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Cap 15 La Segunda Transformacion Democratica Robert Dahl PDF
Cap 15 La Segunda Transformacion Democratica Robert Dahl PDF
La transformación
Durante más de dos mil años (desde la Grecia clásica hasta el siglo XVIII), fue una
premisa predominante del pensamiento político occidental que en un Estado
democrático y republicano el tamaño de la ciudadanía y del territorio del Estado
debían ser pequeños; más aún, medidos según los criterios actuales, minúsculos.
Se suponía habitualmente que el gobierno democrático o republicano sólo se
adecuaba a Estados de escasa extensión. Así, la idea y los ideales de la polis, la
pequeña ciudad-Estado unitaria donde todos eran parientes y amigos, persistió
cuando ya todas las ciudades - Estados casi habían desaparecido como
fenómeno histórico.
A pesar de las impresionantes derrotas que sufrieron los persas a manos de los
griegos, a la larga la pequeña ciudad-Estado no pudo lidiar contra un vecino más
grande con inclinaciones imperiales, como lo demostraron muy bien Macedonia
y Roma. Mucho después, el auge del Estado nacional, a menudo acompañado
por una concepción más amplia de la nacionalidad, sustituyó a las ciudades-
Estados y a otros principados minúsculos. Hoy apenas sobreviven unas pocas
excepciones como San Marino y Liechtenstein, pintorescos legados de un pasado
que se esfumó.
Ocho consecuencias
Representación
El cambio más obvio, desde luego, es que los actuales representantes han
sucedido a la asamblea de ciudadanos de la democracia antigua. (La frase
aislada con la que Mili desechaba la democracia directa aparecía en una obra
sobre el gobierno representativo.) Ya he descripto (en el capítulo 2) de qué
manera la representación, que en sus orígenes no fue una institución
democrática, pasó a ser adoptada como elemento esencial de la democracia
moderna. Tal vez algunas palabras adicionales nos ayuden a situar la
representación en la perspectiva adecuada.
Si bien esta breve descripción del camino general que llevó a la democratización
no hace justicia a las numerosas variaciones importantes que se sucedieron en
cada país, algo parecido a esto fue lo que aconteció en los primeros Estados
nacionales democratizados. Por ejemplo, en las colonias norteamericanas antes
de la revolución —período de un siglo y medio de evolución predemocrática,
cuya importancia suele subestimarse—y, luego de la independencia, en los trece
estados que compusieron la Unión. Por cierto, al redactar los Artículos de la
Confederación tras la independencia, los dirigentes norteamericanos debieron
crear un congreso nacional casi de la nada; y poco después, el Congreso de
Estados Unidos cobró forma perdurable en la Convención Constituyente de 1787.
Pero al elaborar la constitución los delegados a esa convención siempre tomaron
como punto de partida las características peculiares del sistema constitucional
británico —particularmente el rey, el parlamento bicameral, el primer ministro y su
gabinete—, aunque alteraron el modelo inglés para adecuarlo a las condiciones
novedosas de un país integrado por trece estados soberanos y que carecía de un
monarca capaz de ser jefe de Estado, así como de los nobles hereditarios
necesarios para conformar una "cámara de los lores". La solución que dieron al
problema de la elección del jefe del Ejecutivo (el colegio electoral) demostró ser
incompatible con los impulsos democratizadores de la época, pero el presidente
pronto comenzó a ser elegido en lo que prácticamente era una elección popular.
En Gran Bretaña, donde el primer ministro ya a fines del siglo XVIII había llegado a
depender de la confianza que depositaban en él las mayorías parlamentarias, a
partir de 1832 un objetivo fundamental de los movimientos democratizadores fue
hacer extensivo el derecho a votar por los miembros del Parlamento a nuevos
sectores de la población, y asegurar que las elecciones parlamentarias fuesen
libres e imparciales. En los países escandinavos, donde habían existido cuerpos
legislativos, como en Inglaterra, desde la Edad Media, la tarea consistió en
reafirmar la dependencia del primer ministro respecto del parlamento (y no del
rey) y ampliar el sufragio a las elecciones de parlamentarios. Lo mismo ocurrió en
Holanda y Bélgica. En Francia, aunque desde la revolución de 1789 hasta la
Tercera República de 1871 se siguió un camino distinto (expansión del sufragio
habitualmente acompañada de un despotismo del poder ejecutivo), lo que
demandaban los movimientos democráticos no difería mucho de lo que
acontecía en otros sitios. Las instituciones políticas de Canadá, Australia y Nueva
Zelanda fueron conformadas por su propia experiencia colonial, que incluyó
elementos significativos de gobierno parlamentario, así como los sistemas
constitucionales británico y norteamericano.
Con esta historia a vuelo de pájaro queremos subrayar que en Europa y América
los movimientos de democratización del gobierno de los Estados nacionales no
partieron de cero. En los países que fueron los principales centros de una
democratización exitosa desde fines del siglo XVIII hasta alrededor de 1920, las
legislaturas, sistemas de representación y aun elecciones eran instituciones bien
conocidas. Por lo tanto, algunas de las instituciones más características de la
democracia moderna, incluido el propio gobierno representativo, no fueron el
mero producto de un razonamiento abstracto sobre los requisitos que debía
cumplir un proceso democrático, sino que derivaron de modificaciones
específicas sucesivas de instituciones políticas ya existentes. Si sólo hubieran sido
el producto de los propugnadores de la democracia, que trabajasen basados
exclusivamente en esquemas abstractos sobre el proceso democrático,
probablemente los resultados habrían sido distintos.
Extensión ilimitada
Diversidad
Aunque entre escala y diversidad no hay una relación lineal, cuanto mayor y más
abarcadura es una unidad política, más tienden los habitantes a mostrar
diversidad en aspectos que tienen que ver con la política: sus lealtades locales y
regionales, su identidad étnica y racial, su religión, creencias políticas e
ideológicas, ocupación, estilo de vida, etc. A los fines prácticos, ya se ha vuelto
imposible la ciudadanía relativamente homogénea unida por comunes apegos a
su ciudad, su lengua, su historia y mitología, sus dioses y su religión, que era un
rasgo tan conspicuo de la visión que tenía de la democracia la antigua ciudad-
Estado. No obstante, por lo que ahora vemos, lo que sí es posible es que exista un
sistema político que trascienda la concepción de los propugnadores del gobierno
popular en la época premoderna: me refiero a gobiernos representativos con
amplios electorados, que gocen de una vasta serie de derechos y libertades
individuales, y convivan en grandes países de una extraordinaria diversidad.
Conflicto
Así pues, en contraposición con la visión clásica según la cual era previsible que
un conjunto más homogéneo de ciudadanos compartiesen creencias bastante
similares sobre el bien común, y actuasen en consonancia, ahora la noción de
bien común se ha extendido más sutilmente a fin de abarcar los heterogéneos
apegos, lealtades y creencias de un gran conjunto de ciudadanos diversos, con
una multiplicidad de divisiones y conflictos entre ellos. Tan sutilmente se ha
extendido, que nos vemos obligados a preguntarnos si el concepto actual de
bien común es mucho más que un recuerdo conmovedor de una antigua visión,
que el cambio ineluctable ha vuelto inaplicable a las condiciones de la vida
política moderna y posmoderna. Retornaremos a este problema en los capítulos
20 y 21.
Poliarquía
En contraste con ello, como ya indiqué en el capítulo 13, en los países con
gobiernos poliárquicos la cantidad y variedad de derechos individuales
legalmente sancionados y vigentes se ha incrementado con el correr del tiempo.
Por otra parte, como en las poliarquías la ciudadanía se ha expandido hasta
incluir a casi toda la población adulta, virtualmente todos los adultos gozan de los
derechos políticos primarios. Por último, muchos derechos individuales, como el
derecho a un proceso judicial ecuánime, no están limitados a los ciudadanos,
sino que también se hacen extensivos a otras personas, a veces a la población
íntegra de un país.
Además, la mayor magnitud estimula que la gente se preocupe por contar con
esos derechos, como alternativa frente a la participación en las decisiones
colectivas. A medida que aumenta la escala social, cada persona conoce y es
conocida, forzosamente, por un número cada vez menor de las demás. Cada
ciudadano es un extraño para una proporción creciente de los demás
ciudadanos. Los lazos sociales y trato personal entre ellos ceden lugar a la
distancia social y el anonimato. En tales circunstancias, los derechos propios de la
ciudadanía —o simplemente de la persona humana— aseguran una esfera de
libertad personal que no ofrece la participación en las decisiones colectivas.
Poliarquía y democracia
1. Funcionarios electos.
3. Sufragio inclusivo.
5. Libertad de expresión.
7. Autonomía asociativa.
5. Libertad de expresión.
7. Autonomía asociativa.
1. Funcionarios electos.
3. Sufragio inclusivo.
7. Autonomía asociativa.
3. Sufragio inclusivo.
7. Autonomía asociativa
Evaluación de la poliarquía
Es típico que los demócratas que viven en países gobernados por regímenes
autoritarios tengan la ferviente esperanza de que algún día su país alcance el
umbral de la poliarquía. Es típico que los demócratas que viven en países
gobernados desde hace mucho por una poliarquía piensen que ésta no es lo
bastante democrática, y que tendría que serlo en mayor medida. Pero si bien los
demócratas tienen diversas concepciones sobre la próxima etapa de la
democratización, hasta ahora ningún país ha trascendido la poliarquía y pasado
a una etapa "superior" de democracia.
Los intelectuales de los países democráticos en los que ha habido poliarquía sin
interrupciones a lo largo de varias generaciones han llegado a expresar con
frecuencia su hastío y desdén por las fallas de sus instituciones; pese a ello, no es
difícil comprender que los demócratas que carecen de éstas las encuentren muy
precisas, con todos sus defectos. Ya que la poliarquía suministra una amplia
gama de derechos y libertades humanos que ninguna otra alternativa presente
en el mundo real puede ofrecer. Le es inherente una vasta y generosa zona de
libertad y control, que no puede invadirse en forma profunda o persistente sin
destruir la poliarquía misma. Y como en los países democráticos, según vimos, la
gente ansia gozar de nuevos derechos, libertades y capacidades, esa zona
esencial se amplía cada vez más. Si bien las instituciones de la poliarquía no
garantizan que la participación ciudadana sea tan cómoda y vigorosa como
podría serlo, en principio, en una pequeña ciudad-Estado, ni que los gobiernos
sean controlados de cerca por los ciudadanos o que las políticas que implantan
corresponda invariablemente a lo que desea la mayoría, lo cierto es que vuelve
en extremo improbable que un gobierno tome, durante mucho tiempo, medidas
públicas que violentan a la mayoría. Más aún, dichas instituciones vuelven
infrecuente que sus gobiernos impongan políticas objetadas por una cantidad
sustancial de ciudadanos, que tratarán empeñosamente de suprimirlas
recurriendo a los derechos y oportunidades de que disponen. Si el control
ciudadano sobre las decisiones colectivas es más anémico que el firme control
que deberían ejercer para que el sueño de la democracia participativa se realice
alguna vez, por otro lado la capacidad de los ciudadanos para vetar la
reelección de los funcionarios o sus medidas es un arma poderosa, a menudo
esgrimida, para impedirles adoptar políticas objetables a juicio de muchos.
5. Por último, ¿podría avanzarse, más allá del umbral histórico de la poliarquía,
hacia una concreción más completa del proceso democrático? En suma, dados
los límites y posibilidades de nuestro mundo, ¿es una posibilidad realista que
sobrevenga una tercera transformación histórica?