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ISRAEL
Y LAS
NACIONES
La historia de Israel desde el Éxodo
hasta la destrucción del segundo Templo

F. F BRUCE

EDITORIAL PORTAVOZ
La misión de Editorial Portavoz consiste en proporcionar productos de calidad
—con integridad y excelencia—> desde una perspectiva bíblica y confiable,
que animen a las personas a conocer y servir a Jesucristo.

Título del original: Israel and the Nations, © 1963 por


The Paternóster Press, Exeter, Inglaterra.
Edición en castellano: Israel y las naciones, de F. F.
Bruce, © 1979 por Literatura Bíblica, Madrid, España y
publicado en 1988 por Editorial Portavoz, filial de
Kregel Publications, Grand Rapids, Michigan 49501.
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación podrá reproducirse
de cualquier forma sin permiso escrito previo de los edi-
tores, con la excepción de citas breves en revistas o
reseñas.
Traducción: Santos García Rituerto
Portada: Don Ellens
EDITORIAL PORTAVOZ
P.O. Box 2607
Grand Rapids, Michigan 49501 USA
Visítenos en: www.portavoz.com
ISBN 978-0-8254-1076-5
6 7 8 9 10 edición/año 12 11 10 09 08
Impreso en los Estados Unidos de América
PritUed in the United States of America
CONTENIDO

Lista de ilustraciones 7
Lista de mapas 8
Abreviaturas 8
Prefacio de José Grau 9
Introducción 13
1. Nace Israel (c. 1300—1100 a.C.) 15
2. Los filisteos y la monarquía hebrea (c. 1100—1010 a.C.) 25
3. El reinado de David (c. 1010—970 a.C.) 34
4. Salomón y sus sucesores (c. 970—881 a.C.) 43
5. La casa de Omri(881— 841 a.C.). . . . . . . . . . . . . . 55
6. Las guerras sirias y el alzamiento de los profetas
(841-745 a.C.) 67
7. Ocaso y caída del Reino del Norte (745—721 a.C.) 76
8. Ezequías y el peligro asirio (721—686 a.C.) 87
9. Apostasía y reforma (686—621 a.C.) 93
10. Últimos días del Reino de Judá (621—587 a.C.) 104
11. El exilio (587-550 a.C.) 118
12. «Cuando Yahvé hiciere volver la cautividad de Sión»
(550—465 a.C.) 125
13. El pueblo de la ley ( 4 6 5 - 4 0 0 a.C.) 135
14. Los judíos en el imperio persa (539—331 a.C.) 144
15. El macho cabrio del occidente (334—198 a.C.) 154
16. Oníadas y tobíadas (200—175 a.C.) 163
17. El cuerno pequeño (175—168 a.C.) 173
18. La abominación desoladora (168—167 a.C.) 183
19. La resistencia de los asmoneos (167—164 a.C.) 188
20. Judas Macabeo (164—160 a.C.) 197
21. La conquista de la independencia (160— 128 a.C.) 208
22. La dinastía asmonea (128—65 a.C.) 219
23. La conquista romana (200—37 a.C.) 230
24. El reinado de Herodes (37—4 a.C.) 243
25. Los hijos de Herodes y los primeros procuradores
(4 a.C—37 d.C.) 254
This One

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6 / Israel y las Naciones

26. Herodes Agripa y los judíos (37—44 d.C.) 263


27. Se multiplican los problemas en Judea (44—46 d.C.) 271
28. La guerra con Roma y el final del segundo templo
(66-73 d.C.) 280

Tablas Genealógicas y Cronológicas 293


La casa de David 295
Reyes de Israel 296
La dinastía caldea de Babilonia 297
Reyes de Persia 297
Los ptolomeos de Egipto 298
La casa de Seleuco 299
Los sumos sacerdotes judíos en los tiempos grecorromanos . . . . 300
La familia asmonea 302
La ascendencia y la parentela de Herodes 303
Descendientes de Herodes y la Princesa Mariamne 304
Algunos descendientes de Herodes por otras esposas 305
Gobernadores de Judea 306
Emperadores romanos del siglo 1 d.C 306
Bibliografía 307
Índice de Temas y Nombres 309
ILUSTRACIONES

Figura de un noble cananeo 45


Estatua de un dios ammonita 45
Relieve egipcio del rey como Horus 45
Trozo cerámico de Tell Qasile 46
Sello de Asani-el 46
Caballo con un disco en la frente 46
Punta de flecha 46
Escultura del dios de la tormenta 79
Jefe cananita sentado en un trono sobre animales alados 80
Carro de guerra de estilo asirio 80
Relieve asirio de la expoliación de Astarot de Galilea 121
Obelisco negro de Salamanasar III 122
Relieve asirio de imagines de dioses 122
Figura arrodillada que ostenta una corona egipcia 171
Motivos decorativos de lechos, tronos, etc 171
Oveja para el sacrificio 171
Muchacho que sostiene una flor de loto 171
Darío I recibiendo a un subdito de Media 205
Carta escrita en aramaico sobre cuero 205
Muro de piedra en el lado oriental del Templo 206
Moneda acuñada por autoridades judías 206
Rollo de cuero de las cuevas del mar Muerto 247
Rollo de cuero de los profetas menores 247
Busto de Pompeyo el Grande 250
Tetradracma de Antíoco IV 250
Moneda de cobre de Juan Hilcano I 250
Bloque de piedra con inscripción:
"Tiberio . . . Poncio Pilato . . . " 250
Sepulcro de Abraham en Hebrón 283
Puerta de Damasco 283
Sarcófago de una tumba de la reina Saddá 283
Fortaleza de Masada 284
Siclo de plata de la Revuelta judía 284
Panel esculpido en el Arco de Tito en Roma 284
MAPAS

El mundo del Antiguo Testamento


(desde Moisés al imperio persa) 172
Palestina y Siria (200 a.C—70 a.C.) 248
El mundo helénico (desde Alejandro a Augusto) 249

ABREVIATURAS

ANET = Ancient Near Eastern Texis Relating to the Old Testament


(ed. Pritchard).
=
BA The Biblical Archaeologist.
BJRL = Bulletin of the John Rylands Library (Manchcsler. Inglaterra).
CAH = Cambridge Ancient History.
=
DOTT = Documents from Old Testament Times (ed. Thomas).
IEJ = Israel Exploration Journal.
IBI = Journal of Bihlical literature.
JTS = Journal of Theological Studies.
PEQ = Palestine Exploration Quarterly.
TB = Talmud babilónica.
aprox. = aproximadamente.
cap(s). = capitulo(s).
comp. = compárese con.
ed. = editado por.
núm. = número.
pág(s). = página(s).
s. = y siguiente.
ysig. = y siguiente.
PREFACIO

Constituye para mí una satisfación muy profunda —así


como un gran privilegio— el escribir esta presentación de
ISRAEL Y LAS NACIONES, del profesor F. F. Bruce.
Todos cuantos de alguna manera estamos dedicados a la
enseñanza de la Biblia —maestros, pastores, ancianos, predi-
cadores, evangelistas, etc.— sabemos p o r experiencia cuán
importante es el contexto histórico para la correcta interpre-
tación y comprensión de los textos sagrados. Ya lo señala
el mismo autor en la Introducción: «la historia de Israel no
siguió un curso aislado de la historia de otras naciones. Los
israelitas se hallaban rodeados de pueblos más numerosos y
fuertes que ellos, que incidían por muchos puntos en la vida
de Israel. El carácter especial de la nacionalidad israelita es
producto de su variada respuesta al reto de estas otras na-
ciones asiáticas, africanas v europeas. Por ello, el tema de este
libro no es ISRAEL aislado, sino ISRAEL Y LAS (OTRAS)
NACIONES».
La historia de la salvación, que se produce en medio de la
historia de Israel, no se da en el vacío, sino dentro de la
marcha de siglos que el pueblo israelita hace j u n t o a otros
pueblos, algunas veces con ellos y otras contra. Esto resulta
obvio para cualquiera que de la Biblia tenga algún conoci-
miento, aunque sea superficial. Y, sin embargo, esta observa-
ción con la que todos, teóricamente, estamos de acuerdo no
se traduce siempre en la práctica de todo lector de la Escri-
tura. A veces, por desgracia, se olvida incluso entre los que
pretenden ser más que lectores, entre los que quieren ser
estudiantes de la Biblia. Tamaña ligereza, por si fuera poco,
busca enmascararse detrás de una apariencia engañosa de
piedad y de ortodoxia. ¿No propugnamos «la Biblia solamen-
te, la Biblia basta, la Biblia es suficiente»? ¿Por qué, pues,
acudir a otros libros? Quienes así piensan parecen dignos
émulos de aquellos musulmanes que incendiaron la gran bi-
blioteca de Alejandría —una de las más completas del m u n d o
antiguo— y luego trataron de justificar su acción afirmando
que «si había algo bueno en estos libros también estaba en
el Corán, de modo que no servían para nada».
10 / Israel y las Naciones

Mi modesta experiencia de enseñador me confirma, cada


día más, en una sospecha: los que dicen que sólo leen la Bi-
blia, ni la Biblia apenas leen. Porque si fueran tan asiduos
lectores de la Escritura ya habrían descubierto que el mismo
texto inspirado nos invita a la consulta de otros libros no
inspirados. Tiene que ser así, lógicamente, debido a la natu-
raleza histórica de gran parte del Libro de Dios. El Espíritu
Santo que guió a los autores daba por sabidas muchas cosas
y muchos acontecimientos en los lectores, dejando así ciertos
aspectos de orden geográfico-histórico —lugares, emplaza-
mientos, fechas, cronologías, etc.— y aun ideológico —reli-
gioso— orígenes y naturaleza de los varios sincretismos de-
nunciados, corrientes de pensamiento en boga, modos y mo-
das de algunas épocas determinadas, etc., abiertos a la in-
vestigación del estudiante.
Hay más: los textos de libros como Samuel, Reyes y Cró-
nicas apelan a fuentes extrabíblicas para corroborar ciertos
datos. «He aquí que está escrito en el libro de Jaser» (2 S.
1:18); «Los demás hechos de Abiam, y todo lo que hizo, ¿no
está escrito en el libro de las crónicas de los revés de Judá?»
( I R . 15:7, este «libro de las crónicas» no es el canónico
que nosotros conocemos dividido en 1 y 2 Cr., puesto que 2 Cr.
13:3-20 cita esta misma obra para narrar la guerra entre Jero-
boam y Abías, como explica el NUEVO COMENTARIO BÍ-
BLICO, tanto en la Introducción a 1 y 2 Reyes como en el
comentario de 1. R. 15:7). Los eruditos han contado hasta
veinte citas de documentos no bíblicos en 1 y 2 Cr.
¿Es posible comprender en todo su alcance y significado
lo que representó para los contemporáneos de Nahum —tanto
paganos como judíos— su mensaje profético y, especialmente,
el cántico de victoria del capítulo 3 sin saber nada del carác-
ter del Imperio Asirio? ¡Cuántos detalles se le escapan, y cómo
deja de percibir importantes enseñanzas, el que lee Oseas sin
conocer el trasfondo moral y social de su época que hacía sa-
grada la prostitución en los templos y fomentaba los cultos
obscenos! ¿Qué puede decirle Abdías 3 al lector apresurado
que no se molesta en enterarse de la situación fantásticamen-
te estratégica de la «altísima morada» de Edom? Tal vez
piense que los vs. 3 y 4 son exageraciones literarias, adornos
del estilo, pero la verdad es que el asentamiento de Edom en
lo alto de bellas, inaccesibles e inexpugnables crestas roco-
sas —Petra—, representó para los edomitas rencorosos, egoís-
tas y sanguinarios una situación que bien puede describirse
Prefacio / 11

como «fantásticamente estratégica», sin miedo a caer en hi-


pérboles. Cuando el estudiante de la Biblia se ha puesto al
corriente, tanto del fondo geográfico como de la larga historia
de enemistades entre Edom y Judá, el pequeño libro de Ab-
días —que para muchos pasa casi desapercibido al hojear su
Biblia— adquiere un inusitado atractivo y hasta una sorpren-
dente actualidad.
¿Y qué diremos de textos como los de Daniel? ¿Es acaso
posible entender la sucesión de Imperios que nos brinda en
sus profecías sin un mínimo conocimiento de la historia de
estos pueblos que rodeaban a Israel, pueblos que eran, como
escribe F. F. Bruce, «más numerosos y fuertes, y que incidían
en la vida de Israel por muchos puntos»?
Al pasar del Antiguo al Nuevo Testamento no se nos pide
menos dedicación ni se nos exime del estudio de las fuentes
extrabíblicas. Tan pronto abrimos las páginas de los Evan-
gelios nos encontramos con instituciones, o grupos sociales
(saduceos, fariseos, sinagogas, etc.) que no existían todavía
en los tiempos del Antiguo Testamento y que surgieron en los
cuatro siglos que duró el período intertestamentario.
Hay que saber algo de estas personas y realidades sociales
y religiosas nuevas si deseamos una mínima y correcta inteli-
gencia del mensaje del Nuevo Testamento. Precisamente,
como han señalado algunos comentaristas del libro de Bruce,
éste constituye un valioso guía para dicho período intertes-
tamentario, cuya importancia se enfatiza constantemente, no
solamente para la historia del pueblo judío, sino como una útil
introducción al Nuevo Testamento mismo. El otro gran erudito
inglés, H. L. Ellison, ha escrito que el relato del profesor
Bruce sobre el período intertestamentario va a convertirse,
con toda seguridad, en la mejor obra sobre el tema por mu-
chos años.
Dado que los libros de la Biblia no están ordenados crono-
lógicamente (tarea imposible, puesto que los períodos histó-
ricos se entrecruzan en los distintos libros, habría que ir
colocando fragmentos de Isaías, Jeremías y de la mayoría
de los demás profetas, intercalados en los capítulos de Reyes
y de Crónicas, por ejemplo); es aconsejable —casi me atre-
vería a decir: imprescindible— llegar a formarse un esquema
cronológico, lo más completo posible, de los principales even-
tos y personajes de la historia del pueblo de Dios. Con este
esquema en mente, resulta sorprendente lo enriquecido que
viene luego no sólo el estudio, sino la simple lectura bíblica,
pues cada pasaje, y cada libro, se nos presenta en su ade-
i

12 / Israel y las Naciones

cuada dimensión de tiempo, lugar y trascendencia. En este


sentido, el libro del profesor Bruce es de un valor inmenso.
Capítulo tras capítulo, el sabio profesor de la Universidad de
Manchester nos va ofreciendo ese esquema de la historia de
Israel, poniendo de relieve los acontecimientos más impor-
tantes y las conexiones internas de los mismos, sin que por
ello caiga en pesadas disertaciones eruditas aptas sólo para
especialistas. Muy al contrario, en un estilo claro no pierde
nunca de vista su objetivo de darnos, linealmente, la historia
de Israel desde el éxodo hasta la caída del segundo templo en
el año 70.
La obra está enriquecida con interesantes tablas genealógi-
cas y cronológicas de los reyes de Judá y de Israel, así como
de los monarcas de Asiría, de Babilonia, de Persia, de Egipto,
de los sumos sacerdotes judíos, de la familia asmonea, de los
gobernadores y procuradores romanos, de los emperadores
del primer siglo, etc. Numerosas ilustraciones y una biblio-
grafía en la que, muy atinadamente, se indican los libros dis-
ponibles en castellano, acaban por convertir este libro en un
verdadero acontecimiento editorial.
La abundancia de referencias bíblicas obligarán al estudio-
so a acudir constantemente a su Biblia. ISRAEL Y LAS NA-
CIONES no quiere ser nunca un sucedáneo de la lectura de
la Sagrada Escritura, sino tan solo una ayuda —una valiosí-
sima ayuda— para esta lectura. Los estudiantes de la Palabra
de Dios estamos de enhorabuena con la aparición de esta
obra. Personalmente, pienso recomendarla muy sincera e
insistentemente, pues su amplia difusión contribuiría al ma-
yor, y más profundo, conocimiento de los acontecimientos que
configuraron la historia de la salvación sirviéndole de cauce
y enmarcándola concretamente en el tiempo y en el espacio.
Como ya subrayé al comienzo de este Prefacio, todos cuantos
nos dedicamos a la enseñanza de la Biblia sabemos por ex-
periencia que los estudiantes nunca llegan a dominar el con-
tenido y el propósito final de cada uno de los libros de la Es-
critura, si no han aprendido a situar cada texto en el momen-
to y lugar originadores del mismo y de su fijación por escrito.
En medio de las olas de superficialidad que parecen querer
anegarnos, la publicación de libros como éste representa una
contribución seria y eficaz al estudio sistemático de la Pala-
bra de Dios, así como una esperanza para el futuro de los
estudios bíblicos entre nosotros.
JOSÉ GRAU
INTRODUCCIÓN

¿Qué razón hay para que exista en la actualidad tanto y


tan difundido interés por la historia primitiva de Israel?
¿Cómo se explica que los educadores de habla inglesa encuen-
tren de interés para instruir a la juventud de la segunda mi-
tad del siglo XX de nuestra Era, lo que ocurriera en esa pe-
queña nación en el último milenio antes de ella? ¿Por qué el
interés precisamente en Israel? ¿Por qué no centrarlo en sus
parientes y vecinos los edomitas, moabitas y amonitas, por
ejemplo?
La respuesta a este interrogante no puede hallarse más
que en los rasgos que distinguieron a la religión de Israel de
las otras religiones. Algo había en ella que la diferenciaba del
mundo circundante. Un rey asirio podría intentar que los is-
raelitas no le ofrecieran resistencia argumentando que los dio-
ses de otras naciones mayores y más poderosas que Israel no
les habían servido para nada, y él los había vencido. «¿Dónde
está el dios de Hamat y de Arfad?», les preguntaba. Buena
pregunta, que pudiéramos repetir hoy mismo porque, real-
mente, ¿dónde están? ¿Cómo es que el Dios de Israel sigue
siendo adorado por millones de personas en cada uno de los
continentes de la tierra? Los israelitas daban su propia expli-
cación, pues considerando su experiencia nacional con el Dios
de sus padres, decían: «No ha hecho así con ninguna otra de
las naciones.» El curso de la Historia así lo confirma.
Sin embargo, la historia de Israel no siguió un curso ais-
lado de la historia de otras naciones. Los israelitas se halla-
ban rodeados de pueblos más numerosos y fuertes que ellos,
que incidían por muchos puntos en la vida de Israel. El ca-
rácter especial de la nacionalidad israelita es producto de su
variada respuesta al reto de estas otras naciones asiáticas,
africanas v europeas. Por ello, el tema de este libro no es
ISRAEL aislado, sino ISRAEL Y LAS OTRAS NACIONES.
Para el extenso período cubierto por esta obra, nuestras fuen-
tes de información más importantes son los libros de la Bi-
blia hebrea, lo que los cristianos de hoy conocemos como el
Antiguo Testamento. En tales libros, la historia de Israel se
cuenta en términos de «historia sagrada», lo que significa que
14 / Israel y las Naciones

los narradores no estaban primordialmente interesados en


cuestiones políticas, sino en la forma de tratar el Dios de
Israel con su pueblo. Estos libros siguen conservando su va-
lor religioso hasta el día de hoy, no sólo para el judío, sino
también para la iglesia cristiana. No obstante, mientras que
estos libros han llegado hasta nosotros con su carácter de
«Escritura Sagrada», son fuentes históricas documentales de
primera categoría. En los capítulos que siguen no los tratare-
mos como escritos canónicos, sino como materiales de cons-
trucción para una narrativa política. También hemos hecho
uso de otras fuentes de información a las que nadie ha dado
nunca el carácter de canónicas, los escritos de historiadores
seglares y las inscripciones de antiguas culturas contemporá-
neas con la vida de Israel en la época que nos ocupa. Estos
últimos documentos han salido a la luz como resultado de
investigaciones arqueológicas realizadas en el Cercano Oriente
durante más de siglo y medio. Su alumbramiento nos ha co-
locado en situación de apreciar, como nunca antes, la notable
fidelidad del esquema histórico conservado en la Biblia he-
brea desde la era de los patriarcas a la supremacía macedo-
nia. Pero vamos a nuestro relato.
1
NACE ISRAEL
(c. 1300—1100 a.C.)
La primera referencia a los israelitas en fuentes extrabí-
blicas se encuentra en una columna erigida hacia el año
— 1220 por Merneptah, rey de Egipto, para conmemorar va-
rias victorias habidas durante su reinado. Entre otras con-
quistas de pueblos vecinos, de las que se enorgullece, asegu-
ra que:
«Israel está asolado; no queda en él simiente» (1). Por la
forma en que está escrito «Israel» en este texto, parece ser
que aún no constituía una nación establecida, por lo que he-
mos de fechar la inscripción dentro de una o dos generacio-
nes después de la salida de los israelitas de Egipto. Si la
afirmación de Merneptah fuese cierta, no habría historia de
Israel que contar. Pero los jefes de la antigüedad, como sus
modernos sucesores, solían exagerar la escala de sus victo-
rias. Israel no había quedado tan completamente desolado ni
privado de toda esperanza de posteridad como pretendía Mer-
neptah (2).
No podemos estar seguros de si esta desolación a que se
refiere Merneptah corresponde a alguna de las ocasiones men-
cionadas en los propios escritos de los israelitas. Es concebi-
ble, pero nada más, que se trate del «único» relato oficial
egipcio de las circunstancias bajo las cuales los israelitas cru-
zaron el Mar Rojo (3), aunque el contexto sugiere que Israel
habría entrado ya en Canaán.

(1) Ver DOTT, págs. 137 y sig.


(2) Menos de cuatro siglos más tarde encontramos una afirmación
igualmente exagerada en el monumento conmemorativo de una victo-
ria erigido por el rey Mesa de Moab: «Israel pereció del todo y para
siempre» (ver págs. 47 y 48).
(3) Más propiamente «el Mar de los Juncos» (hebreo yatn suph),
nombre aplicado a los golfos de Suez y Akaba. Se ha sugerido otra
correlación entre la pretensión de Merneptah y el relato bíblico en el
sentido de que lo conecta con el desastre sufrido por Israel en Horma,
en el Neguev (Núm. 14:45).
16 / Israel y las Naciones

De todas formas, la salida del pueblo de Israel de Egipto


marca su nacimiento como nación. Varias generaciones antes,
sus antecesores, miembros de un clan de pastores, habían
descendido de Canaán a Egipto en tiempos de hambre epi-
démica y se habían establecido en el Wadi Tumilat. Los re-
yes de la primera parte de la XIX dinastía, Seti I y Ramsés II
( — 1300 a —1225 aprox.), sacaron de entre ellos grandes levas
para hacer equipos de trabajos forzados utilizados en la cons-
trucción de ciudades fortificadas en la frontera nordeste de
Egipto. Perdieron rápidamente sus costumbres ancestrales y
estuvieron en peligro de perder también la fe de sus antepa-
sados. En unas generaciones más se hubieran confundido con
sus deprimidos consiervos de origen egipcio. Sin embargo, su
fe ancestral la avivó Moisés, hombre de su propia raza. Moi-
sés se había criado, por una extraña concatenación de cir-
cunstancias, en la corte egipcia, pero llegó el momento en que
tuvo que huir a la Arabia noroccidental para salvar su vida
cuando lo cogieron defendiendo la causa de sus esclavizados
parientes. En la Arabia noroccidental se alió por casamiento
con una familia sacerdotal de una tribu de céneos o kenitas.
y recibió en visión la orden de parte del Dios a quien habían
adorado sus padres para que volviese a Egipto y sacara de
allí a sus hermanos, conduciéndoles al lugar donde se le ha-
bía aparecido la visión. La tierra de Canaán, le dijo Dios, se
la había prometido El a sus antepasados, y su Dios no había
olvidado sus promesas ni había dejado de ver la aflicción de
sus hijos. Iba a redimir Su promesa, y en prueba de este pro-
pósito El mismo se había dado a conocer a Moisés bajo el
nombre de Yahvé —nombre por el que los patriarcas no le
habían adorado, pero que expresaba su carácter como Dios
que guarda su pacto—. Moisés, pues, volvió a Egipto y condujo
a su pueblo, sacándolo de allí, hasta el desierto de Arabia
noroccidental a través de una serie de fenómenos naturales
en los que podía detectarse la poderosa mano del Dios de los
patriarcas interviniendo para la liberación de sus descendien-
tes. Y en realidad, estos fenómenos fueron tales, que Moisés
en su vida normal nunca hubiese podido preverlos ni contro-
larlos. El que ocurrieran precisamente cuando Israel los ne-
cesitaba confirmó las instrucciones recibidas p o r Moisés en
la visión y posibilitó la salida de Israel de Egipto en la forma
que Moisés les aseguró que ocurriría.
En realidad, Moisés fue el primero y más importante de
una larga sucesión de profetas cuya influencia sobre la vida
religiosa de Israel fue, a la larga, tan decisiva: hombres que
Nace Israel / 17

hablaban en el nombre del Dios de Israel e interpretaban los


acontecimientos del pasado, el presente y el futuro en térmi-
nos del carácter y la voluntad de Dios revelada a los hom-
bres. Pero no hubo profeta cuya influencia en la vida nacio-
nal fuese tan decisiva como Moisés, tanto que se ha dicho,
con razón, que si Moisés no hubiera existido hubiese sido
preciso inventarlo para poder comprender el curso ascenden-
te de la nación de Israel. Las plagas que afligieron a los egip-
cios inmediatamente antes de la salida de Israel de su tierra;
la retirada de las aguas del Yam Suph (Mar de los Juncos),
un brazo al norte del Golfo de Suez, que ocurrió en un mo-
mento de extrema necesidad e hizo que los israelitas pasaran
a pie cuando los perseguían muy de cerca los carros de com-
bate egipcios, que amenazaban encerrarlos entre los cerros
del norte y del sur; la columna de nube durante el día y de
fuego por la noche que les conducía a su encuentro con Dios;
los fenómenos que vieron y oyeron al acercarse a la montaña
sagrada: todo ello lo interpretó Moisés como revelaciones del
poder de su Dios para librarles y proveer a sus necesidades.
Los carros de guerra egipcios que perseguían a los israeli-
tas en su huida para cazarlos y devolverlos a Egipto se vie-
ron a t r a p a d o s por las aguas del Yam Suph al volver éstas a
sus límites normales, mientras que los israelitas, después de
manifestar su gran gozo por esta liberación, en la que queda-
ba claramente manifestado el especial cuidado de Yahvé por
ellos, siguieron su peregrinación hacia Oriente «por el cami-
no del desierto de Yam Suph», atravesando el Golfo de Aka-
ba, hasta llegar a la montaña sagrada de Horeb, también
llamada Sinaí. Aquí, cerca del lugar donde Moisés había reci-
bido su primera comisión de parte de Yahvé, el pueblo se
comprometió de la forma más solemne a guardar su alianza
con El, alianza a la que el mismo Yahvé los había conducido:
El sería su Dios (como ya lo había demostrado), y ellos se-
rían su pueblo. La base de esta alianza o pacto era una forma
primitiva de los Diez Mandamientos, o «Diez Palabras», con
las que Yahvé daba a conocer al pueblo su voluntad para con
ellos. El preámbulo de las Diez Palabras identificaba clara-
mente al Dios que expresaba su voluntad: «Yo soy Yahvé, tu
Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de sier-
vos» (4). El Dios que tal proeza había realizado por ellos, a
cuyo poder y misericordia de tal forma desplegados debían
su existencia como pueblo, bien podían aceptarlo como su

(4) Ex. 20:2.


18 / Israel y las Naciones

único Dios. Ninguno había como El entre los dioses, «magní-


fico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de
prodigios» (5). Bien podían aceptar sus condiciones de exclu-
sividad: «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (6), por-
que, ¿qué otro dios sería digno de mención en presencia de
Yahvé?
Al rendirle adoración se abstendrían de todo intento de
representar su semejanza por medio de imagen alguna; ha-
bían de pronunciar su nombre con la reverencia que se le
debía; reservarían para El el séptimo día de cada semana; y
en pensamiento, palabra y obra habían de tratarse unos a
otros como mandaba la alianza que a todos los unía. Habían
de considerarse como un pueblo santo, es decir, apartado para
Yahvé; pero Yahvé era un Dios no sólo incomparablemente
poderoso, sino también incomparablemente justo, misericor-
dioso, y fiel a la palabra dada. Por tanto, todo hombre o mu-
j e r que fuese santo para El, reservado para El, tenía que re-
producir estas mismas cualidades en su vida v su conducta.
Podemos ponerle un nombre a esta actitud; monoteísmo
práctico. Oue otros dioses —los desaparecidos dioses de los
egipcios, de los cananeos, o los de otras naciones— pudiesen
o no existir en alguna forma, no preocupó a Moisés ni a sus
seguidores: lo que les importaba era adorar a Yahvé, su Dios,
y servirle exclusivamente a El.
Siempre se ha considerado a Moisés como el primero y el
más grande de los legisladores de los israelitas. Combinaba
en su persona las funciones de profeta, sacerdote y rey. Era
juez en los pleitos, maestro en el ritualismo religioso, no sólo
en los detalles de la adoración por medio de sacrificios, sino
en muchos aspectos de la vida ordinaria también. Por mu-
chas y variadas formas, sucesivas o paralelas, en que sus le-
yes se conservaran y volvieran de vez en cuando a promul-
garse, por mucho que se ampliaran adaptándolas a las cam-
biantes condiciones de la vida, fuese en forma escrita o por
tradición oral, la ley de Israel nunca dejaría de conocerse
como la Ley de Moisés. Y había buenas razones para ello,
pues los principios básicos asentados por Moisés antes que
el pueblo quedase establecido en Canaán, siguieron siendo el
fundamento de la ley de Israel por todos los siglos venideros.
La legislación mosaica se divide, tomando como base su
estilo y su contenido, en dos grupos bien distintos. Unos que

(5) Ex. 15:11.


(6) Ex. 20:3.
Nace Israel / 19

se llaman los «juicios» de casos particulares, cuya fórmula


de presentación suele ser: «Si un hombre hiciere tal o tal
cosa, habrá de pagar tanto y cuanto». La otra forma es la de
los «estatutos», expresados de modo categórico, como: «Ha-
rás tal cosa», o bien: «No harás tal otra», o «El que hiciere
tal cosa de seguro morirá». Cuando comparamos estas leyes
del Antiguo Testamento con otros códigos legales del Cercano
Oriente, sólo encontramos paralelos con los «juicios». Por
ejemplo, ésta es la forma adoptada por las leyes de Hammu-
rabi, rey de Babilonia ( — 1728 a —1686), y otras aún más anti-
guas en aquella parte del mundo. Pero el tipo de estatutos
categóricos, con su distintivo matiz religioso, es peculiar de
Israel por más que, curiosamente, tenga afinidades con la for-
ma en que se redactaban los tratados internacionales de
aquellos tiempos, especialmente cuando se establecían entre
un estado poderoso y otro vasallo del mismo (7).
El cuerpo de esclavos indisciplinados que salió de Egipto
bajo el liderato de Moisés había de pasar una generación en
el desierto antes que pudiera dársele categoría de nación para
invadir la tierra de Canaán en son de conquistadores y colo-
nizadores. Algunos intentaron una incursión en el Neguev al
año de su salida de Egipto, pero el rechazo y el castigo fueron
tan duros, que no les quedaron ganas de intentarlo de nuevo.
Gran parte del tiempo transcurrido entre los solemnes aconte-
cimientos del Sinaí y la entrada masiva en Canaán lo pasaron
los israelitas en el oasis de Cades, al sur del Neguev. Este
lugar era también conocido por el nombre de En-mispat, «la
fuente del juicio», que bien puede guardar en sí la tradición
de que en este lugar se pronunciaban las sentencias cuando
los israelitas le sometían sus diferencias a Moisés y sus ase-
sores. En cuanto al nombre de Cades, que significa santua-
rio, su forma más completa de Cades-barnea lo distingue de
otros santuarios. Esto sugiere que incluso antes de su asenta-
miento en Canaán, los israelitas consistían en un número de
tribus parcialmente unidas por una raíz común, pero mucho
más por su común participación en la alianza con Yahvé. El
símbolo externo y visible de su unidad en la alianza era el
arca sagrada o arca del testimonio, construida por Moisés v
guardada en la tienda-templo. Las tribus así unidas consti-
tuían lo que en la historia griega se denomina una anfictionía,

(7) Ver G. E. Mendelhall, Law and Covenant in Israel and the


Andent Near East (1955). (La Ley y el Pacto en Israel y el Antiguo
Oriente Próximo.)
20 / Israel y las Naciones

un grupo de tribus o estados que compartían un santuario


común que era el centro focal de su federación. La tienda-
templo era adecuada p a r a el transporte, muy conveniente para
una comunidad que prácticamente vivía en marcha. Otros gru-
pos podían e n t r a r en el compromiso del pacto con Dios: es-
pecialmente sabemos de comunidades nómadas del Ne°:uev,
como los céneos (a la que pertenecía la mujer de Moisés), los
ceneceos y los jerameelitas, que entonces, o más tarde, se
aliaron con los miembros de la tribu de Judá y parece que más
tarde aún se incorporaron en gran escala a esta tribu. Intima-
mente relacionados con estas tribus nómadas había otra, la
de los amalecitas, que estuvieron en guerra con Israel duran-
te generaciones, lo que se explicaría fácilmente si existiera
entre ellos una ruptura de la alianza. La alianza con estos gru-
pos nómadas ero muv distinta de la habida con la población
fija de Canaán, principalmente agrícola, con su rito de la fe-
cundidad, tan seductor y amenazante para los aspectos bási-
cos de la pura adoración a Yahvé aprendida por Israel en el
desierto. Antes de que entrasen en Canaán ya se les había
prohibido a los israelitas, de la forma más estricta, hacer
causa común con sus habitantes.
Hubo algunas infiltraciones desde el sur al Neguev central
territorio con el que Judá había tenido previamente alguna
conexión. Pero la ruta seguida por el cuerpo principal al salir
de Cades era la que conducía al sur y al este del Mar Muerto,
bordeando los territorios de sus parientes de Edom, Moab y
Ammón, quienes se habían organizado recientemente como
reinos estables. Aunque no intentaron ataque alguno contra
estos grupos de su mismo origen, los israelitas se portaron
de muy distinta forma con otros dos reinos que caían más al
norte, en TransJordania —los reinos amoritas de Sehón y
Hesbón. y su vecino por la parte norte, Og de Basan—. En-
traron en los territorios de Sehón y de Og en calidad de inva-
sores hostiles, desbordaron a sus tropas y ocuparon sus terri-
torios, que llegaron a constituir la herencia tribal de Rubén,
Gad y la mitad oriental de Manases. Por lo menos una parte
de la comunidad israelita adoptó así una forma de vida de
colonos agrícolas antes de cruzar el Jordán, y cuando se dice
que Moisés les dio allí, en Trans Jordania, en forma codificada,
los juicios y estatutos que habían de observar en su nuevo
habitat, aquellos que implican una vida agrícola no hay razón
para considerarlos anacrónicos.
Allí, en TransJordania, murió Moisés después de haber co-
misionado a su ayudante de campo, Josué, de la tribu de
Nace Israel / 21

Efraín, para que le sucediese y condujera al pueblo hasta


e n t r a r en Canaán propiamente dicho. Josué los condujo a tra-
vés del Jordán en circunstancias que quedaron impresas en
la memoria nacional, j u n t a m e n t e con su salida de Egipto. Si,
cuando Israel salió de Egipto, «el mar lo vio, y huyó», como
escribiera posteriormente un poeta, cuando entraron en Ca-
naán «el J o r d á n se volvió atrás» (8). El testimonio del Antiguo
Testamento atribuye el que el río se secara a un corrimiento
de tierras en Adam, al lado de Saretán (actualmente Ed-Da-
miyeh), unos 25 kilómetros al norte del lugar donde el Jordán
desemboca en el Mar Muerto; pero el hecho de que ocurriera
precisamente en el momento oportuno para que Israel pasara
a pie enjuto fue suficiente evidencia de que el Dios de sus pa-
dres, que los había sacado sanos y salvos de Egipto, estaba
de igual forma abriéndoles las puertas de Canaán. El derrum-
bamiento de los muros de la ciudadcla de Jericó, unos tres
kilómetros al oeste del lugar por donde habían cruzado el río,
obedeció sin duda al mismo movimiento sísmico que el co-
rrimiento de tierras que cortara el río; para los israelitas era
una confirmación más del poder de Dios, que los dirigía. Je-
ricó, derribados sus muros, quedó indefensa ante ellos; como
primicias de sus conquistas en Canaán, la 'dedicaron' solem-
nemente a Yahvé con todo lo que contenía. La riqueza metá-
lica —hierro, bronce, plata y oro— de la ciudadela se apartó
para el servicio del santuario de Yahvé; el resto fue consu-
mido en un gigantesco holocausto (9). Esta 'dedicación' de
Jericó, juntamente con el solemne ritual que precedió al asal-
to, según lo hallamos en el libro de Josué, indica que los is-
raelitas se habían comprometido en una guerra santa; las
acciones bélicas en que tomaron parte, tanto al este como al
oeste del Jordán, recibieron el nombre de «guerras de Yahvé»,
y como tales están celebradas en cánticos sagrados.
Desde Jericó presionaron hacia el interior del país, toman-
do fortaleza tras fortaleza, porque las noticias de la caída de
Jericó habían llenado de terror el corazón de muchas guarní
ciones cananeas. En otro tiempo Canaán le hubiera pedido
auxilio a Egipto, pero éste iba debilitándose rápidamente y
le era imposible ejercer el control que en días pasados había

(8) Salmo 114:3.


(9) La destrucción de la Jericó de la Era de Bronce tardía es muy
difícil de fechar arqueológicamente debido a la considerable erosión
del lugar a lo largo de los cuatrocientos años transcurridos antes de
la construcción de la Jericó de la Era de Hierro (1 Reyes 16:34).
Ver K. M. Kenyon, Archaeology in the Holy Latid (1960), págs. 209 y sig.
22 / Israel y las Naciones

tenido sobre la parte central de Canaán. Sólo a lo largo de


la franja costera occidental, llegando por el norte hasta el
paso de Meguido, tenía Egipto todavía el control, en cierta
medida, e incluso allí la colonia filistea de la costa mediterrá-
nea había de formar muy pronto una b a r r e r a contra la exten-
sión del poderío egipcio.
Una coalición de cinco gobernadores militares de ciudade-
las canaanitas intentaron oponerse al giro de los israelitas
hacia el sur desde Gibeón y las otras ciudades de la tetrápolis
hevea de las colinas centrales, que se habían sometido a ellos
como subditos-aliados; pero los israelitas derrotaron plena-
mente a esta coalición, dejando franco el camino hacia el sur.
No podían operar en los llanos y los valles, donde los carros
de guerra de las fortalezas cananeas eran formidables, dema-
siado fuertes para ellos. Pero pronto dominaron y ocuparon
los cerros del centro y del sur, así como las montañas galileas,
al norte del Llano de Jezreel. El golpe decisivo en la conquis-
ta del norte fue el asalto a la ciudad de Hazor. «que había
sido antes cabeza de todos estos reinos» (10). Hazor no es
más que uno de los varios lugares alumbrados por las exca-
vaciones arqueológicas de años recientes, ocupados por ciuda-
delas que cayeron poco antes de —1200, para ser reconstrui-
das algunas décadas más tarde con muros más endebles y un
nivel de cultura material más bajo.
Las tribus que se asentaron en el norte quedaron separa-
das de sus compañeras del Canaán central por una cadena
de posiciones fortificadas tendida a lo largo del Llano de Jez-
reel desde la costa mediterránea hasta el Jordán. Las tribus
centrales, a su vez, estaban cortadas de una forma incluso
más impenetrable de todo contacto con Judá, que se hallaba
algo más al sur, por la fortaleza de Jerusalén, que continuó
siendo un enclave cananeo durante otros dos siglos.
En una ocasión muy notable, los bloques del centro y del
norte unieron sus fuerzas en un levantamiento contra los go-
bernadores militares del Llano de Jezreel (11), que de forma
progresiva los estaban reduciendo a servidumbre. Este levan-
tamiento unido fue coronado por el éxito en la Batalla de
Cisón hacia el año —1125, cuando una lluvia repentina anegó
el lecho del torrente donde se hallaban los carros y los caba-
llos de los cananeos, poniéndolos fuera de combate. Los israe-
litas, con sus armas ligeras, descendieron del monte sobre

(10) Josué 11:10.


(11) Encabezado por Sísera (ver pág. 25).
Nace Israel / 23

ellos y los derrotaron plenamente. El ímpetu de la acción


unificada no surgió en esta ocasión del comandante en jefe
israelita, Barac, sino de la profetisa Débora, a quien iban a
buscar los hombres de su tribu al lugar escondido donde ha-
bitaba en los montes de Efraín, para que se pronunciara en
juicio sobre sus querellas. Por instigación suya se hizo circu-
lar rápidamente el mensaje entre todas las tribus llamándolas
a concentrarse para esta guerra santa —«al socorro de Yahvé
contra los fuertes»—, como se nos dice en el antiguo cántico
de triunfo que celebró la victoria, conservado en «Jueces», ca-
pítulo 5. Se hacen en él reproches a las tribus que no respon-
dieron, pero nada se dice en cuanto al envío del mensaje a
Judá, porque estaba completamente cortado de las comunica-
ciones con las tribus del centro y norte.
Cuando las tribus de Israel recordaban su alianza en oca-
siones como ésta, su fuerza unida hacía que pudiesen recha-
zar a sus enemigos. Pero tales acciones unidas, aunque fuesen
de modesta escala, eran raras entre ellos. Cuando el peligro
que les hacía clamar al Dios del pacto dejaba de acuciarles,
tenían una fuerte tendencia a volver a conformarse con el
modo de vida canaanita, a los casamientos mixtos entre ellos,
a imitar sus ritos de la fecundidad para conseguir lluvias a
tiempo y buenas cosechas, y a pensar en Yahvé como otro
Baal o dios de la fertilidad en lugar de como el Dios que los
había libertado de Egipto y les había revelado su naturaleza
y su voluntad en el desierto. El pacto que los unía con sus
hermanos israelitas se debilitaba, y se convertían en presa
fácil para sus enemigos. No eran sólo las ciudades canaanitas
de su tierra las que intentaban reducirlos a servidumbre,
sino que de vez en cuando sufrían incursiones de más allá del
Jordán, de sus propios parientes de Moab, Ammón y Edom,
y otras más desastrosas de los beduinos de otras partes más
remotas de Arabia, quienes, montados en sus camellos, arra-
saban los campos año tras año en el tiempo de la cosecha,
privándolos de ella. Estos «midianitas» o «ismaelitas», como
se les llama en el relato bíblico, les hubieran hecho la vid i
imposible si no les hubiera derrotado un líder de la tribu d -
Manases llamado Gedeón, que condujo contra ellos a una pe-
queña banda muy móvil, tomándolos por sorpresa, y los per-
siguió hasta el otro lado del Jordán, infligiéndoles un durísi-
mo castigo. Las tribus, agradecidas, invitaron a Gedeón a con-
vertirse en su rey y trataron de fundar con él una monarquía
hereditaria, pero él rechazó la propuesta porque, a su juicio,
una monarquía de este tipo, igual que las que gobernaban a
24 / Israel y las Naciones

sus vecinos no israelitas, estaba muy lejos de los ideales que


habían aprendido en el desierto. Sólo Yahvé había de ser re-
conocido por Rey en Israel; que El utilizara como agentes,
no a una familia en particular, sino al hombre que de vez en
cuando El mismo eligiese y dotase con poderes especiales
para regir al pueblo y defender su causa (12).
Debido al número de tales personas «carismáticas» que se
levantaron en Israel durante esta época y volvieron al pueblo
descarriado a su lealtad a Yahvé, y lo condujeron a la victoria
sobre sus enemigos, todo este período se conoce con el nom-
bre de los «jueces».
Uno de los hijos de Gedeón, Abimelec, no compartía los
escrúpulos de su padre sobre el trono. (Este, sin embargo,
era hijo de una mujer canaanita y lo habían criado sus pa-
rientes en Siquem.) Muerto el padre, intentó Abimelec suce-
derle en el poder, empezando por exterminar a la mayoría
de los demás miembros de la familia de Gedeón. Durante tres
años reinó desde Siquem, pero su reino no fue más alia del
Manases occidental. Sus subditos se cansaron p r o n t o de él,
y encontró la muerte en el intento de sofocar una subleva-
ción.

(12) Se ha sugerido, no obstante, que la respuesta negativa de Ge-


deón era una velada aceptación de su propuesta.
2
LOS FILISTEOS Y LA
MONARQUÍA HEBREA
(c. 1100—1010 a.C.)
La situación que finalmente condujo al establecimiento de
una monarquía hereditaria en Israel la produjeron invasores
foráneos. La caída de los imperios micénico e hitita hacia el
final del siglo XIII antes de Cristo desarraigó a muchas gen-
tes de las tierras egeas y los envió a buscarse la forma de
existencia por el Mediterráneo oriental, donde intentaron con-
quistar nuevos hogares. Uno de estos grupos era el de los
llamados filisteos, procedentes del sudoeste de Asia Menor.
Algunos filisteos se asentaron en Creta; otros intentaron des-
embarcar en las costas egipcias y, al ser rechazados, nave-
garon hacia el este y desembarcaron en las costas mediterrá-
neas de Canaán, donde lograron asentarse. Se organizaron en
cinco ciudades: Asdod, Ascalón, Ecrón, Gat y Gaza —antiguas
ciudades canaanitas—, poniendo cada ciudad-estado bajo el
mando de un gobernador, al que llamaban en su propia len-
gua un seren (palabra egea emparentada con la griega tyran-
nos). Los filisteos tomaron por mujeres a las canaanitas de
su zona y pronto adoptaron el idioma y la religión canaanitas.
Eran buenos estrategas, y una vez establecidos en aquella
pentápolis, empezaron a extender su control sobre el resto
de Canaán. No tardaron en e n t r a r en contacto con los israe-
litas. que militarmente eran muy inferiores a ellos. Aunque
los israelitas habían entrado en Canaán algún tiempo después
del comienzo de la Edad de Hierro, iban muy despacio en la
asimilación de las ventajas de tal Edad. Sísera (1) podía per-
mitirse tener novecientos carros calzados de hierro, pero las
fuerzas tribales que le vencieron ni siquiera habían pensado
en crear un a r m a semejante para sí. Aparte de los problemas
técnicos y de organización que la adopción de un arma nueva
implicaba, hemos de tener en cuenta que los carros de com-
bate requerían el empleo de numerosos caballos, y el caballo,

(1) En la batalla de Cisón (pág. 22).


26 / Israel y las Naciones

por razones que más adelante veremos (2), fue un animal ex-
traño para los israelitas hasta el reinado de Salomón.
Los filisteos, por el contrario, habían dominado el arte de
trabajar el hierro, y al comenzar a afirmar su soberanía y
superioridad sobre los israelitas se cuidaron bien de reservar-
se el monopolio de este metal. Cuando los israelitas comen-
zaron a utilizar implementos agrícolas de hierro, los filisteos
insistieron en que habían de ir a los herreros filisteos para
que se los afilasen. Se daban cuenta de que si permitían que
los herreros ejercieran su oficio entre los israelitas, podrían
forjar no sólo instrumentos para la agricultura, sino también
armas para la guerra, que se volverían contra los gobernan-
tes. Poco a poco los filisteos extendieron su poderío a lo largo
de todas las líneas de comunicación de aquel territorio, pe-
netrando hasta el extremo oriental del Llano de Jezreel. Aun-
que convirtieron a los israelitas en tributarios, su dominación
no fue exageradamente opresiva. Desde luego, no pusieron en
peligro la existencia misma del pueblo, como lo hacían los
midianitas con sus incursiones en tiempos de Gedeón. Algunos
de los israelitas se conformaban con vivir en paz bajo la do-
minación filistea, como se ve claramente en la historia de
Sansón, y se quejaban de los ataques de éste contra ellos
porque atraían sus iras no sólo contra él, sino también con-
tra todos sus hermanos de raza.
Pero si la mera existencia de los israelitas no se veía ame-
nazada por el dominio filisteo, la supervivencia nacional sí lo
estaba. El centro de la vida nacional se encontraba en aque-
llos tiempos en Silo, santuario de Efraín donde se albergaba
el arca de la alianza de modo más permanente que en el ta-
bernáculo de los días del desierto, y donde se adoraba al Dios
de Israel como «Yahvé de los Ejércitos». La familia sacerdo-
tal que estaba a cargo del santuario de Silo podía seguir su
genealogía hasta Aarón, hermano de Moisés, que había sido
sumo sacerdote del tabernáculo de la peregrinación. El últi-
mo de los sumos sacerdotes de Silo, Elí, tenía más obligacio-
nes que las meramente sacerdotales: como sacerdote del san-
tuario conciliar, actuaba como juez en asuntos intertribales.
En sus días, las tribus de Israel, empeñadas en resistirse a
una mayor servidumbre bajo los filisteos, levantaron contra
ellos la bandera de la insurrección, reuniéndose primero en
Silo, seguramente para recibir la bendición sacerdotal sobre
su empresa. Pero no tuvieron éxito en ella y decidieron que

(2) Ver pág. 39.


Los Filisteos y la Monarquía Hebrea / 27

habían de llevar consigo el arca sagrada misma, como testi-


monio de la presencia del Dios de Israel, para que fuera de-
lante de ellos contra el enemigo y les diese el triunfo, pues
los filisteos eran enemigos de Yahvé. Mas la presencia del
arca tampoco les dio el triunfo, y su derrota fue incluso ma-
yor que antes, en la batalla de Afee, a unos dieciocho kilóme-
tros de Jope. Los hijos de Elí, que cuidaban del arca al guiar
a Israel a la batalla, murieron a manos enemigas, y lo que
era peor, el arca fue apresada por el enemigo. Tan desastro-
sas nuevas, llevadas a Elí, que se había quedado en Silo, cau-
saron la muerte del anciano sacerdote. Los filisteos destruye-
ron el santuario de Silo, acontecimiento que, según han com-
probado las investigaciones danesas por trabajos arqueológi-
cos en el lugar de los hechos, ocurrió hacia el año —1050.
Se rompió el lazo que unía entre sí a las tribus de Israel:
ya no tenían un santuario central común; la línea sacerdotal
se había truncado si no contaban a los nietos de Elí, que aún
eran niños; el símbolo mismo de la presencia de Yahvé entre
su pueblo se encontraba en manos extranjeras. El triunfo de
los filisteos había sido rotundo, y parecía como si la gloria
de Israel y su identidad nacional hubieran huido de ellos
para siempre.
Si no fue así, se debe al carácter y al genio emprendedor
de un hombre: Samuel. Los historiadores no han solido darle
a Samuel todo el mérito que tiene, pues su nombre merece
figurar en los anales de Israel al lado de los de Moisés, Josué
y David. Samuel era natural de la región de Rama, en el te-
rritorio de la tribu de Efraín. Desde la niñez se había criado
en Silo, cuyo santuario atendía bajo las órdenes de Elí. Aun
antes de la caída de Silo había dado evidencias de su don
profético, y cuando ocurrió el desastre demostró su gran va-
lía emprendiendo la dificilísima tarea de volver a levantar la
deshecha moral del pueblo. Les demostró que aunque el arca
sagrada estuviera en manos de los filisteos, su Dios estaba
aún en medio de ellos, y en realidad, cuando los filisteos de-
volvieron al poco tiempo el arca al territorio israelita, la
guardaron simplemente en una casa de Quiriat-jearim, en la
frontera entre Judá y Benjamín, durante toda la vida de Sa-
muel y algunos años más. Las funciones de juez de las tribus
que Elí había desarrollado en Silo no podían continuarse ya
en el mismo lugar, pero Samuel se encargó de ellas haciendo
anualmente un circuito por los antiguos santuarios de Mizpa,
en las montañas centrales (que de alguna forma servían de
nuevo lugar común de reunión), Gilgal y Betel, así como en
i

I
28 / Israel y las Naciones

su propia casa de Rama, para pronunciar su veredicto en los


casos que se le sometieran. Y aunque no pertenecía a la fami-
lia sacerdotal, se hizo cargo de los deberes sacerdotales con
general aceptación.
En Mizpa, Gilgal y Betel existían antiguos altares en los
que podían ofrecerse sacrificios, y Samuel levantó otro en
Rama para el mismo fin. El santuario central, digamos, se
había descentralizado, pero un solo hombre, bajo la dirección
de Dios, servía de p u n t o focal a la vida comunitaria del pue-
blo de Israel como nación. Con razón se ha descrito a Samuel
como «el hombre de Dios en la emergencia».
Bajo su dirección, Israel volvió a su antigua lealtad al pac-
to de la alianza con Yahvé, y con el retorno de la antigua fe
vino el resurgimiento del espíritu nacional: salieron de nuevo
contra los filisteos y en el mismo campo donde años atrás
habían sufrido la más aplastante derrota, vencieron y persi-
guieron a sus enemigos, de tal suerte que, durante muchos
años, éstos dejaron en paz la región de las montañas cen-
trales.
Pero Samuel envejeció y surgió la cuestión de quién toma-
ría su lugar. Tenía dos hijos, que juzgaban como delegados
suyos, pero no mostraban la estricta imparcialidad del padre
y se sospechaba del desinterés de su justicia. El pueblo no
quería que éstos les juzgasen cuando ya Samuel no pudiera
ejercer sus funciones. El antiguo deseo de tener una monar-
quía hereditaria, expresado ya en días de Gedeón, se voceó
de nuevo con más insistencia. Pero la monarquía hereditaria
introduciría un principio que haría cambiar el carácter del
gobierno de Israel. Hasta aquí habían gobernado jueces ca-
rismáticos que Dios había levantado de esta o la otra tribu
según su soberana voluntad; el principio de herencia signifi-
caba que los soberanos del futuro no tendrían dones espiri-
tuales especiales, al menos no necesariamente, como los que
habían caracterizado a Samuel y a sus predecesores, sino que
se asemejarían a los reyes de los pueblos vecinos. Pero si
querían rey, sólo había un hombre que pudiera dárselo, y
éste era Samuel. Samuel discutió con ellos arguyendo que su
petición indicaba una falta de fe en Yahvé, su verdadero Rey,
que nunca había dejado de darles un campeón elegido por
El, cuando lo habían necesitado. Al insistir los peticionarios,
se sometió a su demanda, y les n o m b r ó por rey a Saúl, de
Gabaa, de la tribu de Benjamín, que tal vez Samuel hubiera
elegido algún tiempo antes para comandante de las tropas
bajo su dirección. Pero Saúl procedía de una familia desco-
Los Filisteos y la Monarquía Hebrea / 29

nocida, y muchos lo despreciaron a pesar de su impresionan-


te estatura. Esta actitud cambió cuando llegó un mensaje
pidiendo ayuda desde la otra parte del Jordán, remitido por
los hombres de Jabes-Galaad, íntimamente relacionados con
la tribu propia de Saúl, la de Benjamín, que se veían amena-
zados por el rey ammonita con una deshonrosa esclavitud.
La petición de socorro le llegó a Saúl cuando se encontraba
en su casa de campo de Gabaa, y sin pérdida de momento
envió un llamamiento urgente para la acción unida de todas
las tribus, llegando a tiempo a Jabes-Galaad para prestar
eficaz auxilio en un tiempo asombrosamente breve. La ener-
gía demostrada en esta ocasión impresionó al pueblo de tal
forma, que éste se unió en Mizpa para aclamarle rey elegido
por Dios. Y no sólo esto, sino que la aprobación de Yahvé
les pareció manifiesta cuando Saúl, de improviso, dio prueba
del don de profecía y entró así en la sucesión de líderes ca-
rismáticos de Israel. Samuel no había abdicado en modo al-
guno de su autoridad, que era de carácter esencialmente mo-
ral y religioso; si Saúl se conformaba con ser rey, es decir,
juez y líder militar, bajo la dirección del anciano, la combi-
nación podía resultar un feliz hallazgo para Israel, y la deci-
sión de instaurar la monarquía podía parecer justificada. Sin
embargo, esto no resultaría así.
La amenaza ammonita le había dado a Saúl ocasión pro-
picia para demostrar sus cualidades de rey, pero era la do-
minación filistea la que había motivado principalmente la ins-
tauración de la monarquía, y contra los filisteos tendrían que
d e m o s t r a r los dos primeros reyes de Israel su verdadera va-
lía. Los filisteos no eran, como los ammonitas, parientes más
o menos lejanos de los israelitas, con una forma de vida más
o menos semejante a la suya, sino que eran herederos de la
antigua civilización del Egeo. Sus principales edificios y tem-
plos (como el de Gaza, que Sansón derribara sobre sí mis-
mo) los construían de acuerdo con modelos egeos; sus prin-
cipales guerreros, como Goliat de Gat, se asemejaban a los
héroes homéricos. No era asunto leve oponerse a la domina-
ción de señores poderosos como éstos. Pero lo hicieron por
el mero hecho de elegirse un rey, pues los filisteos sabían lo
que tal nombramiento significaba, y qué tenían que hacer
ellos en contrapartida. Mas Jonatán, el intrépido príncipe he-
redero, derivó las iras filisteas hacia su persona al m a t a r a!
prefecto de los filisteos en Geba, no lejos de la casa de su
p a d r e en Gabaa. Este acto provocó un ataque de castigo rea-
lizado por una banda filistea que se estableció en Micmas en
30 / Israel y las Naciones

un punto que les permitió cortar la comunicación entre


Efraín y Benjamín para proceder más eficazmente a la des-
trucción de la fuerza rebelde. Los seguidores de Saúl, una
tropa de voluntarios campesinos, vieron con desmayo la ven-
ganza que su levantamiento había de traer sobre ellos, y em-
pezaron a desmoronarse. El resto quedaría pronto indefenso
ante los filisteos. Pero Jonatán, que se consideraba causante
principal de la crítica situación, la resolvió con el atrevido
golpe de un comando. Sin más compañía que la de su escu-
dero o paje de armas, ascendió a la roca de Micmas por la
parte más escarpada, y cuando la guarnición filistea, pensan-
do que una importante banda israelita había venido al ataque,
salió a su encuentro, Jonatán y su escudero se apostaron en
un lugar estrecho, donde sólo podían pasar uno a uno, y ma-
taron a los que se habían adelantado a la defensa. Cundió el
pánico en el resto de la guarnición filistea, imaginando que
tenían delante a un numeroso enemigo. Los observadores de
Saúl, mirando desde el norte de Gabaa hacia Micmas, vieron
el revuelo causado, y cuando el rey consultó el oráculo sa-
grado y el sacerdote respondió que el momento era propicio
para el ataque, condujo su ejército contra los filisteos en
huida y les infligió una gran matanza. El territorio centra!
quedó una vez más libre de la invasión filistea y por algún
tiempo el mando de Saúl se estableció firmemente en Israel
Central. Otros enemigos que se habían aprovechado de la do-
minación filistea para adentrarse en territorio israelita desde
distintas direcciones fueron desalojados, y Saúl alcanzó su
más elevado pináculo de poder y éxito.
Pero la tragedia que estropeó más y más la última p a r t e
del reinado de Saúl ya había empezado a desarrollarse. En
sus primeras campañas contra los filisteos, cuando Saúl re-
unió sus tropas en el santuario de Gilgal para recibir la ben-
dición divina por medio de Samuel antes de comenzar la gue-
rra santa, Samuel tardó en llegar, y Saúl, en evitación de que
el ejército se dispersara, se atrevió a oficiar por sí mismo los
sagrados ritos. Esta intromisión en las prerrogativas sacer-
dotales de Samuel fue el principio de un alejamiento progre-
sivo entre ambos. Alejamiento que se agudizó cuando Samuel
le llevó al rey una comunicación divina que le ordenaba en-
t r a r en el Neguev y terminar con los enemigos ancestrales de
Israel, los amalecitas, y Saúl no «dedicó» a Yahvé toda la
comunidad enemiga. El que Saúl salvara al rey amalecita Agag
no puede atribuirse a los sentimientos humanitarios del ven-
cedor, que no había dudado en pasar por las armas al resto
Los Filisteos y la Monarquía Hebrea / 31

de la comunidad que eran mucho menos culpables que Agag;


puede haberse debido a ideas propias de Saúl sobre el trato
que debe dársele a un rey —como lo era él mismo— en casos
semejantes. Samuel mató a Agag con sus propias manos, y ase-
guró a Saúl que no merecía ostentar la corona y que Yahvé
le había rechazado.
La tragedia de Saúl es que era un hombre sinceramente
religioso, profundamente preocupado por hacer la voluntad
de Yahvé, y el anuncio de que Yahvé le había rechazado se
apoderó de su mente con mucha más fuerza que si no hubie-
ra sido tan religioso. Se convirtió en víctima de la melancolía
y de la manía persecutoria, y necesitó el tratamiento sedante
de la música para tranquilizar su alterado espíritu. Por este
motivo llegó a conocer al joven que, sin él saberlo, Samuel
había ungido para sucederle en el trono, pues David, miem-
bro de una familia de Betlehén de Judá, era diestro en tocar
el arpa.
David no sólo tocaba bien el arpa, sino que era además
un buen guerrero, y sus proezas con los filisteos cuando éstos
reanudaron su intromisión en el territorio de Saúl le lleva-
ron al puesto de comandante del ejército real, y a casarse con
una de las hijas de Saúl. Pero su mismo éxito le convirtió en
blanco de las iras y las sospechas de Saúl, cuya exaltada men-
te tal vez intuyera que Samuel había puesto los ojos en David
para que le sucediera. Esta situación era tanto más amarga
cuanto que el príncipe heredero, Jonatán, y David habían
trabado una entrañable amistad. Mas el encanto personal de
David era tal que se ganaba incluso al propio Saúl, quien en
sus momentos de mayor lucidez se dirigía a él en términos
de caluroso afecto.
Vez tras vez, sin embargo, la sospecha volvía al corazón
del rey, que rompía en amenazas de muerte y en súbitos ata-
ques contra David, hasta que éste hubo de refugiarse en el
desierto de Judá. Allí se hizo el líder de una banda de descon-
tentos y fugitivos de la justicia, con los que consiguió formar
una fuerza de lucha de primera clase que le profesaba tal fi-
delidad que, llegado el caso, estaban dispuestos a morir por
él. En realidad, el nombre de David (3) pueden habérselo dado
sus camaradas como indicativo de tal afecto; se ha pensado

(3) El significado más probable de David es «amado»; una opinión


muy extendida, basada en la evidencia de antiguas inscripciones babi-
lónicas de Mari, en el Eúfrates Medio, que significaba «líder», se con-
sidera ahora dudosa.
32 / Israel y las Naciones

que su nombre personal era Elhanán (4). Un punto muy po-


sitivo para el prestigio de David y su causa fue la llegada de
Abiatar, joven sacerdote huido del santuario de Nob, cerca
de Jerusalén, cuando toda la familia sacerdotal que allí esta-
ba fue eliminada por orden de Saúl porque habían dado ayu-
da y consuelo a David en su huida de la corte. Abiatar era
bisnieto de Elí, último sacerdote del santuario de Silo, y tra-
jo consigo el «efod» intertribai, que era el medio para con-
sultar la voluntad de Dios.
Varios de los hombres que se sumaron a David en el retiro
del desierto, en la cueva de Adulam, ocuparon luego altos
cargos en su reino, como Joab, que llegó a ser Jefe del ejér-
cito, y Benaías, que fue capitán de la guardia personal del rey.
Saúl vio en la banda de seguidores de David una fuerza
rival de su propio ejército, y decidió que no había lugar en el
reino para dos formaciones militares. Por tanto, aprovechó
una tregua en las operaciones del frente filisteo para b a r r e r
el desierto de Judá hasta que David se dio cuenta que no
quedaba allí sitio para él y sus hombres. Entonces cruzó la
frontera con los filisteos y se ofreció como mercenario, con
su banda, a Aquis, gobernador o rey de la ciudad filistea de
Gat. Aquis, que recordaba las proezas de David cuando con-
ducía el ejército de Saúl contra los filisteos, aceptó gustoso
tenerlo de su parte y convirtió la banda de David en su guar-
dia personal.
Saúl, habiendo declarado a David expulsado de Judá y
habiendo puesto, por tanto, la mayor parte del sur de su rei-
no bajo su propio control, planeó a t r a e r también a las tribus
del norte a la unidad de Israel. Se hallaban al norte del Llano
de Jezreel, dominado por los filisteos. Para establecer una so-
beranía eficaz sobre estas tribus era indispensable una acción
decisiva contra los filisteos, y al prepararse éstos para la ba-
talla corrieron entre ellos rumores contra la presencia de
David y los suyos en sus filas. Los otros jefes filisteos le hi-
cieron ver a Aquis que si David deseaba reconciliarse con su
legítimo soberano, se le ofrecía para ello una magnífica opor-
tunidad —no tenía más que, en el curso de la batalla que se
avecinaba, pasarse al enemigo, con grave perjuicio para las
fuerzas filisteas en las que ocupaba un puesto clave—. Sus sos-
pechas eran lógicas y podían haber estado bien fundadas a
pesar de la plena confianza de Aquis, quien se vio forzado a

(4) En II Samuel 21:19 el que mata a Goliat, el gigante filisteo de


Gat (ver I Sam. 17:4 y sig.), se llama Elhanán.
Los Filisteos y la Monarquía Hebrea / 33

despedir a David, conduciendo éste sus hombres de regreso


a Siclag, lugar que Aquis le había asignado para él y su banda
al ser de Judá, a esperar noticias. Los israelitas habían per-
dido la batalla en el Monte Gilboa; Saúl, con Jonatán y otros
dos hijos, habían caído en ella, y los filisteos habían confirma-
do su poderío sobre todo el territorio de Israel ( — 1010 apro-
ximadamente).
3
EL REINADO DE DAVID
(c. 1010—970 a.C.)
Algunos de los seguidores de Saúl lograron escapar a
TransJordania y allí proclamaron rey en lugar de su padre
a Is-boset, único hijo superviviente de Saúl. Is-boset perma-
neció al este del Jordán, estableciendo su corte en Maha-
naim; no había lugar para un rey de Israel independiente
al oeste del río. En Judá, sin embargo, proclamaron un nue-
vo rey. David, tras consultar el oráculo de Yahvé, partió de
Siclag hacia Hebrón, antigua ciudad en el territorio de Judá,
y sus hermanos de tribu le enviaron allá una delegación y lo
aclamaron rey de Judá. ¿De qué servía un distante e ineficaz
regidor al otro lado del Jordán, benjamita de nacimiento,
comparado con su propio héroe de Judá, su David?
Los filisteos toleraron que David asumiese esta nueva
dignidad. Seguía siendo su vasallo, y en todo caso el hecho
de que los de Judá le hicieran su rey significaba que las tri-
bus estaban divididas entre sí. Una política de «divide y ven-
cerás» les parecía a los filisteos la mejor por el momento.
Los acontecimientos parecían hacerles el juego aún mejor
cuando se entabló lucha entre los seguidores de David y los
de Is-boset. El comandante del ejército de Is-boset era su
tío Abner. En uno de los encuentros entre los dos bandos
Abner mató a un hermano de Joab. Poco tiempo después
Abner se ofendió por una reprensión extemporánea de parte
de Is-boset, y abandonó a su sobrino y rey, pasándose con
una partida de sus hombres al bando de David. David lo re-
cibió con gozo porque esta defección era señal de que otros
muchos israelitas seguirían su ejemplo. Sin embargo, tan
pronto como pudo, Joab aprovechó una oportunidad para
vengar la muerte de su hermano, asesinando a Abner. Dis-
gustado, David procuró que quedase bien claro que él no
tenía nada que ver con la traición de Joab, siguiendo a la
comitiva fúnebre de Abner como su principal doliente.
Con la defección de Abner, la causa de Is-boset estaba
El Reinado de David / 35

irremediablemente perdida. Dos de sus oficiales, al darse


cuenta de ello, decidieron aprovechar la situación en benefi-
cio propio, asesinando al rey y llevándole su cabeza a David
a Hebrón, con la esperanza de una buena recompensa. Lo
que recibieron fue la muerte ignominiosa que merecían p o r
su perfidia. Pero la muerte de Is-boset aceleró la inevitable
conclusión hacia la que habían estado apuntando los últimos
acontecimientos. Las demás tribus de Israel, al quedarse des-
provistas de líder, enviaron delegados a David, a quien re-
cordaban como su amado comandante durante el reinado de
Saúl, y le ungieron rey de todo Israel. La ceremonia de la
unción fue acompañada de un pacto en el que tanto el rey
como el pueblo se comprometían a obligaciones mutuas. El
rey de Israel no era monarca absolutista, a pesar de la sacro-
santa unción de su persona, sino que estaba obligado p o r el
pacto a su pueblo, como el pueblo le estaba obligado a él.
Los filisteos tenían que contar ahora con una situación en
Israel que había girado de forma desagradable para ellos.
Las tribus habían vuelto a reunirse bajo un solo jefe, y éste
no era un hombre de paja. Ya no podían contar con David
como vasallo sumiso y buen pagador de tributos: era nece-
sario someterlo al momento. Salieron contra él. David se re-
tiró a su antigua base de la cueva de Adulam, desde la que
les hizo a los filisteos un ataque por sorpresa cuando se diri-
gían a Hebrón, derrotándolos en Baal-perazim, en el valle de
Refaim, al sur de Jerusalén. Les infligió una segunda derrota
en la misma zona, obligándolos a salir del territorio de Judá
y rompiendo su dominio sobre el territorio de Israel de tal
forma que nunca volvieron a recuperarlo.
La antigua ciudadela de Jerusalén seguía siendo un encla-
ve canaanita en la frontera sur del territorio de la tribu de
Benjamín, entre las dos partes que formaban el reino de
David, Israel y Judá. Originalmente había sido una funda-
ción conjunta de amoritas y de hititas, y sus habitantes se
llamaban jebuseos. El rey que quisiera unir Israel y Judá
para formar un solo reino conjunto no podía dejar este es-
tado extranjero entre ambas partes de su territorio. David,
pues, habiendo expulsado a los filisteos de Judá y del Canaán
Central, decidió t o m a r Jerusalén. Esto no era tarea fácil, de
otra forma se hubiera realizado mucho antes. Tanto por la
naturaleza del terreno como por arte de guerra estaba muy
fortificada. La ciudadela se alzaba en la cima de Ofel, al sur
de lo que más tarde llegaría a ser la zona del templo. Tan
seguros estaban los defensores de la impugnabilidad de su
36 / Israel y las Naciones

posición, que se burlaron de David y sus hombres cuando


llegaron en son de guerra, diciéndoles que los ciegos y los
cojos de la población bastarían para mantener a raya a los
atacantes. Pero David conocía la madera de sus valientes.
Anunció entre ellos que el que capturase la fortaleza recibi-
ría el nombramiento de comandante en jefe de sus fuerzas.
Joab, primo de David, consiguió meter un destacamento en
la ciudad por una vía insospechada, el canal de las aguas (1)
por el que se sacaba el agua de una cueva que estaba cua-
renta pies más abajo, en la que vaciaba sus aguas la fuente
de Gihón. La idea de que esta especie de chimenea la utili-
zara una fuerza enemiga como camino de entrada nunca se
les había ocurrido a los jebuseos, hasta que vieron al enemi-
go dentro. Ya eran inútiles sus poderosas fortificaciones:
Jerusalén (su Jebús) estaba en manos israelitas y la ciuda-
dela se convirtió en la Ciudad de David, pues el rey hizo de
ella su cuartel general y la capital de su reino.
La importancia de la captura de Jerusalén por David es
inmensa. Las ventajas estratégicas del lugar, ahora a favor
de David, eran de suma importancia, y podemos tener la se-
guridad de que Joab cuidaría de que ningún enemigo pudie-
ra repetir en el futuro su misma hazaña. Sirvió como centro
desde el que David dominó el territorio y subyugó por com-
pleto a los filisteos. Políticamente, se adaptaba de maravilla
para ciudad real, pues no era ni israelita ni de Judá, y ni
Israel ni Judá podían quejarse de que el uno fuera más fa-
vorecido que el otro al establecerse allí el rey. Seguía siendo
una ciudad-estado p o r derecho propio, gobernada p o r el rey
de Israel y Judá, que ahora sucedía a su antigua dinastía de
sacerdotes-reyes. Una ciudad sagrada de tan antiguo presti-
gio era la capital que merecía el fundador de una nueva
dinastía bajo la cual habían de unirse todos los elementos
de la población de Canaán. Tenía recuerdos venerables tanto
para los ojos de los canaanitas como de los israelitas: ¿no
había salido de allí Melquisedec, sacerdote de 'El 'Elyon, a
recibir a Abraham cuando el patriarca volvía de derrotar a
los reyes invasores del este? ¿Y no había dado a Abraham
su bendición sacerdotal y recibido diezmos del botín? ¿No
se sentaba ahora David en el trono de Melquisedec c o m o

(1) Otra interpretación de la palabra hebrea sinnór, que nuestras


Biblias traducen por canal en II Sam. 5:8, es «gancho», que sería en
este caso gancho de escalar; ver W. F. Albright. en Old Testament
Commentary, ed. H. C. Alleman and E. E. Flack (1954). pág. 149.
El Reinado de David / 37

rey de Jerusalén, así como sobre el trono de Israel y Judá


unidos?
Pero David ideó una forma en la que el prestigio sagrado
de su nueva capital, que ya era grande, subiese de puntos,
especialmente en ojos israelitas. Desde los días de Samuel,
cuando el arca de la alianza había sido capturada y devuelta
por los filisteos, tal arca había permanecido escondida en
Quiriat-jearim. Si este antiguo símbolo de la presencia de
Dios en las tribus de Israel fuera públicamente traído a Je-
rusalén y allí instalado con toda ceremonia, Israel y Judá
volverían a tener un santuario común a todas las tribus, y
Jerusalén se convertiría en el centro espiritual de la nación
unida, además de ser su capital política y militar. David puso
manos a la obra. Su primer intento de traer el arca a Jeru-
salén fracasó por la muerte de uno de los encargados mate-
riales de la tarea, que puso su mano sobre ella para sujetarla;
pero tres meses después la operación se llevó a buen término
sin desastres de esta especie, y el arca entró en la ciudad de
David, a un tabernáculo que éste había preparado al efecto,
entre escenas de gozo y entusiasmo. Aquí, en Jerusalén, había
un lugar permanente para Yahvé de los Ejércitos, Dios de
Israel. David tenía en Abiatar un renuevo del antiguo sacer-
docio de Elí en Silo, y ahora el sacerdocio y el arca se reunie-
ron como lo habían estado en aquel santuario.
El reconocimiento de Jerusalén como ciudad santa, por
tres credos mundiales, tiene sus orígenes en la captura de la
ciudad por David en el año séptimo de su reinado. Tampoco
debemos perder de vista la forma extraordinaria en que los
nombres de Sion y Jerusalén han entrado a formar parte de
la terminología cristiana, como símbolos de la iglesia tanto
militante como triunfante, y de la casa celestial del pueblo de
Dios.
Desde Jerusalén, David dominó toda la tierra de Israel. No
sólo expulsó a los filisteos del territorio israelita, sino que
volvió las tornas convirtiendo a los dominadores en vasallos.
De sus filas sacó hombres para su guardia personal, los cere-
teos y péleteos; ni tuvo David más leal cuerpo de soldados
que los seiscientos hombres de Gat al mando de Itai, que le
guardaban fidelidad desde los días cuando sirvió como merce-
nario pagado por Aquis, el rey gadita.
Mas no le bastaba a David poner toda la tierra de Israel
bajo un control unido por primera vez en la historia. La
situación existente fuera de las fronteras de su reino le ofre-
ció la oportunidad de fundar para sí mismo un imperio, y su
38 / Israel y las Naciones

capacidad militar y diplomática estuvieron a la altura de las


circunstancias. La conquista de Edom hizo a David dueño
del territorio que llegaba por el sur hasta la cabeza del Golfo
de Akaba; su capital de roca, Petra (Sela), cayó en manos de
David. Moab, al este del Mar Muerto, lo sumó a su imperio;
y otro tanto hizo con Ammón, cuyo rey Hanún incurrió tor-
pemente en la enemistad de David al insultar a los embaja-
dores que éste le había enviado para felicitarle por su ascen-
sión al trono. Toda la TransJordania se encontraba ahora en
manos de David, además de toda la tierra situada entre el
Jordán y el Mediterráneo. Este estado de cosas se refleja en
el oráculo citado en el Salmo 60:6-9:

Dios ha dicho en su santuario:


«Yo me alegraré;
repartiré a Siquem y mediré el valle de Succot.
Mío es Galaad, y mío Manases;
y Efraín es la fortaleza de mi cabeza;
Judá es mi legislador.
Moab, vasija para lavarme;
sobre Edom echaré mi calzado;
me regocijaré sobre Filistea».
¿Quién me llevará a la ciudad fortificada?
¿Quién me llevará hasta Edom?

AI norte de su reino, las indicaciones eran también propi-


cias. No había jefes poderosos por aquel tiempo en los valles
del Nilo, ni en los del Eufrates y el Tigris, que controlaran la
ruta que corría desde la frontera egipcia a la de Carquemis.
Hadad-ezer, rey de Soba, estado situado al norte de Damasco,
les había prestado ayuda a los ammonitas contra David; por
tanto, cuando Raba, la capital ammonita, cayó en las manos
de los hombres de David y éste se colocó sobre la cabeza la
corona de Ammón, se volvió contra Hadad-ezer y lo derrotó.
También derrotó al ejército de Damasco, que vino en su
auxilio. Soba y Damasco pasaron a ser tributarias de David.
quien puso guarniciones de sus soldados en Damasco y otras
ciudades arameas. Más al norte estaba el reino hitita de Ha-
mat, sobre el Orontes, cuyo rey, Toi, se apresuró a entrar en
relaciones amistosas con David y se hizo, en realidad, su
tributario. La esfera de influencia de David se extendía, a la
sazón, desde la frontera de Egipto, en Wadi el-Arish («El Arro-
yo de Egipto»), hasta el Eúfrates; y estos límites quedaron
El Reinado de David / 39

como fronteras ideales del dominio de Israel mucho tiempo


después de la desaparición del imperio de David.
También por el noroeste entró David en alianza con su
vecino Hiram, rey de Tiro y señor de Fenicia. Esta alianza
fue más económica que militar, y beneficiosa para ambos,
pues los fenicios podían importar grano de las tierras fér-
tiles del reino de David, así como otras mercancías, por el
Golfo de Akaba, mientras que David recibía alguna partici-
pación en los beneficios del amplio comercio marítimo de
Fenicia, y contrató arquitectos de aquella nación para cons-
truir en Jerusalén edificios propios del gobernador de tal
imperio.
La conquista por David de los reinos árameos más allá de
la frontera norte le dio la oportunidad de adquirir una fuer-
za de carros, aunque fuese modesta. Consistía en cien carros
con sus caballos, que era poca cosa comparada con la que
luego desarrollaran Salomón y posteriores reyes de Israel.
La introducción del caballo en los estados de Asia Occiden-
tal, desde el siglo XVIII antes de Cristo en adelante, operó
en ellos, como en Grecia, en Roma y en la Europa medieval,
una división de la población libre. A los hombres que poseían
caballos —los caballeros— se les concedía inevitablemente
un rango más elevado que a sus hermanos, libres por naci-
miento también, pero que no poseían caballos, y esto ame-
nazaba la libre igualdad otorgada por la constitución —la
alianza— de Israel. Este efecto no se puso de manifiesto du-
rante el reinado de David, porque parece que se reservó los
cien caballos exclusivamente para uso militar. No tuvo ca-
ballo alguno asignado a su uso particular; mientras que ante-
riores jefes de Israel habían montado asnos blancos, David
se aproximó algo al caballo montando una muía.
La corte de David empezó entonces a presentar un mar-
cado contraste con la simplicidad de la fortaleza de Gabaa,
que le había servido de cuartel general a Saúl durante su
reinado. Al cronista de la corte le debemos una descripción
maravillosamente vivida v honrada de la vida en la corte de
David, que se conserva en II Samuel 9-20 y continúa como
narrativa de la sucesión en l Reyes 1-2. David comenzó a adop-
tar el estilo de otros reyes orientales, y el aspecto más des-
afortunado de la vida de su corte fue la rivalidad doméstica
entre los hijos de sus numerosas esposas, rivalidad que ha-
bía de continuar hasta los últimos momentos de su vida.
En la última parte del reinado de David se levantaron dos
insurrecciones importantes contra su autoridad. La primera
40 / Israel y las Naciones

y más importante se organizó en el seno de su propia familia,


siendo el jefe de ella su hijo favorito, Absalón, que probable-
mente era también por entonces el hijo mayor que le vivía.
Absalón preparó cuidadosamente el camino para su alzamien-
to, ganándose el afecto de su pueblo, especialmente en Judá,
y seduciendo al pueblo para que abandonara su lealtad a
David. Cuando juzgó llegado el momento oportuno, se hizo
proclamar rey en Hebrón, la antigua capital de David y lugar
de nacimiento de Absalón. La situación se puso tan grave,
que David y los que permanecieron leales a su persona (in-
cluida la guardia personal filistea) hubieron de escapar a
TransJordania, dejando Jerusalén en manos de Absalón. Este
sabía que su posición no era segura mientras su padre estu-
viera vivo y libre, por lo que se puso al frente de un desta-
camento y cruzó el Jordán en su persecución. La fuerza re-
belde fue totalmente derrotada y el propio Absalón encontró
la muerte a manos de Joab, a pesar de la orden expresa de
David a sus hombres para que nadie hiriese a Absalón. Joab
consideró que él sabía mejor lo que le convenía a David, y
en este caso tenía razón. Con la muerte del usurpador se
disolvió la rebelión, y primero Israel y luego Judá renovaron
su lealtad a David y lo escoltaron en su regreso triunfal a
Jerusalén.
Puede que como gesto conciliatorio, al menos en parte,
David transfirió el mando del ejército de Joab a Amasa, otro
de sus primos, que había m a n d a d o la fuerza rebelde. Más
probable aún es que no pudiera perdonarle a Joab la muerte
de Absalón. Pronto tuvo que salir Amasa al campo para de-
tender la causa de David. Los hombres de Israel se airaron
porque David permitió que los de Judá se pusieran a la ca-
beza al escoltarlo de regreso a Jerusalén, aunque estos mis-
mos de Judá habían sido los primeros en favor de Absalón.
Su resentimiento fue acuciado hasta convertirlo en deslealtad
y en una nueva rebelión encabezada por un tal Seba, hijo de
Bicri, de la tribu de Benjamín, a la que Saúl pertenecía;
y antes de que David se hubiese confirmado en Jerusalén, su
ejército tuvo que sofocar esta segunda rebelión. Casi al co-
mienzo de las operaciones, J o a b encontró ocasión de asesinar
a Amasa y arrebatarle el mando, procediendo inmediatamen-
te a perseguir a Seba por todas las tribus de Israel hasta
cercarlo en una ciudad próxima a la frontera del norte. Los
hombres de aquella ciudad juzgaron que era mejor para su
bienestar librarse de tan molesto huésped, por lo que mata-
El Reinado de David / 41

ron a Seba y arrojaron su cadáver por la muralla para que


lo recogiera Joab. Así terminó la segunda rebelión.
La última intriga del reinado de David no iba dirigida
contra su autoridad, sino que era una cuestión de sucesión
al trono. David, que a la sazón contaría unos setenta años de
edad, yacía en su lecho de muerte. El hijo mayor que le so-
brevivía, Adonías, consideraba que él era por derecho el su-
cesor de su padre, y varios de los más leales servidores de
éste eran del mismo parecer, contándose entre ellos Joab y
el sacerdote Abiatar; pero tanto Adonías como los que le apo-
yaban sabían que la sucesión sería disputada. Juzgaron, por
tanto, conveniente proclamar a Adonías rey mientras David
vivía aún, y presentar a la nación un hecho consumado. Se
llevó a cabo la proclamación, con sacrificio y fiesta, en un
lugar como a cuatrocientos metros al sudeste de Jerusalén,
llamado «La Piedra de la Serpiente» —posiblemente el lugar
donde los reyes de Jerusalén se habían proclamado en la épo-
ca jebusea—.
Pero mientras la ceremonia estaba en marcha y se eleva-
ban gritos de «¡Viva el rey Adonías!», las noticias del acon-
tecimiento llegaron a oídos del profeta Natán, quien informó
a Betsabé, mujer favorita de David. Este ya le había prome-
tido a ella que su hijo Salomón sería quien le sucediera en el
trono, sucesión que sería ciertamente más agradable al pue-
blo de Jerusalén que la de Adonías, pues preferían que los
rigiese un príncipe nacido en la misma ciudad, como era Sa-
lomón, que el que le había nacido a David antes de ser rey de
Jerusalén. Seguramente esto mismo es lo que temían Adonías
y su partido, pues al p r e p a r a r la ceremonia de la proclamación
no invitaron a Salomón ni a los oficiales de la corte —Sadoc
el sacerdote, Natán el profeta, ni Benaías, capitán de la guar-
dia personal del rey— que eran conocidos partidarios de la
sucesión de Salomón.
Betsabé entró a la presencia del rey y le dio cuenta de
la proclamación de Adonías. David actuó con toda prontitud:
ordenó que Salomón, montado en la muía particular de Da-
vid, fuese escoltado por su guardia personal al arroyo de
Gihón (Fuente de la Virgen), en el Valle de Cedrón, y allí
proclamado rey. Así se hizo, y cuando el sacerdote Sadoc de-
r r a m ó el aceite de la unción sobre la cabeza de Salomón, el
grito unánime de aclamación fue tal, que Adonías y sus invi-
tados lo oyeron casi a medio kilómetro de distancia, donde
estaban celebrando su propia fiesta. Tras la aclamación llegó
el mensajero para decirles lo que significaba, y los invitados
42 / Israel y las Naciones

abandonaron acobardados el banquete y se apresuraron a


huir cada uno a su casa. El propio Adonías corrió a tomar
santuario en el altar del patio central del templo y no se soltó
de los cuernos del altar mientras no recibió personalmente
de Salomón la seguridad de que no se le privaría de la vida.
La sucesión de Salomón quedó asegurada, y el anciano
rey David exhaló su último aliento sabiendo que su voluntad
sobre este punto había quedado cumplida.
4
SALOMÓN Y SUS SUCESORES
(c. 970-881 a.C.)
Al poco tiempo de comenzar su reinado, Salomón se fue
librando, por unos medios o por otros, de todos los que ha-
bían apoyado la reivindicación de Adonias al trono, así como
del propio Adonias.
Salomón no era hombre de guerra, como lo había sido
David, sino que se dedicó a explotar las posibilidades eco-
nómicas del imperio que su padre había conquistado y le ha-
bía legado como gloriosa herencia. Mucha de la riqueza del
imperio la utilizó para afectar un estilo de vida cortesana
mucho más suntuoso que el de su padre. Reunió un inmenso
harén, formado en gran parte por las hijas de los príncipes
vecinos y de los jeques con quienes había concertado acuer-
dos políticos y comerciales. Emprendió un magnífico progra-
ma de edificación en Jerusalén. El complejo de edificios que
constituía la nueva corte incluía su palacio real, otro para la
reina, que era hija de uno de los últimos reyes de la débil
XXI Dinastía egipcia; el salón de las columnas o salón de
asambleas, el salón de justicia del trono, una tesorería o ar-
mería llamada «La Casa del Bosque del Líbano» probable-
mente porque estaría interiormente recubierta de madera de
cedro. Pero más importante e imponente que todos los edi-
ficios mencionados era «la Casa que Salomón construyó para
Yahvé» al norte de la ciudadela de Jerusalén, en un lugar que
su padre le había comprado a su propietario jebusita para
usarlo como lugar de sacrificios propiciatorios cuando Jeru-
salén fue devastada por la peste. Allí había un altar natural
de roca que, según tradición posterior, Abraham habría pre-
parado para ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio (1). En este

(1) No fue sino más tarde cuando se identificó la «tierra de Mo-


rían» de Gen. 22:2 (tal vez originalmente la tierra de Moreh, o Siquem)
con el Monte Moriah, nombre dado en II Crón. 3:1 al monte sobre el
que Salomón edificó el templo.
44 / Israel y las Naciones

lugar erigió Salomón el gran templo donde habían de ofre-


cerse sacrificios al Dios de Israel, con sólo dos interrupciones
d u r a n t e un milenio completo (2).
Para llevar a efecto tan complicado programa arquitectó-
nico, que duró veinte años, Salomón contrató hombres espe-
cializados de Hiram, de Tiro, amigo de su padre, con quien
mantenía una estrecha alianza. Pero el construir cuesta dine-
ro, y Salomón contrajo importantes deudas, que le obligaron
a hipotecar parte de sus territorios en favor de Hiram.
Con la ayuda de este aliado y su flota fenicia, además, des-
arrolló Salomón las posibilidades comerciales que ofrecía el
que pasaran por su reino las rutas del Mediterráneo al Mar
Rojo y al Océano Indico. Salomón mismo poseía una flota
mercante con base en el Golfo de Akaba, que navegaba con
la fenicia hasta el Mar Rojo y los puertos oceánicos de la
India, trayendo de regreso desde Ofir (3) madera de sándalo
y piedras preciosas, y de o t r a s partes «oro, plata, marfil, mo-
nos y pavos reales» —¿o tal vez no pavos reales, sino ba-
buinos? (4).
También en Akaba había una refinería, principalmente de
cobre (grandes cantidades de este metal se encuentran en las
proximidades), pero que también se utilizaba para el hierro.
Esta refinería estaba colocada en un lugar que permitía utili-
zar plenamente los fuertes «vientos y tempestades de arena
que del norte soplaban a lo largo del Wadi Arabah como for-
zados por un túnel de viento». «Se empleaba un sistema de
corrientes forzadas para los hornos, que posteriormente se
abandonó y olvidó, p a r a ser descubierto de nuevo en tiempos
modernos». Los «fuertes y continuos vientos» del norte, con-
ducidos a través de un sistema de chimeneas y conductos de
aire, hacían muy económico el uso de los hornos, descartando
el caro sistema de fuelles (5). Aquí, sin duda, se refino el co-
bre que se utilizó en cantidades abundantes en los utensilios
del templo. Cuando el metal se había fundido en Akaba, los
vasos recibían forma m á s al norte, en el valle del Jordán.

(2) Es decir, después de la destrucción por Nabucodonosor en


-5S7, y durante la profanación bajo Antíoco Epifanes, de -167 a -16*
(3) Probablemente la Somalia actual.
(4) La palabra hebrea que hallamos en I Reyes 10:22 es tukkiyyim,
<jue puede estar relacionada con el cingalés tokei, «pavo real», o, más
probablemente, con el egipcio kyw, una especie de mono.
(5) N. Glueck. The Other Side of ihe Jordán (1940), págs. 92-94.
Figura de un noble cana-
neo, placa de bronce de
1400 aC aprox., encontra-
da en Hazor. Altura aprox.
6 cm. (Dep. de Arqueolo-
gía, Universidad Hebrea,
Jerusalén.)

Estatua en piedra de
un dios ammonita, —800
aprox. Altura 80 cm. En-
contrada en Ammán. (Por
cortesía del Dep. de An-
tigüedades, Reino Ha-
chemita de Jordania)

Relieve egipcio que mue-


stra al rey como Horus (un
halcón) golpeando a un
cautivo filisteo. Del Tem-
plo deRamsés III enMedi-
net Habu. (Por cortesía de
K.A. Kitchen.)
Impresión del sello de Asani-el,
Dios me hizo. Obra hebrea o
posiblemente fenicia del siglo
Trozo cerámico de Tell Qasile,
Vil a.C. Debajo del león hay un
cerca de Jafa. con la inscrip-
escarabajo alado egipcio. Ta-
ción «Oro de Ofir para Bet Ho-
maño doble del natural. (Dep.
rón: 30 s i d o s » , en escritura
de Antigüedades del A s i a O c c i -
hebrea antigua. Siglo —VIII.
dental. Museo Británico.)
Ver páginas 44 y 6 1 . (Dep. de
Arqueología, Universidad He-
brea, Jerusalén.)

Dibujo de una punta de flecha


de tres aristas y un espolón.
Figura en barro de un caballo con un disco en tipo posiblemente populariza-
la frente, probablemente simbólico del sol, do por los escitas. Se dan va-
hallado en un depósito ritual en Jerusalén riaciones de forma. Ver Cap. 9.
(Ofel), aprox. 700 a.C. Ver pp. 93 y 98. (Por nota (6).
cortesía de KM Kenyon.)
Salomón y sus Sucesores / 47

«Todo lo hizo fundir el rey en la llanura del Jordán, en tierra


arcillosa, entre Sucot y Saretán» (I Reyes 7:46) (6).
No fue exclusivamente con la marina mercante con lo que
Salomón reunió su gran riqueza, sino que obtuvo grandes in-
gresos porque pasaban por su reino las rutas principales en-
tre Egipto y Asia Menor y Mesopotamia, y las rutas mercan-
tes que atravesaban los desiertos de Siria y Arabia. Una buena
fuente de ingresos era el mercado de carros de guerra y
caballos con Asia Menor, operaciones en las que Salomón
hacía de mediador. «La importación de caballos de Salomón
era de Musri y Kue (probablemente Capadocia y Sicilia), y los
mercaderes del rey los recibían de Kue por un precio. Un
carro podía exportarse de Musri por seiscientos siclos de pla-
ta, y un caballo por ciento cincuenta; y así, a través de los
mercaderes del rey, eran exportados a todos los reyes de los
hititas y a los reyes de Siria» (7).
El negocio con Egipto se veía sin duda favorecido por la
alianza de Salomón con el rey egipcio, su suegro. Cuando Sa-
lomón tomó a la princesa egipcia por esposa recibió con ella
una preciosa dote, pues su padre capturó de los canaanitas la
ciudad de Gezer y se la dio a Salomón, quien la reconstruyó
y fortificó. Otras ciudades que Salomón fortificó, aparte de
Jerusalén, fueron el estratégico fuerte de Meguido, Hazor,
muy al norte; Bet-Horón, en la zona centro, y Balaat y Ta-
mar, en el territorio de Judá.
Pero el tráfico de caballos y carros de guerra no sólo cons-
tituyó una fuente de ingresos, sino que condujo a que Salo-
món se hiciera de una poderosa fuerza de este tipo. La na-
rración del libro I de Reyes se refiere a las ciudades de Salo-
món construidas expresamente para los carros y para la gente
de a caballo (8). Podemos estar seguros de que los caballos
de Salomón tenían mejor albergue que muchos de sus sub-
ditos.
Mas los impuestos ordinarios de su imperio y los ingresos
que llegaban a sus arcas por medio del comercio que pasaba

(6) O «fundiciones de tierra», o bien «moldes de tierra apisonada»;


ver N. Glueck, The River Jordán (1946), págs. 145 y sig. y 156. Para
una crítica de la tesis de Glueck y un relato alterno, ver Anciení Cop-
per industries in the Western Arabia, PE094 (1962), págs. 5 y sig.
(7) I Reyes 10:28 y sig. Donde dice Egipto debería sustituirse por
«Musri», un distrito del sudoeste de Asia Menor.
(8) I Reyes 9:19 y 10:26. Las ruinas de los establos de Meguido,
que se creía habían pertenecido a Salomón, se los atribuye Y. Yadin
con más probabilidad al reinado de Acab. (New Light on Solotnon's
Megido, BA, 1960, págs. 62 y sig.).
48 / Israel y las Naciones

por su territorio no bastaban para mantener una corte tan


lujosa como la establecida p o r Salomón, ni el programa de
construcciones, que ocupó tanto de los cuarenta años de su
reinado. Le fue preciso imponer cargas cada vez m á s pesadas
a sus subditos y sacar levas p a r a trabajos forzados. Al prin-
cipio, los trabajos forzados los hacían los no-israelitas, pero
más tarde se extendió a éstos también, «los cuales enviaba al
Líbano de diez mil en diez mil, cada mes p o r turno, viniendo
así a estar un mes en el Líbano y dos meses en sus casas»
(I Reyes 5:14). Este sistema de levas se apartaba mucho del
ideal de libertad de Israel, y se consideró como una r u p t u r a
de la alianza de Yahvé, que tanto obligaba al rey como al sub-
dito. Nada apartó tanto a las tribus de Israel de la Dinastía
de David como esta cuestión. Además, el reino de Israel esta-
ba dividido en principio, pero no estrictamente, siguiendo los
límites de las tribus. Cada uno de estos distritos lo adminis-
traba un comisionado real, q u e era responsable del envío de
suministros de boca para la corte, correspondiente a un mes
del año (9).
Israel y Judá gozaron de paz durante todo el reinado de
Salomón, pero la prosperidad y el gozo que acompañaron a
esa paz en un principio se trocaron en desilusión hacia el
final del reinado. El rey impuso cargas demasiado pesadas
para que los subditos las llevasen, y el reino se desmoronó a
su muerte. Sin embargo, la memoria de sus primeros años,
antes de la imposición de los trabajos forzados y de los one-
rosos tributos, fue acariciada por el pueblo durante mucho
tiempo. Y en los últimos días, cuando Israel y Judá cayeron
en peores situaciones, las glorias de una futura edad de oro
estaban basadas, principalmente, en el recuerdo de los días
de paz y prosperidad bajo un rey de Israel que reinó entre
el wadi que formaba la frontera con Egipto y el gran río
Eúfrates, mientras que al rey que había de venir se le des-
cribía como una persona que combinaría en sí el genio mili-
tar de David y las artes pacíficas de Salomón.
E n t r e las actividades de paz que florecieron bajo Salo-
món puede contarse la literatura de varias clases. Las proezas
arquitectónicas de su reinado fueron más fenicias que israe-
litas, pero la épica nacional y las crónicas de la corte flore-
cieron juntamente con la «sabiduría», por la que Salomón
adquirió gran renombre para el futuro. El «compuso tres mil
proverbios», leemos; «y sus cantares fueron mil cinco»; mien-

(9) I Reyes 4:7-19.


Salomón y sus Sucesores /49

tras que su conocimiento de las ciencias naturales le ganó


fama entre todos sus vecinos, y en pueblos distantes tam-
bién (10). Sin embargo, los aspectos más interesantes de su
reinado, los que más le importaban al pueblo de Israel en
su tiempo, eran aquellos en que el rey se apartaba más de
los antiguos ideales de la nación.
Hacia el final del reinado de Salomón ocurrió en Egipto
un cambio de régimen. La débil XXI Dinastía, a la que perte-
necía su suegro, llegó a su fin, y un nuevo y ambicioso rey,
cuyo nombre era Sheshonk I —el Sisac del relato bíblico—
( — 945 a —914 aprox.), asumió la doble corona como primer
mandatario de la XXII Dinastía.
La dirección principal que había seguido la ambición de
los reyes egipcios en los siglos anteriores apuntaba hacia Asia.
La ruta costera del Mediterráneo corría hacia el norte hasta
Mcguido, donde giraba al este p o r cl paso al Llano de Jezreel,
y cruzaba el Jordán, volviendo a girar al norte para correr
a través de Siria hasta Carquemis, por donde podía vadearse
el Eúfrates. Pero cuando Sisac ascendió al trono esta ruta,
desde su misma frontera hasta el Eúfrates, estaba controlada
por Salomón. Interesaba, pues, debilitar el poder de este rey,
lo que intentó especialmente animando cualquier movimien-
to independentista que surgiese entre los propios subditos de
Salomón. Y no faltaban movimientos de ese tipo. Casi al co-
mienzo del reinado de Salomón, un antiguo oficial de Hadad-
ezer, rey de Soba, llamado Rezón, se puso a la cabeza de un
movimiento independentista que se estableció en Damasco, y
llegó a ser fundador de una dinastía real que rigió en dicha
ciudad durante doscientos años. También Hadad, príncipe
heredero de Edom, a quien habían llevado a Egipto en su
niñez, cuando David conquistó Edom, se crio en la corte egip-
cia y a su debido tiempo retornó a Edom con apoyo egipcio
para levantar la bandera de la independencia en su tierra
natal.
Estos eran no-israelitas, pero resultaba más amenazador
el apoyo prestado por Sisac a Jeroboam, hijo de Nabat. Je-
roboam era uno de los oficiales de Salomón cuya capacidad
de organización, bien patente en la reparación de las fortifica-
ciones de Jerusalén, le ganaron el cargo de la recluta para
trabajos forzados sacada de las tribus de Efraín y Manases.
Pero el partido de los profetas, que se oponía a la política
innovadora de Salomón, marcó a Jeroboam como la persona

(10) I Reyes 4:32-34.


50 / Israel y las Naciones

hacia la cual podía desviarse la lealtad nacional, lo que le


sugirieron por medio de una profecía puesta en práctica por
uno del partido, Ahías de Silo. Cuando el asunto llegó a oídos
de Salomón, Jeroboam huyó a Egipto y quedó bajo la pro-
tección de Sisac hasta la m u e r t e de Salomón.
Muerte que ocurrió hacia el año 930 a. de C. y coincidió
con el derrumbamiento del imperio de David, seguida por la
división del reino unido de Israel y Judá. La larga separación
de Judá de las tribus del norte hizo a éstas pensar en Judá
casi como en un país extranjero. Cuando una dinastía de
Judá subió al poder supremo fueron necesarios verdaderos
equilibrios diplomáticos para retener la lealtad de las tribus
norteñas. Desgraciadamente, éstas hallaron causa suficiente
para sospechar que se favorecería a J u d á a sus expensas, por
lo que cuando dichas tribus se reunieron después de la muer-
te de Salomón para elegir su sucesor fue preciso gran cuida-
do y tacto para mantener la unidad nacional.
Los delegados de las tribus se reunieron en Siquem, uno
de los lugares sagrados más venerados en el Canaán Central.
La dinastía de David no había disipado por completo el fon-
do de buena voluntad que en tiempos había gozado; aún era
grande su prestigio, y el pueblo estaba dispuesto a aceptar
al hijo de Salomón, Roboam, como rey si volvía a los anti-
guos términos de la alianza que las disposiciones opresoras
de su padre habían violado. Pero Roboam. con una ligereza
punto menos que increíble, rehusó darles la satisfacción que
solicitaban, o prometerles por lo menos aliviar la carga que
Salomón les había impuesto. La reacción fue inmediata y vio-
lenta: las tribus del norte no se sintieron obligadas a man-
tener lealtad a una dinastía que se negaba a reconocer las
obligaciones que tenía para con sus subditos. No tuvieron
que buscar mucho para encontrar quién poner en su lugar:
Jeroboam, vuelto recientemente de Egipto, era, en efecto, el
líder de los delegados de tribu que le pusieron sus condicio-
ns a Roboam. Allí, en Siquem, proclamaron rey a Jeroboam,
y allí establecieron su capital.
Roboam, en vista de la hostilidad de los delegados, regresó
rápidamente en su carro a Jerusalén. Buenos motivos tenía
para buscar el refugio de la ciudad fortificada, pues cuando
t r a t ó de imponer su autoridad sobre las tribus rebeldes en-
viándoles el oficial encargado de la leva para los trabajos for-
zados, mostraron lo que pensaban de él y de su señor el rey
apedreándolo hasta la muerte. Como resultado de su locura,
Roboam se encontró con un reino pequeñito, que consistía
Salomón y sus Sucesores / 51

en la tribu de Judá y la pequeña tribu de Benjamín en su lí-


mite norte, dentro de cuyo territorio se encontraba Jerusa-
lén. No obstante, no se veía falto de recursos: aún le que-
daba mucha riqueza y un gran ejército a su mando, de
forma que se preparó para invadir el territorio del norte y
sofocar la rebelión por la fuerza. Pero un portavoz de los
profetas la prohibió que lo hiciera, y era tal el respeto que los
profetas inspiraban, que Roboam detuvo su mano. La división
entre las dos partes de la nación quedó de nuevo estabilizada.
La causa inmediata de la división era económica: el pue-
blo estaba cansado de los onerosos impuestos y de los tra-
bajos no remunerados que habían tenido que soportar bajo
Salomón, y su hijo no estaba dispuesto a aliviarles la carga.
La envidia de las tribus del norte contra Judá también ha-
bía jugado su papel, como lo había hecho sin duda la intriga
egipcia. Pero no podemos olvidar la actuación del partido de
los profetas. Samuel había hecho su parte para abrirle a Da-
vid el camino hacia el poder, y en las siguientes generacio-
nes los miembros de las diversas corporaciones o escuelas de
profetas que él parece haber fundado, continuaron recordan-
do a los reyes, tanto del norte como del sur, que los princi-
pios del «Yahveísmo democrático» no podían ser dejados de
lado a la ligera.
El reino, pues, estaba dividido políticamente, pero religio-
samente seguía unido en los términos de su alianza inter-
tribus. El arca, símbolo de esta unidad, estaba guardada en
el templo de Jerusalén, ciudad que por este motivo seguía
siendo el santuario central de toda la comunidad israelita.
Si Jerusalén y su templo no hubieran tenido otro significado
que el religioso, todo podría haber ido bien. Pero Jerusalén
era a la vez la capital de Roboam y el templo era su capilla
real al mismo tiempo que santuario central de todo Israel.
Jeroboam temía que si todos los israelitas del norte continua-
ban visitando Jerusalén con fines religiosos, sus antiguos sen-
timientos de lealtad a la casa de David podían reavivarse,
por lo que elevó otros dos antiguos santuarios enclavados en
su territorio al rango de santuarios nacionales. Uno era el
santuario de Dan, en el extremo norte, servido por un sacer-
docio que podía seguir su genealogía hasta Moisés. El o t r o
era el de Betel, cerca de la frontera s u r de su reino, cuyas
sagradas asociaciones eran aún más venerables, remontándo-
se a Abraham y Jacob, que allí habían ofrecido sacrificios.
Más que el hecho de constituir santuarios rivales del jeroso-
limitano, lo que contravenía los principios de la adoración
52 / Israel y las Naciones

del pueblo de Israel bajo la alianza, era que en estos dos san-
tuarios se habían instalado becerros de oro como pedestales
visibles al invisible trono de Yahvé. Esto violaba el principio
que prohibía toda imagen, dado por Moisés para la adoración
en Israel, y representaba la peligrosa asimilación de la ima-
ginería canaanita en sus prácticas religiosas, si bien los ca-
naanitas colocaban un ídolo sobre el animal.
Podemos preguntarnos si hay alguna diferencia de princi-
pio entre el uso del becerro de oro p a r a asiento de la pre-
sencia de Yahvé y el uso de los querubines para el mismo fin
en el lugar santísimo del templo de Jerusalén. Probablemen-
te la respuesta es que los querubines eran seres simbólicos
(representaban originalmente los vientos tormentosos) y sus
imágenes, por tanto, no eran «semejanza de lo que está arri-
ba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo
de la tierra» (11), mientras que las imágenes de los becerros
estaban íntimamente asociadas con el ritual canaanita de la
fecundidad. Por los textos rituales de Ugarit parece que El,
supremo dios del panteón canaanita, se encarnaba en ocasio-
nes en forma de toro (shor), y entonces se le llamaba Shor-
El (12).
De todas fomas, la constitución p o r Jeroboam de santua-
rios rivales al de Jerusalén en Betel y Dan, y la instalación
en ellos de imágenes de becerros de oro, las condena toda la
narrativa del libro de los Reyes como «el pecado de Jeroboam,
hijo de Nabat, con el que hizo pecar a Israel».
El quinto año después de la división del reino ( — 925
aproximadamente), Sisac preparó una invasión de Palestina
que partiera de Egipto. De esta invasión tenemos dos versio-
nes: una es la judía conservada en I Reyes 14:25 y sig., y
II Crónicas 12:1 y sig., y la o t r a es la egipcia, conservada en
un pórtico del templo de Amún en Karnak. El relato judío
se centra en que Sisac se apropió de los escudos de oro para
ceremonias que llevaba en Jerusalén la guardia personal del
rey cuando éste entraba en el templo, y su sustitución por
escudos de bronce. El relato egipcio nos da m á s informa-
ción, pues además de un relieve donde se ve la victoria de
Sisac, hay una lista de ciudades de Asia conquistadas, donde
pueden leerse unos ciento veinte nombres, y cierto número
de éstos son identificables con ciudades israelitas. Está claro

(11) Éxodo 20:4; Deut. 5:8.


(12) Es oportuno recordar aquí el mito griego del toro y Europa,
que tiene afinidades fenicias.
Salomón y sus Sucesores /53

que esta invasión no se limitó a Judá, pues la lista incluye


ciudades tomadas en el reino del norte hasta Meguido y el
Llano de Jezreel, y p o r el este hasta el otro lado del Jordán.
Probablemente Jeroboam, a quien Sisac consideraba vasallo
propio, no se rindió como él esperaba, sino que se comportó
como rey independiente, pues tanto Jeroboam como Roboam
sufrieron a manos de Sisac.
En particular el reino del sur quedó gravemente debilita-
do, tanto en dinero como en hombres, como resultado de la
invasión de Sisac, y los reyes de Judá no podían, a partir de
este acontecimiento, pensar seriamente en la reconquista de
las tribus no sometidas del norte. Esto, sin embargo, no los
llevó a pactar con ellas, sino a buscar aliados no-israelitas,
que encontraron en los reyes de Damasco, sucesores de Re-
zón, que había fundado allí una dinastía en tiempos de Sa-
lomón. Abiam, hijo de Roboam, consiguió la ayuda de Tabri-
món, rey de Damasco, contra Israel, y la alianza se reanudó
entre sus hijos Asa y Benadad I, respectivamente. Los reyes
de Israel tenían entonces que vigilar sus fronteras del sur y
del nordeste simultáneamente. Si intentaban una operación
ofensiva contra Judá, podían esperar una invasión por el nor-
te. Por esto, hacia el año —890, Baasa fortificó la ciudad
fronteriza de Rama como fuerte adelantado contra Judá v
también, según parece, para evitar que cualquiera de sus pro-
pios subditos se pasase a Judá. ¡La atracción del templo de
Jerusalén y el entusiasmo por la dinastía de David eran aún
muy fuertes! Asa, rey de Judá a la sazón, envió un mensaje a
Benadad, quien respondió invadiendo Israel y recorriendo
una buena parte del territorio al norte del Llano de Jezreel.
Baasa hubo de apresurarse hacia el norte para controlar esta
grave amenaza, y durante su ausencia el rey de Judá organi-
zó desde su reino partidas de trabajos forzados que demolie-
ron las fortificaciones de Rama y se llevaron los materiales
para construir dos fortalezas en su propio territorio benja-
mita contra las tribus del norte.
El nombre de Asa está asociado también a la reforma re-
ligiosa de Judá: eliminó los objetos de culto canaanitas y sus
instituciones que se habían introducido en el sistema de la
adoración a Yahvé en varios santuarios locales (lugares altos)
por todo el territorio. Adoptó severas medidas incluso en su
propia casa; la reina madre, Maaca, fue depuesta de su dig-
nidad, que no era meramente nominal, porque tenía un san-
tuario propio con una imagen o poste sagrado representando
a la diosa canaanita Asera.
54 / Israel y las Naciones

El reino del sur, a pesar de su debilidad, se mantuvo fiel


a la casa de David, que permaneció en el poder todo el tiem-
po que se mantuvo el reino mismo, un período de trescientos
cuarenta años después de la muerte de Salomón. En el norte
la estabilidad dinástica era mucho menor. Las únicas dinas-
tías —fundadas por Omri hacia —881 y por Jehú cuarenta
años más tarde— fueron las que duraron más de dos gene-
raciones. El hijo de Jeroboam murió asesinado por Baasa,
uno de los oficiales de su ejército, un año después de ascen-
der al trono. Baasa reinó veinticuatro años antes de sufrir la
misma suerte a manos de su propio hijo, que le sucedió.
Siguieron años de guerra civil entre varios rivales para sen-
tarse en el trono, y el superviviente, Omri, fue uno de los
más grandes reyes de las tribus del norte.
5
LA CASA DE OMRI
(881—841 a.C.)
La guerra civil en el reino del norte, que siguió al asesi-
nato del hijo de Baasa, en el año —884, terminó con la victo-
ria de Omri, comandante en jefe de las fuerzas armadas.
Omri no reinó más que ocho años después de su triunfo,
pero durante su breve reinado le imprimió a su monarquía,
por la consolidación interna y la alianza y conquista extran-
jeras, una dirección que se mantuvo firme mientras duró su
dinastía, que fue cuarenta años.
Una de esas medidas internas importantes fue la elección
de un nuevo lugar para la capital del reino. Jeroboam había
fijado la capital del reino en Siquem, probablemente por el
antiguo prestigio del lugar (donde Abraham construyera su
primer altar al llegar a la tierra de Canaán). Más tarde, la ca-
pital se había trasladado a Tirsa, unos diez kilómetros al nor-
deste de Siquem.
Pero Omri pensó en un lugar más adecuado v construyó
la ciudad de Samaría, unos diez kilómetros al noroeste de
Siquem. Samaria tenía la ventaja de hallarse en el centro,
como Siquem y Tirsa, pero además ocupaba una posición
estratégica, reforzada además con fortificaciones. La sabidu-
ría de Omri al elegir este lugar se puso de manifiesto en más
de una ocasión durante el siglo v medio restante de la exis-
tencia del reino, cuando Samaria resistió varios sitios que le
pusieron ejércitos bien equipados.
Omri extendió su control sobre Transjordania, imnonien-
do tributo a la tierra de Moab. que había reconquistado su
independencia después de haberla sometido David. Renovó la
táctica de Salomón de entrar en alianza con Fenicia, v su
alianza se confirmó por el casamiento de su hijo Acab con
Jezabel, hija del sacerdote-rey Et-baal ( — 878 a —866). Pero
fuesen cuales fueran las ventajas comerciales aseguradas por
esta alianza, las consecuencias religiosas fueron tan graves
que el partido de los profetas consideró a Omri como el peor
56 / Israel y las Naciones

ofensor contra Yahvé, peor que cualquiera de sus antecesores,


y sobrepasado sólo por su propio lujo, Acab.
Era práctica común que las princesas extranjeras que se
casaban con el monarca o gobernador de un país vecino tu-
vieran la posibilidad de practicar en su nuevo hogar la reli-
gión de su tierra. Las numerosas mujeres extranjeras de Sa-
lomón tenían sus altares, propios del culto de sus países res-
pectivos, en la falda occidental del Monte de los Olivos, hecho
que queda reprobado en la narrativa de I Reyes 11. Tanto si
esta práctica era una costumbre diplomática en otros sitios
también, como si no lo era, el partido de los profetas hubiera
preferido no tener alianzas con extranjeros que implicaran
la instalación de cultos extraños en la presencia del Dios de
Israel.
Pero las prácticas religiosas de las esposas de Salomón
hicieron poco impacto en la vida de sus subditos. No así en
el caso de la mujer de Acab. Fenicia era un estado poderoso,
por lo que sus dioses merecían gran respeto, especialmente
Melcart (1), principal divinidad de Tiro, de quien Jezabel era
devota.
No es probable que hubiese un plan preconcebido para
establecer la adoración a Melcart como forma dominante o
única de religión en Israel. Acab, aunque patrocinaba el nue-
vo culto, parece haber sido adorador de Yahvé, a juzgar por
los nombres impuestos a sus hijos, al menos a los que cono-
cemos: Jehoram (2) («Yahvé es alto»), Ocozías («Yahvé ha
asido»), Atalía («Yahvé es exaltado»). Pero lo que es cierto
es que Jezabel no se contentaba con tener su altar privado
donde ella misma pudiese practicar su religión, sino que pa-
rece haber organizado la adoración a Melcart en escala bas-
tante amplia y haber mantenido una gran nómina de oficiales
de su culto que disfrutaban de puestos influyentes en la corte.
La adoración de Melcart era en esencia de carácter canaanita,
y su introducción en Israel condujo a un reavivamiento del
antiguo culto nativo a Baal y Asera. Desde cierto punto de
vista. Melcart era la contrapartida tiria de Baal, y en realidad
se le llama Baal en todo el relato bíblico. Había un amplio
sincretismo entre el culto tiro-canaanita y la religión de Is-
rael, y la tendencia popular fue a resbalar de su adoración
a Yahvé y caer en esta idolatría. Los profetas de Yahvé pro-

(1) Del fenicio melkqart, «rey de la ciudad».


(2) Abreviado a J o r a m , en cuya forma se h a c e referencia a él m á s
a d e l a n t e í p á g s . 63 y sig.), q u e no hay q u e confundir con su homóni-
mo rey de J u d á . q u e l a m b i é n se da c o m o J o r a m en Reina-Vak-ra.
La Casa de Omri / 57

testaron contra esta apostasía, pero sus protestas se trataron


como traición porque la apostasía gozaba del favor de la
corte.
El líder de los profetas que protestaban de la idolatría
era Elias, hombre de una personalidad excepcionalmente po-
derosa, que anunció un hambre de tres años por todo el te-
rritorio como juicio divino por la apostasía imperante y se
convirtió en el blanco especial de la enemistad de Jezabel.
Tuvo que refugiarse de sus iras primero en TransJordania y
posteriormente en Fenicia; pero salió de su retiro a los tres
años para conducir al pueblo nuevamente a la adoración
de Yahvé.
La impresionante ocasión cuando «el fuego de Dios» des-
cendió sobre el sacrificio de Elias en el Monte Carmelo y
convenció al pueblo de que Yahvé, y no Baal, era el verdadero
Dios, está descrita en I Reyes 18. La cima del Carmelo, que
se adentra en el Mediterráneo, era un antiguo lugar santo,
y Elias no construyó un altar nuevo allí, sino que reparó uno
antiguo erigido a Yahvé, que estaba en ruinas. Pero incluso
al hacerlo, organizó las cosas de forma que el sacrificio coin-
cidiese con la oblación de la tarde que se ofrecía a diario en
el templo de Jerusalén. Sería precario asegurar que, al no
tener anotada ninguna protesta de Elias sobre los cultos con
imagen de becerro en Dan y en Betel, eran aprobados por
éste. Estas eran formas corruptas de adoración a Yahvé, pero
lo que tenía ahora la audaz y temeraria oposición de Elias
era la más peligrosa amenaza a la religión israelita, el culto
a Baal.
El pueblo que se reunió en el Carmelo, cansado de saltar
de una opinión a otra, aclamó a Yahvé como el verdadero
Dios, y por instigación de Elias mató a los sacerdotes del
culto a Baal en el arroyo de Cisón, que corría al pie del mon-
te. Estos acontecimientos fueron inmediatamente seguidos
por el cese de la sequía con una gran lluvia, que confirmó
aún más al pueblo en su retorno a la lealtad a la alianza con
Yahvé. Pero Elias, aunque extraordinariamente vindicado, sin
tió pánico ante Jezabel, que le amenazó con la misma m u e r t e
que él había dado a sus profetas, y huyó al sur, a Arabi;\
donde tuvo comunión con Dios y fue p o r El fortalecido en el
monte sagrado de Horeb, lugar de la tcofanía de Moisés cua-
trocientos años antes. Así fortalecido, volvió a su tierra y
puso en acción un programa que incluía la exterminación de
la dinastía de Omri como única forma de purificar la tierra
de modo efectivo del culto idolátrico a Baal.
58 / Israel y las Naciones

La oposición de los profetas a la política de la casa de


Omri no se ocupó exclusivamente de las formas externas de
la religión nacional, sino de su contenido social también. El
pacto de Yahvé salvaguardaba los derechos y privilegios del
más pequeño y oscuro de los hijos de Israel. Pero la influen-
cia de las alianzas extranjeras había conducido al debili-
tamiento del pacto en este aspecto y en otros. Así había ocu-
rrido bajo Salomón, siendo este hecho responsable en gran
parte de la división del reino. El relato de Nabot el de Jezreel
da idea clara de cómo habían llegado a estar las cosas.
Acab tenía una casa de campo en el Llano de Jezreel. Jun-
to a su finca había una pequeña viña que pertenecía a Nabot,
un israelita libre del lugar. Acab pensó que aquella viña se-
ría una buena adición a su finca y le ofreció a Nabot com-
prársela por un buen precio, o bien darle otra mejor, a cam-
bio de ella, en otra parte. Acab tenía perfecta libertad para
hacer tal oferta, y asimismo la tenía Nabot para aceptarla o
rechazarla. Nabot la rechazó. La viña era herencia de sus an-
tepasados y no estaba dispuesto a enajenarla, aunque le die-
ran por ella otra mejor. Cuando Nabot se negó al trato, Acab
aceptó su negativa: no podía hacer otra cosa. Como no le
había gustado, llegó a su casa cabizbajo, pero convencido de
que Nabot estaba en su perfecto derecho según la antigua
ley de Israel, y no se le había ocurrido la idea de violar tal
ley. Mas su esposa, Jezabel, había aprendido en su casa otras
ideas sobre lo que es un rey. Burlándose de Acab, le dijo:
«¿Así es como tú juegas a ser rey en Israel?» Y entonces, so-
bornando falsos testigos, se las arregló de forma que acusa-
ran a Nabot ante los ancianos de la ciudad de blasfemia y
sedición, por lo que fue condenado a m u e r t e por lapidación.
Sus propiedades fueron confiscadas por la corona, y una vez
hecho el trabajo sucio, Jezabel le anunció a su marido que
ya podía, sin más trámites, t o m a r posesión de la deseada
viña. Y cuando el incalificable rey fue a inspeccionar su mai
adquirida propiedad, ¿quién había de estar en la viña sino
Elias tisbita, que había regresado de Horeb? Entonces escu-
chó el monarca, cuya conciencia no le dejaba tranquilo, de
labios del profeta, la terrible sentencia pronunciada contra
él y su familia —una sentencia que significaba la total y ver-
gonzosa exterminación—. Y los profetas mantuvieron su opo-
sición n la casa de Acab hasta que dicha exterminación se
cumplió.

La guerra contra Damasco, que se había mantenido a rava


La Casa de Omri / 59

esporádicamente durante varias décadas, continuó con un im-


portante intervalo durante todo el reinado de Acab, que era
lo bastante diplomático para eludir el sostener guerra en dos
frentes al mismo tiempo. En lugar de verse obligado a defen-
derse de Siria y Judá simultáneamente, terminó con las dife-
rencias con la dinastía davídica aliándose con el rey Josafat
de Judá ( — 870 a —845 aprox.), hijo de Asa, confirmando esta
alianza con el matrimonio de su hija Atalía con el hijo de
Josafat, Joram. No se dice expresamente que Atalía fuera hija
de Jezabel, pero su comportamiento posterior así hace supo-
nerlo. La restauración de la paz en la frontera norte de Josa-
fat le permitió a éste reconquistar Edom, en el sur. Mien-
tras el reino de Judá era fuerte, Edom estaba sumiso, pero
toda debilidad de J u d á se reflejaba en movimientos indepen-
dentistas de los edomitas. La conquista de Edom por Judá
y la alianza entre Judá y Acab, así como la de éste con Feni-
cia, significaba que las rutas del mercado entre el Mediterrá-
neo y el Mar Rojo por el Golfo de Akaba estaban de nuevo
abiertas.
Cuando Ben-adad de Damasco invadió el reino de Acab
con un poderoso ejército, Acab logró dos victorias sucesivas
contra él: una junto a las murallas de Samaria v la otra, en
la primavera siguiente, en Afee, en el Llano de Jezreel. Des-
pués de la segunda derrota, Ben-adad tuvo que rogar que se
le perdonara la vida, y Acab le otorgó la paz a condición de
que le devolviera las ciudades israelitas que su padre, Tabri-
món, había tomado, y que permitiese el establecimiento de
bazares israelitas en Damasco con derechos extraterritoriales.
La paz así pactada d u r ó tres años.
En el curso de estos tres años tuvo luear un acontecimien-
to que en cualquier caso hubiera impulsado a los pequeños
estados de Siria a olvidar sus rencillas particulares y unirse
para hacer frente al peligro común. Las fortunas de Asiría,
que había sufrido una marea baja de dos siglos a causa de
las incursiones de nómadas árameos, fueron restablecidas ha-
cia el año —900 bajo una sucesión de reyes enérgicos que
llevaron las armas asirías hacia el oeste, del Tigris al Medite-
rráneo. En el año —853, uno de estos reyes, Salmanasar III
( — 859 a —823), tuvo un encuentro con una coalición de esta-
dos asirios y cilicios en Oarqar, sobre el Orontes. Debemos
a lo que Salmanasar dice de la batalla la información
sobre la identidad de estos reyes confederados y los contin-
gentes militares aportados por cada uno. Entre los doce re-
60 / Israel y las Naciones

yes que lucharon contra él, menciona a Ben-adad de Damas-


co (o ( como él le llama, Adad-idri, que es el equivalente del
nombre bíblico Hadad-ezer), y Acab de Israel. Mientras que
Ben-adad aportó el mayor contingente de soldados (20.000),
Acab suministró la mayor fuerza de carros (2.000). A Acab
se le asignan 10.000 soldados, cifra importante considerando
los contingentes de algunos de sus m á s poderosos aliados. La
herencia de Salomón en caballos y carros no se había mal-
gastado: los establos de Meguido se mantenían todavía a un
alto nivel de eficacia (3).
Salmanasar reivindica una victoria aplastante: los cadá-
veres de sus enemigos, según él, cubrían la llanura del Oron-
tes y obstaculizaban el paso de las aguas. Pero el hecho de
que no aprovechara tan favorable situación, sino que retor-
nara a casa y no volviera a molestar a aquellos territorios
en doce años supone que sus oponentes confederados se ven-
dieron muy caros.
Cuando cesó la amenaza asiría, la alianza antiasiria se di-
solvió rápidamente, y Acab y Ben-adad tardaron poco en re-
emprender sus hostilidades. La ciudad fortificada israelita de
Ramot de Galaad, en la TransJordania, había quedado en
manos de Ben-adad, a pesar de los términos de la paz acor-
dados tres años antes. Acab decidió intentar su rescate, y el
rey Josafal condujo una fuerza militar desde Judá p a r a co-
laborar en la empresa. La narración de I Reyes 22 pinta un
memorable cuadro de los reyes sentados sobre sus respecti-
vos tronos con el ropaje real a la puerta de Samaría, mien-
tras que profetas complacientes les preconizaban completo
éxito en su empresa, hasta que el honesto Micaías, hijo de
Imla, les describió la visión que él había visto, con el pueblo
de Israel esparcido por las montañas como ovejas sin pastor.
Acab, sintiendo en sus mismos huesos que la verdad era la
que decía aquel profeta independiente y no los doscientos
que le habían dado respuestas halagadoras, se disfrazó cuan-
do se trabó la batalla en Ramot de Galaad y entró en ella
como un soldado cualquiera de los carros. Mas cuando «un
hombre disparó su arco a la ventura e hirió al rey p o r entre
las j u n t u r a s de la armadura», Acab reconoció que no había
disfraz que pudiera protegerle del destino que le habían pro-
fetizado. Sus últimas horas fueron, ciertamente, dignas de un
guerrero real: se hizo a m a r r a r a su carro para permanecer
erguido a fin de que sus soldados no fueran presa del pá-

(3) Ver página 47.


La Casa de Omri / 61

nico y huyeran si descubrían que su rey había caído mortal-


mente herido. Al ponerse el sol murió por la pérdida de
sangre, y la batalla se dio por terminada.
Su hijo Ocozías le sucedió. Lo único que se dice sobre su
breve reinado es que cooperó con Josafat para enviar una
flota mercante del Golfo de Akaba a Ofir para importar un
cargamento de oro: los barcos no llegaron a salir, pues se
hundieron a causa de una tormenta cuando se encontraban
aún en la bahía de Akaba.
Ocozías falleció a causa de una caída el año siguiente a su
acceso al trono, y le sucedió su hermano Joram. A éste se le
acredita haber hecho un intento de reducir el culto a Baai
en Samaría: particularmente, quitó el «pilar sagrado» o mas-
sebah que su padre había erigido en honor a Melcart.
La muerte de Acab fue la señal para un levantamiento de
los moabitas, que habían sido tributarios de su padre, Omri.
El tributo era pagadero en ovejas y lana, que era la riqueza
principal de Moab. Año tras año el rey Mesa de Moab tenía
que pagarle a su señor israelita 100.000 corderos y la lana de
100.000 ovejas. El relato de II Reyes 1:1 y 3:5 de que, al
morir Acab, Moab se rebeló contra él, se hace mucho más
extenso en el relato del mismo Mesa sobre su rebelión, ins-
crito en una estela de victoria que erigió en Dibón, cerca de
su frontera con Israel —la llamada Piedra Moabita, descu-
bierta en 1868—. En su inscripción, Mesa atribuye el período
de sumisión al hecho de que Quemos, dios de Moab, se en-
contraba airado contra su pueblo, y atribuye también a Que-
mos la alabanza por el éxito de la rebelión y las victorias
ganadas por Mesa cuando procuraba extender sus territorios
a costa de Israel en TransJordania. La rebelión era, en efecto,
una guerra santa declarada por Moab, y las ciudades fronte-
rizas tomadas a Israel fueron «dedicadas» a Quemos, como
Jericó lo había sido a Yahvé. He aquí parte de la inscripción:

«Yo soy Mesa, el hijo de Quemos (kan), rey de


Moab, el dibonita. Mi padre reinó sobre Moab durante
treinta años y yo fui rey detrás de mi padre. Yo cons-
truí este lugar alto para Quemos en Qorhah, [un lugar
alto de] salvación, porque él me salvó de todos mis
asaltantes y me permitió ver mi deseo sobre mis ene-
migos. Omri, rey de Israel, oprimió a Moab muchos
días porque Quemos estaba airado contra su tierra.
Su hijo le sucedió y dijo también: «oprimiré a Moab».
En mis días él habló [ a s í ] , pero yo vi mi deseo sobre

i
62 / Israel y las Naciones

él y sobre su casa, e Israel pereció del todo y para


siempre. Ahora Omri había tomado posesión de la tie-
r r a de Medeba y habitado en ella durante sus días y la
mitad de los días de su hijo, cuarenta años; pero
Quemos la rescató en mis días. Yo construí Baal-meon
y la presa que hay en él, y construí Qiriathen. Ahora
los hombres de Gad habían vivido en la tierra de Ata-
rot por mucho tiempo, y el rey de Israel había cons-
truido Atarot para sí mismo. Pero yo peleé contra la
ciudad y la tomé, y maté a la gente de la ciudad, un
espectáculo para Quemos y para Moab. Y yo tomé cau-
tivo de allí el altar de fuego de David y lo a r r a s t r é
delante de Quemos en Qeriyoth. Y asenté allí a los
hombres de Sharon y a los hombres de Mahrath. Lue-
go me dijo Quemos: «Ve, toma Nebo contra Israel.»
Fui de noche y luché contra ella desde el amanecer
hasta el mediodía, y la tomé y los maté a todos, sete-
cientos hombres, mujeres, muchachos, [muchachas] y
esclavas, porque se los había dedicado a Ashtar-Que-
mos (4). Tomé los vasos de Yahvé de allí y los a r r a s t r é
delante de Quemos. Ahora el rey de Israel había cons-
truido Jahaz y vivía allí mientras luchaba contra mí;
pero Quemos lo echó fuera delante de mí. Yo tomé
doscientos hombres de Moab, todos ellos jefes, y los
conduje contra Jahaz, y la tomé para anexionársela a
Dibón. Yo construí Qorhah, el muro de los bosques y
el m u r o del montículo; construí sus puertas, construí
sus torres y construí el palacio real; y construí dos
depósitos de agua dentro de la ciudad. No había cis-
terna dentro de la ciudad de Qorhah, así que dije a
todo el pueblo: «Cada uno de vosotros haga su cister-
na en su casa.» Hice a los prisioneros israelitas exca-
var zanjas para Qorhah. Yo construí Aroer e hice la
carretera j u n t o al Arnón; yo construí Beth-Bamoth,
que había sido demolida; yo construí Becer, porque
estaba en ruinas [con] cincuenta h o m [ b r e s ] de Dibón,
pues todos los de Dibón me deben pleitesía a mí. Yo
reiné sobre centenares de ciudades que anexioné al
país. Yo construí Medeba, Bed-diblathen y Beth-baal-
meon, y conduje allá a los ovejeros del país...» (5).

(4) Diosa consorte de Quemos.


(5) Ver la traducción y notas de E. Ullendorf en DOTT, págs. 195
y siguientes.
La Casa de Omri / 63

En II Reyes 3 tenemos la historia de un intento hecho por


Joram, con la ayuda de su aliado el rey Josafat de Judá y el
vasallo de Josafat, rey de Edom, para volver a poner a Moab
bajo su hegemonía. La batalla fue contra Moab hasta que
Mesa, en su desesperación, ofreció su primogénito a Quemos
como sacrificio, sobre la muralla de la ciudad. El espectáculo
de tan desesperado rito de súplica espoleó a los apurados
moabitas para un esfuerzo final, que hizo cambiar el curso de
la batalla, consiguiendo rechazar a los israelitas y sus aliados.
La narración de la batalla es además interesante por la
p a r t e que el profeta Elíseo tomó en ella, dirigiendo la estrate-
gia de las fuerzas confederadas. Eliseo fue ayudante o sir-
viente de Elias, y sucedió a su maestro como jefe de los pro-
fetas en la tierra de Israel, reconocido como tal por las
escuelas proféticas. Demostró ser buen consejero para los re-
yes de Israel durante decenios, especialmente después de la
caída de la casa de Omri. En realidad, él fue parcialmente
responsable de la instigación del levantamiento que condujo
a su caída.
Poco tiempo después de la campaña contra Moab, Josafat
murió, sucediéndole en el trono de Judá su hijo Joram, yerno
de Acab. Este Joram fue un rey débil, y durante su reinado
Edom se rebeló contra Judá y estableció una vez más su in-
dependencia.
Las hostilidades, que se habían renovado entre Israel y
Damasco el mismo año de la muerte de Acab, continuaron
d u r a n t e mucho tiempo, con fluctuaciones en uno y otro sen-
tido. En una ocasión, durante el reinado de Joram, el ejército
de Damasco penetró hasta el mismo corazón del territorio
de Israel y sitió a Samaría de tal forma que estaban ya a
p u n t o de reducirla por hambre, cuando el rumor de la proxi-
midad de un ejército de cilicianos e hititas que venía del
norte en auxilio de los israelitas, les hizo levantar apresu-
radamente el sitio, con inmenso y regocijado alivio para los
samaritanos, que en el extremo del hambre habían llegado
hasta el canibalismo.
En esta continua lucha, Ramot de Galaad era siempre ciu-
dad de disputa. Allí las tropas de Damasco y las de Israel se
enfrentaron durante los reinados de los hijos de Acab, y allí
fue donde, en el año —841, culminó la conspiración que cau-
só la caída y exterminio de la familia de Acab.
El comandante del ejército israelita en Ramot de Galaad
era Jehú, hijo de Josafat. Años atrás, cuando el profeta Elias
recibió en Horeb la comunicación de Dios en la forma de
64 / Israel y las Naciones

una voz suave, que era más poderosa para la destrucción que
el viento, el terremoto o el fuego, se le ordenó volver, no
sólo p a r a ungir a Elíseo por sucesor en el quehacer profético,
sino para ungir también a este Jehú como rey de Israel, y a
un tal Hazael como rey de Damasco. Elias tomó en realidad
a Eliseo como discípulo y sucesor, pero no realizó personal-
mente las otras dos unciones, sino que se las asignó a Eliseo
como deberes que le correspondían a él. Se nos dice que Ben-
adad cayó enfermo y envió a Hazael a Eliseo (cuya fama
como profeta era bien conocida en Siria) para que le pregun-
tara si mejoraría. Eliseo respondió que la enfermedad no era
mortal, pero añadió, mirando significativamente a Hazael, que
Ben-adad moriría de todas formas. Hazael pretendió no ha-
ber comprendido, pero Eliseo le dijo abiertamente que él
sería rey de Siria, y lloró al presentir las depredaciones que
Hazael había de perpetrar dentro de las fronteras de Israel.
Hazael salió de la presencia de Eliseo, y al llegar al palacio
ahogó al rey enfermo presionándole un paño húmedo sobre
el rostro, y tomó su lugar en e! trono (6).
Sólo restaba la unción de Jehú para completar la triple
comisión. Eliseo envió a un miembro de una escuela proféti-
ca a Ramot de Galaad con un pequeño frasco de aceite, y le
dijo que pidiera una entrevista privada con Jehú. Lo hizo
así el profeta y, cuando se encontraron a solas, d e r r a m ó el
aceite sobre la cabeza de Jehú y le aclamó en el nombre de
Yahvé por rey de Israel y exterminador de la familia de
Acab, y huyó. Los oficiales compañeros de Jehú se burlaron
de él en cuanto a la visita de aquel loco mal vestido; m a s
cuando Jehú les contó lo sucedido prendió en ellos la idea
inmediatamente. Hicieron sonar trompetas y proclamaron a
Jehú por rey, extendiendo sus mantos militares a los pies
del proclamado, que estaba en pie en los escalones del
cuartel.
La única justificación para esta conspiración debe ser su
éxito.

La traición nunca prospera. ¿Cuál es la razón?


Que cuando prospera, nadie la llama traición.

Pero por parte de Jehú, traición era. No sólo se rebeló


contra el rey a quien había j u r a d o lealtad, sino que al dejar
su puesto en Ramot de Galaad debilitó la defensa de la fron-

Í6) II Revés 8:7-15.


La Casa de Omri / 65

tera de Israel en forma tal, que sus sucesores tuvieron bue-


nos motivos para lamentarlo por largo tiempo.
Por el momento, sin embargo, Jehú tenía que establecer
de hecho su nuevo título. A Joram le habían infligido recien-
temente una herida en batalla contra los damascenos, y se
hallaba reponiéndose de ella en su palacio de verano de Jez-
reel. Su sobrino Ocozías (que había sucedido a su padre, Jo-
ram, el año anterior) estaba haciéndole una visita amistosa.
De pronto se anunció a los dos reyes que se acercaba un grupo
de carros de guerra. Ambos salieron para recibir a la parti-
da, diciéndose que tenían que ser noticias importantes del
frente, porque les habían informado que el jefe de la parti-
da era Jehú mismo. Pero cuando se encontraron con los
carros supieron la verdad. A su pregunta: «¿Va todo bien?»,
Joram recibió una inesperada respuesta. «¡Es traición, Oco-
zías!», le gritó a su sobrino, y ambos giraron en redondo
para huir, pero era demasiado tarde: una flecha alcanzó a
Joram penetrándole hasta el corazón, y murió en el mismo
lugar (lugar que, explica el narrador, era precisamente lo
que fue viña de Nabot). También dispararon contra Ocozías
hiriéndolo de muerte. Jehú, como revolucionario que era,
no pensó en las posibles repercusiones diplomáticas del ase-
sinato de un rey en tierras de otro, sino que gritó: «¡Tiradle
a él también!» (tal vez por ser nieto de Acab). Ocozías murió
de su herida de flecha en Meguido y su cuerpo pasó a Jeru-
salén para ser enterrado allá.
Entre tanto, Jehú siguió adelante a toda prisa con su
obra de exterminio de la familia real. Jezabel, la reina ma-
dre, estaba en la residencia de Jezreel y encontró la muerte
con ánimo y dignidad reales: nada en la vida la convenía
más que dejar de vivirla. Los demás miembros de la casa
de Acab que estaban en Jezreel fueron asesinados sin pie-
dad, pero la mayor parte de la familia vivía en Samaría, la
capital. A la recepción de una carta de Jehú, los ancianos de
Samaría se dieron cuenta de que tenían un nuevo amo a
quien aplacar. ¿Cómo podrían hacerlo mejor que con las ca-
bezas de los hijos de Acab? Asesinaron, pues, a los descen-
dientes varones, setenta en total, y enviaron sus cabezas a
Jehú, que seguía en Jezreel. Unos cuarenta parientes de Oco-
zías de Judá, en camino para saludar a la familia real de
Israel, murieron igualmente: no se habían enterado de la re-
belión. Así terminó la dinastía de Omri. Fue una dinastía
popular, por lo que, desde el punto de vista de Jehú, era
preciso no dejar vastago alguno de la familia que pudiera
66 / Israel y las Naciones

llegar a ser el centro de la lealtad del pueblo. Pero el exter-


minio de la familia de Acab estaba de acuerdo con las ideas
de las escuelas de los profetas: era el pago merecido por la
hostilidad de Jezabel contra ellos.
Otra cosa entraba también en el programa de los profe-
tas: la eliminación del culto a Baal. Este culto extraño se
había venido a menos durante el reinado de Joram, pero
Melcart aún tenía un santuario en su honor en Samaría.
Jehú, por tanto, encaminó sus pasos a Samaría en su papel
de reformador religioso, papel reforzado por la cooperación
de Jonadab el recabita, líder de un grupo estrictamente pu-
ritano que tenía con otros yahveístas una relación muy pa-
recida a la de los Wahhabi con los otros mahometanos. Los
recabitas no habían cambiado la forma de vida del desierto
por la de la economía agrícola de Canaán, como habían he-
cho los demás israelitas cuando se establecieron en esta tie-
rra. Ellos seguían viviendo en tiendas, no sembraban grano,
ni plantaban viñas, ni bebían vino. En realidad, se abstenían
de todo lo que tuviese la más remota relación con los ritos
de la fecundidad de Canaán, y desde luego, detestaban al
máximo el culto a Baal.
Al llegar a Samaría, Jehú, con astucia innoble, convocó
una solemne asamblea en honor de Baal, haciendo creer que
patrocinaría el culto a Baal aún más que Acab, y que cele-
braría un espléndido sacrificio en su honor. Cuando se hubo
reunido en el día anunciado una gran concurrencia de adora-
dores —muchos de ellos, seguramente, sin otro fin que el de
seguirle la corriente al nuevo rey— fueron traidoramente
asesinados a mansalva. El santuario de Baal y todas sus ins-
talaciones fueron destruidas, y suprimida toda reliquia del
culto tirio.
Así Jehú cumplió el programa profético. Pero la forma en
que lo hizo —exterminio en masa y a traición— era imper-
donable, y un siglo más tarde otro profeta, Oseas, anunció
en el nombre de Yahvé que caería justa retribución sobre
la familia de Jehú por el derramamiento de sangre en Jez-
reel.
6
LAS GUERRAS SIRIAS Y EL ALZAMIENTO
DE LOS PROFETAS
(841-745 a.C.)
Cuando el rey Ocozías de Judá murió en Meguido de la
herida que le habían infligido los arqueros de Jehú, su ma-
dre, Atalía, hija de Acab, decidió que había llegado el mo-
mento oportuno para t o m a r en sus manos el poder sobre
Jerusalén. Logró asegurarse el apoyo de la guardia real e
hizo asesinar en masa a toda la familia de su hijo. Sólo un
vastago de Ocozías, que contaba apenas seis meses, Joás, se
le pasó por alto, porque su nodriza lo ocultó y salió de pala-
cio con él d u r a n t e la matanza, y el príncipe se crió en el
recinto del templo.
Parece ser que la adoración a Mclcart floreció en Jerusa-
lén durante el reinado de Atalía, que d u r ó seis años, lo que
sugiere que era, en efecto, hija de Jezabel. Mas en el séptimo
año hubo un levantamiento popular encabezado por el sacer-
dote Joiada, que consiguió que la lealtad de la guardia real
pasase de Atalía a Joás, el jovencísimo príncipe. Guardaron
el templo mientras se sacaba al príncipe y se le proclamaba
rey de Judá. Atalía no tuvo noticia de lo que se t r a m a b a
hasta que fue demasiado tarde. Cuando entró en el templo
gritando: «¡Traición!», fue inmediatamente acallada y sacada
de allí, recibiendo la muerte tan pronto estuvo fuera del sa-
grado recinto. La instauración de Joás como rey fue acom-
pañada de una ceremonia de alianza tripartita entre Yahvé,
el rey y el pueblo.
La dinastía de Jehú duró casi cien años. Al principio del
reinado de Jehú, Salmanasar I I I , rey de Asiría, devolvió una
visita al oeste, y Jehú figura como uno de los gobernadores
occidentales que le rindieron pleitesía. Se le llama «Jehú
hijo de Omri» en el relato asirio, lo que no deja de tener
ironía sabiendo que Jehú había exterminado tan reciente-
mente la dinastía de Omri; pero el título sencillamente le
distingue como rey de «la tierra de Omri». Probablemente
68 / Israel y las Naciones

Jehú dio la bienvenida a la protección asiría contra sus ve-


cinos de Damasco, por el noroeste, y pensaba que merecía
la pena pagar el tributo impuesto. Pero Salmanasar se vol-
vió a Asiría y después de —839 ningún ejército asirio apare-
ció p o r estas tierras occidentales durante cerca de cuarenta
años. No vino protección alguna de aquella dirección contra
los sirios. La precipitada salida de Jehú de Ramot de Galaad
p a r a ocupar el trono debilitó la situación interna del reino
por el derramamiento de sangre que siguió y frente a los
enemigos externos por dejar mal defendida la frontera. La
amenaza de invasión por parte de Siria fue aumentando du-
rante el reinado de Jehú ( — 841 a —814) y alcanzó su cima
bajo su hijo Joacaz ( — 814 a —798). Hazael de Damasco y su
hijo y sucesor Ben-adad II aprovecharon todas las ventajas,
hasta que parecía como si la independencia de Israel fuese
a perderse por completo. Tan bajo llegó a caer Israel, que
Joacaz no podía reunir m á s de diez mil hombres de infante-
ría, cincuenta de a caballo y diez carros, índice elocuente
del declive de Israel a p a r t i r de los días cuando Acab podía
enviar dos mil carros al ejército confederado que se enfren-
tó con Salmanasar en Qarqar.
Los sirios invadieron Israel desde el norte y el este. Ocu-
paron toda la TransJordania y se infiltraron por la llanura
de la costa en dirección s u r hasta Gaza. La ocupación de
Gaza suponía una amenaza contra Jerusalén, y Joás se vio
obligado a c o m p r a r al enemigo con los tesoros del templo.
Parece ser que el sacerdocio y el pueblo se pusieron en con-
t r a de Joás por esta operación y lo asesinaron hacia —800.
Otros enemigos de Israel se aprovecharon de su desgracia.
Los ammonitas, por ejemplo, invadieron desde el sudeste el
territorio de Israel al este del Jordán, asesinando a mansal-
va a los habitantes de las poblaciones para conseguir vi-
viendas para ellos mismos. Pero cuando la suerte de Israel
estaba en el p u n t o más bajo de su marea, «dio Yahvé salva-
dor a Israel» (1). Este salvador o libertador puede identifi-
carse con el rey asirio Adadnirari I I I , quien en —803 con-
dujo una expedición contra Siria, en la que asaltó a Damas-
co y le hizo tributario. La presión siria sobre Israel cedió.
Joás, que había sucedido a Joacaz como rey de Israel (de
— 798 a —782 aprox.), pudo hacer que los sirios se retirasen
y recuperar las ciudades israelitas que éstos habían tomado
durante el reinado de su padre.

(1) II Reyes 13:5.


Las Guerras Sirias y el Alzamiento / 69

Durante toda esta larga y penosa tribulación, Israel tuvo


un hombre cuya moral y confianza en Yahvé nunca flaqueó.
El profeta Elíseo fue una torre de fortaleza para su pueblo,
y cuando al final yacía en su lecho de muerte, el rey Joás
descendió a verlo y lloró sobre él: «¡Padre mío, padre mío,
carro de Israel y su gente de a caballo!», haciéndose eco de
las propias palabras de Eliseo cuando su maestro Elias fue
arrebatado al cielo. Las últimas palabras de Eliseo fueron un
presagio de la victoria de Israel sobre los sirios, y Joás les
infligió tres derrotas.
Joás tomó también Jerusalén, después de recibir un reto
sin sentido de Amasias, sucesor de Joás de Joacaz como rey
de Judá. Amasias había conquistado Edom y se creía lo bas-
tante fuerte para enfrentarse en batalla con Israel; pero fue
vencido y sometido a tributo, y buena parte de las fortifica-
ciones de Jerusalén, desmanteladas. Amasias perdió crédito
y se vio obligado a huir de Jerusalén, donde el pueblo puso
a su hijo Uzzías (2) por rey en su lugar (hacia —791 a —740).
Pocos años más tarde Amasias murió asesinado en Laquis,
donde había logrado permanecer temporalmente después de
huir de Jerusalén.
Por el mismo tiempo que Uzzías fue proclamado rey de
Jerusalén murió Joás de Israel y le sucedió en el trono su
hijo Jeroboam II ( — 782 a —745 aprox.). Tanto Uzzías como
Jeroboam II disfrutaron reinados prósperos y duraderos.
A la muerte de Adadnirari III, en —782, la marea asiría bajó
durante cuarenta años, pero Damasco se encontraba enton-
ces demasiado débil para emprender nuevas agresiones con-
tra Israel y Judá.
Uzzías recuperó y fortificó Elat, en el Golfo de Akaba, y
reafirmó la hegemonía de Judá sobre las ciudades filisteas
de las costas mediterráneas. La economía agrícola de Judá
recibió una atención especial. Puede juzgarse la prosperidad
del reino por los «bienes de consumo» disfrutados por la po-
blación urbana. El carácter de este reinado se refleja en los
primeros oráculos del profeta Isaías, natural de Jerusalén,
que fue llamado a su ministerio profético «en el año que
murió el rey Uzzías» (3). El catálogo del «atavío» que nos
da Isaías 3:18-24 sugiere un alto nivel de prosperidad mate-
rial y una sociedad altamente sofisticada. Pero la situación
política que servía de trasfondo a esta prosperidad no era

(2) También llamado Azarías.


(3) Isaías 6:1.
70 / Israel y las Naciones

tan saludable como el ornato exterior pudiera sugerir. La ri-


queza estaba concentrada en las manos de unos cuantos, que
habían extendido sus posesiones en detrimento de sus her-
manos más pobres:

Yahvé está en pie para litigar,


y está para juzgar a los pueblos.
Yahvé vendrá a juicio contra los ancianos de su pueblo
y contra sus príncipes.
«Vosotros habéis devorado la viña,
y el despojo del pobre está en vuestras casas.
¿Qué pensáis vosotros, que majáis mi pueblo
y moléis las caras de los pobres?»,
dice el Señor, Yahvé de los Ejércitos (4).
¡Ay de los que juntan casa con casa
y añaden heredad a heredad,
hasta ocuparlo todo!
¿Habitaréis vosotros solos en medio de la tierra? (5).

Los pobres no conseguían justicia cuando acudían a jui-


cio porque los que los habían despojado eran lan ricos, que
podían sobornar a los injustos jueces:

Tus príncipes, prevaricadores


y compañeros de ladrones.
Todos aman el soborno,
y van tras las recompensas;
no hacen justicia al huérfano,
ni llega a ellos la causa de la viuda (6).
¡Ay de los que dictan leyes injustas
y prescriben tiranía,
para apartar del juicio al pobre
y quitar el derecho a los afligidos de mi pueblo;
para despojar a las viudas,
y robar a los huérfanos! (7).

Isaías vivía en la ciudad. La opresión del campesinado la


describe con rasgos más vigorosos su contemporáneo, tam-

(4) Isaías 3:13-15.


(5) Isaías 5:8.
(6) Isaías 1:23.
(7) Isaías 10:1 y sig.
I.as Guerras Sirias y el Alzamiento / 71

bien profeta, Miqueas, que era campesino y vivía en la p a r t e


sudoriental del reino de Judá:

i Oíd ahora, príncipes de Jacob,


y jefes de la casa de Israel!
¿No concierne a vosotros saber lo que es justo?
Vosotros, que aborrecéis lo bueno y amáis lo malo,
que les quitáis su piel y su carne sobre sus huesos;
que coméis asimismo la carne de mi pueblo
y les desolláis su piel de sobre ellos,
y les quebrantáis los huesos
y los rompéis como para el caldero,
y como carnes en olla (8).
El pequeño propietario campesino tendía a e n c o n t r a r s e
cada vez más a la merced de sus vecinos más ricos. Una
mala cosecha era un desastre; dos o tres seguidas podían
hacerle la vida literalmente imposible. No podía hacer otra
cosa que hipotecar su pequeña propiedad en favor del adine-
rado, que tomaría la primera oportunidad para quedarse con
ella y añadirla a su propio terreno, mientras que el cam-
pesino y su familia se veían forzados a trabajar como sier-
vos suyos.
Si esto ocurría en Judá, se daba también, y en escala
alarmante, en el reino del norte, donde el campesinado había
sido más duramente castigado por las invasiones sirias.
Jeroboam II continuó la obra de su padre en cuanto a
recuperar de Siria el territorio israelita. Completó la recon-
quista de TransJordania llegando por el sur hasta el Mar
Muerto, mientras que por el norte extendió su hegemonía
hasta el puesto fronterizo hematita de Labo (Lebweh). Mas
su reinado, a despecho de su importancia política, no mere-
ce para el Segundo Libro de los Reyes más que un relato su-
cinto. Se le reprocha el haber mantenido los cultos cismá-
ticos de los becerros en los santuarios de Dan y Betel; p o r
lo demás, sus victorias se presentan como una misericordio-
sa liberación de la tribulación de Damasco, dada por Yahvé
porque «miró la muy amarga aflicción de Israel; que no ha-
bía siervo ni libre, ni quien diese ayuda a Israel. Y Yahvé
no había determinado raer el nombre de Israel de debajo
del cielo; por tanto, los salvó por mano de Jeroboam, hijo
de Joás» (9).
(8) Miqueas 3:1-3.
(9) II Reyes 14:26 y sig.
72 / Israel y las Naciones

Algunos de los detalles, sin embargo, podemos rellenarlos


con los oráculos proféticos de Amos y Oseas. Estos se refie-
ren a datos de su carrera militar, como la reconquista de
las ciudades de TransJordania Lodebar y Karnaim (10). Pero
se ocupan más de la situación religiosa y social de la nación.
Había una prosperidad superficial, conseguida a base de
oprimir a los campesinos independientes pero pobres, que
hasta entonces habían constituido la columna vertebral de
la nación. El respeto a las leyes de la antigua alianza de
Yahvé, que habían detenido incluso la mano de Acab de to-
m a r la viña de Nabot por la fuerza, había desaparecido. Los
terratenientes habían descubierto medios de apropiarse de
viñas como la de Nabot sin romper la letra de las leyes:

Así ha dicho Yahvé:


«Por tres pecados de Israel,
y por el cuarto no revocaré su castigo;
porque vendieron por dinero al justo,
y al pobre por un par de zapatos.
Pisotean en el polvo de la tierra las cabezas de
[los desvalidos
y tuercen el camino de los humildes...
Sobre las ropas empeñadas se acuestan junto a
[cualquier altar;
y el vino de los multados
beben en la casa de sus dioses» (11).

Ellos y sus esposas vivían en la holgura y el lujo sobre


la riqueza que habían extorsionado de los pobres, sin pen-
sar en los males que tal forma de vida había de a r r a s t r a r
consigo:

¡Ay... de los que duermen en cama de marfil,


y reposan sobre sus lechos,
y comen los corderos del rebaño
y los novillos de en medio del engordadero;
gorjean al son de flauta
e inventan instrumentos musicales como David:
beben vino en tazones
y se ungen con los ungüentos más preciosos;
y no se afligen por el quebrantamiento de José!

(10) Amos 6:13.


(11) Amos 2:6-8.
Las Guerras Sirias y el Alzamiento / 73

Por tanto, ahora irán a la cabeza de los que van


[a cautividad,
y se acercará el duelo de los que se entregan a
[los placeres (12).
Sin embargo, estas mismas personas que robaban al po-
bre y al desvalido, eran muy extremosas en cumplir las prác-
ticas religiosas. Nunca subió tanto humo de sacrificios hacia
el cielo desde los altares de Dan y Betel y otros santuarios
que por Israel había. Y las notas de alabanza se elevaban
con regularidad y vigor tanto de la lengua como del arpa.
¿No era ésta la adoración en la que Yahvé se complacía?
Así discurrían, pero la voz de Yahvé por sus profetas decía
otra cosa muy distinta. Sus injusticias y su falta de respeto
a las obligaciones de la alianza teñían sus devociones con
colores abominables al Señor:
Aborrecí, abominé vuestras solemnidades,
y no me complaceré en vuestras asambleas.
Si me ofreciereis vuestros holocaustos y vues-
[tras
no los recibiré, °ÍTend™-
ni miraré a las ofrendas de paz de vuestros ani-
[males engordados.
Quita de mí la multitud de tus cantares,
pues no escucharé las salmodias de tus instru-
Pero corra el juicio como las aguas, Lnien os.
y la justicia como el impetuoso arroyo (13).
Podían hablar con bellas palabras acerca del Día de Yah-
vé —el día cuando Yahvé juzgaría a sus enemigos—, pero
no se daban cuenta de que el juicio de Yahvé sería ejecuta-
do en estricta justicia y que la iniquidad sería castigada fue-
se quien fuese el culpable. Si se encontraba la culpa en Is-
rael, el castigo sería más severo que en otros, porque las
otras naciones no habían disfrutado del conocimiento de
Yahvé y de su voluntad con Israel. Yahvé no tenía favoritos;
si sacó a Israel de la tierra de Egipto, también había traído
a sus vecinos, los sirios y los filisteos, de su antigua tierra
para asentarlos en sus actuales territorios. Y si había echa-
do a los antiguos habitantes de Canaán ante Israel a causa
de sus pecados, sobre el mismo principio podía echar a Is-
rael también.
(12) Amos 6:4-7.
(13) Amos 5:21-24.
74 / Israel y las Naciones

La forma exlerna de adoración carecía de valor si no iba


acompañada de las virtudes prácticas interiores que faltaban
en Israel. Amos hubiese estado totalmente de acuerdo con
las palabras de Miqueas en Judá:

¿Qué pide Yahvé de ti?


Solamente hacer justicia
y amar la misericordia,
y humillarte a n t e tu Dios (14).

Mas no era eso todo: las formas externas de adoración


popular también se habían corrompido imitando los ritos de
la fecundidad de los canaanitas, y éstos atrofiaban la per-
cepción ética del significado de los ritos judaicos. La pros-
titución ritual se practicaba en los festivales solemnes:

El hijo y su padre se llegan a la misma joven,


profanando mi santo nombre (15).

Oseas da más detalles sobre esta costumbre, ya que su


propia esposa se había dejado seducir por ella. Y fue preci-
samente el amor de Oseas por su errática esposa, un amor
capaz de perdonar, lo que le hizo ver con claridad la per-
sistencia del amor de Yahvé para su pueblo infiel. Yahvé los
volvería de nuevo a la alianza, pero antes era preciso que se
separasen de sus vicios canaanitas, por lo cual los desarrai-
garía y los llevaría lejos de aquella tierra, otra vez al de-
sierto, para que renovasen su lealtad a Dios, que se había
dado a conocer a sus padres y se había ganado su amor pre-
cisamente allí, en el desierto.
Como ha señalado T. H. Robinson (16), en una situación
de este tipo ha de ocurrir una de dos cosas, y cualquiera de
ellas comporta la ruina. Puede llegarse al punto en que el
pisoteado campesinado se levante en rebeldía y tire por la
borda la civilización que le ha oprimido; o si han perdido
de tal forma el espíritu que no pueden hacerlo, la nación
se ha podrido interiormente, a tal punto que caerá como pre-
sa fácil en las manos del primer aventurero agresivo que se
dé cuenta de la situación.

(14) Miqueas 6:8.


(15) Amos 2:7.
(16) W. O. E. Oesterlcy y T. H. Robinson, A History of Israel (1932).
páginas 366 y sig.
Las Guerras Sirias y el Alzamiento / 75

Mal le va a la tierra, presa de los males que se le


[avecinan,
donde la riqueza se acumula, y los hombres decaen.

Los «males que se le avecinan» llegaron rápidamente tras


la muerte de Jeroboam II, hacia el año —745. Su hijo Zaca-
rías reinó sólo seis meses antes de caer asesinado en Ibleam,
en el Llano de Jezreel, por Salum, hijo de Jabes, aparente-
mente uno de los oficiales de su ejército. La dinastía de Jehú
tocó así a su fin en la cuarta generación, terminando como
había comenzado: con rebelión y asesinato. No mucho an-
tes, Oseas había recibido la orden de darle a su primogénito
el simbólico nombre de Jezreel, «porque de aquí a poco»,
dijo Yahvé, «yo castigaré a la casa de Jehú por causa de la
sangre de Jezreel, y haré cesar el reino de la casa de Israel.
Y en aquel día quebraré yo el arco de Israel en el valle de
Jezreel» (17). También Amos había predicho que Yahvé se
levantaría «con espada sobre la casa de Jeroboam» (18). Fue
en realidad esta profecía la que constituyó la provocación
final al sacerdote en jefe de Betel y le hizo enviar a Amos
de regreso a su casa de Judá.
Pero Salum no disfrutó por mucho tiempo el reino: al
mes cayó él, a su vez, a manos de otro líder militar, Mana-
hem, hijo de Gadi, que asumió la dignidad real, sometió por
fuerza a las ciudades que se le resistieron y, a base de terro-
rismo, aseguró que no hubiese más rebeliones contra él.

(17) Oseas 1:4 y sig.


(18) Amos 7:9.
7
OCASO Y CAÍDA DEL REINO DEL NORTE
(745—721 a.C.)
El cuarto de siglo que siguió a la caída de la casa de Jehú
presenció el colapso del Reino del Norte. Amos y Oseas ha-
bían predicho los acontecimientos: Dios había puesto su plo-
mada contra la pared del estado de Israel y había demostra-
do que estaba peligrosamente fuera de la línea vertical, a
punto de derrumbarse.

«Los lugares altos de Isaac serán destruidos


y los santuarios de Israel serán desolados» (1).

El pueblo había perdido el motivo de su antigua unión: a


la corrupción social le había seguido la anarquía política, y
la rápida sucesión de reyes reflejaba la inestabilidad de la
nación:
«Te di rey en mi furor,
y te lo quité en mi ira» (2).

Un empujón bastaba para derribar el edificio ya en rui-


nas, y fueron los asirios quienes se lo dieron.
Más o menos al mismo tiempo que la casa de Jehú caía en
Israel, un nuevo gobernante subía al poder en Asiría. Se tra-
taba de un hombre llamado Pul que, al sentarse en el trono,
asumió el nombre de Tiglat-piléser que ya habían ostentado
otros dos reyes de Asiría. Uno de ellos, Tiglat-piléser I (—1114
a —1076), había sido en su día un gran conquistador, y tal
vez fuera el deseo de emular sus éxitos lo que impulsase a
Pul a tomar el mismo nombre.
Durante los primeros años de su reinado Tiglat-piléser III
se enzarzó en campañas contra sus vecinos por el norte, los
armenios, en la tierra llamada Urartu, el Ararat de la Biblia.

(1) Amos 7:9.


(2) Oseas 13:11.
Ocaso y Caída del Reino del Norte / 77

Luego, una vez aseguradas sus posiciones en el norte, se vol-


vió hacia el oeste e invadió numerosos estados de Siria, como
lo había hecho en su tiempo su predecesor Salmanasar III,
un siglo antes. Los gobernantes amenazados se apresuraron
a someterse y pagar sus tributos al invasor. Tiglat-piléser III
hace una relación de ellos desde Cilicia hasta Arabia que
abarca hititas, árameos, fenicios y hebreos, incluyendo a Rezín
de Damasco, Manahem de Samaría, Hiram de Tiro, y, tras
fuerte resistencia, Azarías de Judá. Esta expedición se fecha
comúnmente en el año —738, pero es probable que ocurriera
unos cinco años antes (3).
El relato israelita dice: «Vino Pul (4), rey de Asiría, a ata-
car la tierra; y Manahem dio a Pul mil talentos de plata para
que le ayudase a confirmarse en el reino. E impuso Manahem
este dinero sobre Israel, sobre todos los poderosos y opulen-
tos, de cada uno cincuenta siclos de plata, para dar al rey de
Asiría; y el rey de Asiría se volvió y no se detuvo en el
país» (5). Manahem, notando la necesidad de ayuda exterior
después de haberse apoderado del trono de Israel, se alegró
del apoyo asirio aunque fuese a costa del tributo. Pero la
forma en que impuso dicho tributo necesariamente había de
reducir su ya mermada popularidad: impuso una leva de
50 siclos (una mina) a cada hombre de posibilidades econó-
micas del país, reuniendo en total sesenta mil.
A diferencia de los anteriores reyes asirios, que habían
hecho breves campañas por el oeste por pocos años cada vez,
Tiglat-piléser III se propuso establecer su imperio sobre una
base más permanente. Donde los monarcas locales podían
controlar sus estados en favor de los intereses asirios y pa-
gar el tributo fijado, dejó a éstos en sus puestos. Las demás
zonas las organizó como provincias asirías bajo un goberna-
dor cuya responsabilidad consistía en mantener la paz en su
territorio y cobrar y entregar puntualmente el tributo. El
respaldo de esta extensión del territorio imperial y de su
mantenimiento era el ejército asirio, un cuerpo de luchado-
res magníficamente organizado. Los estados del oeste no
habían visto jamás nada que se asemejara a la rapidez y
eficacia de este ejército:

(3) Ver E. R. Thiele, The Mysterious Numbers of the Hebrew Kings


(1951), págs. 75 y sig.
(4) Nótese que aquí el escritor bíblico llama al rey asirio por su
nombre personal, mientras que en las demás ocasiones usa su n o m b r e
para el trono.
(5) II Reyes 15:19 y sig.
78 / Israel y las Naciones

«No habrá entre ellos cansado, ni quien tropiece;


ninguno se dormirá ni le tomará sueño;
a ninguno se le desatará el cinto de los lomos,
ni se le romperá la correa de sus sandalias.
Sus saetas estarán añladas,
y todos sus arcos entesados;
los cascos de sus caballos parecerán como de pedernal,
y las ruedas de sus carros como de torbellino» (6).

El ejército asirio consistía en los soldados regulares, jun-


tamente con la milicia que se movilizaba en tiempo de gue-
rra. Los soldados regulares llevaban una túnica uniforme,
cinturón cruzado, casco con plumas, falda hasta la rodilla y
botas altas. La milicia se distinguía por la forma cónica de
sus cascos. Una compañía de infantería consistía en veinti-
cinco filas; cada fila se componía de dos hombres, un arque-
ro y un lancero con su escudo, yendo los dos muy juntos.
Había también unidades de carros, tiradores de honda, y
zapadores. Los zapadores eran de mucha importancia, por-
que los asirios estaban especializados en la guerra por sitio.
Tiglat-piléser III tomó esta formidable máquina agresiva
preparada por sus predecesores y la aumentó para llevar a
cabo su política imperialista. Las operaciones militares asi-
rías iban acompañadas de una brutalidad inaudita; pero
mientras que algunos reyes anteriores habían incurrido en
escenas de terror, Tiglat-piléser III y sus sucesores hicieron
del terror parte integrante de su táctica. Aquellos estados que
se sometían inmediatamente y permanecían leales recibían
un trato relativamente suave, aunque tenían que pagar tre-
mendos impuestos. Los que se resistían eran aplastados con
la mayor severidad; pero la peor suerte les estaba reservada
a los que, habiendo j u r a d o lealtad, rompían su j u r a m e n t o y
se rebelaban. Estos eran tratados como impíos que habían
cometido perjurio no sólo contra el Gran Rey sino contra el
dios asirio, Asur, y los castigos más ejemplares les eran im-
puestos, tanto a gobernantes como a gobernados.
Manahem permaneció fiel al vasallaje de Tiglat-piléser III
durante todo su reinado, y o t r o tanto hizo su hijo Pekaía.
Pero había fuerzas en el oeste que no estaban dispuestas a
permanecer bajo la dominación asiría, y éstas encontraron
apoyo en tierras de Israel. Un capitán de TransJordania, Peka,
se propuso comprometer a Israel en una alianza antiasiria

(6) Isaías 5:27 y sig.


Estela en piedra con escul-
tura del dios de latormenta
caminando sobre un toro,
tal vez comparable a los
toros de Jeroboam en Betel
y Dan. Ver p. 52. Estilo
asirio. de Arslan Tash, Si-
ria. Aprox. 740 a.C. Altura
aprox. 137 cm. (Museo del
Louvre, Paris.)
Placa de marfil, de Meguido. que muestra a un Jefe cananita sentado en un trono
apoyado sobre animales alados (¿querubines?) y bebiendo en una taza que le ofrece su
reina. Un tocador de lira está detrás de ella. A la derecha se ve una procesión triunfal.
Aprox. 1200 a.C. Longitud aprox. 26 cm. (Dep. de Antigüedades y Museos. Israel.)

Piedra de relieve de un carro de guerra de estilo asirio, de Carquemis. siglo IX aC.


(Museo Británico, original en Museo Hiteo. Ankara)
Ocaso y Caída del Reino del Norte / 81

encabezada por Rezín de Damasco. Para ello preparó una


revuelta contra Pekaía, lo asesinó, y se colocó la corona so-
bre sus propias sienes.
El momento parecía propicio para deshacerse del yugo
asirio, ya que Tiglat-piléser estaba de nuevo enzarzado en lu-
cha con el pueblo de Urartu. No se habían dado cuenta de
que este rey de Asiría no era hombre que se contentara con
hacer incursiones esporádicas en los territorios del oeste,
recoger tanto tributo como pudiera, y luego marcharse a casa
y olvidarse de ellos. Pero su alianza sería más fuerte si logra-
ban que Judá se les sumase, extendiendo así el frente anti-
asirio hasta el Golfo de Akaba. Le hicieron propuestas al rey
de Judá, Acaz, nieto de Uzzías. Cuando se negó a unirse a
ellos, decidieron usar la fuerza e invadieron Judá con inten-
ción de destronar a Acaz y colocar en el trono de Jerusalén
a Tabel, un peón suyo, sirio, en quien podían confiar para
que hiciese lo que ellos quisieran. Edom aprovechó esta pre-
ocupación de Judá con la amenaza del norte para reconquis-
tar su independencia y ocupar, además, el puerto judío de
Elat ( - 7 3 4 ) .
La invasión de J u d á por los ejércitos unidos de Damasco
y Samaría infundió pánico en la corte de Jerusalén. Había
allí un hombre —el profeta Isaías— que vio que la política
siro-efrainita no podía tener éxito, y trató de infundir la cal-
ma al rey y al pueblo, y darles confianza en Yahvé, pero no
lo entendieron. Acaz creía tener un plan mejor: enviaría un
mensaje a Tiglat-piléser reclamando su ayuda.
Esto, como Isaías había insistido, era innecesario y erró-
neo. Era innecesario porque Tiglat-piléser, de todos modos,
marcharía hacia el oeste tan pronto como pudiera y se ocu-
paría del levantamiento antiasirio. La invitación de Acaz no
iba a acelerar su marcha, pero sí (y aquí estaba el error de
dar este paso) atraería la atención de Tiglat-piléser hacia el
reino de Judá e implicaría la entrada de éste en su esfera de
control. Sin esta llamada, no hubiera prestado mucha aten-
ción a aquel estado pequeño y montañoso, apartado de las
grandes rutas de comunicación. Pero los motivos de la opo-
sición de Isaías no eran principalmente geopolíticos, sino re-
ligiosos. Bien sabía él que las relaciones con Asiría traerían
desastrosos resultados morales y espirituales para sus pai-
sanos. Lo que Judá debía hacer no era buscar compromisos
con extranjeros, sino permanecer fiel a Dios y confiar en El.
Que Acaz y el pueblo pusieran su fe solamente en Dios y con
toda seguridad serían sostenidos y guardados; mas si llama-
82 / Israel y las Naciones

ban a los asirios, éstos serían al final su destrucción y no su


ayuda.
La voz de Isaías, aunque transmitida en el nombre del
Dios de Israel, no fue escuchada. Acaz se había decidido y
llevó a efecto su plan. Tiglat-piléser no tardó mucho en venir
y sofocar a fondo la rebelión. Ocupó Damasco, anuló la mo-
narquía allí existente, y el reino que había nacido con Rezín,
con Rezín terminó, transformándose en la provincia asiría de
Damasco. Los israelitas vieron que la hora mala se les acer-
caba, se dieron cuenta del paso tan desastroso que les había
hecho dar Peka, y decidieron actuar antes que llegase a sus
puertas Tiglat-piléser: asesinaron a Peka y eligieron un nuevo
rey, Oseas, que se apresuró a ofrecer su inmediata sumisión
a Tiglat-piléser ( — 732). Esta rectificación a tiempo libró a par-
te del territorio de Israel, pero todo el país del norte del
Llano de Jezreel y las tierras israelitas de TransJordania fue-
ron separadas del reino y reducidas al estado de provincias
asirias: Mcguido, Karnaim y Galaad. Los estratos sociales
más elevados de la población de estas zonas, tanto israelitas
como sirios, fueron deportados a otras partes del imperio asi-
rio y sustituidos por colonos de otros lugares. Esta táctica
de deportación fue inaugurada por Tiglat-piléser e imitada
por sus sucesores de los imperios asirio y babilónico como
medio de evitar la rebelión. Aquellos que, dejados en su pro-
pia tierra, serían líderes naturales de movimientos naciona-
listas, tendrían menos oportunidad —y menos inclinación—
de emprender cualquier actividad de este tipo t r a s p l a n t á n -
dolos a lugares alejados, asentados entre extraños. Como tác-
tica a corto plazo, este plan parecía prometedor: el pueblo
no estaría tan dispuesto a luchar por una tierra que no era la
suya, y así quedaría rota su resistencia. Pero a la larga, sig-
nificaba que todo el territorio del imperio iba a estar lleno de
gente descontenta, desplazada, y cuando apareciera al fin un
conquistador con la sabiduría política de permitir a todos
estos exiliados volver a sus hogares, se iba a encontrar con
un fondo inmediato y gratuito de buena voluntad.

La deportación de israelitas de los territorios del norte y


de TransJordania fue tan exhaustiva que estos territorios per-
dieron por completo su carácter israelita. Las provincias
transjordanas han permanecido predominantemente gentiles
desde entonces. Los territorios situados al norte del Llano
de Jezreel fueron principalmente gentiles hasta que los con-
quistó y judaizó un rey asmoneo al final del siglo II antes de
Ocaso y Caída del Reino del Norte / 83

Cristo (7). El cambio de población de aquella zona lo indica


el n o m b r e que recibió: «el circuito (hebreo gaíil) de las na-
ciones», como se lo llama en el pasaje de Isaías donde se
describe esta despoblación, pero que fija la mirada hacia ade-
lante, en un día de gloriosa esperanza p a r a la misma tierra,
en palabras que el primer evangelista encuentra cumplidas
en el ministerio galileo de Jesús (8):

«Y pasarán p o r la tierra fatigados y hambrientos,


y acontecerá que teniendo hambre, se enojarán y
maldecirán a su rey y a su Dios, levantando el
rostro en alto. Y mirarán a la tierra, y he aquí
tribulación y tinieblas, oscuridad y angustia; y serán
sumidos en las tinieblas. Mas no habrá siempre oscuridad
para la que está ahora en angustia, tal como le vino en
el tiempo que livianamente tocaron la primera vez a la
tierra de Zabulón y a la tierra de Neftalí; pues al fin
llenará de gloria el camino del mar, de aquel lado del
Jordán, en Galilea de los Gentiles» (9).

Sólo la parte central del territorio, alrededor de Samaría,


quedó como el reinado truncado de Israel, regido p o r Oseas
en calidad de vasallo de Tiglat-piléser. «El país de la Casa de
Omri», dice Tiglat-piléser, «... todo su pueblo (y sus posesio-
nes) me lo llevé a Asiria. Peka, su rey, lo habían destronado
ellos. A Oseas habían puesto por rey. Diez talentos de oro y
...talentos de plata recibí de ellos como tributo» (10).
E n t r e otros reyes de quienes Tiglat recibía tributo al mis-
mo tiempo, él menciona a Jehoahaz de Judá, que es el Acaz
de la Biblia. Podemos preguntarnos si la forma abreviada de
este nombre, dada en la Biblia, se debe a que los escribas bí-
blicos consideraron que un rey culpable de tal apostasía con-
tra Yahvé no merecía retener en su nombre el componente de
Yahvé (Jeho —Yeho— es una forma reducida de «Yahvé ha
asido»). Cuando se sofocó la rebelión, el Gran Rey celebró
una reunión de virreyes en Damasco y llamó a sus tributarios,
Acaz entre ellos, para que se reunieran allí con él.
Entonces se vio claramente lo que la precipitada decisión
de Acaz para procurarse la ayuda asiria significaba. Implicaba
que el reino de Judá se hacía tributario de Asiria, y si eso
(7) Ver pág. 223.
(8) Mateo 4:15 v sig.
(9) Isaías 8:21 y sig.; 9:1.
(10) Ver DOTT, pág. 55.
84 / Israel y las Naciones

no hubiese tenido otras implicaciones que las políticas, no


hubiera sido tan grave; pero los efectos pasaban también al
campo religioso. Porque aquellos que le rendían homenaje al
rey de Asiría tenían que rendírselo al mismo tiempo a sus
dioses, especialmente al principal, Asur. Como Damasco había
pasado a ser provincia asiría, el culto de Asur se había im-
puesto en ella, y se esperaba que los reyes-vasallos instalarían
el mismo culto en sus dominios. Poco importaba que los re-
yes de Moab y de Ammón pusieran el culto a Asur juntamen-
te con los de Quemos y Milcom, pero que Acaz pusiera el
altar de Asur en el templo del Dios de Israel en Jerusalén era
la negación rotunda del primer mandamiento de la alianza:
«No tendrás dioses ajenos delante de mí» (es decir, en mi pre-
sencia). Sin embargo, dado el p r i m e r paso al llamar a Tiglat-
piléser en su ayuda, Acaz no podía negarse a d a r el segundo.
Este colmo de la apostasía había de tener consecuencias
devastadoras para el reino de Judá, y trajo consigo una co-
rrupción tal del carácter de la nación que dos reformas reli-
giosas no lograron borrarla, y sólo pudo purgarse finalmente
en el horno del exilio en Babilonia. A la luz de estas conse-
cuencias podemos ver lo proféticamente acertado que estaba
Isaías al oponerse a la política de Acaz. «Acaz, por su falta de
fe, no solamente se 'desestableció' a sí mismo, sino que hipo-
tecó la esperanza de Israel» (11).
Los últimos años del reinado de Tiglat-piléser quedaron
señalados p o r su conquista de Babilonia, con todo el presti-
gio que el dominio de esa ciudad sagrada de la antigüedad
llevaba consigo. Hizo que lo instalaran solemnemente como
rey de Babilonia tomando la mano de Marduc, la principal
divinidad babilonia, en el templo de Esagila, en el Festival
del Año Nuevo, primavera del año —729.
Cuando Tiglat-piléser falleció, a principios de —726, le
sucedió su hijo Salmanasar V. Siria presenció con inquietud
el cambio de rey, y esta inquietud estaba fomentada por
Egipto. Tefnakht, un gobernador del Delta del Oeste (aprox.
— 727 a —716), intentó establecer un reino unificado en el
Bajo Egipto, porque el país se lo habían dividido entre sí
varios príncipes locales. Sintió que la proximidad del poder
asirio en la frontera de Egipto podía resultar poco conve-
niente p a r a sus planes. E n t r e los vasallos asirios de Siria,
que inclinaban el oído a la seductora voz de Egipto, se en-
contraba Oseas, a quien Tiglat-piléser había confirmado como

(11) G. A. S m i t h , The Book of Isaiah, i (1927), pág. 114.


Ocaso y Caída del Reino del Norte / 85

rey de Samaría. Oseas retuvo su tributo anual a Asiría y al


mismo tiempo probablemente intentó purificar la adoración
nacional de las influencias asirías, si esto es lo que significa
la calificada encomendación que se le da en II Reyes 17:2b,
que el mal que había hecho ante los ojos de Yahvé (mante-
niendo el culto en Betel) fue malo, «aunque no como los re-
yes de Israel que habían sido antes de él». Pero él descubrió,
como habían de hacerlo demasiados gobernantes de Asia Oc-
cidental en el siglo y medio siguiente, que no se podía con-
fiar en que Egipto diese ninguna ayuda eficaz a aquellos que
procuraban sacarle las castañas del fuego rebelándose contra
el poder mesopotámico.

«Efraín fue como paloma incauta,


sin entendimiento;
llamarán a Egipto, acudirán a Asiría» (12).

El Gran Rey llamó a Oseas a su presencia y lo encarce-


ló ( — 724). Un ejército asirio sitió la ciudad de Samaría, y tan
fuertes resultaron sus defensas, que incluso los expertos en
las guerras de sitio, como eran los asirios, se llevaron tres
años para poder entrar en ella. Hacia el final del sitio hubo
un cambio en la dinastía asiría, y Sargón II, el nuevo rey que
desplazó a Salmanasar, reivindica como suya propia la captu-
ra de Samaría:

«Al principio de mi reinado, en mi primer año...


sitié y capturé a Samaría. Tomé cautivos de en medio
de ella 27.290 personas. Cincuenta carros tomé de allí
para añadirlos a mi propia fuerza real... Retorné e hice
que más gente que antes morase allí; yo asenté en me-
dio de ella gente de tierras que mis manos habían cap-
turado. Puse oficiales sobre ellos para gobernarlos, les
impuse tributo e impuestos según la costumbre asi-
ría» (13).

La última parte de lo que fue el reino de Israel quedaba


ahora reducida al estado de una provincia asiría bajo el nom-
bre de Samaría. Le pusieron un gobernador asirio que admi-
nistrara la zona, y el tributo a que la habían obligado bajo
el rey Oseas continuó, pero aumentado. Las clases sociales

(12) Oseas 7:11.


(13) Ver DOTT, pág. 59.
86 / Israel y las Naciones

superiores fueron deportadas a las partes orientales del im-


perio asirio y sustituidas por colonos de otras regiones del
imperio —de Hamat en —720, del norte de Arabia en —715,
y de Babilonia en —709— (reyes asirios posteriores, Esarha-
dón y Asurbanipal, enviaron otros colonos). Cuando estos colo-
nos llegaron adoraban a varios ídolos extraños para los israe-
litas, pero en la tierra de Israel pronto aprendieron «la ley
de la tierra» (14) y se cruzaron en matrimonio con la población
israelita que allí encontraron, llegando a no poder distin-
guirse entre unos y otros. Puesto que Samaría, nombre que
originalmente correspondía sólo a la ciudad, era ahora tam-
bién el nombre de toda la provincia, todos los habitantes
de la provincia vinieron a llamarse samaritanos.
La táctica de deportación seguida por los reyes asirios
tuvo importantes consecuencias lingüísticas. El aramaico,
idioma hablado por la mayoría de los estados entre el Eu-
frates y el Mediterráneo, se hizo el medio general de comu-
nicación en el Asia occidental, categoría que retuvo durante
varios siglos.
Si la conquista asiría significó la dominación de los dio-
ses asirios, también significó el debilitamiento y, finalmente,
la desaparición total de los dioses de los conquistados. Para
los asirios, el Dios adorado por Israel y Judá era uno más
de los diosecillos, como los de Hamat y Arfad y los de to-
dos los otros estados vencidos por los ejércitos asirios. Pero
mientras que los dioses de tales estados dependían para su
existencia de la continuidad e identidad nacional de sus ado-
radores, el Dios de Israel era el Dios Viviente, cuya super-
vivencia no estaba condicionada a la mejor o peor fortuna
de su pueblo. No sólo los dioses de Hamat y Arfad, sino
también los de Asiría, han desaparecido: el Dios de Israel
vive para siempre.

(14) II Reyes 17:26 y sig.


8
EZEQUÍAS Y EL PELIGRO ASIRIO
(721— 686 a.C.)
Aunque la ascensión de Sargón al trono imperial de Asi-
ría estuvo sincronizada con la toma de Samaría y la depor-
tación de sus habitantes, fue la señal que esperaban p a r a
estallar muchas revoluciones en diversas partes del imperio.
En Babilonia, un príncipe caldeo de la tierra que está a la
cabecera del Golfo Pérsico, llamado Merodac-baladán, con-
dujo un levantamiento contra el dominio de Asiría, que al-
canzó buen éxito y resultó en su propia instalación como
rey de Babilonia en la festividad babilónica del Año Nuevo,
primero de Nisán de —721. Reforzó su posición aliándose
con el rey de Elam, reino que se hallaba a lo largo de la
margen oriental del Golfo. Cuando Sargón atacó a los alia-
dos sufrió una derrota, y Merodac-baladán reinó en Babilo-
nia durante doce años.
También en Siria y Palestina un número de estados que
habían sido tributarios de Asiría se levantaron bajo la direc-
ción de Hamat. Las medidas tomadas p o r Sargón contra és-
tos fueron m á s afortunadas. H a m a t fue tratada con especial
crueldad; su población fue deportada en gran parte a Sama-
ría, y sustituida por colonos asirios, armenios y medos. Más
al sur, algunos de los filisteos —Gaza en particular— se ha-
bían levantado por instigación de Egipto; cuando los egipcios
vinieron en su ayuda, fueron derrotados y repelidos en la
ciudad fronteriza de Rafia ( — 720). Las otras ciudades filis-
teas, j u n t o con Judá, Edom y Moab, continuaron sumisas,
pagando prudentemente sus tributos.
Durante varios años después de —720, Sargón estuvo pre-
ocupado con la frontera norte de su imperio —Armenia y la
parte oriental de Asia Menor—. Sus vecinos por el norte y
el este en aquellas partes, incluyendo los pueblos que la Bi-
blia denomina Mesec, Tubal y Togarma, se hallaban a la sa-
zón gravemente debilitados p o r culpa de las incursiones de
cimerios (del bíblico Gomer) de las estepas del sur de Rusia
88 / Israel y las Naciones

y Crimea, y Sargón se aprovechó de la situación para forta-


lecer su frontera norte desde el río Halis, en Asia Menor,
hasta el macizo montañoso de Elburz, en el noroeste de Per-
sia. Pero sus preocupaciones p o r esta zona no sufrieron por
mucho tiempo las molestias de las revueltas de Siria y Pa-
lestina, en parte por la dura lección que les había dado a
sus vasallos en —720, y en parte a causa de la situación re-
volucionaria existente en Egipto. El rey nubio Piankhi inva-
dió Egipto poco después de la derrota egipcia en Rafia en
— 720, presionando inexorablemente sobre el territorio regi-
do p o r Tefnakht, hasta que en —716 Tefnakht, que en tiem-
pos había sido destacado instigador de las revueltas entre
los vasallos de Sargón en Siria y Palestina, pidió auxilio al
rey asirio, enviándole un presente. Pero no sirvió de nada:
los nubios ocuparon más y más del territorio egipcio, hasta
que llegó el tiempo cuando Sargón describió a Egipto di-
ciendo que pertenecía a la tierra de Nubia. Durante varias
décadas ( — 715 a —663) Egipto estuvo dominado p o r una
dinastía nubia (la XXV). Una vez establecida la hegemonía
total sobre Egipto, esta nueva dinastía siguió antiguos pre-
cedentes, instigando a los estados fronterizos a que se levan-
tasen contra sus dominadores de Mesopotamia.
En —711 el pueblo de Asdod aceptó a un aventurero grie-
go por gobernador y se levantó contra Asiria. Un ejército
asirio vino a sitiar a Asdod y asaltó la ciudad. Ezequías, hijo
de Acaz, que por aquel tiempo había sucedido a su padre
como rey de Judá, era muy dado a prestarle oído a Egipto
para que se uniese al levantamiento. El y su pueblo fueron
solemnemente avisados por el profeta Isaías contra dicha in-
clinación, quien no se limitó a las palabras, sino que ilustró
su profecía caminando desnudo y descalzo como un prisio-
nero de guerra para que Asdod viera que caería prisionera
de los asirios y también que los mismos egipcios serian con-
quistados y llevados en cautividad (1). De acuerdo con el re-
lato de Sargón, Judá estuvo realmente implicada en este le-
vantamiento. El gobernador griego de Asdod, dice, intentó
persuadir a los jefes de Judá, Edom y Moab para que se su-
maran al movimiento, y también invocó la ayuda de «Faraón
Rey de Egipto, un príncipe que no podía salvarlos». ¡En su
exacta apreciación del valor de la ayuda egipcia, los asirios
hablan tal cual los profetas hebreos! Y en realidad, cuando
el griego huyó a buscar refugio en Egipto, el rey egipcio

(1) Isaías 20:1 y sig.; ver DOTT pags. 60 y sig.


Ezequías y el Peligro Asirio / 89

juzgó prudente entregárselo a Sargón. Asdod se convirtió


en cuartel general de un gobernador asirio que contaba con
la mayor parte de «Filistia» como su provincia. El rey de
Ecrón, sin embargo, que había permanecido leal a Asiría, fue
confirmado en su puesto como vasallo de Sargón. Se ha su-
gerido más de una vez que la descripción que hallamos en
Isaías 10:28-32 de una fuerza asiría avanzando sobre Jerusa-
lén desde el norte pertenece a esta ocasión:

«Vino hasta Ajat, pasó hasta Migrón;


en Micmas contará su ejército.
Pasaron el vado; se alojaron en Geba;
Rama tembló; Gabaa de Saúl huyó.
Grita en alta voz, hija de Galim;
haz que se oiga hacia Lais, pobrecilla Anatot.
Madmena se alborotó; los moradores de Gebim huyen.
Aún vendrá día cuando reposará en Nob;
alzará su mano al monte de la hija de Sion,
el collado de Jerusalén.»

Si Ezequías tomó parte activa en el alzamiento de —711


o no, ciertamente tomó la parte directiva en otro movimien-
to antiasirio unos años más tarde. Sargón murió en —705 y
le sucedió su hijo Senaquerib. Como ya era corriente, la su-
bida al trono del nuevo rey estuvo coreada por levantamien-
tos generalizados, y Senaquerib tuvo que emplear los cinco
primeros años de su reinado apagando sistemáticamente es-
tas hogueras de provincia en provincia de su imperio. Mero-
dac-baladán, a quien Sargón había expulsado de Babilonia
en —709, retornó a ella y reclamó su soberanía. Tomó parte
activa en instigar desafecto a Asiría por otras partes, y la
narración bíblica nos cuenta que envió una embajada a Eze-
quías, aparentemente para felicitarle p o r su recuperación de
una grave enfermedad, pero realmente (podemos suponer)
p a r a cerciorarse de la contribución que Ezequías podía apor-
tar a la causa antiasiria. Egipto también estaba ocupado en
sus habituales incitaciones a la rebelión. Isaías le advirtió
al rey del peligro de escuchar a Merodac-baladán o al rey de
Egipto, Shabaka, abogando p o r una política de paciencia:

«En descanso y en reposo seréis salvos;


en quietud y en confianza será vuestra fortaleza» (2).

(2) Isaías 30:15.


90 / Israel y las Naciones

Pero el partido egiptófilo de la corte tenía excesiva in-


fluencia, y las advertencias del profeta fueron palabras al
viento —hasta que el desastre que se les vino encima de-
mostró que Isaías tenía razón—. Elulaeus, rey de Tiro;
Sica, rey de Ascalón, cuyo territorio se extendía por el norte
hasta Jope; los reyes de Moab y Ammón, y Ezequías, retu-
vieron el tributo que debían enviar a Asiría. El rey de Ecrón
se negó a unirse a ellos, permaneciendo fiel al dominador;
pero su pueblo se levantó contra él, lo destronó, se lo remi-
tió en cadenas a Ezequías para que lo encerrase en Jerusalén
y se sumó al levantamiento.
La política antiasiria implicaba la purificación de la reli-
gión nacional de los elementos idolátricos asirios. Ezequías
probablemente se había embarcado ya en una política de este
tipo antes de este momento, y también se había esforzado
por purificar a Judá de las prácticas cúlticas del antiguo
Canaán. Para hacerlo de forma más eficaz cerró los santua-
rios locales del reino de J u d á y concentró la adoración na-
cional en Jerusalén. Aun en esta ciudad purificó la adoración
en el templo limpiándola de otros elementos de culto ade-
más de los asirios: destruyó la serpiente de bronce de Ne-
hustán, un objeto sagrado de antiguo prestigio. Fue aún más
allá: ahora que la monarquía del norte ya no existía, invitó
a los israelitas de las provincias de Samaría y Meguido para
que se uniesen con sus hermanos del sur para adorar juntos
en Jerusalén, pero su invitación obtuvo poca respuesta.
Ezequías tomó las medidas oportunas para reforzar las
defensas de Jerusalén; especialmente mejoró el suministro
de agua de la ciudad haciendo un nuevo canal que llevase el
agua de la Fuente de la Virgen (3) al estanque superior de
Siloé, en el barrio sudeste de la ciudad. Estas precauciones
eran sabias y precisas, pero hubiera sido mejor seguir las
indicaciones de Isaías y no levantarse en armas; mas si se
levantaba, bien podía contar con que los asirios le pondrían
sitio a la ciudad. Y no tardaron en hacerlo.
Metódicamente, Senaquerib fue acallando las rebeliones
en distintas partes de su imperio. En —703 expulsó a Mero-
dac-baladán de Babilonia e instaló en ella a un príncipe-va-
sallo asirio. Se volvió hacia el oeste y marchó sobre Fenicia.
Las ciudades fenicias que se habían levantado al a m p a r o de
Tiro se sometieron al dominador asirio; la ciudad continen-
tal de Tiro fue reducida por la fuerza, y la ciudad isleña

(3) La fuente de Gihón.


Ezequías y el Peligro Asirio / 91

sufrió un asedio de cinco años. Desde allí, Senaquerib diri-


gió su ejército hacia el sur por el camino de la costa, consi-
guiendo la sumisión de Acre, Jope y Ascalón en su camino
a Ecrón. Una fuerza egipcia que marchaba hacia el norte res-
pondiendo a la urgente llamada de auxilio de Ecrón se vio
derrotada en «El-tekeh», en las colinas de Judá. Ecrón se so-
metió al conquistador, los que se habían amotinado contra
su rey fueron ejecutados, y el rey, devuelto por Ezequías,
fue restaurado a su trono.
Le tocaba ahora a Judá sufrir el castigo por la parte que
había tomado en el alzamiento. Todas las plazas fortificadas
del reino, cuarenta y seis en total, fueron tomadas, y más de
doscientos mil de sus habitantes sacados de ellas como re-
fugiados. Jerusalén fue sitiada severamente. Todo el país
quedó reducido a un desierto, y la capital quedó en medio
de la total desolación, «como cabana en melonar» (4), dice
Isaías, como una caseta para herramientas en un solar aban-
donado. Tarde se dio cuenta Ezequías de su locura al escu-
char a sus consejeros del partido egiptófilo. Envió una em-
bajada a Senaquerib ofreciéndole su abyecta sumisión y
comprometiéndose a aceptar cualesquiera condiciones que
el rey asirio quisiera imponer. Senaquerib impuso un tributo
aplastante y redujo su territorio dando parte del mismo al
rey de Ecrón y a otros fieles vasallos de la costa de los filis-
teos ( — 701). En tal estrecho fue puesto Judá que, en pala-
bras de Isaías:

«Si Yahvé de los Ejércitos


no nos hubiese dejado un resto pequeño,
como Sodoma fuéramos,
y semejantes a Gomorra» (5).

Pero el desastre económico del país fue acompañado por


un período de resurgimiento espiritual, guiado por Isaías,
cuyas advertencias sobre los acontecimientos que sufrían se
habían confirmado de forma tan trágica. La presencia y el
buen ánimo de Isaías habían de demostrar ser como una
torre de defensa para Jerusalén cuando más tarde Senaque-
rib decidiera barrer la monarquía de Judá y convertirla en
provincia asiría. En la primera parte de los acontecimien-
tos, Ezequías estaba equivocado, habiendo roto su promesa

(4) Isaías 1:8.


(5) Isaías 1:9.
92 / Israel y las Naciones

a instigación de los egiptófilos; pero ahora Senaquerib era


culpable de una agresión no provocada contra Jerusalén:

«¡Ay de ti, que saqueas, y nunca fuiste saqueado; que


haces deslealtad, bien que nadie contra ti la hizo!
Cuando acabes de saquear, serás tú saqueado; y cuan-
do acabes de hacer deslealtad, se h a r á contra ti» (6).

¡Que Ezequías y su pueblo pongan su fe en Dios, y El los


defenderá contra los asirios!, decía Isaías, y gracias a su fe,
la moral del pueblo y la del rey no se desmoronaron. Una
fuerza asiría enviada contra Jerusalén p a r a llevar a cabo la
nueva política de Sanaquerib fue desviada hacia la ruta de la
costa al recibir el informe de que otra fuerza egipcia iba en
marcha contra ella. Cerca de la frontera egipcia este ejército
asirio fue diezmado p o r lo que parece haber sido una peste
bubónica. Las operaciones contra Judá quedaron deshechas
y Ezequías terminó sus días en paz.
Fue durante estos días de estado reducido de J u d á y Je-
rusalén cuando Isaías tuvo su visión de una era de perfecta
justicia, paz y prosperidad no sólo para Israel, sino para las
demás naciones de la tierra también, bajo un príncipe de la
casa de David, visión que había de tener importancia muy
marcada al conformar las líneas generales de la expectación
mesiánica israelita. Pero, como rápidamente probaron los
acontecimientos, el cumplimiento de la visión no era para
el futuro próximo.

(6) Isaías 33:1 y sig.


9
APOSTASÍA Y REFORMA
(686-621 a.C.)
A Ezequías le sucedió su joven hijo Manases, quien du-
rante la mayor parte de su largo reinado fue leal vasallo de
Asiría. Aceptó todas las implicaciones políticas y religiosas
de este comportamiento, y su reinado marcó una completa
ruptura de la política de reforma de su padre y un regreso
a las prácticas de Acaz. El reinado de este último, por su
brevedad, no dio tiempo a que su desvío religioso mostrase
sus más graves efectos, aunque su comportamiento general
hizo caer bastantes desastres sobre su pueblo. Pero el largo
reinado de Manases —por lo menos cuarenta y cinco años
desde la muerte de su padre (1)— permitió que las tenden-
cias retrógradas hacia el sincretismo religioso arraigasen en
la vida del pueblo, y su efecto moral fue de tal clase, que no
había reforma posterior que pudiese borrarlo, como le ocu-
rrió a la reforma patrocinada por su nieto, Josías. Nada ser-
viría sino el purgatorio nacional en el más profundo colapso
y en el exilio. La adoración del Sol y de otras divinidades
planetarias («el ejército celestial») llegó a constituir un ele-
mento integrante del culto nacional en el propio templo de
Jerusalén, Los santuarios locales que Ezequías había cerrado
volvieron a abrirse y floreció de nuevo en ellos el antiguo
ritual canaanita: la adoración a Baal y Asera, con sus prác-
ticas adjuntas de nigromancia, prostitución ritual y, en algu-
nos casos, sacrificios humanos. Se dice que el propio Mana-
ses, como antes lo hiciera su padre, ofreció en sacrificio un
hijo suyo, posiblemente con ocasión de algún grave peligro
nacional.

(1) Los cincuenta y cinco años asignados a Manases en II Reyes


21:1 pueden incluir hasta diez años de corregencia con su padre. Así
lo estima Thiele en The Mysterious Numbers of the Hebrew Kings,
páginas 155 y sig. H. H. Rowley ofrece un punto de vista distinto en
Hezekiah's Reform and Rebellion, BJRL44 (1961-62), págs. 395 y sig.
94 / Israel y las Naciones

A todo esto se oponía, naturalmente, el partido de los


profetas, denunciándolo y descubriendo en las prácticas de
la realeza un resbaladero del puro Yahveísmo hacia la idola-
tría, mas su oposición era ahogada en sangre. Sin duda, los
que estaban en el poder creían que tan severas medidas
eran necesarias y justificadas en interés de la nación, para
evitar que un movimiento antiasirio trajese sobre ella, una
vez más, las iras de Asiría. Estos compromisos internaciona-
les, contra los que Isaías había prevenido a Acaz y a Eze-
quías, aportaron dilemas insolubles.
Senaquerib murió en —681 asesinado por dos de sus hi-
jos, y le sucedió el más joven, Esarhadón. El aspecto más
sobresaliente del reinado de Esarhadón ( — 681 a —669) fue
la conquista de Egipto por Asiría, que alcanzó su cumbre en
— 663 bajo el hijo y sucesor de Esarhadón, Asurbanipal ( — 669
a —630 aprox.), cuando Tebas, la principal ciudad del Alto
Egipto, fue saqueada y destruida por los asirios. La caída de
Tebas la describe el profeta hebreo Nahum cuando se dirige
a la capital asiría, Nínive, prediciendo para ella una suerte
similar:

«¿Eres tú mejor que Tebas (2), que estaba asentada


junto al Nilo, rodeada de aguas, cuyo baluarte era el
mar, y aguas por muro? Etiopía era su fortaleza, tam-
bién Egipto, y eso sin límite; Fut y Libia fueron sus
ayudadores. Sin embargo, ella fue llevada en cautive-
rio; también sus pequeños fueron estrellados en las
encrucijadas de todas las calles, y sobre sus varones
echaron suertes, y todos sus grandes fueron aprisio-
nados con grillos» (3).

Sin embargo, la conquista de Egipto por los asirios, aun-


que completa en su momento, no duró mucho. Asurbanipal
gobernó el país a través de una familia de la nobleza egipcia
que le había mostrado lealtad. Pero doce años más tarde
esta familia, bajo Psamético I, consiguió asegurarse la inde-
pendencia de Egipto, librándolo de Asiría, y gobernar el país
como la XXVI Dinastía. Asurbanipal se vio incapacitado
para evitarlo porque estaba enfrentado por aquel tiempo con
levantamientos de sus vasallos del norte, y con una guerra
contra Elam en el este. Bajo el rey Asurbanipal el Imperio

(2) En hebreo 'NoAmmon', «no (nuez), la ciudad del dios Ammón».


(3) Nahum 3:8-10.
Apostasía y Reforma / 95

Asirio extendió sus límites al máximo: hacía sentir su po-


derío desde Sardis, en el noroeste, y Tebas, en el sudoeste,
hasta Susa, en el este. Pero el imperio empezó a desmoro-
narse incluso en vida de Asurbanipal.
A Manases se le menciona en las listas de Esarhadón y
de Asurbanipal. El primero pone su nombre entre los de
veintidós reyes de las tierras occidentales a quienes él obligó a
suministrar mano de obra y materiales para la construcción
de su nuevo palacio en Nínive. El segundo lo incluye en otra
lista similar de veintidós reyes que le llevaron presentes y
le dieron escolta en su camino hacia Egipto en la primera
parte de su reinado. El cronista hebreo nos ha guardado el
relato de una ocasión cuando oficiales del rey asirio llevaron
a Manases cautivo a Babilonia (4). No estamos seguros del
período de su reinado al que corresponde este acontecimien-
to pero estuvo sin duda relacionado con las querellas entre
Asiría y Egipto. Hubo una revuelta sidonia contra Esarhadón
en —677, en la que el rey egipcio Taharga tomó alguna par-
te; cuatro años más tarde Taharga hizo una alianza con Tiro.
Es posible que Manases se viera implicado en una u otra de
estas ocasiones. Sea como fuere, el rey de Asiria creyó con-
veniente tener un estado «amortiguador» entre su imperio y
Egipto, y restauró a Manases (5). Hacia —665 tenemos un
caso de restauración de un príncipe (Necao, que sirvió a
Esarhadón y a Asurbanipal para gobernar a Egipto), que ha-
bía sido sospechoso de deslealtad y llevado en cadenas a la
corte de Asiria. El que a Manases le llevaran a Babilonia no
debe sorprendernos: Esarhadón fue rey de Babilonia du-
rante todo su reinado y tenía a Babilonia por una segunda
capital.
El libro de Esdras menciona tanto a Esarhadón como a
Asurbanipal porque enviaron más colonos a la provincia de
Samaría; bajo Asurbanipal (el «grande y glorioso Asnapar»
de Esdras 4:10) se enviaron colonos desde puntos tan apar-
tados como el este de Babilonia y Elam, cuando dicho rey
redujo a Babilonia después de un levantamiento en —648 y
tomó Susa, la capital elamita, en —645.
Las debilidades internas del Imperio Asirio se agravaron
con la invasión de sus territorios del norte por los escitas
de las estepas rusas. Estos se mencionan por vez primera
en los relatos asirios del reinado de Esarhadón, pero fue ha-

(4) II Crónicas 33:11-13.


(5) Israel entre las Naciones (1927), pág. 92.
96 / Israel y las Naciones

cia finales del reinado de Asurbanipal cuando se convirtie-


ron en una seria amenaza p a r a el imperio. Egipto y Libia
habían asegurado su independencia unos años antes; Media
hizo lo mismo un poco m á s tarde, y Elam, tan recientemente
conquistada por Asina, fue tomada por los persas, una na-
ción aria más oriental. En —626 un príncipe caldeo llamado
Nabopolassar se estableció como rey independiente de Ba-
bilonia, donde fundó una poderosa dinastía.
El historiador griego Herodoto hace una descripción muy
gráfica de la invasión escita (6), aunque no sabemos hasta
qué punto sea exacta. Según él, los escitas dominaron el Asia
occidental durante veintiocho años, en el curso de los cuales
marcharon p o r las costas del Mediterráneo hacia el sur has-
ta la frontera egipcia (donde fueron rechazados por Psamé-
tico), y a su regreso saquearon el templo de Astarté que ha-
bía en Ascalón.
La amenaza de este tipo de incursiones por bárbaros del
norte nos da el trasfondo del lenguaje utilizado p o r el joven
profeta Jeremías cuando describe la situación en que fue
llamado al ministerio profético en el año —626. Aquel año
recibió este profeta palabra de Yahvé diciendo:

«Del norte se soltará el mal sobre todos los morado-


res de esta tierra. Porque he aquí yo convoco a todas
las familias de los reinos del norte, dice Yahvé; y ven-
drán y pondrán cada u n o su campamento a la entrada
de las puertas de Jerusalén, y j u n t o a todos sus muros
en derredor, y contra todas las ciudades de Judá. Y a
causa de toda su maldad, proferiré mis juicios contra
los que me dejaron, e incensaron a dioses extraños, y
la obra de sus manos adoraron» (7).

Por el momento, sin embargo, Judá y Jerusalén disfru-


taban de una tregua, y el juicio del norte, cuando vino, fue

(6) Historia, cap. 1:103 y sig. En Laquis se han hallado posibles


reliquias de la ocupación o influencia escita, en forma de fíbulas (bro-
ches) y puntas de flecha de tres filos (O. Tufnell en PE 91, 1959,
página 101, después de Lachish III, 1953, pág. 57).
(7) Jer. 1:14-16. No debemos decir, sin embargo, que el primer es-
tímulo de Jeremías para profetizar fuese la invasión escita. La primera
ocasión real de este llamamiento pueden haberla constituido los pri-
meros pasos de Josías para la reforma, que comenzó el año anterior
(II Crón. 34:3). Véase H. L. Ellison, en Men Spake from God, 2
(1958), pág. 79.
Apostasía y Reforma / 97

por m a n o de otra nación. Pero el horizonte se veía sombrío


y amenazador:
«Anunciad en Judá, y proclamad en Terusalén, y decid:
Tocad trompeta en la tierra; pregonad, juntaos, y de-
cid: Reunios y entrémonos en las ciudades fortificadas.
Alzad bandera en Sion, huid, no os detengáis; porque
yo hago venir mal del norte, y quebrantamiento gran-
de. El león sube de la espesura, y el destructor de
naciones está en marcha, y ha salido de su lugar para
poner tu tierra en desolación; tus ciudades quedarán
asoladas y sin morador... Miré a la tierra y he aquí
que estaba asolada y vacía; y a los cielos, y no había
en ellos luz. Miré a los montes, y he aquí que tembla-
ban, y todos los collados fueron destruidos. Miré, y no
había hombre, y todas las aves del cielo se habían ido.
Miré, y he aquí el campo fértil era un desierto, y to-
das sus ciudades eran asoladas delante de Yahvé, de-
lante del ardor de su ira... Al estruendo de la gente
de a caballo y de los flecheros huyó toda la ciudad;
entraron en las espesuras de los bosques, y subieron
a los peñascos; todas las ciudades fueron abandona-
das, y no quedó en ellas morador alguno» (8).

Manases había fallecido en - 6 4 1 y le había sucedido su


hijo Amón, que continuó la misma táctica de su padre. Pero
surgían en la corte nuevas influencias, y en el asesinato de
Amón en —639 y en el entronamiento de su hijo Josías, sólo
de ocho años, podemos percibir el comienzo de una nueva
política antiasiria. Cuando Josías tuvo edad para tomar
en sus propias manos las riendas del reinado, el poder de
Asiría sobre Palestina se había reducido bastante (principal-
mente, merced a la invasión escita), lo que le permitió al
joven rey Josías iniciar y llevar a efecto sin t e m o r a los
asirios una política de retorma religiosa del tipo de aquella
que a su abuelo Ezequías no le habían permitido terminar.
El acontecimiento más sobresaliente de la reforma de Jo-
sías, y el que le dio ímpetu a sus más notables característi-
cas, fue el descubrimiento del «Libro de la Ley» en el templo,
en el curso de unas reparaciones que se efectuaban en el
año dieciocho de su reinado ( — 621). Incluso antes de esta
fecha él había comenzado va la purificación de su reino
(8) Jer. 4:5-7, 23-26, 29. Este no es el único lugar en la profecía
del A. T. donde se utiliza una incursión de los bárbaros del norte como
símbolo de la visitación divina de castigo (véase Ezeq. 38-39; Joel 2:20).
98 / Israel y las Naciones

eliminando las instalaciones idolátricas que lo manchaban.


En Jerusalén, especialmente, limpió el templo de todo lo re-
lacionado con la adoración al Sol y con los otros cultos pla-
netarios que allí se habían establecido durante el largo
período de dominación asiria, cuando reinaba su abuelo
Manases.
El Libro de la Ley se lo dio el sumo sacerdote Hilcías,
que fue quien lo encontró, al secretario real, Safan, quien
se lo leyó al rey. A juzgar por la actividad que se desarrolló
inmediatamente, cuando el rey decidió poner en práctica lo
que prescribía el rollo encontrado, poca duda cabe de que
el hallazgo de Hilcías era una copia del libro del Deuterono-
mio, como ha discernido Jerónimo (9), o por lo menos un
extracto de la Ley que constituye el corazón mismo de este
libro (caps. 12 a 26).
La lectura del libro alarmó al rey y lo dejó consternado.
Si estos mandamientos eran mandamientos de Yahvé, la
nación era culpable de flagrante desobediencia a ellos y se
había hecho merecedora de los juicios que el libro pronun-
ciaba contra quienes no guardasen la ley divina. La reciente
abolición de la idolatría asiria no era, ni mucho menos, su-
ficiente: había mucho más que reformar radicalmente en la
vida religiosa de la nación para poner en práctica los pre-
ceptos del libro. Pero ninguno de los vivientes había cono-
cido un verdadero intento de reforma; tal vez fuese ya de-
masiado tarde. Se envió un mensaje urgente a Huida, pro-
fetisa, para consultarla sobre el asunto y recibir respuesta
de Yahvé por medio de ella. La respuesta no fue muy anima-
dora: la adoración idolátrica denunciada en el libro había
ido tan lejos que traería, inevitablemente, el juicio divino
sobre el pueblo idólatra; pero tal juicio no alcanzaría a Jo-
sías, porque al leérsele el libro se había arrepentido sincera-
mente de los pecados cometidos por el pueblo y sus prede-
cesores al no seguir los mandamientos de Dios.
Josías, pues, se decidió a llevar inmediatamente a efecto
una reforma completa. Se celebró una solemne asamblea en
el templo, en la que se leyó públicamente el libro reciente-
mente descubierto, y el rey indujo a los principales repre-
sentantes de la nación a comprometerse por medio de un
pacto firme a todo lo que el libro decía de parte de Dios.
Este acto fue, en realidad, una confirmación de la antigua
alianza convenida en el desierto en tiempos de Moisés, cuan-

(9) Comentario sobre Ezcquiel 1:1.


Apostasía y Reforma / 99

do el pueblo de Israel oyó por vez primera la Ley y se com-


prometió a obedecerla. Pero ¿era esta confirmación del an-
tiguo pacto suficiente para deshacer el mal causado por
generaciones de idolatría? La conducta de la nación en las
décadas subsiguientes demostraría que no lo era.
El rey no perdió tiempo, sino que inmediatamente puso
manos a la obra de traducir las palabras de este pacto a he-
chos reales. Ya había comenzado a purgar el templo de la
idolatría asiría, pero había muchas otras instalaciones cuyas
afinidades eran más bien canaanitas que asirías, que también
era preciso eliminar.
El santuario del Valle de los Hijos de Hinom, al sur de
la ciudad, donde se había practicado durante mucho tiempo
el rito de la fertilidad, llegando a veces a realizar sacrificios
humanos, fue demolido, y el valle, que había sido contami-
nado por la presencia del santuario idolátrico, fue ceremo-
nialmente descalificado para que tales ceremonias se repi-
tieran allí en el futuro. Donde antes habían ardido los fuegos
en el «tofet» o altar-hogar de Moloc, se encendieron hogue-
ras de otro estilo para incinerar las basuras de la ciudad
de Jerusalén. De estos fuegos constantes que consumían el
desecho de la ciudad le vino al valle el nombre de Gé-Hin-
nom en hebreo, Valle de Hinom, que más tarde se tradujo
al griego por Gehenna, significando el lugar donde los malos
han de ser castigados en el m u n d o futuro, como el Jardín
ele Edén o Paraíso dio nombre al lugar donde han de habitar
en el más allá los santificados.
Medidas de reforma parecidas a las de Jerusalén se lle-
varon a cabo en otras ciudades de Judea: los cultos y los
sacerdotes idólatras se suprimieron por todas partes. Pero
Josías no se conformó con limitar la campaña reformista a
sus propias fronteras. Como el control asirio en el oeste era
ya casi puramente nominal, entró impunemente en la pro-
vincia de Samaría y destruyó el santuario cismático de Be-
tel, muy cerca de la frontera, que el primer Jeroboam había
convertido en el altar nacional del sur, de los dos que tuvo.
De igual forma fueron tratados los demás santuarios idolá-
tricos de la provincia de Samaría.
Pero la abolición de las reliquias de la adoración canaani-
ta y la destrucción de los santuarios idolátricos no bastaban.
Josías fue aún más lejos: la pureza de la adoración de Judá
podría salvaguardarse mejor si los sacrificios se concentra-
ban en un solo lugar, exclusivamente en el templo de Jeru-
salén, bajo la inquisitiva vigilancia del rey y sus ministros.
100 / Israel y las Naciones

Con este motivo se cerraron los santuarios locales a Yahvé


en todo el reino. Ezequías, unos ochenta años antes, había
intentado esta misma táctica, sin poder llegar a realizarla a
causa de la invasión asiría. Ahora podía dejarse de lado la
opinión de los asirios, y Josías prosiguió su drástica refor-
ma sin ser molestado por la intervención extranjera. Cerrar
los santuarios locales a Yahvé les creaba una situación por
demás perjudicial a los sacerdotes que los servían, pero po-
dían dictarse provisiones p a r a integrarlos al sacerdocio del
templo de Jerusalén. Tanto la centralización del culto nacio-
nal como la asimilación de los sacerdotes de otros santua-
rios al templo de Jerusalén estaban prescritas en la ley del
Deuteronomio (10). Pero mientras que los sacerdotes de Je-
rusalén seguramente recibirían alborozados la centralización
nacional en su propio templo, la idea de compartir el servi-
cio y los correspondientes emolumentos con los sacerdotes
procedentes de los demás santuarios no les agradaría tanto,
y evidentemente, los sacerdotes se quedaron donde estaban.
Cuando se terminaron las etapas iniciales de la reforma.
se celebró en su tiempo, especial y solemnemente, la Pascua
de —621. Esta Pascua se celebró de acuerdo con las estric-
tas instrucciones del Deuteronomio (11), como ñesta del san-
tuario central: los corderos pascuales para todo el reino se
sacrificaron en Jerusalén, en lugar de hacerlo en diversos
centros distribuidos por todo Judá, como venía ocurriendo.
El carácter sin precedentes de esta Pascua se hace resaltar
en II Reyes 23:22 con estas palabras: «No había sido hecha
tal Pascua desde los tiempos en que los jueces gobernaban
en Israel (12), ni en todos los tiempos de los reyes de Israel
y de los reyes de Judá.»
Un importante resultado de la reforma de Josias que sí
perduró, fue la edición final de un núcleo de escritos histó-
ricos que cubría el período que mediaba entre la entrada
en Canaán hasta el reinado de Josías, que se encuentra en
nuestras versiones del Antiguo Testamento bajo el nombre
de los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes. La presen-
tación de la historia en estos libros está tan informada con
los ideales de la Ley del Deuteronomio, que comúnmente

(10) Ver Deul. 12:5-14; 18:6-8.


(11) Deut. 16:1-8.
(12) El Cronista dice que «nunca fue celebrada una pascua como
ésta en Israel desde los días de Samuel el profeta» (II Crón. 35:18);
la mención explícita de Samuel puede ser más significativa de lo que
a primera vista parece.
Apostasía y Reforma / 101

nos referimos a ellos como los escritos históricos deutero-


nómicos. Esta historia, sin embargo, no fue en forma algu-
na compuesta e<i tiempos de Josías como cosa nueva, pues
la mayor parte del material incorporado en ella había exis-
tido, probablemente en forma escrita, desde hacía mucho
tiempo, siendo en realidad mucho de ello contemporáneo
—o casi contemporáneo— de los períodos cubiertos por las
distintas obras. En la Biblia hebrea estos libros se llaman
Los Profetas Anteriores, lo que nos da la clave de su reco-
pilación. No pretenden ser una crónica seglar, sino el relato
de las relaciones de Yahvé con su pueblo, Israel, desde el
punto de vista profético y compilada en su mayor parte, pro-
bablemente, por miembros de las escuelas proféticas. Pero
el reinado de Josías, después del descubrimiento de la ley
deuteronómica por el templo, ofrecía el ambiente más pro-
picio para la publicación de tan valiosos documentos (13).
En su labor reformadora, Josías podía contar por lo me-
nos con el apoyo de una parte del partido profético. En par-
ticular los jóvenes profetas parecen haberle apoyado con en-
tusiasmo. Uno de ellos, Sofonías, parece ser su primo. El
ministerio profético de Sofonías debiera fecharse, probable-
mente, un poco antes de la reforma de Josías. De todas for-
mas, algunas de las reformas llevadas a cabo por Josías las
profetiza Sofonías en su libro, tales como la abolición del
culto a los astros y a las reliquias de Baal, la deposición de
los «kemarim» o sacerdotes de los santuarios idolátricos, y
otras.
De más nota que Sofonías es Jeremías, cuyo ministerio
profético empezó también, como hemos visto, por el tiempo
de la amenaza de los escitas, cinco años antes de la reforma.
Jeremías pertenecía a la familia sacerdotal de Anatot (en el
territorio de la tribu de Benjamín) y probablemente des-
cendía de Abiatar, que fue exilado allá en tiempos de Salo-
món. Como fuera que le afectase a la familia de Jeremías
la reforma de Josías, él la aprobó. Conocía demasiado bien
las tendencias idolátricas de aquellos santuarios locales su-
primidos por el rey, aun cuando se llamasen santuarios de
Yahvé y no de los dioses canaanitas de la fecundidad. En los
oráculos que corresponden al primer período de su minis-

(13) Originalmente, el relato histórico deuteronómico puede haber


terminado con la anotación de la pascua de Josías, II Reyes 23:23; el
relato que sigue sobre los últimos días del reinado de Judá sería, en
tal caso, un apéndice o una serie de apéndices a la narración principal,
completada hacia -562, fecha del último acontecimiento anotado.
102 / Israel y las Naciones

terio, denuncia varios de los abusos que fueron abolidos por


Josías: la multiplicidad de falsos dioses adorados con incien-
so por todas las ciudades de Judá, la instalación de postes
de Asera y pilares de culto, los altares idolátricos, y el mons-
truoso culto a iMoloc en el Valle de los Hijos de Hinom.
Cuando Jeremías vio que el rey abolía estos abusos, ¿cómo
no iba él a aprobar lo que se hacía? Y sin embargo, a pesar
de su aprobación, Jeremías estaba convencido de que la re-
forma era insuficiente para desarraigar el mal que aquejaba
a la nación. No penetraba a suficiente profundidad: no afec-
taba a la conciencia nacional. El reconocía la sinceridad y
la honestidad del propio Josías, pero había otros muchos
que aceptaban la reforma sencillamente porque era el rey
quien daba el ejemplo, mientras que en su fuero interno les
dolía la interferencia en las formas de culto que habían re-
cibido de sus inmediatos antecesores. El pacto en el que Jo-
sías tan solemnemente había comprometido al pueblo des-
pués del hallazgo del Libro de la Ley no era más que una
repetición del pacto de Moisés, y adolecía del mismo defec-
to. No podía cambiar la naturaleza del pueblo, y se guarda-
ría con igual o peor éxito que el pacto original del Sinaí.
Una alianza diferente —una relación religiosa distinta— era
necesaria, y Jeremías previo la naturaleza que esta mejor
alianza había de tener:

«He aquí que vienen días, dice Yahvé, en los cuales


haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa
de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el
día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de
Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui
yo un marido para ellos, dice Yahvé. Pero éste es el
pacto que haré con la casa de Israel después de aque-
llos días, dice Yahvé: Daré mi ley en su mente, y la
escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios,
y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más nin-
guno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, dicien-
do: Conoce a Yahvé; porque todos me conocerán, des-
de el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice
Yahvé; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me
acordaré más de su pecado» (14).
(14) Jer. 31:31-34. Sobre la autenticidad del oráculo véase Prophecy
and Religión (1922), págs. 325 y sig., por J. Skinner. G. A. Smith (Jere-
miah, 1929, págs. 292 y sig.) lo fecha durante el gobierno de Gedalías.
(Ver comienzos del cap. XI que sigue.)
Apostasía y Reforma / 103

Más de seiscientos años habían transcurrido desde la


inauguración del antiguo pacto en los días de Moisés; más
de seiscientos años habían de pasar antes que el nuevo pac-
to predicho por Jeremías fuese inaugurado (como nos ense-
ña el Nuevo Testamento) por Jesús de Nazaret. Pero en vís-
peras de la catástrofe nacional, que nadie preveía con la
terrible claridad de este profeta, este rayo de luz aparece
para iluminar el futuro con divina esperanza.
Para el futuro inmediato, sin embargo, la perspectiva era
tenebrosa, a pesar del celo y buen ejemplo de Josías. La des-
moralización ocasionada por los reinados anteriores había
profundizado demasiado para que sus efectos pudieran bo-
rrarse con una reforma, por buena que ésta fuese. Mientras
Josías vivió, mantuvo la pureza religiosa que tan drástica-
mente había establecido; pero el retroceso que sobrevino
después de su muerte mostró bien a las claras con cuánta
certeza había diagnosticado Jeremías la grave enfermedad
de su pueblo.
10
ÚLTIMOS DÍAS DEL REINO DE JUDÁ
(621—587 a.C.)
El debilitamiento del poderío asirio en ei oeste había per-
mitido a Josías afirmar su independencia, llevar a cabo la
reforma religiosa y extender su poder sobre la antigua pro-
vincia de Samaría, por lo menos hasta el Llano de Jezreel
por el norte. Pero todo esto estaba entretejido con movimien-
tos mundiales que pronto eclipsarían la libertad de Judá, con
tanto trabajo ganada.
En el año —616, Nabopolasar, fundador de la nueva di-
nastía caldea de Babilonia, invadió el territorio asirio, pero
los asirios recibieron ayuda de donde menos podían espe-
rarla, porque otro antiguo vasallo de su imperio, Psamético
de Egipto, vio con malos ojos la perspectiva de que otro po-
deroso sucesor de los asirios se estableciera en su frontera
con Asia. Le convenía más como vecina una Asiria debilita-
da, que le permitiera extender su propio dominio sobre las
provincias sirias que habían formado parte del Imperio
Egipcio en mejores tiempos. Durante los once años siguien-
tes, pues, los egipcios aparecen en el Asia occidental como
aliados del Imperio Asirio tratando de apuntalar su tamba-
leante esqueleto contra los golpes que le asestaban sus asal-
tantes.
Nabopolasar hubo de ceder frente al ataque de Psamé-
tico, pero posteriormente, en el mismo año, derrotó a una
fuerza asiria al este del Tigris. Al año siguiente lanzó un
ataque contra Asur, antigua capital y ciudad más sagrada
de Asiria, mas no consiguió tomarla. Esto lo logró, sin em-
bargo, el rey de Media, Ciaxares, en —614. Media, como Asi-
ria, había sufrido considerablemente con la invasión escita,
pero había hecho una rápida y vigorosa recuperación. La
alianza medo-babilónica siguió a la caída de Asur y fue con-
firmada por el casamiento de la princesa meda Amitis con
el príncipe heredero babilónico Nabucodonosor. En el vera-
no de —612 los aliados atacaron Nínive, que cayó en agosto
Últimos Días del Reino de Judá / 105

del mismo año tras un asedio de dos meses y medio. La


destrucción de la imperial ciudad fue aclamada con deleite
por todos los pueblos del Asia que tan bárbara opresión
habían tenido que sufrir de sus manos. El cántico de victo-
ria de Nahum debió encontrar amplio eco:

«¡Ay de ti, ciudad sanguinaria,


toda llena de mentira y de rapiña,
sin apartarte del pillaje!
Chasquido de látigo,
y fragor de ruedas,
caballo atropellador,
y carro que salta;
jinete enhiesto,
y resplandor de espada,
y resplandor de lanza;
y multitud de muertos,
y multitud de cadáveres;
cadáveres sin fin,
y en sus cadáveres tropezarán...
Durmieron tus pastores, oh rey de Asiría,
reposaron tus valientes;
tu pueblo se d e r r a m ó por los montes,
y no hay quien los junte.
No hay medicina para tu quebradura;
tu herida es incurable;
todos los que oigan tu fama batirán las manos sobre ti,
porque ¿sobre quién no pasó continuamente tu mal-
[dad?» (1).
El estado de Asiría logró sobrevivir algunos años al co-
lapso de su capital merced a la ayuda egipcia, ahora más
interesada que nunca en disponer de lo que quedaba de
Asiria como separador entre la esfera de influencia egipcia y
las crecientes potencias del este del Eúfrates. Durante dos
años Asur-uballit II, último rey asirio, se mantuvo en Harrán,
pero esta ciudad también cayó en —610. En el verano de
— 609, Asur-uballit t r a t ó de recuperarla, mas sin éxito, a pesar
de la ayuda del sucesor de Psamético I, Necao II. Cuan-
do Necao marchaba hacia el norte para apoyar a Asur-
uballit, el rey Josías bloqueó su avance en el paso de Meguido.
Josías debió utilizar bien los años desde —626 para desarro-
llar un nuevo ejército judío. El debilitamiento y la desapari-
(1) Nahum 3:1-3, 18 y sig.
106 / Israel y las Naciones

ción del poder asirio, según él los veía, eran esenciales para
el mantenimiento de la independencia de su propio reino, y
era preciso obstaculizar los continuos intentos de Egipto para
r e t r a s a r o invertir el proceso de descomposición de Asiria.
En Meguido, pues, el patriótico rey se propuso impedir el
avance de los egipcios. Sus motivos eran buenos, pero hemos
de poner en duda su buen juicio político. Se negó a escuchar
las protestas de Necao, le dio la batalla, y Josías resultó mor-
talmente herido por los arqueros egipcios. Se lo llevaron a
Jerusalén, donde su extemporánea muerte fue lamentada por
todo Judá. Buena razón tenían para lamentarse, más de lo
que por el momento podían suponer, pues con Josías murió
también la independencia de Judá. El profeta Jeremías se
sumó al luto general por su buen rey, pero es de notar que
este profeta, en su elegía a Josías, alaba sus cualidades per-
sonales, pero silencia todo lo relativo a la reforma religiosa.
Dirigiéndose a un hijo de Josías, que no era merecedor de ta!
padre, le pregunta:

«¿Reinarás porque te rodeas de cedro? ¿No comió y


bebió tu padre, e hizo juicio y justicia, y entonces le
fue bien? El juzgó la causa del afligido y menesteroso,
y entonces estuvo bien. ¿No es esto conocerme a mí?,
dice Yahvé» (2).

Hav una extraña similitud entre la muerte de Josías v la


de Acab, rev éste de muv distinta clase. No sólo fueron am-
bos heridos por los arqueros enemigos y llevados a su casa
de la capital en sus propias carrozas, sino que ambos se dis-
frazaron en el campo de batalla, seguramente por el mismo
motivo, pues hay fundamento para creer que la expedición de
Josías para cerrarle a Necao el Paso de Meguido contaba con
la oposición del partido de los profetas.
Se eligió inmediatamente un sucesor de Josías, y segura-
mente el pueblo tenía buenas razones para pasar por alto a
Eliaquim, el mayor de sus hijos, y colocar la corona de Judá
sobre las sienes del menor, Salum, que tomó para reinar el
nombre de Joacaz. Pero su reinado fue muy breve. Necao no
logró capturar la ciudad de Harrán para Asur-uballit, pero
intentó establecer la frontera de su esfera de influencia en
Carquemis. Al cerrarse la estación propicia para las campa-
ñas bélicas, marchó desde el Eúfrates hacia el sur y llamó a

(2) Jer. 22:15 y sig.


Últimos Días del Reino de Judá / 107

su presencia, en Ribla, ciudad hamatita sobre la ruta princi-


pal, al nuevo rey de Judá. Allí lo encadenó para llevárselo
cautivo a Egipto. Le impuso homenaje a su hermano mayor,
Eliaquim, a quien al mismo tiempo nombró rey de Jerusalén
bajo el nombre de Joacim. De la mal calculada aventura de
Josías resultó casi inmediatamente el vasallaje de su país en
favor de Egipto.
Jeremías, que tan recientemente había llorado sobre la des-
gracia de Josías, ahora entendía que había sido feliz en su
muerte, por comparación con la desgracia de su sucesor, con-
denado a languidecer por el resto de sus días en la cautividad
egipcia.
«No lloréis al muerto, ni de él os condoláis;
llorad amargamente por el que se va,
porque no volverá jamás,
ni verá la tierra donde nació» (3).
Joacim no perdió el tiempo, sino que se apresuró a darles
a conocer a sus subditos que Necao les había impuesto por
rey a un hombre impío, tirano y opresor. Aunque la tierra
estaba ya aplastada bajo el peso del tributo que Necao les
había cargado, Joacim se hizo construir un lujoso palacio con
mano de obra forzada.
«¡Ay del que edifica su casa sin justicia,
y sus salas sin equidad,
sirviéndose de su prójimo de balde,
y no dándole el salario de su trabajo!
Que dice: Edificaré para mí casa espaciosa,
y salas airosas;
V le abre ventanas v la cubre de cedro,
y la pinta de bermellón.
¿Reinarás porque te rodeas de cedro?
¿No comió y bebió tu padre,
e hizo juicio y justicia,
y entonces le fue bien?
El juzgó la causa del afligido y del menesteroso,
y entonces estuvo bien.
¿No es esto conocerme a mí?, dice Yahvé.
Mas tus ojos y tu corazón no son sino para avaricia,
y para d e r r a m a r sangre inocente,
y para opresión y para hacer agravio» (4).
(3) Jer. 22:10.
(4) Jer. 22:13-17.
108 / Israel y las Naciones

Y ahora se vio cuan superficial había sido la reforma re-


ligiosa que había hecho Josías, cuando éste ya no se encon-
traba vivo y en su trono. Todas las antiguas tendencias ido-
látricas volvieron a la vida nacional como una inundación.
No sólo no les hicieron caso a los profetas que se oponían a
este retroceso a la idolatría, sino que pusieron sus vidas en
peligro.
Casi al comienzo del reinado de Joacim el profeta Jere-
mías clamaba en el patio del templo pronunciando uno de
sus más atrevidos discursos de parte de Yahvé (5). A causa
del pecado del pueblo, declaraba a voces, el sagrado edificio
que debía ser para, la bendición de todas las naciones llega-
ría a estar en boca de éstas como epítome de maldición. Lo
mismo que tiempo antes el antiguo santuario de Silo había
sido arrasado a causa de la rebelión de Israel contra Yahvé
(y su solar de escombros había quedado como aviso para todo
el que quisiera interpretarlo), así sería destruido el templo
de Jerusalén a menos que hubiera rápidamente verdadero
arrepentimiento. No servía de nada que protestaran diciendo
que aquél era el templo de Yahvé y, por tanto, El no permi-
tiría que su casa fuese derribada. ¿Cómo esperaban que Yah-
vé les protegiese a ellos y al templo cuando, tan pronto como
murió Josías, volvieron a su vieja idolatría, quemando incien-
so a los baales, haciendo panecillos para «la Reina de los
Cielos» y derramando libaciones ante otros dioses? Si busca-
ban su propia seguridad, que tratasen justamente los unos
con los otros, que cesaran de oprimir al pobre y terminasen
de una vez con la idolatría. Mas si persistían en el latrocinio,
el adulterio y el perjurio, ¿de qué servía acudir a la casa de
Yahvé y creer que en ella tenían garantizada su segundad?
«¿Es cueva de ladrones ante vuestros ojos esta casa sobre la
cual es invocado mi nombre? He aquí que también yo la
veo, dice Yahvé» (6).
Estas palabras alarmaron al pueblo. Eran para ellos el lí-
mite de la blasfemia que un profeta se permitiera decir tales
cosas acerca de la santa casa del Dios de Israel. Muchos pe-
dían a gritos la muerte del blasfemo, en particular los sacer-
dotes y los profetas de la idolatría; pero cuando le llevaron
a juicio por blasfemia, Jeremías salió absuello porque los
jueces seglares reconocieron que no había hablado de sí mis-
mo sino «por palabra de Yahvé». Citaron como precedente

(5) Jer. 7:1-20 condensado en Jer. 26:16.


(6) Jer. 7:11.
Últimos Días del Reino de Judá / 109

la predicción de la destrucción de Jerusalén y su templo he-


cha por Miqueas en días del rey Ezequías. señalando que no
por ello se había condenado a muerte a Miqueas, sino que,
por el contrario, el rey y el pueblo se habían arrepentido y
habían evitado así el desastre anunciado.
Indudablemente, había algunos del pueblo que mantenían
las normas de justicia dadas por Josías. Jeremías fue puesto
en libertad, y hemos de decir que dio con buenos jueces. Se
nos cuenta el caso de otro profeta, Urías, hijo de Semaías,
que hizo una profecía en los mismos términos que Jeremías,
y el rey Joacim decretó su muerte. Al enterarse Urías huyó a
Egipto en busca de refugio, pero Joacim consiguió la extradi-
ción y le hizo cortar la cabeza, arrojando su cuerpo a una
fosa común. Si Jeremías no sufrió la misma suerte fue debido
a la protección de un alto funcionario de la corte, un tal
Ahicam, hijo de Safan, seguramente del mismo Safan que
fue secretario de estado bajo el rey Josías (7).
La dominación del Asia occidental por Necao duró poco
tiempo. A principios del verano de —605 un ejército babilo-
nio, mandado por el príncipe heredero Nabucodonosor, lanzó
un ataque por sorpresa contra Carquemis y derrotó al ejér-
cito egipcio que se encontraba allí de guarnición. Persiguió
a los restos del ejército en fuga hasta la misma frontera de
Egipto, y bien podía haberlo hecho hasta el interior también
si no fuera porque Nabucodonosor recibió noticias de que su
padre, Nabopolasar, había fallecido en agosto, y se volvió rá-
pidamente a Babilonia con un reducido número de sus oficia-
les, atravesando el desierto por la ruta más corta, para ase-
gurarse el acceso al trono. El resto de sus tropas hizo el viaje
de regreso por otra ruta más larga que pasaba por Carque-
mis, llevando consigo cautivos del ejército egipcio y rehenes
de los estados del Asia occidental que habían sido hasta en-
tonces vasallos de Egipto, incluyendo algunos de la nobleza
de Judá (8). De un solo golpe, todos aquellos estados pasaron
de la esfera de influencia de Egipto a la de Babilonia.
Cuando Nabucodonosor volvió al oeste, en el año que si-
guió a su victoria sobre Carquemis, recibió la sumisión for-
mal de Joacim. En estas circunstancias, poca diferencia hacía
esto para Joacim: se trataba de pagar tributo a Nabucodono-
sor en lugar de pagárselo a Necao. Ciertamente no iba a

(7) Jer. 26:7-24.


(8) Esta es probablemente la ocasión correspondiente a Dan. 1:1-6.
110 / Israel y las Naciones

cambiar por ello su despótico comportamiento con el pueblo


ni su aversión hacia los profetas de Yahvé.
En el año de Carquemis Jeremías había advertido al pue-
blo de Judá y de Jerusalén que a causa de su persistente
impenitencia les tocaría estar setenta años bajo la servidum-
bre de Babilonia. El año siguiente fue testigo de la dramá-
tica ocasión en que el secretario del profeta, Baruc, habiendo
puesto por escrito, al dictado del profeta, todos los oráculos
que éste había pronunciado durante los veintitrés años de su
ministerio, se los leyó en voz alta a una asamblea del pueblo
reunida con ayuno en el templo. Llegó esto a oídos del rey,
y mandó que le pidiesen prestado el rollo a Baruc para que
se lo leyeran a él. Se lo leyeron en su casa, mientras él esta-
ba sentado ante un gran brasero, porque era invierno. Cada
vez que el lector terminaba de leer tres o cuatro columnas,
el rey las cortaba con un cortaplumas y las arrojaba al bra-
sero, hasta consumir la totalidad del rollo (9). Algunos de la
corte sentían más respeto hacia la palabra de Dios y procu-
raron convencer al rey para que no quemase el rollo; pero
éste, en su locura, pensaba que <'el cortaplumas tenía más
poder que la pluma» (10). Se comportó como si creyese que
la destrucción del escrito podría anular los oráculos de Dios
que allí estaban consignados. Dio órdenes para detener a Je-
remías y a Baruc, pero éstos ya se habían escondido y no hubo
forma de encontrarlos. El forzoso ocio del escondite le dio a
Jeremías ocasión propicia para volver a dictarle a Baruc sus
oráculos, así como otros del mismo tenor, que fueron añadi-
dos al primer rollo. Las prevenciones de Jeremías, como las
de tantos otros profetas de Yahvé, se proponían llevar al pue-
blo al arrepentimiento para que no viniesen sobre ellos los
males anunciados. Pero poca esperanza de arrepentimiento
había cuando el mensaje profético se recibía con el desprecio
que hemos visto.
Joacim parece haber hecho algún intento de extender su
reino a costa de sus vecinos más débiles durante los años
que siguieron a la caída de Carquemis. Al final, éstos se re-
unieron y lo atacaron, presentándolo cautivo a Nabucodono-
sor, que visitaba aquellas partes todos los años para cobrar
el tributo de sus vasallos. Algo de esto puede entreverse le-

(9) Jer. 36:23.


(10) J. Pattcrson, The Goodly Fellowship of the Prophets (1948),
página 152.
Últimos Días del Reino de Judá / 111

yendo la poética descripción que el profeta Ezequiel hace de


Joacim como rey:

«Entre los leones anduvo


hasta hacerse un joven león
que aprendió a arrebatar su presa,
y devoró hombres.
Saqueó fortalezas
y devastó ciudades,
y la tierra y cuanto en ella había quedó aplastada
por el estruendo de su rugido.
Entonces las naciones se unieron contra él,
extendiendo sobre él su red,
y le apresaron en su foso.
Con ganchos le metieron en una jaula
y se lo llevaron al rey de Babilonia.
En una fortaleza lo metieron
para que no se oyese su voz
sobre los montes de Israel» (11).

Pero si esta interpretación de Ezequiel es correcta, Joa-


cim tiene que haber sido reinstaurado por Nabucodonosor,
que bien pudo considerar sus ataques sobre sus vecinos como
dirigidos contra los partidarios de Egipto.
El año —601, Nabucodonosor se puso a la cabeza de un
ejército y se dirigió a la frontera egipcia para darle la batalla
a Necao, pero en esta ocasión sufrió fuertes pérdidas, de las
que le costó año y medio recuperarse. Muchos de sus nuevos
vasallos dejaron inmediatamente de pagarle sus tributos, Joa-
cim entre ellos. Reparadas sus pérdidas de material y equipo,
Nabucodonosor reemprendió la marcha hacia el oeste y una
vez más sometió a los rebeldes. Primero se ocupó de las tri-
bus árabes al este y sur de Judá, y entre tanto incitó a los
vecinos de Joacim para que lo atacasen. Luego un ejército
babilonio le puso sitio a Jerusalén, durante el cual llegó per-
sonalmente Nabucodonosor a las puertas de la ciudad. Poco
antes de comenzar el sitio falleció Joacim (7 de diciembre
de —598), y le sucedió en el trono su hijo Joaquín (también
conocido como Jeconías). La ciudad cayó en manos de los
sitiadores el 16 de marzo de —597, y Joaquín, con muchos
miembros de la familia real y los principales hombres del

(11) Ezeq. 19:6-9; en cuanto a esta reconstrucción, véase N. H. Bay-


nes, Israel amongst the Nations (1927), págs. 99 y sig.
112 / Israel y las Naciones

estado y de la corte, fue conducido como cautivo a Babilonia,


así como muchos miembros de las clases más elevadas de la
sociedad de Judá: tres mil en total. Entre estos cautivos se
encontraba el profeta Ezequiel. Los tesoros del templo fueron
saqueados y transportados de Jerusalén a Babilonia para em-
bellecer el templo de Marduc; los objetos de oro que por su
tamaño eran difíciles de transportar, sencillamente se corta-
ron en trozos.
Nabucodonosor había reafirmado ahora su dominio sobre
todos los territorios situados entre el Eúfrates y la frontera
con Egipto. Tal vez sea a esta época a la que hayamos de
asignar la desesperada carta remitida por el rey de una de
las ciudades-estado filisteas a su anterior señor, Necao (12),
implorándole ayuda para un vasallo leal antes que el rey de
Babilonia viniese y estableciera su propio gobierno. Mas no
era posible enviar ayuda alguna: «el rey de Egipto no volvió
a salir de su tierra porque el rey de Babilonia le tomó todo
lo que era suyo desde el río de Egipto hasta el río Eufra-
tes» (13). De Asiría ya ni se acordaban: el Imperio de Babi-
lonia ocupaba todo el sur de lo que había sido el Imperio Asi-
d o , mientras que el Imperio de Media había tomado sus
provincias del norte y continuaba extendiéndose hacia el oes-
te por el Asia Menor hasta que en —585 se fijó el río Halis
como frontera común entre los dominios de Media y el Im-
perio de Lidia, que quedaba más al oeste. Los reyes de Babi-
lonia y Cilicia actuaron como intermediarios, en esta ocasión,
entre los de Media y Lidia.
Nabucodonosor n o m b r ó al tío de Joaquín, Matanías, para
gobernar en su lugar a la disminuida población de Judá, con
el nombre real de Sedequías, haciéndole pronunciar un so-
lemne j u r a m e n t o de lealtad a Nabucodonosor. En realidad,
el papel de Sedequías fue más de regente que de verdadero
rey, porque, según aparece en escritos babilonios, Joaquín,
incluso en cautividad, era considerado como el legítimo rey de
Judá. Así era considerado por sus compañeros de exilio, como
lo evidencia el libro de Ezequiel, en el que las fechas siguen
computándose por los años del reinado de Joaquín.
Fue desacertado por parte de Nabucodonosor deportar

(12) Este documento aramaico se halló en Sakkara, Egipto, en 1942.


Un punto de vista sostenido por muchos es que su autor, Adón. fue
rev de Ascalón, capturada y destruida por Nabucodonosor a fines de
— 604. (Ver D. J. Wiseman, Chronicles of Chaldean Kings, 1956, pág. 28;
DOTT, págs. 79 y sig.)
(13) II Revés 24:7.
Últimos Días del Reino de Judá / 113

tantos de los estadistas de Judá con su rey Joaquín, pues esto


significaba que los que quedaron como consejeros del nuevo
rey o regente eran menos sagaces y menos maduros. Muchos
de ellos, incapaces de aprovechar la experiencia habida, fija-
ban sus esperanzas de independencia nacional en la interven-
ción egipcia. Sedequías, que había j u r a d o lealtad al rey de
Babilonia, deseaba mantener su juramento, pero le faltaba la
fortaleza necesaria para resistir las insinuaciones de sus con-
sejeros. Había un hombre en Jerusalén cuya clarividencia no
se había empañado; y si se hubiese tenido en cuenta el con-
sejo de Jeremías incluso en época tan avanzada de los acon-
tecimientos adversos, se hubiesen ahorrado los peores desas-
tres. Jeremías advirtió al rey y a sus consejeros que la única
esperanza de salvación consistía en mantenerse fieles a la
lealtad j u r a d a a Nabucodonosor, pero su insistencia no sirvió
sino para ganarle reputación de derrotista y traidor.
Por fin, la tentación de Egipto fue demasiado fuerte para
Sedequías, y se dejó persuadir para levantarse contra Nabu-
codonosor (14). Confiaba que la ayuda egipcia les protegería
tanto a él como a su pueblo contra las ineludibles represa-
lias, pero cuando llegó un ejército babilonio a finales de —589,
el reino de Judá fue derrotado, Laquis (15) y otras ciudades
fortificadas fueron rápidamente tomadas, y Jerusalén quedó
cercada.
Incluso d u r a n t e el sitio, Jeremías mantuvo su punto de
vista de que únicamente la sumisión a Babilonia ofrecía al-
guna esperanza para el rey y el pueblo de Jerusalén. Por ello
fue duramente atacado por el partido proegipcio y acusado
de traición. Llegó un punto en que parecía que la política
proegipcia sería vindicada, pues Hofra (el Apries de los his-
toriadores griegos), que subió al trono de Egipto en —588,
envió una fuerza para ayudar a Jerusalén, y se levantó el
sitio de la ciudad por algún tiempo (16).
Pero el pueblo de Jerusalén no dio indicio alguno de arre-
pentimiento. Por el contrario, tomaron la oportunidad que les

(14) Poco después de esto, un cuerpo de judíos mercenarios con-


tratados por Psamético II (—594 a —588) para guarnecer la frontera
sur de Egipto se asentó, con sus familias, en Siena y Elefantina (ver
página 126).
(15) Las Cartas de Laquis descubiertas en 1935 y 1938 ilustran
sobre la opinión pública de belicismo y derrotismo reinante en Judá
por aquellos tiempos; véanse las traducciones hechas por W. F. Al-
bright, en ANET págs. 321 y sig., y por D. W. Thomas, en DOTT, pá-
ginas 212 y sig.
(16) Jer. 37:5 y sig.
114 / Israel y las Naciones

ofrecía el levantamiento del sitio para cometer una acción


sumamente indigna. Al empezar el cerco, los ciudadanos bien
acomodados manumitieron a sus esclavos, tal vez no tanto
como un acto de bondad, sino para librarse de la obligación
de proveerles de alimento en la escasez de una ciudad sitiada.
Pero cuando el ejército de Babilonia se marchó de los alrede-
dores de Jerusalén, revocaron el acta de manumisión y recu-
peraron a sus esclavos. A Jeremías le llegó al alma este
traicionero acto de opresión, y declaró que con él se había
sellado la condenación de los ciudadanos: el ejército de Ba-
bilonia retornaría y reduciría a la ciudad por hambre y en-
fermedad hasta que pudieran e n t r a r en ella y destruirla jun-
tamente con sus moradores (17).
Personalmente, Jeremías quiso aprovechar la oportunidad
del levantamiento del sitio para trasladarse a su pueblo na-
tal de Anatot a redimir una propiedad rural de sus antepasa-
dos, mas fue arrestado al salir por la puerta norte de la
ciudad, acusado de traición por pasarse al enemigo, y, encar-
celado, permaneció así hasta la caída de la ciudad.
Como él había anunciado, los babilonios tardaron poco en
repeler a la fuerza egipcia que había venido en auxilio de Je-
rusalén y, una vez libres de los egipcios, volvieron a estable-
cer el sitio. Jeremías siguió insistiendo en que la única espe-
ranza para la ciudad era la sumisión a Babilonia, y los
consejeros del rey, irritados por esta insistencia, quisieron
quitarle la vida. Aunque el rey, personalmente, se inclinaba
a escuchar al profeta, se reconocía incapaz de ir contra sus
ministros. Continuaba el sitio. La ciudad se veía acosada por
el hambre, y los horrores que tuvo que sufrir la población
nos los pinta de forma emocionada el profeta que participó
en ellos, el autor del libro de las Lamentaciones:

«Mis ojos desfallecieron de lágrimas,


se conmovieron mis entrañas.
Mi hígado se d e r r a m ó por tierra
a causa del quebrantamiento de la hija de mi pueblo.
Cuando desfallecía el niño y el que mamaba,
en las plazas de la ciudad.
Decían a sus madres: ¿Dónde está el trigo y el vino?
Desfallecían como heridos en las calles de la ciudad,
derramando sus almas en el regazo de sus madres...
La lengua del niño de pecho

(17) Jer. 34:8 y sip.


Últimos Días del Reino de Judá / 115

se pegó a su paladar por la sed;


los pequeñuelos pidieron pan,
y no hubo quien se lo repartiese.
Los que comían delicadamente
fueron asolados en las calles;
los que se criaron entre p ú r p u r a
se abrazaron en los estercoleros...
Oscuro más que la negrura es su aspecto;
no los conocen por las calles;
su piel está pegada a sus huesos,
seca como un palo.
Más dichosos fueron los muertos a espada
que los muertos por el hambre;
porque éstos murieron poco a poco
por falta de los frutos de la tierra» (18).

Ni aun el extremo horror del canibalismo le fue ahorrado


a la ciudad en sus últimos días.
Al fin, en los últimos días de julio de —587, los ejércitos
babilonios forzaron una brecha que habían practicado en la
muralla y entraron p o r ella. El rey y sus principales oficiales
intentaron huir por el sudeste, mas fueron perseguidos y al-
canzados, y más tarde conducidos ante Nabucodonosor, que
había establecido su cuartel general en la ciudad siria de
Ribla. Allí se impuso castigo ejemplar a los que habían fal-
tado a su juramento de lealtad al emperador. Dieron muerte
a los hijos de Sedequías ante los ojos de su padre y a él lo
cegaron y lo condujeron a Babilonia, donde pasó encarcelado
el resto de sus días.
Sedequías fue débil de carácter. Como dice un escritor:
«Tenía un 'hueso de los deseos' donde debiera haber tenido
la columna vertebral» (19) y (N. del T.). Eso le impidió opo-
nerse a sus equivocados consejeros egiptófilos. Pero a los ojos
de los profetas su principal pecado fue el perjurio: tras j u r a r
lealtad a Nabucodonosor en el nombre de Yahvé, se rebeló
contra él y trajo la deshonra sobre la corona de David:

(18) Lament, 2:11 y sig.; 4:4 y sig.; 4:8 y sig.


(19) J. Patterson, The Goodly Feltowship of the Propheís, pág. 152.
Nota del Traductor: «Hueso de los deseos» y «columna vertebral»
usados por el autor como juego de palabras en inglés, «wishbone» y
«backbone», porque en países de habla inglesa se dice que quien en-
cuentra el primero, hueso horquillado del pecho de las aves, conse-
guirá el deseo que formule, mientras que el segundo es símbolo de
la entereza de carácter.
116 / Israel y las Naciones

«Y tú, profano e impío príncipe de Israel, cuyo día


ha llegado ya, el tiempo de la consumación de la mal-
dad, así ha dicho Yahvé el Señor: Depon la tiara, qui-
ta la corona; esto no será más así; sea exaltado lo
bajo, y humillado lo alto» (20).

Así dijo el profeta Ezequiel; pero aun en la hora de la


condenación esta palabra de juicio contenía un rayo de espe-
ranza: la esperanza de que un día o t r o rey mucho más digno
que Sedequías recibiría la corona de David.
Un mes después del asalto a Jerusalén, Nabuzaradán, ca-
pitán de la guardia de Nabucodonosor, llegó a la ciudad para
ejecutar la venganza real contra ella. Incendió el templo, los
edificios del palacio y todas las grandes casas de Jerusalén.
Demolió las murallas que la defendían. Se llevó a Babilonia
la obra de metal y los valiosos utensilios del servicio divino.
Ejecutó a muchos de los ciudadanos de más relieve, inclu-
yendo a los principales entre los sacerdotes y a los líderes
civiles y militares. Deportó a Babilonia a muchos miembros
de los estratos superiores de la sociedad, la clase media, para
engrosar el número de los anteriormente deportados (21).
Más amarga aún que la venganza de los babilonios fue
la acción de los ancestrales enemigos de Judá, los edomitas.
No intentaron ocultar su alegría p o r el sufrimiento infligido
por los babilonios a Judá y Jerusalén, sino que celebraron
abiertamente la caída de la ciudad. Las palabras del Sal-
mo 137:7 expresan el amargo resentimiento de Judá:

«Oh Yahvé, recuerda contra los hijos de Edom


el día de Jerusalén.
Cuando decían: ¡Arrasadla, arrasadla
hasta los cimientos!»

Los profetas reprendieron severamente la conducta anti-


fraternal de Edom, y su recuerdo envenenó durante mucho
tiempo las relaciones entre los dos pueblos. Pero es que los
edomitas no se conformaron sólo con celebrar la derrota y
el asolamiento de Judá, sino que invadieron y ocuparon la
parte sur del territorio, y en tiempos posteriores al exilio,

(20) Ezeq. 21:25-27.


(21) Además de los deportados en —597, otros serían tal vez depor-
tados de otras ciudades de Judá a comienzos del sitio de Jerusalén
en -588.
Últimos Días del Reino de Judá / 117

Edom (o Idumea, para darle su nombre greco-romano) ya no


fue el área entre el Mar Muerto y Aqaba, sino el Neguev de
Judea. Posiblemente fueron los caldeos quienes le dieron el
Neguev a los idumeos.
11
EL EXILIO
(587-550 a.C.)
Una vez vengado el alzamiento, Nabucodonosor le dio a
Judá el estado de provincia, pero mostró lo buen hombre de
estado que era al asignar como gobernador del tristemente
reducido territorio de Judea a un judío llamado Gedalías,
que había sido oficial en palacio bajo Sedequías y se sabía
que se había opuesto a la táctica egipciófila. Gedalías esta-
bleció su administración en Mizpa, y entre los que le rodea-
ban se encontraba el profeta Jeremías, a quienes los babilo-
nios habían puesto en libertad, permitiéndole ir donde qui-
siera, fuese a Babilonia, a Mizpa o a cualquier otro lugar.
Aun así, la tierra devastada no disfrutó de paz. A los ojos
del irreconciliable partido de la resistencia, Gedalías y quie-
nes lo apoyaban eran traidores a la causa nacional. Uno de
estos grupos, encabezado p o r un miembro de la familia real
llamado Ismael, a quien el rey de Ammón había dado hospeda-
je (1), llegó a Mizpa y asesinó a traición a Gedalías y a sus
adictos más allegados. Mas no podía permanecer en J u d á y
enfrentarse con la venganza de Nabucodonosor por este acto
criminal, p o r lo que él y su grupo salieron hacia Egipto, obli-
gando a los moradores de Mizpa a acompañarles p a r a unirse
a los numerosos partidarios que allí tenían. El profeta Jere-
mías, ya anciano, se encontraba también entre los obligados
a ir a Egipto. Les advirtió que no poldrían escapar de Nabu-
codonosor por el simple hecho de irse a Egipto, porque Na-
bucodonosor levantaría su tienda de campaña en el patio de
entrada al palacio real de Tafnes (Dafne), ciudad fronteriza
de Egipto en la que los judíos huidos tenían su asiento. Pero
ahora no le escuchaban con mayor interés que cuando esta-
ba en Jerusalén en sus cuarenta años de ministerio profético.

(1) Ammón se había rebelado contra Nabucodonosor por el mismo


tiempo que Judá, pero Nabucodonosor decidió reducir primero a Judá,
permaneciendo Ammón como una bolsa de intriga antibabilónica. Ver
Ezeq. 21:18-23.
El Exilio/ 119

Lejos de reconocer que Jeremías había estado en lo cierto


en todas sus predicciones, y que los desastres que habían su-
frido les habían sobrevenido p o r su rebelión contra Dios,
insistían en que las cosas no habían ido nunca bien desde la
reforma de Josías, y a ésta atribuían sus desgracias. Decidie-
ron que lo mejor que podían hacer era dedicarse de nuevo a
las prácticas idolátricas paganas que Josías había abolido.
Así, en respuesta al último llamamiento de Jeremías a todos
los judíos que estaban en Egipto para que se volviesen al
Dios de sus padres para adorarle exclusivamente a El, repli-
caron:

«La palabra que nos has hablado en nombre de Yahvé,


no la oiremos de ti, sino que ciertamente pondremos
por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca,
para ofrecer incienso a la reina del cielo, derramándole
libaciones, como hemos hecho nosotros y nuestros pa-
dres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciuda-
des de Judá y en las plazas de Jerusalén, y tuvimos
abundancia de pan, y estuvimos alegres, y no vimos
mal alguno. Mas desde que dejamos de ofrecer incien-
so a la reina del cielo, y de derramarle libaciones, nos
falta todo, v a espada v de hambre somos consumi-
dos» (2).

Y ésta es la última memoria auténtica de la carrera de


Jeremías.
Otra deportación más desde Judea que se asigna al año
— 582 puede h a b e r sido consecuencia del asesinato de Geda-
lías, o puede estar relacionada con alguna otra revuelta (3).
Probablemente, p o r estas fechas todo Judea, excepto el Ne-
guev, ocupado p o r los edomitas, fuese añadido a la provincia
de Samaría. Cesó toda especie de vida corporativa en Judea.
Hubo otros estados en el Asia occidental que se resistie-
ron a la soberanía de Nabucodonosor, sobresaliendo entre
ellos Tiro, que prefirió aliarse con Egipto antes de hacerlo
con Babilonia y sufrió un sitio de trece años, entre —585
y —573. Al final, los babilonios redujeron a Tiro, pero encon-
traron que la ciudad era un cascarón vacío, porque hombres
y riquezas habían sido evacuados, probablemente a Egipto (4).
(2) Jer. 44:16-18.
(3) Jer. 52:30.
(4) Véase Sidney Smith, The Ship Tyre, PEQ85 (1953). págs 97
y siguientes.
120 / Israel y las Naciones

Al sitio de Tiro siguieron operaciones bélicas contra el propio


Egipto. El Faraón Hofra (Apries) fue derrotado, depuesto y
sustituido por Amasis II, un general egipcio. Pero en —568
Amasis se volvió contra Nabucodonosor, quien entonces inva-
dió y ocupó parte de los territorios fronterizos de Egipto.
El imperio de Nabucodonosor no sobrevivió p o r mucho
tiempo a este gran hombre. Los años siguientes a su muerte
abundaron en usurpaciones y luchas civiles, con amenazantes
movimientos en las fronteras imperiales.
Su hijo Evil-merodach (Amel-Marduc), que le sucedió en el
año —562, figura en los escritos bíblicos como el rey que
libertó a Joaquín de sus prisiones y le dio un lugar de honor
en su corte. Parece que Joaquín fue reconocido como legítimo
rey de Judá durante toda su cautividad, tanto más (podemos
suponer) tras la sublevación y deposición de Sedequías.
Mas Evil-merodach fue asesinado dos años después de su-
ceder a su p a d r e en el trono, en un motín de palacio, y su
cuñado Nergal-sharezer (el Neriglisar de los historiadores
griegos) le sucedió. El principal acontecimiento de su reina-
do fue la campaña que condujo entre —557 y —556 contra
Cilicia, que Nabucodonosor había hecho tributaria. No mu-
cho tiempo después murió Neriglisar y le sucedió su hijo La-
bashi-Marduc, que era un niño. Pero los tiempos requerían
una mano dura al timón y se formó otra conspiración, que
terminó con la vida del niño. Los conspiradores pusieron en
el trono a uno de los suyos, llamado Nabonidus, que, por
haberle elegido en aquellas circunstancias, debía ser hombre
de especial habilidad para gobernar, y no el hombre débil o
el mero anticuario por el que generalmente se representa. El
creciente poderío del Imperio de Media, al norte de Babilo-
nia, requería un hombre sabio y fuerte como jefe de ésta.
Estos medos habían comenzado a meterse en territorio
babilonio por el norte de Siria, hasta el punto de que el con-
trol babilonio de la ruta normal del comercio entre la fron-
tera egipcia y Mesopotamia, pasando por Carquemis, estaba
en peligro. Nabonidus adoptó varias medidas p a r a prevenir
dicho peligro. Una de ellas fue directa: guerreó contra los
medos en Siria en un intento de empujarlos fuera del terri-
torio de hegemonía babilonia. La segunda, para reforzar su
posición contra ellos, consistió en aliarse con el pequeño pero
creciente reino indo-europeo de Ansán, antigua provincia de
Elam, que había extendido sus territorios hacia el oeste como
resultado de la caída de Elam en —645, pero ahora se veía
amenazado con el dominante poderío de Media. Este reino,
Relieve asirio del palacio de Tiglat-piléser lll en N i m r u d mostrando la expoliación de
Astarot de Galilea; se llevan las ovejas, y los ciudadanos, con sus pertenencias al
h o m b r o en sacos, son conducidos al exilio. En la parte inferior, Tiglat-piléser monta un
carro en triunfo. Mitad del siglo octavo antes de Cristo. Ver páginas 76-84. (Dep. de
Antigüedades del Occidente Asiático Museo Británico.)
Un panel del Obelisco Negro de Salmanasar III de Asiría en el que se ve a Jehu o su
emisario rindiendo homenaje. Verp. 67. (Dep. de Antigüedades del Occidente Asiático.
Museo Británico).

Dibujo de un relieve asirio del palacio de Tiglat-piléser III en N i m r o d mostrando


imágenes de dioses trasladadas de una ciudad capturada. (A.H. Layard. Monuments of
Nmeveh I, 01.65; fotografía. Museo Británico.)
El Exilio / 123

conocido m á s al oeste como el reino de Persia, estaba regido


a la sazón por un joven monarca de excepcionales aptitudes
políticas y militares, Ciro II, que había accedido al trono de
sus padres en —559 y se había aliado p o r matrimonio con la
casa real de Media.
En tercer lugar, Nabonidus se propuso imponer el control
babilónico más firmemente en la zona sur de su imperio, en-
tre el Golfo Pérsico y la frontera con Egipto, y desarrollar
rutas alternas de comercio en aquel área en vista de la ame-
naza de Media sobre las del norte. Para realizar estos propó-
sitos con mayor eficacia ocupó el oasis de Tema, en Arabia
del Norte, que era centro de varias rutas importantes, y lo
convirtió casi en segunda capital de su imperio. Constituyó
en Tema el cuartel general para el desarrollo de las rutas del
sur, y como esto le obligaba a largas ausencias de Babilonia,
nombró a su hijo Belsasar virrey en su ausencia. Las prolon-
gadas estancias de Nabonidus fuera de Babilonia causaron
en esta ciudad bastante descontento, especialmente porque
d u r a n t e varios años consecutivos no se preocupó de acudir a
las ceremonias de Año Nuevo y hacer el papel que le corres-
pondía como rey de Babilonia. Esta era una de sus funciones
que el virrey, aunque se tratase de un príncipe heredero, no
podía cumplir en sustitución del verdadero rey.
Su abandono de esta ceremonia no era sólo debido a la
preocupación que le daban los asuntos de Arabia del Norte,
sino también a su deliberado abandono de Marduc, dios prin-
cipal de Babilonia, en favor de Sin, el dios-luna. Parece ser
que se proponía reducir el caos politeístico de la religión
imperial a una nueva ordenación, estableciendo a Sin como
el principal dios del panteón imperial.
Se ha sugerido que la política religiosa de Nabonidus le
puso en conflicto con los judíos en todo su imperio (5). Exis-
ten, en realidad, unas cuantas lincas de evidencia que llevan
a la conclusión de que las fortunas de los judíos exiliados,
que hasta entonces se habían acomodado bastante bien a sus
nuevos hogares, sufrieron un revés muy notable durante su
reinado, de tal forma que el cambio de régimen que acabó con
él fue recibido con tanto alborozo por los que aprovechaban

(5) Véase T. H. Robinson, Prophecy and the Prophets in the Old


Testament (London, 1923), págs. 161 y sig.: A Companion to the Bibíe,
ed. T. W. Manson (Edinburgh, 1939), pág. 256.
124 / Israel y las Naciones

aquella oportunidad para volver a sus hogares como p o r los


que preferían quedarse donde estaban (6).
El primer acontecimiento que presagió el cambio de ré-
gimen sucedió en —550, cuando los ejércitos medo y persa
se encontraron en una batalla decisiva y la victoria fue, no
para los medos, que eran más en n ú m e r o y poder, sino p a r a
los persas, que estaban mejor dirigidos, gracias al genio es-
tratégico de Ciro, el rey persa. El poder de Media fue derri-
bado de un golpe. Ciro desplegó inmediatamente sus cuali-
dades de hombre de estado, como había mostrado las de jefe
militar. En lugar de tratar a los medos como enemigos ven-
cidos, subditos de una nación sometida, hizo que lo instala-
ran como rey sobre Media y gobernó Media y Persia como
una monarquía dual, disfrutando cada una de las partes de
sus propios derechos (7). La base de la alianza babilónica
con Persia —el miedo común a Media— desapareció de la
noche a la mañana. Nabonidus tenía ahora a todo lo largo
de su flanco oriental un poderoso vecino, cuyo reino se ex-
tendía desde el Golfo Pérsico hasta el río Halis, en Asia Me-
nor Central.

(6) Véase J. M. Wilkie, Nabonidus and the Later Jewish Exites,


JTS, N. S., 2 (1951), págs. 3644.
(7) De aquí las frecuentes referencias en la literatura del A. T. al
período postexílico a los 'Medos y Persas' como naciones componen-
tes de esta doble monarquía; y de aquí, también, la costumbre de los
historiadores griegos de utilizar 'Medos' como término sinónimo e in-
tercambiable con el de 'Persas'.
12
"CUANDO YAHVÉ HICIERE VOLVER
LA CAUTIVIDAD DE SION"
(550-465 a.C.)
De acuerdo con el finado Dom Gregory Dix, «el tapiz de
la historia no tiene ningún punto por el que pueda cortarse
y dejar el dibujo inteligible; sin embargo, el súbito acceso
de Ciro, príncipe de una pequeña tribu persa, al trono im-
perial (hacia el año —550), es lo más parecido a ese punto.
Herodoto vio en este acontecimiento el pivote sobre el que
giraba toda la historia griega. Eso es sólo una parte de la
verdad. Deutero-Isaías, que vio en Ciro al Pastor de Dios
para las naciones, el hombre cuya mano derecha había sos-
tenido Dios mismo 'para abrir las puertas delante de él y
las puertas no se cerrarán', sugiere una visión más amplia.
La obra de la vida de este solo hombre moldeó el destino
de tres grandes civilizaciones y trazó las principales direc-
trices sobre las que la historia universal había de discurrir
a lo largo de más de mil quinientos años, con consecuencias
que aún se dejan sentir en el día actual» (1).
Al anexionarse Media en —550, Ciro rompió por comple-
to el equilibrio del poder en Asia occidental. Su alianza con
Nabonidus se evaporó cuando Media dejó de ser una ame-
naza para ambos. En su lugar, Nabonidus se alió con Lidia
y Egipto. En vez de regir un pequeño territorio sobre la
margen oriental del Golfo Pérsico, Ciro se hizo rey de una
extensión que llegaba por el oeste, a través del norte de Me-
sopotamia, hasta bien dentro del Asia Menor. Creso de Lidia
tenía ahora a Ciro de Persia por vecino en el este en lugar
de los reyes medos. ¿Respetaría Ciro la paz que sus prede-
cesores medos habían concertado con Lidia en —585, o le
arrastraría su pasión imperialista, alimentada por la conquis-
ta reciente, al territorio de Creso? Herodoto nos dice que

(1) G. Dix, Jew and Greek (1953), págs. 14 y sig. Las «tres grandes
civilizaciones» que menciona son las de Grecia, Siria y Persia.
126 / Israel y las Naciones

Creso, perplejo ante este dilema, buscó consejo en el famoso


oráculo de Apolo en Delfos. El oráculo le dio una respuesta
de mal presagio advirtiéndole que tomara las medidas nece-
sarias para su seguridad cuando una mula rigiese sobre los
medos. Pero ¿cómo podía una mula regir a los medos, a me-
nos que se refiriese a Ciro, que era hijo de padre persa y
madre meda? Cuanto más pensaba Creso, más seguro esta-
ba de que la subida de Ciro al poder no presagiaba nada
bueno para Lidia. Sólo había una cosa que hacer: no espe-
rar el ataque de Ciro, sino tomar la iniciativa contra él y
dar el primer golpe. Decisión de tal importancia, sin embar-
go, debía esperar el refrendo del oráculo. ¿Debía o no debía
Creso atravesar con sus ejércitos el río Halis y meterse en
territorio de Ciro? «Al cruzar el río Halis —pronunció el
oráculo—, Creso destruiría un gran imperio.» Eso le bastó.
Le pareció que el oráculo le había dado la luz verde, según
su precipitada interpretación, y cruzó el río fronterizo. Pero
el gran imperio que destruyó como resultado de este paso
no fue el medo-persa, sino el de Lidia: Ciro rechazó a los
invasores, haciéndoles cruzar de nuevo el río en dirección
contraria; los persiguió en su propia tierra; asaltó, tomó y
saqueó Sardis, ciudad real de Creso, y a él mismo lo tomó
cautivo ( — 546). Toda Lidia cayó en manos de Ciro, cuyo im-
perio se extendía ahora hasta el oeste del Mar Egeo. Las
ciudades griegas de la costa egea de Asia Menor, que hasta
entonces habían sido tributarias de Creso, se vieron obliga-
das a transferir su lealtad —y sus tributos— a Ciro.
Podemos imaginar la alarma que el aparentemente irre-
sistible progreso de Ciro produciría en las clases gobernan-
tes de Babilonia. Pero los corazones de las razas sometidas
por el Imperio babilónico, y especialmente el de las perso-
nas desplazadas de Palestina y otras tierras, comenzaron a
latir de esperanza con las noticias que les llegaban de estas
conquistas.
Esta situación condiciona el trasfondo de los capítulos
40 al 55 del libro de Isaías. Se describen al principio de este
cuerpo de oráculos la ascensión de Ciro al poder y su avance
en las conquistas. Se predice su conquista de Babilonia.
Pero Isaías presenta a Ciro como personaje levantado por
el Dios de Israel para cumplir, aunque sea inconscientemen-
te, sus propósitos. Yahvé ha ungido a Ciro como agente suyo.
Al desalojar a los opresores de Israel hará posible que los
exiliados de Judá y Jerusalén vuelvan a sus hogares y re-
construyan su comunidad. Mas no termina aquí el propósi-
"Cuando Yahvé Hiciere Volver la Cautividad de Sion" / 127

to divino, sino que la gran riqueza que se ha invertido en el


rápido crecimiento del dominio persa y la restauración de
los desplazados de Israel tiene un propósito mucho más
amplio: que por medio de Israel el conocimiento del verda-
dero Dios llegue a todas las naciones. Porque el Dios de Is-
rael es el único, el verdadero Dios; todos los otros que se
llaman dioses son naderías. Los dioses de las naciones ven-
cidas por Ciro eran incapaces de darles a sus adoradores un
consejo acertado, y carecían de poder para salvarlos. Los
historiadores griegos nos cuentan cómo Creso consultó al
más famoso de los oráculos de su tierra, sólo para recibir
respuestas «ambiguas, con doble sentido, engañosas». Mas el
Dios de Israel podía predecir por su sabiduría el futuro, y
su poder había levantado a Ciro y había dirigido su victo-
riosa carrera para que cumpliese su divina voluntad y su
pueblo fuera liberado de la esclavitud y devuelto a su propia
tierra, a fin de que sirvieran de mensajeros de la verdad
divina al mundo entero.
La misión de Israel, sin embargo —declaran también es-
tos capítulos—, ha de ser llevada a su consumación final por
uno llamado «el Siervo de Yahvé», íntimamente relacionado
con la nación de Israel y sin embargo distinto de ella. Como
Ciro, se levanta para cumplir el propósito de Dios; pero
mientras que Ciro lo hace de forma inconsciente, el Siervo
de Yahvé lo hará consciente y gozosamente. Tampoco son
sus métodos los de Ciro: en lugar de sonar mucho en el
mundo e imponer su voluntad sobre los demás por la fuerza,
éste obrará calladamente, oscuramente, manteniendo su obe-
diencia a Dios aun frente al juicio injusto, al sufrimiento,
el desprecio y la misma muerte (2). Pero por su sufrimiento
lleva su obediencia a Dios hasta su señalada consumación
y alcanza el propósito divino de traer el conocimiento de
Dios y el perdón de pecados a las naciones de la tierra:

«Poco es para mí que tú seas mi siervo


para levantar las tribus de Jacob,
y para que restaures el remanente de Israel;
también te di por luz de las naciones,
para que seas mi salvación
hasta lo último de la tierra» (3).

(2) Isa. 42:1-4; 49:1-6; 50:4-9; 52:13-53:12.


(3) Isa. 49:6.
128 / Israel y las Naciones

Como lo predijo el profeta, así ocurrió: Ciro añadió Ba-


bilonia a sus conquistas el 12 de octubre de —539 y entró
en la ciudad el 29 del mismo mes. A esto siguieron rápida-
mente dos decretos autorizando a los exiliados judíos a re-
patriarse y a reconstruir el templo de Jerusalén.
En la marcha de Ciro por Babilonia, ciudad tras ciudad
le abría sus puertas. Mientras el príncipe Belsasar perdió
la vida al entrar los persas en Babilonia, esta gran ciudad
fue tomada con tan poca lucha como las otras. Tal al me-
nos es el relato que nos da el propio Ciro, conservado en
dos inscripciones: la «Crónica en Verso de Nabonidus» y el
«Cilindro de Ciro» (4). Ciro se ganó a las clases dignatarias
presentándose a sí mismo como campeón de los dioses de
varias ciudades a quienes Nabonidus había despreciado. De-
volvió a otras ciudades de Babilonia las imágenes que Na-
bonidus se había traído a Babilonia, y en esta misma ciudad
se mostró como vindicador de los derechos de Marduc, que
tan vergonzosamente había sido olvidado por Nabonidus en
favor del dios-luna, pretendiendo que por esta misma razón
Marduc le había dado a él la victoria. Nabonidus había per-
dido la buena fe de su pueblo al fallarles en lo que espera-
ban de él, su presencia en la ceremonia del Año Nuevo, en
la que debía tomar la mano de Marduc y de esta forma ser
solemnemente confirmado en su trono por otro año más.
Ciro tomó de la mano a Marduc en —537 y legitimó así su
posición de rey de pleno derecho en Babilonia. Este acto no
significaba devoción alguna a Marduc por parte del rey Ciro,
sino que éste tenía la suficiente sensibilidad para darse cuen-
ta de los ricos dividendos de sumisión, e incluso de grati-
tud, que una táctica tan económica le reportaría, respetan-
do, aunque sólo fuese exteriormente, a las divinidades de las
naciones que se le rendían.
En este respecto, y en muchos más, el concepto que Ciro
tenía del imperio era muy distinto del que generalmente se
respiraba en Asiría. Los asirios imponían a sus súbditos la
adoración de sus dioses principales y se ufanaban de que los
vencidos tuvieran que inclinarse ante tales ídolos. Ciro, cu-
yas creencias religiosas son difíciles de determinar, tenía la
táctica de no herir las susceptibilidades religiosas de sus
subditos, sino que, por el contrario, prefería conciliarse con
ellos haciendo por lo menos el papel de adorar a sus diver-
sas divinidades. «El Gran Rey —ha hecho notar un erudito—

(4) Véase DOTT, págs. 81 y sig., 92 y sig.


"Cuando Yahvé Hiciere Volver la Cautividad de Síon" / 129

no tenía inconveniente en inclinarse en la casa de Rimón si


había algo que recoger del suelo.» Hay evidencia de otras
partes del Imperio Persa que aseguran que esta táctica no
la seguía Ciro sólo en Babilonia.
Ciro dio probablemente dos decretos con respecto a los
judíos, uno autorizando la reconstrucción del templo y otro
permitiendo el retorno a Judea de los expatriados. El texto
aramaico original del primero de estos decretos se conserva
en Esdras 6:3-5. (El aramaico era el idioma común y admi-
nistrativo oficial de todo el Imperio Persa):

«En el año primero del rey Ciro, el mismo rey Ciro


dio orden acerca de la casa de Dios, la cual estaba en
Jerusalén, para que fuese la casa reedificada como lu-
gar para ofrecer sacrificios, y que sus paredes fuesen
firmes; su altura, de sesenta codos, y de sesenta co-
dos su anchura; y tres hileras de piedras grandes, y
una de madera nueva; y que el gasto sea pagado por
el tesoro del rey. Y también los utensilios de oro y de
plata de la casa de Dios, los cuales Nabucodonosor
sacó del templo y los pasó a Babilonia, sean devueltos
y vayan a su lugar, al templo que está en Jerusalén,
y sean puestos en la casa de Dios.»

La devolución de los utensilios del templo a Jerusalén y


la supervisión de la obra de reconstrucción se la confiaron
a Sesbasar (5), que lleva el apelativo de príncipe de Judá
(Esdras 1:8) y parece haber sido el hijo más joven del rey
Joaquín.
El edicto autorizando el retorno del cuerpo de expatria-
dos judíos a su tierra patria no se conserva en aramaico,
sino que se da su traducción al hebreo en II Crónicas 36:23
y en Esdras 1:2-4. Los exiliados que volvieron en esta oca-
sión fueron conducidos por otro vástago de la casa de Da-
vid, Zorobabel, hijo o nieto del hijo mayor de Joaquín, Sa-
latiel. Se erigió el altar del holocausto y se reinauguró el
ritual de los sacrificios. Se colocaron los cimientos del nue-
vo templo (6). Cumplida así su misión, parece ser que Ses-
basar volvió a Persia. La pequeña comunidad que quedó allí

(5) Posiblemente idéntico al Senazar de I Crón. 3:18, siendo ambos


formas abreviadas del babilonio 'Sinabusur'=«que Sin (la diosa-luna;
proteja al padre». Mejor conservado en los LXX bajo la forma de
'Sanabasaros', véase libro apócrifo de I Esdras 2:12, 15.
(6) Véase J. S. Wright, The Building of the Second Temple (1958).
130 / Israel y las Naciones

encontró tantas dificultades y problemas en su camino, que


no parece que adelantaran mucho en la reconstrucción del
templo. Durante el exilio se había hecho algún intento de
mantener un centro de adoración en el antiguo santuario de
Betel, y había algunos que pensaban que en lugar de recons-
truir el templo de Jerusalén sería mejor mantener el santua-
rio de Betel. Podría haberse argumentado que esto tendría
la ventaja de unir a los israelitas del norte con sus parientes
de Judea, mientras que los del norte no considerarían con
simpatía la restauración del santuario de Jerusalén.
No obstante, cuando parecía que los exiliados repatria-
dos estaban dispuestos a reconstruir el templo de Jerusalén,
una comisión abordó a Zorobabel y a los Jefes de Judea y
se ofreció a cooperar en la reconstrucción del templo y
participar en la adoración en él. Pero recibieron una res-
puesta descorazonadora: la autorización real se les había
dado a los exiliados que volvían y no era válida para quie-
nes se habían quedado en su tierra, fuera ésta Samaria o
Judea. Así, la ruptura entre las dos partes de la nación, que
podía haberse cerrado si la respuesta hubiera sido más con-
ciliatoria, quedó destinada a perpetuarse. Antes de culpar a
los repatriados debemos recordar que era una comunidad
muy pequeña que hubiera resultado ahogada por sus nu-
merosos vecinos del norte si hubieran aceptado sus propo-
siciones. Y la comunidad de la nueva Jerusalén conservó
ciertos ideales religiosos de gran valor que tal vez hubieran
desaparecido si se hubiera llegado a una amalgama entre el
norte y el sur.
Los norteños no tomaron con filosofía el rechazo de su
propuesta. Los samaritanos consideraban la pequeña área
de Judea (7) como parte integrante de su territorio, y pro-
curaron obstaculizar de tal modo la obra de reconstruc-
ción de los repatriados que pronto quedó parada, y así si-
guió durante los quince años siguientes, aproximadamente.
Los que habían vuelto se establecieron en las proximidades
de Jerusalén y se dedicaron a cultivar sus tierras. Pero una
sucesión de sequías y las consecuentes cosechas mermadas
les hicieron caer en lastimosa situación.

(7) Un área en verdad muy pequeña, «que se extiende menos de


40 Km. a lo largo de la divisoria de la vertiente entre el norte de
Jerusalén y el sur de Bet-sur, con una población total que no puede ha
b
- er rebasado los 20.000 habitantes en —522». (W. F. Albright, BA9. 1946.
página 8.)
"Cuando Yahvé Hiciere Volver la Cautividad de Sion" / 131

Entre tanto, el Imperio Persa seguía extendiendo más y


más sus dominios. Ciro cayó en el campo de batalla en el
año —530, y le sucedió su hijo Cambises que, en —525, in-
vadió Egipto y lo sumó a su esfera de influencia. La muerte
de Cambises en —522 abrió la puerta a un período de lu-
chas intestinas que terminaron con el acceso al trono de un
miembro de una rama colateral de la casa real, Darío, hijo
de Histaspes, buen administrador, que organizó los vastos
territorios del Imperio como nunca lo habían estado hasta
entonces. Si la guerra civil que había precedido a su ac-
ceso ofreció a algunas de las naciones sometidas alguna
esperanza de que pronto desaparecería el dominio persa y
ellas recuperarían su independencia, pronto hubieron de
perder tales ilusiones.
Darío dividió el Imperio en grandes áreas, gobernada
cada una por un virrey o sátrapa, que era casi igual que un
rey subordinado, con su corte y guardia personal. La satra-
pía a que pertenecía Judea comprendía el territorio entre el
río Eúfrates y el Mar Mediterráneo, y se llamaba en el ara-
maico oficial de la corte persa Abar-nahara (Más Allá del
Río), nombre que aparece en inscripciones, así como en el
libro de Esdras (4:10 y sig., etc.).
El sátrapa tenía el control supremo de las tropas provin-
ciales, la administración de justicia, y los asuntos financie-
ros. Podía haber en su satrapía fortalezas especiales con
guarniciones cuyos comandantes eran nombrados por el rey,
y que eran directamente responsables a éste, no al sátrapa.
El secretario de estado de la satrapía también era directa-
mente responsable al Gran Rey. Además, existía un compli-
cado sistema de inspectores imperiales, conocidos como los
«Ojos y Oídos del Rey», que hacían visitas anuales de ins-
pección por todas las satrapías para investigar el curso de
la administración y tratar aquellos asuntos que fueran mo-
tivo de queja. Tal vez se aluda a este sistema en la explica-
ción de las siete lámparas que el profeta contemporáneo
Zacarías vio en sus visiones: «Estos siete son los ojos de
Yahvé, que recorren la tierra» (8). Y la administración gene-
ral del Imperio puede quedar reflejada en la visión de los
caballos y caballeros, del mismo profeta, descritos como «los
que Yahvé ha enviado a recorrer la tierra» (9). En todo caso,
Darío estableció un complicado sistema de controles e ins-
(8) Zac. 4:10.
(9) Zac. 1 : 1 0 ; ver 6:1 y sig.
132 / Israel y las Naciones

pecciones para evitar la deslealtad y suprimir defectos de


administración.
Al principio del reinado de Darío, los repatriados recibie-
ron nuevo impulso para la reconstrucción del templo por el
ministerio de dos profetas, Hageo y Zacarías. Ambos mani-
festaban que la reconstrucción del templo era condición pre-
cisa para que la nación recibiese la bendición que Dios había
prometido por medio de profetas anteriores y que hasta aho-
ra había retenido, al menos en cuanto a su derramamiento
pleno. El reciente desorden en el mundo persa indicaba que
Dios estaba a punto de actuar; las sequías y las malas cose-
chas que últimamente había sufrido la tierra de Judá darían
paso a lluvias abundantes y nueva prosperidad si el pueblo
de Dios ponía en primer término los intereses de Dios en
lugar del suyo propio. En particular, los profetas animaban
a Zorobabel. En este príncipe de la casa de David se cen-
traban las esperanzas de muchos; su abuelo Joaquín había
sido rechazado (10)f aunque hubiese sido como anillo de
sello en el dedo de Dios; pero Zorobabel sería restaurado a
este honor (11). El que había puesto la piedra de cimiento
en el nuevo templo completaría la obra y disfrutaría de)
favor de Dios como señal (12). Jeremías había hablado del
día cuando Dios levantaría un tallo o renuevo de la línea de
David, y Zacarías había aclamado a Zorobabel como «el va-
rón cuyo nombre es el Renuevo» (13), el cual «edificará el
templo de Yahvé, y él llevará gloria, y se sentará y dominará
en su trono, y habrá sacerdote a su lado; y consejo de paz
habrá entre ambos» (14). El sacerdote a que aquí se hace
referencia era Jesúa, nieto del último sumo sacerdote del
templo de Salomón, que había de ser el primer sumo sacer-
dote de la línea de Sadoc en el templo restaurado.
Animados por los dos profetas, Zorobabel y Jesúa toma-
ron la iniciativa en la reanimación de los trabajos de recons-
trucción del templo. Su actividad fue muy pronto notificada
a Tatnai, sátrapa de la provincia de «Más Allá del Río»
(Abar-nahara), y a sus gobernadores subordinados. (Bien pudo

(10) Jer. 22:24.


11) Hag. 2:20-23.
12) Zac. 4:9.
(13) Cómp. Jer. 23:5; 33:15. No es que el propio Zorobabel cum-
pliese la profecía de Jeremías; pero el hecho de que, tras el exilio, un
príncipe de la casa de David gobernase a Judá indicaba que las pro-
mesas hechas a esta casa real no se habían revocado en absoluto.
(14) Zac. 6:12 y sig.
"Cuando Yahvé Hiciere Volver la Cautividad de Sion" / 133

ser que los samaritanos, a quienes les escocía aún el recha-


zamiento de sus propuestas de ayuda años atrás, denuncia-
ran la obra al sátrapa con la esperanza de que la mandase
parar.) Tatnai les preguntó a los judíos con qué autorización
reedificaban el templo, y éstos respondieron que lo hacían
autorizados por un decreto de Ciro. El sátrapa remitió el
asunto a la corte para que lo investigaran, y el edicto en
cuestión fue hallado en Acmeta, antigua capital de Media,
que era a la sazón capital de verano de los reyes persas (15),
por lo que se le remitió un escrito a Tatnai ordenándole no
molestar a los judíos en su obra, sino que les facilitase toda
la ayuda que el decreto original de Ciro les prometía. Ani-
mados por esta prueba más del favor de Dios, los judíos
siguieron con toda diligencia su labor y terminaron y dedi-
caron el templo cuatro años más tarde, el 12 de marzo de
— 515. El próximo mes celebraron con especial regocijo la
Pascua y la fiesta de los panes sin levadura. Jerusalén tenía
otra vez su templo setenta años después que Nabucodono-
sor destruyese el primero. Como obra de arquitectura podía
aparecer pobre comparada con la magnífica que labrara Sa-
lomón, mas los profetas aseguraban al pueblo que este po-
bre santuario, como a ellos les parecía ahora, sería dotado
de mayor gloria que la que jamás recibiera el templo de
Salomón.
Después de la dedicación del templo, Zorobabel desapa-
rece de nuestras fuentes de información. Generalmente se
conjetura que permitió que los partidarios de que en él ten-
drían cumplimiento las promesas de Dios a la casa de David,
le colocaran en una posición falsa. También es posible que
el éxito de la reconstrucción del templo indujera a algunos
a pensar que también sería bueno reconstruir las murallas
de la ciudad, tal vez para resguardarse de los ataques de los
samaritanos. Algo de esto parece quedar indicado en una vi-
sión de Zacarías en la que un joven (16) que está midiendo
el largo y el ancho de Jerusalén se encuentra obstaculizado
por un ángel que le dice que Jerusalén llegará a ser tan po-
(15) Los reyes persas tenían tres capitales; las otras dos eran
Susa, la antigua capital elamita, ahora residencia de primavera, y la
capital persa reconstruida, Pasargada, convertida en residencia de in-
vierno.
(16) W. F. Albright dice que Zorobabel era por este tiempo «un
hombre cauto de mediana edad» y por tanto es poco probable que
fuese el «joven» de la visión, como a veces se ha pensado (BA9, 1 9 4 6 ,
página 9).
134 / Israel y las Naciones

pulosa, que excederá con mucho sus antiguos límites, y pue-


de seguir sin peligro en el estado de «villa no amurallada»
porque Yahvé sería para ella «muro de fuego en derredor,
y para gloria estaré en medio de ella» (17). En el tiempo es-
cogido por Dios, El sacudiría a todas las naciones y quitaría
de en medio «el gran monte» que estaba en el camino de
Zorobabel, y establecería su reino (18). Si las nuevas de es-
tos planes, o de las exageradas esperanzas que algunos te-
nían puestas en Zorobabel, llegaron a oídos del Gran Rey
de Persia, seguro que no las echó en saco roto. No podemos
decir qué ocurrió, pero no se vuelve a oír nada sobre Zoro-
babel, y las esperanzas puestas en la casa de David encuen-
tran escaso o nulo lugar en la literatura judía existente
durante largos años.
Los samaritanos no habían podido evitar la reconstruc-
ción del templo, pero durante las décadas siguientes aprove-
charon hasta la menor oportunidad para molestar a sus ve-
cinos judíos. Mantenían estrecha vigilancia sobre ellos, y si
hacían algo que pudiese interpretarse como infracción de
las reglas persas, o que fuera contra los intereses persas,
corrían a denunciarlo a las autoridades puestas por el Im-
perio. Darío había mostrado buena voluntad para con los
judíos, así que no podían intentar nada mientras él viviese;
pero tan pronto como falleció le enviaron memorial a su
hijo y sucesor Jerjes (19), que reinó entre —486 y —465,
conteniendo una acusación contra los judíos de la que no
nos han quedado detalles escritos.

(17) Zac. 2:5.


(18) Hag. 2:21 y sig.; Zac. 4:7.
(19) El libro de Ester le atribuye al reinado de Jerjes un intento.
or personas influyentes en la corte persa, de llevar a cabo una acción
ostil contra los judíos por todo el Imperio Persa.
13
EL PUEBLO DE LA LEY
(465-400 a.C.)
Durante el reinado del próximo rey, Artajerjes ( — 465
a —423), se les presentó una oportunidad a los samaritanos
para someter una queja contra los judíos que era realmente
seria. Los repatriados, por los comienzos de este reinado,
empezaron a reconstruir las murallas de Jerusalén. Esto no
podía hacerse legalmente sin la autorización real, y los dig-
natarios de la provincia de Samaria sabían que no se había
dado autorización para tal obra. Por tanto, enviaron una
misiva a la corte llamando la atención sobre la historia de
Jerusalén como ciudad que se había levantado en los perío-
dos asirio y babilónico, y advirtiendo al rey que la recons-
trucción de las murallas no era sino el preludio de una
declaración de independencia. Si se les permitía seguir ade-
lante con la obra de construcción emprendida, decían los
samaritanos, Jerusalén se convertiría en un centro de des-
afecto y rebelión en aquella parte de los dominios del rey.
La contestación escrita vino de la corte ordenando que la
reconstrucción cesara hasta que el rey mismo decretase otra
cosa.
AI principio del reinado de Artajerjes hubo una revuelta
nacionalista en Egipto que costó seis años aquietar ( — 460
a —454). Si la denuncia de los samaritanos le llegó a Arta-
jerjes durante este período, fácil es suponer las sospechas
que le haría concebir, especialmente si sabía que las rebe-
liones de los judíos en años anteriores, de las que sus infor-
mantes le hablaban, siempre habían estado combinadas con
las de Egipto. En todo caso, la orden escrita fue recibida
con alborozo por los samaritanos y con la correspondiente
decepción por los judíos. Es muy posible que los samarita-
nos, no contentos con comunicar la prohibición real para la
construcción de las murallas, aprovecharan la oportunidad
para demoler lo que ya se había reconstruido, sabiendo que
136 / Israel y las Naciones

nadie haría nada contra ellos por tal demostración de celo


en favor del rey y de sus intereses.
Esto explicaría la situación que se nos presenta en el año
veinte de Artajerjes (—445), cuando su principal copero en
Susa, un favorito judío llamado Nehemías, recibe la visita de
unos compatriotas. Cuando les pregunta cómo andaban las
cosas en Jerusalén, le informan que la comunidad judía está
«en gran mal y afrenta, y el muro de Jerusalén derribado,
y sus puertas quemadas a fuego» (1). Nehemías, hombre de
sencilla piedad y de firmes resoluciones, escribió sus pen-
samientos en un diario, del que afortunadamente se nos han
conservado algunas partes en aquella porción de la historia
del Cronista que conocemos como el libro de Nehemías.
El nos cuenta cómo se entristeció con las noticias que le
habían traído sus visitantes, y cómo no pudo ocultar su es-
tado de ánimo al entrar a la presencia del rey para cumplir
con los deberes de su cargo. El rey notó su tristeza y le pre-
guntó la causa; una pregunta que alarmó a Nehemías, por-
que sus problemas particulares no tenían derecho alguno a
interferir en las cuestiones reales. Pero se atrevió a hablar:
«Para siempre viva el rey. ¿Cómo no estará triste mi rostro
cuando la ciudad, casa de los sepulcros de mis padres, está
desierta, y sus puertas comidas por el fuego?» La respuesta
del rey fue animadora: «¿Qué cosa pides?» Nehemías, con
más valor de lo que él mismo podía pensar, se atrevió a pe-
dir: «Envíame a Judá, a la ciudad de los sepulcros de mis
padres, y la reedificaré.» Había quemado sus naves. ¿Se ha-
bría sobrepasado? El rey preguntó con calma: «¿Cuánto du-
rará tu viaje y cuándo volverás?» (2).
¿No se dio cuenta el rey de que la ciudad que Nehemías
deseaba fortificar era la misma cuyos muros había prohibido
reconstruir años antes? Sin duda alguna, Nehemías hizo bien
en no mencionar los nombres de Judá ni Jerusalén para
nada, mientras no vio al rey dispuesto favorablemente para
concederle su petición. Pero el rey no podía ser tan ignoran-
te ni tan inconsecuente. Los asuntos habían cambiado en los
últimos tres o cuatro años. Megabizus, sátrapa de «Más Allá
del Río», había levantado en —448 una rebelión contra el
gobierno persa. Si los oficiales samaritanos Rehum y Simsai,
que últimamente habían actuado contra los judíos al inten-
tar éstos reconstruir las murallas de Jerusalén, habían toma-
do parte en tal rebelión, esto podía haber cambiado la acti-
1) Neh. 1:3.
2) Neh. 2:1-6
El Pueblo de la Ley / 137

tud de la corte persa hacia la situación de Jerusalén. Los


judíos no se hubieran sumado a una rebelión en la que par-
ticipasen samaritanos, y bien puede ser que Artajerjes y sus
consejeros considerasen oportuno elevar Jerusalén a la ca-
tegoría de ciudad amurallada, ya que en lugar de poner en
peligro la ley y el orden, podía contribuir a la estabilidad de
aquella parte del Imperio. Rehum y Simsai deseparecen de
las crónicas y su lugar lo toma Sanbalat como gobernador
de Samaría.
Nehemías, pues, fue enviado a Judea como gobernador,
con la comisión específica de reconstruir las murallas de Je-
rusalén. Su comisión, y la resolución y presteza con que
procedió a cumplirla, causaron la ira de Sanbalat, el nuevo
gobernador de Samaría (cuyo derecho de supervisión sobre
Judea quedaba disminuido, si no abolido, por el nombra-
miento de Nehemías), y de los subgobernadores de las áreas
vecinas: Tobías, de Ammón; Gasmu (Gesem), de Cedar, en
la Arabia nororiental, y el gobernador del territorio filisteo.
A base de intimidaciones y amenazas intentaron impedir la
obra de Nehemías, pero él no se desvió de la tarea que se
había propuesto, y encontró tan entusiástica cooperación de
parte de todos los habitantes de Judea, que en cincuenta y
dos días habían erigido las murallas: Jerusalén tenía una
vez más su categoría de ciudad. La culminación de las obras
requería una ceremonia de dedicación, con acción de gra-
cias por todo el pueblo, regocijo general y una solemne pro-
cesión dándole la vuelta a los nuevos muros (3).
Pero esto no fue sino el principio de la obra de Nehemías
como gobernador. No sabemos quién había sido directamen-
te responsable de la administración de Judea en los sesenta
años transcurridos desde Zorobabel, pero en este lapso se
había desarrollado una situación que requería medidas drás-
ticas en varios sentidos. Ignoramos también la respuesta
que Nehemías le daría a Artajerjes al preguntarle cuánto
tiempo iba a estar en Judea, pero en realidad su primer go-
bierno allí duró doce años.
La antigua maldición del país en los días de los grandes
profetas, los préstamos de dinero a usura y la consecuente
reducción de los deudores insolventes al estado de siervos,
(3) El muro oriental de Nehemías se construyó más al oeste que
el anterior debido al colapso de las estructuras a modo de plataforma
por medio de las cuales la ciudad preexílica se había extendido hacia
el este. Comp. K. M. Kenyon, Excavations at Jerusalem, 1962, PEQ95
(1963), págs. 7 y sig.
138 / Israel y las Naciones

había aparecido de nuevo. Los que tenían pocas posesiones


no sólo habían de pagar los impuestos imperiales y los del
templo, sino mantenerse ellos del producto de la tierra, y
cuando no alcanzaba se veían en la necesidad de hipotecar
sus campos, viñedos y casas a sus vecinos más ricos para
conseguir el dinero necesario. Cuando se veían en la impo-
sibilidad de pagar el préstamo, tenían que vender sus hijos
como esclavos. Nehemías convocó una asamblea del pueblo
y les hizo ver el horror de este comportamiento. Persuadió
a los acreedores a que restaurasen a sus dueños las fincas
hipotecadas, libres de todo cargo, y a que perdonasen todas
las deudas. Tal vez los acreedores no hicieran esto de muy
buena voluntad, pero al menos no podían quejarse de que
Nehemías no predicase con el ejemplo, pues en lugar de exi-
gir un impuesto al pueblo de Judea para mantener su casa
al tren que le correspondía a un gobernador, como lo venían
haciendo sus predecesores, él mismo tenía a sus expensas a
ciento cincuenta judíos a su mesa, y además había hecho
todo lo posible para redimir a aquellos judíos que habían
sido vendidos en esclavitud a extranjeros. Sus criados, en
lugar de ser una carga para la comunidad, tomaban parte
en el trabajo comunitario, como era la reconstrucción de las
murallas.
Pero había otros aspectos de la situación que requerían
la intervención desde un puesto de autoridad que Nehemías
no tenía ni podía tomar. El gobernador civil no podía con-
trolar la vida religiosa del pueblo, y ésta dejaba mucho que
desear y era preciso sujetarla a algunas normas. Por ello,
seguramente a sugerencia de Nehemías, aunque no hay nada
escrito que nos lo asegure, la corte persa envió otro oficial
a Judea: un sacerdote de la familia de Aarón, Esdras de
nombre, al que los documentos oficiales de la corte se refie-
ren como «escriba de la Ley del Dios del cielo». «El Dios
del Cielo» es un título por el que normalmente se designa
a Yahvé bajo el régimen persa, y como «la Ley del Dios del
cielo» constituía la forma de vida que seguían los judíos, es
plausible conjeturar que el título de Esdras podíamos po-
nerlo en términos actuales como «Secretario de Estado para
Asuntos Extranjeros» al servicio civil imperial. Sea esto
como fuere, el rey envió a Esdras a Judea «a visitar (indagar
acerca de) Judea y Jerusalén, conforme a la Ley de tu Dios
que está en tu mano» (4), y también para llevar consigo una

(4) Esd. 7:14.


El Pueblo de la Ley / 139

preciosa contribución del rey, y ofrendas voluntarias de los


judíos que estaban en Babilonia, para establecer el ritual de
los sacrificios en el templo de Jerusalén sobre una base más
digna y regular. Además, Esdras recibió autorización para
nombrar magistrados y jueces que enseñaran y administra-
ran «las leyes de su Dios» entre los judíos de la satrapía de
«Más Allá del Río» (5). El sátrapa de Abar-nahara fue tam-
bién requerido para que facilitase a Esdras apoyo financie-
ro adicional hasta una cantidad prefijada, y se cursaron las
órdenes oportunas para que el personal adscrito al servicio
del templo quedara exento del impuesto y el tributo.
Esdras no partió sólo para Judea, sino que casi dos mil
judíos de la provincia de Babilonia, entre los que se encon-
traban muchos sacerdotes, levitas y asistentes del templo, le
acompañaron.
En breve, la tarea de Esdras consistía en regular la vida
religiosa de los judíos de conformidad con un libro de la ley
escrito, que él llevaba consigo. Lo que abarcase este libro es
asunto de interés para los críticos del Pentateuco, pero no
parece que haya razón para creer que no fuera su edición
final, más o menos en la forma que a nosotros nos es fami-
liar. La tradición judía y la cristiana le dan a Esdras una
posición importante en la formación del canon del Antiguo
Testamento, pero lo más importante que surge de estas tra-
diciones es que Esdras se encuentra al final de la ley penta-
téutica del Antiguo Testamento como Moisés está al principio
de ella. No es que Esdras fuese autor en ningún sentido, ni
un creador de escritos, como Moisés. Esdras ni siquiera fue
legislador, sino más probablemente un editor y compilador,
y «un escriba diligente en la ley de Moisés, que Yahvé, el Dios
de Israel, había dado» (6).
El interés oficial que se tomó la corte de Persia en los
asuntos religiosos de las naciones sometidas lo ilustran los
documentos elefantinos de los que hablaremos más tarde (7).
Los términos de la carta dirigida por Artajerjes a Esdras no
(5) Esd. 7:25.
(6) Esd. 7:6. «No parece haber razón de peso para negar que en
Jerusalén se conocía generaciones antes de Esdras, pero parece alta-
mente probable que fue Esdras quien introdujo el Pentateuco comple-
to al uso normativo en Judea, y que el mismo Esdras es responsable
de la forma en que sus prácticas arcaicas se ajustaron al uso actual
en el templo. Esto último constituyó por sí mismo una contribución
de gran importancia al judaismo normativo» (W. F. Albright, B A 9
(1946), págs. 14 y sig.
( 7 ) Ver página 1 4 5 y siguientes.
140 / Israel y las Naciones

implican necesariamente un interés personal de parte del


rey; la carta sería emitida probablemente por el departamen-
to de estado que se ocupara de estos asuntos, pero en nom-
bre del rey, porque era un documento oficial del estado.
La misión de Esdras tuvo resultados de gran alcance para
la vida de los judíos. El libro de la ley que él traía consigo
tomó la categoría de constitución oficialmente reconocida
para la comunidad de Judá y Jerusalén. Desde el punto de
vista imperial, Judea quedó oficialmente constituida como
una «hierocracia», o estado centrado en un templo; es decir,
una comunidad cuya vida tenía por centro el templo y cuya
constitución estaba fundada en la del templo. El gobernador
civil de Judea era representante del jefe imperial, pero la
comunidad disfrutaba de amplia autonomía en sus asuntos
internos, cobraba sus impuestos y acuñaba moneda. En tales
asuntos internos la cabeza de la comunidad era la de la or-
ganización del templo; es decir, el sumo sacerdote. Esta
forma de constitución sagrada no tenía paralelo en el Imperio
Persa, y el sistema permaneció firme durante los períodos
griego y romano.
El Libro de la Ley fue oficialmente aceptado por el pue-
blo como su constitución en una ceremonia pública que se
describe en el Cap. 8 de Nehemías. Al principio del mes de
Tishri (séptimo) se reunió el pueblo de Judea en Jerusalén
y escuchó la lectura pública del Libro de la Ley desde el
amanecer hasta el mediodía. Leía Esdras desde un púlpito
de madera erigido en «la plaza que está delante de la Puerta
de las Aguas», e interpretaban sus ayudantes, tal vez en fa-
vor de aquellos que entendían aramaico mejor que hebreo.
No es probable que se leyera todo el Pentateuco; puede de-
cirse algo en favor de la probabilidad de que sólo se leyera
la legislación incluida en Deuteronomio (8), pues esta es la
parte legal del Pentateuco que hace provisión especial para
ser leída en público (9). Más tarde durante el mismo mes
llegó la oportunidad de poner en práctica la parte de la ley
relativa a las festividades, cuando llegó la fecha de guardar
la Fiesta de los Tabernáculos. El pueblo pasó la semana del
quince al veintidós del mes en sus casetas o «tabernáculos»
que le dan nombre a la fiesta, cosa que no habían hecho, se-
gún se nos dice, desde los días de Josué (10), y durante toda

(8) Véase L. E. Browne, Early Judaism (1920), págs. 185 y sig.


(9) Deut. 31:9-13.
(10) Neh. 8:17.
El Pueblo de la Ley / 141

la semana hubo o t r a s ocasiones de familiarizarse mejor con


el Libro de la Ley, pues se leía en público día t r a s día.
Parte de la política religiosa de E s d r a s , en la que tenía el
firme apoyo de Nehemías, consistía en evitar en todo lo po-
sible las asociaciones con extranjeros, de acuerdo con la an-
tigua ley del p a c t o . Desde el r e t o r n o del exilio había existido
m u c h o tráfico entre el pueblo judío y sus vecinos no j u d í o s ,
incluyendo m u c h o s m a t r i m o n i o s m i x t o s . Se veía claro q u e ,
si el pueblo había de vivir de a c u e r d o con el Libro de la Ley,
había que invertir esta tendencia. Al finalizar la Fiesta de los
Tabernáculos se convocó una solemne asamblea en la que el
pueblo reafirmó su fidelidad al p a c t o , encabezado por N e h e -
mías y los líderes de la vida civil y religiosa. «Ya se había
a p a r t a d o la descendencia de Israel de todos los e x t r a n j e r o s ;
y e s t a n d o en pie, confesaron sus p e c a d o s , y las iniquidades
de sus padres» (11). En particular llegaron a un a c u e r d o , y
sus líderes pusieron el sello de confirmación sobre un docu-
m e n t o que lo recogía, según el cual se c o m p r o m e t í a n bajo
j u r a m e n t o a g u a r d a r la ley divina, a r e h u s a r el c a s a m i e n t o
mixto con los gentiles, a b s t e n e r s e de todo t r a t o mercantil el
s á b a d o , y a observar en general la santidad de éste y otros
días s e ñ a l a d o s , a dejar sus tierras en b a r b e c h o y p e r d o n a r
las deudas a todos sus deudores j u d í o s cada séptimo a ñ o , a
pagar el tercio de un siclo de plata cada año para el m a n t e n i -
miento del servicio del t e m p l o , y a c o n t r i b u i r con el diezmo,
primicias, y varias ofrendas v o l u n t a r i a s para el mismo fin.

Hay algunas razones para llegar a la conclusión de que


Esdras llegó a Judea hacia el año —438 (12) y p e r m a n e c i ó allí
(11) Neh. 9:2.
(12) Comp. T. K. Cheyne, Nehemiah, Encyclopaedia Bíblica iii
(1902), col. 3385; R. H. Kennett, History of the Jewish Church from
Nebuchadnezzar to Alexander the Great en Cambridge Biblical Essays
(1909). pág. 123. Esto implica una enmienda arbitraria del «séptimo
año» de Esdras 7:7-8 al «vigesimoséptimo año», y representa un com-
promiso entre el fechado tradicional de la misión de Esdras en el
séptimo año de Artajerjes I ( — 4 5 8 ) y la fecha dada por Hoonacker
del séptimo año de Artajerjes II (-398). J. S. Wright en The Date of
Ezra's Corning to Jerusalem 2 (1958) presenta argumentos de peso
para la fecha tradicional, mientras que H. H. Rowley los presen?.»
también a favor de la fecha que sugiere Van Hoonacker en The Chro-
nological Order of Ezra and Nehemiah, The Servant of the Lord and
Other Essays on the O. T. (1952), págs. 1 3 1 y sig., y en Nehemiah's
Mission and its background, BJRL37 (1954-55), págs. 5 2 8 y sig. Para un
compromiso alternativo de fechas, que trae a Esdras a Jerusalén en
el año 37 de Artajerjes I (-428), ver W. F. Albright, The Biblical Period
(1952), págs. 53-64; J. Bright, La Historia de Israel, versión castellana
Ed. Desclee de Brower, 1966, págs. 399 y sig.
142 / Israel y las Naciones

cuando Nehemías volvió a la corte persa al final de su pri-


mer período de gobernador. La multitud de matrimonios
mixtos con gentiles le causó mucha pena a Esdras, pero
consiguió persuadir a muchos del pueblo que habían tomado
mujeres extranjeras para que las despidiesen, incluyendo a
muchos sacerdotes y levitas. Puede ser que muchos de estos
hombres se hubiesen casado con mujeres extranjeras des-
pués de divorciarse de sus esposas judías; por lo menos esta
escandalosa conducta se reprocha en la profecía de Malaquías
que corresponde a este período. Se comprende que muchas
de las otras obligaciones que el pueblo contraía bajo el pacto
se habían calculado para evitar los abusos contra los cuales
arremete Malaquías, tales como el abandono del servicio
del templo.
Al volver Nehemías para hacerse cargo del gobierno por
otro período, le dio un fuerte impulso a las reformas socia-
les y cívicas iniciadas por Esdras. Los casamientos mixtos se
anularon por un procedimiento mucho más perentorio que
el que Esdras se había atrevido a adoptar. Era especialmente
doloroso para Nehemías escuchar a los niños de los matri-
monios mixtos usar el idioma de sus madres procedentes de
la costa filistea y de las tierras del este del Jordán, en lugar
del hebreo. Aquellos que habían causado esta situación eran
tratados sin contemplaciones por Nehemías, fueran del es-
trato social que fuesen. Un nieto del sumo sacerdote Eliasib
se había casado con la hija del antiguo enemigo de Nehemías,
Sanbalat; Nehemías lo expulsó de la ciudad (13). Otro de los
antiguos enemigos de Nehemías, Tobías, había hecho que
Eliasib pusiera a su disposición un pabellón dentro del tem-
plo, siendo Eliasib su pariente; Nehemías arrojó los muebles
de Tobías fuera de la habitación y restauró ésta a su destino
original que era guardar el incienso y las ofrendas de cereales
recibidas por los levitas y otros sirvientes del templo. Estos
no eran más que indicios del descuido y abandono de los
servicios del templo, que Nehemías hizo lo posible por re-
mediar. También le preocupaba la falta de respeto al sábado.
Ordenó que las puertas de Jerusalén se mantuviesen cerradas
todo el sábado para evitar que entrasen mercaderes a vender
sus mercancías en la ciudad el día de reposo, y a los mismos
mercaderes les prohibió con amenazas acampar a las puertas
esperando que terminase el sábado.

( 1 3 ) Ver página 1 4 8 .
El Pueblo de la Ley / 143

La influencia combinada de Esdras y Nehemías consiguió


que el pueblo de Judea considerase la ley escrita en el libro
como la base divinamente indicada para su forma de vida, y
le dio al judaismo ortodoxo la dirección que desde entonces
ha seguido.
De la misma manera que a la reforma de Josías le siguió
una importante actividad literaria consistente en la compila-
ción de la parte histórica del Deuteronomio, en el siglo sép-
timo antes de Cristo, así ahora la reforma operada bajo Es-
dras encontró expresión literaria en otros escritos de la
historia de Israel, las Crónicas, conservadas en nuestros li-
bros canónicos como Crónicas, Esdras y Nehemías. Las Cró-
nicas nos presentan la primera parte de la historia, antes
del reinado de David, en forma de esqueleto, por medio de
las tablas genealógicas. La historia del estado templo-céntrico
necesariamente había de poner especial énfasis en el templo,
y así su historia propiamente dicha empieza con el reinado
de David, que planeó la construcción del templo, y de Salomón,
que llevó a efecto los planos de su padre. La historia del reino
cismático del norte se deja en gran parte en la oscuridad; el
escritor se concentra en el reino del sur en el que se encuen-
tran la ciudad santa y su legítimo templo, y hace uso de sus
archivos, acentuando el papel de los levitas en la vida nacio-
nal hasta el extremo de que se ha pensado que él mismo sería
levita. En su historia de la época posterior al exilio ha utili-
zado los diarios personales de Esdras y Nehemías, e incor-
pora material genealógico muy importante. Si no era Esdras
mismo (como sugiere W. F. Albright) (14), era un hijo espi-
ritual de Esdras, muy imbuido en los ideales de la reforma.
El estado de equilibrio político religioso que la comunidad
había alcanzado en el Imperio Persa mediante la obra de
Esdras y Nehemías queda reflejado en toda la obra del Cro-
nista.

(14) JBL40 (1921), págs. 119 y sig.; BA9 (1946), pág. 15; The Bi-
blical Period (1952), pág. 64.
14
LOS JUDÍOS EN EL IMPERIO PERSA
(539-331 a.C.)
Hubo comunidades judías en muy diversas partes del
Imperio Persa, fuera de Babilonia y Palestina. Las de Egip-
to ofrecen especial interés, particularmente la asentada en la
frontera sur del país.
La Dinastía XXVI de los reyes de Egipto, fundada por
Psamético I, que le arrebató a Asiría la independencia de su
país en —654, hizo, posiblemente, más uso de mercenarios ex-
tranjeros que ninguna dinastía anterior. Muchos de tales mer-
cenarios eran griegos, pero algunos eran judíos. Como hemos
visto, cuando un grupo de judíos huyó a Egipto después del
asesinato de Gedalías en —586, y arrastraron consigo a Jere-
mías, encontraron muchos compatriotas que ya estaban allí, y
el oráculo de admonición conservado en Jeremías 44 iba diri-
gido a todos ellos. Entre aquellos a quienes dirigía el oráculo
había algunos «en tierra de Patros» (44:1), es decir, en el
Egipto Superior, y éstos parecen haber sido, en realidad, los
más numerosos. Al menos, ellos fueron los que respondieron
al llamamiento de Jeremías en forma negativa, asegurándole
que ellos seguirían «poniendo incienso a la reina del cielo...
como hemos hecho nosotros y nuestros padres», lo que había
ocurrido antes de la reforma de Josías.
Por lo menos de uno de los grupos de judíos asentados
en el Egipto Superior estamos bien informados por los do-
cumentos de Syene (actual Asuán) y Elefantina (hoy Jazirat
Aswan) que pertenecen al siglo V antes de Cristo (1), descu-
biertos entre 1893 y 1908. Psamético II (-594 a -588) empleó
fuerzas judías mercenarias en una guerra contra sus vecinos
por el sur, los etíopes (2), y al fin de la contienda los asentó
en aquella frontera, en la primera catarata del Nilo, en la

(1) Comp. A. Cowley, Arómate Papyri of the Fifth Century B.C.


(1923); E. G. Cracling, The Brooklyn Museum Aramaic Papyri (1953).
(2) Es decir, nubios.
Los Judíos en el Imperio Persa / 145

fortaleza de Syene (Asuán) y en Elefantina, una isla del río


conocida por los antiguos con el nombre de Yeb. Allí la
colonia mantuvo una existencia separada durante más de
180 años. Construyeron un templo a Yahvé en Elefantina y
practicaron un ritual sacrificial similar al del templo de Je-
rusalén. Sin duda, esto era una contravención a la ley del
Deuteronomio que prescribe un santuario único, pero el Deu-
teronomio no prevé la existencia de una comunidad judía
en Egipto (en realidad, la idea misma de que los israelitas
retornasen a Egipto hubiera sido diametralmente opuesta a
los ideales de la ley deuteronómica). El templo de Jerusalén,
sin embargo, estaba en ruinas, y además, la religión de estos
colonos no había sufrido reforma alguna, mostrando muy
pocos rasgos de la purificación de Josías. Esto se advierte,
por ejemplo, por la forma en que los nombres de los dioses
y diosas canaanitas se combinaban libremente con el de
Yahvé (o Yahú, que es la forma que aparece en sus docu-
mentos). Encontramos nombres compuestos como Anat-Yahú,
Anat-Betel, Ishum-Betel, Herem-Betel. Los compuestos que
contienen el nombre de Anat (3) nos recuerdan la referencia
hecha por los judíos de Patros a la adoración a la reina del
ciclo. Es posible que en el siglo —V estos compuestos fueran
poco más que nombres bajo los cuales se personalizaban
varios aspectos de Yahvé, pero el hecho de retener tales nom-
bres canaanitas en la forma que fuese lo hubieran conde-
nado los grandes profetas.
Cuando Cambises conquistó Egipto en —525 encontró el
templo judío de Elefantina ya erigido, y trató con toda co-
rrección tanto a la colonia como a su templo. En realidad,
mostró menos hostilidad hacia este templo judío que hacia
algunos de los santuarios idolátricos egipcios. Tal vez esto
molestara a los egipcios. Periódicamente, la corte persa
emitía órdenes a los gobernadores de Egipto autorizando
algunas celebraciones relacionadas con el templo. Por
ejemplo, un documento contiene instrucciones del Rey Da-
río II para la colonia, enviadas por medio del gobernador Ar-
sames, relativas a la celebración de la Fiesta de los Panes
sin Levadura de —419. El interés oficial de la corte en tales
festividades presenta un paralelo muy útil con un interés si-
milar reflejado en los documentos conservados en el libro de
Esdras. Esta carta la escribió un judío llamado Ananías,

(3) Anat era una diosa canaanita, hermana y consorte de Baal


146 / Israel y las Naciones

que disfrutaba de algún puesto oficial en la corte persa, po-


siblemente en el Departamento de Estado para Asuntos
Judíos, pero sería sobrepasar la evidencia si por ella iden-
tificásemos a este Ananías con el hermano de Nehemías,
Hanani (4).
En —410 ocurrió un desastre en el templo de Elefantina.
En ausencia del gobernador Arsames había ocupado provisio-
nalmente su puesto un vicegobernador llamado Waidrang.
En combinación con éste se levantó una revuelta antijudía en
Elefantina encabezada por los sacerdotes de Khnub, el dios
alfarero de cabeza de carnero, y destruyeron el templo judío.
Los colonos hicieron lo posible porque se reconstruyera, pero
les fue menester entablar una correspondencia sumamente
lenta con varios oficiales antes de recibir permiso para ello.
Entendemos que el gobierno persa ejercía tal control sobre
detalles de la vida religiosa de sus naciones sometidas, así
como sus asuntos civiles, que incluso la reparación de un
edificio que hubiera sido destruido no podía emprenderse sin
una licencia especial. Primero, los judíos de Elefantina remi-
tieron una carta al sumo sacerdote del templo de Jerusalén,
rogándole que intercediese a su favor. Esta carta fue igno-
rada; es fácil entender que el sumo sacerdote de Jerusalén
no mostrase excesivo celo por los intereses de un templo ri-
val del suyo, que era el legítimo. En aquel tiempo el sumo
sacerdote de Jerusalén era Johanán, uno de los hijos de Elia-
sib, que había sido sumo sacerdote cuando Nehemías ejerció
su primer periodo de gobernador (5). Después de esperar pa-
cientemente durante dos años, los judíos de Elefantina aban-
donaron toda esperanza de contestación por parte de Johanán,
y enviaron una carta al gobernador de Judea, un persa lla-
mado Bagoas, y otra en términos semejantes a Delaías y Se-
lemías, los dos hijos de Sanbalat, gobernador de Samaria.
Sanbalat, oponente de Nehemías treinta y cinco años antes,
seguía aún en su puesto oficial, pero parece ser que sus dos
hijos actuaban como coadjutores suyos.
Las misivas a Bagoas y a los hijos de Sanbalat fueron más
eficaces que la enviada a Johanán. Una respuesta se ha con-
servado en los términos que siguen:

«Memorándum de Bagoas y Delaías. Me dijeron: Hágase


un memorándum para vosotros los que estáis en Egipto para

(4) Neh. 1:2; 7:2.


(5) Neh. 3:1; 12:23.
Los Judíos en el Imperio Persa / 147

que habléis a Arsames en relación con el santuario del Dios


del Cielo, que fue construido en la fortaleza de Yeb con an-
terioridad, antes de Cambises —la casa-altar que ese reprobo
de Waidrang destruyó en el año 14 del Rey Darío—, que se
reconstruya en su lugar que antes tenía, y que se ofrezcan en
aquel altar, como antes se hacía, ofrendas de cereales y de
inciensos.»

Aquí encontramos el título de «el Dios del Cielo» aplicado


a Yahvé exactamente como en los libros del Antiguo Testa-
mento que pertenecen al período persa. Los judíos de Ele-
fantina habían pedido permiso para ofrecer sacrificios que-
mados, holocaustos, así como de incienso y cereales. Si hay o
no algún significado especial en la omisión de toda referen-
cia a los holocaustos en la respuesta, no podemos asegurarlo,
pero es concebible que no se permitiesen los holocaustos
porque la matanza sacrificial de ciertos animales podía cons-
tituir una ofensa para los sentimientos religiosos de los egip-
cios de la localidad, y las autoridades prudentemente deci-
dieron no dar motivo innecesario para nuevas perturbaciones
de la paz.
Reconstruyóse, pues, el templo, pero probablemente no
duraría mucho tiempo. La muerte de Darío II en —404 fue
seguida de rivalidades por la sucesión entre sus dos hijos,
Artajerjes y Ciro, con lo que estalló la guerra civil, como sa-
ben todos los que se se inician en la literatura griega, cuando
Ciro invadió los dominios de su hermano mayor en —401
con un ejército de diez mil griegos mercenarios. Los egip-
cios aprovecharon la coyuntura para levantarse contra Persia,
bajo un regidor nativo llamado Amirteo (nieto tal vez del
Amirteo que había encabezado la revolución contra Artajer-
jes I en —460 a —454). Consiguieron su independencia. En
— 400 subió al poder una dinastía que veneraba al dios Khnub,
y es muy probable que los sacerdotes de éste que había en
Elefantina se esforzasen porque el culto a «el Dios del Cielo»
se suprimiera de tal forma que no volviera a reanudarse bajo
la protección de ningún rey persa.
Así finaliza la historia de este interesante santuario que,
según la profecía de Isaías, contenía «un altar a Yahvé en
medio de la tierra de Egipto, y monumento a Yahvé junto a
su frontera» (6).

(6) Isa. 19:19.


148 / Israel y las Naciones

Se han mencionado los nombres del gobernador Bagoas y


el sumo sacerdote Johanán en relación con el templo de Ele-
fantina; figuran también en la historia que cuenta Josefo so-
bre la conducta vergonzosa en el templo de Jerusalén (7).
Johanán tenía un hermano llamado Josúa que disfrutaba de
la buena voluntad de Bagoas y había recibido de él una pro-
mesa de hacerlo sumo sacerdote. A consecuencia de esto es-
talló entre ambos hermanos una querella y Johanán, exaspe-
rado, le dio a su hermano un golpe fatal dentro del recinto
sagrado del templo. Bagoas, contraviniendo la convención
religiosa judaica, penetró en el recinto del templo para poner
orden, manteniendo que su presencia allí no mancillaba la
santidad del lugar tanto como las manos ensangrentadas de
Johanán, e impuso una multa de cincuenta siclos por cada
cordero que se ofreciera en los sacrificios públicos diarios,
multa que estuvo pagándose durante siete años.
Por este mismo tiempo ocurrió un episodio que com-
pletó la ruptura entre judíos y samaritanos. Nos cuenta
Nehemías hacia el final de sus memorias que expulsó a un
nieto del sumo sacerdote Eliasib por haberse casado con
una gentil, la hija de Sanbalat (8). Josefo nos dice que un
tal Sanbalat, gobernador de Samaria, le dio su hija en ma-
trimonio a Manases, el hijo más joven del sumo sacerdote
Johanán. Es natural identificar a Manases con el nieto inno-
minado de Eliasib mencionado por Nehemías, aun cuando
Josefo dice que el suegro de Manases, Sanbalat, fue nom-
brado gobernador de Samaria por el último rey de Persia
(Darío III, —336 a —331) (9). Hubo por lo menos dos, y
posiblemente tres, personas con el nombre de Sanbalat que
gobernaron Samaria en el período de —450 a —330, pero
en general, Josefo está muy confundido en su cuenta de los
reyes de Persia.
En cualquier caso, este Manases, expulsado del templo
porque no quería separarse de su esposa samaritana, se re-
fugió en casa de su suegro, que le acogió de muy buen
grado. A su debido tiempo se consiguió permiso del Gran
Rey para construir el templo en el monte sagrado samari-
tano de Gerizim, cerca del antiguo santuario de Siquem, y

( 7 ) Josefo, Antigüedades XI, 2 9 7 v sig.


(8) Neh. 13:28.
(9) Comp. H. H. Rowley, Sanballat and the Somantan Temple,
BJRL38 (1955-56), págs. 166 v sig.; F. M. Cross, Discoverv of Samaria
Papyri, BA26 (1963). págs. 110 y sig.
Los Judíos en el Imperio Persa / 149

allí se puso por sumo sacerdote a Manasés. Así se estableció


en Gerizim un culto rival del de Jerusalén, que ha sobrevi-
vido hasta el día de hoy, basado en el mismo Libro de la
Ley reconocido por los judíos. Es notable que mientras que
la tradición samaritana abomina el nombre de Esdras, lla-
mándole siempre «Ezra ha-' arur», Esdras el maldito, sin
embargo el Libro de la Ley que Esdras trajo de Babilonia
fue aceptado en Gerizim lo mismo que en Jerusalén. Esto
nos dice que los samaritanos sabían bien que la autoridad
de aquel libro era muy superior a la que Esdras pudiera
haberle conferido.
En el reinado de Artajerjes III ( — 359 a —338) los judíos
sufrieron una calamidad de la que estamos imperfectamente
informados (10). El reinado de Artajerjes III sufrió levanta-
mientos en Fenicia y Chipre, que fueron sofocados por la
fuerza. De éstos, el que más afecta a nuestro propósito es el
de Fenicia. Fue dirigido por Sidón y apoyado por cuatro mil
mercenarios griegos traídos de Egipto. Sidón fue cercada y
finalmente tomada a causa de una traición, pero sus habi-
tantes, desesperados, le prendieron fuego a su flota y a su
ciudad antes de entregárselas al rey persa, y se dice que
cuarenta mil sidonios murieron en esta ocasión ( — 345).
Pero los dominios sirios en general, bajo el rey persa, esta-
ban implicados en el levantamiento, y es muy probable que
Judea lo estuviese también, pues varios cronistas nos dicen
que por aquel tiempo Artajerjes III desplazó un número
considerable de judíos llevándoselos a un distrito llamado
Hircama (al sudeste del mar Caspio). También existe alguna
evidencia de que Jerusalén y Jericó fueron capturadas por
el mismo tiempo (11). Algunos eruditos han engrosado estos
acontecimientos hasta llamarlos «la tercera gran cautividad
de Israel», comparable a las deportaciones bajo los asi-
rios (-732 a -721) y los babilonios (-597 a - 5 8 7 ) , y creen
haber encontrado aquí la ubicación histórica de ciertos pa-
sajes de las Escrituras del Antiguo Testamento, tales como
los Salmos 74 y 79, e Isaías 24-27; 63:7 a 64:12 (12); pero

( 1 0 ) Comp. L. E. Browne, Early Judaism ( 1 9 2 0 ) , págs. 2 0 2 y sig.


(11) Es posible que el libro de Judith, entre sus errores históricos.
preserve algunas reminiscencias de la actuación persa de su época;
al menos, Holofernes, el «general de Nabucodonosor, rey de Asiría»,
es probablemente Orofernes, conocido como general bajo Artajerjes III.
(12) Comp. T. K. Cheyne, Iníroduction ío the Book of Isaiah
( 1 8 9 5 ) , págs. XXVII, 1 5 5 y sig., 3 5 8 y sig.
150 / Israel y las Naciones

nuestro conocimiento es demasiado escaso para establecer


estas conclusiones literarias.
Los judíos vivieron muy poco más de doscientos años
bajo la soberanía persa ( — 539 a —331). Durante este período
estuvieron expuestos a muy importantes influencias persas
en varias formas, pero especialmente en su pensamiento re-
ligioso. La religión oficial de Persia desde Darío I en adelante
fue la de Zoroastro, y varias facetas de esta religión han
dejado su huella en el judaismo, sin modificar la esencia de
la fe judaica. El zoroastrismo o zaratustrismo era comple-
tamente dualista: por encima del dios-espíritu Ahura Mazda
(el 'sabio señor') con los otros seis Amesha Spentas ('santos
inmortales') que le apoyaban en la causa de la luz y la ver-
dad, estaban colocados su rival Angra Manyiu (el 'espíritu
hostil') y los Daevas, sus espíritus ayudantes (13). El ju-
daismo, con su monoteísmo, no podía hacerse y no se hizo
dualista, pero en el judaismo posterior los angélicos sir-
vientes del Dios Supremo se individualizan cada vez más:
reciben nombres propios y tienen diversos cometidos en que
ejercer su actividad. Por otra parte, la jerarquía de los po-
deres del mal también se va definiendo, y se sigue su origen
hasta el relato de Génesis 6:4 sobre los 'hijos de Dios' que
sucumbieron a los encantos de las 'hijas de los hombres'.
Estos conceptos encuentran clara expresión en libros tales
como Enoch, un cuerpo de literatura apocalíptica del último
siglo antes de Cristo y el primero de la Era Cristiana. Otros
conceptos persas característicos se observan en el libro de
Tobías (-200 apr.) (14). Allí el ángel Rafael ('uno de los
siete santos ángeles, que presentan las oraciones de los san-
tos. y entran delante de la gloria del Santo') acompaña al
joven Tobías en apariencia humana bajo el nombre de Aza-
rías, y puede bien reflejar el concepto zoroástrico del fra-
vashi, el doble-espíritu o ángel de la guarda (15). Más seguro
aún es el origen zoroástrico del mal espíritu Asmodeo (16),
que no puede ser otro que 'Aeshma-daeva', o sea el 'demonio
airado', uno de los archienemigos, siervos de Angra Mainyu.
El zoroastrismo tenía también una escatología muy defi-
nida, de la que la literatura judaica posterior —especialmen-
te la apocalíptica— puede haber derivado parte de la ima-
(13) Comp. J. H. Moulton, Early Zoroastrianism (1913); R. C. Zaeh-
ner, The Dawn and Twilight of Zoroastrianism (1961).
(14) Tob. 12:15.
(15) Ver el «ángel» de Pedro en Hech. 12:15.
(16) Tob. 3:8.
Los Judíos en el Imperio Persa / 151

ginería que utiliza para representar el día del juicio. Algu-


nos eruditos han exagerado la extensión de la influencia
zoroástrica en el pensamiento judío: la han detectado inclu-
so en las enseñanzas de Jesús (17). Hemos de repetir, no
obstante, que tal influencia afectó a lo marginal de la fe
judaica, no a su esencia. Otro punto digno de notar es que
nuestra primera evidencia de esta influencia data de mucho
tiempo después del final de la dominación política persa.
En otras formas, el período persa fue de importancia de-
cisiva para el pueblo judío. Cuando el gobierno civil estaba
en las manos de un representante del Gran Rey, que sólo de
tarde en tarde sería un judío (18), el prestigio del sumo
sacerdote tendía a aumentar. No sólo estaba a la cabeza del
ritual del templo, sino que llegaba a ser, en la práctica, la
cabeza del estado judío en todo lo relacionado con sus asun-
tos internos, tanto más cuanto que ese estado era ahora
templo-céntrico, y esta posición oficial la retuvo el sumo
sacerdote, excepción hecha de raros intervalos, durante toda
la era del Segundo Templo.
En este período, también, la religión de Judea tendió a
ser cada vez más estrictamente la religión de la Ley, y con
esto iba combinada una táctica de exclusivismo religioso y
racial. Es corriente deplorar esta tendencia —tan abierta-
mente contraria, según parece, al programa de la misión de
Israel para con las naciones (19)— pero debemos pregun-
tarnos si no era necesaria, al menos temporalmente. Tal vez
la tierna vida de la fe recientemente nacida de Israel nece-
sitaba la protección de estas barreras legales hasta que al-
canzara madurez y pudiera conquistar su camino en el mun-
do en forma de Cristianismo. Cuando la suprema crisis de
la fe de Israel llegó en el siglo II antes de Cristo, es difícil
suponer cómo hubiera sobrevivido si le hubiera faltado ese
espíritu de exclusiva devoción a la Ley divina que surge de
la reforma de Esdras.
Puede haber sido en este período, c incluso durante el
exilio, cuando empezara la institución de la sinagoga. Su ori-
gen está envuelto en la oscuridad, pero estuvo muy íntima-
(17) Por ejemplo, por R. Otto, The Kingdom of God and the Son
of Man 2 (1943), págs. 20 y sig.
(18) Además de Zorobabel y Nehemías se anotan en mangos de
jarros estampados los nombres de otros dos judíos gobernadores de
Judea bajo los persas, Jehozar y Ahiyo, según piezas halladas en Ra-
rnat Rahel, entre Jerusalén y Belén.
(19) Comp. Isa. 2:2 y sig.; 11:10; 19:24; 56:6 y sig.; 60:3.
152 / Israel y las Naciones

mente ligado con la lectura y la exposición de la Ley sagrada.


Probablemente surgiría en lugares como Babilonia, donde
existían comunidades judías aisladas de la adoración en el
templo de Jerusalén. En lugar de seguir el ejemplo de los
judíos de Elefantina, estos judíos de Babilonia constituirían
un centro comunitario donde podían leer y explicar la Ley
y donde podrían hacer servicios de adoración sin sacrificios,
pero siguiendo tan de cerca como les fuera posible la ado-
ración con sacrificios que en Jerusalén se hacía. Pasando el
tiempo, la importancia de la sinagoga como centro comuni-
tario de la vida judía aumentaría, tanto en Palestina como
en lugares apartados, hasta el día cuando terminó la ado-
ración en el templo y quedó la sinagoga para perpetuar la
religión y la vida del judaismo.
Del período persa en adelante el aramaico desplazó gra-
dualmente a su lengua hermana, el hebreo, como idioma co-
mún del pueblo (20). El aramaico había servido en el exilio
como lingua franca entre una población desplazada, e incluso
en Palestina se hizo más y más la lengua vernácula. Cuan-
do acudían a escuchar la lectura de las Escrituras, necesita-
ban interpretación al idioma con el que estaban más fami-
liarizados. Durante varios siglos estas interpretaciones o
tárgumes existieron principalmente en forma oral (21), pero
aun así tendía a fijarse una traducción tradicional. Algunos
piensan que esto es lo que se quiere significar cuando se nos
indica que Esdras leyó públicamente el Libro de la Ley: los
lectores «leían en el libro, en la Ley de Dios, con interpre-
tación (22) y daban su sentido para que el pueblo entendiera
la lectura» (23). No era sólo el lenguaje hablado el que estaba
sujeto a esta influencia aramaica, sino también el escrito.
Mientras que el hebreo se había escrito anteriormente con
un alfabeto muy similar al fenicio, en el que las letras toma-
ban varias formas angulares, vino a escribirse desde aproxi-
madamente — 400 en adelante con el alfabeto aramaico deri-

(20) Hubo un reavivamiento patriótico del hebreo como resultado


del levantamiento asmoneo del siglo II antes de Cristo, y su uso pa-
ralelo al del aramaico para fines corrientes se atestigua en Judea hasta
en el siglo II de nuestra Era.
(21) Porciones de tárgumes escritos se han identificado entre los
textos del Qumran. Véase F. F. Bruce, The Books of the Parchments
3 (1963), págs. 134 y sig.
(22) 'Mephorash' en hebreo, equivalente del aramaico *mepharash*.
término técnico utilizado cuando un oficial imperial leía un documento
oficial en el vernáculo del pueblo a quien se dirigía.
(23) Neh. 8:8.
Los Judíos en el Imperio Persa / 153

vado, como el fenicio, del original semítico del norte, pero


del que las letras habían adquirido forma cuadrada. Los
caracteres 'cuadrados' con los que el hebreo se ha estado ge-
neralmente escribiendo desde entonces eran originalmente
aramaicos y no hebreos. Para ciertos usos, como las inscrip-
ciones en monedas, y también en cierta medida (presumible-
mente en las escuelas más conservadoras) para copiar las
Sagradas Escrituras, se retuvo la escritura fenicia o paleo-
hebrea. Los samaritanos no cambiaron de escritura como
los judíos: el alfabeto samaritano es un desarrollo de la
escritura paleo-hebrea.
15
EL MACHO CABRÍO DEL OCCIDENTE
(334—198 a.C.)
Cuando Ciro el Grande arrojó a Creso de Lidia en el
año 546 antes de Cristo y sumó los dominios de Lidia a los
suyos propios, incluyó en su imperio un número de comu-
nidades griegas en el oeste de Asia Menor que previamente
habían estado bajo el control lidio. Estos griegos estaban
íntimamente relacionados con sus parientes del otro lado
del Mar Egeo que vivían en sus ciudades-estado indepen-
dientes, y una revuelta de los grupos griegos de Jonia contra
los persas en —494 recibió el apoyo de los estados griegos
continentales. Cuando Darío I sofocó el levantamiento jóni-
co decidió incluir también en su imperio los estados griegos
del continente, y en —490 envió una expedición contra Ate-
nas, que se había adelantado a ayudar el levantamiento jó-
nico. Esta expedición fue derrotada en la llanura de Ma-
ratón. Diez años después, Jerjes condujo personalmente un
ejército mucho más numeroso contra Grecia por mar y por
tierra, pero también éste fue derrotado por los estados com-
binados de Grecia en la batalla naval de Salamina (—480),
y por tierra en la de Platea ( — 479). Los griegos intentaron
llevar la guerra al terreno del enemigo y liberar a los estados
griegos que se encontraban bajo su yugo, pero este intento
no resultó tan eficaz como ellos esperaban, porque las ciu-
dades-estado que se habían fusionado para rechazar al inva-
sor persa no lograron permanecer unidas en el mismo pro-
pósito una vez alejada la amenaza inminente, y los reyes
persas aprovecharon su endémica desunión y el placer que
sentían al luchar unos contra otros. Hacia la mediación del
siglo iv antes de Cristo, Filipo II, rey de Macedonia, habien-
do conseguido su poderío sobre todos los territorios desde
el Epiro a Tracia, lo estableció también sobre las ciudades-
estado de Grecia, y con la batalla de Queronea en —338
completó por la fuerza y la diplomacia la unificación que los
griegos nunca habían podido alcanzar voluntariamente. Ha-
El Macho Cabrío del Occidente / 155

biendo unificado así toda la Tracia, Macedonia y Grecia bajo


su mando, Filipo se propuso conducir un ejército greco-
macedonio contra el Imperio Persa. Sin embargo, murió
asesinado en —336 antes de poder poner por obra esta am-
bición, y su plan pasó a manos de su hijo de veinte años,
Alejandro.
Alejandro tuvo algunas dificultades en los comienzos de
su reinado porque ciertos griegos recientemente sometidos
por su padre pensaban que el acceso al trono de un rey tan
joven sería buena ocasión para alzarse contra él. Pronto des-
cubrieron su error. Alejandro no era hombre con quien
pudiera jugarse y demostró haber heredado de su padre, en
su plenitud, el genio militar y político. En -334 nadie le
disputaba ya el puesto de jefe del imperio de su padre, y
puso en marcha el plan de éste. Metiendo sus ejércitos en
Asia Menor por el Helesponto, se detuvo a visitar el lugar
de la legendaria Troya, tal vez para inspirarse en el propio
lugar en que Aquiles, a quien llamaba su antecesor, había
luchado y muerto. Alejandro tenía una imaginación heroica
y poseía el don de impresionar también la de sus seguidores.
Allí, en las proximidades de Troya, le arrancó su primera
victoria al enemigo al derrotar al ejército persa en el río
Gránico. Esta victoria le abrió las puertas de toda el Asia
Menor. Una segunda victoria ganada en Isos, en el golfo de
Alejandreta ( — 333), le abrió el camino al sur de Siria. Hacia
el sur marchó a través de Siria y Fenicia, pero su marcha
se vio bloqueada por la ciudad de Tiro, que se mantuvo firme
contra él durante un sitio de siete meses (enero a julio de
— 332). Por fin, redujo la fortaleza isleña construyendo una
calzada para llegar a ella desde tierra firme. La feroz vengan-
za que se tomó sobre la ciudad que por tanto tiempo se le
había resistido mostró que el portador de la cultura griega
al Asia era también bastante bárbaro. Continuó su marcha
al sur de Tiro, y los diferentes estados que quedaban a lo
largo de su ruta, incluyendo a Samaría y Judea, le rindieron
tributo sin que tuviera que detenerse. Gaza, como Tiro, se
le resistió, pero cayó tras dura lucha, quedando así el cami-
no expedito para entrar en Egipto, que cayó en manos del
conquistador con poco esfuerzo. Allí, en —331, fundó Ale-
jandro la gran ciudad que lleva su nombre hasta el día de
hoy, Alejandría, que había de jugar un papel muy importante
en la historia de Israel durante muchos siglos.

Establecido su dominio sobre Egipto, Alejandro volvió


sobre sus pasos. Quedaba una gran extensión del Imperio
156 / Israel y las Naciones

Persa por conquistar, y el Gran Rey había formado un ter-


cer ejército para oponerse a su avance. Alejandro se dirigió
hacia el norte a través de Siria, cruzó el Eúfrates y el Tigris,
y en octubre de —331 tuvo un encuentro con el nuevo ejér-
cito persa en Gaugamela, en el llano de Arbela, al este del
Tigris. Este ejército también cayó ante Alejandro, y su de-
rrota, en realidad, condujo al fin del Imperio Persa. Darío III
huyó hacia el este, para ser asesinado por uno de sus corte-
sanos, pero su familia y sus tesoros cayeron en manos de
Alejandro. Este continuó su marcha hacia el este ocupando
a su paso las capitales persas de Susa, Ecbatana y Persépo-
lis. La quema de Persépolis, realizada en esa ocasión, se le
ha achacado tradicionalmente a Alejandro; si esto fue o no
un anuncio histriónico de que la venganza griega sobre los
persas por haber osado poner el pie en Grecia y haber que-
mado Atenas siglo y medio antes quedaba así cumplida, lo
cierto es que la táctica de Alejandro de ahí en adelante se
vio animada de otros motivos muy distintos de los vengati-
vos. Pero este avance no había terminado con el saqueo de
Persépolis: siguió la marcha hacia el este por el Afganistán
hasta entrar en la India, cruzando el Indo y ocupando el
territorio que ahora conocemos como Paquistán Occidental.
A estas alturas, y no sin razón, sus soldados empezaron a
sentir que ya se habían alejado bastante de su tierra y que
su ¡efe y ellos habían conseguido suficiente gloria. Por tanto,
Alejandro empezó a guiarlos en el camino de regreso mien-
tras que su almirante, Nearcos, navegaba también de regre-
so desde la boca del Indo al Golfo Pérsico, explorando las
aguas no incluidas en ninguna carta de navegar por aquella
parte del Océano Indico.
Alejandro murió de unas fiebres en Babilonia el año —323
después de haber conquistado la mayor parte del mundo en-
tonces conocido. No vivió para consolidar el imperio que
había ganado, y la unidad política del mismo no le sobrevi-
vió por mucho tiempo. Pero sus conquistas impusieron por
todo el Próximo y el Medio Oriente una unidad cultural que
había de durar un milenio.
Alejandro procuró de varias formas la unión del Este y
el Oeste bajo su control. Cuando hubo conquistado Persia
militarmente y realizado su simbólica venganza al quemar
Persépolis, no trató a los persas como súbditos de segunda
clase o siervos. Se casó con Statira, hija del último rey persa,
y animó a sus generales para que hiciesen otro tanto con
otras damas persas. Ya antes se había casado con Roxana,
El Macho Cabrío del Occidente / 157

hija de un jefe escita, lo que hizo de acuerdo con los ritos


escitas. Los hombres que marchaban tras él, extraídos como
eran de todas las partes del mundo de habla griega, empe-
zaron a desarrollar un griego común, libre de las peculiari-
dades dialécticas de las distintas ciudades de donde proce-
dían, y este griego común se extendió por todo el este del
Mediterráneo y oeste de Asia como el lenguaje helenístico
vernáculo a través de los siglos que siguieron. Pero el aspec-
to más importante de la forma de vida griega era su ciudad,
la polis. Los días cuando cada polis era en sí misma un esta-
do soberano habían sido barridos por la conquista de Filipo.
pero las ciudades griegas retenían su libertad interna y pro-
veían a sus ciudadanos de todos los medios para lo que ellos
consideraban ser la «buena vida». Allí vivían juntos, char-
laban en el mercado, administraban sus asuntos cívicos y
de justicia, y disfrutaban de las amenidades que les depa-
raban el templo, el gimnasio, el teatro, el hipódromo (para
carreras de enganches), el estadio (para carreras pedestres),
etcétera. Una de las principales facetas de los efectos cultu-
rales de las conquistas de Alejandro fue la construcción de
nuevas ciudades de acuerdo con el modelo griego donde-
quiera que marchaban sus ejércitos y se asentaban sus vete-
ranos. Muchas de éstas tomaron el nombre del propio Ale-
jandro, de sus generales o de miembros de sus familias. En-
tre las numerosas Alejandrías que resultaron hemos de in-
cluir, no solamente a la más famosa de todas, la de Egipto,
sino, muy al este, aquellas otras cuyos nombres sobreviven
hasta el día de hoy en Kandhar (Afganistán) y Khojend (Uz-
bekistán). En aquellas ciudades se quedaban para vivir, y se
casaban y criaban sus hijos, los veteranos del ejército y
muchos otros griegos, mercaderes y con otros medios de
vida. Allí filosofaban a su estilo y adoraban a sus dioses,
prosiguiendo su forma favorita de vida. Por los alrededores,
los naturales del país hacían su propia vida, hablaban su
idioma distinto del griego: copto, aramaico y otros, y adora-
ban a distintos dioses; pero era imposible evitar la influen-
cia de las ciudades griegas que estaban en medio de ellos.
Tenían que aprender algo de griego cuando traían sus pro-
ductos al mercado de la ciudad griega y compraban a su
vez productos de la industria griega para llevárselos a casa.
Pronto se dieron cuenta de que tanto los dioses como los
hombres eran muy semejantes unos a otros por todo el
ancho mundo, y Afrodita podía indentificarse fácilmente con
Astarté, Atenas con Anat, y hasta el supremo Zeus, el Zeus
158 / Israel y las Naciones

del Olimpo, con la divinidad que los asirios adoraban como


«el Señor del cielo», Ba'al Shamen.
Los legítimos herederos de Alejandro eran su hermano,
retrasado mental, Filipo Arrideo, y el hijo póstumo habido
de Roxana, que se llamó Alejandro como su padre. Un conci-
lio de los generales de Alejandro designó a uno de ellos,
Perdicas, como guardián de ambos herederos, mientras otros
seis generales administraban en calidad de regentes grandes
extensiones de su imperio. En particular, Ptolomeo, hijo de
Lagos, administraba Egipto; Seleuco, la satrapía de Babilo-
nia, y Antígono la mayor parte de Asia occidental. Estos
tres, con Antipater, regente de Macedonia y Grecia, forma-
ron una liga contra Perdicas porque temían que al custodiar
él a los legítimos herederos, sumado a su alianza con Olim-
pia, madre de Alejandro, y con Roxana, su viuda, se vería
tentado a tomar para sí la autoridad suprema. Asesinaron a
Perdicas en —321 y nombraron guardián de los herederos
a Antipater. pero la muerte de éste en —318 fue seguida por
la guerra civil en Macedonia y Grecia. En pocos años, Filipo
Arrideo y su esposa Eurídice perecieron a manos asesinas,
las de Olimpia, quien fue a su vez asesinada por Casandro,
hijo de Antipater, que controlaba Macedonia y Grecia. Este
mismo Casandro asesinó también posteriormente a Roxana
y a su joven hijo Alejandro. Como todos los herederos legí-
timos de Alejandro habían desaparecido, no era ya necesario
mantener la custodia de herederos ni las regencias, y se
inició la lucha por la sucesión. Por el año —275 las dinastías
macedonias habían quedado reducidas a tres: Ptolomeos en
Egipto, Seléucidas en Asia y Antigónidas en Macedonia.
De estos gobernantes, los dos que tienen importancia
para la historia de Israel son Ptolomeo y Seleuco. Ambos
fundaron dinastías, una de las cuales, la Ptolemaica, duró
hasta — 3 1 , y la otra, la Seléucida, hasta —65, y durante la
mayor parte de su coexistencia las relaciones entre ambas
dinastías fueron en general las correspondientes a una gue-
rra fría, cuando no estaban abiertamente enfrentadas. Ju-
dea. que era la frontera entre ambas, se encontraba íntima-
mente relacionada con sus querellas, como se ve claramente
en el Cap. XI de Daniel, donde las relaciones entre el «rey
del norte» (el seléucida) y «el rey del sur» (el ptolemaico)
se pintan en un lenguaje alusivo y apocalíptico.
Al principio de sus relaciones, Ptolomeo y Seleuco eran
amigos y aliados. En realidad, Seleuco se había alegrado de
encontrar refugio junto a Ptolomeo y servirle como almi-
El Macho Cabrío del Occidente / 159

rante de su flota mediterránea cuando Antígono le había


expulsado de Babilonia en —316 al extender su control sobre
toda Asia. Pero cuando Ptolomeo y Seleuco, con Lisímaco.
regidor de Tracia, derrotaron a Antígono en Gaza en el
año —313, Seleuco pudo volver a Babilonia, y desde este año
de su regreso, —312, empezó a contarse la era oficial de su
dinastía. Ptolomeo, sin embargo, aprovechó la victoria para
añadir Celesiria (Siria del Sur y Fenicia) a su imperio. Antí-
gono fue nuevamente derrotado, y muerto, en Ipso de Frigia
el año —301, y Seleuco se hizo dueño de la mayor parte de
Asia occidental.
A Ptolomeo, el dominio de las costas mediterráneas de
Asia hasta los puertos del norte de Fenicia le dio acceso al
poder marítimo y comercial, incrementado porque contro-
laba también Chipre. Su dominio sobre el puente de tierra
entre Egipto y Asia le daba más ventajas comerciales por
tener también el dominio de las rutas mercantiles que lleva-
ban al norte y al este desde la frontera egipcia. Su dominio
sobre el Líbano le daba abundante madera para sus pro-
yectos de construcción en Alejandría, pues la ciudad cons-
truida por Alejandro era ahora la capital de Ptolomeo y éste
se propuso hacer de ella una capital digna de tan gran impe-
rio. Fue hacia el final de su reinado, por ejemplo, cuando se
erigió el gran faro de la isla de este nombre, Faros, próxima
a la costa de Alejandría, que rápidamente ganó renombre
como una de las siete maravillas del mundo.
Pero desde este punto de vista, el aspecto más importan-
te del control ejercido por Ptolomeo sobre Siria y Fenicia es
que éste le hacia dueño y señor de Judea. Josefo nos cuenta
cómo entró en Jerusalén un sábado en —320 pretendiendo
que deseaba ofrecer un sacrificio en el templo, y se adueñó
de la ciudad por la fuerza. Por el mismo tiempo deportó un
considerable número de habitantes de Jerusalén y Judea,
asentándolos en Alejandría. Allí vivieron como hombres li-
bres bajo sus propias leyes, y los atractivos de la nueva
ciudad eran tales que otros muchos judíos pronto se les
unieron voluntariamente, hasta que uno de los cinco cuarte-
les de la ciudad fue completamente judío y se extendieron
también a otro cuartel más. La comunidad judía de Alejan-
dría se hizo rápidamente una de las más importantes de la
Diáspora. Formaban la sección más importante de la pobla-
ción no griega de la ciudad, recibieron privilegios especiales
y tuvieron su propia constitución, como una especie de mu-
nicipalidad dentro de la municipalidad. En Alejandría, des-
160 / Israel y las Naciones

pués de una o dos generaciones, los judíos abandonaron el


uso de lengua propia y comenzaron a hablar griego como
sus vecinos.
Fue precisamente en favor de estos judíos de habla grie-
ga que vivían en Alejandría por lo que se hizo la primera
traducción de la Biblia. La leyenda que se conserva en la
«Carta de Aristeas» nos cuenta que Ptolomeo II ( — 285 a
— 245), hijo y sucesor del p r i m e r Ptolomeo, con el fin de
completar su gran biblioteca incluyendo en ella los libros
sagrados de los judíos, envió recado al sumo sacerdote de
Jerusalén pidiéndole setenta y dos eruditos seleccionados,
a quienes proveyó de alojamiento en la isla de Faros, donde
tradujeron el Pentateuco del hebreo al griego en setenta y
dos días. En realidad, es verídico que se hizo el comienzo
de la traducción de las Escrituras hebreas al griego en Ale-
jandría en el siglo — III, pero la obra se hizo en primer tér-
mino en beneficio de los miembros de la comunidad judía
y no para la biblioteca real. Con el tiempo, una versión al
griego cuidadosamente preparada, de los libros del Penta-
teuco, parece que recibió autorización oficial de parte de
los líderes de ia comunidad judía; la traducción de los
libros de los profetas y de los otros escritos sagrados se
llevó a cabo por empresas privadas a lo largo de un período
de unos ciento cincuenta años.
La dinastía seléucida construyó también grandes ciuda-
des. entre las cuales sobresalía Antioquía, a unos veinte kiló-
metros de la desembocadura del Orontes, en el norte de
Siria, su puerto marítimo de Seleucia, y otra Seleucia, una
ciudad nueva sobre el Tigris, unos kilómetros al norte de
Babilonia, cuya antigua grandeza pronto eclipsó. También
en estas ciudades se asentaron mercaderes judíos y recibie-
ron de los seléucidas privilegios especiales, como los habían
conseguido de los Ptolomeos sus hermanos de Alejandría.
Por lo que respecta a Jerusalén y Judea, sus habitantes
continuaban disfrutando de su constitución templo-céntrica
bajo los nuevos regidores macedonios como lo habían hecho
antes bajo los persas. Aunque los ejércitos ptolemaicos y
seléucidas marchaban el uno contra el otro por la ruta de
la costa, no afectaban directamente a Jerusalén ni al terri-
torio que la rodeaba, por lo menos hasta casi el final del
siglo — III.
Ptolomeo I abdicó en favor de su hijo el año —285 y fa-
lleció dos años más tarde. En —281 fue asesinado Seleuco
y su hijo Antíoco I le sucedió en el trono. (Todos los sobe-
El Macho Cabrío del Occidente / 161

ranos varones de la dinastía ptolemaida llevaron el nombre


de Ptolomeo a efectos del trono, pero entre los monarcas
seléucidas hubo más variedad.) La guerra se desencadenó
entre los dos reinos; en —275 Ptolomeo II invadió Siria del
Norte, pero se vio forzado a retirarse, y tras una guerra de
suerte diversa de tres o cuatro años, se declaró la paz. Paz
que volvió a romperse en —261, cuando Antíoco II sucedió
a Antíoco I. En esta ocasión fue el monarca seléucida quien
tomó la ofensiva, mas el resultado fue también indeciso, y
los dos monarcas hicieron un tratado que se confirmó con
el casamiento de Antíoco II con Berenice, hija de Ptolo-
meo II y su reina-hermana Arsínoe (1).
Mas fue precisamente este casamiento lo que condujo a
la tercera ruptura de hostilidades, porque para casarse con
la princesa alejandrina Antíoco repudió a su esposa Laódice,
que ya le había dado un hijo. Esta consiguió la muerte de
Antíoco por envenenamiento en —246, y sus partidarios asesi-
naron a Berenice y al hijo de ésta, poniendo en el trono al
hijo de Laódice, Seleuco II. Naturalmente, Ptolomeo III,
que ahora reinaba en Alejandría en lugar de su padre, se
sintió obligado a vengar la muerte de su hermana y el insul-
to que ello suponía para su familia, por lo que invadió Asia..
extendió sus dominios hacia el norte hasta Damasco, y se
llevó a Egipto un inmenso botín. En —240 se reestableció
la paz. Un intento de Seleuco II para invadir el territorio de
Ptolomeo fue repelido con fuertes pérdidas para los inva-
sores.
Cuando murió Seleuco II, en —226, le dejó el trono a
su hijo, Seleuco III, pero a los tres años el veneno volvió
a dejar vacante el trono, ocupándolo su hermano menor,
Antíoco III (—223 a —187). Este Antíoco es el que ha que-
dado registrado en la historia como «Antíoco el Grande».
pues extendió sus territorios tanto hacia el norte como hacia
el sur, e hizo lo posible por recuperar para sí la mayor parte
del imperio de Alejandro, pero se vio confrontado con otro
poder mayor que el suyo propio.
Hacia —218/ —217 marchó Antíoco hacia el sur por el tan
trillado camino de la costa y conquistó las ciudades de Fe-
nicia y Filistia, llegando hasta Rafia, en la frontera egipcia.
Allí le salió al encuentro Ptolomeo IV (—221 a —203) y a
sus manos sufrió una desastrosa derrota. Hubo de retirarse

(I) Comp. Daniel 11:6 («la hija del rey del sur \ e n d r á al rey del
norte para hacer la paz»),
162 / Israel y las Naciones

a sus antiguos territorios del norte, y Ptolomeo recuperó


tranquilamente las ciudades que habían transferido su su-
misión a Antíoco. Una tradición que conserva el libro ter-
cero de los Macabeos dice que Ptolomeo recibió una emba-
jada de Jerusalén para felicitarle por la victoria, y que Pto-
lomeo visitó Jerusalén. Esto es bastante probable, pero lo
que sigue en el relato acerca de su determinación de pe-
netrar en el lugar santísimo, y su intento de vengarse en los
judíos de Alejandría de que le hubiera sido sobrenatural-
mente impedida la entrada, no puede considerarse como
histórico (2).
Antíoco III, aunque fracasado en su primer intento de
extender su reino hacia el sur hasta la frontera egipcia, no
abandonó el plan. Después de varios años pasados en res-
taurar el orden en las fronteras orientales de su imperio,
volvió al ataque del territorio ptolemaico en Asia en —203,
cuando a Ptolomeo IV le había sucedido en el trono su hijo,
Ptolomeo V, un niño (—203 a —181). Las tropas de Antíoco
cercaron y tomaron Gaza, v en —200 le ganó una decisiva
batalla al general de Ptolomeo, Escopas, en Panión, cerca
de las fuentes del Jordán. Como resultado de esta victoria
se hizo con el control de toda Siria y Palestina, hasta la fron-
tera de Egipto. Tras más de un siglo de estar bajo la sobe-
ranía ptolemaica, Jerusalén se vio obligada a reconocer al
rey seléucida como señor ( — 198).
Algunos del pueblo de Jerusalén, por lo menos, se ale-
graron de caer bajo el dominio de Antíoco y ayudaron a arro-
jar a la guarnición ptolemaica de la ciudadela. Antíoco, a
su vez. confirmó los privilegios que Jerusalén y los judíos
venían disfrutando bajo los Ptolomeos, y les concedió alguna
reducción en los tributos que estaban habituados a pagar, e
hizo ciertas aportaciones al tesoro del templo. El Sanhedrín
—consejo de los ancianos— encabezó una delegación de ciu-
dadanos para salir a saludarle cuando se aproximó a la ciu-
dad y para asegurarle la bienvenida. Parecía como si Jeru-
salén no fuera a encontrarse bajo los seléucidas peor que ha-
bía estado bajo los ptolemaidas; más los acontecimientos
de los treinta años siguientes habían de demostrar lo con-
trario.

(2) III Macabeos 1:1 y sig. Aparentemente, la última parte de la


historia se ha confundido con un incidente que Josefo, con más visos
de probabilidad, asigna al reinado de Ptolomeo VIII (Against Apion
11:52 y sig.).
16
ONÍADAS Y TOBÍADAS
(200—175 a.C.)
Era inevitable que bajo los regímenes ptolemaico y se-
léucida los judíos quedaran expuestos en muchas formas a
la civilización helenística. Esta influencia era m á s notable
en las comunidades judías de las grandes ciudades helenís-
ticas, como Alejandría y Antioquía, pero también se hacía
sentir en Judea y Jerusalén. A nivel superior, la influencia
del pensamiento griego puede notarse en la literatura sa-
piencial de Israel que data de esta época. Incluso se ha pen-
sado que puede detectarse una relación literaria entre los
temas ocasionalmente tratados en los pasajes pastorales idi-
dílicos de Teócrito y los similares del Cantar de los Canta-
res; mas esto está lejos de poder asegurarse.
Por el tiempo cuando Judea pasó a estar bajo el control
seléucida el sumo sacerdote era Simón II (1). En el libro
contemporáneo de la Sabiduría de Jesús hijo de Sirá (Ecle-
siástico) hay un largo panegírico sobre Simón:

«Simón, hijo de Onías, fue el sumo sacerdote


que en su vida reparó la Casa,
y en sus días fortificó el santuario.
El echó los cimientos de la altura doble,
del alto contrafuerte de la cerca del Templo.
En sus días fue excavado e! depósito de agua,
un estanque como el m a r de ancho.
El cuidó de su pueblo para evitar su ruina
y fortificó la ciudad contra el asedio.
¡Qué glorioso era, rodeado de su pueblo,
cuando salía de la casa del velo!
(1) Tal vez identificable con Simón el Justo de la tradición rabí-
nica. De acuerdo con el tratado de la Misná llamado ´Los Dichos de
los Padres', «Simón el Justo fue uno de los últimos supervivientes de
la Gran Sinagoga. Solía decir: 'Sobre tres cosas está fundado el mun-
do: la Tora, el servicio del Templo, y la práctica de la caridad'».
164 / Israel y las Naciones

Como el lucero del alba en medio de las nubes,


como la Luna llena,
Como el Sol que brilla sobre el Templo del Altísimo,
como el arco iris que ilumina las nubes de gloria,
como flor del rosal en primavera,
como lirio junto a un manantial,
como brote del Líbano en verano...
Cuando se ponía la vestidura de gala
y se vestía sus elegantes ornamentos,
al subir al santo altar,
llenaba de gloria el recinto del santuario.
Y cuando recibía las porciones de manos de los sacerdotes,
él mismo de pie junto al hogar del altar,
y en torno a él la corona de sus hermanos,
como brotes de cedros en el Líbano;
le rodeaban como tallos de palmera
todos los hijos de Aarón en su esplendor,
con la ofrenda del Señor en sus manos,
en presencia de toda la asamblea de Israel...
Entonces bajaba y elevaba sus manos
sobre toda la asamblea de los hijos de Israel
para dar con sus labios la bendición del Señor
y tener el honor de pronunciar su nombre.
Y por segunda vez todos se postraban
para recibir la bendición del Altísimo» (2).

La referencia a la obra de reconstrucción que se hizo en


sus días ha de enlazarse probablemente con lo que Josefo
nos dice de la decisión de Antíoco III de reparar la ciudad
de Jerusalén y de terminar la obra alrededor del templo
juntamente con las columnatas, como premio por la buena
voluntad que los representantes del pueblo le mostraron
cuando estableció su señorío sobre la ciudad.
Un sumo sacerdote tan ilustre como Simón le añadió
lustre a la familia a que pertenecía, que era la de Sadoc, y no
nos extraña que en un salmo de alabanza puesto como apén-
dice al texto hebreo del Eclesiástico, compuesto de acuerdo
con el modelo del salmo 36, uno de los motivos de alabanza
se mencione de esta forma:

(2) Eclesiástico 50:1-8, 11-13, 20 y sig. Este panegírico de Simón


termina la sección del Eclesiástico llamada la «Alabanza de los Ar.
cíanos», que comienza en 44:1, «Hagamos ya el elogio de los hombres
ilustres...». Ver pág. 188, núm. 2 (Capt. 19). (Citas del Eclesiástico
t o m a d a s de la Biblia de J e r u s a l é n , 1972.)
Oníadas y Tobíadas / 165
«Dadle gracias a Aquel que elige a los hijos de Sadoc
para sacerdotes,
pues su merced permanece para siempre.»

La familia inmediata de Simón se llama con frecuencia


la de los oníadas —siendo Onías un intento de helenizar
el hebreo Honí, forma abreviada de Yohanán (Juan), nom-
bre del bisabuelo, del padre y del hijo de Simón II—. Los
oníadas eran especialmente respetados por quienes en Judea
deploraban la excesiva asimilación de modos y costumbres
griegos que veían en otras de las familias principales de
Jerusalén. De estas otras familias, una de las más notables
era la de los tobíadas, a la que una centuria antes había
pertenecido Tobías, gobernador de Ammón y uno de los
adversarios de Nehemías (3). Las fortunas de una de las
ramas de los tobíadas sirve de ilustración para ver la clase
de carrera que quedaba abierta bajo las monarquías hele-
nísticas para los judíos que no tenían escrúpulos de con-
ciencia en cuanto a dejar la tradicional piedad de Israel.
Los tobíadas estaban emparentados por casamiento con
los oníadas. Josefo nos informa que José, hijo de Tobías y
sobrino del sumo sacerdote Onías II, se ganó el favor de
Ptolomeo III (—247 a —221) cuando este último estaba aira-
do por la demora del sumo sacerdote en pagarle el acos-
tumbrado tributo de veinte talentos. Ptolomeo envió a uno
de los dignatarios de su corte, llamado Atenión, como emba-
jador para solicitar el pago y amenazar con tomar duras
medidas contra la constitución del templo y el territorio de
Judea si no se recibía inmediatamente el tributo. José obtu-
vo permiso de su tío Onías, que encontraba las responsabi-
lidades de su dignidad onerosas y molestas, para actuar
como su plenipotenciario. José le dio la bienvenida a Ate-
nión, le atendió con toda suntuosidad y procuró que le lle-
vase a Ptolomeo un informe muy favorable del trato que
había recibido. José fue a Egipto poco después del regreso
de Atenión y encontró —como esperaba— que Ptolomeo y
su reina Cleopatra estaban ya bien dispuestos hacia él gra-
cias al favorable informe de Atenión. El cobro de impuestos
en los dominios ptolemaicos se realizaba cediendo el dere-
cho del cobro al mejor postor; José, con dinero que le
habían prestado algunos amigos de la provincia de Samaría,

(3) Ver Capt. 13 , párrafo 6° Comp. con B. Mazar, «Los Tobíadas»,


IEJ7 ( 1957 ) , págs. 137 y sig., 229 y sig.
166 / Israel y las Naciones

superó a los demás licitadores y obtuvo el derecho de re-


caudar los impuestos en las provincias asiáticas del rey.
Volvió a Siria y ejerció el derecho adquirido con el mayor
rigor, utilizando los servicios de algunos soldados reales, y
cuando, al principio, algunos ciudadanos de una de las po-
blaciones filisteas rehusaron pagar lo que él les exigía, hizo
que matasen a veinte de los más ricos y confiscó sus pro-
piedades. De la misma forma actuó en Escitópolis (Beisán).
Estos ejemplos de terror hicieron que los demás ciudada-
nos entregasen las sumas exigidas. Sacó tanto que no sólo
liquidó a la hacienda la suma establecida de 16.000 talen-
tos y pagó con intereses a sus propios acreedores, sino que
también hizo magníficos regalos a la real pareja. Por esta
mezcla de diplomacia por una parte y absoluta falta de
escrúpulos por otra retuvo el derecho de recaudar impues-
tos en aquellas partes durante veintidós años. Los miem-
bros de su familia continuaron recaudándolos después de
su muerte, y no encontraron graves dificultades en trans-
ferir sus servicios a Antíoco después de su victoria en el
año —200. Hircano, el hijo más joven de José, que le dio
su sobrina, hija de su hermano Solimio, también se vio
muy favorecido por la corte de Alejandría, y más tarde con-
siguió para sí un principado independiente en Transjorda-
nia, con una plaza fortificada en Araq al-Amir desde la que
hizo constantes incursiones contra los súbditos del reino
nabateo, poderoso estado árabe establecido en el tercer si-
glo antes de Cristo, con Petra como capital.
Había otros miembros de las principales familias de
Jerusalén que estaban deseosos de disfrutar en su propia
ciudad aquellas amenidades de la vida ciudadana griega
que se encontraban, por ejemplo, en Alejandría y Antioquía.
¿Por qué Jerusalén no había de tener también su gimnasio
al aire libre, teatro, hipódromo y estadio? Otras formas de
vida griegas fueron también adoptadas, pues la cultura se-
léucida, que afectó a Jerusalén cuando su provincia cambió
de manos en —198, era de categoría inferior a la de Ale-
jandría. Algunas de estas tendencias eran completamente
deletéreas para el verdadero propósito de Dios con Israel,
porque rompían la pared de separación entre judíos y gen-
tiles por el lado contrario, borrando la aguda distinción
entre el monoteísmo ético de Israel y el paganismo griego.
Esto era aborrecible a los ojos de los hombres piadosos de
Jerusalén, chapados a la antigua, pero poco podían hacer
contra el curso de tan deplorables tendencias. Estas perso-
Oníadas y Tobíadas / 167

ñas piadosas llegaron a verse reconocidas como un partido


definido —el hasidim (lo hasidianos de los libros de los
Macabeos)—, y aunque los elementos progresistas de la po-
blación los consideraban como terriblemente retrógrados,
llegó el día cuando demostraron ser la sal de la tierra y la
salvación de su pueblo.
Las conquistas de Antíoco III por las fronteras este y
sur de su imperio no saciaban su ambición. Se decidió a
ampliar su imperio también por el norte y el oeste. En el
curso de sus operaciones contra Egipto hizo un acuerdo
con Filipo V, rey de Macedonia, para repartirse las pose-
siones de Ptolomeo fuera de Egipto, adjudicando las del
Egeo a Filipo. Este Filipo, algunos años antes, se había visto
comprometido en guerra con la República romana, pues en
— 215, cuando Roma parecía estar a merced de los cartagi-
neses, invasores de Italia conducidos por Aníbal, Filipo hizo
una alianza con éste para adquirir el control del Adriático.
Los romanos no olvidaron el ataque de Filipo cuando esta-
ban luchando por su vida con Aníbal. En —202 terminó la
segunda Guerra Púnica con la derrota decisiva de Aníbal en
el campo de Zama, ganada por el general romano Publio
Cornelio Escipión, el Africano. Por el mismo tiempo, los es-
fuerzos de Filipo para conseguir el control del Egeo desper-
taron la alarma de Roda y del rey de Pérgamo (cuyo reino
había surgido como estado independiente unos sesenta años
antes). Tanto Roda como Pérgamo solicitaron la ayuda de
Roma contra Filipo, y Roma tomó las armas contra él. Para
conseguir el apoyo de las ciudades-estado griegas el general
romano Tito Quincio Flaminio proclamó la independencia
de todos los griegos en —198 y derrotó a Filipo de forma
decisiva en Cinoscéfalos, en Tesalia, el año —197. Filipo
quedó limitado a su propio territorio de Macedonia y los ro-
manos retiraron sus ejércitos de la Grecia liberada en —194.
Mas algunos estados griegos, unidos en la Liga Etolia, que-
josos de las restricciones que la liberación romana les impo-
nía, invitaron a Antíoco para que pasara de Asia a 'liberar a
Grecia de sus liberadores'. En —192 Antíoco desembarcó en
Grecia y se adueñó de Eubea y parte de Tesalia. Al año si-
guiente, sin embargo, los romanos se opusieron a este reto
a su «doctrina de Monroe» para Grecia y deshancaron a An-
tíoco en el histórico paso de las Termopilas, persiguiéndole
hasta Asia. En —190 destruyeron la flota de Antíoco en un
encuentro naval en el Egeo, y un numeroso ejército romano
cruzó Asia bajo el mando de Lucio Cornelio Escipión (el
168 / Israel y las Naciones

Asiático), hermano del vencedor de Aníbal. El ejército que


Antíoco había reunido para oponerse a los romanos fue des-
integrado en la batalla de Magnesia ( — 190), y Antíoco tuvo
que aceptar las condiciones de paz de los romanos. Por la
Paz de Apumea ( — 188) se comprometió a evacuar todos sus
territorios al oeste de los montes del Tauro, que fueron re-
partidos entre Roda y Pérgamo; a entregar todos sus ele-
fantes y la mayor parte de lo que quedaba de la flota, a no
reclutar soldados en Grecia ni en las tierras del Egeo y a
pasar una indemnización de 15.000 talentos.
Estas condiciones de paz constituían una pesadísima car-
ga para los recursos seléucidas. La indemnización, para la
que le dieron un régimen de plazos de doce años, era la más
cuantiosa conocida en la historia antigua, con el agravante
de que las partes m á s ricas de su imperio, de donde podía
haber sacado un importante porcentaje de tal suma, se las
restaba el tratado. También en su frontera este, Armenia,
Partía y Bactriana, que le habían sido tributarias, se decla-
raron completamente independientes, y ni le pagaron más
tributo ni reconocieron su soberanía. De ak T una forma tenía
que sacar el dinero, así es que al año siguiente hizo una ex-
pedición a Susiana (antiguo territorio de Elam) con el fin
de saquear el templo de Bel (Zeus Eümeo para los griegos).
En la antigüedad los templos se utilizaban mucho como ban-
cos y algunos de ellos cobijaban grandes tesoros, pero cuan-
to mayor era el tesoro guardado tanto mayor era la tenta-
ción de algún gobernante en apuros o de algún aventurero
para despreciar las sagradas sanciones con las que los tem-
plos estaban protegidos. Mientras Antíoco estaba ocupado
en esta sacrilega empresa le sorprendió un ataque de los ha-
bitantes de la localidad y allí perdió la vida ( — 187).
Le sucedió su hijo mayor, Seleuco IV. Su hijo menor, An-
tíoco, estaba educándose en Roma, donde le habían enviado
de acuerdo con la Paz de Apamea a título de rehén hasta el
pago final de la indemnización de guerra. Seleuco heredó
la poco envidiable tarea de encontrar aquella fabulosa suma
de dinero para los plazos anuales. La única forma de hacerlo
era incrementar los impuestos a sus subditos. Los habitan-
tes de Cclesiria, Judea incluida, tenían razones para malde-
cir el día que habían cambiado la soberanía ptolemaica por
la seléucida; incluso las extorsiones de José el tobíada, que
eran exorbitantes, no habían sido tan gravosas como las de
los recaudadores de impuestos para Seleuco. Esta es una de
las facetas por las que se distinguió el reinado de Seleuco,
Oníadas y ¡obladas / 169

que hizo que Daniel le mencionase en su libro (11:20): «Se


levantará en su lugar (el de Antíoco I I I ) uno que hará pasar
un cobrador de tributos por la gloria del reino (Judea).» Si
en la insaciable búsqueda de dinero ni aun la santidad de
los templos era respetada, no había razón para que el tem-
plo de «el Dios del cielo» en Jcrusalén gozara de exenciones
especiales. Para los judíos, desde luego, este templo era
único en el mundo, el único donde se adoraba al verdadero
Dios; todos los demás santuarios estaban dedicados a la ado-
ración de dioses que no eran tales. Pero los reyes seléucidas
y sus ministros no entendían de estos distingos.
De acuerdo con el libro segundo de los Macabeos, alguien
llamó la atención de Apolonio, gobernador de Celesiria, so-
bre la riqueza almacenada en el templo de Jerusalén. Se nos
dice que su informante fue Simón, capitán del templo, pro-
bablemente hijo de José el tobíada; Simón actuó así a causa
de una querella habida con el sumo sacerdote Onías I I I .
Esto puede ser un relato partidista. En todo caso, sigue la
historia, Apolonio le pasó la información al rey, y éste en-
cargó a su canciller Heliodoro que fuese a Jerusalén y se po-
sesionase del oro del templo. Cuando Heliodoro llegó a Jeru-
salén fue cortésmente recibido por el sumo sacerdote, y cuan-
do preguntó sobre los tesoros del templo le aseguró que con-
sistían, principalmente, en depósitos de viudas y de huérfanos,
e incluían también dinero depositado por Hircano el tobíada
(que a la sazón se había establecido como jeque independiente
en TransJordania). Heliodoro, no obstante, dijo que tenía que
cumplir las órdenes del rey y t o m a r posesión de estas rique-
zas; mas cuando insistió en hacerlo, contra las protestas de
los sacerdotes, le atacó una aparición celestial y se consideró
muy afortunado al salir con vida (4). No podemos afirmar
la base de veracidad que pueda encontrarse detrás de este
relato; vendría un día en que el templo no sólo sería sa-
queado, sino envilecido, sin que lo impidiera ninguna apari-
ción sobrenatural del tipo que se dice impidió a Heliodoro
llevar a efecto sus malos propósitos.
La querella entre Onías III y Simón continuó, y Simón
no perdió oportunidad de envenenar la m e n t e de los habi-
tantes de Judea, y la del gobernador puesto p o r el rey tam-
bién, contra Onías. Por fin, Onías decidió que la única forma
de solucionar esta situación era defenderse de las acusacio-

(4) II Macabeos 3:4 y sig.


170 / Israel y las Naciones
nes de deslealtad que Simón no cesaba de lanzar contra él,
presentándose personalmente en Antioquía para celebrar una
entrevista con el rey. Fue, pues, a Antioquía en —175, y allí
se encontraba cuando el rey Seleuco fue asesinado por su
propio canciller, Heliodoro.
Tallas en marfil que consti-
tuían motivos decorativos
de lechos, tronos, etc., ha-
llados en Asiría (Nimrod),
probable botín tomado de
Siria y Palestina.

Sup. izquierda: Hombre


que presenta una oveja
para el sacrificio, estilo del
norte de Siria (tamaño na-
tural).

Sup. derecha: Muchacho


alado que sostiene una flor
de loto, obra fenicia si-
guiendo un estilo egipcio.

Inf. derecha: Figura arrodillada


que ostenta una corona egip-
cia, también fenicia. Este tipo
de tallas decoraba los palacios
israelitas. Ver p. 72, de lo que
se han hallado ejemplos en las
ruinas de Samaría. Son de los
siglos VIII y VII a.C. (Por cor-
tesía de la Escuela de Arqueo-
logía del Irak.)
17
EL CUERNO PEQUEÑO
(175-168 a.C)
Probablemente la intención de Heliodoro era asumir la
regencia nominal en representación del hijo menor de Se -
leuco , Antíoco, para ejercer en realidad el poder supremo
de l reino* Seleuco tenía un segund o hijo, Demetrio, pero
aéste le habían enviado recientemente a Roma, Antíoco, el
hermano de Seleuco, había pasado doce años en Roma como
rehén, pero el pago de la indemnización de guerra se había
demorado y a Antíoco sólo le permitieron volver de Roma a
condición de que su sobrino Demetrio ocupase su puesto de
rehén. Se organizó la sustitución, y Antíoco salió de Roma,
desde donde viajó a Atenas, ciudad en la que pasó algún
tiempo como visitante muy popular. Se ganó de tal modo
el afecto del pueblo de Atenas por su forma democrática y
la munificencia que desplegó en adornar su ciudad (como
hizo con otras) con regalos de templos y otros edificios, que
le nombraron ciudadano de honor y le concedieron la digni-
dad de Jefe de la Casa de la Moneda. Mientras que sus años
de permanencia en Roma le habían convertido en ardiente
admirador del poder romano y sus instituciones, era al mis-
mo tiempo campeón apasionado de la forma helénica de
vida en todos sus aspectos,
En Atenas se encontraba todavía Antíoco cuando le lle-
garon las nuevas del asesinato de su hermano por Heliodoro.
Como ambos hijos de Seleuco eran menores de edad, Antío-
co era el legítimo regente del reino. Le pidió al rey Eume-
nes II de Pérgamo tropas prestadas, y con su ayuda derrotó
a Heliodoro. En Antioquía recibió una calurosa acogida. Una
vez derrocado el usurpador Heliodoro, Antíoco no tomó la
categoría de regente, sino la de rey. Su sobrino, también
Antíoco, fue nominalmente rey adjunto, hasta su muerte unos
años más tarde. Este sobrino, por derecho, debía haberse
llamado Antíoco IV, pero en realidad esta denominación se
ha reservado en la historia para su tío. El acto de Antíoco
174 / Israel y las Naciones

de tomar el lugar de corregente con su sobrino, que era el


heredero legal, no iba contra la práctica normal griega, y en
realidad el rey de Pérgamo tuvo siempre por seguro que
Antíoco asumiría el trono, pues al prestarle un ejército para
que lo consiguiera, le regaló también diversos atavíos rea-
les, incluyendo una corona.
Muchas historias se han contado relativas a los modales
afables y democráticos de Antíoco, lo que le gustaban las
bromas, su afición a deambular de incógnito y de noche por
las calles de su capital, y sus caprichosas generosidades. Al-
gunos de sus subditos le llamaban Epimanes (el loco), pro-
bablemente debido a un juego de palabras con el título que
él mismo adoptó más tarde, Epifanes (sin abreviar, theos
epiphanes, Dios manifestado, pues se creía una manifesta-
ción encarnada de Zeus del Olimpo). Con todo, demostró
ser buen soldado y prudente administrador. Vio el peligroso
estado a que había quedado reducido el reino por la Paz
de Apamea, y planeó mantener buenas relaciones con Roma
por un lado, pero compensar por otro las pérdidas sufridas
por las condiciones de paz, especialmente a costa de Egipto
y de los territorios al oriente de su reino. Para nuestros fi-
nes, sin embargo, tenemos que darle especial énfasis a sus
relaciones con los judíos, y éstas no se nos presentan tan
bien como los demás asuntos de su reinado.
Al establecerse Antíoco como rey, el sumo sacerdote
Onías III se encontraba aún en Antioquía, donde había ido
para hablar con Seleuco IV en defensa de las calumnias de
los tobíadas. Pero ahora aparece en Antioquía otro enemigo
de Onías, que no es otro que su propio hermano Jasón (1).
Jasón consiguió la atención del rey Antíoco y le aseguró que
si él fuese sumo sacerdote en lugar de su hermano impulsa-
ría la causa del helenismo en Jerusalén y pagaría al tesoro
real una bonita suma. Antíoco le escuchó y le hizo sumo
sacerdote en lugar de su hermano Onías. De acuerdo con lo
prometido, Jasón estableció en Jerusalén un gimnasio y alis-
tó a varios jóvenes de las familias nobles de la ciudad en un
«efebo» o escudería atlética, como era corriente en las ciu-
dades griegas. Esto escandalizó al partido piadoso de Jeru-
salen cuando vieron a los miembros de la escudería caminar
por las calles de su ciudad luciendo sus «petasos» (sombre-
ros de ala ancha), que eran la insignia de la escudería. Más
se escandalizaron cuando vieron a los mismos jóvenes prac-

(1) Forma helenizada de Josué,


El Cuerno Pequeño / 175

ticando los ejercicios atléticos en el gimnasio —lucha y lan-


zamiento de disco— en completa desnudez; y lo que es peor,
algunos de ellos habían procurado borrar las marcas de su
circuncisión. Incluso entre las familias sacerdotales se exten-
día este ardor por las costumbres griegas. Algunos de los
sacerdotes aceleraban sus deberes sacrificiales en el templo
para salir a toda prisa con el fin de no perderse los deportes
en el gimnasio.
La antigua «constitución del templo» de Jerusalén aún
perduraba, pero ahora sus ciudadanos, si así lo deseaban,
podían inscribirse como ciudadanos de Antioquía. Esto era
un privilegio que Jasón le había comprado al rey por 150 ta-
lentos, al mismo tiempo que le compró la dignidad de sumo
sacerdote. Estos «antioquenos de Jerusalén» probablemente
formaban una corporación distinta dentro de la ciudad y
disfrutaban de los privilegios normalmente concedidos a las
ciudades griegas libres. En realidad, se ha pensado que a la
misma Jerusalén le dieron la constitución de una ciudad grie-
ga y cambiaron su nombre por el de Antioquía. Esto estaría
de acuerdo con la práctica de Antíoco en otros muchos lu-
gares de su reino, pues fundó muchas ciudades nuevas y dio
constituciones cívicas griegas a ciudades antiguas tales como
Tarso, y muchas de estas nuevas fundaciones recibieron el
nombre de Antioquía en honor del fundador. Sin duda, la
concesión de la ciudadanía antioquena a la nueva corpora-
ción de Jerusalén, sin abrogar por el momento el tradicional
estado de «constitución-templo» que Jerusalén tenía, se
consideraba como un primer paso hacia la concesión a esta
ciudad de una completa consideración de ciudad griega.
Pero la situación de Jerusalén presentaba facetas especiales
de las que Antíoco no tenía la menor idea, que en realidad
impedían la consecución de esta meta.
Los judíos piadosos sufrieron una nueva ofensa en —174
con ocasión de los juegos atléticos quinquenales que se cele-
braron en Tiro en honor de la ciudad y de su dios tutelar,
Heracles (2). Jasón envió una delegación de «antioquenos de
Jerusalén» como representación sagrada a este festival, por-
tando un donativo de 300 talentos. Otras ciudades y corpora-
ciones griegas dedicaron sus donativos al propio Heracles;
el de Jasón, sin embargo, no iba dedicado a la deidad paga-
na, sino directamente a la flota de trirremes del rey: incluso

(2) Heracles era el nombre dado por los griegos a Melcart, deidad
principal de Tiro. Ver página 56.
176 / Israel y las Naciones

un sumo sacerdote helenizante había de trazarse una línea


que le evitase hacer una ofrenda directa a un dios pagano.
Aun así, este acto de Jasón fue condenado como burda im-
piedad por los hasidim. Estos, no obstante, eran impotentes
para ponerle dique a la marea de helenismo que tanto detes-
taban. Pero en otra parte del mundo heleno, los aconteci-
mientos que a la sazón se daban iban a tener el más profun-
do efecto en la situación de Jerusalén.
Ptolomeo V, rey de Egipto, murió en - 1 8 1 . Su heredero,
Ptolomeo VI, era hijo único, y Cleopatra, su madre, actuó
como regente en su lugar. Cleopatra era hermana de Antío-
co IV (3). Falleció en —176 y dos de sus cortesanos la susti-
tuyeron como corregentes. Estos dos empezaron a planear
la recuperación de Celesiria para el trono ptolemaico. En
— 174 Apolonio, que había sido gobernador de Celesiria bajo
Seleuco IV, fue enviado a Alejandría como representante
de Antíoco en una celebración real, tal vez con ocasión del
casamiento del joven rey, según costumbre establecida en
Egipto, con su hermana Cleopatra. Allí Apolonio, estadista
prudente y experto, sospechó el plan de los dos corregentes
y, de vuelta a su corte, informó del asunto a Antíoco. Este
inspeccionó la provincia en disputa para tomar las medidas
que fueran necesarias a su defensa; hizo una visita a Judea,
en la que, como todo el mundo sabía, había muchos que
favorecían el dominio ptolemaico con preferencia al seléuci-
da. No sólo habían sentido el peso del aumento de impues-
tos desde —187, sino que también los elementos piadosos de
la población presentían que los ptolemaidas intervendrían
mucho menos que los seléucidas en la helenización del país.
Los helenizantes, por otra parte, estaban ya aprendiendo
por experiencia que podían contar con el patronazgo seléu-
cida. Cuando Antíoco visitó Jerusalén (su primera visita a
la ciudad, probablemente, desde su acceso al trono), fue
bien recibido por Jasón y su partido con una procesión de
antorchas, y sin duda tuvo la impresión de que la ciudad
entera estaba bien dispuesta en favor de su persona y de
la causa helenista.
Al año siguiente ( — 173), Apolonio tuvo que salir para otra
misión más distante: fue a Roma para pagar el último plazo
de la indemnización exigida por la Paz de Apamea, y para

(3) Cleopatra es la «hija de mujeres» de Dan. 11:17 (...le dará


[Antíoco III a Ptolomeo V] una hija de mujeres para destruirle).
El Cuerno Pequeño / 177

intentar renovar un tratado de amistad entre el reino seléu-


cida y la República romana.
En —171 Jasón envió al rey su acostumbrado tributo in-
crementado, para lo que asignó a Menelao (4), hermano de
aquel Simón que ya hemos conocido como capitán del tem-
plo en el reinado de Seleuco IV. Pero cuando Menelao vol-
vió a Antioquía comenzó a ofrecer más que Jasón por el
puesto dé "Sumo sacerdote/ prometiendo darle a Antíoco 300
talentos más de lo que diera Jasón. Imprudentemente, An-
tíoco se dejó persuadir por Menelao y le hizo sumo sacer-
dote. Hacer sumo sacerdote a Jasón había sido una alevosa
irregularidad, puesto que su hermano mayor, Onías, vivía
y tenía el cargo, pero por lo menos Jasón pertenecía a la
legítima familia de los sumos sacerdotes. Menelao, por el
contrario, no pertenecía en absoluto a la casa de Sadoc, ni
es seguro que perteneciese a ninguna casa sacerdotal de
Israel.
El nuevo sumo sacerdote pronto descubrió que es más
fácil prometer que dar trigo, pues no le fue posible reunir
los 300 talentos que había ofrecido por la dignidad de sumo
sacerdote/ Incluso Sostrato, gobernador militar del distrito,
encontró imposible arrancarle aquella suma. Ambos fueron
llamados a la presencia del rey, y sin duda llegarían a algún
acuerdo; por lo menos, Menelao fue confirmado como sumo
sacerdote,
Pero Menelao sabía muy bien que no tenía el menor
derecho, según la ley religiosa judía, a la dignidad que ha-
bía conseguido con soborno; sabía que los judíos que tenían
algún respeto por su Ley continuarían considerando a la
familia de Sadoc como los auténticos sumos sacerdotes,
Jasón sabía bien que cuanto antes se alejara del distrito del
hombre que le había ganado en su propio juego sucio, tanto
mejor sería para él, y se apresuró a salir para Transjorda-
nia, Onías, que vivía aún en Antioquía, fue menos afortu-
nado. El rey tuvo que hacer una expedición a Cilicia para
aplacar ciertos desórdenes, y en su ausencia dejó a un mi-
nistro, Andrónico, como su lugarteniente en Antioquía. Me-
nelao sobornó a Andrónico con algunos de los tesoros del
témpío para que le quitase de en medio a Onías, y así lo
hizo, aunque Onías había tomado santuario en el sagrado
recinto de Dafne, a unos ocho kilómetros de Antioquía. Las
noticias del asesinato de una persona a quienes ellos aún

(4) Forma helenizada de Menahén.


178 / Israel y las Naciones

consideraban su legítimo sumo sacerdote horrorizó a los


judíos piadosos, y cuando Antíoco volvió a Antioquía castigó
a Andrónico degradándole de su alto rango y haciéndole
ejecutar en el mismo lugar donde él había perpetrado el
sacrilego asesinato. Tan lejos estaba Antíoco en esta época
del deseo de ofender la susceptibilidad religiosa de los
judíos (5).
El propio Menelao fue puesto en cuarentena, pues se
presentaron serias quejas contra él ante el rey. Durante su
permanencia en Antioquía había dejado a su hermano Lisí-
maco como delegado suyo en Jerusalén, y los hechos sacrile-
gos de Lisímaco contra el templo, apropiándose de algunos
utensilios sagrados, provocaron motines de consideración.
Se destacaron tres miembros del Sanhedrín para que fuesen
a Tiro con ocasión de estar el rey en esta ciudad, para pre-
sionar con sus quejas contra Menelao, pero éste volvió a
abrirse camino por medio del soborno: resultó absuelto,
mientras que los tres senadores, como representantes del
partido considerado culpable de los motines, fueron sen-
tenciados a muerte. La mayor parte de sus hermanos judíos
los tuvieron por mártires que habían dado su vida por la
santidad del templo, e incluso en Tiro tuvieron simpatizan-
tes que les dieran un honroso entierro en su ciudad,
Por el invierno de —170/ —169 el gobierno egipcio le de-
claró la guerra a Antíoco (6). Esto fue un acto de locura que,
en realidad, favoreció a Antíoco porque, a pesar de las cláu-
sulas restrictivas de la Paz de Apamea, en los primeros cinco
años de su reinado había reconstruido su potencia militar
hasta alcanzar proporciones impresionantes. Además, la si-
tuación en Egipto, donde su sobrino, el Ptolomeo reinante,
era solamente un niño, prometía desarrollarse a su favor si
él ejercía la prudencia, especialmente si conseguía su meta
de establecer el control sobre Egipto sin incurrir en la
desaprobación de Roma. Esta, por el momento, estaba ocu-
pada en otra guerra con Macedonia, la tercera ( — 171 a
— 168); el aliado de Roma, Eumenes de Pérgamo, había pre-
sentado en Roma quejas contra el rey macedonio Perseo
( — 178 a —168) y comenzaron las hostilidades cuando Perseo
rechazó el ultimátum de Roma ordenándole desarmarse.

(5) Otra versión alterna de ésta es que a Andrónico lo mataron por


el asesinato del niño sobrino, tocayo y colega nominal de Antíoco IV;
ver E. R. Bevan en CAH VIII, núm, 5 al final.
(6) Diodoro, Historia XXX, 15
El Cuerno Pequeño / 179

Las fuerzas egipcias estaban a punto de invadir Celesiria


con el propósito de traerla una vez más bajo la soberanía pto-
lemaica, cuando Antíoco se les cruzó, atravesando la frontera
primero y venciéndoles de forma tan desastrosa en Pelusio
que dejó abierto para sí el camino hasta el corazón de Egip-
to. Avanzó hasta Menfis y allí su sobrino vino a su encuentro
con una embajada para discutir las condiciones de paz. Las
que impuso Antíoco confirmaban a Ptolomeo VI como rey
titular de Egipto, dándose a sí mismo el protectorado real
sobre la tierra. De esta forma confiaba construir para sí una
posición de fuerza por el sur que compensara las pérdidas
de su padre por el norte, y a pesar de ello no infringir los
términos de su tratado con los romanos. Este tratado le
prohibía atacar a los amigos o aliados de Roma, y Egipto
lo era, pero no le impedía resistirse a una agresión, tal como
la que los egipcios habían iniciado. Quería ser bien recibido
por los egipcios como amigo y protector, y como campeón
de su casa real. Un frente unido desde los Montes del Tauro
hasta el Nilo no sólo ayudaría a promover la causa de la
cultura helena sino que fortalecería al mundo helenístico
contra la creciente amenaza de los Partos por el este. Cuando
Antíoco y Ptolomeo firmaron su tratado en Menfis (-169)
parecía como si estos fines estuvieran en vías de alcanzarse.
Pero cuando los términos del tratado se conocieron en
Alejandría, empezaron los problemas. Los alejandrinos no
podían tolerar la idea de que rigiera sobre ellos un seléucida,
por suaves que fueran los términos en que se expresara esa
soberanía. Repudiaron al rey que había pactado tal acuerdo
con Antíoco, juntamente con sus consejeros, y proclamaron
por rey a su hermano menor. En la lista de los Ptolomeos
este hermano menor figura con el número VIII del mismo
nombre; recibió el sobrenombre de Evérgetes (benefactor),
pero era vulgarmente conocido como Ptolomeo Fiscón (el
barrigudo). Alejandría se preparó para resistir el ataque de
Antíoco que sin duda se desencadenaría contra ella, y tan
buena fue su preparación que cuando se lanzó el asalto (ve-
rano de -169), lo rechazaron. Antíoco se retiró decidido a
apretar el cerco hasta conseguir un resultado positivo para
él en la próxima estación propicia para las campañas.
Las operaciones de aquel verano y las que pensaba reali-
zar al año siguiente requerían muchos gastos, especialmente
siendo el ejército de Antíoco tan numeroso* Pero su táctica
diplomática hacia Egipto le ataba las manos para forzarles
180 / Israel y las Naciones

a pagar tributos de guerra, puesto que oficialmente era su


amigo. En cierto modo, la sublevación de Alejandría había
fortalecido su postura: ahora era aliado del legítimo rey de
Egipto, Ptolomeo VI, contra sus subditos rebeldes. Pero los
egipcios dejarían de considerarle como amigo tan pronto
como intentara saquear el país.
Los tributos tenían que incrementarse, pues, en otras
partes, en su propio reino seléucida. El tributo ordinario,
aunque era fuerte, no bastaba para financiar operaciones mi-
litares de esta escala; hacía falta buscar capital disponible
y hacerse de él. Era bien sabido que los templos tériiaiTÜÍ-'
ñero, incluso el templo de Jerusalén. Antíoco visitó Jerusalén
en su camino de regreso a Antioquía. Algo había ocurrido
que había impedido saquear el tesoro de este templo en
tiempos del hermano mayor de Antíoco, mas éste no halló
el menor impedimento. En lugar de que el sumo sacerdote
actual pusiera objeciones de ningún género, como lo había
hecho Onías III durante la visita de Heliodoro, Menelao se
tomó la molestia de escoltar personalmente a Antíoco hasta
el santuario (donde no se dejaba entrar a ningún lego judío,
mucho menos a un rey pagano), y le facilitó el levantamiento
de los sagrados utensilios, las costosas ofrendas y los orna-
mentos, hasta una suma de 1.800 talentos.
Desde el punto de vista del rey pagano, robar un templo
no era especialmente grave. Desde el punto de vista de los
encargados de la custodia de cualquier templo, y del pueblo
que lo tiene como lugar de adoración, tal acto es terrible-
mente sacrilego. Lo que pudieran hacer en otros templos no
les incumbía, pero cuando se trataba de su propio templo,
el asunto era diferente, Y éste era el sentir de los judíos,
un sentir muy agudo, acerca de su templo. Para Antíoco se
trataba simplemente de un acto dictado por necesidades
financieras; no por ello era más hostil hacia los judíos ni
hacia su religión que hacia los cultos idolátricos asociados
con otros templos que había saqueado. Pero para los judíos,
particularmente en vista de los últimos acontecimientos, este
acto de sacrilegio representaba el primer paso de Antíoco
contra su fe y sus prácticas religiosas. El narrador religioso
de II Macabeos explica que Antíoco pudo realizar este acto
impío sin impedimento porque Dios estaba enojado con su
pueblo a causa de sus pecados y por tanto había vuelto su
rostro, por el momento, de su santuario (de otra forma —se
implica— Antíoco hubiera sido sobrenaturalmente rechazado
El Cuerno Pequeño / 181

como lo fuera Heliodoro) (7), El autor más secular de I Ma-


cabeos prorrumpe en un poema al relatar el hecho:

«En todo el país se alzó un gran duelo por Israel.


Príncipes y ancianos gimieron,
languidecieron doncellas y jóvenes,
la belleza de las mujeres se marchitó.
El recién casado entonó un canto de dolor,
sentada en el lecho nupcial la esposa lloraba.
Se estremeció el país por sus habitantes,
toda la casa de Jacob se cubrió de vergüenza» (8).

Debemos recordar que cuando se trata de la historia de


Israel, Antíoco presenta inevitablemente un aspecto distinto
del que le dan las narraciones del mundo helenístico en ge-
neral. Desde el punto de vista de este mundo más amplio,
Judea era una provincia muy pequeña del imperio; desde el
punto de vista de Judea, Antíoco era la encarnación misma
de Belial.
Antíoco hizo una segunda expedición contra Egipto en
—168, pero las cosas no le rodaron tan favorablemente como
él esperaba, basándose en cómo habían quedado las cosas
cuando él había salido del país el año anterior (9). Los dos
Ptolomeos habían llegado a un acuerdo y estaban ahora rei-
nándcTcómo soberanos conjuntos con su hermana Cleopatra,
q u é ' e r a sf lá vez esposa del mayor. Antíoco no podía, pues,
presentarse como defensor del rey legítimo contra el usur-
pador. Si invadía Egipto ahora, le sería difícil evitar la acu-
sación de agresor. Pero los romanos se encontraban todavía
inmersos en la Tercera Guerra Macedónica; pudieran estar
demasiado preocupados con sus propios problemas para in-
tervenir por el momento, y Antíoco esperaba que, cuando
tuviesen tiempo para interesarse en los asuntos egipcios,
haría válida la política del hecho consumado.
Al principio del año atacó a Chipre, que era un dominio
ptolemaico. El gobernador se rindió. En la primavera, su
ejército entró en territorio continental egipcio y comenzó el

(7) II Mac. 5:15-20.


(8) I Mac. 1:25-28.
(9) I Mac. (1:16-19) anota sólo la primera invasión de Egipto por
Antíoco, sin referirse para nada a la segunda; II Mac. (5:1) se refiere
exclusivamente a la segunda, pero la llama así, «segunda»; Daniel
(11:25-27) se refiere a la primera, y a continuación (11:29 y sig.) a la
segunda.
182 / Israel y las Naciones

sitio de Alejandría. Antíoco se quedó personalmente en Men-


fis, la antigua capital del Bajo Egipto, y allí se hizo coronar
rey de Egipto de acuerdo con los ritos tradicionales, por los
sacerdotes de Ptah. Ya no valía pretensión alguna de venir
como aliado y protector de la corona egipcia. Mientras que
se había contenido escrupulosamente de ofender a la pobla-
ción el año anterior, no efectuando saqueos, no hizo lo mis-
mo esta vez; en particular los templos egipcios fueron ahora
aprovechados para sacar botín en la misma medida que lo
habían sido los de Asia.
De Menfis salió Antíoco para unirse a su ejército que te-
nía sitiada a Alejandría, pero en esta ocasión sus ambiciones
sobre Egipto recibieron un nuevo revés. Como una semana
antes (22 de junio), Roma había terminado victoriosamente
la Tercera Guerra Macedónica en la batalla de Pidna. Roma
no estaba ignorante de las actividades de Antíoco en Egipto,
pero aguardaba su ocasión propicia cuando el conflicto en
| Macedonia se hubiera liquidado. Un enviado especial estaba
| esperando en el mar Egeo para zarpar rumbo a Alejandría"
i tan pronto se ganara la victoria. Se trataba de Lucius Popi-
llius Laenas, con quien Antíoco había trabado amistad du-
rante su exilio en Roma. El encuentro de ambos fuera de
los muros de Alejandría es una de esas escenas famosas
de la historia. Laenas, en lugar de aceptar la amistosa mano
que Antíoco le tendió para saludar a un antiguo amigó, puso
en ella una copia del decreto del senado romano por el que
se le invitaba a salir inmediatamente de Egipto, y le anunció
el triunfo de Roma en Pidna. Antíoco dijo que tenía que
consultarlo con sus consejeros; Laenas trazó una circunfe-
rencia en la arena alrededor del rey y le dijo que le dfóra
su respuesta antes de salir de la misma. A Antíoco no le
quedó otra alternativa que inclinarse ante los dictados de la
poderosa Roma. Poco consuelo fue para él que Laenas, enton-
ces, consintiera en estrecharle la mano en recuerdo dé su
^antigua amistad. El poder de Roma, que había sido grande
desde Magnesia, había llegado ahora a su cumbre: ea una
semana había conquistado Macedonia, había tomado a Egipto
bajo su protección y había obligado al rey seléucida a some-
terse a sus dictados. Así estos tres herederos principales del
imperio de Alejandro hubieron de reconocer una nueva po-
tencia superior a la suya.
18
LA ABOMINACIÓN DESOLADORA
(168-167 a.C.)
Antíoco tuvo que abandonar sus ambiciones en Egipto;
pero no se ejerció presión alguna sobre la dinastía ptolemai-
ca para que abandonara las suyas relativas a Asia. Antíoco
debía, pues, estar en guardia contra cualquier intento pto-
lemaico sobre Celesiria. Y las noticias que llegaban sugerían
que alguno se estaba ya preparando desde dentro. Jerusa-
lén estaba revuelto en interés de los Ptolomeos contra el
rey vencido —o al menos así parecía—.
Las noticias del mal recibimiento que los romanos le/
habían reservado a Antíoco le precedieron en su llegada a
su propio reino, y en algunos lugares, incluso en Jerusaléni
tales noticias habían llegado exageradas, hablando de su
muerte. Este distorsionado rumor alcanzó los oídos del anti-
guo sumo sacerdote, Jasón, refugiado en TransJordania. In-
mediatamente juzgó llegado el momento para que él recupe-
rase su antiguo puesto de sumo sacerdote y para echar del
templo al que había nombrado Antíoco. Reunió, pues, una
banda de mil hombres y los condujo contra Jerusalén, to-
mando la ciudad y el templo, excepción hecha de la ciuda-
deTá, en la que Menelao se vio obligado a refugiarse. Aunque
el mismo Jasón había conseguido el sumo sacerdocio por
soborno y usurpación, y aunque era un conocido helenista,
por lo menos pertenecía a la legítima familia de los sumos
sacerdotes y ello le hacía mucho más aceptable a los judíos
piadosos de Jerusalén de lo que Menelao podría ser jamás,
y tanto más ahora que Onías, a quien Jasón había sustitui-
do, estaba ya difunto. Por otra parte, el partido piadoso no
podía aprobar los métodos violentos por los que Jasón inten-
taba conseguir sus fines, y el deplorable derramamiento de
sangre judía que los mismos ocasionaban —o al menos así
razonaban cuando este intento falló y Jasón hubo de huir
del país—.
Porque su empresa estaba condenada al fracaso. Antíoco
no había muerto, sino que estaba en su camino de regreso
184 / Israel y las Naciones

desde Egipto, hondamente apenado por el brusco rechazo


de los romanos. Y durante este camino de regreso le llegó
la noticia del levantamiento en Jerusalén. Para él, natural-
mente, el levantamiento suponía una revuelta contra su auto-
ridad —sin duda, pensaba él, en favor de los Ptolomeos—.
Había en Jerusalén más rebeldes de los que él había supues-
to; de otra forma no hubiera sido tan fácil para Jasón tomar
la ciudad sin apenas resistencia. Por tanto, envió un contin-
gente de soldados contra dicha ciudad con instrucciones de
aquietar los ánimos, castigar a los rebeldes y volver a dar
su dignidad a Menelao. Parece que estos soldados trataron
a Jerusalén como ciudad rebelde y, tomándola por las ar-
mas, causaron gran mortandad no sólo entre sus defensores
militares sino también entre la población civil, mientras que
muchos civiles fueron capturados como esclavos y vendidos
en condición de tales. Menelao fue puesto sobre ellos p o r j a
fuerza como sumo sacerdote y volvió a ser tan impopular
como siempre. Además, se puso una guarnición en la ciudad
bajo el mando de un tal Filipo, nativo de Frigia, y los ciu-
dadanos quedaron sometidos a la ley marcial.
Estas medidas estaban calculadas para castigar a la
ciudad por haberse levantado; pero se pensó también que
hacían falta otras para evitar que el levantamiento se repi-
tiese. El nuevo curso tomado por la suerte de Antíoco hacía
doblemente necesario para él guardar con sumo cuidado
todas las partes de su reino lindantes con Egipto; no podía
permitirse el lujo de dejar una ciudad como Jerusalén en
manos de una población inclinada favorablemente hacia los
Ptolomeos. Había que abolir la antigua constitución de Ju-
dea como estado-templo, sustituyéndola por otra de ciudad-
estado al estilo griego, controlada por personas en quienes
Antíoco pudiera confiar, Apolonio recibió el encargo de llevar
a efecto esta transformación, por ser gobernador de Samaría
y Judea. Empezó sus operaciones precisamente un sábado,
día sagrado y de reposo, después de hablarle muy pacífica-
mente al pueblo; demolió los muros de Jerusalén (castigo
habitual para las ciudades que se levantaban contra sus
dominadores); erigió una nueva ciudadela, Acra, para que
dominase la zona del templo (1) y puso en ella una guarni-

(1) El lugar del Acra se da en I Mac, 1:33 y 14:36 como la «ciudad


de David», Si esto ha de identificarse con la original ciudad de David
al sur del área del templo, o hay que hacerlo con el cerro del oeste,
mirando al templo a través del valle Tiropoeón, es un problema que
aún tiene por resolver la arqueología de Jerusalén.
La Abominación Desoladora / 185

ción. Esta ciudadela había de servir a modo de Acrópolis


para la nueva corporación cívica de Jerusalén, en la que los
elementos helenizantes de la población se alistaron como
ciudadanos «antioquenos de Jerusalén». Estas medidas orde-
nadas por Antíoco no se llevaron a efecto sin derramamiento
de sangre; seguramente habría algunos actos de resistencia
cuando se comenzó la demolición de las murallas, reprimidos
sin cuidarse siquiera de distinguir entre combatientes y ciu-
dadanos pacíficos.
Los miembros de la guarnición de la ciudadela de Acra
recibirían, probablemente, lotes de tierra en los alrededores
de Jerusalén. La antigua ciudad amurallada había quedado
reducida al estado de villa sin murallas que había tenido en
épocas anteriores a Nehemías.
Pero Antíoco no se mostraba contento ni siquiera con
todas estas modificaciones radicales en el estado político
de Jerusalén. Quería revisar también su organización religio*
sa. Y la revisó, muy probablemente con la colaboración de
Menelao, el sumo sacerdote helenizante. Se había visto ya
bien claro que la médula de la resistencia judía al helenismo
era la religión, porque la religión judía era de tipo exclusi-
vista, muy al contrario de las practicadas por las otras na*
ciones sometidas del reino, incluidos los estados-templo, que
eran varios. No había, pues, necesidad de tomar medidas
contra la religión de estos otros pueblos como las que iban
a tomarse contra la religión judía, que habían de ser duras
por" dondequiera que se mirasen. Se lIíéróiTordenes de sus-
p e n d e r e t r i t u a l del templo, de que se destruyesen los escritos
sagradósr que dejasen inmediatamente de observarse el sá-
bado y los demás días festivos, que se aboliesen las estrictas
leyes que regían sobre los alimentos, y que cesara la circun-
cisión (marca del pacto hecho por Dios con el patriarca
Abraham). Estas medidas entraron en vigor al final de —167,
y el ataque culminante a la adoración judía llegó en el mes
de diciembre del mismo año, cuando se erigió un nuevo y
más pequeño altar sobre el altar del holocausto que había
en el patio del templo, el cual fue solemnemente dedicado a
la adoración de Zeus, dios del Olimpo, la divinidad de quien
Antíoco pretendía ser la manifestación en carne. Entre los
subditos sirios del rey, Zeus del Olimpo se había identificado
ya con el dios a quien ellos conocían bajo el nombre de B a 'al
Shamen, «el señor del cielo», y bajo este nombre, o su forma
hebraizada, Ba'al Shamayin, fue adorado en el templo de
Jerusalén. Tal vez los más extremistas helenizantes entre los
186 / Israel y las Naciones

judíos de la ciudad se contentaran con ver en el Zeus del


Olimpo o Ba'al Shamayin un equivalente de Yahvé, en la
forma misma que en el período persa se le había conocido
generalmente como «el Dios del cielo»* Pero al «señor del
cielo», a quien se había dedicado el nuevo altar erigido en
el patio del templo, había que adorarle con ritos paganos;
su culto fue solemnemente inaugurado con el sacrificio de
animales que según la ley judía eran inmundos. Los judíos
piadosos se negaron a pronunciar el nombre de la divinidad
pagana: durante mucho tiempo se habían acostumbrado^ a
considerar el mismo nombre de Baal como un shiqqus, una
abominación, y transformaron Ba'áí Shamayim en shíqqus
shomen, «la abominación de desolación», para darle su tra-
ducción tradicional, o bien como lo traduce Moffa£, «el ho:_
rror espantoso».
Por el mismo tiempo, la adoración a Yahvé en el templo
de Gerizim, en Samaría, se transformó en el culto idolátrico
a Zeus Xenius, Zeus el Protector de los Extranjeros (2).
El autor del primer libro de los Macabeos representa el
acto de Antíoco contra la religión judía como parte de una
táctica política dirigida a obligar a todas las naciones que le
estaban sometidas a practicar una misma religión y un mismo
estilo de vida. Sin duda, tal política hubiera promovido la
unidad cultural de su reino; pero en realidad no había nece-
sidad alguna de adoptar esta táctica; por todo su reino se
estaba desarrollando una amalgama sirohelenística, con la
sola excepción del partido piadoso judío que seguía adorando
al Dios de Israel. Tampoco era su resistencia a la asimilación
de las corrientes culturales y religiosas la meta primaria del
ataque real, sino que su principal fin era convertirlos en
políticamente inocuos, y fue tan poco prudente, o tan mal
aconsejado, como para pensar que iba a alcanzar este fin
aboliendo su religión. Mal le habían informado del poder y la
intensidad de la devoción religiosa de los judíos, como pronto
había de descubrir.
La idea de una adoración centralizada se abolió al mis-
mo tiempo que las otras facetas características del antiguo
orden. Por toda Judea se erigieron ahora altares en honor
del «señor'de los cielos»: en el mercado de Jerusalén y éh
todos los pueblos y aldeas del territorio. Los habitantes de
cada lugar tenían que ofrecer sacrificios en tales altares, y

(2) II Mac. 6:2.


La Abominación Desoladora / 187

se les imponían severos castigos a quienes se negaban a ha-


cerlo, como así mismo a los que persistían en observar los
ritos judíos que habían sido abolidos por decreto real. Lo
que siguió fue en realidad una intensa campaña de persecu-
ción religiosa, tal vez la primera de este tipo en la historia.
El circuncidar a los hijos, el poseer un rollo de los escritos
sagrados, el negarse a comer carne de cerdo o de los otros
animales sacrificados en los altares ilícitos, eran las princi-
pales ofensas.
19
LA RESISTENCIA DE LOS ASMONEOS
(167—164 a.C.)
A pesar del decreto real y de los severos castigos anun-
ciados para quienes lo infringieran, muchos judíos se nega-
ron a someterse, eligiendo permanecer fieles al Dios de Is-
rael y a sus santas leyes, enfrentándose con las consecuen-
cias. Algunas tradiciones de sus sufrimientos se han con-
servado, por ejemplo, en las narraciones de II Macabeos con
relación al anciano Eleazar, escriba, y de la madre y sus sie-
te hijos, todos los cuales prefirieron la muerte antes que ac-
ceder a comer el alimento abominable que les querían meter
en la boca. Su memoria se ha conservado no sólo en marti-
rologios judíos, sino también en los cristianos. El día pri-
mero de agosto lo incluyen los calendarios de la Iglesia como
recordatorio del «martirio de los santos Macabeos», habién-
doseles asignado el nombre de Macabeos exclusivamente
porque su martirio se encuentra narrado en los libros de
este nombre (1).
Una importante consecuencia de esta campaña de perse-
cución fue el estímulo que por causa de ella recibió la espe-
ranza de la resurrección. El Antiguo Testamento dice bien
poco sobre la vida futura. Una vida larga en la tierra que
Yahvé su Dios les había dado, importaba más a los ojos de
la mayoría de los israelitas piadosos durante casi todo el
período cubierto por el Antiguo Testamento que la vida en
el mundo del porvenir. Incluso por el tiempo de Ben Sirá
( — 190), el que la posteridad recordase las virtudes de un
hombre era la clase de inmortalidad que consideraban más
deseable (2). Pero cuando la persecución de Antíoco estalló, el
temor del Señor era más probable que llevase al piadoso al
martirio en su edad temprana que a una larga permanencia
(1) Con relación al nombre de los «Macabeos», véase la pág. 172.
(2) Este es el punto del pasaje mejor conocido de la obra de Ben
Sirá que empieza «Hagamos ya el elogio de los hombres ilustres...»
(Eclesiástico 44:1 y sig. Ver pág, 164).
La Resistencia de los Asmoneos / 189

en este mundo. La fe de los mártires no les permitía creer


que su lealtad a Dios fuese a darles por resultado la oscu-
ridad del Sheol. La esperanza de la resurrección prendió
fuego en ellos y alumbró como antorcha ante sus ojos, au-
mentando su valor para sufrir los martirios. Aquellos que
confesaban su fe, cuyos sufrimientos se nos narran en II Ma-
cabeos, morían en la confiada expectación de que serían le-
vantados de nuevo, con los mismos cuerpos que les estaban
maltratando, y que sus miembros mutilados les serían res-
taurados perfectamente sanos. Es probablemente a estos y
a otros como ellos a quienes se refiere el autor de la Epís-
tola a los Hebreos en el Nuevo Testamento cuando, hacia
el final de su lista de personajes del Antiguo que se distin-
guieron por su fe, añade: «otros fueron atormentados, no
aceptando el rescate (que hubieran alcanzado con la apos-
tasía), y a fin de tener mejor resurrección» (3). Desde enton-
ces en adelante, la doctrina de la resurrección se tuvo Como
artículo esencial de la ortodoxia judía (excepto entre los Sa-
duceos). Como Jesús señalara más tarde, la doctrina de la
resurrección estaba implícita desde época tan primitiva como
el período patriarcal, porque el Dios que se había dado a
conocer a Moisés como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob (4)
no es Dios de los muertos, sino de los vivos, «pues para El
todos viven» (5). Pero la doctrina de la resurrección no fue
generalmente reconocida hasta el período que ahora nos
ocupa; de allí en adelante se la reconoció de tal forma que
uno de los títulos bajo los cuales recibía Dios la adoración
de su pueblo era «El que levanta a los Muertos» (6).
El haber proscrito su santa religión, el haber mancillado
el santuario, y la apostasía de tantos de sus hermanos, les
resultaba a los hasidim más amargo de lo que podían ex-
presar, pero también había despertado la patriótica indig-
nación de muchos judíos que antes no se habían contado
entre el grupo de los piadosos.
La reacción de los hasidim la ilustra bien la historia de
un millar de ellos, contando mujeres y niños, que huyeron
de las intolerables condiciones de vida que se les habían

(3) Heb, 11:35.


(4) Ex. 3:6.
(5) Lucas 20:38.
(6) Por ejemplo, en las palabras «Bendito eres Tú, oh Señor, el
que levanta de los Muertos», que se encuentran al final de la segunda
bendición del Shemoneh 'Esreh (ver S. Singer, Authorized Daily Pra-
yer Book, Libro Autorizado de Oración Diaria, págs. 44 y sig.).
190 / Israel y las Naciones

impuesto en Jerusalén, y se fueron a habitar en cuevas en


el desierto de Judea. Cuando se supo su paradero y llegó a
oídos de los oficiales del rey, éstos enviaron una expedición
contra ellos y les ofrecieron la amnistía si accedían a aban-
donar las cuevas. Pero escogieron el sábado para hacer su
oferta, y por tanto los hasidim la rechazaron. La Ley era
muy clara en este punto: «Nadie salga de su lugar en el
séptimo día» (7). Como consecuencia de su negativa, los
atacaron y asesinaron en masa, y ni aun para defenderse de
sus asaltantes violaron la ley del sábado (8).
Estos eran los auténticos hasidim, mostrando el espíritu
más puro de lealtad a ultranza a la ley divina, una lealtad
que despreciaba incluso la consideración de la seguridad
personal. Pero si todos aquellos que pensaban de la misma
forma hubiesen adoptado esta actitud de resistencia pasiva,
por más noble que fuera, la esperanza de volver a conseguir
la libertad religiosa hubiera sido sumamente escasa.
Hubo otros que estimaron que no era la resistencia pa-
siva lo que pedían las circunstancias, y el jefe de los que
así pensaban era un sacerdote llamado Matatías, con sus
hijos, que vivían en la ciudad de Modín, en la Judea occi-
dental. En esta ciudad, como en otras, se había levantado
un altar pagano y se les ordenaba a los ciudadanos que par-
ticipasen en el sacrificio que en él se hacía. El oficial del
rey, que se hallaba presente para supervisar e imponer la
participación, invitó a Matatías a ser el primero en ofrecer
el sacrificio, puesto que era uno de los principales ciudada-
nos de Modín, y le prometió el favor del rey si así lo hacía;
pero Matatías rechazó la propuesta en voz alta y despectiva,
proclamando que él y su familia mantendrían el pacto anti-
guo, aunque todos los demás cayeran en la apostasía. Y esto
no fue todo, sino que cuando otro ciudadano más flexible
se llegó al altar para ofrecer el sacrificio, Matatías corrió
hacia él y lo mató, y tuvo que matar también al oficial que
lo defendía. Se derribó entonces el altar y Matatías procla-
mó su grito de guerra: «¡Todos los que tienen celo de la
Ley y que están firmes en la Alianza, salgan en pos de
mí! » (9). Entonces, con sus cinco hijos y otros que se les
unieron, salió de Modín y puso su cuartel en la tierra mon-
tañosa de Judea. Allí se enteraron de la triste noticia de la

(7) Ex. 16:29.


(8) I Mac. 2:29-38.
(9) I Mac. 2:27.
La Resistencia de los Asmoneos / 191

masacre de los hasidim que no se habían resistido por ser


sábado, y decidieron que si los atacaban a ellos en el sép-
timo día sí que opondrían resistencia. Era necesaria esta
forma de eludir la interpretación literal de la ley del sábado
si habían de sobrevivir algunos de los que se resistían a la
apostasía. Así, pues, en el cuartel de Matatías se reunió una
banda de insurgentes, consistente en su mayoría en perso-
nas cuya oposición al decreto real estaba basada principal-
mente en ideales patrióticos y no en los religiosos de los
hasidim. Pero hizo crecer grandemente el prestigio moral,
así como la fuerza de los insurgentes, el que se les unieran
muchos de los hasidim, reconociendo que, fuesen cuales
fueran sus diferencias religiosas, estaban de acuerdo en lo
esencial: en la oposición al decreto real y en su determinación
de luchar por la libertad religiosa. Se formó una poderosa
guerrilla, destacamentos de la cual aparecían por sorpresa en
los pueblos de Judea y demolían los altares idolátricos, mata-
ban a los judíos helenizantes, circuncidaban a los niños cuyos
padres no se habían atrevido a hacerlo por miedo a las auto-
ridades, y desaparecían tan rápidamente como se habían pre-
sentado. Se vio bien claro por toda Judea que había hombres
en el país que se habían propuesto que no triunfase la polí-
tica del rey y estaban haciendo lo que podían contra ella.
Su esperanza debe haberse presentado como algo muy
remoto. Una cosa era organizar una rápida incursión a un
pueblo pequeño acá y allá, y un esporádico asalto a un des-
tacamento de tropas, y muy otra era vencer el fuerte apoyo
del poderoso ejército que respaldaba la táctica del rey. An-
tíoco, para dar idea clara del ejército que tenía a su dispo-
sición, organizó un gran desfile militar en Dafne, cerca de
Antioquía, en el año - 1 6 6 (10), Según Polibio, en este des-
file tomaron parte 30.000 infantes fuertemente armados,
6.000 infantes con armas ligeras, 9.500 de caballería y 5.000
arqueros, honderos y otros auxiliares. Antíoco mismo no era
comandante militar despreciable, ni mucho menos, pero
afortunadamente para los judíos insurgentes, se requería la
presencia de sus ejércitos en otros puntos del reino. Su ex
pulsión de Egipto le obligó a reforzar más que nunca las
zonas orientales del reino, donde se veía amenazado por el
creciente poderío de los partos. El desfile de Dafne que aca-
bamos de mencionar era, sin duda, una revista de sus tro-

(10) Polibio, Historia XXX, 25.


192 / Israel y las Naciones

pas como primer paso para su expedición oriental, aunque


la razón aparente fuese celebrar la victoria sobre Egipto
antes de que se presentasen los romanos.
Por este tiempo falleció Matatías, y lo hizo animando a
sus hijos a que persistieran en la buena obra que juntos
habían comenzado, poniendo su confianza en Dios; les dijo
que hicieran a Judas su comandante en jefe, pero que cuan-
do les hiciera falta un buen consejo en una situación difícil,
se lo pidiesen a Simón, el mayor de los cinco. Las vidas de
estos dos hombres muestran lo acertado que era el juicio
del anciano.
Judas tenía por sobrenombre Macabeo, palabra que se
ha explicado de varias formas, pero que probablemente sig-
nifica «El Martillo». De ahí —por vía popular— se extendió
el sobrenombre a sus hermanos y descendientes, e incluso a
los mártires que sufrieron la persecución. La familia, sin
embargo, es más acertadamente conocida como la familia
de los Asmoneos por ser descendientes de Asmón, antecesor
de Matatías. Judas demostró muy pronto que estaba bien
dotado para ser jefe de guerrillas, operando en una zona
que se prestaba magníficamente a este tipo de lucha, no
sólo en incursiones sobre pequeñas ciudades o pueblos y
destacamentos aislados del ejército del rey, sino emboscan-
do a grandes formaciones militares también. En —166 de-
mostró lo que era al derrotar a dos ejércitos que marchaban
contra él por los caminos de los montes que conducían al
interior de Judea. El primero de estos ejércitos iba al man-
do de Apolonio, gobernador de Samaría y Judea, que pere-
ció en el encuentro. Al segundo, conducido por Serón, co-
mandante en jefe de las fuerzas de Celesiria, lo atacó en el
paso de Bet-horón, que lleva del llano costero a Jerusalén,
y lo diseminó a la desbandada, como al primero.
Estos éxitos les dieron gran prestigio a Judas y los su-
yos, y les ganaron la adhesión de muchos judíos que hasta
entonces habían simpatizado con los insurgentes, pero ha-
bían juzgado imprudente hacer causa común con ellos en
forma abierta. AI mismo tiempo, las victorias le hicieron
ver al rey que el levantamiento de rebeldía en Judea era
mucho más fuerte de lo que él había creído. Antíoco se ha-
llaba dispuesto a llevar el cuerpo principal de sus ejércitos
hacia oriente para recuperar las provincias perdidas más
allá del Tigris, cuyos tributos necesitaba desesperadamente.
Pero dejó un considerable cuerpo de ejército bajo las órde-
nes de Lisias, a quien dejó a cargo del territorio al oeste del
La Resistencia de los Asmoneos / 193

Eúfrates, encargándole de aniquilar la revolución en Judea,


deportar a la población judía, y repartir la tierra entre co-
lonos traídos de otras partes de su reino.
De acuerdo con estas órdenes, durante el siguiente vera-
no ( — 165), Lisias envió un ejército mayor que los que ha-
bían llevado Apolonio y Serón, no sólo con infantería, sino
con caballería también, con el fin de suprimir de una vez
a los insurgentes de forma definitiva. Acamparon en Em-
maús, en las tierras bajas de la Judea occidental, para hacer
los preparativos necesarios para el ataque. Traficantes de
esclavos de tierras lejanas se congregaron como buitres por
los alrededores, dispuestos a comprar la numerosa captura
de judíos que haría el ejército en la batalla que se aveci-
naba y en la despoblación que había de seguirla. Judas y los
suyos, por su parte, vieron que esta vez la amenaza era mu-
cho mayor que la del año anterior. Las armas que usaban
y la táctica de guerrillas no bastarían, por lo que tendrían
que echar mano de recursos espirituales. Empezaron por
ayunar y orar, y renovaron solemnemente el antiguo ritual
de la guerra santa (11). A este fin se reunieron en Mizpa,
donde siglos antes Samuel había llamado al pueblo de Israel
al arrepentimiento y a volver a ofrecerse al Señor para una
guerra santa contra los filisteos (12). Allí Judas y sus se-
guidores se consagraron, cumpliendo como mejor les era
posible las provisiones hechas en la ley antigua para estos
fines. Habiéndose preparado así para luchar al día siguien-
te, encomendaron en las manos de su Dios el curso de los
acontecimientos.
Aquella noche, Gorgias, uno de los jefes del ejército se-
léucida, destacó del cuerpo principal del ejército un con-
tingente de infantería y caballería que, guiado por algunos
hombres del partido helenizante del Acra, condujo contra
los judíos para atacarlos por la mañana. Pero Judas y sus
hombres levantaron el campo por la noche, y por la maña-
na cayeron por sorpresa sobre el resto del ejército real,
todavía acampado en Emmaús, confundiéndolos por la ra-
pidez y la violencia de su ataque. Los soldados del rey hu-
yeron de sus asaltantes, buscando la seguridad de las ciuda-
des de la costa palestina. Y cuando las fuerzas que iban al
mando de Gorgias, de regreso al campamento sin haber encon-
trado al ejército de Judas, vieron el humo que se levantaba

(11) Comp. Deut 20:1-9.


(12) Véanse las páginas 27 y 28.
194 / Israel y las Naciones

de lo que había sido su emplazamiento en Emmaús, y al


ejército de Judas dispuesto para la batalla en el llano, fue-
ron presa del pánico y huyeron a las ciudades griegas.
Esta victoria es todavía más meritoria por p a r t e de Ju-
das si recordamos que habían pasado más de cuatrocientos
años desde que los judíos tomaran parte por última vez en
una verdadera batalla, A pesar de su absoluta falta de ex-
periencia, el genio inspirador de Judas supo conducir a sus
hombres de victoria en victoria.
Lisias, el virrey, había fallado por completo en el cum-
plimiento de su misión respecto de los insurgentes. Tenía
que intentarlo de nuevo, y así fue que en otoño del mismo
año ( — 165) marchó personalmente hacia el sur con una
fuerza aún mayor, a pie y a caballo. Esta vez decidió atacar
a Judas desde el sur, no desde el oeste; para ello acampó
en Bet-sur, en la frontera entre Judea e Idumea, unos seis
kilómetros al norte de Hebrón. Los últimos éxitos de Judas
habían incrementado lógicamente el número de sus segui-
dores, pero de todas formas eran numéricamente muy infe-
riores a las huestes de Lisias. Sin embargo, lanzó contra
ellas, esta vez también, un ataque por sorpresa, y una vez
más consiguió dispersar a los realistas y causarles muchas
bajas. Lisias volvió a Antioquía.
Estaba claro que había que utilizar otros medios que no
fueran el asalto directo. Lisias abrió negociaciones de paz
con Judas, con el consentimiento del rey Antíoco, que no
podía perder más soldados porque le hacían falta muchos
para su expedición a oriente. Invitaron a Judas para que
enviase embajadores a Antioquía a discutir los términos de
la paz, y él envió a dos de sus lugartenientes llamados Juan
y Absalón. Las condiciones asmoneas incluían la eliminación
absoluta de la prohibición del culto judío, y como esto sig-
nificaba la rescisión del decreto real, el asunto fue referido
al rey. Pero a comienzos de —164 iba una embajada romana
de Alejandría a Antioquía con el fin de investigar ciertos
rumores de actividades antirromanas por parte de los se-
léucidas en violación de la Paz de Apamea (13). Los que
encabezaban esta embajada consintieron de buen grado en
apoyar vigorosamente las condiciones impuestas por los ju-
díos, porque favorecían sus propios fines al debilitar el po-
der de los seléucidas. En una conferencia sostenida en
Antioquía entre el gobierno seléucida y los embajadores

(13) Polibio, Historia XXXI, 1:6.


La Resistencia de los Asmoneos / 195

romanos, para la que el propio Antíoco volvió del oriente,,


los dos partidos políticos judíos estuvieron representados,
los helenizantes por Menelao, y los insurgentes por Juan y
Absalón. Ya se había dado cuenta Antíoco de que la prohi-
bición de la religión judaica estaba resultándole calamitosa,
que en lugar de promover la paz y el orden en el sudoeste
de su reino había producido el efecto contrario. Se retiró
la prohibición de la religión judaica, se rescindió el decreto
de persecución, y los judíos quedaron una vez más libres
para practicar sus ritos de acuerdo con la tradición recibi-
da de sus antepasados. Pero probablemente se confirmó a
Menelao como sumo sacerdote, estableciendo que tuviese
el control del templo (14).
Con condiciones de paz o sin ellas, no obstante, ni los
judíos nacionalistas ni los piadosos que seguían a Judas po-
dían conformarse con dejar el templo en las manos de un
hombre odioso por traidor y apóstata. La retirada de los
ejércitos sirios dejó dos fuerzas militares en Judea: la guar-
nición del Acra y la banda de guerrilleros de Judas. Todo
lo que podía hacer la guarnición era proteger a los heleni-
zantes que buscaran en su fortaleza refugio contra la ven-
ganza de los hombres de Judas. Dentro de la fortaleza eran
inexpugnables, pero no disponían de fuerzas para ninguna
iniciativa militar contra los veteranos guerrilleros. Judas,
por tanto, determinó ocupar la zona del templo y limpiarla
de todo lo que la hacía abominable. Envió un destacamento
a distraer a la guarnición del Acra para que no pudiera po-
ner impedimento alguno a la labor de limpieza del templo.
Sacaron el altar idolátrico y otras instalaciones del paganis-
mo y las arrojaron en un «lugar inmundo» (15) (probable-
mente en el Valle de Hinnom). El altar del holocausto ha-
bía quedado inmundo a causa de la erección sobre él de
«la abominación desoladora», asi como por la sangre y la
grasa de los animales inmundos allí sacrificados que lo ha-
bían manchado, por lo que lo demolieron, A falta de una
revelación especial para el caso, ignoraban qué procedimien-
to seguir para restablecer un altar que hubiera sido manci-
llado de esta forma; por tanto, almacenaron las piedras
que lo componían en un lugar conveniente del área del tem-
plo, hasta que apareciese un profeta que diera respuesta de

(14) Algunos documentos informativos relacionados con estas ne-


gociaciones se han conservado en II Mac. 11:16-38.
(15) I Mac. 4:43.
196 / Israel y las Naciones

parte de Dios sobre este asunto. Un nuevo altar de piedras


sin labrar se erigió en lugar del mancillado. Repararon el
lugar santo y el lugar santísimo; renovaron y colocaron en
su lugar correspondiente el mobiliario sagrado; encendie-
ron las siete lámparas, quemaron incienso en el altar del
incienso, colocaron el pan de la proposición en su mesa, y
colgaron las cortinas según estaba ordenado ante el lugar
santo y entre éste y el lugar santísimo. Luego, en el día 25
de Kislev, tercer aniversario del día cuando se había ofre-
cido el sacrificio abominable en el altar de Zeus del Olimpo.
se volvió a empezar el sacrificio diario, el holocausto, en el
nuevo altar levantado en el patio del templo. Con esto que-
dó el templo dedicado de nuevo al servicio del Dios de
Israel de acuerdo con la santa ley, y el festival de la dedi-
cación se prolongó en medio de gran regocijo durante ocho
días, en imitación de la Fiesta de los Tabernáculos, que caía
dos meses y diez días antes.
Desde aquella fecha la dedicación del templo por Judas
se ha conmemorado año tras año en la fiesta de los ocho
días de Hanukká, comúnmente conocida como «Fiesta de
las Luces» por la costumbre de encender velas o lámparas
en sus hogares durante la misma (16).
Al mismo tiempo se fortificó el monte donde estaba asen-
tado el templo para que la fortificación sirviese de contra-
ciudadela a la del Acra, y se fortificó también Bet-sur como
puesto fronterizo contra los ataques de los idumeos.

(16) Puede admitirse que esta costumbre de la fiesta sea anterior


a la rededicación del templo. II Mac. 1:18 y sig. lo explica como con-
memoración de la supuesta recuperación en tiempos de Nehemías del
sagrado altar del holocausto caído del cielo en la dedicación del tem-
plo de Salomón; pero probablemente se retrotrae a una antigua cos-
tumbre de celebrar el solsticio de invierno. Sin duda, nos encontramos
aquí ante un fenómeno muy común en la historia de la religión: la
adaptación a un nuevo propósito (en este caso a la conmemoración
de un acontecimiento histórico importante) de una fiesta ya existente.
Cuando tal adaptación ocurre, muchas de las facetas antiguas perma-
necen, pero con un nuevo significado, y este nuevo significado, y no
el original, es el importante, como puede notarse estudiando las fiestas
del año cristiano.
20
JUDAS MACABEO
(164-160 a.C.)
La dedicación del templo, aun cuando no estaba inclui-
da en el tratado, pudiera haber sido aceptada per se por
las autoridades seléucidas como un hecho consumado; pero
la fortificación del montículo del templo contra el Acra in-
dicaba que Judas y sus seguidores no se contentaban con la
restauración de la libertad religiosa, ni incluso con la res-
tauración del primitivo ritual del templo. Al final del año
— 164 entra en escena una nueva fase de la lucha. Esta ha-
bía empezado por causa del ataque a la herencia religiosa
de Judea. Se había conseguido defender y preservar tal he-
rencia, pero se continuaba para ganar también una mayor
medida de libertad política. Los éxitos de las guerrillas de
Judas sobre fuerzas enemigas muy superiores en número y
equipo hicieron creer a los patriotas insurgentes que tales
éxitos continuarían y así podrían alcanzar metas más ven-
tajosas. Los hasidim, que se habían unido a los patriotas
militantes porque no veían otra forma de recuperar su li-
bertad religiosa, estaban en general satisfechos con la meta
alcanzada, pero los asmoneos no pensaban del mismo modo.
En otras partes de Palestina y en TransJordania había
comunidades judías, algunas de las cuales eran minorías
que vivían en medio de poblaciones que no sólo les eran ex-
trañas, sino positivamente hostiles. El año —163 vio la inau-
guración de una nueva fase de la actividad de Judas dirigi-
da a ayudar a estas minorías judías, una campaña de
concentración cuya intención era traer estas personas de los
lugares donde se encontraban en peligro, bajo la protección
de fuerzas armadas, y asentarlas en Judea, en territorio con-
trolado por Judas y sus tropas. Esta táctica no sólo sería
beneficiosa para las comunidades judías rescatadas de su
entorno hostil, sino que haría más fuerte el poder de Judas
en Judea, pues aquellos que le debían su seguridad le apo-
yarían en sus demás empresas.
198 / Israel y las Naciones

En particular los ataques contra las comunidades judías


de TransJordania y Galilea provocaron llamadas de auxilio
de estas comunidades a Judas. Este y su hermano Jonatán
hicieron una expedición a Trans Jordania en el curso de la
cual atacaron varias ciudades griegas y rescataron a muchos
de sus compatriotas, llevándoselos bajo escolta a Judea.
Mientras estos dos hermanos estaban ocupados en esta ope-
ración, Simón, el hermano mayor, hacía otra similar en Ga-
lilea. Un intento por parte de los diputados que habían que-
dado al mando de las fuerzas en Judea, de atacar a Jamnia
(Yabné), en la Palestina occidental, fue rechazado con pér-
dida de muchas vidas. El autor de I Macabeos atribuye el
fallo de esta empresa a que sus autores no eran asmoneos
—no eran «de aquella casta de hombres a quienes estaba
confiada la salvación de Israel» (1)—• Pero Judas y sus her-
manos, a su regreso, hicieron incursiones a Idumea y al
territorio filisteo para mentalizar a aquellos pobladores en
el terror a las fuerzas armadas judías. En Marisa de Idu-
mea chocaron con una pequeña fuerza armada a las órde-
nes del gobernador de aquella región y la vencieron. Pero
llegó a saberse que incluso entre los seguidores de Judas
había algunos cuyas prácticas religiosas estaban muy lejos
de la ortodoxia judía; entre las vestiduras de aquellos ju-
díos que cayeron en Marisa se hallaron amuletos paganos
de Jamnia. (Esta fue —dice con complacencia el autor de
II Macabeos— la razón de su caída en la batalla; pero no
se sabía cuántos de los supervivientes poseían este tipo de
prueba de su idolatría (2).) Judas quedó estupefacto y pro-
movió una ofrenda especial por el pecado para presentarla
en el templo en favor de los caídos, para hacer expiación
postuma por su culpa, a fin de que no perdiesen la resurrec-
ción de los justos.
Mientras los asmoneos estaban ocupados en este tipo de
expediciones fuera de las fronteras de Judea, la de Antíoco
a la parte oriental de su reino, que él llevaba a cabo de for-
ma tan experta que prometía ser un gran éxito, se vio súbi-
tamente interrumpida por su muerte en Gabae (la moderna
Isfahán), en mayo de —163 (3). Antes de su muerte (que
debe haber obedecido a un ataque de tisis), envió una carta

(1) I Mac. 5:62.


(2) II Mac. 12:40.
(3) Véase M. B. Dagut, I Macabeos y la Muerte de Antíoco IV
Epifanes, JBL72 (1953), págs. 149 y sig.
Judas Macabeo / 199

ai pueblo de Antioquía (4) nombrando a su hijo de nueve


años, también llamado Antíoco, por sucesor suyo. Esto era
un cambio de táctica, pues generalmente se entendía que
su sobrino Demetrio, hijo de Seleuco IV, le sucedería en el
trono. Demetrio podría haberse contentado con ser el here-
dero de su tío, pero el nombramiento del niño Antíoco como
sucesor de su padre significaba que las posibilidades de que
Demetrio llegase alguna vez a ocupar el trono quedaban
extremadamente reducidas, a menos que él pusiera el reme-
dio. Y no sólo esto, sino que Antíoco nombraba como tutor
y regente durante la minoría de edad de su hijo a un alto
oficial de corte, Filipo, miembro de la Orden de los Parien-
tes, que a la sazón se encontraba junto al rey. Pero el joven
Antíoco había quedado en Antioquía bajo la tutela del virrey
Lisias, y éste no estaba dispuesto a entregar su doble auto-
ridad. Estas disposiciones del rey moribundo condujeron,
pues, a la desunión dentro del reino, como se vería bien
claro por los acontecimientos de los próximos años. La des-
unión en el estado seléucida contribuyó muy considerable-
mente al éxito de la causa de los asmoneos,
Cuando la noticia de la muerte del rey llegó a Antioquía,
Lisias ignoró por completo el nombramiento de Filipo como
tutor y regente, y proclamó rey a Antíoco V (Eupator), y a
sí mismo como regente. La noticia de la muerte del rey
llegó también a Jerusalén y animó a Judas a ponerle sitio
al Acra, cuya guarnición era seléucida, que era el fuerte del
partido helenizante. Menelao y sus amigos enviaron un men-
saje a Antioquía, y Lisias condujo un ejército hacia el sur.
La dedicación del templo y la fortificación de su zona, aun
si desbordaba los términos de la paz de -164, podían des-
preciarse; pero el ataque a la fortaleza real tenía que ser
rechazado. En Bet~Zacarías, unos diez kilómetros al norte
de Bet-sur, Judas, habiendo levantado el cerco del Acra,
hizo frente al ejército real; pero esta vez fue Judas el de-
rrotado. Por vez primera en Judea, el ejército real había
hecho uso de los elefantes. Eleazar, hermano de Judas, juz-
gando por la rica decoración de uno de estos animales que
sería el que transportara al joven rey, le dio al elefante des-
de abajo una lanzada mortal, muriendo él mismo aplastado
por el animal en su caída, sin que su acto suicida cumpliera
su propósito, pues no era el rey quien cabalgaba sobre el
elefante.

(4) II Mac. 9:19 y sig., omitiendo «judíos» en el v. 19.


200 / Israel y las Naciones

La fortaleza asmonea de Bet-sur se rindió a las fuerzas


reales, que pusieron en ella una guarnición propia. El mon-
tículo fortificado del templo fue asediado y había de ser
prontamente reducido por hambre; pero le llegaron a Li-
sias noticias de que Filipo, el legítimo regente, acababa de
volver de oriente y había ocupado Antioquía. Lisias, pues,
ofreció a los asmoneos unos términos de rendición muy be-
nignos, que éstos aceptaron. Dichos términos incluían la
confirmación de la libertad religiosa que habían disfrutado
bajo Antíoco IV en el acuerdo del año anterior (probable-
mente con una amnistía por las rupturas por parte asmo-
nea de este acuerdo) y la restitución del templo a los judíos
de acuerdo con sus antiguas prácticas religiosas. Así queda-
ba legalizada la dedicación del templo que ya los asmoneos
habían realizado. Pero el templo había de utilizarse como
tal y no como fortaleza; había que demoler las recientes
fortificaciones que se le habían construido. Lisias hizo aun
una concesión más: dándose cuenta de que Menelao era
completamente inaceptable como sumo sacerdote y que no
se podía esperar una paz duradera en el país mientras él
permaneciese en tal dignidad, lo depuso y nombró en su
lugar a un sacerdote llamado Alcimo, que por lo menos era
de linaje sacerdotal, de Aarón, aunque no pertenecía a la
familia oníada. Los asmoneos parece ser que reconocieron
al sumo sacerdote nombrado por Lisias y siguieron, en ge-
neral, una política de «vivir y dejar vivir» con los helenizan-
tes. Bajo estas condiciones se llegó a la paz, y cuando Lisias
partió de allí se ofreció en su honor, en el templo, un sacri-
ficio de despedida.
Lisias entonces volvió a Antioquía, de donde arrojó a
Filipo, que escapó a Egipto y aceptó el asilo que le ofreció
Ptolomeo VL
Filipo no era la única persona notable de Asia que bus-
case asilo en Egipto en aquel momento. También se encon-
traba allí Onías, hijo de Onías III, el sumo sacerdote asesi-
nado. Este joven Onías era, por las leyes de primogenitura.
el sumo sacerdote legal de Jerusalén, pero Lisias había igno-
rado sus pretensiones legales y había nombrado a Alcimo.
Con este motivo había salido para Egipto y le había pedido
permiso a Ptolomeo VI para construir un templo judío en
Leontópolis de acuerdo con el modelo del templo jerosoli-
mitano. En él se copió exactamente el ritual de Jerusalén
y allí el legítimo sumo sacerdocio de Sadoc fue perpetuado
Judas Macabeo / 201

por Onías IV y sus sucesores durante doscientos treinta


años.
Demetrio, hijo de Seleuco IV, había estado en Roma des-
de — 176, habiendo ido a aquella ciudad para sustituir como
rehén a su tío Antíoco en garantía del pago de la indemni-
zación por la Paz de Apamea, permaneciendo en ella después
de liquidada la indemnización. Ahora que Antíoco IV había
muerto, Demetrio le pidió al senado romano que le permi-
tiese volver y reclamar su legítima herencia. Pero el senado
rechazó la petición. Según ellos veían la situación, el reino
seléucida sería más débil —por más dividido— bajo la inde-
cisa minoría de edad del niño-rey Antíoco Eupator que bajo
un hombre como Demetrio, pues éste, que tenía ya veintitrés
años, prometía ser un hábil regidor si se le ofrecía ocasión
para ello.
El senado romano se proponía explotar en favor propio
la debilidad del reino seléucida. El tratado de Apamea había
prohibido a los seléucidas la posesión de flota y el empleo de
elefantes en su ejército. Estas condiciones habían sido in-
cumplidas, y los romanos aparentemente habían hecho la
vista gorda, pero en —162 llegó a Siria, procedente de Roma,
una comisión inspectora compuesta por tres delegados para
examinar los asuntos del reino seléucida, y esta comisión
insistió en la destrucción de la flota y en que a los elefantes
se les cortase el tendón de las rodillas traseras. Al protestar
Lisias le amenazaron con enviar a Demetrio a Antioquía.
Pero el populacho se irritó a causa de este abuso de autori-
dad de los romanos, y en el puerto naval de Laodicea un
sirio asesinó a uno de los miembros de la comisión, Octavio.
Lisias envió una embajada a Roma para presentar su comple-
ta inocencia de toda complicidad con aquella muerte.
La llegada de estas noticias a Roma le dio a Demetrio la
impresión de que su oportunidad había llegado. El senado
insistió en su negativa, pero él se escapó a bordo de un bar-
co de Cartago que iba a Tiro, principalmente con la ayuda
de su amigo el historiador Polibio que también estaba en
Roma como rehén, y que cuenta la historia de esta escapada.
Con dieciséis compañeros desembarcó Demetrio en Trípoli,
en Siria, y el ejército se puso inmediatamente en contacto
con él. La pérdida de la flota y los elefantes les habían ene-
mistado con Lisias. Le ofrecieron ponerle en las manos a
Lisias y al niño-rey, pero Demetrio deseaba evitar toda res-
ponsabilidad directa en su muerte* «No quiero ver sus ros-
202 / Israel y las Naciones

tros», dijo (5). El ejército entendió lo que quería decir y se


encargó de quitarles la vida.
Demetrio fue entonces coronado rey. En la parte nor-
deste de su imperio, Timarco, sátrapa de Media, se proclamó
regidor independiente, pero en el resto del imperio, por
entonces, Demetrio parecía no tener rival alguno.
Los helenizantes de Judea le enviaron una embajada en-
cabezada por el nuevo sumo sacerdote Alcimo, quejándose
de la hostilidad de Judas Macabeo y sus seguidores, quienes
entre otras cosas no le permitían al sumo sacerdote ejercer
sus funciones en el templo. El rey envió a Báquides, a quien
él había nombrado gobernador de los territorios situados al
oeste del Eúfrates, que fuese a Jerusalén con soldados para
imponer a Alcimo por la fuerza si así fuese preciso,
El partido asmoneo era el más opuesto al sumo sacerdo-
cio de Alcimo, y podemos preguntarnos si aún no se les
había ocurrido la idea de conseguir este sacerdocio para su
familia. Tal vez, sin embargo, se limitaban a oponerse a acep-
tar un sumo sacerdote impuesto por los seléucidas, fuese de
la familia de Aarón o no. Pero los hasidim estaban dispues-
tos a aceptarlo. Ya tenían asegurada la libertad religiosa y
a sus ojos la intransigencia de los asmoneos no haría más
que poner en peligro tal libertad. Ellos estaban dispuestos
a darle la bienvenida a Alcimo. Pero las autoridades seléu-
cidas no hacían distingos entre insurgentes macabeos y
miembros del partido hasidim que habían aceptado el man-
do militar de los insurgentes. Así, pues, cuando una delega-
ción de escribas (quienes aparecían ya como una casta bien
definida) le rindió homenaje a Alcimo, éste les habló con
suaves palabras prometiendo no hacerles daño alguno a
ellos ni a los hasidim en general; pero en las operaciones
encaminadas al establecimiento de Alcimo en su puesto de
sumo sacerdote, sesenta hasidim fueron apresados y muer-
tos Báquides consiguió establecer a Alcimo como jefe del
templo, pero con tanta brutalidad que su puesto quedó fa-
talmente comprometido incluso a los ojos de quienes antes
estaban dispuestos a aceptarle. Báquides no atacó sólo a
los que públicamente eran conocidos partisanos de Judas,
sino que incluso mató a un número de desertores de las
filas de Judas que se habían puesto a su disposición. Dejan-
do parte de sus tropas en Jerusalén como guardia personal
de Alcimo, Báquides regresó a Antioquía,

(5) I Mac. 7:3.


Judas Macabeo / 203

La brutalidad de este enviado militar tuvo el efecto de


reforzar la popularidad de Judas, quien siguió haciendo
incursiones a los pueblos de Judea y atacando a los miem-
bros del partido helenizante, así como a los que habían
desertado de sus filas deseando llevar una vida tranquila,
Al fin, Alcimo se dirigió en persona a Antioquía a solicitar
más ayuda, llegando cuando Demetrio acababa de salir para
Media con el fin de reducir a Timarco. Báquides, que esta-
ba a cargo del oeste (como lo había estado Lisias cuando
Antíoco IV marchó a oriente), tenía pocas tropas de qué
disponer, pero le dio instrucciones a Nicanor, comandante
de Judea, para que hiciese lo que pudiera, siempre procu-
rando evitar encuentros directos y más bien entrando en
negociaciones con Judas en un intento de mantener el juego
hasta que volviese el rey del oriente con su ejército.
Nicanor, que ya había tenido experiencia de las proezas
militares de Judas, entró en negociaciones con él y una es-
trecha amistad se trabó entre los dos hombres. Se presen-
taban juntos en público, y Nicanor persuadió a Judas de
que ya era hora de que él se asentara, se casara y sacase
adelante a una familia propia. Todo esto desagradaba a Alci-
mo, hasta el punto de que envió una nueva queja a Antio-
quía protestando de que Nicanor estuviese fraternizando con
el jefe enemigo en lugar de atacarlo. Esto hizo que se en-
viasen órdenes a Nicanor para que prendiese vivo a Judas;
pero Judas se enteró de tales órdenes, o las sospechó, y se
quitó de su alcance. Exasperado por la frustración de sus
planes, Nicanor fue a los sacerdotes y les amenazó con des-
truir el templo y poner en su lugar uno erigido en honor
de Dionisio si no le entregaban a Judas o le proporcionaban
información que condujese a su arresto.
Oyendo que Judas se hallaba en la región de Samaría,
Nicanor se dirigió allá para atacarle, pero en Adasa, en el
mismo paso de Bet-horón donde había sido derrotado ante-
riormente otro ejército seléucida, el de Nicanor sufrió un
gran fracaso y su propio jefe cayó en la batalla. Alguien le
cortó a Nicanor la cabeza y la mano derecha y trajo los
tétricos despojos a Jerusalén, clavándolos a la vista del
templo que él había amenazado con destruir. Como conse-
cuencia de esta derrota, Alcimo huyó a Antioquía ( — 161).
El aniversario de la victoria de Adasa se estableció como
fiesta bajo el nombre de el Día de Nicanor. Se celebraba el
13 de Adar (9 de marzo), el día antes de la fiesta de Purim.
204 / Israel y las Naciones

Fue en realidad una gran victoria, la última que había de


ganar Judas.
Al llegar a este punto, el relato de I Macabeos coloca la
conclusión de un tratado entre Judas y los romanos (6).
Judas había enviado una delegación a Roma, probablemente
en —161, y el senado romano consintió en entrar en nego-
ciaciones para un tratado con Judea. Los romanos aprove-
chaban todas las oportunidades que se les ofrecían para
debilitar el poderío seléucida. Le habían asegurado a Timar-
co que ellos nada tenían que oponer cuando él se proclamó
rey independiente en Media; ahora animaban a Judas y sus
seguidores en sus aspiraciones a la independencia. Ni Timar-
co ni Judas podían esperar ayuda material de Roma, pero
un tratado con tan poderoso imperio aumentaba grande-
mente el prestigio de quien lo consiguiera a ojos de sus
compatriotas y vecinos.
Demetrio tuvo un éxito completo en su campaña contra
Timarco, a quien capturó y ejecutó en —161/ —160. Deme-
trio, pues, pudo volver a casa y, al final de la primavera de
— 160, pudo disponer de un fuerte cuerpo de ejército para
marchar sobre Judea y vengar la derrota y muerte de Nica-
nor. Se dio otra batalla en el paso de Bet-horón, y esta vez
los seguidores de Judas fueron aplastados y su jefe encon-
tró la muerte.
Judas había demostrado ser un genio de la estrategia de
guerrillas, un líder que inspiraba el valor a sus hombres, y
un hombre de inmenso valor y osadía. Faltándole aquellas
cualidades de hombre de estado que sus hermanos utiliza-
ron para favorecer la causa por la que Judas había luchado,
es, sin embargo, muy dudoso que los hermanos hubieran
tenido ocasión de explotar sus cualidades diplomáticas si
Judas no hubiese antes demostrado de forma tan contun-
dente sus facultades militares. No es de extrañar que cuando
cayó en batalla sus hombres dijeran: «¡Cómo ha caído el
héroe que salvaba a Israel!» (7). Pues parecía que toda su
obra iba a derrumbarse. Alcimo volvió a ser instalado en el
templo como sumo sacerdote y el partido helenizante tomó
las riendas del poder. Aquellos que habían sido conocidos
partisanos de Judas fueron buscados y castigados, aunque
hay que decir que no recibieron otro trato que el que Judas
había dado a los helenizantes cuando se le había ofrecido

(6) I Mac. 8:1 y sig.


(7) I Mac. 9:21.
Dario I, rey de Persia, recibiendo aun subdito de Media mientras su hijo Jerjes (Asuero)
permanece en pie detrás. Escultura del Tesoro de Persépolis (fotografía del Instituto
Oriental, Universidad de Chicago.)

Carta escrita en aramaico sobre cuero. Por el exterior (parte superior) se encuentra la
dirección al oficial de Arsames, sátrapa de Egipto, c. 450—425 procedente de su jefe
desde Babilonia o Susa Los decretos y cartas reales conservadas en Esdras tendrían un
aspecto muy similar. (G.R. Driver, Aramaic Documents, pl. 12, reproducción con
permiso de Clarendon Press y la Biblioteca Bodleiana, Oxford.)
Paño de muro de piedra
recientemente descubier-
to en el lado oriental del
área cerrada del Templo,
en Jerusalén, tal vez parte
de lo que edificó Zoro-
babel, pp. 132-134. La obra
de albañilería es compa-
rable a los muros persas
en Fenicia y el Irán. El
muro herodiano tiene con
éste una unión recta sin
engarces, como se ve a la
izquierda de la fotografía.
(Por cortesía de Howard
Peskett.)

^SSÉ

Moneda acuñada por autoridades judías


en Jerusalén bajo la dominación persa.
La inscripción es Yehud en hebreo anti-
guo. En plata, diámetro aprox. 9 mm.
(Colección Hyman Bessin, Museo de
Israel, Jerusalén.)
Judas Macabeo / 207

oportunidad de ello. Pero lo más importante que había con-


seguido Judas permanecía: el templo había sido dedicado
de nuevo a la antigua adoración, la libertad religiosa se
había restablecido para los judíos y nadie pensaba repetir
la persecución religiosa que Antíoco había mantenido algu-
nos años con tan fatales resultados.
21
LA CONQUISTA DE LA INDEPENDENCIA
(160-128 a.C.)
Con la muerte de Judas parecía haberse perdido la causa
por la que él había luchado. Es verdad que el templo había
vuelto a su uso propio como santuario de Yahvé, y que los
judíos piadosos podían practicar libremente su religión tra-
dicional, pero por lo demás parecía como si la situación
fuese a caer de nuevo en lo que había sido antes de que
Antíoco IV comenzara su fatídica intervención en la vida
religiosa de Judea. Si no sucedió así se debió en parte a que
el núcleo central de los tenaces partisanos asmoneos no
quisieron aceptar la recaída, y en parte a otras disensiones
que surgieron sobre el trono seléucida, que les hicieron el
juego a estos partisanos.

JONATAN

Jonatán, el hermano de Judas, recibió la invitación de


sustituir a su hermano como líder de los insurgentes. Jona-
tán no era un genio militar como Judas, pero tenía más
prudencia y mayor capacidad diplomática. No era hombre
para arrojarse sobre un enemigo muy superior en número
cuando lo único que se podía esperar era una gran derrota.
Reanimó el decaído espíritu de sus seguidores al eludir los
intentos que hizo Báquides para sorprenderle, y al atacar
militarmente a una tribu hostil de TransJordania que había
capturado y matado a su hermano Juan.
Al oeste del Jordán, Báquides impuso un control estric-
tamente militar sobre el territorio al fortificar varios puntos
estratégicos y poner en ellos guarniciones. También tomó
medidas para asegurarse el buen comportamiento de los
principales ciudadanos de Judea, especialmente de los que
tenían simpatía por los asmoneos, consistentes en tomar a
sus hijos como rehenes en el Acra de Jerusalén.
La Conquista de la Independencia / 209

Las actividades abusivas de Alcimo como sumo sacerdote


en Jerusalén provocaron un resentimiento cada vez mayor
entre los judíos, dejando una relativa tranquilidad tras sí
cuando falleció en —159, víctima de un ataque de parálisis
que le sobrevino cuando estaba ocupado en demoler el muro
que circundaba el patio interior del templo, por lo que el
autor de I Macabeos interpreta que se trató de un juicio
divino (1). No se puso a nadie inmediatamente en su lugar.
Demetrio, juzgando por la hostil recepción ofrecida a Alcimo,
probablemente decidió que era mejor para la paz de Judea
no nombrarle ningún sucesor.
Como la situación general se presentaba ahora más tran-
quila, Báquides volvió a Antioquía. Dos años después ( — 157)
Jonatán se sintió suficientemente fuerte para intentar impo-
nerse en Judea. Los helenistas llamaron inmediatamente a
Báquides para que se las entendiera con él, pero salió mal
parado en un encuentro con Jonatán y sus seguidores que
tuvo lugar al este de Belén. Después de este choque, Báqui-
des y Jonatán acordaron una tregua: se devolvieron los
prisioneros por ambas partes y —probablemente bajo los
términos del mismo acuerdo— se le permitió a Jonatán es-
tablecer su cuartel en Micmas. Durante los cinco años si-
guientes hubo paz en Judea.
Pero en —152 entró en la escena siria un elemento per-
turbador: desembarcó en Tolemaida, fundación griega en el
lugar de la antigua Acco, un joven comúnmente conocido por
el nombre de Balas, que se llamaba a sí mismo Alejandro
Epifanes, hijo menor de Antíoco IV. Es muy difícil decir si
esta reivindicación era auténtica o no. Las monedas con su
efigie le dan un notable parecido facial con Antíoco IV, pero
¿estaba la cara de estas monedas modificada para favorecer
su pretensión? Por otra parte, la casa de Demetrio y sus
partidarios le tenían por un engañador, aventurero de baja
cuna procedente de Efeso. Mas consiguió el reconocimiento
y el apoyo de Ptolomeo VI de Egipto, quien estaba dolido de
las interferencias de Demetrio en sus dominios de Chipre.
Ptolomeo vio también en Alejandro una oportunidad para
conseguir poderío en el ámbito seléucida, y le prometió a
Balas una de sus hijas en matrimonio.
Balas, no obstante, contaba con el apoyo de un poder
más fuerte que Egipto. Los regidores de Capadocia y Per-
gamo, molestos por las intervenciones de Demetrio en los

(1) I Mac. 9:55 y sig.


210 / Israel y las Naciones

asuntos de Asia Menor, habían decidido destacar a Balas


para oponerse a Demetrio y ganarse el apoyo de Roma en
su aventura. Su éxito se debió a una cuidadosa preparación
de intrigas, procurándose de Roma un decreto del senado
que autorizase a Balas a asegurarse el trono, y con este res-
paldo fue con el que desembarcó Balas en Siria en —152.
Balas vio que podía fortalecer considerablemente su posi-
ción política si se ganaba a Jonatán y su veterana fuerza de
guerrillas, por lo que llegó a un entendimiento con él. En
compensación por el apoyo de Jonatán no sólo le permitió
mantener una fuerza militar independiente en Judea, y le
incluyó en la Orden de los «Amigos del Rey», sino que,
efectivamente, llegó a nombrarle sumo sacerdote de los
judíos, y le regaló la tiara de oro y el ropaje de púrpura que
acompañaba a esta dignidad casi real.
¡Ved hasta qué punto se habían olvidado los antiguos
ideales asmoneos! Antíoco IV comenzó su política de inter-
vención en los asuntos religiosos judíos, que al fin conduje-
ron al levantamiento de los asmoneos, deponiendo y nom-
brando sumos sacerdotes judíos. Ahora un asmoneo acepta
el sumo sacerdocio de un hombre cuyo título para dar el
nombramiento sólo está basado en su pretensión de ser hijo
y sucesor del mismo Antíoco.
Demetrio había intentado ganarse la colaboración de Jo-
natán tan pronto como Balas desembarcó en Tolemaida,
pero Balas, que no tenía nada que perder y mucho que ga-
nar, podía ofrecer mucho más que Demetrio, y Jonatán acep-
tó la mejor oferta. Al mismo tiempo, aprovechó también las
de Demetrio, porque los helenizantes que estaban en el Acra,
al ver que ambos bandos deseaban el apoyo de Jonatán, le
entregaron a éste los rehenes que tenían y no pudieron ha-
cer nada contra él cuando empezó la reconstrucción de los
muros del templo demolidos por Lisias en —163. así como
los de la ciudad, derribados por Apolonio en —168. Las guar-
niciones que Báquides había colocado por toda Judea eva-
cuaron sus ciudadelas, y sólo el Acra de Jerusalén y Bet-sur
quedaron en sus manos.
Encontrando que Jonatán había aceptado las condiciones
ofrecidas por Balas, Demetrio apeló a la nación judía, tanto
simpatizantes de los asmoneos como helenistas, ofreciéndo-
les privilegios extraordinarios, aumento de territorios y exen-
ción de impuestos y tributos, si se decidían a apoyarle a él.
Pero sus ofertas llegaron demasiado tarde: Jonatán y sus
amigos, ahora atrincherados en una posición de poder sin
La Conquista de la Independencia / 211

rival en Judea, se mantuvieron firmes en su tratado con


Balas.
Este y Demetrio se enfrentaron en batalla en —150; De-
metrio fue derrotado y perdió la vida. Ptolomeo VI fue
entonces a Tolemaida a felicitar a su vasallo vencedor (pues
poco más que eso era Balas), y a darle a su hija Cleopatra
en casamiento. Jonatán fue llamado a Tolemaida para asis-
tir a la corte de los dos reyes ( — 150). Balas lo elevó al más
alto rango de «Primer Amigo» y le nombró gobernador de
la provincia de Judea. Así, la guerra civil en el ámbito seléu-
cida resultó en un rápido acceso de Jonatán a una posición
afortunada que combinaba en él la jefatura religiosa y los
poderes civil y militar de Judea. El partido helenista pre
sentó quejas contra esta demostración del favor real sobre
un líder asmoneo, pero tales quejas no fueron escuchadas.
Balas parece haber sido tan afable y popular como su
padre putativo; pero no se ocupó, como él, de guardar las
fronteras orientales de su reino contra los partos. Esto,
posiblemente, contribuyó a enajenarle la buena voluntad de
sus subditos.
Cuando cayó Demetrio en la batalla contra Balas, dejó
dos hijos, Demetrio y Antíoco, en la isla de Cnido. En —147
el joven Demetrio llegó a la tierra de sus padres con el apo-
yo de un cuerpo de mercenarios cretenses capitaneados por
Lastenes. Estableció el control sobre una buena parte de
Fenicia y Siria, pero cuando su gobernador Apolonio requi-
rió la sumisión del amigo de Balas, Jonatán, éste le presentó
batalla cerca de Asdod y le infligió una derrota. Como resul-
tado de esta acción de guerra, Jope y un número de ciu-
dades de la costa filistea cayeron en manos de Jonatán y
éste recibió de Balas más muestras de distinción, incluyendo
probablemente el gobierno de toda Celesiria.
Ptolomeo VI, no obstante, vigilaba desde Egipto esta
nueva erupción de guerra civil en Siria, confiando que el
progresivo debilitamiento del poderío seléucida obrase en
su propio favor. Cuando estimó que la situación estaba en
sazón para que él interviniese, se internó en Asia como si
fuese a ayudar a su yerno Balas contra Demetrio II. Jonatán,
en calidad de gobernador de Celesiria, lo escoltó hasta la
frontera norte de su territorio, pero cuando Ptolomeo cruzó
la frontera tomó las ciudades costeras de Siria del Norte y
transfirió su apoyo —y su hija— de Balas a Demetrio a con-
dición de que Celesiria revertiese al imperio ptolemaico, al
que había pertenecido antes de la batalla de Panion, ocurrí-
212 / Israel y las Naciones

da cincuenta años atrás. Demetrio no podía rechazar la


oferta de Ptolomeo, aunque implicaba la pérdida de una
parte importante de su antiguo reino y el reconocimiento de
Ptolomeo como su virtual señor. Pero cuando Ptolomeo y De-
metrio entablaron una batalla conjunta contra Balas en la lla-
nura de Antioquía en la que éste fue derrotado, Ptolomeo fue
mortalmente herido. Balas intentó salvarse huyendo, mas fue
asesinado y su cabeza enviada a los vencedores. Ptolomeo
vivió lo suficiente para ver tan tétrico trofeo, mas no alcanzó
por ello ventaja alguna, pues falleció a los pocos días.
Así se libró Demetrio II de su rival y de su señor de un
sólo golpe y reinó sin disputa sobre el dominio seléucida
( — 145), sin necesidad de entregar Celesiria a Egipto.
El partido helenista de Judea, que se encontraba resen-
tido por los favores que Balas había amontonado sobre Jo-
natán, esperaba de Demetrio II mejores cosas. Pensaron que
se les ofrecía una buena oportunidad de acusar a Jonatán
ante Demetrio porque durante la lucha en el norte de Siria
éste había intentado reducir la ciudadela de Jerusalén con
su guarnición seléucida. Demetrio llamó a Jonatán a Tole-
maida, y allí Jonatán consiguió la continuación de los pri-
vilegios que él y sus seguidores habían recibido de Balas.
Fue confirmado como sumo sacerdote y como gobernador
de Judea y nombrado miembro de los «Primeros Amigos»
de Demetrio, como antes lo había sido de los de Balas. Por
su parte, se comprometía a cesar en el sitio del Acra y con-
sentir la continuación de las guarniciones seléucidas allí y
en Bet-sur. Demetrio fue lo suficiente diplomático para reco-
nocer en Jonatán a un hombre que podía ser muy valioso
como amigo y muy poderoso y peligroso como enemigo.
Pero Demetrio no pudo gozar de su recién ganado poder
por mucho tiempo sin interferencias. Cometió el error de
despedir a los mercenarios que le habían ayudado a ganar
tal poder, y estas tropas sueltas estaban a la disposición del
primer cabecilla que se les ofreciera.
Tampoco fue éste el único error del nuevo rey —o de su
comandante en jefe y consejero cretense, Lastenes— que
había de hacerle rápidamente impopular. En la misma Antio-
quía se enajenó las simpatías de una gran parte de la pobla-
ción civil por las severas medidas que tomó contra los sim-
patizantes de Balas. Estalló una insurrección en la capital,
y para aplastaría pidió Demetrio ayuda a Jonatán. Este en-
vió 3.000 hombres que colaboraron con los mercenarios cre-
tenses del rev e hicieron tal destrozo en la ciudad con el
La Conquista de la Independencia / 213

fuego y la espada que los insurgentes depusieron pronta-


mente las armas y se arrojaron a la merced del rey.
No obstante, aplastada ya la insurrección, Jonatán no
recibió de Demetrio las recompensas a las que se conside-
raba acreedor por su pronta y eficaz ayuda. Por ello, cuando
apareció un nuevo pretendiente al trono seléucida, Jonatán
transfirió su lealtad al recién llegado.
Cuando Balas fue asesinado, después de su derrota por
las fuerzas unidas de Ptolomeo VI y Demetrio II, dejó su
hijo aun niño, Antíoco, bajo el cuidado de un jefe árabe. Un
ex oficial de Balas, Trifón de nombre, vio que podía explotar
el desafecto ocasionado por Demetrio en sus mercenarios
despedidos después de haberle ayudado a conseguir el reino;
por tanto, persuadió a los árabes para que transfiriesen al
niño Antíoco a su tutela y le proclamó rey como Antíoco VI
(Epifanes Dionisio), Actuando en nombre del rey niño, Tri-
fón consiguió reunir bajo su banderín las tropas disemina-
das, juntamente con una fuerza de elefantes que Ptolomeo VI
había dejado tras de sí al morir de sus heridas, y ocupar
Antioquía y muchas otras ciudades ( — 145). Demetrio retuvo
el control de Cilicia, una o dos ciudades de la costa, y la
parte oriental del imperio. Pero Trifón consiguió el apoyo
de Jonatán cuando le confirmó en sus privilegios anteriores,
aumentó su territorio como gobernador de Judea y nombró
a su hermano Simón comandante militar de la zona costera
desde la frontera egipcia a la «Escalera de Tiro». Tanto Jo-
natán como Simón emprendieron operaciones militares en
apoyo de Trifón. Simón redujo la fortaleza de Jope, que una
guarnición partidaria de Demetrio había ocupado. Jonatán,.
sin embargo, sufrió un serio revés de manos de las fuerzas
de Demetrio en Galilea y no tuvo mucha más suerte en sus
operaciones en Celesiria en —144, aunque se enriqueció per-
sonalmente en una incursión a una tribu árabe.
Pero el apoyo que Jonatán y Simón le prestaron a Trifón
no fue para ellos más que un medio de fortalecer su propia
causa, y Trifón se dio cuenta de ello especialmente cuando
los dos hermanos reforzaron las fortificaciones de Jerusalén
y de los demás distritos que tenían bajo su control. Trifón
encontró conveniente utilizarlos durante cierto tiempo, hasta
que sus acciones independientes amenazaron sus propios
planes, pues Trifón también tenía sus ambiciones persona-
les. Mientras era beneficioso actuar en nombre del rey niño,
Trifón se contentaba con su dignidad de regente, pero su
meta era conseguir el poder real, y el trono, para sí mismo.
214 / Israel y las Naciones

No podía invadir Judea y luchar contra los asmoneos con


ninguna posibilidad de éxito, pero donde no servía la fuerza
se podía recurrir a la traición. Invitó a Jonatán a Tolemaida
y allí lo arrestó. No adelantó nada con ello, porque los se-
guidores de Jonatán inmediatamente nombraron a Simón,
el hermano mayor y único superviviente de los hermanos
Macabeos, como diputado suyo.
Así, cuando Trifón invadió Judea, Simón le salió al en-
cuentro con una fuerza tal que le hizo pensar en negociar
en lugar de atacar. Pretendió que Jonatán había quedado
en Tolemaida como rehén para garantizar el pago de una
fuerte suma de dinero, pero cuando se pagó el rescate no
le dio la libertad, sino que lo asesinó poco después. Entregó
su cuerpo, que fue enterrado en el sepulcro familiar de Mo-
dín, donde erigieron un espléndido monumento a los herma-
nos y a sus padres.
Jonatán, durante los diecisiete años de su carrera como
líder ( — 160 a —143) no desplegó ni el genio militar de Judas
ni el político de Simón. Sus éxitos se debieron principal-
mente a la destreza con que manejó a los pretendientes al
trono seléucida unos contra otros, y a su falta de escrúpulos
para transferir su apoyo de uno a otro. Su disposición para
recibir honores, y sobre todo la dignidad de sumo sacerdote,
de manos de los regidores sirios, marcó en él un triste des-
vío de los principios sostenidos al comienzo de la lucha por
la libertad. Su amplia diplomacia —la renovación de la
alianza con Roma y la conclusión de un tratado con Esparta
fundado sobre la base de una supuesta afinidad racial— le
aportó más prestigio personal que apoyo a la causa del pue-
blo Mientras el reino seléucida permaneció unido fue bien
poco lo que consiguió contra él; sólo cuando empezó su
período de disensión con la llegada de Alejandro Balas en
— 152, logró mayor poder y libertad para aprovecharse de
tales disensiones.
SIMÓN

En vista de la hostilidad de Trifón, Simón, que era ahora


sin disputa el líder judío, entró en negociaciones con Deme-
trio, quien se sintió satisfecho de tener a los judíos por
aliados en su lucha contra Trifón, y estuvo de acuerdo en
que de allí en adelante quedaran libres del pago de tributo
al tesoro seléucida. El rescripto en que se daba este decreto
data de mayo de —142 y constituía en realidad una carta
La Conquista de la Independencia / 215

de independencia para los judíos. Aquello por lo que Judas


había luchado, lo que Jonatán había intentado conseguir por
la diplomacia, lo obtenía ahora Simón. «En el año 170 (de la
era seléucida) quedó Israel libre del yugo de los gentiles» (2).
En el mismo año ( — 142) renovó Simón la alianza con
Roma y Esparta, y el senado romano escribió a Demetrio, a
Ptolomeo VIII de Egipto y a otros soberanos del Mediterrá-
neo oriental, sendas cartas anunciándoles su reconocimiento
de la independencia de Judea bajo Simón y prohibiéndoles
hacerle guerra o colaborar con quienes se la hiciesen.
Tal vez Demetrio no tuviese la intención de honrar su
acuerdo con Simón por más tiempo del que le fuese nece-
sario; pero Simón, conseguido el acuerdo, se mostró tan
eficiente en la acción como en la negociación, pues en el
mismo año —142 redujo la fortaleza seléucida de Gázara
(Gezer) y en mayo de —141 se adueñó del Acra de Jerusalén,
fortín que habían poseído continuamente los seléucidas des-
de que Apolonio lo fortificara en —167. Ambas ciudadelas
albergaron ahora guarniciones compuestas por seguidores de
Simón. Pero parece ser que no se tomaron represalias con-
tra los judíos helenizantes que durante muchos años habían
disfrutado la protección del Acra. Lo que hubiera sido su
suerte de haber sido Judas quien capturase el Acra puede
suponerse por el trato que dio a los judíos helenizantes por
todas partes; pero formaba parte de la sabiduría de Simón
unir a la nación judía bajo su liderazgo en lugar de perpe-
tuar antiguas disensiones.
El último vestigio del poderío seléucida fue así eliminado
de Judea. Demetrio nada podía hacer para evitar las opera-
ciones de Simón porque en —141 salió para el este contra
los partos, que se habían introducido peligrosamente en te-
rritorio seléucida por Mesopotamia. Probablemente, confiaba
que, al fortalecer su poderío en el este, podría actuar con
mayor eficacia y a su debido tiempo contra Trifón en el
oeste.
Mas en —139 Demetrio cayó prisionero de los partos,
quienes le mantuvieron en honrosa cautividad durante diez
años. Trifón entonces se despojó de toda pretensión de no
ser más que el regente para el niño rey Antíoco VI; hizo
que sus soldados le proclamasen rey, y poco después se des-
hizo del niño rey que le había servido para sus fines durante
cierto tiempo, pero del que ya no tenía necesidad.

(2) I Mac. 13:41.


216 / Israel y las Naciones

No obstante, Trifón no pudo disfrutar mucho tiempo su


mal avenida autoridad. Demetrio II tenía un hermano, An-
tíoco, que había vivido varios años en Asia Menor. Antíoco,
al tener noticia de la captura de su hermano, formó un ejér-
cito de mercenarios y marchó contra Trifón, cuyas tropas
desertaron para irse con él, o más bien con Cleopatra, espo-
sa de Demetrio II, que vivía en Seleucia y había invitado a
Antíoco a casarse con ella (3) y reinar en lugar de su her-
mano prisionero bajo el nombre de Antíoco VII (Sidetes).
Trifón, perseguido de refugio en refugio, se vio al fin captu-
rado y se quitó la vida.
Entre tanto, Simón recibió honores simbólicos de parte
de su pueblo agradecido por la independencia y la paz que
les había ganado. En una reunión de la Asamblea Popular
de los judíos en septiembre del año —140 se decretó, en
consideración a las hazañas patrióticas de Simón y sus her-
manos, que fuese oficialmente nombrado comandante en jefe
del ejército, etnarca o gobernador de la nación, y sumo
sacerdote, Simón había tomado de Jonatán, juntamente con
la jefatura de las funciones civiles y militares, el sumo sa-
cerdocio que a su hermano le confiriese Alejandro Balas.
Pero no era aceptable que el sumo sacerdote de una nación
libre mantuviera la sagrada dignidad conferida por un mo-
narca extranjero, por lo que ahora fue otorgada por vota-
ción popular sobre la persona de Simón. Verdad era que
Simón no pertenecía a la antigua línea de Sadoc, pero ya no
era posible reinstaurar dicha línea de sacerdocio, y así Simón
fue constituido sumo sacerdote hereditario («sumo sacer-
dote para siempre») hasta que la voluntad de Dios se decla-
rase sobre este punto por boca de «un profeta digno de
fe» (4). Por el momento, al menos, se creía que la profecía
había cesado en Israel.
Simón combinaba así en su persona las supremas digni-
dades civil, militar y religiosa, y de todos los miembros de
la familia asmonea ninguno mereció este triple honor tanto
como él. Como jefe de un estado independiente tenía dere-
cho a acuñar moneda; si no lo hizo tal vez fuera porque no

(3) Fue su tercer marido, pues antes de casarse con Demetrio II


había estado casada con Balas.
(4) í Mac, 14:41.
La Conquista de la Independencia / 217

contaba en su territorio con el dispositivo necesario para


ello (5).
Cuando Antíoco VII llegó a Siria en - 1 3 9 para tomar las
armas contra el usurpador Trifón, celebró poder contar con
el apoyo de Simón. Pero al debilitarse la causa de Trifón,
Antíoco adoptó hacia Simón una actitud más soberbia, y al
final (a principios de -138), le remitió un mensaje ordenán-
dole que entregase las fortalezas que había tomado —Jope,
Gezer y el Acra de Jerusalén—, o de lo contrario se le im-
pondría un pago en dinero al tesoro real en compensación
de la pérdida que la retención de dichos fuertes significaba.
Simón negó el derecho que el rey creía tener a hacer tal
demanda con relación al territorio de Judea, pero ofreció
100 talentos por retener Jope y Gezer. Antíoco trató esta
oferta como un insulto y envió a su capitán, Cendebeo, co-
mandante militar de los territorios de la costa, para que
atacase a Judea. Cendebeo estableció su cuartel en Jamnia
y desde allí invadió el territorio de Simón y construyó una
base militar avanzada en Azoto, la antigua Asdod.
El hijo de Simón, Juan Hircano, que estaba al mando
de Gezer, informó a su padre de la situación. Simón comi-
sionó a Juan y a su hermano Judas para que tomaran las
medidas oportunas contra Cendebeo, y éstos le infligieron
tal derrota en el llano de Azoto que Judea no volvió a ser
molestada por los seléucidas en tres o cuatro años.
En —134 Simón fue asesinado en un banquete familiar
por su propio yerno Ptolomeo, hijo de Abubos, a quien él
había nombrado comandante de Jericó. El motivo de Pto-
lomeo para tal acto parece haber sido un deseo personal
de poder: esperaba sustituir a Simón como jefe nacional.
Para conseguirlo, naturalmente, tenía que deshacerse tam-
bién de los hijos de Simón. Prendió a dos que estaban con
su padre cuando lo asesinó y los mantuvo bajo custodia en
la fortaleza de Dok, cerca de Jericó, y envió mensajeros a
Gázara para que prendiesen a Juan Hircano. Pero la noticia
de la muerte de su padre le llegó a Juan antes que los en-
viados de Ptolomeo y estaba preparado para recibirlos cuan-
do llegaran, matándolos antes que pudiesen hacer nada.
Luego se puso en camino con sus fuerzas hacia al este, a la

(5) Las monedas que llevan la inscripción «Simeón Príncipe de


Israel» y celebran la «liberación de Israel» se habían asignado a este
período, mas ahora se sabe que datan de la segunda insurrección judía
contra Roma, bajo Simeón hijo de Kosebah (A. D. 132 a 135).
218 / Israel y las Naciones

fortaleza de Dok, y la sitió. Ptolomeo, viendo que su causa


estaba perdida, mató a los hermanos y a la madre de Juan,
que también se hallaba presa en el fuerte, y escapó a Ca-
padocia.

JUAN HIRCANO

Juan Hircano fue entonces aclamado por el pueblo como


sucesor de su padre en todas sus dignidades, pero los prime-
ros seis años de su reinado fueron turbulentos porque el
desorden que siguió a la muerte de Simón le dio a Antío-
co VII la oportunidad que buscaba para invadir Judea y
ponerle sitio a Jerusalén. Juan resistió durante un año, al
cabo del cual no tuvo más remedio que pedir condiciones de
rendición. Estas condiciones incluían el volver a pagar tri-
buto, así como los tributos atrasados por los años de inde-
pendencia, la demolición de las murallas de Jerusalén y la
entrega de rehenes ( — 133).
Durante cinco años, pues, Judea volvió a ser tributaria
del jerarca seleucida; mas en —128 Antíoco VII salió en una
expedición contra los partos y cayó en una batalla con ellos.
Su hermano Demetrio II, que había estado diez años cauti-
vo de los partos, fue libertado y volvió para ocupar el trono
de Antioquía. Pero el poder seleucida se encontraba ya tan
reducido que Judea logró recuperar su completa indepen-
dencia sin miedo a intervenciones de esta parte.
22
LA DINASTÍA ASMONEA
(128—65 a.C.)
En el año séptimo de Juan Hircano el estado indepen-
diente de Judea quedó firmemente establecido. Cuarenta
años habían pasado desde que Antíoco Epifanes aboliera la
antigua constitución de Jerusalén y su territorio circundante
como estado-templo autónomo dentro del Imperio. El espí-
ritu de sacrificio y la devoción de los hasidim, el genio estra-
tégico de Judas y la gran valía de Simón como hombre de
estado —combinados, es verdad, con la creciente división
y debilidad del poder imperial seléucida— habían ganado
para el pueblo judío más (al menos en apariencia exterior)
de lo que habían perdido a manos de Antíoco. No es, pues,
de extrañar que los primeros años de independencia y segu-
ridad bajo Juan Hircano, antes que la comunidad judaica
fuese rasgada por conflictos internos, tuviera el aspecto de
una pequeña edad de oro a los ojos de las generaciones fu-
turas. Los antiguos y venerables oficios de profeta, sacerdote
y rey parecían haberse combinado en él. Dice Josefo (1) que
«Fue estimado por Dios como merecedor de los tres mayo-
res privilegios, el gobierno de su nación, la dignidad de sumo
sacerdote y el don de la profecía, porque Dios estaba con
él y le capacitaba para saber y predecir el futuro». Celebró
la recuperación para su nación de la independencia con la
emisión de una moneda de bronce con la inscripción: «Juan
Sumo Sacerdote y la Comunidad de los Judíos».
Pero los hasidim —o al menos algunos de ellos— conti-
nuaban viendo con malos ojos que los asmoneos retuvieran
el poder. Según un relato conservado por Josefo (2), se
abrió una brecha de separación entre Juan y estas gentes en
un banquete a que los invitó. Durante el banquete les ase-
guró de su veneración por los principios de ellos y de su

(1) Antigüedades XIII, 299.


(2) Antigüedades XIII, 289 y sig.
220 / Israel y las Naciones

deseo de agradar a Dios en todo, que era lo que él también


deseaba. Si a pesar de eso veían que él, sin darse cuenta,
cometía alguna infracción contra la ley divina, les rogaba
que se lo señalasen. Al oír esto, uno de los invitados, Elea-
zar, le dijo que si deseaba hacer la voluntad de Dios debía
soltar el sumo sacerdocio y contentarse con el liderato civil
y militar de la nación. La razón patente de esta demanda era
el rumor de que no mucho antes del nacimiento de Juan,
durante el reinado de Antíoco Epifanes, su madre, esposa
de Simón, había sido cautiva por algún tiempo de los oficia-
les del rey. Bajo tales circunstancias, la legitimidad de Juan,
se sugería, no podía ponerse por encima de toda sospecha,
y como la legitimidad del nacimiento era condición indis-
pensable para el sacerdocio (3), Juan debía dimitir de su
dignidad sacerdotal. No había razón alguna para suponer
que el rumor estaba bien fundado. Juan mismo interpretó
aquello como un intento de zapar su posición y rompió con
el partido al que pertenecía Eleazar. De aquí surgió el par-
tido de los fariseos (4) como grupo de oposición a la dinas-
tía de los asmoneos —postura que retuvieron durante medio
siglo—. Como posteriormente los asmoneos se hicieron menos
populares, los fariseos ganaron en popularidad. Por lo de-
más, Juan recibió el apoyo de otro grupo del senado nacio-
nal o Sanhedrín, a quienes conocemos bajo el nombre de
los saduceos. Sea cual fuere el origen de su nombre —hay
alguna base para creer que originalmente significaba miem-
bros del consejo (5)— se dio en explicarlo como derivado de
la palabra hebrea que significa «justo». Durante los cincuen-
ta años subsiguientes, pues, los saduceos tuvieron el control
del Sanhedrín, que servía como consejo de los gobernantes
de la dinastía asmonea y a ésta le daba su apoyo.
Juan Hircano aprovechó las sucesivas rencillas de la
dinastía que debilitaban el poderío seléucida para aumentar
el suyo propio. Su clara ambición consistía en restituir el
reino a las fronteras que tuvo en los grandiosos días de la
monarquía unida israelita, bajo David y Salomón. Por el
(3) Esto queda implícito en Lev, 21:7, 13 y sig. TB Qiddushin 66a
(comp. con Josefo, Antigüedades XIII, 372) coloca el incidente en el
reinado de Alejandro Janneo ( — 103/—76).
(4) La interpretación corriente de la palabra «Fariseo» la hace de-
rivar del hebreo parash, «separado»; es decir, eran «separatistas» que
se retiraban de su alianza con los asmoneos. Pero puede verse una
interpretación distinta en The Servant-Messiah (1953), por T. W. Man-
son, págs. 16 y sig.
(5) T. W. Manson, op, cit., págs. 12 y sig.
La Dinastía Asmonea / 221

sur guerreó contra los idumeos, que habían sido una espina
en el costado de los judíos desde los oscuros días del final
de la monarquía del sur. Los subyugó, los hizo aceptar la
circuncisión, y así los incorporó formalmente como miem-
bros de la nación judía. Un resultado de esta táctica fue
que los miembros de una familia idumea habían de llegar
a ser más tarde una espina aun más aguda en el costado de
los judíos, mucho más dolorosa que la anterior.
En TransJordania conquistó Juan la ciudad griega de
Medebá, Al norte de su propio territorio se enfrentó con los
samaritanos. Los judíos se encontraban ahora en situación
de tomar más cumplida venganza sobre ellos por las veja-
ciones que habían sufrido por su culpa desde que volvieran
del exilio. Siquem fue capturada y el odiado santuario cis-
mático de Gerizim, demolido (—108 aprox.)- La ciudad de
Samaría, que era a la sazón una fundación griega, aprovechó
su ventajosa posición estratégica para resistir un largo ase-
dio, como lo había hecho contra los árameos y los asirios
en tiempos de la monarquía, pero al cabo de un año fue
tomada por asalto, destruyéndola y esclavizando a sus habi-
tantes. El rey seléucida Antíoco IX Ciziceno, hijo de Antío-
co VII, intentó intervenir en favor de Samaría, pero desis-
tió cuando los romanos le advirtieron que se abstuviera,
porque Juan había renovado el acuerdo con Roma estable-
cido en tiempos de su padre.
Juan no se contentó con la reducción de Samaría, sino
que continuó su campaña hacia el norte hasta Escitópolis
(antigua Beth-shan), la que también tomó.
La imposición del judaismo a los idumeos no pudo repe-
tirse con los samaritanos, porque éstos ya eran israelitas
circuncidados, y muy conscientes de su ancestral enemistad
con los judíos. Su conquista, lejos de conducir al acerca-
miento entre los dos grupos, amargó aun más sus relacio-
nes. Juan podía arrasar su templo hasta los mismos cimien-
tos, pero no podía privar al Monte Gerizim de su carácter
sagrado, y siguió siendo el lugar sagrado para los samari-
tanos. Durante dos generaciones aguantaron los samarita-
nos la dominación de los asmoneos, hasta que al fin la con-
quista romana de Palestina los liberó del yugo judío.

ARISTOBULO I
La obra de conquista que Juan había realizado tan bien
la continuó su hijo y sucesor Aristóbulo ( - 1 0 4 / - 1 0 3 ) , quien
222 / Israel y las Naciones

durante su breve reinado de un año recorrió buena parte


de Galilea y judaizó por la fuerza a algunos de los grupos
gentiles que allí vivían, tales como los itureanos de las lade-
ras del Líbano. Sin duda, había algunos enclaves israelitas
en Galilea que habían permanecido allí desde los días cuan-
do aquel territorio había sido una provincia asiría en —732.
Había que distinguirlos de los colonizadores judíos de Ga-
lilea que Judas Macabeo se llevó a Judea en —163 (6). Es
posible que en la época posexílica estos enclaves israelitas
hubieran sido influenciados por Jerusalén en asuntos de
creencia y práctica religiosas. De todas formas, Galilea, des-
pués de conquistada por los asmoneos, no sentía por Judea
la aversión que Samaría, y de hecho en el período romano
los galileos tendían a ser más celosos del patriotismo judío
que los propios judíos. El papel que juega Galilea en el
relato evangélico le da a la conquista y judaización de aque-
lla región un especial interés.
El hecho de que Aristóbulo sea comúnmente conocido
por su nombre helenístico es significativo. La dinastía que
había accedido al poder en una reacción patriótica contra
la dominación helenista tendía cada vez más a la asimilación
de los aspectos externos y materiales del helenismo, espe-
cialmente en su parte más grosera, mientras que se ufanaba
de ser la destructora de todos los mejores elementos de la
cultura helenística en todos los lugares que paso a paso
iban poniendo bajo su dominio. Un caso más de esta ten-
dencia a la asimilación es el hecho de que Aristóbulo fuera
el primer miembro de la familia asmonea que tomara el tí-
tulo de rey (del griego basileus) en lugar del de etnarca
con el que su padre y su abuelo se habían conformado, y que
portase la diadema real. Esto, sin duda, lo hacía para aumen-
tar su prestigio entre los vecinos gentiles; en su casa se
hacía llamar por su nombre judío de Judá, que es el que
figura en las monedas acuñadas en su reinado, que se dis-
tinguen por la inscripción: «Judá el Sumo Sacerdote y la
Comunidad Judía».
Aristóbulo, al subir al trono, metió en la cárcel a su
madrastra y a sus cormanos. Su afecto fraternal se circuns-
cribía exclusivamente a su hermano de padre y madre, An-
tígono. Como resultado de un complot contra Antígono,
Aristóbulo dio sin querer órdenes de que lo matasen; y se

(6) Véase la pág. 197.


La Dinastía Asmonea / 223

dice que esto hizo presa de tal forma en su mente que ace-
leró su fin (que parece haberse debido a la tisis).

ALEJANDRO JANNEO

La viuda de Aristóbulo llevó el doble nombre de Salo-


mé (7) Alejandra: como otros miembros de la familia, tenía
un nombre judío y otro heleno. Es la más sobresaliente de
las mujeres que figuran en la historia de la dinastía asmo-
nea, Cuando su esposo murió, ella sacó de la prisión a sus
cormanos y se casó con uno de ellos, Alejandro Janneo, a
quien ayudó a tomar el lugar de su difunto cormano como
rey y sumo sacerdote. Como no le había dado hijos a Aris-
tóbulo, su casamiento con el hermano de éste caía dentro
de la ley judía del levirato (8). El nuevo rey y sacerdote tenía
la misma combinación habitual de nombres, uno heleno
y otro judío: Alejandro y Janneo, que es una forma ligera-
mente helenizada del hebreo Yannai, forma abreviada de Jona-
tán, que es el que figura en sus monedas, algunas de las
cuales tienen la leyenda: «Jonatán el Sumo Sacerdote y la
Comunidad de los Judíos», mientras que otras dicen sencilla-
mente: «Rey Jonatán» en hebreo y «Rey Alejandro» en
griego.
Poco después de su acceso al poder ( — 103) puso sitio al
antiguo puerto marítimo de Tolemaida, al noroeste de Pa-
lestina. Los habitantes del mismo pidieron ayuda a Ptolomeo
Látiro, miembro de la casa real de Egipto, que por entonces
regía en Chipre, Su ayuda resultó eficaz porque Janneo tuvo
que levantar el sitio y llegar a un acuerdo de tregua con La-
tiro. Pero al mismo tiempo maniobró contra el defensor de
los tolemaidas haciendo un acuerdo con su madre, Cleopa-
tra III (Thea), que había echado a su hijo del trono de
Egipto para disfrutar ella misma del poder supremo, invi-
tándola a que le ayudase contra su hijo Látiro. Cuando éste
se enteró del doble juego de Janneo, invadió sus dominios,
infligió al ejército judío una derrota devastadora sobre el
Jordán, y a continuación siguió una demoledora marcha por
la costa hasta Egipto. Mas en este punto su madre había
reunido los refuerzos que se había comprometido a enviarle
(7) En un texto de Qumran el nombre judío aparece en su forma
extensa de Shelom-sion = Paz de Sion.
(8) En cuanto al levirato, véase Deut 25:5 y sig. Cornp. pág. 255
<cap. 25, apartado ARQUELAO).
224 / Israel y las Naciones

a Janneo y estas tropas repelieron a Látiro echándolo del


territorio egipcio y empujándolo hasta Gaza; mas no para-
ron allí, sino que siguieron y ocuparon todo el territorio de
Janneo, y si Cleopatra hubiese tenido tales intenciones po-
día haber incorporado Palestina una vez más al imperio pto-
lemaico, como había estado antes de —198. A tal situación
había llevado Janneo a su reino a causa de su falta de pon-
deración antes de actuar. Látiro se llevó su ejército nueva-
mente a Chipre, las fuerzas de Cleopatra regresaron a Egip-
to, y el patrimonio de Janneo volvió a estar bajo su propio
control.
Entonces Janneo se dirigió a TransJordania y redujo allí
dos ciudades griegas —Gadara y Amato—. De aJlí partió para
el oeste, a la costa filistea, donde tomó las ciudades de Rafia
(cerca de la frontera con Egipto), Antedón y Gaza. Gaza,
como de costumbre, se mantuvo firme contra los sitiadores
durante largo tiempo, mas al cabo de un año de sitio, en el
año —96, fue asaltada y completamente arrasada. Sin duda,
en sus operaciones en esta región consideró Alejandro que
la proximidad de su aliado egipcio suponía un seguro contra
cualquier intervención procedente de Chipre o de otras
partes.
Pero su apetito de conquista y destrucción era insacia-
ble; cruzó una vez más el Jordán e intentó conquistar la
parte sur de TransJordania —territorio antes ocupado por
los amonitas y los moabitas—. Aquí, sin embargo, volvió a
tropezar con problemas. Los árabes nabateos (9) considera-
ban los territorios que Janneo estaba atacando como parte
de su esfera de influencia. Ya habían sospechado, en reali-
dad, las intenciones de Janneo, y antes de la caída de Gaza
habían estado en negociaciones para enviar ayuda a aquella
ciudad. No la mandaron a tiempo, pero ahora que tenían al
atacante en sus propias fronteras lo emboscaron y práctica-
mente lo aniquilaron. Apenas logró Janneo escapar con vida,
huyendo a Jerusalén.
Mas durante los diez años más o menos que habían trans-
currido desde que comenzara a reinar, se había indispuesto
con muchos de sus subditos. A pesar de ser miembro de
una dinastía judía, su gobierno era más opresivo que el de
muchos de los regidores helenistas que habían tenido. La
oposición de los fariseos a la dinastía era cada vez más vigo-
rosa, y los fariseos ejercían fuerte influencia sobre el común

(9) Ver pág. 166.


La Dinastía Asmonea / 225

del pueblo. De acuerdo con Josefo (10), la primera ruptura


que pudiera catalogarse como rebelión abierta contra él
ocurrió en una Fiesta de los Tabernáculos cuando estaba
oficiando como sumo sacerdote en el templo. Al disponerse
a ofrecer el sacrificio, el pueblo empezó a apedrearle con
los limones que llevaban por costumbre en esa fecha, acom-
pañando el acto con palabras insultantes. Alejandro envió
tropas mercenarias que se metieron entre el pueblo, matan-
do a seiscientos de ellos. Podemos proyectar más luz sobre
este incidente por medio de una tradición conservada en el
Talmud (11), que nos cuenta cómo un saduceo cuyo nombre
no se cita arrojó la habitual libación de agua al suelo y no,
como preferían los fariseos, sobre el altar, y por ello fue
apedreado con limones por el pueblo.
El espectáculo del rey corriendo como mejor podía para
refugiarse en su casa de Jerusalén como fugitivo de los na-
bateos les sugirió a sus oponentes nacionales que había lle-
gado su oportunidad. Se alzaron en rebelión contra él, y
durante seis años ( — 94 a —88) Janneo se vio obligado a
luchar contra sus propios subditos con tropas mercenarias
de las regiones helenistas que le rodeaban: situación bien
irónica para un vastago de los Macabeos. Cuando los insur-
gentes notaron que sus fuerzas se debilitaban, también pi-
dieron ayuda a los helenistas: invitaron al rey seléucida,
Demetrio III (Eucarios), para que les ayudara. Con su ayuda
derrotaron a Alejandro en una batalla dada cerca de Siquem;
sus mercenarios se dispersaron y él buscó refugio en las
montañas. Pero éste fue el gozne sobre el que giró su for-
tuna militar. La vista de un rey judío empujado a deambu-
lar por los montes como fugitivo tras la derrota a manos
de fuerzas seléucidas despertó el patriotismo de muchos de
sus subditos, incluyendo a seis mil de los que originalmente
se habían rebelado contra él. Arrepentidos de su alzamiento,
se pusieron bajo el mando de Alejandro, y con este nuevo
ejército echó de su país a los seléucidas y redujo al resto
de los rebeldes.
Restablecido así el control de su reino, volvió a la capital
llevando cautivos a los líderes de los contumaces rebeldes.
Su venganza fue horrible. Crucificó a ochocientos rebel-
des a la vista del palacio real, donde el rey y sus concubi-
nas 'disfrutaran' contemplando el tormento; y mientras es-

(10) Antigüedades XIII, 372 y sig.


(11) TB Sukkah 48h
226 / Israel y las Naciones

taban todavía vivos en sus cruces, sacó a sus esposas e hijos


y los hizo pasar a cuchillo ante sus ojos. Este acto de terro-
rismo fue eficaz —el resto de sus oponentes en Jerusalén y
Judea quedó tan aturdido y espantado que ocho mil de ellos
huyeron para encontrarse fuera de su alcance—. «Verdadera-
mente un hombre odioso —dice el Dr. Snaith—, aunque
fuera sumo sacerdote y rey. No hubo más disturbios en su
tierra durante el resto de su reinado» (12). Los seléucidas y
los nabateos aún habían de darle algunos disgustos. En el
año —86 el último rey seléucida efectivo, Antíoco XII (Dio-
niso), llevó un ejército contra el rey nabateo Aretas II, pa-
sando en su camino por Judea a pesar de la oposición de
Janneo. Aretas, sin embargo, derrotó al rey invasor y le dio
muerte, aprovechando esta victoria para extender sus terri-
torios por el norte hasta Celesiria y Damasco. El resto del
reino seléucida se lo anexionó Tigranes, rey de Armenia. El
reino nabateo se convirtió así en el poder más fuerte y
amenazador de los vecinos de Alejandro. Aretas continuó su
éxito con los seléucidas atacando a Janneo, invadiendo Ju-
dea y venciéndole en Adida, que era clave para la ruta de
Jerusalén a Jope. Janneo tuvo que solicitar condiciones
de paz y hacer concesiones para que Aretas saliese del suelo
de Judea. Todo esto, sin embargo, no le disuadió de seguir sus
aventuras militares, y en los años siguientes luchó en Trans-
jordania del norte y redujo varias de las ciudades griegas
de la Decápolis: Pella, Dium, Gerasa, Gaulana, Seleucia y
Gamala.
En los últimos años de su reinado se resintió su salud,
lo que, no obstante, no anuló tampoco sus empresas milita-
res. Cuando por fin murió en —76 había conseguido el con-
trol de un territorio al oeste y al este del Jordán prácticamen-
te con los mismos límites establecidos en su tiempo por las
doce tribus de Israel, Pero el precio había sido excesivo.
Los ideales que tal gloria le dieron en sus comienzos al
levantamiento asmoneo habían sido pisoteados. El espec-
táculo de un sumo sacerdote que pasaba la mayor parte de
su tiempo en empresas militares para extender sus domi-

(12) N. H. Snaith, The Jews from Cyrus to Herod (1949), pág. 48. Se-
guramente a este incidente se hace referencia en el comentario de Na-
hum hallado en la cueva N.° 4 de Qumran. que interpreta Nahum 2:11
y sig. como «el león rugiente que ... se vengó de los 'buscadores de
cosas suaves' (¿fariseos?), colgándolos vivos, cosa que nunca antes se
hizo en Israel» (comp. mis Second Thoughts on the Dead Sea Scrolts,
2, 1961, págs. 78 y sig.).
La Dinastía Asmonea / 227

nios era todo menos edificante, y las más sublimes tradi-


ciones de Israel habían sido traicionadas. Que un rey asmo-
neo usara mercenarios paganos contra sus propios subditos
judíos era monstruoso; si más tarde sus subditos requirie-
ron la ayuda de un rey seléucida contra Janneo, no hicieron
más que seguir su ejemplo. Su forma de vida siguió las
líneas de los más rudos y despreciables reyezuelos heleni-
zantes del Asia occidental. Lo poco que le interesaban los
elementos verdaderamente valiosos de la civilización helena
lo demuestra su crudo vandalismo, desplegado precisamen-
te en la destrucción de las ciudades helenistas que cercó y
tomó una tras otra.

SALOME ALEJANDRA

Cuando Janneo murió no legó su reino a ninguno de sus


hijos, sino a su esposa, Salomé Alejandra, que era a quien
en verdad se lo debía. Tenía ya ésta sesenta y cuatro años,
pero demostró ser una reina capacitada y prudente durante
los nueve que estuvo en el trono. Según Josefo (13), Janneo,
en su lecho de muerte, le aconsejó que se pusiera de acuer-
do con los fariseos. Si lo hizo o no, lo cierto es que trajo a
los fariseos a su consejo y prestó atento oído a sus opiniones,
hasta el punto de que la tradición rabínica presenta su rei-
nado como una edad de oro. Si la tradición está en lo cierto
al presentarla como hermana de Simeón ben Shetach, nota-
ble maestro fariseo de la época, no es seguro. Los fariseos
trataron de ganar la contrapartida por las persecuciones su-
fridas bajo Janneo. En particular, procuraron la ejecución
de varios de los hombres que creían que habían influido so-
bre Alejandro para que crucificara a sus ochocientos cautivos
judíos en el año —88. Pero el partido de los saduceos, te-
miendo que sus oponentes fuesen demasiado lejos en sus
represalias y terminasen con la antigua aristocracia de Judea
(que estaba íntimamente relacionada con los saduceos), co-
municaron sus temores a la reina por medio de su hijo me-
nor, Aristóbulo, y así los planes de venganza de los fariseos
fueron controlados.
En sus relaciones con el extranjero, Judea estuvo relati-
vamente tranquila durante el reinado de Alejandra. Utilizan-
do la diplomacia pudo evitar la invasión que amenazaba del
(13) Antigüedades XIII, 401.
228 / Israel y las Naciones

lado del rey armenio Tigranes, cuando se desplazó hacia el


sur para cercar Tolemaida en — 69. Su citado hijo Aristobu-
lo condujo una expedición contra Damasco, en la que fracasó
por completo.

HIRCANO II Y ARISTOBULO II

Alejandra le había dado a Janneo dos hijos, Hircano y


Aristobulo. El mayor, Hircano, era un hombre tranquilo y
sin ambiciones, mientras que su hermano estaba fundido en
el mismo molde que su padre y su tío, Aristobulo I, cuyo
nombre llevaba. Cuando Alejandra se hizo cargo de la sobe-
ranía heredada de su marido no pudo, en calidad de mujer,
sucederle también en el sumo sacerdocio, que le dio a su
hijo mayor tal vez porque sabía que con su carácter pacífico
no aprovecharía tal dignidad en detrimento de la autoridad
de su madre como reina, Al más joven le encomendó un
mando militar.
Aristobulo, no obstante, con el apoyo de los saduceos,
aguardaba la oportunidad de perseguir sus ambiciones y
salir de la oscuridad en que se consumía mientras su madre
remaba. Cuando ella falleció, en — 67, sus planes estaban ya
preparados para entrar inmediatamente en acción. El suce-
sor legítimo era Hircano, que ya era sumo sacerdote, pero
Aristobulo reunió un ejército y se levantó contra él. En un
encuentro habido cerca de Jericó, tantos de los hombres de
Hircano se pasaron a las filas de Aristobulo que aquél tuvo
que huir a Jerusalén para salvarse, y allí se rindió a su her-
mano concediéndole no sólo el trono, sino también el sumo
sacerdocio, a condición de que le dejase vivir tranquilo
como un ciudadano más, en posesión de sus propiedades
privadas.
Este acuerdo seguramente fue una especie de liberación
para Hircano, a quien no le gustaban las responsabilidades
ni los azares que la dignidad de sumo sacerdote y de rey
llevaban consigo. Mas no le permitirían disfrutar de su reti-
ro. Había otro hombre ambicioso en el país, a cuyos ojos
Hircano era el caballo de batalla perfecto para conseguir
sus propias ambiciones. Este hombre era Antípater, idumeo
de nacimiento, cuyo padre (también llamado Antípater) ha-
bía sido gobernador de Idumea bajo Alejandro Janneo y
Alejandra. Posiblemente, él también le había sucedido a su
padre en el gobierno. Sea como fuere, Antípater era uno
La Dinastía Asmonea / 229

de esos hombres lo bastante prudentes en su generación


para darse cuenta de que es más importante tener el poder
efectivo que ostentar sus títulos. Su idea era que Hircano
volviese a conseguir los títulos del poder para que él, Antí-
pater, lo ejerciese desde detrás del trono.
Antípater, pues, empezó por conquistarse la confianza y
la amistad de Hircano, y al mismo tiempo fue formando en
Judea un cuerpo de opinión que apoyase los derechos de
Hircano, a pesar de su personal desinterés, contra el «usur-
pador» Aristóbulo. También se buscó un confederado, Are-
tas, el rey nabateo. A continuación empezó a trabajar el
asunto con el propio Hircano, insistiendo repetidamente que,
a pesar de que él estuviese contento en su vida privada, su
hermano no se sentiría seguro mientras él viviese. Durante
algún tiempo, Hircano se negó a escucharle sobre esto y
a creer que su vida corriese peligro por el lado que Antípater
apuntaba. Al fin, no obstante, las constantes advertencias de
Antípater surtieron el efecto que éste deseaba, e Hircano
se convenció que era mejor salir de Jerusalén secretamente
y aceptar la hospitalidad que le ofrecía Aretas en Petra, su
capital.
Aretas se comprometió a apoyar a Hircano para que
recuperase el trono de Judea; en compensación, Hircano le
daría a él doce ciudades que estaban en la frontera nabatea,
que Alejandro Janneo había tomado. Aretas envió un ejér-
cito muy numeroso con Hircano y Antípater a la cabeza con-
tra Aristóbulo, al que derrotaron sin dificultad. Muchos de
los seguidores de Aristóbulo se pasaron inmediatamente al
lado de Hircano, y Aristóbulo se vio obligado a huir a Jeru-
salén y hacerse fuerte en el área del templo ( — 65). Allí lo
cercaron las fuerzas del partido contrario y sus aliados na-
bateos.
Pero Asia occidental estaba sufriendo en aquellos mo-
mentos un cambio rápido y profundo, y el control de los
asuntos de Judea no podía ya permanecer en manos as-
moneas.
23
LA CONQUISTA ROMANA
(200-37 a.C.)
Hacia el año 200 antes de Cristo la ciudad de Roma no
sólo había establecido su supremacía en Italia sino que ha-
bía surgido victoriosa de una lucha a muerte con Cartago, en
la orilla opuesta del Mar Mediterráneo. Al vencer a Aníbal
quedaron los romanos como el poder indisputable que regía
el Mediterráneo occidental. Entonces le impusieron su sobe-
ranía suprema al rey macedonio que le había prestado ayuda
a Aníbal, y asumieron el papel de protectores de las ciuda-
des-estado de Grecia. Cuando Antíoco III de Siria intervino
en los asuntos de Grecia en —192, los romanos, como protec-
tores de Grecia, lucharon contra él y lo derrotaron decisi-
vamente en Magnesia, Asia Menor, dos años más tarde. An-
tíoco hubo de retirarse del Asia Menor occidental, y la mayor
parte de aquel territorio pasó a manos del reino de Pérgamo,
que era íntimo aliado de Roma. El creciente prestigio de
Roma se percibe claramente en el incidente de —168, cuando
la palabra de un emisario romano, Lucio Popilio Laenas,
bastó para que Antíoco Epifanes desistiese de su proyectado
asalto a Alejandría (1). Era natural, también, que cuando
Judas Macabeo se levantó contra Antíoco Epifanes entrase
en relaciones diplomáticas con Roma, como lo hicieron sus
sucesores Jonatán, Simón y Juan Hircano.
En —146 Cartago fue finalmente destruida por los roma-
nos, y el hasta entonces territorio cartaginés se convirtió en
una provincia romana en África. El mismo año aplastaron
los romanos un levantamiento en Grecia, reduciendo la par-
te sur de la Península de los Balcanes al estado de dos
provincias romanas: Macedonia en el norte y Acaya en el
sur. Trece años después, Atalo III Filométor, último rey
de Pérgamo, murió legando su reino al senado y al pueblo
romanos. Decidieron aceptar el legado, y el territorio de

(!) Ver pág. 182.


La Conquista Romana / 231

los atálidas pasó al estado de provincia romana de Asia —la


primera posesión romana en el continente asiático—.
Al nordeste de esta provincia, sin embargo, se levantó
un monarca ambicioso cuya meta era fundar un nuevo
imperio para sí mismo en Asia Menor y los territorios veci-
nos. Su nombre era Mitrídates VI, último y principal regi-
dor de la dinastía arsácida que había dominado el Ponto, al
norte de Asia Menor, desde aproximadamente —300. Su am-
bición le condujo al choque con Roma, que no sólo contro-
laba la provincia de Asia sino que estaba ligada por un
tratado con los vecinos de Mitrídates, que tenían más moti-
vos para temer su táctica de expansión. En —88 lanzó un
ataque contra los administradores romanos y los colonos
asentados en la provincia, con el apoyo general de los natu-
rales del país, que habían encontrado intolerablemente opre-
sivas las exacciones y extorsiones de los gobernadores ro-
manos.
Roma envió ejércitos contra Mitrídates, pero entre la
destreza militar del rey del Ponto y las distracciones sufri-
das por Roma a causa de su propia guerra civil, esta lucha
se prolongó durante veinticinco años (2). Finalmente, en —66,
el general romano Pompeyo recibió el mando de las opera-
ciones contra Mitrídates y arrojó a este rey fuera de Asia
Menor en una sola campaña. Mitrídates huyó a la orilla
norte del Mar Negro y se suicidó en —63. Vencido Mitrída-
tes, los romanos se vieron en la necesidad de reorganizar
toda la estructura política del Asia occidental. Tigranes, rey
de Armenia, yerno de Mitrídates, que se había anexionado
no poco del anterior territorio seléucida, se sometió a Roma
en —66 y se encontraba seguro dentro de sus propios domi-
nios, y en parte del territorio que había conquistado en la
Mesopotamia occidental. Pompeyo envió a Siria a su tenien-
te Escauro para arreglar los asuntos de aquella zona donde
el último resto del poder seléucida acababa de derrumbarse.
Escauro, al llegar a Damasco, recibió noticias de la gue-
rra civil que prevalecía en Judea y se encaminó allá por si
la situación podía aprovecharse en favor de los intereses de
Roma. Ambos bandos buscaron su favor ofreciéndole gran-

(2) Durante aquellos años Mitrídates hizo una vigorosa campaña


propagandística antirromana por toda el Asia occidental (comp. Sallus,
History, fragmento IV, 69, 1-23); ecos de esta propaganda pueden re-
conocerse aún en el retrato que se hace de 'Kittim' en el comentario
del Qumran sobre Habacuc (ver Second Thoughts on the Dead Sea
Scrolts, 2 [1961], págs. 71 v sig.).
232 / Israel y las Naciones

des sumas de dinero para persuadirle. Escauro decidió


apoyar la causa de Aristóbulo y le ordenó a Aretas que le-
vantase el cerco. Aretas sabía que no podía desoír una or-
den de Roma, y se retiró. Escauro volvió a Siria, y Aristóbulo
aprovechó la nueva situación para perseguir a Aretas en su
marcha de regreso y lanzar un ataque por sorpresa contra
su ejército. Seis mil soldados nabateos murieron, según Jo-
s e f o (3), y entre ellos un hermano de Antípater llamado
Falión.
Aristóbulo decidió machacar el hierro mientras estaba
caliente y ganarse el favor de Pompeyo y Escauro. Envió al
gran general una vid de oro que con el tiempo fue dedicada
en Roma al templo de Júpiter en el Monte Capitolino. En
— 63, Pompeyo, habiendo reducido el norte de Siria, llegó a
Damasco, donde le esperaban Aristóbulo e Hircano, rogan-
do cada uno por su propia causa, así como una diputación
del pueblo judío que le pedía la abolición de la monarquía
asmonea y la restitución de la antigua constitución-templo.
Pompeyo escuchó a estos representantes y rogó a los peti-
cionarios que tuviesen paciencia hasta que él impusiera un
arreglo. Primero tenía que enviar una expedición contra los
nabateos para darles una lección que le parecía que les esta-
ba haciendo falta.
Aristóbulo, que antes había visto favorecida su causa, in-
currió en sospechas por parte de Pompeyo a causa de su
comportamiento en su retorno a Judea. Acompañó a Pompe-
yo hasta cierto punto en su expedición contra los nabateos,
pero lo dejó y se fortificó en la ciudadela de Alejandrión en
el valle del Jordán. Pompeyo, entonces, decidió posponer su
operación contra los nabateos y volver atrás a tratar con
Aristóbulo. Este se vio obligado a entregarle a Pompeyo la
ciudadela, pero salió para Jerusalén con el propósito de pre-
sentar allí su resistencia. Cuando Pompeyo llegó a las afue-
ras de Jerusalén, Aristóbulo lo pensó mejor y se entregó,
pero sus partidarios dentro de la ciudad estaban determina-
dos a resistir a los romanos. Los partidarios de Hircano, por
el contrario, veían a los romanos como aliados. Estos últi-
mos lograron el control de la ciudad y abrieron las puertas
al ejército de Pompeyo (abril-mayo); mas los del partido
de la resistencia se encerraron en el área del templo que
ocupaba una posición fuerte por su topografía y además es-

(3) Antigüedades XIV, 33. Como muchas veces se encuentra en


Josefo, su número de 6.000 puede reducirse considerablemente.
La Conquista Romana / 233

taba fortificada. Allí resistieron durante tres meses contra


los sitiadores romanos, pero al fin éstos forzaron una entra-
da desde el costado norte, y en medio de una gran matanza
toda la zona del templo cayó en sus manos. Está anotado
como digno de especial mención que todos los sacerdotes
que estaban dentro del patio del templo continuaron con
sus sacrificios como si nada extraño estuviese ocurriendo y
fueron pasados a cuchillo en gran número. La captura del
templo ocurrió en sábado un día de julio o agosto (más
exactamente que, como dice Josefo (4), en el Día de las
Expiaciones, que ocurría en octubre) (5).
Pompeyo visitó la zona capturada y la inspeccionó a
fondo, insistiendo en entrar incluso en el lugar santísimo, a
pesar de las protestas horrorizadas de los sacerdotes, pues
en este sagrado lugar sólo podía entrar el sumo sacerdote,
y eso una vez al año, el Día de las Expiaciones, llevando la
sangre del sacrificio especial hecho ese día. Pero los inten-
tos de disuadir a Pompeyo no hicieron más que decidirle
con mayor obstinación a entrar creyendo que le estaban
ocultando algo, pues corrían rumores extraños entre los gen-
tiles sobre lo que los judíos guardaban en el lugar santísimo:
unos, grotescos; siniestros, otros. Cuando Pompeyo entró
no encontró nada; mas la enormidad de su sacrilegio, a los
ojos judíos, nunca fue olvidada.
Los responsables de la resistencia recibieron severo cas-
tigo. Judea fue privada de las ciudades griegas del llano de
la costa, de Samaría y de Transjordania, que los reyes asmo-
neos se habían anexionado. También la privaron del control
que ejercía sobre la comunidad samaritana de Siquem y sus
alrededores. Reducida así a lo que era exclusivamente el
estado judío, Judea quedó como tributaria de Roma. A Hir-
cano se le confirmó en la dignidad de sumo sacerdote y en
el liderato de su nación, pero sin permitirle el título de rey,
y lo pusieron bajo la supervisión general de Escauro, nom-
brado gobernador de Siria. Aristóbulo y su familia, con mu-
chos otros judíos, se los llevó Pompeyo a Roma para que
desfilasen en su procesión triunfal en —61. Muchos de los
judíos llevados a Roma como esclavos cautivos se emanci-
paron más tarde y formaron el núcleo principal de la colo-
nia judía en Roma, que creció rápidamente.

(4) Antigüedades XIV, 66.


(5) Ver M. B. Dagut, El Rollo de Habacuc y la Captura de Jeru-
salén por Pompeyo, 'Bíblica', 32, 1951, págs. 542 y sig.
234 / Israel y las Naciones

La intervención de Roma en Siria hubiera significado de


todas formas la pérdida de la independencia de Judea; mas
si la locura de la guerra civil no hubiera metido el país de
la forma que lo hizo en las manos romanas, podría haber
retenido su autonomía en mayor medida que la cedida por
Pompeyo. Según ocurrieron las cosas, la libertad tan labo-
riosamente ganada por los primeros asmoneos y el imperio
construido por sus sucesores, todo se evaporó de la noche
a la mañana, y los judíos se encontraron bajo el dominio de
unos conquistadores más poderosos y crueles que la mayoría
de sus dominadores helenos lo habían sido.
No obstante, la dominación romana no estuvo desprovis-
ta de beneficios para Judea. Trajo consigo unos cuantos años
de paz, muy necesarios después de la lucha fratricida entre
Hircano y Aristóbulo, y si el pueblo tenía que pagar un
fuerte tributo, por lo menos estaba a salvo de las agresivas
campañas en que le había metido Alejandro Janneo. Tampo-
co era tan malo que las ciudades griegas y otros territorios
no judíos que habían conquistado estuvieran fuera de su
control.
Ahora que Hircano había recibido la confirmación como
sumo sacerdote, su amigo Antípater le apoyó y determinó
explotar en ventaja propia la nueva situación, y para ventaja
también, hay que hacerlo constar, de Judea. Desde la con-
quista romana en adelante fue táctica fija de Antípater y de
su familia apoyar al poder de Roma en Asia occidental. Los
individuos que ejercieran tal poder cambiarían, como en
realidad lo hicieron, pero el apoyo de Antípater no era al in-
dividuo, sino al imperio que representaba.
Escauro, gobernador de Siria, continuó la campaña con-
tra los nabateos que Pompeyo había interrumpido para po-
nerle sitio a Jerusalén. Antípater aprovechó la oportunidad
para ayudarle enviando víveres a sus tropas. Luego, Antípa-
ter ofreció sus servicios como mediador entre Aretas y
Escauro, y cuando este último le dio su asentimiento a reti-
rarse si Aretas le pagaba una indemnización de trescientos
talentos, Antípater garantizó personalmente el pago del di-
nero.
El hermano de Hircano, Aristóbulo II, que acompañó a
la fuerza a Pompeyo en su paseo triunfal por Roma en —61,
salió libre después del paseo, pero hubo de vivir en Roma
con su familia. Tanto él como sus dos hijos, Alejandro y
Antígono, causaron bastantes problemas en Judea durante
los años que siguieron. En —57, uno de los dos jóvenes prín-
La Conquista Romana / 235

cipes, Alejandro, que había escapado cuando su padre y otros


miembros de la familia eran transportados a Roma, fomentó
un alzamiento en Judea. Consiguió el control de tres ciuda-
delas asmoneas al este y al oeste del Jordán, pero Aulo Ga-
bino, procónsul de Siria de reciente nombramiento, acabó
con el alzamiento y capturó a Alejandro. La madre de éste
le suplicó a Gabino que soltase a su hijo, y así lo hizo el
procónsul cuando las fortalezas que Alejandro tenía se rin-
dieron a los romanos.
Gabino organizó entonces la administración de Judea. Le
privó a Hircano de toda autoridad política, no dejándole más
que el sumo sacerdocio. Dividió a Judea en cinco áreas ad-
ministrativas centradas respectivamente en Jerusalén, Gáza-
ra, Amatus (al este del Jordán), Jericó y Séforis (en Galilea).
Estas cinco áreas las colocó más directamente bajo la juris-
dición del gobernador de Siria.
Si el propósito de esta reorganización era desanimar todo
alzamiento nacional, no lo consiguió, pues al año siguiente
(—56) el mismo Aristóbulo, escapado de su «libre custodia»
en Roma con su otro hijo Antígono, se presentó en Judea e
intentó otro alzamiento. Este fue inmediatamente sofocado.
Aristóbulo huyó a la fortaleza de Macaeros al este del Jor-
dán, donde resistió cierto tiempo, siendo al fin capturado y
devuelto a Roma, quedando su familia en libertad. Alejandro
y Antígono quedaron, pues, en Palestina, y allí, sin que les
arredrase el fracaso de los dos intentos fallidos, Alejandro
preparó otro alzamiento nacionalista en — 55. Esta vez pensó
haber tomado una ocasión favorable porque Gabino, en lu-
gar de cumplir los deseos del senado de Roma y marchar
contra los partos alejándose hacia el este, abandonó su cam-
paña contra ellos nada más comenzada para ayudar al egip-
cio Ptolomeo XII (Auletes) a reconquistar su trono, del que
le habían arrojado en una revuelta popular. Su cambio de
planes se debió en parte a órdenes recibidas de Pompeyo
(que en aquellos momentos se hallaba en desacuerdo con el
senado), y en parte a un jugoso soborno que le ofreció Pto-
íomeo. Gabino, efectivamente, devolvió el trono al monarca
depuesto, y en su campaña recibió ayuda de Hircano y de
Antípater en forma de grano, dinero y hombres. El intento
de levantamiento de Alejandro fue rápidamente sofocado en
un encuentro cerca del Monte Tabor. Mas la desobediencia
de Gabino al senado hizo que le llamasen a Roma acusado
de traición, sucediéndole como procónsul en Siria Marco
Licinio Craso, en —54.
236 / Israel y las Naciones

Craso era a la sazón uno de los tres hombres más pode-


rosos del mundo romano. En realidad, es digno de notarse
que desde el año —63 en adelante muchos de los nombres
más eminentes en la historia romana en general figuran en
la de Judea y sus territorios circundantes. Siria y Judea esta-
ban en la frontera oriental del poder romano por aquella
parte, y no lejos hacia el este, sobre el Eúfrates, se hallaba
el imperio parto. Los últimos seléucidas habían tenido en-
cuentros con los partos y no habían salido bien parados. Aho-
ra los romanos habían sustituido a los seléucidas en el poder
imperial sobre Asia occidental y juzgaron necesario, desde
el principio, darles a los partos una lección que disipase de
su mente cualesquiera ideas que pudieran albergar de intro-
ducirse en la esfera de influencia romana. Gabino no había
llevado a efecto la táctica dictada por el senado contra los
partos, pero Craso venía decidido a ponerse frente a ellos en
el campo de batalla.
En el año —56, Pompeyo, Craso y Julio César, que habían
afirmado su posición en el mundo romano cuatro años antes
al formar la coalición conocida como el Primer Triunvirato,
renovaron la coalición pese a la opinión del senado y deci-
dieron que Pompeyo y Craso compartieran el consulado, que
era la primera magistratura de Roma, durante — 55. (César,
que había sido procónsul de Galia desde el final del consu-
lado, en —59, se hizo prolongar el proconsulado por otros
cinco años.) Cuando su año de consulado expiró. Pompeyo
eligió España como su provincia proconsular (pero la admi-
nistró por delegación y permaneció personalmente en Ro-
ma), mientras que Craso escogió Siria y marchó a aquella
provincia con la esperanza de alcanzar para sí gloria militar
semejante a la que sus compañeros de triunvirato ya dis-
frutaban.
Craso pasó el invierno —54/ —53 en su provincia reco-
giendo dinero para una campaña contra los partos proyec-
tada para el año siguiente. Hizo depredaciones en varios tem-
plos de Siria, incluyendo el templo judío de Jerusalén. En
— 53 capitaneó un ejército de 35.000 hombres, pasando el
Eúfrates, pero en Carres (el Harán del A. T.) sus legiones
fueron atacadas en momentos desventajosos por la caballería
y los arqueros partos, y completamente derrotadas. Craso
mismo perdió allí la vida.
Las noticias de esta derrota y de la muerte de Craso fue-
ron la señal para un nuevo alzamiento en Judea, conducido
por un tal Pitolao, y rápidamente sofocado por el nuevo go-
La Conquista Román» / 237

bernador de Siria, un oficial de Craso llamado Casio; Pitolao


murió y gran número de sus seguidores fueron vendidos co-
mo esclavos. El mismo Casio, en —51, evitó que los partos
aumentasen la victoria de Carres invadiendo Siria.
La muerte de Craso tuvo serias consecuencias para el
triunvirato del que había formado parte. Poco después, los
dos triunviros supervivientes, Pompeyo y César, se identifi-
caron con causas opuestas entre sí en el estado romano. El
senado, cuyo trato indigno a Pompeyo después de su regreso
de oriente le había impulsado a hacer causa común con Cra-
so y César, ahora se vio obligado a pedirle ayuda a Pompeyo.
En —49 estalló la guerra civil entre los dos bandos. César
se hizo el amo de Roma y Pompeyo hubo de cruzar el Adriá-
tico. César soltó a Aristóbulo de su custodia para que pudiese
encabezar las actividades antipompeyanas en Siria, donde
mandaba el partido de Pompeyo, pero antes que Aristóbulo
tuviera ocasión de salir de Roma en su misión lo envenena-
ron los partidarios de Pompeyo. Por el mismo tiempo su hijo
Alejandro murió también en Antioquía por orden de Matelo
Escipión, procónsul de Siria de —49 a —48. Matelo era sue-
gro de Pompeyo (6) y actuó bajo las instrucciones de éste.
Toda esta situación la resolvió, sin embargo, la victoria
de César sobre Pompeyo en la batalla de Farsalia a comien-
zos del —48. Pompeyo huyó a Egipto y se confió a la hospi-
talidad del joven Ptolomeo XIII; mas un estadista derrotado
suele ser un huésped embarazoso, especialmente cuando el
que le ha derrotado está en camino, y los ministros de Pto-
lomeo libraron a su real señor de posibles complicaciones
asesinando a Pompeyo tan pronto como desembarcó. Cuando
la noticia de la muerte de Pompeyo llegó a Judea, muchos
de sus habitantes recordaron cómo, quince años antes, había
capturado el templo y había profanado el lugar santísimo,
y consideraron su muerte como digna venganza divina, tardía
tal vez, pero segura.
Quedó César como poder dominante en el mundo romano.
Antípater, cuya firme política era apoyar a los representan-
tes del poder romano en oriente, pronto encontró oportuni-
dad de atraerse el favor de César como antes lo había hecho
con los tenientes de Pompeyo.

(6) En el año —60 Pompeyo se había casado con Julia, joven hija
de César; su extemporánea muerte en —54 contribuyó a aflojar los
lazos que unían a los dos hombres.
238 / Israel y las Naciones

César siguió a Pompeyo a Egipto con la esperanza de co-


gerlo vivo, probablemente para desplegar su magnanimidad
hacia él, pero llegó tarde. Había, sin embargo, algunos asun-
tos en Alejandría que requerían su atención; especialmente,
existía una disputa entre el joven rey y su hermana-reina
Cleopatra que César resolvió de forma tal que le creó resen-
timientos entre los ministros de Ptolomeo, quienes atacaron
a César bloqueándole a él y a su ejército de tres mil hombres
en un ala del palacio de Alejandría por todo el invierno de
-48/-47.
La liberación de estas fuerzas la organizaron Mitrídates
de Pérgamo, reuniendo como pudo una fuerza para acudir
en auxilio de César, y Antípater, que organizó el suministro
para César y sus hombres. Liberado y reforzado, César peleó
y ganó una batalla contra los seguidores de Ptolomeo X I I I .
El propio rey murió en ella; su hermano ocupó el trono con
el nombre de Ptolomeo XIV, pero desde entonces el poder
supremo de Egipto lo ejerció su hermana Cleopatra, con
quien César había establecido excelentes relaciones perso-
nales.
César volvió a Roma, pero hizo el viaje vía Judea, Siria
y Asia Menor. Premió la oportuna ayuda de Antípater —que
éste había enviado en nombre de Hircano— haciéndole ciu-
dadano romano libre de impuestos, con el título de procu-
rador de Judea. Confirmó a Hircano en el sumo sacerdocio
y le dio el título de etnarca de los judíos, a pesar de la recla-
mación de Antígono, el hijo de Aristóbulo que aún sobrevi-
vía, de que esta doble dignidad era suya por derecho como
legítimo sucesor de los asmoneos. Le permitió a Hircano re-
construir los muros de Jerusalén que Pompeyo había des-
mantelado, e hizo a los judíos numerosas concesiones, sin
olvidar una reducción en el tributo. La constitución impuesta
por Gabino sobre Judea en —57 quedó sobreseída por otra
que les permitía a los judíos una gran autonomía.
Antípater había conseguido ya una situación estable en el
estado judío. Lo celebró nombrando a sus hijos, Fasael y
Herodes, prefectos militares de Judea y Galilea respectiva-
mente. En Galilea existía bastante bandidaje, y Herodes, que
contaba a la sazón veinticinco años, desplegó notable energía
para reprimirlo. Pero cuando capturó a un jefe de banda
llamado Ezequías y lo hizo ejecutar en el lugar mismo de la
captura, incurrió en enemistad con el Sanhedrín de Jerusa-
lén, que era quien tenía, exclusivamente, la autoridad para
condenar a la última pena. Herodes fue citado para aparecer
La Conquista Romana / 239

ante el Sanhedrín y ser juzgado por su acto ilegal. Se pre-


sentó rodeado de un despliegue de fuerza con el que con-
fiaba intimidar al Sanhedrín; Hircano, que como sumo sacer-
dote era de oficio presidente del juzgado, difirió la causa
indefinidamente. La mayoría del Sanhedrín parecía dispuesta
a condenar a Herodes, sin considerar las consecuencias, pero
Hircano sabía que éstas no podían ser otras que el derrama-
miento de sangre y la guerra civil.
Herodes salió del paso indemne. Entonces recibió abierto
acceso al poder porque el procónsul de Siria, Sexto César,
impresionado por su energía desplegada en Galilea, le hizo
también prefecto militar de Celesiria.
Sexto César, no obstante, murió asesinado en el año —46
por instigación de un pompeyano, Cecilio Baso, que se adue-
ñó de Siria con la ayuda de los partos. Julio César envió un
ejército a Siria que empujó a Baso hasta Apamea, donde lo
cercó. Pero el sitio seguía aún cuando el asesinato del propio
Julio César en el plenilunio de marzo de — 44 puso al mundo
romano nuevamente en el crisol.
El asesinato de Julio César condujo a una nueva guerra
civil entre el partido que seguía a los principales asesinos.
Bruto y Casio, y los partidarios de César encabezados por
su antiguo teniente Marco Antonio y el sobrino-nieto e hijo
adoptivo de César, Octaviano.
César ya había nombrado a Casio procónsul de Siria, y
allá se dirigía en aquellos días. Ya había adquirido expe-
riencia en aquella provincia como oficial del ejército de Cra-
so, que allí fracasara; fue él, como ya hemos visto, quien
evitó la intromisión de los partos en territorio romano des-
pués del desastre de Carres en —53. Las fuerzas romanas
rivales en Siria desistieron de su lucha y se unieron a Casio.
La muerte de César fue un duro golpe para los judíos,
que habían recibido de su mano extraordinarios favores, y
sin duda esperaban conseguir más. La conducta de Casio pre-
sentaba gran contraste con la de César, porque se proponía
obtener una gran suma de dinero con la que sufragar los
gastos de la campaña pendiente contra Antonio y Octaviano,
y le tocaba a Judea aportar una gran contribución. Algunas
ciudades en las que no sacaba suficiente dinero sufrían tratos
ejemplarmente severos, vendiéndose sus habitantes como
esclavos. A pesar de ello, como Casio representaba entonces
el poder romano en aquella provincia, Antípater, fiel a su
política, le apoyó aportando setencientos talentos para su
campaña. Casio, agradecido, renovó el nombramiento de
240 / Israel y las Naciones

Herodes como prefecto militar de Celesiria que ya le había


conferido Sexto César.
El año —43 murió Antípater. Un tal Malichus, que desea-
ba conseguir el control de Judea que ahora ostentaba Antí-
pater, sobornó al mayordomo de Hircano II para que le
envenenase cuando estuviera comiendo con Hircano. Así lo
hizo, y Herodes tomó la primera oportunidad de vengar la
muerte de su padre.
Al año siguiente, los ejércitos romanos rivales chocaron
en Filipo, en Macedonia, resultando victoriosos Antonio y
Octaviano. Bruto y Casio se suicidaron en la hora de la de-
rrota.
Después de la partida de Casio para la guerra se impuso
un estado de anarquía en Judea. El regidor de Tiro se
apropió parte del territorio galileo. Antígono, el hijo super-
viviente de Aristóbulo, hizo otro intento de tomar el poder,
que Herodes hizo fracasar.
El resultado inmediato de la batalla de Filipo fue que
todas las tierras romanas del este quedaron bajo el control
de Antonio. Los hijos de Antípater, que habían apoyado a
Casio, tenían que andarse con pies de plomo, especialmente
cuando más de una delegación de la aristocracia judía de-
nunció a Fasael y a Herodes ante Antonio. Pero Antonio
sabía muy bien que Antípater y su familia no habían apoyado
a Casio por razones de partidismo, sino porque era el repre-
sentante local y temporal de Roma. Recordó sus amistosas
relaciones con Antípater cuando pertenecía al cuadro de
oficiales de Gabino en Siria quince años atrás, y sabía que
podía contar con la lealtad de Fasael y Herodes y contro-
lar Judea más eficazmente por medio de ellos que de cual-
quier otro modo. Por tanto nombró a ambos tetrarcas con-
juntos (7) de Judea (—41), nombramiento que acabó con la
autoridad política de Hircano. Mas tal autoridad no había
sido más que nominal desde hacía tiempo; a Hircano le bas-
taba el prestigio del sumo sacerdocio.
Antonio procuró ganarse el favor de los judíos emanci-
pando a los que Casio había vendido en esclavitud y forzan-
do a los tirios a devolver el territorio tomado después de la
partida de Casio. A pesar de todo, Antonio resultó ser un
dominador opresivo. Judea, como las otras provincias roma-
(7) Originalmente un título macedonio que denotaba una especie
de virrey de la cuarta parte de un reino. «Tetrarca» lo usaban los
romanos para denotar el que regía sobre una parte cualquiera de una
provincia, constituyendo un título inferior al de «etnarca».
La Conquista Romana / 241

nas orientales que controlaba, hubo de pagar enormes im-


puestos para sufragar su extravagante nivel de vida.
Antonio pasó el invierno de —41/ —40 en Egipto como
huésped de Cleopatra, bajo cuyo embrujo había caído de
forma mucho más completa que Julio César. Desde allí se
fue a Italia y remendó como mejor pudo una tregua con
Octaviano, pues la rivalidad entre los dos vencedores en
Filipo había alcanzado un punto en que la menor chispa ha-
bía de encender la guerra civil de forma inevitable.
Durante su ausencia, los partos invadieron Siria bajo su
rey Orodes y su hijo Pácoro. Con los partos marchaba un
oficial romano renegado, Labieno, que había ido a la corte
parta como embajador de Bruto y Casio y se había quedado
allí después de la muerte de éstos. Labieno consiguió atraer-
se a la mayor parte de las tropas romanas que había en Si-
ria. En cuanto a Judea, Antígono logró por fin ponerse la
corona real de sus antepasados asmoneos, porque se había
aliado con Partía cuando no vio esperanza de que Roma le
satisfaciera. Su tío Hircano fue encarcelado y se le cortaron
las orejas para evitar que jamás volviese a ser sumo sacer-
dote (pues tal mutilación física descalificaba para la dignidad
sacerdotal). Fasael se suicidó en la cárcel y Herodes escapó
a Roma.
Durante tres años, pues ( — 40/ —37), Antígono gobernó en
Judea en calidad de rey y sumo sacerdote. En —39, Ventidio
Baso, a quien Antonio había enviado a hacerse cargo de la
situación, derrotó a Labieno y sus tropas y arrojó de Siria
a los partos. Cuando éstos intentaron volver al año siguiente
sufrieron a sus manos una gran derrota, hallándose el prín-
cipe heredero Pácoro entre los muertos. Pero Ventidio no
interfirió en los asuntos de Antígono, sino que lo dejó en
paz en Judea a condición de que pagase su tributo. Ventidio
volvió a Roma para recibir una bienvenida triunfal.
Entre tanto, en Roma había ocurrido algo que había de
cambiar todo el estado de los asuntos judíos. Herodes llegó
allí casi a finales del año —40 y se reunió con Antonio y Oc-
taviano, reconociendo ambos los servicios que podía rendir
a la causa romana en el oriente si le restituían su autoridad,
y por sus buenos oficios, Herodes, en una reunión del senado
romano, fue nombrado rey de los judíos. Una semana más
tarde salió de Roma con dirección al este a fin de recuperar
su reino, sin el cual el título hubiera sido una burla sin
sentido.
242 / Israel y las Naciones

La reconquista no le resultó fácil, y las fuerzas romanas


de la vecindad no le prestaron mucha ayuda al principio.
Tomó Jope y abrió la fortaleza de Masada en la orilla sudes-
te del Mar Muerto, en la que su familia había estado viviendo
durante el último año. En el —38 se apoderó de Galilea, que
dejó a cargo de su hermano José mientras él partía para
tener una nueva entrevista con Antonio, que había vuelto a
Siria y se encontraba a la sazón en Samosata. Durante su
ausencia, los que le apoyaban en Galilea sufrieron un ataque
de Antígono, saliendo derrotados y muriendo su hermano
José. Galilea se puso de nuevo contra Herodes y fue preciso
volver a conquistarla. Entonces, una derrota que Herodes
le infligió a parte del ejército de Antígono en Samaría puso
a toda Palestina menos la ciudad de Jerusalén bajo su con-
trol. En el año —37 procedió al sitio de Jerusalén, en el que
tuvo el apoyo de Sosio, uno de los tenientes de Antonio, que
aportó un numeroso ejército. Tras un sitio y alguna que otra
reducción parcial de casi tres meses de duración, la ciudad
entera quedó en manos de Herodes, quien envió a Antígono
encadenado a Antonio. Mucho trabajo le costó a Herodes
evitar que sus aliados romanos se dedicaran al saqueo y a
pasar a cuchillo a los habitantes de la ciudad conquistada,
y sólo cuando puso en sus manos un importante soborno
logró que se ausentasen. Sosio se llevó al real prisionero a
Antioquía, donde Antonio, por deseo de Herodes, ordenó que
le cortasen la cabeza. Era la primera ocasión, decían los hom-
bres, que los romanos habían ejecutado la pena capital sobre
la persona de un rey.
24
EL REINADO DE HERODES
( 3 7 - 4 a.C.)
Durante treinta y tres años reinó Herodes sobre los ju-
díos, desplegando a lo largo de todos ellos un genio político
poco común. Josefo nos ha conservado un relato detallado de
estos años, derivado principalmente de la obra del cronista
de la corte de Herodes, Nicolás de Damasco, y en parte de
otras fuentes menos afectas a Herodes de lo que era su
propio cronista.
El reino de Herodes cubría toda la Palestina y buena par-
te de TransJordania. Gobernaba este territorio bajo el título
de rex socius; en teoría, era un rey independiente que gozaba
de una alianza con el estado de Roma. De hecho, estaba obli-
gado a respetar y obedecer la voluntad del pueblo romano
en todas sus directrices, pues de otra forma se hubiera en-
contrado inmediatamente sin corona. Mas él asimiló bien la
situación y se plegó perfectamente a ella, como lo había he-
cho su padre, apoyando al individuo o al partido que repre-
sentara al poder romano en el Cercano Oriente en su tiempo.
Y lo realizó tan fielmente que, cuando Octaviano derrotó a
Antonio en —31, el vencedor no penalizó a Herodes por la
ayuda que le había prestado a Antonio, sino que reconoció
que podía serle igualmente útil a él en aquella parte de su
imperio. Los romanos podían controlar mejor un territorio
estratégico y difícil, como era Judea, si lo hacían de forma
indirecta, por medio de un rey aliado que les fuera fiel, y
cosecharon muchos beneficios de esta táctica, mientras que
el inevitable odio de los subyugados se dirigiría a Herodes
más que a Roma.
Herodes empezó su reinado con dos grandes desventajas
en sus relaciones con sus súbditos: no era de linaje israelita
puro, sino un príncipe de los odiados idumeos o edomitas,
aunque él y su familia profesaban la religión judaica; y ade-
más había alcanzado el poder a expensas de la dinastía pu-
ramente judía de los asmoneos; en realidad había conseguido
244 / Israel y las Naciones

el trono por medio de la ejecución de un rey asmoneo. Los


últimos asmoneos habían sido muy déspotas y opresivos,
pero ahora que habían caído del poder, muchos de sus abu-
sos se habían olvidado y el pueblo sólo recordaba que habían
ganado con denodada lucha la independencia de los judíos
y habían gobernado como reyes de su propio linaje.
A fin de darle un aire de legitimidad a su reinado, Herodes
empezó por casarse con la princesa Mariamne, que era as-
monea por ambos lados, puesto que su padre era Alejandro,
el hijo mayor de Aristóbulo II, y su madre, Alejandra, hija
de Hircano II. Su padre había muerto envenenado en el —48
al comienzo de la guerra civil entre César y Pompeyo; su
madre estaba bien viva y deseando vengarse en Herodes del
desprecio hecho a su familia, y sentía una fuerte ambición
en favor de sus hijos que, llevada demasiado lejos, les había
traído el desastre en lugar de la eminencia que ella buscaba.
Antes de casarse con Mariamne, Herodes se separó de su
anterior esposa, Doris, de la que había tenido un hijo llama-
do Antípater, como su padre. Su casamiento con Mariamne,
aunque otra cosa parezca, no fue un movimiento meramente
político de Herodes, pues parece haber estado apasionada-
mente enamorado de ella. A pesar de esto, ella siempre man-
tuvo un resentimiento contra su unión con un hombre de
cuna inferior a la suya, que era además suplantador de su
familia en el trono. De su matrimonio tuvo dos hijos, Aristó-
bulo y Alejandro, y dos hijas, Salampsio y Cypros.
La ejecución de Antígono causó la vacante del sumo
sacerdocio que Herodes cubrió asignándosela a un sacerdote
desconocido de los judíos de Babilonia, Hananel de nombre.
Pero la suegra de Herodes insistía que su propio hijo Aristó-
bulo era el legítimo heredero de aquella dignidad y Herodes,
cediendo a su importuna insistencia, depuso a Hananel en
favor de Aristóbulo, que no tenía más que diecisiete años.
Poco tiempo después, Aristóbulo se ahogó en una piscina
donde estaba bañándose con otros jóvenes. Cundió la idea
de que su muerte no había sido accidental, sino que Herodes
había persuadido a los compañeros del muchacho para que
en sus «ahogadillas» le mantuvieran la cabeza debajo del
agua un poco más de lo corriente: y las lágrimas de Hero-
des en el funeral de su joven cuñado no bastaron para di-
solver el rumor popular. Hananel volvió al puesto de sumo
sacerdote que tan recientemente había tenido que abando-
nar, y estuvo en él durante seis años ( — 36 a —30).
El Reinado de Herodes / 245

El episodio del joven Aristóbulo tuvo repercusiones in-


ternacionales. Durante los seis primeros años de su reinado
tuvo Herodes que contar con la insaciable ambición de su
vecina por el sudoeste, Cleopatra de Egipto, última monarca
de la dinastía ptolemaica. Cleopatra tenía esperanzas de
volver a conseguir el control de Palestina que los primeros
reyes de su dinastía habían tenido, y todo lo que pudiera
contribuir al debilitamiento de Herodes lo recogía con ale-
gría. La posición de Herodes se hizo más delicada a causa
de las relaciones personales entre la reina egipcia y Antonio,
que siguió siendo el representante del poder romano en el
Próximo Oriente hasta —31. Y para complicar más las cosas,
Alejandra se escribía con Cleopatra en menoscabo de He-
rodes. En realidad, un relato del supuesto asesinato del jo-
ven Aristóbulo atribuye este acto a que Herodes había des-
cubierto un plan de Alejandra para escapar a Egipto con su
hijo a buscar la ayuda de Cleopatra para subirle al trono de
Judea. La idea de gobernar Judea por medio del joven as-
moneo como vasallo de ella no sería nada extraño en Cleo-
patra.
Cuando Aristóbulo se ahogó, Alejandra le pidió a Cleopa-
tra que hiciera lo posible por vengar su muerte, y Cleopatra
persuadió a Antonio para que llamase a Herodes y le pidiera
cuentas. Herodes, citado para comparecer ante Antonio en
Laodicea, Siria, fue absuelto del cargo de asesinato —en
parte (dijeron algunos) como resultado de un abultado so-
borno, y en parte porque (como le dijo Antonio a Cleopatra)
«no se deben investigar demasiado a fondo los actos de un
rey, a menos que deje de veras de serlo» (1).
No obstante, el regreso de Herodes a Jerusalén se vio
acompañado de nuevos problemas. Ignorando la recepción
que fuese a darle Antonio, había dejado a Mariamne a cargo
de su tío José, con estrictas órdenes de matarla en caso de
que él no volviese vivo. Esto era una muestra de su celoso
amor por Mariamne. En su ausencia, José le contó a la
interesada las instrucciones recibidas de su marido con la
intención de convencerla de la intensidad de su amor por
ella. Naturalmente, no había de agradarle a la esposa este
tipo de demostración de amor conyugal, y se lo echó en
cara a Herodes en cuanto regresó. Su mentalidad sospechosa
inmediatamente sacó la conclusión de que habrían existido
relaciones criminales entre Mariamne y su tío para que

(1) Josefo, Antigüedades XV, 76.


246 / Israel y las Naciones

éste la hubiese comunicado tan grave secreto, y ejecutó a


José por su imprudencia.
Las circunstancias de los primeros días de Herodes le
habían hecho suspicaz, y sus circunstancias políticas y do-
mésticas aumentaban esta tendencia hasta tal punto que
constituía en él una verdadera locura. Inevitablemente, la
reacción que sus sospechas provocaban en los demás le daban
más motivos para sospechar, de forma que su vida, espe-
cialmente la doméstica, se hizo cada vez más desdichada.
Cleopatra nunca tuvo ocasión de realizar por completo
sus designios sobre Judea, aunque utilizó su gran ascendien-
te sobre Antonio para hacerse con los impuestos de algunas
de las partes más ricas del reino de Herodes, como Jericó y
su entorno. También hizo cuanto pudo por fomentar la lu-
cha entre Herodes y su vecino oriental, el rey nabateo Mali-
chus en la esperanza de que se debilitaran mutuamente para
que ella pudiera hacer el papel de tertia gaudens.
La guerra civil entre Octaviano por una parte y Antonio
y Cleopatra por otra, sin embargo, puso punto final a las
ambiciones y a la carrera de Cleopatra. Derrotados por las
fuerzas de Octaviano en la batalla naval de Actium, en la Gre-
cia occidental, en —31, Antonio y Cleopatra huyeron a Egip-
to y allí se suicidaron ambos para evitar caer en manos del
vencedor y figurar en su procesión triunfal en Roma.
Octaviano quedó dueño sin rival del mundo romano. Hero-
des tuvo que ajustarse al nuevo giro del viento político y lo
hizo con la mayor destreza. Poco después de Actium, Octa-
viano le citó para comparecer ante él en Roda. Con algún
temblor acudió a la llamada, pues era bien conocida su amis-
tad con Antonio; mas le dijo a Octaviano que se hallaba dis-
puesto a servirle a él tan fielmente como había servido a
Antonio, y Octaviano, dándose cuenta del valor de tan bien
probado amigo y aliado de Roma, le confirmó en su trono
y le envió a ocuparlo. El año siguiente a la muerte de Anto-
nio y Cleopatra, fue a ver a Octaviano a Egipto, y recibió de
sus manos el territorio de Jericó que Cleopatra había con-
seguido, añadiéndole además las ciudades griegas de Hippos,
Gadara, Samaría, Gaza, Anthedón, Jope y la Torre de Es-
trato.
La desaparición de Cleopatra de la escena y la buena vo-
luntad de Octaviano permitieron a Herodes respirar hondo en
su vida política, pero su familia no mejoró por ello. Sus re-
celos condujeron a la ejecución del anciano Hircano II an-
tes de salir para Roda a verse con Octaviano después de Ac-
Parte de un rollo de cuero de las cuevas del mar Muerto que contiene varios Salmos. Las
colu mnas representadas se refieren al Salmo 119:128-142,150-164. La escritura hebrea
es del primer siglo antes de Cristo, o de la Era cristiana. (El nombre divino está en
escritura más antigua, columna derecha, línea 10, y columna izquierda, líneas 2,7 y 11).
(Fotografías, «The Shrine of the Book», Museo Hebreo, Jerusalén.)

Fragmento de un rollo de cuero que


contiene los profetas menores en una
versión griega, c. d.C. 100. Hallado cerca
del mar Muerto. La influencia de la cultura
y el idioma griegos fue ocasión de más de
unaversión del hebreo. La porción quese
muestra corresponde a Zacarías 8:19—
8:4, con el divino nombre sin traducir,
conservado en el hebreo antiguo, co-
lumna derecha, líneas 3 y 5.
T e t r a d r a c m a d e A n t í o c o IV.
Cabeza en el anverso de A n t í o -
co como Zeus; en el reverso,
Zeus sentado. Inscripción: «Del
rey Antíoco, dios manifestado
(epifanes) el que trae la victo-
ria». T a m a ñ o natural. Ver pp.
174 y 185. (Dep. de Monedas y
Medallas del Museo Británico.)

Moneda de cobre de Juan Hir-


cano I que muestra dos cuer-
nos de la abundancia con una
granada y la inscripción «Ye-
hohanan el Sumo Sacerdote y
el Consejo de los judíos» en
e s c r i t u r a hebrea a n t i g u a . El
acuñar m o n e d a c o m p o r t a b a
gran prestigio y era un eficaz
medio de propaganda. Ver p.
219. (Dep. d e M o n e d a s y Meda-
llas del Museo Británico.)

Busto de Pompeyo el Grande, de 106—48


a.C , realizado aprox. 60 a C (Ny Carls-
berg Glyptotek, Copenhague) Ver p. 231

Bloque de piedra con inscrip-


ción, del teatro romano de Ce-
sárea, con las palabras «Tiberio
. . . Poncio Pilato . . . prefecto
de Judea . . . » . Este es el único
monumento recuperado que
lleve el nombre y el título de
Pilato. (Por cortesía del Prole-
sor Bastiaan van Elderen.
El Reinado de Herodes / 251

tium; Hircano era un hombre sin ambiciones, pero Herodes


pensaba que mientras viviera existía el peligro de que otros
se valieran de él, por haber sido antes rey, como caballo de
batalla contra él. Nuevamente, por si no volvía vivo de Roda,
dejó instrucciones para custodiar bien a Mariamne, y ma-
tarla en su caso, instrucciones que también transpiraron
como en la ocasión anterior y condujeron a la inmediata
muerte de su guardián, Sohemo. Cypros, madre de Herodes,
y su hermana Salomé, hicieron todo el mal que pudieron
para aumentar sus celos de Mariamne, y esta desgraciada
reina fue ejecutada en —29. Al año siguiente lo fue su ma-
dre, Alejandra.
Algunos años más tarde, cuando el tiempo había suavi-
zado, aunque nunca pudiera borrar del todo, su loco deseo
de Mariamne, Herodes se casó con otra dama del mismo
nombre, hija de un sacerdote llamado Simón, hijo a su vez
de Boeto. Para no tener por reina a una hija del pueblo llano,
Herodes ennobleció al padre de la segunda Mariamne ele-
vándole al rango de sumo sacerdote, dignidad que gozó des-
de — 23 hasta —5.
Herodes pacificó los territorios de su frontera nordeste
en favor de Roma, y el agradecido emperador añadió tales
territorios a su reino —Traconite, Batanea y Auronitis— en
el año — 23, e Iturea en el —20.
Promovió la política cultural del emperador por medio de
grandes construcciones. Ciudades antiguas se volvieron a
fundar y se construyeron otras nuevas; también erigió tem-
plos, hipódromos y anfiteatros no sólo en su propio territo-
rio sino en ciudades extranjeras también, como en Atenas,
por ejemplo. En su propio reino reedificó Samaría, a la que
dio el nombre de Sebaste, por el emperador {Sebastos es el
equivalente griego del latín Augustus, título por el que fue
conocido Octaviano desde —27 en adelante). Igualmente
reconstruyó la Torre Estrato en la costa mediterránea, equi-
pándola con una gran rada artificial, y llamó a la nueva fun-
dación Cesarea, también en honor del emperador. La obra
duró unos doce años, desde —22 a —10/—9. Construyó aquí
y allá otros enclaves y fortalezas diseminados por todo el
territorio, nombrando a muchos de ellos con nombres de
los miembros de su propia familia, tales como Antípatris
(en la ruta de Jerusalén a Cesarea), Cypros (en Jericó), y
Fasaelis (al oeste del Jordán). En Jerusalén se construyó
para sí mismo un palacio real adjunto a la muralla occiden-
tal (—24). Al noroeste del área del templo ya había construí-
252 / Israel y las Naciones

do con anterioridad la fortaleza asmonea de Baris, a la que


cambió el nombre por el de Antonia, por Antonio. Pero la
mayor de todas sus empresas de este tipo fue la reconstruc-
ción del templo de Jerusalén. Este grandioso proyecto co-
menzó en la primera parte del año — 19. Entrenó a mil levitas
en el oficio de construcción, y ellos hicieron la obra de tal
forma que los oficios sagrados no tuvieron que interrumpir-
se durante todo el proceso de construcción. El gran patio
exterior se cerró y se rodeó de columnas. Toda el área fue
embellecida con espléndidos pórticos y otras estructuras ar-
quitectónicas hasta que el templo adquirió renombre mun-
dial por su magnificencia:

apareciendo desde lejos como un monte


de alabastro, con torres doradas coronado.

La principal obra de reconstrucción la completó Hero-


des durante su vida, pero los toques finales no se dieron has-
ta el año 63 de nuestra era, a sólo siete años de su destruc-
ción.
La corte de Herodes patrocinó también otras formas de
cultura, entre las que sobresale la historiografía, pues el cro-
nista de la corte de Herodes, Nicolás de Damasco, escribió
una Historia Universal en 144 libros. Esta obra incluía un
relato detallado de la carrera de Herodes, que Josefo utilizó
como fuente principal para esta parte de su historia.
Mas ni aun los esfuerzos que Herodes hiciera por con-
graciarse con sus súbditos, con las tremendas sumas que
invirtió en la reconstrucción del templo, le ganaron su bue-
na voluntad. Su ascendencia edomita jamás fue olvidada; si
era judío de religión y patrocinaba esta religión en Jerusa-
lén, eso no hacía olvidar que también patrocinaba el paga-
nismo en otras ciudades con construcciones como las que
en ellas había levantado. El haber acabado con la familia
asmonea era también imperdonable.
Sus problemas familiares no terminaron tampoco con la
muerte de su mujer y de sus parientes asmoneos. Había
fricción entre sus varias esposas, entre éstas y sus propios
parientes consanguíneos (especialmente su hermana Salomé)
y sus respectivas familias. Sus dos hijos de la primera Ma-
riamne, Alejandro y Aristóbulo, eran los herederos que ha-
bía designado. Como descendientes de los asmoneos por par-
te de madre, eran aceptados por el pueblo en general. Como
correspondía a su rango y a las posibilidades de su futuro.
El Reinado de Herodes / 253

recibieron una cultura especial, gran parte de ella en Roma.


Cuando llegaron a edad de casarse, Aristóbulo lo hizo con
Bernice, hija de Salomé, hermana de Herodes, y Alejandro
se casó con Glafira, hija del rey Arquelao, de Capadocia.
Estos dos hermanos se consideraban superiores a sus
cormanos, hijos de Herodes con otras esposas, y tenían aires
de presunción. Naturalmente, esto no les favorecía nada a los
ojos de sus madrastras y hermanastros, que se dolían de su
mejor situación. Pero su peor enemigo era Antípater, primo-
génito de Herodes habido de su primera esposa, Doris.
Antípater creía que a él le correspondía ser el heredero de
su padre, y que si los dos hijos de Mariamne se podían eli-
minar, se cumplirían sus ambiciones. Con este fin a la vista
empezó a envenenar la mentalidad de su padre haciéndole
creer que estaban conspirando contra él para hacerse con
la corona, y, desde luego, era concebible, especialmente te-
niendo en cuenta la inclinación de Herodes a la sospecha y
su estela de remordimientos, que cualquiera de los dos in-
tentase vengarse de la muerte de su madre. El primer brote
de disensión entre los hijos de Mariamne y su padre, debido
a las maquinaciones de Antípater, se solucionó por medio de
una reconciliación en la que medió el emperador, y los hijos
fueron formalmente reintegrados al afecto del padre. Mas
Antípater volvió a la carga, y al fin hubieron de comparecer
a juicio ante el padre, acusados de conspiración y alta trai-
ción, siendo sentenciados a muerte. Se solicitó del empera-
dor que ratificase la sentencia, a lo que accedió. Tal vez
fuese en esta ocasión cuando Octaviano, jugando con dos pa-
labras que en griego tienen sonidos semejantes, y con una alu-
sión festiva a la aversión judía a comer carne de cerdo, dijo
que era mejor ser cerdo de Herodes que hijo suyo (2).
Antípater sacó poca ventaja del éxito de sus maquinacio-
nes. Tres años más tarde cayó víctima de la suspicacia de su
padre del mismo modo, y fue ejecutado por orden de Hero-
des sólo unos pocos días antes de la muerte del propio He-
rodes en —4.

(2) Juego de palabras con las griegas hys, cerdo, y hyios, hijo.
25
LOS HIJOS DE HERODES
Y
LOS PRIMEROS PROCURADORES
( 4 a . C - 3 7 d.C.)
Herodes dejó un testamento escrito en el que dividía su
reino entre tres de sus hijos: Arquelao y Antipas, hijos de
su esposa samaritana Maltace, y Felipe, su hijo con Cleopa-
tra de Jerusalén, y en el que legaba a su hermana Salomé los
impuestos de tres ciudades ricas de su reino.
La parte más importante de su reino, Judea, le tocó a
Arquelao, quien se encontró inmediatamente enfrentado con
la necesidad de sofocar una revuelta en los atrios del tem-
plo de Jerusalén. Aquietada la revuelta, salió camino de Roma
a fin de conseguir la ratificación del emperador sobre el tes-
tamento de su padre, porque como Herodes había reinado
en realidad gracias a Augusto durante los últimos veintisie-
te años, sus hijos no podían entrar en posesión de la heren-
cia como no fuese por la misma gracia.
Ai mismo tiempo, los judíos de Judea enviaron a Roma
embajadores para solicitar que Arquelao no fuese confirma-
do como sucesor de su padre, sino que Judea volviese a go-
zar de su antiguo estado de «constitución de templo» y su
autonomía interna bajo un gobernador que el emperador de-
signara (1).
Arquelao, empero, encontró un abogado defensor en Ni-
colás de Damasco, y el emperador desechó la petición de
los delegados judíos, confirmando a Arquelao como regidor
de Judea (con Samaria), y a sus hermanos Antipas y Felipe,

(1) Algunos han visto en esta situación el trasfondo de la Parábola


de las Diez Minas, de Lucas 19:11, en la que un noble que se va lejos
para recibir para sí un reino y volver, incurre en el odio de sus súb-
ditos, quienes le envían una delegación rechazándole como rey.
Los Hijos de Herodes y los Primeros Procuradores / 255

que también habían acudido a Roma con el mismo propósi-


to, en sus respectivas partes de la herencia: Antipas recibió
Galilea y Perea (el sur de TransJordania), y Felipe, el terri-
torio al nordeste del Mar de Galilea. Ninguno de ellos, sin
embargo, recibió el título de rey; Arquelao recibió el de et-
narca, y Antipas y Felipe hubieron de conformarse con el
inferior de tetrarcas.
Salomé recibió los impuestos de Jammia, Azoto y Fasaelis
con un castillo en Ascalón y un legado de medio millón de
siclos (2).
Durante la estancia de los hermanos en Roma hubo otros
levantamientos en Palestina. La muerte de Herodes, en rea-
lidad, sirvió de señal para innumerables desórdenes en el
reino. Uno de estos tenía su epicentro en Séforis de Galilea,
donde Judas, hijo de aquel jefe de bandidos llamado Eze-
quías a quien Herodes había ejecutado cuarenta años antes,
se apoderó del arsenal y armó a sus seguidores. Tan graves
fueron estos levantamientos que Quintilio Varo, legado im-
perial de Siria, intervino para sofocarlos y castigó ejemplar-
mente a sus cabecillas, crucificando a dos mil de ellos a lo
largo de los caminos para advertir a la población que en la
esfera de influencia de Roma no se toleraban desmanes.

ARQUELAO

Arquelao, designado por Herodes etnarca en sus mone-


das, tiene la peor reputación de todos los hijos de Herodes.
Tenía todos los vicios de su padre sin ninguna de las cuali-
dades que los compensaban para hacer de él un hombre de
estado competente.
Continuó la táctica de su padre en cuanto a poner y qui-
tar sumos sacerdotes a capricho: durante su breve etnarca-
do (nueve años, de —4 a +6) designó a tres — Eleazar, hijo
de Boeto ( — 4 a —3), Jesús, hijo de See ( — 3 a +6), y Joazar,
hijo de Boeto ( + 6 ) .
Hirió la susceptibilidad religiosa de sus súbditos casán-
dose con Glafira, princesa de Capadocia que antes había sido
esposa de su hermano Alejandro, ejecutado en —7. La anti-
gua institución israelí de casamiento por levirato (3) permitía

(2) Cuando Salomé murió en el año 10 de nuestra era legó sus


propiedades a Livia, esposa de Augusto.
(3) Véase pág. 223.
256 / Israel y las Naciones

este casamiento exclusivamente cuando el hermano difunto


no hubiera dejado hijos, pero como Glafira se los había dado
a Alejandro, no podía invocarse esta institución para justi-
ficar tal casamiento.
Arquelao continuó también la política de construcciones
de su padre: restauró el palacio de Jericó, que había sufrido
averías en un alzamiento poco después de la muerte de He-
rodes; construyó un acueducto para regar los palmares al
norte de Jericó; fundó una ciudad a unos siete kilómetros
también al norte de Jericó, llamándola Arquelaida, por su
propio nombre.
Pero su severidad levantó muchas protestas; al fin, una
delegación de la aristocracia de Judea y Samaría fue a Roma
a presentar quejas contra él ante Augusto, y para advertir
al emperador que si Arquelao seguía rigiendo a Judea se
produciría un levantamiento grave. Augusto citó a Arquelao
ante su presencia y lo desterró a Viena, en el valle del Ró-
dano. No tenía deseo alguno de mantener un pequeño regidor
a quien sus súbditos no querían. De allí en adelante, Judea
con Samaria tendría el estado de provincia de tercera cate-
goría del Imperio Romano, gobernada por un procurador
nombrado por el emperador.

PRIMEROS PROCURADORES

Los procuradores de Judea salieron, en general, de la or-


den ecuestre —segunda en la categoría de la sociedad ro-
mana— y estaban supeditados a la supervisión general de
los legados de Siria. Pero el legado no intervenía en los
asuntos de Judea como no fuese en circunstancias excepcio-
nales. En la práctica, el procurador ejercía con independen-
cia los mandos militar y político.
Su residencia oficial estaba en Cesarea, donde el palacio
de Herodes servía de pretorio o cuartel oficial del procura-
dor. Sólo ocasionalmente residía en Jerusalén —por ejem-
plo, durante la gran peregrinación, las fiestas del año judío,
cuando había que tomar precauciones especiales para man-
tener el orden (4)—.

(4) Por esto Pilato estaba residiendo en Jerusalén por el tiempo


del arresto, juicio y ejecución de Jesús, pues era la celebración de la
Pascua.
Los Hijos de Herodes y los Primeros Procuradores / 257

Ahora que Judea había de ser una provincia romana, su


tributo era pagadero directamente a Roma. Era preciso con-
trolar oficialmente el tributo, estableciéndolo previamente, y
para este fin se hizo un censo general el año 6 de nuestra
era, bajo la supervisión de Cirenio (Quirinius), legado de
Siria. La idea de pagar el tributo directamente al domina-
dor pagano era ofensiva para muchos judíos piadosos, y dos
espíritus osados, Judas y Saduc, encabezaron una subleva-
ción contra Roma. Este Judas, llamado por unos Judas de
Gamala (en TransJordania) y por otros Judas Galileo, lo
menciona Gamaliel en el discurso que tenemos conservado
en Hechos 5:37, diciendo de él que había dirigido una suble-
vación «en los días del censo». Judas y Saduc contendían
que sólo Dios era el verdadero rey de Israel, y que única-
mente a El, a través de sus representantes aprobados en Is-
rael, había que dar tributo.
La sublevación fue sofocada, pero sus ideales quedaron
perpetuados en el partido de los Celotes, que mantuvo el
espíritu de rebeldía contra Roma durante las dos generacio-
nes siguientes, hasta que el fuego contenido flameó en la
rebelión del año 66. El nombre de Celotes, adoptado segura-
mente con la intención de colocar a los que lo llevaban en
la línea de la tradición de Finees, de los tempranos días de
la historia de Israel (5) y de Matatías y sus hijos en tiempos
más recientes (6), todos los cuales desplegaron un celo excep-
cional por el honor del nombre del Dios de Israel.
Completado el censo y calculado el tributo, el primer pro-
curador, Coponio, llegó para ocupar su puesto. Entre el año
6 de nuestra era y su muerte, ocho años más tarde, Augusto
designó tres procuradores sucesivos para Judea: Coponio
(6 a 9), Marco Ambivio (9 a 12) y Annio Rufo (12 a 15). Su
sucesor Tiberio, por otra parte, durante los veintitrés años
de su reinado (14 a 37) designó solamente dos: Valerio Grato
(15 a 26) y Poncio Pilato (26 a 36). Esto obedecía a la táctica
de Tiberio de dejar a los gobernadores provinciales mucho
más tiempo en su puesto de lo que Augusto les había dejado.
Cuando le preguntaron en cierta ocasión por qué obraba así
conociendo la rapacidad de los gobernadores provinciales, Ti-
berio replicó con la historia de un hombre herido que yacía
junto al camino cubierto por una capa de insectos que le chu-
paban la sangre. Un amable viandante que pasó por allí empe-

(5) Núm. 25:7-13; Salmo 106:30 y sig.


(6) I Mac. 2:24-28.
258 / Israel y las Naciones

zó a espantarle las moscas, mas el herido le impidió que lo


hiciera diciéndole: «Déjalas quietas. Estas moscas ya se han
saciado de mi sangre y no me molestan, pero si las echas de
ahí se me posará un nuevo enjambre de moscas hambrien-
tas y volverán a chuparme la sangre hasta hartarse» (7).
Uno de los medios por los que los primeros procurado-
res de Judea se enriquecían era el deponer y designar sumos
sacerdotes. Cuando Cirenio organizó la nueva provincia de
Judea en el año sexto de nuestra era, depuso al último que
había nombrado Arquelao, Joazar, hijo de Boeto, del sumo
sacerdocio, y designó en su lugar a Anás, hijo de Seth (que
figura en el relato de la pasión en el cuarto Evangelio) (8).
Anas tuvo esta dignidad nueve años, pero cuando Valerio
Grato tomó la procuraduría en el año 15, lo desplazó en
favor de Ismael, hijo de Fabi. Valerio, en realidad, designó
cuatro sumos sacerdotes durante su procuraduría: a Ismael le
siguieron en rápida sucesión Eleazar (un hijo de Anas), Si-
món, hijo de Kami, y luego José Caif'ás, yerno de Anás. Este
último, más conocido actualmente por la parte importante
que tuvo en el juicio y condenación de Jesús, tuvo el sumo
sacerdocio durante dieciocho años (18 a 36); ningún otro
sumo sacerdote judío retuvo su dignidad tanto tiempo des-
pués de la muerte del suegro de Herodes, Simón, hijo de
Boeto, en el año 5. El hecho de que Pilato no depusiera a
Caifás al tomar la procuraduría en el año 26, sino que le
permitiera continuar siendo sumo sacerdote durante todo
el tiempo que él estuvo de gobernador, sugiere que sería más
provechoso para Pilato confirmarle que sustituirle por otro.
Cuando Pilato dejó de ser procurador en el año 36, Caifás
fue depuesto del sumo sacerdocio por Vitelio, legado impe-
rial de Siria, quien puso en su lugar a dos hijos de Anás,
primero a Jonatán, y un año más tarde a Teófilo. En estas
circunstancias queda esclarecida la razón por la cual sólo
unas cuantas familias sacerdotales muy ricas, como las de
Anas y Boeto, podían adquirir y retener el sagrado oficio.
No nos sorprendamos, pues, si el sumo sacerdocio dejó de
inspirar respeto al pueblo.
De los primeros procuradores de Judea, al que conocemos
mejor es a Poncio Pilato. Esto no se debe sólo al importante
papel que tuvo en el relato del Nuevo Testamento, como juez

(7) Josefo, Antigüedades XVIII, 174 y sig.


(8) Juan 18:13, 24. Ver Lucas 3:2 y Hech. 4:6.
Los Hijos de Herodes y los Primeros Procuradores / 259

que juzgó a Jesús y le sentenció a muerte por crucifixión,


sino también a la cuenta casi completa que nos da Josefo en
el Libro 18 de sus Antigüedades Judías. Filón, el filósofo ju-
dío de Alejandría, también nos ha dejado una descripción
de Pilato como «de naturaleza inflexible, obcecado y áspe-
ro» (9). Pero podemos contar como una de las ironías de
la historia que el único escritor pagano que le menciona (el
historiador romano Tácito) se limita a mencionar su nom-
bre como el juez que sentenció al Cristo a la muerte (10).
Intencionadamente o no, Pilato ofendió continuamente
a la opinión pública judía. Casi al principio de su gobierno
intentó introducir en Jerusalén estandartes militares con la
imagen del emperador en su cruz, aunque, por consideración
a las objeciones judías a tales imágenes, a la luz del Segun-
do Mandamiento, la táctica imperial había ordenado que se
quitasen de los estandartes antes de entrar en la ciudad san-
ta. El intento de Pilato de no tomar en cuenta esta conce-
sión estuvo a punto de ocasionar una sublevación, y se vio
forzado, de muy mala gana, a ceder ante la insistencia judía
y hacer que se quitaran las imágenes.
Otra ofensa similar cometió cuando fijó los escudos voti-
vos de oro, con el nombre del emperador, en las paredes del
palacio de Herodes en Jerusalén. Estos escudos, por haber
sido dedicados a una deidad pagana, eran ofensivos para el
sentir judío, y una delegación de judíos visitó a Tiberio para
comunicarle que su colocación en aquel lugar no se debía
a la reverencia que Pilato sintiera por el emperador sino a
su deseo de molestar a los judíos. El emperador ordenó la
retirada de los escudos.
El gran servicio que Pilato le hizo a Jerusalén fue la
construcción de un acueducto desde los montes del sur para
incrementar el suministro de agua de la ciudad. Mas incluso
este gran beneficio condujo a falta de entendimiento entre
el procurador y las autoridades judías. Ninguna institución
de Jerusalén resultaba tan beneficiada con la nueva traída
de aguas como el templo, y Pilato seguramente se sintió ple-
namente justificado al solicitar del tesoro del templo una
contribución a los gastos de construcción del acueducto.
Esto horrorizó a los sacerdotes y al pueblo, porque el tesoro

(9) En su informe de una carta escrita al Emperador Cayo p o r


Herodes Agripa I (Filón, Embajada a Cayo, 301).
(10) Tácito, Anales XV, 44.
260 / Israel y las Naciones

del templo era un fondo sagrado que, en su opinión, no po-


día usarse para un fin tan secular como la construcción de
un acueducto. Pilato insistió, y su insistencia estuvo a punto
de ocasionar una sublevación.
En el Evangelio de San Lucas hay una referencia a los
galileos «cuya sangre Pilato mezcló con sus sacrificios» (11).
No tenemos ninguna otra referencia segura a este incidente,
pero es de presumir que éstos fuesen peregrinos venidos a
Jerusalén en celebración de alguna de las grandes fiestas, y.
en el patio del templo se encontraron envueltos en algún
movimiento revolucionario, que sería sofocado por los sol-
dados romanos de la vecina fortaleza Antonia. En el mismo
contexto hace Lucas una enigmática referencia a dieciocho
hombres sobre los cuales cayó la torre de Siloé (12). Pudiera
ser un grupo de revolucionarios que se hubiera instalado en
esta torre, que estaba al sudeste de Jerusalén, y que ésta fue-
se minada hasta caer sobre sus defensores.
Pilato fue llamado a Roma en el año 36 a consecuencia
de un acto irreflexivo contra una multitud de peregrinos sa-
maritanos. Los samaritanos creían que los vasos sagrados
del tabernáculo de Moisés estaban enterrados en el Monte
Gerizim desde que los israelitas se asentaron en aquella tie-
rra. Un sedicente profeta anunció que en cierta fecha él iba
a localizar y exhibir allí tales sacros tesoros. Una gran mul-
titud se reunió en el Monte Gerizim y Pilato, sospechando
que se trataba de un alzamiento político, envió un destaca-
mento de soldados contra ellos que los dispersó con grandes
pérdidas de vidas pacíficas. Los líderes samaritanos envia-
ron una queja a Vitelio, legado de Siria, quien ordenó a
Pilato que se presentase en Roma y contestara a las pregun-
tas de Tiberio. Pero precisamente por el tiempo de su llega-
da a Roma falleció Tiberio (marzo del 37) y Pilato fue sus-
tituido por otro procurador.
A Tiberio le sucedió en el trono imperial su sobrino-nieto
Cayo (más conocido como Calígula), cuyo breve reinado de
cuatro años tuvo suma importancia en lo que respecta a los
asuntos judíos. Pero antes de adentrarnos por tales acon-
tecimientos hemos de volver a Jerusalén para ver qué les
ocurrió a los restantes herederos de Herodes el Grande.

(11) Lucas 13:1.


(12) Lucas 13:4.
Los Hijos de Herodes y los Primeros Procuradores / 261

FELIPE EL TETRARCA

Felipe, «tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconi-


te» (13), gobernó los territorios al nordeste del Lago de Ga-
lilea, que fueran pacificados por su padre en los años —23
a —20. Tenía un carácter más suave que el de su padre y el
de sus hermanos. Reconstruyó Panion, capital de su tetrar-
cado (14), dándole el nombre de Cesarea en honor del empe-
rador, y para distinguirla de otras ciudades del mismo nom-
bre, especialmente de la que su padre había fundado en la
costa mediterránea de Judea, le añadió el apelativo «de Fili-
po». Según Josefo, trazó el curso subterráneo del Jordán
entre esta ciudad y Fiale. También reconstruyó Betsaida
(«Pueblo de Pescadores») sobre la orilla del lago y la llamó
Betsaida Julia, en honor de la hija de Augusto de este
nombre.
Casó con Salomé, hija de su hermano Herodes Felipe
con Herodías (15). (A su vez, Herodías era hija de Aristó-
bulo, uno de los dos hijos de Herodes y Mariamne: los casa-
mientos entre tío y sobrina eran notablemente comunes en
la familia de Herodes.)
Felipe estampó la efigie de Augusto —y luego la de Ti-
berio— en las monedas de su principado. Fue el primer go-
bernante judío que hiciera tal cosa, pero sus súbditos eran
mayormente gentiles y no tendrían nada que oponer a un
acto que los judíos hubieran repudiado.
Felipe tuvo reputación de gobernante moderado y poco
exigente. Rara vez salió de su tetrarquía y tomó siempre la
responsabilidad de hacer personalmente justicia dentro de
sus fronteras. Según Josefo, cuando visitaba las diversas
partes de su territorio llevaba consigo un sitial de juez, y
juzgaba en el lugar donde fuese los casos que allí se le pre-
sentaran, pronunciando su sentencia condenatoria o absolu-
toria en el mismo momento para que nadie se quejase de
que se demoraba la justicia (16).
Cuando murió, en el año 34, su tetrarquía se sumó a la
provincia de Siria; pero tres años más tarde, cuando Cayo
fue proclamado emperador, se la dio a otro miembro de la
familia de Herodes.

(13) Lucas 3:1.


(14) Véase pág. 144.
í 15) Véase pág. 236.
(16) Josefo, Antigüedades XVIII, 107.
262 / Israel y las Naciones

HERODES ANTIPAS
Antipas —«Herodes el tetrarca» de los Evangelios— go-
bernó a Galilea y Perea durante unos cuarenta años. Los
lectores del Nuevo Testamento le conocen principalmente
como el gobernador que encarceló a Juan el Bautista y le
cortó la cabeza. Lucas nos da la referencia que Jesús hace
a él como «esa zorra», y describe la breve aparición de Jesús
ante él en Jerusalén en el año 30, que condujo al restable-
cimiento de las relaciones amistosas entre Antipas y Pi-
lato (17).
Antipas fue el más capacitado de los hijos de Herodes.
Como su padre, fue un gran constructor. Construyó Tiberias
junto al Lago de Galilea en el año 22, y la nombró así en
honor del emperador Tiberio. Reconstruyó y fortificó Séfo-
ris en Galilea, destruida por Varo al sofocar el alzamiento
de Judas, hijo de Ezequías, en el año —4; en su territorio
transjordano de Perea reforzó Beth-ramphta para defender
aquella zona contra los árabes nabateos, y la llamó primero
Livia (por la emperadora) y más tarde Julia, por la princesa
de este nombre.
Su esposa era hija del rey nabateo Aretas IV (de —9 a
40). Se divorció de ella, no obstante, para casarse con Hero-
días, que no sólo era hija de su difunto hermanastro Aristó-
bulo, sino también esposa de otro hermanastro, Herodes, al-
gunas veces llamado Herodes Filipo (18). Se enamoró de
Herodías en cierta ocasión, cuando estuvo viviendo con su
hermano y con ella, y la propuso casarse con ella tan pronto
como pudiera deshacerse de la hija de Aretas. Los evange-
listas nos cuentan cómo Juan el Bautista denunciaba el casa-
miento de Antipas y Herodías como ilegal (19). No era Juan
el único que desaprobaba estos abusos; el rey Aretas, muy
naturalmente, se ofendió por el insulto infligido a su hija,
y algunos años más tarde aprovechó una oportunidad de
declararle la guerra a Antipas y le ocasionó una tremenda
derrota (año 36). Josefo dice que muchos de los súbditos de
Antipas creían que este desastre le había sobrevenido como
castigo divino por su comportamiento con Juan el Bautista.
(17) Lucas 23:7 y sig.
(18) Llamado Felipe en Marcos 6:17 y Mateo 14:3; este hijo de
Herodes no debe confundirse con Felipe el Tetrarca. Ver pág. 234.
(19) Mat. 14:4; Marc. 6:18; Luc. 3:19. Puede que también se haga
referencia a Herodías en las palabras de Jesús en Marcos 10:12 sobre
el divorcio: «si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete
adulterio».
26
HERODES AGRIPA Y LOS JUDÍOS
(37-44 d.C.)
Entre los hijos de Aristóbulo, desafortunado vástago de
Herodes el Grande y Mariamne, que fue ejecutado por orden
de su propio padre en el año — 7, había uno llamado Agripa
tal vez por la amistad de Aristóbulo con un estadista roma-
no de este nombre. Por el tiempo de la ejecución de su padre
tendría Agripa cuatro años de edad. Lo enviaron a Roma con
Bernice, su madre, y se crió en íntimo y amistoso contacto
con la familia imperial, pero se endeudó tanto que en el
año 23 tuvo que retirarse a Idumea. Mediante la influencia
de su hermana Herodías, que últimamente se había venido
a vivir con su tío Antipas en calidad de esposa, Agripa reci-
bió una casa y una pensión en Tiberias; pero se peleó con
su tío y, finalmente, en el año 36, pudo volver a Roma. Poco
después de su regreso ofendió al emperador Tiberio y se
encontró en la cárcel.
La muerte de Tiberio en la primavera del 37 marcó un
giro para bien en la fortuna de Agripa, pues disfrutaba de
las más amistosas relaciones con Cayo, el nuevo emperador.
Cayo lo sacó inmediatamente de la cárcel, y lo recompensó
con una cadena de oro del mismo peso que la de hierro con
que había estado encadenado. Mas esto no era sino una gota
de agua en la tina de favores que el nuevo emperador había
de derramar sobre él. Le dio el territorio sobre el que había
gobernado su tío Felipe como tetrarca hasta su muerte, ocu-
rrida tres años antes, más el territorio de Abilinia, que esta-
ba al norte de aquél, que antes había pertenecido a la te-
trarquía de Lisanias (1). Esto lo acompañó con el título
de rey.
Su hermana Herodías insistía ahora cerca de su marido,
Antipas, para que le pidiese a Cayo la elevación de su título
de tetrarca al de rey. Durante cuarenta años había regido

(1) Comp. Luc. 3:1.


264 / Israel y las Naciones

Antipas sobre Galilea y Perea y se había acarreado la ene-


mistad de muchos de sus vecinos por actuar como fiel espía
e informador en aquella parte del imperio. No sería más
que un pequeño reconocimiento de los servicios prestados
a Roma que ahora, al fin de sus días, le permitieran usar el
título de rey. Si Cayo se lo había conferido tan fácilmente a
su dispendioso amigo Agripa, seguramente reconocería la
mejor fundada aspiración de Antipas al mismo honor.
Tales eran los argumentos de Herodías, pero Antipas
creía más prudente dejar las cosas como estaban. No obs-
tante, ante la insistencia de ella, partió camino de Roma para
presentar su solicitud, y no le salió bien. En lugar de recibir
lo que solicitaba, perdió la posición que ya disfrutaba. Por-
que Agripa, rencoroso contra Antipas, había envenenado la
mente del emperador contra él. Sugirió que Antipas estaba
conspirando con los partos contra Roma y señaló que su
arsenal en Tiberias contenía armas suficientes para 70.000
hombres. Por esta acusación el emperador depuso a Antipas
y lo envió al exilio, no sin ofrecerle tratar a Herodías como
hermana de su amigo Agripa y no como esposa de su ene-
migo Antipas, permitiéndola vivir en una finca que ella po-
seía. Ella, sin embargo, prefirió acompañar a su marido en
el exilio. Las regiones de Galilea y Perea que Antipas había
regido por tanto tiempo pasaron a engrosar el reino de
Agripa (39).
Agripa jugó un papel importante en la política imperial
hacia los judíos durante el reinado de Cayo. De camino des-
de Roma a su reino de Palestina, en el 38, visitó Alejandría,
en Egipto, en un momento de fuerte tensión entre los habi-
tantes griegos y los judíos de aquella ciudad. Bajo los Pto-
lomeos había habido pocos problemas entre griegos y judíos
en Alejandría, donde vivían como vecinos. Los judíos flore-
cieron hasta que ocuparon dos de los cinco cuarteles de la
ciudad (2). Constituían una corporación dentro de la ciudad
que disfrutaba de gran autonomía y era gobernada por un
etnarca judío.
En los últimos años de la dinastía ptolemaica los judíos
de Alejandría, en parte bajo la influencia del ejemplo de
Antípater y Herodes en Judea, se habían puesto a favor de
los romanos. Apoyaron a Julio César en el año —47, y más

(2) Filón (Flaco 6,8) estimaba que en el año 38 de nuestra era


había un millón de judíos en Egipto; incluso si reducimos considera-
blemente este cálculo, su número era ciertamente muy considerable.
Herodes Agripa y los Judíos / 26S

tarde a Octaviano (Augusto) contra Cleopatra y Antonio. Ju-


lio César les concedió muchos privilegios, que Augusto les
confirmó. En —30 Augusto dispuso, por medio del prefecto
de Roma en Egipto, que la responsabilidad de los asuntos
judíos en Alejandría se le confiara a un senado elegido con-
sistente, como el Sanhedrín en Jerusalén, de setenta y un
miembros. Este senado sería independiente de la adminis-
tración cívica de Alejandría.
Los griegos alejandrinos se resintieron de tan excepcio-
nal favor hacia los judíos, y se resintieron también de la
actitud despectiva con que les miraban a ellos los romanos.
«Solíamos oír hablar de Alejandría», dijo Cicerón en el —63;
«ahora estamos conociéndola: es el lugar de donde pro-
ceden todos los trucos y los timos, todos los fraudes del
mundo...» (3). Era inevitable que este resentimiento encon-
trase violenta expresión cuando la oportunidad se presen-
tase propicia, y se presentó cuando Cayo llegó a ser empe-
rador en el año 37.
El prefecto romano para Egipto cuando la ascensión de
Cayo al trono imperial era un nombre llamado Flaco, que
había tomado parte algún tiempo antes en un ataque contra
Agripina, madre de Cayo. Temía, naturalmente, la venganza
de Cayo. Los griegos de Alejandría conocían bien esta histo-
ria y se dirigieron a Flaco prometiéndole enviar a Roma in-
formes favorables de su administración si se ponía de parte
de ellos y contra los judíos alejandrinos que por aquel tiem-
po estaban procurando conseguir el estado de ciudadanos de
Alejandría de pleno derecho. Flaco asintió, y se fue embar-
cando poco a poco en una política antijudía, haciendo dis-
criminación en los juzgados en contra de los judíos, y otras
actividades del mismo tenor. También dejó de transmitir al
emperador el discurso de lealtad que los judíos habían pre-
parado para congratularle por su acceso a la máxima digni-
dad del Imperio.
En este punto fue cuando Herodes Agripa interrumpió su
viaje en Alejandría. Los judíos de aquella ciudad considera-
ron su llegada como un regalo del cielo. Le suplicaron que
hiciera una procesión pública por la ciudad con su guardia
personal. Esperaban que esto impresionara a los alejandri-
nos, que ya conocían la amistad existente entre Agripa y el
emperador. Agripa, sin pensarlo bien, accedió a la petición,
y el populacho alejandrino respondió formando otra proce-

(3) Pro Rabirio Postumo, 35.


266 / Israel y las Naciones

sión en la que «el tonto del lugar», llamado Carabas (Col),


iba vestido de ropas reales, con un cetro burlesco y una co-
rona. Le rindieron homenaje en el gimnasio público, acla-
mándole con gritos de mari (aramaico para «señor mío»).
Los líderes cívicos quedaron horrorizados de lo que el
populacho había hecho. Sabían que Agripa no perdonaría
esta insultante parodia de su dignidad real, y que utilizaría
su influencia cerca de Cayo para conseguir la venganza. Por
tanto, se dieron prisa en hacer aparecer a los judíos como
culpables ante los ojos de Cayo. Se sabía que éste tomaba
muy en serio su divinidad. Los líderes cívicos, pues, concha-
vados con Flaco, decidieron colocar retratos del emperador
en las sinagogas locales. Sabían que las autoridades judías
los quitarían inmediatamente, y su intención era presentar
este acto como señal de deslealtad al emperador —a pesar
del hecho de que el respeto a las objeciones de los judíos
hacia las imágenes siempre había sido tenido en cuenta por
los romanos—.
El plan se siguió al pie de la letra; al mismo tiempo, el
prefecto pasó un edicto en el sentido de que los privilegios
de los judíos en Alejandría quedarían estrictamente limita-
dos a la letra de la ley existente. Mucho tiempo antes, por
ejemplo, a los judíos alejandrinos se les había concedido
como privilegio el derecho de residencia en uno de los cuar-
teles de la ciudad. Por tanto, aunque su número era ahora
muy superior, se ordenó que todos tenían que residir dentro
de aquel cuartel. Los que vivían en otros cuarteles fueron
desalojados, y sus casas y sus tiendas robadas, sus sinagogas
destruidas. Muchos hubieron de refugiarse fuera de la
ciudad.
Pero la pasión antijudía de la multitud, una vez inflamada,
era imposible de controlar. Los actos de violencia se multi-
plicaron hasta que, el cumpleaños del emperador, treinta y
ocho miembros del senado de Alejandría fueron públicamen-
te azotados en el teatro; otros espectáculos antijudíos se
dieron en el mismo lugar para deleite del populacho Los
líderes cívicos vieron con temor los excesos a que había dado
lugar su maniobra, y salieron a toda prisa para Roma con
el fin de disculparse, echándole la culpa de todo a Flaco.
A éste le hallaron culpable de traición y le sentenciaron a
confiscación de bienes y destierro, y poco tiempo después lo
ejecutaron.
Con este arresto, acontecido el Día de las Expiaciones
del año 38 —lo que fue para los judíos una significativa coin-
Herodes Agripa y los Judíos / 267

cidencia—, quedó restablecido el orden por el momento y se


les concedió cierto alivio a los judíos de Alejandría; pero no
recuperaron el disfrute completo de todos los privilegios que
tenían antes de los disturbios. Una delegación compuesta
por cinco judíos principales de la ciudad, con el filósofo Fi-
lón a la cabeza, salió para Roma al año siguiente con el fin
de solicitar de Cayo la restauración total de sus anteriores
privilegios, pero Cayo no les dio la satisfacción que espera-
ban. No le gustaba que los judíos no reconociesen su divi-
dad, diciendo que estaba bien que sus súbditos ofrecieran
sacrificios por él (como se hacía a diario en el templo de Je-
rusalén), pero él esperaba que se los ofrecieran a él.
Este tema lo tuvo muy presente el emperador precisa-
mente en esta ocasión a causa de una crisis que estaba ini-
ciándose en Judea. En Jamnia, Judea occidental, la población
gentil había levantado un altar en honor del emperador; los
habitantes judíos de la ciudad lo derribaron. Cuando lo supo
Cayo se vengó ordenando que su estatua se erigiese en el
templo de Jerusalén. El sabía bien que los judíos se negarían
al cumplimiento de esta orden con toda valentía, por lo que
envió a Petronio, gobernador de Siria, a Jerusalén con dos
legiones para respaldar la orden.
Cundió la consternación en Judea y por todo el mundo
judío: esto era volver al caso de Antíoco Epifanes y «la
abominación desoladora» una vez más. Petronio se dirigió
hacia el sur, mas al llegar a Tolemaida le salieron al encuen-
tro varias delegaciones de judíos rogándole que desistiese y
asegurándole que la nación judía entera preferiría morir
como un solo hombre antes de tolerar tal ultraje. Petronio
les respondió que él no tenía más remedio que cumplir el
decreto imperial.
En este crítico momento los judíos cristianos de Palesti-
na recordaron algunas palabras del Maestro que parecían
referirse precisamente a esta situación. Hablando de los
sufrimientos que les habían de sobrevenir y que conducirían
a la destrucción de Jerusalén y la desolación de la ciudad,
Jesús había advertido a sus discípulos que huyesen de Judea
cuando viesen «la abominación desoladora... puesta donde
no debe estar» (4). Es muy posible que esta advertencia,
juntamente con los otros dichos de Jesús al mismo efecto,

(4) Marcos 13:14; «la abominación desoladora» es aquí personal,


y bien pudiera haberse interpretado como referente al emperador, re-
presentado por su imagen.
268 / Israel y las Naciones

se pusieran por escrito en esta ocasión para darles más am-


plia circulación entre los fieles.
Esta crisis no resultó ser el cumplimiento de aquellas
palabras de Jesús, pues se soslayó el peligro. Habían de
transcurrir treinta años más antes de que la desolación ca-
yese sobre la ciudad y el templo. Mas la crisis dejó honda
huella en la mentalidad de la iglesia primitiva, y la circular
difundida en aquel tiempo proveyó una forma de expresión
que podemos encontrar en los escritos posteriores del mis-
mo siglo —por ejemplo, en el Apocalipsis y en la correspon-
dencia paulina—. Un caso lo hallamos en la segunda carta
a los Tesalonicenses, escrita en el año 50, donde Pablo les
habla a sus lectores de que la Segunda Venida de Cristo será
precedida de un amplio levantamiento contra el poder divi-
no, cuando se manifestará «el hombre de pecado, el hijo de
perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que
se llama Dios o es objeto de culto, tanto que se sienta en el
templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios» (5).
Les recuerda que les ha dicho esto estando con ellos pocos
meses antes. Hay una clara relación entre su retrato del hom-
bre de pecado entronizado en el templo de Dios y la anterior
referencia a la «abominación desoladora que está donde no
debe».
En el año 40 de nuestra era, sin embargo, Petronio con-
temporizó, pues no estaba de acuerdo con la orden del em-
perador. Mientras él difería el asunto. Agripa lo discutió
urgentemente con Cayo. Tan grande era la amistad de Cayo
con Agripa que cedió hasta el punto de escribir a Petronio
órdenes para que, si la estatua se había erigido ya, que la
dejase donde estaba, pero si aún no se había erigido, que
no se preocupase más del asunto.
Pero ya Petronio le había escrito al emperador diciéndole
que era imposible cumplir su orden sin antes exterminar al
pueblo judío. Cayo, pues, le envió una segunda carta orde-
nándole que se suicidara como castigo por su desobediencia.
Antes que Petronio recibiera esta segunda misiva, no obstan-
te, le llegó la noticia de que habían asesinado a Cayo (enero
del año 41).
Cayo fue asesinado en un motín palaciego porque no ha-
bía medio constitucional para destronar a un emperador que
se había hecho intolerable. El senado romano pensó en res-
tablecer el gobierno republicano después de su muerte, pero

(5) I I Tes. 2:3 y sig.


Herodes Agripa y los Judíos / 269

la guardia pretoriana declaró emperador a su tío Claudio y


su decisión tuvo que ser aceptada a la fuerza.
Cuando Claudio se vio emperador, emitió dos edictos
confirmando a los judíos en sus privilegios tradicionales en
Alejandría (y en realidad, por todo el Imperio Romano).
A los ciudadanos de Alejandría se les prohibió atacar a los
judíos, y a los judíos alejandrinos se les advirtió que no bus-
casen nuevos privilegios sobre los que ya tenían, y que no
exacerbasen sus relaciones con sus vecinos gentiles permi-
tiendo la inmigración ilegal de judíos a la ciudad, ni de
otras partes de Egipto. Si los dos bandos no podían vivir en
paz, experimentarían la justa indignación de su benevolente
príncipe, se les dijo. Cuando, años más tarde (53), la paz
entre las dos comunidades se vio amenazada con nuevos dis-
turbios, demostró que no había amenazado en vano, supri-
miendo el conato con pronta severidad (6).
Agripa, que se encontraba en Roma cuando murió Cayo,
era también un antiguo amigo de Claudio y éste, desde el
comienzo de su mando, no sólo le confirmó en el reino que
Cayo le había dado, sino que lo aumentó con la adición de
Judea y Samaría. Durante los tres años restantes de su vida
(41-44), Agripa rigió un reino aproximadamente de la mis-
ma extensión que el de su abuelo Herodes. Como muchos
miembros de la casa de Herodes, Agripa usó el nombre fa-
miliar de Herodes además del suyo propio. Este es el gober-
nante llamado «el rey Herodes» en Hechos 12:1 y sig., donde
se describe su ataque contra los líderes de la iglesia de Je-
rusalén.
El relato de Hechos revela la ansiedad de Agripa por
agradar a los judíos de Jerusalén, deseo que se ve amplia-
mente reflejado en otras fuentes de información. Cultivó
asiduamente la buena voluntad de sus súbditos judíos, ob-
servando sus costumbres y mostrando preferencia por su
compañía, de forma que hasta los fariseos tenían buena opi-
nión de él. Le consideraban más como un rey asmoneo (por
su abuela Mariamne) que como miembro de la rama edomi-
ta de los Herodes. Esto queda bien patente en una historia
que se conserva en la Misná, según la cual le tocó, como
rey judío, leer la lección de Deuteronomio 17:14-20 («la
ley sobre los reyes») en la Fiesta de los Tabernáculos de un
año sabático (probablemente en 40-41). Cuando llegó a las

(6) Véase F. F. Bruce, Christianity under Claudius, BJRL44 (1961-


62), págs. 309 y sig.
270 / Israel y las Naciones

palabras del versículo 15, «de entre tus hermanos pondrás


rey sobre ti; no podrás poner sobre ti hombre extranjero,
que no sea tu hermano», se le saltaron las lágrimas al pensar
en sus antecesores edomitas, mas el pueblo le animó gritán-
dole repetidamente: «¡No te aflijas! ¡Tú eres en realidad
nuestro hermano!» (7).
Aun siendo tan íntimo amigo del emperador, tenía que
acompasar su comportamiento a la política imperial. Hubo
dos ocasiones en que los romanos vetaron proyectos en los
que Agripa se había embarcado. Uno de ellos fue la construc-
ción de una tercera muralla en Jerusalén, por la parte norte,
para cerrar la llamada Nueva Ciudad dentro del área forti-
ficada; otro fue una conferencia de gobernadores-vasallos,
como él mismo, que había citado en Tiberias.
Agripa falleció de súbito el año 44, habiendo caído enfer-
mo cinco días antes, durante la inauguración de una fiesta
en Cesarea en honor del emperador. Los pintorescos deta-
lles de la ocasión los relatan tanto Josefo (8) como Lucas (9).
Dejó hijos jóvenes, de los que el mayor, también llamado
Agripa, tenía 17 años. Claudio consideró la idea de poner a
este hijo mayor como sucesor de su padre, pero sus conse-
jeros le aseguraron que el gobierno de Judea era una res-
ponsabilidad demasiado seria y delicada para confiársela a
un jovenzuelo. Por tanto, Judea volvió a ser gobernada por
procuradores. Algunos años después, sin embargo, Claudio
le dio al joven Agripa el reino de Calcis, al pie de la cordi-
llera del Líbano, como sucesor del hermano de su padre,
Herodes, que lo había gobernado hasta su muerte en el
año 48. En el 53 Agripa cambió Calcis por los territorios al
nordeste del Lago de Galilea sobre los cuales Cayo había
nombrado rey a su padre en el 37, y cuando Nerón se hizo
emperador en el 54 aumentó su reino dándole a Agripa las
ciudades de Tiberias, Taricaea y Betsaida Julia, con sus co-
rrespondientes jurisdicciones y aldeas. En reconocimiento
a Nerón, Agripa cambió el nombre de su capital, Cesarea de
Filipo, por el de Neronia.

(7) Misná, 'Sota' VII, 8.


(8) Antigüedades XIX, 343 y sig.
(9) Hechos 12:21-23.
27
SE MULTIPLICAN LOS
PROBLEMAS EN JUDEA
(44-46 d.C.)
Los judíos que vivían en Judea recibieron la vuelta al
régimen de procuradores con el natural disgusto, después
de los felices años que habían pasado bajo un rey de su
propia nacionalidad. Incluso si se hubiera tratado de gober-
nadores buenos y considerados, hubieran desaprobado el
cambio por desagradable, y la realidad era que los procura-
dores desde el año 44 en adelante no habían sido mejores
que Pilato.

FADO

El primero designado en esta segunda época de procura-


duría, tras la muerte de Agripa padre, fue Cuspio Fado
(44-46). Se atribuía, como los anteriores procuradores, el
derecho de nombrar sumos sacerdotes, juntamente con la
custodia de las vestiduras sacerdotales de ritual. Este doble
derecho lo había ejercido Agripa y a los judíos no les agra-
daba la idea de que revertiese a los oficiales paganos. Soli-
citaron del emperador este favor, arreglando éste la cuestión
dándoselo a Herodes, hermano de Agripa, que regía el pe-
queño principado de Calcis en el Líbano. Después de su
muerte en el año 48, el privilegio pasó al joven Agripa, quien
lo ostentó hasta el comienzo de la guerra judía en el 66.
En la primera parte del período de procuraduría de Fado,
un supuesto mago llamado Teudas (1) reunió una numerosa
banda de seguidores y los llevó al río Jordán, pretendiendo
que a su voz de mando las aguas se dividirían para que ellos
pasaran a pie enjuto. Esto sugiere que se presentaba a sí

(1) Este no es el Teudas de Hechos 5:36, quien seguramente dirigió


una de las revueltas que siguieron a la muerte de Herodes en el
año —4.
272 / Israel y las Naciones

mismo como un nuevo Josué, que arrancaría la Tierra Santa


de manos paganas (2), o bien como un segundo Elias, pre-
cursor del Mesías (3). Fado envió un cuerpo de caballería
contra él y los suyos, que dispersó la multitud y trajo la
cabeza de Teudas a Jerusalén. Movimientos mesiánicos (así
pueden llamarse para entendernos) de este tipo llegaron a
ser cada vez más frecuentes en aquellos años.

ALEJANDRO

Tiberio Julio Alejandro sucedió a Fado como procurador.


Era miembro de una eminente familia judía de Alejandría.
Su padre, Alejandro, encabezaba una comunidad judía de
aquella ciudad; el filósofo Filón era tío suyo, pero él había
apostatado de la fe de sus padres, y por tanto, a pesar de
su ascendencia judía, no era aceptable a los ojos de los ju-
díos religiosos.
También Alejandro se vio en la necesidad de sofocar una
rebelión que ofrece especial interés porque la encabezaban
dos hijos de Judas el Galileo, el mismo que había dirigido el
alzamiento celote cuando se realizaba el censo en el año 6.
Este nuevo movimiento fue sofocado y los dos hijos de Ju-
das —Santiago y Simón— fueron crucificados. La crucifixión
de los dos judíos patrióticos por un judío renegado no au-
mentó en nada la popularidad de Alejandro en Judea.
El final de la procuraduría de Fado y el principio de la de
Alejandro coincidieron con una plaga de hambre en Pales-
tina. Lucas nos cuenta cómo la iglesia de Antioquía envió
por aquel tiempo una misión de ayuda, encabezada por Pa-
blo y Bernabé, a sus hermanos de Jerusalén (4); Josefo
nos cuenta que Elena, la reina-madre judía de Adiabena un
distrito al este del Tigris, compró trigo en Egipto e higos en
Chipre y los trajo a Jerusalén para que se distribuyeran en-
tre el pueblo hambriento (5).
La adhesión judía de la casa real de Adiabena ilumina de
forma interesante el carácter de proselitismo judío en aque-
llos días. Un mercader judío llamado Ananías, al tratar de

(2) Ver Josué 2:13 y sig.


(3) Ver II Reyes 2:8.
(4) Hech. 11:29 y sig.
(5) Antigüedades XX, 51 y sig., 101.
Se Multiplican los Problemas en Judea / 273

sus negocios con las damas de la casa real, discutía temas


religiosos con ellas procurando que éstas adorasen a Dios
de acuerdo con la costumbre judía. Por el mismo tiempo,
Elena, reina de Adiabena, era igualmente persuadida por
otro judío. Bajo su influencia, Izates, príncipe heredero,
abrazó también la fe judía y poco tiempo después accedió
al trono (año 40 aprox.). Ananías le aseguró que no era im-
prescindible que se circuncidase, ya que a sus súbditos no
les agradaría; pero un judío galileo llamado Eleazar, que
estaba de visita en Adiabena, persuadió al rey de que a me-
nos que se circuncidase no conseguiría la aprobación divina,
por lo que el rey se sometió a este rito. Otros miembros de
su familia se circuncidaron también, incluyendo a su her-
mano Monobazus, que le sucedió en el trono hacia el año 64.
Monobazus hizo construir en Jerusalén una magnífica tum-
ba para su madre y su hermano. Algunos de sus parientes
lucharon al lado de los judíos contra los romanos en la gue-
rra del 66 al 70.
Los gobernantes de Adiabena reconocían al rey parto
como su señor, pero tenían suficiente poder para que el rey
parto tuviera que agradecer algunas veces su valiosa ayuda.
Había colonias judías numerosas en la parte occidental del
Imperio Parto, y durante unos quince años (25-40 aprox.)
un soldado judío aventurero llamado Asinio sirvió al rey
parto como gobernador en su provincia de Babilonia. Este
período de influencia judía terminó con unos disturbios anti-
judíos, especialmente en Seleucia, sobre el Tigris, principal
ciudad de la provincia, donde varios millares de judíos fue-
ron asesinados en masa por sus vecinos gentiles.

CUMANO

A Alejandro le siguió como procurador de Judea en el


año 48 Ventidio Cumano, cuyos cuatro años de procuraduría
son notables por constantes tumultos. El estado nervioso po-
pular era tan delicado que la menor provocación la tomaban
por ofensa y formaban una insurrección. Por ejemplo, du-
rante la pascua en uno de los años de esta procuraduría,
un soldado romano de la fortaleza Antonia irritó de tal for-
ma a los peregrinos que estaban en multitud en el patio del
templo, sólo con un gesto insultante, que el tumulto que se
formó no pudo aquietarse sin derramamiento de sangre.
274 / Israel y las Naciones

Más provocativa fue la acción de otro soldado romano


durante una incursión de castigo a la Judea occidental, pues
éste rompió un rollo de la Ley en una sinagoga. Tal sacrile-
gio era un ataque a la religión judía, que disfrutaba de la
protección expresa de la ley romana. Una delegación judía
fue a Cesarea y se negó a considerarse satisfecha mientras
no fuese ejecutado el sacrilego soldado. Y el soldado fue
ejecutado, lo que demuestra lo escrupulosa que era la ley
romana para evitar herir las susceptibilidades religiosas
judías.
Hacia el final de la procuraduría de Cumano estalló una
lucha fronteriza entre los samaritanos y los judíos. Algunos
galileos fueron asesinados en una aldea samaritana, pero
Cumano no hizo nada para que se cumpliese la justicia so-
bre los ofensores, por lo que dos judíos, Alejandro y Elea-
zar, se pusieron a la cabeza de una banda de celotes y lleva-
ron a cabo una incursión de castigo sobre los samaritanos.
Aunque Cumano no había hecho nada para castigar a los ase-
sinos samaritanos, fue rápido para enviar sus soldados con-
tra la banda de celotes. Los líderes judíos le acusaron de
parcialidad y presentaron una queja ante Cuadrato, que era
el legado de Siria, quien ordenó que los representantes de
las comunidades judía y samaritana, juntamente con el pro-
pio Cumano, se presentaran en Roma para que el emperador
escuchara su querella. En la corte imperial los judíos en-
contraron un poderoso abogado en el joven Agripa, tan efi-
caz que Claudio declaró inocente a los judíos, sentenció a
muerte a los desafortunados samaritanos y depuso a Cuma-
no de la procuraduría.

FÉLIX

Antonio Félix sucedió a Cumano en el puesto, tal vez por-


que ya ostentaba, al parecer, una autoridad subordinada a
la de Cumano en Samaría (6).
Félix no era miembro de la Orden Ecuestre, como lo
eran los otros procuradores de Judea; pertenecía a la hu-
milde categoría de «hombre liberado». En tiempos había
sido esclavo, juntamente con su hermano Pallas, en la casa
de la madre de Claudio, Antonia. Una vez emancipados, Pa-
llas alcanzó una posición de gran influencia en la casa im-

(6) Ver Tácito, Anales XII, 54.


Se Multiplican los Problemas en Judea / 275

perial, la de jefe del servicio civil, y por medio de su influen-


cia Félix disfrutó el extraordinario honor, para un emanci-
pado, de gobernar una provincia.
A pesar de su baja cuna, Félix se casó con mujeres de
alto rango social, no una vez, sino tres, todas ellas de familia
real: una era nieta de Antonio y Cleopatra, y la tercera y
última, Drusila, era hija de Agripa el mayor, que dejó a su
anterior marido (Azizus, rey de Emesa, actual Homs) para
venir a vivir con Félix en calidad de esposa, en el año 54.
Tuvieron un hijo, Agripa, que pereció en la erupción del
Vesubio, en el año 79.
Félix se propuso dejar su provincia libre de bandas de
insurgentes, que iban aumentando en número y en actividad.
Sus severas medidas a este fin tuvieron un éxito temporal,
pero esto hizo que gran parte de la población estuviese en
desacuerdo con él, pues a sus ojos los insurgentes no eran
bandidos, sino patriotas.
Una forma de acción subversiva adoptada por los des-
afectos al régimen imperialista era el asesinato. Se mezcla-
ban con la multitud en las fiestas y ocasiones especiales y
apuñalaban a sus oponentes (especialmente judíos sospecho-
sos de ser pro-romanos, colaboracionistas) antes que éstos
se diesen cuenta, utilizando dagas que escondían entre sus
ropas. Por eso se les llamó sicarios, del latín 'sica', daga; es
decir, los hombres de la daga. Una de las víctimas fue un
ex sumo sacerdote, Jonatán, hijo de Anás, hombre modera-
do, que en ninguna forma era perjudicial para los extre-
mistas.
Uno de los líderes rebeldes que provocó un movimiento
hacia el año 54 fue un egipcio que se decía profeta y con-
dujo unos cuatro mil seguidores suyos al Monte de los Oli-
vos, al este de Jerusalén, prometiéndoles que a una señal
suya las murallas de Jerusalén se desplomarían (como lo
habían hecho las de Jericó en días de Josué), para que ellos
pudieran entrar y tomar posesión de la ciudad. Pero las tro-
pas que envió Félix contra ellos mataron a 400 y tomaron
200 prisioneros, dispersándose el resto. El egipcio desapa-
reció. Dos o tres años después, cuando el tribuno militar que
mandaba la guarnición de la fortaleza Antonia rescató a un
hombre que una multitud airada quería linchar, imaginó,
sin explicar los motivos, que era el egipcio, sobre el que el
populacho estaba procurando vengar el haber dejado a sus
seguidores en la estacada. Pero al fin descubrió su error,
276 / Israel y las Naciones

pues este hombre no era ningún egipcio, sino un judío de


Tarso llamado Pablo (7).
El egipcio, no obstante, no era más que uno de los nume-
rosos impostores que en aquellos días se llevaban al pueblo
al desierto de Judea prometiéndoles operar milagros que
repetirían las maravillas de los días de Moisés y Josué para
la liberación del pueblo de Israel de sus opresores.
Entre tanto, los líderes oficiales de la nación judía iban
rápidamente perdiendo el respeto que correspondía a sus
puestos de honor ante los ojos de la nación. El sumo sacer-
docio se había convertido en el premio sólo alcanzable por
unas contadas familias muy ricas de los saduceos, cuya arro-
gancia les había atraído, no el respeto, sino el desafecto del
común del pueblo.
Y de todos los sumos sacerdotes, ninguno se expuso más
a la justificada maledicencia que Ananías hijo de Nedebaeus
(47-58). Una vez se le menciona en el Nuevo Testamento
cuando, como presidente del Sanhedrín, actuó con evidente
falta de imparcialidad (8). En la tradición judía se le recuer-
da especialmente por su desmedido afán de dinero, que le
llevó a apropiarse y vender aquella parte de los sacrificios
del templo que les correspondía por derecho propio a los
sacerdotes ordinarios, quienes, desprovistos de ella, hubie-
ron de pasar hambre (9).
Los últimos años de la procuraduría de Félix tuvieron
como nota sobresaliente las encarnizadas luchas entre judíos
y gentiles habitantes de Cesarea. Los judíos de la ciudad re-
clamaban para sí privilegios especiales porque su fundador
había sido el rey judío Herodes. Cuando se declaró la gue-
rra civil entre la población judía y la gentil de la ciudad,
Félix intervino en favor de Jos gentiles y envió a los líderes
de ambos partidos a Roma, más Nerón, el hijastro de Clau-
dio, que era emperador a la sazón, hizo a Félix presentarse
también en Roma. Dándose cuenta de que se había excedido
de su deber al ofender a los judíos, trató de ganarse la bue-
na voluntad de éstos antes de partir para Roma, dejándoles
(7) Debido a haberse apartado el significado actual de «sicario»,
«hombre de la daga», de su estricto sentido original, para describir al
«asesino a sueldo», Hechos 21:38 se ha traducido de muy diversas
formas: Reina-Valera antigua, «hombres salteadores»; la misma en
Revisión 1960, «sicarios»; Biblia de Jerusalén 1972, «terroristas»; Nácar-
Colunga, también «sicarios».
(8) Hechos 23:1-5.
(9) TB Pesachim 57a. Hace un papel más recomendable en el
relato de Josefo (pág. 256).
Se Multiplican los Problemas en Judea / 277

en las manos una víctima en quien ensañarse, Pablo de


Tarso, encarcelado en Cesarea, en lugar de darle la liber-
tad. Félix ya no podía contar con la ayuda de su hermano
Pallas para que evitase su deposición, pues a poco de ha-
cerse Nerón cargo del imperio en el año 54, Pallas había ce-
sado como jefe del servicio civil imperial; pero todavía con-
servaba influencia suficiente para evitar que Félix sufriese
más castigo que el cese en la procuraduría.

FESTO

El siguiente procurador de Judea fue Porcio Festo (59-


62 aprox.). Poco después de la llegada de Festo a la provincia
de Cesarea se decidió a favor de los gentiles por un rescrip-
to imperial. Según los judíos, los gentiles de Cesarea consi-
guieron este favor imperial sobornando a Beryllus, secreta-
rio de Nerón. En lugar de recibir los privilegios deseados,
los judíos de Cesarea fueron reducidos al nivel de ciudada-
nos de segunda clase. Esta decisión, en vista de la reacción
que provocó, debe contarse entre las causas del levantamien-
to judío del año 66.
Aunque la procuraduría de Festo fue breve, le dio tiem-
po para actuar enérgicamente contra ciertos insurgentes ac-
tivos. Un incidente de menor importancia surgió como re-
sultado de una disputa entre los oficiales del templo y Agri-
pa el joven. Agripa tenía una casa en Jerusalén a la que
añadió una torre desde la que tenía una buena vista de los
patios del templo, pudiendo observar desde ella cómo oficia-
ban los sacerdotes en los distintos sacrificios. A los sacer-
dotes les molestaba esta forma de supervisión por parte de
un laico, aunque fuese «la cabeza seglar de la iglesia ju-
día» (10). Para evitarlo, elevaron más la tapia del templo.
Agripa protestó ante Festo, quien ordenó la demolición de
la obra. Pero los principales sacerdotes apelaron al César,
enviando una embajada a Roma, donde contaban con una
poderosa amiga en la persona de Popea, esposa de Nerón y
emperatriz. Por medio de ella consiguieron permiso para
mantener en pie la pared que habían construido para evitar
la impertinencia de Agripa.
Festo murió de pronto en el año 62, siendo aún procu-
rador, y pasaron tres meses antes que llegase su sucesor,
(10) A causa de su derecho para designar sumos sacerdotes. Ver
página 271.
278 / Israel y las Naciones

Albino. Durante esos tres meses el sumo sacerdote, Anás I I ,


aprovechó la oportunidad para llevar a cabo sus venganzas
personales. Trajo varias personas ante el Sanhedrín y pro-
curó que fuesen condenadas a muerte. Entre estas personas,
la más notable era Santiago el Justo, líder de la congrega-
ción cristiana o, más exactamente, nazarena, de Jerusalén.
Este asesinato judicial asombró a muchos jerosolimitanos
que, sin ser ellos mismos nazarenos, reconocían la piedad
y el ascetismo de Santiago y le profesaban general venera-
ción, y cuando Jerusalén fue cercada unos años más tarde
no faltaron hombres que declarasen que el desastre era a
consecuencia de haberse cortado de forma tan violenta las
plegarias de Santiago, que eran una intercesión continua en
favor de la ciudad.
El comportamiento abusivo de Anás lo cortó Agripa rá-
pidamente, deponiéndole de su dignidad de sumo sacerdote
y sustituyéndole por su rival, Jesús hijo de Damnaeus, acto
seguido por una lucha callejera entre los partidos de uno
y otro rival.

ALBINO

Albino, el próximo procurador de Judea, nos lo presenta


Josefo como más escandalosamente caprichoso que los de-
más procuradores. Arrestó a gran número de «sicarios», así
como a los partidarios de Anás II que seguían ocasionando
disturbios en Jerusalén, resentidos de la deposición de su
cabecilla; pero los libertó de nuevo cuando le ofrecieron por
ello un soborno que le pareció suficiente.
En la Fiesta de los Tabernáculos del otoño del 62 hizo
una extraña impresión la aparición en Jerusalén de un cam-
pesino, Jesús, hijo de Ananías, que incesantemente procla-
maba la condenación de la ciudad:

Voz del este,


Voz del oeste,
Voz de los cuatro vientos;
Voz contra Jerusalén y el santuario,
Voz contra los novios y las novias
Voz contra todo el pueblo (11)

(11) De la Guerra Judía, VI, 300 y sig.


Se Multiplican los Problemas en Judea / 279

Como los ominosos pronunciamientos de Salomón el Águi-


la antes del Gran Fuego de Londres, la proclamación de este
campesino parecía profética en retrospectiva, cuando ocurrió
un desastre a la ciudad y al templo.
Albino fue llamado a Roma después de tres años de go-
bierno de Judea. Según Josefo, antes de salir de la provincia
ejecutó a los criminales convictos, pero libertó a aquellos
que estaban esperando juicio por ofensas menores, con lo
que llenó la provincia de ladrones y malhechores.
Debemos recordar que Josefo está interesado en presen-
tar una visión desfavorable de los últimos procuradores de
Judea a fin de reducir al mínimo la culpabilidad de los
judíos al rebelarse contra Roma en el año 66.

FLORO

El último procurador de Judea fue Gesio Floro, quien,


según rumores, debió su nombramiento a una amistad con la
emperatriz Popea. Su apetito de soborno y extorsión de bie-
nes era tal que Josefo dice (12) que hizo que su antecesor,
Albino, pareciese un filántropo por comparación con él, pues
robaba a pueblos enteros y dejaba libres a los bandidos
siempre que le diesen parte del botín como soborno.
Incluso si Josefo exagera la maldad de Floro, no puede
caber duda de su incapacidad e insensibilidad ante el estado
de cosas en Judea, contribuyendo con ello de forma decisiva
a la erupción de la guerra en el año 66.

(12) Antigüedades XX, 253.


28
LA GUERRA CON ROMA
Y
EL FINAL DEL SEGUNDO TEMPLO
( 6 6 - 7 3 d . C .)
Después de los setenta u ochenta años de independencia
disfrutados bajo los asmoneos, a los judíos les sentó muy
mal la imposición de un nuevo yugo extranjero. Los últimos
asmoneos habían sido bastante opresores para con sus súb-
ditos, pero mirando al pasado se olvidaban los malos com-
portamientos, y sólo el hecho de haber sido los asmoneos
una dinastía nacional que había librado a Israel de la domi-
nación extranjera era lo que se recordaba.
Mientras el sumo sacerdocio lo había retenido un asmo-
neo, la situación no había llegado a ser intolerable. Incluso
Herodes era técnicamente judío, aunque de raíz edomita y
romano por sus aspiraciones y su formación. Mientras vivió
absorbió gran parte del odio dirigido contra Roma cuando
los procuradores imperiales gobernaban en Judea. Aunque
los líderes nacionales que solicitaban la deposición de Arque-
lao en el año 6 esperaban que la autonomía interior bajo un
gobernador romano sería preferible a su tiranía, el tiempo
había de demostrar que estaban en un error. Había, desde
luego, algunos como Judas el Galileo y sus discípulos celo-
tes que encontraban ultrajante el mero hecho de tener que
pagar tributo directamente a un gobernador pagano. Pero
otros se hubieran sentido satisfechos si la administración
hubiera sido equitativa. Desgraciadamente, el comportamien-
to de procuradores como Pilato, dedicados a la extorsión y
a la brutalidad, había de conducir al extremismo. La situa-
ción se hizo más intolerable después del breve «veranillo de
San Miguel» que disfrutaron bajo Herodes Agripa I. La
injusticia administrativa aumentó el desafecto a Roma, y
cuando las bandas de desafectos tomaron las armas, la bru-
La Guerra con Roma y el Final del Segundo Templo / 281

talidad con que fueron aplastadas aumentó la simpatía po-


pular en su favor y el resentimiento contra Roma.
Resulta claro, también, que flotaba en el ambiente lo que
podemos llamar, sin entrar en detalles, el espíritu mesiánico.
Roma empezó a sustituir al Imperio Seléucida en la mente
de los intérpretes de la visión de Daniel como el último po-
der gentil, que había de ser pulverizado por la «piedra cor-
tada sin manos» (1). Cuando la dinastía asmonea perdió su
independencia, empezó a reavivarse la expectación de un
campeón del linaje de David que aplastaría a los enemigos
de Israel y establecería el dominio de su pueblo. Incluso la
piadosa comunidad de Qumran, casi esenios, acariciaba la
esperanza de una guerra final contra Roma, en la que, cuan-
do Dios diese la señal, tendrían ellos una parte decisiva (2).
Los celotes no creían que tenían que esperar señal alguna: el
hecho de estar bajo la dominación pagana era señal suficien-
te para ellos; sabían cuál era su deber y creían que Dios
prosperaría su causa y les daría la victoria en su lucha por
la liberación de Israel.
Para una nación que estaba tan convencida de su destino,
marcado por la divinidad, la tentación de cooperar con el
destino era aguda, especialmente cuando la situación de
Judea era tan intolerable como llegó a ponerse bajo la pro-
curaduría de Floro.
Los gentiles de Cesarea, después de haberles concedido
Nerón privilegios superiores a los de los judíos de la misma
ciudad, que se habían opuesto a su solicitud, no perdían
ocasión de ahondar en la herida, molestando a los judíos
por todos los medios imaginables. En una ocasión sacrifica-
ron un pájaro a la puerta de la sinagoga, envileciendo así
el lugar y anunciando de esa forma al gentil del común del
pueblo que los judíos eran una nación de leprosos, pues el
sacrificio de un ave formaba parte del ritual levítico para
la purificación de la lepra. Esto era una ruptura de los pri-
vilegios que la ley imperial confirmaba para la religión ju-
daica, aparte de serlo también de los buenos modales y el
buen gusto, y los judíos solicitaron de Floro que les hiciese
justicia. Sabiendo que apelar a Floro era inútil a menos que
la apelación fuese acompañada de un cuantioso soborno, le
dieron ocho talentos de plata. Floro se quedó con el dinero,
pero ignoró por completo su queja.
(1) Daniel 2:34 y sig., 44 y sig.; véase Josefo, Antigüedades X, 210.
(2) Véase mi Second Thoughts on the Dead Sea Scrolls, 2 (1961), pá-
ginas 74 y sig., 85 y sig.
282 / Israel y las Naciones

La rapacidad de Floro, sin embargo, se pasó de la raya


cuando procedió a saquear el tesoro del templo y tomó de
los fondos sagrados diecisiete talentos. Es verdad que Pilato
Je había señalado al tesoro del templo un impuesto, pero
había tomado el dinero para lo que él consideraba un fin
justificado (3), mientras que Floro no tenía excusa alguna.
El pueblo de Jerusalén era incapaz de evitar que el procu-
rador llevase a cabo el sacrilegio, pero dos truhanes de
buen humor hicieron un pasillo de comedia pidiendo pública-
mente dinero en broma para un gobernador que se había
quedado en la miseria. Floro se enteró y acusó el golpe en-
viando sus tropas contra el populacho. Se derramó mucha
sangre, los soldados se dieron al pillaje y varios ciudadanos,
incluso algunos que pertenecían a la Orden Ecuestre roma-
na, fueron apresados al azar y crucificados. La reacción del
pueblo fue violenta: cortaron las comunicaciones entre la
fortaleza Antonia y los patios del templo para evitar una
súbita incursión de la guarnición de la fortaleza para ocupar
el área del templo.
El legado de Siria, Cestio Gallo, envió un tribuno mili-
tar, Napolitano, a Jerusalén para investigar el caso. Durante
su visita, los ciudadanos se mantuvieron en calma y Agripa
el joven hizo todo lo que pudo para disuadir al pueblo de
la idea de rebelarse. La rebelión sería inútil, les decía; lo
más sensato era permanecer obedientes a Roma. Mas cuando
sus oyentes le preguntaron si la obediencia a Roma impli-
caba someterse a Floro tuvo que admitir que así era en
efecto, y no quisieron escucharle más.
El líder en Jerusalén del partido que estaba por la guerra
contra Roma era un sacerdote llamado Eleazar, capitán del
templo e hijo del anterior sumo sacerdote Ananías, hijo de
Nedebaeus. Este fue quien instigó al pueblo para que come-
tiera el primer acto de rebelión contra Roma, consistente en
eliminar el sacrificio diario que durante décadas se había
venido ofreciendo en el templo por el bienestar del empe-
rador. Esto equivalía a rechazar deliberadamente la autori-
dad del emperador: era, en realidad, una declaración de
guerra.
En Jerusalén, no obstante, había algunos líderes modera-
dos que miraban con horror el giro que habían tomado los
acontecimientos, y procuraban controlarlos. Uno de éstos

(3) Véase pág. 259.


Arco lateral bajo la Puerta de
Damasco. La parte superior es
romana (del tiempo de Ariano o
Vista del edificio donde está
posterior); las zapatas y los pi-
encerrado el sepulcro de Abra-
lares incompletos son probable-
ham en Hebrón. La pared exte-
mente obra de Herodes Agripa.
rior, excepción hecha de su
Ver p. 270.
parte superior, fue edificada
por Herodes el Grande. (Por
cortesía de Stephen Baldock.)

Sarcófago de piedra de una tumba situada al norte de Jerusalén, con el nombre de


Reina Saddá en aramaico y hebreo, probablemente Elena de Adiabena. Ver p. 272.
(Museo del Louvre, Paris.)
La fortaleza de Masada, último fortin de la Revuelta judía. Vista aérea del extremo norte
mirando hacia el este, después de haber expuesto con excavaciones el palacio de
Herodes en su punto más elevado, los almacenes en el centro y los muros que lo
encerraban, en los que vivían sus defensores. En el ángulo superior derecho hay dos
campamentos romanos usados en el sitio. (Por cortesía del Profesor Y. Yadin,
Expedición a Masada.)

Siclo de plata de la Revuelta judía con tres granadas, las palabras «Jerusalén la santa», y
un cáliz con las palabras «Siclo de Israel» y la fecha por encima, «Año 5» (último año de
la revuelta. Tamaño natural. (Dep. de Monedas y Medallas, Museo Británico.)

Panel esculpido en el Arco de Tito en Roma, en el que se ve el candelabro de oro, y la


mesa y las trompetas del mismo metal, traídos del Templo de Jerusalén y paseados en
triunfo por la ciudad de Roma. (Por cortesía de A.R. Millard.)
La Guerra con Roma y el Final del Segundo Templo / 285

era Ananías —padre del Eleazar arriba mencionado—, junta-


mente con su hermano Ezequías. Estos apelaron a Floro y
a Agripa para que cooperasen, de forma que se evitase la
extensión de la contienda, pero Floro no hizo nada; parecía
no tener el menor deseo de evitar la guerra (4). Agripa en-
vió refuerzos al partido que deseaba la paz; juntos consi-
guieron mantenerse durante algún tiempo en la parte supe-
rior (occidental) de la ciudad, mas eran insuficientes para
llegar a una acción eficaz contra los insurgentes que estaban
en el templo y su zona. El 5 de septiembre del año 66 estos
últimos se apoderaron de la fortaleza Antonia, que domina-
ba los patios del templo, barrieron la guarnición romana
e implantaron en ella sus propios hombres.
Naturalmente, el partido de los celotes consideró que
hacía falta su liderazgo en esta situación: el día de la rebe-
lión nacional contra Roma era precisamente el que ellos ha-
bían estado esperando, por el que habían luchado y sufrido.
Su líder actual era Menahem, el último hijo superviviente
de aquel Judas el Galileo que sesenta años antes había en-
cabezado una rebelión que abortó. Menahem y sus seguido-
res ya habían capturado la fortaleza de Masada, construida
por Herodes en la orilla sudoeste del Mar Muerto, y habían
masacrado a la guarnición romana que había en ella. Ahora,
armados con el arsenal que en la fortaleza habían encon-
trado, marcharon hacia Jerusalén y se encargaron del ataque
al barrio oeste de la ciudad, consiguiendo pronto ocuparlo.
Los soldados del partido pacifista, juntamente con los re-
fuerzos enviados por Agripa, tuvieron que rendirse, pero se
les permitió salir de la ciudad sin el menor daño. Las fuer-
zas romanas fueron encerradas en tres torres del palacio de
Herodes, en el muro occidental.
La ambición de Menahem por ser el único líder, si no es
que ambicionaba ser el rey de un estado judío independien-
te, le atrajo la rivalidad de los sacerdotes insurgentes. Ade-
más, él y los suyos habían incurrido en mortal enemistad
con Eleazar, capitán del templo, porque el 25 de septiembre
habían matado al padre de éste, el ex sumo sacerdote Ana-
nías, durante unas operaciones de limpieza en el barrio alto
de la ciudad. Ananías estaba tan apegado al partido pacifista
como su hijo lo estaba al de los rebeldes, pero a pesar de
ello, Eleazar se sentía obligado a vengar la muerte de su

(4) Al calcular el grado de responsabilidad de Floro, debemos con-


siderar el partidismo de Josefo.
286 / Israel y las Naciones

padre. Por ello sus seguidores atacaron a Menahem mientras


se encontraba orando en el templo; éste intentó huir, pero
lo capturaron, torturaron y mataron, junto con sus princi-
pales tenientes. Uno de éstos, pariente de Eleazar —Eleazar
hijo de Jair—, logró escapar a Masada con un número de
seguidores, y continuó ocupando aquella fortaleza hasta la
primavera del año 73.
Poco tiempo después de la muerte de Menahem quedaron
reducidos los restos de las fuerzas romanas que había en
Jerusalén, entregándose a condición de que se les respetara
la vida, pero tan pronto como depusieron las armas su ma-
tanza fue casi total.
Floro se encontró entonces en una situación totalmente
fuera de sus posibilidades de control. Las fuerzas que le
quedaban eran insuficientes para sofocar la rebelión, y era
imprescindible que interviniese el legado de Roma en Siria.
El legado, Cestio Gallo, marchó hacia el sur con la Duodé-
cima Legión, más algunas otras tropas de refuerzo, para
ocupar Jerusalén. Ocupó el suburbio norte, Bezetha, pero
se dio cuenta de que las tropas que había traído eran insufi-
cientes para reducir el resto de la ciudad y el área del
templo, por lo que se retiró, y cuando iba marchando con
su ejército hacia el norte cayó en una emboscada que le
habían tendido los rebeldes en el paso de Bet-Horón, en la
que sufrió considerables pérdidas (25 de noviembre 66).
El hecho de que ni aun el legado de Siria se hubiese
atrevido a ocupar Jerusalén y hubiera recibido una grave
derrota durante su retirada le dio gran prestigio a la causa
de los insurgentes. Los moderados que confiaban que el
legado restablecería el orden quedaron desacreditados. La
mayoría de los judíos de Palestina se hallaban ahora unidos
para la guerra de liberación. A José hijo de Gorion y al
antiguo sumo sacerdote Anás II se les puso a cargo de la
defensa de Jerusalén; Jesús hijo de Safias y Eleazar, capitán
del templo, mandaban el ejército en Idumea. Otro Eleazar
—hijo de Simón, el líder celote—, aunque no tenía mando
específico gozaba de considerable poder por haber tomado
posesión de grandes riquezas capturadas a los romanos, más
una gran parte del tesoro público de Jerusalén. Entre los
oficiales al mando de las fuerzas insurgentes de Galilea se
encontraba Josefo, hijo del sacerdote Matatías y futuro his-
toriador de la guerra. Josefo tenía un rival en el mando
de las fuerzas galileas en la persona de Juan de Gischala,
a quien acusa de tratar constantemente de minarle su posi-
La Guerra con Roma y el Final del Segundo Templo / 287

ción de mando. (Es muy probable que Juan no se fiara gran


cosa del celo de Josefo por la causa rebelde.)
Puesto que Cestio Gallo había demostrado ser incapaz de
sofocar el movimiento de liberación, Nerón envió a Vespa-
siano a Judea con mando independiente. Vespasiano era un
veterano que había mandado con éxito a sus tropas en las
Galias y en Bretaña. Llegó a aquella provincia en la prima-
vera del 67 con tres legiones de fuerzas auxiliares, unos
60.000 hombres en total. En la primera campaña redujo
a Galilea, donde, incidentalmente, se le adhirió un líder de
los insurgentes, Josefo, a quien perdonó la vida al entregarse
porque le predijo a Vespasiano su elevación a la dignidad
imperial. (Josefo sacó en conclusión que sus hermanos ju-
díos habían sido desviados en cuanto a la interpretación de
que las profecías mesiánicas habían de cumplirse en un ju-
dío: para él, el regidor del mundo que había de surgir de
Judea no era otro que el jefe de las fuerzas romanas en ésta.)
El rival de Josefo, Juan de Gischala, evadió la captura
durante la ocupación de Galilea por las legiones de Vespa-
siano y escapó a Jerusalén. Allí intentó establecer su propia
supremacía haciendo que el partido de los sacerdotes se
enemistase con el de los celotes, cuyo líder actual en Jeru-
salén era Eleazar hijo de Simón. Tras un invierno de intrigas
y guerra civil, se hizo el dueño de la ciudad en la prima-
vera del 68. Poco tiempo después el último sumo sacer-
dote de Jerusalén asumió su dignidad —un sacerdote cam-
pesino, llamado Fineas hijo de Samuel—. A diferencia de
sus predecesores, no fue seleccionado de entre las familias
sacerdotales más sobresalientes, sino echando suertes entre
los sacerdotes más comunes. El último superviviente de los
anteriores sumos sacerdotes, Anás II, recibió la muerte por
el mismo tiempo, sospechoso de querer negociar con Roma.
Hacia el final de la primavera del 68 las fuerzas de Vespa-
siano habían reducido ya a Perea, Judea occidental e Idumea.
Pero en junio de aquel año hubo un levantamiento contra
Nerón en el oeste. Nerón se suicidó para evitarse peores
males, y la guerra civil hizo sus estragos en Roma y sus alre-
dedores cuando un líder militar tras otro intentaba hacerse
cargo de la ciudad y del Imperio.
El inesperado respiro que estos acontecimientos facilita-
ron a los defensores de Jerusalén les pareció una interven-
ción divina en su favor. Parecía que Roma estaba al borde
de la destrucción por su lucha intestina: el Imperio parecía
que iba a desaparecer; seguramente la hora que los judíos
288 / Israel y las Naciones

habían esperado durante tanto tiempo, el establecimiento


de Israel como un imperio que rigiese «de mar a mar y des-
de el río a los confines de la tierra» (5) estaba a punto de
sonar. La ciudad santa no caería, sino que, por el contrario,
la hora de su redención estaba muy cerca.
A pesar de tales esperanzas, en junio del 69 reanudó Ves-
pasiano sus operaciones militares, adueñándose de toda Pa-
lestina menos la ciudad de Jerusalén y los tres fuertes de
Herodión (al sudeste de Belén), Masada y Macaeros (al sur de
Perea). Entre tanto se había encendido una vez más la lucha
civil dentro de Jerusalén. Durante la inactividad de Vespa-
siano, un tal Simón bar Giora, aliado de los celotes encerra-
dos en Masada, se había adueñado de Idumea. Echado de
allí por las tropas de Vespasiano, entró en Jerusalén condu-
ciendo una facción hostil al mando de Juan de Gischala.
Simón estableció su control sobre Jerusalén y sus alrededo-
res, pero Juan retuvo el del patio exterior del templo, mien-
tras que el líder celote, Eleazar hijo de Simón, tenía el pa-
tio interior con la parte principal del tesoro del templo
Mientras la guerra civil entre estos tres líderes de partido y
sus seguidores iba calentándose progresivamente dentro de
Jerusalén, Vespasiano fue proclamado emperador en Ale-
jandría en el mes de julio (por Tiberio Julio Alejandro, an-
terior procurador de Judea, que era entonces prefecto de
Egipto). Cesarea y Antioquía reconocieron a este emperador,
y en poco tiempo Vespasiano se vio apoyado por los ejérci-
tos de todas las provincias orientales. Cuando sus partida-
rios tomaron Roma en su nombre, partió de Judea para res-
tablecer el orden en la capital dejando a su hijo mayor, Tito,
para que pusiera fin a la guerra en Judea.
Tito, pues, atacó a Jerusalén en abril del año 70. Pero los
judíos estaban tan persuadidos de la invencibilidad de Je-
rusalén que en la víspera misma del ataque multitud de
peregrinos llegaron como de costumbre a la ciudad para
celebrar la fiesta de la Pascua. Su presencia en la ciudad,
cuando se cerró el cerco contra ella, añadió una pesada car-
ga a los problemas de su defensa, ya que bastante compli-
cada estaba con las luchas intestinas. Pero durante la Pas-
cua, Juan venció a Eleazar, el líder de los celotes, y luego
se unió a Simón en la defensa de la ciudad y del templo.
Con la prolongación del sitio de Jerusalén empezaron
dentro los horrores del hambre, añadiendo incluso el cani-

(5) Salmo 72:8.


La Guerra con Roma y el Final del Segundo Templo / 289

balismo a los sufrimientos de la guerra, a pesar de lo cual


los defensores no se resignaban a capitular, menos aún
cuando Tito, utilizando a Josefo como intérprete, les indicó
las ventajas que les aportaría una pronta rendición. El 24 de
julio capturaron los romanos la fortaleza Antonia. Doce días
más tarde tuvieron los judíos que parar los sacrificios dia-
rios en el templo. El 24 de agosto los romanos quemaron
las puertas del templo, y dos días después, aniversario de
la destrucción del primer templo por los babilonios en
— 585 (6), le prendieron fuego al santuario, destruyéndolo.
El 26 de septiembre ya se encontraba toda la ciudad en ma-
nos de Tito, quien la hizo arrasar totalmente, no dejando en
pie más que las tres torres del palacio de Herodes en el
muro occidental, con parte de la muralla misma.
Según Josefo, Tito quería haber salvado el templo, pero
no pudo impedir la venganza de la soldadesca sobre aquella
estructura que había albergado el corazón de la resistencia
durante el sitio. Esto, sin duda, era lo que Tito quería que
se reflejase en la historia que había de juzgarle con serena
reflexión en el futuro, y Josefo, agradecido a la dinastía fla-
viana, dio a tal idea la debida publicidad.
Sin embargo, otra fuente de información nos ha legado
una interesante variante en un histórico fragmento que nos
ha conservado Sulpicio Severo (año 400 aprox.) (7):

«Tito primero tomó consejo y consideró si debía des-


truir obra tan magnífica como la del templo. Muchos
opinaron que una obra que excedía por su carácter
sagrado a todas las demás obras mortales no debiera
destruirse, pues si se salvaba, serviría de testimonio
de la moderación romana, mientras que su destruc-
ción sería una eterna ostentación de salvajismo. Otros,
por el contrario, entre los que se encontraba el propio
Tito, expresaron la opinión de que el templo, con ma-
yores motivos, debía ser arrasado para abolir por com-
pleto las religiones judía y cristiana; pues aunque estas
dos religiones eran hostiles entre sí, habían surgido de
los mismos fundadores; los cristianos eran una rama
de los judíos, y si se arrancaba la raíz desaparecerían
también las ramas.»
(6) Véase pág. 116.
(7) Generalmente se cree que es un fragmento de las Historias de
Tácito, pero véase H. W. Montefiore, Sutpicius Severus and Titus
Council of War, Historia II (1962), págs. 156 y sig.
290 / Israel y las Naciones

Aparte de lo que Tito personalmente opinase, había mu-


chos que acariciaban esta esperanza; pero les esperaba un
gran desengaño. El templo había perdido ya su razón de
ser, pues el cristianismo estaba libre de las trabas del anti-
guo sistema de sacrificios, y también lo estaba la esencia
más pura del judaismo.
Cuando los romanos tomaron el área del templo, con el
santuario todavía en llamas, los soldados metieron sus estan-
dartes en el recinto sagrado, instalándolos junto a la puerta
oriental, ofreciéndoles allí un sacrificio, aclamando a Tito
como imperator (comandante victorioso) mientras lo hacían.
La costumbre romana de ofrecer sacrificios a sus estandar-
tes ya la había comentado un escritor judío como síntoma
de su arrogancia pagana (8), mas ofrecer tales sacrificios en
el patio del templo a Yahvé, el Dios único y verdadero, era
el colmo de la blasfemia contra el Dios de Israel. Este acto,
a continuación del cese del sacrificio diario ocurrido tres
semanas antes, tiene que haberles parecido a muchos judíos,
como evidentemente le pareció a Josefo, un nuevo y defini-
tivo cumplimiento de la profecía de Daniel sobre el cese del
holocausto continuo y la instauración de la abominación
desoladora (9).
La captura y saqueo de la ciudad no se hacía sin la muer-
te indiscriminada de sus habitantes; gran número de jeroso-
limitanos fueron esclavizados, otros fueron destinados a los
juegos de los gladiadores, mientras que setecientos se reser-
varon para figurar en la procesión triunfal de Tito.
Las tres fortalezas judías restantes quedaron reducidas
en los tres años siguientes —Herodión con relativa facilidad,
Macaeros con más dificultades, y al final, Masada, casi in-
expugnable, que cayó el 21 de abril del 73 tras el suicidio
en masa de todos sus defensores.
Tito no quedó en Judea para estas operaciones de limpie-
za. Después de su marcha victoriosa desde Casarea a Antio-
quía, seguida por una visita a Alejandría, volvió a Roma en el
verano del 71. Allí se le dio una bienvenida triunfal en la cual
participaron también su padre y su hermano. En la misma
procesión se llevó el botín de la guerra, que incluía trofeos
sagrados del templo, juntamente con carrozas con escenas
representativas del sitio y de la captura de la ciudad. La pro-
(8) El comentador del Qumran sobre Habacuc 1:16.
(9) Daniel 8:11 y sig.; 9:27; 11:31; 12:11. Josefo evidentemente re-
conoce el cumplimiento de estas profecías en los acontecimientos del
año 70 (De la Guerra Judía VI, 94, 311, 316).
La Guerra con Roma y el Final del Segundo Templo / 291

cesión de presos fue encabezada por Simón bar Giora y Juan


de Gischala; a Simón le ejecutaron una vez terminado el des-
file, mientras que Juan fue condenado a cadena perpetua.
Hasta el día de hoy, algunas escenas de la procesión triunfal
se hallan preservadas en Roma sobre los paneles esculpidos
del Arco de Tito, que fue levantado en memoria suya un poco
después de su muerte en el año 81.
Con la caída del templo y la abolición de los sacrificios.
la Segunda Comunidad de Israel, con su constitución sacer-
dotal, llegó a su fin. Sin duda, muchos pensaron entonces
que la vida de Israel como nación también había terminado
para siempre, pero los acontecimientos probaron lo contra-
rio. La desaparición del orden del templo abrió un nuevo y
glorioso capítulo en la historia de Israel, que se encuentra
fuera de los límites de esta obra.
En
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TABLAS
GENEALÓGICAS Y
CRONOLÓGICAS
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296 / Israel y las Naciones

REYES DE ISRAEL

A partir de la separación de la monarquía

Dinastía de Jeroboam
Jeroboam I aprox. —930 a —909
Nadab —909 a — 90S

Dinastía de Baasa
Baasa —908 a —885
Ela —885 a—884

Zimri —884
Tibni —884 a —881

Dinastía de Omri
Omri —881 a —873
Acab —873 a —852
Ocozías —852 a —851
Joram —851 a —841

Dinastía de Jehú
Jehú —841 a —814
Joacaz —814 a—798
Joás —798 a —782
Jeroboam II —782 a —745
Zacarías —745

Salum —745

Dinastía de Manahem
Manahem —745 a —736
Pekaía —736 a —735

Peka —735 a —732


Oseas —732 a —724
Tablas Genealógicas y Cronológicas / 297

REYES DE ASIRÍA
De —883 a —610
Assurnasirpal II —883 a -859
Salmanasar III —859 a -823
Samsiadad IV —823 a -810
Adadnirari III —810 a -781
Salmanasar IV —781 a -771
Assurdán III —771 a -753
Assurnirari V —753 a -745
Tiglath-piléser III —745 a -726
Salmanasar V —726 a -721
Sargón II —721 a -705
Senaquerib —705 a -681
Esarhadón —681 a -669
Assurbanipal aprox. —669 a -627
Assuretililani aprox. —627 a -620
Sinshariskum aprox. —620 a -612
Assuruballit II —612 a -610

LA DINASTÍA CALDEA DE BABILONIA


Nabopolasar —626 a -605
Nabucodonosor —605 a -562
Evil-merodac —562 a -560
Neriglissar —560 a -556
Labashi-Marduk -556
Nabonidus —556 a -539

REYES DE PERSIA
Ciro II —559 a -530
Cambises —530 a -522
Pseudo-Smerdis —522 a -521
Darío I (Histapes) —521 a -486
Jerjes I —486 a -465
Artajerjes I (Longimano) —465 a -423
Jerjes II -423
Sekedyanos (Sogdiano) -423
Darío II (Nothos) —423 a -404
Artajerjes II (Mnemon) —404 a -359
Artajerjes III (Ocos) —359 a -338
Arsés —338 a -336
Darío III (Codomano) —336 a -331
298 / Israel y las Naciones

LOS PTOLOMEOS DE EGIPTO

Ptolomeo I Sóter, Sátrapa de Egipto —323 a —305


Idem, Rey —305 a —285
Ptolomeo II Filadelfo —285 a —245
Ptolomeo III Evérgetes I —247 a —221
Ptolomeo IV Filopátor I —221 a —203
Ptolomeo V Epifanes —203 a —181
Ptolomeo VI Filométor —181 a —145
Ptolomeo VII Filopátor Neos —145
Ptolomeo VIII Evérgetes II (Fiseón).......... —169 a — 164 y —145 a —116
Cleopatra III y Ptolomeo IX Sóter II (La-
tiro) —116 a —107
Cleopatra III y Ptolomeo X Alejandro I. — 107 a —101
Ptolomeo X Alejandro I y Cleopatra Be-
renice —101 a — 8S
Ptolomeo IX Sóter II (Latiro), reinstau-
rado — 88 a — 80
Ptolomeo XI Alejandro II — 80
Ptolomeo XII (Auletes) — 80 a — 51
Cleopatra VII (asociada sucesivamente con
sus hermanos Ptolomeo XIII y Ptolo-
meo XIV y con su hijo habido de Julio
César, Ptolomeo XV César) — 51 a — 30
300 / Israel y las Naciones

LOS SUMOS SACERDOTES JUDÍOS EN LOS TIEMPOS


GRECORROMANOS
La casa de Sadoc
Jadúa aprox. —350 a —320
Onías I aprox. —320 a —290
Simón I aprox. —290 a —275
Eleazar aprox. —275 a —260
Manasés aprox. —260 a —245
Onías II aprox.—245 a —220
Simón II aprox. —220 a —198
Onías I I I aprox. —198 a —174

Nombrados por reyes o pretendientes seléu-


cidas
Jasón ( h e r m a n o de Onías I I I ) —174 a —171
Menelao —171 a —161
Alcimo —161 a —159
Interregno —159 a — 152
J o n a t á n el Asmoneo —152 a —143
Simón el Asmoneo —143 a —140

Nombrados por decreto popular: La dinastía


asmonea
Simón —140 a —134
J u a n Hircano —134 a —104
Aristóbulo I _104 a— 103
Alejandro Janneo —103 a — 76
Hircano II — 76 a — 67
Aristóbulo II — 67 a — 63
Hircano II — 63 a — 40
Antígono — 40 a — 37

Nombrados por Herodes el Grande


(—37 a —4)
Hananel — 37 a — 36
Aristóbulo, último de los asmoneos
primavera/otoño — 36
Hananel (reinstaurado) aprox. — 36 a — 30
Jesús, hijo de Fabes aprox. — 30 a — 23
Simón, hijo de Boeto aprox. — 23 a — 5
Mateo, hijo de Teófilo aprox. — 5
José, hijo de Elén aprox. — 5 a — 4
Joazar, hijo de Boeto aprox. — 4
Tablas Genealógicas y Cronológicas / 301
Nombrados por Arquelao, Etnarca de Judea
(—4 a +6)
Eleazar, hijo de Boeto aprox. — 4 a — 3
Jesús, hijo de See aprox. — 3 a + 6
Joazar, hijo de Boeto ( p o r segunda vez) ... 6

Nombrado por Cirenio, Legado de Siria


(6 a 9)
Anás, hijo de Seth 6 a 15

Nombrados por Valerio Grato, Procurador


de Judea (15 a 26)
Ismael, hijo de Fabi 15 a 16
Eleazar, hijo de Anás 16 a 17
Simón, hijo de Kami 17 a 18
José Caifás, yerno de Anás 18 a 36

Nombrados por Vitelio, Legado de Siria


(35 a 39)
J o n a t á n , hijo de Anás 36 a 37
Teófilo, hijo de Anás 37 a 41

Nombrados por Herodes Agripa I, Rey de


Judea
Simón Cánteras, hijo de Boeto 41 a 42
Matías, hijo de Anás 42 a 43
Elioenai, hijo de Cánteras 43 a 44

Nombrados por Herodes de Calcis (44 a 48)


José, hijo de Kami 44 a 47
Ananías, hijo de Nedebeo 47 a 58

Nombrados por Herodes Agripa II (50 a 100)


Ismael, hijo de Fabi 58 a 60
José Kabi, hijo de Simón 60 a 62
Anás II (Anano), hijo de Anás 62
Jesús, hijo de Damneo 62 a 63
Jesús, hijo de Gamaliel 63 a 65
Matías, hijo de Teófilo, hijo de Anás 65 a 68

Nombrado por el pueblo durante la guerra


Fíneas, hijo de Samuel 68 a 70
En
bl
an
co
a
pr
op
ósi
to
,
pa
ra
co
ns
er
va
r
pa
gi
n ac

n
306 / Israel y las Naciones

GOBERNADORES DE JUDEA
Herodes (rey) — 37 a
Arquelao ( t e t r a r c a ) — 4 a

Procuradores
Coponio 6 a
Marco Ambivio 9 a
Annio Rufo 12 a
Valerio G r a t o 15 a
Poncio Pilato 26 a
Marcelo
Marulo 37 a
Herodes Agripa I (rey) 41 a

Procuradores
Cuspio Fado 44 a
Tiberio Julio Alejandro 46 a
Ventidio C u m a n o 48 a
Antonio Félix 52 a
Porcio Festo 59 a
Albino 62 a
Gesio Floro 65 a

EMPERADORES ROMANOS DEL SIGLO I d.C.


Dinastía Julio-Claudia
Augusto (Octaviano) — 31 a
Tiberio 14 a
Gayo (Calígula) 37 a
Claudio 41 a
Nerón 54 a

Galba 68 a
Otón
Vitelio

Dinastía Flaviana
Vespasiano 69 a
Tito 79 a
Domiciano 81 a

Nerva 96 a
BIBLIOGRAFÍA

I. FUENTES PRIMARIAS. Para la historia de Israel y las naciones circundantes


durante el período comprendido por este libro, las fuentes principales son:
El texto del Antiguo Testamento. Recomendamos el de la Versión M oderna o, en su
defecto, el de la Versión de Nácar y Colunga.
El texto de los libros llamados apócrifos o deuterocanónicos (el de la Versión
Nácar-Colunga).
Las inscripciones contemporáneas y otros documentos de Egipto, Palesti-
na y Mesopotamia. Para los que leen el inglés, hay unas selecciones apropiadas
accesibles en:
Pritchard, J. B. (ed.), Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old Testament
(Princeton: University Press, 1950).
Pritchard, J. B. (ed.), The Ancient Near East in Pictures Relating to the Old
Testament (Princeton: University Press, 1954).
Pritchard, J. B., The Ancient Near East: An Anthology of Texts and Pictures
(Princeton: University Press, 1959). Es una versión abreviada de los dos tomos
precedentes. Existe traducción castellana con el título La Sabiduría del Antiguo
Oriente (España: Ediciones Garriga, S.A., 1966).
Thomas, D. W. (ed.), Documents from Old Testament Times (Londres, 1958).
Wiseman, D. J., Chronicles of Chaldean Kings (Londres, 1956).
Tratándose de los períodos persa y grecorromano, las obras de los historiadores
antiguos son especialmente útiles, sobre todo:
Herodoto, Tucídides, Jenofonte, Polibio, Livio, Tácito y Josefo, cuyas obras más
importantes se hallan traducidas al castellano, y algunas en ediciones de bolsillo (v.
gr.. Tácito, Anales (varias partes), en la Colección Austral de Espasa-Calpe). Para
los últimos doscientos o trescientos años del período comprendido en este libro, las
obras del historiador judío Flavio Josefo son de un valor incalculable. Son: Las
guerras de los judíos y Las antigüedades de los judíos (Terrasa: Editorial CLIE).
Estas obras, además de la autobiografía de Josefo y Contra Apion, se hallan en
Complete Works of Josephus (Grand Rapids: Kregel Publications, 1960).

II. OTRAS LECTURAS:


En castellano:
Albright, W. F., De la edad de piedra al cristianismo (Santander: Sal Terrae).
Albright, W. F., Arqueología de Palestina (España: Garriga).
Bright, J., Historia de Israel (Bilbao: Desclee de Brouwer).
de Vaux, R., instituciones del Antiguo Testamento (España: Herder).
Grollenberg, L. H.. Panorama de la Biblia (Guadarrama).
Kenyon, K., Arqueología en Tierra Santa (España: Garriga).
308 / Israel y las Naciones

Noth, M., Historia de Israel (España: Garriga, 1961).


Pfeiffer, C. F., Diccionario bíblico arqueológico (El Paso: Casa Bautista de
Publicaciones).
Ricciotti, G., Historia de Israel (dos tomos) (Barcelona: Luis Miracle, 1945).
Rowley, H. H., La fe de Israel (Til Paso: Casa Bautista de Publicaciones).
Russell, D. S., Entre los dos Testamentos (El Paso: Casa Bautista de Publicaciones).
Unger, M. F., Nuevo manual bíblico de Unger (Grand Rapids: Publicaciones
Portavoz Evangélico, 1987).
Vardaman, E. J., La arqueología y la Palabra viva (El Paso: Casa Bautista de
Publicaciones).
En inglés:
Bevan, E. R., Jerusalem under the High Priests (Londres: Edward Arnold, 1904).
Browne, L. E., Early Judaism (Cambridge: Upiversity Press, 1920).
Grodon, C. H., The World of the Old Testament (Nueva York, 1958).
Gordon, C. H., Before the Bible (Londres, 1962).
Gray, J., Archaeology and the Old Testament (Londres, 1962).
Jones, A. H. M., The Herods of Judaea (Cambridge, 1938).
Oesterley, W. O. E., The Jews and Judaism during the Greek Period (Londres, 1941).
Oesterley, W. O. E. and Robinson, T. H., A History of Israel, dos tomos (Oxford:
Clarendon Press, 1932).
Orlinsky, H. M., Ancient Israel (Ithaca: Cornell University Press, 1954).
Perowne, S., The Life and Times of Herod the Greal (Londres, 1956).
Perowne, S., The Laier Herods (Londres, 1958).
Pfeiffer, C. F., The Patriarchal Age (Grand Rapids: Baker Book House, 1961).
Pfeiffer, C. F., Between the Testaments (Grand Rapids: Baker Book House, 1959).
Pfeiffer, R. H., History of New Testament Times with an Introduction lo the
Apocrypha (Nueva York, 1949).
Schürer, E., History of the Jewish People in the Time of Jesus Christ, 5 tomos
(Edimburgo: T.&T. Clarke, 1892-1901). Existe una edición de bolsillo, abreviada,
ed. por N. Glatzer, Nueva York, 1961.
Tcherikover, V., Hellenistic Civilization and the Jews (Filadelfia. 1959).
Thompson, J. A., The Bible and Archaeology (Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans,
1962).
Unger, M. F., Israel and the Arameans of Damascus (Grand Rapids: Baker Book
House, 1957).
Van Zyl, A. H., The Moabites (Leiden, 1960).
Whitley, C. F., The Exilie Age (Filadelfia: The Westminster Press, 1957).
El lector o estudiante podrá encontrar mucho material valioso en los artículos
sobre historia y arqueología en el Diccionario ilustrado de la Biblia, ed. por W.
Nelson(Miam¡: Editorial Caribe, 1974) y el Nuevo diccionario bíblico ilustrado, ed.
por S. Vila y S. Escuain (Terrassa: Editorial CLIE, 1986).
ÍNDICE DE TEMAS Y NOMBRES
Aarón, 26, 138, 164,200 Alejandro (hijo de Aristóbulo II), 234-
Abiam, 53 236, 244
Abiatar, 32, 37, 41, 101 Alejandro (hijo de Herodes), 244, 252,
Abilinia, 248, 263 255, 256
Abimelec, 24 Alejandro (procurador), 272-73
Abner, 34 Alejandro Balas, 209-216
Abraham, 43, 51, 55, 185, 189, 283 Alejandro Janneo, 220, 223-229, 234
Absalón, 40 Amalee, Amalecitas, 20, 30
Acab, 47, 55-68, 72, 106 Amasa, 40
Acaya, 230, 249 Amasias, 69
Acaz, 81-84, 88, 93-94 AmasisII. 120
Acco, 172,209 Amatus, 224, 235
Acmeta, 133 Amel-Marduc, 120
Acra (fortaleza), 184-185, 193-199, Amirteo, 147
208,210,212,215,217 Amitis, 104
Acre, 91 Ammón, 20, 23, 29, 38, 68, 84, 90,
Actium, 246, 249 118, 137, 165
Adadnirari III, 68 Amón, 97
Adam (ciudad), 21 Amos, 72-76
Adasa, 203 Amún, 52
Adiabena, 249, 272-273, 283 Ananías (hijo de Nedebaeus). 276,
Adida, 226 282, 285
Adonías, 41-43 Anás (hijo de Seth), 258
Adulam, 32, 35 Anás 11, 278, 286-287
Afee, 27, 59 Anat, 145, 157
Afghanistan, 156-157 Anatot, 101, 114
África, 230 Andrónico, 177-178
Afrodita, 157 Anfictionía, 19-20
Agag, 30 Angeles, 150
Agripa (hijo de Herodes Agripa), 270, Angra Mainyu, 150
274, 277-78, 282, 285 Aníbal, 149s, 230
Agripina, 265 Annio Rufo, 257
Ahicam, 109 Ansán, 120
Ahura Mazda, 150 Antedón, 224
Albino, 278-279 Antígono (rey judío), 234-235, 238,
Albright, W.F., 36, 113, 130, 133, 139, 240-244
141, 143 Antíoco I, 160-161
Alcimo, 200-204, 209 Antíoco II, 161
Alejandra, 244-246, 251 Antíoco III (Grande), 161-162, 164-
Alejandría, 156, 159-163, 166, 176, 169, 230
179-182, 194,230,238,249, 258, Antíoco IV (Epífanes), 44, 168, 173-
264-269, 272, 288 185. 188, 191-195, 198,200-201,
Alejandrión, 232, 248 203, 207-210, 219-220, 230, 250, 267
Alejandro el Grande, 155-161. 182 Antíoco V, 199, 201
310 / Israel y las Naciones

Antíoco VI, 213. 215 Asiría, 59. 67-69, 76-100, 104-106,


Antíoco Vil, 211, 216-218,221 112, 128, 144, 150, 172, 221
Antioco IX. 221 Asmoneos, 82, 152. 188, 192, 194, 197,
Antíoco XII. 226 202. 208-211, 214, 219-229, 232-234,
Antioquía, 160, 163, 166, 169-170. 238, 243-245
173-180, 191, 194, 199-203, 209, Astarot de Galilea, 121
212-213, 218, 242,248,249, 272 Astarté, 96, 157
Antípater (idumeo), 228-229. 232-234, Asur, 78, 84, 104, 172
237-240 Asurbanipal, 86, 94-96
Antípater (hijo de Herodes), 244, 253 Asur-uballit. 105-106
Antonia (fortaleza), 252, 260, 273, Atalía, 56, 59, 67
275. 282, 285, 289 Atalo III,230
Antonio, 239-243, 245-246. 252, 265, Atenas, 154-157. 173.249,251
275 Atenión, 165
Apamea, 168, 174. 176, 178, 194,201. Augusto, 254-257, 261,264
239, 248, 249 Aurontis, 248, 251
Apolo, 126 Azarías (de Judá), 77
Apolonío. 169, 176. 184. 192-193, 210, Azoto, 195, 217, 255
215
Apries. 120 Baal, 56-57, 61, 66, 93, 101, 108, 145,
Aquis, 32 158, 185-186
Arabia, 47, 57, 77, 86. 111. 123, 137, Baasa, 53-55
249 Babilonia, 82, 84, 86-90, 95, 96. 104,
Árameos, 77 109-129, 139, 144, 149-152, 156-160,
Araq al-Amir, 166 172, 209, 244
Ararat. 76 Bactriana, 168
Arbela, 156,249 Bagoas, 146-148
Arca del Testimonio, 19, 26-27, 37, 51 Balcanes (montañas), 230
Aretas II,226.229, 232, 234 Báquides, 202-203, 208-210
Aretas IV, 262 Barac, 23
Arfad, 13, 172 Baris, 252
Aristeas, 160 Baruc, 110
Aristóbulo I, 221, 223, 227-228 Baso (Cecilio), 239
Aristóbulo II, 228-229, 232-235, 237 Batanea, 248, 251
Aristóbulo (hijo de Herodes), 244, Baynes, N.H., III
252. 262-263 Bel, 168
Armenia, 87, 168. 226, 228, 231, 249 Belén, 31, 209
Arquelaida. 248, 256 Belial, 18!
Arquelao (hijo de Herodes). 254-258, Belsasar, 123, 128
280 Ben-adad I, 53. 59-60, 64
Arsames. 145, 147,205 Ben-adad II,68
Arsínoe, 161 Benaías, 32,41
Artajerjes I, 135-138, 141, 147 Benjamín (tribu), 28. 51, 101
Artajerjes II, 141, 147 BenSirá, 188
Artajerjes III, 149-150 Berenicc, 161
Asa, 53, 58 Bernabé, 272
Ascalón. 25. 90-91.96, 172,256 Bernice, 253, 263
Asdod, 25, 88-89, 172, 211, 217 Betel, 51-52, 57. 71-72, 75, 85, 99. 130
Asera, 53. 56.93. 102 Bet-horón. 192, 203-204, 286
Asia, 104-105, 109, 119, 125. 156-162, Bet-ramphta, 248, 262
167, 182, 183.200,211.229.231,236 Betsabé, 41
Asia Menor. 47, 87, 112. 124-126. 154- Betsaida, 248, 261, 270
155,200, 216,230-231 Bet-sur, 194, 196, 199-200, 210, 212
índice de Temas y Nombres / 311

Bevan, E.R., 178 Creta, 172


Bezetha, 286 Cross, F.M., 141
Bright, J., 141 Cuadrato, 274
Browne, L.E., 140, 149 Cumano, 273-274
Bruce, F.F., 152,269 Cypros (madre de Herodes), 251
Bruto, 239-241 Cypros (hija de Herodes), 244
Cheyne, T.K., 141, 150
Cades-Barnea, 7, 19 Chipre, 419, 159, 172, 181, 209, 224,
Caifás, 258 248, 249
Calcis, 270-271
Caldea, 172
Dafne, 172, 177, 191
Caldeos, 87, 96, 104, 117
Dagut, M.B., 198,233
Cambises, 131, 145, 147
Damasco, 38, 49, 53, 58-60, 63-64, 68-
Canaán, conquista de, 21
71, 77-84, 161, 172, 226, 228, 230,
Canon del Antiguo Testamento, 138
232, 248, 249, 285
Capadocia, 47, 209, 218, 249, 253, 255
Dan, 51-52, 57,71-72
Carmelo (monte), 57
Daniel, 158, 169, 181, 281, 290
Carquemis, 49, 106, 109-110, 120, 172
Darío I, 131-134, 150, 154,205
Carres, 236-239, 249
Darío II, 145, 147
Cartago, 167,201,230
Darío III, 149, 156
Casandro, 158
David, 31-38, 55, 22, 92, 105, 115-116,
Casio, 236, 239-241
129, 132, 134, 143,220, 281
Cayo (Calígula), 259-270
Débora, 23
Cedar, 172
Decápolis, 226
Celesiria, 159, 168-169, 176, 183, 191,
Delaías, 146
211-213,226,239-240,248
Delfos, 126,249
Celotes, 257, 272, 274, 280-287
Demetrio 1, 173, 199, 201-204, 209-
Cendebeo,217
211
Cesarea, 251, 256, 270, 274, 276, 278,
Demetrio II, 211-218
281,298
Demetrio 111, 225
Cesarea de Filipo, 248, 261, 270
Deutero-I salas, 125
Ciaxares, 104
Deuteronomio, 143, 145
Cicerón, 265
Día de Expiaciones, 233, 266
Cilicia, 77, 112, 122, 177,221,249
Día de Yahvé, 73
Cimerios, 87
Diáspora, 159
Cinoscéfalos, 167
Dibón, 61-62, 172
Cirenio, 257-258
Diez Mandamientos, 17
C i r o l l , 123-133, 154
Diodoro, 176
Ciro (el menor), 147
Dionisio, 203
Cisón, 22, 57
Dium, 226, 248
Claudio, 269-270, 274, 276 Dix, Dom G., 125
Cleopatra (esposa de Ptolomeo III), Dok, 217-218
165 Doris, 242, 253
Cleopatra I, 176 Drusila, 275
Cleopatra II, 181
Cleopatra III (Tea), 223
Cleopatra VII, 238, 241, 245-246, 265 Ecbatana, 56
Cnido, 211,249 Eclesiástico, 163-164
Coponio, 257 Ecrón, 25. 89-91
Cowley, A., 144 Edén, 99
Craeling, E.G., 144 Edom, 20, 23, 38, 49, 59, 63, 81, 87-
Craso, 235-236, 239 88, 116, 119, 172, 252,269,280
Creso, 125-127, 154 Efeso, 209
312 / Israel y las Naciones

Efraín (tribu), 21,27, 49 Éxodo, 16-20


Egipto, 16-17, 22, 47-51, 73, 84, 89, Ezequías (rey de Judá), 87-94, 97, 100,
92-96, 102-125, 131, 136, 144-147, 109
149, 155-162, 165, 167, 172, 174, Ezequías (hijo de Ananías), 285
176-184, 191, 200, 209-212, 223-224, Ezequiel, 111-112, 116
237-238, 241, 245-246, 249, 264-265,
268 Fado, 271-272
Elam, 87, 94-96, 122, 168, 172 Fariseos, 220, 224-227, 269
EIat, 69, 81, 172 Faros, Isla de, 159-160
Eleazar (hijo de Anas), 258 Farsalia, 237, 249
Eleazar (hijo de Boeto), 255 Fasael, 238-241
Eleazar (hijo de Ananías), 282, 285- Fasaelis, 248, 255
286 Felipe (hijo de Herodes), 254-255,
Eleazar (hijo de Jair), 286 260, 263
Eleazar (hijo de Matatías), 199 Félix, 274-277
Eleazar (hijo de Simón), 286-288 Fenicia, 55-59, 77, 90, 149, 153, 155,
Elefantina, 113, 139, 144-147, 152 159, 161,206,211
Elena (reina), 272-273, 283 Festo, 277-278
Elhanán, 32 Fiesta de las Luces, 196
Elí, 26-27, 32, 37 Fiesta de los Panes sin Levadura, 145
Eliaquim, 106-107 Fiesta de los Tabernáculos, 140-141,
Elias, 57-58, 63-64, 69 196, 225, 278
Eliasib, 142, 146, 148 Filipo II, 154-157
Elíseo, 63-64, 69 Filipo V, 167
Ellison, H..L., 96 Filipo (regente), 199-200
Elulaeus, 90 Filipo Arrideo, 158
Emmaús, 193-194 Filipo (batalla), 240-241
En-mispat, 19 Filisteos, 25-30, 33-35, 69, 73, 87, 112,
Epiro, 154 137, 142, 161, 166, 198, 211, 224
Erbatana, 156 Filón, 258, 267, 272
Esarhadón, 86, 94-95 Fineas (hijo de Samuel), 287
Escatología, 151 Finees, 257
Escauro, 231-234 Flaco, 265-266
Escipión (africano), 167 Flaminio, 167
Escipión (asiático), 167 Floro, 279-282, 285-286
Escitas, 95, 101, 104, 156 Frigia, 159, 184,249
Escitópolis, 166,221
Escopas, 162 Gabaa, 28-30
Escribas, 202 Gabae, 198, 249
Esdras, 95, 138-143, 149, 152 Gabino, 235-240
Esenios, 281 Gad (tribu), 20, 62
España, 236 Gadara, 224, 226
Esparta, 214-215,249 Galaad, 82
Ester, 134 Galia, 236, 287
Etiopía, 144 Galilea, 22, 83, 198, 213, 222, 235,
Eubea, 167,249 238, 242, 248, 255, 260-264, 274,
Eúfrates (río), 38, 49, 86, 105-106, 286-287
131, 155, 172, 193, 202. 236 Gamala, 226, 248, 257
Eumenes II, 173, 178 Gamaliel, 257
Eurídice, 158 Gasmu (de Cedar), 137
Evil-Merodach. 120 Gat, 25, 29, 32
Exilio babilónico, 118-124 Gaugamela, 156, 248
índice de Temas y Nombres / 313

Gaulana, 226, 248 Herodión, 280, 290


Gaza, 25, 29,68,87, 155, 159, 162, Herodoto, 96, 125
172,224,246 Hesbón, 20
Gázara, 215, 217, 235 Hilcías, 98
Gedalías, 102, 118-119, 144 Hinom, 99, 102, 195
Gedeón, 23 Hiram, 39, 44
Gehenna, 99 Hiram 11,77
Gerasa, 226 Hircania, 149, 249
Gerizim (monte), 149. 186, 221, 260 Hircano (hijo de José), 166. 169
Gezer, 47, 217 Hircano II, 228-229, 232-241, 244-246,
Gibeon, 22 251
Gilboa (monte), 33 Hititas, 47, 63. 77
Gilgal, 27, 30 Hofra, 113. 120
Glafira, 253, 255 Holofernes, 150
Glueck, N., 44, 47 Hoonacker, V., 141
Golfo de Akaba, 17, 38-39, 44, 59, 61, Horeb (monte). 17, 57. 63
69,81, 117 Huida, 98
Golfo Pérsico, 87, 123-125, 156, 172,
249
Goliat, 29 Ibleam, 75
Gorgias, 193 Idumea, 117, 194, 196. 198,221,228,
Gránico (río), 155, 249 243, 248, 263, 286-288
Grecia, Griegos, 124-126, 140, 144, India, 46, 156
147, 149, 154-160, 165-168, 174-176, Ipso, 159, 249
198,230,234, 246 Isaac, 43, 189
Isfahan, 198
Isaías. 69-70, 81-84. 88-94, 125-126,
Hadad-Ezer, 38, 49 147
Hageo, 132 Is-boset, 34
Halis (río), 88, 112, 124, 126, 172, 249 Ismael, 118
Hamat, 13,38,86-87, 107, 172 Ismael (hijo de Fabi), 258
Hammurabi, 19 Isos, 155, 248
Hanani, 146 ltai, 37
Hanukká, 196 Italia. 167. 230, 241
Harrán, 105-106, 172 lturea, 248, 251,260
Hasidim, 167, 176, 183, 186, 189-191, Izates, 273
197,202.219,220
Hazael, 64, 68
Hazor, 22,47, 172 Jabes-Galaad, 29
Hebreo, 142, 152-153, 160 Jamnia, 198,217,255, 267
Hebrón, 34, 40, 194. 283 Jasón, 174-177, 183-184
Helenismo, 157, 174-176, 179, 222 Jehoram (o Joram, de Israel), 56, 61,
Helesponto, 155 63, 67-68
Heliodoro, 169-170, 173, 180-181 Jehú, 54, 63-68, 75-76
Heracles, 175 Jeremías, 96, 101-103, 106-110, 113-
Herodes el Grande, 238-246, 251-263. 114, 118-119, 132. 144
269, 276, 280, 282. 285 Jericó, 21, 61. 149, 217. 228, 235, 246.
Herodes Agripa, 263-271. 275, 280, 256
283 Jerjes, 134. 154, 205
Herodes Antipas, 254-255, 261-264 Jeroboam I, 49-55, 99
Herodes Felipe, 262-262 Jeroboam 11,69, 71, 75
Herodías, 261-264 Jerónimo, 98
314 / Israel y las Naciones

Jerusalén, 32, 35-37, 40, 43. 50-53. 57, Juan Hircano, 217-220, 250
65.67-69, 81, 84,89-93,96-100. Judá (tribu; más tarde, reino), 20, 22,
106-119, 126-130, 133-142. 145-149, 27, 31-33, 34-35, 37, 48, 50, 53, 59.
152, 159-166, 169, 172, 174-180, 69,87-88,96,99, 116-118
183-185, 190, 192, 199, 203,206, Judas el Galileo, 257, 272, 280, 285
208-219, 222-229. 234-238, 242. 245- Judas Macabeo, 192-199, 202-208,
246, 249, 251-256. 259-262. 265-282, 214-215, 219,222,230
284-286 Judea (provincias de Babilonia,
Jesúa, 132 Persía. Grecia y Roma) 118-119,
Jesús (de Nazaret), 83, 103, 151, 189, 137, 155, 159, 163, 186, 194, 197-
256-259. 262, 267-268 199. 208.210-211. 219,222,226,
Jesús (hijo de Ananías), 278 240. 248, 254, 257-258, 264, 271,
Jesús ((hijo de Damnaeus), 278 278
Jesús (hijo de Safías), 286 Judith. 150
Jesús (hijo de See), 244 Jueces, 23-24
Jesús (hijo de Sira), 163 Julia, 261-262
Jezabel, 55-59, 65-67, 82 Julio César, 236-241. 244, 264
Jezreel, 22, 26, 32, 49, 53. 58-59, 65-
66,75. 104 Kandhar, 157
Joab, 32. 34, 36,40-41 Karnaim, 72, 82
Joacaz, 68-69 Karnak, 52, 172
Joacaz (de Judá), 106 Kennet, R.H., 141
Joacim, 107-111 Kenyon, K M . , 137
Joaquín (Jeconías). 111-113, 122, 129, Khnub, 146-147
132 Kho¡end, 157
Joás (rey de Israel), 68-71 Kue, 47, 172
Joás (rey de Judá), 67-69
Joazar (hijo de Boeto). 255. 258 Labashi-Marduc, 120
Johanán, 146-149 Labieno, 241
Joiada, 67 Laenas, 182,230
Jonadab, 66 Laódice, 161
Jonatán, 29-31 l.aodicea, 201, 245, 249
Jonatán (hijo de Anas), 258, 275 Laquis, 69, 96, 113
Jonatán Macabeo, 198. 208-216. 230 Lastenes, 211-212
Jonia, 154, 249 Leontópolis, 200. 249
Jope, 27. 90-91, 211, 213, 217,242. Levirato, 223
246 Ley, 18-19,97-102, 138-145, 149, 151-
Joram (de Judá), 59, 63 152, 177, 185-186, 190-191, 274
Jordán, 21, 44, 49, 53. 68. 142, 162, Líbano, 48, 159, 164, 222, 270-271
208, 223-226, 232. 235. 248, 261, Libia, 94, 96, 249
271 Lidia, 112, 125-126, 154, 172, 249
Josafat, 59-63 Liga Etolia, 167
José (hijo de Tobías), 165-168 Lisanias. 263
Josefo, F., 147-149, 159, 162-165, 219- Lisias, 192-194, 199-203, 210
220, 227, 232-234, 258-259, 261-262, Lisímaco (de Macedonia), 159
270, 272, 276-282. 285-290 Lisímaco (hermano de Menelao), 178
Josías, 93, 96-109, 121, 143-145 Lodebar, 72
Josúa, 148 Lucas, 260, 262-263, 270. 272
Josué, 20, 271,275-276
Juan (hijo de Matatías), 208. 230 Maaca, 53
Juan el Bautista, 262 Macabeos, 162, 167, 169, 186, 188,
Juan de Gischala, 286-288 192. 202,225
índice de Temas y Nombres / 315

Macaeros, 235, 248, 288, 290 Mesonot: Ma, 47, 85, 88, 120, 125.
Macedonia, 154-155, 158, 160, 167, 215,231
178, 181-182,230,240,249 Micaías, 60
Magnesia, 168, 182,230,249 Micmas, 28-29. 209
Mahanaim. 34 Midianitas, 23
Malaquías, 142 Milcom, 84
Malichus, 246 Miqueas, 71, 74, 109
Maltace, 254 Mitrídates VI, 231,238
Manahem. 75-78 Mizpa, 27-29, 118, 193
Manasés (tribu), 20, 23, 49 Moab, 20, 23, 38, 55, 61-63, 84, 87-90,
Manasés (rey de Judá), 93-98 172
Manasés (sacerdote), 148-149 Modín, 190, 214
Manson, T.W., 220 Moisés. 16-20, 51-52, 57, 99, 102-103,
Mar Adriático, 167, 237 139, 189, 260,276
Mar Caspio, 149, 249 Moloc, 99, 102
Mar Egeo, 126, 154, 167-168, 182 Monarquía en Israel. 23, 28
Mar de Galilea, 255, 261-262, 270 Monedas, 206, 250, 284
Mar de los Juncos, 17 Montefiore. H.W., 289
Mar Muerto, 20, 71, 117, 172,206, Moriah (monte), 41
242, 248,285 Moulton, J.H.. 150
Mar Negro, 172,229,249 Musri, 47, 172
Mar Rojo, 44, 59, 172, 249
Maratón, 154 Nabatea, 248, 249
Marco Ambivio, 257 Nabateos, 166, 224-226, 229, 232, 234,
Marco Antonio, 239-246, 265 250, 262
Marduc, 84, 112, 123, 128 Nabonidus, 120-125, 130
Mariamne, 244, 251, 253, 261, 263, Nabopolassar, 96, 104, 109
269 Nabot, 58, 65, 72
Marisa, 198 Nabucodonosor, 44, 104. 109-120.
Masada, 242, 284-290 129, 150
Matatías, 190-192, 257 Nabuzaradán, ! 16
Matelo Escorpión, 237 Nahum, 94, 105
Mazar, B., 165 Napolitano, 292
Medebá, 221,248 Natán, 41
Media, 87, 96, 104, 112, 120, 123-126, Nearcos, 156
133, 172,202-204 Necao, 95
Mediterráneo (mar), 44, 49, 57, 59, 86, Necao 11, 105-112
96, 131, 157, 159, 172,215,230,249 Neftalí (tribu), 83
Megabizus, 136 Neguev, 19-20. 30, 117, 119
Meguido, 22, 47, 49, 53, 60, 65, 67, 80, Nehemías, 136-138, 141-143. 146, 148,
82,90, 105-106, 172 151, 165, 185, 196
Melcart, 56,61,66-67, 175 Nehustán, 90
Melquisedec, 36 Nergal-Sharezer, 122
Menahem (hijo de Judas el Galileo), Neriglisar, 122
285-286 Nerón, 270, 276-277,281,287
Menelao, 177-180, 183-185, 195, 199- Nicanor, 203-204
200 Nicolás de Damasco. 243, 252, 254
Menfis, 172, 179, 182,249 Nilo(río). 38, 94, 144, 172, 179
Merneptah, 15 Nínive, 94-95, 104, 172
Merodac-Baladán, 87-90 Nubia. 88. 144
Mesa, 15,61,63
Mesec, 87 Océano Índico, 44, 156
Mesías, 92, 272, 281 Ococías (rey de Israel), 56, 61
316 / Israel y las Naciones

Ocozías (rey de Judá), 65, 67 Poncio Pilato, 250, 256-262, 271, 280.
Octaviano, 239-243, 246, 251-253, 265 282
Oclavio, 201 Ponto, 231,249
Oesterley. W.O.E., 74 Popea, 277, 279
Ofir, 44, 61 Psamético I, 94, 96, 104-105, 144
Og, 20 Psamético II, 113, 144
Olimpia, 158 Ptah. 182
Omri, 54-58, 61-63, 67,83 Ptolomeo I. 158-160
Onías I, 163, 165 Ptolomeo II, 160-161
Onías II, 165 Ptolomeo III, 161, 165
Onías III, 169, 174, 177. 180, 183 Ptolomeo IV, 161-162
Onías IV. 200-20/ Ptolomeo V, 162, 167, 176
Orodes. 241 Ptolomeo VI, 176, 179-181, 200, 209-
Orantes (rio), 38, 59-60, 160, 172, 248 213
Oseas (rey). 82-85 Ptolomeo VIII, 162, 179, 181,215
Oseas (profeta), 66, 72, 74-76 Ptolomeo XII, 235-238
Otto, R., 151 Ptolomeo XIV, 238
Ptolomeo Látiro, 223-224
Pablo, 272. 276-277
Pácoro, 241 Qarqar, 59, 68, 172
Quemos, 61-63, 84
Pacto, 16-17.99, 102-103, 141-142,
190 Queronea, 154
Pallas, 274, 277 Quintilio Varo, 255, 262
Panión, 162,211, 257 Quiriat-Jearim, 27, 37
Paquistán, 156 Qumran, 152, 223, 226, 231. 281, 290
Partía, 168, 179, 191,215,218, 236- Raba, 38
239,241, 249,261,273 Rafael, 150
Pasargada, 133, 172 Rafia, 87-88, 161, 224
Pascua, 100, 133,256,288 Ramá, 27-28. 53
Patros, 144-145, 172 Ramot de Galaad. 60. 63-64, 68
Patterson, .1., 110, 115 Ramses II, 16
Peka, 78, 81-83 Rehum, 136-137
Pekaia, 78, 81 Resurreción, 188-189
Pella, 226. 248 Rezín, 77-78. 81-88
Pelusio, 179 Rezón, 49, 53
Pentateuco, 139-140, 160 Ribla, 107, 115, 172
Perdicas. 158 Rimón, 129
Perea, 248, 255, 261-264, 287 Roboam, 50-53
Pérgamo, 167-168, 173-174. 178, 209, Robinson. T.H., 74
230. 238. 249 Roda, 167-168, 246,249,251
Perseo, 178 Ródano, 256
Persépolis. 156, 172 Rollos del mar Muerto, 247
Persia, 88. 96, 123-134. 154-156, 160. Roma, Romanos, 140, 167-184, 192-
172. 186 195,201,204, 210, 214-215,221,
Petra, 38, 166, 229,249 230-279
Petronio, 267-268 Rowley, H.H.,93, 141, 149
Piankhi, 88 Roxana, 156, 158
Pidna. 182,249 Rubén (tribu), 20
Pitolao, 236-237 Rusia, 87, 95
Platea, 154
Polibio. 191, 194, 201 Sábado, 141-142, 184-185, 191-192
Pompeyo, 231-238. 244-250 Sadoc. 132, 164-165, 177, 200, 216
índice de Temas y Nombres / 317

Saduc, 257 Sicarios, 275, 278


Saduceos, 189, 220, 225-228, 276 Sicilia, 47
Safan, 98, 109 Siclag, 34
Sakkara, 172 Sidón, 149, 172
Salamina, 154, 249 Siena, 113
Salampsio. 244 Siervo de Yahvé, 127
Salatiel, 129 Silo, 26-27, 32, 37, 106
Salmanasar III, 59-60, 67-68, 77, 122 Siloé, 90
Salmanasar V, 84-85 Simeón (hijo de Josebah), 217
Salomé (hija de Herodes Felipe), 261 Simeón ben Shetach, 227
Salomé (hermana de Herodes el Simón II, 163-165
Grande), 251-255 Simón (hijo de Boeto), 251, 258
Salomé Alejandra, 227,-228 Simón (hijo de Kami), 258
Salomón, 25, 41-60, 101, 132-133, 143, Simón (hijo de José), 169, 177
196,220 Simón bar Giora, 288
Salum, 75 Simón Macabeo, 192, 198, 213-220,
Samaria, Samaritanos, 55, 59-66, 77, 230
81,83, 85-89,90,95,99, 104, 119, Simsai, 136-137
130, 133-137, 146-149, 153, 155, Sin, 123, 129
165, 172, 184, 186, 192,203,221- Sinagoga, 152,266,274,281
222, 233, 242, 246-247, 254, 256, Sinaí, 17, 102, 172
260, 269, 274 Singer, S., 189
Samosata, 242 Sión, 97, 125
Samuel, 27-30, 51, 100, 193 Siquem, 24, 50, 55, 172, 221, 225, 233
Sanbalat, 137, 144, 146-149 Siria, 47, 49, 59, 64, 68-71, 73, 77, 82,
Sanhedrín, 162, 178, 220, 238-239, 84,87-88, 104, 115, 120, 125, 149,
265, 276, 278 155-156, 160-162, 166, 172, 185,
Sansón, 26 201,209-211, 217, 231-242, 245,
Santiago (el justo), 278 249, 255-261,267,274,282
Sardis, 95, 126, 172 Sisac, 49-53
Sargón II, 85-89 Sísera, 25
Saúl, 28-33 Skinner, J., 102
Seba, 40-41 Smith, G.A., 84, 102
Sebaste, 251 Snaith, N.H., 226
Sedequías, 112-116, 120 Soba, 38,49, 172
Séforis, 235, 255, 262 Sofonías, 101
Sehón, 20 Solimio, 166
Selemías, 146 Somalia, 44
Seleucia, 160,226,249 Sosio, 242
Seleuco I, 158-160 Sostrato, 177
Seleuco II, 161 Statira, 156
Seleuco III, 161 Susa, 95, 133, 136, 156, 172,205
Seleuco IV, 168-170, 173-177, 199, 201 Susiana, 168, 249
Senaquerib, 89-94 Syene, 144
Serón, 192-193
Sesbasar, 129 Tabel, 81
Seti I, 16 Tabor (monte), 235
Severo. Sulpico, 289 Tabrimón, 53, 59
Sexto César, 239-240 Tácito, 259, 274
Shabaka, 89 Tafnes, 118
Sheol, 189 Taharga, 95
Sica, 90 Tarso, 175.276-277
318 / Israel y las Naciones
Tatnai, 132-133 Troya, 155, 172
Tauro (mts.), 168, 179 Tubal, 87
Tebas, 94-95, 172 Tufnell, O., 96
Tefnakht, 84, 88
Tema, 123 Ugarit, 52, 172
Templo, 51-53, 67-68, 84, 97-101, 108, Ullendorf, E., 62
110, 116, 129-134, 139-143, 146-152, Urartu, 76, 81, 172
159-160, 163-165, 169, 178, 180, Urías, 109
184-185, 195-204, 206, 207-208, 225, Uzbekistán, 157
229, 232-233, 236, 252, 254, 259- Uzzías. 69, 81
260,284
Teócrito, 163 Valerio Grato, 257-258
Teófilo (hijo de Anás), 258 Ventidio Baso, 241
Termópilas, 167 Vespasiano, 287-288
Tesalia, 167, 249 Viena, 256
Teudas, 271-272 Vitelio, 258, 260
Thiele, E.R., 77, 93
Thomas, D.W., 113 Wadi Arabah, 44
Tiberias, 248, 262-264, 270 Waidrang, 146-147
Tiberio, 257-263 Wilkie, J.S., 124
Tiglat-Piléser III, 76-78, 81-84, 121, Wiseman, D.J., 112
122 Wright, J.S., 129, 141
Tigranes, 226, 228, 231
Tigris (río), 38, 59, 104, 156, 160, 172, Yadin, Y., 47
192, 249, 272-273 Yahvé, 16-17,21, 23-24.31,48,52-58,
Timarco, 202-204 61-74. 81, 83, 93-102, 106-110, 1 15-
Tiro, 44, 56, 77, 90, 95, 119-120, 155. 116, 119, 125-127, 131-134, 138-139,
172, 175, 178,201,240 145, 147, 186, 188, 290
Tirsa, 55 Yam Suph, 17
Tito, 288-290 Yeb, 145-146
Tobías, 137, 142, 165
Togarma, 87, 172 Zabulón (tribu). 83
Tolemaída, 209-214, 223, 228, 267 Zacarías (profeta). 131-133
Tracia, 154-155. 159.249 Zacarías (rey), 75
Traconite, 251, 260 Zaehner, R.C., 150
TransJordania, 20, 38, 55, 57, 60-61, Zama, 167
68, 71-72, 78, 82, 163, 169. 177. 183. Zeus, 157, 168, 174, 185-186, 196
197-198, 208. 221. 224, 226, 233, Zoba, 172
243, 255 Zoroastro, 150-151
Trifón, 213-217 Zorobabel. 129-134, 137. 151.206
En
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EDITORIAL
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NUESTRA VISIÓN
Maximizar el efecto de recursos cristianos de calidad que
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NUESTRA MISIÓN
Desarrollar y distribuir productos de calidad —con
integridad y excelencia—, desde una perspectiva bíblica y
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Jesucristo.

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Nuestros valores se encuentran fundamentados en la
Biblia, fuente de toda verdad para hoy y para siempre.
Nosotros ponemos en práctica estas verdades bíblicas como
fundamento para las decisiones, normas y productos de
nuestra compañía.
Valoramos la excelencia y la calidad
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y las relaciones
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