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Las plantas se van contigo.

―Antes de que te vayas llévate por favor las plantas que están sobre el marco de la ventana.
―Pero... ¿por qué? Son tuyas, siempre han estado contigo.
―Claro que no, ya no son mías, tú las regabas... ¿Acaso ya no te acuerdas? Te quieren más a ti
que a mí.
―¿Cómo sabes eso?
―Me lo dijeron el otro día mientras las intentaba regar.
―Ah, ¿sí?... ¿Qué te han dicho?
―Eso ya no importa.
―Anda... dímelo.
―Te he dicho que ya no importa.
―Vale, vale.
―Llévate también aquella camisa floripondia que me regalaste, ya no la quiero. Ah, y las
sartenes del segundo cajón a la izquierda del lavaplatos. También ese feo mantel y ese delantal que
cuelga de la manija del mesón.
Iba recogiendo cosas de la sala a la cocina y de la cocina a la habitación. Tardaba mucho en
cada trayecto, teniendo en cuenta que la cocina era la sala, y el dormitorio y el baño eran casi uno.
―Todo está listo, me voy ―dijo.
―Espera... llévate también los discos y el álbum de fotos y la cámara ―le dije.
Alcancé todo; el álbum de fotos y los discos los apilé en la caja de cartón que sujetaba con
ambas manos, la cámara la metí bajo su brazo a falta de espacio.
―¿Vas a estar bien? ―dijo.
―No olvides tu cepillo de dientes y la ceda dental…
Dejó caer todo, me tomó del brazo y me dio vuelta, poniéndome frente a ella. Nuestros ojos se
miraron, jamás volvería, lo supe, allí sobre la alfombra, en medio de la sala.
―Dame el último beso ―dijo.
Al oír esas palabras me fue inevitable no imaginarnos dentro de un pequeño cubito a blanco
negro protagonizando una novela romántica, con culos postrados allí fuera, viendo la escena.
―Ve por el cepillo y la ceda ―le dije― Fue al baño.
Mientras la escuchaba hurgar allí dentro, asomé la cabeza por la ventana de la sala para escupir.
Abajo había un tipo bien vestido junto a un bonito coche. Miró hacia arriba, la esperaba. Escupí en
un rincón.
Salió del baño, vino y levantó lo que sus extremidades pudieron alcanzar del suelo, a la vez que
éstas trataban de no dejar caer los demás objetos recogidos. La ayudé con las plantas, apilé todo
nuevamente sobre la caja de cartón que sujetaba, pero esta vez en diferente orden y sin el mismo
cuidado. De mala gana.
―Entonces... ―dijo, alargando la palabra―: Adiós.
No respondí, se quedó allí parada, esperaba algo de mí. No se lo di. Los ojos se le aguaron,
debía pensar que yo era un monstro de lo peor, Lo que no sabía era que a mí se me aguaba el alma.
―Adiós ―dijo nuevamente―, dándome la espalda, abriendo la puerta.
―Odio tus colillas, los cunchos de cerveza que riegas en mi tierra. Eres un hijo de puta.
―¿Qué? ―dijo―; girando el rostro un poco sobre su hombro. Hacia mí.
―Eso me dijeron, cada una me lo dijo, por eso las plantas se van contigo.
―Ah…
Bajó las escaleras. La contemplé bajar y bajar, mover las piernas. Cerré de un portazo, me tiré
en el sofá, cerré los ojos, escuché el sonido del auto alejándose, abajo, en la noche. Me dormí.
―¡¡Mierda!! No se había llevado la tele, había olvidado decirle que se la llevara también, era
tan suya, yo nunca la usaba.
Me levanté, pero la sangre aún seguía acostada, los ojos se me nublaron y tuve que sentarme
para no caer. Me levanté otra vez y boté la tele por la ventana.
―¡¡Oh, no!! ―Corrí al baño―: No, no... Entré al cuarto, fui a la cocina, a la sala. ¡No! ¡No!
Me encontré sobre la alfombra de nuevo, parado en medio de la sala. A tientas.
¡Maldita memoria la mía! Había olvidado decirle que se llevara también el reflejo de su rostro
aún vivo en el espejo del baño, su silueta marcada por el vapor del agua caliente en los cristales de
la bañera, los cabellos atascados en la rejilla del lavabo, esos que se le caían al peinarse en la
mañana, su cuerpo tallado en el colchón de la cama, para aquel lado donde le gustaba dormir.
¿Quién se llevaría eso?... las miradas horizontes en la mañana, las tardes de jazz y las noches de
blues... sus pies descalzos por la sala, la cocina, el baño, el cuarto, parada aquí y allá; los poemas
que le escribí y los que no le he escrito.
―Llévate eso también ―le hubiera dicho―; Llévame a mí, que soy tan tuyo.

Autor: César Luis Montaña.

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