Aunque sé que a mí –y en especial a mis compañeros- no nos hace demasiada gracia
ahondar en nuestro pasado y además, abrir nuestro presente. Pero pienso, fervientemente, en realizar bien este trabajo. Al menos, agregándole el estilo que siempre me ha caracterizado desde infante. Pero, la mejor manera de explicar esta historia, es comenzando desde el momento en el que todo comenzó: Mis padres se conocieron en una fiesta. Liliana, su hermana mayor, trabajaba en ese entonces con una compañía de calzado, en donde también concurría mi padre. Según ellos, la atracción fue casi instantánea, pero factores como rumores y suposiciones, las cuales no vale la pena comentar, hicieron que mi madre se esperara más de tres meses para aceptar sus sentimientos. El sueño de ella siempre había sido tener una hija, y en sus dos anteriores relaciones no lo había logrado. Tenía 35 años, y pocas expectativas de conseguir ese sueño, hasta que llegó mi padre. Fueron de esperar dos años, hasta el día en que mi mama recibió la maravillosa noticia de que me esperaba en su vientre. Al ser madre primeriza, dependía indudablemente de mi abuela materna, su madre. En causa de que mis abuelos paternos habían muerto varios años antes, ella tuvo que afrontar esa situación, solo con la ayuda de mi abuela y una colaboración ocasional de mi padre, quien tenía además de mí, otros dos hijos por los cuales preocuparse. Asistió el día en que nací, después de que mamá pasará dos meses internada en un hospital por sangrado. Todos creían que, si no moría yo, lo haría ella. Fue un embarazo difícil, pero ella insiste en que no se arrepiente del dolor. Y si ella no se arrepiente de eso, mucho menos tendría que hacerlo yo. Siempre de pequeña quería pensar que mi nombre provenía de una fuerza externa y magnifica, hasta que por un trabajo de la escuela –parecido a este-, me comentó que había escuchado el nombre Mariana una vez en su oficina. Así que, hace casi catorce años, el día en que nací, fui conocía como Mariana Pérez Vargas. Y desde ese momento comenzó mi historia para contar. Crecí rodeada de música antigua, cantantes de plancha, y mucha papilla natural por parte de mi abuela. Cantaba las letras clásicas que salían a borbotones de los altavoces de la radio, y disfrutaba pensando que mi vida sería así en casa. Consecuente a mi aumento de edad, y la necesidad de entrar a un preescolar, desde que tengo memoria había tomado clases particulares con una vecina. Profesora de Lenguaje retirada, me enseñó a gran corta edad como leer, escribir, deletrear, y conjugar verbos. Jamás olvidaré el día en el que llegué al preescolar, y era la única que no gateaba todo el día, y podía al menos leer tres párrafos de una fábula sin morir en el intento. Hace muy poco, le pregunte a mi madre como era yo de infante, al solo poder recordar alguna que otra cosa traumática y poco digna de recordar. Me dijo, entre risas, que toda mi familia se había acumulado fuera del Jardín Corazón De María, con expectativas de ver la despedida llena de lágrimas que quería mi madre. Ella, llorando, me dejó en la entrada del jardín, sin poder soltarme del uniforme. Me contó que yo trataba de alejarme, y le gritaba que me soltara porque quería entrar al jardín. No lloré, ni me hice un ovillo, o siquiera extrañé a mi familia a gritos. Pasé mis días en el jardín como, podría denominársele, una marginada social. Muy pocas personas creen que el bulín comienza mientras nos hacemos grandes, pero mi experiencia con él fue muchos años antes de siquiera saber lo que eso significaba. Fui apodada como inteligente, nerd, rara y muchos otros, gracias a diferentes aspectos físicos y de conocimiento que contraje desde esa edad hasta mis días recientes. No recibía golpes, o insultos, pero si mucha exclusión y abandono por parte de mis compañeros. Aunque hay unos dos o tres que realmente valían –y valen- la pena, actualmente solo mantengo contacto frecuente con uno. Esa misma persona, después de haber sido “humillada”, o más bien algo tomada del pelo, pidió perdón y se convirtió en una persona muy importante para mí. Su historia es muchos más complicada que la mía, pero nos entendemos. Ya después de pasar por los recuerdos de mi infancia, ahora llegamos a la segunda etapa de mi vida: Primaria. Lugar para nuevos comienzos, y además, nuevas amistades.
Desde pequeña siempre había tomado la decisión de ser independiente de mi madre
en lo que constaba de académico. Jamás pedí ayuda para mis tareas, y pasaba horas y horas en la biblioteca del barrio, leyendo y estudiando. Fui la mejor estudiante en la mayoría de los años, y me orgullece decir que mi personalidad sigue siendo la misma. Decidí por interés propio, que jamás volvería a pensar en lo que me sucedió ahí en esa etapa, por muy concurrente y razonable que fuera. Tuve un tiempo en primaria donde toda mi vida se volvió negra. Ya no disfrutaba las cosas como antes, me sentía excluida del mundo por pate de mi madre, y la verdad sobre mi familia llovió delante de mis ojos. No descubrí que tenía un hermano hasta que cumplí 8 años, cuando mi padre lo trajo el 1 de Junio en la tarde, mientras toda mi familia celebraba mi cumpleaños. Para ese entonces, él tenía veinte años, y sabía de mí desde hace un par de años, cuando cumplió la mayoría de edad. Fue una visita de 15 minutos, en donde yo no podía levantar la vista de mis pantalones negros. Lo único que recuerdo de ese día es lo nerviosa que estaba. También el hecho de que mi mamá se enojó mucho conmigo por darle descripciones tan vagas sobre lo que sentía. Pero siempre había tenido una confusión total en mis sentimientos. Me aflijo terriblemente en momentos que no merecen mis lágrimas, y cuando son pérdidas o momentos excitantes, sentía un muro de granito que me separaba de mis sentimientos, volviéndome una persona insensible desde pequeña. Puede que lo que me salvó en ese entonces fue la música. Me regalaron a los nueve años un Mp3 muy pequeño, del tamaño de mis ojos. Conocí entonces nuevos géneros de música, nunca dejando de lado los ritmos con los cuales me desarrollé. Entonces, la música se convirtió en mi método de escape y calma. Así pasé mi tercer año, hasta que en cuarto una novedad pasó. A todos nos habían revuelto de salón, y chicas con las que jamás había hablado comenzaron a relacionarse conmigo. Entre ellas, muchas con las que hasta ahora mantengo contacto. Esos dos últimos años de mi vida, fueron los mejores que podía una chica pedir. Pero siempre había algo en mí que me decía que ese lugar no era para mí. Yo deseaba algo más. Y fue entonces cuando cambié de escuela, con mi nueva y creciente afición por los libros. Llegué a mi actual colegio como una pequeña niña reprimida, sin un rasgo de miedo en sus movimientos, aunque insegura por dentro. En sexto grado conocí a los compañeros que, espero, me acompañen en todos los años que faltan de Bachillerato. Conocí a mi grupo de amigos, varios muchachos que han estado conmigo en la mayoría de descansos. Antes de que comenzara a relacionarme más con las chicas, hacíamos partidas de videojuegos en la terraza de arte. Una hora diaria de risas y gritos al ganar y perder partidas fue, en resumidas cuentas, mis dos primeros años de bachiller. Aunque hubieron un par de acontecimientos que, externos a cualquier poder mí, tuvieron la instancia de ocurrir y quedar enterrados en algún lugar de mi memoria, en donde solo accedo cuando es necesario. Y aunque es agradable escribir y desahogarme sobre mi propia vida, no me parece apropiado comentarlo. Terminé esos dos años, y el segundo con novio. Fue la decisión más fácil de mi vida, y de la cual me arrepiento diariamente. El error más común de las chicas de mi edad, y el cual yo me había prometido alejarme, era enamorarnos sin conocer completamente a la otra persona. Me enamoré de un chico sin escuchar a mis amigas, que aunque estaban felices de que me gustara alguien, las cosas que escuchaban y veían de él no las convencía de inmediato. Una semana después del noviazgo, supe que había hecho algo mal. No estaba preparada, pero quería estarlo. Di mi primer beso con un chico que, la verdad, lo único que generaba en mi era atracción por nuestras parecidas personalidades. No me arrepiento del beso, pero si de lo demás. Cuando rompimos –e incluso mientras estaba en la relación-, sentí de nuevo el muro de sentimientos. No lloré, o me preocupé, o tan siquiera sentí algún interés por saber sus razones por terminar conmigo. Solo me mentalicé que, oficialmente, estaba sin nadie. Lo cual fue reconfortante, hasta que pasaron las vacaciones y me vi obligado a verlo de nuevo. No me apena decirlo, ya que no es secreto el hecho de que, aunque lo ignore, no puedo negar que me afecta verlo de vez en cuando. Ahora, en este año, varias cosas han pasado muy de repente. En año nuevo conocí a mi hermana de 19 años, y semanas antes mi perro murió. Ese día, sorprendentemente, si reaccioné como una persona sensible lo haría. Lloré hora y media en el bus hacia mi casa, y estoy luchando contra la falta de mi amigo inseparable con mucho sarcasmo. Pero el día en que estuve con mi hermana, aunque me sentía emocionada, mis expectativas se redujeron a conformarme con que ella y yo somos más diferentes de lo que esperaba, considerando que por fuera somos exactamente el mismo rostro. Hace dos años antes, había comenzado una iniciativa literaria en una plataforma de internet, la cual volví a retomar más fervientemente este año. Me volví a hablar con las chicas con que practicaba rol, un deporte informático muy divertido y agradable. Conocí a chicas y chicos que compartían mi pasión por las series, libros, películas y géneros musicales; así mismo como muchos otros que, aunque muy diferentes, congeniamos y la pasamos bien. Aseguro que este escrito, puesto en su totalidad con mi estilo y prosa literaria, es verídico y sin ninguna falsedad. Puede que muchas chicas se engañen con sus sentimientos, pero yo no suelo ser de esas. Soy sincera en mis propias cosas, y desahogarme en este ensayo autobiográfico fue, hasta ahora, la mejor asignación que podría hacernos usted, maestro o psicólogo/a. O al menos para alguien como yo.