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Los extraños
trabajos
de
PAULINO y
EUSEBIO

por Eloy B.D.

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ÍNDICE

1. LA BATERÍA...........................4

2. EL BANCO............................22

3. EN EL RESTAURANTE.......35

4. EL CONCURSO....................49

5. EL PLAN..................................63

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La batería

¿Cómo os describiría a Paulino Cachivache? Sé bien que,


al verlo por primera vez, cualquiera podría llevarse la
impresión de que se trata de uno de esos jóvenes
desocupados que piensan solo en divertirse, que se
preocupan demasiado por su aspecto físico y su atuendo, y
creen que todas las personas mayores de veinte años están
equivocadas. Pero yo lo conozco bien y puedo aseguraros
que esa impresión es un ejemplo más de que las apariencias
engañan.
Yo diría que, para empezar a conocer cómo es en realidad
Paulino Cachivache, hay que fijarse primero en su mejor
amigo, Eusebio Quelonio. Sobre todo, me interesa que
comprendáis lo fiel que es el bueno de Eusebio. Se arrojaría
de cabeza a un pozo si Paulino se tirara antes que él. De
hecho, y ahora que lo pienso, eso fue precisamente lo que
Paulino hizo una vez; que sí, como os lo cuento, se tiró a un
pozo y Eusebio lo siguió sin pensárselo dos veces. Cuando
ambos lograron salir del fondo del pozo, chorreando y
entumecidos, Eusebio le preguntó a Paulino por qué había
cometido una locura semejante. Este le contestó con total
naturalidad que solo pretendía averiguar si podía o no contar
con un amigo que nunca lo abandonase.
Ah, sí, otra cosa que debo contaros es que por culpa de
Eusebio recibió Paulino lo que este último denominó “un
golpe del destino”. Os explico el por qué. Eusebio se presentó
en casa de Paulino un viernes por la tarde con dos entradas
para asistir al concierto de Los Estómagos Revueltos, el

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grupo de rock más cañero y alucinante del mundo mundial,
en palabras del propio Paulino. Él y Eusebio presenciaron
aquel concierto desde la primera fila, muy cerca de Denís “la
Morsa” Martín, el virtuoso batería del grupo, quien parecía
tener motores injertados en sus dedos, así de rápido
golpeaba con sus baquetas los tambores, las cajas y los
platillos. En el momento culminante de la actuación, el
batería golpeó tan fuerte uno de los platillos que la baqueta
se le escapó de las manos y salió volando por los aires en
dirección al público, girando y girando como si fuera el
célebre hueso de la película 2001: Una odisea del espacio. El
caprichoso palito fue a caer justo sobre la cabeza de Paulino.
El pobre tuvo que conformarse con escuchar el final del
concierto desde la enfermería del auditorio, mientras le
cerraban la herida con puntos y se la vendaban
aparatosamente.
Al día siguiente, mientras Eusebio le juraba una y otra vez
que su cabeza había sonado exactamente igual que un
tambor de hojalata, Paulino no dejaba de flipar con la firma
que Denís la Foca Martín había estampado en su camiseta,
después de pedirle perdón por el lamentable accidente.
―¡Qué tío más enrollado!, ¿no te parece?
―Supongo ―contestó Eusebio con aire distraído,
mientras escribía con un rotulador la palabra “FRÁGIL”
sobre la venda de su amigo.
―Lo que yo te diga, Eusebio ―continuó Paulino―. No
hay nada más enrollado que ser baterista de un grupo de
rock. Esta tarde iré a comprarme una, y aprenderé a tocarla
en el garaje de mi casa. Esa baqueta no me golpeó por
casualidad, te lo aseguro. Fue un golpe del destino (nota del

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escritor: lo mismo que os había dicho ya antes).
―¿Tú? Ja, ya quisiera verlo ―se burló Eusebio, que ahora
se mostraba un poco envidiosillo por no haber sido el
elegido por la baqueta de la Morsa―. Pero si eres incapaz de
aplaudir dos veces seguidas sin perder el ritmo. Además, ayer
mismo me decías que lo más enrollado que hay es ser
jugador profesional de videojuegos.
Paulino se tapó los oídos con los dedos y empezó a
tararear su canción favorita de Los Estómagos Revueltos. Eso
no impidió que Eusebio abriese la aplicación de notas de su
móvil para recordarle a Paulino sus propias palabras.
―La semana pasada dijiste, lo tengo registrado aquí, que
ser mascota de un equipo de la NBA era el trabajo más
excitante del mundo; y hace un mes me aseguraste que
pagarías por trabajar en una fábrica rellenando cajas con tus
bombones favoritos.
Cuando vio que Eusebio dejaba de parlotear, Paulino se
sacó los dedos de los oídos y le dijo:
―Deja de echarme en cara cosas que no le importan a
nadie y dale un uso más provechoso a ese ladrillo que tienes
por teléfono. Busca en internet una tienda de instrumentos
musicales que nos pille cerca.
La más cercana resultó ser un establecimiento llamado
“La banda de Thorpe”, propiedad del señor Olegario Thorpe.
Cuando el dueño de la tienda musical vio entrar a los dos
jóvenes, supo al instante que su caja registradora no iba a
recibir ninguna alegría. El señor Thorpe tenía un ojo clínico
para distinguir a los clientes que criaban telarañas en sus
bolsillos. Por eso no se extrañó demasiado con la respuesta
que le dio Paulino cuando le informó del precio de la batería

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molona expuesta en el escaparate de la tienda.
―¿Qué? ¿En serio cuesta tanto? Entonces no tengo ni
para pagar los platillos ―se quejó en voz alta Paulino.
Eusebio abrió la aplicación calculadora de su móvil.
―Con la paga semanal que te da tu padre, tendrás el
dinero suficiente dentro de cinco años ―certificó con la fría
seguridad de un contable eficiente.
Al señor Thorpe se le encendió entonces una lucecita en
su cabeza con forma de cereza. Su mujer no dejaba de
repetirle que debía contratar a vendedores jóvenes que
«conectaran» mejor que él con la clientela juvenil que
frecuentaba «La banda de Thorpe». La señora Thorpe le
sugirió la idea a su marido después de verle activar la alarma
antirrobos cuando entraron en la tienda un grupo de jóvenes
melenudos con chaquetas de cuero negras, botas militares
del mismo color, muñequeras con pinchos metálicos y
camisetas con dibujos satánicos. El señor Thorpe se llevó un
tremendo chasco cuando se aclaró que eran los
componentes de un grupo de heavy metal, los cuales tenían
la intención (desechada lógicamente tras aquel
desagradable incidente) de gastarse mucho dinero en la
tienda renovando todos sus instrumentos musicales.
Examinando de arriba abajo a Paulino y a Eusebio, el señor
Thorpe llegó a la conclusión de que parecían lo
suficientemente descerebrados para entenderse bien con la
nueva fauna que entraba últimamente en la tienda. No
obstante, cuando abrió la boca para ofrecerles que
trabajasen en la tienda y pudiesen así reunir el dinero que les
faltaba para pagar la batería, una vocecita en su interior le
dijo que no era una decisión muy acertada.

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Tras un tira y afloja en las negociaciones, Paulino y
Eusebio acabaron aceptando todas y cada una de las
condiciones impuestas por el señor Thorpe. Era el primer
contrato de trabajo que iban a firmar en su vida, pero se
sentían como dos importantes hombres de negocios.
Una semana después de empezar a trabajar en la tienda,
el señor Thorpe tuvo que salir un par de horas para resolver
un papeleo que tenía pendiente en el Ayuntamiento, y dejó a
sus dos nuevos dependientes a cargo del negocio.
―Es muy probable que mientras yo esté fuera se pase por
aquí la señorita Cecilia Moraleja para recoger el clarinete que
dejó encargado hace un mes. Ella es clarinetista de la
Orquesta Sinfónica Provincial. Ayer la llamé para decirle que
ya había llegado el instrumento. Lo he dejado en mi oficina,
en la estantería que hay junto a mi mesa. ¿Me estáis
escuchando?
―Somos todo oídos ―le aseguró Paulino con
rotundidad, aunque lo cierto era que en esos momentos su
cerebro estaba ocupado en imaginarse lo que haría con los
millones que iba a ganar cuando fuese tan famoso como
Denís “la Morsa” Martin. Paulino era un poco como Walter
Mitty. Por su parte, Eusebio asintió con la cabeza, pero su
atención estaba más pendiente del teléfono que ocultaba
tras el mostrador que de otra cosa. Después de múltiples
intentos, estaba a punto de pasar uno de los niveles más
difíciles de su juego favorito.
Ajeno a estas circunstancias, el propietario de la tienda
continuó dando instrucciones a sus peculiares empleados.
—Me alegro, porque lo que voy a deciros es muy
importante. En la estantería hay dos estuches, con un

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clarinete cada uno. El de la señorita Cecilia es el que está en
el estuche de color verde. No se os ocurra darle el clarinete
del estuche amarillo. ¿Entendido?
—Claro como el agua, señor Thorpe —respondió Eusebio
sin ningún remordimiento.
—Perfecto —dijo Olegario Thorpe con seriedad—,
porque la señorita Cecilia es una concertista muy especial, y
me ha costado mucho trabajo encontrar el único clarinete
que ella puede tocar. En fin, ahora que ya estáis advertidos
me largo.
—Que le vaya bien, señor Thorpe —le deseó
distraídamente Paulino.

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Cecilia Moraleja entró en “La banda de Thorpe”
preguntándose si no se habría equivocado de
establecimiento. La clarinetista estaba acostumbrada a que
la tienda fuese un remanso de paz, con música clásica
sonando de fondo a un volumen agradable para el oído,
mientras el tranquilo y educado propietario resolvía
crucigramas tras el mostrador. Nada que ver con la escena
que estaba teniendo lugar en aquella ocasión. Un joven al
que no había visto nunca por la tienda tocaba la batería
estruendosamente y con una absoluta falta de sentido del
ritmo, al tiempo que movía todo su cuerpo como si estuviera
sufriendo un ataque epiléptico. Un segundo tipo, tanto o
más desagradable que el anterior a ojos de Cecilia, cantaba
desafinadamente una melodía chirriante y carente de
armonía.

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Después de esperar en vano que los dos alocados
dependientes se percatasen de su presencia, Cecilia reclamó
en voz alta:
—¡Disculpen! ¿Podrían dejar de armar escándalo por un
momento y atenderme, por favor?
De nada le sirvió repetir su súplica varias veces, elevando
el tono de voz hasta terminar desgañitándose. Aquellos
individuos eran realmente incompetentes e insoportables.
Indignada, la clarinetista se acercó a Paulino y lo zarandeó
agarrándole por un hombro. Justo en ese instante, Paulino
daba por concluido su número con un redoble de tambor y
una sucesión de golpes de platillos capaces de aturdir a un
sordo. Cinco minutos después, aún persistía en los tímpanos
de la señorita Cecilia un molesto y estridente pitido que le
impedía oír bien. A gritos, le explicó a Paulino quién era y lo
que quería.
—Eusebio, haz el favor de traer el clarinete de la señorita
Cecilia. Yo buscaré su factura mientras tanto.
—¿De qué clarinete hablas, si puede saberse? —preguntó
Eusebio, como si fuera la primera vez en su vida que oía
hablar del tema.
—¿Será posible tanto despiste? —se exasperó Paulino—.
¿Cuál clarinete va a ser? El que está en el estuche de color
amarillo, en la oficina del jefe. El señor Thorpe nos lo dejó
bien claro.
Para aquellos lectores que no tengan muy buena
memoria, les recordaré que el clarinete para la señorita
Cecilia Moraleja no estaba en el estuche amarillo, sino en el
de color verde. Pero en fin, como diría el propio Paulino
Cachivache semanas después de estos acontecimientos, todo

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el mundo se equivoca y dentro de cien años todos calvos.
El caso es que la señorita Cecilia salió de la tienda con un
pitido todavía zumbándole en los oídos, un dolor de cabeza
que iba en aumento y el estuche equivocado debajo del
brazo.
A su vuelta, don Olegario no tardó en darse cuenta de la
injustificable metedura de pata cometida por aquellos dos
incorregibles. Después de castigarlos con una inútil
reprimenda, les ordenó que se dirigiesen urgentemente a la
casa de la señorita Cecilia con el clarinete del estuche verde,
para hacer el cambio y pedirle las oportunas disculpas.
—Pero jefe —empezó Eusebio a discutirle su decisión—,
¿por qué no lo deja estar así? Yo creo que ella no va a darse
cuenta del error. A mí todos los clarinetes me parecen
iguales.
—Tú serías capaz de confundir un clarinete con un
patinete, so mendrugo —dijo el señor Thorpe—. La cuestión
es que la señorita Cecilia sufre una grave y extraña
enfermedad de tipo alérgico. Desde hace un par de años,
todos los clarinetes que toca le provocan espasmos,
convulsiones, urticarias y todo un catálogo de efectos
secundarios originales.
—Pobrecilla. Ya me dio la impresión que estaba un poco
pálida cuando se marchó de la tienda—comentó con sincera
lástima Paulino.
—El clarinete que encargué para ella es único en el
mundo. Siguiendo las instrucciones de la doctora que la está
tratando, ha sido fabricado con los materiales más inocuos
y antialérgicos del mercado. Así que ahora mismo estáis
cogiendo el estuche verde, os vais en autobús al centro y le

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cambiáis el clarinete a la señorita Cecilia. Yo la he llamado a
su casa pero no contesta al teléfono. Por vuestro bien, confío
en que no le haya dado tiempo a estrenar su nuevo
instrumento.
—Déjelo en nuestras manos, jefe —declaró animado
Paulino—. Eusebio y yo nos plantamos en casa de la señorita
Cecilia en menos que canta un gallo.
Bueno, quizá habrían llegado antes que cantase aquel
gallo, de no ser porque tuvieron que volver a la tienda dos
veces: una porque habían olvidado preguntarle al señor
Thorpe la dirección de la clarinetista; y la otra para recoger el
estuche con el instrumento, que se habían dejado encima
del mostrador.
Al fin, llegaron a la casa donde vivía la señorita Cecilia.
Eusebio llamó al portero electrónico.
—Cuánto tarda en contestar —observó Paulino—. Tal
vez ha salido. Insiste un par de veces más y nos marchamos.
Eusebio volvió a hundir su dedo regordete en el timbre.
Estaban a punto de desistir cuando la señorita Cecilia
contestó al telefonillo jadeando y gimoteando:
—¿Eres tú, Amanda? Entra, tienes que ayudarme. Me
pasa algo muy raro.
—Señorita Cecilia, somos nosotros, los dependientes de
la tienda del señor Thorpe.
—¡Oh, no! Ustedes, precisamente en estos momentos.
Váyanse.
—Pero señorita Cecilia —replicó Paulino—, hemos
venido a traerle su clarinete. Le dimos por error uno que no
era para usted. Además, si está en apuros nosotros
podríamos ayudarla. Ábranos.

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Tras un minuto de silencio, se oyó el chasquido de la
puerta al apretar Cecilia el botón para abrir. Paulino y
Eusebio entraron en la casa. Todo estaba en silencio, excepto
por un reloj de péndulo que marcaba con rigor los segundos
en algún rincón.
—¿Dónde está, señorita Cecilia? —preguntó en voz alta
Paulino avanzando por el pasillo—. Le pido disculpas por
nuestro error, sé que no le hemos causado una buena
impresión Eusebio y yo, pero...
—Oh, cállese ya y entren. Llevo una hora aquí sin poder
moverme.
La voz procedía del fondo del pasillo, a través de una
puerta entreabierta que dejaba escapar efluvios de leche
hervida requemada. Paulino fue el primero en entrar en la
cocina, pero se detuvo enseguida al dar una patada sin
querer a algo que había en el suelo. Era el auricular del
portero electrónico. A su lado reposaba una cabeza, una
enooooorme cabeza, de un tamaño cuatro o cinco veces
superior al de una cabeza normal. Vamos, todo un cabezón.
Era la cabeza de la señorita Cecilia Moraleja. La sorpresa de
Eusebio y de Paulino al verla fue morrocotuda.
—¿Pero qué le ha pasado, señorita Cecilia? —
preguntaron al unísono los dos jóvenes.
—¿Y todavía lo preguntáis, paramecios? Me veo en esta
situación tan humillante y ridícula por culpa de ustedes. Me
he pasado la mañana ensayando con un clarinete nocivo
para mi salud. El señor Thorpe prometió conseguirme un
instrumento que no me provocara alergias, y ustedes en su
lugar me entregan un arma mortífera. Y para colmo, mañana
tengo un concierto importantísimo. Decidme, ¿cómo voy a

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poder tocar con esta pinta?
—Bueno, yo creo que no es para tanto. Si le sostienen la
cabeza con ayuda de un soporte resis..—comenzó a
responder Eusebio, hasta que un codazo en las costillas
propinado por su compañero le dejó sin habla, y casi sin
respiración.
—No se preocupe por eso ahora, señorita Cecilia —tomó
la palabra Paulino—. Lamentamos profundamente nuestro
error, pero déjenos enmendarlo. La llevaremos al hospital
para que la curen, y luego podrá volver a practicar con el
clarinete antialérgico que le hemos traído. ¿Quién es el
médico que está tratando su dolencia? Lo llamaremos para
que vaya preparando una vacuna o algo así.
—La doctora Frugales es la única que comprende mis
procesos alérgicos. Trabaja en el Hospital Central. Encima
del televisor del salón me he dejado la agenda de teléfonos;
ahí tengo anotado el número directo de su consulta en el
hospital.
—Ya lo has oído, Eusebio. Muévete y llama a la doctora.
Yo me quedaré aquí atendiendo a la señorita Cecilia.
Cuando Eusebio regresó cinco minutos después, tuvo la
sensación de que la cabeza de la señorita Cecilia había
aumentado de tamaño, pero se abstuvo de hacer comentario
alguno, no fuera a ser que sus costillas recibieran otro
codazo de Paulino.
—Malas noticias —anunció—. La doctora Frugales no
está en el hospital. Al parecer, se ha tomado una semana de
vacaciones.
En el suelo de la cocina, la gigantesca cabeza de la
clarinetista rodó un poco hacia la derecha.

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—Tenga cuidado con sus movimientos —la previno
Paulino —. Ha estado a punto de chocar contra la pata de la
mesa.
—La doctora tiene una casa de campo. Seguro que se ha
retirado a descansar allí —dijo la señorita Cecilia sin atender
a las palabras de Paulino—. Pero no tengo su dirección, ni
manera de localizarla.
—Dejadlo de mi cuenta —afirmó Eusebio echando mano
de su móvil—. Navegaré por las redes sociales; soy un
verdadero Sherlock Holmes con este aparatito. La semana
pasada localicé a todas las amigas de la infancia de mi abuela
Maite. En realidad, no fue tan difícil. Eran muy pocas las que
quedaban con vida.
Sin entender qué había hecho esta vez, Eusebio recibió
una colleja de Paulino
—¿No puede atenderla otro médico en el hospital? —
interrogó Paulino a la señorita Cecilia. A él también le daba
la sensación de que la cabeza de la mujer crecía por
momentos.
—No, no —gimió la señorita Cecilia—. Ya os he dicho que
solo la doctora Frugales sabe controlar mis ataques. Además,
no quiero que nadie más me vea así.
—Ya está. Lo tengo —declaró triunfador Eusebio—.
Siempre hay alguien que conoce a otro alguien, el mundo es
un pañuelo y bla, bla, bla. La doctora Frugales está pasando
unos días en su casa de campo. Tengo la dirección. Propongo
que nos plantemos allí con la señorita Cecilia.
—Estupendo —le felicitó Paulino—. Ponle un mensaje a
tu primo Víctor diciéndole que necesitamos su furgoneta. Y
dile que traiga también su carretilla. A estas horas habrá

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terminado ya de repartir las sandías en el mercado.

La tremenda cabeza de la señorita Cecilia apenas cabía


por las puertas traseras de la furgoneta. El primo Víctor las
pasó canutas para acomodarla de manera que el peso de la
carga estuviese bien distribuido y no representase un peligro
para la conducción.
—Devolvedme la furgoneta sin un rasguño y antes de las
diez de esta noche. Mañana temprano tengo que recoger un
cargamento de melones —les advirtió—. Y usted, espero que
se recupere pronto, señorita Cecilia. Ha sido un placer.
Paulino conducía mientras Eusebio consultaba la
aplicación de mapas del móvil para guiarlo. Dejaron atrás la
ciudad y tomaron el desvío por una carretera secundaria que
atravesaba campos cultivados de trigo y remolacha.
—Tu primo ha sido muy amable, Eusebio —comentó
Cecilia desde la parte trasera del vehículo. Se aburría porque
no podía girar su gigantesca cabeza para mirar por la
ventanilla—. Y conoce bien su trabajo. Ha tratado mi cabeza
con bastante delicadeza.
—¡Repámpanos! A la señorita Cecilia le guuuuuusta mi
primo Víctor —dijo Eusebio sin mala intención, pero con un
evidente tonillo jocoso.
La señorita Cecilia sintió que su cabeza se hinchaba un
poco más.
—Ustedes en cambio sois unos brutos redomados.
—Pero si yo no he dicho nada ahora. ¿Por qué me mete en
el mismo saco? —protestó Paulino herido en su corazoncito.
—No te distraigas, amigo. Cuidado con ese bache —le
avisó a destiempo Eusebio. La furgoneta pasó por encima del

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hoyo a mayor velocidad de la conveniente, y los
desprevenidos ocupantes botaron en sus asientos. La cabeza
de la señorita Cecilia golpeó el techo y, a consecuencia del
golpe, su tamaño aumentó un poco más. Apenas cabía ya en
el habitáculo.
Paulino se dio cuenta porque ya no podía ver nada a través
del espejo retrovisor. La señorita Cecilia obstaculizaba
completamente su visión. También había notado que la
cabeza de la clarinetista crecía cada vez que esta se enojaba,
alteraba o enfurecía por algo. En consecuencia, pensó que si
decía algo que la sosegara y la relajara, haciéndola sentir
bien, los efectos de aquel proceso alérgico tan virulento se
verían considerablemente mitigados.
—Y bien, señorita Cecilia —empezó a decirle con un tono
de inocencia en su voz, intentando que no se notase que
había algún propósito oculto en sus palabras—, cuéntenos
algo sobre el concierto de mañana. Seguramente tendrá
muchas ganas de que comience, ¿no es así?
La pregunta, sin embargo, produjo un efecto totalmente
contrario al deseado por Paulino. La extraña alergia de la
señorita Cecilia se agravó de un modo fulminante: los globos
oculares se le hincharon como pelotas de tenis; su frente se
abombó de manera monstruosa y sus dientes empezaron a
rechinar tan fuerte que parecían unas castañuelas. La
furgoneta del primo Víctor sentía también el aumento de
peso correspondiente, hasta el punto que a Paulino le
costaba hacerse con el control del volante y mantener el
vehículo dentro de la carretera.
—Será mejor que llame al número de emergencias —dijo
Eusebio un poco asustado.

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—No, espera. Tengo una idea mejor —repuso Paulino, al
tiempo que accionaba el intermitente para girar a la derecha
—. Haremos una parada para descansar en ese mirador que
se ve desde aquí. El aire del campo le sentará bien.
—No sé si será una buena idea, Paulino —replicó con
cierto temor Eusebio—. Las alergias no se llevan bien con la
naturaleza.
—Tranquilo, Eusebio —susurró Paulino para que no se le
oyera desde la parte posterior de la furgoneta—. Empiezo a
barruntar que la alergia de la señorita Cecilia no tiene nada
que ver con lo que respira, ni con la clase de clarinete que
toca. Eso no son más que chorradas.
Paulino detuvo la furgoneta. Un hermoso paisaje de
cerros pardos y verdes se extendía frente a ellos como un
cuadro impresionista. Los dos jóvenes sacaron la carretilla
con la señorita Cecilia y la colocaron de manera que pudiera
admirar a sus anchas el espectáculo maravilloso que la
naturaleza les ofrecía.
Después de un rato en completo silencio, Paulino observó
de soslayo que la cabeza de la señorita Cecilia había
disminuido de tamaño considerablemente.
—¿Se siente usted mejor, señorita Cecilia? —le preguntó
amablemente.
—Oh, sí. La grandeza de este paisaje hace que una olvide
sus pequeñas tribulaciones. Ojalá pudiera vivir en un sitio
como este.
—¿Le preocupa mucho el concierto de mañana? —
continuó interrogándola Paulino.
Eusebio, que se entretenía sacando fotos del paisaje con
su móvil, se dio cuenta que su amigo pretendía llegar a algún

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puerto con sus preguntas. Él sabía que Paulino podía ser
muy persuasivo cuando se ponía en ese plan. Bajo su
apariencia despreocupada e irresponsable, a Paulino se le
daba bien ayudar a las personas con problemas.
La señorita Cecilia había comenzado a sollozar.
—Siempre me pongo así con los conciertos, no puedo
evitarlo. Es demasiada presión. El director de la orquesta nos
exige mucho, y a menudo sueño que voy a hacer el ridículo
con mi actuación el día del estreno.
Después de sincerarse de ese modo, la señorita Cecilia
sintió un alivio instantáneo, pues su cabeza, que poco antes
daba la impresión que iba a estallar como un globo
hinchado, había recuperado su tamaño normal. Los
músculos de su cara se habían relajado, y hasta su pelo negro
había recobrado su brillo natural.
—Pero la música es algo bonito y divertido. Tanto como
pueda serlo este paisaje. En mi opinión —comentó Paulino
sabiamente—, no merece la pena tocar un instrumento si
uno no se divierte al hacerlo. Míreme a mí, cuando toco la
batería se nota a una legua que estoy disfrutando con la
música como si fuera un niño pequeño.
—Es muy generoso por tu parte llamar música a lo que
sale de una batería cuando la tocas, si me permites decirlo
—opinó la señorita Cecilia, sin tener en cuenta que sus
palabras podían ser tomadas a mal por el destinatario de las
mismas. Pero tras unos segundos de tenso silencio, Paulino
estalló en sonoras carcajadas.
—Ja, ja, ja. Esta sí que es buena. La señorita Cecilia tiene
sentido del humor. Y sabe dar golpes bajos. ¿Qué te parece,
Eusebio?

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—Ja, ja, ja. Y no se anda por las ramas. Ataca
directamente a la yugular.
Contagiada por las carcajadas, también ella acabó
riéndose de su propia impertinencia. Se dio cuenta que era la
primera vez que se reía en meses, y aquello hizo que pensara
seriamente en lo que Paulino acababa de decirle.
—Es verdad que llevo mucho tiempo sin disfrutar con la
música —meditó en voz alta—. La rigidez y la disciplina de
la orquesta me asfixian. Me siento como un robot
interpretando una y otra vez lo mismo, de la misma manera,
concierto tras concierto, ensayo tras ensayo.
—Le apuesto lo que quiera a que el clarinete antialérgico
que le ha conseguido el señor Thorpe no soluciona su
problema. En cuanto ensaye una vez con él, su cabeza
volverá a crecerle sin control —dijo Paulino.
—Te creo —asintió la señorita Cecilia—. Ahora sé lo que
debo hacer para curarme. Renunciaré a mi puesto en la
orquesta y tocaré libremente mi clarinete en las plazas, en la
calle, tocaré en los pasillos del metro la música que me
apetezca y cuando a mí me apetezca.
—Si eso es lo que la hace feliz, adelante, señorita Cecilia
—la apoyó en su decisión Eusebio.
—Eh, mirad esa nube —indicó Paulino—. ¿No os
recuerda la forma de un perro?
—A mí me recuerda más bien la silueta de un pez —dijo
Eusebio.
—No seáis bobos —se sumó a la discusión la señorita
Cecilia—. Es exactamente igual a la cabeza de un
rinoceronte.
—¡Caray! Eso sí que es echarle imaginación al asunto,

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señorita Cecilia —dijo riéndose Paulino.
Los tres estuvieron divirtiéndose más de una hora
buscando parecidos a las nubes que pasaban. Luego, se oyó
un ruido grave y prolongado, como si muy cerca hubiera un
elefante barritando. La señorita Cecilia comentó:
—¿Eso ha sido un trueno? No se ve una sola nube negra
en el horizonte. Qué raro.
—No ha sido ningún trueno, ja, ja. Es mi barriga —
confesó Eusebio—. Tengo un hambre atroz.
—Ja, ja. Eres todo un caso —dijo la señorita Cecilia—.
Venga, os invito a almorzar a los dos en la próxima venta que
nos encontremos. Y después regresaremos a la ciudad. Ya no
necesito ver a la doctora Frugales, me siento perfectamente.
En cuanto llegue a mi casa empezaré a planear mi primer
concierto callejero.
—Así se habla, señorita Cecilia. Pero le advierto que la
comida le saldrá por un ojo de la cara. Aquí el amigo Eusebio
tiene un pozo sin fondo por estómago —afirmó Paulino.

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2
El banco

Todo parecía haber acabado del mejor modo posible,


aunque el señor Thorpe no compartía la misma opinión. El
director de la Orquesta Sinfónica Provincial le llamó dos
días después, manifiestamente enojado y crispado, para
contarle que la señorita Cecilia había renunciado a su puesto
de clarinetista, dejando un hueco difícil de cubrir en la
orquesta. El director exigía saber por qué la señorita Cecilia
le había confesado que los dos muchachos que trabajaban en
“La banda de Thorpe” habían abierto su mente, haciéndole
comprender que debía cambiar radicalmente de vida para
ser feliz. Aquello fue la gota que colmó la paciencia del señor
Thorpe. Tras presentar sus disculpas al director de manera
reiterada, colgó el teléfono y llamó a sus jóvenes empleados
para comunicarles que estaban despedidos.
—Pues vaya faena —se lamentaba poco después Paulino,
con las manos en los bolsillos, mientras él y Eusebio se
alejaban caminando de la tienda de instrumentos musicales
—. ¿Dónde voy a practicar ahora con la batería? Adiós a mis
sueños de convertirme en una leyenda del rock.
—Y con lo que te ha pagado el señor Thorpe ya puedes
despedirte de comprarte una —dijo Eusebio.
—Eso, tú encima hurga en la herida —se quejó Paulino
—. Anda, entremos en ese parque de ahí, a ver si
encontramos a alguien vendiendo helados. El disgusto se
nos pasará más rápidamente con la ayuda del chocolate.
Se adentraron en el parque, que a aquella hora estaba
lleno de corredores y gente paseando a sus perros.

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Encaminaron sus pasos hacia una glorieta, en la que se
habían instalado unos cuantos kioscos de chucherías y algún
que otro vendedor de globos.
—Compraremos también un periódico para echar un
vistazo a los anuncios de empleo —comentó Paulino sin
demasiado ánimo.
—Uf, mi padre dice que eso del trabajo está fatal. No
encontraremos trabajo a menos que suceda un milagro.
—Psss... ¿queréis un trabajo? Yo os doy uno —dijo
entonces un anciano con apariencia de mendigo, que se
hallaba sentado en un banco junto al que pasaban en ese
preciso instante los dos amigos.
Paulino se detuvo para observar al mendigo. Era un
hombre de barba blanca, bastante poblada y descuidada,
piel surcada de arrugas y un abrigo raído lleno de semillas
para dar de comer a las palomas. Eusebio tiró de la manga de
su amigo, instándole a continuar su camino sin hacer caso
del viejo. Pero un brillo de súplica en la mirada del mendigo
hizo que Paulino desoyera las indicaciones de su amigo y
sintiese deseos de indagar en la extraña proposición del
viejo.
—Está bien, amigo. Somos todo oídos. ¿De qué trabajo
nos está hablando? No parece que usted esté muy sobrado
para ir por la vida ofreciendo empleos —dijo Paulino sin
darse cuenta que cometía una tremenda grosería al hacerlo.
Pero el mendigo fingió no darse por aludido y continuó con
su proposición.
—Os pagaré cuarenta euros si conseguís que nadie se
siente en este banco mientras yo voy al dentista. Solo tardaré
un par de horas.

23
—Hecho —aceptó sin vacilar Eusebio. Cuarenta euros por
pasarse dos horas sentado en un banco del parque le parecía
un auténtico chollo.
—Eh, pare el carro un momento. —Paulino, al parecer, no
estaba tan convencido con la idea—. ¿No querrá que le
guardemos ningún paquete ilegal ni nada por el estilo,
verdad? Además, ¿de dónde va a sacar usted tanto dinero?
No parece que esté usted sobrado de eso, tampoco. —
Paulino se empeñaba en comportarse groseramente con el
anciano.
—¿Lo dices por esta bolsa? No, no. En esta bolsa tengo
todas mis pertenencias; no os preocupéis por ella, se vendrá
conmigo al dentista. Ustedes solo tendrán que cuidarme el
banco. Es muy importante que nadie me lo quite,
¿entendéis? Y os daré la mitad del dinero ahora, por
adelantado. ¿Qué decís, aceptáis? Me haríais un gran favor,
os lo aseguro.
La verdad es que el hombre parecía desesperado. A
Paulino y a Eusebio les parecía un disparate pagar tanto
dinero por guardar aquel banco un par de horas. A su
alrededor había varios desocupados, ¿por qué entonces
aquel interés desmedido por un banco en particular? La
única explicación lógica, pensaron a la vez los dos amigos,
era que al anciano le faltaban dos tornillos de la cabeza. Pero
como era una locura que no hacía daño a nadie y era mucho
dinero para desperdiciar la ocasión, Paulino y Eusebio
aceptaron quedarse en el banco hasta que el mendigo
volviese de su visita al dentista.
—En fin, si es tan importante para usted... Le
guardaremos el sitio un par de horas —dijo Eusebio.

24
—Sois dos buenos chicos —sonrió el anciano aliviado—.
Tomad, aquí tenéis el dinero. Yo me marcho, o no llegaré a
tiempo a mi cita. Os veo en un par de horas.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, Eusebio se volvió
hacia Paulino para recriminarle por sus malos modales:
—¿Y a ti qué diablos te pasa? ¿Por qué tuviste que
refregarle por la cara eso de que no tenía apariencia de que le
sobrasen trabajo y dinero? ¿Acaso nosotros no estamos en su
misma situación? Que sea un vagabundo mal vestido y un
poco sucio no te da derecho a sentirte superior a él.
Paulino escuchó en silencio la justa reprimenda. Le había
hecho recordar por qué consideraba a Eusebio el mejor
amigo que uno pudiera tener. Él no era uno de esos tontos
que se ríen con todas las gracias que hagan sus camaradas y
que los defienden aunque por dentro piensen que están
metiendo la pata hasta el fondo. No, Eusebio era una de esos
amigos que te van convirtiendo en mejor persona de lo que
eres, y que te dan un empujón si ven que te estás apartando
del buen camino.
—Vale, vale. He captado el mensaje. Me disculparé con
ese hombre cuando regrese. Por cierto, se nos ha olvidado
preguntarle cómo se llama. No me negarás que es un
mendigo un tanto extraño; ¿De dónde saca la pasta para
pagarnos tan alegremente y permitirse además pedir cita en
el dentista?
—De momento, preocupémonos por hacer bien nuestro
trabajo. Siéntate antes que alguien ocupe este banco—le
pidió Eusebio—. Quiero inmortalizar este momento
sacándote una foto con el móvil. Algún día querremos tener
un recuerdo del trabajo más estrambótico de nuestras vidas.

25
—Ya te digo —accedió Paulino sentándose en el centro
del banco con las piernas y los brazos cruzados—. Pondré
cara de estar tomándome muy en serio el trabajo, ja.
Después de sacar la foto, los dos amigos se quedaron
sentados en el banco, contemplando en silencio los árboles,
las estatuas y la gente que paseaba por el parque. Cinco
minutos después, se morían de aburrimiento.
—Ohhh, no me lo puedo creer —protestó Paulino con
amargura—. ¿Cómo vamos a aguantar dos horas aquí
sentados? Y para colmo, nos olvidamos de ir a comprar esos
helados por los que vinimos.
—Deja de quejarte, amargado —dijo Eusebio—. Yo iré
por los helados. ¿Cuál quieres tú?
—Tráeme uno que me dure dos horas. Y compra también
una bolsa de gusanitos. A ver si desde aquí sentados
alcanzamos a llegar al estanque. Esos patitos parecen
hambrientos.
Eusebio calculó a ojo que habría unos diez metros desde
el banco hasta el estanque.
—Compraré también un saco con bolas de plomos —dijo
al tiempo que se levantaba—. Como no las ates a los
gusanitos, no llegará ni uno al estanque.
—Ja, ja, me muero de la risa. Bueno, compra solo los
helados. Pero date prisa o me encontrarás dormido cuando
regreses.
Eusebio se alejó meneando la cabeza, murmurando algo
sobre que toda la culpa era de aquella estúpida batería.
Paulino lo vio llegar al puesto de helados y esperar su
turno para comprar detrás de una pareja de enamorados.
Después desvió su atención al estanque, donde una mamá

26
pato nadaba toda orgullosa guiando a sus polluelos. Paulino
se puso a pensar en el mendigo que les había “contratado”.
¿Qué interés podía tener en no perder el sitio en aquel banco
tan corriente? ¿Acaso había enterrado una fortuna debajo
del asiento? El tono de recibir mensajes de su móvil
interrumpió sus pensamientos. Se sacó el teléfono del
bolsillo del pantalón y abrió el mensaje. Era de Eusebio.
#acabo de recordar que no me he traído la cartera. ¿Tú tienes
dinero?#
Resoplando, Paulino escribió una respuesta y la envió.
#claro, so bobo. Tengo el anticipo que nos ha dado el
mendigo. Ven por él.#
La pareja que precedía a Eusebio ya se había marchado, y
el heladero esperaba con cara de impaciencia a que Eusebio
le pagara para darle los helados que le había pedido. Más
impacientes aún se mostraban un grupo de chiquillos, una
clase entera con su maestra, que acababan de llegar al puesto
y atosigaban a Eusebio para que se diese prisa en pagar.
Paulino recibió otro mensaje.
#¿estás loco? Si me muevo de aquí tendré que guardar cola
otra vez detrás de estos enanos malcriados. Tráemelo tú, porfa; el
banco quedará libre solo unos segundos.#
Paulino volvió a resoplar. Aquel trabajo comenzaba a
provocarle dolores de cabeza. Miró a su alrededor y no vio a
nadie interesado en sentarse en su banco, así que de mala
gana se levantó. Guardándose el teléfono en el bolsillo, se
sacó el billete de veinte euros que le había dado el mendigo y
se dirigió con lentitud hacia el puesto de los helados. Quería
hacer sufrir a Eusebio por obligarle a levantarse. Cuando
llegó al puesto tuvo que abrirse paso entre los niños para
poder llegar al mostrador. Fue tan duro como cruzar una

27
tormenta de arena.
—En lugar de tiernos infantes parecen perros salvajes —
murmuró entre dientes Paulino cuando logró llegar al lado
de Eusebio.
—Ya te digo —asintió este—. Anda, págale a este hombre
y recemos para salir de este infierno con nuestros helados
intactos.
Tuvieron que hacerlo levantando los cucuruchos de
helado hacia el cielo, como si fueran dos estatuas de la
libertad cruzando un océano lleno de tiburones. Paulino se
compadeció de la profesora que estaba a cargo de aquellos
monstruitos, pues al mirarla de cerca se fijó en que se
mordía las uñas y tenía unas arrugas en la frente muy
marcadas. De repente, su trabajo de guardar el banco un par
de horas le parecieron unas vacaciones en el Caribe.
Pero aquella sensación se desvaneció enseguida, justo en
el momento que Eusebio le tocó en el hombro diciéndole:
—¡Se están llevando nuestro banco!
En efecto, así era. Una camioneta había estacionado justo
al lado del banco que ellos debían estar custodiando. Dos
operarios con monos de trabajo blancos se habían bajado del
vehículo y habían descargado herramientas para arrancar el
banco de sus soportes. Se daban buena prisa en realizar su
tarea y eran muy eficientes. En un abrir y cerrar de ojos
habían cargado el banco en la parte posterior de la
camioneta.
Paulino tiró el helado al suelo y salió corriendo hacia los
operarios.
—¡Disculpen, disculpen! ¿Qué están haciendo? —les
gritó— ¿Por qué se llevan nuestro banco?

28
Uno de los hombres continuó con su trabajo sin
inmutarse, asegurando con cuerdas el banco para que no se
moviese durante el traslado. El otro, con cara de desgana,
esperó a que Paulino llegase junto a él para contestarle.
—Tranquilízate, muchacho. Te va a dar un ataque. ¿Qué
quieres decir con eso de “nuestro” banco? El mobiliario del
parque pertenece al ayuntamiento, así que no te hagas el
listillo con nosotros, ¿quieres?
Paulino jadeó unos instantes y luego levantó una mano a
modo de disculpa.
—Lo sé, lo sé. Lo que quería decir es que nosotros
estábamos sentados aquí...
—¿Tú viste sentado a alguien en el banco cuando lo
quitamos, Javi? —preguntó al otro hombre el que estaba
hablando con Paulino. Aquel meneó la cabeza y continuó a
lo suyo—. Mira, muchacho, estamos cambiando los bancos
por otros nuevos y este era el último que nos quedaba por
llevarnos. Mañana empezaremos a instalar los nuevos;
entonces podrás venir y pasar todo el día sentado en él si
quieres. ¿Conforme?
—Pero usted no lo entiende —intervino Eusebio—. Iban
a pagarnos por cuidar del banco y que nadie se sentara en él.
Y ahora, cuando vuelva nuestro jefe y encuentre que se lo
han llevado, no va a querer pagarnos.
El operario miró fijamente a Eusebio, tratando de adivinar
si este trataba de gastarle una broma o si directamente le
estaba tomando el pelo. Finalmente, decidió que la cosa
había llegado ya demasiado lejos. Se dio media vuelta y se
dirigió hacia la puerta de la camioneta.
—Nos vamos, Javi —dijo a su compañero—. Ya hemos

29
perdido aquí demasiado tiempo. Volvamos al curro.
Cuando se hubieron marchado, Paulino se volvió hacia
Eusebio enfadado.
—Desde luego, menudo piquito de oro tienes.
—Sí, claro —se defendió Eusebio—. Tú estabas a punto
de convencerlos para que descargaran el banco y volvieran a
ponerlo en su sitio, no te fastidia. Al menos yo he
conservado intacto mi helado.
—Aggg... ¿quién me mandaría a mí aceptar este trabajo
tan cutre? —se lamentó Paulino.
—Ya deja de quejarte, no hay nada que hacer. Toma,
compartiré mi helado contigo mientras esperamos que
vuelva el anciano. Le explicaremos lo que ha pasado y lo
entenderá. No pasa nada.
Paulino le dio un lametón al helado de chocolate y se
calmó.
Eusebio era genial para tomarse las cosas en su justa
medida. Sin embargo, se equivocó al pensar que el mendigo
lo entendería. Cuando regresó del dentista y se encontró con
un hoyo en el lugar donde había dejado su banco un par de
horas antes, se echó a llorar como un niño pequeño, sin
hallar consuelo alguno en las justificaciones que le daban
Eusebio y Paulino.
—Usted tampoco podría haber evitado que se llevaran el
banco —le decía el primero—. Eran dos tipos musculosos de
dos metros de alto y con unas espaldas inmensas. Se
cargaron el banco al hombro y se lo llevaron como si fuera
una sillita de playa.
—Dijeron que mañana iban a traer uno nuevo, jefe —
añadió Paulino—. No debe ponerse así, seguro que traen un

30
banco más bonito y cómodo que el antiguo. Estaba todo
roñoso y herrumbroso. Parecía que era más viejo que el
propio parque.
Pero las palabras de Paulino no hicieron más que
aumentar la congoja del viejo por el banco perdido.
—Ustedes no lo entendéis —logró decir el mendigo
después de controlar su llanto—. De nada me servirá un
banco nuevo. Ella no lo reconocerá, solo conoce el banco
viejo.
—Escuche, señor. ¿Cómo se llama? —le preguntó Paulino
con voz dulce y amistosa.
—Teodoro. Teodoro Rayuela —respondió el hombre,
mirando a Paulino con ojos tristes.
—Vale. Mire, yo soy Paulino Cachivache y mi amigo se
llama Eusebio Quelonio. ¿Por qué no nos cuenta quién es
esa mujer de la que habla y por qué era tan importante el
banco que se han llevado? Tal vez no sea tan grave el asunto
y podamos ayudarle. Lo haríamos encantados, ¿verdad,
Eusebio?
—Por supuesto, ya hemos ayudado antes. Se nos da bien
—dijo Eusebio con la mejor intención del mundo.
El señor Rayuela les dirigió una mirada agradecida,
aunque la tristeza no desapareció de su rostro.
—Solo un milagro podría ayudarme, muchachos. Y llevo
veinte años esperando que ese milagro se produzca. El banco
era el clavo ardiendo al que me aferraba desesperadamente,
aguardando que mi nieta pasara por aquí y lo recordase. De
mí ya no se acordaría, porque he envejecido mucho; pero el
banco, aunque roñoso y herrumbroso como bien habéis
dicho, seguía siendo el mismo que ella vio el día que

31
desapareció.
—¿Su nieta? —preguntó Paulino, que comenzaba a
entender vagamente.
—Mi nieta Ángela. Así se llama. Tenía siete años el día
que la traje al parque para que diera de comer a los patitos
del estanque. Yo estaba cansado de caminar, así que me
senté un rato en el banco y ella caminó hasta el estanque, ahí
mismo —dijo Teodoro señalando el estanque cercano—. Lo
último que le dije fue: «Ángela, fíjate bien en el banco dónde
estoy y no me pierdas de vista. Cuando te canses de jugar ven
a sentarte conmigo.» Ella me respondió: «Vale, abuelito. No
te preocupes, me sé de memoria este parque y podría dibujar
este banco con los ojos cerrados. No me perderé.» Pero yo
estaba más cansado de lo que suponía y me quedé dormido
mientras la vigilaba para que no le pasara nada. Jamás me lo
perdonaré. Fueron solo unos minutos, pero cuando desperté
mi querida nieta ya no estaba junto al estanque. Recorrí
todo el parque sin encontrarla y luego avisé a la policía. Ellos
tampoco lograron dar con su paradero. Se había evaporado
sin más. Desde entonces vengo todos los días al parque,
soñando con que Ángela pase por casualidad delante del
banco que lleva grabado en su memoria, y reconozca a su
viejo abuelo sentado en él.
El señor Rayuela no pudo contenerse por más tiempo y se
echó a llorar desconsoladamente. Conmovidos por la triste
historia, Paulino y Eusebio sentían un nudo en sus
gargantas. De repente, comprendieron la importancia que
había tenido aquel viejo banco del parque para aquella
persona, y empezaron a devanarse los sesos ideando un
modo de poder ayudarle.

32
Entonces Eusebio se sacó el teléfono del bolsillo y se
puso a apretar los botones muy rápidamente.
—¿Crees que es momento para ponerte a jugar? —le
susurró Paulino disimuladamente.
—No estoy jugando —repuso Eusebio molesto—. Estoy
buscando la foto que te hice sentado en el banco de marras
hace un rato. ¿La recuerdas?
—Claro, no estoy senil. ¿Y?
—Pues que voy a mandársela a mi hermano Raúl para que
la retoque digitalmente. Le diré que te elimine de la escena y
rellene el hueco artísticamente; así tendremos una imagen
aislada del antiguo banco.
—¿Y cuál es el propósito de todo eso? —anheló saber el
señor Rayuela, súbitamente interesado.
—Compartiremos la foto del banco por internet, Teodoro
—le explicó Eusebio su plan—. La difundiremos a través de
todas las redes sociales, incluyendo una leyenda debajo que
diga algo así como “¿Recuerdas este banco, Ángela?”. En
cualquier parte del mundo que ella se encuentre, puede que
vea en algún momento la foto y en su memoria salte algún
resorte que la haga recordar. Incluiremos también los datos
de contacto para que Ángela pueda localizarnos. ¿No tiene
usted ningún domicilio fijo, Teodoro?
—No, pero mi hija siempre me ha rogado que vuelva a
vivir con ella. A menudo viene al parque para tratar de
convencerme.
—Con la idea que ha tenido Eusebio no tiene usted
necesidad de quedarse a vivir en el parque —intervino
Paulino—. Sería mejor que estuviese en casa de su hija, por
si Ángela ve la foto del banco en internet y se le ocurre

33
llamar por teléfono.
—¿Creéis que eso es posible? Sería tan feliz si Ángela me
llamara por teléfono...
—Claro, señor Rayuela. Su nieta aparecerá, ya lo verá —
afirmó convencido Paulino.
—Oh, son ustedes dos muchachos estupendos. Tomad el
resto del dinero, os lo habéis ganado con creces —dijo
Teodoro Rayuela, entregando a Paulino un billete de veinte
euros.
Después de pagarles, el anciano se marchó hablando en
voz alta consigo mismo, emocionado y feliz por haber
recuperado la ilusión perdida.
—¿Crees que hemos obrado mal, dándole falsas
esperanzas? —le preguntó Eusebio a Paulino.
—Las esperanzas nunca son falsas —sentenció Paulino
—. Mírame a mí si no. Desde que me levanto con la
esperanza de conseguir esa batería me siento mucho más
vivo que nunca.
—Pues si quieres mantener viva esa esperanza, será mejor
que movamos el trasero y nos busquemos otro curro.
Y diciendo esto Eusebio, sonó el teléfono de Paulino.
—Hombre, es mi tío Nicolás. Hace tiempo que no sé de
él.
—¿El que tiene el restaurante en el centro? —preguntó
Eusebio.
—El mismo —dijo Paulino al tiempo que respondía a la
llamada—. ¡Hola, tito! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás?...¿De
veras? … Cuenta con nosotros. Eusebio y yo salimos para allá
enseguida.
Paulino colgó el teléfono y dijo:

34
—¿Ves cómo no hay que perder nunca la esperanza? Mi
tío Nicolás necesita urgentemente dos camareros para esta
noche. Me ha pedido que le hagamos el favor de sustituir a
dos empleados suyos que han enfermado al mismo tiempo.

3
En el restaurante

—Pareces un pingüino con ese traje negro y esa minúscula


corbata —se burló Paulino del aspecto serio y formal que
presentaba Eusebio con el uniforme de camarero que le
había prestado el tío Nicolás.
—Pues anda que tú —se defendió Eusebio, mirando con
sorna el atuendo de su amigo—. ¿Vas a la ópera o algo así?
Paulino procuró aparentar que le resbalaban los
comentarios de su amigo, pero una ligera sonrisa le delató.
Lo que había dicho Eusebio era bastante gracioso. Y cierto.
El tío Nicolás aspiraba a conseguir que su establecimiento
fuese un restaurante de lujo con una clientela muy
distinguida. Por eso se esmeraba en todos los detalles.
Recurrir a Eusebio y a Paulino había sido su última opción,
lo cual explicaba por qué se mostraba tan nervioso, yendo
continuamente de la cocina al comedor y viceversa. Y eso
que era el día más flojo de la semana. A las nueve y media
solo había dos mesas ocupadas. En una de ellas había una
pareja de enamorados que no paraban de cuchichearse cosas
el uno al otro. La otra mesa estaba ocupada por dos hombres
calvos y rechonchos, que parecían estar celebrando una

35
reunión de negocios.
Eusebio se hizo cargo de la mesa de los enamorados.
Mientras les descorchaba una botella de vino que habían
pedido, se fijó en la cara del hombre. Le resultaba bastante
familiar. Sin duda era alguien a quien conocía, pero al que
hacía mucho tiempo que no veía. Eusebio estaba convencido
de eso. ¿Pero, quién diantres era aquel tipo? Estaba tratando
de recordarlo cuando a la mujer le sonó su teléfono móvil,
que llevaba guardado en un bolso de cuero rojo. En lugar de
abrirlo y contestar la llamada, la joven agarró el bolso y se
levantó.
—Discúlpame, querido —dijo a su pareja con voz melosa
—. Contestaré desde el baño. Probablemente sea mi madre,
ya sabes cómo es.
—No tardes, cariño —respondió el hombre, que
aparentaba estar nervioso y angustiado. “Pobre tipo”, pensó
Eusebio, “unos segundos separado de su amor y ya se siente
perdido.” Terminó de descorchar la botella y le sirvió una
copa. Eusebio iba a retirarse cuando el hombre le preguntó:
—¿Tendrías la amabilidad de traerme un periódico?
Quisiera comprobar los números del sorteo de la lotería de
ayer.
Al decir esto, una lucecita se encendió en la cabeza de
Eusebio. Súbitamente acababa de recordar quién era aquella
persona que le resultaba tan familiar. Meses atrás había
salido a menudo en los medios de comunicación, los cuales
le consideraban el hombre más afortunado del mundo. En
tres ocasiones consecutivas había sido agraciado con el
primer premio de la lotería de Navidad. También era
infalible en las apuestas deportivas y, por si fuera poco, había

36
hecho saltar la banca del Gran Casino de Montecarlo un par
de veces antes de que le prohibieran entrar más. Sí, aquel
tipo que estaba sentado en el restaurante del tío Nicolás era
toda una celebridad, pensó Eusebio. Se llamaba Leonardo
Arribas González, aunque para la prensa era simplemente
Leo Con Suerte. Se había teñido el pelo y usaba gafas sin
cristales para no ser reconocido, pues todo el mundo se le
acercaba para pasarle billetes de lotería por la espalda y
tonterías de esa calaña.
—Le prestaré mi teléfono para que pueda consultar los
números de la lotería por internet, señor. Es más rápido —le
ofreció Eusebio, pensando en la suculenta propina que
podría recibir al final del almuerzo si trataba con exquisitez
a aquel acaudalado cliente.
—Oh, gracias. Eres muy amable, me he dejado el mío en
casa —dijo Leo Con Suerte—. ¿Podría abusar de tu
amabilidad pidiéndote un favor más?
—Estaré encantado de servirle si está en mi mano, señor
—respondió solícito Eusebio—. ¿Qué más necesita?
—¿Podrías conseguir que sonara en tu móvil la canción
What a wonderful world de Louis Armstrong?
—Sin lugar a dudas —se apresuró a contestar Eusebio, a
quien le encantaba demostrar el provecho que podía sacarle
a su teléfono.
—Perfecto. El asunto es este —comenzó a explicarse con
timidez Leo Con Suerte—: hoy quiero pedirle a Natalia que
se case conmigo. Había pensado que sería un buen momento
hacerlo a los postres. Sé que ella pedirá un trozo de tarta de
frambuesa con nata, su favorita. La canción de Louis
Armstrong es nuestra canción, y si tú pudieras traer en una

37
bandeja el trozo de tarta, el anillo de compromiso que he
comprado y tu teléfono sonando con nuestra melodía
favorita, conseguiríamos una atmósfera perfecta y
romántica. ¿No crees?
Eusebio se dio cuenta por el brillo en sus ojos que
Leonardo Arribas estaba sinceramente. ¿Cómo negarse a
cumplir los deseos de alguien así?
—Déjelo de mi cuenta, señor. Todo saldrá a pedir de boca.
El enamorado iba a darle una vez más las gracias a
Eusebio, cuando advirtió que Natalia salía del baño de
mujeres y se dirigía hacia ellos.
—Rápido —susurró a Eusebio metiéndose la mano en el
bolsillo—. Aquí tienes el anillo. Y llévate el móvil también;
estoy tan nervioso que ya no puedo concentrarme en los
números de la lotería.
Eusebio se retiró a la cocina pasando por detrás de
Paulino, quien atendía a los comensales de la otra mesa
ocupada del restaurante. Los dos hombres hablaban entre sí
como si el camarero fuera invisible. Paulino, harto de
esperar a que eligiesen sus platos, carraspeaba aburrido.
—Te digo, Rubén, que se trata de un magnífico negocio. Si
inviertes tu dinero en él no te arrepentirás. Los beneficios
están asegurados.
—No sé, Gonzalo. Los números no están muy claros...
—¿Cuándo te he engañado, yo? No hay riesgo alguno en
la operación. No puedes dejar escapar esta oportunidad.
El hombre llamado Rubén titubeó. Paulino seguía
carraspeando sin que lo tuvieran en cuenta.
—Está bien, Gonzalo. Invertiré en ese negocio que me
propones. Pero pidamos de comer ya, si te parece bien; tengo

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muchísima hambre. Después firmaremos los papeles.
—Así se habla, amigo mío —dijo eufórico Gonzalo,
agachando la vista para que nadie pudiese ver el brillo de
codicia que reflejaban sus ojos—. Déjame que invite yo a
este almuerzo en señal de agradecimiento.
Paulino anotó el pedido, el cual incluía una botella de
champán para festejar el cierre del lucrativo negocio. Luego,
se marchó a la cocina pensando que aquel Gonzalo no tenía
pinta de dejar buenas propinas.
En la cocina se encontró con Eusebio.
—¿Y el coronel Lee? —le preguntó extrañado. El coronel
Lee era el cocinero del restaurante. Un hombre asiático de
aspecto bondadoso y terriblemente viejo. Paulino y Eusebio
le llamaban coronel porque siempre estaba contando
batallitas de sus años mozos, y porque montaba en cólera
rápidamente si sus ayudantes no cumplían sus órdenes de
inmediato.
—Ha ido un momento al baño —contestó Eusebio—. No
vas a creerte quién está sentado en la mesa que me ha
tocado, Paulino. Ni más ni menos que Leo Con Suerte. ¿Te
acuerdas de él?
—Anda, ya lo creo. Qué suerte, te vas a sacar una pasta
gansa con la propina.
—Además —añadió Eusebio—, le va a pedir matrimonio
a su prometida a los postres y me ha pedido que le lleve yo el
anillo en una bandeja. Estará de muy buen humor cuando le
pasemos la cuenta.
—Genial. —Paulino ya se veía más cerca de poder
comprarle la batería al señor Thorpe.
La puerta de la cocina se abrió entonces, y por ella entró

39
la figura menuda pero fuerte del coronel Lee.
—Ella no sel mujel de fial, no señol —comentó
distraídamente mientras se colocaba un delantal negro y su
sombrero de cocinero—. Nada de fial, no señol.
—¿De qué mujer está hablando, señor Lee? —le preguntó
Paulino con curiosidad.
—De la mujel del baño. Mujel del baño no sel tligo
limpio, yo la escucho hablal pol su teléfono a tlavés de la
paled. Ella decía a alguien que su novio iba a pedil en
matlimonio dulante la cena. Decía también que iba a
conveltilse en una mujel lica y millonalia. Luego decía que su
novio era un poble tonto y que ella lo tenía completamente
en sus manos.
Eusebio se quedó petrificado al oír la confidencia del
coronel Lee.
—Ya lo dice el refrán —comentó Paulino como si lo
hubiera visto todo en la vida—: afortunado en el juego,
desgraciado en amores.
—Tenemos que avisar a Leo Con Suerte para que no se
declare a esa estafadora —dijo Eusebio indignado.
—No te serviría de nada —opinó Paulino—. El amor es
ciego. Leo Con Suerte no iba a creerte una cosa así. Se
enfadará contigo, y también con mi tío por haber contratado
a un camarero metomentodo y calumniador.
—¿Nos quedamos de brazos cruzados, entonces?
—Es posible que nosotlos podamos hacel algo pala ayudal
a novio ciego —intervino el cocinero—. Yo conocel leceta
podelosa, muy podelosa.
—¿Leceta? ¿Qué es una leceta? —quiso saber Eusebio,
despistado por la peculiar forma de hablar del coronel Lee.

40
—Una leceta de cocina —respondió este—, ¿qué si no iba
a sel? Yo la plepalo en un peliquete.
—¿Y de qué manera iba a poder ayudarnos una simple
receta de cocina, señor Lee? —preguntó Paulino con
escepticismo.
—No es una simple y vulgal leceta, muchacho —se enojó
el cocinero—. Es la salsa de la veldal.
—¿Veldal? —volvió a desconcertarse Eusebio.
—Quiere decir salsa de la verdad, Eusebio, a ver si
espabilas —se impacientó Paulino.
—Quien plueba la salsa de la veldal no puede decil
mentilas aunque quiela —explicó el señor Lee las bondades
de su receta—. Tiene efecto muy lápido, aunque dula solo
veinte minutos.
—Ya veo adónde quiere ir a parar, señor Lee —dijo
Paulino—. Podemos echarle un poco de esa salsa suya a la
comida de esa farsante, y hacer que ella misma confiese sus
verdaderas intenciones delante de su novio.
—Chico listo. Yo ponelme manos a la obla enseguida.
Salid de mi cocina ahola, no quielo que veáis los ingledientes
que utilizo. Es una leceta milenalia secleta.
Eusebio y Paulino obedecieron sin rechistar. Al salir al
comedor se tropezaron con el tío Nicolás, que parecía
enfadado.
—¿Qué hacíais los dos en la cocina? Os he dicho que
siempre debe haber un camarero presente en el comedor,
pendiente de los deseos de los clientes.
—Lo siento, tío Nicolás —se disculpó enseguida su
sobrino Paulino—. Teníamos un pequeño problemilla, pero
ya se ha solucionado. Vuelve a la caja, nosotros nos

41
ocupamos de los clientes.
Estos últimos comenzaban a impacientarse por la
tardanza en el servicio, cuando el coronel Lee avisó a
Paulino y a Eusebio para que regresasen a la cocina. El
coronel Lee había preparado todos los platos colocándolos
en dos bandejas. En la que iba destinada a Leonardo Arribas
y su novia había puesto un pequeño cuenco con una salsa
blanca y cremosa. El coronel Lee, señalándola con un dedo,
le dijo a Eusebio:
—Esta sel la salsa de la veldad. Plocula que la mujel del
baño se silva un pal de cuchaladas.
—Entendido, señor Lee —dijo Eusebio, levantando la
bandeja sobre un hombro y empujando con el otro la puerta
batiente que daba al comedor.
Paulino cogió la suya y salió también de la cocina. Al
llegar a la mesa, Eusebio le sirvió a la mujer el plato con el
salmón a la plancha que había pedido, y puso frente a Leo
Con Suerte un plato de raviolis rellenos de carne. Después,
cogió una cuchara de madera que llevaba en la bandeja y la
introdujo en el cuenco de la salsa.
—Señorita —dijo a la hipócrita novia de Leo—,
permítame que le eche un poco de salsa sobre el pescado. Ya
verá cómo le da un toque exquisito.
—Umm.. huele deliciosa esa salsa —comentó Leonardo
relamiéndose de gusto—, ¿puedes servirme un poco a mí
también?
—Noooo —casi grita Eusebio, asustando a Leo. Luego,
recuperando su tono de voz normal, se excusó diciendo: —
Es un sacrilegio echarle esta salsa a los raviolis, señor. Pero
no se preocupe, yo le traeré una salsa de tomate ideal para la

42
pasta.
—Estupendo —se conformó Leo, aunque se le fueron los
ojos detrás de las dos cucharadas colmadas que Eusebio
vertió sobre el plato de su novia.
—Enseguida vuelvo con su salsa —dijo Eusebio,
retirándose en dirección a la cocina.
Paulino había servido ya los platos de su mesa. Por una
simple coincidencia, Gonzalo, el cliente que había propuesto
a su compañero de mesa entrar a participar en un excelente
negocio, había pedido el mismo plato que la novia de Leo.
Desde su silla había escuchado perfectamente las alabanzas
que Eusebio había hecho a la salsa para el salmón, de
manera que, al pasar aquel por su lado, le agarró de la manga
de un modo poco convencional, y le pidió que le sirviera
también a él dos cucharadas de la salsa que llevaba en la
bandeja.
Eusebio se quedó petrificado sin saber qué hacer,
buscando con la mirada a Paulino en busca de apoyo. Este,
viendo el lío en que se había metido su amigo, se encogió de
hombros, como diciéndole: “¿Qué importa? Échale salsa a
este incauto. Total, lo peor que puede pasar es que se ponga
a decir verdades. ¿Qué daño puede hacer eso?”.
Estaban tan compenetrados el uno con el otro, que
Eusebio comprendió al instante el significado de aquel
encogimiento de hombros. Seguro de que hacía lo correcto,
derramó dos cucharadas de salsa sobre el salmón del
hambriento hombre de negocios. Después, él y Paulino se
retiraron para observar disimuladamente desde lejos la
reacción que provocaba la salsa de la verdad en los
comensales. Un rato más tarde, sin embargo, no se apreciaba

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consecuencia alguna. Leo Con Suerte y su novia comían en
silencio, mientras que los dos empresarios charlaban
animadamente sobre fútbol.
Impacientes, Paulino y Eusebio fueron a preguntarle al
cocinero si se había equivocado a la hora de elaborar su
receta.
―Ustedes dos sel unos jóvenes con poca fe. Mi leceta sel
pelfecta. Lo que sucede es que pala sacal la veldad a alguien
deben hacelse las pleguntas aplopiadas.
―En otras palabras ―dijo Paulino―, Leo Con Suerte
tendría que preguntarle a su novia si ella lo ama para
averiguar sus verdaderos sentimientos.
―Y antes que se pasen los efectos de la salsa de la veldad,
dentlo de unos veinte minutos.
―Tendremos que ayudar un poco a Leo ―dijo Eusebio―.
Van a pedir los postres enseguida y entonces él le pedirá a
Catalina que se case con él. Se me ocurre que sería el
momento propicio para que la verdad salga a flote.
―Haz lo que debas, Eusebio ―le apoyó Paulino―. Yo
vuelvo a mi mesa; parece que esos dos también quieren
pedir ya los postres.
Tal como había predicho Leo, su novia Catalina pidió
tarta de frambuesa con nata como postre. Eusebio se dirigió
a la cocina, puso en una bandeja el platillo con el trozo de
tarta, y a su lado colocó el anillo que le había entregado Leo
sobre una servilleta de tela bordada. Después, buscó la
canción de Louis Armstrong en su teléfono y entró en el
comedor con aire solemne, dándole al botón de reproducir.
Catalina fingió estar agradablemente sorprendida cuando
Eusebio le puso por delante la bandeja con el postre y el

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anillo.
Leo Con Suerte hizo una señal a Eusebio indicándole que
ya podía marcharse; pero este se quedó allí plantado sin
darse por aludido, mirando fijamente a Catalina. El novio se
movió inquieto en su silla sin saber qué hacer, hasta que ya
no se aguantó más y preguntó a la mujer:
―No me tengas en ascuas, palomita mía. ¿Quieres
casarte conmigo?
Catalina sentía los ojos de Eusebio clavados en ella. “¿Qué
querrá este camarero impertinente?” Aún así, no podía dejar
escapar aquella ocasión que estaba esperando desde hacía
tiempo, de manera que forzó la mejor de sus sonrisas, puso
cara de felicidad y respondió a la pregunta:
―Por supuesto que sí, querido. Estaré encantada de ser tu
esposa.
Eusebio se inclinó entonces ligeramente hacia delante,
apoyando las manos en la mesa, gesto que irritó
profundamente a Leo Con Suerte. Su irritación se
transformó en ira contenida cuando escuchó a Eusebio
dirigirse a su prometida:
―Debe amar mucho a este hombre para aceptar su
proposición, ¿no es cierto?
Catalina hubiera querido abofetear a Eusebio, ignorarlo o
mentirle afirmando que amaba a Leonardo Arribas con todo
su corazón. Sin embargo, una sensación extraña e irresistible
que provenía de su estómago ascendió hasta su boca,
obligándola a mover los labios en contra de su voluntad. En
el paladar notaba aún el sabor de aquella salsa que había
tomado con el salmón. Finalmente, no pudo evitar
responderle a Eusebio con la verdad que tan

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interesadamente ocultaba:
―Lo cierto es que me caso con Leo por su dinero, y solo
por eso.
Ni la explosión de una bomba nuclear en medio del
comedor hubiese producido el mismo efecto que aquella
frase pronunciada por Catalina. Leo se quedó mudo y su
rostro palideció. Con la barbilla temblorosa, miraba
alternativamente a Catalina y a Eusebio con ojos de cordero
degollado. Eusebio sintió tanta lástima por él que casi se
arrepintió de haber vertido la salsa de la verdad sobre el
plato de aquella embustera.
Pasado un instante que pareció eterno, Leonardo Arribas
reprochó a su novia con voz cargada de angustia:
―¿Por qué has dicho una cosa tan horrible? Me partes el
corazón.
Catalina estaba muy nerviosa. Era consciente de que
estaba arruinando completamente su malvado plan, pero no
podía evitarlo. Su lengua parecía tener vida propia y no
obedecía a las órdenes que su retorcido pensamiento le
dictaba.
―He dicho que me caso contigo por tu dinero porque es
la única verdad, Leo ―respondió sin titubeos―. Ese ha sido
mi único propósito desde que te conocí. Y voy más allá: a lo
que aspiro a medio plazo es a convertirme en una divorciada
millonaria. Y luego, ya encontraré a otro ricachón
desprevenido a quien hacerle la misma jugarreta.
Escuchándose a sí misma, Catalina se sintió terriblemente
avergonzada. Como si la hubieran pillado in fraganti
robando ropa de marca en unos grandes almacenes y todo el
mundo la estuviese mirando. Leo extendió su mano derecha

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y recogió el anillo de compromiso.
―Mejor me guardo esto. Ahora que sé lo que piensas, no
quiero que lo lleves.
Catalina levantó los ojos, pero no pudo sostener la mirada
de reproche que le dirigía el hombre a quien había
pretendido engañar de una manera tan miserable. Cohibida,
cogió su bolso y se levantó de su asiento sin decir una
palabra. Se dirigió al guardarropa, retiró su abrigo de piel
sintética y salió del restaurante con un sabor amargo en el
paladar. El efecto de la salsa empezaba a disiparse, pero eso
ya carecía de importancia, porque la verdad, una vez
descubierta, no puede ser tapada ni con un millón de
mentiras.
Viéndolo tan abatido y desolado, como si hubiese
envejecido diez años en un par de minutos, Eusebio pensaba
que quizás nunca más podrían decir de Leonardo Arribas
que era un tipo con suerte. Y era una lástima, porque
tratándolo en persona se apreciaba que tenía un corazón de
oro.
―Puedes llevarte los postres si quieres, amigo ―pidió a
Eusebio con desgana―. Y tráeme la cuenta, por favor.
Quiero marcharme.
―Como desee, señor. Se la traigo enseguida.

…..
A pocos pasos de ellos, la salsa de la verdad elaborada
por el coronel Lee empezaba también a manifestar sus
prodigiosos efectos en la mesa atendida por Paulino. Cuando

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el hombre llamado Gonzalo estaba a punto de terminarse el
salmón, su amigo Rubén le formuló una pregunta simple y
directa:
―Entonces, Gonzalo, ¿qué rédito crees que le sacaré al
dinero que voy a invertir en tu negocio?
Gonzalo tenía en su mente un montón de respuestas
falsas con las que salir airoso de esa pregunta. Era un pillo
redomado, y no sentía ningún remordimiento por engañar a
un amigo; pero sus planes se fueron al traste cuando de su
boca salieron las palabras que descubrirían sus verdaderas
intenciones:
―No vas a ganar nada, Rubén. En este negocio solo yo voy
a salir beneficiado, así que ve haciéndote a la idea.
Nada más decirlo, Gonzalo se puso rojo como un tomate.
―Agradezco tu sinceridad, amigo mío ―dijo Rubén,
perplejo por lo que acababa de escuchar―. Y sobre todo te
agradezco que lo hayas confesado antes que firmase el
contrato.
Los dos hombres de negocio terminaron de comer en
silencio, pues todo estaba dicho. Pidieron la cuenta por
separado, y después de pagar cada uno su parte salieron del
local en direcciones opuestas y sin despedirse el uno del
otro.
―¿Te lo puedes creer, Eusebio? No me han dejado ni un
solo euro de propina ―expresó Paulino su desilusión.
―Así es la vida, amigo ―filosofó Eusebio―. A mí
tampoco me han dejado nada.
―Dime, ¿crees que nuestra amistad terminaría también
si probáramos la salsa del coronel Lee? ―preguntó Paulino
cambiando de tema.

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―¿Bromeas? ―dijo Eusebio― Estoy apoyándote en este
asunto de la batería desde el principio, sabiendo que todo lo
que gane tendré que dártelo para que salgas del capricho.
Eso debería bastar para que supieses que nuestra amistad
está hecha a prueba de bombas.
―Tienes razón ―reconoció Paulino―. Además, ya
superaste la prueba del pozo. Venga, vamos a la cocina y
aprovechemos los postres que han dejado sin probar
Leonardo y su ex-novia. No creo que esta noche entre nadie
más en el restaurante.

4
El concurso

Después de ejercer como camareros en el restaurante del


tío Nicolás, los trabajos eventuales se sucedieron uno tras
otro en la vida de Paulino y Eusebio. El gerente de un
supermercado los contrató como auxiliares de reposición en
la sección de alimentación, pero acabó despidiéndolos
cuando descubrió que organizaban carreras de carritos de
supermercados en el pasillo de los refrescos. Idéntico
destino sufrieron en un túnel de lavado automático de
vehículos, cuando el tipo que los contrató los vio meterse
entre los cilindros limpiadores vestidos con monos y cascos
de motoristas. Según le confesó Paulino a su jefe, aquello era
algo con lo que él y Eusebio habían soñado desde niños y no
podían dejar escapar una ocasión semejante. «Pues yo
tampoco puedo dejar escapar la ocasión de despediros», fue
la escueta respuesta del dueño del negocio.

49
Una semana después encontraron trabajo como
repartidores de folletos publicitarios de una cadena de
comida rápida. Sin embargo, cuando Eusebio se dio cuenta
que las hamburguesas que salían en la foto de los folletos
tenían un tamaño doble al de las verdaderas que se vendían
en los restaurantes de la cadena, decidió que no podía seguir
echando los folletos en los buzones de las casas.
—Es una cuestión de principios, Paulino. Compréndelo
—se justificó Eusebio.
Paulino trató de convencerlo para que continuara con el
reparto, proponiéndole que escribiera por detrás de los
folletos la siguiente frase: «El repartidor no se hace
responsable por la falta de veracidad del producto
publicitado». La idea fue acogida con entusiasmo por
Eusebio, pero cuando uno de esos folletos “autografiados”
por Eusebio llegó a manos de un directivo de la cadena de
hamburgueserías, se organizó un tremendo alboroto que
concluyó una vez más con el despido fulminante de los dos
repartidores.
—Siempre acaba pagando quien menos culpa tiene —se
quejó Eusebio tras perder el empleo.
En resumidas cuentas, que llegó el verano y Paulino aún
no había logrado reunir ni la mitad de la mitad del dinero
que costaba su cada vez más lejano sueño de tener una
batería. Fue entonces cuando Eusebio encontró una noticia
en internet que parecía una posible solución a sus
problemas. Se trataba de una original competición de
cortadores de césped que habían organizado los vecinos de
un barrio residencial en Santander. Los participantes de
dicho evento tenían que cortar el césped y podar los setos de

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todas las casas en la calle que les fuera asignada por los
jueces. Los jardineros debían formar equipos de dos
personas para apuntarse: uno de ellos se encargaría de cortar
el césped de las casas, mientras que el otro se ocuparía de
podar setos y adecentar las plantas. La pareja que
consiguiese terminar su trabajo en menos tiempo se
embolsaría como premio una cuantiosa suma de dinero.
—Podríamos apuntarnos a este concurso —propuso
Eusebio, convencido de que se trataba de una idea excelente
—. Se celebra el próximo domingo, ¿ves? Le pedimos a mi
primo Víctor que nos deje la furgoneta. Él no trabaja el fin
de semana. Cargamos en ella la máquina cortacésped de mi
casa, las tijeras de podar, bolsas de basura y dos pares de
guantes de jardinero. No necesitamos más. Y el próximo
domingo estaremos de vuelta con un montón de pasta en el
bolsillo. ¿Qué me dices?
—Te digo que tu confianza es soberbia, pero me apunto a
ella.
—Excelente. Vamos a preparar el viaje. Tendremos que
llevar un montón de bocadillos para ahorrar pasta.
—No hay problema —dijo Paulino—. Con queso y
mortadela soy capaz de sobrevivir un mes entero, si es
preciso.

Aquel domingo, el barrio de Santander donde se había


organizado el concurso estaba lleno de máquinas
cortacéspedes y jardineros ilusionados por llevarse el
premio. Todos los concursantes, excepto Paulino y Eusebio,
iban perfectamente pertrechados para la ocasión. A su lado,
ellos dos parecían dos novatos con pinta de no haberse

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acercado en su vida a un jardín. Tal circunstancia no pasó
desapercibida para el juez encargado de asignar una calle del
barrio a cada pareja inscrita. Casualmente, dicho juez tenía a
dos hermanos jardineros que iban a participar en la
competición.
—A estos pardillos voy a darles la calle Colibrí —comentó
con total desfachatez delante de otros dos jueces—. De
todas maneras, no tienen ninguna posibilidad de ganar.
—¿La calle Colibrí? ¿No es ahí dónde vive esa joven tan
rara que no sale nunca? —le preguntó uno de sus
compañeros.
—Esa misma —confirmó el juez desvergonzado.
—Ahora entiendo tu jugarreta —intervino el tercer juez
—. Eres un taimado.

Ajenos a esta conversación, Paulino y Eusebio recibieron


con entusiasmo la instrucción de colocarse al principio de la
calle Colibrí. Tenían el ánimo por las nubes y una fe ciega en
sus posibilidades. Cuando el juez principal señaló el inicio
de la competición agitando una bandera verde, los dos
corrieron hasta la primera casa con sus utensilios de
jardinería. Advertidos del evento, los dueños tenían las
puertas abiertas para que los concursantes no perdieran el
tiempo. A pesar de su falta de experiencia y entrenamiento,
los dos jóvenes demostraron una gran concentración y
compenetración en el trabajo. Cuarenta minutos y cincuenta
segundos después, el jardín presentaba un aspecto
impecable. Incluso se permitieron el lujo de regar el césped
recién cortado.
—Muy bien, muchachos. Ya podéis pasar a la siguiente

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casa —les comunicó el juez encargado de supervisar su
trabajo—. Ahora mismo vais clasificados en cuarto lugar.
Ánimo.
—Toma. Eusebio. Cómete este bocadillo. Tenemos que
hacerlo aún más rápido en la siguiente casa.
—Aquí tardaremos menos —repuso Eusebio agarrando el
bocadillo con ganas—. La parte delantera está asfaltada. Ahí
no tendremos que pasar el cortacésped.
No había nadie en la puerta para recibirlos, pero la verja
que daba acceso a la parte posterior de la vivienda estaba
abierta de par en par. Paulino empujó la máquina
cortacésped por el camino empedrado y la atravesó. Eusebio
lo siguió, con sus tijeras al hombro y masticando otro
bocadillo despreocupadamente. De repente, Paulino se
detuvo en seco y Eusebio casi tropieza con él.
—¿Qué haces? ¿Por qué te paras?
Paulino no respondió. Con la boca abierta se limitó a
señalar a su alrededor. Eusebio comprendió entonces la
reacción de su amigo. El jardín de aquella casa era una
jungla. Literalmente. El césped llegaba a la altura de las
rodillas, y estaba invadido por multitud de matas de hierbas
espinosas. Había también enredaderas que, ascendiendo
abrazadas a los troncos de varios árboles frondosos,
formaban túneles sombríos en los que seguramente nunca
entraba la luz del sol.
—¿En serio? Aquí hay trabajo para un mes, por lo menos
—protestó Eusebio casi lloriqueando.
—Alguien nos ha jugado una mala pasada, eso está claro
—intuyó Paulino.
—¿Y qué hacemos? ¿Nos retiramos del concurso?

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¿Presentamos una queja?
—Sería del todo, me temo. Pero tampoco pienso
rendirme tan fácilmente. Empecemos por desbrozar toda
esta maleza. Pásame las tijeras, Eusebio.
—Arggh...¡Qué rabia! ¿Quién será el dueño de esta selva?
Me gustaría decirle cuatro palabras.
—Pues entra en la casa a ver si pueden prestarte más
herramientas de jardinería y aprovecha para decírselas. Las
vamos a necesitar.
Maldiciendo su mala suerte, Eusebio se dirigió hacia la
puerta trasera de la vivienda, casi oculta detrás de unas
plantas de enredaderas. Después de llamar repetidas veces
sin obtener respuesta, la empujó con brusquedad y se abrió
con un chirrido desagradable. Ni corto ni perezoso, se
adentró por un pasillo adornado con cuadros muy bonitos y
una alfombra amarilla perfectamente dispuesta sin una sola
arruga. A Eusebio le chocó que tampoco se apreciase una
sola mota de polvo en los muebles que iba encontrándose a
su paso. El orden y la limpieza reinaban en el interior de
aquella casa. ¿Por qué entonces sus dueños permitían que el
caos se apoderase de su jardín?
—Oiga, ¿hay alguien aquí? Soy el jardinero del concurso...
—se presentó Eusebio con cierto recelo.
Se escuchó un golpe parecido al de un cucharón
golpeando una olla, procedente de una de las habitaciones al
fondo del pasillo. Alguien que se encontraba cocinando en
esos momentos se había sorprendido al darse cuenta de la
presencia de alguien extraño en la casa...

•••••
54
Mientras tanto, Paulino no perdía el tiempo. Luchando a
brazo partido con ramas retorcidas y gruesas lianas, se abría
paso a tijeretazo limpio dentro de una bóveda verde, que
alguna vez posiblemente había dado sombra a una pequeña
glorieta. Avanzaba lentamente cuando se topó con una mata
peluda y rojiza que sobresalía del suelo como un pequeño
montículo. Paulino se imaginó que debajo de aquel
promontorio había un hormiguero abandonado, o tal vez
una topera. Eso no impidió que pasara las tijeras por encima
con decisión. Con cinco cortes lo dejó completamente
pelado. Lo que sucedió a continuación dejó a Paulino sin
habla: aquel bulto se removió, se sacudió la tierra que tenía
encima y se incorporó, llevándose dos manos pequeñas y
regordetas a la zona que Paulino acababa de trasquilar con
sus tijeras. Después de examinarlo de arriba abajo varias
veces, Paulino comprendió que había rapado al cero la
cabeza de un extraño y diminuto personajillo con aspecto de
gnomo malhumorado. Aquel ser le miró con ojos llenos de
sorpresa y rabia al mismo tiempo, sin dejar de frotarse con
las manos su cabeza pelada. Después comenzó a lloriquear,
hablando de un modo grosero y zafio al culpable de su corte
radical de pelo:
—Tú, asqueroso humano, ¿cómo osas interrumpir mi
descanso? ¿Sabes lo que me has hecho? ¡Mi cabeza, mi pelo!
¡No, no, no puede ser, te detesto, te odio!
—Bueno, bueno, no hace falta ponerse así, amigo —dijo
Paulino tratando de congraciarse con la repulsiva criatura—.
¿Cómo podía suponer que había alguien durmiendo
enterrado en el jardín? Además, ya le crecerá el pelo,
hombre. Solo tiene que llevar sombrero unas semanas y

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listo.
—Los humanos sois todos unos estúpidos ignorantes —
siguió insultando y vociferando el enano—. Sin el pelo de mi
cabeza, ese que me has arrebatado de un modo tan
ignominioso, no puedo continuar viviendo en esta casa. Son
las reglas.
Esas fueron las últimas palabras que pronunció. La
criatura se desvaneció delante de los incrédulos ojos de
Paulino como el humo de un cigarrillo aspirado por un
conducto de ventilación.
—¡Diantres! —exclamó Paulino—. Eusebio no se lo va a
creer aunque se lo jure.

•••• •••••
—Discúlpeme, no pretendía asustarla. Me llamo
Eusebio; mi amigo y yo hemos venido a cortar el césped de
su jardín. Ya sabe, por lo del concurso y todo eso.
La mujer que había salido de la cocina al escuchar voces
era joven y guapa. Llevaba un delantal lleno de harina, y en
su mano derecha un rodillo de amasar pan. Al verla, Eusebio
tuvo la misma sensación de familiaridad que aquella noche
en la que atendió a Leo Con Suerte en el restaurante del tío
Víctor. «Me recuerda a alguien, o se parece a alguien qué
conozco. O tal vez estoy equivocado...», tuvo tiempo de
pensar Eusebio.
—Ah, sí, sí, ya me avisaron que vendrían —respondió la
mujer con voz triste y apagada. Su rostro dulce reflejaba un
gran cansancio—. Les dejé la verja abierta, como me

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pidieron los jueces. Pero tengo tantas cosas que hacer que
me había olvidado ya del concurso.
—No se preocupe, señorita. No quiero distraerla de sus
ocupaciones; ¿puede decirme si guardan herramientas de
jardinería en alguna parte? Yo mismo iré a cogerlas —. A
Eusebio se le habían pasado las ganas de reclamar. Viendo lo
cansada que parecía aquella mujer, entendía que el jardín
estuviese tan abandonado. Probablemente ella sola se hacía
cargo de todas las tareas del hogar.
—En realidad, no hay una sola herramienta de jardín en
toda la casa, me temo —respondió la mujer con cierto
desasosiego—. A “ellos” no les gusta nada que anden
merodeando en el jardín personas desconocidas. Pero
cuando vinieron los del concurso ellos no estaban, así que
pensé que era una buena oportunidad para adecentar el
jardín. Me dijeron que no regresarían a casa hasta mañana
lunes, pero por lo que cuentas adelantaron su vuelta. Ellos se
enfadarán y me reñirán, pero estoy acostumbrada a las
reprimendas; una más no me matará. Usted ya se habrá
dado cuenta que nuestro jardín parece una selva salvaje.
—Un poco sí —mintió Eusebio por cortesía—. Pero
dígame, ¿quiénes son ellos? No hemos visto a nadie ahí
afuera.
En ese preciso instante entró corriendo Paulino en la casa,
sin llamar a la puerta y con cara de haber visto un fantasma.
—Vámonos de aquí, Eusebio. Te digo que este jardín es
sobrenatural. Pasan cosas rarísimas en él.
—Tranquilo, tío. Esas no son formas de entrar en una casa
extraña; vas a asustar a la señorita... —dijo Eusebio.
—Ángela, me llamo Ángela. Dígame, señor, ¿qué le ha

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pasado? —se interesó la mujer, gravemente preocupada.
—Me tomará por un loco —contestó Paulino—, pero sin
querer le he rapado el pelo de la cabeza a una criatura
feísima que estaba enterrado bajo el césped. Al despertarse
se ha puesto a insultarme como un loco, y después se ha
evaporado ante mi vista en cuestión de segundos.
—Esa jungla debe estar plagada de plantas alucinógenas
que te han afectado el cerebro —estimó Eusebio sin dar
crédito a lo que oía.
La joven, sin embargo, creyó a pies juntillas el relato de
Paulino.
—Has tenido suerte, en cualquier caso. Tragalón es un
magoduende muy vengativo. Podría haber saltado a tu
cabeza para tratar de arrancarte los pelos a tirones.
—¿Tragalón? ¿Quién es Tragalón? ¿Y qué es un
magoduende, si puede saberse? —preguntó Eusebio.
—Son unos seres mágicos ruines y despreciables, eso es lo
que son —aseguró Ángela en voz baja—. También son vagos,
holgazanes y sucios. Desde que me adoptaron siendo una
niña y me trajeron a esta casa no hago otra cosa que
cocinarles, lavarles la ropa y limpiar sus inmundicias.
—¿A cuántos de esos magoduendes estás sirviendo aquí?
—preguntó Paulino.
—A tres. Bueno, ahora solo a dos, porque cuando un
magoduende se transforma en humo no puede regresar al
mundo de los humanos hasta pasados cien años —explicó
Ángela—. He tenido tiempo de aprender un montón de
cosas sobre los magoduendes desde que estoy aquí. Les
encanta hablar de ellos mismos.
—¿Y por qué no te has marchado ya? No deberías

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aguantar que te traten como a una esclava —opinó Eusebio
indignado.
—Si salgo de la casa me convertiré al instante en una
estatua de piedra. Es un conjuro que lanzaron sobre mí hace
años y es casi imposible de romper. Además, no tengo
adónde ir. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, siempre he
vivido aquí.
—Te equivocas, Ángela. No siempre has vivido aquí —dijo
entonces Eusebio, el cual, desde el mismo momento que la
muchacha les había revelado su nombre, llegó a una
conclusión acertada: la prisionera de aquellos maléficos
seres llamados magoduendes era la desaparecida nieta de
Teodoro Rayuela, el anciano que les había encargado que
cuidasen de un banco en el parque un par de meses atrás—.
Mira estas fotos de mi teléfono, por favor. Tal vez alguna de
ellas te traiga a la memoria algún recuerdo.
Ángela tomó el teléfono y contempló las fotos que
Eusebio había hecho en el parque. En ellas aparecía el
estanque de los patos donde había sido vista por última vez,
la glorieta donde se ponían los vendedores de helados y
golosinas, y una panorámica de la explanada donde los niños
se entretenían dándole de comer a las palomas. Ángela
pasaba las fotos una a una sin aparente reacción hasta que,
de repente, observó la última con especial atención. En la
instantánea salía el banco donde Teodoro había estado
esperando a su nieta desde el mismo día de su desaparición.
La expresión de su rostro pasó de la indiferencia a una
emoción apenas contenida. Un par de lágrimas resbalaron
por sus mejillas.
—Ahora lo recuerdo todo. Mi abuelo solía llevarme a

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pasear a un parque muy bonito. Él se sentaba en un banco
exactamente igual a este mientras yo jugaba.
—Fíjate bien ahora en el hombre de esta fotografía —le
pidió Eusebio con delicadeza.
Ángela fijó su mirada en el anciano de mirada triste y
vestuario andrajoso. Al principio no sucedió nada, pero
después su corazón le dio un vuelco. Acababa de reconocer a
su querido abuelo.
—¿Cómo he podido olvidarlo a él y a mi familia todos
estos años? —se preguntó.
La joven rompió a llorar desconsoladamente. Eusebio la
rodeó con sus brazos tratando de calmarla.
—No te culpes, Ángela. Está claro que todo ha sido culpa
del conjuro que te lanzaron esas ruines criaturas —conjeturó
Paulino—. Si llego a saberlo antes le rapo algo más que el
pelo de su cabeza a ese tal Tragalón.
—Ven con nosotros, Ángela —dijo Eusebio—. Te
llevaremos de vuelta con tu familia. Y avisaremos a la policía
para que se encargue de tus secuestradores. Vaya, al menos
de los dos que siguen en la casa.
—¡No, no. Es imposible! —exclamó Ángela con
desesperación—. ¿No os habéis enterado de lo que os he
dicho antes? Si pongo un pie fuera de esta casa me convertiré
irremediablemente en una estatua de piedra. Los
magoduendes me secuestraron para que fuese su sirvienta , y
eso es lo que seré toda mi vida.
—Paparruchas —dijo Paulino—. Acabaré con los otros
dos magoduendes del mismo modo que lo he hecho con ese
tal Tragalón.
—Claro, eso es —apostilló Eusebio—. No entiendo de

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conjuros, pero seguro que librándonos de los tres
magoduendes desaparece el que te mantiene ligada a ellos.
Les cortaremos el pelo a los dos que quedan y listo.
Las enérgicas palabras de Paulino y Eusebio elevaron el
ánimo de Ángela. Era la primera vez en muchísimos años
que alguien se ofrecía para ayudarla, en vez de tratarla como
a una esclava. Estaba harta de verse obligada a cocinar, lavar,
planchar y coser todo el día para los magoduendes. Y ahora
que había recordado de repente que tenía una familia propia
no podía dejar de pensar en volver con sus seres queridos. No
obstante, su incipiente optimismo desapareció de un
plumazo al considerar la dificultad que entrañaba
desembarazarse de los dos magoduendes que todavía
residían en la casa.
—De nada serviría cortarle el pelo a Matarratas y a
Cazagatos —arguyó—. Cada magoduende tiene su propio
punto débil. Tú, Paulino, tuviste una inmensa suerte
descubriendo sin saberlo el talón de aquiles de Tragalón.
—Hablas como si supieras cuál es la forma de librarse de
los otros dos magoduendes —dijo Eusebio.
—Naturalmente que lo sé. Siempre han sido unos bocazas
y unos engreídos. Cazagatos se jactaba de ser el mejor
ajedrecista del mundo. Suele decir que se marcharía a su
tierra si alguna vez perdía una partida, pero que eso nunca
pasaría. Ya os digo que la confianza en su sabiduría no tiene
límites.
—¿Y qué pasa con Matarratas? ¿Qué deberíamos hacer
para fulminarlo? —preguntó Paulino.
—Ese no soporta la música —refirió Ángela—. Bueno, si
procede de la radio aún la tolera un poco; pero una vez pasó

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por delante de la casa una banda de música y casi se derrite.
Se puso frenético. Después escuché cómo le decía a
Cazagatos que había tenido suerte, porque la banda no llegó
a tocar la sucesión de notas musicales que hubiera acabado
con él. Dijo que eran quince notas tocadas en un orden
determinado, pero no sé cuál es ese orden.
—Pues sí que está complicada la situación. Hay millones
de posibilidades —valoró Paulino.
—¿Y dónde se encuentran ahora mismo Cazagatos y
Matarratas? ¿Por qué no los hemos visto aún? —preguntó
Eusebio a la nieta del señor Rayuela.
—Les gusta dormir hasta tarde enterrados en el jardín,
igual que hacía Tragalón cuando Paulino ha interrumpido su
sueño. No despertarán hasta que huelan el almuerzo que les
estoy preparando. Lo único que les gusta más que dormir es
atiborrarse de comida.
—Bien, esto es lo que vamos a hacer, Ángela —propuso
Eusebio—. Paulino y yo vamos a marcharnos ahora, antes
que esos dos rufianes despierten. Compórtate como si no
supieses qué ha pasado con su compañero, diles que estabas
en la cocina y que no te enteraste de nada.
—Pero... —empezó a protestar tímidamente Ángela.
—No te preocupes —la tranquilizó Eusebio—.
Volveremos dentro de dos días. Se me acaba de ocurrir un
plan que te liberará de tu cautiverio y mandará al garete a tus
captores.
—¿Y qué pasa con el concurso?
—Lo dejamos, Paulino. Esto es mucho más importante.
Además, en el rato que hemos pasado aquí nuestros rivales
nos han debido sacar mucha ventaja. Iremos ahora mismo a

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presentar nuestra renuncia.
—Bueno, es una pena —se conformó Paulino—. Pero
tienes razón. Liberar a Ángela es mucho más importante que
mi batería.
—¿Qué es eso de la batería? —preguntó Ángela.
—Ya te lo contaremos —dijo Eusebio—. Es toda una
historia. Ahora debemos irnos; pero antes te dejaré el
teléfono para que llames a tu abuelo. Ni te imaginas lo que
ha hecho todos estos años para encontrarte.
—Lo vas a hacer inmensamente feliz —comentó Paulino
—. Coméntale que la idea de la foto del banco ha
funcionado. Él sabrá de lo que hablas.

5
El plan

Ángela no pudo dormir bien las dos noches siguientes.


Temía que Eusebio y Paulino no cumplieran la promesa que
le hicieron de regresar para acabar con su maldición. A
medida que avanzaban las horas del día convenido, se fue
poniendo más y más nerviosa. A cada rato salía al jardín para
asegurarse de que los dos magoduendes seguían dormidos,
enterrados en sus rincones favoritos; a continuación, se
asomaba a la ventana de la cocina anhelando ver aparecer a
los dos muchachos.
A las dos de la tarde había perdido la esperanza. Fue al
jardín y vio que dos montículos de tierra se removían como
si dos gusanos gigantes se agitaran en su interior. Ángela

63
suspiró y luego se dirigió a la cocina para poner la mesa y
servir los platos de sopa de guisantes con berzas que había
preparado.
Sin tomarse el tiempo de lavarse la cara y las manos, con
las ropas llenas de tierra y hojarasca, Cazagatos y Matarratas
se sentaron a la mesa saludando a Ángela con simples
gruñidos y gestos con sus cabezas. Desde la desaparición de
su compinche Tragalón, a la que aún no habían podido
encontrar una explicación convincente, se mostraban más
desconfiados y groseros que nunca. La joven se sentó a
comer al otro extremo de la mesa, pues sentía verdadera
repugnancia por los toscos modales de aquellas sucias
criaturas.
Estaban a punto de terminar de comerse la sopa cuando
llamaron al timbre de la puerta. Ángela iba a levantarse,
pero Cazagatos la detuvo.
—Yo salgo —anunció escupiendo un guisante—. Me
encanta espantar a esos vendedores a domicilio.
Saltó al suelo desde su taburete. Los pantalones cortos
que usaba dejaban ver sus huesudas y diminutas piernas.
—Ja, ja —se rio Matarratas—. Haz que llore como una
niñita, compañero.
Sonriendo maliciosamente, Cazagatos se dirigió a la
puerta de entrada. Como no alcanzaba al picaporte, metió la
cabeza por la gatera. Hacía años que el pequeño agujero de
la puerta era utilizado solo por los magoduendes.
Al otro lado de la verja se hallaban Paulino y Eusebio,
disfrazados con uniformes de repartidores de una ficticia
pastelería. Entre los dos acarreaban una carretilla con una
gigantesca tarta de nata envuelta con papel transparente y

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un enorme lazo rojo. Al ver la cabeza del magoduende
asomando por la gatera, Paulino susurró a Eusebio:
—Es todavía más feo que el que vi en el jardín.
Poniendo una falsa cara de amabilidad, Eusebio se dirigió
en voz alta a Cazagatos, quien se había quedado sorprendido
al descubrir que no se trataba de los habituales vendedores
a los que estaba acostumbrado a asustar.
—Señor, ha sido usted agraciado con esta magnífica tarta,
gentileza de la pastelería La Guinda, que acaba de abrir su
establecimiento en este barrio. ¿No le parece increíble,
señor? Este obsequio pretende demostrar a los vecinos que
la pastelería La Guinda es la que tiene los dulces más
exquisitos y económicos de la ciudad. No lo rechace, se trata
de una ocasión única.
La verborrea de Eusebio no convenció tanto al
magoduende como el aroma a vainilla y chocolate que le
llegaba hasta su nariz.
—¿Y dices que no tengo que pagar nada por esa tarta
gigantesca? No me estarás engañando con algún truco sucio
de vendedor, ¿verdad? Porque si es así te vas a enterar —
amenazó a Eusebio sacando todo su cuerpecillo por la gatera
e irguiéndose de manera ridícula en el porche.
—Gratis total —le contestó Paulino, presintiendo que el
magoduende estaba a punto de picar el anzuelo—. Ábranos
la puerta y le dejaremos la tarta donde usted prefiera.
—Además —añadió Eusebio—, recibirá un vale de
descuento para sus compras en La Guinda.
—Vale, vale. Voy a abrirles —dijo Cazagatos avanzando
hacia la verja—. Llevad la tarta por ese camino y entradla por
la puerta de atrás, que da a la cocina.

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Una vez que les hubo abierto, se dio la vuelta y corrió a
meterse por la gatera. Los magoduendes son desconfiados
por naturaleza.
Cuando entraron la carretilla por la puerta de la cocina,
Eusebio hizo un gesto de complicidad a Ángela, que la
muchacha comprendió enseguida. No debía hacer nada que
los delatase ante los dos magoduendes.
—La tarta me la han regalado a mí, ¿me oyes? —le dijo
Cazagatos a Matarratas—. Así que no se te ocurra acercarte a
ella para darle ni siquiera un mordisco, o tendrás que
vértelas conmigo.
—No puedes quedarte la tarta para ti solo. Esta casa la
conseguí yo, así que tengo derecho a todo lo que hay en ella
—respondió Matarratas observando de reojo y con envidia el
enorme pastel que Paulino y Eusebio dejaban junto a la
mesa.
Mientras los dos magoduendes se enzarzaban en una
discusión infantil y egoísta, Paulino y Eusebio aprovecharon
la ocasión para tomar posiciones en las dos puertas de acceso
a la cocina. Ángela se dio cuenta de lo que estaban haciendo
y cerró disimuladamente la ventana al jardín. Sin ser
conscientes aún de la trampa en la que habían caído,
Matarratas y Cazagatos continuaban peleándose por la
posesión de la tarta.
Entonces, un silbido de Paulino dio comienzo al plan
urdido por Eusebio. La tarta, cuyo armazón estaba hecho de
madera, se abrió y de ella salieron Leo Con Suerte y la
señorita Cecilia Moraleja. Leo llevaba bajo el brazo un
tablero de ajedrez y una caja con fichas, mientras que la
señorita Cecilia iba con el clarinete pegado a sus labios.

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Los dos magoduendes dieron un respingo a causa del
sobresalto. Intentaron huir despavoridos, pero no tenían
hacia donde. Paulino sujetó a Cazagatos y Eusebio hizo lo
propio con el cobarde Matarratas. Luego los inmovilizaron,
atándolos con cuerdas a dos sillas.
—Ahora, señorita Cecilia. Ya puede tocar esas notas —
dijo Eusebio.
Matarratas se puso terriblemente nervioso al escuchar esa
orden, intuyendo cuál era el propósito que traían aquellos
asaltantes; pero Cazagatos se puso a reír con soberbia.
—Ja, ja. Eres una ilusa, Ángela. Es obvio que te has ido de
la lengua, pero te has hecho amiga de gente muy crédula.
Podemos estar años aquí hasta que den con la combinación
precisa de notas.
Pasando olímpicamente de aquella advertencia, Leo dejó
sobre la mesa el tablero de ajedrez y la caja de fichas para
sacarse del bolsillo un pedazo de papel en blanco y un lápiz.
Garabateó algo y después le pasó el papel a la señorita
Cecilia.
—Toca esto, por favor —le rogó con un tono de voz
amable y confiado.
La señorita Cecilia tomó el papel dedicándole a Leo una
amplia sonrisa. Estudió la secuencia de notas musicales que
Leo había anotado y luego se llevó la boquilla del clarinete a
los labios. Cuando terminó de interpretar la breve melodía,
Matarratas se evaporó en su silla, desapareciendo ante la
vista de todos como si nunca hubiera estado allí.
—¿¡Cómo es posible!? ¿¡Qué tipo de magia es esta!? —
exclamó sobrecogido el único magoduende que quedaba en
la casa.

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—No es ninguna magia —le aclaró Paulino—. Ha sido
solo cuestión de suerte. De la mejor. Aquí donde le ves, Leo
es la persona con más suerte del mundo. Él ha elegido las
notas como si hubiera estado rellenando un boleto de
lotería. Y mira por donde, ha hecho un pleno. Chúpate esa.
—Y ahora voy a retarte a una partida de ajedrez. A ver si
mi racha continúa —dijo Leo Con Suerte—. Quiero que
pagues por todo el sufrimiento que has causado a esta
muchacha inocente durante años.
Cazagatos sintió un escalofrío recorriendo su cuello, pero
pronto recuperó su habitual altanería.
—Ja. La suerte no te serviría de nada en una partida de
ajedrez. No se trata de un juego de azar, estúpido. Mi sentido
de la lógica y la estrategia acabarían con tu suerte en unos
pocos movimientos. Además —añadió con petulancia—,
nunca me rebajaría a jugar contigo.
—Pues es una pena, Cazagatos —dijo Eusebio—.
Estábamos dispuestos a hacer un trato contigo.
Cazagatos se revolvió inquieto en su silla.
—¿Un trato? ¿A qué te refieres?
—Habíamos pensado —prosiguió Eusebio—, que si
derrotas a Leonardo en una partida te dejaríamos libre.
Viendo una pequeña luz a su desesperada situación, el
magoduende calculó que se abría ante él una excelente
oportunidad.
—Umm.. y si acepto jugar esa partida, ¿os marcharéis
todos?
—Te lo garantizo —le prometió Eusebio—. Todo volverá a
ser como antes.
Ángela se estremeció. Si Cazagatos ganaba esa partida,

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ella no podría salir de la casa sin convertirse en una estatua
de piedra. Le pareció que el plan, cualquiera que fuese, no
estaba resultando como ella esperaba. Pero entonces vio que
Paulino le guiñaba un ojo y que la señorita Cecilia le hacía
un gesto tranquilizador con la cabeza.
—De acuerdo, jugaré. Desatadme —accedió finalmente el
magoduende.
Leonardo colocó las fichas sobre el tablero y dejó que
Cazagatos se quedara con las blancas. El magoduende inició
la partida moviendo un peón. Quince movimientos después
estaba acorralado, sudando y temblando de ira e impotencia.
—Jaque mate —le anunció su contrincante con
naturalidad, como si no le hubiese costado ningún esfuerzo
llegar hasta ese punto.
—¿Cómo... cómo es esto posible? —balbució
lastimosamente el magoduende—. No, me niego a creer que
haya sido vencido por un tipo que solo tiene suerte.
Lentamente, empezaba a desvanecerse en el aire. Antes
de desaparecer, tuvo tiempo de escuchar la explicación de
Leonardo.
—Por eso has perdido, amigo. Tu soberbia te ha hecho
caer en un exceso de confianza. Pensaste que te enfrentabas
a alguien que solo contaba con la suerte de su lado. Pero yo
también sé jugar bien al ajedrez. Fui dos veces campeón
regional juvenil. Bye, bye, saludos a tus colegas.
—Ja, ja. Muy buena esa, Leo —explotó de felicidad
Eusebio.
Liberados de la tensión, todos se echaron a reír como
niños. Se abrazaron y se felicitaron mutuamente por el éxito
del plan. Ángela no cabía en sí de gozo. Corrió a su

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habitación para recoger la maleta, en la que había guardado
todas sus pertenencias la noche anterior. Cuando bajó la
estaban esperando todos en la puerta; en la calle había varias
personas expectantes, a quienes Ángela no reconoció al
principio. Con timidez, se acercó a ellas hasta que la
embargó un sentimiento de afecto y familiaridad. Su abuelo
fue el primero en abrazarla y cubrirla de besos. Su madre la
cogió de la mano y se la apretó con fuerzas; no estaba
dispuesta a soltarla nunca más. El padre y los hermanos de
Ángela rodearon a los tres, y toda la familia se fundió en un
emotivo y largamente esperado abrazo. La pesadilla había
concluido.

LKJ

Dos semanas después, Paulino y Eusebio se hallaban


sentados en la cafetería de un centro comercial, decidiendo
qué harían para no aburrirse la tarde de aquel sábado.
Eusebio recibió un mensaje en su teléfono. Cuando terminó
de leerlo, sonrió complacido.
—Es de Leonardo.
—¿Y qué dice? —preguntó Paulino.
—Nos da las gracias por presentarle a la señorita Cecilia.
Dice que es una chica estupenda y que va a pedirle que se
case con él.
—Ha sido todo un flechazo. A la señorita Cecilia también
se la ve muy enamorada.
—Opino lo mismo. Leonardo también dice que ahora sí
que se siente de verdad el hombre más afortunado del
mundo. Hoy ha invitado a la señorita Cecilia a un concierto

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de cuencos tibetanos. Hablando de conciertos, ¿cuándo
vamos a ir a la tienda del señor Thorpe para comprar tu
batería? Ya hace dos semanas que Leonardo te dio el cheque
para que hicieras realidad tu sueño.
—Ah, eso —carraspeó Paulino—. El caso es que ya no
tengo el cheque.
—¡¿Quéee?! ¿Lo has perdido?
—No, no es eso. Se lo he entregado a las monjas que
llevan el comedor benéfico del barrio. Pensé que ellas lo
emplearían mejor que yo convirtiéndome en un baterista
malo.
Eusebio se quedó pasmado. Aquellos gestos inesperados y
espontáneos que tenía Paulino de vez en cuando le
recordaban por qué era tan valioso como amigo.
—¿Malo? Yo diría pésimo —bromeó con él tras encajar la
noticia.
—Ja, ja. Seguro. Oye, Eusebio, ¿no te has enterado de
ningún trabajillo más que podamos coger? En el comedor
me dijeron que siempre están necesitados de donativos.
—Al venir para acá vi un pasquín pegado a una farola de
una empresa que buscaba vendedores de enciclopedias a
domicilio.
—No parece el trabajo más divertido de la historia —
opinó Paulino.
—Bah —replicó Eusebio—, seguro que nosotros
acabamos convirtiéndolo en toda una aventura.
—Ja, ja. Ya te digo. Anda, vamos a buscar esa farola.

Fin
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