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CORRER LA LIEBRE

Cazadores en el granero del mundo

Ultimo recurso en el marco del desempleo rural, la caza de la liebre sostiene a unas 3000
familias. Zona vio cómo se arma en Azul, provincia de Buenos Aires, la cadena productiva que
lleva de la caza nocturna y semi legal hasta los sofisticados frigoríficos que la exportan
congelada a los mejores supermercados de Europa.

MATILDE SANCHEZ. De la Redacción de Clarín.


15 de julio de 2001

La caza de la liebre no es una curiosidad campestre contra un fondo de horizontes abiertos.


Para la vasta población de desocupados rurales, se ha convertido en una irónica explotación de
la pampa húmeda, alguna vez llamada "el granero del mundo". Y para los siete frigoríficos
liebreros de la provincia de Buenos Aires, multiplicados por los de Córdoba, La Pampa, Rio
Negro y Neuquén, se trata de una industria de cuantiosas ganancias, que prospera como
excepción a la crisis. Si bien la caza ha sido una práctica rural habitual, la penuria ganadera la
ha convertido en un eje económico insólito. La explotación de la liebre —¿o debemos decir su
cosecha, o bien, su masacre?— involucra de manera directa a 3000 familias.

Se trata de una economía rudimentaria. En la estación invernal, los desocupados rurales de


estas provincias practican la caza nocturna. La materia prima es entregada cada madrugada a
una cantidad de acopiadores y frigoríficos de carnes silvestres. Se trata de establecimientos
sofisticados y eficientes, donde rigen las normas estrictas de la Comunidad Europea. Las liebres
salen en cuartos, congeladas al vacío y en un packaging esplendoroso, directo a las góndolas
de Alemania, Francia, Austria e Italia. En vano el nativo hará huelga de hambre a sus puertas.
La liebre limpia no se vende en el país. Zona siguió todos los eslabones de la cadena que
conduce del desempleo al goulasch. No deja de ser una ácida ironía que el último recurso de la
miseria siga siendo correr la liebre, pero no para comerla, sino para proveer a los europeos de
su plato de Navidad.

De aprendiz a cazador

Los De Urrasa nacieron en Azul, en una familia de catorce hermanos. Martín, como su
hermano Paisa, lleva 24 temporadas de caza. Ambos empezaron a los 9 años asistiendo a su
padre, quien les enseñó a tirar. Cada uno formó su propio "equipo" de caza, su "unidad
productiva". Un equipo consiste en una camioneta, conducida por el cazador, dos
"reflectoristas", que viajan en la caja de la pick-up, y el "buscador", encargado de recoger la
presa: en otras palabras, el que oficia de perro. (En pueblos más prósperos, como Tandil, el
perro es interpretado por perros verdaderos, pointers y bretones). Hay en Azul unos 20
equipos que cazan entre las seis de la tarde y las siete de la mañana. Estos integran, sin
embargo, la "realeza" de los cazadores.

Hay, además, unas 50 parejas de "pateros" —por cazar a pie—, que buscan en campos
privados, con diverso grado de tolerancia y sigilo. Se trata de desocupados crónicos, no pocos
menores de edad, que viven en condiciones paupérrimas, alguna vez inconcebibles para la
Argentina. Son los cirujas de la pampa. En los bordes de la ley, son los más resistidos por los
chacareros, no sólo por cuestiones de seguridad (el sobresalto de los tiros y los focos en medio
de la noche, el daño a las alambradas). También operan en potreros donde suelen cazar los
peones asalariados, que se procuran así un salario extra: cinco liebres por noche representan
diez pesos más por día.

Carlos Marmouget, un acopiador de Azul, cazador durante 30 años, dice que la liebre le
permitió criar a sus siete hijos. Cada atardecer busca a los pateros y los va repartiendo por los
caminos, oficiando como una suerte de maestro mayor de obras. A la madrugada se reunirán
en un punto convenido y le entregarán la caza.

Marmouget cuenta la evolución del trabajo: La pareja caza a campo traviesa. Uno dispara, el
otro ilumina y recoge. Antiguamente el alumbrador cargaba la batería. Pero muchos se
desgarraban un hombro. Ahora es común cargar la batería en una bicicleta vieja, a la que se le
quitan los pedales. En la parrilla trasera va un fierro, que hace de percha para colgar la
zafra. Estos dúos pueden cazar hasta 40 liebres por noche, cada una con un peso de más de 4
kilos. Marmouget les paga unos 2,20 pesos por pieza. El precio es inferior al de los frigoríficos,
pero es al contado. La mañana de nuestra visita había reunido 400 presas en su cuarto
frigorífico. Parte sustancial de la cadena, día por medio su camión recoge de otros acopiadores
en Olavarría, Tandil, Cacharí y Tapalqué, y lleva las liebres hasta Mar del Plata, al
frigorífico Batán.

Los frigoríficos trabajan con un régimen laboral fuera de todo encuadre, lo que de todos
modos es celebrado. Las cargas empresarias se limitan a la entrega de cinco cartuchos por
liebre entregada y a un incentivo económico al cazador que se ha distinguido por su "cosecha".
En cuanto al marco legal de la actividad, un cazador ironiza: Sólo falta que nos pidan que
vistamos de blanco. Aunque las intendencias disponen licencias para la caza comercial (250
este año, con un arancel de 30 pesos), la legislación carece de realismo. Prohibe 1. cazar de
noche, 2. con faroles y mira telescópica, 3. en caminos vecinales. Bueno, sin estos tres
requisitos es imposible que un hombre les gane a las liebres.

El modus operandi del cazador motorizado varía según los acuerdos alcanzados con las
autoridades policiales. Donde hay una irregularidad y una política pragmática de crisis,
prospera el soborno. En Azul se dice que la "cuota" que cada equipo paga a la policía es de 100
pesos semanales, pero los cazadores lo niegan. Los frigoríficos seguramente también hacen su
aporte, si bien sus responsables lo desmienten. Este "canon" policial— dicen— tiene el efecto
de circunscribir a los equipos dentro de cada partido, cuando tradicionalmente la actividad
cubría circuitos interprovinciales. Cada partido con su cazador. Los policías, claro, tampoco se
privan de cazar.

Noche de caza

La puntería de los cazadores de campo es legendaria. En Azul aún se recuerda cuando al


cazador "Patana" Pitrelli, ordenanza del Banco Provincia, unos rivales le dibujaron el perfil
exacto con tiros en la camioneta. Martín De Urrasa coloca sin error cinco disparos en un
agujero previo, en una olla en los fondos de su casa. Es raro, no se trata de una familia de locos
de los fierros; sólo tienen una carabina. Aunque él también hace changas de mecánica, el
grueso de sus ingresos proviene de la liebre. Su hermano, el "Paisa", es pintor de obra, y
además karateca. Ambos emplean a sus hermanos menores como buscadores y
reflectoristas, para que la ganancia no se disperse, pero además para imponerles una
disciplina de trabajo. Los adolescentes que desertan de la escuela y no tienen trabajo corren
riesgos también en Azul. La rutina y la reciedumbre de la sociedad varonil son entendidas
como una normalización finalmente saludable.

La única liebre autóctona, leemos en el naturalista Guillermo H. Hudson, es la patagónica, o


mara, amenazada de extinción. La que nos ocupa es la lepus europaeus, o capensis, una
inmigrante traída en 1888 por Woeltje Tietjen, por entonces cónsul alemán en Rosario. Fue él
quien largó cuatro casales en la estancia La Hansa, cerca de Cañada de Gómez. En 1897 un
señor Sulpicio Gómez lo imitó, con ejemplares austríacos en campos de Tandil y San Luis. Las
liebres se reprodujeron encantadas. ¿Previeron la extinción en Europa? Es habitual oír que la
liebre es plaga. Lo fue desde 1907 y por años. De la década del 30 data el relato El cocobacilo
de Herrlin, de Arturo Cancela, una fantasía de exterminio bacteriológico. Su presencia
cotidiana en el campo atraviesa la literatura argentina, a menudo con ribetes fantásticos o
metafísicos. Una liebre dorada enloquece a los perros en un cuento de Silvina Ocampo. En la
novela La liebre, César Aira inventa la familia "legibreriana", el conejo de la ficción que escapa
al cazador de sentidos. La categoría de plaga se anuló en 1978. En 1980 se habilitó la caza
comercial.

La liebre no se conoce a sí misma como la conoce el cazador. Durante el día permanece en


descanso. Sale a buscar comida poco antes del atardecer, le gusta todo lo verde. Martín dice
que algunos factores la agilizan: la helada, la luna llena. Con viento, el bicho corre junto a las
alambradas buscando los pastos crecidos. Es entonces cuando hay más. 

En el campo el clima puede adoptar una variedad de matices en una noche. Se va la luz y el
equipo de Martín ya está en los caminos. Maneja a 30 km por hora. Atrás los dos jóvenes,
emponchados con lo que sea (tres pantalones, varios buzos y camperas, una frazada encima
cuyas cruces los hacen lucir como auténticos ranqueles), alumbran a los costados. En la cabina,
el buscador hace el mate en una garrafa. En la falda lleva lista su carabina 22 (alemana, de
marca Roger, de diez tiros). Más que al camino, atiende a la luz.

De pronto uno de los reflectores se le cruza con una seña. ¡Una liebre!, su foto favorita. Un
retrato con flash. Los ojos color miel de la liebre se ven rojos en la oscuridad como bracitas de
cigarrillo. Para el cazador no es un conejo que salta, sino plata que se vuela. En una cadena de
reflejos, frena, salta del vehículo y ya está tirando subido al capot. La luz sigue al bicho como a
un actor de teatro. Hay un momento muy dramático. La liebre ignora lo que hay detrás de la
luz y tiene una inmensa fe en sus posibilidades. En verdad tiene muy pocas chances de
escapar. Cada una reacciona a su modo: algunas salen corriendo mientras el foco las acorrala.
Las más alertas se sientan, interesadas: las mata la curiosidad, son las más fáciles. Pero es
evidente que la liebre no tiene un plan. Nunca opta por lo único que podría salvarla, hacer
cuerpo a tierra.

El cazador tiene una puntería impecable. Suelen alcanzarle dos disparos, aunque algunas
requieren hasta seis. Lo ideal es pegarle al "codillo", en la unión de la pata delantera con el
tronco: la bala va directo al corazón. Antes de que el "perro" se lance a toda carrera (todo el
proceso es vertiginoso), la liebre ya se ha muerto. Pero a menudo se las oye chillar, con un
llanto de ratón. En ese caso el buscador, que suele levantarla por la pata trasera, le da un
poderoso golpazo contra el suelo. Ahí todas terminan de morir. Pero hace años que estos
cazadores dejaron de oír a los animales. La sensibilidad ecologista es vista como algo
femenino. Se evita apilar las liebres para no mantener la temperatura de los cuerpos: se van
extendiendo en la caja. Los muchachos que alumbran tienen más frío que ellas.

La jornada de un cazador, interminable como la de un obrero, está llena de vicisitudes. Las


destartaladas camionetas sufren desperfectos o se atascan en el barro. Cuando cae neblina,
directamente hay que volverse. A la una de la madrugada el equipo corta el trabajo para cenar.
En tiempos de liebres numerosas, la caza permitía hacer unos chorizos con un disco de arado.
Ahora se hace un fuego pero se cena fiambre. Es habitual cruzarse con otros pares en el
camino; los diálogos son muy competitivos y cada uno macanea sobre la exorbitante "zafra" de
esa noche. Antes de una hora están cazando otra vez. Siguen hasta las siete, cuando ya abre el
frigorífico que recibe la "mercadería".

Todos coinciden en que la liebre ha dejado de ser el negocio que era. Según la Cámara de
Frigoríficos de Productos Silvestres, en 1990 se exportaron 8000 toneladas; el año pasado,
3000. Yo tuve temporadas de 8000 presas y llegué a hacer 14 mil pesos limpios, recuerda Paisa.
Y cita sus récords, 4700 liebres en el 99, 2700 en 2000. El frigorífico EFASA, de Azul, pagaba un
promedio de 4,50 pesos por presa. También la liebre ha sido flexibilizada: hoy el cazador
recibe 3,50. Además, el frigorífico no paga, sino que adelanta 1,50 por cabeza. El precio se
salda al final de la temporada —en el establecimiento dicen que a causa de las fluctuaciones
del mercado—. De este monto el cazador descuenta sus gastos, que incluyen el pago de 30
centavos por liebre a cada ayudante, el gasoil y la cena. Los cazadores reciben cinco balas por
liebre que entregan.

Este año a causa de la aftosa y las presiones de las sociedades rurales, la temporada de caza se
aplazó y acortó un mes y no se habilitó hasta completar la vacunación de ganado. Adriana
Ricci, responsable de la Dirección de Administración de Areas Protegidas y Conservación de la
Biodiversidad, explica que al entrar y salir de los campos initencionalmente los cazadores
actúan como vectores, diseminando el virus. Pero lo mismo puede decirse de todo animal
suelto. Ricci aclara que la especie tiene una reproducción estacional, que comienza a fines de
julio. La gestación es de 42 días, de dos a tres veces por año.
De acuerdo con los censos de la Dirección de Recursos Naturales de la provincia de Buenos
Aires, la población de liebres se ha reducido de entre 40 y 60 por cada 100 hectáreas, a entre
5 y 6 liebres, dice Pablo Urdapilleta, su director. El asegura que el primer factor ha sido la
innovación tecnológica. Con el plan de convertibilidad, sostiene, el campo se transformó y
muchos campos ganaderos pasaron a la agricultura. El segundo factor es la caza
desmedida. Esta baja motivó que en el país se cuotificara la cantidad de liebres para
exportación: en la provincia de Buenos Aires el tope es de 800.000. Urdapilleta dice que la
problemática entre cazadores, ruralistas y municipios tiene más de quince años y que cuando la
provincia estaba cerca de resolverla, la aftosa vino a complicar las cosas. De hecho, antes del
estallido su oficina armó una mesa de concertación, con un plan piloto. Se propuso que los
productores toleraran a los cazadores debidamente empadronados, que los vehículos fueran
identificados y que la industria se hiciera cargo de los ocasionales daños cometidos durante la
caza, a cambio de la participación de los chacareros en la rentabilidad. Por último, Urdapilleta
dice que las autoridades preferirían ver a los cazadores empleados por la industria, y no como
desocupados cuentapropistas, amparados en la épica inmemorial de un verbo: cazar.

La ratio azuleña

Alberto Sarramone es uno de los intelectuales que quedan en Azul. Autor de Catriel y los
indios pampa y de estudios sobre la inmigración rural, no le ahorra críticas a su pueblo. Aquí
nunca hubo una mentalidad productiva, sino rentística. Pues bien, la liebre es la renta del
pobrerío, dice Sarramone, quien recuerda que en su infancia solía cambiar un cuero por una
novela de Salgari. Fundado por el jefe de la mazorca, cuenta Sarramone, Azul siempre fue muy
conservador. En 1930, la Sociedad Rural de Azul alertaba en un aviso: "No se equivoque sobre
el futuro. La mejor tracción sigue siendo el caballo."

En la actualidad, el desencanto con la clase política, de cualquier ala, sumado a este sustrato
conservador reflotan el discurso antidemocrático entre sus desocupados. Pese a su
conservadurismo, el proyecto nacional clavó su bandera en Azul, que tuvo una de los siete
primeras escuelas normales y dos maestras norteamericanas contratadas por Sarmiento.

Por contraste, su intendente actual, el radical Osvaldo Duclos, debe enfrentar la plaga del
desempleo. En el 89, el cierre de la fábrica textil Sudamtex inició el dominó de la debacle
industrial. De los tres frigoríficos liebreros sólo queda EFASA. En junio pasado se incendió el
molino harinero. Hoy día sólo queda la fábrica de cerámica San Lorenzo, con 300 obreros.

Fuera de la temporada de caza, el frigorífico queda con un plantel mínimo, faenando gallinas
de exportación. La situación para un pueblo ganadero como Azul, es tremenda, sintetiza.
Duclos defiende una revisión de las leyes que regulan la caza y un acuerdo con los ganaderos.
Es realista: Entre mayo y julio el frigorífico emplea a 200 obreros. La liebre, especie furtiva de la
generación del 80, la integrante más silvestre de la nación argentina, es uno de los pocos
productos vernáculos vendidos en el extranjero. Pero es un inmigrante que vuelve muerto a
casa.

Colaboró en la investigación Pilar Ferreyra. 

Fuente: http://edant.clarin.com/suplementos/zona/2001/07/15/z-00315.htm

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