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Rossemberg Patiño Flórez

02 de septiembre de 2020

Reflexión escrita no. 6 - El pueblo de la misión el pueblo elegido de Dios (elegido

para bendecir)

Usted tiene setenta años.

El Señor ha coronado su vida de buena salud y usted considera que podría seguir

volando machete en el servicio cristiano por unos años más. Sin embargo, después de una

larga trayectoria de servicio en una o más comunidades colombianas, usted ha decidido que

es hora de pensionarse y dejar el peso y el privilegio del liderazgo a otros.

La gran satisfacción de su vida es que le ha sido posible moldear una comunidad

colombiana de seguidores de Jesús que uno puede describir como genuinamente

abrahámica. Ellos realmente viven—tanto en el sentido ‘interior’ de comunidad como en

términos de su impacto exterior en otros—como una gran bendición en su entorno y aún

más allá. La misión de Dios se ha encarnado en ellos.

Lo que más le asombra es que esta comunidad no se ha desarrollado en ‘buenos

tiempos’. Nunca ha sido fácil. Al contrario, su comunidad de seguidores de Jesús echó

raíces y floreció en un contexto de conflicto armado, turbulencia política y dificultades de

toda índole.

Solo Dios pudiera hacer esto…

Describa esta comunidad abrahámica de bendición que usted puede imaginar y que le ha

tocado servir a lo largo de muchas décadas que en la realidad no se han dado todavía, pues

usted es joven. ¿Quiénes son? ¿Cómo son? ¿Qué hacen? Etcétera.


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Mi comunidad de fe ha crecido significativamente en todos los aspectos. Aún recuerdo

mi primera incursión a su locación en un barrio marginal en la ciudad de Medellín. Para

llegar allí debía cruzar dos de las mal llamadas “fronteras invisibles”. Gracias a Dios “los

muchachos” se familiarizaron pronto con nosotros, dos misioneros jóvenes estudiantes de

seminario que anhelaban ver la realidad del Reino de Dios en la vida de esta comunidad.

Nuestro grupo estaba conformado, en sus inicios, por una comunidad de

afrodescendientes provenientes del Chocó, del Bajo Cauca antioqueño y de Buenaventura.

La violencia los había arrancado de sus tierras natales y los había arrojado en lo que ellos

consideraban una tierra llena de oportunidades para sus hijos. La violencia era cruel. Los

continuos enfrentamientos entre guerrillas, paramilitares, bandas dedicadas al narcotráfico

y las fuerzas estatales los habían ubicado en el centro del conflicto dejando en ellos y sus

generaciones una huella de dolor, decepción y desesperación.

Sin embargo, las cosas en Medellín no fueron siempre como soñaron. Al llegar se

enfrentaron a nuevos desafíos. Ellos no eran bienvenidos en los centros urbanos y por lo

tanto una vez más se enfrentaban al desplazamiento. Esta vez no era por la violencia de

grupos armados, ahora era una violencia distinta: el desamor y la desconfianza. Esta nueva

violencia los desplazó hacia los márgenes del territorio paisa, hacia los barrios subnormales

donde difícilmente serían tenidos en cuenta por el Estado. Pero ellos ya estaban

acostumbrados al olvido y se armaron de valor para sacar a sus hijos adelante.

Las primeras en conseguir empleo fueron las mujeres. Ellas debían trabajar todo el día

como empleadas de servicio doméstico y con un sueldo miserable, pero era lo único que

podían hacer. Esta dinámica trajo consigo más desafíos nuevos. Los niños, que quedaban

sin la supervisión de sus madres, y más adelante de sus padres (quienes se dedicaban a la
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construcción, talleres de mecánica, y algunos cayeron en manos de grupos delincuenciales)

quedaron a merced de las drogas, las bandas delictivas que con falsas promesas los

seducían y la creciente ola de embarazos en adolescentes.

Esta comunidad necesitaba profundamente a Dios y su reino siendo realidad en sus

vidas. Por eso me enamoré de esta comunidad, porque Dios se hacía cada vez más real en

ellos. El inicio fue duro, como todos los inicios. Empezamos trabajando con niños. Estos

niños eran sumamente especiales. Tenían la facilidad de llenar el lugar donde nos

reuníamos y nos esperaban puntualmente. Después de ellos –y gracias a ellos– iniciamos un

grupo de jóvenes. Muchos de ellos hacían parte de las bandas delictivas y consumían

drogas. Pero la gracia de Dios hizo que se acercaran a nosotros, que confesaran su pecado y

que rogaran por el perdón de Dios. Lo más difícil fue llegar a los adultos. Ellos no tenían

tiempo para nosotros y se escudaban detrás de un catolicismo meramente nominal.

Así nació nuestro proyecto de iglesia. Sería una iglesia totalmente diferente y quizás se

podría cuestionar mucho su liturgia, pero estábamos convencidos de que Dios nos dirigía.

Nuestra iglesia sería un centro de formación familiar. Iniciamos con clases de música para

los niños, adolescentes y jóvenes. Esto fue posible gracias a que desde mi juventud me

empeñé en aprender música. Dictábamos clases de guitarra, piano y canto. Las clases eran

acompañadas de un discipulado cristiano y del curso “constructores de paz”. Nuestros

jóvenes pronto se convirtieron en apasionados predicadores del evangelio. La música

urbana les permitió llevar el mensaje de Jesucristo a toda la localidad. Los padres, cuando

vieron a sus hijos transformados, comenzaron a llegar poco a poco. En este lugar había un

avivamiento.
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Uno de los grandes logros de esta obra fue la conversión de un joven comerciante. Este

se entregó al Señor con todo lo que poseía, literalmente todo. Dispuso de sus recursos para

arrendar un mejor lugar, compró los primeros mobiliarios que servirían a la comunidad y

sus ofrendas empezaron a sostener la obra. Poco a poco más como él se embarcaron en este

hermoso proyecto. Mediante convenios con centros de formación pudimos brindar un

evangelio integral que proveyó oportunidades para el desarrollo espiritual, personal y

profesional.

Hoy, a mis setenta años y listo para hacerme a un lado, la comunidad de fe es un modelo

de transformación social. La alcaldía y la gobernación han reconocido que Dios ha usado

nuestra comunidad para construir paz en esta comuna de Medellín. La criminalidad ha

bajado, las bandas se desmovilizaron. Los que antes eran actores armados hoy sirven al

Señor y a su comunidad. Incluso en párroco que al principio usaba sus sermones para

atacarnos se ha convertido en nuestro amigo. Los sueños de un futuro mejor se han hecho

realidad en la vida de estas personas. Sus padres murieron felices y ahora ellos tienen

mejores oportunidades que brindar a sus descendientes. Sin duda esto es una obra de Dios.

Los alumnos se han convertido en maestros, los discípulos son discipuladores, los

evangelizados son evangelistas. La obra crece porque es de Dios. Lo más impresionante de

esta hermosa transformación es la forma tan natural en la que ellos pueden expresar el amor

de Dios y encarnar su reino. No es un cristianismo fingido, no es una misión asumida a la

fuerza. La respuesta que ellos han tenido ante la verdad del evangelio ha sido tan natural

que han impregnado toda su vida de él. El evangelio es una realidad no solo en la iglesia.

Es real en sus colegios, es real en sus trabajos, es real en sus casas, es real cuando juegan,

es real en todo momento de sus vidas. Y esto no es gracias a dos seminaristas misioneros
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que una vez llegaron a ellos. Es gracias a que Dios los amó y les permitió crecer en ese

amor y abundar en toda buena obra. Por eso me puedo retirar tranquilo, puedo descansar

sabiendo que los líderes que continúan la obra aman a Dios y a su comunidad. Ellos lo

harán bien porque Dios está con ellos.

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