Está en la página 1de 2

Parte de esta enorme locura (Fernando Rabossi)

La primera vez que fui a la cancha tenía siete años. Miércoles de noche. Metropolitano del
‘77. Boca vs. Argentinos Juniors. Dos a uno. Un pendejo de camiseta roja nos metió dos goles:
Maradona se llamaba. La cancha de noche siempre me encantó, creo que por lo que me quedó de
ese día: los tipos chiquititos corriendo atrás de un puntito blanco, la velocidad del evento, el estar
con mi viejo y mi hermano. Desde entonces fui creciendo con el Diego. Tenía diez años más que yo,
nada más. Ya estoy viejo, pero él se nos fue joven.
Después vino a Boca y fue una alegría, con Brindisi adelante. Campeones. El mismo
campeonato en el cual San Lorenzo se fue al descenso. Y después o antes, no se: Japón. Con el
brillo y la promesa de que en España y el Mundial, pero no sé porque no fue o sí fue no entró. Me
acuerdo de una foto en una de esas revistas tipo noticias y moda, tomada de arriba (hoy diría que
desde un drone): el Diego de uniforme en el servicio militar.
Después sólo me acuerdo de él en el 86. México. Mi primer sobrino: Pablo. Nació en el
partido con Italia. Yo estaba en casa, solo. Mi vieja con mi hermana, pariendo y el resto de la
familia ni sé. Pero me acuerdo del gol del empate del Diego, de zurda por la izquierda en una
posición imposible. Justo ahí nació Pablo: 5 de junio de 1986. Después fueron los partidos en la
casa de Solarz, mi hermano. Y el partido contra Inglaterra: la alegría infinita. La alegría infinita. La
esperanza que todos tenemos viendo fútbol o jugándolo: que el que juega, resuelva. Que el que sabe
patear tiro libres, la meta. Que el que gambetea, gambetee. Pasa a veces, no siempre. Con el Diego
pasaba. Y en el 86 pasó. Todas las veces. Y fuimos campeones.
Ahí vino Nápoles. El mundial 90 y casi campeones. El 94 en Estados Unidos, después de
remontarla. El antidoping y la efedrina y el primer silencio colectivo que sentí en una ciudad
después de la noticia de que el Diego estaba afuera. El ómnibus andando lleno; en silencio. La
ciudad andando; en silencio. Nunca el silencio fue tan abrumante. Lo volví a sentir en 2014 en Rio
de Janeiro después del 7 a 1 con Alemania. Nada que decir. Nada que comentar. Silencio.
Después fueron los flashes. Detención mediática. Tiros de aire comprimido. Bardo. Familia.
Recuperación. Sudáfrica y la esperanza de que ahora como DT. Messi y la magia, pero no.
Cuba. Las protestas. Conocer las apuestas contra el negocio del fútbol. Las películas. El ego
de Kusturica tan grande como el del Diego: la misma esencia. La tele. Las películas. Las notas. Los
libros.
Vivo afuera de Argentina hace mucho tiempo y se que la distancia nos protege del desgaste
cotidiano, de las pequeñas miserias y rabias. Algo que también ayuda a dimensionar la reacción
antimaradoniana: la rabia de tener a un pobre hijo de puta como el argentino más conocido del
mundo. Rabia sincera y profunda. Pero principalmente, producto del hecho de que el pobre
hijodeputa opinara. Que pensara que por hacer goles podía pararse enfrente de una manifestación
criticando al imperialismo americano. “Hoy, cuando todos defienden a Estados Unidos, yo defiendo
lo de Cuba… No me sale, no me encanta quedar bien. Para mi sería mucho más fácil decir “Bueno,
dejar tranquilo a Estados Unidos.” Pero los americanos dejaron que se maten los yugoslavos,
porque no hay petroleo. Si no, se hubieran metido antes. Ordenan la matanza en Afganistán, y en
todos lados. Y esto me pone mal. Me pone mal porque estamos mirando como matan a la gente por
televisión hoy y los únicos que lucran son los de la CNN, los del FOX….” (Maradona, por Emir
Kusturica, 8:57)
Sí. El Diego pensaba. Desprolijo. Intuitivo. Hay una honestidad que es difícil de mantener
cuando se llega arriba. El brillo del talento y la fama nunca lo llevó a repetir que el mundo era
brillante, como muchos quisieron hacerlo creer. Pero por sobre todas las cosas, el Diego no se
domesticaba. Un maldito cabrón provocador, contestatario, crítico y transgresor. Un maldito
transgresor que opinaba y cuya transgresión no lo domesticaba. La merca y el alcohol nos
domestican. A él no. Lo mató pero no lo domesticó. En tiempos de business y sponsors, mantenerse
lúcido es un desafío.
Habrá miles de personas despidiéndose. Miles de miles. Tapa de todos los diarios en todo el
mundo. La pregunta que me formulo es: ¿quiénes son estás figuras que se cruzan en nuestras vidas
y que nos conmueven? ¿Qué nos tocan? ¿Qué representan?
Me imagino que cada generación y cada lugar tiene sus íconos y sus entusiasmos. Como
argentino creciendo en los 80s, el Diego y los Redondos son aquellos que me conmovieron como
generación. Me convocaron. Me hicieron sentir parte de algo. No es nación. No es partido. No es
sensibilidad. Es haber participado de algo grande en lo que esos cabrones nos incluyeron. Yo qué sé
qué fue lo que inventaron o que nos inventamos, pero es de una maldita potencia que sacude
espacios y generaciones. Para otros serán otras figuras. Para mi el Diego fue una de ellas.
También estoy triste. Y feliz por haber sido parte de esta enorme locura.

También podría gustarte