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Dos medallones de carne de 250 gramos, dos fetas de panceta, dos fetas
de cheddar, cebolla morada, pepinos agridulces, ketchup y mostaza, papas
fritas.
Una vaca pesa unos 500 kilos. Quitando su cuero, mucha de su grasa, sus
órganos y huesos le quedan unos 150 kilos de carne para picar. Son entre
cuatro mil y 600 hamburguesas dependiendo si el productor es McDonalds
o uno de esos nuevos generosos hamburgueseros que sirven medallones
de 250 gramos. Se necesitan muchas vacas -unas mil millones se engordan
por año- para un antojo global carnista comandado por Estados Unidos,
donde se comen 50 mil millones de hamburguesas al año. Un gusto mundial
que, si dejamos, se espera crezca un 75 por ciento hasta 2050.
Pasando por alto la vida y muerte violenta de esos rumiantes, los daños
colaterales de este gusto puntual incluyen selvas destruidas, bosques
talados y humedales prendidos fuego para que crezca aquello que comerán
las vacas: pastos o granos regados con venenos. Muchos gases de efecto
invernadero: tantos que si las vacas conformaran un país serían el tercer
emisor del mundo. Toneladas de agua potable: 15 mil litros por kilo de
carne. Suelos desiertos. Plagas como esta que nos tiene encerrados,
zoonosis que salen como maldición apocalíptica cuando la naturaleza
queda rota y otros males provocados por el uso demencial de antibióticos
que hace esa industria. Migraciones forzadas de comunidades enteras que
no pueden vivir sin selva ni bosques ni agua ni suelos y se van ya enfermos
a la periferia marginal que les depara la vida urbana. Un reguero de muerte
con tantas plantas y animales en su haber que tiene un nombre que suena a
estreno de Hollywood: La Sexta Extinción.
***
Entonces acá estoy, un martes a las 9 am dentro del corazón de un
laboratorio. Voy vestida con tres trajes blancos de distintos grosores,
superpuestos y cerrados para cubrir mi cuerpo completo hasta formar una
capa hermética. Uso un barbijo n95 que me aprieta la cara como un bozal,
anteojos de plástico que se empañan con el barbijo aunque la respiración es
tan dificultosa que la visión es lo de menos. También un par de guantes de
latex largos, una cofia que me sujeta el pelo y una escafandra de tela que
cierra por encima. Mi imagen es una postal que parece tomada los primeros
días de Covid en Wuhan.
Ponerme todo esto significó pasar por tres salas selladas al vacío con
diferencia de presión para evitar la circulación de aire. Una fuerza que
vuelve a las puertas pesadas y un poco también al cuerpo. Además,
aprender movimientos precisos para pasar de una sala a la otra, colocarme
cada mameluco en banquitos de transición y no tocar más que lo
imprescindible. Dar un paso en falso, dejar un pelo suelto, un fragmento de
piel sin tapar o una partícula que salga de mi cuerpo, podría ser fatal. No
para mí ni para los dos científicos que me guían -la bióloga Laura Correa y
el bioquímico Diego Dominici- sino para la carne en formación que ahora
tengo enfrente: pequeños aros blanquecinos y gelatinosos flotando en un
líquido violeta encerrados en una caja Petri (un recipiente de cristal que se
usa en los laboratorios para preservar la esterilidad).
Lo que veo, me dicen, es el futuro próximo. Carne (casi) sin cuerpos ni talas
ni matanza. Células que forman tejidos que pueden ser amasados entre sí y
adicionados con cosas hasta volverse parecidos a la carne molida.
—¿Cómo se extraen?
—Esta muestra que sacaron acá es un poco más grande. Con la mitad de
esto podríamos arreglarnos, dice volviendo al tubo y pienso en los
veterinarios aprendiendo a elegir a un animal sano que no va a ir al
matadero para cortarle cachitos que terminarán reproduciendo carne.
Las células no son visibles sin microscopio pero ahí están, sumergidas en el
líquido rojo que las contiene y transporta. El alimento que les proporciona lo
que un cuerpo animal necesita es sangre: Suero fetal bovino extraído en los
frigoríficos cada vez que –se supone sin querer ni saber porque se supone
que está prohibido- en el establecimiento matan a una vaca preñada.
Entonces extraen al feto “accidental” que deben chequear esté muerto y con
una punción cardíaca extraen de ese cuerpo la sangre que puedan. Esa
sangre es filtrada e industrializada con glucosa, proteínas, vitaminas,
oligoelementos, hormonas y factores de crecimiento. El producto -suero
fetal- se vende a más de cien dólares por litro para una cantidad enorme de
propósitos: vacunas, reactivos, cosmética y ahora, también –círculo
perfecto- la industria de la carne.
Aunque hay búsquedas para evitar el suero fetal bovino (“nuestra intención
es comenzar a testear formulaciones que lo reemplacen”, dice Laura) y
otras para saltearse las biopsias a novillos castrados, las ofertas con las que
la carne de cultivo seduce hoy no son tanto los ingredientes originales sino
el tiempo y el espacio. Quitar a la carne de la naturaleza y pasarla a un
laboratorio para su crecimiento artificial, aseguran quienes la promueven,
dejaría a millones de animales en paz y permitiría devolverle el lugar a los
bosques, contener el calentamiento global.
—¿Tantas?
***
***
— ¿Comerías hamburguesas de carne cultivada?-, le pregunto a mi hijo.
Tiene razón. Hace rato que nadie sabe de dónde viene nada, hace rato que
tampoco importa.
Mientras la idea de carne sin animales aún tiene que esperar y resolver
algunos dilemas éticos, económicos y técnicos, la inteligencia artificial ya se
ha hecho vegana. Lo demuestra cocinando medallones con ingredientes
surgidos de plantas para Burger King y otros locales donde también compra
mi hijo.
***
Esta es una historia larguísima aún con final abierto y algunas ideas sueltas,
pienso mientras pongo al horno un par de medallones de garbanzo que me
regalaron unos amigos. Ellos aprovecharon la crisis pandémica para armar
Sazón Comiditas Veganas, un emprendimiento de hamburguesas de
legumbres preparadas con ingredientes agroecológicos comprados a
productores familiares. Aunque no tiene nada que ver con una experiencia
hamburguesa, son deliciosas y seguramente me caerán mejor que la que
comí anoche. Además podré compartirla con mi hija de casi tres años que
aún no probó ningún comestible ultraprocesado y entonces es una niña que
disfruta de la comida con un placer sin dilemas, honesto, simple y concreto.
¿Qué es comer? ¿Qué función cumple ese acto más allá de la nutrición y
del sabor que nos lleva de las narices?