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D OCUMENTOS INÉDITOS

EL PALACIO DE LOS VIRREYES EN TURBACO*

Algunos investigadores se sorprenden al registrar que numerosos docu-


mentos del Arzobispo-Virrey don Antonio Caballero y Góngora aparecen
expedidos en Turbaco, si bien otros investigadores menos avisados pasan
por alto esa singularidad y ni siquiera se preguntan el porqué de la misma. Yo
hacía parte de los del primer grupo hasta que el fortuito hallazgo del expe-
diente del Archivo General de Indias que ahora revelamos me dio la clave
para saber la razón de esa inusual costumbre, siendo lo corriente que la docu-
mentación inherente a los actos administrativos de los virreyes del Nuevo
Reino de Granada venga firmada en su sede de Santafé de Bogotá, máxime
tratándose del Arzobispo-Virrey por su doble condición de mandatario civil
y religioso. Pero la única razón de todo esto es que el gobernante vivió du-
rante los últimos tres años de su mandato en Turbaco, sin que hubiese retor-
nado jamás a la capital del virreinato, tras una decisión que sigue siendo
oscura, o poco investigada, pero la cual sin duda tiene mucho que ver con los
gustos sibaritas del prelado, más que con la presunta necesidad de acudir allí
para la defensa de las costas del Atlántico.
En efecto, cuando Caballero y Góngora apenas venía de Yucatán, de don-
de había sido trasladado como arzobispo de Santafé de Bogotá, a su arribo a
Cartagena quedó tan prendado de Turbaco, que decidió frenar el viaje y
quedarse allí todo el segundo semestre de 1778, sin que le afanara el ir a
tomar posesión de su nueva silla, vacante desde hacía año y medio. Y debió
ser al contacto de las suaves brisas de esta celebrada población, bañada de
sanas y abundantes aguas, cuando concibió el proyecto de volver allí de
manera más prolongada, y acaso de modo permanente, como de hecho lo
puso por obra después de que le vino el nombramiento de Virrey en 1783,
como lo veremos.
Pero, ¿cuáles eran las cualidades que poseía Turbaco y que ejercieron tal
hechizo en el arzobispo, que lo llevaron desde el primer momento a preferir

* Investigación, transcripción y notas de Luis C. Mantilla R.


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esta localidad a Cartagena, donde seguramente tenía más comodidades y


desde luego donde disponía del aparato burocrático inherente a su condi-
ción? Apenas podemos imaginarnos que estas ventajas serían en su tiempo
aun mayores que las que ponderaba con tanto ahínco en 1912 el viajero
francés Félix Serret, quien escribió:
“Turbaco es considerado en todo el país como un lugar de placer... La
hospitalidad sin reservas y la alegría espontánea de sus gentes, lo pintoresco
del lugar, su notable salubridad debida principalmente a su altura de 200
metros sobre el nivel del mar y la naturaleza rocosa del subsuelo, poco favo-
rable para el desarrollo de los mosquitos, y en fin, la suavidad de la tempera-
tura de que goza durante la noche, gracias a la brisa marina, todo ello sumado
al encanto de sus mujeres, contribuye a atraer muchos visitantes. Unos vie-
nen en busca de los dulces placeres del amor, otros tras la salud afectada por
la anemia tropical y las fiebres, o simplemente en busca del reposo y la tran-
quilidad. Por ello no hay una sola localidad colombiana en el Atlántico don-
de se reúna durante el verano, una sociedad más escogida desde todos los
puntos de vista, como en Turbaco...”1 .
Pero una cosa es que ciertos lugares atraigan poderosamente el deseo de
alguien de visitarlos con frecuencia, y otra el que esa persona tome la deci-
sión de habitar allí de manera permanente, como le sucedió a Caballero y
Góngora con Turbaco, a donde decidió trasladarse de manera definitiva des-
de finales de 1784, causando mucha sorpresa entre los santafereños, como lo
dejó registrado en su Diario un vecino de la capital:
“El día 20 de octubre de este año [1784] salió para Cartagena el señor
Virrey Arzobispo Góngora con toda su familia, sin saberse el fin de tan in-
tempestivo viaje: todos estamos mirando y nadie sabe lo que es”. El historia-
dor José Manuel Pérez Ayala, que es quien trae este dato en su documentada
biografía sobre Caballero y Góngora, añade que “desde entonces hasta mar-
zo de 1789, buscando la frescura de su clima, el Virrey Arzobispo vivió en
Santa Catalina de Turbaco, situada a una distancia de 24 kilómetros de
Cartagena”, y él mismo nos recuerda varios acontecimientos memorables de
aquella población, acaso para enmarcar con cierta altura la inesperada deci-
sión del mandatario de residir allí: que en Turbaco murió el marino y cartó-
grafo Juan de la Cosa; que allí mismo fue cura doctrinero San Luis Beltrán,
y que en dos ocasiones residió el General Antonio López de Santa Anna,
siete veces Presidente de México; que, en fin, “el 5 de mayo de 1830, los

1 Viaje a Colombia 1911-1912, Traducción y prólogo de Luis Carlos Mantilla R., O.F.M.,
Biblioteca V Centenario Colcultura, Viajeros por Colombia, Bogotá 1994, 256-257.
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turbaqueros vieron entrar moribundo a su ciudad a Bolívar, en busca de re-


poso para su salud”. Seguidamente añade el historiador la siguiente noticia
que aporta mucho para el fin que nos proponemos en este trabajo, aunque
demuestra que el autor no se tropezó en sus investigaciones con el documen-
to que nos sirve de base para el mismo:
“En ese lugar hizo levantar Caballero y Góngora un sólido edificio para
albergue suyo, que es el que hoy ocupa la Alcaldía, el Concejo, las oficinas
de policía y la telegrafía”. Pérez Ayala publicaba su trabajo en 1948.
Y es aquí en donde el documento que hemos anunciado desde el co-
mienzo viene a arrojar luces sobre el particular: se trata de la carta que el
Virrey Francisco Gil y Lemos, sucesor de Caballero y Góngora en el solio,
dirigió al señor Bailío don Frey Antonio Valdés, en donde le declara sin
ambages:
“Excelentísimo señor: habiendo bajado mi antecesor en el virreinato a
esta plaza, hizo construir de su peculio una casa en el pueblo de Turbaco,
cuatro leguas distante de la ciudad para retirarse a ella en tiempo de invierno,
por ser el en que se experimentan las mayores enfermedades en este tempe-
ramento, y un excesivo calor a causa de la falta de brisas.
“Ahora con motivo de su viaje a esa Península ha hecho donación solem-
ne de este edificio a Su Majestad para que sirva de habitación y desahogo a
los virreyes sucesores siempre que tengan precisión de venir a esta plaza, o
en su tránsito por ella a la capital: me ha pedido que admita esta cesión y con
una cuenta formal acredita que el costo hecho en esta finca pasa de 18.000
pesos de esta moneda.
“He visto la casa y hallé en ella toda la comodidad de que es capaz para el
fin con que se fabricó: pero nada he resuelto en cuanto a admitirla hasta que
su majestad determine lo que tenga por conveniente: vuestra excelencia se
servirá informarle de este hecho y obtener su real resolución que me sirva de
gobierno. Entre tanto, como mi antecesor dispone su marcha dentro de po-
cos días, para que no quede desamparada la casa, he resuelto se entreguen
las llaves a un sujeto de mi satisfacción que cuide de ella mientras vuestra
excelencia me comunica la providencia que su majestad expidiere sobre el
particular. Nuestro Señor guarde a vuestra excelencia muchos años. Cartagena
15 de marzo de 1789. Excmo. Señor. Frey Francisco Gil y Lemos”.
La respuesta a esta carta fue la siguiente:
“...Enterado su majestad de esto, ha resuelto que la casa se reciba en
pago del descubierto que tiene con la Real Hacienda el mismo arzobispo,
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vendiéndose luego ésta a favor de ella, pues no quiere conservarla para


recreo de los virreyes. Le aviso a vuestra excelencia de su real orden para
su inteligencia y que disponga su cumplimiento....Madrid 1° de julio de
1789”2 .
En efecto. Desde el mismo Turbaco, a 3 de febrero de 1789, el Arzobis-
po Virrey que andaba en los preparativos de su inminente embarque hacia
la Península para ir a posesionarse como arzobispo de Córdoba, endeuda-
do como se hallaba, decía en carta a Gil y Lemos que antes de formalizarse
las diligencias del avalúo de sus bienes con los que intentaba sufragar a la
deuda,
“me ha parecido oportuno exponer a vuestra excelencia es mi ánimo deli-
berado ceder al Rey y a los señores virreyes mis sucesores, para que cuando
estuvieren en Cartagena tengan un retiro decente y proporcionado para con-
valecer de sus accidentes o evitar la interperie de la plaza, ceder, digo, con
una donación irrevocable, la casa palacio, que acabo de fabricar en este pue-
blo, con las caballerizas, cochera y demás agregados, en que tengo gastados
de mi propio peculio cerca de 20.000 pesos como consta de cuenta y rela-
ción documentada que me ha presentado mi mayordomo...”3 .
La descripción de la ubicación y el estado de la casa-palacio, según se halla
en la “relación de las alhajas y bienes” del arzobispo-virrey era el siguiente:
“Unas casas para su habitación en el pueblo de Santa Catalina de Turbaco,
inmediata a la parroquia del referido pueblo, de 48 varas de largo, 8 de an-
cho, con sus corredores a uno y otro lado, toda enladrillada, y por lo interior
otro tramo de 22 varas de largo, ocho de ancho, para su secretaría, con un
gran balcón o mirador sobre firme al lado del monte, en el cual tramo se
contienen otros diferentes cuartos para familia. Otro tramo de igual largo
para cocina y dispensa, advirtiendo que siendo un barranco todo el distrito
de su patio, se terraplenó y aseguró con un fuerte murallón de buena mezcla
para defensa de las aguas.
“A un lado de esta casa principal se construyó otro tramo de 20 varas de
largo, 8 de ancho, para caballeriza, cochera y vivienda de algunos criados.
“Idem. Otra casa en lo interior del pueblo de 18 varas de largo con sus dos
recamaras y corredor del largo de ella.

2 AGI: Santa Fe 573: El asunto había sido examinado por el Consejo de Indias en su sesión del
15 de junio de 1789.
3 Ibídem.
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El arzobispo Antonio Caballero y Góngora. Por Francisco Agustín Grande 95 x 125.


Rectorado Universidad de Córdoba (España).
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“Idem. Otra al frente de las casas que llaman del Nuncio, inmediata a la
principal, de 20 varas de largo y seis de ancho con sus dos recamaras y
corredor a la calle.
“Nota: aquí no se pone una casa principal de 22 varas de largo, 8 de
ancho, con sus correspondientes corredores a uno y otro lado, con dos recá-
maras y dos cuarticos, en la cual han vivido los sobrinos de Su Excelencia y
por haberse tomado un corto pedazo de terreno correspondiente a la Cofra-
día del Santísimo de esta parroquial iglesia de Turbaco, se destinó a ella para
indemnizarle del dicho terreno, sita en la plaza de dicho pueblo; y así ésta
con las demás que llevo referidas han importado (sin incluir los esclavos y
yuntas del Rey que han servido para arrastrar madera y conducir materiales
algunas veces cinco y otras seis) la cantidad de 18.531 pesos y medio real”4 .
Habiéndose aprobado en 1 de julio de 1789 en Madrid que se vendiera la
casa palacio, a 1 de agosto de 1789 se le notificó al virrey de Santafé: “que se
le admita al arzobispo virrey don Antonio Caballero la casa que tiene en
Turbaco en pago del descubierto que tiene con las Cajas Reales valga más o
menos en venta, cancelándosele la obligación...”5 .
La venta de la casa palacio no resultó fácil, y por ello la respuesta del
Virrey José de Ezpeleta se prolongó casi dos años, fechada en Santafé el 19
de marzo de 1791:
“Por real orden de 1° de julio de 1789 comunicada por ese ministerio a
este virreinato, se previno que desde luego se vendiese la casa que hizo fabri-
car en el pueblo de Trubaco el arzobispo Virrey don Antonio Caballero y
Góngora y cedió a su majestad para habitación de los virreyes, aplicándose
su producto a la Real Hacienda en pago de las cantidades que aquel jefe la
quedó debiendo.
“En esta virtud previne al gobernador y oficiales reales de Cartagena para
que hiciesen reconocer dicha casa y muebles que había en ella por sujetos
inteligentes, que los valuasen en los términos correspondientes y se pusiese
todo en pública almoneda para rematar en el mejor postor. Practicadas con la
debida formalidad estas diligencias en Junta de Real Hacienda resulta de
ellas que el avalúo hecho de la casa y muebles ascendió a la cantidad de
5.353 pesos 4 reales y que habiéndose pregonado su venta por espacio de 30
días no se presentaron más que dos postores ofreciendo el uno 850 pesos y el

4 Ibídem. Este inventario fue firmado en Turbaco el 11 de febrero de 1789 por Antonio Velasco.
5 Ibídem.
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Volcán d e lodo de Turb aco. Impreso p apel ¿Luis de Rieux? Museo Nacional, Bogotá, 2835.
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otro en el acto del remate 1000 pesos de contado: en cuya virtud se remató en
este último antes de que la casa, como era de recelar, se deteriorase más, y
llegase a estado de no poderse absolutamente vender. La junta en cumpli-
miento de su obligación, me remitió el expediente formado sobre el asunto
que queda original en esta secretaría para los efectos que convengan, y por él
se acredita muy bien que en el particular se ha procedido con la exactitud
conveniente; por lo que he aprobado el remate, pues al fin se debe tener por
ventajoso el que se ha hecho respecto a que si se aguardase más tiempo, se
arruinaría la casa y vendría a perderlo todo la Real Hacienda...”6
¿Qué sucedió con el paso de los años con aquel palacio que albergó por
tantos días al arzobispo virrey, sirviéndole de refugio a sus males y de dis-
tracción y olvido de sus pesares?
Creemos haber hallado la respuesta en el libro del referido viajero francés
Félix Serret donde narra con especial detención las experiencias que tuvo en
“la gran población de Turbaco” en 1912:
“Un camino muy abrupto me condujo a la plaza principal, vasto cuadrilá-
tero a cuyo alrededor se levanta una pequeña iglesia maciza pero sin estilo
definido, algunas modestas casas, casi todas de adobe, un amplio edificio
con la fachada adornada con arcadas elegantes y con apariencia de cuartel,
llamado en la región la Casa de tejas, por haber sido durante muchos años la
única construcción de la localidad cubierta con estos materiales”.
Aunque Serret, como veremos en seguida, no alude para nada a la casa
palacio objeto de este artículo, e incluso afirma expresamente que la Casa de
tejas fue construida por el General mexicano Antonio López de Santa Anna,
por su ubicación que coincide con la que se le daba en 1789, creemos que
sea la misma, o al menos en el mismo emplazamiento en donde se levantaba
la del arzobispo virrey.
Dice Serret:
“La Casa de tejas encierra muchos recuerdos históricos, por lo cual es
necesario que digamos algunas palabras. Fue construida por el general Santa
Ana, antiguo presidente de México, durante el curso de una larga estadía que
este gran aventurero político, muchas veces exiliado de su patria, hizo en
Turbaco, atraído por las ponderaciones que le habían hecho de su clima y
sobre todo de la belleza de las mujeres de la región. Porque este rico general,

6 Ibídem. Al excelentísimo señor don Pedro López de Lerena.


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que fue uno de los más grandes revolucionarios de su época, fue igualmente
uno de los más grandes disolutos, aunque solamente tenía una pierna, la otra
se la había cercenado una bala de cañón francés en 1838, cuando la toma de
Veracruz por el príncipe de Joinville”.
Aunque no viene al caso que nos ocupa directamente, vale la pena conti-
nuar con las referencias que Serret hace del general Santa Anna en relación
con Turbaco:
“Para dar una simple idea del mal moral que hizo este hombre en la región
de Turbaco se necesitaría todo un volumen. Gracias a la cantidad de
proxenetas que su inmensa fortuna le permitía mantener lo mismo que a los
lujos palaciegos que podía prodigar a su alrededor, este hombre llegó a co-
rromper tan profundamente las costumbres hasta entonces muy puras de aque-
llas gentes, que hoy día, es decir, sesenta años después, Turbaco es considerada
en el país como una pequeña Capua. Un viejo médico de la localidad, el
doctor Anaya, que fue durante mucho tiempo cirujano de Santa Ana, me
contó muchas veces que no había un solo día en que este nuevo Minotauro
no se acostase con una o dos jovencitas vírgenes. No creo que esta cifra
fuese exagerada si se tiene en cuenta el gran número de ancianas del lugar
que presumen haber conocido más o menos íntimamente al célebre aventu-
rero y de los que pasan, con razón o sin ella, por ser sus descendientes. Yo
mismo tuve a mi servicio en 1894, en una estadía que hice, a dos de sus
nietos; además de que llevaban su apellido, uno se parecía tanto a su abuelo,
de quien yo había visto más de 20 retratos en México, que no cabía la menor
duda sobre la autenticidad de su ascendencia”.
Bien se ve que para el año de 1912, que es cuando Serret visitó a Turbaco,
ya no existía ninguna memoria sobre el origen de su construcción por parte
del Arzobispo Virrey, y por ello el francés le atribuye la edificación al Gene-
ral Santa Anna. Pero que ésta era la misma casa palacio de Caballero y
Góngora, según pensamos nosotros, viene respaldada por la siguiente afir-
mación de Pérez Ayala: “La edificación, inmensa, quedaría casi destruida en
1815 a causa del fuego que los patriotas prendieron a todas sus posiciones
para obstaculizar la marcha de las tropas del General Pablo Morillo. Más
tarde el General López de Santa Anna reconstruyó ese edificio”7 .

7 José Manuel Pérez Ayala: Antonio Caballero y Góngora Virrey y Arzobispo de Santa Fe
(1723-1796), Bogotá 1951, 157. Según una noticia reportada por el periódico El Tiempo,
Bogotá, martes 23 de octubre de 1855. “El 25 de septiembre [de 1855] llegó el General Santa
Ana a Cartagena y en la actualidad se encuentra viviendo tranquilamente en su antigua residencia
de Turbaco”.
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“Hoy día la Casa de tejas –escribe Serret en 1912– es una suerte de patio
de los milagros casi abandonada a quien quiera alojarse allí. Algunas de sus
dependencias sirven de habitación a los vagos que no necesitan de nada para
ir a instalarse, otras sirven para almacenar mercancías y el gran salón delan-
tero, que era el salón de recepción del verde-galán mexicano, es utilizado a
veces como cuartel, otras como cárcel municipal”.
Hará un par de años que hallándonos en Cartagena quisimos ir a Turbaco
a verificar los datos hasta aquí transcritos; pero fue tal la impresión negativa
que nos produjo la visita a esta celebrada población de antaño, que no solo
no hallamos el más leve vestigio del “palacio de los virreyes” sino desola-
ción por todas partes, por lo que fuimos invadidos de la congoja y de la
certidumbre de que gran parte de nuestra historia solo existe en los documen-
tos que aún sobreviven, en esos que para algunos son simplemente “el feti-
che documental”.

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