Está en la página 1de 8

1. velas negras y los paños apropiados podían formar parte dela ceremonia romana.

Pero las
demás rúbricas, como porejemplo la vasija de huesos y el estrépito ritual, o la víctimay los
animales del sacrificio, serían excesivas. Deberíacelebrarse un entronamiento paralelo. Se
alcanzaría elmismo efecto con una concelebración por parte de los«hermanos» en una
capilla transmisora autorizada. Acondición de que los participantes en ambos
lugares«dirigieran» todo elemento de la ceremonia a la capillaromana, la ceremonia en su
conjunto alcanzaría su objetivoespecífico. Todo sería cuestión de unanimidad decorazones,
identidad de intención y sincronización perfectade actos y palabras en la capilla emisora y
en la receptora.Las voluntades y las mentes de los participantes,concentrados en el objetivo
específico del príncipe,trascenderían toda distancia.Para una persona tan experimentada
como el guardián, laelección de una capilla emisora era fácil.Bastaba con una llamada
telefónica a Estados Unidos. A lolargo de los años, los adeptos del príncipe en Roma
habíandesarrollado una impecable unanimidad de corazón y unainquebrantable identidad de
intención con el amigo delguardián, Leo, obispo de la capilla en Carolina del Sur.Leo no era
su nombre, sino su descripción. Sobre su grancabeza lucía una frondosa cabellera plateada,
para todo elmundo semejante a la melena de un león. En los cuarentaaños
aproximadamente desde que su excelencia habíafundado su capilla, la cantidad y categoría
social de losparticipantes que había atraído, la pundonorosa blasfemiade sus ceremonias y
su frecuente disposición a cooperarcon quienes compartían su punto de vista y sus
últimosobjetivos habían establecido hasta tal punto la superioridadde su parroquia que
ahora era ampliamente admirada entrelos iniciados como la «capilla madre» en Estados
Unidos.La noticia de que dicha capilla había sido autorizada comocapilla emisora para un
acontecimiento de tanta importanciacomo el entronamiento del príncipe en el corazón de
laciudadela romana se recibió con sumo júbilo. Además, losamplios conocimientos litúrgicos
y la gran experiencia deLeo permitieron ahorrar mucho tiempo. No fue necesario,por
ejemplo, evaluar su apreciación de los principioscontradictorios sobre los que se
estructuraba toda adoracióndel arcángel. Ni dudar de su deseo de aplicar a aquellabatalla la
estrategia definitiva, destinada a acabar con laIglesia católica romana como institución
pontificia, desde sufundación por el débil innominado.No era siquiera necesario explicar que
el último objetivo noera el de aniquilar la organización católica romana. Leocomprendía lo
poco inteligente y la pérdida de tiempo queeso supondría. Era decididamente preferible
convertir dichaorganización en algo verdaderamente útil, homogeneizarla yasimilarla a una
gran orden mundial de asuntos humanos;limitarla a objetivos única y exclusivamente
humanistas.El guardián y el obispo estadounidenses, ambos expertos ycon los mismos
criterios, redujeron sus preparativos para laceremonia a una lista de nombres y un inventario
de lasrúbricas.La lista de nombres del guardián que asistirían a la capillaromana la
componían hombres de gran talante: clérigos de
2. 10. alto rango e importantes seglares, verdaderos servidores delpríncipe en el interior de la
ciudadela. Algunos habían sidoelegidos, introducidos, formados y promocionados en
lafalange romana a lo largo de varias décadas, mientras queotros representaban la nueva
generación destinada apromulgar la agenda del príncipe durante las décadasvenideras.
Todos comprendían la necesidad de permanecerinadvertidas, ya que la regla dice: «La
garantía de nuestromañana se basa en la convicción actual de que noexistimos. » La lista
de participantes de Leo, distinguidoshombres y mujeres en la vida social, los negocios y
elgobierno, era tan impresionante como el guardián esperaba.Pero la víctima, una niña, su
excelencia afirmó queconstituiría un auténtico galardón para la violación de lainocencia.El
inventario de las rúbricas necesarias para la ceremoniaparalela se centró principalmente en
los elementos que nopodían utilizarse en Roma. En la capilla emisora de Leodeberían
encontrarse los frascos de tierra, aire, fuego yagua. Comprobado. El osario. Comprobado.
Los pilares rojoy negro.Comprobado. El escudo. Comprobado. Los animales.Comprobado.
Y así sucesivamente. Comprobado.Comprobado.La sincronización de las ceremonias en
ambas capillas eraalgo con lo que Leo ya estaba familiarizado. Como decostumbre, se
imprimirían unos fascículos, irreligiosamentedenominados misales, para el uso de los
participantes enambas capillas y, también como de costumbre, estaríanredactados en un
latín impecable. Se establecería unacomunicación telefónica entre mensajeros ceremoniales
enambas capillas, a fin de que los participantes pudierandesempeñar sus funciones en
perfecta armonía con sushermanos.Durante el acontecimiento, los latidos del corazón de
losparticipantes deberían estar perfectamente sintonizados conel odio, no el amor. Debería
alcanzarse plenamente lagratificación del dolor y la consumación, bajo la dirección deLeo en
la capilla emisora. El honor de coordinar laautorización, las instrucciones y las pruebas,
elementosdefinitivos y culminantes de esa peculiar celebración,correspondería al propio
guardián en el Vaticano.Por fin, si todo el mundo cumplía exactamente lo previstopor la
regla, el príncipe consumaría por fin su más antiguavenganza contra el débil, el enemigo
despiadado que a lolargo de los tiempos se había fingido el más misericordioso,y a quien
bastaba la más profunda oscuridad para verlotodo.Leo podía imaginar el resto. El acto del
entronamientocrearía un manto perfecto, opaco y suave como elterciopelo, que ocultaría al
príncipe entre los miembros de laIglesia oficial en la ciudadela romana. Entronado en
laoscuridad, el príncipe podría fomentar aquella mismaoscuridad como nunca hasta
entonces. Amigos y enemigosse verían afectados por un igual. La oscuridad de lavoluntad
adquiriría tal profundidad que ofuscaría incluso elobjetivo oficial de la existencia de la
ciudadela: la adoraciónperpetua del innominado. Con el transcurso del tiempo, elmacho
cabrío acabaría por expulsar al cordero y tomaría
3. 11. posesión de la ciudadela. El príncipe se infiltraría hastaapoderarse de una casa, «la
casa», que no era la suya.-Piensa, amigo mío -dijo el obispo Leo, casi loco deanticipación-.
Lo inalcanzable será alcanzado.Éste será el coronamiento de mi carrera. ¡El
coronamientodel siglo veinte! Leo no estaba muy equivocado.Era de noche. El guardián y
sus acólitos trabajaban ensilencio para dejado todo listo en la capilla receptora de
SanPablo. Frente al altar colocaron un semicírculo dereclinatorios. Sobre el propio altar,
cinco candelabros conelegantes velas negras. Un paño rojo como la sangre sobreel
tabernáculo cubría un pentagrama de plata. A la izquierdadel altar había un trono, símbolo
del príncipe reinante. Unospaños negros, con símbolos de la historia del príncipebordados
en oro, cubrían las paredes, así como sushermosos frescos y cuadros donde se
representabanescenas de la vida de Jesucristo y los apóstoles.Conforme se acercaba la
hora, empezaron a llegar losverdaderos servidores del príncipe dentro de la ciudadela:
lafalange romana. Entre ellos se encontraban algunos de loshombres más ilustres que en
aquel momento pertenecían alcolegio, la jerarquía y la burocracia de la Iglesia
católicaromana, así como representantes seglares de la falange,tan destacados como los
miembros de la jerarquía.Tomemos como ejemplo a aquel prusiano que entrabaahora por la
puerta: un magnífico ejemplar de la nuevaespecie laica si jamás había existido. Sin haber
cumplidotodavía los cuarenta, era ya un personaje importante enciertos asuntos críticos de
carácter transnacional. Incluso laluz de las velas negras hacía brillar la montura de acero
desus gafas y su incipiente calvicie, como para distinguirlo delos demás. Elegido como
delegado internacional yrepresentante plenipotenciario en el entronamiento, elprusiano llevó
al altar una cartera de cuero que contenía lascartas de autorización y las instrucciones,
antes de ocuparsu lugar en el semicírculo.Una media hora antes de la medianoche, los
reclinatoriosestaban ocupados por la generación vigente de unatradición principesca,
implantada, alimentada y cultivada enel seno de la antigua ciudadela, a lo largo de unos
ochentaaños. Aunque durante algún tiempo poco numeroso, elgrupo había persistido al
amparo de la oscuridad comocuerpo exterior y espíritu ajeno dentro de su anfitrión yvíctima.
Se había infiltrado en las oficinas y en lasactividades de la ciudadela romana, y había
dispersado sussíntomas por el flujo sanguíneo de la Iglesia universal, comouna infección
subcutánea.Síntomas como el cinismo y la indiferencia, fecharías einfidelidades en cargos
de responsabilidad,despreocupación por la doctrina correcta, negligencia enjuicios morales,
desidia respecto a principios sagrados yofuscación de recuerdos esenciales, así como del
lenguajey actitud que los caracterizaba.Ésos eran los hombres reunidos en el Vaticano para
elentronamiento, y ésa la tradición promulgada mediante laadministración universal con
cuartel general en la ciudadela.Con los misales en la mano, la mirada fija en el altar y
eltrono y la mente y la voluntad intensamente concentradas,esperaban en silencio el inicio a
medianoche de la fiesta de
4. 12. San Pedro y San Pablo, la quintaesencia de los días santosen Roma.La capilla emisora,
un amplio salón en el sótano de unaescuela parroquial, había sido meticulosamente
equipadade acuerdo con las ordenanzas. El obispo Leo lo habíadirigido todo
personalmente. Ahora, sus acólitosespecialmente seleccionados se apresuraban para
ultimarlos detalles que él comprobaba.Lo primero era el altar, situado en el extremo norte de
lacapilla. Sobre el mismo yacía un gran crucifijo, con lacabeza hacia el norte. Al lado, el
pentagrama cubierto porun paño rojo con una vela negra a cada costado. Encima delmismo,
una lámpara roja con su llama ritual. En el extremoeste del altar, una jaula, y dentro de la
jaula, Flinnie, unperrito de siete semanas al que se había administrado unsuave sedante
para su breve momento de utilidad alpríncipe. Tras el altar, unas velas color azabache a
laespera de que la llama ritual entrara en contacto con susmechas. En el muro sur, sobre un
aparador, el incensario y unrecipiente con carbón e incienso. Frente al aparador, lospilares
rojo y negro de los que colgaba el escudo de laserpiente y la campana de la infinidad. Junto
al muro este,frascos de tierra, aire, fuego y agua alrededor de unasegunda jaula. En la jaula,
una paloma, desconocedora desu suerte como parodia no sólo del débil innominado sino
detoda la trinidad. Libro y facistol, dispuestos junto al murooeste. El semicírculo de
reclinatorios, cara al norte, frente alaltar. Junto a los reclinatorios, los emblemas de entrada:
elosario al oeste, cerca de la puerta; al este, la media lunacreciente y la estrella de cinco
puntas, con vértices de astasde chivo erguidas. En cada reclinatorio, un misal queusarían
los participantes.Por fin Leo miró hacia la propia entrada de la capilla.Vestimentas
especiales para el entronamiento, idénticas alas que él y sus atareados acólitos ya llevaban
puestas,colgaban de un perchero junto a la puerta. En el momentoen que llegaban los
primeros participantes, comparó la horade su reloj de pulsera con la de un gran reloj de
pared.Satisfecho de los preparativos, se dirigió a un gran roperoadjunto que servía de
vestidor. El arcipreste y el fray médicohabrían preparado ya a la víctima. Faltaban apenas
treintaminutos para que el mensajero de la ceremonia establecieracontacto telefónico con la
capilla receptora en el Vaticano.Habría llegado «la hora».No sólo eran diferentes los
requerimientos materiales deambas capillas, sino también los de sus participantes. Losde la
capilla de San Pablo, todos hombres, vestían túnicas yfajas según su rango eclesiástico o
impecables trajesnegros los seglares. Concentrados y resolutos, con lamirada fija en el altar
y en el trono vacío, parecían lospiadosos clérigos romanos y feligreses laicos que a
todasluces aparentaban ser.Con las mismas distinciones de rango que la falangeromana,
los participantes estadounidenses en la capillaemisora contrastaban no obstante
enormemente con suscolegas en el Vaticano. Aquí participaban hombres ymujeres. Y en
lugar de sentarse o arrodillarse con unatuendo impecable, a su llegada se desnudaban
porcompleto, para ponerse la túnica sin costuras prescrita para
5. 13. el entronamiento, roja como la sangre en honor al sacrificio,larga hasta las rodillas,
desprovista de mangas, escotada yabierta por delante. Se desnudaron y vistieron en
silencio,sin prisas ni nerviosismo, con un sosiego ritual,
plenamenteconcentrados.Debidamente ataviados, los participantes pasaron junto alosario
para recoger un pequeño puñado de su contenido,antes de ocupar su lugar en el
semicírculo de reclinatoriosfrente al altar. Conforme disminuía el contenido del osario yse
iban ocupando los reclinatorios, el barullo ritual empezó aromper el silencio. Sin dejar de
sacudir ruidosamente loshuesos, cada participante empezó a hablar consigo mismo,con los
demás, con el príncipe, o con nadie en particular. Nomuy estrepitosamente al principio, pero
con una cadenciaritual perturbadora.Llegaron más participantes, y cogieron su
correspondientepuñado de huesos. El semicírculo se llenó. El ronroneo dejóde ser un suave
susurro cacofónico. La persistentealgarabía de rezos, plegarias y chirrido de huesos
generóuna especie de caldeamiento controlado. El ruido se tornóiracundo, como al borde de
la violencia, para convertirse enun controlado concierto de caos; un barullo de odio
yrepulsión que impregnaba el cerebro; un preludioconcentrado de la celebración del
entronamiento delpríncipe de este mundo, en el interior de la ciudadela deldébil.Con su
elegante túnica, roja como la sangre, Leo se dirigióde manera parsimoniosa al vestuario.De
momento, le pareció que todo estaba bien dispuesto.Debidamente ataviado, el arcipreste de
gafas y algo calvocon quien compartiría la dirección de la ceremonia habíaencendido una
sola vela negra para el inicio de la procesión.Había llenado también un gran cáliz dorado de
vino tinto y lohabía cubierto con una patena plateada. Sobre ésta, habíacolocado una gran
hostia.Un tercer hombre, el fray médico, estaba sentado en unbanco. Ataviado como los
otros dos, sujetaba a una niñasobre su regazo: su hija Agnes. Leo observó consatisfacción
el aspecto inusualmente tranquilo ycomplaciente de Agnes. A decir verdad, en esta
ocasiónparecía lista para el acontecimiento. Llevaba una holgadatúnica blanca hasta los
tobillos. Y al igual que a su perrito enel altar, se le había administrado un suave sedante
parafacilitar su función en el misterio.-Agnes -susurró el médico al oído de la niña-. Ha
llegadocasi el momento de reunirte con papá.-No es mi papá... -dijo la niña en un tono
apenas audible,quien a pesar de las drogas logró abrir los ojos para mirar asu padre-. Dios
es mi papá...-¡BLASFEMIA! -exclamó Leo después de que las palabrasde la niña
transformaran su talante de satisfacción, al igualque la energía eléctrica se convierte en
rayo-. ¡Blasfemia!Escupió la palabra como una bala. En realidad, su boca seconvirtió en un
cañón del que emergió un bombardeo deinsultos contra el médico. Doctor o no, ¡era un
inepto! ¡Laniña tenía que haber estado debidamente preparada! ¡Habíadispuesto de tiempo
más que suficiente para ello! Ante elataque del obispo Leo, el médico se puso pálido como
lacera. Pero no su hija, que hizo un esfuerzo para volver sus
6. 14. inolvidables ojos, enfrentarse a la iracunda mirada de Leo yrepetir su desafío.-¡Dios es
mi papá...! Con las manos temblorosas por laagitación, el fray médico agarró la cabeza de
su hija y laobligó a que le mirara.-Cariño -le dijo con dulzura-. Yo soy tu papá. Siempre lo
hesido. Y también tu mamá, desde que ella nos abandonó.-No eres mi papá... Has dejado
que cogieran a Flinnie... Nohay que hacerle daño a Flinnie... Es sólo un perrito... Losperritos
son hijos de Dios...-Agnes, escúchame. Yo soy tu papá. Ya es hora de que...-No eres mi
papá... Dios es mi papá... Dios es mi mamá...Los papás no hacen cosas que a Dios no le
gustan... Noeres...Consciente de que la capilla receptora en el Vaticano debíade estar a la
espera de que se estableciera el contactoceremonial telefónico, Leo movió enérgicamente la
cabezapara ordenarle al arcipreste que prosiguiera. Como entantas ocasiones anteriores, el
procedimiento deemergencia era el único recurso, y el requerimiento de quela víctima fuera
consciente de la primera consumación ritual,significaba que debía llevarse a cabo
inmediatamente.Cumpliendo con su obligación sacerdotal, el arcipreste sesentó junto al fray
médico y trasladó a Agnes, debilitada porel efecto de las drogas, a su propio regazo.-
Escúchame, Agnes. Yo también soy tu papá. ¿Te acuerdasdel amor especial que existe
entre nosotros? ¿Lorecuerdas? Agnes seguía obstinadamente en sus trece.-No eres mi
papá... Los papás no me maltratan... no mehacen daño... no dañan a Jesús...Al cabo de
algunos años, el recuerdo de Agnes de aquellanoche, ya que por fin la recordó, no contenía
ningún aspectoagradable, ningún vestigio de lo meramente pornográfico.Su recuerdo de
aquella noche, cuando llegó, formaba untodo con el recuerdo del conjunto de su infancia.
Un todocon su recuerdo del prolongado avasallamiento por parte delmaligno. Un todo con
su recuerdo, su persistente sentido,de aquel luminoso tabernáculo oculto en su alma
infantil,donde la luz transformaba su agonía en valor y le permitíaseguir luchando.De algún
modo sabía, aunque todavía no lo comprendía,que en aquel tabernáculo interior era donde
Agnesrealmente vivía. Aquel centro de su existencia era un refugiointocable donde residía la
fuerza, el amor y la confianza, ellugar donde la víctima sufridora, el verdadero objetivo
delasalto que se perpetraba contra Agnes, había santificadopara siempre la agonía de la
niña unida a la suya.Fue desde el interior de aquel refugio donde Agnes oyótodas y cada
una de las palabras pronunciadas en elvestuario aquella noche del entronamiento. Desde el
interiorde aquel refugio vio los ojos furibundos del obispo Leo y lamirada fija del arcipreste.
Conocía el precio de laresistencia.Sintió que su cuerpo abandonaba el regazo de su padre.
Viola luz reflejada en las gafas del arcipreste.
7. 15. Vio que su padre se acercaba de nuevo. Vio la aguja en sumano. Sintió la punzada.
Experimentó de nuevo el impactode la droga. Se percató de que alguien la levantaba
enbrazos. Pero seguía luchando.Luchaba contra la blasfemia, contra los efectos de
laviolación, contra el canto, contra el horror que sabíaquedaba todavía por venir.Desprovista
por las drogas de fuerza para moverse, Agnesevocó su fuerza de voluntad como única arma
y susurró unavez más las palabras de su desafío y su agonía: «No eresmi papá... No
lastimes a Jesús... No me hagas daño... »Había llegado la hora, el principio del tiempo
propicio para elascenso del príncipe en la ciudadela. Cuando sonó la campanilla de la
infinidad, los participantesen la capilla de Leo se pusieron simultáneamente de pie.Con los
misales en la mano y el lúgubre acompañamientodel tintineo de los huesos, cantaron a
pleno pulmón unatriunfante profanación del himno del apóstol Pablo: -¡MaranAtha! ¡Ven,
Señor! ¡Ven, oh, príncipe! ¡Ven! ¡Ven!... Ungrupo de acólitos debidamente entrenados,
hombres ymujeres, inició el recorrido del vestuario al altar. A suespalda, demacrado pero de
porte distinguido incluso consu vestimenta roja, el fray médico llevó a la víctima al altar yla
extendió junto al crucifijo. A la sombra parpadeante delpentagrama velado, su pelo casi
tocaba la jaula quecontenía su pequeño perro. A continuación y siguiente enrango,
parpadeando tras sus gafas, llegó el arcipreste con lavela negra del vestuario y ocupó su
lugar a la izquierda delaltar. En último lugar apareció el obispo Leo con el cáliz y lahostia, y
agregó su voz al himno procesional: -¡Y en polvo teconvertirás! Las últimas palabras del
antiguo cántico flotaronsobre el altar de la capilla emisora.« ¡Y en polvo te convertirás!» El
antiguo cántico queenvolvió el cuerpo lacio de Agnes ofuscó su mente enmayor grado que
las drogas, e intensificó el frío que sabíaque se apoderaría de ella.-¡Y en polvo te
convertirás! ¡Amén! ¡Amén! Las antiguaspalabras flotaron sobre el altar de la capilla de San
Pablo.Con sus corazones y voluntades unidos a los de losparticipantes emisores en Estados
Unidos, la falangeromana comenzó a recitar las letanías de sus misales,empezando por el
himno de la Virgen violada y concluyendocon las invocaciones a la corona de espinas.En la
capilla emisora, el obispo Leo se retiró del cuello elbolso de la víctima y lo colocó
reverentemente entre lacabeza del crucifijo y el pie del pentagrama. Acto seguido,ante el
ronroneo renovado de los participantes y eltraqueteo de los huesos, los acólitos colocaron
tres piezasde incienso sobre el carbón encendido del incensario. Casiinmediatamente un
humo azul se esparció por la estancia, ysu potente olor envolvió por un igual a la víctima,
loscelebrantes y los participantes.En la mente aturdida de Agnes, el humo, el olor, las
drogas,el frío y el barullo se mezclaban para formar una nefastacadencia.A pesar de que no
se dio ninguna señal, el experimentadomensajero ceremonial le comunicó a su corresponsal
en elVaticano que las invocaciones estaban a punto de empezar.De pronto se hizo un
silencio en la capilla estadounidense.
8. 16. El obispo Leo levantó solemnemente el crucifijo, lo colocóinvertido frente al altar y,
mirando a la congregación, levantóla mano izquierda para hacer la señal invertida de
labendición: el reverso de la mano cara a los participantes, elpulgar sujetando los dedos
corazón y anular pegados a lapalma de la mano y el índice y el meñique levantados
parasimbolizar los cuernos del macho cabrío.-¡Invoquemos! En un ambiente de fuego y
oscuridad, elprincipal celebrante en cada capilla entonó una serie deinvocaciones al
príncipe. Los participantes en ambascapillas respondieron a coro. Luego, y sólo en la
capillaemisora en Estados Unidos, un acto apropiado siguió acada respuesta: una
interpretación ritual del espíritu y delsignificado de las palabras. La perfecta coordinación
depalabras y voluntades entre ambas capillas eraresponsabilidad de los mensajeros
ceremoniales, que semantenían en contacto telefónico. De aquella perfectacoordinación se
tejería la sustancia adecuada de intenciónhumana, que arroparía el drama del
entronamiento delpríncipe.-Creo en un poder -declaró con convicción el obispo Leo.-Y su
nombre es Cosmos -respondieron los participantes enambas capillas, fieles al texto invertido
de sus misaleslatinos.La acción apropiada tuvo lugar a continuación en la capillaemisora.
Dos acólitos incensaron el altar. Otros dosrecogieron los frascos de tierra, aire, fuego y
agua, loscolocaron sobre el altar, inclinaron la cabeza frente al obispoy regresaron a sus
respectivos lugares.-Creo en el único hijo del amanecer cósmico -discantó Leo.-Y su
nombre es Lucifer.Segunda respuesta de la antigüedad. Los acólitos de Leoencendieron las
velas del pentagrama y lo incensaron.-Creo en el misterioso.Tercera invocación.-Y él es la
serpiente venenosa en la manzana de la vida.Tercera respuesta.Con un constante
traqueteo de huesos, los asistentes seacercaron al pilar rojo y giraron el escudo de la
serpiente, encuyo reverso se mostraba el árbol de la sabiduría.El guardián en Roma y el
obispo en Estados Unidosdiscantaron la cuarta invocación: -Creo en el antiguoleviatán.Al
unísono, a través de un océano y un continente, se oyó lacuarta respuesta: -Y su nombre es
odio.Se incensaron el pilar rojo y el árbol de la sabiduría. Quintainvocación: -Creo en el
antiguo zorro.-Y su nombre es «mentira» -fue la quinta respuesta.Se incensó el pilar negro,
como símbolo de todo lo desoladoy abominable.A la luz parpadeante de las velas y envuelto
en una nube dehumo azulado, Leo dirigió la mirada a la jaula de Flinnie,situada junto a
Agnes sobre el altar. El perrito estaba ahoracasi atento, e intentaba levantarse en respuesta
a loscánticos, el tintineo y el traqueteo.
9. 17. Leo leyó la sexta invocación: -Creo en el antiguo cangrejo.-Y su nombre vive en el dolor
-fue la sexta respuesta a coro.Clic, clac, hacían los huesos. Con todos los ojos clavadosen
él, un acólito subió al altar, introdujo la mano en la jauladonde el perrito movía alegremente
la cola, inmovilizó alinofensivo animal con una mano, ejecutó una impecablevivisección con
la otra y extrajo en primer lugar los órganosreproductivos del ululante animal. Con la
experiencia que lecaracterizaba, el ejecutante prolongó tanto la agonía delperrito como el
júbilo frenético de los participantes, en el ritode la imposición de dolor.Pero no todos los
sonidos se ahogaron en el barullo de latemible celebración. Aunque apenas audible,
persistía lalucha de Agnes por la supervivencia. Su grito silenciosoante la agonía de su
perrito. Susurros mascullados. Súplicasy sufrimiento. « ¡Dios es mi papá!... ¡Santo Dios!...
¡Miperrito!... ¡No dañéis a Flinnie!... ¡Dios es mi papá!... Nodañéis a Jesucristo... Santo
Dios... » Pendiente de todos losdetalles, el obispo Leo bajó la mirada para contemplar a
lavíctima. Incluso en su estado semiconsciente, todavíaluchaba. Todavía protestaba.
Todavía sentía el dolor.Todavía rezaba con una resistencia férrea. Leo estabaencantado.
Era una víctima perfecta. Ideal para el príncipe.Sin piedad ni pausa, Leo y el guardián
recitaron con susrespectivas congregaciones el resto de las catorceinvocaciones, seguidas
cada una de ellas de la respuestacorrespondiente, que convertían la ceremonia en
unalborotado teatro de perversión.Por fin, el obispo Leo dio por concluida la primera parte
dela ceremonia con la gran invocación: -Creo que el príncipede este mundo será entronado
esta noche en la antiguaciudadela, y desde allí creará una nueva comunidad.-Y su nombre
será la Iglesia universal del hombre.El júbilo de la respuesta fue impresionante, incluso en
aquelambiente nefasto.Había llegado el momento de que Leo levantara a Agnes delaltar,
para tomarla en sus brazos, y de que el arciprestelevantara a su vez el cáliz con su mano
derecha y la hostiacon la izquierda. Había llegado el momento de que Leorecitara las
preguntas rituales del ofertorio, a la espera deque los congregantes leyeran las respuestas
en susmisales.-¿Cuál era el nombre de la víctima una vez nacida? -¡Agnes! -¿Cuál era el
nombre de la víctima dos vecesnacida? -¡Agnes Susannah! -¿Cuál era el nombre de
lavíctima tres veces nacida? -¡Rahab Jericho! Leo depositó aAgnes de nuevo sobre el altar
y le pinchó el índice de lamano izquierda, hasta que empezó a manar sangre de lapequeña
herida.Con un frío que le calaba hasta los huesos y una crecientesensación de náusea,
Agnes se percató de que lalevantaban del altar, pero ya no era capaz de enfocar lamirada.
Se estremeció con el dolor del pinchazo en su manoizquierda. Captaba palabras aisladas
portadoras de unmiedo que no podía 1expresar. «Víctima... Agnes... tresveces nacida...
Rahab Jericho... » Leo mojó el índice de sumano izquierda con la sangre de Agnes, lo
levantó paramostrarlo a los participantes y comenzó el ofertorio: -Esta
10. 18. sangre, la sangre de nuestra víctima, ha sido derramada.Para completar nuestro servicio
al príncipe. Para que reinesoberano en la casa de Jacob. En la nueva tierra delelegido.Era
ahora el turno del arcipreste, que con el cáliz y la hostiatodavía levantados recitó la
respuesta ritual del ofertorio: -Tellevo conmigo, víctima purísima. Te llevo al norte
profano.Te llevo a la cumbre del príncipe.El arcipreste colocó la hostia sobre el pecho de
Agnes yaguantó el cáliz sobre su pelvis.Con el arcipreste a un lado y el acólito médico al
otro frenteal altar, el obispo Leo miró fugazmente al mensajeroceremonial. Convencido de
que la sincronización con elguardián de expresión pétrea y su falange romana eraperfecta,
empezó a entonar la plegaria de súplica con losotros dos celebrantes: -Te suplicamos,
nuestro señorLucifer, príncipe de las tinieblas... receptor de todasnuestras víctimas...
aceptes nuestra ofrenda... en el seno demúltiples pecados.Acto seguido, al unísono
resultante de una largaexperiencia, el obispo y el arcipreste pronunciaron laspalabras más
sagradas de la misa latina cuando selevantaba la hostia: -Hoc est enim corpus meum. -Y
allevantar el cáliz, agregaron-: Hic est enim calix sanguinismei, novi et aetemi testamenti,
mysterium fidei qui pro vobiset pro multis effundetur in remissionem peccatorum.
Haecquotiescumque feceritis in mei memoriam facietis.Inmediatamente respondieron los
participantes con unarenovación del barullo ritual, un mar de confusión, unaalgarabía de
palabras y traqueteo de huesos, acompañadosde actos lascivos al azar, mientras el obispo
consumía undiminuto fragmento de la hostia y tomaba un pequeño sorbodel cáliz.Cuando
Leo se lo indicó, con la señal de la cruz invertida, elbarullo ritual se convirtió en un caos
ligeramente másordenado, conforme los participantes se agrupabanobedientemente para
formar una especie de cola. Alacercarse al altar para comulgar -tragarse un trocito dehostia
y tomar un sorbo del cáliz-, tuvieron también laoportunidad de admirar a Agnes. Luego,
ansiosos por noperderse ningún detalle de la primera violación ritual de lavíctima,
regresaron inmediatamente a sus reclinatorios yobservaron anhelantes al obispo, que dirigía
a la niña suplena concentración.Agnes intentó por todos los medios librarse del peso
delobispo que le cayó encima. Incluso entonces, ladeó lacabeza como si buscara ayuda en
aquel lugar carente demisericordia. Pero no halló el menor vestigio de compasión.Ahí
estaba el arcipreste, a la espera de participar en el másvoraz de los sacrilegios. Ahí estaba
su padre, también a laespera. Los reflejos rojos de las velas negras en sus ojos. Elpropio
fuego en su mirada. Dentro de aquellos ojos. Unfuego que seguiría ardiendo mucho
después de que seapagaran las velas. Que siempre ardería...La agonía que se apoderó de
Agnes aquella noche encuerpo y alma fue tan intensa que pudo haber abarcado elmundo
entero. Pero ni un solo instante estuvo sola en suagonía. De eso estuvo siempre segura.
Conforme aquellosservidores de Lucifer la violaban sobre aquel altar sacrílego
11. 19. y maldito, violaban también al Señor, que era su padre y sumadre. Así como el Señor
había transformado su debilidaden valentía, había santificado también su profanación
conlos abusos de su propia flagelación y su prolongadosufrimiento con su pasión. A aquel
Dios, aquel Señor queera su único padre, su única madre y su único defensor,Agnes dirigía
sus gritos de terror, horror y dolor. Y fue en Élen quien se refugió cuando perdió el
conocimiento.Leo se situó de nuevo frente al altar, con el rostroempapado de sudor,
alentado por aquel momento supremode triunfo personal. Miró al mensajero ceremonial y
movió lacabeza. Un momento de espera. El mensajero asintió. EnRoma estaban listos.-Por
el poder investido en mí como celebrante paralelo delsacrificio y la consecución paralela del
entronamiento,induzco a todos los aquí presentes y a los participantes enRoma a invocarte
a ti, príncipe de todas las criaturas. Ennombre de todos los reunidos en esta capilla y en el
denuestros hermanos en la capilla romana, te invoco a ti, ¡oh,príncipe! La dirección de la
segunda plegaria de investiduraera prerrogativa del arcipreste. Como culminación de lo
quehabía anhelado, su recital latino fue un modelo de emocióncontrolada.-Ven, toma
posesión de la casa del enemigo. Penetra en unlugar que ha sido preparado para ti.
Desciende entre tus fieles servidores. Que han preparadotu cama. Que han levantado tu
altar y bendecido con lainfamia.Era justo y apropiado que el obispo Leo ofreciera la
últimaplegaria de investidura en la capilla emisora.-Con instrucciones sacrosantas de la
cima de la montaña,en nombre de todos los hermanos, ahora te adoro, príncipede las
tinieblas, con la estola de la profanidad, coloco ahoraen tus manos la triple corona de Pedro,
según la voluntaddiamantina de Lucifer, para que reines aquí, para que hayauna sola
Iglesia, una sola Iglesia de mar a mar, una vasta ypoderosa congregación, de hombre y
mujer, de animal yplanta, para que de nuevo nuestro cosmos sea libre ydesprovisto de
ataduras.Después de la última palabra y de la señal de Leo, losfeligreses se sentaron. El rito
fue transferido a la capillareceptora en Roma.El entronamiento del príncipe en la ciudadela
del débil yacasi había concluido. Sólo faltaban la autorización, la cartade instrucciones y las
pruebas. El guardián levantó lamirada del altar y dirigió sus ojos desprovistos de alegría
aldelegado internacional prusiano, portador de la cartera decuero que contenía las cartas de
autorización y lasinstrucciones. Todos le observaban cuando abandonó sulugar para
dirigirse al altar con la cartera en la mano, sacólos documentos que contenía y leyó la carta
de autorizacióncon un fuerte acento: -Por orden de la asamblea y de lospadres sacrosantos,
instituyo, autorizo y reconozco estacapilla para que de hoy en adelante sea conocida como
elsanctasanctórum, tomado, poseído y apropiado por aquel aquien hemos entronado como
dueño y señor de nuestrodestino humano.
12. 20. »Aquel que, mediante este sanctasanctórum, sea designadoy elegido como último
sucesor al trono pontificio, por supropio juramento se comprometerá, tanto él como
todosbajo su mando, a convertirse en instrumento sumiso ycolaborador de los constructores
de la casa del hombre enla Tierra y en todo el cosmos humano. Transformará laantigua
enemistad en amistad, tolerancia y asimilaciónaplicadas a los modelos de nacimiento,
educación, trabajo,finanzas, comercio, industria, adquisición de conocimientos,cultura, vivir y
dar vida, morir y administrar la muerte. Éseserá el modelo de la nueva era del hombre.-¡Así
sea! -respondió ritualmente la falange romana, dirigidapor el guardián.-¡Así sea! -repitió la
congregación del obispo Leo, a la señaldel mensajero ceremonial.La siguiente etapa del rito,
la carta de instrucciones, era enrealidad un juramento solemne de traición, en virtud del
cuallos clérigos presentes en la capilla de San Pablo, tanto elcardenal y los obispos como
los canónigos, profanabanintencionada y deliberadamente el orden sagrado medianteel cual
se les había concedido la gracia y el poder desantificar a los demás.El delegado
internacional levantó la mano, e hizo el signo dela cruz invertida, antes de leer el juramento.-
Después de oír esta autorización, ¿juráis ahorasolemnemente todos y cada uno de vosotros
acatadavoluntaria, inequívoca e inmediatamente, sin reservas nireparos? -¡Lo juramos! -
¿Juráis ahora solemnemente todosy cada uno de vosotros que en el desempeño de
vuestrasfunciones procuraréis satisfacer los objetivos de la Iglesiauniversal del hombre? -Lo
juramos solemnemente.-¿Estáis todos y cada uno de vosotros dispuestos aderramar
vuestra propia sangre, por la gloria de Lucifer, sitraicionáis este juramento? -Dispuestos y
preparados.-En virtud de este juramento, ¿otorgáis todos y cada uno devosotros vuestro
consentimiento para la transferencia de lapropiedad y posesión de vuestras almas, del
antiguoenemigo, el débil supremo, a las manos todopoderosas denuestro señor Lucifer?
-Consentimos.Había llegado el momento del último rito: las pruebas.Después de colocar
ambos documentos sobre el altar, eldelegado le tendió la mano izquierda al guardián. El
romanode expresión pétrea pinchó la yema del pulgar del delegadocon una aguja de oro y
apretó el pulgar sangriento junto asu nombre en la carta de autorización.Los demás
participantes del Vaticano lo emularonrápidamente. Cuando los miembros de la falange
hubieroncumplido con aquel último requisito, sonó una pequeñacampana de plata en la
capilla de San Pablo.En la capilla estadounidense, sonó tres veces el lejanotañido musical
de la campana de la infinidad que asentía.Un detalle particularmente bonito, pensó Leo,
cuandoambas congregaciones iniciaban el cántico que concluía laceremonia.-¡Ding! ¡Dong!
¡Dang! ¡Así la antigua puerta prevalecerá!¡Así la roca y la cruz caerán! ¡Eternamente! ¡Ding!
¡Dong!¡Dang! Los clérigos formaron por orden jerárquico. Losacólitos en primer lugar. Luego
el fray médico, con Agnes en

También podría gustarte