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Bueno – Aniversarios: 1848-1948

Aniversarios: 1848, 1948

Gustavo Bueno

En este año 2008 se celebran, entre otros, dos aniversarios: el 160 del Manifiesto
Comunista y el 60 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos


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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008, p. 2, http://nodulo.org/ec/2008/n082p02.htm (27/01/16)
G. Bueno – Aniversarios: 1848-1948

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No tengo noticia de que, al menos de un modo reiterado, se hayan puesto en
relación los aniversarios del Manifiesto Comunista (1848) y de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos (1948).
He escuchado, sin embargo, una alusión de pasada al asunto. Un periodista
español –cuyo nombre no viene al caso, buen periodista y tertuliano habitual en los
canales de mayor audiencia de televisión, y, por más señas, de orientación claramente
socialdemócrata (disculpa a Zapatero cuando no puede defenderlo de los ataques de sus
contertulios)– subrayó el otro día, comentando la elección de Cayo Lara como sucesor
en la secretaría general de Izquierda Unida de Gaspar Llamazares (a quien acusó de una
gestión entreguista a los intereses del PSOE), que el nuevo secretario general, chapado a
la antigua, se había presentado en público anunciando la posibilidad de una huelga
general frente al gobierno socialdemócrata. El tertuliano vino a decir: «El Sr. Lara
parece dispuesto a enarbolar de nuevo el Manifiesto Comunista, olvidando que, tras la
caída de la Unión Soviética, el Manifiesto Comunista de 1848 ha dejado de ser la guía
de la humanidad, puesto que su función ha sido asumida por la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948.»
Los demás tertulianos escucharon atentamente estas palabras, pero no hicieron el
menor comentario, acaso porque les cogió de sorpresa, o porque les daba pereza entrar
en un debate teórico en los últimos minutos de la tertulia.

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Me parece muy oportuno poner en relación estos dos aniversarios en los días de
crisis universal que comenzamos a atravesar. De «crisis del capitalismo», dirán los
nostálgicos del Manifiesto; de «crisis de las empresas monstruosas y mal gestionadas»,
dirán los devotos de la Declaración, a la que consideran como el faro deslumbrante que
el humanismo, capitalista o socialdemócrata, logró encender, tras su victoria en la
Segunda Guerra Mundial, para iluminar el futuro.
Pero el contenido de la relación me parece disparatado, aunque no por ello, sino
precisamente por ello, menos sintomático del estado casi agónico de la ideología
política o, si se quiere, de la filosofía mundana, que domina en los escenarios públicos
de nuestros días.
Y digo esto porque la comparación que nos ocupa viene a presuponer que la
Declaración (copiosamente conmemorada en este diciembre, sesenta aniversario, el
diciembre de la crisis, hasta el punto de haber conseguido eclipsar al otro aniversario)
puede tomarse hoy, en la época del comienzo de la crisis mundial, como el verdadero


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sustituto del Manifiesto Comunista, que habría que considerar como un fósil que yace
entre los escombros del Muro de Berlín y de la propia Unión Soviética.
Para un socialdemócrata que, huyendo de las revoluciones violentas, se acoge a un
gradualismo infalible, que se alimenta de la idea de la armonía universal entre la
Naturaleza y el Género Humano, la caída de la Unión Soviética y, con ella, del prestigio
del Manifiesto Comunista, no constituiría motivo alguno de lamentación (¿acaso no
habían acusado los comunistas a la socialdemocracia alemana, «aristocracia del
salario», de socialfascista y precursora del nacionalsocialismo?). Ebrio de humanismo
ilustrado, progresista-gradualista, armonista-ecologista y crítico tenaz, nuestro tertuliano
se suma al amplio consenso universal que ve, cada vez con mayor evidencia, a la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 como las nuevas Tablas de la
Ley que el Género Humano, y no Yahvé, se ha dado a sí mismo como guía suprema
para su futuro, a través de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Porque se da por supuesto que la Asamblea General de la ONU viene a ser algo
así como el Consejo Supremo del Género Humano. Lo que ella prescribe será bueno. Lo
que prohíba será malo. Y aquello sobre la cual ella no decide, será dudoso. Si la
Asamblea General de la ONU se opuso, aunque tardíamente, a la Segunda Guerra del
Irak, la Guerra del Irak será monstruosa; como lo serán los gobiernos que colaboraron
en ella; si la Asamblea General de la ONU autoriza o bendice la Guerra de Bosnia o de
Afganistán, la Guerra de Bosnia o de Afganistán serán guerras justas y necesarias, hasta
un punto tal de que ya no se llamarán guerras, sino «misiones de paz» contra el
terrorismo, el que atenta precisamente contra los derechos humanos, y se buscará juzgar
a sus dirigentes como autores de crímenes contra la Humanidad.

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La Declaración Universal de los Derechos Humanos estuvo concebida desde una
perspectiva estrictamente práctica, determinada principalmente por las «Potencias
occidentales» (de economía capitalista, aunque a veces se llamasen socialdemócratas)
vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, aliadas coyunturalmente con la Unión
Soviética y con China, sus enemigos irreconciliables (precisamente los que se
«replegaron» ante la Declaración, junto con muchos países islámicos). En la medida en
la cual, tras la Guerra Fría, el comunismo fue suavizándose, hasta derrumbarse en la
URSS y transformarse en China, la Declaración de los Derechos Humanos fue
ampliando los límites de su influencia y llegó a alcanzar, al menos en el papel, la
universalidad.
Pero en ningún caso la Declaración de 1948 puede considerarse como «la
expresión de las normas que el Género Humano, a través de la Asamblea General, se
dio a sí mismo». No sólo Jeremías Bentham, sino también el Papa Pío VI condenaron la
Declaración precursora de los revolucionarios franceses. Pero la Asamblea General de


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la ONU de 1948 no tenía títulos más válidos para dirigirse urbi et orbi a los que tenían
los franceses de 1789.
Cuando un grupo humano, por importante que sea, asume la representación del
Género Humano, lo que hace es, en rigor, disolver su verdadera representación
específica (nacional, social, política, religiosa) en el agua regia del género, lo que hace
es anegar la especie en el género. Al decidirse a hablar en nombre de la Humanidad y de
sus derechos fundamentales, lo que se hace en realidad es eludir la cuestión de cuáles
sean los auténticos motores específicos e históricos que inspiran tales derechos, y contra
qué otros se establecen; eludir eventualmente la responsabilidad de quienes intervienen
en el proceso. «Todos los hombres tienen los mismos derechos humanos, del mismo
modo a como todos los humanos –chinos, indochinos, negros, caucásicos, árabes,
judíos, cristianos, amerindios, proletarios, burgueses, sabios, ignorantes...– tienen cinco
dedos.» Solo que los cinco dedos de un chino o los de un caucásico se mueven de
distinto modo, y no tanto por razones de raza sino de cultura. A algunos hombres los
cinco dedos les permiten desplegar en el piano una sonata de Mozart; a otros hombres
los cinco dedos les sirven para agarrar una maza y hacer añicos el teclado del piano. El
humanismo equipara democráticamente a genios y a imbéciles, a capitalistas y a
comunistas, a buenos y malos.
Todos somos hombres, todos tenemos los mismos derechos humanos. «Todo ser
humano tiene derecho a un tribunal de justicia». Pero, ¿y qué ocurre cuando la sociedad
no tiene tribunales de justicia, o los mantiene degradados? Según esto los autores de la
Declaración, al apelar a los derechos humanos naturales, no hacían otra cosa sino borrar
todo rasgo específico. «Todos los hombres nacen iguales, con abstracción de sexo, raza,
lengua, religión...», es decir, todos los hombres, salvo excepciones patológicas, nacen
iguales con sus cinco dedos. De este modo se desvirtúa la igualdad que se buscaba entre
los hombres, y que no consiste en suponer que hay una igualdad primaria, previa a las
diferencias de sexo, lengua, religión, &c.
La igualdad no es una relación, sino la característica de una función definible por
tres propiedades de relaciones, la simetría, la transitividad y la reflexividad. Y por eso
carece de sentido cuando no se determina la materia o el parámetro de la función. La
Declaración de los Derechos Humanos, al formular su artículo sobre la igualdad
primaria, presupone que los derechos son anteriores a cualquier especificación histórica
del género humano, y con ello atribuye a los hombres, ahistóricamente, en abstracto,
antes de la Historia, esos derechos. Lo que no se sabe bien es si la Declaración de los
Derechos Humanos está definiendo al hombre antecessor, o al australopiteco, sin
lengua, sin religión, sin cultura, &c., o al hombre actual. ¿Y dónde está la línea
divisoria?
Ahora bien, la igualdad de los hombres se refiere antes a instituciones que no son
naturales, sino históricas. Sería ridícula una norma que dijera: «Todos los hombres
tienen derecho a tener un hígado», o «Todos los hombres tienen derecho a tener dos
hileras de dientes», o bien «Tienen derecho a desplazarse libremente sobre la superficie


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de la Tierra». ¿Quiere esto decir que un hombre que nace sin brazos, sin ojos, o bien
pegado a un siamés, tienen derecho a una prótesis o a ser despegados de su hermano?
¿De dónde nacería ese derecho? En cualquier caso, tal derecho no sería natural. ¿Acaso
no es natural el desarrollo siamés del cigoto? ¿O habría que interpretarlo como una
broma siniestra de la «Madre Naturaleza»?
Los treinta artículos de la Declaración fueron concebidos, sin duda, más bien
como un minimum de normas perentorias de conducta ante las personas individuales,
normas acordadas por consenso entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial,
que sirvieron para dar criterios que limitasen, desde una perspectiva ética (es decir,
orientada a proteger las vidas de los individuos de carne y hueso), los monstruosas y
criminales excesos que se habían ido dando a conocer a lo largo de la Guerra, teniendo a
la vista, ante todo, el trato a los prisioneros, los campos de concentración de los nazis, la
brutalidad de los japoneses, pero también mirando de reojo al Gulag de los aliados
soviéticos, que acababan de entrar en Berlín.
La inspiración de las normas de la Declaración de Derechos Humanos derivaba
sin duda de la preocupación e incertidumbre ante el modo de tratar a los individuos
anónimos, a las «personas cualesquiera», sin tener en cuenta sus condiciones, que la
guerra había mezclado, de raza, sexo, nacionalidad, religión, clases social... Se trataba
de establecer los criterios inmediatos (aunque generalizables en todo momento) según
los cuales atender a las personas recién liberadas de los campos de exterminio, a los
prisioneros, a los desplazados, a fin de cuidarlos en hospitales, distribuir alimentos...
Ahora bien: tanto la Medicina como la Enfermería son «disciplinas»
esencialmente «nominalistas», individualistas, por cuanto la finalidad de sus
operaciones equivale a una «aplicación» unívoca a la derecha: la alimentación o la
medicación, que van dirigidas a las bocas de los individuos o a sus venas (la llamada
«medicina social», como el «alimento poblacional», son sólo metáforas), a fin de
facilitarles el retorno a la vida civil. Pero los redactores de la Declaración estaban
apremiados, sin duda, por una situación muy parecida a la de las enfermeras ante
millones de individuos famélicos, torturados, humillados, tullidos, &c., que era preciso
atender día a día, según criterios uniformes y universales.
Se trataba seguramente de establecer por consenso una relación de deberes básicos
y universales que los vencedores o supervivientes de la Guerra Mundial creían tener que
asumir ante los millones de prisioneros fugitivos o ciudadanos en general (mirando de
soslayo a quienes todavía permanecían en el Gulag, o en la pobreza propia de los
contemporáneos primitivos colonizados por el imperialismo de los vencedores, cuyas
formas estaban agonizando con la Guerra).
El sentimiento de estos deberes «nominalistas» fluía sin duda de la tradición
«occidental», eminentemente cristiana, y con esto queremos decir, que no fluía de
tradiciones «asiáticas», en la línea de Gengis Khan o de los tártaros (en la que,
silenciosamente, englobarían acaso algunos al estalinismo). Pero el internacionalismo y
cosmopolitismo de la situación mundial de la inmediata postguerra, con cuerpos de


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ejércitos extranjeros controlando las más diversas y extensas áreas del Globo, requerían
una exquisita neutralidad religiosa o política en el momento de definir sus criterios y sus
deberes. No cabía apelar, por ejemplo, a la caridad cristiana, porque también los judíos,
los budistas o los musulmanes estaban implicados; sólo cabía adoptar una perspectiva
estrictamente «ética», y aún así no era fácil encontrar una perspectiva neutral, apelando
a la conciencia de los vencedores, o al imperativo categórico de los hombres en general.
En cuanto a la conciencia: la última década (a contar desde los procesos de Moscú)
había puesto de manifiesto lo que daba de sí la conciencia ética de los soviéticos. En
cuanto a lo segundo: la misma década había puesto de manifiesto lo que daba de sí el
imperativo categórico o la conciencia ética de los nazis y de sus cómplices, es decir, la
mayor parte del pueblo alemán y una gran parte de los franceses o de los italianos, &c.
Apelar a la conciencia o al imperativo categórico para fundamentar las normas
como deberes, resultaba subjetivo en exceso. Pero la objetividad parecía alcanzarse de
inmediato sin más que transformar los deberes de la conciencia en los derechos
correlativos de las personas afectadas por esos deberes.
A cada deber habría de corresponderle, de este modo, un derecho. Al deber de
permitir y aún facilitar el deseo de asociarse unos hombres con otros, le correspondería
el derecho de unos hombres para asociarse con otros. Además, la decisión de expresar
las normas buscadas como si fueran derechos, encontraba expedito el camino abierto
por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, declaración que
había sido condenada, como hemos dicho, por Pío VI, y no tanto por el contenido
material de las normas, cuanto por su fundamento: la caridad evangélica había sido
sustituida por la fraternidad.
Pero la fraternidad todavía conservaba las huellas bíblicas –los hijos de Adán,
hermanos entre sí– y, en todo caso, era un concepto muy limitativo, puesto que los
hombres se debían respeto mutuo, no ya en cuanto hermanos, sino también en cuanto
padres o hijos, es decir, en cuanto hombres: en lugar de la fraternidad cabía apelar a la
filantropía, o bien, a partir de Pedro Lerroux, a la «solidaridad», que es el concepto que
hoy prevalece (el adjetivo «solidario» parece haberse convertido hoy en expresión del
mayor valor que puede acompañar a una persona: cuando se dice que «Fulano de Tal es
muy solidario» parece que no puede hacerse de él mayor elogio, y esto sin necesidad de
precisar cuál sea el contenido de su solidaridad).
Al transformar las normas-deberes en derechos básicos (los 28 o 30 que figuran
en la Declaración de 1948), la objetividad y neutralidad conseguida podía ya parecer
insuperable. En gran medida porque de este modo los deberes, muy difíciles de someter
a una reglamentación, parecían ya integrables en un sistema jurídico objetivo,
susceptible de ser administrado por tribunales de justicia.


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La situación en la que maduró el proyecto de la Declaración de los derechos
humanos, tal como la hemos descrito, podría compararse, mutatis mutandis, a la
situación en la que maduró el proyecto de sistematización de las normas por las cuales
habrían de guiarse las enfermeras, en cuanto miembros de la institución que, a partir de
la Guerra de Crimea, comenzó a sustituir paulatinamente en los hospitales a las
instituciones tradicionales de las monjas hermanas de la caridad.
Ahora, las normas no se pondrían al servicio de todos los hombres, como en la
Declaración, sino al servicio de los hombres enfermos, en régimen hospitalario o
domiciliario.
Como pionera de la nueva institución suele considerarse a Florencia Nightingale
(Florencia 1820-Londres 1910), que también ofreció una sistematización de los deberes
básicos de las enfermeras (a las que por cierto concebía como una profesión afectada de
una vocación religiosa, propia de mujeres). Deberes que fundamentaba en el objetivo de
conservar la «energía vital» de los pacientes, en cuanto organismo inmersos siempre en
un «medio ambiente». Los cinco puntos básicos implícitos en este objetivo serían los
siguientes: «1. Aire puro, 2. Agua pura, 3. Desagües eficaces, 4. Limpieza, 5. Luz.» Sin
duda estos cinco puntos básicos podrían asumir la forma de deberes de las enfermeras
(«1. Toda enfermera tiene el deber de proporcionar a sus pacientes un ambiente con aire
puro...»), pero también podrían tomar la forma de derechos de los enfermos («1. Todo
paciente tiene derecho a disponer de una habitación con aire puro...»). Sin embargo, no
se siguió este camino. El que prevaleció, sobre todo gracias a Virginia Henderson
(Kansas City 1897-1996), fue el del reconocimiento de las necesidades básicas de los
enfermos. «Necesidades» que implicaban, sin que se dijera por qué, deberes
(«cuidados») por parte de las enfermeras y derechos, sin que tampoco se dijera por qué,
de los enfermos.
Bien conocida por el gremio es la «Tabla de las catorce necesidades básicas»
implicadas en el mantenimiento de la integridad y la promoción de la persona, y que V.
Henderson ratificó en 1971: «1. Ayudar al paciente en las funciones respiratorias, 2.
Ayudar al paciente a comer y a beber, 3. Ayudar al paciente en las funciones de
eliminación, 4. Ayudar al paciente para que mantenga la debida posición al caminar,
sentarse y acostarse, y para cambiar de postura, 5. Ayudar al paciente en el descanso y
en el sueño, 6. Ayudar al paciente en la selección de ropa de cama y al vestirse y
desvestirse, 7. Ayudar al paciente a mantener la temperatura del cuerpo dentro de los
límites normales, 8. Ayudar al paciente en la higiene y el aseo personal y en la
protección de la piel, 9. Ayudar al paciente para evitar los peligros ambientales y
protegerlo de cualquier peligro posible derivado del propio paciente, 10. Ayudar al
paciente a comunicarse con otros para expresar sus necesidades y sus sentimientos, 11.
Ayudar al paciente a practicar su religión o a actuar de acuerdo con sus ideas del bien y
del mal, 12. Ayudar al paciente para que trabaje en alguna cosa o se ocupe de algo


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constructivo, 13. Ayudar al paciente en actividades recreativas, 14. Ayudar al paciente a


adquirir conocimiento.»

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Los cuidados/necesidades básicas relacionados en la tabla de Henderson están
dados en un plano distinto del de los derechos básicos de la Declaración de 1948. Sin
embargo no son normas disyuntas; entre ellas hay intersecciones notables. Por ejemplo,
las catorce necesidades básicas del paciente podrían considerarse como un desarrollo
más detallado del artículo tercero de la Declaración («Todo individuo tiene derecho a la
vida, a la libertad y a la seguridad de su persona»). Es cierto que el artículo 3 de la
Declaración se refiere al hombre en general; el derecho a la vida que allí se invoca está
pensado en función de amenazas exteriores, laborales o políticas, más que en las
interiores o procedentes de enfermedades; pero cuando el hombre en general se toma en
su condición de paciente es evidente que las catorce necesidades básicas pueden
considerarse como integrantes del derecho a la vida. Asimismo, la necesidad 14 de la
Tabla intersecta con el artículo 26.1 de la Declaración de derechos («Toda persona tiene
derecho a la educación»). Dicho de otro modo, las enfermeras, en el contexto de la
Tabla, son asimilables a las maestras, en el contexto de la Declaración.
En todo caso, es evidente que la Tabla de las catorce necesidades básicas necesita
internamente una «fundamentación» que dé cuenta de esa selección de catorce
necesidades entre las innumerables que pudieran ser aducidas, mostrando su carácter de
«categorías» o géneros supremos. Por ejemplo, «ayudar al paciente a proporcionarse un
periódico», o bien «ayudar al paciente a escuchar los noticiarios de radio o de
televisión», o bien a escuchar música, no serían necesidades básicas, o bien por no ser
universales a todos los pacientes, o bien por estar englobadas en alguna de las que
figuran en la Tabla: por ejemplo la necesidad específica «leer el periódico» o «escuchar
música» quedarían englobadas en las necesidades básicas 13 y 14.
La fundamentación también debería dirigirse a justificar el criterio en función del
cual se definen las necesidades básicas; por ejemplo, éstas no parecen tener un
fundamento anatómico (del estilo de «todo paciente tiene derecho a tener hígado»), sino
más bien fisiológico o funcional, y, acaso, referido a necesidades que implican a otros
organismos con los cuales el del paciente mantiene «solución de continuidad». Poco
sentido tendría elevar al rango de necesidades básicas, o de derechos fundamentales, a
los siguientes: «Todo paciente ciego de nacimiento tiene derecho a la vista», o bien
«Todo paciente unido a otro por vínculo siamés (es decir, sin solución de continuidad
con él) tiene derecho a ser separado de él», al menos para evitar la contradicción con el
artículo 13.1 de la Declaración de derechos humanos («Toda persona tiene derecho a
circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado»).


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Asimismo, las relaciones del enfermo con la muerte (por tanto, en particular, con
los problemas de la eutanasia) suscitan internamente cuestiones que tienen que ver con
la religión, con la política o con la filosofía. No ha de considerarse por tanto mera
cuestión ornamental o superestructural la incorporación de las reflexiones filosóficas en
orden a la delimitación de una filosofía de la enfermería, puesto que una tal filosofía (es
decir, determinadas ideas filosóficas) están internamente implicadas con la materia
misma «categorial» representada en la tabla de las catorce necesidades básicas.
Y cuando el dominio técnico de esta tabla se convierte en una tecnología y en la
ortopráxis propia de un gremio de indiscutible importancia, la nematología desplegada
en torno a una tal tecnología no por ello dejará de contener múltiples hilos filosóficos
(incluyendo aquí los «hilos» de la llamada filosofía académica). Otra cosa es la
pertinencia o adecuación de los «hilos académicos» escogidos para tejer la trama
nematológica de referencia. Leemos, por ejemplo, en manuales de enfermería en los que
se hace referencia a la «filosofía de la enfermería», que las ideas de Virginia Henderson
estuvieron influenciadas por el existencialismo –Heidegger (el «ser para la muerte»),
Sartre, Marcel (la problemática de la esperanza)– mientras que las ideas de Martha
Roger, Nancy Roper o Hildegarde Peplau estuvieron «creadas bajo la influencia de la
filosofía fenomenológica» de Husserl. Otras veces se alude a la conexión entre las
catorce necesidades básicas de Henderson y la teoría de las necesidades que, como
fundamento de programas políticos, se aireó en círculos marxistas centroeuropeos (por
ejemplo Agnes Heller, Teoría de las necesidades en Marx, 1978).
La gran dificultad encerrada en una teoría de las necesidades básicas deriva de que
en esta teoría han de cruzarse diversas perspectivas organizadas a escala muy diversa,
tales como la perspectiva etológica, la perspectiva antropológica o la perspectiva
histórico cultural. Marx ya había distinguido, al tratar de los fundamentos del salario del
obrero industrial, entre las necesidades naturales y las necesidades históricas: ingerir
hidratos de carbono o proteínas podría considerarse como necesidad natural, y el salario
del obrero debería permitir la adquisición de los mínimos necesarios. Pero los tipos de
hidratos de carbono o de proteínas tienen ya un «coeficiente» histórico o cultural: no es
lo mismo reponer calorías con carne que reponerlas con patatas. En cualquier caso
justificar una reivindicación salarial en una necesidad concebida ad hoc equivale
muchas veces a una petición de principio. «El salario debe permitir al obrero comprar
tabaco», decía Marx, porque el tabaco es una «necesidad histórica». La industria del
cultivo, recolección y transformación del tabaco obedecerían a la «necesidad de fumar».
El punto 11 de la relación de Henderson presupone la «necesidad de religión» que
puedan tener algunos pacientes; pero esta necesidad, ¿es natural o histórica? ¿Cabe
ponerla al mismo nivel que la necesidad de fumar que algunos pacientes experimentan?
Y quien habla de tabaco habla también de drogas, de su necesidad, aunque sea con fines
de tratamiento médico (el caso de la metadona).
Las tablas de derechos humanos, como las tablas de normas de enfermería, están
concebidas desde una perspectiva ética predominantemente orientada a satisfacer las


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necesidades de los individuos humanos. Esto implica el tratamiento de los individuos


humanos, pero a veces también de los animales (tras la Declaración Universal de los
Derechos del Animal de 1977) como elementos de una clase distributiva y porfiriana.
Perspectiva muy afín a la del nominalismo de los empiristas y a la de la visión de la
política que desconfía de las abstracciones («clases sociales», «sociedad política»,
«patria», «cultura») porque quiere atenerse a los individuos y a su bienestar (un
bienestar que, a su vez, será concebido «distributivamente», como bienestar del
consumidor satisfecho).
Muchos de quienes defienden en nuestros días el liberalismo se sitúan
simplemente (a veces sin saberlo, y aún sin quererlo) en esta perspectiva de las clases
distributivas, cuya importancia práctica para la vida cotidiana nadie discute. La llamada
perspectiva liberal tiene aquí mucho que ver con la perspectiva propia que hemos
llamado de holización, que habría sido instaurada en política por la Revolución
francesa, y en particular por su Declaración de los Derechos del Hombre, en la medida
en que estos derechos del hombre se contraponían a los derechos del ciudadano. La
holización practicada en abstracto conducía en efecto, por la definición del individuo
desde la libertad, a posiciones muy próximas al «anarquismo asertivo» y al
fundamentalismo democrático cuando, por ejemplo, se define al Estado constitucional y
de derecho como «una regla que se dan a sí mismos los individuos libres que pactan un
contrato social».
Decía Mariano Rajoy, a propósito del trigésimo aniversario de la Constitución
española de 1978: «Cuando hablo de libertad me refiero siempre a la libertad individual.
Nadie, salvo las ideologías que exigen el silencio sumiso de la gente, concibe que
existan entidades abstractas cuyos derechos estén por encima de los derechos de los
individuos» (El Mundo, sábado 6 de diciembre de 2008). Sin duda este concepto
nominalista de liberalismo puede considerarse como una paráfrasis ortodoxa del artículo
primero de la Declaración de 1948: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en
dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros.» Este artículo primero se mantiene en las
coordenadas del nominalismo distributivo porfiriano (el Género Humano, definido con
características naturales eternas, ahistóricas, que se predican distributivamente de las
sustancias individuales humanas); además, el artículo, que comienza refiriéndose a los
derechos, termina introduciendo los deberes de «fraternidad», a título de postulados
sobreañadidos, no se sabe desde donde (porque la fraternidad envuelve conceptos
raciológicos o racistas que tienen que ver con la estirpe, lo que plantea dificultades
consiguientes para establecer la demarcación entre el hombre y los simios).
Aceptemos ad hominem la concepción política de la libertad en los términos
nominalistas distributivos en la que es tratada por la Declaración (y por el propio
Rajoy). Pero, ¿no es del todo punto inadmisible dar por supuesto que esa libertad les es
dada a los hombres por nacimiento? («los seres humanos nacen libres...» a la manera
como les son dadas las muelas o los ojos al embrión). ¿Es que la sociedad política
(siempre especificada en una cultura y en una época histórica determinada) no tiene


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parte decisiva en la constitución de esa libertad? ¿En virtud de qué derecho natural
(sustancialista, metafísico) el niño o el embrión adquiere la libertad y la personalidad?
¿Acaso lleva su «nombre de pila» o su DNI escrito en su ADN?
Sigue causando asombro el que una filosofía tan miserable como la que está
presupuesta en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 pueda ser tomada en
serio sesenta años después por millones y millones de ciudadanos que se consideran
progresistas en su humanismo, e incluso lo contraponen al sobrehumanismo cristiano.
Al menos J. Maritain, que intervino en las sesiones del debate que precedió a la
Declaración, demostró irónicamente una actitud crítica más respetable cuando confesó
que «podríamos estar de acuerdo en la Declaración de estos derechos con tal de que no
se nos preguntase por sus fundamentos».
Gran parte del «éxito» que tuvo (sigue teniendo) la Declaración se debió (y se
debe), sin duda, precisamente a la indeterminación de sus ideas, por ejemplo, a la
indeterminación de la idea de libertad del artículo primero, o a la indeterminación de la
idea de «derecho a la vida» del artículo tercero. Esta indeterminación permitía y permite
a cada cual interpretar los artículos en función de sus propias ideologías y de su propia
conveniencia. Así, del artículo primero deducían algunos la «ilegitimidad» de la pena de
prisión, incluso para los delincuentes. Del artículo tercero («Todo individuo tiene
derecho a la vida») deducían los abolicionistas (y lo siguen deduciendo con renovado
fanatismo, como es el caso de Amnistía Internacional) que la llamada pena de
muerte implica una violación monstruosa de los derechos humanos y, por tanto, que los
Estados que mantienen tal institución debieran quedar fuera de la comunidad ética
humana internacional. Pero en cambio muchos de quienes invocan el artículo tercero
para justificar su cruzada contra la pena capital no suelen acordarse de este artículo en el
momento de atender a su particular cruzada en pro del aborto libre, que justificarán en
cambio por el artículo primero (por la libertad de la mujer a decidir sobre su cuerpo).
Lo que ocurre aquí es simplemente, a nuestro juicio, que los artículos de la
Declaración que se ofrecen como enunciados de derechos naturales no son en modo
alguno derechos en su sentido positivo, porque los derechos positivos se fundan en el
Estado, como ya advirtió Kelsen al subrayar la condición ajurídica de los derechos
humanos de la Declaración. Los «derechos humanos» sólo comenzarían a ser tales
derechos cuando fueran asumidos por una constitución política o por un ordenamiento
jurídico vigente. Y, como es lógico, el proceso de incorporación de los «derechos
humanos» a los ordenamientos jurídicos sólo pudo tener lugar a través de las «claúsulas
de salvaguardia» (pero no ya tanto de esos enunciados, cuanto de los ordenamientos
jurídicos en los que iban a integrarse); claúsulas de salvaguardia que venían a dejar esos
solemnes derechos de la Declaración en pura retórica idealista, para escándalo de
anarquistas y de «amigos de la UNESCO». Así, el artículo cuarto de la Declaración
Universal («Nadie puede ser tenido en esclavitud ni en servidumbre») será precisado
por la Convención europea para la salvaguarda de los derechos del hombre de 1950 en
estos términos: «No se considerará trabajo forzado obligatorio: el trabajo requerido
normalmente a una persona sometida a prisión; todo servicio de carácter militar...», &c.


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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008, p. 2, http://nodulo.org/ec/2008/n082p02.htm (27/01/16)
G. Bueno – Aniversarios: 1848-1948

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El Manifiesto Comunista, tal como fue redactado por Marx y Engels, utilizó una
escala lógica muy distinta de la que utilizó la Declaración de los Derechos Humanos: la
escala de las clases plotinianas, en lugar de la escala de las clases porfirianas. El Género
humano dejaría de ser analizado ahora como un todo distributivo, o como una clase
lógica intemporal y ahistórica, cuyos elementos fuesen unos individuos libres
preexistentes, que ulteriormente contrajeran relaciones de ayuda mutua o de solidaridad;
sería analizado como una totalidad atributiva que va desplegándose o evolucionando
históricamente siguiendo morfologías diversas, y «partes anatómicas» enfrentadas entre
sí.
El Manifiesto Comunista no comienza, en efecto, invocando a un Género Humano
metafísico, cuyos individuos nacen libres e iguales. Comienza introduciendo la
perspectiva histórica: «La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la
historia de la lucha de clases.» Y va distinguiendo la antigua Roma, de la Edad Media,
de la «moderna sociedad burguesa» –que «ha salido de entre las ruinas de la sociedad
feudal sin abolir las contradicciones de clase»– de nuestra época, la «época de la
burguesía». Y, a partir de este planteamiento histórico, establece un diagnóstico del
estado actual de los conflictos de clase, y formula unos criterios prácticos capaces de
orientar planes y programas políticos definidos.
Otra cosa es que los planes y programas del Manifiesto Comunista que millones y
millones de hombres tomaron como guía para la revolución, que iniciada en los finales
de la Primera Guerra Mundial pareció tocarse con la mano con la victoria de la Segunda
Guerra Mundial (Kruschev había anunciado en los años sesenta que se alcanzaría el
comunismo hacia los años ochenta del siglo XX), fueron mostrando su debilidad
creciente.
Transformados al modo de los planes y programas de la socialdemocracia
parecieron a muchos (y lo siguen pareciendo) mucho más prudentes y viables, si bien a
costa de acogerse a la teoría de un gradualismo armonista, que ya no se compromete con
fechas concretas, lo que lo hacía tan metafísico como los planes y programas del
Antiguo Régimen que prometían la libertad, la igualdad y la fraternidad en la otra vida,
en el Cielo. ¿Acaso no es otra vida la de un Género Humano del que se espera al cabo
de mil, dos mil o cinco mil años, cuando logre la libertad, la igualdad y la fraternidad en
la Tierra?
Con semejantes principios (los socialdemócratas) que por indefinidos ni siquiera
se atreven a considerarse utópicos, ¿qué tiene de particular que se hable de humanismo
socialista a la vez que sus sindicatos predican el estado de bienestar propio del
capitalismo, que se arremeta contra el liberalismo a la vez que se privatizan las
empresas públicas, según lo aconseje la política real de cada día? O, sencillamente, que
se termine invocando como guía política suprema a la Declaración de los Derechos
Humanos de 1948 como alternativa del Manifiesto Comunista.


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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008, p. 2, http://nodulo.org/ec/2008/n082p02.htm (27/01/16)
G. Bueno – Aniversarios: 1848-1948

La crisis económica mundial que ha estallado en este año de 2008, ¿no está
demostrando que los principios del humanismo asociado a la Declaración de los
Derechos Humanos son todavía más débiles que los principios del Manifiesto
Comunista? Y, sobre todo, que la escala en la que se mantiene este humanismo
gradualista y progresista está mucho más alejada de la realidad que la escala en la que se
movió el Manifiesto Comunista de Marx y Engels.
Sin duda, el Manifiesto Comunista podrá considerarse arrumbado con la caída de
la Unión Soviética. Pero su alternativa no es la Declaración Universal de los Derechos
Humanos (porque de ella no cabe deducir ningún plan o programa político efectivo) ni
menos aún la versión armonista, progresista y gradualista que de ella ofrece la
socialdemocracia.


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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008, p. 2, http://nodulo.org/ec/2008/n082p02.htm (27/01/16)

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