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El maestro del siglo XXI es un formador de ciudadanos, capaz de leer los contextos locales y

globales que le rodean y de responder a los retos de su tiempo. Es un facilitador que domina su
disciplina y que, a través de metodologías activas, ofrece las herramientas necesarias para que los
estudiantes comprendan el mundo desde diversos lenguajes, aprendan a vivir con los demás y
sean productivos. La Revolución Educativa es consciente de estas necesidades y de las exigencias
que tiene esta visión para la institución educativa. En esa medida, los proyectos nacionales de
mejoramiento de la calidad están encaminados a fortalecer las instituciones, los equipos de
gestión que las lideran y contribuir al desarrollo profesional docente en función de lograr los
resultados de aprendizaje de los estudiantes con los que el país se ha comprometido. Nuestro
homenaje y felicitación a los maestros del país que son hoy los maestros del futuro.

Educar es una tarea compleja. Y lo es porque el término encierra una diversidad de significados,
sin que resulte sencillo privilegiar a unos frente a otros. En última instancia, preguntarnos por el
significado de la educación consiste en interrogarnos por sus fines, por sus metas, por su sentido.
Y de ahí deriva la complejidad.

Todos estamos acostumbrados a escuchar que el fin último de la educación consiste en desarrollar
todas las posibilidades de cada persona, consiguiendo su despliegue integral, la realización de
todas sus potencialidades. Y no cabe duda de que sea así. Educar consiste en lograr que las
personas desarrollen todas sus capacidades, tanto las más visibles como las que suelen quedar
más ocultas. Pero llevamos ya muchos años enfatizando la complejidad de esas dimensiones
susceptibles de desarrollo. Si el cultivo del saber ha sido siempre un objetivo de la educación, cada
vez hacemos más hincapié en otras dimensiones complementarias, como la construcción de la
personalidad y de la identidad, el desarrollo de las actitudes y las emociones, la adquisición de
habilidades y destrezas y el fomento de la inteligencia social. Y además se trata de desarrollarlas
en la perspectiva compleja de lo que Gardner llama las inteligencias múltiples. Frente al desarrollo
de personas unidimensionales, educar significa contribuir a formar personas que han cultivado una
pluralidad de dimensiones.

Pero estaríamos confundidos si limitásemos la tarea de educar a esa dimensión individual, por
importante que sea, olvidando que también posee una dimensión social. Ya científicos sociales
como Durkheim subrayaban hace más de un siglo que educar significa socializar a las
generaciones jóvenes en la cultura de la sociedad en que habrán de desenvolverse. Y es que,
efectivamente, educar también consiste en realizar una tarea de transmisión cultural. Pero también
aquí se introduce la complejidad, puesto que transmitir una cultura no significa simplemente
reproducirla, sino recrearla. La educación no se limita a realizar una tarea conservadora, que sin
duda es uno de sus objetivos, sino que dicha conservación implica al mismo tiempo una
renovación. Y de ahí deriva a la vez una mayor complejidad, pues esa combinación de
conservación y cambio no resulta sencilla ni trivial.

Junto a todo ello, hay que tener en cuenta que educar es una tarea que puede llevarse a cabo de
maneras muy diferentes, por canales muy diversos y con distintos grados de intencionalidad.
Educamos en la familia mediante el ejemplo y la convivencia cotidiana, educamos mediante los
instrumentos de control social y de comunicación, educamos a través de nuestros sistemas
educativos y los aparatos escolares. Aunque los profesionales de la educación tendemos a
privilegiar estos últimos canales, debemos reconocer que no son los únicos.

Por eso es importante reconocer esa complejidad para entender correctamente cuál es el
significado de la educación. La educación formal, institucionalizada, es hoy en día un instrumento
capital en nuestras sociedades avanzadas, pero en modo alguno es el único disponible. Los
docentes debemos ser conscientes de la importancia de nuestra tarea, pero, al mismo tiempo, de
su limitación. Debemos reconocer la grandeza y la relevancia de nuestra tarea educadora, pero
también hemos de ser modestos acerca de su alcance. Es en este contexto de aceptación de la
complejidad de la tarea educadora en el que situaremos nuestra actuación en el lugar que le
corresponde y, al mismo tiempo, podremos concebirla en su interrelación con la actuación de otros
agentes.

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