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Análisis Libro: El espíritu de la ley

Universidad Libre Socorro

Asignatura

Introducción al Derecho

Docente

Carmenza Suarez Ávila

Estudiante

Daniel Armando Salazar Rueda

30/08/2020 Socorro S.
ESPIRITU DE LAS LEYES

Voy a tratar de suplirlos en lo que hubieran debido hacer, y desarrollar su plan, su


carácter y su objetivo. Tal vez los que hallaren demasiado extenso el análisis
juzgaran, luego de haberlo leído, que no existía más que ese único medio de
hacer resaltar el método del autor. Debe recordarse, por otra parte, que la historia
de los escritores celebres no es idéntica a la de sus pensamientos y de sus
trabajos, y que esta parte es la más esencial y la más útil.

No conociendo los hombres, en su estado natural (abstracción hecha de toda


religión), en las discrepancias que puedan tener, otra ley que la de los animales, o
el derecho del más fuerte, debe contemplarse el establecimiento de las
sociedades como una especie de tratado contra aquel injusto derecho; tratado
destinado a establecer, entre las diferentes partes del género humano, una
especie de equilibrio. Pero hay en esto tanto equilibrio moral como físico; y es
extraño que sea perfecto y durable; y los tratados del género humano son, como
los tratados entre nuestros príncipes, una semilla permanente de discordias. El
interés, la necesidad y el placer han acercado a los hombres. Pero esos mismos
motivos los empujan sin cesar a aprovecharse de las ventajas de la sociedad sin
sufrir sus cargas; y es en este sentido que puede decirse, con el autor, que los
hombres, desde que ellos viven en sociedad, se encuentran en estado de guerra.
Pues la guerra supone, entre quienes la hacen, ya que no la igualdad de las
fuerzas, por lo menos la creencia en esta igualdad: de ahí provienen el anhelo y la
reciproca esperanza de vencerse. Ahora bien: si el equilibrio no es nunca perfecto
entre los hombres en el estado de sociedad, tampoco es demasiado desigual. Por
lo contrario, o no tendrían nada que disputarse en el estado natural o, si la
necesidad los obligara, solo podría verse a la debilidad huyendo ante la fuerza, a
las opresiones sin entablar lucha, y a los oprimidos, sin ofrecer resistencia.

Vemos entonces a los hombres reunidos y armados de consuno, por un lado


abrazándose, si así́ puede decirse, y por el otro buscando herirse mutuamente.
Las leyes constituyen el obstáculo, más o menos eficaz, destinado a suspender o
a impedir sus golpes. Pero la extensión prodigiosa del globo en que habitamos, la
diferente naturaleza de las regiones de la tierra y de los pueblos que la cubren, no
permiten que todos los hombres vivan bajo un solo y único gobierno: el género
humano ha debido fraccionarse en determinado número de Estados que se
distinguen por la diferencia de las leyes a las cuales obedecen. Un gobierno único
no habría hecho del género humano más que un cuerpo extenuado y, extendido
sin vigor sobre la superficie de la tierra. Los diferentes Estados no son otra cosa
que ágiles y robustos cuerpos que, dándose las manos unos a los otros, forman
uno solo, y cuya acción reciproca mantiene por doquiera el movimiento y la vida.

Pueden distinguirse tres formas de gobierno: el republicano, el monárquico y el


despótico. En el republicano, el pueblo, como corporación, tiene el poder
soberano. En el monárquico, una sola persona gobierna mediante leyes de fondo.
En el despótico, no se conoce otra ley que la voluntad del amo, o más bien, del
tirano. Con esto no queremos decir que no haya en el universo más que esas tres
especies de Estados; tampoco queremos decir que haya Estados que pertenezcan
única y rigurosamente a alguna de esas formas; la mayor parte son, por así́
decirlo, compuestos o combinaciones de unos con otros. Aquí́, la monarquía se
inclina hacia el despotismo; allá́ , el gobierno monárquico está combinado con el
republicano; en otra parte, no es el pueblo entero quien hace las leyes, sino una
parte del pueblo. Pero la división precedente no es por ello menos exacta y menos
justa. Las tres especies de gobierno que involucra están de tal modo
diferenciadas, que propiamente no tienen nada en común. Y, por lo demás, todos
los Estados que conocemos participan de lo uno y lo otro. Es preciso, pues, con
estas tres especies, formar clases particulares y dedicarse a determinar las leyes
que les son propias. Será entonces fácil modificar esas leyes para aplicarlas a
cualquier gobierno que sea, según participe este, más o menos, de aquellas
diferentes formas.

En los diversos Estados, las leyes deben ser adecuadas a su naturaleza, es decir,
a eso que los constituye; y a su principio, es decir, a lo que los sostiene y los hace
obrar. Distinción importante, clave de una infinidad de leyes, y de la cual el autor
extrae valiosas consecuencias.

Las principales leyes atinentes a la naturaleza de la democracia han de basarse


en que el pueblo sea, en cierto sentido, el monarca; en otros respectos, el sujeto;
que él elija y juzgue a los magistrados; y que los magistrados, en ciertas
ocasiones, decidan. La naturaleza de la monarquía exige que haya, entre el
monarca y el pueblo, muchos poderes y jerarquías intermedias, y un cuerpo
depositario de las leyes, mediador entre los individuos y el príncipe. La naturaleza
del despotismo obliga al tirano a que ejerza su autoridad, ya por sí mismo, ya por
alguien que lo represente.
En cuanto al principio de los tres gobiernos, el de la democracia es el amor de la
república, es decir, de la igualdad; en las monarquías, donde uno solo es el
dispensador de las distinciones y de las recompensas, y en donde se suele
confundir al Estado con ese único hombre, el principio es el honor, es decir, la
ambición y la estima de la dignidad. Por último, bajo el despotismo, el principio es
el miedo. Cuanto más férreos son estos principios, más estable es el gobierno;
cuanto más se alteran y se corrompen, más derivan hacia su destrucción. Cuando
el autor habla de la igualdad en las democracias, no entiende una igualdad
extrema, absoluta, y por consecuencia quimérica: entiende ese feliz equilibrio que
lleva a todos los ciudadanos a someterse igualitariamente a las leyes y a
interesarse igualmente en observarlas.

En cada gobierno, las leyes de la educación deben estar relacionadas con el


principio. Aquí́ se entiende por educación lo que se recibe por la convivencia, y no
la de los padres y maestros, que con frecuencia es negativa, sobre todo en ciertos
Estados. En las monarquías, la educación debe tener por objeto la urbanidad y las
consideraciones reciprocas; en los Estados despóticos, el terror y el envilecimiento
de los espíritus; en las repúblicas, es imperioso todo el poder de la educación,
pues ella debe inspirar un sentimiento noble, aunque arduo: el renunciamiento de
sí mismo, de donde nace el amor a la patria.

Las leyes que elabora el legislador deben estar conformes con el principio de cada
gobierno. En la república deben mantener la igualdad y la austeridad; en la
monarquía, deben apoyar la nobleza, sin sacrificar al pueblo. Bajo el gobierno
despótico, reducen a todas las clases por igual al silencio. No puede reprocharse
aquí́ al señor de Montesquieu haber señalado a los soberanos los principios del
poder arbitrario, cuyo solo nombre es tan odioso a los príncipes justos, y, con
mayor razón aún, al ciudadano sabio y virtuoso. Es ya colaborar para abatirlo el
hecho de exponer lo que es preciso hacer para conservarlo; la perfección de ese
gobierno es la ruina; y el código exacto de la tiranía, tal como el autor lo presenta,
es al mismo tiempo la sátira y el látigo más formidable contra los tiranos.

Respecto de los demás gobiernos, cada uno de ellos tiene sus ventajas: el
republicano es más apropiado para los pequeños Estados, el monárquico, para los
más grandes; el republicano es más cuidadoso en los excesos, el monárquico se
inclina más hacia los abusos; el republicano aporta más madurez en la ejecución
de las leyes, el monárquico, más diligencia.

La diferencia de los principios de los tres gobiernos ha de radicar en el número y el


objeto de las leyes, en la forma de los juicios y en la naturaleza de las penas.
Siendo invariable y fundamental, la organización de las monarquías exige más
leyes civiles y más tribunales, a fin de que la justicia sea cumplida de una manera
más uniforme y menos arbitraria. En los Estados moderados, sean monarquías o
repúblicas, nunca serían suficientes las formalidades de las leyes criminales. Las
penas deben, no solamente estar en proporción con el delito, sino ser las más
benignas que fuera posible, sobre todo en la democracia; el criterio que emana de
las penas tendrá con frecuencia más efecto que su misma magnitud. En las
republicas, es preciso juzgar según la ley, ya que ningún particular es dueño de
alterarla. En las monarquías, la clemencia del soberano puede algunas veces
mitigarla; pero los delitos jamás deben ser juzgados sino por magistrados
encargados expresamente de entender en ellos. En fin, es principalmente en las
democracias que las leyes deben ser severas contra el lujo, el relajamiento de las
costumbres y la seducción de las mujeres. Su debilidad misma las hace
apropiadas para gobernar en las monarquías, y la historia demuestra que,
frecuentemente, han llevado la corona con gloria.

Habiendo así́ se revista a cada gobierno en particular, se examina luego en los


contactos que pueden tener unos con otros, pero solamente desde un punto de
vista más general, es decir, desde aquel que sólo es relativo a su naturaleza y a
su principio. Encarados de esta manera, los Estados no pueden tener otras
relaciones que las de defenderse o atacar. Debiendo las repúblicas, por su
naturaleza, limitarse a un Estado pequeño, no les es posible defenderse sin
alianza; pero esas alianzas deben efectuarse con otras repúblicas. La fuerza
defensiva de una monarquía consiste principalmente en tener fronteras a salvo de
ataques. Como los hombres, los Estados tienen el derecho de atacar por su propia
conservación; del derecho de la guerra deriva el de la conquista; derecho
necesario, legítimo y doloroso, que deja siempre de pagar una deuda inmensa
para cumplir un deber hacia la naturaleza humana, y cuya ley general es hacer el
menor mal posible a los vencidos. Las repúblicas pueden ser menos
conquistadoras que las monarquías: grandes conquistas suponen el despotismo, o
lo aseguran. Uno de los grandes principios del espíritu de conquista debe ser el de
mejorar, tanto como sea posible, la condición del pueblo conquistado: satisfacer,
simultáneamente, la ley natural y la norma del Estado.
No existe nada más hermoso que el tratado de paz de Gelón con los cartagineses,
por el cual se prohibía inmolar en lo futuro a sus propios niños. Los españoles, al
conquistar el Perú, hubieran debido obligar también a sus habitantes a no
sacrificar más hombres a sus dioses; pero creyeron más ventajoso inmolar a esos
mismos pueblos. No tuvieron por conquista más que un vasto desierto; fueron
obligados a despoblar el país, y se debilitaron para siempre con su propia victoria.

Se puede estar obligado, en ocasiones, a modificar las leyes del pueblo vencido;
pero nada puede obligarlo jamás a abandonar sus costumbres. El medio más
seguro de conservar una conquista es el de situar, si es posible, al pueblo vencido
al nivel del pueblo conquistador, de acordarle los mismos derechos y los mismos
privilegios: así es como acostumbraron hacer casi siempre los romanos; así es
como se comportó César con los galos.

Hasta aquí, considerando cada forma de gobierno, tanto en sí misma como en su
relación con las demás, no hemos tenido en cuenta ni a lo que debe serles común
a las circunstancias particulares extraídas, o de la naturaleza del país o del genio
de los pueblos: es esto lo que es preciso desarrollar ahora.

La ley común de todos los gobiernos, al menos de los gobiernos moderados, y por
consecuencia justos, es la libertad política de la cual cada ciudadano debe gozar.
Esta libertad no es la licencia absurda de hacer lo que se quiere, sino el poder
hacer todo lo que las leyes permiten. Puede ser tratada, o en sus vínculos con su
organización, o en su relación con el ciudadano.

En la organización de cada Estado hay dos especies de poderes: el Poder


Legislativo, y el Ejecutivo. Este segundo tiene dos objetos: el interior del Estado y
el exterior. De la distribución legítima y de la repartición adecuada de esas
diferencias depende la más grande perfección de la libertad política, en relación
con su organización. Como prueba la organización de la república romana y la de
Inglaterra. Se encuentra el principio de esta última en la ley fundamental del
gobierno de los antiguos germanos, entre quienes los asuntos poco importantes
eran decididos por los jefes, y los grandes, presentados al tribunal de la nación,
luego de haber sido tratados previamente por los jefes. No se discute si los
ingleses gozan o no de esta extrema libertad política que su organización les
ofrece: solo basta que ella esté establecida por sus leyes. Lejos se encuentra de
satirizar a los demás Estados: cree, por el contrario, que el exceso, aun en el bien,
no es siempre deseable; que la libertad extrema tiene sus inconvenientes, como la
extrema servidumbre; y que, en general, la naturaleza humana se acomoda mejor
en un Estado medio.

La libertad política, considerada en relación con el ciudadano, consiste en la


seguridad de que éste se encuentra al abrigo de las leyes; o, por lo menos, en la
creencia de esta seguridad, que hace que un ciudadano no tema a otro. Es
principalmente por la naturaleza y la proporción de las penalidades que esta
libertad se establece o se destruye. Los delitos contra la religión deben ser
castigados con la privación de los bienes que la religión procura; los crímenes
contra las costumbres, con el desprecio; los crímenes contra la tranquilidad
pública, con la prisión o el exilio; los crímenes contra la seguridad, con los
tormentos. Los escritos deben ser menos castigados que las acciones; jamás
deben serlo los simples pensamientos. Acusaciones no jurídicas, espías, cartas
anónimas, todos estos expedientes de la tiranía, despreciables igualmente para
aquellos que los usan y se sirven de ellos, deben ser proscritos en un buen
gobierno monárquico. No debe ser permitido acusar más que frente a la ley, que
castiga siempre, o al acusado o al calumniador. En todo otro caso, los que
gobiernan deben decir, con el emperador Constancio: Nosotros no deberíamos
recelar de aquel a quien le ha faltado un acusador sobre todo cuando no le faltaba
un enemigo. Es una muy buena institución pública la que se encarga, en nombre
del Estado, de perseguir a los criminales, y que tenga toda la utilidad de los
delatores sin tener sus viles intereses, sus inconvenientes y su infamia.

La magnitud de los impuestos debe estar en proporción directa con la libertad. Así,
en las democracias, pueden ser mayores que en otras partes, sin ser onerosos;
porque cada ciudadano los mira como un tributo que él se paga a sí mismo, y que
asegura la tranquilidad y la fuerza de cada miembro. Por otra parte, en un Estado
democrático, es más difícil el empleo infiel de los dineros públicos, porque es más
fácil de conocerse y de castigarse; el depositario debe rendir cuenta, por así
decirlo, al primer ciudadano que se la exige.

En cualquier gobierno que sea, la especie de tributo menos onerosa es aquella


que se establece sobre las mercancías, porque el ciudadano lo paga sin darse
cuenta. La cantidad excesiva de tropas, en tiempos de paz, no es más que un
pretexto para cargar al pueblo de impuestos, un medio de enervar al Estado, y un
instrumento de servidumbre. La administración de los tributos, que hace entrar el
producto entero en el fisco público, es, sin comparación, una carga menor para el
pueblo y en consecuencia más ventajosa (cuando puede tener lugar) que la
explotación de esos mismos tributos, que deja siempre entre las manos de
algunos particulares una parte de las rentas del Estado. Todo está perdido en
especial (según los términos del autor) cuando la profesión del comerciante se
convierte en honorable; y esto ocurre desde que el lujo está en auge. Dejar a
algunos hombres nutrirse de la sustancia pública para despojarlos a su vez, como
se lo ha practicado antes en ciertos Estados, es reparar una injusticia con otra, y
hacer dos males en vez de uno.

Entremos ahora, con las circunstancias particulares independientes de la


naturaleza del gobierno, y que obligan a la modificación de las leyes. Las
circunstancias que derivan de la naturaleza del país son de dos clases: unas
tienen relación con el clima; otras, con la topografía. Nadie duda de que el clima
no influye sobre la disposición habitual de los cuerpos, y, en consecuencia, sobre
los caracteres; es por ello que las leyes deben conformarse a la física climática en
cosas sin importancia, y, por el contrario, combatirla en los efectos viciosos: así,
en los países donde el uso del vino es dañoso, una ley muy atinada es la que lo
prohíbe; en los países en que el calor del clima conduce a la molicie, una muy
buena ley es aquella que estimula al trabajo.

El gobierno puede corregir entonces los efectos del clima; y esto basta para poner
el espíritu de las leyes a cubierto del muy injusto reproche que se le ha hecho:
atribuir todo al frío y al calor. Pues, aparte de que el calor y el frío no son las
únicas cosas por las cuales pueden diferenciarse los climas, sería tan absurdo
negar ciertos efectos del clima como querer atribuirles todo.

La utilización de los esclavos, establecida en los países cálidos del Asia y de


América, y reprobada en los climas templados de Europa, da ocasión al autor de
tratar de la esclavitud civil. No teniendo los hombres más derecho sobre la libertad
que sobre la vida unos de otros, se deduce que la esclavitud, hablando en general,
está contra la ley natural. En efecto, el derecho de esclavitud no puede provenir ni
de la guerra ya que no podría entonces ser fundado más que sobre el rescate de
la vida, y que no hay derecho sobre la vida de aquellos que no son combatientes,
ni de la venta que un hombre hace de sí mismo a otro, puesto que todo ciudadano,
siendo deudor de su vida al Estado, le es, con mayor razón, deudor de su libertad,
y, en consecuencia, no es dueño de venderla. Por otra parte, ¿cuál sería el precio
de esta venta? No puede ser el dinero dado al vendedor, puesto que en el
momento en que se convierte en esclavo, todos los bienes pertenecen al amo.
Ahora bien: una venta sin precio es tan quimérica como un contrato sin condición.
No ha habido jamás, quizá, más que una ley justa a favor de la esclavitud: era la
ley romana, que hacía al deudor esclavo del acreedor. Incluso esta ley, para ser
equitativa, debía limitar la servidumbre en cuanto a su grado y a su duración. La
esclavitud, todo lo más, puede ser tolerada en los Estados despóticos, donde los
hombres libres, demasiado débiles contra el gobierno, buscan convertirse, para su
propio provecho, en los esclavos de aquellos que tiranizan el Estado; o bien en los
climas donde el calor enerva tanto el cuerpo y debilita de tal modo el coraje, que
los hombres no son llevados a una penosa labor más que por el miedo al castigo.

Junto a la esclavitud civil, puede colocarse a la esclavitud doméstica, es decir, la


que tienen las mujeres en ciertos climas. Puede tener lugar en esas comarcas del
Asia, donde se hallan en estado de convivir con los hombres, antes de poder
hacer uso de su razón: núbiles por la ley del clima, niñas por la de la naturaleza.
Esta sujeción se hizo más necesaria aun en los países donde la poligamia está
establecida: No se pretende justificar en lo que tiene de contrario a la religión; pero
que, en los sitios donde se la practica (aquí hablamos sólo políticamente), puede
estar fundado, hasta cierto punto, o sobre la naturaleza del país o sobre la relación
del número de mujeres con el número de hombres. Se habla en esta ocasión, del
repudio y del divorcio; y establece, provisto de buenas razones, que el repudio,
una vez admitido, debería ser permitido a las mujeres tanto como a los hombres.

Si el clima tiene tanta influencia sobre la servidumbre doméstica y civil, no la tiene


menos sobre la servidumbre política, es decir, sobre la que somete un pueblo a
otro. Los pueblos del norte son más fuertes y más intrépidos que los del mediodía;
en general, estos deberían ser subyugados, y aquéllos, ser conquistadores; éstos,
esclavos, aquéllos, libres. Tal es lo que la historia confirma: el Asia ha sido
conquistada once veces por los pueblos del norte. Europa ha padecido
muchísimas revoluciones menos.

Respecto de las leyes relativas a la naturaleza del terreno, está claro que la
democracia conviene más que la monarquía a los países estériles, en donde la
tierra tiene necesidad de todo el ingenio de los hombres. La libertad es, por lo
demás, en este caso, una especie de resarcimiento del rigor del trabajo. Son
necesarias más leyes para un pueblo agricultor que para un pueblo que cría
ganado; para éste, más que para un pueblo cazador; y para un pueblo que utiliza
la moneda, más que para aquel que la desconoce.

En fin, se debe tener en cuenta el genio particular de la nación. La vanidad, que


magnifica los objetos, es un buen resorte para el gobierno; el orgullo, que los
empequeñece, es un medio peligroso. El legislador debe respetar, hasta cierto
punto, los prejuicios, las pasiones, los abusos. Debe imitar a Solón, que había
dado a los atenienses no las mejores leyes en sí mismas, sino las mejores que
ellos pudiesen tener. El carácter alegre de esos pueblos demandaba leyes más
benignas; el carácter de los lacedemonios, leyes más severas. Las leyes son un
mal recurso para cambiar los modos y los usos; es por las recompensas y el
ejemplo que es preciso tratar de llegar a aquello. Por lo tanto es verdad que las
leyes de un pueblo, cuando no se trate de contrariar grosera y directamente sus
costumbres, deben influir insensiblemente sobre ellas, ya sea para afirmarlas, ya
para cambiarlas.

Después de haber profundizado de este modo en la naturaleza y el espíritu de las


leyes en relación con las diferentes especies de países y pueblos, el autor vuelve
a considerar a los Estados en relación unos con otros. Comparándolos entre ellos
de una manera general, primero, no hubiera podido encararlos más que por la
relación con el mal que ellos pueden hacerse; aquí, los examina en relación a las
mutuas seguridades que pueden ofrecerse; esas seguridades están fundadas
principalmente sobre el comercio. Si el espíritu de comercio produce naturalmente
un espíritu de interés opuesto a la sublimidad de las virtudes morales, produce
también un pueblo naturalmente justo, y aleja la ociosidad y el bandidaje. Las
naciones libres, que viven bajo gobiernos moderados, deben librarse de aquéllos
más que las naciones esclavas. Una nación jamás debe excluir de su comercio a
otra nación, sin razones muy poderosas. Por lo demás, la libertad en este género
no es una facultad absoluta acordada a los negociantes de hacer lo que ellos
quieren, facultad que muchas veces les sería perjudicial; consiste en dejar actuar
a los comerciantes sólo en favor del comercio. En la monarquía, la nobleza no
debe dedicarse a los negocios, y menos aún, el príncipe. En fin, hay naciones a
las cuales el comercio les es desfavorable: no son aquellas que no tienen
necesidad de nada, sino aquellas que tienen necesidad de todo. Paradoja que el
autor hace sensible con el ejemplo de Polonia, a la que le falta de todo, excepto el
trigo, y que, mediante el comercio que hace de él, priva a los ciudadanos de su
alimento para satisfacer el lujo de los señores. Al tratar de las leyes exigidas por el
comercio, se hace la historia en diferentes revoluciones; y esta parte de su libro no
es ni la menos interesante ni la menos curiosa. Compara el empobrecimiento de
España por el descubrimiento de América con la suerte de ese príncipe imbécil de
la fábula, a punto de morir de hambre por haber pedido a los dioses que todo lo
que él tocara se convirtiera en oro. Siendo el uso de la moneda una porción
considerable del objeto del comercio y su instrumento principal, creyó en
consecuencia que debía tratar de las operaciones de la moneda, del cambio, del
pago de las deudas públicas, del préstamo a interés, de los cuales, las leyes y los
limites, y que en ninguna parte confunde con los excesos, tan justamente
condenados, de la usura.

La población y el número de habitantes tienen una relación inmediata con el


comercio; y teniendo los matrimonios por objeto la población, se profundiza en
esta importante materia. Lo que más favorece la propagación es la continencia
pública: la experiencia prueba que las uniones ilícitas contribuyen poco a ella, y
aun la perjudican. Se ha establecido, para los matrimonios, con justicia, el
consentimiento de los padres; no obstante, deben introducirse en ese asunto
ciertas restricciones, pues la ley debe, en general, favorecer los matrimonios. La
ley que prohíbe el matrimonio de las madres con los hijos (independientemente de
los preceptos de la religión), es una muy buena ley civil; pues, sin hablar de
muchísimas otras razones, al ser los contrayentes de edad muy diferente, estas
especies de matrimonios raramente pueden tener como objeto la propagación. La
ley que prohíbe el matrimonio del padre con la hija está fundada sobre los mismos
motivos; no obstante (en sentido civil), no es tan indispensablemente necesaria
como la otra respecto de la población, puesto que la virtud de engendrar acaba
mucho más tarde en los hombres: así el uso contrario ha tenido lugar entre ciertos
pueblos que la luz del cristianismo no ha iluminado. Como la naturaleza misma
conduce al matrimonio, es un mal gobierno el que necesite crear estímulos para
ello. La libertad, la seguridad, la moderación de los impuestos, la proscripción del
lujo, son los verdaderos principios y los verdaderos sostenes de la población: no
obstante, es posible, con éxito, hacer leyes para estimular los matrimonios
cuando, a pesar de la corrupción, todavía queden resortes en el pueblo que lo
liguen a su patria. No hubo nada más hermoso que las leyes de Augusto para
favorecer la propagación de la especie. Por desdicha, hizo esas leyes durante la
decadencia o, más bien, durante la caída de la república; y los ciudadanos,
descorazonados, no podían dejar de ver que sólo echaban esclavos al mundo. Por
eso la ejecución de esas leyes fue más bien débil durante todo el tiempo de los
emperadores paganos. Constantino, finalmente, las abolió al hacerse cristiano,
como si el cristianismo hubiera tenido por finalidad despoblar la sociedad,
aconsejando a un pequeño número la perfección del celibato.

El establecimiento de los hospitales, según el espíritu con que fue hecho, puede
perjudicar a la población, o favorecerla. Puede, y debe asimismo, haber hospitales
en un Estado donde la mayoría de los ciudadanos no tiene más que su trabajo
como sostén, porque este trabajo puede muchas veces ser desafortunado. Pero la
ayuda que brindan esos hospitales no debe ser más que transitoria, para no
favorecer la mendicidad y la haraganería. Es preciso comenzar por hacer rico al
pueblo y edificar enseguida hospitales para las necesidades imprevistas y
urgentes. ¡Desdichados los países en los que la multitud de hospitales y de
monasterios que no son más que hospitales perpetuos hace que todo el mundo
esté cómodo, excepto los que trabajan!

Se ha referido hasta ahora más que a las leyes humanas. Pasando luego a
aquellas de la religión que, en casi todos los Estados, constituyen un objetivo
esencial del gobierno. En todas partes hace el elogio del cristianismo; muestra sus
ventajas y su grandeza; busca hacerlo amar; sostiene que no es imposible, como
lo ha pretendido Bayle, que una sociedad de perfectos cristianos forme un Estado
vigoroso y durable. Pero también ha estimado que le era permitido examinar lo
que las diferentes religiones (humanamente hablando) pueden tener de conforme
o de contrario al genio y a la situación de los pueblos que las profesan. Es desde
este punto de vista que es preciso leer todo lo que ha escrito sobre este asunto, y
que ha sido objeto de tantas discusiones injustas. Sobre todo es sorprendente
que, en un siglo que invoca a tantos a bárbaros, se considere un delito lo que él
dice de la tolerancia; como si se tratara de aprobar una religión más que de
tolerarla; como si, en fin, el Evangelio mismo no hubiera desechado todo otro
medio de expandirla que no fuera la dulzura y la persuasión. Aquellos en quienes
la superstición no ha extinguido aún todo el sentimiento de compasión y de
justicia, no podrán leer, sin ser conmovidos, la amonestación a los inquisidores,
ese odioso tribunal que ultraja la religión aparentando vengarla.

En fin, después de haber tratado en particular de las diferentes especies de leyes


que los hombres pueden tener, no quedaba más que compararlas en conjunto, y
examinarlas en su relación con las cosas sobre las que ellas estatuyen.
Los hombres son gobernados por diferentes especies de leyes: por el derecho
natural, común a cada individuo; por el derecho divino, que es el de la religión; por
el derecho eclesiástico, que es el de la policía de la religión; por el derecho civil,
que es el de los miembros de una misma sociedad; por el derecho político, que es
el del gobierno de esa sociedad; por el derecho de gentes, que es el de las
sociedades, en relación unas con otras. Esos derechos tienen cada uno sus
objetivos diferentes, que es menester cuidarse de confundir. No se debe reglar por
uno lo que pertenece a otro, para no introducir ningún desorden ni injusticia en los
principios que gobiernan a los hombres. Es necesario, en fin, que los principios
que prescriben el género de las leyes, y que determinan su objeto, reinen también
en la manera de componerlas. El espíritu de moderación debe, tanto como sea
posible, dictar todas las disposiciones, aunque aparenten oponérsele. Tal era la
famosa Ley de Solón, por la cual todos los que no tomaban parte en las
sediciones eran declarados infames. Ella prevenía las sediciones, o las
consideraba útiles, forzando a todos los miembros de la república a ocuparse de
sus verdaderos intereses. La del ostracismo mismo era una muy buena ley, pues,
por un lado, honraba al ciudadano que la causaba; y prevenía, por el otro, los
efectos de la ambición. Además, se necesitaba gran cantidad de sufragios, y no se
podía dictar el exilio más que cada cinco años. Con frecuencia, las leyes que
parecen las mismas no tienen ni el mismo motivo ni el mismo efecto ni la misma
equidad; la forma de gobierno, la oportunidad y el genio del pueblo cambian todo.
En fin, el estilo de las leyes debe ser simple y grave. Pueden dispensarse de
alegar razones, porque el motivo se supone que existe en el espíritu del legislador;
pero cuando ellas están motivadas, deben serlo sobre principios evidentes: no
deben parecerse a esa ley que, prohibiendo a los ciegos pleitear, aduce como
razón que no pueden ver los ornamentos del tribunal.

Por ejemplo, para mostrar la aplicación de sus principios, ha elegido dos pueblos
diferentes: uno, el más célebre de la tierra; y el otro, ese cuya historia nos interesa
más: los romanos y los francos. No trata más que una parte de la jurisprudencia
del primero: la que contempla las sucesiones. Respecto de los francos, se explaya
sobre el origen y las evoluciones de sus leyes civiles, y sobre los diferentes usos,
abolidos o subsistentes, que han sido su consecuencia. Se extiende
principalmente sobre las leyes feudales, esa especie de gobierno desconocido de
toda la antigüedad y que lo será acaso para siempre en los siglos futuros, y que ha
tenido tanto de bueno y tanto de malo. Discute sobre todo esas leyes en los
contactos que tienen con el establecimiento y la evolución de la monarquía
francesa. Prueba, contra el señor Abate du Bos, que los francos penetraron
realmente como conquistadores en las Galias; y que no es verdad, como aquel
autor lo pretende, que hayan sido llamados por los pueblos para suceder en los
derechos a los emperadores romanos que los oprimían. Detalle profundo, exacto y
curioso, pero en el cual nos es imposible seguirlo.

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