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El vendedor de helados y la cosa en cuestión

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09/01/2010

La ribera de Bárcola, en Trieste, como toda la costa que desde Monfalcone recorta
entera la Dalmacia, carece de playas de arena propiamente dichas. Son costas de
peñascos, de montes que caen a pico sobre el mar o bien orillas pedregosas, con estrechas
playas de cantos rodados o chinarro en el mejor de los casos. En algunas poblaciones,
para subvenir a esa falta de espacio entre los roquedales y el agua, se ha ganado un
espolón al mar en el que, como si de mullida arena se tratase, se tumban los bañistas a
achicharrarse durante la estación estival.

Es el caso del paseo marítimo de Trieste, sobre cuyo empedrado de pequeños


adoquines dispuestos en ligeras curvaturas al modo friulano, lleva muchos años pasando y
repasando, entre las dos filas de bañistas que se forman para tomar el sol en su tramo
inicial —una junto a las rocas que defienden el espolón del mar y la otra al arrimo de los
pinos—, la vistosa y sugestiva furgoneta de un heladero.

Se trata del único vehículo autorizado por lo visto para circular por allí y, a la menor
velocidad posible, casi a paso de hombre, sin hacer mayor ruido y deteniéndose cada dos
por tres, recorre cada día innumerables veces ese tramo inicial de paseo marítimo
engolosinando con sus helados a pequeños y mayores. A muchos de los primeros, la
seductora llegada del heladero se les quedará grabada junto a algunos de sus más
hermosos recuerdos de los veranos de su infancia; a mí también se me quedará grabada,
pero por otro motivo.

En las portezuelas y los costados de esa furgoneta ambulante, bajo el nombre de la


heladería, cualquiera puede leer los flamantes sintagmas que figuran pintados como
reclamo: “producción propia”, rezan los rótulos, y también, igualmente orondo,
“elaboración artesana”. El sol, el portentoso azul del mar, los pinos, los fulgores de luz en
el agua de la alegría veraniega y la furgonetilla del heladero que, directo descendiente de
aquellos carrillos de helados de cuando aún no existían las heladerías industriales, acierta
a pasar de repente cuando más le puede a uno apetecer para encalabrinar su deseo.

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Un día, claro está, sucumbí dulcemente a esa refrescante tentación y, volviendo a leer
“producción propia” y también “elaboración artesana”, guardé cola casi con la misma
devoción con que la guardaba de crío ante el carrillo del helado de mi infancia soriana
haciéndoseme literalmente la boca agua.

En los días de mi vida, en ninguno de los días de mi vida ya entrada en años y en


decepciones, y en ninguno de los puestos, ambulantes o no, industriales o semindustriales
o sin industria alguna que valiera, en los que este impenitente saboreador de helados ha
dado en probar un helado del tipo y el gusto que fuera, he llegado a echarme a la boca, ni
de lejos, una porquería semejante. Química, pura química, aguachirles de polvillos de la
peor especie y sin el menor recato, colorines fríos con azúcares. Ni leche, ni frutas, ni nada
que se le pareciera a nada más que a la pura química. Tiré al poco aquella cosa
empalagosa y repugnante y miré en derredor a los niños y a los mayores. Parecían
disfrutar como si tal cosa dando lametadas a aquel potingue que sabía más a farmacia que
a otra cosa.

“Producción propia”, mientras no se demuestre lo contrario, quiere decir, en buena


semántica, que la cosa en cuestión la produce uno mismo, es decir, que no se obtiene por
procedimientos industriales; lo mismo que “elaboración artesana”. Da la idea de que se
hace de la misma forma genuina y natural con que siempre se ha hecho. Nada pues, como
acabo de contar, más opuesto a la realidad.

¿Qué ha ocurrido?, ¿qué ha sucedido para que las palabras hayan llegado a emplearse
para decir justamente lo contrario de lo que son las cosas que dicen? Podíamos cortar por
lo sano y responder que, simplemente, lo que ha pasado es que se ha mentido, que no se
ha dicho la verdad, que se ha dicho algo que no se adecua con la realidad. Pero nos
quedaríamos cortos, porque es que la realidad, eso que está ahí, resulta que está también,
o a lo mejor sobre todo, en las palabras. Que son las palabras las que construyen en buena
medida —o quizá tendíamos que decir en mala medida— lo que llamamos realidad.

A esos sintagmas, “producción propia”, “elaboración artesana”, como a tantos otros de


nuestra época, se les ha escurrido —o se les ha estrujado— todo su significado denotativo.
No tienen ya nada que ver con lo que denotan sus palabras. Sólo esgrimen un significado
connotativo, es decir, el derivado de relacionar la cosa en cuestión —nuestro helado de
marras— con algo, con algo en este caso que, en la época y el momento en que se percibe,
goza de prestigio: lo artesano, lo hecho —y se entiende que bien— por uno mismo con
materias primas genuinas.

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Se trata de uno de los procedimientos fundamentales de la publicidad: asociar
cualquier producto a algo que, para la percepción de la época o del momento, y por mucho
que no sólo no tenga nada que ver sino que sea a veces hasta lo contrario, suene bien y dé
la idea de algo bueno, positivo, conveniente. Claro que de este modo, dando a las palabras
un significado mera y exclusivamente connotativo, podemos vincular la mayor porquería
o la más insulsa nadería —y, ay, la mayor vileza y bellaquería— a cosas que suenen en
principio bien o a objetivos importantes que hayan atesorado un significado positivo a
oídos de la gente, y así puede pasar luego cualquier cosa como ya muchas veces ha pasado.
Basta realizar esa operación de vinculación reiterada y persuasivamente, disponer de los
instrumentos de persuasión adecuados —y si es posible, de instrumentos de totalización
— y utilizarlos sin remilgos.

No decimos cosas así, sino que publicitamos; no significan en puridad las cosas que
decimos, sino que engatusan o no, y ése es el significado digamos epocal: engatusar,
encandilar, persuadir, llevarse el gato al agua del modo que sea. Nos arregostamos con las
connotaciones de las palabras, nos es suficiente que connoten bien, o que connoten algo
que percibimos o nos hacen percibir como bueno, como halagüeño. Cualquier cosa, si se
consigue asociarla conveniente y machaconamente a oídos u ojos de la gente, con algo
que, en el momento, suene bien, pasará por buena. Y al revés: cualquier cosa, persona,
obra, partido político o periodo histórico, como se logre asociarla de la misma forma
machacona y convincente a algo que connote mal en ese momento, ya puede tener las
virtudes, razones o prestancia que sea, que por muchas que éstas sean y realmente
convenientes que pudieran ser se entenderá al revés. La cosa en cuestión, claro está —y
aunque más bien no lo esté—, se nos ha escurrido mientras tanto, se ha volatilizado.

Cuando decimos pues “elaboración artesana”, en realidad podemos estar diciendo lo


contrario de lo que se debiera presuponer, como esa estupenda pastelería “La industrial”
del centro de Salamanca, cuyo productos son todo lo contrario que industriales, pero que,
en la época en que se abrió, ser un producto industrial era lo positivo, lo que connotaba
bien entonces. Este procedimiento de decir, de publicitar en lugar de decir o como forma
de decir, si se propaga a gran escala, hace que las significaciones salten por los aires, que
las cosas no sean lo que decían las palabras que las decían y veníamos por lo tanto
presuponiendo que eran. Cabe que los hombres que publicitan en lugar de decir o como
forma de decir pertenezcan ya a otro estadio cultural, a otra época antropológica, la de los
helados de aguachirles de polvillos y colorines azucarados. Y que la cosa en cuestión ya no
haga cuestión de la cosa, pues ya es su solo reclamo.

Connota y vencerás, podríamos concluir. Y lo peor no es siquiera que así venzan; es


que, además, hasta convencen.

3/3

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