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Rodolfo Walsh Los años

montoneros 

“Las cosas que quiero: Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los

compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que

piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de

lo escondido el método cotidiano la furia fría los títulos brillantes de

mañana la alegría de todos la alegría general que ha de venir la gente

abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión

en los otros”  

Rodolfo Walsh, diario personal, 14 de marzo de 1972

Introducción y agradecimientos…

El fenómeno ya no resulta extraño; por el contrario, surge como la

natural consecuencia de una serie de ideas que se imponen desde hace

tiempo. Los trabajos biográficos sobre Rodolfo Walsh, aquellos que se


ocupan de desmenuzar el itinerario de una vida singular y cambiante, suelen

perder consistencia cuando de narrar su etapa militante se trata. En

particular, no es mucho lo profundizado sobre los años en que asumió el

proyecto revolucionario de la organización Montoneros, en una fecha

comprendida entre los meses de marzo y mayo de 1973. Entonces, muchas

investigaciones periodísticas ligadas al autor de Operación Masacre parecen

deshilacharse o avanzar a grandes trancos, sintetizando la etapa con lugares

comunes y recursos de apuro, como si esos años significaran una incómoda

escala en el relato. 

   Resulta necesario intentar comprender las razones de esta tendencia. 

    Surgen, en primer lugar, motivos elementales. Desde 1967, con la

aparición en formato libro de ¿Quién mató a Rosendo?, hasta el 25 de

marzo de 1977, cuando difundió su Carta Abierta a la Junta, Rodolfo Walsh

no volvió a publicar otro trabajo periodístico o literario con su firma. Sus

anotaciones personales, incluso, se interrumpen en 1974. Sin embargo, es

sabido que gran parte de la obra literaria del último Walsh, así como

también otros documentos políticos y apuntes cotidianos de su autoría,

fueron secuestrados y desaparecidos por los mismos que secuestraron y

desaparecieron al cuerpo del escritor. Con el paso del tiempo, se fueron

dando a conocer retazos de la escritura inédita hasta entonces: sus minutas

críticas a la conducción montonera, las cartas que relatan las últimas horas

de su hija Vicky, sus observaciones referidas a Paco Urondo, un puñado de

notas con su firma en el diario Noticias, algunos boletines preparados para

ANCLA y Cadena Informativa, pero no mucho más. Y lo que falta, en todo

caso, es una ausencia profunda, vital, para comprender esos tiempos

urgentes, atravesados por la militancia y el combate cotidiano. De modo que

el primer aspecto a tener en cuenta a la hora de explicar el superficial

abordaje sobre la etapa montonera es ese agujero documental imposible de

subsanar.

    Pese a ello, el recuerdo de sus amigos, de su pareja, de sus

compañeros, permite hoy ajustar algunas piezas al rompecabezas del

período 1973-1977. No hay trabajo testimonial ligado a la militancia de la


década del setenta que pueda obviar la impronta de Rodolfo Walsh. A partir

del dato político o del relato personal, la sombra del escritor irrumpe como

un estigma en las crónicas y narraciones, como saldando cuentas con un

pasado incompleto, truncado por la cobardía de sus asesinos. La voz de

Lilia Ferreyra, de Horacio Verbitsky, de Patricia Walsh, de Miguel Bonasso,

entre otros, resulta un recurso decisivo para comprender a ese hombre en

aquellos años. 

   Pero hay algo más. Hay, evidentemente, un factor que incomoda desde

cierta perspectiva progresista de la historia argentina. Particularmente, la de

algunos cronistas del pasado reciente que se ocupan de rescatar la

trascendente obra literaria, su riguroso oficio periodístico, su inalterable

compromiso intelectual. Como un erizo que espina a todo aquel que roce

este período, el rol combatiente de Rodolfo Walsh inquieta, molesta,

incomoda. Es que algo de todo este asunto no termina de cerrar para esa

reconstrucción “políticamente correcta” de los cronistas del pasado, que

pretenden encorsetar a Walsh en los parámetros del compromiso y la

audacia, pero que gambetean la decisión de definirlo como guerrillero. Por

eso, muchos pretenden correr al escritor de la huella que ha marcado toda

una generación de jóvenes revolucionarios en la Argentina de los setenta.

Como si de ese modo artificial, quisieran mantener a Walsh a salvo de los

errores y defectos de sus propios compañeros de proyecto. El absurdo

radica, en todo caso, en que de ese modo también lo separan de las virtudes

de esa generación, de la marca solidaria, valiente y revolucionaria de otros

tantos que, como él, eligieron el camino de las armas para enfrentar a un

enemigo poderoso en busca de un sueño colectivo de dinámicos contornos.

Pero Walsh se escurre de sus páginas de bronce, se baja de los pedestales de

mármol que algunos se empeñan en levantar, para transitar una vez más un

camino elegido, marcado por el compromiso creciente y cuyo último

eslabón significó la decisión de asumirse como combatiente. Negar esta

etapa es falsear la historia, es construir otro Walsh conveniente, simple,

flexible para sus análisis cuadriculados de un pasado que fue, justamente, lo

opuesto. 
    Con otro tipo de conflictos sobre el personaje, otros tantos no

terminarán nunca de disculpar al escritor por lo que suponen un equívoco

gigante en su carrera de lúcido intelectual, destinado a la torre de marfil de

los narradores indiferentes a la realidad, o de aquellos otros que siguen

vendiendo profundidad y se han acomodado desde siempre con

oportunismo a los tiempos políticos que les tocó en suerte. 

    Por eso, adentrarse en las opciones militantes de Walsh es intentar

comprenderlo en su extrema complejidad. ¿Por qué un escritor reconocido

opta por abandonar toda ambición individual para sumarse a un proyecto

colectivo, donde termina canalizando sus pasiones en rutinarias tareas

partidarias? ¿Por qué un hombre que desconfía y recela de Juan Perón elige

militar en una organización peronista? ¿Por qué un intelectual respetado y

admirado por muchos cuadros decide subordinarse a las órdenes de una

jerarquía político-militar? ¿Por qué, al mismo tiempo que comienza a

delinear sus críticas contra el “militarismo” en los documentos montoneros,

confiesa su orgullo por saberse ahora sí un combatiente? Detenerse en estas

preguntas abre las puertas para otros interrogantes no menos importantes:

¿Cuál fue el rol de Walsh durante los hechos de Ezeiza? ¿Dónde estaba la

noche del “Devotazo”? ¿Cuál fue su trabajo puntual en el Servicio de

Informaciones de Montoneros? ¿Qué hacía mientras Perón pronunciaba su

discurso del 1º de mayo de 1974? ¿Cuándo decidió elevar sus comentarios

críticos a la conducción de la organización? ¿Qué significó su repliegue a

San Vicente, en los últimos meses? ¿Se planteó alguna vez salir del país

después del golpe militar? ¿Qué climas y temáticas eligió para sus últimas

narraciones literarias?

    Este libro pretende, humildemente, exponer muchas otras preguntas

similares y escuchar a quienes lo conocieron para intentar borronear algunas

respuestas. Lejos de la mirada mistificadora, más lejos aún de quienes

insisten en cubrir a toda una generación en un manto “sacrificial” que

caricaturiza sus acciones y pretende falsear la historia, las decisiones

políticas de Rodolfo están ligadas estrechamente a otras ataduras no tan

simples de definir. Por eso, para comprender resulta ineludible detenerse en


los vínculos de entrañable amistad con otros como él, en su amor por Lilia y

por sus hijas, en sus obsesiones de siempre transportadas al terreno

militante, en sus certezas políticas y en sus dudas humanas, expuestas cada

una de ellas en todo momento. Con notable talento, el propio Walsh había

adelantado en marzo de 1972: “Porque si yo muriera mañana una parte de

mi vida –esta parte de mi vida– podría parecer insensata y ser reclamada

por algunos que desprecio e ignorada por otros a los que podría amar. Desde

luego esa reivindicación personal no es lo que más importa –aunque no sea

totalmente capaz aún de renunciar a ella. Lo que importa es el proceso que

ha pasado por mí la historia de cómo yo cambié y cambiaron los demás y

cambió el país”. 

   Eso mismo: un hombre atravesado por su tiempo, modificado por una

realidad vertiginosa que exigió de él un compromiso vital en el combate

cotidiano. La audacia de un hombre que eligió animarse, y que para ello se

sumó a un proyecto revolucionario. El mismo Rodolfo Walsh que algunos

años atrás había confesado sentirse disponible para cualquier aventura, para

empezar de nuevo, como tantas veces.

I. La esperanza insobornable
“Hay algo de inhumano en esto, que viene dado por ese todo-o-nada.

Ahora hay que vivir una vida más racional, pensando que todo esto va a

durar diez años, veinte años, hasta que uno se muera; y que yo no soy un

héroe de historieta, sino uno más, alguien que pone un poco el hombro

todos los días, y cuando es necesario, pone algo más que el hombro. Pero

teniendo en cuenta que debo y puedo actuar también en otro terreno, sin

enceguecerme en la pura acción. Debo pensar, sin retroceder, y volver a

pensar, y usar sobre mí algo de mi inteligencia y cariño...”

Rodolfo Walsh, carta a Roberto Fernández Retamar, noviembre de 1969

1. El destello intermitente de los bichos de luz agujerea el negro de la

noche. La brisa fresca de un enero agobiante se filtra entre los eucaliptos y

deja oír esa melodía singular, nocturna, tan propia de la geografía

suburbana. El silbido del viento contra los árboles en lo alto, el murmullo

constante de las chicharras camuflando el silencio del barrio, como si el día

hace rato no se hubiera apagado ya. En la oscuridad sobresale a lo lejos, el

fulgor de la lámpara de querosén en mitad del descampado. Apenas un

murmullo, una conversación mínima, dos voces y un secreto revelado. Dos

sombras trasladan el farol sobre el pasto recién cortado. Van tras el rastro de

las hormigas. El objetivo: dar con la boca principal del hormiguero y

destruirlo. Había leído Rodolfo historias de campo sobre marabuntas que

arrasan con los ranchos más sólidos y los vuelven taperas abandonadas a su

suerte por la voracidad de un apetito destructivo. Sin perder de vista el filoso

sendero que se extiende bajo la luz del farol, en plena persecución nocturna,

le menciona a Lilia un libro del naturalista belga Maurice Maeterlink, un

famoso ensayo menos zoológico que filosófico sobre el vínculo del hombre

con la naturaleza y los insectos. Como siempre, Rodolfo quería conocer a

fondo las fortalezas y debilidades del enemigo: días después buscarán, sin

suerte, La vida de las hormigas de Maeterlink , recorriendo las librerías de

viejo de la calle Corrientes. En cambio, Rodolfo compra varios libros sobre


horticultura, con la intención de que Lilia acumule rápidos conocimientos

para el cuidado de la huerta programada. Sin embargo, no puede con su

genio y un par de días más tarde, cuando Lilia por fin se decida a adentrarse

en el misterio de los cultivos intensivos, las páginas aparecen subrayadas

con marcadores de colores, repletas de anotaciones al margen; signo

inequívoco de su interés por acelerar los plazos con la quinta. Le había

ganado de mano. 

    De todos modos, esa noche los dos comparten una certeza, casi un

juramento de pie ante el amenazante hormiguero en su jardín: las hormigas

no harán una tapera de su flamante casita en San Vicente. Más pragmáticos

y menos teóricos, sin Maeterlink a mano pero con una estaca y un par de

paladas profundas, no dejan ni rastro del hormiguero. 

   Arriba, el negro despejado del cielo permite adivinar sin interferencias

el perfil de las estrellas. Sin nubes, sin luna en el horizonte, la noche es una

invitación para el dedo-guía de Rodolfo y su experiencia cartográfica sobre

el mapa celestial. Lilia asiste con una sonrisa entre labios al espectáculo de

las constelaciones apuntadas; contempla aquel cielo compartido con su

compañero, con los pies desnudos sobre el verde de su pequeño refugio por

fin conquistado. El dedo-guía de Rodolfo, ese mismo que se encarga de

señalar cada tanto las proyecciones para el terreno: desde la entrada hasta la

casita, vamos a plantar una doble hilera de álamos plateados, dice. “Cuando

el viento mueve las hojas, suenan como lluvia fina”, explica. Frente a la

casa, imagina un jardín criollo, nada de parque inglés, con las plantas

marcando el caminito hacia la puerta. Más allá, detrás del laurel, donde

hasta hace unos días asomaban unos pajonales salvajes, la huerta, que ya

comienza a tomar forma después del desparramo –sin demasiado rigor

botánico– de unas semillas de lechuga sobre la tierra negra y recién

removida. La idea es profundizar el cultivo experimentando con el azafrán y

algunas verduras tradicionales. Después se verá. Delante del almácigo, hace

sombra un viejo aljibe de ladrillos, seco y oxidado pero recuperable a partir

de los planes de Rodolfo para el futuro cercano. A un costado, no muy lejos

del gallinero postergado para dentro de algunas semanas, se pudre el


mantillo que tiene como función aportar el abono necesario para la huerta.

Allí, una capa de hojarasca se confunde con la bosta de caballo que Lilia y

Rodolfo recogen por las calles de tierra del barrio, siguiendo el rastro de los

caballos vecinos (“Estábamos en el año 76, plena dictadura, y nosotros por

las calles de San Vicente, con una bolsita de plástico y una palita, juntando

bosta” , recuerda ella). Detrás de todo, pegado a la casa, la imaginación de

Rodolfo ya dibuja los planos del túnel, preparado para la fuga de improviso

en caso de un cerco militar, disimulado apenas por un pequeño galpón con

la intención de no despertar sospechas entre los vecinos.    

    Así, embriagados de planes urgentes para esa casa, Rodolfo y Lilia

comparten el sueño frágil de un pedazo de tierra que cobija desde entonces

los deseos amontonados a un costado de un presente de vértigo y temores.

Por algunas horas, lejos de aquella noche estrellada, lejos del camino

dibujado por la tenacidad de las hormigas perseguidas por el farol, queda el

miedo, la tristeza, el más profundo dolor. Ahora, las voces cercanas de

Rodolfo y Lilia coinciden en aquello de recuperar la cultura de la tierra “que

hemos perdido”, como antes habían acordado también en eso de salir del

“territorio cercado” (esa Buenos Aires gris, uniformada de terror), para

buscar en el mapa de la provincia un refugio no muy lejano del centro, pero

que cumpliera algunos requisitos excluyentes para Rodolfo: barato (el dinero

para la compra de la pequeña propiedad lo prestaría su primera mujer, Elina

Tejerina), no muy distante y, sobre todo, cerca del agua. “Nos quitaron el

Tigre pero hay que seguir la ruta de las lagunas del sur de la provincia.

Necesito vivir cerca del agua”. El dedo-guía, el mismo que recorre por las

noches el contorno de los astros con la experiencia de un astrónomo, marcó

entonces en el mapa un mínimo manchón celeste al sur del conurbano, a 45

kilómetros de la Capital: la laguna de San Vicente. 

   Ninguno de los dos conoce la zona, pero no tardan mucho en tomarse

el tren a la caza del refugio imaginado. Desde la estación, llegan a la laguna

preguntando. Es diciembre, caminan sobre calles de barro seco, atraviesan

terrenos baldíos y eluden a un par de perros cargosos. Cuando llegan, el

paisaje no se condice con la imagen esperada: los juncales espesos copan las
orillas y transforman la laguna en algo apenas más amplio que un charco

silvestre. De todos modos, la decepción no alcanza para frustrar los planes

de aquella “expedición al sur” que comenzó la tarde en que el dedo-guía de

Rodolfo apuntó con decisión a San Vicente (“Necesitaba conocer con

precisión obsesiva los territorios en los que vivía, anticipar los itinerarios

por calles y lugares, conocer desde la perspectiva del mapa el espacio donde

se iba mover”, explica ella).

    A unas doce cuadras de la estación, del lado opuesto a la laguna, el

joven barrio El Fortín se expande a partir de algunas casas prefabricadas y

otras dispersas construcciones de chapa y cartón. Allí, entre las calles

Sarmiento y Triunvirato, donde el asfalto es ciencia ficción y los eucaliptos

llenan de sombra a familias humildes, espera por Lilia y Rodolfo la casita

elegida entre sueños, tantas noches. Los yuyos dominan el paisaje de esa

media hectárea que es puro futuro. La casa con piso de ladrillos parece

muchas cosas menos sólida, en el barrio no hay luz eléctrica, ni gas natural,

ni cloacas, “para el agua, cien bombazos cada uno para llenar el tanque”,

detallará Lilia después. Pero nada de eso importa ahora. “Al fin tenemos

nuestra casa”, piensan los dos, mientras Rodolfo intenta mejorar su pericia

con la guadaña contra la rebelde vegetación suburbana y Lilia decora las

ventanas con cortinas de colores.

   ¿Alcanzará el tiempo para tantos proyectos? ¿Cabrán todos los sueños

de Lilia y Rodolfo en esa media hectárea de verde y silencio? 

2. Un puñado de vecinos se reúne a las 9, puntual, frente al edificio

municipal. La intención es entregar un petitorio firmado por los habitantes

del barrio El fortín para proponer que un baldío lindero sea transformado en

plaza e insistir con el reclamo por el cableado de luz. Uno de aquellos

vecinos que aguarda en la puerta la señal de un concejal, es profesor de

inglés, jubilado, de gesto adusto y pocas palabras. Es de los nuevos en el


barrio, pero su condición docente y ese aire reflexivo y meditabundo lo

terminó comprometiendo para integrar la delegación, en esa primera semana

de marzo de 1977. Norberto Pedro Freyre se llama el profesor, o al menos

así firmó la escritura en la inmobiliaria del Viejo Matute que lo acredita

como propietario de un campito en Triunvirato al 900, desde hace un par de

meses atrás. Freyre fue el primero en proponer, durante una charla informal

en la despensa del barrio, el tema de la plaza como una necesidad para los

chicos de la zona. El almacenero escuchó con atención y redobló la apuesta:

la luz, queremos la luz acá también, dijo. De golpe, en cuestión de

segundos, ya no hubo forma de zafar del trámite: estaba comprometido con

la idea de visitar a un concejal amigo de uno que justo pasaba por allí, en

busca de respuestas. 

    De mañana y con un calor insoportable, Freyre repasa los puntos del

petitorio con el almacenero, a la espera de la entrevista. Uno pasos más

atrás, su compañera se entera de las últimas novedades charlando con las

mujeres que se quedarán afuera, con la bolsa de los mandados y los críos a

cuestas. Cuando llega el momento de pasar a la reunión, Freyre se despide

con una sonrisa. En la vereda, su compañera fuma, impaciente. 

   Todo sucedió en cuestión de segundos. De la nada, una camioneta con

soldados del ejército asoma por la esquina y se acerca a la municipalidad,

levantando polvareda. La mujer de Freyre asiste a la escena sin terminar de

creer lo que está sucediendo. El vehículo militar se detiene a un par de

metros, y bajan a la calle, uno a uno, todos los uniformados. Las vecinas

miran, curiosas, sorprendidas, el despliegue castrense. Algunas se apostan

en la vereda. Otros, van a entrar al edificio. Lilia queda inmóvil por los

nervios, nada puede hacer. Ni siquiera intenta asomarse por la puerta para

seguir los movimientos de las tropas. El cigarrillo tiembla entre sus dedos,

la saliva tarda en atravesar la garganta seca, mientras espera. No hay ruidos

dentro del municipio. Los minutos pasan. El tren llega a la estación, a pocos

metros de la escena, y rompe la tensión con el silbatazo de la locomotora.

Lilia espera. 
   Será la media hora más larga de su vida. Al rato, sale por la puerta la

delegación vecinal. Uno a uno, aparecen comentando los resultados de la

reunión. El último en pisar la vereda es el profesor de inglés, Norberto

Freyre, que mira a su compañera y le sonríe. De forma casi imperceptible,

con un gesto mínimo, propone alejarse del lugar. 

   Los dos caminan lentamente. No miran hacia atrás. Van abrazados.  

    ¿Quién podía saber en San Vicente que el apellido Freyre, rubricado

en el DNI de aquel introvertido profesor retirado, ya había sido utilizado

veinte años atrás en el tiempo? ¿Quién podía recordar entonces el prólogo

de un libro fechado en 1957, de nombre Operación Masacre, donde su joven

autor detalla: “Durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi

casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con

ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses

viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada

momento las figuras del drama volverán obsesivamente…” ? 

    Entonces, supo cómo vivir extremando los cuidados, chequeando las

citas, borrando pistas que pudieran llevar a los chacales hasta su morada.

Pero ahora, marzo de 1977, las precauciones se multiplican y los riesgos

crecen con los días. Las noticias solo confirman certezas dolorosas: la caída

en cadena de los compañeros, la fragilidad de las medidas de seguridad

individuales, la pérdida de los lazos orgánicos y afectivos, la eficacia de la

cacería criminal. El miedo llega para ocupar su lugar en la casita de San

Vicente, pero no paraliza, no frustra los proyectos en marcha ni detiene los

combates de entrecasa planificados. Exige evitar distracciones, no perderse

en la confianza de una rutina nueva, alejada de los contactos y los posibles

puntos débiles para que una pesquisa militar ate cabos y llegue al fin de la

cuestión. 

   Al costado de la cama de Lilia y Rodolfo, sobre la mesita de luz, junto

al vaso con agua, al cenicero, a los libros de siempre y los veladores a

querosén; descansan las granadas montadas, una de cada lado. Es Lilia la

encargada, cada noche, de preparar los explosivos (“Como una escena de su


obra La granada, muchas veces temí quedar soldada eternamente a esa latita

letal” , ironiza Lilia). A la mañana siguiente, la disputa en la cama es por

quién se levanta primero a preparar el café, pero Rodolfo se encarga de

desmontar las granadas y de guardarlas. 

    El objetivo es evidente: prepararse para lo peor (“era para tratar de

zafar y para intentar no caer vivos. Nosotros convivíamos con esa

posibilidad”, explica ella), pero sin perder en ningún momento la alegría de

la rutina nueva, iniciada por la mañana con el café saboreado mientras

recorren el terreno y preparan las actividades para el día. Si no hay citas

previstas o un viaje a Buenos Aires acordado, el trabajo se organiza: cortar

los yuyos, extender la quinta, hacer la comida, dormir la siesta… Los

riesgos se asumen y se actúa en consecuencia, pero las precauciones no

empañan la vida cotidiana. Apenas son, cada tanto, un golpe de realidad, un

llamado de atención, una muesca dibujada sobre la piel que procura que

nadie en esa casa baje la guardia. 

    Desde la mudanza silenciosa, clandestina, casi de hormiga con la que

trasladaron los libros y los apuntes, el archivo del diario Noticias, algunos

objetos personales y una foto de Vicki –que Rodolfo nunca pudo volver a

mirar–, hasta San Vicente en diciembre de 1976, Lilia recuerda muchos

momentos de esa alegre intimidad puertas adentro: “Él tenía una cosa

medio payasesca. Era absolutamente descoordinado, bastante torpe. Tenía

una falta total de oído musical y por ahí intentaba bailar, pero pegaba unos

saltos absurdos, o escuchaba en la radio una sinfonía y trataba de dirigirla,

pero era un desastre” . Una noche, después de escuchar la BBC de Londres

en busca de alguna novedad sobre la situación política argentina, cambiaron

la frecuencia hasta dar con una emisora de música sinfónica. Entonces,

Rodolfo “tomó una batuta invisible, dirigió una orquesta invisible y saludó a

un público invisible de plateas, palcos, paraísos, y el borde de la cama

donde yo estaba sentada golpeando con mis manos el único aplauso de esa

multitud”, añade. “Alguna vez vas a contar estas cosas y se van a reír de

mí”, comentó Walsh, al finalizar su trabajo como director de una orquesta

imaginaria. 

É
    “Éramos conscientes del riesgo que corríamos y ser concientes

significa aceptar el riesgo. Teníamos miedo, pero no estábamos paralizados

de terror, y de todas maneras, siempre había un lugar para ser felices”,

destaca Lilia. Era cierto. Además de organizar el “repliegue” en el sur de la

provincia, de proyectar el trabajo múltiple y totalizador de Rodolfo desde

ahora (dividía su tiempo entre los cuentos que quería terminar, los relatos

autobiográficos ligados al pasado afectivo que debía corregir, los materiales

de denuncia periodística apenas borroneados y las cartas polémicas con las

que pretendía intervenir en la discusión política partidaria), los dos

compartían un proyecto apenas esbozado: tener un hijo en 1978. Para

entonces, el tiempo para mimetizarse con el vecindario sería el suficiente

como para confirmar las condiciones de seguridad de aquella retirada táctica

(caso contrario, tomar las cosas y persistir en la idea de seguir la línea de las

lagunas hacia el sur) y también adelantar algunas de las múltiples tareas que

la trágica situación nacional proponía como desafíos a diario.

    Uno de esos domingos de marzo sin actividad prevista en Capital,

Rodolfo apuraba el ritmo con la guadaña, desmalezando los últimos tramos,

casi sobre el alambrado que dividía su casa de otra construcción que parecía

abandonada hace meses. Concentrado en su tarea andaba cuando escuchó el

ruido de un camión de transporte de carne frente a la casa vecina, y de su

interior vio cómo comenzaban a brotar pibes, ancianos, perros, cuñados,

sobrinos y toda una parentela con muebles y cajas de cartón a cuestas. Entre

gritos, risas y órdenes, los recién llegados apuraban la mudanza. “Cuando

las puertas del camión se abrieron, bajó la vida”, grafica Lilia. Con la mano

apoyada en el alambrado, Rodolfo era el único espectador de la escena: a

metros de sus ojos pasaba la procesión con damajuanas, bolsas de carbón,

ladrillos para improvisar una parrilla y la carne del asado preparada para el

fuego, que ya comenzaba a chispear a un costado. Dice Lilia que aquel

bullicio ocultaba una dura lección para los dos: “Rodolfo comprobó una vez

más la inevitable ruptura entre la clandestinidad obligada de una vanguardia

y la vida de la gente que intenta representar, cuando se bifurca el camino

que en algún momento histórico pudo ser común” . 


    Rodolfo miraba azorado aquel familión desplegado en el terreno

vecino. Siguió trabajando en silencio, pero dándole vueltas a la cosa,

intentando comprender lo que aquella imagen tenía de extraño, de contraste,

de violento incluso, en tiempos donde la risa y la alegría parecían un

fenómeno de puertas adentro, clandestino, perseguido, solitario. Como ellos.

3. “Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor

amigo, Ansina, y su mujer, Teresa…” Así comenzaba “Juan se iba por el

río”, el cuento que Rodolfo Walsh se había juramentado terminar en

aquellos días de marzo, anclado en las noches apacibles de San Vicente,

frente a su máquina de escribir Olympia portátil y a un vaso de ginebra. A

decir verdad, el relato era un desprendimiento del material apuntado durante

años para la novela maldita, esa que nunca pudo terminar de escribir, la que

latía como un estigma y no lo dejaba dormir cuando dedicaba la mayor parte

de su tiempo a las tareas militantes. Pero ya en los meses de San Vicente,

Rodolfo había superado la frustración de la novela imposible, y decidido

avanzar con sus trabajos de ficción a partir de otros formatos. “Juan se iba

por el río” fue el último de sus cuentos. 

    Cuando por fin pudo llegar al final, llamó a su compañera y tomó el

puñado de papeles que contenían la historia “de ese argentino derrotado del

siglo XIX; del último argentino antes de las grandes inmigraciones. Del

hombre de pueblo que había sido llevado de guerra en guerra, de tropa en

tropa; que sobrevive a su tiempo y, ya viejo, recorre la memoria de su vida y

de la época en que vivió” , según el recuerdo de Lilia. La voz de Rodolfo fue

desandando el relato sin prisas, marcando con sus ojos la cadencia de las

frases, buscando en cada oración esa melodía hipnótica que cautivaba a

Lilia cuando lo escuchaba leer. Ella, sus oídos desde siempre: “Mi mayor

complicidad era mi oído, porque Rodolfo confiaba mucho en mi sentido

rítmico de la oración, de la frase, y en la carga emocional. De algún modo,


en su escritura, yo cumplía un rol de armonía o de equilibrio si había un

exceso de adjetivación o si al leer una frase quedaba renga desde el punto de

vista rítmico” , apunta. 

   “Juan se iba por el río” daba cuenta de la amistad del protagonista con

el Negro Ansina y de esas mil batallas que compartieron los dos, aunque

ninguna era la suya. Por eso, según la narración, la noche antes de Cepeda

los oficiales los forman para escuchar la arenga del general Mitre, el nuevo

llamado a combatir por la Patria. En ese momento el Negro lo mira a Juan y

le susurra en voz baja, confidente, una sentencia: “En la patria de ellos, yo

me cago”.

    Las imágenes se suceden atadas a la textura de la voz de Rodolfo, al

hilo que tensa la memoria de Lilia, que escuchó el cuento esa noche,

fascinada. Juan cuando ve pasar la cureña con el féretro de los restos

repatriados del General San Martín. Juan sentado en un banquito a orillas

del río, entre el recuerdo de su pasado y el deseo de poder llegar alguna vez

al otro lado del Plata, y la voz de Rodolfo ahora, aun en la evocación

imperfecta de un cuento perdido. La gran bajante del Río de la Plata, la

mortandad de los peces y el final, ese final: Juan montado en su caballo,

cruzando el lecho seco hacia ese horizonte que se esfuma. “Arriba, los

pájaros vuelan en redondo sobre los peces muertos. Cuando en el horizonte

se hacen cada vez más nítidas las casitas de la Colonia, las aguas retornan;

las patas del caballo empiezan a enterrarse en el fango; su tranco es

chapoteo. El río crece oponiéndose cada vez más al avance del hombre y su

caballo…”

    El cuento concluye. Rodolfo interrumpe el relato furtivamente,

dejando la puerta abierta de un epílogo aun en definición, o como sin querer

precisar del todo el destino de su personaje.

    – Pero… ¿llega Juan al otro extremo del río? –, pregunta Lilia,

intrigada por el desenlace apenas trazado, como pidiendo permiso por

intentar conocer una infidencia.


   –No sabemos –, responde él, enigmático . 

   “Juan se iba por el río”, algunos pocos días después, correría la misma

suerte que otro de los relatos en los que Rodolfo trabajaba esas noches en

vela, amigado con sus fantasmas. “El 27” era su nombre, ligado al año de su

nacimiento y a los recuerdos infantiles. Si bien no se trataba de un hombre

atado a la melancolía –sino más bien lo contrario–, los años en Río Negro,

previos a su paso por el internado irlandés, ocupan un lugar importante en la

narración. Otra vez, el testimonio de Lilia es vital para conocer al menos

algunos detalles de la trama: “Como una cámara que va desplegando el

zoom, los primeros párrafos describen a ese hombre apoyado en la

tranquera, con el horizonte quieto a sus espaldas y el pañuelo rojo anudado

al cuello que flota en un vientecito del atardecer” . El hombre apoyado en la

tranquera era el padre de Rodolfo, Miguel Esteban Walsh, mayordomo de

una estancia de la familia Blaquier en Río Negro. “Su padre no había sido

un intelectual. Pero Rodolfo admiraba y respetaba a ese hombre de pocas

palabras y lecturas, que tenía el saber de las siembras y las cosechas, y dos

grandes pasiones: los caballos, con los que hablaba, y el juego, que

desesperaba a su esposa, Dora Gil”, agrega ella.

   En su regreso al oficio de la escritura, en ese intento por recuperar su

identidad como hacedor de historias, Rodolfo aprovecha cada resquicio de

tiempo para avanzar en nuevas ficciones, como el cuento “Ñancahuazú”,

donde se detiene en las últimas horas de Ernesto Guevara a partir de una

vieja entrevista que le había realizado al mayor Rubén Sánchez, un célebre

militar boliviano que había sido prisionero del Che y que, tiempo después,

incorporó sus mismas ideas revolucionarias. O con “El aviador y la bomba”,

un texto sobre los bombardeos en Plaza de Mayo en 1955, que venía a cerrar

el círculo personal abierto con una de sus primeras notas publicadas: “2–0–

12 no vuelve”, la apología de un piloto naval, en la revista Leoplán, ese

mismo año. Ahora, muchas cosas habían cambiado. Otro Walsh escribe ese

relato.

    Sobre su escritorio se amontonaban papeles, archivos y apuntes;

también una carpeta con algunas memorias personales integradas bajo el


título “Los caballos” (reflexiones acerca de los afectos, sus mujeres, las

islas, el campo) y otra con cartas políticas en preparación. Entre éstas

últimas, varias quedaron inconclusas y también se perdieron en la posterior

rapiña castrense: una dirigida al periodista Jacobo Timerman (personaje que

había incluido, en 1972, en su breve lista de “cosas que odio o que

desprecio”, junto con el colega Bernardo Neustadt, entre otros), otra al cura

Pellegrini y una al coronel Roberto Roualdes, responsable del operativo

militar que culminó con la muerte de Vicki en Floresta, para que “sepa

quién era la joven de 26 años que ustedes mataron”.

    Lo muy escaso que se conoce de todos estos papeles personales se

debe a la memoria de su compañera, Lilia Ferreira. Un día después de la

emboscada de los chacales contra Rodolfo Walsh, un gigantesco operativo

militar arrasaba con la casita de San Vicente. Armados como para una

guerra, los uniformados dispararon desde todas las posiciones posibles. No

había nadie allí, pero eso no importaba. Después, seguros de no encontrarse

con ninguna sorpresa en la redada, los asesinos de la dictadura entraron a la

casa y se robaron todo. También se llevaron los papeles de Walsh, sus

últimos relatos, sus cartas personales, sus apuntes de trabajo. Los que

habían exterminado la vida de tantos de sus compañeros entrañables, se

apropiaban ahora de su voz crepuscular, de sus últimas páginas. Había que

ocultar esos papeles. Había que esconderlos para que nadie, nunca, pudiera

viajar con sus ojos sobre aquellas líneas rebeldes. Desde entonces, no existió

tarea más importante para los chacales. 

    Podrán emerger cada tanto en los noticieros, asomar su rostro ajado

para deslindar responsabilidades y acusar a sus cómplices de faena, hasta

quizá algunos se jacten de las miserias de aquel pasado trágico, genocida.

Pero sobre el tema no hay nada. Hasta el día de hoy, el destino de los

últimos papeles de Walsh permanece en el más riguroso secreto. 

   Su voz, todavía hoy, inquieta. 


4. El tren detiene su pesada osamenta sobre los rieles en mitad de la

nada. Los pasajeros esperan, impacientes, el reinicio del viaje. Pero no hay

caso. El tren ha quedado varado por razones desconocidos en mitad de un

descampado en Alejandro Korn, apenas matizado por una arboleda que

corta en dos la imagen del horizonte, allá a lo lejos, justo donde el calor

agobiante del mediodía distorsiona la visión. Walsh abandona la lectura y se

integra al pelotón de curiosos que se asoma por la ventanilla en busca de

respuestas. Lo que se escucha es lo mismo de siempre: puteadas al aire por

el retraso, preguntas en voz alta que nadie puede responder, los quejidos

sordos de un vagón que no termina de acomodarse a los rieles del lugar. La

ventanilla recorta una escena que, por una ráfaga, empuja un par de

recuerdos a los ojos del escritor. Ese desolado horizonte, ese páramo

desnudo de atractivo que parece no terminar nunca en mitad del sur

bonaerense, se parece mucho a un paisaje del pasado. Walsh vuelve a su

lectura, pero ya no logra dar con el párrafo perdido. La imagen lo cautiva.

    El tren sigue detenido en el tiempo, pero su memoria no pregunta y

sale de viaje rumbo a veinte años atrás...

    “Dos a José León Suárez. Ida y vuelta, por favor”, murmura ante la

ventanilla. A unos pasos de distancia, Enriqueta Muñiz intenta adivinar el

horario del próximo tren del Ferrocarril Mitre. Rodolfo no dice nada, le

muestra los boletos y eso alcanza para que los dos sigan en silencio hasta el

andén de Retiro. Por más que intenten disimular, los nervios ganan espacio

a medida que el tren deja atrás cada estación. 

    En el largo viaje, apenas si cruzan un par de palabras. Rodolfo y

Enriqueta reparten el tiempo entre miradas congeladas en la ventanilla y un

repaso rápido por el tour planificado. Enriqueta es joven y decidida. No

duda, va al frente, pero ahora le cuesta disimular la ansiedad. Algunos

meses más tarde, su compañero de asiento en el vagón escribirá sobre ella:

“Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista... se juega

entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero


decir que si en algún lugar de este libro escribo ‘hice’, ‘fui’, ‘descubrí’, debe

entenderse ‘hicimos’, ‘fuimos’, ‘descubrimos’. Algunas cosas importantes

las consiguió ella sola, como los testimonios de los exiliados Troxler,

Benavidez, Gavino”. “En esa época el mundo no se me presentaba como

una serie ordenada de garantías y seguridades, sino más bien todo lo

contrario. En Enriqueta Muñiz encontré esa seguridad, valor, inteligencia

que me parecían tan rarificados a mi alrededor” , añadirá después.

    A lo lejos se vislumbra la estación de José León Suárez. Los dos

viajeros bajan del tren y consultan el mapa: una hoja de cuaderno arrancada,

doblada en ocho, donde Juan Carlos Livraga escribió el detalle del

recorrido. Colectivero hace años, Livraga conoce la zona como nadie: en

lápiz, deja marcada cada ruta, baldío y paso a nivel que van apareciendo en

el trayecto. Una “X” desprolija, más adelante, marca el final del camino.

    Después de casi diez cuadras de pavimento, los expedicionarios se

detienen ante una imagen que coincide con la versión de su guía ausente:

una hilera de eucaliptos confirma que la memoria de Livraga sigue intacta, a

pesar de los balazos: “Esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más

grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha

quedado flotando una sombra de muerte”, anotará después. Rodolfo

aprovecha para hacer una pausa, prepara la cámara y saca un par de fotos.

Están cerca de la “X”.

    De pronto, un descampado, un basural interminable. Ni ladridos de

perros, ni sombras furtivas; apenas frío y silencio. La tremenda sensación

de estar pisando la escena del crimen. “Aquí fue”, dice Enriqueta, con una

seguridad que Rodolfo envidia por unos segundos. Entonces, alguien pasa,

los nervios vuelven, y Enriqueta, otra vez, es más rápida: se sienta en la

tierra y prepara un mentiroso picnic de enamorados. Rodolfo sigue

hipnotizado por la desmesura del paisaje: un páramo sin nada más para

detener los ojos que una historia trágica que nadie quiere recordar. “Pero

aquí fue, y el relato de Livraga corre ahora con más fuerza, aquí el camino,

allá la zanja y por todas partes el basural y la noche”, escribirá más tarde.
    En la imaginación de Rodolfo Walsh la secuencia se repite: el frío

cruel de madrugada, el camión que cambia de ruta, los prisioneros que

dudan y temen, las órdenes, las armas, los fusilamientos. Después, lo de

siempre: silencio, mentira, engaño, olvido.

   La imagen perdura hasta que el tren arranca de nuevo. El descampado

queda atrás, atrás el recuerdo de un basural lejano en el tiempo, que supo

contener una escena trágica, una historia que cambió todo para siempre.

Pero ahora es tiempo de volver a la lectura. El tren arranca y Rodolfo Walsh

toma el libro en busca del párrafo perdido. 

5. ¿Qué leía Rodolfo Walsh, compulsivo lector, esas tardes de agobiante

calor en la casita de San Vicente, mientras aprovechaba el tiempo de ocio y,

a la vez, eludía los encantos de la siesta? ¿En qué autores reparaba el

escritor, lápiz en mano, listo para un diálogo imaginario a través de las

páginas de un libro? ¿Qué frases concentraban su atención, qué líneas

merecían el ondulante subrayado de un lápiz, qué sentencias empujaban a

Walsh a comprimir sus comentarios en desprolija letra manuscrita en los

márgenes de la hoja? 

    Una vez más, como desde el principio en este relato que pretende

asomarse por un rato a un pasado perdido, arrasado, Lilia resulta

indispensable para aportar algunas claves que descifren los interrogantes

mencionados más arriba. “Escucho a mi memoria”, dice Lilia, como

invocando remembranzas desde lo más profundo de su carne; repasando,

tanto tiempo después, momentos mínimos, cotidianos, casi imperceptibles y

hasta olvidables en algún punto, que hoy cobran otro significado, más

determinante, porque permiten adentrarse en esas horas compartidas en el

sur del conurbano bonaerense. “Rodolfo era un lector insaciable; leía con un

lápiz en la mano y discutía con los autores, haciendo acotaciones a pie de

página o en los márgenes” , define primero. “Había dos cosas que hacía
diariamente, aunque fuera media hora: leer y escribir. Y la escritura podía

pasar porque había leído algo que lo había enchinchado, y discutía

escribiendo”, señala después. “Era un lector constante. Además, un rasgo de

Rodolfo era que, cuando algo atrapaba su atención, era muy obsesivo. Por

ejemplo, si leía algo, iba leyendo en el colectivo, en el tren, en la lancha,

pescando, y por ahí picaba algo y no levantaba la vista porque seguía

leyendo”, aporta, por último.

    Ahí está Rodolfo, apoyado contra el tronco de un árbol, con un libro

entre manos. Hipnotizado por la prosa ajena. Entonces, nada podía distraer

su atención en esos momentos de calma infinita. Los libros eran un pasaje

hacia otro tiempo, pero muy particularmente en la etapa de San Vicente,

eran una oportunidad única para ahondar en ciertos recodos de la historia

argentina en busca de algunas llaves para comprender mejor el crítico

presente. Allí, en ese agujero negro en la formación de muchos cuadros

militantes argentinos, Walsh señalaba una grave falencia. De hecho, se

ocupó de insistir sobre el problema en uno de sus últimos documentos

críticos, dirigidos a la conducción montonera, ya en enero de 1977. Sobre el

final de ese texto, aseguraba que la principal falencia del “pensamiento

montonero” era su “déficit de historicidad”. En ese sentido, puntualizaba

que el problema no se había manifestado a la hora de bautizar a la

organización con un nombre –Montoneros– atado al pasado criollo en la

etapa 1815-1870, aunque esa visión inicial se había agotado en sí misma

años después. Entre las fallas del razonamiento de la izquierda argentina

mencionaba, como ejemplo, que un oficial montonero “conoce, en general,

como Lenin y Trotsky se adueñan de San Petersburgo en 1917, pero ignora

como Martín Rodríguez y Rosas se apoderan de Buenos Aires en 1821” . 

    La relación entre los comentarios finales de Walsh en sus Papeles

polémicos (como él mismo los denominaba) y las últimas lecturas en San

Vicente es evidente. En esos últimos meses, el interés por los laberintos de

la historia argentina había desplazado definitivamente a la literatura en las

inclinaciones del escritor a la hora de conseguir libros en sus caminatas por

la calle Corrientes. Si en el pasado había elegido como autores de referencia


a Ambrose Bierce primero, a Ernest Hemingway y William Faulkner

después –entre otros integrantes de la Generación Maldita de la literatura

norteamericana que Walsh admiraba–, y más tarde a Joseph Conrad o a

Raymond Chandler más una extensa lista de autores de novelas policiales;

ahora sus lecturas estaban monopolizadas por el pasado argentino. “Había

leído mucho a Sarmiento y a todos los historiadores en relación con Rosas, a

José María Rosa, a Lisandro de la Torre; el tema de las carnes era algo que

había leído y estudiado bien” , detalla Lilia. 

   Historia del alambrado en la Argentina, del historiador Noel Sbarra, es

uno de los libros que Walsh no puede abandonar ahora, en uno de esos

largos viajes en tren rumbo al centro porteño. El lápiz del escritor se desliza

en pleno viaje sobre la cita de Domingo Sarmiento de 1878, que abre el

ensayo: “Antes del alambrado, podía decirse: todo el país es el camino”. Es

el propio Sarmiento quien, algunas líneas más abajo, intenta convencer a los

productores criollos más reacios a implementar el nuevo hallazgo para

delimitar los campos, con una frase que da cuenta no sólo de la evolución de

la ganadería, sino de la historia económica de un país en formación: “Lo

que les propongo viene del sentido común de los agricultores del mundo.

Gasten lo que sea necesario y hagan estable su fortuna… ¡Cerquen, no sean

bárbaros!”. Por un momento, la atención del lector se olvida del traqueteo

cansino del tren sobre los rieles, no se sobresalta por el silbato del guarda ni

por las risas de sus compañeros de vagón. Ahora, Walsh se deja llevar por

una historia que comienza con Juan de Garay distribuyendo los

rudimentarios mojones en una ciudad que elige llamar Santísima Trinidad y

Puerto de Santa María de los Buenos Aires; a partir de un sistema de

demarcación que generó no pocos pleitos y conflictos jurídicos por lo

impreciso del método y, obviamente, por la ambición del puñado de

beneficiados por la gratitud del gobernador Hernandarias a principios del

siglo XIX. El trabajo de Sbarra atrapa al escritor, entre otras razones, por la

habilidad para aprovechar un par de casos inaugurales que permiten

comenzar a comprender el trasfondo del latifundio y el negocio

agroexportador en este rincón olvidado del planeta. Del pionero Ricardo

Newton, quien introdujo en el país el alambre desde Londres en 1845 con el


objeto de cerrar una quinta en Chascomús, no muy lejos del río

Samborombón; al caso de Francisco Halbach, diez años después, quien le

arrebata el mérito de ser el primero en alambrar toda una estancia, allá por

Cañuelas. 

   Otro de los libros presentes en la nutrida biblioteca de San Vicente es

Vida de muertos, de Ignacio Anzoátegui (1934), un intelectual antisemita y

conservador –como todo buen católico y militarista–, que confirma los

intereses de Walsh por los ensayos ciertamente fundacionales del país en su

primitiva configuración. En Anzoátegui, en todo caso, lo que sorprende al

lector es esa retórica provocadora y agresiva, de permanente beligerancia,

que no se ahorra la ironía ni mucho menos el exabrupto xenófobo para

denostar a la inmigración italiana en Argentina. En pleno viaje, el escritor

aprovecha la demora del tren cerca de Temperley para subrayar con el lápiz,

divertido, algunos desvaríos del ofensivo Anzoátegui, particularmente uno a

propósito de don Bernardino Rivadavia: “… emprendió hijaputezcamente

una política contra la Iglesia”; otro dedicado a Juan Bautista Alberdi: “Dijo

‘gobernar es poblar’ y se quedó soltero” y uno más, referido a Sarmiento:

“Introdujo tres plagas: el normalismo, los italianos y los gorriones”. 

    La memoria de Lilia Ferreira también señala como lecturas

importantes de Walsh a los tomos de tapas azules y blancas de la colección

“El Pasado Argentino”, de la editorial Hachette, donde cruzaban armas

textos de orígenes variados: de Eduardo Holmberg a Joaquín V. González;

de Estanislao Zeballos a Bartolomé Mitre. Pero fue Estampas del pasado, de

José Luis Busaniche, una de las lecturas frecuentes en esas calurosas

madrugadas de vigilia en San Vicente, cuando el entusiasmo extendía la

lectura hasta que el sueño ganaba la batalla. El pesado volumen de unas 900

páginas, en realidad, pretendía transformar en una obra integral a la

recopilación de notas, artículos y crónicas de diversos autores. Allí

confluían relatos de muchos viajeros europeos del siglo XIX, quienes daban

cuenta de desiguales ejes temáticos, desde la descripción del francés Arsene

Isabelle sobre los lugares públicos de diversión en la ciudad de Buenos

Aires, como el Rosedal, hasta caracterizaciones sobre la composición social


de los hombres que se alinearon con los jacobinos en las jornadas de Mayo

de 1810 (y Walsh destaca sobre el papel una definición que lo sorprende:

“La parte más popular y numerosa, la que no vestía de frac o de levita, se

inclinó hacia el lado de Saavedra”). 

    La literatura argentina entró en cuentagotas en la casita del barrio El

Fortín. Entusiasmado con profundizar el estudio histórico de los orígenes

argentinos, en busca de lecciones del pasado, Walsh no contó con el tiempo

necesario para mantenerse al tanto de lo que se publicaba en el campo de la

ficción en su país. Salvo una excepción: Sudeste, de Haroldo Conti. “Uno de

los libros que envidiaba y decía que tendría que haber escrito él, porque

Haroldo le había ganado de mano” , asegura Lilia. Aquella historia que fluye

a través de los brazos múltiples del Delta del Paraná, lo había maravillado.

El río era un espacio frecuente en la vida de ambos intelectuales, una secreta

pasión que Haroldo y Rodolfo compartían cada tanto, al menos hasta que la

realidad y sus miserias impuso su propia agenda y ya no hubo tiempo de

programar aventuras con amigos sino de preservar la propia seguridad

diluyéndose, como uno más, en el anonimato de un pequeño barrio del sur.

  

    En agosto de 2009, el cineasta Andrés Cuervo difundió un hallazgo

durante la investigación que estaba llevando a cabo para un documental: se

trataba del cuento inédito “La Virgen de la montaña”, un cuento de 1944,

cuando Haroldo aún vestía la sotana de seminarista en Villa Devoto y

publicaba en la revista estudiantil Palestra. También durante ese proceso,

Cuervo encontró una fotografía desconocida. En la imagen, de espaldas a la

cámara, asoman los perfiles de Rodolfo y Haroldo. Frente a ellos,

dominando el plano, se dibuja el contorno de un brazo del río y un horizonte

donde parecen confundirse las ramas secas de los árboles con los pajonales

de las costas del Tigre. Ahí están los dos, ataviados con sus boinas y

camperas, compartiendo también allí, en esa foto rescatada de un olvidado

rincón, comentarios sobre Sudeste que Rodolfo leyó, mitad extasiado por la

belleza del relato y mitad enojado porque Haroldo le arrebató una historia
entrañable. Ahí está el río. A sus pies, Haroldo y Rodolfo, a punto de

lanzarse a una nueva aventura.  

6. “–Abandone –sugirió el comisario Laurenzi.

   ”–Todavía no.

   ”–Está perdido.

    ”–Teóricamente –repuse–. Pero lo importante es saber si usted puede

ganarme. Fíjese, yo no estoy jugando contra usted. Ese es el encanto de las

partidas de café”.

    Con estas líneas comienza “Trasposición de jugadas”, uno de los

cuentos de Rodolfo Walsh que tiene al ajedrez como punto de partida, como

excusa para referir casos de la vida cotidiana que se empeñan en repetir

esquemas similares a los que el jugador del juego-ciencia practica sobre el

tablero. Para el Walsh autor de cuentos-problema como “El ajedrez y los

dioses” o, mejor aún, “Zugzwang”, el desafío a la inteligencia de jaquear al

Rey opuesto es algo más que una metáfora de la realidad, donde los

acontecimientos se suceden con el trágico devenir de una partida. En esos

relatos, el ajedrez parece extenderse sobre lo narrado hasta invadir,

definitivamente, los hechos de la vida real. Así sucede en “Zugzwang”,

donde el periodista y escritor Daniel Hernández (el Watson de los policiales

de Walsh) le explica al comisario Laurenzi (un Sherlock Holmes bien

argentino, policía de provincia y desengañado de la vida) la trama secreta de

esa posición del ajedrez en la que se pierde por estar obligado a jugar,

cuando cualquier movida que se intente es mala: “Se pierde, no por lo que

hizo el contrario, sino por lo que uno está obligado a hacer. Se pierde porque

uno no puede, como en el póker, decir ‘paso’ y dejar que juegue el otro”,

explica Hernández. El dilema de la situación de Zugzwang sobre el tablero


enreda a Laurenzi en uno de sus recuerdos de prontuario, donde también en

más de una ocasión cualquier decisión que se tome termina por empeorar

las cosas. 

    El ajedrez, otra vez, atravesando las fronteras del relato y ganando

espacio en ese otro juego más complejo y menos científico llamado realidad.

¿Existe otro ejemplo más preciso para describir esta fusión entre juego y

vida que la escena relatada por el mismo Walsh, en el prólogo de Operación

Masacre? ¿Habrá otro extremo similar al relato de una partida de ajedrez en

un café platense a fines de 1956, donde se jugaba al ajedrez y “se hablaba

más de Keres y Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra

militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de

Schlechter en la apertura siciliana” ? Esa noche, un jugador con el oído

entrenado escuchará la frase que habrá de cambiar su vida para siempre.

Pero también refiere Walsh que seis meses atrás, durante otro juego con

alfiles y caballos a la ofensiva, en el mismo escenario, asistió como

espectador a un tiroteo que conmovió a los parroquianos por el estruendo de

las balas, pero sobre todo por lo ajeno de los sucesos. Esa vez, el escritor

admitió haber pensado: “Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me

interesa. Perón no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?”. Pudo, Walsh,

volver a sus asuntos, a sus preocupaciones sobre los casilleros blancos y

negros, a su pasión por resolver el desafío de una partida, mientras a metros

de allí, la historia pasaba por el costado.

    “Hay un fusilado que vive” escuchó esa noche asfixiante de verano,

frente a un vaso de cerveza, y las cosas cambiaron para siempre. Hasta el

ajedrez, su pasatiempo favorito, volvió a partir de aquella confesión a un

segundo plano, al espacio del juego compartido con amigos, al refugio

elegido para algunas noches de ocio. Y así siguió durante muchos años,

hasta que una tarde cualquiera, otro juego de estrategia ocupó el privilegiado

espacio en la atención del escritor.

    Los duelos de ajedrez entre Rodolfo y Lilia eran tan desiguales que

por repetido, el resultado envolvía de tedio a los dos por igual: al experto y a

la advenediza, que intentaba aprender los secretos del juego en tiempo


récord para oponer alguna resistencia al jugador especialista. No hubo caso:

“Quise aprender a jugar al ajedrez. Hicimos algunas partidas desalentadoras

porque la diferencia entre la principiante y el maestro era abismal”,

confirma Lilia. Pero Rodolfo no se dio por vencido. Una tarde volvió al

amplio monoambiente de Tucumán 468 que compartían los dos con una

sorpresa entre manos: para sortear el desnivel, proponía aprender un juego

nuevo. Se trataba del go, llamado comúnmente el “ajedrez chino”, el juego

de mesa estratégico más antiguo del mundo. El desafío contaba con una

ventaja (la extrema simplicidad de las reglas), pero también con un

obstáculo insospechado para los jugadores novatos: un extremo grado de

profundidad, riqueza y complejidad que crecía a medida que la práctica se

acentuaba. En el go, cada jugador desliza sus piezas blancas o negras

alternativamente sobre una cuadrícula de 19 por 19 líneas, y todas tienen el

mismo valor. El objetivo del juego es controlar el mayor territorio posible,

exterminando al enemigo, y propone a los jugadores la dualidad constante

entre asumir al mismo tiempo (es una guerra que se libra en varios frentes a

la vez, donde vale tanto la ocupación como la defensa de las zonas

controladas) tácticas efectivas para el corto plazo y una planificación

estratégica del juego que vaya más allá de un par de jugadas. Rodolfo Walsh

conocía de las preferencias de Mao Tsé-tung por el go, y señalaba que en

China se afirmaba que buena parte de sus estrategias militares estaban

inspiradas en la sabiduría de “ese otro ajedrez de Oriente”, como alguna vez

lo había bautizado Jorge Luis Borges. 

    Lilia y Rodolfo fueron adentrándose poco a poco en los secretos de

ese juego milenario, que alternaban algunas noches con algunas partidas de

Scrabble. Al cabo de algunos días, una tendencia comenzó a preocupar al

escritor: él se imponía en el go, pero Lilia dominaba los cotejos de Scrabble.

“Ahí había una contradicción que lo intrigaba. Se suponía que si él era el

que dominaba las palabras no debía perder al Scrabble; y que si yo era la

que dominaba el territorio (porque me orientaba mejor que él cuando

andábamos por las calles) no debería perder al go, cuya base especial son

los territorios… No podía aceptar que el azar o la distracción fueran la

respuesta y empezó a analizar cada jugada. No tardó demasiado en revelar el


pequeño enigma” , apunta Lilia. Las razones de aquella tendencia tenían

que ver, al menos en el caso del Scrabble, en que el valor de las letras no

estaba ligado a su uso en el idioma español, sino en el inglés. De modo que,

pese a los esfuerzos de Walsh por armar palabras que incluyeran letras

inusuales, no podía alcanzar en el total de la sumatoria a Lilia con sus

palabras menos rebuscadas, pero más efectivas. Una vez resuelto el

intríngulis que lo tenía a mal traer, Walsh buscó la manera de dotar de

mayor lógica al juego. Con paciencia infinita y confirmando a quienes lo

consideraban obsesivo, el escritor probó con tablas y cálculos hasta que

elaboró su propio Scrabble argentino. La consecuencia de sus experimentos

fue esa tarde en que, sentado ante la mesa del departamento, borró con una

yilé, una por una, el valor de cada ficha y pintó uno nuevo. “En promedio

siguió perdiendo. Quedó la perplejidad”, agrega Lilia.  

   De todos modos, ante el tablero del go no hubo forma de competir con

Walsh: en poco tiempo se transformó en un experto en el manejo de los

puntos estratégicos del juego. Acostumbrado a percibir la realidad un par de

movidas más adelante que el resto, el escritor le explicaba a Lilia las razones

de sus repetidas victorias: “Te demorás en comer una pieza. De una jugada

táctica en el vacío porque al mismo tiempo no vas previendo tu ubicación

futura en todo el tablero. Ganar así es un momento del juego no lleva a

ganar la partida. Lo peor es seguir empecinado con una pieza sin darse

cuenta de que ya se está derrotado”. 

    Imposible no vincular, una vez más, al juego con la vida. Difícil no

cruzar los misterios estratégicos de Walsh con las piezas del go con las

críticas que realizaría por esos mismos días a la conducción de Montoneros.

Como la misma Lilia se encarga de definir, “a fines de 1976, la estrategia

del go se proyectaba en la situación política. La totalidad del tablero era el

proceso histórico”. “En aquel último verano del 77, las interminables

partidas de go en las noches de la clandestinidad daban paso a incansables

reflexiones sobre las consecuencias de una posible derrota, planteos que

luego abonaban párrafos de la Carta a la Junta. Su pensamiento apostaba a

la dimensión histórica, a la memoria de los años futuros”, añade.


    Diestro practicante de juegos de estrategia, el tablero para Rodolfo

Walsh se extendía más allá de las dos dimensiones del blanco y negro. La

realidad era el escenario de un trágico juego donde los trabajadores perdían

posiciones cada día y en los que la vanguardia militante se negaba,

empecinada, en admitir la derrota y prepararse para un repliegue en orden,

preservando las fuerzas y preparando un nuevo avance cuando fuera posible.

Las lecciones del go habían calado hondo en Walsh. En el juego la conducta

ambiciosa o temeraria era a menudo castigada por la lógica de la contienda,

que exigía una mirada fría, profundamente estratégica, a la hora de asumir

riesgos y desplazar las fuerzas sobre el tablero. Enorme metáfora de una

realidad compleja, el país entero cobraba las formas del tablero del go.

Sobre ese paño, una batalla desigual se disputaba. Y Rodolfo Walsh sabía

mejor que nadie que la iniciativa ya no estaba en poder de sus fichas, y que

había que prepararse para resistir sin sacrificar piezas importantes.

II. La revelación de lo escondido

“Cuanto más hondo se mira y más callado se escucha, más se empieza

a percibir el sufrimiento de la gente, la miseria, la injusticia, la soberbia de

los ricos, la crueldad de los verdugos. Entonces ya no basta con mirar, ya

no basta con escuchar, ya no alcanza con escribir”


Rodolfo Walsh, carta a Francisco Urondo, 1976.

1. Cuando la puerta del despacho se abre, por fin, se acaban los nervios.

Las manos ya no transpiran, el zapato derecho no taconea sobre la alfombra,

la respiración se apacigua en el momento preciso en que el ruido del

picaporte conmueve al periodista. Sentado, armado con una libreta de

apuntes, acomodando los anteojos que insisten en deslizarse, incómodos,

sobre la nariz, Rodolfo Walsh espera la señal. Ahora es tiempo, venga por

acá, dice una voz. Walsh se pone de pie, ensaya un gesto mínimo de gratitud

con la cabeza y se dispone a recorrer los metros que lo separan de la

entrevista más importante de su vida. 

   Lo espera Perón, Walsh lo sabe. 

    Hasta que el tiempo de la expectativa en el pasillo de la residencia

madrileña terminó, todavía seguía dando vueltas la incertidumbre de cómo

empezar la entrevista. Más aún, la duda que inquietaba a Walsh no era cuál

sería la primera pregunta, sino más bien cuáles serían sus primeras palabras,

el saludo formal, la actitud frente a ese hombre que escribe la historia

argentina desde el otro lado del océano. “Yo sé que debería estar observando

los detalles pero no veo más que la alfombra, el artesonado, la penumbra de

la sala donde enseguida aparece el Viejo, su voz tranquila. Me estaba

esperando” , escribirá después de la entrevista, bastante tiempo después,

cuando ya haya renunciado a registrar el encuentro con formato periodístico

y se incline por aprovechar algunas de las licencias literarias que aplica, de

vez en cuando, en casos como éste. 

    Frente a Perón, las palabras se le enredan a Walsh antes de

pronunciarlas, así que elige el silencio como primer gesto cordial. 

   –Lo estaba esperando –le dice Perón, iniciando la conversación.


    –Tenía muchos deseos de conocerlo –murmura el periodista, no muy

conforme con la frase elegida para abrir el fuego, pero ya encaramado en el

reportaje, a punto de sentarse frente al General en su despacho. 

    Por algunos párrafos, dejemos a Walsh y a Perón justo en ese

momento inicial de su encuentro en la quinta “17 de octubre”, en Puerta de

Hierro. El periodista, con su lista de preguntas memorizadas, listas para

quedar archivadas para siempre por la destreza en el arte de la conversación

de su reporteado, que consumirá casi todo el tiempo disponible. El

entrevistado, preocupado por ofrecer a su visitante la alternativa del café o

el coñac, antes de comenzar a charlar como entre amigos, sin apuros, con la

curiosidad que le genera conocer, de una vez por todas, al autor de ese libro

sobre la matanza en el basurero de José León Suárez.  

    ¿Qué hace Walsh en el refugio del exiliado más famoso de la historia

argentina? ¿Qué avatares de la vida llevan al periodista a buscar, de paso por

Madrid en febrero de 1968, a Jorge Antonio para sondear la chance de

reportear al Viejo? ¿Por qué la cita se fija con tanta rapidez, casi sin

tramiterío burocrático de por medio? De todas las preguntas que rodean el

encuentro en Puerta de Hierro, hay una que se impone, necesariamente,

como primer enigma a resolver: ¿Quién era Perón y qué era el peronismo

para Rodolfo Walsh en esa encrucijada histórica? 

    Intentemos avanzar en busca de una respuesta compleja con un punto

de partida arbitrario. 

    “Suspicacias que preveo me obligan a declarar que no soy peronista,

no lo he sido ni tengo la intención de serlo. Si lo fuese, lo diría”, aclara el

autor de Operación Masacre en la introducción de la primera edición,

publicada en 1957. “Tampoco soy ya un partidario de la revolución que –

como tantos– creí libertadora”, asegura después, mencionando de paso un

cambio de actitud notorio frente a la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu,

que alguna vez entusiasmó y llenó de optimismo al autor de esas líneas. En

el epílogo de la misma edición, Walsh insiste en develar sus simpatías

políticas en esa etapa clave; lo hace para evitar malos entendidos, para
otorgarle a la investigación que realiza una seriedad a prueba de sospechas

de contubernios partidarios, a salvo de cualquier acusación de parcialidad

ideológica previa por las víctimas de los fusilamientos en José León Suárez:

“Puedo, sin remordimiento, repetir que he sido partidario del estallido de

septiembre de 1955. No sólo por apremiantes motivos de afecto familiar –

que los había–, sino porque abrigué la certeza de que acababa de derrocarse

un sistema que burlaba las libertades civiles, que negaba el derecho a la

expresión, que fomentaba la obsecuencia por un lado y el desborde por el

otro. Y no tengo corta memoria: lo que entonces pensé, equivocado o no,

sigo pensándolo” . Walsh aniquila las dudas, no abre el paraguas previendo

alguna crítica desde el costado oficial o temiendo ser descalificado como

militante del régimen derrocado en 1955; confiesa su admiración por los

pilotos caídos de la Marina, comenta con sinceridad que, bajo el peronismo,

“no habría podido publicar un libro como éste, ni los artículos periodísticos

que lo precedieron, ni siquiera intentar la investigación de crímenes

policiales que también existieron entonces. Eso hemos salido ganando”. 

   Como para confirmar las opiniones del autor en ese momento, en junio

de 1957 le envía una carta a su amigo Donald Yates donde se explaya con

mayor profundidad en una mirada crítica sobre los años del peronismo en

Argentina, aunque en un principio el motivo del intercambio epistolar era

explicar la relación entre la literatura policial y los sucesos políticos

desarrollados en el último decenio. Esta carta representa, en realidad, el

primer testimonio de Walsh –y el único, habría que agregar– donde se ocupa

de analizar directamente la personalidad de Perón. Allí asegura: “En un

sentido general, periodístico, los diez años de peronismo pueden calificarse

de dictadura. Pero en el fondo no fue estrictamente una dictadura, es decir

un gobierno apoyado en el ejército y la policía, como los de Hitler, Stalin y

el mismo Mussolini. Fue, sí, una demagogia, probablemente el ejemplo

moderno más perfecto de demagogia” . Sobre el líder del movimiento,

afirma: “[Perón] de militar sólo tiene el uniforme y cierta fanfarronería. La

única oportunidad de combatir militarmente que se le presenta, en

septiembre de 1955, no la acepta. Escapa. Y a los sublevados en junio de

1955, no los fusila, como pudo hacerlo. Perón tiene –o tenía, ahora puede
haber cambiado– positivo miedo a la sangre”. En la carta, insiste en

caracterizar a Perón   como un gigantesco bluff (“Fanfarronea, grita,

amenaza, da a veces la impresión de un feroz dictador, pero no le gusta la

sangre. No le gusta derramar la ajena, porque teme por la propia. No le

gusta jugarse el pellejo”, anota), pero también advierte ciertas cualidades

positivas en la personalidad del analizado, aunque no lo hace para destacar

su figura sino más bien de un modo peyorativo, enterrando aún más la daga

de sus palabras en la carne del General: “Perón es un político. Mejor; un

demagogo. Habilísimo. No ha habido en toda la historia sudamericana, que

tiene grandes caudillos, quien como él supiera hipnotizar a las multitudes”.

En este mismo sentido, afirma: “¿Cómo gobierna Perón? En algunos

aspectos, admirablemente. En otros, como un increíble idiota”.

   La carta parece escrita en el tono beligerante habitual de la militancia

antiperonista (“En el aspecto político, Perón oprime a los partidos

opositores, los molesta, los persigue sin necesidad, ahoga progresivamente

la libertad de prensa. Su policía no llega en general al asesinato, pero utiliza

libremente las torturas y los encarcelamientos arbitrarios”) y no ahorra

comentarios destructivos sobre su gestión (“En el aspecto cultural, Perón

revela una inagotable torpeza. Se gana la abierta hostilidad de los

intelectuales… A partir de 1950, sobre todo, cierra y confisca diarios a

voluntad, censura, molesta, prohíbe, persigue”). En definitiva, dibuja un

perfil de Perón limitado a su capacidad como encantador de serpientes y lo

define como un militar que utiliza el uniforme apenas porque representa un

símbolo de poder: “Y él ama el poder por sobre todas las cosas”, añade. 

    Pues bien, casi once años después de estas líneas incendiarias, Walsh

está sentado frente al mismo personaje. ¿Cuánto ha variado la opinión del

periodista sobre el hombre que entrevista en Madrid? O, mejor planteada la

pregunta, ¿cuánto ha cambiado Rodolfo Walsh, desde aquella carta

furibunda al silencio que matiza los minutos de un reportaje que Perón

frustra con su habilidad natural para manejar los tiempos? 

    Muchas cosas han cambiado desde entonces; la decepción con el

proyecto de los dictadores de la “Libertadora”, un primer acercamiento


hacia un mundo clandestino desde el diálogo con los militantes de base, de

considerar al peronismo como un “enemigo personal” y llamar a los

peronistas –aunque de modo irónico– “esos temibles seres”, pasó a intentar

adentrarse en la compleja trama de un movimiento popular (“no se puede

vencer a un enemigo sin antes comprenderlo”, se justificaba en 1957).

Después, de repente y de modo continuo, llegaría el estallido de la

Revolución Cubana, Fidel Castro, Prensa Latina y Jorge Ricardo Masetti,

una multitud de valientes que levantan su voz (y sus armas) contra el

imperialismo y el colonialismo, cientos de movimientos rebeldes que brotan

del planeta como anticuerpos ante tantos años de rapiña económica, el

descubrimiento del movimiento obrero –y de sus héroes anónimos– como

sujeto imprescindible para un cambio político y social profundo, la

violencia como el último recurso de los pueblos oprimidos, la juventud

como la arcilla fundamental con la cual podrá moldearse el Hombre Nuevo

esbozado por el cincel de Ernesto Che Guevara, el marxismo como la

estructura ideológica desde la cual analizar los acontecimientos, el sacrificio

de cientos de compañeros que abonan con su sangre fértil la tierra que

acuna los sueños de revolución... 

    “Rodolfo se fue modificando junto con el país y junto con su propia

práctica… Es decir, era un tipo muy abierto, dúctil y reflexivo para entender

el momento histórico en que vivía”, explica Lilia. Lo que surge entonces, y

modifica todo desde las entrañas, es la Realidad, pero también es esa voz

colectiva que transgrede los proyectos personales, que los empuja a la

banquina del trabajo cotidiano, que impone las urgencias de un presente que

ofrece una posibilidad concreta, que propone un todo o nada cada día.

“¿Cómo analizarías el paso de un trabajador intelectual desde su posición

individualista, reconocida, a una dimensión donde lo importante sea la

colectivo, lo anónimo?”, le preguntan en julio de 1971, cuando ya muchas

de estas contradicciones han sido superadas. Walsh responde con la

sinceridad de siempre: “Creo que es un paso muy duro, pero nunca más

duro que el que da cualquier persona de otro sector social, el obrero y el

estudiante por ejemplo, que abandona su realización personal, su posible

prestigio, para entrar en una acción colectiva. Es un acto de renunciamiento


donde se prescinde en muchos casos de la tarea específica, de la vida en

familia. Existe un obstáculo inicial muy grande, que es la propia

conformación del intelectual dentro del sistema. Pero ese obstáculo debe

franquearse para poder recibir otras gratificaciones, las auténticas y mucho

más importantes, que consisten en percibir las esperanzas, las inquietudes y

los reclamos de la clase obrera; en una elaboración común de sus consignas,

de sus caminos de salida…” 

    Aunque la desconfianza subsista y el escepticismo siga tiñendo los

comentarios dispensados sobre el Líder, pese a que el peronismo sea todavía

una historia ajena, el Rodolfo Walsh que se sienta frente a Juan Perón,

separado apenas por un escritorio y una libreta de apuntes en su residencia

en Madrid, ya es otro. 

2. Después del reportaje, lejos ya de Puerta de Hierro, pero con la voz

del Viejo aún resonando en su cabeza, Walsh le comentará a Lilia Ferreyra:

“Domina el arte de la conversación”. Desde el momento en que la entrevista

con Perón termina, el periodista sabe que no puede publicar una crónica con

los detalles del encuentro, principalmente, porque ha sido Perón el que

impuso, durante la hora y pico que permanecieron reunidos, los ejes y el

ritmo de la conversación. Walsh elige, entonces, el recurso ficcional para

reconstruir el suceso. Lo hace no sin bastante dificultad: se conocen al

menos seis versiones incompletas sobre el mismo relato (titulado “Ese

hombre”), fechadas entre el 2 de marzo de 1968 y el 21 de junio de 1972.

También se publica una suerte de plan de trabajo para el cuento (del 9 de

mayo de 1972), donde Walsh intenta ordenar los detalles a partir de un

punteo donde explica las principales ideas que intentará volcar allí. “El

hombre hablará primero de lo más general; luego de lo particular, de lo

cercano, al fin de lo íntimo”, apunta Walsh en ese mapa para su ficción

inconclusa. “Que el hombre no es ni puede ser lo que otros quisieran que

fuera”, dice primero. “Que no se puede saber lo que amó, ni lo que


desprecia, ni lo que odia, porque la revelación de cualquiera de esos

sentimientos es contraria a la política”, anota después. “Que el hombre

alude perpetuamente a sí mismo”, concluye. Más tarde, agrega a mano,

como intentando darse a sí mismo el impulso definitivo para terminar el

cuento: “Ahora voy a sacudirlo”. 

    No hubo caso. Algo no terminó de cerrarle a Walsh con ese cuento.

Algo le impidió darle un cierre y publicarlo. ¿A qué adjudicar esta

dificultad? ¿Al protagonismo de su personaje en la historia argentina en los

días siguientes? ¿A ciertas reservas del escritor con el Viejo, nunca

saldadas? ¿Al fragor de la tarea cotidiana que se avecinó después? ¿Al

enigma que representó siempre para Walsh el vínculo entre el Líder y el

pueblo peronista?

   Algo llama la atención en “Ese hombre” y resulta, de forma evidente,

un efecto perseguido por el autor. Se trata de la oposición entre dos

extremos: la paciencia del Viejo (“una actitud casi china”, según Walsh) y la

urgencia del entrevistador (“un izquierdista abstracto”, “un provocador”,

agrega). Uno y otro confrontan en la reunión. Nada parece más verosímil

que esa distancia entre los ánimos de uno y otro en la entrevista real: Walsh

llega a Madrid como una escala prevista después de participar en el

Congreso Cultural en La Habana en enero de 1968, junto a reconocidos

intelectuales del continente (entre ellos, sus compatriotas Paco Urondo y

Ricardo Piglia), con la certeza de no poder resignar más tiempo en busca de

una salida revolucionaria ante un presente de dictadura en Argentina y con

el lacerante influjo de la muerte del Che Guevara en Bolivia algunos meses

atrás: “Da un poco de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de

escribir” , escribió cuando se enteró de la noticia. En el mismo texto, Walsh

insiste sobre la sensación de impotencia que le produce conocer las

circunstancias del último combate librado por el Che en la selva boliviana y

manifiesta su deseo de que ese acontecimiento puede generar un profundo

cambio: “Nos cuesta a muchos eludir la vergüenza, no de estar vivos porque

no es el deseo de la muerte, es su contrario, la fuerza de la revolución, sino

de que Guevara haya muerto con tan pocos alrededor. Por supuesto, no
sabíamos, oficialmente no sabíamos nada, pero algunos sospechábamos,

temíamos. Fuimos lentos, ¿culpables? Inútil ya discutir la cosa, pero ese

sentimiento que digo está, al menos para mí y tal vez sea un nuevo punto de

partida”.

    En su residencia en la España del general Franco y su Falange, lo

espera un Perón habituado ya a la dinámica cansina del exilio, un símbolo

vivo que reacciona inmutable a las apuradas del entrevistador, un

observador que conoce las ventajas de la cautela y los conflictos del vértigo

a la hora de negociar a la distancia en condiciones desventajosas, que

maneja la cintura política como nadie y que elude con habilidad singular

cualquier definición tajante que pueda acorralarlo más adelante. “¿Cuándo,

general, cuándo?”, termina inquiriendo el periodista en el relato de Walsh,

hastiado de los eufemismos del Viejo, de sus metáforas elípticas y de su

tendencia a evitar configurar ninguna certeza en el almanaque de la política

argentina.  

    Volvamos a abandonar por un rato a Walsh con sus cavilaciones

alrededor de la cita con Perón para seguir preguntándonos por qué sus

caminos tenderán a cruzarse y, fatalmente, a truncarse definitivamente,

algunos años más tarde. La pregunta que se impone ahora es cuál fue el

elemento que acercó a Walsh al peronismo, con su escepticismo y sus

reservas a cuestas. Eduardo Jozami, en su libro La palabra y la acción,

propone un motivo discutible como disparador: “Evita será la clave que

atraerá a Walsh hacia el peronismo” . No parece, o al menos no es sencillo

encontrar un argumento convincente que ponga el estigma de la figura de

Eva por encima de otros elementos que sí incidieron definitivamente en la

decisión de Walsh de asumir el compromiso militante en grupos ligados al

peronismo. Particularmente y con un rápido vistazo por su biografía, parece

tener más peso el vínculo que Walsh entablará con muchos militantes de

base durante su etapa de trabajo en el Semanario CGT, y más decisivo aún,

la amistad con los hermanos Raimundo y Rolando Villaflor durante la

investigación del tiroteo en la confitería La Real de Avellaneda. Eva es, no

hace falta decirlo, protagonista de uno de los cuentos más difundidos y


mejor conceptuados de Walsh, “Esa mujer”, que data de 1963. Allí también,

el eje del argumento es una entrevista periodística (en este caso, con el

teniente coronel Carlos Moori Koening) que no termina de convencer a

Walsh, y por eso, en vez de publicarla como crónica, elige el formato

ficcional. Más allá de la brillantez con que el autor resuelve el fluir del

relato, de la tantas veces comentada ausencia del nombre de lo buscado, de

la construcción perfecta de un diálogo que concentra toda la tensión

narrativa con el talento de un cuentista singular, no aparecen razones para

determinar que fue el destino del cadáver de Eva (o bien, el influjo de su

huella) la razón principal que provocó el acercamiento de Walsh al

peronismo. En el cuento, el periodista admite: “Ella no significa nada para

mí” y no deja de ser cierto que la motivación que lo lleva a reportear al

militar que oculta el secreto del paradero del cuerpo maldito, es menos

emotivo que periodístico, aún con la admiración que Walsh sentía por Eva

(según David Viñas, una noche en el Tigre “nos entusiasmamos elogiando a

Eva Perón. Desproporcionadamente, por ahí, pero era la única manera que

teníamos de disminuirlo a Perón y de conjurar su peso histórico que

entonces nos abrumaba” ). Incluso, años más tarde, Tomás Eloy Martínez

invita al propio Walsh a participar de un viaje hacia Alemania con el

objetivo de persistir en la búsqueda del cuerpo de Evita. A la propuesta del

colega, que investiga para un libro en preparación (que se llamará, años

después, Santa Evita) Walsh responde: “Yo no. Cuando escribí ‘Esa mujer’

me puse afuera de la historia. Yo escribí el cuento. Con eso he terminado”.

Más tarde, concluyente, añadirá: “Han pasado diez años. Ahora estoy en

otra cosa” .

   Para comprender el acercamiento al peronismo habrá que insistir en la

relación de Walsh con los militantes que conoce durante sus pesquisas

periodísticas; allí está la clave que justifique que, pese a sus diferencias con

Perón y con un sector de su movimiento, Walsh elija el camino del

compromiso en fuerzas políticas ligadas al peronismo. Lo que surge como

primera conclusión es destacar que para Walsh, el peronismo asoma como

la única herramienta capaz de generar un cambio profundo, revolucionario,

porque conoce desde adentro la identidad política de los trabajadores, el


drama de la persecución y la resistencia en los barrios durante los años de

proscripción, la tenacidad en la lucha por un proyecto de masas, nacional y

popular desde la perspectiva general, que sólo un sector del peronismo

parece poder representar, aún a pesar de la figura de Perón, aún más allá de

sus contradicciones. Si bien nunca pone en duda el papel de Perón como

líder histórico del movimiento y como factor de unidad del peronismo en su

conjunto, resulta obvio sostener que para Walsh la opción por sumarse al

peronismo está más relacionada con integrarse a una tendencia que desde el

empuje combativo y radicalizado, intente generar una alternativa

hegemónica sobre la cual Perón pueda apoyarse el día de mañana, por

encima de las alternativas ortodoxas y de derecha de los burócratas de turno

que pugnan por la opción inversa. 

    Cuando Osvaldo Bayer define a Walsh como un “peronista

especulativo”, subraya precisamente esta doble condición: la de un agudo

observador de la realidad política que no confía y no comparte muchas de

las convicciones del líder del movimiento al que decide integrarse, y

también la del militante apasionado que decide jugársela por el proyecto que

comparte con compañeros de base, con jóvenes trabajadores, con un sector

importante del peronismo que tenderá a multiplicarse durante los años 60 y

70 hasta erigirse en alternativa de poder para las masas. Bayer lo explica así:

“[Walsh] creía y no creía en Perón. Él creía que la revolución se podía

conseguir solamente a través del pueblo peronista y a través de dirigentes

peronistas honestos, revolucionarios, y que no había que abandonar esa

tendencia, que no había que aislarse, sino que había que seguir en eso, sin

abandonar tampoco los lineamientos revolucionarios” . Tiempo más tarde,

en una entrevista con la revista Sudestada, el autor de La Patagonia rebelde

añadirá, ya refiriéndose a las opciones orgánicas de Walsh a partir de 1973:

“Él creía que Perón iba a ser superado por el pueblo, no creía en Perón. Que

Perón se iba a acomodar a lo que el pueblo le exigiera, eso creía. Hablamos

muchas veces después de lo de Ezeiza. Él decía que el Viejo se iba a morir y

que la mafia de López Rega y sus amigos iba a ser superada por la juventud”

.
    ¿Cómo vivenciaba Walsh esa contradicción desde el corazón de

movimiento cuyo líder era, a la vez, salvación y amenaza? ¿Era Perón

solamente el puente entre la juventud y ese proyecto ambiguo, nunca del

todo bien definido, que la militancia bautizó con el nombre de patria

socialista? ¿Sospechaba Walsh que el General compartía con ese sector del

peronismo sus mismas ambiciones, que volvería al país para ponerse al

frente de sus proyectos de construcción, tal como muchos anhelaban?

¿Hasta qué grado las maniobras tácticas pendulares de Perón desde el exilio

para unificar al movimiento, para evitar debilitar la resistencia contra la

dictadura, para dejar satisfechos a todos los que viajaban hasta Puerta de

Hierro en busca de la bendición decisiva, eran un inteligente proceso de

acumulación o un incipiente proyecto de construcción de poder respaldando

una de las opciones antagónicas y confundiendo a la otra? Muchas de estas

dudas no han sido develadas hasta hoy.

    Cuando un periodista de la revista Primera Plana le presenta la

pregunta maldita en junio de 1972, aquella que aguarda por una respuesta

que zanje la duda definitiva (“¿Te considerás incluido en el Movimiento

Peronista?”), Walsh no duda: “Si se admite que la antinomia básica del

régimen, antiperonismo-peronismo, traduce la contradicción principal del

sistema, opresores-oprimidos, yo no me voy a anotar en el bando de los

opresores” . Si bien la respuesta es elíptica, apuesta por la negativa y elude

una definición directa, la caracterización del presente político local le

permite a Walsh ubicarse sin demasiados conflictos en uno de los flancos de

la batalla. Sin embargo, la respuesta al interrogante deja pendiente el

problema de Perón.

    “¿Qué pensábamos nosotros que pensaba Perón? –se pregunta en voz

alta Lilia–. Nosotros teníamos claramente el proyecto que se sintetizaba en

aquella consigna de la patria socialista… Por lo menos, para nosotros estaba

claro que Perón no era un líder revolucionario marxista como Mao Tsé-tung,

como Ho Chi Minh o como Fidel Castro. Era un líder revolucionario del

movimiento nacionalista revolucionario en América Latina, con un

componente en lo nacional. Lo que siempre cuestionamos era la visión


europea y la de ciertos sectores de la izquierda de acá, de que Perón era un

fascista. Eso era no entender cómo se dan los movimientos sociales con un

fuerte componente nacional en países como el nuestro” . 

    Las expresiones de Lilia Ferreyra abren una puerta para detenerse en

un par de conceptos de importancia. Primero, el peso determinante en

Walsh (y en toda una generación de intelectuales argentinos en la época) del

nacionalismo como parte fundamental en el proyecto de cambio profundo

de las estructuras. “Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero

nacionalismo a la izquierda”, confiesa Walsh en uno de sus textos

autoreferenciales, dejando constancia de la marca que ha sido trascendente

en su primer acercamiento a la política, a partir de su fugaz intervención en

la Alianza Libertadora Nacionalista. Segundo, la concepción de patria

socialista como eje aglutinador de compañeros de diverso origen ideológico,

de muy variada formación militante, en base a una idea que es mitad

acuerdo amplio y mitad desafío teórico. No resulta contradictorio, entonces,

que mientras Walsh afianza su vínculo militante con el peronismo también

admita un acercamiento, desde el terreno de las ideas, al marxismo. Este

proceso dual se manifiesta exactamente al mismo tiempo: “Evidentemente,

tengo que decir que soy marxista, pero un mal marxista porque leo muy

poco –reconoce en una entrevista de 1969–: no tengo tiempo para formarme

ideológicamente. Mi cultura es más bien empírica que abstracta. Prefiero

extraer mis datos de la experiencia cotidiana: me interno lo más

profundamente que puedo en la calle, en la realidad, y luego cotejo esa

información con algunos ejes que creo tener bastante claros” . Surge, a

partir de esta respuesta a la revista Siete Días, otro elemento que permite

configurar mejor el universo de ideas que Walsh va cimentando, va

sintiendo como propio en esos años: la certeza de un camino que prioriza el

aprendizaje de la práctica de todos los días por encima del dogmatismo de

un sector de la izquierda vernácula, que parece limitada por la complejidad

de una formación teórica que termina por encorsetar el accionar de sus

militantes. Ahí aquí una elección determinante, una más que podría

incluirse entre las muchas que determinar la elección de Walsh por el

peronismo a la hora de asumir el compromiso militante, en detrimento de


otras opciones ligadas a fuerzas que le generan una mayor distancia, por un

menor conocimiento o un rechazo visceral. Sobre esta tendencia a priorizar

la praxis por encima de la teoría, Horacio Verbitsky sostiene que la decisión

de sumarse a Montoneros, además de representar el paso más lógico desde

el Peronismo de Base, era también el único posible para un Walsh que no

expresaba acuerdos con la izquierda marxista, particularmente con la

fracción trotskista. En este sentido, Verbitsky explica: “Con el trotskismo

nunca tuvo ninguna afinidad. Incluso leíamos las biografías de Trotsky y de

Stalin, y él sostenía que la crítica a Stalin en esa época no tenía sentido, que

históricamente se había validado. Con esto no quiero decir que Rodolfo

fuera stalinista; no lo era en absoluto; pero analizando históricamente todo

ese proceso, entre Trotsky y Stalin él sentía que había una mayor cercanía

intelectual con Stalin”. Confirma estas opiniones un extenso apunte del

diario personal de Walsh, fechado el 25 de agosto de 1969 y referido a la

lectura de Stalin. Biografía política, del historiador británico Isaac

Deutscher: “Apabullante. La historia como fatalidad. Pero no se le puede

creer a D[eutscher] cuando dice que Stalin era ‘prosaico’. Rechazo instintivo

por la figura de Trotsky. Stalin ha sido el chivo emisario de los

sentimentales: suprimió mucho más dolor del que produjo, vio a toda la

humanidad, por lo menos la humanidad rusa, como un solo cuerpo, su

pasado y su presente. Ninguna piedad por Kamenev, por Bujarin, intrigantes

y cobardes, a quienes batió con sus propias armas, y con mejores razones.

Se sabía providencial, y era providencial. ¿Estoy pues en pleno stalinismo?

Al (14.15) menos no siento ninguna piedad por los kulaks, y sé que no se

puede disociar a Stalin de Lenin, el stalinismo empezó con el propio Lenin,

y en su realización agotó su razón de ser” . 

    De regreso a Puerta de Hierro, otra vez lo dos frente a frente, la

entrevista comienza a terminar. Walsh comprende que será inútil insistir en

perseguir conceptos drásticos, fechas concretas, proyectos ya empeñados, y

se deja llevar por la oratoria de su entrevistado, que busca las palabras

adecuadas para dar a entender que la reunión ha finalizado. Será la última

vez que se encuentren los dos. En 1970 el escritor intentará, sin suerte, ser

autorizado para entrevistar nuevamente al General en el exilio, pero las


cosas habrían cambiado demasiado. Lilia Ferreyra da cuenta de ese segundo

intento trunco: “Al día siguiente sonó el teléfono en la habitación del hotel y

escuché una voz finita y muy amable que preguntó por el señor Walsh. Era

López Rega, que quería transmitirle las disculpas del General por no poder

recibirlo. Los tiempos habían cambiado vertiginosamente” .

    Sin embargo, esa vez en Puerta de Hierro, en pleno epílogo, Perón

parece haber recordado algo. Guarda silencio un instante apenas antes de

invitar a su huésped a pasar hacia otra habitación de su residencia. Quiere

presentarle a alguien. Del otro lado de la puerta, espera un dirigente

peronista de honestidad probada y profundas creencias religiosas (había

sido seminarista y lo apodaban “el Pastor”), un joven linotipista dirigente de

la Federación Gráfica Bonaerense que hoy representa un valioso alfil en el

tablero de ajedrez que el General dispone sobre el mapa argentino. Perón se

encarga de las presentaciones formales.

    –Le presento a Raimundo Ongaro. Ongaro, ¿conoce usted a Rodolfo

Walsh? –pregunta el General, astuto jugador. 

   –General, ¿qué peronista no conoce al autor de Operación Masacre?–,

responde atento el dirigente.

   –Este es un hombre que, aunque no sea peronista, todos los peronistas

estamos un poco en deuda con él –añade el anfitrión.

    El apretón de manos entre los dos desconocidos será un nuevo

principio en la vida del escritor; la breve conversación posterior abrirá una

nueva etapa en la vida un hombre acostumbrado a empezar de cero cada

tanto. 

3. “Paseo Colón, 731”, dice el papel doblado en el bolsillo del

periodista. Hacia esa dirección camina con la serenidad de quien sabe llegar
a tiempo a las citas importantes. Desde la vereda de enfrente, adivina el

movimiento de gente que entra y sale del local de la Federación Gráfica

Bonaerense, donde lo espera una reunión, pero también una revelación.

Marzo de 1968 dicen los almanaques cuando Rodolfo Walsh ingresa a la

sede sindical, pero ni él ni nadie pueden imaginar que aquella será la

primera de muchas entradas a un local que lo contará como visitante asiduo

durante todo ese año febril. Allí lo espera Raimundo Ongaro con propuestas

concretas, inmediatas, pero también aguardan por él otros nuevos desafíos. 

    Mientras camina sin apuro rumbo a la cita, Rodolfo recuerda el gesto

firme pero cordial de Ongaro durante su breve conversación, con Perón

como anfitrión, en Madrid. No hubo tiempo para intercambiar demasiado;

sin embargo, quedó flotando en el ambiente la chance de repetir el encuentro

tiempo después, en Buenos Aires. ¿Qué conocía Walsh del dirigente gráfico,

más allá de su protagónico papel en la realización del Congreso

Normalizador de la CGT, bautizado con el nombre del dirigente Amado

Olmos –fallecido un par de meses antes en un accidente automovilístico–,

previsto para el 28 de marzo? Poco, casi nada, apenas la certidumbre de

saberse involucrado en un proyecto que contaba, entonces, con la venia del

mismísimo Perón, quien respaldaba con fervor la propuesta de Ongaro y del

resto de los dirigentes opositores a la gestión conciliadora y

“participacionista” del Lobo Vandor, a la cabeza de la CGT hasta entonces.

Apenas, había visto en los ojos de Ongaro un fuego interior que ya había

adivinado en otros ojos, no muchos años atrás: “Es indudable que la figura

de Ongaro me atrajo intensamente. Vi en él un revolucionario –como lo

había visto en [Jorge Ricardo] Masetti–, un jefe, alguien capaz de llegar al

sacrificio por sus ideas” , explicará tiempo más tarde. Por ahora, la única

certeza para el periodista es que está a punto de participar de una reunión

que terminará, sin dudas, agitando sus días, complicando sus tiempos y sus

proyectos personales, involucrándolo hasta un grado extremo en un proceso

en marcha, imperfecto, que apenas se esboza en la imaginación de Walsh

cuando atraviesa la puerta en Paseo Colón y repasa con la vista algunos de

los carteles allí desplegados: “Más vale honra sin sindicatos que sindicatos

sin honra”, o “Unirse desde abajo y organizarse combatiendo”. Respira, en


aquel local de los gráficos, un clima de tensión, de nervios a flor de piel, de

rostros que atraviesan convicciones profundas y también heterogéneas.

¿Identifica Walsh en esos rostros al perfil del compañero, del trabajador de

fábrica, del héroe que imagina todavía para sus ficciones postergadas? Lo

único cierto, irrefutable y evidente, es que esos hombres que se amontonan

en la Federación difieren mucho de otros que, un par de años atrás, vestían

sus mejores trajes, elegían sus corbatas preferidas y practicaban sonrisas

hipócritas frente al espejo que después pondrán en práctica en el Congreso

Nacional. En junio de 1966, otros rostros, otros gestos, asistían en silencio

respetuoso, con un guiño cómplice entre ellos, a la asunción del general

Juan Carlos Onganía como dictador: ahí estaban, pulcros y civilizados,

ellos. Los Augusto Timoteo Vandor, los José Alonso, los Juan José Taccone.

Detrás de ellos, el poder y la historia de la Unión Obrera Metalúrgica

(UOM), del Sindicato del Vestido, de Luz y Fuerza. Aplaudían, los

burócratas, las palabras recias que con acento marcial pronuncia el nuevo

presidente de los argentinos. No hablaban, pero sus rostros decían todo: ha

cambiado la cosa, se vienen tiempos duros ahora, habrá que ser inteligentes

y no perder el tren, evitar las locuras, saber negociar y saber participar. Lo

harán en nombre de los trabajadores y también en nombre de un Perón que

asiste a la escena desde su exilio madrileño, después de su llamado a

“desensillar hasta que aclare”. Pero, principalmente, lo harán por ellos,

porque es lo que mejor les conviene a ese puñado de sindicalistas dispuestos

a entregar lo que sea necesario para mostrarse dialoguistas, cordiales, bien

dispuestos ante las nuevas autoridades nacionales.

   La imagen es otra en Paseo Colón, dos años después. No hay silencios

ceremoniosos sino gritos y protestas desde el auditorio. No hay trajes

pulcros ni corbatas prolijas sino mamelucos y camisas arremangadas

empapadas por el calor del verano durante el encierro del Congreso

Normalizador. No hay frases que contengan los eufemismos

“colaboracionistas” ni “participacionistas”, salvo para fustigar con fuerza la

gestión de la dirección de la CGT entreguista. Todavía en esas horas, Walsh

observa la escena como espectador. No durante mucho tiempo. En pocas

horas, será uno más en la batalla.  


   Ongaro lo invita a pasar unos minutos a su oficina y se disculpa por la

desorganización, por la demora, por el caos que invade el local esa tarde.

Walsh espera, impaciente, que el dirigente vaya al grano. Ongaro lo hace, no

hay tiempo que perder. En un par de minutos, lo pone al tanto de la

conformación de una nueva conducción en la CGT, más allá de la actitud

saboteadora de los viejos burócratas del vandorismo, que han decidido

quitarle el respaldo al Congreso –pese a que había sido convocado por ellos

mismos– y denunciar supuestas irregularidades ante la Secretaría de

Trabajo. Eso ya no interesa, dice Ongaro, a quien poco le importa que los

sindicalistas serviles a Vandor se atrincheren en el edificio de Azopardo y

difundan en los medios su decisión de desconocer cualquier medida tomada

en el Congreso Normalizador “Amado Olmos”. Sabe, Ongaro, que cuenta

con el respaldo de las bases y también con la aprobación y las garantías que

llegan desde Madrid.

    –Tenemos cosas mucho más importantes que resolver ahora que los

caprichos de un puñado de burócratas –sentencia Ongaro, y su frase genera

aún más expectativa en su invitado–. Necesitamos una prensa, un periódico

para esta nueva CGT de los trabajadores. Pero lo necesitamos cuánto antes.

Y necesitamos que usted, señor Walsh, dirija nuestro periódico.

    ¿Duda, entonces, Rodolfo Walsh? ¿Lo sorprende la oferta del nuevo

secretario general de la recientemente dividida CGT? ¿Le había anticipado

Ongaro alguna de sus ideas en aquella breve charla en Puerta de Hierro, con

el General como cómplice de aquel encuentro inolvidable, tan lejos de

Buenos Aires? No quedan registros documentales que permitan confirmar

las sensaciones del periodista ante semejante reto. Apenas la convicción de

un trabajo que, sabía, le insumiría más tiempo y esfuerzo que el que nunca

antes había imaginado. “Para saber cómo hacerlo necesito conmigo a dos

amigos”, atinó a responder Walsh, como mínima contraoferta. De inmediato

pensó en dos nombres: Rogelio García Lupo, a quien conocía desde su

efímero paso compartido en la Alianza Nacionalista Libertadora a mediados

de la década del 40; el mismo que había colaborado en los inicios de Prensa

Latina en La Habana y, un par de años antes, cuando la investigación a raíz


del caso Satanowsky llegó a las carpetas de algunos diputados antes de

morir en algún archivo oscuro de la comisión parlamentaria. El otro

periodista en quien pensaba recurrir era un joven que había conocido no

hace mucho tiempo atrás en la casa de Pirí Lugones, que había mostrado

mucho oficio desde su lugar de jefe de la sección Política en La Opinión y

que parecía un ladero ideal para embarcarse en la travesía de editar un

periódico en un momento clave para la clase obrera argentina. Ese joven

periodista se llamaba Horacio Verbitsky. 

    Un día más tarde de la reunión en la Federación Gráfica, el pequeño

ambiente que Walsh y Lilia compartían en Cangallo recibió la visita de

Horacio, con su hijo de un año y medio en brazos. Cuando Walsh apenas

comenzó a delinear en la charla los bordes del proyecto, el entusiasmo

invadió la conversación y permitió avanzar en mitad de un torbellino de

ideas para el semanario. “Rodolfo no necesitó explicar demasiado el

proyecto para que Horacio empezara a hablar de diagramación, papel,

tipografías y de todo aquello que se necesita para hacer un diario”, señala

Lilia, quien más adelante añade: “Lo que nunca escuché, ni esa tarde ni en

los meses que siguieron, ni a él ni a ninguno de los compañeros que

colaboraban en el Semanario CGT, fue hablar de dinero por ese trabajo, ni

cargos políticos para compensar el tiempo que demandaba. Sí largas y a

veces muy alteradas discusiones políticas que se prolongaban en alguna

pizzería de Paseo Colón” . 

    El paso siguiente fue conformar la redacción: Verbitsky propuso

sumar al periodista Luis Guagnini y García Lupo hizo lo propio con José

María Pasquín Durán. Ellos fueron los primeros nombres en surgir en esas

discusiones (otros que fueron llegando con sus aportes fueron Miguel

Briante, Ricardo Carpani y León Ferrari) que tenían como objetivo generar

una publicación que no apelara al lenguaje del panfleto para comunicarse

con el pueblo trabajador. Como casi siempre, el núcleo del proyectado

Semanario CGT acordó primero aquello que no deseaban para su

publicación: el modelo de la prensa de izquierda y sindical de ese momento.

“Quería que saliera de los moldes previsibles de la prensa partidaria –acota


Lilia–, que estuviera bien escrita y mejor diagramada y sobre todo, que cada

número no fuera un inventario de denuncias sino un testimonio de los

hechos y del proceso histórico que los gesta”. Uno de los objetivos fue dotar

al periódico de un diseño atractivo para el lector; para esa tarea, Walsh y

Verbitsky contactaron a los diseñadores Jorge Sarudiansky y Oscar Smoje,

para que intentaran armar una “caja” que integrara los artículos de modo

ordenado y también estéticamente aceptable. 

   El 1º de mayo de 1968 salía a la calle el primer número de Semanario

CGT (prometiendo salir a la calle todos los jueves, al popular precio de 50

pesos) con la dirección de Raimundo Ongaro y Ricardo De Luca, con una

tapa dominada por un extenso “Mensaje a los trabajadores y al pueblo

argentino” que cumplía la doble función de declaración de principios y

programa de acción de la nueva CGT de los Argentinos, que quedaría en la

historia como uno de los textos fundacionales de una nueva concepción para

la clase obrera, heredero de otros mojones históricos como los de La Falda

(en 1957) y Huerta Grande (1962). En el mensaje, la pluma de Walsh es

pura presencia, pero hay allí, más allá de las inquietudes particulares del

periodista, un registro detallado y atento de las opiniones y las convicciones

de Ongaro en su casa en Los Polvorines; esa voz que había cautivado a

Walsh y que se había encargado de registrar con su grabador en cada

oportunidad. “Rodolfo andaba con un grabador Phillips colgado,

recorriendo las asambleas en el edificio de los Gráficos… Los entrevistaba,

charlaba, escribía artículos para el periódico, reflexionaba mucho sobre el

lenguaje, cómo los trabajadores decían las cosas”, apunta Verbitsky.

    Convivían en aquel documento expresiones de intransigencia frente a

ciertos debates medulares en la época (“La clase trabajadora argentina no

reprueba una forma determinada del capitalismo, las cuestiona a todas”, o

bien: “La clase trabajadora tiene como misión histórica la destrucción hasta

sus cimientos del sistema capitalista de producción y distribución de

bienes”), con llamados a una amplia concertación que tuviera como

principal adversario a los militares en el poder, y que no exceptuaba de esa

potencial alianza a “los religiosos de todas las creencias”, a los empresarios


nacionales “para que abandonen la suicida política de sumisión a un sistema

cuyas primeras víctimas resultan ellos mismos” y hasta a los militares “que

tienen por oficio y vocación la defensa de la patria”. Este llamamiento

policlasista generaría no pocas críticas desde diversas voces de la izquierda,

particularmente desde el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) que

dirigía Ismael Viñas , con el cual Walsh había tenido un breve vínculo poco

después de su regreso de La Habana. 

    “Agraviados en nuestra dignidad, heridos en nuestros derechos,

despojados de nuestras conquistas, venimos a alzar en el punto donde otros

las dejaron, viejas banderas de la lucha”, se explicaba en el texto, dando

cuenta de una continuidad con experiencias de lucha previas en el seno del

movimiento obrero, a la vez que se marcaba una frontera muy precisa entre

el desafío iniciado y la complicidad de la anterior cúpula sindical. Para ello,

Walsh optó por citar a Amado Olmos, quien con “sabiduría profética”

señalaba: “Hay dirigentes que han adoptado las formas de vida, los

automóviles, las casas, las inversiones y los gustos de la oligarquía a la que

dicen combatir. Desde luego con una actitud de ese tipo no pueden

encabezar a la clase obrera”. “Con ellos, que voluntariamente han asumido

ese nombre de colaboracionistas, que significa entregadores en el lenguaje

internacional de la deslealtad, no hay advenimiento posible”, afirmaba el

mensaje. 

    En un rincón del tabloide, en la página 4 del periódico, la redacción

daba cuenta de un sentimiento general desde aquella edición que abría el

fuego de un combate contra el desgaste y los dilemas políticos que

sobrevendrían. El objetivo era simple, un periódico que dialoga con sus

lectores, los trabajadores: “Esta edición de CGT llega a la calle hecha sin

dinero, sin tiempo, a pulmón. Desde hoy es el órgano de los trabajadores,

con el que los trabajadores deben colaborar, enviando sus noticias, sus

quejas y sus denuncias, colaborando para que llegue, como sea, al último

rincón de la República”. 

  
4. El que corre, de anteojos, con una sonrisa infantil en su rostro. El que

habla agitado, a la carrera, mientras intenta mantener el paso de su

compañero, Rolando Villaflor. El de los mocasines agujereados, el que viaja

en colectivo todas las tardes y huele el puchero que le sirven en un plato

hondo todos los mediodías en la casa de algún laburante. Ése es Rodolfo

Walsh. El que corre con un grabador a cuestas, y mete la pata en la zanja de

alguna vereda de Lanús, el que intenta ganarle espacio al miedo que le

muerde los talones, mientras abandona el lugar de la revelación esperada. El

que pide una tregua y frena para recuperar el aire, y cuando puede, entre

jadeos, larga una carcajada. El que escucha a Rolando preguntarle si no

prefiere que él traslade el incómodo grabador hasta la casa. El que responde,

decidido: “¡No, ni loco! ¡Me tienen que matar para sacarme esto! ¡Es

dinamita pura, se cavaron su propia tumba! Ahora vamos a ver si salimos

vivos de acá” . Ése es Rodolfo Walsh.

    “¿Vos sabés adónde vamos, no?”, le advierte Rolando, algunas horas

antes al episodio del trote por las calles de Lanús, una vez confirmada la

cita. “Éste es un tipo de la patota de Vandor”, le aclara, como si hiciera

falta. No hace falta, Rodolfo conoce a Norberto Imbelloni, y sabe que

intentar hablar con él (y encima con un grabador de por medio) en su

territorio es meterse en la boca del lobo –y nunca mejor aplicada la figura

animal–. Mucho le había insistido Walsh a Rolando para que probara hablar

por teléfono con el “Beto”. “Vos dale, arreglá una cita, después vemos cómo

disfrazamos la cosa para que responda algunas preguntas”, le decía cada vez

que lo cruzaba en Avellaneda. Rolando lo miraba con cara de desconfianza,

hasta que una vez llamó y habló con el “Beto” y quedaron en encontrarse.

“Mirá que voy con alguien, eh”, le aclaró a uno de los muchachos de

Vandor. Ese alguien era Rodolfo Walsh.

   “La cuestión es la siguiente –le comentó a Rolando, durante el viaje a

Lanús–. Yo vengo a ser un delegado que viene desde España porque el Viejo

quiere saber toda la verdad para cortarle la cabeza a Vandor”, propone

Walsh. El plan, no por rudimentario, será ineficaz. Era el momento propicio


para acercarle a Imbelloni una propuesta de ese tipo: que dijera toda la

verdad sobre esa noche del 13 de mayo de 1966 en la confitería “La Real”,

sobre los responsables de la balacera y sobre el papel de Vandor en el

asesinato de Rosendo García, el secretario general adjunto de la UOM,

“simpático matón y capitalista del juego”, según Walsh y figura que

amenazaba el poderío de Vandor con su candidatura a la gobernación

bonaerense. Imbelloni está enojado con el Lobo por un conflicto interno, por

el cierre de su fábrica, la Siam Automotores, y publicó hace algunas

semanas una dura solicitada responsabilizando al Lobo como “el único y

verdadero culpable” de la muerte de Rosendo García en “La Real”.

Después, le faltó el apoyo y tuvo que retractarse ante la justicia, pero la

calentura con el Lobo seguía. Era la oportunidad de atar cabos para Walsh,

que venía desandando la investigación sobre esos mismos sucesos desde

hacía un par de meses atrás, cuando Alicia Eguren –la mujer de John

William Cooke–, había entrado a su casa en Cangallo y le había propuesto

hacerse cargo de publicar algo sobre el tema. Cuando le dijo a Alicia:

“Necesito pegarle una mirada al expediente judicial”, los dos ya sabían que

el tema quemaba en las manos del periodista. 

   El 16 de mayo de 1968 publicó en el número 3 del Semanario CGT, la

primera entrega de su pesquisa periodística. En la segunda página del

periódico, Walsh eligió como título una pregunta fuerte, con mucho gancho:

“¿Quién mató a Rosendo García?”. Allí comienza su artículo con una cita

extraída del expediente, donde uno de los testigos afirma haber escuchado

gritar a alguien en “La Real” gritar: “¡No tire Vandor…!” Pero después de

algunas semanas de búsqueda, de conocer y conversar con los

sobrevivientes del tiroteo en la cocinita de Raimundo –gracias al contacto

del Bebe Cooke, quien les envía buenas referencias del periodista aquel que

quería hablar con ellos–, de visitar la escena del crimen en Avellaneda y de

empaparse con lecturas sobre la industria metalúrgica y el papel de Vandor

en la UOM, su investigación sigue arrastrando algunos agujeros negros. 

   Obsesivo por los detalles, no deja nada librado al azar y hasta le pide a

Lilia que vaya al archivo de un diario a constatar cómo estaba el clima la


noche del tiroteo. Después, leyó el peritaje balístico varias veces hasta que

encontró algunas irregularidades. Algo no cerraba según el croquis del

incidente que esbozó la policía, la trayectoria de las balas de una mesa a la

otra no parecía seguir la lógica y era necesario profundizar el estudio con

una experiencia propia. Allí aparecía Lilia otra vez en escena, para escuchar

a Rodolfo con sus propuestas extravagantes: “Vamos a chequear si esto fue

así”. La consecuencia de su idea fue un intento por reproducir, en las

reducidas dimensiones de su departamento, la escala de la confitería y la

trayectoria en línea recta de las balas. “Yo hacía de muerto y él me decía

‘Vos tirate acá’, él agarró un hilo y yo tenía que tener la punta del hilo donde

había atravesado la bala, y él, desde el otro extremo, se ponía en el lugar del

tirador. Así, se iba moviendo, siguiendo el croquis a ver si realmente

coincidían los ángulos. Eso durante toda la tarde”, explica Lilia, quien

además añade sus percepciones íntimas sobre aquel singular ejercicio de

divulgación: “Ese departamento tenía una ventana grande. Eran esos

domingos de sol; y yo estaba tirada en el piso haciendo de muerta, con el

hilo en la mano, y miraba a través de la ventana el sol y me preguntaba:

‘¿Cómo llegué yo acá? ¿Quién es este tipo?’” .  

    Pero más allá de la trayectoria de los disparos, que podían confirmar

que los únicos armados esa noche eran los vandoristas, faltaba todavía un

testimonio clave que permitiera establecer los nombres de los ocho

acompañantes del Lobo esa noche aciaga en que primero se cruzaron

miradas de una mesa a otra, después piñas y sillazos, y por último balas de

plomo. 

    Imbelloni, un hombre rubio y atlético del riñón patotero de Vandor,

era el único que podía aportar esos datos que faltaban. Por eso gestionó la

entrevista con un engaño, por eso decidió meterse en la boca del lobo sin

plan de emergencia en caso de algún inconveniente con “los muchachos”.

Ahí estaban, Rolando y el Beto, los mismos que se había trenzado a los

trompadas en La Real, ahora dos años después, con un enviado de Perón de

por medio, armado apenas con un grabador Phillips y un rostro adusto que

mentía serenidad. “Cuando saludó sin animosidad a Rolando Villaflor, me


sentí aliviado”, escribe tiempo después. “Contrariamente a nuestras

fantasías, Imbelloni no nos esperaba con una ametralladora, sino con un

mate”, apunta. “El misterio que resistió dos años se iba a develar ahora en

cinco minutos” , agrega. 

   Walsh, entonces, prende el grabador. 

    Imbelloni responde seco, con pocas palabras al principio. “¿Sigue

preguntando usted?”, le dice al periodista, que no puede creer lo que está

escuchando: “No, no, no. Usted siga contando nomás. Usted cuente todo lo

que pasó”. En un momento de la entrevista, Walsh intenta confirmar quiénes

del grupo estaban armados, y allí es interrumpido por Rolando: “No, pará –

lo frena a Walsh–. Porque él en ningún momento tuvo armas. Él, cuando se

levantó el otro que nombró recién, él se me vino a mí y conmigo se agarró a

trompadas”. La confesión de Rolando termina por serenar aún más las

dudas de Imbelloni: “Ahí se relajó y empezó a mandar en cana a todos”,

recuerda Villaflor. Es así, el Beto relata paso a paso los sucesos de aquella

noche. Dice los nombres de los que compartían la mesa con el Lobo,

comenta cuál fue la chispa que encendió la trifulca en la confitería cuando

los de la mesa “opositora” –ocupada por militantes de base, ligados a

Acción Revolucionaria Peronista (ARP) de Cooke–, confirma que los

disparos previnieron solo de la mesa vandorista y cuenta que encontró, un

rato después del tiroteo y con Rosendo herido a Vandor llorando: “Llorando,

que no lo podrá negar, no sé si lloraba de haber sentido que quizás él haya

matado al compañero, o lloraba de miedo, no sé”. 

   “Vandor sabe que yo sé que él lo mató”, dice Imbelloni y Walsh clava

la mirada en la cinta que corre dentro del grabador, nervioso. La entrevista

termina. Aquello era, definitivamente, dinamita pura, pero había que salir de

allí antes que ese material inflamable explotara en sus manos antes de

tiempo. “Salimos caminando por el pasillo –recuerda Rolando– y los

papanatas nos acompañaron hasta la puerta”. Los saludos fueron breves, los

dos caminaron lentamente hasta doblar la esquina. Entonces, sin voz alguna

que impusiera una orden, se miraron y comenzaron a correr: “Rodolfo


corría como un gamo al lado mío… ¡Cara de póker! ¡No se le movía un

pelo!”.

    La confesión de Imbelloni viaja dentro del grabador, como un tesoro

apretado contra el pecho agitado del periodista. El que defiende su dinamita

pura en la carrera. El de los mocasines agujereados. El de la sonrisa

divertida. El del croquis a escala en el comedor de su casa. Ése es Rodolfo

Walsh.

5. “Ningún argentino de más de treinta años puede vivir el peronismo

sino como un drama: peronistas y no peronistas, envueltos en ese drama”,

anotaría Walsh en su diario personal. También a él le tocó padecer las

contradicciones de un movimiento que, desde sus orígenes, pretendió

contener –a partir de la capacidad política de su líder– como alas de una

estrategia única a dos opciones antagónicas de poder. La historia del

peronismo puede sintetizarse en esa puja feroz entre dos miradas

contrapuestas disputándose –a menudo a los tiros– el corazón del pueblo y

la hegemonía del aparato, pero también puede graficarse a partir del juego

pendular que Perón desarrolló como nadie desde su exilio, con la inequívoca

intención de mantener unido el movimiento frente a la dictadura, apelando a

la astucia táctica para evitar rupturas y divisiones, como así también para

impedir perder su liderazgo en el fragor de la lucha cotidiana, más aún en

los sindicatos, que fueron la columna vertebral del peronismo desde sus

inicios.

    La CGT de los Argentinos fue, después del impulso inicial, un peón

del tablero sacrificado por una arriesgada movida de un jugador a la

distancia. Pero esta historia, como tantas otras, tiene su origen en una

traición en ciernes. A mediados de 1966, el caudillo Augusto Vandor decide

jugarse sus cartas por la libre, negociando con la nueva gestión militar y

desoyendo el mandato de Perón desde Madrid. Pero Vandor no juega solo,


detrás de su sombra se encolumna una larga lista de dirigentes sindicales

que intentar sacar provecho de la situación de un líder proscrito para

intentar generar una opción a partir del diálogo, la participación y la

colaboración con el nuevo gobierno de facto. Para algunos (la minoría) se

trataba de la única manera de mantener posiciones de influencia en los

sindicatos y de seguir peleando por pequeños avances en cuanto a las

reivindicaciones de la clase. Para otros (la mayoría), el escenario político era

una puerta abierta para intentar acomodarse personalmente, apareciendo

ante los dictadores como el sector moderado y productivo del peronismo

con el objeto de potenciar sus privilegios de un modo oportunista. 

    En marzo de 1966, la revista Primera Plana elige como título de tapa

una pregunta cuya resonancia llegará hasta Madrid: “¿Vandor o Perón?”. El

caudillo anotó rápidamente la jugada de Vandor y decidió contraatacar sin

eufemismos: “El enemigo principal es Vandor y su trenza. Hay que darles

con todo y a la cabeza, sin tregua ni cuartel. Su acción fue de engaño,

doblez, defección, satisfacción de intereses personales y de círculo,

desviación, incumplimiento de deberes, componendas, acomodos

inconfesables, manejo discrecional de fondos, putrefacción, traición, trenza.

Por eso yo no podré perdonar nunca, como algunos creen, tan funesta

gestión” le escribió a José Alonso el 27 de enero de 1966. Para el final de la

carta, Perón se reservaba una sentencia implacable: “En política no se puede

herir, hay que matar, porque un tipo con la pata rota hay que ver el daño que

luego puede hacer. Deberá haber solución y definitiva, sin consultas como

ustedes resuelven allí. Esa es mi palabra y ustedes saben que Perón cumple”

    Si bien el perdón llegaría tiempo más tarde, la consigna entonces era

clara: frenar de cualquier manera la estrategia conciliadora de Vandor. El

impulso a la nueva dirección, a partir de la formación de la CGT de los

Argentinos con los sectores sindicales más combativos frente a la

burocracia, no era otra cosa que un eslabón más en la cadena estratégica del

General contra la amenaza de Vandor, quien de todos modos, no demoraría


demasiado tiempo en admitir sus faltas y recular, al perder la bendición del

caudillo en el exilio y quedar aislado políticamente. 

    Seis meses después de la fundación de la CGTA, en una reunión en

Puerta de Hierro se dan cita Perón y Vandor para limar viejas asperezas,

pero también para consolidar un acuerdo que contemple como primer

aspecto la reunificación de la central obrera bajo la tutela del vandorismo.

“La trenza de Vandor ha sido desmontada en lo fundamental: ya en el sector

político puede considerársela destruida y en el sindical se está en camino de

lograrlo”   afirma primero Perón a la hora de explicar el viraje en el rumbo

asumido con la organización sindical, para después agregar que es

recomendable optar por el camino de la negociación con las 62 vandorista

“a fin de no hacer más tempestad”. 

   No sería ni la primera ni la última ocasión en que Perón desplegaría su

particular juego pendular, pasando de izquierda a derecha como método de

presión para imponer sus reglas. Basta con recordar, con coincidencias

singulares, el proceso que dio origen al Movimiento Revolucionario

Peronista (MRP), que en 1964 congregó una importante cantidad de

delegados, con el oportunista respaldo del General a la distancia, a través de

su delegado personal, Héctor Villalón. Un par de semanas después del

congreso fundacional del MRP, un preocupado Vandor tomó un avión

rumbo a Madrid. Si el 5 de agosto de 1964 el discurso de Villalón parecía

confirmar el respaldo de Perón por el ala más radical de su movimiento, el

25 de agosto Vandor difundió un comunicado con resoluciones del General,

que señalaban al Partido Justicialista como única autoridad del movimiento,

ratificaban al Consejo Superior Peronista como jefatura táctica en Argentina

y nombraba como nuevo delegado a Arturo Iturbe. Como consecuencia de

la maniobra de Perón, el MRP fue proscripto y Villalón separado del

movimiento peronista. Esa sería el final para la breve historia del MRP. Las

similitudes con el caso de la CGTA quedan a la vista. 

    Exactamente en la mitad de todo este revuelo de manejos tácticos,

cartas incendiarias y reuniones componedoras, quedaban Walsh y sus

compañeros de la CGTA. Cuando aún las órdenes no llegaban de un modo


contradictorio, Vandor y su séquito serían los objetivos en la mira de

Rodolfo Walsh, desde el Semanario CGT. En una de sus ediciones no se

detiene en las componendas de los jerarcas con las autoridades militares

para garantizar sus privilegios, avanza en detallar un sistema en común que

permite confirmar la connivencia entre burócratas y patrones a la hora de

quitarse de encima obreros molestos en las fábricas, una complicidad que

décadas más tarde se perfeccionará hasta generar –a partir de 1976– una

larga lista de trabajadores “desaparecidos”, entregados por los propios

sindicalistas: “El vandorismo tiene su discurso del método que puede

condensarse en una frase: el que molesta en la fábrica, molesta a la UOM, y

el que molesta a la UOM, molesta en la fábrica. La secretaría de

organización del sindicato lleva un prolijo fichero de ‘perturbadores’,

permanentemente puesto al día por los ficheros de las empresas”. Más

adelante durante la investigación sobre la muerte de Rosendo García, señala:

“¿Adónde pueden protestar los trabajadores? Al sindicato. Pero allí también

fastidian, allí también cuestionan, allí también resultan ‘comunistas’.

Patrones y dirigentes han descubierto al fin que tienen un enemigo en

común: esa es la verdadera esencia del acuerdo celebrado por el vandorismo

con las federaciones industriales” . 

    Para Walsh, para Ongaro, para Jorge Di Pascuale o para Agustín

Tosco, no existía ni la más mínima chance de negociar una reunificación de

la CGT con esa rancia burocracia, capaz de semejantes gestiones. Por ese

motivo, el armisticio entre Vandor y Perón y los llamamientos de este

último tendientes a avanzar en busca de unificar la central sindical,

generarían una confusión primero y una indignación posterior. La

consecuencia directa de ese cambio de alianza será la derrota del proyecto

que defendía la CGT de los Argentinos. Desde un primer momento, Walsh

observa impávido esas movidas palaciegas a espaldas de los trabajadores

que le generan un rechazo visceral. En septiembre de 1968 anotará: “La

falta de grandeza como falta de inteligencia. La idea general que privaba en

el discurso de Garzón es que el Viejo [Perón] moviliza al Lobo [Vandor]

para obstruir la CGT colaboracionista, a cambio de permitirle conservar el

gremio; que de ese modo la unidad se convierte   en una exigencia, aún a


costa de Ongaro… La rabia intensa que todo este ‘tacticaje’ me provoca; el

deseo de que Raimundo les patee el tablero una vez más”. Algunos meses

más tarde, volverá sobre este punto: “La CGT fue quedando cada vez más

desnuda frente al enemigo, y el gobierno no tuvo necesidad de intervenirla.

La maniobra de unidad promovida por Perón le asestó un golpe decisivo” . 

    Algunos meses más tarde, cuando las huellas del Cordobazo aún se

dejan percibir en unas movilizadas calles de Buenos Aires (“Todo era

posible a partir del 20 de mayo de 1969”, señala Bonasso) y la marejada

política fluya rumbo a otra crisis que se lleve puesto al onganiato, Perón se

apresurará en recomendar en una carta a Vandor “prudencia absoluta” ante

los nuevos acontecimientos, además de recomendar directamente el

desmonte de la CGT de los Argentinos, potenciando su aislamiento hasta

anularla políticamente. “Como sabemos hacer en el peronismo: desplumar

la gallina sin que grite”, explicará el General. Lo que ni las cartas ni los

virajes políticos podrán evitar será el ajusticiamiento de Vandor, a la salida

de la oficina de la UOM, a manos de un grupo comando, el 30 de junio de

1969. Ante la muerte del dirigente metalúrgico, desde España, Perón girará

una carta dirigida a los compañeros del gremio donde expresará su “repudio

más absoluto por un crimen execrable” para más tarde afirmar, en otra

misiva, que no podían ser considerados peronistas los autores del atentado

contra Vandor porque el crimen se había producido “cuando comenzó a

actuar al servicio de la conducción del Movimiento Peronista con una

misión de gran importancia”. Lo singular del caso es que el llamado

Ejército Nacional Revolucionario, la ignota organización que se atribuyó el

atentado, difundió como argumento político para la acción otra carta de

Perón, aquella fechada en 1966 donde el General afirmaba: “En política no

se puede herir, hay que matar, porque un tipo con la pata rota hay que ver el

daño que luego puede hacer...”. 

   Como en tantas otras ocasiones, Walsh elige escuchar antes de opinar.

Escucha una voz cercana, la voz de un militante que lo ha marcado y que

determinará muchas de sus acciones en un futuro cercano. A la hora de

sintetizar esa sensación de frustración absoluta por un proyecto que pierde


aire con el paso de los días, o de indignación profunda por el manejo

inconsulto y generoso con la burocracia negociadora de parte de Perón

desde el exilio. Elige escuchar, una vez más, a Raimundo Villaflor: 

   –Nosotros les decíamos traidores a ellos, a los Matera, los Vandor, los

Remorino. Pero los traidores éramos nosotros. Porque Perón siempre los

apoyó a ellos”.

6. “Terminar el año con el zapato izquierdo visiblemente roto, mil

quinientos pesos en el bolsillo, incapacitado para hacer regalos y desganado

para recibirlos; con mil cosas pendientes, postergadas o mal hechas; en un

estado casi permanente de mal humor o de abulia…”. El balance de un

1968 que termina para Rodolfo Walsh expresa con nitidez un panorama

pesimista. La percepción negativa del periodista sobre las proyecciones de la

CGTA llega incluso a manifestar por primera vez la idea de “derrota” del

proceso en términos generales. Al final de una reunión de dirigentes

sindicales en la que participa, anotará como conclusión: “Me fui lleno de

congoja, pensando –como otras veces– que estamos derrotados. Pero yo

hace poco que ando con ellos y es la primera vez que escribo

espontáneamente la palabra ‘estamos’”. Más adelante, añade: “Todo indica

que esta situación terminó, aunque sin duda tardaré un tiempo en liberarme

de los compromisos secundarios, los cabos sueltos, los procesos abiertos,

las adherencias sentimentales” .

    ¿Qué fue lo que ocurrió en ese 1968 vertiginoso, donde la CGTA

amaneció a la vida política argentina como una opción real para delegados y

sindicatos de todo el país –con una presencia trascendente en el interior,

particularmente en Córdoba–, como un faro de combate y honestidad en la

oscuridad impertérrita de burócratas y negociadores? ¿Cómo se desmoronó

un proyecto que, según las estimaciones de James Brennan, contaba con

cerca de 650 mil afiliados (contra 785 mil de los sindicatos fieles a Vandor)
a principios de ese mismo año? ¿Todas las explicaciones de la derrota se

reducían al viraje abrupto en la estrategia de Perón desde Madrid, quien

primero apoyó a la central combativa para poco después renegociar con el

vandorismo y propiciar una reunificación a la medida de la burocracia? Pese

a los esfuerzos de Ongaro y a la crisis que había dejado mal parado a

Vandor de frente a las fuerzas peronistas, el poder financiero de las cuentas

sindicales seguía en manos del Lobo y los suyos, y ese fue apenas uno de

los elementos decisivos para desgastar a la central opositora. Otro motivo

relevante fue la persecución política y policial sufrida por sus principales

dirigentes y una inédita campaña de descrédito fomentada desde el poderío

económico del vandorismo, que no ahorró palabras a la hora de intentar

vincular a la CGTA con cualquier fantasma político que anduviera

deambulando por la cabeza de los trabajadores: “Hemos sido acusados

sucesivamente de trotskistas, chinoístas, fidelistas; de estar bajo la

influencias de los jesuitas, los falangistas y los social-cristianos; de ser

financiados por los comunistas, la CISC y Jorge Antonio; de constituir el ala

liberal del movimiento obrero y conspirar con los nacionalistas; de

entrevistarnos con Alzogaray, Balbín y Aramburu; de formar un frente

electoras o golpista con Illia, Sánchez Sorondo y el General López. La

última versión pretende que Onganía simpatiza con Ongaro y le reserva un

papel en su ‘tiempo social’. No hay figura política, respetable o no, no hay

movimiento posible o utópico, no hay causa buena o mala, que no se

pretenda vincular con la CGT”, escribe Walsh en la tapa del Semanario

CGT, en agosto del 68.   

    Para la investigadora Silvia Licht otra de las razones que generó la

pérdida de adhesiones de la CGTA en esa etapa fue que algunos

trabajadores, mayoritariamente peronistas y pertenecientes al cordón

industrial del Gran Buenos Aires, “no veían con buenos ojos las

‘desviaciones’ de la central: su labor en las villas, su acercamiento a los

sacerdotes tercermundistas, su vinculación con la izquierda y

fundamentalmente su fuerte alianza con el estudiantado” . El propio Vandor

aseguraba, entre ironías y macartismos varios: “Ésa es la CGT de los

estudiantes, no de los trabajadores”. 


    “Sin descuidar la posible proyección futura, es evidente sin embargo

que la CGTA ha fracasado en los objetivos que nos proponíamos, y que con

ella hemos fracasado nosotros. Ongaro es un constructor de emociones, pero

carecimos de un espíritu de organización. La única organización que sigue

en pie es el periódico”, afirma Walsh, sintetizando un presente complejo y

mirando hacia atrás, repasando esos meses cargados de trabajo en el

periódico, que habían sido los más intensos de su vida como periodista.

Respira en la afirmación anterior de Walsh una explicación más profunda a

la hora de ensayar argumentos que intenten advertir los motivos de lo que él

califica como un “fracaso”. Para el periodista, la central combativa no sólo

se equivocó al mantener las formas organizativas del pasado (“La estructura

de la CGT, heredada de la conducción anterior, se aceptó sin modificación

alguna, sin preguntarse si esa estructura sirve al movimiento obrero en esta

etapa o no”, aseguró); también se ocupó de señalar la ausencia de una

fuerza que trascendiera lo sindical y ocupara un rol político en la etapa, y

allí deja entrever algunas de las razones que permiten entender mejor los

caminos de militancia que desandó años más tarde: “Se trata de una

conversión gradual de la estructura a otra más eficaz. Convertir, si se quiere,

un vasto aparato postulante en un aparato más pequeño pero más aguerrido

de lucha. Eso no se hizo”. ¿Esboza Walsh en estas definiciones la decisión

de integrar o generar una estructura política de carácter cerrado, similar en

todo caso a las organizaciones revolucionarias armadas en ese momento?

No parece, ya que más adelante –refiriéndose a un discurso pronunciado por

Ongaro– subraya que esa posibilidad, aún en ese contexto, estaba lejos de

parecer factible: “Detrás de cada discurso sólo quedaba la difusa voluntad

de luchar. Sin explicar cómo, el discurso se volvía alusivo y tremendista. Iba

a parar, necesariamente, en la apología guerrillera, cuando no hay medios

para hacer la guerrilla y nadie piensa seriamente en organizarla”. 

    Con respecto a su mirada sobre la lucha armada a fines de la década

del 60, conviene citar parte del prólogo al libro Los que luchan y los que

lloran, donde dibuja una extraordinaria semblanza de su amigo Jorge

Ricardo Masetti, el periodista capaz de “la mayor hazaña individual del

periodismo argentino” (la entrevista al Che y a Fidel realizada en Sierra


Maestra en plena ofensiva de la dictadura de Batista). Allí manifiesta sus

reparos con respecto a la opción de Masetti de iniciar un foco revolucionario

en Salta: “La idea de traer la lucha armada a la Argentina no era nueva en

Masetti. Nació en la misma Sierra, la meditó largamente en La Habana.

Puede discutirse, se discute, si el momento elegido era el apropiado, si la

teoría del foco es o no correcta, si la lucha armada puede entablarse sin el

respaldo de una sólida organización política” , escribe. Sin embargo, un

comentario de Conchita Dumois, la pareja cubana de Masetti, viene a poner

en duda también esta apreciación. Dumois admite que en un encuentro con

Walsh en Cuba, el escritor argentino le manifestó que jamás le perdonaría a

su amigo no haberlo llevado a las montañas de Salta . De todos modos, el

comentario de Walsh parece menos ligado a una convicción con respecto a

los caminos de Masetti que a una expresión de cariño y lealtad hacia el

amigo caído en combate.

    De regreso al trabajo cotidiano, el Semanario CGT no podía estar

exento de los problemas y contradicciones que deshilacharon a la propia

central encabezada por Ongaro. La satisfacción de publicar el periódico aún

en las condiciones más adversas, ser concientes de su calidad y de su

impacto entre los trabajadores de todo el país, traía aparejadas también las

contradicciones de una realidad que, a menudo, ponía en cuestión muchos

de los ejes propagandísticos que se difundían desde sus páginas. “La

rebelión de las bases quedó en los papeles, las bases no tuvieron expresión

real, no se integraron orgánicamente en la CGT. De ellas no surgieron

dirigentes, activistas, cuadros”, sintetiza Walsh con sinceridad. Tampoco el

periódico, pese a la riqueza del material y a la regularidad de su

publicación, se mantuvo al margen de las críticas que se dejaban escuchar

en las reuniones entre aliados de la central combativa. Incluso algunas de

ellas fueron publicadas en el mismo Semanario CGT, confirmando una vez

más la amplitud de sus redactores y el valor que sus responsables le

otorgaban a las voces compañeras. Por ejemplo, el representante del

sindicato del Hielo, señala durante una reunión de agrupaciones de base

“por momentos áspera” –según se explica en la edición número quince–:

“Habría que preguntarles a los compañeros qué piensan de los trece o


catorce números del diario de la CGT. Porque si el diario no se vende no es

porque los compañeros no lo quieren vender. A lo mejor la gente no lo

quiere comprar porque no se ve reflejada en el periódico. Todos los

enemigos del pueblo salen fotografiados en la CGT. No he visto una sola

foto de un obrero en overol. No he visto la opinión de un auténtico obrero

cualquier que diga qué opina él del diario. Ahí se habla de grandes

problemas, grandes cosas, pero las opiniones y las inquietudes de las bases

no se reflejan… Y para mí está mal hecho”. Por último, el mismo dirigente

concluye: “La Agrupación del Hielo lo va a vender cuando sea el diario de

la clase obrera argentina, y no el diario de un grupo de intelectuales que no

conoce un corno de lo que pasa en las bases del movimiento obrero” . Si

bien el resto de los participantes de la reunión se ocupan, líneas más abajo

en la misma crónica, de ratificar todo lo bueno y útil que resulta el periódico

para su trabajo diario en la fábrica, la crítica del representante del Hielo es

toda una señal de alerta para los miembros de la dirección del tabloide. “Un

corresponsal en cada fábrica”, habían difundido como consigna algunas

ediciones atrás, pero los resultados no habían sido los esperados. Por otro

lado, para el propio Walsh el mismo proceso vivido desde adentro en la

central le había permitido, aún manteniendo su admiración y respeto por el

esfuerzo diario de los trabajadores como motor de cualquier cambio social

profundo, no confundir ese aprecio militante con una idealización extrema

que, tiempo después, terminaría por chocar contra la pared de la realidad,

particularmente en el caso de algunos dirigentes que no lograron mantener

con el paso del tiempo la imagen de combatividad y transparencia que

habían esbozado en las primeras discusiones en Paseo Colón : “La

comprensión de que los pobres son pobres, los desgraciados son

desgraciados, los humildes son humildes, los obreros son obreros. No

semidioses ni héroes”, anotará más tarde, no sin cierto tono de desengaño.

Una decepción que se trocará en crítica, particularmente hacia los dirigentes

ligados con el peronismo: “Todos los peronistas con función se ven

conductores, ungidos por el hilo de saliva dactilografiada que fluye de las

alturas”, afirma.
    Entre algunas seguridades, una duda lo inquieta. No se trata de una

incertidumbre lateral o de un problema de rápida resolución. “La revolución

se hace primero en la cabeza de la gente. Conseguir que el oprimido quiera

pelear y ame la revolución; pero conseguir también que el opresor se deteste

a sí mismo, y no quiera pelear”, destaca, para después manifestar sin

eufemismos sus cavilaciones después de una dolorosa derrota política:

“Pero yo soy el primero a convencer de que la revolución es posible; y esto

es difícil en un momento de reflujo total, en que se me han acumulado

catastróficamente el proyecto burgués (la novela) y el proyecto

revolucionario (la política, el periódico, etc.)”.  

    Pese al balance negativo de un proceso tan vital como agitado, a la

certeza de desandar el sendero de la derrota a manos de un poderoso ejército

de rosqueros y burócratas, algunas certezas se van imponiendo en la síntesis

que Walsh borronea para ese año inolvidable. Entonces, además del trabajo

febril y fatigoso, del desaliento por el paso atrás del proyecto de Ongaro y de

las contradicciones que vuelven a atacarlo (referidas a su abandonado

proyecto de novela “burguesa”), irrumpe en su cuaderno de notas la

seguridad de pisar ahora sobre un terreno firme: “Me he pasado enteramente

al campo del pueblo que además –y de eso sí estoy convencido–  me brinda

las mejores posibilidades literarias”, apunta primero. “Tal vez aprendamos a

mirarnos como se ha mirado nuestra gente, en momentos duros.

Voluntariamente elegimos estar del lado de ellos. Damos un salto que es

como una muerte, una despedida. ¿Lo damos realmente? Espero que sí”,

anota después. “Es posible que, al fin, me convierta en un revolucionario” ,

concluye.  

  

7. “Escribir es escuchar”, dijo Walsh, y toda su vida periodística parece

signada por esa breve sentencia. No hubo otro escritor con su olfato para

atrapar en el aire fugaces destellos de la realidad y transformarlos en

potentes metáforas de un presente siempre difícil de sintetizar desde la


crónica. Llevó al extremo esa capacidad cuando hizo del ejercicio de la

escucha atenta su propio oficio militante, cuando se preocupó por

sistematizar la decodificación de mensajes policiales con artesanal

tecnología pero con una tenacidad sin pausa. Allí también confirmó el valor

de escuchar para intentar comprender. 

    También en la vida cotidiana eligió la vereda de los que escuchan

primero. Introvertido, reservado y cauto pero muy observador, Walsh elegía

las palabras con cuidado antes de emitir opiniones políticas: sabía esperar su

momento, analizar los acontecimientos, no se arrebataba en el fragor de una

discusión arrebatada y prefería el silencio como aliado en muchas

conversaciones. Para Lilia, “era más escuchador que conversador, pero lo

hacía con mucho interés. Era ese tipo de persona que escucha como

interrogando. Él decía que escribir es escuchar, y por eso andaba siempre

con un grabador”. “Con los amigos era un hombre muy inteligente. Ese tipo

de gente que no es que acapare la atención de un grupo porque habla y se

manda una gran disertación, sino que yo notaba que generaba siempre

interés lo que él podía decir” , agrega Lilia. Confirma esta imagen Horacio

Verbitsky, otro que sabía desde la intimidad compartida que la verborragia

no era una cualidad que identificara a Walsh: “Escuchaba mucho, era muy

reflexivo; pero cuando decía algo había que escucharlo porque no hablaba

tonterías. Era muy preciso y muy profundo”. 

    Recorrer su trabajo periodístico es toparse, una y otra vez, con la

tradición del escuchador entrenado. Del “Hay un fusilado que vive” que

pescó casi al voleo una noche calurosa en un bar de La Plata y que motivó la

investigación sobre los fusilamientos en José León Suárez, hasta el relato

minucioso de cada trabajador que recogía con un grabador colgado del

cuello en las asambleas en la sede de la Federación Gráfica, pasando por sus

notas en Panorama, que siempre reflejaban las expresiones de los paisanos

del noreste argentino, dando cuenta de antiguas leyendas populares o

incorporando el habla del pueblo a su propio diccionario como cronista. No

hay un solo artículo que no respete esta consigna, no hay un solo relato que

no integre las voces ajenas al episodio narrado. En “Carnaval Caté”


comienza así: “El señor Boschetti miró al cielo y dijo: ‘Con tal que no

llueva’” . En “La isla de los resucitados”, publica un extenso testimonio de

uno de los pacientes del leprosario en la Isla del Cerrito: “Ya no pienso en

matarme. Lo pensé una vez y no quiso el destino. Algún día voy a salir. Me

iré para siempre, en el camión hasta el puerto, en la lancha hasta Paso

Patria, en el ómnibus hasta Santa Ana…” . “Misiones ha perdido su alegría

–explicó sencillamente Osvaldo Rey, maestro de Mbo-Picuá” , cita en su

nota “La Argentina ya no toma mate”. Y la lista sigue, interminable.

    Para más datos, hay una foto extraordinaria que confirma la obsesión

de Walsh por el registro de las voces locales, no sólo para conocerlas, sino

también para fundirlas con la suya propia. En la imagen, fechada en 1966 en

Misiones, Rodolfo se inclina, grabador en mano, para registrar de cerca los

aullidos de un mono diminuto. Los dos están solos en la imagen, en mitad

de una rojiza calle de tierra misionera.

    ¿Qué perseguía Walsh con aquella costumbre obsesiva? ¿Por qué

dejaba en su diario anotaciones de diálogos casuales, escuchados al pasar

durante sus largos viajes al centro (por caso, el 19 de febrero de 1961, anota

un par de frases ajenas que llamaron su atención, sin aparente relación entre

sí, pescadas en un asiento contiguo del ómnibus: “Serio, eh. Tipo que se

pone, pa-pa-pa y había que hacerle las cosas”; y otra: “Él entró en la famosa

Compañía de Indias, usted sabe, ésa que tiene miles de años”)? ¿Había en

aquellas expresiones de la calle materia prima para un próximo artículo o

alguna llave que lo ayudara a abrir una puerta cerrada en el presente (otro

texto escuchado y registrado, esta vez el 17 de diciembre de 1970: “Yo

también soy peronista… En tiempos de Perón se ganaba bien” )? 

    Era alguien que se había entrenado durante años en el difícil arte de

escuchar. Así había elegido contar la historia de los explotados: escuchando

sus voces silenciadas, repitiendo sus anhelos y defendiendo sus causas. Más

de una vez, Rodolfo Walsh había elegido la voz de los otros para definir con

mayor certeza sus propios pensamientos. Como esa vez, en el tren, cuando

escuchó la frase (¿escuchó allí, también, en esas voces, la derrota?). Y

guardó en su memoria, el peso incalculable de aquellas palabras ajenas. Y


buscó dónde escribirlas. Y encontró un 5 de octubre de 1976, un par de días

después de la muerte de Vicki, donde transformar aquel comentario vulgar,

cotidiano, en una sentencia inmortal, terrible y final: “Hoy en el tren un

hombre decía: ‘Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme

dentro de un año’. Hablaba por él, pero también por mí”.

    “Escribir es escuchar”, había definido primero, sin saber quizá que

escuchar es, también, disponerse a actuar. O bien, que aquello que se

escucha al pasar –un comentario mínimo que cualquier otro en su lugar tal

vez hubiese ignorado en el fragor de la batalla cotidiana–, es capaz de

despertar una profunda revisión de ideas al interior de cualquier observador

sensible. Tomemos un caso puntual y profundicemos: alguien escucha al

pasar y comenta con Walsh en la intimidad, un comentario deslizado por

Raimundo Ongaro sobre su propia escritura: “No entiendo nada… ¿Escribe

para los burgueses?”, dicen que dijo el dirigente, pero sin conocer jamás

sobre qué texto en concreto se refería. Ese comentario desmoronó un

castillo de certidumbres y dejó en carne viva al escritor con sus fantasmas. 

    Casi al mismo tiempo que el proyecto de la CGTA entraba en el

callejón sin salida de sus propias limitaciones, las contradicciones que

aguardaban un momento de sosiego al interior del periodista emergieron

con ferocidad desde las profundidades donde el arduo trabajo diario las

había abandonado. “Cosa que me molestó, lo que dijo Raimundo, que yo

escribía para los burgueses. Pero me molestó porque yo sé que tiene razón,

o que puede tenerla. El tema me ha preocupado siempre –admite Walsh, con

razón, porque se trata de una de sus obsesiones repetidas en sus anotaciones

personales–, aunque no me lo formulara abiertamente. La cosa es: ¿Para

quién escribir, sino para los burgueses? Tendría que preguntarle a Raimundo

qué literatura le gusta a él, qué novelas no están escritas para los burgueses

y qué cuentos  pueden escribirse ‘para’ los obreros”. 

    “¿Para quién escribir?”, se pregunta Walsh, y el desafío de esta

interrogación alcanza de lleno al escritor en mitad de sus dudas, en las

primeras páginas de una novela interminable, inacabada, que delimita

perfectamente su tránsito de escritor “burgués” (“No obstante tengo que


escribir esa novela, aunque sea mi ‘última novela burguesa’, además de ser

la primera. Mientras permanezca sin hacer es un tapón”, admite primero.

“Fantaseo que la Novela es el último avatar de mi personalidad burguesa”,

añade después) al cronista jugado por un destino revolucionario. “Nosotros

¿para quién estamos escribiendo? ¿Es tan importante que nos elogien los

buenos amigos, las revistas, que nos lea toda esa burguesía o pequeña

burguesía pero que de nosotros no llegue nada realmente al pueblo?”,

vuelve a preguntarse durante una entrevista que confirma las dimensiones de

un problema sin resolución. 

   Será el tiempo el único que podrá ayudar a Walsh a resolver (o, mejor

dicho, a atravesar) el conflicto interior que desató la frase de Ongaro. El

tiempo y la imperiosa necesidad de apostar todo el esfuerzo disponible en

tareas que impiden siquiera asomarse a los borradores de una novela que

pretendía ser el final del círculo y que terminó deambulando alrededor del

escritor como un fantasma rencoroso, como un enigma de imposible

resolución. “Mi reingreso a la órbita del marxismo ha puesto al día todas las

llagas de la conciencia”, admite. Se trata de padecer la disyuntiva entre dos

caminos que se bifurcan en perspectiva. El escritor conoce el destino de

cada uno de ellos, o al menos lo intuye. Y, con sus dudas y perplejidades a

cuestas, debe elegir.  

    “Debe ser posible, sin embargo, escribir para ellos”, se dice a sí

mismo primero. “¿Pero qué es lo más específicamente burgués de lo que yo

escribo, lo que más le molesta a Raimundo? Creo que puede ser la

condensación y el símbolo, la reserva, la anfibiología, el guiño permanente

al lector culto y entendido”, intenta responderse más adelante, en busca de

los detalles que puedan alejar su escritura del agrado del lector obrero.

“Tengo que hablar con él [con Ongaro] de todo esto. Claro que mis

proyectos, lo que yo quisiera hacer, le están dando la razón. Agarrarlos a

ellos como tema, sus vidas, sus luchas, etc.”, concluye después, decidido.

    El comentario de Ongaro sobre su literatura estalla como una bomba

activada con retardo en el pasado. El explosivo permanece en suspenso

mientras el oficio de cronista impone la agenda, pero ahora que el tiempo


del periodismo parece haber ofrecido una mínima pausa, todo se activa y

exige acomodar el desorden y plantearse prioridades. Primera conclusión

para Walsh, definir para quién escribir y sobre qué ejes hacerlo: “No puedo

o no quiero volver a escribir para un limitado público de críticos y snobs.

Quiero volver a escribir ficción, pero una ficción que incorpore la

experiencia política, y todas las otras experiencias. Para eso debo salir de un

chaleco de fuerza”, señala en marzo de 1971. Segunda conclusión, eliminar

de su literatura los códigos de un pasado “burgués” en una novela

imaginada, pero inasible: “Ser absolutamente diáfano. Renunciar a todas las

canchereadas, elipsis, guiñadas a los entendidos o contemporáneos.

Confirmar mucho menos en aquella ‘aventura del lenguaje’. Escribir para

todos. Confiar en lo que tengo para decir, dando por descontado un mínimo

de artesanía. Eludir la elefantiasis literaria”. Tercera conclusión, elegir como

tema definitivo de su obra la lucha del pueblo por su liberación, la

construcción de un proyecto revolucionario, con sus mitos y sus héroes:

“Recuperar la identidad del pueblo, de las masas, que es más importante que

la de los individuos. Trazar el avance de los héroes, desde la resignificación

hasta el triunfo que se saber no es definitivo, porque tampoco es posible ya

ser inocente ante la revolución”. Cuarta conclusión, comprender la

importancia relativa de la literatura en el marco de un combate que

trasciende los problemas estéticos, que requiere el esfuerzo intelectual de

aportar una mirada analítica de la realidad para que sea útil en manos de la

clase trabajadora, pero que no termine en la caricatura de la escritura “bajo

consigna”: “Dentro de las limitaciones que existen para que cualquiera obra

literaria llegue a la clase obrera creo que este material tiene una cierta

penetración [se refiere a ¿Quién mató a Rosendo?]. Basta con que llegue a

las cabezas del movimiento obrero, a los dirigentes, a los que tienen

responsabilidades de conducción, a los militantes más esclarecidos. Ellos

son los vehículos de las ideas contenidas en el libro”. 

   Última conclusión, elegir la trinchera para el combate final: “Para mí,

ahí no había dudas: entre seguir escribiendo cuentos –en los que yo ponía

esfuerzo y cariño– y pasar a la realidad candente, impetuosa, entre escribir

la novela y vivir la novela junto con el pueblo, no había elección posible”.


8. Raimundo no se banca los rodeos, Rodolfo lo sabe. Con Raimundo la

cosa es blanco o negro, nada de largos argumentos para justificar

indecisiones, nada de vueltas. La oferta es clara como el agua. La cosa es

cruda, directa: entrás, de una vez por todas te metés, o seguís mirando todo

desde un costado…

   –Pero, vos hablás de sumarme a las Fuerzas Armadas Peronistas –dice

Rodolfo, subrayando todas sus vacilaciones en esa última palabra maldita–

… Y yo no soy peronista.

   –Eso ahora no importa –le responde, lacónico, Raimundo. 

    Así, con esa sentencia mínima (“Eso ahora no importa”), Raimundo

Villaflor se saca de encima los resquemores de Rodolfo, los arroja a un

costado casi con desprecio. No muy afecto a las citas, el obrero metalúrgico

elige recordar ante Walsh una frase de Cooke repetida en más de una

ocasión: “Sólo ganan batallas los que están en ellas”. Así, con esa facilidad

de quien conoce que en la cancha se ven los pingos, le quita de encima

horas de debates pendientes, definiciones teóricas por elucubrar, el careo

interminable entre sus certezas históricas y las dudas que venía arrastrando

desde años atrás, desde siempre, sobre aquella pregunta que lo carcome

desde que el proyecto de la CGT de los Argentinos naufragó entre la desidia

de algunos en Paseo Colón y los volantazos de otro desde Puerta de Hierro. 

    “Si uno fuera valiente, se metería en las FAR, las FAP, las FAL, y

dejaría que otros novelistas escribieran sobre uno, pero el mundo está lleno

de descuidos, así que mejor hacer la propia cobertura. How false?”, había

apuntado en su diario algunos meses antes, en diciembre de 1970. Otra vez,

las contradicciones que anudan la garganta, las certezas que se desvanecen y

el escritor que queda en mitad de una encrucijada inesperada, que poco

tiene que ver con aquel proyecto –siempre postergado por falta de tiempo–
de avanzar con esa novela que no se deja escribir. También por esas fechas

de interrogantes como compañía, atrapado en las redes de una telaraña

urdida por la urgencia, las ganas de romper el molde y los etapas que se

queman, Walsh había anotado una descarnada autocrítica corporativa, un

profundo replanteo de la función del intelectual argentino en tiempos de

crisis: “Los mejores de nosotros los mandamos a ellos a pelear, pero no

peleamos nosotros mismos. Nuestro rango en las filas del pueblo es el de las

mujeres embarazadas, o los viejos. Simples auxiliares, acompañantes. Eso

estaría bien, de todos modos, si fuéramos modestos” .

   ¿Alcanza entonces con la satisfacción de esa gris función de “simples

auxiliares”? ¿Será cuestión de ocupar a desgano el lugar del intelectual en

los suburbios de la historia para anotar la crónica y procurar no enterrarse

en el barro de los acontecimientos? ¿Qué se supone hay que hacer ahora?

¿Asumir un compromiso militante que consuma todo el tiempo disponible

(léase: que cierre por un largo rato el cajón del escritorio donde aguarda un

proyecto de novela, tantas veces aplazada por las premuras de eso que

llaman realidad) en una organización política que, por otra parte, contiene

en su sigla el apellido aquel que despierta absoluto recelo, tanta

desconfianza? ¿Cómo conciliar la idea de compartir la militancia con

hombres y mujeres identificados por un líder que a Rodolfo le genera

muchas cosas excepto seguridad y confianza, con un grado de definiciones

teóricas que ya contienen la idea de un marxismo incipiente? ¿Defraudar así

nomás, con un rotundo y magnánimo “no”, a estos compañeros que, como

Raimundo, escriben la historia sin saberlo y se la juegan cada día en la

fábrica, en la pelea desigual contra la burocracia? 

    Demasiadas preguntas dando vueltas como para responder a la

invitación de Raimundo con una impostada determinación. “Rodolfo dijo

que no se sentía preparado para asumir ese compromiso”, señala Lilia

Ferreyra sobre ese momento preciso. Sin embargo, la respuesta de Rodolfo

no cerraba ninguna puerta y para Raimundo, eso alcanzaba. A través de las

dudas del escritor, el Negro modificó con inteligencia las características de

su propuesta y planteó la chance de buscar formas de colaboración


intermedias. Inteligente Raimundo, sabía que los apremios de la tarea

cotidiana terminarían por limar las asperezas de Rodolfo, o al menos por

volverlas irrelevantes a la hora de asumir el paso hacia la ligazón orgánica

que, de todos modos y más allá de los resquemores del escritor, ya estaba

dado. “Rodolfo no era desde el 70 un militante revolucionario lanzado al

combate todo el tiempo. Hay un proceso de incorporación, aunque era todo

muy rápido”, detalla Lilia, quien además añade: “Con el tiempo Rodolfo fue

variando y las formas de colaboración se fueron intensificando y también

fue viendo que ése era el lugar más adecuado para su aporte. Y eso era lo

que tenía que ver con los servicios de informaciones” . 

    Por el momento, otra vez, la novela maldita, el monstruo ese que

volvería a despertar cada tanto en la conciencia del escritor, volvía a un

segundo plano. Como él mismo sintetizó con brillantez un tiempo antes, no

era tiempo para desperdiciar la oportunidad de asumir un rol protagónico en

la historia que se estaba por escribir: “(…) Además uno no escribe una

novela sino que está dentro de ella, es un personaje más y la está viviendo”.

En ese momento crítico, marcado por los conflictos que arrastraba con el

gangsterismo sindical que venían desde la publicación de ¿Quién mató a

Rosendo? en formato libro y el posterior asesinato del Lobo Vandor por un

comando integrado por desconocidos (“no faltaron enemigos que me

señalaron como autor intelectual de su muerte”, admitió Walsh ), la amistad

con Raimundo se había estrechado. El respeto mutuo y la admiración que en

Rodolfo despertaba el Negro y el resto de sus compañeros de base, le

impedían de ese modo cualquier actitud despreciativa ante la alternativa

propuesta. Se trataba de ser coherente, también, con una decisión que

implicaba dejar muchas cosas atrás (entre ellas, la escritura ficcional), pero

también asumir, de una vez por todas, el desafío de compartir un espacio de

militancia en común con los personajes que él había elegido para sus

crónicas: “Las únicas cosas sobre las que uno podría o desearía escribir, son

aquellas que precisamente no puede escribir, ni mencionar; los únicos

héroes posibles, los revolucionarios, necesitan del silencio; las únicas cosas

ingeniosas, son las que el enemigo todavía desconoce; los posibles hallazgos

precisan de un pozo en donde esconderse; toda verdad transcurre por abajo,


igual que toda esperanza”, escribe en una carta dirigida a Roberto

Fernández Retamar, el 27 de abril de 1972. Para Walsh, no era momento

para sentarse a escribir la historia. Era tiempo de vivirla. Ese desafío

representaba también la exigencia de dar un paso hacia lo desconocido:

abandonar por un rato el puesto de francotirador para meter las patas en el

barro, aún con todas las dudas a cuestas y con los riesgos que esas

inseguridades podían generar. 

    Las discusiones pendientes podrían saldarse, imaginaba el escritor, al

mismo tiempo que avanzaba en aquel proceso de incorporación que tuvo

como primera función las tareas de apoyatura y discusión política de los

documentos del Peronismo de Base (la organización política de “superficie”

que contenía a las FAP) con un grupo de intelectuales que también

integraba, entre otros, Roberto Carri. El siguiente eslabón en la cadena fue

un trabajo de meses con el objetivo de clasificar y elaborar informes para la

dirección, acompañado ya en esta etapa por un viejo conocido: Horacio

Verbitsky. Durante esta etapa también se vincula con el dirigente barrial

José Valenzuela, quien invita a Walsh a dictar una suerte de taller de

periodismo en la Villa 31 de Retiro. Allí también, armado con un grabador,

Rodolfo recorre con los vecinos los principales focos de conflicto en el

barrio con el objetivo de preparar un Semanario Villero, del que no existe

registro documental en la actualidad.

   ¿Pero qué eran las FAP en el momento en que Walsh se acercaba a sus

posiciones? ¿Qué fuerzas contenía una organización que exigía, como

definición de principios, “armas a nuestra bronca, organización a nuestro

coraje y estrategia a nuestra confianza”? ¿Qué expresión política sintetizaba

a los grupos dispersos que se autodefinían como el Peronismo de Base

entonces, marcados por lo heterogéneo y descentralizado de sus fuerzas –

herencia, sin duda, de los métodos aplicados durante los años de la

Resistencia Peronista–, pero a la vez signo militante que unificaba diversas

luchas en todo el territorio sin demasiadas precisiones ideológicas y sin un

nexo orgánico definido. Lejos de los modelos clásicos de organizaciones

político-militares conformadas por cuadros, cerradas y categorizadas, y


también críticos a la práctica foquista como herramienta de combate, para el

investigador Eduardo Pérez las FAP vendrían a conformar una suerte de

“federación de experiencias a lo largo de buena parte del país”. Eduardo

Luis Duhalde, por su parte, propone como definición una metáfora precisa:

“Con Ortega Peña en aquellos años solíamos decir que más que una

organización, era un ‘estado de ánimo’, expresión que por cierto no era

peyorativa, sino que resumía una actitud colectiva, una toma de posición y

un hacer espontáneo que encontraba su unidad, más que en la ligazón

organizativa, en el enfrentamiento práctico que implicaba frente a las

concepciones burocráticas y movimientistas” . 

   “Rodolfo nunca perteneció a la estructura político-militar de las FAP”

, aclara, terminante, Lilia Ferreyra. Es verdad; el aporte de Walsh se realiza

desde la periferia, desde el sombrío rincón que ocupaba como integrante del

servicio de informaciones en la organización. Una tarea que, a partir de un

suceso casual y de la tenaz curiosidad del protagonista, cambiaría por

completo la función de Walsh en esa etapa.

9. Deteriorado por el sueño inoportuno había quedado el argumento de

la serie que Lilia y Rodolfo miraban desde la cama esa tarde. Entre los

tediosos parlamentos de Charlton Heston y los guturales rugidos de algunos

monos, el escritor peleaba contra el sueño una batalla diferente a la que se

desarrollaba en la pantalla chica, donde el blanco y negro de “El planeta de

los simios” intentaba rescatarlo del sopor de una siesta inminente. Pero algo

desgarró la somnolencia y lo empujó de nuevo a la realidad. Algo que nada

tenía que ver con la historia de un astronauta perdido en un planeta

desconocido. Era una voz, matizada por la fritura de una conexión irregular,

que irrumpió en el parlante del pequeño televisor que le a Lilia le había

prestado una amiga. Apenas eso: una voz, el sintonizador flojo que se

desprende y una voz que transmite un código y que empuja al escritor de

oído entrenado a acercarse al aparato. “QAP, QAP, comando llama”,


escuchó Rodolfo. Y esa clave determinó, por muchos días, el final de las

tardes tediosas mirando series de superacción. Ahora el televisor ocupaba

otras funciones. 

    Las primeras sospechas de Walsh se confirmaron con una cuidadosa

escucha, algunos minutos después. La voz en cuestión no era otra que la del

Comando Radioeléctrico y la frecuencia que por azar se había atravesado en

el aparato era la de la Policía Federal. Apasionado por los enigmas que

plantean los mensajes crípticos, Rodolfo se dejó llevar por el desafío de

darle a aquella sucesión de órdenes supuestamente inconexas y de aparición

irregular, la sistematización necesaria como para abrir algunas de las

puertas que aquella transmisión azarosa le proponía. Rodolfo ya contaba

con la certeza de que las transmisiones policiales se difunden a través de la

alta frecuencia, y de allí su irrupción en la pantalla del televisor. “Había dos

frecuencias, una era UHF con la que transmitían los patrulleros con el

comando; y otra de onda corta, en la que transmitían las regionales, lo que

se llamaba la Red Radioeléctrica de la Policía Federal. En la frecuencia de

UHF Rodolfo hizo un trabajo impresionante”, destaca Horacio Verbitsky.

    El nuevo desafío ahora era decodificar cada mensaje, darle a la

escucha un ritmo regular para comenzar a atar cabos y extraer de allí

informaciones precisas sobre procedimientos, movimiento de unidades y

situaciones de riesgo para los compañeros que podían llegar a prevenirse

con una escucha metódica. “Cuando descubrimos esta cosa, se abrió un

mundo… Por ejemplo, por ahí salían las órdenes de captura y en muchos

casos, pudimos avisarle a la gente que estaba siendo buscada”, señala

Verbitsky. 

   Rodolfo comentó la novedad a sus contactos del Peronismo de Base y

se ofreció a organizar el seguimiento de modo coordinado, contando para la

tarea con el apoyo de un grupo de conocidos: Lilia, Verbitsky con su mujer

y Pirí Lugones con su pareja. Ellos seis se repartían las 24 horas del día en

seis turnos de cuatro horas cada uno. Entusiasmados por el hallazgo,

Rodolfo y su equipo recorrían los comercios de radioaficionados y de

rezagos marítimos en busca de las piezas tecnológicas que pudieran ir


modernizando su artesanal equipamiento técnico: “Siempre que pasábamos

por algún negocio de radios, se paraba a ver… Una vez se compró un equipo

antiguo, que era de un barco viejísimo”, recuerda Lilia, quien después

añade: “Después, las cosas se fueron tecnificando y ya teníamos un scanner,

que era como un control remoto que barría varias frecuencias hasta que se

enganchaba si oía alguna voz”. Al poco tiempo, los códigos de las fuerzas

de seguridad quedaban develados por la tarea sistemática de este pequeño

destacamento de escuchadores militantes: “Es increíble lo berreta que eran

[las claves policiales]. Rodolfo nos enseñó a nosotros esos cifrados

elementales, de sustitución directa de letras”, explica hoy el autor de Ezeiza,

quien además explica que la obsesión de Walsh por cada detalle fue una de

las claves para ese trabajo: “Rodolfo tenía cuadernos donde anotaba todo,

era muy minucioso; ésa es una de las cosas que yo recuerdo haber aprendido

de él. Cuando es joven, y yo era quince años más joven que él, no tiene tan

claro eso. Él lo tenía muy claro, sabía que cada cosa hay que anotarla porque

después no podés reconstruir lo que pasó sólo apelando a la memoria… ¡Si

hubiera conocido la computación, no lo sacábamos más de una pieza!”.

   Una de las últimas tareas que asumió el equipo de informaciones de la

organización fue realizar un seguimiento que tenía como objetivo liberar a

un dirigente de las FAP, el “Turco” Jorge Caffatti, durante su traslado a una

unidad penitenciaria. Esos días, el trabajo con los auriculares y el dedo

sobre el sintonizador se intensificó, Rodolfo enviaba partes informativos

cada cuatro o cinco horas al grupo militar de las FAP que, supuestamente,

se habría cargo del operativo de rescate. Pero los días fueron pasando, y

nunca recibían acuse de recibo alguno por los datos que puntualmente se

enviaban. “Hasta que descubrimos que nadie iba a buscar la información –

afirma Verbitsky–, lo cual nos generó una sensación de frustración e

inutilidad muy grande. Y esa sensación era compartida por todos nosotros”.

Percatarse que nadie de la organización reparaba en los informes del grupo,

confirmó en Rodolfo todas las suposiciones que hasta entonces se discutían

en conversaciones informales sobre la profunda crisis que atravesaban la

FAP en 1972. Una crisis que se había desatado por una razón de forma (el

intento por acelerar un proceso compulsivo de “homogeneización


ideológica” en busca de unidad en los criterios políticos) y otra de fondo: la

discusión alrededor del probable retorno de Perón a la Argentina. “El

cuestionamiento a la práctica foquista lleva aparejado un cuestionamiento a

las formas organizativas que esa dinámica de acción había generado. La

estructura piramidal, estanca, de células con escasa o nula relación

horizontal y verticalismo en la toma de decisiones y en las orientaciones,

amén de ser sólo aptas para el accionar militar clandestino, no sirven para

orientar la práctica de agrupaciones de base fabriles y populares, que era

donde se apunta, ni para la discusión política y la difusión de experiencias

que vayan enriqueciendo la propuesta” , explica Duhalde, en referencia a los

motivos que impulsaron el llamado Proceso de de Homogeneización Política

Compulsiva (también conocido por las silgas PHPC) en las FAP. Ante esta

mirada crítica hacia las experiencias de organizaciones existentes, se

planteaba la necesidad de intentar definir un nuevo modelo propio, que

rechazaba la mirada “movimientista” del momento y que no podía ser

impuesto “desde arriba” sino a partir de un proceso de discusión colectiva

que atravesara a toda la organización. “La orientación original del PHPC era

la de la búsqueda, en las luchas de la clase obrera peronista de la identidad

primaria que le permitiese reconocerse como la protagonista en el camino

de la construcción de su herramienta de poder, y predominaba una visión

leninista de la organización revolucionaria, concibiendo que la

homogeneización de los cuadros detrás de una visión clasista sería la piedra

fundamental de la ruptura con el movimientismo” , considera Eduardo

Pérez. Sin embargo, el resultado del proceso, en vez de solidificar un modelo

propio de construcción a partir de acuerdos mínimos en materia ideológica

y organizativa, aceleraría rupturas por diferencias que sólo en esa etapa de

discusión emergen y paralizan el trabajo cotidiano. El debate, que contaba

con un tiempo previsto de tres meses como máximo, se dilata hasta ocupar

casi un año entero, donde surgen diferencias internas y se van

profundizando distancias insalvables que cruzan desde entonces lo personal

con lo político. Para Duhalde, “esa palabra, homogeneizar, suscitará odios y

amores de larga duración, tan prolongados que llegan hasta hoy”. 


    Las discusiones alrededor de estas variables habían ganado su lugar

también en el grupo de Rodolfo, pero en el resto de la organización la

impresión que se desprendía era de una parálisis absoluta como

consecuencia de discusiones nunca saldadas. La consecuencia directa del

atasco organizativo para el equipo de informaciones fue que quedara

virtualmente librado a su suerte. “Eran periféricos que querían ingresar…

Había que darle atención a este grupo, pero no había dónde mandarlos” ,

explica Consuelo Orellano, una de las principales dirigentes de las FAP.

Otra de las referentes históricas del grupo era Amanda Peralta, que había

participado del frustrado intento de desarrollar un foco rural en Taco Ralo (a

100 kilómetros de la capital tucumana), en septiembre de 1968. Ella

menciona el persistente reclamo de Rodolfo, que pretendía pasar a asumir

tareas de acción directa: “Walsh quería ser combatiente y sentía que la orga

lo frenaba y le asignaba tareas no combatientes. Él quería otra cosa y su

reclamo era que quería participar de operaciones militares”, puntualiza. De

todos modos, los pedidos de Rodolfo no llegaban en buen momento. En

mitad del proceso de debate, Walsh intentó intervenir desde su lugar

marginal en la discusión orgánica, pero sin demasiada relevancia. “Por las

cosas que largaba de tanto en tanto pude suponer que había entrado en la

misma época que yo, cuando parecía que la O[rganización] se llevaba el

mundo por delante. Después la O dejó de combatir y se puso a discutir. Pero

nosotros ni combatíamos ni discutíamos. Todo el mundo se había olvidado

de nosotros” , anota en marzo de 1972, en su diario personal, en un

comentario relacionado con un compañero (de nombre Roberto), que

permite ilustrar con nitidez el largo proceso de estancamiento de la

organización. 

    “Desde las FAP decían que Perón era de los trabajadores y no de los

traidores, y como el regreso lo organizaban los traidores, en consecuencia

Perón no iba a volver –explica Verbitsky –. Era una construcción ideológica

impecable, cerrada, pero totalmente ajena a la realidad”. “Esto no quiere

decir que las FAP no tuvieran una serie de planteos que con el paso de los

años se hayan confirmado que no eran para nada disparatados. La

insistencia en una construcción alternativa e independiente, los


cuestionamientos a las estructuras del PJ, a la euforia movimientista y

armada de esos meses del 72. Lo que pasa es que en ese momento, esos

planteos implicaban marginarse de la vida política del país. Y nosotros, con

Rodolfo, preferimos equivocarnos desde adentro de la historia, y no desde

afuera”, define el periodista, que en noviembre de 1972 decide abandonar

las FAP y pasar a integrar las filas de una organización que, en un breve

lapso de tiempo, había multiplicado su influencia entre los jóvenes rebeldes

y había conseguido unificar a buena parte de la tendencia combativa dentro

del peronismo: Montoneros. Algunos meses más tarde, repetiría el mismo

camino el propio Rodolfo Walsh: “Lo que pasa es que algunos tenían más

resistencia al peronismo que otros. Era el caso de Rodolfo, él tardó más en

tomar la decisión de sumarse a Montoneros porque tenía desconfianza –y

había motivos para tener ese resguardo– en el peronismo. La historia ha

demostrado que tenía algo de razón”, afirma Verbitsky.

   En varios de sus comunicados, las FAP publicaban como introducción

una frase de Evita (“Solo les pido: cuiden al General, no lo dejen solo

porque la traición anida en la sombra y a veces se esconde tras una sonrisa o

una mano tendida”) que sintetizaba con claridad las dudas que generaba el

grupo de trabajo que rodeaba a Perón en los días previos a su regreso a

Argentina. Se trataba de dudas similares a las que manifestaba Walsh en la

intimidad: “Rodolfo tenía una desconfianza muy grande hacia Perón y

contra el peronismo, por eso se identificaba mucho con los planteos

alternativistas de las FAP”, concluye Verbitsky.

   

III. Los que no se rinden 


“Para nosotros, Paco, la alegría era muchas cosas de cada día; la

compañera, el hijo y el nieto, un truco, un verso, una ginebra. Pero más que

nada era una certidumbre permanente, como una fiebre del día y de la

noche que nos hace creer que vamos a ganar, que el Pueblo va a ganar…”

Rodolfo Walsh, carta a Francisco Urondo, 1976

1. Los separa una mesa angosta, un par de vasos de ginebra y un mazo

de cartas gastado por el uso. Ahí están los dos, y a su alrededor, muchas

miradas curiosas que asisten a la secuencia final del campeonato de truco

más comentado del año. De un lado, Rodolfo orejea sus cartas, espía casi

con desesperación. Está perdiendo feo, y la mano viene complicada. Un

ancho falso, un rey de bastos y un 6 de oro no parecen las mejores cartas

para intentar el zarpazo y dar vuelta el pleito desfavorable. El rostro de

Walsh se tensa por lo cercano de la definición, y su silencio contrasta con

los jocosos comentarios que se dejan escuchar del otro lado de la mesa. En

un perfecto contraste, Paco Urondo no oculta su sonrisa por la sorpresa que

le reservan los naipes. No para de hablar, Paco. No para de buscar cómplices

entre los espectadores que aguardan por el final del torneo y que asisten,

además, a un disputado duelo de estilos entre hombres muy diferentes. Una

de las ocasionales testigos de la escena fue Laura Bonaparte, ajena al juego

pero lo bastante entusiasmada como para recordar esa tarde con precisión:

“¡Nunca me reí tanto! Era la final y para Rodolfo era una cosa de vida o

muerte, estaba tan tenso… Y Paco le hacía un verso con cada seña. Y un

trago de caña… Paco cada segundo se burlaba más con sus versos y Rodolfo

más y más tenso” . 


   Si bien Bonaparte no define con su recuerdo al ganador de la partida,

la anécdota que relata permite configurar un mínimo perfil de aquellos dos

jugadores, separados por actitudes y modos de asumir las dificultades de la

vida, pero compañeros desde siempre, amigos entrañables y militantes de un

compromiso que iba más allá de jugársela cada tanto. Precisar cuándo el

vínculo entre Paco y Rodolfo enrocó en profunda amistad y en mutua

admiración es complejo. Por entonces, las fechas concretas se escurren de la

memoria de los sobrevivientes, y hasta pierden sentido. Lo relevante, en

todo caso, es dar cuenta de ese lazo inasible que ataba de ambos extremos a

dos hombres que sabían apreciarse en sus diferencias, que contaban con el

otro como aliado primero y como compañero en los días felices de la

militancia compartida y en las tardes aciagas de la clandestinidad y la

persecución. Lilia Ferreyra es quien propone, como punto de partida, la

noche de fines de 1967 en que Paco visitó el departamento de Rodolfo en la

calle Cangallo 1671 y subió hasta el octavo piso para entregarle una

invitación. Se trataba de una carta de la Casa de las Américas para

participar en un concurso como jurado y en un Congreso de Intelectuales,

previsto para el enero siguiente. “Allí conocí a ese hombre cálido, jocoso,

entrañable para sus amigos, ese poeta gozador de la vida, el buen vino y el

amor que, junto con otros de su generación, buscaba en esos años el íntimo

enlace de la palabra con la realidad política de un mundo en conflicto, en el

que se vislumbraba la esperanza de su justa transformación” , señala Lilia.

Pero más allá de la invitación de los cubanos a sumarse a la delegación

argentina, Paco tenía algo más que conversar con Rodolfo. Primero en su

pequeño departamento, después cruzando la vereda y compartiendo un café

en el viejo bar Politeama de Corrientes y Paraná, Walsh y Urondo se

enredaron en una conversación que no podía eludir el influjo de ciertos

acontecimientos centrales en la vida política del continente: la muerte

reciente del Che en Bolivia, las consecuencias que esa derrota provocaron,

la flamante conformación de la Organización Latinoamericana Armada

Socialista (OLAS) en La Habana, la gestación de nuevos movimientos

rebeldes a lo largo del continente y, sobre todo, la chance de elaborar con

paciencia una construcción política de perspectiva revolucionaria en

Argentina, donde todavía imperaba desde 1966 la dictadura militar de


Onganía y sus esbirros. “¿Era posible la revolución en Argentina? ¿Cuál

debía ser la participación de los intelectuales? ¿Podrían llegar a ser, ellos

mismos, militantes revolucionarios?”, fueron algunas de las preguntas que

sobrevolaron ese encuentro, según la propia Lilia. 

    En ese diálogo fraterno sobrevolaban, además, algunas

particularidades: se trataba del primer regreso de Walsh a Cuba después de

su etapa como redactor en la agencia Prensa Latina, de su alejamiento de

aquél trabajo codo a codo con otro amigo, Jorge Ricardo Masetti, y de

palpar bien desde adentro los conflictos del proceso cubano: “Asistí al

nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces

fastidioso”, anotó a su regreso. Defensor desde siempre del proyecto

socialista encarnado en las figuras de Fidel y el Che, pero crítico en la

intimidad de las desviaciones sectarias y burocráticas que supo apreciar en

su paso por la isla. Ahora tenía la chance de regresar, por lo que consideraba

saldado un pequeño episodio que, a menudo, le quitaba el sueño: la

publicación en la revista argentina Che de las claves secretas de la CIA que

había logrado descifrar en un despacho de la agencia Tropical Cable con

métodos artesanales (recurriendo apenas a la lectura de libros técnicos sobre

decodificación de mensajes que había comprado en mesas de saldo), y que

permitieron a la Inteligencia cubana conocer por adelantado los planes

invasores de Estados Unidos desde una hacienda en Guatemala. Entonces,

había primado el deseo del periodista por encima del compromiso del

militante y la historia del hallazgo de las claves se publicó, dando aviso

público de un descubrimiento de vital importancia. Con el tiempo, Walsh se

arrepentiría de aquella decisión: “Le había quedado como un fastidio

consigo mismo –apunta Lilia–. Años después me decía que eso había sido

un error. Se sentía muy molesto con él mismo porque develarlo era lo más

contraproducente desde el punto de vista de la inteligencia militar… Eso a

él le había quedado como un gran error” . 

    El otro elemento singular que rodea la larga tertulia con Paco en el

Politeama es la distancia en el grado de compromiso político que cada uno

de aquellos hombres arrastraba en el momento del encuentro. En ese


momento, era Urondo el que había conseguido vincularse con un espacio

político (uno de los grupos que posteriormente constituirán las Fuerzas

Armadas Revolucionarias –FAR–, nacidas como apoyo en Argentina para la

guerrilla del Che en Bolivia), a partir de la amistad que lo ligó a Carlos

Enrique Olmedo. “Lo que me quedó registrado de ese día fue que Paco ya

había encontrado un camino de participación colectiva. Los caminos de

compromiso político de Paco y Rodolfo no fueron los mismos pero siempre

se encontraron en las coyunturas esenciales. En la relación entre Paco y

Rodolfo había un cierto paralelismo en cuanto a iniciativas y proyectos. Yo

percibía una competencia entre ambos pero en un vínculo de profundo

afecto. Rodolfo gozaba de su amistad porque Paco era un tipo expansivo y

que en cualquier situación encontraba el resquicio para una gota de placer” ,

agrega Lilia.

    Aquella interminable discusión en el bar terminó bien entrada la

noche, casi de madrugada, y se cerró con un abrazo que dejaba entrever un

futuro de proyectos en común, de sueños compartidos. “Se alejaron

sabiendo que las respuestas estaban implícitas en los actos de sus propias

vidas, tan enraizadas en los vaivenes de la intensa época en la que vivieron”

, acota Lilia. Después, por algunos años, los senderos de Paco y de Rodolfo

se bifurcan hasta fundirse, definitivamente, en una suerte común. Pero

cerremos este primer apronte sobre el recuerdo de una amistad con la

imagen de Paco y de Rodolfo a la salida del bar, y un abrazo de por medio,

que marca un nuevo inicio para los dos.   

2. “¡Se van, se van/ y nunca volverán!”, grita la multitud. Apenas a unos

pasos de distancia, policías y militares retroceden, con sus uniformes de

gala tachonados de escupitajos, concientes de la ofensa, pero también

anoticiados de los últimos sucesos políticos en Argentina. Todos empujan

contra las vallas, todos quieren ver hasta el último detalle de aquella

ceremonia desordenada, apasionante, histórica en que un peronista volverá a


ponerse la banda presidencia después de casi dos décadas de proscripciones,

de acuerdos frustrados, de puebladas en las calles del país. La explanada

que rodea a la Casa Rosada es el escenario, nunca más pequeño como esa

mañana del 25 de mayo de 1973, de un momento inolvidable. A veces

violenta avalancha, a veces remolino iracundo, a veces estampida temerosa,

la multitud que bordea el edificio se agita como un mar embravecido. Hay

caídas, hay disparos al aire, gases lacrimógenos y algunos contusos, pero

nada puede arrebatarle la fiesta a esos miles de hombres y mujeres que

escuchan como un mensaje divino el sonido del helicóptero que traslada al

flamante presidente constitucional Héctor Cámpora del Congreso a la Casa

de Gobierno.

    Adentro, las puertas se tambalean y amenazan con ceder. Asisten al

espectáculo de las masas los presidentes de Chile, Salvador Allende, y de

Cuba, Osvaldo Dorticós, que han llegado al país para saludar con una

sonrisa el retorno de la democracia a la Argentina. En un rincón sombrío de

la sala, las ojeras del general Lanusse parecen agigantarse a medida que el

griterío de afuera gana espacios dentro del recinto. Pero la fiesta está afuera,

en las calles, en esas quince cuadras compactas repleta de banderas y de

manifestantes que gritan y saltan por una historia que se inicia y otra que se

acaba. “¡Qué lindo, qué lindo,/ qué lindo que va a ser/ el Tío en el gobierno/

Perón en el poder!”, aúllan. “Ya van a ver, ya van a ver/ cuando venguemos

a los muertos de Trelew”, advierten, y la consigna se vuelve himno popular

de la jornada. De lejos, los uniformados asoman sus cabezas, sin terminar

de comprender la marejada humana que amenaza con llevarse todo por

delante. Con desprecio, observan un espectáculo que los indigna. Pero

ocultan su osamenta del odio popular, buscan el reparo que los proteja de

los insultos de miles, esperarán por su desquite masticando el odio

implacable de aquella mañana inolvidable. Pero alguien escucha sus

murmuraciones de revancha, no muy lejos de allí, en un sombrío

departamento en la calle Tucumán. Encerrado entre sintonías y

radiocomandos, rodeado de cables y apuntes rigurosos, alguien elige

mantenerse ajeno a la fiesta popular para no perderles pisada a los chacales,

porque ya se sabe: no hay nada más peligroso que un león herido. “A esa
misma hora otro compañero con pelos de clown alrededor de la coronilla

pelada, acerca su oreja al aparato de radioescucha y escucha. Escucha la

respiración acechante de los que se supone que se van. El hombre de labios

finos e irónicos, al que los íntimos suelen llamar Neurus o Capitán Delirio,

tiene experiencia en estos menesteres” , destaca Miguel Bonasso. 

    Rodolfo Walsh anota en su cuaderno de notas, obsesivo, los

movimientos de la Policía y las fuerzas de seguridad en pleno repliegue. Sin

distracciones, sin dejarse tentar por las ganas de participar de aquel

momento épico, el militante gris que el resto de los compañeros han dejado

solo en un departamento de la calle Tucumán, registra los comentarios

venenosos de los chacales. Se trata, nada menos, de la primera operación de

“inteligencia” desarrollada por Rodolfo Walsh para la organización a la que

ha decidido integrarse en un plazo no del todo precisado. En el lapso de

tiempo entre la victoria electoral de la fórmula Cámpora-Solano Lima el 11

de marzo de 1973, y la asunción del flamante presidente, esa jornada del 25

de mayo, Walsh da el paso y se incorpora a Montoneros. Elige desde ese día

inaugural un nombre de guerra: Esteban, en indudable reconocimiento a su

padre. 

    ¿Qué conoce de esta organización antes de definir su incorporación?

Poco, lo que saben todos en esos años: la historia del ajusticiamiento de

Aramburu, aquella cita final en el comunicado que confirmaba la muerte del

tirano que tanto llamó su atención (“Que Dios se apiade de su alma”), el

estigma de Fernando Abal Medina primero y la constancia del Negro José

Sabino Navarro después como referencias, el intento de transformar sus

“formaciones especiales” en un verdadero ejército popular, su extraordinario

desarrollo –meteórico e indetenible– entre las juventudes del movimiento,

que multiplica su influencia a partir del trabajo de sus agrupaciones de base,

como la rama estudiantil con la Juventud Universitaria Peronista (JUP), el

sector designado para disputarle sindicatos y comisiones internas a la

burocracia, la Juventud Trabajadora Peronista (JUP), el grupo tendiente a

organizar las problemáticas barriales, con el Movimiento Villero Peronista

(MVP), la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), el Movimiento de


Inquilinos Peronistas (MIP) y diversas expresiones populares congregadas a

partir de las Ligas Agrarias, los movimientos de mujeres (como la

Agrupación Evita) y hasta de discapacitados. Montoneros en 1973 es un

polo magnético arrasador: la historia misma parece destinada a dirimirse en

la organización que conduce Mario Roberto Firmenich. “Hay que haber

vivido el momento para comprenderlo”, señala Verbitsky. “Entonces, hubo

un crecimiento fenomenal de Montoneros y de la Juventud Peronista y una

desaparición del resto de las organizaciones, que se fueron fusionando con

la M, como Descamisados y las FAR”, agrega. Para Walsh, entonces, las

opciones se limitaban a una sola: sumarse a la organización que apostaba

como herramienta revolucionaria a las masas peronistas y que defendía,

desde una ortodoxia más tradicional que muchos otros agrupamientos

peronistas, el liderazgo indiscutido de Juan Perón. Esa paradoja no dejaba

de llamar la atención; mientras muchos de los viejos militantes, curtidos en

los años de la Resistencia y la lucha contra la burocracia dialoguista,

miraban con desconfianza la influencia de Perón y exigían la necesidad de

construir herramientas alternativas e independientes del juego pendular del

Líder (como un Partido, que ocupara el rol de vanguardia); Montoneros, una

organización monopolizada por los jóvenes de la Tendencia, defendían el

liderazgo de Perón desde una convicción llamativa, pero sin dudas alentada

por las expresiones de apoyo que el General enviaba cada tanto desde su

lejano exilio. De hecho, luego de la convocatoria pública de Rodolfo

Galimberti a organizar “milicias populares”, lo que le valió ser depuesto por

Perón como delegado de la Juventud en abril de 1973, Montoneros anunció

que respaldaba la decisión del General y acusó a Galimberti de

“infantilismo y cierto elitismo”. En un editorial del periódico El

descamisado del 13 de noviembre de 1973 (es decir, cuando la ofensiva

contra la tendencia ya se había iniciado), su director, Dardo Cabo, ratificaba

ese disciplinamiento absoluto a los mandatos del Líder, aún pese a

manifestar ciertas reticencias: “Quien conduce es Perón, o se acepta esa

conducción o se está fuera del movimiento. […] Porque esto es un proceso

revolucionario, es una guerra y aunque uno piense distinto, cuando el

General da una orden para el conjunto, hay que obedecer” .    


    “Trasvasamiento generacional” había sido el concepto oportuno

elegido por Perón para referirse a un proceso que terminaría con el tránsito

del poder en manos de “la maravillosa juventud que tenemos, que tarde o

temprano tomará nuestras banderas y, así lo esperamos, las llevará hacia la

victoria”, y esa idea despejaba las dudas de la militancia montonera acerca

del Líder. Pero ese Líder, que también llegó a admitir que “si hubiera sido

chino, sería maoísta” y que “la única solución es la de libertar el país tal

como Fidel Castro libertó al suyo” , repartía a menudo expresiones

complacientes de ese mismo tono hacia sectores en las antípodas

ideológicas de Montoneros. Los cuadros dirigentes de la organización

elegían ignorar determinadas actitudes de su Líder   y, de ese modo, cada

cual tomaba de Perón aquello que le permitía incrementar su autoridad

política de regreso al país, sin reparar que, como puntualiza Richard

Gillespie, “el principal beneficiario de aquellas relaciones fue él mismo”. 

    Había otros elementos que generaban recelo en el escritor antes de

asumir la decisión de pasar a Montoneros más allá del origen vinculado con

el cristianismo y el nacionalismo de sus fundadores (muchos habían

iniciado su camino político en la conservadora Acción Católica y algunos

participaron del grupo ultraderechista Tacuara), y uno de ellos era la

tendencia a subordinar, desde el aspecto ideológico, la lucha de clases a las

luchas populares nacionales, relegando de ese modo el protagonismo de la

clase obrera como vanguardia detrás de un componente revolucionario más

amplio que debería manifestarse contra la opresión colonialista del

imperialismo, presente todavía en países del Tercer Mundo como Argentina.

Para Montoneros, la principal contradicción a resolver en Argentina era la

del nacionalismo frente al imperialismo, y que para disputar esa batalla era

necesario la conformación de un frente popular, aunque policlasista. La

apuesta montonera por la “alianza de clases” táctica generaba cada tanto

alguna expresión hostil de sus referentes contra el marxismo, como en

noviembre de 1971 cuando aseguraron en Buenos Aires Herald que la

organización, a la que definían como “peronista auténtica”, nada tenía que

ver con las “ideologías extranjeras” de las otras guerrillas.


    Pese a su desconfianza por la figura de Perón, pese a su visceral

anticatolicismo, Walsh elige Montoneros “porque no había otra

organización”, afirma Verbitsky. “Ahí hubo un proceso de descarte, de

decantación. A Rodolfo incluso, le costó más ingresar a las FAP que a

Montoneros”, añade. 

    En Montoneros lo esperan, también, sus amigos, sus compañeros de

toda la vida, su hija, su propio destino. La voz gigante de un pueblo que se

hace escuchar desde las catacumbas de la historia y que parece dispuesto a

dar vuelta todo de cabeza. No es momento de cavilaciones; el presente exige

definiciones inmediatas. El Servicio de Informaciones es el ámbito de

militancia para el recién llegado. Ahora no hay tiempo que perder, la

historia corre por encima de las dudas y los titubeos, aplasta a los indecisos

y condena a los tímidos a los márgenes de la realidad. 

    Esteban, Profesor Neurus, Capitán Delirio, ha elegido su trinchera.

Ahora solo resta esperar que comience la batalla.

   

3. Si un abrazo cierra el primer capítulo de la amistad entre Paco y

Rodolfo, otro abre el siguiente episodio. Se trata de la noche más larga de

1973, la noche del 25 de mayo. Frente a los portones de la cárcel de Devoto,

Rodolfo y Lilia esperan por la salida de un amigo en mitad de un huracán de

gritos, saludos y cánticos. Una multitud rodea al penal y exige la inmediata

liberación de los presos políticos, prometida por el flamante presidente

Héctor Cámpora, el Tío, como uno de los ejes de su vibrante campaña

electoral: “Ni un día de gobierno popular con presos políticos”, fue la

consigna. Pero cientos de miles no tienen ganas de esperar que las promesas

se cumplan, y por eso salen a la calle en la noche cerrada y fresca del 25 de

mayo; para garantizar la salida, para arrancar de las sombras a tantos

compañeros que cuentan los minutos en un clima de fervor que parece capaz

de desbordar los húmedos pasillos de cada pabellón. Por ahí andan,


mezclados entre el gentío, Miguel Bonasso, Eduardo Galeano, Federico

Vogelius (director de la revista Crisis), Julia Constenla y tantos otros que se

buscan con la mirada por encima del aluvión de compañeros, que naufragan

con sus ojos en un mar de brazos y puños en alto, mientras esperan. En las

ventanas del penal, asoma el fulgor de los colchones ardiendo; las chispas

que encienden la noche de rejas. “Parece la toma de la Bastilla pintada por

David”, grafica Bonasso. “Cuando se produce la liberación de los presos la

presencia del pueblo en la calle, rodeando el penal, fue embriagante, de una

incandescencia fabulosa”, recuerda después Urondo, en una entrevista para

la revista Así.     

    Ahí están. Nadie da órdenes y tampoco nadie recuerda quién fue el

primero en empaparse la cara con las gotas del rocío que caen sobre Devoto,

pero van saliendo a la calle y la sonrisa no les entra en la cara. Los gritos se

vuelven alaridos; los brazos en alto, puños crispados, los encuentros, un

brote de abrazos conmovedores que amenazan con quitarle el aire a los

recién liberados. ¿Hubo, en esta historia de claroscuros, tan vital como

trágica, un episodio más vital que aquél de los presos estrechándose en

brazos de cualquiera, porque cualquiera puede ser un compadre, un

hermano del alma, un compañero? “Una multitud confluyó en Villa Devoto.

Y comenzó a cantar, a dialogar con nosotros, a pedir nuestra libertad… Ahí

salimos. En la calle nació ese clima tan especial, de fraternidad, de alegría.

Esa necesidad de estar con la gente, de hablarnos, con personas que no

conocíamos, porque estaban allí, tomándonos de las manos” , anota Urondo

en La patria fusilada. 

   Algunos intentan ordenar la muchedumbre y empujan hasta abrir a los

gritos un estrecho pasillo humano para que los presos avancen hacia la

libertad. Al final de ese corredor de risas y llantos, asoma “la cabeza en

forma de barco de Paco, típicamente euskalduna”, recuerda Bonasso. Ahí

está Paco, el pelo largo, el saco azul marinero, un bolso donde guarda

celosamente varios cassettes con las voces de los sobrevivientes de Trelew,

varios kilos menos y esa sonrisa canchera, que parece imposible que se

expanda más que en el preciso instante en que divisa a los amigos y se


arrima para dejarse apretar por el afecto de tantos. Paco está en libertad.

“Cuando lo abrazo, lo siento frágil, digno de ser protegido por todos

nosotros. Como los otros combatientes”, dice el autor de Diario de un

clandestino. A un paso de distancia, Rodolfo espera, paciente, su turno para

el abrazo. 

    Pero para llegar a esa noche inolvidable, la noche más larga de 1973,

hay que retroceder en el tiempo y acercar el zoom hacia las decisiones que

cambiarían para siempre la suerte de Urondo. Atrás en el tiempo, hasta esas

primeras reuniones con la gente del MLN (otro espacio de discusión

compartido brevemente con Walsh), hasta la muerte del Che, tan

conmovedora que es capaz de agitar los corazones de miles de jóvenes del

continente, aún desde su ausencia gigante: “Yo pienso que si él ha muerto

así, nosotros, hombres de su generación, también terminaremos de mala

manera, derrotados o con un balazo trapero y los ojos abiertos para llegar a

mirar, como los gatos, en plena noche, en plena violencia, los primeros

pasos del único mundo que admitimos […] y al día siguiente su hermana

me dice que sí, que era su cuerpo, que ahora se daban cuenta de que no

quería reconocerlo, que negaba la gran desgracia de América; su cuerpo de

santo, porque yo no sé si lo conocíamos bien, me dice, pero le ha salido ese

aspecto de santo que a lo mejor era necesario también para sacudir ese

mundo postrado, aunque parezca un precio demasiado alto para terminar

con el oficialismo de izquierda y los grupitos disidentes y paralizados y los

focos aislados y empezar de una buena vez, antes que algunos pretendan

desensillar y todo termine en lamentaciones, y nadie haya perfeccionado los

errores, porque aquí no se trata de andar dejándose madrugar; veo el

porvenir en el pleito de sus chicos y el de los míos y de tantos en esta tierra

basureada. Ya no se le puede pedir órdenes a mi Comandante; yo no anda

para seguir contestando; ya ha dado su respuesta. Habrá que recordarla, o

adivinarla o inventar los pasos de nuestro destino” , escribirá Paco más

tarde. 

   El viaje a Cuba en 1968 levanta la fiebre rebelde y lo empuja a buscar

su propio camino. Lo hace, a su regreso, a partir de la influencia política y


personal de Carlos Enrique Olmedo (“tan parecido a vos en su trayectoria

de intelectual brillante que renuncia a todo para abrazar la causa del

pueblo”, lo comparará Walsh). Ese vínculo define sus pasos posteriores;

cuando Horacio Verbitsky le ofrece sumarse al equipo de redacción que

trabaja en el periódico de la CGT de los Argentinos, Urondo se excusa: “Me

responde que no porque estaba en otras cuestiones de militancia. Me da a

entender que está en la preparación de un grupo armado” , explica el

“Perro”. Paco participa de la acción que significará la irrupción pública de

las FAR en el escenario de la izquierda argentina: la toma de la localidad de

Garín, provincia de Buenos Aires, el 30 de julio de 1970. Sin embargo, la

participación militante no aísla a Paco de las reuniones con amigos, ni

tampoco de los debates que cruzan a la izquierda revolucionaria por

aquellos tiempos. El encarcelamiento del poeta cubano Heberto Padilla, por

ejemplo, desata una cruda discusión entre los simpatizantes de la revolución

en todo el mundo. En casa de Rodolfo Walsh, se dan cita varios compañeros

que manifiestan su preocupación por los alcances de un caso que motiva,

días después, una crítica carta firmada por 62 intelectuales de América y

Europa exigiendo información sobre lo acontecido con el poeta. Ricardo

Piglia, Noé Jitrik, David Viñas, León Rozitchner, Paco y el dueño de casa,

dialogan en busca de una síntesis que permita entender mejor los hechos.

“En esa reunión, Walsh relacionó el tema Padilla con la defensa de la isla

contra el cerco imperialista, apoyado en la hipótesis de que Perón iba a traer

el socialismo a la Argentina –señala confusamente Jitrik–. Hubo dos o tres

que se quedaron mudos, no podían creerlo; otros aplaudieron la hipótesis de

Walsh” . 

    Como para intentar clarificar un poco la posición de Walsh con

respecto al caso Padilla, vale apuntar un par de conceptos vertidos en un

artículo que da cuenta, en primera persona, de sus convicciones en defensa

del proceso cubano y de la antipatía que le despierta la reacción de los

intelectuales firmantes de la carta crítica: “Sesenta y dos intelectuales, en su

mayoría europeos, han descubierto en el Caso Padilla el motivo para romper

con la Revolución Cubana. Algunos son creadores importantes; otros no.

Algunos han actuado políticamente; para otros la política es tan ajena como
la astrofísica”. Más adelante, con respecto a la calificación de “stalinista” a

la conducta asumida por la dirección cubana, puntualiza: “Todo el

procedimiento de los 62 intelectuales me parece de una formidable ligereza.

Ellos pueden ignorar lo que significó el stalinismo como construcción de un

país; no pueden ignorar lo que significó en su aspecto represivo… ¿Dónde

está el paralelo? Encandilados por la semejanza externa de un

procedimiento, olvidan todo lo que hasta ayer los convirtió en defensores de

la Revolución Cubana y trasladan mecánicamente la Rusia de 1937 a la

Cuba de 1971. Cuando el cielo es convertido así en un repentino infierno, yo

pienso que el método es un arrebato, y el resultado una caricatura” . 

   No será la única discusión acalorada que compartirán Paco y Rodolfo.

Otro tanto genera el debate en las guevaristas FAR sobre el vínculo entre el

marxismo como herramienta ideológica y el peronismo como motor del

cambio social en Argentina (para Paco, el peronismo “es la fuerza

revolucionaria de este país; su composición y la gravitación que tiene la

clase en el movimiento es lo que le da su carácter revolucionario”) y no

menos tiempo habrá llevado achicar las distancias entre la “patria socialista”

de algunos y la idea de “socialismo nacional” de otros en esas mismas

tertulias de madrugada, regadas de poesía impertinente, de humoradas

inteligentes y de ginebra en vasos que se agotan de repente. “El camino ha

sido largo y seguirá siéndolo, tampoco ha sido una lucha químicamente

pura, como pueden pretender los ‘ideólogos de las revoluciones’. Las teorías

necesitan de prácticas para ser válidas, y cumplir estas prácticas supone a su

vez hundirse en la realidad, que generalmente es desprolija, contradictoria y

objetable, si no fuera así no habría razones para querer cambiarla”, apunta

Urondo, intentado justificar las objeciones que señalan algunos sobre ese

“movimiento de liberación nacional” que se intenta imponer al peronismo

como nueva función.  

    Pero entre tantas diferencias ocasionales, hay un tema saldado para

todos: la necesidad de la acción revolucionaria, más allá de los oficios y de

las cualidades artísticas de cada uno. “Poética en griego quiere decir acción,

en este sentido no creo que haya demasiadas diferenciaciones entre la poesía


y la política. […] Por la poesía, por la necesidad de usar las palabras en toda

su precisión y significación he llegado al tipo de militancia que ahora tengo.

Los compromisos con las palabras llevan o son las mismas cosas que los

compromisos con las gentes, depende de la sinceridad con que se encaren

tanto una actividad como la otra, siempre hay lugar para la retórica en el

sentido estrictamente ornamental de la palabra. De esta manera pienso

seguir trabajando rigurosamente en ambos terrenos, que para mí es el

mismo” , explica el poeta Urondo, admirador del peruano Javier Heraud y

del salvadoreño Roque Dalton, hermanos del alma en esa actitud de quitarse

de encima, como una mosca molesta, la supuesta contradicción entre el

mundo de las letras y el de la política.  

   Pero el 14 de febrero de 1973 la policía suspende todas las charlas con

su aparición represora. Paco es detenido junto a Claudia, su hija, y a varios

de los principales cuadros de las FAR en el barrio El Chelito, en una quinta

que habían alquilado meses antes en Tortuguitas con el objeto de preparar

las reuniones de unificación con Montoneros. A partir de se día funesto,

comienza una intensa campaña propagandística que exige la libertad del

poeta. Julio Cortázar lo visita en la prisión mientras se multiplican las

cartas públicas a favor de su liberación y, al mismo tiempo, por las paredes

de la ciudad surgen afiches con la caricatura de Paco, dibujada por

Hermenegildo Sábat. Pero Urondo es claro en sus mensajes a los

compañeros que asumen esas iniciativas: impuso como condición que en

cada denuncia se incluyera, sin excepción, a todos los presos políticos y no

sólo el suyo, ya en ese momento el de un escritor reconocido. “Si es

necesario, que me pongan a mí a la cabeza; pero nada para mí solo”, le

escribe a Julia Constenla. Pero Paco no pierde el tiempo en su celda de

Devoto. Mientras en la calle crecen los rumores de la amnistía general

decretado por el gobierno electo de Cámpora, en un sombrío rincón del

penal Urondo logra juntar a María Antonia Berger, Ricardo Haidar (de

Montoneros) y Alberto Miguel Camps (de las FAR), los tres sobrevivientes

de la masacre de Trelew. Un día antes del retorno del peronismo al gobierno,

precisamente a las 9 de la noche del 24 de mayo, Paco acomoda su grabador

entre los tres compañeros (“Hablábamos todos muy bajito, lentamente.


Nadie se movía casi. Como si estuviéramos pegados, como si estuviéramos

amarrados por algo”, define el poeta) y se dispone a escuchar durante toda

la noche una historia trágica, nunca antes contada por los únicos testigos

vivos de aquella masacre que preanunció el genocidio posterior. Urondo

anotaría después en La patria fusilada: “Los tres han dado muestra de una

enorme entereza y fortaleza en todas las circunstancias que enfrentaron

entonces y pasaron después. […] Ellos no necesitan para nada de mi

protección, o de ese cuidado. Pero eso sentí. La solidaridad que despertaba

en mí lo que iban contando, me producía ese sentimiento de cuidado sobre

ellos. Y ahora me pregunto: ¿acaso no hay que cuidarlos?”. Más adelante,

destaca: “Alguien me confesó que todos se asombraban de la paz, la quietud

que reinaba en esa celda, donde estábamos grabando, horas sentados en la

misma posición. Se sustrajeron del clima del triunfo popular que había en el

penal” . 

    También Rodolfo Walsh recordó, tiempo más tarde, esa escena que

definía a Paco mejor que uno de sus poemas. Sentado, en silencio, siguiendo

con atención absoluta un relato que iba ganando en tensión y en tristeza a

medida que se acercaba el trágico desenlace: “En la cárcel, sin esperarla,

volvió la literatura –señaló Walsh–. Esa noche del 25 de mayo, cuando el

pueblo victorioso embestía contra los muros de Devoto y centenares de

compañeros festejaban la libertad inminente, te encerraste con los

sobrevivientes del fusilamiento de Trelew y una grabadora. Escuchaste,

mientras en la calle subía ese rugido impresionante de la multitud

empujando la puerta: ‘¡abran carajo o se las echamos abajo!’. Escuchaste

como nunca, atento a cada temblor en la voz de los que habían resucitado

del espanto. Manejaste esa historia como de chico debiste manejar el bote,

allá en tu río, dejándote llevar por su corriente, con apenas un toque de pala

–una pregunta– para enderezar el rumbo. Allí fue más cierto que nunca que

escribir es escuchar”. 
4. Aprovechó la reunión para estudiarlo detenidamente. Lo tenía justo

enfrente, en mitad de un círculo formado con las sillas ocupadas por

principales cuadros del Consejo de Redacción de Noticias. Paco cebaba y

entregaba el mate en mano. A su lado, Gelman fumaba. Más allá, el Perro

escuchaba con atención. “Cogote” Bonasso intentaba defender, ante el

Número 1 de la Conducción Nacional, la mirada de la redacción sobre el

estilo y el lenguaje que el diario llevaba adelante. Mario Eduardo Firmenich

parecía ansioso, como si estuviese esperando desde hace tiempo la

conclusión de Bonasso para presentar sus ideas. Rodolfo, que conocía en

detalle los argumentos que “Cogote” exponía, eligió la oportunidad para

estudiar con disimulo a Firmenich. Era la primera vez que lo veía

personalmente, y la chance surgió de improviso, sin anuncios previos, más

allá de algún comentario subjetivo deslizado por Paco a media tarde, que

pretendía dar a entender la relevancia de la reunión nocturna en la

redacción. Tenía frente a él a uno de los protagonistas del Aramburazo, a

uno de los responsables de construir una organización revolucionaria casi

desde la nada, al ex líder de la Juventud Estudiantil Católica que había

sucedido a Sabino Navarro en la dirección de la M, a un cuadro que conocía

las mañas de la clandestinidad desde 1970 y que ahora, en la reunión en

Piedras 735, había saludado a todos sin la menor afectación, se había

sentado en mitad del círculo de sillas y escuchaba las razones del director

del diario. El “Pepe” es hombre de pocas palabras, de conceptos disparados

como sentencias, que cierran el debate y apuran los tiempos de la

discusión. 

   Hasta esa noche en que ninguno de los presentes puede abstraerse del

clima de tensión que se respira en el ambiente, lo poco que Rodolfo conoce

del “Pepe” se debe a los comentarios dispersos de Paco, quien en su

espasmódica semblanza del jefe montonero añade datos de color que

permiten humanizar un poco al personaje, casi un mito para el imaginario

de la militancia: apunta que es hincha de Racing y durante algún tiempo,

antes de la clandestinidad, trabajó como chofer de taxi.


    “Es físicamente corto, robusto, algo tosco. Con ojos marrones opacos

y cejas hirsutas. Habla bien y es ameno, pero tiene un cierto retintín

escolástico de maestroescuela”, lo describe Bonasso, quien añade además:

“Escribo esto y en cierto modo me avergüenzo de haberlo escrito: ¿quién

carajo soy yo para juzgar al Pepe? Nadie es Número 1 por casualidad y él es

quien es por su estratégica participación en el Aramburazo” .

    No hay registro de las impresiones de Walsh sobre Firmenich.

Curiosamente, es más lo que el “Pepe” conoce de Rodolfo que lo que el

periodista sabe del dirigente montonero. “Sabía de su existencia como

escritor a través de algunos de sus libros más célebres entre el activismo

peronista, como ¿Quién mató a Rosendo? y Operación Masacre. Esta última

obra fue particularmente estudiada por nosotros, antes del ajusticiamiento

del tirano Aramburu”, señalará décadas después Firmenich. En aquella

misma reunión, uno y otro se estudian con sigilo, intentando que el otro no

descubra sus miradas ocasionales. Uno y otro, frente a frente. Para

Firmenich, “Rodolfo daba la impresión de un militante maduro, que no

improvisaba lo que decía, que actuaba con responsabilidad y humildad. Si

alguien hubiera estado en una reunión con él sin saber quién era… se

hubiera ido con estas impresiones y no con la idea de que alguien famoso,

con ‘autoridad’ impuesta por haber publicado libros, le había dado un

discurso ex cátedra sin escucharlo”. A la hora de subrayar un aspecto en la

personalidad de Walsh a partir de aquellos encuentros en Noticias que se

repetirían de modo esporádico en los días siguientes, el Número 1 de

Montoneros concluye: “Creo que el mejor elogio que se puede hacer a la

humildad de Walsh, es que él no violaba la organicidad para hacer notar su

peso de periodista y ensayista consagrado o su mayor edad y su experiencia

relacionada también a la Revolución Cubana. Simplemente cumplía con su

deber de militante, igual que cualquier otro” . 

    Difícil precisar cuál pudo haber sido la impresión de Rodolfo a partir

del primer encuentro. No hay testimonios que definan elementos sobre este

aspecto en particular, pero resulta evidente un aspecto: Walsh, como el resto

de los compañeros de Noticias, curtidos ya en muchos años de militancia,


reconocían la autoridad de Firmenich por su condición de fundador de

Montoneros y, a la vez, por su categoría de combatiente y de responsable de

una organización que, en muy poco tiempo, había logrado congeniar un

mismo lenguaje con miles de jóvenes peronistas. Ese logro le había

permitido a Montoneros convertirse en un polo de atracción revolucionario

casi exclusivo que concentró a decenas de pequeños y medianos

agrupamientos bajo un mismo paraguas; referencia insoslayable para

multitudes de jóvenes desde una perspectiva revolucionaria de

transformación que se apoyaba en múltiples variables, pero que situaba a la

lucha armada como su fuerza central. 

    “Muchas veces me he preguntado cómo fue posible que personas de

notable aptitud e incluso brillo intelectual se sometieran a los dictados de un

‘liderazgo paupérrimo’” , señala Verbitsky en el prólogo del libro El tren de

la victoria. Se trata de una pregunta que ha atravesado muchas discusiones,

porque no resulta sencillo comprender un esquema de conducción que

tuviera en sus escalones más bajos a hombres como Rodolfo Walsh y Juan

Gelman, por citar un par de ejemplos presentes en aquella reunión en

Noticias. Pero más allá de la dificultad de analizar la historia apartando las

miradas críticas que aflorarían con el tiempo con respecto a los caminos

elegidos por los dirigentes, existía en aquella atracción de Montoneros

algunos elementos de extrema singularidad. Según Verbitsky “ninguno de

nosotros tenía aprecio por las personas de la conducción, pero al mismo

tiempo teníamos humildad porque ellos se habían jugado por cosas que

nosotros no habíamos hecho. Y como intelectuales teníamos una actitud de

humildad frente a eso”. 

    ¿La distancia que separaba a Firmenich y el resto de la Conducción

Nacional de muchos de los cuadros medios de la organización, sin duda

mejor formados ideológicamente y más desarrollados intelectualmente,

dependía exclusivamente de su condición de combatientes? Es probable que

esta misma categorización determinada por las armas, que imponía primero

el respeto y la subordinación de unos sobre otros, estuviera contaminada

también del prejuicio anti-intelectual, prejuicio a menudo cimentado por los


propios hombres de ideas dentro de la organización. “Es cierto que

teníamos visiones críticas y había mucho acuerdo entre nosotros en ese

sentido porque se trataba de una mirada compartida sobre cosas que no nos

gustaban –destaca Verbitsky–. Pero no teníamos la soberbia de pensar que

nosotros sabíamos mejor que ellos cómo había que conducir al

movimiento”.  

   Esa noche en la redacción, Rodolfo Walsh se encontró con el máximo

dirigente de la organización a la que había decidido sumarse poco tiempo

antes. El tiempo y la dinámica implacable de los acontecimientos mutarían

la confianza en preocupación y el silencio admirativo en crítica irreverente

al profundizarse un camino equivocado, al transformar esas sentencias

absolutas en una ceguera política que impediría, incluso, percatarse del

aislamiento montonero, de la lectura maniquea de la realidad y del reflujo de

masas, que conduciría al final tan temido. 

5. Los tiros pegaban contra el asfalto. Desde la zona arbolada se

escuchaban los disparos, pero la marejada humana que corría y buscaba un

reparo inexistente en el terraplén, impedía discernir con claridad cuál era el

origen de la balacera. Cuesta no imaginar la escena: una multitud cuerpo a

tierra, rogando que las balas no elijan como destino al compañero de al lado,

tan frágil, tan absolutamente vulnerable como uno mismo. Y los gritos, las

corridas que no cesan, y al rato la voz inconfundible de Leonardo Favio ,

desesperado desde el palco de Puente 12, vociferando consignas confusas o

ridículas. Entre ellas, uno que quedaría en la historia negra: “Se ruega a los

peronistas no hacer uso de sus armas”. 

    En el coche sobresalía un cartelón pegado contra una de sus puertas:

“FAR y Montoneros”, decía la pancarta, anticipando la unificación de

ambas organizaciones, que se confirmaría el 12 de octubre de 1973. Allí

viajaba Paco con Lili Mazaferro y Oscar Smoje atrás, mientras adelante
iban Virginia (la hija de Julia Constenla) y manejaba Carlos Campa. Hasta

el ruido inconfundible de los tiros, el viaje había sido una fiesta a pequeña

escala de la emoción general que embargaba a las inmensas columnas de

jóvenes que seguían en procesión en busca de un Líder que nunca llegaría.

Al menos donde no lo esperaban. Pero el impacto de las balas y el

inmediato descontrol, modificó el ánimo y los planes de todos. Cerca de

Puente 12, Paco ordena a todos bajarse del auto y buscar refugio, mientras

levanta el asiento trasero para sacar las armas allí ocultas. Temprano en la

mañana, Paco le advertía a Campa que no olvidara un detalle importante:

“Venite con armas, las que tengas, porque vamos a tener que repartir. Parece

que Osinde…”, recuerda Campa. Tenía razón Paco en sus reparos: Jorge

Manuel Osinde, coronel retirado del Ejército, donde se había desempeñado

como jefe de Seguridad del Servicio de Información durante el gobierno

peronista hasta 1955 (famoso desde entonces por aplicar tormentos a los

prisioneros), era desde 1971 “consejero militar y político” del exiliado Juan

Perón, y desde 1973, designado en el excéntrico cargo de subsecretario de

Deportes del Ministerio de Bienestar Social del gobierno de Cámpora,

donde el mismo Perón había impuesto a su secretario personal, José López

Rega, como máxima autoridad. Ese oscuro personaje había sido designado

como uno de los “responsables” de la organización del retorno de Perón a la

Argentina, del acto más multitudinario de la historia política argentina,

previsto para el 20 de junio de 1973 en las inmediaciones del aeropuerto de

Ezeiza. El historiador Alberto Lapolla asegura que la participación de

Osinde en la Comisión, además de confirmar el deseo de Perón de otorgarle

un lugar preponderante a los sectores relegados del peronidsmo como

contrapeso de la JP, “indicaba que el General estaba dispuesto a apelar a las

armas si no se respetaba si decisión” .

    Paco intentó acercarse al foco de los disparos, pero la tarea resultaba

complicada. Los francotiradores de Osinde hacían blanco contra cualquier

persona en movimiento, y la desbandada de compañeros que se alejaban

corriendo del lugar dificultaba cualquier avance. El escenario era desolador.

Miles de manifestaban ya habían elegido el camino del regreso, con las

banderas plegadas y los carteles tirados al costado del camino, para cuando
desde los altoparlantes alguien anunció que el General Perón había, por fin,

aterrizado en el país, pero en Morón, no hubo nada parecido a los festejos

imaginados horas antes. El rostro de miles de hombres y mujeres dejaba

traslucir, entonces, otras emociones menos festivas.  

    Cuenta Miguel Bonasso que el día después de la matanza, lo llamó a

la redacción de La Opinión una azorada Alicia Eguren para expresarle una

dolorosa sentencia: “Siempre se dijo que éramos fascistas, cuando no era

cierto. Ahora es verdad, Miguel: esto que vimos ayer es el fascismo”. Añade

el autor de El presidente que no fue: “La viuda de John William Cooke tenía

autoridad para decirlo. Walsh opinaba exactamente lo mismo. Ayudado por

el ‘Perro’ [Verbitsky], había hecho escuchas antes, durante y después de

Ezeiza, para tratar de hacerle entender a la conducción de FAR y

Montoneros lo que se estaba cocinando a nivel de contrainsurgencia y que

no se detenía así nomás, sólo exhibiendo capacidad de movilización”.

Walsh y su equipo de escuchas (que también integraba Pirí Lugones ),

registraron las transmisiones de las fuerzas de seguridad que se

comunicaban a través de la frecuencia del Automóvil Club Argentino (ACA)

. Entre las transmisiones captadas, sobresalen las realizadas por los

operadores del Comando de Organización (COR): “Se han detenido varios

vehículos con la sigla FAP y FAR”, informó un móvil ubicado frente al

Hotel Internacional, a las 13.40. La atención de Rodolfo y del resto del

equipo se concentró en ese seguimiento que, quince minutos más tarde,

precisaba: “Son cuatro vehículos, con cinco personas en cada vehículo.

Llegaron tocando un clarín”. “Grupos de FAR se aproximan por parte

trasera del palco”, avisaban a las 14.05. Desde la moderna central de

comunicaciones del ACA, alguien exigió más detalles: “¿Grado de

combatividad del grupo?”. “El grupo es de 1.500 a 2.000 personas. Todavía

no se ha podido apreciar el grado de combatividad”, fue la respuesta desde

el móvil. “Informe si el grupo se identifica por sus cartelones o si es un

grupo combatiente o militante que se identifica por sus uniformes o

insignias”, exigió el comando. El móvil del COR respondió: “El grupo ya ha

sido empujado por la Juventud Sindical y ha retrocedido”. 


    En mitad de la balacera, en plena faena de los francotiradores

apostados en los árboles, el COR y la CGT secuestran y toman prisioneros

que después serán derivados al Hogar Escuela para su interrogatorio

mediante tormentos. A las 15.35, otro móvil de la COR da el parte que

todos los burócratas esperaban, después de diseñar una ridícula y macabra

ilusión sobre el absurdo intento de copamiento del palco por parte de las

fuerzas revolucionarias como justificación de la agresión: “Palco en poder

de la gente del teniente coronel Osinde” .

    Poco después, la voz de Leonardo Favio volvía a hacerse sentir desde

el palco, en este caso, reclamando una y otra vez a los francotiradores de

Osinde que abandonaran su posición: “Si en el término de medio minuto no

ha descendido hasta el último elemento que se encuentra en los árboles, los

compañeros de seguridad comenzarán a actuar”. Sin embargo, unos y otros

respondían a las mismas órdenes. Ante la inminencia de la llega de Perón,

Favio –notoriamente confundido por el tiroteo– comenzó a arengar a una

multitud en desbande y asustada por el caos de los disparos y las corridas,

con las primeras estrofas del Himno Nacional, balbuceadas cuerpo a tierra,

desde el piso de la cabina a prueba de balas del palco. Ante su peculiar

posición, Favio dijo, sin ahorrarse cierta grandilocuencia ante el micrófono:

“El elemental resguardo de seguridad me hace permanecer en esta posición,

pero estoy totalmente tranquilo, porque estoy contagiado del valor de

ustedes, el pueblo peronista del General Perón. Paz, armonía, tranquilidad y

ejemplo. El mundo nos contempla…”

    En ese momento, uno de sus acompañantes en el palco sintetiza la

tragicómica escena con un grito que sobresale en las grabaciones: “Callate,

che salame”.

    Para Verbitsky, la masacre fue premeditada con el objetivo de

desplazar a Cámpora del gobierno, y allí la izquierda peronista “cometió

errores que la condujeron indefensa al desfiladero del 20 de junio. Ignoraba

que eran tan peronistas las posiciones de sus adversarios internos como las

propias y planteó una pugna en términos de un lealtad a un hombre cuyas

ideas no conocía a fondo”. “Creyó que sería posible compartir la


conducción con Perón en cuanto éste reparara en su poder. Se acostumbró a

interpretar la realidad política en términos de estrategia militar, pero no

previó que se recurriría a las armas para frenar su marcha impetuosa. Fue a

un tiempo prepotente e ingenua” , añade en la introducción de su libro

Ezeiza, quien también admite que ese 20 de junio de 1973 dejó de ser

peronista.

    Ezeiza marcó una etapa que se cerraba en la breve historia de

Montoneros: la signada por la lucha legal, donde la enorme capacidad de

movilización de la organización, pero particularmente su influencia

creciente en los sectores populares desde el trabajo de base, le había

permitido negociar en igualdad de condiciones el reparto de los puestos en

el gobierno de Cámpora con los sectores de la burocracia y del peronismo

más tradicional. Negociación que hasta impulsó a la Conducción a enviarle

a Madrid al mismísimo Perón una lista con 300 nombres sugeridos para

cubrir cargos clave en todo el país, y vetar otros tantos que se barajaban con

recomendaciones tales como: “Estimamos como peligrosa y contraria a los

objetivos del futuro gobierno la presencia en el gabinete de…”. 

   Para Paco, el regreso de Ezeiza fue uno de los viajes más complejos de

su vida. Algo se había roto para siempre esa tarde con las ráfagas pegando

contra el asfalto, los compañeros en el suelo, las caras aterrorizadas de las

señoras con los chicos, los gritos, las corridas… Después de las puteadas de

rigor contra los fascistas del palco, eligió manejar en silencio, con la radio

prendida dando cuenta del parte provisorio de muertos y heridos, como para

intentar comprender toda la secuencia trágica que le había tocado compartir

con millones de argentinos. “Nos quiere destruir”, le susurra durante el

viaje, casi al oído, Carlos Campa. Ninguno de los dos necesitaba pronunciar

el nombre aludido tácitamente. “No, ¿cómo vas a pensar una cosa así?” ,

protestó Paco, intentando impostar seguridad en el reproche, pero sin poder

disimular del todo sus propias dudas. 

   Del otro lado de las ventanillas, un silencio apagado, lúgubre, invadía

la noche. “El proceso de ascenso popular que arrancó en el Cordobazo

acaba de frenarse bruscamente”, sintetiza Bonasso. Una nube de tormenta


cubre un cielo gris que parece cortado a medida de esa jornada en que una

violenta fractura dejaba al desnudo un abismo profundo. 

6. En silencio, con un traje de los pocos que le quedan, camina las

cuadras que lo separan de la redacción en San Telmo. Cuando llega a

Piedras 735, sube la escalera hasta el descanso del primer piso donde, como

todos los días, comparte unos minutos de charla con el jefe de seguridad,

que apoya la Itaka contra un rincón para cebarle unos mates al recién

llegado. El “intendente” del diario es un viejo conocido de Rodolfo: Julio

Troxler, una leyenda de la resistencia peronista, uno de los sobrevivientes

que había aportado su testimonio para la investigación sobre los

fusilamientos en el basural de José León Suárez . A unos pasos de distancia,

entre los boxes donde se acomodan los empleados de la administración,

fotografía y el archivo, tiene su oficina el director, Miguel Bonasso, más

conocido como “Cogote” por el personal. La puerta está abierta. En el

umbral se queda Rodolfo, intercambiando novedades de último momento,

indagando sobre la fecha estimada para la salida de un diario que, desde

hace meses, les quita el sueño a todos. Bonasso, sin disimular el cansancio

ante la sucesión de conflictos burocráticos que aún quedan pendientes, le

confiesa sentirse sobrepasado de tareas: el problema de la distribución y la

imprevisible actitud de los canillitas –clave para el éxito de las primeras

ediciones–; la ardua negociación con varias imprentas que no aseguran

llegar con los plazos de entrega requeridos; el mecanismo previsto para el

traslado de los materiales hasta la rotativa –toda una odisea a contemplar

para que el proyecto no se desinfle ante el primer obstáculo– y otros cientos

de temas que se amontonan en su escritorio de papeles y remitos. De lo que

no habla Bonasso, lo que se guarda para una conversación más privada, es

de la cobertura legal que permitirá la salida a la calle del proyecto, generada

a partir de la influencia de algunos periféricos a Montoneros con la creación

ad hoc de la sociedad anónima Hoy S.A.; que aparecería como propietaria.

En todo caso, estaba claro que el financiamiento dependía de la orga y no


eran pocos lo que ya se iban dando una idea con respecto a la procedencia

del dinero. Para algunos, el proyecto se sostendría con los fondos del rescate

por el secuestro de un ejecutivo de la Philips. Para otros, la inversión inicial

correspondía al empresario David Graiver –quien años después garantizará

la salida al exterior del dinero obtenido por el secuestro de los hermanos

Born–. Pero poco importa eso ahora: el tema es que hay plata, pero todavía

no hay diario. 

    Walsh lo deja a Bonasso atragantado con sus problemas y sube hasta

el segundo piso, donde se encierra en la oficina que le han separado como

responsable de las secciones Información General y Policiales. En el mismo

piso se ubican los pequeños despachos de Paco Urondo, Horacio Verbitsky

y Juan Gelman, parte del lujoso equipo de redactores e intelectuales  a cargo

de un emprendimiento audaz y apasionante que se había bautizado, poco

tiempo atrás, con el nombre Noticias (“Sobre todo lo que pasa en el mundo”

fue la bajada elegida para evitar un problema legal con la marca) después de

haber descartado otro como Pueblo. Ahora, Rodolfo respira los aires

agitados de una redacción por primera vez, más allá de su pasado en el

Servicio Especial de la agencia cubana Prensa Latina y su papel como

hacedor del Semanario CGT, como parte de un equipo mucho más pequeño.

En esta oportunidad, el desafío impone aprender rápido a trabajar con

páginas asignadas y con gente a cargo: unos cuantos jóvenes pasantes a

quienes pretende transmitirles algunas pistas mínimas del oficio. Se trata, en

todo caso, de una ocasión inmejorable para conjugar el esfuerzo militante

con el oficio periodístico. “Siempre en el límite, siempre en el borde”, como

definiría Verbitsky años mas tarde. 

    El día que conoció el edificio de la calle Piedras no encontró casi

nada; ni mesas ni máquinas, no había más que una idea. Pero al poco tiempo

empezaron a llegar las mesas, las máquinas, los tabiques, los cronistas y el

desafío fue tomando cuerpo: la redacción se convirtió rápidamente en un

hervidero donde se cruzaban la militancia y el periodismo. Si bien el

proyecto partía desde la Conducción Nacional de la organización, ya desde

las primeras conversaciones informales se había propuesto utilizar un


lenguaje diferente al de cualquier prensa partidaria, sin dejar de aprovechar

el empuje de un producto imaginado desde lo popular, con estilo propio,

original y de calidad. En ese sentido, el diario era también una herramienta

política valiosa para generar una dinámica “frentista” desde una mirada

peronista de izquierda, para lo cual se convocó a participar con amplitud a

hombres y mujeres de todas las tendencias revolucionarias. 

    Con respecto al estilo, si algo tenían en claro Urondo y Bonasso

cuando empezaron a reunirse con la idea del diario sobre la mesa, era la

decisión de despegarse del tono de barricada tan habitual en otras

publicaciones de la orga, como El Descamisado (que tiraba 100.00

ejemplares por semana) o Evita montonera. La idea era imponer un

producto bien editado, que fuera más allá de los tópicos de la militancia y

pudiera meterse como una cuña en los problemas cotidianos del común de

la gente, terreno en el que Crónica marchaba a la vanguardia entre los

diarios. 

    Cuando se empezaron a barajar los primeros nombres de quienes

integrarían la redacción, el de Rodolfo surgió de inmediato. A poco de su

ingreso a la organización, la oferta de sumarse a un medio propio rodeado

de personajes entrañables terminó por consolidar su militancia. Además de

Miguel Bonasso –que había cumplido una destacada labor como agente de

prensa durante la campaña electoral de Héctor Cámpora, meses atrás–,

conformaban la dirección colectiva Juan Gelman –el poeta que prefería las

palabras justas y concisas antes que caer en regodeos laberínticos y que

sería el jefe de redacción–, Horacio Verbitsky –viejo amigo y compañero en

el semanario de la CGTA, jefe de Política– y Paco Urondo –también poeta,

pero ahora en el incómodo papel de nexo entre la redacción y la dirección

montonera–. Otro viejo conocido de Walsh, el diseñador Oscar Smoje, sería

el encargado de imponer una estética novedosa desde las portadas y las

páginas interiores, con mucha presencia del reportaje gráfico y una especial

atención al relieve de títulos llamativos. En ese colectivo de militancia,

donde la amistad se cruzaba con la literatura y las urgencias se sumaban a

los complicados conflictos a resolver, era difícil no abrazar un proyecto


político que pretendía representar a la mayoría de la juventud

revolucionaria. 

    “Por fin el primer diario… El primer diario en 18 años. El primer

diario peronista abierto a todos los sectores que quieren la liberación. El

primer diario argentino al que le interesa más Tucumán que Roma, Lima

que Washington y Argel que París…”, se explicaba desde la campaña

publicitaria previa a la inminente salida. En medio del maremoto político

que generó la abrupta renuncia de Cámpora a la presidencia a partir de la

exitosa ofensiva lanzada por la derecha peronista, Noticias salió a la calle el

miércoles 21 de noviembre de 1973   con la intención de ganarle lectores a

los grandes matutinos y consolidarse de manera masiva. Intentó para ello

desarrollar con mayor profundidad lo mejor de sus competidores –

aprovechando las temáticas de Crónica y el estilo seco y despojado de la

prosa de La Opinión–, el diario buscaba hacer equilibrio entre las noticias

políticas nacionales (cargadas de la misma realidad que atravesaba a todos

los militantes), pasando por un exhaustivo trabajo en información general (a

partir del trabajo de campo en los barrios cada día), pero sin desentenderse

de la cultura y el deporte (había historietas y ficciones, pero también el

cronograma de las carreras, los “pálpitos” de la redacción y los resultados

de la fecha del fútbol). Si querían ser populares de verdad no podían bajar

línea solamente; había que arremangarse y salir a la calle para escuchar los

problemas de la gente y reflejarlos. 

   El título dominante de aquella primera edición ocupaba la mitad de la

portada: “Perón en el mando”. Lo acompañaba una foto del General vestido

de uniforme militar, ahora como nuevo presidente y comandante de las

Fuerzas Armadas después de 18 años de proscripción. De frente a la

portada de la primera edición, Rodolfo walsh esbozó una sonrisa mínima

que solo Horacio Verbitsky supo interpretar. Algunas semanas atrás, habían

discutido acerca de la ambición de Perón por recuperar su grado militar.

“¿Vos te pensás que a esta altura de su vida perón va a privilegiar su

condición de militar?”, preguntó Verbitsky, incrédulo. “Yo creo que sí”,

respondió Walsh, desconfiado como siempre del Líder del movimiento pero
muy certero en su análisis: después de arduas negociaciones con

representantes de las Fuerzas Armadas, Perón asumió la presidencia con su

uniforme de Teniente Coronel y aceptó que el Congreso lo ascendiera a

Teniente General. Desde aquella primera tapa se confirmaba la intención de

Montoneros de mostrarse disciplinado al Líder en medio de la cruenta puja

por la hegemonía del movimiento. La edición incluía además, en la parte

superior de la tapa, otro sugestivo título: “Seis mil personas en Ferro. No

asistió Isabel”. Allí, a través de una crónica donde se subrayaba la ausencia

de la Primera Dama a un acto de escaso impacto de la derechista JPRA

(cuando los organizadores habían pronosticado una asistencia masiva), se

dejaba constancia que Noticias también sería un alfil en la estrategia de la

Tendencia contra sus enemigos en el peronismo.

    En una de las reuniones organizativas previas a la salida del diario,

Bonasso, Walsh, Gregorio Levenson y Julio Roqué intercambian opiniones

sobre el proyecto en la casa de quien sería el director de Noticias. Se

mencionan allí problemas estratégicos: el dinero, el vínculo con la orga, el

límite de la amplitud propuesta para el medio. Pero un incidente interrumpe

la tertulia. Desde el fondo de la casa, los gritos de los pequeños hijos de

Bonasso obligan a suspender la charla. El problema es simple: el gato

siamés ha trepado hasta lo alto del pino y no se atreve a bajar. Los chicos

exigen la ayuda de los mayores, que sonríen por la gravedad de la situación

pero dudan sobre los métodos más afectivos para bajar al gato de las altas

cumbres del árbol. Intentan con palos y escobillones, con comida para el

gato, pero no hay caso. El felino, temeroso, se aferra a una rama y la reunión

corre peligro de suspenderse. “Y será, curiosamente, Rodolfo Walsh el que

dejará sus gruesos lentes de miope sobre la mesa ratona y trepará con gran

agilidad al pino”, comentará Bonasso. Walsh se gana para siempre la

admiración de los chicos cuando entrega, sano y salvo, al gato. “No por nada

escribí ‘Irlandeses detrás de un gato’”, acota jocoso el escritor, en su

descenso a tierra firme. 

    Con una agilidad similar trabajará en su nuevo desafío: la redacción.

La sección de Walsh, Policiales, se estrenó con una investigación sobre el


asesinato de cuatro vecinos del barrio obrero Kolynos en Quilmes, y se

informó sobre el proyecto de iluminación de Camino Negro, una de las

arterias que conecta el Conurbano con la Capital Federal. Sobre esa noticia,

se detallaba que a partir del trabajo voluntario de los vecinos, los costos de

realización se abaratarían. Otros de los temas abordados que prefigurarían

una de las obsesiones de Walsh desde entonces, sería el problema edilicio

de los habitantes de una villa de emergencia en Berisso. En poco tiempo

más, Walsh incorporaría a las páginas de su sección un apartado clave:

“Barrios y villas”, en el intento de cubrir las novedades que afectaban

directamente a los sectores populares. 

    Varios de los responsables del cierre deciden esperar la primera

edición en la puerta de la imprenta Fabril Financiera, en Barracas. El paisaje

de madrugada es desolador, entre fábricas abandonadas y un silencio apenas

interrumpido por el ladrido de unos perros noctámbulos. Apenas tienen un

ejemplar entre manos recién salido de las rotativas, la cúpula del diario

camina hasta un bar para festejar la salida del matutino. Entre comentarios y

lecturas de apuro, Bonasso observa que en una mesa contigua un grupo de

obreros charla animadamente mientras vacía unas copas de ginebra antes de

ingresar a su turno de trabajo. Es la oportunidad de someter a Noticias a una

prueba de fuego: la opinión descarnada, sin filtro, de quienes justamente son

los destinatarios potenciales del proyecto. Gelman escucha la

recomendación de “Cogote” y se acerca a la mesa de los laburantes de

overol con un par de ejemplares en la mano. Propone la idea y los obreros se

entusiasman con la chance de opinar sobre un diario recién salido de

imprenta. En un rincón del bar, entre colillas de cigarrillo y tazas de café

con leche, Bonasso, Gelman, Urondo y Verbitsky esperan en silencio la

sentencia fatal, mientras intentan agudizar el oído para no perderse los

comentarios que llegaban desde la mesa vecina. Son los minutos más largos

de la historia de Noticias. Por fin, uno de los operarios cierra su ejemplar y

les hace una seña con la mano, como advirtiendo que está listo para ofrecer

sus impresiones. Breve, sincero, directo, les dice: “Está muy bueno. Parece

Crónica pero no chorrea sangre. Y es bonito”. 


   En el rostro de Bonasso y Paco se dibuja una sonrisa. Noticias arranca

con el pie derecho. 

7. El televisor está donde siempre. Encajado sobre una silla, en un

rincón marginal del comedor, casi tapado por papeles que se escapan de una

carpeta, sin volumen. Falta para el almuerzo, advierte Rodolfo, y se pierde

entre ficheros y retazos de diario, que despliega desordenadamente sobre la

mesa, en busca de algún dato oculto. Horacio no se mete, no podría

encontrar la lógica del orden del otro, que revuelve páginas subrayadas y

coteja las fechas anotadas en su cuaderno anillado. Mejor que nadie sabe

que cuando Rodolfo se empecina en buscar algo que se le escapa, mejor

apartarse un rato, no interrumpirlo en su tarea. Por eso busca distraerse con

la mirada la imagen en blanco y negro del televisor. Ahí está, otra vez, como

toda la tarde de ayer y la mañana de hoy, la misma imagen. El mismo

hombre. La misma historia, repetida mil veces en escasas horas: ayer al

mediodía, un comando integrado por desconocidos asesina en la esquina de

Nazca y Avellaneda, al secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci. De

poco le sirvieron los quince matones que, supuestamente, cumplían la

función de protegerlo de un ataque que no lo tomó por sorpresa: el tipo

siempre andaba con custodia y nunca dormía dos noches en el mismo lugar.

Los custodios intercambiaron disparos con los agresores, que disparaban

desde una terraza cercana y desde la ventana de una casa en alquiler. “La

guerrilla es una basurita en el carburador”, había ironizado Rucci, apenas

asumido al frente de la central sindical. 23 disparos recibió el dirigente

frente al departamento de su cuñada, donde había decidido pasar la noche.

Tres días, apenas, han transcurrido desde la victoria electoral de la fórmula

Perón-Perón, y ya los noticieros deben ocuparse de otro tema.  

    La imagen del Petiso Rucci (que alguna vez había definido a Rodolfo

Walsh como “un sucio marxista” ) monopoliza la pantalla. En el televisor

mudo, se sucede un desfile de policías explicando lo inexplicable ante el


micrófono de los cronistas, el rostro apesadumbrado de buena parte de la

burocracia sindical, las imágenes del Torino rojo, agujereado por el fragor

de la balacera. Verbitsky asiste al informativo sin esperar datos nuevos sobre

la autoría del atentado. Ya infiere quiénes pueden haber sido los

responsables. Con un gesto, interrumpe a Rodolfo en su pesquisa para

mostrarle las noticias.

   –Esto fue la CIA o el ERP –, conjeturó Verbitsky, convincente.

    Rodolfo Walsh espió el televisor un momento, pero no dijo nada. Un

abismo de tiempo se abrió entre los dos, sentados ante una mesa repleta de

papeles, mirando una noticia que preanunciaba los tiempos que no tardarían

en llegar.

    –¿Vos estás seguro?   –preguntó Walsh, buscando la complicidad de

Horacio ante un interrogante que no parecía de tan sencilla resolución. La

pregunta mínima quedó flotando en el comedor y no hizo otra cosa que

disparar las dudas y los temores de Verbitsky, mientras el almuerzo se

retrasaba. 

    El enigma sobre la muerte de Rucci duró hasta las 7 de la tarde,

cuando en la redacción de Noticias se supo la verdad en boca de Paco

Urondo. Hasta el momento de la confirmación, Bonasso compartió con

Verbitsky la presunción del asesinato como una provocación de la CIA

    –Fuimos nosotros. Me lo acaban de confirmar   –, dijo Paco,

aniquilando todas las presunciones.

    Si bien la figura de Rucci no despierta simpatía en ningún militante

más o menos informado de los acontecimientos a partir de Ezeiza, no hay

acuerdo entre los hacedores de Noticias a la hora del análisis sobre lo

oportuno de la acción apenas dos días después del rotundo triunfo del Viejo

en las elecciones, tiñendo el atentado de un color más parecido al del pase

de factura que al de la justicia popular. No parece el mejor modo de

presionar al Viejo para que siente a la mesa de negociaciones. “No estoy de


acuerdo y lo digo. Rucci era un burócrata fascista y su gente torturó

compañeros en Ezeiza, pero su asesinato es una abierta provocación a Juan

Perón”, opina Bonasso. Más tarde añade: “No entiendo cuál es la lógica que

nos llevó a perdonarle la vida al Brujo López Rega tras la masacre de Ezeiza

y ahora nos hace atentar contra un hombre de Perón, cuando el Viejo acaba

de ganar las elecciones” . 

    Paco y Rodolfo comparten un silencio, pero los dos por razones

diferentes. Paco no ve con malos ojos la pertinencia de la acción porque

confirma el poderío militar de Montoneros después de la fusión con las FAR

y Descamisados (después de todo, la preparación del operativo fue

impecable y el repliegue se ejecutó con relativa facilidad), aunque no intenta

intervenir en la discusión con argumentos que la justifiquen. Rodolfo, en

tanto, niega con la cabeza, se quita los anteojos para refregarse los ojos, luce

incómodo porque no termina de comprender la lógica de tomar una decisión

de ese tipo, con el costo político que significa, y no adjudicarse la autoría

ante las masas. Bonasso parece quitarle la idea de la boca, cuando afirma:

“Una organización revolucionaria no puede producir un ajusticiamiento sin

asumirlo públicamente, porque si no, equipara sus acciones a las de un

servicio de inteligencia” . “Esas decisiones no se sometían a consulta previa.

Yo no sé cuándo, ni cómo ni quién lo decidió, hasta el día de hoy no lo sé.

Esas son las cosas de la compartimentación, el secreto interno”, explica hoy

Verbitsky.   

   La discusión  no se salda esa noche en Noticias. Las implicancias de la

acción monopolizan la discusión durante un viaje en lancha, un par de días

más tarde. Rodolfo conduce desde la proa de la embarcación a la célula

hacia una isla que conoce como la palma de su mano por el laberinto de

brazos del río. La idea es realizar prácticas de tiro y la zona elegida

responde a una propuesta concreta de Rodolfo: el Tigre. El armamento no

mete miedo: un revólver, una pistola, carabina 22 y una escopeta. Walsh

confirma sus habilidades como tirador, esbozadas ya en su puntería durante

las jornadas de entrenamiento militar que realizaba con la milicia de Masetti

y los compañeros de Prensa Latina, en La Habana. En un alto durante la


práctica, Bonasso y Urondo se trenzan enana discusión que no termina de

convencer a ninguno de los dos. Miguel insiste en que el ajusticiamiento de

Rucci es un grave error y que la organización puede pagarlo caro porque las

represalias ya han comenzado a cobrarse algunas víctimas. Paco lo

interrumpe para acotar una idea que viene dándole vueltas en la cabeza

desde hace rato: “Mirá, ahora el Viejo sabe que no puede llamarnos un día

la juventud maravillosa y al siguiente pegarnos una patada en el culo” . 

    El repiquetear lejano de las aspas de un helicóptero empuja a los

tiradores a buscar refugio entre los altos pajonales. Quizá sus disparos hayan

llamado la atención de algún vecino isleño. Quizá solo sea el azar, o la

preocupación que crece entre los compañeros que se ocultan en la maleza. 

   Algunas semanas más tarde, un comunicado de las 62 Organizaciones

pondría blanco sobre negro los pasos a seguir por el ala derecha del

movimiento, irritada ante las últimas acciones contra la burocracia sindical:

“Se acabó. Ellos eligieron el terreno. Y los argentinos no sabemos

arrugarnos a la hora de la verdad, aceptamos el desafío. A pesar de su

disfraz de mascaritas iremos a buscarlos uno a uno, porque los conocemos

[…] Han rebasado la copa y ahora tendrán que atenerse a las

consecuencias”. 

   La tarde asoma en el embarcadero. Un puñado de hombres espera por

la lancha para volver a la ciudad, con sus dudas a cuestas y con la certeza de

tiempos difíciles que se vislumbran en un enrarecido horizonte.

8. “Uno de los aspectos más impresionantes, y en constante proceso de

mejora, del aparato en ebullición de la guerrilla, fue, innegablemente, el

Servicio de Informaciones Montonero. Su pericia, a diferencia de la de un

organismo similar del Estado, descansaba en la colaboración no pagada de

individuos situados en casi todas las esferas públicas de la vida pública


argentina” , afirma el investigador británico Richard Gillespie, autor de uno

de los primeros ensayos críticos acerca de Montoneros. El autor de Soldados

de Perón, poco afecto a deslizar elogios a la organización revolucionaria,

destaca la tarea del sector de Informaciones porque fue de tal magnitud que

cualquier analista interesado en la etapa no puede soslayar la capacidad y

efectividad de los hombres que lo integraban. Uno de ellos era, claro,

Rodolfo Walsh, quien había trasladado todos sus conocimientos técnicos en

escuchas radiales y decodificación de claves policiales de las FAP a

Montoneros, como primera función específica.

    Con respecto a la responsabilidad concreta de Walsh dentro de la

Inteligencia montonera surgen algunas voces discordantes. Mientras

Firmenich sostiene en al menos dos ocasiones que Walsh era el jefe de

Inteligencia   (“Siempre participó de las estructuras de Prensa e Inteligencia

y su aporte fue decisivo en el desarrollo político-organizativo de ambas

estructuras” , señala además), Verbitsky niega categóricamente que ocupara

ese rol y señala a Horacio Campiglia (“Petrus”) como el cuadro que tenía a

cargo el Servicio de Informaciones y formaba parte de la Conducción

Nacional. “Rodolfo, en la última etapa, cuando ya era el desbande y

cualquiera ascendía para llenar los huecos, llegó a ser Oficial 2º y yo,

Oficial… Durante los años de militancia no tuvo más nivel que el de

Oficial”, señala el periodista. Vale acotar que las jerarquías del escalafón

Montoneros ascendían desde el lugar de aspirante como primer eslabón,

siguiendo por el de Oficial, Oficial 2º, Oficial Mayor y, por último, Oficial

Supremo. Por lo tanto, la jerarquía de Oficial a secas que alcanzó Rodolfo

hasta 1976 no se condice con el supuesto lugar de autoridad máxima en una

estructura clave. De todas maneras, lejos de observar la errada afirmación de

Firmenich como una mera confusión, Verbitsky sostiene que el dirigente

montonero intenta de esa manera responsabilizar a Walsh de muchas de las

políticas desarrolladas por la dirección montonera: “No sé por qué

Firmenich dice que Rodolfo era su jefe de Inteligencia. Me parece un intento

por diluir sus responsabilidades y darle a Rodolfo participación en sus

propios errores”, sostiene primero. Después, marca algunas diferencias

importantes: “Si Rodolfo hubiera sido el jefe y yo el segundo, creo que las
cosas hubieran sido menos catastróficas de lo que fueron. Nosotros

veníamos planteando constantemente cuestionamientos a las decisiones

políticas centrales de la Conducción” . 

   Sobre el trabajo cotidiano en la estructura que compartía con Rodolfo,

Verbitsky se ocupa de señalar algunas generalidades: “Mucho análisis de

frentes públicos y muchos procesamiento de información que llegaba en

bruto de distintos lugares de la organización y de la sociedad. Eso había que

procesarlo, había que elaborarlo para contar con elementos que sirvieran de

orientación a la Conducción, que pudieran ser insumos para tomar

decisiones políticas. Aunque no sirvió de mucho, porque había una línea y

una decisión tomada no se modificaba por los datos de la realidad”. Por su

parte, Firmenich niega que la Inteligencia se dedicara al “espionaje” para

poner el acento en la función principal del aparato dentro de la

organización: “Había que tener inteligencia y paciencia para leer los diarios

y revistas especializadas. Y él [por Walsh] se leía hasta los avisos fúnebres,

las sociales, para establecer parentescos”. 

    Para Walsh el desarrollo de un plan político y militar integrado por

múltiples variables debía indefectiblemente basarse en el correcto

conocimiento y análisis de los movimientos y objetivos del enemigo. En este

aspecto irrumpe un elemento clave para conocer la mirada de Walsh sobre

las acciones montoneras: para comprender los avances y retrocesos tácticos

del enemigo, había que estudiarlo en profundidad con el objeto de alcanzar

el objetivo final: adelantarse a sus maniobras y atacar o replegarse según su

fortaleza y debilidad en cada caso. “Toda su actividad estuvo dirigida a

conocer la Inteligencia del enemigo, su estrategia militar y política y, de una

manera más abarcadora, su ideología, sus sistemas y las bases en que se

asiente su poder”, apunta Lilia Ferreyra sobre esta etapa en la vida militante

de Walsh.  

    En ese espacio no había lugar para el idealismo ni para la

subestimación de las fuerzas de las Fuerzas Armadas, una tendencia que sí

contaminaba buena parte de las caracterizaciones de la Conducción

Nacional, dos elementos más que resultarían significativos en una dinámica


errónea de enfrentamiento llevada adelante desde la cúpula de la

organización: “Si algo caracterizó a Rodolfo fue su coherencia. Integrado a

un proyecto político-militar, trató permanentemente de hacer tomar

conciencia al conjunto de sus compañeros sobre la racionalidad de la

guerra, una lógica, si se quiere una ciencia, que no admitía

improvisaciones” , agrega Lilia. La Inteligencia era, para Walsh, nada menos

que una de las herramientas básicas para pretender ganar una guerra, de allí

su interés por imponer su mirada, no desde la vanidad personal de quien

entiende su trabajo como trascendente, sino desde la absoluta certeza de la

utilidad y la necesidad de desarrollar la Inteligencia como arma estratégica.

En ese sentido, se preparaba para mejorar su aporte, según explica Lilia:

“Era un intelectual estricto: si estaba comprometido en una lucha político-

militar, se imponía estudiar y analizar el fenómeno de la guerra con un

criterio científico; si en su trabajo de Inteligencia tenía que ocuparse, por

ejemplo, de los sistemas de comunicación propios o del enemigo, estudiaba

radiotelefonía; si había que descifrar un texto en clave, aprendía

criptografía” . 

    A partir de las opiniones de Lilia puede inferirse que el rol de la

Inteligencia en la organización se tomaba muy en cuenta en momentos

concretos (la preparación de acciones tácticas de cierta complejidad, por

caso), pero se subestimaba como factor determinante e influyente a la hora

de la toma de decisiones más estratégicas. Pese a los esfuerzos militantes de

Walsh, la estructura de Inteligencia no modificó sustancialmente su

condición de dispositivo periférico, según la consideración de la dirección

montonera. En este sentido, antes de la elaboración de sus críticas a la

Conducción conocidas como Los papeles de Walsh, el escritor ya había

elevado en abril de 1976 un documento titulado “Aporte a la hipótesis de

guerra y al plan nacional de operaciones” con el que pretendía intervenir en

la discusión sobre el avance operativo de la Dictadura recién establecida en

el país, cotejándolo con las acciones necesarias a asumir desde la

vanguardia revolucionaria. Allí se ocupó de subrayar con claridad el plan

represivo de los militares sobre los sectores populares con una precisión que

sorprendería hasta su propio autor, cuando volvió sobre esas notas tiempo
después para compararlas con la cruda realidad: “Había dibujado un mapa

del país, e incluso, había marcado en él las prioridades operativas del

enemigo. Fue tal la precisión y el rigor con que logró analizar el avance del

enemigo que, cuando en enero de 1977 volvió sobre ese documento de

1976, era asombroso ver cómo había acertado en sus previsiones”, comenta

Lilia, quien después añade la sensación que le produjo a Walsh la relectura

de su minuta interna: “Se indignó, porque aquel primer documento no sólo

no había quedado en un cajón de su escritorio, sino que había sido elevado a

sus responsables dentro de la organización, la cual no dio ninguna

respuesta” .   

    Montoneros ya estaba encerrado en una mecánica interna dominada

por el absoluto verticalismo en la toma de decisiones, la ceguera a la hora de

analizar políticamente la realidad y una tendencia constante a redoblar la

apuesta sin reparar en los dolorosos costos humanos que generaba esa

disposición de, ante la más mínima cavilación, fugar hacia delante.  

   

9. Miró el reloj, aturdido por el sueño. Quemaban los ojos del cansancio.

Faltaba poco. El sol del mediodía del 1º de mayo de 1974 se colaba por las

persianas cerradas de la planta baja del diario, desde donde podía escuchar

ya, con absoluta nitidez, el ruidoso avance de las columnas rumbo a Plaza

de Mayo. Rodolfo se sacó por un momento los auriculares que, hasta hace

un rato, parecían una prolongación de su propio cuerpo para escuchar con

atención el bullicio de los manifestantes. Como un sonámbulo, se apartó del

equipo transmisor y se arrimó a la ventana cerrada de la sedería, que un par

de semanas antes había sido devastada por un bombazo. Por los intersticios

de la persiana, buscó y encontró con la vista cansada la marcha interminable

de los compañeros, bañados por un sol que parecía bendecir la procesión.

Tenía hambre. Había pasado toda la noche sentado frente al aparato de

radiofrecuencia, enredado por el cablerío de las líneas robadas por los

compañeros telefónicos para la ocasión, alerta ante cualquier comunicación


policial que se difundiera en los alrededores de Buenos Aires. En apenas

unas horas, en la soledad de su oscura tarea, había llenado con letra

desprolija un cuaderno con apuntes y notas, subrayando claves y códigos

que sólo él entendía. Sólo cuando chequeaba la información y captaba la

señal de algún procedimiento en marcha contra las columnas que llegaban

del interior, informaba al oficial a cargo del operativo de seguridad. En este

caso, se trataba de Roberto Perdía: “Rodolfo estaba a cargo de las escuchas

para saber qué pasaba con el sistema represivo y demás. Toda esa noche

previa la pasamos en un destacamento donde habíamos conectado teléfonos

para estar comunicados con las distintas columnas. Todo se iba retrasando,

justamente por estas negociaciones que había que hacer en cada parte” . 

    El trabajo con las escuchas no admitía descanso. Los días pasados

habían agudizado la confrontación con la derecha del movimiento y el

propio Perón no había dejado pasar una sola oportunidad para hablar en

público y fustigar desde allí la acción de la JP-Montoneros, aún sin

mencionarla. El clima previo a la manifestación del 1º de mayo se había

caldeado de tal modo que una mínima chispa en cualquier retén policial

podía encender un fuego descontrolado. La función de Walsh al frente del

comando creado para “ir superando los problemas” –según Perdía– era

intentar anticiparse a los planes de los uniformados (muy particularmente, a

los de Alberto Villar, el nefasto jefe de la Federal), escuchar sus

movimientos e informar de inmediato para intentar intervenir ante cualquier

provocación, a través de una red que contaba con periodistas y legisladores

preparados para intervenir ante cualquier contingencia. En plena

madrugada, a metros nomás de la General Paz, una unidad policial detuvo a

un par de micros que provenían de la Patagonia con un contingente de la JP.

Walsh dio cuenta de inmediato del procedimiento y, en pocos minutos, un

grupo de periodistas se acercó a la zona. “Nosotros, por las escuchas,

oíamos cómo Villar ordenaba impedir el paso. ‘Pero mire que ya está la

prensa’, le dijeron. Y ahí dejaban pasar los colectivos”, recuerda Perdía. 

    Faltaba poco. Las columnas avanzaban por las calles linderas al

comando, y la Plaza de Mayo presentaba, desde horas antes, un paisaje de


multitudes. Sin embargo, pese a la eficacia del trabajo con las escuchas que

había evitado una confrontación con la policía, Walsh sabía que lo más

grave, políticamente hablando, todavía no había empezado. Días atrás

incluso, había decidido abandonar por un rato su tradicional bajo perfil

durante las reuniones con la conducción montonera en la redacción de

Noticias para formular ante Mario Firmenich su parecer sobre el acto que se

avecinaba: planteó expresamente los riesgos de acudir a la cita con Perón en

actitud desafiante . Argumentó su posición apelando al repaso por los

últimos comentarios del General, cada vez más agresivo y menos

conciliador con lo que llamaba genéricamente “la juventud”, y puso en

consideración el costo político que podía significar una ruptura con el

Presidente de frente a las masas movilizadas. La derecha, la burocracia y el

entorno de Perón estaban a la espera de ese momento desde hacía meses, y

se preparaban para aprovecharlo. Pero no hubo espacio para considerar las

cavilaciones de Walsh. En cambio, se planteó que el acto del 1º de mayo era

una oportunidad única para impulsar una “asamblea popular”; es decir, un

diálogo abierto entre el pueblo peronista y su Líder. La concepción, no

exenta de cierta mirada mistificadora, parecía herencia de la historia del

movimiento previa al golpe de 1955: en la supuesta relación dialéctica con

el pueblo, “Perón hablaba con los trabajadores, les planteaba los principales

problemas de nuestra patria, y escuchaba las propuestas y anhelos de las

masas”, según Juan Pablo Franco y Fernando Álvarez . Extraña figura la de

“asamblea popular” aplicada en este caso cuando, a decir verdad, siempre

era uno el que portaba el micrófono y notificaba las directivas desde el

balcón, mientras el resto de los “asambleístas” se limitaban a acatar y

vociferar consignas desde la calle. La concepción partía de una idea que, en

el contexto de ofensiva de parte de Perón contra la JP, lucía peligrosa:

confirmar una vez más, ante los ojos del Presidente, la insoslayable

capacidad de movilización de Montoneros y sus aliados, intentar copar el

acto a partir de una presencia masiva que hiciera sentir sus cánticos y sus

críticas, que desplegara banderas y consignas propias (los organizadores del

acto habían exigido que sólo se permitirían los estandartes sindicales y la

bandera nacional), que dejara oír sus voces frente a un palco seguramente

hegemonizado por las huestes del Brujo. Pero evitando –eso sí– un
enfrentamiento directo con los sectores de la derecha, que podrían intentar

imponerse a partir de repetir los violentos sucesos de Ezeiza. 

    Frente a semejante despliegue argumental, Walsh prefirió no insistir

con sus dudas, y permaneció en un silencio que denotaba preocupación y

angustia por un quiebre que imaginaba, entonces, inexorable. Lejos de

perseguir una tregua que frenara, al menos durante el lapso que demorara el

discurso de Perón en la Plaza, la andanada de agresiones y cuestionamientos

contra los sectores de la Tendencia, Montoneros había optado por agudizar

el conflicto, medir fortalezas propias y ajenas y esperar la respuesta del

Viejo desde el balcón. 

   “Fuimos a la Plaza concientes de que la relación con Perón estaba rota

y de que debíamos evitar un enfrentamiento civil”, señala Vaca Narvaja.

“En el 74 hace eclosión el proceso de discusión, que no tenía fluidos canales

de diálogo, porque como Perón sabía cuál era nuestra posición, pretendía

impedir por la vía administrativa la expresión de nuestro planteos” ,

argumentará años más tarde Firmenich. Pero la realidad será un poco más

brutal que su planteo.

    Hasta entonces, seguía vigente una de las decisiones tácticas más

discutidas entre la militancia: la creación de la inverosímil “Teoría del

cerco”, que primero pretendía evitar una confrontación directa con Perón (o

al menos, postergarla hasta tanto la correlación de fuerzas beneficiara a

Montoneros), y después procuró preparar a las bases para una ruptura que

consideraban inevitable, a través de la mecánica de responsabilizar a su

“entorno” ante cada decisión impopular asumida por el Líder. Surge

entonces el fantasma de José López Rega como funcional pieza del

escenario montado desde la propaganda de la organización y asimismo

como hacedor principal del “cerco” que hay que romper porque mantiene

alejado al General de la realidad política, inyecta el virus de la cizaña y

empuja al Líder (confundido, dócil, manipulable, ajeno a la maniobra) a

respaldar sin vacilaciones a la derecha del movimiento y a fustigar en cada

oportunidad al ala izquierda. La invención de la “Teoría del cerco” (“que

debimos inventar para no tener que blasfemar abiertamente contra el Padre


Eterno”, apunta Bonasso) se vio en varias ocasiones en franca contradicción

con el sentido común de las bases montoneras y fue ridiculizada

sistemáticamente desde sectores potencialmente aliados a Montoneros. En

ese sentido, Alicia Eguren no disimulaba su filosa ironía ante alguno de los

redactores de Noticias para desnudar el invento casi literario que perseguía

como objetivo principal ganar tiempo antes de asumir que unos y otros

defendían proyectos distintos: “Tengan cuidado, chicos, porque cuando

salten el cerco se lo van a encontrar al General esperándolos con una metra

en la mano”.   

   De todos modos, la realidad haría pedazos cualquier intento por dilatar

el enfrentamiento. “Mañana a dialogar con el líder”, fue el título de tapa de

Noticias, consensuado entre todos los integrantes de la dirección. El del 1º

de mayo de 1974 será uno de los “diálogos” más recordados de la historia

argentina.

10. ¿Cuándo había comenzado este fatal desencuentro entre el Líder y la

Tendencia? ¿Por qué no hubo forma de detener una ruptura que propició el

mismo Perón, desde el mismo momento en que eligió apoyarse en lo más

reaccionario de su entorno para gobernar un país que lo esperaba con

ilusiones, frustradas a corto plazo? ¿Cómo aceptar ahora, como si nada

hubiese pasado, como si no existiesen cientos de compañeros mártires que

lucharon contra dictaduras y falsas democracias por un regreso que parecía

imposible, que el Líder no sólo encaramara en los puestos de poder a la

derecha del peronismo, sino que se preocupara estratégicamente por aislar,

desgastar y expulsar del movimiento al sector más radicalizado? ¿Dónde

habían quedado los elogios del pasado a las “formaciones especiales”, su

apoyo absoluto a las acciones combativas contra la dictadura, su silencio

inteligente cuando los fascistas de turno le exigían declaraciones en contra

de los operativos guerrilleros? 


    Un abismo separaba ya a Montoneros de Perón. ¿Fue en la

preparación del regreso, en Ezeiza, donde el General mostró sus cartas por

primera vez? En aquella ocasión, determinó personalmente que la Comisión

Organizadora para su regreso estuviera integrada por lo más rancio de la

derecha peronista: José Rucci, Jorge Osinde, Lorenzo Miguel y Norma

Kennedy fueron los responsables de preparar la masacre. ¿Qué significado

tenía esa decisión? ¿Cómo justificarla? “El objetivo de Perón en Ezeiza no

era aplastar a la JP, sino obligarla a cesar sus maniobras hegemónicas sobre

el resto del movimiento; es decir, mostrarle tal poder de fuego propio que la

disuadiera de no salir a disputar el control del acto” , asegura Alberto

Lapolla. “Es casi imposible suponer que Perón haya sido ajeno a esta trama,

más aún, Ezeiza tiene su sello característico en cuanto a la forma de crear

hechos consumados para destruir a sus rivales internos” , agrega el

historiador. La maniobra táctica de Perón, que pretendía dar una lección de

fortaleza política, terminó en masacre el 20 de junio de 1973.

   Pero lo peor estaba por llegar. 

   El día después de Ezeiza, con el recuerdo imborrable de los muertos y

heridos a causa de los francotiradores de la derecha que cumplieron su faena

con la más perfecta impunidad de la historia política criolla, el recién

llegado habló por cadena nacional. Muchos militantes habrán esperado sus

palabras con un resto de expectativa, con la mínima esperanza de escuchar

alguna palabra de aliento, alguna crítica ante la ferocidad fascista que

Osinde y su banda habían desplegado el día anterior. Pero nada. Ni una

palabra sobre los incidentes se escuchó durante el discurso. Apenas un

llamado a la unidad de los argentinos, que se asemejaba más a un mensaje

de campaña electoral que a un balance después de casi dos décadas de

injusticia y resistencia. “Llego casi descarnado. Nada puede perturbar mi

espíritu porque retorno sin rencores ni pasiones   como no sea la que animó

toda mi vida: servir lealmente a la patria”, dijo Perón frente a los

micrófonos en ese mensaje que, según la opinión de Verbitsky, “revela

objetivamente el partido que tomó en el enfrentamiento interno, y del que

hubo indicios previos y posteriores”. Era cierto: si algunos pudieron haberse


sorprendido por la ausencia de mención alguna sobre la masacre de horas

antes, eran menos los que no salían de su asombro ante el primer ataque de

Perón contra los supuestos “infiltrados” en su movimiento: “Los peronistas

tenemos que retornar a la conducción de nuestro Movimiento, ponernos en

marcha y neutralizar a los que pretenden deformarlo desde abajo y desde

arriba”, advirtió primero. “Los que ingenuamente piensan que pueden copar

nuestro movimiento o tomar el poder que el pueblo ha reconquistado se

equivocan”, señaló después. “Por eso deseo advertir a los que tratan de

infiltrarse en los estamentos populares o estatales que por ese camino van

mal… A los enemigos embozados y encubiertos o disimulados, les aconsejo

que cesen en sus intentos porque cuando los pueblos agotan su paciencia

suelen hacer tronar el escarmiento”, concluyó, esgrimiendo conceptos y

hasta palabras puntuales que volverían a escucharse meses más tarde. “Ese

texto hace añicos la teoría del cerco”, afirma Verbitsky. Además, expone de

forma transparente los objetivos de Perón a su regreso al país: por un lado,

disciplinar a la base díscola de su propio movimiento, apelando a la

pacificación y a la necesaria subordinación de las organizaciones rebeldes

apelando a la tesis de la “infiltración” –aunque todavía manifestada de

forma ambigua– que ponía en peligro los cimientos de su partido. Por el

otro, manifestando el esbozo de su proyecto económico, basado en la

búsqueda de una alianza policlasista a través del vínculo armónico entre el

capital y el trabajo, entre la burguesía nacional y el movimiento obrero. La

herramienta para este complejo objetivo será el llamado “Pacto Social”.

   Pero mentiría quien dijera que Perón nunca se referirá a los hechos de

Ezeiza. Por el contrario, hablará del tema un par de meses después de su

llegada, el 2 de agosto durante una reunión con los gobernadores en Olivos,

cuando frente al estupor de muchos militantes de la JP, cambiará los roles y

elegirá como victimarios a quienes fueron víctimas de la masacre:

“Debemos encaminar una juventud que está, por lo menos, cuestionada en

algunos graves sectores. Lo que ocurrió en Ezeiza es como para cuestionar

ya a la juventud que actuó en ese momento. Esa juventud está cuestionada” .

En ese mismo mensaje, se refiere por primera vez al problema de la

“delincuencia juvenil” generado por las “desviaciones ideológicas y el


florecimiento de la ultraizquierda, que ya no se tolera ni en la

ultraizquierda”, según sus palabras. En un discurso que propone un marco

de unidad, que persigue el consenso de todos los sectores, Perón explica que

está empeñado en convocar a todos los sectores políticos: “Incluso con el

Partido Comunista, que si se coloca dentro de la ley y acciona dentro de la

ley, será amparado y defendido por nosotros. Pero dentro de la ley. Cuidado

con sacar los pies del plato, porque entonces tendremos el derecho de darle

con todo –advierte, para después insistir¬–. No admitimos la guerrilla,

porque yo conozco perfectamente el origen de esa guerrilla... He estado en

París, precisamente en las barricadas, y he conversado y participado con

mucha gente que estuvo allí”. La mención a los acontecimientos del Mayo

Francés como detonante de la lucha armada en Argentina volverá a hacerse

presente en un mensaje posterior, cuando Perón ya se haya impuesto en las

elecciones como nuevo presidente, a partir de una confusa teoría de

conspiración comunista acuñada desde Europa. Pero más allá del extraño

origen que Perón esgrime, el objetivo del discurso es advertir los riesgos que

cualquier fuerza política asume en el caso de actuar “por fuera de la ley”:

“Nosotros no le ponemos ningún inconveniente si ese partido político –se

llame Comunista, se llame ERP o se llame Mongo Aurelio, cualquiera sea el

nombre que tenga– quiere funcionar dentro de la ley, como estamos

nosotros. Tampoco le temeríamos fuera de la ley, pero no es lo correcto para

un gobierno”, asegura, abriendo un interrogante para los días por llegar.

Sobre el citado “Mongo Aurelio”, la referencia es evidente: “Tomamos nota:

dejamos de ser ‘la juventud maravillosa’ y los ‘compañeros Montoneros’,

para pasar a ser Mongo Aurelio… –apuntará Miguel Bonasso después–, que

se acerca fonéticamente a Montoneros y, a la vez, significa alguien que no

cuenta, que no existe”. 

    Luego de la renuncia de Héctor Cámpora a la presidencia,

consecuencia de un golpe palaciego con el sello del propio Perón que

impuso en la presidencia provisional al yerno de López Rega y ex gerente

del club nocturno panameño Happy Land , Raúl Lastiri (“ese simpático

habitué de cabarets y ávido comprador de corbatas, que le había calmado los

dolores del avión con un whisky providencial”, según Bonasso), el General


volvió a opinar con dureza sobre las organizaciones guerrilleras. Habían

quedado en el pasado los tiempos de las “formaciones especiales”, ahora

debía ser el Estado quien monopolizara en exclusividad el uso de la fuerza.

Quien no acatara esa decisión, no era un “díscolo compañero” sino, lisa y

llanamente, un delincuente: “La gente que quiere emplear la metralleta para

[…] imponer también una voluntad que no es la voluntad que fija la ley; eso

tiene un solo nombre: es un delincuente que hay que hacerlo tomar con la

policía, para eso está la policía” .

    Cinco días más tarde, Perón convoca en su residencia en Gaspar

Campos a un encuentro amplio con diversas organizaciones de la rama

juvenil del peronismo, con cuadros de Montoneros, las FAR y las FAP entre

los invitados. Pese al clima cordial y conciliador de la cita, Perón no deja

escapar la oportunidad para volver a machacar sobre los límites del proceso

que está a punto de comenzar en Argentina con su tercera presidencia:

“Algunos quieren pasar de un sistema a otro sistema, cambiando el sistema.

No, no; el sistema no se cambia”, afirmó primero (semanas antes, había

insistido en aquello de “no hay nuevos rótulos que califiquen a nuestra

doctrina y a nuestra ideología”, en clara alusión a los que propugnaban un

“socialismo nacional”), y después apuntó a un sector de sus invitados con

precisión para recomendar “no jugarse en una aventura generacional   y que

puede conducir a un desastre. Un desastre en el que ustedes mismos se van a

matar unos con otros… Eso es lo que hay que evitar”. 

    Para el 27 de septiembre, el General avanza sobre ideas previamente

expuestas, pero sumando como ejemplo el caso chileno, a escasas semanas

del golpe militar comandado por Pinochet: “Somos decididamente

antimarxistas […] Estoy seguro de que domaremos a la guerrilla. Chile ha

enseñado muchas cosas. O los guerrilleros dejan de perturbar la vida del

país, o los obligaremos a hacerlo con los medios que disponemos, los cuales

créame no son pocos”.

    Ni siquiera la felicidad por el rotundo triunfo en las urnas desvió los

objetivos de Perón en cada discurso público. Ni la “teoría del cerco”

esgrimida por Montoneros desde su prensa podía disimular la magnitud de


la ofensiva del ahora nuevo presidente contra una organización que se

cuidaba muy bien de no mencionar. El 8 de noviembre, dos semanas

después de la victoria por el 61,85 por ciento de los votos y del asesinato de

su aliado incondicional, José Ignacio Rucci, el General volvió a mencionar

la tesis de la infiltración en su visita a la CGT. En esa ocasión, además de

confirmar su respaldo a la burocracia sindical como columna vertebral del

nuevo proceso, de expresarse decidido a defender las organizaciones

peronistas puestas en peligro por la “infiltración”, elegía para la ocasión una

metáfora extraña, la de los “gérmenes” que amenazan la salud partidaria y

generan, como repuesta, los “anticuerpos” necesarios para su exterminio:

“Nuestro movimiento, como hombres que vienen de distintas procedencias,

ha podido formar un cuerpo homogéneo con una ideología clara y una

doctrina en permanente ejecución en el mismo pueblo. Algunas veces

aparecen quienes de buena fe […] piensan de otra manera. […] Nosotros

desde el movimiento con el poder de nuestra verticalidad los podríamos

haber eliminado totalmente (se los elimina a través de las autodefensas del

movimiento). ¿Cómo se generan las autodefensas? Es muy simple. El

mismo microbio que entra, el germen patógeno que invade el organismo

fisiológico, genera sus propios anticuerpos, y esos anticuerpos son los que

actúan como autodefensa” .

    El 21 de enero Perón preparó la escena para un encuentro en Olivos

que tenía un objetivo central: exponer a los diputados ligados a la JP ante las

cámaras de televisión y ante la obligación de tomar una decisión con

respecto a la disciplina partidaria: acatan o se van, fue la síntesis. Con el

impacto fresco del ataque del ERP al cuartel de Azul (“Ya no se trata sólo

de grupos de delincuentes, sino de una organización que, actuando con

objetivos y dirección foráneos, ataca al Estado y a sus instituciones como

medio para quebrantar la unidad del pueblo argentino”, dijo en esa ocasión

por cadena nacional), que había generado como respuesta un durísimo

discurso de un Perón vestido con su uniforme de teniente general (en un

gesto que iba más allá de la solidaridad corporativa y representaba un

eslabón más en la cadena de definiciones de los últimos meses), y un

proyecto de ley que intentaba reformar el Código Penal, agilizando la


aprobación de la figura de “asociación ilícita” para una amplísima y

ambigua gama de delitos –que incluían, claro está, las acciones

guerrilleras–, los diputados escucharon a un enojado Presidente: “Quien

esté en esta tendencia diferente de la peronista lo que debe hacer es irse…

El que no esté de acuerdo, o al que no le conviene, se va. […] Lo que no es

lícito, diría, es estar defendiendo otra causa y usar la camiseta peronista”,

afirmó, nada conciliador con sus invitados. Cebado por el enojo, Perón

avanzó nuevamente en su denuncia por una supuesta conspiración de la

“sinarquía” marxista europea, a la cual respondería el ERP, según su

hipótesis: “Ese movimiento se dirige desde Francia, precisamente desde

París, y la persona que lo dirige se llama Posadas de seudónimo. El

verdadero nombre es italiano. Lo he conocido ‘naranja’, como dice el cuento

del cura. Sé qué persiguen y qué buscan”, señaló, evidentemente

desinformado, mezclando datos de la IV Internacional y de una fracción

marginal de esa tendencia en Argentina con la organización al mando de

Mario Roberto Santucho que, justamente en ese momento, definía alejarse

del trotskismo y nada tenía que ver con el posadismo ni con Francia. Pero lo

más grave, en todo caso, vendría después, a la hora de fundamentar la

necesidad de una ley más severa para los delitos cometidos por las fuerzas

guerrilleras: “Nosotros, desgraciadamente, tenemos que actuar dentro de la

ley, porque si en este momento no tuviéramos que actuar dentro de la ley ya

lo habríamos terminado en una semana” , apuntó primero, para después

agregar: “Si no contamos con la ley, entonces tendremos que salir también

nosotros de la ley y sancionar en forma directa como hacen ellos. ¿Y nos

vamos a dejar matar? Lo mataron al secretario general de la CGT, están

asesinando alevosamente y nosotros con los brazos cruzados, porque no

tenemos ley para reprimirlos. ¿No ven que eso es angelical?”. Los diputados

del PJ tragaron saliva, no pudiendo terminar de creer o entender las frases

que estaban escuchando, más cercanas a la amenaza frontal que a la

advertencia velada. “Ahora bien, si nosotros no tenemos en cuenta la ley, en

una semana se termina esto, porque formo una fuerza suficiente, lo voy a

buscar a usted –dijo, señalando a uno de sus invitados– y lo mato, como

hacen ellos”. No conforme con la claridad de su mensaje, volvió a la carga

segundos después: “Si no hay ley, fuera de la ley también lo vamos a hacer y
lo vamos a hacer violentamente. Porque a la violencia no se le puede oponer

otra cosa que la propia violencia. Eso es una cosa que la gente debe tener en

claro, pero lo vamos a hacer, no tenga la menor duda”. 

   El título elegido por la dirección de Noticias para el artículo que daba

cuenta de la entrevista del General con los diputados fue: “Perón: aplastar la

violencia con o sin ley”, y agregaba una nueva cita contundente del

Presidente: “Si no tenemos ley, el camino será otro, y les aseguro que

puestos a enfrentar la violencia con la violencia, nosotros tenemos más

medios posibles para aplastarla, y lo haremos a cualquier precio, porque no

estamos aquí de monigotes”.

   Pocos días después los diputados optaron por renunciar a sus bancas ,

sumando su paso atrás al proceso de repliegue de la JP y Montoneros de los

espacios institucionales que se habían ganado durante el breve gobierno de

Cámpora (que consideraban un “espacio en disputa”) y preparando el

terreno para un pase a la clandestinidad que la conducción ya comenzaba a

prever en el corto plazo. Si los acontecimientos de Azul habían precipitado

la renuncia del gobernador bonaerense, Oscar Bidegain, inducida por la

acusación de “connivencia con la subversión” que Perón le adjudica en su

mensaje por cadena nacional, un par de meses más adelante seguirán sus

pasos su par cordobés, Ricardo Obregón Cano, y el vicegobernador, Atilio

López, ambos desplazados por la fuerza a partir de un golpe policial,

conocido popularmente como el “Navarrazo”. Alberto Martínez Baca sería

el tercer gobernador cercano a las posiciones de la Tendencia en caer bajo la

guillotina peronista en junio de 1974, cuando debió renunciar a su cargo

después de iniciársele un juicio político. Los desplazamientos posteriores

Jorge Cepernic en Santa Cruz y de Miguel Ragone en Salta, confirmarán la

ofensiva del Líder contra los espacios institucionales ocupados por sectores

afines a Montoneros. También en el área universitaria se expandirá el mismo

proceso desde agosto de 1974, con la designación de Oscar Ivanissevich en

reemplazo de Jorge Taiana al frente del Ministerio de Educación. Un año

después, quince universidades fueron intervenidas, 4.000 docentes

despedidos y al menos 1.600 estudiantes encarcelados durante la purga


iniciada por la nueva gestión que pretendía “purificar” los claustros de

cualquier infección marxista. 

    El 14 de febrero Perón insistiría una vez más con la tesis de la

infiltración: “En la JP, en estos últimos tiempos, específicamente, se han

perfilado deslizamientos cuyo origen conocemos. […] Es la primera vez que

se da en la historia de la República Argentina; gente que se infiltra en un

partido o un movimiento político con otras finalidades”. Más adelante

añade: “Han tenido la imprudencia de comunicar abiertamente lo que ellos

son y lo que quieren. […] Tengo todos los documentos y, además los he

estudiado. Bueno, ésos son cualquier cosa menos justicialistas”. 

    “Ésos”, los “infiltrados”, los “desviados”, los “gérmenes”, los

“delincuentes de metralla”; los que luego serían los “mercenarios”, los

“estúpidos” e “imberbes”, ya no tenían lugar en el proyecto político de

Perón, y había que apartarlos del camino del modo más efectivo. El 11 de

marzo, durante un acto organizado por la Juventud Peronista de las

Regionales, Rodolfo Galimberti sintetizó en un puñado de palabras la nueva

situación en la que se encontraba la militancia revolucionaria: “Antes

éramos la juventud maravillosa y ahora somos infiltrados”. 

    El 25 de mayo, al cumplirse un año del regreso del peronismo al

gobierno, el General resolvió, por decreto, disolver la rama juvenil con el

siguiente argumento: “No queremos incorporar la manzana de la discordia

dentro del Movimiento”. Era el punto final para una traumática relación. O,

mejor dicho, el último de los perdigones que la escopeta de Perón le asestó a

la JP y a Montoneros. 

   En aquellos días aciagos, cuando la incertidumbre se apoderaba de los

pasillos de Noticias y nadie sabía a ciencia cierta qué podía pasar al día

siguiente, Horacio Verbitsky eligió verbalizar una proyección que definía

con justeza los contornos del abismo que se avecinaba: “Argentina puede

convertirse en un cráter”. 
11. Encerrado en el comando, espera en silencio que el Líder asome la

cabeza en un balcón repleto de figuras nefastas. Lo más rancio del

peronismo burócrata y fascistoide se asoma por ese balcón y saluda con las

manos en alto. El estruendo de los manifestantes acopla de tal modo la

transmisión que Walsh decide dejar por un momento los auriculares para

concentrarse en las imágenes que se transmiten por el televisor. Durante un

paneo de la cámara, Perdía y Horacio Mendizábal, los dos cuadros de

Montoneros que lo acompañan en el departamento, se distraen intentando

reconocer a cada uno de los personajes que amenizan la transmisión hasta la

llegada del Líder. Mendizábal es el encargado del contacto entre la

Inteligencia y el resto de la organización que pugna por ganar posiciones

cercanas al palco en la Plaza. Desde el comando deben estar atentos a

cualquier incidente menor, porque el más leve roce puede desencadenar una

tragedia similar a la de Ezeiza, ya demasiado lejos en el tiempo, pero nunca

tan cercana en las previsiones agoreras de quienes imaginan lo peor para los

festejos del día del trabajador. 

    Para colmo, todo comienza con un locutor que da cuenta ante las

masas de las principales personalidades que participan del acto, citando la

presencia de la señora vicepresidente, Isabel Perón, mención que motivará

una estruendosa reacción de la JP: “No rompan más las bolas/ Evita hay una

sola”. Por fin, entre petardos, gritos de la JP (“¡No queremos carnaval,/

asamblea popular!”, se canta) y una ovación confusa, Perón agita los brazos

y se acerca al micrófono. Espera un sosiego en mitad de semejante

torbellino de gritos para adelantarse un paso y comenzar a hablar ante una

multitud expectante. No hay silencio alrededor de sus palabras, sino un

griterío constante, irregular, que proviene de los manifestantes. A un lado

del Líder, Isabel. Al otro, López Rega. Rodolfo Walsh siente correr la

transpiración por la frente y los nervios, ausentes en toda la noche,

irrumpen ahora con ferocidad. 

    Y Perón dice: “Compañeros: hoy, hace veintiún años que en este

mismo balcón, y con un día luminoso como el de hoy, hablé por última vez
a los trabajadores argentinos. Fue entonces cuando les recomendé que

ajustasen sus organizaciones porque venían días difíciles… No me

equivoqué, ni en la apreciación de los días que venían, ni en la calidad de la

organización sindical, que a través de veinte años… ¡pese a esos estúpidos

que gritan!...”. 

   Entonces, Walsh tiene que agudizar el oído para reconocer los cánticos

de la JP, lejos de las primeras filas, gritando a voz tendida: “Se va a acabar,/

se va a acabar/ la burocracia sindical”, y casi de inmediato: “¡Qué pasa, qué

pasa/ qué pasa General/ está lleno de gorilas el gobierno popular!”. Ésa era

la idea de “diálogo” que manejaba la conducción de la organización.

    El líder intenta seguir adelante con su mensaje, entre aplausos

entusiastas de sus acompañantes en el balcón y canciones de una multitud

exaltada: “…decía que a través de estos veintiún años, las organizaciones

sindicales se han mantenido inconmovibles, ¡y hoy resulta que algunos

imberbes pretenden tener más mérito que los que durante veinte años

lucharon…!”. Otra vez la explosión de aplausos entre las filas sindicales, y

algunas sonrisas que la cámara puede captar en los manifestantes más

cercanos al balcón, que agradecen las palabras que habían ido a escuchar

con los puños en alto, eufóricos. 

    “Por eso, compañeros, quiero que esta primera reunión del Día del

Trabajador sea para rendir homenaje a esas organizaciones y a esos

dirigentes asesinados, ¡sin que todavía haya sonado el escarmiento…!”.

López Rega aplaude con fruición la sentencia del Líder. Casi se rompe las

manos de tanto entusiasmo. Perón parece decidido al ataque; su táctica:

preparar un breve párrafo para, en las pausas, al cierre de cada sentencia,

arremeter con ira contra las filas de aquellos que, ahora, le gritan: “¡Rucci,

traidor/ saludos a Vandor!”.

   “…Compañeros, nos hemos reunido nueve años en esta misma plaza,

y en esta misma plaza hemos estado todos de acuerdo en la lucha que hemos

realizado por las reivindicaciones del pueblo argentino. Ahora resulta que,

después de veintiún años, hay algunos que todavía no están conformes de


todo lo que hemos hecho…”. Otra vez la daga filosa que busca la carne en

mitad del tumulto. Abajo, hay corridas, hay palazos que vuelan de columna

a columna, hay grupos dispersos que se agarran a las trompadas y un

cántico que logra filtrarse en el audio original: “¡Conformes, conformes/

conformes, General/ conformes los gorilas,/ el pueblo va a luchar!”.

También en ese momento, comienzan a retirarse, sin órdenes de por medio,

columnas enteras de la JP y Montoneros. Más tarde, Fernando Vaca Narvaja

admitiría: “La gente se nos va, se empieza a retirar. Nosotros teníamos un

carnecito rojo o rosado, que era de los jefes de columnas, y tengo que

empezar a mostrarlo para poder ponerme a la cabeza, porque ya estábamos

con la mitad de la Plaza vacía, para volver a asumir el mando de nuestra

gente” . Dardo Cabo le confirma a Miguel Bonasso la reacción espontánea

de la gente: “Los compañeros se van, no quieren quedarse”. En el comando,

nadie entiende nada. Firmenich abre la boca por primera vez en la tarde sólo

para preguntar: “¿Quién ha dado la orden de retirarse?”. “Nadie la dio”,

responde el sorprendido Dardo. “Y bueno... si se quieren ir, que se vayan” ,

se resigna Firmenich.

    Perón, inmutable, prosigue con su oratoria: “… Por eso compañeros,

esta reunión, en esta plaza, como en los buenos tiempos debe afirmar

decisión absoluta para que en el futuro cada uno ocupe el lugar que

corresponde en la lucha que, si los malvados no cejan, hemos de hacer…”.

En tanto, gran parte de la Plaza se retira al grito de: “¡Aserrín, aserrán,/ es el

pueblo que se va!”. Vaca Narvaja señala: “Cuando estábamos bajando por

Callao hacia el Bajo, hago parar la columna para que los compañeros vean

la dimensión de los que nos estábamos yendo, que era impresionante. Y al

mirar hacia arriba veo a la gente de los balcones de Callao y Alvear

contenta, sonriendo. Digo: ‘Si estos tipos están contentos es porque está

todo mal’” . 

    Desde lo alto, Perón prepara su arrebato final, mientras por abajo el

tumulto se transforma en una gresca descomunal entre sectores de la JP en

retirada y grupos sindicales: “… Repito compañeros, que será para la

reconstrucción del país y en esa tarea está empeñado el gobierno a fondo.


Será también para la liberación, no solamente del colonialismo que viene

azotando a la República a través de tantos años, ¡sino también de estos

infiltrados que trabajan de adentro, y que traidoramente son más peligrosos

que los que trabajan desde afuera, sin contar que la mayoría de ellos son

mercenarios al servicio del dinero extranjero…!”.  

   El descontrol se apodera de la escena. Ahora sí, puede pasar cualquier

cosa. No hay tiempo para registrar el saludo final de un Perón enfurecido.

Las columnas montoneras se repliegan y se dividen, una emboscada fatal

puede esperarlas en cualquier recodo. Walsh y sus acompañantes regresan,

aún no repuestos de lo que acaban de presenciar, a la tarea de escuchar las

frecuencias policiales. “Mendizábal nos había traído un plato lleno de

milanesas. No habíamos comido en toda la noche –recuerda Perdía–. No

recuerdo cómo fueron las circunstancias, pero sí tengo la imagen de cuando

Perón se agitaba en la Plaza y decía aquellas famosas palabras de los

‘jóvenes imberbes’. Cuando terminó, nos miramos con Rodolfo y las

milanesas habían desaparecido. De la angustia que teníamos nos habíamos

morfado absolutamente todo sin darnos cuenta. Nos miramos y nos

preguntamos: ‘¿Y ahora qué pasa?’” . 

   En la Plaza de Mayo, los burócratas y los fascistas festejan entre risas

y abrazos el espaldarazo histórico del Líder. Las columnas montoneras se

dispersan, puteando al aire contra el Viejo, sin terminar de creer la magnitud

de la ofensa que acaban de escuchar. 

    Con el veneno destilado por el Líder desde el balcón de la Rosada

contra Montoneros, naufraga también el último intento de la organización

por evitar lo inevitable: la negociación secreta con el ministro José Bel

Gelbard, el eslabón clave del “pacto social”, para conseguir una audiencia

con Perón y zanjar así las diferencias. No hay caso. En las calles

alborotadas, queda tendida para siempre la moribunda “teoría del cerco” de

los montoneros. En el Salón Blanco de la Casa Rosada, Oscar Alende es

testigo de un diálogo peculiar. Perón se acerca a un exultante López Rega

para advertirle, cauto: “¡Lopecito!, si a alguno de estos chicos le llega a

pasar algo, la cabeza que rueda es la de usted, mañana mismo” .


¿Desconocía Perón los planes de su secretario personal? Si era así, ¿por qué

la advertencia frontal, directa, que terminó por abortar un operativo criminal

que el Brujo y sus matones preparaban en la explanada de la Facultad de

Derecho, donde preveían la desconcentración de las columnas montoneras? 

    Lejos de un exabrupto, los insultos del Líder han sido un cuidadoso

montaje dispuesto para la ocasión, aprovechando conceptos e ideas que ya

habían sido abordadas por Perón en mensajes anteriores. Detrás de sus

expresiones, queda al descubierto un proyecto que empuja hacia la extrema

derecha a su gestión. 

    Exactamente una semana después, en una ceremonia militar en el

aeropuerto de Morón, Perón le otorga personalmente al general Augusto

Pinochet (que ocho meses antes había encabezado el sangriento golpe

militar contra Salvador Allende) la más alta condecoración argentina: la

Orden de Mayo. Diez días más tarde, poco antes de las ocho de la noche, el

cura Carlos Mugica es baleado en la puerta de la capilla de San Francisco

Solano por un grupo comando que integraba el comisario Rodolfo Almirón,

jefe operativo de la Triple A. En privado, Perón comentó: “Esto le pasa a los

que se quedan en el medio; les tiran de los dos lados”. Una semana antes, el

comisario Alberto Villar había sido ratificado en su puesto. Miguel Bonasso

recuerda que días después visitó la redacción de Noticias Arturo Sampay, un

hombre que había pertenecido al entorno más cercano a Perón antes del

golpe de 1955. Sampay deslizó una hipótesis que el director del diario se

resistió a creer: “El asesinato del padre Mugica es la respuesta de Perón al

retiro de ustedes de la Plaza. Es una operación maquiavélica, destinada a

que los militantes de la Tendencia se maten entre sí. Demasiado inteligente

para que se le haya ocurrido al animal de López Rega” . Cuando Bonasso

compartió la anécdota con el confesor de Evita, el padre Benítez, el cura

afirmó: “La Iglesia sabe que al padre Mugica lo mató el comisario Rodolfo

Almirón, que era el jefe de la custodia de López Rega, que era el secretario

privado de Perón. ¿Hace falta abundar?”.

    Imbuido en la importancia de las escuchas para proteger el repliegue

de los manifestantes, Walsh intenta aislarse por unas horas de la escena que
acaba de presenciar. Pero las palabras regresan a su memoria como

lacerantes estigmas. Lejos de festejar la ruptura, Walsh reflexiona, turbado,

por los tiempos que vendrán. Los que festejan, ahora, son los fascistas del

peronismo. Lo que se apresuran ahora por dictar a sus escribas a sueldo los

detalles de la jornada, los que se preocupan por titular una línea que quedará

para la posteridad: “Perón echó a los Montoneros de la Plaza”. No fue así,

esa no es la verdad. Según Miguel Bonasso, lo que sucedió esa tarde es otra

cosa, sustancialmente distinta: “Unos sesenta mil compañeros se fueron por

su propia decisión, hartos de escuchar insultos hacia quienes lucharon por

su vuelta y loas hacia quienes negociaban con los militares. No nos echó:

nos fuimos, que es muy distinto” .

12. “Lo que hace falta en la Argentina es un Somatén” .

    Esa fue la sentencia que pronunció Juan Perón como conclusión de

una charla con Oscar Bidegain, futuro gobernador de la provincia de Buenos

Aires, y su hija Gloria, durante una de las reuniones en la quinta “17 de

octubre”, en Madrid, en mayo de 1973. La frase del General conmovió a sus

invitados mejor informados: el Somatén había sido un grupo paramilitar que

actuó en Cataluña a principios del siglo XX contra los obreros anarquistas y

que sirvió como modelo a Francisco Franco para la formación de un cuerpo

represivo no oficial, pocos días después del triunfo de los alzados sobre la

República, durante la Guerra Civil Española. Encargado del “trabajo sucio”

del régimen, el somatén había resultado una efectiva herramienta de

aniquilación de enemigos en manos de los fascistas de la Falange. “La

sombra de aquella charla se extendería sobre los cadáveres que la Alianza

Anticomunista Argentina sembraría en los bosques de Ezeiza, alimentando

una sospecha que Gloria no podría confesar nunca: la idea de que la Triple

A no había nacido en la cabeza de López Rega, sino en la del propio Perón”,

registra Bonasso en El presidente que no fue.


    Seis meses después de la sentencia de Perón, el 21 de noviembre de

1973, una bomba estalla en el motor del Renault 6 del senador Hipólito

Solari Yrigoyen. El dirigente radical, que acababa de votar en contra de un

proyecto de ley de Asociaciones Gremiales que favorecía la centralización

de la recaudación de las obras sociales de cada sindicato, tiene suerte: se

salva de una muerte segura. El atentado se lo adjudica una hasta entonces

desconocida organización de ultraderecha: la Alianza Anticomunista

Argentina, vulgarmente llamada Triple A. Si la explosión que destruyó el

auto de Solari Yrigoyen fue la presentación pública, muchos analistas

coinciden en señalar a la masacre de Ezeiza como el primer ensayo general

de la Triple A en Argentina, y también como el inicio de una avanzada

sangrienta de la derecha contra el ala opuesta del mismo movimiento que

terminaría con al menos 1.500 asesinatos, 600 desapariciones y centenares

de atentados con bombas contra locales partidarios, domicilios particulares

y en la vía pública, entre los años 1973 y 1976 ; es decir, bajo los gobiernos

constitucionales de Juan Perón primero y de Isabel Perón después. 

   Pero para dar con la raíz de las bandas parapoliciales hay que rastrear

incluso antes de la gestión de Perón, más precisamente, el día previo a su

asunción como Presidente de la Nación. Ese 11 de octubre de 1973, Raúl

Lastiri firmó el decreto 1.858 que reincorporó al servicio activo al comisario

Juan Ramón Morales y al subinspector Rodolfo Almirón, para ocupar la

función de custodios del General Perón. El segundo decreto (número 562),

que permitió el pase de Morales a comisario inspector y de Almirón a

inspector, ya contó con la firma y el beneplácito del propio Perón, el 18 de

febrero de 1974. Vale puntualizar que Almirón y su suegro, Morales, habían

sido dados de baja deshonrosamente de la Policía Federal en 1970,

procesados y encarcelados “por ladrones, mexicanos, coimeros,

contrabandistas, traficantes de drogas y tratantes de blancas”, según señala

Horacio Verbitsky . Esos eran los hombres de confianza del nuevo

Presidente, responsables de su seguridad personal. 

   El 29 de enero de ese mismo año, aparecía el primer comunicado de la

Triple A: una lista donde condenaban a muerte a políticos, artistas e


intelectuales acusados por “comunistas”. Ese mismo día, Perón designa

como subjefe de la Policía Federal al comisario Alberto Villar (quien en

1971 había estado al frente de la represión contra las movilizaciones durante

el “Viborazo” cordobés y era muy recordado por comandar el desalojo

violento del local del PJ donde se velaban los restos de los fusilados de

Trelew, un año más tarde), y superintendente de la misma fuerza a Luis

Margaride, organizador de la represión contra los obreros de la carne del

frigorífico Lisandro de la Torre en 1959, entre otras tantas incursiones

durante movilizaciones populares. El día anterior de la designación de Villar

y Margaride, el teniente coronel Antonio Domingo Navarro asalta a mano

armada la Casa de Gobierno de Córdoba y apresa al gobernador Obregón

Cano, al vicegobernador Atilio López, y a todos sus ministros, llevando a

cabo un golpe policial en una de las provincias más importantes del país y

en las mismas narices del gobierno peronista. La Triple A sería la fuerza de

choque utilizada por Navarro para su jugada: Osinde viajó más de nueve

veces a Córdoba entre noviembre de 1973 y enero 1974, con la misión de

organizar el golpe contra Obregón Cano. Resulta inverosímil suponer que la

decisión de Navarro carecía del respaldo presidencial, ya que Perón no

condenó nunca el episodio golpista ni restituyó en sus cargos a los dirigentes

elegidos democráticamente (pese a la creciente presión popular de muchos

sectores para que lo hiciera), convalidó la asonada policial con una

intervención a la provincia y premió a Navarro (acusado de sedición, entre

otros muchos cargos), previa fuga a las Islas Canarias, con un puesto en el

consulado argentino en Barcelona por expreso pedido del líder metalúrgico

Lorenzo Miguel. 

    No había casualidad en la designación de Villar y Margaride en la

Policía y en la reincorporación de Almirón y Morales al servicio activo.

Imposible negar que todas aquellas movidas de nombres con oscuros

antecedentes no correspondían a un plan elaborado cuidadosamente desde el

Ministerio de Bienestar Social, pero con el respaldo del Poder Ejecutivo. El

8 de octubre de 1973, apenas cuatro días antes de la asunción presidencial

de Perón, su custodio personal, Jorge Osinde, se encargó de organizar un

agasajo en la casa de Gaspar Campos con la presencia de más de 500


invitados, entre suboficiales retirados del Ejército y civiles encargados de

tareas de “seguridad”. El historiador Alberto Lapolla señala que el cónclave

confirmaba los deseos de Perón de edificar un aparato armado bajo su égida:

“No poseyendo fuerza propia en las Fuerzas Armadas y no quedando claro

de qué lado iban a jugar ‘los muchachos de la JP’ bajo su gobierno, Perón

reaccionó como un viejo militar nacionalista formado en Inteligencia y

profesor de Estrategia. Creó su propia fuerza que, seguramente, habrá

pensado él, controlaría y usaría a su voluntad, cosa que ocurrió mientras

vivió” . De esa reunión participaron algunos de los integrantes de los

primeros grupos operativos de la Triple A, como Saturnino Castro y

Horacio Paino, quienes escucharon con atención la arenga del General, antes

de pedirles que quedaran en contacto con sus dos asesores, López Rega y

Osinde, quienes serían los encargados de “organizarlos”. Allí expresó que

“los iba a precisar de nuevo” ante una “situación muy grave” y los conminó

a cumplir las tareas “que el momento exige”. El breve discurso del flamante

Presidente no era otra cosa que una reiteración de algunas generalidades que

contenía el documento reservado, distribuido seis días antes en otra reunión

con el futuro gabinete nacional, los gobernadores electos y el Consejo

Superior Peronista en Olivos. El diario La Opinión reproduciría el 2 de

octubre algunos de sus párrafos en carácter de primicia: “Todos deberán

participar en la lucha iniciada, haciendo actuar todos los elementos de que

dispone el Estado para impedir los planes del enemigo y para reprimirlo con

todo rigor”. Lapolla señala que el 2 de noviembre de 1973, Perón pidió al

ministro Gelbard que buscara un “financiamiento por fuera del control

estatal” para una supuesta Cruzada de Solidaridad, que presidiría Isabel y

cuyos fondos, en realidad, debían ser derivados a López Rega. “Con ello se

aseguraba el financiamiento de la organización clandestina” , apunta el

historiador.

   Descontado el rol de organizador que asumió López Rega, la polémica

que persiste hasta estos días intenta definir el papel que ocupó Perón de

frente al desarrollo de una banda paraestatal bajo la égida de miembros de

su propio gabinete. Pero, contra lo que pudiera pensarse, el tema no

permaneció ausente en las declaraciones del propio Perón cuando se le


interrogaba sobre el tema. En diciembre de 1973, cuando la Triple A ya

actuaba en las calles de Buenos Aires, había descartado la posibilidad de

utilizar la fuerza por fuera de los límites de la ley al afirmar: “Muchas veces

me han dicho que creemos un batallón de la muerte, como el brasileño, o

que formemos una organización parapolicial para hacerle la guerrilla a la

guerrilla. Pienso que eso no es conveniente ni posible. Hay una ley y una

justicia por la vía natural que toda democracia asegura a la ciudadanía.

Creer lo contrario sería asegurar la injusticia, y andaríamos matando gente

por la calle que ni merece ni tiene por qué morir” . La opción planteada por

Perón quedó latiendo en el escenario político desde entonces. ¿Quiénes le

habían recomendado al Presidente la formación de un “batallón de la

muerte”? ¿Cómo era posible que un asesor de un gobierno democrático

planteara libremente y “muchas veces”, como alternativa política de defensa

de la gestión, la creación de una fuerza paraestatal que reprimiera a la

guerrilla, y que tal recomendación fuera citada por el Presidente, menos

como un comentario de paso que como una filosa advertencia?

    “El hecho de que Perón no hiciera nada para evitar o condenar tales

crueldades rayaba en su aprobación, y no toleraba la menor crítica hacia la

policía” , sostiene Richard Gillespie. Con respecto a este punto, el 9 de

febrero de 1974, durante un encuentro con la prensa, una cronista del diario

El Mundo insistió ante Perón con la preocupación por la ofensiva de las

bandas parapoliciales. En esa ocasión, Ana Guzetti indagó: “Señor

Presidente, cuando usted tuvo la primera conferencia de prensa con nosotros

yo le pregunté qué medidas iba a tomar el gobierno para parar la escalada de

atentados fascistas que sufrían los militantes populares. A partir de los

hechos conocidos por todos, y después de su mensaje llamando a defender

al gobierno, esa escalada fascista se ha ampliado mucho más. En el término

de dos semanas hubo exactamente 25 unidades básicas voladas, que no

pertenecen a la ultraizquierda precisamente, hubo 12 militantes muertos y

ayer se descubrió el asesinato de un fotógrafo. Evidentemente, todo está

hecho por grupos parapoliciales de ultraderecha”. 


    Perón se tomó su tiempo para responder, aunque negó enfáticamente

las denuncias de la periodista y retrucó: “¿Usted se hace responsable de lo

que dice? Eso de parapoliciales lo tiene que probar”. De inmediato, el

Presidente se dirigió al edecán aeronáutico y le indicó: “Tomen los datos

necesarios para que el Ministro de Justicia inicia la causa contra esta

señorita” . 

    Una de las pesquisas de Rodolfo Walsh en el área de Inteligencia fue

alrededor del origen y el desarrollo de las bandas parapoliciales y

paraestatales, y de modo singular sobre el derrotero de la Triple A y su

vínculo con la CIA. Desde su lugar en la organización, que le permitía

profundizar los lazos con informantes dentro de las fuerzas represivas, supo

interpretar algunos movimientos de cuadros policiales como señales

inequívocas de la ofensiva armada de la ultraderecha y en diciembre de

1974 presentó un informe donde detalla la confluencia de bandas que

gozaban de cierta autonomía (como el Comando de Organización y la

Concentración Nacional Universitaria) y ramificaciones que cruzaban desde

comandos militares clandestinos, policías en actividad y retirados, patotas

sindicales, agentes de inteligencia y miembros de los sectores fascistas del

peronismo, entre los que subrayó a Almirón, Morales, Villar y al suboficial

Miguel Ángel Rovira como jefes operativos. Durante la investigación no

soslayó la participación en las bandas (entre las que también sobresalían la

Juventud Sindical Peronista –organizada por Rucci como brazo sindical de

la represión paraestatal– y la Juventud Peronista Argentina, o Jotaperra, que

después se fusionarían en las AAA) del componente sindical, con miembros

del sindicato del Automóvil Club (SUTACA), algunos matones de Luz y

Fuerza, vinculados con Morales, o el apoyo económico que Lorenzo Miguel

destinaba para el financiamiento de la revista El Caudillo. En poco tiempo,

las AAA desplegarían su impunidad asesina como fuerza de choque, pero

ahora subordinada a la autoridad del Ejército, particularmente en la primera

etapa del Operativo Independencia en Tucumán, con el nombre de Comando

Libertadores de América en Córdoba y durante la represión contra la

histórica huelga obrera de Villa Constitución en marzo de 1975. Entonces,

las patronales metalúrgicas llegaron a pagar hasta 200 dólares a cada


integrante de las bandas irregulares y a ceder un albergue en Acindar,

propiedad de José Martínez de Hoz, para transformarlo en un centro

clandestino de detención. Para finales de 1975, gran parte de las fuerzas

irregulares de la Triple A se habían integrado a los Grupos de Tareas de las

fuerzas Armadas, aunque sus principales referentes, Almirón y Morales,

escaparon al exterior en junio de 1975 junto con su protector, López Rega . 

   Walsh también se ocupó de denunciar la asistencia técnica y financiera

de la CIA. En ese sentido, ya en su Carta a la Junta se ocuparía de señalar el

vínculo entre el Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal

con oficiales becados de la CIA a través de la Agencia Internacional para el

Desarrollo (AID) en los asesinatos del general chileno Carlos Prats, del

secuestro y muerte del general boliviano Juan José Torres, de los uruguayos

Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruíz y de decenas de asilados “en

quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en

Chile, Bolivia y Uruguay”. En ese sentido, las pesquisas de Walsh le

permitieron señalar particularmente al comisario Juan Gattei como el nexo

entre la CIA y la Triple A , ya que dirigió un comando de esa banda

parapolicial encargada de localizar y ejecutar exiliados latinoamericanos

(verdadero antecedente del Plan Cóndor que confirmaba un acuerdo firmado

por Alberto Villar con jefes policiales de Uruguay, Bolivia, Brasil, Chile y

Paraguay ). Según su investigación, Gattei había egresado en 1962 de la

Escuela Interamericana de Policía de la AID, un centro de reclutamiento

tradicional de la CIA donde se enseñaba los métodos modernos de represión

a practicar en los países de la región. En 1974, cuando Gattei era jefe de la

División de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, se hizo cargo de la

seguridad del militar exiliado Carlos Prats. El acuerdo de Gattei con la

DINA le permitió a los agentes de Pinochet preparar sin obstáculos el

atentado que terminaría con la vida del general constitucionalista chileno y

de su mujer, el 30 de septiembre. La revelación de Gattei como agente

“becado de la CIA” le permite a Walsh inferir que profundizar en ese nexo

“es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la

comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se

esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados


por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de

América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido

por esa Junta en nombre de las 3 Armas”.

    Por otro lado, Walsh también se ocupó en reconstruir la estructura

jerárquica de la Triple A, que dividió en dos sectores importantes: el

encabezado por López Rega (que el 10 de mayo de 1974, fue ascendido de

cabo a comisario general, dando un salto inédito de quince grados en el

escalafón policial) y el dirigido por Villar y Margaride desde las fuerzas

represivas. 

    En abril de 1975, a propósito de un atentado contra el comisario

Morales (es herido durante la operación), Montoneros difunde un informe

detallado sobre los antecedentes de las AAA, la complicidad del gobierno,

los operativos realizados y la trayectoria delictiva de sus principales

hacedores. “En el informe se advierte la impronta del autor de Operación

Masacre en el rastreo de la historia de los jefes policiales que ya registraban

antecedentes delictivos de los años 60” , puntualiza Eduardo Jozami.

Un par de años más tarde, dejará constancia de sus impresiones en un

artículo titulado “Historia de la guerra sucia en Argentina”, que difundirá a

través de Cadena Informativa. En ese texto, Walsh señala el papel de

Almirón y Morales como brazos ejecutores de la Triple A, pero apartará a

Perón de cualquier responsabilidad: “López Rega organizó la Alianza

Anticomunista Argentina, con personal policial, militares retirados y grupos

de choque sindicales que en poco más de un año se cobraron 1.000

víctimas. Las primeras fueron conocidas figuras del movimiento peronista

identificado con el Peronismo Auténtico, como el jefe de policía de la

provincia más importante del país, la provincia de Buenos Aires, Julio

Troxler, quien fue asesinado por las denominadas Tres A”. 

    Sin embargo, en las conversaciones cotidianas, allí donde no eran

necesarios los reparos políticos para hablar de temas complejos en mitad de

un proceso de aislamiento de la organización con respecto a las masas

peronistas, la opinión de Walsh sobre el rol de Perón variaba de modo


sustancial. En ese sentido, Patricia Walsh recuerda varias charlas con su

padre sobre ese tema, en las que el escritor subrayaba que Perón “no podía

ser de ningún modo ajeno” al accionar de la Triple A: “No considerábamos

que Perón fuera un adorno, y hablo en plural porque esto lo hemos hablado

muchas veces con mi padre” , agrega Patricia. En este mismo sentido,

Verbitsky asegura que el vínculo estrecho entre Perón y López Rega disipa

muchas dudas: “En el trabajo que Walsh hizo sobre la Triple A, Perón no

aparece. Aparece López Rega, no Perón. Ahora, ¿quién era López Rega? El

secretario personal de Perón. No era necesario incluirlo. Era obvio que había

un vínculo, una relación”. Más tarde, el periodista añade que el riesgo de

profundizar la búsqueda de la punta del ovillo de la Triple A llevaba

indefectiblemente hasta la figura del Presidente: “Había una necesidad de

seguir creyendo en Perón, que es el origen de ese gran equívoco de la

desdichada Teoría del cerco, y, a la vez, cuestionar las cosas concretas que

estaba haciendo López Rega, obviamente con la venia de Perón… son

contradicciones difíciles de manejar”.  

13. El reducto de Walsh en Noticias está separado de los boxes de

Gelman y Paco por unos tabiques de madera, por lo que para juntarse a

intercambiar ideas hay que elegir alguna de esas oficinas. Generalmente

Walsh es el primer en retirarse porque su sección cierra más temprano y

pocas veces se queda hasta el cierre para participar de esas discusiones por

los títulos de portada regadas de ginebra que casi siempre terminaban en

una mesa en El rey del Agnolotti o en el Pulpito. Su trabajo pasa por otro

tipo de urgencias. Para Rodolfo las noticias policiales no son temas menores

ni laterales, sino que reflejan de manera rigurosa lo que ocurre en la

superficie de un país convulsionado; son un termómetro de la realidad.

“Walsh fue uno de los que mejor entendió el criterio de popularidad al que

aspiraba el diario”, explica Bonasso. Para ello, busca leer entre líneas cada

información: si aumenta un tipo de delito en particular eso necesariamente

establece una tendencia y hay que profundizar la observación para verificar


qué significan esos datos. Si se producen más bajas de civiles que de agentes

de las fuerzas de seguridad en enfrentamientos, hay que delinear a qué se

debe esa diferencia. Por otro lado, carga con la responsabilidad de orientar a

los jóvenes redactores en sus primeros pasos. Pese a no regalar frases

contemplativas ni detenerse demasiado a la hora de las explicaciones, los

pibes que pasan por su sección –desde Martín Caparrós hasta su hija

Patricia Walsh– recordarán para siempre el placer y el compromiso que

representa acercarle un borrador de nota a Rodolfo. Caparrós señala que

pese a su timidez, charló con Walsh en algunas ocasiones. “Hacía, solo de

vez en cuando, algún comentario, en general buenísimo. Tenía una obsesión

con la policía. En esa época llegaba el parte policial sobre delitos y cosas

por el estilo, pero también sobre el movimiento interno de la fuerza: un

comisario que transferían de la Brigada de Lanús a la Brigada de Quilmes.

El sabía dónde había estado ese comisario en 1959” . Patricia apunta

también: “Era un hombre que hablaba poco y expresaba menos con los

gestos. Que mi padre no dijera nada malo, que dijera está bien, equivalía un

éxito total”. 

    ¿Qué investigaciones abordó Walsh en aquellos años? Para responder

este interrogante, hay que partir de una aclaración: por criterio de redacción

las notas no iban firmadas (a excepción de las columnas de opinión), por lo

que es complicado trazar límites precisos entre lo producido por Rodolfo y

lo que delegaba en su equipo. Su hija Patricia, una de las redactoras de la

sección, apunta que ante cada nota que ella proponía, la sugerencia de su

padre era siempre la misma: “Andá al lugar del hecho, hablá con los vecinos

y mirá bien todo el lugar”. La consigna para todos era salir a la calle, para

luego cotejar los datos con los partes policiales o los cables de las agencias

y detenerse en las contradicciones de la versión oficial. A la hora de

sentarse frente a la máquina de escribir, la recomendación general era evitar

las oraciones largas y rebuscadas, apelar al mensaje conciso y directo y

apuntar el dato novedoso en la cabeza de la noticia. “El diario nunca tuvo un

estilo literario, todo lo contrario. La idea era profundizar una prosa

despojada, puro hueso, sin grasa –define Verbitsky–. Y en ese punto

coincidíamos todos los que lo hacíamos. En el trabajo cotidiano lo que más


se usaba era el lápiz para tachar, y se tachaban las metáforas, los hipérboles,

de modo que fuera lo más directo y nítido, porque se trataba de llegar al

público más popular posible. De hecho el diario llegó a tirar más de 150 mil

ejemplares por respetar ese estilo”. Por el contrario, Caparrós cuestiona

desde el presente la elección de un método que propugnaba notas cortas,

libres de adjetivos y sin complejidades como un intento por concentrar la

atención del lector: “Era una decisión populista en el mal sentido de la

palabra, en el sentido de considerar que el pueblo no es muy vivo así que

‘démosle la papilla masticada’, no lo ataquemos con notas de 180 líneas

porque no las van a leer” 

   Una de sus preocupaciones de Walsh fue no abandonar el seguimiento

minucioso de los conflictos en los barrios populares de Capital y el

Conurbano Bonaerense, por lo que en cada edición debía haber, al menos,

dos o tres denuncias de los afectados por maltratos policiales, falta de luz,

agua o la ausencia del Estado para cubrir las necesidades básicas. En un par

de ocasiones, el seguimiento de algunos temas en Policiales llegó a la tapa

del diario. Por ejemplo, “El caso del fusilado”, una investigación que

permitió esclarecer el asesinato del fotógrafo Julio César Fumarola,

acribillado a balazos en los bosques de Ezeiza y con signos de tortura. Otro

homicidio múltiple con el sello de la Triple A se publicó el 26 de agosto en

la tapa con la impronta de Rodolfo Walsh: “Habla el fusilado. Testimonio

exclusivo del sobreviviente del basural”, fue el título. En la crónica se

abordaba el caso de Carlos Baglietto, el único sobreviviente de un grupo de

militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), fusilados en un

descampado de Quilmes. Allí, incluso, explicita las similitudes del hecho

con el antecedente de Operación Masacre: “Como en 1956, cuando los

basurales de José León Suárez sirvieron de escenario para acabar con la

vida de seis peronistas, como en Trelew hace dos años, ahora también la

suerte ha querido que alguien sobreviva para testimoniar acerca de una

realidad que, como ayer, vuelve a doler sobre la carne del pueblo peronista”.

   Otro de los aportes fundamentales del autor de Operación Masacre fue

la cobertura de los primeros crímenes cometidos por la Triple A en el país.


En ese sentido, sobresale el caso de la muerte del cura Mugica por su

relevancia, que ocupó la tapa varios días luego de su asesinato, el 11 de

mayo de 1974. “Lo mataron”, fue el lacónico título elegido apenas

confirmada la novedad, acompañado con una extensa crónica de las últimas

horas de vida del sacerdote tercermundista. Pese a haber manifestado sus

diferencias con la metodología violenta de Montoneros y a profundizar su

diferencia al aceptar el cargo de asesor de López Rega de la Comisión de

Vivienda del Ministerio de Bienestar Social en junio de 1973, el diario

dedicó varias ediciones al crimen y el mismo Mario Firmenich publicó

cuatro columnas en días sucesivos, que sirvieron para conocer detalles de la

relación del cura con los fundadores de la orga y también para salir al cruce

a la versión que intentó expandir la derecha sobre la supuesta autoría de la

JP en el crimen. En sus columnas Firmenich no ocultaba las diferencias con

Mugica (uno de sus textos se tituló “Nuestra diferencias políticas”), pero

insistía en que el cura “pese a que hacía tres años que no nos veíamos,

asumió públicamente nuestra defensa”.

    Una excepción al criterio de los redactores de Noticias de no firmar

artículos fue la amplia cobertura de Walsh sobre el conflicto entre Palestina

e Israel, que motivó un viaje del escritor a la zona de conflicto y una ardua

polémica con la representación diplomática sionista en Argentina. “El

bombardeo de aldeas libanesas desnuda la esencia de un terrorismo que se

llama ‘represalia’”, tituló uno de los informes, que se publicaron entre el 13

y el 19 de junio de 1974. En la serie de artículos Walsh toma partido y

critica la ocupación israelí con una mirada histórica rigurosa y una decisión

política tajante: “Desde hace veinticinco años Israel vive anticipando

ataques, en perpetuo estado de ‘represalia’. Una propaganda que empieza a

volverse torpe describe cada acción de sus fuerzas como respuesta a un acto

de terrorismo […] Se discute sobre los métodos. ¿Por qué los palestinos

atacan escuelas? He visto la escuela de Nabatiyeh, nivelada con la roca. ¿Por

qué los palestinos tiran granadas en un mercado? En Aim el Hue, la semana

pasada, no quedó siquiera el mercado, bajo las bombas israelíes de 250

kilos. La discusión sobre los métodos es una de las formas de eludir la

discusión sobre el fondo, reemplazar el porqué por el cómo […] El


terrorismo israelí se propuso dominar a un pueblo, condenarlo a la miseria y

el exilio. En la más razonable de sus ‘represalias’, aparece ese pecado

original”. 

   Luego de sentar posición sobre el tema, registró testimonios de chicos

palestinos condenados a sobrevivir en campamentos en rincones marginales

al sur de Beirut, Líbano o Jordania y de dirigentes de Al Fatah (el

Movimiento Nacional de Liberación Palestina, liderado por Yasser Arafat),

pero también se preocupó por subrayar las similitudes entre los refugiados

palestinos y los villeros argentinos, con la sensibilidad de siempre de un

cronista habituado a encontrar en una imagen pequeña una metáfora de

otras tierras: “Estamos en el campamento de Borje Barashne, al sur de

Beirut, capital del Líbano… Hay 20 mil refugiados en este campamento que

es en realidad un pueblo, una villa cuya copia casi exacta son algunas

manzanas de la villa de Retiro: pequeñas casas de bloques con techos de

chapa, pasillos de material con la canaleta por donde circula el agua,

canillas colectivas. E igual que nuestro villero, el palestino pone una planta,

aunque sea una maceta, en el mínimo espacio libre: recuerdo del campo al

que uno y otro pertenecen”. Otra de esas notas la tituló: “En la resistencia

armada el pueblo palestino encontró al fin su identidad negada por la

ocupación”. En ese artículo escribe: “Después de la batalla de Al Karameh

millares de palestinos acudieron a incorporarse a Al Fatah, que aún no

estaba preparado para recibirlos, aunque tuvo que abrir las puertas. Otras

organizaciones se enriquecieron con ese flujo. Un año después la resistencia

palestina se paseaba libremente por Siria, tenía una estación de radio en El

Cairo, dominaba prácticamente en el Líbano y Jordania. La esperanza

palestina ardería en las calles de Amán, en las montañas de Jordania, antes

de renacer poco a poco como una llama que no está destinada a apagarse”.

    En esa saga también dejaba sus impresiones sobre controvertidos

temas, como la discusión acerca de los métodos elegidos por los fedayín

palestinos a la hora de atentar contra objetivos de Israel (“La discusión

sobre los métodos es una de las formas de eludir la discusión de fondo,

reemplazar el porqué por el cómo. Pero aún esa discusión no debe ser
rehuida”, establece). En ese sentido, expresó sin rodeos sus conclusiones un

tema cuyo eco resonaba también lejos del conflicto en Medio Oriente: “Es

preciso volver a relacionar los métodos con los objetivos. El terror es un

método de lucha que han usado todas las revoluciones y también todas las

reacciones. Hechas las reverencias de práctica a la actitud que prefiere

condenarlo en sí mismo (como si algo existiera en sí mismo), su humanidad

o su inhumanidad depende de sus fines. Nuestra Revolución de Mayo fue

terrorista. El general Aramburu también”, apunta primero.

    “El objetivo del terrorismo palestino es recuperar la patria de que

fueron despojados los palestinos. En la más discutible de sus operaciones,

queda ese resto de legitimidad. El terrorismo israelí se propuso dominar un

pueblo, condenarlo a la miseria y al exilio. En la más razonable de sus

represalias, aparece ese pecado original”, diferencia luego.  

    Por último, como respuesta a los mensajes críticos de la embajada

israelí por su cobertura del conflicto, Walsh elude las medias tintas, y

expone sin filtro sus propias convicciones: “Apruebo la violencia de los

pueblos oprimidos que luchan contra sus opresores. Eso significa que el

terrorismo que se inscribe en esa lucha es –más allá del juicio particular

sobre cada acción– tan legítimo en el caso de los palestinos como en el caso

de la resistencia francesa. Y que la insurrección de los palestinos frente a

los ocupantes de su patria es tan legítima como, por ejemplo, el alzamiento

del ghetto de Varsovia contra los nazis”. 

14. Una noticia merodea, como un fantasma caprichoso, por los pasillos

del diario. Desde hace al menos una semana, los comunicados de Casa de

Gobierno insisten con el verso de la misteriosa gripe que apartó al Viejo de

los primeros planos, pero ya no convencen a nadie. Este día iba a llegar y

llegó. Gelman entra a la oficina de Walsh y comparte un rumor de buena

fuente. El Viejo murió, dice entonces, y se anima a otorgarle al dato un 99


por ciento de credibilidad. Ninguno agrega más nada. Rodolfo suspende su

tarea frente a la grilla de Policiales para acompañar a Juan hasta el cubículo

de Paco Urondo, al final del pasillo. Allí lo esperan Verbitsky, Goyo

Levenson y Paco para una extensa reunión que consumirá toda la mañana.

El único que falta es Bonasso, que se demora haciendo algunos llamados de

apuro a conocidos en la Casa Rosada que permitan certificar de una vez por

todas la noticia, que ahora se esparce por la redacción y va generando

disímiles reacciones entre el personal. Carlitos Bosch sale disparado a la

calle con su cámara y con instrucciones precisas de fotografiar la reacción

popular, un par de redactores de Política se juntan para plantearse una

misma pregunta, y no falta el que se acerca para sintetizar el pensamiento

colectivo: “Uy, la que se viene…”, alguien oculta algunas lágrimas en la

intimidad de la escalera, otro sonríe con un dejo de satisfacción… Pero la

confirmación oficial no llega nunca.

    Rodolfo se sienta a esperar a “Cogote”, impaciente. Entre ellos,

susurran comentarios, como si estuviesen en un velorio. Nadie alza la voz,

nadie quiere ser el primero en hablar. Bonasso entra a la oficina y cierra la

puerta. Insiste con la seguridad de la noticia, pero aclara que nadie sabe

cuándo se difundirá la noticia oficialmente. “De todos modos, hay que

empezar”, dice, y la inminencia del debate sacude a todos. Uno a uno, van

aportando sus miradas sobre la coyuntura, sin el Viejo presente en el

escenario político. Alguien señala que su muerte cierra una etapa y que ya

no existe el elemento unificados en el movimiento. Otro aporta su

preocupación porque desde ahora López Rega tiene las manos desatadas

para profundizar su plan siniestro con las bandas parapoliciales. Uno

subraya la necesidad de pensar dos veces lo que se escriba, de aprovechar la

oportunidad para bajar línea con cautela y no enterrar aún más el cuchillo en

un dividido peronismo sin Perón. Todos coinciden en que es el momento de

buscar aliados en el movimiento y en la necesidad de preparase porque se

viene una ofensiva de los fascistas del peronismo y la organización ha

quedado al margen de la mesa de negociaciones. La discusión fluye en un

marco de acuerdo casi absoluto, y palabras como “unidad”, “mesura” e

“incertidumbre” viajan de boca en boca entre todos los miembros del


Consejo de Redacción. Gelman propone avanzar con la discusión, pero

asando puntualmente a la cobertura de la muerte del Viejo en Noticias.

Bonasso pide la palabra para comentar un breve intercambio de opiniones

hace minutos nomás con el Cabezón Habegger en su oficina. “No les

podemos regalar a Perón a esos hijos de puta”, le dice el dirigente

montonero . Alguien expresa su acuerdo por la opinión de Habegger y

plantea la necesidad estratégica de diluir el enfrentamiento para

“apropiarse” del Viejo en su mejor versión (“al forjador del estado

benefactor y al jefe de la resistencia”, según Bonasso), dejando atrás los

sapos deglutidos, día tras día desde Ezeiza, ante cada ataque venenoso

contra la Tendencia. Otro propone destacar en el diario de mañana la frase

“Mi único heredero es el pueblo”, pronunciada por el General en su último

discurso, el 12 de junio pasado. Todos coinciden, una vez más, en intentar

captar la misma sintonía del pueblo en esa jornada, buscar en la calle la

línea del diario de mañana a partir de un despliegue fotográfico especial. 

   “El diario, en estos días, lo tiene que dirigir Populevich”, dice Rodolfo

Walsh, y todos los presentes lo miran a Bonasso. “Populevich” es el apodo

que se ha ganado hace tiempo por su historia orgánica en el riñón del

movimiento, su condición de “jefe diplomático” de Noticias y su insistencia

en representar los sentimientos del pueblo peronista en las páginas del

diario. “Buscá el título”, le ordena Gelman, justo en el momento en que

alguien golpea la puerta y les exige acercarse al televisor de inmediato. Algo

está por pasar. 

    Son las dos de la tarde del lunes 1º de julio de 1974. En la pantalla,

Isabel Perón aparece en cadena nacional después del anuncio del locutor.

Toda la redacción de Noticias se amontona en silencio frente al aparato.

Alguien sube el volumen: “Al pueblo argentino: estamos viviendo horas

aciagas, circunstancia que debe retemplar el espíritu del pueblo argentino en

un sentido de verdadera unidad nacional. El Presidente de los argentinos ha

dado a su patria y al continente latinoamericano la más grande expresión de

grandeza y humanismo cristiano…”. “¿Quién le habrá escrito este


discurso?”, se pregunta en voz alta un redactor, rápidamente llamado a

silencio por todos. 

    Isabel balbucea, intenta avanzar entre gemidos y un llanto reprimido

que se filtra por sus palabras: “Con gran dolor debo transmitir al pueblo el

fallecimiento de un verdadero apóstol de la paz y la no violencia… Asumo

constitucionalmente   la primera magistratura del país, pidiendo a cada uno

de los habitantes la entereza necesaria dentro del lógico dolor patrio para

que me ayuden a conducir los destinos del país hacia la meta feliz que Perón

soñó para todos los argentinos…”. 

    Un observador atento de la escena señala la mano del Brujo López

Rega apoyada en el respaldo del sillón presidencial. Otra metáfora de los

tiempos que se vienen. Está todo dicho, Bonasso llama a todos a volver al

trabajo para avanzar porque la que viene es la edición más importante de

Noticias. El círculo alrededor del televisor se dispersa en un silencio

respetuoso. 

    Horas más tarde, ya entrada la noche, la reunión en el cubículo de

Paco se repite. Se viene el cierre encima. Ahora hay urgencias y fotos de

Perón plantadas ya sobre el mono de la edición de mañana. Se impuso hace

un rato la propuesta de un suplemento especial de ocho páginas que

sintetice la vida del Viejo, y la foto que proponen para la tapa resulta

singular: en ella, Perón viste uniforme de gala. Gelman se acerca a la página

esbozada y señala un gesto intangible en la foto: la mirada de vidrio del

Viejo, una mirada que ya no es de este mundo. Para la contratapa, todos

acuerdan en el tamaño tipográfico de la frase: “Mi único heredero es el

pueblo”, como si en aquella oración se vislumbrara un subliminal mensaje

de reconciliación con Montoneros o alguna llave bien disimulada que

abriera la puerta a un futuro próximo ligado a la encarnizada disputa por el

monopolio del legado peronista. El equipo de fotógrafos de Bosch

selecciona el material más sustancioso y lo deja en manos de Gelman, que

va tirando las imágenes de a una sobre la mesa. En ellas, respira una tristeza

insondable en los pequeños universos cotidianos de la ciudad. “Hay que ir

por ese lado para titular”, piensa Bonasso, y se aparta un momento para
consultarse a sí mismo por una expresión, una idea que sintetice y que

refleje lo que aquellas fotos cuentan. Elige la palabra “Dolor” en letras

negras tamaño catástrofe, sobre fondo blanco. Arriba, sobre el logo de

Noticias, una franja negra da cuenta del luto. Debajo, Oscar Smoje deja

anotada la extensión del breve copete que debe acompañar el título de tapa:

ocho líneas en cuerpo 72. Por unanimidad se decide acercarle a Rodolfo una

Olivetti para que sea él quien se encargue de un texto que quedará en la

historia de la prensa gráfica argentina. Rodolfo se sienta a un costado y, casi

de inmediato, escribe de un tirón:

   “El general Perón, figura central de la política argentina en los últimos

30 años, murió ayer a las 13.15. En la conciencia de millones de hombre y

mujeres la noticia tardará en volverse tolerable. Más allá del fragor de la

lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un Líder excepcional”.   

    Nadie se atreve a proponer alguna modificación al copete. Bonasso

apuntará, muchos años después: “Es imposible concebir una síntesis mejor”.

  

    Cuando el diario viaja rumbo a la imprenta, la ginebra mitiga el

cansancio de una jornada agotadora. Ahora solo resta esperar un pequeño

detalle: la respuesta de la gente. El rebote no demora en hacerse notar:

Noticias del 2 de julio rompe todos los récords al vender 180.000

ejemplares. “En rigor, no me hizo falta el dato para saber que habíamos

sintonizado la misma frecuencia de onda que el pueblo peronista. Lo supe

cuando vi a la gente común que hacía cola para entrar al velatorio del

Congreso y exhibía, acongojada o desafiante, la única portada que había

interpretado su sentimiento” , añade. 

   Afuera, Buenos Aires es un desolador paisaje gris que una garúa finita

se empeña en transformar en pura metáfora.


15. El funcionamiento de Noticias era similar al de cualquier otro

matutino en lo formal. El esquema difería en cómo debía operar el diario

políticamente para que justificara semejante inversión. Antes de la salida del

primer ejemplar hubo meses de  discusión para resolver cómo ensamblar sin

cortocircuitos un discurso no siempre uniforme entre la conducción de

Montoneros y los directores del matutino dirigido por intelectuales

destacados, que a su vez eran cuadros militantes. “Queríamos hacer un

producto que llegara al conjunto de la sociedad, con la idea de un frente de

sectores sociales y políticos –explica Verbitsky–. Pero la Conducción tenía

la idea de hacer un órgano de propaganda al cual ponerle el sello de la M y

listo. Eso generó muchas discusiones y roces porque el modelo que tenían

en la cabeza era El Descamisado, que a nosotros nos producía náuseas por

su falta de nivel político y profesional. Era puro tachín-tachín, con la

vulgaridad de la prosa que se escribía. Lo que me parece es que nosotros no

llegamos a darnos cuenta que esa revista expresaba mejor que nosotros lo

que quería la Conducción porque era un momento de disputa. Las

concepciones de la Conducción estaban mejor en El Descamisado, sin

dudas”. 

    En lo político, luego de varios encontronazos con los enviados de la

Conducción a las reuniones del diario, se acordó lo siguiente: “Los

encuadrados constituíamos un núcleo de hierro. Dependíamos de la

organización y por lo tanto nos subordinábamos políticamente. Pero

podíamos discutir. Curioso: pese a ser una organización político-militar, era

mucho más democrática que cuando se convirtió en partido revolucionario.

Discutíamos, aunque éramos oficiales de bajo rango frente a generales. Eso

se compensaba porque ellos no sabían nada de periodismo” , asegura

Bonasso. El hombre de la Conducción Nacional en Noticias era Julio

Roqué, que diariamente informaba detalles del devenir del diario y acercaba

las opiniones de Firmenich, que más de una vez se quejaba por las escasas

noticias referidas a los frentes de masas montoneros. El vínculo entra una

organización que pretendía aprovechar la masividad del matutino para

comunicar su propia visión de la realidad y la decisión de sus redactores, de

preservar una cuota de amplitud con respecto a los temas y al estilo a


desarrollar, generaría más de un momento de tensión. Desde la dirección del

diario, la ventaja era que las presiones siempre llegaban después de

publicado el tema conflictivo. No existía censura previa sino, más bien, un

pedido de explicaciones posterior sobre el enfoque de algunas notas. De

todos modos, el suceso en ventas permitía sumar a los redactores otro

argumento clave a su favor en la disputa con la CN: si en las primeras

semanas Noticias vendía 30.000 ejemplares de promedio, el diario se

estabilizó en 100.000 ejemplares, con picos de 150.000 y el récord de la

edición posterior a la muerte de Perón, que alcanzó los 180.000.

    Fuera de la redacción de Piedras y de los encontronazos con la

conducción, la realidad golpeaba duro a la tendencia. Todo fue tan

vertiginoso que, desde mayo de 1974, los directores empezaron a trasladarse

con custodia permanente y la entrega de los originales a la imprenta debía

organizarse en operativos con autos rotativos, personal armado y en altas

horas de la madrugada para evitar un sabotaje. El mecanismo habitual

contemplaba un viaje desde Piedras hasta la sede de El Cronista Comercial,

donde se componían las tipografías “en frío”, se armaban los cartones de las

24 páginas y se los fotografiaba para enviar las películas a la imprenta Fabril

Financiera, donde una máquina revistera demoraba eternidades en cortar el

papel y en preparar la tirada final. Para el jefe de Redacción, Juan Gelman,

“ese diario fue una hazaña. Había que cerrar un matutino a las ocho de la

noche. Componíamos en una imprenta e imprimíamos en otras dos porque

el tiraje crecía y no bastaba con una sola porque se perdían los recorridos.

Se convirtió en un diario popular” . Según Horacio Verbitsky existieron

varios intentos de secuestrar los materiales cuando eran trasladados a la

imprenta “por lo que trabajábamos con varias y eso era riesgoso. Además,

esto se hacía durante horas de la noche, cuando la ciudad estaba desierta y

la violencia era cotidiana. Eso condicionaba el trabajo”, sostiene Verbitsky.

“Trabajábamos con una pistola en el cajón del escritorio –grafica Gelman–.

Los fondos del diario se tocaban con el Museo del Traje, donde habían

nombrado directora a la mujer de Lorenzo Miguel. Enfrente teníamos el

local de la Juventud Sindical. Estábamos lujosamente rodeados. Cuando

pusieron la bomba en el diario los inspectores policiales miraron los


escombros y dijeron que había sido una obra de arte”. El contexto no

impidió, de todos modos, que se produjeran escenas tragicómicas a la hora

de intentar empelar métodos de seguridad en un equipo que se apoyaba en la

improvisación y la informalidad. Durante uno de los traslados, Bonasso

recuerda que su coche avanzaba con autos de seguridad atrás y adelante para

intentar bloquear cualquier ataque. Sin embargo, el chofer del director no

tuvo mejor idea que meterse de contramano justo por la calle de una

comisaría. En un par de segundos, varios uniformados apuntaban sur armas

contra el auto de Bonasso, que viajaba acompañado por militantes armados.

“Agente, soy el director del diario Noticias. Los demás también son

periodistas, jefes de la redacción. Si me permite, me puedo identificar”,

atinó a decir para apaciguar los ánimos. La credencial del diario le permitió

seguir adelante, no sin acumular más tensión aún cuando unas cuadras más

adelante el auto pinchó una goma. Ante la sugerencia del chofer de seguir a

pie, Bonasso estalló: “¿Cómo seguir a pata? ¡Si la Triple A no nos mata es

porque no quiere! Estamos regalados… Si quiere nos puede matar a

zapatillazos. ¡A za-pa-ti-lla-zos!”. Desde esa noche inolvidable, Bonasso

renunció a la escolta asignada.

   La sensación de peligro empezó a contaminar el clima de redacción, y

si bien los primeros en manifestar su preocupación por la situación fueron

los redactores no encuadrados, pronto se fue expandiendo una silenciosa

percepción de estar atravesando el epílogo de un proyecto. La señal cercana

de alarma se dejó escuchar el 16 de abril de 1974, cuando la secretaria de

Bonasso, Luisa Galli y su marido Eusebio del Jesús Maestre fueron

secuestrados por la Policía en Hurlingham. Ya no se trataba tan solo de una

amenaza telefónica: ahora las bandas paraestatales tenían a Noticias entre

ceja y ceja. A raíz de la denuncia difundida por el diario, sumada a otras

acciones legales, dos días después la Federal se vio obligada a blanquear a

los detenidos, pero la madre de Maestre denunció que su hijo tenía signos

de tortura. “Sangre en la camisa de Maestre”, titula Noticias el 21 de abril

de 1974, y en un informe posterior señala: “Estos hechos fueron

comunicados al presidente Juan Perón por las delegaciones juveniles que lo

entrevistaron en Olivos”, para después añadir la tajante respuesta del


General: “El jefe de Estado dijo que ratificaba su confianza en los

comisarios Alberto Villar y Luis Margaride, jefe interino de la Policía

Federal y Superintendente de Seguridad”. A principios de marzo, una

bomba estalló frente a la redacción, destrozando la sedería de la planta baja

y algunas oficinas: “Ataque terrorista contra Noticias”, titula el diario. Días

más tarde, después del acto del 1º de mayo, cuando parecía inevitable un

ataque violento contra el diario por parte de la derecha, se recomendó a

todos los no encuadrados retirarse de la redacción por precaución.

“Teníamos el temor y la información de que después del acto iban a prender

fuego el diario. Ese día les hablé a los periodistas que no tenían compromiso

político para que se fueran; se iban a quedar los encuadrados solamente.

Algunos pese al riesgo, se quedaron, y por suerte no vinieron”, comenta

Verbitsky. El final se acercaba.

   La muerte de Perón fue el último eslabón en la cadena que terminaría

con la clausura de Noticias. Con las oficinas públicas copadas por la derecha

peronista, en las últimas ediciones del diario se radicalizó el discurso de

confrontación y se fue achicando el espacio de amplitud: “En los últimos

días el diario asumió una línea abiertamente provocadora”, admitió

Bonasso. Cinco días antes de su clausura, el diario sumó un suplemento

especial en homenaje a los caídos en la masacre de Trelew y publicó una

completa crónica que daba cuenta de la creciente política represiva de

bandas parapoliciales y, en algunos casos, vinculadas a funcionarios del

gobierno de Isabel Perón. Las horas de Noticias estaban contadas. 

   De un momento a otro se aguardaba por el decreto que determinaría el

cierre. Así sucedió. El comisario Alberto Villar en persona, con un

escuadrón policial ingresó a la redacción en la madrugada del 27 de agosto

de 1974. “¿Dónde está el escritorio de Rodolfo Walsh? Quiero ver el

escritorio de Rodolfo Walsh”, dice Villar a los gritos, mientras sube las

escaleras de la redacción. Walsh no estaba, pero sí Patricia, su hija, que

alcanzó a esconder el revólver de su padre en un tacho de basura cubierto de

papeles durante la requisa. Al mismo tiempo que algunos redactores eligen

la fuga por los techos del edificio, la orden de clausura la recibió el


subdirector, Norberto Habegger, mientras los agentes se encargaban de

destrozar todo lo que se cruzaba a su paso. Parte del archivo del diario fue

robado, al igual que todo el papelerío que se encontraba sobre los escritorios

esa noche. “Cuando [Villar] estuvo frente al pequeño cubículo donde

Neurus pergeña sus maldades contra los malos policías como él, se detuvo

un momento en actitud de falso recogimiento. Hasta empezar a manotear los

papeles que había sobre la mesa con su mano regordeta, de uñas

cuidadosamente manicurazas”, explica Bonasso. El comisario concentra la

atención de toda la redacción para decir unas palabras de advertencia: “Yo

sé que ustedes tienen un ataúd con mi nombre, pero yo tengo un cajón para

cada uno de ustedes”. 

    Pocas semanas después, Montoneros anunciaría el retorno a la

clandestinidad, lo que confirmaría que atrás en el tiempo quedaba el proceso

de disputa política de la organización en el marco de la legalidad. Ahora era

el tiempo de las armas. 

16. Apenas un mes después de anunciar públicamente el retorno a la

clandestinidad   como una medida defensiva en el marco de una “retirada

estratégica”, el 16 de octubre de 1974 Montoneros ejecuta una operación

que involucra a alrededor de cuarenta combatientes. Se trataba del secuestro

del cadáver del ex dictador Pedro Eugenio Aramburu del cementerio de la

Recoleta; es decir, pleno centro de una vigilada Capital Federal. Si la

ejecución de Aramburu cuatro años atrás había oficiado como presentación

pública de la organización, el secuestro del cuerpo del militar sería utilizado

ahora como una herramienta de presión. El objetivo era claro: utilizar los

restos de Aramburu para negociar el regreso del cadáver de Eva Perón.

    Paco Urondo, entonces Oficial Primero de la organización, dirigió la

operación y contó con el apoyo de Walsh en el trabajo de Inteligencia, desde

una casa cercana al cementerio donde se ocupó de controlar las


comunicaciones de los patrulleros cercanos con las autoridades policiales.

Según recuerda Ernesto Jauretche, el éxito de la acción dependió en buena

medida de la audacia operativa de Urondo: “Pude observar toda la logística

de la operación y noté la capacidad militar que tenía. Poseía una fuerte

capacidad de organización y de mando. Pude ver al estratega que era Paco.

Ejercía una autoridad indiscutida y tenía una inteligencia militar imposible

en un literato, en un poeta” . También Rodolfo Walsh recordaría, años más

tarde, el papel de Paco en esa acción: “Como jefe militar, impulsaste el

rescate de los restos de Aramburu. Querías volver a hacer realidad una de

las condiciones del juicio: ‘Volverá a los suyos cuando Evita esté en la

Argentina, junto con su pueblo’”. 

    En un contexto de extrema tensión, y apenas algunas semanas antes

del operativo en Recoleta, otro comando montonero había secuestrado en la

zona de Beccar a los empresarios Juan y Jorge Born, gerente y director

general respectivamente de Bunge & Born, una de las corporaciones más

importantes del país . En junio de 1975, Paco Urondo sería uno de los

responsables de la liberación de Jorge Born (su hermano ya había

abandonado el cautiverio unas semanas antes) en una conferencia de prensa

que contó con la presencia de Firmenich, ante un escueto número de

periodistas como testigos de un rescate record para un secuestro político   y

garantes del perfecto estado de salud del empresario. 

   De todos modos, el puesto militante que terminaría por modificar para

siempre el vínculo entre Urondo y la Conducción montonera sería su papel

como “comisario político” en el proyecto del diario Noticias. Hasta

entonces, las responsabilidades de Urondo pasaban por el ámbito político-

militar de la zona que comprendía las acciones en los barrios de Once,

Boedo y Almagro. Pero apenas surgió la idea del periódico, la vorágine

agotadora de Noticias terminaría por consumir el resto de su tiempo

militante. En la redacción era el nexo entre la dirección colectiva del diario

y la conducción nacional de Montoneros, una tarea para nada sencilla

teniendo en cuenta las diferentes apreciaciones de unos y otros sobre el

carácter que debía tener esa masiva herramienta de prensa. Desde el primer
día, Paco fue quien absorbió, con mayor o menor suerte, los reclamos y las

críticas que los cuadros de la organización deslizaban con el diario ante sus

ojos. Por otro lado, puertas adentro, Noticias funcionaba con una suerte de

conducción bifronte: públicamente Miguel Bonasso era su director, pero en

el ámbito militante el número uno de Montoneros era Paco Urondo: “Eso

dio lugar a bastantes conflictos –recuerda Verbitsky–. Paco tenía la jerarquía

organizativa pero además tenía una jerarquía personal. Miguel lo respetaba y

lo admiraba mucho a Paco, pero quería que, de alguna manera, su cargo de

director tuviera ciertas formalidades que no lo dejaran desairado” . Más allá

de los problemas generados por las vívidas contradicciones políticas que

emergían en el día a día en las oficinas de la calle Piedras, nada impedía que

Paco visitara cada noche el escritorio de Juan Gelman, para conversar sobre

poesía, compartiera con el mismo Walsh un mate recién cebado, o

propusiera degustar un Vasco Viejo en una pausa en pleno cierre, un lujo

accesible para la escasa economía del equipo periodístico.      

    Pero había algo en Paco Urondo que no terminaba de encajar en el

esquema que había diseñado la Conducción. Algo difícil de definir en

términos ideológicos y mucho menos en cuanto a lo organizativo, que no

terminaba por amoldarse a lo que Firmenich pretendía de Urondo para

Montoneros. “En Noticias comenzó la mala onda de la conducción con

Urondo”, sintetiza “el Perro”, y esa relación tirante terminaría por cortarse

definitivamente en junio de 1973, cuando Paco es desplazado de la jefatura

política en Noticias y reemplazado por Norberto Habegger, menos

conflictivo y más propenso a respetar el verticalismo en la toma de

decisiones en la organización: “En otras palabras, llegaba para disciplinar”,

explica Verbitsky.  

    La salida de Paco del diario fue un golpe difícil de asimilar para los

periodistas que también compartían el ámbito de militancia con él, más aún

después de conocer las razones triviales que habían impulsado esa decisión.

Se habló entonces de “desorden administrativo”, cuando en realidad

Noticias era un modelo nada ejemplar de prolijidad en ningún aspecto

burocrático, como lo sugiere Bonasso a la hora de mencionar algunas de las


características que también identificaban a la Armada Brancaleone que se

hacía cargo de la edición del diario: “[…] La precariedad en que nos

movemos, las bestialidades organizativas que perpetramos a diario en un

clima juvenil y ácrata, propenso tanto a la genialidad como a la chantada,

donde no prosperan las formalidades y el único que me dice ‘Director’ en

vez de ‘Cogote’ es el encargado de la sección Carreras” . Había detrás de esa

decisión un trasfondo extraño, y toda la evidencia apuntaba a señalar la

relación de Paco con la joven periodista que estaba a cargo de la sección

Gremiales, Alicia Raboy –mientras aún formalmente convivía con

Mazaferro–, como el elemento que había motivado la despromoción.

Bonasso aporta detalles con respecto a la sanción que se le aplicó a Urondo

por parte de la Conducción: “En una de esas reuniones de ámbito donde

discutimos hasta los calzones que llevamos, analizamos si era correcto o no

que la Orga lo hubiera sancionado… Hubo una áspera discusión entre

‘liberales’ y ‘moralizadores’ y estos últimos llegaron a enarbolar el artículo

16 del Código Montonero, que pena con degradación y arresto la infidelidad

conyugal”. Más concluyente, para Verbitsky, en esa decisión había “una

cuestión de moralina pequeñoburguesa con olor a naftalina disfrazada de

moral revolucionaria”. En concreto, la impresión que dejó la decisión de la

Conducción con respecto a Paco fue que se aprovechó un episodio personal

para pasarle viejas facturas al poeta. 

    Pese a la sanción, Urondo continuó con su militancia en el sector

Prensa de Montoneros (donde participó en la organización de la propaganda

del efímero Partido Peronista Auténtico, una publicación quincenal que

consiguió distribuir apenas 8 ediciones hasta su clausura). Por otro lado, una

vez extinguida la corta existencia del periódico El Auténtico, a fines de

1975, Urondo es designado para armar el que sería el último

emprendimiento legal y frentista de la prensa montonera: la revista

Información, cuya historia se limita a apenas una edición, salida a la calle en

las vísperas de un día fatídico para la historia argentina: el 23 de marzo de

1976. En esa primera (y única) edición de Información, el título de tapa era

un textual del político radical Ricardo Balbín: “Todo está naufragado”, que

daba cuenta de la agonía política que se respiraba por esas horas.


   Rodolfo Walsh visitó una tarde a su amigo Urondo en la redacción de

Información, unas oficinas en la zona de Once, y no podía terminar de

creerse que la organización se atreviera a montar semejante emprendimiento

de prensa a cara descubierta, a horas de un golpe militar previsible desde

semanas antes, en vez de destinar fuerza y recursos a generar herramientas

de comunicación clandestinas que no expusiera públicamente a los

integrantes del staff (“Iba a ser un blanco terriblemente fácil para el

enemigo”, afirma Walsh) y que se manejaran acorde a los tiempos de

represión que se avecinaban. 

   “El Paco no anduvo bien en Prensa –aseguró Walsh, en una anotación

personal tiempo después–. Por lo menos yo pensaba eso y otros también lo

pensaban, aunque es difícil saber de quién era la responsabilidad. Prensa era

un equipo muy grande: alrededor de setenta”. En ese sentido, Urondo

apelaba a la ironía para llamar al sector de Prensa con el nombre de “El

astillero”, por el relato del uruguayo Juan Carlos Onetti donde un grupo de

obreros simula trabajar con normalidad en una fábrica clausurada desde

mucho tiempo antes. 

   “Paco no anduvo mal en Prensa, todo lo contrario, lo que anduvo mal

fue la posición estratégica”, acota Verbitsky. Concretamente, y según

palabras del propio Walsh, el origen del problema estaba en que “se admitía

la posibilidad del golpe pero también se trabajaba como si no fuera a

ocurrir, incluso se lo contemplaba con cierto optimismo, como si su víctima

principal fuera la burocracia en el gobierno y no nosotros”. “El error que

ellos cometieron fue no comprender a fines de 1975 la naturaleza del golpe

que se avecinaba. Fue un error casi general”, añadiría el escritor. 

  De frente a una situación crítica que la dirección montonera parecía no

terminar de asimilar, Walsh y Paco trabajan juntos en la elaboración de un

“plan de emergencia” con el objeto de hacer frente militarmente al

despliegue inicial de los golpistas: “No se trataba de parar el golpe sino de

que empezara mal, con un costo imprevisto. Cuando hablamos de eso con

Petrus [Horacio Campiglia], él dijo: ‘Pero entonces ustedes creen que va a

haber un golpe. Eso cambia las cosas’”. No cuesta imaginar demasiado el


rostro de Walsh ante el comentario de uno de los cuadros más importantes

de la organización. En ese lapso breve de tiempo, Paco y Rodolfo

compartieron discusiones y conocieron a fondo sus propias diferencias:

“Ahí se contraponía el exceso de optimismo de Paco con la precaución de

Rodolfo, que también era optimista pero veía más a largo plazo”, apunta

Lilia Ferreyra. En el esbozo de aquel plan de operaciones se planteaba ya

como aspecto central el bloqueo informativo que implementaría la

dictadura, pero la cúpula de la organización no se preocupó demasiado por

interiorizarse en la propuesta: “Nunca nos llamaron a discutirlo”, anotó

Rodolfo. 

   La influencia de Paco dentro de Montoneros había disminuido a partir

del episodio en Noticias, y la indiferencia con que la Conducción tomó el

plan de contingencia elaborado por Walsh y por él ratifica el brusco cambio

en la consideración con respecto a Urondo. La siguiente orden recibida por

Paco en mayo de 1976 lo dejó mudo: debía trasladarse hasta Mendoza para

reorganizar la regional de Cuyo que, según Walsh, “era una sangría

permanente desde 1975 [y] nunca se la pudo poner en pie”. Sin cobertura

alguna en una región que había sido devastada por la represión en pocas

semanas, en una posición de extrema debilidad en cuanto a la escasa

información que contaba sobre la organización en esa provincia, y pese a

manifestar reparos, Paco acata la decisión. 

    Cuando comenta la novedad entre sus amigos íntimos, se impone la

cruda sensación de estar padeciendo una represalia por parte de la

Conducción por algunas cuentas pendientes. Antes de la despedida, invita a

los compañeros más cercanos a una cena en su casa. “Paco estaba mal. Y

cuando estaba mal tomaba mucho y además se le bajaba el párpado del ojo.

Sentía que la organización lo había marginado a partir de su relación con

Alicia” , señala Verbitsky. “El traslado de Paco a Mendoza fue un error”,

anotará tiempo más tarde Rodolfo Walsh, que esa misma noche acudió al

encuentro de su amigo. “Esas últimas reuniones reflejan una cierta rebeldía

porque se realizaban en condiciones de clandestinidad –destaca Lilia–. En el

último encuentro, Rodolfo presentía que algo no andaba bien y Paco


traslucía que algo no estaba bien. Ambos se dieron un abrazo de despedida,

presintiendo que era muy difícil que se volvieran a ver. De todos modos,

Paco siempre era optimista aún en las situaciones más difíciles” . 

    En ese abrazo final entre Paco y Rodolfo, breve pero inolvidable, se

puede dibujar el perfil de la tragedia. Otra vez un abrazo marcando los

tiempos de una crónica entrañable entre dos compañeros marcados por la

vorágine de un tiempo urgente, que no permitía más que algunos breves

gestos de afecto antes de la batalla. “El Partido Montonero te señaló nuevos

puestos de combate. Fuiste a ocuparlos simplemente. Estabas seguro de la

victoria final, como estamos todos”, escribiría más tarde Rodolfo, cuando la

historia de Paco, su amigo, ya pertenecía a un pasado doloroso.

   

17. “¡Comando, comando, móvil 1!” , se estremece la radio. Al rato,

alguien responde: “QAP, QAP, móvil 1. Adelante móvil 2”. “Hay

movimiento de tropas en dirección a Casa de Gobierno”, clama la voz.

“¡QSL, QSL, entendido, entendido!”, confirma el comando. Ya es de

madrugada cuando Rodolfo Walsh atrapa la transmisión y confirma sus

presunciones: “Ahí está el golpe”, le dice a Lilia con gesto adusto. En el

primer piso de un pequeño departamento de un ambiente, con una sola

ventana que da a un patio interno (y que debe permanecer cerrada casi todo

el día para evitar que los ruidos despierten sospechas entre los vecinos),

Lilia y Rodolfo saben que lo que está por llegar es el final de un proceso. 

   “En esa semana la atención estaba puesta en si iba a haber un golpe o

no. Estábamos muy pendientes de las escuchas de comunicaciones para

tratar de encontrar información sobre lo que se podía estar gestando”,

recuerda Lilia. “Poco después de la medianoche se empezaron a escuchar las

voces más agitadas, eran del comando radioeléctrico por lo general. A la

madrugada ya se preguntaban abiertamente, desde los móviles hasta el

comando, por los tanques que estaban yendo por el Bajo en dirección a la
Casa Rosada. Esa fue la confirmación de que el golpe estaba en marcha”,

añade. Ahí estaba el golpe más anunciado de la historia argentina, iniciado

en la noche del 23 de marzo de 1976, movilizado en una oscuridad que

terminaría formando parte del paisaje cotidiano del país durante siete largos

años. Con respecto a las escuchas, la compañera de Walsh detalla que

siempre los dejaba perplejos la calma y el control que el que hablaba el

responsable del comando radioeléctrico, “su calma contrastaba con el

nerviosismo de las voces que transmitían los móviles. Esa noche del 23, las

voces habían perdido la calma. En algún momento nos fuimos a dormir

porque, pese a la tensión, la variante del golpe era algo que se esperaba, no

era una sorpresa”.

    No fueron pocos los que caracterizaban al nuevo gobierno militar

como un cambio positivo en la estrategia de combate. De hecho, el propio

Walsh señala en sus documentos críticos que un sector de Montoneros

ansiaba el golpe: “Nosotros dijimos en 1974, cuando murió Perón, que

queríamos el golpe para evitar la fractura del pueblo”. Pero él no compartía

el extraño optimismo con que su organización caracterizaba a la nueva

Dictadura: “A diferencia de la opinión de otros, Rodolfo tenía la certeza de

que se avecinaban tiempos terribles”, describe Lilia. La mañana del 24

todas las citas se suspendieron. Rodolfo cruzó la calle cumpliendo la rutina

del chequeo y el contrachequeo para evitar el seguimiento de alguna mirada

de chacal. Compró todos los diarios y respiró en las calles un clima de

temor y expectativa que podía observarse a simple vista en el rostro de la

gente. “Algo se había roto, estaba cambiando. Nosotros seguimos la

información en los diarios, la radio y la televisión, también vivimos ese día

con una carga muy distinta, algo cambiaba, con la incertidumbre o la

certeza de que se avecinaban tiempos más difíciles”.

    Con la radio encendida y clavada en la sintonía de Colonia sobre la

biblioteca y la mesa tapizada por los diarios dispersos, el televisor sin

volumen mostraba el perfil anguloso de los chacales que, a partir de ese día,

daban por iniciada la cacería más sangrienta. Casi en voz baja, midiendo las
palabras, Rodolfo Walsh conjeturó: “Si éstos llegan a ganar, este país se va a

poner irrespirable”.

18. “Lo mataron a Ortiz”, le dice, conciso, Juan Gelman. Es todo. Junio,

de mañana, amanece gris y lluvioso, apagado. Y la noticia de Juan retumba

en la oficina. “Lo mataron a Ortiz”, le dice a Rodolfo, que escucha la noticia

impávido, sentado frente a una máquina de escribir, sin saber qué decir, por

dónde empezar a preguntar. Ortiz era el nombre de guerra que utilizaba el

poeta Paco Urondo, y lo había elegido como un mínimo y clandestino

homenaje a otro grande del oficio: Juan L. Ortiz. Más de una vez había

contado las visitas al poeta entrerriano en su casita a orilla del Paraná, esas

largas conversaciones picadas de silencio y gestos casi imperceptibles, la

lectura compañera de unos versos salteados al atardecer. Ahora Ortiz era

Paco, y su muerte demoraba horas en hacerse tolerable. 

   No era posible la vida sin Paco. No era posible soñar la revolución sin

Paco. No era posible, tampoco, recordar a Paco de otra forma que no fuera

sonriendo, jodón, irónico, bohemio, audaz, seductor, entrador, sensible,

optimista hasta la médula. “Te lloramos, hombre y mujeres, milicianos,

aspirantes y oficiales mayores; quién  podría no llorarte”, escribirá Rodolfo,

después. “Pero eso fue sólo un momento, el trago amargo de un momento,

cómo va a morir Paquito, ‘el que era nuestra sangre, nuestra alegría’. Y sí,

vos podías morir, como todo lo que se ofrece en sacrificio para que la Patria

viva”, sintetiza. “La Patria, Santa Fe, los ríos, los poetas como vos, los

compañeros, los metalúrgicos, los torturados, los gráficos, los perseguidos,

los navales, los presos, los chicos, los curas del pueblo, los combativos, los

cañeros, los mecánicos, los villeros: todo lo que entraba en tu memoria

incomparable, en tu esperanza”, detalla más adelante.    

    Había un par de certezas temibles dando vueltas por la oficina donde

se encerraron a solas Rodolfo y esa noticia por horas. Porque más allá del
dolor que comenzaba a horadar en la conciencia, que agitaba la respiración,

que secaba la garganta, la muerte de Paco era, más que nada, una ausencia

que tornaba al presente irrespirable. Porque el final de Paco era, de alguna

manera, una alternativa conocida por todos, una posibilidad que todos los

que, cómo él, habían elegido el camino más difícil para transitar un futuro

de revolución, sabían que podía cerrarse en cualquier momento (“No te

hacías ilusiones sobre la supervivencia personal. En todo caso, estabas

preparado para la muerte como las decenas de muchachos y muchachas que

se juegan diariamente en una pinza, en una operación”, diría Walsh). Pero la

firme decisión de Paco de atravesar ese sendero no impedía destacar aún

más todas aquellas otras opciones a mano para un tipo del talento de Paco,

que el poeta eligió relegar en busca de construir un país diferente para él,

para sus hijos, para sus nietos. Rodolfo daría cuenta de todo aquello que

Paco podría haber elegido, y que quedó en el camino: “Pudiste irte. En

París, en Madrid, en Roma, en Praga, en La Habana, tenías amigos, lectores,

traductores. Podías sentarte a ver desfilar en tu memoria el ancho río de tu

vida, la vida de los tuyos, volcarlo en páginas cada vez más justas, cada vez

más sabias. Con el tiempo, quién lo duda, habrías figurado entre esos

grandes escritores que eran tus amigos,  tu nombre asociado al nombre de tu

país, pedirían tu opinión sobre los problemas que agitan al mundo”.

    Pero no. Ese otro Paco no existió nunca. Para que emergiera el Paco

guerrillero había que asumir decisiones vitales, había que jugarse el pellejo,

porque no hay otra manera de cambiar las cosas más que con el ejemplo de

siempre, ese que empuja a borronear ese cambio dentro de uno mismo.

“Preferiste quedarte, despojarte, igualarte a los que tenían menos, a los que

no tenían nada. Lo que era tuyo era fruto de tu esfuerzo, pero igual lo

consideraste un privilegio y lo fuiste regalando con una sonrisa”, explica su

amigo. 

   La muerte, hasta entonces, había estado en la libreta de previsiones de

cada militante. Pero la muerte cercana de un amigo, de un familiar, de un

compañero, modificaba el efecto del suceso. Ahora las caídas golpeaban lo

más profundo, ahora el dolor era punzante, insoportable. Ahora sí, el riesgo
de caer en la próxima cita no era simplemente una frase de ocasión, sino

una realidad movilizante. Para Miguel Bonasso, las cosas cambiaron desde

entonces: “Los tipos más próximos, más queridos, más entrañables, con los

que habías construido una vida, tipos que pensabas que eran inmortales, vos

eras testigo de sus vidas, ellos eran testigos de tu vida y se morían, los

mataban” . 

    También había conclusiones políticas que extraer de la muerte del

amigo, y esas no eran más sencillas de asimilar. Después de indagar en lo

poco que se conocía, de recabar en el testimonio de la única sobreviviente

de la emboscada militar, Rodolfo pudo reconstruir la lógica cruel del último

combate de Paco Urondo, un par de semanas después de su arribo a

Mendoza: “Su muerte […] se produjo en un contexto de derrota, por el

mecanismo que después nos ha resultado familiar: las caídas en cadena, las

casas, que hay que levantar, la delación, finalmente la cita envenenada. Fue

temiendo lo que sucedió”. 

    Tal como el mismo Paco preveía, a su llegada a Cuyo la organización

es una sombra, un disperso conjunto de voluntades arrasado por la represión

militar donde no existe apoyo logístico alguno ni zonas de referencia. De allí

el encontronazo final, de esa decisión de intentar reconstituir un entramado

destruido a partir del voluntarismo personal, inagotable, del compañero que

propone citas sin apoyatura, en procura de recuperar terreno perdido. Se

trataba de militar sobre el filo de la navaja. Poco menos de un mes después,

el 17 de mayo de 1976, Paco, Alicia y su hija de once meses asisten a una

cita de control en Guaymallén en el Renault 6 que es casi una casa para la

pareja. Después, lo previsible: la cita cantada, la encerrona, la persecución

por las calles, los disparos cruzados, el miedo, la insondable esperanza de

poder escapar de la trampa, el choque, la pastilla de cianuro (“esa última

victoria sobre la barbarie”, define), el final. “Ellos eran demasiados en esa

tarde aciaga”, señala Walsh. 

    Ahora, solo en la oficina, encerrado apenas con la ausencia, Walsh

elige citar a Paco como síntesis, como la más humana y compleja síntesis de

una discusión absurda, al menos hasta la muerte de Paco. Tanto se ha escrito


sobre el vínculo posible entre del artista y la revolución y tan poco

significado dejan esas páginas después de asomarse solo un momento por la

ventana de la vida de Paco, poeta, guerrillero… “Pienso que tu obra

literaria, tan inseparable de tu vida, nos va a ayudar a resolver esa pregunta

tan trillada sobre lo que puede hacer un intelectual revolucionario –señala

Rodolfo–. Puede hablar con su pueblo y de su pueblo poniendo en ese

diálogo lo mejor de su inteligencia y de su arte; puede narrar sus luchas,

cantar sus penas, predecir sus victorias. Ya eso es suficiente, ya eso justifica.

Pero vos nos enseñaste que no le está prohibido dar un paso más,

convertirse él mismo en un hombre del pueblo, compartir el arma de la

crítica con la crítica de las armas. Gracias por esa lección”. 

    Pero no hubo con qué darle. Ni las balas del enemigo, ni la tristeza

insondable en esas lágrimas que se deslizan bajo los anteojos de Rodolfo, ni

el recuerdo que golpea desde un rincón del dolor por lo perdido. Nada podía

alejar la imagen de Paco de la alegría. Nadie bebió la vida con el placer del

poeta. No había manera de asociarlo con otra cosa. Por eso Rodolfo elije

recordar aquella cita del combatiente checoslovaco Julios Fucik, prisionero

de los nazis y condenado a muerte. Fucik escribe: “Y lo repito una vez más:

hemos vivido por la alegría, por la alegría hemos ido al combate y por la

alegría morimos. Que la tristeza no sea unida nunca a nuestros nombres”.

   Paco, a su modo, exigía lo mismo a lo mismo a los amigos. Y no había

insulto peor que negarle a Paco ese deseo. Después de todo, él mismo había

anotado el único epílogo posible para su propia historia cuando escribió:

…Y la historia de la alegría no será

privativa, sino de toda la pendencia

de la tierra y su aire, su espalda y su perfil, su tos y su

Risa. Ya no soy
de aquí: apenas me siento una memoria

de paso.

Mi confianza se apoya en el profundo desprecio

por este mundo desgraciado. Le daré

la vida para que nada siga como está. 

19. “Cordura terrestre, punto, punto, punto. Magnanimidad antarte,

punto, punto, punto”. Una voz trémula dicta desde un teléfono público. No

hay tiempo que perder. Del otro lado de la línea, un dibujante, Gustavo

Trigo, anota veloz, desprolijo, los textos y diálogos que escucha y que

después deberá encerrar entre viñetas. Lejos de allí, desde la penumbra de la

clandestinidad, en algún perdido aparato de la ciudad, una voz lee el guión

pautado para la próxima entrega de la historieta La guerra de los Antartes

mientras espía por encima de sus hombros, preocupado ante cualquier

mirada inoportuna. 

    “Es tanta la muerte que he visto, punto, punto, punto. Muchas veces

fue la muerte ajena, punto. Pero hubo muertes que fueron mías, punto. Tan

mías que resultaron mutilaciones, punto”, dicta Héctor Germán Oesterheld,

entonces miembro de la estructura de prensa de Montoneros, dando cuenta

del inicio de la aventura protagonizada por el Coya, un piloto de la base

Ushuaia, que publicaba desde el 22 de febrero de 1974 con el seudónimo

Francisco G. Vázquez, en la retiración de contratapa del diario Noticias. En

esa anteúltima página del matutino, asomaba el despliegue gráfico de los

humoristas Pancho, Jaguar y Napoleón pero, sin dudas, el atractivo principal

eran las dos planchas diarias de La guerra de los Antartes. La historia

comenzaba con una invasión, pero guardaba distancia de las formas

canónicas de la ciencia ficción para cobrar forma de metáfora política a


partir del desarrollo de la lucha popular contra los opresores a través de una

organizada resistencia. Los Antartes negocian con los países líderes su

tecnología de punta a cambio de la entrega de un continente; América del

Sur, pero una manifestación en Plaza de Mayo grita contra el pacto

imperialista y propone: “¡Queremos pelear! ¡Guerra a los antartes!”. Sin

embargo, la gesta del Coya contra los invasores no tendría final: el desenlace

quedó trunco por la clausura del diario ese 3 de agosto en que la policía

irrumpió en la redacción para ponerle punto final al proyecto de prensa

montonero. “En el país que imagina la historieta, posterior a una revolución,

en las breves menciones a su historia, en la forma de gobierno popular,

podemos reconocer el trazado de una utopía. No hubo otro texto de la

izquierda peronista que trabajara, en forma de ficción, sus proyecciones

políticas” , señala el escritor Pablo De Santis sobre el cómic que volvía a

recorrer algunos tópicos clásicos en las creaciones de Oesterheld. También

De Santis se detiene a subrayar la notoria presencia de elementos basados en

la realidad política local en la saga: “[Oesterheld] Extremó las resonancias

políticas, para que no quedara lugar para la ambigüedad. Con La guerra de

los Antartes trabajó como esos pintores que, cansados de la representación,

incorporan materiales en bruto a sus cuadros; así aparecieron estrategias,

mensajes cifrados, bloques de realidad… Suprimió la metáfora y le habló a

un lector que iba por el mismo camino y con idéntica urgencia”. 

    No existe registro documental que confirme un encuentro, por lo cual

habrá que conformarse y desistir a la tentación de imaginar una

conversación entre Héctor Oesterheld y Rodolfo Walsh. Sin embargo, la

vida de ambos escritores está tan marcada por múltiples cruces que resulta

imposible evitar establecer algunos paralelos. ¿Cómo negar el poderoso

influjo de las ficciones de uno y otro para comprender la realidad argentina

de aquellos años; los dos desde la marginalidad de géneros ninguneados,

empujados a los suburbios de la literatura: uno, la historieta; el otro, el

policial? ¿Acaso no es vital e imprescindible la lectura de Operación

Masacre para comprender la trama oculta, el funcionamiento velado de las

fuerzas represivas a cargo del gobierno por la prepotencia de las armas? ¿No

es posible prefigurar la tragedia que sobrevendría décadas más tarde después


de repasar la belleza de una historia editada en historieta y llamada El

Eternauta? Curiosamente, los dos títulos citados, espejos de una realidad

que se asoma en cada página, fueron publicados el mismo año, 1957. Sus

hacedores, dos hombres que manejaron de modos disímiles las

contradicciones por el afán de desarrollar su oficio desde rincones sin la luz

de neón de la Gran Literatura; soñaban –los dos a su modo– con escribir la

novela que podría otorgarles algo de ese prestigio nunca del todo obtenido

por los escribas de los suplementos literarios. Si Walsh padeció de modo

traumático la dificultad de terminar su novela, entre complejas autocríticas

por el escaso tiempo dispensado al proyecto y postergaciones varias por

urgencias ligadas a la militancia cotidiana; Oesterheld también dilató la

escritura de su versión novelada de El Eternauta hasta que desistió de la idea

y devolvió el adelanto que le había pagado el sello editorial.

   Sin embargo, más allá de los cruces casuales, otros hilos tensan la obra

de uno y otro. Un nudo central que atraviesa el trabajo de ambos es la

elección de sus protagonistas: si para Oesterheld el personaje central

siempre es el hombre común que se ve envuelto ante circunstancias

excepcionales; para Walsh en Operación Masacre y en ¿Quién mató a

Rosendo?, el caso es similar: sus protagonistas son anónimos trabajadores,

tipos de barrio encerrados en complejas tramas que los superan y que van

más allá de su limitado margen de acción. Los personajes de Oesterheld y

de Walsh cambian, se modifican durante la aventura (o la desventura, en

cada caso). El suceso extraño les exige modificar sus conductas, mostrar

valores ocultos y ocupar nuevos roles frente a una contingencia fuera de lo

común. En ese sentido, otro aspecto imposible de soslayar es la

construcción, menos como recurso estético que como opción ideológica, de

la figura del héroe colectivo como el único capaz de ofrecer una alternativa

real a los conflictos de la época. Oesterheld es taxativo en el prólogo de El

Eternauta: “El héroe verdadero de El Eternauta es el héroe colectivo, un

grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el

héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo” .

Para Walsh, el ejemplo que prevalece en sus investigaciones es ese

silenciado sujeto histórico denominado como clase obrera: “Para los diarios,
para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, tiene prontuario;

no los conocen los escritores ni los poetas; la justicia y el honor que se les

debe no cabe en estas líneas; algún día sin embargo resplandecerá la

hermosura de sus hechos, y la de tantos otros, ignorados, perseguidos y

rebeldes hasta el fin” , afirma en el prólogo de ¿Quién mató a Rosendo?. En

lasa de Juan Salvo, los personajes afrontan el desafío de poner sus actos a la

altura de una invasión extraterrestre que pretende exterminar con el género

humano. En ese contexto, irrumpen fuertes personalidades de actores

secundarios y se diluye el protagonismo de otros que habían asomado con

mayor relevancia al inicio de la historia. Pero en definitiva, la esencia de lo

narrado gira alrededor de ese “héroe colectivo” que tanta distancia ponía

entre las genialidades de Oesterheld y los lugares comunes de superhéroes

creados por la factoría del cómic estadounidense. En la obra de Walsh,

particularmente en sus relatos ligados a sus años de infancia en el internado

irlandés, es clave destacar la presencia también de esa figura colectiva que

asoma por oposición a la supuesta llegada de un Mesías que redima a todos

y salve el día. En “Un oscuro día de justicia”, los 130 pupilos del colegio

son llamados “el pueblo” por el narrador, y son ellos los que sueñan con el

arribo justiciero del tío Malcolm, el vengador que puede trompear y darle

una lección al vil celador Gielty. El cuento explota esa expectativa, esa

ilusión infantil por la llegada del vengador que pueda poner fin a tantas

injusticias, que ofrezca la anhelada liberación. Pero al final, el tío Malcolm

se come una paliza y fracasa en su misión redentora. Vale la pena citar

algunas líneas de ese epílogo: “[…] Mientras Malcolm se doblaba tras una

mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo

arrastraba en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el

pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los puñetazos que sonaban en la

tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que

estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña

sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último

golpe lanzaba al querido tío Malcolm del otro lado de la cerca donde

permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino” . 


   Extraordinaria metáfora del peronismo y de cualquier otra ilusión que

se apoye en el arribo de un Mesías individual, de un salvador que pretenda

contener capacidades extraordinarias que superen en fortaleza a las de un

pueblo unificado detrás de un proyecto revolucionario. “Un oscuro día de

justicia” es, también, síntesis de una concepción estratégica para Rodolfo

Walsh: aquella idea de “solo el pueblo salvará al pueblo”, con la que eligió

culminar el Programa de la CGT de los Argentinos. Por eso “solo el pueblo

salvará al pueblo” es otra forma de decir “el héroe válido es el héroe en

grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo”.

    Su militancia común en Montoneros y las páginas compartidas en el

mismo diario, su condición de veteranos entre una multitud de jóvenes

rebeldes a la hora de asumir el camino de la militancia, el compromiso vital

de sus hijas y el dolor por su pérdida (“un fenómeno moral y político común

a muchos padres en la Argentina de los setenta: terminó siendo hijo de su

hijo”, grafica Bonasso), el aprendizaje de trabajar en la clandestinidad, su

condición de extraordinarios narradores, su afición por la aventura, esa

profunda transformación personal y política que encarnaron, partiendo

desde un origen radicalmente opuesto a la ideología que asumieron como

propia al final de sus vidas. No hay límites a la hora de ahondar en los

cruces entre Héctor y Rodolfo. Es que, una vez más, habrá que detenerse y

señalar que muchas de sus cualidades atraviesan también a cientos de

hombres y mujeres como ellos: creativos, tenaces, rebeldes y profundamente

vivos. 

    Aferrado al teléfono, un clandestino habla y no puede contener su

creatividad sin límite. Héctor Oesterheld dicta en voz baja el guión de su

próxima aventura. Después, lo espera el esfuerzo cotidiano, la militancia

codo a codo con los jóvenes, la felicidad inasible de compartir un sueño con

miles como ellos. El silencioso ejemplo de un hombre que en la peor de las

barbaries (en cautiverio, atado de pies y manos, vendado, dolorido y

cansado de tristeza por el asesinato de sus hijas), jugaba con un compañero

de presidio a un ajedrez imaginario. Los dos maniatados, espalda con


espalda, iban cantando en voz alta sus jugadas. Una por una, movían las

piezas. El tablero era su imaginación, y allí se desarrollaba el juego.

   Quizá no exista otra imagen más conmovedora para oponer la decisión

de esos hombres y mujeres en las peores condiciones posibles: a la barbarie

del enemigo, le opusieron la inteligencia y el cariño, el esfuerzo y la

creatividad, la convicción, la pasión y esa “pulsión de vida” hoy algunos

parecen empeñados en negar, pero que la historia no hace otra cosa que ligar

para siempre a sus nombres entrañables.

20. Más allá del lugar de responsabilidad de Walsh en el Servicio de

Informaciones, imposible resulta negar su participación en ese sector clave.

Todos los testimonios de la época coinciden en destacar la presencia

significativa del escritor y también su obsesión por los aspectos técnicos de

un trabajo importantísimo a la hora de elaborar políticas a largo plazo, al

menos desde un aspecto potencial. En ese sentido, los elogios antes citados

de Gillespie sobre la pericia de la Inteligencia montonera están ligados al

éxito de numerosas operaciones guerrilleras de carácter táctico

desarrolladas por la organización, que contaban con la decisiva apoyatura

técnica de un puñado de compañeros dedicados a recabar información,

realizar el seguimiento diario de movimientos, preparar la acción en detalle

y entregar un material del que dependía buena parte del éxito de la

maniobra a los responsables. Mucho es lo que se ha especulado sobre el

papel concreto de Walsh en determinadas operaciones montoneras,

particularmente en aquellas ligadas a la campaña de golpes selectivos contra

objetivos policiales , desplegada desde abril hasta noviembre de 1976. Si

durante 1975 Montoneros se había caracterizado por llevar adelante

acciones de gran magnitud contra blancos militares   (entre las que se

destacan el fallido intento de copamiento del Regimiento 29 de Infantería de

Monte en Formosa, la destrucción de un avión Hércules durante el

despegue, que transportaba soldados del Ejército en el aeropuerto tucumano


de Benjamín Matienzo y el estallido de la fragata Santísima Trinidad de la

Marina, minuciosamente planificada y ejecutada en los Astilleros Río

Santiago por un equipo de buzos); durante el año siguiente, ya con la Junta

Militar encaramada en el gobierno, el objetivo pasaba a ser la policía,

previendo que desempeñaría un papel represivo determinante como brazo

ejecutor de la Dictadura en las calles de las principales ciudades. El

argumento, difundido en marzo de 1976, era simple y concreto: “Desde el

momento en que las Fuerzas Armadas tienen el mando operativo de todos

los organismos de seguridad, cada hombre uniformado y armado –

independientemente de su extracción de clase y de sus ideas– contribuye a

la represión antipopular y es corresponsable de las atrocidades y asesinatos

que comete la represión”. El objetivo que perseguían las ofensivas militares

tácticas era la de una guerra defensiva, que priorizaba el desgaste del

enemigo por encima de su aniquilación, siempre desde un contexto

caracterizado como de “retirada estratégica”, pero de ningún modo pasiva. 

    En ese lapso de tiempo se produjeron al menos cuatro ataques

guerrilleros de relevancia a través de explosivos: el 18 de junio, 700 gramos

de trotyl estallaron bajo el colchón del jefe de la Policía Federal, Cesáreo

Cardozo; el 2 de julio, nueve kilos de explosivo volaron el comedor de la

sección Seguridad de la Policía Federal (también conocida como

Coordinación Federal), matando a por lo menos 25 agentes; el 12 de

septiembre explota un auto controlado a distancia frente a otra dependencia

policial y el 9 de noviembre, otra bomba montonera destruye el cuartel

general de la Policía Bonaerense en La Plata. 

    No sin razón, desde Montoneros se insistía en la condición de

represores y torturadores de los objetivos elegidos para sus atentados que,

indudablemente, precisaron de un detallado trabajo de Inteligencia previo

para llevarse a cabo, habida cuenta de las complejidades técnicas que

requiere la instalación de explosivos en edificios de las fuerzas de

seguridad. 

    Intentar puntualizar el rol de Rodolfo Walsh en cada una de estas

acciones en concreto es un absurdo de similar tamaño que pretender separar


al escritor de la mecánica de confrontación propiciada desde la organización

a la que pertenecía, y al trabajo logístico realizado en el sector en el que él

participaba. Pretender comprender o analizar episodios ejecutados en

tiempos ligados a la violencia cotidiana, a la lucha armada y a la salvaje

represión ejecutada desde el Estado, desde la óptica de un presente muy

distinto es otra equívoco no menos grave. Pero sobre el primer planteo es

necesario profundizar un par de discusiones que surgen a partir de la

imposibilidad de conocer la tarea concreta de Walsh en las operaciones

montoneras. En principio, de los escasos testimonios que se refieren a esta

etapa, sobresale uno de Lila Pastoriza, quien señala un cuestionamiento del

escritor hacia un miembro de la Conducción Nacional con respecto a la

campaña de aniquilamiento indiscriminado de policías. Según el recuerdo

de Pastoriza, Walsh dijo en ese momento, en oposición a la continuidad del

plan: “Nuestros compañeros no son asesinos, son militantes políticos” . Esta

opinión nos permite inferir la mirada de Rodolfo sobre una política en

concreto de la organización, pero no aporta demasiado sobre el rol que le

cupo en esas circunstancias. También en sus críticas posteriores a la

Conducción propone directamente abandonar la táctica de ejecutar acciones

militares indiscriminadas (lo hace citando a Lenin, para quien el terror

individual “desorganiza más a las propias fuerzas que a las del enemigo”), y

aclara: “El atentado antipersonal debe ser un recurso excepcional resuelto en

juicio, cuya comprensión popular exige un despliegue de propaganda muy

superior al esfuerzo del atentado mismo” .

    De todos modos, y como ya quedó dicho, resulta un grave error

pretender separar a Walsh de todas las políticas consideradas “incorrectas”

de Montoneros (desde una visión marcada por un presente que nada tiene

que ver con la realidad de tres décadas atrás en el tiempo), como así

también resulta injusto dibujar un perfil de forzada manipulación para

preservarlo como un hombre supuestamente más ligado a las ideas

democráticas que a las que defendía una generación, que comprendía que el

enfrentamiento político debía ineludiblemente contar con el aporte armado

para sostener con éxito la confrontación contra un enemigo que no vacilaba


en asesinar, torturar y desaparecer aprovechando los inagotables recursos de

un Estado terrorista. 

    Detengámonos unos párrafos en el análisis que realiza Eduardo

Jozami sobre los planteos ligados a la “democracia” que realizaría Walsh en

sus documentos críticos, no para ocuparnos centralmente en esas ideas sino

por la mención particular del problema de la violencia asociado

directamente a la imagen de Walsh. Citemos extensamente un fragmento de

su ensayo: “Rodolfo Walsh vivió un tiempo revolucionario y no sólo fue

consecuente con esas ideas sino que su legado crítico nos ayuda también a

pensar en la posdictadura. La mención a los derechos humanos y la

propuesta de una salida basada en la Democracia –temas ajenos al debate

político de los años 70– convierte a sus Papeles póstumos en un puente

entre dos épocas. Valoremos también este aporte para rechazar todo intento

de presentarlo como un adicto a la violencia, lo que no hace justicia al

escritor ni tampoco a su generación” . 

   Es indudable que la categoría de “adicto a la violencia” es un desatino

que no se ajusta en absoluto a las características personales de Walsh, y

menos aún a las más colectivas de toda una generación que, en décadas

pasadas, vivió su experiencia revolucionaria a través de la militancia

armada. Pero pretender, para alejar cualquier fantasma ligado al carácter

naturalmente violento de la confrontación, fracturar a Walsh como militante

de una organización político-militar en la que actuaba como combatiente –y

se enorgullecía legítimamente de esa condición– apunta a trazar un

contorno tan alejado de la realidad como aquel otro que balbucea adicciones

a una de las múltiples formas de la lucha popular en la historia argentina.

   Patricia Walsh recuerda con precisión un encuentro con su padre en el

Jardín Botánico, en tiempos de lucha, clandestinidad y acciones guerrilleras.

En aquella cita, Patricia señala el íntimo orgullo que su padre le expresa

durante la charla: “Él estaba orgulloso de haberse podido convertir en un

combatiente. Y yo recuerdo haber escuchado con cierta sorpresa… cuando

él me dice eso. No me sorprendió entonces la palabra combatiente, pero sí

me quedó trabajando esa idea de cuál sería la enorme dificultad” . También


Lilia Ferreyra da cuenta de la misma confesión: “Sus procesos de cambio

fueron lentos pero rigurosos. […] Ya en Montoneros, se atrevió a decir que

se sentía orgulloso de haber podido llegar a ser un combatiente” . Inútil

conjeturar el suceso (indudablemente ligado a alguna acción militar en

Montoneros) que determinó en Rodolfo Walsh esa modificación interna, ese

cambio de estado que le permitió considerarse a sí mismo como ahora sí un

combatiente. 

   Puede señalarse la paradoja del orgullo de Walsh por su condición de

combatiente al mismo tiempo que ya comienza a desarrollar en concreto sus

críticas al militarismo de la organización. Puede subrayarse cierta

contradicción en esa dualidad de sentidos, pero ese extrañamiento es menos

resultado de la observación atenta de episodios conocidos de modo

incompleto todavía que del anacrónico análisis de un pasado lejano desde

una óptica absolutamente disímil. Walsh no era ajeno al tiempo que le

tocaba transitar. Lúcido observador de la realidad, analista implacable de la

tragedia cotidiana y crítico valiente de lo que consideraba errado en la

estrategia de la Conducción Montonera, sería justo definirlo como un

militante entregado por una causa justa, como un combatiente decidido y

valiente y como un guerrillero más, involucrado en las contradicciones

mismas de una etapa de la que ningún iluminado podía avizorar en detalle

su desenlace fatal. Walsh reúne esos dos escenarios, y procurar protegerlo

de los errores y conflictos de los hombres de su tiempo es, al mismo tiempo,

suponerlo ajeno a las enormes virtudes de otros militantes de su generación,

caracterizados por la coherencia, la entrega, la solidaridad, el trabajo

obsesivo y la esperanza en un triunfo de los sectores populares. Separar a

Walsh de su tiempo es caricaturizar su imagen, vaciarlo de sentido o, con

más precisión, transformarlo en otra cosa, en una figura ficticia y

“políticamente correcta” creada desde la pereza intelectual de quienes

prefieren evitarse conflictos a la hora de describir la enorme complejidad de

un hombre que eligió jugarse la vida por un proyecto revolucionario a través

de una organización que propugnaba la lucha violenta contra un sistema

represivo y explotador.
   El historiador Ernesto Salas, entrevistado por Sudestada, sostiene con

enorme capacidad de síntesis: “Es el contrasentido del revolucionario, no

del tipo que está sentado detrás de un escritorio pensando cómo se

desarrolla la guerra. Para él hay un compromiso revolucionario, violento, y

Walsh no es un tipo que pueda ser expulsado del ideario violento para

transformarlo en un gran escritor. No, Walsh es esa contradicción y eso está

bueno, porque la misma contradicción envuelve a muchos militantes de la

época que no están preparados... que han vivido los últimos años

convencidos de que la guerra va a ser la que resuelva todo. Y Walsh no

piensa en abandonar la violencia. De hecho, se defiende violentamente

cuando lo tratan de secuestrar, por eso lo tienen que matar. Él murió

combatiendo, decidió ser también un combatiente hasta el final” .

21. La fritura de la radio de onda corta comienza a ceder, muy despacio,

hasta que la voz de un locutor británico copa la sintonía. Es el anunciador de

la BBC, es el informativo de las 9 de la noche. Como de costumbre, Lilia y

Rodolfo rodean la radio para ponerse al tanto de las últimas novedades

políticas de la única forma posible: escuchando los noticieros extranjeros, a

salvo de la censura y de la auto-censura de la prensa argentina. Como cada

noche, los dedos de Rodolfo se deslizan por el dial hasta que se detiene en

Radio Canadá Internacional o en Radio Netherlands, después clava la

sintonía en “La voz de los Estados Unidos” y espera. Pero nada. Esa noche

del 30 de septiembre de 1976, las emisoras no parecen dispuestas a incluir

noticias de la lejana Argentina en sus reportes. La última en la rutina

nocturna es la BBC de Londres. Después del parte climático, en el apartado

internacional, una noticia conmueve a Rodolfo, una frase lo empuja hacia el

parlante de la radio. Escucha la noticia en inglés, y traduce frases sueltas,

las que puede captar a la velocidad del locutor. 

    “Gigantesco operativo militar en Buenos Aires… El ejército desplazó

gran cantidad de efectivos… Sobrevuelan la zona helicópteros militares...


Tiroteo, enfrentamiento”, traduce. Su rostro cambia de color. Una sombra

de preocupación lo invade, pero el noticiero no agrega más datos. No dice

más, tan sólo eso: otra operación del ejército, otra demostración de fuerza,

otro enfrentamiento, nada nuevo por esos días de cacería criminal por las

calles de la ciudad. Pero Rodolfo maneja algunos datos que justifican su

silencio y el cambio de ánimo. Busca impaciente cualquier informe

adicional en otras emisoras, pero ninguna aporta más que la incertidumbre

de aquella noticia que, horas después, le impedirá dormir. 

    A la mañana siguiente, se levanta temprano y compra todos los

diarios. Nada, ni una línea sobre el operativo citado por la BBC. Más tarde

repetirá el ejercicio con la lectura de los dos vespertinos porteños. Tampoco,

nada. Prende la radio un rato antes del inicio del noticiero de Radio Colonia,

en busca de alguna señal, de algún indicio que le permita despejar sus

temores, alejar por algunos minutos el pánico frío que lo ataca por breves

momentos y que intenta apaciguar con su tranquilidad habitual. No puede

ser, se intenta convencer. Después de comer poco y mal, saluda a Lilia y

viaja rumbo a la reunión de célula. Lo esperan Pablo y Mariana, dos

compañeros que han sabido ganarse el cariño y el aprecio de Rodolfo

durante el tiempo de militancia juntos. Pero ni siquiera en la reunión puede

abstraerse de esa sombra que nubla sus razonamientos durante esos

minutos. Pide permiso para dejar la radio encendida, a la espera de pescar

alguna novedad de último momento. Parece ausente, abstraído por una

preocupación mayor que las últimas novedades de la organización. 

   Son las 3 de la tarde, es el primer día del mes de octubre. El locutor de

turno repasa con impostada voz marcial el último comunicado militar. El

parte habla de un importante operativo, de un enfrentamiento en la calle

Corro, en Floresta, de la resistencia desde el interior de la casa, y adjunta

que el resultado del tiroteo fue la muerte de cinco subversivos… Todos

hacen silencio. El cable oficial termina confirmando los nombres de los

compañeros abatidos, y el último de la lista conmueve a Rodolfo.

Confundido, permanece en silencio un instante. No sabe qué decir (“El


mundo estuvo parado ese segundo”, escribirá después). Pablo y Mariano lo

miran sin saber qué hacer. Por fin, él susurra unas palabras: 

   –Era mi hija...    

    Una vez por semana y por algunos minutos, en una plaza alejada del

centro, Rodolfo se encontraba con Vicki, su hija mayor. Una estrecha

relación de afecto los unía, pero los rigores de la militancia en la misma

organización –aunque en distintos sectores– y el agobiante ritmo de

actividades previstas para cada día durante esa etapa, les impedía a los dos

compartir algo más que algunos abrazos y un par de comentarios sobre la

situación. Pero ellos disfrutaban de estos encuentros periódicos con la

alegría de transitar caminos similares y saber que, en algún momento, tarde

o temprano, confluirían nuevamente en uno propio para los dos, como tantas

otras veces en el pasado. Más allá de los sueños proyectados en esas

caminatas breves, de los códigos compartidos en las charlas bajo los árboles

del otoño, siempre al final de cada conversación asomaban los temores

naturales del padre por los riesgos asumidos por la hija: “Ahí, en largas

charlas, siempre estaba presente la preocupación del uno por el otro, de lo

que podía ocurrir”, señala Lilia.

   Lejos habían quedado las noches en que Rodolfo se acostaba a los pies

de la cama de Vicki para leerle a sus hijas –que reclamaban por un cuento

infantil antes de irse a dormir–, algunos fragmentos del Diccionario del

Diablo, de Ambrose Bierce, que había terminado de traducir algunas horas

antes. En voz baja y crepuscular, casi a oscuras, adivinando apenas la silueta

de cada palabra en ese catálogo maldito, Rodolfo lee mientras espera el

sueño de sus hijas: “Fantasma, s. Signo exterior e invisible de un temor

inferior. Para explicar el comportamiento inusitado de los fantasmas, Heine

menciona la ingeniosa teoría según la cual nos temen tanto como nosotros a

ellos. Pero yo diría que no tanto… Para creer en los fantasmas, hay un

obstáculo insuperable. El fantasma nunca se presenta desnudo: aparece, ya

envuelto en una sábana, ya con las ropas que usaba en vida. Creer en ellos,

pues, equivale no sólo a admitir que los muertos se hacen visibles cuando ya
no queda nada de ellos, sino que los productos textiles gozan de la misma

facultad…”. 

   Lejos en el recuerdo, también, se amontonaban las tardes compartidas

a orillas del río Carapachay, cuando Rodolfo se tiraba boca abajo en el

muelle con Vicki y Patricia para instruirlas en los misterios de la pesca

artesanal. Con una caña tacuara, apenas un anzuelo, una boyita, hilo común

y un pedazo de queso de cáscara dura simulando una carnada ausente, los

Walsh disfrutaban de esas horas interminables en “Loreley”, la casita del

Tigre que Rodolfo compartió un tiempo con Poupeé Blanchard y otro tanto

con Pirí Lugones. La austeridad y la pobreza eran marcas perceptibles en la

vida cotidiana de Rodolfo, también en la pesca: adosarle un pedazo de

salame al anzuelo significaba un lujoso riesgo que debía merecer la pena a la

hora de lanzar el hilo y cruzar los dedos. Pero la paciencia y la terquedad

obtenían su recompensa cuando un bagre o alguna mojarrita mordía el cebo

rudimentario que el escritor y sus hijas hundían en las tranquilas aguas del

río, mientras esperaban tirados sobre el muelle, matizando la espera con

chistes contados en voz baja para no ahuyentar la presa. Ahí estaba Vicki,

plena de risas y desenfado, un rostro vital que parecía haber dejado atrás

para siempre los difíciles días en el colegio María Auxiliadora, un internado

de monjas donde fue abanderada pero que debió padecer con su hermana

durante un año, a fines de los 50. El tedio de aquellos días sólo se

interrumpía los domingos, cuando las chicas aguardaban con impaciencia

una visita especial: la de su padre.

    Ahora, las tardes del Tigre asomaban lejanas. Ahora, los días estaban

marcados por otras sensaciones menos gratas. Sin embargo, con el temor

creciendo cada día lejos de Vicki, sin noticias de ella durante los tiempos

difíciles, Rodolfo no podía evitar esa íntima sensación de orgullo al

escuchar a los compañeros referirse al compromiso combatiente de su hija, a

esa tenacidad militante que él tan bien conocía desde que la integró al

trabajo con el semanario de la CGT de los Argentinos. Entonces, cuando su

nombre completo (María Victoria Walsh) ya había sido desplazado por el

más concreto y afectuoso Vicki, daba sus primeros pasos en un violento


oficio heredado: el periodismo. Aún a disgusto, o sin demasiado entusiasmo

(“el periodismo en sí no le interesaba”, explicaría Rodolfo más tarde), Vicki

avanzaba con su trabajo en el diario La Opinión menos por interés

profesional que por asumir un compromiso cada vez mayor en la disputa

política cotidiana. De su paso por la redacción del matutino que, según

palabras de Osvaldo Soriano “fue, en su mejor época, un diario de lujo para

una élite de profesionales e intelectuales liberales o de izquierda” , le

quedaron a Vicki apenas un par de recuerdos imborrables: un encuentro

casual con Jorge Luis Borges en plena calle (“Con Vicki Walsh lo

cruzamos. Rumbo a la Biblioteca Nacional, Vicki le tiraba de la lengua, y

Borges abrió la canilla, no paró de cagarse en Cortázar” , recuerda Eduardo

Belgrano Rawson) y la entrevista que le realizó a Muhammad Alí durante su

visita a Buenos Aires para una exhibición en la cancha de Atlanta, en 1971.

Entonces había grabado en su memoria una de las respuestas del

verborrágico boxeador: “No condeno a ningún hombre por defender aquello

que cree está bien, especialmente si está dispuesto a dar la vida por ello.

Muchos revolucionarios negros han dado ya su vida” .

    Pero la política era lo que realmente la apasionaba. Con 22 años, y

antes de sumarse a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), ya había sido

elegida delegada sindical en la redacción y se había sumado a la

radicalizada agrupación de prensa 26 de Julio (en alusión a una doble

efeméride que identificaba a los colegas allí nucleados: la muerte de Eva

Perón y el fracaso del ataque al Moncada, encabezado por Fidel Castro en

1953, en Cuba). La acompañaban en aquel emprendimiento gremial Nicolás

Casullo, Juan Gelman y su padre, Rodolfo Walsh, entre otros. 

    No pasaba inadvertida durante las asambleas aquella bella joven de

humor corrosivo, delgada figura y largo pelo lacio. En ella reparó un

periodista de la agrupación rival, la más ortodoxa “26 de Enero” , y

militante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), Emiliano Costa,

quien sería su pareja desde entonces; pero también otros ojos seguirían

atentos el papel protagónico de Vicki en el conflicto que se desarrollaba en

las oficinas de La Opinión: los ojos severos de su jefe, Jacobo Timerman, “a


quien despreciaba profundamente”, según palabras de Rodolfo. Su vínculo

con el periodismo terminó, literalmente, a las patadas: destrozó la puerta del

despacho de Timerman con un puntapié, indignada por el tiempo de demora

que el director se tomaba antes de recibirla. Poco después, cuando los

trabajadores de prensa pierden la disputa laboral, Vicki debe pedir licencia

del diario para nunca más volver.  

    Un par de días antes de la asunción de Héctor Cámpora como

presidente de la Nación, Vicki le anunció su papá su incorporación a

Montoneros, pese a algunas resistencias a la figura de Perón que el tiempo y

el poderoso flujo popular hacia la organización habían minimizado. “Vicki

era una representante típica de esa juvenilia que dio su tono de época,

heroico, empecinado, desafiante, a la práctica militante de los montoneros” ,

explica Eduardo Jozami. Sus primeras tareas estuvieron ligadas al trabajo

social en barrios cadenciados: “Fue a militar a una villa miseria –explica

Rodolfo–. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre

combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que

impresionaba”. Fueron tiempos furtivos en la vida de Vicki (o de “Hilda”,

su nombre de guerra desde entonces, o “la Cabezona”, como la apodaban

sus amigos). Por esos días, las necesidades se multiplicaban, así como

también las responsabilidades. Para los días posteriores al golpe militar, ya

había sido designada como Oficial 2º en el escalafón montonero y era la

encargada de la prensa sindical. “El último año de vida de mi hija fue muy

duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a

empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos

que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de

casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las

últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo

detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios

de comunicación en el frente sindical que era su responsabilidad”, agrega

Walsh. 

    1975 llegó a la vida de Vicki con dos noticias difíciles de equiparar:

Emiliano era detenido y, un par de meses después, nacía su hija, Victoria


María Costa, la primera nieta del escritor. Sin embargo, la maternidad no le

impidió a Vicki apuntalar su tarea en Montoneros. Poco a poco, los

encuentros entre ella y Rodolfo se fueron espaciando en el tiempo. La

sangría de compañeros, la suma de actividades, el desesperado intento por

cubrir los lugares de combate de los militantes caídos en la lucha, iban

diluyendo las chances de contar con algunos minutos de pausa para la cita

familiar. 

   El mismo día que cumplía 26 años, el 28 de septiembre de 1976, Vicki

se reunía en una casa en Villa Luro con cuatro miembros de la Secretaría

Política. No había logrado dar con nadie que pudiese cuidar a su pequeña

hija esa noche, así que decidió asistir a la reunión con la nena. Ninguno de

los presentes en la casa conocía del secuestro de otra compañera el día

anterior, quien bajo tortura cantó la cita en la calle Corro nº 105 y sentenció

a todos los que asistirían a ella en pocas horas. La decisión militar de

preparar un operativo de envergadura para dar una señal de fortaleza al

grupo rebelde demoró el desplazamiento de las tropas hasta la madrugada

del día siguiente. Entonces, cuando el sol aún no se había asomado en el

horizonte de Floresta, una voz marcial desde un megáfono intimando a una

pronta rendición despertó a todos en la casa. No hubo tiempo para nada,

excepto para cumplir con el plan de defensa previamente pautado. Vicki

acomodó a su pequeña hija en un reparo, le dio un beso furtivo y subió a la

terraza con el secretario político, Alberto Molina Belluzi. En tanto, José

Carlos Coronel, Ismael Salame e Ignacio José Beltrán se apostaban con sus

armas en la planta baja. 

   Lo que Vicki y Alberto observaron, en la penumbra de la madrugada,

desde el techo, los sacudió: una multitud de chacales esperaban la señal,

varios bazookas en sus brazos, un tanque, un helicóptero militar

sobrevolando la zona… “He visto la escena con sus ojos –escribiría

Rodolfo–: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el cerco. El

cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque”.

    El desigual combate se extendió por un par de horas. Desde la calle,

los militares abusaban de un poder de fuego devastador. Desde la casa, el


puñado de militantes resistía con energía, mientras las municiones se

terminaban y el camino se estrechaba para ellos. Rodolfo Walsh cita a un

soldado como testigo de la cacería, quien señala que en mitad de la balacera

pudo escuchar la risa de una muchacha en la terraza cada vez que disparaba

una ráfaga con su ametralladora y los militares se tiraban cuerpo a tierra,

temerosos de su puntería. “He tratado de entender esa risa –señala el

escritor–. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con

ella, aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas

nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y

sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una

ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los

adoquines”. 

    Todo era humo y escombros cuando se dejaron de escuchar disparos

desde la casa. Cita Walsh: “De pronto, dice el soldado, hubo un silencio. La

muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los

brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era

flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz

alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. ‘Ustedes no nos

matan’ dijo el hombre ‘nosotros elegimos morir’. Entonces se llevaron una

pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros” .  

    La pequeña Victoria María es la única sobreviviente en la casa.

Espera, sentadita, sin llorar, que todo termine. Los chacales la toman en

brazos, se la disputan. Unos días después, sólo la rápida acción y la

influencia en el ámbito castrense de su abuelo paterno, el comodoro Miguel

Costa, impide que la nena sea apropiada por los asesinos de su madre. 

    Vicki no iba a entregarse con vida a los chacales. “Era una decisión

madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que

dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer

prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la

tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo

la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de

esas características, el pecado no era hablar, sino caer”, explica Rodolfo,


descalificando desde entonces, desde esa carta terrible y hermosa que

escribió tres meses después del combate final de su hija, las opiniones de

quienes –muchos años más tarde–, elegirían citar la muerte de Vicki como

ejemplo de una supuesta “fascinación por la muerte” de esa generación vital

de jóvenes rebeldes . No, nada de eso. Nada más ajeno a una “fascinación

por la muerte” que el gesto final de Vicki Walsh. Nadie más que Vicki

deseaba aferrarse a la vida esa mañana, con toda una historia propia por

desandar y teniendo a su pequeña hija esperando por ella en la planta baja.

Pero para Vicki, como para tantos otros, no hubo opción posible: caer en

manos de los chacales no era vida para nadie, de allí la decisión final.

Nunca, ni siquiera en su epílogo trágico, hubo renuncia a la vida. En todo

caso, ella y sus compañeros lucharon con uñas y dientes hasta el final por,

justamente, lo contrario: defender su vida, y la de tantos otros. Pero también

porque empujaron ese deseo un escalón más arriba en la pendiente:

lucharon por una vida mejor para los otros, para los explotados y los

oprimidos. 

    “En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he

preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro

camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón… Vicki pudo

elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que

eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte

es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para

otros, y esos otros son millones.

   ”Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me

afirmo y soy yo quien renace de ella”, escribirá después su padre.   

   Rodolfo Walsh suspendió la reunión después de escuchar el nombre su

hija en el informativo radial. Cruzó la tarde a pie hasta dar, casi por inercia,

con su departamento. Allí lo esperaba Lilia, que también había escuchado el

comunicado mientras lavaba la ropa. Se abrazaron en silencio. “Vos que

sabés de la muerte… ¿qué pasa con este dolor?”, le preguntó él. Ella, que

tenía 13 años cuando murió su madre, que había charlado con Rodolfo

varias veces sobre el sentido de una pérdida tan cercana, buscó cómo
responder aquél interrogante: “Yo lo contuve, lo abracé y lo único que pude

decirle es que no hay consuelo, que el tiempo pasa y que el dolor se ubica en

otro lugar” . 

   Un rato después, salen a caminar. No hay palabras entre ellos. Apenas

eso, un tránsito que permite incorporar el dolor, negociar con los recuerdos,

sentir la tristeza más profunda. Cuando vuelven, Rodolfo se sienta ante el

escritorio. Toma un papel y lo acomoda en la máquina de escribir. Unos

segundos después, sus dedos castigan con fiereza el teclado. Ya es de noche

cuando escribe: 

    “Querida Vicki. La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la

tarde… Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva

suerte, no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados. Sí, tuve miedo

por vos, como vos tuviste miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el

miedo es aflicción. Sé muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy

orgulloso de esas cosas”.

    Las palabras brotan sobre la página sin pausa. Como atoradas en las

teclas, se apuran en golpear contra el papel y dibujar ese diálogo final entre

un padre y su hija, entre compañeros de un sueño inasible, hermoso,

amenazado ahora por la penumbra filosa del dolor. El tac tac de la máquina

desgarra el silencio de la noche. Un hombre se desangra frente al papel.

    “Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los

últimos fueron muy duros para vos.

   ”Me gustaría verte sonreír una vez más. 

   ”No podré despedirme de vos, vos sabés por qué.

   ”Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad.

   ”El verdadero cementerio es la memoria.

   ”Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía”.


IV. La furia fría

te nombraré veces y veces.

me acostaré con vos noche y día.

noches y días con vos.

me ensuciaré cogiendo con tu sombra.

te mostraré mi rabioso corazón.

te pisaré loco de furia.

te mataré los pedacitos.

te mataré uno con paco.

otro lo mato con rodolfo.

con haroldo te mato un pedacito más.

te mataré con mi hijo en la mano.


voy a venir con diana y te mataré.

voy a venir con jote y te mataré.

te voy a matar, derrota.

nunca me faltará un rostro amado para

matarte otra vez.

vivo o muerto/ un rostro amado

hasta que mueras/

dolida como estás/ ya lo sé.

te voy a matar/ yo

te voy a matar.

Nota I, de Juan Gelman.

1. “Ya no me callo más”. Eso le dijo Rodolfo Walsh a Lila Pastoriza .

Era navidad, y estaba decidido entonces a dar el debate dentro de la

organización. El desastre se profundizaba, la inercia triunfalista persistía en

los documentos de la Conducción, el futuro parecía inexorablemente oscuro.

Y nadie decía nada. Nadie. No era tiempo de silenciar las diferencias. Había

que proponer una alternativa, aunque hubiese que pagar un costo político

por la osadía. Eso no importaba ahora. “Ya no me callo más”, dijo Walsh,

cansado, decidido.
    1976 había sido un año trágico. Se había llevado consigo a Paco, a

Vicki, a tantos compañeros. Hacía días apenas habían secuestrado a Pablo y

a Mariana, los dos jóvenes compañeros con los que compartía un ámbito de

militancia. Con ellos había debatido las críticas; había escuchado con

atención sus comentarios, sus protestas y sus problemas; sus hastíos y sus

esperanzas. Con ellos repetía con frecuencia las rutinarias recomendaciones

en materia de seguridad, el cuidado extremo a cada paso, la desconfianza

constante. Pero nada de eso fue sido suficiente. La garra criminal

desconocía cuidados, ignoraba nombres falsos, se burlaba de “berretines” y

“minutos”. Avanzaba, ahora.

    El sueño de la patria socialista se desvanecía ahora en una pesadilla

sangrienta de la que no había forma de despertarse. Algo había que hacer, y

había que hacerlo ahora. “Ya no me callo más”, dijo Walsh, y dejó todo y

buscó la máquina de escribir y empezó a politizar su furia, a filtrar su

tristeza más profunda cuidando cada adjetivo, a hurgar en su dolor hasta

extirpar de allí la crítica justa, en busca de la raíz que había echado todo a

perder. La “furia fría” otra vez. Como en tantas otras ocasiones, iba a

intentar cambiar la historia armado apenas con una máquina de escribir y

una tonelada de palabras que no podía callar más.

    Las primeras semanas después del golpe militar habían sido

devastadoras para la orga. El cerco se estrechaba desde el interior hacia

Buenos Aires, y la garra criminal de los militares parecía capaz de aniquilar

cualquier estructura clandestina. Un día uno, al día después otro, los

compañeros faltaban a las citas, se ausentaban de las reuniones, se

esfumaban sin dejar rastro. Las caídas se sucedían y no había respuestas. La

efectividad de los grupos de tareas en su faena asesina no dejaba célula de

pie. Para octubre de 1976, el Consejo Ejecutivo Nacional de Montoneros

había girado un extenso informe sobre resoluciones tácticas y estratégicas a

cumplir por la militancia en sus frentes de trabajo.

    En el documento, se destacaba el fracaso del gobierno militar en su

intento de apertura hacia los partidos políticos, la profundización de

contradicciones internas en el seno de las Fuerzas Armadas y la carencia de


reservas estratégicas del enemigo para persistir con la represión contra las

masas y su vanguardia. Sin embargo, y a pesar del diagnóstico optimista con

respecto al desarrollo de una dictadura que contaba con la iniciativa táctica

y un “claro avance militar” sobre las fuerzas propias, la conducción

montonera aprovechó el informe para admitir problemas y fallas a nivel

político y militar. “Las insuficiencias en la política de poder para las masas,

el déficit de propaganda, el aparatismo, el militarismo y el internismo nos

han impedido capitalizar hasta el momento, la hostilidad popular hacia la

dictadura para convertirla en acumulación de fuerzas” , señalan como eje de

la autocrítica. 

    Otra preocupación recorre y se repite en cada página del informe: el

“internismo”. La conducción evidencia en este aspecto una clave de la

situación actual de sus fuerzas, a la vez que se hace eco y responde

propuestas y críticas deslizadas por un sector crítico de la organización. La

díscola Columna Norte, más precisamente, había insistido en su idea de

descentralizar la organización y distribuir las finanzas en cada regional, para

intentar preservar a los cuadros ligados a la militancia de base; aquellos más

expuestos ante la represión. La respuesta fue exactamente lo inverso:

centralizar aún mas el mando sin otorgar autonomía táctica y personificar la

conducción a nivel popular bajo la consigna: “Firmenich conduce la

resistencia”. Asimismo, también desaconsejaba suponer que el aparato

partidario era “un espacio seguro para el repliegue del conjunto de las

fuerzas propias” y recomendó para la preservación de la militancia “la

mimetización en los niveles sociales más numerosos”. La propuesta era

confundirse con la población a través de un mecanismo sencillo: “La

pregunta que debemos formularnos para resolver cada uno de estos

problemas es: ‘¿Cómo resolvería un obrero común esta situación?’...”

    Este informe es el que provocaría la respuesta por escrito de Rodolfo

Walsh (entonces Oficial 2° y encargado de tareas en Inteligencia), a partir de

la discusión en su ámbito de militancia. Fueron, en total, cinco documentos

críticos enviados a la conducción nacional, con una distancia de seis

semanas entre el primero de ellos, fechado el 23 de noviembre de 1976; y el


último, del 5 de enero de 1977. A lo largo de esas seis semanas, los

informes que después recibirían el nombre de Los papeles de Walsh, van

agudizando la crítica desde resoluciones tácticas particulares y el

señalamiento de diferencias con respecto a ciertas visiones estratégicas,

hasta plantear de forma concreta una línea alternativa a nivel político para

preservar a la militancia; además de proponer cambios en la estructura

interna de la organización con el objetivo de evitar el aniquilamiento y

buscar las raíces de los problemas que determinaron una lectura equivocada

de la realidad por parte de la conducción. 

    Si el primero de los documentos se plantea como un aporte a la

discusión en el ámbito partidario, en el último se especifica que las

divergencias y las dudas manifestadas no deben entenderse “como una

forma de cuestionamiento, sino de diálogo interno”.

   ¿Se tratan, en definitiva, de documentos de ruptura? ¿Supo interpretar

Walsh la opinión y el sentir de una porción importante de la militancia de

base montonera? ¿Los papeles de Walsh constituyen un esbozo de plan

alternativo del escritor, más allá de cuestiones tácticas; en oposición a la

estrategia de la conducción nacional? ¿Generaron estas críticas el debate

interno que pretendía provocar entre los militantes de base en la

organización? ¿Respondió la conducción a las críticas allí expuestas? 

   Esos han sido, a lo largo de décadas, algunos de los interrogantes que

generó Rodolfo Walsh con sus aportes críticos en tiempos de un cerco

criminal que se estrechaba cada día un poco más. Su validez, en todo caso y

como primer aspecto a resaltar, no radica en la exactitud o no de su

caracterización de la etapa o en la eficacia (incomprobable, por otro lado) de

sus propuestas concretas para preservar a los cuadros; sino en la valentía y

la coherencia de intentar ofrecer otra opción en un momento donde nadie lo

hizo. El objetivo era urgente: modificar una política que llevaba al

exterminio. “En los momentos más difíciles, cuando el enemigo

intensificaba sus propósitos de aniquilamiento, también se intensificaba en

Rodolfo su empeño por encontrar una salida y una respuesta eficaz. El dolor

exacerbaba en él el odio y, consecuentemente, la necesidad de una lucidez


implacable” , destaca Lilia Ferreyra, quien también cita dos frases de Walsh

que permiten comprender mejor el contexto en el cual incorporó sus críticas.

“Tendríamos que ser muy sabios para encontrar la salida correcta”, admitió

Walsh, dando cuenta de las dificultades para dar con el camino correcto ante

una realidad que ponía en juego la vida misma de la organización y de

buena parte del activismo político argentino. “Tal vez haya que hallar otros

medios, otras vías, otras concepciones que nos aseguren el triunfo”,

planteaba, abriendo la puerta a la polémica, exponiéndose también a recibir

algunas de las clásicas descalificaciones con las que se protegía una

Conducción más preocupada por ajustar la realidad a sus dogmas que a

asumir, de una vez por todas, una profunda derrota a nivel estratégico. 

    Otro aspecto a destacar con respecto a Los papeles de Walsh es su

carácter colectivo. Si bien la primera persona emerge en la mayoría de las

expresiones, resulta indudable que Walsh se ocupa de sintetizar en sus

críticas las opiniones de otros amigos y compañeros de su misma célula.

“Su tarea no fue sólo impulsar y estimular el pensamiento crítico de sus

compañeros, sino sintetizar las ideas de quienes lo rodearon, una tarea tal

vez más difícil que la crítica individual”, sostiene Lilia. En ese sentido,

Horacio Verbitsky señala que en muchas oportunidades realizaron

encuentros al margen de la estructura orgánica para analizar lo que estaba

sucediendo: “Recuerdo un verano, que tiene que ser enero de 1977, donde

fuimos a la playa unos días y tuvimos una larga discusión sobre los planteos

que se estaban tomando. Con Rodolfo, con Lilia, con Pirí Lugones y su

marido, y mi mujer estuvimos diez días en una playa alejada”.        

    De todos modos, el cuadro responsable de “subir” las críticas a la

Conducción era Walsh. De frente a una catástrofe a nivel nacional (y

también personal), Walsh intentó “politizar” sus diferencias con muchas

decisiones tomadas por la conducción y provocar un debate en tiempos en

que cualquier diferencia era señalada como desviación; toda crítica, una

tendencia a priorizar el “internismo” y cualquier duda, como signo

inequívoco de debilidad ideológica.


2. La fugaz visita a la redacción de la revista Información lo había

dejado azorado. No podía comprender cómo la organización, a horas de

confirmarse el golpe militar que terminaría por derribar el frágil gobierno de

Isabel Perón, persistía ciegamente en su idea de proyectar grandes

emprendimientos de prensa, con una redacción excesivamente expuesta

frente a una previsible política represiva. Para Rodolfo, lo que debía

desarrollarse era justamente lo contrario: es decir, una herramienta

comunicacional para que pudieran trabajar protegidos por la clandestinidad,

desde los márgenes con un material periodístico que priorizara la

información dura, prescindiera de la opinión y del panfleto agitativo, y que

desestimara cualquier pretensión de masividad en virtud de seleccionar a los

destinatarios en un contexto de cruda persecución política. Estaba claro que

la verdad sería la primera víctima cobrada por el aparato publicitario de la

Junta Militar. En un contexto de retirada táctica, de frente a una realidad que

se avizoraba compleja para los sectores populares y con la decisión de poner

en primer lugar la lucha política por encima de la militar, era vital ofrecer

un instrumento informativo a la altura de las circunstancias. Frente a un

discurso uniformado, basado en el terror como método persuasivo y

apoyado en la complicidad de cientos de periodistas adictos al régimen,

había que salir a dar la disputa informativa con las armas de la resistencia,

aportando información útil y generando, incluso, confusión en las líneas del

enemigo.

   De allí partió la decisión impostergable de intentar quebrar el plan de

desinformación para intervenir políticamente, pese a que los espacios ya

comenzaban a cerrarse ante el riesgo de cualquier filtración que disgustara a

los gestores de la Dictadura. En ese contexto, Rodolfo Walsh propone la

creación de la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA), ideada como un

medio político para difundir el día a día de la represión militar entre los

compañeros honestos y valientes que estuvieran dispuestos a escuchar las

voces urgentes desde las catacumbas. “Derrotar el terror al acceso a la

información de los que informan”, era uno de sus objetivos principales.


“Con la Conducción Nacional siempre hubo mucha discusión  por la prensa,

que ellos entendían como un mero recurso de propaganda y nosotros como

un instrumento de difusión más amplio”, explica Verbitsky sobre las

diferencias con la dirección montonera ante los proyectos periodísticos

propuestos por Walsh y su equipo. Por eso la premisa, como siempre en sus

proyectos, era respaldarse en datos concretos y escapar a la tendencia de

manipular la información para transformarla en burda propaganda, en

tiempos en que la prensa de Montoneros machacaba una y otra vez en

victorias continuas, epopeyas repetidas y en el aprovechamiento oportunista

de los acontecimientos para ajustar la realidad a su discurso soberbio y

triunfalista. En ese sentido, Verbitsky cita una anécdota protagonizada por

Walsh cuando leía la prensa partidaria: “En la intimidad, arrojó con furia

contra la pared un ejemplar de la revista Evita Montonera, donde los

autodenominados comandantes predicaban las retóricas consignas bélicas

del jet set revolucionario internacional. Le parecían una burla a la gente que

a duras penas conseguía sobrevivir” . Si algo tenía en claro Walsh era que

ANCLA no tenía que ser un órgano de propaganda para informar el éxito o

fracaso de las operaciones militares de Montoneros, sino que su utilidad

radicaba en dar respuestas políticas antes que militares, con datos de los

crímenes que se estaban cometiendo en el país ante el silencio de los

principales diarios. “Los medios de información ideados por Walsh no se

hacían eco de adjetivos y consignas cada vez más despegados de la realidad.

Coherentes con su certeza acerca del poder que significa la verdad en manos

del pueblo, desempeñaban la función vital y no sectaria de informarlo”,

explica Verbitsky.

    Otro de los objetivos laterales de ANCLA era explotar la posibilidad

de sembrar confusión entre las distintas instituciones que conformaban las

Fuerzas Armadas y hasta confrontar las informaciones de los militares para

infiltrar el virus de la duda y la desconfianza entre ellos. Por eso, ANCLA

era un título irónico y concientemente ambiguo, que despertaba dudas sobre

el supuesto vínculo de la agencia con la Armada. Efectivamente logró

despistar durante muchos meses a los servicios de información y generar

resquemores en sectores del Ejército que pensaban que podía tratarse de un


órgano secreto de la Marina. La confusión alcanzó tal extremo que a

mediados de 1976, un militar de alto rango declaró públicamente que los

cables de ANCLA eran más confiables que los informes públicos de la

Presidencia.

   Aunque muchos periodistas de Clarín o La Nación aseguran que con el

tiempo se supo que era un emprendimiento de los montoneros, ANCLA

logró llegar periódicamente con noticias bien elaboradas a las principales

redacciones nacionales, lo que no garantizaba en absoluto su reproducción

pero, al menos, ponía al tanto a muchos periodistas sobre las repetidas

atrocidades de la Dictadura. 

    A casi dos años del pase a la clandestinidad ordenado por la CN de

Montoneros, Walsh reunió a un reducido grupo de periodistas de confianza

encuadrados en la orga y empezó a formar una extensa red de informantes:

bastaba con leer entre líneas lo que se publicaba en los medios comerciales,

recorrer los estudios jurídicos para recoger los pedidos de hábeas corpus,

indagar detrás de las conexiones económicas de los grupos más poderosos

con la nueva gestión castrense y escuchar las versiones que circulaban en

voz baja por la calle. Los militantes que participaron en ANCLA contaban

con experiencia en medios, lo que facilitó su labor ante las inevitables

dificultades operativas de funcionamiento. Se buscaba la información hasta

en lugares impensados. Se informaba periódicamente sobre los destinos y

los mecanismos de tortura sufridos por miles de desaparecidos,

denunciando la existencia de campos de concentración con datos precisos a

partir de informantes que trabajaban en silencio, infiltrados en las Fuerzas

Armadas o en las instituciones policiales.

    Pese a ser muy rudimentaria, existía una secretaría de redacción

integrada por Lila Pastoriza, Lucila Pagliai, Carlos Aznárez y Eduardo

Suárez, todos periodistas y militantes de Montoneros. Walsh asumía su rol

de responsable del funcionamiento y con el tiempo, según asegura Pastoriza

“se limitó a escribir algunos cables para alejarse y cumplir otras tareas”.

Horacio Verbitsky también fue redactor de la agencia y uno de los que la

llevó adelante luego de la muerte de Walsh. Sobre el origen de ANCLA


recuerda que “Rodolfo me contó la idea, que él llevó a la práctica con un

grupo de compañeros. Yo participé en la logística. Imprimía los partes y los

distribuía, tanto de ANCLA como de Cadena Informativa”. Después del

secuestro de Rodolfo y el desmantelamiento del equipo, Verbitsky se ocupó

de redactar los cables de la agencia hasta 1978. “Tenía un hectógrafo a

alcohol dentro de un placard con el que imprimía las copias. Después

conseguí un mimeógrafo con mayor capacidad”, detalla.

    La agencia clandestina funcionó en distintas casas operativas que se

limitaban a un ambiente y con un equipamiento limitado: un mimeógrafo,

un par de máquinas de escribir, un teléfono y no mucho más. En esas

condiciones artesanales había que apuntalar el aparato de contrainformación

cuyo objetivo era poner en jaque una de las columnas propagandísticas de la

Dictadura. 

    Una vez terminadas las tareas de sumario, edición y copiado –que en

muchos casos no precisaban de mucha discusión por cuestiones de tiempo–,

los cables se enviaban por correo a las redacciones y también a decenas de

domicilios de militares en puestos clave para agudizar las diferencias y

provocar pujas en las Fuerzas Armadas. En el exterior se lograron publicar

algunos cables porque la agencia nunca estuvo explícitamente vinculada a

Montoneros, y esa identidad ambigua provocó al menos la incertidumbre

necesaria para dar por fiel la información distribuida. 

   Los primeros cables de ANCLA datan de junio de 1976, y entre ellos

se destaca uno que resume el insistente reclamo por la aparición de los

militantes secuestrados. “El gobierno militar y los presos políticos” es el

título de un cable fechado el 20 de agosto de 1976, con la extensión de una

carilla que apostaba a informar sobre la situación en la que se encontraban

los presos políticos a pocos meses del golpe. “En las últimas semanas se ha

podido desentrañar –por lo menos parcialmente– el misterio que rodea a las

anunciadas listas de detenidos políticos que el Ministerio del Interior guarda

tan celosamente. En repetidas oportunidades algunos órganos de prensa

escrita sostuvieron que a corto plazo la Junta Militar informaría sobre las

detenciones que se vienen realizando desde el 24 de marzo pasado, pero


hasta la fecha un aparente impedimento burocrático imposibilitaría la

publicación de los listados y causas de los detenidos en penales y unidades

de las Fuerzas Armadas. De acuerdo a lo que hicieron conocer voceros

militares a esta agencia, existe un organismo denominado COMICIA

(Comunidad de Inteligencia) creado a mediados del año 1975 que se

encarga, entre otras funciones, de llevar un pormenorizado registro por

computadora de los detenidos, antecedentes políticos, y dependencia en la

que se encuentran. También se consignan las circunstancias de la detención,

el lugar y la fuerza represiva que actuó”. Y continuaba: “La misma fuente

confirmó que la inconveniencia de publicar estos datos radica en que

muchos de los detenidos registrados habían ‘aparecido’ como muertos en

combate en fechas muy posteriores a su detención y otros especialmente en

jurisdicción del III Cuerpo, comandado por el general Menéndez, está

registrada la detención y los antecedentes, pero se ignora el destino final de

los cautivos”. 

    Muchos periodistas asistieron en silencio al plan militar pese a ser

concientes de la ilegalidad de los métodos utilizados por la Junta. De paso,

en muchas redacciones, las patronales aprovecharon el contexto para

quitarse de encima a los delegados más rebeldes con el mínimo esfuerzo de

señalarlos a los grupos de tareas.

   La originalidad de ANCLA radicó en la manera de abordar los temas,

la utilización de las fuentes de base y un estilo contundente. No era

necesario caer en el panfleto de denuncia para circular en la clandestinidad

ni de utilizar un lenguaje de barricada para movilizar e informar sobre las

matanzas militares. A través de un estilo que aprovechaba el testimonio

como fuente, que evitaba el lenguaje tremendista de los títulos de la prensa

partidaria, los cables publicados por ANCLA perseguían como objetivo

ofrecer en cada redacción la verdad de los hechos por fuera de la versión

oficial. Sin embargo, no muchos estaban dispuestos a levantar sus voces en

oposición a una sistemática política de aniquilamiento. Martin Andersen, en

su libro Dossier secreto, asegura: “Para los corresponsales del exterior, el

contenido mimeografiado de los sobres en blanco que llegaban


habitualmente hasta sus escritorios constituía un alivio ante la insulsa

ausencia de novedades por parte de los medios de información normales

argentinos, que ignoraban las denuncias clandestinas de Walsh”. 

    Durante el primer año los cables de ANCLA priorizaron como eje la

situación de los presos políticos, las internas en la cúpula militar y la

censura en el periodismo. Repasando algunos de los títulos que encabezaban

los cables de ANCLA, sobresalen: “Campaña de censura y represión contra

el periodismo”, “Múltiples secuestros en Argentina”, “Denuncian la

matanza de hijos de guerrilleros”, “Malestar en la policía provincial”,

“Nuevo testimonio sobre torturas en Argentina”, “Torturan a la hija de gran

ganadero”. 

    Luego del secuestro de Rodolfo el 25 de marzo de 1977, ANCLA

siguió operando un tiempo más, pero su final era previsible ante la cantidad

de compañeros que debieron optar por el exilio, dejando huérfana la

pequeña estructura. Sin la periodicidad del primer año, Verbitsky fue uno de

los encargados de llevar adelante las tareas de ANCLA luego de la caída de

Rodolfo, y la agencia informó sobre la desaparición de su fundador el 1º de

abril de 1977. Bajo el título “Denuncian secuestro de renombrado escritor

argentino” el cable desarrolla la noticia y propone un breve repaso por su

vida literaria y periodística. “Fuentes allegadas a sus familiares, informaron

a esta agencia que el día viernes 25 de marzo fue secuestrado el escritor y

periodista Rodolfo J. Walsh y que desde ese momento no se ha logrado

ningún dato sobre su paradero. [...] Amigos íntimos del secuestrado afirman

que la desaparición obedece sin dudas a un procedimiento realizado por las

fuerzas de seguridad ya que su domicilio fue allanado esa misma noche y

saquearon todas su pertenencias”. Uno de los últimos cables de la agencia,

en septiembre de 1977, publicaba una presunción que, tiempo después, se

confirmaría como incorrecta (“Rodolfo Walsh estaría con vida en el Cuerpo

I”) y a través del testimonio de Lilia Ferreyra se ocupaba de detallar las

gestiones realizadas para encontrar con vida al escritor. 

   Inserta en un clima de persecución y salvaje represión, ANCLA fue un

ejemplo de voluntarismo y compromiso que con el tiempo amplificó el


objetivo de su fundador para convertirse, hasta nuestros días, en modelo de

construcción desde la dificultad extrema y apelando a la creatividad y el

ingenio para cientos de pequeños emprendimientos de contrainformación en

todo el país, en diversos formatos.   

3. En la primera de las críticas al informe de la conducción, Walsh

reconoce coincidencias parciales con las rectificaciones allí expuestas,

señala aciertos en algunos planteos y lo considera “un avance significativo

para el conjunto” . También deja entrever su optimismo con respecto a las

perspectivas de la lucha contra la dictadura: “Si corregimos nuestros errores

volveremos a convertirnos en una alternativa de poder”.

    Sin embargo, ya en el inicio de sus observaciones, especifica que las

rectificaciones “son solo parciales” y que no corresponden a una

“autocrítica profunda sobre los errores que nos condujeron a la actual

situación, sino que tienden a corregirlos de facto ante la evidencia del mal

resultado obtenido”. A partir de entonces, Walsh pone en primer lugar a

analizar la política, y pone como ejemplo la propia historia de Montoneros,

subrayando el riesgo de un quiebre que puede truncar el desarrollo

revolucionario a causa de cometer errores con las “razones políticas”: “Si

son correctas, en apenas tres años un puñado de muchachos crecen hasta

conducir una organización gigantesca y poderosa. Si son incorrectas, esa

misma organización se desinfla y puede desaparecer”. En ese sentido, señala

como aspecto relevante la tendencia a confundir la situación política de

entonces con una guerra colonial, como las desarrolladas por chinos o

vietnamitas, donde la unidad del pueblo con su vanguardia surge de hecho,

ante la amenaza del invasor externo: “Nosotros en cambio tenemos que

empezar por ganar la representación de nuestro pueblo a partir de los

elementos con que contamos”.


   En segundo lugar, señala como falencia de la organización la decisión

de abandonar la lucha interna dentro del peronismo para priorizar la

estrategia militar por encima de la política y para dedicar la atención “a

profundizar acuerdos ideológicos con la ultraizquierda”, en referencia a los

frustrados intentos de conformar la Organización para la Liberación de

Argentina (OLA) con el PRT-ERP y la Organización Comunista Poder

Obrero (OCPO). Si para Montoneros el golpe de Estado abría una nueva

etapa donde la resolución del conflicto de clases sería a través del aparato

militar, Walsh confronta esa opinión y defiende la necesidad de profundizar

el trabajo político para erigirse como alternativa de poder: “Acá el problema

es político y el lenguaje militarista no sirve. Es un grave error olvidar que

esta es una lucha política”, afirma.

    En este sentido, la crítica también alcanza lo que el escritor define

como “militarismo” (“Aunque criticamos el militarismo, todo el documento

parece la receta para que un Ejército rompa el cerco de otro y luego lo

derrote. Hay que ser más modestos. Nosotros tenemos que resistir junto con

el pueblo a la dictadura”, escribe); la desmedida ambición de poder y la

“persistente ausencia de autocrítica” que se refleja en el triunfalismo y el

“notable exceso de optimismo” de la conducción con respecto al presente. 

    Con respecto a la decisión del Consejo Ejecutivo de incentivar la

“mimetización” con las masas como forma de preservación (en tiempos en

que la organización hacía tiempo que había pasado a la clandestinidad,

dejando a los militantes de superficie ante la encerrona de optar entre

abandonar sus frentes y sumarse al aparato militar o aumentar su exposición

al persistir con su trabajo de base); Walsh considera errónea esta propuesta

de “retorno a las masas”: “Nuestra respuesta de volver a los barrios es

elemental y peligrosísima. Nos van a golpear más duro todavía”, advierte. Si

todo el informe de la conducción da por descontado que Montoneros es la

vanguardia reconocida por los sectores populares, para Walsh en cambio

“todavía no tenemos ganada la representatividad de nuestro pueblo” y, por

eso mismo, no resultaba complejo para el enemigo dirigir su ofensiva contra

las organizaciones político-militares y sus bases de apoyo, y no contra la


población en general: “Uno de los grandes éxitos del enemigo fue estar en

guerra con nosotros y no con el conjunto el pueblo. Y esto en buena medida

por errores nuestros, que nos auto aislamos con el ideologismo y nuestra

falta de propuestas políticas para la gente real”, reconoce. Como

consecuencia de esta presunción errada de la conducción, para Walsh “las

masas no son un espacio seguro para nosotros. Lo perdimos por nuestro

error”. 

    “Ellos avanzaron en lo militar y también en lo político. Nosotros

retrocedemos en ambos campos. Y esto porque sin política no era posible

avanzar. Hay que admitirlo así aunque duela”, sintetiza. Por otro lado, Walsh

asegura que el empecinamiento en plantear al Movimiento Montonero como

superación lógica del Movimiento Peronista es un intento por imponer a la

dinámica de la realidad esquemas propios sin sustento real. “Negamos el

Movimiento Peronista y el Movimiento Montonero no existe. Entonces

¿dónde nos vamos a refugiar cuando el enemigo aprieta?”, se pregunta, y

después agrega: “No estamos de acuerdo en volcar esfuerzos en crear el

inexistente Movimiento Montonero, en vez de invitar a esa resistencia al

existente Partido Peronista… No hay que crear nuevas estructuras al pedo.

Los Montoneros conducen al peronismo. Eso es suficiente”. El origen de

esta crítica está ligado a la conclusión de la dirección montonera con

respecto al “agotamiento del peronismo” como opción revolucionaria para

las masas. Esta presunción se consolida a partir de las jornadas de protesta y

movilización obreras de julio de 1975, durante el “Rodrigazo”, las primeras

de este tipo contra un gobierno de corte peronista, que Montoneros

caracteriza como un “salto cualitativo” en la conciencia de los obreros a la

que había que acompañar a través de respuestas de orden política y

orgánica: la primera, al confirmar la defunción del peronismo y la

consolidación del montonerismo como “continuación y a la vez superación

histórica del peronismo” en el marco de una transición ideológica; y la

segunda, al manifestar la decisión de superar la conducción unipersonal a

través de la construcción de un partido de cuadros de estructura leninista  (a

partir de la consigna “Antes Perón, hoy Montoneros”) y la conformación de

un ejército popular. 
    También en aquella primera minuta y ante la orden de personificar la

conducción a través de la consigna: “Firmenich conduce la resistencia”,

Walsh señala que esa concepción “nos parece peligrosa. Primero porque

creemos que para el pueblo existen los muchachos, los montoneros, antes

que Firmenich. Segundo, porque si a él le pasa algo, es un desastre”. Por

otro lado, el idealismo de la Conducción alrededor del complejo tema de la

tortura vuelve a pronunciarse en el documento oficial (“La tortura, aún la

más salvaje, es soportable; cientos de compañeros heroicos nos lo han

demostrado, del mismo en que los traidores y delatores nos demostraron que

su colaboración con el enemigo no se originó esencialmente con la tortura,

sino en sus propias debilidades ideológicas”, señalan), y esa mirada genera

en Walsh una reacción ya conocida por sus amigos y compañeros sobre el

tema. “Si las cantadas fueran por debilidades ideológicas, lo mejor sería

bajar la cortina, porque la ideología se modifica en medio siglo. Es por falta

de confianza en un proyecto, debido a los graves errores políticos

cometidos”, afirma. Al respecto, Lilia señala el rechazo que producían en

Rodolfo expresiones tales como: “Tortura es un combate que cada

compañero puede vencer”. “Rodolfo cuestionó esa posición considerándola

totalmente idealista porque dejaba al compañero solo en una situación

límite, como era la tortura. Pensaba que la organización debía tener un

funcionamiento interno perfectamente establecido, de modo que la

seguridad del conjunto no cayera exclusivamente sobre la fortaleza moral o

física del individuo”, explica Lilia. 

   Para el párrafo final, el escritor se permite una expresión de optimismo

después de detallar, uno por uno, las principales falencias políticas hasta

entonces. Una expresión que no se repetirá en ninguno de los cuatro

documentos siguientes: “No vamos a ser derrotados”.

4. Estaba solo. Sentado en un banco del Jardín Botánico. En camisa, con

el saco en la mano. La mirada perdida en el cielo gris, que apenas dejaba


filtrar unos rayos tibios de sol. En silencio. No había, a su alrededor, más

que algunos gatos perezosos y el regular murmullo de los pájaros. Solo. La

mirada perdida. El rostro marcado por la tristeza. Era a finales de 1976,

cuando un amigo reconoció a Rodolfo Walsh sentado en un banco del Jardín

Botánico. 

   Había pasado lo de Paco. Había pasado lo de Vicki. Quizá, también, lo

de Pablo y Mariana. Pablo y Mariana, sus comentarios agudos, sus

preguntas bien fundamentadas, sus críticas lacerantes en las reuniones de

célula, ese vínculo indecible entre los dos jóvenes compañeros y Rodolfo,

casi discipular, marcada por el afecto de un lado y la admiración del otro.

Primero cayó Mariana (su nombre era Norma Batsche, era estudiante de

Medicina, había nacido en Guatemala) en el sur del conurbano bonaerense.

Pablo (Carlos Bayón, que provenía Bahía Blanca) será secuestrado un par de

días más tarde. No alcanzaron los recaudos que tomaban en cuanto a la

seguridad personal, ni las insistencias de Rodolfo para respetar las reglas de

la clandestinidad, ni el cariño que recorría sus discusiones interminables,

entre mate y mate, entre propuestas y proyectos. Cuando cayeron, Pablo y

Mariana estaban separados, pero los unía el amor por su nenita de tres años,

que fue detenida junto a cada uno de ellos, trasladada a la ESMA y

entregada posteriormente a familiares en esas dos ocasiones. Dice Eduardo

Jozami: “Por su presencia los represores se dieron cuenta del vínculo entre

Pablo y su ex mujer. Según relataron sobrevivientes de la ESMA, Mariana,

brutalmente torturada, no había dado ni esa información” . 

    Rodolfo Walsh estaba encerrado en su laberinto interior, de cara al

cielo, cuando un amigo lo vio mal, “con una cara un poco desencajada”,

diría después. Quiso acercarse, hablar con él, pensó en caminar hasta la

esquina y meterse al Botánico por Malabia. Pero no se animó. “Me

arrepentí. Me dio miedo” , contó, años después. No eran tiempos sencillos

aquellos, cuando los encuentros casuales en una esquina podían resultar

peligrosos.

    Rodolfo se quedó solo. Con el gris marcado en los ojos, buscando un

resquicio de sol entre tantos nubarrones.  


5. En septiembre de 1976, Walsh evaluó la posibilidad de lograr que sus

investigaciones y denuncias generaran un enlace periodístico que permitiera

seguir llegando a personas con influencia en el mundillo de la prensa y la

política, con el objetivo de “romper el cerco informativo”. Fue entonces que

ideó Cadena Informativa, un nuevo método de divulgación política que tenía

como eje la idea de informar en una carilla partes urgentes de una realidad

que la manipulación mediática de la Dictadura se empecinaba en silenciar o

en tergiversar. Conciente como pocos de las limitaciones para un proyecto

clandestino de este estilo, no se pretendía masividad sino más bien dirigir la

información a destinatarios relevantes, que a su vez pudiesen convertirse en

nuevos divulgadores logrando así un espiral de difusión a pequeña escala,

pero efectivo en tiempos de silencio y complicidad. Había una premisa que

se proponía a los lectores de Cadena Informativa: cada persona a la cual le

llegaba una información importante tenía que actuar como multiplicador del

material, comprometiéndose a continuar la cadena ensayando fórmulas

artesanales y creativas. De allí que al pie de cada boletín se publicara, a

modo de llamamiento agitativo, la frase: “Cadena Informativa es uno de los

instrumentos que está creando el pueblo argentino para romper el bloqueo

de la información. Cadena Informativa puede ser USTED MISMO, un

instrumento para que USTED se libere del Terror y libere a otros del Terror.

Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a

mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos: nueve de cada

diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El Terror se

basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la

satisfacción moral de un acto de libertad. DERROTE AL TERROR. HAGA

CIRCULAR ESTA INFORMACIÓN”.

    A diferencia de ANCLA, el contenido de las cartas era exclusiva

responsabilidad de Walsh. Cadena informativa era, en ese sentido, “el

producto de la mínima unidad informativa posible. Un hombre con su

máquina de escribir, sublevado contra la brutalidad, que se rehacía de su


dolor para comprender y combatir el sufrimiento de los demás, sin respaldo

económico, imprenta, oficina, aparatos ni teléfono, paradoja del aislamiento

personal extremo para enfrentar el aislamiento colectivo”, tal como sintetizó

Verbitsky en el prólogo de Rodolfo Walsh y la prensa clandestina. Con

respecto al mecanismo de trabajo en este nuevo emprendimiento, Verbitsky

apunta que Cadena Informativa era una herramienta vital de

contrainformación que, además de informar, exigía de todos los

destinatarios un compromiso personal: “Yo redacté, imprimí y distribuí

varios partes de Cadena... La idea de Rodolfo era justamente esa: que fuera

un instrumento participativo y no aparatista. Por eso, la idea de firmar la

Carta a la Junta fue la de retomar una práctica que había iniciado veinte

años antes con Operación Masacre y que no implicaba dejar la

clandestinidad ni tampoco asumir una mayor exposición, porque la verdad

es que ya lo estaban buscando. Al personalizar la información eludía los

condicionamientos burocráticos y las directivas organizativas, y ganaba en

calidad y eficacia, siempre con el mismo propósito”.

    Como en todos sus escritos, Walsh desarrollaba sus investigaciones a

partir de datos precisos y buscaba una redacción que fuera por encima de

valoraciones personales. En el informe número uno de Cadena informativa,

distribuido en diciembre de 1976, el título elegido fue “Crónica del Terror”.

Allí desarrolla un panorama de la situación trágica y dramática que se

estaba viviendo en el país, mientras la mayoría del periodismo argentino

aplaudía la gestión militar o elegía mirar con indiferencia las denuncias de

violaciones contra los derechos humanos: “Mil fusilados, veinte mil presos

o desaparecidos y trescientos mil exiliados son las cifras que se manejan en

el extranjero sobre la situación argentina desde el 24 de marzo de 1976 […]

Fuentes judiciales han revelado de qué modo se llega al total de veinte mil

presos o secuestrados. Solamente en los juzgados del Gran Buenos Aires se

registra un promedio mensual de 400 recursos de Hábeas Corpus

(desapariciones), y otro tanto en el interior del país, lo que eleva el

promedio a 800”. 
    La idea de aportar datos que despertaran interés en la población se

balanceaba con el estilo exhaustivo y no panfletario de la escritura de

Walsh. En otro de los boletines de Cadena Informativa se puntualiza

también el costo humano que podía provocar una operación exitosa desde lo

militar por parte de la guerrilla. En el caso de un explosivo que estalló en

una comisaría de Ciudadela se detalla con precisión la represalia que llevó

adelante el teniente coronel Hugo Pascarelli, que tiempo atrás había

declarado que la lucha que libraban desde las Fuerzas Armadas “no

reconocía límites morales ni naturales”. En ese texto de Cadena…, además

del habitual aporte informativo, es posible identificar a su autor por la cuota

de creatividad dispensada: “La filosofía del verdugo de Ciudadela y Ramos

Mejía no es diferente de la que en su tiempo animó a los criminales de

guerra nazis. Como la lucha no reconoce límites morales, se mantienen en

campos de concentración con 20.000 prisioneros sin nombre, que se sacan

de noche y se fusilan sin juicio. Como no reconoce límites morales, se

convierte el asesinato en combate a través de burdos comunicados que una

prensa sometida publica sin dudas ni reservas”.  

    En “Historia de la guerra sucia en Argentina” es posible prefigurar

muchos de los elementos que Rodolfo Walsh tomaría, tiempo después, para

redactar su Carta a la Junta. Del mismo modo, es una completa guía que

desnuda la represión en Argentina y la primera investigación que aporta

datos concretos sobre el funcionamiento de la ESMA como centro

clandestino de detención, generados a partir del vínculo entre el escritor y

un colimba, Sergio Tarnopolsky, quien sería secuestrado poco después, al

igual que toda su familia. En ese boletín, a partir de ejemplos concretos,

detalla los métodos habituales de tortura en comisarías y dependencias

militares, denuncia la práctica de arrojar cuerpos al mar para deshacerse de

prisioneros, profundiza la crítica sobre el programa económico encabezado

por José Martínez de Hoz, publica la lista de algunos verdugos de uniforme

y se detiene en las cientos de ejecuciones clandestinas ocultas por los

medios: “Así como no se conocen los nombres de los secuestrados ni el

lugar de su detención, tampoco se informa sobre la identidad de los

cadáveres que incesantemente aparecen en los descampados del Gran


Buenos Aires y la Capital Federal”. En relación al funcionamiento de la

ESMA, Walsh puntualiza con un grado de detalle extraordinario: “La

Escuela de Mecánica realiza también operaciones ofensivas, fuera de su

asentamiento. Algunas de ellas de uniforme, otras de civil, en móviles no

identificables con apoyo de las seccionales 39 y 45 de la Policía Federal.

[…] Las patrullas de civil, encargados del secuestro de trabajadores y

militantes políticos, carecen de regularidad y se realizan sobre datos de

inteligencia obtenidos previamente. No participan soldados conscriptos y

están a cargo de oficiales, suboficiales y cabos segundos de la Escuela,

armados con revólver, granadas de mano, fusiles 30=30 con mira

telescópica, fusil ametralladora liviano con infrarrojo, escopetas Itaka y

pistolas ametralladoras. Se comunican con la central por un walkie-talkie de

dos canales”.

    Tal como sucedió en ANCLA, quienes continuaron con el trabajo en

Cadena Informativa (“Hacíamos lo que podíamos y lo que debíamos”,

afirma Verbitsky) difundieron la triste noticia del secuestro de Rodolfo

Walsh. “Copias de su carta comienzan a leerse ya en las casas de los

desposeídos, que luego la hacen circular espontáneamente, porque habla de

ellos y de su Patria, dominada pero no rendida”, dice el despacho en un

fragmento. Los informes continuaron hasta fines de 1977, ya sin la

originalidad de la propuesta de Walsh, pero con la certeza de la necesidad

de un esfuerzo de contrainformación. Su presencia militante, casi una

afrenta en tiempos de censura y autocensura, es también un delicado erizo

que espina el flaco argumento de hombres y mujeres de prensa que insisten

en escudarse en la supuesta “falta de información” en las redacciones sobre

el genocidio desarrollado en Argentina. Ahí está Cadena Informativa como

ejemplo, como singular experiencia periodística de un hombre solo,

decidido a enfrentar a un enemigo poderoso con sus mejores armas.


6. “En la práctica sucede que nuestra teoría ha galopado kilómetros

delante de la realidad. Cuando eso ocurre, la vanguardia corre el riesgo de

convertirse en patrulla perdida”. Esta cita sintetiza la segunda parte de los

cuestionamientos enviados por Walsh a la dirección montonera, tres

semanas después que el anterior. Ahora la textura del documento ha variado

de forma sustancial: el optimismo de aquella línea final se esfuma, los

elogios al informe desaparecen y la perspectiva con respecto al presente es

dramática: “(Montoneros) ha sufrido en 1976 una derrota militar que

amenaza convertirse en exterminio”. Además, afirma: “La dura realidad

actual […] no permite a las masas ni siquiera pensar el poder, sino resistir

para sobrevivir”.

    Con claridad, Walsh explicita un abismo de diferencias en la

caracterización de la etapa con respecto a la conducción: “La situación de

las masas es de retirada para la clase obrera, derrota para las capas medias y

desbande en sectores intelectuales y profesionales”. Seguido, el autor de

¿Quién mató a Rosendo? puntualiza una de las críticas más graves que, en el

anterior documento, apenas había esbozado: el ocultamiento de información

a las bases. “[En el informe] se soslaya la real gravedad de nuestra situación

militar y omite datos importantes para su comprensión, por ejemplo

porcentaje de pérdidas, territorios evacuados, etc. En consecuencia, ha

suscitado desconfianza y malestar”, afirma. También vuelve a insistir con el

“un pronunciamiento prematuro sobre el agotamiento del peronismo” como

uno de los ejes del camino errado, para después sintetizar con brillantez en

algunas líneas el fundamento de ese error: “Cabe suponer que las masas

están condenadas al uso del sentido común. Forzadas a replegarse ante la

irrupción militar, se están replegando hacia el peronismo que nosotros

dimos por agotado”, para después añadir: “Las masas no se repliegan hacia

el vacío, sino al terreno malo pero conocido, hacia relaciones que dominan,

hacia prácticas comunes, en definitiva hacia su propia historia, su propia

cultura y su propia psicología, o sea los componentes de su identidad social

y política. Suponer, como a veces hacemos, que las masas pueden

replegarse hacia el montonerismo, es negar la esencia del repliegue, que

consiste en desplazarse de posiciones más expuestas hacia posiciones


menos expuestas; y es merecer el calificativo de idealismo que a veces no

aplican hombres del pueblo”.     

    En esta segunda minuta, Walsh define como problemas secundarios

las dicotomías que tanto preocupaban a la dirección montonera en su

informe: autonomía vs. centralización y masas vs. aparato. De todos modos,

variará su opinión algunas semanas después. Además de proponer la salida

del país de la Conducción Estratégica y asignar la responsabilidad de dirigir

la resistencia a la Conducción Táctica (que debía permanecer en el país),

Walsh exige que la seguridad individual y colectiva debe ser el “criterio

dominante” para la preservación de estructuras y militantes ante la avanzada

militar y además propone que la elección de la CT esté vinculada a esta

política de seguridad, donde resulten determinantes “los resultados

obtenidos en la preservación de las estructuras confiadas a su mando”.

    El 2 de enero de 1977, el texto es más breve. El punto de partida

entonces es asumir la hipótesis de la guerra perdida en el plano militar, con

el correspondiente repliegue de las masas (“que no asumen la guerra porque

no vislumbran posibilidades de triunfo en la actual estrategia montonera”,

detalla) como efecto en lo político. De todos modos, Walsh aclara que la

derrota “no significa la desaparición de formas significativas de lucha”, pero

exige asumir de una vez el tránsito de la guerra a la resistencia a nivel

nacional: “Un centenar de oficiales, dispersos en el territorio, sin otro lazo

orgánico que la unidad de doctrina, es suficiente para sostener la resistencia

si se cuenta con recursos adecuados en dinero, documentación, propaganda

y explosivos”. Es decir, esta vez el problema de la descentralización del

mando y de la distribución de los fondos del partido no ocupa un costado

lateral en la propuesta sino un rol central en esta nueva etapa caracterizada,

como aspecto de máxima prioridad, por la preservación de las fuerzas

populares hasta la aparición “de una nueva posibilidad de apostar al poder”.

  Una propuesta que confronta en su eje y en sus vértices con la línea

establecida por la dirección montonera.

    Para el escritor, el objetivo inmediato es evitar el aniquilamiento (“la

preservación de las fuerzas populares, incluida su vanguardia”, explica),


cambiar el juego pasando como bando perdedor a utilizar el recurso del

“privilegio de la defensa” que consiste en sustraerse como blanco masivo

del accionar militar, reclamar por la paz (y anota como consigna: “La paz es

posible en 48 horas”) y proponer una salida democrática, con el objeto de

responsabilizar ante los ojos del mundo a la Junta Militar por la continuidad

de la guerra, y con la idea de impedir “que el enemigo pueda convertir el

triunfo militar en victoria política integral, modelando un tipo de sociedad

estable fundado en la explotación”. 

   La resistencia que propone como línea de acción tiene un antecedente

inmejorable en el imaginario peronista (la surgida después de 1955), y por

ese motivo Walsh recomienda la lectura de la correspondencia entre Perón y

John William Cooke para comprender la relevancia de poner énfasis en las

millares de pequeñas victorias “más que sobre las operaciones

espectaculares en que se fundamentan las grandes represalias”. Si hay un

símbolo que debe adoptarse en esta etapa de supervivencia para el escritor,

está sintetizado en el último párrafo: “Si las armas de la guerra que hemos

perdido eran el FAL y la Energa, las armas de la resistencia que debemos

librar son el mimeógrafo y el caño”. 

   Walsh es claro con respecto al escenario a vislumbrarse en caso de no

ceder a la idea del pasaje de la guerra a la resistencia: la alternativa es,

definitivamente, el exterminio. En los documentos elevados el 2 y 5 de enero

de 1977, se observa una continuidad evidente con respecto a las propuestas,

con un agravamiento del cuadro general (para Walsh “el enemigo ha resuelto

en 1976 el aspecto territorial de la guerra y encara en 1977 la liquidación

del aparato partidario”), y la certidumbre de un “exterminio” próximo para

la guerrilla en Argentina. Pero en estos últimos textos no hay críticas a la

táctica ni a la estrategia. Lo que existe es una preocupación por hurgar en la

raíz del problema, en las razones originarias que provocaron la destrucción

de la organización y la derrota de la vanguardia ante la ofensiva militar. Esta

búsqueda, incompleta, apenas esbozada, se apoya en primer lugar en lo que

a su juicio es la principal falencia del “pensamiento montonero”: un déficit

de historicidad. 
   En mitad del desastre, aislado en busca de su propia preservación, con

las huellas de una dolorosa derrota a cuestas y sabedor con certeza de la

indiferencia con que la cúpula montonera lee sus minutas, Walsh encara

esos últimos textos ajeno al clima de desesperación que vivía la militancia

ante el aniquilamiento de sus fuerzas. Hay un interés por buscar el origen de

la derrota, una necesidad personal de indagar (como investigador que

siempre fue) en las huellas de un camino extraviado, de una oportunidad

histórica perdida. Pero el escritor no responsabiliza exclusivamente a la

dirección partidaria por los equívocos: trata de comprender dónde se ubica

la falla, la bisagra que impidió el triunfo revolucionario que muchos veían

ya a la vuelta de la esquina.

    Las críticas de Walsh tuvieron como destino cierto un cajón sombrío

en el escritorio de la dirección montonera. Ninguno de los cinco

documentos fue distribuido entre la militancia. Pero de todos modos, existió

una respuesta. Hubo un documento en particular, fechado en abril de 1977

(apenas un mes después del asesinato del escritor por parte de un grupo de

tareas en la ciudad de Buenos Aires), redactado desde el exterior, que

responde las propuestas de Walsh (sin nombrarlo) y las califica lisa y

llanamente como “basistas”; ya que negaban, según su perspectiva, el

componente militar de la lucha y desconocían “el papel de la lucha armada

y en especial la necesidad del Ejército de masas”. En el mismo documento

titulado “Reunión de la Conducción Nacional”, se plantea que: “La

evaluación general de los resultados obtenidos en este período por nuestras

fuerzas y por las fuerzas enemigas, arrojan un saldo altamente positivo a

nuestro favor”, y además se agrega que “el enemigo no pudo concretar el

aniquilamiento y nuestras fuerzas volvieron a regenerarse y reorganizarse

con gran rapidez”. Roberto Perdía, décadas más tarde, reconocería que la

posición de Walsh fue “una de esas pocas voces que en esos momentos,

comprendieron cabalmente el meollo de los caminos equivocados que

estábamos recorriendo… Sus principales críticas estaban concentradas en el

excesivo optimismo que revelaba una escasa autocrítica y poco realismo” .

Pero ya era demasiado tarde. El mismo Perdía añade que se han

“desfigurado” los planteos de Walsh de modo tendencioso, porque con sus


opiniones “permanentemente se movió por la derecha nuestra y no por la

izquierda, como dice Verbitsky”. Perdía utiliza como ejemplo el pedido de

Walsh de pasaje a la resistencia para destacar su acierto, aunque simplifica

en extremo las tesis del escritor como un innegable tono autojustificatorio:

“Decía que teníamos que estar en el movimiento y pasar el chubasco. Pero

[eso] es retroceder al movimiento para respirar con las masas. Y no es

incorrecto porque era lo más cercano a la realidad, y lo que había que hacer,

en vez de lo que hicimos” . 

    Recién en 1979, Los papeles de Walsh pasarían de mano en mano

entre los militantes exiliados, a partir del rescate de documentos que realizó

el grupo disidente Montoneros-17 de Octubre y de su publicación en los

Cuadernos del Peronismo Montonero Auténtico, en México. 

    A partir de entonces, y contra lo que cualquiera podría suponer, no

han sido muchas las lecturas analíticas de esos documentos. En su libro

Rodolfo Walsh. La palabra y la acción, Eduardo Jozami vuelve a abordar los

papeles con una mirada lúcida, pero no exenta de cierta lectura forzada y

ajena a la realidad con respecto a ciertos aspectos de las críticas. En

particular, en lo que se refiere a la propuesta de paz planteada por Walsh en

sus últimos escritos y el reclamo de que “el futuro del país debe resolverse

por vías democráticas”. Para Jozami, que parece soslayar que aquellas

propuestas eran salidas tácticas desesperadas, absolutamente defensivas, de

cara a evitar el exterminio. A partir de este hecho, Jozami entiende que

Walsh vira en su compromiso revolucionario y se compromete con una

perspectiva democrática, anticipándose incluso a la primavera alfonsinista

de años más tarde: “Hubieran bastado solo estas menciones anticipatorias a

la democracia y a los derechos humanos –temas que serían centrales en el

debate político posdictadura– para consagrar la originalidad del aporte de

Walsh. (...) Pensamiento de la transición, a quienes no nieguen la historia

para asentar el retorno de la democracia sobre una visión abstracta de la

Constitución, los escritos de Walsh, después de 1983, tendrán mucho para

decir” . 
   Así como existen quienes pretenden ignorar o subestimar el peso de la

militancia revolucionaria en Walsh, hay quienes prefieren no tomar en

cuenta el contexto de sus dichos. Las elecciones de Walsh a lo largo de su

vida fueron claras: en cada una de ellas profundizó un tránsito

revolucionario, no sólo desde un costado de compromiso intelectual sino en

su responsabilidad como cuadro combatiente. Negar esta condición y

pretender disfrazar a Walsh con ropajes proto-alfonsinistas (cuando la salida

electoral en la democracia burguesa, si bien conformaban un recurso táctico

nada desdeñable para gran parte de las organizaciones armadas, no era de

ningún modo un eje dentro de su ideario), es un absurdo que ni el tiempo ni

la historia permiten sostener después de un par de lecturas. Es más cómodo

para muchos, también, recrear una imagen idealizada de Walsh, ajena a

todos los elementos singulares de la militancia montonera, desprovisto

incluso de sus virtudes y defectos. Hasta subsiste cierta tendencia a pensarlo

en disidencia permanente con la organización a la que pertenecía por

voluntad propia, cuando, a decir verdad, Walsh jamás escribió una línea

crítica previa a las ya mencionadas, ni durante el asesinato de Rucci ni

cuando se tomó la decisión de pasar a la clandestinidad, por mencionar

apenas dos puntos de inflexión en el análisis de muchos observadores de la

historia montonera. Al respecto Ernesto Salas, quien atribuye la demora de

Walsh en girar sus críticas a su ingreso tardío a la organización, sostiene que

para el escritor la política seguida respecto del peronismo antes del golpe

“había sido la correcta” y que “había acordado con la conducción que el

enfrentamiento con la dictadura iba a tener un carácter principalmente

militar” .  

    Para sintetizar y ser justos con la interpretación de los papeles, pero

también con la condición de militante revolucionario del escritor, vale

subrayar que para Walsh, como para miles de argentinos en ese momento, el

único modo de oponer una alternativa de poder real frente a los enemigos de

clase de los trabajadores era por medio de la violencia, expresada de

múltiples maneras y conjugada con una gran cantidad de herramientas

tácticas. La electoral, apenas, era una de ellas. 


    Mal que les pese a muchos, Walsh fue ejemplo y referencia por su

estatura intelectual y por su decisión de ponerle el cuerpo a esas ideas en un

momento en que situar los actos a la altura de las palabras equivalía a

jugarse la vida.

7. Faltaban diez minutos para que comenzara 1977. Apenas diez

minutos cuando Rodolfo Walsh se acomodó frente a su arma más efectiva y

comenzó a gatillar letras contra un papel en blanco. El nuevo año se

avecinaba, las sirenas de los bomberos se dejaban escuchar a lo lejos, los

cohetes que explotaban en el cielo confirmaban la algarabía en hogares que

no eran el suyo. Había terminado una partida de go con Lilia hace un rato, y

aún perduraba en su rostro la sonrisa satisfecha del ganador del juego. La

máquina de escribir lo esperaba, impaciente. Sus dedos se deslizaron por las

teclas y se dejaron llevar. No se detuvo a revisar lo apuntado. Avanzó como

en mitad de un trance, como si la Olympia portátil fuera, en realidad, la que

lo agarraba a él de sus dedos y lo llevaba de viaje en aquellos minutos

finales de un año terrible. Cuando por fin se hizo medianoche, se levantó de

su silla y buscó con la mirada a Lilia, que esperaba a su compañero para el

abrazo de Año Nuevo. “Así quería empezar este año, escribiendo contra

estos hijos de puta”, dijo Walsh. 

    El texto que había comenzado a bosquejar la noche del 31 de

diciembre de 1976 era una de sus “cartas polémicas”, como él mismo las

había bautizado. Se trataba de una parte importante en la estrategia que

contemplaba el repliegue territorial en San Vicente y la reducción al

mínimo de los contactos orgánicos para preservar su seguridad, pero

también para potenciar su capacidad de trabajo con el método que entendía

más eficaz: su escritura. De ese modo, la denuncia a las aberraciones

cometidas por la dictadura militar a través de los partes periódicos de

Cadena Informativa requerían ahora un balance crítico, devastador, que

enterrara el cuchillo hasta el hueso de una realidad manipulada por los


medios cómplices, ocultada por los temerosos en las redacciones y

defendida por los oportunistas ante los micrófonos. 

    Esos primeros días de enero de 1977, poco antes de su cumpleaños

número 50, el escritor se jugaba una apuesta fuerte: terminar antes del 24 de

marzo de ese año (cuando se cumpliría un año de gestión criminal de la

Junta Militar) un documento que superara las formas del panfleto, que se

sustentara en pruebas contundentes y que intentara sintetizar el efecto

devastador de la dictadura en casi todos los sectores de la sociedad. Para ese

objetivo, cada noche en San Vicente se dejó llevar por el canto de sirenas

que emergía de su máquina. Anotó algunas ideas dispersas, persiguió un

ritmo propio en cada línea, buscó con paciencia un sistema que le

permitiera avanzar en el trabajo nocturno puliendo cada frase como si fuera

la última sentencia. 

    Escribía de noche, se dejaba llevar por el impulso y la pasión para

releer y corregir recién al día siguiente. La “furia fría” denominaba a ese

sistema tan particular, que había elegido mucho antes de ese enero y que le

siempre había permitido canalizar de un modo constructivo la bronca, el

dolor, el entusiasmo desmedido en papeles y documentos donde la crítica se

politizaba, donde las afirmaciones nunca quedaban huérfanas de sólidos

argumentos y donde las formas elegidas para contar lo que él pretendía se

perfilaban después de muchas lecturas. Para Rodolfo Walsh, la descripción

del horror no requería desbordes del lenguaje. “Esto define también la

personalidad de Rodolfo; un hombre muy austero, muy medido, muy sobrio,

pero que podía enfurecerse, sentir la indignación moral ante determinadas

situaciones de injusticia –explica Lilia–. Pero esa indignación siempre la

canalizaba a través de la reflexión, por eso la furia fría; es decir, la

posibilidad de que la furia no ofuscara la manera de comprender y razonar

lo que la motivaba. La furia fría describe la actitud de Rodolfo ante la

injusticia” .     

    Cuando definió la estructura general de la Carta, se propuso recabar

información en su archivo, y para ello ordenó los documentos con los

nombres de quienes conformaban las bandas parapoliciales y paramilitares,


las cientos de fichas con legajos artesanales, las carpetas de recortes

periodísticos que daban cuenta de las muertes en supuestos

“enfrentamientos” y la lista con centenares de hábeas corpus presentados

por esos días aciagos. Walsh no podía permitirse error alguno en ese trabajo

de recopilación de datos que después ocuparían un breve espacio en la carta

proyectada. Como ejemplo mínimo, anotó en el borrador de la Carta: “Entre

mil quinientos y tres mil personas han sido masacradas en secreto después

que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres”. Para

justificar esas cuatro líneas, Walsh había dedicado largas horas de cada día

en la búsqueda empecinada de claves para descifrar los radiogramas en

código que utilizaban las fuerzas represivas (en ese caso puntual, la orden

dirigida a todas las unidades militares para que se prohibiera informar

cualquier hallazgo de cadáveres), y que el escritor captaba con la banda de

alta frecuencia en sus escuchas artesanales.

    Para alcanzar el tono buscado, recurrió al estilo de la invectiva de los

latinos, y por eso releía en sus viejos cuadernos Avon las frases traducidas

por él mismo en el pasado de Las Catilinarias de Cicerón o los primeros

versos de La Eneida de Virgilio. Buscaba que la palabra escrita adquiriera la

precisión de la oratoria antigua, con la sonoridad de un golpe de timbal. En

aquellas tardes sin actividades previstas lejos de la casa, Lilia podía

escuchar a Rodolfo atado a su máquina, recitando con ironía un desafío

épico en latín dedicado a sus enemigos: “¡Quousque tandem, Videla,

abutere patientia nostra!”. Palabra por palabra, frase por frase, Walsh pulía

su texto y aprovechaba el método de las tres cláusulas concéntricas, tan

habituales en los grandes oradores latinos, como Cicerón, para dotar al texto

de una contundencia también en la tensión rítmica de cada párrafo. El

resultado final de la Carta arroja varios párrafos construidos a partir de estas

premisas triples, basta un par de ejemplos para confirmarlo:

    “[…] Lo que ustedes llaman aciertos son errores, lo que reconocen

como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.

    “El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que

formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su


política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones

convocadas para nueve meses más tarde”.

    Riguroso en la persecución de la tensión en cada frase, la Carta en

cuestión también dejaría constancia de las observaciones estratégicas del

escritor, a menudo con escasos puntos en común con la caracterización de la

dirección montonera. Por eso, cuando Walsh presentó el documento ante un

par de cuadros de la organización, recibió una crítica sobre las prioridades

que el texto proponía: la selección del plan económico como principal alfil

de dominación de la dictadura, incluso por encima de su política represiva

criminal sobre el activismo, no era compartida por quienes se encargaron de

revisar el texto de Walsh. Según Horacio Verbitsky, “la conducción de

Montoneros objetó el párrafo según el cual no era la represión, sino la

miseria del pueblo, planificada por la política económica, la peor violación a

los derechos humanos. Rodolfo desacató esa censura, inspirada en una

exaltación romántica de la sangre” . El párrafo cuestionado era el siguiente:

“Esos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin

embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las

peores violaciones a los derechos humanos en que ustedes incurren. En la

política económica de este gobierno debe buscarse no sólo la explicación de

sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres

humanos con la miseria planificada”. 

    Walsh decidió ignorar las correcciones sugeridas, y contaba para ello

con sólidos argumentos: el eje de la gestión militar no sólo se limitaba a

aniquilar a una minoría militante o activa por medio de métodos terroristas.

Principalmente, pretendía establecer las bases de un nuevo modelo de

sociedad, donde se quebrara de modo definitivo cualquier intento de la clase

trabajadora por recuperar alguna vez la iniciativa a través de un modelo

económico que protegía los intereses de los explotadores al mismo tiempo

que castigaba con dureza la osadía de los sectores populares. No había un

gramo de diabólico en aquel programa, no se trataba de seres enfermizos o

malignos por naturaleza quienes llevaban adelante la praxis del terror en

Argentina: detrás de ellos avanzaba un propósito perfectamente elaborado:


enterrar en la miseria y en la inacción a quienes hasta entonces se habían

transformado en protagonistas de la lucha política local. Es decir, los

perjudicados por las políticas militares no eran exclusivamente los

militantes, sino cada uno de los trabajadores del país. Esa definición era uno

de los objetivos estratégicos de Walsh con su Carta: intentar demostrar que

no se trataba de un combate entre militares y una minoría de activistas

heroicos (razonamiento que no habría potenciado otra cosa que el

aislamiento montonero), sino de un cometido que aplicaba el plan

rigurosamente estudiado contra las grandes mayorías, con la ferocidad de

los asesinos y la complicidad de los miserables. “Rodolfo consideraba que

podía resultar contraproducente la denuncia del terror sin la explicación de

por qué éste se instala. Esa comprensión es lo que deja de lado que aquellos

actos aberrantes fuesen producto de demonios o de gente maligna salida del

infierno. No. Eran producto de una concepción política profundamente

reaccionaria, antipopular, que intentaba preservar los privilegios de una

clase dominante” , señala Lilia. 

   Pero todavía faltaba un importante detalle. La carta tendría la firma de

Rodolfo Walsh estampada en su epílogo. Se trataba del primer documento

político firmado por el escritor desde los tiempos de la publicación de

Quién mató a Rosendo en 1968, y la decisión trajo aparejada un nuevo

cuestionamiento de los cuadros montoneros. Walsh estaba decidido a firmar

con su nombre aquél texto que, por otro lado, iniciaba con referencias

personales directas: “…el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato

de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son

algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina

después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi

treinta años”.

  Más allá de esbozar variadas hipótesis sobre la decisión de firmar con

nombre y apellido por sus diferencias con la organización a la que

pertenecía, prevalece como conclusión lógica una profunda convicción de

Walsh: “Rodolfo no podía concebir el silencio de los intelectuales”, detalla

Lilia. Su trabajo con ANCLA y Cadena Informativa no había sido otra cosa
que un combate sin tregua contra la desinformación y la manipulación que

la dictadura había impuesto en los grandes medios de comunicación. Pero

Walsh sabía que, más allá de los escritores que almorzaban con los

dictadores para repartir alabanzas ante los micrófonos después o los

cronistas mercenarios de la propaganda oficial, las filtraciones de

información se sucedían a diario, que cualquier periodista o intelectual

honesto y con voluntad, conocía detalles de la política represiva y que, a

pesar de ello, muchos elegían el silencio o la indiferencia como recurso para

evitarse problemas. “El campo del intelectual es por definición la

conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en

su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa,

tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”,

había sentenciado casi una década antes, en el programa de la CGT de los

Argentinos, el mismo escritor que ahora cerraba su Carta Abierta con su

nombre y apellido, como un mensaje de beligerancia, como una señal de

rebeldía ante tanta cobardía y sumisión de muchos de sus pares. 

   Quedaba poco para que Rodolfo Walsh ganara su apuesta: terminar su

Carta Abierta cuando se cumpliera un año de dictadura en Argentina. Pero

el epílogo postergaba la definición, demoraba el cierre del documento. El

escritor borroneaba frases que quedaban inconclusas, probaba con palabras

que luego desechaba por grandilocuentes y después descartaba otras por

demasiado vagas, ineficaces. Por un minuto, levantó la vista de las teclas

que había castigado durante tres meses para la redacción de aquel

documento, y cerró los ojos para pensar mejor. Revolvió los cuadernos de su

imaginación, rastreó las llaves de su memoria, eligió con precisión de

artesano un final, para terminar un viaje. De nuevo sobre el papel, el tac tac

de la máquina dibujó las últimas líneas:

    “Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto

gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza

de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso

que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momento difíciles”.

   Ese 24 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh había ganado su apuesta.


8. Desde una lógica errada, se intentó durante mucho tiempo envolver

las últimas actividades de Rodolfo Walsh como militante con una

perspectiva mítica en base a presunciones falsas o nunca fundamentadas con

seriedad. No faltaron quienes lo apuntaron como una suerte de suicida, que

esperó mansamente a sus captores después de publicar su última carta,

sabedor de un destino fatal que parece ajustarse menos al protagonista que a

la mentalidad de algunos ensayistas, propensos a escribir la crónica de los

70 en clave fantasiosa. También hubo quienes se ocuparon de especular, a

falta del testimonios de primera mano y desde una óptica subjetiva en

extremo, sobre la mirada de Walsh con respecto a la salida del país como

una alternativa que jamás podría haber pasado por su cabeza y que negaba

con todo su ser en virtud de quién sabe que construcción idealizada, nunca

ajustada al más mínimo esfuerzo de intentar darle la voz a quienes tienen

autoridad para opinar sobre esa dolorosa etapa.   

   Rodolfo pudo haber abandonado el país. Existió la chance concreta de

que eso sucediera, y Walsh mismo barajó la idea de viajar al exterior,

proyecto finalmente frustrado por una serie de acontecimientos que

conviene citar, no para indagar en responsabilidades de un desencuentro que

resultaría fatal, sino para conocer en profundidad cuál era la voluntad del

escritor y por dónde pasaban sus proyectos a principios de 1977, apartando

fue de esta crónica a los mitos y leyendas que rodean un suceso importante.

   En primer lugar y a la hora de analizar la historia desde el costado de

la organización revolucionaria, vale señalar que cuando comenzó a

prepararse el lanzamiento del Movimiento Peronista Montonero (MPM), a

desarrollarse durante el mes de abril en Roma, uno de los nombres

señalados como prioritarios por los principales cuadros políticos para asistir

al evento era el de Walsh. Un integrante de la Secretaría Internacional del

Partido, Martín Grass, confirma que el deseo de la Conducción era trasladar

a ANCLA bajo la órbita de su estructura –es decir, fuera del país–, y


además ratifica que en el intento de comunicar los planes, fallaron varias

citas con el Servicio de Informaciones .

   Uno de los puntos abordados por Walsh en una de sus últimas minutas

críticas proponía como necesidad impostergable ante la avanzada de la

represión, la salida del país de los miembros de la Conducción Nacional y

también de una serie de militantes que, sin contar con altos niveles

jerárquicos, resultaban cuadros emblemáticos del proyecto, entre quienes

mencionó como ejemplo a los sobrevivientes de la masacre de Trelew:

Camps, Berger y Haidar. Además, según Horacio Verbitsky: “Si bien nunca

lo planteó, Rodolfo pensaba que también él tenía que ser una de esas

personas. Se planteó el tema y la organización le envió los pasajes para que

él también saliera. Rodolfo aceptaba eso, pero el compañero que tenía que

entregarle los pasajes no apareció a la cita. Walsh fue varias veces a la cita,

y el compañero nunca apareció”. 

    En concreto, Miguel Bonasso fue el compañero encomendado para

buscar a Walsh, notificarle la decisión y entregarle los pasajes, pero su

versión de los hechos difiere sustancialmente de la de Verbitsky. El autor de

Diario de un clandestino afirma que después de tres meses “girando en el

vacío”, sin lograr contactarse con la organización como consecuencia de las

numerosas caídas de sus responsables por la represión sistemática, logra

“engancharse” nuevamente en febrero de 1977, cuando se le comunican los

aprontes para el lanzamiento del MPM en Roma y se le exige evitar

cualquier cita “horizontal” con compañeros del Partido. Pero con una

salvedad: debe buscar y convencer a Rodolfo Walsh para que se sume al

grupo que acompañará al Consejo Superior a la capital italiana. “Acepto

encantado: me parece estratégico preservar a un cuadro como Walsh y es un

hombre muy importante para aumentar la representatividad del nuevo

movimiento” , comenta. La búsqueda de Bonasso comienza con una charla

con Luis Guagnini, un periodista que acompañó a Walsh desde los días del

Semanario CGT, quien le recomienda a su vez preguntarle a Verbitsky por

la ubicación de Walsh. “Ahora el que está bien caracterizado es Neurus. No

te descuides que por ahí te cae a la cita disfrazado de monja irlandesa”, le


advierte el ex redactor de La Opinión. La pesquisa de Bonasso continúa sin

resultados positivos hasta que se encuentra con otro periodista y

simpatizante de Montoneros, Pepe Capdevila, quien en el banco de una

plaza lo estremece con la trágica novedad: la caída de Rodolfo a manos de

un Grupo de Tareas de la Armada. “Siento una profunda amargura: no pude

encontrarlo antes que el enemigo. Sé que hice todo lo posible y no tuve

suerte o no me dieron bola. Pero la razón importa poco en estos casos: el

diálogo del sobreviviente será siempre un diálogo de culpa con los

compañeros desaparecidos” , reconoce. 

    Sin embargo, Verbitsky contradice esta versión: “Yo conozco la

historia del otro lado. Rodolfo fue a una cita, varias veces, y no había nadie.

Seguramente es así. Algo debe haber pasado”, explica en una entrevista con

Sudestada, y más tarde sugiere: “Sobre la historia de la salida de Rodolfo

pueden consultarlo a Bonasso, que era el que tenía que encontrarse con él”.

    Más allá del contrapunto –no menor– que involucra el frustrado

encuentro entre Walsh y su chance de salir del país, no es posible conjeturar

cuál hubiese sido la resolución del escritor ante la propuesta de una cúpula

de dirigentes cuyas decisiones se había preocupado por criticar tenazmente

en los últimos meses. Pese a ello, a partir de las palabras de Lilia Ferreyra es

posible acercarse un poco a la mirada del escritor sobre esa oportunidad

perdida: “Lo habíamos pensado, pero él rechazaba esa posibilidad porque

creía que podíamos llegar a sortear la represión y perdernos en el interior

del país”, comenta primero. Después de confirmar que conversaron sobre

esa alternativa, Lilia plantea que la voluntad de Rodolfo, en el caso de tener

que tomar esa decisión límite, no era trasladarse a Europa sino a Cuba: “Si

tenemos que salir del país, nos vamos a La Habana, es nuestra casa, es el

justo lugar de la dignidad, porque ahí vamos a poder seguir peleando contra

estos yanquis hijos de puta” , recuerda sus palabras. De todos modos, el

objetivo del escritor era persistir en su proyecto de alejarse del centro

operativo de las Fuerzas Armadas siguiendo “la ruta de las lagunas”,

viajando hacia el sur de la provincia de Buenos Aires, si eso era necesario

para escapar de las garras de la Dictadura: “Y en el caso de que no


pudiéramos resolver esto aquí –sólo en ese caso– pensar en salir del país, en

cuyo caso nos íbamos a Cuba –confirma Lilia–. Él decía: ‘¡Cómo se reiría

Vicki si estuviéramos en París!’, porque él no creía demasiado en la

militancia en Europa” . 

   La alternativa de trasladarse a Cuba como última opción es coherente

con su postura desde siempre con la revolución en la Isla, y permite también

comprender mejor la voluntad que anota en una de sus cartas a Roberto

Fernández Retamar, de 1969: “Si mis últimos años y mis últimas fuerzas

puedo consagrarlas a Cuba no habré vivido solo para librerías”.

9. Rodolfo y Lilia conversan, acomodados en los últimos asientos del

vagón. El tren no demora en partir desde la estación San Vicente. En las

ventanillas rebota un sol que preanuncia un día caluroso. Pocos minutos

antes, se habían cruzado con el dueño de la inmobiliaria, quien aprovechó el

ocasional encuentro para entregarle a Rodolfo el boleto de compra venta de

la casita en el barrio El Fortín. La inminente partida del tren le impide

volver a la casa para dejar allí el título de propiedad, así que decide

guardarlo en su maletín de plástico. Allí también oculta las diez copias

dactilografiadas con papel carbónico de la Carta a la Junta, que terminaron

de pasar en limpio la noche anterior, y que van a distribuir en varios

buzones de la ciudad apenas arriben a la Capital. 

    Parece contento Rodolfo, tanto que no le importa tararear en voz alta

la letra de una chacarera que no recuerda del todo, justo cuando el tren ya

comienza a deslizarse por las vías, rumbo a la lejana Buenos Aires. San

Vicente va quedando atrás, y el viaje se matiza con la charla de siempre, con

las tareas pendientes en el jardín de la casa, con los preparativos del asado

de mañana con Patricia y su primero nieto varón, Mariano, que aún no

conocía. Lilia propone comprar dos kilos de carne y guiar a Patricia y a su


marido en el auto hasta la casa en San Vicente al día siguiente. Rodolfo se

compromete a esperarlos con el fueguito encendido. 

    Camisa beige, pantalón marrón, anteojos con armazón de metal

dorado y un sombrero de paja que lo protege del sol inclemente es el disfraz

de Norberto Freyre, ajustado a su personalidad como docente jubilado. En

Buenos Aires tiene confirmadas un par de citas, una a las 14 y otra a las 15

horas. Uno de los encuentros pautados para ese viernes 25 de marzo es con

la viuda de José Carlos Coronel, uno de los compañeros que murió en el

enfrentamiento de la calle Corro, donde también Vicki combatió por última

vez. La compañera le había enviado a Rodolfo una carta desgarradora,

informándolo sobre la desidia de la organización, que no se preocupaba

demasiado por su seguridad, ni tampoco por la de sus hijos. Rodolfo va

dispuesto a hacerse cargo de la situación y proponerle compartir su refugio

en San Vicente, “debilitando su propia seguridad, construida con tanto

cuidado”, señalará después Horacio Verbitsky. Ahora eso no importa, el

compromiso solidario pesa más que seguridad personal para Rodolfo. 

    Cuando el tren ingresa en las plataformas, Constitución es un mar de

gente que viene y va con el apuro cotidiano de todas las mañanas. Rodolfo y

Lilia se saludan al salir del andén. 

   –No te olvides de regar las lechugas –, dice Lilia, y levanta una mano

como despedida.  

    Rodolfo sonríe, acomoda su sombrero de jubilado, y apura el paso

rumbo al primer buzón.  

   

10. El destartalado Ami 8 verde avanza a los saltos a causa de los rigores

de las calles de tierra de San Vicente. En su interior, van a los saltos

también Patricia y sus hijos, Mariano, el bebé de apenas quince días, y


María, de cuatro años. Adelante, su marido Jorge Pinedo conduce y Lilia

cumple la función de eficaz hoja de ruta transitando por caminos vecinales y

procurando eludir las rutas principales. Ya falta poco para la casa, promete.

Pero cuando apenas resta un par de cuadras, algo no termina de ajustarse al

paisaje que memoriza. Algo no encaja. Lilia pide frenar el auto y baja a

cerciorarse. “Esperen, pasa algo raro”, dice. El silencio llama la atención.

Avanza unos pasos, temblando casi. Se asoma a la casa. No hay nadie.

Papeles tirados en el terreno, la casita hecha escombros . Lilia vuelve

corriendo al auto y ordena salir de allí de inmediato. Patricia acomoda a los

dos chicos en el piso del Ami y su marido acelera a campo traviesa, sin

saber por dónde avanza hasta que desemboca en la ruta 6, que pasa por

detrás de San Vicente. 

    El ejército se había marchado diez minutos antes, después del

operativo montado de madrugada. Habían bombardeado la frágil casita de

Rodolfo y Lilia con la saña de los cobardes. Se habían llevado de allí los

papeles de Rodolfo, sus carpetas, sus cuadernos, el cuento inédito cuya

última página todavía permanecía en el carril de su máquina de escribir. 

    Nadie dice nada dentro del auto. Las lágrimas impertinentes asoman

en los ojos de Lilia. Entonces intuye lo peor, pero no perderá la esperanza

de encontrarlo vivo. Desde esa misma tarde, comienza la durísima búsqueda

de algún rastro de Rodolfo por todos los medios. Rastrea indicios mínimos,

presente recursos de hábeas corpus, apela a la generosidad de familiares que

nada saben, se aferra a la incertidumbre y a la vez teme que Rodolfo pueda

haber caído con vida en manos de los chacales. Recién a fines de 1977

conoce la verdad de lo ocurrido en la voz del familiar de uno de los

sobrevivientes de la ESMA, quien confirma haber visto el cadáver de

Rodolfo en el patio de la Armada, exhibido como un trofeo.

   Después de la despedida en Constitución, nunca más pudo hablar con

él, pero hay una conversación que se extiende en el tiempo desde entonces

con su compañero: “A veces nos peleamos. Hay un diálogo interno en la

memoria –explica Lilia–, pero yo soy conciente que desde la

responsabilidad como militante que fui en su momento, no me puedo


quedar clavada en el pasado, que hay un presente y nuestra obligación es

seguir peleando por un futuro de justicia”. Cuenta Lilia también que volvió

a la casita del Tigre muchos años después, y que cada noche observa el

paisaje de las estrellas en el cielo, como intentando invocar una presencia

suspendida, íntima, en esos rituales mínimos que, después de todo, se

parecen tanto a la vida: “Dentro de mí, vuelvo a sentir la voz de Rodolfo, la

risa, el enojo, la escena y se revive la alegría, pero también se revive el dolor

de la pérdida” , explica.  

  

11. Falta nada para las tres de la tarde. Rodolfo afloja el ritmo de

caminata por la avenida San Juan, y antes de cruzar Entre Ríos abre bien los

ojos, en procura de alguna señal extraña. No advierte nada raro en la cuadra

que debe transitar, hasta llegar a Sarandí. Camina Rodolfo, y los nervios que

lo recorren siempre antes cada cita, vuelven a brotar. Conoce mejor que

nadie el mecanismo por el cual tantos compañeros han caído: el secuestro, la

tortura, la cantada, la cita envenenada . A mitad de cuadra, percibe un gesto

llamativo en el rostro de un transeúnte. La alarma dentro de su cabeza se

enciende. No hay tiempo de parar y volver sobre sus pasos, resultaría

demasiado evidente. No hay forma de cruzar la calle. Rodolfo decide pasar

caminando con la mejor cara de nada, con la esperanza de no ser detectado.

Ahora sí sabe lo que sucede, lo huele en el ambiente. Advierte las sombras

ocultas, las caras impostando distracción, los chacales merodeando a su

presa. Cruza la emboscada casi sin respirar. Parece que zafa. Parece que

logra llegar hasta la esquina y doblar la cuadra y perderse en la calle y

mezclarse entre la gente. Pero escucha a sus espaldas la voz de un chacal,

que lo reconoce. No hay tiempo que perder. Rodolfo no duda: saca de su

bragueta la pistola Walther PPK calibre 22, que le había regalado a Lilia

para su cumpleaños, en 1974. Empuña el arma diminuta y corre a

parapetarse detrás de un coche. Los chacales, que tienen órdenes de

atraparlo vivo, se le van al humo. Rodolfo dispara una vez, dos veces. Se

resiste, combate con la sangre hirviendo en su cabeza hasta el último


segundo. Rodolfo Walsh no se entrega. No es un mártir, no es un suicida, es

un combatiente y lo confirma una vez más aquella tarde. Logra herir a un

militar en una pierna. Ahora sí, los chacales desenfundan y llueven balas

por toda la calle. La gente grita, se tira al suelo, se persigna. Y un hombre

cae. 

   “Él estaba totalmente dispuesto a no caer vivo, porque sabía que con él

se iban a ensañar y a partir de su compromiso político, comprendía el riesgo

de su propia muerte”, señalará Lilia, tiempo después. El Grupo de Tareas

3.3.2. de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) fracasa en su

misión de atrapar con vida a Rodolfo Walsh   . El rejunte de cobardes que

ensucia la calle con la prepotencia de las armas lo dirige Jorge Acosta y lo

integran diez esbirros entre los que se conocen con nombres tales como

Ernesto Weber, Roberto González, Julio Coronel (a quien Walsh hiere en

una pierna. Esa herida le vale ser condecorado en 1978 por su “valentía en

combate”, durante una ceremonia secreta organizada por Emilio Massera en

la ESMA) y Alfredo Astiz, que tenía como obligación intentar tacklear al

escritor para inmovilizarlo. En cambio de eso, fue uno más de los chacales

tirado cuerpo a tierra, asustado por el terrible arsenal calibre 22 que un

enemigo blandía a metros de distancia, con más coraje del que jamás podría

adivinar entre sus pares de uniforme.  

    Algunos minutos antes, Rodolfo había depositado en un buzón de la

ciudad una copia de su Carta a la Junta. Su voz viajaba libre, esparcida en

un papel manchado con carbónico, y se burlaba de la infinita estupidez de

los chacales, lejos de aquella esquina de Humberto Primo y Entre Ríos,

donde su extraordinaria novela llegaba a la página final. 

12. “El invierno es frío en la isla. Pienso que ya no podría vivir más aquí

en soledad. Con Lilia y los amigos, sí puedo”, anota Rodolfo, bañado por el

silencio húmedo de la casita perdida entre acacias, limoneros y sauces de la


costa, a orillas de un Carapachay dormido y en paz. Afuera es madrugada

cuando Walsh camina hasta el embarcadero y deja la línea sobre el río, con

un pedacito de salame en la punta del anzuelo. Alguna boga siempre cae,

sabía. Adentro Lilia, “la mujer cuyos ojos crecen durante todo el día y ya

por la tarde son enormes y de noche llenan todo” , prepara la cena bajo el

mínimo resplandor de un sol de noche. A un costado, la radio de onda corta

con la que escuchan la transmisión de la BBC en inglés. En la penumbra de

una vela apoyada sobre la mesa plegable, la Underwood negra de Rodolfo

espera por sus dedos sobre las teclas. “Escribo con la punta de tres dedos de

cada mano, lentamente, como si aprendiera dactilografía, ganando tiempo

en realidad, cargado de cosas que pesan. Pesan, pienso, porque están mal

acomodadas, como un montón de valijas y paquetes que me hubieran puesto

ala espalda, y que yo no pudiera controlar, aunque por supuesto estoy

dispuesto a llevarlas hasta el fin”, anota. Hay una textura singular en la

casita, un clima indescifrable que empuja a Rodolfo hacia su máquina y le

permite quedar en trance frente a la página por algunas horas. Algo de ese

verde refugio salpicado por las estrellas le permite hurgar en su imaginación

y desatar emociones íntimas que, en la locura de la ciudad, permanecen

contenidas. La casita en la isla es eso, Rodolfo trabajando ante su máquina,

y algún sonido disperso, ajeno. “Afuera hay un pájaro que trata de cantar

como yo trato de dactilografiar: tres pitidos y se para, tres palabras y me

paro. Empieza de nuevo, empiezo de nuevo”. 

   Dersu Uzala es la historia de una amistad. Allí, en la tundra siberiana,

un viejo baqueano y un capitán del ejército soviético, atraviesan mil peligros

y funden un vínculo humano singular en la aventura dirigida por el mítico

Akira Kurosawa. Dersu Uzala fue una de las últimas películas que Rodolfo

y Lilia fueron a ver al cine. Al regreso de la función, jugaban un rato a ser

los personajes del filme que tanto les había impresionado. En su pequeño

departamento compartido, la voz de Lilia resonaba: “Capitaaaaaaaán”, lo

llamaba, afectando una distancia inexistente. Cerca y lejos, risueño y

divertido, Rodolfo respondía: “Dersuuuuuuu”. Cuenta Lilia que, en una

ocasión, Rodolfo se extravió durante una de sus habituales expediciones

alrededor de su casita en el Tigre. A orillas del Carapachay, Walsh había


decidido internarse en el monte para probar el filo de su nuevo machete,

pero después de un rato extravió el sendero. Embarrado y devorado por los

mosquitos, se desorientó en las sombras de la isla. Fue en esa oportunidad

en que Lilia recurrió otra vez al recuerdo de la película, y gritó ante la

espesura: “Capitaaaaaaaán”. 

    Algunos segundos más tarde, una voz entrañable respondió a su

llamado eterno. Rodolfo Walsh había encontrado el camino de regreso.   

13. “Su obra respira y late como un animal que aprendió a no dejarse

morir y que abriga a los humillados y a los ofendidos”, dijo Juan Gelman.

“Lo siento vivo en su escritura que arde”, afirmó después. “Fui compañero

de oficio y de combate de Rodolfo. Por ese privilegio leo lo que él escribió

en mí, sus marcas, lo que ayuda a vivir”, apunta también. Y, finalmente,

susurra: “Rodolfo escribió esto en mí”:

me pregunto que sería

de la belleza de rodolfo ahora/

esa belleza en vuelo lento

que le iba encendiendo ojos/

si volaría o no volaría

esta vez que nos derrotaron

por soberbios y ciegosordos/


pero tal vez sí volaría/

o volaría triste triste

corriendo el mundo con la mano

para mostrar los compañeros

que cayeron por la belleza

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