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09/01/2010
La ribera de Bárcola, en Trieste, como toda la costa que desde Monfalcone recorta
entera la Dalmacia, carece de playas de arena propiamente dichas. Son costas de
peñascos, de montes que caen a pico sobre el mar o bien orillas pedregosas, con estrechas
playas de cantos rodados o chinarro en el mejor de los casos. En algunas poblaciones,
para subvenir a esa falta de espacio entre los roquedales y el agua, se ha ganado un
espolón al mar en el que, como si de mullida arena se tratase, se tumban los bañistas a
achicharrarse durante la estación estival.
Se trata del único vehículo autorizado por lo visto para circular por allí y, a la menor
velocidad posible, casi a paso de hombre, sin hacer mayor ruido y deteniéndose cada dos
por tres, recorre cada día innumerables veces ese tramo inicial de paseo marítimo
engolosinando con sus helados a pequeños y mayores. A muchos de los primeros, la
seductora llegada del heladero se les quedará grabada junto a algunos de sus más
hermosos recuerdos de los veranos de su infancia; a mí también se me quedará grabada,
pero por otro motivo.
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Un día, claro está, sucumbí dulcemente a esa refrescante tentación y, volviendo a leer
“producción propia” y también “elaboración artesana”, guardé cola casi con la misma
devoción con que la guardaba de crío ante el carrillo del helado de mi infancia soriana
haciéndoseme literalmente la boca agua.
¿Qué ha ocurrido?, ¿qué ha sucedido para que las palabras hayan llegado a emplearse
para decir justamente lo contrario de lo que son las cosas que dicen? Podíamos cortar por
lo sano y responder que, simplemente, lo que ha pasado es que se ha mentido, que no se
ha dicho la verdad, que se ha dicho algo que no se adecua con la realidad. Pero nos
quedaríamos cortos, porque es que la realidad, eso que está ahí, resulta que está también,
o a lo mejor sobre todo, en las palabras. Que son las palabras las que construyen en buena
medida —o quizá tendíamos que decir en mala medida— lo que llamamos realidad.
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Se trata de uno de los procedimientos fundamentales de la publicidad: asociar
cualquier producto a algo que, para la percepción de la época o del momento, y por mucho
que no sólo no tenga nada que ver sino que sea a veces hasta lo contrario, suene bien y dé
la idea de algo bueno, positivo, conveniente. Claro que de este modo, dando a las palabras
un significado mera y exclusivamente connotativo, podemos vincular la mayor porquería
o la más insulsa nadería —y, ay, la mayor vileza y bellaquería— a cosas que suenen en
principio bien o a objetivos importantes que hayan atesorado un significado positivo a
oídos de la gente, y así puede pasar luego cualquier cosa como ya muchas veces ha pasado.
Basta realizar esa operación de vinculación reiterada y persuasivamente, disponer de los
instrumentos de persuasión adecuados —y si es posible, de instrumentos de totalización
— y utilizarlos sin remilgos.
No decimos cosas así, sino que publicitamos; no significan en puridad las cosas que
decimos, sino que engatusan o no, y ése es el significado digamos epocal: engatusar,
encandilar, persuadir, llevarse el gato al agua del modo que sea. Nos arregostamos con las
connotaciones de las palabras, nos es suficiente que connoten bien, o que connoten algo
que percibimos o nos hacen percibir como bueno, como halagüeño. Cualquier cosa, si se
consigue asociarla conveniente y machaconamente a oídos u ojos de la gente, con algo
que, en el momento, suene bien, pasará por buena. Y al revés: cualquier cosa, persona,
obra, partido político o periodo histórico, como se logre asociarla de la misma forma
machacona y convincente a algo que connote mal en ese momento, ya puede tener las
virtudes, razones o prestancia que sea, que por muchas que éstas sean y realmente
convenientes que pudieran ser se entenderá al revés. La cosa en cuestión, claro está —y
aunque más bien no lo esté—, se nos ha escurrido mientras tanto, se ha volatilizado.
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