Está en la página 1de 1

En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte para que apartes esta pandemia.

Pero, al mirarte, solo pude sentir vergüenza.


No merezco, Señor, tu perdón, ni tu amor, ni tu salvación.
Solo puedo pedirte:
«Ayúdame, Señor, a dirigirme a ti desde lo profundo.
Me postro ante ti con dolor, para, como aquel buen ladrón,
pedir tu perdón con todo mi ser».

Me cuesta entender que, después de lo que he hecho contigo, Tú, mi Dios y Señor,
quieras ser el Esposo del Cantar de los Cantares que, desde la cruz, me dice:
«Alma mía, ven a mí»…
y clama, desde el patíbulo, con fuerza:
«Tengo sed de ti, sed de que tú, alma mía, tengas sed de mí.
Mírame, que por ti muero, y eternamente viviré, para estar siempre contigo».

─ Pero, Señor, yo con mi lengua he difamado, he juzgado…


He dividido tu Cuerpo en pedazos con mis pecados.
Mis ojos han manchado el aposento que tú pusiste en mi cuerpo para morar en mí.
Mi alma está marchita, sucia con tanto lastre.
Y aún me extravías y confundes más cuanto más dolor siento,
pues más amor percibo al oírte decir al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen».

«Muchos pecados os han sido perdonados porque habéis amado mucho».


Son palabras tuyas y testimonio de amor, misericordia, compasión…
Palabras que, con tu muerte en la cruz, defines en un acto:
que jamás habrá Esposo que ame a nadie como lo haces Tú.

Gracias por rescatarme, entregando por mí hasta tu última gota.


Gracias por enseñarme a amar, uniéndonos a todos en Ti.
Gracias por dejarme todo tu ser en la Eucaristía.
Gracias por entregarme lo que más querías: a Tu Madre.

Y yo esta tarde Te tomo como la mayor recompensa de mi vida.

También podría gustarte