así otra vez.
Me limité a asentir, pero las lágrimas se me acumulaban en los ojos.
«Mierda». Por eso no podía hablar con él. Volví la cabeza para mirar por la
ventanilla, con la esperanza de que no advirtiera que había perdido el
control.
Reed subió el volumen de la radio. Sonaba «I Can’t Make You Love
Me», de Bonnie Raitt. Las palabras me recordaron a la situación que vivía
con Reed, porque nadie es capaz de controlar lo que siente otra persona por
ti. No podía hacer que Reed viera su futuro tal y como lo veía yo. Era él
quien tenía que darse cuenta de que todo podía ser distinto. La canción no
me ayudó a disimular.
—Charlotte, mírame. —Cuando lo hice, vio mis lágrimas—. ¿Qué…?
No llores. ¿Por qué lloras?
«Porque tienes esclerosis múltiple».
«Y porque estás convencido de que eso me importa».
«Que te dejaría».
Levanté la mano en el aire y contesté:
—No es por nada que hayas dicho, solo estoy un poco emocionada. Esa
canción de Bonnie Raitt… Es un poco deprimente —mentí— y, además, me
ha venido la regla.
Reed asintió en señal de comprensión. Pareció aceptar la explicación y
no hizo más preguntas.
Pero la verdad era que callar lo que sabía me costaba horrores y ni
siquiera habían pasado veinticuatro horas desde mi descubrimiento. Ni
siquiera un día entero, y ya estaba perdiendo los papeles.
Mantuve la compostura el resto del viaje.
Justo después de que Reed me dejara en mi apartamento, pedí un taxi
para ir a casa de Iris.
El portero me conocía y, al verme, me dejó entrar.
En cuanto abrió la puerta, las palabras salieron de mis labios.
—¿Lo sabías? —Pasé de largo y entré en la casa.
Su mirada reflejaba una gran preocupación.
—¿A qué te refieres, Charlotte?
—A la esclerosis múltiple —respondí, sin aliento.
Iris cerró los ojos y se sentó en el sofá.
—Siéntate.
Obedecí y apoyé la cabeza en las manos.
—Iris, se me parte el corazón. Dime qué debo hacer.
Me puso una mano en la rodilla.
—¿Te lo ha dicho Reed?
—No, él no tiene la más remota idea de que lo sé. Lo he descubierto por
casualidad.
Me miró, asombrada.
—¿Cómo?
—Una larga historia… En resumen, este fin de semana hemos ido a
escalar las Adirondack. Reed estaba bien, pero hoy se ha caído durante una
clase y lo han llevado al hospital. No estábamos juntos cuando ha ocurrido.
Fui a por él al hospital y, sin querer, lo oí hablar con el médico. No sabe que
estaba allí, no sabe que lo sé. —De nuevo, me encontraba al borde de las
lágrimas—. No sé cómo enfrentarme a esto. No puedo fingir que no lo sé,
pero temo que, si se entera de que lo he descubierto, se pondrá furioso.
Iris asintió en señal de comprensión.
—Date tiempo. Sabrás qué hacer cuando llegue el momento.
La miré.
—Tenías razón. Decías que Reed tenía motivos para vivir tan encerrado
en sí mismo, pero jamás imaginé algo así.
Suspiró.
—Charlotte… La esclerosis múltiple no es una sentencia de muerte. Al
principio, cuando le diagnosticaron la enfermedad, se sentía cautelosamente
optimista. Ha visitado a los mejores especialistas de Manhattan y todos le
han dicho lo mismo: que hay gente que lleva una vida perfectamente
normal. El problema es que hay algunos que no tienen tanta suerte y no hay
manera de saber cómo le afectará a Reed. El tiempo lo dirá. Cuando Allison
decidió que no podía asumir lo que sucedería si la cosa iba a peor…
Aquello fue un golpe terrible para Reed. Hizo que cambiara su forma de ver
las cosas y ninguno de nosotros ha conseguido que lo supere. Empezó a
concentrarse en los aspectos negativos de la vida… En los «y si». Perdió la
fe y todavía no la ha recuperado.
—La quería de verdad.
Era la única cosa de la que estaba segura, desde el principio.
—Sí, pero es evidente que ella no era la mujer adecuada para él. Y
ahora Reed ha decidido que no merece ser amado, Charlotte. Ignoro si
alguna vez cambiará de idea, pero la posibilidad de que mi nieto viva
durante toda su vida sin gozar de la alegría del amor verdadero y de formar
una familia me entristece profundamente.
Tenía los ojos anegados en lágrimas. Mi corazón también sentía dolor
ante la idea de que Reed no volviera a amar a ninguna mujer nunca más.
Capítulo 26

Reed

No me cabía la menor duda de que algo iba mal con Charlotte desde que
habíamos vuelto de la excursión en las Adirondack.
Durante los dos últimos días me había evitado y, aunque en el fondo
sabía que era lo mejor, sentía curiosidad por saber por qué. Le pedí a
Charlotte que viniera a ayudarme en una de las visitas de una propiedad, la
más espectacular de toda mi carrera. Insistió en que iría en taxi, en lugar de
viajar conmigo en coche hasta los Hamptons, y utilizó una vaga excusa
sobre su agenda. Pero sabía que trataba de evitar quedarse conmigo a solas.
Eso debería haberme hecho feliz, pero no era así. Me sentía perplejo. ¿Era
porque había rechazado sus insinuaciones? No estaba seguro.
La casa de Easthampton estaba tan cerca del agua que el salón
prácticamente daba a la playa. Era una propiedad valorada en veinte
millones de dólares de estilo europeo y diseñada con los materiales
importados más lujosos, desde los suelos a los techos. No estaría en el
mercado mucho tiempo. Teníamos tres visitas programadas y estaba seguro
de que, al día siguiente, cerraríamos la venta, en cuanto cada uno de los
compradores nos hiciera llegar su mejor oferta.
Cuando terminamos de enseñar la casa, Charlotte y yo tuvimos ocasión
de hablar de verdad por primera vez en todo el día. Se había quitado los
zapatos y paseábamos por la orilla del mar.
—Quiero preguntarte algo, Reed.
—Vale…
—Por el entusiasmo que has demostrado mientras enseñabas esta
propiedad y la manera en que te brillaban los ojos cuando hablabas de su
elegancia a lo Gatsby, doy por hecho que te gusta, y mucho. Pero ¿vivirías
aquí? ¿En una casa como esta?
No lo dudé ni un instante.
—Por supuesto que sí.
—¿Y si te dijera que yo no sería capaz de vivir aquí, porque está tan
cerca del agua que tendría miedo de que se produjera un huracán y
arrastrara la casa consigo?
—Te diría que estás loca de atar.
Ladeó la cabeza.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
No sabía adónde quería ir a parar con aquello.
—Porque esta casa es la propiedad más alucinante que jamás he tenido
el privilegio de representar. No querer vivir en ella o disfrutar de lo
maravillosa que es cada día solo porque te preocupa la posibilidad de una
tormenta es incomprensible.
—Así que no crees que el miedo que siento debería impedirme disfrutar
de esta hermosa casa todo el tiempo posible…
—En efecto.
Y añadió:
—Porque existe la posibilidad de que nunca llegue la tormenta.
—Así es.
—De modo que, si esta casa fuera una metáfora de la vida…, entonces,
no crees que debas vivir tu vida en función del miedo a lo que pueda
suceder.
Su expresión grave me hizo detenerme. La brisa del océano le revolvía
el pelo. La manera en que me miraba fijamente a los ojos… Algo iba mal.
Charlotte me había hecho esa pregunta por un motivo que no entendía.
No estábamos hablando de la casa.
De repente, la adrenalina me recorrió las venas. ¿Lo sabía? ¿Había
accedido a mi historial médico, de algún modo? ¿Era posible que estuviera
al tanto del diagnóstico que me habían dado? No. Era imposible. Había
hecho todo lo que estaba en mi mano por ocultar esa información.
Pero tenía frente a mí a Charlotte Darling. Con ella, todo era posible.
Tenía que saberlo.
—¿De qué estás hablando en realidad, Charlotte?
No contestó de inmediato. Luego, se limitó a decir:
—Lo sé todo, Reed.
—¿Todo?
—Sé que tienes esclerosis múltiple.
El corazón me dio un vuelco. Sus palabras eran como un gancho directo
a mi estómago. Me sentí… desnudo.
—Dime cómo te has enterado —exigí saber.
Se puso roja como un tomate.
—Fue un accidente. No te enfades. Fui al hospital, en las Adirondack,
para ver cómo te encontrabas. Estaba delante de la puerta de la consulta
cuando hablabas con el médico. No pude evitar oírlo.
Mi instinto me llevaba a desatar mi furia sobre ella, pero no habría sido
justo. No se había entrometido en mi vida personal, no había hecho nada
malo. Y la preocupación en sus ojos era auténtica, como todo en Charlotte
Darling.
Llevé una mano hasta su mejilla.
—Ven, vamos a sentarnos.
Charlotte me siguió hasta una gran roca que daba al mar.
—¿No estás enfadado?
Solté un largo suspiro y, en silencio, negué con la cabeza.
—Gracias a Dios. Pensaba que lo estarías.
—Una parte de mí está aliviada porque lo sepas. Pero necesito que
entiendas que esto no cambia nada, Charlotte.
—Escúchame. He estado investigando y leyendo y.…
—Déjame terminar —interrumpí.
—Vale.
—Sé que probablemente has leído toda la información que circula por
internet para sentirte mejor. Estoy seguro de que ves el lado positivo de esta
situación de un millón de maneras distintas. Pero la verdad es que no puedo
ignorar la realidad. Hay momentos en los que me cuesta moverme,
momentos en los que se me nubla la vista o en los que pierdo la sensibilidad
en las piernas. Momentos en que creo que voy a volverme loco. No son
muchos, y no duran mucho tiempo, pero están ahí.
Inspiré el aire del mar para calmarme.
—No son más que susurros, pero la verdad es que, algún día, se
convertirán en un grito. Y no quiero vivir pensando que voy a ser una carga
para alguien. No puedo vivir sabiendo eso, Charlotte. El único favor que me
hizo Allison fue dejarme antes de que llegásemos a ese punto.
Charlotte me interrumpió con voz firme:
—Allison cometió un terrible error al pensar que una vida contigo no
valdría la pena. Jamás veré las cosas como tú, Reed. Jamás comprenderé
que alguien no quiera aceptar, aunque sea durante un periodo limitado,
pasar tiempo con la persona a la que ama y prefiera no compartir nada en
absoluto. Aunque, claro, no es amor si puedes alejarte de esa persona. La
vida no es perfecta. Cualquier día podría atropellarme un autobús. De
hecho, ¡eso ha estado a punto de ocurrir esta mañana!
No tendría que haberme reído. No era divertido, pero la manera en que
lo dijo me hizo reír.
Charlotte continuó:
—Dicho esto, entiendo el miedo del que hablas. No puedo obligarte a
ver las cosas como yo las veo. Si es así como te sientes, no puedo obligarte
a cambiar de idea. Si te sientes así de verdad, entonces quiero que sepas que
siempre estaré a tu lado, como amiga, al menos. —Echó un vistazo a su
teléfono y, de repente, se puso en pie—. Tengo que irme.
—¿Adónde vas?
—Mi coche ya está aquí.
Me levanté.
—Creía que volverías a la ciudad conmigo.
—No, ya había pedido que pasaran a recogerme.
La miré fijamente, confuso.
—De acuerdo.
Aunque insistía en que tenía que irse, presentí que Charlotte no estaba
bien. Entonces, me miró como si estuviera a punto de echarse a llorar y
dijo:
—Bonnie Raitt tenía razón.
Y me dejó allí, a la orilla del mar.
«Bonnie Raitt tenía razón».
La canción.
«I Can’t Make You Love Me».
No se puede obligar a alguien a amar.
Me quedé un rato en la playa, reflexionando sobre las palabras de
Charlotte. Por no hablar de la maldita melodía, que no podía sacarme de la
cabeza. Estaba decidido a no permitir que me convenciera. Las cosas
estaban como estaban. Charlotte no podía valorar las implicaciones de una
vida conmigo a largo plazo porque solo veía el mundo a través de sus gafas
de color de rosa. Era yo quien debía mantener la cabeza fría. Estaba seguro
de que ella imaginaba el mejor resultado posible, en lugar de verme
confinado en una cama o en una silla de ruedas, incapaz de comunicarme o
de comer por mi cuenta. Pero lo cierto es que el peor escenario era
perfectamente posible. No podía ignorarse.
Allison había tomado la decisión que creía que era mejor para sí misma
y, con ello, había rechazado el riesgo. No quería un marido con una
enfermedad terrible, que lo debilitaría año tras año, pues interferiría con su
libertad. Y eso era lo que yo quería para Charlotte: que viviera todos los
sueños de su lista, sin tener que arrastrar a alguien como una losa.
De pronto, el sonido del móvil me sacó de mi ensimismamiento; era
Josh, el detective privado.
—Reed al habla.
—Eastwood. Estoy con la investigación de los padres de Charlotte
Darling, en Poughkeepsie. Creo que he descubierto algo.
Capítulo 27

Reed

Siempre se me había dado bien guardar secretos.


Pero, por algún motivo, durante la última semana apenas podía mirar a
Charlotte, desde que Josh me había llamado para darme información sobre
su madre biológica. Por supuesto, sabía que lo correcto era no decir nada
hasta que Josh comprobara lo que había descubierto, especialmente porque
se trataba de habladurías, no de hechos documentados. No pensaba decirle
nada a Charlotte hasta que no estuviera seguro ni por todo el oro del mundo.
Y, además, también estaba el hecho de que no tenía la menor idea de
cómo reaccionaría Charlotte ante lo que había hecho. No es que no
hubiéramos invadido la privacidad del otro. Al contrario, parecía algo que
nos divertía especialmente. Yo me había metido en sus redes sociales y
había curioseado su lista de «Hazlo, joder». Y a su vez, ella me había
comprado una taza navideña con un guiño a mi sueño de la infancia más
personal, un sueño que jamás había compartido con ella. Pero buscar a su
madre biológica para descubrir su verdadera identidad y su historia era una
cosa muy diferente; mucho más retorcida, en cierto modo. Y no ayudaba
que lo que habíamos descubierto no era precisamente bueno.
A primera hora de la tarde, envié un mensaje a Charlotte para saber
cuándo se marcharía de la oficina. Me dijo que a las seis, así que esperé
hasta las seis y media para dejar en su despacho los archivos que necesitaría
para trabajar al día siguiente. Utilicé mi llave maestra para abrir la puerta de
su despacho; no esperaba que hubiera nadie, pero Charlotte estaba allí.
—Mierda, ¿no sabes llamar a la puerta? —dijo mientras se subía el
vestido que llevaba bajado hasta la cintura y se tapaba el sujetador.
Me quedé congelado y fui incapaz de no mirarla en lugar de hacer lo
correcto, darme la vuelta e irme.
—Lo siento. Has dicho que te ibas a marchar a las seis y la puerta
estaba cerrada.
—La he cerrado para cambiarme.
Parpadeé un par de veces y, por fin, logré salir de mi trance.
—Lo siento.
Me disponía a marcharme y cerrar la puerta cuando Charlotte me llamó.
—¡Espera!
Dejé la puerta entreabierta para no verla.
—¿Qué pasa?
—¿Me ayudas con la cremallera? Siempre se engancha.
Miré hacia el cielo y conté hasta diez.
—¿Estás vestida?
—Sí.
Abrí la puerta y vi el vestido de Charlotte. El contraste entre su piel
blanca y el sujetador de encaje me había distraído tanto que no me habría
dado cuenta si se hubiera puesto un traje de payaso.
Traté de mirarla a la cara, pero fracasé. Llevaba un vestido negro que le
llegaba justo por encima de las rodillas, con un escote que revelaba buena
parte de sus pechos, demasiado irresistibles como para no detenerse en
ellos. Sus piernas parecían larguísimas, enfundadas en unos puntiagudos
zapatos de tacón. Habría dado mi brazo derecho porque me clavara esos
tacones en la espalda.
Tragué saliva.
—¿Vas a alguna parte?
Se giró para ofrecerme la espalda y se apartó el pelo de la nuca. La
cremallera estaba a medio subir, a la altura de su sostén de encaje negro.
—¿Te importa subírmela? Voy a llegar tarde.
Me acerqué y me coloqué detrás de ella. Inspiré su aroma.
—Estás preciosa. Pero ¿adónde vas?
—He quedado para tomar una copa.
Mi mano se detuvo en la cremallera. Un vestido negro y sexy, un
perfume delicioso y, sin embargo, la respuesta me sorprendió.
—¿Has quedado?
Me sentí como si me hubiera atropellado un camión.
—Sí, y llego tarde. Si no te importa…
Milagrosamente, atiné a subirle la cremallera, a pesar de que en realidad
quería arrancarle el maldito vestido y decirle que no iba a salir con ningún
amigo.
Se volvió y se alisó la falda del vestido.
—¿Qué tal estoy?
«¿Que qué tal estás? Estás como para decirte que eres mía y solo mía».
Hice un esfuerzo consciente por relajar los puños.
—Ya te lo he dicho. Estás preciosa.
Sabía que me miraba, pero evité que nuestros ojos se encontraran. Al
cabo de un minuto, me volví para marcharme.
—Buenas noches, Charlotte.

***

Debería haberme ido a casa, pero no lo hice. Como un idiota, fui al bar al
que iba con mis amigos antes de conocer a Allison. No sé en qué pensaba,
pero fue una estupidez.
Me pimplé tres copas de golpe, lo bastante aguadas como para saber a
rayos, pero, aun así, surtieron efecto. Metí la mano en el bolsillo y arrojé un
billete de cien dólares sobre la barra.
—Ponme otra —le dije al camarero.
—¿Seguro? Vas a toda velocidad, amigo.
—La mujer que me vuelve loco me ha pedido esta tarde que le subiera
la cremallera del vestido negro que se ha puesto para salir con otro esta
noche.
El camarero asintió.
—Vale, barra libre.
Mientras me dedicaba a ahogar mi frustración en el alcohol, una mujer
se sentó en el taburete a mi lado.
—¿Reed? Me parecía que eras tú.
La miré fijamente mientras trataba de recordar de qué la conocía. Su
rostro me resultaba familiar, pero no sabía de qué.
—¿No te acuerdas de mí? Qué pena —dijo, simulando decepción—.
Soy Maya, la amiga de Allison. Bueno, en realidad la examiga.
Bajé la vista hasta su escote. Debería haber empezado por ahí, porque
fueron sus pechos los que me ayudaron a recordar. Era bastante guapa, con
unas enormes tetas inolvidables. Recordé que Allison no paraba de
criticarla. Decía que estaba segura de que se las había operado, que eran
más propias de una bailarina de striptease, aunque jamás le dijo nada de
esto a la cara. Debí de haberlo sospechado: aquello era una señal clara de
que la mujer con la que salía no tenía integridad alguna ni lealtad hacia
nadie. ¿Cómo no me había dado cuenta, joder?
Estaba medio borracho y me sumergía en un torbellino depresivo
emocional, por lo que ni siquiera me molesté en disimular lo que de verdad
me había llamado la atención de Maya, aunque a ella no pareció importarle.
Flirteó descaradamente conmigo, irguiéndose y exhibiendo orgullosa su
pecho.
—Veo que te acuerdas de mí.
Ignoré su comentario y me bebí el contenido de mi copa.
—¿Examiga?
—Ajá. Nos peleamos hará unos meses. No hemos vuelto a dirigirnos la
palabra desde entonces.
Asentí. Lo último que quería era hablar de Allison.
El camarero se acercó a Maya.
—¿Qué le pongo?
—Un té helado Long Island, y lo que sea que esté tomando él —dijo,
señalando mi copa—. Invito yo a esta ronda.
—No es necesario —contesté.
—Puede que no, pero quiero celebrarlo.
La miré.
—¿Celebrar qué?
—Que ninguno de los dos tenemos ya nada que ver con la zorra de
Allison.

***

Maya tropezó al bajarse del taburete. Sin duda, habíamos bebido


demasiado.
—Tengo que ir al baño de las chicas —dijo con una risita—. Guárdame
el sitio.
—Pues claro.
La última ronda había sido hacía unos treinta minutos, era hora de cerrar
y el bar estaba casi vacío. Guardarle el sitio no era una tarea muy
complicada.
Me terminé la copa. Llevábamos allí bastante tiempo. Maya era una
persona muy agradable. Aunque no tenía ganas de hablar de Allison, me
había comentado por qué se habían peleado. Al parecer, mi ex había salido
con un tío con el que Maya llevaba viéndose un tiempo, a pesar de que
Allison lo sabía.
Generalmente, el alcohol embota los sentidos, pero, por algún motivo,
mi mente estaba muy lúcida esa noche. Cuanto más reflexionaba sobre la
mujer a la que había pedido matrimonio, más comprendía que me había
hecho un favor al abandonarme. La mujer con la que yo quise casarme, y a
la que creía conocer, era dulce y leal. Dicen que el amor es ciego, pero, en
mi caso, además, debía de ser sordo y mudo.
Hice una seña al camarero para que se acercara. «A la mierda la última
ronda». Necesitaba otra copa.
Todo el mundo salía con alguien. Maya, mi ex novia, Charlotte… Yo
era el único imbécil que no follaba. Quizá eso era lo que me hacía falta:
irme a la cama con alguien y olvidarme de la preciosa chica optimista de
ojos azules, enfundada en su vestido negro sexy y que ahora mismo estaba
con otro hombre.
Maya regresó del baño. Era realmente atractiva, incluso sin mirarle el
escote. Sonrió desde sus largas pestañas y sus grandes ojos marrones se
hicieron entender sin palabras. En lugar de volver al taburete, se colocó a
mi lado y apretó sus enormes pechos contra mi brazo.
—Siempre pensé que eras demasiado bueno para Allison.
Le miré los labios.
—¿Ah, sí?
—¿Sabes qué más pienso?
—¿Qué?
Llevó una mano a mi muslo.
—Que no hay mejor venganza para ti que pasar esta noche en mi casa.
Tenía toda la razón. Allison se pondría como una fiera si se enteraba que
me había ido a la cama con Maya. El problema era que Allison no me
importaba un comino y vengarme de ella, tampoco. Y aunque mi pene tenía
muchas ganas de irse a casa de Maya, no era lo que yo quería hacer.
Le cubrí la mano con la mía.
—Eres preciosa, y no tienes ni idea de lo tentadora que es tu oferta, pero
hay otra persona.
—¿Estás saliendo con otra mujer?
Negué con la cabeza.
—No. Pero, aun así, me sentiría como si la engañara.
Maya me miró fijamente durante un rato y, luego, se puso de puntillas y
me besó en la mejilla.
—Espero que sepa la suerte que tiene. Porque Allison no tenía ni puta
idea.

***

A la mañana siguiente, me sentía fatal. Cancelé mi reunión de las ocho de la


mañana en el último momento y me quedé en la cama otra hora más.
Luego, me arrastré hasta la oficina.
Un repartidor estaba frente a la recepción justo cuando llegué.
—Entrega para la señorita Charlotte Darling.
Un sabor ácido me quemó la garganta. La recepcionista aceptó la
entrega y le dio una propina al repartidor. Una docena de rosas amarillas.
«Soy un imbécil».
«Un puto imbécil».
«Un puto imbécil que no folla».
Había rechazado una noche de sexo y venganza mientras Charlotte
había hecho algo para merecer que le enviaran una docena de rosas que
debían de costar un dineral. «Un amigo»… y una mierda. Estaba seguro de
que mentía. Todo mi ser ardía de furia; por cómo me sentía, debería
haberme salido humo de las orejas y de la nariz.
La recepcionista levantó el teléfono, supuse que para llamar a
Charlotte.
—No hace falta —dije—. Tengo que pasar por el despacho de la
señorita Darling. Yo mismo se las llevaré.
Pensé en la posibilidad de tirarlas en la basura y pasar de largo, pero no
podía resistirme a ver la cara de Charlotte cuando se las entregara. Estaba al
teléfono cuando entré en su despacho.
—Han traído esto para ti. —Quité la tarjeta grapada al envoltorio de
celofán y, mientras abría el sobrecito y ella trataba de acabar su
conversación telefónica, dije con sarcasmo—: Venga, deja que te lea la
tarjeta, que estás muy ocupada. «Me gustó mucho verte. Espero que
podamos quedar pronto. Blake».
«¿Blake? Parece un auténtico idiota».
Charlotte colgó el teléfono y se inclinó sobre la mesa para arrebatarme
la tarjeta.
—Dame eso.
Aparté la mano y sostuve la tarjeta sobre la cabeza.
—No pensaba que fueras una chica tan fácil, Charlotte. Supongo que
me equivocaba.
Su rostro se enrojeció.
—Lo que hago con mi vida personal no es asunto tuyo.
—Te equivocas. Si tu vida personal interfiere en tu trabajo, es asunto
mío, y mucho.
Colocó los brazos en jarras.
—Eso no ha sucedido en absoluto.
—Te mandan flores al trabajo. Es una interferencia. Estás distraída, y
eso afecta a tu rendimiento.
—Me parece que quien está distraído eres tú.
Charlotte salió de detrás de su escritorio y se subió a la silla para
arrancarme la tarjeta de la mano. Su rostro se cernió sobre el mío;
estábamos a solo un milímetro de distancia.
—Los celos no te sientan nada bien, Eastwood.
—No estoy celoso —respondí, y apreté los dientes con fuerza.
Una sonrisa lenta y casi malvada se extendió por su rostro.
—¿De verdad? Entonces no te importará que te diga que Blake es
guapísimo.
Tenía ganas de borrarle aquella sonrisa burlona… metiéndole la lengua
en la boca.
—Charlotte, no me jodas…
—¿Que no te joda? —Se acercó todavía más—. Entonces, ¿quieres que
hablemos de Blake?
—¡Por el amor de Dios! —La voz de mi abuela interrumpió nuestra
pelea de gritos. Dio un portazo y nos encerró a los tres en el despacho de
Charlotte—. ¿Se puede saber qué os pasa? Toda la oficina está oyendo
vuestros gritos.
«Joder». Me pasé la mano por el pelo. Aquella mujer me sacaba de mis
casillas. Yo era el tipo que le decía a todo el mundo que se calmara y
apaciguaba las salidas de tono, no el chico al que mandaban callar. Y menos
mi abuela. La última vez que me había reñido probablemente había sido
cuando Max y yo éramos unos críos que se peleaban por los juguetes.
Charlotte fue la primera en hablar.
—Iris, lo siento mucho. No me he dado cuenta de que estábamos
haciendo tanto ruido.
—Bájate de la silla —ordenó Iris. Estaba furiosa.
Charlotte la obedeció y se quedó a mi lado, inmóvil. Ambos esperamos,
compungidos, la reprimenda que sabíamos que nos merecíamos.
—Tenéis que empezar a actuar como adultos. —Se dirigió a mí en
primer lugar—. Reed, eres mi nieto y te quiero mucho. Aunque, a veces,
tengo que reconocer que te comportas como un idiota. La vida te ha dado
malas cartas, es verdad, pero eso no es excusa para levantarte de la mesa y
dejar de jugar. Debes tomar aire, sostener las cartas que te han tocado,
arrojarlas al centro de la mesa y tomar otras cuatro. Sé valiente, hijo. No te
retires, como un cobarde. —Luego, centró su atención en Charlotte y su voz
se suavizó—. Cariño, vivimos en Nueva York. Hay dos cosas que jamás
tienes que perseguir: a los trenes y a los hombres. Porque, si uno se marcha,
siempre habrá otro dispuesto a recogerte.
Iris se volvió y se dirigió a la puerta. Entonces, miró para atrás y añadió:
—Ahora, voy a marcharme y a cerrar esta puerta. Os daré un minuto.
Luego, espero que retoméis el trabajo como si nada de esto hubiera pasado.
Una vez se hubo ido, nos miramos. Inspiré profundamente.
—Lamento haberme portado así.
—Disculpas aceptadas. Y siento haberte llamado capullo narcisista.
Enarqué las cejas.
—No lo has hecho.
Sonrió.
—Ah, bueno, he debido de pensarlo, entonces.
No pude evitar reírme.
—Estás loca, Darling. —Le tendí la mano—. ¿Amigos?
Me entregó la suya.
—Amigos.
Fui hacia al puerta y la abrí, pero Charlotte me detuvo.
—¿Reed?
Me di la vuelta.
—No soy fácil. No ha pasado nada entre Blake y yo.
Trataba de hacerme sentir mejor, pero aquello solo tuvo el resultado
opuesto. Porque escuché la palabra que faltaba en aquella frase.
«No ha pasado nada entre Blake y yo… todavía».
Capítulo 28

Charlotte

—Aquí tienes los informes de gastos de la propiedad en el Hudson que


me pediste.
Dejé el archivo en un rincón del escritorio de Iris. Tenía papeles por
todas partes. Aunque eran casi las siete, no parecía que fuera a marcharse
pronto de la oficina.
—Gracias, querida.
Asentí y me di la vuelta para irme, pero tenía que decirle algo.
—¿Iris?
Levantó la mirada.
—¿Sí?
—Siento de veras lo de esta mañana. Ha sido muy poco profesional por
mi parte y no volverá a suceder, te lo prometo —dije e, inesperadamente, se
me llenaron los ojos de lágrimas.
Iris se quitó las gafas.
—Cierra la puerta, Charlotte. Hablemos.
Se levantó del escritorio y se sentó en uno de los enormes sillones que
tenía en el otro extremo de su despacho.
—Siéntate.
Jamás me había sentido nerviosa frente a Iris. Era la mujer a la que se lo
había contado todo en los primeros tres minutos tras conocerla en el baño
de mujeres. Aun así, me sudaban las palmas de las manos y tuve que
controlarme para no retorcérmelas de puro nerviosismo.
—¿Quieres hablar de ello? Sabes que todo quedará entre nosotras dos,
¿verdad?
—Lo sé.
—Háblame del hombre que te ha mandado esas flores tan bonitas.
¿Tienes el corazón partido? ¿Quieres seguir adelante con tu vida, pero te
cuesta? Sé que Reed te importa.
—Sí. No. Sí.
Iris sonrió.
—No estás siendo muy clara.
Inspiré profundamente y exhalé.
—No me cuesta, ni tengo el corazón partido en dos. Conocí a Blake en
la universidad. Ayer por la noche, salí con una amiga y me lo encontré de
casualidad. Hablamos, me pidió una cita y le dije que no. Las flores solo
son su manera de intentar que cambie de idea. Pero no le expliqué eso a
Reed cuando vio las flores. Se llevó una impresión equivocada, se puso
celoso, y eso me gustó.
—Ya veo.
—Cada vez que nos acercamos, él levanta una muralla entre los dos. —
Empecé a arrancar piedrecitas imaginarias, como si el brazo del sillón
donde estaba sentada fuera ese muro—. He tratado de empujarlo para que
cruce una línea… Bueno, es tu nieto y no quiero decirte demasiado.
Digamos que ha rechazado cualquier propuesta que le he hecho, incluso
cuando estaba a medio vestir. Si hasta le he dicho que iba a salir con Max.
—¿Porque creías que, si se ponía celoso, reaccionaría?
Afirmé con la cabeza sin levantar la vista del suelo.
—Bueno, por lo general, diría que un hombre que no muestra su interés
sin jueguecitos es alguien con quien no vale la pena perder el tiempo. Pero
sé que el problema de mi nieto no es que sea un soltero de oro o que no
quiera sentar la cabeza. Tiene miedo de convertirse en una carga para la
persona a la que ama debido a su enfermedad.
—Ese es el problema. Reed piensa que es una carga. Pero la realidad es
que tiene esa carga, y es más fácil vivir con algo así cuando se comparte
con alguien.
Iris me miró largo y tendido.
—Te has enamorado de él, ¿verdad?
Una cálida lágrima se deslizó por mi mejilla mientras asentía.
—Y sé que yo también le importo. Lo sé.
—Tienes razón, así es. Los dos os peleáis como un matrimonio que
lleva veinte años casado, flirteáis como si estuvierais en el instituto y
confiáis el uno en el otro como si fuerais amigos de toda la vida. Mi nieto
no trata de evitar enamorarse de ti. Ya se ha enamorado, por eso intenta
alejarte.
—¿Qué puedo hacer?
—Sigue insistiendo. Haz lo que necesites. Al final cederá, y solo espero
que, cuando por fin lo haga, no sea demasiado tarde. —Iris me tendió la
mano—. Te han herido antes y te espera una larga batalla por el amor de mi
nieto, pero no olvides que tú vas por delante de nadie. Lucha por Reed, pero
lucha por ti también, Charlotte.

***

Cuanto más reflexionaba acerca de mi conversación con Iris, más


comprendía que tenía razón. Debía seguir luchando y trabajando en las
cosas que había dejado a un lado a lo largo de los años. Así que me propuse
que, al menos, avanzaría con mi lista de pendientes una vez a la semana,
por pequeño que fuera el progreso. Saqué la lista que había impreso y
guardado en el cajón de mi mesita de noche. Me serví una copa de vino y
me senté a la mesa de la cocina para decidir qué punto escogería primero.
«Esculpir a un hombre desnudo».
«Bailar con un desconocido bajo la lluvia».
«Aprender francés».
«Montar en elefante».
«Bañarme desnuda en un lago por la noche».
Bueno, eso podía tacharlo, ¿no?
«Encontrar a mis padres biológicos».
«Hacer el amor con un hombre por primera vez en un coche cama
mientras cruzamos Italia en tren».
Había añadido otro punto a mi lista en el trayecto de vuelta de la casa de
los Hamptons mientras contemplaba los enormes camiones de mercancías
que se deslizaban sobre la carretera.
«Aprender a conducir un tráiler».
Mordisqueé el bolígrafo mientras decidía qué hacer primero. Había un
punto al que volvía una y otra vez. Y ya había llegado el momento.
«Encontrar a mis padres biológicos».
Siempre había sentido curiosidad por saber quiénes eran. Mi padre y mi
madre adoptivos habían sido sinceros, me habían dicho que era adoptada y
siempre me habían animado a hablar de lo que sentía. Pero, de algún modo,
temía que si lo hacía, ellos pensarían que no eran suficiente para mí, cuando
en realidad eran más de lo que habría podido desear, todo lo que un niño
habría querido. Aun así, sentía un vacío porque me hubieran abandonado, y
porque no sabía nada de mi historia familiar. Quería saber quiénes eran mis
padres biológicos. ¿Habían sido una pareja joven? ¿Se habían querido?
También quería decirles que no pasaba nada, que la decisión que habían
tomado había sido la mejor para mí y que todo había salido bastante bien.
Me terminé la copa de vino, inspiré profundamente y agarré el teléfono.
Un tono.
Dos tonos.
Mi madre contestó al tercer tono.
—Hola, mamá.
—¿Charlotte? ¿Estás bien? —Advertí el pánico en su voz. La llamaba
cada domingo por la tarde, como un reloj, pero hoy era viernes.
—Sí, todo va genial.
—Ah, bien. ¿Qué haces?
—Mmm.… —Pensé que tal vez no valía la pena seguir adelante, pero
me acordé de Iris y de lo que me había dicho: «Lucha por ti»—. He hecho
una lista de las cosas que quiero hacer en mi vida. Como si fuera a morirme
mañana, aunque estoy sana como una manzana.
—¿Seguro que todo va bien, cariño?
La había llamado sin previo aviso y ahora empezaba a hablar de cosas
que hacer antes de morir. Debería haber imaginado que se preocuparía.
Tenía que explicarme mejor, de lo contrario no se quedaría tranquila.
—Sí, sí, todo va muy bien, mamá. Es solo que… Cuando Todd y yo
estábamos juntos, me olvidé de quién era, ¿entiendes? Su vida se convirtió
en la mía y todo lo que yo deseaba quedó en un segundo plano. Por eso he
hecho una lista de las cosas que son importantes para mí y que quiero hacer.
Para recordarme que debo vivir mi vida. ¿Tiene sentido, no crees?
—Por supuesto que sí. Parece que has dedicado tiempo a pensar en ti, y
me alegra que digas que vas a concentrarte en las cosas que te importan.
Espero que no sean peligrosas, eso sí.
—No, no lo son.
Mamá permaneció en silencio un momento. Me conocía bien.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?
Inspiré profundamente.
—Sí, mamá…, necesito tu ayuda.
—He pensado en subir a la ciudad. ¿Qué te parece si voy el domingo y
hablamos en persona?
—Sería genial.
—De acuerdo. ¿A mediodía?
—Perfecto.
Charlamos un poco más, sin mencionar el tema que ambas sabíamos
que estaba en el horizonte. Me preguntó por las cosas habituales: mi
trabajo, mis amigos, si iba bien de dinero… Justo antes de colgar, me dijo:
—Charlotte, no tienes que sentirte culpable por nada. Sé que me
quieres.
Me relajé.
—Gracias, mamá.

***

El lunes por la mañana llegué a la oficina más temprano de lo habitual. Mi


intención era avanzar en las tareas del día para marcharme puntual: quería
acercarme al Centro de Bellas Artes y apuntarme a un curso de escultura.
Pero me había distraído con el móvil mientras esperaba a que saliera el
café y no me di cuenta de que sonaba la alarma que avisaba de que ya
estaba listo y que alguien hacía cola detrás de mí.
—¿Béisbol? No tenía ni idea de que eras aficionada.
Di un respingo, solté el móvil y se me cayó al suelo.
—Me has dado un susto de muerte.
Reed se inclinó y lo recogió.
—Estás muy nerviosa esta mañana, incluso para lo que eres tú. —Miró
la pantalla—. ¿Vas al partido de esta noche?
—¿Qué partido?
Esbozó una sonrisa irónica.
—Supongo que eso contesta a mi pregunta. —Me tendió el teléfono,
sacó las tazas del armarito y empezó a servir los cafés—. He visto el logo
de los Houston Astros en tu móvil al entrar. Estabas leyendo las
estadísticas, ¿no?
—Ah. Sí.
Enarcó una ceja.
—¿Te has aficionado al béisbol?
—No.
—¿A las apuestas?
—¿Cómo?
—¿Por qué iba alguien a mirar estadísticas de béisbol si no piensa ir a
un partido o apostar dinero?
—Es que… Las estadísticas me parecen fascinantes.
Reed me miró con incredulidad.
—¿Qué? Es cierto.
Terminó de servir las tazas y me ofreció una. Entonces, sorbió un poco
de café y me miró a los ojos.
—Dime la verdad, Charlotte.
Suspiré. No tenía motivos para mentirle, pero me daba vergüenza
contarle que quería encontrar a mis padres. Me sentía como si traicionara a
mi madre adoptiva, a pesar de que la noche anterior ella misma me había
dicho que no debía sentirme culpable. Reed ya había visto mi lista, así que
sabía que me comprendería.
—Ayer hablé con mi madre acerca de mi adopción. Sabía casi todo lo
que me contó. El único dato nuevo que descubrí fue que, cuando me
encontraron en el hospital, estaba envuelta en una manta con el logo de los
Houston Astros.
La expresión de Reed cambió.
—¿Cómo?
Asentí.
—No sabía cómo era el logo, así que lo he buscado por internet y he
terminado en la página del equipo. Supongo que me distraje con la
información de las estadísticas mientras pensaba en la mantita de bebé.
Me miró fijamente, pero era como si no me viera a mí. Le ocurría algo.
Bromeé:
—¿Qué pasa, eres seguidor de los Yankees y ya no podemos ser
amigos? No me lo tengas en cuenta, no sé quién me envolvió en esa manta
de los Astros.
—Tengo que irme —dijo abruptamente—. Llego tarde a una reunión.
Capítulo 29

Reed

La pista de Texas fue clave.


Josh pasó dos semanas en Houston para avanzar en la investigación.
Necesitaba más tiempo para pensar en cómo decirle a Charlotte lo que
estábamos descubriendo y en cómo evitar que abordara el tema de sus
padres biológicos hasta que estuviese absolutamente seguro de cómo iba a
planteárselo.
Decidí que la distraería y tuve una idea que, tal vez, me habría
granjeado entrada libre en un manicomio. Me fijé en que Charlotte había
añadido a su lista aprender a conducir un tráiler. Solo Charlotte podía tener
una idea así.
La mejor manera de distraerla un viernes por la tarde sería ayudándola a
cumplir su deseo, así que alquilé un tráiler de transporte de mercancías de
una empresa de distribución. Lo aparcaron en un solar vacío en Hoboken.
Empezaba a oscurecer cuando llegamos. Charlotte no tenía ni idea de
qué hacíamos allí.
—Pensaba que íbamos a ver una propiedad nueva. ¿Qué hacemos aquí?
Esto es un solar.
Apagué el motor y dije:
—Has trabajado muy duro para la empresa durante los últimos dos
meses. Sé que nuestra relación personal es complicada, pero sigo siendo tu
jefe. Y siento que no te he dicho lo mucho que te aprecio como trabajadora.
—¿Y tenías que traerme a un solar en Hoboken para decírmelo? Si
estuviéramos en Jersey, podrías haberme llevado a cenar.
—Mira allí.
Los ojos de Charlotte se posaron en el enorme vehículo.
—Es un camión.
—No es cualquier camión. Es un tráiler.
Por su expresión, supe que comprendía por qué estábamos allí.
—¿En serio? ¿Voy a conducirlo?
—No podemos sacarlo a la autopista, más que nada porque ni siquiera
tienes carnet para conducir un simple coche. Y ninguno de los dos quiere
morir esta noche. Pero puedes conducirlo por el solar. —Entonces vi que
acababa de llegar un hombre; supuse que era el instructor que había
contratado. Le hice una seña con la cabeza hacia Charlotte, para que saliera
del coche—. Vamos.
Charlotte se acercó al vehículo, que tenía las palabras JB LEMMON
DISTRUIBUIDORES pintadas en el lateral. Un hombre de larga barba blanca
salió de un viejo Ford Taurus.
—Buenas tardes, amigos —dijo, y miró a Charlotte de arriba abajo—.
Usted debe de ser Charlotte.
—Así es.
—Me llamo Ed. ¿Lista para conducir?
Me miró y sonrió, luego saltó sobre los tacones y contestó:
—¡Por supuesto!
Charlotte se sentó en el asiento del conductor mientras Ed se colocaba
en el del pasajero. Yo me acomodé en la parte posterior, en lo que parecía la
cabina del camionero.
—Lo primero que debe hacer es comprobar los líquidos.
—Estoy bien. Hoy he bebido mucha agua.
El hombre se rio.
—Los líquidos del motor del camión, querida. Le enseñaré cómo
hacerlo.
—«Querida». ¿Quieres que te diga eso de ahora en adelante? —le
susurré al oído.
Charlotte lo siguió al exterior y regresaron al cabo de un rato.
—Ahora tiene que ajustar el asiento con estos botones de aquí. Busque
la posición que le ofrezca la mejor vista por encima del capó.
Sin duda, Ed tenía una vista privilegiada de la situación, sobre todo de
la de Charlotte, porque, constantemente, se inclinaba sobre ella desde el
asiento del pasajero para mostrarle cómo utilizar los botones del
salpicadero. La verdad es que no me hacía demasiada gracia.
—Ahora puede encender el motor, pero antes, asegúrese de que ha
metido segunda.
Charlotte arrancó el camión. El rugido resonó por todo el espacio y el
aire se llenó de humo.
—Ahora haga como si mirara para comprobar si vienen coches. Si no ve
a nadie, suelte lentamente el embrague.
Charlotte siguió cuidadosamente sus instrucciones.
—Ahora, acelere. Tiene que llegar a las 1200 revoluciones. Luego,
desembrague y embrague de nuevo.
Charlotte le hacía preguntas muy seriamente, como si de verdad pensara
conducir uno de esos monstruos por carretera algún día. Mis ojos estaban
clavados en las manos de él, que se posaban sobre las de Charlotte cuando
cambiaba de marcha. Tenía la frente perlada de gotitas de sudor. No
aguantaba más.
—¡Viva! —gritó Charlotte cuando dio la primera vuelta por el solar.
Después de media hora conduciendo, apagó el motor.
Ed se marchó y Charlotte y yo nos quedamos solos en el enorme
camión.
—Ha sido alucinante, Reed.
—Me alegro de que te lo hayas pasado bien.
Lo que había empezado como una distracción se había convertido en
una experiencia que había disfrutado compartiendo con ella, a pesar de mis
volátiles celos. La alegría de Charlotte siempre era contagiosa. También me
hacía sentir bien ayudarla a tachar otro punto de su lista de pendientes.
Guardamos silencio. El único ruido que se oía era el leve rumor del
tráfico en la carretera, a lo lejos.
Charlotte decidió meterse en la parte trasera, junto a mí. Se tumbó en la
cama, justo detrás del asiento del conductor. Me deslicé rápidamente hacia
el asiento del pasajero mientras ella levantaba los pies y se ponía las manos
detrás de la cabeza a modo de almohada.
—Conque así viven los camioneros, ¿eh? Sería un trabajo divertido.
Viajar por todo el país, detenerse y dormir en una ciudad distinta a diario.
—Aparte del riesgo de quedarse dormido, sufrir un accidente y matarse,
supongo que sí, podría decirse que es divertido —comenté con sarcasmo.
Me arrojó un cojín, bromeando, y luego dijo:
—Claro, viajan solos. Eso no me gustaría.
Se acurrucó en la cama. Era evidente que Charlotte no tenía pensado
bajarse del camión. Dios, me moría de ganas de echarme a su lado. De
haber sabido que la llevaba a una guarida del amor sobre ruedas, me lo
habría pensado dos veces antes de organizar esta aventura. Ni siquiera se
me había pasado por la cabeza que habría una cama de por medio.
Me quedé clavado en el asiento del pasajero decidido a no dejarme
arrastrar por el torbellino de atracción que era Charlotte Darling.
—¿Te importa si nos quedamos aquí un rato? —preguntó.
—No creo que sea buena idea.
—¿Por qué no? Se está muy bien, es muy tranquilo.
—Creo que será mejor que volvamos a la ciudad.
—¿Porque crees que no podrás controlarte si estoy a tu lado?
Me negué a responder a esa pregunta y traté de darle la vuelta a la
conversación:
—¿No deberías estar en alguna parte? ¿Por ejemplo, en una cita con…
Blake? —Pronuncié su nombre como si fuera una obscenidad.
—No, no salgo con Blake. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estarías celoso si lo
hiciera?
No quería mentirle, así que permanecí en silencio. De todos modos, mis
celos habían quedado diáfanamente claros hacía un par de semanas.
—¿Por qué estás celoso cuando sabes que podrías tenerme si quisieras,
Reed?
—No puedo —repliqué, enfadado.
—Sí que puedes. Pero tienes miedo, eso es todo.
—No sigas —pedí, apretando los dientes, aunque deseaba que me dijera
todo lo que me dejaría hacerle. Sacudí la cabeza y suspiré—. ¿De dónde has
salido, Charlotte?
—Siempre me preguntas eso. Desconozco la respuesta, como sabes,
pero sí sé cómo entré en tu vida. Hay… algo que no sabes, algo que no te he
contado nunca.
«¿Qué significa eso?».
—No entiendo a qué…
—¿Te importa si te cuento la historia de cómo nos conocimos?
—Sé cómo nos conocimos.
—Eso es lo que crees, pero estás equivocado. Siempre has pensado que
fui a visitar el ático de la torre Millenium para pasar el rato. Pero hay más.
Siempre me había preguntado cómo se le había ocurrido pedir visitar a
un ático de lujo, por qué fue allí. No tenía sentido, como si faltara una pieza
para completar el misterio que era Charlotte Darling.
—Bien, entonces explícamelo. ¿Cómo llegaste a mi vida, Charlotte?
Señaló la cama, a su lado.
—Ven aquí. Siéntate a mi lado.
—Preferiría no hacerlo.
—Por favor. Hazlo por mí.
A regañadientes, obedecí. Nuestros hombros se tocaban y volví el rostro
hacia ella.
—De acuerdo, Charlotte. Cuéntame cómo nos conocimos.
—Fue el destino —dijo, tranquila.
—El destino… —repetí, con una sonrisa burlona.
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui a una tienda de ropa de segunda mano para vender mi vestido de
novia. Allí me enamoré de un vestido hermoso con plumas, de color rosa
pálido.
«Un vestido con plumas».
De repente, las ganas que tenía de reír se desvanecieron. Tragué saliva
porque sabía exactamente a qué vestido se refería. Aunque, supuestamente,
ver el vestido de novia antes de la boda daba mala suerte, Allison había
insistido en que aprobara su elección. Era un vestido poco convencional
pero espectacularmente bonito. Lo recordaba a la perfección.
—Sé a qué vestido te refieres —murmuré.
—¿Lo viste? ¿Te lo enseñó?
—Sí.
—Encontré una nota que le escribiste en tu papel personal de color azul.
Estaba cosido dentro. Así conseguí tu nombre. Me llevé el vestido: no
aceptaban pagarme en efectivo por el que yo había llevado, pero me
ofrecieron la posibilidad de comprar otro. Fue un buen trato, y todavía lo
tengo. Está en mi armario. Sentí curiosidad por conocer al hombre que
había escrito aquella nota, porque, a pesar de su sencillez, me pareció
maravillosa.
No daba crédito. Me mordí el labio inferior y guardé silencio mientras
Charlotte seguía hablando.
—Cuando te busqué en Facebook, pensé que quizá la boda se había
cancelado. Ya sabes lo que pasó después de la visita al ático de la torre
Millenium. Obviamente, jamás imaginé que todo terminaría como terminó.
Pero ese vestido me llamó. Y ahora sé que fue mucho más que el vestido.
Por no mencionar mi encuentro con Iris en el baño. Siempre estaré
convencida de que mi destino era encontrarte.
«Joder».
No pude evitar tocarle la mano en ese momento. Había bromeado
mucho acerca de Charlotte Darling y su magia. Pero así era, había algo
mágico en ella: cómo había aparecido en mi vida y la había puesto patas
arriba. Debía admitir que lo que me acababa de contar me daba un poco de
miedo, pero, al mismo tiempo, también tenía sentido.
Me aclaré la garganta.
—No sé qué decir.
—¿No estás enfadado?
—¿Por qué iba a estarlo?
—Porque invadí tu privacidad, para empezar.
—No puedo enfadarme contigo. A pesar de cómo llegaste a mi vida, el
hecho es que, gracias a ti, me siento más vivo, justo cuando más lo
necesitaba.
—Y a pesar de eso, me alejas de ti.
—Charlotte, ya hemos hablado de esto.
Se quedó callada y, luego, dijo:
—¿Sabes qué? Aunque me duele, no me arrepiento de cómo empezó
todo. Aquella nota me ayudó de verdad. La leí y recuperé la esperanza en
que el amor existe; lo necesitaba de verdad porque me había rendido. Creía
que lo había perdido todo y que jamás encontraría a nadie. Y, aunque fuera
una ilusión, me ayudó a pasar página.
Su franqueza me conmovió. ¿Por qué no podía corresponderla? Ansiaba
decirle que no todo era una ilusión.
—No te equivocaste tanto sobre mí, Charlotte —admití—. La nota era
sincera. Pero, ahora que ha pasado tanto tiempo, sé que la situación era muy
distinta a lo que yo creía. El amor que yo sentía por Allison era una cosa y
lo que ella sentía por mí, otra muy distinta. Así que, en cierto modo, estaba
enamorado de un falso ideal. Pero el hombre que creíste conocer al leer esa
nota… existía, hasta cierto punto. —Exhalé un suspiro torturado—. Es
curioso. Esa nota significa algo para ti. Bien, yo mismo me aferré a una
nota parecida. La escribió Allison, pero por motivos completamente
distintos. Cuando rompió su compromiso, no fue un momento emotivo,
para nada. Se presentó en mi oficina una semana antes de la boda, se sentó
en la silla frente a mi escritorio y me explicó que, cuando había aceptado
casarse conmigo, pensó que yo iba a cuidar de ella durante el resto de su
vida, y no al revés. Creo que después de aquello, estuve en shock unos
minutos. Fue todo muy frío, como cuando se rompe un contrato. Antes de
marcharse, tomó uno de mis papeles personalizados y anotó su número de
teléfono. Al parecer, ya se había buscado un número de teléfono nuevo,
porque el anterior lo pagaba yo. Guardé ese pedazo de papel en mi cajón
durante muchísimo tiempo. No porque se me pasara por la cabeza llamarla,
ni hablar, sino para recordar cómo me había sentido en ese momento. —
Sacudí la cabeza y miré hacia abajo—. Todos los días, cuando veía esa nota,
era como echar sal a una herida. Pero, hace dos días, abrí el cajón, saqué el
papel, lo miré por última vez y lo tiré a la papelera. No estoy seguro de por
qué. Supongo que ya había llegado el momento.
Charlotte me miró y el silencio invadió el camión. A cada segundo que
pasaba sentía que permanecer en aquel lugar con ella, con nuestras
emociones flotando en el aire, era un peligro.
—Cada vez que me lo pongo, pienso en ti. Ahora lo llevo puesto —dijo.
Tardé unos segundos en comprender a qué se refería. No era el vestido.
«Lleva puesto el conjunto de ropa interior de encaje negro».
«Vaya».
—¿Quieres verlo?
«Sí».
«Sí».
«Joder, sí».
—No.
Optó por ignorarme, se subió la falda, abrió las piernas y exhibió mi
tanga negro favorito, con la diminuta rosa justo encima del pubis. Era
evidente que intentaba matarme de un ataque al corazón.
—Pienso en tus manos acariciando el encaje cada vez que me lo pongo.
—Cierra las piernas, Charlotte —le pedí con voz ronca.
—¿Por qué? ¿Crees que soy una puta porque te lo quiero enseñar?
Porque no lo soy, ¿sabes? No soy ninguna puta. Hace siglos que no me
acuesto con nadie y, aunque me encantaría hacerlo, solo hay un hombre con
el que quiera irme a la cama.
La temperatura de mi cuerpo aumentaba muy rápido.
—Bájate la falda.
—¿De verdad quieres que lo haga? Porque no lo parece. Estás sudando
y eres incapaz de apartar la vista. No creo que quieras que me baje la falda,
Reed. Creo que tu mente te dice una cosa y tu cuerpo tiene ganas de ir en
otra dirección. Pero, de acuerdo, cerraré las piernas.
Justo cuando mi pulso empezaba a calmarse, reparé en que, aunque
había cerrado las piernas, se estaba quitando el tanga.
Me lo mostró.
—¿Lo quieres?
«Sí».
«Sí».
«Joder, sí».
—No.
—Toma. —Me abrió la mano, depositó el tanga en ella y cerró mis
dedos alrededor de la suave tela.
Estaba empapado. No solo me había dado su ropa interior, sino que
estaba empapada. Mi pene se dio por aludido.
Charlotte se abrazó las rodillas y me contempló mientras perdía el
control.
Incapaz de resistirme, enterré la cara en la tela e inhalé el dulce y
femenino aroma de su excitación. No hizo falta nada más. Aquello me
desarmó como una droga capaz de borrar mis inhibiciones de un plumazo.
Necesitaba más.
Volví mi cuerpo hacia ella y coloqué la cabeza sobre su estómago en un
intento de conservar un ápice de cordura, aunque en vano. Cerré los ojos
mientras bajaba hasta sus piernas y las separaba. Charlotte soltó una risita
nerviosa.
—¿Crees que esto es divertido? —pregunté mientras besaba vorazmente
el interior de sus muslos.
—Sí, yo…
Dejó de hablar en cuanto mi boca se posó sobre su sexo, completamente
desnudo. La sensación de su piel suave bajo la lengua era deliciosa y recorrí
lentamente su carne excitada. Es posible que la barba de dos días que
llevaba la irritara, pero no dio señales de ello. La prueba era que su clítoris
palpitaba de deseo.
«Solo una vez», me repetía a mí mismo. Jamás en la vida había tenido
tantas ganas de perderme en una vagina como en ese momento. Porque la
mera idea de no volver a sentirla debajo de mí, con la lengua, era una
tortura. Aquel sabor, aquel sexo, aquella mujer… acabarían conmigo. En lo
más profundo de mis huesos y de mi corazón, sabía que Charlotte estaba
hecha para mí. Y que abandonarla sería darle una bofetada al universo, que
me la había enviado.
No tenía ni idea de cómo iba a lograrlo.
—Sabes mucho mejor de lo que había imaginado.
Con las manos a ambos lados de mi cabeza, Charlotte me apretó contra
ella. La mujer que me había excitado desde el momento en que la conocí
estaba a punto de correrse en mi boca. Era surrealista. No pensaba que fuera
a alcanzar el orgasmo tan pronto. Mi miembro estaba a punto de explotar.
—Lo siento —dijo.
—No te disculpes. Es lo más hermoso que he visto jamás.
—Estamos de acuerdo en algunas cosas, entonces —dijo Charlotte, y se
sentó a horcajadas sobre mí—. Tu turno.
—No.
Aunque protesté, mis manos se aferraron a sus caderas y apretaron su
sexo desnudo sobre mi erección. Tenía el pene tan duro que los pantalones
me apretaban.
La besé en los labios. Cerré los ojos y gocé del sabor de su excitación
mientras ella se frotaba contra mí. La besé con fuerza, recorriendo con los
dedos su pelo de seda. Joder, no tenía ni idea de cómo poner fin a aquello.
Entonces, hablé con mis labios sobre los suyos:
—Mi polla se queda donde está. No podemos hacer nada más,
¿entiendes? Este momento de vulnerabilidad no cambia nada.
Quizá mis palabras fueran desafiantes, pero mis acciones eran débiles.
Le saqué la camisa por encima de la cabeza y liberé sus pechos. Eran las
tetas más hermosas del mundo, con las que había soñado desde la noche
que pasamos en las Adirondack. No perdí un segundo en llevar la boca
hasta su escote y chuparle los pezones con fuerza, como si tratara de
obtener un néctar.
¿A quién quería engañar? Esto no iba a acabar bien.
De pronto, empezó a sonar mi móvil, pero lo ignoré.
—¿No contestas? —me preguntó.
—No. Que le den —rugí, y seguí chupándole el pezón con más fuerza
todavía.
Siguió sonando y, a pesar de intentar ignorarlo, me aparté con reticencia
de Charlotte para comprobar quién llamaba y asegurarme de que no se
trataba de una emergencia.
Era Josh, el detective privado. «¿Por qué me llama con tanta
insistencia…? Quizá sea algo importante». Aquello me devolvió a la
realidad. Charlotte se quedó sentada sobre mi entrepierna mientras
contestaba.
—¿Hola?
Su tono era serio.
—Eastwood, haga la maleta y venga para aquí, lo antes posible.
Capítulo 30

Charlotte

Reed escuchó con preocupación lo que le decía su interlocutor, al otro


lado del teléfono. Su miembro todavía palpitaba debajo de mí, a través de
los pantalones, y yo seguía flotando en una nube a pesar de que, al parecer,
la llamada era de algo grave y urgente.
El corazón empezó a latirme con fuerza cuando me percaté de que algo
iba mal.
—¿Qué pasa? —lo interrumpí.
Levantó el dedo índice, concentrado en la información que recibía desde
el otro lado de la línea.
—Mándame todos los datos por correo electrónico lo antes posible. —
Hizo una pausa—. De acuerdo. Buen trabajo, Josh. Gracias.
Dejó el teléfono a un lado y se pasó los dedos por el pelo.
—Vístete, Charlotte. Tenemos que hablar.
—¿Qué pasa?
Reed estaba agitado.
—Por favor, vístete.
—Vale.
Una vez lo hube hecho, me dijo:
—Tengo que decirte algo, y te va a doler. Pero quiero que sepas que lo
hice con la mejor intención.
—De acuerdo. Dispara.
—Charlotte, no importa lo que pase entre tú y yo; te considero una de
las personas más importantes de mi vida. Quiero que encuentres respuestas
y la paz que buscas con respecto a tus orígenes. Mi intención era ayudarte a
encontrar a tus padres biológicos. Sabía que, si lo dejaba en tus manos, tal
vez tardarías años en encontrarlos, si es que lo lograbas. Tengo un detective
privado a mi disposición y le pedí que se encargara del caso.
—Dios mío. ¿Que hiciste qué?
—Josh lleva varias semanas investigando. Ha pasado mucho tiempo en
Poughkeepsie y Houston.
—¿Houston?
—Sí.
—¿Qué ha descubierto?
—Parece que una semana antes de que nacieras, una chica dio a luz a un
bebé al que jamás asignaron un número de la Seguridad Social. La
adolescente huyó del hospital antes de solicitarlo. Josh se hizo con una
copia del expediente del alta de la chica. Dio un nombre falso, pero incluyó
como pariente más cercano a un tal Brad Spears. Josh investigó y comprobó
que era un nombre real. Localizó al hombre y este le dijo que el verdadero
nombre de su amiga, que había desaparecido hacía años, era Lydia Van der
Kamp. Era de Texas y, al parecer, le ocultó a sus padres que se había
quedado embarazada.
El corazón empezó a latirme estrepitosamente.
—¿Y esta Lydia es mi madre?
Reed asintió.
—Eso parece. Brad y Lydia se carteaban cuando ella huyó de su familia,
que era muy religiosa, y se marchó a Nueva York. Brad no era el padre,
pero sentía algo por ella. La idea era que Lydia se quedaría con él, tendría al
bebé y, luego, los dos se marcharían juntos. A partir de ahí, las cosas se
complican. Por algún motivo, Lydia cambió de idea. Desapareció del
hospital y se llevó al bebé sin decírselo a Brad. No sabe nada más. Poco
después, te encontraron en la iglesia. Josh localizó a una tal Lydia van der
Kamp en Houston, la única persona con ese nombre en toda la zona.
Entonces, me hablaste de la manta con el logo de los Astros, y eso confirmó
la conexión con Texas.
Me llevé las manos a la boca.
—Dios mío.
—Josh está en Texas desde entonces. Localizó a los hijos de Lydia y se
puso en contacto con ellos.
—¿Hijos?
«¿Tengo hermanos?».
Reed esbozó una media sonrisa.
—Sí. Tiene dos hijos. Han confirmado que su madre les confesó hace
poco que abandonó a un bebé en una iglesia de Nueva York cuando era
adolescente. No tenemos ningún análisis ni prueba de ADN que lo
confirme, pero creo que hemos encontrado a tu madre.
Quería saber qué aspecto tenía.
—¿Tienes una fotografía suya?
—No, por desgracia no. Pero puedo conseguirte una.
Asentí repetidamente en un intento de procesar todo lo que Reed me
acababa de decir.
—De acuerdo.
Entonces, advertí que vacilaba, como si tuviera algo más que decir.
—¿Hay algo más?
Tras inspirar profundamente, contestó:
—Se está muriendo, Charlotte.
El corazón se me desintegró como si alguien le hubiera asestado un
mazazo.
—¿Qué?
—Esa llamada telefónica eran malas noticias. Al parecer, Lydia tiene la
enfermedad de Crohn, que afecta a gente bastante joven y es muy dura. Ha
sufrido complicaciones, algo llamado colangitis esclerosante, y eso le ha
provocado un fallo renal. Ahora mismo está intubada y las posibilidades de
que sobreviva son muy escasas.
«¿Mi madre se está muriendo? Es demasiado joven».
—Dios mío, ¿qué voy a hacer?
—Vas a venir a Texas conmigo.
Capítulo 31

Reed

Odiaba tener que ponerla en esa situación, pero ¿acaso tenía alternativa?
Si no hubiera ido a Texas, lo habría lamentado el resto de su vida.
Estábamos frente al hospital. Hacía un calor asfixiante y el cielo estaba
cubierto de nubes siniestras que le añadían un toque adecuado al ominoso
día.
Charlotte se detuvo justo cuando estaba a punto de entrar.
—No sé si estoy preparada.
—Podemos quedarnos fuera todo el tiempo que necesites —dije, y le
llevé una mano al hombro—. ¿Quieres algo?
—Un poco de agua, creo. Gracias.
—Vamos a la cafetería.
—No, quiero quedarme aquí. ¿Puedes traérmela y volver?
—Por supuesto.
Charlotte no se encontraba bien, era evidente. ¿Y quién podía culparla?
Me quedó claro al verla, cuando regresé con el agua.
Había empezado a llover a cántaros. Cuando volví, con dos botellines
de agua, vi a Charlotte bailar con un hombre que estaba fumando un
cigarrillo frente a las puertas del hospital. Sonreían y se reían mientras
ejecutaban giros con las manos entrelazadas.
«Pero ¿qué…?».
Entonces lo comprendí.
«Bailar con un desconocido bajo la lluvia».
Había decidido aprovechar la ocasión para hacer realidad otro de sus
objetivos. Era un momento un poco extraño para hacerlo, pero, conociendo
a Charlotte, uno podía esperar cualquier cosa. Seguramente necesitaba
apartar de su mente los nervios que sentía en ese momento y había
aprovechado la oportunidad al vuelo.
Traté de contener mis celos.
Charlotte dejó de bailar en cuanto me vio llegar.
—Este señor ha sido tan amable de aceptar cuando le he pedido que
bailase conmigo. Le he explicado lo de mi lista.
—No se preocupe. —Sonrió—. Estoy felizmente casado, no tenía
intención de molestarle.
Debía de llevar escrito en la cara la poca gracia que me había hecho
aquello.
Charlotte se volvió hacia él y dijo:
—Gracias, de verdad. Lo necesitaba.
—Ha sido un placer.
Mientras nos alejábamos, le susurré al oído:
—¿Cómo se llama?
—No tengo ni idea. Eso habría sido hacer trampa.
Negué con la cabeza y me reí.
—Aquí tienes el agua.
—Gracias.
Abrió el botellín y se bebió la mitad de un largo trago.
Nos detuvimos y esperamos unos minutos frente a la puerta. Luego, me
volví hacia Charlotte.
—¿Lista?
Se agarró el estómago y, tras suspirar, contestó:
—Lista.
Nos permitieron acceder a la habitación de Lydia van der Kamp con
solo decir que éramos familiares. Nadie se preocupó de pedirnos ninguna
identificación. No estábamos seguros de si sus hijos estarían allí, pero,
cuando entramos, solo había una enfermera.
La mujer nos saludó con una sonrisa.
—Hola.
—Hola —saludó Charlotte, con la mirada fija en la mujer en coma que
yacía en la cama intubada.
—¿Ha venido a ver a la señora Lydia?
—Sí.
—Debe de ser su hija, ¿verdad? Se le parece mucho. Voy a cambiar las
sábanas y salgo.
—¿Nos oye? —preguntó Charlotte.
—Bueno, está muy sedada. No sabemos hasta qué punto puede oírnos.
Cuando la enfermera se hubo marchado, me dirigí a un rincón de la
habitación para que Charlotte tuviera más espacio. Se acercó a la cabecera
de la cama.
La mujer parecía mucho mayor de lo que le correspondía por edad, sin
duda debido a los estragos de la enfermedad. Estaba conectada a un montón
de tubos, como si sus fuerzas se agotaran poco a poco. A pesar de todo, sí
que guardaba un gran parecido con Charlotte.
Tardó un rato en reunir el valor suficiente como para hablar a la mujer.
—Hola, Lydia. No sé si me oyes. Me llamo Charlotte y soy… Soy tu
hija. Acabo de enterarme de que existes, la verdad. He venido en cuanto he
descubierto que estabas enferma. He soñado con conocerte toda mi vida,
pero jamás me imaginaba algo así. Siento que te haya pasado esto. Eres
demasiado joven, y no es justo. Nos parecemos mucho, ahora sé de quién
he sacado el pelo rubio platino.
Charlotte me miró. Tenía los ojos anegados en lágrimas y, al verlo, me
acerqué a ella; pensé que me necesitaría a su lado, para darle fuerzas. Le
sostuve la mano mientras siguió hablando con Lydia.
—He venido a decirte algo. Si te sentiste culpable por abandonarme en
aquella iglesia, no lo hagas. Todo salió como debía. Tengo unos padres
maravillosos a los que quiero muchísimo, así que no creo que lo que hiciste
estuviera mal. Eras joven y tomaste la mejor decisión que podías en ese
momento. Te agradezco que me dejaras en una iglesia y no en…, no sé, una
gasolinera o cualquier otro sitio al azar. Allí me cuidaron muy bien. Espero
que me oigas, Lydia. Todo el mundo merece tener paz y me gustaría que
mis palabras te aporten ese consuelo. Gracias por elegir tenerme. Siempre te
estaré agradecida por ello. Y siempre te querré, porque me diste la vida.
Charlotte bajó la cabeza suavemente hasta el borde de la cama, cerca del
cuerpo casi inerte de Lydia. Tomó la mano de la mujer y la sostuvo entre las
suyas.
Unos momentos más tarde, Charlotte dio un respingo.
—¿Lo has visto?
—¿Qué?
—¡Me ha apretado la mano!
—No lo he visto, pero, si lo has sentido, es asombroso.
—Espero que signifique que me ha oído.
Coloqué las manos sobre sus hombros. Yo también lo esperaba. Lo
sentía por Charlotte; no podía imaginarme cómo sería conocer a mi madre
por primera vez en esas circunstancias. Estaba muy orgulloso de ella. Había
demostrado una enorme fortaleza.
De repente, el fumador que había bailado con Charlotte bajo la lluvia
apareció en el umbral. ¿Qué hacía allí?
—¿Necesita algo? —pregunté.
—Depende. ¿Puede hacer que mi madre despierte? —dijo, y entró en la
habitación.
Charlotte se quedó de piedra.
—Acabo de comprender quién eres, Charlotte. Hemos hablado de ti
desde que el detective privado se marchó. Cuando te he visto fuera, me ha
parecido que tenías un aire familiar, pero ahora sé quién eres porque es
como si tuviera una versión más joven de mi madre frente a mí. Ya nos
conocemos, pero me llamo Jason y soy tu hermano.
Charlotte lo abrazó entre lágrimas.
—Dios mío. Hola, Jason.
Las manos de Jason temblaron un poco cuando abrazó a Charlotte. Olía
como una chimenea, pero parecía un hombre decente.
Era una escena un poco surrealista. Jason debía de parecerse a su padre,
porque jamás habría dicho que un hombre con un pelo tan negro fuera
hermano de Charlotte.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó ella.
—Alrededor de un mes.
—¿Hay alguna esperanza?
Frunció el ceño.
—Me temo que no. Ahora depende de las máquinas para respirar. Los
médicos nos han dicho que tenemos que empezar a tomar decisiones.
Charlotte volvió al lado de Lydia y, luego, miró a Jason.
—Lo siento muchísimo.
—Te quería, Charlotte. Nos contó lo que había pasado hace bastante
poco. Tenía miedo de buscarte porque pensaba que tal vez la odiabas, pero
estabas en su corazón.
Las lágrimas que Charlotte había contenido durante todo ese tiempo se
derramaron mientras contemplaba a su recién encontrado hermano.
—¿Puedo quedarme? Hasta que… Quiero estar con ella. Y contigo y
con mi otro hermano. ¿Puedo?
Sonrió.
—A mamá le gustaría. De hecho, no creo que haya nada que le traiga
más paz en este mundo que el hecho de que te quedes aquí, a su lado.
—¿Cuánto tiempo le queda?
Jason se dirigió al otro lado de la cabecera, donde su madre, la de él y la
de Charlotte, yacía inmóvil, y cubrió la otra mano de la mujer con la suya.
—No mucho. Nos decían que semanas o días, quizá incluso solo horas.
Nos costaba mucho pensar en desconectarla. Pensábamos que aún no había
llegado el momento. —Miró a Charlotte—. Ahora todo encaja. Estábamos
esperándote. Ella te esperaba.

***

—Ey —susurró Charlotte, parpadeando adormilada mientras me miraba.


Unas horas antes, se había acurrucado en el sillón que había al lado de la
cama de su madre y se había quedado dormida. Eran casi las dos de la
madrugada, hora de Texas. Estiró los brazos por encima de la cabeza y dio
un gran bostezo—. ¿Cuánto tiempo he dormido?
—No mucho. Un par de horas.
—¿Jason se ha ido?
Mi primera impresión de Jason había sido buena. Era un tipo decente.
Mientras Charlotte dormía, nos dedicamos a conocernos. A sus veintidós
años, ya había pasado cuatro en el ejército y se había casado con su novia
de toda la vida. También había sido el único cuidador de Lydia durante los
últimos meses, cuando había empeorado, y era evidente que quería mucho a
su madre. Negué con la cabeza.
—Ha bajado a por café. No quería alejarme, por si te despertabas y te
sentías confundida.
Charlotte sonrió con tristeza.
—¿Confundida porque he pasado de ser una hija única que le sirve café
a su jefe en Nueva York a estar en Texas y tener dos hermanos, uno de los
cuales ha ido a buscar café para mi jefe?
Estiré la mano y le apreté la rodilla.
—Sí, precisamente por eso.
—¿Has podido dormir?
—Todavía no. Pero he reservado una habitación en un hotel cerca,
mientras tú roncabas.
Charlotte enarcó las cejas.
—¿Una habitación? ¿No dos?
—He reservado una suite con dos camas individuales. No quería que
estuvieras sola.
Se inclinó y me susurró al oído:
—O quizá esperabas que me levantase la falda para ti otra vez…
Jason entró en la habitación y me salvó de contestar. Lo cierto es que
había pasado una hora y media preguntándome cuántas habitaciones debía
reservar. Al final, me decidí por solo una, puesto que ya la había visto
desnuda, la había saboreado y había perdido la cabeza por ella. Había
cruzado la frontera hacía mucho tiempo. Quedarme a su lado para
reconfortarla durante un momento así no complicaría las cosas. Su hermano
me ofreció un café de los que había traído y se volvió hacia Charlotte.
—Te he traído uno con leche y azúcar, no estaba seguro de cómo lo
tomas. A mamá y a mí nos gusta suave y dulce, así que pensé que tal vez
sea algo hereditario.
Charlotte sonrió.
—Está perfecto. Muchas gracias.
Jason se sentó al otro lado de la cama.
—No sé cuánto tiempo tienes pensado quedarte, pero quizá deberías
descansar un poco. Vivo en un estudio con mi mujer, así que el espacio es
limitado. Pero, si quieres, puedes quedarte en casa de mamá. Tengo sus
llaves y no está muy lejos de aquí. A unos quince minutos en coche.
—Gracias, pero Reed ha reservado en un hotel. No hay problema.
—Tu marido es un buen hombre —comentó, mirándome—. Aunque a
él también parece que le iría bien descansar. Te vigilaba como un halcón
mientras dormías y parecía igual de preocupado que tú cuando estabas
despierta.
No se me había ocurrido que no le habíamos aclarado cuál era nuestra
relación. Teniendo en cuenta que me había pasado todo el tiempo al lado de
Charlotte, su conclusión era lógica.
—Oh, Reed no es mi marido. Es mi… —Charlotte dudó unos segundos
—… mi jefe.
Jason arqueó una ceja mientras sorbía el café.
—¿Tu jefe?
—Sí, es mi jefe. Trabajo en Nueva York, en su empresa.
—Por la mirada que me dedicó cuando nos encontró bailando fuera,
como si quisiera asesinarme, y por su actitud mientras dormías…, lo he
dado por sentado.
Charlotte me miró de reojo y volvió a mirar a su hermano.
—Es complicado.
—Ya lo creo —respondió él, con una sonrisa irónica.
Después de terminar el café, Jason sugirió que nos marcháramos a
descansar. Aunque Charlotte vaciló, aceptó cuando su hermano le dijo que
podíamos regresar a las diez de la mañana, cuando los médicos hacían la
ronda de visitas a los enfermos.
El hotel que había reservado estaba muy cerca del hospital y, al llegar,
nos dieron la llave de la habitación enseguida. Pero cuando estuvimos a
solas en la silenciosa suite, empecé a preguntarme si no había cometido un
grave error. Las camas eran individuales, sí, pero enormes.
—Voy a darme una ducha rápida —dijo Charlotte.
—¿Tienes hambre? Hay servicio de habitaciones durante las
veinticuatro horas. ¿Quieres que pida algo? No has comido nada desde que
salimos de Nueva York.
—Sí, buena idea. Gracias.
—¿Qué te apetece?
—Pide lo que quieras. —Charlotte estaba alicaída y la tristeza de su voz
me estaba matando.
—¿Dos hamburguesas con queso, patatas grandes, un batido y postre?
—Vale.
Lo dije en broma; no pensaba que realmente quisiera toda esa comida,
así que me aseguré de que me prestaba atención.
—También pediré dos raciones de manitas de cerdo y ardilla asada.
La miré y respondió:
—Me parece bien.
No tenía ni idea de lo que acababa de decir.
El servicio de habitaciones llegó cuando Charlotte salió del baño. No
estaba seguro de si habían sido muy rápidos o si Charlotte había pasado
demasiado tiempo en la ducha. Levanté la tapa plateada del primer plato.
—¿Ensalada césar? —Levanté la segunda—. ¿O macarrones al vodka?
—Lo siento, no tengo mucha hambre en realidad —dijo en un suspiro.
Charlotte se había puesto el albornoz del hotel y llevaba el pelo mojado
envuelto con una toalla. No era una mujer alta ni corpulenta, más bien al
contrario, y con todo aquello encima parecía todavía más pequeña, como
una chiquilla indefensa. Me froté el pecho, aunque el dolor que sentía
estaba dentro.
—Ven aquí —dije. Extendí los brazos y no dudó en acercarse. Cerró los
ojos y suspiró mientras la envolvía en un largo abrazo. Le acaricié la
espalda—. Ha sido un día muy largo. Mejor dicho, dos días muy largos.
Tienes que descansar.
No hizo ademán de moverse, pero asintió.
—¿Puedes abrazarme? Tumbarte conmigo en la cama, quiero decir.
—Claro que sí.
Nos dirigimos juntos al dormitorio. Me quité los zapatos y la camisa,
pero me dejé los calzoncillos y la camiseta interior. Charlotte necesitaba mi
apoyo, no una erección clavándose en su trasero. Aparté las sábanas y me
metí en la cama con los brazos abiertos para recibirla. Se quitó la toalla
húmeda y se acurrucó junto a mí, con la cabeza contra mi pecho, justo
encima del corazón.
Quería decirle algo, ofrecerle consuelo, pero era como si las palabras
permaneciesen atrapadas en mi garganta. En lugar de eso, hice lo que me
parecía natural: le acaricié la cabeza con una mano y la espalda con la otra.
Al cabo de unos diez minutos, pensé que ya se había dormido, pero
susurró:
—Gracias por este regalo, Reed. Aunque tenga el corazón roto porque
mi madre se muere y jamás llegaré a conocerla, por primera vez me siento
completa, por extraño que parezca. Siempre había creído que me faltaba
algo.
Le besé la cabeza y la estreché con más fuerza.
—De nada, Charlotte. Ojalá las cosas hubieran sido distintas y la salud
de tu madre le hubiera permitido conocerte.
Unos minutos más tarde, cayó en los brazos de Morfeo. Yo me quedé
despierto, disfrutando de la sensación de tenerla entre los brazos,
apaciblemente dormida. Era perfecto. No hice nada, excepto permanecer en
la cama con la mujer de la que me había enamorado sobre mi pecho y fingir
que esa era mi vida.
Deseaba que fuera mi vida más que nada en el mundo.
Pero ver la angustia que sentía Charlotte al ver a la mujer que acababa
de conocer, a su madre, muriendo, me recordó cruelmente que mi vida no
podía ser así.
Esta mujer acababa de recuperar todas las piezas del rompecabezas y no
sería yo quien le arrebataría una que quizá jamás podría devolverle.
Capítulo 32

Charlotte

—¿Sufrirá?
Reed estaba detrás de mí, me apretaba los hombros mientras
hablábamos con los médicos frente a la habitación de Lydia. Jason había
dicho que debían tomar decisiones difíciles, pero escuchar al equipo médico
recomendar desconectarla del soporte vital hizo que me diera de bruces con
la realidad. La verdadera realidad.
—Le estamos administrando sedantes y analgésicos para que esté
calmada y relajada —comentó el doctor Cohen—. Si retiramos el
ventilador, incrementaríamos la dosis para que no sintiera ningún dolor.
—¿Durante cuánto tiempo podrá… respirar por sí misma? —preguntó
Jason.
—Es difícil saberlo. Siempre hay excepciones, pero, por lo general, un
paciente en las condiciones de su madre no suele aguantar más de unos
días. Probablemente menos.
Jason tragó saliva. Saltaba a la vista que estaba a punto de romper a
llorar y luchaba por no hacerlo. Reed y yo estábamos a la izquierda de los
tres médicos que habían venido; mi hermano, a la derecha, solo. Me
acerqué a él y me quedé ahí. Le ofrecí la mano, me miró, asintió y se aclaró
la garganta.
—Tenemos otro hermano que estudia en California. Llegará mañana.
Me gustaría esperar hasta hablar con él y que también tenga ocasión de
verla.
—Por supuesto —contestó el doctor Cohen—. Tómense su tiempo y
reúnan a la familia. No hay ninguna prisa. Su madre está tranquila y
cómoda. Es solo que, a estas alturas, no hay posibilidades de que se
recupere, por lo que es cuestión de tiempo. Pero tiene que ser en el
momento adecuado para usted y para su familia. Si creyera que está
sufriendo, le diría que no podemos esperar, pero no es así. Piénsenlo
durante unos días, todos juntos… —Se metió la mano en el bolsillo de su
bata y sacó una tarjeta y un bolígrafo. Apuntó algo y se la dio a Jason—.
Aquí tiene mi móvil. Si tanto usted como alguien de su familia tiene alguna
duda y quieren preguntarme algo, llámenme. A cualquier hora. Volveré
mañana por la mañana para ver cómo sigue.
—Muchas gracias —dijimos, uno tras otro.
Después de hablar unos minutos en el vestíbulo con los médicos, los
tres regresamos a la habitación de Lydia. Tuve la impresión de que Jason
necesitaba estar un rato a solas, así que le pedí a Reed que fuéramos a dar
una vuelta y le dije a mi hermano que iba a comprar algo de comida.
El calor de Texas invadía el ambiente cuando salimos del hospital.
Ambos estábamos perdidos en nuestros pensamientos mientras
caminábamos por el sendero que rodeaba el edificio.
—Tengo que llamar a Iris —dije—. Me siento muy mal por tomarme
unos días libres cuando apenas llevo unos meses en la empresa, pero no
puedo irme ahora.
—Por supuesto. Y no hace falta que la llames, a menos que quieras
hablar con ella. Ya la he avisado y está al tanto de lo que ocurre. Antes de
que Iris te contratara, tuvimos una secretaria que llegó a través de una
agencia de empleo, así que los he llamado para que te cubra durante un
mes. Pensé que necesitarías pasar un tiempo aquí. —Me miró—. Y también
después.
—Gracias. —Sacudí la cabeza—. De verdad, no sé cómo darte las
gracias por todo lo que has hecho y lo que estás haciendo, Reed. Por
encontrarla, por traerme aquí, por quedarte conmigo, por abrazarme
mientras duermo. Nada de esto sería posible sin ti.
—No sigas, Charlotte. Sé que habrías hecho lo mismo por mí. Estoy
seguro.
Seguimos caminando en un silencio cómodo y dimos dos vueltas
alrededor del hospital. Sin embargo, no podía dejar de pensar en todo lo que
Reed había hecho por mí. Tenía razón; si él estuviera en mi lugar y yo
pudiera ayudarlo, lo habría hecho. Aquello me hizo reflexionar acerca del
valor de mi anterior relación.
Después de cuatro años con mi exprometido, podía considerarme
afortunada si Todd me traía sopa de pollo del restaurante chino cuando
estaba enferma. Y lo hacía porque el chino le quedaba de camino cuando
venía a mi casa desde la oficina. Reed había pausado su vida porque yo lo
necesitaba en la mía. Ni siquiera me había dado cuenta de que había
reservado la habitación en el hotel ni de que había llamado a Iris. Debió de
hacerlo mientras dormía para poder dedicarme toda su atención al
despertarme. Caí en la cuenta de que no miraba el móvil cuando estábamos
juntos. Otra cosa que Todd era incapaz de hacer. «Dios, esa Allison es una
idiota». Reed se entregaba por completo, sin condiciones. Incluso a mí, a
pesar de que no quería comprometer su corazón, para bien o para mal.
Por desgracia, cuanto más pensaba en lo generoso que era, más
comprendía que había monopolizado su tiempo más de lo que era justo.
Reed acostumbraba a trabajar de diez a doce horas al día. Después de
nuestro viaje, tendría que ponerse al día con las tareas de, como mínimo,
varias semanas.
—Deberías volver a Nueva York. Estaré bien.
—No voy a dejarte aquí sola, Charlotte.
—De verdad, estoy bien.
Reed me miró con una expresión escéptica.
—Odio tener que decírtelo, pero ni siquiera durante un día normal estás
bien, Darling.
Me reí.
—Es cierto. Pero no puedes quedarte aquí para siempre, a mi lado. No
sabemos cuánto tiempo tardará en… Podrían ser semanas.
Reed se detuvo en seco. No me di cuenta y seguí andando. Cuando me
volví, preguntó:
—¿Quieres que me quede contigo?
—Claro que sí. Pero tienes trabajo. Y ya has hecho mucho por mí.
—Puedo trabajar a distancia.
—No puedes enseñar las propiedades a distancia.
—Pero tengo a un equipo que puede hacerlo por mí. Me quedaré aquí
todo el tiempo que necesites —dijo, y me tendió la mano—. Y, si soy
sincero, me gusta estar a tu lado.
Acepté su mano y me acerqué a él. Me puse de puntillas, lo besé en la
mejilla y le susurré al oído:
—Allison es una idiota integral.

***

Nueve días después de llegar a Houston, Lydia van der Kamp murió a las
23:03 del domingo. Reed, Jason y mi hermano pequeño, Justin, estuvimos a
su lado cuando exhaló su último suspiro, sin más. Habían pasado menos de
veinticuatro horas desde que le habían retirado la respiración asistida.
Nada me había preparado para ese momento. Después de que el médico
certificara la hora de la muerte, un sacerdote vino a la habitación y
pronunció unas palabras. Luego, nos turnamos para despedirnos de ella.
Reed se ofreció a quedarse conmigo mientras le decía adiós, pero sentí que
era algo que debía hacer sola.
Se había ido, pero esperaba que su espíritu todavía me oyera.
—Hola, mamá. Estoy muy contenta de haberte conocido. Seguramente
pienses que estoy un poco loca por decir eso, porque te conocí cuando no
estabas despierta. Pero sí que te he conocido, porque he descubierto que
tengo dos hermanos a los que criaste. Son buenos y amables, el tipo de
hombre que demuestra la buena educación que ha tenido. Así que, aunque
no hayamos podido hablar, te he conocido a través de ellos. Y eres una
buena madre. —Me enjugué las lágrimas que me rodaban por las mejillas
—. Sé que abandonarme no debió de ser fácil para ti. Mis hermanos me han
dicho que siempre pensaste que te desprendiste de un pedazo del corazón el
día que me dejaste en aquella iglesia. Bueno, pues yo me siento así ahora.
Algo que me faltaba y que había encontrado ha vuelto a desaparecer. Se fue
con tu último suspiro. Algún día volveremos a vernos y seremos una de
nuevo. —Me incliné y le di un beso en la mejilla por última vez—. Hasta
entonces, sé que tendré un ángel de la guarda.
No recuerdo el momento en que abandoné la habitación ni cuándo me
despedí de mis hermanos antes de salir del hospital. De camino al hotel,
Reed no dejó de preguntarme si estaba bien. Pensaba que sí, que me había
reconciliado con la idea de encontrarla y perderla en apenas una semana.
No lloraba ni tampoco sentía angustia. Pero hay una diferencia entre
sentirse en paz y no sentir nada. Cuando llegué a la habitación del hotel y
me duché, entendí que no estaba bien. Me había metido debajo de la
alcachofa completamente vestida.
El agua caliente se deslizó por entre la ropa, que, de repente, pesaba un
montón. Cerré los ojos con fuerza y empecé a llorar. Me temblaban los
hombros, los sollozos sacudían mi cuerpo y, durante unos veinte segundos,
no emití ningún ruido. Pero cuando por fin se abrió el grifo, no hubo
manera de parar. Lloré mucho durante un largo rato. Un gemido enfermizo
y desesperado emergía de mi garganta. Ni siquiera parecía que proviniera
de mí. Tuve que apoyarme contra la pared de la ducha para no desfallecer.
Apenas advertí que la puerta del baño se abría y no comprendí que Reed
había entrado hasta que lo vi delante de mí, frente a la ducha. Me abrazó
por detrás.
—Está bien. Suéltalo. Estoy aquí.
Me apoyé contra él, pasando mi peso de la pared al hombre que me
sostenía por detrás, y descansé la cabeza sobre su pecho. Lloré por muchas
cosas: porque Lydia había muerto antes de su hora, porque mis hermanos ya
no tenían madre, porque jamás escucharía su voz ni vería sus ojos; lloré por
mi madre adoptiva, a la que amaba, porque siempre lo hacía todo bien y,
aun así, solo podría darle el noventa y nueve por ciento de mi corazón,
porque el uno por ciento restante pertenecía a una mujer a la que acababa de
ver por primera vez hacía una semana.
Reed permaneció a mi lado mientras me sostenía con una mano y, con
la otra, me acariciaba el pelo empapado. Nos quedamos así un buen rato,
hasta que el agua se enfrió. Entonces, cuando por fin dejé de llorar, Reed
cerró el grifo, que chirriaba, y me dio la vuelta.
—Vamos a quitarte toda esta ropa mojada.
Se arrodilló delante de mí y me desabrochó los vaqueros. Bajó la prenda
empapada hasta los tobillos, miró hacia arriba, todavía arrodillado, y dijo:
—Apóyate en mis hombros y saca las piernas.
Obedecí.
—Voy a desnudarte y, luego, te ayudaré a ponerte algo seco, ¿vale?
Asentí.
Reed me quitó la ropa interior mojada de la misma manera y, esa vez,
saqué las piernas de la prenda sin que me lo dijera.
—Levanta los brazos.
Me quitó la camiseta y me desabrochó el sujetador. La ropa, pesada,
cayó con un ruido húmedo al suelo. Aún no me había movido cuando Reed
salió de la ducha, agarró una toalla y la extendió para envolverme en ella.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar.
Asentí de nuevo.
—Vamos. Vamos a vestirte y a meterte en la cama.
—Tú también estás mojado —dije por fin.
—Me cambiaré cuando te hayamos secado a ti.
Negué con la cabeza.
—No, te espero.
Reed me miró y pareció vacilar, pero sabía que no me negaría nada en
ese momento. Cerró los ojos y asintió.
Con el aire acondicionado encendido, la habitación estaba muy fría, por
lo que era casi insoportable permanecer con la ropa mojada. Incluso
envuelta en la toalla, temblaba. Reed también debía de estar congelado,
aunque no lo demostraba. Se desabrochó la camisa y la dejó caer en la pila
de ropa que había en el suelo del baño. Luego, se quitó la camiseta interior.
Vaciló antes de desabotonarse el pantalón y fijó los ojos en mí antes de
hacerlo. Le sostuve la mirada y esperé a que continuara. Se quitó una de las
perneras y, luego, se inclinó para quitarse la otra. Cuando se irguió de
nuevo, comprendí por qué había dudado en desvestirse.
La enorme erección que llenaba sus calzoncillos hizo que el corazón
empezara a latirme con fuerza.
Reed miró hacia abajo. La erección era completamente visible a través
de la ropa húmeda. Frunció el ceño y dijo:
—Lo siento. No puedo evitarlo.
—No lo sientas —contesté en un susurro—. Si no te pasara, me sentiría
decepcionada.
Escudriñó mi rostro, tragó saliva y se llevó los pulgares al elástico del
calzoncillo. Contuve la respiración mientras se deshacía de ellos. Su
miembro duro se irguió hasta el bajo vientre cuando quedó libre. No
importaba que la habitación estuviera helada ni que estuviéramos rodeados
por un montón de ropa húmeda: un calor difuso invadió todo mi cuerpo.
Reed me observó mientras lo contemplaba a su vez, deteniéndome en
todos los rincones de su magnífico cuerpo. Jamás había visto un cuerpo tan
perfecto, con unos abdominales definidos, los hombros anchos y una
cintura estrecha. Pero mis ojos regresaban una y otra vez a su innegable
erección. Cuando me pasé la lengua por los labios de forma inconsciente,
Reed gruñó.
—Joder, Charlotte. No me mires así.
Levanté la mirada:
—¿Así cómo?
—Como si el hecho de que ahora te dijera que te arrodillaras y me la
chuparas fuera a ayudarte a sentirte mejor. Como si eso fuera a devolverte
la sonrisa a tu dulce cara.
Miré hacia abajo y parpadeé.
—¿Y qué más crees que me haría sonreír?
—Charlotte… —dijo en un tono de advertencia.
Algo en el ambiente cambió; los dos lo sentimos. La tensión era
palpable. Era increíble cómo mis emociones cambiaban de un minuto al
otro: había pasado de necesitar que me abrazara mientras lloraba a
necesitarlo dentro de mí. Estaba bastante segura de que me encontraba en
un momento de inestabilidad emocional, pero también era perfectamente
consciente de que jamás lamentaría nada de lo que sucediese entre los dos.
No me importaba por qué había saltado la chispa; solo quería sentir las
llamas.
Di un paso vacilante hacia él. Tal vez nunca me entregara su corazón,
pero, al menos, quería fingir que era mío un día. Por la intimidad que
habíamos compartido durante la semana anterior y la manera en que me
había apoyado cuando había estado a punto de derrumbarme… resultaba
fácil pensar que éramos una pareja de verdad. Solo necesitaba sentir el
resto. El corazón se desbocaba en mi pecho.
—Te deseo, Reed. Esta noche solo quiero sentir algo que no sea dolor.
—Mi mirada se posó en su glande antes de volver a alzarla y que nuestros
ojos se encontraran—. Quizá me hagas daño con eso, pero será un dolor
distinto.
Las fosas nasales se le abrieron. Era como un toro frente a un pedazo de
tela roja, esperando a que lo soltaran de la jaula. Tenía ganas de abrir la
puerta de par en par y ver cómo me embestía. Desanudé la toalla con la que
me había envuelto y dejé que cayera al suelo.
Reed apretó con fuerza la mandíbula mientras me contemplaba de arriba
abajo. Su voz sonaba tensa.
—Esto no es lo que quieres, Charlotte. No lo entiendes…
—Te equivocas, Reed. Sí que lo entiendo. Sobre todo, después de esta
última semana. Porque prefiero estos pocos días con mi madre, a pesar de
no haberla conocido y de sentir tanto dolor, a no haberla conocido en
absoluto. No me importa si tenemos poco tiempo o si las cosas serán
difíciles. Solo quiero todo lo que podamos tener juntos.
Inspiró profundamente.
—Estos nueve días te han destrozado. Piensa en lo que serían nueve
años, si no tengo suerte.
Me acerqué a él hasta que nuestras pieles entraron en contacto y lo miré
con actitud desafiante.
—Piensa en lo que podríamos vivir en nueve años.
Bajó la cabeza.
—No puedo hacerte eso, Charlotte. No quiero hacerte daño.
Sentí que se apartaba de mí. La ventana de oportunidad se cerraba a la
mínima que hablábamos de una relación a largo plazo. Reed no me
prometería nada que implicara cierto compromiso porque no se creía capaz
de cumplir esa promesa de la manera en que yo lo quería. Pero esa noche, lo
necesitaba y no me importaba de qué manera. Estaba dispuesta a aceptar
solo la parte que me ofreciera, aunque no fuese su corazón.
—Entonces, démonos solo esta noche, Reed. Te necesito. Ayúdame a
olvidar. —No me importaba suplicar—. Por favor, solo una noche.
Me miró fijamente. Saltaba a la vista que luchaba consigo mismo y
decidí que debía hacer algo más para convencerlo. Extendí la mano entre
nosotros y, poco a poco, deslicé el pulgar sobre el glande de su pene erecto.
Luego, me llevé el pulgar a los labios y lamí el líquido preseminal que
había expulsado. Los ojos le resplandecían. Echó la cabeza atrás y espetó:
—¡Joder!
De repente, mi espalda impactó contra la pared de la ducha. Reed
presionó las manos contra las baldosas a ambos lados de mi cabeza, y yo no
era capaz de controlar la respiración.
—¿Es esto lo que quieres?
Enterró la cabeza en mi pecho, me lamió los pezones y agarró uno entre
sus dientes con dureza. Entreabrí los labios y exhalé un gemido por toda
respuesta.
Entonces, volvió a mordisquearme el pezón y tiró de él.
—¿Es esto lo que quieres? ¡Contéstame!
—Quiero sentirte… dentro de mí.
Una sonrisa feroz se pintó en su cara cuando levantó la mirada. Tan solo
unos milímetros nos separaban.
—¿Quieres sentirme, solo una noche? Haré que me recuerdes durante
días.
Reed empezó a besarme con ferocidad. Solté una exclamación de
sorpresa que se tragó mientras me pasaba la lengua con fuerza por los
labios. Me agarró del pelo y lo utilizó para inclinarme todavía más la
cabeza y añadir intensidad a su beso. Piel contra piel, atrapada en la ducha,
con el pelo en sus manos… y todavía no era suficiente. Necesitaba estar con
ese hombre más que nada en el mundo. Estar con él. Era lo único que tenía
sentido.
Le rodeé el cuello y levanté las piernas, abrazando su cintura. Presionó
con fuerza su miembro contra mí y la fricción sobre mi clítoris estuvo a
punto de hacerme enloquecer. Entrecerré los ojos mientras me lamía la
lengua y, al mismo tiempo, deslizaba su pene de arriba abajo por mi sexo.
Jamás había estado tan excitada en mi vida, nunca había deseado tanto a
alguien. Tenía la entrepierna empapada, y no era por la ducha que acababa
de darme.
—Sin condón. Quiero sentir por completo —murmuró Reed contra mis
labios.
—Dios, sí, por favor.
Se apartó de mí lo bastante como para mirarme a los ojos. Entre jadeos,
su rostro parecía poseído por la lujuria. Hizo un esfuerzo por calmarse y
escudriñó mi rostro, como si quisiera asegurarse de que estaba de acuerdo
con lo que me acababa de decir.
Para tranquilizarlo, contesté:
—Tomo la píldora.
Durante unos segundos terribles, cerró los ojos y pensé que dudaba.
Pero me equivocaba. Negó con la cabeza y dijo:
—He soñado con estar dentro de ti desde que te vi. Llevabas aquel
vestidito negro y te paseabas por el ático con aspecto inocente. Quería
inclinarte sobre la encimera de la cocina y azotarte por hacerme perder el
tiempo.
No pude evitar esbozar una sonrisa burlona. Era justo lo que sentí que
quería hacerme. Recordaba vívidamente la energía peligrosa que emanaba
de él y que no casaba con su traje a medida y su modélica pajarita. En ese
momento, pensaba que eran imaginaciones mías, pero ahora quedaba claro
que no.
—Tendrías que haberlo hecho. No sabía que era una de las múltiples
comodidades lujosas que ofrecía ese ático.
—El día que te llegaron las flores de Blake… —espetó el nombre como
si fuera una palabrota—…, me fui a casa y me masturbé imaginando que te
follaba por detrás mientras ese imbécil nos miraba desde una ventana.
Estabas inclinada y te veía por el cristal, pero yo te tapaba la cara con las
manos para que no viera cómo te corrías con mi polla dentro de ti. Hasta
ese punto odio la idea de que estés con otro hombre.
Su confesión me dejó boquiabierta. Sabía que se sentía atraído por mí,
incluso que sentía algo, pero jamás habría imaginado que admitiría estar tan
obsesionado conmigo como yo lo estaba con él. Aquello hizo que mi
descaro creciese.
Le acaricié los hombros y recorrí su cabello mojado con los dedos.
—Si quieres, lo hacemos. Puede llamarlo y.…
Reed me interrumpió en seco.
—Ni lo sueñes. Ni se te ocurra pensar en llamar a otro hombre. Esta
noche, no.
Se llevó la mano al miembro, lo agarró y lo llevó hacia mi sexo.
Entonces, volvió a hablar, con sus labios pegados a los míos.
—Esta noche… Esta noche eres mía, joder.
Avanzó las caderas y, lenta pero implacablemente, me penetró. Sin
darme cuenta, cerré los ojos.
—Ábrelos, Charlotte —dijo con voz ronca.
Lo hice; me miraba fijamente.
—Quiero verte y quiero que me veas. Quiero contemplar tu preciosa
cara mientras te meto la polla hasta el fondo. Lo mejor después de soñar
con eso es hacerlo en la vida real. —Y siguió penetrándome una y otra vez
—. Joder. Eres fantástica.
No me había acostado con nadie desde hacía meses, y Reed la tenía
larga y ancha. Mi cuerpo se abrió para él como un guante.
—La tienes… grande.
Reed sonrió. La imagen de tenerlo dentro de mí era increíblemente
atractiva y, por un instante, parecía no tener ninguna otra preocupación en el
mundo entero.
Deslizó las manos hacia mi culo y me levantó para ajustar mejor su
posición y la mía. La pequeña inclinación de mis caderas le permitió
penetrarme todavía más. Dejó de sonreír al concentrarse en el movimiento
rítmico.
—Joder.
Gemí cuando bajó la mano y empezó a acariciarme el clítoris con los
dedos. Ninguno de los dos iba a tardar en correrse. Sentía un cosquilleo en
todo el cuerpo y las piernas empezaban a temblarme. Reed comenzó a
embestirme cada vez con más fuerza.
—Quiero llenarte, llenarte de mi semen, hasta el fondo, para que
siempre tengas un pedazo de mí en tu interior.
«Dios. Es tan rudo y tan hermoso al mismo tiempo…».
Gemí su nombre cuando el orgasmo se apoderó de mí. Le clavé las uñas
en la espalda y todo mi cuerpo se estremeció. Perdí la noción de cuanto que
me rodeaba; solo era consciente del placer, de nosotros dos, como si el resto
del resto del mundo hubiera desaparecido. Reed me miró y se dio permiso
para darme mucho más que su cuerpo. Conectamos a un nivel que jamás
había sentido antes: nuestras mentes, cuerpos y espíritus estaban en perfecta
armonía.
Cuando mi cuerpo empezó a relajarse, Reed dejó de contenerse. Aceleró
el ritmo de sus embestidas, cada vez más duras, hasta que se tensó y su
cálido orgasmo me llenó.
Simplemente espectacular. Mejor que los fuegos artificiales del 4 de
Julio.
Siguió moviéndose, a un ritmo más suave durante un buen rato. Me
besó y me dijo una y otra vez que era preciosa, que estar dentro de mí era
maravilloso. Toda mi energía había abandonado mi cuerpo, así que me
aferré a él mientras me recuperaba. Reed me besó el cuello, los hombros,
las mejillas e incluso los párpados. Fue un momento íntimo, como si
viviéramos en una pequeña burbuja que nos protegía del mundo exterior.
Al final, salió de mí, me dejó en pie y me besó con delicadeza.
—Gracias por esta noche, Charlotte.
Parecía una frase inocente, hasta dulce. Aun así, sus palabras hicieron
añicos la pequeña burbuja. Reed me daba las gracias por esa noche, porque,
a la mañana siguiente, nada sería igual.
Capítulo 33

Reed

«¿Qué coño he hecho?».


No quería arrepentirme de lo que había sucedido. Lamentarlo
significaría que había sido un error, que habíamos hecho algo que estaba
mal. Y lo que Charlotte y yo habíamos hecho no tenía nada de malo…, era
justo todo lo contrario. Nada me había hecho sentir mejor en mucho tiempo.
No obstante, eso no significaba que no fuera una estupidez.
«Una noche».
Charlotte no era el tipo de mujer con la que pasar una noche y, aunque
eso era lo que habíamos acordado, sabía que, en el fondo, terminaría por
hacerle daño. Ahora que mi pene ya no estaba erecto y la sangre volvía a
llegarme al cerebro, era plenamente consciente de ello.
Durante las últimas nueve noches, desde la primera, cuando la había
abrazado hasta dormirse, me había cuidado mucho de irme a la cama
después de Charlotte. No importaba lo exhausto que estuviera, esperaba
hasta que ella se dormía y, luego, fingía dormir en el sofá. Era lo mínimo
que podía hacer para mantener una pequeña distancia entre los dos. Pero
ahora, fingir que trabajaba en mi ordenador después de lo que acabábamos
de hacer me parecía un acto lamentable. En cuanto nos cambiamos para ir a
dormir, la situación se tornó violenta.
Esperé y me sequé el pelo mojado mientras Charlotte se metía en una de
las dos camas de la habitación. Cuando empecé a rebuscar en mi maleta
para ganar tiempo, la oí suspirar ruidosamente.
—¿Vas a sacar toda la ropa y volver a doblarla para evitar meterte en la
cama conmigo?
«Claro. Se había dado cuenta».
Me reí por lo bajo y me puse una camiseta antes de sentarme en el borde
de la cama.
—No sé dónde debería dormir.
Esbozó una sonrisa comprensiva.
—No me digas…
—Listilla.
—Métete en la cama, Reed —dijo, y apartó las sábanas—. Y en caso de
que tengas la menor duda, me refiero a esta. A la mía.
De hecho, no había otro lugar en el mundo en el que habría preferido
estar. Joder, una noche era más que un polvo de una hora en el baño. No
tuvo que pedírmelo dos veces. Caminé hacia el interruptor y apagué la luz
antes de meterme en la cama con ella. Nos acomodamos enseguida; estar a
su lado era algo natural. Me tumbé de espaldas y Charlotte se acurrucó
sobre mi hombro. La envolví con un brazo y le acaricié el pelo con la mano.
Al cabo de unos minutos, me dijo:
—¿Crees en Dios, Reed?
Durante varios meses después de que me diagnosticaran la enfermedad,
yo mismo me había hecho esa pregunta. No estaba seguro. Pero luego me
había dado cuenta de que, en realidad, tenía miedo de no creer en Dios, lo
que significaba que sí creía que había algo a lo que temer.
—Sí.
—¿Y en el cielo?
—Creo que sí.
—¿Crees que habrá perros allí?
Sonreí en la oscuridad. «Típico de Charlotte». Pensaba que íbamos a
enzarzarnos en un debate filosófico sobre la existencia del cielo y del
infierno, y a ella le preocupaba adónde iban los perros después de morir.
—Sí. ¿Piensas en alguno en especial?
—República.
—¿Qué?
—Era mi perro. Murió cuando tenía diecisiete años. Se llamaba
República.
—¿Le pusiste ese nombre a tu perro en honor a algo?
—Más o menos.
Su silencio me dio a entender que iba a contarme algo especial, propio
de ella.
—Dímelo, Darling. ¿De dónde viene ese nombre?
—¿Vuelves a llamarme por mi apellido?
—Tienes razón, después de la escena del baño no puedo llamarte así.
Se rio.
«Dios, cómo me gusta ese sonido».
—Prométeme que no te reirás —dijo.
—No lo haré.
Se apoyó en mi pecho.
—Cuando era pequeña, en la guardería, nos aprendimos de memoria el
juramento de lealtad a la bandera. Como en aquel momento estábamos
aprendiendo a leer y había palabras muy largas, el maestro nos lo enseñó
frase por frase. Yo me sentía muy orgullosa de haberlo memorizado. Así
que, una noche, saqué la bandera que mis padres tenían en el porche y,
después de la cena, les recité el juramento para que vieran lo lista que era.
—A ver.
—«Juro lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la
república a la que representa, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad
y justicia para todos».
Me eché a reír.
—¿Bautizaste a tu perro con el nombre de «República» por la República
estadounidense?
—A mis padres también les divertía. Se convirtió en una especie de
broma privada. Mi padre le decía a mi madre: «¿Verdad que es una
maravilla esta república?». Me lo regalaron cuando cumplí siete años y me
pareció el nombre perfecto.
—Perfecto.
—¿Te estás burlando de mí?
Me reí.
—Estoy seguro de que República está en el cielo, Charlotte. Y de que
los demás perros que se llaman Spot o Lady estarán celosos de su nombre,
lo cual está muy bien.
Charlotte se recostó y, esa vez, descansó la cabeza sobre mi corazón.
—Espero que esté con mamá.
—Seguro que sí, preciosa. Seguro que sí.
Permaneció un buen rato callada después de eso. Creía que se había
quedado dormida, pero, al parecer, estaba pensando en algo más que en
República.
—¿Por qué Dios permitiría que alguien tan joven muriera?
—Yo también me lo he preguntado muchas veces. Y la verdad es que no
tengo ni idea. No estoy seguro de que nadie lo sepa. Pero me gusta pensar
que tal vez el cielo sea un lugar mejor que este y que la muerte no siempre
es un castigo, sino una recompensa para que la gente deje de sufrir.
Charlotte ladeó la cabeza para mirarme:
—Es una manera muy bonita de verlo.
Le acaricié la mejilla.
—Lydia está en un lugar mejor. Es más duro para los que se quedan
atrás.
—No quiero ni imaginarme por lo que deben de estar pasando mis
hermanos. Siento un vacío en el corazón y ni siquiera tengo recuerdos de
ella.
Su sentimiento se quedó flotando en el aire, entre los dos. Le besé la
cabeza y la abracé más fuerte.
—Duérmete. Mañana tendremos que organizarnos, será un día largo.
Bostezó y dijo:
—Vale.
Justo cuando empezaba a adormilarme, susurró:
—¿Reed? ¿Estás dormido?
—Sí…
—Solo quiero decirte algo más. —Hizo una pausa—. Creo que es mejor
pasar años atesorando un recuerdo que a veces duele que no tener ninguno.

***
La gente la adoraba. Hombres, mujeres, jóvenes y ancianos; todos la
querían.
Observé desde el fondo de la sala mientras Charlotte hablaba con una
pareja de ancianos. Las únicas dos personas que conocía antes del velatorio
eran sus dos hermanos. Pero hoy, cuando la gente se acercaba para darle el
pésame, se alejaban con una sonrisa en la cara después de charlar unos
minutos con ella.
Aunque había empezado el día a su lado, porque quería estar cerca en
caso de que me necesitara, al cabo de un rato me alejé para darle privacidad
y que estuviera a solas con su nueva familia, a la que acaba de encontrar. La
madre adoptiva de Charlotte había venido en avión la noche anterior para
estar cerca de su hija. Cenamos a última hora y, luego, fuimos a tomar el
postre a un restaurante distinto sobre el que su madre había leído en una
revista durante el vuelo. Eso me bastó para comprender que la originalidad
de Charlotte se debía a que la educación que había recibido ganó la batalla
«naturaleza contra entorno».
Nancy Darling se acercó a la fila en la que yo estaba sentado. Se
desanudó un pañuelo de seda del cuello y lo utilizó para limpiar la silla
vacía que había a mi lado antes de sentarse; reparé en que hacía eso cada
vez que se sentaba.
Señalé a Charlotte con la barbilla.
—Parece que está bien. ¿Y usted, cómo está?
—Es extraño estar aquí, pero estoy bien. Me alegro de haber tenido un
momento a solas con Lydia, antes de que el velatorio se llenara de gente.
Tenía mucho que agradecerle.
Asentí.
—No estaba seguro de si podría manejar la situación. La semana ha sido
bastante dura. Pero parece que se encuentra bien, también.
—Eso es un error de aprendiz. No te dejes engañar —bromeó Nancy,
pero yo sabía que lo decía en serio—. Que no te despiste la sonrisa de mi
hija. Lo que me preocupa no es la emoción que exhibe durante los
momentos difíciles.
Miré a Charlotte con más atención y la mujer volvió a sonreír. Parecía
que estaba bien.
—¿A qué se refiere?
Nancy vaciló:
—Diría que os lleváis muy bien y, dado que trabajáis juntos,
probablemente pases más tiempo con ella que yo. Así que he pensado que
tal vez podrías vigilarla, por mí.
—Vale…
—No sé si lo sabes, pero Charlotte tiene problemas relacionados con el
abandono. Es bastante habitual en los niños adoptados, pero la manera en
que se manifiesta la ansiedad varía en cada persona. El abandono es una
experiencia traumática y, por lo tanto, causa estrés postraumático. La gente
no es consciente de ello.
—No que tenía problemas psicológicos —contesté.
—Todo el mundo tiene problemas. Charlotte simplemente tiende a
enterrar los suyos y, luego, actúa por impulso para evitar sentir lo que
siente.
«Joder. Impulsivamente. Como pasar de llorar a follar conmigo en la
ducha».
—El momento más duro para las personas que sufren una pérdida suele
llegar cuando todo ha pasado —explicó Nancy—. Después del velatorio o
cuando la familia se reúne de nuevo. Todo se entierra, literal y
figuradamente. Y luego la gente vuelve a su vida normal, pero, a veces, hay
personas que todavía no están listas. Y cuando llegue ese momento, me
preocuparé por Charlotte.
—¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudarla?
Nancy me dio un golpecito tranquilizador en la pierna con la mano.
—Simplemente, estar ahí para ella. Cuando la persona que debería
haber sido tu principal apoyo en la vida se va, es lógico que uno se vuelva
más sensible y nervioso. Su relación con el idiota de Todd tampoco la
ayudó a creer que nadie más la abandonaría. Lo mejor que se le puede
ofrecer a Charlotte es estabilidad. Tenemos que estar a su lado cuando nos
necesite, sea como sea.
Capítulo 34

Reed

Habíamos regresado a Nueva York, pero las cosas ya no eran como antes
de nuestro viaje a Texas. Todo había cambiado.
Charlotte se había tomado unos días de vacaciones para aclararse las
ideas y descansar después de lo sucedido en Houston. Sin ella, a la oficina
le faltaba algo. Había decidido pasar unos días con sus padres en
Poughkeepsie y le dije que adelante. Era una pausa que Charlotte no quería
hacer, pero la necesitaba. Y yo pensaba dedicar esos días a reflexionar sobre
nosotros.
Me gustó que optara por buscar el apoyo de sus padres en lugar del mío.
No es que no quisiera estar a su lado. Tenía unas ganas enormes de
consolarla. Pero estar físicamente cerca de Charlotte, después de lo que
habíamos hecho en aquella habitación de hotel en Texas, habría sido
demasiado. Mi cerebro racional no servía para nada cuando la tenía delante.
Y había llegado la hora de tomar decisiones muy importantes para las que
necesitaba pensar fríamente.
A solas, en mi despacho, todavía escuchaba las palabras de la madre de
Charlotte.
«Lo mejor que se le puede ofrecer a Charlotte es estabilidad. Tenemos
que estar a su lado cuando nos necesite, sea como sea».
Tal vez, Nancy Darling no tenía ni idea de que si bien podía ofrecerle
estabilidad y apoyo a corto plazo, estar con Charlotte ahora podía herirla
más adelante. Charlotte creía que sabía lo que le convenía. Era una mujer
joven, llena de vida y energía, e inocente. La situación a la que se exponía
conmigo no era tan sencilla como pretendía. Me había dicho que prefería
disfrutar de un breve periodo de tiempo con alguien que no disfrutar de
nada en absoluto. Pero ahora era el peor momento para tomar esa decisión.
Es fácil decir algo así cuando todo el mundo goza de buena salud. ¿Sentiría
lo mismo si yo no fuera rico y si mi lento deterioro se prolongara durante
años y años, a lo largo de toda su vida?
Debía ser prudente. Al acostarnos juntos, habíamos cruzado una
frontera muy importante.
«Fue la experiencia más increíble, brutal y apasionante que había vivido
jamás, y nunca la olvidaría».
Le dije que solo sería una noche y, ahora, tenía la ocasión de mantener
mi palabra y no joderlo todo para siempre.
A menos que me planteara estar con Charlotte para siempre, era
imprescindible que no volviéramos a acostarnos juntos. Si rompiéramos esa
regla, sería el fin. Después de eso, no sería fácil recuperar la relación que
teníamos antes. Por no decir que su vínculo emocional conmigo sería
todavía más fuerte.
«Pero yo quiero que tenga ese vínculo emocional conmigo, ¿no?».
Ese era el problema. Me debatía entre el deseo tremendamente egoísta
de ceder frente a mi necesidad de Charlotte y la elección inteligente, que era
dejarla ir.
Odiaba reconocerlo, de verdad, pero necesitaba a mi hermano. Max
pasaba la mitad del tiempo con la cabeza en las nubes. Solo pensaba en sí
mismo y no siempre sabía lo que me ocurría. En parte, eso había sido
elección mía, porque no me había abierto a él en lo que respectaba a
Charlotte. Sin embargo, era la persona a la que pedía consejo a última hora
cuando tenía problemas.
Charlotte no estaba, así que era la oportunidad perfecta para pedir a
Max que se reuniera conmigo en la oficina y nos pusiéramos al día. Aunque
no era lunes, cuando solía honrarnos con su presencia, Max se desplazó
solo para verme después de que le dejara un mensaje urgente en el buzón de
voz.
Entró con tranquilidad en mi despacho con una caja de dónuts y dos
cafés; al parecer, los temas urgentes siempre se resuelven mejor con la
bollería. Max era la única persona que conocía capaz de consumir
cantidades ingentes de comida basura y mantener un cuerpo en forma y
esculpido.
Mordisqueó un dónut y habló con la boca llena.
—Tío, ¿te estás muriendo o qué? No recuerdo la última vez que me
llamaste para hablar.
Yo sí, fue justo después de que me diagnosticaran esclerosis múltiple.
Literalmente, fue la última vez que había convocado a Max para una
reunión de urgencia.
—Siéntate, hermano —dije.
—¿De qué va esto?
—De Charlotte.
—Estás loco por ella. La abuela me ha contado que la ayudaste a buscar
a su madre biológica en Texas y que luego la mujer murió. Qué triste.
¿Cómo está Charlotte?
—Está pasando unos días con sus padres para reponerse. Y el viaje a
Texas también fue duro para mí, en más de un sentido.
Parpadeó.
—¿Te la tiraste, verdad? —Mi silencio bastó para que añadiera—: Qué
suerte tienes, cabrón.
Suspiró y contesté:
—Necesito que me ayudes a aclararme, Max.
—¿En qué sentido?
—Ya lo sabes. Jamás quise que esto fuese tan lejos, por lo de mi
enfermedad, y ahora lo he jodido todo. ¡Mierda!
—Querrás decir que la has jodido a ella, ¿no? —Agarró otro dónut y lo
sacudió delante de mí—. Pero no veo cuál es el problema. ¿Quieres que te
diga cómo deshacerte de lo mejor que te ha pasado en la vida sin que te
duela? ¿Crees que soy un mago o algo por el estilo? No hay respuesta fácil
a tu problema porque estás enamorado de ella.
Asentí y admití mi derrota.
—De la cabeza a los pies.
—Entonces, ve a buscarla y díselo. Lo sabe todo de ti. Lo ha aceptado.
Vive tu vida con ella, Reed.
—¿Y si no puedo? ¿Y si me siento demasiado culpable? ¿Cómo la dejo,
cómo le digo que me deje?
—No hay término medio. O estás con ella o la dejas. Y si lo haces, tiene
que ser para siempre. No puedes insinuarte, ni intentar ser su amigo o un
héroe para ella, porque ambos sabemos que eso es mentira. Ese barco zarpó
hace tiempo, y odio tener que decírtelo, pero no podéis trabajar juntos si
finalmente decides que no quieres estar con ella. Eso no funcionará.
Seguirás cayendo en la tentación y terminarás igual de aquí a unos meses, y
eso no sería justo. Así que llévatela a la cama o aléjate de ella. Y si optas
por esto último, búscale otro trabajo. Estará bien. Créeme, hay hombres a
patadas que estarían encantados de lamerle las heridas.
Sabía que esa última frase la había soltado para provocarme. Era
consciente de que me volvería loco. Sus palabras eran duras, pero eran la
pura verdad. No había término medio con Charlotte. O me lanzaba a por
todas o me apartaba de inmediato.
—Max, eres una persona sincera. Gracias. Necesitaba que alguien me
abriera los ojos.

***

Esa noche, a solas en mi apartamento, contemplé el horizonte. Aún no sabía


qué hacer. Lo único de lo que estaba seguro era que Charlotte y yo jamás
podríamos ser solo amigos. Sería demasiado doloroso ver cómo seguía
adelante con su vida, sin mí. No existiría el día en que no deseara a
Charlotte Darling más que a mi vida.
Cuando me sonó el móvil pasada la medianoche, estuve a punto de
ignorarlo hasta que vi que era ella.
Descolgué.
—¿Qué haces despierta tan tarde?
—No podía dormir.
Mi cuerpo despertó ante el mero sonido de su voz, una muestra de lo
débil que era cuando se trataba de ella. Era mucho más fácil pensar en
cortar todo contacto con Charlotte cuando no la miraba ni oía su voz.
Incluso aunque no estuviera cerca, se me ponía dura solo de pensar en la
noche que pasamos juntos.
—Siento que tengas insomnio.
—¿Te he despertado? —preguntó.
—No. Y no me importaría si lo hubieras hecho. ¿Cómo van las cosas en
casa?
—Me siento muy perdida. Estoy aquí, pero es como si no estuviera. No
sé explicarlo. He pasado tanto tiempo preguntándome de dónde vengo que
ahora siento un extraño vacío. Pero va más allá de la muerte de mi madre
biológica. Siento que estoy en un punto de inflexión en mi vida, pero no sé
cuáles son mis opciones, solo que hay cosas que tienen que cambiar. Y no
tengo fuerzas como para reflexionar y ordenar mis ideas. Hay muchos días
en los que ni siquiera tengo ganas de levantarme de la cama.
—Tienes una depresión, Charlotte. Sé por lo que estás pasando porque
yo también sufrí una después de que me diagnosticaran la enfermedad. Mi
mente solo se centraba en el peor escenario. Todo irá bien, te lo prometo.
Solo tienes que ser paciente.
—¿En qué pensabas durante ese tiempo? —me preguntó.
Aunque no quería centrar la conversación en mí, me abrí un poco.
—Me imaginaba que la enfermedad iba a peor, que cada vez estaba más
débil, que ya no podía moverme, cosas así. Y eso hacía que la depresión
empeorara.
Después de un silencio, dijo:
—Sabes que si alguien te ama de verdad, preferiría pasar una vida así
que no compartir nada contigo, ¿verdad? Cuando quieres a alguien, incluso
cuidar de esa persona cuando ella no puede hacerlo es un honor, no una
carga.
Lo peor es que empezaba a creer que eso era lo que de verdad pensaba.
Pero yo no podía aceptar ser una carga para un ser querido, sin importar
cómo esa persona viera la situación. Sentí una presión en el pecho. Tenía
que cambiar de tema.
—Volvamos a cómo estás tú. ¿Es la primera vez que te pasa algo así?
—Sí. Nunca me he sentido igual.
—La gente te dirá que te levantes y que hagas algo, para distraerte, pero
ni siquiera sabrás por qué estás así. Es una sensación de vacío de la que no
puedes deshacerte. A veces, tiene que pasar por sí solo. Y te garantizo que
pasará. Tu mente volverá a aclararse, sabrás lo que quieres de verdad y
recuperarás la energía.
—¿Cómo va todo por la oficina?
«Todo es horrible sin ti, joder».
—Todo está tranquilo, no te pierdes nada. No te preocupes por eso.
—Dijiste que habías contratado a una asistente temporal durante un
mes, ¿no?
—Pero puede quedarse más tiempo, si hace falta. Tómate el tiempo que
necesites.
—Tal vez sí necesite más. Estoy planteándome hacer un viaje.
El estómago me dio un vuelco.
—¿Adónde piensas ir?
—Todavía no lo he decidido.
—Charlotte, si necesitas algo para el viaje, dinero, lo que sea, dímelo.
—No, no. No quiero tu dinero. Ya has hecho suficiente por mí. —Tras
un silencio, añadió—: Bueno, será mejor que te deje dormir tranquilo.
—Puedo quedarme despierto toda la noche si eso te ayuda.
—No pasa nada. Tengo que intentar dormir sola.
—Vuelve a llamarme cuando quieras. Por favor, mantenme al tanto.
—Lo haré. Buenas noches, Reed.
—¿Charlotte?
—¿Sí?
No sabía por qué había pronunciado su nombre ni por qué era incapaz
de dejarla marchar. No podía decirle lo que realmente quería.
«Me parte el corazón verte sufrir».
«Ven a casa conmigo. Deja que te cuide».
«Te quiero».
«Te quiero, Charlotte».
—Cuídate —me limité a decir.
Capítulo 35

Charlotte

Recibí una notificación por correo electrónico de que acababan de


ingresarse cinco mil dólares en mi cuenta, más dinero del que jamás había
cobrado de golpe. El vestido de plumas de diseño de Allison se había
vendido en eBay en menos de un día.
No había tardado mucho. El vestido costaba muchísimo más, al menos
veinte mil dólares, pero necesitaba el dinero para pagarme el viaje a
Europa. Bueno, ya había comprado los billetes de avión, pero necesitaba
que el dinero estuviera en mi cuenta cuando entrara el cargo de la tarjeta de
crédito, a final de mes. La única manera de conseguir dinero era revenderlo
a la baja.
No le había dicho a Reed que había vuelto a la ciudad. Él creía que
seguía en Poughkeepsie, en casa de mis padres. Solo pensaba pasar un día
en Nueva York, de todos modos; para enviar el vestido a la compradora y
hacer la maleta antes de tomar el vuelo ese fin de semana.
Había decidido ir a París y pasar algunos días en la ciudad antes de
viajar en un tren nocturno a Roma. Había reservado plaza en un coche
cama. No era lo que había imaginado cuando había incluido el viaje en mi
lista, pero era lo más parecido posible.
Después de desenganchar con cuidado la nota azul de Reed del vestido,
sostuve el papel en la mano y leí el mensaje varias veces.
Para Allison:

«Ella dijo: “Perdóname por ser una soñadora”, y él le tomó la


mano y respondió: “Perdóname por no estar aquí antes para soñar
contigo”». (J. Iron Word)

Gracias por hacer todos mis sueños realidad.

Te quiere,
Reed

Ojalá me hubiera amado. Tal vez Reed no era capaz de amar como
había descrito en su nota. Su carácter se había endurecido y, por mucho que
deseara que viera las cosas como yo, no podía obligarlo a quererme. Su
resistencia había podido conmigo. Y eso, junto con la sensación de
embotamiento que se había apoderado de mí tras la muerte de mi madre
biológica, hacía que no me quedara energía para luchar contra nada, y
menos contra Reed Eastwood.
Mientras guardaba con cuidado el vestido en una caja larga y blanca,
esperé que le diera buena suerte a Lily Houle de Madison (Wisconsin), la
chica que lo había comprado. Lily recibiría la magia de ese vestido, que ya
no parecía funcionar para mí.
Pensé en cómo me había cambiado la vida desde que lo encontré. Me
había traído a Reed; aunque no compartiéramos nada más que lo que ya
habíamos experimentado, todo había cambiado. Me había hecho sentir
cosas que jamás había sentido y, además, me había ayudado a descubrir mis
raíces.
Observé por última vez el tejido antes de cerrar la caja. Estaba lista para
despedirme de aquel cuento de hadas. El amor no era un vestido bonito, una
nota o unas palabras sentidas. El amor era estar al lado de la otra persona
contra viento y marea, compartir experiencias y cuidarse durante los peores
y los mejores momentos. El amor significaba convertirse en un compañero
de por vida, igual que yo lo habría sido para Reed si me hubiera dejado.
Pensé en mi madre biológica. El amor verdadero también es saber perdonar.
Me entristeció pensar que estaba renunciando a Reed, sobre todo
después de la noche que habíamos compartido en Houston. Pero si una
noche de sexo magnífico no podía unirnos, ¿qué lo haría? Físicamente,
habíamos estado juntos, pero, emocionalmente, todavía se mostraba muy
cauteloso conmigo y mantenía las distancias. ¿Cuántas veces podía soportar
que me rechazase un hombre? Prefería estar sola a jugar eternamente al
gato y al ratón con el inalcanzable Reed. No quería dejar mi trabajo en
Eastwood Properties, pero tal vez tendría que hacerlo. Era el momento de
tomar decisiones muy importantes y esperaba que el viaje a Europa me
ayudara a aclararme.

***

El primer día en París consistió en pan y queso, seguidos de más pan y


queso.
Sentada frente a La Fromagerie, me pregunté si había logrado algo más
aparte de engordar tres kilos durante el viaje. No iba a encontrar ninguna
solución a mis problemas en una baguette francesa, de eso no cabía duda.
Pero la verdad era que solo me apetecía comer y el objetivo del viaje era
descansar y no hacer nada, pero también buscarle el sentido a mi vida.
Estaba rodeada de parisinos fumadores que bebían café y hablaban en
un idioma que no entendía, a pesar del esfuerzo que hacía por aprenderlo.
Así que me quedé absorta en mi mundo, disfrutando de la bandeja de queso
y fruta que había pedido.
Decidí que visitaría tantas cafeterías como fuera posible antes de
embarcar en el tren que me llevaría a Italia.
Aunque no viajaba con nadie, no me sentía sola, principalmente porque
toda la gente que me rodeaba disfrutaba de la soledad. Como, por ejemplo,
el artista que estaba en un rincón, dibujando algo. Estaba sola pero bien
acompañada, y eso me reconfortaba.
La vista de la Torre Eiffel desde la distancia era un espectacular
recordatorio para que levantase la vista del plato de vez en cuando y no
olvidara el esplendor de la ciudad donde me encontraba. En lugar de un
hotel, había alquilado un apartamento vacacional en Saint-Germain-des-
Près, un pequeño y encantador vecindario no lejos de la torre. La mañana
siguiente, me tomaría un descanso de mi tour culinario para visitar Notre
Dame y el museo del Louvre.
Mis ojos se posaron sobre un hombre que, de espaldas, se parecía
muchísimo a Reed. Tenía el pelo negro, vestía de traje y era alto y
corpulento. El corazón se me detuvo ante la posibilidad de encontrarlo allí.
El hombre también estaba solo, leyendo un periódico. De repente, se me
ocurrió que era posible cruzar el Atlántico en busca de todas las
distracciones del mundo para acallar el dolor de un corazón, pero que el
más pequeño detalle bastaba para que el castillo de naipes se derrumbara.
Unos momentos más tarde, una mujer y dos niños de faz sonrosada llegaron
a la mesa del hombre y lo saludaron. Él se levantó para abrazar a los dos
pequeños. Al observarlo de espaldas, me pareció que la estampa que veía
era la vida que Reed habría podido tener, de no ser por sus miedos. Una
vida que tal vez podría haber compartido conmigo.
Empecé a llorar. Entre la comida y las lágrimas, estaba dando todo un
espectáculo.
Justo cuando me disponía a levantarme para ir a mi siguiente destino
culinario, el artista que estaba en la esquina se acercó a mí. Dijo algo en
francés que no entendí y, luego, me guiñó y me tendió el retrato en el que
había estado trabajando. Se marchó enseguida, antes de que tuviera la
oportunidad de decirle nada más.
Contemplé el dibujo y me quedé sorprendida. Era un retrato horrendo
de mí. Horrendo no porque estuviera mal dibujado, sino porque
seguramente era fiel al aspecto que tenía ese día. En el dibujo, tenía la boca
abierta mientras me metía un pedazo de pan en la boca. Los ojos se me
salían de las órbitas, hinchados por las lágrimas. La mañana siguiente iría a
ver a la tranquila y reposada Mona Lisa; la imagen de la mujer que tenía en
las manos era lo opuesto a eso.
Mientras seguía observando el retrato, comprendí que, aunque mi vida
era un desastre, aquel desconocido había pensado que valía la pena
dibujarme, que le había parecido que yo era materia artística. Lo había
inspirado, en cierto modo, solo porque estaba allí, disfrutando del momento
presente. Contemplé su dibujo durante un largo rato. Cuanto más lo miraba,
menos veía a la chica perdida que se atiborraba de pan y más veía a una
mujer independiente, que acababa de encontrar y perder a su madre, pero
que, de todos modos, perseveraba, a pesar de estar enamorada de un hombre
con el que no podría estar jamás. No obstante, esa mujer había sobrevivido.
Y comía queso. Tal vez aquello era una lección: bastaba con ser como era,
seguir adelante sola y hacer frente a lo que la vida me pusiera por delante.
Tal vez era suficiente.
«Soy suficiente».
En ese momento, comprendí que aunque me llevara tiempo, las cosas
me irían bien, al margen de lo que pasara entre Reed y yo, porque me tenía
a mí misma. Y era fuerte, perfectamente imperfecta.

***

Ese día, un poco más tarde, pasé por delante de una boutique en la rue du
Commerce que vendía vestidos de novia vintage.
No pude evitar detenerme para contemplar el vestido que estaba
expuesto en el escaparate. Era deslumbrante, pero de una manera distinta al
de plumas de Allison. Este tenía cola de sirena, era blanco y estaba cubierto
de lentejuelas. Era sencillo, pero tenía una cintura hermosa que le daba
carácter y que lo hacía perfecto.
Pensé en mi última compra en una tienda de vestidos de novia, tantos
meses atrás, en todo lo que había pasado desde entonces y en lo mucho que
había cambiado yo desde aquel día. Mis gustos habían madurado, igual que
otras tantas cosas en mi vida.
También había mucha incertidumbre en mi futuro. ¿Seguiría trabajando
en Eastwood Properties o volvería a la universidad? Tenía mucho en que
pensar cuando regresara a Estados Unidos. A pesar de todo, ahora estaba
segura de muchas más cosas sobre lo que quería en mi vida.
Sabía que me merecía el tipo de hombre que me amaría como lo habría
hecho Reed si él no hubiera tenido tanto miedo. Y sabía que no debía
abandonar la esperanza de encontrarlo. Incluso mi madre había conocido el
amor y había vivido una vida feliz, aunque corta, después de todo lo que
había sufrido tras abandonarme.
Miré por última vez el vestido en el escaparate. Era el tipo de vestido
que hoy me habría comprado. No era ostentoso, como el vestido de plumas,
pero tampoco era discreto. Si el vestido de plumas representaba un falso
ideal, este… me representaba a mí.
Era simple, elegante y con muchas chispas.
Capítulo 36

Reed

No era fácil fingir que no me preguntaba dónde estaba Charlotte ni lo que


hacía a cada momento del día. Había prometido darle espacio y no interferir
con su viaje, pero no podía evitar pensar en si estaba bien o si seguía triste o
deprimida. Lo único que sabía era que pensaba visitar Francia e Italia y que
tal vez estaría fuera unas dos semanas. No había concretado nada sobre su
fecha de regreso. Me pregunté si tenía pensado volver a la empresa.
Cada día era más difícil concentrarse en el trabajo. Hice algo que casi
nunca hacía: me aventuré a ir a Central Park a la hora del almuerzo y decidí
sentarme en un banco y pensar. Las hojas de otoño revoloteaban a mi
alrededor mientras el recuerdo de Charlotte me consumía. Incluso con todo
lo que la ciudad tenía para ofrecerme, era asombroso lo aburrida y vacía
que era la vida cuando la persona que te importa desaparece de repente.
Supongo que hasta entonces no te das cuenta de lo mucho que necesitas a
esa persona…, hasta que te dejan.
De repente, noté que había alguien cerca de mí. Cuando me volví a la
izquierda, me fijé en un joven en silla de ruedas que se había acercado al
banco.
Debía de tener dieciocho o diecinueve años y podría haber sido una
versión más joven de mí, con el pelo oscuro y unas facciones afiladas. Tenía
buen aspecto.
Lo saludé con la cabeza.
—Hola.
No se había dado cuenta de que estaba a su lado y se volvió hacia mí.
—Hola.
Sentí que tenía que añadir algo más:
—Hace muy buen día, ¿verdad?
—Eh…, sí —dijo, con una media sonrisa, como si tuviera una docena
de cosas mejores que hacer que hablar conmigo.
—¿Disfrutando del buen tiempo? —pregunté.
—No… De hecho, estoy esperando a una chica a la que he conocido en
Tinder.
«¿Cómo?».
Debió de reparar en la expresión de sorpresa de mi rostro, porque
parpadeó.
—¿Qué pasa? ¿Porque vaya en silla de ruedas no puedo ligar?
—No he dicho eso.
—Bueno, tu cara sí lo ha dicho.
—Siento haberte dado esa impresión. —Guardamos silencio un rato.
Miré al cielo y, luego, me volví hacia él—. Así que Tinder, ¿eh? ¿Y te
funciona?
—Oh, sí. No tienes ni idea de la cantidad de chicas que tienen ganas de
cuidarme. Empiezan sintiéndose atraídas por mi cara. Conectamos y, luego,
se enteran de que estoy en silla de ruedas. ¿Crees que eso las desanima?
Joder, no. Es lo que acaba de seducirlas. Como si pensaran que tienen que
salvarme o algo así. Y yo solo quiero acostarme con ellas, y lo consigo.
Siempre. Y todos contentos. Así que borra esa mirada de pena y guárdatela
para ti. Soy yo quien folla. —Se inclinó y añadió—. Sexo sobre ruedas.
«Sexo sobre ruedas».
Llevé la cabeza hacia atrás, entre risas. Algo me dijo que jamás
olvidaría a ese chico. Me estaba bien empleado por dejarme llevar por mis
prejuicios. Ese tío era un máquina.
Unos momentos más tarde, apareció una pelirroja atractiva con un
perrito.
—Tú debes de ser Adam.
El chico se acercó a ella, empujando su silla de ruedas.
—Ashley… En persona eres todavía más guapa.
La chica se sonrojó.
—Gracias.
El chico me miró con una ligera sonrisa y, luego, le dijo a la muchacha:
—¿Nos vamos?
—Por supuesto.
Adam se despidió de mí.
—Que te vaya bien, tío.
—Sí, cuídate. —Los observé hasta que desaparecieron.
Allí estaba ese chico, viviendo lo que esencialmente era mi peor
pesadilla, y estaba más contento que un cerdo en un lodazal. Era la
demostración fehaciente de que, en la vida, la actitud lo era todo. Exudaba
confianza, no se perdía nada, porque creía que se lo merecía, y había
elegido vivir en lugar de esconderse.
Es curioso cómo el universo a veces te pone delante lo que necesitas ver
justo en el momento adecuado.
«Dios, sonaba igual que Charlotte».
Apunté hacia el cielo con el índice y dije:
—Joder, eres bueno. Casi me tenías convencido.

***

Mientras jugueteaba con mi reloj en el despacho de Iris, pregunté:


—¿Sabes algo de Charlotte?
—No, pero me envió un archivo con su itinerario, por si había alguna
emergencia, para que supiera dónde localizarla.
—¿Y?
—Bueno, lo he mirado y me he fijado en que va a tomar un tren
nocturno de Francia a Italia en un par de días.
—¿Un tren nocturno? ¿En un coche cama?
—Sí. —Me miró, taciturna—. Reed, no estoy segura de que esté
viajando sola.
Se me aceleró el pulso.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Un presentimiento. Creo que ese tal Blake está con ella.
Entonces lo comprendí.
Era uno de sus deseos de su lista.
«Hacer el amor con un hombre por primera vez en un coche cama
mientras cruzamos Italia en tren».
El pánico se apoderó de mí. ¿Y si Iris tenía razón? ¿Y si Charlotte no
viajaba sola? No se encontraba bien y era demasiado vulnerable como para
tomar decisiones sensatas. Por no mencionar que no comprendía lo que yo
sentía por ella de verdad. ¿Y si se había ido de viaje con Blake para
hacerme daño por acostarme con ella y luego alejarme? Había estado un
poco distante últimamente y nunca había aclarado si la relación con Blake
había prosperado o no.
Charlotte no tenía ni idea del impacto que tenía en mi vida, de la
profundidad de los sentimientos que despertaba en mí, porque jamás se lo
había dicho. ¿Quién podía culparla por pensar que no tenía nada que
perder? Joder, si estuviera en su lugar, también me encontraría ahora mismo
en un coche cama con destino a Italia con Blake.
Llevaba meses dando largas a Charlotte. Ella creía que el hombre que
había escrito la nota del vestido había desaparecido, pero la verdad era
que…, aunque no estuviera de viaje con otro hombre, quería ser yo quien le
hiciera el amor en aquel tren.
—¿Estás bien, Reed?
Empecé a hablar muy rápido.
—No. No estoy bien, para nada. Creo que lo he echado todo a perder
con Charlotte. Pensé que podía vivir sin ella, pero no puedo. Y ahora tal vez
sea demasiado tarde para arreglar las cosas. Uno de los sueños que quería
cumplir era hacer el amor con un hombre en el coche cama de un tren. Si
está con ese tal Blake, se acostará con él.
Me levanté y empecé a dar vueltas.
—No es demasiado tarde, Reed. Charlotte te quiere. Y si está con otro
hombre, solo lo hace porque tú la has apartado de ti. Te ama. Tienes que ir a
buscarla y decirle lo que sientes.
Me volví.
—¿Y si está con él?
—Tendrás que hacerlo de todos modos, Reed. No puedes perderla.
Dios, tenía razón.
—No, no puedo. Es la mujer de mi vida, abuela. La quiero, y eso me
aterroriza…, pero no puedo negar lo que siento por ella.
—Entonces, ¡ve a por ella! No te queda mucho tiempo antes de que
suba a ese tren.

***

No encontré un vuelo a París que me permitiera tomar el mismo tren que


Charlotte. La única oportunidad que tenía era alcanzarlo en la parada que
hacía en Venecia, de camino a Roma, que, según el itinerario, era su destino
final. Eso significaba que, quizá, para cuando llegase, Charlotte ya habría
cumplido su deseo de dormir con un hombre (¿Blake?) en un tren por la
noche, ya que, al llegar a Venecia, ya sería por la mañana.
Era un riesgo que debía correr.
Una vez aterricé en Venecia, solo tenía que llegar a la estación de tren.
Dependía de si mi teléfono tenía cobertura e internet para encontrar la ruta
hacia la estación. Por algún motivo, no funcionaba y no encontraba a nadie
que hablase inglés para orientarme. Sí que podía mandar mensajes de texto,
aunque no tenía acceso a la red.
Nota mental: nunca confiar en Max cuando le pido que traduzca algo en
italiano para mí. En lugar de llegar a la estación, terminé en el burdel más
cercano.
«Recordatorio: retorcerle el pescuezo cuando llegue a casa».
Recuperé la cobertura, pero había perdido casi media hora. «Joder,
Max». Me la estaba jugando. Al fin, llegué a la estación de Santa Lucía.
Había dieciséis andenes y no sabía en cuál se encontraba el tren de
Charlotte. Al parecer, Venecia era la primera parada y también el destino
final de algunos pasajeros. Los que seguían hacia Roma permanecían en el
tren. No solo no tenía ni idea de si Charlotte estaba en el tren o no; tampoco
sabía si estaba sola. Tenía los nervios a flor de piel y el estómago revuelto.
Encontré a alguien que hablaba inglés y me indicó el andén donde
pararía el tren. Compré el billete a Roma y me abrí paso a través de la
estación, hasta el tren.
Mi mente daba vueltas. ¿Qué le diría? Pensé que tendría que preparar
dos discursos diferentes, según la situación. Las emociones me invadían
pero parecía incapaz de pronunciar palabra. Solo esperaba poder formular
algo coherente si tenía la oportunidad.
Justo a las 11:05, el tren llegó a la estación. Con el corazón a cien por
hora, observé una oleada de gente abandonar el primer vagón con sus
maletas.
Le entregué el billete al revisor, subí al tren, localicé mi asiento y esperé
impaciente. No quería hacer nada que me metiera en un lío antes de que el
tren arrancara porque imaginaba que no me echarían una vez estuviera en
marcha.
En cuanto salimos de la estación, me levanté de mi asiento y recorrí los
pasillos hasta llegar a los coches cama. Llamé a todas las puertas. Algunos
no me contestaron y otros me abrieron la puerta y me informaron (con muy
poca amabilidad) de que no conocían a nadie llamado Charlotte Darling.
«¿Estaba en el tren o no?».
Llegados a este punto, tenía bastante claro que prefería no encontrarla a
abrir una puerta y verla con otro hombre en una posición postcoital.
Mi corazón se detuvo un instante cuando llegué al último vagón, el del
restaurante. Estaba vacío, excepto por un bello ángel rubio sentado en una
esquina que comía un croissant y miraba por la ventana. Estaba sola.
Capítulo 37

Charlotte

El tren nocturno había sido un error. No había pegado ojo en toda la


noche. El movimiento se había combinado con mis propios nervios y me
había impedido descansar.
Viajar en un tren nocturno por Italia no era como había imaginado. Era
una experiencia solitaria y muy incómoda.
Echaba de menos mi casa.
«Echo de menos a Reed».
Y por triste que aquello me hiciera sentir, era la verdad.
Decidí ir al vagón restaurante para desayunar. Me senté cerca de la
ventana. Tenía todo el vagón para mí. Como todavía me apetecía comer a la
francesa, pedí un croissant y un café.
Me maravillé ante el precioso paisaje italiano que veía por la ventana.
Mis ojos se quedaron fijos en los campos y las cosechas, hasta que el reflejo
de un hombre que se parecía terriblemente a Reed apareció en la ventana.
Estaba alucinando.
«¿El queso provoca alucinaciones?».
Parpadeé. Seguía allí. Me volví a la izquierda y me llevé una mano al
pecho cuando lo vi.
«¿Reed?».
«¡Dios mío! ¡Reed!».
La boca le temblaba mientras me observaba.
—¿Estás sola? —preguntó.
Incapaz de formular palabras, me limité a asentir.
Sus hombros se movían de arriba abajo. Llevaba una barba de un par de
días y parecía cansado, como si hubiera cruzado Europa con una mochila.
Llevaba pantalones de color caqui y botas.
«¿Estoy soñando?».
—Parece que vas a la guerra —comenté.
—Eso pensaba yo —contestó y suspiró—. Pensaba que estarías con un
hombre.
—¿Has venido hasta aquí porque pensabas que estaba con un hombre?
—Sí. —Cerró los ojos—. Quiero decir, no. No lo sé. Creo que habría
venido de todos modos. Tengo muchas cosas que decirte, Charlotte.
—No puedo creer que estés aquí.
Al fin, se acercó, se sentó a mi lado y me abrazó.
Lo estreché entre mis brazos y empecé a llorar.
—Te he echado mucho de menos, Reed.
Respiró contra mi cuello.
—Preciosa, yo también te he echado de menos. —Entonces, se apartó,
me miró y añadió—: Bonnie Raitt tenía razón.
—¿Qué quieres decir?
Me miró fijamente y dijo:
—No puedes obligar a nadie a amarte. Pero también es verdad lo
contrario. Nada puede hacer que dejes de amar a alguien. He intentado con
todas mis fuerzas no amarte, Charlotte. Pero no puedo más. Te quiero, con
toda mi alma y mi corazón.
Las lágrimas me rodaron por las mejillas mientras me aferraba a su
cuello.
—Dios, Reed, te quiero muchísimo.
—¿Podemos ir a tu coche cama? —me susurró al oído.
La excitación me invadió.
—Sí.
Los dos nos levantamos enseguida de nuestros asientos y nos dirigimos
al coche cama. En cuanto cerramos la puerta, sus labios se posaron sobre
los míos. No soportaría que me dijera que no podíamos estar juntos. Lo
amaba, y no quería pasar ni un segundo más de mi vida lejos de él.
—Tengo tanto que decirte, Charlotte… —susurró sobre mis labios
mientras me devoraba—. Pero necesito estar dentro de ti para decirlo. Por
favor.
Asentí entre jadeos.
—Sí.
Me desabrochó con torpeza los vaqueros y lo ayudé a quitármelos sin
dejar de besarlo ni un solo segundo.
Cuando su miembro me invadió, yo ya estaba mojada. Me penetró hasta
el fondo de una sola embestida. Me follaba como si hubiera cruzado el
mundo entero solo para eso. Y, en cierto modo, así era.
Mis manos recorrían hambrientas su cabello despeinado y su barba de
tres días me irritaba la piel mientras él continuaba devorándome la boca.
Entonces, sin dejar de penetrarme, me susurró al oído:
—Te quiero, Charlotte. Te quiero mucho, y lo siento, pero no sé cómo
dejar de hacerlo. No puedo. Soy un capullo egoísta y te necesito a mi lado,
aunque eso acabe por arruinarte la vida. Te necesito mucho.
—Tú me has salvado la vida y no quiero vivir sin ti.
—Mientras siga respirando, no tendrás que hacerlo.
Volvió a callarse y se concentró en las embestidas, cada vez más fuertes.
La cama temblaba. El tren se movía, pero parecía que éramos nosotros
quienes hacíamos que avanzara. Nuestra primera vez en Texas me había
dejado sin aliento, pero en esta ocasión, me quedé sin palabras; fue
arrollador. El orgasmo llegó sin previo aviso, de repente. Empecé a gritar,
presa del éxtasis, y su cuerpo tembló antes de llenarme de su cálido semen.
Quizá esa vez me sentía distinta porque sabía a ciencia cierta que era
mío.
—¿Lo dices en serio, Reed?
Todavía dentro de mí, me besó el cuello y respondió:
—Nunca he hablado tan en serio. Lo quiero todo, Charlotte. Quiero
casarme contigo, quiero tener hijos contigo si eso es lo que quieres y quiero
darte todo lo que siempre hayas soñado.
Sus palabras hicieron que rompiera a llorar.
—¿He dicho algo que no te ha gustado? —preguntó.
—No, al revés. Soy muy feliz, Reed.
Nos miramos a los ojos y sonreímos. La felicidad de su rostro era un
espejo de la mía.
Lentamente, salió de mí y me acunó entre sus brazos, hablando contra
mi piel, besándome.
—Nunca pensé que lo de Allison fuese una bendición hasta que llegaste
tú. Si no me hubiera abandonado, jamás te habría conocido. Mi amor por ti
está más allá de lo que he sentido por nadie, Charlotte. No hay punto de
comparación.
—En parte, lloraba por lo que has dicho sobre tener hijos conmigo. Por
alguna razón, me asustaba que tuvieras reparos ante la idea de tener hijos. Y
al oírte decir eso… Es un sueño hecho realidad.
—Nunca hemos hablado de eso, pero siempre he sospechado que
querías niños —comentó.
—Sí, pero no más de lo que te quiero a ti.
—Bueno, pues yo te daré las dos cosas. Tendré que tener fe en que es la
decisión adecuada. Sabes que me preocupa poder cuidar de ti, y de nuestros
hijos, cuando lleguen. Pero no hay nada que quiera más que tener una
pequeña Charlotte contigo.
Las lágrimas volvían a anegarme los ojos.
—Soy muy feliz, Reed.
—Yo también. —Me besó y añadió—: Me muero de ganas de ver Roma
contigo. ¿Y si volvemos a París y pasamos algunos días allí, también?
—¿De verdad? —pregunté, con los ojos abiertos como platos.
—Quiero ver París contigo. Nunca he estado allí.
—¡Puedo enseñarte muchas cosas! Descubrí un montón de cafeterías y
pequeños rincones encantadores. ¡Y llenos de pan riquísimo y de queso
todavía mejor!
—¿Queso, eh? Vaya, ya me has robado el corazón.
Empecé a repasar lo que había sucedido en la última media hora.
—Un momento… ¿Qué te hizo pensar que estaba aquí con alguien?
—Iris. Me dio a entender que estabas viajando con Blake.
Cerré los ojos y tuve ganas de echarme a reír. Iris sabía perfectamente
no salía con Blake. Lo había dicho para poner celoso a Reed, y él se lo
había tragado por completo.
Tendría que darle las gracias.
Capítulo 38

Reed
Tres meses después

Las reuniones de trabajo con Charlotte siempre me distraían más.


No importaba que se hubiera mudado a mi apartamento y que durmiera
con ella cada noche. Cuando la tenía cerca, no podía concentrarme en nada
más. Pero hoy la sensación era especialmente fuerte, y sabía muy bien por
qué.
Iris sonreía sin parar cuando Charlotte y yo estábamos en la misma
habitación con ella. Mi abuela ya consideraba a Charlotte parte de la
familia. El domingo anterior, habíamos cenado con ella en Bedford, e Iris
había sacado mis antiguas grabaciones de cuando cantaba en el coro. Podría
haberle dicho que no lo hiciera, pero dejé que las escuchara; estaba tan
seguro de que Charlotte me amaba que sabía que nada de lo que viera, por
vergonzoso que fuera, cambiaría lo que sentía por mí.
El contable seguía hablando sin parar sobre los informes financieros
trimestrales, pero yo no oía ni la mitad de lo que decía.
Discretamente, abrí la carpeta donde guardaba mi lista de pendientes en
el ordenador y añadí un nuevo objetivo: «Casarme con Charlotte Darling».
Entonces, Charlotte me miró y, de inmediato, cerré el archivo. Aunque
no podía ver lo que escribía, tuve la sensación de que lo presentía.
Cuando la reunión terminó, tomé mi pluma y anoté en mi cuaderno:
De la oficina de Reed Eastwood

Charlotte, tómate el resto del día libre. Órdenes del jefe.

Deslicé la nota en su mano mientras los demás se marchaban. Charlotte


la miró y parpadeó, dubitativa.
—¿Qué te traes entre manos, jefe?
—He cancelado las reuniones de esta tarde. Vayamos a casa a descansar.
—¿Quién eres y qué has hecho con Reed? Has cambiado mucho, ya no
pareces el adicto al trabajo de antes.
—Tengo cosas mejores que hacer. Como, por ejemplo, estar contigo.

***

De vuelta al apartamento, Charlotte acababa de salir de la ducha cuando


decidí revelarle un par de sorpresas que había preparado.
—¿Recuerdas la primera propiedad que enseñamos juntos, en
Bridgehampton? La dueña era una artista que pintaba cuadros donde se veía
cómo se conocían algunas parejas.
—Sí, me gustó mucho.
—He buscado sus datos de contacto y le he pedido que nos pinte uno.
Abrió la boca.
—¿En serio? —Luego pareció reflexionar y dijo—: Espera, un cuadro
sobre cómo nos conocimos… No fue exactamente la experiencia más
romántica del mundo, más bien al revés. Será interesante.
—Sí, lo sé. Digamos que le conté una versión especial.
Me dirigí al rincón de la habitación, levanté la tela que cubría el cuadro
y se lo acerqué.
Rompí el papel de burbujas y lo desenvolví lentamente. Ni yo lo había
visto, porque quería sentir la misma sorpresa que Charlotte y al mismo
tiempo.
—¡Dios mío! —gritó Charlotte. Se tapó la boca y, luego, empezó a reír
sin parar.
Yo también me partía de risa.
La artista lo había hecho de maravilla: Charlotte y yo estábamos encima
de una tabla de surf, con un perro delante. Estábamos surfeando con un
perro. Su interpretación del rostro de Charlotte era perfecta. Le había dado
fotografías para que trabajara a partir de eso. En la pintura, yo estaba en la
parte de atrás de la tabla, tratando de agarrarme desesperado y con una
expresión aterrada, mientras que Charlotte se reía con despreocupación. Al
perro le colgaba la lengua de la boca y parecía que estuviera poseído por un
demonio. Era un clásico instantáneo y me encargaría de que estuviera en la
pared de nuestra casa, sin importar dónde viviéramos.
Charlotte no paraba de sonreír.
—En serio, es el mejor regalo que me han hecho jamás.
—Todavía no he terminado —dije.
—¿Ah, no?
Me froté las manos y me preparé para la próxima sorpresa.
—He pensado una cosa… Según la última vez que la vi, solo te queda
un objetivo de tu lista por cumplir.
Parpadeó mientras intentaba recordar de qué se trataba. Su cara se
iluminó.
—¡Ajá! Esculpir a un hombre desnudo.
—Sí. —Esbocé una sonrisa nerviosa—. Bueno, pues me gustaría ser tu
modelo.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
La habitación de invitados de mi apartamento se había convertido en el
taller de Charlotte. No tenía ni idea de si disponía del material necesario
para hacerlo, pero esperaba que sí.
—Estás loco…, pero me gusta la idea —respondió, resplandeciente—.
Me encantaría esculpirte.
—Pues aquí me tienes.
—No puedo creer que quieras hacerlo.
—¿Por qué no? Piénsalo, prefiero que me esculpas a mí que a cualquier
otro tío desnudo, ¿entiendes?
—Ya veo por qué lo haces.
—Y, además, estoy seguro de que esto terminará en una sesión de sexo,
así que tengo muchas ganas de empezar… y de terminar.
—Te voy a pedir que te quedes quieto durante mucho rato.
—Soy un modelo muy entregado. Me gustan los proyectos a largo
plazo.
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—A mí también, Reed.
Supe que no se refería solo a la escultura.
—¿Recuerdas la primera noche que vine a tu apartamento, cuando te
dije que Allison se había salvado de una buena?
—Sí.
Llevé las manos a sus hombros, la miré fijamente y añadí:
—Fui yo quien se salvó, Charlotte. No puedo imaginar cómo habría
sido mi vida si me hubiera casado con ella. Jamás habría sabido que mi
verdadero amor estaba ahí fuera. Lo que siento por ti va más allá de lo que
he sentido en toda mi vida. Incluso mi enfermedad… Todo tenía que pasar
por una razón, para que estuviera contigo. No cambiaría nada si eso
significara que podría encontrarte de nuevo. Siempre estaré agradecido a
Allison por dejarme, porque ahora sé que puedo amar mucho más de lo que
creía posible. Habría sido una tragedia si no me hubiera dado cuenta. Solo
espero poder hacerte tan feliz como tú a mí.
—Ya me has hecho la mujer más feliz del mundo. No sé si fue la magia
del vestido, el destino, Dios o cualquier otra cosa, pero algo me llevó a ti.
No hubo ni un instante en que dudara de que mi destino era encontrarte y
ser tuya. Siempre he sentido tu amor por mí, incluso cuando tratabas de
luchar contra tus sentimientos con todas tus fuerzas. Eso me impulsó a no
darme por vencida. Nunca me daré por vencida contigo, Reed, nunca.
Estaré contigo hasta el final, porque es lo que quiero. ¿Me entiendes?
—Ahora sí, preciosa. Ahora lo sé.
—Bien.
Sonreí.
—¿Vamos a tu taller?
—Vamos.
Charlotte encendió la luz y empezó a organizar los materiales.
—Normalmente solo esculpiría el torso, pero me encantaría hacer una
escultura de tu cuerpo entero. Sobre todo, de lo que hay por debajo de esa
cintura.
—¿Quieres hacer un molde de mi pene? ¿Estás segura de que tienes
suficiente barro? —bromeé.
—Haré lo que pueda.
—Si necesitas que se me ponga dura, solo tienes que quitarte la camisa.
Es lo mínimo que puedes hacer si vas a tenerme en pie y desnudo durante
una hora. Yo también tengo que entretenerme, ¿sabes?
Para mi sorpresa, eso hizo, y aceptó esculpirme con sus preciosos
pechos desnudos al aire.
Era fascinante observarla tan concentrada. Había colocado un enorme
pedazo de barro en un tubo metálico y utilizó lo que parecía una espátula
para suavizarlo.
En un momento dado, dijo:
—Necesito más agua, vuelvo enseguida.
Ahora o nunca. Era la ocasión ideal para poner en práctica mi plan. Pero
tenía que mantenerme erecto para que funcionara.
«Sigue con la polla dura. Es imprescindible».
No era fácil sin Charlotte y sus espléndidas tetas delante. Me metí la
mano en el pantalón, saqué la bolsita de terciopelo y até los cordeles con un
nudo. La deslicé por mi miembro, todavía erecto, y dejé que la bolsita
colgara de él como si fuera un adorno navideño.
Cuando regresó, recuperé mi pose y esperé a que reparara en el nuevo
detalle.
Unos segundos después, miró hacia abajo.
—¿Qué es eso?
—¿Qué quieres decir?
—Esa bolsita negra que cuelga de tu polla.
Contuve una risa y contesté:
—No sé de qué hablas.
Charlotte negó con la cabeza.
—Reed…
Miré hacia abajo.
—¡Ah, sí! —Incliné la cabeza, tentándola—: ¿Por qué no te acercas a
echar un vistazo?
Se limpió las manos y se acercó poco a poco. Con cuidado, retiró la
bolsita de mi pene.
—¿Qué hay dentro, Reed?
Le arrebaté la bolsita y dije:
—Aunque esculpirme desnudo completa tu lista por ahora, hoy he
añadido un objetivo bastante importante en mi lista sin el cual mi vida no
estaría completa. —Me arrodillé, abrí la bolsita y extraje un anillo de
compromiso con un diamante de dos quilates en forma de lágrima—:
Charlotte Darling, ¿te gustaría ayudarme a hacer realidad el último deseo de
mi lista? ¿Quieres casarte conmigo?
La mano me tembló al ponerle el anillo en el dedo. Charlotte
permaneció quieta. Me miró y le ofrecí una sonrisa tranquilizadora; me
negaba a creer que fuera un síntoma e intenté convencerme de que se debía
a la emoción del momento.
«Ahora no, joder».
Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡Sí, sí! Claro que sí.
Todavía desnudo, levanté a mi hermosa prometida desnuda en el aire.
—Acabas de convertirme en el hombre más feliz de la Tierra.
—No puedo creer que hayas logrado que no me enterara de esto hasta
ahora.
—No ha sido muy duro.
—Tú sí que estás duro… —contestó ella, tirando de mí.
Epílogo

Charlotte
Veintiséis años después

Unas lámparas resplandecientes iluminaban la villa rústica adornada con


centros florales enormes. Telas románticas descendían desde el techo para
completar un ambiente propio de un cuento de hadas.
Miré hacia la pista de baile y no puede evitar desear que Iris estuviera
allí, en la boda de su tataranieta.
Emocionada, extendí la mano para tomar la de Reed mientras
contemplábamos a nuestra hija Tenley Iris y su flamante esposo, Jakem,
bailar al son de «What A Wonderful World», el clásico de Louis Armstrong.
Con su pelo y ojos oscuros, Tenley tenía los rasgos de su padre,
mientras que nuestro hijo, Thomas, se parecía más a mí, rubio y con los
ojos azules. Miré hacia la mesa principal. Sentado al lado de su tío Max,
Thomas sonreía mientras observaba a su hermana mayor bailar con su
nuevo marido. Era agradable que hubiera venido a pasar el fin de semana
con nosotros, un descanso de sus estudios en la Universidad de Brown.
En la otra esquina de la estancia, estaban mis dos hermanos, Jason y
Justin, con sus familias. A lo largo de los años, nos habíamos seguido
viendo y pasábamos muchas vacaciones en Texas. Jamás supe quién era mi
padre biológico. Mis hermanos me dijeron que mi madre les había contado
que era un muchacho de paso por su pueblo y que se mudó poco después. A
pesar de que Reed le pidió a su detective privado que investigara, jamás lo
localizamos.
Cuando el baile terminó, el DJ anunció que había llegado el momento
del baile entre padre e hija. Se me puso la piel de gallina.
Miré a Reed.
—¿Listo?
—Sí —respondió sin vacilar.
Tenley se acercó y le ofreció las manos a su padre, quien lenta y
cuidadosamente se levantó de su silla de ruedas. Todavía podía caminar y
moverse, pero, cuando pasaba mucho tiempo de pie, necesitaba descansar.
Sabía que había guardado todas sus energías ese día para el baile. En la
iglesia, un poco antes, ya había hecho un gran esfuerzo emocional y físico.
Mi apuesto marido nos había sorprendido a todos al ofrecernos el
espectáculo que siempre había soñado: había cantado con el coro de la
iglesia durante la ceremonia. De hecho, incluso había cantado su propio
solo.
A lo largo de los años, la esclerosis múltiple se había manifestado cada
vez más, pero no había robado a Reed ni un ápice de su espíritu y de su
determinación. Había días buenos, en los que se sentía más fuerte que otros,
y, en conjunto, los días buenos superaban a los malos. Pero, por mucho que
quisiéramos, ya no podíamos ignorar la enfermedad.
Cuando empezó a sonar «Dream A Little Dream», de Cass Elliott, me
emocioné. Tenley la había escogido porque esa era la canción que Reed le
cantaba cuando era pequeña.
Con las manos entrelazadas, bailaron juntos al ritmo de la música. Reed
hacía todo lo que estaba en su mano para no demostrar el esfuerzo que
aquello le suponía. Me emocioné muchísimo al contemplar la escena.
Significaba mucho para él; era lo último que había añadido en su lista de
cosas pendientes: bailar con Tenley el día de su boda.
Así que este baile lo era todo.
Las lágrimas me cegaron. Los invitados aplaudieron y vitorearon con
fuerza cuando el baile terminó. Reed caminó junto a su hija hacia mí y los
tres nos fundimos en un abrazo.
Luego, Reed volvió a su silla. Sabía que había empleado hasta el último
ápice de energía que le quedaba en el cuerpo en ese baile, y necesitaba
descansar. Había decidido bailar con su hija aunque fuese lo último que
hiciera en este mundo.
Tenley se marchó y nos dejó a los dos a solas.
Me incliné para besarlo.
—Lo has hecho muy bien.
Sonrió con travesura.
—¿Sabes cómo me gustaría terminar el día?
—¿Cómo?
—Contigo encima de mí.
«Algunas cosas nunca cambian».
—¿Sexo sobre ruedas? —pregunté con una sonrisa.
Ambos nos echamos a reír. Reed me había contado aquel encuentro con
el chico en Central Park que tanto le había impresionado años atrás. A
menudo, bromeábamos con el «sexo sobre ruedas» cada vez que tenía que
utilizar la silla. Y de hecho, habíamos disfrutado de sesiones de «sexo sobre
ruedas» muchas veces.
Tenley se agarró la falda del vestido mientras corría con decisión hacia
mí.
—Mamá, no quiero bailar con la nota en el vestido. No quiero que se
estropee. ¿Puedes desengancharla?
—Claro.
Levanté con sumo cuidado la tela y tomé la nota que había prendida.
Su «algo azul» era la nota que Reed me había dado el día de nuestra
boda, la misma que yo había llevado prendida en mi vestido de novia.
—Gracias, mamá.
Se inclinó y le dio un beso a mi padre antes de salir de nuevo hacia los
brazos de su marido.
Mientras Reed contemplaba a su hija bailar, sonreí al ver su expresión
orgullosa. Antes de guardar la nota en mi bolso enjoyado, la leí y los
recuerdos me invadieron.

De la oficina de Reed Eastwood


Para mi único y verdadero amor, Charlotte:

No necesito la ayuda de un poeta para expresar mi amor por ti,


pero jamás podré expresar lo que siento por ti en un par de frases.
Ni en sueños podría haber imaginado el amor que ahora palpita en
mi corazón, hoy. Eres mejor que mis sueños más salvajes. Mi
amor por ti es infinito. Lo eres todo para mí. Todo.

Tu amor,
Reed
Agradecimientos

En primer lugar, gracias a todas las blogueras que siempre hablan con
entusiasmo sobre nuestros libros. Os estamos eternamente agradecidas por
lo que hacéis. Vuestro trabajo es lo que ayuda a crear expectación entre los
lectores y logra que lleguemos a gente que quizá jamás habría oído hablar
de nosotras.
Para Julie: gracias por tu amistad, tu apoyo diario y tus ánimos. ¡Nos
morimos de ganas de leer más de tus maravillosos libros!
Para Luna: ¿qué haríamos sin ti? Gracias por estar ahí, día sí y día
también, como nuestra amiga y mucho más, y por bendecirnos con tu
increíble talento creativo.
Para Erika: gracias por tu amistad, tu amor y apoyo. Tu ojo de águila es
bastante fantástico también.
Para nuestra agente, Kimberly Brower: gracias por trabajar
incansablemente para que este libro llegara a ser realidad. Tenemos la gran
suerte de llamarte amiga, además de agente. El año próximo traerá cosas
muy buenas y estamos muy agradecidas de que siempre estés a nuestro
lado.
Para nuestra estupenda editora en Montlake, Lindsey Faber, y para
Lauren Plude y todo el equipo de Montlake. Gracias por trabajar tanto para
aseguraros de que Un hombre para un destino se convertía en el mejor libro
posible. Ha sido un verdadero placer trabajar con todos vosotros.
Para J. Iron Word: gracias por dejarnos utilizar la hermosa cita que
inspiró esta historia.
Y, finalmente, pero no por ello menos importante, sino ¡todo lo
contrario!, gracias a nuestros lectores. Seguimos escribiendo porque queréis
leer nuestros libros. Nos encanta sorprenderos y esperamos que hayáis
disfrutado de este libro tanto como nosotros lo hicimos escribiéndolo.
Gracias como siempre por vuestro entusiasmo, amor y lealtad. ¡Os
adoramos!

Con mucho cariño,


Vi y Penelope

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Vi y Penelope
Sobre las autoras

Vi Keeland es autora best seller del New York Times, el Wall Street Journal
y el USA Today. Sus títulos se han traducido a más de veinte idiomas.
Vi reside en Nueva York con su marido y sus tres hijos, donde vive su
propio felices para siempre con el chico al que conoció cuando solo tenía
seis años.

Penelope Ward es autora best seller del New York Times, el Wall Street
Journal y el USA Today. Creció en Boston con cinco hermanos mayores y
fue presentadora de televisión durante varios años. Penelope vive en Rhode
Island con su marido, su hijo y su preciosa hija, que tiene autismo. Es
autora de más de quince novelas.
Gracias por comprar este ebook. Esperamos
que hayas disfrutado de la lectura.

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Womanizer
Evans, Katy
9788417972271
240 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

A veces, la vida tiene sus propios planes.

Cuando conseguí unas prácticas de verano en Carma Inc., no esperaba


conocer al hombre que pondría mi vida patas arriba: Callan Carmichael, el
mejor amigo de mi hermano, mi jefe y el mujeriego más conocido de
Chicago. Sé que no viviremos un "felices para siempre", pero, durante los
próximos tres meses, será solo mío.

"Si os gusta la novela romántica, no dejéis escapar este libro. Estoy segura
de que os gustará tanto como a mí."
Harlequin Junkie

"Una historia de amor intensa, adictiva y sexy. ¡Tenéis que leerla!"


Addicted to Romance

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Las zapatillas de Jude
Shen, L. J.
9788417972035
352 Páginas

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"Nunca, nunca te acuestes con tu jefe."

Célian Laurent es el hombre más deseado de Manhattan, heredero de una


rica familia y mi nuevo jefe.

Yo podría haberle causado una buena impresión, de no ser porque hace un


mes nos acostamos juntos y le robé la cartera.

Pero mi vida no es perfecta como la suya y necesito este trabajo, así que
haré todo lo posible por evitar a Célian… y la tentación.

"Un romance perfecto ambientado en el trabajo con un héroe arrogante que


ojalá hubiera escrito yo."
Laurelin Paige, autora best seller

"Las zapatillas de Jude es una novela llena de pasión con unos personajes
que amarás y odiarás a partes iguales."
Harlequin Junkie

Cómpralo y empieza a leer


Pecado (Vol.1)
Evans, Katy
9788417972004
344 Páginas

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Nadie dijo que fuera un santo

Este es el reportaje que he querido escribir toda mi vida. Su protagonista:


Malcolm Saint.
Pero, a pesar de su apellido, el empresario más rico y codiciado de Chicago
no tiene nada de santo.
Malcolm esconde secretos muy oscuros y estoy decidida a desenmascararlo
para salvar mi puesto de trabajo.
Pero nunca creí que sería él quien revelaría mi verdadero yo…

"Esta será tu nueva adicción. Una historia de amor tórrida, lujosa y tierna
que me ha tenido en vilo toda la noche."
Sylvia Day, autora best seller

"Si quieres una lectura divertida, superadictiva y excitante, este es el libro


que estabas buscando."
Vilma's Book Blog

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Pecado (Vol.2)
Evans, Katy
9788417972028
336 Páginas

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Jugué con su fuego… y me quemó para siempre

Para mí, Malcolm era un encargo más.

Debía desvelar su verdadera identidad, sus secretos más oscuros, pero el


corazón se impuso a la razón y, pronto, caí en el pecado.
Malcolm es como una droga para mí, y yo soy adicta a él.

Ahora que la verdad ha salido a la luz, ¿volverá el hombre más codiciado de


Chicago a confiar en mí?

Descubre el desenlace de la apasionada historia de amor de Malcolm y


Rachel

"La tensión sexual entre Malcolm y Rachel es increíble. ¡Yo también quiero
mi propio Malcolm Saint!"
Monica Murphy, autora best seller

"¡Muchísimas gracias, Katy Evans, por otra historia que, sin duda,
conservaré siempre en mi estantería!"
Harlequin Junkie

Cómpralo y empieza a leer


Pecado (Vol.3)
Evans, Katy
9788417972059
128 Páginas

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Desde el momento en que lo vi, supe que nunca me cansaría de pecar

Tras superar nuestros problemas, Malcolm Saint y yo estamos viviendo


nuestro cuento de hadas.

El hombre más codiciado y mujeriego de Chicago quiere dejar atrás su


pasado y pasar el resto de su vida a mi lado.

Parece que Saint está preparado para sentar la cabeza, pero ¿será una sola
mujer suficiente para él?

"Una novela corta dulce y sexy que hará las delicias de los lectores de Katy
Evans."
SmexyBooks

"Los fans de la serie Pecado disfrutarán con el "Y vivieron felices y


comieron perdices" de Rachel y Saint".
Harlequin Junkie

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