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William Shakespeare
Personajes
CORO
GOWER: Para cantar una canción que antaño se cantaba ha salido de las cenizas el
anciano Gower, vistiéndose con los pecados de los humanos para alegría de
vuestros oídos y regalo de vuestros ojos. Se cantaba en las celebraciones, en las
vigilias y festividades, y en privado la tarareaban los señores y las señoras a causa
de sus propiedades tonificantes. Su virtud es dar gloria a los hombres, et bonum
quo antiquius, eo melius. Si vosotros, nacidos en estos tiempos de sabiduría,
aceptáis mis rimas y gustáis de oír cantar a un viejo, querría una vida que se
consumiese a vuestro servicio igual que una vela. Así pues, en Antiquía estamos,
construida por Antíoco el Grande para hacer de ella su capital, la ciudad más bella
de Siria; yo digo lo que los cronistas cuentan. Dicho rey tomó su esposa, ésta murió
y le dejó una heredera, tan viva, alegre y lozana que fue como si el cielo la hubiera
colmado de bendiciones; de ella se encaprichó el padre y la arrastró al incesto. Hija
mala, padre peor. Nunca hay que caer en la tentación con los de la propia familia.
Pero con el tiempo y la costumbre, lo que empezaron dejó de antojárseles pecado.
La belleza de esta pecadora princesa atrajo a muchos príncipes, que la solicitaron
como compañera de lecho y compañera de juegos en los placeres conyugales.
Antíoco dictó una ley, con intención de retener a su hija e intimidar a los hombres
que fueran a pedirla por esposa. Quien no resolviera cierto acertijo, perdería la
vida. Así murieron muchos por ella, según atestiguan esas malas caras de ahí. Lo
que sigue lo dejo al juicio de vuestros ojos; yo dejo mi causa en manos de quienes
mejor pueden defenderla. (Sale)
ESCENA I
ANTÍOCO: ¡Música! Traed a nuestra hija, vestida como una novia digna de que la
abrace el mismo Júpiter. Durante su concepción, antes del reinado de Lucina, la
Naturaleza le concedió este don; para que su presencia fuera un gozo, los planetas
se conjuntaron en la casa del senado y pusieron en ella sus mejores perfecciones.
PERICLES: Aquí viene, engalanada como la primavera, con las Gracias por
súbditas. Sus deseos gobiernan todas las virtudes que dan renombre a los hombres.
Su rostro es el libro de las alabanzas, donde no se leen más que cosas delicadas que
dan placer, donde el pesar nunca ha hecho estragos y donde no podría estar la
molesta cólera haciéndole compañía. Oh, dioses, que me hicisteis hombre e influís
en el amor, que habéis encendido en mi pecho el deseo de probar la fruta de ese
árbol celestial o perecer en el empeño, ayudadme, pues soy hijo y servidor de
vuestra voluntad, a alcanzar tan infinita dicha.
ANTÍOCO: Tienes ante ti el jardín de las Hespérices, con sus frutos de oro; tocarlos
es un riesgo, porque hay dragones mortales que te espantarán. Su rostro, semejante
al paraíso, incita a contemplar la infinita belleza que ha de conquistar el mérito;
pero si no hay mérito; pero si no hay mérito, por haber querido alcanzarla con los
ojos, el cuerpo entero deberá morir. Aquéllos príncipes antaño famosos como tú
mismo, que vinieron atraídos por las noticias y por la temeridad de sus deseos , te
dirán con sus mudas lenguas y el semblante blanco que, sin más techo que el
campo de las estrellas, yacen allí cual mártires caídos en las guerras de Cupido, y
con mejillas yertas te aconsejarán que no vayas derecho a las redes de la muerte, de
las que no hay escapatoria.
PERICLES: Antíoco, te doy las gracias por haber enseñado a mi frágil condición
mortal a conocerse a sí misma y por esos objetos espantosos que preparan este
cuerpo a esperar la misma suerte; pues la muerte, cuando se recuerda, debería ser
como un espejo que nos dijera que la vida no es más que un soplo y que es una
equivocación confiar en ella. Haré testamento y, a semejanza de esos enfermos que
conocen el mundo y los placeres pero se sienten desdichados y ya no sienten por
las alegrías terrenas el apego de antes, os lego a vos y a todos los hombres buenos
una próspera paz, como corresponde a todo príncipe; mis riquezas, a la tierra de
donde vinieron; y a vos el fuego inmaculado de mi amor. Así, preparado para esta
prueba de vida o muerte, espero el golpe más punzante, Antíoco.
PERICLES: Entro en liza como un campeón arrogante, sin pedir consejo ni más
recomendaciones que la fe y el valor.
Duro remedio es lo último. Pero, oh, potestades que dais al cielo ojos infinitos para
observar los actos de los hombres, ¿por qué no les nubláis la vista a perpetuidad, si
es cierto esto que veo y me hace palidecer? Hermoso cáliz de luz, yo os amaba, y
aún podría amaros si no fuera porque este delicado recipiente alberga tanto mal.
Pero debo deciros lo que subleva mis pensamientos. Pues no hay hombre tan
perfecto del que pueda esperarse que, sabiendo el pecado que hay dentro, se
acerque a la puerta. Sois una dulce viola y vuestros sentidos son cuerdas que,
pulsadas por un hombre para componer música legítima, harían descender a los
cielos y a todos los dioses para oírla embelesados, pero se os ha tocado antes de
tiempo y sólo el infierno acude a bailar al son de esta cencerrada. En verdad,
señora, no me interesáis.
PERICLES: Gran rey, a pocos les complace oír los pecados que gustan cometer.
Explicártelo sería reprenderte de un modo excesivamente íntimo para mí. Quien
tuviera el libro de lo que hacen todos los soberanos estaría más seguro teniéndolo
cerrado que abierto, porque el vicio que se recuenta es como el viento racheado,
que para correr echa polvo en los ojos de los demás, y al final, cuando pasa la
racha, los ojos afectados ven con claridad que es perjudicial ponerse contra la
corriente. El ciego topo deja gibosos montecillos que apuntan al cielo para
denunciar que la opresión del hombre aplasta la tierra, y el pobre bicho muere por
ello. Los reyes son los dioses de la tierra; en el vicio, su voluntad es ley, y si Júpiter
yerra, ¿quién se atreve a decirle a Júpiter que obra mal? Ya es suficiente que tú
conozcas lo que sería peor si se conociera más sobre lo que conviene guardar
silencio. Todos aman el vientre del que brotó su ser; da pues permiso a mi lengua
para que ame mi cabeza.
ANTÍOCO: Síguelo mientras te quede vida, y semejante a la flecha que vuela hacia
el blanco disparada por un arquero con experiencia, no vuelvas nunca a menos que
sea para decirme: “El príncipe de Tiro ha muerto”.
THALIARD: Mi señor, si consigo tenerlo a tiro de pistola, daré buena cuenta de él.
Me despido de vuestra alteza.
ANTÍOCO: Ve con Dios, Thaliard. (Sale Thaliard) Mientras Pericles siga vivo, mi
corazón no podrá prestar ayuda a mi cabeza. (Sale)
ESCENA II
PERICLES: Que nadie nos estorbe. (Salen los señores) ¿Por qué este cambio de
carácter, por qué esta triste compañera, la melancolía de ojos apagados, ha venido
a ser un huésped tan asiduo que no pasa ni una hora del glorioso trayecto del día
ni de la apacible noche, tumba donde debiera dormir el dolor, sin turbar mi
reposo? Aquí los placeres tientan a mis ojos y mis ojos los evitan. Y el peligro que
temía está en Antioquía, cuyo brazo no es tan largo como para alcanzarme donde
estoy. Sin embargo, ni las artes del placer me alegran el ánimo ni la distancia del
otro me tranquiliza. Porque es así: las pasiones que concibe el alma amedrentada
viven desnutridas y con padecimientos, y lo que al principio no es sino miedo a lo
que podía acontecer, crece luego y se preocupa para que no acontezca. Lo mismo
me sucede a mí. El gran Antíoco, contra el que soy demasiado pequeño para
contender y que es tan grande que puede obrar según su voluntad, pensará que
hablo aunque le jure que guardo silencio, y no me servirá decir que le honro si
sospecha que puedo deshonrarle. Y de lo que puede abochornarle si se sabe
públicamente, cortará el conducto por el que puede saberse. Barrerá la tierra con
fuerzas enemigas y, haciendo ostentación belicosa, causará tanto espanto que el
valor desaparecerá del país, se desterrará a los hombres que se opongan y se
castigará a quienes nunca delinquieron de intento; apenado por ellos, no apiadado
de mí, que sólo soy como las copas de los árboles que resguardan y protegen las
raíces que echan, mi cuerpo sufre y mi alma languidece, y yo mismo los castigo
antes que él lo haga. (Entran Helícano y los señores)
HELÍCANO: ¿Cómo osan las plantas mirar al cielo que les da sustento?
HELÍCANO: Soportar con paciencia todos los sinsabores que podáis sobrellevar.
PERICLES: Hablas como un médico, Helícano, quieres recetarme una poción que
te haría temblar si te la recetaran a ti. Escucha pues. Estuve en Antioquía, donde,
como ya sabes, quise conquistar, enfrentándome a la muerte, a una belleza
radiante con la que engendrar una progenie que multiplicara los brazos del
príncipe y repartiera alegría entre los súbditos. Su rostro hacía palidecer a todos los
prodigios, pero lo demás, óyelo bien, era tenebroso como un incesto; cuando lo
averigüé, el padre desnaturalizado no dio indicios de hostilidad, sino de calma.
Pero tú sabes bien que cuando los tiranos besan es hora de temblar. Y creció tanto
el miedo en mí que escapé al instante, aprovechando la oscuridad de la protectora
noche, y al llegar aquí, reflexioné sobre lo sucedido y sobre lo que podía suceder.
Conozco su tiranía y sé que el miedo de los tiranos no mengua, sino que se
acumula más aprisa que los años. Y si dudase, como sin duda lo hace, de que no
voy a ir por ahí revelando cuánta sangre de príncipes ilustres ha derramado para
seguir guardando el secreto de su lecho tenebroso, para que no le inquiete esta
duda, llenará nuestra tierra con sus ejércitos, simulando que lo he ofendido, y por
mi culpa, si así puede llamársele, todos sufrirán los estragos de la guerra, que no
perdona a los inocentes. Así, el amor a todos, y entre todos estás tú, que me
reprendes por ello…
HELÍCANO: Mi señor, puesto que me dais licencia para hablar, hablaré con
franqueza. Teméis a Antíoco y por eso mismo, me parece, teméis al tirano que
mediante guerra pública o traición privada os puede arrebatar la vida. En
consecuencia, mi señor, viajad durante una temporada, hasta que se olviden su
cólera y su furia o hasta que las Parcas corten el hilo de su vida. Ceded el gobierno
a otro; si me lo cedéis a mí, el día no servirá a la luz con más lealtad que yo.
ESCENA III
THALIARD: Así que esto es Tiro y ésta es la corte. Aquí he de matar al rey Pericles,
y si no lo mato, me colgarán en mi ciudad. Un asunto peligroso. En fin, entiendo
que fue un sujeto prudente y de buen juicio aquel al que invitaron a preguntar qué
le pediría al rey y respondió que no conocer ninguno de sus secretos. Ahora me
doy cuenta de que tenía sus motivos, porque si un rey pide a un hombre que sea
un malvado, éste está obligado a serlo por el contrato de su juramento. ¡Silencio!
Aquí llegan los magnates de Tiro.
HELÍCANO: No hace falta mis queridos colegas de Tiro, que me hagáis más
preguntas acerca de la partida de vuestro rey. Que me haya dado órdenes secretas
ya indica que se ha ido de viaje.
HELÍCANO: El rey Antíoco, por causas que desconozco, concibió cierta antipatía
hacia él; así lo creyó él al menos. Y temiendo haber cometido una equivocación o
una ofensa, para expresar su remordimiento ha querido castigarse; se ha puesto a
hacer trabajos de marinero y cada minuto está entre la vida y la muerte.
ESCENA IV
DIONISA: Eso sería soplar en el fuego con la esperanza de apagarlo, pues quien
excava lomas porque sobresalen derriba una montaña para levantar otra más alta.
Lo mismo les ocurre a nuestros pesares, mi inquieto señor. Aquí sólo los sentimos
y los vemos con los ojos de la fatiga, pero a semejanza de los árboles, crecen con la
poda.
CLEÓN: Ah, Dionisa, ¿quién querría comer y no lo diría? ¿Quién podría ocultar el
hambre hasta morir? La lengua y el pesar nos mueven a lanzar al aire lamentos
profundos, obligan a los ojos a llorar, hasta que la lengua recupera aliento
suficiente para exclamar con más fuerza que si el cielo duerme mientras sus
criaturas pasan privaciones, éstas pueden despertar a sus pajes para que les
consuelen. Entonces contaré las desgracias de estos años, y cuando me falte aliento
para hablar, me serviré de las lágrimas.
CLEÓN: Ah, que esas ciudades que saborean largamente el cáliz de la abundancia
y sus beneficios oigan nuestro llanto entre el tumulto de sus banalidades. La
desgracia de Tarso puede ser la suya. (Entra un señor)
CLEÓN: Heme aquí. Cuenta las malas noticias que has traído corriendo, pues las
buenas están demasiado lejos para que las esperemos.
SEÑOR: Hemos divisado desde la playa más cercana una importante flota que se
dirige hacia aquí.
CLEÓN: Lo suponía. Las desgracias nunca vienen solas, sino con una heredera
capacitada para administrar el legado, y así nos ha sucedido a nosotros. Un país
vecino, aprovechando nuestro infortunio, ha cargado de hombres las cóncavas
naves para invadirnos y conquistarnos, desdichado de mí, cuando no hay ningún
trofeo que llevarse.
SEÑOR: Eso es lo que menos hay que temer, pues a juzgar por las banderas
blancas que despliegan, vienen en son de paz. Y vienen para socorrernos, no como
enemigos.
CLEÓN: Hablas como quien no ha aprendido este dicho: quien más quiere
deslumbrarte, más quiere engañarte. Pero traigan la intención que se les antoje y
puedan, ¿qué debemos temer? Estamos a mitad de camino del terreno más bajo al
que podemos llegar. Di a su general que los recibiremos aquí para enterarnos de
cuál es el motivo de su visita, de qué lugar viene y qué se propone hacer aquí.
PERICLES: Señor gobernador, pues tal hemos oído que sois, no sean nuestras
naves ni su numerosa tripulación como un faro encendido para espantar vuestros
ojos. Hemos oído hablar de vuestras desgracias incluso en Tiro y hemos visto la
desolación de vuestras calles; no venimos a añadir tristeza a vuestras lágrimas,
sino a aligerarlas de su pesada carga; y estas naves que alegremente pudisteis
creer, como el caballo de Troya, atestadas de sangre vigorosa dispuesta a saltar,
vienen cargadas con trigo para hacer el pan que tanto necesitáis y devolver la vida
a los que desfallecen de hambre.
ACTO II
CORO
(Entra por una puerta Pericles hablando con Cleón, seguido por el respectivo
séquito. Por otra puerta entra un gentilhombre con una carta para Pericles. Pericles
enseña la carta a Cleón. Da una recompensa al emisario y lo nombra caballero.
Salen Pericles y Cleón, cada uno por una puerta)
El buen Helícano se quedó en casa, no, como los zánganos, para comerse la miel
que produce el trabajo ajeno, y por lo tanto se esfuerza por exterminar al malo y
mantener al bueno con vida, y para cumplir la voluntad del príncipe le envía
noticias sobre todo lo que sucede en Tiro; que Thaliard ha llegado lleno de
iniquidad y con secretas intenciones de darle muerte, y que no es recomendable
que prolongue su estancia en Tarso. Él sigue el consejo y se hace a la mar, donde
los hombres raras veces están tranquilos; el viento hincha sus velas, el trueno de lo
alto y el abismo que tiene debajo causan tal desasosiego que el navío que debería
velar por su seguridad se rompe y naufraga, y el buen príncipe, perdido todo, va
de costa en costa, arrojado por el oleaje. Todos los hombres, todos los bienes han
desaparecido y sólo él ha quedado indemne; hasta que la Fortuna, cansada de
hacerle malas pasadas, lo deposita en una playa para que recupere la alegría. Aquí
llega. Perdonad al viejo Gower, pero lo que pasa a continuación, que lo diga él.
(Sale)
ESCENA I
PERICLES: ¡Cese ya vuestra cólera, astros irritados del firmamento! Viento, lluvia,
trueno, recordad que el hombre de la tierra es sólo una sustancia que debe ceder
ante vosotros; yo, como corresponde a mi naturaleza, os obedezco. Ay, el mar me
ha arrojado contra las rocas, me ha arrastrado de playa en playa, sin dejarme
aliento más que para pensar en una muerte inminente. Baste a la inmensidad de
vuestro poder haber despojado a un príncipe de toda su fortuna, y habiéndolo
expulsado de vuestra hidrópica fosa, sólo ansía morir en paz aquí. (Entran tres
pescadores)
PESCADOR 3: Por mi fe, patrón, que estaba pensando en esos pobres diablos que
las olas arrojaban a nuestros pies hace un instante.
PESCADOR 3: Eso es, patrón, ¿no dije yo qué pasaría cuando vi el delfín y los
saltos y volteretas que daba? Dicen que no son ni carne ni pescado. Caiga la peste
sobre ellos, siempre que aparecen temo acabar mojándome. Me pregunto cómo
vivirán los peces en el mar, patrón.
PESCADOR 1: Toma, pues como los hombres en tierra, los grandes se comen a los
pequeños. A nuestros ricos prohombres sólo se me ocurre compararlos con la
ballena, que juega y da saltos para poner a las pobres pescadillas delante de ella y
al final se las come a todas de un bocado. He oído decir que hay unas ballenas
terrestres que no cierran la boca hasta que se han tragado la parroquia entera, con
iglesia, torre, campanas y todo.
PESCADOR 3: Amo, si yo hubiera sido el sacristán, ese día me habría gustado estar
en el campanario.
PERICLES: ¿Simónides?
PESCADOR 1: ¿No sabéis pedir, amigo? Pues aquí, en Grecia, se gana más
pidiendo que trabajando.
PESCADOR 2: Mal asunto, tened por seguro que moriréis de hambre, porque en
estos tiempos lo único que uno se lleva a la boca es lo que puede pescar.
PESCADOR 1: ¡Ha dicho morir! No lo quieran los dioses, que aquí tengo una
túnica. Vamos, ponéosla y entrad en calor. ¡A fe que sois un muchacho apuesto!
Vendréis a mi casa, comeréis carne los días festivos y pescado los de abstinencia, y
algún día dulces y galletas. Seréis bien recibido.
PESCADOR 1: Sí, señor, y merece que lo llamen así, por su reinado pacífico y su
buen gobierno.
PERICLES: Un rey afortunado, porque por su forma de gobernar consigue que sus
súbditos lo califiquen de bueno. ¿A cuánto está la corte de la playa?
PESCADOR 1: Pues, señor, está a medio día de camino. Y para que los sepáis, tiene
una hermosa hija y mañana es su cumpleaños, y de todas las partes del mundo han
venido príncipes y caballeros para competir por su amor en justas y torneos.
PESCADOR 1: Ah, señor, las cosas salen como las dejan salir, y lo que un hombre
no consigue, puede tratarlo legalmente con la virtud de su esposa. (Entran los dos
pescadores arrastrando una red)
PERICLES: De pediros, amables amigos, esa valiosa coraza que fue antaño el
escudo de un rey. Lo sé por esta señal. Me amaba tiernamente y por amor a él
desearía tenerla y que me conduzcáis a la corte de vuestro soberano para que ella
me de aspecto de caballero. Y si de este modo mejora mi triste fortuna, pagaré
vuestras bondades; hasta entonces estoy en deuda con vosotros.
PESCADOR 1: Pues entonces quedáosla y que los dioses os favorezcan con ella.
PESCADOR 2: Sí, pero atended, amigo mío, porque los que hemos compuesto esta
prenda con las deshilachadas costuras de las aguas hemos sido nosotros. Y ha
habido algunos remiendos, algunos parches. Espero, señor, que si medráis, os
acordéis de quien los puso.
PERICLES: Que mi voluntad no tenga más objetivo que el honor, y ese día me
levantaré o añadiré infortunio al infortunio. (Salen)
ESCENA II
THAISA: Os gusta, mi real padre, exagerar el valor de mis cualidades, cuyo mérito
realmente es menor.
SIMÓNIDES: Es como debe ser, porque las princesas son un modelo que el cielo
construye a su semejanza. Así como las joyas pierden su fulgor cuando se
arrinconan, pierden las princesas su fama si no se respetan. Hija, es vuestro el
honor de leer las hazañas de los caballeros en su divisa.
SIMÓNIDES: ¿Y el tercero?
THAISA: Una antorcha encendida puesta boca abajo. La divisa dice: Qui me alit
me extinguit.
SIMÓNIDES: Lo que demuestra que la belleza tiene su poder y su voluntad, y lo
mismo inflama que mata.
THAISA: El quinto, una mano envuelta en nubes con oro probado en la piedra de
toque. El lema dice: Sic spectanda fides.
THAISA: Él parece extranjero, pero la divisa es una rama retorcida con sólo la
punta verde. El mote dice: In hac spe vivo.
SIMÓNIDES: Excelente principio, pues en el estado abatido en que está espera que
su fortuna prospere gracias a vos.
SEÑOR 1: Para hablar con justicia de sí mismo tendría que encontrar un abogado
mejor que su aspecto, pues a juzgar por su herrumbrosa apariencia se diría que ha
empuñado más el látigo que la lanza.
SIMÓNIDES: La opinión no es más que una necia que nos hace juzgar el aspecto
exterior por el hombre interior. Pero aguardad, los caballeros vuelven. Nos
retiraremos a la galería. (Salen)
ESCENA III
SIMÓNIDES: Sentaos, señor, sentaos. Por Júpiter, que gobierna los pensamientos,
estos manjares me tientan, pero sólo pienso en él.
THAISA: Por Juno, que bendice los esponsales, todas las viandas que como me
parecen insípidas, porque es a él a quien quiero en el plato. Desde luego, es un
caballero gallardo.
SIMÓNIDES: Hacedme caso, hija: los príncipes deberían comportarse como los
dioses del cielo, que son generosos con todos los que acuden a honrarlos. Y los
príncipes que no obran así son como los mosquitos, que zumban mucho, pero, una
vez muertos, pasma ver lo que son. Así que para endulzar su abstracción, decidle
que estamos brindando por él con esta copa de vino.
THAISA: Ay, padre, no está bien mostrarse tan atrevida con un caballero de fuera.
Mi ofrecimiento podría ofenderle, pues los hombres toman por impudor los
regalos de las mujeres.
THAISA: Deseando que este vino sea sangre que entra en vuestra vida.
THAISA: Y además desea saber de dónde sois, vuestro nombre y vuestro linaje.
ESCENA IV
HELÍCANO: No, Escanes, creedme, Antíoco era culpable de incesto, y los dioses
supremos, no queriendo retrasar más el castigo que tienen reservado para este
abominable pecado mortal, cuando estaba en el pináculo de su soberbia y su
poder, sentado en un carro de valor incalculable, en compañía de su hija, bajó del
cielo un fuego que dejó el cuerpo de los dos reseco y asqueroso, y olían tan mal que
todos los que antes de su caída los reverenciaban ahora no quieren ni tocarlos para
poder darles sepultura.
SEÑOR 1: Sabed que nuestros sufrimientos han llegado al límite y que le caudal
amenaza con desbordar el cauce.
SEÑOR 2: La muerte a nuestro criterio es lo más probable, y como sabemos que los
reinos sin cabeza son como casas sin techo, que pronto se vienen abajo, nos
sometemos a vuestro noble ser, que conoce mejor que nadie el arte de gobernar y
de reinar, para que sea nuestro soberano.
HELÍCANO: Así pues, me amáis, os amo y nos daremos la mano. Cuando los
nobles se unen, los estados duran. (Salen)
ESCENA V
SIMÓNIDES: Tanto como a vos, señor. Os estoy reconocido por la dulce música de
anoche. Afirmo que mis oídos nunca habían conocido una armonía tan deliciosa y
halagüeña.
SIMÓNIDES: Señor, mi hija piensa muy bien de vos; sí, tan bien que debéis haceros
cargo de ella, para darle lecciones. Así que haceos a la idea.
PERICLES: ¿Qué es esto? Aquí dice que ama al caballero de Tiro. Es una argucia
del reya para quitarme la vida… Ah, no majestad, no queráis tenderme una
trampa, soy un hidalgo extranjero y desdichado, nunca apunté tan alto como para
amar a vuestra hija, antes bien me he desvivido por honrarla.
PERICLES: Por los dioses, digo que no. Jamás se me ocurrió cometer la menor
ofensa y jamás emprendí ninguna acción para conquistar su amor o vuestro
desdén.
PERICLES: ¡Traidor!
SIMÓNIDES: Sí, traidor, que así disfrazado te has introducido en mi corte con la
magia de tus actos para hechizar el frágil espíritu de mi tierna criatura.
PERICLES: Mis actos son tan nobles como mis pensamientos, que nunca se
contaminaron con un linaje vil. He venido a vuestra corte en busca de honor y no
para revelarme contra su imperio, y el que diga otra cosa distinta, con esta espada
demostraré que es enemigo del honor.
SIMÓNIDES: ¿No? Aquí llega mi hija. Que ella lo vea. (Entra Thaisa)
PERICLES: En tal caso, puesto que sois tan virtuosa como bella, calmad la ira de
vuestro padre aclarándole si mi lengua pronunció o mi mano escribió alguna vez
una sola sílaba requiriendo vuestro amor.
THAISA: Bueno, señor, aunque realmente lo hubierais hecho, ¿por qué habría de
ofenderme yo por algo que me habría complacido?
SIMÓNIDES: Me place tanto que quiero veros casados; así que corred al lecho lo
más aprisa que podáis.
ACTO III
CORO
ESCENA I
Un barco en el mar.
PERICLES: Dios de este grandioso páramo, castiga a esas olas que quieren llegar al
cielo y al infierno. Y tú que mandas sobre los vientos, llámalos de las
profundidades y átalos con cadenas de bronce. ¡Ah, enmudece esos truenos que
ensordecen y espantan, apaga con delicadeza esas veloces chispas de azufre! Ah,
Licórida, dime cómo está mi reina. Tú, pérfida tormenta, ¿quieres escupirnos todo
lo que hay en ti? El silbato del marinero se oye tanto como un susurro en el oído de
un muerto. ¡Licórida! ¡Lucina, oh, divinísima protectora y partera amable con las
que gritan de noche, consienta tu divinidad en descender a bordo de esta nave y
que se vayan los dolores de parto de mi reina! ¿Sí, Licórida? (Entra Licórida con
una niña)
LICÓRIDA: He aquí un ser demasiado joven para este lugar y que, si tuviera seso,
moriría como yo. Tomad en brazos este pedazo de vuestra difunta reina.
PERICLES: ¡Oh, dioses! ¿Por qué hacéis que nosotros amemos vuestros hermosos
regalos si nos los arrebatáis inmediatamente? Los de aquí abajo no solemos
recuperar lo que hemos dado, y en eso podemos competir en honor con vosotros.
PERICLES: Que tu vida sea tranquila, porque nunca hubo criatura con un
nacimiento más agitado. Que tus cualidades sean amables y apacibles, pues al
llegar a este mundo has tenido el recibimiento más bárbaro que se haya
dispensado nunca a la hija de un príncipe. Y felicidad para el resto de tu vida. El
fuego, el aire, el agua, la tierra y el cielo se dieron cita en tu nacimiento y te
anunciaron cuando saliste de la matriz. ¡Pobre pellizco de la naturaleza! Ya desde
el principio pierdes más de lo que podrás tener, a pesar de lo mucho que hay aquí.
Ahora, que los bondadosos dioses te miren del modo más dulce posible. (Entran
dos marineros)
MARINERO 2: Pero con espacio para maniobrar, no me importa que las nubes de
olas saldas besen la luna.
MARINERO 1: Señor, es necesario arrojar al agua a vuestra reina. El mar está muy
picado, el viento es recio y no se calmará hasta que el barco quede libre de
difuntos.
PERICLES: Terrible lecho de parto has tenido, amor mío; sin luz, sin fuego; los
elementos, hostiles, te olvidaron completamente. Y no tengo tiempo de darte una
tumba santificada, sino que, apenas sin ataúd, he de arrojarte al légamo, donde, a
falta de un monumento sobre tus restos y lámparas eternamente encendidas, la
escupidora ballena y las aguas murmurantes pasarán por encima de tu cadáver,
que yacerá entre las sencillas conchas. Ah, Licórida, di a Néstor que me traiga
especias, tinta, papel, la caja y las joyas. Y di a Nicandro que me traiga el cofrecillo
de raso. Pon a la niña en la almohada. Anda, ve, mientras me despido
religiosamente de ella. A escape, mujer. (Sale Licórida)
PERICLES: Desvía hacia Tiro la ruta, amable marino. ¿Cuándo podríamos llegar?
PERICLES: ¡Ah, pon rumbo a Tarso! Allí veré a Cleón, porque la niña no podría
aguantar hasta Tiro. Allí la dejaré bien atendida. A lo tuyo, buen marino; ahora
mismo os llevo el cadáver. (Sale)
ESCENA II
CERIMÓN: Enciende fuego y trae comida para esos infelices. Ha sido una noche
tormentosa y terrible. (Sale Filemón)
CERIMÓN: Tu amo estará muerto antes de que vuelvas. No hay nada que pueda
administrársele para que se recupere. Dale esto al apotecario y dime cómo opera.
(Salen los criados. Entran dos hidalgos)
HIDALGO 1: Buenos días.
HIDALGO 1: Pero me maravilla en gran medida que vuestra señoría, que vive
harto de riqueza, haya abandonado a horas tan tempranas el dorado sopor del
reposo. Es muy extraño que la naturaleza congenie tanto con la fatiga sin sentirse
obligada.
CRIADO 1: Jamás vi ola tan grande como la que la echó a nuestra playa.
CERIMÓN: Abridla. ¡Con cuidado! Qué perfume tan dulce llega a mis sentidos.
CERIMÓN: Como jamás percibieron mis fosas nasales. ¡Venga, arriba, arriba!
¡Dioses omnipotentes! ¿Qué hay aquí? ¿Un cadáver?
CERIMÓN: La reina vive. Fijaos: sus párpados, estuches de las joyas celestiales que
ha perdido Pericles, separan ya sus flecos de oro deslumbrante. Dos diamantes del
más exquisito acabado parecen multiplicar por dos la riqueza del mundo. Vive y
reguemos con nuestras lágrimas el relato de vuestras cuitas, hermosa criatura, que
tan extraordinaria parecéis.
THAISA: ¡Oh, cara Diana! ¿Dónde estoy’ ¿Dónde está mi señor? ¿Qué mundo es
éste?
ESCENA III
DIONISA: ¡Ah, vuestra dulce reina! Si las severas Parcas hubieran permitido que la
trajeras, su espectáculo habría bendecido mis ojos.
DIONISA: Ya tengo una y por ella no siento más amor que por la vuestra, mi
señor.
ESCENA IV
Éfeso. Una de las salas de la residencia de Cerimón.
CERIMÓN: Señora, esta carta y estas diferentes joyas que aquí os muestro estaban
en un cofrecillo que creo os pertenece. ¿Acaso podéis reconocer la letra con la que
está escrita la carta?
THAISA: Sólo puedo recompensaros con mi gratitud; aunque el don sea pequeño,
mi determinación es grande. (Salen)
ACTO IV
CORO
GOWER: Suponed que Pericles llegó a Tiro, que fue bien recibido y que consiguió
arreglarlo todo según su deseo. La sufrida reina que dejamos en Éfeso se ha hecho
sacerdotisa de Diana. Acordaos ahora de Marina, a la que en esta rápida jornada
encontramos en Tarso; Cleón le ha enseñado música y ahora ella resplandece con
toda la gracia de la educación recibida y es el corazón y el foro del asombro
general. Pero, ay, el monstruo de la envidia, que a menudo estorba el elogio
merecido, quiere extinguir la vida de Marina con el cuchillo de la traición. Y es que
nuestro Cleón tiene una hija, que es una moza hecha y derecha, y ya está madura
para el rito conyugal. La doncella se llama Filotea y dice nuestra verídica historia
que siempre quiere compararse con Marina; cuando teje la seda con dedos largos,
pequeños, blancos como la leche; o cuando con la afilada aguja hiere la batista, que
queda más sólida cuanto más agujereada; o cuando canta acompañándose con el
laúd y hace callar a las aves nocturnas, que siempre cantan quejumbrosamente; o
cuando homenajea a su señora Diana con su pluma constante y fructífera. Esta
Filotea rivaliza con Marina en todo absolutamente. Tal el cuervo quiere competir
en blancura con la paloma de Pafos. Marina recibe todos los elogios, que se le dan
como se le debieran, no como si se los regalaran. Esto eclipsa tanto las gracias de
Filotea que la esposa de Cleón, con desusado resentimiento, prepara un regalo
criminal para la bondadosa Marina, para que con su muerte su hija no tenga quien
la supere. Nada más aprestados estos viles pensamientos aparece muerta Licórida,
nuestra nodriza, y la pérfida Dionisa hace este golpe el instrumento de su odio.
Encomiendo a vuestra satisfacción el embrionario desenlace. Sólo tengo que
transportar el tiempo alado con los pies cojos de mis versos, pero si vuestros
pensamientos no me siguen, no llegaré nunca. Aquí llega Dionisa con Leonino, un
sicario. (Sale)
ESCENA I
DIONISA: Recuerda tu juramento. Has jurado llevarlo a cabo. Será sólo un golpe
del que nunca se tendrá noticia. Nada en el mundo te reportará tanto beneficio en
tan poco tiempo. Procura que la conciencia, que no es más que un amor frío que
arde en rescoldo en tu pecho, acabe inflamándote; tampoco dejes que te ablande
esa piedad a la que han renunciado incluso las mujeres; cumple tu misión como un
soldado.
DIONISA: La más apropiada entonces para que los dioses la reciban. Aquí llega,
llorando por la muerte de la única persona que amaba. ¿Estás decidido? (Entra
Marina con una cesta de flores en los brazos)
DIONISA: ¿Qué es eso, Marina? ¿Por qué estáis sola? ¿Cómo es que mi hija no está
con vos? No os consumáis la sangre con la tristeza; tenéis otra nodriza en mí.
¡Señor, cómo ha cambiado vuestro semblante con este percance inútil! Vamos,
dadme las flores. Pasead con Leonino por la orilla del mar. El aire sopla veloz allí,
y afila y estimula el estómago. Venid, Leonino. Tomadla del brazo, pasead con ella.
DIONISA: Vamos, vamos. Amo al rey vuestro padre y a vos misma más de lo que
ama un corazón extranjero. Aquí lo esperamos todos los días. Cuando vuelva y vea
tan desmejorado a quien es nuestro modelo en todo, se arrepentirá de haber
emprendido tan largo viaje, y a mi señor y a mí nos culpará de no haberos llevado
por el mejor camino. Id, os lo ruego. Pasead y recuperad la alegría. Conservad esa
magnífica tez que roba las miradas de jóvenes y ancianos. No os preocupéis por
mí; se ir a mi casa sola.
DIONISA: Vamos, vamos, sé que es bueno para vos. Leonino, pasead media hora
por lo menos. Recordad lo que os he dicho.
MARINA: Gracias, dulce señora. (Sale Dionisa) ¿Es viento del oeste el que sopla?
LEONINO: Suroeste.
MARINA: Mi padre, según dice mi nodriza, nunca tenía miedo, y gritaba a los
marineros: “¡Buenos marinos!”, y se despellejaba sus reales manos halando cabos,
y aferrado al mástil, se enfrentaba a un mar que barría la cubierta.
MARINA: Cuando nací. Nunca se vieron olas ni vientos más furiosos, a uno que
subía entre las velas lo barrieron de la escala. “¡Eh! – dice otro -, ¿a dónde vas?”, y
con destreza goteante patina de proa a popa. El contramaestre toca el silbato, el
capitán grita y aumenta la confusión de todos.
MARINA: ¿Y por qué quiere ella que me maten? Por mi fe que nunca le hice daño
en toda mi vida, que yo recuerde. Creedme, es verdad, nunca he matado un ratón
ni he perjudicado a una mosca. Si he pisado un gusano ha sido contra mi voluntad,
pero he llorado por él. ¿en qué la he ofendido, qué provecho sacaría de mi muerte
o qué peligro le supone mi vida?
MARINA: No lo llevaréis a término por nada del mundo, espero. Tenéis buenas
prendas y en vuestro aspecto se lee que tenéis un corazón noble. Os vi hace poco,
fuisteis herido mientras separabas a dos que peleaban. Verdaderamente, el
acontecimiento sacó a relucir vuestra nobleza. Haced lo mismo ahora. Vuestra ama
quiere mi vida; poneos en medio y salvad a esta pobrecilla que es la más débil.
PIRATA 3: ¡Aquí hay que repartir, compañeros, hay que repartir! Venga,
llevémosla al barco inmediatamente. (Salen los piratas, llevándose a Marina. Entra
Leonino)
LEONINO: Estos desvergonzados ladrones son siervos del gran pirata Valdés y se
han apoderado de Marina. Que se la lleven. No hay esperanza de que vuelva.
Juraré que ha muerto y que la he arrojado al mar. Pero voy a seguir mirando.
Puede que se limiten a satisfacer sus apetitos en ella y no se la lleven a bordo. Si la
violan y la dejan, tendré que matarla. (Sale)
ESCENA II
ALCAHUETE: ¡Boult!
BOULT: ¿Señor?
ALCAHUETE: Por lo tanto hay que encontrar carne fresca, cueste lo que cueste. Si
no se pone conciencia profesional en un oficio, no se prospera nunca.
ALCAHUETA: Eso es muy cierto. No tenemos por qué andar criando pobres
bastardas y eso que, según creo, yo he criado a once…
BOULT: Sí, hasta los once años y entonces las pusisteis a trabajar. ¿Inspecciono el
mercado?
ALCAHUETA: ¿Qué otra cosa puedes hacer, hombre? La mercancía que tenemos
está en tan mal estado que la abatirá el viento a poco que sople fuerte.
ALCAHUETA: ¿Y por qué hay que retirarse, hombre de Dios? ¿Te avergüenza
trabajar de viejo?
BOULT: Tiene bonita cara, se expresa bien y viste unas ropas exquisitas. No creo
que hagan falta más cualidades para no rechazarla.
ALCAHUETA: ALCAHUETE:
ALCAHUETA: Boult, tómale las señas, el color del pelo, la tez, la estatura, la edad,
que te dé garantías de su virginidad y grita: “Quién más pague la tendrá él
primero”. Una doncellez así no sería una baratija si los hombres fueran como antes.
Haz lo que te ordeno.
MARINA: Ay, ¿por qué Leonino fue tan torpe y lento? En vez de hablar, debería
haberme dado el golpe. ¿Y por qué estos piratas no han sido lo bastante bárbaros
para arrojarme por la borda y reunirme con mi madre?
MARINA: Mayor mi culpa entonces por haber escapado de las manos en las que
me habría gustado morir.
MARINA: No.
ALCAHUETA: Sí, desde luego que sí, y conocerás caballeros de todas las clases. Te
irá bien. Conocerás la gama entera de los talantes y los aspectos. ¿Cómo? ¿Te tapas
los oídos?
ALCAHUETA: Caramba, cría cuervos. Habrá que hacer algo contigo. Eres una
vara joven y arrogante, pero ya te doblaré yo como es debido.
ALCAHUETA: Si place a los dioses protegerte con hombres, entonces que los
hombres te cuiden, que los hombres te den de comer y que los hombres te
calienten. Ya vuelve Boult. (Entra Boult) Y bien, señor, ¿la has pregonado en el
mercado?
BOULT: He pregonado hasta cuántos pelos tiene. He pintado su retrato con la voz.
BOULT: Esta noche, esta noche llega. Pero, señora, ¿conocéis vos al caballero
francés, el patituerto?
BOULT: Sí, ése. Al oír mi proclama, hizo amago de chocar los talones en el aire,
lanzó un quejido y juró que la vería mañana.
ALCAHUETA: Bueno, bueno, en cuanto a ése, fue él quien nos trajo el contagio;
aquí no hace sino recuperarlo. Sé que vendrá a nuestra sombra a derramar sus
coronas gálicas.
BOULT: Bueno, si nos llegara un viajero de cada nación, tendríamos alojamiento
para todos bajo este rótulo.
MARINA: No os entiendo.
BOULT: Vamos, ponedla al tanto, ama, ponedla al tanto. Hay que apagar esos
rubores con un poco de aprendizaje.
ALCAHUETA: Dices bien, por mi fe, hay que apagarlos, pues incluso la recién
casada, que tiene permiso para hacer lo que hace, lo hace con un poco de
vergüenza.
BOULT: Por mi fe que no todas, unas sí y otras no. Pero, ama, ya que he regateado
yo por el asado…
MARINA: Aunque queme el fuego, corte el cuchillo y las aguas sean profundas,
mantendré atado el nudo de mi virginidad. ¡Diana, ayúdame a conseguirlo!
ALCAHUETA: ¿Qué tenemos que ver nosotros con Diana? ¿Quieres venir con
nosotros? (Salen)
ESCENA III
CLEÓN: Ah, Dionisa, ni el sol ni la luna han visto nunca un crimen como éste.
DIONISA: Que ha muerto. Las nodrizas no son las Parcas. Cuidar no es conservar
para siempre. Murió por la noche. Eso le diré. ¿Quién puede desmentirlo? A menos
que deslealmente hagas el inocente y, movido por un honrado atributo, exclames:
“No murió de muerte natural”.
CLEÓN: Oh, calla. En fin, de todos los pecados que hay bajo los cielos, éste es el
que menos gusta a los dioses.
DIONISA: Sois de los que piensan que los pajarillos de Tarso van a ir volando a
contárselo a Pericles. Me avergüenzo al pensar en la noble cepa de la que procedéis
y comprobar la cobardía de vuestro ánimo.
DIONISA: Pues que así sea. Pero nadie excepto vos sabe cómo encontró la muerte,
y nadie lo sabrá nunca, dado que Leonino ya no está entre nosotros. Esa muchacha
odiaba a mi hija y se interponía entre ella y su buena fortuna. Nadie se fijaba en
ella, sólo miraban el rostro de Marina y a la nuestra la tenían olvidada, la
consideraban una criada a la que no valía la pena saludar. Aquello me traspasó. Y
si llamáis antinatural a mi proceder es porque no la queréis, porque para mí es una
campaña de bondad que emprendo únicamente por vuestra hija.
CLEÓN: ¡Que los cielos perdonen este acto!
CLEÓN: Eres como la arpía, que traiciona enseñando su cara angelical mientras
atenaza con sus garras de águila.
DIONISA: Y vos sois como esos supersticiosos que juran por los dioses que el
invierno mata las moscas. Pero sé que haréis lo que os he aconsejado. (Salen)
ESCENA IV
Ninguna máscara conviene más a la negra villanía que la dulce y tierna adulación.
Que Pericles crea que su hija ha muerto y siga el camino que le imponga Doña
Fortuna, mientras nuestra escena os muestra las tribulaciones de su hija y la pesada
rutina de su profanado servicio. Paciencia pues, e imaginad que todos estáis en
Mitilene. (Sale)
ESCENA V
CABALLERO 2: No, ni volveré a oírlo en un lugar como éste cuando ella se vaya.
CABALLERO 2: No, no. Vámonos, se me han quitado las ganas de ver burdeles.
¿Vamos a oír cantar a las vestales?
CABALLERO 1: Ahora haría cualquier cosa que fuese virtuosa, pues creo que se
me ha acabado para siempre el camino de la crápula. (Salen)
ESCENA VI
Mitilene. Una sala del burdel.
ALCAHUETA: Tenemos una, señor, si ella se prestara… pero nunca hemos tenido
otra igual en Mitilene.
BOULT: Por su carne y por su sangre, señor, blanca y roja, veréis una rosa. Y sería
una rosa cumplida, si no fuera porque…
LISÍMACO: Sigue, te lo ruego.
ALCAHUETA: Aquí llega la flor que todavía sigue en el tallo, sin tocar aún, os lo
aseguro. (Entran Boult y Marina) ¿No es una hermosa criatura?
LISÍMACO: Por mi fe que me sirve después de un largo viaje por mar. Bien, aquí
tenéis. Dejadnos.
MARINA: Quisiera que fuese así para que pudiera apreciarlo como tal.
LISÍMACO: ¿Tan joven empezaste? ¿Ya eras puta a los cinco años, a los siete?
LISÍMACO: Oye, la casa donde te hospedas te anuncia como la moza del partido.
LISÍMACO: Ay de mí, debes creer que no vine aquí con malas intenciones, pues
incluso a mí estas puertas y ventanas me huelen a vileza. Me despido. Eres un
ejemplo de virtud y no hay duda de que has tenido una educación noble. Toma,
ten más oro. ¡Sea maldito y muerto como un ladrón el que ose robar tu inocencia!
Si oyes hablar de mí, será en todo momento en tu beneficio. (Entra Boult)
BOULT: ¿Cómo es esto? Creo que habrá que proceder de otro modo con vos. Si
vuestra enfurruñada castidad, que no vale lo que un desayuno al aire libre en el
huerto más humilde, consigue derribar toda esta institución, que me capen como a
un perro. Venid.
BOULT: Debo quitaros la doncellez yo, o será el verdugo corriente el que ejecute la
sentencia. Venid. No habrá más caballeros despedidos. He dicho que vengáis.
(Entran los dos alcahuetes)
BOULT: Un noble que quería tratarla con nobleza, y ella, fría como una bola de
nieve, lo despacha y encima reza por él.
ALCAHUETA: Boult, llévatela. Haz con ella lo que te plazca. Rompe el cristal de
su virginidad y haz el resto maleable.
BOULT: Aunque fuera un terreno más inculto del que ya es, le pasaré el arado.
ALCAHUETA: ¡Hace conjuros! ¡Fuera con ella! Ojalá no hubiera entrado nunca en
mi casa. ¡Anda y que la ahorquen! Ha nacido para destruirnos. ¿No quieres seguir
el ejemplo de las demás mujeres? Así revientes, plato de castidad con romero y
laurel. (Salen los dos alcahuetes)
BOULT: Venid, señora, venid.
BOULT: Toma, pues querría que fuera como mi amo, o mejor aún, como mi ama.
MARINA: Ninguno de los dos es tan malo como tú, puesto que por la autoridad
que tienen son superiores a ti. Tú sostienes un lugar cuya reputación no la
cambiaría por la suya ni el malvado que peores castigos sufre en el infierno. Eres el
malhadado aposentador de todos los granujas que vienen en busca de su ramera.
Tienes expuesta la oreja del colérico puñetazo de cualquier truhán. Comes vómito
de pulmones enfermos.
BOULT: ¿Qué queréis que haga? ¿Que me vaya a la guerra, para estar sirviendo
siete años, terminar cojo y recibir al final una paga suficiente para comprarme una
pata de palo?
MARINA: Haz lo que sea menos lo que ya haces. Vacía las letrinas llenas o limpia
los vertederos; entra de aprendiz con el verdugo público. Cualquiera de esas
ocupaciones es mejor que la actual, pues ni un babuino, si supiera hablar, se
rebajaría a ejercerla. ¡Que los dioses me permitan salir sana y salva de este lugar!
Toma, aquí tienes oro. Si tu amo quiere sacar beneficio de mí, ve y proclama que sé
cantar, tejer, coser y bailar, además de tener otras virtudes de las que no quiero
jactarme; y estoy dispuesta a enseñar todo eso. No creo que en esta ciudad
populosa me falten alumnos.
BOULT: Bueno, veré lo que puedo hacer por vos. Si puedo colocaros, lo haré.
ACTO V
CORO
GOWER: Así pues, Marina huye del burdel y prueba fortuna en una casa honesta,
según dice nuestra historia. Canta como un ser celestial y baila como una diosa
ante los mortales que la admiran. Deja mudos a los sabios más insignes y con la
aguja compone, con sus mismas formas naturales, tales frutos y frutas, tales aves y
flores que su arte engendra hermanas de las rosas de la naturaleza; y con lino y
seda duplica la cereza de rubí; no le faltan alumnos de noble cuna, que tratan con
generosidad y le dan unas ganancias que ella entrega a la malhadada alcahueta. La
dejaremos aquí y volveremos a pensar en su padre, al que abandonamos en el mar.
Allí lo perdimos de vista y él, impulsado por el viento, ha llegado a esta ciudad,
donde vive su hija; imaginad que ha echado el ancla delante de esa costa. La
ciudad se prepara para celebrar la festividad anual del dios Neptuno y en
consecuencia Lisímaco observa la nave tiria, las banderas negras bordadas con
gran riqueza; y hacia ella parte en su barca con inquietud. Suponed ahora algo
más; imaginad que estamos en la nave del apenado Pericles; nave donde acabará
explicándose todo lo que ha ocurrido y más todavía. Por favor, sentaos y escuchad.
(Sale)
ESCENA I
HELÍCANO: Y a vos, para que viváis más años que yo mismo y para que muráis
cuando quisiera morir yo.
LISÍMACO: Gracias por vuestros buenos deseos. Pues señor, estaba en la playa,
presidiendo los desfiles de Neptuno, y al ver tan cerca de nosotros este excelente
bajel, he querido acercarme para saber de dónde sois.
HELÍCANO: Vedlo. Fue una buena persona hasta que la catástrofe, una noche
mortal, lo redujo a esto.
LISÍMACO: ¡Salve, majestad! ¡Que los dioses os conserven! ¡Salve, real señor!
SEÑOR: Señor, en Mitilene hay una doncella que apostaría a que le saca unas
palabras.
HELÍCANO: Será en vano, ya lo veréis; sin embargo, no pasaremos por alto nada
que merezca llamarse remedio. Y dado que habéis sido tan bondadoso con
nosotros, permitidme deciros que pagaríamos con oro cualquier cantidad de
comida; no es que estemos hambrientos por carecer de ella, sino hartos de que esté
pasada.
LISÍMACO: Ah, aquí llega la dama que mandé buscar. ¡Bienvenida, hermosa
señora! ¿No veis qué aspecto tan magnífico tiene?
HELÍCANO: Es encantadora.
MARINA: Señor, utilizaré mis mejores artes para que se recupere, con la condición
de que nadie se acerque a él, excepto yo y mi acompañante.
LISÍMACO: Vamos, dejémosla y que los dioses le den suerte. (Se alejan. Marina
canta. Lisímaco se acerca) ¿Ha dado indicio de oír la música?
PERICLES: Mi fortuna… linaje… buen linaje… igualar a los míos… ¿ha sido así?
¿Qué dices?
PERICLES: Lo mismo digo. Te lo ruego, mírame. Eres parecida a… ¿de qué región
eres? ¿De estas costas de aquí?
PERICLES: ¿Dónde te criaste? ¿Y de qué forma aprendiste ese talento que tu sola
posesión enriquece?
PERICLES: Habla, te lo ruego. Ninguna falsedad puede venir de ti, pues pareces
humilde como la justicia y eres un palacio donde debería morar la verdad
soberana. Creeré lo que digas y concederé crédito a los detalles que parezcan
inverosímiles, pues eres como una que amé en verdad. ¿Quiénes eran tus amigos?
¿No dijiste, cuando te aparté, que fue cuando reparé en ti, que procedías de buen
linaje?
PERICLES: Háblame de tu familia. Creo que dijiste que te arrojaron del infortunio
al engaño y que tu dolor sería comparable al mío, si se midieran los dos.
MARINA: Eso fue lo que dije y no es más que lo que mis pensamientos me han
autorizado a creer probable.
PERICLES: Esto es una burla y tú has venido enviada por un dios colérico para que
el mundo se ría de mí.
PERICLES: Sí, seré paciente. No sabes cómo me sobresalta que te llamas Marina.
MARINA: Dijisteis que me creeríais, pero no quisiera turbar vuestra paz, de modo
que me callo
PERICLES: Pero, ¿eres tú en carne y hueso? ¿Tienes un pulso que late? ¿No eres
fruto de la imaginación? ¿Y tienes movimiento? Sigue hablando. ¿Dónde naciste?
¿Y por qué te pusieron Marina?
PERICLES: Creeré todas y cada una de las sílabas que pronuncies. Pero dime,
hazme el favor: ¿cómo viniste a parar a estas regiones? ¿Dónde te criaste?
MARINA: El rey mi padre me dejó en Tarso, hasta que el cruel Cleón y su pérfida
esposa concibieron la idea de matarme; y convencieron a un rufián para que lo
hiciera, y cuando ya estaba a punto, llegó un grupo de piratas, me rescató y me
condujo a Mitilene. Pero buen señor, ¿con qué objeto preguntáis? ¿Por qué esas
lágrimas? Tal vez creáis que soy una impostora. ¡Pero a fe que no! Soy la hija del
rey Pericles, si es que el buen rey Pericles ha existido alguna vez.
MARINA: ¿Y para ser vuestra hija basta decir que mi madre se llamaba Thaisa?
Thaisa era mi madre y acabó en el mismo instante en que empecé yo.
PERICLES: ¡Bendita seas! Ponte en pie. Eres mi hija. Traed ropa limpia. ¡Es ella,
Helícano! No murió en Tarso, como había previsto el bárbaro Cleón. Ella te lo
contará todo, cuando te arrodilles y verifiques las pruebas de que es tu princesa.
¿Quién es ése?
PERICLES: Oigo una música celestial. Me obliga a escuchar y un pesado sueño cae
sobre mis ojos. Dejadme descansar.
LISÍMACO: Traed una almohada para su cabeza. Dejémoslo ahora. Bueno, amigos
y compañeros, si esto es lo que creo, os recordaré afectuosamente. (Salen todos
menos Pericles. Aparece Diana)
HELÍCANO: ¿Señor?
ESCENA II
ESCENA III
PERICLES: ¡Salve, Diana! Para cumplir tu orden, aquí declaro que soy el rey
Pericles de Tiro, huí asustado de mi país y en Pentápolis contraje matrimonio con
la hermosa Thaisa. Murió de parto en el mar, pero dio a luz una niña llamada
Marina, que todavía viste, oh, diosa, tu hábito de plata. Se quedó en Tarso, para
que la cuidara Cleón, y cuando tenía catorce años, Cleón quiso matarla. Pero los
astros que la protegen la condujeron a Mitilene, ante cuyas costas anclados nos la
trajo la fortuna a bordo, y allí, con la ayuda de sus recuerdos, dio a conocer que era
mi hija.
THAISA: ¡Esa voz, esa prestancia! Vos sois, vos sois… ¡Oh, real Pericles! (Se
desmaya)
CERIMÓN: Noble señor, si vos habéis dicho la verdad ante el altar de Diana, ella
es vuestra esposa.
PERICLES: No, respetable asistente; yo la arrojé por la borda con estos mismos
brazos.
CERIMÓN: Cuidad de ella. Ah, sólo ha sido un empacho de alegría. Fue arrojada a
esta costa una borrascosa madrugada. Yo abrí el ataúd, vi joyas exquisitas, la
reanimé y la traje al templo de Diana.
THAISA: No os conozco.
THAISA: A mi señor Cerimón; este hombre a través del cual los dioses han
manifestado su poder os lo explicará todo, de principio a fin.
PERICLES: Respetable señor, los dioses no podrían tener un mediador mortal más
parecido a un dios que vos. ¿Me contaréis las vicisitudes de la resurrección de la
difunta reina?
CERIMÓN: Lo haré, señor. Pero antes os ruego que vengáis conmigo a mi casa,
donde veréis todo lo que se encontró con ella y cómo pasó al servicio del templo;
os contaré todo lo que haga falta.
PERICLES: Que los cielos lo conviertan en astro. Y allí, reina mía, celebraremos sus
esponsales y en aquel reino viviremos los años futuros. Nuestro hijo y nuestra hija
reinarán en Tiro. Señor Cerimón, tengo muchas ganas de oír lo que aún no habéis
contado. Señor, enseñadme el camino. (Salen)
EPÍLOGO