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Hamburguesas sin carne, ¿salvamos al mundo?

—No te preocupes por mi comida, mamá, ya pedí Rappi.

El asunto empezó a los pocos días de declararse el confinamiento


preventivo y obligatorio por Covid 19 mientras mi hijo empezaba a transitar
su último año de escuela secundaria. Primero fue una propuesta tímida y
espaciada. No sabría decir cuándo se instaló como norma, pero en algún
momento de la cuarentena cada dos o tres días tocaba el timbre de casa
algún chico en bicicleta cargando el mochilón térmico de donde salía una
bolsita de papel madera manchada de aceite.

En estos meses eternos de insomnio y clases por zoom, la comida de


llegada rápida fue para Benjamín lo que para muchos: respiro, espacio de
fuga, estímulo de dopamina para elevar los centros neurálgicos del placer
que la pandemia aplastó. Mi hijo pidió en un año más de cien
hamburguesas, y llegó así al promedio colectivo nacional (que aún sigue en
franco crecimiento).

Dos medallones de carne de 150 gramos cheddar liquid, cuatro fetas de


panceta, cebolla crispy, papas fritas, bol de barbacoa.

Dos medallones de carne de 250 gramos, dos fetas de panceta, dos fetas
de cheddar, cebolla morada, pepinos agridulces, ketchup y mostaza, papas
fritas.

Medallón 350 gramos, queso cheddar, fideos moñito, panceta crispy y


papas.

Cuatro medallones, queso cheddar, pepinos, lechuga morada, pan brioche


untado en manteca.

“Hamburguesas caseras”, las define él convencido como tantos de que hay


un salto cuántico entre la comida de los locales McDonalds y la de bares
donde la carne es amasada por un humano del otro lado del mostrador,
los panes tienen gusto a pan y las lechugas no parecieran de plástico.

“Hamburguesas Gourmet”, “de autor”, “fast good” las celebran afamados


cocineros que saben que la propuesta de carne molida, redonda pastilla,
decorada con cosas y sellada entre dos panes, nunca fue una moda (y
menos pasajera). Declaradas cancerígenas como el plutonio y el
cigarrillo por la OMS en 2015, las hamburguesas son desde los años 50
punta de lanza de un sistema económico arrollador, puro símbolo y síntoma.
Un modo de ser y de vincularse, un modo de desear y de pensar, una
ideología que consumen y encarnan incluso quienes detestan las
ideologías: un poderoso acto político y agrícola.

Las hamburguesas somos nosotros: comedores voraces de esa


combinación perfecta de grasas (carne, quesos, panceta, papas, aderezos)
con sal (que exprime las papilas gustativas exaltando los sabores) y azúcar
(que se cuela de la carne dorada, de los caramelizados, del kétchup, de los
panes). Una combinación que nos hace adictos y nos destruye. Somos
comensales que engullen y digieren combos sin identidad que comandan la
misma orden que reciben: inmediatez, homogeneización, ningún
cuestionamiento, ni siquiera hoy que estamos a un tris del colapso
colectivo.

Una vaca pesa unos 500 kilos. Quitando su cuero, mucha de su grasa, sus
órganos y huesos le quedan unos 150 kilos de carne para picar. Son entre
cuatro mil y 600 hamburguesas dependiendo si el productor es McDonalds
o uno de esos nuevos generosos hamburgueseros que sirven medallones
de 250 gramos. Se necesitan muchas vacas -unas mil millones se engordan
por año- para un antojo global carnista comandado por Estados Unidos,
donde se comen 50 mil millones de hamburguesas al año. Un gusto mundial
que, si dejamos, se espera crezca un 75 por ciento hasta 2050.

Pasando por alto la vida y muerte violenta de esos rumiantes, los daños
colaterales de este gusto puntual incluyen selvas destruidas, bosques
talados y humedales prendidos fuego para que crezca aquello que comerán
las vacas: pastos o granos regados con venenos. Muchos gases de efecto
invernadero: tantos que si las vacas conformaran un país serían el tercer
emisor del mundo. Toneladas de agua potable: 15 mil litros por kilo de
carne. Suelos desiertos. Plagas como esta que nos tiene encerrados,
zoonosis que salen como maldición apocalíptica cuando la naturaleza
queda rota y otros males provocados por el uso demencial de antibióticos
que hace esa industria. Migraciones forzadas de comunidades enteras que
no pueden vivir sin selva ni bosques ni agua ni suelos y se van ya enfermos
a la periferia marginal que les depara la vida urbana. Un reguero de muerte
con tantas plantas y animales en su haber que tiene un nombre que suena a
estreno de Hollywood: La Sexta Extinción.

Un drama tan grave y cercano que pone en duda la posibilidad de salud y


adultez de mi propio hijo. Pero él, adolescente, no está pensándolo de ese
modo y menos en pandemia. Tampoco lo piensan muchos que han dejado
de comer carne. Ni hacia ahí se orientan las fuerzas de la ciencia o de
quienes tienen el poder que podría cambiarlo todo.

¿Un mundo sin hamburguesas? De eso nada.

De Bill Gates a Jeff Bezos, de Silicon Valley a Harvard, de la ONU a la


organización animalista PETA todos parecen estar trabajando por la misma
misión: El futuro será con ellas o no será.

***
Entonces acá estoy, un martes a las 9 am dentro del corazón de un
laboratorio. Voy vestida con tres trajes blancos de distintos grosores,
superpuestos y cerrados para cubrir mi cuerpo completo hasta formar una
capa hermética. Uso un barbijo n95 que me aprieta la cara como un bozal,
anteojos de plástico que se empañan con el barbijo aunque la respiración es
tan dificultosa que la visión es lo de menos. También un par de guantes de
latex largos, una cofia que me sujeta el pelo y una escafandra de tela que
cierra por encima. Mi imagen es una postal que parece tomada los primeros
días de Covid en Wuhan.

Ponerme todo esto significó pasar por tres salas selladas al vacío con
diferencia de presión para evitar la circulación de aire. Una fuerza que
vuelve a las puertas pesadas y un poco también al cuerpo. Además,
aprender movimientos precisos para pasar de una sala a la otra, colocarme
cada mameluco en banquitos de transición y no tocar más que lo
imprescindible. Dar un paso en falso, dejar un pelo suelto, un fragmento de
piel sin tapar o una partícula que salga de mi cuerpo, podría ser fatal. No
para mí ni para los dos científicos que me guían -la bióloga Laura Correa y
el bioquímico Diego Dominici- sino para la carne en formación que ahora
tengo enfrente: pequeños aros blanquecinos y gelatinosos flotando en un
líquido violeta encerrados en una caja Petri (un recipiente de cristal que se
usa en los laboratorios para preservar la esterilidad).

Lo que veo, me dicen, es el futuro próximo. Carne (casi) sin cuerpos ni talas
ni matanza. Células que forman tejidos que pueden ser amasados entre sí y
adicionados con cosas hasta volverse parecidos a la carne molida.

“Come carne no animales”, decía un folleto en la mesa de entrada de este


lugar llamado Craveri, un laboratorio al que llegué para intentar comprender
de qué se trata esta propuesta más ¿provocativa? ¿ambiciosa? ¿delirante?
de la ciencia para una humanidad que camina hacia el abismo pero no
desea cambiar el menú.
El laboratorio está en una calle tranquila del barrio de Caballito en la Ciudad
de Buenos Aires, y desde hace 25 años se dedica a la ingeniería de tejidos:
cultivos in vitro para tratar enfermedades humanas. Si necesitás un
trasplante de epitelio corneal, cartílago o piel, aquí es donde pueden tomar
una muestra y fabricar el pedacito que falta. Y en poco tiempo, si todo va
bien, puede que sea acá también a dónde vengan a abastecerse de carne
los locales de hamburguesas.

Laura Correa es bióloga y dirige el área de bioingeniería del laboratorio que


ahora, centrado en este proyecto, tiene por nombre BIFE. Una mujer de 43
años vegetariana desde los 15, locuaz y simpática. Diego Dominici, su
compañero de equipo, es dos años menor, tampoco come carne porque no
come nada que no se animaría a obtener por sus propios medios y está
convencido de que para salir del atolladero apocalíptico hay que activar la
imaginación, aventurarse. Laura, Diego y un pequeño equipo que no llega a
ocho personas comparten desde hace cinco años el mismo trip: este
universo intenso de la carne cultivada; y esta sala de aire inmaculado sin
ventanas ni olor, con luces blancas, una pequeña mesada, microscopios,
dos heladeras y dos máquinas para reproducir las condiciones que
necesitan las células para formar un músculo. O sea, un lugar ocupado por
máquinas que reemplazan a un cuerpo: el de un novillo vivo del cual
extrajeron las muestras.

—Las biopsias se hacen en un campo ganadero en Tandil (provincia de


Buenos Aires) —dice Diego acercándome un tubo de ensayo con un cubo
de carne oscura adentro.

—¿Cómo se extraen?

—Utilizamos un novillito para el que todo esto es muy poco traumático. Se


lo seda para poder tumbarlo y en una escisión muy chiquita los veterinarios
sacan la muestra, lo suturan, y él sigue con su vida normal.

—¿Lo puedo ver?

—Claro —dice y abre un cuaderno de notas escritas a mano, una especie


de diario del proyecto, y tres fotos del novillo en cuestión.

Es un animal negro, “macho castrado raza cruza Aberdeen Angus de un


año”. Se lo ve parado y sostenido con una soga, después tumbado y medio
tieso, con cuatro campos quirúrgicos marcados sobre el lomo. De ahí se
tomarán las muestras: pedazos de animal “del tamaño de un caramelo
Halls”, dice Diego.

—Esta muestra que sacaron acá es un poco más grande. Con la mitad de
esto podríamos arreglarnos, dice volviendo al tubo y pienso en los
veterinarios aprendiendo a elegir a un animal sano que no va a ir al
matadero para cortarle cachitos que terminarán reproduciendo carne.

En cada biopsia, Diego busca extraer las células, ubicarlas en una


estructura determinada, nutrirlas y guiarlas para que sigan haciendo lo que
creen que están haciendo: reparar una lesión en el cuerpo del que eran
parte. Así las células trabajan en las placas Petri como si estuvieran
cerrando una herida: se multiplican, se agrupan, se dividen, dibujan líneas,
arman fibras y de repente, voilá: carne.

Suena sencillo, no lo es.

Las células son frágiles y demandantes. Se reproducen rápido pero no tan


rápido como una bacteria por eso toda la instalación estéril de este
laboratorio que entre otras cosas cuesta millones. Una vez aisladas, son
alojadas en un bioreactor; una caja de metal que ofrece las condiciones de
vida necesarias. “Acá siempre hay 37 grados, un porcentaje de dióxido de
carbono de 5 por ciento y humedad saturada”, dice Diego y abre la puerta
del sofisticado aparato de metal donde viven miles de células distribuidas en
seis cajas Petri con forma de botella aplastada.

Las células no son visibles sin microscopio pero ahí están, sumergidas en el
líquido rojo que las contiene y transporta. El alimento que les proporciona lo
que un cuerpo animal necesita es sangre: Suero fetal bovino extraído en los
frigoríficos cada vez que –se supone sin querer ni saber porque se supone
que está prohibido- en el establecimiento matan a una vaca preñada.
Entonces extraen al feto “accidental” que deben chequear esté muerto y con
una punción cardíaca extraen de ese cuerpo la sangre que puedan. Esa
sangre es filtrada e industrializada con glucosa, proteínas, vitaminas,
oligoelementos, hormonas y factores de crecimiento. El producto -suero
fetal- se vende a más de cien dólares por litro para una cantidad enorme de
propósitos: vacunas, reactivos, cosmética y ahora, también –círculo
perfecto- la industria de la carne.

Aunque hay búsquedas para evitar el suero fetal bovino (“nuestra intención
es comenzar a testear formulaciones que lo reemplacen”, dice Laura) y
otras para saltearse las biopsias a novillos castrados, las ofertas con las que
la carne de cultivo seduce hoy no son tanto los ingredientes originales sino
el tiempo y el espacio. Quitar a la carne de la naturaleza y pasarla a un
laboratorio para su crecimiento artificial, aseguran quienes la promueven,
dejaría a millones de animales en paz y permitiría devolverle el lugar a los
bosques, contener el calentamiento global.

La clave está en la gracia natural de la biología: su persistencia. Las células


sanas tienen la capacidad de dividirse exponencialmente hasta que
envejecen y entonces dejan de reproducirse. La tarea de los científicos
consiste en acompañarlas durante ese camino, guiarlas, nutrirlas y
separarlas para que el proceso vuelva a empezar. Si la tecnología los
acompaña eso podría dar mucha carne.

—Seis mil hamburguesas a partir de una sola muestra —dice Diego


abriendo sus grandes ojos negros como un chico ilusionado.

—¿Tantas?

—Claro. Nosotros al conocimiento científico lo tenemos —se suma Laura


con tal seguridad que convence—. Lo que nos falta es desarrollo
tecnológico para llevarlo a cabo.

Más biorreactores. O sea más espacio y energía. Tanta energía que


algunos estudios comparativos objetan que la carne de cultivo pueda
significar menos emisión de gases de efecto invernadero. Y, finalmente,
más dinero, lo que deviene en otro vicio de época: el patentamiento de
técnicas y servicios y la privatización, en este caso de la carne, por un par
de compañías en el mundo (tal vez incluso una sola). Una versión superior a
la agricultura sin agricultores que piensa actualmente el agronegocio
transgénico: un sistema alimentario cyborg.
Pero lo cierto es que si bien ese otro mundo es posible, para que la carne
cultivada descolle aún falta: las máquinas que tengo enfrente, solitas no
pueden hacer más que un par de medallones. Ni estas ni las máquinas
activas que existen hoy en todo el planeta. “Si se toma toda la capacidad
biofarmacéutica del mundo trabajando al máximo alcanzaría para alimentar
solo a la Capital Federal de Argentina”, dice Diego sin perder el brillo onírico
a pesar de que está diciendo tres millones de personas en un mundo que va
a los nueve mil millones mañana.

***

***
— ¿Comerías hamburguesas de carne cultivada?-, le pregunto a mi hijo.

— Si son ricas, why not.

— Por ahí te parece raro comer algo que crece en un laboratorio.

— No tengo ni idea dónde crece el queso cheddar.

Tiene razón. Hace rato que nadie sabe de dónde viene nada, hace rato que
tampoco importa.

La industria explica sus creaciones con publicidad, el Estado autoriza y un


tendal de expertos lo avala con intención o por omisión. Además un buen
combo de hamburguesas funciona para inhibir cualquier impulso de indagar:
sólo con pensar ese alimento se activan intensamente en el cerebro las
zonas de recompensa que llevan del deseo al me gusta y del me gusta al
quiero más. Una cascada de reacciones químicas tan reconfortantes como
para volvernos dependientes. Al resto lo hace esta modernidad con sus
animales que no valen nada, sus bosques fundidos, sus Rappi a granel:
suprimiendo los obstáculos que van del quiero al puedo y formando a
millones de paladares con grasa, azúcar y artificio, acostumbrándonos a
placeres instantáneos a los que luego no resulta fácil renunciar.

En ese contexto surgen las propuestas que consisten en invertir cerebros y


fortunas para desarrollar tecnologías que sirvan para cambiar el origen sin
perder el objeto de deseo.

Mientras la idea de carne sin animales aún tiene que esperar y resolver
algunos dilemas éticos, económicos y técnicos, la inteligencia artificial ya se
ha hecho vegana. Lo demuestra cocinando medallones con ingredientes
surgidos de plantas para Burger King y otros locales donde también compra
mi hijo.
***

Esta es una historia larguísima aún con final abierto y algunas ideas sueltas,
pienso mientras pongo al horno un par de medallones de garbanzo que me
regalaron unos amigos. Ellos aprovecharon la crisis pandémica para armar
Sazón Comiditas Veganas, un emprendimiento de hamburguesas de
legumbres preparadas con ingredientes agroecológicos comprados a
productores familiares. Aunque no tiene nada que ver con una experiencia
hamburguesa, son deliciosas y seguramente me caerán mejor que la que
comí anoche. Además podré compartirla con mi hija de casi tres años que
aún no probó ningún comestible ultraprocesado y entonces es una niña que
disfruta de la comida con un placer sin dilemas, honesto, simple y concreto.

¿Qué es comer? ¿Qué función cumple ese acto más allá de la nutrición y
del sabor que nos lleva de las narices?

Comer es conectar y vincularse con un territorio, sus plantas, sus animales,


las personas, su historia. Una historia que puede ser de crueldad y extinción
masiva con mataderos o experimentos millonarios, o puede ser algo muy
distinto: una historia de reconexión y de amor.

Nota completa en:


http://revistaanfibia.com/cronica/hamburguesas-sin-carne-salvamos-mundo/

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