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La mejor oferta
La Mejor Oferta nos cuenta la historia de un muy prestigioso gerente de una casa de
subastas, que tiene sus particularidades: Virgil Oldman (Geoffrey Rush) vive sólo, es
refinado, como las piezas que ve a diario, tiene la manía de usar guantes, su colección es tan
exquisita y envidiable como un buen armario lleno de zapatos de diseñador, incluso los usa
para comer, y en secreto tiene una respetable colección de obras maestras, todas de
mujeres, que las adquiere de forma anónima valiéndose de un viejo amigo (Donal
Sutherland).
Su rutina se interrumpe cuando es contratado por una extraña mujer (Sylvia Hoeks), que no
se deja ver de nadie, para que le avalúe y ponga en subasta una cuantiosa colección de
pinturas y antigüedades heredadas de sus padres. Esta relación cercana y distante a la vez,
genera desconcierto en Virgil, pero también una increíble atracción. Los sentimientos que
despierta Claire Ibbetson en él, sólo son compartidos a Robert (Jim Sturgess), un joven
restaurador que le proporciona ideas para seducir a la enigmática cliente.
Más aún, si trasladamos la mecánica de las subastas a la vida, veremos que hay grandes
similitudes. La pregunta propia de la subasta de arte, la cuestión implícita a cada uno de los
asistentes a dicho acto, aquello por lo que todos y cada uno de ellos es interpelado,
convocado, sería lo siguiente: ¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por ese objeto? ¿Cuánto
vale para ti? Aquí, como acabamos de decir del amor, la respuesta a menudo entra en el
ámbito de lo exorbitante, de la desmesura. No hay medida.
Pensemos sólo como un ejemplo en la última y definitiva invasión a Irak. Claro, todos
pensamos en el petróleo o en las armas de destrucción masiva. Pero consideremos que
desaparecieron de los museos y excavaciones arqueológicas del país infinidad de obras de
arte y vestigios de incalculable valor, muchos de los cuales (algunos sí) no pasaron por las
salas de subastas de Nueva York o Londres, sino que acabaron directamente en manos de
coleccionistas particulares que con toda seguridad pagaron fortunas para contratar
comandos mercenarios que sacaran esas joyas del pasado en mitad del caos de la guerra.
¿Imaginan la cantidad de miles de millones que pudo mover ese negocio?
El robo, el expolio… pero también la falsificación, son constantes en el mundo del arte.
También, si lo pensamos, en la vida misma, y especialmente en las relaciones de amor (sean
sexuales, de pareja, paterno-filiales o de amistad). Ahí rige una economía del gasto, como
diría Bataille. La figura del potlatch, rito antropológico que consistía en destruir los bienes
de una comunidad en una orgía festiva. ¿Quién da más?
¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por ese objeto? Entendamos por objeto, tal y como lo
designa el psicoanálisis, algo que puede referirse a una persona, a un animal, un trabajo, o
cualquier ente imaginable, físico, real o abstracto. Y convengamos en que “pagar” es
también un término genérico que engloba el dinero, el tiempo, la energía física o mental… la
vida misma, en fin. Se puede llegar a pagar con la propia vida, ¿no?
Por ejemplo, Virgil Oldman, el protagonista de La mejor oferta, no ha apostado por la vida.
O ha apostado por lo que él considera que es la vida: una existencia solitaria, enguantada,
apartada físicamente de su entorno en una imposible profilaxis. Y, sobre todo, rodeado de
cuadros, en su cámara secreta, verdadera caverna platónica (nunca mejor dicho, si
hablamos de amor); rodeado de cuadros, decimos, que representan metonímica y
obsesivamente el “eterno femenino”, si me permiten definirlo así. Se ha negado el amor.
Como confesará a Robert en un momento del film: “El respeto que siento por las mujeres es
igual al temor que les he tenido y a la incapacidad de comprenderlas”. Incapaz de sostener
una relación en la vida real, él queda capturado en la contemplación infinita de la belleza
femenina, de la esencia femenina, pero encerrada entre cuatro paredes. Sin riesgo. Sin
apostar realmente. Billy, el pintor fracasado, amigo de Virgil, se define a sí mismo con
respecto a él como “tu amigo, tu cómplice, tu leal proveedor de mujeres”.
Bajo esa fragilidad extrema, Virgil es un hombre reputado, qué duda cabe, un gran
profesional, dueño de un más que importante patrimonio, semblantes que empiezan a caer
al contacto con una mujer de carne y hueso de la que sólo puede tener la voz.
Virgil ya tiene una cierta idea, apenas consciente, de su falla. Dice, literalmente, “no es el
objeto en sí lo que despierta mi curiosidad, sino su contradicción”. Curiosidad. En otro
momento dice, respecto a la muchacha por la que se ha sentido fascinado, que “desear no
es la palabra; curiosidad, tal vez”. La curiosidad supliendo al deseo. Él sabe de esa
desvitalización de algún modo. Él es consciente de su identificación con Claire Ibbetson, la
joven huérfana cuyas propiedades ha aceptado tasar: dos seres con dificultad para salir al
mundo, para relacionarse con la vida.
Es decir, en Virgil el deseo no ha muerto del todo. Él se deja fascinar por la joven a pesar de
que oscuramente se intuye que algo no parece cuadrar del todo en la historia de la chica, en
sus actitudes. Ciertas dudas planean casi desde el principio en matices muy sutiles de los
diálogos. Sin embargo, Virgil, a pesar de ello, decide apostar. Cuando le pregunta a su
secretario, Lambert, cómo es eso de estar casado (el fiel secretario lleva ya casi 30 años),
éste le contesta: “Es como participar en una subasta. Nunca sabes si la tuya es la mejor
oferta”. Más tarde, le pregunta a su amigo, Billy, el pintor, sobre la autenticidad, y éste le
responde que todo, absolutamente todo se puede falsificar: una obra de arte, un
sentimiento, una emoción, el odio… hasta el amor. Sin embargo, a pesar de ello, siempre
hay algo auténtico en toda falsificación. Hay un algo auténtico, algo subjetivo, un rastro, una
huella, una cifra, una firme. Cuando Claire le dice a Virgil que, pase lo que pase, él debe
tener claro que ella le quiere de verdad, no está mintiendo. Lacan resolvió esa paradoja
sofística de que el que miente dice la verdad: la lógica del inconsciente nos lo muestra en la
clínica a diario. Empezando por el hecho de cuán a menudo uno se miente a sí mismo.
Recordemos que odio, amor e ignorancia son las tres grandes pasiones que el hombre
comparte con los dioses. Y la ignorancia no es no saber, sino no haber querido saber. El
momento de verdad siempre llega de algún modo intempestivo y extemporáneo.
Podemos decir que la cruel mentira a la que ha sido sometido Virgil por parte de aquellos
que consideraba sus amigos, y por parte de su espúrea amada, esa mentira le derrumba la
gran mentira en la qué él, sólo él había estado siempre involucrado. Y le abre a la verdad del
deseo. Su decisión final de instalarse en Praga, no sabemos por cuánto tiempo, hasta
cuándo, es un hermoso final abierto, el nacimiento de Virgil a su ser como sujeto deseante.
Una mentira cura otra mentira.
Cuando Lacan adopta la terminología aristotélica de la Física, emplea dos términos muy
peculiares: automaton y tyché. Estos dos términos intentan explicar en la antigua Grecia el
movimiento en el universo, y dilucidar las causas del mismo. Es decir, en definitiva, lo que
ocurre en el mundo, lo que sucede a las personas… es causado por el Azar o por la
Necesidad, el lugar que el destino ocupa en las vidas de los seres. Automaton y Tyché son
dos formas de nombrar ese Real incognoscible al que nuestras vidas, supuestamente
predestinadas o no, se desconocen en el presente y quedan inevitablemente proyectadas
hacia un futuro, un por-venir indeterminado, guiado por la huida de lo fatídico, el intento de
evitar lo fatídico, y la búsqueda utópica de la felicidad.
Bibliografia
• https://www.elespectadorimaginario.com/la-mejor-oferta/
• https://www.espinof.com/criticas/la-mejor-oferta-ese-oculto-objeto-del-deseo
• https://www.semana.com/cultura/articulo/la-mejor-oferta-en-un-resena-de-manuel-
kalmanovitz-g/382719-3/
• https://www.cinevistablog.com/resena-critica-pelicula-la-mejor-oferta-de-giuseppe-
tornatore/