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Venezuela y Estados Unidos: el paradigma Dobrynin

Juan Antonio Hernández

En múltiples oportunidades el gobierno de Venezuela ha manifestado su

disposición a normalizar las relaciones de nuestro país con los Estados Unidos.

Un propósito tan loable como ese requiere de toda una amplia labor de filigrana

política, de habilidad y patriotismo, de audacia y firmeza que reconozca, antes

que nada, la complejidad de los nexos entre ambos países. Dicha complejidad

no sólo está conformada por conflictos o antagonismos. También está tejida de

elementos comunes, de puntos de convergencia, sobre los cuales es posible

comenzar a construir, paso a paso, sin prisa pero sin pausa, una nueva

relación diplomática entre Caracas y Washington.

La historia ofrece múltiples ejemplos para todo lo anterior. No sería ni la

primera ni la última ocasión en que dos países, envueltos en una relación

tensa, plagada de conflictos y desacuerdos, logren sentarse alrededor de una

mesa de negociaciones para establecer las bases de un nexo constructivo y

beneficioso. No voy a referirme a una gran cantidad de ejemplos de este tipo ya

que ello desborda los límites de este artículo. En lo que sigue sólo me

propongo abordar, de manera necesariamente breve y esquemática, un

ejemplo que me parece paradigmático sobre cómo es posible encarar, de

manera positiva, las relaciones entre dos naciones duramente enfrentadas por

razones de tipo ideológico o envueltas en una peligrosa confrontación

determinada por la geopolítica.


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Antes resulta necesario situar el contexto histórico en el que se inserta este

ejemplo al que quiero referirme. La llamada “Guerra Fría”, la confrontación

entre los Estados Unidos y la Unión Soviética que tuvo lugar,

aproximadamente, entre 1947 y 1991, se encontraba en su máximo apogeo. La

amenaza permanente de la guerra nuclear entre ambos superpoderes, el

llamado “equilibrio del terror” o la “destrucción mutua asegurada” (MAD por sus

siglas en inglés) eran datos de la vida cotidiana de los ciudadanos soviéticos o

norteamericanos. Los llamados “Think tanks” de ambas potencias se dedicaban

a hacer proyecciones sobre la cantidad de muerte y destrucción que cada país

podría soportar antes de proclamarse “vencedor” en un conflicto semejante.

Grandes profetas de la paz como Martin Luther King o Thomas Merton

dedicaban ingentes esfuerzos para prevenir el inicio de esa apocalíptica

conflagración que, para muchos, resultaba inevitable.

Fue en ese contexto que, en enero de 1962, un nuevo embajador soviético

llegó a Washington. Anatoly Dobrynin, para entonces de 43 años, seguramente

nunca imaginó, al arribar a su nueva residencia (la célebre “Mrs. George

Pullman House” comprada por el Zar en 1913) que iba a permanecer en su

cargo durante casi un cuarto de siglo y a través de los mandatos de seis

presidentes y de siete secretarios de Estado norteamericanos.

¿Quién era este diplomático de quien, en un obituario, se dijo que era un

“hombre duro” bajo una máscara de afabilidad y exquisitos buenos modales?

Sus memorias, “En confianza”, publicadas en 1995, nos ofrecen preciosos

detalles de sus orígenes, de su formación como diplomático y de las artes

aprendidas durante casi medio siglo en el servicio exterior soviético. Se trata de

un libro que es de lectura obligatoria para todo aquel que desee estudiar, a
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profundidad, las relaciones internacionales y el oficio diplomático. Dada su

extensión y riqueza, tanto a nivel conceptual como de elementos históricos,

resulta imposible, en estas breves páginas, hacer justicia a este libro. Baste

con mencionar dos cosas que revelan tanto el arte de Dobrynin como el rol

decisivo que tuvo que jugar en el que, sin duda, fue el momento de mayor

riesgo de toda la “Guerra Fría”.

La primera puede parecer obvia pero se encuentra muy lejos de ser sencilla,

sobre todo en un contexto cargado de desconfianza mutua. Cito a Dobrynin:

“Como profesional siempre traté de encontrar a la persona correcta cercana al

presidente de Estados Unidos aunque, por supuesto, no siempre es posible

desarrollar una buena química personal con todo el mundo (…) Siempre traté

de encontrar a alguien que estuviera tan interesado como yo en mejorar las

relaciones soviético-norteamericanas y en negociar para encontrar soluciones a

los diferentes problemas que nos separaban. Luego de encontrar a esa

persona, ambos reportaríamos, separadamente, tanto al presidente como al

comité central del partido sobre hasta dónde habíamos podido avanzar. Esto

funcionó bien con el especialista en asuntos soviéticos del gobierno de

Kennedy, Llewellyn Thompson y, especialmente, después con Kissinger y

Vance. Mientras Mac Namara era Secretario de Defensa de Johnson me invitó,

en una oportunidad, a almorzar a su casa. Jugamos ajedrez y luego nos

encontramos nuevamente. Y gradualmente comenzamos a hablar francamente

sobre el desarme nuclear, un campo en el que Mac Namara tenía muchas

ideas frescas e interesantes…”.

La otra cosa que quisiera citar es el conocido rol que Dobrynin jugó en la

llamada “crisis de los misiles” o “crisis del Caribe” y que casi provoca un
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enfrentamiento nuclear entre la URSS y los EEUU a propósito del

emplazamiento de misiles nucleares en Cuba. Esta sería la prueba de fuego de

Dobrynin como diplomático pues ocurrió a escasos meses de su llegada a

Washington como jefe de misión.

Todos los historiadores de la “Guerra Fría” coinciden en destacar que este fue

el momento de mayor peligro de ese periodo histórico. Durante dos semanas el

destino de la humanidad pendió de un hilo luego de que Estados Unidos, tras

denunciar la presencia de misiles soviéticos en Cuba, procedió a colocar a sus

fuerzas armadas en alerta máxima y a decretar un bloqueo alrededor de la

mayor de las Antillas. Incluso un error insignificante o una interpretación

errónea de los eventos (que se sucedían con rapidez) podía detonar la

conflagración.

Fue en aquel momento en que se produjeron tres encuentros entre Robert

Kennedy, hermano del presidente, y Dobrynin en los cuales fue posible

establecer un canal seguro de comunicaciones entre el Kremlin y Washington y

negociar un conjunto de concesiones, de lado y lado, que permitieron ir

desactivando el conflicto con un resultado distinto al que muchos predecían en

aquellos tremendos “13 días de octubre”, “días tristes y luminosos” como los

llamó, en su carta de despedida a Fidel, el Comandante Guevara.

Un paradigma es un caso ejemplar que permite visualizar los rasgos esenciales

de un concepto o de una idea. En ese sentido puede hablarse de un

“paradigma Dobrynin” para referirnos a una forma de hacer diplomacia que, sin

renunciar a posiciones de principio o de defensa, a ultranza, de determinados

intereses nacionales, se propone tender puentes y abrir canales de

comunicación donde se encuentran obstruidos, distorsionados o, simplemente,


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no existen. Si algo semejante fue posible entre dos Estados que se

encontraron, en más de una ocasión, al borde de la mutua aniquilación, a

través de misiles intercontinentales con ojivas nucleares, no cabe duda de que

algo así también es posible y deseable entre nuestra patria y los Estados

Unidos.

* Juan Antonio Hernández es el actual embajador de Venezuela en Egipto y ex

embajador en Qatar.

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