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Autodisciplina

EL LIBRO DE LAS
VIRTUDES

M I L L E N I U M

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EL LIBRO DE LAS
VIRTUDES

William J. Bennett
Traducción de Carlos Gardini

Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid • México D.F. • Montevideo • Quito • Santiago de Chile

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Título original: The Book of Virtues


Traducción: Carlos Gardini
Selección de textos adicionales para la edición en lengua española: Roberto Yahni
1.ª edición: febrero 2011
© 1993 William J. Bennett
para el sello Vergara
© Ediciones B, S. A., 2011
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Printed in Spain
ISBN: 978-84-666-4627-7
Depósito legal: B. 240-2011
Impreso por LIBERDÚPLEX, S.L.U.
Ctra. BV 2249 Km 7,4 Polígono Torrentfondo
08791 - Sant Llorenç d’Hortons (Barcelona)
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total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como
la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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A las familias de mi país,


de parte de mi familia:
Bill, Elayne, John y Joseph Bennett

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Índice

Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

1. Autodisciplina. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
2. Compasión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
3. Responsabilidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
4. Amistad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239
5. Trabajo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 319
6. Coraje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 403
7. Perseverancia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 471
8. Honestidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 525
9. Lealtad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 589
10. Fe. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 645

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Agradecimientos

Agradecemos a los siguientes editores, autores y agentes la auto-


rización para publicar material con derechos.

«El conejo de velludillo», de Margery Williams, se publica con


la autorización de Simon & Schuster.

«La clave es el trabajo duro», de Charles Edison, se publica con


la autorización de Reader’s Digest Assn., Inc.

«Vuelo accidentado» es un fragmento de Kill Devil Hill: Dis-


covering the Secret of the Wright Brothers, de Harry Combs
(Houghton Mifflin Company/TernStyle Press, Ltd.). Se publica
por gentileza del autor.

«Rosa Parks» es un fragmento de Rosa Parks: The Movement


Organizes, de Kai Friese, y se publica con la autorización de
Silver Burdett Press.

«Lealtad a un hermano» es un fragmento de The Scout Law in


Action, de Walter Macpeek (comp.), y se publica con la autori-
zación de Abingdon Press.

«Knute Rockne», de Francis Wallace, se publica con la autoriza-


ción de Reader’s Digest Assn., Inc.

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12 Agradecimientos

«El voluntario de Auschwitz» es un fragmento de The Body, de


Charles Colson, y se publica con la autorización de Word, Inc.,
Dalias, Tejas.

Agradecemos también los esfuerzos de eruditos y compiladores


como James Baldwin, Jesse Lyman Hurlbut y Andrew Lang, que
en el pasado consagraron su energía a la preservación de nuestro
patrimonio cultural, y cuyas obras han aportado a este volumen
magníficos relatos.

El editor argentino expresa su agradecimiento a:

Miguel de Unamuno, por su autorización para incluir en este


libro un fragmento del ensayo «Adentro», de su abuelo don Mi-
guel de Unamuno.

José Luis Valdeverde (traductor) y Editorial Planeta de Barcelo-


na, por la autorización para publicar fragmentos en castellano de
Macbeth, El mercader de Venecia y Enrique V, de William Shakes­
peare.

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Introducción

Este libro se propone contribuir a la tradicional tarea de brindar


educación moral a los jóvenes. La educación moral —la formación
del corazón y la mente para inclinarlas hacia el bien— supone mu-
chas cosas. Supone normas y preceptos —los derechos y obligacio-
nes de la vida comunitaria— además de instrucciones, exhortacio-
nes y prácticas explícitas. La educación moral debe brindar
formación en buenas costumbres. Aristóteles escribió que la edu-
cación debe afirmar la importancia central del ejemplo moral. Se ha
dicho que nada es tan influyente ni determinante en la vida del niño
como el poder moral de un ejemplo silencioso. Para que los niños
se tomen la moralidad en serio, deben estar en presencia de adultos
que se tomen la moralidad en serio. Y deben ver con sus propios
ojos que los adultos se toman la moralidad en serio.
Junto con el precepto, el hábito y el ejemplo, existe también
la necesidad de lo que podríamos llamar «alfabetismo moral».
Las fábulas, poemas, ensayos y otros escritos que presentamos
aquí están destinados a ayudar a los niños a adquirir herramien-
tas para que no sean analfabetos morales. El propósito de este
libro es mostrar a padres, maestros, estudiantes y niños cómo son
las virtudes, cómo se demuestran en la práctica, cómo recono-
cerlas y cómo funcionan.
Este libro es pues un «manual» de alfabetismo moral. Si de-
seamos que nuestros hijos posean los rasgos de carácter que más
admiramos, debemos enseñarles cuáles son esos rasgos y por qué
merecen nuestra admiración y compromiso. Los niños deben

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aprender a identificar la forma y el contenido de esos rasgos.


Deben alcanzar al menos un nivel mínimo de alfabetismo moral
que los capacite para interpretar lo que ven en la vida y les ayude
a vivirla bien.
¿Dónde hallaremos el material que ayude a nuestros hijos en
esta tarea? La sencilla respuesta es que no es preciso reinventar
la rueda. Abunda material sobre este tema, un material que an-
taño casi todas las escuelas, hogares e iglesias enseñaban con la
finalidad de forjar el carácter. Hoy ya no es así, y esta carencia es
una de las circunstancias que esperamos cambiar con este libro.
Muchos compartimos el respeto por ciertos rasgos funda-
mentales de carácter: honestidad, compasión, coraje y perseve-
rancia. Éstas son virtudes. Pero como los niños no nacen en po-
sesión de este conocimiento, necesitan aprender qué son estas
virtudes. Podemos ayudarles a comprender y valorar estos rasgos
dándoles material de lectura sobre ellos. Podemos invitar a nues-
tros alumnos a discernir la dimensión moral de las fábulas, los
hechos históricos, las vidas ilustres. Existen muchas y maravillo-
sas historias acerca del vicio y la virtud con las cuales nuestros
hijos deberían estar familiarizados. Este libro reúne algunas de
las mejores, más antiguas y más conmovedoras.
¿Conocen nuestros hijos estas historias, estas obras? Lamen-
tablemente, muchos las desconocen. Las desconocen porque hay
muchos lugares donde ya no las enseñamos. Nos proponemos
reanudar esa tarea, y lo hacemos por diversas razones.
Primero, estas historias, a diferencia de los cursos sobre «ra-
zonamiento moral», ofrecen a los niños puntos de referencia es-
pecíficos. La literatura y la historia constituyen un rico filón de
alfabetismo moral, y deberíamos explotarlo. Los niños deben
tener a su alcance ejemplos que ilustren lo que consideramos
correcto o incorrecto, bueno o malo, ejemplos que ilustren que
en muchos casos es posible discernir lo moral de lo inmoral.
Segundo, estos cuentos y otros similares son fascinantes para
los niños. Desde luego, la actitud pedagógica y el material se de-
ben adaptar al nivel de comprensión de los alumnos, pero estos
cuentos son insuperables cuando se trata de captar la atención de
un niño. En los últimos años, ni la televisión ni otros medios han
producido nada que supere un buen cuento que comience con
«Érase una vez...».

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Introducción 15

Tercero, estos cuentos ayudan a anclar a nuestros hijos a su


cultura, su historia y sus tradiciones. Las amarras y anclas son
útiles en la vida, y las anclas y amarras morales nunca han sido
más necesarias.
Cuarto, al difundir estos cuentos participamos en un acto de
renovación. Introducimos a nuestros niños en un mundo común,
un mundo de ideales compartidos, la comunidad de personas
morales. En ese mundo común los invitamos a emprender la con-
tinua tarea de preservar esos principios, ideales y nociones de
bondad y grandeza que consideramos tan valiosos.
El lector que hojee este libro notará que no aborda temas
como la guerra nuclear, el aborto, la eutanasia ni las controversias
entre creacionistas y evolucionistas. Esto puede defraudar a mu-
chos. Pero lo cierto es que la formación del carácter de los jóve-
nes es, educativamente hablando, una tarea anterior al debate de
las grandes y arduas controversias de la actualidad. Primero lo
primero. Y lo primero es sembrar en los jóvenes las ideas de
virtud y bondad. En la vida moral, como en la vida misma, sólo
podemos dar un paso por vez. Cada campo tiene sus compleji-
dades y diferencias de opinión. Lo mismo ocurre con la ética. Y
cada campo tiene sus elementos básicos. Y lo mismo ocurre con
los valores. Éste es un libro sobre elementos básicos. Los proble-
mas espinosos se pueden encarar más tarde, si así lo desean los
padres y maestros. Por lo demás, una persona moralmente alfa-
beta estará infinitamente mejor equipada que un analfabeto mo-
ral para llegar a una posición razonada y éticamente defendible
en estos difíciles problemas. Pero la formación del carácter y la
enseñanza del alfabetismo moral es lo primero, en los años de la
infancia; los temas difíciles llegan después, al final de la escuela
secundaria o más tarde.
Asimismo, la tarea de alcanzar el alfabetismo moral y formar
el carácter no es política en el sentido habitual del término. No
todas las personas de buen carácter adoptan el mismo criterio en
problemas políticos y sociales. Las buenas personas —personas
de carácter, dotadas de alfabetismo moral—, pueden ser conser-
vadoras o liberales. No debemos permitir que nuestras acalora-
das disputas políticas oscurezcan nuestra obligación de instruir
a todos nuestros jóvenes en aquellos puntos en que nuestra so-
ciedad ha alcanzado un consenso: a saber, la importancia del buen

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carácter y sus rasgos. Y eso es lo que ofrece este libro: un com-


pendio de grandes cuentos, poemas y ensayos tomados de las
arcas de la historia y la literatura. Abarca interpretaciones comu-
nes y tradicionales de estas virtudes. Está destinado a todos los
niños de todo credo político y religioso, y les habla en un nivel
más fundamental que la raza y el sexo. Les habla en cuanto seres
humanos, en cuanto agentes morales.
Todos los niños de nuestra sociedad deberían conocer por lo
menos algunas de las historias y poemas que presenta este libro,
y lo mismo vale para padres y maestros. Sé que algunas historias
resultarán simples, sentimentales y anticuadas para muchas sen-
sibilidades contemporáneas. Pero no será así para el niño, sobre
todo si no las ha visto antes. Y creo que si los adultos leen este li-
bro a solas, en un lugar tranquilo, lejos de toda distorsión, dis-
frutarán de este material «simple, sentimental y anticuado». Aquí
están los cuentos que los adultos conocíamos y olvidamos, o los
cuentos que nunca conocimos aunque se suponía que debíamos
conocerlos. (¡Pronto! ¿Qué hizo Horacio en el puente? ¿Qué es
la espada de Damocles? Las respuestas figuran en este libro.) Éste
es un libro de lecciones y recordatorios.
Al compilar este material aprendí dos cosas. Por lo pronto,
la relectura me deparó un estimulante y alentador descubrimien-
to. Recordé grandes historias que había olvidado. Y, gracias a las
recomendaciones de amigos y maestros, y las observaciones de
mis colegas en este proyecto, llegué a conocer historias que antes
ignoraba. También redescubrí cuánto han cambiado los libros y
la educación en treinta años. Al mirar este «material anticuado»,
me sorprenden las diferencias con muchas cosas que hoy se con-
sideran literatura y esparcimiento.
Gran parte del material de este libro se dirige sin titubeos, sin
embarazo, al interior de la persona, a su sentido moral. Hoy se
habla de los valores y de la importancia de tenerlos, como si
fueran abalorios o canicas. Pero estos cuentos no hablan de la
moralidad y las virtudes como algo que se deba poseer, sino como
parte esencial de la naturaleza humana, no algo que se tiene sino
algo que se es. Leer estos capítulos es trasladarse con la imagi-
nación a otra época y lugar, una época en que no se dudaba de
que los niños eran seres esencialmente morales y espirituales
y que la tarea central de la educación es la virtud. Este libro re-

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Introducción 17

cuerda al lector una época —no tan lejana— en que las verdades
eran verdades morales. Es una especie de antídoto contra algunas
distorsiones de la época en que vivimos. Espero que los padres
descubran que leer este libro con los niños puede ayudar a gran-
des y pequeños a profundizar en la comprensión de la vida y la
realidad. Si el libro alcanza ese elevado propósito, el esfuerzo
habrá valido la pena.
Es oportuno hacer algunos comentarios adicionales. Aunque
esta obra se titula El libro de las virtudes —y los capítulos están
organizados por virtudes—, es también un libro de los vicios.
Muchos cuentos y poemas ilustran el anverso de una virtud. Para
conocer una virtud, los niños deben conocer su contrario.
Al contar estas historias me interesa más la lección moral que
la histórica. En algunos de los relatos más viejos —Horacio en el
puente, Guillermo Tell, George Washington y el cerezo—, la
línea que separa la leyenda de la historia es borrosa. Pero lo im-
portante es la instrucción moral. Algunos datos históricos que
figuran aquí quizá no conformen al historiador escrupuloso,
pero referimos estas anécdotas tal como se contaban antes, con
el propósito de preservar su autenticidad.
Además, debo enfatizar que este libro no es un compendio
definitivo. Su contenido está definido en parte por mi intento de
presentar ciertos materiales, la mayoría extraídos del corpus de la
civilización occidental, que los niños de otra época conocían de
memoria. Y el proyecto, como cualquier otro, ha enfrentado gra-
ves limitaciones prácticas, tales como el espacio y la economía
(los derechos para reeditar cuentos y traducciones recientes pue-
den ser muy caros, mientras que el material más viejo es de do-
minio público). El filón literario de nuestra cultura y de otras es
profundo, y apenas he raspado la superficie. Invito a los lectores
a enviarme cuentos favoritos que no estén incluidos aquí, por si
intento renovar o mejorar este proyecto en el futuro.
Este volumen no está destinado a leerse de principio a fin. Al
contrario, es un libro para hojear, para marcar pasajes favoritos,
para leer en voz alta con la familia, para memorizar fragmen-
tos. Abrigo la esperanza de que padres y maestros dediquen un
tiempo a recorrer estas páginas, descubriendo o redescubriendo
ciertos hitos morales, y a la vez señalándolos a los jóvenes. Los
capítulos se pueden encarar en cualquier orden; ciertos días ne-

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18 Introducción

cesitamos tener en cuenta algunas virtudes más que otras. Un


rápido vistazo al índice guiará al lector en la dirección buscada.
El lector notará que en cada capítulo el material avanza de lo
muy fácil a lo más difícil. El primer material de cada capítulo se
puede leer en voz alta a niños pequeños, o incluso pueden leerlo
ellos. Al avanzar el capítulo, se requiere mayor capacidad para
abordar la lectura y asimilar los conceptos. No obstante, alentamos
a los lectores jóvenes a avanzar todo lo posible. Al crecer, los niños
pueden buscar el material más dificultoso del libro. Pueden crecer
(en el sentido más cabal de la palabra) junto con el libro.
Por último, espero que sea un libro alentador. Muchas cosas
que leemos o vivimos resultan desalentadoras, y deseo que este
libro tenga el efecto contrario. Espero que estimule, que nos con-
duzca hacia el mejor aspecto de nuestra naturaleza. Este libro nos
recuerda lo que es importante. Y debería ayudarnos a ver con
mayor claridad. San Pablo escribió: «Todo aquello que sea ver-
dadero, honorable, correcto, puro, adorable, todo aquello que
goce de buena reputación, todo aquello que sea excelente y loa-
ble, debe ser ocasión de regocijo para tu mente.»
Espero que este libro sea ocasión de regocijo para la mente
de nuestros lectores.

Agradezco a Bob Asahima, mi genial asesor literario de Simon


& Schuster, su aliento, sus consejos y su juicioso criterio. Sarah
Pinckney, también de Simon & Schuster, mantuvo la maquinaria
en marcha con sus respuestas, siempre al punto y siempre gráciles,
sus soluciones y sugerencias. Robert Barnett, mi agente, ofreció
sensatos consejos y entusiasmo para este proyecto. Mis dos cole-
gas del proyecto merecen una mención especial. Steven Tigner fue
juicioso, supo dónde encontrar las cosas y cómo describir mejor
las virtudes. Prometió ayudar y lo hizo; es un hombre virtuoso.
En cuanto a John Cribbs, no hay agradecimiento suficiente a sus
esfuerzos para concretar este libro. Con inquebrantable constan-
cia «explotó el filón» de la Biblioteca del Congreso, en carretadas
de libros viejos, en pilas de revistas ajadas. Llegó a amar los cuen-
tos y la idea del libro. Fue «minero», explorador, archivista, in-
vestigador y crítico. Le debo muchísimo y agradezco el ejemplo
de su amistad.

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Introducción 19

Por último, mi esposa Elaine siempre pensó que éste era mi


libro, el libro que tenía que hacer. Y como de costumbre, tuvo
razón. Leyó, reseñó, guio y recomendó. Como todo lo demás en
mi vida, esto también mejoró gracias a su tacto. Irónicamente,
debo darle las gracias porque muchas noches, cuando yo me que-
daba dormido después de un día extenuante que incluía la tarea
de armar este libro, era ella quien se quedaba despierta y leyendo
buenas historias como ésta a nuestros hijos.

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Sabéis que el comienzo es la parte más importante de cualquier


obra, especialmente en el caso de una cosa joven y tierna; pues en
esa época se forma el carácter y se graba mejor la impresión de-
seada [...] ¿cometeremos el desatino de permitir que los niños
oigan cualquier historia que pueda inventar cualquier persona, y
que sus mentes reciban ideas que en general son lo contrario de
aquello que deseamos que ellos tengan cuando crezcan?
No podemos permitirlo [...] cualquier cosa que la mente re-
ciba a esa edad puede volverse indeleble e inalterable, y por tan-
to es sumamente importante que las historias que oyen los pe-
queños sean paradigma de pensamientos virtuosos.
Entonces nuestros jóvenes morarán en una tierra de salud,
entre bellas vistas y sonidos, y recibirán lo bueno en todo, y la
belleza, emanación de obras gráciles, se introducirá en ojos y
oídos como una brisa saludable de una región más pura, e inad-
vertidamente guiará el alma, desde los primeros años, hacia la
semejanza y simpatía con la belleza de la razón.
No puede haber formación más noble.

Platón, República

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En la autodisciplina uno es «discípulo» de sí mismo. Uno es su


propio maestro, entrenador y preceptor. Es una relación extraña,
paradójica y complicada. La incapacidad de dominar arrebatos,
apetitos, pasiones e impulsos causa mucha infelicidad y angustia
en este mundo.
El padre de la filosofía moderna, René Descartes, señaló una
vez, hablando del «sentido común», que «todos creen que están tan
bien provistos de él, que ni siquiera los más exigentes en todas las
demás cuestiones desean aumentar esa provisión». Con la autodis-
ciplina sucede exactamente lo contrario. Es rara la persona que no
desea más autodisciplina y, con ella, el control que nos brinda sobre
nuestra vida y desarrollo. Ese deseo constituye de por sí, como
diría Descartes, un nuevo indicio de sentido común: queremos ha-
cernos cargo de nosotros mismos. Pero ¿qué significa eso?
La cuestión ha estado en el centro de la filosofía occidental
desde sus comienzos. Platón dividía el alma en tres partes u
operaciones —la razón, la pasión y el apetito— y sostenía que
la conducta apropiada deriva de la armonía o control de estos
elementos. San Agustín procuraba comprender el alma clasifi-
cando las diversas formas del amor en su famoso ordo amoris: el
amor a Dios, al prójimo, a sí mismo y a los bienes materiales.
Sigmund Freud dividió la psique en ello, yo y superyó. Y Wil-
liam Shakespeare examina los conflictos del alma, la lu­cha entre
el bien y el mal denominada psicomaquia, en obras inmortales
como El rey Lear, Macbeth, Otelo y Hamlet. Una y otra vez, el
problema se relaciona con el equilibrio y el orden del alma. «Fue
el romano más noble de todos —dice Antonio de Bruto en Julio
César—. Su vida fue afable, y los elementos se conjugaban en él
de tal modo que la naturaleza podía proclamar ante el mundo
“¡He aquí un hombre!”»

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26 Autodisciplina

Pero la cuestión del orden del alma no atañe únicamente a la


filosofía y el drama. Está en el corazón de nuestra conducta co-
tidiana, trátese de dominar el temperamento, los apetitos o nues-
tra inclinación a pasar el día sentados ante la televisión. Como
señalaba Aristóteles, nuestros hábitos son fundamentales. Apren-
demos a ordenar nuestra alma tal como aprendemos a resolver
problemas matemáticos o jugar a un deporte: mediante la prác­
tica.
La práctica, por cierto, es la medicina que para muchos resul-
ta difícil de tragar. Si fuera fácil, no tendríamos fenómenos mo-
dernos tales como industrias dietéticas y de ejercicios de millones
de dólares. Podemos buscar la ayuda de entrenadores, terapeutas,
grupos de apoyo, programas graduales y otras estrategias, pero
a fin de cuentas el autocontrol se basa en la práctica.
Demóstenes, contemporáneo de Aristóteles, constituye un
magnífico ejemplo. Demóstenes ambicionaba ser orador, pero
adolecía de limitaciones naturales para hablar. La ambición es
esencial, pero no suficiente. Según Plutarco, «superó sus farfu-
lleos y tartamudeos, alcanzando mayor claridad, mediante el
recurso de hablar con guijarros en la boca». Si nos planteamos
un desafío mayor del que procuramos vencer, alcanzaremos la
capacidad necesaria para superar la dificultad original. Demós-
tenes recurrió a una estrategia similar al entrenar la voz, la cual
«disciplinaba declamando y recitando discursos o versos cuando
estaba sin aliento, mientras subía a la carrera pendientes abrup-
tas»; para estudiar sin interrupción «dos o tres meses consecuti-
vos», Demóstenes se rasuró «la mitad de la cabeza, de modo que
la vergüenza le impidiera salir, aunque tanto lo deseaba». ¡Así
Demóstenes convirtió a un público ausente en una especie de
grupo de apoyo negativo!

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A Niños buenos, niños malos  B


Robert Louis Stevenson

Niños, sois muy pequeños


y de huesos delicados;
para crecer con buen porte,
caminad con mucho aplomo.

Sed alegres y tranquilos


y comed dieta sencilla;
a pesar de las zozobras
conservad vuestra inocencia.

Corazón alborozado,
juegos en herbosos prados:
así, en los tiempos antiguos,
sabios y reyes crecían.

Mas los rudos y groseros,


y los que comen con gula,
no gozarán de la gloria:
otra historia les espera.

Los crueles, los llorones,


sólo llegan a patanes,
y si alguna vez son tíos
ni sus sobrinos los quieren.

A Por favor  B
Alicia Aspinwall
Bien podemos decir que nuestros modales constituyen la moral
manifestada en la conducta. La gente buena respeta los buenos modales,
como nos recuerda este cuento tomado de un manual de fin de siglo.

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28 Autodisciplina

Érase una vez una pequeña expresión llamada por favor, que
vivía en la boca de un niño. Por favor vive en la boca de todos,
aunque la gente a menudo lo olvida.
Ahora bien, todos los porfavores, para mantenerse fuertes y
felices, deben salir de la boca con frecuencia, para airearse. Son
como peces en una pecera, que emergen a la superficie para res-
pirar.
El por favor del cual les hablaré vivía en la boca de un niño
llamado Dick, pero rara vez tenía la oportunidad de salir. Pues
Dick, lamentablemente, era un niño grosero que rara vez se acor-
daba de decir por favor.
—¡Quiero pan! ¡Quiero agua! ¡Quiero ese libro! —era su
modo de pedir las cosas.
Su padre y su madre estaban muy afligidos por esto. Y ese
pobre por favor pasaba día tras día sentado en el paladar del niño,
esperando una oportunidad de salir. Estaba cada día más débil.
Dick tenía un hermano mayor, John, que tenía casi diez años
y era tan cortés como grosero era Dick. Así que su por favor
tenía mucho aire y era fuerte y feliz.
Un día, durante el desayuno, el por favor de Dick sintió ne-
cesidad de respirar, aunque debiera fugarse. Así que se escapó de
la boca de Dick y aspiró una buena bocanada de aire. Luego se
arrastró por la mesa y saltó a la boca de John.
El por favor que vivía allí se enfadó muchísimo.
—¡Lárgate! —exclamó—. ¡Tú no vives aquí! ¡Ésta es mi boca!
—Lo sé —respondió el por favor de Dick—. Yo vivo en la
boca del hermano. Pero allí no soy feliz. Nunca me usa. Nunca
puedo respirar aire fresco. Pensé que me dejarías vivir aquí un
par de días, hasta que me sienta más fuerte.
—Comprendo —respondió amablemente el otro por favor—.
Quédate, desde luego, y cuando mi amo me use, ambos saldre-
mos juntos. Él es amable, y sin duda no le importará decir por
favor dos veces. Quédate el tiempo que quieras.
Ese mediodía, durante la cena, John quería mantequilla, y
esto es lo que dijo:
—Padre, ¿me alcanzas la mantequilla, por favor por favor?
—Claro —dijo el padre—. Pero ¿por qué tan amable?
John no respondió. Estaba hablando con la madre:
—Madre, ¿me alcanzas un panecillo, por favor por favor?

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Autodisciplina 29

Su madre se echó a reír.


—Tendrás el panecillo, querido, pero ¿por qué dices por favor
dos veces?
—No sé —respondió John—. Es como si las palabras me
saltaran de la boca. Katie, por favor por favor, un poco de agua.
Esta vez John se asustó.
—Bueno —dijo su padre—, eso no daña a nadie. Un por favor
nunca está de más en este mundo.
Entretanto, Dick pedía «¡Dame un huevo, quiero leche, dame
una cuchara!», con su rudeza habitual, pero ahora se detuvo y
escuchó al hermano. Le pareció que sería divertido hablar como
John, así que comenzó:
—Madre, ¿me pasas un panecillo, mmm?
Trataba de decir por favor pero no podía. Ignoraba que su
pequeño por favor estaba en la boca de John. Así que lo intentó
de nuevo, y pidió la mantequilla.
—Madre, ¿me alcanzas la mantequilla, mmm?
Era todo lo que podía decir.
Así siguió todo el día, y todos se preguntaban qué pasaba con
esos dos niños. Cuando llegó la noche, ambos estaban tan can-
sados, y Dick estaba tan irritado, que su madre los mandó a la
cama temprano.
Pero a la mañana siguiente, en cuanto se sentaron a desayunar,
el por favor de Dick regresó a su hogar. Había respirado tanto
aire fresco el día anterior que se sentía fuerte y feliz. Y de inme-
diato tuvo más aire, pues Dick dijo:
—Padre, ¿me cortas la naranja, por favor?
¡Vaya! La palabra le había salido con suma facilidad. Por otra
parte, esa mañana John decía un solo por favor. Y a partir de en-
tonces, el pequeño Dick fue tan cortés como su hermano.

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30 Autodisciplina

A Rebeca,  B
que daba portazos por diversión y pereció míseramente

Hilaire Belloc
Aristóteles habría amado este poema y el siguiente. El primero
ilustra el exceso, el segundo la carencia. Para encontrar la conducta
adecuada es preciso hallar un equilibrio. (Véase el pasaje de la Ética
de Aristóteles, en este capítulo.)

Si hay algo que todos aborrecen


son las niñas que dan rudos portazos.
La hija de un riquísimo banquero,
que vivía en Mansión Verde de Bayswater
(y llamada Rebeca Regañona),
era aficionada a este deporte:
con saña las puertas empujaba
haciéndolas chocar con gran estruendo
para dar sobresaltos a su tío.
No había maldad en esta niña
aunque era grosera y mal criada,
una niña que a todos irritaba.

Un busto de mármol de Abraham


hallábase una vez sobre la puerta
que esta pícara escogió con gran cuidado
para asestarle un golpe contundente.
¡Y el busto se cayó encima de ella!
¡El busto la aplastó, la dejó chata!

El sermón que se dijo en sus exequias


(al cual siguió un canto muy devoto)
mencionaba todas sus virtudes
mas también señalaba sus defectos,
mostrando el espantoso fin de alguien
que por pura diversión daba portazos.
Los niños que afligidos asistieron
a oír la historia desde todas partes

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Autodisciplina 31

por dentro se juraron a sí mismos


que nunca, nunca más darían portazos
como a menudo habían hecho antes.

A Godfrey Gordon Gustavus Gore  B


William Brighty Rands

Godfrey Gordon Gustavus Gore,


un niño cuyo nombre es hoy famoso,
no cerraba jamás ninguna puerta.

Aunque el viento silbara, aunque rugiera,


y los demás tosieran y temblaran,
él jamás cerraba puerta alguna.
Su padre suplicaba, su madre le imploraba:
«Godfrey Gordon Gustavus Gore,
cierra, por favor, cierra esa puerta.»

Se frotaban las manos, el cabello.


Godfrey Gordon Gustavus Gore
a todos sus ruegos era sordo.

Cuando entraba sus padres exclamaban:


«Godfrey Gordon Gustavus Gore,
¿acaso nunca podrás cerrar la puerta?»

Una tabla con velas y con remos


prepararon para mandar al niño
en viaje de castigo a Singapur.

«¡Piedad!», suplicó el niño, «¡Nunca más!


No me enviéis en tabla a Singapur,
y prometo que cerraré la puerta.»

«Quédate, pues», le respondieron,


«¡Mas cumple tu palabra! Nada irrita,

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32 Autodisciplina

Godfrey Gordon Gustavus Gore,


como alguien que nunca cierra puertas.»

A  Juan, Tomás y Jacobo  B


Conocemos a niños traviesos (a quienes nadie quiere).

Juan era un niño malo que golpeó a un pobre minino.


Tomás escondió un cascote en el sombrero de un ciego.
Jacobo era una sabandija que descuidó sus plegarias.
Han crecido todos mal, y a nadie le importa un bledo.

A  Había una chiquilla  B


Conocemos a una niña que, como la mayoría, a veces se porta bien y
a veces no. Y enfrentamos un hecho ineludible: si no controlamos
nuestra conducta, con el tiempo alguien se encargará de controlarla de
un modo que tal vez nos disguste. Este poema suele atribuirse a Henry
Wadsworth Longfellow.

Había una chiquilla


que tenía un ricito
en medio de la frente.
Cuando era buena,
era muy buena,
pero cuando era mala era terrible.

Un día se fue arriba


mientras sus incautos padres
preparaban comida en la cocina.
Y se paró de cabeza
en su pequeña carriola
y se puso a aplaudir con los talones.

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Autodisciplina 33

Su madre oyó crujidos


y pensó que eran los niños
jugando a la guerra en el altillo;
pero al subir la escalera
y encontrarse con Jemima,
le dio una rotunda tunda.

A La mismísima persona  B


Versión de Joseph Jacobs
A veces la fortuna nos presenta señales que debemos tomar como
advertencias. Si somos listos, no nos conformamos con un suspiro
de alivio, sino que cambiamos nuestra conducta. La autodiscipli-
na se aprende de cara a la adversidad, como nos enseña este viejo
cuento de hadas inglés.

En una pequeña casa de la comarca del norte, lejos de cual-


quier poblado o aldea, vivía hace poco tiempo una pobre viuda,
a solas con su hijito de seis años.
La puerta de la casa daba a una ladera, y alrededor había bre-
zales, rocas y pantanos, sin ninguna casa ni el menor indicio de
vida, pues los vecinos más cercanos eran las hadas del valle y los
fuegos fatuos de las altas hierbas de la vera del camino.
Y la viuda podía contar muchas historias sobre las «buenas
gentes» que moraban en los robledales y las luces chispeantes que
se acercaban a brincos a su ventana en las noches oscuras; pero,
a pesar de la soledad, vivió año tras año en la pequeña casa, quizá
porque nunca le pidieron que pagara alquiler.
Pero no se quedaba levantada hasta tarde, cuando se apagaba
el fuego, pues nadie sabía quién podía andar por ahí. Cuando
terminaban de cenar, encendía un buen fuego y se iba a acostar,
de modo que si ocurría algo espantoso siempre podía meter la
cabeza bajo las mantas.
Pero su hijito no se quería acostar tan temprano, y cuando
ella lo llamaba para que fuera a la cama, él seguía jugando junto
al fuego, como si no la oyera.

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34 Autodisciplina

Siempre había sido díscolo, desde el día en que nació, y su


madre no se atrevía a irritarlo. Cuanto más lo regañaba, él menos
obedecía, y habitualmente se salía con la suya.
Una noche, a principios del invierno, la viuda no se animó a
salir de la cama y lo dejó jugando junto al fuego, pues el viento
sacudía la puerta, y hacía temblar las ventanas, y ella sabía muy
bien que en esas noches las hadas y otras criaturas salían a hacer
de las suyas. Así que trató de convencer al niño de que se acos-
tara de inmediato.
—En una noche como ésta es más seguro estar en la cama
—dijo. Pero no, el niño no quería obedecer.
Ella amenazó con «darle con la vara», pero fue en vano.
Cuanto más rogaba y rezongaba, más se negaba él, y cuando
al fin la madre perdió la paciencia y gritó que las hadas se lo lle-
varían, el niño respondió con una risotada que ojalá fuera así,
pues de ese modo tendría alguien con quien jugar.
Su madre rompió a llorar y se fue a la cama angustiada, segu-
ra de que después de esas palabras sucedería algo espantoso. El
niño desobediente se quedó junto al fuego, para nada conmovido
por sus lágrimas.
Al cabo de un rato oyó un aleteo en la chimenea, y al instan-
te cayó junto a él una niña minúscula. No alcanzaba un palmo de
altura, y su cabello relucía como hilo de plata, sus ojos eran ver-
des como la hierba, sus mejillas rojas como rosas de junio.
El niño la miró sorprendido.
—Oh —dijo él—. ¿Cómo te llaman?
—La mismísima persona —respondió ella con voz aguda
pero dulce, echándole un vistazo—. ¿Y cómo te llaman a ti?
—Igual. La mismísima persona —respondió el niño con cau-
tela, y ambos se pusieron a jugar.
La niña le mostró juegos muy divertidos. Con las cenizas
hizo animales que se movían y parecían vivos, y árboles con ho-
jas verdes que se mecían sobre casas diminutas, con hombres y
mujeres de una pulgada de altura. Cuando uno los soplaba, ha-
blaban y caminaban.
Pero el fuego se estaba apagando, y la luz se desvanecía, y el
niño agitó las brasas con un atizador, para avivarlas. Un rescoldo
arrojó una ceniza caliente, que fue a caer nada menos que en el
piececito de la niña hada.

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Autodisciplina 35

Ella soltó tal chillido que el niño soltó el atizador y se tapó


los oídos con las manos. Pero el chillido se volvió tan agudo que
era como todo el viento del mundo atravesando un agujero de
cerradura.
Hubo otro ruido en la chimenea, pero esta vez el niño no quiso
ver qué era, sino que corrió a la cama, donde se ocultó bajo las man-
tas y escuchó temblando de miedo lo que sucedía a continuación.
Un vozarrón habló desde la chimenea:
—¿Quién está ahí, y qué pasa? —preguntó.
—Soy la mismísima persona —sollozó la niña hada—, y me
han quemado el pie. ¡Ay!
—¿Quién lo hizo? —preguntó airadamente la voz. Esta vez
se oía más cerca, y el niño, asomándose entre las mantas, atinó a
ver una cara blanca que salía por la abertura de la chimenea.
—¡La mismísima persona! —dijo la niña hada.
—Pues si tú misma lo hiciste —chilló la madre hada—, ¿a qué
viene tanta alharaca?
Y así diciendo estiró un brazo largo y delgado, tomó a la cria-
tura de la oreja y, sacudiéndola brutalmente, la subió por la chi-
menea.
El niño se quedó despierto un largo rato, escuchando, temien-
do que la madre hada regresara. Y la noche siguiente, después de
la cena, la madre se sorprendió al ver que su hijo estaba dispuesto
a ir a la cama cuando ella se lo pidiera.
«¡Al fin se está portando mejor!», se dijo. Pero él pensaba que
la próxima vez que un hada fuera a jugar con él, quizá no saliera
tan bien librado como la noche anterior.

A  Jim,  B
quien se alejó de su nana y fue devorado por un león

Hilaire Belloc
Donde descubrimos el siniestro final que aguarda a los niños que
escapan de su madre en la calle, que huyen de sus padres en los

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36 Autodisciplina

parques atestados, que corretean por los pasillos de las tiendas y


que se empeñan en soltar la mano de quien los lleva.

Érase un niño que se llamaba Jim;


sus amigos con él eran muy buenos.
Le daban té, pasteles, golosinas,
deliciosas tajadas de jamón,
tazas de sabroso chocolate,
y en pequeños triciclos lo llevaban.
Le leían cuentos prodigiosos
y con él caminaban por el parque,
pero al fin lo alcanzó un destino aciago,
que procedo a narrar sin más demora.

Como todos sabéis


(pues lo conté a menudo)
a los niños nunca se permite
alejarse de la nana entre la gente.
Y éste era de Jim el gran defecto:
echaba a correr cuando podía.
Sucedió que en ese día funesto
se zafó y se alejó de un brinco.
Apenas había dado algunos pasos
cuando ¡zas! un león de grandes fauces
saltó sobre el niño y vorazmente
lo comió empezando por los pies.

Imaginad pues lo que se siente:


dedos y talones, poco a poco,
y luego pantorrillas y rodillas,
son devorados lentamente.
¡Con razón a Jim no le gustaba!
¡Con razón pedía socorro a gritos!
El honesto guardián oyó alaridos
y aunque era gordo fue a la carrera
a ayudar al pequeño caballero.
«¡Ponto!», ordenó mientras llegaba
(pues Ponto era el nombre de la bestia);
«Ponto», gritó con ceño airado,

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Autodisciplina 37

«¡Que lo sueltes, te digo, que lo sueltes!»


El león de repente se detuvo,
dejó caer el tierno bocadillo
y entró a regañadientes en la jaula,
rugiendo de frustración y furia.
Pero al inclinarse sobre el niño,
el honesto guardián sintió congoja.
El león había llegado a la cabeza,
y el pobre chiquillo estaba muerto.

La nana informó de esto a los padres,


que escucharon con zozobra indescriptible.
La madre, enjugándose los ojos,
declaró: «No me sorprende,
pues ese niño nunca obedecía.»
Su padre, que era muy sereno,
instó a los demás niños a acordarse
del fatídico final del pobre niño
y a no alejarse nunca de la nana
para nunca sufrir tan cruel destino.

A El duelo  B
Eugene Field
Donde descubrimos las desdichadas consecuencias de las riñas.

El perro rayado y el gato manchado


estaban sentados a la mesa.
Era más de medianoche y sin embargo
ninguno de los dos se había dormido.
El reloj holandés, la fuente china,
parecían saber con certidumbre
que algún hecho funesto se acercaba.
(Yo no estaba; repito simplemente
aquello que contó la fuente china.)

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38 Autodisciplina

¡Guau!, exclamó el perro rayado.


¡Miau!, respondió el gato manchado.
El aire se pobló por una hora
de mordiscos perrunos y gatunos,
y el viejo reloj, en la repisa,
la cara se tapó con las agujas,
pues temía las riñas familiares.
(Yo sólo refiero todo aquello
que el viejo reloj declara cierto.)

La fuente china, poniéndose azulada,


gimió: «¡Cielos, qué haremos!»,
pero perro y gato se enzarzaban,
se revolcaban y se zamarreaban
usando sus dientes y sus zarpas
con saña furibunda y pendenciera.
¡Volaban ese perro y ese gato!
(¡Creedme, no exagero ni una coma,
la fuente china me lo ha contado todo!)

Por la mañana, en el lugar de siempre


no había rastros del perro ni del gato,
y algunos aún sostienen con firmeza
que ese par fue robado por ladrones.
La verdad sobre ambos es, en cambio,
que los dos se engulleron mutuamente.
¿Qué pensáis de riña semejante?
(Así me lo contó el viejo reloj,
y de ese modo conocí esta historia.)

A  Que rabien los perros a su antojo  B


Isaac Watts

Que rabien los perros a su antojo


pues Dios los creó así.

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Autodisciplina 39

Enzárcense osos y leones


pues así los creó natura.

Pero nunca, ¡jamás!, deben los niños


ser presa de pasiones iracundas,
pues sus tiernas manos no están hechas
para golpes y rasguños.

A Respuesta a Sor Filotea de la Cruz  B


Sor Juana Inés de la Cruz
Sor Juana Inés de la Cruz, la «décima musa de México», ejemplifica
singularmente cuál era la disciplina que una niña debió imponerse
para estudiar en América en el siglo xvii.

Prosiguiendo en la narración de mi inclinación, de que os


quiero dar entera noticia, digo que no había cumplido los tres
años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía,
mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman
Amigas,* me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo
que le daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de
saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que
mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no
era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí
yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque
la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que
ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó
por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y
yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin
orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde), y puede tes-
tificarlo.
Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que
es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque

*  Amigas: «escuelas para niñas donde se enseñaban las primeras letras».

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40 Autodisciplina

oí decir que hacía rudos,* y podía conmigo más el deseo de saber


que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo
yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir,
con todas las otras habilidades de labores y costura que depren-
den las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que
se estudiaban las ciencias, en México; y apenas lo oí cuando em-
pecé a matar a mi madre con instantes** e inoportunos ruegos
sobre que, mudándome el traje, me enviase a México, a casa de
unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella
no lo quiso hacer, e hizo muy bien; pero yo despiqué*** el deseo
en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen
castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine
a México, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la me-
moria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había
tenido tiempo para aprender a hablar.

A El rey y su halcón  B


Versión de James Baldwin
Thomas Jefferson nos ofrece sencillos pero efectivos consejos para
dominar el temperamento: contar hasta diez antes de hacer nada, y
contar hasta cien si estamos muy irritados. Genghis Khan (c. 1162-
1227), cuyo imperio mongol se extendía desde el este de Europa
hasta el Mar del Japón, podría haber usado el remedio de Jefferson
en este cuento.

Genghis Khan era un gran rey y guerrero.


Llegó con su ejército a China y Persia, y conquistó muchas
tierras. En todos los países, los hombres referían sus hazañas,
y decían que desde Alejandro Magno no existía un rey como él.
Una mañana, cuando descansaba de sus guerras, salió a ca-

   *  Rudos: «tontos».
  **  Instantes: «insistentes».
***  Despiqué: «vengué».

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Autodisciplina 41

balgar por los bosques. Lo acompañaban muchos de sus amigos.


Cabalgaban jovialmente, llevando sus arcos y flechas. Sus criados
los seguían con los perros.
Era una alegre partida de caza. Sus gritos y sus risas resonaban
en el bosque. Esperaban obtener muchas presas.
En la muñeca, el rey llevaba su halcón favorito, pues en esos
tiempos se adiestraba a los halcones para cazar. A una orden de
sus amos, echaban a volar y buscaban la presa desde el aire. Si
veían un venado o un conejo, se lanzaban sobre él con la rapidez
de una flecha.
Todo el día Genghis Khan y sus cazadores atravesaron el
bosque, pero no encontraron tantos animales como esperaban.
Al anochecer emprendieron el regreso. El rey cabalgaba a
menudo por los bosques, y conocía todos los senderos. Así que
mientras el resto de la partida tomaba el camino más corto, él
eligió un camino más largo por un valle entre dos montañas.
Había sido un día caluroso, y el rey tenía sed. Su halcón fa-
vorito había echado a volar, y sin duda encontraría el camino de
regreso.
El rey cabalgaba despacio. Una vez había visto un manantial
de aguas claras cerca de ese sendero. ¡Ojalá pudiera encontrarlo
ahora! Pero los tórridos días del verano habían secado todos los
manantiales de montaña.
Al fin, para su alegría, vio agua goteando de una roca. Sabía
que había un manantial más arriba. En la temporada de las lluvias,
siempre corría por allí un arroyo caudaloso, pero ahora bajaba
gota a gota.
El rey se apeó del caballo. Tomó un tazón de plata de su mo-
rral y lo sostuvo para recoger las gotas que caían con lentitud.
Tardaba mucho en llenarse, y el rey tenía tanta sed que apenas
podía esperar. En cuanto el tazón se llenó, se lo llevó a los labios
y se dispuso a beber.
De pronto oyó un silbido en el aire, y le arrebataron el tazón
de las manos. El agua se derramó en el suelo.
El rey alzó la vista para ver quién le había hecho esto. Era su
halcón.
El halcón voló de aquí para allá varias veces, y al fin se posó
en las rocas, a orillas del manantial.
El rey recogió el tazón, y de nuevo se dispuso a llenarlo.

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42 Autodisciplina

Esta vez no esperó tanto tiempo. Cuando el tazón estuvo


medio lleno, se lo acercó a la boca. Pero apenas lo intentó, el
halcón se echó a volar y se lo arrebató de las manos.
El rey empezó a enfurecerse. Lo intentó de nuevo, y por ter-
cera vez el halcón le impidió beber.
El rey montó en cólera.
—¿Cómo te atreves a actuar así? —exclamó—. Si te tuviera
en mis manos, te retorcería el cuello.
Llenó el tazón de nuevo. Pero antes de tratar de beber, desen­
vainó la espada.
—Amigo halcón —dijo—, ésta es la última vez.
No acababa de pronunciar estas palabras cuando el halcón
bajó y le arrebató el tazón de la mano. Pero el rey lo estaba espe-
rando. Con una rápida estocada abatió al ave.
El pobre halcón cayó sangrando a los pies de su amo.
—Ahora tienes lo que mereces —dijo Genghis Khan.
Pero cuando buscó su tazón, descubrió que había caído entre
dos piedras, y que no podía recobrarlo.
—De un modo u otro, beberé agua de esa fuente —se dijo.
Decidió trepar la empinada cuesta que conducía al lugar de
donde goteaba el agua. Era un ascenso agotador, y cuanto más
subía, más sed tenía.
Al fin llegó al lugar. Allí había, en efecto, un charco de agua,
pero ¿qué había en el charco? Una enorme serpiente muerta, de
la especie más venenosa.
El rey se detuvo. Olvidó la sed. Pensó sólo en el pobre pájaro
muerto.
—¡El halcón me salvó la vida! —exclamó—. ¿Y cómo le pa-
gué? Era mi mejor amigo y lo he matado.
Bajó la cuesta. Tomó suavemente al pájaro y lo puso en su
morral. Luego montó a caballo y regresó deprisa, diciéndose:
—Hoy he aprendido una lección, y es que nunca se debe
actuar impulsado por la furia.

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Autodisciplina 43

A Cólera  B
Charles y Mary Lamb

La cólera, en su tiempo y su lugar,


puede poseer ciertas virtudes.
Debe tener razón justificada
y nunca durar más de un minuto.
Si se prolonga más de lo debido,
degenera, convirtiéndose en malicia:
es la diferencia que apreciamos
entre la abeja y la serpiente.
Cuando provocamos a la abeja
nos inflige una inmediata picadura
que nos causa dolor,
pero nunca jamás pica de nuevo.
Escondida en los densos pastizales
acecha la serpiente venenosa
nutriendo su ira y su ponzoña
en las cercanías del sendero.
Con frío o con calor,
con buenas o malas intenciones
dondequiera el destino nos acerque
la vil serpiente muerde, y muerde siempre.

A El sucio  B
Jane Taylor
¿Por qué debemos practicar la limpieza? Aparte de las excelentes
razones prácticas, Francis Bacon nos recuerda por qué: «pues se
estima que la limpieza del cuerpo procede de una debida reverencia
hacia Dios, la sociedad y nosotros mismos».

Érase un pequeñín
de quien se dice,

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44 Autodisciplina

para su eterna vergüenza,


que jamás lo vieron
con las manos lavadas,
ni siquiera con la cara limpia.

Sus amigos se ofendían


ante tanta suciedad
y a menudo lo aseaban.
Pero era todo en vano,
de nuevo se ensuciaba,
nunca estaba presentable.

No le molestaba
que ellos se quejaran
ni mirar su ropa mugrienta.
Su mente indolente
no encontraba placer
en el orden y el aseo.

Los vagos e inservibles


como este jovencito
sin duda aman la roña.
Pero los niños buenos
son limpios y decentes,
sin importar su pobreza.

A Reglas de mesa para los pequeños  B


Donde aprendemos a comer el pan de cada día.

Debo sentarme en silencio,


y ante todo agradecer a Dios;
debo aguardar la comida con paciencia
hasta el momento en que me sirvan.
No debo rezongar ni enfurruñarme,
ni mover la silla ni los platos.

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Autodisciplina 45

No debo jugar, no debo cantar


ni debo hablar inútilmente,
pues los niños deben ser discretos;
no debo hablar de mi comida
ni debo protestar si no me agrada.
No debo decir: «el pan está duro»,
«el té quema», «qué frío está el café»,
ni llenarme la boca de comida,
ni toser o estornudar frente a la mesa.
Debo pedir las cosas por favor.
No debo manchar el mantel limpio,
ni ensuciarme los dedos con comida
debo quedarme en mi asiento al terminar,
no corretear en torno de la mesa.
Debo mover la silla, al levantarme,
con suma discreción, sin hacer ruido,
y elevar mi corazón a Dios
elogiando este amor maravilloso.

A El caballerito  B
Come tus comidas, hombrecito,
siempre como un caballerito;
lávate la cara y las manos con cuidado,
cámbiate el calzado, cepíllate el cabello;
luego, pulcro y limpio,
ven hasta tu asiento,
sin remolonear ni llegar tarde
ni hacer esperar a los demás.
No señales con el dedo,
ni comas ni bebas en exceso
y termina todo lo que tienes
antes de pedir nuevas porciones.
No hagas migas ni destruyas
comida que otros pueden disfrutar
(quienes derrochan migajas

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46 Autodisciplina

a menudo querrán una hogaza).


No derrames la leche ni el té,
nunca seas rudo ni ruidoso.
Nunca elijas la comida más sabrosa,
con lo bueno procura conformarte;
busca en todo lo que puedas
ser todo un caballerito.

A Labios y oídos  B
Donde aprendemos a ser discretos en la conversación.

Si quieres que tus labios sean discretos


cinco cosas observa con cuidado:
de quién y con quién hablas,
y cómo, cuándo y dónde.

Si no quieres que tus oídos oigan burlas,


tan sólo ten presentes estas cosas:
yo mismo y lo que es mío,
y cómo me comporto.

A El pequeño Alfredo  B


Donde aprendemos cómo retirarnos por la noche.

Cuando el pequeño Alfredo


debía ir a la cama,
sabía comportarse:
besaba a mamá,
besaba a papá
y a todos deseaba buenas noches.

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Autodisciplina 47

No era bullicioso
como un niño revoltoso:
en silencio subía
cuando le decían,
y siempre rezaba sus plegarias.

A El buitre  B
Hilaire Belloc
Este poema debería ponerse en la puerta de la nevera.

El buitre come entre comidas,


y allí tienes la razón
por la cual nunca se siente
tan bien como tú o yo.
Tiene ojos turbios, cabeza calva,
cogote muy consumido.
Recordemos la lección:
comer sólo cuando es debido.

A El niño y las nueces  B


Esopo
Una buena razón práctica para dominar nuestros apetitos es que si
deseamos demasiado podemos terminar por no tener nada.

Un niño halló un frasco de nueces en la mesa.


«Me apetecería comer nueces —pensó—. Sin duda madre me
las daría si estuviera aquí. Tomaré un buen puñado.» Así que
metió la mano en el frasco y tomó tantas como pudo.
Pero cuando intentó sacar la mano, descubrió que el cuello

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48 Autodisciplina

del frasco era muy pequeño. Tenía la mano atorada, pero no que-
ría soltar las nueces.
Lo intentó una y otra vez, pero no podía sacar todo el puña-
do. Al fin rompió a llorar.
En ese momento su madre entró en el cuarto.
—¿Qué te sucede? —preguntó.
—No puedo sacar este puñado de nueces del frasco —sollo-
zó el niño.
—Bien, no seas tan codicioso —dijo su madre—. Toma un
par y no tendrás problemas para sacar la mano.
—Qué fácil fue —dijo el niño al alejarse de la mesa—. Yo
mismo podría haber pensado en ello.

A La gallina de los huevos de oro  B


Esopo
He aquí la clásica fábula de Esopo acerca de la continua insatisfacción,
lo que sucede cuando «tenerlo todo» constituye el lema de cada
día.

Un hombre y su esposa gozaban de la buena fortuna de tener


una gallina que ponía un huevo de oro por día. Afortunados
como eran, pronto dieron en pensar que no tenían suficientes
riquezas e, imaginando que el ave debía estar hecha de oro por
dentro, decidieron matarla para adueñarse al instante de toda la
provisión de metal precioso. Pero cuando abrieron la gallina,
descubrieron que era igual a cualquier otra ave de corral. Así que
ni enriquecieron de inmediato, tal como esperaban, ni disfruta-
ron más del aumento cotidiano de su riqueza.

La codicia desea más y pierde todo.

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Autodisciplina 49

A Las moscas y el frasco de miel  B


Esopo

Una jarra de miel que se hizo añicos


derramó su dulce contenido
en un charco viscoso y pegajoso.

Las golosas moscas acudieron


a darse un atracón: tanto comieron
que sus alas y patas se pegaron.

Con tirones y vanos forcejeos


quisieron escapar entre jadeos
y en dolor aromático murieron.

Moraleja:
Ay de las necias criaturas
que por gozos fugaces se destruyen.

A El señor Vinagre y su fortuna  B


Versión de James Baldwin
Un apetito descontrolado es un modo seguro de no llegar nunca a
ninguna parte. El filósofo inglés John Locke lo expresó de esta
manera: «El que no dominare sus inclinaciones, el que no supiere
resistir el placer o el dolor del momento en aras de aquello que la
razón señala como adecuado, carecerá del verdadero principio de
la virtud y la industria, y correrá peligro de no servir nunca para
nada.» Presentamos aquí al señor Vinagre, que está expuesto a
dicho peligro.

Hace mucho tiempo vivía un pobre hombre cuyo verdadero


nombre se ha olvidado. Era pequeño y viejo, y tenía el rostro
arrugado, y por eso sus amigos lo llamaban Vinagre.

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50 Autodisciplina

Su esposa también era pequeña y vieja, y vivían en una pe-


queña y vieja casa en un viejo y pequeño campo.
Un día, cuando la señora Vinagre estaba barriendo, movió la
escoba con tal fuerza que la vieja y pequeña puerta de la casa se
cayó. La señora Vinagre se asustó. Corrió al campo gritando:
—¡Juan, Juan! La casa se está cayendo. No tendremos un
techo sobre nuestras cabezas.
El señor Vinagre fue a mirar la puerta.
—No te preocupes por eso, querida —dijo—. Ponte el som-
brero e iremos en busca de fortuna.
La señora Vinagre se puso el sombrero, el señor Vinagre se
puso la puerta en la cabeza y ambos se pusieron en marcha.
Caminaron y caminaron todo el día. Por la noche llegaron a
un bosque oscuro donde había muchos árboles altos.
—He aquí un buen lugar para instalarnos —dijo el señor Vi-
nagre.
Trepó a un árbol y apoyó la puerta en unas ramas. La señora
Vinagre trepó al árbol y ambos se acostaron en la puerta.
—Es mejor tener la casa debajo y no encima —dijo el señor
Vinagre, pero la señora Vinagre ya se había dormido y no le
oyó.
Pronto oscureció y el señor Vinagre también se durmió.
A medianoche lo despertó un ruido que venía de abajo.
Se despertó. Escuchó.
—Diez piezas de oro para ti —oyó que decía alguien—.
Y otras diez piezas de oro para ti. Me guardaré el resto para mí.
El señor Vinagre miró hacia abajo. Vio a tres hombres senta-
dos en el suelo, a la luz de una linterna.
—¡Ladrones! —exclamó asustado, y brincó a una rama más
alta.
Al hacerlo pateó la puerta, sacándola del sitio donde estaba
apoyada. La puerta cayó al suelo estrepitosamente, y con ella la
señora Vinagre.
Los ladrones se asustaron tanto que pusieron los pies en pol-
vorosa y se internaron como bólidos en la arboleda.
—¿Te has lastimado, querida? —preguntó el señor Vinagre.
—No —dijo su esposa—. Pero ¿quién hubiera dicho que la
puerta se caería en medio de la noche? Y aquí hay una hermosa
linterna encendida para mostrarnos dónde estamos.

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Autodisciplina 51

El señor Vinagre bajó, tomó la linterna y echó una ojeada.


¿Qué eran esas cosas brillantes que estaban desparramadas en el
suelo?
—¡Piezas de oro! ¡Piezas de oro! —exclamó. Recogió una y
la sostuvo a la luz.
—¡Hemos hallado nuestra fortuna! ¡Hemos hallado nues-
tra fortuna! —exclamó la señora Vinagre. Y se puso a brincar de
alegría.
Contaron las piezas de oro. Había cincuenta en total, todas
brillantes, amarillas y redondas.
—¡Qué suerte tenemos! —exclamó el señor Vinagre.
—¡Qué suerte tenemos! —exclamó la señora Vinagre.
Se sentaron y miraron el oro hasta la mañana.
—Ahora, querido —dijo la señora Vinagre—, te diré lo que
haremos. Compraremos una vaca en el pueblo. Yo la ordeñaré y
batiré manteca, y nada nos faltará.
—Es un buen plan —dijo el señor Vinagre.
Así que echó a andar hacia la ciudad, mientras su esposa
aguardaba junto al camino.

El señor Vinagre recorrió la calle del pueblo, buscando una


vaca. Al rato llegó un granjero, con una vaca gorda y bonita.
—Oh, si tuviera esa vaca —dijo el señor Vinagre—, sería el
hombre más feliz del mundo.
—Es muy buena vaca —dijo el granjero.
—Bien —dijo el señor Vinagre—, te daré estas cincuenta pie-
zas de oro por ella.
El granjero sonrió y extendió la mano para recibir el di-
nero.
—Puedes llevártela —dijo—. Siempre me agrada complacer
a mis amigos.
El señor Vinagre tomó la correa de la vaca y recorrió la calle
del pueblo.
«Soy el hombre más afortunado del mundo —se dijo—. La
gente no se cansa de mirar mi vaca.»
Pero en un extremo de la calle se encontró con un hombre
que tocaba la gaita. Se paró a escuchar.
—¡Oh, es la música más dulce que he oído jamás! Y mira

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52 Autodisciplina

cómo se reúnen los niños en torno del hombre y le dan monedas.


Si tuviera esa gaita, sería el hombre más feliz del mundo.
—Te la vendo —dijo el gaitero.
—¿De veras? Pues bien, como no tengo dinero, te daré esta
vaca.
—De acuerdo —respondió el gaitero—. Siempre me gusta
complacer a mis amigos.
El señor Vinagre tomó la gaita, y el gaitero se llevó la vaca.
—Ahora tendremos música —dijo el señor Vinagre. Pero por
mucho que se esforzaba, no podía tocar una melodía. Lo único
que podía obtener de la gaita era un chillido.
Los niños, en vez de darle monedas, se reían de él. Era un día
helado, y al tratar de tocar la gaita se le congelaron los dedos.
Lamentó no haberse quedado con la vaca.
Acababa de emprender el regreso cuando se encontró con un
hombre que tenía las manos enguantadas.
—Oh, si tuviera esos bonitos guantes —dijo—, sería el hom-
bre más feliz del mundo.
—¿Cuánto me darías por ellos? —preguntó el hombre.
—No tengo dinero, pero te daré esta gaita —respondió el
señor Vinagre.
—Bien —dijo el hombre—, puedes quedártelos, pues siempre
me gusta complacer a mis amigos.
El señor Vinagre le dio la gaita y se calzó los guantes sobre
los dedos congelados.
—¡Qué afortunado soy! —dijo, mientras emprendía el regreso.
Pronto tuvo las manos calientes pero el camino era tosco y el
andar extenuante. Estaba muy cansado cuando llegó al pie de una
abrupta colina.
«¿Cómo llegaré a la cima?», se preguntó.
Entonces se encontró con un hombre que venía en dirección
contraria y empuñaba una vara que usaba como bastón.
—Amigo mío —dijo el señor Vinagre—, si tan sólo tuviera
ese bastón para ayudarme a subir la colina, sería el hombre más
feliz del mundo.
—¿Cuánto me darías por él? —preguntó el hombre.
—No tengo dinero, pero te daré este par de abrigados guan-
tes —dijo el señor Vinagre.
—De acuerdo, siempre me gusta complacer a los amigos.

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Autodisciplina 53

Ahora el señor Vinagre tenía las manos calientes, así que le


dio los guantes al hombre y tomó el bastón para ayudarse a con-
tinuar la marcha.
—Qué afortunado soy —dijo mientras subía.
En la cima de la colina se detuvo a descansar. Pero mientras
pensaba en su buena suerte de ese día, oyó que alguien lo llama-
ba por el nombre. Miró hacia arriba y vio un gran loro verde
sentado en un árbol.
—¡Señor Vinagre, señor Vinagre! —decía.
—¿Y ahora qué? —preguntó el señor Vinagre.
—¡Eres un bobo, eres un bobo! —respondió el ave—. Fuiste
en busca de fortuna, y la encontraste. Luego la cambiaste por una
vaca, y la vaca por una gaita, y la gaita por unos guantes, y los
guantes por una vara que podías haber cortado junto al camino.
¡Je, je! ¡Eres un bobo, eres un bobo!
El señor Vinagre se enfureció. Le arrojó la vara al pájaro con
todas sus fuerzas. Pero el pájaro sólo respondió:
—¡Eres un bobo, eres un bobo!
Y la vara se clavó en el árbol, donde ya no podía recupe­
rarla.
El señor Vinagre continuó despacio, pues tenía muchas cosas
en que pensar. Su esposa aguardaba junto al camino, y al verlo se
puso a gritar:
—¿Dónde está la vaca? ¿Dónde está la vaca?
—No sé dónde está la vaca —dijo el señor Vinagre, y le con-
tó toda la historia.
He sabido que ella dijo ciertas cosas aún más desagradables
de las que había dicho el loro, pero eso es asunto del señor y la
señora Vinagre, y no debemos entrometernos.
—No estamos peor que ayer —dijo el señor Vinagre—. Re-
gresemos y cuidemos nuestra pequeña y vieja casa.
Se puso la puerta en la cabeza y continuó la marcha. Y la se-
ñora Vinagre lo siguió.

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54 Autodisciplina

A Las ranas y el pozo  B


Esopo
La persona prudente mira antes de saltar.

Dos ranas vivían juntas en un pantano. Pero un tórrido vera-


no el pantano se secó, y se fueron en busca de otro sitio donde
vivir, pues a las ranas les gustan los lugares húmedos. Al fin lle-
garon a un profundo pozo, y una de ellas miró adentro y le dijo
a la otra:
—Este sitio parece fresco y agradable. Saltemos adentro y
acomodémonos.
Pero la otra, que era más sensata, respondió:
—No tan deprisa, amiga. Si este pozo se secara como el pan-
tano, ¿cómo saldrías de allí?
Piensa dos veces antes de actuar.

A El pescador y su esposa  B


Versión de Clifton Johnson
Los antiguos griegos tenían un famoso dicho: «Nada en demasía.»
La máxima no exhorta a la abstinencia total, sino que nos recuerda
que debemos evitar los excesos. Cualquier cosa en demasía, aunque
sea buena, puede ser nuestra perdición, como nos muestra este
antiguo relato. Debemos fijarnos ciertos límites.

Érase una vez un pescador que vivía con su esposa en una


humilde choza junto al mar. Un día, cuando el pescador pescaba
a orillas del agua con su caña y su línea, dio con un pez tan gran-
de y vigoroso que tuvo que hacer un gran esfuerzo para atrapar-
lo. Disfrutaba de la satisfacción de haber capturado semejante
pez cuando le oyó decir:
—Por favor, déjame vivir. No soy un pez, sino un mago. Pon-
me en el agua y déjame ir.

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Autodisciplina 55

—No necesitas repetirlo —dijo el pescador—. No quiero sa-


ber nada con un pez que habla.
Lo liberó del anzuelo y lo puso de nuevo en el agua.
—Ahora lárgate cuanto antes —dijo el hombre, y el pez se
zambulló hasta el fondo.
El pescador regresó a su choza y contó a su esposa que había
capturado un gran pez que le había contado que era un mago, y
que él lo había liberado.
—¿No le pediste nada? —preguntó su esposa.
—No —replicó el hombre—. ¿Qué iba a pedirle?
—¿Qué ibas a pedirle? —exclamó la esposa—. Hablas como
si lo tuviéramos todo en el mundo, pero vivimos en esta mísera
choza. Regresa y dile al pez que queremos una casa cómoda.
Al pescador no le agradaba cumplir con ese encargo. Sin em-
bargo, como su esposa se lo exigía, allá fue, y cuando regresó al
mar, las aguas lucían verdes y amarillas. Se paró en las rocas donde
antes pescaba y dijo:

Hombre del mar,


ven a escuchar,
pues Alicia,
que es mi amarga delicia,
me envía a pedirte un presente.

El pez se le acercó a nado y dijo:


—¿Y qué desea ella?
—Ah —dijo el pescador—, mi esposa dice que cuando te
pesqué debí haberte pedido algo antes de liberarte. No le gusta
vivir en nuestra choza. Quiere una casa cómoda.
—Pues regresa —dijo el pez—. Ella ya está en la casa que
desea.
El hombre regresó y encontró a su esposa en la puerta de una
cómoda casa, y detrás de la casa había un patio con patos y galli-
nas picoteando, y más allá del patio había un jardín donde crecían
flores y frutas.
—Ahora viviremos felices —dijo el pescador.
Todo anduvo bien un par de semanas, y entonces la esposa
dijo:
—Esposo mío, no hay suficiente lugar en esta casa, y el patio

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56 Autodisciplina

y el jardín son demasiado pequeños. Me gustaría vivir en un gran


castillo de piedra. Busca nuevamente al pez y pídele que nos dé
un castillo.
—Esposa —dijo el pescador—, no quiero ir a verle, pues qui-
zá se enfade. Deberíamos conformarnos con una bonita casa
como ésta.
—Pamplinas —dijo la mujer—. De muy buena gana nos dará
un castillo. Haz la prueba.
El pescador fue de mala gana, y cuando llegó al mar las aguas
eran de color gris oscuro y muy sombrío. Se paró en la orilla y
dijo:

Hombre del mar,


ven a escuchar,
pues Alicia,
que es mi amarga delicia,
me envía a pedirte un presente.

El pez se le acercó a nado.


—¿Qué quiere ahora?
—Ah —respondió el hombre con aflicción—, mi esposa de-
sea vivir en un castillo de piedra.
—Regresa pues —dijo el pez—. Ya se encuentra en el castillo.
El pescador regresó y encontró a su esposa ante un gran cas-
tillo.
—Mira —dijo ella—, ¿no es bonito?
Entraron en el castillo, y allí había muchos criados, y las ha-
bitaciones estaban ricamente amuebladas con hermosas mesas y
sillas, y detrás del castillo había un extenso parque, lleno de ove-
jas, cabras, conejos y venados.
—Ahora —dijo el hombre— viviremos contentos y felices en
este hermoso castillo el resto de nuestra vida.
—Tal vez —dijo la mujer—, pero consultémoslo con la almo-
hada antes de decidirnos.
Y se fueron a acostar.
A la mañana siguiente, cuando despertaron, era pleno día,
y la esposa codeó al pescador y le dijo:
—Levántate, esposo mío, y muévete, pues debemos ser rey y
reina de toda la comarca.

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Autodisciplina 57

—Mujer, mujer —dijo el pescador—, ¿para qué queremos ser


rey y reina? Yo no sería rey aunque pudiera.
—Pues yo seré reina de todos modos —dijo la esposa—. No
hables más del asunto. Ve a ver al pez y dile lo que quiero.
Allá fue el hombre, pero le daba mucha tristeza pensar que
su esposa deseaba ser reina. El mar estaba lodoso y estriado de
espuma cuando él gritó:

Hombre del mar,


ven a escuchar,
pues Alicia,
que es mi amarga delicia,
me envía a pedirte un presente.

El pez se acercó a nado.


—¿Pues qué se le ofrece ahora?
—Ay —suspiró el hombre—, mi esposa desea ser reina.
—Regresa pues —dijo el pez—, tu esposa ya es reina.
El pescador regresó y al rato llegó a un palacio, y vio un gru-
po de soldados y oyó ruido de tambores y trompetas. Entró en
el palacio y encontró a su esposa sentada en un trono, con una
corona de oro en la cabeza, y a cada lado tenía seis hermosas
doncellas.
—Bien, mujer —dijo el esposo—, ¿eres reina?
—Sí —respondió ella—, soy reina.
Tras mirarla un largo rato, el hombre dijo:
—Ah, esposa mía, qué bueno es ser reina. Ahora ya nunca
desearemos nada más.
—No estoy tan segura. Nunca es un largo tiempo. Soy reina,
es verdad, pero empiezo a cansarme de ello. Creo que me gusta-
ría ser papisa.
—Mujer, mujer —exclamó el hombre—. ¿Cómo puedes ser
papisa? Hay un solo papa en toda la cristiandad.
—Esposo mío —dijo ella—, seré papisa este mismo día.
—¡Mujer! —respondió el pescador—. El pez no puede nom-
brarte papisa, y no me gustaría pedirle semejante cosa.
—¡Pamplinas! —dijo ella—. Si puede nombrarme reina, pue-
de nombrarme papisa. Inténtalo.
Allá fue el pescador, y cuando llegó a la costa el viento sopla-

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58 Autodisciplina

ba con furia, las olas rodaban temiblemente sobre las rocas, y el


cielo estaba cubierto de nubes arremolinadas. El pescador estaba
asustado, pero aun así obedeció a su esposa y llamó:

Hombre del mar,


ven a escuchar,
pues Alicia,
que es mi amarga delicia,
me envía a pedirte un presente.

El pez se acercó a nado.


—¿Qué quiere ahora?
—Ah —dijo el pescador—, mi esposa quiere ser papisa.
—Ve a casa —ordenó el pez—. Ya es papisa.
Así el pescador regresó a casa y encontró a su esposa sentada
en un trono de gran altura, y a ambos lados ardían velas de todos
los tamaños, y ella tenía tres grandes coronas en la cabeza, una
encima de la otra, y estaba rodeada por toda la pompa y el poder
de la Iglesia.
—Esposa —dijo el pescador, admirando esa magnificencia—,
¿eres papisa?
—Sí —respondió ella—, soy papisa.
—Bien, mujer, es espléndido ser papisa. Y ahora debes estar
satisfecha, pues no puedes obtener más grandeza.
—Ya veremos —dijo ella.
Se fueron a acostar, pero la esposa no pudo dormir porque se
pasó la noche pensando en lo que sería a continuación. Al fin
llegó la mañana y salió el sol.
—¡Ja! —exclamó—. Iba a dormirme, pero el sol me molestó
con su luz brillante. ¿No puedo impedir que salga el sol? —En-
fadándose, le dijo al esposo—: Ve a ver a ese pez y dile que deseo
ser dueña del sol y la luna.
—Ay, esposa, ¿no te conformas con ser papisa?
—No, estoy muy inquieta, y no soporto que el sol y la luna
salgan sin mi consentimiento. ¡Ve a ver al pez de inmediato!
Allá fue el hombre, y cuando se aproximaba a la costa se le-
vantó una espantosa tormenta, sacudiendo árboles y rocas y en-
negreciendo el cielo. El relámpago centelleaba, y el trueno rodea-
ba, y el mar estaba cubierto de olas grandes como montañas. El

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Autodisciplina 59

pescador temblaba tanto que se le entrechocaban las rodillas, y


apenas tuvo fuerzas para mantenerse en pie en medio del vendaval
y llamar al pez:

Hombre del mar,


ven a escuchar,
pues Alicia,
que es mi amarga delicia,
me envía a pedirte un presente.

El pez se le acercó a nado.


—¿Qué más quiere ella?
—Ah —dijo el hombre—, quiere ser dueña del sol y la luna.
—Regresa a tu choza —dijo el pez.
El hombre regresó, y el palacio había desaparecido, y en cam-
bio encontró la pequeña y oscura choza donde vivía antes, y él y
su esposa viven en esa mísera choza desde entonces.

A El toque de oro  B


Adaptación de un texto de Nathaniel Hawthorne
Esta versión de un famoso cuento griego acerca de la codicia es una
adaptación del texto que el escritor norteamericano Nathaniel Haw-
thorne (1804-1864) incluyó en su Wonder Book. Los entendidos suelen
identificar al Midas de la mitología con un rey de la antigua Frigia (hoy
Turquía) que gobernó en el siglo viii antes de Cristo. Los antiguos
griegos creían que Frigia era una tierra de tesoros fabulosos.

Érase una vez un rey muy rico cuyo nombre era Midas. Tenía
más oro que nadie en todo el mundo, pero a pesar de eso no le
parecía suficiente. Nunca se alegraba tanto como cuando obtenía
más oro para sumar a sus arcas. Lo almacenaba en las grandes
bóvedas subterráneas de su palacio, y pasaba muchas horas del
día contándolo una y otra vez. Ahora bien, Midas tenía una hija
llamada Caléndula. La amaba con devoción, y decía:

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60 Autodisciplina

—Será la princesa más rica del mundo.


Pero la pequeña Caléndula no daba importancia a su fortuna.
Amaba su jardín, sus flores y el brillo del sol más que todas las
riquezas de su padre. Era una niña muy solitaria, pues su padre
siempre estaba buscando nuevas maneras de conseguir oro, y
contando el que tenía, así que rara vez le contaba cuentos o salía
a pasear con ella, como deberían hacer todos los padres.
Un día el rey Midas estaba en su sala del tesoro. Había echa-
do llave a las gruesas puertas y había abierto sus grandes cofres
de oro. Lo apilaba sobre la mesa y lo tocaba con adoración. Lo
dejaba escurrir entre los dedos y sonreía al oír el tintineo, como
si fuera una dulce música. De pronto una sombra cayó sobre la
pila de oro. Al volverse, el rey vio a un sonriente desconocido de
reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó. ¡Estaba seguro
de haber atrancado la puerta! ¡Su tesoro no estaba seguro! Pero
el desconocido se limitaba a sonreír.
—Tienes mucho oro, rey Midas —dijo.
—Sí —respondió el rey—, pero es muy poco comparado con
todo el oro que hay en el mundo.
—¿Qué? ¿No estás satisfecho? —preguntó el desconocido.
—¿Satisfecho? —exclamó el rey—. Claro que no. Paso mu-
chas noches en vela planeando nuevos modos de obtener más
oro. Ojalá todo lo que tocara se transformara en oro.
—¿De veras deseas eso, rey Midas?
—Claro que sí. Nada me haría más feliz.
—Entonces se cumplirá tu deseo. Mañana por la mañana,
cuando los primeros rayos del sol entren por tu ventana, tendrás
el toque de oro.
Apenas hubo dicho estas palabras, el desconocido desapare-
ció. El rey Midas se frotó los ojos.
—Debo haber soñado —se dijo—, pero qué feliz sería si esto
fuera cierto.
A la mañana siguiente el rey Midas despertó cuando las pri-
meras luces aclararon el cielo. Extendió la mano y tocó las man-
tas. Nada sucedió.
—Sabía que no podía ser cierto —suspiró. En ese momento
los primeros rayos del sol entraron por la ventana. Las mantas
donde el rey Midas apoyaba la mano se convirtieron en oro pu-
ro—. ¡Es verdad! —exclamó con regocijo—. ¡Es verdad!

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Autodisciplina 61

Se levantó y corrió por la habitación tocando todo. Su bata,


sus pantuflas, los muebles, todo se convirtió en oro. Miró por la
ventana, hacia el jardín de Caléndula.
—Le daré una grata sorpresa —dijo. Bajó al jardín, tocando
todas las flores de Caléndula y transformándolas en oro—. Ella
estará muy complacida —se dijo.
Regresó a su habitación para esperar el desayuno, y recogió
el libro que leía la noche anterior, pero en cuanto lo tocó se con-
virtió en oro macizo.
—Ahora no puedo leer —dijo—, pero desde luego es mucho
mejor que sea de oro.
Un criado entró con el desayuno del rey.
—Qué bien luce —dijo—. Ante todo quiero ese melocotón
rojo y maduro.
Tomó el melocotón con la mano, pero antes que pudiera sa-
borearlo se había convertido en una pepita de oro. El rey Midas
lo dejó en la bandeja.
—Es muy bello, pero no puedo comerlo —dijo. Levantó un
panecillo, pero también se convirtió en oro—. ¿Qué haré? Tengo
hambre y sed, y no puedo beber ni comer oro.
En ese momento se abrió la puerta y entró la pequeña Ca-
léndula. Sollozaba amargamente, y traía en la mano una de sus
rosas.
—¿Qué sucede, hijita? —preguntó el rey.
—¡Oh, padre! ¡Mira lo que ha pasado con mis rosas! ¡Están
feas y rígidas!
—Pues son rosas de oro, niña. ¿No te parecen más bellas que
antes?
—No —gimió la niña—, no tienen ese dulce olor. No crece-
rán más. Me gustan las rosas vivas.
—No importa —dijo el rey—, ahora come tu desayuno.
Pero Caléndula notó que su padre no comía y que estaba muy
triste.
—¿Qué sucede, querido padre? —preguntó, acercándose. Le
echó los brazos al cuello y él la besó, pero de pronto el rey gritó de
espanto y angustia. En cuanto la tocó, el adorable rostro de Calén-
dula se convirtió en oro reluciente. Sus ojos no veían, sus labios no
podían besarlo, sus bracitos no podían estrecharlo. Ya no era una
hija risueña y cariñosa, sino una pequeña estatua de oro.

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62 Autodisciplina

El rey Midas agachó la cabeza, rompiendo a llorar.


—¿Eres feliz, rey Midas? —dijo una voz. Al volverse, Midas
vio al desconocido.
—¡Feliz! ¿Cómo puedes preguntármelo? ¡Soy el hombre más
desdichado de este mundo! —dijo el rey.
—Tienes el toque de oro —replicó el desconocido—. ¿No es
suficiente?
El rey Midas no alzó la cabeza ni respondió.
—¿Qué prefieres, comida y un vaso de agua fría o estas pepi-
tas de oro? —dijo el desconocido.
El rey Midas no pudo responder.
—¿Qué prefieres, oh rey, esa pequeña estatua de oro, o una
niña vivaracha y cariñosa?
—Oh, devuélveme a mi pequeña Caléndula y te daré todo el
oro que tengo —dijo el rey—. He perdido todo lo que tenía de
valioso.
—Eres más sabio que ayer, rey Midas —dijo el desconoci-
do—. Zambúllete en el río que corre al pie de tu jardín, luego
recoge un poco de agua y arrójala sobre aquello que quieras vol-
ver a su antigua forma. —El desconocido desapareció.
El rey Midas se levantó de un brinco y corrió al río. Se zambulló,
llenó una jarra de agua y regresó deprisa al palacio. Roció con agua
a Caléndula, y devolvió el color a sus mejillas. La niña abrió los ojos
azules.
—¡Vaya, padre! —exclamó—. ¿Qué ha sucedido?
Con un grito de alegría, el rey Midas la tomó en sus brazos.
Nunca más el rey Midas se interesó en otro oro que no fuera el
oro de la luz del sol, o el oro del cabello de la pequeña Caléndula.

A La zorra y el cuervo  B


Esopo
La vanidad depende en gran medida de la disciplina, o la carencia
de ella. Otros pueden tratar de adularnos, pero de nosotros depende
limitar las lisonjas.

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Autodisciplina 63

Un cuervo negro como el carbón robó un trozo de carne.


Voló hacia un árbol con la carne en el pico.
Una zorra lo vio y quiso obtener la carne, así que miró hacia
el árbol y dijo:
—¡Qué hermoso eres, amigo mío! ¡Tienes plumas más bellas
que una paloma!
»¿Es tu voz tan dulce como tu forma? En ese caso, eres el rey
de los pájaros.
El cuervo quedó tan contento con estas lisonjas que abrió la
boca para demostrar que sabía cantar. El trozo de carne se le
cayó.
La zorra se adueñó de la carne y huyó a la carrera.

A El rey Canuto en la costa  B


Adaptación de un texto de James Baldwin
Canuto II, que reinó durante el siglo xi, fue el primer rey danés de
Inglaterra. En esta famosa anécdota demuestra que es un hombre
que sabe dominar su vanidad. Es una buena lección para todos los
que aspiran a un puesto elevado.

Hace mucho tiempo, Inglaterra era gobernada por un rey


llamado Canuto. Como muchos poderosos, Canuto estaba ro-
deado por aduladores. Cada vez que entraba en una sala, comen-
zaban las lisonjas.
—Eres el hombre más grande que jamás vivió —decía al-
guien.
—Oh, rey, nunca puede haber otro tan poderoso como tú
—alegaba otro.
—Alteza, no hay nada que tú no puedas hacer —añadía
otro.
—Gran Canuto, eres monarca de todo —canturreaba otro—.
Nada en este mundo se atrevería a desobedecerte.
El rey era un hombre sensato, y se cansó de oír tantas tonte-
rías.

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64 Autodisciplina

Un día caminaba por la costa y sus funcionarios y cortesanos


lo acompañaban, alabándolo como de costumbre. Canuto deci-
dió darles una lección.
—¿Conque soy, según vosotros, el hombre más grande del
mundo? —preguntó.
—Oh, rey —exclamaron—, nunca ha habido nadie tan pode-
roso como tú, y nunca más lo habrá.
—¿Y decís que todas las cosas me obedecen? —preguntó el
rey.
—¡Ciertamente! El mundo se inclina ante ti, y te honra.
—Entiendo —dijo el rey—. En ese caso, traedme mi silla, e
iremos al agua.
—¡De inmediato, majestad!
Y trajinaron por la arena cargando con el real asiento.
—Llevadlo más cerca del mar —ordenó Canuto—. Ponedlo
allí, justo en la orilla.
Canuto se sentó y oteó el mar.
—Veo que se acerca la marea. ¿Pensáis que se detendrá si se
lo ordeno?
Los cortesanos quedaron desconcertados, pero no se atrevie-
ron a decir que no.
—Imparte la orden, oh gran rey, y la marea obedecerá —le
aseguró uno de ellos.
—Muy bien, mar —gritó Canuto—, te ordeno que no avan-
ces más. ¡Olas, dejad de rodar! ¡Rompiente, deja de golpear! ¡No
oses tocarme los pies!
Aguardó un momento en silencio, y una ola diminuta subió
por la arena y le lamió los pies.
—¿Cómo te atreves? —exclamó Canuto—. ¡Océano, retroce-
de de inmediato! Te he ordenado que te retires, y debes obedecer.
¡Retírate!
Y en respuesta otra ola se adelantó y rodeó el pie del rey. La
marea avanzó como de costumbre. El agua se elevó cada vez más,
llegó hasta la silla del rey, y no sólo le mojó los pies sino el man-
to. Sus cortesanos lo miraban alarmados, preguntándose si esta-
ba loco.
—Bien, amigos míos —dijo Canuto—, parece que no tengo
tanto poder como queréis hacerme creer. Tal vez hoy hayáis
aprendido algo. Quizás ahora recordéis que hay un solo rey to-

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Autodisciplina 65

dopoderoso, y que es él quien gobierna el mar, y quien sostiene


el océano en la palma de su mano. Os sugiero que reservéis vues-
tras alabanzas para él.
Los funcionarios y cortesanos agacharon la cabeza, sintiéndose
ridículos. Y algunos dicen que Canuto se quitó la corona, y nunca más
la usó.

A Ozimandias  B
Percy Bysshe Shelley
Ozimandias es el nombre griego del rey egipcio Ramsés II, quien
gobernó desde 1290 hasta 1223 antes de Cristo. Se le atribuyen am-
biciosas obras de construcción. En el suelo del templo mortuorio
de Tebas yace la colosal cabeza de piedra de una estatua de Ramsés,
y el antiguo historiador griego Diodoro Século describió un templo
fúnebre que exhibía una inscripción muy similar a la que figura
en el poema de Shelley. Recordar a Ozimandias es un buen modo
de controlar nuestra vanidad, especialmente cuando subimos la
escalera del éxito.

Díjome el viajero de una tierra antigua:


dos grandes piernas hay en el desierto.
De piedra ambas, y en la arena hundido,
un rostro ceñudo y fisurado;
sus arrugados labios, su aire prepotente,
declaran que el artista vio pasiones
que sobreviven, en esa piedra muerta,
al escultor y al corazón que consumían.
Y vemos en la base estas palabras:
«Mi nombre es Ozimandias, rey de reyes.
¡Mirad mis obras, poderosos, y llorad!»
Nada queda. Las ruinas del coloso
dormitan en arenas solitarias
que se extienden chatas y desnudas.

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66 Autodisciplina

A  Faetón  B
Adaptación de un texto de Thomas Bulfinch

La sensación de juventud, ha escrito Joseph Conrad, es la sensación


de ser capaz de «durar para siempre, más que el mar, la tierra y todos
los hombres». Por alguna razón, como todos sabemos por experien-
cia, la juventud no puede reconocer que esto es una ilusión. He aquí
una de las grandes historias que nos refiere el poeta latino Ovidio.
Habla del atolondramiento de la juventud y nos recuerda la
necesidad de la prudencia rectora de los padres.

Faetón era hijo de Febo Apolo y la ninfa Climene. Un día un


compañero de escuela se rio de su idea de ser hijo de un dios, y
Faetón fue a ver a su madre furioso y avergonzado.
—Si de veras soy de origen celestial —dijo—, dame una prue-
ba de ello.
—Pregúntale a tu propio padre —respondió Climene—. No
será difícil. La tierra del Sol es contigua a la nuestra.
Lleno de esperanza y orgullo, Faetón viajó a las regiones
del amanecer. El palacio del Sol se erguía sobre altas columnas,
reluciente de oro y piedras preciosas, con techos de marfil
bruñido y puertas de plata. En las paredes Vulcano había re-
presentado la tierra, el mar y los cielos con sus moradores. En
el mar estaban las ninfas, algunas retozando en las olas, otras
cabalgando a lomo de los peces, mientras otras se sentaban en
las rocas para secarse el cabello color verde mar. La tierra tenía
sus ciudades, bosques, ríos y deidades rústicas. Encima de
todo una talla representaba el glorioso cielo, y en las puertas
de plata estaban los doce signos del zodíaco, seis de cada
lado.
El hijo de Climene subió la empinada cuesta y entró en la mo-
rada de su padre. Se acercó a la cámara del Sol, pero se detuvo a
cierta distancia, pues no pudo soportar la intensa luz. Febo, ata-
viado con túnica púrpura, estaba sentado en un trono que resplan-
decía como si fuera de diamante. A derecha e izquierda estaban el
Día, el Mes y el Año, y luego las Horas. La Primavera erguía su
cabeza coronada de flores. El Verano lucía un manto holgado y
una guirnalda formada por espigas de grano maduro. Y también

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Autodisciplina 67

estaban el Otoño, los pies manchados de zumo de uva, y el helado


Invierno, el cabello endurecido por la escarcha.
Rodeado por estos asistentes, el Sol, con su ojo que lo veía
todo, contemplaba a ese joven deslumbrado por la novedad y el
esplendor de la escena.
—¿A qué has venido? —preguntó.
—Oh, luz del mundo ilimitado —respondió el joven—. Te
ruego que me des una prueba de que en verdad soy hijo tuyo.
Calló, y su padre, dejando a un lado los rayos que brillaban
en torno de su cabeza, le indicó que se acercara.
—Eres mi hijo —dijo, abrazándolo—. Lo que te ha contado
tu madre es cierto. Para disipar tus dudas, pide lo que desees, y
el regalo será tuyo. Pongo por testigo al sombrío río de la Esti-
gia, por el cual juramos los dioses al hacer nuestros votos más
solemnes.
Muchas veces Faetón había visto el Sol surcando el cielo, y
había soñado con conducir la carroza de su padre, urgiendo a los
alados corceles por la pista celestial. Ahora comprendió que ese
sueño podía concretarse.
—Quiero ocupar tu lugar por un día, padre —exclamó—. Sólo
por un día quiero guiar tu carroza por el firmamento y llevar luz
al mundo.
Al instante el Sol comprendió la necedad de su promesa, y
sacudió la radiante cabeza en son de advertencia.
—He hablado precipitadamente —dijo—. Éste es el único
requerimiento que te negaría, y te suplico que lo retires. Pides
algo que no está a la altura de tu juventud ni de tu fuerza, hijo
mío. Eres mortal, y pides algo que supera el poder de los morta-
les. En tu ignorancia, aspiras a hacer lo que ni siquiera pueden
hacer otros dioses. Sólo yo puedo conducir la flamígera carroza
del día. Ni siquiera Júpiter, cuyo terrible brazo derecho arroja
rayos, lo intentaría.
»El primer tramo del camino es empinado, tanto que los ca-
ballos, a pesar de estar frescos por la mañana, apenas pueden
ascender. El tramo intermedio lleva a las alturas del firmamento,
y yo no puedo mirar hacia abajo sin alarma al ver la tierra y el
mar que se extienden debajo. La última parte del camino descien-
de abruptamente, y requiere un conductor experto. Tetis, esposa
del Océano, que aguarda para recibirme, a menudo tiembla te-

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68 Autodisciplina

miendo que me caiga de cabeza. Añade a esto que el cielo gira


continuamente, llevando consigo las estrellas. Debo estar siem-
pre alerta para que ese movimiento, que arrastra todo lo demás,
no me lleve consigo.
»Supongamos que te prestara la carroza. ¿Qué harías tú? ¿Po-
drías mantener el rumbo mientras la esfera gira debajo de ti? Tal
vez pienses que en el camino hay bosques y ciudades, moradas
de dioses, palacios y templos. Al contrario, el camino avanza en-
tre monstruos pavorosos. Pasas por los cuernos del Toro, frente
al Arquero, y cerca de las fauces del León, y por el sitio donde el
Escorpión extiende sus brazos en una dirección y el Cangrejo en
la otra. Tampoco te resultará fácil guiar estos caballos, que escu-
pen fuego por la boca y los belfos. Apenas puedo dominarlos
cuando se resisten.
»Hijo mío, no quiero regalarte un presente fatal. Retráctate
de tu pedido mientras puedes. ¿Deseas una prueba de que eres
de mi sangre? Te doy la prueba con mi preocupación por ti. Mira
mi rostro... ojalá pudieras mirar en mi corazón, y allí verías la
aprensión de un padre.
»Mira en torno, y pide cualquier otra cosa entre todas las
riquezas de la tierra o el mar. ¡Pídelo y lo tendrás! Pero te supli-
co que no me pidas esto. No buscas honor, sino destrucción. Lo
tendrás si insistes, pues hice un juramento y debo respetarlo.
Pero te ruego que escojas con más sabiduría.
Finalizó su discurso, pero su advertencia fue en vano, y Faetón
insistió en su pedido. Así, tras resistirse todo lo posible, Febo lo
condujo al lugar donde aguardaba la majestuosa carroza. Sus rue-
das eran de oro, sus rayos de plata. En el yugo toda suerte de joyas
reflejaban el brillo del Sol. Mientras el joven la miraba maravillado,
el alba abrió las purpúreas puertas del oriente y mostró un sende-
ro sembrado de rosas.
Cuando Febo vio que la Tierra comenzaba a relucir y la Luna
se disponía a retirarse, ordenó a las Horas que enjaezaran los
caballos. Ellas obedecieron, y sacaron a los corceles de los sun-
tuosos establos, bien alimentados con rica ambrosía. Luego el
Sol frotó el rostro del hijo con una loción mágica que le permi-
tiría resistir el resplandor de las llamas. Le puso la corona de
rayos en la cabeza y suspiró.
—Si insistes en hacerlo —dijo—, al menos ten presente mi

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Autodisciplina 69

consejo. Procura no usar el látigo, y empuña las riendas con fuer-


za. No es preciso que azuces los caballos, pero procura contener-
los. No cojas el camino recto que atraviesa los cinco círculos del
Cielo, sino gira a la izquierda. Evita las zonas del norte y del sur,
y permanece en cambio en la zona intermedia. Verás las marcas de
las ruedas, y ellas te guiarán. Tanto el cielo como la tierra necesitan
calor, así que no vayas demasiado alto, o quemarás las moradas
celestiales, ni demasiado bajo, o dejarás la tierra en llamas. El cur-
so intermedio es el mejor y el más seguro.
»Ahora te encomiendo a la Fortuna, quien espero tenga me-
jores planes para ti de los que tú mismo has trazado. La noche
escapa por las puertas de occidente, y ya no podemos demorar-
nos. Toma las riendas. Mejor aún, escucha mi consejo y déjame
llevar la luz al mundo mientras permaneces aquí y miras desde un
lugar seguro.
Pero aun mientras el Sol hablaba, el joven saltó a la carroza,
se irguió y tomó las riendas con deleite, dando las gracias a su
renuente padre. Los caballos llenaban el aire con sus furiosos
resoplidos y pateaban el suelo con impaciencia. Bajaron las ba-
rreras, y de pronto la ilimitada planicie del universo se extendió
ante ellos. Salieron disparados y atravesaron las nubes, internán-
dose en los vientos del oriente.
Pronto los corceles comprendieron que la carga que llevaban
era más ligera que de costumbre. Así como en el mar un navío
sin balasto se mece alejándose de su curso, la carroza oscilaba
como si estuviera vacía. Los caballos se lanzaron al galope y
abandonaron el camino de costumbre. Faetón sintió pánico. No
sabía hacia dónde mover las riendas, y aunque lo hubiera sabido
no tenía las fuerzas. Entonces, por primera vez, la Osa Mayor y
la Osa Menor se calcinaron con el calor, y de ser posible se ha-
brían sumergido en las aguas. La Serpiente, que permanece en-
roscada en torno del polo, adormecida e inofensiva en el frío del
firmamento, se calentó y culebreó enfurecida.
Cuando el desdichado Faetón miró la Tierra, que se extendía
allá abajo en su vastedad, palideció, y sus rodillas temblaron de
terror. A pesar del resplandor que lo rodeaba, su visión se entur-
biaba. Lamentó haber tocado los caballos de su padre. Era arras-
trado como una nave en la borrasca, cuando el piloto sólo puede
rezar. Había recorrido un largo trecho, pero aún le aguardaba uno

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70 Autodisciplina

más largo. Estaba aturdido, obnubilado, y no sabía si empuñar las


riendas o soltarlas. Olvidó el nombre de los caballos. Se espantó
al ver las monstruosas formas que poblaban el cielo. El Escorpión,
por ejemplo, lo amenazaba con sus enormes pinzas, estirando su
venenoso aguijón. Faetón se acobardó y soltó las riendas.
Los caballos, al sentir las riendas sueltas en el lomo, se lanza-
ron hacia las regiones desconocidas del cielo. Galoparon entre
las estrellas, arrastrando la carroza hacia lugares intransitados,
subiendo y bajando bruscamente. La Luna vio atónita cómo la
carroza de su hermano corría bajo la suya. Las nubes comen-
zaron a humear, y las cimas de las montañas se incendiaron. El
calor chamuscó los campos, marchitó las plantas, quemó las co-
sechas. Perecieron ciudades, con sus torres y murallas, y naciones
enteras se convirtieron en cenizas.
Faetón miraba el mundo en llamas, y sentía el intolerable
calor. El aire estaba caliente como un horno, lleno de hollín y
chispas. La fulgurante carroza viraba de un lado al otro. Los
bosques se convirtieron en desiertos, los ríos se secaron, la tierra
se rajó. El mar se encogió y amenazó con convertirse en una
planicie seca. Tres veces Neptuno intentó asomar la cabeza, y tres
veces el feroz calor lo obligó a sumergirse.
Entonces la Tierra, entre las humeantes aguas, cubriéndose el
rostro con la mano, miró hacia el cielo, y con voz trémula invocó
a Júpiter.
—Oh, monarca de los dioses —clamó—, si he merecido este
trato, y es tu voluntad que yo perezca por el fuego, ¿por qué con-
tienes tus rayos? Permite que al menos caiga por tu mano. ¿Es ésta
la recompensa por mi fertilidad? ¿Para esto he dado forraje para el
ganado, frutos para los hombres, incienso para tus altares? ¿Y qué
ha hecho mi hermano Océano para merecer semejante destino?
Y mira tus propios cielos. Los polos humean, y si se desmoronan tu
palacio caerá. Si perecen el mar, la tierra y el cielo, regresaremos al
antiguo Caos. Salva de la flama voraz lo que todavía queda en pie.
Reflexiona, y líbranos de este momento de espanto.
Abrumada por el calor y la sed, la Tierra no pudo decir más.
Pero Júpiter la oyó, y vio que todas las cosas perecerían si no
intervenía de inmediato. Trepó a la torre más alta del cielo, desde
donde a menudo había soplado nubes sobre el mundo y arrojado
su potente trueno. Blandió un rayo con la mano y se lo arrojó al

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Autodisciplina 71

auriga. De inmediato el carro estalló. Los caballos desbocados


rompieron las riendas, las ruedas se partieron y los restos se des-
perdigaron entre los astros.
Y Faetón, con su cabello en llamas, cayó como una estrella
fugaz. Estaba muerto mucho antes de llegar abajo. Un dios fluvial
lo recibió y enfrió su cuerpo ardiente.

A Las normas de urbanidad  B


de George Washington
A finales del siglo xix se descubrió un cuaderno titulado «Formas
de escritura» en Mount Vernon, Virginia, la plantación donde vivía
George Washington, a orillas del río Potomac. El cuaderno data
aparentemente de 1745, cuando Washington tenía catorce años y
asistía a la escuela en Fredericksburg, Virginia. Ahí encontramos,
en letra manuscrita del prócer, los cimientos de una sólida educación
del carácter para un joven del siglo xviii: unas 110 «normas de
urbanidad y conversación entre hombres». La investigación histórica
ha demostrado que el joven George las copió probablemente de la
traducción inglesa (1664) de un trabajo francés aún más antiguo. La
mayoría de las normas aún son deliciosamente aplicables como
código moderno de conducta personal. He aquí cincuenta y cuatro
de esas normas que tanto admiraba el primer presidente de Estados
Unidos de América.

  1. Cada acto realizado en compañía debe trasuntar respeto


por los presentes.
  2. En presencia de otros, no canturrees en voz baja, ni tam-
borilees con los dedos ni los pies.
  3. No hables cuando otros hablan, no permanezcas senta-
do cuando otros están de pie; no camines cuando otros se de-
tengan.
  4. No des la espalda a los demás, y menos cuando hablas; no
muevas la mesa o el escritorio donde otro lee o escribe, no te
apoyes en nadie.
  5. No seas lisonjero, ni bromees con nadie que no esté de
ánimo para bromas.

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72 Autodisciplina

  6. No leas cartas, libros ni papeles en compañía, pero cuan-


do sea preciso hacerlo, debes pedir permiso. No te acerques a los
libros ni escritos de nadie para leerlos sin autorización, ni fisgo-
nees cuando otro está escribiendo una carta.
  7. Que tu semblante sea agradable, pero que demuestre gra-
vedad ante asuntos serios.
  8. No demuestres satisfacción ante el infortunio de otro,
aunque se trate de tu enemigo.
  9. Los que gozan de título o posición tienen precedencia en
todas partes, pero mientras son jóvenes deben respetar a quienes
son sus iguales por su nacimiento o por otras cualidades, aunque
no ocupen cargos públicos.
10. Es de buena educación ceder la palabra a nuestros inter-
locutores, especialmente si gozan de rango superior, y nunca
debemos ser los primeros en interpelar a los mismos.
11. Que tu plática con hombres de negocios sea breve y al
punto.
12. Al visitar a los convalecientes, no asumas el papel de mé-
dico si no te corresponde.
13. Al escribir o al hablar, dirígete a cada persona por su títu-
lo debido, de acuerdo con su grado y las costumbres del lugar.
14. No discutas con tus superiores, y siempre presenta tus
opiniones con modestia.
15. No procures ser maestro de tus iguales en las artes que
profesan, pues pasarás por arrogante.
16. Cuando un hombre hace todo lo que puede, aunque no
logre tener éxito, no lo culpes por su intento.
17. Cuando debas aconsejar o recriminar, considera si es per-
tinente que se haga en público o en privado, de inmediato o en
otra ocasión, y también cuáles son las palabras atinadas; y al re-
prender no muestres signos de cólera, sino actúa con reserva y
moderación.
18. No te mofes de asuntos de importancia, no hagas burlas
mordaces ni hirientes, y si haces gala de ingenio, no te rías de tus
propias palabras.
19. Cuando reprendas a otro, procura ser intachable, pues el
ejemplo es más elocuente que la exhortación.
20. No emplees palabras hirientes contra nadie, ni juramentos
o escarnios.

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Autodisciplina 73

21. No te apresures a creer rumores en detrimento de otras


personas.
22. Sé discreto en tu atuendo, y procura respetar la naturale-
za antes que suscitar admiración. Sigue la moda de tus iguales, tal
como sea pertinente respecto del tiempo y lugar.
23. No te comportes como un pavo real, mirándote sin cesar
para ver si estás presentable, si el calzado te sienta bien, si tus
calzas están bien ceñidas o si tus ropas son elegantes.
24. Júntate con hombres de calidad si estimas tu reputación,
pues más vale estar solo que mal acompañado.
25. Que en tu conversación no haya malicia ni envidia, y así
manifestarás ser de natural afable y ponderable; en las causas
apasionadas permite que se imponga la razón.
26. No cometas la impudicia de urgir a tu amigo a revelar un
secreto.
27. No digas bajezas ni frivolidades entre hombres adultos y
educados, ni cosas dificultosas entre ignorantes, ni cosas difíciles
de creer.
28. No hables de temas sombríos en tiempos de alegría ni a
la mesa; no hables de cosas melancólicas, como muerte y heridas,
y si otros las mencionan, procura cambiar la conversación. No
reveles tus sueños, salvo a tus amigos más íntimos.
29. No bromees cuando no hay ánimo para el jolgorio. No
rías a carcajadas, y nunca rías cuando no es apropiado. No te
burles de los infortunios de nadie, aunque parezca existir un mo-
tivo.
30. No digas palabras injuriosas, ni en broma ni en serio. No
te mofes de nadie, aunque te den la ocasión.
31. No seas atolondrado, sino afable y cortés, el primero en
saludar, oír y responder, y no seas retraído cuando es momento
de platicar.
32. No te apartes de los demás, pero no abuses de su con-
fianza.
33. No vayas adonde no sabes si serás bien recibido. No des
consejos sin que te los pidan, y cuando sea pertinente darlos,
sé conciso.
34. Si dos personas riñen, no tomes partido en forma incon-
dicional, y no seas obstinado en tus opiniones; en asuntos indi-
ferentes, toma partido por la mayoría.

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74 Autodisciplina

35. No reproches la imperfección ajena, pues eso correspon-


de a padres, maestros y superiores.
36. No mires los defectos ajenos, ni preguntes de dónde vie-
nen. No cuentes a cualquiera lo que has confiado en secreto a tu
amigo.
37. En compañía, no hables en lengua extranjera sino en la
propia, y la que hablan las gentes de calidad, no el vulgo. Trata
con seriedad los asuntos sublimes.
38. Piensa antes de hablar, no pronuncies incorrectamente,
no hables deprisa, sino ordenada y claramente.
39. Cuando otro habla, estate atento, y no molestes al públi-
co. Si alguien vacila al hablar, no lo ayudes, ni le des sugerencias
que no te han pedido; no lo interrumpas ni le respondas hasta
que haya terminado de hablar.
40. Trata de negocios en el momento adecuado, y no murmu-
res delante de los demás.
41. No hagas comparaciones, y si alguno de los presentes es
elogiado por un acto virtuoso, no elogies a otro por lo mismo.
42. No repitas rumores si desconoces la verdad. Al hablar de
cosas que has oído, no siempre nombres a quien las refirió. Nun-
ca reveles un secreto.
43. No te inmiscuyas en asuntos ajenos, ni te acerques a quie-
nes hablan en privado.
44. No emprendas lo que no puedes realizar, pero procura
cumplir tus promesas.
45. Cuando expongas una cuestión, hazlo sin apasionamien-
to ni indiscreción, sin importar la calidad de la persona a quien
te diriges.
46. Cuando tus superiores hablan con cualquiera, óyelos; no
hables ni te rías.
47. En las disputas, no lleves tu afán de imponerte al extremo
de negar a otro la libertad de expresar su opinión, y sométete
al arbitrio de la mayoría, especialmente si son jueces de la dis-
puta.
48. No seas tedioso en tu conversación, no hagas muchas
digresiones, no repitas con frecuencia el mismo asunto.
49. No hables mal de los ausentes, pues es injusto.
50. No te enfades a la mesa, y si tienes razón para el enfado
no lo demuestres; presenta un semblante jovial, especialmente si

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Autodisciplina 75

hay extraños, pues el buen humor hace de cualquier plato un


manjar.
51. No ocupes la cabecera de la mesa, pero si te corresponde,
o si lo pide el dueño de casa, no te opongas, para no molestar a los
presentes.
52. Cuando hables de Dios o sus atributos, hazlo con serie-
dad, reverencia y honor, y obedece a tus padres naturales.
53. Que tus esparcimientos sean viriles, no pecaminosos.
54. Trabaja para mantener viva en tu pecho esa pequeña chis-
pa de fuego celestial llamada conciencia.

A El ganado del Sol  B


Versión de Andrew Lang
Los tiempos de abundancia requieren un tipo de autodisciplina
(como en el cuento de la gallina de los huevos de oro). Los tiempos
de escasez requieren otro tipo de disciplina. En tiempos difíciles,
la gente siente la tentación de olvidar los códigos sociales y morales.
En este episodio de la Odisea de Homero, la tripulación de Odiseo
(Ulises) no posee disciplina para aprobar un examen difícil.

La nave surcó el rugiente estrecho, entre la roca de Escila y el


remolino de Caribdis, y salió a mar abierto; y los hombres, fati-
gados y apesadumbrados, se inclinaron sobre los remos ansiando
descanso.
Y parecían aproximarse a un sitio de reposo, pues frente a la
nave se extendía una bella isla, y los hombres oían el balido de las
ovejas y el mugido de las vacas cuando las arreaban a sus corrales.
Pero Ulises recordó que, en la Tierra de los Muertos, el fantasma
del profeta ciego le había hecho una advertencia: sus hombres
perecerían si mataban y comían el ganado del Sol en la sagrada
isla de Trinacia. Ulises habló a sus tripulantes de esta profecía, y
les ordenó que siguieran de largo. Euríloco se enfureció y decla-
ró que los hombres estaban cansados y no podían remar más;
debían desembarcar, comer y dormir cómodamente en la costa.

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76 Autodisciplina

Al oír a Euríloco, toda la tripulación dijo a gritos que esa noche


no avanzaría más, y Ulises no tuvo poder para obligarles. Sólo
pudo hacerles jurar que no tocarían el ganado del dios Sol, lo cual
ellos prometieron, y así desembarcaron, cenaron y durmieron.
Durante la noche se levantó una gran tormenta; las nubes y
la bruma cegaron la faz del mar y del cielo, y durante un mes
entero el bravo viento sur arrojó olas contra la costa, con lo cual
ningún navío podía hacerse a la mar. Entretanto los tripulantes
agotaron las provisiones del barco, y terminaron el vino, de modo
que tuvieron que cazar aves y pescar, con escasa suerte en la pes-
ca, pues el mar estaba bravo en la costa. Ulises se internó a solas
en la isla para rezar a los dioses, y después de rezar encontró un
lugar protegido donde se durmió.
Euríloco aprovechó la oportunidad para exhortar a los tripu-
lantes a capturar y sacrificar el ganado sagrado del dios Sol, que
ningún hombre podía tocar, y así lo hicieron, de modo que cuan-
do Ulises despertó y se acercó a la nave, olió la carne asada y supo
lo que había sucedido. Reprendió a sus hombres pero, como las
reses estaban muertas, siguieron comiéndolas durante seis días,
y entonces cesó la tormenta, amainó el viento, brilló el sol e iza-
ron las velas y se hicieron a la mar. Pero este acto sacrílego fue
castigado, pues en cuanto se alejaron de la tierra firme un gran
nubarrón los cubrió; el viento rompió el mástil, aplastando la
cabeza del timonel, el rayo acertó en el centro de la nave, sacu-
diéndola, y los hombres cayeron por la borda y sus cabezas flo-
taron un instante como cormoranes, encima de las olas.
Pero Ulises había aferrado una cuerda y, cuando la nave se en-
derezó, recorrió la cubierta hasta que una ola arrancó las jarcias y
los flancos de la quilla. Ulises sólo tuvo tiempo para sujetar el más-
til roto a la quilla con una soga, y permaneció sentado en esa balsa
con los pies en el agua, mientras el furibundo viento sur empujaba
la balsa hacia el peñasco bajo el cual se hallaba el remolino de Carib-
dis. Ulises se habría ahogado, pero se aferró de las raíces de una hi-
guera que crecía en la roca, y allí colgó, clavando los pies en la piedra
hasta que el remolino hirvió de nuevo, y subieron los maderos,
Ulises cayó en los maderos y se puso a remar con las manos, y el
viento lo empujó al fin hacia la protegida playa de una isla.

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Autodisciplina 77

A David y Betsabé  B
Versión de Jesse Lyman Hurlbut

De todos los vicios, la lujuria es uno de los más difíciles de dominar.


La historia de David y Betsabé figura en la Biblia, en el segundo libro
de Samuel.

Cuando David llegó al trono, se puso a la cabeza de su ejér-


cito para librar guerras contra los enemigos de Israel. Pero llegó
un momento en que su reino sufría muchos problemas, y David
dejó a Joab, su general, al mando de sus guerreros, mientras él per-
manecía en su palacio del Monte Sión.
Un anochecer David caminaba por la azotea del palacio. Miró
hacia un jardín y vio a una mujer bellísima. Preguntó a un criado
quién era esa mujer, y el criado le respondió:
—Se llama Betsabé, y es la esposa de Uriah.
Uriah era un oficial del ejército de David, al mando de Joab,
y en esa época luchaba en la guerra contra los amonitas, en Rab­
bah, cerca del desierto, al este del Jordán. David mandó buscar a
Betsabé, esposa de Uriah, y habló con ella. La amaba, y ansiaba
tomarla como una de sus esposas (en esos tiempos no se consi-
deraba pecado que un hombre tuviera más de una esposa). Pero
David no podía casarse con Betsabé mientras su esposo Uriah
estuviera con vida. Un pensamiento maligno entró en el corazón
de David, quien planeó la muerte de Uriah para poder llevar a
Betsabé a su propia casa.
David le escribió una carta a Joab, el comandante de su ejér-
cito, y esa carta decía: «Cuando haya una batalla con los amoni-
tas, envía a Uriah al punto donde más arrecie el combate, y déja-
lo allí, para que le den muerte los amonitas.»
Y Joab hizo lo que David le había ordenado. Envió a Uriah
y un puñado de valientes al pie de la muralla de la ciudad, sabien-
do que allí se toparían con una feroz resistencia. Se libró un fiero
combate junto a la muralla, Uriah pereció, y con él otros valien-
tes. Entonces Joab despachó un mensajero para informarle al rey
David cómo andaba la guerra, y especialmente que Uriah, uno
de sus valientes oficiales, había muerto en la lucha.
Cuando David se enteró, le dijo al mensajero: «Dile a Joab:

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78 Autodisciplina

“No te inquietes por la pérdida de los hombres caídos en batalla.


La espada debe abatir a algunos. Mantén el sitio, continúa el
asedio y ganarás la ciudad.”»
Y una vez que Betsabé hubo guardado luto por la muerte de
su esposo, David la llevó a su palacio y la desposó. Sólo Joab, y
David, y quizás algunos otros, sabían que David había causado
la muerte de Uriah, pero Dios lo sabía, y Dios estaba disgustado
con David por ese acto malvado.
El Señor envió al profeta Natán para decirle a David que,
aunque los hombres ignoraban la maldad que había cometido el
rey, Dios la había visto, y castigaría a David por su pecado. Natán
visitó a David y le habló de este modo:
—Había dos hombres en una ciudad; uno era rico, el otro
pobre. El rico tenía grandes rebaños de ovejas y muchas reses,
pero el pobre sólo tenía una oveja que había comprado. Esa ove-
ja se crio en su hogar con sus hijos, y bebía de su taza, y se acos-
taba en su regazo y era como una hija para él.
»Un día un visitante fue a cenar a casa del rico. El rico no
sacrificó una de sus propias ovejas para el huésped, sino que robó
la oveja del pobre, la sacrificó y la cocinó para comer con su
amigo.
David se enfureció al oír estas palabras. Le dijo a Natán:
—¡El hombre que hizo esto merece morir! Le devolverá a su
vecino pobre cuatro veces lo que le quitó. ¡Cuánta crueldad, tra-
tar así a un hombre pobre, sin ninguna piedad!
Y Natán le dijo a David:
—Tú eres el hombre que cometió esa iniquidad. El Señor te
hizo rey en lugar de Saúl, y te dio un reino. Tienes una gran casa,
y muchas esposas. ¿Por qué, entonces, has cometido esta maldad
a ojos del Señor? Has matado a Uriah con la espada de los hom-
bres de Amón, y has tomado su esposa como esposa. Una espa-
da se alzará contra tu casa, y tú sufrirás, y tus esposas sufrirán, y
tus hijos sufrirán, todo por lo que has hecho.
Cuando David oyó estas palabras, vio su maldad en toda su
plenitud. Sintió gran congoja, y le dijo a Natán:
—He pecado contra el Señor.
Y David mostró tanta pena por su pecado que Natán le dijo:
—El Señor ha perdonado tu pecado, y no morirás por él. Pero
el hijo que te ha dado la esposa de Uriah sin duda morirá.

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Autodisciplina 79

Poco después el hijo de David y Betsabé, muy amado por


David, enfermó gravemente. David rezó pidiendo por la vida de
su hijo, y no probaba bocado, sino que yacía de bruces en el
suelo de su casa, abrumado por el dolor. Los nobles del palacio
fueron a verle, y le pidieron que se levantara y comiera, pero él
se negaba. Durante siete días el niño empeoró cada vez más, y
David seguía acongojado. Luego el niño falleció, y los nobles
temieron contárselo a David, pues se dijeron:
—Si estaba tan afligido cuando el niño vivía, ¿qué hará cuan-
do se entere de que ha muerto?
Pero cuando el rey David vio gente cuchicheando con rostro
cabizbajo, preguntó:
—¿Ha muerto el niño?
Y le respondieron:
—Sí, oh rey, el niño ha muerto.
Entonces David se levantó del suelo, se lavó la cara y se puso
sus atavíos de rey. Fue primero a la casa del Señor, y adoró, luego
fue a su propia casa, se sentó a la mesa, y comió. Los criados se
maravillaron de esto, pero David les dijo:
—Mientras el niño vivía, ayuné y oré y lloré, pues esperaba
salvar la vida del niño con mis plegarias al Señor, apelando a su
misericordia. Pero ahora ha muerto, y mis plegarias nada pueden
hacer por él. No puedo recobrarlo. Él no regresará a mí, sino que
yo iré a él.
Y después de esto Dios dio a David y Betsabé, su esposa, otro
hijo varón, a quien llamaron Salomón. El Señor amó a Salomón,
que con el tiempo se convirtió en un hombre sabio.
Una vez que Dios perdonó el gran pecado de David, el rey
escribió el salmo cincuenta y uno, en recuerdo de su pecado y del
perdón de Dios. He aquí algunos versículos:

Ten piedad de mí, oh Dios,


conforme a tu misericordia;
en la multitud de tus piedades
borra mis rebeliones,
lávame de mi iniquidad,
y límpiame de mi pecado,
pues reconozco mis rebeliones
y mi pecado está siempre delante de mí.

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80 Autodisciplina

Contra ti, y sólo contra ti, he pecado,


y ante tus ojos cometí un acto de perfidia.

Aparta tu rostro de mis pecados


y borra mis iniquidades.
Crea en mí un corazón limpio, oh Dios,
y renueva en mí un espíritu recto;
no me apartes de tu presencia
ni me prives de tu sagrado espíritu.
Restaura en mí el gozo de tu salvación,
y sostenme con espíritu libre.
Enseñaré a los prevaricadores tu camino,
y los pecadores se convertirán a ti.

No te deleitas en el sacrificio, de lo contrario te lo ofrecería.


No quieres holocausto.
Los sacrificios de Dios son el espíritu arrepentido.
Un corazón arrepentido y contrito, oh Dios,
no rechazarás.

La ambición desbocada,
A  que excede su propia medida  B
William Shakespeare
He aquí la ambición desatada, «desmesurada», actuando en el Macbeth
de Shakespeare. La escena se desarrolla en el patio de Inverness, el
castillo de Macbeth, donde Macbeth y lady Macbeth se disponen a
asesinar a Duncan, rey de Escocia, y así obtener el trono. Como señala
Macbeth mismo, su víctima es su huésped, su pariente y su rey. Pero
ni siquiera estas características bastan para detener la voracidad de una
aspiración descontrolada. Lady Macbeth urge a su esposo a «atornillar
su coraje a sitio firme» cuando él vacila, y así vemos que se requiere
cierta disciplina para completar esa tarea. Pero es una disciplina errónea,
impulsada sólo por ambiciones desbocadas.

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Autodisciplina 81

Macbeth. Si estuviera hecho, una vez hecho, entonces estaría


bien que se hubiera hecho pronto; si el asesinato pudiera echar
la red sobre las consecuencias, y, con su cesación, asegurar el
éxito, de tal modo que sólo ese golpe fuera el total y el fin; aquí,
aquí mismo, en este banco, en este bajío del tiempo, saltaríamos
a la vida venidera. Pero en estos casos seguimos siempre someti-
dos a juicio aquí, ya que no hacemos sino enseñar lecciones de
sangre, que, una vez enseñadas, regresan para asolar al inventor.
Esta Justicia de mano equitativa acerca los ingredientes de nues-
tro cáliz envenenado a nuestros propios labios. Duncan está aquí
con doble confianza: primero, porque soy su pariente y su súb-
dito, cosas fuertes, ambas, contra tal acción: además, como anfi-
trión, debería cerrar la puerta contra el asesino, y no usar el puñal
yo mismo. Además, este Duncan ha usado sus poderes con tal
bondad, ha sido tan claro en su gran dignidad, que sus virtudes
argüirán como ángeles de lengua de trompeta en contra de la
profunda condenación de eliminarle: y la Compasión, como un
desnudo niñito recién nacido que cabalga el huracán, o los queru-
bines del Cielo, cabalgando en los invisibles corceles del aire,
soplarán a todos los ojos el horrible hecho, de tal modo que las
lágrimas inundarán el viento. Yo, para punzar los flancos a mi
intento, no tengo más espuela que la elevada Ambición, que sal-
ta demasiado alto y me arroja al otro lado...

(Entra Lady Macbeth.)

Macbeth. ¿Qué hay? ¿Qué noticias traes?


Lady Macbeth. Casi ha terminado de cenar: ¿por qué te has
marchado de la sala?
Macbeth. ¿Ha preguntado por mí?
Lady Macbeth. ¿No sabes que sí?
Macbeth. No seguiremos adelante con este asunto: me acaba
de conceder honores, y he adquirido áurea fama ante toda clase
de personas, y ahora habría que lucirla con todo su esplendor
reciente, sin dejarla a un lado tan pronto.
Lady Macbeth. ¿Estaba borracha la esperanza con que te reves-
tías? ¿Ha dormido desde entonces, y se despierta ahora para mirar,
verde y pálida, lo que hizo tan fácilmente? Desde este momento, así
considero tu amor. ¿Tienes miedo de ser en tus propios actos y en

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82 Autodisciplina

tu valor el mismo que eres en deseo? ¿Querrías obtener lo que con-


sideras el ornamento de la vida, y vivir como un cobarde en tu pro-
pia estimación, dejando que el «no me atrevo» esté al servicio del
«querría», como el pobre gato del proverbio?
Macbeth. Por favor, calla. Me atrevo a hacer todo lo que es
propio de un hombre: quien se atreva a más, no es hombre.
Lady Macbeth. ¿Qué animal fue entonces el que te hizo re-
velarme esa intención? Cuando te atrevías a hacerlo, eras enton-
ces un hombre, y, cuanto más fueras lo que eras, serías más hom-
bre. Ni el tiempo ni el lugar se prestaban entonces, y sin
embargo quisiste que lo hicieran: ahora se prestan, y el que se
presten te deshace. Yo he dado de mamar, y sé que tierno es que-
rer al niño que se amamanta de mí: pero, mientras me sonreía a
la cara, le habría sacado el pezón de sus encías sin dientes y le
habría saltado los sesos, si lo hubiera jurado hacer, como tú has
jurado hacer esto.
Macbeth. ¿Y si fallamos?
Lady Macbeth. ¿Vamos a fallar? Basta que tenses tu valor
hasta el punto donde quede firme, y no fallaremos: cuando Dun-
can esté dormido (a lo que le invitará sanamente el duro viaje de
hoy) yo convenceré con vino y borrachera a sus dos chambela-
nes, de tal modo que la memoria, la guardiana del cerebro, se hará
humo, y el recipiente de la razón será sólo un alambique. Cuando
sus naturalezas empapadas caigan en sueño de cerdos como en la
muerte, ¿qué no podemos hacer tú y yo contra el indefenso Dun-
can? ¿Qué no podemos atribuir a esas esponjas de sus oficiales?
Ellos cargarán con la culpa de nuestra gran matanza.
Macbeth. Da a luz sólo hijos varones, pues tu indómito temple
no debería producir más que varones. Cuando manchemos de san-
gre a esos dos adormilados en su propio cuarto, y usemos sus pro-
pios puñales, ¿no se ha de creer que lo han hecho ellos?
Lady Macbeth. ¿Quién se atreverá a entenderlo de otro modo,
si nosotros hacemos rugir nuestro dolor y clamor por su muerte?
Macbeth. Estoy decidido, y reúno todas mis capacidades cor-
porales para ese hecho terrible. Vamos allá, y engañemos el tiem-
po con la más hermosa apariencia: el rostro falso debe ocultar lo
que sabe el corazón falso.

(Se van.)

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Autodisciplina 83

A  ¿Cuánta tierra necesita un hombre?  B


León Tolstoi

Este cuento de León Tolstoi (1828-1910), escrito en 1886, presenta


una maravillosa metáfora de la necesidad de fijar límites a nuestros
apetitos.

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había tra-


bajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía
tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. «Ocu-
pados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra
—pensaba a menudo— los campesinos siempre debemos morir
como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si
tuviéramos nuestra propia tierra.»
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una
pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta
hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama
iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compra-
ría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en acep-
tar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.
«Qué te parece —pensó Pahom—. Esa tierra se vende, y yo
no obtendré nada.»
Así que decidió hablar con su esposa.
—Otras personas están comprando, y nosotros también de-
bemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible
sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Te-
nían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo, y la mitad de sus
abejas, contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron antici-
pos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así
juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom
escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a
ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla
prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de
un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado.
Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y
alimentaba a su ganado en sus propias pasturas. Cuando salía a

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84 Autodisciplina

arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se


le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que
florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes,
cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero
ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se
detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el
forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había
estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre co-
mentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos
estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles,
aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido
que cinco cortes de guadaña formaban una gavilla. Comentó que
un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía
seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se colmó de anhelo.
«¿Por qué he de sufrir en este agujero —pensó— si se vive
tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el
dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo.»
Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ga-
nancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo
que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mu-
cha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y
pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción,
Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó
a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más
trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó
más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo
buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber
seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras
ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el di-
nero.
«Si todas estas tierras fueran mías —pensó—, sería indepen-
diente, y no sufriría estas incomodidades.»
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó
que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde
había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.
—Sólo debes hacerte amigo de los jefes —dijo—. Yo regalé como

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Autodisciplina 85

cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di


vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
«Vaya —pensó Pahom—, allá puedo tener diez veces más
tierras de las que poseo. Debo probar suerte.»
Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y em-
prendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una
ciudad y compraron una caja de té, vino y otros presentes, como
el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta reco-
rrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un
lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunie-
ron en torno del visitante. Le dieron té y kumiss, y sacrificaron
una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su ca-
rromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras.
Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía
hablar con el jefe. Lo mandaron buscar y le explicaron a qué
había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo
a Pahom:
—De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras
en abundancia.
—¿Y cuál será el precio? —preguntó Pahom.
—Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
—¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
—No sabemos calcularlo —dijo el jefe—. La vendemos por
día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el
precio es mil rublos por día.
Pahom quedó sorprendido.
—Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de
tierra —dijo.
El jefe se echó a reír.
—¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el
mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
—Pero ¿cómo debo señalar el camino que he seguido?
—Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí.
Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando
una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una mar-
ca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con

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86 Autodisciplina

un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees,


pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde
partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana.
Charlaron, bebieron más kumiss, comieron más oveja y bebieron
más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edre-
dón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la ma-
ñana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes
del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No deja-
ba de pensar en su tierra.
«¡Qué gran extensión marcaré! —pensó—. Puedo andar fá-
cilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos,
y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran canti-
dad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los
campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré
dos yuntas de bueyes, y contrataré dos peones más. Unas noven-
ta hectáreas destinaré a la siembra, y en el resto criaré ganado.»
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
—Es hora de despertarlos —se dijo—. Debemos ponernos
en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato),
le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.
—Es hora de ir a la estepa para medir las tierras —dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió
el jefe. Se pusieron a beber más kumiss y ofrecieron a Pahom un
poco de té, pero él no quería esperar.
—Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha,
algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato
con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa,
el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándo-
se de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó
a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.
—Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes
tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen,
chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapo-
la, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

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Autodisciplina 87

El jefe se quitó su gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo


y dijo:
—Ésta será la marca. Empieza aquí, y regresa aquí. Toda la
tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó
el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el
cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un cos-
tal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al
cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dis­
puso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las
direcciones eran tentadoras.
—No importa —dijo al fin—. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol
asomara sobre el horizonte.
«No debo perder tiempo —pensó—, pues es más fácil cami-
nar mientras todavía está fresco.»
Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte
cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros
se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo
más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entu-
mecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol,
con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del
carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros.
Estaba un poco acalorado; se quitó el chaquetón, se lo echó al
hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el
sol; era hora de pensar en el desayuno.
—He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y
todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas
—se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y rea­
nudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
«Seguiré otros cinco kilómetros —pensó—, y luego giraré a
la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena
perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.»
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la
loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y ape-
nas se veía un destello bajo el sol.

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88 Autodisciplina

«Ah —pensó Pahom—, he avanzado bastante en esta direc-


ción, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sedien-
to.»
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo
de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era
alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era me-
diodía.
«Bien —pensó—, debo descansar.»
Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temien-
do quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió
andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño,
pero continuó, pensando: «Una hora de sufrimiento, una vida
para disfrutarlo.»
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de
nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. «Sería una pena
excluir ese terreno —pensó—. El lino crecería bien aquí.» Así
que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar.
Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con
el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la
loma.
«¡Ah! —pensó Pahom—. Los lados son demasiado largos. Este
debe ser más corto.» Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando
el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y
Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del
cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
«No —pensó—, aunque mis tierras queden irregulares, aho-
ra debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya
tengo gran cantidad de tierra.»
Pahom cavó un pozo deprisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba ago-
tado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descal-
zos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era impo-
sible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie,
y se hundía cada vez más.
«Cielos —pensó—, si no hubiera cometido el error de querer
demasiado... ¿Qué pasará si llego tarde?»
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta,
y el sol se aproximaba al horizonte.

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Autodisciplina 89

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada


vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar.
Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra,
y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
«Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Ten-
go que llegar antes que se ponga el sol.»
El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la
camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía
la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón ba-
tía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertene-
cieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agota-
miento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. «Después que
he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora»,
pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs
gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el cora-
zón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo
como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cer-
ca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los
brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en
el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a car-
cajadas.
«Hay tierras en abundancia —pensó—, pero ¿me dejará Dios
vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llega-
ré a ese lugar!»
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con
el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal
modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a
la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había pues-
to! Pahom dio un alarido.
«Todo mi esfuerzo ha sido en vano», pensó, y ya iba a dete-
nerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que
aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto,
desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de
aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y
vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom
soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó
la gorra con las manos.

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90 Autodisciplina

—¡Vaya, qué sujeto tan admirable! —exclamó el jefe—. ¡Ha


ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo,
pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los bashkirs chasquearon la lengua para demostrar su
­piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y
allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que
necesitaba.

A Terencio, esto es una tontería  B


A. E. Housman
Con cruda ironía, el refinado poeta inglés Alfred Edward Housman
(1859-1936) aconseja que nos preparemos para un mundo que
puede contener «mucho bien, pero muchas más maldades». Las
soluciones escapistas como la bebida (Burton-on-Trent, que se
menciona en la segunda estrofa, es una famosa ciudad licorera
inglesa) ofrecen sólo una respuesta falsa ante la ilusión. Lo más
conveniente, sugiere Housman, es prepararse para el mal y no para
el bien, y así templarse para las injusticias de la vida. Y así propone
como modelo a Mitrídates, rey del antiguo Ponto, en Asia Menor,
quien se hizo inmune al veneno bebiendo pequeñas dosis todos los
días. Hay un tono cínico en este poema, pero también una sólida
verdad. Debemos prepararnos para todas las contingencias de la
vida.

«Terencio, esto es una tontería:


con ansia devoras tu comida;
y tu despreocupación es evidente,
en la avidez con que empinas tu cerveza.
Mas, Santo Cielo, los versos que compones
causan un feroz dolor de vientre.
La vaca, la vieja vaca ha muerto,
y hoy descansa su cornúpeta cabeza.
Para nosotros, en cambio, llega el turno

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Autodisciplina 91

de oír los sones que le dieron muerte.


¡Valiente amistad, infligir a tus amigos
muerte prematura con tus rimas
y enloquecerlos de melancolía!
Anda, toca música y bailemos.»

Vaya, si bailar es tu deseo


hay música mejor que la poesía.
Dime, ¿para qué están esas pistas,
para qué se construyó Burton en Trent?
Hay pares de Inglaterra que destilan
licor más animado que la musa,
y la malta justifica más que Milton
las actitudes de Dios ante los hombres.
La cerveza, hombre, es bebida
para gente que prefiere no pensar.
Si miras bien en el pichel de peltre,
verás el mundo tal como no es.
A fe, es agradable mientras dura,
la desgracia es que dura poco.
A la feria de Ludlow he viajado,
dejé la corbata en cualquier parte
y a rastras me llevé conmigo a casa
cerveza de Ludlow por carradas.
El mundo parecía grato entonces,
y yo me sentía joven, desbordante,
en el mullido suelo me acostaba
y hasta despertar era dichoso.
De mañana veía de nuevo el cielo,
y vaya, todo era un embuste.
El mundo era el mundo de costumbre,
yo era yo, y estaba empapado,
y ahora únicamente me restaba
iniciar el mismo juego nuevamente.

Por tanto, ya que el mundo aún posee


mucho bien, pero muchas más maldades,
mientras brillen el sol y las estrellas
suerte habrá, pero siempre habrá más cuitas;

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92 Autodisciplina

yo lo enfrentaría como un sabio


y esperaría más males que bondades.
Es verdad que el material que vendo
no es brebaje igual que la cerveza:
de un tallo que las manos lastimaba
lo extraje en una tierra fatigada.
Mas cógelo, si amargo es su sabor,
mejor, en las horas de amargura,
hará a tu corazón y tu cabeza,
cuando tu alma se una con mi alma;
y yo seré tu amigo, si así puedo,
en los días oscuros y nublados.

Hubo un rey que reinaba en el Oriente,


donde, cuando comen los monarcas,
ingieren cuando menos lo esperaban
su porción de alimento envenenado.
Recogía todo aquello que brotaba
de la tierra, riquísima en venenos,
y poco a poco, en crecientes dosis,
probó cada sustancia deletérea;
tranquilo, sonriente y habituado,
el rey respondía a cada brindis.
Le pusieron arsénico en la carne
y le vieron atónitos comerla.
Estricnina le vertieron en la copa
y temblaron al ver que la bebía.
Temblaban, pálidos y blancos,
por su propia ponzoña envenenados.
Cuento la historia tal como la cuentan.
Mitrídates, el rey, murió de viejo.

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Autodisciplina 93

A La autodisciplina según Platón  B


del Gorgias

Técnicamente el Gorgias de Platón versa sobre el buen y mal uso


de la retórica, pero, al igual que en todos los diálogos platónicos, el
verdadero tema es el arte de vivir. Aquí Calicles afirma con
atrevimiento «lo que el resto del mundo piensa, mas no se atreve a
decir»: llevar una buena vida significa tener lo que deseamos, cuanto
deseamos y cuando deseamos. En síntesis, la vida de los ricos y
famosos equivale a la felicidad. Sócrates responde con su elocuente
imagen de un recipiente rajado como una metáfora del alma
intemperante. Insiste en que el alma ordenada es la única alma feliz,
la única capaz de vivir la buena vida.

Sócrates. Todo hombre es su propio gobernante, pero quizá


tú creas que no es preciso que se gobierne a sí mismo, que sólo
debe gobernar a los demás.
Calicles. ¿Qué significa «gobernarse a sí mismo»?
Sócrates. Una cosa bastante simple, tan sólo lo que se dice
comúnmente: que un hombre debe ser moderado y dueño de sí
mismo, y dominar sus placeres y pasiones.
Calicles. ¡Qué inocencia! ¿Te refieres a esos necios... los mo-
derados?
Sócrates. Por cierto. Es evidente que a eso me refiero.
Calicles. En efecto, Sócrates, y de veras son necios, ¿pues
cómo puede ser feliz un hombre que es servidor de algo? Por el
contrario, afirmo sin rodeos que quien desea vivir de veras debe
dar rienda suelta a sus deseos, no refrenarlos; y cuando hayan
alcanzado su máxima medida, debe tener coraje e inteligencia
para atenderlos y satisfacer todas sus apetencias. Y de esto afirmo
que es natural justicia y nobleza. No obstante, no está al alcance
de la mayoría, y así culpan al hombre fuerte porque se avergüen-
zan de su propia debilidad, la cual desean ocultar, y en conse-
cuencia dicen que la intemperancia es ruin. Como ya he señalado,
esclavizan a las naturalezas más nobles, y al ser incapaces de sa-
tisfacer sus placeres, alaban la templanza y la justicia por mera
cobardía. Pues si un hombre ha nacido hijo de rey, o posee ca-
rácter para adquirir un imperio, una tiranía, o una soberanía,

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94 Autodisciplina

¿qué sería más ruin o maligno que la templanza? ¿Un hombre


como él, digo, que podría disfrutar libremente de todos los bie-
nes, y no tiene quien se le oponga, debe sin embargo admitir que
la costumbre, la razón y la opinión ajena lo dominen? ¿No se
encuentra en pésimo trance aquel a quien la reputación de la
justicia y la templanza impiden dar más a sus amigos que a sus
enemigos, aunque sea monarca de su ciudad? No, Sócrates, pues
tú profesas ser seguidor de la verdad, y ésta es la verdad: que la
lujuria, la intemperancia y la licencia, si se proveen con los me-
dios necesarios, son virtud y felicidad. Todo lo demás es pura
cháchara, convenios contrarios a la naturaleza, necios devaneos
de los hombres que nada valen.
Sócrates. Hay una noble libertad, Calicles, en tu modo de abor-
dar esta argumentación. Pues dices lo que el resto del mundo pien-
sa mas no se atreve a decir. Y debo suplicarte que perseveres, para
que la verdadera regla de la vida humana se haga manifiesta. ¿Afir-
mas pues que en el hombre rectamente desarrollado las pasiones
no deben dominarse, que se deben dejar crecer al máximo y satis-
facerlas de un modo u otro, y que esto es virtud?
Calicles. En efecto.
Sócrates. ¿Entonces los que nada desean no son felices?
Calicles. Claro que no, pues entonces las piedras y los difun-
tos serían los más felices de todos.
Sócrates. Pero, sin duda, la vida tal como la describes es algo
espantoso... permíteme preguntarte si aceptarías la descripción
de la vida del moderado y del intemperante que presentaré en
esta figura. Hay dos hombres, y ambos poseen varios toneles; un
hombre tiene sus toneles llenos y en buen estado, uno de vino,
otro de miel, y un tercero de leche, además de otros llenos de
otros líquidos, y los líquidos que los llenan son pocos y escasos,
y él sólo puede obtenerlos con gran trabajo y dificultad; pero
cuando sus toneles están llenos no tiene necesidad de llenarlos
más, y no tiene más problemas con ellos ni se preocupa por ellos.
El otro, de igual manera, puede obtener líquidos, aunque no sin
dificultad, pero sus recipientes están rajados y noche y día está
obligado a llenarlos, y si se detiene un instante, sufre un suplicio
de dolor. Así son sus vidas, respectivamente. ¿Dirías ahora que
la vida del licencioso es más feliz que la del moderado? ¿No te
convenzo de la verdad de lo contrario?

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Autodisciplina 95

Calicles. No me convences, Sócrates, pues el que se ha llenado


ya no goza de ningún placer y esto, como te decía, es la vida de una
piedra: no tiene alegrías ni penas una vez que está lleno, pero el
placer depende de la abundancia del líquido que se vierte.
Sócrates. Pero cuanto más echas adentro, mayor es el des-
perdicio, y los agujeros deben ser grandes para que escape el
líquido.
Calicles. Ciertamente.
Sócrates. La vida que ahora describes no es la de un muerto o
una piedra, sino la de un cormorán. ¿Afirmas que debe sentir
hambre y comer?
Calicles. Sí.
Sócrates. ¿Y que debe sentir sed y beber?
Calicles. A fe que a eso me refiero. Debe tener todos sus de-
seos delante, y ser capaz de vivir felizmente con su gratifica-
ción.
Sócrates. Escúchame, pues, mientras recapitulo los argumen-
tos. ¿Es lo placentero lo mismo que lo bueno? No es lo mismo.
Calicles y yo hemos convenido en ello. ¿Y se debe buscar lo
placentero pensando en lo bueno, o lo bueno pensando en lo
placentero? Se debe buscar lo placentero pensando en lo bueno.
¿Y no es placentero aquello en cuya presencia nos complacemos,
y no es bueno aquello en cuya presencia somos buenos? Cierta-
mente. ¿Y somos buenos, y las cosas buenas son buenas cuando
alguna virtud está presente en nosotros o ellas? Tal, Calicles, es
mi convicción. Mas la virtud de cada cosa, trátese del cuerpo o el
alma, de un instrumento o criatura, idealmente no llega por azar
sino como resultado del orden, la verdad y el arte que se les im-
parten. ¿No estoy en lo cierto? Sostengo que lo estoy. ¿Y no es
la virtud de cada cosa dependiente del orden o la disposición?
Afirmo que sí. ¿Y aquello que hace una cosa buena es el orden
apropiado inherente a cada cosa? Tal es mi punto de vista. ¿Y no
es el alma que tiene un orden propio mejor que aquella que ca-
rece de orden? Por cierto. ¿Y el alma que tiene orden es ordena-
da? Desde luego. ¿Y lo ordenado es moderado? Sin duda. ¿Y el
alma moderada es buena? No puedo dar otra respuesta, querido
Calicles. ¿Tú tienes alguna?
Calicles. Continúa, buen amigo.
Sócrates. Entonces pasaré a añadir que si el alma moderada es

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96 Autodisciplina

el alma buena, el alma que se encuentra en el estado opuesto, es


decir, el alma necia e intemperante, es el alma mala.
¿Y acaso el hombre moderado no hará lo que es propio, tanto
en relación con los dioses como con los hombres, pues no sería
moderado si no lo hiciera? Por cierto, hará lo que es propio. En su
relación con otros hombres, hará lo que es justo; y en relación con
los dioses, hará lo que es reverente. ¿Y quien hace lo que es justo
y reverente no ha de ser justo y reverente? Muy cierto. ¿Y no debe
ser valeroso? Pues el deber de un hombre moderado no es seguir
ni eludir lo que no debe, sino lo que debe, trátese de cosas, hom-
bres, placeres o dolores, y sobre todo resistir cuando pueda; y por
tanto, Calicles, el hombre moderado, siendo, como hemos descri-
to, también justo y valeroso y reverente, no puede sino ser un
hombre perfectamente bueno, ni puede el hombre bueno hacer
sino bien y perfectamente lo que hace; y quien hace bien debe por
fuerza ser feliz y bendito, y el hombre maligno que hace el mal,
infeliz: ahora bien, el segundo es el que tú aplaudías, el intempe-
rante que es opuesto al moderado. Tal es mi posición, y afirmo que
tales cosas son ciertas. Y si son ciertas, entonces afirmo que quien
desee ser feliz debe perseguir y practicar la temperancia y huir de
la intemperancia a tanta velocidad como sus piernas lo permitan;
será mejor que ordene su vida para no necesitar el castigo, pero si
él o cualquiera de sus amigos, trátese de los individuos o de la
ciudad, necesitan castigo, entonces debe hacerse justicia y él debe
sufrir castigo, si desea ser feliz. He aquí el propósito que debe tener
un hombre, y al cual debe consagrar todas sus energías y las del
estado. Actuando de tal modo que pueda haber templanza y jus-
ticia presentes en él y ser feliz, no sufrir el desborde de sus apetitos,
y en el incesante deseo de satisfacerlos llevar la vida de un salteador.
Semejante individuo no es amigo de Dios ni del hombre, pues es
incapaz de comunión, y quien es incapaz de comunión es incapaz
de la amistad. Y los filósofos nos dicen, Calicles, que la comunión,
la amistad, el orden, la templanza y la justicia unen el cielo con la
tierra y los dioses con los hombres, y que este universo se llama
pues cosmos u orden, no desorden ni desgobierno, amigo mío.

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Autodisciplina 97

A La autodisciplina según Aristóteles  B


de la Ética nicomaquea
Somos la suma de nuestros actos, sostiene Aristóteles, y por ende
todo depende de nuestros actos. La virtud moral, nos dice este
pasaje de la Ética nicomaquea, se adquiere con la práctica, al igual
que el dominio de cualquier arte o habilidad mecánica. ¿Y cuál es
el mejor modo de practicar? La respuesta de Aristóteles se centra
en el concepto de «medianía». A su juicio, la conducta moral
correcta en cualquier situación dada se encuentra a medio camino
entre los extremos de dos vicios. Debemos practicar cómo llegar a
la medianía determinando a cuál vicio tendemos y luego buscando
conscientemente el otro extremo, hasta llegar al equilibrio.

La virtud es pues de dos clases, intelectual y moral. La virtud


intelectual nace y se desarrolla con la enseñanza, y en consecuen-
cia necesita experiencia y tiempo. Las virtudes morales se desa-
rrollan con el hábito. [...] no las poseemos por naturaleza, ni a
despecho de la naturaleza, y las desarrollamos por medio del
hábito. [...] adquirimos estas virtudes ejercitándolas, al igual que
ocurre con otras artes. Aprendemos a hacer las cosas al hacerlas:
los hombres aprenden el arte de construir, por ejemplo, constru-
yendo, y a tocar el arpa tocando el arpa. Asimismo, al realizar
actos de justicia aprendemos a ser justos, al practicar la autodis-
ciplina aprendemos a ser autodisciplinados, y al realizar actos de
valentía aprendemos a ser valientes. [...]
Nuestro modo de actuar en nuestras relaciones con los demás
nos vuelve justos o injustos. Nuestro modo de enfrentar situa-
ciones peligrosas, ya sea acostumbrándonos a temer o a tener
aplomo, nos vuelve valerosos o cobardes. Lo propio ocurre con
la lujuria y la cólera; algunas personas adquieren autodisciplina
y paciencia por medio de su conducta en tales situaciones, mien-
tras que otras se vuelven descontroladas y apasionadas. En una
palabra, pues, las actividades producen disposiciones similares.
[...] en síntesis, los hábitos que formamos desde la infancia no son
cosa de poca monta, sino que todo depende de ellos.

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98 Autodisciplina

La virtud moral es un punto medio entre dos vicios, uno de


exceso y otro de carencia, y [...] procura alcanzar la medianía
tanto en los sentimientos como en los actos. Por ende, es difícil
ser bueno, pues sin duda es difícil hallar el justo medio en cada
caso, así como es difícil hallar el centro de un círculo. Es fácil
encolerizarse o dilapidar el dinero, es algo que cualquiera puede
hacer. Pero actuar con propiedad hacia la persona apropiada, en
la proporción apropiada, en el momento apropiado, por la razón
apropiada, y de la manera apropiada, eso no es fácil, y no todos
pueden hacerlo.
Por ende, quien busque el justo medio debe evitar ante todo
aquel extremo que está más alejado del medio que el otro [...],
pues uno de ambos extremos es siempre más errado que el otro.
Y como dar exactamente con el justo medio es dificultoso, uno
debe optar por el mal menor, pues escoger el menor de dos males
es lo más seguro. [...]
También debemos tener en cuenta los errores a los cuales nos
inclina nuestra propensión natural. Varían en cada individuo, y
descubriremos los nuestros por el placer o el dolor que nos cau-
san. Habiendo descubierto nuestros errores, debemos obligarnos
a seguir la dirección opuesta. Pues llegaremos al justo medio
alejándonos de nuestros defectos, tal como si enderezáramos una
madera curva. Pero en todos los casos debemos precavernos con-
tra lo que es placentero, y contra el placer mismo, pues no somos
sus jueces imparciales.
Esto, pues, es manifiesto: en todas nuestras conductas, la me-
dianía es el estado más loable. Pero en la práctica, debemos a
veces apuntar hacia el exceso y a veces hacia la carencia, porque
éste será el modo más fácil de alcanzar la medianía, es decir, lo
correcto.

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Autodisciplina 99

A Medra en la vida  B
Samuel Longfellow

Medra en la vida, hijo de la Tierra,


teniendo en cuenta tu divino origen,
no estás aquí para el ocio y el pecado
sino para ganar viril corona.

Aunque ardan las pasiones en tu alma,


tu espíritu puede dominar sus llamas,
y aunque te asedien incesantes tentaciones,
tu espíritu en fuerza las supera.

Pasa de la inocencia juvenil


a la viril pureza, a la verdad.
Los ángeles de Dios son tu socorro
y Dios mismo ayuda a los valientes.

Medra en la vida, hijo de la Tierra,


siendo digno de tu divino origen,
para noble servicio aquí has venido.
¡Al hermano socorre, y a tu Dios adora!

A Para todo hay un momento  B


del Eclesiastés

Para todo hay un momento, y un tiempo para cada propósi-


to bajo el cielo:
un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para
sembrar, un tiempo para recoger lo que has sembrado;
un tiempo para matar, y un tiempo para sanar, un tiempo para
demoler, y un tiempo para construir;
un tiempo para llorar, y un tiempo para reír; un tiempo para
lamentar, y un tiempo para bailar;

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100 Autodisciplina

un tiempo para arrojar piedras, y un tiempo para juntar pie-


dras; un tiempo para abrazar, y un tiempo para abstenerse de los
abrazos;
un tiempo para ganar, y un tiempo para perder; un tiempo
para conservar, y un tiempo para desechar;
un tiempo para rasgarse las vestiduras, y un tiempo para co-
serlas; un tiempo para guardar silencio, y un tiempo para ha-
blar;
un tiempo para amar, y un tiempo para odiar; un tiempo para
la guerra, y un tiempo para la paz.

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