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BIBLIOTECA MUNDO HISPANO

MUJERES

EL MUNDO ÚNICO DE LA MUJER


TOMO II: NUEVO TESTAMENTO
por Eugenia Price

EDITORIAL MUNDO HISPANO


© 2006
EL MUNDO ÚNICO

DE LA MUJER
…en tiempos bíblicos y hoy

TOMO II:

NUVEO TESTAMENTO

POR
EUGENIA PRICE

VERSIÓN CASTELLANA DE:


EDNA LEE DE GUTIÉRREZ

©Copyright 1976 Editorial Mundo Hispano. Publicado originalmente en ingl


s bajo el Título The Unique World of Women ©Copyright 1969 Zondervan
Publishing House. Traducido y publicado con permiso. Todos los derechos
reservados.

Editorial Mundo Hispano


Contenido
ANA — … la viuda creativa
LA VIUDA DE NAÍN — … algunos pensamientos sobre la muerte
JUANA — … la mujer que volvió su don
LA MUJER SAMARITANA — … momentos de reconocimiento
LA MUJER CON EL FLUJO DE SANGRE — … la simplicidad de la fe
LA MUJER ENCORVADA — … fanatismo y fe
LA ESPOSA DE PEDRO — … quien inspiró a su esposo
LA VIUDA Y SUS MONEDAS DE COBRE — … una blanca era todo
LA MUJER SIROFENICIA — … ella llenó su reto
LA MUJER TOMADA EN ADULTERIO— … ella esperó con él
LA MADRE DEL HIJO CIEGO — … “edad tiene, preguntadle”
RODE — … la esclava con capacidad para el gozo
MARÍA DE JERUSALEN — … la madre de Juan Marcos
LA MADRE DE RUFO — … y de Pablo
Ana
… la viuda creativa
LUC. 2:22-38
Deteniéndose con un brazo sobre la columna de mármol del pórtico de
Salomón, en el lado oriental del templo en Jerusalén, la anciana profetisa Ana
se volvió a saludar a su amigo Simeón, quien ascendía lentamente por las
escaleras, desde la calle. Ana no caminó hacia él y Simeón no se apresuró:
Ninguno de los dos había obrado con precipitación a lo largo de sus vidas. Un
sentido de eternidad había invadido los días de su vida como para estar de
prisa. Sus idas y venidas estaban engranadas al Señor Jehová, dependiendo —
como dependen los niños — de su guía, abandonados en tal forma a su divina
voluntad, tan sensitivos al soplo divino, que cada uno vivía cada hora dentro
del orden sereno del ritmo divino.
Lentamente, Simeón caminó dificultosamente hacia su devota amiga, con una
sonrisa surcando la fina piel alrededor de sus débiles ojos. — Shalom, Ana —
le dijo, deteniéndose a conversar con ella en la forma agradable que lo habían
hecho juntos por más de cincuenta años en que se habían visto diariamente en
el templo — . Tendremos una hermosa puesta de sol que gozar: sólo hay nubes
suficientes para que la luz resplandezca.
— Sí, Simeón. Se necesitan las nubes para que la puesta del sol sea hermosa.
Gracias al Señor nuestro Dios por las nubes.
Simeón rió entre dientes. — Has conquistado el derecho de decir eso, Ana.
Has permitido que el Señor Dios haga tu vida hermosa y, el cielo lo sabe, que
ha sido llena de nubes.
— Algunas muy obscuras, Simeón — contestó la anciana; pero no
apesadumbrada, sino con una sonrisa.
— El tipo de obscuridad que sólo alguien que ha enviudado tan joven, conoce
— dijo Simeón mirando al cielo — . Te he conocido durante todos estos años,
amiga mía, y ni una sola vez he sabido que te hayas quejado de tu viudez.
Ella suspiró. — No ha habido nada por qué inquietarse. Tuve siete años de
felicidad con mi esposo y todos los otros años, entre su muerte y mi
octogésimo cuarto cumpleaños la semana pasada, para gozar al Señor.
— Supongo que has estado en el templo la mayor parte del día — dijo
Simeón, arropándose la capa alrededor de su delgado cuello para protegerse de
la fresca brisa nocturna que había empezado a esparcir hojas sobre el piso del
pórtico de Salomón.
— Todo el día. Y mi gozo ha sido cada vez mayor. ¡Oh Simeón, el Mesías
viene pronto! El Espíritu del Señor me ha asegurado ahora, como también a ti,
que yo tampoco moriré hasta que lo haya visto — sus manos delgadas y
venosas estaban entrelazadas y su rostro irradiaba.
— Ambos somos bastante viejos, Ana, y la gente llama niñería a nuestra fe en
la pronta venida del Mesías. Pero no somos nosotros los equivocados, sino
ellos. El viene; muy pronto él viene. Yo estoy cada día más débil. El tiempo de
mi partida está cerca. Y al aproximarse, también se acerca la venida de nuestro
Mesías. Dios me ha prometido que no moriré hasta verlo y voy a verlo pronto.
Ana se volvió a ver a su amigo. — El irnos o el quedarnos es puro gozo,
Simeón, por causa de nuestro Señor.
Día tras día los viejos amigos se reunían en alguna parte del templo para hablar
de la venida del Mesías prometido: para hablar con gozo creciente, con
expectación viva y con profunda confianza de que sería muy pronto. Y cierto
día, cuando Ana oraba en el atrio de las mujeres, la porción oriental dividida
del atrio donde tanto hombres como mujeres podían orar, ella sintió una mano
gentil sobre su hombro y se dio vuelta para ver a su amigo Simeón, parado
junto a ella. — Mi corazón palpita hoy fuertemente, Ana — murmuró.
— ¿Podría ser hoy el día de su venida? ¿Tienes alguna palabra del Señor para
mí, amiga mía?
Ana sonrió. — Sólo la misma seguridad de que será pronto, Simeón.
— Entonces continuaré con mis oraciones y te dejaré a ti volver a las tuyas.
Ana lo observó alejarse cojeando y trató de volver a sus oraciones, pero no
podía concentrarse. Una gran excitación la sobrecogió de tal manera que su
cuerpo doblado y viejo se estremeció. Repentinamente se volvió a mirar en
dirección de la amplia escalera que conducía del atrio de las mujeres al atrio de
los gentiles, esperando ver una señal del cielo. Todo lo que vio fue una sencilla
pareja hebrea cruzando el atrio inferior, lentamente, casi tímidamente, como
atemorizados por el tamaño y el esplendor del templo. La joven madre llevaba
a su niño en los brazos.
“Han venido para la purificación”, pensó Ana, y se sintió feliz de que un niño
más fuera para el Señor.
Ana no había tenido hijos y, a través de los años, algunas de sus más gozosas
experiencias habían sido observar a las parejas jóvenes traer a sus hijos para
ser dedicados al Señor.
Observó a este hombre y a esta mujer humildes, vestidos con sencillez, que
subían la escalera al atrio de las mujeres. Al otro lado de la alta división, vio a
Simeón que miraba atentamente a la misma pareja de padres con su bebé.
Ana observó a Simeón cruzar el atrio superior y apurarse peligrosamente hasta
llegar cerca de la parte superior de la escalera, como si hubiera estado
esperando a este hombre y a esta mujer en ese instante mismo. ¡Se va a caer!
Ana contuvo la respiración cuando vio a Simeón perder el equilibrio, pero se
sintió aliviada cuando el padre del niño puso su fuerte brazo alrededor de
Simeón para afirmarlo. Haciendo caso omiso de que se había salvado en un
hilo, Simeón elevó ambas manos al aire y empezó a alabar a Dios en voz alta,
y Ana se encontró apresurándose a llegar al pequeño grupo de personas en la
parte superior de la escalera: iba aprisa, casi sin sentir dolor en sus piernas
ateridas.
Cuando llegó a ellos, la joven madre estaba sonriendo, como si fuera por una
razón más profunda que la de sostener en brazos a su nuevo hijo, y Simeón
clamaba:
“Señor, ahora despides a tu siervo en paz, de acuerdo a tu palabra;
porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en
presencia de todos los pueblos.”
Ana, jadeante, vio a su amigo alcanzar al niño, tomarlo en sus brazos y elevar
su rostro radiante a Dios.
“Porque han visto mis ojos tu salvación… la luz para revelación a los
gentiles, ¡y gloria de tu pueblo Israel!”
La joven madre permanecía de pie, con los ojos muy abiertos, maravillándose
de lo que Simeón había dicho de su hijo.
“¡El lo sabe, María!”, dijo el esposo de rostro amable. “Este anciano es un
hombre de Dios: él sabe que el niño no es un niño común.”
Ana quedó paralizada. Sus ojos se embebían en la belleza del rostro del niño,
mientras Simeón suavemente devolvía el niño a su madre, diciendo: “He aquí
este niño está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y
para señal que será contradicha…” Dejó de hablar y miró profundamente a los
ojos de la joven madre: “… y una espada traspasará tu misma alma, para que
sean revelados los pensamientos de muchos corazones.”
Ana vio a la joven mujer hacer un gesto suave y volver a su esposo en busca de
alguna explicación. No había ninguna. Por un largo momento nadie habló y
luego Ana, como si el gozo mismo del cielo la hubiera invadido interiormente,
se dio vuelta y se apresuró escaleras abajo, a través del atrio de los gentiles y
hacia el pórtico, dando gracias a Dios y contando a todos que ella había visto
la redención de Israel que había llegado a vivir entre ellos.
**********
La primerísima persona que dio las buenas nuevas de la llegada de Jesucristo
fue una mujer. Lo hago notar no para darnos motivo de sentirnos superiores
espiritualmente, porque la primerísima persona en obedecer a la serpiente en el
paraíso fue una mujer también: no hay que olvidarlo. El aspecto importante de
la vida de Ana para nosotros hoy es, en mi opinión, la calidad de su vida.
Si usted lee casi cualquier comentario, antiguo o moderno, sobre Ana la
profetisa, encontrará palabras de elogio a su espiritualidad, su dedicación al
Señor, su oración y su ayuno cotidianos. Por supuesto, todo esto es admirable
y evidentemente cierto, pero estas cosas no me impresionan como las
características más importantes de esta mujer importante. Su profunda
espiritualidad, su vida de oración y su devoción a Dios, son frutos de lo que
Ana era realmente por dentro, como ser humano. Durante mucho tiempo he
sentido que sólo logramos aumentar nuestro propio sentido de culpa cuando
intentamos fustigarnos por no ser tan “santos” como alguna otra persona cuyas
virtudes piadosas son enaltecidas frente a nosotros como un reto para
profundizar nuestra propia entrega a Dios. Cuando decimos (no importa que
tan “espiritual” queremos hacerlo sonar): “Yo sé que debería hacer más por el
Señor” o “necesito orar más”, ¿estamos siendo realistas o sencillamente
estamos tratando de añadir desde fuera?
No creo que la cosa notable en Ana sea su asistencia regular al templo, su
ayuno, su oración constante. Para mí, lo notable sobre ella que puede
ayudarnos hoy a nosotras es que Ana no hubiera podido hacerlo todo sin esta
comunión firme con Dios. Quienes hemos hecho frente a la tragedia de
cualquier clase — particularmente aquellas de ustedes que son viudas — ,
sabemos que nada sana las heridas como el estar conscientemente con Dios.
Ana oró y permaneció cerca del templo porque ella tenía que hacerlo. Estoy
segura que ella sería la primera en reírse de que se exaltara como virtud lo que
para ella era clara necesidad.
Todavía más: estoy igualmente segura de que Ana la profetisa tenía virtudes
radiantes y, para mí, se muestran en su voluntad de no ser una tragedia ella
misma. Estuvo casada sólo siete cortos años, cuando su marido murió. Hubiera
sido muy comprensible que ella buscara otro esposo o que se sumiera en
autocompasión por su estado de desolación. No hizo ninguna de las dos cosas.
No que haya nada malo en un segundo matrimonio. Este difícilmente es el
punto aquí. Aparentemente, Ana ni siquiera lo consideró. Pero tampoco
sucumbió en autocompasión para convertir su propia vida en una tragedia. La
tragedia llega a cada uno de nosotros, tarde o temprano, pero el espíritu
orientado en Dios no necesita convertirse en una tragedia, no necesita hacer la
vida infeliz para quienes tiene cerca, no necesita desperdiciar los años que le
restan.
Ana usó su tragedia en forma creativa. ¿La usó? Sí. Permitió que su dolor la
llevara a Dios, no como un esposo substituto, sino como su amigo y
consolador, y Señor. Hay una diferencia sutil aquí. He conocido viudas que
tratan de “hacer a Dios su esposo”. Esto no solamente no es saludable, sino
imposible y minimiza a Dios. Dios nunca es un substituto. El es Dios. El no
actúa como un esposo; actúa como Dios. Y la razón por la cual estoy segura
que Ana usó la tragedia de su viudez creativamente, la razón por la cual estoy
cierta que ella no hizo ningún esfuerzo por colocar a Dios en el papel de un
substituto de su marido muerto, es que su vida no se introvertió: se extrovertió.
Admito que algunos escritores insisten en que la breve descripción que Lucas
hace de Ana indica que ella vivió una vida totalmente mística, contemplativa,
recluida, de oración y devoción. No podría estar más en desacuerdo. Y la razón
por la que no estoy de acuerdo, la razón por la que estoy convencida de que
Ana vivió creativamente en relación a otros, no retraída de la vida, no tiene
nada que ver con lo que Lucas dijo, excepto por lo que nos narra que Ana hizo.
El momento mismo en que ella vio al Mesías, el niño Jesús, corrió a donde
estaba la gente para esparcir las buenas nuevas a ellos. No se enclaustró para
“gozar su experiencia espiritual” sola; corrió a donde estaba la gente.
Una de las tristezas de las viudas jóvenes, según entiendo, es que no pueden
tener hijos: no pueden ser creativas. Ana me refuta esto. La verdadera
creatividad siempre va hacia afuera para bendecir, nunca hacia adentro para
complacerse.
Ana quedó viuda siendo joven, pero yo la contemplo como una de las mujeres
más creativas en toda la historia de la humanidad.
La Viuda De Naín
… algunos pensamientos sobre la muerte
LUC. 7:11-38
La ciudad de Naín en Galilea, se extendía por una porción de la falda
noroccidental de la colina de Moreh, conocida como el “pequeño Hermón”,
con sus casas de techos planos y sus tiendas construidas en su mayoría de
piedra. No había muros alrededor de Naín y sus habitantes vivían la rutina de
su vida cotidiana ante la vista de uno de los escenarios más fascinantes de toda
Galilea. Uno podía mirar a través de millas las amplias llanuras del noroeste
hacia el monte Carmelo, al norte hacia las colinas detrás de Nazaret, a sólo seis
millas de distancia; al noroeste, pasando el monte Tabor, todo el camino a las
alturas nevadas del monte Hermón y al sur el monte Gilboa.
A cualquier hora del día, la gente de Naín podía “elevar sus ojos a los montes”.
Aun cuando había nubes que los obscurecían, los montes y las montañas
estaban allí, como brazos protectores alrededor de hombres, mujeres y niños,
que llevaban sus burros y empujaban sus carros de fruta y verduras a través de
las calles torcidas y atestadas de la ciudad de Naín. Y cuando el sol empezaba
a declinar tras las obscuras faldas del monte Carmelo y las colinas de Nazaret,
las sombras caían rápidamente. Demasiado rápidamente en esta noche de
principios de primavera, mientras un cortejo fúnebre seguía su camino a través
del pórtico de la pequeña ciudad hasta el camino que conducía al este, al
antiguo campo de sepultura.
Había pasado la primera explosión angustiosa de dolor para la mujer que
caminaba trabajosamente siguiendo de cerca el féretro que conducían,
cargándolo. Ella y sus vecinas habían lamentado y llorado junta, cerrando sus
puños en la agonía de incredulidad de que el hijo de aquella mujer hubiera
muerto. Nada de lo que hicieron por él había ayudado. La temible enfermedad
lo había agarrado y ni su solicitud ni la juventud y fuerza de su cuerpo
pudieron sostenerlo. El muchacho estaba muerto: yacía rígido sobre el féretro
abierto, envuelto en lienzos para la sepultura, con un pañuelo cubriendo su
rostro. El era todo el sostén de su madre, toda su compañía, todo su gozo. De
modo que ella había llorado hasta el punto de que temían que enfermara y sus
amigos habían llorado y gritado su dolor a los cielos durante toda aquella
primera negra noche.
Ahora, con su cabeza cubierta con un paño de luto, aquella madre angustiada
caminaba silenciosamente al lado del féretro que era llevado lentamente. Ya no
lloraba. Estaba demasiado tensa. Tenía mucho miedo. Se sentía tan temerosa
del momento que le esperaba — el peor de todos — cuando el cuerpo de su
amado hijo fuera sepultado y quedara para siempre fuera de su vista. Caminaba
rígida; sus manos entrelazadas en tal forma que las articulaciones de los dedos
estaban blancas. Tratando de no pensar, caminando, caminando hacia el
momento inevitable cuando por última vez tendría que encontrar, de alguna
manera, la fortaleza para volverse de la tumba y volver a casa sin él. Su
vestidura superior colgaba rasgada desde los hombros ya que, de acuerdo a la
costumbre, la había rasgado mientras se hacían los últimos servicios.
Amorosamente había ayudado a sus amigos a tender el cuerpo todavía caliente
sobre el suelo; había insistido en sostener sus queridas manos mientras le
cortaban las uñas; había permanecido cerca mientras lavaban, ungían y
envolvían su cuerpo en la mejor vestidura que pudo comprar. Se había sentado
en el suelo, sin comer ni beber siquiera un sorbo de vino. El escaso alimento
que había tomado tuvo que ser sin oración y tan lejos del cadáver del
muchacho como era posible. En una ocasión fue a casa de su vecina a comer.
Hoy, estaba demasiado exhausta, de modo que había hecho lo mejor que podía
según la costumbre: comió un pedazo de pan dando la espalda al cadáver. Sólo
tuvo para una plañidera y dos flautas y al menor motivo de las lamentaciones
tocadas en la flauta, la plañidera empleada cantaba: “¡Ay, el león! ¡Ay, el
héroe!”
Su hijo había sido su león, su héroe… su vida. Y ahora estaba muerto. En el
hogar vacío, las sillas y los canapés habían sido colocados al revés, patas
arriba. Los minutos pasaban; se acercaban al cementerio; en cualquier
momento ahora tendría que regresar a esa casa vacía, sola. No podía ser su hijo
el que yacía inmóvil sobre el féretro de mimbre cubierto de arrayán, que
llevaban suavemente sus vecinos, descalzos, hacia el cementerio. En cualquier
momento tendría que aceptar el hecho de que su hijo había partido: la alegre
risa se había silenciado, las finas manos descansaban fríamente sobre su pecho.
Las flautas parecían más fuertes; los gritos de lamento de la plañidera le daban
dolor de cabeza, pero seguía caminando a la cabeza del féretro, llevando a su
muchacho a la tumba. Las lágrimas comenzaron a fluir nuevamente y su llanto
hacía temblar sus frágiles hombros.
El sol era solamente una gran pelota roja deslizándose tras las colinas. Debían
apresurarse mientras todavía había luz.
De pronto, el vecino que caminaba a su lado se detuvo y la tomó por el brazo.
— ¿Qué pasa? — le preguntó ella — . ¿Por qué nos hemos detenido?
— ¡Mira! — murmuró el vecino — . Mira al rabí que viene hacia ti. ¡Ha
detenido el cortejo y viene hacia acá!
De Endor, sobre el camino desde Capernaum, un pequeño grupo de hombres y
su maestro, seguidos por una enorme multitud de personas, había llegado a las
inmediaciones de Naín y se habían detenido a la vista del triste desfile de
dolientes. El Rabí habló por un momento a uno de sus hombres y ahora se
dirigía deliberadamente, a grandes pasos, hacia la viuda.
— No llores, mujer — le habló antes de llegar cerca de ella — . ¡No llores
más!
Su voz era tan gentil, tan llena de autoridad y compasión, que la viuda no
podía sino mirarlo, con sus ojos inflamados abiertos y perplejos.
Sin decirle una palabra más a ella, caminó directamente hasta el féretro y,
desafiando el temor de los rabinos judíos de contaminarse, puso su mano sobre
el féretro y dijo: “Joven, a ti te digo, ¡levántate!”
Ante sus ojos, su hijo se sentó sobre el féretro, rasgó e hizo a un lado las
vestiduras especiales para la sepultura y empezó a hablarle. El extraño le
ayudó a salir del féretro con sus propias manos y lo condujo a su madre.
El cortejo doliente se olvidó de sus lamentaciones y empezó a glorificar a
Dios, gritando:
“¡Un gran profeta se ha levantado entre nosotros! ¡Dios ha visitado a su
pueblo!”
**********
Se ha escrito mucho sobre la confrontación que aquella noche, en el camino a
Naín, hubo entre el Espíritu de vida y el espíritu de muerte. ¡La muerte no
pudo sobrevivir en su presencia!
Es verdad que la del hijo de la viuda es la primera resurrección que se registra
efectuada por Jesús y, como resultado de ella, la multitud que había seguido al
Maestro después de la notable sanidad del siervo del centurión en Capernaum,
había sido fortalecida en su fe en Naín. Indudablemente, muchos de aquellos
amigos y vecinos que llevaban el féretro y caminaron al lado de la viuda,
comenzaron a creer en el momento en que Jesús le devolvió a su hijo. Todas
estas verdades son pertinentes y evidentes.
Pero he sabido de mujeres que, en su propio dolor y en la agonía que sigue a la
muerte de un ser amado, rehusan aun a pensar en el gozo de la viuda. ¡Las
pone furiosas! Las hace sentir envidiosas y confusas. Se sienten frustradas,
“defraudadas” por Dios. Y ¿Por qué haría él esto por una mujer y no por ellas?
¿Por qué parece que su propia fe no es recompensada cuando esta viuda, que ni
siquiera sabía quién era Jesús, tuvo de nuevo a su hijo vivo y sano?
— Ni siquiera me atrevo a pensar en esa historia — me dijo en una ocasión,
amargada, una madre joven — . Si lo hago, ¡empiezo a odiar a Dios por tener
favoritos! Si hizo eso en una ocasión hace tanto tiempo, ¿por qué rehusa
hacerlo ahora?
Apenas la semana pasada recibí una carta de una viuda joven, cuyo esposo fue
muerto en Vietnam por un error en las órdenes: muerto por sus propios
hombres.
“El era un verdadero cristiano y su madre y yo orábamos
constantemente por su seguridad. ¿Por qué Dios tiene favoritos,
salvando a algunos hombres que no les importa nada el cristianismo y
permitiendo que mi esposo sea muerto?”
Había recibido ya varias cartas de otra muchacha llamada Julie, cuyo
prometido, Don, también un cristiano auténtico, había sido muerto por el
mismo tipo de accidente monstruoso en esa misma guerra. “Toda mi vida ha
sido desgarrada en dos”, me escribió Julie, “pero no puedo cuestionar a Dios
porque Don era su hijo.”
¿Tiene Dios favoritos?
La pregunta es tan comprensible como sin fundamento. No. Dios no tiene
favoritos. Y aunque durante todos los años que los hombres han estado
explorando la cuestión de la protección de Dios, nadie la ha respondido, creo
que podemos concluir lo siguiente de la historia de la viuda de Naín y Jesús:
Dios sí trabaja en lo fortuito. He escrito esta línea antes y algunas personas se
han sentido liberadas; otras se han disgustado. Pero creo que lo que se necesita
es que nosotros reconozcamos lo que sería realmente lo fortuito. Si somos
descuidados, confusos en nuestro pensamiento, la palabra, fortuito significa
vida sin plan, sin modelo, sin inteligencia guiadora tras ella. Bien: mucho de la
vida parece ser así. Julie y Don creían y tenían toda la razón para creerlo, que
Dios los había unido. Iban a contraer matrimonio cuando Don volviera a casa y
de no haber muerto, no tengo duda alguna que Dios hubiera bendecido ese
matrimonio. Sin embargo, Don no volvió a casa. Fue muerto porque un
compañero omitió una orden. Bien, ¿dónde estaba Dios? En donde ha estado
siempre: con nosotros. Con Don en el instante de su muerte y con Julie cuando
ella lo supo.
No tengo respuestas exactas sobre nada. Quizá, así lo espero, ése sea el
principio de la verdadera inteligencia. Pero mientras más descubro sobre la
verdadera naturaleza de Dios, más me doy cuenta que se requiere de nosotros
más reverencia: un sentido mayor de la santidad de Dios. No santidad en el
área de su pureza solamente, sino en el campo de la inteligencia y acciones de
Dios. Nuestro Dios es un Dios entero con un plan completo para un mundo
total. ¿Podría ser que lo que aparece fortuito para nosotros es completo para
Dios? Después de todo, no podemos ver como Dios ve. No podemos conocer
como Dios conoce. Nos ha dicho que sus caminos son más altos que nuestros
pensamientos.
No tengo ninguna respuesta específica a esos gritos angustiosos que acusan a
Dios de favoritismo, pero veo esto: no nos atrevemos a tratar de entender el
por qué Dios hace esto y no hace aquello. No es que nuestro atrevimiento de
cuestionar a Dios lo disguste. Este es un pensamiento patéticamente inmaduro.
Temer la ira de Dios cuando nuestros corazones claman con cuestiones
legítimas, es demostrar nuestra falta absoluta de conocimiento de cómo es él
realmente. Digo que no nos atrevemos a cuestionar sus acciones sencillamente
porque no entenderíamos la respuesta, ¡aun cuando la tuviéramos en letras de
quince metros de alto!
Hay solamente una manera de entender los acontecimientos que destrozan
nuestras vidas. Ciertamente hay una sola manera de poder aceptarlos sin
autocompadecernos. Julie lo dijo muy claro: “No puedo cuestionar a Dios
porque Don era su hijo.”
Por supuesto, yo no sé todo lo que ella quiso decir con esa corta oración. Pero
sé lo que significa para mí. No significa que Don era un supercristiano.
Significa que el muchacho pertenecía al Padre, quien tenía su mente sobre él
cada minuto. Para mí, lo que Julie estaba diciendo era que Don no pertenecía a
un juez fácilmente irritable: él pertenecía al Padre. Si ustedes han leído alguno
de mis otros libros, sabrán que yo no creo que Dios castiga con aflicción o
pena o dolor. El es un Dios de amor y su único castigo es mediante “cuerdas de
amor”. Sólo porque no siempre podemos entender los acontecimientos que nos
traen dolor, parece una razón baladí para dudar de que Dios es aún amor y aún
se hace cargo de nosotros. No hay nada en el Nuevo Testamento (y ésta es la
última palabra de Dios para nosotros) que indique que a un “buen” cristiano se
le va a evitar cualquier cosa o que un hombre o una mujer malvados serán
castigados. Jesús vino a mostrarnos un camino superior: y el amor cubre.
Juana
… la mujer que volvió su don
LUC. 8: 1-3; 23:55; 24:10;
MAT. 14: 1, 2
Juana, en un vaporoso vestido azul ceñido a su talle por un cinturón ancho y
brillante, caminó primero a la ventana del comedor y luego de vuelta a la mesa,
dispuesta para la cena. La comida ya había sido servida. Si su esposo Chuza no
llegaba pronto, el cordero estaría frío. Movió la gran fuente de moras y trozos
de melón a un lugar que le parecía mejor y puso dos jarros de miel al lado. No
le serviría a Chuza más dátiles o dulce de nuez por algún tiempo. Últimamente
había aumentado un poco su cintura.
Por fin escuchó sus pasos pesados y rápidos en el corredor y luego estuvo
junto a ella. Después de un beso distraído sobre su frente, su esposo empezó a
comer y a hablar demasiado aprisa.
— Sé que llegué tarde, Juana, y si hubiera otro trabajo tan productivo como el
ser intendente del Rey Heredes, en cualquier otra parte de la tierra, ¡puedo
asegurarte que lo dejaría mañana!
Juana estudió el rostro ancho, amable, de Chuza, por un largo momento. —
¿De qué se trata ahora, mi amor? ¿Te detuvo otra vez mientras trataba, y
fracasó nuevamente, de entender tus cuentas?
Chuza partió un pedazo grande de pan fresco y se lo llevó a la boca. — No, no,
no. Nada tan sencillo como eso. Simplemente necesitaba su firma en un
documento y no pude lograr en absoluto que el hombre se concentrara.
— ¿Bebió demasiado vino otra vez?
— Lo normal. Demasiado, sí. Pero el rey tiene una idea loca en su mente
torturada y nadie puede hacer que la olvide. Creo que puede perder la razón.
Realmente lo creo. ¿Puedes adivinar qué lo atormenta ahora?
— ¿No crees que debes terminar primero de comer, Chuza? Me inquieta verte
engullir la comida sin masticar cuando estás contrariado.
No te preocupes por mi comida. ¿Puedes adivinar lo que el rey Herodes nos
anunció hoy?
— No, mi amor. ¿De qué se trata?
— Nos llamó a todos los que trabajamos con él, aun a los criados, y nos
informó que tu maestro, Jesús de Nazaret es realmente ¡Juan el Bautista
resucitado de entre los muertos!
Juana dejó de comer. — ¿Por qué iba a pensar el rey una cosa como esa?
— Por todos los milagros que el Rabí ha hecho. Aun ustedes, los que lo
siguen, deben saber que la gente anda hablando por donde quiera. Un maestro
no puede andar por todo el país sanando a los enfermos, haciendo ver a los
ciegos, destapando oídos sordos, enderezando piernas lisiadas… — Chuza
puso tiernamente su mano sobre el brazo de Juana — . No quise hacerte daño
con lo que dije. Yo, entre toda la gente, estoy agradecido a tu maestro por
haber enderezado tu cuerpo lisiado, mi amor. Pero él no ha curado al rey
Herodes. El rey se está volviendo más extraño cada día.
— Eso no es culpa de mi maestro, Chuza, Después de todo, el rey Herodes
asesinó a ese buen hombre, Juan el Bautista. No me sorprende que su pobre
mente esté obsesionada.
— Quizá sea así, Juana, pero yo quisiera que el Rabí se fuera a otra parte del
país, lejos de Jerusalén, y le diera un poco de paz al rey. Yo también estaría un
poquito más tranquilo, con sólo que el rey pusiera su mente en otra persona por
un tiempo.
— El maestro se va pronto Chuza, y yo voy a ir con él.
Su esposo brincó sobre sus pies. — ¿Tú vas con él? ¡También tú debes estar
perdiendo la razón, Juana!
— No, nunca he estado más sana en toda mi vida. Después de lo que él ha
hecho por mí, ¿cómo puedo no ir con él en sus jornadas para sanar y enseñar a
otras gentes tan enfermas y tan en tinieblas como estaba yo? — se levantó — .
No hay caso en tratar de hacerme cambiar, esposo mío. Voy a ir con el
maestro, para cuidarlo como pueda. Susana va a ir también. Y una mujer
llamada María, a quien él sanó en Magdala de su mente poseída por el
demonio. Habrá otros más en el camino. El me necesita y yo voy a ir con él a
donde quiera que vaya.
De arriba para abajo, en los polvorientos caminos, por toda Judea y Galilea,
Juana y las otras mujeres acompañaron a Jesús y sus discípulos. Algunas de
ellas, como Juana, eran mujeres acomodadas y podían ayudar a su trabajo
económicamente; otras, como María Magdalena, sólo tenían sus energías para
brindar. Hacían todo lo que podían, deteniéndose en esteros y en ríos para
lavar ropa, remendando túnicas a la luz de las velas en la noche, cuando el
grupo se detenía a descansar. A menudo, las mujeres se apresuraban
adelantándose para hacer arreglos para el albergue durante la noche o para un
lugar de reunión en el siguiente pueblo o villa.
Estaban con él cuando María y Marta enviaron por Jesús para que llegara junto
al lecho de Lázaro, su hermano, que agonizaba. Ellas permanecieron a la orilla
de la multitud que rodeaba la tumba cuando Jesús clamó: “¡Lázaro, ven fuera!”
Ellas estaban con el Maestro en su último viaje antes de la pascua y Juana y
Susana ayudaron a Pedro y a Juan a planear, con María de Jerusalén, que el
Señor y los discípulos comieran la última cena juntos en el comedor en el
segundo piso de la casa de María.
Juana y las otras mujeres lo perdieron de vista solamente cuando fue llevado
ante Pilato. Ellas estaban allí, al pie de la cruz, viéndolo morir sin hacer un
solo movimiento para defenderse. Cuando José de Arimatea puso el cuerpo
amado en su propia tumba en el jardín, Juana y las mujeres permanecieron allí
llorando y observando.
Y cuando
“… era día de la víspera de la pascua, y estaba para rayar el día de
reposo, las mujeres que habían venido con él desde Galilea, siguieron
también, y vieron el sepulcro, y cómo fue puesto su cuerpo. Y al
volver, prepararon especias aromáticas y ungüentos; y descansaron el
día de reposo, conforme al mandamiento. El primer día de la semana,
muy de mañana, vinieron al sepulcro, trayendo las especias aromáticas
que habían preparado…”
Juana estaba allí con las “otras mujeres”. Vio la gran piedra removida: la
tumba vacía. Con sus propios oídos escuchó las voces celestiales que les
preguntaban: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”
Con sus amigas, Juana corrió a contarles a sus discípulos que su maestro había
resucitado como él lo había dicho.
— Pedro, Juan, ¿recuerdan? — les preguntó cuando obviamente los hombres
no creían lo que las mujeres habían visto — . ¿Ni uno solo de vosotros
recuerda lo que él nos dijo una y otra vez en el camino? Mientras estábamos
todavía en Galilea, juntos, el Maestro nos dijo que el Hijo del Hombre iba a ser
entregado en manos pecadoras y a ser crucificado. El nos lo dijo; ¿no lo
recuerdan? Dijo que sería crucificado pero que al tercer día se levantaría otra
vez. ¡Ha resucitado! ¡El Señor ha resucitado!
María Magdalena estaba allí cuando Juana suplicaba a los discípulos que
aceptaran su palabra. María Magdalena la creyó. Los hombres no. Susana
creyó. Los hombres no.
Juana y sus amigas habían hecho por él lo que pudieron. Y ellas creyeron.
**********
¿Podría ser la palabra de Dios para nosotras hoy, a través de estas breves
menciones en la Escritura sobre Juana y sus amigas, la llave para una fe que
cree? ¿Y podría esta llave para una fe que cree tener algo que ver con el
intercambio de dones? ¿Con el intercambio de vidas?
No conocemos la naturaleza de la enfermedad de Juana. Pudo haber estado
lisiada, irremediablemente enferma, ciega, sorda o, como creo que estaba
María de Magdala, mentalmente enferma. Cualquiera que haya sido su
sufrimiento, ella cambió su vida atormentada por la vida plena, libre,
saludable, de Cristo. Este puede parecer un cambio malo: haber recibido tanto
por tan poco, pero cuando su toque cae sobre el espíritu humano, aun lo
“poco” puede llegar a ser grande. Los ciegos ven. Los oídos sordos son
destapados. Los cuerpos lisiados se enderezan. Las mentes enfermas pueden
pensar otra vez.
¿Podría ser que la fe en el Cristo resucitado fuera más fácil para estas mujeres
porque ellas habían necesitado tanto de él? Creo que sí. Ciertamente ellas
vieron la tumba vacía con sus propios ojos y los discípulos sólo tenían la
palabra de una mujer, aunque la mujer pudo haber creído la mentira de que su
cuerpo había sido robado. Más ellas escogieron creer la palabra de Dios antes
que la palabra del hombre y estoy segura que se les hizo más sencillo hacerlo
porque ellas habían recibido tanto de Jesús.
Así que, ¿es el recibir el secreto de la fe? Como en el caso de la prostituta
perdonada, ¿amaron más estas mujeres porque sus necesidades habían sido
más grandes que las de los discípulos que siguieron a Jesús? Sí, pero hay algo
más. Estas mujeres — no buscando o pidiendo a consejeros profesionales las
respuestas, sino actuando en la motivación única del amor — se encontraron
con todo el secreto de la fe que cree. Recibieron plenamente pero, a su vez,
dieron plenamente. Las mujeres no recibían educación en aquel tiempo. Juana
y Susana y María de Magdala y las otras mujeres no hicieron lo que hicieron
por Jesús porque estaban practicando una técnica de construcción-de-fe que
habían estudiado en algún tratado profundo. No habían recibido consejo
profesional, ni habían escrito cartas pidiendo consejo. Hicieron lo que su
corazón les dictó, lo que cualquier mujer puede hacer: amaron y, amando,
dieron al Señor en cambio.
Hicieron lo que podían hacer. Hicieron lo único que podían hacer:
intercambiaron sus dones.
¿Sería posible que los hombres que siguieron a Jesús, aun cuando fueron sus
escogidos, estuvieran intentando seguir a Jesús sólo intelectualmente? Esto en
ninguna manera los desacredita. Y yo creo que hay amplia evidencia en las
Escrituras de que éste pudo haber sido el caso. Después de todo, ¿no lo
cansaron con preguntas que un corazón esclarecido ya hubiera sabido? El
Pentecostés se hizo cargo de los corazones no iluminados de los discípulos.
Indudablemente, la venida del Espíritu Santo a las vidas mismas de las mujeres
iluminó aún más sus corazones. Pero en este caso, creo que estas fieles
mujeres, sin saberlo, encontraron el secreto de una fe vigorosa.
Recibieron, pero dieron a cambio. Hay un secreto que resplandece en las vidas
cambiadas, cuando una vida es la vida misma de Dios.
La Mujer Samaritana
… momento de reconocimiento
JUAN 4
Cuidadosamente, ella abrió la puerta comba de su choza de barro y miró de
arriba a abajo la angosta acera. Si se encontraba algún hombre en su camino al
pozo para sacar agua, no importaría. ¡Ningún hombre jamás la había
desairado! Pero no quería encontrarse una mujer. Aun las mujeres campesinas
de la villa de Sicar, pobres como ella, desviarían su vista cuando ella pasara. Si
estaban en grupo, a la vista de ella, empezarían a cuchichear y no necesitaba
que nadie le dijera de qué estaban hablando.
La calle estaba vacía, de modo que la antes hermosa prostituta del pueblo, con
su cántaro para agua equilibrado fácilmente sobre su obscura cabeza, se dirigió
rápidamente por la angosta vereda hacia el pozo de Jacob, distante media milla
o algo así del pueblo. Sus gastadas sandalias golpeaban sobre las calientes
piedras de la calle conforme ella caminaba, no con la gracia que antes lo hacía,
sino en forma desafiante para cubrir la vergüenza que todavía sentía por su
belleza marchita, sus vestidos sucios y desarreglados… por la decadencia de su
vida.
“Y bien: mi pelo está desordenado y mi tocado descolorido”, dijo en voz alta
en aquella tarde caliente y silenciosa. “¡Pero todavía tengo algunas monedas en
él!” La mujer movió su cabeza para que las monedas sonaran. “Y tengo un
cinto nuevo…” Su risa era dura, defensiva. “Demasiado brillante y llamativo,
dirían ellas; pero ¡qué me importa!”
Ella tarareó una tonadita de camino hasta el pozo, desentendida del campo
hermoso y del verde valle de olivos de Siquem que se extendía abajo a la
sombra de Gerizim, montaña santa de los samaritanos; y de Moriah, la
montaña santa de los odiados judíos.
A unos cuantos pies de las escaleras que conducían al antiguo pozo, dejó de
cantar y observó la figura que se encontraba sentada en el pretil de piedra del
pozo. Está bien, pensó. Es un hombre. Voy a ignorarlo, a menos que él me
hable.
Su cántaro estaba casi lleno de agua fresca, antes de que el extraño le hablara.
“Dame de beber”, le dijo cortésmente.
Ella se le quedó mirando. Obviamente era un judío, pero su sonrisa era tan
amable y se veía tan cansado y con calor, que se le hizo difícil ser insultante —
como cualquier mujer samaritana lo sería con un judío extraño que se atreviera
a hablarle. Puso a un lado su pesado cántaro y, con las manos en la cadera, le
preguntó: — ¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer
samaritana?
“Que piense lo que quiera”, pensó ella al mismo tiempo. “Puede creer que
estoy sorprendida o enojada porque se atrevió a hablarme. No me interesa.”
El extraño la miró por un largo momento antes de contestar: — Si conocieras
el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le pedirías, y él
te daría agua viva.
La mujer hizo un gesto, incapaz de pensar lo que diría después. El siguió
mirándola, todavía con la amable sonrisa jugueteando alrededor de su boca.
Ella quiso irse, ignorarlo, pero se dio cuenta que ella también sonreía un poco
al decirle: — Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde,
pues, tienes el agua viva? — Algo de su antiguo engreimiento volvió — ;
¿acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual
bebieron él, sus hijos y sus ganados?
El dejó de sonreír y algo en su voz fue como una advertencia
tierna…justamente para ella. — Cualquiera que bebiere de esta agua — le dijo
señalando el pozo — , volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo
le daré, no tendrá sed jamás.
La mujer cambió de actitud, sintiéndose súbitamente como una muchachita
torpe con un pie restregando el empeine del otro.
— El agua que yo le daré — continuó — , será en él una fuente de agua que
salte para vida eterna.
Ella dio un paso ansioso hacia él. — Señor, dame esa agua, para que no tenga
yo sed, ni venga aquí a sacarla, ¡nunca más!
El la observaba, pero nada dijo.
¿Por qué este judío no me responde?, pensó ella con ansiedad. Si no me dice
algo pronto… yo… yo… — ¡Señor! ¡Señor: dame esa agua.
Finalmente él habló y no había sonrisa en su rostro ni en su voz. — Vé, llama a
tu marido, y ven acá.
Ella se tambaleó, como si él la hubiera golpeado y sin poder detenerse, gritó:
— ¡No tengo marido!
El extraño volvió a sonreír. En su sonrisa no había señales de burla, ni
vestigios de condenación: solamente bondad. “Hace tanto tiempo”, pensó ella,
“que vi bondad hacia mí en el rostro de alguien. Quisiera que él volviera a
hablarme; ah, cómo quisiera que él volviera a hacerlo.”
— Bien has dicho: “no tengo marido” — dijo él finalmente, y ella sintió como
si él le hubiera hecho el único cumplido sincero en toda su vida — . Tienes
razón en decir “no tengo marido”; porque cinco maridos has tenido y el que
ahora tienes no es tu marido; esto has dicho con verdad.
La mujer se sentó abruptamente al lado opuesto de donde él estaba sentado en
el pozo. Respiró como si hubiera estado corriendo; su boca estaba seca.
“¿Quién era este extraño? ¿Quién era este odiado judío que podía ser tan
bondadoso y tan cruel al mismo tiempo? ¡No! No era cruel. ¡Debía ser un
profeta! Sólo un profeta de Dios podía conocerla como él la conocía, cuando
ella nunca había puesto sus ojos en él hasta ese día.” Bien, decidió, “he tenido
bastante de este tipo de conversación. No es de su incumbencia cuántos
maridos he tenido o si el hombre con quien vivo ahora es o no mi marido.
Cambiaré el tema. Voy a demostrarle que yo también puedo hablar a niveles
superiores y filosóficos. — Señor — dijo con toda la arrogancia posible — ,
me parece que eres profeta. — Cuando él no respondió, con la esperanza de
iniciar una controversia que no tuviera nada que ver con ella en lo personal,
dijo — : “‘Nuestros padres adoraron en este monte — y volvió su cabeza hacia
Gerizim, de modo que las monedas en su tocado volvieron a sonar — . Y
vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.
El volvió su rostro hacia el monte Gerizim y luego hacia el monte Moriah. Lo
he atrapado, pensó ella y se sintió complacida. Lo he atrapado en otro asunto.
El se puso en pie, mirando todavía hacia Jerusalén y Moriah; luego se volvió
lentamente hacia ella. — Mujer — le dijo en una voz que la hizo temblar,
aunque era suave, casi un murmullo — . Mujer, créeme, que la hora viene
cuando ni en este monte — apuntó hacia Gerizim — , ni en Jerusalén adoraréis
al Padre.
Ella hizo un gesto. ¿Estaba él menoscabando tanto la verdad de los judíos
como de los samaritanos? ¿Estaba loco?
— Vosotros adoráis lo que no sabéis — continuó él — . Nosotros adoramos lo
que sabemos; porque la salvación viene de los judíos.
La mujer se hizo indiferente.
— Mas la hora viene — continuó — , y ahora es, cuando los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre
tales adoradores busca que le adoren.
Inexplicablemente, cuando lo que más quería ella era correr, empezó a
romperse la dura coraza que cubría su corazón. Si sólo él continuara
hablándole…
— Dios es espíritu — dijo él con serena autoridad — . Y los que le adoran, en
espíritu y en verdad es necesario que adoren — y luego añadió — : No en esta
montaña o en aquélla; sino en espíritu y en verdad.
De pronto, con todo su ser deseaba lo que le dijo después, para hacer feliz a
este extraño. No hubiera podido explicar por qué, pero ella quería que él
estuviera feliz por causa de ella. Anheló desesperadamente agradar a este
hombre a quien nunca antes en su vida había visto. Sus palabras salieron
temblorosas: — Señor, sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando
él venga, nos declarará todas las cosas.
El se mantuvo frente a ella, con su rostro tan abierto, tan vulnerable; ella tuvo
la idea disparatada de que si lo golpeaba, su expresión no cambiaría. Y luego
él dijo: — Yo soy, el que habla contigo.
La sangre subió al rostro de la mujer. — ¿Tú? ¿Tú… eres… el Cristo?
— Yo soy, el que habla contigo — repitió el Hombre.
Y antes que ella pudiera encontrar palabras qué decir, un grupo bullicioso de
hombres que parecían estarlo buscando a él, llegó hasta ellos.
— ¿Por qué estás hablando con ella? — dijo uno de los hombres.
Pero esta vez ella no se sintió ofendida. Ya no importaba lo que cualquiera
pensara de ella. ¡Todo había cambiado! El mundo entero había cambiado.
Quizá ella también había cambiado. Olvidando su cántaro, corrió tan aprisa
como pudo de vuelta a Sicar para decirles a todos que ella — la mujer mala del
pueblo — ¡había encontrado al Mesías!
**********
Lo que ocurrió cuando ella corrió de vuelta a su pueblo gritando: “Venid, ¡ved
a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho!”, es bien conocido. La
gente, bajo la fuerza de su sincero aunque algo superficial testimonio sobre
Jesús, llegó corriendo para encontrarlo también. Aún cuatro años más tarde,
cuando el evangelista Felipe llegó a predicar en Samaría, los frutos del
testimonio de esta mujer eran evidentes. Me agrada pensar que ella y Felipe se
conocieron.
Ya se han escrito páginas enteras sobre cómo su vida transformada abrió la
puerta a la transformación de otras vidas, como resultado de esta sola
conversación que tuvo con Jesús. De la palabra que yo creo que Dios tiene
para nosotros aquí, rara vez se escribe, rara vez se discute.
Por lo general, Jesús esperaba que una persona necesitada reconociera esa
necesidad y pidiera, con cierto grado de fe, que fuera llenada. Ahora bien, con
esta mujer, sencillamente no siguió este patrón (¡ningún patrón puede
contenerlo!).
Pero siento que deberíamos pensar por un momento acerca de la posible razón
que él pudo haber tenido para presionar su ofrecimiento a ella. Realmente,
podríamos solamente decir que él la conocía y nada más. Pero él sabía que
aunque ella era simplemente una prostituta sin educación, era también un ser
humano complejo — como lo somos todos. Aún más, él conocía la gruesa
coraza que envolvía su corazón. Sabía cuánto tiempo había trabajado ella para
formarla como una protección de heridas ulteriores: la clase de herida que es
inherente a un tipo de vida como el de ella, o con cualquier vida que se viva de
acuerdo a nuestras propias reglas. El conocía también el extremo profundo de
su necesidad. Sabía que si no presionaba su ofrecimiento, ella podía fácilmente
tomar su cántaro de agua y alejarse de él para siempre, sin rumbo fijo.
El la conocía.
Ahora bien: creo que aquí hay dos cosas para nosotras:
1. Para aquellos que “trabajan” ganando personas para Jesucristo, podría ser
Dios diciéndonos: “No esperen que un corazón atribulado verdaderamente pida
perdón con fe al principio. No esperen una respuesta rápida de alguien que ha
sido tan dañado por la vida. Esperen. Sean pacientes. Denme a mí tiempo para
quebrantar esa dura coraza. ¡Sólo yo sé cómo hacerlo!”
2. Para aquellos que sienten que están demasiado alejados como para que Dios
se interese por ellos, los quiera, o los necesite, solamente tenemos que recordar
a la mujer en el pozo en las afueras de Sicar. Una mujer inmoral, de edad
mediana, tal vez desarreglada, con el pelo sucio y un corazón desafiante. Sin
embargo, el Hijo de Dios mismo tuvo un tierno y grande interés en ella. No
solamente se puso en posición de pedirle un poco de agua; no solamente
ignoró (como siempre lo hizo) toda la intolerancia del prejucio racial de su
época; no solamente tomó todo el tiempo que ella necesitaba… ¡la persiguió!
Nadie, nadie que haya nacido a esta vida terrenal, puede caer tan profundo
como para que el Hijo de Dios no le busque. Y más que todo esto, hasta donde
yo puedo descubrir, hasta ese momento en su ministerio, Jesús nunca antes se
había declarado abiertamente ser el Cristo. El hizo esa declaración suprema a
la mujer más despreciable de la ciudad.
El no acepta personas: acepta siempre corazones.
La Mujer Con El Flujo De Sangre
…la simplicidad de la fe
MAT. 9:18-22;
MAR. 5:25-34;
LUC. 8:43-48
En una pequeña aldea, aproximadamente a unas siete millas de Capernaum, la
clara habitación del frente de una de las casas más grandes, estaba llena de
mujeres: todas muy atareadas cosiendo y, por supuesto, conversando.
— ¿Recuerdan a aquella joven bonita que acostumbraba caminar siete millas
cada semana para venir a ayudarnos con la costura para los pobres y los
afligidos? — Una de las mujeres de más edad hizo la pregunta, mientras
hábilmente cortaba una prenda de ropa interior blanca — . ¿Cómo se
llamaba… Verónica?
— Sí — contestó una mujer regordeta, de edad madura, que mordiqueaba un
hilo — . ¡Pobre niña! Todavía estaría viniendo a ayudarnos si pudiera caminar.
Pero, ¿saben ustedes que ha sufrido de hemorragias durante todos estos años?
— Yo conozco bien su problema — dijo una tercera mujer — . Su madre es
pariente de la familia de mi esposo. Tenía veinte años cuando se casó y tuvo un
niño. El niño murió, pero la madre nunca sanó. Y durante doce años ella y su
familia han gastado hasta la última blanca que han tenido en sus manos,
llevándola de un médico a otro.
— ¿Y nada pudo aliviarla?
— ¡Nada! Más bien, la pobrecita empeoró.
— Oí decir que finalmente se debilitó tanto que casi no puede caminar.
— Oíste bien — dijo su informante — . Se puso tan mala que casi no puede
caminar.
— Bueno, ¿vive todavía?
— Sí, según las últimas noticias que tuve, pero nadie espera que viva mucho
tiempo. Cuando se agota la sangre, se va la vida.
— ¡Cuánto dinero deben haber gastado en esos astringentes tan caros!
— Realmente cuánto dinero… y ella los ha tratado todos. Todos los nuevos
astringentes y los tónicos… todos los ha tomado. Aun alguien le dijo las
palabras mágicas de: “¡Levántate de tu flujo!” Pero ni eso le ayudó a la pobre
Verónica.
Un gesto de lástima cruzó la cara redonda de la mujer de edad madura. — Lo
último que supe, y de esto creo fue hace unos cinco o seis años, es que llevaba
obedientemente las cenizas de un huevo de avestruz amarradas en un trapo de
lino, durante el verano, y en un trapo de algodón en el invierno. Me supongo
que tampoco eso le hizo ningún bien.
— El más mínimo. Hace un año supe que se había dado por vencida de seguir
llevando las cenizas, y supongo que se ha dado por vencida del todo. Podría
estar muerta.
Durante algunos minutos las mujeres cosieron en silencio, reflexionando sobre
la impotencia de los médicos ante las terribles enfermedades que asolaban a
tantos de sus amigos y vecinos.
Luego, una de ellas dijo: — Mi esposo volvió ayer de Capernaum con la
noticia de que hay un sanador que anda por el país; un galileo que con sólo
tocar a la pequeña hija de doce años de un príncipe de la sinagoga llamado
Jairo, ¡la levantó de entre los muertos!
— ¿Un verdadero sanador? — dijeron entrecortadamente las mujeres — .
¿Cómo se llama?
— Mi esposo no pudo captar su nombre, pero parece que este Jairo llegó a él
y le suplicó que llegara hasta su niña antes de que muriera. Supongo que
convino en hacerlo; de hecho, creo que mi esposo dijo que el hombre iba en
camino a la magnífica casa donde Jairo vive, pero la niña murió antes de que él
llegara.
Las mujeres hicieron a un lado su costura para escuchar.
— Parece que a este maestro, o sanador, o lo que sea, lo detuvieron en el
camino. Ustedes saben cómo puede ser esto si realmente tiene el poder de
sanar: hay tanta gente enferma y sin esperanza. Me imagino que las multitudes
literalmente lo acosan en donde quiera que vaya.
— ¿Crees que alguna vez vendrá aquí a nuestra aldea?
— ¿Quién sabe?
— Bueno, termina la historia. Dices que la niña del principal de la sinagoga
murió antes de que el sanador llegara… ¿y que él la levantó de entre los
muertos?
— ¡Eso es justamente lo que hizo! Y la niña se levantó y empezó a caminar y
a jugar alrededor como si nada le hubiera pasado.
En toda la habitación las mujeres profirieron exclamaciones y se quedaron
atónitas y algunas de ellas estuvieron seguras de que el sanador tenía que ser
un profeta de Dios.
— Pero la cosa más asombrosa que hizo — continuó la narradora — , fue
hacerles prometer a todos, esto es, a la familia de la niña, ¡que no dirían una
sola palabra de lo que había hecho!
— ¡Qué hombre tan extraño! — dijo la mujer de mediana edad.
— ¿Por que querrá guardarlo como un secreto? ¡Algo tan maravilloso como
eso!
— Tal vez para protegerse — contestó la más anciana — , Después de todo, si
se sabe, al pobre hombre lo podrían acabar las gentes trayendo a sus enfermos
para que los sane.
Me gustaría saber cuál es su nombre.
A mí también.
— ¡Volver a la vida a una niña muerta!
— Sí, figúrate.
Las mujeres volvieron a quedar en silencio y algunas dejaron de coser y se
quedaron sentadas, mirando por la ventana al camino polvoriento y sinuoso
que conducía a Capernaum.
— ¿No sería maravilloso que ese sanador llegara algún día por el camino
hasta nuestra aldea? — sugirió una de ellas.
— ¿Quién es la mujer que viene corriendo hacia acá? Algo malo debe pasar,
porque de otra manera no vendría apurándose en esa forma.
— ¿La reconocen? Yo no.
— Ni yo tampoco.
— ¡Miren! Ha dejado el camino y viene en esta dirección, hacia la casa.
Las mujeres se apretaron en la puerta abierta y en un momento, una de ellas
gritó:
— ¡Verónica! ¡Es Verónica!
La mujer que venía con paso ligero por la vereda, con sus hombros erguidos,
su cabeza en alto, sonreía. — ¿Qué tal — las llamó y luego, extendiendo
ambas manos hacia ellas, corrió los últimos pasos hasta la casa — . Soy
Verónica. ¿Se acuerdan de mí? He vuelto para ayudarles a coser. He venido
tan rápido como he podido. La primera cosa en la que pensé ayer, después de
haber sido sanada, fue: ¡ahora puedo volver y ayudar a hacer vestiduras para
los pobres y afligidos!
Las mujeres permanecieron en pie, observándola. Sus mejillas tenían el brillo
de la salud; la última vez que ellas la habían visto, estaba pálida y delgada, con
los ojos sumidos y ojerosos.
— ¿No me reconocen, verdad? — les dijo riéndose la mujer — . ¡No soy un
fantasma! Estoy sana. El Maestro me sanó. Me previno que debía decir que mi
fe me había sanado. Ah, pero mi fe está en él, ¡en él!
Finalmente, las mujeres rompieron el silencio, la abrazaron, y la besaron y la
llevaron dentro para que les contara toda la historia. Todas al mismo tiempo
empezaron a decirle que solamente unos minutos antes habían estado
inquiriendo sobre ella, preguntándose si habría muerto de la terrible
hemorragia.
— ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos todo lo que ha sucedido!
¡Empieza desde el principio!
— Bien — dijo la joven mujer con sus ojos brillantes, sentándose en la orilla
de su silla — : Yo había oído durante mucho tiempo acerca de Jesús de
Nazaret, el Maestro.
— ¿Jesús?
— Sí. Su nombre es Jesús. Es un galileo y es enviado de Dios. Durante
semanas estuve escuchando que en todo Capernaum él había estado abriendo
los ojos de los ciegos, haciendo oír a los sordos y sanando todo tipo de
enfermedades. Yo sabía, ¡ah sí!, ¡yo sabía con todo mi corazón que si tan sólo
podía llegar cerca de él! ¡Si tan sólo podía tocar el borde de su manto, él me
sanaría a mí también! Todo lo demás había fallado. Ya no teníamos más dinero
para médicos y aun si lo hubiéramos tenido, los médicos sólo me ponían peor.
¡Por doce largos años no dejé de sangrar ni un día! Cada nueva medicina que
tomaba, estaba segura que sería la correcta… pero ninguna lo fue. Me había
dado por vencida. Había aceptado el hecho de mi muerte y apenas tengo treinta
y dos años. Ya mi amado esposo también se había dado por vencido y se había
hecho a la idea de mi muerte, como yo.
— Y luego supe que Jesús venía a la aldea. De pronto supe que no iba a morir:
no, si por algún medio podía llegar cerca de él. Ustedes saben que de acuerdo
con la ley, yo estaba impura. Me había escondido tanto, que me sentía como
una leprosa. Tenía que encontrar un medio de escurrirme lo bastante cerca de
él para tocarlo; no podía dar a conocer mi enfermedad. Estaba demasiado
débil, demasiado perturbada como para soportar una humillación más. Mi
familia pensó que era locura de mi parte el ir, así que tuve que salir a
hurtadillas de la casa, calle abajo, y hacia la enorme multitud que lo rodeaba.
Mientras más me acercaba, más segura estaba que un toque sanaría, incluso a
mí. Y cuando vi su cabeza por encima de la multitud, sólo la parte posterior de
su cabeza, lo supe — Juntó sus manos — . Sabía que sanaría. ¡Ah, la presión
de los enfermos, los lisiados y los ciegos, en torno al Maestro, era tremenda!
Hacía calor. Lo compadecía. Debe haber estado muy fatigado. Con una
fortaleza que no había tenido durante años, me las arreglé para abrirme paso,
literalmente a codazos, a través de aquella terrible multitud, hasta que, sin
haber siquiera visto su rostro todavía, pude extender mi brazo alrededor de un
hombre jorobado ¡y toqué el borde de su manto!
Sólo había silencio en aquella habitación mientras ella hablaba ahora, casi en
un murmullo, reviviendo aquel momento resplandeciente.
— Sólo el borde de su túnica con las puntas de mis dedos y… — Su rostro se
iluminó más — , y sentí, ¡verdaderamente sentí que la salud inundaba todo mi
desgastado cuerpo! ¡Supe que había sido sanada!
Las mujeres respiraron hondamente y una de ellas quiso saber si él le habló, si
él siquiera supo que ella estaba allí.
Sí, — prosiguió — . Lo escuché volverse a uno de sus discípulos y preguntarle
quién lo había tocado. Creo que el discípulo fue un poco mordaz con él. Dijo
algo como: “Bueno, Maestro, con una multitud como ésta, ¿cómo podría nadie
saber sobre una sola persona? ¡Todos te aprietan!” Y luego el Maestro dijo que
había sentido salir virtud de él. Ahora sé que todo el tiempo él supo que se
trataba de mí. Sólo lo mencionó porque él sabía que yo necesitaba su mensaje
especial para mí.
— ¿Un mensaje especial para tí?
— Sí — dijo ella — , una palabra especial sólo para mí.
— Bien, ¿cuál era? ¿Qué dijo él?
— Verán: El sabía que yo necesitaba aprender de inmediato que nunca
necesitaba sentirme avergonzada otra vez, de modo que volvió y me miró con
los ojos más amorosos que he visto en toda mi vida y me dijo: “Hija, tu fe te ha
salvado; vé en paz y sé sana de tu mal.”
**********
El relato del Evangelio termina con estas palabras: “La mujer, sabiendo lo que
en ella había sido hecho, temiendo y temblando, se postró delante de él y le
dijo toda la verdad.”
Dudo que la profundidad de esta sencilla historia llegará a ser examinada
totalmente por alguien en alguna ocasión. Parte, al menos, de lo que Dios
parece estarnos diciendo a las mujeres hoy, a través de este incidente notable
— una sanidad realizada al ir en camino a otra sanidad — , tiene que ver con el
infinito conocimiento que Dios tiene de cada uno de nosotros como seres
humanos. No tengo ninguna duda de que Dios sana todavía hoy. No entiendo
por qué algunas personas no son sanadas, pero sé por experiencia que muchos
sí. (Por supuesto, Dios está sanando cuando hay cirugía o se da cualquier tipo
de ayuda médica.) En realidad, al escribir esta historia, me he mantenido en
contacto con “el borde de su manto” para mí misma. En un par de días debo
salir en un viaje agitado hacia Atlanta, Georgia, promocionando mis libros. Por
la forma en que me sentía anoche cuando fui a la cama, mi sentido común me
decía que — desde la cena — algún microbio me había atacado. Hoy, a eso de
media mañana, cuando había terminado de escribir un montón de cartas que
eran urgentes, mi tentación fue declarar: “No me siento como para escribir
hoy. Si voy a estar lista para salir a Atlanta, sería mejor que me fuera a la
cama.” Ahora bien, yo soy una firme creyente en los doctores, en la medicina y
en el reposo en cama. Sin embargo, algo me empujaba de nuevo hacia la
máquina de escribir. Si voy a escribir sobre la mujer con el flujo de sangre,
¿por qué no experimentar de primera mano lo que estoy escribiendo? Así que
empecé a trabajar. Estoy a una página o dos de terminar ahora — cerca de
media tarde — y me siento casi bien. Mi teoría sobre este asunto de la sanidad
directa es que, bajo circunstancias normales, no sabemos cómo dirigir nuestra
fe en forma suficiente hacia Dios. Sé que es verdad en cuanto a mí. Hoy, por
haber estado escribiendo sobre una sanidad, estuve en mejor capacidad de
dirigir mi propia fe.
Pero lo que creo que él nos está diciendo en este episodio, no es
necesariamente sobre una sanidad física. Me he sentido chocada en esta
ocasión a través de la historia de la mujer, por el infinito conocimiento de Dios.
El conocía a esta joven mujer. Conocía no solamente su principal necesidad,
sino sus largos años sintiéndose impura, siendo humillada en público; sabía
también que si, con su personalidad particular, ella tenía la idea de que había
sido sanada por haber tocado su manto, posiblemente ella podría desviarse en
profunda superstición y nada más. El sabía también que a menos que y hasta
que ella le contara a alguien toda la historia y dejara de mantenerla reprimida
dentro de ella misma, su mente no estaría en capacidad de seguir a su cuerpo
en salud. Y así, porque este maestro, este sanador era Dios, la movió dentro de
su corazón para que, de su propia voluntad, ella “…le dijera toda la verdad”.
Ahora bien, de acuerdo con nuestras normas de hoy, no hay nada vergonzoso
en sufrir hemorragias. Debilitan, a menudo son dolorosas, terribles… pero no
vergonzosas. Las costumbres sociales eran diferentes entonces. Jesús sabía
cómo había sido distorsionada la personalidad de esta mujer por haberse
sentido socialmente proscrita durante doce años. El quería que ella quedara
perfectamente sana.
La conocía tal cual era.
El nos conoce tal cual somos y es por eso que yo me aparto de las “técnicas
espirituales” señaladas por una persona para que otra las siga. Me aparto de las
técnicas de construcción-de-fe, de las técnicas de oración, de las técnicas de
grupo, de las técnicas de sanidad.
Es bueno apartarse de cualquier método designado para “alcanzar a Dios”.
Dios está al alcance de todos: de primera mano. Es bueno, a la inversa, no
descontar ningún medio de alcanzarlo. Todo lo que realmente necesitamos
saber es que él ya nos conoce a cada uno de nosotros, por dentro y por fuera, y
él ha tenido cuidado de que todas las barreras que bloqueaban nuestro contacto
con él hayan sido derribadas. La fe de esta mujer la sanó. Ella no planeó
ningún acercamiento. Simplemente fue a Jesús y le tocó.
La Mujer Encorvada
…fanatismo y fe
LUC. 13:10-17
Antes de pasar por Samaría, en vista de que allí el prejuicio contra los judíos
inevitablemente hacía más lenta su jornada, Jesús y sus discípulos
generalmente viajaban a través de Perea en su camino de Galilea a Judea. Era
descansado caminar y trabajar a través del pintoresco campo rural de Perea. La
gente se amontonaba en torno a él, por supuesto, pero eran personas más
sencillas, menos sofisticadas que las de Jerusalén. Los pereanos eran,
mayormente, gente de campo, de mente y corazón abiertos, para quienes la fe
era más sencilla.
Pero así como la fe llega más libremente a aquellos que no tienen mentes
educadas, si sus corazones están abiertos a ella, la ignorancia también puede
engendrar fanatismo y muy a menudo los dirigentes de las pequeñas sinagogas
en Perea eran hombres pomposos, arrogantes y muy prejuiciados. No eran más
malignos en su hostilidad hacia Jesús que los dirigentes cultos, eruditos, de las
sinagogas de las ciudades más grandes, pero su ira era más rústica y eran
menos efectivos en su aguijoneamiento.
En una aldea de Perea, el dirigente quijarudo de la sinagoga, cuando oyó decir
que Jesús estaría enseñando allí el sábado, debe haberse equipado para la
batalla. Indudablemente, se había encontrado anteriormente con el Maestro,
había sentido su autoridad, había escuchado su enseñanza y, por supuesto, no
lo había comprendido en absoluto. El dirigente provinciano estaba listo para
pelear. Ese sábado en particular, no consentiría ningún desatino de este
maestro. El le iba a mostrar quién era el dirigente. Decir esas palabras
pomposas y blasfemas en su sinagoga… ¿se atrevería? El iba a hacerle ver a
ese maestro de una buena vez… Por supuesto, tendría que permitirle enseñar,
pero si había la más leve señal de que él intentaba quebrantar el sábado
sanando a cualquier persona en esta congregación, ¡él iba a hacerle saber cómo
eran realmente las cosas!
Era un suave día de primavera y el aire era fragante por los capullos de los
árboles frutales que crecían por todas partes en el valle, en la falda de la
montaña. Cada árbol estaba en movimiento con las abejas que trabajaban y
mientras la gente se encaminaba hacia la sinagoga, también zumbaban juntas.
La atmósfera misma era expectante.
El dirigente, con su grueso cuerpo transpirando más por el resentimiento y el
nerviosismo que por el calor del día primaveral, dio la bienvenida a Jesús
bruscamente, le mostró su asiento en la sinagoga y, cuando llegó el tiempo, le
indicó que podía enseñar. ¿Por qué se sentía tan inseguro cuando el maestro
andaba cerca? ¿Por qué su presencia le producía un sudor helado y lo hacía
casi temblar de rabia? Hoy se sentía más incómodo que nunca, más frustrado,
y cuando dio un vistazo a la congregación reunida y vio que ella había venido,
se puso más disgustado. Allí estaba de pie — por no poder sentarse — , con su
espalda tan doblada que no podía ver sino el suelo. ¿Cuánto tiempo hacía que
esta fiel miembro de su sinagoga no había podido estar erguida, incapaz de ver
lo que todos los demás daban por sentado: el cielo sobre sus cabezas, las ramas
de los árboles, un rostro? Supuso que por lo menos dieciocho años y, no
obstante, ella venía todos los sábados a adorar a Dios. Realmente él no se
había atrevido siquiera a esperar que ella permaneciera en casa hoy. Una
persona con un brazo torcido podría esconderlo. Pero esta mujer nunca podría
esconderse. Y antes de que el principal de la sinagoga estuviera listo para
soportar la enseñanza de este hombre a quien resentía tanto, por sospechoso de
blasfemia contra el Señor Dios, estaba pasando lo peor. El Maestro había visto
a la mujer encorvada — doblemente inclinada — de pie, como a medio camino
sobre uno de los pasillos laterales, ¡y la estaba llamando, pidiéndole que pasara
al frente!
El principal de la sinagoga, furioso, jadeaba en su ira haciéndosele más y más
difícil respirar. Ella caminaba dificultosamente pasillo abajo en la sinagoga:
solamente se veía la parte trasera de su cuello y sus hombros torcidos, pero
estaba en camino. El Maestro esperó en silencio hasta que ella llegó a su lado y
luego en voz suave pero suficientemente clara para ser escuchada por todos, le
dijo: “Mujer, eres libres de tu enfermedad.”
Nadie se movió ni hizo ruido alguno. Ni siquiera la mujer, que permanecía
todavía doblada, con la mirada fija en el piso de piedra.
Y luego, sin otra palabra, él puso sus manos sobre su espalda torcida, huesuda,
y las exclamaciones y la respiración contenida de la gente, hicieron eco en
todo aquel salón de techo alto cuando la mujer, que no había podido ponerse
erecta en dieciocho años, se levantó en toda su estatura y miró el rostro de
Jesús.
Sobrevino una conmoción en la congregación y la gente se ponía en pie para
alabar a Dios y regocijarse con lo acontecido a la mujer que habían respetado y
compadecido durante tanto tiempo. La mujer, que ahora estaba en pie, recta,
con ambas manos levantadas, también alababa a Dios.
El poco control que ejercía el principal se había esfumado. El brincó sobre sus
pies, pero no para alabar a Dios. Por sobre la gritería y el regocijo, vociferó tan
fuerte como pudo:
“¡Escuchadme! Seis días hay en que se debe trabajar: en éstos, pues,
venid y sed sanados, y no en día de reposo. ¿Me escucháis? Venid en
uno de esos seis días, ¡no en día de reposo!”
Nadie lo escuchó, pero él continuó regañando a la gente y no se detuvo hasta
que Jesús habló nuevamente:
“¡Hipócrita! ¿Cada uno de vosotros no desata en el día de reposo su
buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta mujer, hija de
Abraham, a quien Satanás había atado dieciocho años, no se le debía
desatar de esta ligadura en el día de reposo?”
El principal hizo otro intento, pero la multitud empezaba a callarse y era
demasiado humillante continuar gritando. El Maestro, después de todo, iba a
enseñar; de modo que, con su gorda cara encendida, sus manos temblorosas, el
principal se sumió en su asiento, puesto en vergüenza por la lógica de lo que
Jesús había dicho.
********
Hemos contemplado este incidente en la sinagoga, desde el punto de vista del
principal inepto, prejuiciado, no para menospreciarlo, sino para sugerir, quizá,
que nosotros hoy (hombres y mujeres) necesitamos darnos cuenta cómo
influyen nuestras experiencias con Dios en los que nos rodean.
Aquí estoy hablando de algo que va mucho más allá de lo que nosotros
consideramos como un “testimonio cristiano”. Realmente, estamos
considerando una cosa totalmente diferente. Y la razón por la que creo que es
importante para nosotros comenzar a pensar sobre esto, es para que lleguemos
a ser más realistas en nuestros juicios sobre las personas.
Si algo particularmente bueno acontece — una sanidad física, o espiritual, o
mental, o una serie de circunstancias intrincadas sin desembrollar — nosotros,
si lo amamos a él, alabamos a Dios. Entre nuestros amigos, parientes y
conocidos, habrá quienes con paz y amor en sus propios corazones, como la
mayoría de las personas que estaban en la sinagoga aquel día, se regocijarán
con nosotros. Pero habrá también quienes, como el fanático y superficial
principal de la sinagoga, estén tan temerosos de las victorias de otros, tan
inseguros de sí mismos, tan miedosos de que se pruebe que están equivocados,
que se indignarán con nosotros. Este pobre hombre, el principal de la sinagoga,
no tuvo la capacidad de tratar de engañar a Jesús con preguntas hábilmente
planteadas, como la tuvieron algunos de los principales más sofisticados de
Jerusalén y otros lugares, pero todavía le quedaba el recurso de indignarse
cuando fue curada aquella buena mujer … y lo hizo.
Recuerdo bien durante los primeros días de mi vida cristiana, cuando fui
criticada porque mi conversión me había llenado de gozo. Era “demasiado
gozo” para la maestra de Biblia que me acusaba de “representación inexperta”,
porque ella nunca había conocido la misma clase de gozo en su propia vida.
Pero los nuevos cristianos son, frecuentemente, “actores inexpertos”. Todo es
tan nuevo y tan estimulante, que hay la tendencia inmadura a dramatizar la
propia experiencia de uno con Dios. Estoy segura que yo lo hice. Pero yo era
inmadura. Felizmente, había leído sobre este principal amargado de pueblo
pequeño. Y no fui lastimada y ni siquiera confundida por la “dirigente
cristiana” que me reprendió tan severamente.
Lo que realmente estoy diciendo es que todos necesitamos desarrollar
sensibilidad hacia otras personas. Aun después de haber madurado en Cristo,
habrá todavía ocasiones en que su alabanza a Dios por alguna bondad golpeará
a otra persona en forma equivocada. El mismo Dios que otorgó la bondad en el
primer lugar, puede dar la sensibilidad necesaria.
La Esposa De Pedro
…quien inspiró a su esposo
MAT. 8:14-17;
1 COR. 9: 5;
1 PED. 3: 1-12
— Moriremos bien si recordamos al Señor — dijo Pedro mientras se sentaba
en la celda junto a su anciana esposa en la prisión Mamertina en Roma, casi
cuarenta años después de la crucifixión de Jesús — . Ambos moriremos bien,
si sólo recordamos cómo murió él.
Ella puso su mano sobre la de Pedro y murmuró: — Sí, esposo mío. Si
recordamos cómo murió el Señor… y que ha resucitado otra vez para siempre.
El anciano se agenció una sonrisa. — Sí, tú siempre me has mantenido
pensando correctamente. ¿No es así, mi amor? Siempre. A través de cada año
de nuestras vidas juntas, yo he sido bendecido más que ningún otro hombre.
Aun durante los años anteriores a mi seguimiento del Maestro, fuiste paciente
conmigo. ¿Cómo llegaste a obtener tal fuerza interior? Antes de encontrar al
Señor — de hecho, antes de Pentecostés — tu marido era el hombre más
difícil: impresionable, terco, impulsivo, alguien incómodo para vivir con él. Y
a pesar de ello, tú has hecho buena cada hora de nuestra vida.
— Yo te amo.
El pasó su enorme brazo alrededor de ella. — Sí. Tú me amas. Y yo nunca lo
he merecido, ¡como no merezco ser crucificado como mi Señor fue
crucificado! — Se levantó, frotándose la cabeza gris y recorriendo el húmedo
piso de piedra de la celda — . No tengo miedo a morir. Sé que iré de inmediato
a estar con él otra vez. ¡Imagínate! Estaremos donde podremos ver su rostro.
Pero no puedo, ¡no seré crucificado como él lo fue! ¡Eso no podría soportarlo!
Ella se dirigió a él y lo hizo darse vuelta para verla. — Pedro, escúchame…
sólo una vez más. Morir no será fácil para ninguno de los dos. Tú no crees más
profundamente que yo que estaremos con el Señor otra vez cuando muramos.
Yo lo creo con todo mi corazón. Y por lo mismo, yo tampoco tengo miedo a
morir. Pero morir no será más fácil de lo que ha sido vivir. Ha sido glorioso, sí,
por causa de él. Pero no ha sido fácil. Necesitarás de tu fortaleza para morir, de
la fortaleza interior. Déjame ser práctica una vez más. No desperdicies tu
energía resistiéndote al tipo de muerte que vas a sufrir, amor mío. El Señor no
querría que hicieras eso. El querría que fueras con valor, quietamente, sin
resistir, dejando a ellos el método.
Una sonrisa sin ánimo, tímida, surcó el rostro rugoso de Pedro. Se inclinó y la
besó en la frente. — No es de extrañarse que hayas sido tan buena esposa. Con
razón durante todos esos largos años que estuve ausente, siguiendo al Maestro,
tú entendiste. O si no entendiste entonces, esperaste hasta entender. De pronto,
nada de la paciencia o del valor que mostraste durante los años que viajaste
conmigo, me sorprende. En este momento, cuando estamos próximos a morir,
te veo como por primera vez. Y lo que veo es una mujer llena del Espíritu de
Dios, una mujer cuyo cuerpo amado morirá, pero… — Sus ojos se llenaron
súbitamente de lágrimas y la tomó en sus brazos.
— No llores, Pedro. Nuestros viejos cuerpos han servido su propósito. Es tan
grande el consuelo de saber que iremos juntos con él. ¡No llores!
El la condujo a la banca de piedra otra vez y ambos se sentaron desalentados.
Después de un rato, él dijo: —
“Quizá Dios me está dando esta clara visión de ti durante nuestra
última hora juntos. Quizá he estado tan ocupado con mi propia vida con
él, que no te he visto brillando a mi lado. Ah, siempre te he amado. Te
he tomado como ejemplo al escribir a las iglesias: el ejemplo de lo que
debe ser una mujer de Dios. Tu belleza nunca ha sido solamente el
adorno exterior de tu pelo o el uso de oro y vestidos costosos. Ha sido
la persona escondida en el corazón; la joya imperecedera de un espíritu
afable y apacible. Te he visto y te he amado, pero nunca como ahora.
Ahora saco fuerza de ti.”
— Si he sido de espíritu afable y apacible, ha sido por la vida del Señor dentro
de mí. ¿Recuerdas cuan gentil y apacible era cuando llegaba a nuestra casa?
— Sí. Gentil y apacible, pero siempre tan fuerte. Todavía puedo sentir la
fuerza de su presencia en el aposento de tu madre la noche que la sanó. ¿Y tú?
— Sí. Y la fuerza de su sonrisa mientras la observaba andar de aquí para allá
minutos más tarde: sirviéndole, viendo por cada una de sus necesidades. Tenía
fuerza aun en su sonrisa, ¿verdad?
— Aun en su sonrisa, mi amor.
Durante mucho tiempo estuvieron sentados en silencio y luego Pedro se volvió
a ella. — Ya casi es hora. Te seguiré amando siempre.
— Y también yo te amaré siempre, Pedro. Me pregunto cuánto tiempo
estaremos separados hoy. ¿Una hora? ¿Un momento?
— El Señor le dijo al ladrón en la cruz al lado de él que estarían juntos ese día
en el paraíso. — De pronto, el rostro del anciano se ensombreció — . ¡Ah, si
tan sólo hubiera ido con él hasta su muerte! ¿Por qué huí? ¿Por qué huí?
— ¡Pedro! — Ella puso su mano sobre sus labios — . Este no es el momento
de malgastar tu energía en lamentos. Has sido perdonado. El nunca volverá a
mencionarte nada de eso. Vamos a vivir con él para siempre y ni una sola vez
te permitirá él pensar sobre nada de eso.
Sonrió un poco. — Por supuesto. Como de costumbre, tienes razón. Gracias
por recordarme.
La puerta exterior de la prisión rechinó al cerrarse y el paso de pesadas botas y
el sonido de armaduras hicieron eco bajo el corredor abovedado de piedra,
fuera de la celda. Se pusieron en pie, sosteniéndose de las manos, con los ojos
fijos en la puerta atrancada.
— Moriremos bien, Pedro, si recordamos al Señor.
— Sí — suspiró él, levantando sus viejos hombros — . Recuerda al Señor,
esposa mía. Recuerda al Señor.
**********
De acuerdo con Herbert Lockyer, f1 hay una leyenda en la tradición de la
iglesia que dice que Pedro y su esposa murieron juntos y que cuenta que él la
consoló con las palabras: “Recuerda al Señor.” Por supuesto, esto no se
encuentra en la Escritura, pero la idea me apela fuertemente y he basado en
ella esta viñeta. Lo que realmente ocurrió no es importante, creo yo, pero sí lo
que podemos aprender de ello.
En el Nuevo Testamento se escribe muy poco sobre la esposa de Pedro. Ni
siquiera se nos dice su nombre y, no obstante, ella se encuentra en el trasfondo
de la vida de este gran pescador a quien Jesús amó. Lo que me gustaría
enfatizar aquí sobre ella es su innegable elasticidad de espíritu. Si Pedro estaba
utilizando a su propia esposa como el ejemplo de lo que él sentía debía ser una
verdadera mujer cristiana, las dos palabras: “afable” y “apacible”, nos dan el
indicio de su habilidad de adaptación sin quejarse: ser elástica.
Una mirada a la tormentosa vida de Pedro nos muestra instantáneamente
cuánto necesitaría adaptarse su esposa. Primero, durante los primeros años de
su matrimonio, antes de que Pedro (entonces Simón) encontrara al Maestro, la
señora de Simón indudablemente tuvo que contender con un hombre fogoso,
impetuoso, imprevisible. Aun después de que Simón encontró a Jesús,
continuó siendo imprevisible. Era un extremista. El salía con ímpetu sin
pensar. ¿Recuerdan la noche tormentosa cuando él y otros discípulos vieron a
Jesús ir hacia ellos sobre el agua? ¿Quién se quitó sus ropas y saltó sobre la
borda hacia el agua, tratando de caminar también? Pedro. Y, por supuesto,
¿quién empezó a hundirse por falta de fe? Pedro. El no pudo haber sido un
hombre fácil para vivir con él. Admirable, estoy segura. Pero no fácil de amar
constantemente, día tras día. Sólo una mujer con una naturaleza elástica,
adaptable, pudo habérselas arreglado, especialmente cuando su madre vivía
con ellos. Pero de alguna manera la esposa de Pedro se las arregló no sólo
durante los años caóticos cuando, pareciendo haberla abandonado, él dejó el
hogar para seguir a Jesús, sino también más tarde.
Después de la muerte, resurrección y el retorno del Señor a la casa de su Padre,
Pedro — lleno del Espíritu Santo, más estable, emocionalmente más maduro,
menos propenso a altibajos — empleó el resto de su vida viajando y
predicando el evangelio del Señor a quien adoraba. No era vida fácil para la
mujer que le amaba, pero ella fue también, de acuerdo con Pablo en
1 Cor. 9: 5.
Pedro era más fuerte, más amable, más equilibrado después de Pentecostés,
pero todavía se necesitaba elasticidad de parte de ella. No una mera débil
sumisión, sino la clase de elasticidad que está sostenida en su base por la
fuerza verdadera. No puede haber gentileza de corazón sin elasticidad. Si una
mujer está furiosa contra su esposo por ser imprevisible, su furia no se muestra
en afabilidad ni en apacibilidad de corazón. Y la descripción del propio Pedro
de una verdadera mujer cristiana contenía ambas palabras. Yo sospecho
firmemente que su esposa las inspiró.
La Viuda Y Sus Monedas De Cobre
… una blanca era todo
MAR. 12:41 -44;
LUC. 21: 1-4
Era la semana pascual y desde todo el mundo conocido, los judíos afluían a
Jerusalén. Las mujeres trabajaban largas horas en sus cocinas preparando la
comida para la fiesta de la Pascua: horneando hogazas y hogazas de pan sin
levadura y pilas de panecillos sin levadura para ser mojados en la salsa dulce,
hervida a fuego lento. Niños, ancianos y mujeres recogían las hierbas amargas
— lechuga y escarola — para recordarles a todos la amarga esclavitud de
Egipto, de la cual Dios había liberado a su pueblo. Y hacia el templo, durante
todo el día de esta santa semana, afluían los ricos y los pobres para depositar
sus ofrendas sacrificiales en los receptáculos alineados en el muro bajo el patio
de las mujeres en el templo.
Tanto hombres como mujeres podían entrar en el patio de las mujeres, de
modo que Jesús había estado enseñando allí en el día en que las multitudes
eran en extremo considerables. En la tarde, se sentó aparte, solo, sobre el muro
bajo del templo, observando a la gente llegar con sus ofrendas, depositarlas en
una de las grandes urnas y salir. Se estaba terminando el tiempo en que estaría
entre ellos como uno de ellos. El Hijo del Hombre lo sabía porque era también
el Hijo de Dios y allí estaba sentado, observando a la gente que él había venido
a salvar: observándolos y pensando en ellos, al verlos entrar y salir.
Observaba a los ricos y a los muy ricos, vestidos en túnicas de seda adornadas
con borlas, con sus siervos llevando sus ofrendas hasta el momento en que el
dinero iba a ser colocado en las sagradas urnas. Algunos de los ricos hacían sus
ofrendas quieta, recatadamente; pero no muchos, pudo darse cuenta. La
mayoría por lo menos aclaraba sus gargantas audiblemente, mientras caían las
monedas de oro. Algunos incluso levantaban alto en el aire la ofrenda y luego
la dejaban caer en las arcas sagradas con un ademán de ostentación. Llegaban
los de clase media, y los pobres, y los muy pobres. Casi nadie notaba a los
pobres, pero llegaban; algunos avergonzados de la escasez que ponían delante
del Señor; otros parecían dejar caer sus monedas sin ninguna reacción del todo.
En medio de aquel apiñamiento de gente, grande y poco usual que se
aglutinaba a lo largo del amplio pavimento de piedra en el patio de las mujeres,
Jesús vio a una mujer sola, abriéndose paso hasta la urna que se encontraba a
unas cuantas yardas de donde él estaba sentado. Era de estatura mediana, tal
vez pasados los sesenta años; sus vestidos de viuda bien zurcidos y delgados
de tanto lavado y de largos años de uso. No trató de codear a nadie para abrirse
paso a través de la multitud, ni se escurrió en medio de ella, avergonzada,
como otros lo habían estado. Esta mujer sencillmente caminó con
determinación hasta la urna, moviéndose a un lado y a otro conforme otros la
empujaban, pero ni se apresuró ni malgastó el tiempo. Algunos contaban su
dinero subrepticiamente al acercarse al muro del tesoro, pero ella no. Su
intención estaba hecha, su ofrenda en mano y así alcanzó la urna y depositó
dos monedas de cobre — “que hacen unos pocos centavos” — , inclinó su
cabeza un momento y caminó de regreso a través del patio hasta la puerta del
templo.
Jesús la miró alejarse, vio a su derredor entre la multitud buscando a sus
discípulos y les hizo señal para unírsele. “De cierto os digo”, dijo
reflexivamente, “que esta pobre viuda ha dado más que todos aquellos que
están contribuyendo al tesoro”. Hizo un gesto señalando hacia los ricos y los
muy ricos, que hacían una escena de sus pesadas bolsas de oro que sonaban en
las urnas de bronce. “Porque todos ellos contribuyeron de su abundancia; pero
ella de su pobreza ha dado todo lo que tenía, todo su sustento.”
**********
Se ha escrito suficiente sobre el valor intrínseco de la ofrenda de la viuda
desde el punto de vista de la mayordomía de nuestros bienes terrenales. Como
Jesús lo vio claramente, ella había dado todo lo que poseía. “…todo su
sustento”. No había conservado suficiente para pan o hilo o aceite. Era poco —
dos monedas de cobre que valen pocos centavos — pero su ofrenda brilló
radiante ante los ojos de Jesús porque él sabía lo que la dádiva le había costado
a ella.
Me parece a mí que nosotras, como mujeres (y los hombres también),
podríamos ganar mirando bajo esta interpretación válida, pero más obvia, al
significado más profundo posible de lo que Jesús dijo en relación a la ofrenda
de la viuda: su reacción a la ofrenda de ella.
El había estado observando a la gente ir y venir con sus ofrendas, grandes y
pequeñas, durante varios minutos, sin ver nada que él sintiera suficientemente
importante como para mencionarlo a sus discípulos. De pronto, como
asombrado por la ofrenda de la mujer, los llamó. ¿Había hecho ella algo que
casi nadie hace? Ah, podemos creer que estamos entrando a la verdadera
negación — a menudo sufrimos inconveniencias por causa de Dios — ; pero,
¿hay alguien que realmente haga lo que esta mujer hizo, de modo que Dios,
viendo todo lo que hay que ver sobre cada uno, se fije en ello? ¿Que reaccione
en su corazón con gozo por ello?
No estamos hablando de dar dinero, o ropa, o aun de nuestro tiempo y energías
al servicio de otras personas. Creo que saldremos ganando más de la historia
de esta mujer si miramos a lo profundo de nuestro interior y tomamos algunas
medidas de lo que podrían ser nuestras autonegaciones reales o imaginarias:
algunas medidas de nuestra verdadera justicia, no de nuestra justicia supuesta.
Miremos, por ejemplo, a nuestros hábitos. Si por naturaleza usted nunca ha
sido murmuradora, ¿es un acto de negación que no murmure ahora? ¿Se
sentiría usted justa? Si nunca ha tomado una copa de alcohol — no puedo
imaginar que realmente le haya gustado o si lo ha probado y sabe que no le
gusta, ¿es autonegación que no beba habitualmente? Un alcohólico que no
bebe está dando de su forma de vida misma. Para él o para ella, es una
renuncia. El o ella pueden alabar a Dios y experimentar justicia porque ha
significado un esfuerzo profundo, agónico.
Voy a usarme en vía de ejemplo. Cuando me siento frente a mi máquina de
escribir durante seis o siete horas de duro trabajo en una novela o en un libro
de no-fícción como éste, mi espalda empieza a doler, mis brazos se cansan, mi
cuerpo anhela otro ejercicio. Sencillamente estoy cansada, a veces realmente
exhausta. Siempre hay una cierta agonía interior que es parte de cualquier
creación. Pero, ¿debo hacer aspavientos por ello? ¿Debo sentirme orgullosa al
grado de ir contándole a todo mundo lo mucho que he trabajado hoy? ¿Cuánto
tiempo me senté concienzudamente frente a mi máquina? ¿Debo ir por allí,
taimadamente, en busca de un poco de simpatía por mis hombros doloridos?
¡Por supuesto que no! Me encanta escribir. De hecho, estoy inquieta y ni
remotamente tan contenta cuando no estoy trabajando en un libro. No hay
absolutamente ningún sacrificio en ello. Incluso, me gano una vida bastante
decente escribiendo libros; de modo que, ¿por qué debo sentirme más virtuosa
que cualquier otro ser humano que sencillamente ha puesto un buen día de
trabajo? Pero si me siento ante la máquina por el mismo período de tiempo,
dándole igualmente de duro, pensando con la misma concentración, mientras
contesto correspondencia todo el día, tengo alguna pequeña razón para
sentirme sin deuda con Dios. No porque haya menos valor en los manuscritos
que en las cartas, sino porque cuando escribo libros estoy gozando a pesar del
trabajo arduo. Cuando contesto carta tras carta, si bien algunas son muy
interesantes, estoy sacrificándome un poco: Dando tiempo de lo que me
gustaría mucho más hacer: escribir libros.
También es muy fácil (demasiado fácil, creo yo) para mí confiar en la gente.
Como mi padre, tiendo a ser muy indulgente, demasiado rápida para esperar lo
mejor de personas que no conozco. Como él, también siempre segura de que
algo bueno está por delante. La vida ha aumentado mi realismo
considerablemente, pero soy optimista de nacimiento. De modo que: ¿debo
sentirme justa, de gran fe, sencillamente porque por naturaleza no soy una
cínica? ¿O un incrédulo Tomás?
Si usted compadece al mejor amigo de su esposo porque el pobre hombre
obviamente está dominado por una mujer de lengua aguda y si usted sabe que
es un hecho que su esposo no lo está, y sabe que no porque usted odia las
disputas y las discusiones, ¿debería gloriarse de autonegación? ¿Es para usted
un esfuerzo no sermonearlo cuando detesta hacerlo?
Como siempre, todo lo que Jesús dijo sostiene capa sobre capa de significado:
suficiente para cubrir todas nuestras necesidades. En la historia de la viuda
pobre con sus dos blancas, yo creo que él está diciendo mucho más que el que
debemos dar generosamente de nuestro dinero. Lo que puede ser un sacrificio
para mí, no lo es del todo para usted. Lo que puede constituir una genuina
autonegación para usted, puede no requerir nada en absoluto para mí.
Solamente él nos conoce como realmente somos.
La Mujer Sirofenicia
… ella llenó su reto
MAT. 15:21-28;
MAR. 7:24-30
Jesús y sus discípulos acababan de entrar en las inmediaciones de la antigua
ciudad fenicia de Tiro, sobre el Mediterráneo. Habían caminado veinte millas
desde la salida del sol; el sol había descendido tras la encumbrada cordillera
del Líbano detrás de la ciudad. El estaba cansado y necesitaba descansar de las
multitudes que lo habían seguido casi todo el día. Había pensado llegar a Tiro
porque había amigos allí, fabricantes de tinte de púrpura, cuya cómoda casa
tenía vista a las playas donde se reunían diariamente los moluscos especiales
de los que se hacía el tinte tirio. Jesús era siempre bien recibido en su hogar,
porque eran sus seguidores y ellos lo buscaban cada vez que sabían que él se
encontraba en la región de Tiro y en su ciudad vecina, Sidón.
Su anfitrión acababa de lavar los pies del Señor; su anfitriona había traído
fruta, cuando irrumpió en la casa una mujer extraña, sirofenicia de nacimiento,
quien cayó sin aliento a los pies de Jesús, clamando en griego: — ¡Ten
misericordia de mí, Señor, Hijo de David, mi hija está seriamente poseída por
un demonio!
Por un momento, la mujer mantuvo su cabeza hasta el suelo, pero cuando Jesús
no dijo nada en respuesta, clamó otra vez: — ¡Ten misericordia! ¡Ten
misericordia!
Su súplica se hizo tan intensa que los discípulos ya no la podían tolerar más.
— ¡Mándala fuera, Señor! ¡Despídela! Está gritando tras nosotros, ¡debes
despedirla! ¿Cómo podemos descansar con todo este ruido?
Jesús vio a los hombres, no a la mujer que lloraba, y dijo, casi casualmente: —
Yo fui enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Los hombres asintieron en piadoso acuerdo, haciendo gestos de enojo a la
mujer cananita que, luego de otro largo y embarazoso momento, levantó su
cabeza y dijo; — Señor, ¡ayúdame!
Todavía mirando por encima de ella, Jesús respondió firmemente: — No es
justo tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
La habitación crepitó en tensión. Nunca lo habían oído hablarle a nadie en esta
forma. Su anfitrión y los discípulos se miraban, preguntándose qué diría
después el Maestro.
Pero la mujer habló otra vez, con voz apacible, fuerte, razonable, deliberada.
— Sí, Señor, pero aun los perros comen las migajas que caen de la mesa de su
señor.
Ahora, él la vio directamente, estudiando su rostro por un momento y contestó:
— Oh, mujer, ¡grande es tu fe! Sea hecho conforme a tu deseo.
Sin cuestionar la vacilación de él, la mujer salió corriendo de la casa, cruzando
el patio y camino abajo a su propio hogar. Jesús no se había movido del canapé
donde estaba reclinado cuando ella había implorado su misericordia; no
obstante, ella encontró a su pequeña en cama, dormida: el demonio se había
ido.
**********
Durante mucho, mucho tiempo, me tuvo perpleja esta historia acerca de la
pobre madre cananita que pedía solamente que su hija enferma fuera sanada.
Después de escribir la porción de la viñeta de este capítulo, justamente ahora,
miré en las páginas de la primera Biblia que usé después de mi conversión en
donde con toda seguridad había escrito en el margen: “¡No entiendo esto en
absoluto!” En otra Biblia, diez o quince años más tarde, en el margen junto al
relato de Mateo, simplemente hay un signo de interrogación. Alguien dijo una
vez que leer la Biblia era como comer pescado. Las partes que no podemos
digerir — las espinas — las vamos amontonando a un lado de nuestro plato.
Yo voy a ir un poquito más lejos: las partes que no podemos entender ahora,
las hacemos a un lado para después. La luz del Espíritu de Dios se mantiene
brillando y cuando estamos alertas y listos (libres de nuestros prejuicios),
nuestro entendimiento se abre.
La historia de la patética mujer sirofenicia, es uno de los pasajes en los que he
esperado para entender. De cualquier manera, ahora puedo ver tanto como
esto: Jesús no estaba mostrando prejuicio racial hacia ella, como podría
parecer. ¿Saben ustedes que yo he oído a gente con prejuicios decir que sí?
Cualquiera que ha leído el relato detallado de su encuentro con la mujer en el
pozo de Jacob en Samaría, sabe que él no era capaz de discriminación racial.
Cualquiera que lo conoce a él, sabe esto.
Entonces, ¿qué estaba haciendo? No hay duda que sus palabras sonaban rudas,
altivas, incluso insensitivas. “Yo fui enviado únicamente a las ovejas perdidas
de la casa de Israel.” Ella era una mujer pagana, sirofenicia, que ni siquiera
hablaba arameo, sino griego. El sabía que ella no era de la casa de Israel; de
modo que, ¿no fue algo tosco el recordárselo? Cuando sus discípulos,
presumiendo de que ellos eran de la casa de Israel y, por lo tanto,
especialmente escogidos, lo urgieron para enviarla afuera, en vez de bajarles
los humos un poco como él siempre hacía en circunstancias como ésta, pareció
ponerse todavía más distante, más cruel hacia aquella llorosa mujer. “No es
justo”, dijo, “tomar el pan de los hijos y tirarlo a los perrillos.” Ni aun esto la
desanimó. Sencillamente le recordó que al menos a los perros, debajo de la
mesa del amo, se les permitía comer las migajas. Ella le estaba pidiendo
únicamente una pequeña cosa: para él una migaja.
Cuando de pronto él pareció cambiar completamente no sólo sanando a su hija
que estaba lejos, sino alabando su fe, ¿qué estaba tratando de que nosotros
entendiéramos? ¿Había estado dando una lección objetiva a sus discípulos?
¿Estaba sencillamente probando la fe de esta mujer? Ambas cosas, quizá. No
obstante, parece haber más que esto. Obviamente, esta mujer estaba exhausta,
acongojada, próxima a la desesperación por la condición lamentable de su
pequeña hija. Sin duda alguna, ella había pasado noche tras noche con la niña
atormentada, tratando en vano de protegerla de sus temores imaginarios,
tratando de guardarla de sus propias luchas interiores, tratando — quizá — de
evitar que la niña se autodestruyera. Jesús podía darse cuenta que aquella
madre había soportado todo lo que podía soportar. Su problema era superior al
de la mayoría de las mujeres. ¿Estaba él al parecer, desechándola, poniendo
oídos sordos a sus súplicas, diciéndonos que aun cuando nuestros corazones
estén acongojados, nuestras vidas oprimidas por los problemas y el dolor,
nuestros recursos a punto de agotarse… con todo él está allí? ¿Estaba diciendo:
“Ejercita tu fe en mí, aun cuando yo parezca no darme cuenta de tus
lágrimas?”
¿Podría estarnos diciendo que no debemos creer que Dios nos haya
abandonado porque los problemas nos sigan llegando a torrentes? Cualquier
cosa que esté diciendo, no es una cosa sencilla, pero es Dios mismo quien la
está diciendo, y para aquellos de nosotros que reclamamos haber puesto
nuestra fe eterna en él, debería ser suficiente que sea él quien está hablando.
Siempre habrá misterios en relación con Dios que no podemos comprender
completamente durante nuestra jornada terrenal. Yo no entiendo todas sus
parábolas; no comprendo todo acerca de sus milagros; no entiendo todas sus
enseñanzas. Pero nuestra fe no debe estar en estas cosas: está a salvo
solamente cuando la ponemos en aquel que vivió el amor ante nosotros, justo
aquí, en nuestro planeta, como uno de nosotros.
La Mujer Tomada En Adulterio
… ella esperó con él
JUAN. 8: 1-11
Dándole tirones, la arrastraban por el polvoriento suelo hacia el lugar — fuera
del recinto del templo — donde Jesús estaba enseñando. Su cabello enredado
caía sobre sus ojos. Su vestido estaba manchado, arrugado y rasgado. Era
joven — tal vez de unos veinte años o más — y a pesar de la vergüenza y del
temor, era hermosa. Dos oficiales la sostenían por sus magullados brazos,
torciéndolos al forzarla a través de la multitud; sus lamentos cortos, agudos,
hacían cambiar la atención de la gente de Jesús a ella, mirándola fijamente.
Caminando con arrogancia al frente de la pequeña procesión de sacerdotes que
la acompañaban, estaba el joven sacerdote quien había sido la punta de lanza
en los esfuerzos por atrapar a Jesús. Consciente de que ahora se le estaba
tendiendo otra trampa, el Maestro permaneció en silencio mientras aquella
pequeña y singular compañía se acercaba. Su corazón fue movido a compasión
hacia aquella mujer, mientras sus acusadores la empujaban al centro mismo de
la multitud que se iba abriendo, directamente frente a él.
“Maestro”, dijo el intrigante sacerdote con violenta mofa, “¡necesitamos tu
ayuda! Esta mujer ha sido tomada en el acto mismo del adulterio. Ahora bien:
Moisés ordenó en la ley apedrear a personas como ella. ¿Qué dices tú,
maestro?”
Jesús miró al sacerdote, luego a la desdichada joven que permanecía con su
cabeza baja. La multitud curiosa empujaba y codeaba, tratando de verla mejor.
“¿Quién es ella?”, decían entre dientes. “¿Pueden ver quién es ella?”
“¿Qué dices tú, Maestro?” El sacerdote presionaba su pregunta.
Jesús lo miró de soslayo una vez más, pero no dijo nada.
Uno de los soldados que sostenían a la mujer torció su brazo bruscamente, de
modo que ella gritó. La gente que se encontraba más cerca de ella hizo un
esfuerzo decidido por ver su rostro.
Y luego sucedió algo sorprendente. El Maestro, después de mirar por un largo
momento de una a otra persona en la multitud y luego en el pequeño grupo de
sacerdotes y soldados, se inclinó pausadamente y empezó a escribir en el polvo
del suelo.
Sólo hubo silencio por un momento. Algunas de las personas se pusieron de
puntillas, tratando de ver lo que él estaba escribiendo. Los sacerdotes y los
escribas se miraban unos a otros; sus rostros estaban pálidos. Cuando la
multitud empezó a reírse entre dientes y luego francamente, el sacerdote
oficiante intentó llenar aquel embarazoso silencio.
Se adelantó un paso hacia Jesús. “¿Y bien? ¿ Qué dices, Maestro? Creo que
conoces bien la ley y por ello eres consciente de que Moisés ordenó en la ley
que una mujer como ésta debe ser apedreada. ¿Qué dices? ¿Qué dices?”
Lentamente, Jesús se puso en pie y estudió una vez más a los acusadores.
Algunos se restregaban los pies con inquietud; otros tosían y se ponían rojos de
la cara; otros más le veían con mayor arrogancia aún.
El Señor no tenía ninguna prisa por hablar. Parecía decidido a esperar hasta
que la multitud estuviera totalmente en silencio. Luego dijo en voz fuerte,
clara: “Aquel de entre vosotros que esté sin pecado, que sea el primero en
arrojarle una piedra.”
En seguida, volvió nuevamente a inclinarse y reanudó la escritura con su dedo
en la tierra.
Después de esto, nadie tosió siquiera. Uno de los soldados que había estado
asiendo con fuerza el brazo de la joven mujer, la soltó. Nadie habló. ¿Qué
había que decir? Sin arriesgarse siquiera a echarse una mirada unos a los otros,
uno por uno de los acusadores conducidos por el joven sacerdote, se dieron la
vuelta y se retiraron rápidamente. El soldado que quedó, quien ya había
soltado a la mujer, miró a Jesús por un momento y luego corrió. Como una
grande y silenciosa ola, la multitud se retiró fuera de los límites del templo.
Jesús quedó solo con la mujer.
En un momento, él alzó la mirada y le preguntó tranquilamente: — Mujer,
¿dónde están? ¿Nadie te condena?
Por primera vez ella alzó su rostro para mirarlo. — Ninguno, Señor —
murmuró.
— Ni yo te condeno — su voz era suave, pero firme — . Vete y no peques
otra vez.
**********
En un libro anterior, escribí este comentario siguiendo el registro escriturario
del perdón de la mujer tomada en adulterio:
“Esta es una de las historias más notables en los registros de los
Evangelios. Dos cosas me impresionan: Jesús no anduvo adoptando
posturas, tratando de ver y actuar como alguien especial. He leído que
otros autores sienten que él debe haber escrito algo profundo en el
polvo. Yo lo dudo. Por supuesto, no cambiaría nada para nosotros si lo
hubiera hecho, pero creo que él estaba solo garabateando. Tanto como
alguno de nosotros estaría garabateando mientras espera que llegue a su
fin un largo, aburrido e insulso discurso. El sabía perfectamente bien
que los escribas y los fariseos habían llevado a la infeliz adúltera a él
no para asegurarse de que su castigo era justo, sino para atraparlo a él.
El sabía todo lo que aquellos tipos iban a decir, conocía sus falsos
motivos, conocía su aburrida y antigua lógica. Sólo la mujer era
importante para él. El sabía que ella podía ser redimida. Ellos no, en
tanto permanecieran cerrados en su precioso status quo. El se inclinó y
garabateó en la tierra por un momento, como confiando en que se irían.
Cuando no lo hicieron, se enderezó y dijo algo que los haría ponerse en
fuga mientras había tiempo. Y luego usó todo el incidente de manera
redentora. No solamente para perdonar los pecados de la mujer, sino
para puntualizar una vez más que el Hijo de Dios no vino para
condenar. Una cosa más, en la cual nunca antes había pensado, es que
ella esperó.”
Y esto es lo que yo siento que nosotras, como mujeres, deberíamos pensar.
¿Por qué esperó la mujer? ¿Por qué no huyó ella también? Ambos guardianes
la habían dejado. Pudo haber corrido. ¿Por qué no lo hizo? ¿No era ella, en su
corazón, tan culpable como los hombres que sí corrieron?
Sí. Era culpable. Si no lo hubiera sido, si la hubieran estado acusando
injustamente, Jesús no le hubiera dicho que se “fuera y no pecara más”. El le
dijo eso a ella y por eso podemos estar seguros que la muchacha había sido
hallada en el acto mismo del adulterio. Los hombres huyeron porque eran
culpables; de modo que, ¿por qué esperó ella… a solas con Jesús?
Siento que fue porque ella no pretendía hacerle ningún daño. Había pecado,
pero su pecado fue el pecado del amor equivocado. Los escribas y los
sacerdotes habían pecado también, pero su pecado era el pecado de la
autojusticia. El hambre la condujo a ella a pecar. La codicia los condujo a ellos
a su pecado. Se ha dicho que la persona viva más redimible es aquella que ha
pecado buscando amor. Sea o no cierto esto, hay mucho en qué pensar aquí.
En ninguna manera Jesús condonó el pecado de ella. El pecado es pecado. Pero
él vio en ella lo que no vio en sus acusadores. En ella, él vio el hambre por el
amor verdadero, el gozo, el dar. En ellos vio la codicia de poder, la brutalidad
inevitable de la autojusticia. Ellos aplicaban sus astutos intelectos a atraparlo.
Ella estaba, si tan sólo lo hubiera sabido antes, buscándolo a él, porque
buscaba amor.
Creo que ella esperó porque estando frente a él, veía no solamente el pecado en
su propia vida, sino la esperanza para ella en la vida de él.
Sus acusadores se fueron porque tenían que hacerlo. Jesús no los rechazó.
Ellos lo rechazaron a él.
Ella esperó porque tenía que esperar. El no la apuró para que se quedara. No
tomó su mano y ni le habló sobre su alma. El estaba allí tal como era. Ella
estaba allí tal como era: dispuesta y abierta para recibir su perdón, así como él
estaba listo y ansioso de perdonar.
Siempre me he sorprendido de que personas respetables de la iglesia
generalmente estén más prontas a condenar a una mujer que ha cometido
adulterio, que a condenar a un hombre o a una mujer que ignoran la ética
cristiana y viven de ardides y trampas.
La Madre Del Hijo Ciego
… “edad tiene, preguntadle”
JUAN. 9: 1-23
Exactamente al día siguiente de que los ojos de su hijo habían sido abiertos de
modo que por primera vez en su vida él pudo ver el rostro de ella, sus vecinas
llegaron a su casa. Algunas habían pensado en excusas para llegar, tales como
que necesitaban les prestara un poco de harina o aceite, pero la mayoría
llegaron francamente a saber exactamente cómo había pasado.
— A mí me parece que te estás comportando de manera muy peculiar sobre
todo esto — dijo una de las mujeres — . ¡Cualquiera pensaría que tú deberías
estar alabando hoy al Señor!
— Estoy alabando al Señor — dijo la displicente anfitriona, sin mostrar nada
en su rostro — . ¿Por qué no ha de regocijarse en su corazón una madre cuyo
único hijo, que había sido ciego de nacimiento, puede ahora ver?
— Bueno, eso es lo que nosotras pensábamos — dijo otra vecina, inclinando
su cabeza, escudriñando a la madre — . Eso es lo que todas pensábamos.
La mujer se acercó más a donde estaba sentada la madre, vestida en su mejor
ropa, pareciendo a la vez resentir y dar la bienvenida a la explosión de
atenciones que estaba recibiendo en su comunidad.
— ¡Dinos exactamente lo que pasó! Nosotros supimos que el Maestro sanó la
ceguera de tu hijo sin que siquiera se le hubiera pedido que lo hiciera. ¿Es
verdad? ¿Así lo hizo?
— Nosotros oímos decir que el Maestro escupió en la tierra e hizo una especie
de pasta con la saliva y el polvo y la esparció sobre los ojos de tu hijo. ¿Es eso
lo que hizo realmente?
— Eso es justamente lo que hizo — interrumpió otra mujer — . Mi esposo
estaba allí. ¡Lo vio con sus propios ojos!
— Dejen que ella lo cuente. ¡Era su hijo!
— Sí, dinos exactamente lo que sucedió. Hasta el más pequeño detalle.
La mujer estaba erguida, a la defensiva. — Mi esposo y yo no estábamos
presentes cuando el… milagro tuvo lugar. Mi hijo estaba sentado donde
siempre se sentaba cerca del templo, pidiendo limosna. Después de todo, ¿qué
otra cosa podía hacer para traer un poco de dinero? ¡Era ciego!
— Sabemos todo eso — respondió una vecina — . Todas deberíamos saberlo.
Conocemos a tu hijo desde que nació, no te olvides de eso. ¡Pero seguramente
el muchacho te ha contado los detalles de cómo ocurrió exactamente todo!
— También le contó a su padre. Sus esposos ya habrán obtenido de él toda la
historia. Dejen que ellos les cuenten. De todas maneras lo van a hacer.
— ¡Bueno! Realmente no actúas como una mujer cuyo corazón está alabando
al Señor por las bendiciones recibidas.
— ¡Ya les he dicho que mi esposo y yo no estábamos presentes cuando el
Rabí abrió los ojos de nuestro hijo!
— Pero cuando llevaron a tu hijo ante los fariseos para que ellos pudieran
preguntarle acerca de este extraño maestro de Galilea, tú y tu esposo fueron
llamados para testificar que el muchacho había nacido ciego. ¿No es así?
— Sí, nos llamaron.
— ¿Y qué dijeron ustedes?
— Les dijimos que era nuestro hijo, que había nacido ciego y que ahora podía
ver. ¿Qué otra cosa podíamos decirles si no estuvimos presentes cuando
ocurrieron los hechos?
— Pero, ¿no les había dicho su hijo los detalles de cómo este extraño maestro
lo había sanado?
— Sí, lo había hecho.
— Entonces, ¿por qué no lo dijeron a los dirigentes de la sinagoga?
La madre se acomodó rápidamente en la silla, miró desconfiada y no dijo nada.
— ¿Crees que ellos quieren que los saquen de la sinagoga? — contestó por
ella una vecina — . Yo, al menos, creo que hicieron lo correcto. ¡Caramba! ¡Si
hubieran dicho que sabían de cierto que este rabí llamado Jesús había sanado
los ojos de su hijo en un instante, hubieran estado confesando que él es de
Dios! Cualquiera sabe que la orden es que si uno de nosotros confiesa esto, nos
sacan fuera de la congregación de nuestra gente. No creo que deberías sentirte
incómoda, amiga mía. ¡Tú y tu esposo hicieron exactamente lo correcto!
Su anfítriona sonrió levemente, hizo señal afirmativa, pero sus dedos estaban
torciendo las puntas de su cinturón.
— Yo oí decir que los discípulos de este maestro le habían preguntado si la
ceguera de tu muchacho se debía a que él había pecado o era por causa de que
tú y tu marido habían pecado. ¿Es verdad?
La mujer contuvo por un momento el aliento y luego escrutó más de cerca el
semblante de la madre.
— ¿Hicieron esa pregunta?
— He oído decir que sí — dijo la anfítriona con voz cautelosa.
— Bueno, ¿qué les contestó el Maestro? ¿Quién pecó?
La madre del muchacho se enderezó nuevamente sobre su silla y dijo: — ¡El
dijo que nadie había pecado!
— ¿Nadie? ¡Cómo! ¡El profeta Isaías escribió que todos nos hemos
descarriado y que cada cual se ha apartado por su camino!
— No seas tonta — contestó vivamente la madre — . Lo que el Maestro dijo
fue que la ceguera del muchacho ¡no era causada por nuestro pecado!
— ¡Ah! ¡Yo creía que toda enfermedad era causada por el pecado de alguien!
— El dice que no. Pero nadie sabe realmente quién es él.
— Bueno — dijo con un suspiro una vecina — , al menos tú has sido
vindicada.
— Ciertamente que sí — contestó de inmediato la madre — . Y si van a andar
por ahí afuera murmurando, como estoy segura que lo van a hacer, ¡espero y
oro porque no se les vaya a olvidar añadir eso!
— Ah, no lo olvidaremos. Lo prometemos. Pero, ¿qué les dijeron a los
fariseos cuando ellos trataron de que les explicaran cómo se había logrado que
el muchacho viera?
— Mi esposo y yo les dijimos lo que cualquier padre sensato les hubiera
dicho. “El tiene edad, pregúntenle.” Sólo eso dijimos y nada más.
**********
¿Les parece que he retratado a esta mujer como dura y no afectuosa?
Piénsenlo. Su hijo había nacido ciego y, por supuesto, había requerido cuidado
constante durante todos esos años de su crecimiento. Aparentemente, él
todavía vivía con o cerca de sus padres siendo ya un hombre, de modo que
ellos deben haberle dado el cuidado adicional que él necesitaba. No creo que
carecían de interés paternal en su hijo. Creo que les faltaba valor. Ni el padre
ni la madre querían ser sacados de la sinagoga. Hicieron lo que tenían que
hacer para permanecer dentro de la sinagoga. Le tiraron el problema al hijo.
“Edad tiene, preguntadle.” En un sentido, estaban cansados de su carga. El
podía ver; tenía edad; ellos habían hecho tanto por él a través de los años… así
que había que dejar que el joven manejara esta situación por sí mismo.
Les faltaba valor y fueron totalmente humanos y prudentes.
Pero para mí, aquí parece haber una sutileza que debemos notar. ¿No iba
implícito en su respuesta el propio ego de la madre? Después de todo, vivía en
el tiempo cuando la mayoría de los judíos creían que toda desgracia era castigo
por el pecado de alguien. Durante todos esos años ella había cargado
secretamente la humillación delante de sus vecinos. Ella sabía que todos creían
que o ella o su marido habían hecho algo que había causado que su hijo naciera
ciego. Ella no podía publicar directamente y confesar que Jesús era el Cristo,
pero logró mostrar su propia inocencia. Era su hijo, hueso de sus huesos y era
un descanso que el Rabí hubiera dicho también que tampoco él había hecho
nada que causara su mal. La mujer no tomó el don de la vida eterna del Señor,
pero aceptó su palabra de que ella era inocente. Por supuesto, esto no fue en
absoluto lo que Jesús quiso decir. Pero era lo que ella deseaba escuchar. Tapó
sus oídos de ese punto en adelante.
Las madres todavía sufren pensando en lo que la gente dirá cuando sus hijos
hacen algo ofensivo. Este no es el camino cristiano, sino el humano. Los hijos
quieren que sus padres sean encantadores, de buena presentación, que tengan
éxito. Ayuda a su propia estirpe el poder jactarse de mamá y de papá. Esto
tampoco es cristiano, pero es humano.
De modo que en este dramático incidente del evangelio de Juan, como con
cualquier otro incidente en el cual figura Cristo, hay muchos niveles de
entendimiento. La luz brillante del discernimiento penetra en la propia
naturaleza humana de ambos padres… de nosotros. A ellos les hizo falta valor;
se protegieron a sí mismos — aun a costa de su propio hijo — ; tomaron de
Cristo solamente lo que les complació.
La mayoría de nosotros no tomamos todo lo que él ofrece.
Rode
… la esclava con capacidad para el gozo
HECHOS 12
En aquel grande aposento alto de la casa de la viuda María, en Jerusalén, se
había reunido gran parte de la nueva iglesia para orar. Se reunían regularmente
en la casa de María, la madre de Juan Marcos; pero esa noche había una
urgencia en sus plegarias. Su amado dirigente, Pedro, estaba en la cárcel.
Había sido arrestado por Herodes por predicar al Cristo resucitado. Uno de los
suyos, Santiago el Menor, había muerto ya como mártir. Dios tenía que
proteger a Pedro. Los nuevos creyentes se sentirían perdidos sin él.
Era después de medianoche, pero todavía continuaba la oración. Nadie parecía
estar dispuesto a irse. Con una mezcla muy humana de amor y ansiedad, de fe
y temor, los cristianos rogaban al Señor que guardara la vida de Pedro, que lo
librara de la prisión, que se los devolviera.
— Si tan sólo Bernabé o mi hijo Juan Marcos estuvieran aquí — dijo María en
un momento de descanso, dando gracias en su corazón porque el Señor estaba
escuchando sus plegarias — . Sé que ninguna mano humana puede librar a
nuestro hermano Pedro, pero me consolaría mucho que mi hermano o mi hijo
pudieran orar con nosotros.
— Perdone usted, señora — dijo Rode, su joven esclava, que se encontraba
sentada en la punta de su silla.
— Sí, Rode. ¿Qué pasa?
— El amo Juan Marcos y el amo Bernabé están con nosotros.
— Yo sé que lo están en espíritu, Rode.
— ¡Ah, señora! ¡Mucho más que eso! El Señor dijo que cuando dos o tres
estuvieran congregados en su nombre, él estaría en medio de ellos. Bueno,
nosotros estamos reunidos y él está aquí. Así que, como el amo Juan Marcos y
el amo Bernabé sin duda alguna están también orando juntos en su jornada
evangelizadora el Señor está también con ellos. — Se puso más excitada y las
palabras le salían atropelladamente — . Así que, si el Señor Jesucristo está con
ellos y con nosotros, entonces ¡todos nosotros estamos juntos en él!
María sonrió. — Por supuesto que tienes razón, Rode. Pero creo que sería
mejor que volviéramos a nuestra oración. Siento que me gustaría orar ahora, si
no tienen inconveniente. Creo que me ayudará a calmar mi corazón. — Los
otros asintieron afirmativamente, se arrodillaron con María y ella empezó a
hablar con Dios — . ¡Oh Cristo resucitado! Estamos aquí reunidos en tu
nombre. Bendiciendo tu nombre; alabándote por revelarnos al Padre;
pidiéndote que en tu infinita misericordia proveas la libertad pronta y segura
de nuestro hermano Pedro de su…
— ¡Escuchen! — Rode brincó sobre sus pies — . Perdóneme, señora, pero
¡alguien está tocando allá abajo a la puerta del frente!
Sin decir otra palabra, Rode corrió escalera abajo y cruzó el patio hasta llegar a
la alta puerta de madera.
— ¡Rode! — llamó María desde la ventana de arriba — . ¡Rode! ¡Muchachita
tonta! ¡Ten cuidado! ¿No sabes que podría ser un ardid de Herodes?
Abajo en el patio, Rode puso su oído contra la gruesa puerta y escuchó: sólo se
oía el toque suave y urgente, otra vez.
— ¡Regresa, muchachita loca! — Uno de los creyentes era quien gritaba ahora
desde el aposento alto — . ¡Te pueden matar y matarnos también a los demás!
Con su oído pegado todavía a la puerta, Rode escuchó nuevamente el toque
insistente. Su corazón latía mucho más aprisa que el toque de la puerta, pero
ella estaba demasiado excitada como para escuchar las advertencias de los que
estaban arriba. Ella tenía que saber quién estaba allí.
— ¿Quién es? — murmuró — . ¿Me dice por favor su nombre?
— ¡Soy yo, Pedro! ¡Abre la puerta, Rode!
Puso sus manos sobre su boca. Era él. ¡Sus oraciones habían sido contestadas!
Pedro, el amado Pedro, ya no estaba en prisión. En este mismo momento se
encontraba de pie, frente a la puerta de la casa: libre. ¡Libre y vivo! Sin decirle
una sola palabra a Pedro, la muchacha corrió de regreso cruzando el amplio
patio, subió la escalera e irrumpió en el aposento donde algunos habían vuelto
a sus oraciones: no sólo por la seguridad de Pedro, sino la de ellos también.
— ¡Está aquí! ¡El maestro Pedro está aquí! Ya no está en prisión: está aquí.
— ¡Esta muchacha está loca!
— ¡Ha perdido completamente la razón!
— ¡No! — gritó Rode, con su rostro radiante de gozo — . ¡El está aquí!
— ¡Por supuesto que está loca! Mírenle esa sonrisa tonta.
— Es una sonrisa de gozo — protestó la muchacha, dando vueltas frente a
ellos, bailando con gozo — . Aquel por quien orábamos está allá abajo,
¡tocando la puerta para que lo dejemos entrar!
Esta vez todos escucharon el toque y por un momento nadie habló.
— ¿Lo ven? — exclamó Rode — . ¡Sigue tocando! Pregunté quién era y la
misma voz familiar del amo Pedro murmuró: “Soy yo, Pedro. Abre la puerta.”
— ¿Entonces por qué no la abriste, muchachita tonta?
— Yo …yo imagino que estaba demasiado emocionada.
— ¡Demasiado vacilante, querrás decir!
— ¿Por qué lo dice? — reclamó Rode — . Todos oramos, ¿no es así?
— Sí, por supuesto, todos oramos, pero…
— Entonces, ¿por qué no es posible que sea él quien esté a la puerta en este
mismo momento?
— Debe ser su ángel — dijo alguien involuntariamente.
— No es un ángel — dijo Rode — . Un ángel no estaría allá afuera tocando la
puerta. Un ángel no necesita que se le abra la puerta. No es un ángel. ¡Es el
amo Pedro! Yo oí su voz. El Señor escuchó nuestras oraciones y cuando él
escucha, ¡él contesta!
**********
Por supuesto, era Pedro quien golpeaba a la puerta de la casa de María.
“…Pedro persistía en llamar; y cuando abrieron y le vieron, se
quedaron atónitos. Pero él, haciéndoles con la mano señal de que
callasen, les contó cómo el Señor lo había sacado de la cárcel.”
Todos estaban atónitos …excepto Rode. ¡Rode estaba llena de gozo! Los
comentarios desatinados de los fieles congregados en la casa de María de
Jerusalén son muy típicos. “¡La muchacha está loca!” “¡Debe ser su ángel!”
Ciertamente era una creencia judía común que a todo israelita le era dado un
ángel guardián especial que se le parecía, pero Rode hizo a un lado esa teoría
inmediatamente. Ningún ángel ha necesitado nunca tocar a una puerta para
poder entrar. Un ángel puede entrar directamente a través de una puerta
cerrada.
Rode, la sirvienta, obviamente no tenía la mente más organizada, pero tenía
una enorme capacidad para el gozo: el tipo de gozo infantil que viene como
resultado inevitable de una fe infantil. No hay ninguna indicación de que Rode
estuviera sorprendida de escuchar la voz de Pedro. Las Escrituras nos dicen
que “…de gozo no abrió la puerta, sino que corriendo …” No de sorpresa: de
gozo.
Rode no usó su cabeza (lo que, por supuesto, pudo haber costado a Pedro su
vida), pero sí usó su fe. Evidentemente, la esclava de María había llegado a
conocer también al Señor viviente. Evidentemente también, no había
segregación en la casa de María: nada de que la señora de la casa viera que los
sirvientes “conservaran su lugar”. Todos estaban orando juntos al Señor por la
seguridad del hombre que amaban y necesitaban. Rode estaba con su señora
esa noche, orando. Y, más que ninguna otra persona de las reunidas en el
espacioso aposento alto de la casa de María, Rode creía y esperaba una
respuesta a sus oraciones.
En el corazón de aquella joven muchacha sierva no había lugar para la duda:
solamente para la expectación. Después de todo, fue ella quien corrió escaleras
abajo cuando Pedro tocó por primera vez. No creo que esto sea un comentario
en torno a la mentalidad de Rode. Creo que este breve incidente está incluido
en las Escrituras como un comentario sobre la capacidad de Rode para el gozo
— y quizá como un comentario de la falta del mismo entre los otros creyentes.
Realmente no creo que necesitemos envidiar la mente algo confusa de Rode,
pero sí oro por tener su capacidad de estar gozosa.
María De Jerusalen
…la madre de Juan Marcos
HECH. 12:12, 13:13
Rode, la sirvienta, se movía rápidamente por el aposento de su ama,
amueblado confortablemente, encendiendo las tres lámparas favoritas de
María, dejando caer los cojines sobre la cama, apresurándose a mover una
granada a un lado del pesado racimo de uvas púrpuras en el frutero que se
encontraba sobre la pequeña mesa al lado de la cama, luego hacia las ventanas
para correr las cortinas y de nuevo al frutero para cambiar otra vez la granada.
— Todo está bien, Rode — dijo María sonriendo — . Eres una buena
muchacha y muy considerada.
— ¡Es que es una noche tan importante, señora! — Rode se detuvo
abruptamente y se cogió las manos — . Es tan importante esta noche para
usted, mi ama. ¡Imagínese! Su hijo Juan Marcos vuelve a casa para darle una
sorpresa.
María se rió. — No es tanta la sorpresa cuando uno ya sabe que viene, Rode.
— ¿Hice mal en decirlo? — Rode frunció el ceño.
— No, en lo absoluto. Si no lo hubieras hecho, seguramente hubiera estado
dormida cuando llegara el muchacho. Ahora que lo sé, todos estaremos listos
para cuando llegue.
— Su cuarto ya está preparado, ama. Incluso le he dado vuelta a su cama.
— Querida mía: eres una buena muchacha. Y una buena cristiana también. Me
siento orgullosa de ti.
— Yo me alegro de que seamos conocidas ahora como cristianas — dijo
rebosando de gozo la muchacha — . ¿Usted no, señora? ¿No le encanta la
forma en que suena ese nombre?
— Seguro que me encanta. Me siento feliz de que Bernabé nos lo haya escrito.
Y bien. Ya es hora de que vayas a la cama, Rode. Buenas noches.
La muchacha titubeó, hizo una reverencia y se dirigió a la puerta; luego se dio
vuelta:
— Buenas noches, señora. ¿Podría decir una cosa mas?
— Por supuesto.
— Realmente fue en serio cuando usted dijo que creía que yo era una buena
cristiana, ¿no es así?
— Por supuesto que sí.
— Bueno, yo sólo quería decirle que todo lo debo a usted, porque usted me ha
enseñado acerca del Señor, pero más que nada, creo yo, si soy una buena
cristiana es porque vivo en la misma casa con usted.
María volvió a sonreír, levantó sus dos dedos en la señal cristiana de
reconocimiento y dijo afectuosamente: — Tú y yo somos hermanas cristianas,
Rode.
— Gracias, señora. Buenas noches.
— Buenas noches.
María de Jerusalén se quedó mirando largamente a la puerta luego que la
puerta se cerró al salir la muchacha: “Me pregunto si estoy tan feliz esta noche
por la preciosa fidelidad de Rode hacia el Señor o porque mi hijo Juan Marcos
viene a casa otra vez.” Decidió que por ambas cosas y haló un cobertor ligero
para ponerlo sobre sus rodillas mientras se acomodaba en el canapé para
esperar a Marcos. Qué hermoso volver a tener en casa a su sensitivo,
impetuoso y activo hijo — tan parecido a su padre la última vez que lo vio.
María todavía echaba de menos a su esposo muerto; mucho más desde que
Marcos salió para viajar con Pablo. Pero, ¡qué oportunidad para el muchacho!
¡Qué bendecida se había sentido de que un verdadero y gran cristiano como
Pablo escogiera a su hijo para ayudarlo en su importante trabajo con las nuevas
iglesias! Nunca podría expresar bastante su gratitud al Señor.
A qué hora vendrá aquí Juan Marcos, pensó. Mucho antes de medianoche, le
había dicho el mensajero a Rode. Bueno, cuando llegue, su madre — su
orgullosa, orgullosa madre — lo estará esperando despierta, ansiosa de darle la
bienvenida a casa. María se rió de ella misma y luego su sonrisa se desvaneció
súbitamente. ¿Por qué estará volviendo a casa? Cuando se fue, fue por mucho
más tiempo del que ha estado fuera. ¿Pasaba algo malo? ¿Estaba enfermo? Se
incorporó, sintiendo que el temor anudaba su garganta. ¿Temor? ¡Los
cristianos no tenían que temer! El Señor había dicho que estaría con todos ellos
siempre. Era lo que había dicho poco antes de ascender al cielo. El Señor
estaba allí con ella. El Señor viviente. Y él estaba con Juan Marcos también,
dondequiera que el muchacho estuviera en aquel momento. Sonrió un poco,
volvió a recostarse y trató de sentirse agradecida, decidida a ser paciente hasta
que escuchara las pisadas de su hijo.
Madre e hijo se abrazaron en silencio durante un largo rato. Juan Marcos
estaba extrañamente tenso; sus fuertes brazos le quitaban la respiración a su
madre.
Finalmente, ella lo hizo hacia atrás para mirarlo. El forzó una sonrisa, pero a
ella no la engañó.
— Hay algo que anda mal, Marcos — le dijo suavemente — . Puedo verlo. No
voy a insistir en que hables de ello, pero si esto hace las cosas más fáciles,
menos embarazosas, quiero decirte que ya sé que has vuelto a casa por alguna
razón dolorosa. Puedo sentirlo.
El muchacho se sentó abruptamente a los pies de su cama y tomó algunas uvas
de las que Rode había dejado. Sus finos dedos se movían nerviosamente. Ella
podía ver pequeñas gotas de sudor sobre su frente y la noche estaba fría.
— Yo…bueno, debí haber sabido que tú lo ibas a adivinar, mamá.
— Nosotros nunca hemos tratado siquiera de engañarnos uno al otro, hijo.
Se levantó. — No, no lo hemos hecho.
— Estás terriblemente inquieto. ¿Tan cansado estás? ¿Preferirías tener una
buena noche de descanso antes de que hablemos?
— No, No. Quiero hablar ahora. Quiero contártelo, si puedo, y luego
olvidarlo.
— Muy bien. Pero, ¿no sería mejor que te sentaras?
— No lo creo.
— Como tú digas.
— Quisiera que no fueras tan… complaciente.
María hizo un gesto, pero no dijo nada. Era mejor dejar al muchacho que
llegara al punto en su propia manera. Lo había aprendido con el padre del
muchacho hacía mucho tiempo. Tal vez ayudaría una pregunta impersonal,
pensó, y decidió inquirir sobre la salud de su hermano Bernabé.
— Bernabé está bien — dijo él — . El… está hecho para una vida como ésa.
Yo no, madre. Yo… yo tuve que huir.
— Ya veo — dijo María con cuidado.
— No, no lo ves. No podrías. ¡Tú no conoces a Pablo!
Ella trató de ocultar su asombro, pero se dio cuenta que no pudo. ¿El hermano
Pablo? Bueno, yo… yo admito que no lo conozco como tú, que has viajado
con él, pero…
— Viajé con él. Pero no más. — De pronto, el muchacho se sentó y la miró
directamente, suplicando su comprensión — . Mamá: él es un gran hombre. No
hay cristiano más devoto en ninguna parte del mundo conocido. Es un
magnífico predicador. Quizá un poco prolijo, pero Dios honra su trabajo. Tú
sabes qué entusiasmado estaba cuando salimos en este primer viaje misionero.
Yo pensé que Dios me había dado la más alta bendición que puede darse a un
joven. Yo quería ir con todo mi corazón. Sentí que Dios me había llamado
también para ir. Y mientras estuvimos trabajando en la isla de Chipre, gocé
con el trabajo. Bueno, la mayor parte. Pero luego las condiciones comenzaron
a cambiar.
— ¿Las condiciones?
— La gente de PanfIlia, mamá. Fue tan ruda, es tan ignorante, ¡tan atrasada en
su visión de todo! ¡Caramba! Todos trabajamos lo mejor que pudimos y dudo
que una sola persona haya llegado a creer en el Señor. Ni el hermano Pablo
logró nada con ellos. El viaje era duro; las distancias son tan grandes entre las
ciudades; los lugares donde dormíamos… bueno, ni siquiera querría que tú
conocieras algunos de los lugares en que tuve que dormir. No tenía ningún
caso permanecer allí, con esa gente tan obtusa; y no obstante, él nos manejaba
a todos como si fuéramos… rebaño. No se daba por vencido. Cuando llegamos
a Perge, me convencí de que había hecho el último viaje con él. Lo que Pablo
decía, todo mundo obedecía. Yo sé que él es el más importante de todos
nosotros, pero toda la gira misionera que se suponía que era para esparcir las
buenas nuevas del Señor resucitado, se convirtió en ¡un séquito de siervos —
incluyéndome a mí — aceptando órdenes del hermano Pablo, el líder!
María estuvo callada por unos minutos. Luego le preguntó: — ¿Todavía te
necesitaba el hermano Pablo, cuando lo abandonaste?
Vio que el muchacho dejó caer los hombros. — Yo había sido su asistente
personal. Hacía sus mandados, escribía sus cartas, llevaba sus mensajes a
través de lugares calientes, sucios, a veces donde los caminos eran solamente
veredas para el ganado — se levantó nuevamente — . Sí, todavía me
necesitaba, pero no trató de detenerme.
— ¿Y por qué crees que no lo hizo, Juan Marcos?
— ¿Cómo voy a saberlo? Supongo que pensó que era “una buena salida”.
— ¿Te he echado a perder, hijo mío? ¿Lo hicimos tu padre y yo trayéndote a
un mundo donde todo fue demasiado fácil para ti?
El volteó a mirarla. Su rostro estaba negro de ira. — ¡Sabía que ibas a decir
eso!
María lo miró de cerca, pero no dijo nada. De pronto, vio lágrimas en sus ojos.
Le tendió la mano y el muchacho cayó sobre sus rodillas, escondiendo su
cabeza en los brazos de ella, como solía hacerlo cuando algo había salido muy
mal, cuando se sentía verdaderamente avergonzado de sí mismo. Ella acarició
su cabeza y esperó.
— Que Dios me perdone — murmuró — , por echarle la culpa al hermano
Pablo.
— Dios te perdonará, hijo mío. Ya te ha perdonado.
— No fui lo suficientemente hombre, madre — le dijo él, con su rostro
todavía escondido — . Tal vez el hermano Pablo me perdonará algún día y me
dará otra oportunidad. Ayúdame a crecer, madre; ayúdame a crecer.
**********
Por supuesto, esta viñeta es, en su mayor parte, una ficción, pero pudo haber
pasado. Hay suficientes hechos dispersos sobre Juan Marcos y su madre, María
de Jerusalén y sobre Pablo y Bernabé y la dificultad que tuvieron en sus viajes
misioneros, de modo que cuando el muchacho abandonó a Pablo en Perge,
algo como esto pudo haber pasado.
Espero que María haya hablado por sí misma a nosotros en la escena
imaginaria con su afligido hijo. Yo la admiro a ella casi más que a ninguna otra
mujer en la Biblia. Ella había nacido en una buena vida o al menos al casarse
entró en ella. Su marido era un hombre respetado en la comunidad y cuando
murió, evidentemente joven (Juan Marcos era joven, como de veinte años,
cuando por primera vez fue con Pablo), dejó a su viuda bien amparada. No
obstante, ella tuvo la difícil tarea de criar sola a su hijo, sin padre que lo
disciplinara o lo aconsejera.
Que Marcos creció, lo sabemos. Después de todo, es el autor del segundo
evangelio — una de las piezas de literatura en la Biblia más perceptivas y bien
colocadas. No se quedó como el hijo de mamá; maduró y, aparentemente,
hubiera ido con Pablo más adelante en otro viaje, si Pablo hubiera consentido.
El hijo de María sobrepujó su debilidad, su renuencia a sufrir por causa de
Cristo.
Yo le doy el crédito por esto a María. Su corazón permaneció abierto a su
temperamental hijo, así como su casa permaneció abierta para los pies
polvorientos y para la conducta a veces desordenada de los miembros de la
iglesia primitiva en Jerusalén. María era una buena cristiana — todos lo eran.
Pero su equilibrio, su cordialidad, su sabiduría, su sensibilidad, fueron testigos
del hecho que ella seguía a un Señor viviente. Estoy segura que María actuaba
la mayor parte del tiempo como si su vida estuviera en la de ella… como fue
realmente. Ella debe haber estado allí en el Pentecostés. De hecho, es muy
posible que el Pentecostés tuviera lugar en el mismo aposento alto de su casa.
Es también probable que Jesús tomara la última cena con sus discípulos en ese
aposento. Después de todo, muchos creen que Marcos fue el joven que corrió
dejando su manto en el huerto, la noche que Jesús fue arrestado.
María se preocupó porque su hijo estuviera expuesto constantemente a Cristo
— antes de su muerte y después de su resurrección. Era parte activa de la
iglesia primitiva. No se sentaba en ninguna banca especial, sintiéndose
apartada de aquellos menos afortunados que ella. María tenía una iglesia en su
casa. Ella tomó literalmente la resurrección. Para ella no era una teoría: era un
hecho de la historia. También aceptó el Pentecostés literalmente. Debe haber
estado allí; ciertamente, vivió como si hubiera estado allí.
Juan Marcos había estado con Pablo y Bernabé en Antioquía, cuando a los
creyentes en el Señor resucitado se les empezó a llamar cristianos. De su
propia madre, creo yo, el muchacho tuvo oportunidad de primera mano para
averiguar lo que significaba ese nombre.
La Madre De Rufo
…y de Pablo
ROM. 16:13
En Corinto, al terminar su tercer viaje misionero, el apóstol Pablo, en el
pináculo de su carrera estaba sentado en su habitación en la casa de Gayo, su
colaborador, dictándole a Tercio el final de una larga carta a los miembros de
la iglesia en Roma. Diariamente, durante muchos días, él y su amanuense
habían trabajado en la epístola, pesando Pablo cada palabra, ansioso de que
aquellos que la leyeran pudieran entenderla.
“Casi hemos terminado, Tercio”, le dijo, presionando sus dedos contra sus
débiles y cansados ojos. “Pero antes de que te dé la parte final de la carta, lee
otra vez la salutación, ¿tienes la bondad?”
El joven Tercio volvió al principio de la carta de Pablo a los Romanos y leyó:
“A todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser
santos: gracia y paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
Primeramente, doy gracias a mi Dios mediante Jesucristo con respecto
a todos vosotros, de que vuestra fe se divulga en todo el mundo. Porque
testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu en el evangelio de su
Hijo, de que sin cesar hago mención de vosotros siempre en mis
oraciones, rogando que de alguna manera tenga al fin, por la voluntad
de Dios, un próspero viaje para ir a vosotros. Porque deseo veros, para
comunicaros algún don espiritual, a fin de que seáis confirmados; esto
es, para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a
vosotros y a mí.”
El anciano levantó su mano.
“Es suficiente, Tercio. Gracias. Ahora puedo terminar la carta. Tenía
que estar seguro de que al principio mostré el cariño y el amor que
realmente siento en mi corazón hacia aquellos cristianos de Roma.”
Pablo se recostó sobre el canapé, cerró sus ojos un momento y luego dijo:
“Debo mencionar por nombre a algunos de ellos, en mis palabras de
despedida. No he estado en Roma, pero a muchos de ellos los he
conocido y he trabajado con ellos en otras partes: en Efeso, en Colosas,
en Corinto.”
Miró a Tercio.
“Descansa tu mano por un momento, mientras recuerdo sus nombres.
Me disgustaría mucho olvidar siquiera a uno de los que han sido fieles
y ha habido tantos. La fiel Febe llevará esta carta a Roma por mí. Debo
recordarles e instarlos a recibirla con amor. Y luego están mis
colaboradores, con quienes trabajé haciendo tiendas: Priscila y Aquila;
está mi amado Epeneto, mi primer convertido en Asia; también María,
Andrónico y Junias, mis parientes y compañeros de prisión. Quiero
saludar a Amplias, Urbano y a mi amado Estaquis; a Apeles y a toda la
familia de Aristóbulo; a otro pariente mío, Herodión, y a la familia de
Narciso; a Trifena y Trifosa, y a la muy trabajadora Pérsida.” Pablo se
incorporó, con una mirada tierna en su rostro. “Ah, y no debo, no debo
olvidar de mencionar, con mi corazón lleno de amor, a mi amado Rufo,
tan preeminente en el Señor.”
El Apóstol estuvo en silencio un momento, sonriendo al recordar a Rufo.
— El hermano Rufo es el hijo de Simón de Cirene, ¿no es así, señor? — Los
ojos de Tercio brillaban de asombro — . ¿Qué se sentirá saber que el propio
padre de uno ayudó a nuestro Señor a llevar su cruz aquel día? ¿Qué sentirá,
señor?
— Me lo he preguntado muchas veces, Tercio. Pero lo que me ocurre cuando
pienso en ello es que a mí se me ha pedido llevar mi propia cruz. Quizás esa
clase especial de contacto ha sido un incentivo humano para Rufo, para que
crezca como ha crecido en Cristo. Su padre debe haber sido un hombre
humilde. Ciertamente Rufo es humilde. ¡Ah! Y no debo, no podría dejar de
enviar mis más cariñosos recuerdos a la madre de Rufo — y mía también. A
mi madre en el Señor, tan gentil y de gran corazón.
— Usted me ha contado muchas veces de su gentileza y de su servicio para
usted.
— Más que un simple servicio, Tercio. Me ha mostrado a Cristo en su vida.
Una mujer sencilla, más profunda, con una fe que muchas veces ha fortalecido
mi cuerpo. La madre de Rufo nunca ha sido de mucha actividad pública: su
principal servicio es de amor. Esto lo hace mucho mejor que la mayoría de
nosotros.
— ¿Cree usted que ella estaba allí…ese día? ¿ Le preguntó alguna vez si ella
estaba cerca y vio a su marido ayudar a nuestro Señor a cargar la cruz?
— No. Aunque confieso que he deseado preguntárselo. Pero si ella sintiera
que yo necesito saberlo, me lo hubiera dicho voluntariamente. — Los ojos de
Pablo se humedecieron con lágrimas — . Ella es una verdadera madre para mí
también, como lo ha sido siempre para Rufo.
**********
¿Podría alguna mujer recibir un tributo más grande de un hombre más grande
que el apóstol del Señor: Pablo? En las últimas líneas de su carta a los
miembros de la iglesia en Roma, Pablo no menciona el nombre de ella, pero
hace algo más significativo: la llama su madre.
Siempre me ha parecido que le ha hecho mayor honor al no mencionar su
nombre. Es como si estuviera en efecto diciendo: “Todos ustedes conocen a la
madre de Rufo: no hay necesidad de llamarla por su nombre. Ella es querida y
familiar a todos allí, estoy seguro, como lo es para mí.
Cuando habló de algunos de los otros, hizo comentarios sobre sus esfuerzos
especiales, sus posiciones particulares en el Señor, o en el servicio a él mismo.
Por ejemplo, cuando saluda a Priscila y Aquila, los llama “…mis
colaboradores en Cristo Jesús, que expusieron su vida por mí.” Da énfasis a
que Epeneto era su primer convertido (de Pablo) en Asia; que Apeles “es
aprobado en Cristo”. Pérsida ha “trabajado mucho en el Señor”. Pero cuando
llega a la madre de Rufo, sencillamente la reclama como su propia madre.
Yo también me he preguntado si ella estaba en la multitud en la Vía Dolorosa,
aquel día. ¿Fue la vista misma de su rostro golpeado y estropeado la que abrió
para siempre su corazón a tal amor? ¿A mostrar su amor a aquellos que lo
necesitaban, como lo hizo Pablo? No hay ningún registro de que la propia
madre de Pablo haya llegado a ser seguidora de Cristo. Bien pudo haber
pasado que sus padres lo hayan excluido, como buenos judíos ortodoxos,
contándolo como muerto. De cualquier manera, Pablo necesitó a la mujer cuyo
marido ayudó a Jesús a cargar su pesada cruz mientras caminaba, tropezando,
por las angostas calles de Jerusalén ese día… y ella estuvo allí, cuando él la
necesitó. Como su esposo había estado allí, cuando Jesús lo necesitó.
Debe haber sido una buena madre para Pablo. Ningún hombre que ha
caminado sobre nuestra tierra ha llevado su propia cruz con más valor y coraje,
mientras “llevaba en su propio cuerpo las marcas del Señor” al seguirle a
través de cada hora de cada día.
Creo que Dios tiene esto que decirnos a nosotras, a través de la mujer que
Pablo llamó “madre”: “Hija mía: está allí. Está allí cuando alguien te
necesite.”
Nota
ft1
Mujeres de la Biblia (Zondervan)

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