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politicaexterior.com

Repensar la identidad
BERTA BARBET
9-12 minutos

La falta de identidades útiles para entender el mundo y


sentirse bien genera una crisis de identidad que explicaría el
auge de principios iliberales que socavan la convivencia.

Las últimas elecciones de medio mandato en Estados Unidos


incrementaron el número de mujeres y minorías étnicas en el
Congreso. Hay un menor conocimiento, no obstante, de cómo
quedó el equilibrio de congresistas sin estudios universitarios, hijos
de familias trabajadoras o miopes. Parece un detalle absurdo, pero
no lo es. No todas las características personales definen el
escenario político de la misma manera. Una noción con
importantes consecuencias para el funcionamiento de la
democracia y sobre la que reflexionan dos libros publicados
recientemente en castellano: Identidad, de Francis Fukuyama, y
Las mentiras que nos unen, del filósofo anglo-ghanés Kwame
Anthony Appiah.

Aunque los dos textos reflexionan sobre la definición de identidad y


las formas en que esta determina el debate político, las estrategias,
puntos de vista y conclusiones alcanzadas no pueden ser más
distintas. Empezando por la definición misma del término identidad.
Appiah basa su análisis en un concepto muy parecido al de la

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psicología cognitiva: un conjunto de mecanismos que nos hacen


imputar características a individuos sin necesidad de conocerlos en
profundidad, por el mero hecho de clasificarlos dentro de un grupo
(si es inglés, seguro que bebe té; si es andaluz, probablemente sea
gracioso). Siguiendo esta definición, Appiah considera la existencia
de identidades diferentes como algo inevitable, que no siempre
parte del individuo: también le pueden ser impuestas desde fuera.
Dos premisas que no coinciden con la definición de Fukuyama,
basada en la percepción personal y la autorrealización.

Las mentiras que nos unen.


Repensar la identidad
Kwame Anthony Appiah
Barcelona: Taurus
2019, 336 págs.

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A partir de su definición, Appiah repasa las grandes identidades


–religiosas, étnicas y de clase– que han marcado la política a lo
largo de la historia. Su objetivo es convencer al lector de que el
principal error cometido a la hora de entenderlas es el
esencialismo: creer en las identidades como categorías estancas,
llenas de un contenido que define, de forma determinista, a los
individuos según las acciones de sus antepasados. Aunque no los
menciona en ningún momento, el trabajo de Appiah representa un
esfuerzo por romper dos grandes sesgos identificados por la teoría
social de la identidad. El primero, el de homogeneidad del grupo
contrario: la percepción de otros grupos como más homogéneos y
las fronteras que los dividen como más nítidas de lo que son. El
segundo es el sesgo de atribución: la tendencia a achacar los
actos negativos de miembros de otro grupo a su naturaleza,
mientras que los errores del grupo propio se excusan por las
circunstancias en que se encuentran.

Appiah asume que las identidades siempre han existido y existirán.


Pero destaca la importancia de no atribuirles ninguna cohesión o
naturaleza fija. Considera que la cultura dominante en un grupo
cambia con el comportamiento de sus miembros. Para ello, se
basa en ejemplos que demuestran no solo que las identidades que
definen la política son menos fijas y claras de lo que asumimos,
sino que cada generación tiene la oportunidad de dar contenido a
su identidad.

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Identidad. La demanda de
dignidad y las políticas del resentimiento
Francis Fukuyama
Barcelona: Deusto
2019, 208 págs

Esta conclusión contrasta con la idea final de Fukuyama: avanzar


hacia una identidad nacional que asimile a todos los ciudadanos en
los valores de las sociedades occidentales. Esta propuesta no solo
asume que los valores de las sociedades occidentales están
fijados y son incontestables, además los atribuye de forma casi
determinista a quienes nacen en ellas. Es cierto que Fukuyama
cree que estos valores se pueden inculcar a los nacidos fuera, pero
en su trabajo se asume que solo los no nacidos dentro deben ser
asimilados, como si los ciudadanos occidentales tuvieran estos

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valores por nacimiento. Una idea a la que llega con ciertos sesgos
de atribución. Así, Fukuyama atribuye los rasgos iliberales de los
votantes blancos vistos en los últimos tiempos al contexto de
movilización identitaria, y se solucionarían si esta desapareciera.
Mientras que los rasgos iliberales de otros colectivos, según
Fukuyama, no parecen explicarse únicamente por su situación de
discriminación ni su falta de oportunidades.

No es este el único elemento que diferencia los dos libros. Los


autores también difieren sobre la novedad de las políticas
identitarias. Mientras Appiah asume cierta continuidad en el
fenómeno, Fukuyama parte de la premisa de que algo ha
cambiado en el funcionamiento de las democracias en los últimos
años, algo que tiene que ver con las identidades.

Este cambio se podría resumir en dos ideas claves. La primera, a


diferencia del pasado, donde individuos e instituciones se
centraban en desarrollar sus identidades individuales, hoy el
desarrollo personal y la autoestima están ligados a identidades
colectivas. La segunda, a diferencia de lo que ocurría antes, el
debate actual no permite negociación, porque no trata de bienestar
sino de dignidad, y esta no permite matices: o se reconoce la
dignidad de la identidad del otro o no. Estas dos ideas resuenan
con parte del análisis realizado en los últimos tiempos. Parten de la
observación de que, efectivamente, algo ha cambiado en el
comportamiento de votantes y líderes en muchas democracias
liberales. Sin embargo, la evidencia empírica en psicología y
ciencias políticas parece apuntar a algo más complejo que las
identidades.

Como explican Christopher Achen y Larry Bartels en Democracia


para realistas, el gran público siempre ha concebido la política

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como una cuestión de identidad. El voto no ha sido nunca una


expresión de preferencias políticas, sino de identidades. No
estaríamos, por tanto, viviendo un cambio de identidades
individuales a colectivas, sino un viraje en las identidades
relevantes para los votantes. Un cambio que, según la teoría de la
identidad social, seguramente se deba a que las identidades del
pasado han dejado de ser útiles a muchos individuos a la hora de
sentirse bien o entender el mundo. Quizá es cierto que muchas
personas habían desarrollado, en el pasado, identidades basadas
en su individualidad, pero esto de alguna manera también
respondía a una identidad con resonancia entre grupos de
referencia (emprendedores, perseguidores del sueño americano,
etcétera).

Tampoco resulta convincente la idea de que las reivindicaciones de


movimientos como Black Lives Matter o el feminismo no están
relacionadas con el bienestar. Es cierto que muchos de estos
grupos presentan sus demandas en términos relativos: no dicen
querer más, sino igualdad con otros grupos. Sin embargo, los
estudios de Daniel Kahneman y Amos Tversky nos enseñan que
las preferencias de los ciudadanos dependen de los puntos de
referencia utilizados para juzgarlas. Querer cobrar tanto como otros
grupos no se distingue con tanta facilidad del bienestar económico
objetivo, como concluye Fukuyama. Puede indicar, simplemente,
que se sitúa el objetivo de bienestar en el nivel de referencia, el de
los no discriminados. A ello se añade que muchos de estos grupos
viven en peores condiciones materiales, lo que justificaría sus
demandas.

Esto indica que no estamos, por tanto, ante conflictos de


naturaleza distinta a los del pasado, sino en la fase previa a la

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negociación. Para decidir cuánto intervenir para solucionar las


desigualdades económicas, primero hubo que debatir si existía una
diferencia de oportunidades entre clases sociales que justificara
dicha intervención. Una vez que la injusticia se aceptó y se
reconocieron las aspiraciones de igualdad de los trabajadores, se
pudo negociar sobre las políticas que lo iban a conseguir.

Fukuyama, por tanto, identifica que algo está cambiando en los


escenarios electorales y que esto pone en riesgo el funcionamiento
de las democracias. Pero lo atribuye a un problema de pensar en
identidades, cuando la razón parece ser un cambio en las
identidades relevantes. Gracias a autores como William Riker o
Elmer Schattschneider, sabemos que estos cambios alteran los
equilibrios sociales alcanzados en el pasado.

Esto nos lleva a una idea en la que sí coinciden los dos libros: las
identidades actuales dejan poco espacio para el debate sobre
cuestiones de clase social. La ausencia de debate económico entre
los grandes partidos occidentales está acreditada. Y es probable
que haya acabado despojando a una parte de los desfavorecidos
de su capacidad para reclamar políticas distributivas. Es menos
claro que este desplazamiento esté causado por las nuevas
identidades como parece concluir Fukuyama, en especial en los
casos de identidades vulnerables que se beneficiarían de políticas
de redistribución generosas. Es probable que tenga más que ver
con las dificultades para atribuir características a las identidades de
clase que identifica Appiah. O a una combinación de varios
factores sociales y políticos, como explica José Fernández-
Albertos en Antisistema.

Los dos libros coinciden en señalar que la falta de identidades


útiles para entender el mundo y sentirse bien genera crisis de

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identidad, lo que ha llevado a algunos individuos a abrazar


principios arriesgados para la democracia y la convivencia. No
coinciden, sin embargo, en el origen de esta crisis de identidad.
Para Appiah, la propia naturaleza de las identidades las hace
falibles. Fukuyama considera el resultado fruto de la falta de
identidades nacionales integradoras. Esta divergencia se origina en
las distintas conclusiones mencionadas al principio, que generan
una incómoda paradoja: por un lado, como dice Fukuyama, los
proyectos democráticos son difíciles de mantener en comunidades
nacionales cuestionadas y sin grupos bien definidos. Por otro,
señala Appiah, es imposible establecer etiquetas que garanticen
identidades cerradas, estancas y fijas.

Fukuyama ha escrito un libro provocador, que ayuda a pensar


sobre muchos de los debates de la actualidad desde un nuevo
prisma. Pero tal vez sea mejor leerlo después de Appiah, para
identificar los errores cometidos en su manera de concebir la
identidad. Los errores que cometemos todos a la hora de entender
las identidades. ●

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