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A PARTIR DE JULIANNA SPAHR Y UN CUMPLEAÑOS

Cuando Octavio Paz habla de “la otra voz”, como esa fuente de inspiración que
las o los poetas reciben desde un lugar misterioso y no reducible, según él, al mero
inconsciente, sino que como una forma de salir de sí mismo para encontrarse a sí
mismo, no creo que estuviera hablando de revisar con acuciosidad las páginas de
Facebook en busca de alguna noticia y/o de alguna mera distracción. A veces, como en
estos tiempos de pandemia, son idénticas.

La culpa, entonces, de haber escrito este poema, la tiene Juliana Spahr, esa poeta
norteamericana que mezcla armoniosamente poesía y política, poesía y activismo como
una forma de estar ene l mundo, específicamente con su poema Des/ta/conexión de todos
los que tienen pulmones. Poema escrito en memoria del 11 de septiembre / 2001, traducido por
Carlos Soto Román y publicado en la revista Elipsis, una página orgullosamente sureña.

El texto de Spahr se despliega como una especie de mantra, como una repetición
que va agregando capaz de sentido a lo dicho. El mero hecho de respirar (aunque haya
sido escrito antes de la actual situación mundial, no deja de cobrar actualidad, como si
todo texto encontrara su momento in/voluntariamente) se descompone en un paso a
paso que pone de relieve los espacios que rodean al sujeto/individuo, aunque él mismo
sean también un espacio. Así el espacio de afuera pasa a ser el adentro del torrente
sanguíneo. Y en esa dialéctica el poema de Spahr va llegando a la respiración y la asfixia
en medio de los escombros del 11 de septiembre neoyorkino. La conexión, la ligazón
entre esos adentros y esos afueras, entre el exterior y el interior. Sin querer adentrarme
más en el poema de la poeta yanqui, lo que me quedó dando vueltas fue el ritmo del
poema. El in crescendo que va formando el tono para la repetición, para el incremento,
para decir por acumulación. Repetición y variación, del tema y del sentido.

Estuve en eso varios días. Hasta que, revisando como les decía el timeline en
Facebook, me topé con el muro del poeta mexicano Luis E. García, mi admirado Luis E.
García. Allí hablaba de un tema más bien común: el cumpleaños de su hermano menor.
De cómo, en plan sorna, cuando él llegó a su vida, llegó para destruir todos sus
juguetes. Y ahí apareció la primera frase: “La belleza de tener un hermano mayor”. Una
mezcla de mi propia historia personal y el post de Luis Eduardo habían ocupado no un
lugar en mi conciencia ni en otra entidad etérea, sino en el lenguaje. La primera frase ya
estaba ahí y me estuvo acompañando un par de horas.
A estas alturas de la vida, de las pocas que sé es que, una vez que tengo esa primera
frase, sé que el poema ya está escrito. No de manera inmediata, no sin trabajo de por
medio, pero sé que en esa primera frase está contenido el resto del poema. Sólo falta
paciencia y tenacidad, tirar de una punta de esa madeja hasta desenredarla por
completo.

Ese primer chispazo verbal supongo, para volver al comienzo, es a lo que se


refiere Octavio Paz con “la otra voz”; ni trabajo exclusivamente pre-meditado ni mera
transcripción del inconsciente, esa otra voz es para el poeta mexicano una revelación de
nuestra propia naturaleza, aquella de la que hemos sido separados y nos afanamos en
recuperar. Yo no sé si puedo hablar de revelación alguna. Ni tampoco de los ángeles
que te entregarían esa primera frase, según Rilke. El tema para mí es el sonido. O con
menos elegancia pero tal vez más precisión, la interferencia. Porque esas frases, esas
palabras, ese puntapié inicial, son una interrupción en el fluir de la conciencia, en las
ocupaciones cotidianas. Puedes estar conversando con tus amigos en una fiesta y una
palabra dicha en la más insulsa de las discusiones te queda dando vuelta. O una frase
leída en el diario te llama poderosamente la atención, demasiado poderosamente la
atención. Y te sigue. Y te persigue. Lorca decía que la lucha es con el duende, no con el
ángel ni con la musa. Que una canción, un poema o una obra, tiene o no tiene duende.
Duende no es artificio.

Huidobro hablaba de la hiperconciencia, de encontrarse en un estado de receptividad y


comprensión exacerbada. Sea como sea, me interesaba (corrijo: me parecía necesario,
más bien imprescindible) reproducir ese tono monocorde, ese ritornello aunque fuese el
ritornello de apenas un sustantivo y un adjetivo: hermano mayor. La parquedad de esas
dos palabras, que de por sí sólo alcanzan a señalar un parentesco, se contradice con la
centralidad de la figura que allí se retrata, aun cuando se le retrate por ausencia. No
está, casi no participa. Y sin embargo resulta indispensable para el texto. Actúa, por
decirlo de alguna manera, por omisión. De ahí que al ir escribiendo el texto, sentí la
necesidad imperiosa de golpear los oídos con esa repetición, incluso si es una frase, un
sintagma, despojado, desnudo, a la intemperie: son dos palabras que en otro contexto
apenas significan. En vez de la anáfora, la epifora: la repetición al final de los versos. Un
martilleo en busca de sentido.

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