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LA AURORA DE LA NIÑEZ

LIBRO MORAL DE LECTURA


PARA NIÑOS Y NIÑAS

DON PRUDENCIO VIDAL JIMÉNEZ.


PROFESOR NORMAL Y BACHILLER EN ARTES, EXMAESTRO DE VARIAS ESCUELAS PÚBLICAS DE
NIÑOS, ELEMENTALES Y SUPERIORES. PROFESOR DE PEDAGOGÍA Y TRABAJOS MANUALES DEL
INSTITUTO GENERAL Y TÉCNICO DE GUADALAJARA, AUXILIAR DE LA CÁTEDRA DE CALIGRAFÍA
DEL MISMO INSTITUTO Y DE LA NORMAL DE MAESTRAS.
PRIMERA EDICIÓN

GUADALAJARA
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO DE ANTERO CONCHA

PLAZA DE SAN ESTEBAN (CORREOS), 2.

1908
Quid habes quod non accepisti?
¿Qué tienes que no hayas recibido?

Este libro se ha terminado de actualizar a formato electrónico el 1 de


Noviembre de 2020, Solemnidad de Todos los Santos.

Gratis se recibió y gratis se da.


Se ruega una oración por las almas del purgatorio.
LA AURORA DE LA NIÑEZ: LIBRO MORAL DE LECTURA PARA
NIÑOS Y NIÑAS

DEDICATORIA ................................................................................................................................ 6
PRÓLOGO ...................................................................................................................................... 7
CAPÍTULO I: LA EDUCACIÓN .......................................................................................................... 8
CAPÍTULO II: LA PRUDENCIA ....................................................................................................... 10
CAPÍTULO III: LA AMISTAD .......................................................................................................... 12
CAPÍTULO IV: LA VIRTUD ............................................................................................................. 14
CAPÍTULO V: LA OCIOSIDAD ........................................................................................................ 16
CAPÍTULO VI: LA HONRADEZ ....................................................................................................... 18
CAPÍTULO VII: EL ORDEN EN LA VIDA .......................................................................................... 20
CAPÍTULO VIII: LA SOBERBIA ....................................................................................................... 22
CAPÍTULO IX: LA LABORIOSIDAD ................................................................................................. 23
CAPÍTULO X: LA ENVIDIA ............................................................................................................. 25
CAPÍTULO XI: LA PATRIA .............................................................................................................. 27
CAPÍTULO XII: LA CARIDAD .......................................................................................................... 29
CAPÍTULO XIII: EL AVARO ............................................................................................................ 31
CAPÍTULO XIV: LA GRATITUD ...................................................................................................... 33
CAPÍTULO XV: EL ORGULLO ......................................................................................................... 35
CAPÍTULO XVI: EL ENEMIGO........................................................................................................ 36
CAPÍTULO XVII: LA MODERACIÓN ............................................................................................... 37
CAPÍTULO XVIII: LA CALUMNIA ................................................................................................... 39
CAPÍTULO XIX: LA PREVISIÓN ...................................................................................................... 40
CAPÍTULO XX: LA DESTEMPLANZA .............................................................................................. 42
CAPÍTULO XXI: LOS ANIMALES .................................................................................................... 44
CAPÍTULO XXII: LA SATISFACCIÓN ............................................................................................... 46
CAPÍTULO XXIII: LA MURMURACIÓN Y LA BLASFEMIA ............................................................... 47
CAPÍTULO XXIV: LA CORTESÍA ..................................................................................................... 49
CAPÍTULO XXV: LA CONSTANCIA ................................................................................................. 51
CAPÍTULO XXVI: GRATITUD AL SER SUPREMO ............................................................................ 53
CAPÍTULO XXVII: LA MENTIRA ..................................................................................................... 55
CAPÍTULO XXVIII: LA AFECTACIÓN .............................................................................................. 56
CAPÍTULO XXIX: LA GRATITUD A NUESTRO PADRES ................................................................... 57
CAPÍTULO XXX: LA SINCERIDAD................................................................................................... 59
CAPÍTULO XXXI: EL HONOR ......................................................................................................... 60
CAPÍTULO XXXII: LA HIGIENE ....................................................................................................... 62
CAPÍTULO XXXIII: LA VOLUNTAD ................................................................................................. 64
CAPÍTULO XXXIV: LA JUSTICIA ..................................................................................................... 66
CAPÍTULO XXXV: LA ANCIANIDAD ............................................................................................... 68
CAPÍTULO XXXVI: LAS MALAS COMPAÑÍAS ................................................................................. 70
CAPÍTULO XXXVII: LA INDULGENCIA ........................................................................................... 72
CAPÍTULO XXXVIII: LA MODESTIA ................................................................................................ 74
CAPÍTULO XXXIX: LA FELICIDAD................................................................................................... 76
CAPÍTULO XL: LA MUERTE ........................................................................................................... 77
DEDICATORIA

AL ILUSTRE POETA; ABOGADO, LITERATO,


CONSEJERO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA D. JOSÉ
J. HERRERO

Mi querido primo: Nadie para mí con más méritos que el cariñoso pariente y decidido
protector de todas mis aspiraciones, para que dedique esta mi primera producción en el
mundo de las letras. Acepte este libro, pues esta dedicatoria es un débil reflejo de la gratitud
imperecedera que abriga el corazón de su fiel

Prudencio
PRÓLOGO

El título del presente libro manifiesta por si todo su objeto; conocida es por todos los que se
dedican a la noble tarea de la enseñanza la importancia que la Lectura tiene en la educación de
la niñez. Nos dice la Pedagogía que una de las facultades del alma es la voluntad,
contribuyendo grandemente en la conducta del hombre el desarrollo y buena dirección de
esta potencia, y este desarrollo y dirección ha de comenzarse a fomentar cuando el niño va
adquiriendo los conocimientos que en la escuela se te dan con arreglo a la legislación vigente.
Todos los que a la enseñanza nos dedicamos sabemos cuán grande influencia ejerce la Lectura
en la parte intelectiva, cuyas facultades, como antes decimos, pone en actividad, y cuánto
contribuye a su desarrollo.

Un Pedagogo contemporáneo ha dicho: que la lectura es el regulador de los adelantos de una


Escuela, y por tanto de la educación intelectual de los niños.

Siendo como es esto cierto, no lo es menos que esta asignatura presente más dificultades que
ninguna otra, debido a los pocos medios habidos hasta el día para quitarla su abstracción y
aridez, de donde resulta el poco apego del niño a esta enseñanza y los continuos trabajos que
el Maestro tiene que hacer para que fije su distraída atención.

La práctica adquirida en diferentes escuelas de niños y hoy en la Cátedra de Pedagogía, me ha


demostrado que en la enseñanza de la Lectura hay que seguir un procedimiento que agrade y
deleite a los niños aficionándoles por tanto a la lectura, y esto se consigue exponiendo hechos
que, además que sirvan de educación y enseñanza al niño, aviven su imaginación y les interese
el asunto, ya tratándose de corregir algún defecto, vicio o pasión, ya también sirviendo de
modelo para que la emulación se desarrolle en las débiles inteligencias de los niños sirviéndole
de norma para obrar cuando lleguen a la plenitud de sus derechos y deberes; en una palabra,
han de responder los libros de lectura a hacer del niño un hombre moral, atento, cortés,
caritativo e instruido.

Este es el motivo que me ha obligado a escribir la presente obra; en ella se trata lo mismo de la
virtud que del vicio, de la laboriosidad, como de la holganza, de los premios como de los
castigos que se obtienen de la conducta diferente que los niños y los hombres observan en la
sociedad, para que de esta forma penetre en el ánimo de los tiernos seres, tendencia a obrar
bien y el odio a ejecutar malos actos, y a seguir una conducta enteramente conforme a la
moral.

Si con este libro consigo allegar algún grano de arena a la grandiosa obra de la educación y
cultura popular, se verán satisfechas todas mis aspiraciones.

Prudencio Vidal Jiménez.

Guadalajara, Enero de 1908.


CAPÍTULO I: LA EDUCACIÓN

La Pedagogía nos dice que la Educación es la preparación de las generaciones al orden social
en que han de pasar su existencia, o la conveniente preparación del hombre para que pueda
llenar cumplidamente su destino en esta vida y el fin último para que fue criado. Expuesto ya
lo que es la Educación, vamos a ocuparnos de la forma de dar ésta a los niños; antes diremos
que los niños han nacido para ser los Directores del Gobierno que representa la Sociedad y por
tanto de su educación depende la felicidad y prosperidad de la patria; así pues, debe darse
esta educación con el más prolijo cuidado desde el aristócrata al más humilde que constituya
la sociedad.

Mr. Formey, dice: que todos los historiadores convienen en que nada es más útil al Estado que
la buena educación de la niñez y que no pueden los padres descuidar esta obligación tan
principal, sin exponer su honor, su fama y reputación a borrones cuya mancha sea difícil de
limpiar.

Un célebre Pedagogo ha dicho: «Dadme un niño de seis años y haré de él lo que me pidáis, un
místico o un libertino, un santo o un demonio». Muchos son los casos y ejemplos que podrían
citarse en corroboración de esta verdad, pero ya en los capítulos siguientes lo demostraremos
con pueblos y hechos tan claros que no quede la menor duda, a pesar de la débil inteligencia
de los niños.

¿Cómo daremos la educación a los niños? Nada más fácil, pues educar a un niño es dejarlo a
que ejecute todos sus actos voluntarios: que ande, que corra, que cante, que duerma, que
llore, etc.; pero siempre con gran cuidado en su educación, que todos estos actos se dirijan
hacia la virtud; ésta es la buena educación. Pero la educación no abarca una rama, sino varias
que comprenden la vida del hombre y por tanto del niño; es preciso que hagamos al niño
instruido, aquí tenemos la educación intelectual; que le hagamos sociable, en este caso la
educación se llama moral y que lo hagamos fuerte, robusto, y entonces la educación se
denomina física; ¿y cómo educar al niño para que sea instruido, social y fuerte? Pues de la
manera siguiente:

La instrucción verdadera es de imprescindible necesidad, tanto que como antes decíamos, son
responsables de la falta de ella los padres o encargados de los niños y consiste en enseñarles a
leer, escribir y contar, enseñarles la Religión, evitando con gran cuidado el que caigan en
creencias supersticiosas, evitando los errores de las verdades religiosas y evitando todas las
preocupaciones que pudieran sugerirle estas verdades.

Además es preciso que vigilemos sus pasiones nacientes, dirigiéndoles por el buen camino, no
perdonándoles falta alguna, y así conseguiremos no solo instruirlo, sino también hacerlo
virtuoso.

Para que sea sociable es preciso acostumbrarlo desde muy temprano a socorrer a sus
semejantes en todas las necesidades, a compadecerlos en todas sus desgracias, y en una
palabra, a no hacer a los demás lo que no quisiera que se le hiciese a él mismo. Además es
preciso instruirlos en alguna profesión u oficio, con el fin de ocupar el tiempo en cosa útil y que
pueda ayudar a satisfacer sus apremios v necesidades.

Para hacerle fuerte o robusto, hay que acostumbrarle a una vida metódica y sobria, al trabajo y
a un ejercicio moderado.
Hay que preservarles de todos los accidentes, sin que llegue este preservativo a infundirle
miedo: antes por el contrario, hay que procurar desarrollar el valor en el niño.

Entre la instrucción y moralidad, es preferible la segunda a la primera, pues se necesitan más


hombres honrados que instruidos.

La mejor herencia que un padre puede dejar a sus hijos, es la buena educación. El padre que se
esmera en la educación de sus hijos, inspirándoles en las máximas de la moralidad, encuentra
en ellos el bálsamo de su vejez y el apoyo de su familia. Un niño que desde que comienza a
conocer halla un padre o encargado que adorna su entendimiento de los conocimientos
necesarios al hombre, e introduce en su corazón los sentimientos de moral, crece en la virtud y
es estimado de todos. ¿Dónde hay mayor satisfacción para un padre que el saber que sus hijos
se dejan conocer en el mundo, que adquieren una estimación universal; que se ganan los
favores de los que les rodean; que cumplen con distinción los destinos, cargos o empleos que
se les confían; que es honor de toda la familia por sus actos, que cada día se hace más
prudente y más sensato?

Estos son, pues, los frutos de una buena educación: la tranquilidad en esta vida y la felicidad
en la otra. Los padres no deben, por todas las razones ya expuestas, olvidar cosa alguna ni
desperdiciar nada para criar bien a sus hijos y educarles en los principios de la moralidad y
religión, pues con esto ya hemos dicho que consiguen la felicidad temporal y eterna de sus
hijos y la de toda la familia; siendo desgraciados para siempre cuando han sido mal educados,
cuando los padres, tutores o sus encargados han descuidado estos sagrados deberes y hacen
desgraciados a la vez a sus hijos porque mal pueden darles una educación que ellos no han
recibido.
CAPÍTULO II: LA PRUDENCIA

La Prudencia es una virtud la cual debe adornar a todo niño bien educado; ella nos dice cuándo
debemos hacer uso del precioso don de la palabra, pues nada más odioso y antipático que un
niño indiscreto e imprudente. El amor y respeto que debemos a todos nuestros semejantes no
nos impone una imprescindible obligación de decir cuanto sepamos: precisamente ese mismo
amor y ese mismo respeto nos indica y nos manda a que les expresemos todo aquello que
deban saber y oculten lo que pudiera perjudicarles de alguna manera , tanto a su persona
como a sus intereses. En todo tiempo y lugar, o lo que es lo mismo, en toda ocasión, es una
falsedad grande decir lo que no es; así como es una discreción callar lo que es; jamás se ha
admitido la falsedad por sociedad alguna, mientras que la discreción es un deber en muchos
casos y un deber de educación y hasta de conciencia: esto nos indica la obligación que
tenemos de ser sinceros y de no faltar en ocasión alguna a la verdad de nuestras
manifestaciones.

No es sincero el niño que llama a otro por apodos o designándole con el nombre de la
desgracia que Dios le ha dado, como por ejemplo: el manco, el cojo, etcétera; esto es una
grosería, pues el mismo deber de consideración y amor que tenemos a nuestros semejantes,
nos obliga a respetar esa desgracia; a nosotros no nos agradaría que nos nombrasen con esos
calificativos, y por tanto, igual conducta debemos seguir para los demás, como deseamos que
la observen con nosotros.

Es una indiscreción decir lo que no se debe, por ejemplo: jugando varios niños con un arma de
fuego, se disparó ésta, causando la muerte instantánea a uno de ellos; pues el ir y de repente
dar esta noticia a sus padres, cuyo ánimo y pensamiento está muy lejos de eso, les produciría,
seguramente, un trastorno y hasta la muerte; debe, en casos tales, comunicar con la prudencia
y precauciones necesarias, estas noticias tan funestas.

Se observa con frecuencia que muchos niños y algunos hombres, quieren sobresalir en las
conversaciones; es un deseo inmoderado el que tienen de dar a conocer su conocimiento y la
ciencia que poseen, y por tanto desean que les atiendan y escuchen los demás; con esto, lo
que hacen, es cansar a todos los que le oyen, y atraerse, como es consiguiente, el odio y la
repugnancia al oír sus palabras.

Además, se observa que el que habla mucho parece que mira a los que le oyen, como si fueran
seres ignorantes, a los que quieren enseñar con su palabra; los grandes habladores, pasan por
gente que tiene buena opinión de sí, y por tanto, se huye de ellos con gran cuidado; porque
cansan y fastidian con sus largas exposiciones y con sus frecuentes repeticiones.

Todo lo contrario sucede al que habla poco y escucha con atención lo que otros dicen, pues
con esta conducta se granjea las simpatías y se atrae el cariño de todos indefectiblemente. No
sabe poco quien callar sabe. El refrán nos dice que para vivir en paz, es preciso oír, ver y callar.
Estas y otras consideraciones análogas, se pueden hacer en favor de los que hablan poco y
observan con atención lo que dicen los demás. ¿Quién es capaz de prever las consecuencias
que puede tener una palabra expresada con ligereza y por tanto sin reflexión?

Pues sucede con esta palabra lo que con una bala disparada de un fusil sin dirección fija; ¿a
dónde irá a parar? ¿en qué cuerpo dará? quizá en aquel que sea el más querido de nosotros;
pues esto sucede con las palabras dichas sin reflexión y por tanto con ligereza, que a veces
dañan a las personas que son de nuestro mayor afecto, sin ser obstáculo de que dañen muchas
veces a nosotros mismos, y en todas ocasiones perjudiquen a nuestros semejantes. De aquí la
importancia de tener siempre presente la siguiente máxima: El que tiene la lengua larga, tiene
arrepentimiento pesado y siempre tardío. De donde se deduce bien claramente la importancia
que en nuestra conducta tiene la virtud de la Prudencia; no digamos nada si no de aquellos
que parece que han venido al mundo para servir al demonio; no ocupándose en otra cosa útil,
sino en traer y llevar chismes y cuentos a todas partes, sembrando la cizaña entre sus
semejantes, entre sus amigos, y a veces, entre familias muy queridas, que terminan por
disgustarse, cortar las relaciones que deben tener tales familias, y todo por haber dado cabida,
por haber dado oídos a seres chismosos y cuentistas, que han nacido para hacer daño a la
sociedad con su mala lengua. De esta clase de gente, hay que apartarse a todo trance, y cuanto
más lejos de ellos, mejor estaremos.

La Prudencia nos manda que callemos lo que no se debe decir, y digamos lo que se debe saber;
por ejemplo, si tenemos noticias de la mala conducta que sigue un amigo, debemos decirlo a
sus padres, tutores o encargados; que a otro amigo le roba el carnicero, el carbonero, etc.,
pues debemos decirlo también, porque si callásemos esto, seguirían perjudicando los intereses
del amigo, y no solo del amigo, sino de nuestros semejantes en general y esto sería obrar mal.

El niño discreto, correcto y comedido, escucha con atención lo que le dicen, habla poco, pero
siempre a propósito del asunto de que se trata, y sobre todo es muy prudente y reflexiona
antes de dar su parecer, cuando se lo exigen en asuntos delicados; con este proceder no
descubre fácilmente sus defectos y evita las faltas en que caen con frecuencia las personas que
hablan mucho.

No obstante de cuanto decimos anteriormente, cuando la honra, la virtud, el pundonor, el


honor, etc., de nuestros semejantes esté en peligro, hay que decir la verdad sin reparo alguno
y sin ninguna clase de respetos y consideraciones humanas; pues la razón siempre termina por
tener razón.

Jesucristo predicó la verdad, a pesar de que la resultante debía ser su sacrificio.


CAPÍTULO III: LA AMISTAD

La Amistad es un sentimiento de adhesión de dos corazones que no se hallan unidos por


vínculo alguno de sangre. Es noble y generosa cuando es verdadera, y no puede existir sino
cuando está fundada en el amor y temor de Dios.

El nombre de amigo es vulgar, tan vulgar como rara la amistad verdadera; por lo mismo los
niños deben conservar la amistad, o mejor dicho, deben conservar el buen amigo como se
cuida de una alhaja o una joya preciosa. Se cuenta que un filósofo griego buscó por toda la
tierra un amigo y no lo halló ni aun escudriñando los sitios más ocultos con una linterna en la
mano; este hecho nos revela cuán difícil es encontrar verdaderos amigos dentro de la
conveniencia y del egoísmo; no obstante se hallan y se da con ellos cuando hay prudencia y
abnegación.

El hombre no ha nacido para vivir solo y sin trato con los demás seres, a menos que no
renuncie en absoluto al mundo; es necesario elegir un número, aunque sea pequeño, de
personas de mérito, morales, virtuosas y formar con ellas una compañía en que predomine la
confianza, la sinceridad, la discusión, versando en materias de ciencia a ser posible, pues ya
sabemos que de la discusión sale la luz y es muy difícil explicar, es muy difícil demostrar lo
conveniente y lo dulce que es esta compañía, lo conveniente que es el tener amigos y la grata
satisfacción que se siente.

La amistad nos sirve de descanso a la fatiga que nos producen los negocios, es un bálsamo en
nuestras desgracias, pues ya nos dijo el gran poeta que «el cielo dio por bálsamo a las penas
contarlas y llorar y ¿a quién se cuentan nuestras desgracias, nuestras penas y nuestros
sentimientos sino a los buenos amigos? No cabe en el pecho el corazón humano, es preciso
derramarlo al exterior y tener personas a quien hagamos partícipes de nuestras alegrías y
nuestras penas; es muy difícil vivir sin amigos. Existen pocas diferencias en los niños y de ahí
que entre ellos se establezcan verdaderas amistades. Además, en la relación que tenemos con
Los amigos se olvidan los disgustos, nos instruimos con la frecuente variedad de asuntos de
que se trata y sobre todo se pasa el tiempo con alegría y utilidad.

Si todos los amigos fuesen verdaderos, si todos tuviesen los nobles sentimientos que produce
una perfecta educación, en este caso sería innecesaria la precaución, prudencia y exquisito
cuidado para tratarlos; pero por desgracia son muy raros, como antes decíamos, los buenos
amigos y abundan los falsos y engañosos; de aquí el cuidado que se requiere para elegir un
amigo verdadero. La ambición y la envidia corrompen los mejores corazones y se paga muy
caro el fruto de las amistades que no se basan en la virtud sino en otros cimientos vacilantes,
sobre los cuales no puede sostenerse cuando se disipan las miras y respetos bajos é indignos
de un hombre de bien, en que estriba el sentimiento de amistad frívolo, transeúnte y débil.

En la primera edad, es cuando más cuidado se ha de tener para elegir amigos, pues por lo
regular el trato libertino agrada a los compañeros, les hace confiar en amistades que suelen
traer consigo la perdición de sus intereses y hacer de jóvenes que fueron el modelo de
laboriosidad y de estudio y terminaron con su vida en poco tiempo, juntamente con parte del
caudal de sus padres, y todo esto debido nada más que a la relación que tuvieron, en mala
hora con amigos viciosos y despilfarradores.

Por el contrario, un amigo fiel, como antes decíamos, es el tesoro más precioso del mundo. Su
íntima relación y fidelidad es el mayor consuelo en los más ásperos reveses de fortuna y en los
días más aciagos que podamos tener. Las delicias y alegrías que nos proporciona una
verdadera amistad, son superiores a las que produce el amor más entusiasta. El amor
desfallece envejeciendo, mientras que la amistad se fortifica más y más cuanto más antigua se
hace. Más fácil es encontrar falsos amigos, que fieles; pero el que logra la dicha de hallar uno
bueno, puede asegurar ha encontrado lo más apreciable de la tierra; la amistad, para que sea
duradera, es preciso que se funde en la virtud, único cimiento que la puede perpetuar.

La que solo tiene por objeto el interés, dura lo que la prosperidad del amigo y desaparece con
los brillantes días de fortuna. ¡Cuántos ejemplos de amistades falsas se ven en el mundo a
cada paso! Hay personas tan inhumanas, que en los tiempos de la desgracia, no solo se olvidan
de sus amigos, sino que se presentan ante ellos como los peores enemigos.

El verdadero amigo ama en todo tiempo, y cuando ve la desgracia en sus amigos, entonces es
más fuerte su amor y cariño; en tales casos les ayuda con su consejo, con sus bienes o con sus
favores, según es la necesidad; no hay mayor satisfacción para un buen amigo que aliviar a los
que lo son de él, cuando se hallan en la desgracia, considerándose como desairado si no
cumple este deber que su conciencia le dicta; esto es propio de corazones grandes, así como
los que se olvidan de la amistad en los tiempos de desgracia, es propio de corazones indignos y
viles.

La amistad tiene un origen muy antiguo, tanto que la Sagrada Escritura nos dice que Jesucristo
tuvo por amigo a Lázaro; cuando este murió, Jesucristo lloró su muerte y luego le volvió la vida.

De todas las consideraciones anteriores, se deduce bien claramente la importancia que tiene el
acto de elegir un amigo, puesto que puede ser causa de nuestra dicha o de nuestra infelicidad.
Sobre todo hay que guardarse, como de personas de mucho cuidado, de todos aquellos
amigos que nos adulan hasta en las malas inclinaciones; estos son los que desean nuestra
amistad solamente para explotarla, y no son buenos amigos, pues vale más la justicia aunque
severa, que la adulación engañosa.

El hombre es por naturaleza débil, y por tanto, todos tenemos faltas en nuestra conducta,
todos tenemos debilidades; pues bien, debemos dispensar estas debilidades y estas faltas a los
demás, porque igualmente deseamos nosotros que nos las dispensen.

El ejemplo enseña más que cien maestros, y nos induce a practicar cuanto vemos, bueno o
malo, sobre todo en la primera edad de aquél, que evitemos las malas compañías y tengamos
siempre presente el refrán que dice: dime con quién andas y te diré quién, eres.
CAPÍTULO IV: LA VIRTUD

Todos los actos que en nuestra vida ejecutamos se perfeccionan por medio de la virtud; así
pues, la virtud es una buena cualidad de nuestro ánimo, es una buena disposición de nuestro
espíritu, que nos induce a obrar conforme al recto criterio de las leyes humanas y divinas. No
solamente nos coloca la virtud en condiciones de obrar el bien, sino que aleja de nuestro
pensamiento y por tanto de nuestro ánimo, el practicar actos malos o contrarios a la voluntad
de Dios. De aquí que entendamos por virtud un hábito que nos inclina a bien obrar.

¿Y qué es ser virtuoso? ¿Qué haremos para practicar bien la virtud? Virtuoso es todo niño que
hace el bien a sus semejantes independiente de su interés; así pues, todos los que contribuyan
al bienestar, todos los que procuren remediar desgracias o satisfacer alguna necesidad de
nuestro prójimo, esos son los virtuosos.

La condición más importante, más grande, la más excelente de todas que el niño y el hombre
pueden tener en la tierra, es la de ser virtuoso, pues con la virtud cumplimos todas nuestras
obligaciones, siendo a la vez la causa del verdadero mérito y el principio y base de nuestra
dicha.

Por medio de la virtud no solo adquirimos la felicidad y gloria inmortal en la otra vida, sino que
sirve para hacernos vivir con honra y provecho y gozar de la tranquilidad y relativa felicidad
que cabe aquí en la tierra.

El niño virtuoso es estimado y querido de todas las personas dignas, discretas y sabias,
abriéndose camino cuando llega a ser hombre, por sí solo, a los mejores cargos, empleos y
dignidades; como por la virtud está libre de toda pasión y toda clase de deseos inmoderados,
de aquí la causa porque goza de una tranquilidad feliz, única que se encuentra y disfrutan los
que son virtuosos; tienen tranquilo su corazón de las diversas asechanzas de esta vida a que
están sujetos los demás hombres, porque siempre se conforman con las sabias disposiciones
de la Divina Providencia y encuentran el bálsamo de sus penas en la propia virtud que
participa, y como no hay causa ni obstáculo que les haga variar de este acertado camino, nada,
por tanto, les hace desgraciados.

Por el contrario, el hombre que pone su dicha en la salud, en la hermosura, en las riquezas, en
las dignidades y en las demás cosas que se han recibido de la naturaleza, de continuo se ven
contrariados y disgustados por mil causas imprevistas, siendo tan desgraciados y tan
miserables, que no encuentran en sí mismo medios de consolarse en la pérdida de cualquiera
de estos frágiles bienes a que con tanto afecto y tanto entusiasmo se hallaban entregados; por
estas razones no hay cosa más grande ni de más utilidad y provecho que ser virtuoso; para
conseguirlo, es preciso tener una fe pura y viva, para lo cual es necesario estar completamente
penetrado de las verdades ele nuestra religión cristiana y seguir al pie de la letra sus dictados,
hay que mirar con repugnancia y con desprecio el desorden y la impiedad.

La religión cristiana lleva en sí señales tan claras de su Divinidad, es tan santa y tan amable,
que aun los incrédulos que cuyo atrevimiento llega a despreciarla, a la postre no tienen más
remedio que someterse de una manera inexcusable, pues cuando se examina con claro juicio y
sin preocupación alguna, bien pronto se ve su divino origen y lo venerada que es por su
antigüedad. Por tanto nada más seguro que nosotros abracemos doctrina tan confirmada por
milagros, apoyada en la justificación de tantos mártires y defendida por hombres tan grandes,
así en la constancia de practicar la virtud, como por su inteligencia y talentos privilegiados.
A más de esta luz sobrenatural, a más de esta fe, es indispensable que tengamos amor y temor
de Dios; el amor para dirigir todas nuestras acciones a su gloria y el temor de sus juicios a fin
de cumplir y observar con puntualidad todas nuestras obligaciones, cuando el amor no fuese lo
suficiente fuerte para detener la fuerza o ímpetu de nuestras pasiones; por consiguiente, este
temor sano, unido al amor ilustrado por la luz sobrenatural y vivificado por la esperanza, es
virtud exclusivamente propia del hombre cristiano.

La religión cristiana es la madre de la virtud, pues todos cuantos actos ejecutemos en la virtud
están basados en tan santa religión. Todo lo debemos a Dios, por tanto, le somos deudores de
cuanto poseemos; nuestros cuerpos y nuestras almas ¿no son obras de sus manos? Nuestra
felicidad temporal, y en una palabra, nuestras virtudes, ¿acaso no son los dones de su divina
gracia? Pues siendo todo esto como es tan verdad, no debemos ser ingratos ni tampoco
infieles a tantos beneficios; reconozcamos tanto bien y no nos cansemos de dar gracias por
favores tan señalados; además, que en esta vida, llena de amarguras y sinsabores, no
encontraremos satisfacción más grande ni más estimable que la observación estricta de sus
preceptos y la sumisión a tan divina voluntad.
CAPÍTULO V: LA OCIOSIDAD

La Ociosidad, la pereza y la holganza, son tres defectos y tres vicios que hacen completamente
desgraciado a todo niño que se haya entregado a ellos; estas cualidades hacen débil al cuerpo
y al espíritu y por lo tanto impiden el que se pueda cumplir con nuestras obligaciones como la
ley humana y divina nos manda. El ocio embota los sentidos de tal modo, que podemos decir
que el que se encuentra entregado a él por algún tiempo, termina por ser inhábil para toda
profesión, arte u oficio y en cuanto a la parte espiritual no causa menos estragos, pues la
inteligencia del ocioso va perdiendo paulatinamente, como pierde su ser físico. La parte moral
es lo que más se perjudica en el ocioso, pues entregado a toda clase de placeres, por no estar
su entendimiento fijo en nada útil, le induce a cometer los actos más soeces y repugnantes
que imaginar se puede; siendo por tanto despreciables de todas las personas dignas y bien
educadas.

El ocioso, como antes decíamos, vive en una ignorancia crasa de todos los derechos y deberes
que tiene en sociedad, no reflexiona de lo mal que pierde el tiempo, no cesa en su empeño de
seguir por el camino de los vicios, los que corrompen su corazón, perturban su entendimiento
y lo conduce a ser impío y a una perversidad de costumbres, que al comienzo de su vida, los
primeros pasos que dio podemos decir que fueron inútiles para él y para la sociedad, pero
después han ido creciendo en él las necesidades ficticias, y como lo natural es que carezca el
ocioso de medios para satisfacer estas necesidades, por no ser capaz de allegar recursos a su
hogar, puesto que habiendo perdido lastimosamente el tiempo no tiene oficio, carrera o
profesión y de aquí que lo que en un principio fue inútil, después se convierte en criminal y la
consecuencia inmediata, la natural, es ser un desgraciado, y no se limita en el ocioso la
desgracia a él solo, sino que como mancha de aceite se extiende a toda su familia; pues no
deja de ser en ninguna ocasión afrentoso para una familia el que uno de sus individuos sea
criminal; así como por el contrario es una gloria que alguno de sus individuos sea un modelo
de honradez, de caballerosidad y principalmente de virtudes.

¿Y cómo vencer esta funesta ociosidad? Por medio del trabajo, pues nos dice la moral: Si el
ocio te causa tedio, el trabajo es buen remedio; por medio de la laboriosidad y haciendo buen
uso del tiempo; practicándolo así, gozaremos de la felicidad relativa que cabe en esta vida y
alcanzaremos la gloria eterna después de la muerte.

Del tiempo se hace buen uso, dedicándose cada uno a aquello que tenga más vocación y
aptitudes, y si es en el estudio, debe elegir con buen tino la carrera para la cual tenga más
aptitud y vocación, como antes decíamos, pues de esto depende casi en absoluto su felicidad
en esta vida; meditar mucho y bien antes de resolverse en algún asunto, amar siempre la
verdad y seguirla en todos los actos de nuestra vida.

Para resolver con acierto el asunto importantísimo de nuestra profesión, debemos consultarlo
antes con personas sabias y prudentes, y cuando ya nos hayamos propuesto seguir un estado o
carrera, es preciso que no desmayemos en él y cumplamos con todas las obligaciones que lleve
consigo, con puntualidad y exactitud.

El ocio alimenta el vicio y éste lleva al precipicio; nos da a conocer, como antes decíamos, que
la ociosidad es la madre de todas las pasiones y causa de todas nuestras desgracias; esta sola
máxima nos bastaría, observándola fielmente, para ahuyentarnos de la ociosidad y
entregarnos al trabajo y la Virtud.
Además, un hombre ocioso y holgazán es un ser inútil y perjudicial sobre la tierra, sin ser
bueno para sí ni para los demás, y cuando deja la vida, no hace más que quitar un embarazo
del mundo. Dios ha criado al hombre para que trabaje y sirva a sus semejantes y el que no
trabaja, ni puede servir a sus semejantes, ni se puede servir a sí mismo; ha querido que haya
ricos y pobres, para que los primeros ocupasen a los segundos, proporcionándoles la
subsistencia, pero ha dado a los ricos muchos cuidados, a fin de que no estuviesen más
exentos de penas y trabajos que los demás.

El que duerme sin previsión se despierta sin recursos; por el contrario, el que tiene inteligencia
y ganas de trabajar, saca partido de todo.

En todos los trabajos que ejecutamos debemos llevar siempre el fin de elevar a Dios, pues
empleando así el tiempo, viviremos contentos, tranquilos y satisfechos con nuestra suerte,
adquiriremos gran número de conocimientos útiles y podremos servir a la patria, a nuestras
familias, a nuestros semejantes y a nosotros mismos y nos atraeremos el cariño y la simpatía
de todos los hombres grandes por su sabiduría, bondad y virtud. Huyamos, pues, del ocio,
queridos niños, como de una peste.
CAPÍTULO VI: LA HONRADEZ

La Honradez, es una reunión de buenas cualidades que adornan al hombre y que por ello le
hacen estimable y querido de todos; por ejemplo, es honrado el hombre que hace a su prójimo
todo el bien que puede, y además, no falta a ninguno de sus deberes para con Dios y sus
semejantes, sino que por el contrario, se ejercita en obras de fe, de esperanza y de caridad;
además, el hombre honrado tiene para con los demás ronchas y leales atenciones, y en una
palabra, hace cuanto bien puede a todos , como quiere que le hagan a él.

Obrando con honradez se encuentran un sinnúmero de ventajas, pues el hombre honrado se


granjea el afecto y cariño de los demás; por otra parte, no se atrae la enemistad de nadie, pues
obrando bien y con constancia, como lo hace, llega hasta captarse las simpatías de los ingratos,
pues éstos, no pudiendo resistir a tanta bondad, terminan por demostrarse reconocidos, a
pesar de sus inclinaciones contrarias. Hay que tener en cuenta la gran diferencia que existe
entre obrar bien y obrar mal. El primero, como decimos, solo encuentra reconocidos, deseosos
de poder mostrarle su gratitud con todo aquello que más necesite; en cambio el que se
conduce mal, incurre en el aborrecimiento y en el odio de sus semejantes; además, el hombre
honrado ¿cuántas ventajas, cuánta satisfacción experimenta por su manera de ser y obrar?

Concretando la honradez a nuestros padres, diremos: que después de Dios, ellos nos han dado
el ser y nos lo han conservado con sus desvelos, fatigas, sinsabores y exquisitos cuidados en
nuestros primeros años; por tanto, no puede ser más lógico y natural que los amemos como a
los seres más queridos de la tierra; pero si por el contrario, faltamos a alguno de nuestros
sagrados deberes que para los padres tenemos, no podemos, pues, esperar sino los castigos
del Ser Supremo, que como juez infalible serán terribles, además de pasar por hijos ingratos,
que es el dictado más feo y más vergonzoso que toda persona puede llevar.

¡Desgraciado de aquel que no ha respetado ni obedecido y no ha atendido a sus padres! La


maldición del cielo cae sobre él como un rayo; así, pues, veréis a estos seres abominables
marchando de mal en peor; todos cuantos negocios quieren emprender y emprenden, les
salen mal, las desgracias no abandonan su hogar, los contratiempos se suceden unos a otros y
su vida toda la pasan disgustados y renegando a cada momento hasta de su existencia; ¿y
sabéis por qué? Porque su iniquidad los va persiguiendo y cuantos pasos dan en esta vida les
salen torcidos.

El concepto que se forma del hijo ingrato no puede ser peor, pues la primera apreciación que
se hace, es, la de que quien no es para sus padres, mal puede ser para los demás; nadie que
tiene su conciencia recta le quiere y es aborrecido en general por todos los hombres de buen
juicio y sana razón.

Ved a este propósito lo que sucedió a un hijo que fue a pedir justicia contra su padre a un
sabio de Grecia; el sabio le dijo indignado de tal petición:

«Si no tienes razón serás condenado y si la tuvieres, entonces merecerías también ser
condenado.»

Las palabras de este sabio nos indican el profundo respeto, la obediencia y la sumisión más
completa que debemos a nuestros padres, de cuya senda jamás hemos de salir, aunque por
nuestra razón juzguemos que nuestros padres han faltado a sus deberes. La Sagrada Escritura
nos da ejemplos, en los cuales se ve la conducta diferente de dos hermanos, que por una
intemperancia cometida por el padre, causó para un hijo la burla y para el otro el más
profundo respeto y a la vez vergüenza; repuesto el padre de esta intemperancia, maldijo al hijo
que de él se había burlado, mientras que al otro le bendijo por su buena conducta.

En general, el hombre honrado, el que obra conforme a la ley ele Dios, este vive tranquilo y
descuidado, satisfecho de su proceder y es tal su felicidad, que en una celda de un presidio se
encuentra más tranquilo que el ingrato, que el malvado se halla en un suntuoso palacio
rodeado de fausto y grandezas humanas; tal es, pues, la tranquilidad que nos produce la
conciencia de obrar bien.

La conciencia, ese juez interno propio de sí mismo, que nos juzga constantemente,
produciéndonos satisfacción todos los actos buenos que ejecutemos y por el contrario
mortificándonos cuando obramos mal, esto es, cuando faltamos a los deberes que tenemos
para con Dios, para con nuestros semejantes y para con nosotros mismos.

Hay hombres que faltando a estos deberes parece que sienten placer y se encuentran
satisfechos de tales actos, pero bien pronto oyen una voz interna; voz de desaprobación y de
remordimiento, voz que jamás se extingue en el corazón del injusto, en el corazón del
culpable, voz que le está mortificando constantemente, en medio del bullicio, en la soledad, en
todos los instantes del día y en las largas horas de la noche, voz que no le deja pensar
tranquilamente y en una palabra, voz que mata todos sus placeres y todo su bienestar; esta
voz, como antes decíamos, es la conciencia. Ved, pues, queridos niños, si nos es importante el
obrar bien.

Es la voz de la conciencia
La voz de la providencia.
CAPÍTULO VII: EL ORDEN EN LA VIDA

El Orden es tan necesario en la vida, que puede decirse que sin él ninguna obra que nos
propongamos ejecutar, ha de tener un fin satisfactorio; tiene tanta importancia, que para
llegar a penetrarnos de ella, es indispensable no desconocer sus ventajas, esto es, conocer sus
beneficios.

En general podemos decir que guardando orden en todo aquello que practiquemos, además
de ser más perfectas todas las obras, nos evitan, mejor dicho, nos ahorran tiempo y trabajo;
ved si no lo que ocurre entre dos niños en que el uno es juicioso y ordenado y por tanto coloca
todos sus libros y juguetes en el sitio destinado a cada uno, y el otro es desordenado, poco
atento a los consejos de sus padres y maestros: ¿qué sucede con ambos niños? pues que el
primero adelanta más en sus estudios que el segundo, por el orden que observa, no solamente
por la colocación de sus libros y útiles de enseñanza en el lugar correspondiente, sino porque
obrando así, se ahorra mucho tiempo en comenzar su trabajo y por tanto puede dedicarse más
que el desordenado a adquirir los conocimientos que tan necesarios y precisos le son.

Al niño desobediente y poco ordenado le ocurre todo lo contrario, comenzando por no


encontrar sus libros y objetos de enseñanza, pierde su tiempo precioso, utilísimo, que por su
falta de orden tiene que dedicar a buscar todo aquello que en un momento dado necesita y no
encuentra; no es esto solamente lo que le ocurre, sino que por el disgusto de no hallar lo que
ni siquiera recuerda dónde dejó, se apodera de él la desesperación, y poco acostumbrado a
observar método y orden en sus objetos, termina por arrojarlos de sí y con ello aumenta la
confusión de nuevo, desorganizando más lo que ya estaba bastante. Comparad, pues, niños, la
tranquilidad y satisfacción del compañero juicioso y ordenado, con la del desaplicado y
desobediente a los consejos de sus padres y maestros.

Decíamos que el niño juicioso y ordenado ahorra mucho tiempo, por tener bien colocados
todos sus libros y útiles de enseñanza y siempre en el mismo sitio. El tiempo es tan importante,
es de tanto valor, que los ingleses, gente que tiene fama de poca lógica, pero mucha de
prácticos y utilitarios, los comparan con el oro, siendo frase corriente en ellos y de respeto la
de que es oro el tiempo y no se debe perder. ¿Y cómo aprovecharemos bien el tiempo? pues
arreglando todas nuestra ocupaciones y distribuyendo las horas del día y de la noche de forma
que no faltando a este plan de vida que nos impongamos, cumplamos exactamente lo
preceptuado en el nuevo plan, y de esta manera veremos adelantos en nuestras empresas, en
nuestros negocios, en nuestros estudios y en todo aquello que nos propongamos, y este
progreso y adelanto será efecto del buen uso que hacernos del tiempo; de seguir nuestros
estudios y nuestros negocios con método y orden, sin alterar en nada el plan que nos hayamos
trazado.

Los niños deben acostumbrarse desde muy temprano al orden, pues con el orden adquieren
cualidades útiles, no solamente para la salud y bienestar en esta vida, sino para su felicidad
eterna en la otra; con el orden se facilita el estudio, pues la memoria es más duradera y la
atención más sostenida.

Con el orden se desarrolla sentimientos de bondad y pureza del alma, sentimientos de


obediencia y aplicación, amor a la virtud y odio al vicio. ¡Ved, pues, queridos niños, si es
importante que todos los actos de vuestra vida estén basados en el orden más perfecto, pues
del orden que en ellos pongáis depende vuestra felicidad temporal y eterna! La utilidad, la
belleza y la simpatía, que engendran los actos hechos con orden, se puede expresar con la
siguiente máxima:

El orden es provechoso,
Y todo lo vuelve hermoso.

No solamente debemos tener orden en la colocación de nuestros libros y los demás enseres de
enseñanza, sino que hay que tener orden también en todo aquello que pueda mermar
nuestros intereses o los de nuestros padres, tutores o encargados; para esto es preciso que
nuestros gastos se acomoden a la posición y estado de cada uno; hay que reglar nuestros
gastos con los ingresos que cada uno tenga, gastando siempre algo menos de lo que se haya
ganado; hay que tener economía en la conservación de lo que se ha ganado con el trabajo,
pues el que alarga los pies más que la manta, se expone a que éstos se queden al aire; quiere
decir esto, que el que gasta más de lo que debe, irremisiblemente tiene que venir a parar a la
degradación y a la miseria.

El orden debe acompañar a todos los actos de nuestra vida, debe ir unido en todos los
momentos de nuestra existencia; el que observa orden en sus compras, en sus comidas, en los
gastos domésticos, en sus vestidos y hasta en aquello que parece más insignificante, ese
progresa más y más, cada día se siente satisfecho de obrar con orden, inculcando sus ventajas
en todos los que le rodean.

La moral nos dice: El orden y la armonía, producen economía.

Siendo tan necesario el orden en toda nuestra vida, es preciso que no nos impongamos gastos
superfluos e inútiles, por seguir alguna pasión dominante; como por ejemplo el fausto, el juego
o algún otro vicio análogo, pues con esto únicamente conseguimos perder el tiempo y el
dinero, que ya hemos dicho lo mucho que vale y crearnos deudas, que debe ser aborrecido por
todo hombre que quiere vivir con orden y tranquilidad de espíritu.

¿Qué estimación, que simpatías se tiene de todo aquel que disipa los intereses que le dejaron
sus antepasados y además se llena de deudas, estando continuamente rodeado de sus
acreedores?

El refrán nos dice: Si quieres ser libre, no contraigas deudas. Encierra tanta verdad este
pensamiento, que aquel que no lo sigue ya sufre sus consecuencias, pues el acreedor ha de ser
siempre como el dueño del deudor, y no poder obrar libremente, es una de las mayores
privaciones que sufre la humanidad.
CAPÍTULO VIII: LA SOBERBIA

La Soberbia es un pecado que afea, no solamente a los niños, sino también a los mayores,
produciendo en éstos efectos tan deplorables, que degeneran en la cólera, y con esto,
trastornos que en ocasiones producen la muerte impensadamente.

Nada más odioso y antipático que un niño soberbio; por el contrario, el niño que está
adornado de una buena educación, el niño que es humilde, éste se atrae el cariño y la simpatía
de todos cuantos le tratan y se labra por sí solo su bienestar en esta vida y su felicidad en la
otra.

La soberbia es fácil contenerla en la primera edad, pero si se deja que ésta se apodere de los
tiernos corazones de los niños, entonces, no digamos que es difícil, sino imposible el contener
tanto pecado y tanta falta en esta vida y por consecuencia, la ruina moral y material de aquel
que tuvo la desgracia de ser víctima de una mala educación, pues la educación esmerada y
ejercida con oportunidad sobre los niños, evita estos defectos que tan caros suelen pagar los
desgraciados, que no fueron bien educados en sus primeros años.

El soberbio, es generalmente fanático, desconfiado, sin tener noción siquiera de sentimientos


de caridad, ni de humildad, virtudes que combaten este pecado; cuando el soberbio es
hombre de algún poder, entonces tiene consternados en la más vergonzosa humillación a
todos cuantos de él dependan, sus atropellos se suceden unos a otros y sus injustificadas
pretensiones le hacen un ser cada vez más aborrecible y más odiado de cuantos le tratan.

Al soberbio le ciega tanto su pasión, que ésta no le permite oír los sanos consejos de aquellas
personas ilustradas que bien le quieren y que llenos de la mejor buena fe, desean atraerle al
camino de la virtud, al camino de la honradez. Desprecia altivo a todos los que tratan de
conducirle a la senda del deber, y cuando se hallan en peligro sus ideales fanáticos, entonces,
no siéndole fácil por su torcida educación atemperarse a las condiciones de hombre de bien,
su egoísmo se subleva de tal modo, que no pudiendo ejercer su acción benéfica sobre él la
virtud, sino que por el contrario se exalta más y más, se desarrolla en aquel desgraciado ser la
cólera con todas sus consecuencias, adelantándose la muerte en medio de los mayores
horrores y terminando su existencia de un modo opuesto a como procedió él en su vida, esto
es, en medio del desprecio y la desconsideración de sus semejantes.

De esta manera acaban todos los que en su vida, no respetando la religión, la moral, la
honradez y la virtud, abusan de su prójimo considerándole como si no tuviera ningún deber
con él.

Otra suerte muy distinta cabe a los que, practicando en esta vida la virtud de la humildad,
desprecian los arrebatos y los impulsos del feo pecado de la soberbia; pues éstos, más
temprano o más tarde, recogen su merecido y sabroso fruto.

El que se halla dominado por la soberbia y como consecuencia de ésta por la cólera, se
asemeja a una bestia feroz, pues no obra nada más que por impulsos de su pasión, sin
intervenir en nada la razón y la inteligencia del ser humano.

Huyamos, queridos niños, de la soberbia, desterrándola de nosotros en los primeros años,


antes que puedan arraigar sus efectos, pues si la dejamos que se enseñoree, llega alcanzar tal
ascendiente, que ya resulta imposible triunfar de ella.
CAPÍTULO IX: LA LABORIOSIDAD

Laborioso se le llama a todo el que ocupa el tiempo en cosas útiles y necesarias para él y para
la sociedad en general; a todo el que trabaja para adquirir con este trabajo lo necesario para su
sustento y el de todas aquellas personas que esté obligada a mantener, como son: el hombre,
a sus hijos, a su mujer y también a sus ascendientes que ya imposibilitados para el trabajo no
pueden ganar el sustento necesario; como sus padres, abuelos y otros individuos de su familia.

El ser laborioso no solo es conveniente, sino hasta necesario, pues nuestra humana flaqueza,
nuestro cuerpo es tan débil, que necesita del trabajo y de la laboriosidad para mantenerse en
el equilibrio necesario para el sostenimiento de nuestra salud, y por lo tanto de nuestro
relativo bienestar aquí en la tierra.

En otro capítulo ya hablamos de la ociosidad y de sus perniciosos efectos, demostrando lo


perjudicial que era no solo para nuestros intereses, sino para el sostenimiento de nuestras
fuerzas físicas; aquí demostraremos que por la laboriosidad se adquiere la tranquilidad de
espíritu necesario, la satisfacción que podemos tener en nuestra corta existencia. Esta
satisfacción consiste en cumplir exacta y religiosamente con nuestros deberes; es un bienestar
interno, que nos satisface más que todos los placeres materiales juntos.

Además de la tranquilidad de espíritu, por medio de la laboriosidad, por medio del trabajo
ordenado, como decíamos al principio, nos adquirimos lo necesario para sí y para nuestra
familia, contribuyendo con este continuo trabajo al bienestar general, produciéndonos efectos
tan gratos en nuestra economía o sea en nuestra salud; que nos dispone bien para alejar de
nuestro pensamiento todos aquellos actos inmoderados e injustos, verificándose todas las
funciones con la mayor regularidad y estando siempre nuestro cuerpo en disposición de
trabajar, debido a esta normalidad de funciones.

Con la holgazanería y la pasividad no sacamos nada más que hacernos viciosos y esto nos
conduce a uno de estos tres destinos: al hospital, a la cárcel y lo que todavía es más afrentoso,
al patíbulo en ocasiones. El que no quiere ser laborioso, el que no quiere trabajar, no tiene
derecho a que nadie le mantenga, a que nadie le dé la comida porque sí; a éstos precisamente
les cuadra bien el siguiente pensamiento de un gran moralista: parado el movimiento de la
mano, equivale a parar el de la boca.

No ha existido ni existe medio noble y honrado para vivir sin trabajar; lo mismo los buenos
libros que nuestros maestros, nuestros padres y nuestros mayores en edad, saber y gobierno,
siempre nos dicen que es preciso ser laborioso, esto es, que hay que trabajar. ¡Son tantos los
beneficios que nos proporciona la laboriosidad! El hombre laborioso se encuentra sano y
robusto, se hace inteligente si ya no lo fuere, se capta el cariño y simpatía de todos cuantos le
tratan, progresa en sus negocios, aumentando su fortuna, y por último, es admirado y querido
de todas las personas bien educadas y contribuye con su laboriosidad al bien general.

La laboriosidad debe despertarse, debe desarrollarse en la primera edad, esto es, la niñez;
ninguna edad es más apropósito que ésta, puesto que todas las inclinaciones se encuentran en
estado naciente, hasta el punto que se puede hacer del niño lo que se quiera, esto es, guiarle
por el camino que más convenga. La laboriosidad ya hemos dicho la importancia grande que
tiene en el ser humano; por tanto, deben los padres y maestros esforzarse por cuantos medios
estén a su alcance de instruir y encaminar hacia esta preciosa cualidad a sus hijos y educandos,
y haciéndolo así no hallarán límite a su satisfacción.
Los padres, toda su tendencia se dirige a amontonar riquezas para dejarlas a sus hijos; ¿y qué
mayor riqueza pueden dejarles que una excelente educación, y por tanto una conducta y
laboriosidad intachable? Las riquezas, cansados estamos de saber y haber visto que el
accidente más imprevisto, la causa más fortuita, más insignificante, ha hecho que
desaparezcan del que las poseía y pasen a otras manos; en una palabra, esta causa pequeña ha
hecho perderlas; empero ¿y la buena educación? ¿y los hábitos de laboriosidad y virtud, se
pierden tan fácilmente? de ninguna manera, pues el que ha sido educado en estos hábitos
desde sus primeros años, éstos los pierde cuando pierde su alma; es decir, que la educación,
que la laboriosidad y la virtud mueren, desaparecen con el individuo que las posee, y no como
las riquezas, que generalmente es a lo que más se aplican muchos padres en dejar a sus hijos,
pues éstas, siendo tan volubles y fáciles de perder, se encuentran a lo mejor muchos hijos que,
criados en la opulencia y grandeza, pero careciendo del hábito del trabajo y laboriosidad, se
ven a lo mejor que terminan sus días en algún hospital, o lo que es peor, en alguna cárcel.

Nada hay como la laboriosidad para alejar nuestras desdichas; existen dos cosas a las que la
pobreza tiene miedo; éstas son la laboriosidad la una, la otra la economía; jamás se han visto
las tres reunidas. El que es laborioso no tiene que temer al hambre.

Debemos de aprender a ser laboriosos imitando el ejemplo del símbolo de la laboriosidad; este
símbolo es la hormiga, que en la época de la recolección reúne, amontona los materiales
necesarios para poder sobrellevar con gran tranquilidad, como lo hace, los rigores del más
crudo invierno. Este animalito es el que debe servirnos de modelo en todos los actos de
nuestra vida.

Con nuestra laboriosidad, con nuestro trabajo continuado, suplimos en todos los casos la falta
de talento; pues ya sabemos que una persona de escasas luces; pero que trabaja
constantemente, adelanta más en las ciencias y en las artes que otra que posee mucho talento
y es abandonada.

Examinemos la historia de nuestro gran patricio D. Miguel de Cervantes Saavedra, y veremos


que con su laboriosidad venció todos los obstáculos, que fueron muchos los que se le
presentaron en su vida, para salir airoso y triunfante en sus empeños, hasta el punto de
conquistarse el glorioso y merecido título de El Príncipe de los Ingenios Españoles.

El tiempo es rico tesoro


y más preciado que el oro.
CAPÍTULO X: LA ENVIDIA

La Envidia es un pecado que aquel a quien le domina, le hace sumamente desgraciado;


consiste en la tristeza que en algunos individuos de mala condición, produce la contemplación
del bien ajeno. La envidia hiere de tal modo, que podemos decir que mata a aquel a quien la
emplea.

Cicerón la llamó metafóricamente carcoma de los huesos; otros escritores la designan con
nombres de cáncer, sarna, lepra, etc., significando con esto que aquel que tiene envidia sufre
los efectos que él desearía que dominase a los demás.

La ruin pasión de la envidia empieza a despertarse desde muy temprano en los niños; para
convencernos de esto, basta fijarse un poco en aquel hogar en que viene al mundo un nuevo
ser en donde ya hay un pequeñuelo: éste recibe a su hermanito con envidia y pide que se lo
lleven, que no le traigan más, que lo echen al pozo y otras cosas análogas que las madres
parecen celebrar; estos rasgos de envidia, estas ingenialidades del pequeñín pasan como cosas
que no tienen valor alguno. ¡Desgraciados! Así comienzan tan temprano a odiar aquellos seres
que deben tener mayor cariño, ¡a su hermano! aquel que debe ser para él el primer punto de
apoyo en este valle de lágrimas. En este camino tortuoso y lleno de espinas y contratiempos,
que se llama vida.

En la época de la niñez, es cuando más se debe trabajar para extirpar esta maléfica pasión,
pues es cuando mayor fruto podemos cosechar y desarraigarle, con el fin de que no prospere
en seres tiernos o inocentes, que después les trae consigo la más espantosa ruina.

Caín comenzó con la pasión de la envidia a odiará su hermano Abel; y ¡qué fin tuvo el segundo!
¡y qué vida tan desgraciada para el primero! Por eso en la primera edad, es cuando más
debemos dominar la pasión de la envidia, haciendo que desaparezca de todos los niños hasta
en las más insignificantes manifestaciones. Hay padres que no dan importancia a la envidia de
sus chiquitines, pero estos padres son unos desgraciados que no saben nada de la ciencia de
educar, pues si hubieran leído la Pedagogía, allí verían que en estos pequeños seres, así como
crecen los órganos de su cuerpo, de la misma manera crecen sus inclinaciones, crecen sus
vicios, crecen sus pasiones, y en una palabra, crece su envidia; de forma que lo que antes era,
un defecto fácil de corregir, después llega a ser ya cosa imposible.

Cuando el niño desea que odiemos a su hermanito, nos lo pide; si no se le concede, llora,
molesta, patea, hasta conseguir el triunfo de la envidia: es una ley de la lógica que no hay
efecto sin causa, y como esta causa de la envidia es perniciosa el efecto que produce a su vez
es fatal. Así como no hay gota de agua que no moje, tampoco hay injusticia ni engaño que no
pervierta el corazón del inocente; de manera que el engaño que se le hace al inocente niño,
diciéndole que odiamos a un hermanito, como él desea, trae consigo graves perjuicios para el
mismo niño.

En el alma no se pierde ninguna pasión dominante, y como la envidia es una pasión, si en vez
de destruirla en la primera edad, la fomentamos, produce heridas imborrables en el pequeño
ser.

Es muy importante que en los primeros años hagamos aborrecer al niño este defecto y le
fortalezcamos con ideas nobles, combatamos la ruindad que lleva consigo la envidia, y los
medios más a propósito para conseguirla son desarrollando el amor y el cariño, que antes que
nada debe existir en los hermanos y haciéndole comprender al niño lo feo y mal visto que está
en el mundo el que no se tengan el cariño debido y además no se debe decir más que la
verdad en todas las ocasiones·, no engañándole con falsas palabras de que se odia y aborrece
a lo que es objeto de nuestra afección y cariño como es el que la pide.

Debemos procurar, a la vez que destruimos la envidia, fortalecernos en la emulación, que


consiste en el deseo de mejorar en sus costumbres, en sus estudios, sin rebajar a sus
compañeros.

La envidia ruin, mortifica


Y consume el corazón,
La prudente emulación
Lo engrandece y fortifica.

Por la pasión de la envidia no solo se ve con tristeza el bien del prójimo, sino que el individuo
que le domina este vicio, se alegra de los males que les ocurren a sus semejantes.

Ya hemos dicho que la envidia trae infinitos males al que le domina; comienza por el odio a las
personas de su hogar, la calumnia, la crítica y otra porción de faltas.

La envidia es compañera inseparable del demonio, pues éste, al seducirá la primera mujer, lo
hizo tan solo por la tristeza que le cansaba verla en su bienestar de inocencia; los que se ven
dominados por pasión tan baja, usurpan la honra y por tanto el bienestar de sus semejantes.

La envidia es una pasión maldita, pues ciega a los hombres de tal modo que no les deja ver
claro sus propios defectos; al que le domina la envidia hace mal a su prójimo, sin ver que ese
mismo mal que hace, refluye en él mismo. El envidioso, generalmente, lo quiere alcanzar todo,
y le sucede que todo lo pierde; el que toma pesadumbre por los acontecimientos gratos de los
demás, merece su propia ruina; así la pena que nos causa ver fomentar los negocios de
nuestro prójimo perjudica a nuestra propia salud.

Por todo cuanto llevamos dicho, podemos afirmar: que no hay envidiosos ricos, ni que se
mantengan buenos, ni que vivan largos años, porque la envidia es una lima que gasta a un
mismo tiempo el cuerpo que el alma.

«La envidia al hombre atormenta,


Mas la emulación le alienta.»
CAPÍTULO XI: LA PATRIA

Muchos son los deberes que tenemos para con Dios, para con nuestros padres, maestros,
ancianos, mayores de edad, saber y gobierno, y en general para todos nuestros semejantes;
pero tan importantes y necesarios como estos deberes son los que nos impone la madre
patria.

Debemos mirar con el mayor respeto y consideración todos los monumentos públicos, las
fuentes de riqueza del país, las propiedades de nuestros conciudadanos y todo cuanto de
alguna manera afecte a nuestra patria; no es, por tanto, de hombres honrados aquellos actos
que se ejecutan con el fin de evadir, de faltar a nuestros deberes y compromisos , que con la
patria tenemos contraídos, como por ejemplo: negarse a cumplir el servicio militar, a
contribuir con nuestras fuerzas, con nuestros intereses y con nuestros recursos, a las
desgracias y necesidades en que se vea el país.

El hombre patriota jamás se queja, jamás murmura de las fatigas, de los trabajos que lleva
consigo el cumplimiento de nuestros deberes para con la patria; al contrario, ensalza, elogia
más y más la obligación que tenemos de servirla y de amarla hasta en los trances más
apurados y más opuestos a nuestros intereses y nuestras comodidades.

El ciudadano leal y honrado jamás pide la di visión de la patria, sino que por el contrario,
encamina todos sus trabajos y todos sus esfuerzos al engrandecimiento y prosperidad de la
misma; este es un deber que tenemos todos los españoles de amar y querer a la enseña de
nuestra patria, a la bandera española, y debemos, por tanto, descubrirnos respetuosamente
ante ella cuando en algún acto oficial se ostente, y procurando, con nuestro consejo, con
nuestro ejemplo, que hagan lo mismo nuestros semejantes; debemos pues, trabajar, colaborar
y hasta sacrificarnos, si preciso fuere, para que la unidad de nuestra patria jamás se merme ni
se disgregue por algún motivo.

La unión constituye la fuerza; esta máxima hemos de tener siempre presente para no olvidar el
amor y respeto que debemos a nuestra madre patria; con la unión triunfaremos de los
enemigos que quieran dañarla o perjudicarla de alguna manera, pues perjudicando a nuestra
patria, nos perjudican a nosotros mismos.

Es propio de un pueblo digno, honrado e ilustrado, el preservar y respetar de toda suerte de


ultrajes todos los monumentos y fuentes de riqueza de su país. Debemos, pues, respetar y
conservar todas aquellas grandes obras que nos han legado nuestros antepasados, pues la
gloria de estas grandes obras forma parte de nuestra herencia. Si abandonásemos este nuestro
legado, ¿qué pensarían de nosotros los enemigos de nuestra patria?

Debemos respetar los caminos que ponen en comunicación unas poblaciones con otras; y en
una palabra, todo lo que sea de utilidad general para el país; si todos los españoles obramos
así, de común acuerdo, esta reunión de voluntades a favor del bien general, sería, sin duda
alguna, una prueba, la más noble y grande que podemos dar de patriotas, generosos e
ilustrados. Además, toda persona que está bien educada, toda persona de sentimientos nobles
y generosos, ama a su patria, de la misma manera que siente un cariño irresistible al pueblo
donde nació. ¿Quién puede negar la satisfacción con que se recuerda la casa donde se vio por
primera vez la luz y aquellos sitios que en nuestra infancia nos sirvieron de recreo y expansión?
Recuerda lo mismo el joven que el anciano, con tan grata memoria, sus juegos infantiles, que
todo cuanto ha pasado después en su vida, le parece peor que aquella edad de gloria.

La patria se ama en todas partes, y este amor se acrecienta cuando el individuo vive alejado de
ella y se refiere algún episodio, algún acto de las costumbres propias del pueblo que le vio
nacer; todo lo que es bueno se aprecia como tal, pero nunca mejor que lo bueno de nuestra
patria chica, de nuestra comarca, de nuestro primitivo hogar.

Es de todo punto innegable que amamos a la patria, y por tanto, tenemos el deber de
socorrerla, ampararla en casos apurados, contribuir con todos nuestros recursos a su
enaltecimiento y brillantez y defenderla con todas nuestras fuerzas , sacrificando nuestra vida,
si es preciso, para dar ejemplo a las generaciones futuras, como nuestros antepasados nos lo
han dado a nosotros.

La patria te dio la vida,


Dásela cuando la pida.
CAPÍTULO XII: LA CARIDAD

La Caridad es la mayor de todas las virtudes, pues a todas ellas les da vida y por medio de la
caridad amamos a Dios y a nuestros semejantes como a nosotros mismos.

No tiene caridad, y por tanto se le da el nombre de inhumano, a todo el que no dé un poco de


pan a un pobre que se esté muriendo de hambre, no dé un poco de agua a aquel que se esté
muriendo de sed, no dé algo de abrigo a aquel pobre que se encuentre desnudo, y no dé asilo
al que se encuentra sin habitación o aquel a quien se persigue para asesinarle.

Es de personas caritativas, es de personas piadosas el crear y sostener hospitales donde se


atiende y socorre a los enfermos; establecimientos benéficos para los impedidos y los
ancianos, casas de maternidad para los niños que se quedan huérfanos y para aquellos que son
abandonados al nacer por sus padres; fundar escuelas y centros de instrucción general
gratuitos, donde los niños y los adultos adquieran una educación y una enseñanza que les haga
aptos y útiles a sí mismos, a su familia y en general a su patria.

La caridad, siendo la mayor de las virtudes, nos eleva al trono de la divinidad, y al practicar tan
sublime virtud, nos regocijamos interiormente de imitar al Creador en una de sus obras más
consoladoras para la especie humana. ¡Qué placer experimenta el hombre caritativo que ve
correr las lágrimas de gratitud y de reconocimiento, de aquellos infelices a quienes socorre en
sus necesidades!

El malvado goza de los placeres falsos, de los placeres vergonzosos y efímeros que les
producen las pasiones desordenadas y destructoras; el hombre caritativo, el hombre virtuoso
prefiere a estos placeres que aniquilan a los que los buscan ansiosos, los que les produce la
sensibilidad que le instiga, que le incita a socorrer a los desgraciados. Mientras que el primero
arruina y aniquila su salud y sus intereses, por ir constantemente detrás de la felicidad, que
nunca halla, el segundo la encuentra sin menoscabo alguno de su salud, la encuentra en la
satisfacción interna que le produce el amor noble y desinteresado hacia sus semejantes, y en
la tranquilidad de su conciencia, que no pueden quitarle jamás ni la malicia, ni la envidia, ni la
calumnia, ni la persecución, ni la injusticia. Ved, pues, queridos niños, los beneficios que nos
reporta la caridad.

Dios al criar al hombre ha puesto en su corazón un germen de caridad que todos llevamos
consigo; este germen nos inclina a amarnos, socorrernos y consolarnos mutuamente, pero son
varias las causas que entorpecen el desarrollo y buena dirección de este germen; unas veces la
mala educación, otras la vanidad, otras el orgullo y otras los malos ejemplos, impiden que sea
cual debe el fruto que saquemos de esta buena cualidad.

La caridad es un don del cielo y por tanto el manantial de donde nacen todas las grandes
obras.

La caridad se ha ejercido y se ejerce en todos los sitios; ¿quién no ha practicado alguna obra de
caridad? ¡Los grandes, los medianos y los humildes, todos en más o menos practicamos la
caridad! Unos con su ciencia dando consultas de medicina gratis y otros la enseñanza
igualmente gratis; otros depositando una limosna en medio de la calle en la mano del pobre y
otros asociándose para reunir fondos con los cuales remedian las necesidades del desgraciado
que se encuentra enfermo e imposibilitado y perecería en su hogar víctima de la miseria si
estas manos caritativas no llevasen sus recursos.
Todas estas son formas diferentes de ejercer la caridad; practicarla, queridos niños, pues con
ello alcanzaréis la felicidad eterna.

Siembra el bien en este suelo,


Que Dios te ve desde el cielo.
CAPÍTULO XIII: EL AVARO

La Avaricia es un deseo inmoderado de adquirir riqueza sin reparar en medio alguno; es un


pecado que debe evitarse a todo trance en los niños, pues con él llevarían consigo la
intranquilidad constante de su conciencia, la dureza de corazón para los desgraciados y sobre
todo el apartarse del verdadero camino de esta vida, faltando a los deberes morales y a los
que nos dicta nuestra santa madre la Iglesia, nuestra religión.

La débil inteligencia del niño pudiera confundir la avaricia con la justa posesión de los bienes
que de nuestros antepasados nos legaran o que por cualquier accidente de nuestra suerte
pudieran llegar a nuestro poder; esto se distingue bien claramente con solo observar que la
avaricia consiste en querer poseer los bienes, faltando a nuestros deberes de cristianos, no
respetando las leyes de amor a nuestros semejantes y deseando constantemente adquirir todo
cuanto vemos y conocemos; razón por la que a la avaricia no se le conocen límites.

Este desmedido deseo de adquirir riquezas, no lo tolera la ley divina ni la humana y


precisamente esta es la causa principalísima para que desde muy temprano se les haga ver a
los niños los efectos desastrosos a que les conduciría si llegase a dominarlos el vicio de la
avaricia.

El avaro es el ser más desgraciado de la tierra; es tal el apego que tiene a los intereses, que
para evitar que éstos se le mermen de alguna manera, no le importa presentarse ante la
sociedad como un verdadero mendigo, con el fin de que no le importunen los pobres, ni le
molesten los medianos; esto es triste, el ver a un hombre sujeto a vivir como un pordiosero,
sacrificándose constantemente, por no socorrer a sus semejantes. No se conforma el avaro
con aparecer como un pobre exteriormente, sino que su vida toda está sujeta a este pecado;
así pues, el avaro se sustenta con alimentos de mala calidad por evitar mermas en su caudal;
igualmente sacrifica su comodidad y bienestar por la misma causa, durmiendo en vez de una
cama propia de su posición, en cualquier jergón y esté conteniendo materia incómoda con tal
de que sea de poco precio.

Las consideraciones anteriores nos hacen ver bien claramente lo importante que es vivir
conforme a la suerte que nos ha cabido o que la providencia nos depara, sin que tengamos
otras aspiraciones que las de la propia honradez.

Las muchas riquezas no llevan consigo la felicidad; antes por el contrario, suelen ser causa de
la inquietud e infelicidad. Si la abundancia de riquezas fuera base de la felicidad, resultaría que
el que carece de ellas, el pobre, sería infeliz constantemente; y no es así, pues se observa con
mucha frecuencia que hay muchos ricos infelices, y otros, que careciendo de toda clase de
riquezas, son felices.

La moral nos dice: ¿cuál es el más rico? el que menos necesita; ¿y el más pobre? el que no se
encuentra satisfecho con lo que tiene.

Si las riquezas llevasen la felicidad consigo, no desearían muchos poderosos, como lo desean,
cambiarse por gentes que carecen de ellas.

Salomón fue un rey tan sabio y tan poderoso, que causó la admiración del mundo, y sin
embargo, al final de su vida, exclamó: «Vanidad de vanidades: todo vanidad, miseria y aflicción
de ánimo».
Un rey de esta naturaleza se expresa así ¿cómo podríamos expresarnos nosotros?

En otro capítulo ya dijimos que la felicidad completa no existe en esta vida. Y que
relativamente puede hallarse siendo honrado y virtuoso, y no ambicionando las cosas
mundanas.

El avaro, es tal la dureza de su corazón, que pierde el cariño a sus familiares más próximos,
más allegados, pues la avaricia mata toda clase de afectos.

La avaricia es un pecado,
Que al hombre bueno hace malo.
CAPÍTULO XIV: LA GRATITUD

La Gratitud es una condición tan noble en el individuo, que bien puede decirse que por la
gratitud muchos han conseguido la felicidad relativa que cabe en esta vida.

Las personas menos agradecidas, no pueden sustraerse a la admiración, no pueden dejar de


amar y estimar a aquellas otras que practican actos de gratitud, actos que las primeras no
ejecutan; siendo esto como es una verdad, resulta que las personas agradecidas son estimadas
y queridas de todos cuanto las tratan, aún de las mismas ingratas: el agradecimiento es un
deber, una obligación que la ley natural nos impone.

¿Y en qué consiste la gratitud?

La gratitud, queridos niños, en general, consiste en reconocer los favores y buenos servicios
que nos han hecho otras personas, y también en reconocer y estar profundamente
agradecidos a los favores de Dios, a las múltiples gracias que se ha dignado conceder al ser
humano.

A un corazón noble, obliga grandemente la ley de la naturaleza; y todas aquellas personas que
tienen verdadero reconocimiento a los favores o beneficios que reciben, revelan, manifiestan
tener un alma generosa, un alma digna, y por tanto, se hacen dignos y amados de los que le
tratan.

Por el contrario, un ingrato, se crea de por sí una aureola de enemistad, una aureola de
malquerencia que termina en aborrecerle todos cuantos le conocen, pues ya nos dice la moral
que «el que no es agradecido, no es bien nacido».

Estamos obligados a reconocer o agradecer los beneficios que hayamos recibido, las
atenciones con que se nos ha distinguido; no dejaremos de pagar estos favores y estas
atenciones en la forma que podamos, y si la ocasión y las circunstancias no se nos presentan
favorables para poder corresponder como es debido, por lo menos demostraremos con toda
sinceridad que existe en nosotros el deseo de devolver aquellos favores, de pagar aquellas
atenciones; en una palabra, que existe en nosotros una buena voluntad.

Por otra parte, si la gratitud no fuera como realmente es obligación en nosotros, siempre sería
conveniente el ser agradecido, porque con la gratitud, se atraen nuevos favores, nuevas
atenciones a aquel que ha sabido reconocer los beneficios y sabe agradecer las primeras
atenciones que le han dispensado.

¡Es tan débil la especie humana!... a causa de esta debilidad se encuentran personas que por
haber hecho un favor, por haber prestado un servicio, desean que aquel a quien se le ha
servido, se le ha atendido en una necesidad, se halle poco menos que esclavizado; esto, lejos
de ser justo, es poco moral; pero no obstante, como tratándose de gratitud, tratándose de
reconocimiento, jamás se peca por exceso, no debemos excusarnos en hacer todo cuanto
podamos en obsequio de nuestros protectores, en obsequio de todos cuantos nos hagan algún
beneficio, pues a ello quedamos obligados desde el momento que recibimos algún favor.

Cuando el favor, cuando el beneficio parta de nosotros hacia nuestros semejantes, entonces
procuraremos no manifestar a los que hemos favorecido, que deseamos nos devuelvan
aquellos servicios o favores hechos, sino por el contrario, procuraremos molestarles lo menos
posible y si por una necesidad imprescindible tuviéramos que hacer uso de los servicios o los
favores de aquellos que nos son deudores de algún beneficio, en este caso pediremos el favor
con tanta modestia, y con tanta atención, que con ellos pondremos de manifiesto que
olvidamos por completo los beneficios que les hicimos.

Siguiendo esta norma en todos los actos de nuestra vida, seremos queridos y respetados de
todas aquellas personas que nos traten y aumentaremos el número de nuestras amistades.

Por el contrario, la ingratitud es tan aborrecible, es tan odiosa, tanto como amable el
reconocimiento, sin perjuicio de que las personas ingratas son juzgadas como gente sin
educación, como gente sin honra.

Obrad pues, queridos niños, en todos los actos de vuestra vida con gratitud, y alcanzaréis una
satisfacción y un bienestar permanente.
CAPÍTULO XV: EL ORGULLO

El Orgullo es un vicio, una pasión dominante de consecuencias fatales para los niños y para los
mayores; consiste en el concepto elevado que un individuo tiene formado de sí mismo y cree
que las demás personas son inferiores a él. Desdichado hace el orgullo a todo el que le
domina; en los niños suele despertarse muy pronto este maléfico sentimiento, debido como a
todos los demás, a la ignorancia, pues unas veces lo fundan en su saber, otras en sus riquezas,
otras en la nobleza o superioridad de sus familias.

No pueden ser más ridículos los motivos en que fundan el orgullo las personas que están
dominadas por él, y como ridículos llevan consigo el causar con tan innoble sentimiento la
desconsideración y el desprecio de toda persona que tiene dignidad de sus actos y se aprecia
en lo que vale.

El orgullo es el vicio completamente opuesto a la humildad, virtud que por medio de la cual
nos atraemos el cariño, la benevolencia y las atenciones de todos cuantos nos tratan y
principalmente de Dios; pues ya nos dicen los libros santos que «el que se ensalce será
humillado y el que se humille será ensalzado». Con estas palabras se nos da a entender la
importancia y las ventajas que para nosotros tiene el practicar la virtud de la humildad.

Además, ¿por qué nos hemos de pagar tanto de nuestro mérito, por qué hemos de considerar
que somos superiores y más útiles que nuestros semejantes, si es muy posible que sean más
que nosotros la inmensa mayoría?

Por otra parte, ¿nuestros cuerpos no tienen el mismo origen que los suyos y nuestras almas,
acaso no son de la misma especie? Pues siendo como es esto una verdad, no hay fundamento
para que nos queramos suponer que somos superiores a nuestro prójimo.

Si el orgullo se funda en las ventajas que hemos recibido de la naturaleza o de la fortuna, es


una señal muy clara de nuestra bajeza y de nuestra debilidad de espíritu, pues estas ventajas
significan poco. Nuestra vida es muy corta, pues tarde o temprano viene la muerte y nos
desnuda de todo aquello que nosotros teníamos por bello y grande, demostrándonos que
todos los hombres, considerados en el fondo de su ser, son igualmente miserables.

Las personas que están bien educadas, que tienen una piedad pura y sincera, son las que con
derecho pueden considerarse a que las estimen y las distingan de las demás, y sin embargo
son las que se apartan más del orgullo; porque están persuadidas de que el orgullo no solo es
el enemigo capital de todas las virtudes, que envenena su manantial, sino que siempre está
mal fundado.

El orgullo es un vicio injusto, porque por medio de él, el individuo se atribuye una gloria que
pertenece a Dios; además es odioso, porque hace menospreciar a nuestros semejantes, y
como opuesto a la humildad, nos atraemos el odio de Dios y de nuestros prójimos.

El orgullo es una plaga


Que corroe al mundo entero;
Al que es grande le hace chico,
Y ridículo al pequeño.
CAPÍTULO XVI: EL ENEMIGO

En otro lugar decimos, al hablar de la amistad, que el hombre se ve obligado a tener amigos, a
no ser que renuncie al mundo, a no ser que prefiera vivir solitario; y son de tanta importancia
los amigos, como de necesidad el no tener enemigos.

En la primera edad, en la niñez, con frecuencia se intima con algunos compañeros de colegio,
produciéndose una verdadera amistad, que no se borra con el tiempo, sino que termina
cuando falta alguno de los dos amigos.

Hay sin embargo, niños que no armonizan bien, que no congenian con sus compañeros, por ser
de distintas inclinaciones y esto da origen a cuestiones, a rencillas que traen consigo la
enemistad; el maestro en este caso, debe evitar que prosperen estas disidencias y debe
procurar armonizar las opiniones de los niños, para que no prospere y se desarrolle la
enemistad.

Cuando notemos que alguna persona nos tiene mala voluntad, cuando observemos que esa
misma persona nos quiere perjudicar a nuestro cuerpo o a nuestros intereses, debemos
pensar si le hemos dado motivo para ello, y en este caso, nuestro deber es darle una
satisfacción, excusar nuestra falta y por último pedirle perdón. Procediendo de esta manera,
nos evitaremos un enemigo, y al mismo tiempo conquistaremos un amigo.

Los amigos, por numerosos que sean, cuando son buenos resulta que siempre son pocos;
mientras que los enemigos, con uno solo que tengamos, aunque éste sea insignificante, es
demasiado, pues no hay enemigo pequeño. Quiere decir esto, que no debemos molestar a
ninguna persona, pues por insignificante que nos parezca, como quiera que el rencor y el
deseo de venganza son pasiones muy ingeniosas, encontrarán para satisfacerse modo que
jamás se nos hubiera ocurrido pensar a nosotros.

Además, las personas de condición baja, como no tienen en qué mirar ni reparar, están
siempre dispuestas a emprender toda clase de acciones malas, y por insignificantes y débiles
que sean, hay peligro en atropellarlas en cualquier ocasión.

Siendo tan peligroso el atraernos el odio y deseo de venganza de nuestros inferiores, ¿qué no
será si nos hacemos acreedores de este odio, de nuestros iguales, que pueden dañarnos
mucho más, o de nuestros superiores, que con su poder pueden aniquilarnos y arruinarnos
completamente? Estas consideraciones nos dan a entender bien claramente el cuidado que
debemos tener de portarnos correctamente, sin faltar a ninguna persona en su respeto y
consideración, y por tanto que debemos obrar con mucha prudencia y circunspección en todos
los actos de nuestra vida, para que toda clase de personas estén satisfechas de nosotros.

Hay circunstancias que en vez de ofender a los demás, la ofensa parte de nuestros semejantes;
en este caso, en primer lugar tendremos presente que quien nos ha ofendido es una persona
igual a nosotros, y por tanto sujeta a errores y a equivocaciones, como todos estamos, y
juzgaremos su conducta con indulgencia y caridad, esto es, que no conservemos resentimiento
al que nos haya ofendido, y por tanto que no le devolvamos injuria por injuria, siendo a la vez
generosos y procurando por todos los medíos reconciliarnos con aquel que nos haya faltado.
Un buen amigo es un tesoro, pero un mal compañero, es el peor enemigo.
CAPÍTULO XVII: LA MODERACIÓN

La Moderación es una virtud, cuya misión es inducirnos, guiarnos en todos los actos de nuestra
vida, haciendo que obremos con prudencia, que enfrenemos nuestras palabras y nuestras
obras hacia la más pura moral y llevándonos tan preciosa cualidad inconscientemente a
practicar todas las demás virtudes.

El niño ha de ser moderado, lo mismo al hablar que al obrar, pues de seguir esta conducta
depende la satisfacción y bienestar que ha de experimentar en toda su vida.

Hay niños y aún mayores, cuyo deseo y ambición es colocarse sobre el nivel de sus mismos
familiares, y esto, lejos de ser una buena cualidad, una buena condición hacia el progreso, es
una lamentable equivocación; pues el niño que quiere vencer una dificultad superior a sus
propias fuerzas, tiene irremisiblemente que inutilizarse, que destruirse. Así sucede con
frecuencia a todo aquel que quiere seguir una empresa que no está al alcance de su capacidad.

A otros niños les repugna, les cansa vergüenza seguir la profesión de sus padres o de sus
mayores y consideran bajeza seguir por la misma senda que ya le han iniciado sus antecesores;
esto es debido a la ignorancia propia de los pocos años, y cuando el deseo procede de
personas mayores, entonces no solo es debido a la ignorancia, sino también al orgullo y
soberbia; ya tratamos en otros capítulos de estas dos pasiones Es preciso tener presente que
no hay oficio ni profesión baja, siempre que sea honrosa.

¿Cuál es la profesión baja e innoble? La del ocioso, que necesariamente degenera en ser
ladrón y criminal.

¿Cuál es la profesión noble? La de ser persona honrada y virtuosa.

Tenemos muchos ejemplos de personas que han querido seguir carreras superiores a su
propio talento y han terminado por no poderla concluir; si en vez de este trabajo superior a sus
propias fuerzas, se hubieran conformado con seguir la senda de sus padres o aquella otra para
la que su condición de hombres les estaba indicada, hubieran concluido con resultados
favorables y satisfactorios, prudéncienlo grandes beneficios a su persona, a sus intereses, a sus
familias, a su patria y a la sociedad en general. Esto es debido de hacer un uso inmoderado de
su capacidad.

Al niño bien educado jamás le causa rubor y vergüenza el seguir la profesión u oficio de sus
padres o antepasados; al contrario, se honra con él, pues con frecuencia se ve que un buen
jabonero, por ejemplo, vale mucho más que un mal farmacéutico. Antonio es un mal
veterinario y sin embargo, hubiera hecho un excelente comerciante.

Por otra parte, es poco honrado, es poco digno, es poco virtuoso, aquel que le causa vergüenza
seguir el oficio o profesión de sus padres, y proclaman que desean seguir otra ocupación más
noble; pues ya hemos dicho antes que la más noble es la de ser honrado.

Más atendido y mejor mirado es un industrial laborioso y de una honradez intachable, que no
un título lleno de vicios y de malas acciones, que se pasa, la vida en hacer daño a su propia
persona y a sus semejantes.
La profesión noble y la más honrosa es aquella en que cada individuo puede hallar el fruto y
sustento necesario para soportar sus necesidades y a la vez poder atender a las de su prójimo.

Nos perjudican, nos son deshonrosos los oficios o las profesiones que llevan consigo nuestra
inutilidad, aquellos que no pueden ser útiles a nosotros mismos y a nuestros semejantes en
general.

La moderación debe ser la misma en todos los actos de nuestra conducta; para vivir conforme
a las reglas del decoro, debe tratarse a cada uno con moderación y según su calidad; atento a
todos tenemos el deber de respetar a nuestros superiores, obedeciéndoles en todos sus
mandatos siempre que no se aparten de la moral; el niño debe ser atento y cortés con sus
iguales y debe acoger cariñosamente a sus inferiores.

Cuando pasados los años llega el niño a ser mayor de edad y se convierte en jefe de sus
haciendas o de cualquier otra dependencia, la moderación le manda que trate a los criados o
empleados a sus órdenes con bondad o cariño si cumplen fielmente con sus deberes y con
severidad si no lo satisfacen.

Por otra parte, no ha de conformarse con advertir la obligación que cada uno tiene cuando
faltase a ella y ser justo castigando, si desprecian sus indicaciones, sino que también debe él
ser ordenado y modelo en todos sus actos, pues sería poco justo y poco razonable castigar
severamente las faltas que cometen los subordinados, siendo el principal el primero en
cometerlas.

El camino más fácil y más seguro de hacer que los demás cumplan sus obligaciones y que
practiquen la virtud, es dar buen ejemplo; pues en otro lugar decimos que enseña más el
ejemplo que cien maestros.

Todos estamos obligados a dar buen ejemplo, pero esta obligación radica más principalmente
en los jefes de cualquier dependencia, en los padres y, sobre todo, en los profesores de
primera enseñanza que son los encargados de formar almas puras y ciudadanos honrados y
virtuosos.
CAPÍTULO XVIII: LA CALUMNIA

La Calumnia es una cualidad muy infame y peligrosa en todo el que tiene la desgracia de
dominarle tan feo vicio. La calumnia es pues, la inculpación de una falta o de un delito que no
llegó a verificarse por aquel a quien se le atribuye.

La calumnia persigue siempre el fin de mortificar y hasta de perder la persona virtuosa a quien
se dirige; por otra parte el calumniador no respeta sexo ni edad, pues es tal su afán de dañar a
sus semejantes, que nadie puede fiarse de él, nada hay sagrado para el calumniador, y termina
por no ser amigo de nadie.

Además es sensible que al calumniador, al que tiene esta manía, haya personas que lo
escuchen y que guste, que les agrade lo que dicen, sabiendo que no llevan otro fin que
perjudicar a sus semejantes y que lo mismo que hace de éstos, así puede calumniar y calumnia
a aquel a quien habla, tan pronto como le vuelve la espalda.

La ofensa que a nuestro prójimo hacemos por medio de la calumnia, tiene también su
merecido castigo; pues el calumniador compromete su propia libertad, contrae compromisos,
sin darse cuenta y sin haberlos meditado; por otra parte, ocupando el tiempo que tanto vale,
en este vicio, descuida el crearse una posición que puede hacerle independiente en cuanto
cabe y sea posible, se empeña en deudas por su conducta abandonada que le hacen servidor
de otros, y comete acciones tan viles y reprensibles, que obligan a los individuos de la sociedad
a que pertenece a guardarse de su persona como de una oveja sarnosa, pues se contagia con
el tiempo todo aquel que gusta oír al calumniador.

Es una crueldad calumniar a cualquiera de nuestros semejantes, y para hacerlo, es preciso


tener una malignidad y un corazón tan duro, tanto como el del mismo criminal, pues la
calumnia es un crimen que se hace contra la honra de nuestro semejante, de nuestro
compañero y a veces de nuestro amigo.

La urbanidad y cortesía, la prudencia y la religión nos obligan a alejar de nuestro ánimo, de


nuestra lengua, los pensamientos y las palabras que producen la calumnia, no solo por los
males que engendra, sino por los efectos desastrosos a que da lugar; además es una traición
calumniar a nuestros amigos y una bajeza si la calumnia se dirige a nuestros enemigos.

La calumnia hace poca huella en las personas bien educadas, pues le dan la importancia que
merece, así es que jamás creen en las palabras de un espíritu malévolo. Aquellos con quienes
habla le hacen pagar muy caro sus calumnias.

Un calumniador podría dar gusto en alguna ocasión a algunos de sus oyentes, pero todos le
temen y le hacen pagar muy caro su vicio, todos le miran como a un enemigo particular,
porque la calumnia a nadie perdona y la honradez y la virtud más puras no están libres de sus
perniciosos efectos.

La buena reputación cuesta mucho adquirirla y una vez ya adornado de ella, es una grande
injusticia el querer destruirla a cambio de cualquier pretexto, sea el que fuere.

Queridos niños, de todo lo dicho se infiere el odio grande que os ha de merecer la calumnia en
todas las ocasiones de vuestra vida y el desprecio con que debéis mirar siempre al
calumniador.
CAPÍTULO XIX: LA PREVISIÓN

La Previsión consiste en tener siempre presente las reglas de economía para evitar con ellas el
caer en la miseria y pobreza a que son arrastradas todas aquellas personas que desprecian tan
noble cualidad. Es importantísima la previsión, pues la historia nos da cuenta de un sin número
de hechos en que han sido salvadas muchas familias por haber ejercido desde muy temprana
edad la virtud de la economía alguno de sus individuos, pues la previsión aleja a la pobreza.

La persona que no tiene presente en todos los actos de su vida la virtud de la previsión, no
tiene otro remedio que ir derecha a la ruina, pues todo aquel que no deja en reserva algo de lo
que gana, para cuando se vea imposibilitado de trabajar, no tendrá otro recurso que implorar
la caridad pública o terminar sus días en un asilo u hospital.

El hombre previsor jamás tiene que recurrir a esos fines; pues privándose de ciertas
necesidades ficticias, de ciertos vicios, que a la vez que mejora su salud, procura dejar en
reserva algo de lo que gana al día, y este algo, esta pequeña cantidad unida a la de los días
anteriores y a la de los sucesivos, forman un capital que le sirve de garantía y le salva de la
miseria, cuando por cualquier desgracia de familia, ya sea enfermedad o muerte de su esposa
o alguno de sus hijos, o bien que él mismo quede inutilizado para el trabajo.

Ya en otro lugar de este mismo libro decimos que la avaricia es sin duda alguna el vicio más
odioso, el que más pone de manifiesto la bajeza del alma de aquel a quien le domina; pero si la
prodigalidad es menos vituperable en sus principios, es más de temer en sus efectos; pues el
pródigo, aquel que no tiene previsión en la vida, derecho va a la miseria. No obstante, hay
ocasiones en que la prodigalidad, la profusión es digna de alabanza, como cuando se trata del
interés de la Religión, del bien público o del servicio de un verdadero amigo; fuera de estos
casos es preciso la previsión, es preciso una sabia economía, evitando todo gasto que no sea
necesario, todo gasto superfluo, siendo este el verdadero camino de hallarse siempre contento
y satisfecho y de poder vivir honradamente sin temor a contratiempos de ningún género.

La previsión no es muy amiga de los niños y no lo es, porque no hay cosa más atrevida que la
ignorancia, y como ésta es compañera inseparable de la niñez debida a los pocos años, no
llegamos a pensar en nuestra primera edad por la falta de conocimientos, a las eventualidades
que está expuesta nuestra vida, a las miserias y a las desgracias de distinto género. En la niñez,
el maestro es cuando más fruto puede sacar de esta preciosa virtud, poniendo ejemplos de la
mayoría de los bienes que poseemos, son fruto de la previsión de nuestros padres y demás
antecesores, y así hemos de tener siempre presente la siguiente máxima: plantaron y
comimos, plantemos y comerán. Quiere decir esto, que el que en la vejez planta un árbol, no lo
hace para él, pues ya sabe que ni el fruto ni la sombra de tal árbol ha de coger; pero lo hace
para las generaciones venideras, para que se aprovechen y se utilicen de los beneficios, lo
mismo que él se a provecha y utiliza de las obras y plantaciones de sus antecesores.

La previsión es de tal índole, tiene tanta importancia, que un escritor contemporáneo nos dice:
que el que es previsor, se transforma fácilmente de pobre en rico; para lo cual no ha de
considerar en tan preciosa virtud nada insignificante, pues todo tiene su importancia aunque
sea pequeña y como la constante provisión hace sumar estas cosas pequeñas, de aquí se
deduce que el previsor triunfa siempre, aunque su situación sea difícil.

Todos los actos de nuestra vida se nos presentan favorables para ser previsores, y a toda clase
de personas le es compatible tan bella cualidad; así pues, seamos previsores y gozaremos de
una tranquilidad y de un bienestar del que no podrán disfrutar aquellos que se pasan la vida
sin orden, sin economía, ni concierto.
CAPÍTULO XX: LA DESTEMPLANZA

Así como la moderación es una virtud, cuyo principal objeto es guiarnos con prudencia en la
ejecución de todos los actos que practicamos en nuestra vida, enfrenando nuestras palabras y
nuestras obras hacia la más pura moral y llevándonos a practicar inconscientemente todas las
demás virtudes, la destemplanza es el vicio opuesto; esto es, la destemplanza hace que
cometamos toda clase de acciones contrarias a la moral y opuestas en todo a la honradez y
buena educación.

El primer paso hacia la destemplanza, lo damos al juntarnos, al tener relación con amigos
viciosos; éstos nos incitan suavemente al vicio, pintando sus atractivos con los colores más
vivos y halagüeños, y haciéndonos caer con la mayor facilidad en todos sus desastrosos
efectos; de donde se infiere lo importante que es el huir de las malas compañías, pues nos
llevan, sin pensarlo ni quererlo, al escándalo y hasta el crimen.

Además, hay personas que se abandonan a los placeres, que se abandonan a los deleites, con
tal ardor, con tal precipitación, que destruyen su salud, y arruinan su vida, hasta perderla en
muchas ocasiones por la destemplanza, por los vicios a que se han entregado. Esta clase de
personas pierden la cualidad más digna que les adorna, que es la de ser cristianos, pues para
satisfacer cabalmente todas sus desordenadas pasiones, faltan y quebrantan de una manera
ignominiosa todas las leyes de la Religión en que han nacido y profesan, a la vez que puede
dudarse de si son racionales, pues en la práctica de los placeres, pasan los límites que les dicta
la razón y puede dudarse también si son hombres, pues con sus malvados excesos se
deshonran y se ponen al nivel de los brutos, teniendo menos reparo que el resto de los
animales; son inferiores en alguna manera a las bestias más viles, a las cuales jamás se ve que
tomen cosa alguna más de lo necesario para su propia conservación.

Para evitar caer en la destemplanza y en los vicios tan extraños, debemos usar
moderadamente y sin pasión alguna, de los gustos que permita la religión y la sana razón nos
dicta, apartándonos de los placeres frívolos, de los placeres pasajeros que no puede traernos
dicha ni felicidad de ninguna clase, sino por el contrario, trastornos a nuestro organismo y
malestar continuo. Debemos dirigir todos nuestros actos a la gloria de Dios y no a nuestro fin;
de este modo, conservaremos los tres grandes bienes que nos quitaría la destemplanza y el
vicio, que son: la fuerza del alma, la salud del cuerpo y la libertad del espíritu.

El niño, que con los años al ser mayor se entrega a la destemplanza y a los vicios, deja enervar
su cuerpo, se hace débil, enfermizo y se queda como antes decíamos: sin alma y sin voluntad.
No sucede esto a todo aquel que, practicando la virtud de la moderación, se dedica a trabajar
ordenadamente, pues ejercitando su cuerpo, goza de salud, se encuentra ágil y contento y a la
vez disfruta de reposo el espíritu; de esta manera, marcha por el camino de la virtud y se aleja
cada vez más del vicio, practicando el bien y no haciendo daño alguno.

¡Ved pues, queridos niños, las fatales consecuencias a que nos arrastra la destemplanza!;
trabajad, haced ejercicio ordenado para que vuestro cuerpo se mantenga sano, robusto y
vigoroso. Por el contrario, ved lo que sucede a los borrachos, esos miserables seres que no son
sino la burla y el escarnio de los demás; su fisonomía se altera, pierde su color natural y se
marchita y languidece por los estragos que en su organismo ha causado el alcohol y por tanto
pierde las fuerzas, procuran alejarse toda clase de personas de él, pues despide un olor que
apesta, su entendimiento y su imaginación se embotan de tal forma, que como ya decimos se
iguala a los brutos y su salud se quebranta de tal modo, que está expuesto a diferentes clases
de enfermedades.

Toda pasión priva de conocimiento; así pues, el hombre para satisfacer el innoble vicio, se
predispone a cometer toda clase de acciones a cual más vergonzosas; además, al hombre
vicioso no le quieren, no le admiten en sociedad y si se presenta le arrojan de ella, pierde la
confianza y simpatías de sus amigos y por último, pierde lo más apreciado de que Dios le dotó,
la razón; nadie le quiere en negocios, nadie se fía de él, y si algún acto malo se realiza, siempre
es el vicioso el primero en quien recaen todo género de sospechas, pierde la libertad, puesto
que ésta está sostenida por la razón y queda reducido a la miseria, a la que le han traído sus
vicios, terminando sus días. En un hospital, en la cárcel y a veces en el patíbulo.

Huyamos de la destemplanza, de los vicios y ejercitemos nuestro cuerpo y nuestra inteligencia


con orden y moderación
CAPÍTULO XXI: LOS ANIMALES

Dios, al hacer el mundo, creó también los animales y los creó para que cada uno de ellos nos
prestase los servicios valiosísimos a que son destinados. Esta sola consideración nos ha de
bastar para tenerles el mayor respeto, sin contar las consideraciones particulares que por el
beneficio que nos reportan nos obliga a tenerles.

Sí examinamos uno por uno a todos los animales, vemos muy claro que todos nos reportan
provecho y utilidad; así, el caballo, la mula y el asno, nos sirven para montar, la carrera, la
labor y para transportar pesos, debido a la configuración de su lomo, sobre todo en la mula,
por aquellos países (y sin salir de esta misma provincia), en que las vías de comunicación son
difíciles o imposibles con carruajes; la vaca, la oveja y la cabra, por su exquisita leche, con sus
carnes, sus crías, sus pieles y en la oveja su lana, con la que se hacen ricos vestidos que nos
sirven de abrigo en la estación del invierno; el cerdo nos es útil por sus grasas y sus ricos
jamones; la gallina, el pavo, la perdiz, etc., y en general todas las aves, nos son de utilidad por
sus ricas y delicadas carnes y por la belleza de sus plumas, que en la industria se utilizan para
adornos de sombreros y las más débiles para almohadas; todos nos son pues, de utilidad, por
tanto, merecen nuestro mayor respeto.

No obstante, a pesar de las consideraciones anteriores, hay niños que se entretienen,· que les
causa placer martirizar a los animales y así de diversas formas les hacen daño, sin buscar otro
fin que el placer que les causa su martirio; estos niños deben ser castigados y corregidos con
mucha atención, pues quien maltrata a un animal, no muestra buen natural a más que el que
se acostumbra a hacer daño a los animales, se endurece de tal forma su corazón, que
infaliblemente termina en hacerlo a sus semejantes sin causarle alteración alguna.

Un niño de malos sentimientos, que desde luego revela el mal corazón, se complace en
arrancar las patas a las moscas o a los grillos, cortar los vuelos á los pájaros, sujetarlos con un
hilo a alguna de sus patitas y otras mil diabluras por el estilo; deben ser corregidos con mucha
atención por parte del maestro.

No solo se hace daño a los animales por estos medios, sino también se les daña, no dándoles la
alimentación necesaria para su manutención, no dejándoles reposar o descansar el tiempo
debido, castigándoles brutalmente, como con frecuencia se ve a muchos carreteros las más
veces sin fundamento y de otras mil formas distintas, se pone de manifiesto la ingratitud hacia
los animales.

Dios, cuando dio al hombre el imperio sobre los animales, no le concedió facultad ni derecho
alguno de hacerlos sufrir sin necesidad; así pues, cuando a los animales se les impone fatigas
superiores a sus fuerzas, cuando se les atormenta, por el solo placer de hacerles sufrir, se falta
a uno de los deberes que Dios nos impuso al concedernos la soberanía sobre ellos.

Todo pecado lleva anejo su correspondiente castigo, por consiguiente el que adquiere la mala
costumbre de maltratar a los animales, termina por recibir el castigo de Dios en una u otra
forma; unas veces su corazón se endurece y trata cruelmente a sus semejantes recibiendo el
castigo de las leyes que regulan a la sociedad; y otros, el castigo lo reciben por los mismos
animales, ya desgraciándosele, ya muriendo cuando más falta le hace debido a los malos tratos
que le dio.
Siempre se ha observado y se observa, que aquellos que tratan a los animales con crueldad,
son unos malvados, pues el que ve impasible, tranquilo e indiferente sufrir a un inocente
animal, es muy posible que también sea insensible a los males de sus semejantes.

Los niños que por su corta edad no pueden ser útiles a su prójimo, debemos inclinarlos a que
amen y protejan cuanto les sea dable a los animales; y de esta manera sin darse cuenta, se
habitúan a gozar de las delicias de hacer el bien.

Por otra parte, Dios creó á los animales para que nos sirvan de utilidad y provecho en nuestras
necesidades, y debemos ser compasivos con ellos en todos los actos de nuestra vida; así
damos a conocer nuestro buen corazón y nuestra excelente educación.
CAPÍTULO XXII: LA SATISFACCIÓN

La Satisfacción se siente cuando cumplimos fielmente todos los deberes que tenemos para con
Dios, para con nosotros mismos y para con nuestros semejantes. Este placer, únicamente
pueden experimentarlo las personas honradas y virtuosas, pues la satisfacción se produce con
los actos buenos y a más del bienestar interno que reina en el individuo, se exterioriza de tal
modo, que basta mirar a una persona que cumple con todos sus deberes, para que en ella
veamos bien claro las huellas de la satisfacción.

Todo el que cumple con exactitud cuantos deberes nos impone la moral, se hace estimable y
querido de cuantas personas sensatas y bien educadas le tratan y esta estimación y cariño le
produce una alegría interna, una tranquilidad, un bienestar que llamamos satisfacción.

Así pues, para alcanzar la felicidad relativa que cabe en esta vida, es de todo punto
indispensable que cumplamos cuanto nos manda la religión y la moral; con ello lograremos ver
satisfechas a la vez, todas nuestras aspiraciones, pues el hombre que por el cumplimiento de
sus deberes se capta las simpatías de sus conciudadanos, logra cuantos fines dignos se
propone, los empleos a que sus necesidades o vocación le inclinan o le hacen aspirar.

El cumplimiento de nuestros deberes nos aleja de la ociosidad y con ella de los vicios que
llevan al hombre vicioso irremisiblemente a la pobreza y miseria; produciéndonos este
cumplimiento la tranquilidad propia que reina en las almas puras; además, jamás se inquieta,
jamás se turba la paz de nuestro corazón, por los diversos accidentes a que están sujetos todos
aquellos que huyen de la religión y de la moral, creyendo que así hallarán la paz y la
tranquilidad, no encontrando otra cosa que intranquilidad y malestar.

Para vivir satisfecho, es preciso poner límite a nuestros deseos, pues cuanto mayor sea el
número de éstos, tanto mayor será nuestra intranquilidad y malestar, por ser más difícil
satisfacerlos que aumentar el número de ellos; así pues, debemos huir de todo aquello que no
nos sea necesario, pues la felicidad la hallaremos en no desear más de la que podamos
satisfacer. Un ejemplo nos pone la moral para limitar nuestros deseos, nos dice: cuando se
tiene poco paño hay que hacer corta la capa; con esto nos da a entender, que no debemos
desear ni aspirar más de lo que buenamente nos sea compatible con nuestras fuerzas o
posición, pues de lo contrario, viviremos en continuo disgusto.

Para gozar de una satisfacción permanente, es preciso acostumbrar a los niños desde muy
temprano, a que observen con atención y constancia todo cuanto se refiere a la moral que en
este libro se explica; además, no solo han de entender, sino que es muy conveniente que
practiquen estas mismas reglas, practicándolas padres y maestros y todas cuantas personas
tengan con ellas relación, pues en otro lugar se dice la importancia que tiene el ejemplo en la
enseñanza de los niños, y no faltando a sus mayores, padres, ancianos, respetando a sus
inferiores y siendo caritativo para los necesitados, todos aplaudirán su conducta y
experimentará en su alma ese grato placer, esa alegría interna que se llama satisfacción.
CAPÍTULO XXIII: LA MURMURACIÓN Y LA BLASFEMIA

Murmuración son las palabras de que nos servimos para ofender o molestar a nuestros
semejantes de alguna manera.

Es un vicio que causa graves daños a los niños y a los mayores, y se emplean estas palabras con
un fin poco noble, no mediando más que un paso de la murmuración a la blasfemia y calumnia.

La blasfemia, que según el texto de la Doctrina Cristiana, consiste, en proferir palabras


injuriosas a Dios, a la Virgen y a los Santos, es un pecado mortal horroroso, pues el que
pronuncia palabras ofensivas contra el Ser Supremo, contra su amantísima Madre o contra los
Santos, que son nuestros intercesores y abogados para alcanzar la gracia Divina, ese merece
ser aborrecido y despreciado de sus semejantes; y en efecto, así sucede a todo el que es
blasfemo, que termina por captarse el odio y desprecio de todos cuantos le tratan.

El blasfemo no tiene respeto a Dios, a la Virgen Santísima, ni a los Santos; está completamente
pervertido su corazón y en el momento que pronuncia tales palabras, odia a la Divinidad y
hasta a los seres que le rodean; pues como la blasfemia procede de la ira, los resultados son
funestos; y a más del horror que nos debe causar oír estas, palabras, debemos huir del
blasfemo por instinto de nuestra propia conservación, pues siendo un estado de
desesperación, nos puede causar daño a nuestro cuerpo, a más del que ya comete en nuestra
alma.

La Sagrada Escritura nos dice, que en la época de Moisés, todo aquel que blasfemaba, era
condenado a morir apedreado; reunidos los ciudadanos, debían arrojarle piedras, dando con
ello prueba del aborrecimiento que tenían al blasfemo y del horror que les producía este
crimen. En todas las épocas ha sido castigada la blasfemia, pero el castigo mayor lo recibirán
en la otra vida, todo el que tiene vicio tan innoble y comete crimen tan repugnante, pues los
castigos serán mucho más duros que en ésta, de aquí que debemos temer de tan horrendo
pecado, implorando siempre el nombre de Dios en todas las necesidades de nuestra vida, y así
nos habituaremos á no blasfemar en ningún momento.

Debemos evitar el vicio de la murmuración y hacer a los niños que lo aborrezcan desde la
primera edad, por el amor que hemos de tener a nuestro prójimo; pues sabiendo el daño que
les causamos en su persona, nuestra dignidad nos ha de impedir que molestemos a los demás,
por el deseo que nosotros tenemos de que no nos molesten y nos ofendan.

El que deja que su lengua se acostumbre a murmurar, ha contraído uno de los vicios más
perniciosos que puede tener y más difícil de curar, pues la murmuración no respeta categoría,
sexo, ni edad de persona, y lleva consigo el desprecio y aborrecimiento de todos cuantos le
tratan, como en la blasfemia.

Por otra parte, el murmurador ofende a su prójimo en lo más estimable que tiene, que es su
buen nombre, su honradez; cuando lo hace sin algún fundamento es un infame.

El murmurador tiene la presunción que todo aquello que él afea en los demás, no es propio de
su condición, engañándose miserablemente, porque suele ser el que murmura el que más
faltas comete.
Huyamos pues, queridos niños, de la murmuración y de la blasfemia, como de la serpiente
venenosa.
CAPÍTULO XXIV: LA CORTESÍA

Cortesía o buenas maneras en sociedad, es el conjunto de modales, de discreción, de


condescencia y de circunspección.

Por medio de la cortesía tenemos respeto, veneración, cariño y a la vez en todos los actos de
nuestra vida, manifestamos afabilidad. Además, la cortesía tiene por objeto influir en todas
nuestras costumbres, pues célebres pensadores nos han dicho que la costumbre es una
segunda naturaleza.

La cortesía, es un deber muy digno, y por tanto estamos obligados a no practicar más actos
que aquellos que están fundados en la bondad y en la consideración de nuestros semejantes y
debemos dejar de hacer todo lo que se opongan a su dignidad. Toda persona bien educada es
cortés, pues como por medio de la cortesía se consigue la benevolencia y el cariño de todos,
de aquí que por interés propio debemos amar la cortesía, practicándola en todas nuestras
acciones; por ejemplo: gusta la azúcar porque es dulce.

Siendo cortés, nos atraeremos el amor de todos cuantos tratamos, y por tanto, no hay cosa de
más importancia en nuestra vida, porque el que sabe atraerse la bondad de los corazones
ajenos, todas cuantas empresas y negocios comience, en todos superarán los resultados
satisfactorios, pues por todas partes que marche encontrará protectores y amigos, decididos a
favorecerle y ayudarle en todo cuanto puedan

Hay, sin embargo, quien cree que es muy difícil el atraerse la buena voluntad de sus
semejantes, y esto es un error, pues no es tan difícil como se supone; desde luego la cortesía
es el primer elemento, el medio más propio y más importante de todos para conseguirlo, pues
poniendo nuestro espíritu dulce y atractivo, nos quita la ocasión de molestar y ofender a
cuantos nos rodean, haciéndonos acomodar a su honor y circunstancias tanto cuanto lo
permita nuestra obligación. La complacencia, las consideraciones y las atenciones que nos
enseña a tener con todos cuantos comunicamos y tratamos, nos atrae, nos concilia su
benevolencia.

La cortesía, es la madre, digámoslo así, de ciertas formas que varían según el tiempo y los
diferentes países; formas que tratan muy detalladamente libros hechos a este objeto.

Si descuidáramos en general estas formas, pasaríamos por gentes mal educadas, daríamos una
idea fea, poco noble de nuestra educación, y nos expondríamos a que juzgasen mal y a
incomodar a todos cuantos tratáramos; así es que desde la niñez, debemos corregir todas
cuantas faltas se noten en nuestras formas.

A más de corregir las faltas que tengan los niños, hemos de hacer presente que no olviden
nada de cuanto bueno aprendieron de sus padres en la primera edad, así les recordaremos el
pecado en que incurren blasfemando, faltando al orden y compostura cuando se encuentra en
alguna reunión, haciendo gestos o moviendo su cabeza, brazos, piernas, etc. , sin necesidad ni
oportunidad, a no saltar ni correr precipitadamente; a no reír a carcajadas estrepitosas que
con ellas moleste a todos cuantos le rodean.

También evitaremos en los niños que ejerciten su actividad y habilidad en juegos de manos,
pues ya sabemos que los juegos de manos son juegos de villanos, y opuestos en todo a la
buena educación y cortesía, y esto nos manda que evitemos todo aquello que puede servir de
molestia a nuestro prójimo.

Es preciso que desde la niñez nos acostumbremos a imitar a todas las personas bien educadas,
tomando ejemplo de ellas y no olvidando jamás las reglas de urbanidad y cortesía que nos
llevarán a nuestro bienestar.

Consiste la cortesía, en manifestar sentimientos de benevolencia, deferencia y de indulgencia.


Cuando efectivamente existen en nuestro corazón estos sentimientos, se manifiestan sin gran
esfuerzo, y seremos considerados como personas de buena educación y cortesía, pero si no los
tenemos y queremos aparentarlos, nos considerarán como hipócritas.

La verdadera cortesía va adornada de estas tres virtudes: humanidad, benevolencia e


indulgencia.

Por la humanidad nos alegramos del bien de nuestro semejante.

Por la benevolencia trataremos bien a nuestro prójimo.

Y por la indulgencia perdonaremos el daño que nos hagan los demás.

Por último, es cortés toda persona que en sus palabras, gestos, y ademanes, demuestra
respeto, atención, deferencia, cariño y afabilidad hacia la persona con quien habla o a quien
trata, o bien ve en el teatro, en la calle en paseo o en cualquier sitio.

Por el contrario, no tiene cortesía toda aquella persona que no guarde respeto y distinción a
sus mayores, que no es modesto con sus iguales y que no es agradable con sus inferiores.

Practicar, queridos niños, la cortesía, pues ella sola nos proporciona una relativa tranquilidad y
bienestar.

«El niño afable y cortés


De todos amado es».
CAPÍTULO XXV: LA CONSTANCIA

En otro lugar de este libro ya decimos que Dios ha criado al hombre para que trabaje y pueda
con su trabajo ser útil a sí mismo y a sus semejantes, pero es indispensable que para sacar
todo el fruto que nos proponemos, que este trabajo sea continuado; es decir, que hay que
tener constancia.

Cuando alguna vez hayamos comenzado alguna empresa, algún negocio o alguna clase de
estudios, es preciso que los continuemos hasta el fin, sin que por ninguna consideración nos
dejemos deslumbrar con el resplandor, nos dejemos llevar del acicate de alguna otra cosa.
Brillante que se nos presente a nuestros ojos o a nuestra inteligencia para detenernos; pues si
somos mudables, si no seguimos con constancia el oficio, carrera o profesión que de antemano
hemos elegido, no veremos satisfechas nuestras aspiraciones y no llegaremos a finalizar
nuestro pensamiento con fruto, y por tanto, la obra comenzada no se terminará y el tiempo
empleado será perdido; pues quien comienza muchas cosas, no termina ninguna
satisfactoriamente; así nos lo demuestra la moral, con el siguiente ejemplo: Hoy tejedor,
mañana herrero y pasado mañana pordiosero.

Además, el ruin pecado de la envidia, hace que, dominado por él alguno de los que nos
rodean, viéndonos a punto de conseguir algún fin que perseguimos o algún empleo
determinado que él mismo quisiera ocupar, trata de hacernos abandonar la empresa
disponiendo que se nos comuniquen noticias falsas para disgustarnos con ellas, o
proponiéndonos, por mediación de alguno que consideren nuestro amigo, el tratar de otra
ocupación más noble o más considerable.

De estas maquinaciones no debemos de hacer caso y seguiremos siempre el camino que ya de


antemano nos hayamos trazado, seguro de que el resultado será satisfactorio, teniendo
siempre presente que un cargo seguro, aunque mediano, es mucho más importante que otro
muy elevado, pero incierto; por tanto, debemos ser constantes en todas cuantas empresas
comencemos. No debemos abarcar más cosas que las que buenamente podamos realizar, pues
otro ejemplo de moralidad nos dice: El que quiere cazar dos pájaros a un tiempo, no coge el
uno y deja que el otro se escape.

Hay personas en nuestra sociedad, que obran con tanta ligereza, que ellas mismas ponen
obstáculos a su felicidad y a su fortuna; son tan inconstantes en sus proyectos, tan
inconstantes en sus empresas, que no han abrazado una profesión, un partido o un asunto,
cuando piensan en tomar otro, ya sabemos que nada se logra en el mundo por una conducta
tan poco estable. Además, con tanta mudanza, ni se halla más satisfecho ni más avanzado que
el primer día, por cuya razón es preciso, es indispensable ser constante y cuando se ha tomado
un género de vida se debe permanecer en él y trabajar en hacerse perfecto y dichoso. Esto, no
obstante, cuando se hubiese escogido mal se puede mudar de estado, profesión y empleo;
pero toda persona que es prudente, jamás hace estas mudanzas sin considerar las
consecuencias que puede tener la novedad, ni sin estar muy seguro, no sólo de que no se
puede perder cosa alguna en el cambio, sino de que se va a ganar en él.

La moral nos dice: nunca te excedas de tus medios, y cuando principies una cosa no la
abandones.

Muchos ejemplos podríamos poner para demostrar la fuerza de la constancia y el triunfo que
obtiene en todas sus obras el que es constante en ellas; ved pues, queridos niños, lo que hace
una gota de agua que constantemente cae en una piedra, pues por muy dura que ésta sea,
termina por agujerearla; ved pues, lo que sucede con el cordel que roza constantemente en el
brocal del pozo al sacar el agua con el pozal, pues termina por hacerle una hendidura
profunda; lo mismo sucede con el estudio, queridos niños, pues por escasa que sea la
inteligencia, triunfa en todos los individuos que con decisión se entregan a él, pues la
constancia en todas las ocasiones suple al talento.

«El modo más eficaz


Para estudiar toda ciencia,
Nos enseña la experiencia,
Que es la constancia tenaz.»
CAPÍTULO XXVI: GRATITUD AL SER SUPREMO

La Gratitud al Ser Supremo es propia de corazones nobles y generosos, y si tenemos deberes


de gratitud para todas aquellas personas que de alguna manera nos han favorecido, para nadie
debe ser mayor nuestra gratitud que para el Ser Supremo, a nadie debemos mayor número de
favores que a Dios.

En efecto, Dios nos ha dado la vida, nos la conserva con la salud, nos da su gracia, nos ama
tanto, su misericordia está siempre dispuesta a perdonar nuestras faltas, a perdonar nuestros
pecados, siempre que nuestro arrepentimiento sea sincero. A nadie más que a Dios debemos
tantos beneficios como continuamente recibimos y tantos otros como antes hemos recibido;
es el que más nos ama y del primero que recibimos pruebas fehacientes de un amor verdad; es
el Bien Sumo, y por tanto encierra todas las perfecciones. Con su divina bondad, Dios ha hecho
de la nada todo cuanto existe en el mundo, y lo mismo que lo ha hecho, puede destruirlo en
un momento. La Sagrada Escritura nos da cuenta de los innumerables castigos que en distintas
épocas Dios ha dado a la humanidad cuando por faltar a sus preceptos se han hecho
acreedores los hombres a tales castigos.

Para satisfacción del hombre, Dios conserva el mundo, las plantas, la luz, los animales; le ha
concedido la razón para que pueda obrar conforme a sus mandamientos, y por tanto alcanzar
la bienaventuranza eterna.

Es infinitamente justo, sabio, poderoso, criador de todo cuanto existe, remunerador, debemos
imitarle por ser nuestro modelo, e imitándole adquirimos las virtudes de su ciencia infinita.
Siendo como somos deudores a Dios del alimento, del albergue y de la vida, debemos amarle y
venerarle como a nuestro padre, como al Criador de todo cuanto existe, debemos obedecerle
como el buen hijo a su padre y además como al Todopoderoso, de quien recibimos tantos
beneficios continuamente. Tiempo hubo en que nada existía, todo eran tinieblas; con una sola
palabra de Dios fue hecho el mundo, pues con otra palabra volvería todo a la nada.

Nuestra vida, que tanto amamos, está en su mano y por tanto puede despojarnos de ella
cuando tenga por conveniente.

Dios se halla en todas partes, todo lo sabe, todo le ve, todo lo oye, por tanto, es un insensato
el que crea que puede hacer algo sin que Dios lo sepa; es imposible hacer nada sin que Dios no
tenga conocimiento, no podemos tener ni un solo pensamiento que Él ignore.

Es preciso que en todos nuestros actos y pensamientos, tengamos presente que Dios nos ve,
que Dios nos oye y nos observa, para conducirnos de manera que no incurramos en su
desagrado, ni nos hagamos dignos de su justo castigo; para esto es necesario que cumplamos
en todo sus mandamientos.

Si Dios nos ha proporcionado y nos proporciona tantas comodidades y tanto bienestar,


seríamos unos ingratos si no le amásemos, si no le glorificáramos en todos los actos de nuestra
corta existencia y si no bendijéramos su santo nombre en todas nuestras adversidades, como
el santo Job lo hizo.

Además, no solo nos contentaremos con amarle y bendecirle interiormente, sino que este
amor y esta veneración ha de verse al exterior por medio de demostraciones en el rostro y en
la actitud de adorarle y rogarle; obrando de este modo, el ejemplo inducirá a que otros lo
imiten y contribuirá a que el reino de Dios se difunda y a que su santo nombre sea glorificado
eternamente.

Ved pues, queridos niños, por cuántos motivos estamos obligados a amar y adorará Dios.
CAPÍTULO XXVII: LA MENTIRA

La Mentira, según el texto de la Doctrina Cristiana, es decir lo contrario de lo que uno siente;
es un vicio funesto muy común en los niños, y por lo mismo que es tan grave, hay que hacerle
desaparecer. Esto se conseguirá haciendo ver a los niños las consecuencias fatales y el fin
tristísimo que tienen los mentirosos o sea aquellos que siempre faltan a la verdad en sus
palabras.

Por otra parte, el mentir es mal que siempre va acompañado de daño, siempre lleva el castigo
merecido, pues si todos mintiésemos ¿cómo marcharía el mundo? Con la mentira no se hace
nada más que aumentar un mal a otro mal, un pecado a otro pecado, un vicio a otro vicio: el
que miente no hace, por consiguiente, nada más que aumentar en perversidad.

En cambio, el que se acostumbra a decir verdad desde sus primeros años, nada le cuesta el
manifestarla, aún en aquellos trances más apurados y comprometidos de su vida, pues si
diciendo la verdad sabe que tiene que sufrir un castigo, gustoso lo hace, porque este castigo le
servirá en lo sucesivo de regla para evitar cometer una acción que no puede confesar.

Además, el hombre que miente es odiado, es aborrecido por todos cuantos le conocen; nadie
quiere trato con él y a todos cansa y fastidia con sus mentiras, nadie da crédito a sus palabras,
pues la siguiente máxima nos da idea del valor que éstas tienen en el e1nbustero: «en boca del
mentiroso, lo cierto se hace dudoso.»

El niño que mira a sus compañeros como hermanos, jamás les engaña, jamás les dice mentira,
porque sabe que la mentira no trae beneficio alguno, pues el verdadero bien está en las
buenas acciones y en decir la verdad en todas las ocasiones de la vida, y la felicidad se
encuentra como recompensa a la virtud y a la veracidad.

Cuando se acostumbra un niño a mentir, termina por ser un desgraciado, pues Dios nos ha
dado la lengua para que la empleemos en decir siempre la verdad, en ninguna ocasión la
mentira, pues la mentira es un feísimo delito.

Acostumbraos, queridos niños, desde muy temprano, a desterrar la mentira de vuestros labios
en todos los momentos de la vida, y siguiendo esta conducta seréis respetados, amados y
queridos de vuestros compañeros y de cuantas personas tengáis alguna relación.
CAPÍTULO XXVIII: LA AFECTACIÓN

La Afectación es un deseo inmoderado de aparecer bien a los ojos de los demás; es un vicio
muy pernicioso que tienen algunos niños y conviene evitarlo por todos cuantos medios estén a
nuestro alcance.

Los modos afectados se hallan tan lejos de hacer brillar el lustre de la hermosura, que
disminuyen su esplendor, dando a las personas mejor dispuestas un aire forzado que es
siempre desapacible y que lleva consigo la antipatía y el menosprecio de cuantos le tratan y
conocen.

¿De qué sirve fatigarse tanto por agradar y aparecer bien ante los ojos de cuantos nos rodean?
Pues las gracias, la belleza, las buenas cualidades, no son como las flores, no son como las
plantas que nacen donde la voluntad quiere; la naturaleza o Dios es quien las da y no pueden
obtenerse, bien a pesar del individuo que las afecta.

Como los ojos del entendimiento son más útiles, más perspicaces y más delicados que los del
cuerpo, la menor apariencia de afectación las hiere, y nada les agrada tanto como lo que
parece sincero, fácil, natural, sin artificio alguno, siendo preciso y necesario a cada individuo
seguir su genio y no apartarse jamás de él; porque este es el placer más grato que puede
encontrar en el trato y relación de las personas bien educadas.

De muy distinta forma son las cualidades que adornan a cada individuo; pues unos tienen la
solidez del juicio, otros lo brillante del entendimiento, hay algunos que son amados por la
dulzura de sus costumbres y otros que gustan por su viveza y por su alegría; y si estos
individuos que tienen tan hermosas cualidades afectan otros que creyesen convenirles mejor,
se harían de alguna manera ridículos; por tanto, es de conveniencia a la vez que de necesidad,
que cada uno conserve el carácter y condición que le es propio y natural, persuadido que
dejará de agradar desde el momento que le abandonase para revestirse de otro.

Lo expuesto anteriormente, no quiere decir que si hubiese algunos defectos en la capacidad o


en lo físico ósea el cuerpo, no puede ocultarse y corregirse, si es factible por lo menos lo del
entendimiento, pero no deben buscarse jamás modos de parecer bien que no dio Dios ni la
naturaleza, porque hay que tener por cierto y seguro que una persona es tanto menos amable
cuanto procura con mayor cuidado el parecerlo, sucediendo lo mismo hasta a las virtudes a
quienes la afectación quita todos sus atractivos y todo su mérito.

La afectación nos engendra la enemistad de cuantos nos rodean; hay quien afecta por ser de
ilustre cuna o por su belleza, sin tener en cuenta que esto lo debe a la casualidad; otros
afectan por estar dotados de una inteligencia privilegiada, tampoco tienen éstos en cuenta que
esto es un don de Dios.

El verdadero mérito consiste en ser modesto; por tanto, queridos niños, no hagáis alarde de
vuestro saber, de vuestra cuna, ni de vuestras cualidades físicas; tened consideraciones con
los demás para que éstos estén satisfechos de vosotros.
CAPÍTULO XXIX: LA GRATITUD A NUESTRO PADRES

El nombre de padre es el más dulce que se conoce y lo mismo el de madre; por eso un gran
escritor, D. Severo Catalina, nos dice: dichoso aquel que puede pronunciar las hermosas
palabras de padre y madre, es tan grandioso, que el mismo Dios ha querido que nuestra
primera oración comenzase con la palabra: Padre nuestro.

Si en general debemos correspondernos bien con todas aquellas personas de quienes hemos
recibido algún favor o algún beneficio, ¿a quién debemos por tanto mayor gratitud después de
Dios que a nuestros padres? Ellos, mediante el favor divino, como ya en otro lugar decimos,
nos dieron la vida, nos la conservaron cuando éramos pequeñitos; pues cuántos malos ratos,
cuántos disgustos, cuántos sinsabores y cuántos sacrificios se imponen los padres por el
bienestar y tranquilidad de sus hijos.

No solamente nos dan los padres la salud del cuerpo, sino la salud del alma, la educación, pues
sacrifican su persona y sus intereses por educarnos, por instruirnos, porque seamos útiles a
nuestra patria y a nosotros mismos por medio del oficio o carrera que con sus desvelos
procuran proporcionarnos. Los padres son los mejores amigos que en este mundo podemos
tener; en nuestros primeros años no nos pierden de vista ni un instante, nos colman de toda
clase de beneficios, nos dan los mejores consejos para que podamos triunfar de todos los
obstáculos que en la vida se nos presenten y nos dejan cuanto poseen después de su muerte.

En los primeros meses de nuestra existencia, no sabemos andar, ni hablar, ni entender nada de
cuanto nos rodea; ved pues, con cuánto cariño, con cuánta dulzura y con cuánta paciencia la
madre enseña a su hijo todas estas cosas para él desconocidas. La alegría y tristeza del niño las
experimenta la madre con igual intensidad y nadie mejor que los padres cuidan a su hijo
cuando éste se encuentra enfermo.

Para ser buen ciudadano es preciso antes ser buen hijo; pues un buen hijo será un buen padre,
buen hermano y buen ciudadano.

La moral nos dice: según te hayas portado con tus padres, así se portarán contigo tus hijos; de
donde nace la siguiente máxima: lo que con tu padre hicieres, de tus hijos solo esperes; y esta
otra: hijo eres, padre serás, lo que hagas eso hallarás. La satisfacción mayor y más grata que
pueden experimentar los padres, es la buena conducta de sus hijos que aprovechan sus
consejos y los desvelos que por ellos se imponen, que se atraen el cariño y la admiración de
sus conciudadanos por sus bellas cualidades, que les atienden y socorren en sus necesidades y
que jamás faltan al respeto debido de aquellos que le dieron el ser.

Por el contrario, será desgraciado todo el hijo que desoiga los consejos buenos y mandatos de
sus padres, el que les falte de palabra u obra, el que descuide proveer a sus necesidades, el
que los abandone en la edad que más lo necesitan, y en general todo aquel que falte a sus
deberes de buen hijo.

Los deberes que tenemos para con los padres, son más que máxima, un precepto inviolable
que en todos los tiempos ha sido observado por las naciones más bárbaras igualmente que por
los pueblos mejor gobernados y más civilizados; de donde resulta que es una ley que se halla
grabada en todos los corazones y por tanto, no puede dejar de ser natural.
Dios amenaza con los más severos castigos a todos aquellos hijos que falten a los deberes para
con sus padres y se atraerán sobre sí los funestos efectos de su ira, pasarán por hijos ingratos o
mejor dicho por gente inhumana, indigna, por tanto, de vivir en sociedad; para evitar estos
efectos es preciso tener el amor, sumisión y reconocimiento que nos inspira la naturaleza.

El que cumple todas las obligaciones que tiene para con sus padres, hallará la recompensa que
Dios ofreció al hombre cuando en el monte Sinaí dijo: Honra a tu padre y a tu madre y vivirás
largo tiempo en la tierra prometida. Es uno de los mandamientos de la ley de Dios y debemos
poner todos cuantos medios estén a nuestro alcance para cumplirlo fielmente.

Préciate de respetar,
Servir y honrar a tu padre
Y juntamente a tu madre
Obedecer y ayudar.
Pues no podemos negar
Que nos dieron ellos dos,
Mediante el favor de Dios,
Más que podemos pagar.
CAPÍTULO XXX: LA SINCERIDAD

La Sinceridad es una virtud tan importante, que es preciso que la amen los niños desde la
primera edad, poniendo en práctica todos cuantos medios tiene el maestro para ello, así como
también hay que hacer ver al niño lo pernicioso que es faltar a la verdad o manifestar con
actos lo contrario a lo que se siente.

No solamente es de importancia la sinceridad para el niño, sino también para el hombre, hasta
el punto que exceptuando aquellas personas pervertidas en falsas máximas, no puede
conocerse sin amarse, pues la sinceridad agrada a toda clase de personas y por tanto el
hombre sincero no se sirve jamás de disfraz ni de embustes para llegar a sus fines.

El hombre sincero jamás deja asomar a sus labios la mentira; siempre verdadero en sus
palabras, no puede sufrir los términos ambiguos y equívocos de que se usan en el mundo por
la mayoría de las personas para sorprender a los que obran con franqueza y buena fe.

Además, todo aquel que ama la sinceridad, nunca promete más de lo que quiere cumplir y
guarda religiosamente su palabra cuando una vez la ha dado o la ha empeñado por cualquier
circunstancia. Cuando supone o reconoce que esperan de él más de lo que puede conceder,
explica su intención para no entretener a alguno con vanas esperanzas y en ninguna ocasión
falta a la verdad.

El que es sincero, no dice en todas las ocasiones las verdades que sabe, ni descubre todo
cuanto piensa, porque ordinariamente la caridad y la prudencia lo prohíben, pero cuando le
permiten hablar, declara con franqueza su pensamiento y sus amigos saben de él lo que les
importa sobre la verdad que les ocultan. Por otra parte, su virtud resplandece con tanto mayor
esplendor, cuanto trabaja menos en darla a conocer, y como es enemigo en toda afectación,
su modo agrada infinitamente porque es simple y natural.

A pesar de ser tan franco el hombre sincero, no por eso se deja engañar, pues toma sus justas
precauciones para evitar las redes que le tienden, pero siempre con el respeto necesario y sin
manifestar sospecha de ningún género. Su sencillez y candor admirable, acompañado de
mucha prudencia, le gana los corazones de todos y procura siempre tener relación con
hombres de su mismo carácter.

La sinceridad es la base fundamental para atraerse la amistad y confianza de cuantas personas


tratemos, con tal que esta virtud se halle acompañada de prudencia y discreción. No es muy
común hallar la sinceridad en toda clase de personas, no obstante las hay que la poseen, a las
cuales es difícil conocerlas sin profesarles, no diré solo afecto sino una especie de veneración.

La afectación y el disimulo, que tienen más de artificioso y de engaño, que de prudencia y


discreción, son tan perjudiciales al hombre que quiere establecer su reputación y adelantarse
en sociedad, como la sinceridad le es ventajosa. ¿Cómo marcharía el mundo si pensáramos
una cosa y dijéramos otra enteramente contraria? No había en este caso medio de
entendernos, ni de fiarse de nadie. De aquí, pues, la importancia y necesidad de esta preciosa
virtud.

Sed sinceros, queridos niños, en todas vuestras palabras y acciones, que la sinceridad os traerá
beneficios inmensos y una tranquilidad y bienestar grande.
CAPÍTULO XXXI: EL HONOR

El Honor es tan necesario en la vida, que bien se puede decir que sin él no hay sociedad digna y
por tanto no existe el decoro y la seriedad en el decir y en el hacer que le son indispensables a
toda persona.

Mejor sería para un hombre, sobre todo si este hombre es de alguna distinción, perder la vida
que el honor por cualquier acción afrentosa o criminal, pues cuanto más ilustre fuere su
nacimiento, tanto más culpable es, si degenera de la virtud de sus antepasados.

Las grandes riquezas, las dignidades y el alto nacimiento que alcanza el mérito de las personas
constituidas por esto en estimación, no sirven sino es para aumentar la confusión y la
vergüenza de los que han perdido e l honor por sus desórdenes. Creen algunas personas que
se tienen por bien educadas que es posible el honor a la vez que siguen una vida licenciosa y
poco cristiana.

¡Desgraciados los que así piensan! Entienden éstos que el honor es un don heredado y que la
gloria de sus antepasados resplandecerá en ellos mientras los deshonran de algún modo con
sus vicios; se equivocan los que así piensan, pues la verdad era grandeza y nobleza es la del
alma y si son preferidos en sociedad las personas de honor a las que no lo tienen, es porque en
los primeros se manifiestan cualidades dignas de hombre honrado, moral y virtuoso, mientras
que los segundos son inmorales, poco cristianos y por tanto nada de virtuosos .

El honor se manifiesta por la rectitud en todos los actos, el buen cumplimiento de nuestros
deberes, tanto para con Dios como para con nuestros padres, y en general para todos nuestros
semejantes; la generosidad, la fidelidad a las leyes del Estado y todo lo que sea respetar el
derecho de nuestros prójimos como deseamos se nos respete el nuestro.

Por esta exactitud en el cumplimiento de sus deberes, por estas virtudes y su práctica no
solamente se adquiere el honor, sino que puede sobreponerse ventajosamente al honor de
nuestro origen o sea aventajar a la gloria de nuestros predecesores. No obstante hay que tener
presente que una sola acción mala en el curso de nuestra vida, basta para destruir toda la
buena reputación y todo el honor que se ha adquirido en muchos años; así pues, hay que tener
gran cuidado no faltar a ninguno de nuestros deberes, considerando como una gran desgracia
perder un bien tan precioso solo por abandonarse a los desordenados movimientos de alguna
violenta y desastrosa pasión.

Si desde la niñez se atendiese a ver cuán ventajosa es la reputación y el honor, seríamos sin
duda alguna, más considerados y más prudentes, teniendo en cuenta que por este camino se
atrae más fácilmente la estimación y el cariño de todas las personas virtuosas y de valer; es un
poderoso medio de ganarse las amistades y de ser favorablemente acogido por todo el mundo.

Por el contrario, una persona que para nada tiene en cuenta sus deberes, que es desatenta y
conocida por tal, es aborrecida y menospreciada, huyendo de ella cuantos la tratan, sin querer
su comunicación; por su conducta no tiene que esperar favor de alguien, pues se ha hecho
acreedor a que nadie le estime y a que nadie se fíe de él. Por tanto no esperen gracia ni favor
alguno las personas sin honor.
Si poseen grandes riquezas, es posible que algunos miserables, esclavos del interés se arrimen
a ellos pero jamás lograrán amigo verdadero y se verán desterrados para siempre de la
compañía de los hombres de bien.

Así pues, queridos niños, meditad bien las consecuencias y al extremo que llega la persona que
no tiene honor, y cumplir con todos vuestros deberes fielmente, para que seáis queridos y
elogiados por todo el mundo.
CAPÍTULO XXXII: LA HIGIENE

La Higiene es el arte de conservar la salud, o lo que es igual, un conjunto de reglas para


sostener la salud y preservarla de todas las enfermedades, estudiando al mismo tiempo los
medios más a propósito para el robustecimiento del cuerpo.

En todas las edades de la persona, es de suma importancia la higiene, pero en ninguna tan
necesaria como en la niñez, puesto que enseña los medios para evitar las enfermedades, y
estando los niños tan expuestos a contraerlas por la debilidad que tiene todo su organismo, de
aquí resulta su importancia y necesidad.

Además, como nos enseña a conservar y vigorizar la salud, resulta, como dice un gran
Pedagogo, que es la «unidad que da valor a todos los ceros». Si deseamos gozar de una salud
perfecta, es preciso que desde niños nos acostumbremos al aseo y limpieza de nuestra
persona, de modo que todo niño al levantarse se preparará para asistir a la escuela, lavándose
las manos, cara y cabeza, la que peinará, y seguidamente limpiará su traje para comparecer
ante el señor maestro y sus compañeros los demás discípulos, bien aseado, no solo por ser
bien visto, sino porque la limpieza es la base de la dignidad y ejerce una influencia grande en la
salud del niño y además se atrae el niño curioso la simpatía y el aprecio de cuantas personas le
tratan y conocen.

La higiene nos manda hacer ejercicio, y siempre que nos sea posible, es preferible que el
ejercicio se haga en el campo y particularmente en los montes, que es donde está más pura y
sana la atmósfera; acostumbrándonos desde niños a ejercitar nuestro cuerpo en el campo, se
le toma afición al admirable espectáculo de la naturaleza, al brillo del día y a todos los
fenómenos de la naturaleza creada por Dios para bien de la humanidad, contribuyendo esto
grandemente para que amemos al Ser Supremo.

La higiene, es la fuente y base fundamental de la prosperidad de toda persona, puesto que sin
salud ¿para qué nos sirve la vida?, solo para sufrir y padecer; no gozando de salud no podemos
trabajar, y no trabajando no sé adquiere lo necesario para atender a las necesidades del
cuerpo, y no atendiendo el cuerpo pronto, se resiente el alma, puesto que hay una relación
íntima entre el alma y el cuerpo.

El niño que es curioso y aseado, a todos agrada y todos quieren estar a su lado: por el
contrario, el que es sucio, el que se presenta desaliñado, inspira repugnancia, y todos huyen de
él rehusando de su trato cuanto pueden.

Nuestro cuerpo está cubierto de la piel en la cual existen poros, verificándose por éstos las
funciones de absorción y exhalación; si no tenemos limpia la piel, dichos poros se obstruyen, y
por tanto no pueden salir al exterior ciertos humores que se forman en nuestro organismo, y al
no salir, perjudicarían grandemente nuestra salud formándose erupciones en el cuerpo y en la
cabeza, grietas en las manos, etcétera, y estas pequeñas manifestaciones degeneran en
enfermedades contagiosas y graves, pues así como las grandes desgracias tienen su origen en
los pequeños descuidos, asimismo también las enfermedades graves y peligrosas tienen su
origen en los descuidos de la higiene.

No solamente consiste la higiene en el aseo y limpieza de las manos, cara, cabeza, pies y todo
nuestro cuerpo, sino que es preciso también que los vestidos exteriores estén limpios y
decentes, y más todavía los interiores o sean aquellos que tocan a la piel; éstos es preciso que
nos mudemos de ellos, por lo menos una vez cada semana y si fuese necesario por causa de
enfermedad, con más frecuencia aún.

Los vestidos que se usen en la niñez han de ser desahogados para que los movimientos, que
tan necesarios son en esta edad, sean fáciles, y sobre todo ha de procurarse por todos los
medios que no lleven manchas ni roturas, evitando no tirarse ni arrastrarse por el suelo como
lo hacen los niños sucios que se rasgan sus prendas y causan el desprecio de todos.

Además, hemos de tener gran cuidado en la cantidad y calidad de alimentos y bebidas que
ingerimos en nuestro cuerpo, pues en esto guiaremos nuestros apetitos con moderación,
evitando la destemplanza en todas las ocasiones, pues el glotón y el que es desarreglado en las
bebidas, como el borracho, se iguala a las bestias; así pues, no debemos tomar más alimento
que lo estrictamente necesario, teniendo en cuenta que no debemos vivir para comer, sino
comer lo indispensable y necesario para vivir.

Dios, al formar al hombre, lo hizo con toda perfección; así pues, nuestro cuerpo es la obra más
bella que ha creado el Ser Supremo. Seríamos unos insensatos si no guardando los preceptos
de higiene, nos atreviéramos hacerla despreciable o a mancharla con impurezas de nuestros
propios vicios; esto debe causarnos vergüenza y horror.

Por último, el célebre pensador Benjamín Franklin, al hablarnos dela economía, nos dice:
«Cuando se ha secado el pozo es cuando se conoce el valor del agua», lo propio ocurre con el
dinero; lo mismo diremos nosotros de la higiene; cuando se ha perdido la salud, es cuando se
reconoce el valor de ella, y por tanto de la higiene.

Así pues, queridos niños, tened siempre presente los preceptos de la higiene en todos los actos
de vuestra vida, pues con ello viviréis sanos y robustos y ganaréis el aprecio y estimación de
cuantas personas os traten.
CAPÍTULO XXXIII: LA VOLUNTAD

La Voluntad es una facultad del alma que en virtud de nuestro pensamiento y de las afecciones
agradables que experimentamos, nos resolvemos a obrar, como igualmente huimos de los
objetos que nos causan pena o dolor.

Todas las personas tenemos la facultad de hacer o no hacer alguna cosa; todos podemos elegir
un objeto entre varios que se nos presenten, por tanto todos estamos dotados de voluntad y al
tener voluntad somos libres. Consiste la libertad en la facultad de resolverse la persona en
favor de los actos justos y virtuosos, aun cuando estos actos sean contrarios a las inclinaciones
de nuestro cuerpo.

La física nos dice que el humo se eleva porque es más ligero que el aire de nuestra atmósfera;
que un pedazo de plomo cae porque su peso le atrae hacia abajo, pero cuando nosotros nos
preparamos a practicar un acto cualquiera, sentimos que consiste en nosotros mismos en
hacerlo o no hacerlo, pensamos si es bueno o es malo, si es conveniente o no, dudamos y por
fin nos decidimos.

La voluntad nos incita a portarnos con nuestros semejantes del mismo modo que deseamos
que nuestros semejantes se porten con nosotros; la voluntad no la vemos ni la tocamos, pero
existe en toda clase de persona.

Nuestra voluntad goza de entera libertad, es decir que de nuestra voluntad depende el hacer o
no hacer el bien, ejecutar algún acto malo o abstenerse de ello; por tanto nuestras acciones
son dignas de premio o de castigo. Estos premios y castigos los recibimos constantemente en
esta vida, pero donde hemos de temer más, es en la otra, pues el que obre en todos sus actos
con virtud, será premiado por el Ser Supremo y gozará de la gloria eterna, mientras que el que
ejecute actos malos, será castigado e irá al fuego eterno. La voluntad nos hace llegar más allá
de donde creíamos poder por nuestras fuerzas, pues por medio de una voluntad fuerte y
constante llegamos hasta la celebridad; todo se consigue por tanto cuando hay voluntad;
querer es poder, cuando se quiere con energía, nos dice un refrán y es una gran verdad .

Cuando trabajamos por conseguir un fin, encontramos mil embarazos, mil obstáculos en
nuestro camino y estos obstáculos aumentan cuanto más importante es aquello que se
persigue; pues la maldita envidia, hace que otros se opongan a nuestra elevación y se
apresuren a conseguir lo que nosotros anhelamos; los que nos preceden quieren embarazar
nuestros progresos y los que nos siguen se esfuerzan para detenernos en el camino y procuran
pasarnos delante; tantos enemigos no se vencen sino con una voluntad decidida, con una
voluntad fuerte y enérgica.

Por el contrario, el que se desanima, el que deja que decaiga su voluntad por el menor
embarazo, por el menor obstáculo, no llega nunca donde se propone, y por tanto no verá
jamás coronados por el éxito sus esfuerzos, ni satisfechas sus aspiraciones.

Cuando podamos hacer algún favor o beneficio, lo haremos siempre con buena voluntad, pues
si el que lo recibe nota que en nosotros existe una voluntad débil o indiferente, nuestro
servicio queda poco agradecido.

¿Y cómo perfeccionaremos nuestra voluntad? Nuestra voluntad se perfecciona sujetando


nuestros sentidos, acostumbrándonos a hacer el bien constantemente, que es lo que da por
resultado la virtud, a no estar jamás ocioso, pues ya en otro capítulo decimos que la ociosidad
es la madre de los vicios, y que por el contrario el hombre laborioso se sentará entre los
primeros de la nación; evitando además las malas compañías, pues ya sabemos que nos
inclinamos a obrar según obran las personas que nos rodean, siendo nuestra conducta la de
aquellas que con frecuencia nos tratan; y por último, leyendo libros como el presente de moral
e imitando en todo a las personas virtuosas .
CAPÍTULO XXXIV: LA JUSTICIA

La Justicia es una virtud que tiene por objeto dar a conocer a cada uno su derecho.

Una de las cualidades más excelentes que puede tener cualquier persona es la de ser justa,
pues la justicia encierra en sí misma todas las virtudes que nos son indispensables para el buen
cumplimiento de nuestras obligaciones.

La justicia nos conduce directamente al mérito, y éste nos sirve de base para crearnos la
verdadera fortuna y, por tanto, para que podamos vivir con honra, gozar de reposo en la tierra
y adquirirnos una gloria inmortal en el cielo; pues un hombre de reconocida justicia se hace
estimable y querido de todas las personas sabias y discretas, abriéndole el camino su
apreciable y recta conducta a los primeros empleos de esta vida y ganándose principalmente
los premios que Dios concede al que es justo.

Por otra parte, el que ama a la justicia y es fiel cumplidor de sus preceptos, está exento de
toda clase de ambición desreglada, goza, por tanto, de una tranquilidad feliz que solo reina en
aquellas personas que tienen la conciencia tranquila, y la paz de su corazón jamás se turba por
los diversos accidentes a que están sujetos aquellos hombres egoístas y ambiciosos.

El hombre justo se conforma siempre con las sabias disposiciones del Supremo Hacedor y con
los dictados de su recta conciencia; por tanto, en las adversidades de esta vida se halla
tranquilo y encuentra consuelo en lo que establece la propia justicia y nada es capaz de
quitarle esta tranquilidad de espíritu y por tanto nada puede hacerle desgraciado.

El Derecho Divino, el orden de la sociedad civil y el bien universal de todos los pueblos, nos
piden que amemos y respetemos las leyes, tanto divinas como humanas, pues este es el
principal fundamento de justicia. Por el contrario, el que se revela contra las instituciones,
contra los representantes de la ley, es un injusto, un malvado, que merece castigo y que le
obtiene seguramente de Dios y de sus representantes en la tierra; pues las rebeliones y las
guerras civiles, son más perjudiciales que cualquier defecto que pueda tener una ley, y por
tanto son condenadas.

Son tan malos los efectos que causa un solo individuo injusto que habita en sociedad, que él
solo puede trastornar la paz y tranquilidad de los demás; por eso las leyes hacen recluir en las
cárceles y presidios a todos los que son injustos, a todos los que de alguna manera faltan a la
ley.

Para evitar tan grande desgracia, es preciso que nos habituemos desde la niñez a practicar la
virtud y a odiar la ociosidad, que es la madre de todos los vicios: pues así vemos que la mayoría
de los presidiarios han sido ociosos, son analfabetos y carecen de educación, habiéndoles
conducido al presidio el abandono de sus primeros años, la falta de corrección en sus primeros
y pequeños delitos; tengamos siempre presente para evitar tantos males la siguiente máxima
que nos dice la moral: «la senda que al delito lleva, es corta; no dar el primer paso es lo que
importa».

¿Y qué haremos, pues, para ser justos? Ante todo observaremos fielmente aquel precepto del
Divino Maestro que nos dice: no hagas a otro lo que no quieras para ti. Además,
obedeceremos las leyes, pues las leyes se han hecho para el bien de todos y por tanto para el
bien nuestro; pagaremos cuantos impuestos sean necesarios para la seguridad personal y el
bien común.

Es preciso, que además de lo dicho en el párrafo anterior, trabajemos cuanto podamos para la
conservación y perfeccionamiento de cuanto existe en sociedad, sacrificaremos nuestra
persona si necesario fuere por el bien general, pues a ello estamos obligados por la
contribución de sangre que las leyes nos imponen. Si todas las personas fuesen buenas, si
todas amasen la justicia y la practicasen, no habría necesidad de soldados para sostener el
orden, ni se necesitarían pagar muchos impuestos que conducen al mismo fin.

Amemos por tanto, queridos niños, la justicia, pues amándola y observando sus preceptos,
gozaremos de paz en la tierra y alcanzaremos a la vez la gloria en el cielo.
CAPÍTULO XXXV: LA ANCIANIDAD

Entre los deberes que tenemos para con nuestro prójimo, ninguno más importante que
aquellos que se refieren a la ancianidad, pues los ancianos representan a Dios en la tierra,
siendo por tanto imagen y semejanza de él.

La cabeza del anciano es blanca, se halla coronada, indicándonos esto el símbolo del Ser
Supremo y además el respeto y cariño de que le somos deudores.

Sabiendo Dios que la voz de la naturaleza no es suficientemente sonora para hacerse entender
de los hombres entre el tumulto de sus pasiones, les ha mandado expresamente honrar y
respetar a los que son su imagen en la tierra, amenazando con severos castigos a todos
aquellos que se mofan, que hacen escarnio de los ancianos; la razón, además, nos manifiesta
su justicia, porque tributar nuestros respetos y nuestros servicios a aquellos que
constantemente nos representan a Dios, no puede ser más natural ni más virtuoso.

Los ancianos han pasado su existencia colaborando, trabajando en bien de toda la humanidad;
por tanto sería una ingratitud el no atenderlos cuando por sus muchos años y por los achaques
propios de la edad, no pueden continuar ya su labor.

La historia nos da cuenta de que en Atenas se reunían los diferentes pueblos de la antigua
Grecia, en donde se celebraban juegos de destreza, valor y agilidad. Un día llegó al sitio donde
tales juegos se verificaban, un anciano apoyado en un palo para sostenerse y el cual pasó por
delante de los atenienses, y no solo se burlaron del pobre viejo, sino que le empujaron y cayó;
un grupo de jóvenes espartanos que presenció tal acción se apresuró a levantar al anciano, y a
la vez se indignó contra los atenienses por tan feo proceder; cogieron al viejo y le sentaron en
un sitio preferente.

Entusiasmados los atenienses y avergonzados a la vez por su conducta, prorrumpieron en


gritos:

- ¡Vivan los espartanos!

El concurso aplaudió con entusiasmo aquella noble demostración y el anciano exclamó:

«Todas las naciones de Grecia conocen la virtud; pero solo los espartanos la practican.»

Por tanto, no debemos solo limitarnos a aplaudir el bien, debemos hacerlo.

La moral nos dice: Los consejos de los viejos son los atajos del camino de la vida; así, cuando
comencemos alguna obra o tengamos que emprender algún viaje, obraremos muy
cuerdamente, tomando el consejo de los que antes que nosotros también ya han hecho el
mismo viaje. En este caso se encuentran los ancianos, pues ellos ya han recorrido el camino
que nosotros acabamos de empezar; lo bueno o malo que tiene el camino ya lo han visto,
conocen sus rodeos, sus atajos y dónde podemos sin reparo alguno descansar; este pues, el
camino de la vida, para andarlo, pidamos consejo a los ancianos y utilizando su sabia
experiencia, evitaremos de que nos cueste cara la que nosotros por nuestra propia cuenta
queremos adquirir, pues las lecciones de la propia experiencia son muy caras y tienen además
la fatalidad de que suelen venir demasiado tarde.
Si viéramos a los ancianos que necesitan de nuestro apoyo, estamos en el deber de darlo con
toda prontitud y cariño y más todavía, si a la condición de viejo reúne alguna otra desgracia,
como estar cojo, manco, ciego, o impedido de alguna manera; entonces nuestra acción será
doblemente meritoria, honramos con ella a nuestra persona y a Dios, el cual nos la
recompensa con creces.

Los ancianos en general son desgraciados, están privados todos de la mayoría de los goces,
pues uno de los pocos que tienen en esta vida transitoria es el verse queridos y respetados por
los jóvenes; ¡tantos son los males que tienen que sobrellevar! por eso debemos amarlos y
respetarlos en nuestra juventud.

Nunca se nos ocurra burlarnos e insultar a los pobres ancianos, pues si lo hiciéramos,
tendríamos seguramente el castigo terrible que Dios impuso a aquellos niños que se burlaron
del profeta Elíseo.

El joven que escucha los consejos de los ancianos, que les visita con frecuencia, que les
atiende, que les acompaña a paseo, que les presta algún servicio y que hace cuanto puede por
evitarles toda clase de disgustos, reanimando aquella naturaleza y aquella vida que se
extingue, ese joven será feliz y dichoso.

Por tanto, queridos niños, ahora que estáis en la edad de que todo os sonríe y os causa alegría
y regocijo, aprovechar esta edad para aliviar en cuanto podáis a los ancianos, pues con los años
vienen los disgustos, los achaques y toda clase de pesares, nos conducen en esta escala de la
vida a la vejez y entonces desearemos que los jóvenes nos respeten y nos tengan el cariño que
ahora debemos conceder nosotros a los ancianos.

«Respeta la ancianidad,
La ciencia y mayor edad.»
CAPÍTULO XXXVI: LAS MALAS COMPAÑÍAS

Todos nacemos con una profunda y universal ignorancia.

Los estudios a que nos dedicamos en nuestra primera edad, y más principalmente en nuestra
juventud, aclaran un poco estas espesas tinieblas en que está envuelto nuestro entendimiento.

Más adelante, cuando adquirimos con la práctica del mundo un pequeño número de
conocimientos, nos hacen guardar algún orden en nuestra conducta, pero esta limitada
ilustración, no basta para conseguir el fin a que hemos sido destinados al nacer, que no es otro
que para ser honrados, morales y virtuosos, amando y sirviendo a Dios en esta vida, para
después gozarle en la otra.

En la niñez y en nuestra juventud, ignoramos muchas cosas que nos hace falta saber de las
ciencias, de la moral y de la virtud, para lo cual no teniendo bastante lugar ni acaso bastante
capacidad para aprender por sí mismo todo lo útil y necesario, es preciso que nos pongamos
en relación con personas morales, sabias y virtuosas, y de este modo adquirimos
insensiblemente lo más importante para conducirnos cual corresponde.

Por el contrario, como quiera que las palabras apoyadas con el ejemplo tienen tanta fuerza, es
muy difícil resistir las impresiones que hacen en nosotros, por lo cual importa mucho evitar la
relación y el trato de todas aquellas personas que viven desordenadamente y abandonadas a
los vicios y a los placeres.

La comunicación y amistad que tengamos con gentes desmoralizadas y viciosas, destruirán por
lo pronto nuestra buena reputación; sus falsas máximas y sus malos ejemplos, no dejarán de
alterar nuestras mejores inclinaciones, de corromper insensiblemente nuestro corazón y
precipitarnos después en las desgracias en que caen ordinariamente esta clase de personas.

En otro lugar de este libro decimos que el ejemplo enseña más que cien maestros y nos induce
a practicar cuanto vemos, ya sea bueno o malo, sobre todo en la primera edad. De aquí la
importancia de que evitemos las malas compañías y de que tengamos siempre presente el
refrán que dice: «Dime con quién andas y te diré quién eres», para evitar la compañía de los
que se juntan con malvados y gentes sin honra ni virtud.

En la niñez es cuando más cuidado se ha de tener de evitar la comunicación con los libertinos,
pues éstos no producen otra cosa sino la ruina de la persona y de los intereses de cuantos les
rodean.

Debe evitarse también la relación de personas de espíritus débiles, tímidos y supersticiosos,


pues generalmente son casi todas ellas escrupulosas e impertinentes, contagiándonos su trato
de tal modo, que nuestro espíritu se divide, excita reparos y dudas y nos entorpece para poder
discernir y pensar de las cosas acertadamente.

Los escrúpulos y las incertidumbres nos causan temores frívolos que aunque sean vanos no
dejan de turbarnos y de quitarnos la libertad del espíritu y la tranquilidad del corazón, sin las
cuales no es posible conocer cuál es el mejor partido, sin decidirse a abrazarle con confianza.

También debemos evitar la comunicación con aquellas personas que están pagadas de sí
mismas, encaprichadas con su grandeza, con su calidad, con su ciencia, con su capacidad y con
otras prendas naturales y adquiridas. Esta clase de personas son generalmente jactanciosas,
precipitadas, testarudas, embusteras, murmuradoras, excesivamente interesadas, envidiosas y
otra porción de vicios que no solo dañan a quien los tiene, sino también a cuantos le rodean.

Huiremos igualmente de los holgazanes y viciosos, con los cuales jamás emprenderemos
negocio alguno, pues nos llevarían derecho a la desesperación de nuestra persona y a la ruina
de nuestros intereses, pervirtiendo a la vez de tal modo nuestro corazón que,
acostumbrándonos a imitar su reprobable conducta, nos conduciría al presidio o al patíbulo,
paradero indiscutible de los que huyen del trabajo y se aficionan desde la niñez al vicio.

Huid de las malas compañías queridos niños, acostumbrad desde pequeños vuestro cuerpo y
vuestra inteligencia al trabajo y viviréis sanos, contentos, satisfechos y estimados de vuestros
padres, de vuestros amigos y de cuantos os traten.
CAPÍTULO XXXVII: LA INDULGENCIA

La Indulgencia es una virtud que nos manda que no conservemos rencor, que no guardemos
resentimiento hacia aquellas personas que nos han hecho algún daño o que nos han faltado de
alguna manera. El rencor es un sentimiento de odio propio de un corazón pobre y de un
corazón ruin.

El rencor es aborrecible por Dios y por las personas nobles y de buena educación, pues la
Sagrada Escritura nos dice: que no perdonará Dios al que a otro no perdona; además, la moral
nos manifiesta que el rencor lleva el castigo en su propia venganza.

Siendo un principio de virtud que sin la paz no hay felicidad posible, es preciso que seamos
indulgentes, o lo que es lo mismo, que no guardemos rencor a aquellos que nos han hecho
algún perjuicio, que han intentado hacerlo o que nos han faltado de alguna manera, pues si
tenemos deseo de vengarnos merecemos castigo, y seguramente que lo obtendremos de Dios
y de los hombres justos; así pues, para obrar bien no conservaremos rencor alguno, ni siquiera
recuerdo del daño o perjuicio que nos hayan podido hacer.

Todos los hombres han sido creados por Dios, lo mismo los buenos que los malos, todos son
hermanos nuestros, por consiguiente estamos en el deber de no abrigar sentimiento maligno
contra ninguno de ellos, debemos por tanto ser indulgentes.

Los que rehúsan obstinadamente reconciliarse con sus enemigos manifiestan que son poco
cristianos y dan a entender a la vez que su natural se acerca al de las bestias más feroces, cuyo
ciego furor no se satisface sino después que han hecho pedazos el animal que era el objeto de
su ira.

El rencor rara vez entra en el buen corazón, pero si esto sucede en alguna ocasión, no por eso
le quita ciertas disposiciones felices que le hacen convenir en un acomodamiento razonable.

Generalmente no perdonamos sin trabajo a aquellos que nos han querido quitar la vida o el
honor, pero después de todo, cuanto más dificultoso es vencer nuestro sentimiento, más
gloriosa es esta victoria que manifiesta nobleza y grandeza de nuestra alma.

Hay hombres de tan baja condición, que no son capaces de hacer un esfuerzo tan noble, y sin
embargo se ven personas que tienen bastante imperio sobre sus pasiones para olvidar las
injurias que les hacen, y para conciliarse sinceramente con sus enemigos.

Otros hay que no perdonan sino en apariencia, y por política y porque temen pasar por gentes
sin religión; éstos conservan en su corazón tanto rencor como antes y el mismo deseo de
venganza.

Las personas de corta capacidad son insufribles en la indulgencia, cuesta un trabajo inmenso el
hacer que perdonen a sus enemigos y jamás se hallan conformes si no han determinado con la
más prolija exactitud, el lugar, el tiempo y las palabras que han de constar para el perdón.

Por el contrario, los hombres de mérito, aquellos que tienen buen corazón, saben en qué
consiste el verdadero honor y por tanto no caen en estos defectos y se proceden de un modo
más noble y generoso.
Perdonemos, niños, a todo el que de alguna manera nos haya ofendido y tengamos siempre
presente la siguiente máxima:

Perdonar al ofensor
Es la venganza mejor.
CAPÍTULO XXXVIII: LA MODESTIA

La Modestia es una virtud que tiene por objeto hacer las cosas con naturalidad, sin orgullo ni
jactación de ninguna clase.

Es una cualidad de mucha importancia en los niños, pues por la modestia se atraen el cariño y
estimación de cuantas personas les tratan, teniendo que añadir además, que sin la modestia
no hay ni puede existir el mérito, pues el verdadero mérito es ser modesto.

El conocimiento de las ciencias nos es muy útil, siempre que el uso que hagamos de ellas sea
para perfeccionar nuestro entendimiento y arreglar nuestro corazón; pero si por el contrario
tratamos de ensoberbecernos, de mostrarnos orgullosos ante los demás, entonces nos
atraeremos insensiblemente el odio y el desprecio de cuantos nos rodean.

Sentada esta base fundamental, por entendida y sabia que sea una persona, jamás debe hacer
importuno y vano alarde de su erudición, disputar con calor sobre bagatelas, sobre cosas
triviales y sin importancia, querer reducirlo todo a su dictamen, ni hablar con un tono decisivo.
Estas formas, estos modos desvanecidos, desagradan mucho a las personas de honor y de
modestia, debiendo el conocimiento de la verdadera ciencia moderar nuestras costumbres,
inspirarnos con más dulzura, con más discreción y con más modestia, haciéndonos ver que,
ordinariamente los sabios verdaderos tienen mucha moderación, prudencia y modestia,
porque a medida que logran el conocimiento más perfecto de la ciencia, conocen mejor sus
defectos, sus debilidades y sus obligaciones.

La historia nos da cuenta de un ejemplo de modestia, juntamente con otro de orgullo; es el


siguiente: Después de la batalla de Bailén, derrotados que fueron los franceses, el general de
ellos, Dupont, hizo entrega de su espada al general español Castaños y le dijo: os entrego una
espada vencedora en cien batallas. Pues yo -respondió Castalios- esta es la primera que gano.
Aquí, la conducta de Castaños es modesta, mientras que la de Dupont es orgullosa.

Otra de las condiciones necesarias para ser modesto, es conocerse a sí mismo, examinándonos
detenidamente y sin preocupación, cuyo examen nos manifestará el carácter de nuestro
espíritu y la disposición de nuestro corazón.

Nos es muy necesario y provechoso este conocimiento, para corregir nuestras malas
inclinaciones, para alejar los vicios y perfeccionar nuestras virtudes.

También es conveniente para acrecentar nuestra modestia, observar lo que cada uno hace,
tanto de bueno como de malo, porque la prudencia de unos nos sirve de modelo y la mala
conducta, de otros, nos hace pensar en corregir lo que hay defectuoso en la nuestra.

El niño modesto comienza desde pequeñito a ser aplicado, humilde con sus padres, maestros y
con sus superiores, atento con todo el mundo y agradecido a sus padres y maestros.

El símbolo de la modestia lo tenemos en las violetas; esas florecillas, cuyo aroma delicado
parece esconderse entre sus hojas como avergonzadas de su grato perfume; estas flores nos
representan el verdadero mérito, puesto que consiste en las bondades de nuestros
pensamientos y además en la bondad de nuestra alma.
Todo lo demás, el deseo al lujo, a las joyas, el deseo al teatro, la afición al fausto, a las
diversiones, a la grandeza y a sobresalir entre los que nos rodean, revelan sentimientos poco
nobles, no sirviendo nada más que para satisfacer la pasión de la vanidad y por tanto nos
alejamos de Dios, pues ya en otro capítulo decimos que el que desea sobresalir, el que se
eleva, será humillado y el que sea modesto, aquel que se humille, éste será ensalzado.
CAPÍTULO XXXIX: LA FELICIDAD

La Felicidad consiste en hallarse en posesión de los mayores bienes y estar exento de los
menores males posibles.

El ejercicio constante de la virtud y de todas las demás prácticas que se aconsejan en el


presente libro, tienen por recompensa la felicidad más perfecta. Que en esta vida cabe; pues
ejercitándonos en la virtud somos benéficos y justos.

Al ser benéfico, haremos siempre a nuestro prójimo lo que quisiéramos que él hiciese con
nosotros; y al ser justo, no haremos jamás a nuestros semejantes lo que no quisiéramos que
ellos hiciesen con nosotros; de estas buenas cualidades nace la virtud o sea, como en otro
lugar decimos, el hábito de ejecutar continuamente obras útiles a la humanidad para
conformarse en todo a la voluntad de Dios; practicando la virtud, hallaremos la felicidad, no
solo en esta vida sino también en la otra, pues la virtud nos prepara a gozar de la felicidad
eterna.

Otros de los medios para conseguir la felicidad es obrar siempre conforme a los dictados de
nuestra propia conciencia. La conciencia existe cuando la moral toma parte en nuestras
acciones.

La conciencia está en nosotros, y siempre dentro de nosotros; de aquí resulta el temor que nos
inspira el obrar mal, a pesar de que sepamos de antemano que nadie ha de castigar la falta
que cometamos.

Aquel que desoye la voz de la conciencia es digno de la mayor compasión, porque la voz de la
conciencia es la voz de la providencia, y por tanto desoye a Dios; igualmente es digno de
lástima todo aquel que obre en contra de los dictados de su propia conciencia, porque obra
contra los preceptos de la Divinidad.

Preguntemos a nuestra conciencia antes de resolvernos a ejecutar cualquier acto y si así lo


hacemos nos conduciremos bien en todas las ocasiones, veremos satisfechas por el éxito todas
nuestras empresas y seremos felices constantemente.

Para conseguir una perfecta felicidad es preciso tener una fe viva y pura; esto es, estar
enteramente asegurado de las verdades de la religión cristiana, seguir exactamente sus reglas
y mirar con extremo horror el desarreglo de las costumbres y de la impiedad.

Ya en otro capítulo decimos que nuestra religión trae consigo señales tan evidentes de la
Divinidad de su origen, es tan amable y tan santa, que los incrédulos que se atreven a
despreciarla son de todo punto inexcusables; pues cuando se camina sin preocupación, con
deseo de saber la verdad, pronto se descubre que venerable por su antigüedad, pura en su
moralidad, sublime en sus misterios y divina en sus principios.

No consiste nuestra felicidad solo en la fe, sino también en nuestras buenas obras y en el
reconocimiento que debemos tener a tantos bienes de que Dios nos ha colmado.

Por último, la moral cristiana nos da el siguiente consejo para conseguir la felicidad; dice así:
«El medio de ser feliz, es ocupar poco sitio y mudar de él raras veces.»
CAPÍTULO XL: LA MUERTE

Explicado ya en los capítulos anteriores todo cuánto debemos hacer y lo que es necesario
evitar mientras dure la vida, es de suma conveniencia decir alguna cosa de la muerte, que es
nuestro término fatal y el momento más importante.

La separación del alma del cuerpo no puede dejar de ser violenta, y por tanto los hombres más
esforzados no pueden mirarla sin algún horror; no obstante, no es tan difícil como imaginan los
corazones tímidos el salir de este mundo con la misma generosidad con que se ha vivido en él.

El estudio de la verdadera ciencia nos hará vivir feliz en este mundo y a la vez alcanzaremos la
gloria eterna en la otra vida; en esto precisamente es donde más cuidado hemos de tener, en
la elección de libros que traten como el presente de la moral y de la virtud, pues la verdadera
ciencia es aquella que conduce al hombre a gozar de la dicha eterna, como nos lo dice un gran
moralista en el verso siguiente:

La ciencia calificada,
Es que el hombre en gracia acabe;
Porque al fin de la jornada
Aquel que se salva sabe,
Y el que no, no sabe nada.

Por otra parte, la esperanza de la felicidad que nos está prometida si morimos con
disposiciones santas, debería más bien hacernos desear la muerte que temer el perder la vida.

Los dolores que en este mundo tenemos; son pasajeros, o lo que es igual, duran muy poco
tiempo comparados con los castigos y con los dolores que hemos de sufrir en la otra vida si no
nos conducimos con buenas obras en la presente, si no practicamos la virtud y si no amamos a
Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

Si la severidad de los juicios de Dios nos espanta, el amor infinito que tiene a las almas puras y
en general a todo ser humano, debe moderar nuestros temores e inspirarnos mucha
confianza; pues si somos justos, debemos esperar de su bondad infinita, que coronará
seguramente las obras que hubiéremos hecho con su gracia, y si somos pecadores no
desesperemos de su misericordia, porque no tiene límites, enseñándonos la Sagrada Escritura
que no desecha jamás un corazón penetrado de dolor y sincero arrepentimiento, siempre que
pidamos su gracia con fe, con humildad y con perseverancia.

No obstante, hay que reconocer, hay que confesar que los que olvidan las obligaciones y
deberes que tienen con la religión, aquellos que pasan su vida en los placeres y delicias del
mundo, tienen gran motivo de temer la muerte, porque fuera de que su perdición es cierta si
mueren descuidados, lo que sucede muy generalmente, como nos lo dice la estadística de los
hombres que acaban la vida como cristianos y aquellos que mueren en pecado.

El medio más seguro de librarse de los temores de la muerte, es prepararse para ella con una
vida pura, virtuosa e inocente, y apartarse con tiempo de lo que algún día será preciso dejar
para siempre; pensar que en este último momento terminan los placeres, desaparecen las
grandezas humanas, se acaban los bienes temporales y ya no se encuentra más consuelo sino
en la memoria de haber seguido una vida virtuosa e inocente y de haber amado siempre a
Dios, con una constante firmeza.

El mundo enseña, de ejemplares lleno,


Que para ser feliz hay que ser bueno.
El justo goza, los malvados gimen;
Dichosa la virtud, mísero el crimen.

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