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Entre 1884 y 1914, dos nuevas fuentes de energía consiguieron destronar al carbón: el
petróleo y la electricidad.
El petróleo fue utilizado para la iluminación, pero los avances en su destilación hicieron posible
ampliar su uso. Pero la aplicación más importante fue en los medios de transporte gracias a su
uso como combustible.
Las nuevas fuentes de energía impulsaron una nueva revolución de los transportes, que fue un
elemento esencial de crecimiento económico. La electricidad permitió innovar en el transporte
urbano, gracias a los tranvías y a los ferrocarriles metropolitanos. A partir de los años setenta,
se difundieron uso de acero y mayor potencia de los motores, y la navegación acortó la
duración de los viajes transoceánicos, favoreciendo las grandes migraciones europeas.
Además, la apertura de nuevos canales, como el de Suez y el de Panamá.
La invención del pedal y del neumático hicieron posible la aparición de la bicicleta. Pero lo que
realmente revolucionó el transporte fue el automóvil, resultado de combinar el motor de
explosión, el neumático y la utilización del petróleo como combustible.
El primer vuelo de avión lo realizaron los hermanos Wright en 1903, aunque fue a partir de
1909, después de que Blériot atravesase el canal de la Mancha, cuando la aviación se convirtió
en un fenómeno industrial y militar.
El empuje industrial de finales del siglo XIX estuvo ligado a la innovación tecnológica, que se
desarrolló gracias a unas relaciones más estrechas entre la empresa y la investigación. A
diferencia de la primera fase de la industrialización, en que los inventos fueron el fruto de
iniciativas individuales. El avance tecnológico pasó a ser el resultado de la cooperación de un
número elevado de especialistas, agrupados en laboratorios de investigación y coordinados
por ejecutivos que buscaban nuevas aplicaciones prácticas de los descubrimientos científicos.
La mayor competencia entre los países industrializados dio paso a nuevas formas de
organización del trabajo para mejorar la productividad y mantener las posiciones
conquistadas.
El avance de la industrialización a lo largo del siglo XIX, propiciado por la Segunda Revolución
Industrial, significó la fragmentación del mundo en dos grandes polos: los países
industrializados y los no industrializados. En los inicios del siglo XX, los primeros se impusieron
sobre los segundos. Europa impuso su modelo económico, sus ideales y su cultura a buena
parte del planeta.
Entre 1873 y 1890 se desarrolló en la Europa industrializada una crisis económica. En los años
setenta se produjo la llegada a Europa de trigo procedente de Estados Unidos y Rusia, que
redujo los precios interiores del cereal y desencadenó un descenso general de los precios. En
poco tiempo se inició una crisis de sobreproducción en todos los sectores y muchas industrias
cerraron.
- Establecer mercados.
- Conseguir materias primas y energéticas.
- Utilizar mano de obra no cualificada y con bajos salarios.
Los capitalistas buscaron otros lugares donde sus inversiones fueran más rentables. La mayoría
del comercio exterior siguió realizándose entre los propios países industrializados.
El enorme crecimiento natural que conoció la población de Europa en ese período, llamada
explosión blanca, generó un importante flujo migratorio. Aunque el grueso de la emigración
acabó dirigiéndose hacia América, buena parte de la opinión de las metrópolis era favorable a
la expansión exterior de conquistar nuevos territorios como lugar de asentamiento de la
población.
El interés científico por explorar zonas del mundo desconocidas se constituyeron sociedades
científicas que organizaron expediciones geográficas y antropológicas para adentrarse en
África y Asia, como las llevadas a cabo por periodistas, misioneros o aventureros. Estas
exploraciones abrieron las nuevas rutas que serían utilizadas por los colonizadores con fines
militares o económicos.
Las causas profundas del imperialismo son incomprensibles en las concepciones racistas que
defendían la superioridad de la raza blanca. Esta concepción racista vino acompañada de la
exaltación nacionalista de los grandes Estados coloniales (chovinismo y jingoísmo).
En segundo lugar, mientras las antiguas colonias habían sido de asentamiento, las nuevas
serán de territorios de ocupación, donde una pequeña minoría de europeos ejercerá el control
político y económico.
Por último, las posesiones coloniales de la etapa precedente dieron lugar a escasos conflictos,
mientras que el imperialismo del siglo XIX presentó un carácter belicoso, con frecuentes
guerras.
Fue el continente africano, donde de una forma más evidente se llevó a cabo este nuevo tipo
de ocupación colonial.
El proyecto francés pretendía ejercer el dominio de una franja que se extendía en sentido este-
oeste. A la rivalidad entre Francia y Gran Bretaña se añadió la acción del rey de Bélgica,
Leopoldo II, que encargó la exploración de la zona del Congo. Por último, los comerciantes
alemanes se instalaron en África central y esa área se convirtió en una zona de conflicto entre
las potencias europeas.
Ante esta situación, el canciller alemán Bismarck convocó una Conferencia Internacional en
Berlín, a la que asistieron 14 países europeos. Como resultado, se elaboró un acta que
estipulaba algunas condiciones para la expansión colonial en África: garantizaba la libre
navegación por los ríos Níger y Congo, y establecía los principios para ocupar los territorios
africanos por parte de la metrópoli.
En los años posteriores, otros Estados europeos penetraron en África. A los imperios francés e
inglés se añadieron los intereses alemanes establecidos en el África negra y los portugueses.
Países como Italia y España también pugnaron por conseguir pequeños territorios. A partir de
ese momento, el choque entre intereses imperialistas se hizo inevitable y los enfrentamientos
se sucedieron.
El primer conflicto fue la guerra de los bóers que se desarrolló en dos fases (1880-1881 y 1899-
1902). Ambas enfrentaron al Reino Unido con los colonos holandeses. Los bóers habitaban las
repúblicas vecinas del Transvaal y Orange, donde se habían instalado a mediados del siglo XIX,
huyendo de la ocupación británica. Al cabo de varios años de guerra, los territorios bóers
fueron anexionados al Imperio británico.
La colonización británica se concentró en la zona de la India. Tras las revueltas de los cipayos
(soldados indígenas del ejército británico), el gobierno británico asumió directamente el
control de la India y estableció un virrey. Para poder garantizar una zona de seguridad
alrededor de su colonia, los ingleses tuvieron que rivalizar con Francia para anexionarse
Birmania.
La expansión francesa tuvo su centro en Indochina, lo que dio origen a una serie de conflictos
en Asia suroriental. Francia creó la Unión Indochina, a la que, en 1893, se unió el reino de Laos.
En el siglo XIX, el Imperio ruso continuo su expansión hacia Siberia. En esta zona llegó hasta los
límites del Imperio británico en la India. También surgieron rivalidades territoriales con China y
en 1904-1905 se produjo la guerra rusojaponesa, que enfrentó a las dos grandes potencias
imperialistas asiáticas.
En 1839, el gobierno chino prohibió la entrada del opio, pero los ingleses continuaron
vendiéndolo. El conflicto desembocó en las guerras del opio, gracias a las cuales el gobierno
británico consiguió el enclave de Hong Kong y la apertura de doce puertos al comercio
internacional.
A partir de ese momento se intensificó la injerencia económica británica. Este expolio originó
reacciones nacionalistas. Sin embargo, una revolución puso fin al imperio y proclamó la
república.
La guerra contra España, en 1898, a propósito de Cuba y Filipinas, ejemplifica esta política. Tras
la declaración de independencia de la primera, Estados Unidos aprobó, en 1903, su derecho a
establecer una base naval en la isla y a intervenir de cualquier forma para ‘preservar la
independencia de Cuba, la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual’. Ello
permitió la presencia de su ejército durante prolongados períodos y el control de los gobiernos
autóctonos.