Está en la página 1de 60

PERICLES, PRÍNCIPE DE TIRO

William Shakespeare

Personajes

John Gower, presentador Tres pescadores de Pentápolis

Antíoco, rey de Antioquía Tres señores de Pentápolis

Hija de Antíoco Cinco caballeros

Thaliard, señor de Antioquía Un mariscal

Emisario de Antioquía Licórida, una nodriza

Pericles, príncipe de Tiro Dos marineros

Marina, hija de Pericles Cerimón, señor de Éfeso

Helícano, señor de Tiro Filemón, criado de Cerimón

Escanes, señor de Tiro Dos criados de Éfeso

Otros señores de Tiro Dos hidalgos de Éfeso

Marineros de Tiro Tres piratas

Caballero de Tiro Un alcahuete

Cleón, gobernador de Tarso Una alcahueta

Dionisa, mujer de Cleón Boult, criado de los alcahuetes

Leonino, criado de Dionisa Lisímaco, gobernador de Mitilene

Señor de Tarso Dos caballeros de Mitilene

Simónides, rey de Pentápolis Marineros de Mitilene

Thaisa, hija de Simónides Diana, diosa de la castidad.

La acción transcurre en diferentes ciudades de varios países.


ACTO I

CORO

Delante del palacio de Antíoco

GOWER: Para cantar una canción que antaño se cantaba ha salido de las cenizas el
anciano Gower, vistiéndose con los pecados de los humanos para alegría de
vuestros oídos y regalo de vuestros ojos. Se cantaba en las celebraciones, en las
vigilias y festividades, y en privado la tarareaban los señores y las señoras a causa
de sus propiedades tonificantes. Su virtud es dar gloria a los hombres, et bonum
quo antiquius, eo melius. Si vosotros, nacidos en estos tiempos de sabiduría,
aceptáis mis rimas y gustáis de oír cantar a un viejo, querría una vida que se
consumiese a vuestro servicio igual que una vela. Así pues, en Antiquía estamos,
construida por Antíoco el Grande para hacer de ella su capital, la ciudad más bella
de Siria; yo digo lo que los cronistas cuentan. Dicho rey tomó su esposa, ésta murió
y le dejó una heredera, tan viva, alegre y lozana que fue como si el cielo la hubiera
colmado de bendiciones; de ella se encaprichó el padre y la arrastró al incesto. Hija
mala, padre peor. Nunca hay que caer en la tentación con los de la propia familia.
Pero con el tiempo y la costumbre, lo que empezaron dejó de antojárseles pecado.
La belleza de esta pecadora princesa atrajo a muchos príncipes, que la solicitaron
como compañera de lecho y compañera de juegos en los placeres conyugales.
Antíoco dictó una ley, con intención de retener a su hija e intimidar a los hombres
que fueran a pedirla por esposa. Quien no resolviera cierto acertijo, perdería la
vida. Así murieron muchos por ella, según atestiguan esas malas caras de ahí. Lo
que sigue lo dejo al juicio de vuestros ojos; yo dejo mi causa en manos de quienes
mejor pueden defenderla. (Sale)

ESCENA I

Antioquía. Una sala dentro del palacio.

ANTÍOCO: Joven príncipe de Tiro, ¿habéis comprendido bien el peligro de la


empresa que acometéis?

PERICLES: Lo he comprendido, Antíoco, pero tengo el alma enardecida por la


grandeza de lo que se cuenta de ella y no me asusta la muerte en este cometido.

ANTÍOCO: ¡Música! Traed a nuestra hija, vestida como una novia digna de que la
abrace el mismo Júpiter. Durante su concepción, antes del reinado de Lucina, la
Naturaleza le concedió este don; para que su presencia fuera un gozo, los planetas
se conjuntaron en la casa del senado y pusieron en ella sus mejores perfecciones.

PERICLES: Aquí viene, engalanada como la primavera, con las Gracias por
súbditas. Sus deseos gobiernan todas las virtudes que dan renombre a los hombres.
Su rostro es el libro de las alabanzas, donde no se leen más que cosas delicadas que
dan placer, donde el pesar nunca ha hecho estragos y donde no podría estar la
molesta cólera haciéndole compañía. Oh, dioses, que me hicisteis hombre e influís
en el amor, que habéis encendido en mi pecho el deseo de probar la fruta de ese
árbol celestial o perecer en el empeño, ayudadme, pues soy hijo y servidor de
vuestra voluntad, a alcanzar tan infinita dicha.

ANTÍOCO: Príncipe Pericles…

PERICLES: Que querría ser hijo del gran Antíoco.

ANTÍOCO: Tienes ante ti el jardín de las Hespérices, con sus frutos de oro; tocarlos
es un riesgo, porque hay dragones mortales que te espantarán. Su rostro, semejante
al paraíso, incita a contemplar la infinita belleza que ha de conquistar el mérito;
pero si no hay mérito; pero si no hay mérito, por haber querido alcanzarla con los
ojos, el cuerpo entero deberá morir. Aquéllos príncipes antaño famosos como tú
mismo, que vinieron atraídos por las noticias y por la temeridad de sus deseos , te
dirán con sus mudas lenguas y el semblante blanco que, sin más techo que el
campo de las estrellas, yacen allí cual mártires caídos en las guerras de Cupido, y
con mejillas yertas te aconsejarán que no vayas derecho a las redes de la muerte, de
las que no hay escapatoria.

PERICLES: Antíoco, te doy las gracias por haber enseñado a mi frágil condición
mortal a conocerse a sí misma y por esos objetos espantosos que preparan este
cuerpo a esperar la misma suerte; pues la muerte, cuando se recuerda, debería ser
como un espejo que nos dijera que la vida no es más que un soplo y que es una
equivocación confiar en ella. Haré testamento y, a semejanza de esos enfermos que
conocen el mundo y los placeres pero se sienten desdichados y ya no sienten por
las alegrías terrenas el apego de antes, os lego a vos y a todos los hombres buenos
una próspera paz, como corresponde a todo príncipe; mis riquezas, a la tierra de
donde vinieron; y a vos el fuego inmaculado de mi amor. Así, preparado para esta
prueba de vida o muerte, espero el golpe más punzante, Antíoco.

ANTÍOCO: Pues mi consejo desprecias, lee entonces la adivinanza; si la lees y no la


explicas, dice el decreto, morirás como aquellos.
HIJA DE ANTÍOCO: ¡Ojalá seas el más afortunado entre todos los aspirantes!
Entre todos los aspirantes, sólo a ti te deseo felicidad.

PERICLES: Entro en liza como un campeón arrogante, sin pedir consejo ni más
recomendaciones que la fe y el valor.

No soy víbora, aunque tenga que comer

La materna carne que me dio el ser.

Busqué un marido y en la aventura

Encontré en un padre esa ternura.

Él es esposo, es hijo y es padre,

Yo soy esposa, soy hija y soy madre.

¿Cómo pueden ser tanto solamente dos?

Si queréis vivir, resolvedlo vos.

Duro remedio es lo último. Pero, oh, potestades que dais al cielo ojos infinitos para
observar los actos de los hombres, ¿por qué no les nubláis la vista a perpetuidad, si
es cierto esto que veo y me hace palidecer? Hermoso cáliz de luz, yo os amaba, y
aún podría amaros si no fuera porque este delicado recipiente alberga tanto mal.
Pero debo deciros lo que subleva mis pensamientos. Pues no hay hombre tan
perfecto del que pueda esperarse que, sabiendo el pecado que hay dentro, se
acerque a la puerta. Sois una dulce viola y vuestros sentidos son cuerdas que,
pulsadas por un hombre para componer música legítima, harían descender a los
cielos y a todos los dioses para oírla embelesados, pero se os ha tocado antes de
tiempo y sólo el infierno acude a bailar al son de esta cencerrada. En verdad,
señora, no me interesáis.

ANTÍOCO: Príncipe Pericles, no la toques, por tu vida, es un artículo de nuestra


ley tan peligroso como el resto. El tiempo se te acaba. Explica la adivinanza o se
cumplirá la sentencia.

PERICLES: Gran rey, a pocos les complace oír los pecados que gustan cometer.
Explicártelo sería reprenderte de un modo excesivamente íntimo para mí. Quien
tuviera el libro de lo que hacen todos los soberanos estaría más seguro teniéndolo
cerrado que abierto, porque el vicio que se recuenta es como el viento racheado,
que para correr echa polvo en los ojos de los demás, y al final, cuando pasa la
racha, los ojos afectados ven con claridad que es perjudicial ponerse contra la
corriente. El ciego topo deja gibosos montecillos que apuntan al cielo para
denunciar que la opresión del hombre aplasta la tierra, y el pobre bicho muere por
ello. Los reyes son los dioses de la tierra; en el vicio, su voluntad es ley, y si Júpiter
yerra, ¿quién se atreve a decirle a Júpiter que obra mal? Ya es suficiente que tú
conozcas lo que sería peor si se conociera más sobre lo que conviene guardar
silencio. Todos aman el vientre del que brotó su ser; da pues permiso a mi lengua
para que ame mi cabeza.

ANTÍOCO: ¡Por el cielo, ya quisiera yo tu cabeza! Ha comprendido el significado.


Voy a ver si lo engaño. Joven príncipe de Tiro, aunque según la letra de nuestra
estricta ley, por no haber interpretado bien la adivinanza podríamos proceder a
quitarte la vida, la esperanza, que ha sabido nutrir un árbol tan hermoso como tu
hermosa persona, nos aconseja otra cosa. Te respetaremos otros cuarenta días y si
por entonces has descifrado nuestro secreto, nuestra piedad se verá en que te
aceptaremos por hijo. Hasta entonces vuestra estancia aquí será la que conviene a
nuestro honor y a vuestros merecimientos. (Salen todos menos Perícles)

PERICLES: ¿Cómo podría la cortesía ocultar el pecado, cuando lo que hace no se


diferencia en nada de la hipocresía, que sólo tiene de buena la apariencia? Si fuera
cierto que no he interpretado bien, entonces sería cierto que no eres tan perverso
como para perder tu alma con un incesto abominable. Eres a la vez padre y tu
propio hijo político porque has tenido comercio ilícito con tu hija y has gozado de
placeres que corresponden a un marido, no a un padre. Y ella ha comido la carne
de su madre profanando el lecho de sus padres; y los dos son como serpientes,
que, aunque se alimentan con las flores más perfumadas, crían veneno. Adiós,
Antioquía, pues la prudencia sabe que los hombres que no se sonrojan en acciones
más negras que la noche recurrirán a cualquier medio para impedir que les dé la
luz del día. Un pecado engendra otro. El homicidio está tan cerca de la lujuria
como el fuego del humo. El veneno y la traición son los instrumentos del pecado, y
también escudos que protegen de la vergüenza. Así pues, para no perder yo la
vida en aras de tu seguridad, huiré y evitaré el peligro que temo. (Sale. Entra
Antíoco)

ANTÍOCO: Ha descubierto el significado y no hay más remedio que cortarle la


cabeza. No vivirá para pregonar mi deshonra ni para contar al mundo que Antíoco
comete un pecado tan abominable. Es necesario que este príncipe muera al
instante, porque con su desaparición mi honor se mantendrá en pie. ¿Quién nos
atiende aquí? (Entra Thaliard)
THALIARD: ¿Llamaba vuestra alteza?

ANTÍOCO: Thaliard, eres de nuestra cámara y mi espíritu ha compartido con tu


discreción lo que en ella ocurre; si eres leal haré que progreses, Thaliard. Mira, aquí
hay veneno y aquí hay oro. Odiamos al príncipe de Tiro y deberás matarlo. No
preguntes por qué te hemos ordenado que hagas esto. Di: ¿es cosa hecha?

THALIARD: Es cosa hecha, mi señor.

ANTÍOCO: Me basta. (Entra un mensajero) Refréscate el aliento contándome tus


prisas.

MENSAJERO: Mi señor, el príncipe Pericles ha huido. (Sale)

ANTÍOCO: Síguelo mientras te quede vida, y semejante a la flecha que vuela hacia
el blanco disparada por un arquero con experiencia, no vuelvas nunca a menos que
sea para decirme: “El príncipe de Tiro ha muerto”.

THALIARD: Mi señor, si consigo tenerlo a tiro de pistola, daré buena cuenta de él.
Me despido de vuestra alteza.

ANTÍOCO: Ve con Dios, Thaliard. (Sale Thaliard) Mientras Pericles siga vivo, mi
corazón no podrá prestar ayuda a mi cabeza. (Sale)

ESCENA II

Tiro. Una sala del palacio.

PERICLES: Que nadie nos estorbe. (Salen los señores) ¿Por qué este cambio de
carácter, por qué esta triste compañera, la melancolía de ojos apagados, ha venido
a ser un huésped tan asiduo que no pasa ni una hora del glorioso trayecto del día
ni de la apacible noche, tumba donde debiera dormir el dolor, sin turbar mi
reposo? Aquí los placeres tientan a mis ojos y mis ojos los evitan. Y el peligro que
temía está en Antioquía, cuyo brazo no es tan largo como para alcanzarme donde
estoy. Sin embargo, ni las artes del placer me alegran el ánimo ni la distancia del
otro me tranquiliza. Porque es así: las pasiones que concibe el alma amedrentada
viven desnutridas y con padecimientos, y lo que al principio no es sino miedo a lo
que podía acontecer, crece luego y se preocupa para que no acontezca. Lo mismo
me sucede a mí. El gran Antíoco, contra el que soy demasiado pequeño para
contender y que es tan grande que puede obrar según su voluntad, pensará que
hablo aunque le jure que guardo silencio, y no me servirá decir que le honro si
sospecha que puedo deshonrarle. Y de lo que puede abochornarle si se sabe
públicamente, cortará el conducto por el que puede saberse. Barrerá la tierra con
fuerzas enemigas y, haciendo ostentación belicosa, causará tanto espanto que el
valor desaparecerá del país, se desterrará a los hombres que se opongan y se
castigará a quienes nunca delinquieron de intento; apenado por ellos, no apiadado
de mí, que sólo soy como las copas de los árboles que resguardan y protegen las
raíces que echan, mi cuerpo sufre y mi alma languidece, y yo mismo los castigo
antes que él lo haga. (Entran Helícano y los señores)

SEÑOR 1: ¡Alegría y sosiego en vuestro sagrado pecho!

SEÑOR 2: Y mantened el espíritu hasta que regreséis pacífica y cómodamente.

HELÍCANO: Paz, paz, cede la lengua a la experiencia. Se atropella al rey que se


adula, pues la adulación es el fuelle que hincha el pecado; aquello que se adula no
es sino una chispa a la que el viento da calor y mayor brillo; mientras que la
reprobación, leal y en buen orden, conviene a los reyes, porque ellos son hombres
y, por tanto, pueden equivocarse. Cuando aquí don Zalamero pide paz, lo que
hace es adularos, pone la guerra por encima de vuestra vida. Perdonadme,
príncipe, golpeadme si eso es lo que os satisface; no puedo rebajarme más que
hasta las rodillas.

PERICLES: Dejadnos solos. No obstante, enteraos de qué barcos hay y qué se


descarga en el puerto y volved luego. (Salen los señores) Helícano, has hecho que
me enfade. ¿Qué ves en nuestro semblante?

HELÍCANO: Veo un frunce de irritación, temido señor.

PERICLES: Pues si el frunce de un príncipe consigue fulminar de tal modo, ¿cómo


es que tu lengua osa despertar la ira en nuestra faz? Dime.

HELÍCANO: ¿Cómo osan las plantas mirar al cielo que les da sustento?

PERICLES: Sabes que tengo poder para arrebatarte la vida.

HELÍCANO: Yo mismo he afilado el hacha. Sólo tenéis que asestar el golpe.

PERICLES: Levántate, te lo ruego, levántate. No eres ningún adulador; te doy las


gracias por ello y el cielo prohíbe que los reyes se escondan ante sus propios
defectos. Eficaz consejero, siervo de un príncipe al que tu prudencia hace tu siervo,
¿qué puedo hacer?

HELÍCANO: Soportar con paciencia todos los sinsabores que podáis sobrellevar.
PERICLES: Hablas como un médico, Helícano, quieres recetarme una poción que
te haría temblar si te la recetaran a ti. Escucha pues. Estuve en Antioquía, donde,
como ya sabes, quise conquistar, enfrentándome a la muerte, a una belleza
radiante con la que engendrar una progenie que multiplicara los brazos del
príncipe y repartiera alegría entre los súbditos. Su rostro hacía palidecer a todos los
prodigios, pero lo demás, óyelo bien, era tenebroso como un incesto; cuando lo
averigüé, el padre desnaturalizado no dio indicios de hostilidad, sino de calma.
Pero tú sabes bien que cuando los tiranos besan es hora de temblar. Y creció tanto
el miedo en mí que escapé al instante, aprovechando la oscuridad de la protectora
noche, y al llegar aquí, reflexioné sobre lo sucedido y sobre lo que podía suceder.
Conozco su tiranía y sé que el miedo de los tiranos no mengua, sino que se
acumula más aprisa que los años. Y si dudase, como sin duda lo hace, de que no
voy a ir por ahí revelando cuánta sangre de príncipes ilustres ha derramado para
seguir guardando el secreto de su lecho tenebroso, para que no le inquiete esta
duda, llenará nuestra tierra con sus ejércitos, simulando que lo he ofendido, y por
mi culpa, si así puede llamársele, todos sufrirán los estragos de la guerra, que no
perdona a los inocentes. Así, el amor a todos, y entre todos estás tú, que me
reprendes por ello…

HELÍCANO: Ah, señor.

PERICLES: …alejó el sueño de mis ojos y la sangre de mis mejillas, introdujo en mi


mente cavilaciones y millares de dudas sobre cómo detener la tempestad que se
nos avecina; y sintiéndome incapaz de consolarlos, me ha parecido que la caridad
del príncipe debe llorar con ellos.

HELÍCANO: Mi señor, puesto que me dais licencia para hablar, hablaré con
franqueza. Teméis a Antíoco y por eso mismo, me parece, teméis al tirano que
mediante guerra pública o traición privada os puede arrebatar la vida. En
consecuencia, mi señor, viajad durante una temporada, hasta que se olviden su
cólera y su furia o hasta que las Parcas corten el hilo de su vida. Ceded el gobierno
a otro; si me lo cedéis a mí, el día no servirá a la luz con más lealtad que yo.

PERICLES: No dudo de tu lealtad, pero ¿respetará él mis leyes en mi ausencia?

HELÍCANO: Entonces mezclaremos nuestra sangre en la tierra a la que debemos el


ser y haber nacido.

PERICLES: Tiro, he de dejar de mirarte. Me propongo ir a Tarso, donde me tendrás


al corriente; yo obraré según sean tus cartas. Dejo sobre tus hombros la
preocupación que sentía y siento por el bienestar de mis súbditos; sé que la fuerza
de tu sabiduría puede con ella. No quiero que hagas ningún juramento, me basta
con tu palabra; quien no es capaz de cumplirla, incumpliría también el juramento.
Pero en nuestros orbes seremos tan rectos y virtuosos que el tiempo no desmentirá
esta verdad nuestra, que tú eres la flor de los súbditos y yo, un príncipe verdadero.
(Sale)

ESCENA III

Tiro. Una antecámara del palacio.

THALIARD: Así que esto es Tiro y ésta es la corte. Aquí he de matar al rey Pericles,
y si no lo mato, me colgarán en mi ciudad. Un asunto peligroso. En fin, entiendo
que fue un sujeto prudente y de buen juicio aquel al que invitaron a preguntar qué
le pediría al rey y respondió que no conocer ninguno de sus secretos. Ahora me
doy cuenta de que tenía sus motivos, porque si un rey pide a un hombre que sea
un malvado, éste está obligado a serlo por el contrato de su juramento. ¡Silencio!
Aquí llegan los magnates de Tiro.

HELÍCANO: No hace falta mis queridos colegas de Tiro, que me hagáis más
preguntas acerca de la partida de vuestro rey. Que me haya dado órdenes secretas
ya indica que se ha ido de viaje.

THALIARD: ¿Qué? ¿El rey se ha ido?

HELÍCANO: No obstante, si seguís inquiriendo por qué se ha marchado, sin


permiso de vuestros corazones, por así decirlo, os daré una pequeña pista.
Encontrándose en Antioquía…

THALIARD: ¿Qué está diciendo de Antioquía?

HELÍCANO: El rey Antíoco, por causas que desconozco, concibió cierta antipatía
hacia él; así lo creyó él al menos. Y temiendo haber cometido una equivocación o
una ofensa, para expresar su remordimiento ha querido castigarse; se ha puesto a
hacer trabajos de marinero y cada minuto está entre la vida y la muerte.

THALIARD: Bueno, entiendo que no me van a ahorcar aunque quiera; pero si se


ha ido, el rey estará de fiesta; ha huido de la tierra para perecer en el mar. Me
presentaré. ¡La paz sea con los señores de Tiro!

HELÍCANO: El señor Thaliard viene de parte de Antíoco y es bien recibido.


THALIARD: De su parte vengo, con un mensaje para el magnífico Pericles, pero
desde que he desembarcado me ha parecido entender que vuestro señor está de
viaje por no se sabe dónde. Ahora el mensaje debe volver al lugar de donde vino.

HELÍCANO: No sentimos ninguna curiosidad por él, ya que se dirigió a nuestro


señor, no ha nosotros. Pero antes de que partáis, es nuestro deseo que como
amigos de Antíoco, os demos un banquete en Tiro. (Salen)

ESCENA IV

Tarso. Una sala del palacio del gobernador.

CLEÓN: Aquí descansaremos, Dionisa mía, y veremos si contándonos pesares


ajenos aprendemos a olvidar los propios.

DIONISA: Eso sería soplar en el fuego con la esperanza de apagarlo, pues quien
excava lomas porque sobresalen derriba una montaña para levantar otra más alta.
Lo mismo les ocurre a nuestros pesares, mi inquieto señor. Aquí sólo los sentimos
y los vemos con los ojos de la fatiga, pero a semejanza de los árboles, crecen con la
poda.

CLEÓN: Ah, Dionisa, ¿quién querría comer y no lo diría? ¿Quién podría ocultar el
hambre hasta morir? La lengua y el pesar nos mueven a lanzar al aire lamentos
profundos, obligan a los ojos a llorar, hasta que la lengua recupera aliento
suficiente para exclamar con más fuerza que si el cielo duerme mientras sus
criaturas pasan privaciones, éstas pueden despertar a sus pajes para que les
consuelen. Entonces contaré las desgracias de estos años, y cuando me falte aliento
para hablar, me serviré de las lágrimas.

DIONISA: Haré lo que pueda, señor.

CLEÓN: En esta ciudad de Tarso, en la que gobierno, había antes abundancia de


todo, y los tesoros se amontonaban incluso en las calles; sus torres tenían tantas
cabezas de altura que besaban las nubes y ningún forastero las miraba sin
asombro; sus ciudadanos y señoras se atildaban tanto que cada cual era como un
espejo en el que se miraba el vecino. Las mesas siempre estaba a rebosar, daba
gusto verlas, y no estaban tanto para alimentarse como para disfrutar; se
despreciaba la pobreza en todas sus manifestaciones y era tan grande el orgullo
que incluso irritaba repetir la palabra ayuda.

DIONISA: Mucha verdad es.


CLEÓN: Pero mira lo que ha hecho el cielo trayéndonos este cambio. Las bocas que
la tierra, el mar y el aire no bastan para contentar y complacer, aunque estaban
bien provistos de criaturas, a semejanza de esas casas que se desvencijan por falta
de uso, se mueren ahora por falta de ejercicio. Los paladares que no hace ni
siquiera dos veranos debían probar invenciones que complacieran el gusto se
contentarían ahora con un pan, y lo mendigarían. Madres que para mimar a sus
retoños buscaban los manjares más delicados están dispuestas a devorar a los
pequeñuelos que tanto amaban. Tan agudos son los dientes del hambre que el
marido y la esposa echan a suertes quién morirá primero para prolongar la vida
del otro. Aquí vemos a un noble señor y allí a una noble señora llorando; muchos
se desploman, pero los que los ven caer apenas tienen fuerzas para darles
sepultura. ¿No es verdad lo que digo?

DIONISA: Nuestras mejillas y nuestros ojos secos dan fe de que sí.

CLEÓN: Ah, que esas ciudades que saborean largamente el cáliz de la abundancia
y sus beneficios oigan nuestro llanto entre el tumulto de sus banalidades. La
desgracia de Tarso puede ser la suya. (Entra un señor)

SEÑOR: ¿Dónde está el gobernador?

CLEÓN: Heme aquí. Cuenta las malas noticias que has traído corriendo, pues las
buenas están demasiado lejos para que las esperemos.

SEÑOR: Hemos divisado desde la playa más cercana una importante flota que se
dirige hacia aquí.

CLEÓN: Lo suponía. Las desgracias nunca vienen solas, sino con una heredera
capacitada para administrar el legado, y así nos ha sucedido a nosotros. Un país
vecino, aprovechando nuestro infortunio, ha cargado de hombres las cóncavas
naves para invadirnos y conquistarnos, desdichado de mí, cuando no hay ningún
trofeo que llevarse.

SEÑOR: Eso es lo que menos hay que temer, pues a juzgar por las banderas
blancas que despliegan, vienen en son de paz. Y vienen para socorrernos, no como
enemigos.

CLEÓN: Hablas como quien no ha aprendido este dicho: quien más quiere
deslumbrarte, más quiere engañarte. Pero traigan la intención que se les antoje y
puedan, ¿qué debemos temer? Estamos a mitad de camino del terreno más bajo al
que podemos llegar. Di a su general que los recibiremos aquí para enterarnos de
cuál es el motivo de su visita, de qué lugar viene y qué se propone hacer aquí.

SEÑOR: Voy, mi señor. (Sale)

CLEÓN: Sea bienvenida la paz si es paz lo que trae; si es guerra, no podremos


resistir. (Entra Pericles)

PERICLES: Señor gobernador, pues tal hemos oído que sois, no sean nuestras
naves ni su numerosa tripulación como un faro encendido para espantar vuestros
ojos. Hemos oído hablar de vuestras desgracias incluso en Tiro y hemos visto la
desolación de vuestras calles; no venimos a añadir tristeza a vuestras lágrimas,
sino a aligerarlas de su pesada carga; y estas naves que alegremente pudisteis
creer, como el caballo de Troya, atestadas de sangre vigorosa dispuesta a saltar,
vienen cargadas con trigo para hacer el pan que tanto necesitáis y devolver la vida
a los que desfallecen de hambre.

TODOS: ¡Los dioses de Grecia os protejan! Rogaremos por vos.

PERICLES: Levantaos, os lo ruego, levantaos. No buscamos reverencia, sino amor,


y un puerto para nos, nuestros barcos y nuestros hombres.

CLEÓN: Y que cuando no se os conceda, o se os pague con reticencia, caiga la


maldición del cielo sobre nuestras esposas, nuestros hijos y nosotros mismos, y se
cumplan los malos designios de los hombres. Hasta entonces, y espero que no
llegue nunca el momento, sea bienvenida vuestra gracia a nuestra ciudad y junto a
nosotros.

PERICLES: Bienvenida que aceptaremos y celebraremos con generosidad, hasta


que los astros que nos miran ceñudos nos sonrían.

ACTO II

CORO

GOWER: Acabáis de ver a un rey poderoso que ha seducido a su propia hija; a un


príncipe mejor, a un señor bondadoso que es muy digno en obra y palabras.
Guardad pues silencio como los hombres, hasta que se hayan acabado sus
adversidades. Os enseñaré a los habitantes del reino de la tribulación, que pierden
una insignificancia y un ganan un monte. El virtuoso en cuestión, al que desde
aquí bendigo, se encuentra todavía en Tarso y todo lo que se dice es ley. Y para
conmemorar su obra lo han glorificado levantándole una estatua. Pero veréis
soplar vientos en sentido contrario. En fin, ¿para qué voy a hablar?

(Entra por una puerta Pericles hablando con Cleón, seguido por el respectivo
séquito. Por otra puerta entra un gentilhombre con una carta para Pericles. Pericles
enseña la carta a Cleón. Da una recompensa al emisario y lo nombra caballero.
Salen Pericles y Cleón, cada uno por una puerta)

El buen Helícano se quedó en casa, no, como los zánganos, para comerse la miel
que produce el trabajo ajeno, y por lo tanto se esfuerza por exterminar al malo y
mantener al bueno con vida, y para cumplir la voluntad del príncipe le envía
noticias sobre todo lo que sucede en Tiro; que Thaliard ha llegado lleno de
iniquidad y con secretas intenciones de darle muerte, y que no es recomendable
que prolongue su estancia en Tarso. Él sigue el consejo y se hace a la mar, donde
los hombres raras veces están tranquilos; el viento hincha sus velas, el trueno de lo
alto y el abismo que tiene debajo causan tal desasosiego que el navío que debería
velar por su seguridad se rompe y naufraga, y el buen príncipe, perdido todo, va
de costa en costa, arrojado por el oleaje. Todos los hombres, todos los bienes han
desaparecido y sólo él ha quedado indemne; hasta que la Fortuna, cansada de
hacerle malas pasadas, lo deposita en una playa para que recupere la alegría. Aquí
llega. Perdonad al viejo Gower, pero lo que pasa a continuación, que lo diga él.
(Sale)

ESCENA I

Pentápolis. Una playa, a la orilla del mar.

PERICLES: ¡Cese ya vuestra cólera, astros irritados del firmamento! Viento, lluvia,
trueno, recordad que el hombre de la tierra es sólo una sustancia que debe ceder
ante vosotros; yo, como corresponde a mi naturaleza, os obedezco. Ay, el mar me
ha arrojado contra las rocas, me ha arrastrado de playa en playa, sin dejarme
aliento más que para pensar en una muerte inminente. Baste a la inmensidad de
vuestro poder haber despojado a un príncipe de toda su fortuna, y habiéndolo
expulsado de vuestra hidrópica fosa, sólo ansía morir en paz aquí. (Entran tres
pescadores)

PESCADOR 1: ¡Oye, Zamarro!

PESCADOR 2: ¡Aquí! ¡Venid y traed las redes!


PESCADOR 1: ¡He dicho oye, Descosido!

PESCADOR 3: ¿Qué quiere vuestra merced, amo?

PESCADOR 1: Oh, nuestro hombre despierta. Vamos, muévete, o te moveré yo a


base de bien.

PESCADOR 3: Por mi fe, patrón, que estaba pensando en esos pobres diablos que
las olas arrojaban a nuestros pies hace un instante.

PESCADOR 1: ¡Pobres almas, ay de nosotros! Mi corazón sufría al oír los


lastimeros gritos con los que pedían ayuda, cuando, ay, apenas podíamos
socorrernos a nosotros mismos.

PESCADOR 3: Eso es, patrón, ¿no dije yo qué pasaría cuando vi el delfín y los
saltos y volteretas que daba? Dicen que no son ni carne ni pescado. Caiga la peste
sobre ellos, siempre que aparecen temo acabar mojándome. Me pregunto cómo
vivirán los peces en el mar, patrón.

PESCADOR 1: Toma, pues como los hombres en tierra, los grandes se comen a los
pequeños. A nuestros ricos prohombres sólo se me ocurre compararlos con la
ballena, que juega y da saltos para poner a las pobres pescadillas delante de ella y
al final se las come a todas de un bocado. He oído decir que hay unas ballenas
terrestres que no cierran la boca hasta que se han tragado la parroquia entera, con
iglesia, torre, campanas y todo.

PERICLES: Buena comparación.

PESCADOR 3: Amo, si yo hubiera sido el sacristán, ese día me habría gustado estar
en el campanario.

PESCADOR 2: ¿Por qué decís eso, hombre?

PESCADOR 3: Porque así me habría tragado la ballena y, cuando hubiera estado


en su barriga, habría tocado y repicado las campanas sin parar hasta que el animal
hubiera vomitado las campanas, el campanario, la iglesia y toda la parroquia. Si el
buen rey Simónides pensara como yo…

PERICLES: ¿Simónides?

PESCADOR 3: Limpiaríamos la tierra de esos zánganos que roban la miel de la


abeja.
PERICLES: Estos pescadores hablan de los pescados humanos con los elementos
vivos del mar, y de su hídrico imperio infieren todo lo que puede ensalzar a los
hombres o descubrir su culpa. ¡Paz en vuestra abnegación, honrados pescadores!

PESCADOR 2: ¿Honrados, mozalbete? ¿Y qué es eso? Si es un día propicio para


vos, quitadlo del calendario y nadie lo buscará.

PERICLES: Ya veis que el mar me ha arrojado a vuestra costa…

PESCADOR 2: Ese mar es un bribón y un borrachín, ¡venir a vomitar a vuestra


merced en nuestro camino!

PERICLES: Un pobre hombre al que el agua y el viento han acabado convirtiendo


en pelota de su diversión en ese infinito campo de juego os suplica que tengáis
compasión de él. El hombre que os solicita ayuda no tiene por costumbre pedir.

PESCADOR 1: ¿No sabéis pedir, amigo? Pues aquí, en Grecia, se gana más
pidiendo que trabajando.

PESCADOR 2: ¿Sabéis pescar?

PERICLES: Nunca he probado.

PESCADOR 2: Mal asunto, tened por seguro que moriréis de hambre, porque en
estos tiempos lo único que uno se lleva a la boca es lo que puede pescar.

PERICLES: Lo que fui ya lo he olvidado, pero la necesidad me obliga a pensar en


lo que soy. Un hombre aterido de frío; tengo las venas heladas y no más vida que
la que se necesita para dar calor a mi lengua y pediros ayuda; si me la negáis,
cuando haya muerto, porque soy un hombre, os ruego que me deis sepultura.

PESCADOR 1: ¡Ha dicho morir! No lo quieran los dioses, que aquí tengo una
túnica. Vamos, ponéosla y entrad en calor. ¡A fe que sois un muchacho apuesto!
Vendréis a mi casa, comeréis carne los días festivos y pescado los de abstinencia, y
algún día dulces y galletas. Seréis bien recibido.

PERICLES: Gracias, señor.

PESCADOR 2: Un momento, amigo, ¿no dijisteis que no sabíais pedir?

PERICLES: Sólo imploraba.


PESCADOR 2: ¿Sólo implorabais? Entonces yo también quiero ser un implorador,
así me libraré del látigo.

PERICLES: ¿Por qué? ¿Es que no flageláis aquí a los mendigos?

PESCADOR 2: Ah, no a todos, amigo mío, no a todos, porque si hubiera que


flagelar a todos los mendigos, yo sólo querría trabajar de azotador. En fin, señor,
voy a recoger las redes. (Salen los pescadores 2 y 3)

PERICLES: ¡Qué bien armoniza esta honesta alegría con su trabajo!

PESCADOR 1: Oíd, señor, ¿sabéis donde estáis?

PERICLES: No del todo.

PESCADOR 1: Entonces yo os lo diré. Esta tierra es Pentápolis y nuestro rey es el


buen Simónides.

PERICLES: ¿Lo llamáis el buen Simónides?

PESCADOR 1: Sí, señor, y merece que lo llamen así, por su reinado pacífico y su
buen gobierno.

PERICLES: Un rey afortunado, porque por su forma de gobernar consigue que sus
súbditos lo califiquen de bueno. ¿A cuánto está la corte de la playa?

PESCADOR 1: Pues, señor, está a medio día de camino. Y para que los sepáis, tiene
una hermosa hija y mañana es su cumpleaños, y de todas las partes del mundo han
venido príncipes y caballeros para competir por su amor en justas y torneos.

PERICLES: Si mi suerte igualara mis deseos querría ser uno de ellos.

PESCADOR 1: Ah, señor, las cosas salen como las dejan salir, y lo que un hombre
no consigue, puede tratarlo legalmente con la virtud de su esposa. (Entran los dos
pescadores arrastrando una red)

PESCADOR 2: ¡Aquí, patrón, ayuda! Tenemos un pescado atrapado en la red como


el derecho de un pobre en la ley: sin escapatoria. Vaya, que las lombrices se lo
coman, todo para esto, resulta que es una coraza llena de herrumbre.

PERICLES: ¿Una coraza, amigos? Permitidme verla. Gracias, Fortuna, porque


después de todos tus golpes me has dejado algo con lo que rehacerme, porque era
de mi propiedad, parte de mi patrimonio, cedida por mi difunto padre, que me
hizo un encargo en el momento de abandonar la vida: “Consérvala, Pericles; ha
sido un escudo entre yo y la muerte”, y señaló el peto. “Me salvó y debes
guardarla. En caso de necesidad, de la que los dioses te guarden, puede protegerte
a ti.” Se quedó donde la puse y la guardé con amor, hasta que el mar tempestuoso,
que no perdona a ningún hombre, me la arrebató con cólera, aunque al calmarse
me la ha devuelto. Os doy las gracias. Ya no me apesadumbre el naufragio, puesto
que tengo aquí lo que me dio la última voluntad de mi padre.

PESCADOR 1: ¿De qué habláis, señor?

PERICLES: De pediros, amables amigos, esa valiosa coraza que fue antaño el
escudo de un rey. Lo sé por esta señal. Me amaba tiernamente y por amor a él
desearía tenerla y que me conduzcáis a la corte de vuestro soberano para que ella
me de aspecto de caballero. Y si de este modo mejora mi triste fortuna, pagaré
vuestras bondades; hasta entonces estoy en deuda con vosotros.

PESCADOR 1: Pero, ¿es que pensáis justar por la dama?

PERICLES: Pondré en práctica las cualidades que aprendí en el ejército.

PESCADOR 1: Pues entonces quedáosla y que los dioses os favorezcan con ella.

PESCADOR 2: Sí, pero atended, amigo mío, porque los que hemos compuesto esta
prenda con las deshilachadas costuras de las aguas hemos sido nosotros. Y ha
habido algunos remiendos, algunos parches. Espero, señor, que si medráis, os
acordéis de quien los puso.

PERICLES: Me acordaré, podéis estar seguros. Gracias a vuestra generosidad me


veo vestido de acero, y a pesar de la violencia del mar esta joya está indemne en mi
brazo. Armado de tu valor querría montar en un corcel cuyo gallardo trote
alegrara a cuantos lo vieran. Sólo una cosa, amigos míos: necesito unas calzas.

PESCADOR 1: Las tendréis. Os daré mi mejor túnica para hacéroslas, y yo en


persona os conduciré a la corte.

PERICLES: Que mi voluntad no tenga más objetivo que el honor, y ese día me
levantaré o añadiré infortunio al infortunio. (Salen)

ESCENA II

Pentápolis. Una plataforma que conduce a la palestra y un pabellón con asientos


para el rey, la princesa y los señores.
SIMÓNIDES: ¿Están preparados los caballeros para el desfile triunfal?

SEÑOR 1: Lo están, mi señor, y esperan vuestra llegada para presentarse.

SIMÓNIDES: Decidles que estamos preparados; y nuestra hija aquí presente, en


honor de cuyo nacimiento se celebran estos desfiles, está aquí como criatura de la
belleza, a quien Naturaleza concibió para que los hombres la viesen y, al verla, se
admirasen.

THAISA: Os gusta, mi real padre, exagerar el valor de mis cualidades, cuyo mérito
realmente es menor.

SIMÓNIDES: Es como debe ser, porque las princesas son un modelo que el cielo
construye a su semejanza. Así como las joyas pierden su fulgor cuando se
arrinconan, pierden las princesas su fama si no se respetan. Hija, es vuestro el
honor de leer las hazañas de los caballeros en su divisa.

THAISA: Y para conservar el honor las voy a leer.

SIMÓNIDES: ¿Quién es el primero que se presenta?

THAISA: Un caballero de Esparta, ilustre padre, y la divisa que lleva en el escudo


es un negro etíope que alarga la mano hacia el sol, con las palabras: Lux tua vita
mihi.

SIMÓNIDES: Bien os ama quien cifra su vida en vos. ¿Quién se presenta en


segundo lugar?

THAISA: Un príncipe de Macedonia, mi real padre, y la divisa que lleva en el


escudo es un caballero armado conquistado por una dama. El lema viene en
español: Más por dulzura que por fuerza.

SIMÓNIDES: ¿Y el tercero?

THAISA: El tercero es de Antioquía y su divisa es una corona de caballero; y el


lema, Me pompae provexit ápex.

SIMÓNIDES: ¿Qué hay en el cuarto?

THAISA: Una antorcha encendida puesta boca abajo. La divisa dice: Qui me alit
me extinguit.
SIMÓNIDES: Lo que demuestra que la belleza tiene su poder y su voluntad, y lo
mismo inflama que mata.

THAISA: El quinto, una mano envuelta en nubes con oro probado en la piedra de
toque. El lema dice: Sic spectanda fides.

SIMÓNIDES: ¿Y qué hay en el sexto y último, que el mismo caballero ha


presentado con tan exquisitos modales?

THAISA: Él parece extranjero, pero la divisa es una rama retorcida con sólo la
punta verde. El mote dice: In hac spe vivo.

SIMÓNIDES: Excelente principio, pues en el estado abatido en que está espera que
su fortuna prospere gracias a vos.

SEÑOR 1: Para hablar con justicia de sí mismo tendría que encontrar un abogado
mejor que su aspecto, pues a juzgar por su herrumbrosa apariencia se diría que ha
empuñado más el látigo que la lanza.

SEÑOR 2: Podría ser un extraño, ya que acude a un desfile de honor extrañamente


equipado.

SEÑOR 3: Y ha dejado adrede que la coraza se le cubra de herrumbre hasta el día


de hoy, para frotarla en el polvo.

SIMÓNIDES: La opinión no es más que una necia que nos hace juzgar el aspecto
exterior por el hombre interior. Pero aguardad, los caballeros vuelven. Nos
retiraremos a la galería. (Salen)

ESCENA III

Pentápolis. Una sala dentro del palacio, donde se ha preparado un banquete.

SIMÓNIDES: Caballeros, no hace falta decir que se os da la bienvenida. Anteponer


vuestro valor con las armas al volumen de vuestras hazañas, como si fuera la
página del título, desbordaría vuestras expectativas y lo que es debido, puesto que
el valor, practicándolo, se demuestra solo. Disponeos a alegraos, porque la alegría
es propia de los banquetes. Sois príncipes y mis invitados.

THAISA: Menos vos, mi caballero y mi huésped, a quien doy esta corona de


victoria y nombro rey de la felicidad de esta jornada.

PERICLES: Mi suerte, señora, es superior a mi mérito.


SIMÓNIDES: Decid lo que os parezca, la jornada os pertenece, y espero que no
haya aquí nadie que os la dispute. El arte, al formar a los artistas, dispone que unos
sean buenos y otros superiores, y vos sois su abnegado maestro. Venid y ocupad
vuestro puesto, reina de la fiesta, pues eso sois, hija mía. Mariscal, el resto como
corresponde a sus títulos.

CABALLEROS: Mucho nos honra el buen Simónides.

SIMÓNIDES: Vuestra presencia llena de regocijo esta época; amamos el honor,


pues quien lo detesta detesta a los dioses del cielo.

MARISCAL: Señor, vuestro puesto está allí.

PERICLES: Preferiría otro.

CABALLERO 1: No discutáis, señor, pues somos hidalgos que no sienten ni en el


corazón ni en los ojos de la cara envidia del grande ni desprecio por el inferior.

PERICLES: Sois unos caballeros muy gentiles.

SIMÓNIDES: Sentaos, señor, sentaos. Por Júpiter, que gobierna los pensamientos,
estos manjares me tientan, pero sólo pienso en él.

THAISA: Por Juno, que bendice los esponsales, todas las viandas que como me
parecen insípidas, porque es a él a quien quiero en el plato. Desde luego, es un
caballero gallardo.

SIMÓNIDES: Es sólo un hidalgo de aldea. No ha hecho más que los demás


caballeros. Ha roto un par de lanzas. Así que olvidémoslo.

THAISA: A mí me parece un diamante comparado con un vidrio.

PERICLES: Este rey es para mí como un retrato de mi padre que me recuerda la


gloria que lo cubría antaño; los príncipes eran astros que giraban alrededor del
trono y él era el sol al que ellos reverenciaban. Ninguno osaba mirarlo, sino que,
como luminarias inferiores, abatían la corona ante su superioridad. Y su hijo es
ahora como una luciérnaga de la noche, que fulgura en la oscuridad, pero no en la
luz; de donde entiendo que el Tiempo es el rey de los hombres; es a la vez el
progenitor y la tumba de todos, y les da lo que quiere él, no lo que desean ellos.

SIMÓNIDES: ¿Estáis contentos, caballeros?

CABALLERO 1: ¿Quién podría estar de otro modo ante esta realeza?


SIMÓNIDES: De esta copa llena hasta el borde, que para vuestro amor es como
decir llena hasta los labios de vuestra dama, bebemos a vuestra salud.

CABALLEROS: Damos las gracias a vuestra majestad.

SIMÓNIDES: Pero aguardad un instante. Aquel caballero está un poco


melancólico, como si los placeres de nuestra corte no fuera un espectáculo digno
de su ánimo. ¿No os habéis fijado, Thaisa?

THAISA: ¿Qué decís, padre?

SIMÓNIDES: Hacedme caso, hija: los príncipes deberían comportarse como los
dioses del cielo, que son generosos con todos los que acuden a honrarlos. Y los
príncipes que no obran así son como los mosquitos, que zumban mucho, pero, una
vez muertos, pasma ver lo que son. Así que para endulzar su abstracción, decidle
que estamos brindando por él con esta copa de vino.

THAISA: Ay, padre, no está bien mostrarse tan atrevida con un caballero de fuera.
Mi ofrecimiento podría ofenderle, pues los hombres toman por impudor los
regalos de las mujeres.

SIMÓNIDES: ¿Cómo? Haz lo que te he dicho o me enfadaré.

THAISA: Por los dioses que no podría complacerme de mejor modo.

SIMÓNIDES: Y dile además que deseamos saber de dónde es, su nombre y su


linaje.

THAISA: El rey mi padre ha bebido a vuestra salud, señor.

PERICLES: Le doy las gracias.

THAISA: Deseando que este vino sea sangre que entra en vuestra vida.

PERICLES: Os lo agradezco a él y a vos, y lo digo cordialmente.

THAISA: Y además desea saber de dónde sois, vuestro nombre y vuestro linaje.

PERICLES: Soy un hidalgo de Tiro y mi nombre es Pericles, me eduqué en la


pluma y la espada y, buscando aventuras por todo el mundo, el embravecido mar
me dejó sin naves y también sin hombres, y tras el naufragio fui arrojado a esta
costa.
THAISA: El hombre da las gracias a vuestra majestad, se llama Pericles, es un
hidalgo de Tiro, un temporal lo dejó sin barcos y sin hombres y luego lo arrojó a
esta costa.

SIMÓNIDES: Por los dioses, su infortunio despierta mi compasión. Voy a


despertarlo yo de su melancolía. Venid caballeros, nos entretenemos demasiado
con bagatelas y perdemos un tiempo que podría aprovecharse. Aunque lleváis la
armadura puesta, podéis ejecutar una danza de soldados. Que nadie me venga
diciendo que la música fuerte es demasiado irritante para la cabeza de las mujeres,
dado que ellas aman a los hombres en el lecho tanto armados como desarmados.
(Bailan) Bien, todo se ejecutó como se dijo. Venid, señor, aquí hay una dama que
también quiere hacer ejercicio, y me han contado que los caballeros de Tiro sois
excelentes moviendo a las señoras. Y que vuestro repertorio de movimientos goza
de la misma excelencia.

PERICLES: Lo son en los que practican, señor.

SIMÓNIDES: Ah, en ese caso no debéis desdeciros de vuestra exquisita cortesía.


(Bailan) ¡Separaos, separaos! Caballeros, gracias a todos. Todos lo habéis hecho
como es debido. Y vos el que más. Pajes y luces, para conducir a estos caballeros a
sus aposentos. El vuestro, señor, hemos ordenado que esté junto al nuestro.

PERICLES: Estoy a las órdenes de vuestra majestad.

SIMÓNIDES: Príncipes, es demasiado tarde para hablar de amor y sé que eso es lo


que os proponéis. Por lo tanto, que cada cual se refugie en el reposo; todos
competiréis mañana por el triunfo. (Salen)

ESCENA IV

Tiro. Un salón en la mansión del gobernador.

HELÍCANO: No, Escanes, creedme, Antíoco era culpable de incesto, y los dioses
supremos, no queriendo retrasar más el castigo que tienen reservado para este
abominable pecado mortal, cuando estaba en el pináculo de su soberbia y su
poder, sentado en un carro de valor incalculable, en compañía de su hija, bajó del
cielo un fuego que dejó el cuerpo de los dos reseco y asqueroso, y olían tan mal que
todos los que antes de su caída los reverenciaban ahora no quieren ni tocarlos para
poder darles sepultura.

ESCANES: Ha sido muy extraño.


HELÍCANO: Y sin embargo justo, pues aunque este rey fue grande, su grandeza
no le sirvió para detener la lanza del cielo, y el pecado tuvo su merecido.

ESCANES: Es verdad. (Entran tres señores)

SEÑOR 1: Vedlo, no tiene en cuenta a nadie en las conferencias privadas ni en los


consejos, sólo a él.

SEÑOR 2: Ni un agravio más sin la debida queja.

SEÑOR 3: Y condenado sea quien no la secunde.

SEÑOR 1: Seguidme pues. Señor Helícano, una palabra.

HELÍCANO: ¿A mí? Con mucho gusto. Feliz día, señores.

SEÑOR 1: Sabed que nuestros sufrimientos han llegado al límite y que le caudal
amenaza con desbordar el cauce.

HELÍCANO: ¿Vuestros sufrimientos? ¿Por qué causa? No ofendáis al príncipe que


amáis.

SEÑOR 1: No os ofendáis vos entonces, noble Helícano, pero si el príncipe está


vivo, permitidnos saludarle y decirnos qué país prospera con su presencia. Si vive
en este mundo, iremos en su busca; si yace en la tumba, allí lo encontraremos, y
sepamos si vive, para gobernarnos, o si está muerto, para llorar por él en su
entierro y proceder a elegir libremente.

SEÑOR 2: La muerte a nuestro criterio es lo más probable, y como sabemos que los
reinos sin cabeza son como casas sin techo, que pronto se vienen abajo, nos
sometemos a vuestro noble ser, que conoce mejor que nadie el arte de gobernar y
de reinar, para que sea nuestro soberano.

TODOS: ¡Viva el noble Helícano!

HELÍCANO: En nombre del honor, contened esos entusiasmos, contenedlos, si es


que amáis al príncipe Pericles. Acceder a vuestros deseos sería arrojarme al mar,
donde la violencia dura horas y la calma un minuto. Conceded un año más a la
ausencia de vuestro rey; si expirado este plazo no ha vuelto, aceptaré con la
paciencia de la vejez el yugo que me impongáis. Pero si no me concedéis este acto
de amor, id en su busca como nobles, como súbditos nobles, e invertid en la
búsqueda vuestro arrojo aventurero. Y si lo encontráis y lo convencéis de que
vuelva, seréis como diamantes engastados en su corona.
SEÑOR 1: Necio es quien no se rinde a la prudencia, y puesto que el señor
Helícano nos lo encarece, preparémonos para viajar.

HELÍCANO: Así pues, me amáis, os amo y nos daremos la mano. Cuando los
nobles se unen, los estados duran. (Salen)

ESCENA V

Pentápolis. Una sala del palacio.

CABALLERO 1: Buenos días tenga el buen Simónides.

SIMÓNIDES: Caballeros, os hago saber de parte de mi hija que ella no piensa


emprender la vida de casada hasta que pase un año. El motivo para tal cosa sólo lo
conoce ella y no me lo quiere decir.

CABALLERO 2: ¿Podemos hablar con ella, mi señor?

SIMÓNIDES: Por mi fe que no. Se ha encerrado tan bien en su alcoba que es


imposible hablar con ella. Dentro de doce meses se ceñirá el cinturón de Diana. Lo
ha jurado por los ojos de Cintia y por su honor de virgen no romperá el juramento.

CABALLERO 3: Aunque nos cueste despedirnos, nos marchamos. (Salen los


caballeros)

SIMÓNIDES: Que se vayan con viento fresco. Volvamos a la carta de mi hija. Me


dice que se casará con el caballero extranjero o que nunca más volverá a ver ni el
día ni la luz. Pues está bien, señora, vuestra elección coincide con la mía. Me gusta
mucho. Pero qué tajante es, ni siquiera le preocupa si me agrada a mí o no. En fin,
apoyo su moción y que no se retrase por más tiempo. Cuidado, aquí viene; la
ocultaré. (Entra Pericles)

PERICLES: Que la fortuna sonría al buen Simónides.

SIMÓNIDES: Tanto como a vos, señor. Os estoy reconocido por la dulce música de
anoche. Afirmo que mis oídos nunca habían conocido una armonía tan deliciosa y
halagüeña.

PERICLES: Me alabáis por generosidad, no a causa de mis merecimientos.

SIMÓNIDES: Señor, sois un músico magistral.

PERICLES: El peor de todos los estudiantes, mi buen señor.


SIMÓNIDES: Permitidme haceros una pregunta. ¿Qué pensáis de mi hija, señor?

PERICLES: Una princesa virtuosísima.

SIMÓNIDES: Y es también hermosa, ¿no creéis?

PERICLES: Como un hermoso día de verano, asombrosamente hermosa.

SIMÓNIDES: Señor, mi hija piensa muy bien de vos; sí, tan bien que debéis haceros
cargo de ella, para darle lecciones. Así que haceos a la idea.

PERICLES: Yo soy indigno de ser su preceptor.

SIMÓNIDES: No piensa ella lo mismo; leed, si no, lo que dice aquí.

PERICLES: ¿Qué es esto? Aquí dice que ama al caballero de Tiro. Es una argucia
del reya para quitarme la vida… Ah, no majestad, no queráis tenderme una
trampa, soy un hidalgo extranjero y desdichado, nunca apunté tan alto como para
amar a vuestra hija, antes bien me he desvivido por honrarla.

SIMÓNIDES: Has embrujado a mi hija, eres un villano.

PERICLES: Por los dioses, digo que no. Jamás se me ocurrió cometer la menor
ofensa y jamás emprendí ninguna acción para conquistar su amor o vuestro
desdén.

SIMÓNIDES: Mientes, traidor.

PERICLES: ¡Traidor!

SIMÓNIDES: Sí, traidor, que así disfrazado te has introducido en mi corte con la
magia de tus actos para hechizar el frágil espíritu de mi tierna criatura.

PERICLES: Nadie, exceptuando al rey, me llama traidor sin que yo le atragante la


mentira.

SIMÓNIDES: Ahora aplaudo su valor, por los dioses.

PERICLES: Mis actos son tan nobles como mis pensamientos, que nunca se
contaminaron con un linaje vil. He venido a vuestra corte en busca de honor y no
para revelarme contra su imperio, y el que diga otra cosa distinta, con esta espada
demostraré que es enemigo del honor.

SIMÓNIDES: ¿No? Aquí llega mi hija. Que ella lo vea. (Entra Thaisa)
PERICLES: En tal caso, puesto que sois tan virtuosa como bella, calmad la ira de
vuestro padre aclarándole si mi lengua pronunció o mi mano escribió alguna vez
una sola sílaba requiriendo vuestro amor.

THAISA: Bueno, señor, aunque realmente lo hubierais hecho, ¿por qué habría de
ofenderme yo por algo que me habría complacido?

SIMÓNIDES: Yo os veo muy decidida, señora. Y me alegro con todo mi corazón.


Yo os meteré en vereda y en obediencia; ¿qué es eso de entregar sin mi permiso
vuestro amor y vuestro afecto a un extranjero? El cual, por lo que sé, podría ser, y
nada demuestra lo contrario, de sangre tan noble como la mía. Por lo tanto, os lo
digo a vos, señora, armonizad vuestra voluntad con la mía, y a vos, señor, a vos os
digo que os sometáis a mí u os haré… marido y mujer. Adelante, manos y labios
deben sellar también el pacto. Y con esta unión destruiré las expectativas de
mayores sufrimientos. ¡Que Dios os dé alegría! ¿Estáis satisfechos?

THAISA: Yo sí, si vos me amáis, señor.

PERICLES: Como a mi vida la sangre que la alimenta.

SIMÓNIDES: Así, ¿estáis los dos de acuerdo?

PERICLES Y THAISA: Sí, si os place a vos.

SIMÓNIDES: Me place tanto que quiero veros casados; así que corred al lecho lo
más aprisa que podáis.

ACTO III

CORO

GOWER: El sueño ha vencido ya a la muchedumbre y en la casa no se oyen más


que ronquidos, más fuertes de lo normal porque las barrigas se han llenado mucho
en este aparatoso banquete de bodas. El gato, con ojos cual carbones encendidos,
acecha delante del agujero del ratón, y los grillos cantan en la boca del horno y
sonríen al sentir su calor. Himeneo ha conducido a la novia hasta el lecho, donde
con la pérdida de la doncellez se ha echado un niño en el molde. Estad atentos, y
que vuestra delicada fantasía prologue con habilidad el breve tiempo en que esto
transcurre. Os explicaré con palabras el significado de la pantomima. (Entran por
una puerta Pericles, Simónides y el séquito. Les sale al encuentro un mensajero,
que se arrodilla y entrega una carta. Entran Thaisa, embarazada, y la nodriza
Licórida) Han buscado a Pericles por muchos caminos y lugares inhóspitos, por los
cuatro extremos del mundo, y con orden de que no se repare en gastos durante la
búsqueda y no se escatimen los caballos ni las naves. Por fin, respondiendo la fama
a las más extrañas pesquisas, llegaron de Tiro a la corte del rey Simónides unas
cartas que decían que Antíoco y su hija habían muerto, que los hombres de Tiro
habían querido coronar rey a Helícano, pero que éste se había opuesto y se había
apresurado a reprimir el motín; les había dicho que si el rey Pericles no volvía
antes de que pasaran dos veces seis lunas, él, fiel a su palabra, aceptaría la corona.
Un resumen de estos hechos llegó a Pentápolis y entusiasmó a todo el país, y la
gente bate palmas y grita: “¡Nuestro presunto heredero es un rey! ¿Quién ni en
sueños, lo habría imaginado?” En fin, que debe partir hacia Tiro. Su embarazada
reina, ¿quién podría reprochárselo?, quiere ir con él. Omitimos sus lágrimas y su
desmelenamiento. Se lleva a Licórida y se hace a la mar. La nave se estremece
sobre las olas de Neptuno; su quilla ha hendido ya la mitad de la masa de agua;
pero el rostro de la fortuna vuelve a cambiar; el violento septentrión regurgita una
tempestad tal que, semejante a un pato que se zambulle para seguir vivo, la nave
no cesa de subir y bajar. La dama grita y, como le falta ya poco, del miedo que pasa
se pone a parir. Lo que sigue a la tormenta que ha caído se verá por sí mismo, en sí
mismo representado. Yo no contaré nada, la acción puede explicar el resto incluso
mejor que yo hablando. Retened en la imaginación que este escenario es el barco y
en cubierta aparece para hablar el zarandeado Pericles.

ESCENA I

Un barco en el mar.

PERICLES: Dios de este grandioso páramo, castiga a esas olas que quieren llegar al
cielo y al infierno. Y tú que mandas sobre los vientos, llámalos de las
profundidades y átalos con cadenas de bronce. ¡Ah, enmudece esos truenos que
ensordecen y espantan, apaga con delicadeza esas veloces chispas de azufre! Ah,
Licórida, dime cómo está mi reina. Tú, pérfida tormenta, ¿quieres escupirnos todo
lo que hay en ti? El silbato del marinero se oye tanto como un susurro en el oído de
un muerto. ¡Licórida! ¡Lucina, oh, divinísima protectora y partera amable con las
que gritan de noche, consienta tu divinidad en descender a bordo de esta nave y
que se vayan los dolores de parto de mi reina! ¿Sí, Licórida? (Entra Licórida con
una niña)

LICÓRIDA: He aquí un ser demasiado joven para este lugar y que, si tuviera seso,
moriría como yo. Tomad en brazos este pedazo de vuestra difunta reina.

PERICLES: ¿Cómo? ¿Qué dices, Licórida?


LICÓRIDA: Paciencia, buen señor, no ayudéis a la tempestad. Ahí está todo lo que
queda vivo de vuestra reina, una niña; por ella debéis ser hombre y consolaros.

PERICLES: ¡Oh, dioses! ¿Por qué hacéis que nosotros amemos vuestros hermosos
regalos si nos los arrebatáis inmediatamente? Los de aquí abajo no solemos
recuperar lo que hemos dado, y en eso podemos competir en honor con vosotros.

LICÓRIDA: Paciencia, buen señor, aunque sea por esta carga.

PERICLES: Que tu vida sea tranquila, porque nunca hubo criatura con un
nacimiento más agitado. Que tus cualidades sean amables y apacibles, pues al
llegar a este mundo has tenido el recibimiento más bárbaro que se haya
dispensado nunca a la hija de un príncipe. Y felicidad para el resto de tu vida. El
fuego, el aire, el agua, la tierra y el cielo se dieron cita en tu nacimiento y te
anunciaron cuando saliste de la matriz. ¡Pobre pellizco de la naturaleza! Ya desde
el principio pierdes más de lo que podrás tener, a pesar de lo mucho que hay aquí.
Ahora, que los bondadosos dioses te miren del modo más dulce posible. (Entran
dos marineros)

MARINERO 1: ¿Hay valentía, señor? ¡Dios os guarde!

PERICLES: Valentía de sobre. No temo la tormenta; no es lo que me ha golpeado


más fuerte. Pero por amor a esta pobre niña, a esta nueva pasajera, desearía que se
callara.

MARINERO 1: ¡Aflojad esas bolinas! No vas a enmudecer, ¿verdad? Pues sopla


hasta que te partas en dos.

MARINERO 2: Pero con espacio para maniobrar, no me importa que las nubes de
olas saldas besen la luna.

MARINERO 1: Señor, es necesario arrojar al agua a vuestra reina. El mar está muy
picado, el viento es recio y no se calmará hasta que el barco quede libre de
difuntos.

PERICLES: Eso es una superstición vuestra.

MARINERO 1: Perdonados, señor; es lo que hacemos todos cuando estamos en el


mar y somos muy celosos con nuestras costumbres. Entregádnosla cuanto antes,
hay que arrojarla por la borda inmediatamente.

PERICLES: Cumplid vuestro deseo. ¡Desdichadísima reina!


LICÓRIDA: Yace aquí, señor. (Descubre el cadáver de Thaisa)

PERICLES: Terrible lecho de parto has tenido, amor mío; sin luz, sin fuego; los
elementos, hostiles, te olvidaron completamente. Y no tengo tiempo de darte una
tumba santificada, sino que, apenas sin ataúd, he de arrojarte al légamo, donde, a
falta de un monumento sobre tus restos y lámparas eternamente encendidas, la
escupidora ballena y las aguas murmurantes pasarán por encima de tu cadáver,
que yacerá entre las sencillas conchas. Ah, Licórida, di a Néstor que me traiga
especias, tinta, papel, la caja y las joyas. Y di a Nicandro que me traiga el cofrecillo
de raso. Pon a la niña en la almohada. Anda, ve, mientras me despido
religiosamente de ella. A escape, mujer. (Sale Licórida)

MARINERO 2: Señor, debajo de las escotillas tenemos un cofre, que ya está


calafateado y alquitranado.

PERICLES: Te lo agradezco. Dime, marinero, ¿qué costa es ésta?

MARINERO 1: Estamos cerca de Tarso.

PERICLES: Desvía hacia Tiro la ruta, amable marino. ¿Cuándo podríamos llegar?

MARINERO 1: Al alba, si cesa el viento.

PERICLES: ¡Ah, pon rumbo a Tarso! Allí veré a Cleón, porque la niña no podría
aguantar hasta Tiro. Allí la dejaré bien atendida. A lo tuyo, buen marino; ahora
mismo os llevo el cadáver. (Sale)

ESCENA II

Éfeso. Una sala en la residencia de Cerimón.

CERIMÓN: ¡Eh, Filemón!

FILEMÓN: (Entrando) ¿Llama mi señor?

CERIMÓN: Enciende fuego y trae comida para esos infelices. Ha sido una noche
tormentosa y terrible. (Sale Filemón)

CRIADO 1: Yo he visto muchas, pero nunca había pasado una así.

CERIMÓN: Tu amo estará muerto antes de que vuelvas. No hay nada que pueda
administrársele para que se recupere. Dale esto al apotecario y dime cómo opera.
(Salen los criados. Entran dos hidalgos)
HIDALGO 1: Buenos días.

HIDALGO 2: Buenos días tenga su señoría.

CERIMÓN: Caballeros, ¿por qué os levantáis tan temprano?

HIDALGO 1: Señor, nuestros alojamientos, que están pegados al mar, tiemblan


como en un terremoto. Las mismas vigas parecen ceder y parece que todo se
viniese abajo. Sólo la sorpresa y el miedo me obligaron a abandonar la casa.

HIDALGO 2: Tal es la razón de que os molestemos tan temprano; ya sabemos que


no estamos en nuestra casa.

CERIMÓN: Bien dicho.

HIDALGO 1: Pero me maravilla en gran medida que vuestra señoría, que vive
harto de riqueza, haya abandonado a horas tan tempranas el dorado sopor del
reposo. Es muy extraño que la naturaleza congenie tanto con la fatiga sin sentirse
obligada.

CERIMÓN: Siempre he pensado que la virtud y la habilidad eran dones superiores


a la nobleza y la riqueza. Los herederos despreocupados pueden deslustrar y
gastar las dos últimas, pero la inmortalidad afecta a las primeras, haciendo del
hombre un dios. Es sabido que siempre he estudiado la medicina y, gracias a su
arte secreta, y consultando autoridades, y acumulando práctica, he llegado a
conocer las virtudes curativas que hay en las plantas, en los metales y en las
piedras; y puedo hablar de los trastornos que ocasiona la naturaleza y de sus
remedios, lo cual me proporciona una alegría más verdadera que andar sediento
de honores inseguros y que encerrar mi placer en sacos de seda, para complacer a
los necios y a la muerte.

HIDALGO 2: La caridad de vuestra señoría ha llovido sobre todo Éfeso y cientos


de individuos se proclaman criaturas vuestras, pues por vos se han restablecido.
Han sido vuestra sabiduría, vuestro esfuerzo personal, incluso vuestra bolsa,
siempre abierta, los que han dado a Cerimón una fama tan merecida que el tiempo
nunca… (Entran dos o tres con un cófre)

CRIADO 1: ¡Venga, levantad de ahí!

CERIMÓN: ¿Qué es esto?


CRIADO: Señor, hace un rato que el mar ha arrojado esta caja a nuestra costa. Es
de un naufragio.

CERIMÓN: Dejadla y echémosle un vistazo.

HIDALGO 2: Parece un ataúd, señor.

CERIMÓN: Sea lo que fuere, pesa muchísimo. Abridlo inmediatamente. Si el


estómago del mar sufre una indigestión de oro, este regüeldo es un golpe de la
fortuna.

HIDALGO 2: Así es, señor.

CERIMÓN: ¡Qué bien calafateada y alquitranada! ¿Y nos la ha arrojado el mar?

CRIADO 1: Jamás vi ola tan grande como la que la echó a nuestra playa.

CERIMÓN: Abridla. ¡Con cuidado! Qué perfume tan dulce llega a mis sentidos.

HIDALGO 2: Un aroma exquisito.

CERIMÓN: Como jamás percibieron mis fosas nasales. ¡Venga, arriba, arriba!
¡Dioses omnipotentes! ¿Qué hay aquí? ¿Un cadáver?

HIDALGO 1: ¡Acontecimiento singular!

CERIMÓN: Amortajado con paño de ley, embalsamado y rodeado de bolsas de


especias. ¡Y con un salvoconducto! Apolo, ayúdame a entender la letra. (Lee el
papiro) Doy testimonio con este aserto,

si este ataúd llegare a buen puerto,

de que yo, el rey Pericles, he perdido

a esta reina que más que todo ha valido.

Quien la encuentre, la entierre según la ley,

pues era hija de un rey.

Que este tesoro sea su paga y señal

y los dioses le premien su buen natural.

Si vives Pericles, tu corazón debe de seguir sangrando. El suceso tuvo lugar


anoche.
HIDALGO 2: Es muy probable, señor.

CERIMÓN: Afirmo rotundamente que fue anoche, fijaos en su lozano aspecto.


Fueron unos bárbaros arrojándola al mar. Encended un fuego aquí mismo. Traed
todas las cajas de mi gabinete. (Sale un criado) La muerte puede usurpar la
naturaleza durante unas horas y el fuego de la vida reanimar después los espíritus
comprimidos. He leído que ciertos egipcios, cuando ya llevaban cuatro horas
muertos, recuperaron poco a poco la salud. (Entra el criado con paños y una
antorcha) Bien hecho, bien hecho, el fuego y la tela. Os lo ruego, haced que suenen
los toscos he imperfectos instrumentos que tenemos. (Tocan música mientras
Cerimón se acerca a Thaisa) ¡Otra vez la viola! ¡A ver si te despejas alcornoque!
¡Adelante con la música! (Vuelven a tocar) Os ruego que deis ritmo a la dama.
Caballeros, la reina vivirá. La naturaleza despierta. Ya exhala calor. No ha estado
desvanecida más de cinco horas. Ved que vuelve a respirar la flor de la vida.

HIDALGO 1: Los cielos, por mediación de vuestra persona, han multiplicado


nuestra admiración y han cimentado vuestra fama para siempre.

CERIMÓN: La reina vive. Fijaos: sus párpados, estuches de las joyas celestiales que
ha perdido Pericles, separan ya sus flecos de oro deslumbrante. Dos diamantes del
más exquisito acabado parecen multiplicar por dos la riqueza del mundo. Vive y
reguemos con nuestras lágrimas el relato de vuestras cuitas, hermosa criatura, que
tan extraordinaria parecéis.

THAISA: ¡Oh, cara Diana! ¿Dónde estoy’ ¿Dónde está mi señor? ¿Qué mundo es
éste?

HIDALGO 2: ¿Verdad que es extraño?

HIDALGO 1: De lo más extraordinario.

CERIMÓN: Callad, bondadosos vecinos. Necesito vuestra ayuda. Hay que


trasladarla al aposento contiguo. Traed ropa blanca. Hay que tratar este asunto con
cuidado, pues una recaída sería mortal. Andando, y que Esculapio nos guíe. (Se
llevan a Thaisa)

ESCENA III

Tarso. Una sala en la residencia de Cleón.


PERICLES: Debo partir, honorabilísimo Cleón. Los doce meses han transcurrido ya
y la paz de Tiro es inestable. Os estoy muy agradecido a vos y a vuestra esposa.
Que los dioses os lo paguen.

CLEÓN: No sufrís en vano las violentas conmociones de la fortuna, que siguen


hiriéndoos de forma mortal, pues también a nosotros nos afectan.

DIONISA: ¡Ah, vuestra dulce reina! Si las severas Parcas hubieran permitido que la
trajeras, su espectáculo habría bendecido mis ojos.

PERICLES: Hemos de someternos a las potestades que están por encima de


nosotros. Aunque me encolerizase y rugiera como el mar en que ella yace, las cosas
no cambiarían. Dejo a vuestra caridad y a vuestro cuidado a mi pequeña Marina, a
la que hemos llamado así porque nació en el mar, rogándoos que le deis el
aprendizaje que corresponde a una princesa, para que se comporte como quien es.

CLEÓN: No temáis, mi señor, que no nos olvidaremos de la hija de quien alimentó


a mi país con su trigo y por quien el pueblo reza todavía. Si la negligencia me
hiciera cometer actos indignos, el pueblo al que ayudasteis me obligaría a cumplir
con mi deber. Pero si para tal fin mi naturaleza necesitase acicate, caiga la cólera de
los dioses sobre mí y los míos hasta la última generación.

PERICLES: Os creo. Vuestro honor y vuestra bondad me convencen sin necesidad


de juramentos. Hasta que contraiga matrimonio, señora, en honor de la radiante
Diana, a la que todos veneramos, dejaré intonso mi cabello, aunque podría pasar
por capricho. Debo partir ya. Buena señora, vuestro celo me bendecirá cuidando de
mi hija.

DIONISA: Ya tengo una y por ella no siento más amor que por la vuestra, mi
señor.

PERICLES: Señora, mi gratitud y mis plegarias.

CLEÓN: Acompañaremos a vuestra majestad hasta la orilla y allí os dejaremos a


merced del enmascarado Neptuno y de los vientos más suaves del cielo.

PERICLES: Acepto el ofrecimiento. Venid, queridísima señora. Ah, no haya


lágrimas, Licórida, no haya lágrimas. Cuidad de vuestra pequeña ama, de cuya
benevolencia podría depender tu vida futura. Venid, mi señor. (Salen)

ESCENA IV
Éfeso. Una de las salas de la residencia de Cerimón.

CERIMÓN: Señora, esta carta y estas diferentes joyas que aquí os muestro estaban
en un cofrecillo que creo os pertenece. ¿Acaso podéis reconocer la letra con la que
está escrita la carta?

THAISA: Sí, la reconozco. Es la letra de mi señor. Yo iba a bordo de un barco, eso


lo recuerdo bien, y también sé que estaba a punto de dar a luz. Pero si parí o no,
por los dioses benditos eso no lo sé. Y como no volveré a ver a mi esposo y señor el
rey Pericles, tomaré hábito de vestal y me olvidaré para siempre de la alegría.

CERIMÓN: Señora, si vuestra intención es haceros vestal, como acabáis de decir, os


informo de que el templo de Diana no está lejos; podréis vivir en él hasta que
expire vuestro plazo. Además tengo allí una sobrina que, si es de vuestro gusto, os
podrá servir y haceros compañía.

THAISA: Sólo puedo recompensaros con mi gratitud; aunque el don sea pequeño,
mi determinación es grande. (Salen)

ACTO IV

CORO

GOWER: Suponed que Pericles llegó a Tiro, que fue bien recibido y que consiguió
arreglarlo todo según su deseo. La sufrida reina que dejamos en Éfeso se ha hecho
sacerdotisa de Diana. Acordaos ahora de Marina, a la que en esta rápida jornada
encontramos en Tarso; Cleón le ha enseñado música y ahora ella resplandece con
toda la gracia de la educación recibida y es el corazón y el foro del asombro
general. Pero, ay, el monstruo de la envidia, que a menudo estorba el elogio
merecido, quiere extinguir la vida de Marina con el cuchillo de la traición. Y es que
nuestro Cleón tiene una hija, que es una moza hecha y derecha, y ya está madura
para el rito conyugal. La doncella se llama Filotea y dice nuestra verídica historia
que siempre quiere compararse con Marina; cuando teje la seda con dedos largos,
pequeños, blancos como la leche; o cuando con la afilada aguja hiere la batista, que
queda más sólida cuanto más agujereada; o cuando canta acompañándose con el
laúd y hace callar a las aves nocturnas, que siempre cantan quejumbrosamente; o
cuando homenajea a su señora Diana con su pluma constante y fructífera. Esta
Filotea rivaliza con Marina en todo absolutamente. Tal el cuervo quiere competir
en blancura con la paloma de Pafos. Marina recibe todos los elogios, que se le dan
como se le debieran, no como si se los regalaran. Esto eclipsa tanto las gracias de
Filotea que la esposa de Cleón, con desusado resentimiento, prepara un regalo
criminal para la bondadosa Marina, para que con su muerte su hija no tenga quien
la supere. Nada más aprestados estos viles pensamientos aparece muerta Licórida,
nuestra nodriza, y la pérfida Dionisa hace este golpe el instrumento de su odio.
Encomiendo a vuestra satisfacción el embrionario desenlace. Sólo tengo que
transportar el tiempo alado con los pies cojos de mis versos, pero si vuestros
pensamientos no me siguen, no llegaré nunca. Aquí llega Dionisa con Leonino, un
sicario. (Sale)

ESCENA I

Tarso. Un lugar cercano al mar.

DIONISA: Recuerda tu juramento. Has jurado llevarlo a cabo. Será sólo un golpe
del que nunca se tendrá noticia. Nada en el mundo te reportará tanto beneficio en
tan poco tiempo. Procura que la conciencia, que no es más que un amor frío que
arde en rescoldo en tu pecho, acabe inflamándote; tampoco dejes que te ablande
esa piedad a la que han renunciado incluso las mujeres; cumple tu misión como un
soldado.

LEONINO: Así lo haré, aunque es una criatura virtuosa.

DIONISA: La más apropiada entonces para que los dioses la reciban. Aquí llega,
llorando por la muerte de la única persona que amaba. ¿Estás decidido? (Entra
Marina con una cesta de flores en los brazos)

MARINA: Le robaré flores a Telos para sembrar tus prados. Margaritas,


campanillas, violetas y caléndulas alfombrarán tu tumba mientras dure el verano.
Ay de mí, pobre doncella, nacida en una tempestad al morir mi madre, este mundo
es para mí una interminable tormenta que me aparta de mis amigos.

DIONISA: ¿Qué es eso, Marina? ¿Por qué estáis sola? ¿Cómo es que mi hija no está
con vos? No os consumáis la sangre con la tristeza; tenéis otra nodriza en mí.
¡Señor, cómo ha cambiado vuestro semblante con este percance inútil! Vamos,
dadme las flores. Pasead con Leonino por la orilla del mar. El aire sopla veloz allí,
y afila y estimula el estómago. Venid, Leonino. Tomadla del brazo, pasead con ella.

MARINA: No, os lo ruego. No os privaré de vuestro criado.

DIONISA: Vamos, vamos. Amo al rey vuestro padre y a vos misma más de lo que
ama un corazón extranjero. Aquí lo esperamos todos los días. Cuando vuelva y vea
tan desmejorado a quien es nuestro modelo en todo, se arrepentirá de haber
emprendido tan largo viaje, y a mi señor y a mí nos culpará de no haberos llevado
por el mejor camino. Id, os lo ruego. Pasead y recuperad la alegría. Conservad esa
magnífica tez que roba las miradas de jóvenes y ancianos. No os preocupéis por
mí; se ir a mi casa sola.

MARINA: Entonces iré, aunque no tengo ganas.

DIONISA: Vamos, vamos, sé que es bueno para vos. Leonino, pasead media hora
por lo menos. Recordad lo que os he dicho.

LEONINO: Os lo certifico, señora.

DIONISA: Me despido de ti por un rato, dulce damisela. Id despacio para no


calentaros la sangre. ¡Bueno! Decididamente tengo que encargarme de vos.

MARINA: Gracias, dulce señora. (Sale Dionisa) ¿Es viento del oeste el que sopla?

LEONINO: Suroeste.

MARINA: Cuando nací soplaba el septentrión.

LEONINO: ¿De veras?

MARINA: Mi padre, según dice mi nodriza, nunca tenía miedo, y gritaba a los
marineros: “¡Buenos marinos!”, y se despellejaba sus reales manos halando cabos,
y aferrado al mástil, se enfrentaba a un mar que barría la cubierta.

LEONINO: ¿Cuándo fue eso?

MARINA: Cuando nací. Nunca se vieron olas ni vientos más furiosos, a uno que
subía entre las velas lo barrieron de la escala. “¡Eh! – dice otro -, ¿a dónde vas?”, y
con destreza goteante patina de proa a popa. El contramaestre toca el silbato, el
capitán grita y aumenta la confusión de todos.

LEONINO: Vamos, elevad vuestras plegarias.

MARINA: ¿Qué os proponéis?

LEONINO: Si necesitáis un breve momento para rezar, os lo concedo. Rezad, pero


no seais pesada, porque los dioses tienen buen oído y yo he jurado hacer mi trabajo
con rapidez.

MARINA: ¿Por qué queréis matarme?


LEONINO: Para complacer a mi ama.

MARINA: ¿Y por qué quiere ella que me maten? Por mi fe que nunca le hice daño
en toda mi vida, que yo recuerde. Creedme, es verdad, nunca he matado un ratón
ni he perjudicado a una mosca. Si he pisado un gusano ha sido contra mi voluntad,
pero he llorado por él. ¿en qué la he ofendido, qué provecho sacaría de mi muerte
o qué peligro le supone mi vida?

LEONINO: Mi misión no consiste en razonar el hecho, sino en llevarlo a término.

MARINA: No lo llevaréis a término por nada del mundo, espero. Tenéis buenas
prendas y en vuestro aspecto se lee que tenéis un corazón noble. Os vi hace poco,
fuisteis herido mientras separabas a dos que peleaban. Verdaderamente, el
acontecimiento sacó a relucir vuestra nobleza. Haced lo mismo ahora. Vuestra ama
quiere mi vida; poneos en medio y salvad a esta pobrecilla que es la más débil.

LEONINO: He jurado y cumpliré. (Se apodera de ella. Entran unos piratas)

PIRATA 1: ¡Detente, villano! (Leonino huye corriendo)

PIRATA 2: ¡Una presa, una presa!

PIRATA 3: ¡Aquí hay que repartir, compañeros, hay que repartir! Venga,
llevémosla al barco inmediatamente. (Salen los piratas, llevándose a Marina. Entra
Leonino)

LEONINO: Estos desvergonzados ladrones son siervos del gran pirata Valdés y se
han apoderado de Marina. Que se la lleven. No hay esperanza de que vuelva.
Juraré que ha muerto y que la he arrojado al mar. Pero voy a seguir mirando.
Puede que se limiten a satisfacer sus apetitos en ella y no se la lleven a bordo. Si la
violan y la dejan, tendré que matarla. (Sale)

ESCENA II

Mitilene. Una habitación de un burdel.

ALCAHUETE: ¡Boult!

BOULT: ¿Señor?

ALCAHUETE: Inspecciona bien el mercado. Mitilene está lleno de galanes. Hemos


perdido demasiado dinero en esta feria por culpa de la escases de mozas.
ALCAHUETA: Nunca hemos estado tan faltos de criaturas. Apenas llega a tres las
que tenemos y no pueden hacer más de lo que hacen. Y como trabajan sin parar,
están ya estropeadas.

ALCAHUETE: Por lo tanto hay que encontrar carne fresca, cueste lo que cueste. Si
no se pone conciencia profesional en un oficio, no se prospera nunca.

ALCAHUETA: Eso es muy cierto. No tenemos por qué andar criando pobres
bastardas y eso que, según creo, yo he criado a once…

BOULT: Sí, hasta los once años y entonces las pusisteis a trabajar. ¿Inspecciono el
mercado?

ALCAHUETA: ¿Qué otra cosa puedes hacer, hombre? La mercancía que tenemos
está en tan mal estado que la abatirá el viento a poco que sople fuerte.

ALCAHUETE: Es verdad. Dos están enfermas, lo sé en conciencia. El pobre


transilvano que se acostó con la pequeña lagarta se murió.

BOULT: Sí, le pegó el sifilazo en un santiamén y lo convirtió en una gusanera. Pero


voy a inspeccionar el mercado. (Sale)

ALCAHUETE: Tres o cuatro mil sequíes serían la cantidad apropiada para


retirarse y vivir tranquilamente.

ALCAHUETA: ¿Y por qué hay que retirarse, hombre de Dios? ¿Te avergüenza
trabajar de viejo?

ALCAHUETE: Ah, no tenemos nuestra reputación como nuestros beneficios, y


estos son inferiores al peligro. Por lo tanto, si de jóvenes pilláramos una bonita
suma, podríamos poner la tranca en la puerta. Además, estamos en tan malas
relaciones con los dioses que más nos valdría retirarnos.

ALCAHUETA: Bah, otros delinquen igual que nosotros.

ALCAHUETE: ¿Igual que nosotros? Sí, y mejor también; nosotros delinquimos


peor. Nuestro oficio no es una profesión ni una vocación. Pero aquí viene Boult.
(Entran Boult, los piratas y Marina)

BOULT: Explicaos a vuestro aire, señores. ¿Decís que es virgen?

PIRATA 1: Ah, señor, indudablemente que es virgen.


BOULT: Amo, os he traído esta pieza para que la veáis. Si os gusta, bien está. Si no,
es que he perdido celo.

ALCAHUETA: ¿Tiene cualidades, Boult?

BOULT: Tiene bonita cara, se expresa bien y viste unas ropas exquisitas. No creo
que hagan falta más cualidades para no rechazarla.

ALCAHUETA: ¿Qué precio tiene?

BOULT: No he conseguido que baje de mil piezas.

ALCAHUETE: Bien, seguidme, señores; vosotros tendréis vuestro dinero


inmediatamente. Esposa, llevadla dentro. Indicadle que es lo que ha de hacer, para
que no sea una novata en la labor. (Salen el Alcahuete y los piratas)

ALCAHUETA: ALCAHUETE:

ALCAHUETA: Boult, tómale las señas, el color del pelo, la tez, la estatura, la edad,
que te dé garantías de su virginidad y grita: “Quién más pague la tendrá él
primero”. Una doncellez así no sería una baratija si los hombres fueran como antes.
Haz lo que te ordeno.

BOULT: Pasó a la ejecución. (Sale)

MARINA: Ay, ¿por qué Leonino fue tan torpe y lento? En vez de hablar, debería
haberme dado el golpe. ¿Y por qué estos piratas no han sido lo bastante bárbaros
para arrojarme por la borda y reunirme con mi madre?

ALCAHUETA: ¿Por qué te lamentas, guapa?

MARINA: Porque soy guapa.

ALCAHUETA: Vamos, que los dioses te han hecho un largo servicio.

MARINA: No les acuso a ellos.

ALCAHUETA: Habéis caído en mis manos, en las que os gustará vivir.

MARINA: Mayor mi culpa entonces por haber escapado de las manos en las que
me habría gustado morir.

ALCAHUETA: Sí, vivirás rodeada de placeres.

MARINA: No.
ALCAHUETA: Sí, desde luego que sí, y conocerás caballeros de todas las clases. Te
irá bien. Conocerás la gama entera de los talantes y los aspectos. ¿Cómo? ¿Te tapas
los oídos?

MARINA: ¿Sois mujer?

ALCAHUETA: ¿Y qué quieres que sea, si no soy mujer?

MARINA: Sois mujer honrada o no sois mujer.

ALCAHUETA: Caramba, cría cuervos. Habrá que hacer algo contigo. Eres una
vara joven y arrogante, pero ya te doblaré yo como es debido.

MARINA: ¡Que los dioses me protejan!

ALCAHUETA: Si place a los dioses protegerte con hombres, entonces que los
hombres te cuiden, que los hombres te den de comer y que los hombres te
calienten. Ya vuelve Boult. (Entra Boult) Y bien, señor, ¿la has pregonado en el
mercado?

BOULT: He pregonado hasta cuántos pelos tiene. He pintado su retrato con la voz.

ALCAHUETA: Y dime, te lo ruego, ¿cómo viste dispuesta a la gente, en particular


a los jóvenes?

BOULT: Por mi fe que me escuchaban como si les estuviera leyendo el testamento


de su padre. Había un español a quien la boca se le hacía agua y se fue a la cama
con la descripción de la muchacha.

ALCAHUETA: Lo tendremos aquí mañana con su mejor gorguera.

BOULT: Esta noche, esta noche llega. Pero, señora, ¿conocéis vos al caballero
francés, el patituerto?

ALCAHUETA: ¿Quién, Monsieur Chancro?

BOULT: Sí, ése. Al oír mi proclama, hizo amago de chocar los talones en el aire,
lanzó un quejido y juró que la vería mañana.

ALCAHUETA: Bueno, bueno, en cuanto a ése, fue él quien nos trajo el contagio;
aquí no hace sino recuperarlo. Sé que vendrá a nuestra sombra a derramar sus
coronas gálicas.
BOULT: Bueno, si nos llegara un viajero de cada nación, tendríamos alojamiento
para todos bajo este rótulo.

ALCAHUETA: Acércate, hazme el favor. La fortuna te sale al encuentro. Oye lo


que te digo. Debe parecer que hacéis con miedo lo que haréis de buena gana; que
despreciáis el beneficio cuando os lo ofrecen en abundancia. Llorar por la vida que
lleváis despierta la piedad de los pretendientes. Y rara es la vez que esa piedad no
engendra una buena impresión y esa impresión un beneficio neto.

MARINA: No os entiendo.

BOULT: Vamos, ponedla al tanto, ama, ponedla al tanto. Hay que apagar esos
rubores con un poco de aprendizaje.

ALCAHUETA: Dices bien, por mi fe, hay que apagarlos, pues incluso la recién
casada, que tiene permiso para hacer lo que hace, lo hace con un poco de
vergüenza.

BOULT: Por mi fe que no todas, unas sí y otras no. Pero, ama, ya que he regateado
yo por el asado…

ALCAHUETA: Quieres cortar un pedazo en el asador.

BOULT: Algo así.

ALCAHUETA: ¿Y quién te lo niega? Ven, mozalbete. Me gusta el corte de tu ropa.

BOULT: Sí, por mi fe, en eso no cambio.

ALCAHUETA: Boult, ve a lucirte por la ciudad. Informa de la entretenedora que


tenemos. Tendrás tu comisión por cada cliente. Cuando la naturaleza creo este
ejemplar, quiso que también tú tuvieras tu ocasión. Pregona por lo tanto que es un
dechado de perfecciones y obtendrás el fruto de tu siembra.

BOULT: Os aseguro, señora, que el trueno no estremecerá tanto los lechos de


anguilas como estremeceré yo a los lascivos con el elogio de su belleza. Traeré
alguno esta noche.

ALCAHUETA: Espabila. Sígueme.

MARINA: Aunque queme el fuego, corte el cuchillo y las aguas sean profundas,
mantendré atado el nudo de mi virginidad. ¡Diana, ayúdame a conseguirlo!
ALCAHUETA: ¿Qué tenemos que ver nosotros con Diana? ¿Quieres venir con
nosotros? (Salen)

ESCENA III

Tarso. Una sala de la residencia de Cleón.

DIONISA: ¿Por qué sois tan insensato? Es que puede repararse.

CLEÓN: Ah, Dionisa, ni el sol ni la luna han visto nunca un crimen como éste.

DIONISA: Creo que otra vez os comportáis como un niño.

CLEÓN: Si yo fuera el señor principal de todo este dilatado mundo, lo daría a


cambio de deshacer lo hecho. Una señora, más por virtud que por sangre, y al
mismo tiempo una princesa que podría compararse con cualquier reina de la tierra.
¡Ah, malvado Leonino! Al que además has envenenado. Si hubieras bebido con él,
le habrías hecho un cumplido acorde con tu papel. ¿Qué dirás cuando el noble
Pericles reclame a su hija?

DIONISA: Que ha muerto. Las nodrizas no son las Parcas. Cuidar no es conservar
para siempre. Murió por la noche. Eso le diré. ¿Quién puede desmentirlo? A menos
que deslealmente hagas el inocente y, movido por un honrado atributo, exclames:
“No murió de muerte natural”.

CLEÓN: Oh, calla. En fin, de todos los pecados que hay bajo los cielos, éste es el
que menos gusta a los dioses.

DIONISA: Sois de los que piensan que los pajarillos de Tarso van a ir volando a
contárselo a Pericles. Me avergüenzo al pensar en la noble cepa de la que procedéis
y comprobar la cobardía de vuestro ánimo.

CLEÓN: Quien da su aprobación a tal acto, aunque no el consentimiento en


primera instancia, no procede con intenciones rectas.

DIONISA: Pues que así sea. Pero nadie excepto vos sabe cómo encontró la muerte,
y nadie lo sabrá nunca, dado que Leonino ya no está entre nosotros. Esa muchacha
odiaba a mi hija y se interponía entre ella y su buena fortuna. Nadie se fijaba en
ella, sólo miraban el rostro de Marina y a la nuestra la tenían olvidada, la
consideraban una criada a la que no valía la pena saludar. Aquello me traspasó. Y
si llamáis antinatural a mi proceder es porque no la queréis, porque para mí es una
campaña de bondad que emprendo únicamente por vuestra hija.
CLEÓN: ¡Que los cielos perdonen este acto!

DIONISA: Y en cuanto a Pericles, ¿qué va a decir? Lloramos en el cortejo fúnebre


de su criatura y todavía lloramos. Su monumento está casi a punto, y sus epitafios,
grabados en destellantes caracteres de oro, entonan un himno en su honor y
recuerdan que todo se hizo a nuestras expensas.

CLEÓN: Eres como la arpía, que traiciona enseñando su cara angelical mientras
atenaza con sus garras de águila.

DIONISA: Y vos sois como esos supersticiosos que juran por los dioses que el
invierno mata las moscas. Pero sé que haréis lo que os he aconsejado. (Salen)

ESCENA IV

Tarso. Frente al monumento funerario de Marina.

GOWER: Así matamos el tiempo, encogemos la longitud de las leguas, navegamos


en conchas marinas, no deseamos otra cosa, y así vuestra imaginación va de
frontera en frontera, de país en país. Con vuestro permiso, a pesar de que la acción
transcurre en varios países, no cometemos ningún delito empleando un solo
idioma. Os ruego que aprendáis de mí, que salgo en los descansos para contaros
los sucesos de esta historia. Pericles anda otra vez surcando los mares,
acompañado de multitud de señores y caballeros, para ver a su hija, que es la única
alegría de su vida. El viejo Helícano va también. En la capital se queda para
gobernar, acordaos bien, el viejo Escanes, cuya posición ha elevado oportunamente
Helícano en los últimos tiempos. Naves bien gobernadas y vientos de bonanza han
conducido a este rey a Tarso (pensad como su piloto y su arte acelerará vuestros
pensamientos) para recoger a su hija, que ha muerto. Vedlas moverse un momento
como motas y sombras; casaré vuestros oídos con vuestros ojos. (Entra Pericles por
una puerta con todo su cortejo, y Cleón y Dionisa por la otra. Cleón enseña la
tumba a Pericles y éste da rienda suelta a su dolor. Los demás salen.) ¡Ved a la
buena fe burlada por una falsedad! El pesar postizo pasa por condolencia sincera, y
Pericles, totalmente consumido por el dolor, traspasado por los suspiros y
derramando profusión de gruesas lágrimas, abandona Tarso y embarca de nuevo.
Jura que nunca se lavará la cara ni se cortará un solo pelo. Se ha vestido con un
saco y se ha hecho a la mar. Lo alcanza una tormenta que desgarra su nave carnal,
pero sigue adelante. Ahora, por favor, escuchad el epitafio que la pérfida Dionisa
escribió para Marina. Yace aquí la más hermosa,
la más dulce y la mejor,

que se marchitó en la primavera de la vida.

Hija del rey de Tiro era la que ha perecido

en este crimen de la odiosa muerte.

Marina se llamaba, y cuando nació,

la dolida Tetis se tragó una parte de la tierra.

Y la tierra, temiendo una inundación,

encomendó a los cielos a la ahijada de Tetis,

que desde entonces no para,

y jura que no parará,

de lanzar sus arietes contra las playas de guijarros.

Ninguna máscara conviene más a la negra villanía que la dulce y tierna adulación.
Que Pericles crea que su hija ha muerto y siga el camino que le imponga Doña
Fortuna, mientras nuestra escena os muestra las tribulaciones de su hija y la pesada
rutina de su profanado servicio. Paciencia pues, e imaginad que todos estáis en
Mitilene. (Sale)

ESCENA V

Mitilene. Una calle frente al burdel.

CABALLERO 1: ¿Habéis oído alguna vez cosa semejante?

CABALLERO 2: No, ni volveré a oírlo en un lugar como éste cuando ella se vaya.

CABALLERO 1: ¡Ponerse a predicar teología aquí! ¿Os lo imagináis?

CABALLERO 2: No, no. Vámonos, se me han quitado las ganas de ver burdeles.
¿Vamos a oír cantar a las vestales?

CABALLERO 1: Ahora haría cualquier cosa que fuese virtuosa, pues creo que se
me ha acabado para siempre el camino de la crápula. (Salen)

ESCENA VI
Mitilene. Una sala del burdel.

ALCAHUETE: Pues yo daría incluso el doble de lo que me costó a cambio de que


no hubiera venido.

ALCAHUETA: ¡Largo, largo con ella! Es capaz de enfriar al dios Príapo y de


desbaratar toda una generación. No tenemos más salida, o la violan o nos
deshacemos de ella. En vez de complacer a los clientes y hacerme los honores de la
profesión, da tantas evasivas, razones, razones principales, plegarias y
genuflexiones que el diablo se haría puritano si tuviera que esperar un beso de ella.

BOULT: Por mi fe que he de gozarla o licenciará a nuestros caballeros y


transformará en curas a nuestro habituales.

ALCAHUETE: Pues si además de la anemia tiene el chancro, mejor.

ALCAHUETA: Por mi fe que la mejor forma de desembarazarnos de ella es


pegarle el chancro. Aquí viene el señor Lisímaco disfrazado.

BOULT: Tendríamos a la vez señor y plebeyo si esta huraña lagarta se limitara a


ser amable con los clientes. (Entra Lisímaco)

LISÍMACO: ¿Qué tal? ¿Cómo va esa docena de virginidades?

ALCAHUETA: ¡Ah, que los dioses bendigan a vuestra señoría!

BOULT: Me alegro de ver a vuestra señoría con buena salud.

LISÍMACO: Ya puedes decirlo; siempre te va mejor cuando tus clientes se tienen en


pie. Y dime, ¿hay entre toda tu podredumbre algo con lo que pueda tener trato un
hombre sin pasar luego por el médico?

ALCAHUETA: Tenemos una, señor, si ella se prestara… pero nunca hemos tenido
otra igual en Mitilene.

LISÍMACO: Ibas a decir si ella se prestara a las batallas de la oscuridad.

ALCAHUETA: Sabéis lo que quiero decir.

LISÍMACO: Bueno, llámala, llámala.

BOULT: Por su carne y por su sangre, señor, blanca y roja, veréis una rosa. Y sería
una rosa cumplida, si no fuera porque…
LISÍMACO: Sigue, te lo ruego.

BOULT: Ah, señor, sé ser púdico.

LISÍMACO: Eso dignifica la reputación del proxenetismo tanto como eleva el


número de los que pasan por virtuosos. (Sale Boult)

ALCAHUETA: Aquí llega la flor que todavía sigue en el tallo, sin tocar aún, os lo
aseguro. (Entran Boult y Marina) ¿No es una hermosa criatura?

LISÍMACO: Por mi fe que me sirve después de un largo viaje por mar. Bien, aquí
tenéis. Dejadnos.

ALCAHUETA: Ruego a vuestra señoría que me permita decirle unas palabras,


para ponerla a punto.

LISÍMACO: Hazlo, te lo ruego.

ALCAHUETA: Ante todo, debes tener en cuenta que se trata de un hombre


honorable.

MARINA: Quisiera que fuese así para que pudiera apreciarlo como tal.

ALCAHUETA: Además es el gobernador de esta tierra y un hombre con el que


tengo obligaciones.

MARINA: Sí es el gobernador de esta tierra, tenéis obligaciones con él, eso es


verdad, pero no sé hasta qué punto es un hombre honorable.

ALCAHUETA: Te lo ruego, no pongas más obstáculos virginales y sé amable con


él. Te llenará el mandil de oro.

MARINA: Lo que me dé gratis, lo aceptaré con gratitud.

LISÍMACO: ¿Habéis terminado?

ALCAHUETA: Mi señor, no coge el paso todavía; tendréis que poner un poco de


vuestra parte para manejarla. Vámonos, que su excelencia se quede a solas con ella.
Andando. (Sale el trío de alcahuetes)

LISÍMACO: Y bien, guapa, ¿cuánto tiempo llevas en este oficio?

MARINA: ¿Qué oficio, señor?

LISÍMACO: Toma, yo no podría nombrarlo sin cometer una ofensa.


MARINA: En mi oficio no se me puede ofender. Por favor, decid el nombre.

LISÍMACO: ¿Lo profesas desde hace mucho?

MARINA: Desde siempre, que yo recuerde.

LISÍMACO: ¿Tan joven empezaste? ¿Ya eras puta a los cinco años, a los siete?

MARINA: Y mucho antes, señor, si lo soy ahora.

LISÍMACO: Oye, la casa donde te hospedas te anuncia como la moza del partido.

MARINA: ¿Y venís a esta casa sabiendo que es un lugar de esas características? He


oído decir que sois de prendas honorables y el gobernador de esta tierra.

LISÍMACO: Vaya, tu superiora te ha dicho quién soy.

MARINA: ¿Quién es mi superiora?

LISÍMACO: Pues tu herbolaria; la que prepara semillas y raíces de oprobio e


iniquidad. ¡Vamos! Has oído decir algunas cosas sobre mi poder y te mantienes
distante para que te corteje más en serio. Pero yo te digo, hermosa mía, que mi
autoridad no caerá sobre ti, sino que te quiere contemplar de modo amistoso.
Vamos, llévame a un lugar más reservado. Vamos, vamos.

MARINA: Si nacisteis con honor, mostradlo ahora, y si lo lleváis encima, justificad


el criterio de los que os creyeron merecedor de él.

LISÍMACO: ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? Sigue hablando, niña sabia.

MARINA: Ay de mí, pues soy virgen, aunque la fortuna peor intencionada me


haya puesto en este lugar, donde, desde que llegué, he visto que las enfermedades
s venden más caras que los remedios. ¡Quieran los dioses liberarme de este lugar
impío, aunque para ello me transformen en el pájaro más humilde que surca el
aire, cuya pureza es mayor!

LISÍMACO: No imaginaba que hablaras tan bien, jamás se me habría ocurrido. Si


hubiera venido con malas intenciones, tus palabras las habrían modificado. Toma,
te doy oro. Persevera en esa actitud tuya y que los dioses te den fortaleza.

MARINA: Los bondadosos dioses te conserven.

LISÍMACO: Ay de mí, debes creer que no vine aquí con malas intenciones, pues
incluso a mí estas puertas y ventanas me huelen a vileza. Me despido. Eres un
ejemplo de virtud y no hay duda de que has tenido una educación noble. Toma,
ten más oro. ¡Sea maldito y muerto como un ladrón el que ose robar tu inocencia!
Si oyes hablar de mí, será en todo momento en tu beneficio. (Entra Boult)

BOULT: Excelencia, os lo ruego, una moneda para mí.

LISÍMACO: ¡Vete al infierno, maldito portero de lupanar! Si no fuera por esta


virgen que la sostiene, tu casa se vendría abajo y te arrastraría consigo. ¡Paso! (Sale)

BOULT: ¿Cómo es esto? Creo que habrá que proceder de otro modo con vos. Si
vuestra enfurruñada castidad, que no vale lo que un desayuno al aire libre en el
huerto más humilde, consigue derribar toda esta institución, que me capen como a
un perro. Venid.

MARINA: ¿Qué queréis hacer conmigo?

BOULT: Debo quitaros la doncellez yo, o será el verdugo corriente el que ejecute la
sentencia. Venid. No habrá más caballeros despedidos. He dicho que vengáis.
(Entran los dos alcahuetes)

ALCAHUETA: Y bien, ¿cómo va la cosa?

BOULT: De mal en peor, ama. La moza ha estado sermoneando a Lisímaco.

ALCAHUETA: ¡Oh, abominable!

BOULT: Hace que nuestra profesión apeste en la cara de los dioses.

ALCAHUETA: Maldita sea, que la cuelguen de una vez.

BOULT: Un noble que quería tratarla con nobleza, y ella, fría como una bola de
nieve, lo despacha y encima reza por él.

ALCAHUETA: Boult, llévatela. Haz con ella lo que te plazca. Rompe el cristal de
su virginidad y haz el resto maleable.

BOULT: Aunque fuera un terreno más inculto del que ya es, le pasaré el arado.

MARINA: ¡Escuchad, escuchad, oh, dioses!

ALCAHUETA: ¡Hace conjuros! ¡Fuera con ella! Ojalá no hubiera entrado nunca en
mi casa. ¡Anda y que la ahorquen! Ha nacido para destruirnos. ¿No quieres seguir
el ejemplo de las demás mujeres? Así revientes, plato de castidad con romero y
laurel. (Salen los dos alcahuetes)
BOULT: Venid, señora, venid.

MARINA: ¿Qué queréis hacer conmigo?

BOULT: Quitaros la joya que retenéis con tanta afición

MARINA: Dime antes una cosa, por favor, te lo ruego.

BOULT: Adelante, decidme la cosa.

MARINA: ¿Cómo desearías que fuera tu enemigo?

BOULT: Toma, pues querría que fuera como mi amo, o mejor aún, como mi ama.

MARINA: Ninguno de los dos es tan malo como tú, puesto que por la autoridad
que tienen son superiores a ti. Tú sostienes un lugar cuya reputación no la
cambiaría por la suya ni el malvado que peores castigos sufre en el infierno. Eres el
malhadado aposentador de todos los granujas que vienen en busca de su ramera.
Tienes expuesta la oreja del colérico puñetazo de cualquier truhán. Comes vómito
de pulmones enfermos.

BOULT: ¿Qué queréis que haga? ¿Que me vaya a la guerra, para estar sirviendo
siete años, terminar cojo y recibir al final una paga suficiente para comprarme una
pata de palo?

MARINA: Haz lo que sea menos lo que ya haces. Vacía las letrinas llenas o limpia
los vertederos; entra de aprendiz con el verdugo público. Cualquiera de esas
ocupaciones es mejor que la actual, pues ni un babuino, si supiera hablar, se
rebajaría a ejercerla. ¡Que los dioses me permitan salir sana y salva de este lugar!
Toma, aquí tienes oro. Si tu amo quiere sacar beneficio de mí, ve y proclama que sé
cantar, tejer, coser y bailar, además de tener otras virtudes de las que no quiero
jactarme; y estoy dispuesta a enseñar todo eso. No creo que en esta ciudad
populosa me falten alumnos.

BOULT: Pero, ¿sabríais enseñar todo eso que decís?

MARINA: Demuestra que no sé y llévame otra vez al burdel, y prostitúyeme con el


rufián más despreciable que lo frecuente.

BOULT: Bueno, veré lo que puedo hacer por vos. Si puedo colocaros, lo haré.

MARINA: Pero entre mujeres honestas.


BOULT: Por mi fe que hay pocas entre mis conocidas. Pero necesito el
consentimiento de mis amos, ya que pagaron por vos. Por lo tanto iré a contarles
vuestras intenciones, y no me cabe duda de que los encontraré dispuestos a
negociar. Venid, haré por vos lo que pueda. Vamos. (Salen)

ACTO V

CORO

GOWER: Así pues, Marina huye del burdel y prueba fortuna en una casa honesta,
según dice nuestra historia. Canta como un ser celestial y baila como una diosa
ante los mortales que la admiran. Deja mudos a los sabios más insignes y con la
aguja compone, con sus mismas formas naturales, tales frutos y frutas, tales aves y
flores que su arte engendra hermanas de las rosas de la naturaleza; y con lino y
seda duplica la cereza de rubí; no le faltan alumnos de noble cuna, que tratan con
generosidad y le dan unas ganancias que ella entrega a la malhadada alcahueta. La
dejaremos aquí y volveremos a pensar en su padre, al que abandonamos en el mar.
Allí lo perdimos de vista y él, impulsado por el viento, ha llegado a esta ciudad,
donde vive su hija; imaginad que ha echado el ancla delante de esa costa. La
ciudad se prepara para celebrar la festividad anual del dios Neptuno y en
consecuencia Lisímaco observa la nave tiria, las banderas negras bordadas con
gran riqueza; y hacia ella parte en su barca con inquietud. Suponed ahora algo
más; imaginad que estamos en la nave del apenado Pericles; nave donde acabará
explicándose todo lo que ha ocurrido y más todavía. Por favor, sentaos y escuchad.
(Sale)

ESCENA I

Mitilene. El barco de Pericles.

MARINERO DE TIRO: ¿Dónde estará el señor Helícano? Él puede ayudarte. Ah,


está aquí. Señor, ha zarpado de Mitilene una barca y en ella va Lisímaco, el
gobernador, con intención de subir a bordo. ¿Cuál es vuestra decisión?

HELÍCANO: Que siga la suya. Llamad a los caballeros.

MARINERO DE TIRO: ¡Eh, caballeros! Mi señor os llama.

CABALLERO 1: ¿Llama vuestra señoría?

HELÍCANO: Caballeros, una persona de alcurnia va a subir a bordo. Os ruego que


la tratéis bien.
MARINERO DE MITILENE: Señor, éste es el hombre que os puede resolver todas
las dudas.

LISÍMACO: ¡Salve, venerado señor! ¡Que los dioses os conserven!

HELÍCANO: Y a vos, para que viváis más años que yo mismo y para que muráis
cuando quisiera morir yo.

LISÍMACO: Gracias por vuestros buenos deseos. Pues señor, estaba en la playa,
presidiendo los desfiles de Neptuno, y al ver tan cerca de nosotros este excelente
bajel, he querido acercarme para saber de dónde sois.

HELÍCANO: En primer lugar, decidme, ¿quién sois vos?

LISÍMACO: Soy el gobernador de esa ciudad que se extiende ante vos.

HELÍCANO: Señor, nuestra nave es de Tiro y en ella va el rey, un hombre que


desde hace tres meses no ha dirigido la palabra a nadie ni ha tomado más
sustancia que la que necesita para prolongar su dolor.

LISÍMACO: ¿Y a qué se debe tan singular comportamiento?

HELÍCANO: Sería tedioso repetirlo, pero la principal causa de su dolor es la


muerte de su esposa y de su hija bienamada.

LISÍMACO: ¿Se nos permitiría verlo?

HELÍCANO: Se os permitiría, pero gastaréis la vista inútilmente; no habla con


nadie.

LISÍMACO: No obstante, permitídmelo.

HELÍCANO: Vedlo. Fue una buena persona hasta que la catástrofe, una noche
mortal, lo redujo a esto.

LISÍMACO: ¡Salve, majestad! ¡Que los dioses os conserven! ¡Salve, real señor!

HELÍCANO: Es inútil. No os hablará.

SEÑOR: Señor, en Mitilene hay una doncella que apostaría a que le saca unas
palabras.

LISÍMACO: Bien pensado. Ella, con su suave armonía y otros atractivos, lo


despertará sin duda, y entrará en tropel por sus ensordecidas puertas, que ahora
están cerradas. Ninguna la iguala en alegría, y con las doncellas que la siguen está
ahora en el frondoso refugio que queda a este lado de la isla. (Sale el señor)

HELÍCANO: Será en vano, ya lo veréis; sin embargo, no pasaremos por alto nada
que merezca llamarse remedio. Y dado que habéis sido tan bondadoso con
nosotros, permitidme deciros que pagaríamos con oro cualquier cantidad de
comida; no es que estemos hambrientos por carecer de ella, sino hartos de que esté
pasada.

LISÍMACO: Señor, ésa es una cortesía que, si os la negáramos, el dios de la justicia


nos mandaría una oruga por cada injerto y acabaría así con nuestra provincia. Pero
permitidme que insista en conocer con detalle la causa de la aflicción de vuestro
rey.

HELÍCANO: Sentaos, señor. Os lo contaré. Pero ved, me lo impiden. (Entran el


señor, Marina y la acompañante de ésta)

LISÍMACO: Ah, aquí llega la dama que mandé buscar. ¡Bienvenida, hermosa
señora! ¿No veis qué aspecto tan magnífico tiene?

HELÍCANO: Es encantadora.

LISÍMACO: Lo es tanto que, si supiera con seguridad que procede de buena


condición y noble familia, no elegiría a otra y pensaría en el matrimonio. Hermosa
criatura, que contienes toda la bondad de la belleza, si con un feliz artificio puedes
hacer que hable este real paciente, entonces, médica santa, recibirás la paga que
pidan tus deseos.

MARINA: Señor, utilizaré mis mejores artes para que se recupere, con la condición
de que nadie se acerque a él, excepto yo y mi acompañante.

LISÍMACO: Vamos, dejémosla y que los dioses le den suerte. (Se alejan. Marina
canta. Lisímaco se acerca) ¿Ha dado indicio de oír la música?

MARINA: No, ni siquiera nos ha mirado.

LISÍMACO: Fijaos, va a hablarle.

MARINA: ¡Salve, señor! Señor, prestad atención.

PERICLES: ¡Bah! (Aparta a Marina)


MARINA: Soy una virgen, mi señor, que al igual que a los cometas miraban los
demás sin que yo quisiera. Os habla, mi señor, quien ha soportado sufrimientos
que igualarían a los vuestros si se pusieran en la balanza. Aunque la inconstante
fortuna ha destruido mi posición, mi sangre viene de antepasados que podían
equipararse con los poderosos reyes. Pero el tiempo me ha desarraigado de mi
linaje y me ha hecho sierva del mundo y de las circunstancias más extraordinarias.
(Aparte) Yo desistiría, pero siento algo que me calienta la mejilla y me susurra al
oído: “No te vayas hasta que hable”.

PERICLES: Mi fortuna… linaje… buen linaje… igualar a los míos… ¿ha sido así?
¿Qué dices?

MARINA: He dicho, mi señor, que si conocierais mi linaje, no me trataríais con


violencia.

PERICLES: Lo mismo digo. Te lo ruego, mírame. Eres parecida a… ¿de qué región
eres? ¿De estas costas de aquí?

MARINA: No, de ninguna costa, aunque me parieron mortalmente y no soy sino lo


que parezco.

PERICLES: Mi dolor es grande y se alivia con el llanto. Mi queridísima esposa era


como esta doncella y mi hija se le habría parecido mucho. Tiene las cejas firmes de
mi reina, la misma estatura, derecha como una vara, voz musical, ojos como joyas
encerradas en un lujoso estuche, y se mueve como otra Juno; vuelve insaciables los
oídos a los que da alimento y cuanto más les habla, más deseosos de sus palabras
están. ¿Dónde vives?

MARINA: Donde sólo soy extranjera. Desde cubierta se ve el lugar.

PERICLES: ¿Dónde te criaste? ¿Y de qué forma aprendiste ese talento que tu sola
posesión enriquece?

MARINA: Si yo os contara la historia, parecería esas mentiras que se desdeñan


cuando se refieren.

PERICLES: Habla, te lo ruego. Ninguna falsedad puede venir de ti, pues pareces
humilde como la justicia y eres un palacio donde debería morar la verdad
soberana. Creeré lo que digas y concederé crédito a los detalles que parezcan
inverosímiles, pues eres como una que amé en verdad. ¿Quiénes eran tus amigos?
¿No dijiste, cuando te aparté, que fue cuando reparé en ti, que procedías de buen
linaje?

MARINA: Eso dije.

PERICLES: Háblame de tu familia. Creo que dijiste que te arrojaron del infortunio
al engaño y que tu dolor sería comparable al mío, si se midieran los dos.

MARINA: Eso fue lo que dije y no es más que lo que mis pensamientos me han
autorizado a creer probable.

PERICLES: Cuéntame tu historia. Si resulta que es la milésima parte de la que yo


soporto, entonces eres un hombre y yo he sufrido como una zagala; pero te pareces
a la Paciencia, que observa la tumba de los reyes y se sonríe ante los
acontecimientos excesivos. ¿A quiénes tenías por amigos? ¿Te has quedado sin
ellos? Dime tu nombre, amabilísima virgen. Cuéntame, te lo ruego. Ven, siéntate a
mi lado.

MARINA: Me llamo Marina.

PERICLES: Esto es una burla y tú has venido enviada por un dios colérico para que
el mundo se ría de mí.

MARINA: Paciencia, buen señor, o lo dejo en este punto.

PERICLES: Sí, seré paciente. No sabes cómo me sobresalta que te llamas Marina.

MARINA: El nombre me lo puso alguien poderoso, mi padre, que era rey.

PERICLES: ¿Cómo? ¿Eres hija de un rey? ¿Y te llamas Marina?

MARINA: Dijisteis que me creeríais, pero no quisiera turbar vuestra paz, de modo
que me callo

PERICLES: Pero, ¿eres tú en carne y hueso? ¿Tienes un pulso que late? ¿No eres
fruto de la imaginación? ¿Y tienes movimiento? Sigue hablando. ¿Dónde naciste?
¿Y por qué te pusieron Marina?

MARINA: Me llamaron Marina porque nací en el mar.

PERICLES: ¡En el mar! ¿De qué madre?

MARINA: Mi madre era hija de un rey y murió en el mismo instante en que yo


nací, como mi buena nodriza Licórida me contaba a menudo entre lágrimas.
PERICLES: Oh, detente un momento. Estoy viviendo la fantasía más extraordinaria
con que el torpe sueño haya podido burlarse jamás de los insensatos entristecidos.
¡Ésta no puede ser mi hija, a la que vi enterrada! Y bien, ¿dónde te criaste? Lo oiré
todo, hasta la última palabra de tu historia, y no te interrumpiré.

MARINA: Os negáis a creerme. Sería mejor que desistiera.

PERICLES: Creeré todas y cada una de las sílabas que pronuncies. Pero dime,
hazme el favor: ¿cómo viniste a parar a estas regiones? ¿Dónde te criaste?

MARINA: El rey mi padre me dejó en Tarso, hasta que el cruel Cleón y su pérfida
esposa concibieron la idea de matarme; y convencieron a un rufián para que lo
hiciera, y cuando ya estaba a punto, llegó un grupo de piratas, me rescató y me
condujo a Mitilene. Pero buen señor, ¿con qué objeto preguntáis? ¿Por qué esas
lágrimas? Tal vez creáis que soy una impostora. ¡Pero a fe que no! Soy la hija del
rey Pericles, si es que el buen rey Pericles ha existido alguna vez.

PERICLES: ¡Aquí, Helícano!

HELÍCANO: ¿Llama mi señor?

PERICLES: Eres un serio y noble consejero, prudentísimo en todos los menesteres.


Dime si puedes quién es esta doncella, a quién se parece, que tanto me hace llorar.

HELÍCANO: No lo sé, señor, pero tenemos aquí al gobernador de Mitilene, que


cuenta maravillas de ella.

LISÍMACO: Nunca ha querido hablar de su familia. Cuando se le preguntaba,


guardaba silencio y se echaba a llorar.

PERICLES: Oh, Helícano, golpéame, honorable señor, hazme una herida,


sométeme a un dolor físico, no sea que este océano de alegría que me inunda
desborde las orillas de mi condición mortal y me ahogue con su dulzura. Ven,
acércate, oh, tú, que engendras a quien te engendró; tú, que fuiste alumbrada en el
mar, enterrada en Tarso y encontrada en el mar otra vez. Helícano, dobla las
rodillas; da las gracias a los sacrosantos dioses con la fuerza que nos tiene
preparada el trueno. Mira, ella es Marina. ¿Cómo se llamaba tu madre? Dime
también eso, pues la verdad nunca se confirma bastante, aunque las dudas puedan
dormir por siempre.

MARINA: Antes, señor, os ruego que me digáis quién sois.


PERICLES: Soy Pericles de Tiro; pero di ya el nombre de mi ahogada reina, y pues
en todas tus palabras he encontrado una perfección divina, serás heredera de mis
reinos y una segunda vida para tu padre Pericles.

MARINA: ¿Y para ser vuestra hija basta decir que mi madre se llamaba Thaisa?
Thaisa era mi madre y acabó en el mismo instante en que empecé yo.

PERICLES: ¡Bendita seas! Ponte en pie. Eres mi hija. Traed ropa limpia. ¡Es ella,
Helícano! No murió en Tarso, como había previsto el bárbaro Cleón. Ella te lo
contará todo, cuando te arrodilles y verifiques las pruebas de que es tu princesa.
¿Quién es ése?

HELÍCANO: Señor, es el gobernador de Mitilene, que, habiendo oído hablar de


vuestra melancolía, ha venido a veros.

PERICLES: Os abrazo. Traedme la ropa. Me extasío mirándola. ¡Oh, cielos,


bendecid a mi pequeña! Un momento, un momento ¿y la música? Explícale a
Helícano, Marina mía, explícale punto por punto, pues todavía parece tener dudas,
por qué sabes que eres mi hija. Pero, ¿y la música?

HELÍCANO: Señor, no oigo ninguna.

PERICLES: ¿Ninguna? ¡La música de las esferas! ¡Escucha, Marina mía!

LISÍMACO: No es bueno contradecirle; seguidle la corriente.

PERICLES: ¡Exquisitos sonidos! ¿No oís?

LISÍMACO: ¿Música, señor?

PERICLES: Oigo una música celestial. Me obliga a escuchar y un pesado sueño cae
sobre mis ojos. Dejadme descansar.

LISÍMACO: Traed una almohada para su cabeza. Dejémoslo ahora. Bueno, amigos
y compañeros, si esto es lo que creo, os recordaré afectuosamente. (Salen todos
menos Pericles. Aparece Diana)

DIANA: Mi templo está en Éfeso. Ve allí y ofrece un sacrificio en mi altar. Allí,


cuando mis sacerdotisas se congreguen delante de todo el pueblo, cuenta cómo
perdiste a tu esposa en el mar, une tus lamentos a los de tu hija y hazles una
relación exacta de lo ocurrido. Cumple mi orden o vivirás en la desgracia;
cúmplela y serás feliz, por mi arco de plata. Despierta y cuenta lo que has soñado.
PERICLES: (Despertando) Diana celestial, divinidad de plata, te obedeceré.
¡Helícano! (Entran Helícano, Lisímaco y Marina)

HELÍCANO: ¿Señor?

PERICLES: Mi intención era ir a Tarso y atacar allí al inhóspito Cleón, pero he de


desempeñar antes otro servicio. Orientad las velas hacia Éfeso. En seguida os diré
por qué. (A Lisímaco) ¿Nos permitiréis, señor, descansar en vuestra costa y
comprar con oro todo cuanto necesitemos?

LISÍMACO: Señor, con todo mi corazón; y cuando desembarquéis, os haré otra


petición.

PERICLES: Os la concederé; aunque se trate incluso de cortejar a mi propia hija,


pues por lo que parece vos os habéis portado noblemente con ella.

LISÍMACO: Señor, dadme el brazo.

PERICLES: Vamos, Marina mía. (Salen)

ESCENA II

Éfeso. Dentro del templo de Diana.

GOWER: La arena de nuestro reloj está a punto de agotarse; hablaremos un poco


más y se acabó. El último favor que os pido, pues aquí necesito vuestra
amabilidad, es que imaginéis la pompa, los banquetes, los espectáculos, los desfiles
gremiales y la bulla que organizó el gobernador de Mitilene para homenajear al
rey. Ha medrado tanto que lo han prometido con la hermosa Marina y con ella va a
casarse, pero no antes de que el rey haya hecho el sacrificio ordenado por Diana.
Saltaos el tiempo que tarda en llegar, os lo ruego. Las velas de pluma se hinchan al
instante y todos los deseos se cumplen como se esperaba. Veden el templo de Éfeso
al rey con toda su compañía. Si ha venido tan pronto ha sido gracias a vuestra
imaginación. (Sale)

ESCENA III

Éfeso. El interior del templo.

PERICLES: ¡Salve, Diana! Para cumplir tu orden, aquí declaro que soy el rey
Pericles de Tiro, huí asustado de mi país y en Pentápolis contraje matrimonio con
la hermosa Thaisa. Murió de parto en el mar, pero dio a luz una niña llamada
Marina, que todavía viste, oh, diosa, tu hábito de plata. Se quedó en Tarso, para
que la cuidara Cleón, y cuando tenía catorce años, Cleón quiso matarla. Pero los
astros que la protegen la condujeron a Mitilene, ante cuyas costas anclados nos la
trajo la fortuna a bordo, y allí, con la ayuda de sus recuerdos, dio a conocer que era
mi hija.

THAISA: ¡Esa voz, esa prestancia! Vos sois, vos sois… ¡Oh, real Pericles! (Se
desmaya)

PERICLES: ¿Qué le ocurre a esa religiosa? ¡Se muere! ¡Ayuda, caballeros!

CERIMÓN: Noble señor, si vos habéis dicho la verdad ante el altar de Diana, ella
es vuestra esposa.

PERICLES: No, respetable asistente; yo la arrojé por la borda con estos mismos
brazos.

CERIMÓN: Y llegó a esta costa, os lo garantizo.

PERICLES: Es muy probable.

CERIMÓN: Cuidad de ella. Ah, sólo ha sido un empacho de alegría. Fue arrojada a
esta costa una borrascosa madrugada. Yo abrí el ataúd, vi joyas exquisitas, la
reanimé y la traje al templo de Diana.

PERICLES: ¿Podemos verlas?

CERIMÓN: Gran señor, se os entregarán en mi casa, a la que os invito a ir. Mirad,


Thaisa se recupera.

THAISA: Oh, dejadme mirar. Si no es nada mío, mi sagrada condición no prestará


oído licencioso a mis deseos, sino que los contendrá, a pesar de lo que vean los
ojos. Mi señor, ¿no sois Pericles? Habláis como él, sois como él. ¿No habéis
mencionado una tempestad, un parto, una defunción?

PERICLES: ¡La voz de la difunta Thaisa!

THAISA: Esa Thaisa soy yo, tenida por muerta y ahogada.

PERICLES: ¡Diana inmortal!

THAISA: Ya os voy reconociendo: cuando nos separamos llorando en Pentápolis,


el rey mi padre os dio un anillo así.
PERICLES: ¡Éste, éste! Es suficiente, oh, dioses; vuestra bondad hace que mis
pasados sufrimientos parezcan pasatiempos; bien estará si en el momento de rozar
sus labios me derrito y deja de vérseme. Ah, venid, enterraos nuevamente en estos
brazos.

MARINA: Mi corazón salta porque quiere esconderse en el pecho de mi madre. (Se


arrodilla)

PERICLES: Mira quién se ha arrodillado; carne de tu carne, Thaisa, lo que llenaba


tu vientre en el mar y que luego se llamó Marina porque nació en él.

THAISA: ¡Bendita seas y mía también!

HELÍCANO: ¡Salve, señora y reina!

THAISA: No os conozco.

PERICLES: Vos me oísteis contar que, al marcharme de Tiro, dejé en mi lugar un


anciano sustituto. ¿Recordáis por qué nombre lo llamé? Lo mencionaba a menudo.

THAISA: Entonces era Helícano.

PERICLES: Otra confirmación. Abrazadlo, querida Thaisa, porque es él. Ahora


ardo en deseos de saber cómo os encontraron, cómo os cuidaron y a quién, aparte
de los dioses, hay que dar las gracias por este milagro.

THAISA: A mi señor Cerimón; este hombre a través del cual los dioses han
manifestado su poder os lo explicará todo, de principio a fin.

PERICLES: Respetable señor, los dioses no podrían tener un mediador mortal más
parecido a un dios que vos. ¿Me contaréis las vicisitudes de la resurrección de la
difunta reina?

CERIMÓN: Lo haré, señor. Pero antes os ruego que vengáis conmigo a mi casa,
donde veréis todo lo que se encontró con ella y cómo pasó al servicio del templo;
os contaré todo lo que haga falta.

PERICLES: Casta Diana, bendita seas por la visión; yo te ofrendaré oblaciones


nocturnas. Thaisa, este príncipe, feliz prometido de nuestra hija, se casará con ella
en Pentápolis. Ahora cortaré estos adornos que me dan un atroz aspecto, y para
honrar el día de la boda, hermosearé lo que no ha tocado la navaja en catorce años.
THAISA: Cerimón tiene cartas que merecen el mayor crédito, señor. Mi padre ha
muerto.

PERICLES: Que los cielos lo conviertan en astro. Y allí, reina mía, celebraremos sus
esponsales y en aquel reino viviremos los años futuros. Nuestro hijo y nuestra hija
reinarán en Tiro. Señor Cerimón, tengo muchas ganas de oír lo que aún no habéis
contado. Señor, enseñadme el camino. (Salen)

EPÍLOGO

GOWER: En Antíoco y su hija tenéis un caso de monstruosa concupiscencia debida


y justamente castigada. En el de Pericles, su reina y su hija, hemos visto a la virtud,
aunque atacada ferozmente por la fortuna, salvada de caer en la abominación,
guiada por el cielo y coronada al final con la alegría. A Helícano se le puede
describir como a un personaje adornado por la verdad, la fe y la lealtad. En el
respetable Cerimón se representa el valor que luce la caridad experimentada. Por
lo que se refiere al pérfido Cleón y su mujer, cuando la fama propaló la atrocidad
cometida contra el honorable nombre de Pericles, la ciudad se levantó encolerizada
y él y los suyos ardieron con su palacio. Parece que los dioses consintieron en que
se castigara así un homicidio que, aunque no se había cometido, se había planeado.
Y por haber tenido tanta paciencia conmigo, os espera otra alegría: la comedia se
ha acabado.

También podría gustarte