Está en la página 1de 297

E

Ricardo García Duarte


Teorías y tramas del
Otros títulos de esta colección: l estudio del conflicto armado en Colombia supone el esfuerzo Ricardo García Duarte
por observar a los sujetos de la guerra, sus conductas y sus
El llano en armas. Vida, acción y estrategias dentro de un juego de acción interdependiente, pero Jaime Wilches Tinjacá
muerte de Guadalupe Salcedo también el examen del contexto; es decir, de las circunstancias socioe-
Orlando Villanueva Martínez

Luchas políticas por la memoria del


conómicas y políticas que intervienen en las determinaciones de ese
mismo conflicto; de su continuidad y robustecimiento. Por esa razón,
es indispensable dar cuenta de esa relación integral entre las estructu-
conflicto armado en Anascas del Rio Moncada

Juan Carlos Amador Baquiro


conflicto armado interno colombiano:
el caso de la Masacre de Trujillo
Orlando Silva Briceño,
ras del conflicto y del contexto de mutaciones sociales, económicas y
culturales; por cierto, incorporadas y “valorizadas” dentro del propio
enfrentamiento.
Colombia Carlos Jilmar Díaz Soler

Nathalia Martínez Mora Vladimir Olaya Gualteros

Teorías y tramas del conflicto armado en Colombia


Con el ánimo de incidir en el debate que desde distintas perspecti-
La puta madre: el héroe contemporáneo vas académicas propone una comprensión a este conflicto degradado Johan Stephen Antolínez Franco
y el sujeto aniquilado y persistente, el Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Ricardo García Duarte
Héctor Orlando Pinilla Suárez Urbano de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Ipazud), Leopoldo Prieto Páez
con el apoyo del Centro de Investigaciones de la misma universidad, Editor
presenta en este libro el resultado de la primera etapa de un proyecto Freddy A. Guerrero Rodríguez
de investigación el cual tenía como objetivo recuperar el estado del
arte de las distintas dimensiones del conflicto armado en Colombia. José Jairo González Arias
En cada uno de los textos presentados, los investigadores fueron más
allá de un inventario bibliográfico, y avanzaron a un análisis que die-
ra cuenta de los avances investigativos y las posibilidades de otras
rutas para comprender cabalmente la conexión del conflicto armado y
la marcha histórica reciente en la construcción de la sociedad, tanto
nacional como regionalmente.

Se presenta para la discusión académica, un esfuerzo investigativo,


en el que se debe reconocer el interés y entusiasmo de la Universidad
Distrital Francisco José de Caldas por participar de manera crítica y
constructiva en los debates de un conflicto armado que requiere la
proliferación de voces y propuestas que aporten a su comprensión
y solución política, social y económica.

ISBN 978-958-8832-65-4
Teorías y tramas del conflicto armado
en Colombia
Teorías y tramas del conflicto
armado en Colombia

Ricardo García Duarte


Editor
© Universidad Distrital Francisco José de Caldas
© Vicerrectoría de Investigación, Innovación, Creación,
Extensión y Proyección Social
© Ricardo García Duarte
Primera edición, mayo de 2014
ISBN: 978-958-8832-65-4

Dirección Sección de Publicaciones


Rubén Eliécer Carvajalino C.
Coordinación editorial
Miguel Fernando Niño Roa
Corrección de estilo
Rodrigo Díaz Lozada
Diagramación
Emilio Simmonds

Editorial UD
Universidad Distrital Francisco José de Caldas
Carrera 19 No. 33 -39.
Teléfono: 3239300 ext. 6203
Correo electrónico: publicaciones@udistrital.edu.co

Teorías y tramas del conflicto armado en Colombia / Ricardo


García Duarte ... [et al.]. -- Bogotá: Universidad Distrital
Francisco José de Caldas, 2014.
137 páginas ; 24 cm. -- (Ciudadanía y democracia)
ISBN 978-958-8832-65-4
1. Conflicto armado - Colombia 2. Violencia - Colombia
3. Paz - Colombia I. García Duarte, Ricardo II. Serie.
303.6 cd 21 ed.
A1438506

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Todos los derechos reservados.


Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito
del Fondo de Publicaciones de la Universidad Distrital.
Hecho en Colombia
Contenido

Presentación
El conflicto armado: una mirada integral; un estado del arte 9

Parte I
Régimen político y conflicto armado

Capítulo 1
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías
Ricardo García Duarte 15

Capítulo 2
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia:
hacia la construcción de un estado del arte
Anascas del Río Moncada 45

Parte II
Sociedad civil y conflicto armado

Capítulo 1
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales
en América Latina y El Caribe: una revisión necesaria
Juan Carlos Amador Baquiro 71

Capítulo 2
Intelectuales y política: las comisiones de estudio sobre
la Violencia en Colombia y la discusión de un campo para
su investigación, 1960-2010
Carlos Jilmar Díaz Soler 111
Capítulo 3
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema
Vladimir Olaya Gualteros 131

Parte III
Territorio y conflicto armado

Capítulo 1
Territorio y conflicto armado en Colombia.
Una propuesta de estado del arte
Johan Stephen Antolínez Franco 161

Capítulo 2
Esbozo sobre el estado del arte en la relación
entre conflicto armado y ciudad
Leopoldo Prieto Páez 189

Capítulo 3
Internacionalización de los conflictos armados
internos: una revisión
Freddy A. Guerrero Rodríguez 219

Capítulo 4
De la tierra al territorio en Colombia: reflexiones
desde los estudios regionales del sur
José Jairo González Arias 249

Parte IV
Reflexión final

Para seguir comprendiendo las teorías y tramas:


educación e investigación en la construcción de paz
Jaime Wilches Tinjacá
Ricardo García Duarte 277
Presentación

El conflicto armado: una mirada


integral; un estado del arte

Entre las diversas violencias que han caracterizado a la Colombia contem-


poránea, hay una que ha atravesado como un hilo conductor toda la múltiple
conflictividad social, de un modo tal que la ha hecho incorporar elementos re-
cogidos de las otras violencias, al tiempo que las potencia. Es la violencia pro-
ducto del conflicto que opone al Estado con las guerrillas; particularmente, con
las FARC. Se trata de un conflicto armado interno lo suficientemente cargado
de motivación ideológica como para hacer de él un enfrentamiento de carácter
político. Al mismo tiempo, se ha constituido en un conflicto que se prolonga in-
definidamente en el tiempo, dando muestras de una persistencia que lo asocia
como un fenómeno paralelo a la marcha misma del sistema social, económico
y político prevaleciente.

Su durabilidad, a lo largo de casi cincuenta años, sin importar que el contexto


internacional dejara de favorecerlo, ha puesto de presente el hecho de que fe-
noménicamente hablando constituye una prolongación no solo temporal, sino
sobre todo social; es decir: es un proceso de prolongación en el tiempo por la
razón ineludible de que es un proceso de incorporación de las tensiones y mu-
taciones que surgen en el curso mismo de la asignación de bienes, propia del
sistema general de reproducción social. Es una incorporación de las mutaciones
sociales que trae consigo el agregado de nuevos recursos e inéditas posiciones
de fuerza surgidas de los reacomodamientos, entre los actores sociales ya exis-
tentes o por efecto de la conversión inacabada de agentes sociales en actores
políticos.
Ricardo García Duarte

En resumidas cuentas, cuando se habla del conflicto armado interno, se está


pensando en una especie de guerra, a la vez, política y social. Es política en la
medida en que está apoyada en razones ideológicas de lucha por el poder. Y
es social no solo en la medida en que un actor incorpora explícitamente reivin-
dicaciones de ese orden, como el tema de las tierras, sino porque se alimenta
de las mutaciones que experimenta una sociedad como la colombiana que no
termina por encontrar un adecuado equilibrio basado en niveles aceptables de
integración social.

Por tratarse de actores políticos, el conflicto incorpora estrategias racionales


que se despliegan en uno y otro sentido entre agentes que, sin embargo, están
situados en la relación asimétrica, típica de una confrontación entre un Estado
sin una crisis mayor en el seno de sus élites, y una guerrilla, que interviene
como la fuerza que desempeña el papel de retador, rodeado de desventajas
pero haciéndose a un horizonte en el que potencialmente puede crecer, si con-
sigue provocar re-equilibrios que lo favorezcan.

Tanto la guerrilla como el Estado son agentes conscientes que ponen en mar-
cha estrategias, en el contexto de una correlación dada de fuerzas, a fin si no de
aniquilar al otro, al menos sí de debilitarlo, en un grado suficiente como para
impedirle cualquier triunfo definitivo. Por otra parte, se está ante un conflicto
que obra como recolector de las tensiones sociales que brotan en el contexto que
les ofrece la marcha del estado de cosas general, de modo que incorporando di-
chas tensiones termina por recoger los recursos que de ellas germinan. El efecto
es doble: mientras diversas tensiones sociales como las que se originan de la
desigualdad, la migración interna o el narcotráfico, repotencian a los actores
del conflicto armado ideológico, este último tiene derivaciones en las que se
multiplican otros agentes perturbadores que, de ese modo, ven abiertas las po-
sibilidades para “valorizar” ellos mismos sus recursos diversos y su violencia.

Es así como el conflicto entre las FARC y el Estado, que se alimentó inicial-
mente de las carencias de que eran víctimas sectores de la masa campesina en
algunas zonas rurales, muy pronto se nutrió de la movilidad territorial y de las
necesidades surgidas de la migración local y la ocupación de espacios físicos
en la frontera agrícola interna. Un tiempo después consiguieron mayor realce
perturbador, a raíz de la difusión de los cultivos ilícitos y de la economía del
narcotráfico; a su turno origen de otros conflictos violentos como el que han
protagonizado los narcos y luego los paramilitares; repotenciados por su lado
dentro del nuevo conflicto surgido del negocio ilícito para enfrentarse por su
cuenta contra la guerrilla.

10
Presentación

En el nexo de articulación entre, por un lado, un juego de estrategias con


miras a una destrucción mutua y, por el otro, una incorporación de conflictos
objetivos nacidos de las mutaciones sociales, emerge una disputa general y des-
regulada por la apropiación de recursos, que como expresión de un crecimiento
pleno de distorsiones sociales, provoca procesos múltiples y agudos de violen-
cia. Precisamente como los que durante las últimas décadas han acompañado,
por igual, al conflicto armado interno entre las FARC y el Estado y al propio
desarrollo económico y social de Colombia.

En esas condiciones, el estudio del conflicto armado en Colombia supone el


esfuerzo por observar a los sujetos de la guerra; sus conductas y sus estrategias
dentro de un juego de acción interdependiente; pero también el examen del
contexto, digamos estructural; es decir, de las circunstancias socioeconómicas y
políticas que intervienen en las determinaciones de ese mismo conflicto; de su
continuidad y robustecimiento sobre todo. Por esa razón, es indispensable dar
cuenta de esa relación integral entre las estructuras del conflicto y del contexto
de mutaciones sociales, económicas y culturales; por cierto, incorporadas y “va-
lorizadas” dentro del propio enfrentamiento.

En razón a los planteamientos expuestos en esta introducción, y con el ánimo


de incidir en el debate que desde distintas perspectivas académicas propone
una comprensión a este conflicto degradado y persistente, el Instituto para la
Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano de la Universidad Distrital Francis-
co José de Caldas (Ipazud), con el apoyo del Centro de Investigaciones de la
misma universidad, hoy Vicerrectoría de Investigación, Innovación, Creación,
Extención y Proyección Social, formuló el proyecto de investigación: El conflicto
armado interno, como posible expresión invertida del modelo de desarrollo y de la po-
lítica en Colombia: Un estudio en los últimos 50 años, sobre los vínculos entre las vio-
lencias y campos como el modelo social, el régimen político, la construcción de memoria
y los imaginarios prevalecientes.

El resultado de investigación que se presenta en este libro hace parte de la pri-


mera etapa de este proyecto, el cual tenía como objetivo recuperar el estado del
arte de las distintas dimensiones del conflicto armado en Colombia —teoría del
conflicto, narcotráfico, movimientos sociales, papel de la academia, medios de
comunicación, territorios rurales y urbanos, contexto internacional y dinámicas
regionales—. En cada uno de los textos presentados, los investigadores fue-
ron más allá de un inventario bibliográfico, y avanzaron a un análisis que die-
ra cuenta de los avances investigativos y las posibilidades de otras rutas para
comprender cabalmente la conexión del conflicto armado y la marcha histórica
reciente en la construcción de la sociedad, tanto nacional como regionalmente.

11
Ricardo García Duarte

De esta manera, se presenta para la discusión académica, un esfuerzo inves-


tigativo, en el que se debe reconocer el interés y entusiasmo de la Universidad
Distrital por participar de manera crítica y constructiva en los debates de un
conflicto armado que requiere la proliferación de voces y propuestas que apor-
ten a su comprensión y solución política, social y económica.

12
PARTE I
RÉGIMEN POLÍTICO Y
CONFLICTO ARMADO
Capítulo 1
Las teorías en conflicto y el conflicto
en las teorías

Ricardo García Duarte*

La estructura y el actor en la sociedad


Del mismo modo como su presencia múltiple ha acompañado la evolución de
las sociedades modernas, el conflicto ha sido objeto de reflexión por parte de las
diferentes expresiones del pensamiento sociológico. Por supuesto, en distinto
grado y de diversa manera: con amplitud en unas ocasiones; en otras, de modo
pasajero; como pieza maestra de un modelo de análisis; o solo como un fenó-
meno episódico y perturbador.

Desde el propio Hobbes —para no hacer referencia sino a los pensadores mo-
dernos—, el conflicto aparece ya como una sombra que amenaza a la sociedad.
No por ello de carácter marginal; al contrario, es más bien omnipresente; inclu-
so, es rasgo esencial que acompaña la estructura social. Por ello, lo político no
es otra cosa que la forma de conjurar los peligros de una “sociedad” prepolítica
condenada a una guerra interior permanente.

Otros pensadores tienden a observar el conflicto como un elemento extraño


a la moderna sociedad capitalista, que la perturba o la precede. Marx, por su
lado, lo coloca de golpe en el corazón de su modelo, al atribuirle una funciona-
lidad histórico-universal que toma cuerpo en la lucha de clases.

* Politólogo y abogado. Exrector de la Universidad Distrital Francisco José Caldas. Director del
Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (Ipazud).
Ricardo García Duarte

Pero aun en este último caso, el conflicto es apenas el eslabón de un esquema


general de interpretación de la sociedad. Si se aceptara como válido, este mo-
delo serviría para entender las líneas generales de la evolución social; no para
el análisis del conflicto mismo ni para mostrar su desarrollo y sus leyes parti-
culares. Por lo demás, un vacío de esta naturaleza llegó a constituir patrimonio
común de las escuelas tradicionales del pensamiento sociopolítico.

Ahora bien, el siglo XX, lejos de arrancar clausurando el periodo de conflictos


y revoluciones que se abrió en el siglo anterior desde 1789, e incluso desde 1776,
mostró por el contrario una enjundia nada desestimable en esta campo.

Dicha conflictividad no se redujo a las guerras entre los Estados; no se limitó


tampoco a las guerras de liberación nacional; ni siquiera se agotó en las revo-
luciones sociales. Se difundió y se instaló, además, en el seno de las sociedades
consolidadas de Occidente. Por este motivo, se ganó un lugar como campo es-
pecífico de análisis. Campo en el que se ha vertido el interés de los historiado-
res, politólogos y sociólogos, para no hablar ya del que ha despertado entre
antropólogos y sicólogos.

¿Por qué las personas se rebelan? (Gurr, 1970). ¿Cómo y por qué se forman los
grupos rebeldes? ¿Qué los conduce a la violencia? O, finalmente, ¿qué lleva a
las sociedades a hundirse en conflictos que llegan a entrañar el derrumbamien-
to de sus sistemas políticos?

Los estudios en busca de respuesta a estos interrogantes han desembocado


en esquemas variados de interpretación, en los que es posible descubrir, según
lo advierte el historiador Charles Tilly (1978, pp. 12-49), las huellas dejadas por
cada uno de esos modelos de pensamiento fuerte, que son como los referentes
fundacionales de la tradición sociológica. Referentes que el historiador nortea-
mericano cifra en los nombres de Emile Durkheim, Max Weber, Karl Marx y
John Stuart Mill.

Cada proyecto teórico implicó el nacimiento de enfoques diferenciados, in-


cluso antagónicos, en la interpretación de la sociedad. Tanto más diferenciados
cuanto que entrañaban, en mayor o menor grado, una insoslayable carga doc-
trinaria.

Sin embargo, miradas las cosas bajo la perspectiva del trabajo científico, los en-
foques diferenciados presentan, según lo hace notar Bourdieu (1983, pp. 17-49),
modos intercambiables en la apropiación del conocimiento, metodologías

16
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

comparables o, si se quiere, un cierto modo común de producción intelectual. En


otras palabras, se trata de enfoques opuestos en el campo analítico-interpretati-
vo y doctrinario que, sin embargo, cuentan con una base epistemológica común.

En todo caso, los diferentes enfoques específicos que abordan el conflicto se


sitúan dentro de los campos de influencia abiertos por los referentes teóricos de
carácter fundacional. Unos se han situado, de manera clara, bajo una perspecti-
va estructural-clasista; otros, por el contrario, lo han hecho bajo una perspectiva
típicamente sociologista, al estilo Durkheim o Weber; los ha habido, por último,
que se han colocado dentro de los parámetros que ofrece el análisis elitista,
aunque a estos últimos Tilly no los destaca en forma autónoma.

Otros autores, como Harry Eckstein (1980), clasifican de modo más simple los
estudios modernos acerca del conflicto; a saber, los que ponen el acento en el
contexto y en las estructuras sociales como determinantes en el comportamien-
to de los actores; y los que ponen el acento, por el contrario, en los intereses y
los cálculos de cada actor.

En esta misma dirección, dentro del presente texto se abordará el estudio


sobre el conflicto, a partir de dos esquemas fuertes de interpretación que se
confrontan: el que emplea como variante principal la aparición de cambios so-
ciales, con los cuales vendrían los trastornos y las dificultades, ante el retraso
de las instituciones para adaptarse. Este puede ser dominado paradigma del
“cambio social”.

Enfrente, cabe destacar el paradigma de los “intereses individuales” y de la


“movilización de recursos”, dotado de la suficiente atracción conceptual como
para incorporar otros enfoques cercanos.

El interés de situar un paradigma frente a otro, lo mismo que de pasar revista


a los distintos enfoques sociológicos que se ocupan del conflicto no es, en modo
alguno, el de construir un modelo teórico. Es, más bien, el de ofrecer elementos
para un marco conceptual, a partir del cual se puedan estudiar procesos com-
plejos y múltiples de conflictividad como los que ha vivido Colombia.

La línea de presentación escogida para las teorías pertinentes sobre el conflic-


to será la de ofrecer dos grupos de enfoques, contentivo cada uno de su núcleo
explicativo. En un caso, la estructura social; en el otro, el interés y la estrategia
del actor. Sin olvidar, con todo, las referencias a las cuatro matrices conceptua-
les mencionadas por Tilly.

17
Ricardo García Duarte

El diálogo y la confrontación entre enfoques opuestos, en tanto estrategia del


trabajo intelectual, debiera conducir a una cierta línea de síntesis en el marco
conceptual, que integrara elementos provenientes de diferentes horizontes de
análisis, pero que se apoyará en un núcleo de explicación definido con capa-
cidad articuladora; bien sea el del actor, o bien sea el de la estructura social.
Siendo, finalmente, en nuestro caso más bien el primero el que sirva de punto
de partida, pero de un modo en el que las estrategias y las racionalidades de
los actores puedan articularse dentro del análisis con los cambios sociales, en
el que por lo demás, al colocar el foco del examen en las conductas y en los
intereses de los actores; sin embargo, se los puede inscribir dentro de unas es-
tructuras en movimiento.

El paradigma del “cambio social”


Cambio social y conflicto configuran aquí una pareja de determinante y de-
terminado, la cual constituye un modelo de explicación en la aparición y en el
desarrollo de fenómenos perturbadores.

El conflicto o las dificultades del crecimiento social


Según este paradigma, los conflictos sociales y políticos tienen origen en las
mutaciones sociales que generalmente acompañan al crecimiento económico.

La expansión que tiene lugar en algunos dominios de la sociedad tropezaría


con la lentitud que se presenta en otros, de donde surgirían disfuncionamien-
tos, origen a su turno de levantamientos y de acciones de protesta. Estos se
encaminarían, o bien a resistir contra los perjuicios que entrañan los disfun-
cionamientos para ciertas capas sociales; o, bien, a un reordenamiento social
mediante la modificación de las subestructuras rezagadas.

Desequilibrio y dinámica social constituyen, sin duda, las ideas claves, aun-
que no siempre explícitas, de esta explicación del conflicto. Este nacería de las
rupturas en el equilibrio entre las distintas estructuras de la sociedad. Tal des-
equilibrio surgiría, por su lado, de los ritmos dispares con que cada una de
aquellas participa dentro de la dinámica social.

En unos casos puede ser un proceso de urbanización que no se encuentra


disponible, por ejemplo, ni una red adecuada de servicios, ni tampoco meca-
nismos de integración social para los nuevos pobladores urbanos, o que no
encuentra un aparato industrial lo suficientemente consolidado para captar
la nueva mano de obra, lanzada así al desempleo o a la marginación social.
En otros casos, pudiera tratarse de un crecimiento económico intenso que no

18
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

encuentra una organización social y política adecuada a su desarrollo y que, de


paso, golpea a comunidades tradicionales, preparando el terreno para múlti-
ples conflictos.

Este último ejemplo nos conduce directamente a una de las formas parti-
culares bajo las cuales suele presentarse el paradigma del “cambio social”: la
contradicción entre “sociedad tradicional” y “modernización”. Los disfuncio-
namientos surgirían de los procesos de transición de comunidades de tipo tra-
dicional a sociedades modernas capitalistas.

Pensar la emergencia de conflictos en términos tanto de los trastornos causados


por el cambio social como de los imperativos que este plantea, significa, sin duda,
un progreso con respecto al punto de vista que se limita a explicar el origen de los
conflictos en razón de la explotación económica y de la existencia de la miseria.

Explicar las causas del conflicto social solo en términos de pobreza, constituye
simplemente la versión arcaica e ingenua del paradigma del “cambio social”,
pues apelando a un reduccionismo extremo, solo atina a observar la existencia
de estructuras básicas de explotación, de las cuales emanarían directamente los
fenómenos conflictuales.

Hacer brotar de la simple existencia de unas estructuras sociales, la apari-


ción y desarrollo de movimientos con efectos de perturbación. Representa un
salto que obvia toda la riqueza de las mediaciones que articulan, al mismo
tiempo que distancian, las estructuras básicas, las de última instancia, con el
comportamiento específico de los actores en una coyuntura conflictual.

Así mismo, identificar la existencia de la pobreza con levantamientos e insu-


rrecciones representa una simplificación, cuyo riesgo evidente es el de no poder
proporcionar una explicación suficiente a la existencia de sociedades pobres y
atrasadas que, sin embargo, conocen pocos trastornos durante largos periodos,
mientras que a otras menos pobres y atrasadas, les sucede exactamente lo con-
trario.

Por su lado, el paradigma del “cambio social”, en vez de centrar su atención


sobre unas estructuras más o menos estáticas, la dirige más hacia la dinámica
de la sociedad y hacia sus efectos perturbadores.

De hecho, ese paradigma no excluye necesariamente al otro modelo de ex-


plicación, y, antes bien, en cierto sentido, lo puede integrar. Así, una explica-
ción de los conflictos surgidos en las sociedades pobres y subdesarrolladas se
orientaría a entenderlos, en primera instancia, no en razón del atraso y la

19
Ricardo García Duarte

pobreza, sino de los trastornos y necesidades creados por el crecimiento y


la modernización; siempre en un contexto de grandes diferencias sociales.

Además, la pareja conceptual “cambio social-conflicto” introduce una idea


que intenta entender el camino que va de unas “estructuras sociales” a la apari-
ción de coyunturas críticas. Al menos, supera la idea reduccionista de la explo-
tación económica como simple causa directa de tales conductas.

Se trata de la idea acerca de la ruptura de “valores” que cohesionan una so-


ciedad, a causa de las mutaciones sociales. Estas terminan por trastrocar los
“valores” y símbolos tradicionales, con lo cual provocan conductas destructivas
o centrífugas.

Las huellas de Durkheim


Esta última idea, acerca del trastrocamiento de valores, provendría en línea
directa, según lo indica Tilly, de la concepción durkheimiana, cuyos trazos son
ciertamente perceptibles en el enfoque del “cambio social”.

En Durkheim se encuentra la existencia de una conciencia común constituida


por los “valores”, las creencias y los sentimientos compartidos por el conjunto
de miembros de una sociedad. Estos sentimientos y creencias ejercen funciones
integradoras en la colectividad.

Si ellos entran en un proceso de descomposición, la sociedad se desintegra


y las conductas de los individuos se desorientan. Las creencias comunes son
sacudidas, según Durkheim, por la expansión de la división social del trabajo
que heterogeiniza, de hecho, a la sociedad, volviéndola irreconocible en el es-
pejo de los antiguos “valores”, surgidos estos de una sociedad más homogénea,
aunque también más simple.

El trastorno que experimenta la “conciencia común” provoca entonces las


conductas anómicas en los individuos, caracterizadas por su dispersión y por
su proclividad a la violencia. Y como los valores y creencias constitutivos de
una nueva “conciencia común” no reemplazan inmediatamente a los preceden-
tes, las conductas anómicas y los procesos desintegradores sobrevienen antes
de que nuevos valores puedan cohesionar una vez más la sociedad.

Como puede observarse, allí aparecen algunas de las ideas que subyacen al
paradigma del “cambio social” y de su versión en términos de “moderniza-
ción”. La dislocación de la armonía entre la sociedad material y lo que podría
ser su propia representación espiritual, determinaría los procesos conflictuales.

20
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

Esta idea de desequilibrio en las estructuras sociales se mantendrá presente,


bajo distintas modalidades, en toda la línea ulterior de explicación de los con-
flictos sociales en términos de “cambios sociales”.

Modalidades del paradigma del “cambio social”


La idea de un desajuste estructural originado en la dinámica social, presente
en distintos autores, se manifiesta bajo diferentes modalidades que, no por ello,
dejan de reforzar la idea matriz al mismo tiempo que se nutren de ella.

La modalidad “sociologista”
Esta modalidad representa una de las formas tradicionales de explicarse los
conflictos sociales y políticos, sobre todo en las sociedades nuevas, aun no do-
tadas de un desarrollo económico ni de un aparato institucional consolidados.
Expresa de la manera más clásica el paradigma del que venimos hablando: el
crecimiento económico de las sociedades comporta cambios que no solo des-
ajustan las diferentes subestructuras, sino que transforman completamente los
valores, creencias y símbolos, en torno de los cuales aquella se cohesiona.

Así, Huntington encuentra que el desfasamiento entre los cambios sociales


y el acomodamiento de las instituciones políticas, en retraso de este último,
provoca las tensiones que se acompañan casi siempre de las movilizaciones
de nuevos grupos en la escena política. En su obra clásica El orden político de
las sociedades en cambio, este autor señala de modo preciso que los cambios so-
cioeconómicos tales como la urbanización, el incremento de la educación, la
industrialización y la expansión de los medios de comunicación, “amplían la
conciencia política, multiplican sus demandas y acrecientan la participación
política”, lo cual va a “socavar los fundamentos tradicionales de la autoridad
así como las instituciones políticas tradicionales” (Huntington, 1991). De tales
cambios sociales, añade Huntington, surgirán así mismo las dificultades para
el establecimiento de nuevas instituciones y para la reintegración social. En
este mismo orden de ideas, el desequilibrio estructural se transformaría en una
diferencia de ritmos entre la “movilización social” y los procesos de institucio-
nalización, más lentos y pesados estos últimos. El desorden, las turbaciones y la
inestabilidad constituirían las consecuencias lógicas de esas premisas.

La secuencia clásica del paradigma del “cambio social” se presenta aquí de


manera nítida: 1) cambios infraestructurales en la sociedad, 2) desequilibrios
entre la infraestructura y las instituciones (movilidad social y nuevas deman-
das) y 3) inestabilidad, desorden o revolución.

21
Ricardo García Duarte

Hemos denominado esta variante como “sociologista” para señalar, si algún


sentido tiene esta palabra, el especial énfasis que este punto de vista pone en
los procesos que tienen lugar en la infraestructura socioeconómica más que en
aquellos que tienen lugar en el propio universo político, para comprender las
convulsiones y los cambios que cobran vida en este último.

De ese modo, las instituciones políticas son consideradas pasivas, reflejo de


dinámicas que tienen origen en unos factores externos, que las subordinan.
Aun si este enfoque suministra elementos valiosos como el concepto de “movi-
lidad social”, para encontrar ciertas condiciones en las que aparecen procesos
conflictuales, no por ello deja de evidenciar la dificultad para dar una explica-
ción satisfactoria al tránsito que va de las mutaciones sociales a la configuración
de movimientos y conductas violentas.

Otros enfoques, dentro de la misma perspectiva analítica, han intentado su-


perar esa dificultad. Entre ellos, uno al que podríamos denominar “sicologista”.

La modalidad “sicologista”
En la situación de desequilibrio estructural ocasionada por las mutaciones
sociales, serían en realidad, ciertos estados sicológicos originados en ella, los
que determinarían los comportamientos sociales perturbadores.

La atención se focaliza, en este caso, en el papel de la sicología colectiva de


ciertas capas afectadas por las transformaciones en la infraestructura social. El
estado sicológico de las masas es colocado en el centro mismo del ciclo que par-
te de la existencia de transformaciones económico-sociales, pasa por la emer-
gencia de demandas que la sociedad misma no puede satisfacer por entero y
llega, finalmente, a los trastornos sociales.

En este caso, la frustración en cuanto estado sicológico al que llegan ciertos


grupos, pasa a ser no solamente el eslabón que anuda la fase de los cambios so-
ciales con la fase del desorden social. También enlazaría los procesos que tienen
lugar en la estructura social con la constitución de los agentes de la protesta.

En autores como Ted Gurr (1970) se encuentra este elemento sicológico, en


cuanto núcleo de un enfoque explicativo, que es una versión particular del pa-
radigma del “cambio social”. En dicha versión, si una sociedad experimenta un
periodo de estancamiento, entonces las expectativas de bienestar despertadas
se convertirán en frustración, y esta dará lugar a la aparición de grupos re-
beldes y a comportamientos violentos. La frustración deviene agresión, según
el análisis de Gurr, quien afirma que esta brota de la “brecha que separa las

22
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

expectativas de los hombres y de sus capacidades” (Gurr, citado por Eckestein,


1980, pp. 144-145), o dicho de otro modo, de sus posibilidades reales.

Ciertamente, Gurr incorpora otros elementos como los cálculos y las tácticas
de los actores y, además, el contexto social. Sin embargo, el estado sicológico de
“frustración-agresión” queda como el núcleo desde donde se articula un esque-
ma de explicación para los conflictos sociales y para la aparición de movimien-
tos de rebeldía.

A este tipo de enfoque se le ha objetado con frecuencia la dificultad existente


para medir el grado de angustia y de frustración, a partir del cual un grupo de-
terminado se encamina a la rebeldía. Aunque de peso, la objeción se refiere más
a la instrumentación del análisis que a su propia lógica interna.

El enfoque “sicologista” es debatible, sobre todo, porque al subordinar de


hecho las demás variables al factor sicológico, opera un reduccionismo que
empobrece el análisis de fenómenos sociales y políticos, los que bajo ciertas
apariencias de irracionalidad o espontaneidad, esconden una gran riqueza de
conductas conscientes y continuamente preparadas.

Con todo, el elemento sicológico no es desdeñable. Al contrario, una cons-


tatación se impone: él acompaña casi siempre, aunque en diverso grado, los
fenómenos conflictuales. No solamente la frustración o la cólera, como podría
creerse, sino además, como lo señala Hannah Arendt, la piedad y la compa-
sión. Y tales estados no son más o menos intensos porque haya mayor o menor
racionalidad. En realidad es difícil afirmar siempre, en relación con la violen-
cia colectiva, que a una mayor pasión, una menor racionalidad. En el caso de
los grupos revolucionarios, se suelen encontrar más bien altas dosis de apasio-
namiento, de cólera o de compasión, al lado de la aplicación sistemática, casi
exagerada, de un cálculo racional; lo que no quiere decir necesariamente bien
encaminado.

Por esta razón, no se debe dejar de lado el elemento sicológico, tanto más
cuanto que él, al pertenecer a la naturaleza misma de los que protagonizan
fenómenos violentos, puede ser incorporado dentro de diversos enfoques teó-
ricos, sean ellos de índole instrumental-estratégica o de índole cultural-antro-
pológica.

La modalidad “sistémica”
El interés no se orienta aquí a tratar de modo específico el esquema concep-
tual de Easton ni a adscribirlo necesariamente a la corriente sociológica que

23
Ricardo García Duarte

se está en curso de presentar. Ocurre, sin embargo, que numerosos análisis


impregnados de la perspectiva del “cambio social” incorporan casi de modo
espontáneo el modelo sistémico. En realidad, el sistemismo de Easton se pre-
senta fácilmente para ser emparentado con un enfoque que busca entender los
conflictos sociales y políticos a partir de los cambios que tienen lugar en la
infraestructura social.

Una de las formas en que el sistemismo explica la aparición de tensiones en la


sociedad consiste en situar su origen en el intercambio de inputs y outputs entre
el sistema social y el subsistema político. Este último no estaría en condiciones
de producir outputs positivos y eficaces para responder a las demandas (inputs)
provenientes del entorno social.

En otras palabras, las necesidades y demandas nuevas que se originan, entre


otros lugares sociales, en la infraestructura socioeconómica, no pudiendo ser
satisfechas adecuadamente por el sistema político, provocarían las tensiones
que, unidas a una pérdida de apoyo (o de legitimidad) de este último, causarían
su crisis.

Este modelo “sistémico” define la idea de un flujo permanente de acciones y


respuestas recíprocas entre el entorno social y el sistema político. La utilidad
de esta idea resulta de explorar justamente las influencias que sobre el conjunto
del espacio político tienen, no solo en el comienzo de un proceso conflictual
sino en cualquier momento de su desarrollo, las condiciones socioeconómicas o
culturales. Sin embargo, corre el riesgo de limitarse a ello y de no ser especial-
mente útil para explicar toda la lógica interna de un proceso conflictual en el
interior de ese mismo espacio político.

Dentro de este modelo sistémico está presente no solo la idea de que las trans-
formaciones y demandas sociales, que encuentran respuestas insatisfactorias
del subsistema político, conducen a tensiones sociales, sino además la de que
finalmente este tendrá que acomodarse a las nuevas demandas si quiere sub-
sistir. Este es, en realidad uno de los rasgos comunes de todo el enfoque del
“cambio social”.

Rasgos generales y objeciones


La idea fuerte de este enfoque, lo hemos visto ya, consiste en explicar el ori-
gen de los procesos conflictuales por el desequilibrio entre el ritmo de las mu-
taciones sociales y el que tiene lugar en las instituciones y en la conciencia co-
lectiva. Esta idea sugiere otra: la necesidad de establecer el equilibrio con unas
renovadas instituciones o con la imposición de una nueva conciencia colectiva,

24
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

con lo cual quedaría patentizada la funcionalidad del conflicto. Contra esta es-
pecie de estructuro-funcionalismo, hay igualmente una objeción: este se inclina
sobre todo a estudiar las condiciones sociales y las causas más o menos remotas
de un conflicto; no el proceso mismo de su desarrollo.

La funcionalidad del conflicto


El estudio de un conflicto en términos de desequilibrios funcionales entre
distintas estructuras de la sociedad conduce por fuerza a observar la marcha de
la sociedad en términos de procesos de reequilibrio entre esas mismas estruc-
turas. El restablecimiento de la armonía se impone, so pena de que la sociedad
sucumba a una total desorganización. El conflicto deviene, así, funcional. Y por
una doble razón: porque es la expresión de las tensiones inevitables en el de-
sarrollo social, pero también, en otra escala, porque impulsa el tránsito de una
estructura global antigua a una nueva. En un plano prescriptivo, casi inevitable
en este género de análisis, no todos ven, sin embargo, esta funcionalidad en el
mismo sentido.

Una visión más bien conservadora y pragmática prefiere que las élites do-
minantes conduzcan ellas mismas este tránsito, así tengan que aplicar severas
políticas coercitivas para neutralizar la conflictualidad presente, a fin de armo-
nizar ulteriormente las instituciones frente al progreso económico. El autorita-
rismo permitiría así conducir la modernización económica, sin muchos trastor-
nos pero sacrificando la participación política de los nuevos grupos.

En su época, los marxistas preferían la insubordinación de las clases explota-


das para modificar desde abajo el sistema de poder, por la vía de una dinámica
“destrucción-construcción”. A este propósito, Lewis Coser (1982) distingue en-
tre cambios en el interior de un sistema y cambios de sistema. En el análisis que
hace de Simmel, constata la existencia de multitud de conflictos que liberan las
tensiones sociales y ayudan a la recomposición continua y necesaria de la so-
ciedad. Siguiendo a Marx, destaca también la existencia de conflictos mayores
que ponen en cuestión las bases mismas del sistema social.

Esta distinción básica, aunque elemental, no resuelve, con todo, la explica-


ción acerca del rumbo que puede tomar el conflicto. No implica el problema
de su sentido interno. Ni la forma como este se oriente. Ni cómo termine. No
existe un fin determinado al que fatalmente se tenga que llegar. No hay un
fin previamente establecido por una fuerza superior, que determine de modo
inexorable el curso de los conflictos sociales, y que, por tanto, obvie el estudio
de sus tensiones, de sus desviaciones, remitiéndolas solo al estudio del fin que
proponen los mismos actores. Los que, dicho sea de paso, son por definición

25
Ricardo García Duarte

contradictorios, y por consiguiente no unívocos. Y si hay un fin superior, es solo


en el sentido kantiano; esto es, en el sentido trascendente de una marcha inevi-
table de la humanidad hacia el progreso y la libertad; lo que tampoco resuelve
la dialéctica particular de toda la variopinta conflictividad social.

Para la comprensión satisfactoria no bastaría, en ese caso, una visión teleoló-


gica, con el acento puesto únicamente en los fines, fines definidos solo por los
propios actores o por la misma historia fetichizada, como si fuera un ente con
vida propia. Tampoco bastaría, por sí mismo, el hecho de detectar las “causas”
o las condiciones que harían aparecer las contradicciones entre distintos grupos
sociales.

Es sabido, además, que en este enfoque, con el énfasis puesto en los facto-
res estructurales, se encuentran, bajo ciertos aspectos, dos corrientes de pensa-
miento opuestas entre sí: la sociología estructuro-funcionalista y el marxismo.
La versión más tradicional de este último postulaba que el rezago de la super-
estructura y de la propia organización social de la producción, con respecto al
avance de las fuerzas productivas determinaba los grandes conflictos revolu-
cionarios.

Aunque para los funcionalistas, los desequilibrios sociales no se traducen


en una lucha de clases, como afirmaban los marxistas, resulta evidente que
aquella y estos coinciden en atribuirle exagerada importancia explicatoria a
los factores económico-sociales, externos a la dinámica misma de los movi-
mientos sociales y de los enfrentamientos políticos.

Ideas para retener


A pesar de ello, la visión que acabamos de estudiar nos proporciona concep-
tualizaciones pertinentes para entender conflictos y crisis, como la colombiana,
rodeados de persistentes perturbaciones sociales. Dicha visión nos induce a
tener en cuenta las condiciones sociales que contextualizan el conflicto. No hay
que pasar por alto que Colombia ha sufrido grandes cambios en ese orden, los
cuales reposan con seguridad en la base de sus conflictos; sin olvidar por otro
lado que las persistentes y desordenadas transformaciones que la colonización
interna ha entrañado en algunas regiones, alimenta el desarrollo de tales con-
flictos.

De una manera más particular, el concepto de la anomia social nos permite


el acercamiento al fenómeno de una multivariedad de violencias “irraciona-
les” que acompañan el conflicto político en Colombia. El problema que queda
planteado es el de si se trata de manifestaciones individuales, destructivas, que

26
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

formando una atmósfera de descontrol y desarraigo, se agotan en sí mismos, o


si, por el contrario, llegan a ser rápidamente integradas e instrumentadas por
los grupos organizados y dotados de objetivos precisos; tal como pudo ser el
caso de los jóvenes sicarios convertidos en agentes de combate por los carteles
de la droga.

El concepto de “movilidad social” está igualmente lleno de interés para


acercarse al estudio de la constitución de nuevos grupos o de contraélites que
desafían al Estado. Su interés es tanto mayor cuanto que permite tender un
puente hacia una visión más bien “elitista”, cuyo énfasis se orientaría a tomar
en consideración justamente la existencia de élites que detentarían el poder y
que gozarían de una situación más o menos privilegiada; en oposición a las
cuales se constituirían contraélites, que disponiendo de algunos recursos serían
portadoras, sobre todo, de nuevas exigencias. La búsqueda de un nuevo lugar
en la sociedad, en correspondencia con sus nuevos recursos y aspiraciones, las
conduciría a enfrentar, incluso violentamente, a las élites dominantes. Esta idea
nos conduce, por lo pronto, a estudiar el otro enfoque teórico, objeto del pre-
sente texto; a saber, el de la “movilización de recursos”.

El actor social y el paradigma de la “movilización de recursos”


Un enfoque diferente y, por más de una razón, opuesto al anterior, es el que,
para simplificar, se denominará “movilización de recursos”. Este recoge tra-
diciones teóricas identificadas con el “individualismo” y se ha orientado con
fuerza inusitada en los últimos años al estudio de los conflictos y movimientos
sociales. El actor colectivo y las conductas individuales constituyen los elemen-
tos claves de su desarrollo analítico. Confiere especial atención a los intereses,
a la organización y a las interacciones que lo acompañan.

El punto de vista del “interés individual”


El movimiento de lucha por los derechos civiles en Estados Unidos durante
los años sesenta dio lugar a numerosos estudios sobre los conflictos y los movi-
mientos sociales. De la observación de las luchas de los estudiantes y de los ne-
gros norteamericanos, por conquistar prerrogativas cívicas que hasta entonces
estaban fuera de su alcance, llevó a diversos autores a conceder una atención
especial a los nuevos recursos que estos grupos sociales controlaban y a su mo-
vilización en aras de conquistar un nuevo lugar dentro de la sociedad.

De este modo, la “acción colectiva” dejaba de ser vista solo en términos de


sus efectos perturbadores y dañinos. De manifestación patológica, pasaba a ser

27
Ricardo García Duarte

mirada como un fenómeno natural en el desarrollo de la sociedad. Ciertos gru-


pos que controlaban nuevos recursos buscaban valorizarlos, con el fin de me-
jorar su estatus en la colectividad. Esto suponía la existencia de unos intereses
que motivaban la acción del grupo y del cálculo de este para medir las posibi-
lidades de su movilización.

En estas ideas afloraba una propuesta para el análisis de los conflictos y de los
movimientos sociales sobre la base de la racionalidad del actor colectivo.

En realidad, no era la primera vez que un enfoque teórico lo hacía. De hecho,


la teoría marxista de la lucha de clases se fundamentaba en la racionalidad de
las clases sociales que a través de una transpolación forzada vendrían a conden-
sarse en partidos políticos, representantes de los intereses de “clase”. Pero el
marxismo, en cierto sentido, lo que hacía era transponer el interés y la raciona-
lidad individuales a un grupo social; en la circunstancia, una clase social. Esta
quedaba asimilada a un individuo que defiende sus intereses y que en función
de ellos hace sus cálculos. De ese modo, se tomaba como dado un interés colec-
tivo, presumiblemente representativo de los intereses de todos los miembros
de la colectividad. Sin embargo, en los propios análisis marxistas aparece recu-
rrentemente la idea de una contradicción entre el interés común, que viene a ser
una especie de abstracción, y el interés particular concreto de cada miembro.
Esta idea no llegó, sin embargo, a representar el punto de partida de una teoría
marxista particular sobre el conflicto y el movimiento social.

La novedad de las teorías de los años sesenta y setenta sobre los movimien-
tos sociales consistió, básicamente, en reintroducir la racionalidad individual
como elemento explicatorio, pero no para olvidar a los actores colectivos, sino
para entender mejor la “lógica de su acción”. El marxismo había combatido la
“ilusión” de los economistas clásicos de un equilibrio social, nacido del curso
libre de los intereses individuales, pero había recuperado la idea del “interés”
asociándolo al actor colectivo (la clase social) que se convertía entonces en el
sujeto clave. Ahora, los nuevos individualistas combatían la “ilusión” marxista
de ver una “clase” luchando por sus intereses reales, por el mero hecho de que
sus miembros ocuparan una posición común en la producción social.

A imagen de los economistas neoclásicos, que recuperaron la idea de los cál-


culos y las expectativas individuales para explicar ciertas variables macroeco-
nómicas, algunos autores en el campo sociológico reintrodujeron el cálculo in-
dividual para explicar la acción colectiva. En este terreno, es Mancur Olson el
autor que de modo más explícito desarrolló esta operación intelectual.

28
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

Olson y la producción del “bien colectivo”


Es suficiente conocida la paradoja de Olson (1987): aunque los miembros de
un grupo social tengan en principio los mismos intereses, no todo ellos ten-
drían, sin embargo, igual interés en la lucha por conquistarlos. Justamente,
se trata de una acción común que incluye por definición el concurso de una
multitud de energías individuales. La participación de cada una de estas será
cuestión de lo que la acción común pueda aportar a cada individuo. El interés
individual se convierte en el componente decisivo de la acción colectiva, la cual
se convierte para cada individuo en un asunto de cálculo entre el esfuerzo que
debe hacer y lo que va a recibir del triunfo colectivo.

En otras palabras, el cálculo individual de los costos y los beneficios entra en


juego en una acción colectiva. Cada miembro calculará antes de comprometerse
en la acción, si los costos a los que se expone no son mayores que la parte del
beneficio del que va a disfrutar.

Si se puede obtener un cierto beneficio, sin exponerse en la acción, se sustrae-


rá a la lucha, aun si la parte absoluta de beneficio para cada uno de los miem-
bros es menor de la que se obtendría si él hubiera prestado su concurso. De to-
dos modos, sin invertir costos, obtendrá, a todas luces, un margen de ganancia
mayor que el margen de beneficio promedio del grupo. Las posibilidades de
que cada uno pueda hacerlo dependerán, naturalmente, de las dimensiones del
grupo y del peso que en la acción colectiva tenga cada individuo.

Será igualmente necesario tener en cuenta la existencia de lo que el propio Ol-


son llama las “motivaciones selectivas”. Estas serían fuerzas “externas” que im-
pondrían fronteras al curso libre del cálculo de costos y beneficios. La coerción
y la amenaza o la exaltación y la gloria le cerrarían el paso en una organización,
a la posible defección de sus miembros, seguida de un puro cálculo individual.

Con este razonamiento, Olson pareciera anticiparse a las objeciones contra


su argumentación. Un sentimiento grande de solidaridad; la experiencia de un
momento exultante de lucha o el apego al interés o a la disciplina de una orga-
nización borrarían de hecho el cálculo en función de beneficios individuales.
Para Olson, no serían más que elementos “extraños” con los cuales el grupo
aseguraría la participación del individuo. Su existencia concreta no invalidaría
la existencia virtual del interés individual. Solo que habría que considerar la
presencia de dichas “motivaciones selectivas”.

Ocurre, sin embargo, que tratándose de la acción social y política, su presen-


cia es mucho menos “extraña” y “eventual” de lo que la observación aislada del

29
Ricardo García Duarte

juego individual de costos y beneficios dejaría suponer. La disciplina, el interés


colectivo o la solidaridad, dejarían de ser simples limitantes de la propia medi-
ción en la conveniencia particular, y pasarían a ser elementos profundamente
incorporados a la “subjetividad” del individuo; de modo que ellos puedan apa-
recer mezclados con el cálculo de “costos y beneficios” o, incluso, en ocasiones,
sustituirlo.

Esto no quiere decir que el perspicaz razonamiento de Olson quede sin valor.
Quiere decir simplemente, como lo advierte Boudon (Introducción a la traduc-
ción francesa de Olson, 1987) que ciertos límites y condiciones deben ser toma-
dos en cuenta, para su utilización, al mismo tiempo que se integran con otras
perspectivas analíticas. El propio Olson señala una condición importante que
no debe olvidarse. Se trata del “bien público”. Uno o varios miembros de un
grupo podrán contemplar la posibilidad de marginarse de la acción colectiva y,
sin embargo, obtener los beneficios de esta, solo si la organización produce un
“bien público”.

Este es un concepto al que Olson se refiere así: “… todo bien público que
consumido por una persona X, en un grupo (X1.... Xn) no puede ser de ninguna
manera negado a otras personas del grupo” (1987). El ejemplo clásico es el de
una mejora salarial concedida después de una huelga, que no puede ser negada
a quienes no participaron en las acciones desplegadas por el sindicato. Una vez
conseguido o, en otras palabras, producido por la colectividad, el “bien público”
pertenecería a todos sus miembros, sin exclusión. Los frutos de la acción co-
lectiva, entendidos como “producido público”, nos colocan en el terreno de un
“mercado concurrencial”.

En este “mercado” compiten los intereses individuales o los intereses comu-


nes. En una organización compiten los unos y los otros entre sí. En un sistema
político, competirán los diferentes actores colectivos. Siempre alrededor de los
“productos colectivos”.

Es, de hecho, el mismo “mercado”, en el que Hirshman (1970) coloca sus fa-
mosas tres alternativas para los miembros de una organización tanto como para
sus clientes: “Exit, Voice and Loyalty”. El miembro de una colectividad puede
optar por abandonarla si no se encuentra satisfecho y, antes bien, considera que
el “producto” lo perjudica; o puede preferir protestar sin salirse de la colectivi-
dad, pero blandiendo la amenaza del abandono. Finalmente, puede permane-
cer leal a la organización, sea porque esté enteramente satisfecho, o porque, sin
estarlo, encuentre rentable la fidelidad a la colectividad.

30
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

En cada una de estas opciones estarán presentes los costos que es necesario
pagar y los beneficios que se pueden obtener. El individuo o, en otro caso, el
actor colectivo tomarán una u otra decisión según sus propios cálculos. A partir
de este estudio de la acción colectiva, emergen como elementos clave para com-
prender los conflictos y las movilizaciones de los actores, el interés de cada actor
y la racionalidad de su cálculo, en términos de costos y beneficios.

Con todo, es difícil reducir la complejidad de un conflicto a la exclusiva racio-


nalidad de los actores, aún si esta es un punto de partida importante. Existen,
por otra parte, las limitaciones que impone el contexto, y, además, la influencia
que desde el interior mismo del proceso decisional del actor, tiene su posición
en la sociedad, al igual que los lazos de identidad que unen a los grupos so-
ciales. De ahí que algunos autores contemporáneos hayan intentado organizar
modelos en los cuales se incluyen los diferentes factores que intervienen en los
conflictos sociales y que, sin embargo, conservaban como núcleo la racionali-
dad del actor colectivo y de los actores individuales. Es aquí en donde cabe
hablar de la teoría de la “movilización de recursos”, propiamente dicha.

De la “selección” racional a la movilización de recursos


Si se sigue este enfoque, la decisión racional que el actor toma en función de
sus intereses, se expresa en realidad a través de la movilización que este hace
de sus propios recursos. En otras palabras, el actor mismo está en el corazón de
un proceso de apropiación, control y valorización de los recursos que existen
en la sociedad. Este enfoque no supone, naturalmente, una lucha entre actores
aislados del contexto social. No por ello dejan de flotar ciertos interrogantes y
limitaciones alrededor de la fuerza determinante que puedan tener las condi-
ciones históricas y la formación de la identidad colectiva en el comportamiento
de los actores.

El modelo de Charles Tilly


Charles Tilly en su libro From Movilization to Revolution (1978) presenta
un modelo de análisis, cuya exposición aquí será útil en la organización de un
marco conceptual para el análisis de la conflictividad en Colombia. El autor
engloba el desarrollo de las movilizaciones y los enfrentamientos de signo
revolucionario, sobre cinco grandes factores: los intereses, la organización y la
movilización. Además, el momento unido al contexto y la acción colectiva propia-
mente dicha (1978, p. 7).

31
Ricardo García Duarte

En materia de definición de intereses, Tilly prefiere el atajo de considerar algo,


en rigor, extrínseco al interés mismo del grupo, pero que puede ser fácilmente
operable en el análisis. El piensa los intereses simplemente en términos de las
pérdidas o de las ganancias del actor, dentro de sus relaciones con los otros ac-
tores. En realidad, lo que resulta especialmente importante es destacar la fuer-
za motivadora del interés para un actor social. En últimas, el analista podría
contentarse con lo que el propio actor considera que es su propio interés, no
importa si este además tiene un carácter objetivo. Por cierto, la relación, a veces
contradictoria, a veces concordante, entre el interés “real” y la percepción que
el actor tiene, no deja de tener sus influencias en los giros que toma un conflicto.

Tilly acoge en este campo el razonamiento de Olson ya expuesto, lo que lleva


a advertir que la concurrencia entre los intereses individuales y los intereses co-
lectivos tendrá una incidencia sobre la intensidad del conflicto. Con esta orien-
tación, Tilly se arriesga a incorporar, dentro de su modelo, ideas, en principio,
irreconciliables, venidas del marxismo y del liberalismo individualista. Ello,
lejos de agotar el problema de las posibilidades de esa conciliación, apenas lo
deja abierto. En todo caso, no por ello dejan de ser útiles la argumentación
olsoniana y el modelo de Tilly, como punto de partida para una investigación.

Al lado de los intereses, este modelo destaca el papel de la organización del


grupo, que adquiere, de ese modo, una importancia autónoma. En su constitu-
ción intervienen la ubicación común de los individuos en la sociedad y la red
de nexos particulares que se crea en el interior de la comunidad. En seguida,
aparece lo que podría considerarse el núcleo de este modelo, o sea, la “movi-
lización de recursos”, que constituye el momento a través del cual, el grupo
deviene activo, dentro del espacio social.

Según Etzioni, la movilización de recursos, más que una simple adición arit-
mética de recursos sería, sobre todo, el “proceso, por medio del cual, una uni-
dad avanza significativamente en el control de un fondo de activos (o de recur-
sos) que ella no controlaba previamente” (citado por Tilly, 1978, p. 69).

La apropiación de nuevos recursos, añade Etzioni, no significa movilización


de hecho, pero sí movilización potencial. Lo que interesa realmente es la nue-
va capacidad para controlar sus recursos.1 Este proceso colocará al grupo en

1 Etzioni clasifica los recursos en 1) coercitivos, 2) utilitarios (dinero) y 3) normativos (lealtades).


Dobry, a su turno, los clasifica en: 1) coercitivos, 2) institucionales y 3) de influencia (medios de
comunicación). Tilly encuentra objetable dicha clasificación, en cuanto que él hace referencia
solamente al uso y no al carácter mismo de los recursos. Sin embargo, una clasificación de esa
naturaleza facilita la identificación de recursos durante una investigación y, por consiguiente,
puede retenerse, a condición, eso sí, de saber establecer en cada momento, la importancia que

32
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

situación de hacer nuevas demandas sociales o políticas frente a los demás


actores. Para ello tendrá que contar con el factor anterior, esto es, un mínimum
de organización. Pero también tendrá que contar con un cuarto factor: el mo-
mento unido a un cierto contexto (opportunity) y a la relación con los actores.

El grado de represión, de amenazas, y las condiciones en general, favora-


bles o desfavorables, desempeñarán allí su papel. Finalmente, tendremos como
quinto factor, la “acción colectiva” propiamente dicha, que significará movili-
zación efectiva del grupo, en torno de unos objetivos comunes.

La teoría de la “movilización de recursos” incluye, entonces, además de los


puros intereses, otros factores, tales como el momento y el contexto, la organi-
zación o los recursos del actor, que ayudan a comprender de modo más inte-
gral el conflicto y las movilizaciones que tienen lugar en él. No por ello deja de
mantenerse la persecución racional de los intereses como la base de las acciones
sociales. Este punto de vista, sin embargo, no pareciera preocuparse mucho por
la explicación social de tales intereses: ¿de dónde vienen, cómo aparecen?

Las dificultades que plantea la aplicación de una metodología


“individualista”
El trabajo de interpretación social que toma como punto de partida el cálculo
entre costos y beneficios por parte del individuo, tropieza con algunas dificul-
tades. Estas se colocan en dos planos: el de su aplicación concreta a ciertos fenó-
menos particulares y el de su consistencia general. En el primero, la teoría del
cálculo racional se revela poco convincente para explicar toda la fenomenología
simbólica, de origen estructural, al igual que los sentimientos de pertenencia y
los gestos de solidaridad. El solo criterio del cálculo individual podría hacer
ver, paradójicamente, como “irracionales”, multitud de fenómenos que como
los que acabamos de evocar (solidaridad, etc.), son de común ocurrencia en los
conflictos sociales.

En el segundo plano, estos es, el de la consistencia lógica del método, la difi-


cultad estribaría en que si el interés y el cálculo individuales pueden explicar
los fenómenos sociales, cómo se explicarían entonces los propios intereses y
satisfacciones individuales. Difícilmente nos contentaríamos con explicarnos
la existencia del interés a partir de sí mismo. Con mayor razón si se tiene en
cuenta que si la “individualidad” de cada interés es real, no lo es menos su
carácter social.

tenga cada uno de los recursos, según las circunstancias y el contexto en el cual se pongan en
juego.

33
Ricardo García Duarte

A este respecto, Pizzorno (1986) señala que la utilidad, en función de la cual


cada individuo haría su cálculo, debe implicar “un reconocimiento intersubje-
tivo de los valores que determina esta utilidad” (p. 365). En otras palabras, el
grado de satisfacción que cada individuo encuentra en una conducta social de-
terminada, se explicaría solo en función de los valores que rigen la colectividad
de la cual él es miembro. Por tanto, en vez de una lógica individual de la acción
colectiva, lo que mejor explicaría las conductas políticas (Pizzorno se refiere a
ellas en particular), sería una lógica de identidades colectivas. Es en medio de
estas que tienen lugar procesos de producción y reproducción de intereses.

En el mismo orden de ideas, Pizzorno precisa aún otra objeción contra la apli-
cación del punto de vista “individualista”. Como en el seno de cada identidad
colectiva tiene lugar un proceso de producción y reproducción de intereses, los
individuos no estarían en condiciones de hacer sus cálculos, sino en el corto
plazo. Para el largo plazo, las preferencias y las expectativas variarían conside-
rablemente.

Quien dice “interés individual”, aun si no lo reconoce explícitamente, dice


de hecho, “interés inscrito socialmente”. Por definición, si un individuo tiene
intereses, los tiene como miembro de una sociedad y en relación con los otros.
Pero en ese mismo punto, en el que parecen unirse el carácter “social” y el ca-
rácter “individual” del interés, se abren, en verdad, dos campos “sociológicos”
que suponen dos enfoques metodológicos distintos: el que toma como punto de
partida las motivaciones individuales para entender los fenómenos sociales y
políticos, y el que toma como punto de partida las estructuras y las identidades
colectivas para entender esos mismos fenómenos.

El observador se encuentra frente a la existencia de un enfrentamiento arma-


do, con tentativas recurrentes de arreglo pacífico, entre dos actores políticos,
rodeados de una gran conflictualidad social y de la fragilización del Estado.
Una interpretación de estos fenómenos podría beneficiarse, de modo particu-
lar, sin muchos riesgos de incoherencia, de alguna de las ideas de las distintas
líneas metodológicas que se han expuesto en este ensayo. Para empezar, resul-
taría pertinente tomar como base del análisis, la presencia de los actores colec-
tivos y de sus cartas estratégicas en el conflicto.

De ese modo, nos colocaríamos de hecho en la perspectiva de los intereses y


de los objetivos de cada uno de ellos; solo que en este campo, sería de mayor
utilidad analítica tener en cuenta la relación entre el interés colectivo o general
de una actor y los intereses individuales, cuando sea posible su discernimiento,

34
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

o, en todo caso, los diferentes intereses particulares que puedan existir en el


interior de una actor colectivo.

La distinción entre intereses a corto plazo y los intereses a largo plazo, será
una condición igualmente útil, en la medida en que no solo evita aventurarse
en afirmaciones vagas que el futuro puede dejar sin piso, y, sobre todo, que
permite poner en relación los intereses de una actor y el contexto socio-cultural
y político en el que está inscrito. Los intereses inmediatos de un actor desem-
peñan un papel de primer orden en la evolución de sus relaciones con los otros
protagonistas del conflicto y en la forma como aquel contexto condiciona sus
comportamientos.

El hecho de considerar al actor social o político bajo la perspectiva directa de


sus intereses, y a estos intereses bajo el doble carácter, de colectivos e indivi-
duales, situándolos además en el corto y en el largo plazo, ubica el problema
dentro de la perspectiva analítica del “individualismo metodológico”. Y, sin
embargo −vaya paradoja−, no se separa substancialmente de una perspectiva
marxista o marxiniana, si solo se tiene en cuenta algunos de sus elementos teó-
ricos, y, de ningún modo, sus ingredientes doctrinarios.

Naturalmente, la condición para ello sería la de considerar esta última pers-


pectiva, no bajo un determinismo vulgar, sino bajo el modelo de análisis político
empleado en textos como La lucha de clases en Francia y El 18 Brumario de Luis Bo-
naparte. En estos textos, desde luego, está siempre presente la pretensión de po-
ner en relación ciertos momentos de mucha fluidez política con crisis previas en
la infraestructura económica, y con los intereses generales de las clases sociales.

En el caso de una investigación sobre el conflicto en Colombia, ello carecería


prácticamente de interés. En cambio, queda de tales obras, como lo señala Tilly,
la forma de disponer sobre el escenario social a los diversos actores, tanto indi-
viduales como colectivos. Los cuales, inspirados en la percepción que tienen de
sus intereses, se enfrentan, se coaligan y emplean distintos medios y tácticas,
cuyo resultado es la modificación en el propio lugar que cada uno de ellos ocu-
pa dentro del espacio político.

De este modo, se podrá explorar la relación entre el contexto y los actores, e


igualmente los comportamientos de estos entre sí. Solo queda, tratándose de
unas relaciones ambiguas y alternativas de guerra y paz entre varios adversa-
rios; la perspectiva analítica y conceptual debe completarse con algunas otras
ideas, tomadas de diferentes enfoques y disciplinas.

35
Ricardo García Duarte

Interacción estratégica, dinámicas y violencia instrumental


La escogencia del actor como punto de partida para el estudio del conflicto
pone de presente otros aspectos tales como el de las interacciones estratégicas,
el de la dinámica “autónoma” que pueden tomar los conflictos y las crisis. Por
otra parte, la presencia continua de la violencia en los procesos conflictuales,
amerita una mínima conceptualización acerca de su papel.

Juego de estrategias entre los actores en conflicto


El conflicto armado en el que se enfrentan el Estado y unas guerrillas, cuyo
propósito es la toma del poder, no es, a todas luces, una guerra interestatal.
Apenas es un conflicto interno y, a menudo, como en el caso colombiano, no
alcanza a ser una guerra civil clásica. Aún existe un Estado cuya “unicidad” y
“exclusividad” es reconocida por las fuerzas políticas y sociales que tradicio-
nalmente se han reconocido en él. Sin embargo, la oposición armada en la que
se comprometen algunos grupos organizados, dotados de programas de largo
alcance e instalados durablemente en la vida política, convierte al conflicto en
una guerra como cualquiera otra. Con la salvedad, naturalmente, de que surge
de las peculiaridades tácticas de un conflicto de esa naturaleza. En todo caso, el
empleo de la fuerza y el ánimo de derrotar al adversario se mantienen en uno
y otro bando.

Las guerrillas, por otra parte, pese a sus objetivos “revolucionarios”, pueden
también avenirse a acuerdos con el Estado, por diferentes razones; sean ellas
estratégicas o ideológicas. De hecho, así ha sucedido en diversos países y par-
ticularmente en el caso colombiano. Es decir que, por lo que tiene de guerra,
como por lo que tiene de acuerdos entre adversarios, un conflicto interno con
guerrillas puede asemejarse en ciertos aspectos a una guerra interestatal. En tal
sentido, su análisis podría beneficiarse de algunas ideas que tienen origen en
los análisis sobre conflictos internacionales. Tal es el caso de la teoría del “jue-
go mixto”, desarrollada por Thomas Schelling (1986, p. 111) para entender las
relaciones entre las superpotencias en el campo del desarme y de la búsqueda
de la paz.

Sus fundamentos son la “selección racional” (rational choice) que cada uno de
los adversarios hace y la interacción que existe entre ellos. Cada uno toma sus
decisiones de acuerdo con lo que espera que el otro vaya a hacer. Cada estrate-
gia será diseñada de conformidad con la estrategia del adversario. Los “golpes”
o “movidas” (moves) (Schelling, 1986, p. 112) de los adversarios, seguirán la
lógica de las acciones y respuestas, cada una de las cuales condicionará la otra :
“El elemento característico del juego estratégico está aquí presente en todos los

36
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

casos: la mejor selección de cada uno de los jugadores depende de la idea que
él se hace de la actitud de su adversario, sabiendo que éste hace lo propio; de
suerte que cada uno debe, antes de tomar su decisión, representarse lo que el
otro piensa que él mismo va a hacer, y así recíprocamente, según el clásico enca-
denamiento en espiral de las expectativas recíprocas” (Schelling, 1986, p. 117).

De este modo, los actores dentro de un conflicto deben ser observados bajo
la dimensión de la interdependencia de sus respectivas estrategias, cuya evo-
lución genera nuevas coyunturas. El hombre, como lo señala Elster (1979), es
un ser que por su propia naturaleza, diseña estrategias complejas, que incluyen
avances, retrocesos y rodeos, sobre la base del cálculo que hace de los consecu-
tivos pasos que pueda dar su adversario. El “animal político” tendría además
la dimensión de “animal estratega”. A la idea clásica del “juego estratégico”,
Schelling le introduce los conceptos de “juego de suma no cero” y de “juego de
motivación mixta” expresión que “[debe] [...] señalar la ambivalencia de rela-
ciones entre los jugadores; la mezcla de dependencia recíproca y conflicto; y la
complejidad del comportamiento de los adversarios/partenaires. La expresión
‘summa non-nula’ se refiere al carácter mixto del juego y a la existencia de un
interés común” (Schelling, 1986, p. 119), y que vuelve aún más útil la concep-
ción de la interacción estratégica para estudiar los procesos en que se combinan
la dependencia mutua y el conflicto.

Dos extremos se presentan en el juego de intercambio de “golpes” entre dos


actores: el conflicto puro y la cooperación total. Pero entre los dos, existe la
situación intermedia de ambivalencia entre conflicto y cooperación; más intere-
sante aún, por cuanto en ella cada jugador deberá tener en cuenta sus cálculos,
no solo las pérdidas del adversario y sus propias ganancias, sino cierto nivel de
colaboración, dada la interdependencia que lo une a su adversario.

Es verdad que el conflicto político en Colombia, bajo ciertos aspectos y en


ciertas coyunturas, se acerca al estado de conflicto puro; sin embargo, los dis-
tintos “acuerdos de paz” introducen la ambivalencia de conflicto y de coopera-
ción entre los adversarios. De todos modos, aún las situaciones de polarización
extrema no dejan de tener ciertas ambigüedades, en la medida en que cada
adversario tiene interés en evitar ciertas situaciones incontrolables que pueden
volverse contra él.

Bajo estas condiciones, se podría pensar, lo cual es importante para entender


los contradictorios fenómenos políticos en Colombia, que un proceso conflic-
tual puede derivar tanto en su degradación como en una solución negociada.
Si como lo proclama la teoría del “juego estratégico”, los “golpes” o “movidas”
de cada actor producen efectos en la posición y en el comportamiento de su

37
Ricardo García Duarte

adversario, es factible entonces un encadenamiento de golpes mutuos y de


cambios de situación consecutivos, que vuelven relativamente autónoma la
dinámica del proceso conflictual, con sus efectos sobre el contexto y sobre
la disposición habitual en los espacios sociales y políticos.

“Autonomía de la crisis” y “pérdida de autonomía de los espacios


sociales”
Como el conflicto colombiano ha estado acompañado de una crisis parcial
pero aguda, y como tanto el uno como la otra suelen presentar una dinámica
relativamente autónoma, no sobra completar este cuadro teórico con algunas
ideas de Michel Dobry (1986) sobre las crisis políticas, ideas emparentadas di-
rectamente con el enfoque de la “movilización de recursos”.

En primer lugar, vale la pena integrar a esta problemática, la tesis de la diná-


mica autónoma de la crisis, muy cercana a la idea de la interacción estratégica.
En segundo lugar, interesa aquí retener la concepción de las crisis políticas en
términos de coyunturas de gran fluidez (1986), en las que los diferentes espa-
cios sociales tienden a perder la autonomía que normalmente conservan entre
sí. Cada “campo social”, considerado como un lugar específico de interacciones
y de movilizaciones de recursos entre actores, tiene, en situaciones normales,
contornos definidos que le permiten afirmar su identidad con relación a sí mis-
mo; y con relación a los otros sectores del espacio social”.

Lo que una crisis muestra es que el espacio social se ve perturbado por las
pérdidas en la identificación rutinaria de los “campos afectados”. Estos “cam-
pos” dejan así de tener el grado de autonomía del que disponían antes y se ven
atravesados por contactos intensos e inhabituales con otros “campos”. Algunos
de entre ellos se desplazan con respecto a los sitios que ocupaban normalmente
y las cartas en juego tienden a entremezclarse. En una crisis como la colombia-
na, en la que los sectores sociales venidos de “lógicas” completamente distintas
se han interferido intensamente, es clara la pertinencia de las ideas anteriores.

Tales interferencias, como se sabe, se expresan a menudo a través de grupos


de distinto origen que se entregan al ejercicio de una violencia sistemática, que
vuelve no solo más dramáticas si no más confusas las relaciones entre los dis-
tintos “campos” sociales; y muy particularmente entre el espacio social y el
espacio político.

38
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

La violencia instrumental y el espacio político


En el estudio del conflicto colombiano y de las azarosas tentativas de paz, no
podría dejarse de lado el análisis de la violencia (Pecaut, 1987). Conflicto, crisis
y violencia parecen identificarse. De hecho, se habla con frecuencia de violencia
simplemente, como si esta englobara las otras categorías. Su omnipresencia le
comunica la apariencia de una suprarrealidad que llegaría a condicionar por
periodos, las otras variables de la organización social.

De ahí que no solo los actores sociales, sino en ocasiones los propios investi-
gadores, tiendan a reificarlas, a través de una substancialización que le confiere
vida propia. Al punto de que sería más bien la violencia la que utilizaría a los
hombres y no estos a ella. Una tal reificación tiende a ver solo el lado “bárbaro”
e “irracional” de los actos de violencia y se aproxima a conceptos como “cultura
de violencia” que atribuirían al colombiano, proclividades inmanentes hacia
ella y que, en todo caso, lejos de facilitar el esclarecimiento de los fenómenos
políticos y sociales, lo que consigue es volverlos más oscuros e inaprehensibles.

De mayor utilidad pareciera ser, en cambio, una visión instrumental de la


violencia. En este caso, esta sería considerada simplemente como un medio o
como un instrumento en manos de diferentes actores sociales, los cuales acu-
den a ella en función de sus intereses y bajo ciertas circunstancias. La suya
sería, ante todo, la lógica del enfrentamiento entre dichos actores; aunque ella
misma, la violencia, pueda entrañar una dinámica infernal hacia los extremos,
dados los sentimientos de rabia y los deseos de venganza que la acompañan.

Es decir, que su dinámica de “golpes” y respuestas, cada vez más brutales,


provoca una polarización que va más allá de lo que la simple consideración de
los intereses y de las estrategias de los actores deja suponer. Y sin embargo, la
violencia, al fin de cuentas, continúa siendo un medio al servicio de aquellos.
Una concepción instrumentalista será, así, igualmente útil como punto de par-
tida para estudiar los propios desbordamientos de un enfrentamiento violento.

Para resaltar que la violencia no es un fin en sí mismo y que además es di-


ferente del poder, entendido este último como concertación, Hannah Arendt
(1972) afirma: “La Violencia es, por naturaleza, instrumental; como todos los
instrumentos, ella debe estar siempre dirigida y justificada por los fines que ella
cree servir” (p. 161). La misma autora agrega en otro pasaje: “Bajo su aspecto
fenomenológico, ella se parece a la potencia, pues sus instrumentos, como to-
dos los otros útiles, son concebidos y utilizados con la mira de multiplicar la
potencia natural, hasta que en un último estadio de su desarrollo, ellos están en
medida de remplazarla” (p. 155).

39
Ricardo García Duarte

Como lo recuerda la autora en mención, el marxismo, a su turno, también


considera la violencia como instrumento; en su caso, de la lucha de clases y, en
último término, de la contradicción entre relaciones sociales de producción y
fuerzas productivas. En este orden de ideas, resulta más pertinente observar la
violencia en el conflicto colombiano como un “medio” en manos de los distintos
actores sociales, concretamente constituidos, sean ellos de carácter netamente
político, prepolítico o, simplemente, delincuencial. Como instrumento en ma-
nos de grupos y élites específicos, ella se orientará entonces en muy variadas
direcciones, siguiendo los fines, los intereses y el carácter de cada actor social.

Ahora bien, aun en el caso de empresas violentas prepolíticas, o simplemente


no políticas, incluso puramente delincuenciales, el ejercicio de la violencia y la
polarización entre tales grupos, o entre estos y el Estado, las va convirtiendo
de hecho en políticas. Y al comunicarles este carácter, las introduce de alguna
manera dentro del “espacio político”. Por donde, este último muchas veces se
constituye, por vía negativa, a través de la violencia, que es precisamente el
mismo fenómeno que lo destruye; por lo que el caldo de cultivo queda servido
para que las violencias se reproduzcan de modo incesante, aunque, eso sí, bajo
otras circunstancias sociales y con la intervención de nuevos actores. Justamen-
te, en la medida en que más se transforman en contradicciones de tipo “amigo-
enemigo”, a través de la guerra abierta, más se “politizan”.

Como lo dice Carl Schmitt (1972), el antagonismo político es el más fuerte


de todos, él es el antagonismo supremo, y todo conflicto concreto es tanto más
político cuanto que se aproxime más a su punto extremo; a la configuración
que opone el amigo al enemigo. Así, esta “politización” de conflictos que en sus
orígenes no eran de carácter político, enturbia y trastorna las fronteras entre lo
social y el espacio específicamente político. Este último tiende a devenir una
zona confusa, relativamente desestructurada y poco diferenciada de lo social,
en la que se cruzan diversos conflictos sociales de carácter violento.

Por su parte, el conflicto de inspiración netamente política (Estado/guerrillas)


se inscribe también dentro de la lógica “amigo-enemigo”, de que habla Schmitt
para designar lo político. No de manera virtual, como en un Estado moderno,
sino de manera brutalmente actual, como sucede en un Estado que no termina
por configurarse acabadamente en su soberanía ética y territorial. La “guerra”
deviene, entre ciertos actores, la forma de ejercicio de la política. Y esta adquie-
re su forma última de “selección del enemigo”.

40
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

Sucede simplemente −nos dice Schmitt− que [este último] es el otro,


el extraño, y basta para definir su naturaleza, que él sea en su pro-
pia existencia y en un sentido particularmente fuerte, el ser otro, un
extraño, de tal suerte, que en últimas, los conflictos con él, no puedan
ser resueltos por un conjunto de normas generales establecidas de an-
temano, ni por la sentencia de un tercero, reputado no involucrado e
imparcial. (Schmitt, 1972, p. 70)

Esta definición del “otro”, como el “enemigo” que es preciso derrotar, se


manifiesta de una manera nítida en las relaciones que caracterizan a distintos
grupos y élites sociales. Cada uno de ellos se coloca, sin embargo, sobre planos
distintos y dentro de lógicas sociales separadas en sus orígenes. Grupos inscri-
tos en lógicas extrapolíticas y, a menudo con carácter delincuencial (algo que ha
ocurrido con los narcotraficantes o con los paras), entran en dinámicas que in-
vaden el espacio político, como se señaló antes. A su turno, el conflicto armado
de carácter político tiende a atraer hacia el espacio político, por la vía de la gue-
rra, a los participantes en otros conflictos sociales, no violentos, en principio.
La consecuencia es una mezcla de conflictos, cuyo denominador común no es
otro que una intensa movilización de recursos coercitivos, que lleva aparejada
la confusión entre distintas “lógicas” sociales; de modo que con tal mezcla se
alteran negativamente las fronteras entre la esfera social y la esfera política.

41
Ricardo García Duarte

Bibliografía
Arendt, H. (1972). Du Mensonge a la violence. París: Éditions Calmann-Lévy.

Bourdieu, P. et ál. (1983). Le metier de sociologue. París: Mouton Editeur.

Coser, L. (1982). Les fonctions du conflit social. París: Presses Universitaires de


France.

Dobry, M. (1986). Sociologie des crises polítiques. París: Presses de la FNSP.

Eckstein, H. (1980). Theoretical approaches to explaining collective political


violence. En T. Gurr, Handbook of political conflict - Theory and Research. New
York: The Free Fress, a division of Macmillan Publishing.

Elster, J. (1979). Ulysses and the Sirens. Studies in rationality and irrationality. Cam-
bridge: University Press.

Gurr, T. (1970). Why men rebel? Princeton: University Press.

Gurr, T. (1979). Political protest and rebellion in 1960. En H. Graham y T. Gurr


(Eds.), Violence in America: Historical and comparative perspectives. Beverly
Hills: Sage.

Hirshman. A. (1970). Exit, Voice and Loyalty. Cambridge: Harvard University


Press.

Huntington, S. (1991). El orden político de las sociedades en cambio. Buenos Aires:


Paidós.

Olson, M. (1987). Logique de l´action Collective. París: Presses Universitaires de


France.

Pecaut, D. (1987). L´ordre et Violence. París: Editions Maison de L´Homme.

42
Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

Pizzorno, A. (1986). Sur la rationalité du choix democratique. En J. Leca y P.


Birmbaum, Sur l´individualisme. París: Presses de la FNSP.

Schelling, T. (1986). Strategie du conflit. París: Press Universitaires du France.

Schmitt, K. (1972). La notion de politique. Theorie du partisan. París. Éditions Cal-


mann-Lévy.

Tilly, C. (1978). From mobilization to revolution. Nueva York: Random House-


McGraw-Hill Publishing, Addison Wesley Publishing.

43
Capítulo 2
Narcotráfico y conflicto
armado en Colombia: hacia
la construcción de un estado del arte

Anascas del Río Moncada*

Introducción
Por cerca de medio siglo Colombia ha vivido un conflicto armado interno que
se ha prolongado hasta la actualidad1 y el cual ha involucrado diversos actores,
así como dinámicas siempre complejas y cambiantes. La producción literaria
académica ha desempeñado un papel preponderante en la comprensión de este
conflicto, a partir de múltiples estudios que han avanzado su análisis, desde
enfoques económicos, jurídicos, políticos, sociales y culturales.

Paralelamente a la transformación del conflicto armado interno, y al papel


central que empiezan a desempeñar las economías ilegales en este, la literatura
aborda la incidencia de un nuevo factor: el narcotráfico. Sobre este tema existe

* Politóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Resolución de Conflictos y


Paz. Magíster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Miembro de la Dirección de
Acuerdos para la Verdad del Centro de Memoria Histórica de Colombia.
1 Algunos sectores académicos ubican el origen del conflicto en la década de los sesenta, con el
surgimiento de las guerrillas. Otros asocian sus orígenes al proceso de colonización campesina en
zonas periféricas y la inexistencia de una reforma agraria, lo cual ha impedido una redistribución
de la tierra (González, 2004). También hay quienes plantean el origen del conflicto armado en
relación con las guerras civiles del siglo xix (Sánchez, Díaz y Formisano, 2003).
Anascas del Río Moncada

una amplia bibliografía, la cual comprende las relaciones internacionales entre


el norte y el sur, las comunidades indígenas y la coca, las drogas y el control
social, y la economía política de la droga, entre otros aspectos (Palacio, 1998).
Asimismo, en la década de los noventa, algunos estudios iniciaron un análisis
sobre el papel que desempeña el narcotráfico en el aumento de la violencia en
el país, así como su incidencia en el origen y la transformación de los actores
del conflicto armado.

El siguiente documento constituye un estado del arte que se enfoca en los


trabajos que específicamente abordan los vínculos entre narcotráfico y conflicto
armado, y las relaciones entre narcotráfico y actores del conflicto, reconocidos
por el DIH: Estado, guerrillas y autodefensas.2 Sobre el Estado, específicamente
se abordan los estudios que visibilizan el papel de este, por un lado, en la con-
formación de grupos de autodefensas, y por otro, en la adopción de la política
antidroga liderada por Estados Unidos.

Esta recomposición no sería posible sin abordar los trabajos existentes sobre
la violencia en Colombia y sus enfoques, ya que estos constituyen el origen de
los estudios que, de manera específica, abordan los vínculos entre narcotráfico
y conflicto armado. Por esta razón, dedicamos una parte de este artículo a iden-
tificar las principales corrientes de la producción sobre violencia y narcotráfico.

Este artículo se organiza en cuatro partes. En primer lugar, se realizan algunas


precisiones sobre el campo temático del presente estado del arte. En la segunda
parte se aborda la literatura sobre la violencia en Colombia y sus principales
enfoques, con el propósito de contextualizar los estudios sobre el narcotráfico
dentro de la corriente de “la economía del crimen”. La tercera parte se enfoca
en los estudios sobre las relaciones entre narcotráfico y conflicto armado, espe-
cificando los vínculos con guerrillas y autodefensas, y los nexos entre conflicto
armado y política antidroga. Para terminar, se presentan unas consideraciones
finales en las cuales se incluye una referencia a los vacíos en la literatura sobre
esta temática y una propuesta en este sentido.

Precisiones sobre el estado del arte


Los conceptos de conflicto armado y narcotráfico son recurrentes en el campo
académico. Sin embargo, en ocasiones, pueden resultar amplios y ambiguos.

2 A través del artículo también nos referiremos a estos grupos armados organizados como grupos
armados ilegales. En este sentido, se emplea un término distinto a “grupos armados organizados
al margen de la ley”, el cual se utiliza por parte las instituciones estatales, y está presente en
algunas normas nacionales (Decreto 1000/2003, Ley 975/2005, Ley 1448/2001, Documento
Conpes 3673/2010).

46
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

En este sentido, es fundamental realizar algunas precisiones en relación con


ellos, para avanzar en la identificación de la literatura sobre conflicto armado y
narcotráfico en Colombia.

En lo relacionado con el narcotráfico, el término ha sido usado para referirse


a dinámicas económicas y sociales diversas, así como a diferentes drogas. En
este sentido, Germán Palacio (1998) llama la atención sobre la “ambigüedad”
de este concepto y establece tres elementos de imprecisión al respecto. En
primer lugar, el concepto narcotráfico permite englobar el comercio de todo tipo
de drogas, sean legales o ilegales; sin embargo, en las esferas políticas y aca-
démicas, se ha utilizado específicamente en relación con las drogas ilegales.
Asi mismo, desde la década de los ochenta, con la “transnacionalización del dis-
curso sobre las drogas ilegales” (Palacio, 1998, p. 156), el término se ha empleado
principalmente para referirse a la cocaína; mientras que en los sesenta se utili-
zaba con referencia a la heroína y en los setenta a la marihuana (Palacio, 1998).

Un segundo punto de imprecisión conceptual sobre el narcotráfico está rela-


cionado con la diferencia entre coca y cocaína. La primera, es una planta “vin-
culada a la tradición”; la segunda, es “el producto industrial de una economía
ilegal capitalista” (Palacio, 1998, p. 156).

El tercer aspecto es la inclusión indiferenciada de una diversidad de secto-


res dentro del término “economía del narcotráfico”. Cuando se hace referencia
a esta economía, se engloba a: “la población tradicional indígena que cultiva
milenariamente la coca [...] a colonos y campesinos que la siembran como un
producto agrícola mucho más rentable que otros [...] a pequeños transportado-
res, ‘mulas’ que tratan de escapar a la penuria urbana [...] a medianos y grandes
comerciantes y empresarios que hacen labores de procesamiento y transporte a
gran escala [...] y a lavadores de dólares y financistas internacionales” (Palacio,
1998, p. 156). De acuerdo con Palacio, agrupar de manera arbitraria al conjunto
de actores que tiene alguna relación con el narcotráfico, conduce a una “crimi-
nalización” de esta por parte de los Estados (Palacio, 1998).

En lo relativo al conflicto armado, su definición resulta esencial por dos razo-


nes principales. En primer lugar, permite diferenciar los conceptos de violencia3

3 A lo largo de este artículo nos referimos a la violencia como el conjunto de acciones que
amenazan con causar o producen un daño a un individuo o colectividad (RAE, 2012). Esta
es diferente a la Violencia (con mayúscula) como “término denotativo de la conmoción social
y política que sacudió al país de 1945 a 1965 y que dejó una cifra de muertos cuyos cálculos
oscilan entre los cien mil y los trescientos mil” (Sánchez, 2007, p. 19). Estas definiciones sirven
como referencia para la elaboración de este estado del arte. Sin embargo, son provisionales, en la
medida en que no sustituyen a las definiciones metodológicas y conceptuales que deben resultar
de una investigación profunda sobre el tema.

47
Anascas del Río Moncada

y conflicto armado, entendiendo que, aun cuando como parte de sus dinámi-
cas el segundo es generador de violencia, los dos no pueden ser considerados
como sinónimos. Los hechos violentos originados por el conflicto son solo una
parte del total que resultan de la violencia en el país (Martínez, 2001). En se-
gundo lugar, existe una diferencia entre la violencia asociada al narcotráfico y
la violencia relacionada con el conflicto armado. Algunos autores advierten la
complejidad de establecer esta distinción señalando los límites difusos que hay
entre la violencia criminal y la violencia política. A este respecto Jorge Restrepo,
Michael Spagat y Juan F. Vargas (2006) afirman:

Desde luego, el límite entre la violencia política y la violencia criminal


es en muchas ocasiones difuso y ambos tipos de actividades tienen una
interacción dinámica [...] En principio, durante las guerras civiles y los
conflictos violentos se observa que los grupos armados con frecuencia
recurren al crimen organizado como una forma de financiamiento. Sin
embargo, asimilar el conflicto interno a un crimen organizado a gran
escala constituye, a nuestro juicio un error en materia de apreciación
del fenómeno. (p. 514)

La definición de conflicto armado utilizada en este estado del arte, es la que


provee el Derecho Internacional Humanitario (DIH), al establecer un marco
normativo, el cual ha sido adoptado por el Estado colombiano, sobre los con-
flictos armados internacionales y no internacionales (CICR, 2008). En el DIH
existen dos fuentes que determinan qué es un “conflicto armado no internacio-
nal” (CICR, 2008). La primera es el artículo 3 común a los Convenios de Ginebra
de 1949, según el cual, hay dos criterios que definen cuándo existe un conflicto
armado no internacional:

[...] 1. las hostilidades deben alcanzar un nivel mínimo de intensidad.


Puede ser el caso, por ejemplo, cuando las hostilidades son de índole
colectiva o cuando el Gobierno tiene que recurrir a la fuerza militar
contra los insurrectos, en lugar de recurrir únicamente a las fuerzas
de la policía 2. [...] los grupos no gubernamentales que participan en
el conflicto deben ser considerados “partes en el conflicto”, en el sen-
tido de que disponen de fuerzas armadas organizadas. Esto significa,
por ejemplo, que estas fuerzas tienen que estar sometidas a una cierta
estructura de mando y tener la capacidad de mantener operaciones
militares. (CIRC, 2008)

48
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

La segunda fuente es el artículo 1 del Protocolo adicional II a los Convenios


de Ginebra que “desarrolla y completa” el artículo 3 común. De acuerdo con
este protocolo, el conflicto armado no internacional es aquel que se desarrolla
entre:

... las fuerzas armadas y las fuerzas armadas disidentes o grupos ar-
mados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable,
ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les per-
mita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas y aplicar
el presente Protocolo. (CIRC, 2008)

En cuanto a los actores del conflicto armado su definición es fundamental, ya


que el narcotráfico involucra diversas agrupaciones, tales como los carteles de
la droga, bandas criminales y delincuencia común, los cuales si bien, como lo
argumentan diversos trabajos académicos, han tenido parte e incluso han mo-
dificado la dinámica del conflicto armado, no son reconocidos como actores de
este.4 Para este caso, el DIH establece que los “grupos armados organizados”
no estatales5 son aquellos que poseen tres características: 1) actúan bajo la “di-
rección de un mando responsable”; 2) ejercen control sobre parte del territorio;
y 3) tienen capacidad de realizar acciones sostenidas y concertadas en dicho
territorio (CIRC, 2008).

La literatura sobre la violencia en Colombia y su relación


con el narcotráfico
La literatura sobre la violencia en Colombia es numerosa. En un artículo del
año 2007, Ricardo Peñaranda estimó la existencia de más de setecientos regis-
tros bibliográficos producidos desde los años noventa acerca del “panorama de

4 Un caso de actores que han tenido parte en el conflicto, pero no son reconocidos como parte
en este, son “algunos grupos delincuenciales o ‘fronterizos’” (Gutiérrez; 2007, p. 478), los cuales
“actúan directamente en la guerra política como varias bandas en la ofensiva paramilitar en
Medellín” (Gutiérrez, 2007). Asimismo, como lo estableció Salvatore Mancuso, excomandante
de los bloques Córdoba, Norte y Catatumbo de las Autodefensas, en una entrevista para Caracol
Radio, distintas bandas de Medellín hacían parte de las estructuras operacionales de ese grupo
armado ilegal (Caracol Radio, Luis Carlos Restrepo sí sabía de las falsas desmovilizaciones:
Salvatore Mancuso, 11 de mayo de 2012) Sin embargo, dichas bandas no son reconocidas como
actores del conflicto armado interno.
5 Es importante recordar que el tratamiento político y jurídico de los grupos armados organizados
no estatales reconocidos por el DIH, es distinto al de los “delincuentes comunes” y los narcotra-
ficantes.

49
Anascas del Río Moncada

las violencias en Colombia” (Peñaranda, 2007, p. 33). En este grupo de literatu-


ra pueden identificarse tres corrientes.

En primer lugar, se encuentran los estudios que hacen parte de la denomina-


da hipótesis de “privación relativa”. Estos trabajos establecen una correlación
directa entre violencia política, pobreza y desigualdad. El mayor exponente de
esta corriente en Colombia, es la Comisión de Estudios de la Violencia, promo-
vida por el Ministerio de Gobierno del presidente Virgilio Barco en 1987,6 la
cual publicó el libro Colombia: violencia y democracia, dirigido por Gonzalo
Sánchez (Sánchez,et ál., 2009).7

Aunque las relaciones entre pobreza, desigualdad y violencia política consti-


tuyen una causa del surgimiento de grupos insurgentes en Colombia, los dife-
rentes investigadores encontraron límites en las explicaciones brindadas por la
corriente de “privación relativa”, cuando se comparó al país con otros de Lati-
noamérica con las mismas problemáticas, pero en los cuales, a diferencia de Co-
lombia, no prosperó la insurgencia armada. Al respecto, Gómez (2001) explica:

... la hipótesis de privación relativa, cuando se aplica a datos de sec-


ción cruzada de una muestra amplia de países, no sustenta bien los
intentos de contrastación empírica. La mayor parte de los estudios
empíricos revelan que existe una relación nula o muy pequeña en-
tre los indicadores de violencia y medidas de distribución del ingreso
(véase por ejemplo: Muller, 1985, Snyder, 1978). Incluso la evidencia
con respecto al papel de la distribución de la tierra es débil y tales re-
sultados sólo mejoran marginalmente cuando, además de las medidas
de distribución, se introducen en los modelos empíricos las medidas
absolutas del nivel de ingreso (por ejemplo: Midlarsky, 1988 y Muller
et. al. 1989). (p. 46)

Los límites que se encontraron a la hipótesis de privación relativa llevaron


a los investigadores a buscar nuevas explicaciones. A partir de esto surgió la

6 La corriente de la “privación relativa”: “reúne trabajos que van desde la publicación del estudio
sobre La Violencia de Monseñor Guzmán, Eduardo Umaña y Fals Borda, a principios de la
década de los setenta hasta algunos artículos incluidos en las compilaciones realizadas por Jaime
Arocha et. al. y las del DNP y el Banco Mundial, pasando por el muy citado estudio de Libar-
do Sarmiento y Oscar Fresneda (1988) sobre pobreza y violencia. Los artículos de Consuelo
Corredor, Darío Restrepo, Fernando Cubides y Carlos Miguel Ortiz, publicados en este libro, se
pueden situar en un marco de esta aproximación” (Martínez, 2001, p. 16).
7 El libro fue reeditado y presentado de nuevo en el año 2009.

50
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

“escuela de movilización de recursos” (McCarthy, 1977; Tilly, 1978). Esta corrien-


te de estudios se concentra en estudiar la organización de los grupos disidentes e
inconformes con el régimen vigente, así como en explicar los elementos o “incen-
tivos” que deben confluir para que dichos grupos puedan organizarse, además
del papel de los recursos que deben movilizarse en el proceso de estructuración y
consolidación efectiva de estas organizaciones (Jenkins, 1983; Gómez, 2001). Sin
embargo, como lo expresa Gómez (2001):

... los incentivos que permiten a la organización del descontento, sólo


pueden explicar las llamadas “formas negociables” de la violencia; es
decir, aquellas que se producen en la lucha por la conquista y el man-
tenimiento del poder político. Al menos 4 de cada 5 homicidios que se
producen en Colombia no guardan relación directa con la confronta-
ción armada [...] la confrontación política es solo una de las causas de
la violencia en Colombia [...]. (p. 49)

La necesidad de encontrar respuestas distintas a las ofrecidas por hipótesis


de la “privación relativa” y la “escuela de movilización de recursos” derivó en
una nueva corriente, con origen en los noventa, denominada: la “economía del
crimen”. Esta corriente se inaugura con el seminario sobre Justicia y Seguridad,
del Departamento Nacional de Planeación realizado en 1994 (Martínez, 2001).
Dentro de la corriente de la “economía del crimen”, se encuentran estudios
de tipo teórico y de carácter empírico sustentados en el análisis cuantitativo.
Algunos de estos abordan la violencia en relación con diversos actores, no úni-
camente la asociada a los grupos armados organizados reconocidos como parte
del conflicto armado interno, sino también carteles de la droga, bandas crimi-
nales y delincuencia común. Otros estudios de este grupo abordan la “violencia
política”, entendida como aquella generada por los grupos armados ilegales.
Como parte de la tendencia de la “economía del crimen” se encuentra el tra-
bajo de Francisco Gutiérrez (2006), en el cual aborda los “homicidios políticos”,
los cuales entiende como el resultado directo e identificado de manera explí-
cita por la fuente de información de la actividad de algún ejército ilegal y/o de
alguna agrupación autodefinida como política, en el curso de sus actividades
(esto comprende a las guerrillas, a las autodefensas y a las agencias del Estado)
(Gutiérrez, 2006).

En la misma tendencia, Saúl Franco en su artículo “Momento y contexto de


la violencia en Colombia”, realiza un análisis de los homicidios en Colombia,
como “indicador clave del momento de la violencia nacional” (2007, p. 380). Este

51
Anascas del Río Moncada

estudio se concentra en el periodo comprendido entre 1995 y 2000, y establece


tres “contextos explicativos de la violencia colombiana actual”: político, econó-
mico y cultural (p. 388). El narcotráfico es incluido dentro del contexto económi-
co, como uno de los factores explicativos de la violencia homicida en el periodo
estudiado. En este sentido, se establece una relación entre las dos temáticas,
pero no se aborda lo que específicamente concierne al conflicto armado interno.

El artículo de Álvaro Camacho Guizado, titulado “Cinco tesis para una socio-
logía política del narcotráfico y la violencia en Colombia” (2007), también pue-
de inscribirse dentro de la corriente de la “economía del crimen”. En este tra-
bajo, Camacho Guizado realiza un análisis sobre el narcotráfico, su estructura
y su relación estrecha con la violencia en “tres direcciones”: “1) hacia su propio
interior (intra e inter-mafias); 2) hacia las barreras que yerguen directamente a
su desarrollo (funcionarios del Estado o políticos opositores a su existencia); 3)
hacia quienes pretendan modificar el orden social global en el cual se realiza
la actividad (como lo han mostrado las acciones contra sectores de la izquierda
armada y desarmada y dirigentes populares y sindicales rurales)” (p. 366).

Finalmente, Ricardo Peñaranda, en su artículo “La guerra en el papel. Balance


de la producción sobre la violencia en los años 90” (2007, p. 33), realiza una ex-
posición sobre las distintas corrientes y enfoques acerca de la guerra abordados
en la literatura producida en la década de los noventa. El autor expone la inclu-
sión del tema del narcotráfico y plantea que la literatura sobre este tema puede
dividirse en tres grupos: 1) la relativa a los efectos de los grandes dividendos
generados por el narcotráfico sobre las esferas sociales, políticas y económicas
del país; 2) Los estudios sobre la “empresa criminal” como factor que estimula
otras formas de delito como el tráfico de armas; y 3) los trabajos sobre las estra-
tegias de confrontación militar de las drogas y los efectos que estas tienen sobre
los derechos humanos (Peñaranda, 2007).

El trabajo de Peñaranda resulta útil para identificar las principales tendencias


en la literatura sobre el conflicto y la violencia en Colombia de los años noventa.
Sin embargo, entre los trabajos académicos expuestos por el autor, no se en-
cuentran aproximaciones específicas a las relaciones entre el conflicto armado
interno y el narcotráfico.

Relaciones entre narcotráfico y conflicto armado


Los estudios sobre los vínculos entre narcotráfico y conflicto armado son
reducidos, en relación con el amplio grupo de trabajos sobre las dimensio-
nes políticas, sociales y jurídicas del narcotráfico, y la relación de este con la

52
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

violencia. De manera específica, las relaciones entre narcotráfico y conflicto


armado, son abordadas por estudios que pueden ser divididos en tres gran-
des grupos, de acuerdo a los diferentes actores comprometidos: aquellos que
abordan las relaciones entre el narcotráfico y las guerrillas; los que se enfocan
en los vínculos entre narcotráfico y paramilitares; y los que se refieren al papel
del Estado en la política antidroga y el papel de esta en la intensificación del
conflicto armado.

Narcotráfico y guerrillas
Entre los estudios que analizan los vínculos entre el narcotráfico y el conflic-
to armado se encuentran los de Echandía (1997), Vélez (2001), Vargas (2006),
Restrepo, Spagat y Vargas (2006) y Armenta (2008). Estos trabajos pueden ser
divididos en cuatro grupos según las temáticas específicas que abordan: 1) los
que estudian el papel del narcotráfico en la expansión de los grupos insurgen-
tes desde la década de los ochenta; 2) los que se concentran en la relación entre
narcotráfico e intensidad del conflicto; 3) aquellos que abordan las tensiones
entre actores del conflicto armado y otros actores de la violencia; 4) los estudios
que se enfocan en la influencia de factores sociales, económicos y políticos en
el origen y fortalecimiento del fenómeno del narcotráfico y los nexos entre este
último y los actores armados.

Entre estos cuatro grupos es posible identificar un punto de consenso: todos


ellos sitúan al narcotráfico como uno de los factores para la expansión de las
guerrillas y la intensificación del conflicto, pero advierten que la existencia del
conflicto armado y la expansión de sus actores no pueden atribuirse únicamen-
te al narcotráfico. Un quinto enfoque se distancia de los anteriores, en términos
del papel decisivo que otorga al narcotráfico en la explicación del conflicto ar-
mado en Colombia.

En el primer grupo de estudios se encuentra el de Camilo Echandía (1997),


quien plantea el “papel decisivo” de la coca en la expansión de los frentes de
la guerrilla durante los ochenta. En aquella década, aparecen y se consolidan
frentes de las FARC-EP en el Meta, el Guaviare y el Caquetá: “Así mismo, las
FARC se vinculan a esta actividad en los departamentos de Putumayo, Cauca,
Santander y en la Sierra Nevada de Santa Marta” (Echandía, 1997, p. 14). El
autor presenta un cuadro de las “Fuentes de financiamiento de la guerrilla”
entre 1991 y 1995, donde los cultivos ilícitos (producción, seguridad y gramaje)
representaban 41,97 % de estas fuentes; el secuestro 21,8%; la extorsión al sector
minero (petróleo, oro y carbón) 16,65%; la extorsión a ganaderos y agricultores
8,85%; la extorsión a contratistas, transporte y comercio 6,34%; y el desvío de
dineros oficiales y regalías 4,32%.

53
Anascas del Río Moncada

Asimismo, Echandía expone el aumento de frentes del EPL y del ELN entre
1978 y 1995, y un mapa de los frentes de las FARC-EP, en donde se puede ver
la expansión de esta organización entre 1981 y 1989, a través de la creación de
frentes en Casanare, Caquetá, Cesar, Magdalena, Norte de Santander, Santan-
der, Vichada y Putumayo. Los frentes de Meta, Guaviare, Caquetá, Putumayo,
Cauca, Santander y la Sierra Nevada de Santa Marta estaban asociados a la fi-
nanciación por medio de los cultivos y laboratorios de coca (Vélez, 2001, p. 181).
En este sentido, según Echandía, el narcotráfico no solo tuvo un papel directo
en el fortalecimiento de las guerrillas, sino también indirecto: “En la década del
ochenta, la acción de la fuerza pública en la lucha contra la guerrilla también
disminuyó en razón a que el narcotráfico se convirtió en el reto principal para
la seguridad interna del país, desplazando a la guerrilla a un segundo lugar”
(Echandía, 1997, p. 14).

En el mismo enfoque, María Alejandra Vélez (2001) expone que desde la dé-
cada de los ochenta, un elemento central para el fortalecimiento de la guerrilla
fueron los cultivos ilícitos y el narcotráfico; dos factores que no solo han des-
empeñado un papel en la financiación de las guerrillas, sino que también le ha
permitido a estos grupos “ganar el apoyo de la población y de los pequeños
cultivadores, que se sienten apoyados por la guerrilla en una actividad perse-
guida por el Estado” (Vélez, 2001, p. 180). Vélez plantea que situar al narcotrá-
fico como la única causa del crecimiento y fortalecimiento de las guerrillas en
el país, significa ignorar el papel de otros aspectos como las estrategias econó-
micas, políticas y militares en la expansión de las guerrillas. A este respecto, la
autora afima:

Los cultivos ilícitos, han jugado un papel fundamental en el desarrollo


de los grupos guerrilleros, así como las otras formas de financiación
ya enumeradas. Claro que esos factores económicos que han permiti-
do continuar el conflicto, no han sido los únicos que han ayudado a
expandir el conflicto en la última década. Las distintas conferencias de
las FARC y congresos del ELN, revelan una estrategia consistente en
multiplicar sus frentes e incursionar en las zonas urbanas. Las estrate-
gias económicas son seguidas por estrategias militares, geográficas y
políticas, que evidencian cierta racionalidad de estas organizaciones
armadas. (p. 181)

En el primer grupo de estudios también se encuentra el de Ricardo Vargas


(2006), quien sostiene que los nexos entre guerrilla y narcotráfico no han sido

54
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

estáticos, sino que por el contrario, han variado a través del tiempo. En princi-
pio, estos nexos se limitaban a dos aspectos: el gramaje, el cual consistía en un
impuesto que se cobraba a los laboratorios de procesamiento, el uso de pistas
aéreas, los cultivos de amapola y de hoja de coca, las compras de pasta base de
coca (PBC), los intermediarios locales que permitían la compra y venta de PBC,
y el uso de rutas en zonas bajo el control de las guerrillas para el tráfico de la
droga (Vargas, 2006).

A mediados de la década de los ochentas, las FARC-EP y el ELN no solo co-


braban el gramaje, sino que además estaban involucrados con los cultivos de
coca y el procesamiento de PBC y cocaína. Sin embargo, para ese momento, el
peso del negocio de las drogas en el financiamiento de las guerrillas no supe-
raba el de los ingresos provenientes del secuestro y la extorsión. En la década
de los noventa, la presencia de las FARC-EP en los departamentos en los cuales
había cultivos de coca, había aumentado con la creación de los frentes 2, 6, 13,
17 y 21 en Cauca, Huila, Quindío y Tolima.

Dentro de los estudios sobre el papel del narcotráfico en la expansión y con-


solidación de las guerrillas, también se encuentra el de Amira Armenta (2008).
La autora expone que, aun cuando en los años ochenta las FARC-EP fueron
reacias a involucrarse con la economía de la droga, y su primera reacción fue
“oponerse a los que veían como una degeneración del capitalismo” (Armenta,
2008, p. 2), la importancia de este recurso para la consolidación de esta organi-
zación armada ilegal en el escenario nacional, le impidió mantenerse al margen
del negocio de las drogas. En este sentido, la autora plantea:

... no son pocos los autores que han estudiado a las FARC que se han
atrevido a especular que sin la coca, sin el negocio de la droga, proba-
blemente las FARC habrían terminado por desaparecer a comienzos
de los ochenta, como sucedió en las otras partes del continente en don-
de también habían surgido guerrillas. (Armenta, 2008, p. 2)

Las relaciones entre narcotráfico y las FARC-EP fueron cambiantes en las


distintas regiones del país. En algunas de estas, como Caquetá, Guaviare y
Putumayo, el nexo entre esta organización guerrillera y la coca estaba defi-
nido por un apoyo al campesinado cocalero. Esto no sucedió en zonas como
el Magdalena Medio, donde los vínculos entre la droga y la guerrilla es-
tuvieron marcados por la relación con el cartel de Cali (Armenta, 2008). De
igual manera, para la autora, la política de fumigaciones emprendida por el

55
Anascas del Río Moncada

gobierno en 1996 unida al aumento en las acciones militares, desestabilizaron


la economía, impulsando al campesinado a movilizarse en protestas y unirse a
las organizaciones insurgentes.

En cuanto a las cifras de ingresos por el negocio de las drogas por parte de
las FARC-EP, Armenta establece que para el año 2003, este grupo insurgente
obtenía mayores ingresos por acciones como el secuestro, el robo de ganado y
la extorsión que por el narcotráfico; asimismo, el 70 % del negocio de las drogas
en Colombia estaba en “manos distintas a las FARC” (Armenta, 2008, p. 10).

El segundo grupo de estudios se concentra en la relación entre narcotráfico y


la intensidad del conflicto. En este grupo se encuentra el trabajo de Restrepo,
Spagat y Vargas (2006), el cual realiza un análisis cuantitativo soportado en una
base de datos sobre conflicto colombiano, construida para el periodo 1988-2003,
en la cual se analizan las acciones de “todos los grupos” que participan en el
conflicto y la “intensidad del conflicto”, entendida como los efectos de dichas
acciones “en términos de víctimas” (Camacho (Ed.), 2006, p. 509). Uno de los
factores analizados, son las “rentas ilegales” y su relación con el conflicto.8 Los
autores establecen una correlación entre el “valor de los ingresos provenientes
del narcotráfico”, calculados por Ricardo Rocha (2001) en su trabajo “El narco-
tráfico y la economía de Colombia: una mirada a las políticas”, y la intensidad
del conflicto entre 1988 y 1997.

A partir de este último año, es posible observar un cambio en la correlación,


pues desde 1997 los ingresos del narcotráfico se reducen, mientras que el con-
flicto aumenta su intensidad. De acuerdo con Restrepo, Spagat y Vargas, esta
variación se debe a la política antidrogas la cual “condujo a desmantelar los
dos principales carteles del narcotráfico [...] y arrebató de las manos de organi-
zaciones colombianas las mayores rentas del negocio, asociadas a las etapas de
transporte y distribución” (Restrepo et ál., 2006, p. 534). Lo anterior derivó en
un fortalecimiento de las guerrillas, debido, por un lado, a la oportunidad que
tuvieron de apoderarse de las rentas de la producción y el procesamiento de
drogas a partir del desmantelamiento de las organizaciones de narcotrafican-
tes, y por otro lado, a la vinculación de campesinos a las guerrillas debido a la
destrucción de sus cultivos a través de los programas de erradicación (Restrepo
et ál., 2006, pp. 534-535).

8 Este tema es contextualizado por los autores dentro de los estudios sobre “la conexión entre la
viabilidad financiera de los actores y la existencia de un conflicto” (Restrepo et ál., 2006, p. 533).

56
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

Restrepo, Spagat y Vargas argumentan que los avances en la lucha contra


el narcotráfico “no necesariamente implican un progreso en el enfrentamiento
entre el gobierno y la guerrilla, a menos que la contundencia de las acciones
gubernamentales fuera tal que redujera sustancialmente las rentas del negocio
como tal” (Restrepo et ál., 2006, p. 535). Esto se debe, en parte, a que las rentas
del narcotráfico son solo una de las fuentes a través de las cuales se sostienen
los grupos de guerrilla y paramilitares. Otras son: los secuestros, los cuales
aumentaron en el periodo 1996-2000; la extorsión, la “depredación de los pre-
supuestos de gobiernos locales”; la expropiación de propiedades privadas y las
“vacunas” a cambio de protección. Los autores sugieren un incremento en el
uso de este tipo de acciones por parte de los grupos armados ilegales, en mo-
mentos de “presión económica” sobre el narcotráfico.

Un tercer grupo se enfoca en las tensiones entre actores del conflicto armado
y otros actores de la violencia. En esta tendencia se encuentra Necer Lozada
(2010), quien aborda las disputas entre las guerrillas y los carteles de Medellín
y de Cali, por el control de las drogas. De acuerdo con Lozada, inicialmente el
encuentro entre las FARC-EP y los carteles de las drogas estuvo marcado por
la oposición de las primeras al cultivo de coca; en este sentido, se presentaron
desacuerdos con los traficantes de cocaína. Sin embargo, las FARC-EP termi-
naron por aprobar esos cultivos y apropiarse de su regulación, a través de los
gramajes. Los traficantes aceptaron las reglas de las FARC-EP y, a partir de ese
momento, iniciaron los acercamientos y vínculos entre esos dos actores. Los co-
bros de impuestos a los traficantes de cocaína se dieron en un primer momento
en Caquetá, y en la primera bonanza de coca (1979-1984) se extendieron a otras
zonas (Lozada, 2010, pp. 91-93).

Desde mediados de los ochenta, cambiaron las relaciones entre traficantes y


las FARC-EP. En el centro del país, las tensiones entre estos actores empezaron
a manifestarse alrededor de la disputa por el territorio y el control del merca-
do de la cocaína, así como por razones políticas, especialmente de la Doctrina
de Seguridad Nacional, la cual fue promotora de la creación de grupos para-
militares con el propósito de combatir la insurgencia. Algunos de los grupos
paramilitares estaban bajo el control de Rodríguez Gacha, integrante del cartel
de Medellín (Lozada, 2010, pp. 91-93). López expone como el “fin del narcote-
rrorismo” propició que los grupos armados ilegales capturaran parte impor-
tante de los ingresos de la droga: “En este período el narcotráfico y el conflicto
armado se vinculan de manera mucho más estrecha que en el pasado” (Lozada,
2005, p. 187).

Lozada también aborda la relación entre colonización armada y el negocio


de la droga. En este sentido, cuando se presentó la bonanza de la coca: “... las

57
Anascas del Río Moncada

condiciones del negocio las imponían los colonos. No sólo las condiciones sino
las reglas del juego, y estas reglas favorecían el poder creado a instancias de la
colonización armada...” (2010, p. 91).

Un cuarto enfoque se refiere a la influencia que tienen factores del contexto


social, económico y político en el fenómeno del narcotráfico y los nexos de este
último con los actores armados. En este enfoque se encuentra el trabajo de An-
drés López (2005), quien expone la existencia de dos condiciones en el país que
favorecen el narcotráfico: la economía ilegal y la violencia. A su vez, el narcotrá-
fico mantiene y fortalece esas condiciones: “el narcotráfico genera recursos que
financian a los actores armados ilegales y los actores armados ilegales debilitan
al Estado y así facilitan el narcotráfico” (p. 186). De acuerdo con López, por un
lado, desde la década de los cuarenta el país sirvió como lugar de tránsito de la
cocaína producida en Perú y Bolivia hasta Estados Unidos. Durante el periodo
comprendido entre 1940 y 1960 se consolidaron “formas de economía ilegal” en
el país que luego sirvieron de base para el narcotráfico.

Por otro lado, la inexistencia en el país de mecanismos institucionales y so-


ciales para limitar el uso de la violencia fue el instrumento utilizado por los
narcotraficantes para acceder al poder y reconocimiento, lo cual generó una
“meritocracia de la violencia” (López, 2005, p. 189).

Finalmente, el quinto enfoque es el presentado en el libro Víctima de la glo-


balización, de James Henderson (2012). Este trabajo representa una ruptura con
todos los anteriores, en los cuales el narcotráfico era analizado como uno de los
factores en la expansión de las guerrillas. Henderson, por el contrario, plantea
que el narcotráfico es el factor central y determinante del conflicto armado. Para
el autor, antes de los ochenta, específicamente en el periodo 1965-1975, el país
vivió una época de paz. A partir de los setentas, y en paralelo con el avance del
narcotráfico, la violencia en el país incrementó, lo cual afectó las instituciones
nacionales y debilitó profundamente al Estado, hasta el punto de que Colombia
llegó a ser considerada “la nación más violenta del mundo” (p. 19).

Este aumento de la violencia refleja la correlación entre guerrilla y narcotrafi-


cantes, organizaciones que, según el autor, son similares. Asimismo, Henderson
expone la forma en la cual distintos grupos de guerrillas (M-19, EPL, FARC-EP)
se beneficiaron “directa o indirectamente” del narcotráfico. En resumen, la ex-
posición del autor “evidencia la estrecha correspondencia que existe entre los
éxitos de la guerrilla en Colombia y el crecimiento del tráfico de drogas ilícitas
en el país. La guerrilla y las drogas ilegales aparecieron simultáneamente en el
escenario colombiano, y en muchos aspectos tuvieron una relación simbiótica”
(Henderson, 2001, p. 176).

58
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

Narcotráfico y autodefensas
La bibliografía sobre el paramilitarismo en Colombia, su origen y expansión
en el territorio, ha avanzado en la última década, incorporando un grupo im-
portante de estudios, tanto de la academia como de instituciones del Estado,
ONG y organizaciones internacionales. Dentro de esta producción académica,
algunos autores han abordado específicamente el papel del narcotráfico en la
conformación y consolidación de las autodefensas. Un grupo representativo
de trabajos sobre este tema son los de Medina (1990), Reyes (1999), Tokatlian
(2000), Cubides (2004), Duncan (2006) y Romero (2006).

Tokatlian (2000) realiza un análisis desde la perspectiva de las relaciones


internacionales y plantea la relación entre globalización, “guerra interna” en
Colombia y narcotráfico. El autor coincide en que el origen del paramilitarismo
se encuentra en las “entrañas del mismo Estado, con el beneplácito de milita-
res, terratenientes, empresarios y políticos, y cuyo objetivo ha dejado de ser la
contención de la guerrilla para transformarse en la búsqueda de la reversión de
la influencia insurgente, se ha convertido en un gran aparato de terror contra la
población civil inerme” (p. 42). En términos de la relación entre autodefensas y
narcotráfico, afirma que los dineros provenientes de grupos de narcotraficantes,
“empresarios ilegales en zonas de producción de cultivos ilícitos y terratenien-
tes legalizados por inversiones en un tercio de las tierras más aptas del país”
(p. 42), fueron el punto de surgimiento de las autodefensas.

Ricardo Cubides (2004) llama la atención sobre la caracterización errónea que


se ha establecido de los paramilitares como el único “brazo armado del narco-
tráfico”. De acuerdo con el autor, esta calificación es “genérica [...] sumaria y
simplificadora”. En este sentido, afirma:

Como grupo social los narcotraficantes han empleado varios “brazos


armados” según la coyuntura y el contexto regional. De acuerdo con
el testimonio de Pallomari para el caso del Valle un 30 % de la ofi-
cialidad del ejército y de la policía llegó a figurar en la nómina de
los Rodríguez Orejuela. Allí mismo se trasluce que a la vez ellos no
escatimaron esfuerzos para apoyar grupos de justicia privada, y de
modo simultáneo mantuvieron nexos con uno de los grupos guerri-
lleros de presencia regional, el “Jaime Bateman Cayón”. Es decir en
su momento de mayor poderío el cartel de Cali en verdad “combinó
todas las formas de lucha”, y el vínculo con esa guerrilla regional,
que existe todavía pero que durante mucho tiempo actuó a la sombra
del cartel es, precisamente, de los rasgos más típicos y a la vez menos
estudiados (p. 14)

59
Anascas del Río Moncada

El autor afirma que la conformación del MAS, por parte de narcotraficantes,


no puede considerarse como el origen de los grupos armados regionales que
surgieron desde ese momento, entre otras razones, debido a las diferencias en-
tre las dos “organizaciones “auspiciadoras de grupos armados: el ‘cartel’ de
Cali y su homólogo, el de Medellín” (Cubides, 2004, p. 6). En síntesis, plantea
que no puede establecerse una “causalidad unilineal” entre narcotráfico y pa-
ramilitarismo, entre otras cosas, porque: “hace mucho tiempo los paramilitares
en su acción sobrepasaron esos intereses concretos, el narcotráfico viene siendo
su logística, no la clave de su estrategia” (Cubides, 2004, p. 19).

En este sentido, aunque ha existido una relación entre narcotráfico y parami-


litarismo, y los narcotraficantes se apoyaron en los paramilitares, así como de
otros grupos armados (policía, ejército, mercenarios) resulta limitado explicar
el narcotráfico como el “único fundamento del paramilitarismo” (p. 19).

En el trabajo titulado Paramilitares, narcotráfico y contrainsurgencia: una expe-


riencia para no repetir, Mauricio Romero (2006) caracteriza a los grupos parami-
litares como:

... un reflejo de esas dinámicas regionales en la que el fenómeno con-


traguerrillero se mezcló con el del narcotráfico. Estos dos aspectos que
necesariamente no tendrían que coincidir, terminaron apoyándose
mutuamente, con colaboración, promoción o tolerancia de estructuras
estatales encargadas de preservar el Estado de derecho. (p. 407)

Romero (2006) ubica el origen de los vínculos entre autodefensas y narco-


tráfico en la política de defensa nacional de los años sesenta, bajo el direccio-
namiento de Estados Unidos, la cual autorizó la creación de grupos de auto-
defensa para la contención de los grupos insurgentes. A partir de esta nueva
política de defensa nacional, a principios de la década de los ochenta surge el
MAS, un grupo de narcotraficantes reunidos con el propósito de dar muerte a
los secuestradores y extorsionistas, que posteriormente realiza acciones contra
grupos sociales y políticos. En su análisis sobre los principales antecedentes
del surgimiento de la “propuesta de autodefensa armada”, Romero presenta la
alianza entre las Fuerzas Militares y los grupos de narcotraficantes, que luego
se convertirían en grupos de Autodefensas.

El autor expone la forma en la cual en Colombia, el Estado de derecho llegó


a estar “totalmente acribillado por la justicia privada” y cómo las Fuerzas Mili-
tares se aliaron con el MAS a nombre del orden, la democracia, la instituciona-
lidad y la “legítima defensa”. Asimismo, expone el surgimiento del grupo de
“antisubversión civil” (Romero, 2006, p. 412), que en la década de los noventa

60
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

Carlos Castaño intentó reagrupar en el proyecto denominado las Autodefensas


Unidas de Colombia (AUC).

Según Castaño, dicho grupo “fue iniciado por el mayor Álvarez Henao, Ra-
món Isaza, Fidel Castaño y el padre de Henry Pérez, futuro jefe de los grupos
armado de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano ...” (Romero, 2006, p.
412). El autor analiza la persecución en la década de los noventa a Pablo Esco-
bar, uno de los jefe del Cartel de Medellín, y cómo en ese proceso se “dieron
formas de colaboración entre futuros jefes de los grupos paramilitares y autori-
dades en Antioquia” (p. 408).

Política antidroga y conflicto armado


Uno de los elementos presentes en los vínculos entre conflicto armado y nar-
cotráfico, es la política antidroga. El Estado ha desempeñado un papel central
en ella, a través de la adopción de programas de fumigación y erradicación, así
como de lucha contra las distintas etapas (cultivo, producción y distribución) en
el tráfico de drogas ilícitas. Algunos de los estudios que abordan el tema de la
política antidroga exponen una fusión, en la última década, entre esta política y
la lucha contrainsurgente (López, 2006; Rojas, 2006). Asimismo, como punto en
común los autores muestran una primera etapa de la lucha contra las drogas en
la cual el Estado colombiano desempeñó un papel permisivo y después del año
2001 adoptó la política contra las drogas liderada por Estados Unidos.

Andrés López (2006) plantea la existencia de una relación directa entre la


lucha antidroga y la lucha contrainsurgente desde el año 2001. De acuerdo con
el autor, Estados Unidos ha desempeñado un papel central en la formulación
de la política antidroga, y la adopción de esta por parte de Estado colombiano,
a través del Plan Colombia. Debido a que distintos sectores políticos del país
se oponían a colaborar con el ejército en la lucha contrainsurgente, basados
en su “historial de violaciones de los derechos humanos”, hasta finales de los
noventa la política antidrogas fue presentada como un asunto exclusivamente
dirigido a la lucha contra el narcotráfico (p. 430).

Por lo anterior, hasta finales de esa década, el gobierno de Estados Unidos


apoyó de “manera indirecta” al ejército colombiano a través una colaboración
en el proceso de erradicación de los cultivos ilícitos: “lo cual debía permitir
aumento del control sobre el territorio nacional y disminuir los recursos de que
podían disponer los actores armados ilegales” (López, 2006, p. 430).

Según López, a partir de los atentados del 11 de septiembre, los límites entre
política antidroga y lucha antiinsurgente desaparecieron. Esto se concretó en el

61
Anascas del Río Moncada

año 2002, cuando el Congreso de Estados Unidos estableció una estrategia que
unifica la lucha contra las drogas y contra los grupos armados organizados.
En ese mismo año, el gobierno de Álvaro Uribe, le otorgó un papel central al
narcotráfico, calificándolo como “principal fuente de financiación de los grupos
armados ilegales” y estableciendo la lucha contra el narcotráfico como una es-
trategia fundamental para combatir a los grupos armados organizados (López,
2006, p. 432).

La lucha contra el narcotráfico se ha llevado a cabo a través de dos “instru-


mentos principales”: la extradición y la fumigación. López, concluye que la po-
lítica contra las drogas ha fracasado, entre otras razones, por las nuevas formas
de operar de los microcarteles, los cuales se especializan en una de las fases del
negocio y no representan una amenaza para el Estado, como sí sucedió con los
carteles de Medellín y de Cali.

Diana Marcela Rojas (2006) aborda el involucramiento progresivo de Esta-


dos Unidos en el conflicto armado colombiano, hasta el punto de llegar a ser
considerado un “actor directo” de este. Esta injerencia de Norteamérica en la
política Colombia, se encuentra ligada directamente al narcotráfico. Hasta la
década de los ochenta Estados Unidos estaba concentrado en la lucha contra
el comunismo, representado, en el caso colombiano, por grupos insurgentes;
sin embargo, hasta ese momento, la insurgencia no era considerada como una
amenaza a la seguridad de ese país. En este sentido, Rojas (2006) plantea: “para
Estados Unidos, la guerra contra las drogas y la lucha contrainsurgente del
Estado colombiano contra las guerrillas eran percibidas como dos problemas
distintos y con tan sólo algunos nexos” (Rojas, 2006, p. 41). Desde los noventa
esa situación cambió radicalmente.

Rojas identifica tres etapas en la estrategia de Estados Unidos contra la dro-


ga: la primera, se desarrolló entre 1995 y 1998, periodo durante el cual estuvo
concentrada en la lucha contra el narcotráfico, sin asociarlo de manera directa
con las guerrillas existentes en el país; la segunda, se llevó a cabo entre 1999 y
2001, cuando Estados Unidos estableció una posición frente al conflicto arma-
do, apoyando un diálogo y simultáneamente preparando una estrategia militar.
Durante esta segunda etapa se formuló y consolidó en el país la ejecución del
Plan Colombia. La última etapa inicia con los atentados del 11 de septiembre,
y se caracteriza por una fusión entre lucha contra el narcotráfico y lucha con-
trainsurgente.

La autora concluye que el diagnóstico sobre la situación de Colombia del cual


parte Estados Unidos para formular y ejecutar la política contra las drogas, es
limitado y “distorsionado”, en la medida que considera el narcotráfico como

62
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

causa del conflicto armado sin tener en cuenta otros factores centrales como
“la exclusión política, la desigualdad social, la pobreza…” (Rojas, 2006, p. 60).
Asimismo, la visión de Estados Unidos sobre Colombia es errada, en la medida
en que el conflicto armado hace uso de recursos ilegales, pero no se debe a la
existencia de estos, pues existen otros aspectos como las motivaciones políticas
de los grupos armados ilegales.

Conclusiones y consideraciones finales


La literatura sobre conflicto armado y narcotráfico se inscribe dentro de la
corriente de la “economía del crimen”, la cual surge en la década de los ochenta
con el propósito de generar explicaciones sobre la violencia en el país, distintas
a las ofrecidas por la hipótesis de la privación relativa y la escuela de moviliza-
ción de recursos. En este sentido, el subgrupo de trabajos que se concentran es-
pecíficamente en los vínculos entre conflicto armado y narcotráfico es reducido,
si se compara con los que están enfocados en el estudio de la violencia.

La literatura en la cual se concentra este estado del arte, visibiliza la participa-


ción de algunas guerrillas y las autodefensas en distintas fases del negocio del
narcotráfico, así como el uso de las rentas generadas por este para consolidarse.
Sin embargo, también sitúan al narcotráfico como uno de los recursos utiliza-
dos por los grupos armados, recordando la existencia de otros medios de finan-
ciación como las extorsiones y los secuestros. En este sentido, distintos autores
advierten sobre el error de atribuir la existencia de organizaciones de guerrillas
y autodefensas en Colombia al fenómeno narcotráfico. En este sentido, si bien
el narcotráfico ha sido un recurso empleado por los grupos armados organi-
zados, el origen, la conformación y expansión de estos, responden a causas y
procesos complejos, que transcienden el negocio de las drogas.

En los estudios abordados también se destaca el papel del Estado en dos sen-
tidos. Por un lado, se evidencian las relaciones entre las fuerzas militares y gru-
pos como el MAS, creado por narcotraficantes y el cual, según algunos autores,
se constituye como origen del paramilitarismo. Por otro lado, se presenta el
papel del Estado en la adopción de la política antidroga, la cual se convierte en
una lucha contrainsurgente en la década de los noventa.

Resulta importante que el grupo de trabajos que se enfocan en el conflicto


armado, sus actores y el narcotráfico, parta de una definición sobre cada uno
de estos temas. Esto se debe a que, en ocasiones, temáticas distintas tales como
el conflicto armado y la violencia, se consideran de manera indiferenciada.
Asimismo, es importante que se provea una definición sobre narcotráfico que

63
Anascas del Río Moncada

permita diferenciar los actores del conflicto, de los actores del narcotráfico. Las
distinciones entre estos aspectos pueden ser tenues y complejas; sin embargo,
la diferenciación resulta fundamental para el análisis y la generación de conoci-
miento sobre los vínculos entre conflicto armado y narcotráfico.

Finalmente, teniendo en cuenta la complejidad que involucran estos vínculos,


es recomendable avanzar en la investigación sobre estudios de caso, los cuales
se enfoquen en periodos de tiempo y territorios específicos del país.

64
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

Bibliografía
Armenta, A. (2008). Las FARC. Del idealismo al narcotráfico-¿posibilidades de paz?
Recuperado de http://www.tni.org/es/archives/act/18028

Camacho, Á. (2007). Cinco tesis para una sociología política del narcotráfico
y la violencia en Colombia. En F. Gutiérrez, G. Sánchez y M. E. Wills
(Comps.), Pasado y presente de la violencia en Colombia (pp. 379-406). Medellín:
La Carreta Editores.

Comité Internacional de las Cruz Roja (CIRC) (2008). ¿Cuál es la definición de


“conflicto armado” según el Derecho Internacional Humanitario? Recuperado de
http://www.icrc.org/spa/resources/documents/article/other/armed-conflict-
article-170308.htm

Cubides, F. (2004). Narcotráfico y guerra en Colombia: Los paramilitares. En


Violencias y estrategias colectivas en la Región Andina: Bolivia, Colombia, Perú y
Venezuela. Bogotá: IFEA-IEPRI-Norma.

Echandía, C. (1997). Expansión territorial de la guerrilla colombiana: geografía,


economía y violencia. Documento de trabajo no 1, Centro de Estudios sobre
Desarrollo Económico. Bogotá: Facultad de Economía, Universidad de los
Andes.

Franco, S. (2007). Momento y contexto de la Violencia en Colombia. En F.


Gutiérrez, G. Sánchez y M. E. Wills (Comps.), Pasado y presente de la violencia
en Colombia (pp. 379-406). Medellín : La Carreta Editores.

González, A. y Díaz, S. (2002). Violencia, conflicto y paz. Coexistencia perversa.


Bogotá: Fundación Foro Nacional por Colombia.

González, F. E. (2004). Conflicto violento en Colombia: una perspectiva de largo


plazo. Revista Controversia, nº 181. Recuperado de http://www.insumisos.
com/lecturasinsumisas/Conflicto%20violento%20en%20Colombia_perspe-
tiva%20de%20largo%20plazo.pdf

Gómez, C. M. (2001). Economía y violencia en Colombia. En A. Martínez,


Economía, crimen y conflicto. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

65
Anascas del Río Moncada

Gutiérrez, F. (2006). Tendencias del homicidio político en Colombia 1975-2004.


En F. Gutiérrez, G. Sánchez y M. E. Wills (Comps.), Pasado y presente de la
violencia en Colombia. Medellín : La Carreta Editores.

Henderson, J. (2005). La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia.


Bogotá: Siglo del Hombre Editores.

Jenkinns, J. C. (1983). Resource movilization theory and the study of social


movements. Anual Review of Sociology, 527-553.

López, A. (2005). Conflicto interno y narcotráfico entre 1970 y 2005. En G.


Duncan, R. Vargas, R. Rocha y A. López, Narcotráfico en Colombia. Economía
y violencia. Bogotá: Fundación Seguridad y Democracia.

López, A. (2006). Narcotráfico, ilegalidad y conflicto en Colombia. En Instituto


de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales - Universidad Nacional
de Colombia, Nuestra guerra sin nombre. Bogotá: Norma.

Lozada, N. (2010). Relación entre traficantes de cocaína y las FARC: años 80.
Cultura y Droga, 17, 90-98, Universidad de Caldas.

Martínez, A. (2001). Economía, crimen y conflicto. Bogotá: Universidad Nacional


de Colombia.

McCarthy, J. D. y Zald, M. N. (1977). Resourse Mobilization and Social Move-


ments: A Partial Theory . The American Journal of Sociology, 8, (6) , 1212-1241.

Palacio, G. (1998). Globalizaciones, Estado y narcotráfico. Bogotá: Unijus.

Peñaranda, R. (2007). La guerra en el papel. Balance de la producción sobre


la violencia durante los años noventa. En F. Gutiérrez, G. Sánchez y
M. E. Wills (Comps.), Pasado y presente de la violencia en Colombia. Medellín:
La Carreta Editores.

Restrepo, J., Spagat, M. y Vargas, J. F. (2006). El conflicto colombiano ¿Quién


hizo qué a quién? Un enfoque cuantitativo. En F. Gutiérrez, G. Sánchez y
M. E. Wills (Comps.), Pasado y presente de la violencia en Colombia (pp. 33-46).
Medellín: La Carreta Editores.

66
Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

Rojas D. (2006). Estados Unidos y la guerra en Colombia. En Instituto de Estu-


dios Políticos y Relaciones Internacionales - Universidad Nacional, Nuestra
guerra sin nombre. Bogotá: Norma.

Romero, M. (2006). Paramilitares, narcotráfico y contrainsurgencia: una expe-


riencia para no repetir. En F. Leal, En la encrucijada. Colombia en el siglo xxi.
Bogotá: CESO/Norma, 2003.

Sánchez, F., Díaz, A. N y Formisano, M. (2003). Conflicto, violencia y actividad


criminal en Colombia: un análisis espacial. Bogotá: CEDE-Universidad de
los Andes. Recuperado de economia.uniandes.edu.co/content/down-
load/2004/.../D2003-05.pdf

Sánchez, G. (Ed.) (2009). Colombia: violencia y democracia. Comisión de Estudios


sobre la Violencia (5ª ed.). Medellín: La Carreta Editores, IEPRI.

Sánchez, G. y Peñaranda, R. (Comps.) (2007). Pasado y presente de la violencia en


Colombia. Medellín: La Carreta Editores, IEPRI.

Tilly, C. (1978). From Mobilization to Revolution. Michigan: University of Michigan.

Tokatlian, J (2000). Globalización, narcotráfico y violencia. Siete ensayos sobre


Colombia. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma.

Vélez, M. A. (2001). FARC-ELN: evolución y expansión territorial. Desarrollo


y Sociedad, 47, 151-225. Recuperado de http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/
pdf/1691/169118209004.pdf

Vargas, R. (2006). Drogas guerra y criminalidad en Colombia: una simbiosis


que alimenta la prolongación del conflicto. En Á. Camacho (Ed.), Narco-
tráfico Europa, EEUU, América Latina. Barcelona: Publicacions i Edicions/
Universidad de Barcelona.

67
PARTE II
SOCIEDAD CIVIL Y
CONFLICTO ARMADO
Capítulo 1
Tránsitos y transiciones de
los movimientos sociales en
América Latina y el Caribe:
Una revisión necesaria

Juan Carlos Amador Baquiro*

Introducción
La investigación titulada El conflicto armado interno, como posible expresión in-
vertida del modelo de desarrollo y de la política en Colombia (Ipazud, 2012), contexto
en el cual surge el presente trabajo, tiene como propósito fundamental indagar en
las razones histórico-sociales, económicas, políticas y culturales que pueden
explicar la durabilidad del conflicto (y sus violencias asociadas) a la largo de
la segunda mitad del siglo XX y los albores del nuevo milenio. Dado que la
hipótesis del estudio plantea la existencia de fenómenos como la movilización
de recursos, el territorio y las relaciones de poder, en cuanto ejes constitutivos de
la violencia y la construcción del orden social colombiano, se hace necesario
abordar el lugar de los movimientos sociales en dicho proceso.

* Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Magíster en


Educación de la Universidad Externado de Colombia. Doctor en Educación de la Universidad
Distrital Francisco José de Caldas. Docente e investigador de la Licenciatura en Pedagogía In-
fantil y de la Maestría en Educación y Comunicación de la Universidad Distrital Francisco José
de Caldas.
Juan Carlos Amador Baquiro

Los movimientos sociales han sido un objeto de estudio central en disciplinas


como la historia, la ciencia política y la sociología. Se trata de una categoría
generalmente asociada con fenómenos como las relaciones entre el Estado y la
sociedad civil, las tensiones sociopolíticas y culturales entre lo instituido y lo
instituyente, las luchas por el poder entre élites, así como entre partidos políti-
cos, las acciones en torno a la construcción de lo nacional-democrático y las ini-
ciativas (como reacción y resistencia) de sectores obreros, populares y étnicos
ante el autoritarismo y otras formas de control social.

Algunos investigadores tanto de América Latina como de Europa y Estados


Unidos coinciden en admitir que desde finales de los ochenta, los movimien-
tos sociales han ingresado en una nueva etapa. Dentro de las condiciones que
rodean este proceso de redefinición, se destacan tres grandes fenómenos: en
primer lugar, la incorporación de reformas neoliberales cuyos efectos, a partir
de la ola de privatización y desregulación estatal, ha traído consigo la precari-
zación de la vida de los ciudadanos y trabajadores, a propósito de la profun-
dización del capitalismo transnacional, convertido ahora en vector del mundo
social y cultural.

En segundo lugar, un proceso de internacionalización y globalización que,


además de incorporar nuevas formas de intervención geopolítica por la vía de
los organismos multilaterales, la lucha antiterrorista y los tratados de libre co-
mercio (TLC), ha introducido otros modos de construcción de la identidad, a
propósito de un mayor posicionamiento del mercado, el consumo, las estéticas
del cuerpo y las tecnologías digitales en la vida de las personas (Mato, 2005). Y
en tercer lugar, la presencia de nuevas reivindicaciones y proyectos (más allá
de la lucha de clases), especialmente centrados en la defensa del ambiente, la
diversidad sexual y de género, y otras formas de agencia que propenden por la
inclusión horizontal de otros grupos sociales.

A la par, también es necesario tener en cuenta que estas nuevas expresiones


están acompañadas de un nuevo escenario político en la América Latina y el
Caribe, marcado por una compleja tensión entre gobiernos de centro-izquierda,
gobiernos neoautoritarios y gobiernos reformistas. Esta coyuntura ha redefini-
do significativamente el papel de los movimientos sociales y sus estrategias de
intervención. Mientras que en algunos países los movimientos sociales resisten
y se oponen mediante acciones de protesta y movilización, otros encuentran
en el Estado y las instituciones espacios de negociación y concertación para
acceder a recursos, incidir en la política pública e incluso constituirse en fuerza
política para acceder al poder.

72
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Parte de este escenario de cambios ha traído al espacio académico de las cien-


cias sociales el concepto de Nuevos Movimientos Sociales (NMS) (Melucci,
1999). Aunque parece un planteamiento reciente, desde la década de los seten-
ta los investigadores del tema venían interrogando las expresiones emergentes
de los movimientos sociales. En Europa y Estados Unidos se observaba con
atención el fracaso de las políticas de intervención militar (guerra de Vietnam),
la crisis económica internacional tras la devaluación del dólar y el despunte
inflacionario del Tercer Mundo, la crisis petrolera que evidenció el agotamiento
de los recursos energéticos así como la crisis del bloque socialista. Este ambien-
te impulsó la conformación de movimientos sociales renovados y con nuevos
repertorios de acción, según el investigador italiano Alberto Melucci (1999).

Por su parte, en América Latina y el Caribe, debido a un fenómeno creciente


de inmigración del campo a la ciudad y la conformación de lo masivo-popular
(Martín-Barbero, 2003; Romero, 2001), los investigadores centraron la atención
en aquellas acciones colectivas que articularon la resistencia y la identidad. Si
bien, aún se indagaba por movimientos sociales de carácter campesino y obrero
(por ejemplo: los movimientos campesinos de Santiago del Estero en Argentina
o el movimiento sindical de trabajadores metalúrgicos de São Paulo en Bra-
sil), surgieron nuevos focos de experiencias, caracterizadas por la presencia de
nuevos actores sociales, otras estrategias e ingeniosas formas de protesta social
(Flórez, 2010).

Varios casos ilustran el desplazamiento de la resistencia (como reacción al po-


der instituido) a la acción colectiva de los movimientos sociales (como progra-
ma de propósitos, estrategias e intervenciones específicas). Entre los más cono-
cidos (sin desconocer la existencia de otros, también emblemáticos) destacan: el
movimiento de lucha por los derechos, la verdad y la justicia de las Madres y
Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina; el movimiento urbano Superbarrio
de Ciudad de México, cuyo propósito fue la autogestión comunitaria ante la
inasistencia del Estado evidenciada tras el terremoto de 1985; el movimiento
cocalero del Chapare boliviano y su llamado a la resistencia colonial; y los pa-
ros cívicos colombianos cuyo eje de acción fue el acceso a derechos y a servicios
públicos dignos (Flórez, 2010).

Apoyados en Juliana Flórez (2010), se pueden identificar algunos elementos


claves de estas nuevas expresiones en los movimientos sociales:

• Nuevas relaciones entre los movimientos sociales y otros actores de la


sociedad civil y el Estado.

73
Juan Carlos Amador Baquiro

• Sus acciones colectivas no se supeditaron a las lógicas de funcionamiento


de los partidos políticos y los sindicatos.

• Sus propósitos no siempre estuvieron centrados en la resistencia a las he-


gemonías o en la lucha de clases. Varios movimientos empezaron a pro-
mover acciones para favorecer democracias participativas e inclusivas.

• Sus demandas empezaron a transitar de lo económico-material a lo cul-


tural-simbólico.

• Fueron construidas estructuras organizativas más horizontales, descen-


tralizadas y participativas.

• Sus estrategias de acción pasaron del campo y la fábrica a la ciudad. Par-


te de estas acciones empezaron a ser desplegadas en espacios micropolí-
ticos de la vida cotidiana.

• Dos de los estudios más conocidos en la década de los ochenta (Calde-


rón et ál., 1986; Jelin, 1985) coincidieron en afirmar que los movimientos
sociales en América Latina estaban pasando por cambios radicales. En
primer lugar, se evidenciaban cambios en su estructura y organización
así como en sus estrategias de resistencia. En segundo lugar, surgieron
temas de interés nuevos que convocaban la acción (la calidad de vida, el
consumo, el mercado, la defensa del territorio, la relación entre grupos
étnicos y Estado así como la verdad y la justicia en torno a los desapare-
cidos y asesinados en regímenes autoritarios y de conflicto interno). Y en
tercer lugar, acogieron de manera decidida valores como la solidaridad
y la autogestión.

En suma, esta aproximación preliminar muestra que el análisis de los mo-


vimientos sociales y de la acción colectiva exige miradas interdisciplinarias
que permitan comprender las articulaciones entre las dimensiones políticas,
económicas y socioculturales de estos fenómenos. También confirma que las
condiciones de cada época hacen posible un doble movimiento que puede ser
entendido desde aquello que Bourdieu definió como los habitus: predisposi-
ciones que van de las estructuras sociales a los sujetos y elementos subjetivos
procedentes de estos que afectan el orden social. Asimismo, permite entender
por qué fueron abandonadas perspectivas funcionalistas y marxistas de los mo-
vimientos sociales, lo que ha conducido a giros epistemológicos y metodológi-
cos para su estudio.

Volviendo al objeto de estudio presentado inicialmente, se puede señalar que


la indagación de los movimientos sociales en Colombia después de 1948 y su

74
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

relación con la durabilidad del conflicto plantea otras exigencias investigativas.


Si bien son muchas las coincidencias en torno a situaciones e influencias ideoló-
gicas entre Colombia y otros países de la región, es necesario abordar el papel
de los movimientos sociales en el contexto del conflicto interno y sus mutacio-
nes a lo largo de las últimas seis décadas.

En palabras de Perea (2009), se trata de comprender la construcción de la cul-


tura política desde sus diversos actores (en este caso aquellos que conforman y
participan de los movimientos sociales), más allá de la relación funcional entre
símbolo y acto, frecuentemente incorporada en los estudios sobre los discursos
de las élites y los de sus adversarios (obreros, campesinos, indígenas, estudian-
tes), los cuales se han concentrado en las relaciones entre lenguaje, representa-
ciones e ideologías de los agentes sociales involucrados. Por esta razón, además
de reconocer las transformaciones de los movimientos sociales (en sus valores,
propósitos y estrategias), es imprescindible develar la configuración del actor
colectivo en el contexto del orden social y la cultura política colombiana.

Este asunto es problemático, especialmente si se tiene en cuenta que, mientras


para ciertos sectores las trasformaciones de los movimientos son una expre-
sión de pérdida y obsolescencia política, dadas sus distancias de las estructuras
partidistas, para otros son una opción que revitaliza las luchas y que augura
nuevas posibilidades en la garantía de los derechos y las libertades constitu-
cionales. Sin embargo, los acontecimientos de los últimos decenios indican que
fenómenos como la lucha bipartidista del periodo de la violencia, el escenario
antidemocrático del Frente Nacional, así como las prácticas de actores intere-
sados en el control territorial con distintos intereses (guerrillas, grupos para-
militares y carteles del narcotráfico) se han constituido en un marco de acción
justificatorio y estratégico para la acción colectiva.

Parte de este análisis deberá ser realizado en futuras investigaciones. Por aho-
ra, se avanzará en la construcción de un estado de arte que permita vislumbrar
algunas de las perspectivas desarrolladas por los investigadores, haciendo én-
fasis en América Latina y el Caribe. Dado que son varias las revisiones hechas
sobre este objeto de estudio y, para no reiterar, se llevará a cabo un abordaje en
tres direcciones.

En primer lugar, se hará una alusión breve a los conceptos movimientos so-
ciales, acción colectiva y protesta social. Esto teniendo en cuenta que, al ser
conceptos cargados de cierta polisemia en el campo de las ciencias sociales, los
riesgos de su relativización o de su carácter implícito en cualquier iniciativa
ciudadana pueden traer consigo su banalización.

75
Juan Carlos Amador Baquiro

En segundo lugar, se presentará una clasificación de perspectivas y tenden-


cias sobre los estudios de los movimientos sociales en la región. Para no caer
en una taxonomía general sobre el tema, se indagará el lugar del conflicto y
la violencia en el desarrollo de estas experiencias. También será analizado el
escenario político en el que se despliegan dichas iniciativas. Y en tercer lugar,
se realizará un balance de este entramado de tipologías con el fin de establecer
sus aportes al objeto de estudio que será desarrollado en la siguiente fase de la
investigación.

Movimiento sociales, acción colectiva y protesta social


El término movimiento social fue introducido tempranamente en el campo
académico por Lorenz Von Stein, a través del trabajo titulado Historia de los mo-
vimientos sociales franceses desde 1789 hasta el presente (1850). Stein entendía en su
momento el movimiento social como un conjunto de aspiraciones de sectores
sociales (organizados en clases u otras tipologías) para influir sobre el Estado,
dadas las desigualdades fomentadas por la economía capitalista. Inicialmente,
estas aspiraciones estuvieron asociadas con opciones de representación de es-
tos sectores en los sistemas de gobierno (Tilly y Wood, 2008).

A lo largo del siglo XIX, los movimientos sociales tuvieron un lugar protagó-
nico, especialmente en el contexto de las tradiciones políticas más influyentes
del mundo occidental (la conformación del Estado nacional tras la revolución
francesa, el parlamentarismo británico y la independencia norteamericana). En
aquel tiempo, los movimientos empezaron a mostrar, al menos, tres escenarios
de acción: la reivindicación de sus derechos (especialmente en el contexto de la
lucha obrera y anticapitalista); el interés por la restauración de la democracia,
ultrajada tras la instauración de regímenes autoritarios; y el interés de varios
sectores por ser parte de las instituciones (espacios de toma de decisiones) a
través de mecanismos de representación.

A manera de ilustración, apoyados en Tilly y Wood (2008), se puede señalar


que lo ocurrido en Gran Bretaña y Estados Unidos a lo largo del siglo XIX,
en el marco de la revolución industrial y el desarrollo de la nueva economía
capitalista, trajo consigo un abanico de acciones populares frecuentemente cen-
tradas en la protesta, la reivindicación de los derechos y la generación de lazos
con otras agrupaciones, más allá de lo nacional. Particularmente, este último
aspecto es llamado por los autores norteamericanos en mención “modularidad
política”, es decir, la emergencia de ciertas capacidades y recursos organizati-
vos y de protesta para que las luchas fuesen capaces de atravesar fronteras. No
obstante, cada contexto nacional y local agregó sus propios elementos cultura-
les al proceso.

76
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

A lo largo del siglo XX los movimientos sociales adquirieron nuevos objetivos


y otras formas de funcionamiento. Parte de estos giros tuvo lugar en el contexto
del periodo de entreguerras, los procesos de colonización y un considerable
despliegue militar en América Latina que se concretó en regímenes autorita-
rios. Aunque la lucha obrera continuó siendo un referente importante para el
análisis de los movimientos sociales, el ambiente de la posguerra empezaba a
generar nuevas preguntas, más allá de la protesta social y de la resistencia.

Por esta razón, hacia los setenta, el concepto de movimiento social volvió a
ganar cierto interés en el campo académico de las ciencias sociales. No solo
por el desafiante camino adoptado por diversos grupos en el nuevo continente
(desde populares-barriales, pasando por movimientos de mujeres y de jóvenes,
hasta agregaciones de carácter comunitario), sino también por la influencia de
procesos que se estaban desarrollando en otros lugares del mundo, tales como
la conformación de colectivos de acción cívica en varios países de Europa, así
como un inusitado ambiente de renovación política en el contexto de la desco-
lonización que vivían Asia y África.

Ya en los ochenta los movimientos sociales no se supeditaron a la protesta o


la movilización social como mecanismos de presión para negociar pliegos de
peticiones. Tras las llamadas acciones colectivas también surgieron las acciones
afirmativas, esto es, las luchas por el reconocimiento de “discriminaciones po-
sitivas”, asociadas con la conquista de derechos diferenciales, dirigidos a aque-
llos grupos que, en el tiempo, vivieron en condiciones de desventaja estructu-
ral. También se evidenció el interés por influir en la opinión pública, desplegar
formas de comunicación alternativas así como generar estrategias para incidir
en la política pública, en el contexto de los marcos constitucionales y legales de
los Estados.

De acuerdo con lo anterior, se puede concluir que los movimientos sociales


son expresiones simbólicas, humanas y sociales de la acción colectiva. Estas
expresiones generalmente enfrentan injusticias, desigualdades y/o exclusiones,
las cuales hacen parte de conflictos con diversas características. Al parecer, la
existencia del conflicto está en el propio devenir de las sociedades y en sus di-
mensiones políticas, económicas y culturales. El conflicto desempeña un papel
importante en las dinámicas tanto de la sociedad y el Estado como de los movi-
mientos sociales, dado que estos últimos no siempre buscan la eliminación del
adversario, pero sí su confrontación agonística (Mouffe, 2005).

A este respecto, Alain Touraine plantea que, en una perspectiva histórica y


sociológica, los movimientos sociales se inscriben en dinámicas civilistas y en
aspiraciones frecuentemente relacionadas con la construcción de la democracia

77
Juan Carlos Amador Baquiro

y el rechazo a las acciones armadas. Por esta razón, aunque las acciones del mo-
vimiento social se originen en el núcleo de los propios conflictos, sus propósitos
son divergentes, en la medida que no pretenden perpetuar la eliminación del
otro, sino instituir otras formas de funcionamiento del orden social.

En esta línea de reflexión, es importante resaltar cómo en la década de los


setenta, una vez los movimien­tos sociales ganaron una visibilidad considerable
en la región, los aportes teóricos de Touraine en Actores sociales y sistemas políti-
cos en América Lati­na (1987), así como en Las sociedades dependientes, ensayos sobre
América Latina (1976), permitieron analizar los movimientos sociales en relación
con los sistemas políticos. A esta perspectiva se pueden añadir otros autores
que, aun cuando comparten la misma perspectiva, introdujeron la noción nue-
vos movimientos sociales, tales como Scherer-Warren y Krischke (1987), Laran-
jeira (1990) y Camacho y Menjívar (1989).

En el contexto latinoamericano, específicamente en torno a los planteamien-


tos sobre las transformaciones de la acción social colectiva y su relación con
los procesos de democratización política y social, surgieron trabajos como los
de Garretón (2002) y Gohn (1997), con explicaciones novedosas en torno a la
relación movimientos sociales-acción colectiva. Asimismo, teorías ligadas a la
visión norteamericana de la acción colectiva, como las de Tarrow (1999) y Rucht
(1999), fueron acogidas por los investigadores de la región como opciones teóri-
cas y metodológicas necesarias para estudiar los nuevos movimientos sociales.

Esta aproximación no es tan distante de las reflexiones de Tilly y Wood, quie-


nes afirman que los movimientos sociales son inherentes a las democracias oc-
cidentales, pues aunque en algunos momentos parecen fenómenos más bien
excepcionales, su capacidad de acción y sus maneras de tramitar el conflicto
complementan o entran en tensión con las formas tradicionales de la política
y de lo público. Desde las revoluciones burguesas del siglo XVIII hasta las ini-
ciativas más recientes de protesta global a través de redes sociales online, los
movimientos sociales han buscado modos alternativos de participación en la
cosa pública (Tilly y Wood, 2008).

Tanto en América Latina y el Caribe como en Colombia, la estructuración del


orden social ha estado atravesada por la coexistencia de formas premodernas,
modernas y aun posmodernas, en términos de principios y valores democráti-
cos. Tanto los movimientos sociales como la acción colectiva son constitutivos
del proyecto de modernidad. Sus aspiraciones y conquistas suelen estar am-
paradas por categorías como el Estado nacional, la ciudadanía, la democracia,
los derechos y lo público. Sin embargo, esto no excluye que los movimientos

78
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

sociales pudieran haber surgido antes de la conformación de las repúblicas y la


introducción de sus respectivas narrativas en la región.

Para historiadores colombianos como Mauricio Archila (2003), tanto los mo-
vimientos sociales anteriores a la república como aquellos más recientes, no
solo emplean acciones para solucionar conflictos o expresar su oposición a las
desigualdades y exclusiones. También han dado pasos importantes relaciona-
dos con adaptaciones, resistencias y la generación de alternativas de manera
creativa, en medio de la vida precaria que les rodea. Esto significa que no se
sostienen solo a través de meras actitudes reactivas o de resistencia pasiva. Sus
proyectos van más allá de las coyunturas, en tanto construyen y profundizan
valores, conocimientos y proyectos colectivos.

Aunque esta permanencia en el tiempo es un atributo muy importante en


movimientos sociales de Argentina, Brasil y México, la situación en Colombia
ha tenido otras particularidades. Según Archila (2003), esta es una de las fragi-
lidades más llamativas de los movimientos colombianos, pues la permanencia
no ha sido una de las características destacables de la acción social colectiva en
el país. Por esta razón, en la tradición historiográfica y sociológica no siempre
se tratan las categorías movimientos sociales o acción colectiva. También ha
sido incluido el término protesta social.

Las protestas sociales son acciones sociales de más de diez personas que
irrumpen en espacios públicos para expresar intencionalmente demandas o
presionar soluciones ante el Estado o entidades privadas (Archila, 2003). Esta
definición evidencia que se trata de expresiones concretas de grupos, que tam-
bién pueden ser movimientos sociales, sin requerir permanencia o expresión
organizativa formal. En algunas ocasiones, son luchas aisladas que no consti-
tuyen movimiento. Sin embargo, también son mecanismos que pueden hacer
visibles a los movimientos sociales, los cuales acuden a presiones organizativas
o a prácticas no conflictivas de negociación para hacerse sentir públicamente.

Finalmente, la relación protestas sociales- movimientos sociales-acciones co-


lectivas conduce, necesariamente, a la noción de visibilidad de los actores so-
ciales. Archila (2003) admite que esta categoría se ha convertido en una opción
metodológica no exenta de implicaciones teóricas y políticas. Por visibilidad se
entiende cualquier indicio o huella que dejan los actores sociales en torno a for-
mas de movilización, a través de textos y emblemas. Implica tanto la voluntad
de los actores de hacer pública su protesta como la forma en que los otros (por
ejemplo: la prensa oficial, así como los medios de comunicación alternativos)
perciben el acto.

79
Juan Carlos Amador Baquiro

Aunque la acción colectiva es inherente a los movimientos sociales, dadas sus


pretensiones de autonomía con respecto a las presiones del Estado, asunto que
en el caso colombiano incluye, adicionalmente, la independencia de los actores
armados, esta no siempre logra ser ejercida. Es evidente que esta autonomía tie-
ne muchas restricciones, dada la existencia de una cultura política demoledora
de lo social y de lo instituyente, situación que Perea (2009) explica en su análisis
sobre el legado de la tradición de violencia bipartidista y de aquello que expre-
sa el lema “Porque la sangre es espíritu”.1

Sin embargo, las restricciones para el ejercicio de la autonomía, como expre-


sión de la acción colectiva, también han estado asociadas con las propias lógi-
cas de funcionamiento de los movimientos sociales. Varios estudios muestran
cómo algunos movimientos, especialmente de inspiración marxista, conside-
raban que la autonomía consistía en alejarse del bipartidismo, de la política
electoral y de cualquier expresión de institucionalidad. Estos posicionamientos
trajeron consigo no solo el desgaste del propio movimiento, sino también la
desmotivación de sus integrantes. Aunque se pretendía instituir e incidir en
la construcción de otro orden social, los actores sociales no pisaban siquiera
la arena política del poder para lograr modificar sus reglas de juego (Archila,
2003; Bruckmann y Dos Santos, 2008).

Esto explica por qué la inspiración de los nuevos movimientos sociales ha


tenido variaciones considerables durante las últimas décadas. La acción colec-
tiva ha adquirido un valor distinto y la autonomía ya no es asumida solamente
como aislamiento y autoexclusión. La autonomía no consiste en prescindir del
contradictor, por antagónico que este sea. Es claro que las protestas sociales y
los movimientos sociales son tramitados en el terreno del conflicto. Esto hace
que la acción colectiva de los movimientos sociales sea un objeto de estudio que
requiere recursos teóricos y metodológicos renovados, pues las formas de lucha
y las conquistas no son estables.

Aunque sería necesario desarrollar conceptualmente la noción Nuevos Movi-


mientos Sociales, generalmente atribuida al sociólogo Alberto Melucci (1999),
esta será tratada en el estado de arte que será expuesto a continuación. Buena
parte de las emergencias sociopolíticas contemporáneas están emparentadas
con esta tendencia.

1 “Porque la sangre es espíritu” es un lema analizado por Perea (2009) para mostrar la composi-
ción de la cultura política colombiana a partir de la década de los cuarenta, comprendida como
una mediación entre el poder y los arreglos sociales, asunto que le confirió un poder especial
a sectores sociales empeñados en introducir práctica colectivas violentas con el fin de arrastrar a
la sociedad, no solo a las armas materiales, sino también a las armaduras simbólicas.

80
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Tendencias de los movimientos sociales: tránsitos y


transiciones
La historia de los movimientos sociales en América Latina es amplia y tiene
características especiales, dependiendo de los proyectos políticos nacionales,
las expresiones ideológicas que han estimulado los procesos de resistencia, así
como las dimensiones identitarias asociadas con reivindicaciones como la clase
social, la etnia y el género. Por esta razón, acudir a un marco explicativo sobre
los orígenes de los movimientos sociales en la región, como abrebocas para re-
conocer sus principales vertientes, resultaría una labor ardua y poco relevante
para los fines de esta revisión.

Sin embargo, apoyados en Bruckmann y Dos Santos (2008), es posible identi-


ficar tres momentos claves en su proceso de configuración. El primer momento
se caracteriza por una marcada influencia anarquista y marxista-leninista. El
segundo está especialmente atravesado por los proyectos políticos de carácter
populista y nacional-democrático. Y el tercero se inscribe en lo que algunos
investigadores denominan autonomización y nuevas formas de resistencia, las
cuales están evidentemente vinculadas a la globalización de los movimientos
sociales.

Las influencias anarquista y marxista-leninista


Las migraciones europeas de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX tienen
mucho que ver con esta primera etapa. La presencia de los recién llegados a las
zonas urbanas, entre ellos artesanos y trabajadores, influyó rápidamente en la
conformación de agrupaciones obreras con tendencias huelguistas. Entre 1917
y 1930 se evidenció un crecimiento sostenido de este fenómeno en la región, el
cual se expresó en reivindicaciones específicas como la reducción de la jornada
a ocho horas por día así como mejoras en las condiciones salariales, de trabajo
y de vida de los obreros (Bruckmann y Dos Santos, 2008).

Aunque las influencias de la revolución bolchevique y las premisas marxis-


tas-leninistas marcaron un acento importante en el núcleo de estas expresiones,
las influencias de la socialdemocracia también fueron frecuentes en algunas
experiencias de movimientos sociales. Sin embargo, las condiciones endógenas,
particularmente asociadas con la situación de los campesinos y de los indígenas
en varios países de la región, mostraron que la acción de estos movimientos
empezaba a encontrar trayectorias propias.

Experiencias tempranas como la revolución mexicana de 1910 (cuya base fue


mayoritariamente campesina), la conformación del sandinismo en Nicaragua,

81
Juan Carlos Amador Baquiro

los levantamientos liderados por Farabundo Martí en El Salvador, las huelgas


de masas cubanas así como la llamada Columna Prestes en Brasil, dan cuenta
de los alcances de este primera tendencia. Aunque también es importante re-
conocer que, en algunos países, fueron frecuentes los proyectos de resistencia
apoyados en alianzas entre los sectores populares y las pequeñas burguesías
nacionales (Bruckmann y Dos Santos, 2008).

Con otros referentes y formas de acción colectiva, este periodo también estu-
vo marcado por otro tipo de movimientos: el proletariado asalariado y los estu-
diantes. Mientras que el primero estuvo especialmente centrado en la lucha por
las reivindicaciones salariales, expresado en casos como el movimiento minero
de Chile (base del Partido Comunista) y en el sindicalismo temprano de Perú,
Bolivia y Colombia, el segundo tuvo como epicentro la Reforma Universitaria
de Córdoba de 1918.

Particularmente, el movimiento estudiantil, además de un claro vínculo con


el marxismo-leninismo y con la idea de una educación socialista, tuvo otras
influencias que incorporaron la relación política-cultura-estética. En este caso,
son ilustrativas las influencias de los muralistas mexicanos y las tesis sobre la
identidad latinoamericana expresadas por José Carlos Mariátegui desde la dé-
cada de los veinte (Bruckmann y Dos Santos, 2008).

Proyectos populistas y nacional-democráticos


Este momento muestra una tendencia más compleja en las acciones de los
movimientos sociales que incluyeron variables nuevas en los países de la re-
gión: conformación de gobiernos nacionales de base popular; luchas sociales
con contenidos democráticos y antiimperialistas; luchas obreras y étnicas em-
parentadas con reivindicaciones anticolonialistas; surgimiento de nuevas lu-
chas, más allá de lo obrero y lo campesino. Sin embargo, las orientaciones ideo-
lógicas y prácticas empezaron a mostrar diferencias importantes. Una de ellas
estuvo relacionada con el problema de la tierra. Mientras que para algunos
movimientos era imprescindible promover una reforma agraria desde la direc-
ción del Estado, para otros era suficiente con el acceso a la pequeña propiedad,
incluso empleando la fuerza.

En relación con el primer aspecto, son varias las experiencias que muestran
la importancia que adquirió lo popular en la construcción de lo nacional-demo-
crático. Desde la década de los cuarenta, varios gobiernos de la región buscaron
apoyarse en los sectores populares y estructurar sus movimientos sociales en el
contexto de luchas nacional-democráticas. Los obreros desempeñaron un papel

82
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

fundamental en esta nueva alianza. El peronismo en Argentina, el varguismo


en Brasil y el cardenismo en México ejemplifican parte de este fenómeno.

Para Bruckmann y Dos Santos (2008), este perfil nacional-democrático se con-


virtió en generador de una nueva clase obrera. Sin embargo, también fue una
construcción social que fue ingresando en la esfera de la narrativa antiimpe-
rialista, tras el advenimiento de la guerra fría de la década de los cincuenta en
adelante, que una vez más ponía en escena al socialismo como alternativa. Este
ambiente fue animado por dos situaciones especiales: la revolución cubana,
cuya concreción fue lograda por la vía de la guerra de guerrillas, y la conforma-
ción del primer gobierno socialista por la vía legal-democrática en Chile, que
rápidamente fue depuesto mediante un golpe de Estado en 1973.

Simultáneamente, entre los cincuenta y setenta, los movimientos campesinos


también emprendieron luchas importantes que se tradujeron en su rechazo al
latifundio y a las formas premodernas de contratación del campesinado. Por
supuesto que el debate entre la colectivización de la tierra mediante una refor-
ma agraria y la posesión privada de esta fue permanente y motivo de rupturas
internas. Pese a estas diferencias, hubo conquistas destacables como la huelga
de masas en El Salvador, la revolución de Arbenz en Guatemala hacia 1952, la
revolución boliviana fruto de la alianza entre milicias campesinas y mineras,
las Ligas Campesinas de Brasil hacia finales de los cincuenta y el intento de
reforma de Frei y Allende en Chile (Bruckmann y Dos Santos, 2008).

Luego de un momento de conquistas laborales y triunfos por el reconoci-


miento de los indígenas, los afrodescendientes, las mujeres y los jóvenes como
actores sociales válidos y sujetos de derechos, el ambiente de finales de los se-
tenta e inicios de los ochenta se modificó radicalmente. Las dictaduras militares
se consolidaron no solo mediante la implementación de medidas antidemocrá-
ticas, sino a través de la represión y el terror. Además de Chile, Argentina y
Uruguay fueron objeto de una nueva modalidad de autoritarismo, que paradó-
jicamente se convirtió en la piedra angular de las futuras reformas económicas
de la región.

Nuevas resistencias y globalización de los movimientos sociales


Pese a las derrotas de muchos movimientos sociales en el continente, las trans-
formaciones provocadas por la incorporación del modelo económico aperturis-
ta, los procesos de desregulación laboral así como un inusitado fenómeno de
globalización cultural, pronto se constituyeron en condiciones fundamentales
para emprender nuevos proyectos de acción colectiva. Este momento (iniciado

83
Juan Carlos Amador Baquiro

desde finales de los setenta) posee dos características principales: la presencia


de nuevos propósitos y mecanismos de lucha política y un creciente proceso de
globalización de movimientos sociales, logrado en parte por el impulso de re-
des, comunidades e inteligencias colectivas mediadas por tecnologías digitales
y la virtualización de la vida (Escobar, 2005).

Varias experiencias se consolidaban de manera silenciosa desde los ochenta,


pese al ambiente de autoritarismo auspiciado por militares y élites locales: el
retorno de las reivindicaciones asociadas con la reforma agraria, tal como lo
ilustra el Movimiento de los Sin Tierra (MST) de Brasil, un énfasis importante
en lo popular, la educación y la liberación, proceso llevado a cabo en Brasil,
Colombia, Uruguay, Chile y Argentina, bajo el legado de Freire y lo que se
denominó educación popular; la cuestión étnica en sus acepciones campesina-
indígena y campesina-negra; y el movimiento femenino, que no solo reivindicó
el acceso a derechos civiles a partir del género, sino también la necesidad de
incorporar la visión femenina en el mundo institucional, político y económico
occidental-capitalista.

En los noventa fue realizada la reforma neoliberal en toda la región, a partir


de las orientaciones del Consenso de Washington. Con el desplome del socia-
lismo en Europa Oriental y el debilitamiento de la izquierda en el mundo, el
ingreso del libre mercado y de las reformas al Estado no fue una opción para
ningún gobierno. Las consecuencias no se hicieron esperar. Santos las resume
así:2

• La transnacionalización de la economía, protagonizada por empresas


multinacionales que convierten las economías nacionales en economías
locales.

• La disminución vertiginosa del volumen de trabajo activo necesario para la


producción de bienes, haciendo posible un crecimiento sin aumento de
empleo.

• El aumento del desempleo estructural, generador de procesos de exclu-


sión social, agravados por la crisis del Estado providencia.

• El aumento de la segmentación de los mercados de trabajo, de tal modo


que en los segmentos desfavorecidos los trabajadores empleados perma-
necen, a pesar del salario, por debajo del nivel de pobreza.

2 Este inventario fue tomado de Santos (2003, pp. 131-132), con algunas modificaciones.

84
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

• La saturación de la búsqueda de muchos de los bienes de consumo de


masas que caracterizan la civilización industrial, junto con la caída verti-
cal de la oferta pública de bienes colectivos, tales como la salud, la ense-
ñanza y la vivienda.

• La destrucción ecológica, que paradójicamente alimenta las nuevas in-


dustrias y los servicios ecológicos, al mismo tiempo que degrada la cali-
dad de vida de los ciudadanos en general.

• Las alteraciones constantes en los procesos productivos que, para un gran


número de trabajadores, hacen el trabajo más duro, penoso y fragmenta-
do, y por esto mismo no susceptible de ser motivo de autoestima o gene-
rador de identidad operativa o de lealtad empresarial.

Aunque parece un panorama que afectó en particular a los trabajadores, bue-


na parte de estos fenómenos involucró de manera directa a jóvenes, mujeres,
campesinos, indígenas, afrodescendientes y otros actores sociales. Por esta ra-
zón, ante una economía transnacional que subordinó lo local (Escobar, 2005) así
como la herencia de valores coloniales que no han variado mucho desde el siglo
XIX (traducidos en racismo, sexismo y patriarcalismo), las luchas contemporá-
neas han cambiado tanto sus propósitos como sus formas de funcionamiento.
Luego, no solo son luchas sindicales y obreras, sino también luchas por el re-
conocimiento (de géneros, etnias, jóvenes, niños y niñas), por la defensa (de la
tierra, el ambiente, el patrimonio y el conocimiento libre), por la memoria (de
los vulnerados, desaparecidos y asesinados), por el acceso a derechos (DESC) y
por la restitución (de territorios).

Finalmente, es importante destacar que esta tendencia marca también un pro-


ceso de autonomización de los movimientos sociales. Es claro que estos bus-
can salirse del marco jurídico y político de los partidos, de las reivindicaciones
nacional-democráticas adscritas a los populismos y de las aspiraciones desa-
rrollistas auspiciadas por las perspectivas liberales introducidas en algunos
movimientos.

Cuatro opciones para pensar los movimientos sociales en


América Latina y el Caribe
Dado que la revisión realizada hizo énfasis en investigaciones sobre movi-
mientos sociales desarrolladas durante las últimas dos décadas, buena parte
de los objetos de estudio están claramente asociados con esta tercera tenden-
cia. Para guiar la lectura, luego de revisar cerca de cincuenta (50) resultados
de investigación, expuestos a través de libros, capítulos de libros y artículos

85
Juan Carlos Amador Baquiro

científicos, se pueden identificar cuatro agrupaciones referidas a los propósitos,


estrategias y formas de funcionamiento de los movimientos sociales en Améri-
ca Latina y el Caribe, así:

• Movimientos sociales y sistemas políticos

• Movimientos sociales, territorio y ambiente

• Dimensiones culturales de los movimientos sociales

• Nuevos movimientos sociales.

Movimientos sociales y sistemas políticos en América Latina


Este primer grupo se caracteriza por introducir objetos de estudio que obser-
van la conformación y funcionamiento de los movimientos sociales alrededor
de la clásica relación Estado-sociedad civil. En torno a dicha relación, los in-
vestigadores han analizado varios fenómenos: sistemas políticos que favorecen
u obstaculizan la participación de la sociedad civil; niveles de confrontación,
coexistencia o convivencia del Estado y la sociedad civil; marcos jurídicos y
políticos estatales que motivan ciertos comportamientos en los movimientos
sociales; influencias de la geopolítica continental y de las relaciones interna-
cionales en el despliegue de los movimientos sociales; fortalecimiento de la so-
ciedad civil a partir de la acción de las Organizaciones No Gubernamentales
(ONG) y de la Iglesia católica, entre otros.

En primer lugar, existen algunos trabajos que indagan en las relaciones en-
tre los movimientos sociales, los sistemas políticos (generalmente en torno a la
organización de partidos políticos) y las ONG en los países latinoamericanos
y del Caribe. El trabajo de Silvio Coccio (2006) analiza los cambios políticos
acelerados por los que ha pasado el continente, tanto en los procesos de inte-
gración como en los de conflicto, así como el papel cada vez más importante
de la sociedad civil en estos cambios. La investigación analizó la tensa relación
entre Estado y sociedad civil, haciendo énfasis en el lugar de las ONG en estas
dinámicas.

Apoyado en una metodología que combinó lo cualitativo y lo cuantitativo,


incluyendo casos de diecisiete países del continente, Coccio observó cómo las
movilizaciones sociales se han ampliado durante los últimos diez años alrede-
dor de los derechos económicos sociales y culturales así como el acceso a mejo-
res condiciones de vida. Destacó, en particular, cómo en el Ecuador las mayores
movilizaciones han sido promovidas alrededor de la disputa por la renta del
petróleo y por la Constituyente. En Argentina son varios los temas, pero resalta

86
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

el caso del conflicto con las papeleras. En Brasil sobresale la lucha por la tierra.
En Costa Rica las mayores movilizaciones se han dado en contra de la firma del
Tratado de Libre Comercio (TLC). Y en Panamá han sido varias las movilizacio-
nes en contra de la ampliación del Canal.

Otro trabajo destacable de este primer grupo es el de Ramírez (2006), quien


analiza la relación entre Estado y movimientos sociales, atendiendo a una hi-
pótesis: la acción política cambia en la era del postneoliberalismo. Ramírez pre-
senta un escenario en la región que modifica sustantivamente la relación entre
Estado y sociedad civil. Menciona que la sociedad civil, entendida como una
esfera social distinta del Estado y del mercado, incluye ciudadanos, asociacio-
nes y movimientos sociales que problematizan nuevas cuestiones, disputan sus
derechos y buscan ampliar la participación y su incidencia pública en el pro-
ceso político. Se trata, según el investigador, de un desafío a las lógicas de la
política institucional.

Metodológicamente, el trabajo buscó articular categorías analíticas de las


ciencias sociales con las narraciones y reflexiones provenientes de las pro-
pias organizaciones sociales. Uno de los principales hallazgos es el valor que
adquiere la conformación de redes para construir propuestas más allá de las
protestas y movilizaciones. Para apoyar este planteamiento, el autor detalla
las propuestas generadas en experiencias tales como: los movimientos de los
municipios alternativos de Brasil; los presupuestos participativos; la gestión
participativa en Ecuador; los modelos de gestión participativa en Colombia; la
ley de participación popular en Bolivia, entre otros. Como se observa, se trata
de expresiones sociales que acuerdan formas de interacción con el Estado, no
siempre armónicas.

Otra investigación importante dentro de este grupo es la de Mirza (2006),


quien desarrolla un estudio alrededor de cinco hipótesis sobre la relación entre
los movimientos sociales, la democracia y los sistemas políticos en América
Latina y el Caribe. Las cinco hipótesis se sintetizan en la siguiente premisa: los
procesos de reforma operados a lo largo de dos décadas (en el plano económi-
co, en la recomposición del Estado y en la prevalencia del merca­do) suscitan al
menos gran­des interrogantes que deberían ser abordados de un modo plena-
mente democrático bajo las acciones sostenidas de los movimientos sociales.
Según el investigador, estos interrogantes deben ser resueltos en procura de
modelos alternativos, con miras a la superación de la crisis estructural que pa-
dece la mayor parte de las naciones del subcontinente.

El estudio indica que los movimientos sociales han hecho aportes importan-
tes, no solo como portadores de legitimidad, sino también como promotores

87
Juan Carlos Amador Baquiro

de prácticas sociales que han procurado nuevas formas de articulación de in-


tereses y as­piraciones. Para Mirza (2006) este acontecimiento muestra que la
sociedad latinoamericana se encuentra de cara a una redefinición sustancial del
valor de la política y la democracia, a la vez que ha empezado a descubrir las
condiciones necesarias para repensar la institucionalidad. No se trata de insti-
tuciones que simulan la participación, sino que la pueden llegar a convertir en
la base de la estabilidad democrática en el largo plazo.

En relación con investigaciones situadas en países específicos de la región, se


puede señalar que los estudios son abundantes. A manera de ejemplo, se desta-
can estudios realizados en Venezuela, los cuales se han dedicado a observar las
coyunturas de su régimen político en relación con las transformaciones de los
movimientos sociales. El trabajo llevado a cabo a través del Observatorio de Ve-
nezuela (Línea Dinámicas Políticas de América Latina) y el Centro de Estudios
Políticos e Internacionales (CEPI, facultades de Ciencia Política y Gobierno y
de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario, Bogotá) (2009) ha
hecho importantes aportes al respecto.

Anteponiendo la pregunta por las relaciones y tensiones entre democracia,


sistemas políticos y movimientos sociales en Venezuela, el Observatorio ha
abordado cinco líneas temáticas, así: el modelo de desarrollo económico; el re-
posicionamiento de Venezuela en materia internacional (nivel regional y glo-
bal); el tema de la seguridad y la defensa integral de la nación; la nueva visión
geopolítica y neoeconómica; la política petrolera; la política social; un nuevo
modelo de Estado caracterizado por la democracia participativa y la simbiosis
cívico-militar; un nuevo pensamiento militar y el papel de la Fuerza Armada
Nacional en el desarrollo el proyecto político.

Aunque no es posible identificar resultados de investigación como tal, el


Observatorio sí explicita su interés de analizar y visibilizar la relación entre
el régimen político y la sociedad civil, particularmente a través de los movi-
mientos sociales. Dada la situación política y económica de Venezuela, tras la
incorporación de un tipo de socialismo cívico-militar amparado en un orden
constitucional especial, son diversas las inquietudes en torno al lugar de los
partidos políticos tradicionales, los retos de la oposición y la importancia de los
movimientos sociales tanto en su fortalecimiento interno como en su desplie-
gue público. Estas son las preguntas que surgen de la actividad constante del
Observatorio.

Otro ejemplo de trabajos que buscan indagar en coyunturas asociadas con


los regímenes políticos es el realizado por el investigador David Lewis (1996),
quien aborda los procesos de integración y los espacios de concertación de los

88
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

movimientos sociales en países del Caribe como Guyana y Trinidad y Toba-


go. Ante la incapacidad de las organizaciones tradicionales, como los partidos,
los sindicatos y las iglesias, para responder a las necesidades inmediatas de la
sociedad civil caribeña, han surgido nuevas formas de organización, gestión
y participación política a nivel local. Lewis afirma que estas experiencias han
operado, en ocasiones, en forma complementaria al sistema tradicional de po-
der político y, en otras, en evidente oposición.

Estos grupos sociales marginados han encontrado cierta autonomía, como


sociedad civil, y se perfilan como actores estratégicos en el proceso de integra-
ción regional. Al respecto, las ONG han tenido un papel considerable en este
cambio. El balance de estas iniciativas está asociado con la presencia de alter-
nativas de transformación económica en el nivel micro de la sociedad. Se des-
tacan además los niveles de sostenibilidad y autosuficiencia de las poblaciones
marginadas, las cuales, a su vez, se han vinculado a iniciativas de participación
a nivel comunitario, nacional y regional. Finalmente, se destaca el papel que
ha desempeñado la educación popular en el trabajo efectuado por las distintas
ONG en el Caribe angloparlante (Lewis, 1996, p. 9).

Para cerrar este grupo es imprescindible aludir a otro tipo de investigaciones


que analizan las formas de acción colectiva de los movimientos sociales a raíz
de las tensiones entre estos y los regímenes políticos nacionales y las dinámi-
cas globales. A través del sugerente título “Globalifóbicos Vs Globalitarios”,
Andrés Serbín (2006) aborda la emergencia del llamado “multilateralismo com-
plejo” y de las reacciones antiglobalización. Su interés es analizar, sin perder de
vista los regímenes políticos de los países, el papel de los actores no estatales
en la actual dinámica de globalización. Para tal efecto, focaliza la atención en
la relación sociedad civil y movimientos sociales transnacionales, a fin de com-
prender sus formas de cristalización en el marco de los procesos de integración
regional en América Latina y el Caribe.

Serbín anota que es evidente en el tiempo presente la consolidación de una


sociedad civil transnacional, convertida ahora un actor relevante del sistema
internacional. Esta conclusión surge luego de analizar el entramado de debi-
lidades, fortalezas, estrategias, agendas y estructuras organizativas de varios
movimientos sociales en la región. Se trata incluso de algo más complejo, según
el investigador argentino: el advenimiento de una sociedad civil regional emer-
gente que tiene por delante desafíos que van de lo local y nacional a lo regional
y global.

Otros dos ejemplos que sirven para comprender la fuerza que han toma-
do los análisis sobre la dinámica del Estado y la sociedad civil en el contexto

89
Juan Carlos Amador Baquiro

regional y global, lo proveen los informes titulados: “Democracia, Movimien-


tos Sociales y Participación ciudadana en América Latina y El Caribe” (V Con-
ferencia General del Episcopado Latinoamericano, 2009) y “La protesta social
como respuesta a las políticas económicas predominantes en América Latina”
(Sanchís, 2004). Aunque no son investigaciones propiamente dichas, tienen la
particularidad de convertirse en productos que visibilizan las perspectivas de
los movimientos sociales en la región.

En relación con el primer informe, es importante destacar que su interés par-


tió de analizar la situación y las perspectivas de la democracia y la participación
ciudadana en América Latina y el Caribe, así como identificar las orientaciones
para contribuir a fortalecer los procesos democráticos en la región. Obviamen-
te, este interés está enmarcado en lo que la Iglesia católica llama “Enseñanza
Social de la Iglesia”. Basándose en las experiencias de movimientos sociales de
distintos países, este sector de la Iglesia constató su preocupación por el acele-
rado avance de diversas formas de regresión autoritaria y con los sofismas de la
democracia procedimental. Según lo expresan en el texto, la democracia parti-
cipativa depende la acción de los movimientos sociales y de su lucha incesante
por la promoción y el respeto de los derechos humanos.

Por su parte, el informe de Sanchís (2004) da cuenta de las perspectivas de


varios movimientos sociales en Colombia que asumen el desafío de pensar la
relación entre lo local y lo global alrededor de las problemáticas sociales gene-
radas por la implementación de la economía transnacional. Reunidos en un am-
biente de diálogo de saberes, los integrantes de estos movimientos plantearon
varias consideraciones que van desde la protesta social como respuesta a las
políticas económicas predominantes en América Latina hasta la incorporación
de estrategias de resistencia a las prácticas de las corporaciones ya instaladas
en Colombia.

La premisa de Sanchís (2004, p. 24) coincide con la de otros autores: “… a me-


dida que se fue consolidando la soberanía de las leyes del mercado, se debilitó
la autonomía de los gobiernos para definir sus acciones y políticas. Al mismo
tiempo, el sistema político asentado en la representación partidaria comenzó a
mostrar sus limitaciones para canalizar el descontento y malestar que producen
las políticas neoliberales en amplias capas de la población latinoamericana”.
Asimismo, concluye la autora, cuanto más se abren las economías, más tienden
a debilitarse los canales políticos y sociales que permiten la expresión y partici-
pación de diversos actores. Estas circunstancias han sido tenidas en cuenta por
muchos movimientos sociales colombianos para focalizar sus acciones colecti-
vas en contra de los proyectos económicos transnacionales, apoyados en figuras
como el TLC.

90
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Movimientos sociales, territorio y ambiente


Este grupo de investigaciones ha identificado como foco de interpretación
clave las acciones llevadas a cabo por movimientos sociales de la región en dos
vías fundamentales: la defensa del territorio y su relación con reformas agrarias
que contribuyan a cerrar las brechas estructurales existentes, y la lucha por el
ambiente como derecho fundamental, particularmente amenazado por el des-
pliegue del modelo económico transnacional.

En relación con la primera aproximación, es destacable la investigación del


sociólogo uruguayo Diego Piñeiro (2004), quien buscó articular las categorías
movimientos sociales, gobernanza ambiental y desarrollo territorial rural me-
diante una revisión documental y un análisis empírico de movimientos. El es-
tudio inició con la construcción de un estado de arte sobre los enfoques y con-
ceptos en torno a la relación de las tres categorías mencionadas. A partir de esta
revisión, el autor se acercó a seis experiencias de movimientos sociales del agro
latinoamericano para reconocer sus singularidades, así como para descubrir su
relevancia social y política en el contexto de la acción colectiva.

Los hallazgos muestran que los tres conceptos se hayan vinculados por una
categoría más general: la crisis del Estado-nación, particularmente en la forma
que este adoptó durante casi todo el siglo XX, la cual intentó cristalizar un Es-
tado de Bienestar que, al parecer, más bien fue una emulación. De otra parte, el
investigador llama la atención acerca de la noción gobernanza, cuyo significado
tiende a oscurecer el hecho de que las sociedades humanas están surcadas por
relaciones de poder. Cuando se habla de gobernanza se piensa en la creación
de consensos a través de negociaciones entre el Estado y la sociedad civil como
forma de mejorar la gobernabilidad.

Finalmente, apoyado en la pregunta ¿Qué relevancia tiene la cuestión am-


biental y el desarrollo territorial en los principales Movimientos Sociales del
continente?, Piñeiro descubre semejanzas y diferencias importantes entre los
movimientos analizados. Una de las conclusiones más llamativas es que el te-
rritorio sigue siendo uno de principales propósitos de la acción colectiva, así se
pretenda minimizar su valor social y económico en tiempos de globalización.
Las experiencias indican que las reivindicaciones no se centran solo en el acceso
a beneficios asociados con la explotación de la tierra, sino también en la nece-
sidad de emprender modificaciones estructurales en torno a la posesión de la
tierra en los países de la región.

En relación con el componente ambiental de este segundo grupo, se iden-


tificaron varios trabajos que abordan las plataformas políticas y algunas

91
Juan Carlos Amador Baquiro

experiencias de los movimientos sociales llamados ambientalistas. Aunque al-


gunos son agrupaciones que suelen vincular categorías que hoy se encuentran
en el terreno de la política institucional y los organismos multilaterales, tales
como medio ambiente y desarrollo sostenible, otros han incorporado perspecti-
vas preferiblemente inscritas en las nociones de ecología, naturaleza, tradición
ancestral y política.

El investigador mexicano José Vargas (2005) ha llevado a cabo algunos estu-


dios al respecto. Particularmente, en el trabajo titulado Movimientos sociales para
el reconocimiento de los movimientos indígenas y la ecología política indígena, analiza
la relación entre los movimientos sociales convencionales y los movimientos
indígenas. En el interés de descifrar los aspectos diferenciales de los segun-
dos, propone el concepto ecología política indígena. Este planteamiento sugie-
re que, en el ámbito de la investigación social, los movimientos indígenas no
pueden seguir siendo estudiados como los demás movimientos sociales, pues
existen otras dimensiones de sus dinámicas que lejos están de la racionalidad
propia de la política moderna.

Para argumentar lo anterior, Vargas explora los orígenes de los movimientos


indígenas en dos contextos pluriétnicos de la región: México y Ecuador. Algu-
nos movimientos indígenas de estos dos contextos se reafirman como construc-
tores de identidades culturales, que buscan recobrar sus tradiciones mediante
el saber ancestral ecológico-indígena, a propósito del predominio de los valores
occidentales de la modernidad incorporados en la región desde hace algo más
de cinco siglos.

Por esta razón, las acciones de los indígenas organizados no solo se inscri-
ben en la protesta o el acceso a beneficios. Se trata de prácticas que buscan, a
la vez que autonomía y autogobierno en sus territorios, conquistar políticas
de inclusión social en clave de interculturalidad. Esta exploración le permite a
Vargas introducir la noción de ecología política indígena, comprendida como
una perspectiva que incluye la preservación, defensa, aplicación e integración
del conocimiento tradicional, que se nutre de la cultura indígena campesina
y de una ecología otra. El investigador augura que la transnacionalización del
movimiento indígena en la región es un camino fundamental para enfrentar
estos desafíos.

Finalmente, se encuentra la investigación de Eduardo Gudynas (1992), quien


presenta la idea de un ambientalismo latinoamericano, comprendido como
un conjunto de movimientos sociales de carácter diverso y heterogéneo, que
a la vez propenden por la unidad y la pertenencia a la naturaleza y a formas
comunitarias que fomenten modos de vida comunitarios. En la región es posible,

92
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

según el investigador, identificar dos tendencias al respecto: los administrado-


res ambientales y aquellos que comprenden la situación ambiental como parte
y efecto de problemáticas socioculturales, políticas y económicas atravesadas
por el poder.

Según Gudynas (1992), los movimientos sociales de los últimos años han em-
pezado a adquirir una creciente preocupación por la dimensión ambiental de
las sociedades, tras el incremento de actividades como la minería, la pesca y
la explotación maderera en el contexto de la apertura económica y los TLC. El
autor concluye que las principales preocupaciones de los movimientos ambien-
talistas se centran en: la conservación y manejo de ecosistemas naturales; el im-
pacto de las actividades humanas sobre el entorno (tales como la deforestación,
la contaminación, o la expansión urbana); y la consideración de la articulación
ambiente-desarrollo.

Sin embargo, prevé que otros temas ocuparán las agendas de estos movi-
mientos, entre ellos: la situación de las grandes ciudades y su expansión (en
particular la contaminación); el manejo de residuos y la marginación social; la
gestión de los ambientes naturales, pues es imperiosa la implementación de
acciones institucionales y de otros actores sociales para recuperar ecosistemas
y especies en peligro; y la generación de alternativas agropecuarias a escala
ecológica. Otros temas, más futuristas aún, tienen que ver con la relación entre
comercio internacional y la industrialización a escala ecológica.

Finalmente, advierte el investigador, es necesario preocuparse tanto por las


posturas mesiánicas como con por aquellas que provienen del llamado neoli-
beralismo verde, las cuales suelen incluir discursos que buscan preservar para
explotar. Por esta razón, es imprescindible para los ambientalistas construir
plataformas políticas conjuntas con otros movimientos sociales para enfrentar,
tanto en los espacios formales como en los no formales, estas utopías y obliga-
ciones con la naturaleza y con la vida.

Dimensiones culturales de los movimientos sociales:


las cuestiones étnica y de género
Este conjunto de trabajos, de entrada, enfrenta un riesgo inminente: la di-
mensión cultural es inherente a todos los movimientos sociales, cualquiera sea
su carácter. Sin embargo, ha sido casi obligatorio incluir esta tendencia en la
medida que varios estudios han hecho énfasis en la categoría cultura, quizás en
su interés por hacer visibles otras expresiones de lucha, frecuentemente asocia-
das con la cuestión étnica y de género. Dado que es, seguramente, uno de los
tópicos mayormente trabajados en las investigaciones de la última década en la

93
Juan Carlos Amador Baquiro

región, se presentarán algunos ejemplos con el propósito de situar las discusio-


nes más relevantes al respecto.

En relación con la cuestión étnica, es importante destacar una fuente que


compila varios resultados de investigación en América Latina y el Caribe, rela-
cionados con movimientos sociales indígenas y afrodescendientes, interesados
en reivindicar orígenes, tradiciones, prácticas y hasta propuestas alternativas
de orden sociopolítico y económico para las sociedades del tiempo presente. Se
trata del texto titulado Diversidad cultural y desigualdad social en América Latina
y el Caribe: Desafíos de la integración global (De la Fontaine y Aparicio, 2008), un
trabajo que incluye perspectivas analíticas basadas en experiencias de varios
países de la región que enfrentan la paradoja de la diversidad étnico-cultural y
la desigualdad racial.

Inicialmente, el trabajo presenta tres planteamientos que problematizan las


relaciones entre cultura y globalización. Estos pueden resumirse de la siguiente
forma: esta relación ha traído como consecuencia la regresión y la homogenei-
zación de las culturas locales; esta relación ha obligado a la resistencia contra la
dominación cultural; y esta relación debe ser comprendida en términos de una
hibridación cultural que define la fusión, mezcla y resignación constante de las
culturas locales y globales. Los investigadores abordaron ejes como la partici-
pación, la desigualdad, las propuestas alternativas de carácter económico, el
problema de la tierra y los desafíos de la autonomía y el autogobierno.

En primer lugar, el investigador Hans-Jürgen Burchardt (2008) plantea una


pregunta clave en relación con el aparente tránsito macroeconómico del neo-
liberalismo al “Post-Washington Consensus” y las consecuencias sociales aso-
ciadas con la cuestión indígena. Explora las grandes problemáticas de los mo-
vimientos indígenas para enfrentar los condicionamientos macroeconómicos
frente a su interés por sostener y desarrollar conceptos propios y estructuras
de economía alternativa. Esta perspectiva es complementada por Heinz Neuser
(2008), quien analiza la situación de las poblaciones indígenas y sus formas de
participación política. Participación que, cada vez es más restringida, al estar
atravesada por contextos caracterizados por la desigualdad económica y la in-
justicia social.

De otra parte, Michael Klode (2008) hace un análisis de algunas comunida-


des indígenas desde una perspectiva jurídica, observando las decisiones de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de derechos indígenas.
El investigador considera que la internacionalización de la cuestión indígena y
la exigibilidad judicial de determinados derechos son herramientas poderosas

94
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

para que estos adquieran un lugar distinto en la sociedad, apelando a la defensa


de sus identidades. Este planteamiento es complementado por Bernd Krehoff
(2008), quien describe los elementos jurídicos más relevantes, desarrollados por
la Corte a través de su jurisprudencia más reciente. Este asunto, evidentemente,
se encuentra atravesado por la tensión entre el reconocimiento de los derechos
de los indígenas y la situación de exclusión social históricamente perpetuada.

En relación con estudios situados en los países seleccionados, se destacan los


trabajos de: Tanja Ernst y Ana María Isidoro Losada (2008), quienes analizan el
caso boliviano; Jonas Wolff (2008), dedicado a interpretar lo que denomina el
debilitamiento del movimiento indígena en Ecuador; y Manuel Martínez Espi-
noza (2008), encargado de acompañar la experiencia del Zapatismo en México.
En los dos primeros casos, los estudios muestran la profundización de la des-
igualdad económica y material así como grandes restricciones en los procesos
de participación. En el tercer caso se presenta un escenario más optimista de
autonomía y participación que, de todos modos, no escapa de la precariedad y
abandono estatal.

Ernst e Isidoro (2008) analizan los efectos acumulativos de la privación ma-


terial, cultural y política de las comunidades indígenas bolivianas, como ma-
nifestaciones de la desigualdad vertical que suelen intensificarse a partir de lo
que denominan expresiones de desigualdad horizontal (raza, clase, genero) y
disparidades de espacio. Basadas en una percepción histórica específica, las
autoras analizan las implicaciones para el ejercicio de la democracia de aquellas
articulaciones entre exclusión social y discriminaciones que continúan vigentes
en la actualidad. Wolff (2008) plantea algo similar para el caso ecuatoriano, solo
que hace énfasis en el debilitamiento del movimiento indígena ecuatoriano,
tras quedar marginado por las estrategias de la política nacional. A juicio del
investigador, este “cercamiento” ha sido exitoso para los sectores dominantes
ante el desafío indígena.

Finalmente, Martínez Espinoza (2008) se centra en el tema de las demandas


de autonomía indígena en torno al caso del Movimiento Zapatista en México.
Considera que estos planteamientos obedecen a la estructuración de una plata-
forma política que no busca llegar al Estado formal ni tomarse el poder nacio-
nal, pero sí construir la autonomía y el reconocimiento en sus territorios. Esto
les permite asumir la noción de buen gobierno mediante aquello que los zapa-
tistas denominan “Juntas de Buen Gobierno”. Estas instituciones, fundadas por
el Movimiento Zapatista para aplicar de forma unilateral su autonomía, ofre-
cen una importante explicación del surgimiento de las demandas de autonomía
indígena en América Latina.

95
Juan Carlos Amador Baquiro

Por su parte, los abordajes relacionados con los movimientos afrodescendien-


tes también han ido creciendo en los últimos veinte años. Las perspectivas son
variadas, generalmente inscritas en los derechos humanos, el multiculturalis-
mo y la interculturalidad. Las categorías etnicidad, identidad y decolonialidad
también suelen acompañar sus marcos interpretativos. A manera de ejemplo,
se pueden considerar tres aproximaciones a partir de esta revisión: un estudio
sobre movimientos sociales afrodescendientes y políticas de identidad en Co-
lombia y Ecuador (Walsh, León y Restrepo, 2005); un análisis sobre la difícil si-
tuación de algunos movimientos afrodescendientes en el Brasil contemporáneo
(Houfbauer, 2008; Schmelzer, 2008); y una investigación centrada en los proce-
sos organizativos, jurídicos e identitarios de los pueblos afrodescendientes en
el Ecuador.

En relación con el primer estudio, Walsh, León y Restrepo (2005), amplia-


mente reconocidos por hacer investigaciones y procesos de acompañamiento
a los movimientos afrodescendientes de estos países, declaran de entrada que
durante la última década se ha producido una creciente visibilización de los
pueblos negros en América Latina y en la Región Andina, tanto en sus procesos
sociohistóricos, identitarios y organizativos como en la construcción de nuevas
formas de subjetividad y pensamiento. Estos procesos han traído como conse-
cuencia la desestabilización del discurso hegemónico de lo andino, que histó-
ricamente ha construido sus bases desde lo mestizo y aparentemente blanco.

Luego de acompañar procesos y acciones de varios movimientos sociales afro-


descendientes de la costa Pacífica colombiana y del Ecuador, los investigadores
identifican patrones y diferencias en torno la cultura, la identidad y el poder.
Muestran los distanciamientos entre las formas de la política moderna y los mo-
dos como se comprende el poder y la autoridad en las culturas afrodescendien-
tes. Es así como se ponen en cuestión las estructuras, las instituciones y relacio-
nes de la modernidad y la colonialidad, al tiempo que se identifican los factores
que pueden llegar a desestabilizar los proyectos dominantes (2005, p. 212).3

3 Quijano (2006, p. 45) plantea al respecto: “Quiero comenzar estas reflexiones señalando las
dificultades de mirar o de pensar a los movimientos indígenas como si se tratara de poblaciones
homogéneamente identificadas. Ecuador es el único lugar en donde la virtual totalidad de las
identidades o etnicidades indígenas han logrado conformar una organización común, sin perjui-
cio de mantener las propias particularidades. El ecuatoriano es también el movimiento indígena
que más temprano llegó a la idea de que la liberación de la colonialidad del poder no habría de
consistir en la destrucción o eliminación de las otras identidades producidas en la historia del
Ecuador, sino en la erradicación de las relaciones sociales materiales e intersubjetivas del patrón
de poder así como también en la producción de un nuevo mundo histórico inter-cultural y una
común autoridad política (puede ser el Estado), por lo tanto, inter-cultural e inter-nacional, más
que multi-cultural o multi-nacional”.

96
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Al abordar el apartado sobre Colombia, los autores concluyen que los es-
fuerzos y dinámicas organizativas del negro en Colombia pueden dividirse en
cuatro grandes momentos: el primero se basa en las gestas libertarias y de re-
sistencia en contra del modelo esclavista que se impuso sobre las mujeres y
hombres secuestrados del África o de sus descendientes en el Nuevo Mundo.
El segundo se extiende desde la abolición de la esclavitud hasta la década de
los sesenta, cuya principal característica es una singular confluencia entre las
luchas políticas, económicas y sociales y la adquisición de las figuras de ciuda-
dano, integrante del pueblo o miembro de una clase social. El tercero está rela-
cionado con las dinámicas organizativas articuladas a lo “racial” y a la noción
de igualdad. El cuarto puede ser considerado como el de la etnización, una mi-
rada que acentúa la diferencia no como inferiorización sino como reafirmación
(2005, pp. 215-218).

Por su parte, el trabajo de Andreas Hofbauer (2008) describe cómo la imagen


de Brasil como “paraíso y/o democracia racial” ha sido directamente desafiada
por la acción colectiva de los movimientos negros y por estudios académicos
que, desde hace décadas, denuncian las desigualdades y discriminaciones pro-
fundas hacia la población negra. A la par con el despliegue económico de Brasil
en el contexto mundial, ha sido objeto de análisis esta posición de subordina-
ción. En tal sentido, Hofbauer devela la existencia de las disputas identitarias
que envuelven la articulación desde los primeros proyectos de acción afirma-
tiva. Schmelzer (2008) complementa este punto de vista, al analizar la cuestión
racial en clave de exclusión y desigualdad, como elemento sustancial en la ex-
plicación de la pobreza en Brasil.

La otra dimensión de esta tendencia tiene que ver con los movimientos so-
ciales que incluyen la perspectiva de género como principal objeto de organi-
zación, movilización y lucha. Al respecto, el trabajo de Isabel Rauber (2005)
titulado Movimientos sociales, género y alternativas populares en Latinoamérica y El
Caribe ilustra cómo en los movimientos de mujeres la defensa de la vida se arti-
cula radicalmente con la búsqueda de emancipación, suceso que exige, según la
investigadora, volver a pensar la transformación social como un multifacético y
complejo proceso integral. Este panorama sugiere la construcción de procesos
de intertransformación de la sociedad en lo social, político, económico, ético y
cultural.

Luego de analizar la dinámica de algunos movimientos sociales en la región,


como los Sin Tierra de Brasil, los indígenas de Chiapas, de Ecuador y de Bo-
livia, las asambleas barriales de Buenos Aires, los desocupados y jubilados de
Argentina, los cocaleros del Chapare, los movimientos barriales de República
Dominicana, Colombia, Brasil y México, Rauber concluye que, a la cabeza de

97
Juan Carlos Amador Baquiro

estas resistencias y luchas, en todos ellos las mujeres resultan protagonistas


fundamentales (2005, p. 20).

Producto de este hallazgo, Rauber insiste en la pertinencia del enfoque de gé-


nero y la búsqueda de relaciones de equidad de género para la construcción de
alternativas democráticas en las sociedades latinoamericanas. Los paradigmas
predominantes de la cultura occidental, nacidos y desarrollados bajo la hege-
monía masculina, se encuentran en crisis. Este asunto también incluye los pa-
radigmas emancipatorios socialistas del siglo XX, marcados por la competencia
con ese capitalismo. La utopía de hoy se replantea a sí misma como soporte
ético e ideológico de la construcción de un sistema social más democrático,
humanista y liberador que los que han existido en la historia de la humanidad.
Con este planteamiento la investigadora concluye su análisis (2005, p. 28).

Para finalizar este grupo, vale referenciar un trabajo que compila varios es-
tudios sobre la perspectiva de género en la región, titulado Género, feminismo
y masculinidad en América Latina (2001). El trabajo buscó establecer la relación
entre ONG feministas y movimientos feministas, con el fin de identificar sus
avances, dificultades, fortalezas y proyecciones. Aunque no pretende equiparar
la visión de género con la de feminismo, establece algunas distinciones sobre
estos posicionamientos a partir de varias experiencias en países de la región.

En primer lugar, Gabriele Kueppers (2001) analiza cómo ha sido el desarrollo


del movimiento a lo largo del tiempo, destacando los hitos que marcan su agen-
da, los encuentros feministas con sus debates sobre el horizonte de sentido y su
proyección, así como la reflexión acerca de los procedimientos utilizados por el
movimiento y la forma en que se estructura la relación entre movimiento social
y ONG feminista. En segundo lugar, Susanne Schultz (2001) analiza un episo-
dio particular ocurrido en Perú entre 1996 y 1998, conocido como las campañas
esterilizadoras, en el cual el movimiento feminista se manifiesta en contra de
una política reproductiva neomaltusiana, que predica la esterilización masiva
(en la búsqueda de acabar la pobreza, terminando con los pobres) y no a favor
de los derechos de mujeres pobres e indígenas.

Asimismo, Araujo, Guzmán, Mainstreaming y Maurol (2001) abordan la


experiencia chilena sobre la violencia familiar, llamando la atención sobre el
papel que han desempeñado las mujeres para convertir el tema en un asunto
público. El trabajo lo cierra Von Braunmuehl (2001), quien analiza críticamen-
te el concepto de empoderamiento de las mujeres en los asuntos públicos de
los movimientos sociales. Complementa señalando que el concepto de género
no se puede reducir ni a la condición social de la mujer ni a metodologías de
empoderamiento. Se trata más bien, asegura la investigadora, de profundizar

98
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

el análisis de las condiciones genéricas de ambos sexos y de sus relaciones,


buscando la flexibilización de roles tradicionales y estructuras resistentes al
cambio (2001, p. 7).

Los Nuevos Movimientos Sociales


Como se anotó al inicio del trabajo, los Nuevos Movimientos Sociales (en ade-
lante NMS) han sido considerados por varios autores como una expresión que
da cuenta de un giro social, político y epistemológico de la acción colectiva. En
la literatura europea suelen identificarse trabajos que abordan el origen de los
movimientos, los motivos por los que estos han surgido, así como el lugar de
las nuevas identidades en su dinámica. Incluso, bajo el análisis de las identida-
des, los investigadores han observado cómo se desafía el orden social y político
predominante.

Otro de los planteamientos recurrentes al aludir a los NMS es el surgimiento


de nuevas expresiones de lucha política en el contexto de los crecientes proce-
sos de globalización económica. En tal sentido, ha sido necesario crear nuevas
categorías para explicar la microdinámica de la psicología individual y la de
los movimientos sociales (Vargas, 2005). Para avanzar en esta perspectiva, de
alguna manera introducida desde los noventa por Melucci (1999), las investi-
gaciones se han centrado en aspectos como: marcos de referencia de recursos y
capacidades organizacionales; dinámicas intraorganizacionales e interorgani-
zacionales; oportunidades políticas; identidades colectivas y acciones colecti-
vas; y formas de contención elegidas.

Aunque los NMS no renuncian a las luchas en los campos de la producción


y en los problemas de acceso al control de los medios de producción, su énfa-
sis está en la autoconciencia, las identidades y una perspectiva posmoderna
del mundo social, político y cultural. Algunos investigadores consideran que
los NMS son activos y constructivos, al ser parte de las sociedades civiles que
transitan del estadocentrismo al sociocentrismo, lo que implica la búsqueda de
nuevos valores, identidades y paradigmas culturales (Cohen y Arato, citados
por Delgado, 2009). Uno de los aspectos relevantes de su dinámica, es su dife-
renciación de las luchas de los trabajadores, asumidas en algunos casos como
luchas de clases.

A pesar de lo polémicas que resultan estas definiciones sobre los NMS, a con-
tinuación se ubicarán estudios que emplean esta categoría para analizar el des-
pliegue de algunos movimientos sociales en América Latina y el Caribe. El pri-
mero es planteado por Vargas (2005), quien afirma, a partir del estudio de los
movimientos indígenas mexicanos, que los éxitos sin precedentes del Ejército

99
Juan Carlos Amador Baquiro

Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) dan cuenta de su configuración como


NMS. A su juicio, es uno de los primeros NMS de la región dado su carácter
posmoderno (más allá de los valores de la modernidad) y las técnicas de comu-
nicación empleadas para divulgar sus posicionamientos políticos.

Otro trabajo que ilustra esta perspectiva es la investigación coordinada por


Patricia Funes y Áxel Lazzari (2005) de la Universidad de Buenos Aires y el
Conicet de Argentina. Luego de una exploración de movimientos sociales en
la región, los investigadores concluyen que la novedad de estos movimientos
radica en formas diferentes de hacer política ante el agotamiento del modelo
político de la representación. A su juicio, los ciudadanos han encontrado cauces
innovadores para construir y expresar colectivamente intereses, reivindicacio-
nes y valores comunes. Esto ha implicado el descubrimiento de luchas políticas
en ámbitos hasta entonces considerados como pertenecientes a otras esferas,
como el género, las identidades étnicas o religiosas y las expresiones artísticas.
Incluso a aspectos de la vida cotidiana como las relaciones familiares, el trabajo
y los consumos colectivos.

Otro hallazgo importante de este estudio es que las experiencias muestran


cómo la reivindicación de identidades sociales alimenta la lucha por los dere-
chos y la inclusión social. En el contexto de pobreza y desempleo estructural,
especialmente profundizado en los noventa, muchos sectores trascendieron
las reivindicaciones particulares y se organizaron en movimientos sociales no
partidistas ni sindicalistas. Con el tiempo, estos se han convertido en los prin-
cipales espacios de resistencia al modelo de exclusión social en los países de la
región. Ilustran esta condición movimientos como los zapatistas en México, los
cocaleros en Bolivia, los indígenas en Ecuador, los piqueteros en la Argentina y
los Sin Tierra en Brasil (Funes y Lazzari, 2005).4

4 Complementan Funes y Lazzari (2005, s.p): “Actualmente, en toda América Latina, grupos de
hombres y mujeres se organizan en torno de búsquedas, reivindicaciones o demandas, de muy
diferente amplitud y objetivos. Se trata de grandes movilizaciones en contra de los efectos de
las políticas económicas, organismos de derechos humanos, movimientos de pueblos indígenas
u originarios, cooperativas de trabajo y asociaciones de trabajadores que trascienden las estruc-
turas sindicales tradicionales y los partidos políticos, movimientos pro vivienda y asentamientos,
asociaciones vecinales y barriales, comunidades eclesiásticas de base, asociaciones étnicas au-
tónomas, movimientos de mujeres, grupos de jóvenes, coaliciones locales para la preservación
del medioambiente y la defensa de tradiciones regionales, organismos políticos articulados en
torno a cuestiones de género o sexualidad –como movimientos de derechos gays y lésbicos–,
movimientos ensamblados alrededor de la música, el arte y otras expresiones de la cultura po-
pular, grupos autogestionarios de desocupados o pobres y heterogéneas organizaciones que han
florecido en el continente desde el inicio de los ochenta”.

100
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

A manera de ejemplo y con el propósito de comprender el lugar de los es-


tudiantes y de los jóvenes en este mosaico de expresiones, el trabajo titulado
Nuevos movimientos sociales y combinación de paradigmas políticos en democracias
posdictatoriales: el caso del movimiento estudiantil en Chile 2006 (Vera, 2011) per-
mite situar este grupo como parte de los NMS. La investigación se instala en
el cambio de paradigma político en democracia asociado con el movimiento
de estudiantes secundarios en Chile, el cual se dio a conocer en el año 2006,
presentando un perfil político que tiene objetivos sociales más amplios que los
estrictamente ligados a la demanda de cambio de régimen político.

Vera analiza la llamada “revolución de los pingüinos” y la ley orgánica cons-


titucional de educación (LOCE) en Chile. A través de la pregunta ¿Cuál es el
nivel de confluencia y confrontación (entre el nuevo movimiento social y la po-
lítica establecida) en la interpretación sobre cómo paliar la desigualdad social a
través de las políticas educativas? (2011, p. 377), la investigación abordó la rela-
ción entre este nuevo movimiento social y el universo político que se configura
tras una dictadura. Una de las características más visibles de este movimiento
es que fue protagonizado por jóvenes que no nacieron durante la dictadura,
pero que reclaman la consecuencia de una ley educativa proveniente de esta
que, evidentemente, entra en tensión con la necesidad de un nuevo régimen
democrático.

En la misma perspectiva de los NMS en su relación con la educación, la in-


vestigación que tiene por título Movimientos sociales y educación en Argentina:
una aproximación a los estudios recientes (Baraldo, 2009) plantea como punto de
partida que la dimensión política pedagógica de los movimientos populares
emergentes constituye uno de los aspectos menos analizados en las ciencias
sociales. Basada en una revisión documental, Baraldo explora los propósitos y
plataformas de trabajo de organizaciones emergentes en la Argentina contem-
poránea, tales como los piqueteros, movimientos de trabajadores y otros que
operan mediante acciones colectivas divergentes (2009, p. 78).

Concluye que el componente educativo es fundamental en el devenir de estos


movimientos y que, particularmente, es evidente la ampliación de una serie de
prácticas de formación y educación impulsadas a partir de los principios y es-
trategias de la educación popular. Luego de caracterizar este tipo de prácticas,
aborda los modos como los investigadores han estudiado los NMS. Al parecer,
la dimensión educativa y de la formación no ha sido uno de los temas relevan-
tes para la academia.

Otro tema representativo de los NMS es el alusivo a la defensa del consu-


midor. Al respecto, resulta ilustrativo el trabajo de Liliana Manzano (2008),

101
Juan Carlos Amador Baquiro

Defensa del consumidor, análisis comparado de los casos de Argentina, Brasil, Chile y
Uruguay. Aunque puede parecer un problema distante de los intereses clásicos
de los movimientos sociales, el tema de las organizaciones de consumidores ha
ganado relevancia durante los últimos años. En este caso, la investigación se
inscribe en un fenómeno emergente explicado por Manzano como “el despertar
de los derechos de los consumidores”. Este núcleo problematizador ha empeza-
do a formar parte de movimientos sociales, organizaciones políticas, medios de
comunicación y, en general, de la ciudadanía (Manzano, 2008).

Con la consolidación del modelo económico neoliberal, los países del estudio
evidencian el desarrollo de marcos normativos e institucionales para el for-
talecimiento de la competencia y la defensa del consumidor. Aunque parece
un tema simple dado que las ligas de consumidores fueron tempranamente
creadas por el Estado, las experiencias exploradas indican que las prácticas po-
líticas de estos NMS priorizan la participación ciudadana a partir de la consoli-
dación progresiva de sistemas de defensa del consumidor. El estudio concluye
que los movimientos de consumidores pueden aportar a la construcción de una
política global de protección al consumidor, así como favorecer la consolida-
ción democrática (2008, p. 12).

Finalmente, han surgido otros objetos de estudio asociados a los NMS que
analizan el papel que desempeñan los medios de comunicación y las tecnolo-
gías digitales en su consolidación. Como se anotó en tipologías anteriores, la
comunicación en el contexto de la globalización ha sido una variable central
para el despliegue de muchos movimientos sociales. La comunicación efectua-
da por el FZLN es un ejemplo que ilustra este fenómeno, pues parte de su
consolidación se debe a las estrategias mediáticas que acompañan sus acciones
colectivas. Aunque es claro que los apoyos y desaprobaciones de los grandes
medios también inciden en su reconocimiento social.

Una investigación que resulta pertinente para este eje se denomina Nuevos
modos de participación popular o manifestación popular generados en la Argentina a
partir de la crisis de diciembre de 2001, su construcción en los medios gráficos masi-
vos (Enacam y Rocca, 2001). A través de la pregunta ¿Cómo construyeron los
medios gráficos nacionales a los movimientos sociales generados a partir de
la crisis de diciembre de 2001?, las investigadoras plantean una hipótesis de
entrada: el apoyo de la sociedad (en sus diversas escalas) a los movimientos
sociales depende de la posición que los medios de comunicación tomen con
relación a estos.

El estudio sostiene que los medios de comunicación representan un referen-


te medular para la sociedad, especialmente en momentos transicionales. El

102
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

posicionamiento de los medios ante los movimientos sociales produce efectos


persuasivos ante la opinión pública, logrando así incorporar opiniones e inte-
reses. Si los NMS son colectividades que actúan con cierta continuidad para
promover o resistir un cambio en la sociedad, la dimensión mediática empieza
a ocupar un lugar especial en sus acciones colectivas.

La importancia que brindan los medios de comunicación en sus coberturas


de los movimientos generan la mejor publicidad, o no, para que estos conti-
núen vigentes. Al parecer, esta investigadora argentina sugiere que es habitual
escuchar en la opinión pública de su país que una de las razones de existencia
de movimientos tales como los piquetes y las asambleas es mérito o respon-
sabilidad de la cobertura mediática. Sin embargo, aunque no fue tratado en el
estudio, el uso de medios digitales alternativos en el tiempo presente plantea
nuevos interrogantes a este fenómeno, pues estos favorecen la autonomía co-
municativa de los movimientos sociales y otras posibilidades de visibilización.

A modo de cierre
No fue incluida en este recorrido ninguna investigación alusiva a los movi-
mientos sociales colombianos en sentido estricto. Algunas aproximaciones fue-
ron desarrolladas en el marco de estudios de carácter regional y/o continental.
El propósito de esta primera lectura estriba en reconocer los referentes teóricos
y metodológicos empleados por los intelectuales para explicar los tránsitos y
transiciones de los movimientos sociales en la región. Las tendencias colombia-
nas serán presentadas en otro informe. Esto no indica que no se puedan hacer
correlaciones a partir de lo hallado en este estado de arte y las experiencias
propias.

En relación con la primera tipología (Movimientos sociales y sistemas polí-


ticos), se observa que el funcionamiento de los regímenes políticos y las modi-
ficaciones estructurales introducidas en los países de la región después de los
años ochenta han sido fundamentales para la incorporación de otros objetivos
y acciones en los movimientos sociales. En el caso colombiano, son múltiples
los desafíos en el contexto de un Estado de derecho que a la vez es uno de
los principales responsables de la vulneración de derechos: ¿El Estado libe-
ral y aperturista ha incidido en el surgimiento de otras expresiones políticas
de la sociedad civil? ¿El reformismo combinado con la lucha antiterrorista ha
producido nuevas dinámicas y reivindicaciones en la acción colectiva de los
movimientos sociales? ¿Qué aproximaciones y distancias se evidencian entre
la actual estructura de partidos políticos y los procesos instituyentes de los mo-
vimientos sociales?

103
Juan Carlos Amador Baquiro

La segunda tipología también requiere ser observada con atención. Como se


pudo corroborar, son frecuentas las acciones colectivas asociadas con la defen-
sa del territorio, la reforma agraria y el ambiente. En Colombia varios movi-
mientos sociales han asumido estos desafíos desde hace tiempo. Por ejemplo, el
tema de la tierra, no solo en términos del evidente aplazamiento de la reforma
agraria, sino también en relación con las actuales demandas de restitución en
el contexto del conflicto armado, constituye una de los grandes temas que hoy
convocan el esfuerzo de varios movimientos sociales en el país.

Por su parte, el componente ambiental, que es otro de los grandes temas de la


agenda pública, se encuentra ampliamente amenazado por los discursos trans-
nacionales de la responsabilidad ambiental y el desarrollo sostenible. Los mo-
vimientos sociales que actualmente han asumido este desafío tienen por delan-
te los avatares del riesgo asociados con el deterioro ambiental y la destrucción
de la naturaleza, no solo por el descuido y la falta de conciencia de las personas
corrientes, sino también por la arremetida de la explotación minera que hoy
tiene a Colombia como el bastión de la confianza inversionista.

La tercera y cuarta tipologías son centrales, en tanto la actividad de los mo-


vimientos sociales en Colombia está claramente asociada con las dimensiones
culturales y sociales que, frecuentemente, se traducen en luchas por la equidad
de género, la diversidad sexual, la etnicidad indígena y afrodescendiente, así
como una actividad constante de jóvenes en diversas condiciones (estudiantes,
trabajadores, culturas juveniles, víctimas de falsos positivos). El carácter de lo
nuevo también es otro foco de discusión, pues para algunos ya no hay noveda-
des, sino otras condiciones históricas que demandas nuevas formas de acción
colectiva.

Finalmente, si bien no era propósito de este recorrido sugerir respuestas a


la pregunta de investigación de este proyecto, al ser un estado de arte, es ne-
cesario indicar que el conflicto es el vector de cada una de estas tendencias en
cualquiera que sea el país o la ciudad analizada. Aunque no todas las experien-
cias están desarrolladas en el contexto de un conflicto armado interno como el
colombiano, sí es claro que el conflicto social se constituye en todos los casos
en el acontecimiento que impulsa las acciones colectivas y que orienta formas
de participación que escapan de los marcos institucionales e inscritos en la re-
presentación.

104
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Lo anterior sugiere la necesidad de situar el lugar del conflicto en las expe-


riencias que sean analizadas en la siguiente fase del proyecto. Es probable que
se requieran marcos interpretativos los cuales permitan establecer la relación
entre el conflicto social y armado y las plataformas de acción colectiva de cada
una de las experiencias seleccionadas. Seguramente, será necesario establecer
tipologías de conflictos y mecanismos de interpretación que permitan develar
cómo estos son tramitados en la frontera de lo instituyente y lo instituido.

105
Juan Carlos Amador Baquiro

Bibliografía
Aparicio, P. (2008). Jóvenes, educación y sociedad en América Latina: Los re-
tos de la integración en un contexto de creciente pluralización cultural y
segmentación socioeconómica. En D. Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Di-
versidad cultural y desigualdad social en América latina y el Caribe: desafíos de la
integración global. El Salvador: Fundación Heinrich Boll.

Archila, M. (2003). Idas y venidas. Vueltas y revueltas; protestas sociales en Colombia,


1958-1990. Bogotá: Cinep - ICANH.

Baraldo, N. (2009). Movimientos sociales y educación en Argentina: una apro-


ximación a los estudios recientes. Eccos Revista Científica, 11.

Bruckmann, M. y Dos Santos, T. (2008). Los movimientos sociales en América


Latina: un balance histórico. Revista Memoire des luttes.

Burchardt, H. J. (2008). Condiciones macro-económicas y conceptos económi-


cos alternativos. Desafíos para los movimientos indígenas latinoamerica-
nos. En D. Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diversidad cultural y desigualdad
social en América Latina y el Caribe: desafíos de la integración global. El Salva-
dor: Fundación Heinrich Boll.

Calderón, P. et ál. (1992). Social Movements: Actors, theories and expectation.


En: A. Escobar, et ál. (Eds.), The Making of Social Movements in Latin America.
Identity, strategy and democracy. Westview Press.

Coccio-Bava, S. (2007). ONG y partidos políticos en América latina 2006-2007. Bue-


nos Aires: Asociación Latinoamericana de Organizaciones de Promoción
al Desarrollo.

De la Fontaine, D. (2008). El campesinado latinoamericano en tiempos de la glo-


balización. Respuestas y propuestas del Movimiento Sin Tierra en Brasil.
En D. Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diversidad cultural y desigualdad so-
cial en América Latina y el Caribe: desafíos de la integración global. El Salvador:
Fundación Heinrich Boll.

106
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Delgado, R. (2009). Acción colectiva y sujetos sociales. Análisis de los marcos de jus-
tificación ético-políticos de las organizaciones sociales de mujeres, jóvenes y traba-
jadores. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana.

Ernst, T. e Isidoro A. (2008). Aspectos socioculturales de desigualdad y pobre-


za en América Latina. El ejemplo de Bolivia. En D. Fontaine y P. Aparicio
(Comps.), Diversidad cultural y desigualdad social en América Llatina y el Ca-
ribe: desafíos de la integración global. El Salvador: Fundación Heinrich Boll.

Flórez, J. (2010). Decolonialidad y subjetividad en las teorías de movimientos sociales.


Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana.

Gudynas, E. (1992). Múltiples verdes del ambientalismo latinoamericano. Re-


vista Nueva Sociedad, 122.

Hofbauer, A. (2008). En torno a la institucionalización del antirracismo en Bra-


sil: Contextos y estrategias. En D. Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diver-
sidad cultural y desigualdad social en América Latina y el Caribe: desafíos de la
integración global. El Salvador: Fundación Heinrich Boll.

Jelin, E. (Ed.) (1985). Los nuevos movimientos sociales. Buenos Aires: Centro Editor.

Klode, M. (2008). El Sistema Interamericano de Protección de los Derechos In-


dígenas. El caso “Comunidad Maygna (Sumo) Awas Tingni v. Nicaragua”.
En D. Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diversidad cultural y desigualdad so-
cial en América Latina y el Caribe: desafíos de la integración global. El Salvador:
Fundación Heinrich Boll.

Krehoff, B. (2008). Multiculturalismo, indigenismo y derechos indígenas En D.


Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diversidad cultural y desigualdad social en
América Latina y el Caribe: desafíos de la integración global. El Salvador: Fun-
dación Heinrich Boll.

Laclau, E. (1987). Los nuevos movimientos sociales y la pluralidad de lo social.


Revista Foro 4.

Laclau, E. y Mouffe, C. (1997). Hegemonía y estrategia socialista; hacia una radicali-


zación de la democracia. Madrid: Siglo XXI.

Lewis, D. (1996). Procesos de integración y espacios de concertación en el Cari-


be. Revista Nueva Sociedad, 145.

Longa, F. (2009). La dimensión cultural en el estudio sobre movimientos sociales. Bue-


nos Aires: UBA.

107
Juan Carlos Amador Baquiro

Manzano, L. (2008). Defensa del consumidor, análisis comparado de los casos de Argen-
tina, Brasil, Chile y Uruguay. Santiago de Chile. Buenos Aires: Friedrich Ebert.

Martín-Barbero, J. (2003). De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y


hegemonía. Bogotá: Convenio Andrés Bello.

Martínez, M. (2005). Reflexiones sobre la autonomía de los Pueblos Indígenas en Amé-


rica Latina. El caso de la autonomía de facto Zapatista. Quito: Flacso.

Mato, D. (Ed.) (2005). Cultura, política y sociedad. Buenos Aires: Clacso.

Melucci, A. (1999). Acción colectiva, vida cotidiana y democracia. México: El Cole-


gio de México.

Mirza, C. (2006). Cinco tesis respecto de los movimientos sociales, la democracia y los
sistemas políticos. Buenos Aires: Clacso.

Neuser, H. (2008). Política y participación de indígenas en los países andinos.


Aproximaciones estratégico-didácticas e indicaciones para su implementa-
ción. En D. Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diversidad cultural y desigual-
dad social en América Latina y el Caribe: desafíos de la integración global. El
Salvador: Fundación Heinrich Boll.

Perea, C. (2009). Cultura política y violencia, Porque la sangre es espíritu. Bogotá:


La Carreta Política.

Piñeiro, D. (2004). Movimientos sociales, gobernanza ambiental y desarrollo territo-


rial rural. Montevideo: Universidad de la República.

Quijano, A. (2006). Estado-nación y “movimientos indígenas” en la región an-


dina: cuestiones abiertas. En Movimiento sociales y gobiernos en la Región An-
dina. Buenos Aires: Clacso.

Ramírez, F. (2005). Sociedad civil, participación y post-neoliberalismo. Buenos Aires:


Flacso.

Rauber, I. (2005). Movimientos sociales, género y alternativas populares en Latinoamé-


rica y El Caribe. Génova: Institute Universitaire D’etudes du developpement.

Sanchís, N. (2004). La protesta social como respuesta a las políticas económicas pre-
dominantes en América Latina. Buenos Aires: Punto Focal, Red internacional
de Género y Comercio.

Santos, B. (2003). La caída del Angelus Novus, ensayos para una nueva teoría social y
una nueva práctica política. Bogotá: ILSA y Universidad Nacional de Colombia.

108
Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Schmelzer, S. (2008). El componente racial de la pobreza en Brasil. En D. Fontai-


ne y P. Aparicio (Comps.), Diversidad cultural y desigualdad social en América
Latina y el Caribe: desafíos de la integración global. El Salvador: Fundación
Heinrich Boll.

Serbín, A. (2006). Globalifobicos vs globalitarios. Caracas y Managua: Instituto Ve-


nezolano de Estudios Sociales y Políticos.

Tilly, C. y Wood, J. (2008). Los movimientos sociales, 1768-2009. Barcelona: Crítica.

Touraine, A. (1987). Actores sociales y sistemas políticos en América Latina. Santia-


go de Chile: OIT-PREALC.

Touraine, A. (1989). América Latina: política y sociedad. Madrid: Espasa-Calpe.

V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (2009). Democracia, mo-


vimientos sociales y participación ciudadana en América Latina y El Caribe.

Vargas, J. (2005). Movimientos sociales para el reconocimiento de los movi-


mientos indígenas y la ecología política indígena. Revista Ra Ximhai, 1 (3).

Vera, S. (2006). Nuevos movimientos sociales y combinación de paradigmas


políticos en democracias postdictatoriales: el caso del movimiento estu-
diantil en Chile 2006. Revista del Programa de Investigaciones sobre el Conflicto
Social, 4.

Walsh, C., León, E. y Restrepo, E. (2005). Movimientos sociales afro y políticas de


identidad en Colombia y Ecuador. Bogotá: CAB.

Wolff, J. (2008). Buscando respuestas a la doble transformación: El movimiento


indígena ecuatoriano. En D. Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diversidad
cultural y desigualdad social en América Latina y el Caribe: desafíos de la integra-
ción global. El Salvador: Fundación Heinrich Boll.

Zaffaroni, A. y Carbajal, S. (2008). Jóvenes en contextos de precariedad socioe-


conómica y de desigualdad educativa en el noroeste argentino. En D En D.
Fontaine y P. Aparicio (Comps.), Diversidad cultural y desigualdad social en
América Latina y el Caribe: desafíos de la integración global. El Salvador: Fun-
dación Heinrich Boll.

109
Capítulo 2
Intelectuales y política:
las Comisiones de Estudio sobre la
Violencia en Colombia y la discusión
de un campo para su investigación,
1960-2010

Carlos Jilmar Díaz Soler*

El conflicto armado en Colombia corre paralelo con la relativa estabilidad de


los regímenes constitucionales. Matrimonio que a pesar de sus incompatibi-
lidades se mantiene. La permanencia en el tiempo de este conflicto evidencia
una particularidad que, con mayor fuerza desde la segunda mitad del siglo
XX, posibilita hoy su investigación: pese a su dispersión, es un conflicto que
está siendo documentado. Es decir, su rastro es posible seguirlo, delimitarlo,
especificarlo y, sobre todo, investigarlo, gracias a los documentos que han sido
producidos en medio de este, con el propósito, precisamente, de explicarlo,
caracterizarlo y tramitarlo institucionalmente.

La marcada difusión de escritos sobre la violencia parece ser uno de los rasgos
dominantes del fenómeno en nuestro país. Fascinación discursiva constituida
en el marco de un importante complejo de relaciones de poder entre institucio-
nes, sujetos y discursos que, percibimos, se mantiene en el tiempo, e incluso,
podríamos decir que contribuye a conformar identidades académicas e inspi-
rar géneros literarios. Producción discursiva sobre este fenómeno en nuestro

* Psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Historia de la Educación y


la Pedagogía de la Universidad Pedagógica Nacional. Doctor en Educación de la Universidad
Estadual de Campinas São Paulo-Brasil. Docente e investigador de la Licenciatura en Pedagogía
Infantil y de la Maestría en Investigación Social Interdisciplinaria de la Universidad Distrital
Francisco José de Caldas.
Carlos Jilmar Díaz Soler

contexto nacional, que a su vez pone de manifiesto un abanico de preocupacio-


nes y, como acción de múltiples fuerzas producto de un sistema de relaciones
sociales, permite asumirla como documentos para la investigación. Entramado
discursivo que posibilita, también, vislumbrar las tensiones entre el Estado, los
grupos de intelectuales y el compromiso con la esfera pública –espacio concreto
para examinar las cuestiones cruciales de la comunidad y que están relaciona-
das directamente con el conjunto de condiciones para el bien-estar de la vida
pública y privada de los ciudadanos–. Entramado discursivo condensado en
estos documentos en donde se defienden no solo perspectivas disciplinares,
estatus y poder, sino también posturas políticas en torno a la naturaleza del
mismo fenómeno.

Esta marcada preocupación por la violencia como fenómeno político ha con-


ducido a que desde hace décadas se elaboren tal cantidad y variedad de docu-
mentos que Jesús Bejarano sostenía que un “balance historiográfico no puede
aspirar más que a situar los temas principales y los más relevantes problemas
de investigación”, adicionando, asimismo, “que no sólo la literatura y las di-
versas explicaciones propuestas son en extremo extensas, sino que van por
caminos tan divergentes que es prácticamente imposible y de seguro inocuo
pretender abarcar todas las posiciones asumidas” (1987, p. 54).

Esta paradójica situación de “perplejidad académica” ha llevado a que Gon-


zalo Sánchez sugiera que se hace necesario un esfuerzo analítico de síntesis,
ya que la inundación de materiales hace casi imposible –incluso para los espe-
cialistas– “llevar un registro y realizar un balance de las publicaciones sobre
el tema”: “la temática ha sido tan absorbente y con tan pocos progresos en el
terreno de la conceptualización” que la avalancha de escritos se ha convertido
en otro obstáculo en la búsqueda de enfoques interpretativos; el impulso que
reclama la ya apreciable literatura existente requiere, en especial, elaboraciones
conceptuales sobre el fenómeno (2007, p. 12).

En esta proliferación de escritos, desde hace seis décadas y por iniciativa gu-
bernamental, se realiza un esfuerzo institucional con el anhelo de arrojar luces
sobre la Violencia como fenómeno político, conformando para ello periódica-
mente comisiones investigadoras sobre este fenómeno, con el anhelo de estu-
diar sus causas y contribuir a elaborar estrategias para mitigar sus efectos en
la sociedad. Es así como en algunos momentos críticos de la historia política
nacional se instauran “Comisiones de Estudio sobre la violencia” que, convoca-
das por el Estado y constituidas por expertos formados en los distintos saberes
científicos sobre lo social elaboran, como producto de su trabajo, informes so-
bre la situación política del país.

112
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Producidos por un grupo de trabajo en donde confluyen tanto académicos


como políticos, estos textos remiten al lugar de su producción: la intersección
entre la academia y la política. Lugar en donde la palabra se reviste de poder,
es decir, en donde la palabra se convierte en esquemas de pensamiento para
la acción política. En este espacio se ubican algunos de los intelectuales, por lo
menos aquellos que, al ser convocados por el Estado colombiano para pensar el
enojoso asunto de la violencia, cuentan con una cierta autoridad sobre aquellos
que detentan el poder. Estos intelectuales deben parte de su reconocimiento y
de su autoridad al saber científico que poseen.

Para ir delimitando el objeto de investigación, se trata entonces de aquellos


intelectuales que como consultores ofician como analistas de la política, en la
tentativa de explicar académicamente el fenómeno de la violencia y viabilizar
posibilidades de intervención; asimismo, son intelectuales que contribuyen a
forjar opinión. Podríamos pensar que son aquellos que se convierten en inter-
mediarios entre dos mundos culturales: el político y el académico. En la com-
pleja superposición de sentidos que genera la agitación social y que, a veces,
desemboca en rebelión, revuelta y revolución, no se trata, entonces, de los “in-
telectuales como víctimas del conflicto” o como instigadores del mismo fenó-
meno, aunque sabemos que estas delimitaciones son porosas la mayoría de las
veces, dado que están atravesadas también por el cúmulo de contradicciones
que la sociedad misma acusa.1

Fruto de una sociedad que valora el conocimiento experto y como producto


de una perspectiva política que se soporta en los saberes científicos sobre lo so-
cial, emergen como documentos académicos los informes, es decir, los documen-
tos elaborados en el seno de dichas Comisiones. Informes que concentran tal
variedad de aspectos sobre la guerra y las violencias en nuestro contexto, que
para esta investigación son erigidos en documentos. Corpus documental insepa-
rablemente constituido del conjunto de productores y de los específicos lugares
de producción de discursos sobre el fenómeno de la violencia, que es posible
comprenderlos como discursos de poder destinados a orientar acciones.

1 La emergencia de una nueva figura social –el intelectual–, dotada de cierta autonomía y por-
tadora de una razón crítica en relación con los poderes constituidos, es un fenómeno social
datado desde el siglo XVIII. El surgimiento de un espacio público y, consecuentemente, de una
opinión pública, se configuran como los principales ámbitos de acción de los intelectuales. Con
esta figura social surge la crítica social y se configura, también, el destacado papel que pasará a
desempeñar en adelante. Como categoría social entran en escena como analistas que, haciendo
uso de métodos provenientes del saber científico sobre lo social, ponen en movimiento las po-
tencialidades ofrecidas por el desarrollo de la ciencia y de la razón. Para los siglos XIX y XX se
está documentando el complejo vínculo entre intelectuales y política (a manera de ejemplo, cfr.
Díaz, 2005; Quiceno, 1993; Sánchez, 1987; Urrego, 2002).

113
Carlos Jilmar Díaz Soler

Como particularidad nacional es importante destacar que estos documentos


se produjeron como parte de un complejo engranaje institucional y han tenido
como efecto contribuir a organizar el campo académico de la violencia, que preo-
cupa tanto a políticos como a intelectuales. En el seno de cada una de las co-
misiones de estudio sobre la violencia en Colombia se elaboraron un conjunto
de documentos que, para esta investigación, son un potencial, ya que recono-
cemos que cada uno de estos documentos ha sido posible gracias a particulares
formas de conceptualizar el fenómeno y, a su vez, contribuyeron a vehiculizar
representaciones sobre él, así como han posibilitado formas de razonamiento para
instaurar maneras de proceder en las instituciones.

Dado que el conflicto no es marginal al ejercicio de la política y que el ejercicio


de la política es realizado teniendo como referente ideales de sujeto y de socie-
dad, investigar asuntos relacionados con el papel reservado a los intelectuales,
así como la manera en que han sido estructurados estos documentos y, en ellos,
cómo es asumida la violencia, en el marco de qué referentes conceptuales se la
explica, podría contribuir al debate público sobre este fenómeno, ya que como
efecto de la legitimidad otorgada a los expertos en cada una de las Comisiones,
los productos derivados de ellas han contribuido a instaurar lecturas autoriza-
das, que se difunden como narrativas legítimas. En este marco, es de mi interés
analizar los trabajos realizados en el seno de algunas de las “comisiones de
estudio sobre la violencia” y en estos documentos destacar las perspectivas in-
vestigativas que han posibilitado dichos análisis, en donde también es posible
reconocer recurrencias y rupturas, así como consideraciones sobre los proble-
mas más relevantes de investigación.

Es posible considerar las comisiones de estudio sobre la violencia como es-


cenarios relativamente demarcados por los gobiernos de turno, que no solo
investigan las causas y consecuencias de las violencias nacionales, sino que al
armar unas tramas narrativas contribuyen a nutrir visones de país y a sostener
procesos de manufacturación de la historia nacional (Jaramillo, 2011, p. 233).
En medio del incesante conflicto que padecemos, las comisiones de estudio
sobre la violencia se han convertido en un recurrente dispositivo que genera
esperanzas ante el dramático desangre nacional (Arias, 2008). Cada una de es-
tas Comisiones es creada y funciona en medio de una “guerra sin transición
clara”, moviéndose entre “escenarios gubernamentales” que, en ciertas coyun-
turas nacionales críticas, posibilitan “treguas para el recuerdo”. En el marco de
estas Comisiones se posibilita la historización parcial de las causas, evolución
y consecuencias, en medio de la tentativa de reconciliación nacional y acorde
al momento en donde operaron y contribuyeron a decretar funcionales olvidos
(Jaramillo, 2010, p. 208).

114
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Estas Comisiones contribuyen, entonces, a movilizar narrativas y construir


marcos representacionales sobre lo ocurrido en coyunturas específicas. Es a tra-
vés de los documentos elaborados por cada una de ellas, en donde se evidencia
el uso de saberes científicos, que contribuyen a elaborar explicaciones sobre
las violencias ocurridas; asimismo, se condensan memorias oficiales y, además,
como efectos de las perspectivas asumidas, se contribuye a legitimar la exclu-
sión de algunas voces y favorecer la inclusión de otras. Las Comisiones y sus
respectivos informes, entonces, no solo condensan y administran saberes, sino
también, genealogías narrativas y diferencias de país, al posicionar lecturas
explicativas del pasado, realizar diagnósticos del presente y elaborar marcos
representacionales para un futuro deseable. Marcos de representación que evo-
can y omiten responsabilidades, contribuyendo a legitimar lógicas políticas de
resolución de los conflictos (Jaramillo, 2011, p. 239).

Estas Comisiones se han ocupado del conflicto armado en Colombia. Siguien-


do a Palacios, es posible entender la violencia como la confrontación insurrec-
cional en la cual se empeñan las organizaciones guerrilleras con el propósito de
transformar revolucionariamente el orden social y al Estado que lo protege, con
la respuesta estatal y paramilitar correspondiente. Confrontación de fuerzas
que no se libra de manera exclusiva en el plano de las armas. Los contendientes
emplean diversas tácticas y estrategias: económicas, sociales, políticas, comuni-
cacionales y psicológicas. La confrontación entre organizaciones guerrilleras y
Fuerzas Armadas puede aducirse como originaria, pero en ciertas coyunturas,
con mayor o menor visibilidad, aparecen los paramilitares, y lo cierto es que
la población civil –que sufre despojo de sus bienes y vecindarios, secuestro,
intimidación, tortura, desaparición ONG– queda en medio de la confrontación
forzada y el asesinato (Palacios, 2000, pp. 345-346).

Confrontación que se realiza a nombre de una no tramitada discusión insti-


tucional sobre concretos modelos económicos y políticos que cada contendor
defiende con fiereza. Confrontación armada que al producir el fenómeno de la
violencia reclama, también, para cada bando, una justificación para el mismo
fenómeno. Confrontación que coloca a los intelectuales frente a un reto para
el pensamiento: la condición humana. Máxime cuando la figura del intelectual
encarna, en el proyecto político de la modernidad, el ideal de una razón crítica
en medio de cierta autonomía.

Los intelectuales convocados a conformar cada una de estas Comisiones se


comprometen en la tarea de realizar un estudio sobre la violencia, lo cual resulta
privilegiado a la hora de posicionar perspectivas, temáticas y, como consecuen-
cia política de estos estudios, generar recomendaciones en materia de política

115
Carlos Jilmar Díaz Soler

pública. En este marco, los estratégicos saberes con los cuales se realizan estos
análisis son posicionados en el escenario público, siendo de manera paradóji-
ca, cuestionados en algunas oportunidades como funcionales al statu quo. Así,
los expertos sobre la violencia, mediante el ejercicio de su oficio, son a su vez
encargados de la administración de la perspectiva oficial, quienes mediante la
producción discursiva investigan causas y consecuencias de las violencias na-
cionales, “tramas narrativas que devienen en correas transmisoras de visiones
de país y nutren procesos de manufacturación de la historia nacional” (Jarami-
llo, 2011, p. 231).

Un aspecto que destacar del análisis de los documentos elaborados a propó-


sito de esas Comisiones, es esa paradójica contradicción, sostenida por más de
150 años, entre una imagen de democracia y de civilismo en América Latina,
contrastada con una dinámica cultural en el país, en donde la agitación y el de-
bate político se manifiesta con ardor: después de los catorce años de guerra de
independencia en Colombia, se produjeron durante el siglo XIX ocho guerras
civiles generales, catorce guerras locales, dos guerras internacionales con Ecua-
dor y tres golpes de cuartel (González, 1998). Jaramillo discute, para el puntual
caso de las comisiones de estudio sobre la violencia en Colombia en el siglo XX,
cómo los expertos han generado marcos representativos, señalando, en parti-
cular, que estos documentos contienen dos conjuntos de ideas: las causas de la
violencia y una gama de ideas que van desde los mecanismos de solución, hasta
el análisis de las secuelas.

En el marco de las diferentes Comisiones de investigación que se han confor-


mado en el país, resultan representativas cuatro, si asumimos como criterios
para su selección: primero, la perspectiva de país que encarna y, segundo, la
crítica coyuntura política que enmarcó su conformación. Con estos criterios es
posible decir que sus informes y los distintos documentos elaborados en el seno
de cada una de estas Comisiones contienen elementos para realizar un análisis
entre intelectuales y política y que podría contribuir a una discusión sobre el
campo investigativo de la violencia.2

Jaramillo sostiene que uno de los antecedentes en la formación de un campo


de experticia en violencia lo podemos encontrar en una primera camada de
intelectuales que van a ser muy característicos de los inicios de la década de los
sesenta del siglo XX (2011, p. 242). El gesto característico que los representa es
la crítica al poder, en el marco de un proceso de modernización de la academia

2 Jaramillo (2010) sugiere que entre 1958 y 2006 es posible documentar once comisiones de estu-
dio e investigación sobre el conflicto y las violencias. Algunas fueron de alcance nacional y otras
de cobertura local. La mayoría de estas fueron conformadas por decretos presidenciales.

116
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

y de la cultura que conlleva el surgimiento de una cohorte de intelectuales pro-


fesionales. Se corresponde en el plano nacional con la ampliación de las institu-
ciones educativas, una extensión del mercado simbólico y de públicos lectores y
un crecimiento de la demanda de analistas sociales y políticos (Sánchez, 1993).

En este marco se creó en Colombia la primera comisión de estudios sobre la


violencia, ubicada históricamente en 1958, en el segundo gobierno de Alberto
Lleras Camargo (1958-1962) y en los inicios del Frente Nacional. Designada el 21
de mayo de 1958 mediante el Decreto 0165 de la Junta Militar, se la denominó Co-
misión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Vio-
lencia en el Territorio Nacional. Funcionó hasta enero de 1959 y recibió también
el nombre de Comisión de Paz o Comisión Investigadora. Los comisionados que
la integraron formaban parte de los partidos Liberal y Conservador, de la Iglesia
católica y del Ejército Nacional.3 Esta Comisión, en palabras de Jaramillo, avanzó
en el conocimiento de las zonas afectas por la violencia, desnudando la magnitud
de la crueldad de la guerra bipartidista, pero también, permitiendo tejer acuer-
dos parciales de pacificación en algunas regiones (2010, p. 209).

Particularidad de esta Comisión fue el no haber generado un informe oficial


sobre lo sucedido, a pesar de haber entregado informes parciales al presidente.
Algunos de sus hallazgos fueron consignados en el libro La violencia en Colombia
(1962) de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña
Luna. Ni Fals Borda, ni Umaña Luna hicieron parte de la comisión, pero al
compilar el libro evidencian el estrecho vínculo entre la academia y la política
(Jaramillo, 2011a).

Los intelectuales, por más de una década silenciados, aparecen con la pu-
blicación de este libro, “mezcla de diagnóstico y denuncia, lanzado desde la
recién creada Facultad de Sociología de la Universidad Nacional”. Durante
la “década infame” de la Violencia, la palabra, encadenada y reprimida, volvía
a escapar de sus prisiones mentales y políticas, recuperando uno de sus privi-
legiados espacios públicos: la Universidad. Peculiar forma de intervención de
los intelectuales en la sociedad, de cara a un fenómeno político dominante en
Colombia durante la segunda mitad del siglo XX (Sánchez, 1987). Aconteci-
miento tal vez debido a que la libertad siempre se configuró como un valor
intrínseco a la Universidad y que la relación entre saber y compromiso con la
esfera pública tiene mayor posibilidad de aparecer en estos escenarios.

3 Los integrantes de esta comisión fueron: Otto Morales Benítez, Absalón Fernández de Soto,
Augusto Ramírez Moreno, Ernesto Caicedo López, Hernando Mora Angueira, Fabio Martínez
y Germán Guzmán.

117
Carlos Jilmar Díaz Soler

La constitución de esta primera comisión de estudios sobre la violencia va a la


par con la institucionalización de los saberes científicos sobre lo social, en donde
saberes específicos como la sociología y la psicología aparecen como disciplinas
enseñables en las universidades. Lo cual permite decir que, en el marco de esta
Comisión, se posibilitó una peculiar relación entre intelectuales y política, me-
diada por la creencia de que la intervención de los intelectuales podría contribuir
de algún modo a la transformación y superación de las problemáticas de la so-
ciedad. Evidenciando con esto la creciente demanda de servicios profesionales y
el llamado permanente a que centros de investigación se vinculen, mediante su
“condición de pensar”, al apremiante problema de la violencia.

Con una evidente mutación de la violencia política en el país, el gobierno de


Virgilio Barco (1986-1990) convocó desde el Ministerio de Gobierno a finales
de enero de 1987, la Segunda Comisión de Estudios sobre la Violencia. Esta
recogió en su informe el incremento de la violencia urbana, la expansión del
narcotráfico, el crecimiento del crimen organizado y la emergencia de la “gue-
rra sucia” hacia sectores políticos como la Unión Patriótica, claramente de opo-
sición, evidenciando con esto la inquietud política y militar por el crecimiento
de las guerrillas (Jaramillo, 2010, p. 210).

Esta Comisión posibilitó consolidar un campo de expertos en violencia.4 El


texto publicado en 1987: Colombia: violencia y democracia, coordinado por Gonza-
lo Sánchez, recoge algunos de sus resultados. En palabras de Jaramillo (2011),
esta Comisión fue básicamente un espacio de consejo técnico para el gobierno
pragmático de Virgilio Barco, en una época en la que no existía un pacto na-
cional. Asimismo, este informe fue convertido en la Academia colombiana en
el primer gran diagnóstico de las violencias contemporáneas. Con este trabajo
investigativo se transita básicamente hacia una “sociología de la violencia”, con
una apuesta política por una pedagogía de la democracia, en donde lo primor-
dial se centró en buscar mecanismos para sustituir la cultura de la violencia por
una cultura de la paz y la democracia (Jaramillo, 2010, p. 211).

Gonzalo Sánchez señala que en el informe Colombia: violencia y democracia,


aunque suene trivial decirlo, se puso el “énfasis en la descripción y caracte-
rización de las violencias y este fue su más inmediato aporte, pues se trata ya
de ideas completamente interiorizadas en el discurso político cotidiano”. Sus
recomendaciones se incorporan al diseño de los planes gubernamentales, como
puede apreciarse en la Estrategia Nacional Contra la Violencia de la adminis-
tración de Cesar Gaviria (1987).

4 Esta comisión de 1987 fue integrada por Gonzalo Sánchez, Álvaro Guzmán Barney, Jaime Aro-
cha, Álvaro Camacho, Carlos Eduardo Jaramillo y Carlos Miguel Ortiz.

118
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Las dos Comisiones anteriormente presentadas dan paso, en los años noven-
ta, a oficiales y significativas experiencias investigativas que se ocupan de algu-
nos diagnósticos locales, de la descripción de casos concretos y de la denuncia
a la violación de los Derechos Humanos. Así, en 1991 se crea la Comisión de
Superación de la Violencia, promovida por encargo de las Consejerías de Paz y de
Derechos Humanos. Al igual que las dos anteriores, tuvo una cobertura nacio-
nal. Esta Comisión del año 91 produjo el informe Pacificar la paz. Lo que no se ha
negociado en los Acuerdos de Paz, precisamente en cumplimiento de los acuerdos
de paz asumidos por el gobierno del presidente Cesar Gaviria (1990-1994), con
el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento Armado Quintín Lame
(MAQL).

El coordinador de esta Comisión fue Alejandro Reyes, emprendiendo la tarea


de generar condiciones para la reinserción, en el marco de estrategias que faci-
litasen la consolidación del proceso de paz iniciado con los grupos alzados en
armas desde 1985. Esta nueva experiencia que se refleja en los documentos ela-
borados por la Comisión resultó singular, en tanto buscó integrar a la discusión
política sectores de la sociedad que no habían estado presentes: excombatientes,
autoridades civiles, funcionarios públicos, Fuerzas Armadas, organismos de
seguridad, gremios, organizaciones campesinas, indígenas, representantes
de ONG, así como voceros de la Iglesia católica, que sí habían participado
en anteriores Comisiones. Importante, también, para esta Comisión, fue la
elaboración de diagnósticos locales sobre la guerra, visibilizando con esto
un mapa de la violencia. La coyuntura política dificultó que las conclusiones
emanadas del trabajo de esta Comisión fuesen acogidas por aquel gobierno5
(Jaramillo, 2010, p. 212).

Los albores del siglo XXI en Colombia presentan tres signos: marcada descon-
fianza política, desgaste de las instituciones encargadas de promover la demo-
cracia y exacerbado ánimo militar. Bajo la consigna “Seguridad Democrática”,
como telón de fondo político, se puso en funcionamiento la cuarta comisión de
estudios sobre la violencia en Colombia, seleccionada con los criterios arriba
señalados. Tarea emprendida por el Área de Memoria Histórica de la Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), nombrada por el gobierno
de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), a través de Justicia y Paz; política pública
precisamente diseñada y ejecutada en este gobierno, “con el objeto de facilitar
la reconciliación nacional”. Experiencia que enfrentó serias dificultades y ma-
yúsculos reparos.

5 Formaron parte de esta comisión también: Francisco de Roux Rengifo, Eduardo Díaz Uribe,
Gustavo Gallón Giraldo, Eduardo Pizarro Leongómez y Roque Roldán Ortega.

119
Carlos Jilmar Díaz Soler

Fruto de nuestra reciente historia nacional, esta singular experiencia se pro-


pone buscarle rumbos nuevos a la investigación de las experiencias de las vio-
lencias pretéritas y presentes. Desde 2007 y hasta 2012 la subcomisión de Me-
moria Histórica ha realizado un esfuerzo por “hacer visible la memoria de las
víctimas”, sin asumir que ellas contienen una especie de “conciencia ética de la
sociedad”. Mejor aún, son el reconocimiento político del conflicto, que se consi-
dera constitutivo de la nación y generador de violencias y dolor.

Memoria Histórica, entonces, “acomete la labor de reconstrucción de ese


mapa, en un nuevo escenario institucional para la activación de políticas de me-
moria para las víctimas”. En consecuencia, el acento es puesto sobre los nuevos
actores de la guerra: las víctimas indefensas y las comunidades victimizadas.
Surge por primera vez en Colombia una preocupación institucional oficial por
recuperar la memoria de nuestra guerra, priorizando las voces de las víctimas,
sus relatos, sus lecturas del país y sus sueños de futuro (Jaramillo, 2012).

Para Jaramillo, a diferencia de las anteriores Comisiones, Memoria Histórica


es una experiencia que pone el énfasis en ejercicios reconstructivos que recogen
otras voces: no exclusivamente las de aquellas personalidades públicas de
notables políticos y las de los expertos. Conjuga un diagnóstico de la “ma-
cropolítica de la guerra con la biopolítica de las masacres y avanza hacia una
macropolítica de las resistencias”. Sus resultados son una serie de informes em-
blemáticos, que muestran el mapa del terror, otorgándole un peso importante a
memorias más plurales y que recoge las voces de las víctimas: sus crudos rela-
tos, sus lecturas críticas del país y sus esperanzadores sueños de futuro, todo
esto en medio de un conflicto que no cesa de mutar (Jaramillo, 2012).

Como colectivo de trabajo académico, Memoria Histórica combina los acu-


mulados académicos de los expertos (Gonzalo Sánchez, Camacho Guizado,
Iván Orozco, María Victoria Uribe y Fernando González), con los activismos
teóricos de los consultores (León Valencia y Rodrigo Uprimny), junto con el
ímpetu en el trabajo de y las sensibilidades de los novísimos investigadores
(Martha Nubia Bello, Andrés Suárez, Pilar Riaño, María Emma Wills y Jesús
Abad Colorado) (Jaramillo, 2011). Grupo de trabajo que, además, se empeña
por la consolidación de una agenda de investigación donde aparecen preocupa-
ciones que son transversales al fenómeno de la violencia: lo étnico, el género y
la infancia. Esta Comisión del 2007 convocó a un intelectual que no solo generó
diagnósticos del momento, sino que asumió su labor dentro de un ámbito ma-
yor de proyecciones y de responsabilidad frente a un país en guerra (Jaramillo,
2011, p. 250).

120
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Como es posible entrever, estas cuatro recientes experiencias de investiga-


ción sobre la violencia recogen una perspectiva de país y, dada la particular
coyuntura política en la que fueron instaladas, buscan configurar agendas para
la construcción de un futuro anhelado. Sus miembros, de una u otra manera,
han estado articulados a institutos de investigación y universidades públicas.
Situación que se evidencia con más fuerza desde la década de los ochenta, en
donde se crean un conjunto de institutos con el encargo de pensar este fenó-
meno. Ejemplo de ello son: el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones In-
ternacionales de la Universidad Nacional de Colombia (IEPRI), creado en 1986;
el Centro de Estudios Sociales (CES), creado en 1985 y el Instituto de Estudios
Regionales de la Universidad de Antioquia (INER), que nace en 1985.

En este marco, ¿Qué relación establecer, entonces, entre universidad y fenó-


menos sociales, en la tarea de pensar el fenómeno de la violencia? Si la es-
pecificidad de la investigación es ser fiel a la conceptualización y, una de las
características en cada una de las comisiones de estudio, es la premura para
rendir informes, entonces ¿cómo entender estos documentos? Si una de las ca-
racterísticas del saber científico es la libertad de reflexión ¿cómo entender estos
informes que son elaborados en esta intersección entre políticos e intelectuales?

Este inicial análisis de las comisiones de estudio sobre la violencia plantea la


idea de que, desde la década de los sesenta en Colombia, con la instauración de
cada uno de estos grupos de trabajo académico se han buscado tres objetivos:
el primero está relacionado con la elaboración de una cartografía de la guerra.
El segundo ha buscado generar una gramática mediante la cual se explica el
fenómeno, y el tercer objetivo ha estado destinado a proporcionar elementos
para subsanar o mitigar el daño social que la violencia produce, en la perspec-
tiva de mitigar las posibles secuelas que el mismo fenómeno genera. Para ello,
cada informe elaborado refiere tener un expreso reconocimiento de autoridad
científica para realizar un análisis de la realidad nacional, encarnado en el pres-
tigio social de universidades, centros de estudio, e incluso el reconocimiento
personal de algunos intelectuales.

Cada informe elaborado por estas comisiones de estudio sobre la violencia refleja
una alianza entre la política y el saber, dando paso, muchas veces, a acciones
gubernamentales. Cada una de estas Comisiones produjo informes disímiles
entre sí, en donde son combinados análisis históricos y sociológicos, con aná-
lisis de las dinámicas políticas de la confrontación armada. Además, de una u
otra forma, con cada informe se ha contribuido a generar cierta “terapéutica
social”, para posibilitar una reconstrucción del tejido social en aquellas comu-
nidades afectadas.

121
Carlos Jilmar Díaz Soler

Así, esta creciente producción de estudios sobre el fenómeno de la violencia


hace necesario volcar esfuerzos investigativos que posibiliten, siguiendo a Gon-
zalo Sánchez, su dinamización mediante la elaboración de modelos conceptua-
les que viabilicen, en el marco de las discusiones propias del campo investigati-
vo, comprender la dinámica de producción, sus características e implicaciones.

Como se sabe, la noción de violencia, ya sea que se la trate como positividad,


es decir, como realidad con manifestaciones identificables, o como forma de
representación del campo social, siempre diverso, ha llegado a designar objetos
y relaciones tan heterogéneas que una labor de elucidación en este terreno si-
gue teniendo una importancia no solo teórica e histórica, sino también práctica
(Sánchez, 1987, II).

En este marco, la vía para hacer un acercamiento al fenómeno es, entonces, la


indagación en torno a las formas de razonamiento, del utillaje conceptual que
ha posibilitado a esos intelectuales plasmar en informes elaborados sobre la
violencia una manera de entenderla. El lente propuesto para el análisis del fe-
nómeno es la estructura misma que cada comisión de estudios elaboró en cada
uno de los informes, lo cual podría permitirnos organizar una discusión sobre
el campo investigativo de la violencia en Colombia.

La emergencia del campo discursivo sobre la violencia, como lo acabamos de


presentar, fue posible gracias a la incorporación del naciente discurso científico
sobre lo social en las preocupaciones políticas de la sociedad. Se reitera así que
los discursos sobre el fenómeno de la violencia contenidos en cada uno de estos
informes se erigen a nombre de la ciencia. Es mi deseo explorar e interrogar
las fuerzas profundas inherentes a este campo de estudios, expresadas en ca-
tegorías de pensamiento que, dada la particularidad de estos documentos, han
contribuido a orientar las prácticas. Ante la monumentalidad de la empresa, me
resta indicar por ahora la dirección de la reflexión, en la perspectiva de presen-
tar un esquema de trabajo para el debate.

La pretensión, entonces, es delinear un esquema que posibilite comprender


el horizonte con el cual pensamos la violencia, situándonos ante un abanico de
posibilidades que contribuya a asumir una perspectiva que posibilite tomar
distancia de aquella constelación que determina de antemano la mirada, surgi-
da de las teorizaciones con las cuales nos es referida. Se hace necesario organi-
zar para ello un esquema para el razonamiento que contribuya a romper con los
estereotipos y con lo evidente.

Lo primero que es preciso reconocer es que, gracias al análisis realizado hasta el


momento, la violencia como fenómeno político y social está inserta en esquemas

122
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

de representaciones que la colocan en el marco de un combate por su significado,


por instituir marcos interpretativos que contengan prácticas y representaciones
desde los cuales, sujetos e instituciones orienten prácticas en torno a ella. Lo cual
nos lleva a reconocer que, fruto de este sistemático esfuerzo por instituir marcos
de comprensión, posiblemente se ha cristalizado una forma dominante de pen-
sarla. Vislumbrar esta cristalización con la cual el fenómeno se nos presenta hace
necesario organizar el campo de estudios sobre la violencia.

La noción de campo posibilita organizar discusiones sobre el complejo asunto


de la violencia, en la perspectiva de establecer relaciones entre el mundo de los
hechos y el de los conceptos. Busco, mediante el análisis de los documentos
arrojados por las comisiones de estudio, distinguir el entramado conceptual que
le ha sido endilgada.

Metafóricamente empleada, la noción de campo permite presentar los contex-


tos discursivos desde los cuales las ciencias humanas y sociales contribuyen a
que en las comisiones de estudio, la violencia se vislumbre como un problema
para la Academia. Permite, en esta discusión, percibir los silencios y las expec-
tativas que acarrean perspectivas específicas. La discusión sobre este campo
investigativo permite vislumbrar el arsenal conceptual con el que se nutrió la
discusión en cada una de las Comisiones.

En términos analíticos, Bourdieu propone entender un campo como una red


o configuración de relaciones objetivas entre posiciones. Posiciones que se defi-
nen objetivamente en su existencia y en las determinaciones que imponen a sus
ocupantes, ya sean agentes o instituciones, por su estado actual y potencial en
la estructura de la distribución de las diferentes especies de poder (o de capi-
tal). Posesión que implica el acceso a ganancias específicas que están en juego
dentro del campo. Implica, también, posiciones de dominación, subordinación,
paridad, etc. (1995). Asimismo, para Bourdieu,

Los campos se presentan a la aprehensión sincrónica como espacios


estructurados de posiciones (o de puestos) cuyas propiedades de-
penden de su posición en esos espacios, y que pueden ser analizadas
independientemente de las características de sus ocupantes (que en
parte están determinados por las posiciones). Hay leyes generales de
los campos […] superando así la antinomia mortal de la monografía
idiográfica y la teoría formal y vacía. Cada vez que se estudia un cam-
po nuevo se descubren propiedades específicas, propias de un campo
particular, al tiempo que se hace progresar el conocimiento de los me-
canismos universales de los campos que se especifican en función de
variables secundarias. (Bourdieu, 1976, p. 112)

123
Carlos Jilmar Díaz Soler

Un campo es, entonces, un escenario estructurado, caracterizado por las ten-


siones internas que lo constituyen, enmarcado por la presión externa (econó-
mica, política, etc.) que se ejerce sobre él (Bourdieu, 2001, p. 151). En cuanto al
específico campo de investigación sobre la violencia, percibimos, gracias al aná-
lisis realizado hasta ahora, que este se encuentra fuertemente presionado por la
política. Presión externa que ejerce influencia sobre el campo, enrareciendo la
tensión interna. El entramado discursivo que se establece entre tensión y pre-
sión, contribuye a su vez a que socialmente se configuren los objetos de estudio
que enmarcan y a que se resalten disputas por el establecimiento discursivo
sobre el fenómeno. Equivale esto a decir que el campo está constituido por la
disputa en la que se han trenzado diferentes grupos por establecer una de las
perspectivas. Un campo, entonces, requiere objetos en disputa, jugadores que
juegan y reglas de juego. En otras palabras:

Un campo, así sea el campo científico, se define entre otras cosas,


definiendo objetos en juego [enjeux] e intereses específicos, que son
irreductibles a los objetos en juego [enjeux] y a los intereses propios
de otros campos y que no son percibidos por nadie que no haya sido
construido para entrar en el campo (cada categoría de intereses im-
plica la indiferencia a otros intereses, a otras inversiones, abocados
así a ser percibidos como absurdos, insensatos, o sublimes, desinte-
resados). Para que un campo funcione es preciso que haya objetos en
juego [enjeux] y personas dispuestas a jugar el juego, dotadas con los
habitus que implican el conocimiento y el reconocimiento de las leyes
inmanentes del juego, de los objetos en juego [enjeux], etc. (Bourdieu,
1976, p. 113)

El campo investigativo de la violencia es concebido como estructurado por


relaciones de fuerza ejercidas entre las instituciones implicadas en la disputa
por el control simbólico, en la perspectiva de establecer referentes para la com-
prensión del fenómeno. Referentes que a su vez contribuyen a la distribución
de discursos e imágenes que acarrean a su vez formas de actuar que pretenden
prefigurar ulteriores estrategias. Bourdieu sostiene que las luchas que tienen
lugar en un campo tienen por objetivo el monopolio de la violencia legítima, lo
cual es otra de las características de los campos.

Específicamente, entonces, percibimos tres dimensiones del campo. Es de-


cir, tres subcampos, que se articulan en torno a la violencia como fenómeno.

124
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

El primero, relacionado con la discusión conceptual del fenómeno, estaría gra-


cias a sus axiomáticas en condiciones de producir saber sobre la violencia. Dado
que la ciencia no es la descripción de una realidad dada e incontrovertible, sino
la realización de una posibilidad formal, se hace necesario el uso de esquemas
de pensamiento, categorías de análisis, mathemas que posibiliten organizar la
comprensión del objeto abstracto formal. Es decir, el saber es producido en el
marco de determinada axiomática. Para ello, el establecimiento de categorías es
imprescindible.

Categorías que es necesario adquirir, gracias al esfuerzo intelectual y analíti-


co que realiza el investigador que busca situarse en el campo investigativo. Esta
característica hace que el campo investigativo esté habitado solo por aquellos
que están en disposición de acceder a él. Este subcampo estaría en condiciones
de establecer lo que es discernible de la realidad en función de categorías de
análisis. Las categorías organizan la «percepción». Este subcampo ni renuncia
a las categorías ni las obtiene del corpus establecido (declaraciones, encuestas,
entrevistas…). Dado que el fenómeno que circunscribe el campo investigativo
de la violencia en gran medida está cargado de las ideas de época, es necesario
indagar en y circunscribir la gestación de estas ideas, con la intención de identi-
ficar las descripciones que sobre el fenómeno hacemos, cargados precisamente
de esas ideas de época, es decir, aquello en contra de lo que sostiene una pos-
tura investigativa.

El procedimiento analítico propio de este subcampo puede construir esque-


mas de inteligibilidad para el fenómeno de la violencia. Lo inteligible, entonces,
es algo que no está dado. Es necesario construirlo. Este subcampo está carac-
terizado por el esfuerzo analítico de producir conocimiento, asumiendo una
gramática (Bernstein, 1996; Bustamante, 2011).

Dado que en la producción del mundo social confluyen también conceptos


que provienen de específicos saberes, el segundo subcampo está relacionado
con las instituciones encargadas de la reproducción del saber (centros de inves-
tigación y universidades, por ejemplo). Una de sus especificidades estaría dada
por la contribución a la formación de profesionales en ciertos saberes científicos
sobre lo social. Pero también, dada la legitimidad que encarna el saber científico
sobre lo social, estos centros del pensamiento experto albergan en su seno a los
intelectuales. En estas instituciones se habla a nombre del saber. La existencia
de este segundo subcampo obliga a pensar en las particularidades y las especi-
ficidades entre, por un lado, la producción simbólica, es decir, la investigación
y, por otro, los procesos e instituciones que posibilitan su recontextualización.

125
Carlos Jilmar Díaz Soler

El tercer subcampo está relacionado con esa compleja relación que encontra-
mos entre representación e imagen, característica del papel que contemporá-
neamente cumplen en la sociedad los medios masivos de comunicación. Para
este subcampo sería importante explorar, en la dirección que discute Bustaman-
te (2011), las características que asumen los procesos de recontextualización del
saber científico que se expresan en formatos distintos a los escenarios escolares.
Para cerrar este ensayo, pienso que un esfuerzo analítico por configurar el
campo de estudios sobre la violencia, contribuiría, tal vez, a organizar una
discusión que posibilite comprender el fenómeno en el marco de la especifici-
dad de estos tres escenarios, y así, contribuir a ordenar la serie de los aconteci-
mientos que tanto nos agobian. Permitiría, también, proveer de herramientas
conceptuales para una valoración que permita comprender la relación entre
propósitos y efectos y, descubrir, tal vez que, tercamente, nos empeñamos en
establecer buenos y necesarios propósitos, pero sin las adecuadas herramientas
conceptuales para distinguir los efectos que se producen de tales propósitos.

126
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Bibliografía
Arias, G. (2008). Una mirada atrás. Procesos de paz y dispositivos de negociación en el
gobierno colombiano. Serie Working Papers, FIP, 4. Bogotá: Fundación Ideas
para la Paz.

Bachelard, G. (1981). El nuevo espíritu científico. México: Editorial Nueva Ima-


gen.

Bejarano, J. A. (1987). Historiografía de la violencia. En Ensayos de historia agra-


ria colombiana. Bogotá: Fondo Editorial CEREC.

Bernstein, B. (1996). Pedagogía, control simbólico e identidad. Madrid: Ediciones


Morata.

Bourdieu, P. (2000). Algunas propiedades de los campos. En Cuestiones de socio-


logía. España: Itsmo.

Bourdieu, P. (2002). Lección sobre la lección. Barcelona: Anagrama.

Bourdieu, P. (2008). Homo academicus. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.

Bourdieu, P. y Wacquant, L. J. D. (1995). Respuestas: por una antropología reflexiva.


México: Grijalbo.

Bourdieu, P. (2003). El oficio de científico. Ciencia de la ciencia y reflexividad. Barce-


lona: Anagrama.

Bustamante, G. (2011). Sujeto, sentido y formación. La educación vista desde el psi-


coanálisis, con sesgo lingüístico. Tesis de Doctorado en Educación, Doctorado
Interinstitucional en Educación (DIE), Universidad Pedagógica Nacional,
Bogotá.

127
Carlos Jilmar Díaz Soler

Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987). Colombia: violencia y democracia,


Informe presentado al Ministerio de Gobierno, Instituto de Estudios Po-
líticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia,
Colciencias, Bogotá.

Comisión de Superación de la Violencia: Pacificar la Paz (1992). Lo que no se ha


negociado en los acuerdos de paz. Bogotá: Instituto de Estudios Políticos y Re-
laciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia (IEPRI),
Comisión Andina de Juristas Seccional colombiana (CECOIN).

Díaz, C. J. (2005). El pueblo: de sujeto dado a sujeto político por construir. El caso de
la Campaña de Cultura Aldeana en Colombia (1934-1936). Bogotá: Universidad
Pedagógica Nacional.

González, F. (1998). La guerra de los mil días. En Memorias II Cátedra Anual


de Historia «Ernesto Restrepo Tirado», Las guerras civiles desde 1830 y su
proyección en el siglo XX, Bogotá: Museo Nacional de Colombia.

Guzmán, G.; Fals Borda, O. y Umaña, E. (1962). La violencia en Colombia, estudio


de un proceso social (tomos I y II). Bogotá: Taurus.

Guzmán, G. (2009). Reflexión crítica sobre el libro La Violencia en Colombia. En


G. Sánchez y R. Peñaranda (Comps.), Pasado y presente de la violencia en Co-
lombia. Medellín: La Carreta Editores.

Jaramillo, J. (2010). Narrando el dolor y luchando contra el olvido en Colombia.


Recuperación y trámite institucional de las heridas de la guerra. Sociedad y
economía, 19, 205-228.

Jaramillo, J. (2011). Expertos y comisiones de estudio sobre la violencia en Co-


lombia. Estudios Políticos, 39, 231-258.

Jaramillo, J. (2011a). La Comisión Investigadora de 1958 y la Violencia en Co-


lombia. Universitas Humanística, 72, 37-62.

Jaramillo, J. (2012). Representar, narrar y tramitar institucionalmente la guerra


en Colombia: una mirada histórico-hermenéutica a las Comisiones de Es-
tudio sobre la Violencia. En R. García, A. Jiménez y J. Wilches, Las víctimas:
entre la memoria y el olvido. Bogotá: Fondo de Publicaciones Universidad
Distrital.

128
Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia
y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Ortiz, C. M. (1994). Historiografía de la Violencia. En La historia al final del mile-


nio. Ensayos de historiografía colombiana y latinoamericana. Bogotá: Editorial
Universidad Nacional.

Palacio, M. (2000). La solución política al conflicto armado, 1982-1997. En A.


Camacho Guizado y F. Leal (Comps.), Armar la paz es desarmar la guerra.
Bogotá: CEREC.

Quiceno, H. (1993). Los intelectuales y el saber. Michel Foucault y el pensamiento


francés contemporáneo. Cali: Centro Editorial Universidad del Valle.

Sánchez, G. (1987). Presentación: Los intelectuales y las comisiones. En Comi-


sión de Estudios sobre la Violencia, Colombia: violencia y democracia, Infor-
me presentado al Ministerio de Gobierno, Instituto de estudios Políticos y
Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, Colcien-
cias, Bogotá.

Sánchez, G. (1993). Los intelectuales y la violencia. Análisis Político, 19, 40-49.

Sánchez, G. y Peñaranda, R. (2007). Pasado y presente de la violencia en Colombia.


Medellín: La Carreta Editores.

Urrego, M. A. (2002). Intelectuales, Estado y Nación en Colombia. De la guerra de


los mil días a la Constitución de 1991. Bogotá: Siglo del Hombre Editores,
Universidad Central, DIUC.

129
Capítulo 3
Medios de comunicación y
conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios
sobre el tema

Vladimir Olaya Gualteros*

Introducción
El objetivo fundamental del presente escrito es hacer una revisión de algunos
trabajos investigativos que se acercan a la relación entre medios de comunica-
ción y conflicto armado en Colombia. El interés por este tipo de trabajos tiene
que ver con la importancia que han ganado los medios de comunicación en la
arena pública, y con la incidencia que tienen los mismos en espacios culturales,
políticos y sociales. Desde esta perspectiva, tenemos que decir que la infor-
mación que se emite a través de los medios de comunicación masiva se debe
entender como una serie de visibilidades y discursos que influyen tanto en la
arena política como en las configuraciones de sentidos y significados cultura-
les. Así pues, revisar una serie de trabajos que observan la relación medios de
comunicación y conflicto armado, significa, de cierta manera, un acercamiento
al análisis de los medios y sus repercusiones en lo social.

* Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital. Magíster en Educación


de la Universidad Pedagógica Nacional. Docente e investigador de la Maestría en Educación de
la Universidad Pedagógica Nacional. Integrante del Grupo de Investigación en Educación y
Cultura Política. Estudiante del Doctorado Interinstitucional en Educación de la Universidad
Pedagógica Nacional, la Universidad Distrital y la Universidad del Valle.
Vladimir Olaya Gualteros

Sin embargo, es necesario advertir que toda revisión documental es un ejer-


cicio de exclusión e inclusión que reporta una mirada, una forma de entender
los trabajos de otros, es decir, la revisión documental de cierto tipo no es otra
cosa que una forma de interpretar diversos modos de comprensión. Aun así, lo
importante es que dicha mirada coadyuva a la develación de vacíos, aportes,
entradas de los trabajos que permiten la construcción de nuevas preguntas y
abordajes del campo de investigación estudiado.

Ahora bien, este trabajo se centró en aquellas elaboraciones que dan una mi-
rada a la relación medios de comunicación y conflicto armado en Colombia
en la última década. Si bien esta mirada es bastante restrictiva, se realiza en
tanto hay una significativa masa documental que trata sobre las relación entre
medios de comunicación y violencia y que ha sido ampliamente documentada;
entre ellos los trabajos de Jorge Iván Bonilla (2007) y Germán Rey (2005), los
cuales pueden dar elementos para pensar el conflicto armado y sus relación
con los medios de comunicación. Sin embargo, dichos trabajos suponen un pa-
norama bastante amplio, pues hablar de violencia de forma general, significa
acercarse a un fenómeno que pasa con aristas y que atañe a elementos de lo
estructural, lo simbólico, lo social, lo cual complejiza su estudio y los límites de
las conceptualizaciones.

En este orden de ideas, para este trabajo, hablar de medios comunicación y


conflicto armado significa delimitar la mirada a la violencia política y su rela-
ción con los medios; además, supone la identificación de actores permanentes,
e incluye una perspectiva que se acerca a lo que hemos llamado en nuestro país,
en algunas ocasiones guerra y en otras terrorismo; a su vez, se asume al Estado
como un agente que tiene un papel preponderante en el conflicto y que enfrenta
una lucha, sobre todo a través de las armas por el poder y la hegemonía de sig-
nificaciones ideológicas acerca del orden social. Tales enfrentamientos admiten
una serie de procesos, agentes y por supuesto efectos de orden social, estructu-
ral y simbólico. Desde esta mirada, el escrito se centra en aquellos trabajos que
analizan estas confrontaciones y el papel que desempeñan los medios en ellas.

El análisis de los trabajos revisados se realiza en dos momentos: el primero de


ellos hace referencia a las temáticas trabajadas y los hallazgos encontrados en
las elaboraciones investigativas. En un segundo momento se describen algunas
posibles entradas de investigación que puedan permitir el estudio de la inci-
dencia de los medios de comunicación en las dinámicas del conflicto armado
en Colombia.

Un repaso amplio de los textos analizados nos deja ver una serie de acerca-
mientos que se presentan entrelazados e imbricados, pero que pese a ello nos

132
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

permiten identificar una serie de focalizaciones o intereses particulares a nivel


temático y rutas de análisis. No obstante, es necesario decir que las clasificacio-
nes que se hacen en este escrito son, tan solo, una forma de verlos y que segu-
ramente puede ser objeto de nuevas revisiones.

Aun así, es claro que los trabajos revisados no dudan en ningún momento en
decir que hoy los medios de comunicación deben ser comprendidos como un
actor más del conflicto armado en nuestro país, pese a que, por lo menos direc-
tamente, no participen en la confrontación bélica, sino porque ellos, los medios,
se convierten en espacios influidos por los actores del conflicto y, a su vez, posi-
bilitan la visibilidad de estos y sus discursos y coadyuvan a la configuración de
sentidos, de significados que entran en disputa en la arena social, tanto a nivel
de confrontación como en la elaboración de representaciones sociales.

De acuerdo con lo anterior, en las investigaciones examinadas se pueden


identificar tres líneas temáticas: la primera de ellas corresponde a aquellos que
se focalizan en el análisis de la relación entre medios de comunicación y paz.
La segunda se refiere a un grupo de estudios en los cuales se indaga acerca del
papel del periodismo y las condiciones de información en medio del conflic-
to. Un tercer tipo de análisis se centra en las narrativas y representaciones del
conflicto armado en Colombia. Este último se subdivide en las siguientes temá-
ticas: narrativas y representaciones del conflicto y visibilidades de los actores.
En seguida, entonces, nos dedicaremos a describir las líneas temáticas que se
han apuntado.

Medios de comunicación, paz y guerra


Las investigaciones, análisis y reflexiones que giran en torno a esta relación
hacen referencia al papel de los medios de comunicación en la constitución de
procesos de paz, al igual que a la concepción de estos. De allí devienen reflexio-
nes que tienen que ver con la injerencia de los medios en diferentes procesos de
paz, con la manera en que ellos, los medios de comunicación, los visibilizaron
y con la forma en que son entendidos lo público, la democracia y lo privado.

Tales trabajos entienden, en términos amplios, que los medios de comuni-


cación son instituciones que además de informar el acontecer social, “desem-
peñan funciones de mediación cognitiva desde las cuales se ofrecen modelos
de representación que circulan en la esfera pública como propuestas para en-
tender lo que sucede en lo social” (Olano, 2008, p. 16). En este orden de ideas,
aquello que alude y se dice en torno a la guerra o a la paz se vuelve un marco de
referencia para dinamizar lo político, la democracia y la convivencia.

133
Vladimir Olaya Gualteros

Sin embargo, como lo plantean algunos de los trabajos, la forma en que se ha


comunicado en torno a la paz ha olvidado, en muchas ocasiones, el papel de los
medios de comunicación en la construcción de esta y, a su vez, han dejado por
fuera, en muchos de los casos, la dimensión de lo público que los mismos me-
dios constituyen como espacio de reconocimiento y práctica de transformación.
Esto es, en lugar de informar, han conducido al olvido de la función que poco a
poco han adquirido los medios, como la de la representación de la ciudadanía,
la protección o acusación justiciera de los ciudadanos.1

Las maneras en que se ha informado acerca de los procesos de paz, según


algunos trabajos, han corrido mucho más por un camino de polaridades que el
de ser un espacio público. En cambio, han utilizado la violencia como lugar de
información y mecanismo político y privado de resolución de los conflictos que
se viven en el país. De hecho, se constata cómo la reiterada información sobre
la violencia tiende a reforzar los miedos ciudadanos, las desconfianzas hacia
el otro y los deseos de castigo. A su vez, la violencia se convierte en lo público
como escándalo y drama individual (Bonilla, 1996; Olano, 2008).

A pesar de que algunos de estos trabajos develan una mirada crítica de la


forma en que se asume la construcción de los procesos de paz, se centran, en
variadas ocasiones, en el deber ser de los medios, antes que en un análisis de
las actuaciones de estos en los procesos de negociación. Aunque evidencian, en
algunos casos, que la manera de informar dio visibilidad a una serie de actores,
lo cual provocó la legitimación de una serie de discursos (este elemento será
analizado luego, cuando se hable de las visibilidades de los actores). Hoy, qui-
zás, concluyen algunos trabajos, en los medios de comunicación ha ganado más
agencia el conflicto que la paz.

… la violencia ha sido lo que más ha democratizado los temores colec-


tivos en este país, y más aún, ha operado como un elemento funcional
para obtener beneficios económicos, sociales y políticos por parte de
los actores ilegales y sectores dominantes en Colombia, con la paz su-
cede todo lo contrario: aún no logra un amplio reconocimiento en la
agendas publicas ciudadanas y en los universos éticos, culturales y
político de muchos colombianos como lógica de convivencia necesaria
en la relación con el otro. En este sentido se abre camino a la siguiente
pregunta: ¿Puede construirse la paz sin espacios público de comunica-
ción? […] Se resalta entonces la necesidad de comprender la paz en su

1 En relación con esta afirmación y temática se pueden revisar trabajos como los de Bonilla
(1996), Barón,Valencia y Bedoya (2002) y Olano (2008).

134
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

dimensión de los publico, es decir lo que traduce el papel comunicati-


vo de la paz, es su carácter público, como una realidad que desborda
los umbrales de lo íntimo-privado y se convierte en acciones, reaccio-
nes proyectos y discursos mediante los cuales se expresa la diversidad
conflictiva de la sociedad. (Bonilla, 1996, p. 50).

Periodismo y condiciones de información en medio del


conflicto
Esta temática hace referencia a los trabajos que dan cuenta de las relaciones
entre medios de comunicación, condiciones de información y posibilidades de
calidad en medio del conflicto. En otras palabras, se hace alusión a aquellas
elaboraciones investigativas en las cuales se estudian las condiciones de la in-
formación y del periodismo en medio del conflicto, sus relaciones con agendas
políticas y económicas y la posibilidad de una llamada objetividad.

Los trabajos que asumen el estudio de esta temática tienen en común ampliar
el concepto de medios de comunicación, en procura de comprender la forma en
que se constituyen en actores del conflicto. Para muchos de estos acercamien-
tos, los medios de comunicación no son solo lugares en los cuales se representa
y se visibilizan discursos; son también empresas que fabrican productos, ins-
tituciones de carácter privado y “como tales su principal objetivo es la renta-
bilidad económica” (Serrano, 2006, p. 112). Dicha situación implica que, en el
contexto del conflicto, la publicación de información va más allá de visibilizar
una serie de acontecimientos. También está relacionada con la forma en que las
empresas de comunicación convierten los fenómenos sociales en productos que
generen algún tipo de ganancia. Así pues, las informaciones sobre el conflicto
están sesgadas por aquello que se reproduce en beneficios para la empresa, lo
cual se traduce, en muchas ocasiones, en lo que se ha dado en llamar la espec-
tacularización del conflicto (Serrano, 2006).

La inserción de los medios de comunicación en el mercado lleva, como lo


demuestran los estudios, a que se vincule la calidad de la información con cri-
terios como el de la novedad y la rapidez, en una suerte de competencia por ser
los primeros en decir algo sobre diversos acontecimientos. Dicho afán se trans-
forma, no pocas veces, en la construcción de información descontextualizada y
poco analítica que da prioridad a la visibilidad de los acontecimientos concre-
tos, a crónicas en las que se desligan los fenómenos sociales, como el conflicto
armado, de los procesos macrosociales.

Sin embargo, como lo afirman algunos periodistas, ello no sería un problema


o falta de responsabilidad, pues la tarea de los medios no es analizar ni educar,

135
Vladimir Olaya Gualteros

es tan solo informar. El proceso de análisis le corresponde, como lo aclaran


algunas de las empresas de comunicación más prestigiosas del país, a otras ins-
tituciones. En este sentido, como lo expresan algunos trabajos de investigación,
entre ellos los de Serrano (2006), Rincón y Ruiz (2002), al igual que Velásquez
y Gutiérrez (2002), la información se estructura en referencia a los criterios de
calidad del medio de comunicación y su inserción en el mercado.

Sumado a esta inmersión de los medios de comunicación en el mercado, otro


elemento que incide en el periodismo y su información en medio del conflicto,
es la fuerte relación de los medios de comunicación en campos como el político,
en el cual existen unas disputas por la hegemonía o pervivencia de formas de
capital cultural en torno a la conflictividad social (Abello, 2001).

De este modo, algunos de los trabajos de investigación sostienen que infor-


mar sobre el conflicto se traduce en el olvido, en muchas ocasiones, de inquirir
o preguntarse por la forma en que se ha resuelto o complicado la lucha armada
en nuestro país, o ahondar en el análisis del irresuelto conflicto sobre la distri-
bución de tierras y la lucha por estas. Tampoco, los medios de comunicación ni
su información tocan el tema de las diferentes aristas de la guerra que ha vivido
el país, y, en cambio, se han situado mucho más en la defensa o imposición de
una serie de intereses privados en pugna y donde la realidad del contexto polí-
tico y la violencia “se pierde en un horizonte de medios que distraen la audien-
cia, desmotivando, en muchas ocasiones, la participación masiva del público al
crear un contexto y un sesgo que beneficia la información que se mide por la
cantidad de audiencia que se logre con la información, y nunca aclare los inte-
reses que subyacen al conflicto armado” (Serrano, 2006, p. 117). Así, se puede
decir que, en muchas ocasiones, las empresas de información son espacios que
agencian el mismo conflicto.

Ahora bien, lo anterior no quiere decir que las empresas de información no


se encuentren en medio de diversas tensiones; una de ellas relacionada con su
posición como empresas, por un lado, y por otro, con su constitución como
espacios de lo público, lo cual se revierte en las luchas por ser lugares de emi-
sión de diversas posiciones ante la guerra que vive el país o la emisión de in-
formaciones que se constituyan en productos mercadeables. A su vez, otra de
las tensiones, relacionada con la anterior tiene que ver con la posición política
desde la cual se enuncia y la objetividad ante el conflicto y la manera en que se
visibiliza o se habla acerca de cada uno de los actores (Abello, 2001; Rey, 1996).

Pese a que muchas investigaciones hacen claridad acerca de la condición de los


medios como empresas y actores políticos, no ahondan, por lo menos dentro de

136
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

los trabajos revisados, en cómo dichas tensiones y posiciones de los medios han
traducido los fenómenos, han incidido en las percepciones e, incluso, cómo la
presencia de dichas tensiones ha determinado la misma dinámica del conflicto.

Los trabajos que se dedican a observar las condiciones de información so-


bre el conflicto, también se acercan al análisis de las prácticas de periodismo
y su complejidad en el interior del conflicto, es decir, informar en la coyuntu-
ra propia de la guerra. De hecho, varios de los trabajos encuentran, desde la
perspectiva de comprensión de los medios de comunicación como espacios de
pugna en torno a diversos capitales simbólicos, cómo el periodista también se
constituye en un personaje con altísimas responsabilidad, pero a su vez depo-
sitario de poder; sin embargo, olvidan que el discurso del periodista está sujeto
a unas condiciones de edición de su palabra, a una censura que si bien puede
no ser explicita, está dada por las circunstancias en las que actúa el profesional
de la información. Pese a ello, es claro que el periodista desempeña un papel
importante en la radicalización del conflicto, o en su defecto, es un protagonista
en la construcción de procesos de paz (Velásquez y Gutiérrez, 2001; Rincón y
Ruiz, 2002).

Algunos de los trabajos apuntan, además, que el informar en medio del con-
flicto, tiene una serie de complejidades las cuales repercuten en la emisión de
la información. Una de ellas está relacionada con el saber acerca de informar,
aprendido por los periodistas en las instituciones de formación. Se expresa,
asimismo, que hay una distancia entre lo aprendido y la práctica en medio del
conflicto, lo cual sugiere una serie de reflexiones en torno a que no hay una pre-
paración previa para vivir lo que allí, en el conflicto, sucede y sus implicaciones
en la información.

En muchos procesos de formación no existe claridad sobre el conocimiento


necesario para afrontar la tarea del informar, ni tampoco acerca de sus condi-
ciones en contextos complejos como los de Colombia. No obstante, algunos
trabajos, entre ellos el de Rincón y Ruiz (2002), que reconocen que existe un
saber construido desde la misma práctica periodística que ha podido ayudar
al ejercicio profesional de informar, aun así, las condiciones de formación
en el oficio generan la duda sobre el tipo de periodismo que se ejerce. Este, en
muchas ocasiones, es esquemático, fragmentado y no correspondería, quizás,
a una postura que se acerque a un trabajo investigativo desde donde se intente
poner en juego posiciones analíticas o interpretativas y que, a su vez, generen la
visibilización de múltiples voces acercándose mucho más a la configuración de
un espacio público “como contrapeso al monopolio de una visión multilateral
de interpretación del conflicto armado” (Olano, 2008, p. 95).

137
Vladimir Olaya Gualteros

Sumado a lo anterior, los trabajos revelan que el hecho de informar en medio


del conflicto conlleva la necesaria reflexión de entender que quién emite noti-
cias, tiene una posición privilegiada de interlocución con las diversas partes, lo
que le hace un mediador entre intereses públicos y privados, sin dejar de ser
un puente de comunicación entre diferentes grupos antagónicos (Olano, 2008).
En este sentido, el periodista pasa de tener tan solo un papel de informante, a
ser un testigo privilegiado del conflicto armado, lo cual hace que su comporta-
miento en el ámbito de lo público se vuelva vital para el desarrollo de procesos
de paz o la profundización del conflicto.

Las condiciones peligrosas y complejas de informar en medio de la violencia


hacen que la independencia y el análisis de los hechos se vean fracturados o por
lo menos incididos por la misma situación vivida. Ahora bien, como lo sostie-
nen los trabajos que se han dedicado a este tema, los periodistas han reflexiona-
do, a partir de su experiencia, en relación con la credibilidad de la información,
el análisis de los hechos, la autonomía, la independencia y cómo lograrlos para
informar en medio del conflicto. Lo anterior ha hecho que los periodistas des-
plieguen una serie de estrategias que intentan, por un lado, producir informa-
ción veraz acerca del conflicto y, por otro, cuidar su vida y la de sus compañeros
(Olano, 2008; Rincón y Ruiz, 2002).

Entre las diversas estrategias que han desplegado los periodistas, sobre todo
los regionales, para enfrentar la tarea de informar en medio del conflicto, están:
1) convertirse, por una parte, en integrantes de la comunidad que se encuentra
en medio de la guerra, como modo de protección, y por otra, plantearse como
servidores de esta; 2) declararse neutrales. Se han ido por el medio, para no
afectar los intereses de ninguno de los actores, e intentan resaltar la parte hu-
mana. La opción entonces es acoger la propuesta de un periodismo de enfoque
social y comunitario; 3) concentrarse mucho más en los hechos que en miradas
amplias del conflicto, para de esta manera impedir ser manipulados por los
actores del conflicto; 4) ser cuidadosos en la presentación de la noticia; 5) crear
una suerte de conciencia social, de tal modo que la información sea una forma
de dar solución al conflicto; y 6) mantener y propiciar una organización gremial
(Rincón y Ruiz, 2002).

Lo que evidencian este tipo de análisis es la dificultad de informar en medio


del conflicto, e insinúan que lo dicho alrededor de la confrontación bélica vivi-
da en el país no pasa solo por los intereses de las empresas informantes, sino
por las condiciones, complejas, por demás, en las cuales se informa. Ante ello,
varios trabajos muestran la necesidad de construir una serie de protocolos que
respeten los actores de la guerra. Se destaca, además, que no hay claridad por
parte de los grupos empresariales de la comunicación de un proyecto de país

138
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

que coadyuve a mejorar y respetar la condición del periodista y la de la infor-


mación, así como el de ser lugares simbólicos para la construcción de escena-
rios de convivencia.

Es claro, entonces, que la forma en que se comunica en medio del conflicto y


aquella en que se hace periodismo enturbian la mirada que desde la sociedad
civil se pueda realizar, pues el informar parece estar sesgado por una serie de
condiciones bastantes problemáticas. En este sentido, habría la urgencia de de-
clarar las condiciones de la información y la tarea que tendría que cumplir los
medios, de tal modo que supere la mirada empresarial y política, por una parte,
y por otra, plantear la necesidad de construir un periodismo investigativo que
vaya más allá de la fuentes únicas y se convierta en un espacio de discusión
pública.

Como es posible ver, los medios tienen un papel protagónico. Ellos son parte
de la dinámica del conflicto, es decir, están en la guerra y son alimentados por
ella. En estas circunstancias, el periodismo se convierte en:

… un campo intelectual y profesional en el que existen relaciones de


autoridad, dominación, legitimidad, credibilidad, oposición, auto-
nomía y consenso entre sus integrantes, quienes están en una lucha
constante por definir los temas importantes y trascendentales para el
campo, lo que genera que la guerra se convierte en un tema complejo
de difícil conciliación. (Tamayo y Bonilla, 2005, p. 25)

Medios de comunicación y narrativas acerca del conflicto


Los medios masivos de comunicación, además de encontrarse rodeados por
tensiones políticas y económicas, como se ha sido descrito en párrafos anterio-
res, constituyen una serie de discursos que tienen determinadas estructuras las
cuales coadyuvan a la construcción de significaciones acerca del conflicto. Esto
es, las formas en que se estructuran las noticias, la manera en que se organiza el
discurso, posibilita la construcción de campos semánticos, sentidos que inciden
en las representaciones y posibles significaciones en torno al tema tratado, en
este caso el conflicto en Colombia.

Es en esta perspectiva, desde el análisis de las narrativas y los discursos, que


se construyen marcos comprensivos para acercarse a la relación entre medios
de comunicación y conflicto. Desde allí, en el entendido de que las gramáticas
discursivas y narrativas permiten una construcción de lo real, se elaboran

139
Vladimir Olaya Gualteros

diferentes líneas de análisis en las que se pregunta por las representaciones,


visibilizaciones y configuraciones estructurales que constituyen los medios de
comunicación acerca del conflicto.

Desde esta particularidad, se entiende, por una parte, que los medios masi-
vos de comunicación no son neutros, y por otra, que el lenguaje incide en las
estructuras cognitivas con base en las cuales aprehendemos la realidad. Allí,
entonces, el lenguaje deja de ser tan solo un ejercicio de referencialidad, para
ser también un instrumento de mediación entre los sujetos y la constitución
de los lazos sociales. La información en cuanto lenguaje configura ángulos de
visión, maneras de ver que se sitúan en el espacio de lo público.

Es claro, entonces, que hay un enfoque sobre el análisis del lenguaje y el dis-
curso desde diversas vertientes. En este orden de ideas, algunos trabajos se de-
dican a observar la forma en que se cuenta el delito; esto es, se analiza el tipo de
narrativas utilizadas y las estrategias discursivas de las prácticas periodísticas,
al tiempo que las representaciones que se construyen con respecto a este. De
igual forma, en algunas ocasiones se hace alusión a las relaciones establecidas
entre lectores, audiencias, textos y las múltiples miradas posibles sobre las re-
presentaciones.2

Diferentes trabajos que se dedican a mirar las formas en que se construye el


relato periodístico, permiten insinuar que los relatos o narrativas no adquieren
un nivel de significación si no en los entornos y prácticas construidos por los
lectores o audiencias que acceden a la información. Lo anterior hace posible
pensar que los grados de significación no están dados tan solo en la construc-
ción discursiva del medio, también se encuentran en las significaciones de los
participantes del hecho informativo-comunicativo; no obstante, la presencia
del otro como espectador hace que las estructuras comunicativas se constru-
yan en marcos de inteligibilidad. Es decir, el lenguaje utilizado, las estructuras
construidas por los medios de comunicación entienden o prefiguran una mane-
ra de ser de los destinatarios y sus modos de comprensión. En este sentido, las
gramáticas discursivas en relación con la violencia del país intentan acceder al
otro a partir de una suerte de contrato comunicativo.

Aun así, es claro que en dicho ejercicio comunicativo actúan unas representa-
ciones e ideales que se ponen en dinámica con los mundos de vida del receptor-
perceptor de la información. Con todo, como lo apunta uno de los trabajos, los
contextos de los usuarios de la información, en algunas ocasiones, son acotados

2 Algunos trabajos en los que se puede identificar esta perspectiva son los de Rey (1996, 2007),
Barón,Valencia y Bedoya (2002), Tamayo (2006, 2008), Barón (2001) y Caraballo (2009).

140
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

y no incluyen diversos discursos, o simplemente no conversan o tienen a su


disposición la interpelación de voces de colectivos u otros escenarios políticos.
Esto limitaría el campo semántico desde el cual construir o ampliar las signi-
ficaciones de la guerra y la paz emitidas por los medios de comunicación. En
este sentido, las empresas de comunicación tendrían un papel muy importante
en la configuración y sedimentación de diversos significados sociales (Barón y
Bedoya, 2002).

Ahora bien, las elaboraciones periodísticas en las cuales se develan represen-


taciones en torno a la violencia en Colombia, como lo evidencia Rey (2007) a
través de sus estudios, en muchas ocasiones informan a través de estructuras
discursivas que fijan la atención en la sensación y en la exageración y no brin-
dan espacios a la explicación de las causas. En este orden, se separan de una
construcción de relato, pues este último, desde la concepción de Rey, en cuanto
permite una mirada más profunda y desapasionada de la realidad, posibili-
ta y necesita detenerse frente a los hechos, analizar, desarrollar sensibilidades
frente a lo humano, e intenta explicar las complejas causas que circundan los
hechos (2007).

Desde esta perspectiva, el hecho noticioso cae en el registro del lugar, el espa-
cio, el tiempo y el resultado. Tal gramática invisibiliza los intereses, las motiva-
ciones y las intenciones humanas, políticas y sociales. En este sentido, muchas
informaciones discurren por una estructura simple de la noticia, en la cual la
comprensión de los hechos no es el objetivo de la información ni, por supuesto,
del medio. El registro que elaboran dichas noticias, en muchas ocasiones, no
sobrepasa la enunciación de unos hechos, unas cifras y en otros casos, tan solo
informan desde la dramatización del mal, es decir, desde el centramiento en el
dolor de un individuo, como ejercicio ejemplificador del suceso, sin que ello se
conecte con campos amplios de análisis.

Tales estructuras narrativas tienen relación, como lo anuncia Rey (2005), con
las formas en que están constituidas las empresas informativas. Son ellas las
que le dan un privilegio o importancia a dicho tipo de hechos y a la necesidad
de que los sucesos contados sean mercadeables. De ello también dependerá su
fugacidad o permanencia temporal en la agenda informativa.

Es claro que estas estructuras condicionan, no solo una forma de ver el con-
flicto y la violencia, sino que generan marcos de comprensión, posturas éticas y
políticas, pues los eventos descritos a través de narrativas despliegan un accio-
nar de los sujetos desde un tipo de ser y de dar razón del actuar humano que es
poco trabajado por las investigaciones que se acercan a mirar la relación entre
conflicto y medios.

141
Vladimir Olaya Gualteros

Aunque es evidente que estas estructuras no tienden a generar lazos rela-


cionales entre unos hechos concretos y unas dinámicas mucho más complejas,
dichas gramáticas no se encuentran por fuera de una compleja red de signifi-
caciones. En este orden de ideas, las formas simples del contar están inmersas
en las dinámicas de lo social. Sería prudente pensar y analizar los medios de
comunicación, las estructuras de las narrativas periodísticas y su relación con
las dinámicas del conflicto en otras dimensiones de lo social y sus posibles in-
terrelaciones (Cadavid, 1989; Estrada, 2006).

Desde otra perspectiva, como lo mencionan algunos trabajos, las formas en


que se habla de la violencia tienen una estructura particular, diferente de las
maneras como se informa en relación con la política o lo económico. En este
sentido, algunos autores afirman que las informaciones sobre la violencia y lo
conflictivo están muy cercanas a la narrativa policial, que tienen el carácter de
ser más cercanas a la crónica. No obstante, dicha estructura ha cambiado: el
crimen (en muchos casos) perdió su crónica y halló su registro, casi como un
asunto de epidemiología social. En este sentido, la narrativa, aunque simple,
compuso una serie de imaginarios que dinamizan lo político, lo económico y la
referencia a la guerra. Contar en números y estadísticas remplaza el contar his-
torias, lo general arrolla a lo particular y la excepcionalidad del delito se diluye
en los estándares de la seguridad (Rey, 2005).

Lo que evidencia dicho cambio, es una fuerte abstracción de la idea de justicia


o de seguridad. Esto es, al referenciar la violencia y el delito en hechos concre-
tos, sin una narrativa más amplia, se configura una generalización del evento,
aunque suene paradójico, pues el enumerar las muertes, el nominalizar al vic-
timario, sin una historia que lo constituya, imposibilita entender lo sucedido y
genera ideas de justicia que tienen relación con el ajusticiamiento, la captura,
sin que se expliquen los posibles móviles, intereses, significados, disputas (Rey,
2007). Podríamos decir, en este sentido, que se trabaja sobre la idea de acción-
reacción, lo cual pone a la justicia en un ejercicio de pragmatismo y utilidad
y no en el ejercicio de la comprensión. Esta es la diferencia. Se construye un
dato, no se narra la experiencia, no se complejizan los hechos (Olaya, 2011).

Aunque, como se ha dicho en párrafos anteriores, la forma en que se cuenta


la violencia en nuestro país depende de ejes situacionales y en muchos casos
es aséptica, también se encuentran otras formas de contar el delito. En algunas
ocasiones la narración se amplía al igual que su desarrollo argumental y tempo-
ral, lo cual tiene efecto en la trama y en la significación construida (Rey, 2007).
En otras oportunidades, tanto la violencia como el delito común son contados a
través de varias entregas, pero que pese a ello logran un hilo narrativo mucho

142
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

más amplio y configuran identidad tanto de los personajes como del narrador,
posibilitando con ello cargas dramáticas y de suspenso.

En otras enunciaciones, el delito se va configurando del tal modo que se acer-


ca a la idea del informe técnico. Pese a ello, a la amplitud o encogimiento de la
noticia a través del ejercicio informativo, muchas de estas estructuras se que-
dan en una profundización del evento mismo. Esto no quiere decir que exista
un análisis profundo de las causas y efectos o de las múltiples relaciones que se
podría plantear, sino la puesta en primer plano de los detalles, lo cual intenta
causar el efecto de espectacularización y la construcción de cargas emocionales
en relación con el producto mediático (Abello, 2001; Olaya, 2011).

La focalización, el detalle y en suma la dramatización del conflicto conllevan


la construcción de representaciones en torno a la dimensión subjetiva y, por
qué no, individualizada de la seguridad, según lo argumentan algunos autores.
Diversos trabajos denotan que la narración del crimen, la violencia y el conflicto
con esta serie de tintes y particularidades, está relacionada con la generación
del miedo y la inseguridad, pues el convertir la sensación en el eje argumen-
tativo en el que la humillación, el horror, el padecimiento se vuelven el nodo
de la noticia, conlleva que se difumine la línea diferencial entre lo público y
lo privado, lo cual genera la exhibición del otro y, por supuesto, del sí mismo
como sujeto amenazado.

Sumado a ello, la no comprensión de las causas de lo sucedido en torno a la


violencia y el conflicto, coadyuva a la generación de incertidumbre y el lugar
del no saber, lo que sitúa a los sujetos en condiciones de vulnerabilidad frente a
lo acontecido, por una parte, y por otra, la generación de enunciados centrados
en los detalles vincula los hechos mucho más cercanos a la experiencia indivi-
dual que a la posibilidad de comprender los acontecimientos en sus dimensio-
nes políticas, sociales y culturales (Rey, 2007).

A su vez, esta estructura limitada de la narración del conflicto conlleva colo-


car al victimario en el lugar de protagonista y a la víctima como simple sujeto
sobre el cual recae una acción. Tal situación construye campos semánticos en
los cuales las consecuencias son de tipo emocional y económico particular, lo
que puede dar lugar a la construcción de apreciaciones y juicios de tipo moral
mucho más que interpretaciones ligadas a lo político.

En relación con estas formas de estructurar las narrativas en torno al con-


flicto, algunos investigadores sustentan que ellas tienen consecuencias que
van más allá de la construcción de juicios morales (Barón, 2002). Para algunos

143
Vladimir Olaya Gualteros

analistas, la información construida en torno a las dinámicas de la violencia


tiene como objeto fundamental la edificación de la alarma general, en donde
prima la construcción de la idea del cuidado de sí y todo sujeto es sospechoso.
En esa dinámica, las estructuras narrativas privilegian una serie de miradas
en las cuales el oponente es cualquiera, desposeído de cualquier tipo de razón
ética o moral. Ello a través de la desvinculación de los hechos, de los sujetos,
de la historia.

En este sentido, actores como la guerrilla son individualizados, es decir, re-


presentados a partir de la individualización de la colectividad; un sujeto es
toda la guerrilla y el accionar o los eventos que corporizan un individuo son
símbolos del terror de un colectivo. Ello hace que este tipo de individuos sean
traducidos en bestias humanas, o en sujetos indeseables para la sociedad, cuyo
ataque no es a una sociedad sino a la individualidad (Olaya, 2011).

Estas estructuras narrativas son incididas, también, por lo que autores como
Barón y Bedoya denominan medios de frontera o nómadas, es decir, la informa-
ción puede ser afectada por diversos contextos gracias a la capacidad que tienen
los medios de integrar en las narrativas condiciones nacionales internacionales,
o deambular por temporalidades diversas. En este sentido, pueden construir
una idea de país en relación con elementos internacionales o, en su defecto,
excluirlos. “Así, el medio, traza y desvanece fronteras ayudando a consolidar
relatos identitarios que expresan lo similar y lo diferente” (Barón y Bedoya,
2002, p. 88). En la misma línea, pueden permitirse el paso entre el presente, lo
actual, la constitución de un sentido de la historia o el horizonte de futuro. De
este modo pueden, los medios, a partir de la imbricación de estos elementos,
construir noticias en relación con el conflicto con hondas implicaciones en la
elaboración histórica. Sin embargo, prevalece en los enunciados del conflicto
una mirada cada vez más actual y efímera (2002).

Las estructuras narrativas de los medios de comunicación son, entonces, en


buena parte, una forma de dar sentido a nuestra conflictividad y a la violencia
vivida en nuestro país. Ahora bien, lo que algunos de estos trabajos no expre-
san, es la relación de estos tipos de estructura con una dimensión histórica del
conflicto. En este sentido, sería necesario plantearse preguntas que evidencien
las formas narrativas y su relación tanto con unos sectores sociales, políticos,
económicas, al tiempo que con la misma dinámica de la guerra vivida en Co-
lombia, en tanto es posible pensar, como lo evidencian algunos autores, que la
guerra también acontece en el campo de lo simbólico (Estrada, 2006; Franco,
Nieto y Rincón, 2010).

144
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

En este sentido, en el de comprender que las formas narrativas movilizan el


conflicto y son parte de este, se hacen importantes aquellos trabajos que aunque
observan las tesituras narrativas, entienden que ello implica representaciones
y significaciones en torno al conflicto. No obstante, hay trabajos que dan más
relevancia en unos casos a la estructura y otros a las representaciones, pero en
ninguno de los casos omiten dicha relación. Ahora bien, centrarse en las repre-
sentaciones tiene una carga fuerte en torno a los campos semánticos que movi-
lizan, mientras que las gramáticas que constituyen los relatos sobre la violencia,
se centrarían en las maneras en que se constituye el significado.

Partiendo de esta premisa, los trabajos que se ocupan de las representaciones


sostienen, en una gran mayoría, que para los medios de comunicación la vio-
lencia es objeto de mercado, es decir, la guerra vende. Así, las significaciones
construidas, las informaciones creadas y la escenificación de la violencia y el
conflicto en nuestro país pasan por la forma en que ella, la violencia, es presen-
tada como un producto de venta, en muchos casos, más que por una preocu-
pación por la información y por la construcción de espacios de lo público (Rey,
2007; Serrano, 2006).

Tales dimensiones hacen que la forma en que es presentada y representada la


violencia tenga que ver con una doble finalidad: la venta y los intereses políti-
cos. En esta medida, es recurrente encontrar que la violencia se presenta en los
medios en una doble dimensión: por una parte, se exponen conflictos sociales
que al Estado no le convienen, en tanto hacen visibles su faceta represiva y
muchas veces arbitraria, lo cual respondería a la exposición de una supuesta
objetividad e independencia por parte de los medios. Sin embargo, la no pro-
fundización en estos temas, su mirada rápida y la poca importancia para las
agendas, hacen que dichas noticias se pierdan en el tiempo. Por otra parte, se
presentan el delito y la violencia de tal forma que erigen y refuerzan la estigma-
tización social y las políticas de seguridad (Barón, 2001, p. 149).

De este modo, los medios de comunicación refuerzan las relaciones institu-


cionales hegemónicas, permitiendo la construcción del pánico y la constitución
de una moralidad que profiere juicios contra todo aquel individuo que se pre-
sente en contra de los valores instituidos socialmente (Bonilla, 2006). Tal idea es
congruente con una criminalización de los actores, en la que todo individuo
es sospechoso, profundizando la idea de un otro terrorista que se encuentran en-
tre nosotros, lo que coadyuva a legitimar el control del Estado y sus actos represi-
vos. En este sentido, calificar, en muchos casos, diversos actos como terroristas o
no, tiende a legitimar o deslegitimar una serie de actos. Así, por ejemplo, calificar
las acciones de movimientos sociales, comunitarios o indígenas como infiltrados

145
Vladimir Olaya Gualteros

por el terrorismo, o ser actos terroristas en sí mismos, convierte la pugna política


en un escenario de miedo y desconfianza (Bonilla, 2006).

Desde otra arista, las representaciones sobre violencia y conflicto armado


construidas por los medios, según algunos trabajos, tienden a mostrar que esta
no es más que un ataque a la sociedad civil. Idea desde el cual se desprende
que la guerra no es sino el resultado del enfrentamiento a los enemigos del
país. Consecuencia de ello es que se despolitice y deslegitime el accionar de los
diversos actores del conflicto. En este orden, la guerra que sucede en nuestro
país parece devenir mucho más de mentes perversas, enfermos y animales que
de un enfrentamiento histórico por la tierra y el poder (Cadavid, 1989).

Las formas en que se representa y se muestra el conflicto armado, entonces, se


constituye desde en una mirada pendular que no admite lugares intermedios.
En cambio, sí deja abierta la apuesta sobre la imposibilidad de una salida nego-
ciada al conflicto, pues las polaridades nunca pueden tener lazos comunicantes.

Narrativas: representación y visibilidad de los actores del


conflicto
Algunos trabajos que tienen por objeto la mirada en las narrativas, enfocan
sus análisis en revisar la manera en que se da visibilidad a los actores directa
o indirectamente implicados en el conflicto armado en Colombia, teniendo en
cuenta, en variadas ocasiones, los contextos en los cuales se representa al actor
y desde allí poder nombrar la identidad dada a este. Tal identificación le per-
mite a los analistas arriesgar hipótesis sobre el grado de responsabilidad de los
medios de comunicación en relación con la comprensión y la construcción de la
realidad. Desde esta perspectiva, dichos trabajos, en algunas ocasiones, obser-
van y comparan los discursos de acuerdo al rango, actuación o incidencia de los
medios en el ámbito nacional, local o regional.

Para algunas investigaciones, se comprende que si bien no hay un estudio


que demuestre en su plenitud los efectos negativos de los productos mediáticos
violentos sobre los consumidores o espectadores, es claro que ellos desempe-
ñan “un rol clave en la reproducción de los valores que propician la injusticia
social y la inseguridad” (Serrano, 2006, p. 153). Sin embargo, también es claro
para algunos trabajos que la intensificación de la violencia en nuestros con-
textos no depende, tan solo, de la visibilidad dada, sino de los estadios y las
demostraciones de poder, de la posibilidad de una ciudadanía participativa y
de la aceleración de los estados subjetivos de vulnerabilidad” (p. 153). En este
orden de ideas, hay una fuerte relación entre la visibilidad de la violencia, su
influencia y las condiciones sociales en que viven los individuos.

146
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

Las percepciones de las audiencias sobre la violencia en los medios de co-


municación manifiestan que la relación entre los grupos sociales y la violencia
no depende únicamente de que se vea mucha o poca violencia en la pantalla,
sino de lo que una sociedad descubre en la televisión, contrasta y pone en
evidencia. […] importan los rituales, las formas y estrategias de uso y de con-
sumo televisivo que tienen las audiencias; interesa lo que la televisión significa
como referente de las transformaciones que están ocurriendo en la sensibilidad
y el entendimiento. (p. 155)

En este contexto, adquiere gran relevancia la forma en que son relatados los
eventos, la manera en que son evocados y enunciados sus actores. En esta me-
dida, por ejemplo, algunos trabajos destacan cómo los medios de comunicación
pueden dar el papel de informantes o sujetos de la información a diversos ac-
tores del conflicto.

La forma en que se relatan la conflictividad social y los hechos de violencia en


nuestro país surte el efecto de convertirse en contextos en los que se constitu-
yen las relaciones entre actores y acciones. Dicha dimensión permite entender
que las discursividades plantean la posibilidad de atribuir a ciertos agentes la
condición de actores pasivos o pacientes de los hechos o de invisibilizar a unos
u otros. Los discursos, entonces, son muchos más que la puesta en escena de la
conflictividad, los sujetos discursivos (léase medios de comunicación) colocan
en la arena pública condiciones y valoraciones acerca de la constitución de la-
zos sociales, de identidades, así como la evidencia de quiénes son las víctimas
y quiénes los victimarios.

Ahora bien, una de las fórmulas de construcción de sentido acerca de los ac-
tores del conflicto tiene que ver con la forma en que estos son nominalizados.
La nominalización no se entiende solamente como el nombre dado a alguien,
sino la forma en que es enunciado el actor, lo cual supone un papel, una iden-
tidad, un tipo de existencia en el mundo y en la dinámica del conflicto. En esta
medida, autores como Neyla Pardo Abril (2004) sostienen:

Los diversos recursos de nominación empleados por la prensa apor-


tan rasgos de los actores armados en conflicto que pueden ser em-
pleados para el descubrimiento y estructuración de identidades, des-
de donde se puede interpretar la responsabilidad social de la prensa
[…] Al nominar, la prensa emplea mecanismos de asociación que le
permiten establecer identidades colectivas para los distintos grupos
armados […] En este sentido la identidad se reconstruye en mane-
ras de clasificar los grupos o los individuos, calificarlos, definirlos,

147
Vladimir Olaya Gualteros

atribuirles acciones, para incluirlos o excluirlos en relación con un


grupo o persona de referencia.

La construcción de identidades implica aspectos compartidos, cons-


trucciones mentales sobre los elementos que delimitan la colectivi-
dad y la existencia de grados de pertenencia mientras la identidad
colectiva da cuenta de lo idiosincrásico de un grupo social, pero no
cobija totalmente la manera como los miembros de las colectividades
se apropian y aportan a la construcción de las identidades […] Las
formas de nominar en la prensa, a propósito del conflicto armado,
indican que al asociar y disociar los distintos actores armados en sus
identidades se ocultan tejidos de interacción simbólica y física que de-
finen el ejercicio de poder y de violencia inherente a la existencia de
estos actores. (p. 191)

En este sentido, la autora afirma que las diversas identidades y nominacio-


nes dadas a los actores del conflicto armado en Colombia en los medios de
comunicación no permiten una mirada compleja y relacional de las situaciones
de la guerra, con lo cual se invisibilizan las pugnas, los intereses, los capitales
simbólicos en juego, así como toda la trama histórica sobre la cual se han mo-
vilizado los diversos enfrentamientos. En cambio, logran colocar el conflicto en
el enfrentamiento de dicotomías y polaridades entre bueno y malo, víctimas y
victimarios, lo cual impide contextualizaciones amplias o, en su defecto, alter-
nativas diversas de salida o resolución del conflicto.

En la misma perspectiva, autores como María Eugenia García Raya y Edward


Romero Rodríguez (2001) identifican que las visibilizaciones de los actores en
los medios de comunicación dependen en muchos casos de las situaciones his-
tóricas y sociales particulares. Señalan, por ejemplo, que en medio del proceso
de paz construido en el gobierno Pastrana, las formas en que fueron visibili-
zados los guerrilleros coadyuvaron a construir una imagen que, en muchas
ocasiones, los des-responsabilizaban de hechos atroces, o de ser autores de crí-
menes de lesa humanidad y los posicionaban en el lugar de actores políticos,
lo que permitiría la construcción de un escenario adecuado para los diálogos.
En otras palabras, la forma en que son presentados los actores contribuye a
generar ciertos ambientes que intentaban posibilitar un escenario propicio para
ciertos procesos o acciones.

De acuerdo a lo anterior, los autores apuntan que hay una serie de visibi-
lidades e invisibilidades que fragmentan los discursos y las narrativas sobre
la violencia, lo cual hace que los medios se conviertan en parte de estrategias
militares y políticas.

148
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

Sumado a ello, los autores sugieren que la forma en que se ha visibilizado el


conflicto y sus actores, ha coadyuvado a constituir un eje narrativo en el que se
privilegia la idea de víctima y victimario, a partir de lo cual se reconstruyen,
casi cronológicamente, los escenarios del terror. Lo que estaría en concordancia
con lo expresado por Pardo (2004); sin embargo, se diferencia en que no es tan
solo un ejercicio de nominaciones, sino también que dicha narrativa recompone
los escenarios de la guerra, en los cuales además de nominalizar a los actores, se
re-edifica la idea de dos Colombias distintas: la rural y la urbana, dos culturas
distintas en las que la guerra se enfrenta desde diferentes perspectivas.

Tal dicotomía no solo opone a dos tipos de ciudadanos, sino que deja de re-
presentar a las víctimas como actores políticos con ideas y posiciones, con pro-
puestas y movilizaciones, pues el campesino organizado no tiene un rostro, no
cuenta con una identidad ni mucho menos con un lugar como parte de desa-
rrollos sociales, civiles y ciudadanos. En cambio, la visibilidad de las víctimas,
en muchos casos, como cuerpos sufrientes sirve de escenarios para pensar la
maldad, la escena del terror y, lógicamente, al otro victimario, lo que excluye
la posibilidad de pensar al campesino mucho más que como una víctima, a un
sujeto con una voz que devela posiciones, que constituye acciones, las cuales,
al ser narradas, podrían ampliar el espectro en torno a la forma de asumir la
conflictividad vivida.

En este mismo orden, el de la invisibilidad de una serie de actores, se encuen-


tran los desplazados quienes son, mucho más que sujetos, efectos de la violen-
cia. Dicha nominalización o visibilidad invisible, hace que los cuerpos se con-
viertan en acontecimientos resultado de un accionar de otros, lo cual deja una
vía muy estrecha para pensar al desplazado y su accionar como una narrativa y
una posición política. Así, por ejemplo, si se piensa el desplazamiento más allá
de la acción del violento y se lo comprende como parte de un accionar político,
como una forma de emprendimiento en la cual se generan unas dinámicas en
las que están inmersos procesos colectivos e individuales, la posición con re-
lación a estos cambiaría. Ello no quiere decir que se niegue el desplazamiento
como resultado de la violencia, pero sí que allí, en el desplazamiento, hay un
accionar y una posición de la subjetividad que implican consideraciones éticas.

Lo anterior nos lleva a pensar que la visibilidad de unos actores debe superar
el ejercicio de comprender las nominalizaciones, para pensar las formas en que
se establecen los ejercicios de comunicación, en tanto ella condiciona las mane-
ras en que se ejerce la actividad de lo público, se establecen lazos sociales y se
posibilita la construcción de culturas políticas y, claro, formas de comprensión
de la guerra.

149
Vladimir Olaya Gualteros

Los mismos autores (García y Romero, 2001) develan un elemento muy im-
portante en relación con la visibilidad de los actores en medio de los procesos
de paz. Si bien este dejó ver a la guerrilla como un actor político, a su vez se
olvida a otros actores como los paramilitares. Sin embargo, según los autores,
estos tomaron fuerza y visibilidad sin que estuvieran implicados en los proce-
sos de paz, sin que se les leyera como actores políticos o se presentaran como
interlocutores.

Ahí está la paradoja: aun cuando su invisibilidad responde a su propia natu-


raleza, su falta de referencia y análisis en los medios de comunicación les salva
de ser representados como uno de los principales responsables del conflicto
armado y culpables de muchos graves delitos contra la vida (García y Romero,
2001, p. 3).

Lo anterior conlleva reflexiones en torno al papel de los medios en el conflic-


to. Además, pone sobre el tapete la discusión en torno a las formas de la comu-
nicación y a los posibles efectos que sobre la vida pública tienen los medios de
comunicación y sus informaciones. En este sentido, se hace necesario pensar
que ellos juegan mucho más allá de la visibilidad. Por tanto, es necesario que
cobre en ellos importancia tanto la diversidad cultural vivida y que atraviesa
la guerra, como la existencia de las múltiples voces, al igual que las dimensio-
nes individuales del conflicto, esto es, generar narrativas en los medios que
superen las miradas cuantificadoras del conflicto y den lugar a las experiencias
privadas.

Se trata, entonces, de constituir espacios que posibiliten la salida de la expe-


riencia privada del dolor a las dimensiones de lo público, ligadas a escenarios
históricos y socioculturales amplios (en otras palabras, se trataría de buscar la
vinculación del mundo privado a fenómenos sociohistóricos amplios), lo que
permitiría construir escenarios en los que se vehiculen elementos éticos y mora-
les que provean sentidos acerca del proyecto de país que se busca.

Como es posible evidenciar, los trabajos que intentan mirar las visibilidades
dadas a los actores suponen un análisis de las relaciones entre actores y even-
tos. No obstante, trabajos como El conflicto armado en la pantalla. Noticieros, agen-
das y visibilidades (Tamayo y Bonilla, 2005) dejan ver que no se trata solamente
de a quién se nombra, sino también de quién proviene la información. En este
sentido, sostienen que, por una parte, son pocas voces las que hacen presencia
en las noticias sobre el conflicto, y por otra, dichas voces no necesariamente
significan la presencia de discursos que permitan el debate o la posibilidad de
diferentes versiones o puntos de vista. Son, en cambio, las voces oficiales las

150
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

que tienen la posibilidad de aparición y de ser ellas las fuentes de información.


Lo que se constituye en una legitimación acerca de las versiones de los hechos.

Así, se puede decir, con los autores, que a mayor legalidad, mayor legitimi-
dad del discurso sobre la guerra. Lo que sugiere esta aparición de informantes
es la construcción de una pantalla, entendida como perspectiva y campo de
significación acerca del conflicto. No obstante la presencia privilegiada de vo-
ces oficiales, algunos trabajos afirman que hay matices y pugnas, pero a los que
privilegian los medios de información son a aquellos actores que se encuentran
del lado de los discursos hegemónicos.

Ello hablaría no solamente de dos polaridades en el discurso, de unas vícti-


mas y unos victimarios, sino de los que tienen voz y los que no la tienen, y al
tiempo de un alguien que habla y un alguien sobre quien se habla. Esta lógica
del fenómeno comunicativo nos dice o interpela acerca de la forma en que se
construyen la discursividad acerca del conflicto. El monopolio narrativo de la
violencia sugiere que las representaciones que se tienen sobre este inciden en
la posibilidad de discusión sobre los acontecimientos, pues se enmarcarían
dentro de la construcción discursiva de un otro hegemónico. Tal situación
alerta acerca de la real posibilidad de dar alternativas al conflicto, cuando las
reflexiones se están construyendo sobre lo que el otro, oficial, dice, alejando a
la sociedad civil del fenómeno en sí mismo, o por lo menos de otras versiones.

Los diferentes trabajos que enuncian o se focalizan en la manera en que son


visibilidades los actores del conflicto nos dejan por lo menos tres elementos im-
portantes que revisar y seguir analizando. El primero de ellos tiene que ver con
la idea de que las formas en que son enunciados los actores conducen tanto a
inclusiones como a exclusiones, lo cual tiene incidencia en las representaciones
que hacemos del conflicto. El segundo elemento hace referencia a que dichos
relatos en torno a los actores se mueven en un eje de polaridad entre el bueno
y el malo, la víctima y el victimario, lo que sugiere una mirada simple y no
relacional del conflicto; y tercero, las voces de los relatos están construidas por
fuentes oficiales que enuncian al otro, víctima, es decir, este último es resultado
de la discursividad.

Estos elementos nos permiten entrever que, por una parte, la visibilización
de ciertos actores tiene relación con las presiones sociales y las condiciones de
posibilidad de informar en medio del conflicto. Por otra, que la polaridad mos-
trada es cara a unos intereses, es decir, que tal mirada deviene del papel de los
medios en la guerra, lo que coadyuva a entenderlos como un actor más, este de
carácter discursivo. Los medios son una voz que habla sobre el conflicto, lo cual
los pone en la arena de la guerra.

151
Vladimir Olaya Gualteros

Algunas nuevas y viejas preguntas


Los trabajos analizados nos muestran una mirada seria y diversa de la rela-
ción entre conflicto armado y medios de comunicación en nuestro país y, asi-
mismo, sugieren la necesidad de realizar nuevos emprendimientos investigati-
vos que permitan, mucho más que mirar lo que dicen los medios, preguntarnos
por la participación de ellos en el conflicto. Esto es, en tanto varios de los traba-
jos evidencian que los medios son mucho más que lugares donde se transmite
información y se convierten en actores que profieren discursos, sería necesario
ubicar sus enunciados en la guerra que se vive, es decir, ¿cómo movilizaron o
incidieron los discursos en la actuación de los actores tanto políticos, económi-
cos como insurgentes?, ¿cuál fue la dinámica que promovieron? Una mirada a
esta temática, en el interior de contextos sociales concretos e históricos, permi-
tiría pensar en las ecologías que constituyen el conflicto y sus múltiples aristas.

Sumado a lo anterior, son pocos los trabajos que hacen revisiones compara-
tivas en torno a la manera en que se informa y se constituyen discursos desde
diversos medios de comunicación acerca de los hechos del conflicto, en diferen-
tes niveles. Uno de ellos tendría que ver con mirar de forma transversal lo que
se enuncia en medios de tipo regional, versus la manera en que se informa en
medios de comunicación nacionales, pues es posible encontrar miradas diver-
sas dependiendo del grado de afectación o cercanía que se tiene con los hechos
de guerra vividos en nuestro país.

Si bien se han encontrado algunos acercamientos a esta temática, profundizar


en ella, sobre todo con la pretensión de complejizar los análisis de modo tal que
se comparen y se pongan en relación con las actuaciones de los actores, podría
ayudar a visibilizar los entramados discursivos que las vivencias del conflicto
proveen y desde los cuales se dinamizan una serie de enunciados y relatos
que inciden en las maneras en que se constituyen representaciones en torno al
conflicto.

Otro nivel de análisis que es prudente y necesario realizar tiene que ver con
la relación entre la prensa local y los medios de comunicación internacionales
sobre el conflicto armado en nuestro país y los discursos políticos que sobre el
fenómeno circulan en Colombia. Lo anterior tiene su razón de ser en la efectiva
incidencia que tienen los organismos y el contexto internacional en las agendas
políticas nacionales y, por supuesto, en las dinámicas del conflicto. No es un
secreto que muchas de las estrategias militares que se han llevado a cabo en
nuestro país tienen relación con intereses económicos y políticos internaciona-
les. En esta medida, observar la visibilidad y las representaciones que se dan en

152
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

medios de comunicación internacionales a la guerra vivida en Colombia puede


ayudar a acceder a análisis que pongan en relación las dinámicas concretas
de los hechos de violencia política en nuestro país y la manera en que dichos
acontecimientos se vinculan o tienen relación con movimientos y estrategias
económicas y políticas a nivel internacional.

Una perspectiva de análisis que coadyuvaría a la construcción de miradas


comprensivas al conflicto histórico que vive el país, estaría dada por el análisis
de la relación medios de comunicación, conflicto armado, formación de subje-
tividades y cultura política. Es claro, como se ha dicho en apartados anteriores,
que los medios de comunicación se constituyen como espacios de fuerte inci-
dencia en la conformación de representaciones y marcos comprensivos sobre el
conflicto y diversas dimensiones de lo social.

Ahora bien, en cuanto la información es lenguaje que conduce a la visibilidad


de los hechos, de los actores y sus identidades, también ayuda a prefigurar sen-
tidos y formaciones ético-políticas, pues los medios muestran y señalan rutas
compresivas en las que los sujetos se leen, se narran, se ven, se juzgan, lo que
les posibilita construir lazos sociales, participar en las dinámicas democráticas
y ciudadanas; en últimas, construir un posicionamiento en el mundo, narrar y
narrase en lo social. Por ello, un análisis de la dimensión formativa de los
medios en torno al conflicto nos ayudaría a comprender los complejos entra-
mados sociales de la guerra y cómo ella incide en diversas estructuras sociales,
políticas y simbólicas.

Las preguntas aquí formuladas quieren ser un intento de nuevas rutas que
posibiliten ir más de allá de una mirada a los medios como lenguaje. Si bien hay
una lucha que se da por la pugna de capitales simbólicos, los hechos de guerra
y violencia en nuestro país tienen unos efectos concretos en vidas, en dolor,
que no se dan ni se solucionan en el lenguaje, pero el análisis desde este y los
discursos debe repercutir en probables soluciones y salidas a dichos hechos, en
pro de una arena política más amplia y en la construcción de un espacio público
diverso en el que el otro y los otros tengan cabida, reconocimiento y expresión.

153
Vladimir Olaya Gualteros

Bibliografía
Abello, J. (2001). El conflicto armado en Colombia como espectáculo del
infoentretenimiento. En J. Bonilla y G. Patillo, Comunicación y política: Viejos
conflictos, nuevos desafíos (pp. 411-420). Bogotá: Centro Editorial Javeriano.

Acosta, L. (1998). El cine colombiano sobre la Violencia 1946-1958. Signo y


Pensamiento, 17 (32), 29-40.

Alba, G. (2001). La fascinación por el crimen. Medios de comunicación y vio-


lencia. En J. I. Bonilla y G. Patillo, Comunicación y política: Viejos conflictos,
nuevos desafíos (pp. 421-435). Bogotá: Centro Editorial Javeriano.

Arias, J. (2002). Periodismo, región y violencia. Antiobituario de Orlando


Sierra. Signo y Pensamiento, 21 (40), 87-93.

Barón, L. (2001). La ilegitimidad frente al sectarismo. Representaciones sobre


los conflictos en medios y audiencias en Irlanda del Norte y Colombia.
Signo y Pensamiento, 20 (38), 46-63.

Barón, L. y Valencia, M. (2001). Medios, audiencia y conflicto armado. Repre-


sentaciones sociales de comunidades de interpretación y medios informa-
tivos. Controversia (178), 43-81.

Barón, L. y Bedoya, P. (2002). La extraña lógica del conflicto colombiano en el


consumo de noticieros. Controversia (180), 74-106.

Bonilla, J. I. (1996). Crisis de lo público y medios de comunicación. Información


paz y democracia en Colombia. Signo y Pensamiento, 15 (29), 49-57.

Bonilla, J. I. y Tamayo, G. (2007). Las violencias en los medios, los medios en las
violencias. Bogotá: Cinep.

Bonilla, J. (2002). Periodismo, guerra y paz: Campo intelectual periodístico y


agendas de la información en Colombia. Signo y Pensamiento, 21 (40), 53-70.

154
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

Bonilla, J. T. (2006). Medios de comunicación y violencia en América Latina:


Preocupaciones, rutas y sentidos. Controversia, Tercera Etapa (187), 135-171.

Cadavid, A. (1989). Para un estudio sobre los medios de comunicación y la


violencia hoy en Colombia. Signo y Pensamiento, 8 (15), 11-24.

Caraballo, M. V. (2009). Tras las cifras del secuestro. Cien Días (66), 23-37.

Correa, A. (2001). Guerra y paz en directo. La información televisiva en tiem-


pos de conflicto. En J. I. Bonilla y G. Patillo, Comunicación y política: Viejos
conflictos, nuevos desafíos (pp. 394-409). Bogotá: Centro Editorial Javeriano.

Estrada, F. (2001). La retórica del paramilitarismo. Análisis del discurso en el


conflicto armado. Análisis Político (44), 42-64.

Estrada, F. (2006). Los nombres del Leviatán. Discursos de la guerra en


Colombia. Semana. Recuperado de http://www.semana.com/documents/
Doc-767_200638.pdf

Fernández, B. (1999). Nuevos lugares de intención. Intervenciones artísticas en


el espacio urbano como una de las salidas a los circuitos convencionales.
Estados Unidos 1975-1995. (T. D. Barcelona, Ed.) Recuperado de http://
www.ub.edu/escult/epolis/bfdez/blanca_fdez02.pdf

Figueroa, C. (2004). Gramática-violencia: Una relación significativa para la na-


rrativa colombiana de la segunda mitad del siglo XX. Tabula Rasa (2), 93-
110.

Franco, N., Nieto, P. y Rincón, O. (2010). Las narrativas como conocimiento


goce e identidad. En N. Franco, P. Nieto y O. Rincón, Tácticas y estrategias
para contar. Historias de la gente sobre conflicto y reconciliación en Colombia
(pp. 9-41).

García, E. y Romero, M. (2001). Las trampas de la aparición. Información y con-


flicto en Colombia. En J. I. Bonilla y G. Patillo, Comunicación y política: Viejos
conflictos, nuevos desafíos (pp. 365-392). Bogotá: Centro Editorial Javeriano.

García, R. E. (2000). La fascinación del descubrimiento. Medios de comunica-


ción, actores y proceso de paz en Colombia. Revista de Estudios Sociales (6),
1-12.

155
Vladimir Olaya Gualteros

Nadal, P. (s.f.). Mission: México en San Francisco. Recuperado de http://blogs.elpais.


com/paco-nadal/2010/08/mission-m%C3%A9xico-en-san-francisco.html

Olano, A. (2008). Reflexiones sobre el cubrimiento del diario El Tiempo al conflicto


armado. Una perspectiva desde la educación para la paz. Tesis de pregrado,
Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia.

Olaya, V. (2011) El conflicto de Santos: entre el héroe y los villanos. Revista


Ciudad Pazando, 4, (2), 73-92.

Pardo, N. (2004). Representación de los actores armados en conflicto en la prensa


colombiana. Recuperado de www.revista.unal.edu.co/index.php/forma-
yfuncion/article/.../18868

Pastor, J. (s.f.). Frente al mismo diablo en San Francisco. Recuperado de http://


elviajero.elpais.com/articulo/viajero/Frente/mismisimo/diablo/San/Fran-
cisco/elppor/20110426elpepuvia_1/Tes?print=1

Reniz, D. (2002). La información en tiempos de guerra y terrorismo. Revista


Javeriana (S.F.), 53-59.

Rey, G. (1996). Los enfrentamientos sin gesto. Signo y Pensamiento, 15 (29), 11-22.

Rey, G. (2005). El cuerpo del delito. Representación y narrativas mediáticas de la


seguridad ciudadana. Colombia: Centro de Competencia en Comunicación
Para América Latina.

Rey, G. (2007). Miradas oblicuas sobre el crimen. Modalidades discursivas y estrate-


gias de la narración. Centro de Competencia en Comunicación para América
Latina.

Rincón, O. R y Ruiz, M. (2002). Más allá de la libertad: Informar en medio del


conflicto. Signo y Pensamiento, 40 (21), 72-86.

Serrano, J. (2006). Conflicto armado e información: una reflexión sobre las


reglas de conducta profesional periodística que dicta el acuerdo por la
discreción. Diversitas - Perspectivas en Psicología, 2 (1), 105-123.

Tamayo, C. (2006). Noticieros de televisión y conflicto armado en Colombia. Recupe-


rado de http://www.voltairenet.org/Noticieros-de-television-y

156
Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia:
un acercamiento a los estudios sobre el tema

Tamayo, C. A. y Bonilla, J. (2005). El conflicto armado en pantalla noticieros,


agendas y visibilidades. Controversia, Segunda Etapa (185), 21-49.

Tamayo. C. A. (2008) El fin no justifica a los medios. Cien Días (63), 33-48.

Velásquez, C. y Gutiérrez, M. (2002). Censura, autocensura y regulación de la


información. Palabra Clave (5), 81-100.

157
PARTE III
TERRITORIO Y CONFLICTO ARMADO
Capítulo1
Territorio y conflicto armado
en Colombia.
Una propuesta de estado del arte

Johan Stephen Antolínez Franco*

Introducción
El conflicto armado en Colombia ha trasgredido el mapa nacional, modifican-
do la relación entre los colombianos y el territorio por cuenta de la movilidad
de actores armados en busca de recursos y el control de diferentes zonas de in-
fluencia, en un país cargado de diferencias sociales y recursos energéticos y mi-
neros. Los estudios sobre conflicto armado han ido en aumento desde la década
de los años noventa, dándole prioridad a las razones del conflicto, sus causas
estructurales y sus efectos económicos y sociales; sin embargo, en algunos do-
cumentos se dejan de lado las razones que permiten explicar por qué los actores
armados se mueven en el territorio y cómo su movilidad afecta las relaciones de
los pobladores con el territorio, su relación económica y su relación simbólica.

* Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Desarrollo y Marketing


Territorial de la Universidad Externado de Colombia. Candidato a Magíster en Análisis de Pro-
blemas Políticos, Económicos e Internacionales Contemporáneos del Instituto de Altos Estudios
para el Desarrollo (IAED), la Universidad Externando de Colombia y el IHEAL de Francia.
Profesional Especializado, Oficina de Planeación, Universidad Central. Miembro del Grupo de
Investigación Relaciones Internacionales y Asuntos Globales (RIAG) de la Universidad Nacio-
nal de Colombia. Docente e investigador de la Fundación Universitaria San Martín.
Johan Stephen Antolínez Franco

Este documento se desarrolla como una investigación cualitativa de carácter


argumentativo, orientada a la consecución de un estado del arte sobre conflic-
to armado y la relación con el territorio en Colombia. El estudio se realiza a
partir del recorrido histórico sobre la producción académica de investigadores
nacionales y extranjeros, cuyos aportes contribuyen a la identificación de las
dinámicas socioespaciales de los actores armados y su evolución territorial en
el periodo comprendido entre 1960 y los primeros años del nuevo milenio. Los
actores que se toman en consideración son primordialmente las guerrillas, los
grupos paramilitares o “autodefensas” y, en menor medida, dada la escasez de
fuentes civiles para consulta, las fuerzas militares.

Las obras seleccionadas incluyen compilaciones como trabajos monográfi-


cos, escogidos en razón de tres criterios: el primero es su relevancia histórica,
obras que se constituyen en referentes “obligados” para estudios posteriores;
el segundo, su aporte específico al estudio de los elementos territoriales por la
introducción de nuevas categorías de análisis, y el tercero, por el uso de herra-
mientas cartográficas o mapas para representar las dinámicas de la violencia en
el territorio. Estos trabajos se presentan cronológicamente, dando cuenta de las
diferentes rupturas, continuidades y debates entre los autores, provenientes de
distintos círculos académicos, y su relación con la institucionalidad por su par-
ticipación en iniciativas oficiales encaminadas al análisis y a propuestas para la
culminación del conflicto armado en el país.

Respecto al primer criterio, se hace un recorrido tanto por las obras que han
abordado la violencia como fenómeno que afecta la totalidad del territorio na-
cional, como por aquellos trabajos, generalmente monográficos, sobre casos es-
pecíficos de regiones o municipios donde la variable geográfica es desarrollada
con mayor profundidad. El segundo criterio da cuenta de los usos conceptua-
les en los estudios de la violencia y el territorio, que varían según las fuentes
consultadas, los cuales se refieren a ordenamientos institucionalizados –o que
alguna vez lo estuvieron– como departamentos, municipios, intendencias y co-
misarías; o nuevas categorías creadas en función de los análisis que es necesario
realizar, como regiones, macro-regiones, etc.

En cuanto al tercer criterio, siguiendo a Pissoat y Gouëset (2002), se enfati-


za en la evolución de las herramientas cartográficas, las cuales constituyen el
principal insumo para el estudio de los territorios y las violencias que en él se
desarrollan, comprendiendo los mapas más que como imágenes objetivas de la
realidad, como representaciones personales de realidades observables un mo-
mento preciso.

162
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Marco de interpretación sobre el conflicto armado y el


territorio en Colombia
La relación entre conflicto armado y territorio se debe entender desde la ma-
nera como se organiza el territorio en el país. El establecimiento de fronteras
entre las diferentes unidades territoriales permite diferenciar las relaciones en-
tre los actores, la propiedad, los recursos y la manera como se accede a ellos.
En el país se establecieron cinco regiones naturales (Andina, Caribe, Orinoquia,
Pacífico y Amazonía), con lo cual se buscaba dar cuenta de atributos geográfi-
cos similares de los territorios que componen cada región. Sin embargo, esta di-
visión no es suficiente para explicar las diferencias en el interior de cada región,
sobre todo si se tiene en cuenta la constante movilidad de los actores.

Por tal razón, se han propuesto desde la Academia y desde el Estado, a través
de la legislación, diferentes maneras de ordenar y dividir el territorio en el país,
con el fin de responder a la movilidad de los actores, a las relaciones económi-
cas, sociales y políticas espacialmente circunscritas. Hay que partir del hecho
de que la tradición de concebir el ordenamiento territorial en el país no se ha
desligado de la tradición española de organizar política y administrativamente
el territorio desde un centro político.

Sumado a lo anterior, la construcción de identidad de los colombianos se vio


influenciada por el hecho de que se conviviera con tantas culturas a la vez, lo
que no permitió la generación de una identidad sólida de los habitantes con el
territorio desde el inicio. Esto se explica desde la dimensión geográfica, a razón
de las distancias entre las regiones; los intereses regionalistas y la desconexión
con los inexistentes intereses nacionales que, combinados con el centralismo
político, generaron animadversión entre los habitantes, lo que no permitió con-
cebir el país como una unidad de análisis.1

Conceptualización del territorio


El territorio, en la acepción juridicista tradicional, constituye junto a la po-
blación y la soberanía uno de los elementos constitutivos del Estado-nación.
Esta definición de territorio está constituida por tres elementos: un agente
(el Estado), una acción (apropiación, control, soberanía, dominio, conquista por
la guerra) y una porción de la superficie terrestre (un área delimitada como
realidad material) (Benedetti, 2011). El dominio del territorio, entonces, es una
condición para que el Estado pueda ejercer el poder político y contribuya a
la regulación de las relaciones económicas y sociales, así como a generar el

1 Al respecto se puede ver: Álvarez Zárate (2003), Bushnell (2007) y Torres del Río (2010).

163
Johan Stephen Antolínez Franco

ambiente propicio para el desarrollo de los habitantes del territorio. A su vez, el


ordenamiento territorial es el mecanismo diseñado desde la institucionalidad
para ejercer poder en los diferentes niveles de la administración pública, ya que
establece límites y estructuras definidas.

La definición del territorio como el espacio institucionalizado donde se aco-


moda la población, impide abordar las relaciones con otros elementos como la
economía, la historia y la cultura. Además, la integración formal de los terri-
torios al Estado mediante la delimitación político-administrativa no garantiza
la presencia real y efectiva de la institucionalidad, ni da cuenta de divisiones
reales y congruentes de los asentamientos poblacionales (Massiris, 1999).

En los estudios de la geografía política contemporánea se entiende el terri-


torio como un espacio físico determinante de las relaciones de poder. Estas re-
laciones dependen en gran parte de la forma en que se posicionan los actores
sociales en el espacio. El ordenamiento y la distribución de la tierra son varia-
bles que explican cómo el funcionamiento del poder y el ejercicio del dominio
del espacio están dados tanto por la presencia material de los actores sociales
(la apropiación), como por la influencia que puedan generar sobre la población
y recursos (sin necesidad de apropiárselos), en un lapso dado (Sánchez, 1992).

El territorio como elemento determinante para la configuración del dominio,


es disputado, no únicamente como propiedad, sino como lugar donde se con-
figura el poder simbólico o la influencia que los actores sociales puedan ejer-
cer. El poder simbólico, articulado a elementos materiales como el monopolio
sobre la violencia y el control sobre los recursos naturales, categorizados por
los mismos actores como valiosos (tierras, fuentes hídricas, recursos minero-
energéticos, etc.), permite garantizar el dominio y su perpetuación en el tiempo
sobre el territorio (Sánchez, 1992).

El estudio del territorio como una variable geográfica se realiza a través de he-
rramientas cartográficas como los mapas, que permiten representar relaciones
entre diferentes variables económicas, demográficas, políticas y naturales a tra-
vés del uso de convenciones. El trabajo con mapas acarrea una serie de dificul-
tades que van desde la correspondencia con el territorio real, lo cual era difícil
de conseguir hasta hace menos de tres décadas por la inexistencia de tecnología
de referenciación geográfica; la representación ponderada de diferentes varia-
bles dada la facilidad de hacer generalizaciones; la representación de fenómenos
cambiantes en el tiempo; las limitaciones para relacionar más de dos variables
simultáneamente, etcétera. De otro lado, la poca producción de académicos con

164
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

enfoques desde la geografía, que den cuenta del fenómeno de la violencia, difi-
culta en mayor medida el desarrollo de estas herramientas aplicadas a los análi-
sis (Pissoat y Gouëset, 2002).

La existencia de estas limitantes no ha impedido intentos de representar la


violencia a través de cartografías. La revisión de la literatura, que se detalla a
lo largo del texto, permite evidenciar que en un comienzo los mapas se usa-
ron como material de apoyo para validar tesis previamente conocidas; con el
tiempo, y con la aparición de software especializado, se han convertido en una
herramienta a partir de la cual se generan relaciones y nuevos conocimientos.
El mapa no se ve como un reflejo de una realidad, sino como una interpretación
que puede orientarse a defender diferentes tesis, cualesquiera que sean. De ahí
la necesidad de una lectura cuidadosa de la información que contienen y un
posterior uso de esta.

Evolución de la organización territorial


La organización del territorio en el país se debe interpretar desde distintas
maneras, primero hay que tener en cuenta las disparidades regionales. Un es-
tudio del Banco de la República llama la atención sobre cómo para la primera
década del siglo XXI el 48 % del PIB del país lo aportaban tres regiones (Bogotá,
Antioquia y Valle del Cauca), mientras que diez departamentos aportaban a
este indicador menos del 12 % (Urrutia, 2004).

Tanto los intereses de las poblaciones asentadas en los departamentos, como


los actores externos, configuran el territorio en función de hacer útil la manera
en que se organice para cumplir sus expectativas económicas y políticas. Es
importante destacar que en Colombia que se ha intentado materializar muchos
intentos de reforma agraria, con el fin de dar solución al problema que para
muchos autores es el más grave en el país: la distribución equitativa de la tierra
productiva. Lamentablemente, muchos de estos intentos se han quedado en
intenciones y no han logrado transformar, como lo dice el papel, la realidad de
los territorios agrarios en el país.

Se puede destacar la reforma realizada en el gobierno de Alfonso López Pu-


marejo en la década de los años treinta del siglo pasado, pero desde esa época
no ha habido esfuerzos legislativos suficientemente dinamizadores y que lo-
gren dar una solución a los campesinos. En la cronología de los intentos legis-
lativos se encuentra la Ley 135 de 1961, que buscaba modificar las condiciones
de tenencia y uso de las tierras rurales e introdujo las zonas de colonización.

165
Johan Stephen Antolínez Franco

En 1978 se promulgó la Ley 61, con su respectivo Decreto Reglamentario el


1306 de 1980. Estos obligaban a los municipios que tuvieran más de 20.000 ha-
bitantes a formular planes integrales de desarrollo, destacándose la necesidad
de definir los contenidos, etapas y responsabilidades con la participación de la
comunidad. De acuerdo con el texto “Ordenamiento territorial: experiencias
internacionales y desarrollos conceptuales y legales realizados en Colombia”,
escrito por Ángel Massiris Cabeza como parte de un estudio promovido por el
Banco de la República, la Constitución de 1991 contempló en varios artículos
la importancia del ordenamiento territorial, entre ellos se destacan el artículo
288: Distribución de competencias entre la nación y entidades territoriales; el
297: Formación de nuevos departamentos; el 307: Conversión de regiones en
entidades territoriales; el 319: Régimen de áreas metropolitanas; y el 329: Con-
formación de entidades territoriales.

De acuerdo al estudio de Massiris (1999), es importante destacar que en el año


1994 se promulgó la Ley de Organización y Funcionamiento de los Municipios
(Ley 136), que ordenó retomar el mandato constitucional de ordenar el desarro-
llo de los territorios y promueve la creación de asociaciones municipales para el
desarrollo integral del territorio municipal. En ese mismo año, la Ley Orgánica
del Plan de Desarrollo (Ley 152) estableció la obligatoriedad para los munici-
pios de realizar planes de ordenamiento territorial. Esta ley, junto con la 160,
estableció categorías de ordenamiento rural para las áreas baldías nacionales,
zonas de colonización y zonas de reserva campesina.

En 1995, la Ley de Fronteras (Ley 191) estableció las bases para el ordena-
miento de las áreas fronterizas, a partir de dos categorías espaciales: las uni-
dades especiales de desarrollo fronterizo y las zonas de integración fronteriza,
que complementan los artículos 289 “por mandato de la ley, los departamentos
y municipios ubicados en zonas fronterizas podrán adelantar directamente con
la entidad territorial limítrofe del país vecino, de igual nivel, programas de ser-
vicios públicos y la preservación del ambiente”, y el artículo 337: “la ley podrá
establecer para las zonas de frontera, terrestre y marítimas, normas especiales
en materias económicas y sociales tendientes a promover su desarrollo”, de la
Constitución Política de Colombia.

En la actualidad se mantiene la división territorial de 32 departamentos en el


país; sin embargo, desde muchos sectores se sostiene la necesidad de debatir la
consolidación de regiones que agrupen territorios, a lo largo y ancho del terri-
torio nacional, que compartan características similares y que puedan promover
planes de desarrollo con efectos positivos para el grueso de la población, pero
que de una u otra manera se conviertan en estrategias efectivas para resolver
las desigualdades sociales y la apropiación de los recursos de manera responsa-

166
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

ble, causas reconocidas en la mayoría de los estudios citados en este documento


como urgentes, y que necesitan una solución integral para darle solución al
conflicto armado de Colombia.

Conceptualización del conflicto armado colombiano


Existe el debate sobre la pertinencia de conceptos como “conflicto armado”,
“violencia” y “violencia política” para referirse al enfrentamiento entre grupos
armados irregulares, organismos militares y policivos del Estado y organiza-
ciones paraestatales, y sus efectos sobre la sociedad civil. La primera definición
de violencia que se puede asumir, entendida como “el uso ilegítimo o ilegal de
la fuerza” (Blair, 2009), no distingue las motivaciones ni los fines de quien la
ejerce y excluye per se los actos perpetuados por la fuerza pública tanto contra
los grupos en contienda como contra la sociedad civil. Esta acepción tampoco
comprende nuevas formas de violencia, como la simbólica, que no necesaria-
mente implican una fuerza material, pero que tienen efectos también devasta-
dores sobre la reproducción social.

La violencia política se define por sus fines, orientados a la consecución del


poder político a nivel de Estado. La dificultad de esta definición radica en si
caben o no las actuaciones de actores como los narcotraficantes o paramilitares,
que no expresan abiertamente intereses políticos, relacionados con el acceso al
poder, sino otros mandatos e intereses aparentemente privados que tienen que
ver con la acumulación y concentración de los recursos hallados en los territo-
rios (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998).

Las críticas a este concepto de violencia política se orientan a la cuestión de


otras formas de violencia, como la violencia de género o la violencia étnica,
que también tienen un trasfondo político, pero que no tienen como finalidad
el acceso al poder de facto. Una última crítica tiene que ver con la dificultad
de caracterizar en términos teleológicos la acción armada, dado el creciente
interés, para el caso de la guerrilla, en el negocio del narcotráfico que sería su
real motivación más que la consecución del poder en sí misma (Cubides, Olaya
y Ortiz, 1998).

La noción de conflicto es criticada por su ambigüedad, ya que refiere a una


situación de enfrentamiento entre dos o más bandos en un territorio, que pue-
de o no tener manifestaciones de violencia. En términos de indicadores para la
observación, es más complejo medir el “conflicto”, o su intensidad, que la vio-
lencia cuyas acciones están definidas casi por consenso (Blair, 2009). Sin embar-
go, la noción de conflicto permite integrar al análisis de la variable territorial,
las relaciones de poder de los distintos actores presentes en un territorio y los

167
Johan Stephen Antolínez Franco

cambios que las relaciones sociales producen en el territorio, dándole nuevos


sentidos y significados. Por ello, ha sido el concepto escogido para la realiza-
ción de este capítulo.

Evolución histórica de la relación entre territorio y


conflicto armado en Colombia
En el periodo comprendido entre 1960 y 1990 se desarrollaron gran parte
de los trabajos, ahora considerados clásicos, sobre el conflicto armado en Co-
lombia desde una perspectiva territorial. Sin embargo, el protagonismo de las
variables específicamente territoriales como determinantes de las dinámicas de
la violencia, es más bien reciente, como se mencionó anteriormente, a partir de
los avances de las herramientas tecnológicas cartográficas y la transformación
de los paradigmas explicativos sobre las causas del conflicto, más allá de las
“causas objetivas” o “estructurales”.

El trabajo pionero del conflicto armado en Colombia, no solo como hecho his-
tórico sino también como objeto de estudio, que constituye un referente para el
posterior desarrollo de estudios tanto en forma de críticas como de reafirma-
ciones, es La Violencia en Colombia, de Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y
Eduardo Umaña Luna, publicado en 1962. En el capítulo “Geografía de la Vio-
lencia” se intenta distinguir la intensidad de la violencia según las caracterís-
ticas de las regiones, a través de la cuantificación del número de homicidios. A
pesar de las limitaciones técnicas y la inexistencia de mapas a escala municipal,
los autores lograron ubicar los epicentros de las formas de violencia, informa-
ción a partir de la cual los investigadores posteriores apoyaron sus trabajos.

Las críticas al trabajo de Guzmán, Fals y Umaña en materia territorial tienen


que ver con los intentos de hacer generalizaciones sobre fenómenos particula-
res, evidenciado ello en el título mismo de la obra, en la medida en que pre-
tenden identificar una misma violencia a lo largo del territorio nacional, sin
matizar las diferencias históricas regionales, por no mencionar las municipales.
A su vez, la ubicación de los tipos de violencia en el mapa dio lugar a un “efecto
sarampión” (Deas, citado en Cubides, 2005), es decir, una suerte de epidemia
que afectaba a casi todos los municipios del país, sin ponderar las acciones
violentas ni identificar el grado de influencia de los actores armados. No se da
cuenta de “en qué medio, con quién, en qué tejido de relaciones, de entornos
y de determinaciones” (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 2) se dan estas formas de
violencia.

168
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Fig. 1. Historia y geografía de la violencia. Ilustración del libro


La Violencia en Colombia (1962) de Guzmán, Fals y Umaña.

Fuente: tomado de Pissoat y Gouëset (2002)

En los años setenta se publicó otra de las obras que hacen parte de la historio-
grafía territorial de la violencia: Violencia, conflicto y política en Colombia, de Paul
Oquist (1978). El autor contribuye a hacer la regionalización estructural de la

169
Johan Stephen Antolínez Franco

Violencia (Bolívar, 2003), por medio de la identificación primaria de los depar-


tamentos que constituyen el epicentro de las acciones violentas; y los cambios
acaecidos en su distribución entre los años cuarenta y cincuenta. Su trabajo se
inscribe en la corriente “estructuralista” o “sintética” para la explicación global
de la violencia en el país, a partir de elementos objetivos como la distribución
de la riqueza y la presencia estatal.

Para efectos de la elaboración de este capítulo, es necesario traer a colación


los estudios propiamente regionales de carácter monográfico que, apelando
a los procesos históricos de poblamiento y colonización específicos, logran,
en la mayoría de casos, un mayor grado de profundidad analítica y empírica,
además de alejarse, en igual medida, de las generalizaciones y abstracciones
teóricas. Entre estos trabajos se encuentra Violencia y desarrollo, de Darío Fajar-
do, publicado en 1979, en donde el autor realiza un análisis comparativo del
surgimiento de la violencia en tres zonas del Tolima donde el cultivo del café
había sido de gran importancia. Su aporte a los estudios territoriales radica
en la identificación de los ciclos migración-colonización-conflicto-migración, a
partir del cual giró el desarrollo territorial agrario en el sur del Tolima y en
otras zonas del país (Aprile-Gniset, 2004).

Siguiendo los estudios regionales, es importante destacar Estado y subversión


en Colombia, la violencia en el Quindío en los años 50, de Carlos Miguel Ortiz, cuyo
sustento es una caracterización regional que permite explicar el surgimiento de
actores sociales en conflicto. Su principal aporte al componente territorial de los
estudios de la violencia es que desarrolla una regionalización que no se restringe
a las divisiones político-administrativas, sino que agrupa a los municipios en
función de sus características semejantes y no por los departamentos a los que
pertenecen.

Un trabajo que hizo parte de los estudios regionales de los años ochenta fue
Las resistencias campesinas en el sur del Tolima, de Medófilo Medina (1986), cuyo
principal aporte fue la realización de análisis comparativos entre el Tolima y las
otras regiones cafeteras, para explicar la violencia de los años cincuenta, desta-
cando el papel de la población campesina del departamento y la relación con
el territorio que habitaba. Allí puso en evidencia que la violencia significó para
los terratenientes la posibilidad de recuperar los territorios conquistados
por los colonos y campesinos. La violencia toma forma de “revancha terrate-
niente” (Medina, 1990).

La especificidad geográfica, sin embargo, puede ir en detrimento de una vi-


sión general de la violencia a nivel nacional. El predominio de los estudios
regionales y “la falta de visiones articuladoras de las distintas dinámicas de

170
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Violencia se sustenta en, al tiempo que afianza, la dificultad social de elaborar


colectivamente tales fenómenos y de convertirlos en experiencia compartida”
(Bolívar, 2003, p. 7). El reto entonces consiste en hacer lecturas de las dinámicas
regionales desde una óptica nacional, sin desconocer las particularidades y las
generalidades, no solo geográficas sino también políticas, económicas, cultura-
les, etc.

Las obras mencionadas, enfocadas en el periodo de la Violencia, han hecho


importantes aportes al desarrollo de la variable territorial en los trabajos sobre
conflicto armado, constituyendo las bases sobre las cuales se asientan los traba-
jos posteriores. Con la segunda generación de trabajos, desde 1987, se empieza
a estudiar el surgimiento y asentamiento de los grupos armados de los años
sesenta, objeto de interés en esta investigación y de la gran mayoría de la litera-
tura que se produjo en la década de los noventa.

La segunda generación de estudios sobre la violencia se inaugura a finales


de los años ochenta con la obra Colombia: Violencia y democracia (1987), de los
investigadores del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales
(IEPRI) de la Universidad Nacional de Colombia.2 Al igual que el trabajo de
Fals, Umaña y Guzmán, esta obra surge de una iniciativa gubernamental3 en el
marco de un intento por buscar la resolución del conflicto y el establecimiento
de la paz.

Colombia: Violencia y democracia, editado por Gonzalo Sánchez, y con artículos


de reconocidos autores sobre la materia,4 hizo énfasis en la identificación de las
condiciones objetivas que permitieron el surgimiento y la propagación de
las diferentes expresiones de violencia en el país. Los autores identifican no
solo la violencia política propia del conflicto armado, sino también múltiples
violencias sociales, culturales, étnicas y económicas hacia la sociedad civil,
cuya resolución se alcanza a partir de reformas en campos como la tenencia
de la tierra, las políticas de derechos humanos, la presencia institucional en las
zonas de colonización y la existencia de una democracia incluyente (Comisión de
Estudios sobre la Violencia, 1987).

2 Investigadores que dado el impacto mediático de sus aseveraciones fueron denominados los
“violentólogos”.
3 La Comisión de Estudios Sobre la Violencia fue convocada por el gobierno Barco en 1987, mo-
mento en el que se empiezan a vislumbrar las posibilidades de una salida negociada al conflicto
armado.
4 Participan Jaime Arocha, Álvaro Camacho, Darío Fajardo, Álvaro Guzmán, el general Luis Alber-
to Andrade, Carlos Eduardo Jaramillo, Carlos Miguel Ortiz, Santiago Peláez y Eduardo Pizarro.

171
Johan Stephen Antolínez Franco

En términos territoriales, si bien hay adelantos con respecto a las formulacio-


nes de La Violencia en Colombia, especialmente por la aparición de herramientas
cartográficas más pulidas, no hay mayor despliegue de las variables geográfi-
cas. En palabras de Marco Palacios:

Si bien este libro [Colombia: violencia y democracia] no tiene ningún


propósito enciclopédico, ni se ofrece como una antología de investiga-
ciones sobre la violencia colombiana, pone en evidencia el vacío del
análisis geográfico. En ese sentido refleja una situación más general de
estos estudios. Aunque es notorio el interés en acotar municipalmente
la violencia y de trazar cartografías, […] lo cierto es que la especifici-
dad geográfica (tanto en el sentido convencional como en términos
del imaginario geográfico y los lugares de la memoria) es el eslabón
perdido de estas violencias (Palacios, en Arocha, Cubides y Jimeno,
1998, p. 18).

En el mismo texto Palacios argumenta que a pesar del mérito de los trabajos
regionales –o trabajos monográficos– del Cinep y de la Universidad Nacional
de Colombia, como los del Magdalena Medio y las repúblicas independientes,
los informes globales –o de síntesis– sobre el estado de cosas a nivel nacional,
los análisis son precarios a la hora de articular la variable territorial entre las
políticas, económicas y culturales.

Entrados los años noventa, en paralelo a la realización de las comisiones gu-


bernamentales de estudios sobre la violencia, se desarrollaron otros estudios
de la violencia de carácter monográfico, desde una perspectiva regional, en el
grupo de los denominados “violentólogos”. Patrocinados por Colciencias, se
encuentran los aportes de Darío Betancur sobre las mafias del norte del Valle
(1990), el trabajo de Alfredo Molano sobre La Macarena (1990), el de Javier Gue-
rrero de las zonas esmeraldíferas (1991), el realizado por Carlos Miguel Ortiz
sobre el Urabá (1999) y el de Reinaldo Barbosa sobre las guerrillas liberales del
llano. Estos trabajos hacen recorridos por los diferentes procesos de población
de los territorios y de posterior colonización armada, en razón de disputas en-
tre campesinos y empresarios con sus respectivos ejércitos irregulares por el
control tierras para la actividad agrícola o como zonas de extracción minera
para exportación, con el fin de explicar el desigual desarrollo de la violencia:

Los análisis que tratan de la violencia a una escala regional más deta-
llada han permitido desenmarañar la madeja particularmente compleja
del fenómeno en un contexto territorial restringido, mostrando que las
estrategias de los actores, fácilmente identificadas a escala nacional, lle-
garon a ser localmente menos legibles. (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 9)

172
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Otra de las razones a las que se atribuye la precariedad del análisis geográfico
en los trabajos de los violentólogos, y que constituye tal vez la crítica más fuerte
a la producción de esta “escuela”, es el énfasis en las denominadas “condicio-
nes objetivas” del conflicto armado. La tesis sobre la explicación de las manifes-
taciones de violencia a partir de factores macrosociales como la desigualdad, la
ausencia estatal y la exclusión social, desvía la atención de los factores “subje-
tivos” como la estrategia propia de los grupos armados para la supervivencia,
sus intereses económicos y su despliegue territorial (Echandía, 1999a).

En la medida en que los factores “objetivos” no son los únicos que operan en
la formación de la violencia, empiezan a aparecer trabajos que analizan otro
tipo de variables. Bajo el enfoque tradicional, el territorio era un elemento cir-
cunstancial y no definitivo en la generación de conflictos, en la medida en que
se consideraba que independientemente del lugar, mientras existieran las con-
diciones objetivas para la formación de la violencia (como la ausencia estatal y
altos índices de pobreza), se desencadenaría una confrontación armada (Cubi-
des, Olaya y Ortiz, 1998).

En 1988, por medio de la utilización de una representación regional de la


violencia a escala nacional, Rodrigo Losada y Eduardo Vélez propusieron una
explicación para las altas tasas de homicidios en el país, desafiando aquellas re-
lacionadas con los factores objetivos, a través de la comparación entre el mapa y
el registro de las acciones violentas y otro con la información sobre indicadores
socioeconómicos. Por primera vez, se usaba el mapa con fines demostrativos y
no solo como material de apoyo. Si bien se comprobó la correspondencia entre
ambos factores para varias zonas del país, hubo lugares donde quedaba pen-
diente una investigación más exhaustiva porque las variables relacionadas con
la pobreza y la ausencia de intervención estatal no eran totalmente explicativas
para la violencia (Pissoat y Gouëset, 2002).

Los trabajos de los noventa se caracterizarán por realizar un abordaje de las


diferentes variables descuidadas por la violentología, como el aspecto eco-
nómico, el militar, el cultural o el etnográfico, con un especial interés en la
dimensión territorial del conflicto que se hace posible estudiar gracias a los
avances logrados en materia cartográfica desde finales de los años ochenta. Los
nuevos trabajos nacen de otro tipo de inquietudes sobre las guerrillas, que ya
no tienen que ver con sus causas “filantrópicas” y originarias, sino con los inte-
reses específicos que se juegan en cada una de las regiones en las que se ubican,
los cuales son de crucial importancia en el marco de las negociaciones para
alcanzar la paz.

173
Johan Stephen Antolínez Franco

En este sentido, y recogiendo varias de las críticas al trabajo de la segunda


comisión, se elaboró el informe Pacificar la paz: lo que no se ha negociado en los
acuerdos de paz, en el marco de la Comisión de Superación de la Violencia del
gobierno Gaviria, que parte de 1985 y se concentra en la reinserción y en la vida
postcombatiente (Sánchez, 1993).

Este ejercicio, desarrollado en clave regional, propone diferentes tipos de re-


comendaciones según las problemáticas de las diferentes zonas, pasando de
una “tipología de las violencias”, como se hizo en Colombia: Violencia y democra-
cia, a una “tipología de las regiones”:

propuesta de reforma agraria como imperativo en unas zonas; el


pacto social con los desmovilizados en otras, en donde se requiere
sobre todo darle legitimidad a la protesta; y en muchas regiones en
donde el principal factor de violencia posterior a la desmovilización
es la coca y su impacto corruptor en productores, intermediarios,
autoridades, patrocinadores y productores, se propone la reconver-
sión de cultivos. (Sánchez, 1993)

Esta obra constituye el primer intento de elaborar una visión conjunta de la


violencia a nivel regional, que si bien no refuta o se contrapone a las tesis de los
violentólogos, propone criterios adicionales a los exclusivamente “objetivistas”
para realizar acercamientos al problema de la violencia y del conflicto armado.

Es de resaltar en este propósito los trabajos de Alejandro Reyes (1996, 1999),


quien fue el primer investigador en utilizar sistemáticamente las herramien-
tas cartográficas para poner en evidencia el grado de alcance de las acciones
violentas en el país. Sus trabajos, publicados en los diarios más reconocidos,
generaron reacción de la opinión pública por la identificación de la violencia de
manera extensiva en casi la totalidad del territorio del país, dando lugar a un
efecto alarmista y un ejercicio de llamado de atención sobre la “realidad” de
la extensión territorial de la violencia en el país. Al igual que con el trabajo
de Guzmán, Fals Borda y Umaña, se critica la no ponderación de la intensidad de
los actos de violencia, si corresponden a enfrentamientos de guerrillas con la
fuerza pública, golpes ocasionales de los grupos armados o control permanente
de la región de estos mismos actores (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 4).

En el año 1996 se editó el libro Colombia contemporánea, del IEPRI, que bus-
caba ser un trabajo colectivo con el fin de hacer un diagnóstico del país hasta
ese momento. En él se incluyó un capítulo titulado “Conflicto armado y dere-
cho internacional humanitario”, donde se hace un recuento de las diferentes

174
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

etapas del conflicto armado colombiano y se alude al estancamiento del conflicto


armado interno en ese momento y cómo los actores (actores insurgentes y Es-
tado) no encontraban el camino para doblegar al contrincante. Ante esta situa-
ción, el autor propone acoger las directrices del derecho internacional huma-
nitario (DIH), pero advierte las dificultades de acogerlo, por el desarrollo del
conflicto hasta ese momento (Gómez, 1996).

Un grupo de investigadores del CES (Centro de Estudios Sociales de la Uni-


versidad Nacional), conscientes de los errores cometidos por los investigadores
en cuanto al uso de las herramientas geográficas y la fijación en las causas obje-
tivas de la violencia, cambió el enfoque e inauguró lo que puede denominarse
la tercera ola de trabajos en clave territorial. En La violencia y el municipio colom-
biano 1980-1998, del año 1998, Carlos Miguel Ortiz, Fernando Cubides y Ana
Cecilia Olaya presentaron ensayos que recogen los resultados de la comisión
de la Consejería de Seguridad Nacional para evaluar la confiabilidad de las es-
tadísticas sobre la violencia existentes hasta ese entonces. En términos metodo-
lógicos, su exposición se soporta en la evidencia empírica, con base en estadís-
ticas, antes que en fuentes secundarias, lo cual evidencia una preocupación por
la demostración fáctica primero que la presunción o el análisis inductivo. Los
autores abordan estadísticas oficiales (Policía Nacional, DANE, DAS, Medicina
Legal) y no oficiales (ONG).

Respecto al debate planteado por Bejarano, enfatizan en la violencia de carác-


ter organizado –donde está la desplegada por las guerrillas, los grupos parami-
litares y la fuerza pública–, que aplican junto al criterio de violencia política para
agrupar cualquier organización, independientemente de su orientación ideoló-
gica, “relacionados con la distribución del poder, factual o formal, en el ámbito
de lo público” (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998, p. 19). Con este ejercicio eluden la
pregunta –de la violentología– por las causas o los orígenes del conflicto y se
alejan de la denominada “delincuencia común” y los crímenes del narcotráfico.
También se preocupan por definir la violencia como el asesinato y el secuestro,
dejando intencionalmente por fuera la aplicación de violencia simbólica.

En este marco analítico, a partir de las cifras de homicidios políticos, según


los informes de la revista Justicia y Paz, clasifican los municipios en violentos,
relativamente violentos, muy pacíficos, relativamente pacíficos y municipios con pre-
sencia de actores organizados de violencia. Analizando la colindancia entre muni-
cipios “muy violentos” y “relativamente violentos”, determinan zonas geográ-
ficas que no necesariamente coinciden con divisiones político-administrativas
vigentes, que son Urabá, Magdalena Medio, Sur de Bolívar, Bajo Cauca Antio-
queño, Nordeste antioqueño, Risaralda y norte del Valle, Río Minero y Río Ne-
gro, Ariari, región del Caguán y piedemonte casanareño. Para cada una de ellas

175
Johan Stephen Antolínez Franco

exponen de manera historiográfica, las raíces del conflicto: los actores presentes
y su relación con recursos escasos en disputa (económicos, estratégicos, etc.).

A partir de allí, se analizan las dinámicas de la expansión territorial de las


guerrillas, evidenciando que esta no se debe a la ausencia de instituciones ni al
alto índice de necesidades básicas insatisfechas, puesto que no se expandieron
–ni buscaron expandirse en las negociaciones de paz– exclusivamente hacia zo-
nas marginales, sino hacia regiones económicamente activas. Constataron en-
tonces que se dio un incremento de su presencia en la categoría de municipios
de campesinado medio cafetero, también en ciudades secundarias y en los muni-
cipios de agricultura comercial con predominio de población urbana (Cubides,
Olaya y Ortiz, 1998, p. 190).

La aplicación del mismo tipo de análisis al paramilitarismo evidencia que su


aparición, reciente para el momento en el que se escribe la obra, se dio en zonas
de presencia guerrillera, y su despliegue se realizó emulando las estrategias y
las formas de desplazamiento de estas organizaciones. Nacen en Campoalegre,
en el Magdalena Medio, con una notable solvencia económica que les permitió
acomodarse en el eje Urabá-Córdoba-Bajo Cauca-Magdalena Medio-Meta, con
intereses de expandirse hacia el sur por el Meta. Para el año 1994 declaraban es-
tar compuestos por veintitrés frentes en más de 272 municipios, en su mayoría
con predominio de agricultura comercial y empresarial, en menor magnitud en
donde predomina el campesinado medio acomodado y en ciudades secunda-
rias o centros de relevo:

Mientras la guerrilla ha incrementado su presencia en la última etapa


en los municipios de campesinado medio cafetero, en las ciudades se-
cundarias y en los municipios de agricultura comercial con predomi-
nio de población urbana –en ese orden– las categorías en importancia
de presencia de paramilitares responde a una pauta más tradicional:
es la periferia y, de manera característica son aquellos municipios en
donde la endeblez institucional, la precaria presencia del Estado ha
sido un reclamo permanente. (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998, p. 208).

Con el propósito de profundizar en el estudio de la violencia en clave terri-


torial, alejándose un poco de las tesis tradicionales, se encuentran los trabajos:
Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia
(1999a) y Geografías del conflicto armado y las manifestaciones de violencia en las
regiones de Colombia (1999b) de Camilo Echandía. Estos trabajos profundizan en
algunos de los planteamientos en materia geográfica del trabajo de Bejarano,
Echandía, Escobedo y León (1997) de la Universidad Externado de Colombia:

176
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Colombia: inseguridad, violencia y desempeño económico en las áreas rurales, donde


se buscaba identificar los efectos de la acción guerrillera y paramilitar sobre la
economía rural.

El trabajo de Echandía de título “Expansión territorial de las guerrillas co-


lombianas: geografía, economía y violencia” corresponde a un capítulo del
libro Reconocer la guerra para construir la paz, editado por Malcolm Deas y María
Victoria Llorente, y publicado en 1999. Allí el autor retoma aspectos del trabajo
de Cubides et ál., además de consideraciones de su propio trabajo de 1997. El
trabajo del autor consiste en que, a partir de la identificación de los factores sub-
jetivos de la violencia, esto es, los aspectos militares, económicos y estratégicos
de los grupos armados, analiza su expansión territorial en el paso del tiempo,
negando, como lo hacen los autores ya reseñados, la existencia de factores ob-
jetivos que movilicen la lucha armada. Este análisis se hace por el mapeo por
periodos históricos de la aparición de los frentes o bloques armados en el país.

En el caso de las FARC, la expansión se logra a partir de la consolidación del


Estado Mayor y el auge de la cocaína en los años ochenta. El análisis de la
aparición de los frentes arroja que si bien estos iniciaron en zonas de coloniza-
ción, pasaron a zonas ganaderas (Meta, Caquetá, Magdalena Medio, Córdoba),
después a zonas de agricultura comercial (Urabá, Santander y sur del Cesar), de
explotación petrolera (Magdalena Medio, Sararé y Putumayo), y oro (Bajo
Cauca antioqueño y sur de Bolívar). Por el contrabando se ubicaron en zonas
fronterizas como la Sierra Nevada, el Urabá, y el occidente del Valle (Echandía,
1997, p. 107). Coincide con la obra anteriormente reseñada en que, a partir de
los noventa, los nuevos frentes se ubicaron en el centro del país, cerca de los
centros urbanos de mayor importancia que a su vez son los sectores más diná-
micos de la economía: Cundinamarca, Eje Cafetero y milicias urbanas.

Respecto al ELN, ubica su aparición en las zonas de Santander, Antioquia y


sur del Bolívar. Su expansión solo se registra hasta 1983, cuando empiezan a
crecer significativamente a partir de las extorsiones a las compañías extranje-
ras encargadas de la construcción del oleoducto Caño Limón-Coveñas. En ese
año se despliega una estrategia de “desdoblamiento de frentes” que permite la
expansión hacia el sur de Bolívar, Cauca, Huila, Norte de Santander, Boyacá,
Valle del Cauca, Cesar, Antioquia, Chocó, Casanare y Córdoba (Echandía, 1997,
p. 112).

Dado que los frentes y los bloques son móviles, se dificulta hacer el análisis
del componente territorial. Por ello el autor decide hacer un rastreo a nivel
municipal, valiéndose, al igual que el anterior trabajo, de la clasificación con

177
Johan Stephen Antolínez Franco

base en estadísticas. Echandía asevera que hay seis tipos de municipios donde
la guerrilla ha incursionado entre 1985 y 1995: 1) municipios con campesina-
do cafetero donde hay desempleo y miseria (foco de descontento social); 2)
latifundio ganadero y agrícola en el litoral Caribe, más miseria aún; 3) agricul-
tura comercial del tipo empresarial y alta población rural, altiplanos y valles
interandinos, llanos orientales, región Caribe; 4) municipios andinos de mini-
fundio deprimido, campesinado pobre; 5) campesinado medio no cafetero; 6)
municipios de estructura urbana.

En este punto, tres autores logran realizar un trabajo ilustrativo sobre la vio-
lencia en Colombia, no solo haciendo una revisión de la influencia del accionar
de los actores armados, sino trazando una metodología de análisis de la violen-
cia en el país. En Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la cons-
trucción del Estado, Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez (2003), se
proponen revisar “la manera como los conflictos del país a lo largo de su histo-
ria van tejiendo una trama que va articulando gradualmente las poblaciones y
territorios en un juego de interrelaciones bastante conflictivas, que van desem-
bocando paulatinamente en un proceso complejo y difícil de construcción del
Estado” (González et ál., 2003, p. 11).

Para los autores, es la década de los noventa la que cambia la lógica territorial
del conflicto en el país, en donde las dinámicas macroterritoriales se combinan
con las dinámicas microterritoriales. Esto se traduce en tensiones activas entre
los distintos actores en la construcción de Estado, ya que el monopolio de la
violencia en manos del Estado, como la plantea Weber, se ve cuestionado en
los territorios periféricos por actores como las guerrillas, los paramilitares y los
narcotraficantes. Los autores a través de ejercicios estadísticos demuestran un
aumento desmesurado en el accionar de los actores armados, especialmente de
las FARC, lo que convirtió a este grupo en el actor más dinámico, sobre todo en
los años 1996 y 2000 (González et ál., 2003, pp. 104-105).

En el capítulo III, “La geografía de la guerra”, los autores analizan las diná-
micas macroterritoriales y microterritoriales. En el caso de las primeras, des-
tacan la hegemonía paramilitar en el norte del país y el uso de los corredores
surorientales por parte de la guerrilla, especialmente expandiéndose gracias
a los cultivos ilícitos. Y en las dinámicas micro, destacan los paros armados y
los conflictos por el acceso al poder formal a través del apoyo de candidatos a
los cargos uninominales y en los concejos municipales, tratando de controlar el
territorio desde los cargos políticos.

178
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Respecto a los grupos de autodefensa, Echandía en Geografías del conflicto ar-


mado y las manifestaciones de violencia en las regiones de Colombia (1999b), afirma
que en ese entonces la reciente reactivación obedecía al intento de contener
la expansión territorial de la guerrilla para “penetrar las zonas donde tienen
sus fuentes de financiamiento más importantes para entrar a disputarles los
enormes recursos económicos, que han constituido el factor decisivo en su for-
talecimiento” (Echandía, 1999b, p. 28). Esa reactivación les ha significado la
pérdida de territorios en el noroccidente del país y una intensificación de los
enfrentamientos en el Magdalena Medio y el suroriente.

Las críticas a los trabajos de Echandía tienen que ver con el trabajo a nivel de
municipios, los cuales no son clasificados según tamaño o población, llegando
a ser una representación “engañosa” porque, en general, los municipios más
grandes eran los menos poblados, por las dinámicas mismas de la violencia
(Pissoat y Gouëset, 2002, p. 3). Por otro lado, la cuantificación exclusiva del nú-
mero de homicidios no discrimina sus móviles, si refieren realmente a acciones
de grupos armados al margen de la ley (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 3).

Atendiendo a varias de las críticas formuladas a los trabajos de finales de si-


glo, en 2004 se publica Dimensiones territoriales de la guerra y la paz, a cargo de la
Red de Estudios de Espacio y Territorio, bajo el sello editorial de la Universidad
Nacional de Colombia. Esta obra es el primer trabajo que como compilación
está dedicado a estudiar las dimensiones territoriales del conflicto, estudiando
elementos inexplorados del territorio como los recursos naturales y los acci-
dentes geográficos y la regionalización del conflicto armado a nivel internacio-
nal. Realiza aproximaciones profundas a las manifestaciones de violencia en el
Caribe, el Pacífico y el suroriente colombiano. Respecto a la cuestión específica
del territorio y los grupos armados, el capítulo III: “El conflicto armado colom-
biano y su expresión territorial: la presencia de los actores”, cuyo preludio es
escrito por Fernando Cubides, tiene como objetivo el análisis de

… la manera en que los actores armados están presentes en el territo-


rio, sus pretensiones de controlarlo, los efectos que su presencia y los
planes de expansión que elaboran, surten sobre los flujos de población
y la configuración de las regiones. (Cubides, 2005, p. 147).

Añadiendo más adelante que “la intensidad y la diversidad de las violen-


cias, están creando una nueva concepción de territorio” (Cubides, 2005, p. 148).
Aquí ya no se trata de las causas o los inicios de la violencia en una región o

179
Johan Stephen Antolínez Franco

un territorio específico, sino del desenvolvimiento del conflicto y de cómo este


reconfigura el espacio y la forma de vida de quienes se ubican allí.

En el artículo “Evolución reciente de la geografía del conflicto armado”,


de Camilo Echandía, se ponen en evidencia las transformaciones en el modus
operandi de la guerrilla. En los noventa se dio el fortalecimiento de las FARC,
gracias a la articulación de la cadena de producción de coca y a la zona de dis-
tensión, que permitieron la duplicación del número de frentes y la realización
de ataques directos contra los puestos de policía de las poblaciones. A partir
de 1999 los cambios en la estrategia militar, en especial, los ataques aéreos, ge-
neraron la caída en las acciones de la guerrilla y demás dificultades en el campo
operacional.

Desde el año 2000 la estrategia ya no se basa en lograr la expansión territorial,


sino en la preservación de la influencia en las zonas históricamente ocupadas,
ante la lógica de acorralamiento de los paramilitares y de la fuerza pública. La
intensificación de los enfrentamientos en ciertas zonas del país responde a fac-
tores estratégicos relacionados con la supervivencia, la capacidad de respuesta
rápida, ataques y repliegues tácticos. En consecuencia, las FARC aumentaron el
número de ataques a la población civil y a la infraestructura en grupos peque-
ños, en la lógica de la “guerra de guerrillas” en lugares donde les era posible
volver fácilmente a las zonas de refugio.

En la figura 2 se aprecian cuatro de los mapas realizados por Echandía. En


ellos se observa la evolución de la intensidad del conflicto armado entre 2000 y
2003. Se advierte una intensificación del conflicto hacia el centro y sur del país,
que corresponde a las zonas donde se implantaron los primeros núcleos gue-
rrilleros. Allí predominan los escenarios rurales apartados de las actividades
económicas más dinámicas. Respecto a la ubicación geográfica de la guerrilla,
Echandía afirma que esta se concentra en las zonas primarias de asentamiento
guerrillero, donde el 60 % de los municipios pertenecen a la estructura rural
atrasada y de colonización, el 20 % son del tipo campesinado medio, el 10 % se

180
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

caracterizan por el predominio de la agricultura comercial y solo el 10 %


pertenece a la estructura urbana. Un gran cambio respecto a lo mencionado
anteriormente para principios de los noventa.

Por su parte, la geografía de la movilización paramilitar, en los primeros años


de la década, responde a una lógica de expansión inscrita en el propósito de
crear un corredor que divida al norte del centro del país, uniendo Urabá con
el Catatumbo, con el objetivo de iniciar las incursiones y la penetración de las
retaguardias de la guerrilla en el sur y oriente, así como las zonas de expansión
en el norte del país (Echandía, 2004, p. 164).

Se aprecia que la construcción de los mapas y gráficos tiene un mayor grado


de rigurosidad respecto al acceso a fuentes primarias (boletines de orden pú-
blico, diarios del DAS, datos del Observatorio del Programa Presidencial para
los DDHH y DIH, Vicepresidencia de la República, DANE), que ahora son más
diversas y contienen información relacionada no solo con las cifras sobre homi-
cidios en general, sino también con las estadísticas sobre muertes por grupos
ilegales, las cuales permiten que la ubicación geográfica del conflicto y la repre-
sentación de su intensidad sean más precisas.

Uno de los últimos textos que han abordado la dinámica territorial desde
otra perspectiva, ha sido el capítulo escrito por Socorro Ramírez, titulado “La
ambigua regionalización del conflicto colombiano”, en el libro Nuestra guerra
sin nombre. Transformaciones del conflicto en Colombia, en el que se aborda el tema
de la exportación del conflicto armado a los vecinos, específicamente Venezue-
la y Ecuador. La autora destaca cómo los estudios que resaltan la presencia
de los actores armados en la zona de frontera, muestran que en las últimas
dos décadas el conflicto en Colombia ha sido exportado a los vecinos, a través
del desplazamiento de personas víctimas del conflicto, pero sobre todo por la
presencia de actores armados, especialmente la guerrilla, en esas zonas. Todo
lo anterior se puede apreciar en la figura 2, que se extracta del documento de
Echandía (2004).

181
Johan Stephen Antolínez Franco

Figura 2. Mapas sobre la intensidad del conflicto armado en 2000, 2001, 2002, 2003 y 2004

Fuente: Echandía (2004)

182
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Consideraciones finales. Desafíos sobre la relación entre


territorio y violencia en Colombia
Los estudios reseñados a lo largo del texto muestran que no hay una lógica
lineal en la evolución de los estudios sobre la relación entre conflicto armado
y territorio en el país. Los autores proponen categorías de análisis a partir de
la lógica de ordenamiento territorial que se presentó al principio del capítulo,
teniendo en cuenta la división político-administrativa de 32 departamentos y
la existencia de los municipios a lo largo y ancho del territorio nacional, ya que
permite establecer por definición geográfica los espacios que ocupan los actores
armados en el país, pero que no corresponden en la mayoría de los casos con
la movilidad que se explica por la búsqueda de los recursos energéticos vitales
para la prolongación del conflicto.

El uso de conceptos como municipio, región o macro-región tratan de explicar


el espacio que ocupan los protagonistas y su expansión a lo largo del tiempo. El
conflicto se menciona como un único suceso y proceso a lo largo del tiempo, sus
cambios responden a la entrada de nuevos actores (como el caso de los parami-
litares) o la consolidación de otros por regiones. En el caso de la fuerza pública
no se encontraron referencias que explicaran sus estrategias a lo largo del tiem-
po, lo que impide establecer una continuidad y el impacto en la concepción de
territorio, ya que su movilidad depende en gran parte de la contención de las
FARC, como su principal enemigo, si se ve en esa lógica de contraposición.

El territorio no puede ser concebido como un elemento inerte en el análisis.


La mayoría de los documentos referenciados, que hacen parte de la última dé-
cada, reconocen que son los actores los que le dan sentido a los lugares que
ocupan; sin embargo, tienen características que en función de los recursos
que persiguen los actores armados desempeñan un papel importante cuando se
pretende entender la relación que existe entre la violencia política y el territorio
en un país como Colombia, donde el conflicto político trasladado al uso de las
armas, hace evidente que no ha sido efectiva la interpretación del uso y distri-
bución de la tierra, lo que antes bien se ha convertido en factor y consecuencia
del mismo conflicto.

Se hace evidente la tensión en el análisis entre lo nacional, lo regional y lo que


podría denominarse local. Sassen (2010) destaca que el mundo a través de la
historia ha construido y entendido los elementos constitutivos de los Estados-
Nación modernos en virtud de lo nacional, una lógica que va en contravía de
los esfuerzos por reforzar las conexiones y especificidades de lo local. Los en-
samblajes en los distintos territorios del mundo y del país, en particular en la
actualidad, se caracterizan por algunas veces ir en contravía de los designios

183
Johan Stephen Antolínez Franco

normativos que caracterizan estos Estados modernos a los que se hace refe-
rencia, en la lógica del rescate de lo específico de lo local y las interconexiones
regionales que en Colombia produce la reproducción del conflicto y que explica
como la violencia en el país se reproduce en función de los movimientos de los
actores armados a lo largo de la historia del conflicto armado en el país.

184
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Bibliografía
Álvarez Zárate, J. M. (2003). Elementos histórico-materiales y su incidencia
en la formación de la política exterior. En El interés nacional en Colombia.
Bogotá: Universidad Externado de Colombia.

Aprile-Gniset, J. (2004). Yo le digo una de las cosas: la colonización de la reserva


de La Macarena - Alfredo Molano, Darío Fajardo, Julio Carrizosa y Fer-
nando Rozo. Revista Colombiana de Sociología (Nueva Serie), 1 (1). Bogotá:
Facultad de Ciencias Humanas-Universidad Nacional de Colombia.

Arocha, J., Cubides, F. y Jimeno, M. (1998) Las violencias: inclusión creciente. Bo-
gotá: Facultad de Ciencias Humanas-Universidad Nacional de Colombia,
Colección CES.

Bejarano, J. A., Echandía, C., Escobedo, R. y León, E. (1997) Colombia: Inseguri-


dad, violencia y desempleo económico en las áreas rurales. Bogotá: Universidad
Externado de Colombia.

Benedetti, A. (2011) Territorio: concepto integrador de la geografía contempo-


ránea. En Territorio, lugar, paisaje. Prácticas y conceptos básicos en geografía
(pp. 11-82). Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, UBA.

Betancourt, D. (1990). Los cinco focos de la mafia colombiana (1968-1988).


Elementos para una historia. Folios (2a. época), 2.

Blair, E. (2009) Aproximación teórica al concepto de violencia: avatares de una


definición. Política y Cultura, 32, 9-33.

Bolívar, I. (2003). Violencia política y formación del Estado. Bogotá: Uniandes-


CESO-Cinep.

Bushnell, D. (2007). Colombia, una nación a pesar de sí misma. Bogotá: Planeta.

185
Johan Stephen Antolínez Franco

Carrizosa, J., Fajardo, D., Molano, A. y Rozo, F. (1989) La colonización de la reserva


de La Macarena, Corporación Araracuara. Bogotá: Fondo FEN Colombia.

Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987). Colombia: Violencia y democracia.


Bogotá: Centro Editorial Universidad Nacional.

Comisión de Superación de la Violencia (1992). Pacificar la paz: lo que no se ha


negociado en los acuerdos de paz. Bogotá: IEPRI-Cinep-CECOIN-, Comisión
Andina de Juristas.

Cubides, F. (2005). Narcotráfico y paramilitarismo ¿Un matrimonio indisolu-


ble? En A. Rangel (Coord.) El poder paramilitar. Bogotá: Editorial Planeta.

Cubides, F., Olaya, A. y Ortiz, C. M. (1998). La violencia y el municipio colombiano.


1980-1997. Bogotá: CES-Universidad Nacional de Colombia.

Echandía, C. (1999a). Expansión territorial de las guerrillas colombianas:


geografía, economía y violencia. En M. Deas, M y M. V. Llorente (Comp.),
Reconocer la guerra para construir la paz. Bogotá: Cerec-Uniandes, Grupo
Editorial Norma.

Echandía, C. (1999b). Geografía del conflicto armado y las manifestaciones de la vio-


lencia en Colombia. Bogotá: Paz Pública-CEDE, Documento de trabajo no 18.

Echandía, C. (2004). Evolución reciente de la geografía del conflicto arma-


do colombiano. En Red de Estudios de Espacio y Territorio, Dimensiones
territoriales de la guerra y la paz. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Fajardo, D. (1979). Violencia y desarrollo. Transformaciones sociales en tres regiones


cafeteras del Tolima, 1936-1970. Bogotá: Suramericana.

Fals Borda, O., Guzmán, G. y Umaña, E. (1962). La violencia en Colombia. Bogotá:


Tercer Mundo Editores.

Fals Borda, O. (1996). Región e historia. Bogotá: Tercer Mundo Editores.

Gómez, J. (1996). Conflicto armado y derecho internacional humanitario. En S.


Franco, Colombia contemporánea. Bogotá: IEPRI, Universidad Nacional.

Gouëset, V. y Pissoat, O. (2002). La representación cartográfica de la violencia


en las ciencias sociales colombianas. Análisis Político, 45, 3-34.

186
Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

González, F., Bolívar, I. y Vásquez, T. (2003). Violencia política en Colombia. De la


nación fragmentada a la construcción del Estado. Bogotá: Cinep.

Guerrero, J. (1991). Los años del olvido: Boyacá y los orígenes de la violencia. Bogotá:
Tercer Mundo, IEPRI.

Lozada, R. y Vélez, E. (1988). Muertes violentas en Colombia entre 1976 y 1986.


Bogotá: Instituto SER de Investigación.

Massiris, A. (1999). Ordenamiento territorial: experiencias internacionales


y desarrollos conceptuales y legales realizados en Colombia. Colombia 
Perspectiva Geográfica, (4), 7-75. Bogotá: Universidad Pedagógica y Tecnoló-
gica de Colombia

Medina, M. (1986). La resistencia campesina en el sur del Tolima. En Pasado y


presente de la violencia en Colombia. Bogotá: Cerec.

Medina, M. (1990). La violencia en Colombia: inercias y novedades 1945-1950,


1985-1988. Revista Colombiana de Sociología, 1 (1), 49-77. Bogotá: Universi-
dad Nacional de Colombia.

Oquist, P. (1978). Violencia, conflicto y política en Colombia. Bogotá: Instituto de


Estudios Colombianos, Banco Popular.

Ortíz, C. M. (1985). Estado y subversión en Colombia. La Violencia en el Quindío años


50. Bogotá: Cerec-Cider.

Ortíz, C. M. (1999). Urabá: tras las huellas de los inmigrantes 1955-1990. Bogotá:
ICFES.

Red de Estudios de Espacio y Territorio (2004). Dimensiones territoriales de la


guerra y la paz. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Ramírez, S. (2006). La ambigua regionalización del conflicto colombiano. En


F. Gutiérrez, M. E. Wills y G. Sánchez (2006). Nuestra guerra sin nombre,
transformaciones del conflicto en Colombia. Bogotá: Norma.

Reyes, A. (1996, marzo 10). Contra reforma [sic] agraria de los narcos. El
Espectador, p. 8ª.

187
Johan Stephen Antolínez Franco

Reyes, A. (1999). Geografía de la guerra. El Tiempo, Lecturas Dominicales,


Bogotá.

Sánchez, G. y Meertens, D. (1983). Bandoleros, gamonales y campesinos (el caso de


La Violencia en Colombia). Bogotá: El Áncora Editores.

Sánchez, G. (1993). Los intelectuales y la violencia. Análisis Político, 19, 30-49.

Sánchez, J. (1992). Geografía política. Madrid: Síntesis.

Sassen, S. (2010). Territorio, autoridad y derechos. De los ensamblajes medievales a los


ensamblajes globales. Buenos Aires: Katz Editores.

Torres del Río, C. (2010). Colombia siglo XX. Bogotá: Norma.

188
Capítulo 2
Esbozo sobre el estado del arte en la
relación conflicto armado y ciudad

Leopoldo Prieto Páez*

Consideraciones previas
Con frecuencia los aspectos fundamentales relacionados con el conflicto ar-
mado en Colombia han sido asociados muy estrechamente a problemas en las
zonas rurales. Desde el nacimiento de los movimientos insurgentes, caracteri-
zados como guerrillas campesinas, hasta las principales reivindicaciones de los
distintos actores en cada una de las décadas que corren desde 1964 hasta el año
2012, pasando por los diagnósticos sobre los principales causas que alimentan
el conflicto, una y otra vez se vuelve a mirar aspectos como la ausencia del
Estado en amplias zonas de la geografía nacional, la concentración de la tierra,
el despojo violento de campesinos, la agudización de la crisis agraria, el im-
pacto de las condiciones macroeconómicas, el desplazamiento forzado, la falta
de ejercicio legítimo de la fuerza en el campo y un largo etcétera (González,
Bolívar y Vásquez, 2002).

Cuando se echa un vistazo a la producción académica concentrada en estu-


dios, hipótesis, análisis, exámenes, reflexiones y explicaciones sobre esta ma-
teria, el resultado no puede ser menos que impresionante, no pareciera poder

* Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Urbanismo de la Universidad


Nacional de Colombia. Investigador y coordinador de la línea en Territorios y Desarraigos del
Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (IPAZUD) de la Universidad Distrital
“Francisco José de Caldas”.
Leopoldo Prieto Páez

desligarse ni por un segundo conflicto armado y mundo rural. No ocurre lo


mismo con el mundo urbano. La ciudad y los problemas en ella concentrados
siempre actuaron como telón de fondo, pero no se reconocía un vínculo muy
estrecho con las causas o aspectos promotores del conflicto armado, que pa-
recía escenificarse más allá de los límites de la ciudad, a lo largo y ancho del
territorio nacional. Para muchos resultaba ser una amenaza que en ocasiones se
insinuaba pero que con la misma rapidez desaparecía.

Este texto versa sobre la producción bibliográfica académica a propósito de la


manera como se ha entendido la relación –impacto, influjo, consecuencias– en-
tre la ciudad y el conflicto armado. Como se verá, la producción con respecto a
este tópico ha sido objeto de interés más bien reciente y el desarrollo teórico so-
bre él ha sido desigualmente impulsado, dejando por tanto aún muchos aspec-
tos por analizar y con situaciones en mora de ser rigurosamente examinadas.

La ciudad o el espacio urbano se entenderá, no solamente en virtud de sus


condiciones físicas, es decir, asentamientos amplios, poblados y heterogéneos
en su composición (parafraseando la vieja definición de L. Wirth), sino además
por la condensación de fenómenos sociales, de prácticas culturales y de ge-
neración de riqueza que exista en este tipo de aglomeraciones humanas. Esta
definición, sin duda esquemática, tiene la virtud de permitirnos encuadrar el
tipo de territorio que interesa indagar en este texto.

Algunas pistas iniciales sobre la relación conflicto armado


y ciudad
Uno de los aspectos que vale la pena reseñar es que el fenómeno de la violen-
cia de las ciudades, y aún más el impacto, influencia o efecto del conflicto ar-
mado en los entornos urbanos, ha sido un tópico de interés para investigadores
y estudiosos relativamente reciente en el campo académico colombiano. Hasta
comienzos de la década de los noventa del siglo XX, había sido poco atendido y
mucho menos estudiado; solo en los años que corren posteriores a 1980, década
en la cual el índice de decesos por causa de muertes violentas en las ciudades
se disparó y el terrorismo se convirtió en uno de los mecanismos más expeditos
para conseguir objetivos criminales, la violencia en la ciudad comenzó a ser to-
mada como un objeto central de estudio por parte de investigadores y analistas.

Esta explosión del fenómeno y del consabido interés por parte de estudiosos
del tema contribuyó a que hubiese una producción creciente de investigaciones
que buscaban entender el tipo de dinámica que contribuía a que las distintas
expresiones de la violencia se hubieran recrudecido en los grandes centros ur-
banos. El interés además estaba determinado porque, según Álvaro Guzmán,

190
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

“la ciudad no solo ilustra mejor la multiplicidad de las violencias de una socie-
dad, sino que también introduce con más claridad una distribución espacial o
geográfica del fenómeno” (Guzmán, 1994, p. 172).

La producción intelectual sobre la manera como la violencia se inserta en los


entornos urbanos puede rastrearse en una serie de periodos de acuerdo con
el postulado de varios autores (Angarita, 2003; Grisales, 2010; Roldan, 2007;
Useche, 2007). Estos son claramente discernibles entre sí y puede irse identifi-
cando una serie de puntos orientadores que han guiado la reflexión académica
y algunas investigaciones realizadas desde la administración pública, cada una
de las cuales ha buscado crear argumentos explicativos sobre el incremento de
la violencia en las ciudades.

El primero de estos periodos está definido por el vínculo estrecho que se es-
tablece entre violencia urbana y la miseria, muy típica en las grandes ciudades.
Desde ese punto vista, tomó carrera la posición según la cual “en medio de la
violencia urbana estaba simplemente la desposesión o las formas injustas de
distribución y redistribución de la riqueza, que provoca todo tipo de reacciones
entre aquellos más lesionados por las estructuras socioeconómicas y sociopro-
ductivas” (Useche, 2007, p. 98). Un punto de vista que comparte Angarita, quien
además añadiría que junto a la pobreza debía indicarse el “carácter acelerado
del crecimiento urbano” (Angarita, 2003, p. 97), un aspecto que desbordaba la
capacidad institucional y enfrentaba a las ciudades y sus administraciones a re-
tos evidentemente difíciles, desnudando una capacidad de respuesta más bien
modesta comparada con la explosión del fenómeno.

Un segundo periodo es presentado por Grisales y Angarita, quienes sugieren


que hacia fines de la década de los ochenta una interpretación que abarca ele-
mentos de corte “sociocultural y el mundo de los valores” comienza a influir
en las aproximaciones de distintos analistas a los aspectos relacionados con la
violencia urbana y el conflicto en estos mismos entornos. La tesis de una crisis
de carácter sociocultural tomó fuerza en medio del recrudecimiento de accio-
nes promovidas por los carteles de la droga y la aparente facilidad con que
dinámicas propias de economías ilegales se afincaban en amplios sectores de
los centros urbanos. Según uno de los autores, ello se relacionó con “pérdida
de valores cristianos y ausencia de educación para el tratamiento pacífico de los
conflictos y para una cultura de la tolerancia” (Angarita, 2003, p. 100). De ahí
la explicación de las amplias campañas y acciones gubernamentales que busca-
ban formar ciudadanos más tolerantes y consientes de la diferencia.

Otro de los periodos se define de manera muy genérica como sociopolíti-


co, en el cual se privilegia un acercamiento según el cual, en las ciudades se

191
Leopoldo Prieto Páez

“explica la persistencia de la violencia, por las deficiencias en la construcción


de un sólido vínculo por las debilidades en la relación entre Estado y Sociedad”
(Angarita, 2003, p. 101). Esta debilidad del vínculo estaba marcada no solo por
las dificultades del Estado para ejercer el monopolio de la fuerza en amplias
zonas de las ciudades más grandes, sino también por la incapacidad para evitar
la impunidad, así como la ineficiencia en la atención de servicios y provisión
de necesidades básicas, como por ejemplo, el espacio público. Este último, un
elemento no poco importante si se tiene en cuenta que ciertas condiciones ur-
banísticas benefician el accionar de actores ilegales. Sobre este aspecto se argu-
menta en uno de los informes del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación que:

La alta densidad y el mínimo de espacio público que caracteriza a


este sector son resultado, en parte, de este proceso de urbanización
no regulado, a su vez, las altas pendientes que marcan la topografía
del territorio han llevado a que el acceso a los barrios [de la Comu-
na 13] sea predominantemente peatonal, de ahí que la llegada a los
barrios más poblados y periféricos sólo sea posible a través de cien-
tos de escalas y callejones. Esto ha facilitado el ocultamiento, control,
movilidad, (accesibilidad, evacuación, circulación) y permanencia de
los actores armados en ese territorio y, según un líder de la comuna,
es un elemento central para entender la continuidad de la presencia y
el dominio alcanzado por ellos. (Comisión Nacional de Reparación
y Reconciliación, 2011, p. 56)

Del mismo modo, Useche menciona que otro de los elementos que se recalcan
en este tipo de estudios está relacionado con el hecho que “la violencia gene-
ralizada determina la conformación de “para-estados” a lo largo del territorio
nacional, que acentúan la debilidad de lo público y la ausencia o precariedad
del monopolio de la fuerza por parte del Estado”. Más adelante en el mismo
documento, parafraseando a Jorge Orlando Melo, menciona que “la violencia
urbana [tiene] el poder de incidir en imaginarios que construyen y reproducen
valores anti-civilistas y antidemocráticos, agudizando la precaria relación entre
el Estado y la Sociedad” (Useche, 2007, p. 98).

De acuerdo con Melo, ante la multitud de riesgos y conflictividades a las


cuales se enfrentan los habitantes urbanos, es corriente que la desesperación
lleve a los ciudadanos a considerar que “no es tan grave” la pérdida de ciertos
derechos cuyo vínculo directo con las libertades democráticas es evidente. De
suerte que:

192
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

Las personas piden más y más energías a las autoridades. [...] Como
la aplicación de tales medidas heroicas usualmente tampoco produ-
cen resultados satisfactorios, domina un clima de desconfianza en las
autoridades y la justicia: las personas dejan de creer en la eficacia de
las normas e instituciones legales y buscan alternativas por fuera de la
ley. (Citado en Useche, 2007, p. 98)

Estas alternativas que están fuera de la ley, son las que han permitido explicar
que en ciertos casos grupos armados tengan un diálogo relativamente fluido
con las comunidades a las cuales han llegado y de ahí que la caracterización de
estos estudios tenga el mote de abordajes sociopolíticos.

En medio de estos análisis existe otro acercamiento cuya interpretación sos-


tiene que lo vivido en las ciudades durante el primer lustro del siglo XXI, es una
intensificación de las acciones de guerra en los centros urbanos, que puede es-
tar indicando que las acciones bélicas se han trasladado del campo a la ciudad,
de manera que el conflicto armado se ha urbanizado y la lógica del conflicto a
nivel nacional ha entrado a determinar las relaciones de una violencia armada
de tipo político en los barrios y zonas de los centros urbanos.

Un enfoque mucho más reciente introduce algunas críticas a la hipótesis de


la guerra que se urbaniza y, a través de herramientas metodológicas de carácter
cualitativo, cuestiona la manera como con frecuencia se ha querido ver mu-
chos fenómenos de violencia local como un simple reflejo del conflicto armado
nacional. Según la perspectiva de estos investigadores, las dinámicas de los
espacios locales son tan determinantes que difícilmente pueden ser entendidos
como simples receptáculos del fenómeno conflictivo que ha enfrentado a po-
derosos actores durante casi cincuenta años; para ellos los conflictos, pasiones
y enfrentamientos que tienen lugar en escenarios locales pueden llegar a ser
tan fuertes que cambiarían la lógica de los conflictos mismos, y de esta manera
podría entenderse mejor la forma que adquiere la violencia en espacios urba-
nos, teniendo en cuenta especialmente las particularidades de cada uno de los
entornos.

En este escrito se privilegian estos dos últimos enfoques, por dos razones:
la primera, porque son las tesis que más desarrollo han tenido y, por tanto,
sobre las que más producción bibliográfica hay. La otra razón está vinculada
con el hecho de que estos enfoques son los que más claramente tienen en cuenta
el papel del conflicto armado como variable que interviene en el desarrollo de
la violencia en las ciudades del país.

193
Leopoldo Prieto Páez

Del conflicto armado en los campos a la urbanización de la


guerra
Una primera mirada global sobre el interés en el análisis de la violencia que
se escenifica en las ciudades, ha mostrado una “evolución”, agenciada por la
forma como se ejercía la acción armada en las grandes capitales colombianas.
Del examen del impacto que producían el terrorismo o el sicariato magnicida,
ejercido por grupos armados que circunstancialmente irrumpían en el medio
urbano para hacer un tipo de presencia que genera conmoción en la opinión
pública, se transitó a abordajes que intentan dilucidar la manera como los dis-
tintos actores del conflicto hacen presencia en las ciudades, de manera ya no
circunstancial, sino como una estrategia propiamente dicha de guerra, en la
cual se busca ganar posiciones, controlar amplias márgenes geográficas y sus-
tituir el aparato institucional del Estado con el fin de ejercer el control sobre la
población y por esa vía configurarse en fuerzas de ejercicio de poder basado en
el amedrentamiento armado (Valencia, 2002).

Esta irrupción, ya no episódica, sino estructural de la violencia armada, su-


gieren algunos, fue facilitada por la debilidad de la presencia del Estado en
amplias zonas de los cinturones de miseria de la ciudad, asentamientos con
frecuencia ilegales, deficitariamente atendidos por servicios públicos domici-
liarios y con índices dramáticamente altos de pobreza.

En el año 2003, un encuentro impulsado por la Secretaría de Gobierno y la


administración Distrital convocó a una serie de expertos en temas de conflicto,
con el fin de disertar acerca de la violencia y sus implicaciones en la sociedad
colombiana, aunque con un fuerte sesgo que orientaba las disertaciones al tema
urbano. Las ponencias de los diferentes invitados fueron agrupadas alrededor
de un volumen titulado Conflicto armado y violencia cotidiana en Colombia, en el
cual se dedicó un apartado específico al conflicto armado en las ciudades. En
él, por ejemplo, Mockus lanzaba una hipótesis sobre las estrategias utilizadas
por los distintos actores para hacer presencia en las ciudades: “con respecto a la
influencia del conflicto armado en la ciudad, se ha observado que cuando surge
delincuencia en ciertas zonas suele aparecer una oferta de seguridad de grupos
armados ilegales son normalmente grupos de guerrilleros o paramilitares que
ofrecen resolver los problemas de seguridad de la comunidad a cambio de ejer-
cer un control sobre el territorio” ( Mockus, 2003, p. 15).

Haciéndose eco de esta hipótesis, Hugo Acero –participante del mismo en-
cuentro– sugería que “la concentración [de la fuerza pública] en atacar y com-
batir sus autores [del terrorismo] generó descuido en la atención a otro tipo de
delitos y contravenciones” (2003, p. 37). De esa manera, se entiende el aumento

194
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

de los índices de violencia y de contravenciones al Código de Policía, pero tam-


bién la relativa facilidad con que los grupos armados se instalaron en amplias
zonas de la ciudad y ejercieron influencia en barrios y localidades de los gran-
des centros metropolitanos.

Seguramente, el vínculo institucional de los dos autores que acaban de ser


citados, hace que los argumentos se concentren de manera particular en la vio-
lencia homicida centrada en la violación de normas de convivencia y relacio-
nada con la llamada “delincuencia o violencia común”, para distinguirla de un
tipo de violencia asociada al conflicto, o los conflictos armados, que el país ha
experimentado por casi medio siglo. Una división que, si bien algunas veces
criticada, es muy utilizada por analistas e investigadores que abordan el tema
de la violencia en las ciudades.

Está división se encuentra, de manera implícita, en el texto de León Valencia


publicado en el mismo volumen de las reflexiones que se acaban de citar. Allí
en un artículo titulado “Ciudades amenazadas”, Valencia afirmaba que la vio-
lencia armada asociada al conflicto mostraba serias evidencias de estar irrum-
piendo con fortaleza inusitada en los centros urbanos más grandes del país en
los últimos años de la década de los noventa del siglo XX y los primeros años
del siglo XXI. Desde el punto de vista de este autor, acciones como el ataque en
la posesión de Uribe, el secuestro de los diputados o la retoma de la Comuna
13 en Medellín se convertían en signo inequívoco de que “la guerra se vino a
las ciudades”.

Más determinante era, en el decir de León Valencia, que comenzaba a eviden-


ciarse en los primeros años de siglo XXI “una presencia y [un] control territorial
en grandes ciudades como Bogotá, Medellín y Cali y en ciudades intermedias
como Cúcuta, Pereira, Barrancabermeja y Montería” (Valencia, 2002, p. 26). En
ese contexto se entendería una serie de acciones como la conformación de un
frente guerrillero urbano, la orden de Jorge Briceño de llevar la guerra a las ciu-
dades y la aceptación ciertamente amplia de grupos de clases medias de algu-
nos postulados del discurso paramilitar, visto ello como una oportunidad para
irrumpir en los centros urbanos con un cierto ascendente de “apoyo popular”.

Valencia sostiene que la necesidad de llevar la confrontación a las ciudades


surge a propósito de una suerte de imperativo que sugiere que acercarse a la
ciudad es acercarse a la victoria militar. No obstante, lo reconoce este mismo
autor, la capacidad operativa y de ofensiva es más restringida en los centros ur-
banos (2002, p. 27). Esta posición podría dar a entender entonces que la violen-
cia asociada al conflicto armado irrumpiendo en las ciudades, antes que acercar
a la victoria militar puede estancarse en un círculo vicioso que alimenta las

195
Leopoldo Prieto Páez

lógicas de violencia “común” de los centros urbanos, desdibujando los objeti-


vos militares de los grupos implicados en el conflicto armado.

Seguramente, con esta idea en mente, el autor remata su argumento afirman-


do que en las ciudades, las fronteras entre las distintas formas de violencia co-
mienzan a borrarse, entre otras razones porque la lógica de la guerra resulta ser
tan perversa que “los actores armados han subordinado agentes de la violencia
(narcos, bandas, pandillas, etc.) y los ponen a su servicio” (Valencia, 2002, p.
28). Este acomodación de la estrategia militar, que implicó la cooptación de los
actores que ejercían criminalidad urbana, como combos y bandas, por parte de
los actores del conflicto armado, debió alentar un cambio de abordaje analítico,
según este autor porque, a diferencia del argumento de los “violentólogos” en
el conocido texto titulado Colombia: Violencia y democracia, en el que se identifi-
caba la existencia de tres tipo de violencia, paralelos y sin mucha comunicación
entre sí, lo que requería soluciones diferentes para cada una. Ahora las violen-
cias no se diferencian unas de otras, sino que se mezclan en una sola lógica de
guerra y la comunicación y retroalimentación entre cada uno de estos tipos de
manifestación de violencia es constante (Valencia, 2002, p. 30).

Alfredo Rangel en su artículo titulado “Las ciudades: nuevos escenario del


conflicto armado”, concuerda con León Valencia en que particularmente en los
últimos años del siglo XX y la primera década del siglo XXI existe un interés
creciente por urbanizar el conflicto. Rangel centra su análisis en el accionar de
las guerrillas y sostiene que existen varias razones para que esto ocurra. Una
primera es que, así como lo sostiene Valencia, llegar a la ciudad es acercarse al
fin de la guerra, basados en el hecho de que en la lógica del conflicto y los obje-
tivos guerrilleros es posible seguir una suerte de proceso histórico que permite
identificar fases o etapas sucesivas en las que se encuentra vinculado el territo-
rio (Rangel, 2002, p. 31).

La primera de estas fases se relaciona con el nacimiento y consolidación de


las guerrillas de inspiración marxista-leninista, proceso que según este autor se
llevó a cabo durante las décadas de los sesenta y setenta, fuertemente ligado a
problemas agrarios y de lucha de tierras, en un escenario claramente ligado al
entorno rural. A esta fase le siguió una siguiente de consolidación de la estruc-
tura militar, que promovió la presencia de carácter regional. Esta se vio deter-
minada por el control efectivo de amplias zonas del país, lo cual tomó forma
en los años ochenta y noventa. Hacia finales del siglo XX y durante la primera
década del siglo XXI es perceptible una fase de urbanización del conflicto y
de avance (o por lo menos de intentos reiterados) de los actores armados por
hacer presencia en las ciudades. La fase reviste interés pues ella supondría, en

196
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

la visión de las guerrillas, acercarse al final del conflicto, habida cuenta de la


inminencia de la victoria militar; urbanizar el conflicto es “mejorar la capacidad
de negociación frente al Estado” (Rangel, 2002, p. 32).

Si bien para este autor es evidente que ha habido acciones claramente orien-
tadas en ese sentido, la irrupción del conflicto armado no resulta una tarea fácil
para los grupos armados, y en especial para la guerrilla, por aspectos como un
discurso nada o muy poco atractivo para las clases medias, una evidente difi-
cultad en términos de capacidad operativo-militar, la relación más estrecha con
el entorno rural y el vínculo ideológico con ese tipo de territorio, lo que les lleva
a tener una visión de la ciudad como un ente perverso, junto a un aspecto de no
poca importancia, como es el relativo mayor apoyo que tienen los paramilitares
en la ciudad. De cualquier manera, la importancia de los centros urbanos en
una nueva estrategia militar y política de los actores armados ha comenzado
a quedar en evidencia. Ello explica los golpes cada vez más frecuentes en los
centros urbanos, lo que haría presentir que “el conflicto en las ciudades va a
agudizarse” (Rangel, 2002, p. 34).

Estas visiones que hemos mencionado, ciertamente han promovido la idea de


la ciudad como un escenario en el que se extiende la guerra que varias décadas
antes comenzó y se recrudeció en el campo. Parece sugerirse que las lógicas de
la guerra se asemejan a una gran bola de nieve que va creciendo conforme avan-
za y va implicando nuevos escenarios. En esa vía se inscribe, por ejemplo, el
argumento que defiende Absalón Jiménez en su artículo “Conflicto y violencia
urbana en Bogotá: una mirada histórica” (2007), en donde sugiere que existe un
antagonismo histórico que ha enfrentado a la ciudad con el campo, un antago-
nismo fundado en el ejercicio de poder que lo urbano ha intentado (y no pocas
veces ha ejercido) sobre los entornos rurales.

El enfoque que Jiménez defiende deja entrever que las lógicas que operan
en uno y otro ámbito territorial son diferentes y, de algún modo, reconoce la
relevancia de lo urbano al mencionar que en la ciudad “se comienza a consti-
tuir en el principal escenario en el que se resuelven las tensiones y conflictos
sociales de una gran cantidad de población, cuya incidencia comenzó a tener
un carácter nacional” (Jiménez, 2007, p. 107). La evidencia de lo urbano como
elemento central para entender no solo el conflicto, sino los conflictos, puede
rastrearse a través de aspectos tan significativos, desde el punto de vista de este
autor, como las movilizaciones de artesanos en la segunda mitad del siglo XIX,
las protestas en contra del gobierno del general Reyes en la primera década del
siglo XX o en contra de la hegemonía conservadora al finalizar la década de los
veinte.

197
Leopoldo Prieto Páez

Casos paradigmáticos son, a luz de los argumentos de Jiménez, el asesinato


del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán, el ascenso y caída del general Rojas Pini-
lla y la aparición del M-19, este último como un actor de primera línea en el
conflicto armado colombiano y con un vínculo evidente con los sectores urba-
nos, mucho más clara y determinante que las que habían tenido otras agrupa-
ciones guerrilleras en el país hasta ese momento, como las FARC y el ELN, por
solo mencionar las dos más grandes.

Jiménez se ve atraído por el argumento del ya mencionado estudio de la


Segunda Comisión de Estudios sobre la Violencia, el cual se defiende la tesis de
que en el país existen varios tipos de violencia, que no están muy comunicadas
unas con otras y responden a factores distintos. Parafraseando este informe,
introduce la afirmación según la cual: “la violencia urbana es una violencia social
más que política, en la medida de que, además de los hechos violentos asociados
con la lucha del poder y el control del Estado, abarca ámbitos propios de las
relaciones interpersonales, tanto en las esferas de la vida pública como en las es-
feras de la vida privada” (Jiménez, 2007, p. 113). El autor concluye, por tanto, que
son formas de conflicto diferentes, cuyos orígenes son desiguales, las dinámicas
no son equiparables y las posibles salidas también son disímiles.

En un estudio relativamente reciente, un grupo de connotados investigadores


recurrió de nueva a la tesis de la guerra en las ciudades. Su argumento lo funda-
ban en el hecho de que resulta evidente la decisión de los grupos paramilitares
de establecer su poder en los centros urbanos (ciudades intermedias y grandes
ciudades), y también en el pronunciamiento del “Mono Jojoy” en el año 2002
sobre la intención de parte de las FARC de llevar a cabo acciones bélicas en las
ciudades (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2011, p. 76).

El Estado, por su parte, contribuyó a que esta idea se generalizara cuando en


el año 2002 llevó a cabo la Operación Militar Orión en la Comuna 13 de Mede-
llín. Esta operación causó gran impacto, no solo por su dimensión, por el tipo
de armas utilizadas (hasta ahora no muy comunes en la ciudad, ni siquiera en
el periodo de guerra frontal contra los carteles), sino también por las “acciones
contra la población civil (asesinatos, detenciones arbitrarias, ataques indiscri-
minados y desapariciones). A raíz de ella la Comuna 13 se hizo visible para
toda la ciudad como escenario de una nueva modalidad de conflicto armado
en el país y de lo que en ese entonces se caracterizó como una la urbanización
de la guerra” (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2011, p. 77).

Otra de las investigaciones que construyen un marco analítico para explicar


esta irrupción guerrerista en las ciudades, es la de Gustavo Duncan, trabajo
titulado Del campo a la ciudad en Colombia. La infiltración urbana de los señores de

198
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

la guerra. En este texto, un primer nivel de asociación se encuentra en el papel


que se le otorga a los paramilitares como agentes promotores de la irrupción
armada en las ciudades. A este respecto, el autor afirma: “la irrupción masiva
de las redes mafiosas sólo ha sido posible por el apoyo logístico, militar y fi-
nanciero recibido por los jefes de las autodefensas desde el campo” (Duncan,
2005, p. 3). Duncan inicia el análisis esbozando el contexto a través del cual se
van estructurando las condiciones que permiten ir entendiendo el paso de una
violencia política eminentemente rural a la constitución de redes organizadas
de criminalidad sustentadas en los entornos urbanos.

Una segunda parte del análisis se centra en determinar cuáles son los niveles
de ese desarrollo de infiltración de las redes de la mafia en las ciudades, para
terminar con un acercamiento a las posibles razones que permitirían explicar
la forma cómo esa infiltración ocurre y qué consecuencias tiene para el Estado
en general y para el sistema democrático en particular. A través de las acciones
examinadas en el capítulo sobre los niveles de infiltración en las ciudades, se
puede hacer un balance del tipo de infiltración del que se habla y el papel de lo
propiamente urbano en este desarrollo.

Duncan resalta que el accionar en las ciudades es diferente del que ocurre en
el campo, pues en los territorios rurales los grupos “están compuestos por or-
ganismos cohesionados jerárquicamente, visibles para sus miembros, con cana-
les de mando claramente definidos y con unidad de acción” (Duncan, 2005, p.
31). Esta forma de actuar contrasta claramente con el accionar urbano –afirma
Duncan– y se organiza a través de una red con células especializadas, conec-
tadas por mandos independientes a un mando superior, lo que convierte las
organizaciones en entidades muy fragmentadas y difusas. La especialización
de las mencionadas células se mide por el tipo de trabajo que hacen en las
ciudades. Estas células son de tres tipos, fundamentalmente: 1) células solda-
do, encargadas de administrar la violencia que se ejerce contra individuos u
organizaciones que se interponen en los objetivos de la infiltración; 2) células
operativas, encargadas de la ejecución de actividades legales e ilegales. Son las
encargadas de generar las ganancias económicas; y 3) células de intercambio,
encargadas de conseguir apoyos e intercambios con el poder político, con la
justicia, el sistema financiero o las fuerzas de seguridad del Estado.

Los niveles de infiltración se miden, entonces, por la capacidad de operación


que tengan estas células y dependen, en gran medida, de la forma como logren
apoderarse “de tres tipos de actividades que regulan una ciudad: las transac-
ciones criminales, las actividades legales y las instituciones gubernamentales”
(Duncan, 2005, p. 32). El autor mismo reconoce la pertinencia de diferenciar el
análisis según el tipo de ciudades. En el ejercicio que él mismo hace distingue

199
Leopoldo Prieto Páez

claramente ciudades grandes (Bogotá, Medellín, Barranquilla) de ciudades in-


termedias (Cúcuta, Riohacha y Barrancabermeja).

Señalar estas estrategias y abordar el análisis cuidadoso de estos fenómenos


es necesario, en la medida en que más que una tensión entre campo y ciudad, lo
que se advierte es un enfrentamiento entre dos tendencias de Estado en medio
de las cambiantes condiciones de la década de los noventa. Por una parte, está
la tendencia que aboga por “democracias liberales que ampliaron las libertades
individuales, el respeto por la sociedad civil, un capitalismo dinámico y los
modelos de economía de bienestar”, y por otra, un bando que actúa como con-
traparte, compuesto por “milicias, señores de la guerra y redes mafiosas que
imponen un Estado basado en los intereses individuales de una clase armada”
(Duncan, 2005, p. 70).

Para finalizar, podría decirse que la idea que guía las afirmaciones de los
documentos que se han expuesto hasta aquí, tuvo cierta acogida en la opinión
pública, sobre todo por cómo llegó a percibirse la situación de orden público
durante el periodo que más conmoción causó por la presencia de una nueva
oleada de violencia en las ciudades más importantes del país. Como se mencio-
nó, la tesis fundamental de la que se parte es que el conflicto se ha urbanizado y
que una parte de la violencia que ocurre en las ciudades, es reflejo del conflicto
armado que vive el país, es decir, que se entiende por la decisión de las FARC y
las AUC de llevar “la guerra a las ciudades”.

Este punto de vista comenzó a ser criticado, pues según el argumento de al-
gunos, “con este tipo de análisis se obstruyó un sereno y detenido examen de
lo que realmente venía sucediendo” y se abrió la oportunidad para otro tipo
de planteamientos, que al entender del autor son sumamente inconvenientes,
como por ejemplo que “en Colombia no hay conflicto armado, pues de lo que
se trata es del accionar de unos terroristas enemigos de toda la sociedad” (An-
garita, 2003, p. 102). Los argumentos que fundamentan la crítica a estos puntos
de vista deterministas hacen parte del siguiente apartado.

De la guerra urbanizada a las incidencias de lo local


Las investigaciones y análisis que han sido reseñados hasta aquí, contribuye-
ron a crear la imagen de un conflicto armado “todopoderoso”, de cuyas lógi-
cas es imposible escapar, sin considerar que el conflicto es transformado y sus
objetivos se vuelven más difusos cuando hacen su irrupción en ámbitos tan
complejos como los construidos en los entornos barriales de grandes ciudades
o incluso ciudades intermedias. Esa es en último término la reivindicación de
quienes defienden la perspectiva que a continuación se reseñará, la cual insiste

200
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

en que no resulta fácil separar las manifestaciones del conflicto armado de otras
formas de conflicto presentes en los territorios urbanos.

Sobre la inconveniencia de referirse a este fenómeno como urbanización de la


guerra y la incorrección analítica de una mención en estos términos, se puede
encontrar el siguiente apartado, en el que se afirma:

... nuestras ciudades, en diferentes momentos, en los últimos 25 años,


han vivido periodos de escalonamiento localizado en algunos barrios
–sobre todo en barrios periféricos–, sin que ello signifique que hemos
presenciado la urbanización del conflicto, como muchos analistas han
pretendido señalarlo, ya que la nuestra sigue siendo una guerra emi-
nentemente rural. (Hincapié, 2006, p. 3)

Estos enfoques, tan abiertamente criticados, no obstante fundamentan su ar-


gumentación en algunos postulados que bien vale la pena tener en cuenta, pues
toman en consideración aspectos patentes de realidades cotidianas. Es el caso
del texto Conflicto, violencia y actores sociales en Medellín, de Jaime Nieto y Luis
Javier Robledo. Los autores defienden la preeminencia o el papel determinante
del conflicto armado sobre cierto tipo de conflictos y violencias preexistentes en
las ciudades colombianas, aunque detienen su análisis en Medellín. Para ellos
es evidente que “existe una creciente urbanización del conflicto armado, expe-
rimentado en los últimos cinco años –desde el 2001–” (Nieto y Robledo, 2006,
p. 59), determinada por aspectos asociados a conflicto armado. Los autores de-
fienden este argumento en los siguientes términos:

La conflictividad urbana en la zona [las Comunas 8 y 9], se estructura


a partir de las recientes tendencias del conflicto político armado, dada
su mayor y progresiva expansión, sobre todo en un corredor geoestra-
tégico como la zona centro oriental, por sus fortalezas económicas y
logísticas. A pesar de la presencia de algunas expresiones del Estado
en los barrios, los actores armados no dan por culminado su proyecto
de “conquista” de microterritorios, pues su objetivo es disputarse los
barrios para satisfacer sus intereses de poder. (Nieto y Robledo, 2006,
p. 125)

Esta posición, que parece estar más asociada a la idea de urbanización de la


guerra, es traída aquí porque los autores reconocen la existencia de formas de
violencia relacionadas con conflictividades no necesariamente vinculadas con la
confrontación armada y que actúan sobre una base de problemas estructurales
presentes en la ciudad desde mucho antes de que aparecieran en los barrios los
actores del conflicto bélico. No obstante, para ellos es bastante claro que “en el

201
Leopoldo Prieto Páez

trasfondo de la conflictividad y violencia urbanas, desplegado sobre una base


amplia de profundas inequidades sociales, económicas, políticas y culturales,
que le sirven de conflicto y legitimidad, se despliega y toma cuerpo la guerra”
(Nieto y Robledo, 2006, p. 60).

No se trata, anticipan, de desconocer la subjetividad y las características par-


ticulares de esos microterritorios urbanos que son los barrios, o de esos micro-
cosmos que en sí mismos son las ciudades; pero sí debe reconocerse la comple-
jidad del fenómeno de violencia en la ciudad a partir de la importancia central
que ha adquirido tal fenómeno a expensas del enfrentamiento entre paramilita-
res y guerrilla. Una centralidad que significa:

Capacidad demostrada por los actores para imponerse sobre las múl-
tiples y fragmentadas redes de delincuencia y criminalidad organi-
zadas, pervivientes y fortalecidas [...]. Imposición leída en términos
de subordinación a los planes y estrategias de los actores armados, o
de cooptación de los mismos, o, en el extremo, de aniquilamiento. Se
trata de una imposición ganada a sangre y fuego, con altísimos costos
en términos de homicidios y de desplazamiento intraurbanos. (Nieto
y Robledo, 2006, p. 60)

Abordajes de este estilo que, aunque de forma tímida, buscan incluir un ma-
tiz en la hipótesis de la urbanización de la guerra pues reconocen la existencia
de formas de conflictividad locales que de algún modo influyen en el desarrollo
mismo de la incursiones de los actores armados en los entornos urbanos. Un
ejemplo de este tipo de enfoques matizados, es el trabajo de Sandra Hincapié
titulado La guerra y las ciudades, que desde el título mismo se intuye que tiene un
sesgo hacia la consideración del conflicto armado en el país como un elemento
absolutamente relevante que, de un modo u otro, determina las dinámicas de
violencia que se desarrollan en las ciudades, particularmente a finales de la
década de los noventa del siglo XX y la primera década del siglo XXI. La autora
decide incluir dentro de su análisis, las tres grandes ciudades del país (Bogotá,
Medellín y Cali), así como una ciudad intermedia (Barrancabermeja) con el fin
de, según manifiesta, intentar una diferenciación del tipo de interés estratégico
que cada una de ellas tiene para los actores en conflicto. La línea argumental de
la que parte su reflexión está sustentada en el supuesto de que el movimiento
del campo a la ciudad de las acciones armadas de los diferentes implicados en
la guerra, comenzó en los años setenta con el nacimiento de una guerrilla de
izquierda evidentemente urbana –el M-19– y la búsqueda de bases de apoyo
urbanas de sectores sociales que permitieran hacer una proyección de la in-
surgencia al país. Luego, con la constitución de redes urbanas, cuyo principal
objetivo era:

202
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

servir para el reclutamiento, no sólo de posibles combatientes en las


zonas rurales, sino también para el crecimiento en las zonas urbanas;
[...] cumplen una labor de información clave y táctica de inteligencia
militar; ubican y definen posibles blancos operativos para la conse-
cución de recursos económicos; sirve para la coordinación, compra y
distribución del aprovisionamiento y abastecimiento de diverso tipo
[...] cumplen una tarea de encubrimiento, asistencia y camuflaje en la
ciudad de combatientes y líderes rurales y ayudan a la coordinación
y ejecución de acciones militares o atentados específicos en la ciudad.
(Hincapié, 2006, p. 5)

Como se desprende del anterior párrafo, el interés en términos de redes urba-


nas, se centraba más en la búsqueda de una estructura que sirviera de apoyo a
la guerra que se desarrollaba en el campo, antes que una verdadera estrategia
que implicara llevar la confrontación armada a las ciudades. Para esta autora,
y en esto habrán otros de acuerdo con el postulado, la llegada de la guerra a
las ciudades y su escalamiento coincidirá con el “crecimiento y copamiento del
proyecto paramilitar, en disputa con las milicias, redes y comandos urbanos
de las diferentes guerrillas” (Hincapié, 2006, p. 6), en parte porque uno de los
pilares del modo de operar de los paramilitares es justamente el de contener y
desalojar a la guerrilla de zonas que estaban bajo su dominio y control.

Para Nieto y Robledo este aspecto resulta del todo evidente, pues “en buena
medida, si se habla de urbanización del conflicto armado, es claro que éste es
realizado sobre todo, por iniciativa de las mismas fuerzas paramilitares. Esta
urbanización del conflicto a manos del paramilitarismo se desarrolla sobre todo
hacía Medellín y Barrancabermeja” (Nieto y Robledo, 2006, p. 49), aunque cier-
tamente se extendería a otras ciudades, como es el caso de Bogotá, en donde
varias de las redes y grupos de apoyo de los insurgentes van a enfrentarse con
grupos paramilitares, principalmente en localidades como Ciudad Bolívar y la
población de Soacha, vecina a Bogotá.

A la ya conocida estrategia de “oferta de seguridad” y eliminación de po-


blación “indeseable” –consumidores de droga, prostitutas, población LGBT,
habitantes de la calle, delincuentes callejeros, etc.–, los paramilitares trazaron
una ruta de fortalecimiento económico que implicó el control de amplias zonas
de economía informal en el centro de la ciudad y en los llamados “San Andre-
sitos”. De esa manera, comienzan a obtenerse “recursos importantes para el
mantenimiento y reproducción de sus ejércitos por medios diferentes al narco-
tráfico” (Hincapié, 2006, p. 49), lo que contribuyó a que de manera paulatina se
fueran legitimando cada vez más formas de accionar desde la ilegalidad, toda
vez que el discurso y las acciones criminales van articulándose con actividades

203
Leopoldo Prieto Páez

legales o cuya fachada es legal y que, por tanto, no genera rechazo inmediato
entre los ciudadanos habitantes de estas zonas.

Una virtud de la aproximación que realiza Hincapié, y es justo donde se ma-


tiza la idea del tránsito casi automático de las lógicas de la guerra rural a los
centros urbanos, es que intenta hacer un trabajo comparativo tratando de re-
conocer particularidades en cada una de las ciudades objeto de su estudio. Al
parecer evitando explicaciones en extremo simplistas y orientando la reflexión
a entender lo que existe de similar y de particular en cada uno de los centros
urbanos donde los actores armados hacen presencia. Las distintas estrategias
no siempre llevan consigo las mismas consecuencias y ello puede significar una
transformación evidente en las dinámicas de la guerra.

Más contundente en la crítica al argumento de la urbanización de la guerra,


que trae implícita la idea de una imposición de lógicas del conflicto sobre esce-
narios típicos de las ciudades como los barrios, son los puntos de vista de Blair,
Grisales y Muñoz. Investigadoras antioqueñas que han recalcado su inconfor-
mismo con aquellos análisis que encuentran en la ciudad una réplica simple del
conflicto nacional, en términos de dinámicas, causas y consecuencias. Según
ellas, las limitaciones de modelos y marcos interpretativos propuestos y utili-
zados con cierta frecuencia por investigadores, las conminó a abordar un tema
que no habían considerado hasta ese momento dentro de su propio ejercicio
investigativo. Esta incomodidad la sustentan en los siguientes términos:

Creemos que la mayoría de ellos [los marcos interpretativos] carecen


de una concepción de lo político que es necesario “replantear” al
menos en relación con dos aspectos: primero, que se trata de una
concepción muy estatal de lo político, negando otras formas de espacia-
lización y presencia del poder, y segundo, que se trata de una concep-
ción demasiado racional/instrumental de la política (y del poder) que
deja al margen, aspectos bastante subjetivos presentes en la vida social
(en este caso barrial). (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 32)

En el marco de la investigación de estas autoras, se consideró la década que


va de 1995 a 2005 como el momento más crítico en relación con el accionar de
actores armados en los barrios de la ciudad de Medellín. Fue entonces que las
milicias de la guerrilla y los bloques de las AUC o paramilitares desplegaron su
accionar en las comunas de la ciudad. Las autoras hacen mención de lo plausi-
ble que resultaba en un primer momento las tesis de la urbanización del con-
flicto político: “creíamos –dicen ellas– que se trataba efectivamente de la gue-
rra urbana, esto es del proceso mediante el cual el conflicto político nacional,

204
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

respondiendo a estrategias trazadas por los actores armados irregulares hacían


su ingreso en las ciudades” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 33).

El desarrollo metodológico de la investigación realizada por ellas dejó al des-


cubierto algunas inconsistencias de la hipótesis sobre la llegada del conflicto a
las ciudades, o por lo menos algunos aspectos que limitaban el análisis global
del fenómeno que intentaba explicarse. Ello en parte porque no era totalmente
claro que el conflicto político subsumiera dentro de sí otro tipo de violencias
como, por ejemplo, las asociadas al narcotráfico o a la delincuencia organizada.
Además de ello, no ocurría una mezcla indiferenciada de tipos de violencia,
sino más bien una articulación particular entre los conflictos que a la postre
“marcan no solo la dinámica de los conflictos, sino también el ‘carácter’ de la
confrontación” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 33).

El argumento se refuerza con la explicación según la cual, a tenor del fe-


nómeno de pandillas y delincuencia, sicariato, lucha por el territorio, oferta
de “seguridad”, “limpieza social”, se encuentran una serie de enfrentamientos
cotidianos, típicos de la relaciones de vecindad de los entornos urbanos, que
vienen a acompañar, potenciar o alimentar el enfrentamiento que encarnan los
actores armados que irrumpen en estos escenarios locales. En palabras de las
autoras: “a estos barrios llegan los actores de la guerra pero ellos se insertan en
dinámicas barriales preexistentes a su llegada y se articulan con ellos de mane-
ras específicas, determinando el carácter de la confrontación” (Blair, Grisales y
Muñoz, 2009, p. 41).

Este punto de vista es interesante pues se enfrenta con la visión que conside-
ran en extremo determinista, la cual otorga todo el poder a los actores armados
y casi que convierte a la ciudadanía en espectadora inerme sobre la que actúa
con dura impronta la voluntad de las fuerzas irregulares. El recrudecimiento
de las acciones y el escalamiento de la violencia en las zonas urbanas muy pro-
bablemente no se hubiera podido entender sin “las relaciones de estos grupos
y actores armados con los pobladores, este ‘tejido social’ que apoya, legitima y
contribuye a alimentar los conflictos es muy importante en los contextos ba-
rriales y, sin embargo, ha sido escasamente introducidos en los análisis” (Blair,
Grisales y Muñoz, 2009, p. 52).

La invitación de las autoras apunta por tanto a la necesidad de reconocer


e incluir como variable independiente dentro de los análisis sobre el conflic-
to aquellos aspectos que analistas y estudiosos con frecuencia desechan “por
ser motivos ‘menos nobles de la guerra’ (intereses privados, acciones indivi-
duales, relaciones personales, venganzas, etc.) y cuya existencia si bien se ha
reconocido en algunos análisis, se minimiza a la hora de la explicación de sus

205
Leopoldo Prieto Páez

dinámicas” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 52). Una apuesta metodológica


que considere estos elementos entiende por tanto que hay una enorme influen-
cia de la subjetividad y la emocionalidad en los conflictos políticos y que se
están dejando por fuera “debido a una concepción instrumental racional de lo
político” (p. 53).

Otro enfoque es el de Vilma Liliana Franco, el cual aunque emparentado con


algunos de los puntos de vista que se han mencionado aquí, tiene ciertos ele-
mentos puntuales, que podríamos llamar “novedosos”. En ese orden de ideas,
resulta pertinente exponer sus argumentos en este apartado. El texto en men-
ción tiene por título Violencia, conflictos urbanos y guerra civil. Su objeto de aná-
lisis es la ciudad de Medellín. En la primera parte del trabajo, la autora hace
un balance de la reflexión que se ha hecho sobre la violencia y la conflictividad
urbana, particularmente en la capital antioqueña, y los periodos que reconoce
corresponden con los que otros autores también han señalado sobre el análisis
de la violencia urbana, en el que mencionan el énfasis hecho sobre causas rela-
cionadas con el crecimiento poblacional acelerado y la pobreza concomitante,
o como parte del resultado de una crisis de valores que condujo a una crisis de
carácter sociocultural, o también como consecuencia de una imperfección de la
relación entre el Estado y la sociedad civil que contribuyó al avance paulatino
de una mirada mutua de sospecha y desconfianza.

Pero más allá del reconocimiento de una serie de fases o núcleos temáticos
por los que ha pasado la reflexión sobre la violencia en el escenario urbano,
específicamente de Medellín, debe resaltarse el ejercicio analítico de la autora
de construir un marco conceptual que permite entender la inserción, o más pre-
cisamente el escalonamiento de la guerra en las ciudades –como ella lo llama–,
dentro de un proceso que se articula –o por lo menos está muy emparentado–
con dinámicas económicas, políticas, sociales y culturales de amplio espectro,
las cuales rebasan el escenario local y no son parte de una suerte de generación
espontánea o irrupción inédita. A este respecto la autora afirma:

Considerando las múltiples estrategias utilizadas por las partes en


conflicto, la incidencia de la guerra en la ciudad no es una novedad
y se está por el contrario ante una fase escalamiento en el escenario
urbano que empieza a evidenciarse aproximadamente desde 1999, no
por aumento de la tasa general de homicidios o de las acciones bélicas,
pero si a partir de un nuevo tipo de presencia de las organizaciones
de contrainsurgencia ilegal, sin que ello signifique una disminución o
un desplazamiento de la guerra del campo a las urbes. (Franco, 2004,
p. 100)

206
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

En este apartado Franco, además de reconocer que las intenciones de grupos


armados de llevar ejercicios de guerra a las ciudades no es nuevo, señala de
manera abierta la inconveniencia de interpretar el escalonamiento de la guerra
en la ciudad como tránsito de una guerra rural a una guerra urbana y coincide
con la opinión de otros investigadores, a propósito de señalar que el llamado
escalonamiento de finales de la década de los noventa del siglo XX, ocurre a ex-
pensas de un objetivo paramilitar que busca en estos escenarios nuevas formas
de financiamiento, poder y legitimidad.

La pertinencia del texto de Franco, y su relevancia en el contexto de este do-


cumento, es que va señalando de manera progresiva una serie de elementos
que contribuyen a entender la forma como la conflictividad (o conflictividades)
urbana(s) se vuelve funcional al recrudecimiento del enfrentamiento de fuerzas
irregulares que actúan en el país, pero ahora en el escenario urbano, así como
las forma en que viejos enfrentamientos aparecidos a finales de la década de los
sesenta aún tienen eco en litigios que tienen lugar a finales de siglo. Cada una
de las formas de conflicto que caracteriza, parece que no precede ni remplaza
a otra. De hecho, van tomando forma a medida que hechos circunstanciales de
carácter local, nacional e incluso mundial van teniendo lugar y se superponen,
articulan o adaptan de acuerdo al reacomodamiento de los poderes que le van
dando forma.

Estos conflictos típicamente urbanos, que recurren en mayor o menor grado al


ejercicio de la violencia ilegal son definidos en cinco modalidades: a) conflictos
por los espacios de consumo vinculados específicamente a la lucha por suelo y
condiciones de vida urbana; b) conflictos del espacio de gestión, configurados
alrededor de dinámicas de exclusión y opresión política; c) conflictos del espa-
cio de producción relacionados, fundamentalmente, con nuevas condiciones
económicas de carácter macro; d) conflictos por territorio; y e) escalonamiento
de la guerra en la ciudad, sugiriendo el análisis de este como un gran conflicto
que en cierto modo engloba a los cuatro anteriores.

Los llamados conflictos por espacios de consumo muestran un primer enfren-


tamiento relacionado con la oferta de suelo urbano. En él los actores fundamen-
tales fueron los ciudadanos y el Estado, pues estas reivindicaciones ocurrieron
en el marco de una migración creciente de población rural hacía la urbe y la ofer-
ta de tierra a través de invasiones o loteo pirata, con la consecuente demanda
por servicios urbanos. Este tipo de conflicto disminuyó con la progresiva aten-
ción y legalización de los espacios barriales y con la apertura de instancias de
planeación participativa en donde el gran obstáculo ya no era la imposibilidad

207
Leopoldo Prieto Páez

de incidir en la toma de decisiones, sino la falta de formación para incidir en


decisiones que con frecuencia estaban determinadas por aspectos de carácter
técnico.

Este conflicto vivió un nuevo auge en la segunda mitad de la década de los


noventa, en atención a dos aspectos fundamentales: en primer lugar, la adecua-
ción de la infraestructura de la ciudad a la llamada economía-mundo, en la cual
se redefinen usos del suelo y se configura la construcción de macroproyectos
y grandes obras de infraestructura urbana que se articulan con dinámicas gue-
rreristas, al configurarse, por ejemplo, “como un objetivo relevante en la guerra
el control de las áreas de construcción de macroproyectos viales, por medio de
los cuales se pretende conectar las ciudades con otras regiones económicas”
(Franco, 2004, p. 80).

El otro aspecto promotor de la reactivación de este tipo de conflictos fue el


desplazamiento forzado, que se incrementó por esta misma época como conse-
cuencia del escalamiento de la guerra a un nivel regional. Este hecho promovió
al menos dos grandes enfrentamientos de distintos actores: en primer lugar, el
Estado, con los desplazados u organizaciones de la sociedad civil que asegu-
raban defender sus derechos, por motivos tan disimiles como la defensa de los
derechos humanos, la necesidad de proveer suelos urbanizables para esta po-
blación, la necesidad de una política de integración y estabilización, así como la
reivindicación de la garantía de derechos fundamentales. Por otra parte, el otro
gran escenario de conflicto fue el que enfrentó a la población desplazada con
grupos armados, el cual consistió “en atribuir a los desplazados una relación de
complicidad o identificación con las organizaciones insurgentes con lo cual se
justifica su consideración como objetivos militares” (Franco, 2004, p. 83).

En relación con los conflictos de espacios de gestión, la autora sostiene que


existe una confluencia de dos dimensiones del desarrollo espacial: una implica-
da en un afán modernizador de adecuación de infraestructura y favorecedor de
cierta dinámica industrial, y la otra más centrada en un enfoque de desarrollo
social, con una preocupación menor por el frenesí constructivo y la adecuación
urbanística, y más enfocada en la participación y en la atención a las necesida-
des de los habitantes de los barrios de la ciudad. En todo caso, el trámite de
estos conflictos estuvo atendido por unas formas de interacción que distensio-
naron a tal punto las contradicciones, que llegó el momento en el cual parecía
que estas ya no existían. Un campo despolitizado y en apariencia sin intereses
encontrados.

El otro escenario de conflicto es el que la autora llama “espacios de produc-


ción”, alimentados en gran medida por el proceso de flexibilización laboral

208
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

ocurrido en el país a comienzos de los años noventa, teniendo como consecuen-


cias la expulsión de miles de ciudadanos hacía ámbitos no regulados de relacio-
nes de trabajo y “la contención o prevención del conflicto obrero-patronal. Este
antagonismo, que ha sido esencial a la estructuración de la sociedad, tiende a
su reducción a raíz de la desaparición de la relación contractual patrón-obrero,
que se opera a través de la desregulación”. El gran problema es que esto ha
operado como una forma de supresión del conflicto en las ciudades, minando
la capacidad de reivindicación de los movimientos obreros y, en últimas, de-
rivando en la “anulación de demanda de derechos” (Franco, 2004, p. 93). Los
llamados conflictos por el territorio se han configurado alrededor de disputas
en escenarios relativamente bien definidos; estos son:

Barrios de menor estrato social, donde su construcción cultural y sig-


nificación ha estado determinada por la segregación y reclusión. Los
actores geográficos de tales sectores tienen una escasa experiencia de
la escala territorial “ciudad”, en la medida que la precariedad del in-
greso no les permite acceder a los beneficios de la vida urbana, sino
que les confina en escalas territoriales menores como el barrio la cua-
dra y la casa (Franco, 2004, p. 95)

En estos espacios se lleva a cabo un ejercicio de territorialidad a través de la


violencia, siguiendo una lógica secuencial que podría ser descrita de la siguien-
te manera, según esta misma autora: delincuencia organizada-autodefensas ve-
cinales- narcotráfico-milicias-grupos de contrainsurgencia ilegal. Cada uno de
estos actores aparece y desaparece según una dinámica de opresión-liberación,
con un poder transitorio definido siempre por un carácter violento.

Todos los conflictos reseñados hasta acá actúan de forma más o menos de-
terminante en el escalamiento de la guerra en las ciudades. Franco analiza el
fenómeno mencionando algunos de los objetivos que sustentan este nuevo es-
cenario de conflictividad (decisión racional de llevar la guerra a un escenario
de riqueza; las ciudades como centros de poder; elementos geoestratégicos que
consideran a las ciudades como ejes de articulación regional, etc.). Se recono-
cen al tiempo unas etapas que permiten ir definiendo el tipo de presencia del
conflicto armado en los centros urbanos. Etapas que inician con la formación de
grupos armados urbanos, continúan con el involucramiento de la sociedad civil
en actividades bélicas militares, siguen con la movilización y concentración de
tropas insurgentes, para finalizar en confrontación y enfrentamientos, en un
principio de baja intensidad, pero luego en choque directo y sostenido.

La consolidación de poderes militares, la funcionalidad y eficacia de estra-


tegias de coerción, la legitimación como forma de seguridad de estructuras

209
Leopoldo Prieto Páez

armadas ilegales, las armas como un referente de prestigio e importancia social,


así como una sociedad “delirante, complaciente o apática a la guerra”, son al-
gunas de las consecuencias no tan visibles que –según la autora– se han afinca-
do en los centros urbanos a expensas de la extensión de las lógicas guerreristas.
En todo caso, solo una mirada de mediano plazo puede proveer los elemen-
tos de juicio necesarios para construir argumentos complejos y plausibles que
contribuyan a construir explicaciones que superen las visiones superficiales o
deterministas sobre las implicaciones del escalamiento del conflicto armado en
las ciudades.

En adelante, los diferentes estudios van a volver una y otra vez sobre las
líneas argumentales señaladas en los documentos que hasta aquí se han re-
señado. Con mayor o menor fortuna, se harán acercamientos que tratarán los
mismos temas, identificarán las mismas problemáticas, describirán los mismos
actores, mencionarán las mismas lógicas y, en ocasiones, producirán conclusio-
nes similares. Los énfasis, por supuesto, no son los mismos. De hecho ello es
lo que diferencia una perspectiva de la otra. Así, mientras algunos estudios se
centran en el papel del Estado a través del ejercicio de poder institucional, otros
lo harán resaltando el papel de las organizaciones criminales, o con frecuencia
de las víctimas. Veamos algunos ejemplos de ello.

La mirada puesta en el análisis de las lógicas estatales puede rastrearse, por


ejemplo, en la investigación Gobernabilidad local en Medellín: configuración de terri-
torialidades, conflictos y ciudad. En ella se buscó establecer la manera como el terri-
torio, el conflicto y el ejercicio de poder gubernamental han estado presentes en
el “comportamiento del Estado colombiano”, particularmente en dos comunas de
la ciudad de Medellín que son tomadas como unidades de análisis. El examen
de estos aspectos se aborda desde dos perspectivas: una meramente institucional
estatal y la otra desde la constatación de un cambio en la esfera de lo público.

Así, por ejemplo, en la institucional, la gobernabilidad es rastreada a través


de las leyes, disposiciones y planes del gobierno, el territorio desde la división y
planeación territorial y el conflicto desde el enfrentamiento entre las disposicio-
nes legales y quienes no están dispuestos a acatarlas. Desde la otra perspectiva:

La gobernabilidad es el campo público, en el que los actores sociales


se muestra e intervienen según propósitos privados y públicos dis-
tintos; por su parte el territorio es el resultado de las tensiones polí-
ticas, económicas y sociales que lo redimensionan constantemente y
el conflicto en la expresión natural de los desequilibrios sociales que
legitiman fuerzas y grupos atraídos en la aplicación de justicia por su
propia mano provocando regulaciones sociales sin mediación estatal.
(Vélez, 2004, p. 11)

210
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

Con todo y esto, el desarrollo del estudio y sus conclusiones no resultan dia-
metralmente opuestos a las conclusiones de otros estudios. Se percibe una debi-
lidad en la presencia y en el ejercicio de poder del Estado, se valora y reconoce
la diversidad y la capacidad de organización de sectores sociales en estas zonas,
así como una cierta reivindicación de formas alternativas de hábitat y de apro-
piación del territorio.

Otro tanto ocurre con el estudio Conflictos urbanos en las comunas 1, 3 y 13


de la ciudad de Medellín, el cual toma como base el enfoque teórico de Franco,
expuesto en extenso más atrás. En este mismo documento, aunque sin duda
desarrollando las entradas conceptuales sobre los conflictos por los espacios de
consumo, por los espacios gestión, espacios de producción y conflictos por el
territorio. A lo largo de todo el libro, se advierte un mayor desarrollo de estas
categorías, basado en el abundante material empírico que contribuye a susten-
tar aquellas afirmaciones que en el artículo de Franco apenas habían quedado
esbozadas.

Se suma a este el trabajo de Angarita, en el cual se hace una crítica a las tesis
que pretenden observar el conflicto urbano de Medellín con la lupa de la con-
frontación armada a nivel nacional. Como lo hicieran Grisales, Blair y Muñoz,
el autor insiste mucho en que el incremento de la violencia entre 1995 y 2005
correspondió a la decisión racional y manifiesta de las FARC y de las AUC de
“llevar la guerra a las ciudades”, y con este análisis –independientemente de
las intenciones– se obstruyó un sereno y detenido examen de lo que realmente
venía sucediendo en nuestras dinámicas internas.

A partir de dicha crítica, el autor teje su propuesta de análisis, en la que señala


que en realidad lo que se percibe en los últimos años en las ciudades colom-
bianas, y especialmente en Medellín, es un “escalonamiento o intensificación
del conflicto armado urbano (“la guerra”), estimulado –mas no determinado–
por el conflicto armado de carácter nacional” (Angarita, 2010). Una tesis que
comparte con Grisales, quien además sugiere que este tipo de enfoques buscan
reivindicar “la cotidianidad y la acción subjetiva [lo que] permite lanzar nuevas
interpretaciones sobre la violencia en Colombia” (Grisales, 2010). En todo caso
estos acercamientos intentan fijar el punto de reflexión en la importancia que
tienen los espacios locales y sus propias lógicas en la configuración de unas
nuevas formas de violencia que coinciden con el escalamiento del conflicto ar-
mado.

A lo largo de este documento se ha buscado delinear una serie de enfoques


que buscan dar cuenta de las implicaciones de la irrupción del conflicto arma-
do en las ciudades. Son claramente discernibles dos polos y en medio de ellos

211
Leopoldo Prieto Páez

algunos acercamientos que en mayor o menor medida están ligados a estas dos
posiciones centrales. A la luz de la urbanización de la guerra, o lo local trasfor-
mando el conflicto, se siguen analizando los fenómenos de violencia que con
determinación aquejan a los centros urbano. En cualquier caso parece no existir
duda de la existencia de una nueva fase del conflicto armado, caracterizada por
una creciente influencia de las lógicas, dinámicas y consecuencias de la guerra
en las ciudades. Aunque el interés de los investigadores ya ha despertado, exis-
te un desafío por afinar los recursos conceptuales y brindar explicaciones más
plausibles, particularmente en aquellos lugares donde el conflicto aún es visto
como un elemento marginal.

Anotaciones finales
En la década de los cincuenta hubo una fractura en las relaciones entre las
bases sociales de los movimientos políticos y sus líderes. Fractura mucho más
profunda que un malentendido entre dos protagonistas de la vida política co-
lombiana. Según Herbert Braun, ese diferendo separó a los líderes políticos
urbanos de sus seguidores rurales, y esta separación vino a definirse como un
abismo insalvable entre el campo y la ciudad, un abismo que a la postre mar-
caría de manera trágica la segunda mitad del siglo XX colombiano. Al decir de
este autor, “durante el pasado medio siglo, los políticos urbanos y los rebeldes
rurales de Colombia escasamente alcanzaron la sociabilidad y el honor entre
ellos. Los líderes perdieron a sus seguidores; los seguidores a sus líderes. Ni
el uno ni el otro buscaban empeorar las cosas cuando la relación entre ellos se
deshizo. No hay manera de saber si sus historias habrían resultado mejores en
algo, o por lo menos no tan violentas si de algún modo hubieran logrado man-
tener los lazos recíprocos” (Braun, 2004, s. p.).

En cualquier caso, las estrategias de los actores y la forma que adopta el con-
flicto a finales de la década de los noventa hace presentir que una nueva for-
ma de violencia se cierne sobre las ciudades. Esta presencia de nuevos actores
utilizando métodos ya conocidos, los índices de mortalidad ciertamente altos
en varias ciudades del país y la radicalización de la lucha contrainsurgente
como consecuencia de la implementación de la política de “Seguridad Demo-
crática”, conminan a estudiosos y analistas a lanzar la hipótesis de la urbani-
zación de la guerra o el tránsito del conflicto del campo a la ciudad. Algo que
se reconocía como evidente, pues lejos estaban los años en los que había incur-
siones ocasionales para propinar un golpe y posteriormente buscar de nuevo
refugio en el campo o en las selvas. Ahora había una lucha abierta por el control
de zonas urbanas enteras, por la vigilancia de los procesos económicos y de las
ganancias derivadas tanto de actividades legales como de actividades ilegales,

212
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

así como incluso por la dominación sobre las formas de conducta de los habi-
tantes en las zonas controladas por una u otra fuerza (Duncan, 2005; Hincapié,
2006).

Este diagnóstico se antojó apresurado, pues aunque se reconocía una presencia


más activa de los grupos al margen de la ley en las urbes grandes y medianas
del país, no resultaba tan claro que el conflicto hubiera hecho un tránsito de las
selvas y las montañas a las autopistas y los barrios. De esta manera, hacía finales
de la primera década del siglo XXI voces cada vez más altisonantes cuestionan
este tipo de abordajes y a través de evidencia empírica buscan demostrar cómo la
influencia del conflicto armado en amplios espacios de las ciudades colombianas
solo podía entenderse teniendo en cuenta los procesos locales que contribuían en
gran medida a entender las formas de violencia y las lógicas del conflicto en este
nuevo escenario.

Dos aspectos en relación con la producción académica y bibliográfica sobre


este tema es pertinente que sean señalados. En primer lugar, debe mencionarse
que la mayor parte de los estudios que tienen en cuenta material empírico para
el análisis de los objetos de investigación recurren a enfoques de investigación
cualitativos. Entrevistas, testimonios, análisis de crónicas, talleres de memoria,
grupos focales o fotografías son las técnicas a las que más se recurre, bien sea
con el fin de auscultar más allá de lo que permiten las frías estadísticas, o por
el hecho mismo de que a través de la investigación se busca dignificar el dolor
que miles de personas han tenido que sentir como producto de la violencia que
se ha enseñoreado en las distintas comunidades.

Este enfoque pareciera desnudar la prevención contra el uso de las técnicas


cuantitativas, que se sustenta en argumentos como el que se muestra en el si-
guiente apartado, de uno de los pocos textos que justifican el uso de tal enfoque
metodológico. Se afirman allí que “hemos adoptado una metodología cuali-
tativa […] su característica esencial consiste en que opone a la generalización
positivista por la cantidad y por la uniformalización de las observaciones, la
generalización por la calidad y la ejemplaridad” (Jaramillo, Ceballos y Villa,
1998, p. 21).

El otro elemento a todas luces relevante tiene que ver con la concentración de
producción académica sobre el análisis y la incidencia de este tema en la ciudad
de Medellín, en contraste con una producción más bien exigua con respecto
al mismo fenómeno en otras ciudades de Colombia. Una explicación proba-
ble puede encontrarse en que el conflicto y las prácticas violentas asociadas
a él, durante este periodo adquieren una dimensión de tal orden en la capital

213
Leopoldo Prieto Páez

antioqueña que exceden en mucho las manifestaciones de este mismo fenó-


meno en otros centros urbanos. Se podría mencionar que también radica en la
importancia que esta ciudad tiene para el país. El impacto de las acciones en
la segunda ciudad más importante del país tiene mayor repercusión que cuan-
do ocurre en centros urbanos de menor jerarquía en la red de ciudades.

Es además cierto que Medellín cuenta con universidades y centros de estudio


de trayectoria y con capacidad investigativa que le permiten ejecutar y finan-
ciar análisis rigurosos y de largo aliento en este campo, además de tener per-
sonal entrenado en la investigación en tópicos relacionados con violencia en
la ciudad, como consecuencia de la experiencia heredada de la década de los
noventa cuando la violencia criminal del narcotráfico desangraba la ciudad y
la necesidad de entender estas lógicas ocupó tiempo importante de investiga-
dores y académicos.

Entre tanto, en las otras grandes ciudades del país, el tema de la violencia
urbana ha sido preocupación de administradores públicos y de la Academia,
aunque más asociada a la violencia homicida vinculada a actos delincuenciales
o de infracción de reglas de convivencia (riñas, atracos, pandillas, accidentes de
tránsito), dejando en un muy segundo lugar la reflexión sobre el papel de los
actores armados o sugiriendo su presencia como una actor más que agrava
los problemas de convivencia.

Así pues, entre el proceso que va de la explicación de la urbanización de la


guerra al cuestionamiento sobre la necesidad de tener en cuenta las condicio-
nes locales para poder entender el tipo de influjo del enfrentamiento de acto-
res armados en la ciudad, está por verse si existe la capacidad de generación
de nuevos marcos conceptuales que den cuenta de la evolución, adaptación y
transformación de las lógicas conflictivas en nuevos escenarios.

214
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

Bibliografía
Acero, H. (2003). Terrorismo y seguridad ciudadana en Bogotá. 1993-2003.
En Conflicto urbano y violencia cotidiana en Colombia. Bogotá: Secretaría de
Gobierno.

Angarita, P. (2003). Conflictos, guerra y violencia urbana: Interpretaciones


problemáticas. Nómadas, 19.

Angarita, P. (2004). Conflictos urbanos en un país en guerras: miedo, sataniza-


ción y realismo trágico. En J. Álvarez (Comp.), Violencia y conflictos urbanos:
Un reto para las políticas públicas. Medellín: Instituto Popular de Capacita-
ción.

Blair, E., Grisales, M. y Muñoz, A. (2009). Conflictividades urbanas vs. ‘guerra’


urbana: otra ‘clave’ para leer el conflicto en Medellín. Universitas Humanís-
tica, enero-junio.

Braun, H. (2004). Colombia entre el recuerdo y el olvido. Aves de corral, toallas


whisky y… algo más. Número, 40.

Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2011). La huella invisible de


la guerra: Desplazamiento forzado en la Comuna 13. Bogotá: Aguilar, Altea,
Taurus, Alfaguara.

Duncan, G. (2005). Del campo a la ciudad en Colombia. La infiltración urbana de los


señores de la guerra. Bogotá: Documentos CEDE, nº 2, Universidad de los
Andes.

Franco, V. (2004). Violencias, conflictos urbanos y guerra civil: El caso de la


ciudad de Medellín en la década del noventa. En J. Álvarez (Comp.), Violen-
cia y conflictos urbanos: Un reto para las políticas públicas. Medellín: Instituto
Popular de Capacitación.

215
Leopoldo Prieto Páez

Grisales, M. (2010). Otra dimensión de la violencia urbana en la ciudad de


Medellín, “La Sierra, Villa Liliam y Ocho de Marzo”. En Izquierda y derecha
–discursos y actores de la política contemporánea–. Medellín: Universidad de
Medellín.

Guzmán, A. (1994). Observaciones sobre violencia urbana y seguridad ciudada-


na en América Latina. En Ciudad y violencias. Quito: Programa de Gestión
Urbana - Naciones Unidas.

González, F. Bolívar, I. y Vásquez, T. (2002). Violencia política en Colombia. De la


nación fragmentada a la construcción de Estado. Bogotá: Cinep.

Hincapié, S. (2006). La guerra y las ciudades: una mirada desde Barrancabermeja,


Bogotá Medellín y Cali. Medellín: Instituto Popular de Capacitación.

Jaramillo, A. Ceballos, R. y Villa, M. (1998). En la encrucijada, conflicto y cultura


política en Medellín de los noventa. Medellín: Corporación Región, Secretaría
de Gobierno Municipal, Red de Solidaridad Social.

Jiménez, A. (2007). Conflicto y violencia urbana en Bogotá: Una mirada histórica. En


M. Cifuentes y A Serna (Comps.), Encuentro sobre el conflicto urbano. Bogotá:
Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

Mockus, A. (2003). Convivencia y seguridad ciudadana, experiencia de Bogotá


D.C. En Conflicto urbano y violencia cotidiana en Colombia. Bogotá: Secretaría
de Gobierno.

Moreno, R. (2004). Conflicto y violencia urbana en Medellín desde la década


del 90: Algunas valoraciones. En J. W. Álvarez (Comp.), Violencia y conflic-
tos urbanos: un reto para las políticas públicas. Medellín: Instituto Popular de
Capacitación.

Nieto, R. y Robledo, L. (2004). Conflicto, violencia y actores sociales en Medellín.


Medellín: Unaula - Universidad Autónoma Latinoamericana.

Rangel, A. (2003). Las ciudades: Nuevos escenarios de conflicto armado.


En Conflicto urbano y violencia cotidiana en Colombia. Bogotá: Secretaría de
Gobierno.

Roldán, H., Franco, V., Vergara, M., Hincapié, S. y Londoño, O. (2004). Conflictos
urbanos en la Comuna 1, 3 y 13 de la ciudad de Medellín. Medellín: Empresas
Públicas de Medellín - Universidad Autónoma Latinoamericana.

216
Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

Silva, O. (2007). La ciudad máquina de guerra. En M. Cifuentes y A. Serna (Comps.),


Encuentro sobre el conflicto urbano. Bogotá: Universidad Distrital Francisco
José de Caldas.

Useche, H. (2007). La violencia urbana en las ciudades colombianas. En M.


Cifuentes y A. Serna (Comps.), Encuentro sobre el conflicto urbano. Bogotá:
Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

Valencia, L. (2003). Ciudades amenazadas. En Conflicto urbano y violencia cotidia-


na en Colombia. Bogotá: Secretaría de Gobierno.

Vélez, R. (2004). Gobernabilidad local en Medellín: Configuración de territorialidades,


conflictos y ciudad. Medellín: ESAP.

217
Capítulo 3
Internacionalización de los conflictos
armados internos, una revisión

Freddy A. Guerrero Rodríguez*

Introducción
Una perspectiva reduccionista de la guerra la puede mostrar como una dis-
puta entre dos bandos confrontados por la apropiación de objetos, sean estos
territorios, bienes, poblaciones, etc., o bien una disputa dirigida a la imposición
de un estado de cosas a partir del uso de la fuerza, sacrificándose y generando
incluso rupturas en las condiciones de vida, individualidades y derechos de los
participantes en cada uno de los bandos enfrentados.

A efectos de plantear una matriz conducente a darle sentido a los procesos de


internacionalización de los conflictos armados internos, se sustentará en este
artículo una serie de componentes que son importantes para comprender la
manera en que diversas perspectivas han configurado la guerra, o en términos
modernos, los conflictos armados, acercando estos preliminares a los procesos
de internacionalización de los conflictos internos, interés último de la presente
revisión.

* Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Ciencia Política de la


Pontificia Universidad Javeriana. Docente del Departamento de Antropología de la Pontificia
Universidad Javeriana.
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Una búsqueda preliminar antes de observar las perspectivas sobre los pro-
cesos de internacionalización de los conflictos internos se dirige a observar las
formas en que se aísla, muta y se impermeabiliza el conflicto armado interno
del internacional, las características que los diferencian y las figuras que se for-
man en el orden del derecho internacional para mantener los límites de ambos
y concederle en diferentes momentos unos principios que rigen la diferencia,
los límites y fronteras de las guerras, sean estos la causa justa, el principio de
soberanía o los derechos universales, como veremos.

Esta revisión pretende acercarse al papel descrito o interpretado para la so-


ciedad civil en estos procesos que han configurado las guerras o los conflictos
bélicos, particularmente sensible en torno a los ejercicios de representación en
la dimensión estatal, internacional e interna de los Estados.

Los principios delimitadores de la guerra

La causa justa
Diversos autores clásicos han delimitado la esencia del fenómeno de la gue-
rra. Entre los más representativos se encuentra Tomas de Aquino, a quien se
le atribuye la sistematización de los principios que rigen la guerra, en su obra
cumbre Summa Theologica. Así, la configuración de una guerra justa se sustenta-
ría en una causa justa, una autoridad legítima que la declara y la hace a través
de rectas intenciones y usando, antes del esfuerzo bélico, unos medios pacíficos
que lo antecedan, que incluso lo prevengan (Rigaux, 2003, p. 96).

La determinación del porqué de la guerra y por lo tanto su legitimidad y le-


galidad moral y política, fundamenta ese derecho clásico adquirido y conocido
como ius ad bellum. Esto, sobre un referente fundamental y delineador de las
guerras preestatales: la causa justa. Esta, por supuesto, no puede ser conside-
rada de forma aislada, pues como lo señala Felipe Castañeda respecto a los
principios dados por Aquino (2003):

Tomás aclara que no puede haber guerra justa, si la intención de la


misma no obedece a la búsqueda de la paz, independientemente de si
se dan las otras dos condiciones. En este sentido, la “recta intención”
del actuar bélico no sólo se está asumiendo como un aspecto del ius
ad bellum sino también como uno de los criterios que definen el ius
in bello. (p. 28)

220
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Sin embargo, la causa justa como principio diferenciador de la guerra es un


componente revisado profusamente por la determinación que este ejercía como
razón suficiente y primordial emanada del declarador de la guerra, disponien-
do imaginarios y acciones perversas sobre los oponentes injuriadores y, a su
vez, legitimando en razón de la causa justa las formas posibles de conducir el
esfuerzo bélico así como sus limitaciones. Veamos.

La guerra justa, cuya determinación de las causas que la hacen posible se


pretende objetiva, es en parte un ejercicio hermenéutico fundado en una moti-
vación moral y racionalmente defendible (por agresión e injuria a los principios
cristianos, morales, políticos o territoriales…). Las motivaciones son diversas
y su fundamento se puede sustentar en interpretaciones dadas por el dogma,
el contexto y los discursos dominantes en particulares condiciones históricas.
Michael Walzer resalta, por ejemplo, la importancia de una cita en la interpre-
tación de lo justo en la guerra, de acuerdo a su legitimidad, autoridad y forma
de conducirla, desde el paradigma bíblico del Éxodo 32, el episodio del becerro:
el enfado divino que es transmitido por Moisés a los levitas ordenándoles que a
través de las manos de estos últimos, se pase por la espada a los adoradores del
ídolo pagano, episodio estudiado y explicado asiduamente por San Agustín,
Santo Tomas de Aquino y John Calvino (Walzer, 1968, pp. 1-14).

Three basic interpretations of Exodus 32 were offered by political


theorists and theologians in the course of more than a thousand years
of debate. St. Augustine imagined the slaughter of the idol-worship-
pers as a public and benevolent act of persecution directed by Moses,
a secular magistrate seen in the guise of a Roman consul. St. Thomas
Aquinas saw the same event as an act of God (the Levites merely his
agents), without significance for the future. Calvin saw it as an exam-
ple of zealous activity by a band of saints free from earthly and natural
law, instruments of the divine will, but voluntary instruments. (p. 14)

En estas interpretaciones, concluye Walzer, se hacen visibles las ansiedades


de la época a la que pertenecían los autores. En San Agustín, una justificación de
la persecución religiosa −la de los donatistas, los herejes de su época−, pero
estableciendo desde su perspectiva y agenciamiento los límites de esa perse-
cución, coincidentes con el imperio cristiano. Tomas de Aquino, plegado a una
concepción aristotélica de la vida política, derivada en un naturalismo cuyo
principio es la paz como condición humana y, en consecuencia, rechazando
en su interpretación la justificación de una guerra de hombres buenos con-
tra hombres malos, pone las bases del derecho de gentes que posteriormente

221
Freddy A. Guerrero Rodríguez

desarrollaría la Escuela de Salamanca; por supuesto, una posición que en la


época de Aquino debía mucho al contexto de referencia ya pasado pero fresco
de las cruzadas.

Calvino apostó por una concepción que liberaba a los santos elegidos, a quie-
nes eximía de las reglas naturales y terrenales para poder librar batallas como
las que se ilustran en Éxodo 32 (p. 14). En todo caso, el énfasis de estos autores
se encuentra entre la universalidad del derecho de gentes y su excepcionalidad
en contextos de guerra, haciendo de la representación una clave de interpreta-
ción y de legitimidad en la ejecución del orden divino y natural.

A pesar de la determinación de la causa justa desde una órbita supraterre-


nal y defendida por su carácter dogmático, esta tiene un carácter ambiguo y
deíctico: lo que es justo para un bando de la guerra, puede no serlo para el otro
bando, y viceversa. Representativo para el caso, es el debate que confronta a
fray Bartolomé de las Casas (seguidor de las posturas de Santo Tomás) y Ginés
de Sepúlveda (lector de Maquiavelo y su razón de Estado) respecto a la exis-
tencia o no de una guerra justa contra los indios americanos. Esto, a mediados
del siglo XVI en el escenario de la Junta de Valladolid y en el contexto de los
procesos de conquista y colonización en el Nuevo Mundo bajo la egida de la
corona y la cruz. La influencia del naturalismo jurídico era evidente, así como
en los autores clásicos reseñados, no obstante las divergentes interpretaciones
que sobre el orden natural prefiguraba las tensiones sobre lo justo y lo injusto.
Sepúlveda (1996) sostenía:

La ley natural es una participación de la ley eterna en la criatura ra-


cional. Y la ley eterna, como San Agustín la definía, es la voluntad de
Dios, que quiere que se conserve el orden natural y prohíbe que se
perturbe. (p. 67)

Esta cita de Sepúlveda precede su fundamentación de la causa justa de la gue-


rra y el sometimiento por las armas de los indios de las Américas, por cuatro
razones fundamentales, en concordancia con la protección del orden natural: a)
la inferioridad natural de los indígenas; 2) el deber de extirpar los cultos satáni-
cos, particularmente los sacrificios humanos; 3) el deber de salvar a las futuras
víctimas de estos sacrificios; 4) el deber de propagar el Evangelio (Fernández
Buey, 1992, p. 323). Lo que se contraponía a la perspectiva del obispo de Chia-
pas, las Casas, quien citando al mismo santo señala:

Concuerda Sant Augustín, en el libro De vita cristiana, donde dice:


Dios quiso que su pueblo fuese santo y ajeno a todo contagio de injus-
ticia y de iniquidad, para que las naciones no encontraran en él nada

222
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

que replicar, sino que admirar diciendo: feliz nación es el pueblo cuyo
Señor su Dios eligió como heredad suya. Acumula allí Sant Augus-
tín muchas palabras que citó el señor obispo para probar que no hay
modo más apto para la conversión de los gentiles que la mansedum-
bre y buen ejemplo de los cristianos, ni manera más inepta que la ava-
ricia, y braveza, y tiranía que muestran en las guerras, con las cuales,
escandalizados los gentiles, aborrecen la fe y el Dios de los cristianos.

A pesar de los hechos tomados como fundamento del debate, las Casas con-
traargumentó y desestimó cada uno de ellos. Además, el centro del asunto es-
taba comprometido por la forma de conducir la conversión y, paralelamente a
ello, sobre los argumentos y principio de autoridad, tratando de consolidar un
ejecutor válido de la enunciación imperativa, la de San Agustín para el caso, así
como fuese para este su inspiración la palabra y mandato de Dios en el bíblico
Éxodo 32, en cualquier caso autoridad que formula y representa desde su po-
testad sobre lo justo, la oposición con lo injusto y de cuyas interpretaciones se
delimita la legitimidad de la guerra y sus alcances.

El principio de soberanía: más allá de la causa justa


En instancias más seculares podemos encontrar otros argumentos sobre
la guerra justa y las causas que la hacen posible, aunque sobre principios y
enunciaciones de otro orden. Hobbes, imbuido y perplejo por el escenario de
la guerra civil inglesa del siglo XVII, alude a la guerra justa como aquella de-
terminada por el Estado que, como resultado de un pacto, ejerce soberanía y
previene a través de su imposición la guerra civil, o bien el retorno al potencial
estado de naturaleza. Es precisamente este reverso presentado por la ausencia
del Leviatán el que determina no solo la existencia o no de la guerra justa, sino
también su posibilidad de ser. Por supuesto, solo el Estado la hace posible, pues
únicamente el pacto que cede derechos y constituye la representación de lo civil
hace que haya algo justo, que exista la ley y que el comportamiento entre los
hombres pueda ser regulado, pues solo la defensa de la res pública hace que la
injuria a esta pueda determinar una causa justa más allá de aquella otra guerra
privada que, fundamentada en los impulsos causados en la competencia, la
desconfianza y la gloria del hombre particular, no alcanza a determinar algo
justo pues sin pactos ni mediaciones no hay principio o bien común que se vul-
nere (Hobbes, 1984, pp. 104 y 118).

Lo anterior predispone, por supuesto, la guerra en el ámbito interno del Es-


tado. No obstante, Estado como ente que rige como principio de las relaciones
internas e internacionales luego del histórico Tratado de Westfalia y que daría
un aire diferente a la comprensión, legalidad y legitimidad de la guerra. Luego

223
Freddy A. Guerrero Rodríguez

de la Guerra de los Treinta Años, en Europa se marcarán hitos fundadores de


un nuevo orden internacional, a su vez configurados desde los aprendizajes
generados por la degradación europea y sus resultados fatales. El observador
destacado en este escenario será Hugo Groccio, de filiación calvinista pero con
una concepción naturalista que, ante la impiedad cristiana durante la guerra, se
permite desdoblar el orden religioso del secular, sublimando el derecho de gen-
tes a principio universal, empinado sobre la razón humana y dando forma así
a uno de los referentes constitutivos del derecho internacional (De Lora, 2006,
pp. 88-89; Draper, 1990, p. 81).

El Estado en la configuración dada desde Westfalia, genera un acto de re-


presentación, produce una personificación: la del Leviatán o la de los Estados
como “personas morales”. Esto de acuerdo a las tesis de Carl Schmitt a propó-
sito del Ius Publicum Europaeum (1979), la cual señala que esta “personificación”
contemplada desde Hobbes hasta Kant, desde Rachel hasta Klüber enfrenta a
los Estados como personas soberanas en igualdad de derechos. Una suerte de
estado de naturaleza dada la inexistencia de un legislador o juez común por
encima de ellos. No obstante, aclara Schmitt, existe en este escenario no una au-
sencia de derecho, sino una relación de igualdad entre soberanos (pp. 167-168).

Esta tesis rompe el carácter deíctico de la causa justa, además de su ambi-


güedad. Presenta, por otro lado, las guerras preestatales como guerras civiles
religiosas de carácter internacional convertidas en “guerras en forma”, que a
la luz de las tesis de Schmitt son guerras que no se sustentan en los principios
clásicos de la causa justa, pues esta desaparece entre Estados soberanos en pie
de igualdad. Por el contrario, se presentan los Estados beligerantes como ene-
migos mutuos en quienes la causa justa se mantiene como discrecionalidad
de cada uno, pues prevalece la condición de Estado para dar a la guerra su
característica de ser justa, en la analogía usada por Schmitt y que constituiría
el “milagro” de la personificación del duelo entre individuos, no la del castigo
o persecución del criminal, pues esta matriz interpretativa desaparece cuando
cada parte es portadora del ius belli, que para el caso le resulta indiferente la
causa justa que conduce al conflicto (pp. 161-168).

El quiebre anterior se da para Schmitt como producto del equilibrio en la


reordenación del espacio europeo. Así, ya no será la causa justa la matriz deli-
mitadora de la guerra, ni siquiera el derecho, sino la soberanía producida luego
de la reordenación de las fronteras y el espacio europeo.

En este orden, ya no natural/divino, sino de un realismo contractual/delega-


tivo que visualiza Hobbes y analiza retrospectivamente Schmitt, se presenta la

224
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

razón de Estado como última razón concedida en su forma soberana al Estado


personificado, pero además suprahumano, en tanto el milagro de su condición
representativa. Así, el equilibrio europeo no sería producto de voluntades esta-
tales codificadas en tratados vinculantes, sino de la organización espacial euro-
pea que delimitó e hizo coincidir en sus fronteras la soberanía estatal (Schmitt,
1974, pp. 168-170).

Estos leviatanes como cuerpos estatales marcan así una distinción precisa en-
tre el afuera y el adentro, entre la interioridad del delincuente o el criminal y
la exterioridad del enemigo. Para Foucault, este equilibrio de fuerzas se abrirá
también con el referente de la razón de Estado. Este pensador francés revisará
cómo el mantenimiento del Estado en su integridad (interna y externa) desa-
rrollará un proceso de gubernamentalidad sobre “dos conjuntos tecnológicos”,
uno de ellos que intenta mantener el balance de las fuerzas de los Estados eu-
ropeos desde la instrumentación diplomática y un ejército consolidado, y aquel
de la policía, de acuerdo a sus connotaciones del siglo XVII: un conjunto de
medios que permite la acumulación de fuerzas y el mantenimiento del orden
interno (Foucault, 2006, pp. 293-378).

Así, la guerra queda vinculada al principio de soberanía y sus consecuencias.


La causa justa desaparece y la autoridad que la declara o pacta su resolución
es el Estado. A este punto podríamos preguntar cómo aparece allí la sociedad
civil. Para esto es posible inferir que estos “milagros” de la representación la
disponen de manera particular.

El Estado no solo se personifica de forma suprahumana como lo señalan Hob-


bes o Schmitt, sino que consume a la población en el complejo ejercicio de repre-
sentación. Esta queda sometida a la decisión soberana y bajo su protección en
el escenario bélico. Esto, incluso para Groccio, que hace lícita la negación de los
súbditos de participar en la guerra, pero que también reclama el deber de obe-
diencia como parte del orden natural, “Pero, una vez constituida la sociedad civil
para defender la paz, al punto nace a la ciudad, cierto derecho superior sobre
nosotros y nuestras cosas, en cuanto es necesario para ese fin” (1925, pp. 209).
Lo que más adelante ratifica con la siguiente afirmación: “Y lo principal en las
cosas públicas es, sin duda, ese orden que dije de mandar y de obedecer: pero
éste no puede coexistir con la libertad privada de resistir” (p. 216).

En cualquier caso, la guerra somete a la población a los designios del sobera-


no. Este, al declarar la guerra, hace emerger la excepcionalidad como verdadera
potencia de lo político, como lo describe Agamben en su trilogía sobre la nuda
vida, destacando la diferencia entre el mundo de la polis, en la cual el lenguaje

225
Freddy A. Guerrero Rodríguez

posee la facultad de decir sobre lo conveniente o inconveniente, sobre lo justo


y lo injusto,1 y la esfera doméstica, que solo posee la voz como signo del dolor
o del placer (2006, p. 17). En efecto, considerando la guerra como una suerte de
excepcionalidad, incluso esta suspende la vida del lenguaje en la polis, pues
en último término el decisionismo soberano constituye la enunciación absoluta
que abre o cierra la belicosidad.

Habiendo revisado los principios clásicos definidores de la guerra, y su ca-


pacidad delineadora entre el afuera y el adentro de la guerra legítima y/o justa
y sus componentes, además de observar cómo se ha interpretado su transfor-
mación, podemos acercarnos a las perspectivas sobre esos límites modernos
construidos alrededor de los conflictos armados internacionales y los conflicto
internos, cuyos principios delimitatorios de la guerra entran en otras tensiones.

Diferencias, exclusiones e impermeabilizaciones entre


conflictos armados internacionales y crisis internas
El Estado en el orden interno, bajo su principio de soberanía, sufre los emba-
tes del orden internacional que mellan ese principio. Lo que para un temprano
Schmitt constituyera una legislación común ausente, de tal manera que antes
de comenzar a delinear las características delimitatorias de las guerras civiles o
los conflictos armados internos con respecto a los internacionales, es necesario
observar su constitución y cómo se someten a procesos de visibilización/invisi-
bilización en los poros permeables de la soberanía estatal:

La dicotomía entre conflicto armado internacional y aquel no interna-


cional, responde a cálculos geopolíticos e intereses puestos en juego,
posturas que más adelante referiremos, y que se autorreferencian bajo
la matriz soberana, Víctor Guerrero al respecto argumenta

La crucial función de la noción de soberanía, que se despliega en una


pluralidad de capas significativas y estratégicas, fue tanto signo dis-
tintivo de la condición estatal como don que permitió la racionaliza-
ción del dominio colonial, la justificación de su expansión allende las
fronteras y no menos, la cuasi demonización del rebelde. La separa-
ción de la dimensión horizontal de la guerra entre Estados iguales
de las restantes dimensiones, externa en los territorios coloniales y
doméstica o en la profundidad de su entidad territorial-política, re-
sultaba más una pretensión racionalista, que una evidencia empírica.
(Guerrero, 2007, p. 528)

1 Aunque para Agamben estos dos conceptos no están referenciados necesariamente al uso que se
les daba en la concepciones sobre la guerra justa clásica.

226
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Soberanía que en la separación de lo interno y lo internacional del conflicto


se fisuraba. Fisura innecesaria en la perspectiva humanitaria, abandonándose
la incidencia en su anulación −según James Stewart−, no obstante los esfuerzos
regulares y continuados de delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja
(CICR), en particular un año antes de los Cuatro Convenios de Ginebra, reco-
mendando que estos fuesen aplicables a todos los casos de conflicto. Esfuerzos
que duraron también durante la década de los Protocolos Adicionales para que
se aplicara el derecho internacional humanitario (DIH) en guerras civiles con
intervención extranjera (2003, p. 313).

De otra parte, existe un elemento fundamental que configura una diferen-


cia entre conflicto armado interno y conflicto armado internacional. Ello es: el
esencialismo fundamental dirigido por el principio de soberanía. De acuerdo
con ello, los límites entre el afuera y el adentro estatal configurarían estrategias
por no socavar tal principio y con el imperativo de mantener el control de los
asuntos internos. En consecuencia, las potenciales o reales crisis beligerantes
de orden interno se transmutan, re-presentan e invisibilizan. Veamos algunas
temáticas criticadas por algunos autores y dónde podemos identificar esa dis-
puta por mantener de forma excluyente la relación del afuera con el adentro.

Beligerancia en tensión
La figura de beligerancia ha sido uno de esos nodos de confluencia de las
tensiones sobre la caracterización de la guerra y sus agentes. La beligerancia
supondría un estatus similar al Estado en los escenarios concretos del contexto
bélico y en la responsabilidad de conducirse de acuerdo con las costumbres y el
derecho de la guerra. No sucede así cuando la beligerancia se pretende atribui-
da a grupos disidentes en el interior de los Estados.

De acuerdo con Rafael Prieto, el reconocimiento de tal figura ya era lugar


común a finales del siglo XIX, tanto así que en 1900 el Instituto de Derecho In-
ternacional asumía que las características que deberían ser consideradas por un
tercer Estado respecto al reconocimiento del carácter de beligerancia se debían
fundar en tres características: “la posesión efectiva de una parte del territorio
del Estado presa del conflicto, el ejercicio de una jurisdicción de hecho, una
organización y conducción de lucha conforme a las leyes y costumbres de la
guerra” (2006, p. 294). Características que se introducirían en la Convención IV
de 1907 en La Haya y que darían cabida a derechos y obligaciones a las partes
enfrentadas, como si fuese una guerra clásica entre Estados (pp. 294-295), o
como lo refiere Iván Orozco, un derecho internacional público bajo el paradig-
ma interestatal que para nuestra perspectiva incorpora las guerras de carácter
interno (2006, pp. 9-33).

227
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Los mismos indicadores de beligerancia aparecerán en el II Protocolo de 1977,


Adicional a los IV Convenios de Ginebra. Solo que estos ya no se referirán a la
figura de beligerancia, sino a la de insurrección (pp. 296). Así, entre la visibi-
lización internacional y su invisibilización en lo doméstico e internacional, se
generan procesos de cuestionamiento sobre el uso del término, particularmente
en la formulación del artículo 3 común a los cuatro convenios de Ginebra, don-
de se obvia la consideración de beligerancia.

Si antes (1907) se había exceptuado el dogma de la regularidad, ahora (1949)


se exceptuaba el dogma de la internacionalidad de la guerra. En ambos casos en
nombre de la humanidad. El artículo 3 de los convenios de Ginebra no decía,
en todo caso, en su versión original, absolutamente nada sobre la protección de
los combatientes propiamente dichos, ni mucho menos sobre la posibilidad
de ampliar hasta ellos el concepto de beligerancia (Orozco, 2006, pp. 27-28).

Se reconoce que la definición de conflicto armado no internacional introdu-


cida en el artículo 3 común sugiere ampliación del espectro de la noción de
conflicto armado, para incluir aquellos conflictos de orden internacional pero
además cualquier otro tipo de conflicto, como aquellos relacionados con las
guerras de liberación nacional o de autodeterminación. Esto refleja, de forma
tácita, la respuesta a un paisaje global en el que cada vez más ascendía luego
de la Segunda Guerra Mundial el número de conflictos de carácter no interna-
cional (Estrada, 2006, pp. 51-53). Este artículo generó en el orden del derecho
internacional un punto de partida para la regulación de las guerras internas y
su inclusión en el derecho público internacional, que se encontraba hasta ese
momento atrasada en razón de la preocupación de los Estado por la sostenibi-
lidad de su soberanía (Aljure, 2006, p. 320).

En efecto, la figura de beligerancia convierte en porosa la soberanía, aunque


no la elimina. En tal sentido, Prieto considera que el reconocimiento de una
beligerancia implícita se encuentra tanto en el artículo 3 común como en el II
Protocolo Adicional, aunque se reconoce la prevalencia soberana, lo que en el
artículo 3 común, durante la conferencia diplomática que lo redactaría, se anuló
el reconocimiento de la beligerancia con la siguiente formula: “La aplicación de
las anteriores disposiciones no surtirá efectos sobre el estatuto jurídico de las
Partes en conflicto”.

Esta invisibilización de la figura de beligerancia para algunos es continua


luego de la Guerra de Secesión norteamericana, último escenario en que se uti-
lizó, aunque el calificativo de “fuerzas beligerantes” también lo aplicaron Mé-
xico y Francia para reconocer tal carácter en la disidencia dentro del conflicto
salvadoreño y en el horizonte de la búsqueda de las negociaciones de paz. En

228
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

cualquier caso, el lugar común para el estatus de beligerante fue el peligro para
los Estados de dejar pasar que la potestad de iniciar y sustentar la guerra no
fuese la declaración soberana, si no la sustentación fáctica de los criterios de be-
ligerancia descritos, pero por otro lado en la consideración de que “la violencia
armada interna plantea cuestiones de gobernabilidad soberana y no de regla-
mentación internacional” a lo que la beligerancia representaría un obstáculo
(Steward 2003, pp. 316-317), dado que horizontaliza no solo la relación bélica,
sino también la condición en el plano internacional.

La invisibilización de la beligerancia y del reconocimiento de la autodeter-


minación de los pueblos, no solo se enfrenta al aparato jurídico internacional
de DIH, sino también a la dimensión de los derechos humanos, es decir, en
condiciones de la normalidad liberal. Para el caso es posible observar esto en la
Emergencia y la negación de las diferencias en el orden de lo nacional.

Emergencia y negaciones: de la crisis interna al control del caos


La figura de la emergencia aparece como mecanismo que se adelanta a proce-
sos que potencialmente podrían desencadenar crisis que quizás se caractericen
como de beligerancia interna a los Estados o internacionalizada, si se orienta-
sen fáctica y normativamente como sustentadas desde la autodeterminación.
En cualquier caso, como crisis que posibilitan a las disidencias entrar en la es-
fera internacional y ser plegadas al DIH, o bien permitir el reconocimiento in-
ternacional, en cuyo caso se teme por parte de los Estado una suerte de pie de
igualdad ante el derecho y la comunidad internacional.

La emergencia se antepone desde el PIDCP2 a estos reconocimientos, en el


ejercicio de consumir en el orden interno cualquier muestra de porosidad sur-
gida de dinámicas contraestatales y secesionistas. El crítico poscolonial Ba-
lakrishnan Rajagopal describe desde esta perspectiva la genealogía del artículo
4 del PIDCP, referido precisamente a la emergencia, es decir, a la suspensión de
los derechos del Pacto en situación de emergencia nacional, artículo introduci-
do por Gran Bretaña durante la redacción del Pacto. En el sentido expresado
por Rajagopal, este artículo es el resultado de la experiencia británica respecto
a los movimientos nacionales anticoloniales, invisibilizando en el orden inter-
nacional el desafío político interno al Estado y sumergiendo el fenómeno a la
ley y el orden domésticos, evadiendo por consiguiente y como consecuencia del
vacío jurídico de la emergencia, la no aplicación del ius in bello ni de los dere-
chos humanos (Rajagopal, 2005, pp. 210-217).

2 Pacto Internacional por los Derechos Civiles y Políticos

229
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Adicionalmente a estos límites impuestos por la potestad soberana sobre la


“ley y el orden” internos, también en el mismo Pacto otras posiciones estatales
y orientadas al desconocimiento de la diferencia y la negación de las minorías
nacionales como riesgos potenciales de la homogeneidad nacional, aceptaron el
artículo 27 sobre la protección de las minorías nacionales, si en las cláusulas que-
daba que tal artículo solo era aplicable en los países con minorías nacionales, lo
que consideraban no era el caso de los países del continente americano, de don-
de provenían tales reservas (Kymllicka, 1996, p. 39).3 Por supuesto, preveían el
riesgo de procesos secesionistas o demandas de autodeterminación de los gru-
pos integrados políticamente durante los procesos de colonización en América.

El genocidio
Estas ambigüedades en el reconocimiento y la exclusión a título de la defensa
del principio soberano, se desarrollan también en el ámbito de la incipiente
preocupación por las víctimas no combatientes en el desarrollo y aceptación
del crimen, así como en el contexto de la Convención contra el Genocidio en el
derecho penal internacional. El jurista y filólogo Raphael Lemkin desarrolló a
partir del neologismo del genocidio y su descripción fáctica, una crítica aguda
contra la potestad absoluta de los Estados contra la vida de grupos humanos en
el interior o allende su territorio. El trabajo de Lemkin y su tanto en el Tribunal
de Núremberg como en el marco de los primero años de las Naciones Unidas,
apeló a incluir el genocidio como crimen que como el de la “solución final” del
Tercer Reich o el dirigido contra los armenios por los turcos durante la primera
década del siglo XX, deberían revestir el carácter de responsabilidad y san-
ción internacional y no discrecionalidad estatal, sin posibilidad de intervención
como lo garantizaba el sacro principio soberano (Power, 2005).

Durante las sesiones del Tribunal de Núremberg se introdujo por primera vez
la imputación por genocidio (Power, 2005, p. 85). Como analiza Raihner Huhle
(2005), tanto los crímenes de lesa humanidad como el genocidio imputable a
los criminales de guerra nazi, no obstante, eran novedad en el derecho interna-
cional y dado el principio de no retroactividad de las leyes, solo los crímenes
de lesa humanidad fueron consignados en los Principios de Núremberg y apli-
cados en las sentencias si habían sido “cometidos en la ejecución de un crimen
o en conexión con un crimen que queda en la competencia del Tribunal”, para
el caso, la vigente guerra de agresión (p. 23). Sin embargo, no hubo en las sen-
tencias condenas por el crimen de genocidio (Power, 2005, p. 86)

3 A partir de la Resolución 1514, adoptada por la XV Asamblea General de las Naciones Unidas
el 14 de diciembre de 1960. El riesgo allí se encuentra en la sobreinterpretación de la autode-
terminación de los pueblos como un derecho a la secesión y amenaza a la integridad territorial
y política.

230
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Por supuesto la aceptación de la Convención contra el genocidio en los co-


mienzos de la Guerra Fría, disponía nuevamente las tensiones sobre la sobe-
ranía, si la Convención configuraba el crimen en razón de los actos cometidos
con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo por su pertenen-
cia étnica, racial, religiosa o política. Será esta última motivación el punto de
quiebre para llevar a buen término la firma de los Estados a la Convención,
precisamente porque los grupos políticos para los países comunistas de Europa
Oriental o algunos latinoamericanos argumentaban que esto frenaría el dere-
cho a reprimir las revueltas armadas internas (Power, 2005, p. 108).

En resumen, las figuras reseñadas presentan avances en la formalización den-


tro del derecho internacional, pero también exclusiones que permiten someter
a la excepcionalidad interna las crisis y, por lo tanto, distanciarlas en lo fáctico
de la veeduría internacional y de las posibles demandas de responsabilidad por
la constituida comunidad internacional.

La primera figura y concepto: la beligerancia, se presenta incorporada de for-


ma explícita en las discusiones y tratados del DIH hasta principios de siglo XX,
pero se diluye en una condición de presencia tácita en el derecho internacional
humanitario. La segunda: las reservas y la incorporación de la noción de emer-
gencia como matiz condicionante e incluso suspensoria de algunos derechos
civiles y políticos, se incorpora en el Pacto correspondiente (PIDCP) a pesar de
sus planteamientos de carácter universalista.

Por último, la perspectiva de limitar en el orden interno el proceder estatal,


además de la posibilidad de perseguirlo y sancionarlo dados los referentes de
la Convención contra el genocidio, cuando se intente destruir total y parcial-
mente a grupos humanos, se presenta como figura que atraviesa las fronteras
soberanas, pero además aplicaría tanto en tiempos de paz como en tiempos de
guerra. Aun así, la exclusión de la adhesión política como motivo de genocidio
de estos grupos excluye gran parte de las prácticas relacionadas con su eli-
minación, por parte de varios Estados cuyos regímenes autoritarios pulularon
durante la Guerra Fría.

Por lo tanto, ni ius belli ni causa justa, solamente la búsqueda de encerrar


dentro de las fronteras estatales las crisis internas, potencialmente resquebraja-
doras de la integridad estatal. En lo que sigue se abordan otras tensiones, pero
con rupturas fundamentales que llevan a la transformación de los conflictos
armados internos en conflictos armados internacionalizados y a las formas de
interpretarlas.

231
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Referencias sobre la internacionalización de los conflictos


armados internos
Indudablemente, la diferenciación entre el afuera de la guerra estatalizada y
el adentro de las crisis y conflictos internos se presenta fundamental al princi-
pio de soberanía y al correlativo deber de no injerencia en los asuntos internos
de los Estados. Esta diferencia se soporta en los Convenios de Ginebra de 1949
y los Protocolos Adicionales de 1977, además de los procesos de impermeabili-
zación y diferencia ilustrados en el apartado anterior.

Pero si los principios delimitadores y diferenciadores de las guerras estatales


y de aquellas sustentadas en la causa justa se han transformado,4 proscribiendo
incluso el ius ad bellum como estertor del principio de soberanía, ¿cuáles en-
tonces son los puntos de referencia para la asunción de los conflictos armados
como internacionales luego de su diferenciación convencional? A manera de
aproximación, desde la literatura consultada serían los siguientes.

Primero, la preocupación por el fenómeno de extensión global de los conflictos


de carácter interno, inicialmente como nueva dinámica que se sobrepone por su
extensión y número a los conflictos de orden interestatal, pero además por la
ambigüedad que en el contexto de la Guerra Fría representó la intervención
explícita o solapada de las superpotencias en el esfuerzo militar de las partes en
combate. En este escenario, la discusión se dispone en torno a la legalidad e ile-
galidad de las intervenciones.

Segundo, una serie de relaciones y comportamientos internacionales funda-


mentados en cierta óptica realista, no solo de la imposición de acciones de in-
tervención en Estados con conflictos internos o en ciernes, sino incluso iniciati-
vas estatales de solicitar intervenciones externas en circunstancias particulares,
como el debilitamiento económico o militar de los Estados en medio de crisis
internas que, enfrentadas real o potencialmente las disidencias y la secesión y,
en consecuencia, mellando la capacidad de representación estatal, hacen que
los Estados recurran a apoyos externos que pretenden solventar las carencias
y llevar a buen término los intereses domésticos. Este escenario despliega las
tensiones sobre las políticas en los modos de relación internacional y la inter-
pretación sobre los contextos de intervención.

4 Para Francois Rigaux, la desaparición de la doctrina de la guerra justa fue compensada por el
desarrollo del ius in bello, encontrando incluso autores prominentes del desarrollo del DIH
moderno como del Derecho internacional general, Francis Lieber para el primer caso y Hans
Kelsen para el segundo (Rigaux, 2003, pp. 114-123).

232
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Tercero, la internacionalización, a su vez, resulta de la preocupación por las


perspectivas que bajo la égida humanitaria tensan y aflojan la aplicación del
cuerpo de derechos del DIH y los enlaces contemporáneos con la responsa-
bilidad internacional sancionada por los mecanismos penales que, enraizados
desde Núremberg y pasando por los Tribunales Internacionales ad hoc, se con-
solidan con el Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional. Aquí el es-
cenario no es de intervención directa, sino de prevención disuasiva desde las
potenciales y efectivas sanciones internacionales.

Finalmente, la internacionalización se ha transformado, expandiendo sus


componentes más allá de los enlaces convencionales y del derecho penal, con-
duciendo incluso acciones de intervención cuyo horizonte trasciende el esfuer-
zo militar, las cuales incluyen acciones de prevención y resolución de los con-
flictos internos, como se presentará particularmente en periodos de posguerra
fría. El escenario aquí presenta las nuevas dinámicas de intervención y, en cier-
to sentido, una reaparición de la causa justa en escalas y dinámicas diferentes a
las pre y post westfalianas.

Para explicitar más estas circunstancias generadoras de los procesos de in-


ternacionalización de los conflictos internos, revisemos las principales pers-
pectivas al respecto y comencemos con la preocupación internacional por los
conflictos internos.

Michael Brown (1996) junto al Grupo de Trabajo sobre Conflictos Internos,


adscrito al Centro de Ciencia y Asuntos Internacionales de la Universidad de
Harvard, a mediados de los noventa y aun en el paisaje dejado por la caída del
Muro, expone el porqué de la importancia de los conflictos internos: primero, la
extensión que han tomado; segundo, los sufrimientos causados; tercero, la afec-
tación e involucramiento de países vecinos, socavando la estabilidad regional,
al comprometer los intereses distantes de poderes y organizaciones internacio-
nales; y cuarto, la importancia de reevaluar la forma de enfrentarlos por los ha-
cedores de políticas nacionales, regionales y de organizaciones internacionales
(pp. 3-12).

Brown identifica en su sistematización de los conflictos internos ocurridos


hasta entonces (unos 35 para el año 1995, y de estos 22 iniciados durante el
periodo de la Guerra Fría), una suerte de causas para su engendramiento y de-
sarrollo, cuyos factores resume en estructurales, políticos, económico sociales
y culturales. En estos el Estado presenta cierta debilidad en torno al manteni-
miento de su statu quo, pero además es socavada su representatividad interna
(pp. 12-23), lo que conduce o hace posible por decisiones internas o externas,
procesos de intervención.

233
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Articulado con esto, Brown desarrolla una hipótesis interesante, según la cual
los conflictos internos indiscutiblemente involucran en la mayoría de los casos
a fuerzas externas, lo que en la literatura por él indagada sobre los conflictos
internos constituye una debilidad, pues el análisis restringe el fenómeno en
términos de un efecto de contagio o difusión desde el territorio en crisis hacia
el exterior de sus fronteras, sin considerar, por ejemplo, la instigación de la vio-
lencia por países vecinos (p. 22).

En efecto, la injerencia solapada de las superpotencias y la Doctrina de la


Seguridad Nacional, como una suerte de extensión de la Doctrina Monroe, par-
ticularmente para el hemisferio americano, podrían persuadirnos de la contun-
dencia de la hipótesis de Brown. El Plan Camelot en Chile, para colocar solo un
ejemplo de instigación a la violencia interna, o la intervención militar directa,
cuyos casos paradigmáticos son la intervención norteamericana en Nicaragua
y Granada, además de la intervención rusa en Afganistán y la multilateral en
Kosovo.

Como bien lo presenta la experta en derecho internacional Louise Doswald-


Beck, las invasiones durante la Guerra Fría de Granada por parte de los Estados
Unidos y Afganistán por parte de la Unión Soviética, fueron justificadas como
intervenciones legítimas. En el caso de Afganistán, dada la intervención
como invitación del Estado afgano, y en Granada, como respuesta a un peli-
gro a la seguridad de ciudadanos norteamericanos. Argumentos parcialmente
ciertos y que aun así fueron controvertidos, no tanto desde la figura de la libre
autodeterminación de los pueblos, como algunos analistas sugieren debió ha-
ber sido, en el marco de los debates en interior de la Asamblea General de las
Naciones Unidas, sino que se reprocharon estas intervenciones desde la consi-
deración del principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados5
(Doswald-Beck, 1985, p. 191).

Es obvia aquí la preeminencia del principio de soberanía por sobre la auto-


determinación que, por el contrario, la coloca en entredicho. Así, la soberanía
continúa desempeñando un papel relevante, tal como lo ha hecho desde la era
post Westfalia. Al respecto, podríamos ratificar que un punto de referencia fun-
damental en la internacionalización de los conflictos internos lo constituye la
intervención externa, pero no exenta de complejidad su interpretación política
y teórica.

5 De acuerdo con la Resolución 2131 de 1965 de la Asamblea General de Naciones Unidas.

234
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

James Stewart, quien se desempeñó como jurista en el Consejo de Apelacio-


nes de la Fiscalía del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia, en la Fiscalía
del Tribunal Internacional para Ruanda, así como en la División Legal del Co-
mité Internacional de la Cruz Roja, define los conflictos armados internaciona-
lizados como:

Internal hostilities that are rendered international. The factual circum-


stances that can achieve that internationalization are numerous and
often complex: the term internationalized armed conflict includes war
between two internal factions both of which are backed by different
States; direct hostilities between two foreign States that militarily in-
tervene in an internal armed conflict in support of opposing sides; and
war involving a foreign intervention in support of an insurgent group
fighting against an established government. (2003, p. 315)

En efecto, la definición de conflicto armado internacionalizado es compleja.


A diferencia de los principios de las guerras clásicas, declaradas y sustentadas
por la motivación de defensa de la injuria o el legítimo derecho de involucrar-
se en guerras interestatales, los conflictos internos internacionalizados deben
moverse en condiciones que muchas veces resultan implícitas, no declaradas y
bajo el rigor de someter las circunstancias materiales a la prueba de establecer
si el tipo de intervención de un tercer Estado en los conflictos internos son ade-
cuados para categorizar a estos últimos como internacionalizados.

La intervención por invitación es una de las temáticas que llaman a discu-


sión, en tanto alienta discusiones de filigrana en torno a la internacionalización
de los conflictos domésticos. Esta temática, como los son todas las relaciona-
das con la soberanía y la autonomía, resulta ambigua y compleja tanto en su
interpretación como en su aplicación. Las posturas opuestas se debaten entre
la legalidad y la ilegalidad de la intervención por invitación. Los argumentos
esgrimidos sobre la primera postura, asimilada por los Estados en el orden
internacional, señalan que el Estado en su condición soberana y fundamentado
en su autonomía puede demandar por la intervención foránea sin generar por
ello la internacionalización de su conflicto, en tanto no se da en estricto sentido
una injerencia unilateral en sus asuntos internos.

No obstante, para la segunda postura la intervención es ilegal si se consi-


dera no la interferencia en los asuntos internos de los Estados, y se parte, por
el contrario, del principio de autodeterminación. Estas argumentaciones son
contundentes en la afirmación del politólogo Quincy Wright, citado por Geir
Lundestad:

235
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Armed intervention […] is not permissible by invitation of either the


recognized or the rebelling faction in the case of civil strife. If it were,
the ‘right of revolution’ implicit in the concepts of state sovereignty
and self-determination would be denied. In a situation of civil strife,
the state is temporarily inhibited from acting. A government beset by
civil strife is not in position to invite assistance in the name of state
(p. 200)

Perspectiva a contrapelo de las prácticas intervencionistas durante la Guerra


Fría, por supuesto, como las referidas arriba. El caso Nicaragua con los contras
abrió un debate importante en relación con la forma de asumir que si grupos in-
surgentes reciben apoyo efectivo de un gobierno extranjero en el marco del con-
flicto doméstico, este puede ser considerado como un conflicto internaciona-
lizado y, en consecuencia, endilgarse las responsabilidades correspondientes.

Doswald-Beck (1985) pone en consideración las perspectivas sobre la repre-


sentación estatal como parangón diferenciador de la validez o no de la inter-
vención por invitación. Para empezar consideremos que el poder de declarar la
guerra en términos clásicos sería análoga a la de pedir intervención foránea en
los conflictos internos. No obstante, el predicamento se sustenta en la represen-
tación estatal, aquella concebida desde Hobbes y Westfalia, en términos de la
personificación moral y en la atribución legítima de conducir una guerra.

Para Doswald-Beck, apoyado en William Hall y Quincy Wright, un punto


crítico respecto a la capacidad de representación de un Estado por parte de un
gobierno que pretende hablar en nombre de él, consiste en el control de facto6
del territorio sobre el que pretende soberanía. No obstante, la invitación de
intervención presupondría la anulación de este control de facto y, por el contra-
rio, una incierta definición del conflicto que sin ayuda externa podría colocar
en cualquier bando el control y, por lo tanto, la representación del Estado (pp.
195-196). Para el caso, el reconocimiento extranjero de la soberanía estatal sería
análogo a la neutralidad condicionada por el reconocimiento de la beligerancia.
En cualquiera de los dos casos, la intervención desde esta perspectiva se pre-
sentaría como ilegal e ilegítima.

6 De otra forma, pero sobre el mismo criterio del control de facto, Doswald-Beck permite poner
en cuestión las siguientes preguntas: ¿este [el gobierno que pretende representar al Estado] debe
ser legitimado a pesar de que no posea un control de facto? O por el contrario ¿es el control de
facto legitimador de la representación estatal, incluso sin la anuencia ciudadana? O popular, si se
quiere, pero a su vez ¿Qué es el pueblo? ¿Quién lo representa? ¿El Estado deja de existir en tanto
se exalta la libre autodeterminación de los pueblos? (1985, pp. 190-200).

236
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Aun así, las discusiones sobre el reconocimiento de la internacionalización y


las responsabilidades se sospechan ambiguas y, si se quiere, calculadas políti-
camente, tanto desde las discusiones en el seno de la Asamblea de las Naciones
Unidas como en los ámbitos de sentencias y definiciones jurídicas.

En la discusión sobre el tipo de intervención y las responsabilidades conse-


cuentes, Rafael Prieto San Juan (2006) describe cómo la Corte Internacional de
Justicia (CIJ), en la determinación de la responsabilidad respecto al DIH infrin-
gido en el caso Nicaragua vs. Estados Unidos, señaló una suerte de mixtura del
conflicto (p. 313): una entre los contras y Nicaragua, cuyo carácter no observó
la CIJ como internacionalizado, mientras que paralelamente identificó una res-
ponsabilidad diferente de los Estados Unidos con Nicaragua, desestimando a
partir de un rasero muy alto las circunstancias de un control efectivo sobre los
contras por parte del gobierno estadunidense, sumando a esto la imposibilidad
de señalar que los contras actuaran en nombre de la potencia, como si estas
fuesen un órgano de su gobierno (p. 314).

Diferencia importante con el caso Tadic, en un escenario de posguerra fría.


En este se intentaba determinar, de igual forma, el grado de responsabilidad en
cuanto si los grupos en el interior de un Estado actuaban en nombre del gobier-
no serbio y si este ejercía sobre ellos un control efectivo. Para Steward (2003),
el test de internacionalización fue menos riguroso que en el caso Nicaragua,
considerando para ello la ambigüedad de los tres tipos diferentes de control lla-
mados a prueba: que los grupos o individuos rebeldes actúen como un órgano
estatal de facto; el control general de las fuerzas subordinadas, no solo la ayuda
de tipo económico, de equipamiento o de instrucción; y tercero, la asimilación
de particulares a órganos estatales. Aspectos que para el autor resultan en todo
caso confusos en el momento de la aplicación del test de control efectivo (pp.
127-128).

Paradójicamente la teoría de wars by proxy durante la Guerra Fría y que pre-


tendía conceder a todos los conflictos internos con intervención extranjera el
carácter de internacionalizados (Hoffman, 2009, p. 24), se contrapone al hecho
político y jurídico de la demostración del control efectivo (para el caso externo)
en los esfuerzos bélicos internos, para el caso los resultados de Nicaragua y
Granada. Por otro lado, matizada la intervención extranjera como internacio-
nalizante de los conflictos internos, se presenta una laxitud de la atribución de
esta internacionalización y sus responsabilidades como en el caso Tadic.

El segundo punto de referencia en la asunción de los conflictos armados en


internacionales lo constituye, al margen de la legitimidad o no de las inter-
venciones, el juego de las relaciones internacionales de orden político respecto

237
Freddy A. Guerrero Rodríguez

a esta práctica y la centralidad en los problemas de dependencia y autono-


mía entre los actores intervinientes en las decisiones de internacionalización.
En principio, las perspectivas de partida se diferencian entre las realistas y las
idealistas, como matriz de análisis de las relaciones internacionales.

La teoría realista se inclina por la perspectiva que considera las relaciones


internacionales sustentadas en la lucha por el poder y la búsqueda de los inte-
reses estatales. Paradójicamente, la teoría a la cual adhiere la política estadouni-
dense se pliega a una perspectiva idealista donde las relaciones internacionales
se sustentarían más que en intereses Estadocéntricos, en el ideal de humanidad
y el bien común dentro de la comunidad internacional. La perspectiva realista
sugiere unas jerarquías de poder en el orden internacional. Por lo tanto, unas
relaciones siempre desiguales o por lo menos de dependencia y autonomía re-
lativas, pero no necesariamente impuestas en intervenciones unilaterales como
la de Vietnam en la década de los sesenta y setenta. Hardt y Negri, a su vez,
señalaran lo siguiente respecto a su análisis sobre el Imperio:

… el Imperio no se forma sobre la base de la fuerza propiamente, sino


sobre la base de la capacidad para presentar a la fuerza colocada al
servicio del derecho y la paz. Todas las intervenciones de los ejércitos
imperiales son solicitadas por una o más de las partes involucradas en
un conflicto ya existente. El Imperio no nace por su propia voluntad,
sino que es llamado a ser y constituirse sobre la base de su capacidad
para resolver conflictos. El Imperio se conforma y sus intervenciones
se vuelven jurídicamente legitimadas sólo cuando se ha insertado en
la cadena de consenso internacional orientada a resolver conflictos
existentes. Retornando a Maquiavelo, la expansión del Imperio está
enraizada en la trayectoria interna de los conflictos que se supone que
debe resolver. El primer objetivo del Imperio es, por lo tanto, expandir
el reino del consenso que sostiene su propio poder. (2000, p. 19)

Sobre el factor de la intervención existe esta postura que aun cuando basada
en una perspectiva consensual, presenta un telón de fondo sostenido por la de-
pendencia y la desigualdad. Sin embargo, posturas diferentes como la de Geir
Ludestad al describir y analizar el proceso del Imperio por invitación, desarro-
llado entre Europa y Estados Unidos en el marco de la reconstrucción luego de
la Segunda Guerra Mundial, presentan en principio el paso de un aislacionismo
norteamericano en materia de relaciones internacionales a un internacionalis-
mo que representaba no solo los valores propios, sino aquellos de justicia y
democracia universal (Lundestad, 1986, pp. 264-265).

Por lo tanto, un criterio idealista de las relaciones internacionales norteameri-


canas, sin menoscabo o contradicción con las prácticas realistas de las políticas

238
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

en las mismas relaciones, haciendo del primero causa justa contemporánea de


las segundas. No obstante, la afirmación final de Ludestad respecto al imperio
por invitación, explica cómo aun en condiciones de relacionamiento desigual,
los factores dependientes de Europa en relación con Norteamérica fueron mer-
mando con la restauración europea y los intereses de las partes se empezaron a
condicionar mutuamente (Lundestad, 1986, pp. 274-275).

En efecto, como señala Arlene Tickner, la intervención por invitación se mani-


fiesta como una relación en la que se configura necesariamente un riesgo, supe-
rado para el caso europeo, en el que el actor dominante sobrepone sus intereses
a aquel debilitado, el cual requiere su apoyo, consolidando con el tiempo un
factor de dependencia importante (2007, p. 96).

Entre tanto, Brown en una interpretación de posguerra fría y más conducido


por la evidencia en los conflictos armados internacionalizados, sugiere que paí-
ses vecinos en el orden regional poseen intereses específicos en la intervención
e incluso motivan los conflictos internos, apoyando una u otra causa de acuerdo
a sus intereses (1996, pp. 23-26). Para Carlos Escudé, de acuerdo con Tickner,
las premisas racionalistas que se movilizarían en la periferia relativizan la auto-
nomía y sincronizan sus intereses nacionales y posibilidades de decisión a tra-
vés de la insubordinación y la alineación con las políticas del actor más fuerte,
para el caso el estadunidense (Tickner 2007, pp. 94-95).

En consecuencia, lo fundamental en estos debates son los intereses en jue-


go y la correlación de poderes entre los actores estatales involucrados. Esto se
presenta en diferentes escalas, desde aquellas de tipo transcontinental y bajo
el pliegue a un centro hegemónico, como lo refieren Geir Lundestad o Hardt
y Negri, pasando por escalas de tipo regional y adyacentes a los conflictos
internos como lo desarrolla Michael Brown, hasta relaciones de desigualdad
estructural en que aparecen concepciones como las de Carlos Escudé citadas
por Tickner (pp. 94-95). Sin embargo, estas perspectivas de dependencia casi
natural respecto al hegemon global, pueden colocarse frente a posturas como la
de la internacionalista Sandra Borda, quien alude a una mirada no exclusiva-
mente realista (2007).

Para detallar un poco más la posición de esta autora, su perspectiva se contex-


tualiza en un mundo post 11 de septiembre y bajo la referencia de un país como
Colombia, sumido en un conflicto armado interno de décadas que articula en
este primer escenario sus demandas de intervención, lo que implica necesaria-
mente la posibilidad de una retrospectiva diferente sobre la internacionaliza-
ción de los conflictos armados internos y una perspectiva renovada sobre su
análisis.

239
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Borda describe cómo se da la posibilidad de internacionalizar las guerras


domésticas, tanto por la decisión de los actores externos (organizaciones inter-
nacionales, países poderosos o países vecinos), definida esta forma de interna-
cionalización como intervención, como por la discrecionalidad de los actores
internos (gobierno o grupos insurgentes) (p. 68), lo que la separa de perspecti-
vas basadas en la determinación de las decisiones internas como resultado de
las coacciones e intereses de actores externos poderosos.

Para Borda, la internacionalización del conflicto armado se definiría enton-


ces como un acto político: “es el proceso a través del cual un actor toma una
decisión explícita y consciente: la decisión de involucrar actores externos en
cualquier fase del conflicto doméstico (durante las hostilidades militares o du-
rante la negociación)” (p. 72). En efecto, para Borda la internacionalización no
se restringe al escenario bélico, sino que se observa como condición fáctica que
debe ser comprendida en las relaciones mutuas que se configuran entre las par-
tes internas del conflicto y las externas.

Borda realiza un excelente resumen de las posturas teóricas respecto a la in-


ternacionalización de los conflictos armados internos. Analiza, inicialmente, el
campo racionalista, cuyas explicaciones organiza en dos tipos: las que ponen
énfasis sobre los intereses de los actores y las que lo hacen sobre la naturaleza
del conflicto. En el primer caso se argüiría que los Estados débiles, a partir de la
intervención, se permiten aumentar su cuota de poder militar y político ante
la inseguridad percibida. Otra variable desde los intereses es la asociada al
temor de las élites que se consideran amenazadas, de tal forma que incitan
el escalamiento de la guerra civil. Una tercera circunstancia respecto a los
intereses es la de la amenaza interna, que conduce a la búsqueda de asesorías
externas de diferente tipo, incluido el militar, lo que para algunos autores
coloca a estas formas de internacionalización en condiciones de desigualdad,
particularmente en el Tercer Mundo (pp. 4-5).

En relación con la perspectiva racionalista que resalta la naturaleza del con-


flicto, Borda afirma que esta presenta las circunstancias de dimensión y dura-
ción como factores que explicarían por qué actores internacionales serían in-
vitados a participar en el conflicto interno (p. 76). Un aspecto importante de
contribución de la autora es explicar, más allá del cuándo y el porqué se invita
a participar a agentes externos de acuerdo con los tipos de explicaciones descri-
tos, el enfocar la mirada sobre el análisis que permite observar el tipo de actores
invitados a participar en el conflicto interno, proponiendo una articulación con
perspectivas de orden constructivista y explicaciones ideológicas (p. 76). Este
es un cierto pliegue a la perspectiva que Alexander Wendt considera un “giro
ideacional” respecto a las concepciones realistas heredadas de la Guerra Fría

240
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

(2002, p. 4), intentando trascender en algún sentido el mero enfoque depen-


dentista y de imposición unilateral o condicionada respecto a los procesos de
internacionalización.

El tercer elemento de referencia sobre la internacionalización de los conflictos


armados internos se encuentra en la preocupación por los DDHH y el DIH, cen-
trado particularmente en los efectos proscritos en la conducción de las hostilida-
des y en particular orientado a la protección de los principios humanitarios en
general y de las víctimas en particular. Este proceso de internacionalización,
en efecto, se desprende de las porosidades abiertas por el Tribunal de Núrem-
berg, no obstante la latencia de su accionar hasta los tribunales ad hoc de los años
noventa respecto a Sierra Leona, Ruanda y la ex Yugoslavia y la implementación,
a finales de los noventa, de la CPI.

Estos mecanismos penales pretenden no tanto la intervención directa en me-


dio de los contextos bélicos, sino que se presentan como ejercicio de disuasión o
persecución y sanción internacional respecto al ámbito de la competencia penal
enunciado por los principios de Núremberg, pero solo implementados en su
conjunto en los posteriores tribunales citados.

Ahora bien, la constante demanda por los DDHH y el DIH se revela tras la
Guerra Fría como un proceso de internacionalización diferente. En el caso lati-
noamericano, Chernick señala que incluso la demanda por los DDHH realizada
por los Estados Unidos, contrasta con la tolerancia de prácticas violatorias de
tales derechos en el contexto de la Guerra Fría, durante las dictaduras y conflic-
tos armados en la región.

Otro aspecto que aparece durante la Guerra Fría y en función de antecedentes


como el genocidio ruandés y la “limpieza étnica” en Yugoslavia, de los ya no
tan esperanzadores años noventa, se da con los procesos sancionatorios de con-
ductas internas violatorias de los DDHH o el DIH, vía la descertificación como
en el caso norteamericano, redundantes en consecuencias económicas; o bien
ese otro aspecto importante consolidado como el Sistema Penal Internacional,
Estatuto de Roma, y la creación de la CPI, orientado a la sanción de crímenes
de guerra, de lesa humanidad y genocidio configurados de forma grave, siste-
mática y generalizada.

Sin embargo, los modos de internacionalización penal han sufrido tropiezos,


como la misma historia de la CPI lo evidencia, invariablemente, con la vuelta a
la discusión del riesgo de vulnerar el principio de soberanía y la seguridad na-
cional, a lo cual apelarán países como Estados Unidos, Rusia, China e India (Hu-
hle, 2005, pp. 31-33). Corolario de estas contradicciones es el ánimo advertido

241
Freddy A. Guerrero Rodríguez

por los denegadores de un sistema penal internacional permanente por el de


tribunales ad hoc, que resulta para algunos simplemente justicia de victoriosos.

Ahora bien, en articulación con lo anterior y como cuarto referente de la


internacionalización de los conflictos domésticos, encontramos formas de in-
ternacionalización singulares, no formalizadas o institucionalizadas, y con es-
tándares flexibles en su definición y aplicación. Encontramos, por ejemplo, la
opacidad de la aplicación de la justicia penal internacional en otros modos esta-
tales de prevenir la persecución internacional, pero localizando las demandas
por estándares de justicia internacional, vía los mecanismos conocidos como
transicionales, como aquellos representados en algún momento por las amnis-
tías o indultos, ahora proscritos bajo la CPI, que modifica la estrategia en tran-
siciones democráticas o al posconflicto, en las cuales se relativizan las penas o
se las conmuta, en aras de garantizar el equilibrio entre la paz o la democracia
con la justicia.

En este caso la CPI no tendría un papel directo, sino disuasor, ya que se pre-
tende que pueda condicionar a las partes en conflicto en el marco de acuerdos de
paz, en donde el cálculo de una posible competencia de dicho tribunal respecto
a los actos de los beligerantes determinaría, en parte, la posibilidad de solucio-
nes negociadas, inclinando la balanza por una mayor subordinación a la justicia
interna (Rueda, 1999), depositaria inicial de la responsabilidad de investigación,
persecución y sanción de los crímenes internacionales sobre sus nacionales. O
bien podría la CPI restringir los cálculos sobre el límite de las acciones de los
combatientes, so pena de caer en el futuro en la órbita penal de la Corte.

Para finalizar y como corolario de una nueva asunción de la causa justa en


tiempos del terrorismo y de conflictos internos motivados por razones étnicas,
políticas, raciales, religiosas, surgen las concepciones que claman por el dere-
cho de intervención por razones humanitarias, a expensas de la prescripción
del ius ad bellum, pero en un ambiente de prevalencia de los DDHH y de or-
ganismos internacionales como autorizadores de guerras por motivos excep-
cionales y en función ulterior del mantenimiento de la paz. Esta nueva diná-
mica, en la práctica se ha configurado en justificadora de intervenciones pero
no consolidadas en el derecho internacional, más allá de la reminiscencia de
Groccio, quien avalaba la intervención en caso de que los Estados, incluso con
sus propios ciudadanos, actuara de forma tan brutal y a tal escala que afectara
la conciencia de la comunidad.

El derecho de intervención humanitaria, de acuerdo a Ray Goodman de


la Escuela de Derecho de Harvard, parece no tener un aval del derecho

242
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

internacional moderno, ni tampoco de los Estados, ni de los intelectuales, dado


el centramiento de la discusión en el hecho de que tales intervenciones pudie-
sen ser utilizadas por terceros Estados en ulteriores guerras basadas en sus
propios intereses (2006). Por supuesto, una concepción realista. Al parecer, los
dos términos del concepto se contradecirían de plano y contendrían en sí mis-
mos la oposición de los enfoques realistas e idealistas, que en último término
conducirían a la sospecha permanente, no solo como concepción, sino también
en la práctica y codificación de la intervención humanitaria.

Aun así, Goodman sugiere descentrar el debate sobre la sospecha de los inte-
reses soterrados, para poder discurrir más sobre los procedimientos de este lla-
mado derecho de intervención, de sus estándares y regulaciones, que a la larga
constituirían, según el autor, al contrario de las tesis escépticas, un mecanismo
de contención a los Estados que pretendieran iniciar conflictos bélicos contra
otros o en el interior de otros Estados.

En todo caso, parece construirse alrededor de los derechos humanos unos


principios, que no solo orientan su realización, sino también la conducción de
la guerra e incluso su resolución, contribuyendo a separar enemigos de amigos
en función de endilgar la defensa o la violación de los derechos humanos. En
último término, los derechos humanos se presentan cada vez más como causa
justa moderna, propulsada aún más por la época del terror desplegado desde
los eventos del 11 de septiembre. Una suerte de matriz desde la cual interpretar
el dolor universal para la construcción de un trauma cultural (Alexander, 2004,
pp. 1-30), orbitando en el globo no necesariamente como ruptura de la identi-
dad colectiva global, pero sí como irrupciones en las crisis bélicas internas de
los valores o credos universalizados.

Conclusiones
La internacionalización de los conflictos armados internos, aunque de tar-
día conceptualización en el derecho internacional moderno y en las discipli-
nas orientadas al ámbito de las relaciones internacionales, ha configurado unas
definiciones sobre la guerra pública que permiten distinguir como problema
fundamental la configuración de las fronteras, entre un afuera y un adentro
de la guerra, consideradas estas como superficies excluyentes para escenarios,
actores, normas y procedimientos que determinan, en consecuencia, el tipo de
guerra que se considera en sí misma legítima y legal, que define al otro en la
contienda como enemigo o simple criminal, que dispone el espacio de guerra y,
en último término, sustentando desde el principio de soberanía, si la guerra es
interestatal, interna o internacionalizada.

243
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Es claro que los referentes modernos de internacionalización de los conflictos


internos pasan por la discusión de las porosidades abiertas al principio de sobe-
ranía, haciendo pendular el carácter de internacionalizado o no de los conflictos
internos en razón de las intervenciones y de las oposiciones fácticas y concep-
tuales que contraponen legalidad/ilegalidad, necesidad/ interés, humanidad/
impunidad, autonomía/dependencia.

En estas tensiones, precisamente la soberanía como cualidad o principio es-


tatal, se presenta como una representación, la cual a pesar de su legitimidad en
gobiernos autoritarios o débiles, permanece como referencia fundamental en la
guerra, bajo cuya excepcionalidad parece hacer desaparecer a la sociedad civil,
o por lo menos subordinarla a un Estado que declara la guerra y su internacio-
nalización, para continuarla o resolverla, pero en cuya escala política o metodo-
lógica, la sociedad civil restringe su papel a receptor de asistencia humanitaria,
o bien como víctima, pero no como ente activo o interlocutor en los escenarios
domésticos o internacionales.

Cabe preguntarse con lo hasta aquí considerado y en perspectiva de futuras


indagaciones: ¿es la sociedad civil una variable que considerar en la toma de
decisiones relacionadas con la internacionalización de los conflictos internos?
¿Existe en países como Colombia una sociedad civil imprescindible para la re-
solución de su conflicto en articulación con la comunidad internacional?, o ¿es
ineludible el papel subordinado y victimizante de la sociedad civil durante el
conflicto o en un posible posconflicto internacionalizado? Finalmente y en re-
lación con las inquietudes expuestas: ¿de qué sociedad civil podríamos estar
hablando si esta no resulta homogénea y, por el contrario, no solo es diversa,
sino en ocasiones disímil como consecuencia del conflicto?

244
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Bibliografía
Agamben, G. (2006). Homo Sacer, el poder soberano y la nuda vida. Valencia:
Pre-Textos.

Alexander, J. (2004). Toward a Theory of Cultural Trauma. En Cultural Trauma


and Collective Identity (pp. 1-30). Berkeley: University of California Press.

Aljure, A. (2006). El conflicto armado interno y el derecho internacional. En R.


Abello Galvis (Ed.), Derecho internacional contemporáneo: lo público, lo pri-
vado, los derechos humanos (Liber Amicorum en homenaje a Germán Cavelier
(pp. 308-332). Bogotá: Universidad del Rosario.

Bauman, Z. (2004). La modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura


Económica.

Borda, S. (2007). La internacionalización del conflicto armado después del 11 de


Septiembre: ¿la ejecución de una estrategia diplomática hábil o la simple
ocurrencia de lo inevitable? Colombia Internacional (65), 66-89.

Brown, M. (Ed.). (1996). The international dimensions of internal conflict. Cambrid-


ge: The MIT Press.

Castañeda, F. (2003). Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paga-


nos en Tomás de Aquino. Revista de Estudios Sociales, (14). Bogotá: Univer-
sidad de los Andes.

Chernick, M. (1998). Las dimensiones internacionales de los conflictos internos


en América Latina: de la guerra fría (a la paz negociada en Centroamérica)
a la guerra antinarcótica. Colombia Internacional (41), 5-43.

De las Casas, B. (s.f.) Obra selecta. Recuperado de http://ku-


prienko.info/gfe/view.php?file=Textos/Conquista+de+America/
LAS+CASAS/%F1%E1%EE%F0%ED%E8%EA.TXT

245
Freddy A. Guerrero Rodríguez

De Lora, P. (2006). Memoria y frontera. El desafío de los derechos humanos. Madrid:


Alianza.

Doswald-Beck, L. (1985). The Legal Validity of Military Intervention by Invita-


tion of the Government. British Yearbook of International Law, (56), 189-252.

Draper, G. (1990). Orígenes y aparición del derecho humanitario. En Instituto


Henry Dunant – Unesco (Ed.), Las dimensiones Internacionales del Derecho
Humanitario (pp. 81-101). Madrid: Tecnos.

Estrada, M. (2006). El derecho de Ginebra frente a los conflictos armados sin carácter
internacional. Recuperado de http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.
htm?l=2298

Fernández, F. (1993). La controversia entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de


las Casas. Una revisión. Boletín Americanista, (42-43), 301-348.

Foucault, M. (2006). Seguridad, territorio, población. Bueno Aires: Fondo de


Cultura Económica.

Ginés de Sepúlveda, J. (1996). Tratado sobre las justas causas de la guerra contra
los indios, con una advertencia de Marcelino Menéndez y Pelayo y un estudio por
Manuel García-Pelayo. México: Fondo de Cultura Económica.

Girard, R. (1984). El chivo expiatorio. Barcelona: Anagrama.

Goodman, R. (2006). Humanitarian Intervention and pretext of war. The Ameri-


can Journal of International Law, 100 (1), 107-141.

Groccio, H. (1925). Del derecho de la guerra y de la paz. Madrid: Reus.

Guerrero, V. (2007). Colombia y las Convenciones de la Haya de 1907: Guerra


y revolución en las postrimerías del siglo XIX. En R. Prieto San Juan (Ed.),
Conducción de hostilidades y derecho internacional humanitario. A propósito
del Centenario de las Convenciones de la Haya de 1907 (pp. 527-564). Bogotá:
Pontificia Universidad Javeriana-Biblioteca Jurídica Dike.

Hard, M. y Negri, T. (2000). Imperio. Cambridge: Harvard University Press.

Hoffmann, T. (2009). Can foreign military intervention internationalize a non-inter-


national armed conflict? Ninth Specialization Course in International Criminal
Law, 2009, május 24-29, Siracusa.

246
Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Huhle, R. (2005). De Núremberg a La Haya: Los crímenes de derechos humanos


ante la justicia. Problemas, avances y perspectivas a los 60 años del Tribu-
nal Militar Internacional de Núremberg. Análisis Político, (55), 20-38.

Kolb, R. (1997). Origen de la pareja terminológica ius ad bellum / ius in bello. Recu-
perado de http://www.icrc.org/spa/resources/documents/misc/5tdldr.htm

Kymlicka, W. (1996). Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de


las minorías. Barcelona: Paidós.

Lundestad, G. (1986). Empire for invitation? The United States and Western
Europe, 1945-1952. Journal of Peace Research, 23 (86), 263-277.

Observatorio de Política Exterior Colombiana (2008). La internacionalización


del conflicto armado colombiano: claves para abordar el proceso. Comenta-
rio, 10. Bogotá: Universidad del Rosario.

Orozco Abad, I. (2006). Combatientes, rebeldes y terroristas. Guerra y derecho en


Colombia. Bogotá: Temis.

Pardo García-Peña, R. (2001). Relaciones internacionales y procesos de paz.


Proyecciones sobre escenarios. Colombia Internacional, (51), 28-50.

Pineda, R. (2003). La pasión por la guerra y la calavera del enemigo. Revista de


Estudios Sociales, (14) 38-51.

Power, S. (2005). Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio. México:
Fondo de Cultura Económica.

Prieto San Juan, R. (2006). Del reconocimiento de beligerancia al de grupo


armado o terrorista: ¿nuevos sujetos para un nuevo derecho? Derecho
Internacional Contemporáneo: Lo Público, Lo Privado, Los Derechos Humanos.
Liber Amicorum En Homenaje A Germán Cavelier (pp. 280-307). Bogotá:
Universidad del Rosario.

Rajagopal, B. (2005). El derecho internacional desde abajo. El desarrollo, los movi-


mientos sociales y la resistencia en el Tercer Mundo. Bogotá: Instituto Latinoa-
mericano de Servicios Legales Alternativos (ILSA).

Rigaux, F. (2003). La doctrina de la guerra justa. En L. Bimbi (Ed.), No en mi


nombre. Guerra y Derecho (pp. 91-123). Madrid: Trotta.

247
Freddy A. Guerrero Rodríguez

Rueda, P. (1998). Algunas reflexiones sobre la Corte Penal Internacional en re-


lación con el proceso de paz colombiano. Colombia Internacional, (43), 41-45.

Schmitt, K. (1974). El Nomos de la tierra en el Derecho de Gentes del “ius publicum


europaeum”. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

Stedman, S. J. (1999). International Actors and Internal Conflict. Project on world


security. New York: Rockefeller Brothers Fund.

Stewart, J. G. (2003). Towards a single definition of armed conflict in internatio-


nal humanitarian law: A critique of internationalized armed conflict. Inter-
national Review of the Red Cross, (85), 313-350.

Tickner, A. (2007). Intervención por invitación. Claves de la política exterior


colombiana. Colombia Internacional, (65), 90-111.

Walzer, M. (1968). Exodus 32 and theory of Holy War: The history of a citation.
The Harvard Theological Review, 61 (1), 1-14.

Wendt, A. (2002). Introducción. Desafíos, (6), 4-6. Bogotá: Universidad del


Rosario.

248
Capítulo 4
De la tierra al territorio en Colombia:
Reflexiones desde los estudios
regionales del sur

José Jairo González Arias*

Presentación
Este ensayo presentado al Ipazud es el resultado de las discusiones y la agen-
da de trabajo con los investigadores regionales del Instituto que, sumados a
los esfuerzos y aportes realizados por el Centro de Estudios regionales del Sur
(Cersur), de la Plataforma Sur de Organizaciones Sociales, pretenden darle cur-
so a los ejes estratégicos de interacción regional formulados en la Agenda de
Interacción Regional del Sur de Plataforma.

El recorrido realizado por los territorios del sur, especialmente por el depar-
tamento del Huila y parte del Caquetá, y la observación de primera mano de
las dinámicas del desarrollo y el conflicto regionales, nos introdujo, sin ma-
yores esfuerzos, en la identificación de los problemas asociados a la estructu-
ra, tenencia y dinámica de la propiedad rural, la construcción del territorio, la
estructuración del poder regional y el conflicto asociado a estos, como uno de
los factores decisivos para la formulación de apuestas de desarrollo susten-
table y la construcción de escenarios de paz regionales. Sin duda, el proceso
de construcción de la Mesa Tierra, su consolidación y ejecución, constituyen
un poderoso instrumento para la discusión, el debate y la construcción colec-
tiva de alternativas de cambio y transformación de las precarias condiciones

* Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Investigador del Centro de Estudios Regio-


nales del Sur Cersur-Plataforma Sur.
José Jairo González Arias

económicas, sociales, políticas y culturales conocidas en el sur, más específica-


mente en el departamento del Huila, puerta de entrada a la macrorregión.

Durante más de seis meses, se realizaron cerca de diez visitas de campo, in-
terlocuciones, acercamientos con las comunidades y organizaciones de base
para intercambiar opiniones, percepciones y sentidos sobre el desarrollo rural,
la estructuración de los poderes locales y la naturaleza de los conflictos en las
diferentes zonas visitadas, ejercicio que fue simultáneamente desarrollado con
una pertinente revisión de archivos de fuentes documentales e información ins-
titucional allegada a esta consultoría.

Adicionalmente, en el departamento del Huila se configuraron cuatro grupos


focales en los municipios de Tello, Algeciras, Gigante y en el corregimiento
de Vegalarga, zona rural de Neiva, así como entrevistas con líderes agrarios
de la Asociación Municipal de Colonos del Pato (AMCOP), el Pato Guayabal
vía Neiva-San Vicente del Caguán, con el acompañamiento de la organización
Plataforma Sur de Organizaciones Sociales. En estos encuentros se contó
con la participación de líderes campesinos, representantes de las juntas de
acción comunal, de la institucionalidad y de organizaciones sociales que apor-
taron información valiosa para la investigación.

También se realizó una visita al eje zonal de Santana del municipio de Co-
lombia, al norte del departamento. De igual manera, se hicieron entrevistas a
personalidades conocedoras del tema agrario en la región (académicos, inves-
tigadores), así como a representantes de instituciones gubernamentales y no
gubernamentales del departamento.

Simultáneamente con este estudio, se orientaron los esfuerzos al proceso de


construcción de la llamada “Mesa de Tierras Locales y Regional”, considerada
en el POA de Plataforma Sur y convenida con el Programa de las Naciones Uni-
das para el Desarrollo (PNUD), lo que permitió la interacción de los saberes,
experiencias y experticias de los campesinos sobre los temas de la tierra, el te-
rritorio y el conflicto, en un proceso metodológico caracterizado por la interac-
ción entre diversas fuentes de conocimiento que puso en común los resultados
de la consultoría con la necesidad de la organización y movilización por las
demandas de los derechos de los campesinos y un desarrollo agrario equitativo
y sostenible.

El consultor hace un reconocimiento a los equipos de trabajo de la organiza-


ción social Plataforma Sur de Organizaciones Sociales, con los cuales gracias a
su inserción y aceptación en las zonas y a la implementación de su metodolo-
gía de interacción social, logró acceder a esas ricas y aún inexploradas fuentes

250
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

de sabiduría campesina. Así mismo, a quienes desde la Academia, liderazgos


sociales y políticos aportaron, ya con la recuperación de la memoria histórica,
ya con elementos para el análisis y ubicación de coordenadas y actores sociales
necesarios para documentar el estudio.

Introducción
La necesidad ineludible de construir una política pública de tierras que sea
incluyente, equitativa y confiable, es una de las claves para el fortalecimiento
de la democracia colombiana y para avanzar hacia el fin del conflicto armado.

Más de cinco décadas de intentos de reforma de la propiedad rural para lograr


el desarrollo del agro nos muestran, como también lo podemos señalar de la tan
mentada seguridad democrática, que hoy hacen agua estos modelos de desa-
rrollo y seguridad en nuestros campos. Si hablamos de desarrollo en serio, ten-
dríamos que empezar por remover su primer obstáculo: la estructura y tenencia
de propiedad de la tierra, acompañada de la construcción de políticas públicas
orientadas a proteger el empleo rural, a garantizar la seguridad y la soberanía
alimentaria y, sobre todo, a integrar al campesinado a las decisiones de política
agropecuaria y de desarrollo rural en un ambiente de convivencia y paz.

Por supuesto que la escandalosa concentración de la tierra no desaparece so-


lamente repartiendo la gran propiedad agraria. Como coinciden en señalar la
mayoría de los estudiosos de la cuestión agraria en Colombia, de lo que trata
es de actuar sobre los factores que conducen a esa concentración y despojo de
la tierra: la latifundización y relatifundización, orientadas principalmente hacia
la ganadería extensiva y los cultivos agroindustriales y de plantación, junto a la
fragmentación antieconómica de la tierra que lleva a la minimicrofundización
y al aumento de los campesinos sin tierra, mientras se deteriora la mediana
propiedad. Todo lo cual mantiene y estimula la desigualdad, la pobreza y la
exclusión y le cierra al campo todo horizonte de desarrollo, prosperidad y paz.

Los mismos estudios, que abordan a fondo el problema de la tierra en Colom-


bia, afirman que es necesario un examen de lo que está pasando en el mundo
rural, con sus nuevos y viejos actores, las dinámicas recientes y ante todo el
rumbo político que debe tomar, con el fin de que contribuyan definitivamente
a desencadenar hechos de convivencia y paz cierta para todos los colombianos.

Si bien desde distintos ángulos de explicación, se han dado respuestas al evi-


dente retroceso en la formulación de una política agraria consistente y conti-
nuada, hoy no cabe duda de que está en manos del Gobierno y de las propias
comunidades rurales, la suerte de una nueva política pública para la reforma

251
José Jairo González Arias

rural que retome el problema de la tierra y del territorio como soporte, acompa-
ñada del consiguiente reconocimiento político de los campesinos como actores
decisivos de un nuevo e ineludible modelo de desarrollo rural.

Esto último es tanto o más importante cuanto que persisten explicaciones que
atribuyen el incuestionable proceso de desvalorización política del movimiento
campesino, no solo a la imposición autoritaria del modelo neoliberal de desa-
rrollo en el campo, sino también a la real o supuesta influencia del movimiento
insurgente.

Así por ejemplo, Gonzalo Sánchez considera que fueron dos los procesos que
obstaculizaron las luchas democráticas por la tierra: por un lado, el autorita-
rismo estatal, y por otro lado, la pretensión de las guerrillas de suplantar o
subordinar a sus lógicas el movimiento campesino, sin mencionar en este punto
el papel de los concentradores de tierra que apelaron al paramilitarismo para
anular la lucha de los campesinos por la tierra.

Alfredo Molano, escritor y conocedor de la problemática de la tierra, en di-


rección opuesta, señala que la guerrilla fue fortalecida como consecuencia de la
represión a los líderes campesinos, que hizo que algunos de ellos optaran por
vincularse a esta, mientras otros campesinos, que habían luchado por la refor-
ma agraria, terminaron yéndose para las zonas de colonización a cultivar coca.

Para finales de la década de 2000, las cifras de la concentración de la propie-


dad en manos de narcotraficantes eran inocultables para la comunidad nacional
e internacional: más de 5.000.000 de hectáreas concentradas, según los cálculos
más conservadores, fueron a parar a manos de paramilitares, narcotraficantes y
terratenientes inescrupulosos, operándose de este modo una verdadera contra-
rreforma agraria, que sepultó de tajo las aspiraciones redistributivas de la tierra
de la gran mayoría de los actores rurales.

Según un reciente estudio de Planeación Nacional, el Estado fracasó en el


intento de atender las necesidades de 385.000 familias campesinas que fueron
despojadas de la tierra por motivos del conflicto armado y a las que solo se les
ha asignado 15.000 hectáreas de las apenas 100.000 hectáreas confiscadas.

Si bien esta cantidad de tierras confiscadas es insignificante, si la compara-


mos con los más de 5.000.000 de hectáreas que se calcula fueron abandonadas
por los pobladores rurales y/o usurpadas por los distintos actores del conflicto,
los bienes incautados sí podrían ser un buen punto de partida para comen-
zar a transformar el campo. Para esto se requiere una política que ayude a
desconcentrar la propiedad y busque entregarla a quienes tienen poca o la han

252
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

perdido. No obstante, los recientes escándalos suscitados con ocasión de la


entrega de muchos de estos predios rurales confiscados, a testaferros de los
propios narcotraficantes y a políticos regionales que se beneficiaron de la asig-
nación indebida de estos bienes, se reconoce en la opinión pública y aún en del
mismo gobierno, la necesidad de enjuiciar a los responsables como primer paso
para emprender el proceso de restitución de tierras a los despojados.

Con todo, lo que se revela hasta ahora en la cuestión agraria, tamizada per-
manentemente por el conflicto, es que este viene siendo funcional a la actual
estructura rural y en muchos de los casos no solo ha fortalecido un particular
modelo de desarrollo rural, sino que lo ha dinamizado, acentuando los proce-
sos de despojo y usurpación de las tierras de los campesinos. Como bien lo se-
ñala Carlos Salgado (2010), en el contexto del conflicto colombiano se combina
la promoción de los inversionistas rurales con la coerción, y de este modo se
ha hecho “funcional para sí, tanto el conflicto como la política pública, que no
se ha hecho preguntas sobre la relación entre economía y conflicto. Lo rural,
la tierra en particular no se entienden entonces sin el desarrollo del conflicto
colombiano”. En cualquier caso, la conclusión es clara: las élites nacionales y
regionales han favorecido los procesos de acumulación de tierra, ya a través del
mercado, ya a través de la violencia.

Los propios campesinos y sus organizaciones han venido llamando la aten-


ción sobre los impactos negativos de la política pública adoptada por el Estado
para el sector rural, que solo ha incrementado la concentración y usurpación de
sus tierras y territorios, aumentado su desplazamiento, su marginalidad y su
pobreza, como lo registra la declaración del año 2001:

En Colombia, una vez más constatamos las nefastas consecuencias del


modelo neoliberal y sus políticas de ajuste estructural de la economía
y desmonte de la inversión social y los institutos de fomento agrope-
cuario del Estado, reflejadas en el incremento del hambre y la miseria
de la población rural y urbano marginal, así como el desplazamiento
forzado de las comunidades campesinas, indígenas y negras de sus
propios territorios, la imposición de planes internacionales orientados
a mantener la dominación del imperialismo de las transnacionales,
destruyendo nuestros recursos naturales e intentando hacer desapa-
recer nuestra propia cultura y forma de vida. Es el neoliberalismo el
que ha provocado el desplazamiento de la agricultura colombiana ha-
cia los cultivos ilegales y las plantaciones de palma y el país hacia la
violencia y la pobreza.1

1 Declaración final, Seminario Internacional “Reforma Agraria para la paz en Colombia”, 4 de


julio de 2001.

253
José Jairo González Arias

En el mismo contexto de ofensiva contra las comunidades rurales del


país y a tono con el modelo de desarrollo rural adoptado por las éli-
tes políticas, se expidieron las leyes 791 del 2002, 793 de 2002, 685 o
Código de Minas, el Estatuto de Desarrollo Rural y la Ley Forestal.
Estos dos últimos declarados inconstitucionales, los cuales fueron
denunciados oportunamente por las propias comunidades rurales y
consignadas en el Mandato Agrario de agosto 2003, mandato en el
cual los campesinos constatan la “gravedad de la crisis económica y
social en nuestros territorios y cómo genera el crecimiento acelerado
de la pobreza y la violencia del país” (Ilsa, 2010). De hecho, como lo
manifiesta el actual asesor del Ministro de Agricultura y Desarrollo
Rural, Alejandro Reyes:

las instituciones del sector agrario perdieron desde hace varias déca-
das el espíritu democratizador de la propiedad territorial que inspiró
la reforma agraria de la ley 135 de 1961 y se redujeron a la adjudica-
ción de baldíos y al otorgamiento de algunos subsidios para facilitar
el acceso de campesinos al mercado de tierras, que inspira la ley 160
de 1994, hoy vigente luego de la caída del Estatuto de Desarrollo Ru-
ral por inconstitucional. El resultado de este debilitamiento institu-
cional es que el Estado perdió los instrumentos operativos que tenía
para impedir la excesiva concentración de la propiedad, para exigir el
uso adecuado del suelo y para proteger los derechos de la población
campesina sobre la tierra, justo cuando el conflicto armado y el nar-
cotráfico colapsaron en muchas regiones el régimen de propiedad y
lo transformaron en botín de los actores armados e inversión de las
ganancias del crimen organizado.

Otro punto medular para la reflexión sobre la cuestión agraria, también intro-
ducido por Salgado, es el referente a la constante y sostenida desvalorización
del campesinado como sujeto político, lo que explica en gran parte la crisis del
campesinado y al tiempo los sucesivos fracasos de cualquier política redistribu-
tiva y eventualmente de restitución de tierras.

Solo recientemente y sin que estuviera formulado en su programa de campa-


ña, el electo presidente de la República, Juan Manuel Santos, tuvo que recono-
cer las alarmantes dimensiones de la tragedia producida por los desplazadores
y usurpadores de las tierras de los campesinos. Sin referirse al modelo de de-
sarrollo rural, que precisamente provocó y/o facilitó la actual situación, Santos
presentó el Proyecto de Ley General de Tierras y de Víctimas, proyecto que
según sus palabras debe entenderse como un gran “propósito nacional”, para
resarcir esa “gran deuda moral y humanitaria que tenemos todos los colombia-
nos con las víctimas” (Ministerio de Agricultura, 2010).

254
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

Y no era para menos. Según la Comisión de Seguimiento a la Política Pública


sobre Desplazamiento Forzado, el despojo de tierras como resultado del con-
flicto armado es calculado en 6,6 millones de hectáreas de tierras. El gobierno
de Juan Manuel Santos busca revertir este proceso con el proyecto ley de resti-
tución de tierras. “La meta es restituir dos millones de hectáreas de tierra a los
colombianos que fueron despojados por delincuentes de todos los pelambres”,
afirmó su ministro de Agricultura y Desarrollo Rural, Juan Camilo Restrepo.

El reconocimiento gubernamental de la estrecha relación entre la tierra, el de-


sarrollo rural, la violencia y la paz en el país, facilita las posibilidades de trans-
formación de la estructura agraria, en la perspectiva de construir un modelo de
sociedad rural equitativo, incluyente y sostenible. En el decir del ministro Res-
trepo: “el gobierno es consciente de que para conseguir la paz los colombianos
deben encontrar la lucidez suficiente para darle una solución moderna, equita-
tiva y clara al problema de las tierras” (Ministerio de Agricultura, 2010, p. 17).

En el mismo sentido, el Alto Consejero de Seguridad Nacional Sergio Jara-


millo afirmó recientemente: “el problema histórico de la violencia en el país se
ha producido en las zonas rurales, su solución también se encuentra allí, en la
estabilidad del campo y en la restitución de tierras. Por lo tanto, este es un tema
prioritario desde el punto de vista de la seguridad y la equidad” (Ministerio de
Agricultura, 2010, p. 25).

Por otra parte, el Informe Nacional de Desarrollo Humano del PNUD 2010,
preparado para Colombia, centró su análisis en la problemática de tierras y el
desarrollo rural, soportado en la hipótesis de que “la estructura agraria cons-
truida en el país, a través de procesos históricos diversos, se ha convertido en
un obstáculo al desarrollo”. Consideró, además, “que existe una alta vulnera-
bilidad del sector rural, el cual ha sido vulnerado permanentemente por los
mercados, la política pública, la política, el narcotráfico y los actores armados
ilegales” (Ministerio de Agricultura, 2010, p. 25).

Pero si bien, como lo señala el Director del Informe Nacional de Desarrollo


Humano del PNUD 2010, la actual política de restitución de tierras y ordena-
ción y legalización de los derechos de propiedad, para no ser limitada, debe
estar acompañada de una estrategia orientada simultáneamente a afectar los
factores que estimulan la concentración de la tierra en pocas manos, constituye
una oportunidad, no solo para apostarle nuevamente a la modificación de la
actual estructura agraria, sino también para reflexionar sobre el modelo de de-
mocracia vigente en la sociedad colombiana.

255
José Jairo González Arias

En el departamento del Huila, siguiendo el patrón de desarrollo rural na-


cional, impuesto sobre todo después de la derrota del movimiento campesino
y la consolidación del modelo aperturista agrario, el control sobre la tierra y
los territorios pasó paulatinamente a manos de los grandes inversionistas ru-
rales, y más recientemente a la de los agentes de los megaproyectos hídricos,
minero-energéticos y agroindustriales para los cuales se orientan los planes y
programas de desarrollo rural locales y regionales, al tiempo que se perpetúa
el proceso de concentración de la tierra, acompañado del crecimiento del mi-
nifundio y de la masa de campesinos sin tierras, como lo registran los datos
oficiales y los resultados de los trabajos en terreno. Esta es la base fundamental
de la dinámica social agraria, pero también de la configuración del poder y del
conflicto en el departamento.

En esta dirección, la política pública departamental, en correspondencia con


la política nacional, buscó anular esta correlación, soportada en un modelo de
desarrollo que contribuyó en gran parte a aumentar la pobreza, la inequidad y
los conflictos rurales, mientras la tierra y el poder continuaban concentrándose
en unas pocas familias y clientelas políticas, bajo el supuesto modernizante de
que la redistribución de la propiedad de la tierra ya no constituye un factor re-
levante para la transformación y el desarrollo rural (Balcázar et ál., 2001).

La dirigencia política regional, algunos de cuyos miembros ocuparon la car-


tera del Ministerio de Agricultura y la gerencia General del Incora, asumieron
finalmente este modelo de desarrollo rural con los resultados previstos y de-
nunciados por las organizaciones campesinas.

Después de la aplicación severa del llamado Acuerdo de Chicoral de 1973,


el departamento del Huila, que fue uno de los ejes de la reforma agraria de
los sesenta y setenta, empezó, siguiendo la orientación nacional, con el “des-
monte” de varios de los programas de reforma agraria en curso, cambiándolos
por los programas asistidos de mercado de tierras y de incentivos a la pro-
ducción rural, programas que finalmente beneficiaron a sectores distintos de la
comunidades campesinas sin o con poca tierra y de los pequeños y medianos
productores. Este proceso contrarreformista, acentuado con la crisis del sector
agropecuario de los años 93 y 94, desencadenó sucesivas movilizaciones rurales
generalizadas en todo el departamento, como lo veremos adelante.

Desde mediados de la década de 2000, esta política contrarreformista se con-


solidó a través de los planes departamentales de desarrollo, los cuales desapare-
cieron paulatinamente cualquier vestigio de política pública de distribución de
tierras y acceso al capital para los campesinos, mientras se impusieron desde el
centro “agendas de productividad y competitividad”, basadas en las llamadas

256
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

“apuestas productivas” asignadas a cada región, las cuales garantizarían, se-


gún su percepción, el desarrollo rural y con este la seguridad y la paz regiona-
les.2

Contrariamente a lo esperado por la tecnocracia nacional, cuyo recetario fue


seguido y aplicado fielmente por la élite política regional, el desarrollo rural
del departamento continúa fundamentado en una estructura agraria atrasada,
inequitativa e ineficiente, en donde persisten los conflictos asociados a la es-
tructura y tenencia de la propiedad, uso del suelo, orientación del crédito y
acceso a la tecnología.

Los resultados no pueden ser más desalentadores: concentración y atomi-


zación de la propiedad rural; aumento de la pobreza en el campo; bajísimos
niveles de representación y reconocimiento político de los campesinos como ac-
tores de la transformación democrática del departamento; implementación de
megaproyectos de incalculables consecuencias socioambientales y de entrega y
desestructuración del territorio, como el denunciado proyecto de El Quimbo;3
pérdida de la seguridad y soberanía alimentaria; de recursos estratégicos como
el agua, el bosque y la biodiversidad, todo lo cual viene acompañado de un
recurrente proceso de concentración del poder en unas pocas familias y redes
clientelares, de la acentuación de la exclusión política, del incremento del ma-
lestar rural y urbano y, por supuesto, del conflicto social y armado que desde
hace más de cincuenta años se vive en el territorio.

De la tierra al territorio
El país ha vivido permanentemente en ciclos distintos de malestar rural, pero
con una constante histórica: la lucha del campesinado por la tierra y sus territo-
rios y por la distribución equitativa de los recursos asociados a esta, sumada a
la demanda por justicia y democracia.

De allí que la demanda de los campesinos por la tierra para trabajar se ex-
tienda a garantizar el territorio donde viven, desarrollar su entorno familiar,
social y comunitario. Este tránsito de la lucha por la tierra a la defensa del

2 Para el Huila, la Agenda Interna de Productividad y Competitividad 2004-2007 identificó cinco


apuestas productivas, a saber: 1) implantación de la agroindustria de base tecnológica y sosteni-
ble de cafés especiales, frutales, cacao y tabaco; 2) turismo ecológico y cultural para el mercado
nacional e internacional; 3) consolidación de la cadena piscícola; 4) consolidación del proceso
de industrialización sostenible de fosfatos, arcillas y mármoles; 5) generación de energía para su
comercialización en Colombia y América Latina.
3 Véase a este respecto la abundante información y denuncia de Asoquimbo, Plataforma Sur y
Miller Dussán.

257
José Jairo González Arias

territorio de los campesinos, consecuencia del modelo de desarrollo rural apli-


cado autoritariamente por los gobiernos durante los últimos treinta años, como
en las décadas anteriores, estuvo acompañado de recurrentes oleadas de movi-
lización y protesta rural, las cuales no lograron, sin embargo, evitar la política
contrarreformista aplicada a fondo por el Estado desde mediados de la década
de los setenta del siglo pasado.

Hoy es claro que la imposición del modelo agroexportador, que provocó la


quiebra de las economías campesinas y la pérdida creciente de la oferta alimen-
taria, involucra cada vez más la lucha de los campesinos por la tierra con la de-
fensa del territorio y la demanda de derechos económicos, sociales ambientales
y políticos de los pobladores rurales. Pero, como lo veremos, esta trayectoria
tiene como trasfondo, como en el pasado, la actual trama de conflictos y vio-
lencias rural.

De hecho, en el departamento del Huila la sistematización y análisis de la


estructura y dinámica social agraria y las demandas de los campesinos por sus
derechos, muestra desde sus comienzos los enfrentamientos con el poder polí-
tico y la generación de múltiples conflictos regionales por el control de la tierra
y el territorio, de los cuales el conflicto armado interno no ha estado ausente.
En su territorio, como en los bordes departamentales de Tolima, Cauca, Cun-
dinamarca, Putumayo y Caquetá, se incubaron desde las primeras décadas del
siglo pasado las más resonantes y masivas movilizaciones y demandas en torno
a la reestructuración de la propiedad rural del departamento y la región sur,
las cuales en su mayoría no tuvieron una tramitación legal y pacífica, sino que
desencadenaron confrontaciones violentas.

En consecuencia, las tomas y recuperaciones de tierras; las marchas y pa-


ros campesinos, tan frecuentes durante los setenta, ochenta y aún noventa; las
movilizaciones de los productores rurales contra la política agropecuaria y el
Tratado de Libre Comercio (TLC) de la primera década de este siglo; la implan-
tación de los cultivos de amapola; el desplazamiento forzado; la desaparición;
el secuestro; la extorsión; el impacto de los megaproyectos y el conflicto bélico,
que no cesa en el territorio, son expresiones asimétricas del acentuado proceso
de malformación de la ruralidad huilense.

La activación y continuidad del conflicto, aún desde las movilizaciones lidera-


das por las ligas y sindicatos de agraristas en el norte y el sur del departamento
(Legrand, 1998), las reivindicaciones nacionales formuladas desde la Asociación
Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia (ANUC), a través de las cuales se
reivindicó el derecho a la propiedad de la tierra, hasta las movilizaciones rurales
desencadenadas por la grave crisis del sector agropecuario, a raíz de la apertura

258
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

económica, y la actual resistencia de los pobladores a la entrega de sus territorios


para la explotación indiscriminada de sus recursos y apropiación privada de es-
tos, ponen de presente, igualmente, la necesidad de articulación de la tradicional
lucha por la tierra y los intereses de los pequeños y medianos productores, a
la lucha por la defensa del territorio en el departamento.

Son los campesinos sin tierra, los minifundistas, los aparceros, los arrendata-
rios, los pequeños y en algunos casos los medianos productores independientes
del departamento, cuya descomposición, desalojo y expulsión hacia los peque-
ños y medianos centros urbanos o hacia las nuevas fronteras de colonización,
quienes hasta ahora corren con los gastos de la “modernización”, pero también
de los conflictos y violencias generadas.

Como sucedió en la década de los treinta, el Huila continúa siendo un cruce


de caminos de los conflictos agrarios del oriente del Cauca, sobre el territorio
de Tierradentro, los del sur y oriente del Tolima, los del Sumapaz y los del pie-
demonte amazónico caqueteño y putumayense. Tanto por su posición geográ-
fica como por la propia composición de los conflictos en el Huila, la violencia
(González, 1996) de los cincuenta se extendió por todo el territorio, aunque con
mayor acento en el nororiente y occidente del departamento que en el sur. Fue
allí donde posteriormente se establecieron las zonas de autodefensas agrarias,
denominadas “repúblicas independientes”, como las del Pato, El Guayabero,
El Duda, Marquetalia y Riochiquito, precisamente a lo largo de toda la frontera
nororiental y occidental del departamento del Huila (González, 1992).

Durante la década de los sesenta, el perfil agrario, social y político del Huila
se había alterado sensiblemente como consecuencia del proceso acelerado de
transformaciones en la estructura económica productiva regional que no impi-
dieron, sino que incluso facilitaron el paulatino proceso de descampesinización
por la vía terrateniente.

En primer lugar, se mantenía una extensa franja latifundista-ganadera a lo


largo de todo el valle del Alto Magdalena, desde su origen hasta encontrarse en
el norte con la llanura tolimense, franja que lateramente se prolongaba hasta las
vertientes cordilleranas central y oriental.

En segundo lugar, y como resultado del empuje del capitalismo agrario, el


cual como lo señala Zamosc, “fue ganando una fuerza incontenible hasta defi-
nir en su favor las pautas de evolución agraria en las zonas planas que habían
servido de escenario principal a las luchas por la tierra” (1987, p. 371), como en
la parte central del valle del Alto Magdalena (Campoalegre, Palermo, Yagua-
rá) donde se desarrolló un área de agricultura comercial de gran dinamismo,

259
José Jairo González Arias

básicamente ligada con el cultivo del arroz. A su vez, el desarrollo de esta área
significó un lento proceso de transformación de algunos de aquellos latifundios
destinados anteriormente a la ganadería en predios dedicados a los cultivos
comerciales.

En tercer lugar, sobre la parte centro-sur y norte del departamento, hacia sus
áreas cordilleranas central y oriental, predominaba un tipo de economía cam-
pesina, de aparcería y de arrendamiento, cuyas pequeñas extensiones estaban
dedicadas básicamente a los cultivos temporales de pancoger como yuca, maíz,
legumbres, fríjol y, excepcionalmente, plátano, cacao y café.

Al tiempo, mientras se cerraba la frontera interior huilense, y como producto


de la intensa violencia (1946-1966) que vivió el departamento, se acentuó la co-
lonización opita en dirección al piedemonte amazónico, desde el suroccidente
metense hasta el piedemonte putumayense, pasando, desde luego, por todo
el piedemonte caqueteño, hacia donde se orientó el mayor flujo de población,
según lo indica el cuadro de origen de la población migrante llegada al Caque-
tá. Así lo registra el Censo Nacional de 1973 sobre el origen de la población
migrante al Caquetá, de acuerdo con el cual, el 15,9 % del total de los habitantes
del Caquetá procedía del departamento del Huila (González, 1982).

El departamento del Huila fue escenario de los planes de rehabilitación y


socorro resultado de los acuerdos de la paz pactada durante el Frente Nacional,
desde los cuales se generaron inversiones hacia las zonas rurales más afectadas
por la violencia, entre las que se encontraban vastas regiones del departamento.

Luego con la expedición de la Ley 135 de 1961, de reforma agraria, cuyos


objetivos eran, entre otros, modernizar el sector agrario, aumentar su produc-
tividad e integrarlo al desarrollo del país y lograr la pacificación de sus zonas
rurales, en el departamento se dio impulso a los diferentes planes de refor-
ma agraria que buscaban reorientar las relaciones y la estructura social agraria
del departamento, con resultados para el país, como para el caso huilense,
bastante deficitarios y explicados por distintos factores, entre ellos la decidi-
da oposición de los grandes propietarios del Huila. Estos, organizados en la
poderosa Asociación de Propietarios Rurales del Huila (APRHU) y alentados
por la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) y la Federación Nacional
de Ganaderos (Fedegan), consiguieron obstruir la aplicación de lo esencial de
la reforma agraria en el departamento,4 liderada en su momento por la ANUC.

4 En 1982 el clima era tan adverso a las políticas redistributivas de la Reforma Agraria, que tuvo
que intervenir uno de los históricos líderes del conservatismo, Rafael Azuero Manchola para
convencerlos de la necesidad de viabilizar la política de tierras puesta en marcha por el gobierno

260
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

La dinámica de la movilización social agraria en el departamento adquirió


particular relevancia durante las décadas de los sesenta y setenta, gracias al
proceso que se desató a partir de la creación de la ANUC, por parte del presi-
dente Carlos Lleras Restrepo en 1967, como instrumento organizacional nacio-
nal de los beneficiarios del Incora, que le permitiera materializar sus programas
de desarrollo rural y reforma agraria que no habían podido despegar debido a
la dura oposición de los sectores terratenientes del país.5 Este proceso estuvo
acompañado de un intenso clima de agitación y controversia entre quienes ad-
mitían el proceso de reforma agraria y transformaciones rurales y quienes se
oponían decididamente a este.

El accionar de la ANUC en el departamento del Huila se dio, de un lado,


en el contexto del proceso de modernización por imbricación entre la sucesiva
descomposición de la gran hacienda con predominio de la fuerza de trabajo
semiservil y la lenta consolidación de la gran propiedad capitalista, y del otro,
la consolidación de la mediana propiedad por parte de otros sectores sociales
distintos de los hacendados tradicionales, básicamente de procedencia urbana
y ligados a la actividad comercial. Esto dio curso en ambos casos a un acelerado
proceso de descomposición campesina y al incremento de las relaciones de tra-
bajo asalariado y la migración hacia las fronteras amazónicas, donde también
la ANUC encontró un destacado escenario de participación, al frente de las
reivindicaciones de los colonos.

Como sucedió en el resto del país, en el departamento los campesinos orga-


nizados en la ANUC, al observar que el proceso reformista se estaba quedando
en el papel, decidieron iniciar un proceso de toma de tierras.

En este sentido, en el departamento se activaron protestas y movilizaciones


campesinas, algunas de ellas acompañadas de tomas e invasiones de haciendas

de Belisario Betancourt. En el decir de este dirigente: “Yo no he llegado a este recinto con el
ánimo de concurrir a una asamblea de vanidosos propietarios y oligarcas de tierras, que engreí-
dos con lo que tienen o con un criterio egoísta, se sientan sobre sus propiedades a mirar celosa-
mente que nadie se las pise y que no se les desmorone un solo pedazo de tierra y un solo terrón
de sus linderos.Yo he venido con la convicción de que ustedes han formado esta Asociación para
que colabore en la marcha del país. Que no es antagónica con el interés de los usuarios, también
agremiados. Yo no encuentro antagonismo entre las aspiraciones de los usuarios y de las de los
terratenientes”,
5 Según el estudio de Silvia Rivera (1987), antes de perder el respaldo gubernamental, “la ANUC,
en el año de 1971, estaba constituida por cuarenta y uno por ciento de aparceros o de granjeros
vinculados a los latifundios ganaderos o a haciendas tradicionales; treinta y seis por ciento de
campesinos, colonos u otros, que querían ocupar tierras públicas o inexplotadas; dieciocho por
ciento de jornaleros y cinco por ciento de indígenas, especialmente del Cauca” (p. 15). En el
periodo presidencial de Misael Pastrana (1970-1974) empezó su desmantelamiento.

261
José Jairo González Arias

que demandaron la aplicación inmediata de las medidas de reforma agraria


contempladas en la Ley 135 del 61. Campoalegre, Algeciras, Tello, Baraya, Gi-
gante y Palermo, entre otros municipios, se convirtieron en los centros de la
reforma agraria del departamento. La dirección departamental de la ANUC
alentó toda la agitación campesina que se conoció durante el periodo compren-
dido entre 1967 y 1974.

En 1969, la organización contaba con once asociaciones municipales de usua-


rios campesinos en los municipios de San Agustín, Isnos, Timaná, Pitalito, La
Plata, Garzón, Campoalegre, Rivera, Tello, Baraya y Palermo. Asociaciones que
dentro de sus funciones estaban las de interlocución y diálogo con las entida-
des del sector agropecuario correspondiente, en la perspectiva de asegurar la
distribución de las tierras y la prestación de los servicios a los campesinos, que,
en consecuencia, permitieron a varios de sus representantes, con asiento en los
organismos oficiales en esas entidades, convertirse con el tiempo en voceros de
la política de gobierno, plegados a las políticas trazadas por la llamada ANUC,
línea Armenia.

Campoalegre fue el epicentro de la reforma agraria y del movimiento de los


usuarios campesinos. Allí existían, además de la ANUC línea Sincelejo, la lla-
mada Asociación de Jornaleros y la ANUC, cada una expresando directrices e
intereses propios y en consonancia con el proceso de fragmentación que vivió
la Asociación después de 1970. Como sucedió en las demás regiones del país, la
ANUC lideró los más importantes procesos de tomas e invasiones masivas de
tierras, bajo el presupuesto de que estas se daban ante la inoperancia del Estado
y la excesiva lentitud del Incora para acceder a la tierra para los campesinos.
En todo el país fueron afectadas durante la oleada de invasiones cerca de nove-
cientos predios durante el periodo de 1970 a 1972 y hasta 1978 hubo un total de
1031 invasiones (Zamosc, 1987, p. 124).

Estas invasiones se concentraron en las regiones donde predominaba el lati-


fundio tradicional de ganadería extensiva, pero también en aquellos latifundios
que hacían tránsito hacia el capitalismo agrario, como fue principalmente el
caso del departamento del Huila.

Allí se produjeron 92 invasiones durante los años 70, 71 y 72, y en el periodo


comprendido entre 1970 y 1978 se registraron un total de 112, constituyéndose
en el segundo con mayor número de invasiones en el país, solo superado por
Sucre con 192. Las invasiones tuvieron como foco principal el municipio de
Campoalegre, pero el movimiento alcanzó a abarcar la planicie norteña del de-
partamento, incluyendo los municipios de Aipe, Villavieja, Yaguará, Palermo
y Villavieja; en el sur y centro del departamento, los municipios de Garzón,

262
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

Altamira, Timaná, Acevedo, Gigante, Pitalito y Algeciras; y hacia el occidente


los municipios de La Plata, Iquira y Paicol.

Los invasores provenían de dos sectores claramente delimitados: de un lado,


jornaleros agrícolas, la mayoría de los cuales habían sido aparceros o arrenda-
tarios de los cultivos de arroz, principalmente, hasta bien entrados los años se-
senta, y del otro lado, campesinos, peones y partijeros sin tierra, subordinados
a las relaciones de producción más atrasadas en las haciendas. Unos y otros
habían sido desplazados en su mayoría de las zonas de violencia interandina
y/o del mismo departamento.

Esta agitación y movilización rural sin precedentes en el departamento pro-


vocó duras reacciones entre los latifundistas y el Estado. Estos respondieron
con la creación de la Asociación de Propietarios Rurales del Huila en 1976, or-
ganización que se encargó de desprestigiar no solo los liderazgos campesinos
y el movimiento de la ANUC, sino también a los propios terratenientes que
habían cedido sus predios al Incora. Según palabras de uno de sus fundadores,
Ramón Alfonso Tovar:

Nuestros dirigentes agrarios bajaban la cabeza y se disponían dizque


a entregar su patrimonio moral, económico y hasta intelectual en aras
de una nueva clase EMERGENTE: La de los investigadores y revolto-
sos, invasores y delincuentes, parlanchines, que corrompen a la socie-
dad en busca de canonjías, que más fácil obtienen en río revuelto hasta
que salió la Asociación de Propietarios y denunció, expresó, consignó
y difundió el absurdo y reclamó contra él.

Apareció de inmediato la reacción oficial y el disgusto comunista […]


pero la persistencia en el reclamo y la justicia que entrañaban se im-
pusieron hasta permitir que se escuchara a los propietarios y se anali-
zaran sus planteamientos.

Por todos los medios locales, la Asociación de Propietarios Rurales del Huila
(ASPRHU) encabezó, incluso a nivel nacional junto con la SAC y Fedegan, una
muy agresiva campaña publicitaria contra los partidarios de la reforma agraria
en el país y en el departamento, campaña de la que no se escaparon ni sus co-
partidarios políticos del conservatismo.

Por su parte, el Gobierno asustado también por la oleada agrarista que sacu-
día al país, inició un proceso de reformulación y replanteamiento de la estrate-
gia para el desarrollo rural. Apoyado en el pacto contrarreformista de Chicoral,
entendió que había que ir más allá de las modificaciones y ajustes legales al

263
José Jairo González Arias

proceso reformista de Lleras, apelando a dos expedientes muy conocidos: la


división de la ANUC y la represión.

Mediante el primer mecanismo, separó de la dirigencia nacional y de las de-


partamentales a los líderes radicales y poco afectos a la nueva política con-
trarreformista. Aquellos radicales habían rechazado en la V Junta Nacional de
la ANUC, realizada en Tolú en febrero de 1972, la política contrarreformista
del presidente Misael Pastrana Borrero y su ministro de Agricultura Jaramillo
Ocampo, denunciando el pacto de Chicoral como “Un proyecto reaccionario
a favor de los terratenientes y capitalistas”, mientras que el Gobierno aprove-
chando la división que se presentó en el evento, apoyó a los sectores minorita-
rios de campesinos moderados que consideraron inconveniente un rompimien-
to definitivo con el Ministerio de Agricultura.

El Ministerio de Agricultura, a su vez, emitió comunicados denunciando “La


infiltración comunista y las actitudes subversivas que dominaban en la ANUC”,
mientras que los disidentes moderados enviaban comunicados de apoyo al mi-
nistro y organizaron, meses después del mismo año, una reunión en Neiva en
la cual rechazaron de nuevo la tendencia comunista dentro de la ANUC, decla-
raron la vacancia de la dirección de esta y nombraron nueva junta provisoria.
La división del movimiento se protocolizó con la organización y realización
por parte del Gobierno y la disidencia moderada del II Congreso de la ANUC,
realizado en la ciudad de Armenia en noviembre de 1972.

La directiva departamental de la ANUC Huila, encabezada por José del Car-


men Yépez, se adscribió a la Línea Armenia, aunque la mayoría de las direccio-
nes municipales no compartieron esa decisión y prefirieron seguir recibiendo
orientación de las directivas no reconocidas por el Gobierno, que además se
constituían en el sector mayoritario de la Asociación.

En una situación de ilegalidad, el sector mayoritario de la ANUC realizó su II


Congreso Nacional en la ciudad de Sincelejo en 1972, con asistencia de delega-
ciones de casi todas las asociaciones departamentales de usuarios campesinos
del país, donde reafirmaron su adhesión a la opositora línea de Sincelejo. Este
sector de campesinos, ahora en la Línea Sincelejo, pronto recibieron apoyo de
otros compañeros como Luis Santander y Darío Álvarez que vinieron de Su-
cre a reforzar el trabajo organizativo y lograron la creación de la ANUC Línea
Armenia. Igualmente, en 1975 se creó la Asociación de Jornaleros del Huila,
acompañados por la Unión Revolucionaria Socialista.

En su momento la tendencia colaboracionista de la Línea Armenia fue


denunciada por los distintos liderazgos de la izquierda sindical, quienes en

264
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

algunos comunicados señalaban que “La actual Junta Directiva de la Asociación


de Usuarios, encabezada por José del Carmen Yépez, traiciona los intereses del
campesino huilense, pues se ha dedicado a devengar sueldos del Min-agricultura
para adelantar su precandidatura presidencial, en lugar de colocarse a la cabeza
de la lucha por las verdaderas reivindicaciones de los campesinos”.

La ANUC Línea Sincelejo continuó organizando a los parceleros y jornaleros


del departamento. En 1974 participó con 137 familias sin vivienda, en la toma de
tierras de un conocido terrateniente del municipio de Campoalegre, y después
de tres tomas más con sus correspondientes desalojos por la policía, consiguie-
ron la titulación de las tierras y sus respectivas viviendas. Así se construyó el
barrio Sincelejo, en homenaje a la lucha de esta tendencia.

Igualmente, en Algeciras en 1974 se presentó una movilización campesina


reclamando al gobierno la parcelación de la finca San Isidro, solicitud que fi-
nalmente fue atendida por el Incora después de fuertes enfrentamientos con
la policía. Se conformó allí la ANUC de Algeciras, cuyos primeros presidentes
fueron Roger Vásquez, Salomón Arias y Libardo Betancourt (Trilleras, 2006).

Con todo el divisionismo fomentado, el Gobierno logró debilitar irreversi-


blemente la Organización Nacional Campesina, anulándose así la oportunidad
histórica de llevar a cabo unificadamente la lucha por la tierra y el territorio,
lucha tan cara a los campesinos.

El otro componente implementado desde el Gobierno para reforzar la divi-


sión y acelerar el proceso contrarreformista, fue la represión al movimiento,
dirigida principalmente hacia las áreas más afectadas por las invasiones. En
este sentido, los violentos desalojos por la policía, los atropellos y golpizas a
los invasores y la subsiguiente persecución, encarcelamiento, tortura y muerte
de muchos de los dirigentes sindicales de la Línea Sincelejo, indicaban que el
Gobierno estaba decidido a aplicar a fondo la fuerza necesaria para impedir las
invasiones y la propaganda a favor de los intereses de los campesinos sin tierra.
Incluso en ocasiones la fuerza policial fue apoyada por la gendarmería privada
de los propios terratenientes.

Para 1972 la represión había adquirido el carácter de política oficial e incluso


se impidió al Incora ejercer su función mediadora y se le impartieron “órdenes
estrictas para que los desalojos se realizaran sin demora y con mano dura y se
nombraron Alcaldes militares en muchos de los municipios afectados por las
invasiones” (Zamosc, 1987, p. 177). La ofensiva contra los ocupantes de hecho
de los predios rurales se hizo cada vez más violenta, involucrando a batallo-
nes del Ejército, la militarización de regiones enteras, las detenciones masivas,

265
José Jairo González Arias

el encarcelamientos arbitrarios, al tiempo que se facilitaba el accionar de las


bandas de pájaros de los terratenientes, proceso que fue consolidado con la
aplicación de la justicia militar y toda la legislación contemplada en el Estatuto
de Seguridad expedido por el presidente Turbay Ayala a finales de la década de
los setenta.

La estrategia combinada de divisionismo y represión dio al traste con las


aspiraciones legítimas del campesinado para llevar a cabo la reforma agraria
y la democratización del campo.6 La desarticulación y el fraccionalismo de la
ANUC impidieron la continuación y consolidación de una única organización
campesina nacional que representara los intereses de los campesinos y peque-
ños productores y llevara las banderas de las reivindicaciones y la resistencia
social en el campo.

Los efectos parecen perdurables en los departamentos con más fuertes


lealtades políticas a partidos tradicionales, como es el caso del Huila. De he-
cho, las consecuencias de la criminalización de la protesta social a la luz del
Estatuto de Seguridad, paralizaron casi completamente la lucha por la tierra.
Así lo evidencia el caso del mismo departamento del Huila, donde se die-
ron 69 invasiones en 1971, 17 en 1972, ninguna en 1973 y solo cuatro en 1974.
Comportamientos similares se dieron en otros departamentos donde se
produjeron movimientos por tierras, como en los casos de Sucre, Córdoba,
Magdalena, Bolívar y Tolima.

Como bien lo señala Alejo Suarez, uno de los líderes campesinos luchadores
por el derecho a la tierra de los años setenta: “… toda la violencia que se generó
en esa región contra las comunidades campesinas, fue una retaliación de las
élites terratenientes por la actitud de desafiar el control ideológico, político y
social que ejercían sobre ellas […], permitió que esos campesinos comenzaran
a tener una relación de iguales con las personas que eran los poseedores de los
bienes materiales de esa región. Recuperaron un elemento que yo creo que es
esencial dentro de las relaciones humanas: La dignidad” (Comisión Nacional
de Reconciliación y Reparación, 2010).

Por otra parte, el balance de la aplicación de las políticas de reforma agraria,


como es reconocido hoy por la mayoría de los analistas, resultó muy deficitario
a la luz de los objetivos trazados en la propia ley, como fueron los de evitar
los procesos de concentración de tierras, la generación de empleo y abasteci-

6 De acuerdo con algunas fuentes, para 1972 la cifra de campesinos detenidos se elevaba a 2084
y la de muertos a más de medio centenar. En el 2001 fue asesinado Alberto Álvarez Madrigal,
presidente de la ANUC Huila.

266
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

miento alimentario, pero sobre todo aquellos orientados a la superación de los


conflictos rurales. Lejos de esto, la contrarreforma siguiente, erigida sobre la
derrota histórica de los campesinos, facilitó las condiciones para los narcoculti-
vos, el narcotráfico y el paramilitarismo, mientras simultáneamente se produ-
cía el crecimiento y expansión sostenida de la insurgencia, especialmente de las
FARC, que alcanzó al finalizar el milenio sus mayores desarrollos.

En el departamento del Huila esto es particularmente relevante, pues como


consecuencia de esta suspendida reforma agraria, continuó el proceso de con-
centración y de minifundización, se implantaron y extendieron los cultivos de
amapola y de coca en sus fronteras territoriales, principalmente amazónicas, y
también se dio la expansión y consolidación de las guerrillas en todo el territorio.

Ya desde 1981, los colonos del Pato, región limítrofe con el departamento, se
hicieron oír en la marcha que hicieron más de 10.000 campesinos hasta Neiva
para protestar por la militarización del campo a través de las llamadas “ope-
raciones contrainsurgentes”, desarrolladas en toda la región por el ejército na-
cional en la “campaña de exterminio y aniquilamiento contra las guerrillas”
emprendida por el general Camacho en toda la región nororiental del Huila,
y exigir que se garantizara el derecho a la vida y el respeto por los derechos
humanos (González, 1992).

En los 41 años de existencia del Incora, abolido finalmente por el gobierno


de Uribe Vélez en el 2003, el Instituto adquirió 386 predios que beneficiaron a
5062 familias campesinas, incluyendo desplazados, reinsertados, reubicados7 y
comunidades indígenas, para un total de 113.000 hectáreas. Complementaria-
mente, el Incora entregó 5000 títulos de propiedad sobre tierras baldías y muy
pocos créditos para la financiación de los cultivos. Sumado a estas deficiencias
en cuanto al acceso a tierra y capital, la reforma también fue deficitaria en asis-
tencia técnica, capacitación y comercialización (Trilleras, 1986).

Como bien lo dice Alejo Suárez, uno de los líderes de la lucha por la tierra:
“La reforma agraria era un discurso vacío […] Hablabas de la reforma agraria,
pero no había ningún proceso de redistribución de la tierra. Hablabas de faci-
lidades de créditos, pero ¿a quién le ibas a dar créditos, si no tenías tierra para
producir?” (Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación, 2010).

7 Durante los ochenta y noventa, en el contexto de reactivación de los movimientos campesinos,


de los colonos, y de fortalecimiento de organizaciones de base campesina e indígena, junto con
los procesos de paz en curso durante esos años, en el Huila se produjeron nuevas adjudicaciones
y titulaciones. En Algeciras, por ejemplo, el Incora compró entre 1987 y 1999, quince predios
con una extensión total de 3687 hectáreas, lo que benefició a 220 familias (Cfr. Informe final
Incora, 2003).

267
José Jairo González Arias

Los intentos de reforma agraria promovidos por Lleras Restrepo, paradóji-


camente abrieron el camino a la llamada contrarreforma agraria. Primero se
firmó el Pacto de Chicoral, enfocado a la explotación agropecuaria moderna y
de gran escala. Luego, el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI) orientó
su accionar a los pequeños y medianos productores, a quienes les dio asistencia
técnica, capacitación y recursos de capital, mientras que los sin tierra no fueron
objeto de su atención y se los relegó a la atención del Incora, entidad debilitada
financieramente, mientras que muchas empresas comunitarias que se habían
beneficiado de la adjudicación de tierras se fragmentaron. Muchos campesinos
terminaron vendiendo o abandonando sus parcelas (Trilleras, 1986). Estos casos
fueron recurrentes en el departamento del Huila, donde algunos de los parcele-
ros terminaron devorados por el capitalismo agrario.

Consumada la derrota del movimiento campesino, la definición por la vía


latifundista, así como la creciente descomposición campesina, resultado de las
transformaciones introducidas en el Huila por los cultivos comerciales –arroz,
ajonjolí, algodón– continuaban arrojando una considerable masa de migrantes
del valle central hacia los flancos oriental y occidental de las cordilleras Central
y Oriental, y atravesando las fronteras huilenses hacia los frentes de coloniza-
ción del Putumayo, Caquetá y Meta. Al mismo tiempo, se acentuaba la migra-
ción hacia la capital del departamento y sus principales centros urbanos como
Pitalito, Garzón y Campoalegre.

Esta transformación del perfil agrario huilense condujo, naturalmente, a una


nueva definición de los sectores económicos, sociales y políticos dominantes.
La tradicional hegemonía de los ganaderos y terratenientes huilenses comenzó
a ser socavada por los caficultores, pero sobre todo por los nuevos empresarios
arroceros, quienes iniciaron el proceso de conversión de algunas áreas dedi-
cadas a la ganadería tradicional en áreas dedicadas a los cultivos comerciales.

Para mediados de los noventa, el país, por efecto de las políticas comerciales
aperturistas, entró en una de las peores crisis económicas de su historia recien-
te. Los impactos sobre la agricultura fueron severos. En este contexto, los pro-
ductores rurales se vieron abocados a la quiebra o impelidos a tomar el rumbo
de las economías ilegales.

El gobierno de Samper promulgó la Ley 160 de 1994, mediante la cual se creó


el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino, se es-
tableció un subsidio para la adquisición de tierras, se reestructuró el Instituto

268
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

Colombiano de la Reforma Agraria y se estableció la creación de las zonas de


reserva campesina.8

Esta ley es el fundamento del mercado subsidiado de tierras que pretende


sustituir, por la vía del mercado, las políticas de acceso y distribución adecuada
de las tierras para los campesinos. Como era previsible, los campesinos difícil-
mente podían acceder a la tierra por esos mecanismos y abrieron las puertas a
los “inversionistas” rurales. Ante el fracaso, el presidente Andrés Pastrana sus-
tituyó este programa por el de alianzas estratégicas entre grandes y pequeños
propietarios y empresarios rurales, sobre las cuales posteriormente se montan
las llamadas “cadenas productivas” del presidente Uribe Vélez.

Paralizadas las apuestas de reservas campesinas hasta su anulación práctica


durante los dos periodos del presidente Uribe, campesinos y pequeños y me-
dianos productores quedaron a la suerte del mercado.

En el Huila y Caquetá, los efectos de esta apuesta de desarrollo rural que solo
beneficiaba al gran capital, no se hicieron esperar. Los noventa comenzaron con
una ola de movilizaciones rurales que involucraron a campesinos, colonos del
piedemonte y pequeños y medianos productores.

En efecto, en Gigante los productores, especialmente cultivadores de café,


dirigidos por la Comuna Agropecuaria de Gigante, hicieron un paro cafetero
en noviembre de 1994 por reclamaciones en torno a los precios y condiciones
del crédito y cosecha del grano. Con el paro nació la Asociación Agropecuaria
del Huila y se inició la seccional de la Unidad Cafetera Nacional, que lideró el
paro nacional cafetero, movilizado por el vencimiento de los plazos de refinan-
ciación y la baja rentabilidad del sector ante la amenaza de la confiscación y
embargo de sus bienes: “Más de 30 mil familias habían caído en la trampa del
endeudamiento con intereses usurarios. Obligaciones bancarias de 500 mil y un
millón de pesos fueron incrementándose hasta el punto que ni el valor de las
propiedades alcanzaba para cubrirlas” (Tribuna Roja, 9 de julio de 1996).

En una asamblea que contó con la participación de delegaciones masivas de


los 37 municipios del departamento, se definieron los cuatro objetivos del paro
campesino: 1) exigir el aval del Gobierno para la creación del Fondo de Solida-
ridad Agropecuaria, con el compromiso de asignarle 150.000 millones de pesos
del Presupuesto Nacional; 2) suspender los procesos judiciales por las deudas

8 El capítulo XIII de la Ley, dedicado a la colonización, establece las zonas de reserva campesina
(ZRC) como figura destinada a fomentar y estabilizar las economías campesinas de los colonos,
así como a evitar la concentración de la propiedad territorial.

269
José Jairo González Arias

vencidas hasta 30.000.000 de pesos; 3) reabrir los créditos de la Caja Agraria y


que los viejos deudores sean sujetos de nuevos créditos; 4) suprimir el cobro de
valorización en la vía Río Loro-Pitalito, impuesto que afecta a los propietarios
rurales del sur del Huila.

La enorme presión de los productores hizo que se firmara el acuerdo y con la


vigilancia y acompañamiento de la Asociación de Productores se llevó al Con-
greso de la República donde fue convertido en ley, creándose a través de esta el
Fondo de Solidaridad Agropecuaria (FONSA), cuyos términos estipulan: 1)
el Fondo contará con al menos 150.000 millones de pesos; 2) el Fondo comprará
totalmente las deudas –capital e intereses–, hasta cinco millones de pesos de
pagaré inicial y 25 % del capital y la totalidad de los intereses de las deudas
entre cinco y diez millones de pesos de pagaré inicial; 3) comprará tierras para
readjudicarlas a los campesinos que las hayan perdido en procesos judiciales
(Tribuna Roja, 9 de julio de 1996).

Sin embargo, ante las dilaciones para el cumplimiento de la ley por parte del
Gobierno, los campesinos productores tuvieron que realizar durante los meses
siguientes sucesivas marchas, concentraciones, protestas y amenazas de paro.
Solo así aseguraban lo pactado y el cumplimiento de la ley. Como muy bien lo
sabían sus propios dirigentes: “Ahora tenemos que dar otra pelea para que se
nos cumpla, porque con el gobierno colombiano suceden dos cosas: una pelea
para que firmen y otra para que cumplan” (Perea, 1996).

Por su parte, los campesinos pobres aunque ya aisladamente, algunos persis-


tían en la lucha por la tierra, con los riesgos de no contar con una organización
de alcance nacional que los representara y que fuera reconocida como tal, tanto
por el Gobierno como por los mismos campesinos, optaron por desarrollar es-
trategias de resistencia, ya no tanto en la lucha por el derecho a la tierra –al que
nunca han renunciado–, sino en la resistencia a vivir en el territorio. Durante
los ochenta y los noventa fueron reconocidos como objeto de los programas
especiales que se implementaron desde el nivel central, entre ellos unos des-
tinados a reactivar ligeramente los programas de reforma agraria del Incora,
de adjudicación, parcelación y titulación de predios, canalizados a través de
la Oficina de la Presidencia de la República para la rehabilitación de zonas y
programas especiales, donde también fueron beneficiados los amnistiados de
la insurgencia, principalmente del M-19, del EPL y del Quintín Lame, en el go-
bierno de Belisario Betancourt.

En el departamento del Huila, el Incora activó las políticas de adjudicación


y titulación, como en el caso de Algeciras ya comentado, donde se adquirieron
para adjudicación las haciendas Lagunilla, de 970 hectáreas, para 66 familias,

270
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

y Bellavista, con 698 hectáreas, para 40 familias. En el mismo municipio, entre


1990 y 1999 se adquirieron trece predios más, los llamados Las Delicias, San-
tuario, Satía, Palomono, San Francisco, El Oriente, Junín, Vila Ligia, Pinares,
La Argelia, Brisas Buenavista, Marisol y Chapinero con una extensión total de
2021 hectáreas, que beneficiaron a 114 familias (Trilleras, 1986).

Estos programas de adjudicaciones, titulaciones y parcelaciones se dieron


dentro del horizonte de la política pública de paz, primero desde el gobierno
del presidente Betancur, luego desde el PNR del Presidente Barco, dirigido por
Rafael Pardo, y posteriormente desde la Alta Consejería de Paz del gobierno de
Cesar Gaviria, dirigida por Jesús Antonio Bejarano, y otros dentro del esquema
de focalización municipal y zonal, como los llamados municipios PNR, entre
los que se encontraban más de la mitad de los municipios del Huila. Así mismo,
durante el gobierno de Andrés Pastrana y bajo el esquema de asistencia social
a comunidades vulnerables, desde la Red de Solidaridad Social se impulsaron
estrategias de apoyo a proyectos productivos presentados por las comunidades
rurales, de los que se beneficiaron también todos los municipios del departa-
mento.

Hasta aquí, mientras palidecían las políticas públicas de reforma agraria y la


institucionalidad encargada del desarrollo rural se marchitaba o fue sustituida
por las consejerías y asesorías de paz o por las oficinas de asistencia social, el
modelo de desarrollo imperante, especialmente acentuado desde la era Gaviria,
sumado a la aparición del fenómeno paramilitar, hacía estragos dentro de las
comunidades rurales, provocando la expulsión, el desalojo y el despojo de los
campesinos de sus tierras y territorios.

Una de las consecuencias de este modelo de desarrollo rural adoptado por el


Estado, fue la crisis de todo el sector agropecuario, que afectó severamente a
los departamentos del Huila y Caquetá y generó la oleada de movilizaciones
de productores pequeños y medianos, muchos de los cuales se oponían a las
medidas económicas aperturistas y algunos al ALCA y al proyectado TLC con
los Estados Unidos.

Otros campesinos fueron articulados por las dinámicas de las economías ile-
gales, dentro de las fronteras del departamento o fuera de este, especialmente
con los cultivos de amapola y de coca.

271
José Jairo González Arias

Bibliografía
Balcázar, A., López, N., Orozco, M. y Vega, M. (2001). Colombia: alcances y
lecciones de su experiencia en reforma agraria. Serie Desarrollo Productivo,
109, 3-54.

Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación. (2010). Entrevista a Alejan-


dro Suárez (mimeo).

González, J. (1982). De la colonización a la violencia en el Caquetá. En Memorias


del V Congreso Nacional de Historia, Armenia.

González, J. (1992). Espacios de exclusión: El estigma de las repúblicas independien-


tes 1955-1965. Bogotá: Cinep.

González, J. (1996). La Violencia en el Huila, 1946-1966. En Historia general del


Huila. Neiva: Academia Huilense de Historia.

Ilsa, Unión Europea, Oxfam, (2010). El Mandato Agrario Vive 2002-2010.


Cuadernos Tierra y Justicia, 11, 31-41.

Legrand, C. (1988). Colonización y protesta campesina en Colombia 1850-1950.


Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, Agencia del Gobierno de Estados


Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), Organización Interna-
cional para las Migraciones, Revista Semana (2010). Memorias del Semina-
rio La restitución de tierras: un propósito nacional.

Perea, C. (1996). Testimonio. El movimiento campesino en el Huila. Análisis


Político, 28, 119-132.

Rivera, S. (1987). Política e ideología en el movimiento campesino colombiano,


el caso de la ANUC. Colombia Agraria, 7.

272
De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

Salgado, C. (2010). Proceso de desvalorización del campesinado y antidemocra-


cia en el campo. En El campesino colombiano. Entre el protagonismo económico
y el desconocimiento de la sociedad. Bogotá: Universidad Javeriana.

Tovar, C. (1996, Julio 9). Paro agropecuario del Huila: ejemplar combate de
masas. Tribuna Roja. Recuperado el 12 de diciembre de 2012, de http://tri-
bunaroja.moir.org.co/Paro-agropecuario-del-Huila.html

Trilleras, A. (1986). La colonización rola. Relatos históricos de Algeciras. Neiva:


Impresos Litosol.

Zamosc, L. (1987). La cuestión agraria y el movimiento campesino en Colombia: luchas


de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC). Bogotá: Cinep.

273
PARTE IV
REFLEXIÓN FINAL
Para seguir comprendiendo las
teorías y tramas:
Educación e investigación en la
construcción de paz

Jaime Wilches Tinjacá*


Ricardo García Duarte**

Introducción
Este capítulo tiene como objetivo proponer algunos de los retos, desafíos y
obstáculos que enfrentan las investigaciones sobre paz y conflicto en Colombia,
en un contexto demarcado por la posibilidad de una salida negociada al enfren-
tamiento que durante más de medio siglo sostienen el Estado colombiano y las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

* Politólogo, comunicador social y magíster en Estudios Políticos. Docente de la Universidad de


La Salle. Se desempeñó como coordinador de la Línea de Investigación en Memoria y Conflicto
del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (Ipazud).
** Politólogo y abogado. Exrector de la Universidad Distrital Francisco José Caldas. Director del
Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (Ipazud).
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

Si bien en los textos presentados en este libro no hay ningún trabajo que ha-
ble de manera específica de la relación entre educación, investigación y paz en
Colombia, es pertinente anotar que el esfuerzo colectivo de esta primera etapa,
es producto de investigadores con una amplia experiencia en aulas de clase y
trabajo con comunidades afectadas por un conflicto degradado en sus princi-
pios ideológicos y exacerbado por los intereses económicos. Un rompecabezas
de teorías y tramas que tienen en su diversidad disciplinar y de enfoques, la
complejidad de un conflicto que se resiste a las miradas reduccionistas de la
guerra vs. la permisividad.

En ese sentido, los esfuerzos de la Academia por comprender las racionali-


dades y emociones de la guerra en Colombia, a pesar de algunos vacíos, no se
han caracterizado por la ausencia de interpretaciones. Tal vez, es el momento
de buscar cuáles serían esas dinámicas sociales que no han permitido que los
aportes brillantes, polémicos y valientes de algunos investigadores hayan teni-
do la visibilidad que se merecen.

De acuerdo con lo expuesto, el texto se divide en tres partes: en un primer


momento, se hace una reflexión sobre la omisión del papel de la educación en
la solución del conflicto en Colombia. Más adelante, se esbozan algunas líneas
que harían posible que el binomio educación-investigación fuera un factor cla-
ve en la superación de la guerra. Finalmente, se examina cómo los aportes de
la Academia desempeñan un papel protagónico en el hipotético caso de un
acuerdo de paz, etapa que a todas luces será la primera de un camino largo por
transitar.

Todos hablan de educación, pero pocos se comprometen


con ella
Hace algunos años en el programa más tradicional de humor de la televisión
colombiana se hizo famoso un personaje llamado Pacífico Cabrera. El personaje
encarnaba a un campesino desplazado por la violencia armada y recorría todas
las instituciones estatales y personajes nacionales, en búsqueda de un certifica-
do que dijera que él era una persona pacífica y que no tenía nada que ver con
los grupos armados ilegales, ni con ninguna fuerza armada estatal.

En medio de las risas, las mejillas sonrojadas y las respuestas diplomáticas,


los entrevistados nunca lograban darle una respuesta certera a Pacífico de por
qué no podía vivir en paz o por qué razón existía tanta ineptitud en el momento
de dar solución a su petición. Algunos lo tomaban como chiste o como una sec-
ción más de un programa que maneja todo tipo de humor. Al final de la sección,
Pacífico concluía: ¡Todo el mundo habla de paz, pero nadie se compromete!

278
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

Tal vez, y no es broma, es una de las frases más serias si se quiere hablar de
paz en Colombia. Los distintos trabajos presentados en este libro hablan de un
profundo desconocimiento en el momento de abordar temas complejos como
narcotráfico, movimientos sociales, medios de comunicación, región, territo-
rios, intelectuales, variables que quedan reducidas por el simplismo en el que
se cae cuando se habla de paz, y que la mayoría de las veces se legitima en
una encuesta en la que una buena parte de la población colombiana está de
acuerdo en buscar la paz.

Pacífico tiene razón: todos hablamos de ella, pero hay muy poco compromiso
a la hora de buscar los aportes que se pueden hacer para que esta no quede en
un acuerdo firmado por las élites del poder o los líderes de los grupos ilegales.
Para reforzar esta situación, nuestra sociedad quiere que otros solucionen el
problema, pero no quiere ponerse la camiseta y buscar las alternativas, pues
esto implica una tarea desgastante.

En el momento de pensar la paz, pensamos, como lo criticaba Estanislao Zu-


leta (1991), en grandes paraísos, pocos esfuerzos y limitados retos. Pero la paz
no es eso, y es el error que nos seguirá condenando como colombianas y co-
lombianos: creer que el conflicto es entre dos bandos y que somos ajenos a
las causas y consecuencias de este enfrentamiento. No, el conflicto es un juego
complejo de responsabilidades que todavía está desarmado, desordenado, y lo
más preocupante, hay muy pocas intenciones de armar este rompecabezas, con
la excepción de algunos movimientos sociales y líderes políticos que luchan a
diario y arriesgan su integridad por movilizar voces en medio del silencio de
la indiferencia.

Es el momento clave de buscar algunas explicaciones que nos lleven a de-


batir por qué la paz a la colombiana, o mejor, de la sociedad colombiana es
limitada, pobre de imaginación y alejada de consolidar un proyecto democrá-
tico que acabe con tantos años de exclusión política, inequidad e injusticia. La
primera etapa de la investigación aquí presentada dibuja unos trazos de estas
probables causas, las cuales quedarán en el desconocimiento, pues a juicio de
los autores de este texto, en nuestro país la paz seguirá siendo un anhelo vacío
mientras no se cualifique nuestro modelo educativo e investigativo, y si quiere
ir más allá, las estrategias de divulgación para que este tipo de indagaciones
sean leídas, rebatidas, y no administradas por comités de puntaje o de valora-
ción de producción intelectual.

Cuando se realizaban los últimos ajustes de este capítulo, aparecía de nue-


vo la noticia del pobre resultados de Colombia en las pruebas internacionales
de educación. En el 2012 se ocupó el puesto 59 y en el 2013 el puesto 62. Esto

279
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

provocó los mismos golpes de pecho y una salida en falso de la ministra de


Educación, quien dice que los estudiantes son felices con el sistema, acompa-
ñando a un grupo de expertos que reducen el problema a la mala preparación
de los profesores, aspecto que nadie discute que sea cierto, pero que pone el
problema en un solo actor y olvida que hay otros factores que se desenvuelven
para que estos profesores no rindan como se espere. ¿Alguno de nosotros se
atrevería a decir que es lo mismo la educación en Putumayo que en Bogotá, o
en Ciudad Bolívar que en Rosales?

Pero más allá de la salida en falso de la funcionaria, la reflexión central venía


de la ministra de Educación de Finlandia, quien desde una óptica mucho más
crítica (aun cuando no es tan escandaloso bajar del puesto 3 al 12): la solución
no es darse golpes de pecho, sino convocar a los distintos sectores de la socie-
dad a mejorar, para volver a los puestos de vanguardia:

Me gustaría contarle algo positivo, pero hoy no es el día […] en el


alarmante deterioro de los resultados se observa una desvalorización
de la escuela de parte de los alumnos como de la sociedad en su con-
junto […] todos los estamentos de Finlandia, tanto políticos, sindica-
les, sociales, económicos y académicos deben trabajar para el retorno
de la motivación al estudio y al aprendizaje. Tenemos que actualizar
nuestra escuela. Nuestro punto de partida es que los jóvenes tengan
suficiente tiempo libre, la vida también existe fuera del colegio. Creo
que nuestros valores siguen vigentes. Por ahora lo importante es acer-
tar con el diagnóstico y ponernos a trabajar. (El País, 3 de diciembre
de 2013)

Las palabras son complementadas por la profesora Kirsti Lonka:

Para la escuela finlandesa es una buena noticia que hemos perdido


posiciones. Hemos pasado muchos años de autocomplacencia, es hora
de despertar. (El País, 3 de diciembre de 2013)

La noticia de estos resultados y la diferencia de opiniones y reflexiones dicen


mucho de lo poco preparados que estamos en Colombia para recibir la paz.
Cuando la ministra de Educación de Finlandia habla de una escuela vigente
y articulada a los valores de su país, en Colombia se presenta una escuela que
cumple con unos modelos curriculares poco articulados a las realidades de una
sociedad que, palabras más, palabras menos, está lejos de tener uno modelo de
educación para la administración de los conflictos. La diferencia de criterios en
la forma como se evalúan los resultados de una prueba de desempeño, no es
definitiva, pero sí marca una tendencia que preocupa, pues estamos formando

280
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

ciudadanos y profesionales útiles al sistema laboral, pero con pocas ideas para
pensar caminos que fortalezcan la justicia, la reparación y la reconciliación.

A veces se piensa, de manera ingenua, que los únicos profesionales que de-
ben estar preparados para la paz son los abogados, los politólogos y los psi-
cólogos, entre otros profesionales de las ciencias humanas. Pero, ¿será que no
podemos pensar en el papel de los médicos y la necesidad de motivar más su
trabajo e impacto en las regiones?, ¿los ingenieros y sus asociaciones podrían
ayudar a que la infraestructura en este país no sea tan precaria?, ¿nuestros cere-
bros fugados no deberían tener un estímulo que les permita volver a Colombia
y asesorar programas de educación en zonas del país donde los recursos natu-
rales han sido subutilizados o capturados para las rentas de algunos grupos de
poder legal e ilegal?

Es interesante tratar de plantear que la ausencia de criterio en las pruebas de


comprensión de lectura no se debe a que el estudiante no sepa leer o interpretar
un texto. Puede ser que los textos que dejamos en clase hablan de la filosofía y
la política de otros, pero no retratan nuestras experiencias ni la cotidianidad de
aquellos individuos que tenemos un par de horas a la semana, o que las prue-
bas de matemáticas enseñen muchas fórmulas y pocas estrategias para pensar
la solución de problemas. Famoso es el documento de Víctor Frankl cuando
criticó el exceso de formalidad racionalizadora del modelo educativo de la mo-
dernidad, que a la postre terminó siendo instrumentalizado por los nazis. En su
reflexión, el autor advertía:

Efectivamente: hechos como los campos de concentración y otros mu-


chos hechos que siguen produciéndose obligan a pensar que la educa-
ción no hace descender los grados de barbarie de la Humanidad. Que
pueden existir monstruos educadísimos. Que un título ni garantiza la
felicidad del que lo posee ni la piedad de sus actos. Que no es abso-
lutamente cierto que el aumento de nivel cultural garantice un mayor
equilibrio social o un clima más pacífico en las comunidades. Que no
es verdad que la barbarie sea hermana gemela de incultura. Que la
cultura sin bondad puede engendrar otro tipo monstruosidad más
refinada, pero no por ello menos monstruosa.

Tal vez más.

¿Estoy, con ello, defendiendo la incultura, incitando a los muchachos


a dejar sus estudios, diciéndoles que no pierdan tiempo en una ca-
rrera? ¡Dios me libre! Pero sí estoy diciéndoles que me sigue asom-
brando que en los años escolares se enseñe a los niños y a los jóvenes
todo menos lo esencial: el arte de ser felices, la asignatura de amarse y

281
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

respetarse los unos a los otros, la carrera de asumir el dolor y no


tenerle miedo a la muerte, la milagrosa ciencia de conseguir una vida
llena de vida.

La reflexión de Frankl debería motivar a los formuladores de política pública


a trabajar de la mano para romper el imaginario de la educación en Colombia
como una consecuencia y no un objetivo del progreso económico. Para expli-
carlo en otras palabras, el problema de la educación no parece estar anclado
únicamente en la ausencia de instituciones o cobertura, pues la oferta de co-
legios y universidades es bastante generosa y diversa en precios y programas.
Habría también que mirar cuál es el tipo de educación que se está brindando
y qué profesionales le estamos entregando al país. Nussbaum (2010) llama la
atención sobre las omisiones que se pueden interiorizar cuando la educación
se obsesiona por sostener el aparato administrativo de la institución educativa:

La idea de la rentabilidad convence a numerosos dirigentes de que la


ciencia y la tecnología son fundamentales para la salud de sus nacio-
nes en el futuro. Si bien no hay nada que objetarle a la buena calidad
educativa en materia de ciencia y tecnología ni se puede afirmar que
los países deban dejar de mejorar esos campos, me preocupa que otras
capacidades igualmente fundamentales corran riesgo de perderse en
el trajín de la competitividad, pues se trata de capacidades vitales para
la salud de cualquier democracia y para la creación de una cultura
internacional digna que pueda afrontar de manera constructiva los
problemas más acuciantes del mundo.

Estas capacidades se vinculan con las artes y con las humanidades.


Nos referimos a la capacidad de desarrollar un pensamiento crítico; la
capacidad de trascender las lealtades nacionales y de afrontar los pro-
blemas internacionales como “ciudadanos del mundo”; y por último,
la capacidad de imaginar con compasión las dificultades del prójimo...
(p. 25)

Como en el proceso de paz, donde la participación de la sociedad civil es


casi nula y el modelo educativo ignora las estrategias innovadoras diseñadas
para quitarle combatientes a la guerra; por ejemplo, a través de acciones de
prevención del reclutamiento, toda vez que los contenidos y la estructura
de este modelo se encuentran diseñados por administradores y técnicos y no
por educadores y educandos. Iván Montenegro (2013) ofrece una mirada re-
frescante e idealista, pero no por ello imposible de pensar en el mediano y largo
plazo, siempre y cuando los caprichos de la voluntad política se logren alinear:

282
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

Durante el período de transición –al menos una década–, se requiere


elaborar políticas de Estado e instrumentos efectivos que propicien la
innovación en las metodologías de reconstrucción del pacto social y
los territorios profundamente afectados por la violencia.

El tema del desarrollo agrario, justificado además por la amplia pro-


testa social, requiere el diseño y la gestión de una política de Estado
en CTeI, incluida una política de IS.

Entre las prioridades y oportunidades para el desarrollo rural cabe


mencionar, en primer lugar, la garantía de seguridad alimentaria de
nuestra población en cuanto a disponibilidad y calidad.
En segundo lugar, se debe trabajar en el proyectado crecimiento en el
período 2009-2030 del consumo mundial de 3.000 millones de nuevos
consumidores de clase media con el que se concreta una demanda
creciente de bienes transables con ventajas comparativas y competi-
tivas para nuestro país en un mercado internacional prácticamente
ilimitado.

Pueden ser múltiples las respuestas, pero un punto que no admite dis-
cusión es que el modelo de educación en Colombia no es pertinente
con el país que queremos en un futuro, y que se supone, visualizamos,
sin la presencia del conflicto armado. Está sobrediagnosticado que la
violencia va mucho más allá del fenómeno armado, y que existen otras
expresiones que terminan enredando las tramas que van enredando
nuestra incapacidad para resolver conflictos.

Sin embargo, la raíz del problema parece no estar en la ausencia de investi-


gación, sino en la precaria divulgación de estos esfuerzos en el momento de
romper los imaginarios que se instalan en una población que no tiene grandes
oportunidades de acceso a la educación, pero peor aún, refuerza esos imagina-
rios cuando ingresa a la escuela y ve un modelo que le da poca protagonismo al
cumplimiento del currículo. Ante esta situación, Hernando Roa (2004) plantea
la urgencia de transformar la visión y vivencia del maestro:

La disonancia, entre el desarrollo académico y la dinámica social, ha


generado un vacío que es necesario llenar entre todos, no sólo a través
del trabajo de los académicos, porque se correría el riesgo de caer nue-
vamente en los mismos errores cometidos hasta ahora. Si bien es cierto
que la academia ha estado presente en las diferentes convocatorias
públicas, en favor de un nuevo esquema de convivencia, es tiempo ya
que se funde esa intencionalidad en una nueva vocación de servicio: la
de repensar y elaborar los procesos de paz simultáneamente.

283
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

Como universitarios, no debemos seguir siendo espectadores; la Aso-


ciación Colombiana de Universidades (ASCUN) y la Red Universita-
ria por la Paz (REDUNIPAZ) estamos en la posibilidad de seguir pro-
duciendo resultados para facilitar la presentación de alternativas que
sean viables de implementación. Los universitarios estamos invitados
a intervenir creativamente en el proceso de paz y a no olvidar que
hacer no es agitarse; es realizar lo difícil. Nos corresponde intervenir
en la más ardua tarea, donde está en juego el destino democrático de
nuestra gran nación. El espíritu belicista debe ser confrontado por una
muy bien informada y planeada solución política negociada. El cues-
tionamiento einsteniano tiene vigencia entre nosotros, si se trata de
una alternativa creativa (pp. 915-916)

Investigar para publicar o investigar para aprender


No hay duda de que buena parte de los investigadores han sido osados en
el momento de sacar nuestro conflicto del lente unidimensional del enfrenta-
miento bélico y han abordado enfoques teóricos arriesgados y programas de
investigación que ya han avanzado en la tarea titánica de tomar las tramas del
conflicto y dar explicaciones, que incluso han logrado tener el favor inusual
de difusión por parte de los medios de comunicación. El reto entonces sería
convertir estas voluntades en esfuerzos continuados, sostenibles y reconocidos
para la sociedad, como sucede con los países que han logrado aprender a con-
vivir en medio de sus diferencias.

Sin embargo, mientras la investigación avanza, tenemos una investigación


anquilosada en los mismos referentes bibliográficos, descontextualizada, con
una comunidad académica y familiar distanciada y estudiantes que ven al
maestro más como una figura de autoridad que cumple con las exigencias de
un currículo, que como un formador para la vida cotidiana y profesional.

Flaco servicio se les presta a los esfuerzos investigativos de la construcción


de la paz en Colombia, sino no hacen parte de una política educativa de Estado,
donde más que exigir, se motive a directivos, docentes, estudiantes, adminis-
trativos y padres de familia a construir en conjunto una educación para la paz.
En un proyecto liderado por Mariana Delgado, Janeth Vargas e Ivonne Ramos
(2008) se resalta la necesidad de este trabajo colectivo y comprometido de todos
los actores de la sociedad en la discusión de un modelo educativo pertinente.
En palabras de las investigadoras:

Entender que autonomía universitaria no equivale a “indiferencia uni-


versitaria” es abrir el campo para “pensar que su fin social en cuan-
to institución destinada a reflexionar el conjunto social, ponerlo en

284
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

tela de juicio, orientarlo y enriquecerlo en conocimientos y principios


éticos de conducta” está más vigente que nunca. Dicho fin social es
el que posibilita la reformulación del contrato universidad-sociedad
bajo el contexto particular del conflicto armado.

La paz, como el referente de un orden social deseado, es el resultado


de un esfuerzo conjunto que involucra actores armados, gobierno y
sociedad civil. La universidad como agente de formación de ciudada-
nos es también agente de cambio y transformación social, y como tal,
debe constituirse en un punto de referencia necesario para la supera-
ción del conflicto. (p. 67)

Ejemplo de la necesidad de una educación para la paz son las paradojas de


criticar el individualismo de la sociedad: si la universidad y sus académicos
están muchas veces encerrados en sus disputas; criticar las formalidades de la
democracia: si en el aula de clase la palabra del profesor es la única que se debe
escuchar, si es que se quiere aprobar la materia; o cuestionar a las élites del po-
der cuando el modelo de las instituciones educativas dista mucho de pregonar
la horizontalidad.

En este sentido, y puede ser un punto polémico y para el debate, más que
seguir formulando proyectos de investigación sobre construcción de paz o re-
solución de conflictos en Colombia, lo que podríamos hacer desde las univer-
sidades y con el apoyo más activo del Estado y la sociedad civil, es fortalecer y
divulgar los hitos investigativos que han marcado el estudio de estas temáticas
en Colombia.

Desde el Estado se ven muchas campañas para promocionar a las Fuerzas


Armadas, la Dirección de Impuestos o los logros del Gobierno Nacional, pero
en el momento de destacar los avances en las ciencias básicas y sociales de los
científicos colombianos, la noticia queda reducida a unas notas marginales, o
en el caso más patético a la promoción de escándalos, como sucedió reciente-
mente con los logros del científico Raúl Cuero.

Así pues, para evitar que sea la publicidad y los medios los que hagan la
divulgación del conocimiento, es necesario que las universidades apoyen a sus
investigadores en el momento de difundir sus experiencias, y si se quiere, de
tener asesoría para que estos trabajos no se queden en el lenguaje especializa-
do, y sirva para inspirar y construir referentes en los jóvenes, quienes ante la
ausencia de estos, terminan validando figuras exacerbadas por los medios de
comunicación.

285
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

Uno de los errores de la educación en Colombia fue haber eliminado hace


más de veinte años la cátedra de historia arguyendo que podía generar relatos
oficialistas. El remedio, peor que la enfermedad, terminó reproduciendo los
esquemas tradicionalistas en otras áreas de las ciencias sociales, hasta el punto
de que la ignorancia histórica de las nuevas generaciones hace que los procesos
de construcción de memoria colectiva sean mucho más difíciles de tejer en las
mentes y corazones de los estudiantes.

Si este país, sus dirigentes y su sociedad quieren en realidad conseguir la


tan anhelada paz, llegó la hora de tomarse en serio la relación investigación-
educación y trabajar en una política nacional de educación, donde los informes
de memoria, las voces de distintos y la organización de foros y seminarios sean
masivos y, de ser posible, reemplacen algunas de las estructuras rígidas de las
sesiones de clase.

No hay pruebas científicas contundentes, pero seguramente un estudiante


sentirá que le aporta más un foro donde se discuta cuáles son los puntos crucia-
les en el debate sobre el modelo económico en Colombia, que una clase sobre la
política económica del siglo XVIII; o en otro caso, puede haber más posibilida-
des de inquietud en un estudiante que escuche la experiencia de un empresario
que generó empleo para víctimas y victimarios del conflicto armado, que tener
una clase donde se explica cuáles fueron las dos guerras mundiales (esto sin
decir que no sean importantes estos acontecimientos históricos).

A este respecto Susy Bermúdez (2001) señala la importancia de poner el tema


de la paz como un asunto transversal y no solo coyuntural en la agenda uni-
versitaria, pues es importante considerar que el recurrir a los grupos de inves-
tigación, talleres y eventos que permitan crear las redes de contacto entre las
universidades, acentúa una cercanía entre la Academia y el conflicto armado.
La participación de docentes en encuentros permite prácticas académicas de
negociación, en un contexto como el de nuestro país, propendiendo al impulso
de políticas públicas. Adicionalmente, abordar el tema del secuestro o amenaza
a integrantes de la Academia (docentes y estudiantes), permite una relación
directa con la participación creciente en movilizaciones contra la violencia y en
aras de conseguir la paz (pp. 210-211).

Todavía estamos a tiempo de evitar que la educación siga pensándose como


la repetición de fórmulas o las estructura profesor-estudiante en cuatro pare-
des. Educar e investigar para la paz significa romper los espacios tradicionales,
enseñar la importancia de escuchar al otro, diferenciando el miedo a la autori-
dad del respeto al recorrido del docente, construyendo trabajos que busquen
la evaluación cuantitativa, pero transformen las formas de concebir el mundo.

286
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

Siguiendo a Papacchini (2009), la Universidad debe aprovechar al máximo


la posición de privilegio que tiene en relación con muchos sectores, que distan
de ser relevantes para el cambio social –los sindicatos, la Iglesia o el poder de
otros gremios– debido al estigma construido a lo largo de los años. Debido a lo
anterior, la Universidad por medio de la acción investigativa debe materializar
de manera contundente su postura como Academia, logrando así mayor credi-
bilidad ante la sociedad. Asimismo, debe intentar superar la barrera de lo que
se creía utópico y generar cambios verdaderos (pp. 18-21).

A manera de conclusión, Papacchini sostiene que tanto los conflictos en el


interior del país como aquellos en el interior de la Academia retan a la Univer-
sidad a asumir una actitud responsable y de empoderamiento, que en muchos
sentidos se distancie de las posturas partidistas y de las fuerzas armadas y per-
mita llamar cada vez más la atención de la población civil. El derecho legítimo
a la protesta debe ser usado como herramienta de las universidades y de la
Academia en general para el planteamiento de un criterio propio y a su vez
colectivo (pp. 34-35).

En síntesis, publicaciones como las que aquí se presentan se fortalecen en la


medida que tienen audiencia. No se trata de un rating masivo y ovacionado,
pero sí de una recepción más amplia de la que suele darse cuando se hace el
lanzamiento de la publicación. Esta situación no solo sucede con esta iniciativa,
sino con múltiples expresiones académicas que se ahogan en la ausencia de in-
terlocutores que debatan, amplíen o aporten al sostenimiento de los proyectos.

Hace un par de años, Pablo Arango publicó un artículo en el que critica la po-
breza de las publicaciones universitarias, sus errores ortográficos y la obsesión
de las universidades por ubicar los textos en una escala de puntajes. Meses des-
pués, Nicolás Morales respondió el texto de Arango y, con algo de sarcasmo,
cuestionó su excesiva generalización y desconocimiento de la industria edito-
rial, que como todas tiene obras excelentes, buenas, malas y regulares. En me-
dio de esta discusión, un punto en el que se encontraban los dos artículos, era
en el aceptar lo lejos que estamos de la sociedad en el momento de cautivar con
ideas que se salgan de la lógica del entretenimiento que producen, en palabras
de Vargas Llosa (2012), la sociedad del espectáculo, la cual tiende a banalizar
las discusiones fundamentales, y en el caso de nuestros conflictos, a convertir-
los en productos etiquetados para vender. Para el escritor peruano:

La frontera que tradicionalmente separaba al periodismo serio del es-


candaloso y amarillo ha ido perdiendo nitidez, llenándose de aguje-
ros hasta en muchos casos evaporarse, al extremo de que es difícil en
nuestros días establecer aquella diferencia en los distintos medios de

287
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

información […] las noticias pasan a ser importantes o secundarias


sobre todo, y a veces exclusivamente, no tanto por su significación
económica, política, cultural y social como por su carácter novedoso,
sorprendente, insólito, escandaloso y espectacular ( p. 54) […] Porque
no existe forma más eficaz de entretener y divertir que alimentando
las bajas pasiones de los mortales. (p. 56)

Tramas y teorías: desafíos para incidir


En el momento de publicar un libro de estas características, no se pretende
tanto la novedad como la intención de ser un grano de arena que se articule a
las tantas iniciativas que se impulsan a diario desde la Academia y con inves-
tigadores que, desde distintas partes del país, han reconocido la necesidad de
no abandonar la suerte de nuestras vidas a unas conversaciones que son funda-
mentales, pero no las recetas mágicas que acabarán los conflictos.

Hoy en día se encuentra un amplio espectro de organizaciones no guber-


namentales que se han dedicado a estudiar las diversas aristas de la paz en
Colombia. Instituciones como el Cinep, Ideas para la Paz, Planeta Paz, Indepaz,
Redepaz, Redunipaz, otrora voces que permanecían en el silencio del ruido
bélico, ahora se encuentran acompañadas y respaldadas por distintos sectores
sociales que han empezado a entender la importancia de un ejercicio ciudadano
serio, ético y responsable para pasar de la paz como un anhelo a iniciativas de
reconciliación como una acción que requiere la participación colectiva.

Nadie dice que es una tarea fácil. Desde la Academia y las organizaciones
sociales también se juegan intereses y posiciones ideológicas que necesitan un
manejo cuidadoso para sacar adelante procesos sociales. Identificar esta proble-
mática, contrariamente a lo que creen algunos integrantes de este tipo de organi-
zaciones, no debilita estas iniciativas ni fortalece el statu quo. Todo lo contrario,
reconocer estas dificultades y tramitar en un ambiente de respeto y tolerancia
que se produce por las contradicciones de las formas de vivir y pensar, puede
llegar a convertirse en un ejercicio que llegue a demostrar la capacidad que tene-
mos como sociedad de movilizarnos, a pesar de nuestras diferencias.

En este sentido, las instituciones de educación superior están llamadas a des-


empeñar un papel clave en la opinión pública y, por qué no, en la esfera me-
diática, lugar donde se concentra buena parte de los formadores de opinión
(Habermas, 1997). Aunque se han dado pasos significativos, aún sorprende la
escasa presión de las universidades para exigir y dialogar de manera directa
con los medios de comunicación para un tratamiento más comprensivo y me-
nos incendiario.

288
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

Si las universidades se arriesgan a ver el vaso medio lleno y no medio vacío,


podrían incidir en los mass media, como ya lo están haciendo organizaciones
sociales, institutos de investigación independientes y valientes investigadores,
que después de años de lucha han logrado estar en la agenda mediática, quitan-
do de a poco espacios a las voces unilaterales que abogan por los extremos y la
euforia, en detrimento del argumento.

En el caso de los medios de comunicación, es cierto que todavía tienen mucho


por aportar, en especial desde la televisión, donde el aporte es pobre, monótono
y estancado en lugares comunes y reafirmación de estereotipos que refuerzan
la intolerancia y el miedo que se tiene al otro. Como lo plantea Pernett (2012):

Cómo se puede esperar que surja una cultura del diálogo entre los
colombianos si muchos de sus periodistas muestran precisamente lo
contrario en las producciones diarias de noticias: un diálogo de sordos
en donde el ataque al otro está por encima de la comprensión racional
de sus ideas y la creación de estereotipos de las minorías que solo
enseñan a temerlas, excluirlas o despreciarlas, reemplaza a la cons-
trucción de una idea de Nación que incluya a todos los que vivimos
en este país.

En nuestra televisión prácticamente han desaparecido los programas


de entrevistas, donde nuestros ídolos televisivos se sentaban a conver-
sar sosegadamente sobre temas profundos o mundanos, pero con el
tiempo y la tranquilidad que de alguna manera influían en las prácti-
cas de diálogo que se reproducían al interior de los hogares.

Ahora lo que se encuentra en la diversión para las masas es el típico


locutor deportivo que en medio de su ataque al contrario o a los inte-
grantes del equipo que dice defender destila veneno, rencor y muerte,
y los hace pasar como “pasión por la camiseta”.

En un desierto de contenidos adornados con programas de responsabilidad


social de corte administrativo, destacan el Proyecto Víctimas y el portal web
Verdad Abierta (liderado por la revista Semana), y además la aparición de me-
dios periodísticos como la Silla Vacía y Razón Pública, en los que se demuestra
que sí hay un espacio para los intelectuales, siempre y cuando se piense con
la constancia para sobrevivir en el tiempo y no desfallecer ante los primeros y
predecibles obstáculos de sectores renuentes a dejar las vías de hecho para la
solución de controversias.

289
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

Una primera aproximación se plantea en este documento. Se podría recono-


cer en un principio que si bien en los últimos años la Universidad ha desempe-
ñado un papel fundamental en el momento de pensar la paz en Colombia, esta
todavía es una iniciativa incipiente y que tiene el reto de tener más universi-
dades, más perspectivas, alimentando y construyendo desde distintos grupos
ese sueño de tener un país en el que existan los conflictos, pero que estos sean
solucionados por los mecanismos que ofrece un Estado Social de Derecho, y
no por las herramientas informales y represivas de grupos armados ilegales
y de un Estado, en ocasiones permisivo y en otras incapaz de responder a las
demandas sociales.

La situación descrita no es general y se matiza en el momento de resaltar


algunos proyectos universitarios que pasan de la queja y el denuncismo a la
comprensión y la transformación. En este breve recorrido, no se presentan las
iniciativas de las universidades regionales, pues se reconoce la necesidad de
hacer un estudio más detallado y profundo.

Con el breve panorama que se destaca a continuación, no se quiere decir que


sean las únicas o las mejores, sino ejemplos de lo que puede ser un trabajo serio
y que demuestra que no es necesario estar en la mesa de diálogo para incidir y
cualificar escenarios de participación para la construcción de paz:

La Universidad Nacional lidera en estos momentos foros en los que


convergen distintos sectores de la sociedad civil en el momento de
pensar alternativas y apoyos para dar sustento y observaciones al pro-
ceso de La Habana. A pesar de las resistencias de sectores económicos
y políticos que niegan toda posibilidad de diálogo por juzgarlas de
permisivas y lesiva a sus intereses, los foros han tenido el cubrimiento
mediático, no tan amplio como se espera, pero si progresivo ante los
escepticismos que rodean el imaginario estático y academicista que
rodea a la universidad colombiana. (Sánchez, 1993)

La Universidad de los Andes ha apostado por ver en los empresarios un actor


con el que se debe contar si se le quiere abonar a la salida política (Rettberg,
2010). Soluciones reales que se concretan con alternativas económicas viables y
sostenibles. El resultado de este proceso ha impactado en un sector que no era
habitual espectador y que empieza a pensar en los retos que tendrá que asumir
en una etapa de posconflicto, en la que no todos los combatientes tendrán la
capacidad ni la intención de dedicarse a la vida política.

290
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

La Universidad Jorge Tadeo Lozano fundó el Observatorio en Construcción


de Paz, con un impacto que debe destacarse, no solo por los eventos y publica-
ciones que ha realizado en tan poco tiempo de constituido, sino por la constan-
cia del equipo de trabajo y la diversificación de temas, que van desde la justicia
transicional hasta el posconflicto.

Para finalizar, la Universidad Distrital le ha apostado con el IPAZUD a traba-


jar desde la investigación, la Academia y la extensión en la relación que tiene la
construcción de la paz con estrategias pedagógicas que, desde la memoria y el
territorio, impacten en sectores que tienen el entusiasmo de reconocer sus his-
torias y transformarlas para frenar los usos y abusos de los que se han arrogado
el derecho de hacer la guerra en Colombia.

La semilla queda sembrada y con esperanza de seguir cosechando en una


segunda etapa más elementos exploratorios que no solo describan y denun-
cien, sino que también propongan y activen alternativas para pensar la paz en
Colombia. Desde las teorías del conflicto hasta el narcotráfico, pasando por los
movimientos sociales, los intelectuales y los medios de comunicación, y sin
olvidar los espacios urbanos, los territorios rurales, los derechos humanos y la
región, este aporte bibliográfico espera que pueda ser tenido en cuenta por
la comunidad académica y las organizaciones sociales.

Si este aporte tiene críticas, comentarios y sugerencias, el esfuerzo valdrá la


pena. El desafío de esta investigación es convertir este esfuerzo en una iniciativa
institucional y de largo plazo para un instituto, que en el caso del IPAZUD, ha
mantenido durante años la intención de no dejar de hacer aportes respetuosos,
en especial a la comunidad de la Universidad Distrital, en la que muchos de
sus jóvenes han vivido en contexto de violencia, exclusión e inequidad social.

El desafío más grande será no parar en las estrategias de divulgación, buscar


los caminos para que este tipo de publicaciones no se queden escondidas y
hacer uso de las nuevas tecnologías de la información para llegar a los poten-
ciales lectores del libro, quienes muchas veces están en búsqueda de este tipo
de exploraciones, para realizar o reforzar sus proyectos de investigación. No es
posible estar en La Habana, pero sí se puede incidir en la realidad educativa y
la inquietud investigativa de ciudadanos que pueden contribuir a la paz si, en
el espacio y tiempo apropiado, damos el paso y creemos que Colombia no es de
unos negociadores, sino de los que hacemos posibles esa negociación.

291
Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

Bibliografía
Anrup, R. (2011). Antígona y Creonte: rebeldía y estado en Colombia. Bogotá:
Ediciones B.

Arnson, C. y Llorente, M. (Eds.) (2009).Conflicto armado e iniciativas de paz en


Colombia. Bogotá: Fundación Ideas para la Paz.

Bermúdez, S. (2001). La universidad y la paz en Colombia. Nómadas, 14, 209-


222.

Cárdenas, J. (2005). La educación superior privada en Colombia. Bogotá: Asociación


Colombiana de Universidades, Instituto Internacional de la Unesco para la
Educación Superior en América Latina y el Caribe.

Delgado, M., Vargas, J. y Ramos, I. (2008). Los retos de la responsabilidad social


universitaria: construyendo paz desde la universidad. Educación Superior y
Sociedad, 13 (2), 63-90.

Finlandia el alumno aventajado cae del podio (2013, 3 de diciembre). El País.


Recuperado el 4 de diciembre de 2013, de http://sociedad.elpais.com/socie-
dad/2013/12/03/actualidad/1386072381_178496.html

Frankl, V. (s. f.). Una fábrica de monstruos educadísimos. Recuperado 15 de junio de


2013, de http://liceduhlc.udistrital.edu.co:8080/documents/47880/2ac23015-
ff1d-42e9-ba2e-deba12f07d97

García, M. (2001). Veinte años buscando una salida negociada: aproximación


a la dinámica del conflicto armado y los procesos de paz en Colombia.
Controversia, 11-41.

Montenegro, I. (2013, 2 de diciembre). Ciencia, tecnología e innovación: cami-


nos en el posconflicto. Razón Pública.com. Recuperado el 3 de diciembre de
2013, de http://www.razonpublica.com/index.php/econom-y-sociedad-te-
mas-29/7219-ciencia,-tecnología-e-innovación-caminos-en-el-posconflicto.
html?highlight=WyJpbm5vdmFjaVx1MDBmM24iXQ==

292
Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

Nussbaum, M. (2010). Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las huma-
nidades. Buenos Aires: Katz Editores.

Papacchini, A. (2002). Universidad, guerra y paz. En C. Díaz, C. Mosquera y


F. Fajardo (Comps.), La universidad piensa la paz: obstáculos y posibilidades
(pp. 15-49). Bogotá: Programa de Iniciativas Universitarias por la Paz y la
Convivencia, Universidad Nacional de Colombia.

Pernett, N. (2012, 16 de junio). ¿A quién le interesa una cultura de paz? Razón


Pública.com. Recuperado el 15 de junio de 2013, de http://www.razonpubli-
ca.com/index.php/cultura/artes-y-cultura/6894-ia-quien-le-interesa-una-
cultura-de-paz.html

Rettberg, A. (2010). La participación del sector privado en la construcción de


paz: inventario e identificación de algunos ejemplos ilustrativos. En M.
Prandi y J. Lozano (Eds.), La RSE en contextos de conflicto y postconflicto:
de la gestión del riesgo a la creación de valor (pp. 91-99). Barcelona: Escola de
Cultura de Pau (UAB), Instituto de Innovación Social (ESADE).

Roa, H. (2004). El liderazgo del maestro y la construcción de la paz en Colombia.


Vniversitas, 108, 891-920.

Sánchez, G. (1993). Los intelectuales y la violencia. Análisis Político, 19, 40-49.

Vargas, M. (2012). La civilización del espectáculo. Bogotá: Alfaguara.

Zuleta, E. (1991). Colombia: violencia, democracia y derechos humanos. Bogotá:


Altamir.

293
Este libro se
terminó de imprimir
en mayo de 2014
en los talleres de impresión de
la Editorial UD
Bogotá, Colombia

También podría gustarte