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APUNTES SOBRE
OBLIGACIONES CIVILES
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Índice:
Bibliografía.................................................... 34.
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A. ESTRUCTURA DE LA RELACION OBLIGACIONAL
(CONSIDERACION ESTATICA)
1. Conceptos generales.
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la relación paterno-filial, por ejemplo, por otra parte, lejos de existir correlación entre el deber y el derecho,
éste suele presentar aspectos de officium (carga, función, potestad), que no pueden darse en el derecho de
crédito.
c) De los derechos sucesorios , por cuanto esta designación no afecta a la estructura de la
relación sino a su fuente y modo de adquisición; son, así categorías conceptuales heterogéneas: por ello, de la
sucesión mortis causa pueden nacer relaciones de obligación.
d) De los derechos reales porque también éstos son absolutos, erga omnes es decir,
oponibles a todos; el sujeto pasivo no tiene un deber de prestación sino el deber jurídico general —nemine
laedere— y, a lo sumo, deberes jurídicos particulares nacidos de su relación con la cosa objeto del derecho
real; pero, ni aún en este caso —existencia de deberes jurídicos particulares en algunos sujetos pasivos del
derecho real—, y mucho menos en el deber jurídico general del sujeto pasivo universal, el contenido del
deber no es, para el sujeto activo, el contenido de su derecho real; finalmente, el ejercicio de éste no agota
sino que reafirma su existencia y contenido.
La relación obligacional se descompone estructuralmente en los siguientes elementos:
Sujetos. Uno activo, o acreedor; es el titular del derecho subjetivo, del crédito, titular, pues, del
poder jurídico de exigir la prestación. Y otro pasivo, obligado o deudor; es aquel sobre quien recae el deber
jurídico de prestación. Ambos términos subjetivos pueden estar integrados por una, dos o más personas.
Objeto. Es la prestación que el acreedor puede exigir y que el deudor debe cumplir; la prestación, a
su vez, puede tener un objeto —objeto mediato de la obligación (las cosas y los servicios)—.
Vínculo. Es la relación de poder y deber correlativos que condiciona la conducta respectiva de los
sujetos.
Causa. Es la razón jurídica de exigibilidad de la prestación; la condición para que el Derecho
sancione un condicionamiento de la conducta que, sin la obligación, sería libre.
En esta primera parte del estudio de la obligación analizaremos cada uno de estos elementos, con
todas sus variedades y con las que pueden imprimir a la total relación obligacional.
2. El vínculo obligacional.
Naturaleza y esencia. Ante el fenómeno jurídico que la obligación supone (condicionamiento de una
conducta que, sin ella, sería libre, jurídicamente indiferente; lex privata) la doctrina se viene preguntando,
desde hace casi un siglo, tanto en el plano histórico como en el conceptual, en qué consiste el vín culo
obligacional, cuál sea su naturaleza y esencia... qué es lo que se vincula y cómo se vincula...
Parece que, en la obligatio antigua, el vínculo era material, un verdadero atar o aprehender
temporalmente la persona del deudor; pero ya en la época clásica del Derecho romano se ha convertido en
vinculum iuris, se resuelve en una actio que tiende a satisfacerse primero en el patrimonio del deudor
(missio in bona) y sólo subsidiariamente en la persona (manus iniecto iudicati); el vínculo se ha desmateria-
lizado y se ha patrimonializado, aunque perduran algunos vestigios de la antigua concepción mate rial y
personalista, en especial la incedibilidad del crédito y la necesidad de la presencia personal de los dos sujetos
para contraerlo (no cabe la representación ni la estipulación a favor de tercero). En la evolución posclásica y,
sobre todo, en el Derecho justinianeo, decaen los vestigios de la concepción formal y personalista. Cuando la
extensión y el incremento del tráfico exigieron un Derecho de obligaciones unitario, éste fue el romano, ya
evolucionado, con influencias canónicas y, en los países germánicos, con parcial subsistencia de sus propias
concepciones. Los autores del Derecho común acentúan el carácter inmaterial del vínculo (non sicut oves
ligantur funibus); paralelamente se acentúa también el carácter objetivo del vínculo —la cesión del crédito y
la estipulación a favor de terceros se fue abriendo paso— y su significado patrimonial: la prisión por deudas
se abolió en Francia, en 1867, en Alemania en 1868, en Inglaterra en 1869, etc.
En el plano doctrinal, la doctrina clásica —enunciada, en su forma más completa, por Savigny— ve
la esencia del vínculo en la conducta o en los actos del deudor; en la sustracción de determinados actos a su
esfera de libertad y en el sometimiento de los mismos a la voluntad del acreedor: las relaciones jurídicas
pueden recaer sobre cosas o sobre personas; estas, mediante un sometimiento absoluto (esclavitud) o relativo
a determinados actos (obligación); en el Derecho moderno la coacción sólo actúa psicológicamente sobre la
conducta del deudor sin anular su libertad; si, abusando de ella, el deudor incumple, la coacción actúa sobre
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su patrimonio para lograr una indemnización: pero esto es una consecuencia mediata que no constituye la
esencia del vínculo; el resarcimiento no es la obligación, sino otra obligación.
Brinz, principal impugnador de la concepción clásica, le censura este extraer de la persona del
deudor sus actos y considerarlos como cosa, objeto del señorío del acreedor, siendo así que el acto, antes de
realizado, no es ponderable ni coercible, y, una vez realizado, se agota instantáneamente; la persona del
deudor sólo puede ser objeto del señorío del acreedor mediante el sometimiento físico (como en el an tiguo
Derecho romano) o como exponente de su patrimonio; en la misma línea, Brunetti destacó que el deudor
sólo tiene un deber jurídico final: la prestación es incoercible y solamente debe cumplirla si quiere evitar que
el acreedor se satisfaga en su patrimonio.
La sugestión ejercida por tales observaciones fue tal que la doctrina se entregó afanosamente a la
búsqueda de una entidad más concreta y aprehensible que la conducta o los actos del deudor: si el interés del
acreedor puede satisfacerse al margen de esta conducta, no puede radicar en ella la esencia del vínculo
obligatorio. En esta dirección se habló de «derecho al valor de la cosa debida» recayente sobre el entero pa-
trimonio del deudor, de que «es el patrimonio el que debe al patrimonio», considerándolos como
«personalidades abstractas»: «derecho real de prenda sin desplazamiento»; etc. Por este camino, Carnelutti
terminó poniendo la esencia nuevamente en la conducta del deudor, pero consistiendo ésta «en tolerar que el
acreedor tome de su patrimonio lo que es debido o su equivalente...».
A las teorías patrimonialistas se les ha objetado que la relación jurídica sólo puede darse entre
personas, que omiten la hipótesis del cumplimiento y buscan la esencia de la obligación en lo anormal o
patológico, que sólo quienes tengan bienes podrían contraer obligaciones, que borran las diferencias entre
derecho de crédito y derecho real, etc. La tensión entre la doctrina clásica y las teorías patrimonialistas se ha
tratado de superar en dos direcciones: descomponiendo la esencia del vínculo en dos factores autónomos:
débito y responsabilidad; y mediante una concepción integradora que encuentra la esencia en la doble faceta
—deber de prestación y sometimiento del patrimonio— de un único fenómeno.
Al oponer Brinz, en 1874, su crítica a la doctrina tradicional, formuló ya la teoría de que en la
obligación concurrían dos factores distintos: el debitum deber de observar el comportamiento previsto, y la
obligatio, sometimiento de la persona (Derecho antiguo) o del patrimonio (Derecho moderno) del deudor. La
orientación recibió notable impulso cuando algunos historiadores observaron que en los ordenamientos
primitivos el deber de prestación (débito, Schuld ) no era jurídicamente exigible si no se le añadía un acto
especial generador de la garantía (responsabilidad, Haftung), al principio prestado por terceros después por
el propio deudor; sólo en época relativamente tardía se prescinde del acto especial como requisito para que
nazca la responsabilidad. Con este impulso historicista, la doctrina se difundió en el plano conceptual a través
de numerosos seguidores que la refirieron al Derecho moderno. Aunque con grandes diferencias entre ellos,
lo característico de la doctrina es no ya la distinción entre Schuld y Haftung, sino la autonomía con que
pueden presentarse ambos factores: se presentan ejemplos de débito sin responsabilidad (obligación prescrita,
juego y apuesta), de responsabilidad sin débito (fianza de obligación futuras), de débito y responsabilidad en
diferentes sujetos (fianza, prenda, hipoteca), de responsabilidad inferior al débito (herencia aceptada a
beneficio de inventario), etc.
La doctrina hoy dominante le reconoce, aparte su certeza histórica, simple valor explicativo,
negando la pretendida autonomía de los dos elementos débito y responsabilidad —se dice— son dos aspectos
o momentos de un mismo fenómeno. A lo sumo, se le reconoce validez en situaciones excepcionales. Así, la
communis opinio sigue actualmente una concepción integradora. Y es que, en realidad, afirmando que la
obligación es un vínculo jurídico queda explicada su esencia: siendo jurídico, no puede ser físico o material;
tampoco puede anular la libertad (nemo cogi potest factum, el deudor debe cumplir, pero puede no hacerlo;
sin embargo, la misma juridicidad del vínculo exige que el incumplimiento no quede sin sanción (no es un
vínculo social) jurídica externa (tampoco es un vínculo moral); ahora bien, esta sanción —dada la correlación
existente entre derecho y deber, la identidad objetiva total de su contenido— sólo puede consistir en la
satisfacción, a costa del deudor del interés del acreedor.
Así, lo propiamente vinculado es la conducta del deudor, no en el sentido de que sus actos sean
objeto del señorío del acreedor, sino por cuanto un sector de su comportamiento, antes jurídicamente
indiferente, queda polarizado, a consecuencia del vínculo en una determinada dirección y sentido: en el de la
prestación. Pero si el deudor incumple la misma vinculación acarrea inevitable y casi automáticamente que el
interés del acreedor se satisfaga en el patrimonio del deudor; de este modo, tal consecuencia y previsión se
encadena, por la misma naturaleza del vínculo, a su propia esencia. A la efectividad de la sanción tiende la
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afección del patrimonio del deudor que, considerado en este plano, nunca es independiente del mandato a la
conducta; los supuestos de escisión entre débito y responsabilidad responden, unas veces, al manejo ambiguo
y equívoco del término responsabilidad y, en todo caso, pueden explicarse de distinto modo al de la
autonomía de los dos elementos o aspectos del concepto de obligación.
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3. Los sujetos de la obligación
Determinación.
Sujetos son los titulares, activo y pasivo, de la relación obligacional: acreedor y deudor; más que una
cualidad jurídica supone ocupar una posición jurídica. En las obligaciones recíprocas cada sujeto es acreedor
de una y deudor de la correspectiva. Para ser acreedor se requiere capacidad jurídica y para ejercitar el
crédito, además, capacidad de obrar, puede ser deudor cualquier persona, aun sin capacidad de obrar cuando
no ha contraído por sí mismo la deuda. Las personas jurídicas pueden ser acreedores o deudores.
Según hemos expuesto, una de las características de la relación obligacional estriba en ser relativa,
es decir, vincular a sujetos determinados. Sin embargo, al analizar figuras que la realidad ofrece, los autores
rectifican esta primera afirmación suavizándola en el sentido de que basta con que sean determinables; con
esta matización quiérese significar que en el momento de nacer la obligación los sujetos pueden estar inde -
terminados, siempre que, ya desde tal momento originario, y sin necesidad de nuevo convenio, existan los
datos, criterios, o puntos de referencia para determinarlos antes del momento del cumplimiento. Los
supuestos de relativa indeterminación (determinabilidad) más comúnmente invocados son: las obligaciones
reales, los títulos al portador y las promesas públicas de recompensa.
Con la expresión obligaciones reales se designa a las nacidas para una persona por su relación de
dominio, posesión u otro derecho real en que se halla respecto de la cosa (conservar la cosa común, reparar la
pared medianera, hacer las obras necesarias para el uso y conservación de la servidumbre, etc.); en ellas, se
dice, el sujeto pasivo es indeterminado, si bien contienen el dato —copropiedad, medianería, titularidad del
fundo sirviente— para su determinabilidad.
En los títulos al portador el crédito está incorporado al documento y se transmite por tradición
manual de éste; en ellos, se afirma, el acreedor es indeterminado, determinable solamente por la posesión del
documento. Sin embargo, en estos dos supuestos no hay verdadera indeterminación del sujeto, sino especial
mutabilidad del mismo; en cada momento de la relación obligatoria los sujetos están perfectamente
determinados aunque no identificados por su nombre y apellido, sino por su relación con la cosa (lo cual es
cuestión de identificación, pero no de indeterminación) y aunque puedan cambiar mediante procedimientos
distintos, más abreviados, que los normales para la transmisión del crédito o para el cambio de deudor.
Las ofertas o promesas al público consisten en la declaración de voluntad de quedar quien la hace
obligado frente a quien realice un determinado acto o se encuentre en una determinada situación; se invoca
también como supuesto de relativa indeterminación. La cuestión es dudosa. Se puede considerar que, o no ha
nacido aún la obligación (y sólo existe el deber jurídico de no retractarse de la promesa) o bien ya el sujeto
está determinado, pues nace cuando alguien realiza el acto o se halla en la situación previstos por el
oferente... o aún no hay obligación o ya hay sujeto. Pero no cabe duda de que se puede configurar también
como verdadera obligación nacida de la oferta o promesa, si bien condicional a la realización del acto o situa-
ción; estos serían, entonces, condición en sentido técnico y no parte integrante del supuesto de hecho. Esta
segunda construcción tiene la ventaja práctica de que, entonces, con la muerte del promitente pendente
conditione , la obligación pasa a sus herederos, y no, en cambio, si se considera que en esta fase es un simple
deber jurídico de no retractación, de respeto a la palabra dada (deber jurídico personal que no se transmite al
heredero); y parece evidente que es aquella la solución más justa.
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deudores; algún autor —entendiendo que mancomunidad es el género— las denomina mancomunadas
solidarias.
El Código Civil francés formuló la regla de no presunción de solidaridad: cuando no se establezca
otra cosa, existiendo pluralidad de sujetos, la obligación se entiende mancomunada, dividida en tantas
relaciones como sujetos. Sin duda, esta regla pretende ser una aplicación del favor debitoris al liberar a cada
deudor de la parte proporcional de los restantes deudores. Formularon también la regla de no presunción de
solidaridad el Código Civil italiano de 1865 y los Código Civil de Rumania, Egipto, Argentina, Honduras,
Costa Rica, Chile, Colombia, Uruguay, Guatemala, etc.
Pero una consideración más atenta del problema descubre que el pretendido favor debitoris nada
tiene que ver con la pluralidad de acreedores: que, si favorece efectivamente a los varios deudores de una
relación ya constituida, en conjunto, en la generalidad del tráfico, perjudica a los que pudiéramos llamar
deudores potenciales, porque restringe el crédito y dificulta su concesión. Por ello algunos Códigos dejaron
de exigir, para que la obligación se constituyese solidaria, que la voluntad en este sentido fuese expresa; e
impusieron la solidaridad en caso de pluralidad de deudores de una prestación indivisible: Código Suizo de
las obligaciones; el proyecto franco-italiano, Código de las obligaciones de Polonia, Código Civil de Rusia,
de México, etc. Y otros -el Código Civil alemán y el Código Civil italiano de 1865— establecen la
presunción contraria, es decir, la presunción de solidaridad. Pero aun en las legislaciones que, como la
española (art. 1137 y 1138 Código Civil), mantienen la regla de no presunción de solidaridad, la doctrina y la
jurisprudencia han introducido notables paliativos y atenuaciones.
A) Solidaridad de acreedores. Tiene como función facilitar y asegurar el cobro del crédito (p
ej., el depósito bancario indistinto); en cambio, tiene el inconveniente de dejar a los acreedores unos a merced
de los otros (en definitiva, del accipiens); por ello es fórmula preferible, para obtener sus ventajas sin sus
inconvenientes, el mandato de cobro.
a) Régimen de la relación externa. El deudor puede pagar la deuda a cualquiera de los
acreedores solidarios, quedando con ello liberado; también extinguen la obligación los demás medios
extintivos (novación, compensación, etc.) ejercitados por cualquier acreedor.
b) Régimen de la relación interna. El acreedor que haya cobrado —novado, compensado, etc.
—responde ante los demás co-acreedores de su parte correspondiente. Esta relación interna se estructura, sin
embargo, según las reglas de la mancomunidad. En general, todo acreedor puede realizar los actos que sean
beneficiosos a los demás (como interrumpir la prescripción).
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C) Solidaridad mixta. Su régimen resulta de la combinación de los dos anteriores.
4. El objeto de la obligación
La prestación.
En la precisión de que sea objeto de la obligación reina cierta anarquía doctrinal que, por otra parte,
es principalmente terminológica. Hoy, la doctrina más comúnmente aceptada entiende que el objeto de la
obligación es la prestación, o sea, la actividad -o la pasividad- del deudor; pero que, mientras toda prestación
consiste en una conducta humana, algunas prestaciones —las de dar— tienen, a su vez, como objeto las cosas
que, por tanto, mediatamente -objeto del objeto-, integran con la conducta el objeto de tales obligaciones.
En principio, toda manifestación de la conducta humana puede configurarse como prestación. Así,
las prestaciones pueden ser positivas o negativas, según consistan en dar o hacer o en no hacer; divisibles e
indivisibles, según admitan o no fraccionamiento que no altere su naturaleza ni disminuya su valor; de
actividad y de resultado, según se agoten en el comportamiento del deudor o lleven incorporado, además, el
resultado previsto de este comportamiento; instantáneas, duraderas y periódicas, según se realice en un solo
acto o momento jurídico (se les llama también transitorias y de tracto único), o se prolonguen definida o
indefinidamente, en el tiempo, sin fraccionarse (llamadas también continuativas o de tracto continuo), o se
fraccionen en prestaciones parciales a realizar en periodos de tiempo sucesivo, iguales o desiguales (se les
conoce también como «a plazos»); simples y complejas, según consistan en una o en varias prestaciones
coligadas por la unidad del vínculo, de forma que la obligación no se estima cumplida hasta que se han
realizado todas las prestaciones; etc.
La prestación debe ser —así se considera desde el Derecho romano- posible, lícita y determinada. Se
ha discutido mucho, y tanto con referencia a las fuentes romanas como en relación con los Códigos vigentes,
si es también requisito de la prestación su patrimonialidad; en realidad, como apunta un autor, las dudas
clásicas a este respecto han sido superadas por la economía moderna, pues hoy todo es útil. De cualquier
modo, podría concluirse que la prestación, en sí misma considerada, no tiene que ser necesariamente
patrimonial: la observación de la vida, las conveniencias del tráfico y el interés de la justicia así lo predican;
en cambio, la sanción del incumplimiento debe ser siempre valorable en dinero, lo cual no ofrece cuestión,
pues en el Derecho moderno (que llega a valorar pecuniariamente la vida o el daño moral) esta valoración
puede ser completamente convencional, al arbitrio de la ley o de los tribunales.
La posibilidad de la prestación significa que sea realizable; que sea factible el comportamiento del
deudor y, en su caso, que la cosa exista o pueda llegar a existir. Se excluyen, con ello, las prestaciones
imposibles: ad imposibilia nemo tenetur; la imposibilidad puede ser física, es decir, material (coelo digito
tangere) o jurídica (res extra comercium); parcial o total, según sea posible o no, de facto, su parcial
realización; absoluta o relativa, según sea referible a todos (objetiva) o solamente al concreto deudor
(subjetiva); originaria (inicial) o subsiguiente (sobrevenida), según se dé al constituirse la obligación o deje
de ser posible después de constituida. La imposibilidad total y originaria, sea de hecho o de derecho, absoluta
o relativa, determina la nulidad de la obligación La parcial puede dejar al acreedor en la posibilidad de pedir
la nulidad de la obligación o exigir la prestación en su parte posible. La imposibilidad sobrevenida no anula
sino que extingue la obligación, pudiendo subsistir en su versión de resarcimiento cuando sea por culpa del
deudor o se halle en mora.
Es ilícita la prestación contraria a la ley, a la moral o a las buenas costumbres; puede ser ilícita en sí
misma (cometer un delito), en su causa o contraprestación (pagar una suma de dinero por cometer un delito),
o sólo en su recíproca causalidad (gratificar a un juez para que falle conforme a Derecho); puede provenir
también del fin (encomendar un trabajo para que se perjudique la salud del que lo presta). En todo caso, su
sanción es la nulidad de la obligación
El requisito de la determinación se entiende cumplido cuando la prestación es susceptible de
determinación sin necesidad de nuevo convenio entre los sujetos (determinable). Los criterios, pues, de
determinación, deben estar fijados desde el momento de nacer la obligación Tales criterios pueden ser
objetivos (precio de una determinada mercancía en el mercado de un determinado día) o subjetivos
(arbitrario), el arbitrio puede ser de equidad (arbitrium boni viri) o mero arbitrio (arbitrium merae volunta-
tis) y puede estar encomendado a uno de los sujetos de la obligación o a un tercero; sin embargo, por razones
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obvias, nunca se ha admitido el mero arbitrio de una de las partes; en cuanto a las restantes combinaciones
varían mucho los grados de admisión de las distintas legislaciones; admitiendo el arbitrio de equidad de un
tercero, se admite el de las partes (Derecho justinianeo, Código Civil alemán), o se rechaza (Derecho romano
clásico y la generalidad de las legislaciones modernas), y se admite el mero arbitrio de un tercero (Derecho
romano clásico) o se rechaza. Los ordenamientos positivos y la doctrina han tipificado algunas obligaciones
especiales precisamente por la relativa indeterminación (determinabilidad) de su objeto.
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elección en el mismo pago; si elige el acreedor ha de hacerlo —y notificarlo— antes del pago, pero cabe una
especie de elección tácita mediante la aceptación del pago que realice el deudor.
Si alguna de las prestaciones previstas deviene imposible, los efectos dependen de la causa de esta
imposibilidad sobrevenida y de a quien competa el llamado ius electionis. En general, tratándose de
imposibilidad total: si es por caso fortuito, la obligación se extingue como si no fuese alternativa: si es por
culpa del deudor y la elección corresponde al mismo, la obligación se resuelve en indemnizar daños y
perjuicios; si corresponde al acreedor -persiste su facultad electiva sobre el id quod interest de las distintas
prestaciones previstas; tratándose de imposibilidad parcial y en caso fortuito, subsiste la obligación
alternativa en cuanto a las prestaciones subsistentes y si sólo subsiste una, en ella se concentra automática -
mente la obligación; si es por culpa del deudor y la elección le correspondía a él, podrá elegir entre las
subsistentes (y si solo queda una, realizar esta prestación); si la elección correspondía al acreedor podrá éste
optar entre las prestaciones restantes y el id quod interest de las devenidas imposibles. Combinando estas re-
glas -que en una u otra forma suelen establecer las legislaciones— se obtiene la solución para el caso de que
unas prestaciones devengan imposibles por culpa del deudor y otras sin su culpa.
Indivisibilidad de la prestación
La prestación se considera indivisible cuando no es susceptible la realización parcial sin que se
altere su naturaleza o disminuya su valor. Aunque normalmente el acreedor no puede ser compelido a que
acepte el cumplimiento parcial de la obligación, la determinación de si la prestación es o no divisible tiene
relevancia si los sujetos han pactado otra cosa y cuando, inicial o sucesivamente (piénsese en la sucesión
mortis causa con pluralidad de herederos, en aquellos sistemas que establecen la división automática, entre
ellos, de las deudas del causante), concurran varios sujetos sin que la obligación se constituya con carácter de
solidaria.
La doctrina de la divisibilidad e indivisibilidad de las obligaciones tiene fama de oscura. En 1562,
Dumoulin (Molineus) publicó su Extricatio labyrinthi dividui et individui que, en realidad más contribuyó a
embrollar la materia que a aclararla; pero fue decisiva para los Derechos latinos porque, seguida fielmente
por Pothier, se convirtió en doctrina oficial acogida por el Código Civil francés y, en buena parte, por el
italiano de 1865. Por su parte, los pandectistas trataron de reconstruir según las fuentes romanas la doctrina
de la indivisibilidad. Las oscuridades subsisten en la doctrina moderna y trascienden a cierta inseguridad en
la regulación que hacen algunas legislaciones: ya el Código Civil austríaco prescindió de la categoría
conceptual y de la enumeración de sus causas: el alemán se limitó a disponer la responsabilidad solidaria de
los varios deudores de una prestación indivisible y la acción conjunta de los acreedores si son varios; la
misma línea sigue el Código suizo de las obligaciones; el italiano de 1942 —aunque recoge la doble fuente,
natural y voluntaria, de la indivisibilidad— se remite a la regulación de la solidaridad estableciendo algunas
particularidades; el Código Civil portugués de 1966 establece la acción conjunta contra todos los deudores o
a favor de todos los acreedores salvo reclamación judicial de alguno de ellos; etc. En la doctrina, junto a
algunos intentos de quienes persisten en aclarar los conceptos y las causas de indivisibilidad, la generalidad
de los autores se limita a estudiarla en el supuesto de pluralidad de sujetos, dejando a la casuística juris-
prudencial la determinación de la divisibilidad o no de cada supuesto de prestación en concreto.
El problema puede plantearse en estos términos: cuando una legislación -como sucede con la
española— mantiene el principio de no presunción de solidaridad y, por otra parte, no reenvía al régimen de
las obligaciones indivisibles con pluralidad de sujetos al de las solidarias, ¿quid iuris cuando concurren
ambas circunstancias, pluralidad de sujetos e indivisibilidad del objeto?; la no presunción de solidaridad de -
termina que se consideren tantas obligaciones —y prestaciones— cuantos sujetos haya, reputándose y
tratándose como obligaciones independientes, pero, por otra parte, este fraccionamiento es incompatible con
la indivisibilidad de la prestación. Ya se comprende que la solución del problema depende de la exégesis
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respectiva a cada ordenamiento vigente; en la doctrina española prevalece la tesis de la acción conjunta de to-
dos los acreedores o contra todos los deudores, Sin perjuicio de que pueda actuar un solo acreedor en
beneficio de todos, por analogía con el régimen de la comunidad de bienes, y sin perjui cio de que si algún
deudor no coopera, la obligación se resuelva en indemnización de daños y perjuicios, la cual ya es divisible y
puede seguir los cánones de la mancomunidad.
Prestaciones pecuniarias.
Son las que consisten en la entrega de una cantidad de dinero; su especial y separada consideración
sistemática no viene impuesta por el dato de hallarse sometidas a un régimen legal propio y privativo, ni por
el hecho de erigirse en criterio clasificatorio de dos especies de obligación; tampoco por su infrecuencia y ra-
reza. Su estudio separado, como prestación especial, viene impuesto, de una parte, por la singular naturaleza
del objeto, sometido —por su fundamentación económica— a una serie de condicionamientos económicos:
de otra parte, precisamente, por su frecuencia en el tráfico.
Pero no toda prestación consistente en la entrega de moneda es prestación pecuniaria: si las monedas
se consideran en su individualidad (con fines coleccionistas, comodato ad pompam ), la obligación monetaria
no es, propiamente, pecuniaria, ni presenta peculiaridad alguna junto a cualquier obligación específica: el
deudor cumple entregando las monedas determinadas y no otras. Para que la obligación sea pecunia ria en
sentido estricto es necesario que su objeto, el dinero, se haya fijado en consideración a su valor: en ella la
prestación consiste en entregar una cantidad de dinero sin consideración a la moneda ni a la especie (mutuo
de dinero, p.ej.); se trata de una obligación genérica y de cosa fungible; el deudor cumple entregando la canti-
dad de dinero que debe.
Dentro de las obligaciones genéricas con prestación fungible, se singulariza porque el módulo de la
fungibilidad no lo da la clase, metal o cuño de las monedas, pero tampoco el valor intrínseco o el valor en
mercado de las monedas, sino únicamente el valor legal, el asignado por el respectivo sistema monetario.
Este es el llamado principio nominalista: la denominación legal —peseta, franco, lira— de la moneda en que
se cuenta la suma de dinero debido lleva implícita la determinación, también legal, de su valor, y esta
determinación se impone al acreedor y al deudor con independencia de las fluctuaciones que pueda sufrir el
efectivo valor del dinero. Aun cuando desde el nacimiento de la obligación hasta su vencimiento se altere el
valor efectivo —acuñación de la moneda en metal de inferior valor, curso forzoso dado al papel moneda,
distinta cotización en el mercado de divisas, depreciación, pérdida o aumento de su poder adquisitivo— el
pago debe hacerse en el mismo número de unidades monetarias señalado en la fuente de la obligación Es
decir: peseta=peseta.
No siempre ha sido así; la historia nos muestra cómo la tensión entre moneda-mercancía y moneda-
dinero -acaso, en el fondo, la tensión entre Sociedad y Estado- se pudo romper con la instauración del
principio nominalista, al advenimiento de los grandes Estados nacionales, merced a la evolución misma,
interna, de la doctrina metalística: de ésta se pasó a la doctrina del intrínseco y de ella a la doctrina valorís-
tica de la cual es el principio nominalista mera culminación. El principio nominalista tiene la ventaja
evidente de ofrecer seguridad y fijeza en el tráfico. Pero, junto a esta ventaja, tiene graves inconvenientes, en
orden a la justicia de las relaciones, en épocas de sensibles oscilaciones del valor monetario, concretamente
en épocas de inflación; y es sabido que la inflación es enfermedad crónica de las economías modernas. No es
necesario gran esfuerzo de imaginación para apreciar, en las obligaciones de cumplimiento aplazado o
continuativo, la injusticia que supone para el acreedor -correlativa a la ventaja injustificada para el deudor- el
pago en moneda devaluada, en el más amplio sentido de la expresión.
El problema ha preocupado a moralistas, sociólogos y economistas; por lo que a la técnica jurídica
se refiere, los efectos perniciosos del principio nominalista han tratado de paliarse mediante tres clases de
remedios:
a) La revisión judicial de los contratos; su fundamento se conecta con la doctrina de la
cláusula implícita rebus sic stantibus y con la más moderna de la base objetiva del contrato; es, como se ve,
un remedio posterior e individualizado.
b) La revalorización legislativa de las deudas pagadera en moneda devaluada; es un remedio,
también posterior, pero general; sin embargo, sólo parece justificado en situaciones de emergencia, como
medida transitoria ante un desajuste violento e imprevisto en el valor de la moneda (por ejemplo, la
legislación española del desbloqueo, consecuente a la Guerra civil 1936-39).
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c) Las cláusulas de estabilización; constituyen un remedio preventivo e individualizado,
aunque pueden ser impuestas por la ley para determinados contratos (arrendamientos rústicos, por ejemplo).
Consisten en designar, ya en el contrato como cuantía de la obligación de pago, no una cantidad de
unidades monetarias por su valor nominal, sino una cantidad de mercancía o metal precioso cuyo valor sea
previsiblemente estable, o bien el valor en moneda de esa cantidad de mercancía o metal precioso (también
moneda extranjera «fuerte»); en virtud de estas fórmulas se sustrae a las deudas pecuniarias del imperio
exclusivo del principio nominalista: en suma, se trata de convertir la obligación pecuniaria en obligación de
valor. Las cláusulas más tipificadas en el comercio son las siguientes:
Cláusulas de pago en trigo, carbón, oro, plata, divisas, etcétera. Con ellas queda pac tado que el pago
del precio se hará entregando una determinada cantidad de tal mercancía, metal o moneda extranjera. En
alguna de sus manifestaciones supone volver de la compra-venta a la permuta; tienen inconvenientes
prácticos y, con frecuencia, la legislación las prohibe como atentatorias a la soberanía monetaria y a sus fines.
Cláusulas «valor oro», «valor plata», etc. Mediante ellas se previene que el pago se hará en la
moneda nacional de curso legal, pero la cantidad de unidades monetarias se determina, no por su número sino
por el valor de una determinada cantidad de oro, plata, etc. Como se trata de valores que normalmente no
oscilan, en época de devaluación monetaria el valor se mantiene y la cuantía pecuniaria se eleva
automáticamente para conservar el mismo poder adquisitivo. La validez de estas cláusulas —tanto de lege
lata en relación con cada Derecho positivo, como de lege ferenda — es tema muy debatido en la doctrina.
Cláusulas «índice de escala móvil». Mediante ellas se regula la cuantía de la prestación dineraria en
relación con el índice o escala variable de los precios de algunos productos básicos (hierro, carbón, trigo,
aceite) o, en general, con el índice del costo de vida, referido, en ocasiones, a los departamentos oficiales de
estadística. También la validez de estas cláusulas —y, sobre todo, la oportunidad o no de su admisión— es
muy discutida.
Prestación de intereses.
En sentido muy amplio se considera interés una cantidad de cosas fungibles que puede exigirse
como rendimiento de una obligación de capital en proporción a su importe y al tiempo por el cual se está
privado de la utilización del mismo. Pero es lo cierto que, en la vida jurí dica moderna, la única cosa fungible
que se erige en prestación de intereses es el dinero.
Jurídicamente no son intereses —por no ajustarse a esta conceptuación— las rentas (que no
presuponen una obligación de capital), los dividendos que representan una participación en las efectivas
ganancias, no sólo vinculadas a la no utilización del capital por el acreedor, ni la amortización que es pago
parcial del capital mismo. La prestación de intereses es siempre accesoria de la prestación del capital. La ley
suele tasar el interés medio del dinero para fijar el concreto tanto por ciento en las obligaciones que
devenguen intereses y no tengan fijada cuantía o para las prestaciones de intereses impuestas por la propia
ley; a esta tasa se le denomina, por ello, el interés legal.
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Los intereses convencionales se fijan libremente por las partes; pero también en cuanto a ellos suele
intervenir el Derecho positivo señalando, de algún modo, un límite máximo, por encima del cual son
considerados usurarios y sancionados civilmente —con independencia de que puedan ser constitutivos de
delito— con distintas medidas que pueden llegar a la nulidad de la obligación principal. En España, la
legislación especial represiva de la usura (ley de 23 jul. 1908, llamada ley Azcárate por deberse a inicia tiva
de éste) considera usurario el interés superior al normal del dinero y manifiestamente desproporcionado con
las circunstancias del caso o en condiciones tales que resulten leoninos, habiendo motivos para estimar que
han sido aceptados por el prestatario a causa de su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado
de sus facultades mentales.
Con el nombre de anatocismo se conoce el hecho de que los intereses ya venci dos se incorporen al
capital y produzcan, en consecuencia a su vez, nuevos intereses. Su posibilidad puede nacer de la ley o de la
convención de los interesados. El anatocismo convencional suele estar admitido por las legislaciones
modernas con algunas limitaciones, principalmente que no se establezca con carácter previo sino por pacto
posterior al vencimiento de los intereses.
5. La causa de la obligación
Desde antiguo reina gran oscuridad doctrinal y pugna entre los autores y escuelas en materia de la
causa. Las disensiones son radicales y arrancan de la cuestión de si la causa es un elemento referible a la
atribución patrimonial, a la obligación en sentido técnico, al contrato o al negocio jurídico en general.
A mi juicio juegan dos conceptos, distintos aunque relacionados, de la causa: la referible,
conjuntamente, a la atribución patrimonial y a la obligación, y la referible al contrato y al negocio en general.
Generalmente, esta sólo toma relevancia jurídica —en relación con los Códigos cortados bajo el patrón
francés— cuando es ilícita. Por lo que aquí interesa, causa de la atribución y de la obligación es la razón ju-
rídica que sanciona y ampara un desplazamiento patrimonial, la salida de un determinado bien jurídico de un
patrimonio y su correlativo ingreso en otro. Esta sanción opera con dos grados diversos de intensidad:
proveyendo al acreedor de una pretensión de exigencia jurídica de la prestación (causa de la obligación) o,
simplemente, consolidando, haciendo firme el desplazamiento no exigible pero libremente efectuado (causa
de la atribución). Toda causa de obligación lo es también de la sucesiva atribución patrimonial, pero no vice-
versa. Cuando no exista ninguna de estas dos manifestaciones de sanción, cuando la atribución patrimonial
no descansa en una razón jurídica que la ampare, la atribución puede deshacerse, repetirse: se da entonces el
supuesto de hecho del enriquecimiento injusto llamado también, por ello, enriquecimiento sin causa.
En este sentido emplea el término causa el Código Civil español en los art. 1274 y 1901. Es causa
onerosa la contraprestación o promesa de contraprestación (art. 1274), la prestación debida y aún no pagada
(art. 1901); es causa gratuita la mera liberalidad del bienhechor (art. 1274), la liberalidad del atribuyente (art.
1901 ); ambas son causa de la obligación y de la consiguiente atribución; y es causa de la atribución
libremente efectuada cualquier otra justa causa (art. 1901), es decir, las obligaciones naturales y los supuestos
tipificados en el propio Código como casos de pago irrepetible. Cuando en una atribución no existe causa en
ninguna de estas manifestaciones, tal atribución es repetible por quien la hizo (art. 1895 ss.).
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B. SEGUNDA PARTE: VIDA JURIDICA DE LA RELACION OBLIGACIONAL
(CONSIDERACION DINAMICA).
Concepto; enumeración.
Se denominan fuentes de las obligaciones los hechos jurídicos de los que éstas se originan o nacen;
es decir, los hechos a los que el Derecho objetivo reconoce esta virtualidad vinculante.
En las Instituciones de Justiniano se establece una clasificación o enumeración cuatrimembre:
contrato, delito, cuasi-contrato y cuasi-delito (Corp I Civ. Inst. 3,13.2). Así pasó al Código Civil francés y al
italiano de 1865 los cuales sin embargo, añadieron una quinta fuente: la ley. La influencia de estos Códigos
fue notable en los subsiguientes; sin embargo, la doctrina no ha dejado de preguntarse sobre el origen,
carácter, validez y eficacia de esta clasificación. Por lo pronto, se ha esclarecido bastante su explicación
histórica.
En la primera jurisprudencia romana el hurto y el préstamo eran las dos causas originarias del
debitum (debere —de habere— significa tener de otro y, por tanto, presupone una capere es decir, un haber
tomado de otro, sea contra la voluntad del propietario —hurto— sea con su voluntad —préstamo—). Son
también las dos causas originarias del acto de violencia ritual que sanciona el debitum: la manus iniectio
directamente en el hurto, y a través del nexum en el préstamo; la manus iniectio fue después aplicada a
nuevas relaciones.
En la época clásica, la manus iniectio es sustituida por acciones civiles in personam que, por tanto,
cubren todas las relaciones de debitum; pero aquellas dos originarias fuentes del debitum se han visto
ampliadas hasta constituir un complejo cuadro en el que es elemento común el oportere deber por Derecho
civil. El Pretor completó el cuadro con nuevas acciones ( = obligación) que no se referían ya a unoportere
(debitum civil), pero que venían a tener el mismo resultado. Así, lo que pudiéramos llamar fuentes de las
obligaciones en el período clásico son: a) el debitum civil y el ilícito pretorio; no como categoría general y
abstracta, sino figuras concretas tipificadas: hurto, rapiña, damnum iniuria datum e injuria; de ellas nace una
pena pecuniaria a favor del ofendido; su carácter privado las diferencia de los crimina de Derecho público; b)
los distintos tipos de préstamo, en cuanto la retención sin causa de la cosa ajena origina una acción crediticia;
c) las stipulationes, promesas formales y abstractas —sin expresión ni dependencia de causa— de muy
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variada función; d) el contractus si así puede denominarse, en común, a los acuerdos de recíprocas
prestaciones ex bonae fidei: la fiducia, el depósito, los contratos consensuales: mandato, sociedad, compra-
venta y arrendamiento, la gestión de negocios sin mandato, y dos contratos semejantes a la compraventa: el
contrato estimatorio y la permuta; e) el judicatum sentencia estimatoria que origina una obligación civil.
Como se ve, en este cuadro sólo merecen el nombre de contrato las figuras agrupadas en el apartado
d) y dentro de él, los que dan carácter al conjunto son los cuatro consensuales. Esto explica, acaso, el que
Gayo al iniciar en susInstituciones (3,88) el estudio de las obligación suponga, como únicas fuentes, el
contractus y el delictum y que a propósito de la solutio retenti observara que quien paga no quiere contraer
sino extinguir una obligación. Partiendo de esta observación los posclásicos la excluyeron, pese a su
semejanza con el mutuo, por falta de acuerdo constitutivo. Y es que, en esta época, desaparecidas las
diferencias procedentes de la tipicidad de las fórmulas procesales, se generaliza el concepto de contrato como
el más apto para absorber todo negocio convencional que genere obligaciones, y se excluye toda figura en la
que falta el convenio; con ello los posclásicos hubieron de admitir, junto al contrato y al delito, una tercera
fuente de obligaciones que ni se integraba en los contratos por falta de convenio, ni en los delitos por no
coincidir con los delicta tradicionales; y la designaron variae causarum figurae.
Los bizantinos, más exigentes, distinguieron dos grupos dentro de esta categoría vaga: actos
similares a los contratos (quasi ex contractus) y hechos similares a los delitos (quasi ex delictum); entre los
primeros incluyeron la condictio indebiti —similar al ahora contrato de mutuo— y, por inercia, todos los
negocios que daban lugar a una condictio (sine causa, ob turpem causam, ob causam datorum, la negotiarum
gestio (similar al mandato), la communio incidens (similar al contrato de sociedad), la situación del tutor
frente al pupilo y la del heredero frente al legatario (similares, también, al mandato); y, entre los segundos,
incluyeron la injusticia judicial sin dolo, los daños causados por objetos caídos o vertidos o colocados con
peligro, y la responsabilidad por delitos cometidos por los dependientes en relación con el oficio. A partir de
esta cuatripartición se produce un juego de palabras, empero, con hondo significado concep tual: en lugar de
quasi ex contractus y quasi ex delictum, ex quasi conlractus y ex quasi delictum; no son ya figuras «como
el contrato», sino que nace al concepto general y abstracto del «como contrato» (cuasicontrato). Así es cómo
la enumeración fue aceptada y transmitida por el Derecho común v acogida por el Código Civil francés y el
italiano de 1865, los cuales añadieron, como quinto término, la ley
La enumeración quíntuple fue pacíficamente aceptada por la doctrina durante mucho tiempo e
influyó en numerosos Códigos, el español entre ellos que, sin embargo, cambió la nomenclatura y reagrupó
las viejas figuras del delito y cuasi-delito bajo la fórmula «actos y omisiones ilíci tos o en que intervenga
cualquier género de culpa o negligencia» (art. 1089). Pero después levantó una verdadera ola de críticas y
está hoy muy desacreditada en el terreno científico; una primera fase, muy visible en la doctrina francesa y en
la italiana, sustituyó la enumeración tradicional, de cinco miembros, por una más sencilla y sintética división
dualista, basada en que las obligaciones tienen siempre su origen en la voluntad o en la ley; pronto se
advirtió, empero, que esta clasificación era demasiado simplista e imprecisa. y se tendió a sustituirla por
clasificaciones más analíticas, en las que se recogen diversos hechos o actos, muy heterogéneos, que, además
del contrato y a través del ordenamiento jurídico. tienen virtualidad para originar obligaciones.
En el plano legislativo, el problema no ha obtenido tampoco una solución unánime que parezca
definitiva. Aparte los Códigos inspirados en el francés, que siguen con mayor o menor fidelidad la
enumeración tradicional algunos Códigos se inspiraron en la clasificación dualista (así, el Código Civil
alemán); pero las legislaciones más recientes no se ajustan tampoco al patrón dualista: la rehúsan,
concretamente, los Código Civil suizo de las obligaciones, brasileño, mexicano e italiano de 1942.
Intentando J. Castán Tobeñas encontrar algunos rasgos característicos, comunes en la gran
disparidad doctrinal que actualmente reina, enumera los siguientes: 1) haber alcanzado gran generalidad el
negocio jurídico, de mayor amplitud que el contrato; 2) hallarse en crisis las figuras del cuasi-contrato y
cuasi-delito; 3) haberse detectado nuevas fuentes de las obligaciones, como la declaración unilateral de
voluntad y los actos sin culpa indemnizables.
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formal de hacer algo —generalmente una obra— en correspondencia a un honor público recibido o esperado
—normalmente un cargo municipal—, o promesa de recompensa por un hallazgo (anuncio colgado al cuello
del esclavo); y el votum, donación prometida a una divinidad; la primera era exigible mediante una acción de
carácter administrativo; la segunda tenía una sanción sacral, no civil (ex voto). También se alega algún
precedente remoto en los Derechos germánicos. Fuera de ello, en su concepción estricta, es una tesis reciente.
Paradójicamente, no se corresponde con el apogeo del dogma de la autonomía de la voluntad, sino
que se abre paso, precisamente, en su crisis y rectificación; y es que no descansa en bases psicológicas —
voluntaristas— sino sociológicas: la seguridad jurídica, la protección a la buena fe.
Las codificaciones del siglo XIX no le dieron cabida. Los Códigos modernos la admiten con mayor
o menor amplitud. El Código Civil alemán (cfr. 657 ss. y 793) admite la oferta de contrato, la promesa
pública de recompensa, el concurso con premio (si se fija un plazo) y el contrato a favor de tercero; el Código
suizo de las obligaciones (art. 8 y 846 ss.) admite las mismas figuras, excepto el contrato a favor de tercero
que configura como bilateral, por la necesaria aceptación del tercero; el Código Civil italiano de 1942 (art.
1987 ss.) regula las promesas unilaterales, los títulos de crédito (al portador, a la orden y nominativos); el
Código Civil brasileño de 1919 (art. 1056 ss.) y el mexicano de 1928 (art. 1860 ss.) la admiten como fuente
normal; también la admite el Código Civil peruano de 1936 (art. 1802 a 1823); etc.
De todos modos, aún en las legislaciones tradicionales que no enumeran la declaración unilateral de
voluntad entre las fuentes de las obligaciones, los autores defienden su virtualidad en algunas figuras —
principalmente la promesa de recompensa— al amparo de las fuentes de derecho subsidiarias a la ley
(costumbre, principios generales).
Medios con que cuenta el acreedor para la conservación del patrimonio del deudor.
Desde el momento en que nace una relación obligatoria, el patrimonio del deudor queda afecto a la
sanción por incumplimiento que le sea imputable. Es el llamado principio de la responsabilidad patrimonial
universal: del cumplimiento de las obligaciones responde el deudor con todos sus bienes presentes y futuros
(art. 1911 Código Civil español).
Pero esta afección patrimonial tendente a que el interés del acreedor no quede insatisfecho serviría
de poco si la malicia del deudor pudiese libremente sacar bienes de su patrimonio o si su negligencia
permitiese que no entrasen bienes en él. Para evitar este resultado —para evitar, en definitiva, que el interés
del acreedor quede insatisfecho— el Derecho concede, desde antiguo, un cierto poder de control al acreedor
sobre el patrimonio de su deudor, control que se manifiesta, principalmente, en dos acciones: subrogatoria y
revocatoria o pauliana.
La acción subrogatoria
Es el recurso que la ley concede al acreedor que no tenga otro medio de hacer efectivo su crédito,
para ejercitar los derechos y acciones no utilizados por el deudor que no sean inherentes a su persona.
Su fundamento es, por tanto, aquel principio de responsabilidad patrimonial universal; su objeto, el
reintegrar el patrimonio del deudor, si éste no lo hace por sí mismo, son aquellos bienes jurídicos que,
estando actualmente fuera de su patrimonio, le pertenecen. Se le llama, también, acción indirecta u oblicua,
porque el acreedor no llega a dirigirse contra los terceros —deudores de su deudor— sino por intermedio de
éste. Se trata sólo de una sustitución en la acción para hacer efectivo el pago, y no de un cambio de acreedor;
de aquí que algunos autores hayan denunciado como equívoca e impropia su denominación. Por lo demás, se
trata de un remedio subsidiario, es decir, que no puede ser utilizado si en el patrimonio efectivo del deudor
hay bienes suficientes para la satisfacción del crédito. Y no es factible su ejercicio en cuanto a los derechos
personalísimos del deudor.
Algunas legislaciones regulan también, en casos concretos, una acción que, en contraposición a la
anterior, se denomina directa; en estos casos el acreedor acciona en su propio nombre contra los deudores de
su deudor (arrendador contra subarrendatarios. por ejemplo).
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Es la que corresponde a los acreedores para pedir la revocación de los actos do losos y dañosos
realizados por el deudor. Su fundamento es, también, el principio de responsabilidad patrimonial universal;
su objeto, controlar el patrimonio del deudor evitando salgan de él bienes jurídicos hasta hacerlo insuficiente
para la satisfacción del crédito.
En el Derecho romano clásico se concedieron tres medios con esta finalidad: el interdictum
fraudatorium (que tenía por objeto la devolución), la restitutio in integrum ob fraudem (que dejaba sin efecto
la enajenación). y el interdictum utile contra el adquirente de buena fe a título lucrativo. Los compiladores de
Justiniano las fusionaron, también, seguramente, con la actio personalis in factum o ex delicto. Fue creencia
bastante generalizada entre los romanistas que su nombre respondía a haber sido concedida por el pretor
Paulus y que, por tanto, era clásica. Hoy se cree que el nombre nació de una glosa bizantina que, para darle
un nombre específico, la refirió al jurisconsulto Paulo; la vulgarización de este tecnicismo fue obra de las
escuelas medievales.
En el Derecho intermedio persiste la regulación romana, si bien se observa una marcada tendencia a
minimizar o abolir el requisito del animus fraudendi en las enajenaciones a título gratuito, así como a
confundirla con la impugnación de las simulaciones. En los Códigos modernos está, en general,
insuficientemente regulada y hay que acudir todavía a la doctrina del Derecho romano común para suplir las
escasas referencias de la legislación
La unificación llevada a cabo por los compiladores justinianeos, de los distintos remedios clásicos.
no cuajó en una doctrina total y armónica, lo cual ha hecho muy discutido el problema de la naturaleza,
personal o real, de la acción pauliana. La mayoría la consideró personal por cuanto el Digesto la califica de
actio in personam (Corp I Civ, Dig. 22.1.38), se basa en una relación obligacional (personal, pues), y no se
puede ejercitar contra cualquier tercero, sino sólo contra el cómplice en el fraude o el enriquecido
injustamente (no tiene, por tanto, eficacia erga omnes característica de las acciones reales). Pero algunos la
consideraron real por cuanto entre las acciones reales la incluye la Instituta (Corp I Civ, Inst. 4.4.6). No fal-
taron quienes !a consideraron acción mixta y quienes sostuvieron que se trataba de dos acciones distintas la
del Digesto y la de la Instituta. En el Derecho moderno, que no ofrece la antinomia del romano, parece
evidente su carácter personal; pacífica en ello la doctrina, se sigue discutiendo su naturaleza específica,
principalmente se han perfilado las siguientes posiciones: a) acción dirigida a obtener una indemnización de
daños y perjuicios; b) acción dirigida a obtener la declaración de una nulidad; y c) acción rescisoria, en
cuanto el acto revocable no se considera eficaz frente a las personas amparadas por la acción pauliana.
Los requisitos de la acción pauliana son, según su enunciado tradicional, el eventus damnis y el
consilium fraudis. La acción pauliana tiene, también, carácter subsidiario; requiere el perjuicio del acreedor
(eventus damnis) es decir, que con el acto de enajenación del deudor, su patrimonio sea insuficiente para
satisfacer el crédito, sin que tenga el acreedor otro medio legal para esta satisfacción .
Requiere también que el acto de enajenación lo haya realizado el deudor en fraude de acreedores,
con intención de perjudicarlos o, al menos, con conciencia del daño que les cause. En general, para eludir la
dificultad de la prueba del consilium fraudis los ordenamientos presumen el fraude en las enajenaciones a
título gratuito y, en las a título oneroso, cuando se otorguen por personas contra las cuales se hubiese
pronunciado sentencia condenatoria en cualquier instancia o expedido mandamiento de embargo de bienes.
El efecto de la acción pauliana es la revocación de la enajenación fraudulenta; pero, en realidad, no
produce este resultado sino en aquellos casos en que la revocación puede ser obtenida sin lesionar los
legítimos intereses de los terceros adquirentes de buena fe, casos en que la acción sólo produce, como efecto,
la obligación de indemnizar daños y perjuicios.
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Pero, por una parte, el llamado principio de responsabilidad patrimonial universal no es
rigurosamente exacto. No responde del todo a su enunciado y a su calificativo universal. El propio
ordenamiento jurídico sustrae algunos bienes (lecho cotidiano, vestidos, herramientas de trabajo) al poder de
ejecución del acreedor; se denominan, por ello, bienes inembargables; algunos ordenamientos excluyen
también los inmuebles indispensables para la subsistencia de la familia (Homestead, bien de familia,
patrimonio familiar inembargable); en otros casos, la ley limita a determinados bienes la posibilidad de
ejecución de ciertas obligaciones (heredero que acepta a beneficio de inventario). Junto a estas exclusiones
legales, excepcionalmente el ordenamiento jurídico autoriza, en algunos casos, la limitación convencional de
la responsabilidad, en el sentido de que se concrete a determinados bienes la acción de los acreedores,
dejando libre el resto del patrimonio del deudor; son supuestos excepcionales por cuanto, como la afección
de los bienes del deudor a asegurar la sanción del incumplimiento hemos visto que era elemento esencial del
vinculo obligatorio, en principio hay que estimar nulas las convenciones dirigidas a exonerar al deudor de su
responsabilidad patrimonial.
Por otra parte, la garantía genérica que supone el principio de responsabilidad patrimonial universal
puede ser especificada mediante la constitución de derechos, poderes, preferencias, que hagan más
improbable la frustración del crédito. Estos medios de garantía pueden ser personales (juramento, fianza, aval
cambiario, cláusula penal) o reales (depósito en caución, arras o señal, prenda, hipoteca y anticresis, dere cho
de retención, embargo preventivo, anotación preventiva, privilegios). Desde otro punto de vista, pueden ser
legales, es decir, tener su único origen posible en la ley (privilegios, retención) o convencionales, nacidos de
la voluntad de las partes (arras, cláusula penal, anticresis), o mixtos, nacidos unas veces de la ley y otras de la
voluntad (hipotecas).
Cada una de estas figuras incide en el principio de responsabilidad patrimonial universal de forma
muy diversa: afectando especial o preferentemente determinados bienes, ensanchando el patrimonio del
deudor con el todo o parte de otro deudor subsidiario o solidario, sustrayendo bienes a la disponibilidad del
deudor, agravando el quebranto patrimonial del deudor, etc. Alguna de estas figuras, aunque cumplen la
función aquí señalada, tienen propia sustantividad sistemática; otras se exponen en esta sedes materiae.
Privilegios
Consisten en una anteposición o preferencia que, por disposición de la ley, gozan ciertos créditos
para ser cobrados en caso de insuficiencia del patrimonio del deudor para satisfacer todos los créditos que lo
gravan. Responde ello, unas veces, a la naturaleza y fines del crédito en cuestión, otras a las circunstancias
personales del acreedor. No es un derecho real, pero puede ir embebido dentro de él.
Junto a este supuesto, su funcionalidad más destacada se manifiesta en el concurso de acreedores y
en la tercería de mejor derecho; pero también pueden manifestarse en el pago de las deudas hereditarias, en el
pago con subrogación, en las relaciones obligatorias de la sociedad con los socios y con terceros, etc.
Derecho de retención
Es la facultad concedida por la ley a ciertos acreedores de conservar en su poder la cosa del deudor
ya poseída por ellos, hasta que se satisfaga el crédito relacionado con la cosa misma. Las legislaciones
presentan casos muy variados: posesión de buena fe, usufructo, contrato de obra por precio alzado, mandato,
depósito, prenda, etc. Se pregunta la doctrina si los respectivos preceptos son aplicables por analogía a otros
semejantes en los que la ley, empero, no lo establece; en general, la solución es negativa por su carácter
excepcional.
No se trata de un derecho de prenda, pues carece de preferencia y de eficacia reipersecutoria. La
retención no legitima el uso de la cosa ni la percepción de los frutos o intereses para amortización de la
deuda; y lleva consigo la obligación de conservar la cosa con la diligencia de un buen padre de familia.
Arras
Son el objeto u objetos —generalmente una suma de dinero— que el deudor entrega al acreedor
como señal y garantía del cumplimiento de una obligación. Suelen clasificarse, por sus efectos, en
penitenciales y confirmatorias. Las arras penitenciales («multa del arrepentimiento») autorizan al que las da a
no cumplir la obligaciones a cambio de perderlas; y, si son sinalagmáticas, a devolverlas dobladas el que las
recibe si desiste del acto. Las arras confirmatorias evidencian el acto y suponen un adelanto del precio, pero
no autorizan el desistimiento mediante su pérdida o devolución doblada.
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Pena convencional
Consiste en la adición al vínculo obligatorio principal de un nuevo vínculo, accesorio y subsidiario,
entre los mismos sujetos y por cuya virtud el deudor queda obligado a una prestación —lógicamente más
gravosa para él— si no cumple la primera en el tiempo convenido (contratista que no entrega la obra
terminada en la fecha fijada y se obliga a pagar al acreedor de ella una cantidad pecuniaria por cada día de
retraso). Tiene una función de garantía, de fortalecimiento del vínculo, una virtualidad compulsoria de la
voluntad del deudor, un estímulo al cumplimiento normal y puntual; pero, además, puede cumplir una
función liquidadora de los daños y perjuicios. Pero el deudor no puede zafarse del cumplimiento de la
obligación principal pagando la pena estipulada.
Modificación objetiva
Mientras subsiste el vínculo obligatorio, su objeto, la prestación, puede ser modificada, bien por vía
de solución legal a un evento determinado (así el pago de la expropiación o de la indemnización en lugar de
la cosa debida, expropiada o siniestrada), bien por acuerdo de las partes.
Evidentemente, superada la concepción rígida y formal de la obligación, en principio nada se opone
a que acreedor y deudor, de común acuerdo, alteren el objeto de la obligación dejando subsistente el vínculo.
Sin embargo, si este cambio es total o esencial, resulta difícil sostener esta identidad: como tal operará la
nueva relación si así lo han querido las partes; pero, frente a terceros (en un concurso de acreedores, por
ejemplo), la figura aparecerá, seguramente, como una novación en el sentido tradicional y más genuino del
término: extinción de una obligación y nacimiento, en su lugar, de otra nueva. Las modificaciones objetivas
más frecuentes consisten en la adición de garantías (prenda, hipoteca) o de obligaciones accesorias (intereses)
al vínculo preexistente. También, el cambio del lugar señalado para el pago, el fraccionamiento y
aplazamiento de la prestación, etc.
Modificación subjetiva
Consiste en el cambio de acreedor manteniendo subsistente el mismo vínculo obligatorio. Es, por
tanto, la cesión del crédito. La subsistencia del vínculo se traduce, en el plano práctico, en la subsistencia,
para el nuevo acreedor, de las mismas acciones y garantías de que estaba provisto el acreedor primitivo.
La transmisión del crédito puede realizarse de un modo voluntario, convencional, bien sea a título
gratuito, bien sea a título oneroso, bajo las características de los respectivos contratos típicos (donación,
compraventa, permuta, etc.); la onerosidad aparece en cuanto la cesión se haga pro solutio (como pago de
otra obligación del cedente frente al cesionario), pro solvendo (para que el cesionario cumpla otra obligación
del cedente), y mediante contraprestación. La transmisión puede operarse también por virtud de la ley (cesión
legal), como en el caso del deudor solidario solvens frente a los demás codeudores solidarios, en el caso del
fiador que paga, frente al deudor principal, y en el del asegurador que indemniza al asegurado. Cabe también
la transmisión en virtud de resolución judicial (cesión judicial), como sucede en el caso de embargo y
adjudicación de créditos.
Algunos autores señalan también como un caso de transmisión legal el pago con subrogación, es
decir, la forma de pago que, en lugar de extinguir la deuda, cambia la persona del acreedor, convirtiendo al
que paga en acreedor del verdadero deudor. Pero otros autores las consideran instituciones distintas y señalan
algunas diferencias: el cesionario tiene derecho a exigir del deudor el débito entero aunque haya pagado al
cedente un precio menor, mientras que el subrogado no puede reclamar más de lo que hubiese pagado; el
cedente de un crédito responde de la existencia y legitimidad del mismo, a no ser que se haya cedido como
dudoso, al paso que el acreedor que recibe un pago de persona distinta del deudor no tiene que prestar
garantía; etc.
Otro supuesto subjetivo de modificación de la relación obligatoria estará representado, si se admite,
por la transmisión de las deudas, es decir, por el cambio de deudor. Pero es muy sostenible que ello, a título
particular, no sea posible sino a través de la novación, es decir, la extinción de la obligación y el nacimiento
de otra nueva.
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El Derecho romano tampoco la admitió; la concepción personalista (intuitu personae) y formalista
(presencia simultánea de ambos sujetos al constituirse la relación) se oponían tanto a la transmisión activa
como a la pasiva de la obligación; pero, además, tratándose del cambio de deudor, se consideraba que la
honradez y solvencia del deudor formaban parte integrante, por así decir, de la identidad de la obligación.
Sólo mediante la novatio podía obtenerse este cambio.
Las concepciones han evolucionado; pero así como la decadencia de todas las que impedían la
cesión del crédito ha hecho que las legislaciones modernas admitan, sin vacilación, esta figura, la posible
subsistencia de algunas de las causas que hacían incedibles las deudas es motivo para que muchas sigan sin
admitirla a título particular (sí, en cambio, a título universal: del causante al heredero como pasivo de la
herencia). La opinión doctrinal que sostiene la transmisibilidad de las deudas a título particular se apoya,
principalmente, en los siguientes argumentos:
a) si se admite unánimemente la transmisibilidad de los créditos, ¿por qué no la de las
deudas?
b) Si se admite la transmisión de las deudas a título universal, ¿por qué no a titulo singular?
c) Decaídas las concepciones romanas que hacían inviable la transmisión del vínculo
obligatorio, no hay razón que se oponga en una concepción patrimonialista y aformal a que se transmita
también del lado pasivo.
A los cuales se añaden otros argumentos de exégesis legal. Sin embargo, todos los que esto
defienden se apresuran a advertir que, a diferencia de lo que sucede con la cesión del crédito, en la cesión de
deudas se precisa el consentimiento del otro sujeto de la relación; y que, si hubiese obligaciones accesorias,
la subsistencia de éstas exige también el consentimiento de quienes las prestaron.
Empero, a aquellos argumentos cabe oponer, respectivamente, los siguientes:
a) La relación obligatoria. en una concepción patrimonialista, es transmisible: como la
relación real; pero como la relación real, sólo lo es desde el punto de vista ac tivo, desde la titularidad que
supone un derecho subjetivo y, en definitiva, un valor. No es que en el comercio jurídico puedan circular
créditos y deudas; lo que circulan son relaciones obligacionales y éstas tomadas siempre desde el extremo ac-
tivo.
La deuda es un deber correlativo a ese poder que circula; no es un valor sino un «no valor»; quien
debe una prestación no la posee para nada: la padece; y, si esto es así, ¿cómo disponer de ella?
b) Las deudas son el pasivo de un patrimonio, la partida a deducir del activo; por ello se
pueden transmitir a título universal, junto con la totalidad del patrimonio, pero no a título singular, aisladas
del mismo. Como los agujeros practicados en la materia sólo pueden ser transportados con la materia misma
y no separados de ella.
c) La incedibilidad de las deudas descansaba, además de en la concepción personalista y
patrimonialista de la relación obligatoria —como la incedibilidad de los créditos— en otras razones
privativas y que no han decaído en el Derecho moderno; por eso subsiste.
Si la afección de bienes del deudor al cumplimiento de la obligación hemos dicho que formaba parte
de la esencia del vínculo, ¿no es cierto que al cambiar el patrimonio afecto se cambia la esencia, es decir, se
opera una novación...? Ello aún prescindiendo de la solvencia moral del deudor. Por otra parte, si la preten -
dida transmisión de la deuda a título particular exige el consentimiento del acreedor y, en su caso, el de quie -
nes hubiesen prestado garantías para que éstas puedan subsistir, ¿en que se diferencia de la novación por
cambio de deudor...? Son notas, aquéllas, que diferencian la transmisión de deudas de la de créditos y que, en
cambio, la asemejan con la novación subjetiva pasiva, ¿para qué, entonces el cambio de nomenclatura,
técnica y sistemática?, ¿no contribuirá solamente a oscurecer los conceptos y haber equívocas las institucio -
nes?
Es evidente que, al amparo del principio de libertad contractual, las partes pueden configurar la
nueva obligación como si fuese la antigua, pero esta ficción sólo producirá efecto entre ellas; para que afecte
a los fiadores, etc., será necesario que la consientan; se puede imaginar que, incluso estos fiadores la consien-
ten y consideran como si fuese la misma relación obligatoria; en balde: en cuanto afecta a otros terceros se
descubre que es una relación nueva y distinta: tal sucederá, por ejemplo, al ordenar, por su rango o
antigüedad, el crédito en un concurso de acreedores del nuevo deudor; sin duda, la antigüedad será
computada desde la fecha de la transmisión, no desde la del nacimiento de la antigua obligación.
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5. Cumplimiento de la obligación
Principios generales
A diferencia de las relaciones reales que nacen para subsistir, las relaciones obligatorias se originan
con una vocación congénita de extinción: la obligación nace, precisamente, para ser cumplida. El
cumplimiento de las obligación está presidido por dos principios generales: diligencia y buena fe.
La obligación debe ser cumplida con la diligencia de un buen padre de familia (bonus pater
familias), lo cual no significa —como durante algún tiempo se entendió— el hombre medio, sino el hombre
consciente de sus deberes y responsabilidades. Pero, en rigor, se trata de un mero punto de referencia
abstracto o, al menos, objetivo: diligencia en abstracto proporcionada a una obligación como concepto
abstracto y general. Es decir, distinta a la diligencia subjetiva que el deudor concreto ponga en sus actos
propios y asuntos personales (diligencia quam in suis ). El principio de la buena fe predica que no sólo deba
ser cumplida la estricta obligación nacida de una fuente (en especial el contrato), sino todas las obligaciones
que normalmente van implícitas en el cumplimiento de aquélla, aunque no fuesen expresamente pactadas.
Ambos principios tienen abundantes manifestaciones positivas en los ordenamientos jurídicos.
El pago
Pago es la ejecución de la prestación debida que produce la extinción de la obligación En una
acepción amplísima se denomina pago a toda suerte de cumplimiento —voluntario o forzoso, y éste sea en
forma específica o en equivalente— y aun a todo modo de extinción, cualquiera que sea su causa. Es una de
las posibles acepciones romanas del término solutio, acepción etimológica y acaso originaria; pero en las
mismas fuentes romanas hay otra acepción restringida, limitada a la extinción por consecuencia de la
realización de la prestación debida (Corp I Civ, Dig. 50.16.176). Y, desde luego, en la doctrina moderna es
inaceptable: hay modos extintivos de las obligación —condonación, imposibilidad— que consisten,
precisamente, en la innecesariedad o insusceptibilidad del cumplimiento. Por otra parte, el cumplimento en
equivalente considerado como pago es un contrasentido: nada puede ser equivalente a sí mismo. En cuanto al
cumplimiento forzoso en forma específica, es de notar que requiere un incumplimiento voluntario. Por
consiguiente, una acepción más técnica, con propia significación, limita el término pago al cumplimiento
normal y voluntario. En el lenguaje usual se reserva, a las veces, el término pago —en una acepción restringi-
dísima— al cumplimiento de las obligaciones dinerarias, es decir, al pago consistente en la entrega de una
suma de dinero.
Se ha discutido ampliamente si el pago es un hecho o un negocio jurídico y, en el segundo caso, si es
unilateral o bilateral. Es, por lo pronto, un acto —humano: consciente y libre— jurídico —que produce
efectos en Derecho: la extinción de la relación obligatoria—, pero un acto jurídico debido: impuesto por el
ordenamiento y cuya inejecución está sancionada por el mismo. Cabe, incluso, conceptuarlo —en una hipó-
tesis límite— como un hecho jurídico: obligación negativa del causante ignorada por el heredero. Pero
también puede consistir en un negocio jurídico, unilateral (renuncia a un usufructo) o bilateral sea con
terceros (mandatario que cumple la obligación mandada contratando con tercero) o con el acreedor
(tradición, en las obligaciones de dar). Pero aun en estas hipótesis no cabe duda de que se trata de un negocio
jurídico debido. La solución a cada hipótesis concreta puede tener trascendencia práctica en orden a los
requisitos de capacidad, consentimiento no viciado, aceptación, etc.
Las legislaciones suelen establecer una disciplina prolija en orden a los sujetos, objeto, tiempo,
lugar, etc., del pago.
En principio debe pagar el deudor, sea por sí mismo, sea por otro; pero, en general, se admite que
puede pagar un tercero, tenga o no interés en la obligación, salvo que la prestación sea personalísima y sin
perjuicio de que se produzca la subrogación del tercero solvens en el crédito, si concurren determinadas
circunstancias (pago con subrogación); si no concurren, el solvens tiene únicamente acción de reembolso.
Debe pagarse al acreedor, personalmente o a su representante; pero puede hacerse, con los mismos
efectos liberatorios al acreedor aparente (quien se halle en posesión del crédito, desconociendo el solvens la
distinta titularidad) sin perjuicio de la correspondiente acción de regreso, y aun a un tercero si el pago fue
efectivamente útil al acreedor. El pago requiere la ejecución exacta —idéntica, íntegra— de la prestación:
identidad, integridad e indivisibilidad del pago respecto a la prestación debida que tienden a evitar tanto la
sustitución como su fraccionamiento. A este principio los ordenamientos positivos suelen oponer algunas
excepciones: la datio in solutum que supone verdadera sustitución en el objeto de la prestación al realizarse el
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pago, el pago por cesión de bienes que supone solamente un paso hacia el verdadero pago, y otras figuras.
Debe pagarse, en las obligaciones, puras y en las resolutoriamente condicionadas o a término final, tan pronto
como nace la obligación, las suspensivamente condicionadas, cuando la condición se cumple; y las a término
inicial, cuando el término llegue. Estas últimas son susceptibles, por tanto, de pago anticipado(ante diem) que
produce algunos efectos como el descuento de intereses (intereses negativos o interusurium); distinta de la
solutio ante diem es la anticipación legal del vencimiento (por insolvencia temida del deudor, por ejemplo),
que no siempre produce los mismos efectos del pago anticipado.
El pago ha de realizarse en el lugar que la obligación, explícita o implícitamente, de termine. Las
legislaciones establecen criterios subsidiarios: en su defecto, si la obligación es de dar, donde exista la cosa al
tiempo del cumplimiento; en otro caso, en el domicilio del deudor. El pago es un modo de extinguirse la
obligación; y, como tal, su prueba incumbe al deudor; puede hacerlo mediante cualquier clase de prueba legal
(testigos, etc.); pero, por su frecuencia e importancia, el uso ha introducido el medio documental típico: el
recibo; consiste en el reconocimiento escrito por parte del acreedor, de haber recibido la prestación debida.
Causas de extinción
El modo y la causa normal de extinción de la relación obligatoria es el pago o cumplimiento; pero,
junto a ésta, el Derecho reconoce también virtualidad extintiva a otros hechos o negocios jurídicos,
tipificados desde antiguo como causas de extinción. Estas causas o modos de extinción se clasifican en
voluntarios e involuntarios; los voluntarios (aparte del cumplimiento) pueden consistir en un sustitutivo del
cumplimiento (compensación, novación) o en un acuerdo liberatorio (remisión); los modos involuntarios
pueden afectar al sujeto (confusión) o al objeto (imposibilidad de la prestación). Desde otro punto de vista se
clasifican en modos satisfactorios y no satisfactorios, según satisfagan o no, de alguna manera, el interés del
acreedor.
Se prescinde aquí de otras causas de extinción de las obligaciones que no son privativas de ellas,
sino comunes a otras relaciones jurídicas (prescripción, condición y plazos resolutorios), o que no siempre
tienen tal virtualidad extintiva (muerte de los sujetos, que sólo extingue las de carácter personalísimo), o que,
en fin, sólo son manifestaciones de la doctrina general del contrarius actus (mutuo disenso).
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imposibilidad requiere que no lo sea por culpa del deudor y que éste no se halle constituido en mora; y que
no proceda ninguna suerte de subrogación.
La remisión o condonación.
Es la liberación de la obligación otorgada gratuitamente por el acreedor en favor del deudor. Se ha
discutido en la doctrina si es un acto unilateral o bilateral, es decir, si constituye una simple renuncia o es una
convención. Para unos autores el acreedor, mientras su voluntad es aislada, no puede hacer otra cosa que
abstenerse de reclamar la deuda; una extinción anticipada —anterior a la prescripción— sólo puede tener
lugar por acuerdo de voluntades. Otros autores entienden que, dependiendo la esencia del vínculo obligatorio
de la voluntad del acreedor, basta esa voluntad para destruirlo, sin que sobre ella pueda influir la del
obligado; el deudor no puede impedir, rehusando la aceptación, que el acreedor, al abandonar el crédito,
provoque su extinción. La última solución dependerá de cada ordenamiento positivo: de que requiera o no,
para su eficacia, la aceptación del deudor. Pero, incluso en los ordenamientos que lo requieren configurando
la condonación o remisión como un convenio, parece que, si al mismo tiempo establecen en general la re-
nunciabilidad de los derechos, será también renunciable el de crédito (aunque a esto no se le llame remisión);
y que cabrá también el «legado de liberación», acto unilateral del acreedor testador.
También se ha especulado sobre si es posible la condonación onerosa; pero todos los supuestos de
hecho que se han aportado como ejemplos de onerosidad se explican mejor con otras figuras jurídicas
(novación, transacción) o dan relevancia a los motivos al margen de la causa en su acepción técnica. En
realidad, la remisión o condonación no admite más germen de onerosidad que la donación misma (modal,
remuneratoria). Los Códigos suelen establecer algunos supuestos de remisión tácita: principalmente, la en-
trega voluntaria del documento justificativo del crédito.
La compensación
Es el modo de extinguir, en la cantidad concurrente, las obligaciones de las per sonas que por propio
sean recíprocamente acreedoras y deudoras la una de la otra. Es una especie de pago abreviado que
proporciona facilidad para el pago y seguridad para el cobro: Ideo compensatio necesaria est —decía
Pomponio— quia interest nostra potius non solvere quam solutum repetere (Corp I Civ, Dig. 16.2.3).
En la actualidad la compensación desempeña una importante función, especialmente en la esfera
mercantil, donde tiene manifestaciones tan típicas y usuales como la cuenta corriente.
Por sus efectos puede la compensación ser total o parcial. Por su origen, legal, facultativa y
convencional. La legal requiere: 1) reciprocidad y propio derecho; 2) carácter principal de ambos deudores;
3) fungibilidad y homogeneidad de las cosas o prestaciones debidas, 4) exigibilidad y vencimiento de las
deudas; 5) liquidez; 6) situación expedita de los créditos (que no haya retención o contienda por parte de un
tercero); y 7) ausencia de prohibición legal.
Las legislaciones varían en la regulación de la eficacia: si la extinción se produce de pleno Derecho,
por la simple concurrencia de los requisitos y sin la intervención —y aun sin el conocimiento— de los
sujetos; o si es necesaria la declaración de voluntad de quien quiere servirse de ella. Los Códigos francés e
italiano de 1865 —fundados en una interpretación muy arraigada en otro tiempo, del romano, pero tenida hoy
por falsa— siguen el primer sistema. Los Códigos alemán y suizo, el segundo. Pero la declaración unilateral
tiene en el Código alemán efecto retroactivo, lo cual hace que no sea, en realidad, muy grande la diferencia
entre ambos sistemas.
La novación.
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Es la extinción de una obligación mediante la creación de otra nueva que la sustituye: Novatio est —
decía Ulpiano— prioris debiti in aliam obligationem.. transfusio atque transatio (Corp I Civ, Dig. 46.2.1).
La extinción de la obligación primitiva no es sólo el efecto sino también la causa del nacimiento de la nueva,
nacimiento y extinción se condicionan recíprocamente, de modo que la obligación nueva no nace si la
anterior era nula, y viceversa.
Tuvo en el Derecho romano gran importancia, dado que era el único medio para la transmisión
activa o pasiva de la obligación y para añadir, modificar o suprimir una determinación accesoria, cambiar la
causa, etc. Se produjo después, con el decaimiento de las concepciones romanas que constreñían a su uso, la
crisis de la institución; por otra parte, se afirma que hoy apenas se hacen contratos de novación, pues se
estipulan compraventas, arrendamientos, préstamos, con imputación de precios, se adjudican o ceden en pago
o para pago créditos contra terceros, se regulan deudas mediante letras de cambio o cuentas corrientes, etc.
Todo ello es cierto, pero acaso convenga observar que hoy —como en el Derecho romano— la novación más
que una institución sustantiva es el effectum iuris de otras instituciones. Por lo demás, ya queda que es
sostenible que el cambio de deudor, fuera de la sucesión universal, siga produciendo siempre, y también en el
Derecho moderno, el efecto novatorio.
Por el elemento afectado de aliquid novi la novación puede ser objetiva, subjetiva por cambio de
acreedor y subjetiva por cambio de deudor. Por la expresión del animus novandi, expresa y tácita o presunta.
No parece, en cambio, de recibo la clasificación —tan extendida, por lo demás, en la doctrina y la
jurisprudencia españolas— en extintiva y modificativa: la novación es siempre extintiva aunque se admita, en
un plano sistemático —y exegético, por !o que al Código Civil español respecta— distinto, la mo dificación
de la obligación por alteración no sustancial del objeto o por la cesión del crédito.
7. Incumplimiento de la obligación
Doctrina general
Es el hecho de no realizarse o cumplirse la obligación, llegado el momento de su vencimiento.
Puede proceder de causas muy diversas, que dan lugar a distintas consecuencias. Así, puede distinguirse el
incumplimiento absoluto (propiamente dicho) y el incumplimiento relativo (o impropio); el primero puede
ser involuntario (caso fortuito y fuerza mayor) o voluntario (por dolo o culpa del deudor); el segundo puede
consistir en un cumplimiento tardío y en un cumplimiento defectuoso. En general, sólo produce res-
ponsabilidad en el deudor el incumplimiento —propio o impropio—voluntario, imputable al mismo.
El incumplimiento doloso requiere conciencia y voluntad en el comportamiento y en el resultado
antijurídico; pero no, necesariamente, intención de perjudicar al acreedor. La responsabilidad procedente de
dolo es exigible en todas las obligaciones y la renuncia de la acción para hacerla efectiva suele ser
considerada nula por todas las legislaciones; sin embargo, la indemnización del dolo ya causado puede ser
objeto de renuncia.
El incumplimiento culposo requiere voluntad, pero no malicia en el deudor. La esencia de la culpa
está en la falta de diligencia y previsión. Las escuelas fijaron diversas clases de culpa que graduaban la
responsabilidad del deudor —culpa lata, leve en abstracto, leve en concreto, levísima—; pero modernamente,
como reacción contra la complicación de esta doctrina, se considera que la graduación de la culpa no debe
encasillarse en tipos conceptuales abstractos, sino dejarla al arbitrio de los tribunales; las codificaciones
modernas siguen esta dirección: así, el Código Civil alemán hace depender el deber de indemnización y la
cuantía del arbitrio del juez, que libremente ponderará las circunstancias.
Es doctrina corriente que, a diferencia de la culpa extracontractual o aquiliana (en la que la prueba
incumbe al acreedor), en la culpa obligacional existe la presunción de que el deudor que incumple lo hace
porque quiere; por tanto, será el deudor quien. para eximirse de responsabilidad, habrá de probar que el
incumplimiento no fue por su culpa. El incumplimiento por dolo o por culpa transforma la obligación o, en su
caso, la agrava, mediante una nueva prestación del id quod interest.
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Mora —debitoris, solvendi— es el retraso jurídicamente relevante en el cumplimiento de la
obligación, imputable al deudor. Es, así, un presupuesto del cumplimiento tardío. Sólo es factible, por tanto.
cuando se trata de prestación positiva (de dar o hacer). Normalmente, requiere: 1) retraso en el cumplimiento,
es decir, que la obligación esté vencida y sea líquida; 2) imputabilidad del retraso al deudor, bien sea por
culpa en el mismo, bien se haya pactado de este modo; y 3) intimación de pago, es decir, re querimiento del
acreedor; se trata de una declaración de voluntad recepticia; pero no todas las legislaciones exigen este tercer
requisito ni. las que lo exigen, lo hacen para todas las obligaciones; existen casos de mora automática.
Pero el retraso ha de ser, además, jurídicamente relevante; es decir, que, por una parte, la prestación
aun tardíamente ejecutada— ha de suponer, objetivamente, alguna utilidad para el acreedor, pues, en otro
caso, se trataría de propio incumplimiento; pero, por otra parte, esta utilidad normalmente habrá de ser menor
que si se hubiese ejecutado puntualmente, pues, en otro caso, no hay daño que indemnizar.
Los efectos de la mora del deudor consisten en la obligación —añadida— de indemnizar al acreedor
los daños causados por el retraso; y, por otra parte, en la perpetuatio obligationis: el deudor moroso
responde también en caso fortuito o fuerza mayor, es decir, que la imposibilidad sobrevenida tras la mora no
extingue la obligación. Pero buena parte de la doctrina entiende que no se trata aquí de una responsabilidad
post moram, sino propter moram, y que, por tanto, se excluye si se prueba que los daños o la pérdida de la
cosa hubiesen también sobrevenido estando en poder del acreedor.
Cumplimiento defectuoso
Tradicionalmente, la doctrina del incumplimiento se limita al incumplimiento total y al
cumplimiento tardío; pero no cabe duda que un cumplimiento puntual pero defectuoso puede originar daños
al acreedor y debe obligar, lógicamente, a indemnizar si fuese imputable al deudor. Es lo que la doctrina
alemana denomina «violación positiva del crédito» (entrega de animales con enfermedad contagiosa,
negligente ejecución de una obra que causa daños, etc.). La doctrina más moderna incluye la figura, dentro
del incumplimiento, junto al cumplimiento tardío; también la jurisprudencia de los tribunales ha hecho
amplia aplicación de ella como causa de responsabilidad. Su efecto es la obligación de resarcir los daños
causados.
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parcial; sólo libera al deudor de responsabilidad hasta el importe líquido de los bienes cedidos. Si se hubiesen
celebrado otros pactos, habrá que estar a la voluntad de las partes.
BIBLIOGRAFIA: J. CASTAN TOBEÑAS, Derecho Civil español, común y foral, III, 10 ed. Madrid 1967;
A. HERNANDEZ GIL, Derecho de obligaciones, Madrid 1960; J.L. LACRUZ BERDEJO, Y F. SANCHO
REBULLIDA, Derecho de obligaciones, Barcelona, 1985; y, en general, las obras en estos libros citadas.
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