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“LA INCERTIDUMBRE Y EL CHOCOLATE”

Cuando el intendente José Asunción Silva asistió al levantamiento del cadáver de un


hombre, en un modesto hotel en el centro de Bogotá, se sintió muy confundido por las
circunstancias que, al mismo tiempo, que hacían singular el caso, lo oscurecían.

El sujeto estaba vestido con sencillez y propiedad. Sus zapatos, modestos y bien
embetunados, estaban en buen estado. Las uñas de las manos lucían recién cortadas y
limadas con esmero. Su corte de pelo también era reciente. Tendría un poco más de
cincuenta años. Estaba tendido en la cama, boca arriba, en una actitud de suma tranquilidad.

En el bolsillo de su camisa había un cheque al portador por ciento veinte millones de pesos,
extendido por la dueña de una reconocida galería de arte de la capital de la república.

El suicidio parecía evidente. Sobre la mesa de noche había medicamentos para la gripa,
somníferos y una media de brandy Napoleón vacía.

El intendente Silva que sentía una especial fascinación por el suicidio y la literatura
romántica escribió en su libreta de notas:

“Tiene la actitud de un verdadero suicida y la elegancia yacente y funeraria de un mármol


conmemorativo en un panteón renacentista”.

Al iniciar el trabajo de los investigadores del CTI, Silva debió retirarse no sin antes reparar
en tres detalles más: en la mano derecha, el hombre empuñaba una carta; dos páginas
escritas a mano con lapicero rojo y letra furiosa. En la izquierda, aún sostenía la fotografía
de un niño de tres años y en la mesa de noche un celular marcaba diecisiete llamadas
perdidas.

Sin embargo, el intendente consideró secundarios estos detalles cuya relación podía
trabajarse. Lo que no encajaba era el cheque.

Cuando subieron a la patrulla, el intendente Silva José Asunción se dirigió al comandante:

—¿No le parece, mi capitán, que este caso, por lo del cheque, digo yo, está como para
ponerlo en el libro de los raros y difíciles, junto al del hombre que encontraron encerrado
en una piecita secreta de una casa, ahí, al respaldo de la iglesia del barrio Egipto? ¿se
acuerda?. Había una puertica de hierro, clausurada y cubierta por una tapia.

La cosa se descubrió porque una humedad obligó a la dueña de la casa a llamar obreros que
al picar la tapia encontraron la puerta y salieron despavoridos al oír que alguien lloraba y
golpeaba la puerta desde adentro.

La policía retiró el cadáver de un hombre de unos cincuenta años.


Los forenses que practicaron la autopsia certificaron su deceso, ocurrido… ¡tan sólo nueve
horas antes del procedimiento!

Dos detalles causaron perplejidad y disgusto entre los especialistas. Uno era que el examen
de los órganos internos demostró que el hombre no había comido ni bebido nada durante,
por lo menos, los últimos veinte años y el segundo era que el aspecto físico anatómico
correspondía a una edad calculada en un poco más de cincuenta años, pero los estudios de
huesos y tejidos, solicitados por los forenses, indicaban una edad muy superior a los
ochenta años.

—Si, ya me acuerdo —dijo el capitán— Fue por los días en que el M19 se tomó la
embajada de la República Dominicana y tal vez por eso la radio comentó el caso como una
curiosidad, y la televisión y la prensa no publicaron nada. Debe ser que a la gente le gustan
las cosas raras y la novelería pero no la incertidumbre—

--Claro mi capitán. Usted sabe que a los bogotanos nos gustan las cuentas claras y el
chocolate espeso. Lo que usted no sabe es que en el caso del emparedado del barrio Egipto,
encontré un motivo…y una mujer--

--¡No joda!, a ver Silva, cuénteme--

--Verá. Por algunos indicios, pero más aún por una corazonada empecé a averiguar por los
anteriores dueños y arrendatarios de la casa y me encontré con el señor Lucas Ospina.

Cuando hablamos, Don Lucas tenía ochenta y seis años. Era un viejo delgado, recio, lúcido,
digno de sus ancestros campesinos. Vino desde la mesa a estudiar el bachillerato. Llegó a la
capital con su hermano, que venía a estudiar medicina y un primo que entró en el
seminario.

Un familiar, de ellos, los presentó a Doña Isabel Palacino y se alojaron en la pensión que
esta señora tenía, adivine dónde… ¡claro!, en una casa del barrio Egipto.

Don Lucas recordó que en 1937, cuando llegó a Bogotá, él tenía once años, y que cuando
mataron a Gaitán, ya estaba trabajando en su tesis de grado, en derecho.

Recordaba a Doña Isabel como una mujer alta, atractiva, gordita, sonriente y con unas
permanentes ojeras verdiazules que, en lugar de restarle, le daban cierto encanto a su
mirada. Pero era su voz de homérica sirena, la que ponía a sus pies a los náufragos Odiseos
que el viento y las olas le llevaban a su playa.

Era enamoradiza y sufría de unos celos homicidas. Sabía leer las manos y las cartas, tenía
dotes para la magia y era apasionada por el espiritismo.

--Ahora que usted me cuenta lo del hombre que encontraron en esa casa—me dijo Don
Lucas—recuerdo que Doña Isabel tenía un gato blanco y negro, que se llamaba Romeo. En
una fotografía que estaba en la sala, el día en que llegué con mi hermano, aparecían: la
señora, su esposo, fallecido unos siete años atrás…y el gato-

--Cuando me gradué y establecí mi oficina en el Pasaje Hernández, un día Doña Isabel me


llamó para que le ayudara en un asunto relacionado con la venta de la casa--

Fui a verla y me llamó mucho la atención ver al gato en la sala, en el mismo sillón en que lo
vi por primera vez, mirándome y batiendo la cola, igual que tantos años atrás.

Yo miraba al gato y a Doña Isabel, sin atreverme a preguntarle si era el mismo animal de la
fotografía. Fue ella la que me preguntó:

--¿Cuántos años cree usted que puede vivir un gato?—

--Tal vez doce o catorce—le dije.

--No duran mucho ¿cierto?, pero este es distinto. Durante el tiempo que usted vivió aquí,
¿usted se acuerda haberlo visto comer?

Quedé perplejo. –No- balbuceé – no me fije, no me acuerdo—

Doña Isabel se echó a reír. –Es porque éste – y lo tomó entre sus brazos—es un gato
egipcio, ¿entiende? Un amigo que anduvo por esas tierras me lo trajo de regalo. ¿Y sabe
qué es lo más interesante?, ¡que me lo trajo embalsamado!—y soltó una carcajada que me
estremeció.

--¿alguna vez le tocó la barriguita?—

Romeo cerró los ojos y comenzó a ronronear. Recordé que en una ocasión mi hermano
jugaba a examinarlo y me dijo que la barriga del gato estaba extrañamente llena.

--¡es que no tiene tripas!—Doña Isabel casi lloraba de la risa. --¡está lleno de algodón y
polvo de hierbas!

Recogí mi portafolio, mi sombrero y mi paraguas y me despedí apresuradamente con el


pretexto de que se me había olvidado una cita y se me había hecho tarde.

Ya en la puerta, ella me gritó, ahogándose entre risas --¡pórtese bien, joven Ospina! No nos
olvide… ¡y vuelva!—

--¿Y usted volvió?—

--¡Cómo se le ocurre, hombre!, yo ya no quería ser ni el Ulises ni el Romeo de Doña Isabel;


y ahora que usted me cuenta lo del emparedado, puedo asegurarle que se trató de una
infidelidad castigada por una mujer pasional, celosa, posesiva y capaz de volar entre
tinieblas--

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