Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Asignatura
Introducción al Derecho
Docente
Estudiante
30/08/2020 Socorro S.
ESPIRITU DE LAS LEYES
En los diversos Estados, las leyes deben ser adecuadas a su naturaleza, es decir,
a eso que los constituye; y a su principio, es decir, a lo que los sostiene y los hace
obrar. Distinción importante, clave de una infinidad de leyes, y de la cual el autor
extrae valiosas consecuencias.
Las leyes que elabora el legislador deben estar conformes con el principio de cada
gobierno. En la república deben mantener la igualdad y la austeridad; en la
monarquía, deben apoyar la nobleza, sin sacrificar al pueblo. Bajo el gobierno
despótico, reducen a todas las clases por igual al silencio. No puede reprocharse
aquí́ al señor de Montesquieu haber señalado a los soberanos los principios del
poder arbitrario, cuyo solo nombre es tan odioso a los príncipes justos, y, con
mayor razón aún, al ciudadano sabio y virtuoso. Es ya colaborar para abatirlo el
hecho de exponer lo que es preciso hacer para conservarlo; la perfección de ese
gobierno es la ruina; y el código exacto de la tiranía, tal como el autor lo presenta,
es al mismo tiempo la sátira y el látigo más formidable contra los tiranos.
Respecto de los demás gobiernos, cada uno de ellos tiene sus ventajas: el
republicano es más apropiado para los pequeños Estados, el monárquico, para los
más grandes; el republicano es más cuidadoso en los excesos, el monárquico se
inclina más hacia los abusos; el republicano aporta más madurez en la ejecución
de las leyes, el monárquico, más diligencia.
Se puede estar obligado, en ocasiones, a modificar las leyes del pueblo vencido;
pero nada puede obligarlo jamás a abandonar sus costumbres. El medio más
seguro de conservar una conquista es el de situar, si es posible, al pueblo vencido
al nivel del pueblo conquistador, de acordarle los mismos derechos y los mismos
privilegios: así es como acostumbraron hacer casi siempre los romanos; así es
como se comportó César con los galos.
Hasta aquí, considerando cada forma de gobierno, tanto en sí misma como en su
relación con las demás, no hemos tenido en cuenta ni a lo que debe serles común
a las circunstancias particulares extraídas, o de la naturaleza del país o del genio
de los pueblos: es esto lo que es preciso desarrollar ahora.
La ley común de todos los gobiernos, al menos de los gobiernos moderados, y por
consecuencia justos, es la libertad política de la cual cada ciudadano debe gozar.
Esta libertad no es la licencia absurda de hacer lo que se quiere, sino el poder
hacer todo lo que las leyes permiten. Puede ser tratada, o en sus vínculos con su
organización, o en su relación con el ciudadano.
La magnitud de los impuestos debe estar en proporción directa con la libertad. Así,
en las democracias, pueden ser mayores que en otras partes, sin ser onerosos;
porque cada ciudadano los mira como un tributo que él se paga a sí mismo, y que
asegura la tranquilidad y la fuerza de cada miembro. Por otra parte, en un Estado
democrático, es más difícil el empleo infiel de los dineros públicos, porque es más
fácil de conocerse y de castigarse; el depositario debe rendir cuenta, por así
decirlo, al primer ciudadano que se la exige.
El gobierno puede corregir entonces los efectos del clima; y esto basta para poner
el espíritu de las leyes a cubierto del muy injusto reproche que se le ha hecho:
atribuir todo al frío y al calor. Pues, aparte de que el calor y el frío no son las
únicas cosas por las cuales pueden diferenciarse los climas, sería tan absurdo
negar ciertos efectos del clima como querer atribuirles todo.
Respecto de las leyes relativas a la naturaleza del terreno, está claro que la
democracia conviene más que la monarquía a los países estériles, en donde la
tierra tiene necesidad de todo el ingenio de los hombres. La libertad es, por lo
demás, en este caso, una especie de resarcimiento del rigor del trabajo. Son
necesarias más leyes para un pueblo agricultor que para un pueblo que cría
ganado; para éste, más que para un pueblo cazador; y para un pueblo que utiliza
la moneda, más que para aquel que la desconoce.
El establecimiento de los hospitales, según el espíritu con que fue hecho, puede
perjudicar a la población, o favorecerla. Puede, y debe asimismo, haber hospitales
en un Estado donde la mayoría de los ciudadanos no tiene más que su trabajo
como sostén, porque este trabajo puede muchas veces ser desafortunado. Pero la
ayuda que brindan esos hospitales no debe ser más que transitoria, para no
favorecer la mendicidad y la haraganería. Es preciso comenzar por hacer rico al
pueblo y edificar enseguida hospitales para las necesidades imprevistas y
urgentes. ¡Desdichados los países en los que la multitud de hospitales y de
monasterios que no son más que hospitales perpetuos hace que todo el mundo
esté cómodo, excepto los que trabajan!
Se ha referido hasta ahora más que a las leyes humanas. Pasando luego a
aquellas de la religión que, en casi todos los Estados, constituyen un objetivo
esencial del gobierno. En todas partes hace el elogio del cristianismo; muestra sus
ventajas y su grandeza; busca hacerlo amar; sostiene que no es imposible, como
lo ha pretendido Bayle, que una sociedad de perfectos cristianos forme un Estado
vigoroso y durable. Pero también ha estimado que le era permitido examinar lo
que las diferentes religiones (humanamente hablando) pueden tener de conforme
o de contrario al genio y a la situación de los pueblos que las profesan. Es desde
este punto de vista que es preciso leer todo lo que ha escrito sobre este asunto, y
que ha sido objeto de tantas discusiones injustas. Sobre todo es sorprendente
que, en un siglo que invoca a tantos a bárbaros, se considere un delito lo que él
dice de la tolerancia; como si se tratara de aprobar una religión más que de
tolerarla; como si, en fin, el Evangelio mismo no hubiera desechado todo otro
medio de expandirla que no fuera la dulzura y la persuasión. Aquellos en quienes
la superstición no ha extinguido aún todo el sentimiento de compasión y de
justicia, no podrán leer, sin ser conmovidos, la amonestación a los inquisidores,
ese odioso tribunal que ultraja la religión aparentando vengarla.
Por ejemplo, para mostrar la aplicación de sus principios, ha elegido dos pueblos
diferentes: uno, el más célebre de la tierra; y el otro, ese cuya historia nos interesa
más: los romanos y los francos. No trata más que una parte de la jurisprudencia
del primero: la que contempla las sucesiones. Respecto de los francos, se explaya
sobre el origen y las evoluciones de sus leyes civiles, y sobre los diferentes usos,
abolidos o subsistentes, que han sido su consecuencia. Se extiende
principalmente sobre las leyes feudales, esa especie de gobierno desconocido de
toda la antigüedad y que lo será acaso para siempre en los siglos futuros, y que ha
tenido tanto de bueno y tanto de malo. Discute sobre todo esas leyes en los
contactos que tienen con el establecimiento y la evolución de la monarquía
francesa. Prueba, contra el señor Abate du Bos, que los francos penetraron
realmente como conquistadores en las Galias; y que no es verdad, como aquel
autor lo pretende, que hayan sido llamados por los pueblos para suceder en los
derechos a los emperadores romanos que los oprimían. Detalle profundo, exacto y
curioso, pero en el cual nos es imposible seguirlo.