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El Libro de Bolsillo

Alianza Editorial
Madrid

m
Titulo original: The Pbilosophy of Rousseau
(Esta traducción (1.* edición 1973) ha sido publicada con autori­
zación de The Qarendon Press, Oxford)
Traductor: Josefina Rubio

© Oxford University Press, 1973


© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1977
Calle Milán, 38; ® 200 00 45
ISBN: 84-206-1631-6
Depósito legal: M. 10.939-1977
Papel fabricado por Torras Hostench, S. A.
Impreso en Qosas-Orcoyen, S. L. Martínez Paje, 3. Madrid-29
Printed in Spain
Introducción biográfica

Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra el 28 de


junio de 1712. Al fallecer su madre pocos días después
de su nacimiento, J. J. Rousseau permaneció durante cier­
to tiempo bajo la custodia de un padre inestable, un arte­
sano relojero que, si bien no le dio una educación siste­
mática, le ensenó a leer por medio de las novelas senti­
mentales del siglo x v ii y de Las Vidas de Plutarco, obras
que representaban los dos ideales —el romántico y el
heroico— que ocuparían un lugar primordial a lo largo
de su vida. A la edad de diez años fue confiado a un
clérigo rural, M. Lambercier, y a su hermana, y tres afios
más tarde trabajó como aprendiz con un grabador, quien
le trató con tanta brutalidad que en 1728 decidió aban­
donar Ginebra para buscar fortuna en el mundo. Su pri­
mer paso fue convertirse en católico romano, decisión que
fue reforzada por la influencia de Mme. de Warens, otra
conversa a la que había acudido enviado por las autori­
dades eclesiásticas; la dependencia emocional de Rous­
seau respecto de esta mujer tendría una significación
psicológica decisiva durante el resto de su vida. Tras
abjurar formalmente del protestantismo en el hospicio
de los catecúmenos en Turín, trabajó durante cierto tiem­
po como criado en dicha ciudad; perdió su puesto al ser
acusado de robar una cinta, y aunque era el verdadero
culpable, trató de responsabilizar a una criada, Marión,
que fue despedida al mismo tiempo que él. Fue este un
incidente del que se sintió culpable durante toda su vida.
Regresó junto a Mme. de Warens en Annecy en 1728.
Sus protectores eclesiásticos, al no considerarle dotado
para el sacerdocio, le dieron cierta instrucción como mú­
sico. Durante algún tiempo viajó sin rumbo fijo, hasta
que en 1731 volvió a encontrarse con Mme. Warens, que
entonces residía en Chambéry. Pocos años más tarde,
cuando vivía recluido en el campo en otra de las propie­
dades de Mme. de Warens, «Les charmettes», se propuso
educarse a sí mismo por medio de un período de estudio
intenso. A una experiencia breve y sin éxito como pro­
fesor privado en Lyon en 1740, le sucedió un vano inten­
to de persuadir a la academia de Ciencias de París para
que aceptara un nuevo sistema de notación musical. Sin
embargo, su estancia en París tuvo como resultado su
presentación a una serie de personajes importantes, entre
ellos Mme. Dupin y su yerno M. de Francueil. En 1743
fue designado secretario de M. de Montaigu, embajador
francés en Venecia, pero disputaron al poco tiempo y
Rousseau fue despedido; regresó a París en 1774, donde
trabó amistad con escritores e intelectuales como Dide-
rot y D’Alembert, los editores de la Enciclopedia, a la
que posteriormente sería invitado a contribuir con artícu­
los musicales y con un importante artículo sobre la «Eco­
nomía Política». Un decisivo acontecimiento personal en
este período fue su relación con una criada analfabeta
llamada Thérése Lavasseur; Thérése le dio cinco hijos
ilegítimos, que fueron sin excepción enviados a un orfa­
nato. Posteriormente Rousseau se sintió atormentado
por sentimientos de culpabilidad (cuyas profundas im­
plicaciones nunca fueron plenamente reconocidas) debido
a su comportamiento en este asunto.
Su primera obra literaria fue el Discours sur les scien-
ces et les Arts, que, tras ser premiada por la Academia
de Dijon en 1749, fue publicada en 1750; era un ataque
directo contra los valores culturales y sociales de la épo­
ca en nombre de la verdad y de la virtud sencilla. Para­
dójicamente, este ataque a la sociedad contemporánea fue
inmediatamente seguido por el primer éxito auténtico
de Rousseau con la representación de su ópera Le Devin
du village ante Luis XV en Fontainebleau; pero su nega­
tiva a ser presentado al rey le privó de cualquier oportu­
nidad de obtener favores y apoyo financiero. Rousseau,
al tiempo que desarrollaba una actitud progresivamente
hostil hacia su medio parisino, ponía sus miras una vez
más en su Ginebra nativa. En 1754 hizo un viaje a esta
ciudad y fue readmitido al protestantismo, hecho que,
como él mismo admitió, tenía un significado más perso­
nal y social que verdaderamente religioso, ya que se
había ido alejando gradualmente de cualquier forma de
ortodoxia cristiana. El Discours sur l’origine de l’inégdité,
publicado en 1755, significó una evolución importante
de su pensamiento, ya que, partiendo de la condición
primitiva del hombre, pretendía trazar su evolución sub­
siguiente y la caída final en la depravación y corrupción.
Al sentirse cada vez más desgraciado en París, Rousseau
decidió «reformar» su vida y renunciar a los placeres
de la sociedad; en consecuencia, aceptó la invitación de
una amiga, Mme. d’Epinay, para vivir en una pequeña
casa de campo llamada « L ’Hermitage», en Montmorency.
A este traslado le sucedió un período de gran actividad
literaria y la elaboración de sus principales obras. En
1758 prosiguió su crítica de la sociedad contemporánea
con su Lettre h M. d’Alembert sur les spectacles, en la
que repudiaba enfáticamente la sugerencia hecha .por
d'Alembert en su artículo de la Enciclopedia sobre «Ge-
néve» (Ginebra), para establecer un teatro en esta ciu­
dad. Rousseau consideraba esta propuesta como una seria
amenaza a la moral de sus conciudadanos, y ligó su de­
fensa de Ginebra con un furibundo ataque al teatro en
general. Los recuerdos personales, los sueños y las frus­
traciones de Rousseau fueron los causantes de la inicia­
ción de su novela La nouvelle Héloise (1761), que ini­
cialmente era una historia de amor, pero pronto se
transformó en una obra que versaba sobre cuestiones de
moral y religión. Al año siguiente apareció una de sus
obras didácticas más importantes, Emile ou de l'Educa-
tion, que no era un simple manual educativo, sino una
exposición detallada de la concepción de Rousseau sobre
la naturaleza humana; se basaba en el presupuesto de
la bondad natural del hombre y pretendía demostrar
cómo la corrupción moral se había gestado en la influen­
cia perniciosa de la sociedad contemporánea. Dado que
no podía existir una educación completa sin una adecuada
comprensión de los valores espirituales, Rousseau incluyó
en esta obra una declaración de sus creencias religiosas
bajo la forma de la Profession de foi du viente savoyard,
que, por ser una defensa de la religión natural, fue la
principal responsable de la condena del libro por las
autoridades religiosas y por el Parlamento de París. Pues­
to que Rousseau creía que el individuo debía en última
instancia asumir su puesto en la sociedad, publicó en
el mismo año (1762) una exposición sistemática de sus
ideas políticas, Du Contrat Social, que era simplemente
parte de una obra proyectada, pero no concluida, sobre
las instituciones políticas. El Contrato Socid es un trata­
do sobre los derechos políticos, y no un debate sobre los
gobiernos existentes, y pretende enfrentarse con el difícil
problema de mantener la libertad en una sociedad que
sea a la vez justa y humana.
En este período se produjo un deterioro acelerado de
las relaciones de Rousseau con los enciclopedistas, y es­
pecialmente con Diderot; sin duda, estas dificultades fue­
ron agravadas por divergencias temperamentales, así co­
mo por cuestiones de principio. La condena del Emilio
en 1762 le obligó a huir de Francia, no sólo para escapar
de una detención, sino también para evitar comprometer
a amigos influyentes que habían colaborado en la publi­
cación de la obra. El rey de Prusia le ofreció asilo, y
le permitió establecerse en Mdtiers-Travers, en el prin­
cipado de Neuchatel. En el transcurso del siguiente año,
Rousseau escribió una rotunda réplica a la condena del
Emilio por el arzobispo de París, en la forma de una
Lettre i M. de Beaumont, que es un complemento valioso
a la presentación más formal de sus creencias religiosas
en la Profession de foi. Las autoridades de Ginebra, pro­
gresivamente enfrentadas a sus ideas religiosas y políticas,
acabaron por condenar tanto el Emilio como el Contrato
Social. Hecho que incitó a Rousseau a escribir otra obra
polémica, las Lettres écrites de la montagne, en las que
criticaba la actitud política y religiosa de Ginebra. La
hostilidad local le hizo sentirse cada vez más inseguro en
Mdtiers-Travers, y después de que su casa fuera apedrea­
da en 1765 se marchó a la isla de Saint-Pierre, donde
se sentía plenamente feliz; pero al negársele la autoriza­
ción para residir allí, aceptó la invitación del filósofo
David Hume para instalarse en Inglaterra. Tras una bre­
ve estancia en Chiswick en 1766, Rousseau se trasladó
a una casa más amplia en Staffordshire. Desgraciada­
mente las tensiones, que ya estaban presentes en la
época de su disputa con Diderot, se habían exacerbado
gravemente por la persecución oficial a que estaba some­
tido, y comenzaron a asumir una forma más intensa e
irracional que acabó llevándole a un enfrentamiento con
Hume, a quien acusó, injustificadamente, de pretender
difamarle. Incapaz de mantener esta tensión por más
tiempo, Rousseau huyó, preso de pánico, de Inglaterra
y regresó a Francia en 1767, donde siguió llevando una
vida inestable, atormentado por la idea de una persecu­
ción universal. Se casó con Thér&se Levasseur en Bour-
goin en 1768. Finalmente, en 1770, se estableció en Pa­
rís, donde permaneció hasta mayo de 1778; en esta
fecha se trasladó a la propiedad del marqués de Girardin
en Ermenonville; y allí falleció súbitamente de apoplejía
el 2 de julio de 1778.
Durante estos últimos años, la principal actividad lite­
raria de Rousseau fue la elaboración de una serie de
escritos autobiográficos: las Confesiones, a las que de­
dicó un tiempo considerable durante su estancia en
Inglaterra, y que acabó a su regreso a Francia; los ex­
traños diálogos conocidos como Rousseau juge de jean-
jacques que, a pesar de su (recuente tono histérico y de
su contenido patológico, cuentan con algunas páginas
brillantes; y la última obra, magnífica pero inacabada,
Réveries du Promeneur solitaire. Con estas obras, Rous­
seau inaugura una forma literaria personal y lírica que
tendría notable influencia debido a su tono poético y a su
continuo esfuerzo de auto-análisis. La elaboración de
estos escritos personales fue interrumpida únicamente
por el encargo de elaborar las constituciones para Córce­
ga y Polonia: la primera no pasó de ser un breve Pro­
yecto, pero la segunda, Sur le gouvernement de Polog-
ne, tuvo mayor envergadura; tanto una como otra son
ejemplos significativos de los esfuerzos de Rousseau por
aplicar sus ideas políticas generales a situaciones con­
cretas.
Las principales obras de Rousseau son las siguientes:

1750 Discours sur les sciences et les arts (escrita


en 1749). [Discurso sobre las ciencias y las
artes].
1752 Le Devin du village (ópera). [El adivino de la
aldea]. Narcisse [Narciso], (Obra teatral.)
1753 Lettre sur la musique frangaise (escrita en
1752). [Carta sobre la música francesa].
1755 Discours sur l'origiae de l’inégalité. [Discurso
sobre el origen de la desigualdad]. Économie
politique [Economía política]. (Artículo de la
Enciclopedia).
1756 Lettre sur la Providence [Carta sobre la Pro­
videncia]. (Respuesta al Poime sur le désastre
de Lisbonne, de Voltaire).
1758 Lettre a D’AIembert sur les spectacles [Carta
a D ’Alembert sobre los espectáculos].
1761 La Nouvelle Héloise [La Nueva Eloísa].
1762 Redacción de cuatro cartas autobiográficas a
Malesherbes (enero). Entile [Emilio]. Contrat
social [El Contrato Social]. Lettre ¿ Christo-
phe de Beaumont [Carta a Cristóbal de Beau-
mont], (Respuesta a la prohibición del Emilio
por el Arzobispo).
1764 Lettres écrites de la montagne [Cartas escritas
desde la montaña]. (Respuesta a las Cartas
escritas desde el campo, de J. R. Tronchini).
1765 Redacción del Projet de constitution pour la
Corsé. [Proyecto de Constitución para Cór­
cega],
1766 Redacción de la primera parte de las Con­
fesiones.
1767 Dictionnaire de musique. [Diccionario de Mú­
sica],
1771-2 Redacción de las Considérations sur le gouver-
nement de Pologne. [Consideraciones sobre el
Gobierno de Polonia],
1772-6 Redacción de Dialogue: Rousseau juge de Jean-
jacques. [Diálogos: Rousseau, juez de Jean
Jacques],
1776-8 Redacción de Les Réveries du promeneur sóli­
ta iré. [Ensueños de un paseante solitario].
Cuando en los últimos años de su vida Rousseau revi­
só el conjunto de su obra, insistió en su unidad esencial:
pretendía haber elaborado «un sistema interconectado»
que «podía no ser cierto», que incluso podía ser «falso»,
pero que «no era en modo alguno contradictorio»1
(1.930). Explicó la unidad de su pensamiento a partir
del propósito común que lo inspiraba: el desarrollo de
«una doctrina que, siendo a la vez sana y simple, y sin
hacer concesiones al epicureismo y a la hipocresía, sólo
estaba orientada hacia la felicidad del género humano».
En su última obra se refiere a sus ideas como «un cuerpo
de doctrina tan sólido, tan bien interconec:ado, y elabo­
rado con tanta meditación y cuidado» que era mucho
más convincente que cualquier otro sistema filosófico;
sus opiniones expresaban «formas de sentir y de ver que
le diferenciaban de todos los escritores de su época y
de la mayoría de los que le habían precedido» (1.933).
Al arzobispo de París le expuso lo siguiente: «He escrito
sobre distintos temas, pero siempre con los mismos prin­
cipios: siempre con la misma moral, las mismas creen­
cias, las mismas máximas y, si usted quiere, las mismas
opiniones» (IV.928).
Al mismo tiempo, Rousseau mantenía una actitud igual­
mente inexorable en su negativa de considerarse un «fi­
lósofo». «No soy un gran filósofo — declaró en la Pro­
fesión de fe— y no me preocupa serlo. Pero a veces
tengo sentido común y siempre amo la verdad» (IV.565).
Al arzobispo de París, que le había acusado de no ser
un filósofo, le respondió: « ¡De acuerdo! Jamás aspiré
a ese título, al que reconozco que no tengo ningún dere­
cho; y desde luego no renuncio a él por modestia»
(IV.I004). No sin cierto tono irónico, se describió a sí
mismo ante Voltaire como «un amigo de la verdad que
habla a un filósofo». Y a otra persona, con quien man­
tenía correspondencia, le escribió: «Jamás he aspirado
a ser un filósofo; jamás he pretendido serlo; no lo he
sido, no lo soy y no quiero convertirme en ello» 2. Si
elaboró finalmente un «sistema de ideas», fue en su condi­
ción de «hombre simple y sincero», no como un pensador
profesional.
Rousseau no negaba que cualquier pensador, con in­
dependencia de su actitud personal, necesitaba imponer
cierta disciplina a su pensamiento y adoptar un método
determinado en la exposición de sus ideas. Señaló esto
en relación a sus propias obras que, según afirmaba, ha­
bían sido malinterpretadas porque los lectores no las
habían leído «en un orden determinado». Sin embargo,
el verdadero significado de ese orden, y los distintos apar­
tados (crítica social, moral, religión y filosofía política)
en que dividía la exposición de sus ideas, seguían depen­
diendo de una adecuada comprensión de los principios
fundamentales que inspiraban al conjunto.
Estos principios básicos no podían establecerse por un
simple método intelectual. La crítica de Rousseau a
otros filósofos estaba ligada a la cuestión de la actitud
personal del pensador. Mientras que, en su opinión, és­
tos buscaban ideas susceptibles de ser enseñadas a otros,
Rousseau aspiraba a una filosofía que fuera verdadera­
mente propia; su pensamiento se había centrado exdu-
sivamente en descubrir «el verdadero fin de su vida»
(1.1013). Consideraba que sus esfuerzos intelectuales
representaban «la búsqueda más ardiente y sincera que
probablemente haya sido realizada por cualquier mortal»
(1.1017). Esta preocupación por la sinceridad le llevó a
buscar «los principios fundamentales aceptados por mi
razón, confirmados por mi corazón, y que llevan el sello
del asentimiento interior en el silencio de las pasiones»
(1.1018). En cualquier caso, en opinión de Rousseau,
esta estrecha relación entre la verdad filosófica y la sin­
ceridad personal, no conducía a la elaboración de una
concepción meramente subjetiva; creía que únicamente
un pensador sincero era capaz de alcanzar la verdad, y
que el origen personal del pensamiento era una garantía
de su validez objetiva.
Igualmente importante era la necesidad de que el pen­
sador reconociera que las cuestiones filosóficas no se
pueden separar de la consideración del ser humano en
su totalidad. La comprensión racional, aunque impor­
tante, dependía de algo más profundo que el simple inte­
lecto, de una determinación interior que elegía y amaba
la verdad, en lugar de tratar simplemente de conocerla.
La búsqueda de la verdad limitada exclusivamente a la
actividad intelectual estaba abocada al fracaso, ya que
no comprometía la existencia total del pensador; única­
mente cuando éste penetraba en las profundidades de su
ser, podía comprender los principios «grabados en el
corazón humano con caracteres indelebles» (1.1021). El
pensador, por medio de la comprensión de su propio ser
sustancial, llegaría a comprender la naturaleza humana.
Por tanto, esta actitud personal le permitía asumir los
verdaderos rasgos del ser humano —y no simplemente
los suyos propios— y pasar de esta forma de los senti­
mientos subjetivos al ámbito de los principios univer­
sales.
Puesto que a la filosofía le concernía sobre todo el
problema de la «naturaleza humana», Rousseau creía que
su propia concepción de la función del filósofo era in­
compatible con el carácter abstracto y distante de la
metafísica tradicional. Al condenar «estos abismos de la
metafísica que no tienen ni fondo ni límites» (11.699),
no difería profundamente de aquellos filósofos que se
consideraban también enemigos de la temeraria elabo­
ración de sistemas; no era necesario recordar a los pen­
sadores que ya habían bebido las lecciones del empirismo
de Locke el peligro de ignorar las limitaciones de la
mente humana. Por lo tanto, Rousseau, al igual que sus
contemporáneos, utilizaba el término «metafísico» en un
sentido peyorativo para describir aquellas ideas que están
fuera del alcance de la experiencia humana. El filósofo
que pretendía entender el universo tenía que reconocer
que la «insuficiencia de su mente» era la causa principal
de la confusión intelectual.
Desconocemos las medidas de esta gigantesca máquina, no pode­
mos calcular sus relaciones; ignoramos sus leyes primarias y su
causa final; nos desconocemos a nosotros mismos; no conocemos
ni nuestra naturaleza ni nuestro principio activo; apenas sabemos
si el hombre es un ser simple o compuesto; misterios impenetra­
bles nos rodean por todas panes, y están por encima del ámbito
de los sentidos; creemos contar con la inteligencia para penetrar­
los, pero sólo contamos con la imaginación (IV. 568).

Si bien un pensador podía equivocarse por su desme­


surada ambición intelectual, también debía defenderse
contra el peligro opuesto: perderse en la consideración
de hechos aislados. Como dice Saint Preux en La Nou-
velle Heloise: «cada objeto que sorprende al filósofo es
considerado por él separadamente; y al no poder discer­
nir ni sus conexiones ni sus relaciones con otros objetos
que se encuentran fuera de su alcance, jamás lo sitúa
en su lugar y no siente ni su razón ni sus verdaderos
efectos» (II.245-6). Si el interés por lo absoluto tiene
grandes probabilidades de llevar al filósofo inconsciente
más allá de los confines del conocimiento asequible, es
igualmente probable que su exclusivo interés por hechos
particulares le lleve a olvidar la necesidad de establecer
principios rectores. Rousseau consideraba que los filó­
sofos contemporáneos habían evitado los peligros de la
metafísica abstracta únicamente a costa de caer en la
trampa de un empirismo superficial, limitado a la explo­
ración de «sensaciones» y susceptible de acabar en un
materialismo destructor del alma. Por lo tanto, la filo­
sofía no podía sustentarse sobre la especulación abstrac­
ta o sobre un método experimental limitado. Como ve­
remos, Rousseau estaba sin duda dispuesto a reconocer
la importancia de los hechos — fueran éstos históricos,
físicos o psicológicos— pero, en su opinión, no podían
tener existencia propia, sino que tenían que ser inter­
pretados a la luz de los principios fundamentales des­
cubiertos por un sincero esfuerzo personal.
Rousseau encuentra un ejemplo especialmente ilustra­
tivo de esta negligencia de los principios fundamentales
en la preocupación de tantos pensadores contemporáneos
por la «sutileza» —otro término que casi invariable­
mente emplea con un sentido peyorativo— . Su insisten­
cia sobre este punto es especialmente significativa, ya
que está relacionada con una crítica psicológica, y no
sólo filosófica, de la metafísica tradicional. Por «sutile­
za» Rousseau entiende normalmente falsedad y una ce­
rrazón mental voluntaria; la elaboración de diferencia­
ciones super-refinadas indica el rechazo del pensador a
enfrentarse con la necesidad de establecer principios bási­
cos. Los filósofos no encuentran la verdad porque no quie­
ren encontrarla; prefieren convertir la actividad intelec­
tual en una expresión de sus propios sentimientos egoístas
o perversos. «Aunque los filósofos estuvieran en condición
de descubrir la verdad, ¿cuál de ellos — se pregunta el cu­
ra savoyardo— estará interesado en hacerlo? Cada uno sa­
be que su sistema no está mejor fundamentado que el del
resto; pero lo sustenta porque es suyo... ¿Dónde se en­
cuentra el filósofo, que en el fondo de su corazón, tenga
otro propósito que el de destacar?... Lo fundamental es
pensar distinto de los demás» (IV.569). Lo que pasa por
ser filosofía es poco más que la reflexión inspirada por
el orgullo y la vanidad. Esta era una cuestión sobre la
que Rousseau insistió desde su primer Discours. Creía
que la búsqueda de un sistema filosófico estaba viciada
desde sus orígenes: el propósito de la mayoría de los
pensadores era simplemente diferenciarse de los demás
y elaborar un sistema que fuera reconocido como propio,
mientras su verdad o falsedad era una cuestión de escasa
importancia. Por ello, la sutileza intelectual era una ma­
nifestación de la perversidad humana.
Rousseau cree que la consecuencia general de esta con­
fusión y perversión de la actividad filosófica es producir
una aguda contradicción entre la apariencia y la realidad.
Indudablemente, la filosofía comparte en este aspecto
uno de los rasgos más llamativos de la vida contemporá­
nea, pero se trata de una cuestión especialmente grave
si se tiene presente la gran estima de que son objeto
los filósofos por tanta gente mal orientada. Las mismas
personas a quienes acuden las gentes poco instruidas
para ilustrarse son precisamente aquellas que, casi se­
guro, las inducirán a error y confusión. Tal vez una de
las causas principales de esta falsa actitud filosófica, que
confunde la apariencia con la realidad, es la costumbre
del pensador de alucinarse a sí misipo —y a otros—
con palabras. De nuevo, en este terreno, la filosofía tam­
bién está aquejada de un defecto muy extendido que
afecta a todos los aspectos de la vida social moderna.
Por ejemplo, en su examen del ambiente parisino, Saint
Preux señala repetidas veces el predominio de la «pala­
brería» y la «jerga» en todas las manifestaciones de la
actividad social. Sin embargo, en el caso de la filosofía,
este abuso del idioma es especialmente grave, porque
puede con mucha facilidad conducir al pensador al error
de creer que está afirmando la verdad cuando está sim­
plemente razonando. ¡Con qué facilidad es engañada la
gente por esta «falsa ostentación que sólo consiste en
discursos vanos» y «esa filosofía inútil que sólo produce
charlatanes»! (11.220,263 c). Incluso las creencias reli-
liosas pueden no ser más que «una jerga sin ideas, con
! a que la gente satisface todo menos la razón». Las gran­
diosas exigencias de la metafísica propician en gTan me­
dida esta sustitución de la verdad por palabras huecas.
«Las verdades generales y abstractas son la fuente de
los mayores errores humanos; la jerga metafísica jamás
ha descubierto una sola verdad y ha llenado la filosofía
de absurdos, de los que la gente se avergüenza tan pronto
se les despoja de sus grandes palabras» (IV.577).
En lugar de perderse en la vana abstracción metafísica
o en un número desconcertante de hechos aislados, el
pensador tiene que partir de verdades percibidas intuiti­
vamente en el fondo de su ser. Esto es lo que el propio
Rousseau se vio forzado a hacer: «¿de dónde ha extraído
su modelo —pregunta en una de sus últimas obras—
el pintor y apologista de la naturaleza, tan desfigurado
y calumniado actualmente, si no es de su propio cora­
zón?» (1.936). Una vez descubiertos estos principios, el
pensador puede desarrollarlos por medio del razonamien­
to lógico y extraer de ellos ciertas conclusiones; pero
ante todo tiene que «recogerse en sí mismo» y «circuns­
cribir su existencia».

Comencemos por ser de nuevo nosotros mismos, por encontrarnos


en nosotros mismos, por circunscribir nuestra alma dentro de los
propios límites que la Naturaleza ha dado a nuestro ser; comen­
cemos, en una palabra, por reagrupamos donde nos encontramos,
con el fin de que al buscar el conocimiento de nosotros mismos,
todo lo que es parte de nosotros se presente al mismo tiempo ante
nosotros (IV. 1112).

La exhortación al pensador a recogerse en sí mismo


también está presente en el final del primer Discours,
donde Rousseau afirma que para conocer las leyes de la
virtud que están «grabadas en cada corazón», basta con
«recogerse en sí mismo y escuchar la voz de la propia
conciencia en el silencio de las pasiones» (111.30). Tan
pronto se logra este proceso de recogimiento interior y
concentración, el pensador se encontrará en situación de
alcanzar la verdad, ya que será capaz de separar «la
idea original del hombre» de todo lo que le es ajeno.
Sin embargo, la insistencia de Rousseau sobre la im­
portancia de esta actitud personal inicial no significa
que estuviera dispuesto a descartar la razón. El mal uso
que hacían de ella los pensadores contemporáneos no
impugna en absoluto su valioso papel en el descubrí-
miento y elaboración de la verdad. Aunque Rousseau
reconoció en sus últimos años que «rara vez había me­
ditado con placer, casi siempre contra su voluntad y
como si estuviera forzado», también admitió que «había
meditado con bastante profundidad» (1.1061). En la
misma obra en que señalaba su necesidad de encontrar
una filosofía personal, afirmó: «La verdad general y
abstracta es el más precioso de todos los bienes; sin ella,
el hombre está ciego; es el ojo de la razón» (1.1026).
Rousseau también se sentía impulsado a afirmar su
creencia en la posibilidad de la verdad racional porque
no se satisfacía con ser un simple escéptico o con vivir
en la duda permanente. A M. de Franquiéres, que había
descubierto que «todas las búsquedas sobre el creador
de las cosas» no abocaban más que «a un estado de
duda», Rousseau le respondió: «No puedo opinar sobre
ese estado, porque jamás fue el mío. En mi infancia
creía a partir de la autoridad, en mi adolescencia a partir
del sentimiento, y en mi madurez a partir de'Ia razón;
ahora creo porque siempre he creído» (IV. 1134). A este
respecto, no se sentía muy distinto de otra gente. «La
duda sobre las cosas que nos importa conocer es un
estado demasiado violento para el espíritu humano; no
lo resiste durante mucho tiempo; y a pesar de sí mismo,
se decide en uno u otro sentido, y prefiere confundirse
a no creer en nada» (IV.568). En consecuencia, Rous­
seau comprendió que no bastaba con criticar los errores
de los otros; también él tenia que hacer un riguroso
esfuerzo constructivo para encontrar la verdad por sí
mismo.
En cualquier caso, si el filósofo no quiere perderse
en vanas especulaciones, es esencial que se concentre en
las verdades que «le interesen» y que «para él sea im­
portante conocer». Es poco probable que Rousseau em­
pleara los términos «interés» e «importancia» en un
sentido únicamente utilitario o pragmático, sino que más
bien pretendía expresar con ellos la idea de un profundo
compromiso personal. Además, el filósofo sincero no
puede quedar satisfecho «adecuando sus ideas en su co­
razón»; también tiene que probar que satisfacen su ra­
zón. Aunque puede prescindir sin problemas de la «vana
sutileza de las razones», tiene que examinar aguda y cri­
ticamente el conocimiento que le «interesa».
Los esfuerzos de Rousseau para relacionar ciertas ver­
dades percibidas intuitivamente con el problema más
complejo de la naturaleza humana y para considerar este
problema dentro del contexto del ser humano en su tota­
lidad le llevaron a plantearse la cuestión del uso de la
razón. Lejos de denigrar la razón, a veces la alabó hasta
tal punto que algunos comentaristas modernos no han
dudado en hablar de su «racionalismo»3. Incluso en una
obra tan profundamente cargada de sentimiento como La
Nouvelle Héloise, la razón aparece descrita como «esta
antorcha divina» que Dios ha dado al hombre para que le
sirva de guía, mientras en la Profession de foi du vicaire
savoyard, Rousseau declara que «todas las ideas sobre la
deidad provienen exclusivamente de la razón» (IV .607).
Su énfasis en la universalidad de la verdad le llevó tam­
bién a alabar los beneficios de la razón, puesto que «la
razón es común a todos nosotros», como afirmó el vica­
rio savoyardo. Sin embargo, queda manifiesto de inme­
diato que la razón del pensador honesto no es la razón
de los pensadores que la emplean principalmente para
elaborar argumentos sutiles y falsos. Rousseau se interesó
por la sainé raison o la raison simple et primitive, que
es uno de los dones humanos más sublimes. En cuanto
tal, la razón no puede tener «otro objetivo que lo que
es bueno» (11.370). Sustentada por los impulsos más
nobles de la personalidad humana permite al hombre dis­
tinguir los principios universales y permanentes de los
«vanos sofismas»; por medio de la razón puede percibir
la verdad «con toda la claridad de la comprensión pri­
mitiva». La razón «original» o «primitiva» se encuentra
asociada frecuentemente en la mente de Rousseau con
la imagen de la luz y con la idea de la simplicidad; la
razón ilumina la verdadera naturaleza de las relaciones
que de otro modo podrían quedar obscurecidas por sen­
timientos vagos o confusos. Sin embargo, una vez más,
es cuestión de retomar un elemento básico de la natu­
raleza humana, de comprenderlo en su auténtica función
y de aceptarlo en toda su simplicidad, claridad y univer­
salidad. En cuanto se examinan las ideas dans le silence
des passions, se descubre que la más común es también
la más simple, la más razonable y la más universal. Siem­
pre que Rousseau inicia una exposición sistemática de
las ideas filosóficas, destaca estas características particu­
lares. Por esta razón tuvo siempre tanta admiración por
el deísta inglés Samuel Clarke, cuyo sistema consideraba
«tan sorprendente, tan luminoso, tan simple, y que ofre­
ce, en mi opinión, menos cosas incomprensibles al espí­
ritu humano que las cuestiones absurdas que encontra­
mos en cualquier otro sistema» (IV.570).
Una causa inmediata de la constante negativa de Rous­
seau a abandonar la razón como instrumento del conoci­
miento es su carácter esencialmente natural. Si «todas las
capacidades humanas auténticas son buenas, serla sin duda
absurdo eliminar desde el comienzo una de las más
notables y eficaces. Además, uno de los mayores servi­
cios de la razón es proteger al hombre contra la tiranía
de sus congéneres ayudándole a separar las verdades
universales, asequibles a su propia introspección, de las
opiniones predominantemente irracionales, impuestas por
la autoridad humana. Como hemos visto, muchas verda­
des están fuera del alcance de la razón, pero ninguna ver­
dad conocida puede oponerse a ella. La razón es, por
ello, una valiosa salvaguarda contra la tiranía, sea ésta
producto de la pasión o de la voluntad humana.
Inevitablemente la razón debe reconocer sus limitacio­
nes así como su poder. En primer lugar, puede demos­
trar la existencia de una realidad, cuya exacta naturaleza
es incapaz de conocer. Tal es el caso de Dios y del alma,
cuya existencia puede demostrarse racionalmente, pero
cuya naturaleza última queda fuera del alcance de la inte­
ligencia humana. Si la razón nos lleva, en algunos casos,
a afirmar la existencia de una realidad que queda fuera
de su alcance, sería una locura total embarcarse en la
exploración metafísica de tal misterio. En segundo lugar,
la razón es sólo un elemento esencial de la personalidad;
no debemos suponer apresuradamente que puede funcio­
nar aislada y ser la instancia final de apelación en todos
los casos de duda. Ciertos tipos de sentimientos, por
ejemplo, pueden ser en algunos casos guías más fiables
hacia la verdad. Aunque necesaria como medio para lo­
grar comprensión y claridad, la razón no puede aportar
los materiales para su propia actividad; es incapaz de
sustentarse sobre sus propias bases. Julia critica dura­
mente los «vanos sofismas de una razón que se apoya
únicamente en sí misma» (11.359). Aislada de otras ca­
pacidades humanas, será estéril e ineficaz. Tal vez fuera
inteligente reconocer a veces la importancia de los im­
pulsos que están fuera del alcance de nuestra reflexión
inmediata. Este parece ser el propósito de la observación
del Vicario: «mi norma de abandonarme a los sentimien­
tos más que a la razón está confirmada por la propia
razón» (IV.573). Por lo tanto, la razón no puede sumi­
nistramos el impulso vital que nos permitirá actuar de
forma decidida en las situaciones críticas.
Por otro lado, los meros sentimientos, por muy nece­
sarios que sean como fuente básica de la acción, no nos
proporcionan una conciencia explícita de su significado
último. Incluso los sentimientos más exaltados deben
tener en cuenta sus consecuencias prácticas sobre el com­
portamiento, mientras que en algunos casos el corazón
puede dejarse llevar por pasiones caprichosas. En otras
palabras, los sentimientos deben ser «cultivados» para
ofrecernos la «verdad de las cosas», y la razón debe jugar
un papel importante en este proceso educativo. Si los
sentimientos nos permiten amar aquello que es bueno,
únicamente la razón nos permite conocerlo. Aislada del
resto de las capacidades humanas, la razón caerá inevita­
blemente en el error, pero tan pronto como esté relacio­
nada adecuadamente con las necesidades fundamentales
del ser su actividad será innegablemente beneficiosa.
Una ventaja peculiar de la razón consiste en que nos
permite percibir las relaciones significativas que mante­
nemos con nuestro entorno; gracias a ella podemos orga­
nizar nuestra vida interna y su relación con el mundo
exterior. «La razón es la facultad de ordenar todas las
facultades de nuestra alma de acuerdo con la naturaleza
de las cosas y con sus relaciones con nosotros» (IV .1010).
En este sentido es más fundamental que el simple razo­
namiento, que, como Rousseau explica a continuación,
no nos ayuda a conocer «las verdades primitivas», sino
que es «el arte de comparar verdades conocidas con el
fin de elaborar, a partir de ellas, otras verdades que uno
no conoce». En opinión de Rousseau, la razón tiene, por
ello, una cualidad activa que se le niega a la mera «sen­
sación»; nos permite pasar de las «imágenes», que son
simplemente los correlatos mentales de los objetos de los
sentidos, al terreno de las «ideas», que son «las nociones
de los objetos, determinadas por sus relaciones» (IV.344).
Así, cuando imaginamos algo, estamos únicamente viendo
—es decir, registramos pasivamente las impresiones de
los sentidos— , mientras el pensamiento comprende per­
cepciones e ideas que son consecuencia de un proceso
activo de comparación. Sin embargo, el mismo hecho de
que la razón sea indispensable en el proceso de compa­
ración significa que no funciona aislada de los demás
elementos de la experiencia humana, ya que es «por así
decirlo, sólo una combinación de todas las demás faculta­
des humanas» —una combinación que se desarrolla tarde
y no adquiere todo su significado hasta que el hombre
ha alcanzado determinado grado de madurez. La mani­
festación particular de la razón dependerá, evidentemente,
de la etapa específica del desarrollo humano en que esté
operando: bien sea, por ejemplo, el razonamiento rudi­
mentario del niño, o la especulación abstracta del adulto
plenamente desarrollado.
La concepción de Rousseau sobre la razón, en la me­
dida en que es parte integrante de su enfoque general
de la filosofía, confirma claramente su creencia de que es
imposible separar los temas específicamente filosóficos
del problema general de la naturaleza humana y de los
principios básicos que rigen cualquier experiencia autén­
tica. En efecto, una limitación excesiva de la perspectiva
intelectual podrá dar lugar a una falsa concepción de los
problemas filosóficos al desligarlos del contexto humano
más amplio al que pertenecen. No es una parte despre­
ciable de la tarea del filósofo restaurar la unidad del ser
humano «original» y descubrirle tal como es, y no simple­
mente como se manifiesta. Esto significa que la cohe­
rencia intelectual no es por si sola un criterio adecuado
para probar la validez de un sistema filosófico. Por muy
bien hilada que esté, la red conceptual no puede abarcar
todo el contenido, rico y abundante, aunque a menudo
elusivo, de la experiencia humana. La parcelación del
conocimiento en temas diferenciados, aunque de utilidad
práctica obvia como forma de organizar el pensamiento
sobre el hombre y el mundo, es un proceso artificial que
debe en última instancia subordinarse a la consideración
de la experiencia en su conjunto. La filosofía carece de
valor en sí misma, excepto en su carácter de reflexión
sistemática sobre distintos aspectos de la naturaleza hu­
mana y de su relación con el mundo; siempre debe estar
subordinada y guiada por la realidad que aspira a com­
prender.
Sin embargo, el hecho de que cualquier indagación
filosófica profunda deba comenzar, en opinión de Rous­
seau, con una decisión personal de amar la verdad y
aspirar a alcanzarla, refleja la grave dificultad con que
se enfrenta el pensador moderno: la corrupción de la
razón, a través de la influencia de la corrupción todavía
mayor de la civilización en su conjunto, dificulta extre­
madamente la distinción entre verdad y falsedad, entre
los rasgos auténticos y originales de la existencia humana
y los que sólo son artificiales y accidentales. Dado que
todos los valores — morales, espirituales e intelectuales—
han sido pervertidos por el proceso social, el pensador
auténtico no tiene un punto de referencia fuera de sí
mismo. Al mismo tiempo, tiene pocas esperanzas de
comunicar sus ideas a un mundo que es incapaz de com­
prenderlas. Antes de intentar proclamar la verdad, tiene
que señalar la fuente de error y hacer que sus contempo­
ráneos tomen conciencia de todo el alcance de su corrup­
ción. Es ésta la razón por la que el mismo Rousseau
divide su obra en dos partes: los escritos críticos de la
primera ¿poca, que pretenden llamar la atención sobre
los males de la vida moderna, y los escritos constructivos
posteriores, que proponen un remedio eficaz.
En sus primeros escritos, se dedica principalmente a destruir el
prestigio falso que suscita una admiración estúpida hada los ins­
trumentos de nuestras desgracias, y a corregir esta estimación falsa
que nos lleva a honrar talentos perniciosos y a despreciar valiosas
virtudes. Constantemente, nos hace ver que la raza humana era
mejor, más sabia y más feliz en su constitución primitiva, y se
convierte en ciega, miserable y perversa a medida que se aleja
de aquel estado. Su propósito es corregir el error de nuestros jui­
cios para posponer el avance de nuestros vicios, y mostramos que
allí donde buscamos la gloria y el brillo, no encontramos de hedió
más que errores y miserias (I. 934-5).

En cualquier caso, el simple rechazo crítico del pre­


sente no es suficiente; y tampoco es posible regresar a
la felicidad del pasado. «La naturaleza humana no retro­
cede y no se puede remontar a las ¿pocas de inocencia e
igualdad una vez que se han abandonado» (1 .935). Por
ello, la exposición crítica de los males contemporáneos
tiene que verse completada por algunas sugerencias cons­
tructivas para remediarlos. No basta con reducir la tasa de
corrupción, sino que también es necesario, si resulta posi­
ble, enseñar el camino de la felicidad, al menos a aquellas
personas y naciones —y tal vez no haya muchas— que
todavía sean capaces de percibir y seguir la verdad.
2. La crítica de la sociedad

El Discours sur les sciences et les arts de Rousseau,


considerado como argumentación lógica o como demos­
tración histórica, no es especialmente abrumador. Las
afirmaciones de que existe una relación necesaria entre
la corrupción de la vida moral del hombre y el desarrollo
de la cultura, y la declaración de que las antiguas repú­
blicas de Grecia y Roma eran moralmente superiores a
los grandes estados modernos, pueden ser ciertas o fal­
sas, pero sin duda sería necesario para solventar esta
cuestión algo más que el ejercicio en gran medida retó­
rico de Rousseau. Sin embargo, el significado del Discours
no reside en lo que pretende demostrar, sino en lo que
de hecho afirma sobre la situación del hombre en la
sociedad contemporánea; y el método de demostración
de Rousseau es mucho menos importante que su percep­
ción intuitiva de un malestar profundamente arraigado,
imperceptible para la mayoría de sus contemporáneos y
al que él fue sensible por su peculiar personalidad y su
posición de «marginado» que vivía en un medio ajeno.
Los primeros dos Discours, así como la Lettre á d'A-
lembert, incluyen un intento de análisis y una denuncia
de la forma en que la naturaleza humana ha sido corrom­
pida por la influencia de la civilización. En primer lugar,
Rousseau insiste en que la inversión de los valores natu­
rales en la sociedad ha provocado la sustitución de la
«realidad» por la «apariencia». Las circunstancias exter­
nas ya no se corresponden a lo que la gente realmente
es; los comportamiento y hábitos exteriores no reflejan
la «disposición del corazón»; por el contrarío, lo que los
hombres dicen y hacen a menudo representa justamente
lo opuesto de lo que sienten. «El hombre ya no se atreve
a manifestarse tal y como es» (11.250; III.8). «Lo que
realmente es no significa nada para él, lo único que le
importa es lo que parece ser», dice Rousseau del hombre
moderno.
Tan pronto como estuve en situación de observar a los hombres
[dijo Rousseau al arzobispo de París], contemplé sus acciones y
escuché sus palabras; luego, viendo que sus acciones no se co­
rrespondían en lo m is mínimo a sus discursos, busqué la causa
de esta disimilitud, y encontré que para ellos ser y parecer eran
dos cosas tan diferentes como actuar y hablar, y que esta segunda
diferencia era la causa de la primera, y a la vez tenía una causa
que me quedaba por encontrar (IV. 966).

La apariencia no nos muestra lo que es el hombre, sino


que encubre su naturaleza original. El proceso social
refuerza la contradicción entre apariencia y realidad, im­
pidiéndonos el conocimiento del verdadero ser humano.
Rousseau subraya este punto utilizando la imagen de
una máscara. «El hombre de sociedad se cubre completa­
mente bajo una máscara» (IV.515). Además, la situación
se complica porque lo cubierto por la máscara no es la
auténtica naturaleza humana, sino el ser que ha sido
corrompido y desfigurado por el desarrollo social. En el
prefacio al Discours sur l'inégalité, Rousseau compara al
hombre moderno con «la estatua de Glaucos que el tiem­
po, el mar y las tormentas han desfigurado hasta tal
punto que no es tanto un dios como un animal salvaje».
El alma humana ha sufrido una transformación tan pro­
funda que en la actualidad es casi irreconocibleEn los
Dialogues Rousseau combinó estas ideas del encubrimien­
to y la desfiguración en la imagen del moho: se describió
a sí mismo como un escritor cuya primera tarea consistía
en limpiar el moho que encubría y corroía las verdaderas
características humanas.
El resultado general de este encubrimiento y distorsión
de la naturaleza humana es despojar al hombre de la
individualidad, dejándole sin verdadera existencia propia
y reduciéndole a la condición de simple marioneta. Su
personalidad queda sacrificada a la rígida uniformidad
de las convenciones sociales; todo el mundo tiene que
pensar y actuar como los demás y nunca puede ser verda­
deramente él mismo. Así, el hombre se ha alienado de
su propio ser y ha adquirido un ser artificial. Esta falta
de realidad personal significa que «el hombre, al no ser
nunca él mismo, se convierte en un extraño a sí mismo
y se siente desazonado cuando se ve forzado a retraerse
en sí mismo». A diferencia del hombre primitivo auto-
suficiente, que vive en sí mismo, el hombre moderno
vive fuera de sí, y basa su vida en la «opinión» más que
en la «naturaleza», es decir, en lo que otros esperan que
sea más que en lo que él es verdaderamente.
Este mundo de apariencias también resulta engañoso,
porque la máscara de la uniformidad simplemente dis­
fraza los auténticos sentimientos. La benevolencia apa­
rente encubre un tosco egoísmo; esta muestra de benevo­
lencia formal, lejos de indicar consideración hacia los
demás, no es más que un medio para esconder «la ten­
dencia esencial de los hombres a dañarse mutuamente».
El observador perspicaz no quedará decepcionado: al ob­
servar que en la sociedad el hombre «muestra sus pala­
bras y esconde sus acciones», llegará a la conclusión de
que «cuanto más se esconden, mejor se les conoce»
(IV.526). Cualquier persona ajena que desee conocer el
verdadero carácter humano, tendrá simplemente que dar
por sentado que son exactamente lo contrario de lo que
aparentan. Aunque las máscaras cambian constantemente
y los hombres se las ponen y se las quitan «como los
criados su librea», no por ello dejan de servir a los mis­
mos fines egoístas. Rousseau acepta como un retrato vá­
lido de la sociedad moderna la descripción de Hobbes del
hombre como enemigo del hombre; si crítica a su pre­
decesor, es sobre todo por haber atribuido al hombre
natural características emanadas de la vida social.
Esta «básica y falsa uniformidad» que da lugar a que
todos los hombres estén vaciados en el mismo molde,
y «este velo uniforme y pérfido», aunque esconde una
lucha de salvajes por la existencia, es un signo de debili­
dad y no de fuerza, ya que deja al descubierto la inca­
pacidad del ser humano para ser él mismo. Es el hombre
débil, no el fuerte, quien da rienda suelta a sus pasiones
egoístas. El mundo contemporáneo ha perdido tanto la
vitalidad física como «la fuerza y vigor del alma»
(III. 8, 22, 23). Además, cuando se comparan las con­
diciones actuales con las de los tiempos antiguos, se hace
visible que este declive en la fuerza física se debe en gran
medida a una pérdida de fuerza moral. Rousseau señala
el ejemplo del soldado moderno que es tan notoriamente
incapaz de soportar los grandes pesos y durezas de los
legionarios romanos, no sólo a causa de su inferioridad
física, sino debido a su falta de fervor patriótico. A dife­
rencia de los soldados modernos, que luchan exclusiva­
mente por dinero, los soldados romanos no eran merce­
narios o soldados profesionales, sino ciudadanos que,
cuando era necesario, daban sus vidas por la libertad
y por su tierra nativa.
Mientras la fuerza de los antiguos residía en su capa­
cidad de identificarse con el espíritu de su comunidad,
el hombre moderno carece de verdadero «genio» o ca­
rácter original; ha sido enajenado de su verdadero ser
por su servidumbre a necesidades artificiales, y ha per­
mitido así que le esclavizaran fuerzas externas. La fuerza
moral de las antiguas comunidades confería a sus miem­
bros una fuente de fortaleza interna y de unidad; en
cambio, la vida civilizada está caracterizada por la con­
tracción de la existencia personal y la tendencia de la
gente a desarrollar una faceta de su carácter y a satis-
facer un apetito determinado, a expensas de los demás.
Esta hipertrofia de la personalidad queda claramente
manifiesta en la enfebrecida persecución de bienes ma­
teriales que, en lugar de ser considerados como medios
para la supervivencia, se han convertido en un fin en
sí mismos. De igual manera, el conocimiento, divorcia­
do de su contexto humano, ha degenerado en una «cien­
cia vana» y en una «curiosidad inútil»; en lugar de ser
buscadores de la verdad, los filósofos se han convertido
en «orgulloso razonadores». También el lenguaje ha deja­
do de ser un medio válido de comunicación y es única­
mente el instrumento de mal gusto o de una jerga social
carente de sentido, comparable en muchos sentidos a
otros «arreos» superfluos de la vida moderna (III 9-14).
Esta carencia de fortaleza personal ha llevado inevita­
blemente al hombre moderno a la esclavitud. El hombre
se ha convertido en la víctima de su propia debilidad
«porque el estudio de las ciencias debilita el coraje y lo
afemina» (III, 168, 222); la reflexión ha tenido un
efecto debilitador sobre su carácter. Como Rousseau
afirma en el Control Social, es irónico que la misma
sociedad que pretende ser superior a las antiguas porque
no tiene esclavos, permita verse sometida a formas más
sutiles e insidiosas de dependencia. «E l hombre civil vive
y muere en la esclavitud» (IV. 253). Rousseau retorna
constantemente a este tema. El hombre moderno, con
independencia del propósito original de su existencia, está
sin lugar a dudas «encadenado»; su falta de fortaleza
moral le ha hecho dependiente de objetos externos, de
formas que incluso las necesidades que ¿1 considera nece­
sarias para su existencia no son más que los productos
artificiales de su entorno corrompido. La distorsión y el
debilitamiento de la vida personal son la consecuencia
inevitable del enloquecido afán del hombre por alcanzar
falsas metas.
Rousseau es, por ello, uno de los primeros pensadores
modernos que ha insistido en la idea de la alienación del
hombre de su ser original. «No existimos donde somos»,
afirma en el Entile, «existimos únicamente donde no
somos» (IV. 308). Al enajenarse de sí mismo, el hombre
pronto olvida su propio ser; ha perdido la conciencia de
poseer un centro personal susceptible de conferir unidad
y orden a su existencia. Rousseau insiste en que una de
las razones principales de este extrañamiento es la in­
fluencia desastrosa de la vida urbana, que convierte a los
hombres en algo distinto de lo que debieran ser y les
confiere un ser nuevo, pero artificial. Como explica cla­
ramente Saint-Preux: «El primer inconveniente de las
grandes ciudades es que en ellas los hombres se convier­
ten en algo distinto de lo que son, y que la sociedad les
confiere, en cierto modo, un ser diferente del suyo pro­
pio» (II. 273). Las ciudades son los «abismos de la
raza humana»:
Los hombres no han sido creados para agruparse en hormigueros,
sino para esparcirse sobre la tierra que deben cultivar. Cuanto más
se reagrupan, mis se corrompen. Las debilidades del cuerpo, así
como los vicios del alma, son la consecuencia inevitable de cst:*
concurrencia excesiva. De todos los animales, el hombre es el que
menos capacidad tiene para vivir en rebaños. Los hombres apiña­
dos como ovejas perecerán en muy breve tiempo. El aliento del
hombre es mortal para sus congéneres: esto es cierto, tanto en
sentido literal como figurado (IV. 276-7).

Rousseau señala que este proceso de alienación no ha


traído la paz sino sólo un estado de agudo conflicto
interno. Aunque el hombre se ha convertido en algo dis­
tinto de su propio ser, no ha encontrado la unidad per­
sonal, ya que está constantemente en guerra consigo
mismo; desazonado y atormentado, busca la felicidad a
través de actividades que nunca k satisfacen. A diferen­
cia de sus antepasados primitivos que vivieron pacífica
y armoniosamente, el hombre moderno siempre está «en
contradicción consigo mismo».
Esta situación de conflicto interno se manifiesta cla­
ramente en su continua ansiedad. El hombre que vive
fuera de sí mismo es víctima de la inseguridad; como
pretende en vano lograr una meta que es incompatible
con su verdadera naturaleza, jamás llega a encontrar una
satisfacción genuina, y está constantemente sometido a la
inseguridad y al desasosiego. Rousseau señala que las
múltiples actividades e intrigas del mundo moderno, al
inspirarse en un apetito insaciable de intereses personales,
no revelan más que la incapacidad del hombre para cono­
cer su verdadera naturaleza. «El espíritu ansioso y desa­
zonado de esta época» se refleja en la actitud del hombre
moderno hacia el tiempo: un ser ansioso no puede vivir
en una única dimensión temporal; aunque teme el pre­
sente sin tener confianza en el futuro, confía superar en
el futuro su insatisfacción con el presente; está preocu­
pado por una «previsión» que «le proyecta incesantemen­
te fuera de sí mismo» y que le lleva a menospreciar el
presente (IV. 302, 307). En otras ocasiones huye del
presente ansiando el pasado irrecuperable, o cayendo en
un estado de ánimo de embrutecedor ennui (aburri­
miento).
Rousseau considera el teatro como un producto típico
de la decadencia moderna. Si bien no es necesario repro­
ducir aquí en detalle su crítica del teatro, puede ser útil
relacionar sus principales observaciones sobre el tema
con su crítica general de la sociedad contemporánea. Su
razonamiento se basa en el presupuesto de que los ver­
daderos placeres del hombre «provienen de su natura­
leza y son fruto de su trabajo, sus relaciones y sus nece­
sidades». En contraposición, el teatro es una forma de
entretenimiento esencialmente artificial, creada por las
pasiones y sentimientos corruptos de la sociedad moder­
na; refleja el deterioro general de los valores humanos,
ya que siempre es el siervo de las necesidades contem­
poráneas, y nunca su señor. La necesidad de «poner nues­
tro corazón en el escenario como si estuviera incómodo
dentro de nosotros» muestra cómo una parte esencial de
nosotros mismos se ha desgajado del resto de nuestra
personalidad y se ha convertido en un espectáculo públi­
co. Al contemplar este objeto artificial, cada persona se
aísla del resto, y se enclaustra dentro de su propia con­
ciencia para poder gozar de la contemplación de algo
que no tiene relación directa con su vida interna. En el
teatro, «nos olvidamos de nosotros mismos y dedicamos
nuestra atención a objetos externos». Ningún objeto que
aparezca en el escenario está próximo a nosotros, y como
Rousseau intenta subrayar, es ésta la razón por la que
cualquier sentimiento suscitado por los objetos de nues­
tra contemplación, será estéril y transitorio. El teatro es
un ejemplo típico de una actividad que prefiere la apa­
riencia a la realidad. El propio actor, en cuanto hombre
cuya condición es la apariencia, se despoja de su propia
personalidad para adoptar un carácter artificial; es un
imitador que trata constantemente de ser distinto de lo
que es, que trafica consigo mismo, y que vende su físico
a cambio de dinero; no es «un hombre, el más noble
de todos los seres», sino una criatura que se deja conver­
tir «en el juguete de los espectadores» .
Rousseau resalta con especial énfasis la forma del tea­
tro: lo describe como una «prisión obscura», en donde
el público está sentado silencioso e inmóvil, fascinado
por el espectáculo que se representa ante él en el esce­
nario, y convertido así en símbolo de servidumbre. Tal
existencia sólo puede enervar el ser moral del hombre
y anular su capacidad de decisión personal y de acción. De
nuevo Rousseau destaca el tema del encarcelamiento al
describir la vida de los salotts contemporáneos, esas «pri­
siones voluntarias» en las que los hombres se encarcelan
para convertirse en esclavos de «hábitos infantiles»; sofo­
cados en «cuartos cerrados», ejecutan sus ceremonias ante
una hembra «ídolo», que sólo mueve su lengua y ojos
y disfruta ablandando el carácter de los seres afemi­
nados ansiosos de ofrecerle este homenaje degradante. Los
salotts, al igual que el teatro, son característicos de un
medio en que la gente está verdaderamente ansiosa de
olvidarse de sí misma para convertirse en «los monos
de las grandes ciudades»; esta gente no vive en sí misma,
sino en los demás \
El predominio de la mujer en el teatro (donde el amor
es el tema más popular) y en los salotts (donde el deno­
minado amor es de nuevo la preocupación principal) es
una manifestación significativa de la inversión de las re­
laciones naturales tan características del mundo moderno.
Rousseau insiste continuamente en que el atributo más
característico de la mujer es —o debe ser— su modestia
o pudeur (pudor): la verdadera mujer se siente satisfe­
cha identificándose con su hogar y su familia, y evitando
deliberadamente exhibirse en público. Sin embargo, en el
teatro —como en los salones— la mujer busca un lugar
de predominio, y se convierte en árbitro de la opinión
pública, e incluso trata de establecer normas de buen
gusto literario. La naturaleza, afirma Rousseau, no hizo
a la mujer inferior al hombre, sino que simplemente le
atribuyó un papel diferente; pretender atribuirle un pa­
pel masculino es quitarle su verdadero carácter. Tanto
la naturaleza como la razón exigen que la mujer lleve
una vida tranquila y retirada en su hogar y familia. Pues­
to que sus cualidades típicas son la docilidad y la bondad,
las mujeres deben desempeñar un papel social subordi­
nado y adaptarse a la idea de que están a merced de los
juicios de los hombres y que su verdadera felicidad con­
siste en agradar a los hombres y conseguir que éstos ten­
gan una buena opinión de ellas (IV. 703). La sociedad
moderna, al permitirles hacer un espectáculo de sí mis­
mas, bien sea en escena o en los salones, las está empu­
jando a un comportamiento para el que no están en ab­
soluto dotadas por su naturaleza y temperamento.
Aunque Rousseau insiste en que esta reversión de los
sentimientos naturales conducirá, necesariamente, a una
grave distorsión de los valores humanos al poner a los
individuos en conflicto consigo mismos, no pretende re­
solver el problema en sus escritos de juventud, sino que
se limita a ofrecer unas breves indicaciones de los prin­
cipios positivos que pueden contribuir a detener o a in­
vertir esta tendencia desastrosa. El principal valor ensal­
zado en el primer Discours es la virtud, «la ciencia subli­
me de las almas simples», que puede ser entendida por
cualquiera que «se recoja en sí mismo y escuche la voz
de su conciencia en el silencio de las pasiones» (III. 30).
Tal es, afirma Rousseau, la única filosofía digna de los
que desean actuar, en vez de hablar. En esta etapa, no
analiza el concepto de virtud, pero su propia simplicidad
indica que es una poderosa fuerza unificadora que aporta
al hombre la fortaleza moral para resistir la corrupción
de su época. En lugar de buscar la riqueza material y el
lujo, el hombre virtuoso se satisfará con la frugalidad
simple que exige su fortaleza interna.
Rouseau ensalza las antiguas repúblicas de Grecia y
Roma como ejemplos de esta moral heroica. En concreto
Esparta, más que Atenas, es objeto de especial alabanza.
Mientras Atenas era el centro de la cultura y en último
extremo se vio debilitada por su amor al conocimiento,
Esparta prefería cultivar las virtudes cívicas y conver­
tirse en una ciudad de semi-dioses. Catón, «el más grande
de los hombres», es un ejemplo notable de los héroes
de la Antigüedad. Notable por su valor moral y por su
firmeza, se enfrentaba «con los falsos y sutiles griegos
que seducían la virtud y debilitaban el valor de sus con­
ciudadanos» (III. 14). Catón se negó firmemente a «man­
char su gran alma» con los crímenes de sus contemporá­
neos. También Bruto — el padre que permitió que sus
hijos fueran condenados a muerte antes que traicionar
a la República— es otro ejemplo de notable virtud cívica.
En todo esto, Rousseau no deja de tener presente su en­
tusiasmo por Plutarco, uno de sus autores favoritos en
la infancia y una pasión literaria a lo largo de su vida.
Hombres como los citados dieron a la humanidad «el
espectáculo y el modelo de virtud más pura que jamás
existiera», y «enseñaron a los hombres a resistir los vicios
de su siglo y a detestar esa horrible máxima de la gente
de sociedad de que debemos actuar como los demás»
(III. 87).
La exigencia de la virtud está basada en gran medida
en la necesidad de combatir la corrupción de la época.
Rousseau considera significativo el hecho de que Catón
fuera plenamente consciente de los peligros que acecha­
ban a la República Romana. Así pues, la virtud indica una
cierta rigidez, una especie de desafío heroico a los valores
mundanos. En circunstancias más propicias, cuando el
hombre está expuesto en menor medida a tales influen­
cias nocivas y cuando se siente libre para dar rienda suel­
ta a emociones más espontáneas, no existe la misma nece­
sidad de la virtud austera. Sin duda, ya no es posible
retornar a la simplicidad de los primeros tiempos. «Es
una bonita ribera, adornada únicamente por el toque de
la naturaleza, hacia la que incesantemente dirigimos la
mirada y que sentimos con pesar que se aleja de noso­
tros» (III. 22). Aunque esta añoranza de la felicidad
pasada nunca puede constituir la base de la vida real,
Rousseau cree que el hombre puede esmerarse en prote­
gerse contra las consecuencias perniciosas de la civiliza­
ción moderna abandonando las ciudades y refugiándose
en el campo. De esta forma, no sólo escapa de los efectos
sofocantes de la vida urbana y tiene más espacio en el
que moverse y respirar, sino que también está en con­
tacto más íntimo que los recursos de la naturaleza física.
Los antiguos procuraron sabiamente que todos sus es­
parcimientos tuvieran lugar en un entorno natural y
paralelamente los fundamentaron en un sentido genuino
de unidad comunal y social. El teatro griego es un ejem­
plo excelente de esta actitud. En lugar de ser una forma
aislada y artificial de entretenimiento que apiña a la gen­
te en un edificio oscuro, como ocurre hoy en día, las
representaciones del teatro griego tenían lugar en el exte­
rior y extraían su temática e inspiración de la historia
de la comunidad. Al igual que los antiguos, los actuales
ginebrinos, que todavía aman el campo y el aire libre,
tienen un entorno adecuado para el disfrute de «activi­
dades simples e inocentes» apropiadas a las «formas repu­
blicanas»; los ginebrinos deben tener placeres dignos
de un «pueblo libre» y rememorativos de «aquella seve­
ridad antigua que preserva una buena constitución así
como las buenas costumbres». «Estos espectáculos emo­
tivos y tiernos» estarán inspirados, como los de los grie­
gos, en temas extraídos de la historia de la República;
tanto los placeres como las obligaciones provendrán del
propio pasado del pueblo, y no de fuentes ajenas. Igual­
mente adecuados serán los festivales públicos que no se
desarrollan en una «caverna oscura», sino al aire libre.
«Es el aire libre, bajo el cielo, donde debéis reuniros v
abandonaros a los dulces sentimientos de vuestra feli­
cidad» \
Esta forma de entretenimiento tiene la gran ventaja
de permitir que las personas tengan confianza en los
demás. «Haz que cada uno ame y se vea reflejado en los
demás, de forma que todos estén en la mejor de las unio­
nes» s. La felicidad de épocas pasadas reside en la notable
capacidad de los hombres «para penetrarse recíprocamen­
te» (III. 8). En la dedicatoria del segundo Discours,
Rousseau recuerda de nuevo a los ginebrinos que no
han perdido «este dulce hábito de verse y conocerse unos
a otros». «La única alegría pura es la alegría pública, y
los verdaderos sentimientos de la naturaleza gobiernan
únicamente al pueblo 6. Experiencias como ésta permiten
que los hombres establezcan un estrecho contacto con la
naturaleza física y entre sí. La unidad de la existencia es
así reestablecida de forma que devuelve a los hombres
«la paz, la libertad, la justicia y la inocencia» que son los
prerrequisitos de la «felicidad verdadera».
3. El estado de naturaleza y la naturaleza del hombre

A pesar del énfasis marcadamente crítico del primer


Discours, el pensamiento de Rousseau ya está dominado
por una antítesis fundamental: la antítesis entre la na­
turaleza «original» del hombre y la corrupción de la
sociedad moderna; de forma similar, la libertad del ver­
dadero ser humano se encuentra contrastada con su ac­
tual esclavitud. La expresión antitética de la argumenta­
ción de Rousseau queda reforzada posteriormente por su
determinación de contrastar la decadencia contemporánea
con la noble virtud de las antiguas repúblicas y de sus
héroes, así como con la «naturaleza», definida en términos
menos daros, que el hombre supuestamente ha aban­
donado con consecuencias tan desastrosas. Aunque los
términos de «naturaleza» y «natural» desempeñan clara­
mente un papel importante en el conjunto d d pensa­
miento de Rousseau, su fundón primordial en su pri­
mera obra es servir como prindpios críticos que determi­
nan la gravedad de la situadón inmediata dd hombre.
La naturaleza es lo que el hombre no es, más que lo que
debiera ser; en cuanto tal, es en un comienzo un con-
cepto algo indefinido, aunque tiene un significado funda­
mental como medio de hacer que el hombre tome con­
ciencia de todas las implicaciones de su corrupción. En
este contexto, como en otras partes de la obra de Rous­
seau, un concepto básico tiene que ser definido en primer
lugar a partir de su opuesto.
Rousseau considera que la idea de una naturaleza ori­
ginal del hombre es inseparable de un análisis de los
procesos responsables de su perversión. Es imposible
delimitar los rasgos auténticos de la existencia humana
sin indicar en primer lugar las principales etapa de su
caída en la desgracia y la corrupción. En cualquier caso,
Rousseau aclara al comienzo de su Discours sur l'inégdtté
que no está interesado en la historia en un sentido cientí­
fico. Esta es una consecuencia lógica de su método filo­
sófico, que se basa más en principios percibidos intuiti­
vamente que en la observación empírica. Su reconstruc­
ción de la historia humana es puramente hipotética, ya
que su propósito es clarificar la naturaleza original del
hombre más que las circunstancias reales de su desarro­
llo; Rousseau no está interesado en los hechos en cuanto
tales, sino en la necesidad de distinguir entre los ele­
mentos originales y artificiales del ser humano. Este es
el tema central de la obra de Rousseau y explica su
negativa a dejar que su pensamiento esté limitado por
la metodología de cualquier ciencia específica. En su
opinión, para alcanzar la verdad sobre la naturaleza hu­
mana es necesario rebasar las limitaciones de las disci­
plinas intelectuales particulares y examinar los rasgos
fundamentales de la existencia humana, ya que éstos de­
terminarán necesariamente la actitud del pensador hacia
las distintas ramas del conocimiento. En sus últimas
obras, Rousseau pone especial énfasis en esta amplitud
de miras al describirse a sí mismo como «el pintor y apo­
logista de la naturaleza» así como «el historiador del co­
razón humano» (I. 936).
A pesar de su deseo de establecer primeros principios,
Rousseau no podía evitar totalmente la ambigüedad im­
plícita en la idea del ser original del hombre. Aunque la
naturaleza humana comprende más que los resultados
de un proceso histórico, no puede ser separada por entero
de la idea de su desarrollo en el tiempo. «El pintor y
retratista» de los principios básicos es también «el his­
toriador» del desarrollo psicológico. En su sentido más
profundo, «original» significa lo que es esencial y autén­
tico o, en palabras de Rousseau, «lo que pertenece in­
cuestionablemente al hombre», en contraposición a lo que
es accidental y artificial. Sin embargo, es difícil atribuir
un significado concreto a estos conceptos sin prestar
cierta consideración al desarrollo histórico del hombre;
para comprender su naturaleza fundamental, es necesa­
rio remontarse a sus orígenes en el tiempo; aunque estos
orígenes no revelen su ser en su totalidad, expresan la
pureza y simplicidad de los sentimientos primordiales que
no han sido corrompidos por la sociedad. La idea del
«estado de naturaleza» es así un simple punto de partida
para la consideración de un problema más amplio. Rous­
seau admite que está describiendo un «estado que ya no
existe, que tal vez nunca existió, y que probablemente
nunca existirá», pero que puede aportar un instrumento
para «juzgar nuestra condición presente», «desentrañan­
do lo que es original y artificial en la naturaleza actual
del hombre» (III. 123). Rousseau atribuye la confusión
filosófica de épocas anteriores a las concepciones erróneas
sobre la naturaleza del hombre y su relación con el dere­
cho natural. Para resolver este problema, es necesario
abandonar los tratados científicos y reflexionar sobre «las
primeras y más simples actuaciones del alma humana»,
como el propio Rousseau hizo cuando por primera vez
reflexionó sobre su Discours sur Vinegdité en los bos­
ques de Saint-Germain, en el que buscó «la imagen de
los primeros tiempos de los que orgullosamente trazó
la historia», «haciendo tabla rasa de las pequeñas menti­
ras de los hombres», mostrándoles el sentido de la natu­
raleza y «comparando el hombre [producto] del hombre
con el hombre natural» (I. 388). Aunque cualquier relato
de la historia humana será forzosamente una conjetura,
esto no tiene relevancia, ya que no se trata de exponer
verdades históricas», sino sólo «razonamientos hipotéti­
cos y condicionales», destinados a «iluminar la natura­
leza de las cosas», más que a «mostrar su verdadero
origen» (III. 133). Sin duda, las notas añadidas al segun­
do Discours aportan pruebas científicas e históricas ex­
traídas de los libros de viajes y de tratados científicos
y filosóficos, como los de Locke, Buffon y Condillac; pero
este testimonio secundario sólo tiene como objetivo con­
firmar las deducciones elaboradas sobre bases intuitivas.
«La Naturaleza» y la «naturaleza del hombre» son,
por lo tanto, conceptos mucho más fundamentales que
el «estado de naturaleza» y la exposición pseudo-histórica
de la evolución del hombre desde las condiciones primi­
tivas a su existencia en el mundo moderno, ya que apor­
tan principios normativos y críticos que permiten distin­
guir entre el aspecto original y el no esencial del ser
humano. La «naturaleza» no puede tener un significado
exclusivamente histórico, ya que la historia representa
poco más que la decadencia y caída de la existencia hu­
mana del estado de inocencia a la esclavitud y la corrup­
ción. El proceso histórico sólo puede ser juzgado por un
principio que lo trascienda y al tiempo le dé sentido.
Aunque la naturaleza es un principio crítico que nos
permite ver cómo la vida actual está en discordancia con
la naturaleza humana en su sentido más profundo, también
representa un principio ontológico y metafísico de signi­
ficado más positivo, puesto que la naturaleza humana
no puede ser comprendida adecuadamente a no ser que
esté relacionada con una realidad todavía más fundamen­
tal, de la que es parte integrante. Como veremos, las
dificultades relativas al concepto de naturaleza están li­
gadas al hecho de que esta naturaleza fundamental ya
existe como el sistema ordenado del universo creado por
Dios, aunque puede no ser claramente percibida por los
hombres que han sido corrompidos por el proceso social;
sin duda la «naturaleza» existe, pero no es suficiente­
mente conocida. Además, la condición actual del hombre
indica que la naturaleza humana, en el sentido original
del término, está todavía en un estado potencial; el hom­
bre se habrá realizado únicamente cuando haya desarro­
llado adecuadamente las posibilidades auténticas de su
ser. Por otro lado, estas posibilidades no pueden reali­
zarse hasta que el hombre haya percibido su relación
con el orden universal. La «naturaleza» tiene, pues, un
amplio significado metafísico en cuanto orden universal,
y un sentido más limitado y menos claramente definido
en cuanto naturaleza humana en su perfección potencial.
El concepto del «estado de naturaleza» es, sin lugar a
dudas, mucho menos fundamental que la naturaleza me­
tafísica del orden universal, o la naturaleza ideal del ser
humano pleno, pero puede relacionarse con la naturaleza
en un tercer sentido, todavía más limitado: como los ins­
tintos biológicos y afectivos primordiales que animan al
hombre en las primeras etapas de su existencia. El estado
de naturaleza constituye una fase rudimentaria de la
existencia humana y, sin embargo, en un sentido tempo­
ral, es una forma original de ser en la medida en que
todavía no ha sido dañada por la influencia de la socie­
dad. Aunque se ha perdido todo rasgo auténtico de este
estado original de naturaleza, Rousseau cree razonable
suponer que el hombre ha atravesado una fase pre-social
de desarrollo. Y tras hacer algunas inteligentes deduccio­
nes sobre esta situación, afirma que tal vez encontraremos
ciertos datos que lo corroboren en un estudio de los pue­
blos que todavía no han sido corrompidos por la sociedad
europea.
Esta idea del estado de naturaleza era corriente entre
muchos pensadores anteriores a Rousseau, y especialmen­
te en los de la Escuela del Derecho Natural, como Grocio
y Pufendorf. Aunque algunos predecesores habían atribui­
do a esta noción un status histórico, en tiempos de Rous­
seau su función hipotética era de aceptación general, y,
como aclara el prefacio de Rousseau, su objetivo principa]
era esclarecer la naturaleza del hombre antes de su en­
trada en la vida sodal. Por lo tanto, sus implicaciones
para la comprensión de la condición humana eran más
importantes que el significado histórico del concepto.
Aunque Rousseau no fue en ningún caso el primer pen­
sador que ignoró el enfoque histórico, difería de sus
predecesores en una cuestión importante: mientras éstos
habían considerado la existencia humana de forma rela­
tivamente estática, y atribuían al hombre primitivo mu­
chas características esenciales del hombre social, Rousseau
resaltó la concepción del hombre como un ser que ad­
quiere nuevas facultades y capacidades en el curso de su
desarrollo. Mientras Grocio y Pufendorf, por ejemplo, ha­
bían considerado al hombre primidvo como un ser esen­
cialmente racional y social —concepción aceptada por un
pensador posterior como Locke— , Rousseau trataba el
estado de naturaleza como un simple punto de partida,
como el estado en el que el hombre poseía las mínimas
cualidades que le diferenciaban de los animales; en su
opinión, el hombre primitivo era una criatura puramente
instintiva, carente de atributos morales e intelectuales.
Aunque anteriormente Hobbes había mantenido una pos­
tura similar, también había insistido en que la naturaleza
del hombre, básicamente agresiva y egoísta, no se había
visto modificada radicalmente por la sociedad, sino que
simplemente estaba controlada por la fuerza de las leyes;
los hombres se hacían morales por las presiones a que es­
taban sometidos — por su propio bien— tan pronto como
se incorporaban a una asociación civil. Por su parte, Rous­
seau creía en la capacidad del hombre de evolucionar y
de perfeccionarse. De los pensadores anteriores, única­
mente Spinoza atribuyó a la sociedad un papel similar
en el desarrollo de la libertad y la racionalidad de un
ser hasta entonces dominado por los sentidos y los
instintos.
Por lo tanto, en esta etapa primitiva de la existencia
humana, la «naturaleza» representa poco más que los
instintos primarios físicos y psicológicos o, en palabras
de Rousseau, «la disposición primitiva» necesaria para la
supervivencia. Puesto que el hombre salvaje no tiene
necesidades intelectuales o morales, es una criatura del
instinto, adaptable y físicamente fuerte, y dotada de una
sensibilidad que permite vivir en armonía con su entor­
no. Aunque Rousseau coincide con Hobbes en negar al
hombre primitivo el sentido moral y la sociabilidad que
le atribuye la Escuela del Derecho Natural, niega rotun­
damente que el hombre sea «naturalmente débil» o «per­
verso». Por el contrario, el estado de naturaleza es pací­
fico, y permite que el hombre lleve una existencia ais­
lada e independiente, sin entrar en conflicto serio con
otros hombres. El hombre primitivo está dominado por
los instintos fundamentales: el primero es el instinto
básico de autopreservación, fácilmente satisfecho en un
entorno físico favorable a la supervivencia; simultánea­
mente, el impulso de «compasión natural» que consiste
en una aversión espontánea hacia la imagen del sufri­
miento, le impide ser desenfrenadamente agresivo hacia
los demás.
Aunque jamás sugiere que tal modo de vida pudiera
ser aceptable por el ser humano maduro (la ausencia
de criterios éticos impediría, en cualquier caso, una com­
paración seria entre el hombre primitivo y el social),
Rousseau cree que el estado de naturaleza tenía una
gran ventaja sobre la condición actual del hombre: le
permitió gozar de una felicidad totalmente desconocida
para las generaciones posteriores. La razón principal para
que así ocurriera era la capacidad del hombre primitivo
de identificarse sin esfuerzo con su verdadera natura­
leza y quedar satisfecho con su ser inmediato; podía
vivir en sí mismo, mientras el hombre moderno tiene
que estar constantemente fuera de sí. Criatura del ins­
tinto, estaba en paz consigo mismo, porque era fiel a su
propia naturaleza. «Su alma, que nada altera, se abando­
na al único sentimiento de su existencia actual, sin nin­
guna idea del futuro, por muy próximo que éste esté»
(III. 144). «Es feliz porque no siente el aguijón de la
curiosidad». Su existencia se caracteriza por una unidad
fundamental que le hace en gran medida autosuficiente,
ya que «siempre está dispuesto a satisfacerse por entero,
por así decirlo, consigo mismo». El instinto permite la
satisfacción desinhibida y pacífica de sus deseos, y el dis­
frute de su existencia inmediata.
El hombre moderno, al contrario, se rige por necesi­
dades artificiales que sólo pueden satisfacerse con la
ayuda de otra gente. Su situación es, por tanto, de depen­
dencia. Sus sufrimientos se ven agravados también por
otro mal: no sólo depende de otros, sino que además
se ha convertido en la víctima de sus propios esfuerzos
mal encauados para encontrar la satisfacción. Este pro­
ceso fue iniciado por «la primera contemplación de sí
mismo», que no sólo le hizo tomar conciencia de sí en
cuanto ser diferenciado, sino también de los otros como
distintos de él. Por primera vez, el hombre se convirtió
en el objeto de su propia conciencia, así como en el de
otras personas. «Cada cual comenzó a contemplar a los
otros y a querer que se le contemplara a él» (III. 169).
La dependencia del hombre con respecto de otros
hombres pronto tuvo serias repercusiones psicológicas y
físicas cobre el conjunto de su forma de vida. Mientras
la condición estática y sosegada del hombre primitivo
le había permitido ser «sano, bueno y feliz» en su «for­
ma de vida simple, uniforme y solitaria», el hombre
moderno se ha convertido en «débil, temeroso y medro­
so» por su «modo de vida afeminado e indulgente»
(III. 137-9). Incapaz o no deseoso de aceptar la existen­
cia simple de sus antepasados, se ha convertido en un
ser atormentado, dividido en su interior y ansiosamente
dedicado a la búsqueda fuera de sí mismo. Las facultades
características del adulto, como la imaginación y la refle­
xión, sólo han servido para aumentar su inquietud inter­
na, alejándole cada vez más de su condición natural y
haciéndole tomar conciencia de sí mismo como un ser
autónomo, pero dividido.
Como veremos, Rousseau no cree que esta tendencia
hacia la degradación sea necesariamente ineludible, pero
insiste en que ha provocado uno de los problemas más
graves de la vida moderna: la desigualdad. La desigual­
dad física que existía en el estado de naturaleza no cons­
tituía un problema; los hombres primitivos, al estar en
contacto directo con el entorno físico más que con otros
hombres, eran capaces de satisfacer sus necesidades gra-
cías a sus propios esfuerzos. En el estado de naturaleza
existía «una igualdad real e indestructible, porque las
diferencias físicas entre los individuos no eran impor­
tantes, y tampoco eran suficientemente grandes como
para hacer a unos hombres dependientes de otros»
(IV. 524). Además, esta igualdad estaba regida por las
relaciones de los hombres con las cosas, más que por
las relaciones entre los hombres; la situación era igual
para todos, y nadie se veía favorecido a expensas de los
demás. Por el contrario, en la sociedad, la gente se
encuentra forzada a competir entre sí, de forma que los
débiles están a expensas de los fuertes y la desigualdad,
que era insignificante en el estado de naturaleza, adquiere
una importancia primordial con efectos permanentes. Ya
no se trata de la desigualdad física asociada al «duro
yugo de la necesidad», sino de una desigualdad «conven­
cional» o artificial, que depende de la voluntad humana
y es consecuencia de las relaciones íntimas, pero conflic­
tivas, entre los hombres. En lugar de estar todos some­
tidos a una única forma de necesidad física y dependencia,
los hombres están divididos en dos grupos: fuertes y
débiles, señores y esclavos.
El objetivo principal de la parte segunda del Discours
sur l'inégalité es demostrar cómo se produjo esta desi­
gualdad. Rousseau señala que el hombre no pasó repen­
tinamente del estado de naturaleza a la vida civil; la
sociedad política es el resultado de un largo proceso
histórico. Sin duda, algún fenómeno físico inesperado fue
responsable del alejamiento inicial de la naturaleza, ya
que Rousseau no cree que los hombres abandonaran
voluntariamente una condición que les producía tanta
felicidad y paz. Por otro lado, aunque fue necesaria una
causa externa para que se produjera el cambio, ésta
habría sido insuficiente sin la ayuda de ciertas potencia­
lidades innatas, presentes en embrión en el hombre desde
un primer momento; fueron estas potencialidades las
que le permitieron superar su condición primitiva. La
naturaleza, en su forma más rudimentaria, representa un
mundo estático y circunscrito en el que todas las criatu­
ras viven de acuerdo con leyes físicas básicas y siguen
las mismas pautas de comportamiento inmodif¡cables.
En este nivel, es difícil distinguir a primera vista entre
el ser humano y el animal, porque ambos están animados
por los apetitos físicos y los sentidos, y dominados por
las exigencias del placer y el dolor; puesto que hay
pocas posibilidades para el desarrollo o el cambio súbito,
el ser natural, sea éste hombre o animal, alcanza rápida­
mente la madurez y a partir de entonces sigue el mismo
modelo de comportamiento invariable. Sin embargo, inclu­
so en este estadio primitivo, ya existe una diferencia im­
portante entre el hombre y los animales: aunque el hombre
primitivo es en apariencia poco más que una criatura del
instinto, desprovista de moral y reflexión, posee ciertas
capacidades «virtuales», desconocidas para el reino ani­
mal. En el propio estado de naturaleza, es más adaptable
que los animales, y a menudo resulta capaz de vencer
a criaturas físicamente más fuertes que él. Esto ocurre
porque «la naturaleza domina a todos los animales y las
bestias obedecen», mientras que «el hombre siente la
misma exigencia, pero se da cuenta de que es libre para
someterse o resistir»; su «capacidad de querer, o más
bien de escoger» —«la conciencia de su libertad»—
revela su capacidad de eludir la sujeción a las fuerzas
«mecánicas» y comportarse como un «agente libre»
(III. 141). Sin duda, esta capacidad está adormecida en
el estado de naturaleza, pero la libertad del hombre se
manifestará activamente en condiciones adecuadas.
Además, e! hombre tiene una segunda característica
igualmente importante, que le diferencia de los animales:
mientras el animal alcanza el pleno desarrollo al final
de un período de tiempo relativamente breve y a partir
de entonces no cambia, el hombre tiene la posibilidad
de perfeccionarse y progresar hacia formas de ser nuevas
y más complejas. Rousseau pone especial énfasis en esta
idea de la capacidad de perfeccionamiento del hombre,
que juega un papel decisivo en toda su filosofía de la
naturaleza humana. Admite que la capacidad de perfec­
cionamiento puede ser tanto causa de desgracia como
de felicidad, ya que si el hombre puede elevarse por enci­
ma de los animales, también puede degradarse por deba­
jo de ellos: la capacidad de perfeccionamiento presupone
la posibilidad de empeorar así como de mejorar, pero
cualesquiera que sean sus consecuencias, es un rasgo que
no se puede erradicar de la naturaleza humana; el hom­
bre tiene que avanzar constantemente hacia un nuevo
estado de desarrollo, puesto que «sus capacidades primi­
tivas se amplían y fortalecen» (IV. 248).
A la vista de lo anterior, no es sorprendente encon­
trar ai hombre primitivo abandonando el estado de natu­
raleza tan pronto como las circunstancias físicas favore­
cen el desarrollo de sus capacidades adormecidas. Parale­
lamente, Rousseau reconoce que esta nueva situación
tiene varias características sorprendentes. £1 surgimiento
del lenguaje, por ejemplo — uno de los atributos más
característicos del hombre— parece un fenómeno inexpli­
cable, ya que no puede existir sin la sociedad, la cual,
a su vez, no puede existir sin el lenguaje; es difícil expli­
car el origen del lenguaje o de la sociedad entre seres
aislados que no necesitan de ninguno de los dos. Rous­
seau acepta la sugerencia de Condillac de que el lenguaje
presupone reflexión e imaginación (facultades desconoci­
das para el hombre primitivo), pero insiste en que su
desarrollo es imposible sin la existencia de relaciones
sociales. Con independencia de cual sea la verdad sobre
el origen del lenguaje, Rousseau cree que la progresiva
intimidad de las relaciones entre los hombres condujo
finalmente a la formación de actitudes morales rudimen­
tarias y a la voluntad de basar la conducta en principios
aceptados de común acuerdo. Mientras la soledad del
estado de naturaleza no implicaba ninguna forma de
relación moral u obligación, ni producía vicios o virtu­
des, el ser humano en proceso de desarrollo comenzó a
percibir «ciertas relaciones», a permitirse «cierta forma
de reflexión» y a mostrar «una prudencia mecánica que
indicaba las precauciones más necesarias para su segu­
ridad». Se alcanzó una etapa decisiva en la historia hu­
mana con la «instauración y diferenciación de las fami­
lias» y la introducción de «cierta forma de propiedad»
(III. 164-7). El surgimiento de esta sociedad simple cons­
tituye la primera revolución social — acontecimiento que
no sólo fue importante porque agrupó por primera vez
a los hombres, sino también por sus repercusiones sobre
la naturaleza humana; el hombre modificó su conforma­
ción mental y emocional al tomar conciencia de sí mismo
y de los demás.
Desgraciadamente, este cambio de actitud ya anunciaba
algunos de los males posteriores de la vida civilizada;
por ejemplo, el orgullo y la vanidad, consecuencia del
deseo personal de «contemplarse a sí mismo y compa­
rarse con otros»; tan pronto como el hombre comenzó
a considerarse a sí mismo como un ser diferenciado, em­
pezó inevitablemente a verse como el rival de las demás
personas. Inicialmente, estas desventajas quedaban fácil­
mente compensadas por unas mejoras considerables: los
hombres experimentaban satisfacciones que habían sido
negadas a sus antepasados. En particular, gozaban de «los
sentimientos más dulces que el hombre conoce, el amor
conyugal y paternal» (III. 168). Además, todos los lazos
familiares eran recíprocos y libres. La vida seguía siendo
simple y solitaria, con necesidades muy limitadas y me­
dios adecuados para satisfacerlas. Sin embargo, el uso
de «bienes» hasta entonces desconocidos constituía ya
entonces una amenaza potencial para la felicidad futura,
«al debilitar tanto el cuerpo como la mente». Especial­
mente insidioso en sus efectos fue el sentimiento de
privación percibido por aquellos que se sentían afectados
sin justificación por su incapacidad para obtener bienes
superfluos; eran «desgraciados por perderlos, sin ser
felices por poseerlos» (III. 168). Por lo tanto, más im­
portantes que la falta de bienes materiales eran los efec­
tos psicológicos de su posesión o privación, que comen­
zaron a repercutir sobre las relaciones de los hombres
entre sí. La bondad simple de su estadio anterior y la
manifestación espontánea de sentimientos innatos dejó
paso a reacciones morales ligadas con el orgullo y la envi­
dia. En cualquier caso, estas dificultades y desventajas
no eran lo suficientemente graves como para descompen­
sar el equilibrio de la existencia humana y, en su con­
junto, probablemente éste fue el período más feliz de la
existencia humana: «E l hombre social, situado por la
naturaleza a la misma distancia de la estupidez de los
brutos y de la ilustración funesta del hombre civil, y
empujado igualmente por el instinto y por la razón a
protegerse contra el mal que le amenaza, se encuentra
obligado por la piedad natural a no hacer mal a nadie,
y no se ve forzado a hacerlo, incluso después de haber
sido dañado» (III. 170). Al contrario del hombre pri­
mitivo, este primer hombre social emplea su razón, pero
de tal forma que armoniza con sus necesidades simples.
Esta fase del desarrollo humano, concluye Rousseau, al
mantener «un justo equilibrio entre la indolencia del
hombre primitivo y la actitud petulante de nuestro amor
propio, debió ser la época más feliz y más duradera» en
la historia humana (III. 171). No existían cambios vio­
lentos y el hombre disfrutaba de un sentimiento de se­
guridad y estabilidad; puesto que los hombres no depen­
dían unos de otros, todavía tenían habilidades suficientes
para elaborar sus propios instrumentos y ser, en gran
medida, autosuficientes. Podían ser «libres, sanos, buenos
y felices», y gozar de todas formas de los placeres del
«intercambio independiente».
No es necesario ofrecer una exposición detallada de
la reconstrucción de la historia humana realizada por
Rousseau que, según él mismo afirmó, abocaba a la «per­
fección del individuo» y al «deterioro de la especie», ya
que el hombre, al desarrollar las capacidades individuales
ventajosas para él, entorpecía progresivamente la convi­
vencia con sus congéneres. Entonces ocurrió una segunda
revolución social que alteró completamente el curso de
la existencia humana. El descubrimiento de la metalurgia
y de la agricultura dio lugar a la división del trabajo y
a la implantación de la propiedad, con la nefasta distin­
ción entre «lo mío» y «lo tuyo» que iba a colocar a los
hombres en permanente conflicto entre sí. La consecuen­
cia más significativa de este cambio fue el surgimiento de
la desigualdad como rasgo ineludible de la condición
humana. Simultáneamente, estas nuevas condiciones pro­
vocaron un desarrollo acelerado de las capacidades hu­
manas —la memoria, la imaginación, la razón y el or­
gullo— todas las cuales hicieron la vida más difícil y
compleja. Uno de los rasgos más llamativos de la socie­
dad moderna se manifestó entonces por primera vez:
«Era necesario que la gente se mostrara diferente de lo
que de hecho era. Ser y parecer se convirtieron en dos
cosas radicalmente distintas, y de esta distinción surgió
el fasto engañoso, la astucia falaz, y todos los vicios que
son su cortejo» (III. 174). Debido a las desastrosas
consecuencias de la desigualdad, la servidumbre sustituyó
a la libertad. Incluso los ricos fueron esclavizados por
los pobres, porque el rico y el pobre no pueden existir
el uno sin el otro.
La desigualdad creada por la propiedad produjo la
ansiedad, la inseguridad y el conflicto, ya que cada indi­
viduo luchaba por ser tan rico y poderoso como fuera
posible y por imponerse sobre los demás. Los hombres
ya no se contentaban con satisfacer sus necesidades; pre­
tendían además alcanzar, primero la abundancia, y des­
pués lo superfluo. Todos se inspiraron en «el oscuro ins­
tinto de perjudicarse los unos a los otros». En este mo­
mento, Rousseau recurre al tema del primer Discours,
y a su insistencia en el engaño: los hombres se esconden
detrás de sus máscaras para satisfacer «su deseo oculto
de lograr su propio beneficio a expensas de los demás».
Los hombres pronto vivieron en el estado de mutua
hostilidad que Hobbes atribuía al hombre en estado de
naturaleza. Sin embargo, Rousseau atribuye esta guerra
de todos contra todos a los defectos del estado social,
no al ser original del hombre. El ansia de bienes mate­
riales determinó todas las acciones de los individuos, y
los ricos eran como «lobos hambrientos, que tras haber
probado una vez la carne humana, no quedaban satis­
fechos con otro alimento». De esta forma, los hombres
se convirtieron en «codiciosos, ambiciosos y débiles». Las
relaciones armoniosas de las sociedades primitivas dieron
paso ahora al «más horrible estado de guerra» (III.
175-6).
Rousseau destaca especialmente el papel de los ricos
en la resolución de esta situación de conflicto continuo.
Eran quienes más podían perder en esta guerra perpetua,
puesto que cualquier derecho a que acudieran para res­
paldar sus usurpaciones era obviamente precario y enga­
ñoso; corrían el riesgo permanente de ser desposeídos
por la misma fuerza que les había permitido acumular
su riqueza. Para terminar con este estado de inseguridad,
inventaron finalmente «el pjían más cuidadosamente con­
cebido que jamás haya inventado la mente humana»:
sugirieron la creación de un poder supremo que gober­
naría a los hombres según las leyes y que «defendería y
protegería a todos los miembros de la asociación, recha­
zaría a los enemigos comunes y mantendría a los asocia­
dos en eterna concordia» (III. 177). La creación de una
asociación regida por la ley transformaría un derecho
simplemente natural basado en la fuerza en un derecho
legal refrendado por el consentimiento universal. En opi­
nión de Rousseau, es así como se constituyó la sociedad
política. De hecho, este acuerdo o contrato era un gigan­
tesco fraude perpetrado por los ricos a expensas de los
pobres, que no ganaban nada excepto la esclavitud per­
manente. Los ricos lograron este propósito, porque no
era difícil que hombres astutos y endurecidos persuadie­
ran a sus congéneres simples e ignorantes de que la nueva
sociedad les beneficiaría; los pobres creyeron equivoca­
damente que obtendrían verdadera seguridad de esta nue­
va situación. «Todos se apresuraron a ponerse las cadenas
en la creencia de que estaban asegurando su libertad».
De esta forma, la propiedad y la desigualdad fueron san­
cionados por la ley, con lo que la libertad natural quedó
destruida para siempre. Toda la humanidad quedó some­
tida al «trabajo, la servidumbre y el sufrimiento», «para
beneficio de unos pocos hombres ambiciosos» (III.
176-8).
El establecimiento de una sociedad política condujo
pronto a la creación de otras, y el derecho civil se convir­
tió rápidamente en una característica general de la exis­
tencia humana, en la medida en que los ciudadanos acep­
taban la necesidad de un gobierno común. A partir de
entonces, el estado de naturaleza sólo se mantenía en
las relaciones entre las naciones en la medida en que no
reconocían una autoridad superior a su propia fuerza y
poder; la única concesión a la ley era el reconocimiento
de le droit des gens, o las «convenciones tácitas» que,
aunque no creaban un compromiso legal, se aceptaban
como el soporte real de las relaciones internacionales.
La formación de la sociedad política constituyó, por
tanto, una fase decisiva, aunque desastrosa, de la historia
humana, tanto más deplorable cuanto que parecía sus­
tentarse en convenciones propugnadas en beneficio de
todos. Sin embargo, de hecho, bajo la cobertura de la
ley, los fuertes oprimían a los débiles. Ya en el segundo
Discours, Rousseau expone su idea favorita de que el
poder político actúa siempre en beneficio de los fuertes
y en detrimento de los débiles, idea que ha sido caluro­
samente acogida por los comentaristas marxistas. (Como
veremos, su insistencia en la influencia corruptora del
poder explica la tendencia pesimista que se manifiesta
en sus escritos políticos.) Antes de la implantación de
la propiedad, es quizá más adecuado hablar de la distin­
ción entre ricos y pobres; tras la creación del gobierno
legal, la división se produce entre los poderosos y los
débiles, ya que la situación del hombre en la sociedad
estaba determinada a partir de entonces por las leyes.
Probablemente, en un comienzo estas leyes eran toscas
e ineficaces, y se reducían a unas cuantas convenciones
generales; pero la conciencia de los muchos inconvenien­
tes y desórdenes condujo gradualmente a varias modifi­
caciones, y en especial a confiar la autoridad pública
(una innovación peligrosa) a individuos específicos, o
«magistrados». Sin embargo, a lo largo de esta expo­
sición Rousseau insiste en un punió que adquirirá capital
importancia en la teoría política del Contrat social: por
muy injusta que sea una sociedad política, su propósito
original es asegurar la libertad de sus miembros y la
protección de sus vidas y propiedad. Rousseau se aferra
a la idea de la base contractual de la sociedad: por muy
crédulos y tontos que sean los hombres, siempre desig­
nan líderes para defender su libertad, no para que la
destruyan. Pero este propósito nunca se cumple, porque
la asociación civil sirve exclusivamente para instituciona­
lizar las desigualdades existentes y evitar el ejercicio de la
verdadera libertad. Además, el mismo poder tiene una
influencia perniciosa sobre los que lo ejercen, y los ma­
gistrados de inmediato intentan convertir su cargo en un
derecho hereditario. En lugar de una sociedad de hom­
bres libres, finalmente sólo existe una sociedad de escla­
vos; los dirigentes son sustituidos por un único gober­
nante que gobierna por su propio poder, reduciendo a
todos los ciudadanos a un estado de sujeción. Estas son,
según Rousseau, las tres fases principales en el desarrollo
de la desigualdad: ricos y pobres, poderosos y débiles,
señores y esclavos. La etapa final surge cuando el «mons-,
truo» del despotismo erige «su horrible cabeza (III. 190).
Con la llegada del despotismo, el proceso histórico cierra
el círculo, ya que se ha producido un «estado de natu­
raleza» nuevo pero corrupto, basado únicamente en la
fuerza. El proceso histórico que comenzó con la liber­
tad e independencia del estado de naturaleza finaliza,
por tanto, con la supresión de la característica específica
que convierte al hombre en verdaderamente humano; los
hombres, en lugar de ser libres, se han convertido en
esclavos abyectos.
4. El desarrollo psicológico del individuo

Dado que la historia del hombre es fundamentalmente


la historia de su progresiva esclavitud y degradación, Rous­
seau no cree que se pueda obtener un adecuado conoci­
miento de su verdadera naturaleza a partir del simple
estudio del pasado. La reconstrucción de la historia pri­
mitiva del hombre revelará, como máximo, la existencia
de capacidades que, tras un período inicial de desarrollo
espontáneo y feliz, fueron desgraciadamente desviadas de
su verdadera función. En cualquier caso, incluso el mal
uso de estas capacidades innatas muestra que no se puede
identificar la naturaleza humana con su condición primi­
tiva; el hombre está constantemente avanzando hacia
formas de ser nuevas y más complejas; el hecho de que
en un momento de su historia optara por una vía errónea
no afecta en absoluto a su naturaleza esencial, en cuanto
ser capaz de un desarrollo armonioso en circunstancias
propicias. El espectáculo de un pasado desgraciado debe­
ría estimular al pensador a imaginar lo que el hombre
podría haber llegado a ser si hubiera hecho la elección
adecuada. De hedió, Rousseau está convencido de que un
análisis detallado del ser esencial del hombre — es decir,
de su naturaleza auténtica, en oposición a su naturaleza
puramente histórica— ofrecería todavía ciertas esperanzas
de aminorar, si no de detener por completo, este proceso
de decadencia; en condiciones especialmente favorables,
sería incluso posible que surgiera una nueva naturaleza.
La «naturaleza», lejos de ser un principio exclusivamente
crítico para medir la amplitud de la degradación humana,
se podría convertir en un ideal positivo, responsable del
descubrimiento de una nueva sabiduría y de la regene­
ración de la humanidad.
Tras describir la situación del hombre en la sociedad
contemporánea y trazar su desarrollo desde el estado de
naturaleza a la época actual, Rousseau retoma la tarea de
ofrecer una imagen más constructiva de la naturaleza
humana. Con el fin de distinguir entre sus aspectos origi­
narios y artificiales, tiene que adentrarse con mayor
intensidad en la cuestión de la condición humana. Aban­
dona así la reconstrucción hipotética y pseudo-histórica
del «estado de naturaleza» para examinar el ser actual
y considerar en qué se convertiría éste si pudiera seguir
sus propias facultades innatas y el impulso de la natu­
raleza, en lugar de los dictados de la sociedad y de la
opinión. Rousseau es consciente de que sus considera­
ciones sobre la educación del individuo deben incluir
principios normativos, ya que está anticipando lo que
podría ser, en lugar de considerar lo que existe real­
mente; por ello, tiene que tener una cierta concepción
de las capacidades ideales del hombre si pretende suge­
rir los medios adecuados para realizarlas. Paralelamente,
no piensa que su exposición del desarrollo humano sea
exclusivamente utópica, en el sentido de estar totalmente
alejada de la realidad, ya que no trata sobre seres quimé­
ricos, sino sobre posibilidades auténticas de la naturaleza
humana «original». (En este sentido, la mezcla de los
elementos idealistas y realistas en el Émile es muy simi­
lar a la consideración de los problemas políticos en el
Contrat social.) Puesto que sus principios directores no
pueden ser extraídos del examen de la realidad empírica,
aunque están concebidos en última instancia para ser
aplicables a personas existentes, Rousseau reconoce la
importancia de lograr una cierta comprensión de las
características esenciales de la existencia humana.
Rousseau deja bien claro que su propósito principal en
el Émile no es elaborar un manual de educación, ya que
«su verdadero estudio es el de la condición humana».
Antes de situarle en una profesión determinada, «la na­
turaleza llama al niño a la vida» (IV. 525). En consecuen­
cia, Rousseau afirma que «la profesión que quiero ense­
ñarla es la de la vida». Por lo tanto, su interés primario
es el análisis de la naturaleza humana, más que los as­
pectos exclusivamente pragmáticos de la educación de
los niños, y su propósito último describir el desarrollo
del individuo total — del propio hombre— desde la in­
fancia hasta la madurez.
Rousseau inicia su tarea con cierto optimismo porque
tiene confianza en las posibilidades de la naturaleza hu:
mana. Como señala en una de sus obras personales, el
Émile no es un manual de educación, sino «un tratado
filosófico sobre la bondad natural del hombre» (I. 934).
Una prospección de la vida contemporánea mostraría sin
duda que «los hombres son malvados», lo que no contra­
dice en absoluto el hecho igualmente importante de que
«el hombre es naturalmente bueno» (III. 202); la natu­
raleza humana en su esencia y en sus potencialidades
intrínsecas — en contraposición a sus características his­
tóricas y accidentales— es buena. Esto quiere decir que
como la maldad no es parte integrante de la naturaleza
original del hombre, debe tener una causa externa, y
la intención de Rousseau es «demostrar cómo el vicio y
el error, al ser ajenos a la constitución del hombre, están
introducidos desde fuera y le empeoran progresivamente»
(I. 934). El principio de la bondad natural queda así
compaginado con la explicación racional de cómo el hom*
bre ha sido pervertido por error humano. «Establezca­
mos como máxima incontestable — dice Rousseau— que
los instintos primarios de la naturaleza son siempre jus­
tos: no existe perversidad original en el corazón humano.
No existe en él un solo vicio del que no se pueda decir
cómo y por dónde entró» (IV. 322). Rousseau reitera
este mismo principio en la Lettre á Beaumont:

El principio fundamental de toda moral... es que el hombre es un


ser naturalmente bueno, que ama la justicia y el orden; que no
existe perversidad original en el corazón humano, y que los ins­
tintos primarios de la Naturaleza son siempre justos... He mos­
trado la manera en que aquéllos se gestan y he seguido, por así
decirlo, su genealogía, y he demostrado cómo los hombres se con­
vierten finalmente en lo que son por la alteración sucesiva de su
bondad original (IV. 935-6).

De aquí se deduce de forma inmediata una conclusión:


para asegurar el desarrollo armónico del ser original del
niño, es necesario alejar todas las influencias externas
corruptoras y dejar que la naturaleza siga su propio curso.
Condición previa para alcanzar este objetivo es alejar al
niño de la influencia nociva de las ciudades y educarle
en el campo. Rousseau insiste en esta idea al comienzo
del Émtle, y es perfectamente coherente con su condena
de la sociedad contemporánea. El entorno rural, aparte de
proteger al niño contra las influencias nocivas, también
proporcionará las condiciones físicas de libertad y salu­
bridad necesarias para cualquier educación sana. La pri­
mera educación será predominantemente «negativa», ya
que consiste en «proteger al corazón del vicio y a la
mente del error». «Si el hombre es bueno por naturale­
za... se deduce que seguirá siendo así siempre que nada
ajeno a él le altere; y si los hombres son malos, como
se han tomado la molestia de enseñarme, se deduce que
su maldad proviene de algún otro lugar. Cerrad la entrada
al vicio, y el corazón humano siempre será bueno. Sobre
este principio, yo establezco que la educación negativa
es la mejor, o más bien, la única buena» (IV. 945). Aun­
que la educación negativa tiene fundamentalmente un
carácter preliminar, constituye una fase vital del desarro­
llo del niño, ya que propicia el desarrollo sin trabas de
las capacidades físicas, de las que depende el surgimiento
posterior de las capacidades superiores.
Si la educación en edad temprana es predominante­
mente negativa, no por ello es inactiva; desde muy tem­
prana edad, el niño necesita la libertad para expresar sus
energías en desarrollo. Incluso el bebé desea mover sus
extremidades sin limitaciones; desde los primeros meses
de su existencia, muestra que «vivir no es respirar, sino
actuar: emplear nuestros órganos, nuestros sentidos, nues­
tras facultades, todas aquellas partes de nuestro ser que
nos dan el sentimiento de nuestra existencia» (IV. 253).
La costumbre habitual de mantener al niño en pañales
bien ajustados es ya una premonición del encarcelamiento
al que se ve sometido el hombre civil durante el resto
de su vida. La educación negativa, por lo tanto, prepara
al niño para el ejercicio adecuado de sus necesidades pri­
mordiales. «Llamo educación negativa a la que tiende a
perfeccionar los órganos, los instrumentos de nuestro co­
nocimiento, antes de darnos esos conocimientos, y que
a través del ejercicio de los sentidos nos prepara para
el raciocinio» (IV. 945). Si la educación negativa no pro­
duce virtudes, desde luego evita los vicios: «no enseña
la verdad, pero protege del error; predispone al niño
hacia todo aquello que le pueda llevar a la verdad cuando
esté en situación de entenderla, y hacia el bien cuando
esté en situación de amarlo» (ibid).
La razón de esta confianza ya estaba presente en el
segundo Discours, y queda reafirmada en el Émile: es la
existencia de «la única pasión natural del hombre, el
amor a sí mismo o amour de soi» (IV. 322), una pasión
primordial y absoluta que «en sí misma es indiferente al
bien o al mal», ya que existe de propio derecho y pre­
cede a cualquier forma de experiencia moral; se con­
vierte en buena o mala fortuitamente, y según las cir­
cunstancias en que se desarrolla. Constituye la única fuer­
za motriz que subyace a la existencia de cada individuo y
hace de él lo que es: «jamás le abandona mientras vive,
y es el sentimiento fundamental del que los demás no son
más que modificaciones». El amor a sí mismo no es
bueno ni malo, porque pertenece, en primera instancia,
a la propia existencia del individuo, y no a sus relaciones
con los demás. En su forma más rudimentaria, es poco
más que el impulso que empuja al animal hacia la auto-
preservación. Sin embargo, tan pronto como comienza
a desarrollarse, manifiesta una capacidad expansiva; ca­
pacidad que ya es discernible, según Rousseau, en el niño
que espontáneamente encauza su afecto hacia aquellos
que atienden a sus necesidades. «El primer sentimiento
de un niño es amarse a sí mismo; y el segundo, que
es consecuencia del primero, es amar a aquellos que
están próximos a él» (IV. 492). Cuando en el ser huma­
no este impulso expansivo está guiado por la razón y
modificado por la compasión, puede determinar su acti­
tud hacia sus congéneres y conducir de esta forma a la
humanidad y la virtud. En su forma más desarrollada,
«el amor a sí mismo es bueno, y siempre está en confor­
midad con el orden» (IV. 491); se convierte en un
principio moral genuino a partir de un sentimiento muy
rudimentario. Por otro lado, el amour propre u «orgullo»
es un sentimiento artificial, relativo, originado en la so­
ciedad y que empuja a cada individuo a conceder mayor
importancia a sí mismo que a los demás; le lleva a per­
judicar a sus congéneres, ya que proviene de la falsa re­
flexión y del hábito de compararse con otros; se origina
«en la primera mirada que el individuo lanza a sus igua­
les» (IV. 523). El amour propre es, pues, un elemento
desgarrador, no unificador, en las relaciones sociales.
Incluso una mirada superficial al amour de soi y a la
bondad natural muestra que, aunque estas cualidades es­
tán siempre presentes en el hombre, no se manifiestan
plenamente en un momento determinado, sino que reve­
lan gradualmente su verdadero carácter a lo largo de su
desarrollo. Aunque la forma primordial del amor a sí
mismo como auto-preservación es un instinto conocido
por todas las criaturas sensibles, en el hombre puede
asumir formas nuevas y más complejas al relacionarse
con otros impulsos; de ser una tosca necesidad indife-
renciada, puede convertirse en un sentimiento altamente
diferenciado con especiales características propias. La
existencia humana atraviesa, por tanto, estados especí­
ficos de desarrollo, cada uno de los cuales procede del
anterior al tiempo que adquiere sus propios rasgos dis­
tintivos.
Puesto que la vida tiene una continuidad y unidad
esencial, y sin embargo atraviesa distintas fases con ras­
gos específicos, será parte integrante del esquema uni­
versal de las cosas. £1 educador juicioso reconocerá que
el niño tiene sus propias características particulares que
le hacen ser lo que es y, al tiempo, que la infancia es
una fase de la existencia que sólo adquiere verdadero
significado cuando asume su lugar adecuado en el orden
general. «Cada edad, cada estado de vida, tiene su propia
perfección particular, la forma de madurez más adecuada
para ella» (IV. 418). Sin embargo, esta perfección tiene
que estar relacionada, en última instancia, con el proceso
total de la existencia humana desde sus orígenes primi­
tivos a su punto álgido de desarrollo. En el segundo
Discours Rousseau ya había llamado la atención sobre el
error de pensadores anteriores que no habían compren­
dido que el hombre es un ser que evoluciona y que en
el estado de naturaleza no era el ser moral racional de
la vida social. El mismo principio es aplicable a la exis­
tencia del individuo. El niño no es un hombre en minia­
tura; no es más que un hombre potencial, y en cuanto
tal, no posee todavía la reflexión y los atributos morales
del ser humano maduro. Los educadores han insistido
erróneamente en tratar al niño como si éste pudiera res­
ponder a una concepción adulta. De hecho, es inútil tra­
tar de razonar con un niño, insiste Rousseau, porque no
tiene la capacidad racional de seguir una argumentación
abstracta; es igualmente inútil asediarlo con palabras,
porque no puede comprender los conceptos a los que se
refiere el lenguaje adulto. Es mucho más satisfactorio
tratar de ver al niño tal y como es. Por ejemplo, en algu­
nos aspectos se parece al salvaje: su atención se centra
en los «intereses físicos inmediatos»; se abandona total­
mente a su condición presente y busca «las ventajas in­
mediatas y presentes»; sumido en lo que le «toca» y le
«interesa directamente», existe en sí mismo, limitado en
gran medida al pequeño círculo de sus propios deseos y
sentimientos, incapaz de prever o de sentir curiosidad
desinteresada (Cf. IV. 357-362, -363, 419). Puesto que
el niño responde a sus propios impulsos espontáneos,
cuenta ante todo con sus instintos y recursos físicos y se
complace, como el salvaje, con su fortaleza y energía. De
nuevo encontramos a Rousseau contrastando el vigor del
niño y el hombre primitivo con la molicie del hombre
moderno, que no ansia más que convertir a sus hijos
en débiles y decadentes como él.
Sin embargo, la principal característica de la vida del
niño no se encuentra en la actividad física en cuanto tal,
sino en su forma particular de expresión. El niño es feliz
porque es libre; goza del «bienestar de la libertad». El
verdadero carácter de esta libertad natural ha sido malin-
terpretado, piensa Rousseau, porque se ha contrapuesto
erróneamente a la esclavitud de la vida civilizada; se ha
asumido con demasiada rapidez que la libertad natural
es incompatible con cualquier forma de dependencia. En
un importante párrafo', Rousseau establece la distinción
— que jugará un papel importante en su pensamiento po­
lítico— entre dos formas de dependencia: en primer lugar
está la falsa y molesta dependencia que deriva de la su­
bordinación del hombre a sus congéneres y a su voluntad
arbitraria. Este es un mal innegable, y la fuente principal
del conflicto y frustración humana: el niño, al igual que
el adulto, resiente el gobierno de la autoridad arbitraria
y la «voluntad caprichosa de los hombres». Por otro
lado, hay otra forma de dependencia aceptada de inme­
diato tanto por el niño como por el salvaje; en estas
condiciones la dependencia no crea frustración porque
tiene un carácter objetivo, impersonal, que es igual para
todos. En resumen, el individuo aceptará fácilmente las
limitaciones relativas a los objetos, pero no las restric­
ciones irracionales e innecesarias que le son impuestas
por los seres humanos. «Está en la naturaleza del hom­
bre aceptar pacientemente la necesidad de las cosas, pero
no la mala voluntad de otros hombres» (IV. 320). Se
deduce, por lo tanto, que la manifestación de la libertad
natural no es incompatible con la aceptación del duro
yugo de la necesidad y de las leyes de la naturaleza. La
presencia de un entorno natural estable puede ser una
condición indispensable para la existencia de una «liber­
tad bien controlada» (une liberté bien réglée).
Es significativo el hecho de que ciertas limitaciones
ineludibles para la condición humana (como la enferme­
dad y la muerte), que el hombre primitivo acepta sin que­
jarse, sean fuente de ansiedad para el hombre civilizado
que las convierte en objeto de su reflexión angustiada. En
lugar de relacionar la enfermedad con la naturaleza, in­
voca la ayuda de doctores que únicamente empeoran su
condición. La medicina, afirma Rousseau, es más perni­
ciosa para los hombres que todos los males que declara
curar (IV. 269), y es tanto más perniciosa porque cual­
quier mínima mejora física que produzca (y son muy
pocas) queda sobradamente superada por sus perniciosos
efectos psicológicos — la cobardía, la crueldad y el temor
a la muerte— . Las dificultades relativas a la necesidad
física son de un género totalmente diferente y no entran
en conflicto con el instinto básico de auto-preservación.
Aunque el desarrollo primitivo del niño consiste sobre
todo en la manifestación libre de sus capacidades físicas
innatas, el papel del educador es, sin lugar a dudas, de
la mayor importancia, ya que él es el principal respon­
sable de armonizar este desarrollo natural con la acepta­
ción de la necesidad física; su tarea consiste en eludir
los efectos perniciosos de la voluntad humana arbitraria.
Además, el educador comprenderá que la expansión ini­
cial de la experiencia del niño requiere el desarrollo de
nuevas aptitudes mentales y psicológicas. Aunque el niño
es capaz de cierta forma de razonamiento rudimentario
desde muy temprana edad, solamente en el momento
actual comienza a unir a la percepción, la memoria y la
razón. Como hemos visto anteriormente, Rousseau no
considera la razón como una facultad absoluta y abstracta
que existe por su propio derecho, sino como una facultad
compuesta que funciona junto con otras capacidades hu­
manas; su actividad depende en gran medida del nivel
particular de la existencia en que opere. Puesto que el
niño carece de las facultades desarrolladas necesarias para
el ejercicio adecuado de la razón, se puede describir la
infancia como «el sueño de la razón» (IV. 344). Las sim­
ples operaciones racionales de que dispone no van más
allá de sus reacciones frente a su entorno inmediato, y no
implican más que la experiencia de los sentidos. Se trata
de la raison sensitive, limitada a la relación entre la sen­
sibilidad del niño y los objetos que le rodean. La única
razón de la que somos capaces en nuestros primeros años
consiste en «conocer el empleo de nuestra fuerza, la rela­
ción de nuestro cuerpo con los objetos que nos rodean,
el empleo de los instrumentos naturales que están a nues­
tro alcance y que se adecúan a nuestros órganos» (IV.
369). La raison sensitive se dirige principalmente al em­
pleo de los pies, las manos y los ojos, que son «los
instrumentos de nuestra inteligencia». En una etapa
posterior se convertirá en la raison intellectuelle, que
comprende una forma de pensamiento más abstracta.
«Lo que llamo la raison sensitive ou puérile consiste en
la formación de ideas simples por medio de la combina­
ción de sensaciones diversas; y lo que llamo la razón
intelectual o humana consiste en la formación de ideas
complejas por la combinación de varias ideas simples»
(IV. 417). La percepción adecuada de las relaciones fí­
sicas es una preparación necesaria para la percepción de
las relaciones de carácter más intelectual. Los aspectos
psicológicos de una función racional que no trasciende
la preocupación del niño por sus necesidades íntimas y
su entorno físico asumirán con el transcurso del tiem­
po — como señala el profesor Derathé— 2 un carácter
progresivamente metafísico en la medida en que se aso­
cia con la relación del hombre con sus congéneres, con
el mundo y con Dios. Sin embargo, puesto que el uso
adecuado de la razón es inseparable del ejercicio de
otras facultades, aquélla se desarrollará lentamente y
sólo encontrará expresión total en una etapa posterior,
cuando el individuo necesite establecer relaciones con
otros hombres y basar su conducta en la reflexión y la
conciencia, en lugar de en el simple impulso. Aunque
la utilización de la razón por el niño es obviamente
muy inferior a la de los adultos, dado que está limitada
a les qualités sensibles y a sus relaciones con el entorno
y la auto-preservación, juega un papel importante en su
vida, ya que le ayuda a dar una expresión activa y sig­
nificativa al comportamiento que, aunque animado por
la fuerza de la libertad natural, podría de otra forma
implicar poco más que unas puras relaciones no medi­
tadas con los objetos de su entorno.
Tal vez los aspectos más importantes de esta fase
temprana de la existencia sean su simplicidad y pureza.
La finalidad de la educación negativa es evitar que el
ser primitivo quede contaminado por su contacto con
un entorno corrupto. Esta es la razón por la que Rous­
seau, como hemos visto, está ansioso de educar a Émile
en el campo, y no en la ciudad. Pero, incluso en esta
temprana etapa, el educador necesita ejercer una gran
vigilancia, ya que es realmente fácil dejar que el niño
sea corrompido por la influencia insidiosa de su entor­
no inmediato. En circunstancias desfavorables, su pro­
pia debilidad y dependencia pueden convertirle en una
criatura imperiosa y dominante, especialmente cuando
aquellos que le rodean dan la errónea impresión de que
existen únicamente en cuanto instrumentos de sus de­
seos. Si se le diera una oportunidad, este niño domi­
naría el mundo. La necesidad física es mucho más eficaz
que la voluntad humana para sofocar esta tendencia
perniciosa a la dominación, ya que enfrenta al niño con
una fuerza impersonal que es insensible a sus súplicas.
La educación basada en la naturaleza más que en la
voluntad humana tiene la gran ventaja de aunar el
desarrollo del individuo con los aspectos más fundamen­
tales de la condición humana. No es cuestión de limitar
su actividad a determinado papel artificial, sino de ver
el desarrollo progresivo de su carácter como parte inte­
grante de un proceso de mayor envergadura y como un
medio de permitirle que, en última instancia, ocupe su
lugar en «el orden de las cosas» y «en la cadena de los
seres» creada por la naturaleza (IV. 308). Si la socie­
dad es arbitraria, caprichosa y artificial, el mundo, en
su sentido más profundo, es parte integrante de un
vasto sistema jerarquizado. Cuando las pasiones hu­
manas están «ordenadas según la constitución del hom­
bre» (IV. 303), le permiten encontrar la felicidad y la
satisfacción en una actitud que reconcilia la manifesta­
ción de sus propias capacidades innatas con la acepta­
ción de su lugar en el esquema universal. Esta es la
razón por la que el proceso educativo tiene que ser com­
pletado posteriormente con el establecimiento de unos
principios políticos y religiosos.
Este concepto fundamental del orden muestra que
las características particulares de cada etapa de la exis­
tencia, aunque importantes en sí mismas, no pueden
aislarse de la evolución general de la naturaleza. La
«libertad bien regulada» del niño, que sólo puede al­
canzarse por su aceptación de «la fuerza de las cosas»
y «del duro yugo de la necesidad», refleja una forma
de equilibrio entre el deseo y la capacidad. Si se permite
que los deseos del niño desborden sus capacidades, éste
se sentirá frustrado e insatisfecho. Sin duda, este equi­
librio entre el deseo y la capacidad, aunque esencial
durante cierto tiempo, no puede mantenerse indefinida­
mente, ya que el niño gradualmente toma conciencia
de sus nuevos deseos y capacidades. Por ejemplo, la
actividad incipiente de su imaginación puede modificar
profundamente el curso de sus deseos. Además, la cre­
ciente complejidad de la relación del niño con su entor­
no estimula actividades que le empujan a ampliar y
expandir su ser. Aunque nada puede ser más perjudi­
cial que una vana curiosidad por objetos de conocimien­
to que no tienen relevancia o sentido para su existencia
inmediata — y es ésta la razón por la que Rousseau me­
nosprecia la adquisición prematura del conocimiento in­
telectual— el niño puede, a pesar de esto, tener una
curiosidad sana y genuina con respecto a su entorno. En
este sentido, el desarrollo de la curiosidad es similar
al de la razón, y su forma específica depende de la fase
particular en que opere.
£1 aspecto más significativo del inicial desarrollo men­
tal y psicológico del niño surge con el proceso de un
juicio activo que contrasta muy marcadamente con la
naturaleza pasiva de las sensaciones. La concepción de
Rousseau sobre esta cuestión está mucho más próxima
del dualismo cartesiano que del monismo materialista
de Diderot y otros pbilosophes. Rousseau cree que el
individuo puede trascenderse y hacer juicios sobre el
mundo externo, en lugar de estar simplemente domina­
do por él. «La facultad distintiva del ser libre e inteli­
gente es ser capaz de dar un sentido a esta palabra: es»
(IV. 571). Esta tendencia a contemplar el mundo exter­
no y esta capacidad de conferir sentido a los objetos
externos son muy distintos de la forma en que el hom­
bre social contemporáneo está fuera de sí mismo, ya que
este último extrae únicamente sus valores de la opinión
de los demás e imita lo que es irrelevante para su vida
íntima; los sentimientos expansivos del niño, por otro
lado, son un proceso natural que se desarrolla a partir
de sí mismo y que pone en juego facultades que le rela­
cionan activamente con sus necesidades emocionales y
mentales y con las exigencias de su entorno inmediato.
Existe un ritmo en el desarrollo humano, que incluye
una alternancia entre momentos de concentración inter­
na, cuando el hombre parece estar haciendo acopio de
su fortaleza íntima, y momentos de expansión, cuando
pretende extender su ser y trascenderse hacia el mundo
externo. Cuando se acerca la adolescencia, este movi­
miento expansivo se agudiza y el niño «proyecta en el
futuro, por así decirlo, lo superfluo de su ser actual»
(IV. 427). Existe una cierta forma de superabundancia
de ser que en cierta forma anticipa, aunque tenuemente
al comienzo, su desarrollo futuro. El niño alcanza una
etapa decisiva de su vida cuando toma conciencia de
que los instintos y los apetitos del cuerpo ya no se
adecúan a su existencia. Tras estar concentrado en sí
mismo y dominado por sus propios deseos, llega gradual­
mente a sentir otras necesidades, a experimentar senti­
mientos hacia la gente en lugar de hacia los simples
objetos. Hasta este momento, ha tratado a la gente
como si existiera principalmente para él; ahora comien­
za a considerarlos como personas en sí mismas. Al fin
está preparado para el experiencia de la moral.
5. El desarrollo moral del individuo

La exposición de Rousseau sobre el nacimiento de


nociones morales señala que éstas surgen en una etapa
relativamente tardía del desarrollo del individuo y en
condición que revelan su complejidad. Tal vez, la ver­
sión supersimplificada de las ideas morales de Rous­
seau se deba a la importancia excesiva que se ha atri­
buido a su elogio de la conciencia y a su crítica de la
razón. Si bien estos principios son esenciales para una
adecuada comprensión de su visión moral, no existen
aisladas, sino que deben ponerse en relación con sus
demás ideas sobre esta cuestión. Sin duda, en cierto sen­
tido la filosofía moral de Rousseau es muy simple, pero
esta simplicidad es propia de la concepción unificada
y armoniosa del individuo maduro y plenamente desarro­
llado, y no incluye necesariamente la construcción real
de sus ideas morales. En el Émile, Rousseau señala que
la moralidad no consiste en simples ideas impuestas al
individuo desde fuera, sino en principios que tienen su
origen en su propia naturaleza. Paralelamente, los valo­
res morales no existen en el vacío, sino que implican la
cooperación de elementos no morales de la personalidad
(como la razón), así como su relación con el entorno.
Uno de los principales problemas del pensador es exa­
minar la interdependencia de estos distintos factores y
distinguir los rasgos esenciales de la experiencia moral
de sus aspectos meramente incidentales.
Aunque una completa descripción de la experiencia
moral exige un análisis global de la personalidad en su
totalidad, es necesario comenzar reconociendo que la
moral, como todas las experiencias humanas básicas, tie­
ne raíces en la sensibilidad; para descubrir su fuente
afectiva, tenemos que remontarnos a la característica
más primordial del hombre: su amour de soi. Si bien
esta característica es absoluta, en la medida en que es un
instinto primordial que no depende de nada más que
de sí mismo, «se desarrolla de acuerdo con el orden y
el progreso de nuestros sentimientos de nuestro conoci­
miento relativo a nuestra constitución» (IV. 523). £1
amour de soi no se mantiene como un simple instinto
sin desarrollar, sino que evoluciona gradualmente y asu­
me formas más complejas; en este sentido, sigue el mo­
vimiento de la naturaleza, que no es únicamente una
fuerza primitiva física o biológica, sino una «naturaleza
bien ordenada» (IV. 552). Rousseau habla frecuente­
mente del orden y progreso de una naturaleza que final­
mente alcanza una forma de expresión altamente refi­
nada. Al considerar la sensibilidad creciente del niño,
dice Rousseau, es esencial observar cómo «los desarro­
llos sucesivos tienen lugar según el orden de la natu­
raleza» (IV. 501). Sin embargo, las formas más evolu­
cionadas de la naturaleza sólo surgen lentamente a par­
tir de etapas anteriores y más simples, de modo que el
ser original del hombre, por muy complejo que sea su
desarrollo último, permanece siempre entroncado en su
sensibilidad y sentimientos, más que en la razón, que
sólo alcanza su madurez en una etapa- posterior de su
existencia. Por lo tanto, si tratamos de encontrar el ori­
gen de la moral, debemos considerar en primer lugar su
vertiente afectiva más que su vertiente racional.
La imagen del niño como un ser autosuficiente domi­
nado por sus intereses físicos inmediatos es perfecta­
mente válida para la etapa inicial de la vida humana,
cuando la felicidad consiste justamente en la capacidad
del yo de identificarse con las posibilidades intrínsecas
de su situación inmediata. Si bien esta forma de vida
tiene implicaciones importantes para la comprensión pos­
terior del hombre (igual que la fidelidad del salvaje a
las posibilidades intrínsecas de su modo de ser particu­
lar), no puede servir como modelo para la formación
del individuo completo, ya que en ella el hombre no
trasciende sus relaciones con la cosas. Por muy atracti­
va que sea esta vida autosuficiente de los instintos y
los sentimientos, está desprovista de cualquier cualidad
moral genuina, ya que no pone todavía al individuo en
contacto con otra gente. Unicamente cuando el hombre
se relaciona con otros seres humanos, «comienza a vivir
verdaderamente».
El surgimiento de esta sensibilidad en desarrollo está
ligado a la necesidad expansiva de la personalidad hu­
mana. Esta situación destacaba en menor medida du­
rante el período de crecimiento físico, y en cualquier
caso estaba limitada a la necesidad del niño de estable­
cer relaciones con los objetos, más que con las personas.
Sin embargo, como hemos visto, incluso el niño es capaz
de cierta forma de afectividad expansiva, y el propio
adulto puede responder a las posibilidades expansivas
de su sensibilidad. En un interesante párrafo de los Dia­
logues, Rousseau señala que la sensibilidad no es un
simple impulso innato, sino que asume dos formas: físi­
ca y moral. Mientras la sensibilidad física atiende prin­
cipalmente a la satisfacción de los apetitos del cuerpo,
la sensibilidad moral se manifiesta como la capacidad
para satisfacer necesidades emocionales, por medio de
una atracción (o rechazo) espontáneo hacia otra gente;
mientras la sensibilidad física reacciona primordialmente
ante los objetos y atiende únicamente a la auto-preserva­
ción física, la sensibilidad moral o activa nos permite
«dar nuestros afectos» a otros seres humanos. Existe un
elemento espontáneo en nuestra sensibilidad moral, una
fuerza de atracción espiritual análoga a la atracción que
se encuentra entre los objetos físicos, pero evidentemen­
te de una cualidad mucho más elevada. Cuando esta
fuerza actúa positivamente, es la «acción simple de la
naturaleza que pretende ampliar y fortificar los senti­
mientos de nuestro ser», y es la fuente de «todas las
pasiones amorosas y dulces». Esta sensibilidad positiva
proviene directamente del amour de soi y es «pura cues­
tión de sentimientos, en donde la reflexión no tiene
cabida (I. 805). Con el surgimiento de esta sensibilidad
expansiva, el individuo siente emociones que le inducen
a «transportarse fuera de sí mismo» (IV. 505). La «fuer­
za expansiva del corazón» le impele a dirigirse hacia
otras personas, y siente «este estado de fortaleza que le
proyecta fuera de sí mismo». Una vez más, es cuestión
de desarrollar un instinto primitivo y de seguir el pro­
greso y orden de la naturaleza, en lugar de crear algo
radicalmente nuevo.
Tal vez la preocupación de Rousseau con la imagen
de sí mismo como hombre de sensibilidad le lleva a des­
tacar en exceso en sus escritos personales este aspecto
de la experiencia moral, pero desde luego es coherente
con su concepción general de la personalidad en desarro­
llo. Ya en el Discours sur Vinégcdité Rousseau había lla­
mado la atención sobre la importancia de la «compasión
natural», y «el primer sentimiento relativo que afecta
al corazón humano según el orden de la naturaleza» (IV.
505). La compasión natural es d único sentimiento que
empuja al hombre primitivo hada otros seres. En esta
etapa de la existenda humana es un instinto ciego e irre­
flexivo, pero sirve como la base de sentimientos más ele­
vados y tiene desde ese momento un carácter expansi­
vo. Tendemos a la compasión al «proyectarnos fuera de
nosotros e identificamos con la criatura que sufre», y
«al abandonar, en cierto modo, nuestro propio ser para
asumir d suyo» (IV. 505). La compasión entra en juego
cuando la «fuerza expansiva de mi corazón me identifi­
ca con mis congéneres, y cuando en cierto modo me
siento proyectado en ellos».
Con el desarrollo de la reflexión y la imaginación,
la compasión asume una forma más compleja, y deja
de ser exclusivamente instintiva: aunque permanece en­
raizada en un instinto natural, también implica cierta
reflexión sobre uno mismo y la cooperación de factores
psicológicos distintos de los asociados con el puro sen­
timiento. A través de la actividad de la imaginación, la
memoria y la reflexión, puedo realizar un esfuerzo más
deliberado de referir los sufrimientos ajenos a mi propio
ser interior e identificarme de forma sustitutiva. En el
ser humano maduro, la compasión presupone esta capa­
cidad para entrar, al menos con la imaginación, en la
consciencia de otro ser. Sin embargo, este aspecto ima­
ginativo es inseparable de la memoria, puesto que yo
sólo puedo sentir una compasión genuina por d sufri­
miento del que yo también he tenido cierta experiencia;
la imaginación, la memoria y la reflexión se combinan
para hacerme sentir compasión hacia el sufrimiento de
mis congéneres. «En efecto, ¿cómo vamos a ser movi­
dos a compasión si no es proyectándonos fuera de nos­
otros mismos e identificándonos con la persona que
sufre; si no es abandonando, en cierto modo, nuestro
propio ser para asumir el suyo? Sufrimos únicamente
en la medida en que juzgamos que el otro sufre; no su­
frimos en nosotros, sino en él». «Nadie es sensible al
sufrimiento, excepto cuando su imaginación se aviva y
comienza a proyectarle fuera de sí» (IV. 505-06). Sin
embargo, la compasión aislada no puede ser el único
soporte de la moral, porque sigue siendo un simple ins­
tinto o sentimiento; como veremos, exige la coopera­
ción de otros elementos del ser, para llegar a adquirir
un significado moral genuino.
El modo en que las emociones del adulto dependen
del orden de la naturaleza y su relación con el progreso
de los «sentimientos primitivos» es planteado también
por Rousseau en su examen del amor, que manifiesta
un proceso similar de desarrollo. Al contrario de la
creencia popular, el amor no es únicamente un senti­
miento natural espontáneo, válido en sí mismo, aunque
debe originarse a partir de ese sentimiento. Como Rous­
seau destaca en el segundo Discours, el hombre primiti­
vo no conoce el amor, puesto que es incapaz de elevarse
por encima de un instinto sexual ciego, que es contrario
a la existencia de lazos permanentes. Ahora bien, el
amor adulto exige sin lugar a dudas un elemento sexual,
y guarda cierta relación con factores físicos y psicoló­
gicos; el hombre y la mujer se unen inicialmente por
una afinidad de sentimientos y sensibilidad, y sin esta
atracción inicial, sus relaciones jamás alcanzarán verda­
dera profundidad o intensidad. Como Saint-Preux dice
a Julie, existe «una cierta unión de las almas que se
percibe desde el primer momento» y sin esta «forma
uniforme de sentir y ver» el afecto mutuo sería imposi­
ble (II. 125). Sin embargo, esta atracción espontánea
no es suficiente para definir el verdadero amor. En su
manifestación máxima, el amor implica juicio y compa­
ración y un acto deliberado de elección; la reflexión
es un componente indispensable lo mismo que el senti­
miento. Mientras el deseo sexual tiene un origen pura­
mente biológico, en la medida en que comprende poco
más que el deseo de un sexo de unirse con el sexo con­
trario de forma ciega y avasalladora, el amor es un
sentimiento inspirado por un objeto específico *. Mien­
tras el instinto sexual es totalmente irreflexivo, en la
medida en que lleva al individuo a concentrarse en la
satisfacción inmediata de su propia necesidad, el amor
tiene un aspecto artificial porque implica reflexión y com­
paración, así como sentimiento y deseo. Por ejemplo,
el amor se asocia a menudo con la admiración y la pre­
ferencia, y con una respuesta a características y cualida­
des específicas, como la belleza, la virtud y el mérito.
Estas reacciones dependen de capacidades que el hom­
bre primitivo ignora totalmente. Sin duda, la madurez
de los sentimientos también crea problemas serios. Es
difícil, si no imposible, sentir un amor sincero en el
mundo moderno, a causa de la influencia nefasta de las
íalsas pasiones generadas por la sociedad y del mal uso
de la reflexión; la corrupción que aqueja a todas las
actitudes humanas ha ejercido inevitablemente su in­
fluencia sobre el amor, de forma que lo que a menudo
se describe como amor no es más que una parodia gro­
tesca de ese sentimiento real. En cualquier caso, la ex­
periencia del amor verdadero es imposible sin el desa­
rrollo de las facultades psicológicas e intelectuales más
elevadas.
La vida moderna ha eliminado también otro rasgo
esencial del verdadero amor: la reciprocidad. Mientras
el instinto sexual ciego es meramente egoísta, el amor
tiene una capacidad expansiva que exige la respuesta
activa de la otra persona. Sin embargo, esta reciproci­
dad tiene sus peligros, ya que es inseparable de la refle­
xión sobre uno mismo y de la comparación con otros.
«Para ser amado es necesario hacerse digno de amor,
al menos para la persona amada» (IV. 494). Esto nos
lleva a compararnos con otros seres y a considerarlos
como posibles rivales, incluso como enemigos. En otras
palabras, la auto-reflexión que estaba presente en la com­
pasión también se manifiesta en el amor, a pesar de su
diferente modo de manifestarse. Así, un sentimiento
capaz de despertar las más nobles aspiraciones, puede
llevar también a los celos y a la agresión. En la socie­
dad contemporánea, el amor ha asumido una esclavitud
degradante y un egoísmo que es debido en mayor me­
dida a la opinión que a los sentimientos naturales. Sin
embargo, el mal empleo de las facultades humanas no
impugna en absoluto su valor esencial en cuanto instru­
mento para ayudar a la gente a experimentar la reci­
procidad del afecto genuino.
Otra característica esencial del amor es el entusiasmo
que no sólo le confiere ímpetu, sino que también le
impulsa hacia el ideal de perfección saltando por encima
de las limitaciones humanas normales. «No existe ver­
dadero amor sin entusiasmo, y no existe entusiasmo sin
un objeto de perfección, real o quimérico, pero que siem­
pre existe en la imaginación». Tal vez el aspecto subje-
civo de esta aspiración idealista convierte al amor ver­
dadero en una «mera quimera, mentira e ilusión»; «Si
uno viera lo que ama tal y como es, no habría más amor
en la tierra» (IV. 656, 743). En cualquier caso, la bús­
queda entusiasta de la perfección sigue sienco un ele­
mento indispensable en el amor e imbuye al hombre de
uno de sus sentimientos más nobles. «Eliminad el ansia
de perfección y eliminaréis el entusiasmo; suprimid
la estima, y el amor no será nada» (II. 86).
Este elemento espiritual e idealista tiene que tener
en cuenta diferencias importantes entre el carácter fe­
menino y el carácter masculino. Probablemente es erró­
neo plantear la relación entre el hombre y la mujer en
términos de una supuesta igualdad o desigualdad, o
tratar de decidir si la mujer es o no inferior al hombre.
Cada cual «alcanza los fines de la naturaleza según su
propio destino particular», pero la perfección que cada
cual pretende alcanzar jamás será idéntica (IV. 693).
La mujer, insiste Rousseau, está creada especialmente
para «agradar al hombre y ser subyugada por él». Aun­
que el hombre también debe agradar a la mujer, debe
hacerlo únicamente por su fuerza — se trata de «una
ley de la naturaleza que precede al propio amor». Psico­
lógicamente la mujer tiene un papel pasivo que se ma­
nifiesta a través de su modestia y pudeur. Sin embargo,
la actitud más agresiva del hombre hacia el amor, tam­
bién tiene que tener en consideración el hecho de que
él depende en última instancia de su compañera. Incluso
en tal caso, la actitud típicamente femenina implica ama­
bilidad y sumisión, y la aceptación de las limitaciones
inevitables impuestas a la mujer por su situación en
cuanto ser dependiente; su papel eventual de madre
también la somete a la vida doméstica. La existencia de
diferencias físicas naturales y psicológicas no supone una
barrera para el disfrute de un profundo afecto mutuo,
de forma que «de la vulgar unión de los sexos nacen
poco a poco las más dulces leyes del amor» (IV. 697).
Una de las recriminaciones constantes de Rousseau con­
tra la vida moderna es que ha destruido la posibilidad
del amor al no respetar las diferencias esenciales entre
el hombre y la mujer, y al tratar de invertir el papel
de los sexos, convirtiendo a la mujer en el carácter do­
minante y al hombre en un ser afeminado y dependiente.
A pesar de la creciente complejidad del desarrollo
moral, Rousseau insiste en la necesidad del hombre de
ser él mismo en cada etapa de su vida: «Es necesario
ser uno mismo en todo momento y no luchar contra la
naturaleza» (IV. 685). Lo que a su vez quiere decir
que «debemos entregarnos totalmente a cada instante
de nuestra vida» y que cada momento de nuestra existen­
cia debe caracterizarse por una plenitud real. La opinión
ajena es rechazada rotundamente, porque Rousseau la
considera contraria a la naturaleza y basada en criterios
externos que nos impiden ser nosotros mismos; «hace
todo diferente y aleja la felicidad de nosotros» (IV.
691). Por otro lado, el poder de la opinión reside en
su aparente objetividad e inflexibilidad; lo que se en­
cuentra fuera del hombre parece más estable que su
precaria vida interior. Aunque los impulsos de la natu­
raleza son siempre justos, especialmente cuando son
puros y simples, no son permanentes. Sólo la necesidad
de la naturaleza física parece sobrevivir a todos los cam­
bios en la vida de cada individuo. Por muy satisfactoria
que pueda ser esta experiencia en sí misma, la emoción
natural y la bondad espontánea son susceptibles de des­
aparecer. Por lo tanto, el hombre se enfrenta en esta
etapa concreta de su desarrollo con el problema de ser
él mismo, y además en condiciones que le permitan dar
estabilidad y consistencia a sus sentimientos. Además,
según se desarrollan sus capacidades, se enfrenta con una
nueva dificultad, ya que el crecimiento indefinido de
los deseos limitará necesariamente su fortaleza interna
(IV. 816). Incluso en este caso, ya no puede aceptar
la libertad natural del niño o del hombre primitivo, por­
que ha alcanzado una madurez y una capacidad de refle­
xión que le han hecho superar los simples sentidos y los
instintos físicos; el hombre exige algo más que la Über-
tad bien controlada de la necesidad física; ahora tiene
que encontrar una nueva «naturaleza».
Incapaz de seguir siendo un ser autosuficiente de ins­
tintos irreflexivos, toma conciencia del surgimiento de
necesidades morales que presuponen la capacidad de de­
sarrollarse y mejorar. A primera vista, estas cualidades
morales pueden significar debilidad e insuficiencia, ya
que el individuo, al no poder quedar satisfecho con su
propio ser, comienza a proyectarse hacia otra gente. Así,
el hombre se encuentra a medio camino entre el ser
semejante al animal, cuya naturaleza no es susceptible
de mayor transformación y permanece identificada con
los puros instintos y sentimientos, y el Ser divino que
existe por sí mismo y no necesita de los demás. Es la
debilidad del hombre la que le empuja a buscar otros
seres y a ser sociable, pero es también su sensación de
insuficiencia, su conciencia de no ser todo lo que podía
ser, la que le lleva a avanzar hacia formas más eleva­
das de vida; el hombre no puede alcanzar una adecuada
realización de sus posibilidades más elevadas más que
a través de sus relaciones con otros hombres.
El hombre tiene que protegerse contra la debilidad
y contra d conflicto interno adquiriendo una nueva for­
taleza, que en última instancia implica una nueva actitud
hacia otros hombres y, en consecuencia, hacia sí mismo.
Conocedor de la fragilidad de sus emociones, busca for­
talecerse por medio del ejercicio de su voluntad. «El
hombre es débil por su naturaleza, pero fuerte por su
voluntad» (IV. 817). Si no hubiera entrado en contacto
con otros hombres, jamás se habría visto forzado a de­
sarrollar su voluntad y a adquirir fortaleza interna. En
última instancia, el poder de la voluntad se manifiesta
como virtud, lo que supone la capacidad del hombre de
combatir sus instintos inmediatos en favor de algún
principio más elevado. Por tanto, la verdadera moral
muestra que la bondad por sí sola no es una base ade­
cuada para la vida humana. Rousseau señala que sólo
Dios es verdaderamente bueno y el único ser que no
necesita ser «virtuoso». Por otro lado, la bondad dd
hombre de naturaleza tiene que ser complementada por
la voluntad, y es a través del ejercicio de su voluntad
como el individuo se convierte en un ser verdaderamente
moral. «Te he creado bueno más que virtuoso», dice
Rousseau a Émile. Lo que quiere decir que la educación
del joven todavía no es completa, porque «la bondad se
resquebraja y desaparece bajo el impacto de las pasiones
humanas» (IV. 818). La libertad natural de Émile será
cada vez más precaria conforme vaya envejeciendo, y
la felicidad se alejará de él hasta que haya aprendido a
ser «libre y señor de sí mismo». «Émile, controla tu
corazón y serás virtuoso». No depende del hombre tener
o no tener pasiones, pero sí depende de él «ser dueño
de ellas» (IV. 819).
Al final de su experimento pedagógico, Rousseau re­
afirma el principio moral establecido en su primer Dis­
cours que, como hemos visto, ensalza las glorias de la
virtud. Sin embargo, en esta obra la virtud era sólo
una exhortación, más que un concepto claramente defi­
nido: se contrastaba la fuerza moral de los héroes de
las antiguas repúblicas con la corrupción y el afemina-
miento de la sociedad moderna. En el Émile Rousseau
trata de relacionar la virtud con el desarrollo del indi­
viduo y de definir su significado a la luz de la persona­
lidad total. El ejercicio de la voluntad virtuosa no puede
ser aislada de otras facultades humanas y debe relacio­
narse finalmente con el desarrollo de la sociedad civil.
Émile tiene que llegar a comprender su gran importan­
cia en las últimas etapas de su educación, especialmente
cuando se le prepara para el matrimonio. Incluso, aun­
que Émile queda rápidamente convencido de su amor
hacia Sofía, su tutor señala que sus sentimientos hacia
ella no son base suficiente para el matrimonio; jamás
conseguirá una relación feliz y estable si no ha apren­
dido a «protegerse de sus deseos» y a establecer un
cierto distandamiento entre él y el objeto de sus afa­
nes; por primera vez se enseña a Émile a resistir a la
naturaleza en favor de un bien más elevado, que es
natural en la medida en que es parte integrante de sus
posibilidades en cuanto ser moral completo, pero es
antinatural en la medida en que presupone la capacidad
de resistir y vencer un sentimiento espontáneo. Sin duda,
como insiste Rousseau, el hombre puede ser «feliz y
libre en la profundidad del bosque», pero en este caso
sería «bueno sin mérito», en lugar de ser verdaderamen­
te virtuoso (IV. 858). Por lo tanto, en este sentido, la
virtud «desnaturaliza» al hombre, porque le exige que
luche contra sus sentimientos y que sacrifique sus inte­
reses inmediatos en beneficio de un bien más elevado.
Por otro lado, le enseña que tiene la fortaleza y la
capacidad de superar las ataduras de los instintos y de
alcanzar una forma de vida que le es negada a los seres
inferiores.
Si la virtud exige fortaleza, también puede implicar
a menudo la necesidad de combatir los instintos egoís­
tas. En La Nouvelle Héloise, Rousseau no duda en des­
cribir la virtud como un «estado de guerra»; «para vi­
virla, uno tiene siempre que luchar contra sí mismo»
(II. 682). Repite esta misma caracterización en la última
declaración sistemática de sus creencias religiosas: la
carta a Franquiéres de 1769. «La palabra virtud signi­
fica fortaleza. No existe virtud sin combate, no existe
virtud sin victoria. La virtud no consiste simplemente
en ser justo, sino en serlo triunfando sobre nuestras pa­
siones, dominando nuestro corazón» (IV. 1.143).
Sin la ayuda de la voluntad, los sentimientos estarían
incapacitados para incitar a 11 acción. Por ello, la com­
pasión basada en la sensibilidad no tendrá ninguná con­
secuencia moral a no ser que se compagine con la volun­
tad: un hombre puede sentir compasión hada sus con­
géneres, pero no dará ningún paso para ayudarlos. La
compasión adquiere verdadera calidad moral únicamente
cuando se manifiesta como auténtica caridad. Sin duda,
jamás surgiría la caridad si no estuviera inspirada origi­
nariamente por algún instinto natural poderoso, pero sin
duda sería infructuosa si no estuviera respaldada activa­
mente por la voluntad.
Sin embargo, la voluntad, al igual que los sentimien­
tos, no puede existir con independencia de las demás
facultades humanas. Por muy importante que sea, la
voluntad necesita ser avivada por los sentimientos e
iluminada por la razón. El hombre no puede entender
el sentido de sus acciones y comprender lo que está ha­
ciendo más que por medio de la razón. Como ya hemos
visto, la razón no es capaz de mantenerse por sus pro­
pios recursos y tiene que depender de algo ajeno a sí
misma; pero cuando la voluntad actúa en unión de la
razón, el individuo llega a realizar su existencia como
un ser dotado de libertad —no la libertad «natural» del
salvaje que no piensa, sino la libertad «moral» del hom­
bre maduro que finalmente ha completado las posibili­
dades reales de su ser.
Asimismo, la voluntad no puede seguir siendo un
principio puramente abstracto y formal, o el medio para
alcanzar un cierto ideal impersonal, válido en si mismo.
Si la voluntad y la virtud son inseparables de los senti­
mientos, es porque son parte integrante de una expe­
riencia personal auténtica. Aunque hasta cierto punto
la virtud «desnaturaliza» al hombre (si entendemos por
«naturaleza» los instintos espontáneos o innatos del
mismo), también le permite cumplir con su deber en
situaciones difíciles, cuando su tendencia inmediata con­
sistiría en seguir los dictados de los instintos egoístas;
sin embargo, esto no quiere decir que le aleje de su
verdadero «interés». Como dijo Rousseau a D ’Offrevi-
lle, sin duda el interés moral excluye «los intereses ma­
teriales egoístas», puesto que el hombre virtuoso está
dispuesto a sacrificar, si es necesario, no sólo sus venta­
jas personales, sino también su vida, por el bien de los
demás; sin embargo, tiene que sentir que este gesto
heroico es coherente con su naturaleza interna y con
el interés espiritual y moral que le permite ser él mis­
mo. En todas las circunstancias, el hombre tiene que
ser fiel a lo más elevado de sí mismo, aunque este
estado ya no pueda identificarse con la felicidad natu­
ral del hombre primitivo. Por lo tanto, la virtud no es
sinónimo de la felicidad en su sentido más simple, ni
acarrea la felicidad, como creían los estoicos. Por otro
lado, «únicamente la virtud nos permite gozar de la
felicidad cuando la tenemos»; produce «una satisfac­
ción interna, un orgullo de sí mismo» que no puede
lograrse de otra forma2.
Hasta cierto punto la virtud será siempre precaria,
ya que Rousseau tiene buen cuidado en señalar, como
insiste Pierre Burgelin, que «todas las virtudes se dete­
rioran sin la ayuda de la sabia prudencia» (II. 1269)3.
Sería estúpido ignorar las limitaciones de la naturaleza
humana o las ventajas de la moderación. Asignar a cada
cual su lugar, asentarlo en él y ordenar las pasiones hu­
manas según su constitución, «es todo lo que nosotros
podemos hacer por el bienestar del hombre» (IV. 303).
«No aspiramos a la quimera de la perfección», dice
Rousseau en otra ocasión, «sino a aquello que es lo me­
jor posible de acuerdo con la naturaleza del hombre y
la naturaleza de la sociedad»4. Esta es, además, la ven­
taja de considerar el comportamiento humano en el
contexto de la totalidad de su ser: el hombre virtuoso
no existe únicamente por su voluntad; sabe que tiene
que aceptar la realidad de sus sentimientos y de su razón
y asume su lugar en el orden total de las cosas. El hom­
bre virtuoso no puede eludir enteramente las consecuen­
cias de su sensibilidad y el adulto racional no puede sub­
estimar la importancia de la raison sensitive, aunque
haya llegado a conocer la superioridad de la raison in-
tellectuelle. La existencia del hombre está integrada en
una situación que implica su relación con su propio ser,
con su entorno, y con el orden universal; cada manifes­
tación de su personalidad tiene que contribuir a la armo­
nía de la totalidad. Al tiempo, el hombre puede confiar
justificadamente en su capacidad de realizarse de esta
forma, ya que «cuando Dios creó al hombre, le dotó de
todas las facultades necesarias para llevar a cabo lo que
se exigía de él» (II. 683).
Por muy necesaria que sea para la realización moral
del individuo la virtud, al ser inseparable del interés en
el sentido más elevado del término, tiene que apoyarse
constantemente en un sentimiento que es mucho más
profundo y poderoso que los impulsos transitorios del
hombre natural. Si el individuo ama el bien que su
razón le ayuda a conocer y su voluntad a escoger, tiene
que confiar en un sentimiento interno que pueda resis­
tir los sofismas de la razón y el señuelo de la pasión
egoísta. Rousseau insiste en la importancia del senti­
miento interno, porque la virtud tiene que sustentarse
en última instancia en una necesidad que es natural en
el corazón humano, así como en «los verdaderos senti­
mientos del alma iluminados por la razón, que no son
más que el desarrollo ordenado de nuestros sentimien­
tos primitivos» (IV. 523). Es cuestión de «este dicta­
men que es más secreto, más profundo que los secretos
del corazón, que protesta contra las decisiones mera­
mente egoístas» (IV. 1138). Es una «voz interna» o una
«luz interna» que puede ponernos en el sendero de la
verdad y de la virtud cuando todo lo demás falla. Este
sentimiento primordial que se origina en lo más profun­
do del ser humano es la conciencia.
Es significativo el hecho de que la exposición más
detallada hecha por Rousseau de la conciencia se en­
cuentre en su profesión formal de fe religiosa, donde
la describe como un «instinto divino». La elección del
término es importante, ya que muestra, en primer lugar,
que se reconoce a la conciencia como un instinto o sen­
timiento primordial, que no depende del hábito y que
es la manifestación espontánea de la naturaleza humana
original y más profunda; en segundo lugar, es «divina»
porque pertenece a la parte espiritual de su ser. La na­
turaleza y la religión se combinan para dar lugar a este
sentimiento que Rousseau llama «la voz sagrada de la
naturaleza». Por lo tanto, la «conciencia» es «la voz
del alma», en la misma medida vjje el instinto es «la
voz del cuerpo» y «es al alma lo que el instinto es al
cuerpo» (IV. 595-8). Es «la guía más segura de un
ser ignorante y limitado» que a la vez es «inteligente
y libre». Su característica más destacable es su infalibí-
lidad, ya que puede impulsar al hombre a la virtud y
a una conducta recta cuando ha fracasado todo lo demás.
En un párrafo justamente conocido de la Professiott de
fot du vicaire savoyard, Rousseau elogia elocuentemente
esta «voz celestial e inmortal» que nos hace dignos de
nuestro Creador. La conciencia es la chispa divina den­
tro de nosotros: — no una facultad fortuita e inusitada
(aunque pueda parecerlo así a los hombres corrompidos
por la influencia insidiosa de la civilización), sino la
misma esencia de nuestra naturaleza en cuanto seres
morales. «Si este sentido moral divino» nos eleva hacia
Dios, también nos hace tomar conciencia de nuestra
humanidad fundamental. Cuando la razón es aquejada
por la duda de la incertidumbre, o el corazón asediado
por pasiones incontroladas, la conciencia jamás dejará
de acudir en socorro de aquellos que escuchan una voz
que habla «el lenguaje más dulce, puro y enérgico de
la virtud» (I. 687). En tales ocasiones, el proceder más
sabio del hombre consistirá en prestar atención a esta
voz interna dans le sAettce des passions, ya que le pro­
tegerá contra los dictados de su propia naturaleza egoís­
ta, los errores de la razón y la influencia insidiosa de las
máximas mundanas.
Aquellos que deseen una prueba objetiva de la exis­
tencia real de la conciencia —y en concreto Rousseau
está pensando en aquellos contemporáneos que han sido
inducidos a error por una filosofía materialista que me­
nosprecia la conciencia y el remordimiento como meros
«prejuicios o quimeras» y que considera el vido y la
virtud como productos artifidales del entorno, sin valor
autónomo alguno — tienen al alcance la evidenda de la
naturaleza humana— : «el acuerdo manifiesto y univer­
sal de todas las nadones» y «la notable uniformidad
de los juicios humanos» prueba que todo el mundo tie­
ne el mismo sentido básico de lo que es justo e injusto.
Por lo tanto, ¿qué intento es más deshonesto o fútil que
los patéticos esfuerzos de Montaigne por desenterrar «en
algún lugar del mundo una costumbre en contradicción
con las nociones de justicia»? ¿Cómo puede contraponer­
se algunas excepciones aisladas frente a este principio y
reconocido por toda la raza humana? Un análisis impar­
cial de las reacciones humanas muestra que «detrás de la
prodigiosa variedad de juicios y opiniones subsisten las
mismas ideas de justicia y honestidad». Así, la observa­
ción objetiva confirma la convicción interna, y el hom­
bre que confía en su conciencia sigue un principio «gra­
bado con caracteres indelebles en lo más profundo de
su corazón» (IV. 594).
Sin embargo, resulta innecesaria para el individuo sin­
cero una prueba objetiva que no necesita buscar tan lejos,
puesto que al observar el poder de la conciencia en su
propia vida descubrirá que «la voz de la conciencia habla
por sí sola». No es sorprendente en absoluto la insistencia
de Rousseau en que el poder de la conciencia debiera ser
evidente de inmediato para el ser íntimo, si recordamos
que, en su opinión, la conciencia es un sentimiento más
que un juicio, y en cuanto tal goza de la simplicidad y
transparencia de la naturaleza. El hombre no necesita
del «aparato atemorizador de la filosofía» o de «las su­
tilezas del razonamiento» para demostrar la existencia de
un «sentimiento interno» o de una «voz» que todo ser
humano sincero experimenta por sí mismo y que no
puede ser anulada permanentemente. «La voz de la con­
ciencia no puede ser acallada en el corazón humano co­
mo tampoco puede serlo la voz de la razón en el enten­
dimiento; la falta de sensibilidad moral es tan poco na­
tural como la locura» (I. 972). Como dice en otro lugar,
«cualquier persona que obedece a la conciencia, obedece
a la naturaleza». Además, a la simplicidad de su llama­
miento debe añadirse también el carácter sublime de
cette sainte et bienfaisante voix [esta voz santa y bene-
factora] que provoca una respuesta emotiva en todo
hombre dispuesto a emplear el don más precioso de la
naturaleza.
La cualidad aparentemente excepcional de la concien­
cia se debe en gran medida a la corrupción de una socie­
dad que ha alienado al hombre de su verdadero ser. La
decadencia contemporánea fuerza a la conciencia a pro­
teger a los hombres de los caprichos de la razón y de
las pasiones, que se han convertido en los instrumentos
del orgullo y del egoísmo, y de ese amour propre que
ha usurpado por doquier la autoridad del verdadero
amour de soi. Por otro lado, en una sociedad regenera­
da, la conciencia sería tan natural y espontánea como
cualquier otro don innato, y cooperaría con la razón
y la libertad para asegurar la plena realización del ser
humano.
Del hecho de que la conciencia esté entroncada en un
sentimiento o instinto que nos lleve a amar el bien, no
se deduce que tenga un conocimiento específico del mis­
mo. El principio que era aplicable a la voluntad es tam­
bién aplicable a la conciencia; la conciencia necesita ser
iluminada. Aunque el sentimiento innato nos lleva es­
pontáneamente hacia el bien, aún necesita que se le
cultive. Esto es tanto más importante si recordamos que
la voz de la conciencia suele tener escaso volumen, y
como ama la paz y la tranquilidad, es fácilmente anegada
por el ruido de las pasiones; si bien su voz no puede
ser acallada, sí puede ser silenciada cuando es más nece­
sario que se la oiga. Por lo tanto, la conciencia, para
ser plenamente eficaz, necesita de la cooperación de la
razón. «La razón nos enseña únicamente a distinguir el
bien del mal. La conciencia, que nos hace amar al uno
y odiar al otro, aunque es independiente de la razón,
no puede desarrollarse sin ella» (IV. 288). «Conocer el
bien no es amarlo; el hombre no posee un conocimiento
innato del bien, pero tan pronto su razón se lo hace cono­
cer, su conciencia le lleva a amarlo; es este sentimiento
el que es innato» (IV. 600). Por lo tanto, la conciencia
y la razón se refuerzan mutuamente. Aunque la concien­
cia suministra sin duda el impulso original, el instinto
fundamental que hace posible que el hombre perciba
y ansíe el bien, actúa en conjunción con otras faculta­
des humanas, de forma que el hombre puede confiar
con toda seguridad en sus «ojos, conciencia y juicio»;
«el hombre tiene conciencia para amar el bien, razón
para conocerlo y libertad para elegirlo» (11.605; II.
683).
Como la expresión suprema del amour de soi, la con­
ciencia parece poseer una connotación marcadamente per­
sonal y subjetiva; pero esto es sólo parcialmente cierto,
puesto que el nivel más profundo pone al individuo en
contacto con el principio del orden. Además de su ver­
tiente subjetiva, la conciencia tiene una vertiente obje­
tiva, ya que relaciona al individuo con algo más grande
que él mismo. En su forma más elevada el amour de soi
no es únicamente un instinto espontáneo, sino un senti­
miento profundo que abarca distintos aspectos de la
existencia humana. No sólo tiene una cualidad dinámica
que se proyecta hacia el futuro y que se adecúa al «de­
sarrollo ordenado de las pasiones primitivas» y a la
expansión gradual de todas las posibilidades internas de
la persona, de forma que a través de su conciencia el
individuo logra una relación armoniosa con su verdadero
ser; además, según se desarrolla su personalidad, se
pone de manifiesto que las emociones espontáneas, lejos
de existir aisladas, tienen que estar relacionadas con un
principio de orden superior. El hombre ya no es un ser
aislado, puesto que el amour de soi está ligado al amor
hacia los demás. «E l amor de los hombres que procede
del amor a sí mismo es el principio de la justicia hu­
mana» (IV. 523 nota). A primera vista, parece que la
conciencia es un impulso directo y simple, un sentimien­
to profundo y un principio innato que precede a todas
las influencias nacionales y educativas. Y empuja al indi­
viduo a la acción por su propio poder intrínseco; es
una «norma involuntaria» que nos lleva a juzgar todas
las acciones, tanto las ajenas como las propias como
buenas o malas. Sin embargo, este instinto innato afecta
a otra gente tanto como a nosotros mismos. Tal vez el
hombre no haya nacido con un instinto primitivo de so­
ciabilidad, pero «está en él ser sociable». «Y es a partir
del sistema moral constituido por esta doble relación
con uno mismo y con sus semejantes como nace el ins­
tinto de la conciencia» (IV. 600).
La presencia de la conciencia en el propio ser y la
capacidad del hombre de elevarse por encima de los dic­
tados inmediatos del instinto y la pasión reflejan las
posibilidades activas de su ser. El hombre no obedece
pasivamente a los impulsos de sus apetitos corporales,
sino que opta por vivir de acuerdo con un principio más
elevado; esto quiere decir que está dispuesto a relacio­
nar su vida con una concepción del orden que trasciende
sus necesidades inmediatas. Aunque su conciencia está
animada por un sentimiento profundo, se manifiesta en
las acciones. La voz del alma permite al individuo triun­
far sobre la voz del cuerpo, y establece una relación
activa con el orden en lugar de verse sometido pasiva­
mente a los sentidos. Esto muestra también que el amor
a sí mismo no es una mera pasión, sino que encierra al
menos dos principios: un principio activo inteligente, y
un principio pasivo «sensitivo». Por tanto, la conciencia
puede ser «iluminada por la razón, conducente ella mis­
ma a la aceptación del orden». «La conciencia sólo se
desarrolla y actúa con el conocimiento del hombre; el
hombre sólo llega a conocer el orden a través de este
conocimiento y únicamente cuando lo conoce su con­
ciencia le lleva a amarlo» (IV. 936). Como señala Pierre
Burgelin, la justicia y la virtud son exclusivamente la
manifestación moral del principio general que implica
«el progreso ordenado de nuestros sentimientos primiti­
vos» 5JDe esta forma, el individuo toma conciencia de
que ya no es un ser aislado, sino parte del «sistema uni­
versal» y de la «gran totalidad». Unicamente cuando
comprende esta relación esencial entre él y el principio
del orden, se convierte en un ser capaz de actuar mo­
ralmente, ya que solamente entonces puede comprender
verdaderamente la complejidad de su propio ser; el ple­
no desarrollo moral del individuo le lleva a reconocer
la necesidad de establecer una relación ordenada con su
ser íntimo, con otros hombres y con Dios. El amor a sí
mismo ha adquirido una dimensión espiritual que eleva
al individuo por encima de los apetitos de los sentidos
para hacerle tomar conciencia de la relación existente
entre «el amor del alma» y el principio del orden. Por
lo tanto, en última instancia — y esto ya es obvio en
la exposición de Rousseau de la conciencia— el análisis
del ser moral del hombre tiene que ser completado con
la consideración de su destino religioso.
La inclusión de la Profession de fot du vicaire savo-
yard en el cuarto libro del Étnile no sólo resalta el sig­
nificado de la religión en la formación del individuo,
sino que también ofrece la oportunidad a Rousseau de
hacer una exposición íntegra y sistemática de sus creen­
cias religiosas. Su descripción de la elaboración de la
obra en los Réveries muestra que su significado supera
con mucho los objetivos pedagógicos del Émile y cons­
tituye una fase decisiva de su propio desarrollo intelec­
tual y moral. Rousseau afirma que fue el resultado de
«las búsquedas más ardientes y sinceras emprendidas por
cualquier mortal» y que sólo podía haber sido escrita
por un hombre que siempre había ansiado «conocer la
naturaleza y el destino de su ser con mayor interés y
esmero que el que jamás encontrara en cualquier otro
hombre» (I. 1.017).
La Profession de foi, tanto si se la considera como un
tratado didáctico o como una declaración personal, esta­
blece principios que son absolutamente coherentes con
la concepción de Rousseau sobre el orden de la naturale­
za expuesta en la parte anterior del Émile, pero este or­
den adquiere ahora una considerable ampliación de su
significado y aparece relacionado con su concepción del
sistema universal. Si el individuo sólo puede encontrar
la verdadera libertad a través de la aceptación de prin­
cipios «grabados en lo más profundo del corazón huma­
no por la conciencia y la razón» (IV. 857), es porque
el significado de su existencia depende de las leyes eter­
nas de la naturaleza y del orden creado por Dios.
Puesto que la cuestión del orden tiene que referirse
a la cuestión más fundamental de su creador, no es sor­
prendente que Rousseau se centre en el problema de
la existencia de Dios. Sin embargo, en conjunto, está
mucho menos interesado en demostrar la existencia de
Dios como una verdad válida en sí misma que en anali­
zar la cuestión de sus atributos. Esta preocupación ya
está presente en un fragmento anterior, en el que insis­
te en que la «idea de Dios es inseparable de las ideas
de eternidad, inteligencia infinita, sabiduría, justicia y
poder» Sería más fácil suprimir la noción de la divi­
nidad que concebir a Dios sin estos atributos. Simultá­
neamente, Rousseau desea salvaguardar la noción de la
trascendencia divina. Una carta anterior sobre el Essay
on man de Pope (1742) pretendía defender este prin­
cipio examinando su relevancia con respecto a la idea de
«la cadena del ser», idea que ocupaba un lugar promi­
nente en el poema de Pope. Aun aceptando la noción
de la cadena del ser y el orden universal que presupone,
Rousseau insistía en que Dios, pese a ser el creador de
la cadena, estaba al margen de ésta y que cualquier
consideración sobre sus relaciones con el mundo no de­
bía confundir al Creador con su obra, al tiempo con la
eternidad, y a lo finito con lo infinito2. Por lo tanto,
Rousseau no estaba dispuesto a suscribir alguna forma
difusa de panteísmo.
El concepto de la cadena de los seres y las principales
características de la creación divina, aparecen planteados
de nuevo en la carta de Rousseau a Voltaire sobre la Pro­
videncia (1756). Sorprendido por el rotundo rechazo de
la idea de la Providencia Divina en los poemas de Voltai-
re, Sur la loi naturalle y Sur le désastre de Lisbone (el
famoso terremoto de Lisboa de 1775 había producido una
profunda conmoción intelectual y espiritual en muchos
pensadores de la época), Rousseau sale en defensa de la
Providencia. Arguye que los males físicos concretos de­
ben interpretarse a la luz del orden total de las cosas;
los hombres no pueden esperar en justicia que todo el
orden de la creación sea modificado para adecuarse a sus
mezquinas necesidades. Cualquier parte del todo es de­
pendiente del resto, y tal vez los individuos tengan que
ser sacrificados en aras del bien de la totalidad; deter­
minados males, considerados dentro del contexto del or­
den universal, pueden demostrar que son bienes; en cual­
quier caso, los elementos físicos no tienen validez por sí
solos, sino que su significado proviene del lugar que ocu­
pan en el conjunto. De hecho, considerado en su conjun­
to, el sistema físico tal vez aparezca más como «necesa­
rio» que como «bueno» o «malo». Sólo se puede aplicar
adecuadamente el término «mal moral» a los seres mora­
les dotados de libertad. Por lo tanto, el problema del mal
plantea la cuestión de la libertad del hombre y el mal
uso que hace de ella, y no la consideración detallada de
la naturaleza del universo físico.
En cualquier caso, ni la libertad humana ni el universo
físico se explican a sí mismos, puesto que su significado
está determinado por su relación con un Ser absoluto,
Dios, «origen único de todos los valores.» Si Dios existe,
es perfecto; si es perfecto, es sabio, poderoso y justo; si
es sabio y poderoso, todo es bueno; si es justo y podero­
so, mi alma es inmortal» (IV. 1070; RW, pág. 45). Sin
embargo, Rousseau duda que pueda plantearse una discu­
sión fructífera sobre la naturaleza y los atributos divinos
únicamente «a la luz de la razón». El problema en su con­
junto debe trasladarse a un nivel mucho más profundo
de la experiencia. Además, según reflexiona sobre la cues­
tión, Rousseau considera imposible evitar la adopción de
una decisión definitiva. Considera que el puro escepticis­
mo es intolerable tanto para sí mismo como, en su opi­
nión, para la mayoría de los hombres.
Creo en Dios tan firmemente como creo en cualquier otra verdad,
porque creer o no creer son las cosas que menos dependen de
mí; porque el estado de duda es un estado demasiado violento
para mi alma; porque cuando mi razón oscila, mi fe no puede
quedar por mucho tiempo en suspenso, y se decide sin ella; por­
que, finalmente, existen mil temas que me atraen hacia el lado
más consolador y aúnan el peso de la esperanza con el equilibrio
de la razón (IV. 1070-1; RW, pigs. 45-6).

La misma declaración aparece reiterada en la carta a


Franquieres de 17693. El deseo de aceptar ciertos prin­
cipios, presente en su perspectiva filosófica general, se
manifiesta con mayor nitidez en su examen de las cuestio­
nes religiosas.
La concepción que Rousseau tiene de Dios no supone
una reflexión intelectual desapasionada; tiene escaso inte­
rés en elaborar complicadas pruebas metafísicas sobre la
existencia de Dios. Su principal incursión en este campo
se encuentra en la primera parte de la Profession de fot,
pero como mostró Masón en su edición crítica 4, proba­
blemente esta demostración metafísica no formaba parte
del proyecto original de Rousseau y puede haberse visto
arrastrado a hacerla por su deseo de enfrentarse con los
philosophes en su propio terreno; tal vez quería dar una
réplica intelectual eficaz a su apoyo cada vez más pode­
roso al materialismo filosófico. Su argumentación se basa
esencialmente en la consideración de la materia en movi­
miento. La materia, afirma, no es capaz de generar su
propio movimiento, ya que es esencialmente inerte. (Pa­
rece Rousseau aceptar la concepción mecanicista del mun­
do físico de Descartes.) Por lo tanto, el movimiento se
debe a una causa externa. Puesto que esta causa no puede
ser física, debe ser semejante a la voluntad. Dios aparece
así como la Voluntad Suprema. La regularidad de las leyes
de la naturaleza es una segunda característica del univer­
so, e induce a pensar que el Creador es la Inteligencia
Suprema. Por último, la consideración de la libertad hu­
mana y el dualismo de la mente y el cuerpo — tema al
que volveremos más adelante— lleva a Rousseau a afir
mar el principio de la bondad esencial de Dios.
Si se comparan con otras referencias de Rousseau a
la existencia de Dios, estas especulaciones metafísicas no
• pueden ocupar un lugar prominente en su pensamiento.
Desde luego, Rousseau se aferra a la idea de la intencio­
nalidad divina, e incluso en la última exposición siste­
mática de sus creencias — la carta a Franquiéres de
1769— rechaza la posibilidad de explicar el universo
a base de la «intervención exclusiva de la materia y del
movimiento necesario». Además, la actividad de la mente
y del intelecto, en contraposición a la pasividad de las
sensaciones, lleva a Rousseau a aproximarse al dualismo
cartesiano más que al materialismo contemporáneo; siem­
pre estuvo plenamente convencido de la imposibilidad de
reducir la mente a la materia, y viceversa. El interés
principal de las ideas religiosas de Rousseau no está en
función de sus elementos metafísicos, sino de sus ardien­
tes intentos de relacionarse con el problema de la natu­
raleza humana. La religión es importante para el hombre
porque afecta a su ser «original», y le ayuda a conferir
significado a una existencia que de otro modo sería in­
completa. Esta necesidad de relacionar los principios reli­
giosos con la naturaleza integral del hombre, explica tal
vez por qué Rousseau concede tan poca importancia a las
simples pruebas racionales. Aunque, como hemos visto, la
razón es una facultad humana importante, no actúa con
independencia del resto de la personalidad humana. Ade­
más, la razón no sólo tiene que estar reconciliada con
otros factores, como la conciencia y los sentimientos, sino
que también tiene que oponer resistencia a la influencia
maléfica de las pasiones y el orgullo. El estado penoso
de la cultura moderna se debe a la subordinación de la
razón a las falsas pasiones — la vanidad, el orgullo, y la
opinión— engendradas por la sociedad. Para liberar a la
razón de estas pasiones, es necesario reintegrarla a su
verdadera función, que no es descubrir la verdad a partir
de sus propios recursos, sino elaborar y clarificar los sen­
timiento^ o intuiciones fundamentales sobre los que, en
última instancia, descansa la vida humana. A veces, unas
convicciones profundas confieren al hombre creencias fir­
mes, incluso en ausencia de pruebas racionales convin­
centes. En este sentido, es interesante ver a Rousseau
defender provocativamente su creencia en Dios y en la
inmortalidad frente a los argumentos de los filósofos.
«Todas las sutilezas de la metafísica no me harán dudar
por un momento de la inmortalidad del alma y de la Pro­
videncia benefactora. La siento, creo én ella, la deseo, la
espero y la defenderé hasta mi último aliento» [IV.
1075; RW, pág. 51; Corresp. Complétc (ed. Leigh) XV.
48]. Sin duda Rousseau, no considera normalmente ne­
cesario defender sus argumentos en un nivel emocionado
tan intenso, pero jamás deja de destacar la importancia
de la convicción interior.
Los aspectos filosóficos del universo físico, en cuanto
sistema ordenado por un Creador divino, son mucho
menos importantes que la respuesta espontánea de la
sensibilidad humana a su esencia espiritual. Ya en el nivel
psicológico, Rousseau ya había insistido sobre la estrecha
relación existente entre las reacciones del hombre ante
la naturaleza y sus sentimientos profundos; no creía que
el hombre pudiera quedar satisfecho con una simple res­
puesta física al mundo externo. Rousseau escribió sobre
sí mismo:
Sé cómo contemplar la Naturaleza únicamente en la medida en
que me conmueve; los objetos indiferentes no son nada a mis
ojos... Los árboles, las rocas, las casas, incluso los hombres, nc
son más que objetos aislados, y cada cual en particular no pro­
duce más que una mínima emoción en la persona que los con­
templa; pero la impresión común de todo ello, que lo aúna en
una única imagen, depende de la situación en que nos encontra­
mos cuando lo contemplamos... Las distintas sensaciones que me
ha producido este país en distintas épocas me llevan a extraer la
conclusión de que nuestras relaciones siempre tienen una conexión
más estrecha con nosotros que con los objetos 5.

Como señala Pierre Bourgelin4, esta reacción emocio­


nal se debe en gran medida a la creencia de Rousseau de
que la belleza se encuentra en el paisaje en su conjunto,
y no en sus rasgos minuciosos; es el sistema ordenado
el que descubre el sentido más profundo de la naturaleza.
Además, mientras la razón tiende a aislar y a analizar
los objetos, la sensibilidad y los sentimientos son conmo­
vidos por su apariencia general, y por lo tanto desempe­
ñan un papel más importante que la razón en la respuesta
del hombre a la naturaleza en su conjunto.

Cuando más sensible es el alma del individuo que contempla un


paisaje, más fácilmente se abandona ai éxtasis que despierta en
él esta armonía. Un sueño dulce y profundo se apodera entonces
de sus sentidos, y él se abandona con una laxitud deliciosa en la
inmensidad de este hermoso sistema con el que se siente identi­
ficado. Entonces, todos los objetos particulares se le escapan. No
ve y no siente más que en la totalidad (I. 1062-3).

A veces el propio Rousseau sentía una identificación


arrebatadora ante la belleza del mundo físico: «irrumpía
con todo su ser en el vasto océano de la naturaleza». «Me
siento arrebatado y transportado inexplicablemente al fun­
dirme, por así decirlo, en el sistema de los seres, y me
siento identificado con toda la naturaleza» (I. 1.065-6).
Era fácil para Rousseau pasar de esta reacción afectiva
a una actitud más netamente espiritual en presencia de
la naturaleza. En este aspecto basta recordar el sorpren­
dente párrafo de las Confessions donde describe sus devo­
ciones de la mañana en el campo en Chambery. Según
paseaba, rezaba a Dios, no con un «fútil movimiento de
labios», sino que elevaba verdaderamente el corazón al
creador de la admirable naturaleza «ante cuyas bellezas
me encontraba». Nunca le gustó rezar en un cuarto, sino
que prefería experimentar los sentimientos religiosos en
medio de la naturaleza. «Me gusta contemplar a Dios en
sus obras mientras mi corazón se eleva a £1» (I. 236).
A veces sus emociones eran tan intensas que no podía
hacer más que permanecer en un estado de adoración
silenciosa, o bien gritar «Oh, ser Divino»7. Consideraba
que el mundo exterior tenía un origen divino debido a
su capacidad para despertar fuertes emociones en el alma
de quien lo contemplaba.
Rousseau se refiereide nuevo en los Réveries a este
nivel más profundo de experiencia religiosa, pero tam­
bién señala que él llegó a la religión por una confluencia
de distintos factores, más que por una razón única. «La
meditación en aislamiento, el estudio de la naturaleza, la
contemplación del universo, llevan a un hombre solitario
a acercarse incesantemente hacia el creador de las cosas,
y a buscar con una dulce inquietud el fin de todo lo que
ve y la causa de todo lo que siente» (I. 1.014). Posterior­
mente en la misma Promenade reafirma las bases esencia­
les de su actitud religiosa. «Las argucias y sutilezas me­
tafísicas no tienen ningún peso comparadas con los prin­
cipios fundamentales adoptados por mi razón, confirma­
dos por mi corazón y que llevan el sello del asentimiento
interior en el silencio de las pasiones» (I. 1.018). De he­
cho, en las cuestiones que trascienden la comprensión
humana, las objeciones meramente intelectuales no pue­
den afectar a «un cuerpo de doctrina tan sólido, tan con­
sistente, y elaborado con tanta meditación y cuidado, tan
bien adecuado a mi razón, a mi corazón, a todo mi ser,
y reforzado por el asentimiento interior que hecho en fal­
ta en todas las demás doctrinas». La referencia a «todo
su ser» es particularmente significativa, ya que revela el
sustrato último de su actitud religiosa: mientras ningún
elemento aislado de la personalidad humana, considerado
en sí mismo, puede provocar la convicción total, la creen­
cia que está sustentada en la totalidad del ser humano
impone un asentimiento inmediato.
Las reacciones emocionales de Rousseau están asocia­
das con la idea de una correspondencia o «congruencia»
entre los principios espirituales internos y externos. Al
igual que el mismo hombre no es un ser meramente físico,
sino que también está dotado con un alma, el universo
físico es la creación de un ser espiritual que ha dejado
rastros de su obra en lo que ha creado. «Los argumentos
vanos jamás destruirán la congruencia que siento entre
mi naturaleza inmortal y la constitución de este mundo
y el orden físico que veo reinar en él. Encuentro en el
orden moral correspondiente, cuya descripción sistemática
es el resultado de mis indagaciones, los soportes que ne­
cesito para sobrellevar los infortunios de esta vida» (I.
1018-19). Como Rousseau dijo a su amigo Moultou: «La
naturaleza no es inconsistente consigo misma; en ella
reina un admirable orden físico que jamás reniega de sí
mismo. El orden moral debe corresponder al orden fí­
sico» '.
El hombre encuentra el origen de sus creencias reli­
giosas sobre todo en su propio ser. Las consideraciones
extraídas del orden y belleza del mundo externo han de
ser siempre confirmadas por «el asentimiento interior».
Es significativo, por ejemplo, que el examen de Rousseau
de la idea de Dios como voluntad suprema guarde una
cierta analogía con la voluntad humana: la espontaneidad
de la voluntad humana es un ejemplo llamativo de la
libertad que puede transmitir a la materia inerte un movi­
miento que no se origina a partir de sus propios recursos.
El segundo Discours ya había mostrado la importancia de
la libertad del hombre, y toda la concepción de Rousseau
acerca del desarrollo del individuo tenía como fin culmi­
nar en una consideración detallada del papel de la liber­
tad en la vida del hombre. La Profession de fot desarrolla
este mismo punto en relación al poder de la voluntad y
el juicio, que no sólo permiten elegir entre la verdad y
la falsedad, sino que también liberan al hombre de ser
esclavo de su cuerpo. Así la libertad surge como una ma­
nifestación última e inextirpable del ser humano, como
el acto supremo. «El principio de toda acción se encuen­
tra en la voluntad de un ser libre; uno no puede remon­
tarse a causas más lejanas» (IV. 586; RW, pág. 144).
Es interesante señalar cómo Rousseau, tras exponer sus
dos pruebas metafísicas sobre la existencia de Dios en la
Profession de foi, pretende examinar el lugar que ocupa
el hombre «en el orden de cosas gobernadas por Dios».
Mucho más importante que cualquier consideración de
carácter metafísico objetivo, es el argumento basado en
la consideración de la naturaleza humana. Una caracterís­
tica particularmente llamativa de la posición del hombre
en el mundo es el contraste extraordinario que existe en­
tre «la confusión y el desorden en el ámbito humano» y
la «armonía y proporción de la naturaleza». La causa de
esta contradicción se encuentra en el dualismo de la na­
turaleza humana, que permite que el hombre rechace erró­
neamente lo que le beneficia e ignore la belleza ordenada
del sistema universal. El consentimiento alocado a deseos
bajos y egoístas induce al hombre a convertir su propia
existencia en el centro del mundo, marginándose así de
todo aquello que debería ampliar y exaltar su ser. Por
otro lado, cuando desea el bien, se siente empujado «al
estudio de la verdad eterna, al amor, a la justicia, y la
belleza moral» así como a «las regiones del mundo inte­
lectual cuya contemplación es el placer de los sabios».
Si se mira a sí mismo, encontrará también «un modelo
divino», un simulacro o «efigie interna» — en otras pala­
bras, un ideal espiritual— que puede inspirar sus accio­
nes en el mundo, ya que este modelo se basa en el orden
divino que gobierna todas las cosas.
Ahora bien, esto sólo es posible porque el hombre goza
de una libertad que le permite establecer una ruptura
radical en el sistema de la necesidad física. Esto quiere
decir que el hombre no es una entidad simple, sino un
ser libre de escoger el significado de su existencia; puede
convertirse en dueño de sí mismo y realizar las posibi­
lidades espirituales y morales de su naturaleza, o puede
dejarse dominar o degradar por las pasiones egoístas. Por
lo tanto, existen en la naturaleza humana elementos acti­
vos y pasivos: el elemento activo está relacionado con su
facultad de juzgar y con su capacidad de ejercer la volun­
tad y de elegir; el elemento pasivo se manifiesta en su
esclavitud al cuerpo y los apetitos. Esta es una cuestión
sobre la que Rousseau siempre ha insistido: que el inte­
lecto es una facultad activa, mientras que las sensaciones,
al provenir de los objetos externos, son siempre pasivas.
En un estado más elevado de desarrollo personal, la liber­
tad no surge únicamente como un acto intelectual, sino
también como una actividad de la voluntad: soy libre
cuando deseo oponerme a mis pasiones egoístas; estoy
escvlavizado cuando permito que mi voluntad quede
subordinada a la influencia de los deseos inmediatos.
Puesto que no se puede explicar la libertad en térmi­
nos físicos, su existencia presupone la presencia de un
principio inmaterial en la naturaleza humana. Desde la
perspectiva de Rousseau, la existencia de la libertad es
inseparable de la existencia del alma. Además, considera
que aporta uno de los argumentos más convincentes so­
bre la inmortalidad del alma, ya que un principio inma­
terial que es independiente del mundo físico debe ser
indestructible y capaz de sobrevivir a la corrupción del
cuerpo, al que permanece ligado durante la vida terrena.
Rousseau cree que con esto puede resolver el problema
del mal. La idea de la inmortalidad no sólo le permite
justificar los caminos de la Providencia, puesto que el
orden que es alterado en esta vida será restaurado en la
siguiente, sino que también confirma la idea desarrolla­
da en la carta a Voltaire sobre la Providencia, según la
cual el mal no corresponde al sistema universal, sino que
es consecuencia de la acción humana. Por lo tanto, no
existe el problema del mal en un sentido objetivo, sino
sólo el problema del mal moral que proviene de la inca­
pacidad del hombre para utilizar adecuadamente su liber­
tad. Incluso en el propio hombre, el mal no proviene de
un deseo deliberado de perjudicar, sino que tiene su ori­
gen en la debilidad y en la ignorancia. En la carta a Fran-
quieres, Rousseau traduce esta cuestión en términos me-
tafísicos; «uno activo que es Dios, otro pasivo que es la
materia, a la que el ser activo compone y transforma con
un poder pleno, aunque sin haberla creado o sin tener
capacidad para destruirla» (IV. 1142; RW, pág. 390)
Rousseau admite que la idea de la «creación» plantea
grandes problemas y se pregunta si los traductores de la
Biblia han dado el verdadero sentido al texto hebreo ori­
ginal. Admite que «la ¡dea de la creación me confunde
y está fuera de mi alcance» (IV. 593). De todas formas,
la cuestión es mucho menos importante que los proble­
mas humanos del bien y del mal. La idea de que el mal
se origina en la debilidad y en la limitación humanas más
que en una causa objetiva coincide con la concepción de
Rousseau de la bondad natural del hombre. Es cierto
que en sus primeras obras había insistido en la idea de
que el mal era en gran medida el resultado de la corrup­
ción contemporánea, que a su vez se debía a que el hom­
bre había escogido el camino histórico erróneo; pero en
sus últimos escritos, Rousseau señala que la naturaleza
humana comprende un principio de inadecuación, cierta
forma de inercia natural que explica incluso la dificultad
para el hombre bueno de vivir de acuerdo con sus ideales
espirituales. La interesante descripción del «mundo ideal»
en los Dialogues contribuye notablemente a clarificar esta
cuestión. Rousseau insiste en esta obra en que todas las
pasiones primitivas, al tener sus raíces en el amor de soi,
empujan al hombre hacia la felicidad, y que las auténticas
inclinaciones de la naturaleza son siempre buenas; pero
la bondad dista mucho de la virtud que exige que contro­
lemos nuestros sentimientos en aras de un ideal más ele­
vado; a veces es necesario que «luchemos y dominemos
la naturaleza». Ahora bien, aunque no somos capaces de
hacer el mal por el mal, puede que no consigamos reunir
la fuerza necesaria para el ejercicio de la virtud. El ám­
bito de no resistir a los instintos espontáneos puede pro­
ducir finalmente el «debilitamiento» del alma, de forma
que el mal se realiza en virtud de la «debilidad, del mie­
do, de la necesidad». Esta gente débil ( ¡y Jean-Jacques
admite que es uno de ellos!) jamás incurrirá en un esfuer­
zo deliberado para perjudicar a los demás, y no sabrá
nada de «la envidia, la trampa, el engaño, y los otros
vicios generados por la sociedad» (I. 671); pero estarán
aún muy lejos de los baremos morales más elevados.
La principal diferencia entre el bien y el mal se ma­
nifiesta en la actitud hacia el orden. El hombre bueno
acepta su lugar en el esquema universal «y se siente feliz
al situarse en relación con la totalidad»; el hombre dé­
bil, por su parte, quiere que el orden gire en torno suyo;
quiere ser el centro del orden universal, en lugar de
permanecer en su periferia. Tal actitud es tan alocada
como impensable, ya que jamás podrá producirse el tras*
tocamiento total del orden universal en beneficio de un
individuo, o incluso de la propia humanidad. En cual­
quier caso, en cuestiones morales sobra la incenidumbre
o la confusión, ya que tan pronto como el individuo se
eleva por encima de los intereses egoístas, toma concien­
cia del principio innato de la justicia y la virtud que, co­
mo hemos visto, se identifica con la facultad de la con­
ciencia *.
A pesar de ser pocos y sencillos los conceptos religiosos
fundamentales de Rousseau son, en su opinión, los únicos
dogmas requeridos por una auténtica «religión natural».
La religión es natural porque se basa exclusivamente en
la evidencia de las facultades humanas innatas. «El buen
uso de sus facultades», especialmente de «los ojos, la
conciencia y el raciocinio», muestra al hombre que Dios
se manifiesta a través de sus «obras» y de sus «corazo­
nes». Para encontrar la verdad religiosa, el hombre sólo
tiene que mirar al interior de sí mismo o al «orden uni­
versal» externo. «Mirad el espectáculo de la naturaleza,
escuchad la voz interior» (IV. 607; RW, pág. 168). La
simplicidad esencial de estos principios es explicada pos­
teriormente por el hecho de que el ejercicio adecuado de
las facultades del hombre le llevará únicamente a buscar
aquellas verdades que le «interesan» y que «para él es
importante conocer» (IV. 592). Estas expresiones, tan
frecuentes en sus elucubraciones filosóficas, ocupan un
lugar igualmente destacado en la exposición de sus ideas
religiosas y son coherentes con su afirmación: «No razo­
naré jamás sobre la naturaleza de Dios, a no ser que me
sienta forzado por el sentimiento de mis relaciones con
£1» (IV. 581). Sólo buscará aquellas ideas religiosas que
sean de interés para él. Aunque como hemos visto, el «in­
terés» afecta al ser moral y espiritual del hombre más
que a su ser físico, no rebasa los límites de la naturaleza
humana. Todo esto se deduce lógicamente del presupues­
to inicial de Rousseau sobre la bondad natural, que sumi­
nistra la base para una aceptación optimista de la capaci­
dad del hombre para llevar a cabo su propia salvación.
«Si ejerzo mi razón y la cultivo, si empleo bien las facul­
tades inmediatas que Dios me ha dado, aprenderé por mí
mismo a conocerle, a amarle, a amar sus obras, a querer
el bien que él desee y a cumplir para darle placer con
todos mis deberes sobre la tierra. ¿¿Qué más puede ense­
ñarme todo el saber de los hombres?» (IV. 625). Los ra­
zonamientos de otros hombres, dominados y pervertidos
por el amour propre, no pueden añadir nada a la utiliza­
ción sincera de mi propia mente, y es casi seguro que me
desviarán. «Todo lo que un hombre conoce naturalmente,
yo también puedo conocerlo, y otro hombre puede con­
fundirse igual que puedo confundirme yo» (IV. 610;
RW, pág. 171). Nadie puede eludir en última instancia la
responsabilidad de tener que juzgar por sí mismo, y deci­
dir sobre el significado de su propia existencia.
La defensa de la naturaleza por parte de Rousseau,
como la base de la verdad religiosa le enfrentó, como era
de esperar, con los pbtlosophes y los teólogos. Aunque
sus ideas religiosas no eran especialmente originales en
sí mismas, su propia simplicidad y seriedad las hizo ina­
ceptables para los pensadores que habían rechazado rotun­
damente una interpretación sobrenatural de la naturaleza
humana. £1 propio Rousseau consideraba su defensa de la
religión como el punto principal de desacuerdo con los
pbtlosophes. Si bien la descripción que hacía de éstos
como «ardientes misioneros del ateísmo» tal vez fuera
exagerada —no todos los filósofos compartían la actitud
anti-religiosa y agresiva del barón de Holbach— , también
es cierto que la religión, en cuanto experiencia personal,
tenía escasa significación para pensadores como Voltaire
y D’Alembert, a quienes la defensa de Rousseau de los
valores espirituales debía parecerles quijotesca u ofensiva.
Por otro lado, su defensa entusiasta de la religión natu­
ral le llevó a un profundo conflicto con todos los defen­
sores de la revelación y de la autoridad eclesiástica tradi­
cional. Puesto que, en opinión de Rousseau, el hombre
podía encontrar a Dios por su propio esfuerzo, no sólo
era superflua cualquier clase de intermediarios, sino que
podía convertirse en un obstáculo insuperable para el
descubrimiento de la verdad. « ¡Cuántos hombres se in­
terponen entre Dios y yo! », se lamentaba el Vicario
(IV. 610). La típica doctrina cristiana de la encarnación
era, por tanto, irrelevante para la religión natural de
Rousseau; la imagen de una Iglesia que reivindicara una
autoridad única e infalible también fue rechazada sobre
la base de que tal idea presuponía erróneamente que los
miembros de una determinada organización eclesiástica
poseían una fuente de la verdad cerrada al resto de la
humanidad.
Aparte de este rechazo general de la revelación como
superflua o como un impedimento, la crítica de Rousseau
a la ortodoxia tradicional coincidía con la concepción de
los philosophes en otro aspecto: las reivindicaciones de
una única autoridad y revelación abocaban inevitablemen­
te a la intolerancia y al fanatismo. Rousseau está conven­
cido de que las ideas religiosas, como todas las demás,
han sido corrompidas por la influencia de la sociedad,
que incita a los hombres a la intolerancia y al fanatismo.
Cualquier reivindicación sobre la posesión exclusiva de
la verdad religiosa está acompañada normalmente por un
deseo de satisfacer las pasiones más egoístas y feroces.
Los teólogos, como los filósofos, son especialmente pro­
picios a la influencia del orgullo y la vanidad y preten­
den dominar constantemente la mente de los demás. La
intolerancia religiosa es peor que la de cualquier otro
tipo, porque se encuentra en hombres cuyas vidas, en
teoría, están dedicadas al servicio del amor cristiano.
De las distintas formas de autoridad humana, la más
insidiosa, en opinión de Rousseau, es la que se apoya en
los libros. La verdadera educación religiosa, como cual­
quier otra educación, jamás puede basarse realmente en
los libros, ya que éstos únicamente perpetúan los errores
del amour propre. Buscar la verdad en la palabra impresa
es perderse en la mirada de concepciones y sistemas com­
petitivos con los que los hombres tratan de imponer su
voluntad sobre los demás. Los libros, como otras formas
de autoridad, son el producto de un entorno social co­
rrupto, y en un sentido aún más general, reflejan todas
las limitaciones del proceso social e histórico: d orgullo,
la envidia, el amor al poder; éstos y otros vicios son
característicos de una sociedad que ha sacrificado el amour
de soi a las exigencias del amour-propre. Confiar en la
autoridad libresca es un signo de que el hombre ha aban­
donado una vez más las lecciones de la naturaleza por las
quimeras de la opinión. Por ello, no es sorprendente que
el Vicario declare que ha cerrado todos los libros para
abrir «el gran y sublime libro de la naturaleza» (IV. 625).
En opinión de Rousseau, ésta es la única autoridad en
la que el hombre puede confiar totalmente, y el único
medio por el que puede esperar recobrar la simplicidad
de la auténtica experiencia religiosa.
La condena de Rousseau de la autoridad libresca en
materia religiosa no incluye a los Evangelios, que, según
afirmó, tienen el único mérito de expresar las cualidades
principales de la religión natural; los evangelios tienen
una «simplicidad» que conquista la aprobación inmediata
de la razón y una «sublimidad» que llega directamente
al corazón; nada puede igualar la «majestuosidad» y «san­
tidad» de un libro cuyos dogmas son tan simples y cuya
moral es tan sublime. La aplicación constante de los dos
epítetos «simple» y «sublime» a los evangelios parece
indicar que el mensaje bíblico está en perfecta armonía
con las conclusiones de la razón y de la naturaleza. Pero
también quiere decir que no debe considerarse primor­
dialmente a los evangelios como evidencia histórica; «este
libro sagrado» es notable por la racionalidad y sublimidad
de sus enseñanzas, más que por los acontecimientos con­
cretos que relata. Su indudable veracidad histórica no está
garantizada por la aprobación de alguna autoridad exter­
na, sino por su capacidad para satisfacer nuestra razón
y conciencia; el asentimiento espontáneo e inmediato de
nuestro ser interno al mensaje de los evangelios es sufi­
ciente para convencernos de que no es producto de la
imaginación humana. En otras palabras, la validez de los
evangelios no se basa en los hechos y en la evidencia
histórica, sino en el testimonio irrefutable de la naturaleza
humana. Sin duda, las consideraciones históricas pueden
contribuir a fortalecer nuestra convicción interna. Por
ejemplo, un examen de la imagen de los contemporáneos
judíos de Jesús muestra claramente que jamás podían ha­
ber descubierto principios que superaban su compren­
sión. De todas formas, la historia no hace más que corro­
borar las conclusiones de la naturaleza; no puede jamás
convertirse en autoridad de propio derecho, o ¡r en con­
tra de las enseñanzas de la naturaleza. En última instancia,
es la razón y la conciencia, y no la historia, la que nos
ofrece un criterio adecuado para distinguir entre lo cierto
y lo falso. Nuestra comprensión de cualquier texto reli­
gioso implica «la sumisión a la autoridad de Dios y de
la razón, que debe preceder a la autoridad de la Biblia
y que sirve como su fundamento» (Corr. V III, 237). Por
lo tanto, quienes determinan la actitud definitiva del hom­
bre hacia la Biblia, son inevitablemente sus facultades
naturales y el «inalterable orden de la naturaleza», y no
alguna autoridad arbitraria.
El hecho de que el criterio religioso definitivo sea la
naturaleza, y no la autoridad humana, significa que incluso
una obra excepcional como la Biblia es susceptible de
crítica. Por muy sublime que sea, no por ello deja de ser
un libro, y en cuanto tal, está sometido al error de la
debilidad humana. A pesar de su sublimidad, «el mismo
evangelio está lleno de cosas increíbles, de cosas que re­
pugnan a la razón y que son imposibles de concebir o
admitir por cualquier hombre con sensibilidad» (IV. 627;
RW, pág. 190).
La necesidad de poner a prueba las ideas religiosas por
los principios de la naturaleza y la razón explica la aver­
sión que Rousseau siente hacia la idea de la revelación
como una vía privilegiada para lograr la verdad religiosa
y su escepticismo en la cuestión de los milagros. Muchos
de los milagros recogidos en el Nuevo Testamento perte­
necen a esa categoría «de cosas que repugnan a la razón»
y a la mente de «cualquier hombre con sensibilidad».
Rousseau cree que los milagros no añaden nada al testi­
monio de la evidencia natural, y pueden de hecho con­
fundir o alejar a aquellos que están dispuestos a respon­
der a la simplicidad y sublimidad de los evangelios. ¿Por
qué necesitaría Dios recurrir a fenómenos que van en
contra de las leyes del universo que Él ha creado, cuando
la verdad más impresionante será siempre «la más común,
la más simple y la más razonable»? Puesto que las prin­
cipales ideas que tenemos sobre Dios se basan exclusi­
vamente en la naturaleza, ¿por qué vamos a necesitar
recurrir a una autoridad sobrenatural para confirmarlas?
Esta es la argumentación principal de Rousseau sobre los
milagros: que son radicalmente superfluos en cuanto
pruebas de apoyo a las verdades de la religión natural;
los milagros no pueden añadir nada a las pruebas basa­
das en la evidencia de «nuestras propias facultades». En
cualquier caso, hablar de la cualidad milagrosa de cual­
quier fenómeno que está fuera del alcance de nuestra
comprensión racional es sin duda una hipótesis temeraria,
ya que presupone un completo conocimiento de las leyes
de la naturaleza. Según Rousseau, el progreso de las
ciencias está transformando constantemente supuestos mi­
lagros en verdades comunes.
Sin embargo, la capacidad de convicción de los evan­
gelios no descansa únicamente en su «moral elevada y
pura». La sorprendente personalidad del propio Jesús
— ejemplo único de un hombre que vive las verdades que
enseña sin temor alguno— les da un apoyo poderoso y
convincente. Es especialmente notable el contraste entre
Jesús en cuanto encarnación de «la simplicidad de las
virtudes más heroicas», y los judíos, como ejemplo del
«pueblo más vil» de su época. La grandeza de Jesús
adquiere especial nitidez si se le compara con uno de
los más grandes filósofos de la antigüedad, Sócrates. Sin
duda, Sócrates murió como un sabio, con nobleza y va­
lentía, pero sin grandes sufrimientos y apoyado hasta el
último momento por la admiración y afecto de sus ami­
gos; incluso como filósofo no descubrió nada, puesto que
se inspiraba en la sabiduría de sus predecesores; de no
haber sido por su muerte honorable, dice Rousseau, pro­
bablemente Sócrates habría pasado a la posteridad como
un simple sofista. Si el filósofo griego obtuvo fortaleza
y sabiduría en su entorno, Jesús no contaba con esa fuer­
za para ayudarle: estaba solo en un mundo hostil. «Des­
de el corazón del fanatismo más rabioso, se hizo oír la
más grande sabiduría». Todavía más horrible y descorazo-
nador es la forma de su muerte, como criminal que ex­
piraba entre los más grandes sufrimientos, «insultado,
humillado, maldecido por toda una nación», y que sin
embargo pidió a Dios la salvación de los que le estaban
llevando a la muerte. «Sócrates, al tomar la copa enve­
nenada, bendice al hombre que se la ofrece llorando;
Jesús, en medio de un suplicio monstruoso, reza por sus
verdugos sin piedad» (IV. 626; RW, pág. 190). En una
frase famosa Rousseau sintetiza la diferencia entre los
dos: «sí, si la vida y la muerte de Sócrates son las de
un sabio, la vida y la muerte de Jesús son las de un Dios».
Pero el propósito de esta comparación es mostrar la su­
perioridad de Jesús sobre Sócrates, y no implica una
aceptación de su divinidad. Para Rousseau, Jesús era sin
lugar a dudas un ser único, pero como «un hombre
divino», no como el Hijo de Dios. No era el Dios-
Hombre de la tradición cristiana ortodoxa, sino un ejem­
plo perfecto de las más nobles cualidades de la naturaleza.
A veces Rousseau llega a extenderse elocuentemente,
incluso de forma sentimental, sobre la figura de Jesús:
en la tercera de las Leltres écrites de la Montagne des­
cribe la moral de Jesús como poseedora de «cierto atrac­
tivo, seducción y ternura», y su carácter como el de un
«hombre de buenas costumbres» con un «corazón sensi­
ble». «Si no hubiera sido el más sabio de los mortales,
habría sido el más digno de amor» (III. 754). Que Rous­
seau consideraba a Jesús como el fundador de la religión
natural y la considerable personificación de sus cualida­
des humanas se manifiesta también en la extraña ten­
dencia en los últimos años de la vida de aquél a consi­
derarse como una figura parecida a Cristo, ya que ¿acaso
no era también Jean Jacques, aunque tal vez en menor
medida, un buen ejemplo de hombre bondadoso perse­
guido por un mundo perverso?
Si aceptamos la autoridad de Jesús, se debe a la forma
en que ejemplifica las auténticas cualidades humanas que
ejercen una atracción inmediata sobre nuestra conciencia
y nuestra razón. En opinión de Rousseau, el error de los
contemporáneos y sucesores de Jesús fue olvidar este he­
cho simple y vital. Los principios de la religión natural,
tal como los defendió Jesús, ya fueron corrompidos por
San Pablo, y posteriormente por la Iglesia. Al menos
existe una cita donde Rousseau señala que la primera
intención de Jesús era sublevar a su pueblo y convertirlo
en un pueblo libre (IV. 1.146; RW, pág. 394). Para
Rousseau, al igual que para los Philosopbes del siglo
xvin, el cristianismo representa la historia de los hom­
bres que abandonaron o tergiversaron gradualmente las
enseñanzas de su fundador. De hecho, si Jesús era un
ser excepcional en cuanto persona, en su mensaje des­
taca esencialmente el aspecto racional y humano, y es
esto precisamente lo que la Iglesia ha olvidado. La
verdad es que deberíamos reconocer «en su conducta
y en sus enseñanzas una virtud y una sabiduría más
humana» (III. 698-9).
El énfasis de Rousseau en la virtud y sabiduría de
Jesús es plenamente coherente con sus creencias fun­
damentales sobre la bondad del orden universal. El
papel de Jesús es ayudar al hombre a comprender su
verdadera naturaleza y a encontrar su lugar adecuado
en el orden general de las cosas. Si la gracia sobre­
natural y la idea de la Encarnación no contribuyen en
nada a satisfacer el ansia de plenitud espiritual en el
hombre, es porque éste no necesita tratar de modificar
el orden universal. Rousseau rechaza la idea de la ora­
ción suplicante en cuanto innecesaria y presuntuosa;
no existe más que una verdadera plegaria: «Hágase
tu voluntad». ¿Por qué desearía el hombre alterar el
orden establecido por la sabiduría divina y mantenido
por su providencia? Es absurdo pedir a Dios que mo­
difique su creación en favor de nuestros mezquinos
intereses. Nuestra actitud correcta debiera ser de ad­
miración y adoración. «Converso con Él — dice el Vi­
cario— , imbuyo todas mis facultades de su divina esen­
cia; me conmuevo ante sus dádivas, le bendigo por
sus dones, pero no le rezo. ¿Qué podría pedirle? ¿Que
cambiara por mí el curso de las cosas? ¿Que realizara
milagros en mi favor?» (IV. 605). El orden del uni­
verso es la realidad fundamental hacia la que deberían
encauzarse todas las aspiraciones de los hombres, sin
pensar en sus propias ventajas egoístas. De esta forma,
el sistema religioso de Rousseau parece culminar desta­
cando el concepto del orden espiritual y la necesidad de
que el hombre lo respete. El Vicario finaliza la expo­
sición de su religión natural previniéndose contra su
tendencia a caer en «contemplaciones sublimes». «Me­
dito sobre el orden del universo, no con el fin de
explicarlo con vanos sistemas, sino para admirarlo cons­
tantemente, para adorar al sabio creador que se hace
sentir en él» (ibid.).
En cualquier caso, el principio del orden no se man­
tiene como un principio impersonal aislado; es algo
que el individuo «ama» y de lo que extrae el senti­
do de su existencia. Además, la existencia humana,
aunque creada por Dios, no descansa únicamente en
el principio del orden, sino que es válida en sí misma.
Si Rousseau destaca especialmente el concepto de in­
mortalidad, es porque le permite anticipar la experien­
cia de plena realización personal en el otro mundo.
«Ansio el momento — insiste el Vicario— en el que libre
de las trabas del cuerpo, sea yo mismo sin contradic­
ción, sin dividirme, y no tenga necesidad más que de
mí para ser feliz» (IV. 604-5). Sin duda en la eterni­
dad no estaremos completamente solos, puesto que «go­
zaremos de la contemplación del Ser Supremo y de
las verdades eternas que emanan de £1, cuando la be­
lleza del orden conmueva todas las facultades de nues­
tra alma» (IV. 591), pero también tendremos una ex­
periencia perfecta de nuestro propio ser. Conoceremos
una situación de «felicidad, fortaleza y libertad» y la
«suprema felicidad» de ser nosotros mismos. La con­
templación del orden divino estará acompañada por un
sentimiento igualmente fuerte de nuestra propia reali­
dad. Esta es ya la fuente de nuestra satisfacción terre­
na cuando contemplamos la creación divina. «Acepto
el orden que Él ha establecido, seguro de gozar yo
mismo un día de ese orden, y de encontrar mi felicidad
en Él, puesto que ¿qué mayor felicidad puede existir
que sentirme parte de un sistema en el que todo es
bueno?» (IV. 603; RW, pág. 163). Sin embargo, exis­
te una forma específica de felicidad que se encuentra
en el sentimiento de nuestra propia existencia, como
señala Rousseau en distintas ocasiones en la Profession
de foi. El mayor grado de felicidad es la gloria de la
virtud y la conciencia de nuestro ser esencial. «El ma­
yor gozo se encuentra en la satisfacción de uno mismo;
para merecer esta satisfacción nos encontramos en el
mundo y gozamos de libertad, tentada por las pasiones
y restringida por la conciencia» (IV. 587; RW, pági­
na 145). Un poco más adelante, habla del «puro pla­
cer» que «emana de la satisfacción con uno mismo»
(IV. 591; RW, pág. 149). El hombre bueno encontra­
rá así la verdadera felicidad en el gozo de su propia
naturaleza y en vivir de acuerdo con el principio que
le hace ser lo que es. Esto es cierto a cualquier nivel
de la experiencia humana. Conviene señalar que aun­
que la carta de Rousseau a Voltaire trata de refutar
por medio de argumentos razonados las objeciones de
Voltaire a la bondad de la creación divina, insiste en
grado aún mayor en el concepto de la existencia. Cua­
lesquiera que sean las conclusiones teóricas extraídas
por los pesimistas del dolor, la crueldad y la injusticia
de la vida humana, Rousseau señala que la mayor parte
de los hombres encuentran en el simple hecho de vivir
una satisfacción que compensa las consecuencias de to­
dos los sufrimientos y desgracias; la vida es valiosa en
sí misma, a pesar de las circunstancias más adversas.
Mientras la Providencia ha establecido que la situación
de todas las cosas materiales esté determinada por su
relación con el sistema físico total, en el ámbito moral
el valor de todo ser inteligente y sensible se basa en
su propia existencia. Puesto que el hombre es un agen­
te moral y espiritual, el sentido último de su ser no
depende de su cuerpo o del entorno físico, sino de la
libre aceptación de una existencia personal e intrínse­
camente válida. Además, como ya se ha señalado, la
libertad presupone la existencia de un elemento espiri­
tual en el hombre, de forma que la mera enumeración
de los males físicos, por muy numerosos o terroríficos
que sean, jamás podrá impugnar el fundamento espiri­
tual y moral de su ser. Para el hombre es mejor existir
que no existir, cualesquiera que sean los males especí­
ficos y las limitaciones de su condición; su mayor pri­
vilegio es vivir de acuerdo con su propia naturaleza,
y este hecho supremo oscurece todo lo demás.
7. Teoría política

Con la elaboración de sus principios religiosos, Rous­


seau completa la exposición de sus ideas generales, ya
que con ellos el individuo ha tomado finalmente con­
ciencia del significado real de su existencia y de su
lugar en el «orden de la naturaleza»; ha descubierto
los valores absolutos inherentes a su relación con Dios,
con el Universo y consigo mismo. En cualquier caso,
estos principios dejan sin resolver un problema muy
importante: la naturaleza específica de la relación del
hombre con sus congéneres y su participación en el
orden social y político. Émile ha sido educado en cuan­
to individuo, pero — como reconoce el mismo Rous­
seau— todavía tiene que convertirse en un ciudadano
y en un miembro del cuerpo político. Por esta razón,
el último libro del Émile contiene un resumen de las
ideas políticas elaboradas en el Contrat social: Émile
tiene que asumir su puesto en el orden civil, así como
en el orden de la naturaleza. Sin duda, sería posible
analizar el concepto de virtud y justicia de acuerdo con
«la naturaleza de las cosas e independientemente de las
convenciones humanas», puesto que toda justicia pro­
viene de Dios y «la justicia universal no emana más
que de la razón» *; pero estas ideas no son más que
abstracciones hasta que se integran en las relaciones
del hombre con sus congéneres. Ninguna concepción
filosófica sobre la naturaleza humana estará completa
si no ha examinado el problema del individuo en cuan­
to miembro de la sociedad civil. Esto no quiere decir,
como han supuesto muchos críticos, que las ideas po­
líticas y sociales de Rousseau sean necesariamente in­
coherentes con el resto, sino que simplemente se refie­
ren a un ámbito de la experiencia que tiene sus pro­
blemas y características particulares.
Rousseau mantiene que la confrontación del indivi­
duo con otras personas y con la necesidad de encon­
trar una base común para alcanzar juntos una vida
feliz y pacífica constituye uno de los momentos decisi­
vos en su desarrollo, ya que como hemos visto, la moral
sólo surge con la aparición de la sociedad. La vida soli­
taria e independiente del hombre primitivo en el estado
de naturaleza excluye cualquier posibilidad de relacio­
nes morales, porque descansa enteramente en los im­
pulsos físicos e instintivos; únicamente cuando el indi­
viduo establece unas relaciones estrechas con sus con­
géneres, desarrolla unas capacidades que se encontraban
adormecidas en la etapa primitiva. El amour de soi deja
de ser necesariamente el vago sentimiento que absorbe
la totalidad de su ser, puesto que el desarrollo del yo
incluye el establecimiento de nuevas relaciones que afec­
tan a su estructura interna, así como a sus reacciones en
el mundo exterior; el ejercicio consciente de nuevas fa­
cultades, como la razón, la voluntad y la conciencia, está
acompañado por la necesidad de relacionarse con otra
gente. El individuo, incapaz de quedar satisfecho con la
libertad del hombre solitario, basará a partir de entonces
su existencia en la aceptación de un cierto orden humano,
y es también de este principio del que dependerá la mo­
ral en última instancia. «Los términos "virtud” y ”vicios”
son conceptos colectivos que se originan en las relaciones
humanas» (II. 971). A través de nuestra participación
en las relaciones sociales aprendemos, como dice Rous­
seau en sus Dialogues, que «nuestra existencia más dulce
es relativa y colectiva, y nuestro verdadero ser no está
íntegramente en nosotros mismos. La constitución del
hombre en esta vida es tal que jamás llega a gozar verda­
deramente de sí mismo sin la ayuda de los demás» (I.
813).
Si la moral presupone el principio del orden, también
exige otra actividad humana igualmente importante: la
libertad. Mientras la libertad natural es perfectamente
compatible con la existencia de la naturaleza física, por­
que se basa en la autopreservación atemperada por la
compasión, la verdadera libertad humana, como hemos
visto, sólo puede surgir en un estadio más elevado de
la vida humana, cuando el hombre ha adquirido la capa­
cidad de elegir libremente. Al establecer una estrecha re­
lación con sus congéneres, el hombre deja de ser una
criatura de instintos ciegos para convertirse en un ser
reflexivo que no sólo se considera a sí mismo como
objeto de su propia «observación» y de la observación
ajena, sino que también decide, por medio de un acto
deliberado de la voluntad, adoptar una actitud determi­
nada hacia el mundo. £1 amour de soi todavía domina su
existencia, pero ahora asume una forma más completa
y reflexiva, ya que pertenece a un ser cuyo comporta­
miento está regido por la voluntad y la razón, más que
por los meros sentimientos. Rousseau no duda de que
esta forma superior de libertad es la característica más
valiosa y diferenciadora del hombre; no se puede acep­
tar una forma de vida que no respete este atributo esen­
cial. «Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad
de hombre, a los derechos de la humanidad e incluso
a los deberes. No existe compensación posible para aquel
que renuncie a todo. Tal renuncia es incompatible con
la naturaleza del hombre. Eliminar toda la libertad de su
voluntad es eliminar toda la moralidad de sus acciones»
(C S, I, 4; III. 356). Por lo tanto, el problema principal
no consiste en establecer los fundamentos de las relacio­
nes sociales, sino en determinar cómo puede llegar a re­
conciliarse la libertad del individuo con la libertad de los
demás.
La prioridad concedida a la libertad tiene consecuen­
cias de largo alcance sobre la elaboración de los princi­
pios políticos de Rousseau, ya que le lleva a defender
desde el primer momento que la única sociedad política
aceptable para el hombre es la que descansa en el con­
sentimiento general. A pesar de que existen divergencias
importantes entre Rousseau y los pensadores liberales an­
teriores, están en completo acuerdo en este punto de
partida: cualquier sociedad política válida debe funda­
mentarse en la libre participación de sus miembros. Rous­
seau señala que ésta es una exigencia del «derecho natu­
ral», en la medida en que la supresión de la libertad viola
la naturaleza esencial del ser humano. Esta insistencia
en la libertad explica también el uso que hace de la idea
tradicional del «contrato social», a la que habían dado
considerable importancia los pensadores políticos a partir
del siglo xvi, y en especial los que estaban deseosos de
combatir el absolutismo político encarnado, por ejemplo,
en la teoría del derecho divino de los reyes; los contrac-
tualistas mantenían que la sociedad nace por un acto
concreto de la voluntad y por una elección deliberada por
parte de todos sus miembros. Si Rousseau extrae de esas
premisas conclusiones radicalmente distintas, se debe so­
bre todo a su interpretación diferente del significado del
«derecho natural», pero jamás pone en cuestión la nece­
sidad del hombre de ejercer su libertad y voluntad en la
formación de la asociación civil.
Esta misma prioridad atribuida a la libertad como
base de la vida política lleva a Rousseau a rechazar dos
explicaciones tradicionales sobre el origen de la sociedad
política. En primer lugar, la autoridad política no puede
estar basada en la fuerza, porque la fuerza nunca puede
constituir un «derecho», ya que el poder físico y la mo­
ral son dos conceptos radicalmente diferentes. Rousseau
critica muy duramente a los pensadores de la escuela del
derecho natural, especialmente a Grocio y Pufendorf, por
tratar de introducir subrepticiamente este supuesto en
sus ideas: argüían éstos que un pueblo cautivo puede
aceptar la esclavitud permanente a cambio de salvar su
vida. Tal acuerdo es imposible, mantiene Rousseau, por­
que la esclavitud, al no basarse más que en la fuerza físi­
ca, sólo persistirá en la medida en que pueda ser im­
puesta. En segundo lugar, la sociedad no puede ser ex­
plicada como un fenómeno natural, es decir, como el
resultado de la sociabilidad innata del hombre. El hombre
no es sociable por nacimiento; posee únicamente ciertas
facultades que le inducen a entrar en estrecha relación
con sus congéneres cuando así decide hacerlo. La cons­
titución de la sociedad depende de una opción racional,
y no de sentimientos espontáneos. Esta es la razón por
la que Rousseau rechaza cualquier posible analogía entre
la sociedad y la familia: la autoridad del padre descansa
en la dependencia física de sus hijos, que asumen su pro­
pia libertad tan pronto como alcanzan la madurez; la
autoridad paterna ejercida a partir de entonces exige su
libre consentimiento.
Esta insistencia en la libertad induce a Rousseau a
establecer un lazo indisoluble entre la política y la moral.
La sociedad política, en cuanto expresión de la libertad
del hombre, implica naturalmente los atributos morales
esenciales para cualquier forma válida de libertad. «Es
necesario estudiar la sociedad a través de los hombres,
y a los hombres a través de la sociedad», declara Rous­
seau; «aquellos que deseen separar la política y la moral,
jamás comprenderán nada de ninguna de los dos» (IV.
524). Aunque el individuo sigue enfrentado con la res­
ponsabilidad de alcanzar la virtud y la libertad moral
en su vida personal, ya no lo puede llevar a cabo aislado
de los demás. El individuo no puede comprender el sig­
nificado pleno de las cuestiones morales más que a través
de su participación en las relaciones complejas y decisivas
de la vida social y política. El pape! de la sociedad es, por
lo tanto, decisivo: únicamente en la sociedad puede el
hombre dejar de ser un «animal estúpido y limitado» para
convertirse en un «ser libre e inteligente», y escapar así
de «la esclavitud de los apetitos», para gozar de la expe­
riencia de la justicia y el derecho.
En cualquier caso, la relación entre la moral y la socie­
dad implica determinados problemas, ya que no se puede
dejar libre al individuo para determinar sus relaciones sin
cortapisas con sus congéneres; el hombre justamente
preocupado en proteger su libertad, tiene que reconocer,
en cualquier caso, la necesidad de referirla a una con­
cepción del orden que permita a otras personas asegurar
el ejercicio efectivo de su libertad. El problema específico
del orden político implica, por tanto, el establecimiento
de condiciones que permitan participar a todos los miem­
bros de la sociedad en situación de igualdad en una aso­
ciación civil basada en el principio de la libertad.
Hay otra consideración complementaria: aunpue la li­
bertad política presupone siempre un alto grado de auto­
nomía moral, así como el ejercicio de la voluntad y del
raciocinio, no puede actuar en el vacío, sino que tiene
que contar con la influencia formativa del entorno. En
la misma medida, el educador, al tiempo que tratar de
educar a su alumno de acuerdo con los principios de la
«naturaleza», debe ayudarle a establecer una relación sana
y profunda con aquello que le rodea; aunque la educa*
ción primaria de Émile es en gran medida negativa, ya
que pretende ante todo protegerle de las influencias co­
rruptoras, también le exige establecer una relación activa
con los objetos; únicamente cuando llegue a la madurez
será capaz de controlar su entorno de forma más racional
y adaptarlo a sus necesidades en cuanto ser moral. La
organización deliberada del medio constituirá un momen­
to decisivo en su vida personal y cívica. Conviene recor­
dar que uno de los proyectos inacabados de Rousseau fue
la elaboración de una obra que pretendía llamar La mo­
nde sensitive ou le matérialisme du sage [ La moral sen­
sitiva o el materialismo del sabio]. Puesto que las des­
gracias del hombre se deben en gran medida a su inca­
pacidad para adaptarse a las condiciones en que vive,
Rousseau pretendía desarrollar principios que permitieran
que la «economía animal» funcionara en armonía con los
distintos factores físicos que influyen sobre ella; el alma
del individuo se encontraría en «el estado más favorable
para la virtud» si su vida moral estuviera favorecida y no
entorpecida por condiciones físicas como el clima, las
¿pocas del año, los colores y los sonidos. Esta considera­
ción adquirirá mayor relevancia cuando se preste la aten­
ción debida a la gran influencia que ejerce el mundo
físico en la formación de los sentimientos y emociones,
así como en las sensaciones corporales (Cf. I. 408-9).
El mismo principio actúa, aunque tal vez de forma
distinta, a todos los niveles de la vida humana, como es­
tablece con claridad la educación de Émile. La libertad
política depende en gran medida de un entorno que le
permita una expresión real. Rousseau escribió en las Con­
fesiones: «había visto que todo dependía radicalmente de
la política y que, se tomara como se tomase, ningún pue­
blo sería otra cosa que lo que le hiciera ser la naturaleza
de su gobierno» (I. 404). «Es cierto», insistió en su ar­
tículo «Economie politique», «que los hombres son a lar­
go plazo lo que el gobierno les hace ser». El prefacio de
la obra teatral Narcisse abunda en este sentido: «todos
los vicios no corresponden al hombre como al hombre
mal gobernado» (III. 251; II. 969). De nuevo se ma­
nifiesta claramente el paralelo con la educación del indi­
viduo: aunque el individuo está destinado a convertirse
en un ser libre y responsable, su vida puede ser arruinada
fácilmente por una educación que le impida desarrollar
sus posibilidades más elevadas. Igualmente, el ciudadano
libre deberá mucho, sin duda, a la influencia formativa de
la sociedad en la que ha nacido. Si bien la influencia
del Gobierno es una cuestión compleja, como veremos
más adelante, es evidente desde el principio que si el
hombre puede ser desgraciado y débil a causa de institu­
ciones ineptas o perjudiciales, como la historia muestra
en repetidas ocasiones, tal vez llegue a ser virtuoso y
feliz gracias a instituciones idóneas, de forma que el
problema político fundamental puede enunciarse en los
términos siguientes: «¿Cuál es la naturaleza idónea de
un gobierno para formar el pueblo más virtuoso, más
ilustrado, más sabio; en una palabra, el mejor, tomando
esta palabra en su sentido más amplio?» (I. 404-5).
Para crear una forma de gobierno que preserve la liber­
tad de los ciudadanos y, sin embargo, ejerza una influen­
cia beneficiosa sobre sus acciones, es necesario superar
un gran obstáculo: la corrupción de todos los princi­
pios fundamentales por la influencia perniciosa de la so­
ciedad. Por muy hipotética que sea la reconstrucción de
la historia humana realizada por Rousseau en el segundo
Discours, claramente pretende mostrar que el proceso
histórico ha implicado un lamentable error de enjuicia­
miento por parte del hombre, y que la Historia ha re­
presentado el relato de su esclavitud y desgracia, y no
de su liberación y felicidad; por tanto, es imposible ana­
lizar la naturaleza humana basándose en el estudio de su
desarrollo histórico. De la misma forma, los principios
políticos fundamentales no pueden determinarse a partir
del simple examen histórico de cualquier gobierno real,
sea éste pasado o presente. Sin duda, esto explica el sub­
título del principal tratado político de Rousseau, «Prin­
cipios de derecho político». La interdependencia de la
política y la moral, anteriormente señalada, significa que
los análisis políticos deben versar sobre principios más
que sobre hechos, sobre el establecimiento de criterios
y normas, más que sobre la determinación de la natura­
leza de cualquier gobierno concreto. No se trata de estu­
diar las actitudes políticas reales de los hombres, sino de
examinar los fundamentos de todos los gobiernos legíti­
mos y la naturaleza de la obligación política. En este
sentido, Rousseau insiste en la diferencia entre su obra
y la de Montesquieu. En el último libro de Émile decla­
ra que «todavía está por nacer el derecho político»; en
esta cuestión, Grocio «no es más que un niño», a pesar
de su gran reputación, y «lo que es más, un niño des­
honesto», mientras Hobbes, tan a menudo vilipendiado
injustamente a costa de Grocio, no es más que un «so­
fista». «El único escritor moderno capaz de crear esta
gran e inútil (sic) ciencia habría sido el ilustre Montes­
quieu. Pero no se interesó en considerar los principios
del derecho político, sino que se contentó con tratar el
derecho positivo de los gobiernos vigentes; y no hay en
el mundo nada más dispar que estas dos materias»
(IV. 836.) «Tenemos que saber lo que debe ser —afirma
Rousseau— para juzgar adecuadamente lo que es» (IV.
836). Esto explica el carácter abstracto del Contrat So­
cial, que descansa, como Rousseau expone en las Confes-
sions, sobre la «única fuerza del razonamiento» (I. 405).
Por otro lado, el Contrat Social no pretende ser exclu­
sivamente utópico en el sentido de estar totalmente di­
vorciado de la realidad. A diferencia de Platón, y de mu­
chos de sus sucesores, Rousseau no intenta esbozar un
gobierno ideal, un modelo único que pueda ser imitado
por todos los demás; no desea construir un sistema que,
como él mismo dice, sería relegado simplemente al «te­
rreno de las ensoñaciones». Sin duda, la elaboración de
principios críticos fundamentales, aplicables a cualquier
gobierno legítimo, conducirá finalmente a una nueva va­
loración del orden existente y a un esfuerzo constructivo
para eliminar algunos de sus defectos más espectaculares;
pero el punto de partida para un análisis adecuado del
derecho político debe ser la clarificación de los prin­
cipios generales que trascienden los límites de las ins­
tituciones vigentes. Simultáneamente, el pensador po­
lítico tiene que reconciliar su* ideal con la natura­
leza de los «hombres tal y como son», y no como a
él le gustaría que fueran. Desde esta perspectiva, el co­
mienzo del Contrat social ofrece una exposición muy clara
de la forma en que Rousseau pretende compaginar ele­
mentos ideales y reales, morales y psicológicos. Trata de
considerar «a los hombres tal y como son» y a «las leyes
como debieran ser», y de compaginar lo «que permite el
derecho» con lo que «prescribe el interés»; las cuestio­
nes de la justicia y el derecho deben unirse a las exigen­
cias del interés y la utilidad. Esto significa que Rousseau
pretende comenzar por la naturaleza humana, y no por
principios abstractos. Rousseau no entiende por «los
hombres tal y como son» los seres corrompidos de la
sociedad contemporánea, sino los hombres tal y como
son en su ser «original». Su concepción de la política
coincide así con su actitud hacia el desarrollo del indi­
viduo. Si Rousseau considera al hombre capaz de un es­
fuerzo moral y de una elección racional, también insiste
en la importancia de su interés por la auto-preservación
y la felicidad. Con independencia del nivel en el que
consideremos la naturaleza humana, es necesario aceptar
el hecho cardinal de que el hombre estará siempre pre­
ocupado por su propio interés. Este aspecto, que desta­
ca enfáticamente en el Émile, reaparece también en los
escritos políticos y es la base del realismo político de
Rousseau. No se puede esperar que los hombres acepten
una sociedad que no les ofrece ventajas positivas: los
ciudadanos tratarán siempre de seguir el principio de
auto-preservación, y sería inútil exhortarlos a conseguir
el bien común, si en primer lugar no se les garantiza su
propia seguridad y bienestar material. Simultáneamente,
al alcanzar la madurez moral y racional, los hombres po­
drán superar el simple egoísmo que les mueve y alcanzar
formas más nobles y personales de satisfacción, que tam­
bién llegarán a considerar como una expresión de su
verdadero interés. Sin embargo, a cualquier nivel que se
considere el problema político, siempre presupondrá que
las cuestiones de derecho no pueden disociarse de las
cuestiones de interés.
Evidentemente, la interdependencia de los factores per­
sonales y sociales implica una transformación radical del
concepto de interés y de la «naturaleza», de la que es
parte integrante. Puesto que la felicidad y el bienestar
del individuo están ligados con los de la comunidad en
su conjunto, no basta con que éste se haga eco de la lla­
mada de la Naturaleza y acate el instinto espontáneo de
la bondad natural. Su vinculación con otras personas exi­
ge el ejercicio de la razón y de la voluntad, así como
la capacidad de alcanzar la virtud que le permita subor­
dinar sus deseos personales inmediatos a un bien social
más elevado. Ya hemos visto cómo para alcanzar la vir­
tud el individuo ha de «desnaturalizarse» en la medida
en que tiene que superar sus deseos egoístas y ser capaz
de convertirse en «dueño de sí mismo». Tan pronto como
el concepto de virtud adquiere una connotación social,
la necesidad de desnaturalizar los instintos primitivos
se convierte aún en más urgente. Sin embargo, este pro­
ceso de desnaturalización del individuo se produce con­
juntamente con la realización de uno mismo como un
ser racional y moral que está satisfaciendo todas las po­
tencialidades superiores de su naturaleza. Tan pronto
como sigue el orden en lugar de los instintos, su exis­
tencia adquiere una amplitud, una elevación y una pleni­
tud que son desconocidas para el hombre primitivo. «Sus
ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen y toda
su alma se eleva» (CS, 1.8.). De ser un «animal estúpi­
do y limitado», se convierte en «un ser inteligente y en
un hombre».
Si la instauración de la sociedad política está estre­
chamente relacionada con esta transformación y desarro­
llo radical de la naturaleza humana, no podrá lograr su
objetivo sin una franca aceptación del problema crucial
de cualquier filosofía política sólida: el origen y el con­
trol del poder supremo. La dificultad fundamental reside
en que, en cualquier etapa de la existencia humana, la
fuerza implica desigualdad en uno u otro sentido; nada
puede modificar el hecho esencial de que los hombres
nacen con diferentes capacidades y aptitudes. En el es­
tado de naturaleza, la desigualdad física no plantea pro­
blemas, porque la situación aislada y dispersa de los
hombres evita cualquier conflicto grave; todos tienen
que enfrentarse con una limitación fundamental, la nece­
sidad física, que constituye una condición universal que
dirige todos los esfuerzos hacia la autopreservación; esto
implica una forma general e ineludible de igualdad que
anula todas las diferencias individuales. En la sociedad,
donde los hombres están en estrecho contacto entre sí, la
desigualdad física, si no está sometida a algún control,
abocará a una diferenciación desastrosa entre los fuertes
y los débiles y a un estado de tiranía y opresión; la
mayoría de los hombres serán víctimas indefensas de una
minoría reducida, pero poderosa. La crítica de Rous­
seau de la sociedad contemporánea pone especial énfasis
en este punto. Por lo tanto, se deben encontrar los me­
dios de eliminar la desigualdad, o al menos de someterla
a determinadas condiciones que neutralicen sus efectos
nocivos y la encauce hacia canales políticos útiles.
La solución de Rousseau es aunar estas diversas ca­
pacidades individuales en una forma que las permita
una expresión colectiva y las convierta en una «fuerza
común», cuyo objetivo sea la preservación y el bienestar
de la comunidad. En lugar de permitir que la fuerza de
cada individuo compita con la de los demás, es esencial
«encontrar una forma de asociación que defienda y pro­
teja con toda la fuerza colectiva a la persona y a los
bienes de cada asociado» (CS, I. 6). Si cada individuo,
con independencia de su fuerza particular, se siente pro­
tegido por toda la fuerza colectiva, no tendrá ningún mo­
tivo para temer la opresión y la injusticia, ya que ningún
otro ciudadano o grupo de ciudadanos gozará de privi­
legios que a él le sean negados; voluntariamente, cederá
el uso independiente de sus propios poderes limitados
para gozar de la seguridad y protección que le ofrece la
fuerza total de la comunidad actuando como un cuerpo
único.
Esta fuerza común no puede ser efectiva a no ser que
incluya a todos los ciudadanos sin excepción. Si el indi­
viduo desea verse protegido por la fuerza conjunta de
toda la comunidad, él, a su vez, debe estar dispuesto a
ceder totalmente su propio poder. «Cada uno de nos­
otros entrega su persona y todo su poder a la suprema
dirección de la voluntad general; como un cuerpo, reci­
bimos a cada miembro como parte indivisible de la to­
talidad» (CS, I. 6). Rousseau insiste en que esta «alie­
nación» incondicional es una condición indispensable
para la supervivencia de una comunidad política válida.
(De hecho, su expresión real, como veremos, es mucho
más limitada, pero en esta etapa se trata de definir el
derecho más que la realidad.) Este paso permite susti*
tuir los defectos perniciosos de la desigualdad natural
por una nueva forma de igualdad civil. En opinión de
Rousseau, no puede existir una verdadera libertad políti­
ca sin esta igualdad civil o convencional, porque los ciu­
dadanos estarán constantemente expuestos a la amenaza
de la opresión.
La necesidad de proteger al Estado frente a la usur­
pación del poder por individuos o grupos determinados
es una de las preocupaciones principales de la filosofía
política de Rousseau. Su deseo de crear un lazo indiso­
luble entre el individuo y la comunidad se debe en gran
medida a su desconfianza de los poderosos que, en su
opinión, tratan siempre de manipular a la sociedad en su
propio beneficio. Destaca con especial énfasis este as­
pecto en una nota del Émile: «El espíritu universal de
las leyes de todos los países favorece siempre al fuerte
frente al débil, al que posee bienes frente al que no po­
see nada; este inconveniente es inevitable y sin excep­
ción» (IV. 524n). Sin embargo, en un sentido más ge­
neral, la insistencia de Rousseau sobre la necesidad de
determinar el origen último de la autoridad política de
forma radicalmente clara es uno de los rasgos más ori­
ginales de su concepción política, más significativo, desde
luego, que su utilización de la idea tradicional del «con­
trato social». Aceptando en esta cuestión el énfasis de la
concepción política de Hobbes, Rousseau considera que
no puede existir ninguna filosofía política válida hasta
que no se haya definido clara y firmemente la naturaleza
y el origen de la soberanía política.
Puesto que la soberanía es el origen último de la auto­
ridad, debe ser absoluta. Lo que no quiere decir que sea
arbitraria, sino simplemente que no puede estar limitada
más que por sí misma. Aunque, como hemos visto, su
actividad está hasta cierto punto limitada por su propio
carácter intrínseco, no puede depender de ninguna otra
autoridad política. En este sentido, la soberanía es al
Estado lo que el amour de soi es al individuo: el instru­
mento indispensable para su preservación. Sin embargo,
la soberanía es una forma colectiva y no particular de
amour de soi; el significado de la auto-preservación está
determinado, en este caso, por la naturaleza de la aso­
ciación política, no por la de los individuos considerados
aisladamente. Sin duda, el Estado, al estar compuesto
por individuos, debe tener en cuenta sus intereses, pero
este interés tiene que ser definido de forma genuinamen-
te social, y no únicamente egoísta. En otras palabras, si
el individuo plantea determinadas exigencias a la aso­
ciación, en la medida en que espera que ésta le ofrezca
seguridad y bienestar, también debe de estar dispuesto
a aceptar su propia parcela de responsabilidad. El indi­
viduo, al tiempo que reconoce que el Estado está regido
por el mismo principio fundamental que rige su propia
vida (la autopreservación), tiene que reconocer que la
preservación del Estado depende de las condiciones y
principios que le han dado ser en cuanto asociación civil
voluntaria. Para asegurar su supervivencia, la comuni­
dad en su conjunto debe asumir la responsabilidad abso­
luta del control del poder supremo. Esto quiere decir
que la soberanía no puede quedar sometida a decisiones
pasadas o a promesas para el futuro, puesto que esto re­
tiraría la autoridad absoluta de las manos de los ciuda­
danos y pondría en peligro los fundamentos de la aso­
ciación política. Sería absurdo que el soberano «pusiera
cadenas a la soberanía para el futuro» (CS, II. 1). «Es
contrario a la naturaleza del cuerpo político que el sobe­
rano se imponga a sí mismo una ley que no puede in­
fringir» (CS, I. 7); «en el instante en que existe un
señor, ya no existe soberanía y el cuerpo político queda
destruido».
No se debe temer el carácter absoluto de la soberanía,
porque el amour de soi, bien sea colectivo o particular,
jamás se perjudicará a sí mismo deliberadamente. «El po­
der supremo no necesita garantía con respecto a sus súb­
ditos — afirma Rousseau— , porque es imposible que el
cuerpo soberano desee dañar a sus miembros» (CS, I. 7).
Esta es una norma para la que no hay excepción, dice
Rousseau: sería ilógico que el Estado actuara en contra
de sus verdaderos intereses. Una razón complementaria
para aceptar el carácter absoluto de la soberanía es el
hecho de que el amour de soi, al ser la auténtica base
de la vida humana, debe ser bueno en su esencia. La
bondad natural del hombre se manifiesta a todos los ni­
veles individuales o sociales, siempre que las condiciones
sean propicias. La obligación recíproca que existe entre
los ciudadanos y el cuerpo político asegura que su ac­
ción será siempre acertada; «El soberano, por el sólo
hecho de serlo, es siempre lo que debe ser» (CS, I. 7).
«Cada cual se apropia para sí mismo esta palabra: cada
cual»; el ciudadano, como parte integrante del poder
soberano, sabe que «no puede trabajar para otros sin
trabajar para sí mismo». El concepto de soberanía radica
en «la preferencia que cada cual se otorga a sí mismo,
y, en consecuencia, en la naturaleza del hombre» (CS,
II. 4). El mismo interés que es el soporte de la sobera­
nía le mantendrá leal a su propia naturaleza intrínseca.
Aunque la soberanía no está limitada por ninguna auto­
ridad externa, debe obviamente obedecer las leyes de su
propio ser y respetar el propósito para el que ha sido
instituida; por lo tanto, Rousseau está justificado al ha­
blar de los «límites» de este poder supremo.
Puesto que la soberanía está ligada con la comunidad
en su conjunto, se deduce que debe ser indivisible, lo
mismo que absoluta. En otras palabras, definida como el
poder supremo o la fuerza común encarnada en el cuer­
po total de los ciudadanos, la soberanía no puede ser
menos que éste. Cualquier intento de separar una parte
del resto destruiría su carácter esencial y convertiría la
soberanía en el simple poder de la mayoría; puesto que
pertenece a todos los ciudadanos sin excepción, la sobe­
ranía tiene que ser indivisible. Además, si es indivisible,
también es inalienable, ya que los ciudadanos no pueden
renunciar a ella sin destruir los auténticos fundamentos
de su existencia en cuanto asociación política. En esta
cuestión fundamental, Rousseau difiere de Hobbes, que
había permitido que la soberanía se transfiriera a un go­
bernante todopoderoso. En opinión de Rousseau, los
ciudadanos jamás pueden transferir a nadie su poder o
autoridad suprema. (Gimo veremos, esto no excluye la
posibilidad, e incluso la necesidad, de delegar algunas
«funciones».) Puesto que la soberanía nace con la fun­
dación de la sociedad civil, sólo podrá desaparecer con la
disolución de esta sociedad y la vuelta de los individuos
que la componen al «estado de naturaleza».
La concepción de Rousseau de la asociación política
descansa en una estrecha interdependencia de las partes
con el todo, y es digna de destacarse la frecuencia con
que aparecen los términos «cada uno» y «todos» en la
discusión sobre la soberanía en el Contrat Social. Esta
cuestión resulta ya visible en la definición hecha por
Rousseau del problema fundamental de la asociación po­
lítica: «Encontrar una forma de sociedad que defienda
y proteja a las personas y a los bienes de cada asocia­
ción con toda la fuerza colectiva, y por medio de la cual
uno, uniéndose a todos los demás, sólo se obedezca a sí
mismo y permanezca tan libre como antes» (1.6). La mis­
ma insistencia reaparece posteriormente cuando afirma
que «cada uno, al entregarse a la totalidad, no se entre­
ga a nadie en particular».
La concepción de Rousseau de la soberanía establece
este lazo entre «cada uno» y «todos» al suponer una
reciprocidad absoluta y una igualdad en el compromiso.
El pacto social, basado en la idea del consentimiento
unánime y de la soberanía absoluta, «establece entre
los ciudadanos tal igualdad que todos se comprometen
en las mismas condiciones y deben disfrutar de los mis­
mos derechos». Las obligaciones y los derechos deben
ser parte integrante de la vida de los ciudadanos. Per­
mitir que cualquier individuo quede exento de uno u
otro de estos aspectos fundamentales de la asociación
civil imposibilitaría la verdadera libertad política, por­
que expondría a los ciudadanos a uno de los mayores
peligros que amenazan a la justicia política: la desigual­
dad que surge del sometimiento del hombre a la volun­
tad arbitraria de otros.
Rousseau cree que los hombres no temen ni resien­
ten la dependencia en cuanto tal, sino sólo la dependen-
cía irracional y fortuita de otra gente. En el Émile ya
había destacado este punto:

Existen dos tipos de dependencia: la dependencia de las cosas,


que es propia de la Naturaleza, y la dependencia de los hombres,
que es propia de la sociedad. La dependencia de las cosas, al estar
desprovista de moral, no perjudica a la libertad ni engendra vi*
cios. La dependencia de los hombres, al estar incontrolada, engen­
dra todos los vicios, y por su causa el señor y el esclavo se con­
vierten el uno al otro en depravados. Si existe algún medio de
remediar este nuil en la sociedad, es sustituyendo al hombre por
la ley y dotando a la voluntad general con una fuerza real, supe­
rior a la influencia de cualquier voluntad particular. Si las leyes
de las naciones pudieran tener, como las de la Naturaleza, una
inflexibilidad, ninguna fuerza humana que pudiera superar la de­
pendencia de los hombres sería de nuevo como la de las cosas;
en la república se añadirían a las ventajas del estado civil a todas
las ventajas del estado de naturaleza; la libertad que mantiene al
hombre exento de los vicios se superpondría a la moral que le
eleva a la virtud (IV. 311).

La naturaleza absoluta, indivisible e inalienable de la


soberanía permite lograr esta dependencia impersonal: la
dependencia de las cosas que evita la dependencia de las
personas al situar la suprema autoridad política en todos
los miembros de la comunidad. Las condiciones son igua­
les para todos, porque todos las aceptan libremente; al
obedecer a esta autoridad común establecida por su pro­
pia voluntad, los ciudadanos están en cierto sentido obe­
deciéndose a sí mismos. En efecto, se están obedeciendo
a sí mismos porque no existe otro poder al que puedan
obedecer. Cada ciudadano asume esta condición sabiendo
que es aceptada por todos los demás: cualquier cosa que
se le exija, puede ser exigida también, si es necesario, a
sus conciudadanos. Al ser inconcebible sin una igualdad
genuina en los derechos y en las obligaciones, la soberanía
se convierte en la garantía de la libertad.
Entendida de esta manera, la soberanía no asume la
forma del simple poder en cuanto tal; sus implicaciones
colectivas y sociales le confieren una cualidad específica
que le impide ser arbitraria y caprichosa. Al igual que la
vida del individuo queda transformada por su participa­
ción una sociedad que le convierte en un ser libre e
inteligente, también el concepto de soberanía transforma
el poder al asociarlo con el derecho. Puesto que la so­
beranía no existe como un hecho físico aislado, sino
como una fuerza constituida y organizada con un propó­
sito social determinado, forzosamente habrá de compren­
der las características del acto de la voluntad, origen de
su existencia. Además, como los ciudadanos constituyen
un «cuerpo moral», el elemento moral debe manifestarse
a través de su poder colectivo. Por lo tanto, la soberanía
no es un concepto meramente estático, sino que es insepa­
rable del ejercicio de la voluntad. (Merece la pena desta­
car, en este sentido, que la soberanía está relacionada con
la concepción más amplia de Rousseau sobre la moral
como una cualidad que implica determinadas relaciones:
una entidad física adquiere significado moral únicamente
por medio de su relación activa con otros seres.)
La voluntad que anima a la soberanía es necesaria­
mente diferente de la voluntad particular del individuo
interesado en la satisfacción de sus propios deseos; la
soberanía implica una «voluntad general» inspirada por
la obligación social, más que por el interés egoísta. En
la primera versión del Contrat social, Rousseau recogía
aprobatoriamente la concepción de Diderot de la volun­
tad general como «un acto puro del intelecto de cada in­
dividuo que razona, en el silencio de las pasiones, sobre
lo que el hombre puede exigir a su igual y lo que éste
puede exigirle a él» (III. 286). Aunque la concepción de
Rousseau de la voluntad general difiere de la de Diderot
en la medida en que concierne únicamente al ciudadano,
y no al individuo en cuanto miembro de la especie huma­
na, mantiene la misma rectitud moral, la misma nece­
sidad de subordinar el egoísmo a un principio general
basado en el bien común. Por lo tanto, para ser efectiva,
la soberanía debe expresarse como la «voluntad general».
Tal vez sea extraño que Rousseau no dedique más espa­
cio a la definición de este concepto fundamental, uno de
los más importantes de toda su filosofía política. Sin
embargo, sus comentarios dejan bien sentado que la vo-
¡untad general establece una diferencia cualitativa entre
dos actitudes diferentes: la actitud social y responsable
del ciudadano preocupado por el bien común y la vo­
luntad particular del individuo que no aspira más que a
beneficiarse. Sin duda, existe un sentido más profundo
en el que el ciudadano también busca su «interés», pero
lo relaciona con la preservación y el bienestar de la co­
munidad en su conjunto más que con la consecución de
sus mezquinos intereses.
Rousseau distingue cuidadosamente entre la «voluntad
general» y la «voluntad de todos»; esta última no es
más que la suma física de los deseos particulares de
los individuos que circunstancialmente buscan el mismo
objetivo. La mera coincidencia de votos no es garantía
de rectitud: el hecho de que estas voluntades dispares
formen un voto mayoritario —o incluso, en casos excep­
cionales, un voto unánime— no afecta en absoluto a la
actitud básica implicada, ya que la «voluntad de todos»
puede no ser más que la expresión fortuita de los inte­
reses egoístas que perjudican a los verdaderos intereses
del Estado. Por su parte, la voluntad general presupone
una actitud deliberada de la mente y una firme determi­
nación de conseguir el bien común. En cuanto tal, no
está sometida a las divagaciones, dudas y debilidades que
afectan al comportamiento de los individuos, ya que, en
palabras de Rousseau, la voluntad general es siempre
«constante, incorruptible y pura». Cuando es menos que
esto, deja de ser la voluntad general.
¿Por qué insiste Rousseau, en una frase que ha per­
turbado a los pensadores liberales, en que en determi­
nadas circunstancias el ciudadano puede ser «obligado a
ser libre»? Una de las razones para que esto se produz­
ca se encuentra en la concepción de Rousseau de la so­
ciedad política. Al igual que el individuo, el cuerpo po­
lítico tiene su propia personalidad, su ser específico. «Es
un cuerpo colectivo moral» con «su unidad propia, su yo
común, su vida y su voluntad» (I. 6). Al mismo tiempo,
el Estado no es una entidad singular homogénea, sino
que, al igual que el individuo, es una entidad que com­
prende distintos elementos de los que la voluntad es
sólo uno. Lo mismo que el individuo tiene que contar
con la fuerza de los sentimientos y las pasiones, el Esta­
do debe tener en cuenta la presión de influencias par­
ticulares, que, a veces, pueden entrar en conflicto con
la voluntad general. Ningún ciudadano es exdusivanlente
un ciudadano, y nada más; también es un individuo con
sus propios deseos y sentimientos, que a veces pueden
ser tan poderosos como para inclinarle a subordinar su
voluntad de dudadano a su voluntad en cuanto indivi­
duo, y a buscar su propio beneficio a expensas del bien
general. AI igual que d malvado, puede tratar de invertir
el orden de las cosas en su propio interés, adoptando
el mundo a sus necesidades particulares, en lugar de
adaptar sus propios deseos a los de la comunidad. Esto
no quiere decir que sea esencialmente malo o que su vo­
luntad haya sido corrompida irremisiblemente, sino sólo
que ha sucumbido a la debilidad y no ha tomado con­
ciencia de su verdadero interés; el ejercicio de su vo­
luntad ha sido pervertido por un juido erróneo. En otras
palabras, aunque el ciudadano puede desear siempre su
verdadero interés, a veces puede no identificarlo. Por
tanto, tal vez sea necesario recordar al dudadano des­
carriado cuál es su verdadero interés, induso a pensar
de sí mismo; tal vez haya que mantenerlo fiel, en contra
de sus deseos inmediatos, a los prindpios de la sociedad
civil, a la que con anterioridad ha otorgado su consenti­
miento libre y que representan la expresión de su vo­
luntad en cuanto ciudadano. En este sentido, finalmente
tomará condencia de su necesidad de respetar la natu­
raleza de su obligación hacia la comunidad y, en conse­
cuencia, se dará cuenta de que está acatando lo mejor
de sí mismo; al someterse al bien común más que a sus
ventajas egoístas, se dará cuenta de que esto es lo que
en el fondo de sí mismo desea hacer realmente.
Estos principios generales provocan considerables di­
ficultades prácticas, pero son claramente coherentes con
la concepción fundamental de Rousseau sobre la autori­
dad política. Rousseau admite que la única manifesta­
ción viable de la opinión pública es el sufragio, y que
la comunidad debe someterse normalmente al sufragio
de la mayoría, pero también señala con insistencia que,
en cuanto tal, el voto es una actividad puramente física
que, en sí misma, carece de valor moral. Por la misma
razón, una reducida minoría virtuosa puede estar más
cerca de la voluntad general que una amplia mayoría mal
encauzada que aspira a obtener determinadas ventajas
materiales a expensas de los verdaderos intereses del Es­
tado. El valor de la decisión está siempre determinado
por la cualidad de la misma, y no por su manifestación
externa; es necesario algo más válido que la simple con­
tabilidad de los votos si los ciudadanos quieren estar
seguros de que su decisión es la correcta. Sin embargo,
en la práctica el sufragio es la única forma de que los
ciudadanos den expresión física a sus decisiones.
En cualquier caso, la voluntad general por si sola no
basta para asegurar la manifestación efectiva de su pro­
pósito social más profundo. Al igual que la voluntad del
individuo tiene que manifestarse a través de la perso­
nalidad en su conjunto, también la voluntad general exi­
ge una cierta forma concreta y objetiva para no quedarse
en una mera intención abstracta e inocua. Esta es la ra­
zón por la que tiene que concretarse en la «ley». Rous­
seau insiste en que la definición de la ley no tiene que
entrar en divagaciones metafísicas sobre las «leyes de la
naturaleza» (C S, II. 6). Si bien, como veremos más ade­
lante, existe un sentido en el que todas las cuestiones
políticas deben referirse en última instancia al derecho
natural, porque son inseparables de la libertad, no es
necesario relacionar la ley — como hace Montesquieu—
con la «naturaleza de las cosas». Las leyes, al ser crea­
das por un acto deliberado de la voluntad, extraen su
significado de la actividad y circunstancias que las han
dado origen. Por esta razón, constituyen el corazón de la
comunidad política y son su principio vital. Las leyes
son la «fuerza motriz» del cuerpo político que obtiene
«su actividad y sentido únicamente a través de ellas»;
sin ellas, el Estado sería como «un cuerpo sin alma»;
ellas solas permiten realizar «la prodigiosa proeza» de
persuadir a los hombres para que subordinen su volun­
tad propia al bien común. Los hombres deben la justicia
y libertad a «la voz celestial» de las leyes2. Cuando
las leyes se ignoran o están corrompidas, el Estado está
perdido sin esperanza de redención.
La importancia suprema de las leyes impide que Rous­
seau las considere en un sentido limitado y legalista. Su
fuerza no reside en su sutileza y complejidad, sino en
su escasez y simplicidad. La peor nación —declara Rous­
seau— es la que tiene muchas leyes; la existencia de
numerosas leyes significa que los ciudadanos sienten la
necesidad de someterse a limitaciones externas, en lugar
de confiar en su propia fortaleza interna. El origen real
de las leyes se encuentra en los corazones de los hom­
bres. Cuando Rousseau intentó elaborar una constitución
para Polonia, insistió frecuentemente sobre este punto:
las únicas leyes que realmente beneficiarán a los pola­
cos son las que éstos acepten en lo más profundo de su
ser. El verdadero santuario del Estado se encuentra en
el corazón de los polacos (Cf. III. 1013, 1019). «El co­
razón de los ciudadanos —escribe Rousseau en un frag­
mento— es la mejor protección para el Estado»
(III. 486). Si existen pocas leyes, la obediencia de los
ciudadanos depende de su propia determinación y leal­
tad, más que del efecto disuasivo de un elaborado códi­
go legal.
El papel crucial que juegan las leyes enfrenta a Rous­
seau con una dificultad. Puesto que la ley tiene una
función solemne, casi sagrada, por ser el factor respon­
sable de conformar la vida interna de la nación, «serían
necesarios los dioses para dar leyes a los hombres». La
instauración de leyes fundamentales determinará, sin
duda, toda la historia de la comunidad. Por tanto, ¿cómo
deben ser introducidas? No se trata de dudar de la bon­
dad esencial del hombre, sino de enseñar a aquellos que
quizá sean incapaces de encontrarla por su propio es­
fuerzo. «La voluntad general siempre es justa, pero el
juicio que la rige no siempre es acertado» (CS, II, 6).
A menudo, la gente necesita un guía que le capacite
para combinar el entendimiento y la voluntad en una
forma que contribuya a su propio bienestar y al de la
comunidad en su conjunto. Sin duda, esto explica la
preocupación de Rousseau acerca del legislador, el ser
superior que crea las principales leyes del Estado y es,
por tanto, al fundador del propio Estado. El verdadero
legislador es Moisés, el fundador de la nación judía, o
Numa, el fundador de la República romana, o Licurgo,
el fundador de la constitución espartana; estos hombres
tienen la responsabilidad «de cambiar, en cierto modo,
la naturaleza humana» y de convertir a los individuos
aislados en seres morales y sociales. El legislador es el
principal responsable de llevar a cabo la transformación
radical y la «desnaturalización» que presupone la parti­
cipación del hombre en la sociedad civil.
La figura del legislador representa un ejemplo signifi­
cativo de la actitud algo ambigua de Rousseau respecto
al problema de la autoridad. Aunque sus principios po­
líticos son claramente democráticos en sus implicaciones,
en la medida en que se basan en la noción del consenti­
miento y la soberanía popular, tiende a dudar de la ca­
pacidad del hombre para ponerlos en práctica sin la
ayuda de algún ser superior. La misma idea se manifies­
ta en la relación entre Émile y el tutor: Émile debe
acatar la naturaleza, y, sin embargo, necesita un guía
que le muestre el camino. El legislador también tiene
una función educativa, ya que está tratando con perso­
nas que, en términos políticos, son poco más que niños.
Por otro lado, jamás se le confiere una autoridad oficial:
debe persuadir, no ejercer un poder coercitivo; su poder
real reside siempre en «su grandeza de alma» y en el
ejercicio de su «razón sublime». Su función consiste en
desarrollar las capacidades latentes en la comunidad, pero
que todavía no se han manifestado; el legislador con­
tribuye a que la gente vea con mayor claridad su propio
carácter, pero no puede exonerarla de la responsabili­
dad de decidir su propio futuro.
Estos principios — el contrato social, la voluntad ge­
neral, la soberanía y la ley— representan la base de to­
das las constituciones válidas, sea cual sea su forma
concreta. Fue una importante innovación por parte de
Rousseau la exclusión deliberada de la cuestión del go­
bierno de estos conceptos generales. A diferencia de al­
gunos de sus predecesores, Rousseau se negó a admitir
cualquier forma de relación contractual entre el sobera­
no y el Gobierno. Pufendorf, por ejemplo, había mante­
nido que existían dos contratos: el contrato que estable­
ce la sociedad civil, y «el contrato o pacto de sumisión»,
por medio del cual los ciudadanos entregan parte al Go­
bierno o al gobernante. Rousseau rechazó rotundamente
esta idea. A su entender, sólo podía existir un contrato:
aquel por el que todos los ciudadanos, por su libre al­
bedrío, establecen la sociedad civil. Los ciudadanos nun­
ca ceden su poder legislativo. Los miembros del Gobierno
o gobernantes no son más que los «funcionarios» o «co­
misionados» encargados por el pueblo de cumplir de­
terminadas tareas y fundones; son siempre responsables
de sus acciones y pueden ser destituidos de su puesto
siempre que el pueblo lo considere oportuno. Por tanto,
el Gobierno tiene un papel muy subordinado, ya que su
función principal consiste en ejecutar las órdenes de la
voluntad general; sin capacidad para promover leyes,
no existe más que como el instrumento ejecutivo de la
voluntad soberana. En palabras de Rousseau, el Gobier­
no no es más que la fuerza o el componente físico del
Estado, mientras el soberano es su corazón y voluntad.
El cuerpo ejecutivo depende, en último instancia, de la
voluntad general y de la soberanía, de la que es sólo
una «emanación»; no tiene existenda por sí mismo,
sino sólo «una vida prestada o subordinada» (CS,
III, 1). Al igual que el cuerpo humano no puede fun-
donar sin el alma, también el Gobierno tiene que estar
sostenido por la fuerza moral de la voluntad general.
Aunque Rousseau se opone claramente a cualquier
concepción de una total «separación de poderes» en el
sentido de Montesquieu (ya que no existe más que un
poder supremo, el soberano, que es absoluto, indivisi­
ble e inalienable), insiste en que el Gobierno debe te­
ner su propia función distintiva. Tal vez, a primera
vista podría parecer que el soberano y el Gobierno de­
bían estar unidos, ya que entonces el «cuerpo» ejecutaría
directamente los deseos del «alma»; pero esto no es pru­
dente ni viable en la práctica. Si el soberano asumiera
la función ejecutiva, además de la legislativa, y, por ello,
estuviera comprometido en la ejecución de sus propias
leyes, correría el grave peligro de olvidar su atención al
bien común. Es importante que el soberano no quede
absorbido por actividades concretas, sino que sea capaz
de inspeccionar el Gobierno, vigilarlo con cierto distan-
ciamiento, y observar la forma en que se llevan a la
práctica las leyes generales; cualquier implicación en ac­
tos particulares debilitaría probablemente la eficacia de
su voluntad legislativa.
Las relaciones de la soberanía con el Gobierno están
estrechamente relacionadas con las distintas funciones
ejercidas por los miembros de la sociedad política. El
«pueblo», en su conjunto, siempre puede ser considera*
do desde dos perspectivas distintas: en cuanto sobera­
no, tiene un papel claramente definido en la preparación
de las leyes; sin embargo, en cuanto «Estado», también
es «súbdito» que obedece simplemente las leyes, de las
que es responsable en cuanto soberano. El Gobierno sir­
ve de intermediario entre estas dos funciones. En la ter*
minología de Rousseau, el gobierno existe «entre la to­
talidad y la totalidad», es decir, el pueblo considerado
en su conjunto, pero desde dos perspectivas distintas:
en cuanto soberano y en cuanto súbdito. El Gobierno
facilita la comunicación entre las dos funciones al trans­
mitir las órdenes del pueblo como «soberano», al pueblo
como «súbdito».
Con la discusión sobre el Gobierno, Rousseau abando­
na el terreno de los principios absolutos para adentrarse
en la consideración de los factores relativos que juegan
un papel importante en la vida política. Si bien no adop­
ta una perspectiva puramente empírica, hace un profuñ-
do esfuerzo para elaborar una «ciencia del gobierno»:
sobre las bases de la proporción matemática, trata de
determinar la relación cambiante entre la «soberanía»,
el «Gobierno» y los «súbditos»; un verdadero Estado
implica una serie variable de controles y balanzas ajus­
tada a los cambios en la fortaleza de los tres elementos
constituyentes. El tamaño del Gobierno, por ejemplo, de­
penderá de la extensión del territorio y del número de
ciudadanos. No es necesario seguir a Rousseau en estas
complicadas y, hasta cierto punto, poco satisfactorias
páginas del Contrat social, pero su argumentación deja
bien sentado que es plenamente consciente de los aspec­
tos relativistas de la teoría política. Al tratar la función
del legislador, ya insistía en la necesidad de tener en
cuenta las características específicas de la nación que ha­
bía que fundar. La estructura política de cualquier co­
munidad depende de muchos factores: la extensión del
territorio y la población, la fertilidad del terreno y las
tradiciones y costumbres específicas.
Estas consideraciones adquieren especial relevancia en
cualquier debate sobre la naturaleza del «gobierno». En
general, Rousseau utiliza el término de «democracia» en
el sentido antiguo, para referirse a un gobierno por el
pueblo que actúa como un organismo y que ejerce tanto
las funciones legislativas como las ejecutivas; esta for­
ma de democracia es netamente distinta de la idea mo­
derna del gobierno representativo. En general, Rousseau
cree que esta forma de gobierno es impracticable, ade­
cuada únicamente a un Estado muy pequeño y a un pue­
blo de «dioses» o de seres capaces de un control sobre­
humano sobre sus pasiones y sentimientos. Considera
que la aristocracia es la forma más prudente de gobier­
no, ya que su moderación sustancial la hace idónea para
Estados de tamaño y poder no muy grande. Respecto a
la monarquía, Rousseau dice cosas más duras, puesto
que cree que «los reyes quieren ser absolutos» (CS,
III. 6): siempre aspiran a ejercer su propio poder a ex­
pensas de sus súbditos. Incluso en este caso, a pesar de
todas sus limitaciones, la monarquía parece ser la única
forma de gobierno adecuada para los grandes Estados.
Sin embargo, en opinión de Rousseau, poco se puede
hacer para ayudar a tales Estados, ya que los considera
en vías de perdición.
Aunque Rousseau cree que es posible encontrar una
fórmula sobre la clase de gobierno más adecuada para
cada Estado, no cree que exista un modelo único que
pueda ser reproducido por todos, lina forma de go­
bierno determinada es más adecuada para una nación con­
creta, y por esta razón sería inaplicable a las demás
(CS, III. VIII). El respeto de los principios generales
también debe de tener en consideración las exigencias
de situaciones específicas. En su intento de elaborar una
constitución para Polonia, tiene buen cuidado en insis­
tir en la importancia de respetar «el genio, carácter y
afinidades específicas de la nación» (III. 960). Nada se­
ría más desastroso que seguir el ejemplo de una época
que ha permitido la sustitución de la individualidad ge-
nuina por la uniformidad anónima; en lugar de existir
distintas naciones en el mundo moderno, encontramos
únicamente europeos sin rasgos distintivos, con los mis­
mos sentimientos y costumbres invariables. Por otro lado,
sus propios principios le permiten admitir que «los fun­
damentos del Estado son los mismos para todos los go­
biernos» y reconocer al mismo tiempo que cada forma
de gobierno «tiene su propia razón de ser que la hace
preferible a cualquier otra, según los hombres, las épo­
cas y los lugares» (III. 811).
Más original que el análisis de Rousseau sobre los me­
canismos de gobierno es su planteamiento sobre las ac­
titudes políticas y su relación con la sociedad en su con­
junto. Reconoce abiertamente la influencia poderosa que
ejercen la pasión y los sentimientos sobre la lealtad po­
lítica, y esto explica hasta cierto punto la corriente de
pesimismo que se manifiesta en su pensamiento político;
Rousseau sabe que el interés egoísta siempre está dis­
puesto a militar contra cualquier forma de idealismo.
«La ley del más fuerte», aunque incompatible con el
«derecho», es un elemento ineludible de la vida huma­
na, especialmente en la sociedad, y, como hemos visto,
Rousseau cree que los poderosos utilizarán siempre las
leyes para proteger sus propios beneficios a expensas de
los débiles. El idealista político se enfrenta así con un
grave problema: ¿Cómo se puede persuadir a los hom­
bres para que sitúen a la ley por encima de sí mismos?
El problema es tan difícil como la cuestión matemática
de la «cuadratura del círculo», y por lo que, en sus mo­
mentos más pesimistas, Rousseau no encuentra ninguna
alternativa entre «la democracia más austera» y «el hob-
bismo más absoluto», de las que la primera representa
un ideal inalcanzable y el segundo un absolutismo des­
nudo 3. El principio del poder siempre tenderá a usur­
par la influencia del derecho. El interés, el principio vital
de cada persona particular, aunque capaz de expresión
moral y espiritual, tiende con demasiada frecuencia a
convertirse en «interés egoísta» en un sentido materia­
lista o psicológico degradado.
Si Rousseau utiliza con frecuencia las analogías mate­
máticas y mecanicistas para describir su ciencia del go­
bierno, todavía hace mayor uso de las imágenes bioló­
gicas para describir la vida y muerte del Estado. Es
imposible — afirma— legislar para la eternidad, ya que
incluso las mejores constituciones están condenadas a
perecer, y en última instancia el principio de decadencia
y corrupción destruye a todos los Estados. El cuerpo po­
lítico, declara Rousseau, comienza a perecer desde el mis­
mo momento de su gestación, y encierra el germen de su
propia destrucción. Los hombres sólo pueden posponer
este proceso. De todas formas, la situación no es deses­
perada. Aunque los Estados, al igual que los seres huma­
nos, tienen distintos grados de fortaleza, existe una no­
table diferencia entre la constitución humana y el cuerpo
político; mientras el primero es un producto de la Natu­
raleza, el segundo es un producto del arte. Aunque el
hombre no puede prolongar su propia vida, sí puede pro­
longar la del Estado por un pensamiento cuidadoso, y
en especial desarrollando una firme actitud política que
mantenga bajo control las fuerzas destructoras.
La profunda convicción de Rousseau de que los gru­
pos de poder pretenden constantemente obtener su pro­
pia satisfacción a expensas de la comunidad, explica mu­
chos aspectos concretos del Contrat social. Consciente de
que cualquier miembro del gobierno será siempre un in­
dividuo con una voluntad particular, a la vez que un
funcionario con una voluntad corporativa, Rousseau des­
taca la tendencia de los dirigentes y funcionarios a per­
mitir que sus deseos personales dominen su sentido de
la responsabilidad cívica. Trata de contrarrestar este pe­
ligro manteniendo y fortaleciendo la unidad de la so­
ciedad política. Su preocupación por la unidad es uno
de los rasgos más característicos de su concepción polí­
tica, y tiene consecuencias de gran alcance sobre su con­
cepción de la comunidad ideal. Rousseau aspira a que
el ciudadano dependa del Estado, de forma que no sólo
quede libre de la dependencia de otros hombres, sino
que también se le impida asociarse con éstos con un
propósito anti social.
Aunque Rousseau admite que ningún Estado puede
servir de modelo para todos los demás, sí cree que cier­
tas formas de sociedad son en gran medida preferibles a
otras. En este sentido pone sus miras en el pasado más
que en el futuro. Su crítica de las grandes ciudades pone
en evidencia que habría contemplado con horror el sur­
gimiento de los Estados industriales modernos con sus
grandes poblaciones urbanas. Prefería la antigua ciudad-
estado griega y la primitiva república romana. Esparta,
por ejemplo, es constantemente alabada como el epítome
de una comunidad compacta basada en un potente sen­
tido cívico. Más próximo a su época, considera que los
suizos han mantenido muchas de las características dig­
nas de alabanza de las antiguas instituciones, a pesar de
la creciente corrupción del mundo moderno. Aunque el
Contrat social no tomaba como modelo a Ginebra, Rous­
seau estaba probablemente justificado al mantener que
«estaba escrito para Ginebra y para pequeños Estados
como éste» (I. 935), porque sus ideas sólo podían tener
la esperanza de encontrar expresión real en ellos. Aun­
que tal vez no tuviera una visión muy acertada de la
Ginebra real, sino que tendía a idealizarla en su ima­
ginación, probablemente su república nativa ejerció cierta
influencia sobre la formulación de sus ideas políticas y
favoreció su predilección por las comunidades pequeñas
y estrechamente relacionadas.
Rousseau no admiraba estos Estados únicamente por
su carácter compacto y por su unidad, sino también por
la forma en que eran capaces de expresar los aspectos
genuinamente humanos de la vida cívica. A veces, el con­
tenido marcadamente abstracto del Contrat social hace
que los principios polítcos de Rousseau parezcan un tan­
to distanciados de la realidad cotidiana, pero sus pro­
yectos de constitución para Córcega y Polonia muestran
una curiosa fusión de idealismo y realismo. Aunque
Rousseau jamás visitó Polonia, estudió con detenimiento
los documentos y el material que le entregaba el conde
Wielhorski, así como los proyectos de reformas propues­
tos anteriormente por Mably. Al mismo tiempo, la Po­
lonia que se conformó en su mente se convirtió en un
país que manifestaba muchas de sus ideas políticas favo­
ritas. Puesto que Polonia era un Estado de amplias di­
mensiones, Rousseau trató de adecuarlo a sus princi­
pios, confiriéndole una forma federal, para que dejara
de ser una entidad incómoda y se convirtiera en una fe­
deración de pequeñas unidades agrupadas por un pro­
pósito común. La Córcega del Proyecto es una evocación
aún más personal; aunque Rousseau trató de nuevo de
hacer un esfuerzo para basar sus sugerencias en la in­
formación que le suministraron los dirigentes de Cór­
cega, claramente incorporó al proyecto de constitución
muchos de sus propios sueños y aspiraciones.
En estas dos obras reconoce que la lealtad política no
puede sustentarse únicamente en la aceptación de unos
principios puramente abstractos, por muy válidos que
sean en sí mismos, sino que debe fundamentarse en los
corazones de los ciudadanos. La forma más eficaz de ex­
presar estos sentimientos es infundir el sentimiento de
solidaridad nacional de los ciudadanos con el fervor y en­
tusiasmo del patriotismo auténtico. Este es un tema que
reaparece constantemente a lo largo de los escritos de
Rousseau, ya que en el primer Discours deplora la forma
en que el hombre moderno «sonríe desdeñosamente ante
esas viejas palabras: "religión” y "patriotismo” ». Uno de
sus primeros escritos políticos, el artículo de la Enciclo­
pedia sobre «Economía Política», también sitúa al pa­
triotismo en un lugar prominente al afirmar que:
los más grandes prodigios de la virtud se han producido por el
amor a la patria: ese sentimiento dulce y vivo que aúna la fuerza
del orgullo con todo el esplendor de la virtud, que'goza de (al
energía que, sin desfigurarse, se convierte en la más heroica de
todas las pasiones. El patriotismo es lo que genera tantas acciones
inmortales, cuyo esplendor deslumbra nuestros débiles ojos, y el
que ha dado lugar a tantos grandes hombres, cuyas virtudes son
consideradas como simples fábulas desde que el amor a la patria
se ha convertido en irrisorio (III. 255).

La concepción del patriotismo de Rousseau difiere cla­


ramente del nacionalismo moderno, puesto que toma la
forma de «intoxicación patriótica» y «celo heroico»;
incluye una profunda inspiración moral y un lazo indi­
soluble con la virtud y la libertad. El sentimiento nacio­
nal no es válido en sí mismo, sino únicamente por su
contenido humano y cívico. Simultáneamente, Rousseau
admite que los sentimientos del hombre no pueden am­
pliarse fácilmente hasta abarcar a toda la raza humana;
el amor a la Humanidad en cuanto tal, aunque es un
ideal noble, no puede suministrar una base adecuada para
la lealtad civil, ya que «los sentimientos hacia la Huma­
nidad se evaporan y debilitan en la medida en que se
extienden a toda la Tierra» (III. 254). Los hombres ja­
más serían tan sensibles a las desgracias de los pueblos
remotos como lo son respecto de las desgracias de sus
conciudadanos. Unicamente el patriotismo puede sumi­
nistrar el sentimiento poderoso e intenso que constituye
una base sólida para la vida nacional.
Sin embargo, puesto que el patriotismo es una acti­
tud compleja, el gobernante prudente tendrá buen cui­
dado al estimular sus elementos psicológicos. En el Con-
trat social y en otras obras, Rousseau insiste en que el
pueblo es más fácilmente sometido por la opinión que
por la razón. Por ejemplo, el legislador deberá prestar
especial atención «a los hábitos, costumbres y especial­
mente a la opinión», puesto que sin ellos no es posible
triunfar en el terreno político» (III. 394). «Cualquier
persona que se proponga fundar una nación — declara
Rousseau— debe saber cómo controlar las opiniones, y
por medio de ellas gobernar las pasiones de los hom­
bres» (III. 965-6). La opinión es la ley no escrita que,
al «estar grabada en los corazones de los ciudadanos»,
es mucho más importante que la vigencia de los códigos
legales. A largo plazo la costumbre es más poderosa que
la autoridad en la determinación de las actitudes polí­
ticas y sociales, puesto que la gente obedece con mayor
prontitud sus propios impulsos que las órdenes ajenas.
Sin embargo, los puros sentimientos, aun siendo so­
cialmente beneficiosos, no pueden servir como la base
única de la vida nacional; necesitan ser reforzados por
un elemento más poderoso y estable. El verdadero pa­
triotismo no es una simple emoción, sino que incluye
«la fortaleza del alma»: una firme actitud moral capaz
de superar todas las crisis. Probablemente, la causa de
la tardía introducción del tema de la «religión civil» en
una obra que a primera vista parecía limitada a la sim­
ple consideración laica de la teoría política se debe a la
preocupación primordial de Rousseau por la necesidad
de la fortaleza moral. Tal vez Rousseau fue consciente
de que el simple asentimiento racional a los principios
fundamentales y la más tenue aceptación psicológica del
patriotismo y de otros sentimientos similares no tenía su­
ficiente eficacia para asegurar la lealtad de todo corazón
de los ciudadanos. Rousseau introduce la noción de la
religión civil como un intento radical, incluso desespe­
rado, de conferir al Estado ratificación fundamental, sus­
ceptible de situar a la ley por encima de los hombres.
Aunque probablemente Rousseau no pensaba en un pri­
mer momento incluirla en el Contrat social, tampoco era
una innovación, puesto que ya había planteado la cues­
tión de una «profesión civil de fe» en la carta a Voltaire
sobre la Providencia escrita en 1756. Como hemos visto,
Rousseau creía que el amor a la Humanidad era una
emoción demasiado vaga y tenue como para ser plena­
mente compatible con la entrega total de los ciudadanos
a su país, mientras las creencias religiosas tradicionales,
al sustentarse en la idea de una «revelación» especial,
engendraba la intolerancia, el fanatismo y la discordia in­
terna. La religión civil era, por tanto, una intento de
adaptar los principios fundamentales de la religión natu­
ral a la vida civil. Sus creencias, «pocas y simples», de­
clara Rousseau, debían ser «enunciadas con precisión, sin
explicación o comentario alguno»: «la existencia de una
divinidad poderosa, inteligente, benefactora, previsora y
providente; la vida futura, la felicidad de los justos, el
castigo de los perversos, la santidad del contrato social
y de las leyes» (III. 468). Debía haber un dogma nega­
tivo: la exclusión de toda intolerancia. Estas doctrinas
no son, en términos estrictos, dogmas religiosos, sino
sentiments sociabilité (sentimientos de sociabilidad) sin
los que es imposible ser «tanto un buen ciudadano como
un súbdito fiel». Muchos pensadores posteriores se han
visto suspendidos por la extraña condición que Rousseau
atribuye a esta religión civil. Aunque nadie puede ser
obligado a aceptarla, aquél que la rechace será expulsado
del Estado, no por ser «impío», sino por ser «anti social»
(insociable), es decir, incapaz de anteponer la llamada
del deber a sus deseos egoístas. Sin pretender, en abso­
luto, justificar la actitud de Rousseau, señalaremos que,
en su opinión, los principios de la religión civil eran tan
sólidos y evidentes que ningún ser racional debía re­
chazarlos; y aquel que lo hiciera era un loco o un delin­
cuente y, por lo tanto, incapacitado para ser miembro de
la sociedad. Además, incluso un pensador liberal como
Locke no dudó en excluir a los ateos de su Estado.
Aunque las ideas de Rousseau eran claramente incom­
patibles con las concepciones más auténticamente progre­
sivas de los philosophes sobre la tolerancia religiosa, no
resultaban excepcionales en su época.
No parece haber razón suficiente para suponer que
las ¡deas políticas de Rousseau fueran de alguna manera
incoherentes con los principios desarrollados en sus otros
escritos didácticos. De todas formas, tal vez sea útil ex­
poner brevemente su relación con las concepciones de
pensadores anteriores, seguidores de la tradición liberal
o de la escuela del derecho natural. Es especialmente im­
portante la relación existente entre su concepción de la
libertad y la visión de sus predecesores. A pesar de la
severa crítica a que ha sido sometida la concepción de
Rousseau sobre la libertad —y en su manifestación más
extremada, esta critica la convierte en un precursor del
totalitarismo, más que del liberalismo— no parece que
exista ninguna justificación para dudar de su sinceridad
al considerarse a sí mismo como un defensor de la liber­
tad, estuviera o no confundido sobre las implicaciones
prácticas de sus ideas.
A pesar de las diferencias significativas en su enfoque
de esta cuestión, Rousseau y Locke coinciden en desta­
car la importancia de la libertad. Ambos creen que la
sociedad política surge por un acto voluntario de sus
participantes, y que el contrato establecido libremente
por mutuo acuerdo es su único fundamento legítimo. La
sociedad no es únicamente consecuencia de un estado
anterior, ni puede ser creada por la fuerza; se origina
en una decisión deliberada. Por esta razón, tanto Locke
como Rousseau insisten en la idea tradicional de un con­
trato social establecido entre iguales y no entre gober­
nantes y súbditos. El concepto de sociedad política es
inseparable del hecho de que los hombres son, en frase
de Locke, «libres por naturaleza».
Este profundo acuerdo sobre un aspecto fundamental
de la teoría política no excluye la existencia de una di­
vergencia significativa en sus planteamientos, cuando se
adentran en el análisis del «estado de naturaleza». Al
igual que los pensadores de la Escuela del Derecho Na­
tural, Locke cree que en el estado de la naturaleza los
hombres no sólo son «libres e iguales», sino que tam­
bién están familiarizados con determinados derechos,
como los de «la vida, la salud, la libertad y la posesión»,
y con la obligación moral de que «nadie debe dañar a
otra persona» en el ejercicio de estos derechos; la tran­
sición del estado de naturaleza a la sociedad no supone
una alteración radical en el ser humano, ya que «las leyes
de la naturaleza» rigen en ambas situaciones. Es cierto
que en el estado de naturaleza el hombre tiene que con­
fiar sobre todo en su propia fuerza, pero incluso enton­
ces es potencialmente un ser racional y social consciente
de los límites de su fuerza y de su necesidad de otras
personas; el principal inconveniente de la condición pri­
mitiva se encuentra en que los derechos naturales no es­
tán firmemente salvaguardados, y no existe un juez co­
mún para solventar las disputas. Por lo tanto, los hombres
entran en la sociedad para colocar sus derechos naturales
bajo la protección de la comunidad en su conjunto. Esto
quiere decir que la función del Estado sigue siendo pre­
dominantemente protectora, y está cuidadosamente limi­
tada a la protección de los derechos relativos a la con­
ducta social del hombre. La libertad en Locke es esen­
cialmente «la libertad de las coacciones externas» y pre­
supone una sociedad que trate a todos sus miembros
como iguales y respete la inviolabilidad de sus derechos
privados.
Como hemos visto, para Rousseau la función de la
sociedad política es mucho más creativa, ya que el hom­
bre sólo llega a ser verdaderamente racional y moral a
través de su participación en la sociedad. El hombre,
lejos de ser una criatura racional y social en el estado
de naturaleza, es esencialmente un ser de instintos,
sin sentido moral o sentimiento social; únicamente cuan­
do entra a participar en la sociedad adquiere una con­
cepción moral y el conocimiento de lo que es justo e in­
justo. «El derecho natural» en el estado de naturaleza
consiste, sobre todo, en los instintos y en la fuerza. De
esta forma, Rousseau coincide con Hobbes y Spinoza en
su visión de la naturaleza del hombre primitivo como
esencialmente irracional, y similar a la de los animales;
critica constantemente a los pensadores que atribuyen a
la naturaleza del hombre primitivo características que
proceden de su inserción en la comunidad social. Mien­
tras en el estado de naturaleza el hombre no cambia ni
progresa, su carácter se transforma radicalmente tan
pronto como se adentra en un estado de desarrollo nuevo
y superior. «El hombre aislado siempre es el mismo;
sólo progresa en la sociedad»; únicamente la «frecuen­
cia mutua» hace posible el desarrollo de «las facultades
más sublimes» (III. 533. 477). Por tanto, a diferencia
de muchos de sus predecesores-, Rousseau considera al
ser humano en términos dinámicos y no estáticos; en el
transcurso de su desarrollo, el individuo adquiere capa­
cidades que antes no poseía, o que al menos sólo eran
potenciales en su condición primitiva.
Aunque Rousseau coincide con Hobbes en su concep­
ción de la naturaleza irracional del hombre primitivo, no
por ello repudia menos enérgicamente su visión del esta­
do de naturaleza como un estado de terror permanente y
de peligro de muerte violenta», en el que cada hombre,
al pretender ser el «primero», está expuesto al compor­
tamiento agresivo de sus congéneres. Como hemos visto,
en lugar de considerar la vida del hombre como «solitaria,
empobrecida, perversa, embrutecida y breve», Rousseau
cree que su condición primitiva era feliz y pacífica; el
hombre la abandonó finalmente, no por su propia volun­
tad, sino debido a la presión de circunstancias externas.
Por el contrario, Hobbes considera el surgimiento de la
sociedad como el intento racional por parte del hombre de
encontrar «la paz, seguridad y felicidad» que no puede
obtener en su estado natural. La moral y el derecho sur­
gen así con la instauración de la sociedad civil; pero
Hobbes, a diferencia de Rousseau, no cree que la natu­
raleza profunda del hombre sea capaz de algún cambio
significativo: en su interior sigue siendo tan agresivo y
egoísta como antes. Sin embargo, a partir de este mo­
mento el hombre se ve obligado a acatar la ley que se
identifica con «las órdenes de quien detenta el poder».
No importa que el hombre sea bueno o malo en sí mis-
mo siempre que su comportamiento se adecúe a los prin­
cipios de justicia e injusticia que encierran las leyes.
A la vez que destaca, como Hobbes, el concepto de
soberanía como la fuente última e indivisible de poder,
Rousseau se niega a extraer la conclusión absolutista de
Hobbes. Mientras de la concepción pesimista del filósofo
inglés sobre la naturaleza humana se deduce que el esta­
blecimiento de la sociedad civil va acompañado por la
cesión de los derechos de los ciudadanos a un gobernan­
te supremo, Rousseau se aferra a una concepción fuerte­
mente democrática de la soberanía como el derecho indi­
visible e inalienable del pueblo; en virtud de la equidad
de la voluntad general, la autoridad política última puede
ser depositada sin peligro alguno en las manos del pue­
blo. En efecto, sería una locura, en opinión de Rousseau,
entregar la soberanía a cualquier otro. Además, la jus­
ticia no es un principio puramente externo impuesto al
pueblo por una autoridad ajena, sino la manifestación
auténtica de su propia autonomía moral. En este sentido,
Rousseau está más próximo de Spinoza que Hobbes, ya
que, aunque Spinoza creía que el derecho era sinónimo
de poder, también insistía en que la sociedad podía con­
tribuir a hacer del hombre un ser racional capaz de ejer­
cer una verdadera libertad humana.
¿Debemos suponer, entonces, que Rousseau rechaza
«el derecho natural» como un principio político? Cierta­
mente, Rousseau critica las concepciones tradicionales del
derecho natural, en especial la que le considera existente
en el mismo estado de naturaleza. Según Rousseau, el
hombre sólo alcanza la plena realización de su ser a tra­
vés de una larga evolución. El mismo «derecho natural»
debe transformarse gradualmente y adaptarse a cada eta­
pa del desarrollo humano; no es un principio inmutable
y estático que actúe siempre de la misma forma. Es im­
portante distinguir entre lo que Rousseau llama «derecho
natural en sentido estricto» (el derecho primitivo del
estado de naturaleza) y «derecho natural razonado», pro-'
pió del estado social. Mientras el primero es un vago sen­
timiento o un instinto espontáneo sin el menor significa-
do moral, el segundo implica «la naturaleza, el hábito, la
razón y nuestra voluntad de comportarnos con otros
hombres como desearíamos que éstos se comportaran
con nosotros». La simple sensibilidad da paso a la razón
y a la voluntad. Sin embargo, en cada caso se trata de
mantenerse fieles a las cualidades intrínsecas del ser hu­
mano. £1 amour de soi y la libertad se manifiestan en
cada etapa de la existencia, pero pasan de su carácter
«natural» e «independiente» en el nivel primitivo a asu­
mir una forma moral y racional en la sociedad. Por
tanto, la teoría política de Rousseau, al igual que sus
restantes concepciones, está relacionada con su concep­
ción general del hombre en cuanto ser libre e inteligen­
te, cuyas necesidades son distintas de las de una cria­
tura sometida a los instintos y a los apetitos. La liber­
tad civil y moral no es lo mismo que la libertad natural,
aunque todas las formas de libertad se fundamenten en
la existencia humana. £1 derecho político difiere del de­
recho primitivo, porque es consecuencia de un acto de
la voluntad, y en este sentido es algo creado delibera­
damente por la acción humana; sin embargo, su propó­
sito no es violar la verdadera naturaleza del hombre, ya
que su función-principal es ayudarle a desarrollarse en
todos los aspectos esenciales de su ser. Ni siquiera el
derecho político puede menoscabar los sentimientos hu­
manos básicos. Por esta razón, Rousseau se opone tan
firmemente al despotismo que niega el atributo más
fundamental del hombre: su libertad.
Un rasgo distintivo de la concepción de Rousseau de
las ideas políticas es la estrecha relación que establece
entre la libertad y la ley, al depender ambos conceptos
de una determinada concepción de la naturaleza humana
y de su lugar en el mundo. Aunque los hombres son li­
bres para crear su propio destino, su libertad jamás pue­
de conducir a un comportamiento arbitrario. Solamente
cuando el individuo se convierte en miembro de una
sociedad organizada, puede introducir orden en su vida
y alcanzar la virtud y la libertad moral que le hacen
dueño de sí mismo. Sin duda, la sociedad política tiene
que ser analizada en última instancia dentro del contexto
más amplio del «orden de la naturaleza», que se mani­
fiesta a la vez como el sistema universal que comprende
las distintas posibilidades de ser, y como los principios
que «están grabados en el corazón humano con caracte­
res indelebles»; las instituciones políticas se encuentran
a medio camino entre las condiciones primitivas del esta­
do de naturaleza y el orden eterno del universo. Sin
embargo, difieren de ambos en la medida en que «la
naturaleza» que expresan no es simplemente una reali­
dad dada, sino una nueva naturaleza creada por un acto
deliberado de la voluntad. Mientras el estado de natura­
leza dista mucho de la auténtica naturaleza humana, y
el sistema universal divino se encuentra muy por encima
de la misma para verse afectado por la actividad del
hombre, la sociedad civil es un logro específicamente
humano, que encierra todas las posibilidades auténticas
de un ser libre. Indudablemente, la actividad política,
como cualquier otra manifestación de la experiencia hu­
mana, no puede olvidarse de los principios expresados
a través del orden de la naturaleza y de la propia natu­
raleza humana; pero la persistencia del cuerpo político
sigue dependiendo de la voluntad humana. Esta es la
razón por la que cualquier negativa a apoyar a la socie­
dad civil por medio del libre asentimiento hará retroce­
der necesariamente al hombre a la condición indiscipli­
nada e irracional del estado de naturaleza.
8. Ideas estéticas

Aunque Rousseau no llegó a elaborar una exposición


sistemática de sus ideas estéticas, sí reconocía la impor­
tancia del arte literario y del buen gusto, puesto que
creía que la experiencia de la belleza jugaba un papel
decisivo en la vida del individuo maduro. Sin embargo,
estaba convencido de que los principios estéticos, como
los de la filosofía, la educación o la teoría política, no
podían ser analizados independientemente del resto de
la personalidad. Esto ya es evidente a partir de sus ob­
servaciones acerca de la influencia corruptora de la so­
ciedad sobre todos los valores humanos. En su opinión,
también el arte ha sido afectado irremisiblemente por
esta degradación general. Ya hemos visto cómo Rousseau
considera el teatro como un ejemplo típico de la deca­
dencia moderna. Sus defectos superan en mucho las
limitaciones del genio de cualquier escritor específico;
en cuanto producto de una civilización artificial y co­
rrupta, está viciado desde sus orígenes. Las peculiarida­
des de las obras de teatro modernas, así como el carácter
y apariencia de los actores y de sus audiencias, reflejan
los falsos valores del medio que les ha dado ser. Rous­
seau insiste en que el teatro refleja siempre las emo­
ciones y los vicios de las personas a quienes va dirigido;
es el criado, jamás el árbitro, de la opinión pública. Si
ni siquiera genios como Racine y Moliére han sido capa­
ces de sustraerse a lo influencia perniciosa de su entorno
(haciendo que, como en Bérénice, un emperador dude en
sacrificar su amor al deber, o, como en Le Misanthrope,
un hombre virtuoso se convierta en el blanco del escar­
nio), ¿cómo se puede esperar que el teatro corriente
ofrezca enseñanzas válidas a hombres que necesitan me­
jorar moralmente?
En opinión de Rousseau, la rehabilitación del arte es
inseparable de la rehabilitación de la naturaleza humana.
Dado que Rousseau cree que la verdadera educación im­
plica el desarrollo progresivo de las facultades innatas
del hombre, la naturaleza, en cuanto posee una amplia
variedad de facetas e incluye una jerarquía de valores,
constituye una unidad armoniosa que debería reflejarse
en la vida del individuo en desarrollo. La satisfacción
máxima del individuo maduro se encuentra en la con­
templación del orden universal, del que se siente parte
esencial. El ser maduro, tan pronto como toma concien­
cia del verdadero origen de su ser, se dará cuenta de que
todas sus actividades parten de los mismos valores fun­
damentales y sirven el mismo propósito moral; lo único
que varía es la forma en que se manifiestan, atendiendo
al momento y las circunstancias. Puesto que toda acti­
vidad humana, incluyendo la experiencia del arte, parte
en última instancia de la misma facultad creativa, la be­
lleza y la bondad no difieren más que en su manifesta­
ción externa. Sin duda, la estrecha relación que existe
entre ambas será todavía más patente en la vida futura,
ya que una de las recompensas del hombre bueno con­
sistirá en contemplar «la belleza del orden». Rousseau
señala reiteradamente la estrecha relación que existe en­
tre las cualidades estéticas y morales y su dependencia
de la idea del orden. Al acercarse Émile a la madurez, se
dará cuenta de que los «verdaderos principios de la jus­
ticia, los verdaderos modelos de la belleza, la totaliJad
de las relaciones morales de los seres, todas las ideas
del orden están grabadas en su entendimiento» (IV. 548).
El origen común de todas estas actividades es «la natu­
raleza bien ordenada» y su contrapartida humana es el
amour de soi, que, como dice Rousseau, «siempre es
bueno y está en conformidad con el orden» (IV. 491).
Esto explica por qué nuestra reacción ante la virtud, y
nuestra admiración por las verdaderas acciones heroicas
parece similar en muchos casos a la sensación que senti­
mos cuando experimentamos la belleza, ya que «un alma
verdaderamente conmovida por los encantos de la virtud
debe ser igualmente sensible a todas las otras formas de
belleza» (II. 59).
No se puede explicar esta interdependencia de los va­
lores estéticos y morales únicamente por medio de pa­
labras abstractas o conceptos intelectuales; la afinidad del
arte y la moral se debe buscar a un nivel más profundo
de la experiencia personal: en los «verdaderos sen­
timientos del alma» y en el «progreso ordenado de nues­
tros sentimientos primitivos» (IV. 523). En ellos encon­
traremos el «entusiasmo» que es parte esencial tanto del
arte como de la moral. En opinión de Rousseau, el en­
tusiasmo por la virtud no puede diferenciarse del amor
por la belleza. En cada caso rebasamos los confines de
nuestros intereses egoístas para experimentar sentimien­
tos de carácter expansivo. Este movimiento expansivo
es señal de que no estamos satisfechos con nuestro mun­
do limitado y que somos conscientes de nuestra capacidad
para alcanzar un nivel de satisfacción más elevado; el
verdadero entusiasmo es inseparable de la aspiración a
un ideal espiritual. El entusiasmo por el arte y la moral
deja así al descubierto el ansia de perfección que siente
el hombre, y su capacidad para desarrollar las posibilida­
des idealistas de su naturaleza. Simultáneamente, esta
entusiasta aspiración hacia la perfección sería imposible
sin la existencia de un orden espiritual: un sistema uni­
versal fundamentado en el Creador de todos los verda­
deros valores (IV. 596; 743).
Las actividades estéticas y morales, a pesar de tener
un origen común en el entusiasmo, también tienen sus
propias características específicas. Aunque la personali*
dad humana constituye una unidad esencial, también
cuenta con una variedad de facultades, y no todas entran
en funcionamiento al mismo tiempo. Los principios esté­
ticos y morales divergen en la actitud personal especí­
fica exigida por la función propia de cada uno de ellos.
Fundamentalmente, la belleza implica una actitud de con­
templación, mientras la moral exige una relación activa
con uno mismo y con los demás: el hombre es especta­
dor de la belleza, pero participante en la conducta moral.
Sin duda, ésta es la razón por la que Saint Preux dice
a Julie que «la bondad no es más que la belleza en ac­
ción, ambas están íntimamente ligadas entre sí, y las
dos tienen un origen común en la naturaleza bien orde­
nada» (II. 59). Si la bondad y la belleza están impreg­
nadas de la misma cualidad esencial, no por ello dejan
de manifestarse de forma distinta. Por lo tanto, es posible
adoptar una actitud estética hacia la moral, por ejemplo,
cuando admiramos simplemente el heroísmo de «las gran­
des almas» y nos dejamos conmover por la belleza de su
virtud; otras veces podemos considerar las cuestiones
artísticas con una actitud moral, como hace el propio
Rousseau cuando analiza las repercusiones del teatro en
nuestra conducta.
Al margen de esta diferencia entre la actitud contem­
plativa y la actitud práctica, también existe una relación
significativa entre la apreciación estética y la sensibilidad.
Aunque no se puede establecer una ruptura total entre
la moralidad y la sensibilidad, el elemento afectivo ocu­
pa un lugar especialmente predominante en la «expe­
riencia estética y da lugar a una actitud típicamente
contemplativa hacia el orden, mientras el aspecto emo­
cional de la moral ha de subordinarse a la actividad de
la voluntad, al ejercicio de la libertad y a la consecución
de la virtud. Ningún elemento estético que pueda estar
presente en nuestra concepción moral representa su cua­
lidad diferencial, sino que simplemente muestra la exis­
tencia de un punto de contacto entre los dos en el plano
de la sensibilidad; con independencia de la satisfacción
que obtengamos de la contemplación de la conducta mo­
ral, ésta sigue dependiendo de la voluntad más que del
sentimiento. Por otro lado, la contemplación de la be­
lleza está asociada con los objetos, más que con las per­
sonas. En última instancia, tiene que tener una base
metafísica, puesto que implica nuestras reacciones ante
el orden de la creación divina; no se puede sentir la be­
lleza sin la presencia de la «naturaleza bien ordenada».
Si la actitud estética contemplativa está inspirada por
la belleza del mundo externo, su perfección y entusias­
mo se deben ante todo a nuestra percepción del mundo
como una unidad ordenada, más que como un conjunto
de objetos aislados; es la «perfección de toda la maqui­
naria» y la sensación general que suscita «la armonía y
coherencia de la totalidad», lo que provoca una respues­
ta estética. «La verdadera magnificencia, declara Rous­
seau en La Nouvelle Hélóise, no es más que el orden
perceptible en gran escala.» La manifestación suprema de
la belleza se encuentra en la contemplación del universo
en su totalidad. Indudablemente, en cuanto seres finitos,
no podemos percibir todo el sistema universal, sino que
simplemente entrevemos su grandeza; pero Rousseau está
convencido de que uno de los gozes de la vida futura
será la contemplación de este sistema ordenado en toda
su belleza y esplendor.
La actitud estética no difiere mucho del sentimiento
hacia la naturaleza que, en su manifestación más elevada,
provoca la misma respuesta idealista y espiritual ante la
belleza, ya que la percepción del orden a cualquier nivel
de la experiencia es inseparable, en última instancia, de
la contemplación del poder divino que lo ha creado. Dios
ha dejado su huella espiritual en los objetos físicos que
ha creado estableciendo conexiones entre ellos, y rela­
cionando el sistema físico en su totalidad con su plan
divino, de forma que el verdadero significado de los ob­
jetos materiales sólo puede ser comprendido adecuada­
mente si se les contempla en su verdadero marco. Si el
hombre es capaz de percibir la coherencia que existe en­
tre los aspectos físicos y espirituales del universo, es
porque sabe que su propio cuerpo físico, al igual que el
mundo material, no es más que la manifestación externa
de los valores espirituales.
Aunque la actitud estética es sólo un aspecto de una
apreciación metafísica más profunda del orden universal,
Rousseau admite que puede ser analizada atendiendo a
sus propias características específicas. En la medida en
que se tenga presente su dependencia última de la fuente
originaria de toda experiencia, el arte puede ser conside­
rado como una actividad específicamente humana. A este
nivel más restringido es oportuno distinguir entre el
«gusto» y el «arte creador». Si bien el gusto dista mucho
del gran arte, Rousseau insiste en que no debe ser des­
preciado; tal vez, no sea más que «el arte de conocer
todo sobre las cosas pequeñas» (IV. 677), pero las cosas
pequeñas tienen también un lugar específico en la vida;
el hombre no puede vivir permanentemente en una atmós­
fera espiritual enrarecida. La diferencia principal entre el
gusto y las formas superiores de la actividad artística
se encuentra en que el primero actúa sobre todo en un
nivel sensual o físico, mientras éstas guardan una relación
más estrecha con los valores espirituales. El gusto se ori­
gina en «las sensaciones puras» y en nuestras relaciones
con los objetos materiales. Sin embargo, incluso estas
sensaciones deben ser cultivadas y desarrolladas, de for­
ma que el verdadero gusto combina la sensibilidad y el
raciocinio. «Se aprende a ver al tiempo que se aprende
a sentir.» «Un paisaje exquisito no es más que un senti­
miento delicado y fino.» «El gusto — concluye Rous­
seau— es, en cierto modo, el microscopio del juicio»
(II. 59), puesto que sitúa a los objetos pequeños dentro
de la óptica del juicio. Se debe enseñar a los sentidos a
percibir, en la misma medida en que se debe enseñar a
los sentimientos a sentir. La percepción de la virtud y la
belleza implica un proceso educativo; debido a su gusto
más cultivado, el pintor verdaderamente sensible se en­
tusiasmará con objetos ante los que el ojo no educado
permanecerá indiferente.
Puesto que el desarrollo del gusto depende en gran
medida de la influencia del medio, su contenido variará
de una cultura a otra. Tal vez sea ésta la razón por la
que Rousseau define el gusto de forma bastante vaga
como «la facultad de juzgar lo que agrada o desagrada a
la mayoría», y al buen gusto como el del «mayor núme­
ro de personas» (IV. 671). Es difícil determinar los au­
ténticos fines del gusto, porque su carácter arbitrario y
artificial lo mantiene alejado de las verdaderas necesida­
des humanas. Puesto que el gusto guarda una estrecha
relación con la imitación, dependerá de factores como el
clima, las costumbres y el gobierno, así como de la edad,
el sexo y el carácter (IV. 672). Lo que quiere decir que,
aunque el gusto es natural en todos los hombres, se ma­
nifiesta en diversos grados y es extremadamente variable.
El alcance del gusto de un hombre está determinado por
su sensibilidad innata, mientras su manifestación especí­
fica y su modo de expresión depende, sin lugar a dudas,
de su entorno. Para poder comparar distintas formas de
manifestarse el gusto, es necesario haber conocido mu­
chas sociedades, incluyendo a aquellas que permiten que
la gente cuente con suficiente riqueza y lujo como para
gozar con ello, y que también impiden que la desigual­
dad exista en grado tal que la moda sofoque el gusto.
En cualquier caso, Rousseau reconoce que la formación
del gusto implica una combinación de factores psicoló­
gicos, físicos y morales.
A pesar de la hostilidad que siente hacia la vida ur­
bana, Rousseau admite que únicamente en una gran ciu­
dad como París se puede cultivar realmente el buen gus­
to. Por muy corrompidas que estén las personas, no
podrán desarrollar sus ideas y gustos sin la cooperación
de otras; el gusto, como la reflexión, presupone la capa­
cidad para efectuar distinciones sutiles, y esta capacidad
sólo puede desarrollarse en sitios donde la gente piensa,
lee y conversa. Aún más, el gusto no puede existir sin
un juicio maduro que, a su vez, sólo puede cultivarse en
grandes ciudades; de esta forma, el buen gusto se ad­
quiere en un lugar donde de hecho, hay mucha gente con
mal gusto. Por lo tanto, es importante distinguir entre la
adquisición del buen gusto y su empleo (como ocurre
en las sociedades corruptas) para fines impropios; el
buen gusto presupone la capacidad de distinguir entre
objetos buenos y malos. Por lo tanto, no se encuentran los
verdaderos modelos del gusto en los productos artificia­
les de una sociedad corrompida, sino sólo en la natura­
leza (IV. 672). Cuanto más nos alejemos de nuestro
verdadero maestro, más desfiguradas estarán nuestras
imágenes. Solamente los objetos que amamos y senti­
mos que tienen una auténtica afinidad con nuestro ser
esencial, pueden convertirse en verdaderos modelos del
gusto. Es esta la razón por la que, en conjunto, son pre­
feribles las obras de los clásicos a las de los modernos;
tal vez éstas posean un mayor refinamiento intelectual,
pero tienen menos fuerza y están más distanciadas de la
naturaleza. El genio de los clásicos es más verdaderamen­
te suyo porque está inspirado por la misma Naturaleza.
Los escritores contemporáneos se han convertido en
demasiado sofisticados y sutiles, y sus obras, en demasia­
do superficiales, para llegar a comprender el único obje­
to digno del gusto: la Naturaleza. Aunque han alcanzado
un conocimiento del corazón humano que era desconoci­
do en el mundo antiguo, este conocimiento está lejos de
producir resultados beneficiosos, puesto que a menudo
guarda más relación con el vicio que con la virtud. Lo
que el hombre aprende sobre sus congéneres en las obras
que ve en el teatro, le inculcará probablemente una con­
cepción pesimista de U Humanidad: Un tema psicológica
y estéticamente interesante puede ser moralmente censu­
rable. (Incluso el propio Rousseau incurría en cierta am­
bivalencia con respecto a esta cuestión, ya que admitía
que estaba fascinado por el mismo teatro que atacaba
tan duramente.) En una sociedad corrupta, el gusto del
hombre puede ser conmovido por objetos que su alma
desaprueba. Aun así, Rousseau mantiene que en tal si­
tuación tal vez sea necesario permitir que la gente goce
con una forma de entretenimiento perniciosa como el
teatro, para evitar que, tras su prohibición, surjan vicios
aún más terribles. Si los clásicos aportan un correctivo
saludable a la decadencia del gusto contemporáneo, se
debe a que sus obras encierran «una cierta simplicidad
en el gusto que lleva al corazón» (IV. 475). Si bien pue­
de ser necesario cultivar la sensibilidad y la inteligencia,
cualquier esfuerzo educativo será inútil o perjudicial si
no se basa en la clase de sentimientos naturales que en­
contramos en los clásicos. El verdadero gusto es inconce­
bible sin la auténtica pureza y simplicidad que ejerce
una atracción inmediata sobre la vida íntima.
La corrupción del gusto contemporáneo no es más
que otro signo de la incapacidad del hombre para darse
cuenta de que el desarrollo de una faceta de su persona­
lidad no puede separarse del resto. Por lo tanto, en un
sentido absoluto, Rousseau cree que un buen escritor debe
ser también una buena persona. En los Dialogues, Rous­
seau hace incesantes y desesperados esfuerzos para mos­
trar la bondad de su carácter a partir de las cualidades
morales de sus escritos; cree que la estrategia de sus
enemigos ha consistido en introducir la duda sobre la
paternidad de sus obras, tratando de demostrar que un
«monstruo» como él no podía haber escrito las encomia­
das obras publicadas bajo su nombre. No es sorpren­
dente esta relación entre el gusto y la integridad personal
a la vista de la continua insistencia de Rouseau sobre
la necesidad de referir el gusto a los sentimientos sim­
ples y naturales: «el buen gusto está ligado a las bue­
nas costumbres».
De todas formas, poner en relación a la «naturaleza»,
que debería servir como el modelo del gusto, con la
idea de simplicidad y bondad, no es explicar el aspec­
to creativo de la actividad artística. Hasta ahora hemos
considerado la exposición de Rousseau sobre la actitud
estética y las características del hombre de gusto; ya
es el momento de considerar brevemente al propio ar­
tista. Al analizar el arte creativo, Rousseau adopta la
misma actitud que sus contemporáneos y predecesores,
e insiste en la idea de la imitación. La importancia que
atribuye al principio de la «imitación de la naturaleza»
puede comprenderse con mayor claridad si considera­
mos su concepción de las distintas artes, y, en especial,
del arte que le interesa particularmente: la música. En
este sentido, son especialmente válidas algunas de sus
observaciones en su Dictionatre de Musique. No es ne­
cesario decir que la confianza de Rousseau en el principio
de la imitación se ve fortalecida por su aceptación del
orden de la naturaleza, que suministra el marco y el
tema de la actividad del artista, lo mismo que la base
del buen gusto. Todos los hombres tienen una cierta
capacidad de imitación, que debe relacionarse, como
hemos visto, con la existencia de la naturaleza bien or­
denada. Sin embargo, en la sociedad moderna, la imita­
ción, aunque está motivada por «el deseo de proyectarse
fuera de uno mismo», se basa en motivos psicológicos
despreciables — el orgullo o los celos— y rápidamente
degenera en el vicio. Por tanto, el arte contemporáneo,
en la mayoría de sus manifestaciones, asume una forma
puramente artificial, efímera y corrupta, por cuanto imi­
ta a los objetos que le suministra el medio social: sólo
el arte que está basado en la naturaleza logrará una
manifestación estable y duradera.
En primer lugar, el artista tiene que encontrar sus
materiales a partir de algún aspecto del mundo físico;
el pintor usa colores, y el músico, sonidos. Sin embar­
go, estos componentes físicos no aportan al artista todo
lo que necesita y, en este sentido, la reconsideración del
principio de la naturaleza bien ordenada nos ayudará
considerablemente a comprender el arte creador. Al igual
que la belleza de los objetos físicos no reside en su exis­
tencia aislada, sino en las relaciones de unos objetos
con otros. También el material del artista tiene que
organizarse en concordancia con un principio capaz de
convertirlo en un objeto de belleza. El pintor no confía
únicamente en el brillo de sus colores, sino en el con­
junto del que forman parte; tampoco el músico se
limita al simple impacto físico de los sonidos que pro­
duce. El factor decisivo que determina el significado de
estos componentes físicos es su impacto en nuestras emo­
ciones. (Una vez más, nos encontramos ante una ana­
logía entre la concepción del arte mantenida por Rous­
seau, y su actitud hacia los sentimientos del hombre
ante la naturaleza física, cuya influencia debe medirse
por su capacidad de provocar una respuesta emocional
en quien la contempla.) El artista que triunfa es el que
logra organizar su material físico, de tal forma que sus­
cita una determinada reacción emocional en el espectador;
no imita los objetos físicos en cuanto tales, sino las emo­
ciones que éstos suscitan. Sin embargo, esta respuesta
emocional es inseparable de la organización afectiva de
los materiales físicos, por lo que la obra de arte refleja
un aspecto del mundo real transfigurado por el poder
de los sentimientos humanos.
Aunque Rousseau admite que las artes visuales apa­
rentemente ejercen una mayor atracción, puesto que nos
enfrentan directamente con los objetos, también consi­
dera que su impacto es menos profundo que el de la
música, puesto que la reacción emocional provocada por
la pintura queda limitada al campo visual. Por otro
lado, la música depende en mucha menor medida de la
idea de la representación física, ya que aunque, en un
sentido general, puede tratar de imitar los sonidos de la
naturaleza (las tormentas, el canto de los pájaros, etc.),
aspira, sobre todo, a reproducir con la mayor fidelidad
las emociones asociadas a determinadas situaciones hu­
manas. Rousseau considera que la música es un medio es­
pecialmente eficaz de expresar de forma pura y simple
las emociones más profundas del hombre. Por esta razón,
mantiene que la esencia de la música reside en la melodía
más que en la armonía. Mientras considera a la armonía
como una elaboración artificial e intelectual de la sen­
sación pura, que no produce más que un modelo com­
plejo de sonido físico, cree que la melodía se encuentra
mucho más próxima de la forma natural en que el hom­
bre manifiesta sus emociones: su voz; por lo tanto, la
melodía se expresa de la forma más eficaz en el canto.
Incluso cuando la melodía se manifiesta a través de un
instrumento musical, debe imitar la línea melódica y las
modulaciones de la voz humana, si quiere evocar una
respuesta emocional que «llegue al corazón». «Todo el po­
der que la música ejerce sobre el alma proviene de la
melodía», porque los sonidos de la melodía no actúan
sobre nosotros únicamente como sonidos, «sino como
símbolos de nuestros afectos, de nuestros sentimien­
tos» '. Por otro lado, las complejidades artificiales de
la armonía no tienen un verdadero atractivo emocional,
porque no producen más que «.sensaciones físicas o me­
cánicas».
Si analizamos con mayor detenimiento la naturaleza
de la melodía, encontraremos — dice Rousseau en su Dic-
tionnaire de Musique— que su forma característica de
expresar emociones se produce a través del acento, que
constituye, en palabras de Dionisio de Halicarnasio, «la
simiente de la música»2. La preferencia de Rousseau
por la melodía proviene de su creencia de que «única­
mente de la melodía emana ese poder invencible de los
acentos apasionados» (II. 132). La melodía, si también
quiere «cantar», debe, ante todo, «hablar» con su utili­
zación del acento. Desde luego, el empleo musical del
acento puede dar lugar a muchas variaciones, y la supe­
rioridad de un tipo de música nacional sobre otra (por
ejemplo, de la italiana sobre la francesa) se debe, en gran
medida, a los conocimientos musicales específicos, pero
el factor decisivo es la naturaleza del lenguaje empleado.
Rousseau prefiere el italiano al francés como medio mu­
sical, porque lo considera un lenguaje más adecuado para
el canto. En cualquier caso, cree que no puede .existir
verdadera música sin la utilización de palabras. Puesto
que tanto el lenguaje como la música se originan en las
emociones humanas, «los acentos de la melodía» y la «ca­
dencia del ritmo» imitarán «las inflexiones que la pasión
confiere a la voz humana»; de esta forma, el arte «pe­
netrará el corazón y lo conmoverá con sentimientos».
Puesto que el poder del lenguaje y de la música depende
en última instancia de la energía de los sentimientos y
de la vivacidad de las escenas que describen, lenguaje y
música pueden, en circunstancias favorables, reforzarse
mutuamente; el gran artista conseguirá que «el lenguaje
cante y que la música hable».
Aunque el acento musical expresa la emoción experi­
mentada en presencia de objetos, estos objetos pueden
ser en gran medida imaginarios, por lo que el músico tie­
ne un campo mucho más amplio para desarrollar su ta­
lento creativo que el artista visual, que está limitado a
la representación del mundo externo. La música, al poder
surgir directamente de la emoción, ejercerá una atracción
inmediata sobre «los corazones sensibles y las almas
honestas».
La necesidad de establecer una estrecha relación entre
el arte y los sentimientos humanos se encuentra en la
base de la crítica del teatro de Rousseau. Desde luego,
no niega que el teatro tenga sus propias convenciones y
un estilo particular, pero mantiene que debería existir
una relación entre las actitudes y los sentimientos repre­
sentados en escena, y el verdadero ser del hombre. El
teatro moderno ha degenerado porque su representación
de personajes corruptos y perniciosos ofrece una imagen
falsa de la naturaleza humana; ignora la verdad funda­
mental de que el entretenimiento genuino debe estar
siempre estrechamente ligado a las verdaderas necesida­
des y actividades humanas. A pesar de sus peligros evi­
dentes, el teatro puede ejercer, en circunstancias favora­
bles, una influencia beneficiosa en la vida nacional. A
este respecto, recordemos el contraste que Rousseau es­
tablece entre el carácter artificial y aprisionado del teatro
contemporáneo y la estructura y el espíritu de la tragedia
griega, de «aquellos espectáculos grandiosos y magnífi­
cos que se ofrecían a cielo raso y en presencia de todo el
pueblo» 3. Una vez más, Rousseau destaca la relación
existente entre el esparcimiento, la naturaleza y la vida
de la comunidad. Para los griegos, la tragedia no era
algo independiente del resto de la vida de la nación, sino
una experiencia por medio de la cual la gente, congre­
gada al aire libre, «podía animar sus corazones con sen­
timientos de honor y gloria». Esta es la razón por la que
la tragedia griega tenía siempre una cualidad armoniosa
y musical que estaba en concordancia con el acento me­
lodioso del mismo idioma griego. Además, cuando el
idioma contiene un elemento musical, como es el caso
del griego, es mucho más fácil para un buen actor co­
municar emociones al «alma del espectador sensible».
La insistencia de Rousseau en la simplicidad, franque­
za y unidad del verdadero arte muestra su deseo perma­
nente de dejar a un lado distinciones y sutilezas para
lograr una experiencia que «llegue directa al corazón».
Esta insistencia explica también su concepción del genio.
Cree que el verdadero genio es capaz de reproducir las
emociones reales en una forma que las hace comprensi­
bles a los demás; la preocupación principal del gran es­
critor no es la hábil manipulación de las palabras, sino
la reproducción de la esencia de los sentimientos huma­
nos4. La actividad del genio es inseparable, por tan­
to, de la de la «naturaleza» auténtica; es una fuerza
primordial que el artista o la posee desde joven o «nunca
llegará a conocerla»; el verdadero genio puede ignorar
el artificio y corrupción del falso gusto y de los falsos
valores, para reproducir la fuerza original de la natura­
leza. Aunque el genio necesita estar educado y disciplina­
do, sólo él tiene capacidad para hacer «grandes cosas».
Algunas de las ideas principales de Rousseau sobre el
arte reaparecen en su examen del problema del lenguaje,
como se refleja con claridad en su curioso Essai sur
l'origtne des langues, del que anteriormente hemos ex­
traído algunos comentarios sobre la música5. Rousseau
destaca, con especial énfasis, la idea de que la utilización
moderna del lenguaje para fines de comunicación social
o de actividad filosófica, es en muchos sentidos un refi­
namiento, pero también una adulteración de su función
original. El pensador que desee eludir la estéril sofisti­
cación y la sutileza del mundo contemporáneo debe as­
pirar a redescubrir los verdaderos orígenes del lenguaje
y referirlos a los aspectos fundamentales de la naturaleza
humana. Rousseau es consciente de que el lenguaje, a
pesar de todas sus limitaciones, es un instrumento indis­
pensable para la comprensión del ser humano, siempre
que no se le considere como un fin en si mismo, sino
sólo como parte de una experiencia humana más pro­
funda.
En muchos sentidos, Rousseau trata al lenguaje de la
misma forma que a la razón: aunque corrompido por la
degeneración de la vida moderna y empleado para encu­
brir y distorsionar la verdad, más que para descubrirla
y comunicarla, el lenguaje sigue siendo una actividad hu­
mana excepcional; por lo tanto, la tarea principal del filó­
sofo no es reemplazarlo por algo distinto, sino tratar de
reincorporarlo a su función específica. En este sentido,
la actitud de Rousseau guarda cierta semejanza con el
enfoque genético de otros pensadores como Locke y Con-
dillac, que ponen en relación el surgimiento del lenguaje
con el desarrollo de la mente humana. Por ejemplo, en
Émile Rousseau insiste en que el lenguaje del niño debe
adaptarse a su condición psicológica; por ello, no tiene
sentido tratar de enseñar el significado del deber y la
obligación a un ser que no puede entender más que la
«fuerza» y la «necesidad». En el Discours sur l’inégalité
Rousseau se enfrenta con la tan debatida cuestión del
origen histórico del lenguaje, para llegar simplemente a
al conclusión de que es un problema insoluble. En cual­
quier caso, como deja bien sentado en el Esstu sur l'ori-
girte des langues, la clave para llegar a una interpretación
adecuada del lenguaje se encuentra únicamente en la con­
sideración de su función originaria. Aunque, sin duda, el
lenguaje también ha sido afectado por la perversión ge­
neral de los valores humanos, y el refinamiento lingüís­
tico se ha utilizado con fines indignos, como la racionali­
zación estéril o la jerga de una sociedad dominada por
pasiones artificiales y corruptas, la recuperación de la
verdadera función del lenguaje exige una investigación
cuidadosa de su relación con sus elementos originarios y
de su repercusión sobre la expresión de las necesidades
primordiales del hombre.
£1 estudio de los orígenes del lenguaje, en la medida
en que resulta posible, indica que el «primer grito del
hombre es el grito de la naturaleza», y que la primera
(unción del lenguaje es expresar sentimientos y emocio­
nes más que pensamientos e ideas. Por consiguiente, los
lenguajes primitivos no tenían el limitado alcance inte­
lectual de los idiomas modernos, sino que se empleaban
para expresar las necesidades primarias del hombre. Aun­
que el lenguaje era originariamente expresivo, también
tenía un carácter comunicativo, ya que un grito podía
servir para llamar la atención sobre la presencia de un
objeto susceptible de satisfacer algún instinto elemental;
el mismo grito podía estar acompañado por gestos y sig­
nos. De hecho, un signo tendría mayor eficacia inmediata
que un sonido. «El lenguaje más potente es aquel en que
el signo ha expresado todo antes de hablar» (Essai, pá­
gina 31). Los signos visuales tienen la gran ventaja de
apelar directamente a la imaginación; como Rousseau
señala en el Émile, «al menospreciar el lenguaje de los
signos que habla a la imaginación, la gente ha perdido
el más poderoso de los lenguajes» (IV. 645). El uso
excesivo de la razón y de los preceptos verbales ha debi­
litado la fuerza originaria del lenguaje de los signos.
Cuando la gente de antaño utilizaba los signos en lugar
del idioma, sin duda no hablaban, pero expresaban lo
que querían decir. ¡Cuánto más eficaz era el gesto de
Diógenes caminando ante Zenón, o el de Tarquino deca­
pitando las amapolas, que el más largo y elocuente dis­
curso! La principal limitación de los gestos reside en
que no permiten la expresión de profundas necesidades
emocionales; son los sonidos, más que los gestos, los
que «conmueven el corazón e inflaman las pasiones»
(Essai, pág. 35). Los hombres, al desarrollar lazos más
íntimos y al conocer necesidades emocionales más com­
plejas, necesitaban elaborar un lenguaje capaz de expre­
sarlas. Sin embargo, los idiomas más antiguos dependían
de su contenido natural: de la eufonía, de la armonía y
de la belleza de los sonidos tanto como de «las voces,
los sonidos, los acentos y el número», de forma cjbe el
uso de un elemento no significaba la exclusión de los
demás. El lenguaje del acento es especialmente importan­
te, «ya que el acento es el alma del discurso y le confiere
sentimiento y verdad» (IV. 296). (En este sentido, la
concepción de Rousseau sobre el lenguaje coincide con su
actitud hacia la música.) El descubrimiento de la escritu­
ra como medio de estabilizar el lenguaje perjudicó grave­
mente su función original al someterlo a la reflexión y a
la abstracción, en lugar de permitirle expresar los senti­
mientos humanos, que representaban su cometido inicial.
La reflexión destruyó la fuerza poética del lenguaje. Y
aún más, dio lugar a una aguda diferenciación de activi­
dades que hasta entonces permanecían unidas. Por ejem­
plo, los pueblos primitivos no consideraban la poesía
como una actividad especializada, sino que, para ellos,
la poesía, la música y la oratoria eran aspectos de la mis­
ma experiencia fundamental. «Los versos, los cantos y
las palabras tienen un origen común.» Rousseau cita con
agrado la declaración de Estrabón, de que en el mundo
antiguo «hablar y cantar eran la misma cosa» (Essai, pá­
gina 141). ¡Qué distinto del lenguaje actual! «El pro­
greso del razonamiento» y «el perfeccionamiento de la
gramática» han destruido desgraciadamente la cualidad
«cantarína» de los lenguajes antiguos. En efecto, la mis­
ma separación de la elocuencia, la poesía y la música en
artes distintos es una prueba evidente de su decadencia.
Rousseau insiste infatigablemente sobre la gran fuerza
de los lenguajes antiguos. El empobrecimiento del hom­
bre moderno se refleja en la degradación de su idioma;
la fortaleza del alma, que era tan patente en el carácter
de los antiguos y que se encuentra tan en falta en la
vida moderna6, era un rasgo predominante de los idio­
mas antiguos. El orador o académico moderno tiene difi­
cultades en hacerse oír en un espacio cerrado, mientras
que los generales de antaño arengaban ejércitos enteros
sin dificultad; Herodoto «solía leer su historia al pueblo
de Grecia congregado al aire libre» (Essai, pág. 199). No
es una cuestión de fortaleza física, sino de una actitud
moral distinta: los oradores de antaño se acoplaban sin
esfuerzo a su medio físico y a las mentes y almas de sus
audiencias, porque tanto unos como otros estaban anima­
dos por los mismos sentimientos humanos. «Cualquier
lenguaje con el que uno no consigue hacerse entender por
las personas congregadas es un lenguaje servil» (Essai,
página 201). Nuestro lenguaje es el lenguaje de los es­
clavos; el lenguaje de los antiguos era el de los hombres
libres.
Vemos, pues, que Rousseau no es partidario de consi­
derar el arte como un actividad aislada y especializada,
ejecutada por un número restringido de artistas y con­
templada por espectadores pasivos. Puesto que el arte
se origina en «la naturaleza humana, en su obra y en
sus placeres», también debe abarcar las relaciones de los
hombres entre sí. Anteriormente hemos señalado cómo
Rousseau en la Lettre i d’Alembert sueña con el día en
que sus conciudadanos ginebrinos participen en fiestas na­
cionales motivadas por sentimientos patrióticos y huma­
nos. A diferencia de la oscura caverna del teatro moder­
no; con su audiencia medrosa e inmóvil, perdida en el
silencio y la pasividad, un pueblo feliz disfruta con la
expresión espontánea de sus sentimientos y la belleza de
la naturaleza física. Rousseau dice de las diversiones gi-
nebrinas: «Dejadlas ser libres y generosas como vosotros
mismos, dejad que el sol esparza su luz sobre vuestros
placeres inocentes»7. La similitud entre el decorado y
el espíritu de la antigua tragedia griega y los de la fétes
utópicas ginebrinas, es inconfundible. En los dos casos
nos encontramos transportados a una tierra de «paz, li­
bertad, equidad e inocencia», en donde todos los ciuda­
danos comparten plenamente la «simplicidad» y el «en­
canto secreto» de la vida nacional.
Un ejemplo todavía más sorprendente, aunque igual­
mente idealizado, del esfuerzo de Rousseau por regenerar
el arte y el lenguaje aproximándolos a la naturaleza, se
encuentra en su descripción de la vendimia en La Nou-
velle H élóise8. De nuevo nos encontramos ante una
actividad colectiva: «la gente se reúne para ir a los vi­
ñedos» y toda la comunidad de Clarens participa en una
experiencia que combina el trabajo con el juego, el placer
con la necesidad. Rodeados de «la simplicidad de la vida
pastoril y campesina» y de «todos los encantos de la
edad dorada», todo contribuye al «espectáculo lisonjero
y conmovedor de la alegría colectiva, que parece exten­
derse sobre toda la superficie de la tierra». El espíritu
de la abundancia gozosa incita a los felices trabajadores
a cantar, a contar cuentos y a bailar al atardecer. Sus can­
tos se basan en «palabras sencillas, simples, a menudo
nostálgicas y, sin embargo, placenteras». Por doquier,
resuena el «concierto» de voces que cantan al unísono.
( ¡Incluso en una carta como ésta, Rousseau no resiste
la tentación de denunciar la inclinación de su época por
la armonía como una clara muestra del «gusto depra­
vado», y de señalar que no hay nada más contrario al
«instinto de la naturaleza!) En Clarens, los cánticos, los
discursos y las risas se mezclan con otros sonidos como
los chirridos de los toneles y las tinas, las continuas pi­
sadas de los viñadores que transportan las uvas al lagar,
y el «ronco sonido de los rústicos utensilios que los in­
citan a trabajar». Todos estos distintos sonidos no son
más que elementos de un escenario único en el que la
libertad y la igualdad se combinan para ofrecer una ima­
gen de alegre jubileo. «La igualdad secreta» de esta co­
munidad atareada parece indicar que el hombre ha des­
cubierto, por fin, su verdadera naturaleza y, junto a ella,
un lenguaje capaz de exteriorizar todos los sentimientos
originados en lo más profundo de su alma.
9. £1 problema de la existencia personal

La relación entre los escritos personales de Rousseau


y sus tratados didácticos no es evidentemente sencilla,
puesto que no pueden tener el mismo significado filosó­
fico las obras inspiradas en complejas motivaciones psico­
lógicas que las destinadas a ilustrar a la Humanidad. En
cualquier caso, los escritos personales no pueden quedar
excluidos de un estudio general de las ideas de Rousseau,
ya que éstas — como hemos visto— no pretendían ser
especulaciones puramente abstractas, sino contribuciones
para la mejor comprensión de la experiencia humana.
Desde el primer momento, Rousseau se inspiró en su
propio corazón y encontró la verdad filosófica en lo más
profundo de su ser. Puesto que no se puede separar por
completo su concepción del hombre de su existencia en
cuanto pensador, sería, sin duda, inadecuado ignorar el
significado general de obras que, aunque estaban dedica­
das fundamentalmente al análisis de su propia personali­
dad, repercutían en su actitud con respecto a la natura­
leza humana. Además, un análisis de sus escritos perso­
nales, como han demostrado recientes estudios monográ­
ficos sobre Rousseau, puede contribuir a esclarecer deter­
minadas cuestiones fundamentales y a eludir una inter­
pretación puramente intelectual de su obra; sus escritos
personales expresan sentimientos profundos que, aunque
sólo ocupan un lugar subordinado en sus obras didácticas
porque no alcanzan el nivel de la reflexión sistemática,
sin duda contribuyeron a conformar sus ideas filosóficas.
Si se aspira a lograr una comprensión adecuada de su
pensamiento, es necesario analizar los distintos factores,
personales y filosóficos, que contribuyeron a determinar
su actitud general hacia la existencia.
Rousseau, en el preámbulo de las Confessions, trata
de plantear el significado humano de su auto-análisis:
afirma que ningún escritor anterior ha tenido el coraje
o la honestidad de analizar al ser humano «en toda la
verdad de la naturaleza»; declara que está elaborando el
«único retrato del hombre totalmente fiel a la Naturaleza,
que existe y que probablemente existirá» (I. 3). Incluso
considera que tal empresa será beneficiosa porque servirá
como «criterio fundamental» para el estudio del hom­
bre; este retrato excepcional puede convertirse de esta
forma en un ejemplo de la verdad universal. Pero el in­
tento de Rousseau por conferir a las Cottfessions un sen­
tido humano general, sucumbe pronto ante la influencia
de motivaciones personales de alcance más limitado. In­
cluso el papel de los lectores, a quienes está dirigida la
obra, tiende a quedar subordinado al interés de Rous­
seau en su problemática personal. El «únicamente yo»
que encabeza el segundo párrafo de las Cottfessions, así
como la siguiente afirmación: «Soy distinto de todos los
hombres que conozco, me atrevo a pensar que estoy he­
cho de forma distinta a todos los hombres que exis­
ten (I. 5) constituye una sana advertencia para cualquie­
ra que pretenda extraer alguna conclusión general de esta
empresa de carácter excepcional. Además, el significado
real de la actitud de Rousseau hacia otras personas que­
da claro en su comentario al final del mismo párrafo, en
el que exhorta a sus «congéneres», a quienes está de­
dicada su biografía, a imaginarse a los pies del trono
divino interrogándose sobre si «son mejores que ese hom­
bre». Evidentemente, la preocupación primordial de Rous­
seau no consiste en hacer que el lector tome conciencia
de su propia humanidad, sino en inducirle a compararse
con el autor de las Confessions: de esta forma, el lector
se verá forzado a comprender que su responsabilidad
última es dar el beneplácito a la personalidad de Jean-
Jacques; la presencia de las palabras «ese hombre» al
final de su párrafo, señala a la persona sobre la que el
lector debe, en última instancia, centrar su atención.
De aquí se deduce que la otra persona no existe única­
mente como juez imparcial de Jean-Jacques, sino como
el individuo que, tras compararse con el acusado, le ex­
culpará, sin lugar a dudas, de cualquier maldad
Las Confessions no sólo pretenden ofrecer una ima­
gen de Jean-Jacques que será aceptada por el lector-juez
como un retrato auténtico, sino que también pretenden
destruir la falsa imagen que, en opinión de Rousseau,
está presente en la mente de otras personas. Ya en las
cartas escritas a M. de Malesherbes en 1762 había mani­
festado su acuciante necesidad de elaborar esta defensa,
mientras su obra póstuma, las Réveries, revela el mismo
deseo obsesivo de destruir «el ser imaginario y fantásti­
co» creado por personas que «juzgan sus sentimientos
y su corazón por su propio rasero» (I. 1130, 1152); es­
tas personas, al considerarle erróneamente un misántro­
po, habían sido incapaces de percatarse de su verdadera
personalidad en cuanto hombre amante de la libertad
y dedicado al goce de su propio ser. Pero esta falsa ima­
gen no desaparecería realmente hasta que fuera sustituida
por el retrato del bondadoso Jean-Jacques.
El auto-análisis y el auto-justificarse están ligados en
Rousseau al deseo, igualmente fuerte, de auto-expresión.
Rousseau, al escribir sus Confessions, no sólo quería co­
nocerse a sí mismo y aliviar su sentimiento de culpabi­
lidad, sino que también pretendía recuperar la felicidad
del pasado y deleitarse de nuevo con aquellos breves,
pero preciosos momentos en los que sentía que había
sido verdaderamente él mismo quien había vivido de
acuerdo con los designios de la Naturaleza. Admitía sin
dificultad su satisfacción al explayarse sobre aquellos es­
casos momentos de plena realización personal.
Sin embargo, cualquier intento del hombre por pre­
sentar una auténtica imagen de sí mismo plantea, como
Rousseau reconoce en el primer borrador de sus Cottjes-
siofts, algunas dificultades. Aunque el individuo, que se
conoce a sí mismo mejor que nadie, se encuentra en una
situación privilegiada para describir su propio ser, es
también el más propenso a encubrirse; «se muestra tal
y como desea ser visto» (I. 1149). Rousseau cree haber
superado en su caso esta dificultad, no sólo por su ma­
yor honestidad, sino también por la propia estructura de
su obra. Admite que un simple relato de los aconteci­
mientos de su vida sería, con frecuencia, engañoso y, lo
que es más importante, que el significado de los actos
y circunstancias quedaría limitado al engañoso mundo de
las apariencias. Dado que el error de sus contemporáneos
era confundir la apariencia con la realidad, sus normas
corruptas e inadecuadas les incapacitarían, sin lugar a
dudas, para comprender al verdadero Jean-Jacques. Rous­
seau cree que su verdadera personalidad no se refleja
a través de sus acciones, sino únicamente a través de
algo que puede conocerse y experimentarse más directa­
mente: sus sentimientos. Como él mismo reconoce, pue­
de interpretar erróneamente los acontecimientos de su
propia vida, pero jamás se equivocará respecto a los
sentimientos que les acompañaron; estos sentimientos se
mantienen vivos, porque son parte integrante de su ser
más íntimo. Por tanto, Rousseau, al escribir sus confe­
siones, no está relatando la historia de los acontecimien­
tos, sino «la historia secreta de su alma». (Además, está
convencido de que su situación social en cuanto hombre
del pueblo que ha conocido a toda clase de hombres, de
alta y baja alcurnia, le ha permitido penetrar bajo las
máscaras y conocer el verdadero ser humano que escon­
den.) Si insiste en la idea de una historia secreta, no es
únicamente porque los hechos pueden estar a menudo en
discordancia con los sentimientos, sino también porque
éstos pueden ser dispares y originarse en algún impulso
primario más profundo, que ha sido olvidado posterior­
mente. Rousseau insiste en «el hilo de las disposiciones
secretas», en «la sucesión de afectos escondidos», que
sirve de ligazón de los distintos componentes psicológicos
de su personalidad (I. 1149-50).
La causa profunda de los acontecimientos, aparte de
estar oculta, puede ser oscura o incoherente con el resto
de la personalidad, de forma que no es fácil llegar a co­
nocer la «norma interior» responsable de las acciones
humanas. ¿Acaso no se comportó el propio Rousseau en
muchas ocasiones de forma extraña e irracional, impro­
pia de él? En tales ocasiones, «se convertía en otro
hombre y dejaba de ser él mismo» (I. 417). Esta me­
tamorfosis a veces era positiva y a veces negativa: podía
sentirse cegado por un súbito resplandor, como ocurrió
en el camino de Vincennes, cuando tuvo una visión
repentina de «todas las contradicciones del sistema so­
cial» y vio «un universo distinto» (una expresión favo­
rita suya) convirtiéndose en ese momento en otro hom­
bre. En otras circunstancias, su comportamiento también
podía ser degradante: así ocurrió cuando acusó falsamen­
te a la criada Marión. Rousseau reconocía que su perso­
nalidad estaba sometida a súbitos cambios de tempera­
mento, a extraordinarias «oscilaciones» psicológicas (se­
gún su propia expresión), cambios que ya había señalado
en la superficial autobiografía que había escrito para el
primer y único hombre de Le Persifleur, el diario que
trató de editar juntó a Diderot: en él hablaba de sus
«cambios de ánimo semanales». «No hay nada tan dis­
tinto a mí como yo mismo... Un Proteo, un camaleón,
una mujer, son seres menos volubles que yo» (I. 1108).
Simultáneamente, reconocía la persistencia de «ciertas
disposiciones dominantes y de ciertos retrocesos casi pe­
riódicos» que conferían una coherencia esencial a su
personalidad.
El propósito psicológico de las Confessions podía cum­
plirse mejor, piensa Rousseau, adoptando un método cro­
nológico y describiendo los acontecimientos y los sentí-
mientos tal y como ocurrieron. La descripción sincera y
detallada de estos estados de ánimo, por muy complejos
y contradictorios que sean, permitirá aflorar finalmente
al hombre real. Rousseau cree que este método tiene la
ventaja de permitir al lector «percibir los rasgos funda­
mentales grabados en su alma» (de Rousseau), ya que su
personalidad es tal que, como los recuerdos y los senti­
mientos preceden a los acontecimientos y a los objetos,
la impresión primera determina las demás. Como Rous­
seau dice al final del libro cuarto de las Confessions,
«hay una cierta concatenación de sentimientos e ideas que
modifica las ulteriores, y que debe ser conocida para po­
derla enjuiciar adecuadamente». Si expone detaliadamen-
et las «primeras causas», su relación con los efectos con­
siguientes será evidiente. Por consiguiente, Rousseau
confía en «poner de alguna manera su alma al descubierto
ante los ojos de los lectores»; es ésta la razón por la
que ha tratado de dar una imagen de sí mismo desde
todas las perspectivas, y de descubrir su carácter en todas
sus manifestaciones (I. 174-5). Ya en el segundo libro
había declarado su propósito de «mantenerse continua­
mente a la vista de los lectores». «No habrá en mí nada
oscuro u oculto»; el lector podrá seguirle en «todas las
aberraciones de su corazón, en todos los malos momen­
tos de su vida; no me perderá de vista un solo instan­
te» (I. 59).
Sin embargo, el propósito real de esta completa auto-
revelación queda clarificado por un planteamiento com­
plementario: la exposición cronológica no vendrá acom­
pañada por un intento de definir directamente el sentido
de su carácter; Rousseau no dirá: «Este hombre soy
yo». Es el lector el que debe tener la responsabilidad de
definir el sentido de su personalidad; «su tarea consiste
en reunir los elementos y en determinar el ser formado
por ellos» (I. 175). Rousseau tendrá la satisfacción de
saber que ha sido franco y honesto, y, sin embargo, po­
drá sentirse libre del peso de tener que enjuiciar su propia
personalidad; es la otra persona la que tendrá que ser
juez, porque será ella la que haya creado la imagen del
verdadero Rousseau. El podrá sentirse tranquilo sabiendo
que ha ofrecido una imagen íntegra de sí mismo, y reafir­
mado pensando que la autenticidad de la imagen creada
de esta forma está garantizada por el propio lector.
En cualquier caso, las Confessions sólo podrían lograr
su propósito si Rousseau encontraba a la gente capaz de
responder en la forma deseada a su auto-retrato, lo que
desgraciadamente no consiguió. Cuando tras una lectura
pública de su obra anunció que desafiaba a cualquier per­
sona a mantener que era un «hombre deshonesto», no
obtuvo más que un silencio desconcertante. La prohibi­
ción oficial, por parte de las autoridades, de cualquier
nueva lectura de su obra no hizo más que aumentar su
ansiedad y confusión. Encerrado de nuevo en sí mismo,
se encontró en la desesperada necesidad de justificarse
una vez más. El resultado fue la redacción de los Dialo­
gues: Rousseau juge de ]ean Jacques. Estos diálogos tie­
nen lugar entre «Rousseau», un aspirante a averiguar la
verdad sobre Jean-Jacques (de hecho, un simpatizante
manifiesto), y el «francés», una víctima fundamentalmen­
te honesta, aunque crédula, de los difamadores de Rous­
seau; sin embargo, los verdaderos protagonistas de la
obra no aparecen directamente, sino que son descritos
a lo largo de los diálogos: el inocente e incomprendido
«Jean-Jacques», y sus enemigos implacables, «los caballe­
ros» responsables de la confabulación contra él. Aparte
del cambio manifiesto en el estilo literario, los Dialo-
gues difieren de las Confessions, en su presentación
de la personalidad de Rousseau: a la destrucción
gradual del falso Jean-Jacques le sucede un minu­
cioso retrato del hombre real, retrato que se nos pide a
nosotros, así como a Rousseau y al francés, que acepte­
mos como genuino. Sin embargo, en cierto modo, si se
compara este retrato directo con la personalidad descrita
en las Confessions, refleja un Rousseau extrañamente
simplificado, que a partir de ese momento aparece iden­
tificado con el «hombre de naturaleza». El error más gra­
ve de sus enemigos, afirma Rousseau, es haberlo con­
vertido en un ser complejo y calculador, cuando de hecho
es l’bomme sensible, interesado fundamentalmente en
«gozar de sí mismo y de su vida»; «dedicado en-y-a-sí
mismo» vive «exclusivamente para él» y «desea alcanzar
y gozar de la felicidad última». En consecuencia, sigue
el dictado de la naturaleza más que la llamada de la
virtud, ya que ésta no tiene mucho significado para un
hombre que obedece a su sensibilidad y lleva en soledad
«una vida monótona, simple y rutinaria» notable por su
uniformidad y sosiego. Rousseau no piensa en el futuro,
sino que vive al día, satisfecho de aceptar el yugo de la
naturaleza y no la voluntad del hombre; al vivir en el
presente inmediato, «se entrega con todo su ser a cada
sentimiento que le conmueve»; su mayor felicidad con­
siste en «estar plácidamente», en dejarse llevar por los
instintos espontáneos de sus sentidos y sentimientos y res­
ponder sin esfuerzo a la visión y los sonidos de la natu­
raleza (Cf. I. 861-5 y passim).
Sin embargo, este nuevo «hombre de naturaleza» es
muy distinto del ser primitivo que vive en el estado de
naturaleza. No sólo su sensibilidad está más desarrollada,
sino que también siente una necesidad mucho más inten­
sa de dejarse llevar por sentimientos expansivos. Mien­
tras el hombre primitivo quedaba satisfecho acatando
el instinto de la auto-presentación y de la compasión na­
tural, Rousseau admite que su soledad ha sido, hasta cier­
to punto, impuesta por la adversidad. Esencialmente, es
un ser afectivo, obsesionado por esta «necesidad de amar
que devora su corazón desde la infancia» (I. 827). Si
ahora anhela la vida en el otro mundo, es porque allí
confía en encontrar «una patria y amigos en un estado
mejor de cosas» (I. 827). Incluso el placer que suscitan
sus sentimientos hacia la naturaleza es, hasta cierto pun­
to (como él mismo admite), un simple sustituto del afec­
to humano, del que desgraciadamente se siente privado.
Aislado de sus congéneres, trata de satisfacer sus ansias
de amor viviendo en el ámbito de su imaginación, en
donde puede gozar de la intimidad «de una comunidad
de seres que siguen los dictados de su propio corazón».
Una diferencia todavía mayor entre Rousseau y el hom­
bre primitivo se encuentra en la forma en que su actividad
imaginaria se asocia al sueño de la perfección; en sus
ensoñaciones solitarias busca «la armonía, la belleza y la
perfección», en la misma medida en que en sus obras
didácticas había pretendido lograr que el hombre tomara
conciencia de las «perfecciones de todo tipo». Sus imá­
genes queridas están impregnadas de los «encantos in­
mortales de la perfección». Por tanto, se considera que la
simple espontaneidad del personaje de Jean-Jacques es
compatible con el ejercicio de una sensibilidad altamente
desarrollada que alcance la satisfacción con el disfrute de
sus propias aspiraciones idealistas.
Para defender esta imagen de sí mismo como hombre
sensible e imaginativo, de instintos naturales desinhibi­
dos, Rousseau se apoya en el mundo descrito al comien­
zo de los Dialogues, «un mundo ideal semejante al nues­
tro y, sin embargo,, muy diferente» (I. 668). En él, la
naturaleza es idéntica a la de este mundo, pero tiene una
viveza, una claridad, pureza y simplicidad que faltan
en la vida cotidiana. Puesto que los primeros instintos
de la naturaleza son buenos y justos y nos empujan hacia
nuestra preservación y felicidad, los habitantes de ese
mundo seguirán con gusto «las pasiones dulces y primi­
tivas que emanan del amour de soi». Su virtud es dis­
tinta de la de los seres sociales, puesto que no implica
ningún conflicto con la naturaleza. Sin duda, esta gente
tendrá defectos y vicios, pero éstos proceden de la de­
bilidad y la indolencia, y de la incapacidad para superar
dificultades, más que de la perversidad deliberada. Su
meta no es la «apariencia» superficial de la sociedad, sino
los «sentimientos profundos» y «el arte del placer per­
sonal»; desean ser más que tener, alcanzar el placer del
goce más que la ansiedad de la propiedad (I. 672). No
es sorprendente que el francés comente ingenuamente a
«Monsieur Rousseau» que se paiece a los habitantes de
ese mundo, al tiempo que Monsieur Rousseau, a su vez,
admite con modestia que, independientemente de que
esto sea o no cierto, el autor del Émile y de La Nouvelle
Heloise debería, sin duda, encontrarse entre ellos. Simul­
táneamente, Rousseau aporta un nuevo dato significativo
a la imagen personal al tratar de conferirle un significado
objetivo, ampliándola a un grupo selecto de gente anima­
da por los mismos sentimientos, una élite de «iniciados»
que reconocerán a sus hermanos sin necesidad del vehícu­
lo del lenguaje, ya que inmediatamente tendrán concien­
cia del significado de determinados signos y gestos, sólo
conocidos por ellos. A lo largo de toda esta exposición,
Rousseau pone especial énfasis en la idea de una expe­
riencia íntegra y directa del ser personal.
Tras descubrir su ser auténtico y referirlo a una con­
cepción más general de la naturaleza, Rousseau cree que
a partir de entonces podrá llevar una vida contemplativa,
que haga desaparecer los pensamientos que le atormen­
tan y le permita «disfrutar tranquilamente de la felici­
dad, cuyo poder y necesidad siente en lo más íntimo de
su ser»; podrá evitar los dolorosos conflictos internos
que desgarran a los que «impacientemente caminan por
el sendero social» y se dejan distraer por el «tumulto
de las sociedades» (I. 823). Si Rousseau escucha los dic­
tados de su corazón y no los de su conciencia, no necesi­
tará «esforzarse ni combatir para alcanzar la virtud».
Sin embargo, el mayor atractivo de esta consideración de
sí mismo en cuanto hombre de naturaleza se encuentra
en el profundo sentido de unidad y de paz que engendra:
ahora se siente coherente consigo mismo, plenamente
identificado con lo que es en cada momento.
De todas formas, esta búsqueda de la autenticidad per­
sonal está basada en una personalidad apremiante, no
sólo de lograr la unidad, sino también de que triunfe
su bondad e inocencia. De acuerdo con esto, Rousseau
es un hombre que, al ser bueno e inocente, no puede
ser acusado de perversidad. Si es un hombre de sensibi­
lidad más que de reflexión, se debe a que la reflexión
está relacionada con los males de la sociedad —males de
los que Rousseau ha sido preservado milagrosamente
por su naturaleza sencilla— . Sin embargo, la verdad es
que ha conseguido esta unidad e inocencia personal sólo
porque ha polarizado los conceptos de bien y mal en una
forma absoluta: la bondad se identifica con Jean-Jacques,
mientras la maldad, al estar asociada a la existencia de
sus enemigos implacables y a la confabulación universal de
la que éstos son responsables, es atribuida a algo ajeno
a sí mismo. El sentimiento de culpabilidad y la maldad han
sido expulsados de la mente de Rousseau gracias a un
mecanismo psicológico, que hace que resulten totalmen­
te ajenos a su ser.
Pero esta imagen del hombre de naturaleza inocente y
autosuficiente, rodeado de enemigos sin piedad, se pre­
senta, a menudo, en un estilo frenético y tenso. En nin­
guna otra obra Rousseau fue víctima de una tensión psi­
cológica tan abrumadora. El estilo y el tono de los
Dialogues muestra que su autor no es el pacífico y simple
hombre de naturaleza que en ellos aparece, sino un ser
atormentado, desesperadamente ansioso por dominar las
contradicciones y los conflictos internos que le aquejan.
Sólo al final de la obra Rousseau puede afirmar que ha
encontrado cierto grado de paz interna al asumir una ac­
titud de resignación con respecto a su desesperada si­
tuación.
La prueba de que la relación de los Dialogues no le
tranquilizó se encuentra en los extraordinarios aconteci­
mientos que ocurrieron al finalizar la obra, y que el mis­
mo Rousseau ha narrado en la «Historia de la obra que
precede», anexa al texto principal. En un comienzo, bus­
caba desesperadamente a la persona adecuada en quien
depositar su manuscrito. Tras poner inicialmente sus es­
peranzas en el filósofo Condillac y en el joven inglés
Brooke Boothby, finalmente decidió confiar en Dios, y
depositar la obra en el altar mayor de la catedral de No-
tre Dame. El fracaso de esta tentativa le redujo a un
estado de pánico exacerbado, que trató de superar distri­
buyendo entre los viandantes un panfleto titulado: «A
cualquier francés que todavía ame la justicia y la ver­
dad». Finalmente, consiguió cierto grado de resignación
interna, cuando se planteó a sí mismo la pregunta vital:
«¿Acaso les preocupa la esencia de mi ser?» (I. 985).
Por un momento, logró desprenderse de la influencia
hostil de la opinión ajena y creer que el testimonio de
su conciencia tendría la fuerza suficiente para protegerlo
de las maquinaciones de sus enemigos y permitirle ser
insensible ante cualquier perjuicio que pretendieran in­
flingirle; por último, se convenció de que la imagen de
Jean-Jacques, que existía en la mente de otras personas,
no debía preocuparle, ya que ahora podía sentirse satis­
fecho consigo mismo.
Sin embargo, esta^actividad incesante de auto-contem­
plación no podrá ser acallada tan fácilmente. Tras es­
cribir los Dialogues, reincidió una etapa de actividad
literaria que produjo la obra inacabada Réveries du pro-
meneur solitaire. Es significativo que el primer párrafo de
la obra incluya la pregunta «¿Qué soy yo?» — lo que re­
sulta tanto más sorprendente si recordamos los cientos
de páginas que Rousseau había dedicado ya a responder­
la— . La redacción de las Confessions y los Dialogues
no había logrado calmar la continua y acuciante necesi­
dad de meditación y auto-análisis. Sin embargo, el estilo
de las Réveries refleja un cambio importante de énfasis:
Rousseau abandona cualquier intento de ofrecer una ima­
gen sistemática y completa de sí mismo; a partir de en­
tonces escribirá un «diario inconexo». Los «Paseos» que
componen las Réveries están escritos en forma de ensa­
yos motivados por alguna reflexión personal suscitada en
sus paseos solitarios. Sin duda, el antagonismo entre el
buen Jean-Jacques y sus perversos enemigos sigue siendo
el fundamento psicológico de sus observaciones, ya que
está excesivamente arraigado en su mente para conseguir
desprenderse de él; como queda claro, a partir de la se­
gunda frase del libro, con su referencia «al más socia­
ble y amable de los seres humanos» que «ha sido pros­
crito por un acuerdo unánime», los escritos personales
tratan de mantener incólume hasta el final la imagen de
un Rousseau bueno e inocente. El tema de la persecu­
ción ya no es tan obsesivo — a pesar de sus momentá­
neas manías motivadas por el recuerdo de sus enemigos
y de sus tretas «maquiavélicas« y «diabólicas» por me­
dio de las que pretenden «enterrarle vivo» como para
impedir explayarse sobre el aspecto más positivo de su
carácter e iniciar un análisis más profundo de su vida
interior. El diario puede ser inconexo, pero Rousseau
mantiene que no carecerá de precisión, ya que consistirá
en detalladas observaciones personales que serán tan fia­
bles como el registro científico de los cambios en la
presión barométrica; en él, tratará de guardar un «fiel
registro» de las «alteraciones de su alma y de sus
consecuencias», sin tratar de reducirlas a un sistema
(I. 1000).
Aunque la finalidad de este auto-análisis sigue siendo
aportar otro «monumento a su inocencia», su principal
destinatario ya no son otras personas, y aún menos sus
perseguidores, a los que ahora dice considerar como ob­
jetos inanimados o, utilizando su extraña expresión,
como «moles de materia sacudidas en forma diferente».
Todavía más importante es su propósito explícito de ig­
norar la suerte de su manuscrito; dejará de preocuparse
porque se lo roben o se lo censuren. «Liberado de la
ansiedad de la esperanza», ya no escribe más que para
sí mismo. «Aislado para el resto de mi vida, ya no en­
cuentro consuelo, esperanza y paz más que en mí mis­
mo; no deseo dedicarme más que a mí mismo»; a partir
de entonces, él «se alimentará de su propia substancia»
(I. 999). El acto de escribir está ahora indisolublemente
ligado a la experiencia personal y a la satisfacción que
obtiene «conversando con su propia alma»; cualquier
inferencia más amplia será puramente circunstancial. Sin
embargo, reconoce que puede esperar obtener algún be­
neficio moral de su auto-análisis. Su exclusión del con­
cepto de virtud no es tan rigurosa como en sus restantes
escritos personales; ahora va a emprender un estudio
«excepcional y práctico», de forma que un día pueda
abandonar esta vida, no siendo «mejor», sino más «vir­
tuoso» que cuando la emprendió (I. 1023); «nunca es
demasiado tarde para prepararse para el momento en que
tengamos que rendir cuentas de nosotros mismos», y
Rousseau confía «en corregir sus errores y reformar su
voluntad»; aprenderá a ser «sabio, sincero, modesto y
menos presuntuoso». Incluso en un momento determi­
nado llega a reconocer que puede haber sido culpable de
auto-engaño, y que es menos virtuoso de lo que había
supuesto; mantiene que un hombre que adopta el lema
Vitam impendere vero [«sacrificar la vida a la ver­
dad»] 1 no puede mentir bajo ningún concepto, ni tan
siquiera sobre la base de la debilidad. A partir de ahora,
tratará de evitar estos deslices morales.
Sin embargo, estas consideraciones morales tienen una
importancia mucho menor que otro propósito mucho más
firme: encontrar una forma de felicidad personal que le
dé ánimo para el resto de su vida. En este sentido, pue­
de ser útil considerar brevemente esta interpretación pe­
culiar de la felicidad a la luz de su concepción general
sobre el tema. Las Réveries, aunque menos sistemáticas
que sus otros escritos personales, destacan igualmente
la noción de felicidad como una experiencia personal in­
mediata y duradera; su problemática primordial sigue
siendo alcanzar una forma de vida que se adecúe al
«hombre de naturaleza» descrito en los Dialogues. Rous­
seau siempre creyó que la felicidad era inseparable de la
realidad de la experiencia inmediata y que, en su mani­
festación última, trascendía la reflexión y el lenguaje.
Al describir la felicidad que siente con Mme. de Warrens,
Rousseau declaró en las Confessions: «Pero ¿cómo ex­
plicar lo que no era dicho ni hecho, ni tan siquiera pen­
sado, sino que era sentido, sin mencionar ningún otro
objeto de mi felicidad más que este sentimiento?... La
felicidad me seguía por doquier; no se encontraba en
ningún objeto específico: estaba en todo mi ser y no
me abandonaba un solo instante» (I. 225). Ya en el se­
gundo Discours, Rousseau había descrito al hombre pri­
mitivo como un ser capaz de abandonarse totalmente
al «sentimiento inmediato de su existencia presente». En
cualquier caso, a este nivel rudimentario, la naturaleza
espontánea de la experiencia tiende a dar a la felicidad
la forma de un abandono pasivo a algún impulso instin­
tivo; incluso cuando hay una afirmación más positiva
del ser (como en determinadas formas de auto-preserva­
ción), sigue siendo un instinto ciego, desprovisto de ver­
dadera reflexión. Por tanto, el hombre primitivo no sabe
que es feliz; simplemente es feliz. Aunque su capacidad
potencial para la libertad y la perfección le diferencia
netamente de los animales, su vida sigue estando basada
en la satisfacción de las necesidades inmediatas.
Por otro lado, el individuo plenamente desarrollado
necesita una forma de felicidad mucho más elevada. Aun­
que todavía pretende mantenerse fiel a su propia natu­
raleza e identificarse con su ser inmediato, también sien­
te una profunda necesidad de establecer relaciones con
otra gente y con el mundo externo; hasta cierto punto,
debe proyectarse continuamente fuera de sí mismo; se
ve empujado hacia otros seres a causa de su incapacidad
de vivir exclusivamente de sus propios recursos internos.
Como señala Rousseau, la felicidad se origina en esta
debilidad. En las obras didácticas, este aspecto expansivo
de la personalidad humana está relacionado, como hemos
visto, con una concepción de la vida basada en el prin­
cipio del orden; el ser del hombre sabio y virtuoso refle­
ja el principio moral discernible en el esquema general
de las cosas, de forma que la virtud conseguida por me­
dio del ejercicio de la voluntad contribuye a que el in­
dividuo asuma su lugar en el orden universal. Sin em­
bargo, en términos prácticos, esto implica ciertas restric­
ciones en las emociones y la sensibilidad, ya que se puede
llegar a exigir al individuo que sacrifique su satisfac­
ción inmediata en favor del bien general.
Sin embargo, Rousseau no podía llegar a superar to­
talmente su impresión de que la virtud era, hasta cierto
punto, una necesidad lamentable, más que una fuente
positiva de felicidad: una secuela desafortunada de la
necesidad del hombre a aceptar las limitaciones de la
vida social. Cuando Rousseau, en su propia vida perso­
nal, se sintió marginado del resto de la comunidad, acep­
tó de buen grado la idea de que la felicidad verdadera
consistía en el goce inmediato de sus sentimientos inhibi­
dos. Esta experiencia personal no podía quedar satisfecha
con la simple contemplación de la naturaleza física o con
las limitaciones impuestas sobre ella por tal actitud:
Rousseau sentía una poderosa necesidad de identificarse
con el sistema universal de forma intensa y positiva. Ya
hemos tenido ocasión de considerar cómo sus sentimien­
tos hacia la naturaleza le llevaban a plantearse el origen
espiritual del mundo físico; la belleza de la creación le
inundaba de un sentimiento embelesado de asombro y
admiración al tiempo que le llevaba a desear sentirse más
próximo de ella.
Pero este movimiento expansivo hacia la esencia es­
piritual del universo divino despertaba intensos senti­
mientos religiosos que se concretaban en un ansia de
infinito. Este deseo de perfección, juzgado según los ha­
remos humanos, sólo parecía capaz de una expresión ne­
gativa y era susceptible de producir una sensación de
vacío interno en presencia de lo que trascendía la expe­
riencia del hombre. Tal anhelo de infinito queda bien
patente en la famosa tercera carta a Malhesherbes. En
ella, Rousseau describe un día aparentemente perfecto de
su vida — un día en el que, libre de las preocupaciones
mundanas, disfrutó de una soledad beatífica en medio de
la Natauraleza—. Su mayor placer, declara Rousseau, es
estar sólo «con el conjunto de la naturaleza y con su in­
concebible creador» (I. 1130). Sin embargo, a pesar de
la felicidad que sentía explorando la Naturaleza en toda
su belleza, su imaginación no podía quedar satisfecha
con ella tal como se presentaba: sentía una acuciante ne­
cesidad de «poblarla con seres emanados de su corazón».
La Naturaleza se convirtió en morada de «una sociedad
encantadora, de la que no dejaba de sentirse merecedo­
ra». «Creé una Edad de Oro de acuerdo con mi fanta­
sía.» Los recuerdos del pasado feliz, y los sueños de un
perfecto deleite eran los fundamentos de esta existencia
paradisíaca que rellenaba los espacios vacíos del mundo
real. De todas formas, Rousseau era consciente de lo
inapropiado de sus sentimientos escapistas. «En medio
de todo esto, admito que el vado de mis sueños apare­
cía a veces y entristeció súbitamente mi alma». Y prosi­
gue: «Aunque todos mis sueños se hubieran convertido
en realidad, no me sentiría satisfecho: había imaginado,
soñado y deseado otros nuevos. Sentía en mí un vacío
inexplicable que nada podía llenar; un cierto anhelo del
corazón hada otras formas de placer que desconocía y
de las que, sin embargo, sentía necesidad». (I. 1140).
Rousseau tiene buen cuidado en añadir que este ansia
de algo inalcanzable no era una experiencia dolorosa, ya
que incluía «un sentimiento muy vivo y una tristeza fas­
cinante que no me gustaría desconocer». Al tiempo, se
sentía transportado más allá de las fronteras del lengua­
je y la reflexión hacia la contemplación de «todos los
seres de la Naturaleza, el sistema universal de las cosas
y el Ser incomprensible que abarca todo». Lo mismo que
se había negado a quedar satisfecho con los sueños de
su mundo interior, tampoco era capaz ahora de limitar­
se al mundo físico, por muy atractivo que éste fuera.
«Me ahogaba en el universo, me habría gustado elevar­
me al infinito.» Este estado de ánimo culminó en una
actitud de adoración silenciosa ante la majestad de Dios
y de su creación. «En la excitación de su éxtasis», no
pudo hacer más que exclamar: « ¡Oh ser Divino! ¡Oh
ser Divino!»
Puesto que el ansia insatisfecha culminó en un deleite
arrebatador, Jean-Jacques consideraba que días como éste
constituían «la verdadera felicidad de su vida, una feli­
cidad sin amargura ni tedio, sin añoranzas, a la que
gustosamente habría reducido la felicidad de toda mi
vida» (I. 1142). De hecho, en tales circunstancias llega­
ba a entrever el significado de la eternidad, ya que no
creía que ni siquiera «los entes celestiales» pudieran go­
zar de «contemplaciones más embelesadoras».
Rousseau ya había señalado en el Émile, a un nivel
psicológico más limitado, las implicaciones negativas y
subjetivas que tiene para el hombre la experiencia de la
perfección, bien sea del amor o de la belleza. La acti­
vidad de su imaginación le lleva más allá de los confines
de la realidad finita, hacia un mundo casi inalcanzable,
pero encantador, de perfecta plenitud. Sin embargo, este
mundo sigue siendo tenebroso e insustancial porque el
objeto de las aspiraciones del hombre es embellecido
por sus propios sueños y aspiraciones. Así, «nada es bello
salvo lo que no es» (IV. 821; II. 693). A veces, el en­
tusiasmo del amor perfecto puede ser animado por un
objeto meramente quimérico «que existe en la imagina­
ción». «En el amor todo es ilusión y su única realidad
consiste en el sentimiento que lo inspira» (IV. 743).
Los instantes de plena felicidad del hombre están cons­
tantemente amenazados por la renovación de su deseo de
perfección infinita y por el ansia de un ideal inalcanzable.
Julie, en la Nouvelle Hélóise, deja esto bien claro. Por
un momento, parece que su existencia ha alcanzado ple­
na satisfacción; experimenta todos los aspectos de la
concepción ideal que Rousseau tiene de la felicidad: la
plenitud, la absoluta interior unidad, la intimidad cam-
partida, la relación armoniosa y expansiva con el entorno
inmediato, y la realización espontánea de todos los de­
seos posibles, en una experiencia que es potente e in­
mediata.
Me siento rodeado de todo lo que me interesa, todo el universo
está presente para mi; gozo a la vez del apego que siento hacia
mis amigos, del que ellos sienten hacia mf, y del que los unos
sienten hacia los otros... no uso nada que no potencie mi ser, nada
que lo divida; mi ser está en todo lo que me rodea, no hay nada
distanciado de mi; mi imaginación ya no tiene nada que hacer,
yo no tengo nada que desear; sentir, gozar, son para mí la mis­
ma cosa; vivo simultáneamente en todo lo que yo amo, me siento
lleno de felicidad y de vida» (11. 689).

Sin embargo, a continuación se ve obligada a admitir


que esta experiencia no le puede dar una satisfacción
completa, y a la descripción de la felicidad perfecta le
sucede una sorprendente invocación de la muerte: « ¡Oh
muerte, ven cuando desees! ¡Ya no te temo! » Todavía
más sorprendente es su afirmación en el mismo momen­
to en que su felicidád parece ser completa: « ¡La felici­
dad me hastía!» En su interior siente un «hueco inexpli­
cable» y un sorprendente «vado del alma». La satisfac­
ción del deseo parece no haber provocado más que la
destrucción de la felicidad. Es como si a la consecución
de un propósito determinado le sucediera inmediatamen­
te un sentimiento de insatisfacción, y la necesidad de
sustituirlo por la consecución de uno nuevo. Como seña­
la Julie, lo que constituye el sentido último de la vida
es el esfuerzo constante, pero vano, de satisfacer esta
carencia:
¡Desgraciado aquel que ya no desea nada! Ha perdido, en cierto
modo, todo lo que poseía. Se goza en menor medida de lo que
ya se posee que de lo que se espera poseer, y sólo se es feliz
antes de alcanzar la felicidad. La ilusión cesa en el momento en
que comienza el disfrute. El pais de las quimeras es el único
digno de ser habitado en este mundo, y la insignificancia de las
cosas humanas es tal que, aparte del Ser que existe por si solo,
no hay nada bello salvo lo que no es (II. 693).

Este dilema encuentra una respuesta religiosa en La


Nouvelle Hélóise, al morir Julie y encontrar la felicidad
absoluta en la vida eterna. La experiencia ocasional de
un «vacío inexplicable» no le plantea a Rousseau, por
tanto, un conflicto permanente, ya que tales momentos
quedan absorvidos en un estado de ánimo religioso más
fundamental. En última instancia, el deseo de plenitud
inmediata y de integridad personal absoluta es más fuer­
te que el ansia de perfección infinita. Conviene señalar
también que el poder de los sentimientos espontáneos y
la realidad de la experiencia personal, incluso cuando
asumen una forma específicamente religiosa, mantienen
sus características humanas esenciales, en la medida en
que todavía expresan el deseo de integridad y plenitud
perfecta. En cierto sentido, Julie acoge la muerte como
un simple preludio de la felicidad absoluta y pura en lt>
otra vida; como hemos visto, también el Vicario relacio­
na esta esperanza de inmortalidad con sus sueños de ple­
nitud personal. Independientemente de la forma concreta
en que expresa su ansia de felicidad, Rousseau destaca
siempre la idea de una plenitud inmediata y absoluta.
Este ansia de felicidad inmediata no resulta sorpren­
dente a la vista de las tensiones psicológicas que motiva­
ron a Rousseau a redactar sus escritos personales, ya que
no cejaba por un momento de buscar la paz y la unidad
interiores más que la prolongación indefinida de sus sue­
ños. Esto no sólo es evidente en el retrato del hombre
de naturaleza que nos ofrecen los Dialogues, sino que el
mismo tema reaparece con gran nitidez en su última
obra, en la que expone sus deseos de ser «plenamente
él mismo, sin diversificación, sin obstáculos..., de ser
lo que la Naturaleza ha establecido» (I. 1002). La verda­
dera existencia personal consiste en la experiencia de la
plenitud, en la condición de un ser que no está lleno más
que de sí mismo.
En el famoso quinto «Paseo» es donde Rousseau ofre­
ce su descripción más elaborada del «puro sentimiento de
la existencia». En cuanto experiencia absoluta, este sen­
timiento rebasa la conciencia normal del tiempo y del
espacio. Tras describir la situación del hombre como una
víctima del tiempo y como un ser atormentado por la
añoranza del pasado, o por la ansiedad hacia el futuro
— como un ser que se encuentra «detrás» o «delante» de
sí mismo— Rousseau hace una exposición de la ensoña­
ción perfecta:
Sí existe un estado en que el alma encuentre un soporte lo sufi­
cientemente sólido para descansar enteramente en él y reconfortar
todo su ser, sin necesidad de recurrir al pasado o de anticipar el
futuro; en donde el tiempo no signifique nada, en donde el pre­
sente sea continuo sin límite de duración y sin trazo alguno de
sucesión, en donde no exista otro sentimiento de privación o de
goce, de placer o de dolor, de deseo o de temor, que el de
nuestra existencia; y si este sentimiento puede por s( solo
satisfacer al alma, entonces, en la medida en que este estado
persista, aquel que se halle en él podrá llamarte feliz, no con
una felicidad imperfecta, pobre y relativa, sino con una felicidad
suficiente, perfecta y plena, que no deje en el alma vado alguno
que sienta la necesidad de llenar (I. 1046).

A continuación, dice que en tales circunstancias uno


no goza de
nada externo a uno mismo, de nada que no sea él mismo y su
propia existencia; en la medida en que persiste este estado de
ánimo, uno se basta a sí mismo al igual que Dios. El sentimiento
de la existencia despojado de cualquier otro afecto es, por sí
mismo, un sentimiento precioso de satisfacción y paz que bastaría
por sí solo para hacer que esta existencia fuera querida y dulce
para el hombre que supiera alejar de sí todas las sensaciones
sensuales y mundanas que vienen continuamente a distraernos y
a enturbiar la dulzura que encontramos aquí abajo (I. 1047).
t

Las principales características de este estado de ánimo


son, en primer lugar, su integridad y autosuficiencia. El
hombre encuentra en la ensoñación la satisfacción y la
seguridad absoluta, sin necesidad de rebasar la experien­
cia inmediata. En ella, se superan las divisiones tempora­
les normales, ya que no existe conciencia del pasado o
del futuro; el yo se identifica con cierta forma de pre­
sente eterno, que excluye cualquier inquieta preocupación
por el paso del tiempo. En lugar del tiempo, sería más
adecuado hablar de la «duración», ya que es un tipo de
experiencia totalizante, sin ninguna de las características
efímeras del tiempo cotidiano. Además, carece de las li­
mitaciones psicológicas de la experiencia temporal nor­
mal, que se concreta en la esperanza; la ansiedad o el
pesar, y que para la mayoría de los hombres incluye la
necesidad de superar algún tipo de deficiencia interior o
sentimiento de insuficiencia. El estado de ensoñación no
conoce tales limitaciones, porque no tiene objeto fuera
de sí mismo, sino que es «suficiente, perfecto y pleno».
Difiere de la experiencia normal en qué no implica el
goce de nada externo a uno mismo; el sentimiento de la
existencia personal inmediata constituye su única felici­
dad. Esta es la razón por la que, en cierto sentido, goza
de la autosuficiencia privilegiada del ser divino, el único
ser que existe por sí mismo.
Pero no puede decirse que esta experiencia sea místi­
ca en sentido religioso literal. Cuando Rousseau afirma
que «uno es autosuficiente como Dios», está utilizando
simplemente una analogía muy poderosa. El yo logra
repentinamente un reflejo efímero de la cualidad esencial
del ser divino; no se identifica con Dios, porque está
absorto en sí mismo. Tampoco el «misticismo natural»,
que a veces se atribuye a Rousseau, es una manifestación
genuina de esta experiencia. Es sólo el aspecto sensitivo
del yo que vibra pausadamente, al ritmo de la naturale­
za; mientras Rousseau está sentado a la orilla del lago
de Bienne, sus sentidos están «absortos» por el «movi­
miento uniforme y pausado» de las aguas; este agradable
ensimismamiento de los sentidos no es más que un pre­
ludio de la liberación de su yo más elevado para el goce
de su propia existencia. El mismo proceso tiene lugar
respecto a los sentidos y la reflexión: no se permite al
corazón y a la mente que caigan en un sopor absoluto,
ya que esta no Haría más que anular la actividad de la
conciencia. Las emociones están sometidas a un estado
de «agitación» moderado; simplemente responden al
«flujo y reflujo» del agua. De la misma forma, sin some­
terse al esfuerzo de pensar, la mente se deja llevar por
algunos pensamientos superficiales; por ejemplo, el agua
ondulada suscita breves reflexiones acerca de la inesta­
bilidad del mundo. Sin embargo, estas reacciones no son
importantes en sí mismas, sino principalmente como un
medio para crear las condiciones que, finalmente, permi­
tirán que la reflexión personal actúe en completa paz y
tranquilidad.
Probablemente, la perfección de esta experiencia es,
en parte, deudora de la actividad creativa de la memoria
y la imaginación de Rousseau, ya que el estado original
de ensoñación bien pudo ser menos exaltado de lo que
sugiere esta descripción. (La narración de este mismo
episodio en las Confessions es mucho más realista que
la ofrecida en el quinto Paseo.) Incluso en este caso, la
descripción posterior es plenamente coherente con la
profunda necesidad que Rousseau siente de superar las
limitaciones de la experiencia ordinaria temporal y psico­
lógica; Rousseau aspira a identificarse plenamente con
un presente que tenga toda la plenitud y ninguna de las
imperfecciones de la vida cotidiana.
Esta misma preocupación fundamental se manifiesta
también en la descripción de otra disposición especial de
ánimo recogida en la misma obra. En el segundo Paseo,
cuenta Rousseau cómo cayó inconsciente, golpeado por
un perro grande, y cómo, al recuperar los sentidos, su
percepción normal del tiempo y del espado fue súbita­
mente reemplazada por un estado de condenda que ex­
cluía cualquier sensadón de dolor (aunque había sido he­
rido gravemente) y el sentido de identidad personal.
Estaba «plenamente entregado al momento presente».
Todas las sensaciones normales de dolor, temor o ansie­
dad estaban ausentes; no sabía quién era o dónde se
encontraba. Sentía una «calma beatífica» distinta de cual­
quier percepción experimentada en el «ejercido de los
placeres conoddos». Sin embargo, a diferencia de otros
estados de ensoñación, esta identificadón total con el
momento presente estaba acompañada por una pérdida,
igualmente notable, de la percepdón normal del espado:
«Pareda como si llenara con nú liviana existenda todos
los objetos que percibía» (I. 1005). La distindón entre
el yo y el no-yo estaba plenamente abolida.
El episodio con el perro también plantea otro aspecto
de la peculiar fascinación de esta experienda para Rous­
seau. El sentimiento de la inmediatez absoluta, de la
total identificación con el momento presente le llevaba
a imaginarse nadendo de nuevo. «Nada en ese instante
a la vida» (I. 1005). De esta forma, podía rechazar de
su existenda todos los pensamientos de culpa e incapad-
dad; comenzaba a vivir de nuevo, y redescubría la ino-
cenda pura de volver a nacer. Este deseo le había pre­
ocupado continuamente en sus primeros años, y se había
manifestado de distintas formas simbólicas: por ejemplo,
en su predilección por el otoño y la primavera, estado-
nes d d año en que el tiempo y la Naturaleza se renuevan.
Al sentirse en un comienzo absoluto, podía hacer des­
aparecer de su mente todos los pensamientos que le cau­
saban desasosiego; por fin, había encontrado refugio en
un mundo del que incluso los perseguidores perversos
quedaban excluidos.
En cualquier caso, Rousseau era consciente del carác­
ter precario de estas experiendas. Un estado de felicidad
de este tipo, al ser altamente personal, necesitaba de un
soporte objetivo que le diera estabilidad y permanencia.
Desgradadamente para Rousseau, el prindpio del orden,
que desempeñaba un papel tan prominente en su sistema
filosófico, no era adecuado a esta situación personal, por­
que permanecía demasiado distanciado de la experiencia
inmediata para aportar un fundamento suficiente para su
vida cotidiana. Además, su decadencia física le impedía
seguir identificándose de forma arrebatadora con el or­
den de la naturaleza física y con el espíritu del sistema
universal. Puesto que también estaba excluido de la par­
ticipación en cualquier forma de sociedad humana, como
consecuencia de la hostilidad universal, el único orden
al que entonces tenía acceso era de carácter espiritual.
Pero incluso este orden espiritual sólo podía ser disfru­
tado in mente, en cuanto existente en el otro mundo:
era un objeto de esperanza y espectación más que de
experiencia inmediata. Por lo tanto, estaba forzado a bus­
car otra base para su felicidad, una base que fuera ob­
jetiva y al tiempo formara parte de su propio ser. Le
hacía falta algo más perdurable que los recuerdos y fan­
tasías transitorias de sus ensoñaciones, y al tiempo, más
personal que la simple materialidad de los objetos fí­
sicos.
Durante cierto tiempo, Rousseau confió en que las
Réveries, que entonces estaba escribiendo, le ayudarían
a superar la fosa que separaba el mundo interior y el
mundo exterior. Para un hombre que aspiraba a alcanzar
la felicidad a partir de sus propios recursos, una obra
literaria de naturaleza estrictamente personal podía per­
mitirle alcanzar un cierto grado de independencia y auto­
suficiencia, ya que, al dialogar ron su propia alma, sería
a la vez el sujeto y el objeto, el autor y la palabra escri­
ta; el acto de escribir y la cuidadosa lectura posterior de
sus propias palabras aumentaría su felicidad al dejarle
sentir que estaba expresando y contemplando su propio
ser —un ser al que se le confería un soporte objetivo
por medio del instrumento del lenguaje— . Confiaba así
en descubrir que la lectura de sus propias palabras no
sólo reviviría el placer que sentía al escribirlas, sino que
también le permitiría sentir que, en cierto sentido, esta­
ba en comunicación con su propio ser interno. «Su lee-
tura me recordará el placer que siento al escribirlas, y al
revivir el tiempo pasado para mi, la vida se duplicará
en cierto sentido. Sabré todavía, a pesar de los hombres,
gozar de la sociedad, y viviré decrépito conmigo mismo
en otra época, como viviría con un amigo más jo­
ven» (I. 1001).
A pesar de estas esperanzas iniciales, Rousseau pronto
se dio cuenta de que sus palabras, una vez escritas, per­
dían su viveza y dejaban de formar parte de su substan­
cia vital. La actividad literaria, para poseer un significado
real, no sólo tendría que renovarse continuamente, sino
que también debería limitarse al recuerdo de la felicidad
pasada. Desgraciadamente, el acto de reflexión personal
que consolaba a Rousseau era también causa de tormen­
to, ya que le hacía revivir sentimientos de culpabilidad
e indignidad a la vez que otros de feliz plenitud. Al co­
menzar su séptimo Pasco, ya estaba pensando en aban­
donar el proyecto. Había descubierto que otro entreteni­
miento, la botánica, podía satisfacerle en mayor medida;
no sólo sustituía el instrumento impersonal de la palabra
escrita por los objetos animados de la Naturaleza, sino
que también le libraba de la necesidad de la reflexión
permitiéndole «soñar tranquilamente» y dejar que su
imaginación siguiera su inclinación natural; a veces, «flo­
taba en el universo con las alas de la imaginación, en un
éxtasis que sobrepasaba cualquier otro placer». Con el
fin de dar permanencia y objetividad a este inocente pa­
satiempo, Rousseau se propuso construir un herbolario
que tendría la misma función de sus escritos: servir de
diario de sus paseos. «Este herbolario es para mí un dia­
rio de mi actividad botánica que me lleva, una vez más, a
emprender los paseos con una ilusión renovada, y que
produce el efecto de unas lentes que, de nuevo, los re­
producen ante mis ojos» (I. 1073). Puesto que la bo­
tánica implica la exploración de aspectos minuciosos del
mundo natural, no suscita las profundas emociones aso­
ciadas a la contemplación del sistema universal de la
naturaleza en masse. El herbolario le permitió una satis­
facción más sosegada y permanente; como representaba
la cristalización de los recuerdos y los restos recogidos
en sus paseos por paisajes de belleza natural, le permitía
revivir, a voluntad, los placeres del pasado, a través de
la simple contemplación de sus especímenes botánicos.
Un atractivo personal de este nuevo entretenimiento con­
sistía en que con él podía abandonarse al sentimien­
to de su inocencia; era una actividad inmediata que
le recordaba sus «placeres inocentes* y le permitía dis­
frutar de ellos una vez más; ante la naturaleza física
se sentía libre de pensamientos angustiosos y se aferraba
a la idea de su bondad e inocencia. Sin duda, el herbo­
lario también tenía sus limitaciones, puesto que las plan­
tas y las flores que coleccionaba pronto se convertían en
especímenes muertos y pasaban a ser meros objetos de
contemplación. En cualquier caso, .el herbolario podía
ser renovado y ampliado continuamente por medio de
nuevos contactos con la naturaleza animada. Aún más im­
portante es el hecho de que sus incursiones botánicas le
ayudaron por fin a superar sus tensiones internas y a
llenar el vado que mediaba entre él y el mundo externo.
En vista de esto, está quizá justificado que las Réve-
ries quedaran inconclusas. Rousseau dejó de trabajar en
ellas pocas semanas antes de morir. Es imposible saber
si se trató de un acto deliberado de renuncia o de un
abandono simplemente accidental de su actividad litera­
ria. La prioridad concedida a la botánica sobre la litera­
tura en el séptimo «Paseo» parece indicar que Rousseau,
al final de su vida, había decidido sustituir la reflexión
angustiosa por la realidad de su experiencia inmediata.
El punto de partida del pensamiento de Rousseau fue
una crítica muy radical de la civilización contemporá­
nea: ponía en entredicho algunos de los presupuestos
básicos de una época que se enorgullece de su «filoso­
fía», es decir, de su concepción racional e ilustrada del
puesto del hombre en el mundo. En vez de considerar a
la cultura moderna como la culminación de un largo pro­
ceso que había llevado a la Humanidad de las tinieblas
a la luz, Rousseau la veía como una muestra inequívoca
de corrupción: el desarrollo intelectual había estado
acompañado por la decadencia moral. En opinión de
Rousseau, los fundamentos de la sociedad estaban sien­
do minados por falsos valores. Aunque algunos philoso-
pbes como Voltaire y Diderot atacaron con dureza las
injusticias sociales de su época, su preocupación primor­
dial consistía en extirpar determinados males y no en
alterar los fundamentos del orden social existente. Al
ser más general la crítica de la sociedad formulada por
Rousseau, era también más radical: creía que como los
mismos fundamentos de la vida social y política estaban
corrompidos, era necesario desenmascarar la notoria in­
adecuación de las actitudes que se sustentaban en la opi­
nión y el prejuicio más que en principios morales y ra­
cionales; las leyes, por ejemplo, sólo servían para ayudar
a los poderosos y ricos (rente a los pobres y débiles;
las instituciones religiosas eran, ante todo, una fuente
de intolerancia y disensión; el sistema educativo mo­
derno no producía más que seres artificiales y distorsio­
nados, que guardaban poca semejanza con el verdadero
hombre.
Rousseau no se satisfizo criticando los males existen­
tes: Émile y el Contrat Social son prueba de la seriedad
de sus esfuerzos para encontrar soluciones válidas. Gimo
se trataba de establecer principios fundamentales y no de
considerar cuestiones meramente superficiales, su princi­
pal tarea consistió en analizar la naturaleza del hombre
y su puesto en el «orden de cosas»; Rousseau no dudó
en denominarse «el retratista de la Naturaleza» y el «his­
toriador del corazón humano». Sus ideas constructivas
se basaban en un presupuesto compartido por la mayoría
de sus contemporáneos: la existencia de una naturaleza
humana universal, de una esencia específica del hombre.
Pero difería de otros pensadores en su interpretación
de esa esencia, y en el método a seguir para conocerla.
Su rechazo de los métodos filosóficos tradicionales le
llevó a adoptar un nuevo enfoque de la naturaleza hu­
mana. Puesto que la historia era la narración de la deca­
dencia del hombre, y el estado actual del mundo era la
consecuencia de su degradación, no se podía llegar a en­
tender el significado del ser humano adoptando un aná­
lisis metafísico o empírico de la situación histórica, ya
que tal enfoque sería demasiado abstracto o demasiado
limitado para describir los principios fundamentales que
se encuentran en la base de la existencia humana. No se
podía alcanzar la verdad de esta forma, porque los mis­
mos instrumentos con que se contaba para hacerlo —la
razón y las otras facultades humanas relacionadas con
ella —habían sido corrompidas por la influencia de la so­
ciedad. Por lo tanto, Rousseau no tenía un «método filo­
sófico» en el sentido estricto del término, ya que no
elaboró una argumentación compleja a partir de algunos
presupuestos intelectuales claramente definidos. Su pri­
mera obra, lejos de ser un simple ejercicio filosófico, es­
taba inspirada por una súbita «iluminación» que repre­
sentaba la cristalización de convicciones profundamente
sentidas, más que de ideas claramente expuestas. Su aver­
sión hacia la sociedad y la cultura contemporáneas, ba­
sada en una serie de motivos personales y generales, le
impulsó (según su frase favorita) a «retirarse en sí mis­
mo» y a buscar «los principios eternos grabados en el
fondo de su corazón con caracteres indelebles».
Tan pronto como quedaron firmemente establecidos
estos principios, aprehendidos intuitivamente, Rousseau
creyó que era posible extraer de ellos algunas conclusio­
nes detalladas sobre la condición humana. Incluso, si era
necesario, estaba dispuesto a someterlos al análisis inte­
lectual y a exponerlos con un lenguaje técnico, como
de hecho ocurre en el Contrat social. Aunque el origen
de sus ideas pudiera encontrarse siempre en su ser ínti­
mo, y aunque se negase a deslindar las dos cuestiones:
¿Qué es la verdad? y ¿qué soy yo?, no creía que el
origen personal de la verdad condujera al puro subjetivis­
mo, puesto que la vida del individuo estaba ligada con
la de otras personas. £1 vicario de Saboya, tras buscar
la verdad en sí mismo, animaba a su joven amigo a con­
sultar su propio corazón, porque en él descubriría princi­
pios válidos para todos los hombres: el individuo que
aprendiera a conocerse a sí mismo, también aprendería
a conocer la naturaleza humana. Además, a pesár de su
rechazo de la filosofía contemporánea, los esfuerzos ini­
ciales de Rousseau por elaborar un «compendio de
ideas», muestran su voluntad de relacionar sus principios
con un contexto cultural mucho más amplio que el de
su perspectiva personal; reconocía que el aspirante a la
verdad más sincero y dispuesto tenía que escudriñar las
ideas de otros pensadores para poder desarrollar y cla­
rificar las implicaciones universales de sus propias con­
vicciones.
A pesar del origen personal de las ideas de Rousseau,
en su pensamiento se encuentra — como han señalado
algunos críticos anteriores— un elemento marcadamente
platónico. Si negó la posibilidad de llegar a conocer el
sentido último de las cosas, empleando únicamente la
razón, aún creía que el hombre podía lograr cierta com­
prensión de los misterios de la Creación, si reaccionaba
ante ésta con todo su ser; tal actitud le permitiría des­
cubrir una estrecha afinidad espiritual entre el orden uni­
versal y su propia existencia personal. Aunque cualquier
intento puramente racional para explicar el significado de
esta relación estaba destinado al fracaso, Rousseau re­
conocía que era válido tratar de darle algún tipo de ex­
presión sistemática; sin embargo, siempre mantuvo que
la filosofía formal debía basarse en las necesidades hu­
manas más que en la pura necesidad intelectual. Era
esencial que el pensador se concentrara en lo que a él le
«interesaba» y en «lo que para él era importante co­
nocer».
Aunque las obras didácticas muestran que Rousseau
no eludió las implicaciones metafísicas más amplias de
sus creencias, o su enunciación sistemática, su preocupa­
ción principa fue siempre la naturaleza del hombre. Sin
duda, la naturaleza humana es incomprensible si se la
considera con independencia del lugar que ocupa en el
orden universal, pero la actitud de los hombres hacia
este orden es también inseparable de sus propias necesi­
dades como ser libre. Esto significa que la naturaleza
humana, a pesar de su dependencia del orden natural,
mantiene sus propias características únicas. El hombre
no es un ser simplemente estático que obedece leyes in­
mutables, como ocurre en el mundo físico, ya que él es­
coge el significado y el sentido de su vida; su libertad
es su atributo distintivo. Si su condición actual de infe­
licidad es consecuencia del mal uso de su libertad, toda­
vía puede rectificar los errores del pasado; como es libre,
vive en el reino de la posibilidad, tanto como en el reino
de la realidad. Simultáneamente, las posibilidades que se
le ofrecen no son arbitrarias o confusas, puesto que exis­
te una «naturaleza» universal capaz de guiarle en sus
decisiones. £1 pensamiento de Rousseau trata, por tanto,
de reconciliar el ejercicio legítimo de la libertad con las
exigencias válidas del orden.
Si el planteamiento de Rousseau de este problema le
lleva a ofrecer una imagen de lo que el hombre puede
llegar a ser, no por ello describe su condición futura
como una simple utopía, sino como la extensión y ex­
pansión de su ser original: el ideal se encuentra siem­
pre dentro de los límites de lo posible. Por consiguiente,
la realidad de la existencia inmediata queda transfigurada
por el ideal al que aspira, al tiempo que permanece fiel
a su ser intrínseco. Sin embargo, esto quiere decir que
el hábito de Rousseau de interpretar la existencia hu­
mana en relación con sus posibilidades ideales, excluye
cualquier interés serio en el análisis de los hechos en sí
mismos; el significado de lo que existe debe relacionarse
con lo que puede llegar a ser. En su amplio contexto
metafísico, esta perspectiva no plantea problemas a Rous­
seau, puesto que su concepción del hombre en cuanto
ser que evoluciona es perfectamente compatible con la
idea de una naturaleza bien ordenada en la que todas las
cosas tienen un lugar designado; catie pensar que cada
áspecto de la naturaleza humana tiene su perfección es­
pecífica, su propia forma de alcanzar la plena realización
y, a pesar de esto, reconocer que cada etapa particular
de la existencia también tiene que estar ligada con un
modo de ser todavía superior y, en última instancia, con
la perfección del sistema universal.
En el sentido más general del término, la «naturale­
za», al igual que el orden universal, constituye una rea­
lidad que ya existe, mientras la perfección del hombre en
el mundo actual no es más que una posibilidad de su
existencia. De todas formas, la «naturaleza» universal
también tiene un aspecto ideal en la medida en que, hasta
el momento, no se tiene un conocimiento adecuado de
ella; para la mayoría de los hombres, que son miembros
de una sociedad imperfecta, debe significar la meta ra­
cional y espiritual de sus aspiraciones, más que el objeto
de su experiencia inmediata. Simultáneamente, la bús­
queda de realización por parte del hombre no puede ig­
norar su dependencia de sus órdenes físicos y psicoló­
gicos, o su «naturaleza», en un sentido más estricto. Por
lo tanto, la «naturaleza» tiene una vertiente estática y otra
dinámica, una vertiente fáctica y otra ideal. Los lectores
incautos pueden ser inducidos a error por la costumbre
de Rousseau de emplear el mismo término para describir
los aspectos fundamentales de un fenómeno, así como
sus posibilidades intrínsecas. Pero es probablemente esta
fusión de elementos realista e idealistas lo que confiere
una connotación específica a su filosofía.
Aunque Rousseau es plenamente consciente de las li­
mitaciones y dificultades del ansia de perfección absolu­
ta, a veces está tan plenamente cautivado por su ideal
que subestima las dificultades y piensa que ya se ha con­
seguido la perfección. Aunque sabe que en el estado
actual de cosas la vida es imposible sin el soporte de la
virtud, le gusta pensar en la felicidad como un estado
en que el hombre se abandona sin esfuerzo a las poten­
cialidades innatas de su bondad; el verdadero hombre
feliz tiene un sentido abrumador de la armonía y pleni­
tud personal, y está completamente identificado con «el
sentimiento de su existencia». Sin embargo, aunque Rous­
seau incurre ocasionalmente en este sueño de perfección
estática, no llega a cegarle respecto a las implicaciones
prácticas de sus ideas al problema de darlas expresión
efectiva en el mundo real. Por ejemplo, es interesante
observar cómo en las últimas páginas del Émile muestra
una curiosa fusión de idealismo y realidad: «la edad de
oro» y «el paraíso terrenal» de la perfecta plenitud, apa­
recen evocados en términos idílicos, al tiempo que reco­
noce que el amor de los hombres hacia este ideal no es
todavía suficientemente fuerte para convertirlo en reali­
dad. Por lo tanto, Émile se ve forzado a abandonar su idi­
lio rural para servir a su país« en la honorable función de
ciudadano». Aunque el hombre ha sido creado para ser
feliz, «el sentimiento de felicidad le ahoga, y él no tiene
suficiente fuerza para soportarlo»; necesita la virtud para
poder adaptarse a la realidad de su situación inmedia­
ta (Cf. IV. 859-60).
Rousseau reconocía, por tanto, que el atractivo ideal
de plena auto-realización no podía soslayar la necesidad
humana de vivir en una sociedad organizada. Sin duda,
la libertad es un atributo único y precioso, ya que sólo
ella posibilita la plenitud de la existencia personal, pero
tiene que asumir las implicaciones prácticas de la inte­
gración del hombre en la sociedad. Lo mismo que el
hombre primitivo tiene que respetar las leyes de la Na­
turaleza, el ciudadano tiene que reconocer la interdepen­
dencia de la libertad y el orden político: sin la ley no
puede haber igualdad de derecho, y sin igualdad de de­
recho no puede existir verdadera libertad política. En
cualquier caso, no se puede entender la ley como algo
que existe por sí sólo, como las leyes de la Naturaleza,
puesto que es un logro específicamente humano el resul­
tado consciente de la decisión de los hombres de vivir
en comunidad de acuerdo con la justicia y la equidad.
Por lo tanto, es necesario combinar un fuerte sentido de la
responsabilidad personal con la aceptación de principios
válidos para todos los miembros de la comunidad. Si las
leyes de una sólida constitución política garantizan los
derechos de cada ciudadano y le protegen de la opresión
y de la explotación, también dependen de su integridad
moral y de su voluntad de situar a la virtud por encima
de sus intereses egoístas; sólo el hombre que ha apren­
dido a ser «dueño de sí mismo» será un miembro valioso
y responsable de la sociedad.
Aunque Rousseau ocasionalmente se complace en su
sueño de perfección conquistada espontáneamente, su
realismo le empuja a menudo en la dirección, completa­
mente opuesta, de un conservadurismo apocado. El ar­
diente defensor de la «religión natural», con su explícito
rechazo de la ortodoxia y la revelación, está dispuesto a
permitir que el gobernante del Estado determine el ca­
rácter preciso del culto nacional y exija a los ciudadanos
su obediencia al mismo; el propagador del principio de­
mocrático de la soberanía absoluta del pueblo está dis­
puesto a hacer notables concesiones a la autoridad, para
evitar la revolución y las luchas internas que tan profun­
damente aborrece, de forma que cuando ofrece una ima­
gen de su comunidad ideal — como en la Nouvelle Hé-
loise— no es sorprendente que lo haga en términos
paternalistas más que igualitarios. Rousseau no está, en
absoluto, convencido de que el hombre logrará la felicidad
sin la ayuda de guías y líderes, como queda claro en su
retrato de Wolmar y del Legislador. Pero rara vez estos
líderes están investidos con autoridad legal. Tienen que
lograr su propósito con la única ayuda de su personali­
dad y genio innato, y su función consiste en ayudar a los
hombres, más que en dominarlos; son un medio, y no
un fin.
Tanto los aspectos radicales como los conservadores
del pensamiento de Rousseau son, en gran medida, con­
secuencia de su preocupación primordial por la unidad.
Una de las consecuencias más desastrosas de la sociedad
moderna, según Rousseau, ha sido poner al hombre en
conflicto consigo mismo y con sus congéneres. El indi­
viduo realizado —como la sociedad justa y estable— ha­
brá superado las contradicciones que son el mayor obs­
táculo para la felicidad; será verdaderamente feliz tan
pronto como sea él mismo en su unidad esencial. Igual­
mente, los ciudadanos no conseguirán vivir en armonía
hasta que no estén unidos por un respeto común hacia
la ley, porque sólo entonces se sentirán libres del posible
sometimiento a la voluntad ajena.* La preocupación de
Rousseau por la unidad explica también su preferencia
por los estados pequeños y autosufidentes, que están
constituidos por ciudadanos unidos por el deseo común
de salvaguardar el bienestar de la comunidad. Una so-
dedad verdaderamente unificada, como un individuo que
logre esa misma condición, habrá conseguido combinar
los dos principios de la libertad y d orden.
Esta preocupadón por la unidad, bien sea individual
o social, por muy prioritaria que resulte en d pensamien­
to de Rousseau, no se expresa siempre con d mismo'
énfasis. Rousseau afirma en el Émile y en d Contrat so-
cid que sólo se logrará la unidad real por medio de un
esfuerzo de la voluntad, aunque también tiende — como
hemos visto— a considerar la felicidad como una mani­
festación libre y espontánea de los sentimientos innatos
del hombre. Aunque el principio del orden encarnado en
los ideales de virtud y justicia no puede ser ignorado ni
en la vida personal ni en la vida social, porque e$ el cen­
tro vital de la propia creación, la verdadera felicidad con­
siste en una sumisión gozosa a ese orden más que en la
adaptación voluntaria a él. Esto explica porque Rousseau,
incluso cuando se encuentra en su estado de ánimo más
austero e incrimina con mayor dureza los males de la
sociedad contemporánea, no puede evitar el dirigir una
mirada nostálgica a «la simplicidad de los tiempos pa­
sados», cuando el hombre era feliz «en una maravillosa
ribera adornada únicamente por el toque de la Natura­
leza». Solamente se logrará la verdadera felicidad cuan­
do la actividad de la voluntad dé paso a la experiencia
de la inocencia, la simplicidad y la bondad, y cuando una
nueva Naturaleza haya superado las limitaciones de la
vieja. Sin embargo, sería probablemente erróneo conside­
rar este ideal como un elemento contradictorio en la
obra didáctica de Rousseau, ya que en ella reconoce que,
hasta que alcancen esta meta, los hombres continuarán
aceptando la virtud y la justicia —y no la simple bon­
dad— como el fundamento de su existencia social; Rous­
seau no niega jamás la necesidad de principios morales,
aunque a veces le gusta mirar más allá de las limitaciones
de la condición humana hacia el paraíso de perfecta ple­
nitud.
La filosofía de Rousseau es esencialmente optimista.
Puesto que la corrupción del hombre proviene de la so­
ciedad, y no de la naturaleza originaria, aquélla se ha
gestado en la debilidad, en la ceguera y en la ignorancia,
más que en la perversidad deliberada; la Humanidad se
encuentra enfrentada con el drama del error, y no con
la tragedia de la culpabilidad. En esta cuestión funda­
mental, Rousseau coincide con los pensadores de la Ilus­
tración y está en contradicción con la tradición cristiana.
Aunque él mismo insiste en proclamarse «cristiano a la
manera de Jesucristo», rechaza la idea del pecado, y es­
pecialmente la doctrina teológica del pecado original; el
hombre ha sido corrompido por el proceso histórico y
social, pero no está depravado irremisiblemente. Todavía
puede confiar en obtener la salvación por sus propios es­
fuerzos y conquistar la felicidad por medio del uso ade­
cuado de sus facultades; puesto que la misma naturaleza
puede satisfacer todas sus necesidades, no necesita con­
fiar en la intervención imprevisible de la gracia sobre­
natural o en los dogmas de una religión revelada. En
este punto fundamental, Rousseau no se remonta a Pas­
cal o anticipa a Kierkegaard, sino que se basa en el es­
píritu de su propia época.
Rousseau, en su rechazo de la revelación, es un hombre
de la Ilustración, pero no por ello deja de considerarse
enemigo de los philosophes en su apasionada defensa de
los principios de la religión natural. Rousseau cree que,
sin principios religiosos, la existencia humana permane­
cerá limitada e incompleta, e incapaz de desarrollar sus
verdaderas posibilidades. Está convencido de que el ma­
terialismo de los philosophes mutilará la vida humana al
privarla de todo idealismo y al limitarla al ámbito su­
perficial de la experiencia sensorial. Por otro lado, la
religión significa la exteriorización de sentimientos y de
una sensibilidad profunda, así como de la razón y de las
sensaciones. Las mismas obras de Rousseau están escri­
tas con el propósito de sacar a los hombres de la esteri­
lidad del materialismo y el escepticismo despertándolos
de nuevo a la riqueza y diversidad de su ser natural, y
a la conciencia de su lugar específico en el orden uni­
versal.
A la vista de la complejidad del conjunto del pensa­
miento de Rousseau, no es sorprendente que la natura­
leza específica de su atractivo se haya modificado con el
transcurso del tiempo. Para los hombres de su época,
que habían olvidado el significado de la simple humani­
dad, Rousseau ofrecía la esperanza de la regeneración.
No pretendía que su obra repercutiera a un nivel pura­
mente intelectual, puesto que animaba a los hombres
a transcender las fronteras de la reflexión y de la especu­
lación abstracta con el fin de renovar todo su ser. Por
otro lado, su crítica del pensamiento contemporáneo no
tenía como finalidad primordial incitar a anegarse en el
irracionalismo; quería que la razón actuara en armonía
con la sensibilidad y con las demás facultades humanas.
Sin embargo, este desarrollo armonioso de la personali­
dad no podía lograrse sin haber reconsiderado previa­
mente el fundamento de su existencia y redescubierto
el origen de la experiencia auténtica; era necesario pres­
cindir de la sutileza, de la artificiosidad y de la corrup­
ción de la sociedad existente, para encontrar la simplici­
dad, la inocencia y la plenitud de una nueva experiencia.
Tan pronto como el hombre lograra la plentitud de
esta forma, sería como «un nuevo ser que acaba de aban­
donar el seno de la naturaleza»; y aunque ya no le resul­
tara posible regresar al paraíso perdido de la inocencia
primitiva, aún podía encontrar la felicidad en el redes­
cubrimiento de la bondad y en la experiencia de un se­
gundo nacimiento. El continuo énfasis de Rousseau en
la posibilidad de comenzar de nuevo y de recobrar la
pureza perdida ayuda a explicar su influencia revitaliza-
dora en una época que comenzaba a estar cansada de su
sofisticación intelectual; ante ella, mantuvo enconada­
mente la esperanza en una existencia personal integra y
unificada, libre de cualquier conflicto interno. Sin duda
su voz no fue la única, puesto que ya en la época de la
Ilustración se comenzaba a sentir la influencia de diver­
sas corrientes pre-románticas que provocaron una cierta
reacción frente al excesivo racionalismo e intelectualis-
mo; pero el genio literario de Rousseau le permitió ex­
presar su fervor idealista de forma especialmente eficaz
y apremiante; hizo que los hombres fueran más explíci­
tamente conscientes de su necesidad de perfección y de
renovación, al tiempo que les otorgaba un sentido de su
realidad personal.
A la vista de todo esto, tal vez no sea sorprendente
que los principios políticos de Rousseau, con su carácter
algo austero y su presentación en forma racional y abs­
tracta, ejercieran un atractivo menor sobre los lectores de
su época que sus restantes ideas. Aunque estos principios
estaban claramente destinados a ser una parte esencial
de su sistema filosófico, en la medida en que pretendían
reconciliar la libertad y el orden social, su estrecha vincu­
lación con los principios morales los hizo menos atracti­
vos de forma inmediata que las ideas expuestas en el
Émile, que relataban el desarrollo del individuo desde la
infancia hasta la madurez; sin duda, la imagen del indi­
viduo feliz tenía una mayor aceptación que la imagen
del Estado virtuoso. Además, la influencia del Anden
Regime era todavía demasiado fuerte para permitir una
nueva valoración del orden político existente a la luz de
los principios defendidos por Rousseau. Fue necesaria la
conmoción de la Revolución francesa para suscitar un en­
tusiasta interés en el Contrat soáal y hacer que sus ideas
resultaran relevantes en la situación histórica inme­
diata
Desde luego, la publicación póstuma de ios escritos
personales de Rousseau, con su retrato del solitario, per­
seguido e incomprendido Jean-Jacques, inttodujo nue­
vas dificultades para la comprensión adecuada de su pen­
samiento. Las generaciones siguientes, fascinadas por la
imagen del hombre de naturaleza bueno e inocente, envi­
lecido por un mundo perverso, exageraron el carácter in­
dividualista de la concepción filosófica de Rousseau, e
ignoraron su continuo énfasis en la importancia del orden
a todos los niveles de la existencia humana. A pesar de
que existen importantes conexiones entre la perspectiva
personal y la actitud política de Rousseau, puede inducir
a error considerar las obras doctrinales desde la óptica
exclusiva de las personales, ya que éstas fueron escritas
por un hombre que se consideraba excepcional; lo que
en las obras didácticas aparece como una áfeta que sólo
puede alcanzarse tras una experiencia larga y penosa de
todas las complejidades de la condición humana, se con­
vierte, en los escritos personales, en un ideal asequible
de inmediato por el bueno e inocente Jean-Jacques. En
cualquier caso, el énfasis inicial en la unidad reaparece
en sus últimas obras cuando Rousseau expone su deseo
de alcanzar una perfecta coherencia y plenitud interna.
También se manifiesta en ellas la misma ausencia de
una dimensión trágica: Jean-Jacques, al igual que el
hombre, debe ser absuelto de la responsabilidad de toda
culpa y maldad, que, en consecuencia, se atribuyen a un
ingrediente típico de la sociedad contemporánea: sus per­
seguidores implacables.
Pero puesto que el ansia de Rousseau de alcanzar la
unidad de la absoluta plenitud, no podía eliminar la an­
gustiosa zozobra que sentía con respecto a sí mismo, sus
esfuerzos para superar la contradicción entre el buen
Jean-Jacques y sus perversos enemigos le llevaron a con­
fiar cada vez más en sus propios recursos como un me­
dio para huir de la presencia atormentadora de un mundo
hostil; se vio impulsado a explorar nuevas formas de
conciencia y a buscar un estado de ánimo que le «librara
de la ansiedad de la esperanza». Aunqpe jamás puso en
entredicho el fundamento último de sus escritos didác­
ticos — de hecho, en su obra póstuma se niega categóri­
camente a reexaminar cuestiones a las que ya había con­
testado con toda su capacidad cuando se encontraba en
plena posesión de sus facultades— la profundizadón de
su vida interior desarrolló su preocupación por aspectos
hasta entonces soslayadas de la existencia humana; por
ejemplo, el estado de ánimo de las ensoñaciones parecía
librarle de las limitadones normales del tiempo y el es­
pado, permitiéndole vivir en un «eterno presente» y go­
zar de un «sentimiento de la existencia» autosuficiente;
en otras ocasiones, el poder afectivo de los recuerdos,
así como sus aspiraciones emocionales y espirituales, mo­
dificaban su actitud hada el mundo físico, despertando
en él un sentimiento altamente personal hacia la Natura­
leza. De esta forma, Rousseau ofreció nuevas perspecti­
vas, que la generación romántica posterior asumió como
elemento integrante de su mundo específico. Sin embar­
go, como hemos tratado de demostrar en las páginas an­
teriores, esta actitud sólo era una faceta de una comple­
ja personalidad que continuamente pretendía superar las
limitaciones de la soledad y establecer una relación armo­
niosa entre la naturaleza humana y el sistema universal
del que forma parte.
Obras y correspondencia
Jean-Jacques Rousseau: Oeuvres complites, ed. B. Gagnebin
y M. Raymond, París, 1959-70, vol. I (Confessions et
autres textes autobiograpkiques); vol. II (La Nouvelle
Híloise: tbéátre: poésies); vol. III (Du Contrat social:
Ecrits politiques); vol. IV (Émile: iducation: morale:
botanique). (El volumen V no ha sido publicado to­
davía.)
Las siguientes obras no han sido incluidas todavía en dicha
edición:
Lettre ¡i d’AIembert sur les spectades, ed. M. Fuchs, Gi­
nebra, 1948.
Essais sur ¡‘origine des langues, ed. C. Porset, Burdeos, 1968.
Las ediciones inglesas del texto francés de escritos políticos y
religiosos son las siguientes:
Political Writings of Rousseau, ed. C. E. Vaughan,
2 vols., Cambridge, 1915.
Rousseau’s Religious Writings, ed. R. Grinsley, Oxford,
1972.
Existen dos ediciones inglesas del Contrat social:
Du Contrat social, ou principes du droit politique,
ed. C. E. Vaughan, Mancnester, 1918.
Du Control social, edición, introducción y notas de R. Grins-
Icy, Oxford, 1972.
La edición definitiva de la correspondencia, que se encuentra
actualmente en vías de publicación, es:
Correspondance complite de Jeart-Jacaues Rousseau, edita
R. Á. Leigh, Ginebra, 1957. (Hasta la fecha se han publi­
cado 16 volúmenes.)
Para el período que todavía no está incluido en la edidón an­
terior, véase:
Correspondance générale de Rousseau, ed. T. Dufour
y P. P. Plan, 20 vols., París, 1924-34.
Un estudio crítico de los trabajos sobre Rousseau se encuentra
en un excelente capitulo, «On reading Rousseau», en la obra
de Peter Gay, The Party of Humanity: Studies in the French
Erdigbtenment (Londres, 1964), y en el notable ensayo bibliográ­
fico anexo a la obra fundamental del mismo autor, The Enlighten-
ment: An Interpretaron (2 vols., Londres, 1966-70, en especial,
el vol. II, 694-700). (El mismo volumen contiene también un ca­
pítulo sobre Rousseau.) Para un amplio examen de los trabajos
anteriores sobre Rousseau, sigue siendo válido el trabajo de Albert
Schinz, Etat présent des traoaux sur J.-J. Rousseau (París, 1941).
Se encuentran notas bibliográficas sobre todos los estudios im­
portantes sobre Rousseau, así como artículos originales, en los
Aunóles de lo sociiti Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, a partir
de 1905.)

Libros sobre Rousseau


Para la bibliografía de Rousseau, véase:
Gieen, F. C.: Jean-Jacques Rousseau, Cambridge, 1955.
Guéhenno, J .: Jean-Jacques Rousseau (traducido por J.
y D. Wcightman), 2 vols., Londres, 1966. (La primera
edición francesa se titula Jean-Jacques, 3 vols., París,
1940-52, y ha sido publicada posteriormente en dos vo­
lúmenes bajo el título Jean-Jacques, Histoire d'une cons-
cience, París, 1962.)
Crocker, L. G.: J.-J. Rousseau: The Quest: 1712-1758,
Nueva York, 1968.
Sobre el entorno ginebrino de Rousseau:
Vallette, G.: Jean-Jacques Rousseau genevois, París, 1908.
Spink, J . S.: Rousseau el Genive, París, 1934.
Sobre la psicología y el desarrollo personal de Rousseau:
Proal, L.: La Fsycbologie de J.-J. Rousseau, París, 1930.
Gximsley, R.: Jean-Jacques Rousseau, a Study in Self•
Awareness, Cardiff, 1961 (2.* edición revisada, 1969).
Raymond, M.: Rousseau, la quíte de soi et la réverie,
París, 1962.
Introducciones generales de utilidad:
Broome, J . H.: Rousseau: A Study of bis Tbougjbt, Loo*
dres, 1963.
Cassirer, E.: The Question of Jean-Jacques Rousseau, tra­
ducido por P. Gay, Nueva York, 1962.
May, G.: Rousseau por lui-mime, París, 1961.
Launay, M.: Rousseau, París, 1968 (breve estudio con
extractos).
Momey, D.: Rousseau, Vhomme et l’oeuvre, París, 1950.
Wright, E. H.: The Meaning of Rousseau, Oxford, 1929.

Dos estudios notables sobre las obras de Rousseau:


Burgelin, P.: La PbÜosopbie de l’existence de J.-J. Rous­
seau, París, 1950.
Starobinski, J.: Jean-Jacques Rousseau, la transparence et
l'obstade (suivi de sept essais sur Rousseau), París,
1970.
Sobre las primeras obras de Rousseau:
Einaudi, M.: The Eariy Rousseau, Nueva York, 1967.

Sobre el desarrollo cronológico del pensamiento de Rousseau,


con amplios resúmenes de sus obras principales:
Hendel, C. W.: Jean-Jacques Rousseau, 2 vols., Oxford,
1934. (Reeditado con un nuevo prefacio, Nueva York,
1962.)
Sobre la concepción de la razón en Rousseau:
Derathé, R.: La Rationalisme de Jean-Jacques Rousseau,
París, 1948.
Sobre la religión de Rousseau:
Masson, P. M.: La Religión de J.-J. Rousseau, 3 vols.,
París, 1916.
Grimsley, R.: Rousseau and tbe Religious Quest, Oxford,
1968.
Sobre la concepción política de Rousseau:
Chapman, J . W.: Rousseau, totalitarian or liberal?, Nue­
va York, 1956.
Cobban, A.: Rousseau and tbe Modern State, Londres,
1934 (2.* edición revisada, 1964).
Crocker, L. G.: Rousseau's Sc< i d Contract: an Interpre-
tive Essay, Cleveland, 1968.
Derathé, R.: Rousseau et la Science politique de son temps,
París, 1950.
Launay, M.: Rousseau: ¿crivain politique, 1712-62,
G renoble, 1971.
Masters, R. D.: The Political Pbilosopby of Rousseau, Prin-
ccton, 1968.
Shklar, J . N.: Aleu and Citizens; a Study of Rousseau's
Social Tbeory, Cambridge, 1969.
Tres volúmenes dedicados exclusivamente a la concepción po­
lítica de Rousseau: *
Etudes sur le Contrat social de Jean-Jacques Rousseau.
Actes de joumies d’itude organisées a Dijon, París,
1964.
Anuales de phdosophie politique, 5 (1965): Rousseau et la
pbilosopbie politique.
Anndes de la sociéti Jean-Jacques Rousseau, 35 (1959-62):
Entretiens sur Jean-Jacques Rousseau.
Las consideraciones estéticas de Rousseau no han sido objeto
de un estudio indepediente. Se encuentran indicaciones útiles en
la introducción de Michel Launay antes mencionada. Existen es­
tudios independientes de sus teorías sobre la música:
Jan sen, A.: Jean-Jacques Rousseau ais Musiker, Berlín,
1884.
Pougin, A.: J.-J. Rousseau musicien, París, 1940.
Tiersot, J .: Jean-Jacques Rousseau, París, 1920.

Sobre la actitud de Rousseau hacia su lector:


EUrich, R. J .: Rousseau and bis reader: tbe retborical si-
tuation of tbe major works, Chape! Ilill, N. G ., 1969.

Traducciones de Rousseau al castellano


Entre las numerosas traducciones al castellano de las principa­
les obras de Rousseau, podemos mencionar las siguientes:
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigual­
dad entre los hombres (traducción de Mclitón Busta-
mante), Ed. Península, Barcelona, 1973.
El Contrato social (traducción de Fernando de los Ríos,
prólogo de M. Tuñón de Lara), Ed. Espasi Calpe, Ma­
drid, 1975.
Emilio o la educación (traducción de Francisco L. Cardona
Castro), Ed. Bruguera, Barcelona, 1975.
Las Confesiones, Ed. Matéu, Barcelona, 1966.
N otas

CAPITULO 1
1 Todas las referencias en las que aparecen mencionados «¡nica­
mente el volumen y la página corresponden a las obras Oeuvres
comptites de Jean-Jacques Rousseau, editadas por Bernard Gagnc-
bin y Marccl Raymond [Biblioteca de la Pléiade, volúmenes I-IV
(París, 1959-70)]. Se dan referencias independientes de las obras
no incluidas todavía en esta edición.
2 Correspondence Génírale de Jean-Jacques Rousseau, ed. T. Du-
four y J . P. Plan, 20 volúmenes (París, 1924-34), IX , 140.
3 Cf., por ejemplo, la obra de R o b e r t D e r a t h é : Le Rationdis-
me de Jean-Jacques Rousseau (París, 1948), que incluye una ex­
posición muy esclarecedora sobre el papel de la razón en la obra
de Rousseau.

CAPITULO 2
1 III. 122. Cf. J . S t a r o b in s k i : Jean-Jacques Rousseau, la trans­
parence et l'obstacle (2.* ed., París, 1971), pág. 28.
2 Cf. Lettre i D'Alembert sur les spectacles, ed. M. Funchs (Gi­
nebra, 1948), págs. 24, 90 y passim.
3 Ibid., págs. 92 y 103.
* Ibid., págs. 168, 184.
5 Ibid., pág. 169. •
4 Ibid., pág. 182 n.
CAPITULO 4
1 IV. 311. Cf. mis abajo, pág. 131.
2 R . D e ra th é : Le Rationaiisme de Rousseau, pág. 29 y sig.

CAPITULO 5
' Cf. III. 157-8; IV. 797-8.
2 Corresp. complite (ed. Leigh), IX , 143-8.
J Cf. P. B u r g e l i n : La PbÜosophie de ]. }. Rousseau (París,
1950), pág. 355, donde también se encuentran las citas incluidas
en este párrafo.
4 Lettre i d’AIembert, pág. 148.
5 Op. cit., pág. 99.

CAPITULO 6
1 IV. 1033 (RW, pág. 8). Todos los textos religiosos mencio­
nados en este capítulo se encuentran en mi edición de Rousseau's
Religious Writings [Escritos Religiosos de Rousseau] (Oxford,
1970). citados a partir de ahora como RW.
1 Corresp. complite (ed. Leigh), 1-132-43 (RW, pág. 20).
3 Cf. mis arriba, pág. 8.
4 Cf. Profession de foi du Vicaire savoyard, ed. P. M. Masson
(París-Friburgo, 1914). _
5 Corresp. complites (ed. Leigh), XV. 48.
4 Op. cit., pág. 154. Véase más adelante págs. 158 y ss.
7 Véase la tercera carta a Malesherbes, I. 1141 (RW, pág. 105).
* Corresp. générale, X IX . 89.
9 Véase más arriba, págs. 84-91.

CAPITULO 7
1 Cf. Contra! social (citado a partir de aquí como CS), II. VI
(III. 378).
2 Cf. Économie politique, III. 248.
1 Cf. Political writings (ed. Vaughan), II. 161.

CAPITULO 8
1 Cf. Essai sur Vorigine des langues oh d est parlé de la m
die et de l’imitation musicale, ed. C Porset (Burdeos, 1968),
página 163. (Otado a partir de aquí como Essai.)
* Artículo «Acento». _
3 Cf. Lettre á d'Alembert, pág. 105. Véase más arriba, pági­
nas 34-35. .
4 Cf. artículos «Gusto» y «genio» en el Dictionnaire de Mu-
sigue.
5 Véase la nota 1; el título completo es significativo.
6 Véase más arriba, pág. 31.
7 Lettre i d'Alembert (ed. Fuchs), pág. 168.
1 Hay un comentario detallado de Bcmard Guyon, sobre este
episodio, en Oeuvres, II. 602-611. 1707-1714; y otro de Jean
Starobinski, en un valioso capítulo de su obra: Jean Jacques Rous­
seau: la transparente et l’obstacle, págs. 114 y ss.

CAPITULO 9
1 Sobre la actitud de Rousseau hacia el lector, véase R. J.
EUrich, Rousseau and His Reader; tbe rethoriad situation of tbe
mayor works (Chapel HUI, University of North Carolina Press),
1969.
2 La expresión procede de las Sátiras de Juvenal, IV. 91.

CONCLUSION
1 Cf. J o a n M c D o n a ld : Rousseau and tbe Freitcb Revolution,
1762-1791 (Londres, 1965).
Introducción biográfica........................ ................................... 7

1. La fundón de lafilosofía.................................................. 14
2. La crítica de la sociedad................................................... 28
3. El estado de naturaleza y la naturaleza del hombre ... 40
4. El desarrollo psicológico del individuo........................... 57
5. El desarrollo moral del individuo................................... 71
6. Religión............................................................................... 92
7. Teoría política.................................................................... 115
8. Ideas estéticas.................................................................... 154
9. El problema delaexistencia personal .............................. 173

Conclusión................................................................................. 199

Bibliografía escogida................................................. .............. 213

N o ta s............................................................................... ......... 217


221

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