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A la hora de la verdad, nadie quiere ser rico; todo el mundo prefiere ser pobre, pero tener un

nombre intachable.

Digo esto porque en una ocasión, un muy querido amigo me cuestionó por mi amistad con unas
personas que le habían quedado mal o engañado con una cantidad de dinero considerable:
alrededor de 500 mil pesos dominicanos, a la tasa actual de cambio de dólares, unos 10 mil
dólares..

Este amigo me expresó que me bajaba del sitial donde me tenía, pues no podía creer que una
persona como yo, a quien él tenía en tan alta estima, se juntara con personas que le habían
quedado tan mal a él, y que se profesaban ser líderes cristianos.

Ante este cuestionamiento yo le dije dos cosas: La primera, que a quien le habían quedado mal
era a él, y que era él quien tenía que ponerse de acuerdo con sus deudores, ya que a mí ese
tema no me concernía, porque ni siquiera sabía la base de sus negocios, mucho menos el
monto.

La segunda, que me extrañaba esa actitud de él porque él había sido el primer cristiano de la
iglesia que me había engañado con dinero, haciendo conmigo casi exactamente como él se
quejaba que los hermanos referidos habían hecho con él; ya que cuando éramos adolescentes,
él me había propuesto una alianza de negocio en donde él pondría el vehículo, y yo el capital
económico; que en ese tiempo fue de 2 mil pesos dominicanos, un equivalente con la inflación
al día de hoy de alrededor de 12 mil pesos dominicanos. Pues, le puse ese dinero en la mano,
trabajamos juntos árduamente, nunca vi un peso de ganancia para mí (sin exagerar), al cabo
de casi un año le dejé el trabajo sólo para él (ya que no me dejaba ningún tipo de beneficios), y
como a los 3 años me devolvió el referido capital de una manera muy fraccionada, lo cual no
me permitió volver a ver ese dinero completo jamás.

Ante esta declaración mía, este amigo me tildó de miserable y de mediocre, aludiendo a que él
había ganado millones de pesos en su vida comparado conmigo que no había salido de ganar
“cheles”, para estarle reclamando cosas del pasado de “migajas miserables”.

Lo único que se me ocurrió decirle fue «Ofende quien puede y no quien quiere, no te estoy
reclamando la devolución de ese dinero, que de hecho me pagaste muy mal, te estoy
reclamando el hecho de querer criticar o juzgar a alguien que te hizo lo mismo que tú me hiciste
a mí». Ante esto, intercambiamos unas cuantas palabras más, de forma un poco acalorada,
pues no se quería quedar con esa carga moral que yo le había impuesto.

Al otro día vi su mensaje que decía: «Dame tu número de cuenta para pagarte el dinero que te
debo». Al leer esto le dije que con gusto se la enviaría, pero que ya él me había pagado en el
pasado; sin embargo, le repliqué que no tuviera reparo con cantidades económicas, porque lo
que yo le estaba reclamando no era dinero, sino que él estaba reclamando justicia por una
situación en donde él había practicado lo mismo, y que si verdaderamente él quería justicia,
tenía que empezar siendo justo por él mismo, y reconocer las veces que él había quedado mal
con otras personas antes de querer reclamar a las personas que habían quedado mal con él. Y
que aunque él me pagara nuevamente y mil veces más, de manera arrogante, el dinero con el
que me había quedado mal nadie le podría quitar el título de ser el primer cristiano que me
quedó mal, porque exigir justicia nos hace quedar como injustos cuando hemos cometido
hechos similares a los que reclamamos.

Esto me recuerda la parábola que establece la Biblia en el evangelio de Mateo capítulo 18, en
donde habían dos deudores, uno que debía 10 mil y el otro solo debía 100. Al de 10 mil con
mucho ruego le perdonaron la deuda, pero éste no pudo perdonar la deuda de 100 a su
prójimo.

Esto es lo que suele suceder: que de manera irónica solicitamos para quienes nos transgreden
la dureza de la justicia, para nosotros poder disfrutar de las comodidades de la misericordia.

Al final fui bloqueado por este querido amigo de todas sus redes, no sé si vuelva a gozar de su
amistad nuevamente, o me vuelva a dirigir su palabra, tal vez si lee esto pueda ser restaurado
o nuevamente confrontado, y así aumente su ira contra mí. Sin embargo, ustedes nunca
conocerán su nombre, porque nunca he ido donde nadie a contarle con nombre y apellido la
falta que él cometió contra mí. Aquí es donde se hace realidad esta gran oración universal:
«Perdonas nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Si
no cumplimos con esta oración, solamente nos queda: «caer en tentación, y no ser librados de
todo mal. Amén».

Por Gilmer Martinez

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