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La Venezuela prehispánica: No necesariamente un área intermedia


Rodrigo Navarrete (SUNY Binghamton – Universidad Central de Venezuela)

La historia de Venezuela es mucho más antigua de lo que usualmente creemos.

Tradicionalmente, nos han enseñado a valorar sólo el corto período de nuestra historia que

corresponde a la inserción del territorio venezolano dentro del panorama occidental a partir

de la presencia europea. Sin embargo, nuestra historia indígena abarca muchos siglos más

de ocupación y desarrollo sociocultural. En este manual intentaremos sintetizar estos

remotos orígenes ignorados por la historia eurocéntrica y, a su vez, introduciremos puntos

que nos permitirán entender la importancia histórica que la disciplina arqueológica ha

tenido para la comprensión de la historia venezolana.

Sin embargo, se hace necesario, antes de entrar en el asunto histórico, hacer algunas

aclaratorias teóricas y metodológicas. En primer lugar, es un error pensar a Venezuela,

especialmente para el período prehispánico y su consecuencia histórica indígena posterior,

como una sola y rígida identidad adherida a un territorio. Lejos de una realidad étnica

única, la formación de la población venezolana desde sus orígenes ha sido múltiple y

variada. Venezuela, como unidad nacional, debe ser vista precisamente a partir de su

diversidad cultural y de su complejidad histórica, en relación con las diversas tradiciones

que la constituyen, y en el marco de su específica conjunción en el contexto nacional

(regional y local) y de las prácticas que la activan en la vida cotidiana del pueblo.

Aún cuando los límites territoriales nacionales actuales pueden en algunos aspectos

corresponder a fenómenos naturales o culturales que se proyectan en el pasado lejano,

responden principalmente a necesidades económicas y sociopolíticas establecidas a partir

del proceso colonial. Sería arbitrario, entonces, imponer límites establecidos de la nación

para períodos históricos posteriores a la comprensión de América, antes de la presencia

europea. Nuestro espacio debe ser entendido en su relación con el contexto continental y
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en constante interacción con los niveles nacionales, regionales y locales. Podremos incluso

suponer que las raíces históricas primigenias de América Latina y la bases de la unidad

cultural latinoamericana y caribeña -piedra angular para la unión presente de las naciones

de este sector continental- pueden encontrarse en los procesos de amplio alcance regional

del período prehispánico -o preeuropeo, según el contexto nacional particular-.

Antes de inventariar brevemente las distintas tradiciones y culturas establecidas para

el pasado prehispánico venezolano, basados en la descripción de una inmensa cantidad de

rasgos, básicamente cerámicos, que han servido para clasificar este período bajo una visión

objetual, analizaremos ciertos aspectos claves para comprender el pasado prehispánico

venezolano desde una perspectiva social, destacamos temas que consideramos cruciales

para colocarnos en el contexto del proceso de formación cultural e histórica americana.

Ubicación general de Venezuela dentro el continente americano

Venezuela comprende un territorio diverso de 912.050 km2 en la región más al norte

de Suramérica. Su posición estratégica permitió su interacción con los contextos costeros e

insulares caribeños, así como con las tierras bajas tropicales y las estribaciones más

norteñas de la cordillera andina suramericanas. Limita con el norte de Brasil, occidente de

Guyana Británica y Colombia atlántica oriental, centrales para interpretar nuestra historia

dentro del continente. Así, nuestra diversidad ecológica comprendió una gran y contrastante

variedad ambiental representada sucesivamente de norte a sur por la franja costera del

Caribe desde Cabo de la Vela al oeste de Zulia hasta Maripa al este de Sucre, la cadena

montañosa costera que corre paralelamente al sur la mayor parte de la línea costera, las

estribaciones más norteñas de los Andes, los extensos llanos y sabanas localizados al norte

y al sur de la cuenca hidrográfica vertebral del río Orinoco y que cubren desde oeste hasta

el este del país, el complejo ambiente orinoquense y, finalmente, los bosques y selvas

tropicales asociados con secciones de la cordillera de la costa y los territorios sureños


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bolivarienses y amazónicos. Esta contrastante trópico caribe, andino, llanero y boscoso

interactuó e impactó con las sociedades originarias y propició gran diversidad cultural así

como así como complejas e interactivas redes económicas y sociopolíticas (Mapa 1).

Pasado en construcción: antecedentes coloniales y republicanos de la arqueología

A inicios del siglo XX, se conocía muy poco sobre la historia indígena venezolana

tanto para el momento como, mucho menos, para el pasado. Durante la colonia, la visión

del pasado americano fue influida por dos modelos contradictorios: uno, el imaginario

medieval y cristiano combinado con mitologías amerindias; otra, la emergente visión

moderna renacentista. Cronistas y misioneros coloniales creyeron ver en nuestro territorio

testimonios materiales tanto de poblaciones originarias de América como de otras que

llegaron a este continente por rutas como el estrecho de Bering o por los océanos:

imaginarios habitantes, monstruos y gigantes desaparecidos con el Diluvio Universal,

Tribus Perdidas de Israel o seguidores del Noé bíblico, extintos pobladores de la

mitológica Atlántida platónica, tempranos colonizadores mediterráneos o asiáticos, y

evangelizadores prehispánicos como el apóstol Santo Tomás. Estas teorías geohistóricas se

corroboraron mediante ciertas fuentes y evidencias para el momento. Mitologías locales,

grandes restos óseos, construcciones monticulares y de piedra, fueron interpretadas como

evidencias del poblamiento antediluviano por gigantes o por colonizadores transoceánicos.

También se describieron pies, manos y cruces pintadas o talladas en las piedras como

huellas dejadas por santos apóstoles durante la evangelización temprana de América.

Durante el siglo XVIII, en toda América, misioneros coloniales como Ramón Bueno

(1965) y Felipe Salvador Gilij (1965), élites ilustradas criollas como Andrés Bello (1957)

y una nueva saga de viajeros y exploradores alemanes, franceses e ingleses, cambiaron

radicalmente la comprensión de la evidencia arqueológica, y, así, la interpretación de

nuestro pasado. Con el cristal de la Ilustración, situaban al hombre al centro del cosmos.
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Naturalistas y exploradores de principios del siglo XIX, como Alejandro de Humboldt

(1956, 1980, 1992), Francisco Depons (1960) o Juan Francisco Dauxion-Lavaisse (1967),

vieron en el pasado indígena las fuentes de la pureza humana perdida mediante evidencias

arqueológicas, coartada por cierta supuesta incapacidad cultural y genética, asentando una

tradición descriptiva y coleccionista de datos que se mantuvo hasta el siglo XX.

Estas ideas ejercieron una poderosa influencia en el espíritu independentista

americano al reivindicar el origen autóctono de nuestras culturas y demostrar ciertos

desarrollos avanzados en el pasado. Durante el período de José Antonio Páez, el pintor

naturalista Nicolás Bellermann, Robert Schomburgk (1841), Alfred Wallace (1969) y

otros, siguieron los pasos de Humboldt. Las evidencias no sólo testimoniaron el pasado

nacional sino también se hicieron referentes cronológicos y espaciales en un país cuya

construcción reivindicaba el propio pasado. El período del Guzmanato abrió un nuevo

panorama para las ciencias, y la arqueología, ya que para el momento constituía una

disciplina científica notable por ser capaz de evidenciar el progreso humano, se convirtió

en saber privilegiado gubernamental e intelectualmente. Evidencias del pasado americano

incentivaron la creación de centros universitarios y museísticos, y de colecciones

interpretadas según necesidades nacionales. El tema arqueológico venezolano se

multiplicó y personajes como Anton Göering (1934, 1962), Carl Sachs (1987), Enrique

Stanko Vraz (1992), Jules Crevaux (1988), Jean Chaffanjon (1986), Ermanno Stradelli

(1991) y Giuseppe Orsi (1991), realizaron exploraciones científicas al estilo humboldtiano,

aunque con parámetros más sistemáticos, mientras otros como Miguel Tejera (1986),

siguiendo a Agustín Codazzi (1960, 1970), colocaron la arqueología en la trama geográfica

de la nación.

Venezuela es una H: la arqueología venezolana dentro del continente americano


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Estos pensadores se vincularon con el grupo de científicos positivistas que se formó

en la Venezuela de fines del siglo XIX, influidos por el naturalismo alemán humboldtiano,

el evolucionismo y el empirismo. Autores como Adolfo Ernst (1987), Arístides Rojas (s/f,

1907, 1942), Elías Toro (1896a, 1896b, 1896c, 1896d, 1896e, 1897a, 1897b, 1897c, 1898a,

1898b, 1898c, 1898d, 1898e, 1899a, 1899b, 1899c, 1899d, 1899e), Lisandro Alvarado

(1984) y Gaspar Marcano (1971), desarrollaron los primeros trabajos arqueológicos

científicos en Venezuela, aplicando técnicas de recolección sistemática, excavaciones,

análisis descriptivos y comparativos, clasificación formal y tipológica, e interpretación

funcional y cronológica. Mediante la creación de cátedras universitarias, museos, revistas

especializadas, charlas y tertulias, sentaron las bases institucionales para la disciplina en el

país. Con este panorama se inaugura la arqueología del siglo XX en Venezuela.

La arqueología venezolana fue percibida por los investigadores extranjeros,

especialmente norteamericanos, sólo dentro de la escala macroregional de todo el

continente americano, especialmente en relación con el Caribe y Suramérica. En vez de

considerar los desarrollos locales en sus propios términos, nos vieron como paso necesario

para llenar los vacíos de información entre centros de desarrollo cultural. Iniciándose en la

década de los treinta del siglo XX, la arqueología venezolana comenzó a ser considerada

por arqueólogos como Gladys Nomland (1933) en la costa oeste del país, quien percibió a

Venezuela como un pasaje ideal entre Suramérica occidental y oriental. En la década de los

treinta, Rafael Requena (1932) publicó una descripción exhaustiva de evidencias de la

Cuenca del Lago de Valencia e invitó a los primeros arqueólogos sistemáticos

norteamericanos que tuvieron una fuerte influencia en la arqueología científica

venezolana: Wendell Bennett (1937), Alfred Kidder II (1944, 1948), Cornelius Osgood y

George Howard (Howard 1943, 1947; Osgood 1947; Osgood y Howard 1943). Una de sus

ideas más influyentes a partir de los estudios en todo el territorio nacional y en zonas
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específicas del Orinoco y el Lago de Valencia fue la teoría de la H. Esa tesis dibujó a

Venezuela como barra horizontal de una letra H en la que los extremos verticales

representan Mesoamérica (izquierda superior), los Andes (izquierda inferior), Antillas

(derecha superior) y Amazonía (derecha inferior). Supone al país al centro de las

principales rutas migratorias que se extienden a lo largo de la costa occidental de América

y de los caminos que siguieron los movimientos de población posteriores, a lo largo de la

zona oriental de Suramérica y a través de las Antillas (Cruxent y Rouse 1958). Fuimos

vistos, pues, como una vía de paso o conexión entre zonas nucleares civilizatorias como

Mesoamérica o los Andes Centrales y otras regiones.

Recordemos que medioambiental y geográficamente, Venezuela es un espacio mixto

estratégico. Al sur, colinda con las selvas tropicales de la gran hoya amazónica y se

comunica con ellas a través de la compleja red de ríos que conectan las cuencas del

Amazonas con la del Orinoco. Una amplia franja central formada por extensos llanos y

sabanas tropicales atraviesa todo el país de Occidente a Oriente circundadas en Occidente

por las últimas estribaciones norteñas andinas y a todo lo largo del norte la Cordillera de la

Costa bordea toda la franja costeña caribeña venezolana y sus islas en el Mar Caribe. Sin

embargo, a pesar de resaltar la centralidad cultural indígena de Venezuela en el continente,

esta teoría refleja sólo en parte la complejidad del pasado prehispánico venezolano ya que

ignora los dinámicos y fluidos desarrollos autóctonos y posibilidades culturales de nuestro

territorio más allá de su relación con las grandes culturas mesoamericanas o andinas.

El trabajo que colocó a Venezuela en el contexto suramericano, An Archaeological

Survey de Venezuela (1933) de Osgood y Howard, parte de un reconocimiento general de

datos cerámicos de tierras bajas suramericanas, produjó la primera revisión extensiva e

intensiva de datos arqueológicos de Venezuela disponibles a través de colecciones privadas

y museísticas, información bibliográfica y recolecciones superficiales. También contribuyó


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a definir áreas claves para el trabajo arqueológico: el Lago de Valencia y el Orinoco Medio.

La selección de ambos sitios, el primero por Osgood en Tocorón (1943) y el otro por

Howard en Ronquín (1943), no fue aleatoria. De hecho, encajaba perfectamente en el

modelo geográfico difusionista que proponían: la H como conectora crucial para entender

los movimientos desde Mesoamérica hacia el sur de Centro y Suramérica y su influencia en

las culturas andinas pero, también, su influencia en el movimiento hacia el norte que, más

tardíamente, derivó desde la cuenca amazónica hacia el Caribe. Por ello, nuestra

arqueología debería expresar estos desarrollos en restos culturales y los sitios de excavación

seleccionados, el norteño costero Tocorón al norte y el sureño orinoquense Ronquín tendían

la línea vertical intermedia que corta a Venezuela en dos áreas relativamente equivalentes.

Sus rasgos culturales, como la combinación de trípodes con ojos granos de café en algunas

vasijas del área de Valencia, fueron interpretados como una expresión de la interacción

local de las tradiciones culturales provenientes del oeste y este de Suramérica. Las culturas

de Valencia y el Orinoco Medio representaron los ejemplos más genuinos y distintivos de la

arqueología venezolana al sintetizar ambos ejes geográficos de influjo cultural y expresar

complejas difusiones e influencias entre tierras altas y bajas (Kidder II, 1948).

Esta noción de la H no sólo fue modelo de movimiento poblacional sino que marcó

modos de desarrollo cultural con implicaciones cronológicas evolucionistas en Suramérica.

Como lo refleja la síntesis cultural realizada por James Steward (1949) en su Handbook of

South American Indians, las mayores rutas de dispersión en la historia suramericana

prehispánica se relacionaban con tipos específicos de ambientes naturales y tipologías

sociales. Steward rastreaba nuestro origen cultural en movimientos desde Centroamérica

hacia los Andes y luego a tierras bajas. El desarrollo local de la agricultura heredado

permitió el surgimiento de sociedades más complejas capaces de convertirse en Estados

altamente estructurados. Según Steward, mantuvieron una orden tribal simple con
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tecnologías y cultura material rudimentaria por las condiciones del bosque tropical.

Posteriormente, la migración de pueblos norandinos y de bosque tropical pobló la costa

venezolana y el Caribe. La riqueza y diversidad del paisaje insular circuncaribe ofrecía

posibilidades para lograr organizaciones complejas como cacicazgos que combinaron

tecnología tropical y organización andina. Así, espacializó la evolución social en conexión

con ambientes: culturas estatales de tierras altas andinas, cacicazgos insulares caribeños y

tribus de bosques tropicales en tierras bajas.

Este modelo aún incide en la arqueología venezolana. Por ejemplo, Mario Sanoja

(1981) afirma que el desarrollo cultural se define según el recurso agrícola básico. Así,

mientras las culturas occidentales venezolanas pudieron generar sociedades complejas por

su subsistencia centrada en el cultivo del maíz, alimento con altos niveles proteicos que

promueve densidad demográfica y tecnología alterna, por el contrario, las orientales

subsistían del bajo nivel nutricional de la yuca y tuvieron que conservar organizaciones

más simples para mantener una eficiente relación tecnológica con el ambiente natural.

Venezuela es una dicotomía: la diferencia histórica interna se naturaliza

Junto con la tesis anterior, surgió también desde muy temprano en la arqueología

nacional una imagen que suponía cierta diversidad a lo interno y que planteaba que las

culturas prehispánicas venezolanas -en correspondencia con las dos barras verticales de la

H- se podrían dividir en dos grandes áreas de influencia y desarrollo: las orientales y las

occidentales. Autores como José María Cruxent e Irving Rouse (1982), considerados los

padres fundadores del pensamiento arqueológico científico en Venezuela, defendieron que

nuestro territorio respondía a dos grandes centros de influencias, lo que marcaba dos tipos

de culturas distintas, una al occidente y otra al oriente. Así se instauró una imagen

dicotómica del territorio -asociada con la representación de las supuestas tribus caribes

rebeldes del oriente y los “civilizados y complejos” arawakos del occidente- que serviría
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para legitimar una visión estática y simplista de este pasado. Como veremos a continuación,

nuestro pasado indígena prehispánico es mucho más complejo.

La definición de áreas culturales de Steward depende de los patrones generales

compartidos en términos tecnológicos, de cultura material y conducta de las sociedades

dentro de un área ecológica, reconociendo las diferencias internas producidas por la

variabilidad cultural (Steward 1950). Se asume, bajo un modelo difusionista, que las áreas

culturales poseen un núcleo de desarrollo cultural a partir del cual se difunden atributos

culturales diagnósticos dentro de los límites ecológicos determinados y determinantes y, en

consecuencia, la antigüedad o profundad temporal depende de su cercanía a este núcleo. El

objetivo de los estudios de áreas culturales es el de ofrecer un parámetro comparativo para

describir y explicar la homogeneidad, la diversidad interna y la diferenciación entre áreas.

El modelo dicotómico cultural venezolano producido por Osgood y Howard es

aplicado posteriormente por investigadores como Cruxent y Rouse, Wagner, Sanoja y

Vargas. Según Cruxent y Rouse (1958), Venezuela se percibe como un territorio polarizado

dividido geoestilísticamente por dos influencias: los núcleos occidentales mesoamericanos

y andinos y las culturas periféricas tropicales de las tierras bajas suramericanas y el Caribe.

Esta división fue diáfana durante la temprana ocupación cerámica, período II (de 1050 años

a.C. hasta 350 d.C.), representada el oriente por las tempranas series saladoide y

barrancoide mientras la tocuyanoide caracteriza a occidente. Durante el período III (de 350

a 1150 años d. C.), los desarrollos culturales locales enfatizan la dicotomía, pero sus

movimientos poblacionales el acercamiento de los polos en el subsiguiente IV (de 1150 a

1500 d. C.), intercambiando e influyendo sus rasgos y crear culturas “genuinamente”

venezolanas según autores previos, como la valencioide. Esta fusión se interrumpió con el

período indohispano bajo la violenta usurpación colonial. A este modelo, otra vez, subyacen

interpretaciones aún vigentes en nuestra arqueología. Como ejemplo, según Anna Roosevelt
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(1980), en Parmana en el Orinoco medio, la tardía introducción de la tecnología del cultivo

del maíz desde occidente por los grupos Camoruco alrededor de 400 años d. C., permitió

mantener niveles estratificados de complejidad y alta densidad demográfica.

Orinoquia no es un paraíso tropical: Betty Meggers y el determinismo ambiental

Aunque el evolucionismo subyacía a nuestra historia prehispánica, al menos hasta

los años sesenta del siglo XX, el debate se regía por rasgos empíricos estilísticos de cultura

material. Pero desde inicios de esta década, la ecología cultural reemergió en la arqueología

norteamericana, en especial respecto a la arqueología amazónica, lo que impactó nuestras

interpretaciones. La discusión se polarizó entre quienes con Betty Meggers (1971)

defendían un fuerte determinismo ambiental y aquellos que como Donald Lathrap (1970)

preferían el posibilismo cultural ambiental. La tesis de Meggers deriva del modelo de Áreas

Culturales de Steward, en el cual las llamadas Culturas de Selva Tropical, organizaciones

tribales simples con una tecnología rudimentaria e incipientes niveles de asentamiento y

estrategias productivas, se debían a su relación con un medio natural limitante y, como

sistema funcional, la simplicidad tribal era la respuesta adaptativa eficiente ante ese

ambiente. Afirmó que, paradójicamente, la riqueza y exuberancia amazónica esconde una

muy baja capacidad de carga ecológica y nutricional para mantener poblaciones densas e

impacta negativamente sobre las tendencias socioevolutivas. La carencia nutritiva de sus

ácidos suelos, el alto nivel de humedad y temperaturas, la falta de luz solar bajo la densa

cobertura de vegetación, la escasa biomasa animal disponible para la subsistencia humana y

otros factores imponen opresivas limitaciones al desarrollo social. Así, la única estrategia

agrícola adaptativa posible bajo es el cultivo de la yuca mediante la tecnología de tala y

quema o conuco, la que una vez más limita las posibilidades de desarrollo social ya que la

yuca es rica en carbohidratos y almidón pero pobre en proteínas, las que no es suplida por

la escasez proteica amazónica y no permite permanencia y densidad demográfica en un


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área. Al igual, la tecnología de tala y quema supone baja productividad y no contribuye a la

complejización sociocultural al obligar a un constante patrón de asentamiento móvil.

Para esta visión, las culturas de selva tropical reproducen un patrón cíclico de fisión

tribal y movilidad comunal con baja densidad poblacional que detenían la evolución social.

El único ecotono que Meggers distingue dentro de su homogeneizadora visión, además de

la Tierra Firme, ecosistema predominante comprendido por selvas interiores, es la varzea,

un escaso pero clave ambiente ribereño con una capacidad de carga mayor enriquecida por

la deposición aluvional de altos niveles de nutrientes minerales provenientes de tierras altas

en las márgenes de ríos principales donde supone cierta limitada población. Su idea general

del origen y difusión cultural en Suramérica y de la colonización de tierras bajas por

pueblos de las altas sigue a Steward. Otros investigadores, como Daniel Gross (1975),

afirmaron que el factor limitante era la baja disponibilidad proteíca, en especial de biomasa

animal; el comportamiento solitario de los mamíferos tropicales -baja densidad espacial,

lento ciclo reproductivo, limitadas crías por parto y patrón arbóreo predominante, junto a la

escasa pesca en ríos de aguas negras, no permitió acumular proteína para la subsistencia

humana. Mientras, Stephen Beckermann (1979) lo refutó planteando que hay otras fuentes

disponibles de proteína animal abundante tales como insectos, pequeños mamíferos, aves

lacustres y peces de ríos de aguas blancas y lagunas. Al contrario que Meggers, Robert

Carneiro (1970) postula que el factor crucial es la circunscripción espacial del grupo.

Ecosistemas escasos como las varzeas pueden mantener una población más densa en una

localidad con una capacidad de carga mayor y así promover la complejización social. La

circunscripción social, concentración demográfica por razones ecológicas o culturales como

la competencia por áreas privilegiadas, forzó a la guerra y los sistemas de alianzas políticas,

pujando nuevas tecnologías productivas y organizativas. Sin embargo, considera que estos

procesos fueron poco frecuentes y no tipifican a un modo de vida amazónico.


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Betty Meggers ha sido una de las arqueólogas más influyentes en la arqueología

venezolana. Mario Sanoja e Iraida Vargas (Sanoja 1969; Sanoja y Vargas 1974, 1983;

Vargas 1979a, 1979, 1981) heredaron la tradición ceramológica de Meggers y la aplicaron a

la arqueología venezolana a través de su “Proyecto Orinoco 85” entre 1965 y 1978, que

comprendió tres áreas cruciales de nuestra historia prehispánica: Barrancas en el Bajo

Orinoco, La Gruta en el Orinoco Medio y Cuartel en la costa oriental de Venezuela. Su

objetivo fue el de desarrollar una reconstrucción integral de la historia cultural de la

Venezuela prehispánica oriental incorporando una visión materialista histórica para

entender las sociedades pretéritas, en las que las condiciones materiales de existencia

responden a las contradicciones en la producción entre seres sociales o con la naturaleza.

Lo relacionado con la producción y reproducción son determinantes para el nivel de

desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción. Esta

influencia, sin embargo, debe ser explicada a la luz de la historia de la arqueología

venezolana. El modelo de Rouse y Cruxent, basado en los cuadros temporo-espaciales

estilísticos y en cronologías regionales producidos junto en Arqueología Cronológica de

Venezuela en 1958, ha representado el discurso hegemónico en nuestra arqueología,

asociado a tendencias intelectuales norteamericanas y con la creación de instituciones

arqueológicas como el Centro de Antropología del Instituto Venezolano de Investigaciones

Científicas (IVIC). Investigadoras como Alberta Zucchi (1965-66, 1968, 1972, 1973, 1975,

1979, 1984, 1985, 1991; Zucchi y Tarble 1984) y Erika Wagner (1972a, 1972b, 1973, 1977,

1980, 1987, 1988, 1989), discípulas de Cruxent, acogieron la propuesta de Lathrap ya que

está también influenciada por el análisis cerámico de Rouse. Al contrario, Sanoja y Vargas

reaccionaron ante Rouse y dieron un enfoque alternativo para lo prehispánico centrado en

aspectos socioeconómicos, apoyándose en Meggers debido a su visión menos descriptivista

y estilística.
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Examinemos el Orinoco. La cronología regional aceptada antes de Sanoja y Vargas

era la de Cruxent y Rouse, que asumía que para el período temprano dos estilos culturales

en el área: saladoide y barrancoide. El primero se habría originado en el Bajo Orinoco (sitio

de Saladero) en un período muy temprano cerca de 2.000 años a.C., y luego se expandió al

Orinoco Medio para formar el estilo Ronquín. Alrededor de 100 años a.C., se expandieron

hacia la costa oriental venezolana y luego a Guyana Británica y el mar Caribe. La serie

barrancoide derivó de la saladoide, iniciada en el Bajo Orinoco con el estilo Barrancas en el

período II, complejizándose con Los Barrancos (período III) y difundiéndose hacia la costa

cerca 100 d. C. Se supone que ambos grupos derivaron de un tronco lingüístico arawako

que migró temprano al norte desde la hoya amazónica a la cuenca orinoquense. Mientras la

saladoide se caracterizó por la pintura policroma y decoración modelada relacionada con

estilos como Nazaratequi (Brasil), la barrancoide posee decoración modelada-incisa similar

a Chavín (Perú) y Malambo (Colombia). Cerca de 1000 años d.C., la agresiva colonización

arauquinoide distinguida por un estilo plástico inciso-punteado desplazó a saladoides y

barrancoides. Esta visión favorece el origen local o amazónico con una cronología larga.

Sanoja y Vargas, por el contrario, defienden la llamada cronología corta para

vincular los datos orinoquenses con su modelo explicativo general que sigue a Meggers

respecto al origen de la agricultura y de la cerámica en la costa oriental de Suramérica en

Valdivia (Ecuador) y su consiguiente difusión hacia las tierras bajas al oeste. Para ellos, las

tradiciones saladoide y barrancoide representan desarrollos independientes en el Orinoco,

que poseen un origen común en la cuenca amazónica, derivada de la difusión de grupos

subandinos en el formativo. Por ejemplo, el barrancoide de alrededor de 1000 años a.C.,

coincide con estilos de tierras altas como Chavín y Gallinazo (Perú) y su difusión puede

rastrearse al Alto Amazonas en Tutishcayno y Kotosh (Perú). Así, su modelo de difusión

considera a las tierras altas como el centro para los orígenes de las culturas de tierras bajas.
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Orinoquia es el paraíso tropical: Donald Lathrap y el posibilismo ecológico

Por su parte, la cronología larga de Rouse y Cruxent fue adherida por investigadores

ecológico-culturales como Zucchi y Wagner, quienes la enriquecieron introduciendo el

aporte de Lathrap en la interpretación arqueológica venezolana quien, al contrario de

Meggers, con un posibilismo ambiental combinado con particularismo histórico, ofreció

una perspectiva más flexible del devenir cultural amazónico. En The Upper Amazon (1970)

se centró en las varzeas como ambiente especial y no tan escaso en la ecología de la cuenca

amazónica para el desarrollo de tradiciones culturales complejas en y así superar el enfoque

determinista de Meggers sin olvidar ciertas reales limitaciones. Frente a Meggers, no sólo

asume el origen local y autóctono de las culturas de selva tropical en Amazonia, sino que

también las considera cruciales para explicar el origen de las de tierras altas. Invirtiendo el

modelo, postula que las culturas suramericanas podrían de hecho haberse originado en

tierras bajas en un punto indefinido en el Amazonas Medio, desde donde luego se

difundieron al resto del continente. Otra vez en un marco macrodifusionista, incorpora

evidencias lingüísticas, etnoarqueológicas y ceramológicas a su interpretación inductiva

para enriquecer y refinar el panorama metodológico, basado en análisis glotocronológico,

datación radiocarbónica, análisis estilístico y comparación etnográfica.

Lathrap postula que pareciese que el proceso cultural muestra una dirección inversa

a la que tradicionalmente se había aceptado, moviéndose desde las tierras bajas hacia las

altas. Por ejemplo, siguiendo la glotocronología de Kingsley Noble (1965), plantea un

origen lingüístico ecuatorial común a la mayoría de las lenguas suramericanas. Incluso,

cuando estudió las economías de cazadores tempranos en este territorio (1968), reafirmó la

centralidad de Amazonia como origen de las culturas suramericanas al afirmar que a su

llegada a Suramérica, los cazadores y recolectores tempranos ocuparon y se adaptaron

fácilmente a ambientes más relacionados con sus estrategias productivas, como selvas y
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sabanas, y desde allí comenzaron a desarrollar tecnologías y organizaciones sociales que

luego les permitieron ocupar las tierras altas andinas. En general, postula la existencia de

sucesivos movimientos migratorios o dispersiones desde el Medio Amazonas como centro

debido a la presión impuesta por diferentes grupos sobre los ocupantes previos en su

competencia por las varzeas y áreas privilegiadas, lo que empujó hacia los márgenes y

fuera de la cuenca amazónica a distintos grupos que iniciaron tradiciones culturales

regionales en diversas áreas. Hacia Venezuela, propuso tres movimientos: uno temprano

saladoide desde el epicentro lingüístico protoarawako, cerca de 2000 años a.C., que se

dividió en dos movimientos de migración local, una elaborada tradición plástica temprana

expresada en Venezuela por el estilo costero Río Guapo y relacionado con el estilo

Nazaratequi (Brasil) y una tradición tardía policroma pintada relacionada con Saladero; un

segundo movimiento barrancoide, también protoarawako, hacia Orinoco cerca de 500 años

a. C. Una tercera y última expansión caribe se inició alrededor de 500 años d. C., la que

está representada en el área por la penetración arauquinoide. Este modelo regional es

compatible con el de Rouse y Cruxent conjuga los datos locales con el marco continental

general sobre la evolución cultural en Suramérica.

Los trabajos de Zucchi y Tarble (Tarble 1984, 1985; Zucchi1984, 1985; Zucchi y

Tarble 1984) en el Orinoco Medio expresan esta continuidad. Aunque difieren de Lathrap

en ciertas propuestas temporales, favorecieron la cronología larga para apoyar el origen

amazónico de las culturas orinoquenses. En su trabajo sobre la serie cedeñoide incluso

añaden una etapa más temprana a la tradicional secuencia orinoquense saladoide-

barrancoide-arauquinoide al definir un componente del horizonte de tradición pintada

temprana propuesta por Lathrap para el Orinoco antes de 2000 años a.C. Esta serie

cedeñoide representaría la tradición cerámica más temprana en el contexto venezolano y la

relacionan con las culturas protoarawakas. Posteriormente, postularon también otra serie
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ubicada al final de la cronología local: la tardía valloide. Esta serie, caracterizada por

decoración y formas simples, asociada por las autoras con la expansión arauquinoide, pudo

haber empujado a otros grupos caribes menores a moverse hacia las principales cuencas

hidrográficas a partir de 1000 años d.C. Este es también el caso del estudio pudieron haber

sido forzados a migrar al norte por otros caribes durante la expansión arauquinoide,

adaptándose de Zucchi sobre los grupos de Caño Caroní, que a cursos de ríos menores

tropicales.

Otro innovador trabajo con un enfoque teórico y explicativo en esta línea fue el de

Parmana, Orinoco Medio, realizado por Anna Roosevelt. Aunque comparte la cronología

larga, introduce un elemento controversial en la arqueología neotropical: el surgimiento de

cacicazgos en las varzeas y su exitosa continuidad hacia la complejidad social. Siguiendo la

inversión postulada por Ester Boserup (1984) de la ley maltusiana de que el crecimiento

demográfico determina el desarrollo tecnológico, afirma que la introducción de una nueva

tecnología contribuyese al incrementar la producción representaba la única manera de

potenciar la densidad poblacional en el área y por lo tanto, promover la complejidad social

y la jerarquización en Amazonia. En su análisis de Parmana, consideró la tardía

introducción de la tecnología del maíz por la cultura Camoruco y su perfeccionamiento por

la Corozal como el factor que impulsó el cambio cualitativo. El cultivo del maíz como

tecnología productiva implica para Roosevelt no sólo un mayor nivel nutricional sino

también otra organización para el trabajo agrícola, en los patrones de asentamiento y

movilidad y mayor densidad demográfica en el área. Así, Roosevelt refuta la idea de

Meggers sobre la imposibilidad de la complejidad cultural amazónica, aunque sus

estimados de densidad regional se basan en índices no calibrados localmente según las

diferencias entre aldeas y campamentos temporales.


17

Poblamiento temprano del Norte de Suramérica: surgimiento de las sociedades

cazadoras-recolectoras

Las primeras ocupaciones del territorio venezolano representan unas de las más

tempranas del territorio americano con tecnologías únicas en todo el continente. Durante el

período geológico conocido como el pleistoceno tardío, grupos humanos posiblemente

provenientes del norte llegaron y se asentaron en la costa noroeste del territorio

venezolano. Sitios como Taima-Taima en el estado Falcón –con el que están relacionados

otros sitios en la región, como Muaco o El Jobo- testimonian que los primeros ocupantes

del territorio venezolano llegaron alrededor de 13.000 años a.p., Claudio Oschenius y Ruth

Gruhn (1979). Este período es conocido en la arqueología venezolana como Paleoindio

dentro del marco histórico cultural, o Formación Económico Social de Cazadores de

Grandes Mamíferos, con un Modo de Vida Apropiador, dentro del paradigma marxista.

La teoría del poblamiento temprano de América plantea que los primeros habitantes

de nuestro continente arribaron desde Asia a través del Estrecho de Bering –el cual conecta

Siberia, en Asia, con Alaska, en América- durante la glaciación de Wisconsin I, hace

aproximadamente al menos 24.000 años a.p. –algunos incluso se aventuran a plantear

fechas de hasta 40.000 años a.p..-. Estos grupos humanos eran cazadores especializados en

la captura de grandes mamíferos pleistocénicos y migraron precisamente siguiendo el

movimiento de su principal fuente de sustento a través de los corredores interglaciares de

las Laurentidas, únicos espacios para este período que podían garantizar la subsistencia de

animales tanto herbívoros como carnívoros. Al llegar a las grandes planicies

norteamericanas, se especializaron en la cacería del mastodonte y desarrollaron una

tecnología de puntas de proyectil de piedra conocida como la tradición Clovis. Gran parte

de las teorías sobre el poblamiento del resto de América suponen que desde este foco se

pobló posteriormente el resto del continente.


18

Sin embargo, los sitios venezolanos son de gran importancia para entender el

contexto continental, ya que contradicen esta teoría en, al menos, tres sentidos. En primer

lugar, la industria lítica percutida -fabricación de utensilios de piedra por percusión-, que

caracteriza a la costa occidental venezolana, conocida como tradición joboide, es distinta

formalmente de tradición Clovis, lo que también pone en duda el supuesto origen Clovis

del resto de las culturas tempranas americanas. En segundo lugar, son incluso más antiguos

que los hallazgos en el norte del continente, lo que cuestiona la teoría de poblamiento

aceptada. Y, en tercer lugar, por ser más antiguos y estar al sur del continente, podrían

evidenciar otras posibles rutas u oleadas de migración de estos grandes cazadores.

Las ocupaciones del territorio de Venezuela representan algunas de las más

tempranas para todo el continente americano y comprenden conjuntos y desarrollos

tecnológicos únicos. Durante la era geológica conocida como el pleistoceno tardío, los

grupos humanos posiblemente provinieron desde norte, llegando y ocupando la costa

noroeste de Venezuela. Sitios tales como Taima-Taima, Muaco o El Jobo, todos ellos en la

zona costera del estado Falcón se han convertido en emblemáticos para el debate

concerniente al poblamiento temprano de América. Estimados conservadores asumen que

estas poblaciones arribaron al menos 13.000 años antes del presente (Oschenius y Gruhn

1979, 57) pero otros calculan fechas de más de 24.000 a 40.000 años antes del presente.

Los antiguos pobladores de estas regiones falconianas coexistieron con grandes

mamíferos actualmente extintos como el mastodonte (Haplomastodon guyanensis),

megaterio (Ermotherium rusconíi shaub) y el gliptodonte (Glyptodon claviples owen),

denominados en general megafauna, que representaban su subsistencia primordial. En

sitios como Taima-taima, se han encontrado puntas de proyectil asociadas con el complejo

El Jobo con una antigüedad entre 12.980 y 14.200 años a.p., que han sido interpretados

como una clara evidencia de su forma subsistencia y tecnología.


19

Los instrumentos de piedra elaborados por percusión directa sobre los núcleos de

piedra (arenisca cuarcítica) en El Jobo, que toma su nombre de un conjunto de terrazas

aluvionales en la Cuenca del río Pedregal en el estado Falcón, presenta una ilustrativa

secuencia de la evolución y diversas variantes tecnológicas de estos primeros cazadores

venezolanos. Está compuesta por cuatro complejos consecutivos caracterizados por

distintos tipos de artefactos elaborados principalmente en arenisca cuarcítica y asociados

con diferentes estrategias de cacería. El primero, Camare -aproximadamente entre 22.000

y 20.000 años a.p.-, comprende grandes cuchillos, raspadores y percutores bifaciales, los

cuales pudieron haber sido utilizados en la cacería directa. Esta estrategia consistía en el

aislamiento de la presa por un grupo de cazadores para darle muerte a golpes con

artefactos de piedra enmangados o con palos afilados (Fundación Polar 1988, 231). El

segundo es el complejo Las Lagunas -aproximadamente entre 20.000 y 16.000 años a.p.-,

caracterizado por triangulados y alargados instrumentos bifaciales de menor tamaño,

utilizados en la cacería semidirecta y que iban engastados en lanzas y punzones.

Seguidamente se encuentra el complejo El Jobo -aproximadamente entre 16.000 y 9.000

años a.p.-, en el que aparecen las distintivas puntas de proyectil joboides de forma

lanceolada bifacial y de sección lenticular. La punta de proyectil en forma de dardo

engastada en una lanza era utilizada con un propulsor que facilitaba la precisión y la

velocidad en la perforación del animal. “Con este invento se abrió una nueva etapa de

cacería a distancia en la cual el hombre comenzó a cazar en forma individual y a

aprovechar nuevas especies de tamaño menor y más veloces, tales como el venado y los

roedores [además de la megafauna]” (Fundación Polar 1988, 231). Finalmente, en el

Complejo Las Casitas -aproximadamente entre 9.000 y 5.000 años a.p.-, la punta de flecha

con pedúnculo para ser ensartada en la lanza se agrega a los instrumentos anteriores. La

cacería a larga distancia con arco y flecha facilitó la captura de peces, aves y animales
20

pequeños y coincidió con el inicio de los cambios climáticos que marcarían el inicio de la

siguiente etapa en la historia prehispánica.

Otros yacimientos en el territorio venezolano han arrojado evidencias de tradiciones

líticas tempranas distintas, que darían cuenta de la diversidad cultural de nuestro territorio

desde los inicios de su historia. Los posibles percutores y raspadores en madera fosilizada

lados por Cruxent en Manzanillo (Zulia) o los raspadores planoconvexos en jaspe y lascas

en basalto de Tupuquén y Cueva del Elefante (Bolívar) definidos por Wagner, y el hallazgo

de contextos líticos de percutores y lascas primarias en el Bajo Caroní y el Alto Orinoco

por Sanoja y Barse son sólo algunos ejemplos de estas tecnologías distintivas.

Durante este período, los grupos dependían de los medios de subsistencia presentes,

especialmente de los grandes mamíferos. Su economía podría definirse como apropiadora

ya que obtenían directamente del ambiente los recursos de subsistencia sin implementar

técnicas de producción controladas. Las condiciones medioambientales del pleistoceno

tardío eran distintas a las actuales debido a que existía una mayor extensión de tierras

debido al nivel más bajo de las aguas, mayor pluviosidad y humedad, temperaturas más

bajas, y mayor cobertura vegetal. Esto hace suponer que, además de la cacería de grandes

mamíferos, estos grupos desarrollaban otras estrategias productivas de las que aún no

tenemos evidencias, tales como la recolección de frutos y especies vegetales y la

recolección y pesca de especies marinas. Debido a la dependencia en la megafauna, su

fuente de subsistencia básica, el modo de vida estaba determinado por la movilidad de

estos animales. La distribución de la evidencia arqueológica hace suponer que las bandas

practicaban el nomadismo restringido, patrón de asentamiento errante dentro de un

territorio reconocido como propio siguiendo pautas naturales o ciclos estacionales para la

movilidad. Presentaban una baja densidad poblacional: grupos territoriales de menos de

100 individuos, organizados en micro-bandas consanguíneas de 12 a 35 personas. A pesar


21

de ser unidades sociales igualitarias con una propiedad colectiva sobre los bienes, se

generaba cierta división sexual y por edad del trabajo para la elaboración de instrumentos

y artefactos, cacería, recolección y cuidado de la prole (Fundación Polar, 1988, 232).

Cambios hacia la sociedad cazadora, pescadora y recolectora especializada

Como vimos, la diversidad económica y cultural venezolana posee una gran

profundidad histórica que se interna en el más remoto pasado. Desde los inicios del

poblamiento de nuestro territorio, diversos grupos culturales han interactuado con el

medioambiente y entre ellos. Pensamos que el período de arranque de esta diversidad

sociocultural es precisamente el que ahora referiremos. A partir de alrededor de 7.000 a

5.000 años a.p. y hasta al menos 1.000 años a.p. se produce la transición entre la sociedad

de cazadores de grandes mamíferos y la formación económico social tribal en Venezuela.

Es conocido en la arqueología venezolana tradicional como Mesoindio.

Los cambios medioambientales que definen el inicio de la era geológica conocida

como holoceno temprano modificaron profundamente la las sociedades que habitaban

nuestro territorio para el momento. Durante este período, las temperaturas globales

aumentaron; los cascos polares cedieron y, por lo tanto, el nivel de las aguas inundó

grandes extensiones de tierra anteriormente ocupadas; la cobertura vegetal retrocedió en

algunas zonas intertropicales; nuevos ambientes surgieron y se diversificaron en las

cadenas costeras y en tierra adentro, y la megafauna se extinguió. En consecuencia, los

contingentes humanos fueron obligados a movilizarse a otros territorios, a interactuar con

medios nuevos, y a modificar sus estrategias de producción y su forma de organización.

Nuevos nichos ecológicos, como manglares, representaban un reto a las sociedades del

momento puesto que no podían ser explotados según los medios tradicionales, pero

ofrecían una nueva gama de recursos, usualmente más diversa. Los grupos se asentaron en

estos nichos y, en consecuencia, tuvieron que especializarse en nuevas estrategias


22

productivas, que diversificar sus tecnologías y generar producciones culturales

diferenciadas en cada región histórica.

Durante este período predominó un modo de trabajo relacionado con la caza, la

pesca y la recolección, que probablemente estuvo presente de manera menos decisiva en el

período anterior, durante el cual convivió con la cacería de grandes mamíferos. En

consecuencia, cambios en la producción, tales como la explotación de recursos en las

costas, la recolección intensificada y la cacería de pequeños mamíferos, produjeron modos

de vida diversificados y nuevas formas de organización social. Podríamos agrupar las

diversas estrategias socioculturales reconocidas para este período en las siguientes

variantes -diferenciadas productivo, ecológico, geográfica y tecnológicamente-.

La primera variante corresponde a la presencia, sobretodo en la costa oriental

venezolana, de grupos de pescadores y explotadores de recursos marinos de costa y alta

mar que dominaban las técnicas de navegación y que, según las evidencias, poblaron las

islas cercanas a nuestras costas sucrenses (Margarita, Cubagua, Manicuare, Trinidad,

Tobago) y posteriormente se desplazaron hacia el resto de las Antillas. Los sitios de esta

tradición en Venezuela, caracterizados todos por la presencia de inmensas concentraciones

de residuos de gasterópodos y bivalvos consumidos -concheros-, forman la denominada

tradición manicuaroide y representan una clara secuencia tecnológica de este período de

transición de aumento y diversificación en los instrumentos de concha hasta la aparición

de la cerámica, característica de la formación tribal. Su primera ocupación, denominada

Cubagua -aproximadamente de 2325 años a.C.-, comprende lascas líticas para fabricar

arpones, martillos líticos para abrir conchas, algunos elementos de piedra pulida como las

piedras de dos puntas, puntas de proyectil de hueso y concha y discos y anzuelos de

conchas. La segunda, Manicuare -aproximadamente entre 1730 y 1190 años a.C.-,

presenta, además de lo anterior, gubias de concha, artefactos elaborados con la punta del
23

botuto -Strombus gigas- para la elaboración de embarcaciones, cuentas y colgantes de

concha, piedra pulida y hueso, y pesas de redes. Las ocupaciones Punta Gorda y Carúpano,

además de los objetos referidos, presentan escasa alfarería, lo que supone su relación con

grupos tribales agroalfareros que desde tierra firme estaban entrando en contacto con ellos.

Una segunda variante productiva está representada a todo lo largo de las costas

venezolanas por grandes concheros producidos por grupos recolectores y pescadores

costeros en sitios como La Pitía (Zulia), Maurica o Pedro García (Anzoátegui). En estos

concheros se hallan fragmentos de instrumentos de piedra percutida utilizados para abrir

las conchas de los gasterópodos y bivalvos para el consumo humano.

Una tercera variante, muy restringida a ecosistemas delimitados de la costa norte

sucrense, es la de los recolectores de manglares como el sitio de Ño Carlos, Remigio, Las

Varas y Guayana (Sanoja y Vargas 1995). “El ecosistema de manglar jugó un papel

significativo en el proceso de sedentarización y de cambios sociales consecuentes entre las

poblaciones de antiguos recolectores del noreste de Venezuela entre 5000 y 2000 años

a.C., ya que representa un conjunto de complejas interrelaciones de la cadena alimenticia

de excepcional importancia para las sociedades que dependen para su subsistencia de la

recolección marina y constituye una fuentes de materias primas: madera, resinas, fibras,

pigmentos, etc., así como también un extenso conjunto de fuentes de proteínas,

especialmente una gran variedad de moluscos peces, reptiles y pájaros que tienen su nicho

en el manglar” (Sanoja y Vargas 1995, 83). A pesar de las variantes en sus modos de

trabajo, la mayoría de los sitios se hallan en concheros que mezclan restos de moluscos,

bivalvos y crustáceos con otra fauna, como pequeños mamíferos y aves. Están asociados

con instrumentos de piedra percutida para abrir las conchas (lascas, puntas, etc.), otros de

piedra pulida asociados con la pesca (pesas) y la agricultura incipiente (majadores, piedras
24

de moler, etc.), y punzones, cuchillos y agujas de hueso o concha asociadas con la

industria textil y la elaboración de redes.

Similar a la anterior, encontramos una cuarta variante relacionada con posibles

recolectores, pescadores y cazadores en la costa oriental venezolana en sitios tales como El

Conchero y El Peñón (Sucre). Sin estar en antiguos ecosistemas de manglares, representan

pequeños concheros en los que básicamente se hallan instrumentos de piedra percutida con

formas poco definidas y que podrían cumplir funciones múltiples en las actividades de

cacería y recolección. Una quinta variante está representada por un modo de vida similar

en las costas centro-occidentales, como se manifiesta en los sitios El Heneal, Iguanas

(Falcón) y Cabo Blanco (Vargas), en los que, además de los instrumentos de piedra

percutida informal en pequeños concheros, se localizaron instrumentos de piedra pulida

como piedras de moler y metates, que evidencian la presencia de prácticas agrícolas

experimentales -o protoagricultura-. Asociada con esta última actividad económica se

desarrolla la sexta variante. En Michelena (Carabobo) se observa una ocupación de

protoagricultores, quienes desarrollaron cacería y pesca lacustre y experimentaron

prácticas de procesamiento de semillas evidenciada por artefactos de piedra pulida como,

metates, piedras de moler y majaderos cónicos.

Finalmente, la séptima variante está representada por grupos cazadores de tierra

adentro, como los presentes en sitios como Canaima y Tupuquén (Edo. Bolívar), los cuales

están caracterizados por el uso de instrumentos de piedra percutida y pulida relacionado

con la cacería (afiladores, raspadores, cuchillos y puntas de proyectil).

No queremos dar la impresión de que la aparición de un nuevo período supone la

desaparición absoluta de los modos de vida precedentes. Pensamos lo contrario; tanto es

así que aún en el presente persisten en algunas regiones venezolanas formas de

organización sociocultural y estrategias productivas que continúan desde el surgimiento de


25

las sociedades cazadoras, recolectoras y pescadoras especializadas, tales como los grupos

pescadores costeros -en Sucre y Falcón, por ejemplo- y algunos grupos indígenas, como

los guarao, que aún subsisten de la pesca, recolección y cacería de pequeños mamíferos al

interior del país (Sanoja y Vargas 1995).

De la recolección a la agricultura: la formación de la sociedad tribal en Venezuela

Con la aparición de las prácticas agrícolas experimentales se produciría un proceso

de transformaciones sociales y culturales sin precedentes en la historia antigua de

Venezuela y que desembocaría en el surgimiento de las primeras organizaciones humanas

productoras de alimentos desde muy temprano en nuestro territorio: la sociedad tribal. Este

período es conocido en la arqueología venezolana tradicional como Neoindio y está

representado en nuestro territorio por una inmensa cantidad de culturas regionales

presentes al menos desde 1000 años a.C. hasta la irrupción europea.

En esta sección analizaremos su etapa más temprana, conocida en la arqueología

suramericana como Formativo, y enfatizaremos dos casos muy importantes en ambos

polos del territorio nacional por su temprana aparición y por su relación con las culturas

formativas del continente: la tradición barrancoide en el bajo Orinoco y la tocuyanoide en

el noroccidente venezolano. En ninguno de los dos casos se observa un proceso de

evolución local prolongado, por lo que se asumen como resultado de la introducción de

tradiciones formativas más tempranas en Suramérica, especialmente el norte colombiano,

la costa ecuatoriana y el piedemonte oriental peruano (Sanoja 1982).

El formativo suramericano es una etapa histórica que se define por la aparición de

dos innovaciones tecnológicas que cambiarían totalmente las formas de producción y

organización de las sociedades suramericanas: el surgimiento de la agricultura y la

aparición de la cerámica. Aunque ambos procesos no se produjeron simultáneamente en

todas las regiones, las primeras evidencias en Suramérica para la transición de la


26

recolección a la agricultura se hallan en la costa noreste de Colombia, en el complejo

Puerto Hormiga, con una antigüedad de al menos 3090 a.C. La fecha más antigua de

manufactura de cerámica en América, con una data de 5350 años a.p., se encuentra

también en esta región en el sitio de Monsú y se equipara sólo con las fechas de 3000 años

a.C. obtenidas en Valdivia, Ecuador. Esta transformación en la costa colombiana se

relaciona con los inicios de la domesticación de ciertas especies de raíces, tubérculos y

rizomas, especialmente la yuca, y el desarrollo de la tecnología necesaria para el

procesamiento y consumo de su variedad amarga. El procesamiento de la yuca amarga

para la elaboración de tortas de casabe y harina de mañoco requiere de un especializado

desarrollo tecnológico –el cual, en la evidencia arqueológica, está relacionado con la

aparición de las microlascas para los rallos y los budares de cerámica-; es posible,

entonces, que se hubiese domesticado su variedad dulce al menos mil años antes pero no

se conserven evidencias arqueológicas. La introducción de estos nuevos cultivos parece ser

producto de movimientos desde Mesoamérica hacia el Sur penetrando en Colombia y

luego expandiéndose de este centro con gran amplitud hacia el área andina, las tierras

bajas del Norte de Suramérica, el Sur de América Central y las Antillas. Este tipo de

explotación agrícola es denominada vegecultura, mientras que la relacionada con la

domesticación de especies vegetales que se reproducen por semillas, como el frijol, la

calabaza y especialmente el maíz, es la semicultura.

El modo de vida vegecultor representa una variante de la formación tribal,

caracterizado por un sistema productivo centrado en el cultivo de raíces y tubérculos,

asociado por la caza, la pesca y la recolección como actividades complementarias para la

subsistencia. La vegecultura ha sido, usualmente, un sistema característico de regiones

tropicales, en especial de selvas denominadas neotropicales por su origen geoambiental

reciente durante el holoceno. Su distribución actual abarca las regiones tropicales bajas de
27

Suramérica, las Antillas, el sur de Centroamérica, la cuenca del Congo africano, el Sureste

de Asia y Oceanía. En las tierras bajas de Suramérica el cultivo más característico fue la

yuca (Manihot sculenta crantz), complementada con la batata (Ipomoea batatas), y en

regiones al noreste, otros como el mapuey (Dioscorea trífica), el ñame (Dioscorea) y

rizomas (raíces carnosas) como el lairén (Marunta arundinacea). En otras regiones se

combinó con el maní (Arachis hipogea). También existe una variedad de vegecultura

suramericana andina basada en el cultivo de la papa (Solanum tuberosa), la jícama

(Pachirizus tuberosum) y el ulluco (Ullucac tuberosum).

La vegecultura tropical de Suramérica se caracteriza por el empleo del conuco y de

la técnica de la roza y quema como prácticas agrícolas para aprovechar los bosques

tropicales. Las condiciones ambientales de las selvas tropicales suramericanas son muy

particulares. A pesar de la aparente riqueza y exuberancia de su biomasa son, por el

contrario, sumamente limitadas en su potencial agrícola. Geológicamente, sus suelos han

sufrido millones de años de desgaste bajo climas calientes y húmedos, lo que los convierte

en general en suelos de una extrema pobreza química. Su contenido de nutrientes y

minerales y su capacidad de regeneración son muy bajos. Sólo la cobertura vegetal

propicia las condiciones para el desarrollo de la selva y su variabilidad está especializada

para proteger el suelo. Las distintas especies de plantas forman un particular manto en

escala sobre el suelo: en la parte superior, los altos y grandes árboles de amplias copas y

hojas grandes; luego, los arbustos medianos; seguidamente, los helechos y plantas bajas de

enormes hojas, y, finalmente, una extensa capa de musgos y líquenes sobre las abundantes

y extendidas raíces de los árboles. De esta manera, los rayos solares y la lluvia no inciden

directamente sobre la fina capa de humus superior, que cubre la matriz ácida del suelo.

Esta delicada capa de humus se forma y nutre, precisamente, por la deposición constante

de material vegetal y animal que las bacterias y microorganismos descomponen. Sería


28

imposible un cultivo intensivo en suelos tropicales ya que implicaría la limpieza total del

terreno y la alteración del equilibrio del ecosistema. Por esto, el conuco presenta una

alternativa tecnológica apropiada, que se integra y mantiene el ecosistema natural. "Un

tipo de agricultura como la de roza y quema se asemeja a la composición de la selva

tropical en el "grado de generalización", entendiendo por generalización dentro de un

ecosistema, la existencia de una gran cantidad de especies (...) Este tipo de cultivo no

altera el equilibrio general, ya que cambia el ecosistema original buscando reemplazarlo

con otro en el cual algunos elementos concretos son diferentes, en contenido, pero que en

general es similar al primero en cuanto a la forma” (Sanoja y Vargas. 1979a, 103). El

conuco como policultivo sustituye especies vegetales originarias por otras ligadas a la

producción humana y conserva relaciones bióticas. En un ecosistema muy generalizado, se

reproducen los niveles de cobertura vegetal propios de selva tropical mediante la selección

de especies de consumo humano complementarias en sus demandas sobre el ambiente.

Los implementos característicos de labranza del vegecultor tropical eran las hachas

de piedra, las coas -bastones de madera de sembrar-, las azadas líticas, las macanas -

especie de espada plana de madera con bordes cortantes que fungían de cuchillo de monte-

y el fuego para clarear el terreno. La yuca posee una tolerancia adaptativa excepcional;

exige muy pocos nutrientes del suelo, soporta largos períodos de sequía o lluvias

irregulares, su cultivo no se concentra en una sola temporada, protege los suelos por su

crecimiento en forma de paraguas y almacena grandes reservas de calorías en sus raíces en

terrenos secos y pobres. Pero así como es un gran productor de calorías, contiene mínimas

proporciones de lípidos, proteínas, vitaminas y minerales, por lo que debe ser acompañada

por otras actividades como la caza, la pesca y la recolección. Sin embargo, existen las

áreas aluvionales aledañas a las cuencas hidrográficas, que presentan grandes ventajas en

su potencial agrícola y en su concentración espacial de especies animales de caza y pesca.


29

Estas áreas, a pesar de ser una porción mínima de la extensión selvática total, son lo

suficientemente extensas y numerosas por las abundantes ramificaciones de las redes

fluviales y el carácter meándrico de sus ríos. Geológicamente, dichos suelos están

expuestos a condiciones de remoción y reposición constantes al ser afectados por las

variaciones estacionales de los ríos que modifican continuamente su extensión y dirección.

Igualmente, las pequeñas lagunas aseguran la presencia constante de aves y pequeños

mamíferos en busca de alimento y agua y permite el desarrollo de distintos tipos de pesca.

La práctica del conuco tropical condiciona -mas no determina- un tipo de cultivo

que no exige grandes nutrientes del suelo. Esto hace que sus poblados no sean grandes y

mantengan una tasa baja de crecimiento demográfico. En consecuencia, el tamaño de los

poblados, el espacio territorial de la comunidad y el nivel de explotación se deben limitar a

la capacidad de trabajo del grupo. El territorio tribal comprende una serie de pequeñas

comunidades -agrupadas en núcleos familiares, en algunos casos extendidos- dispersas y

separadas en una amplia región, en donde cada grupo es relativamente autónomo. Una

familia nuclear podría realizar actividades cotidianas de subsistencia contando con la

colaboración comunal en aquellas actividades eventuales que se requiera una mayor

inversión de trabajo. Así, la especialización regional es limitada y el intercambio se da en

relación con materias primas espacialmente restringidas. “Esta característica impide que

surja la especialización social del trabajo, pues lo producido es insuficiente para liberar a

algunos del rol de productores primarios y establecer distinciones entre trabajo físico y

trabajo intelectual.” (Vargas 1988b, 226)

Sin embargo, la interdependencia que cohesiona la unidad tribal se evidencia en lo

político, ceremonial y económico de productos no indispensables para la subsistencia. En

circunstancias especiales, como las de guerra, las aldeas se cohesionan en un liderazgo

común, y pasado el período crítico, la tribu se disgrega en su organización original. Con el


30

crecimiento poblacional se necesita de un constante aumento en la producción. Cuando se

llega a un punto crítico en el que el crecimiento de la población rebasa la capacidad de

subsistencia en un área determinada, se hace necesaria la división del grupo o escisión para

el establecimiento de una nueva aldea, siempre unida por lazos parentales. De esta

manera,”...cuando un grupo social determinado alcanzaba el máximo permisible de

individuos que podrían ser sostenidos en bases a los recursos de subsistencia de su área de

influencia, la tendencia era a dividirse y dar nacimiento a un grupo familiar idéntico al

original el cual, al alcanzar el punto de saturación, volvía a repetir el proceso” (Sanoja

1981, 155). Esta movilidad de los grupos vegecultores, por su carácter itinerante, necesita

de un amplio territorio. La tendencia es hacia la expansión territorial buscando nuevos

medios naturales para ser explotados de manera directa.

El Orinoco Medio y Bajo jugó un papel nodal durante el período reconocido en la

arqueología de América como el Formativo Suramericano, y que constituyó el proceso

más temprano de formación de sociedades agroalfareras del continente. Durante esta etapa,

grupos de tierras bajas tropicales, procedentes de la cuenca amazónica, comenzaron a

ocupar este territorio y a introducir sus estrategias de explotación e interacción con el

ambiente. Igualmente, como lo demuestran las evidencias de ocupaciones de las

tradiciones ronquinoide y barrancoide en el Orinoco, alrededor de primer milenio a.C.,

introdujeron una rica herencia cultural -posiblemente de origen arawaka- que para el

momento se expandía desde el epicentro amazónico hacia su periferia continental. El sitio

de Barrancas (Monagas), en el Bajo Orinoco, se formó como una aldea permanente central

estable alrededor de 1010 años a.C. Durante su período preclásico (1010 a 500 años a.C.),

los aldeas barrancoides eran pequeños poblados autosuficientes con una baja densidad

demográfica. Su subsistencia se basaba en el cultivo de la yuca, complementado con la

caza, la pesca y la recolección de caracoles y moluscos de agua dulce. La sofisticada


31

técnica alfarera presenta formas y decoraciones simples con predominio de la incisión, el

modelado inciso y la pintura blanca o roja total. Los cambios hacia el período clásico (500

años a.C. a 750 d.C.) manifiestan una intensificación y mayor dependencia en la

vegecultura, producción de excedentes, aumento poblacional en la aldea central y un

descenso de la cacería, la pesca y la recolección. La cerámica es más elaborada, uniforme

y diversa, lo que debe responder a un cambio hacia la especialización en el trabajo social.

Aparece la decoración bicolor, la incisión, el modelado y la pintura blanca sobre rojo; se

complejiza el modelado inciso, con grandes y recargados adornos biomorfos. La vida

ceremonial y religiosa, expresada en los adornos antropomorfos y zoomorfos modelado

incisos, refleja una visión animista en la que las deidades se relacionan con su medio

natural. Existen prácticas funerarias diferenciadas desde enterramientos directos primarios

sin ofrenda y enterramientos secundarios en silos con ofrendas. El intercambio de

productos entre comunidades parece haber sido un factor sociopolítico importante para la

cohesión entre aldeas autónomas. Se produce también un fenómeno de segmentación -por

la incapacidad del modo de vida de soportar grandes poblaciones- y expansión -debido a la

necesidad de explotar nuevos medios-. Surgen, así, nuevos poblados periféricos

(Macapaima, Los Culises, Coporito), mientras los grupos barrancoides se expanden a la

costa central y oriental venezolana y de Guyana, laguna de Tacarigua, área amazónica e,

incluso, gran parte del arco antillano. El Post-clásico, de 900 a 1500 D.C., se inicia con la

aparición de los grupos arauquinoides en el Bajo Orinoco, quienes venían expandiéndose

desde los llanos apureños pasando por el Orinoco Medio. Tienden a desaparecer complejas

formas y decoraciones barrancoides y a predominar una técnica decorativa con incisión

geométrica rectilínea, combinada con el punteado y modelado. Estos nuevos grupos

manejaban una tecnología que complementaba el cultivo de la yuca con el del maíz.
32

En el otro extremo de la dicotomía cultural venezolana, en la región del estado Lara

se desarrolló a su vez otra cultura formativa, la tradición tocuyanoide, asociada con la

semicultura, agricultura definida por la domesticación de especies que se reproducen por

semillas, como el frijol -y toda la variedad de granos como caraotas, quinchonchos,

arvejas, lentejas, etc.-, la calabaza -y otras variantes como la auyama y el calabacín-, y

especialmente el maíz. También se podrían otros productos originarios de Meso y

Suramérica como el tomate y el ají. El modo de vida semicultor es una variante de la

formación tribal definido por un sistema productivo centrado en el cultivo de especies

vegetales que se reproducen por semillas, asociado con la caza, la pesca y la recolección

como actividades complementarias para la subsistencia. Posiblemente, tanto la planta del

maíz como las técnicas para su cultivo fueron introducidas en el norte de Suramérica a

través de Colombia desde Mesoamérica, el norte de América Central o los Andes Centrales

alrededor de finales del segundo milenio a. C. y la mitad del primer milenio a.C. Según

Gerardo Reichel-Dolmatoff (1985), algunos de estos elementos podrían introducirse desde

otros centros nucleares, particularmente el maíz que ya fue sido domesticado en

Mesoamérica alrededor de 3500 años a.C.-. La presencia de estas innovaciones podría

quizás trazarse desde 1200 a.C., aunque es a partir de 600 a 500 a.C., cuyo surgen

elementos culturales más sofisticados. Con estas influencias, según Reichel-Dolmatoff,

surge el patrón cultural conocido como etapa subandina, definido por agricultura de

granos, vida sedentaria más estable, concentración de la población en áreas limitadas,

estratificación de la sociedad, especialización tecnológica y desarrollo comercial (Sanoja y

Vargas 1974).

Dada la amplia diversidad ecológica del norte de Suramérica, es posible que muchas

de las especies comestibles que constituían las bases de la agricultura y la subsistencia de

las poblaciones indígenas existiesen ya en forma silvestre en esta región. A diferencia de


33

las tierras bajas amazónicas, las regiones conocidas como tierras altas, tanto el piedemonte

como las franjas altitudinales subandina y andina, presentan condiciones excepcionales

para la producción agrícola. Sus suelos, de conformación geológica más reciente que los

amazónicos, mantienen un constante patrón de reciclaje de los abundantes nutrientes

provenientes de las cordilleras y montañas que se concentra y renueva permanente en los

niveles bajos de las montañas. Estos ricos suelos permiten una mayor producción, menos

marcada por las estaciones, y pueden sostener productos más exigentes como el maíz.

Igualmente, los diversos nichos ecológicos formados en distintos niveles altimétricos y

topográficos regionales permiten una mayor variedad de tipos y técnicas de cultivos y, por

tanto, una economía más diversificada y un intercambio más activo entre habitantes de

distintas áreas. Más específicamente, el maíz como sustento presenta una serie de ventajas

frente a la yuca. A diferencia de la yuca, su contenido calórico no sólo consiste en

carbohidratos sino también en proteínas, lo que implica una más eficiente inversión

nutricional en un solo producto. A su vez, ofrece una mayor capacidad de producción de

excedentes, puede ser almacenada en forma de granos por un tiempo prolongado y ser

procesada en una serie de subproductos y derivados.

Desde el punto de vista social, la introducción del maíz y la adopción de la papa por

parte de las poblaciones de las regiones altas, parece haber originado cambios importantes.

La semicultura posiblemente promovió el surgimiento de una tecnología agrícola que

exigía mayor inversión de tiempo y de trabajo expresado en la construcción de los sistemas

de regadío, diques, terrazas, camellones y todo un amplio complejo de construcciones

ceremoniales. Debido a esta inversión de trabajo, las sociedades se enuclearon alrededor

de estas áreas de producción y, a su vez, se produjo una mayor especialización en las

actividades sociales. Esto produjo una nueva reducción en la movilidad social, una

tendencia a la sedentarización y a la concentración poblacional y a la creación de un


34

paisaje cultural más estable y humanizado. “La característica principal de este sistema de

subsistencia, residía en la capacidad para mantener reservas alimenticias durante los

períodos de escasez y la de desarrollar una división ocupacional en las labores de

subsistencia que permitía una explotación intensiva y simultánea de todos los recursos

alimenticios disponibles. Arqueológicamente, la existencia de formas de subsistencia

semejantes podría detectarse tanto por la presencia de instrumentos de piedra pulida

asociados con el procesamiento de granos como metates, manos de moler y majadores, en

los numerosos sitios habitados que presentan largas secuencias de ocupación y testimonian

una gran estabilidad de las poblaciones.” (Sanoja 1982, 65).

En Venezuela, al menos 600 años a.C., la costa occidental del Lago de Maracaibo y

los valles en las estribaciones septentrionales de los Andes venezolanos, estaban habitados

por comunidades indígenas fabricantes de alfarería decorada con pintura policroma y

complejos motivos modelados incisos sobre las paredes de las vasijas. Los grupos

tocuyanoides, quienes habitaban gran parte del Edo. Lara y el piedemonte de los Andes

venezolanos, pertenecían a esta tradición y estaban relacionados con Lagunillas (Edo.

Zulia) con una fecha de 400 años a.C. y La Pitía (Edo. Zulia) de 10 a.C., estilos Horno y

Loma de la Sierra de Marta (Colombia) y Coclé (Panamá). Aunque no hay evidencias que

lo afirmen, se ha asumido que estas poblaciones tempranas introdujeron en la región el

cultivo del maíz. Sin embargo, la presencia de complejos precerámicos con artefactos de

piedra pulida como metates, morteros, manos de moler y majadores podrían representar

antecedentes protoagrícolas en Venezuela -como el caso del complejo Michelena-. Aún

cuyo es posible que este cultivo se haya asociado con el de la yuca en otras regiones más

tropicales de Venezuela, el sustento basada principalmente en el maíz caracterizó durante

este período formativo temprano gran parte de las sociedades occidentales venezolanas.

Culturas del oriente y occidente venezolanos


35

Las siguientes secciones, aunque con un énfasis descriptivo y estilístico muy cargado

hacia los rasgos y evidencias materiales aún detectables en el registro arqueológico, se

encargarán de sintetizar los aportes arqueológicos en las diversas regiones históricas de

Venezuela con el fin de aportar una fuente de datos básicos, y siempre preliminares como

es característico de la interpretación arqueológica, para poder identificar y diferenciar

culturalmente las sociedades prehispánicas que habitaron nuestro territorio (ver desde esta

sección los Mapas 1 y 2 y la cronología regional extensiva de Venezuela para cada región).

La cuenca del Orinoco

La cuenca del Orinoco representa un complejo sistema hidrográfico y ecológico que

geográficamente constituye una columna vertebral longitudinal para Venezuela. Sólo el río

Orinoco presenta una longitud de 2.200 km., que se inicia al sur en el Cerro Delgado

Chalbaud (Amazonas), fluye hacia el oeste hasta San Fernando de Atabapo y luego se

dirige al norte -sobre el límite territorial entre Venezuela y Colombia- hasta Puerto

Ayacucho y su confluencia con el río Meta, punto en donde gira hacia el este, corta por el

medio la Venezuela central y oriental y surca las ciudades de Caicara del Orinoco, Ciudad

Bolívar y Ciudad Guayana (Bolívar). Al final, a partir de Barrancas del Orinoco se abre en

un profuso abanico de troncos menores en un delta hasta alcanzar el Océano Atlántico

(Amacuro). Su cuenca integra directa o indirectamente la mayor parte de otras cuencas

hidrográficas venezolanas y está conectado, a través del enlace estacional del río Casiquiare

con el Río Negro, a la gran cuenca amazónica. Comprende una gran variedad de

ecosistemas y paisajes que incluyen cadenas montañosas, sabanas y llanos, bosques

tropicales, zonas anegadizas y pantanos, entre otros (Gassón 2002).

Debido a su crucial importancia geográfica y cultural para el país, se ha convertido

en el eje central para la construcción del marco cronológico cultural para la totalidad de

Venezuela desde Cruxent y Rouse en 1958. Con el fin de organizar la información


36

arqueológica disponible, estos autores dividieron la cuenca en tres regiones siguiendo los

principales cambios ecológicos y la presencia de ciudades a lo largo de su curso: 1) el Alto

Orinoco, que comprende su porción en el estado Amazonas, desde su nacimiento hasta

Puerto Ayacucho, incluyendo la cuenca del Casiquiare y las tierras altas de Guayana; 2) el

Orinoco Medio, entre Puerto Ayacucho y Ciudad Bolívar, que recorre el límite norte del

estado Bolívar Estado y los sureste o sureños de los estados Apure, Guárico y Anzoátegui;

3) el Bajo Orinoco, a partir de Ciudad Bolívar hasta alcanzar el Océano Atlántico y

bordeando parte de los límites noreste del estado Bolívar, los del sur de Anzoátegui y

Monagas y cubriendo todo el estado Delta Amacuro, el abarca a su vez tres áreas de interés:

la confluencia de los ríos Caroní y Orinoco, la zona de Barrancas y la de Tucupita.

Las condiciones medioambientales de las sabanas y llanos que lo circundan, el gran

caudal de sus aguas, la ausencia de rápidos o de bancos que impidan su navegación,

diferencian claramente la sección media orinoquense tanto del Alto como del Bajo Orinoco.

Mientras el primero está asociado a una vegetación de espesa selva tropical, con

ocasionales pequeñas sabanas y presenta menor volumen de aguas, el segundo se

caracteriza por un ambiente típicamente deltaico, cenagoso y anegadizo, en que el río

pierde la fuerza de su poderoso cauce para diluirse en caños menores y ríos separados por

innumerables islas y bancos. En general, el paisaje de las riberas del Orinoco, por ser

integrante de los Selvas y Llanos Bajos venezolanos se asocia con topografías muy planas,

menores a los 100 m.s.n.m., en las cuales los numerosos ríos tributarios se arremansan con

bastante frecuencia en grandes esteros y lagunetas. El tipo de vegetación que caracteriza su

trayectoria va de bosque tropical de galería permanente a la de chaparrales y sabanas de

gramíneas fuertemente estacionales, casi carentes de árboles, mientras en algunos puntos de

confluencia hidrográfica, es posible encontrar focalizadas sabanas arboladas o selvas de

galería, representadas casi siempre por morichales o manglares deltaícos.


37

Sus suelos generalmente son muy ácidos y arcillosos, con un mínimo contenido de

nutrientes y una muy baja capacidad de carga biótica, lo que los hace poco aptos para el

desarrollo de actividades agrícolas intensivas; más aún, debido a las altas temperaturas, que

provoca la desecación excesiva en la estación seca y a su lavado agresivo durante la

lluviosa, se produce una rápida descomposición y lixiviación de la materia orgánica y del

humus. Sin embargo, la formación de vegas y varzeas permiten la obtención estacional de

ricos suelos aluvionales que contienen acumulaciones de nutrientes minerales y sales

arrastrados desde otras regiones, que conforman nichos bióticos más ricos y apropiados

para la implementación de estrategias agrícolas más potentes. La obtención de recursos

animales y vegetales mediante la caza, la pesca y la recolección también está determinada,

al igual que las actividades agrícolas, por esta dualidad estacional y biótica. Cuando la

fauna terrestre se dispersaba, durante la estación seca, los grupos humanos se concentraban

en la pesca ribereña de los grandes ríos, lagunas y estuarios remanentes, así como en la

cacería de tortugas y en la recolección de sus huevos; por el contrario, con la contracción de

las tierras ocupables, durante la estación lluviosa, hacia las selvas de galería y hacia los

montes, se priorizaba la actividad de cacería y recolección de frutos y especies vegetales.

El Bajo Orinoco representa el eje de las secuencias históricas y culturales de la

arqueología venezolana, por lo que ya lo hemos referido en las secciones anteriores. En esta

sección nos centraremos en el Orinoco Medio, el que constituye uno de los focos de

discusión arqueológica más interesantes en Venezuela, mientras que la sección alta de la

cuenca se ha mantenido periférica con la excepción de contribuciones macroregionales

(Zucchi 2000). La variedad, abundancia y naturaleza de las evidencias recolectadas en las

diversas investigaciones regionales ha permitido abordar el problema indígena pretérito, no

sólo desde una perspectiva local sino en su dimensión nacional y, más importante aún,

dentro del ámbito subcontinental de las tierras bajas suramericanas, lo que ha convertido al
38

Orinoco Medio en la palestra de las más álgidas y nutritivas discusiones arqueológicas,

tanto a nivel nacional como internacional, entre especialistas de las mas diversas líneas

teóricas. También lo han colocado en el centro de la controversia arqueológica nacional y

americana, su crucial conexión con el resto de las regiones arqueológicas venezolanas, (los

llanos occidentales, centrales y orientales, las sabanas de Bolívar, el Alto y el Medio

Orinoco) así como su estratégica posición limítrofe entre patrones geográficos y culturales

de tierras bajas, altas y caribeñas.

Desde la colonia, la penetración de los grupos misioneros en este territorio

conformó la primera recopilación y análisis de ciertos tipos de datos arqueológicos en la

región, bajo una óptica que combinaba estas evidencias con una comprensión etnográfica y

fantástica del mundo americano. Ya en la segunda mitad del siglo XVIII, autores como

Bueno, dan noticia empírica de ciertas evidencias, pero es en el siglo XIX, y sobre todo a

partir de la visita de Humboldt, que el Orinoco Medio se convierte en referencia obligada

de los viajeros y exploradores ilustrados, sobre todo algunos sitios estratégicos como los

petroglifos de La Encaramada, los de Caicara y los de la Cueva de Analizada: Schomburgk,

Codazzi, Crevaux, Chaffanjon, Vraz y otros se refieren a ellos como expresión del mundo

cosmogónico y religioso Caribe. Durante la segunda mitad de este siglo, autores

positivistas como Ernst, Rojas y Marcano aportan una visión más sistemática de las

evidencias pictográficas y petroglíficas de la región (Navarrete 2004).

Sin embargo, no es sino hasta la tercera década de nuestro siglo, con la llegada a

nuestro territorio de un contingente de arqueólogos sistemáticos extranjeros, cuando se

inicia la arqueología sistemática y científica de este territorio. Lo más importante es el

cambio de enfoque: la nueva corriente de investigación desechó la interpretación

petroglífica de la región y centró su atención en la evidencia cerámica.


39

Las primeras investigaciones arqueológicas sistemáticas en la zona, realizadas en

1941 por Howard (1943), durante las cuales se prospectó los sitios de Ronquín, Parmana,

Camoruco y Corozal y se realizó una excavación intensiva en Ronquín, permitieron la

definición de tres grupos cerámicos (X, Y y Z) y el establecimiento de una secuencia

ocupacional para la zona dividida en dos períodos culturalmente diferenciados,

denominados Ronquín Temprano, asociado con la cerámica del grupo Y y, en menor

medida con la del grupo Z, y Ronquín Tardío, definido por el grupo cerámico X. En 1958,

Cruxent y Rouse proponen una secuencia estilístico-ocupacional para la región, sobre la

clave establecida por Howard, conformada por dos estilos: Ronquín y Camoruco, el

primero de los cuales, ubicado en la serie saladoide, corresponde al grupo X de su Ronquín

Temprano, mientras el segundo, asociado con la serie arauquinoide, se relacionaba con el

grupo Y del Ronquín Tardío.

El estilo Ronquín, centro geográfico de la serie saladoide que toma su nombre del

sitio Saladero del Bajo Orinoco por ser considerado el más antiguo y puro, se caracteriza

por presentar una alfarería de pasta pesada y compacta pero muy fina, con antiplástico de

arena fina e inclusiones de cuarzo; sus superficies rojizas o terracotas son alisadas o

ligeramente pulidas. Son típicos los platos o boles abiertos llanos, con inflexión y panzas

ligeramente entrantes y, en menor proporción, botellas. Sus bases son planas o anulares y

los característicos bordes presentan labio plano, fino y biselado triangular o en pestaña. Sus

asas son verticales planas con ocasionales apéndices biomorfos cefálicos o protuberancias,

caracterizados por rasgos modelados sencillos con incisión y punteado, los que también se

encuentran sobre bordes. Los dibujos incisos característicos son líneas anchas y curvas que

forman círculos paralelos, espirales, semicírculos concéntricos y líneas oblicuas, en bandas

de líneas cortas y cercanas sobre bordes, pestañas o cuellos. Sin embargo, la decoración

típica es la pintura rojo sobre crudo o blanco sobre rojo, con motivos que nunca se
40

combinan con la plástica como líneas cortas, rectas y curvas como las incisas, rayados

cruzados o grandes áreas geométricas blancas limitadas por líneas finas, generalmente

sobrepuestas, o formadas por pinturas colindantes y raspado o drafilado para la formación

de silueta en negativo.

Este estilo se asocia con fragmentos de budare y algunas piedras de moler. Por ser

más antiguo que el estilo Camoruco, que le sucede estratigráficamente, y posterior al

Saladero del Bajo Orinoco por presentar ciertas influencias barrancoides, los autores lo

ubican en los períodos II y III de su cronología regional, desde 1050 a.C. hasta 1150 años

d.C., tradición durante la cual Cruxent y Rouse observan diferencias cronológico-

estilísticas en la alfarería, como el engrosamiento de la pasta, la complejización de rasgos

como pestañas, apéndices modelado-incisos y motivos inciso-punteados.

El estilo Camoruco, perteneciente a la serie arauquinoide, la cual se origina en los

llanos occidentales venezolanos para luego difundirse hacia el contexto orinoquense y que

toma su nombre del sitio Arauquín en dicha región, se caracteriza por presentar una pasta

liviana, suave, porosa y desengrasada con espículas de esponja de agua dulce o cauxí, con

coloraciones pálidas gris o marrón claro, alisados simples e impresiones de tejido. Las

formas principales son boles abiertos, botellas y botijas con bases planas y bordes cónicos,

redondeados, engrosados triangulares, biselados y en pestaña. La ornamentación es plástica

combinando incisión, punteado y aplicado, con asas verticales; muescas o punteado en

bordes, inflexiones o cuellos; apéndices redondeados antropomorfos o zoomorfo bordeados

por varillas, tocados de salientes cilíndricos o protuberancias rectangulares rayadas con

incisiones cortas paralelas. En general, los rasgos faciales y motivos aislados se forman por

pequeños mamelones incisos o simples incisiones, mientras que los ojos son tipo grano de

café e inclinados hacia arriba. Son frecuentes los dibujos rectilineales incisos profundos y

finos en bandas bordeadas por líneas horizontales e inclinadas en direcciones alternas, que
41

dejan espacios triangulares rellenos con puntos, incisiones de canutillo o excisión. Se

asocian fragmentos de budares, piedras de moler y majaderos líticos. Cronológicamente, el

estilo Camoruco se ubica en el período IV, de 1150 a 1500 años d.C., por ser posterior

estratigráficamente a Ronquín y compartir un estadio coetáneo con los estilos que lo

acompañan en la serie arauquinoide (Arauquín, Matraquero y Guarguapo) así como con la

serie valencioide, con la que comparte gran cantidad de rasgos estilísticos.

Posteriormente, la propuesta de Vargas (1981), a partir de sus excavaciones en los

sitios de La Gruta y Ronquín, entre 1972 y 1977, como parte del macroproyecto que con

Sanoja desarrollaban para el Oriente venezolano, introduce un nuevo elemento en la

discusión: la reconstrucción de los modos de vida de los grupos indígenas que habitaron ese

territorio. Aún cuando Vargas difiere en algunos aspectos genético-estilísticos de la

interpretación de Cruxent y Rouse, como por ejemplo en el origen local de la serie

saladoide, el cual sitúa -a diferencia de ellos- en el propio Orinoco Medio y no en el sitio de

Saladero en el Bajo Orinoco, centra su atención en las relaciones sociales y técnicas de

producción y en los aspectos culturales del modo de vida.

Vargas infiere a partir de las evidencias que la ocupación de la localidad se inicia

alrededor de 650 años a.C., durante el período I de la fase Ronquín, por pequeños grupos,

integrados por familias extendidas, que habitaban en casas comunales, con un patrón de

asentamiento ribereño estacional semisedentario, regido por la bipolaridad estacional y

productiva de estos ambientes y que basaban su subsistencia en la caza y la vegecultura,

complementada con la pesca. Su cerámica presenta arena, caraipé, carbón, ceniza y arcilla

endurecida, pintura bicolor y policroma, acanalado, incisión zonificada, punteado y escaso

modelado burdo con mamelones y apéndices zoomorfos. Para el período II, alrededor de 0

a 300 años d.C., los grupos se desplazan hacia otra localidad al oeste, y mantienen su patrón

de asentamiento y subsistencia, pero modifican algunos patrones alfareros como la ausencia


42

de antiplásticos orgánicos, acanaladura y pintura policroma y la incorporación del rayado

cruzado y la pintura sobre crudo. En la Fase Corozal, que se inicia alrededor de 600 años

d.C. y probablemente continúa hasta 1400 años d.C., a partir de la incorporación de nuevos

grupos en el Orinoco Medio, las aldeas se hacen más numerosas y se concentran sobre

montículos naturales o en áreas alejadas de las orillas del río, momento en el que se

incorpora el cultivo del maíz y el algodón al patrón de subsistencia existente. Este cambio

tecnológico, que probablemente generó un patrón de asentamiento más estable, coincide

con la aparición de una alfarería desgrasada con espículas de esponja (cauxí) y de la

incisión en zonas, el modelado inciso y la impresión. Para Vargas, la tradición Ronquín

expresa un largo proceso de evolución no local, parte de los horizontes blanco sobre rojo y

rayado cruzado en zonas que se extendieron por el occidente suramericano entre 800 y 600

años a.C., durante el formativo andino, para difundirse luego hacia las tierras bajas.

Casi simultáneamente al trabajo de Vargas, Anna Roosevelt, entre 1974 y 1975, con

la visión continental que caracteriza a los investigadores norteamericanos en Venezuela,

desarrolla, a partir de sus trabajos en Parmana, una interesante tesis posibilista ambiental,

según la cual la capacidad cultural de generar y adaptar nuevas tecnologías a distintos

medios permite potenciar la productividad de ciertos ambientes y complejizar la

organización socio-política de las sociedades gracias al crecimiento y concentración

demográfica en un espacio. Esta tesis de la relación entre cambio tecnológico y crecimiento

poblacional como factor para el desarrollo y complejización sociocultural surge del trabajo

de la economista danesa Boserup (1984). Roosevelt extrapola el caso particular de estas

excavaciones hacia la comprensión de la adaptabilidad cultural en la zona amazónica, sobre

la hipótesis de que la introducción del cultivo intensivo del maíz en la región, así como en

cualquier zona de tierras bajas suramericanas, debía propiciar la complejización social

hacia la conformación de sociedades jerárquicas, lo que no sucedería con el simple cultivo


43

de yuca, por su bajo contenido proteico, polémica tesis que se enfrenta a la visión general

que considera que estos ambientes no propiciaron el desarrollo de complejidad.

Establece igualmente una secuencia cronológica, que se inicia con la tradición La

Gruta, correspondiente a la serie saladoide, conformada por las fases La Gruta, Ronquín y

Ronquín Sombra, las cuales presentan una clara continuidad temporal: mientras el paso de

La Gruta a Ronquín podría asociarse con los cambios propios de la serie saladoide, ya

referidos por Cruxent y Rouse y por Vargas, el elemento distintivo de Ronquín Sombra es

la presencia de ciertos elementos intrusivos barrancoides del Bajo Orinoco. La siguiente

tradición, Corozal, con sus correspondientes fases I, II y III, que parece ser un aporte

intrusivo desde tradiciones occidentales venezolanas, gradualmente va pasando del patrón

decorativo de La Gruta y la presencia de antiplástico de arena, combinado con fibras y

tiestos molidos, hacia la presencia del cauxí y de nuevos rasgos decorativos. Finalmente, la

aparición de la tradición Camoruco en la zona, con sus tres fases, directamente asociada

con la colonización arauquinoide, finaliza con el período de contacto, evidenciado por la

presencia de material europeo.

A partir de esta secuencia, Roosevelt plantea que mientras durante la tradición La

Gruta, con una subsistencia basada en la vegecultura, la población era relativamente

2
reducida, con una tasa de 0,2 a 0,4 personas por km , tanto en el sitio La Gruta como

asentamiento de aldea semipermanente en bosque de galería ribereño (con un estimado de

100 a 200 personas) como en los sitios de campamento estacionales cerca de las lagunas

interiores, como Los Chigüires y El Potrero (con un estimado de 15 personas

estacionalmente); por el contrario, la incorporación de la semicultura con la tradición

Corozal (evidenciada por la presencia de granos de maíz carbonizados), generó un rápido

2
crecimiento poblacional, el cual se inicia con 5,0 personas por Km en los sitios
44

permanentes y finaliza, en la tradición Camoruco, con una alta estabilización demográfica,

2
de alrededor de 9,5 personas por Km en los sitios permanentes.

Por su parte, los trabajos de Alberta Zucchi y Kay Tarble (Tarble 1984, 1985, 1990;

Zucchi 1984, 1985; Zucchi y Tarble 1984) en el Orinoco Medio refinan y amplían la

cronología regional establecida por Rouse y Cruxent para la zona, a partir de la definición

de dos nuevas entidades estilísticas, la cedeñoide y la valloide; discuten y verifican las

evidencias cronológicas y las secuencias culturales, y aplican un novedoso modelo de

dispersión y poblamiento regional, fuertemente influenciado por el posibilismo ambiental y

el particularismo cultural de Lathrap, dentro del cual las evidencias objetuales,

locacionales, contextuales, lingüísticas y etnográficas permiten una compresión más

detallada y completa del proceso socio-histórico de la región.

En primer lugar, definen la nueva serie cedeñoide, considerada la más temprana en

la secuencia ocupacional regional con fechas incluso anteriores a los 1000 años a.C. y que

toma su nombre del homogéneo sitio Cedeño -a pesar de que los análisis son realizados en

Agüerito- Se caracteriza por una cerámica con antiplástico de arcilla endurecida combinado

con arena, ceniza, carbón o fibra vegetal, tiestos jabonosos amarillento-anaranjadas o

grisáceas, formas de vasijas sencillas de boles redondeados o carenados o vasijas

globulares, decoración incisa lineal horizontal continua en bordes, incisiones cortas o

muescas sobre labios, motivos curvos o rectos lineales paralelos y escasas líneas gruesas

pintadas. Se asocia con el amplio horizonte cerámico temprano de Lathrap, extendido por

tierras bajas suramericanas desde el cuarto milenio a.C., con rasgos alfareros similares

(formas sencillas, desengrasantes orgánicos y decoración cepillada e incisión corta). Es

anterior a la saladoide en el sitio Agüerito, y, por tanto, la más temprana de la región,

perteneciente a grupos con un patrón de ocupación esporádico, reducido y de gran

movilidad, asociados con la caza, pesca y recolección y posiblemente con una agricultura
45

incipiente, quienes, al entrar en coexistencia con los saladoides alrededor de 400 años a.C,

inician su estabilización productiva vegecultora y ocupacional con el uso simultáneo y/o

alternado del sitio por ambos grupos. Entre 500 y 1000 años d.C., coexisten con otro grupo

con alfarería desgrasada con cauxí, igualmente asociado con la incorporación del complejo

maíz-frijol-calabaza a las tradiciones regionales. Entre 1000 y 1200 años d.C. se acentúa el

predominio arauquinoide, con un considerable aumento demográfico y probable presión

política, mientras disminuye el material saladoide y cedeñoide debido al desplazamiento

expansivo hacia otras áreas como los llanos occidentales y la costa oriental.

Al otro extremo de la secuencia, la serie valloide tomó su nombre del sitio El Valle

y aparece tardíamente en el Orinoco en asociación con la arauquinoide entre 1000 y 1500

años d.C. Se caracteriza por pasta rojizo marrón con cuarzo molido, boles, vasijas

globulares de cuello alto y escasas tiras aplicadas, punteadas o con mamelones formando

triángulos o rombos, asas verticales y apéndices zoomorfos macizos simples incisos. Su

abundancia en yacimientos interiores río arriba o tierra adentro, sugieren que representa

penetraciones sureñas de Amazonas como la Fase Corobal, el sitio Caño Asita y las cuevas

funerarias de los raudales orinoquenses, posiblemente Caribes de la Guayana Occidental

según análisis etnohistóricos y lingüísticos regionales.

Tarble luego aborda nuevas temáticas, como el análisis simbólico cultural y

paisajístico y la etnoarqueología, y nuevos tipos de evidencias, como las pinturas rupestres,

los petroglifos, las tradiciones orales y las sociedades aborígenes vivas, para tratar de

comprender la compleja dinámica de relaciones intertribales y con el ambiente en la cuenca

orinoquense y adentrarse en el significado de la estructura subyacente a las manifestaciones

socioculturales en asentamientos sitios funerarios prehispánicos en el área de Barraguán.

Pareciera que, como en el siglo XIX, la arqueología y la etnografía se vuelven a unir para

vincular pasado y presente.


46

El debate cronológico es un problema crucial en la interpretación del Orinoco que

refleja una discusión teórica más profunda y general: el origen, antigüedad y capacidad de

desarrollo de las culturas de las tierras bajas suramericanas. Por un lado, Rouse y Roosevelt

reconsideran la idea inicial del origen común de las series saladoide y barrancoide en el

estilo Saladero del Bajo Orinoco y afirman que la serie saladoide se originó en el Orinoco

Medio a partir de la fase La Gruta, al menos 2000 años a.C., y luego dio origen a la serie

barrancoide del Bajo Orinoco. Por el contrario, Sanoja y Vargas plantean que las tradiciones

saladoide y barrancoide son independientes, a pesar tener un ancestro común en los

horizontes formativos andinos, y fijan el inicio de la serie saladoide en el Orinoco Medio

cerca de 655 años a.C. A partir de diferencias en fechas y su posible alteración, el primer

grupo propone largos procesos regionales postulan un origen y desarrollo local, mientras el

otro supone la inserción de desarrollos externos. Entre los primeros, la ideas de Lathrap

sobre el origen temprano y local de las culturas de las selva amazónica apoyan procesos

autóctonos, mientras los segundos, plegados al supuesto determinista ambiental de Meggers

de que las tierras bajas limitan el desarrollo cultural y son receptoras de culturales de las

tierras altas, suponen fechas más tardías como expresión de la difusión desde las tierras

altas a las bajas.

En síntesis, la historia ocupacional presenta una etapa temprana (1000 años a.C.

hasta alrededor de 600 a 700 años d.C.), de grupos arawakos sureños en el panorama

nororiental suramericana, que luego conquistaron las Antillas, con dos etapas sucesivas:

una aldeana semisedentaria protoagrícola cedeñoide, desde 1000 años a.C., y otra

saladoide, alrededor de 600 a 400 años a.C., representada por la incorporación y

coexistencia inicial de tribus vegeculturas más asentadas; y una tardía, desde al menos 600

o 700 hasta 1500 años d.C., formada por dos ocupaciones caribes sobrepuestas, la rápida y

agresiva colonización arauquinoide semicultora con grandes aldeas sedentarias, cerca 600 a
47

700 años d.C., desde los llanos orientales colombianos y occidentales venezolanos, y la

posiblemente subordinada y minoritaria valloide de tierra adentro, entre 1000 a 1500 años

d.C. Esta región es una de las pocas que es habitada hoy por grupos indígenas que, aunque

no necesariamente se asocien con culturas arqueológicas, pueden dar luces, a partir de sus

prácticas culturales y sociales particulares, sobre las sociedades pretéritas, y así poder

establecer el necesario vínculo entre la arqueología y la etnología, encargadas de

reconstruir la historia indígena regional.

Los llanos orientales de Venezuela

Según Cruxent y Rouse (1982) en la década de los cincuenta del siglo XX, nuestro

llano oriental era desconocido arqueológicamente, excepto tres sitios cercanos a El Tigre

reportadas por Osgood y Howard (1943) área que llamaron San Tomé luego de visitar las

comunidades caribes kari'ñas de Güico (río Guanipa) y Cachama (río Tigre). Su escaso y

básico material cerámico y lítico quizás provinó de viviendas abandonadas de los mismos

caribes, lo que sugiere un nexo histórico con las comunidades kari'ñas actuales y propicia la

valorización ancestral del territorio. Luego, Cruxent excavó en el río Memo y en San José

de Guaribe -Guárico occidental- y determinó dos estilos cerámicos: al oeste, en la cuenca

del río Guárico, Memo, y en el Unare, Guaribe. El estilo Memo, representado sólo por el

sitio habitacional Memo del período IV temprano cerca de Valle de la Pascua, posee una

delgada marrón rojiza cerámica con antiplástico de arena, formas sencillas (vasijas

globulares y boles abiertos, labios redondeados, bases planas y escasas patas compactas

aguzadas) y decoración plástica aplicada, texturizada e incisa característicamente masiva y

pintada rojo/blanco con diseños de líneas paralelas regulares muy finas en triángulos o

rombos concéntricos rellenos con puntos. Presenta budares de arcilla, impresiones textiles,

hachas y martillos de piedra y cuentas de piedra y concha. No hay restos europeos por lo

que debe preceder a Guaribe.


48

Por su parte, el estilo Guaribe es una variante local de Memo del período IV tardío y

el V, con características similares pero de tiestos más gruesos, ásperos y toscos. Sus formas

son similares pero no hay asas o apéndices aplicados. Los corrugados, incisiones,

punteados, raspados, impresiones textiles y tiras aplicadas sinuosas son más frecuentes y

complejas. No hay pintura con la excepción de algunos tiestos intrusivos de Memo y casos

únicos de asas dabajuroides. Otro estilo memoide ubicado en el área de Río Chico, costa

oriental central, La América, similar a Memo y Guaribe pero simplificado y posee material

europeo, que lo ubica en el período V. También es significativo el hallazgo de tiestos

memoides en el sitio temprano colonial de Cubagua, Nueva Cádiz, que reflejaría el

movimiento forzado de indígenas como fuerza de trabajo.

El proyecto de reconstrucción arqueológica y etnohistórica del poblamiento

indígena prehispánico tardío y colonial temprano de la Depresión del Unare, dirigido por

Rodrigo Navarrete y Ana Cristina Rodríguez (Navarrete 2000, 2005, 2006; Rodríguez

1992) desde 1995, ha cuestionado supuestos regionales mediante un análisis crítico

integrativo de la información arqueológica, histórica y antropológica regional. A partir del

Bajo Unare, agregó nuevos rasgos diagnósticos pintados a la definición de la serie memoide

y variedad de corrugaciones como mamelones múltiples aplicados (Amaiz 2000, Cruz

1997) en la zona de Guaribe -El Cedro y Las Raíces- y definió estilos regionales para la

serie como la de Pariaguán, Alto Unare, similar al orinoquense pero en tipos únicos

arauquinoides, valloides y barrancoides; la de Zaraza-Onoto, Unare medio, con rasgos

comunes memoides norteños más aplicaciones y tiras muy finas múltiples en asas tubulares

o figurinas antropomorfas, así como ojos grano de café; de la de Clarines-Matiyure, bajo

Unare, que combina el típico memoide con elementos occidentales dabajuroides y

orinoquenses valloides y arauquinoides con microvariantes locales Madre Vieja, Santa

Clara y Guara, y la de Guaribe, Unare occidental, parte del memoide clásico. Al igual,
49

intentó detectar evidencias de complejidad social prehispánica y colonial en la costa

oriental venezolana mediante filiaciones con grupos cacicales occidentales tardíos,

posiblemente dabajuroides, que muestran la movilidad cultural e intersocial dentro de la

dinámica esfera de interacción social costera central prehispánica tardía venezolana.

La costa oriental de Venezuela

Una vez más bajo el marco geográfico y cronológico construido por Cruxent y

Rouse, la región que se extiende desde el río Unare hacia este hasta Güiria en el punto más

oriental de la Península de Paria, fue un centro geohistórico para el desarrollo temprano y

difusión de tradiciones precerámicas y cerámicas desde tierra firme hacia el Caribe como la

manicuaroide y la saladoide y, más aún, espacio de compleja interacción entre grupos

occidentales y orientales que permitió el surgimiento de tradiciones como la guayabitoide

en su zona más oriental y en Trinidad y Tobago. Para el área de Barcelona, Cruxent y Rouse

definieron un complejo lítico, Pedro García, y dos estilos cerámicos, Guaraguao y Maurica.

Pedro García, fechado alrededor de 5000 años a.C., está formado por varios concheros en

Pedro García, Cerro del Burro y Jose, con puntas de proyectil de hueso, amoladores,

piedras y manos de moler, lascas de piedra y gubias de concha. Guaraguao evidencia la

primera penetración dabajuroide occidental en la costa oriental, tradición tardía del período

IV (1150-1500 años d.C.) que se expandió desde su origen en Falcón. Se tipifica por una

cerámica con desengrasante de concha, corrugaciones en bordes, gruesos labios huecos o

plegados, impresiones de textiles, bases anulares, patas alargadas huecas, asas tubulares o

multitubulares verticales y horizontales, variados motivos aplicados –ojos grano de café,

bolitas y tiras de arcilla incisas o puntuadas, etc.-, y una pintura con diseños rectilineales en

negro sobre rojo o rojo y/o blanco sobre crudo, aunque más simples que en su estilo

cabecero, Dabajuro. Debido a su semejanza con Dabajuro y la ausencia de material europeo

se ubicó en el período IV. Maurica se desarrollaría a partir de Guaraguao aunque por su


50

simplicidad no fue considerado dabajuroide. Posee pasta con concha y arena, impresiones

de textiles, vasijas globulares de bases planas o anulares, asas verticales, pintura rectilineal

y amoladores de arcilla. Asociado con artefactos europeos tempranos, en especial mayólica

española y holandesa, se ubicó en el período colonial V.

En el área de Cumaná, dos complejos, Manicuare y El Peñón, representan desde su

complejo cabecero a la serie manicuaroide, la única definida por Cruxent y Rouse para la

etapa mesoindio en Venezuela y que también incluye los complejos Cubagua, Punta Gorda

y Carúpano. Además, posee dos estilos, Punta Arenas y Tras de la Vela. Los rasgos de

Manicuare se localizaron en el extremo de la Península de Araya y en la isla de Cubagua y

sus sitios consisten en grandes acumulaciones de conchas -concheros- y otros restos de

alimentos marinos con escasos artefactos como puntas de proyectil, piedras pulidas de dos

puntas y piedra de moler planas. La principal diferencia entre estos complejos es la

aparición y aumento cuantitativo y de variedad de artefactos de concha. Siguiendo una clara

secuencia desde el sitio de Punta Gorda en la isla de Cubagua, el complejo Cubagua -

conchero y con una fecha radiocarbónica inicial de 2325 años a.C.- solo posee recipientes,

percutores y discos de concha. Manicuare, el siguiente, datado cerca de 1730-1190 años

a.C., también presenta gubias, cuentas y pendientes de concha, y el último, Punta Gorda,

además de los restos ya registrados, posee puntas, hachas y elaborados pendientes de

concha y data de 100 años d.C. ya que posee escasa cerámica de intercambio comercial del

estilo de tierra firme sucrense El Mayal. De tradición independiente, El Peñón es un

conchero con escasos núcleos y lascas de cuarzo así como restos zooarqueológicos

quemados o expuestos a cocción.

Punta Arenas, primer estilo cerámico del área, es dabajuroide del período IV y

muestra rasgos típicos como desengrasante de concha, bordes plegados, patas huecas, asas

verticales y diseños aplicados y pintados. Tras de la Vela es una consecuencia indohispánica


51

de la presencia dabajuroide en el área y de la introducción de otras tradiciones culturales -

incluyendo la europea- durante los tiempos coloniales. Sus rasgos son el desengrasante de

concha y arena, formas de vasijas simples globulares, lobulaciones toscas incisas y diseños

pintados gruesos en rojo sobre blanco. También presenta budares, instrumentos de piedra

percutida y pulida y abundante material europeo temprano -pipas de semiporcelana,

mayólica, etc.-.

El área de Carúpano comprende un complejo, Carúpano, y tres estilos, El Mayal,

Chuare y El Morro. Carúpano supone otro componente manicuaroide de tierra firme que

comparte, en general, rasgos con Manicuare. El Mayal, con una data radiocarbónica de

alrededor de 175 años d.C., representa una variante costera del saladoide orinoquense, por

lo que su cerámica se asemeja a Saladero típico pero complejiza sus patrones incisos y

pintados rayados cruzados, e incluye ciertos diseños modelado-incisos barrancoides.

Chuare mantiene elementos saladoides simplificados y data de alrededor de 600 años d.C.

De acuerdo con los autores, sus influencias barrancoides no vienen directamente del

Orinoco sino del estilo costero central Río Guapo, lo que conformaría un horizonte

saladoide costero entre Río Chico y la isla de Margarita. El Morro es uno de esos estilos

prehispánicos tardíos y del temprano contacto con los europeos que Cruxent y Rouse

tentativamente ubican en la serie guayabitoide. Se caracteriza por desengrasante de arena,

vasijas simples globulares, bases planas o de anillo, labios planos y budares. Está decorada

con escasas lobulaciones aplicadas cilíndricas incisas o puntiagudas. Se asocia con restos

comerciales europeos y, por lo tanto, se ubica al final del período IV e inicios del V, lo que

coincide con su fecha radiocarbónica entre 1250 y 1650 años d.C.

En el área de Güiria, se definieron un complejo, El Conchero y dos estilos, Irapa y

Guayabita. El Conchero consiste en un conchero que posee escasas lascas y núcleos de

cuarzo y restos zooarqueológicos quemados. Irapa, de la serie saladoide y fecha


52

radiocarbónica de 375 años d.C., se asocia con otros estilos costeros de la serie, con Palo

Seco (Trinidad) mediante sus adornos antropo y zoomorfos modelados huecos redondeados

colocados sobre asas de estribo y pintura roja sobre blanco, y Cedros (Trinidad) por su

delicada incisión rayada cruzada. Guayabita, estilo cabecero de la provisional serie

guayabitoide del período IV tardío, se ubica en un conchero con cerámica simple.

Desengrasado con arena y ocasional concha con formas simples globulares, labios planos,

prolongaciones cilíndricas, incisiones y aplicaciones toscas y budares, se relaciona con el

estilo Bontour de Trinidad. Para la isla de Margarita, Cruxent y Rouse definieron tres

complejos, Cubagua, Manicuare y Punta Gorda, de la ya discutida serie manicuaroide, y

cuatro estilos que presentan materiales europeos, El Agua, Playa Guacuco, Nueva Cádiz y

Obispo, saladoide, dabajuroide e independientes respectivamente y, por lo que se ubican en

sucesión en el período indohispano V.

La costa central de Venezuela

Esta región se extiende entre Río Chico al este y Tucacas al oeste, e incluye los

espacios continentales de Valencia, Los Teques y Caracas y los insulares del archipiélago

de Los Roques, una compleja esfera cultural que conectó las cadenas montañosas costeras,

el Caribe y los llanos centrales. Para el área de Río Chico, Cruxent y Rouse definieron los

estilos Río Guapo, Río Chico y La América. El primero presenta un interesante desarrollo

costero que puede relacionarse con una migración temprana pre-pintura del saladoide

orinoquense a la costa, el cual luego formó el saladoide caribe insular temprano. Comparte

en general con el saladoide orinoquense los adornos huecos cefálicos zoomorfos con rasgos

faciales modelado-incisos, pero carece de la técnica pintada típica de sus etapas más

tempranas. Está también relacionada con el barrancoide costero central como El Palito a

través de las pipas de arcilla, incisión curvilineal ancha y motivos modelado-incisos. Está

ubicado al final del período II por su relación con Saladero y en el III debido a sus
53

similitudes con El Palito. Río Chico marca el extremo más oriental de la amplia tardía

esfera de interacción valencioide de la Venezuela central. Su cerámica es desengrasada con

arena fina y cuarzo molido grueso, vasijas globulares, boles abiertos, bases planas, bordes

redondeados o cónicos, asas verticales tubulares o multitubulares, prolongaciones

cilíndricas punteadas, tiras punteado-aplicadas y budares de arcilla. Similar a otros estilos

periféricos valencioides como Las Minas, Topo y Krasky, se ubica en el período IV. La

América es expresión periférica memoide y posee desengrasante de roca molida, bases

planas, impresiones textiles, tiras aplicadas inciso-punteadas sigmoides en vasijas, pintura

negro sobre rojo y materiales europeos tempranos. Debido a ser un componente terminal, se

ubica en el período V.

El complejo, Cabo Blanco y los estilos Cerro Machado, Boca Tacagua y Topo se

presentan en el área de La Guaira. El precerámico Cabo Blanco (período II, mesoindio)

muestra piedra pulida mediante piedras de moler y machacadores. En la segunda mitad del

mismo período lo sigue Cerro Machado, expresión formativa simple de la serie tocuyanoide

occidental venezolana, que tiene como estilo cabecero a Tocuyano en Lara, con rasgos

como patas bulbosas huecas, diseños geométricos curvilineales, incisos, punteados, y

pintura rojo y/o negro sobre blanco, y ausencia de budares de arcilla. Boca Tacagua

representa una variante mixta costera de la serie ocumaroide del período III, con su estilo

cabecero en Ocumare, área de Puerto Cabello. Presenta atributos típicos ocumaroides -

desengrasante de grava; ausencia de asas; bases anulares y perforadas; bordes corrugados;

pintura rojo y negro sobre blanco con diseños de líneas rectas paralelas, triángulos y

escaleras; incisión; y lobulaciones simples modeladas- mezcladas con ciertos rasgos

barrancoides -bordes en pestaña, pipas de arcilla, asas verticales de estribo y pintura roja en

zona -. Es seguida por El Topo, período IV, valencioide costero periférico simplificado con

desengrasante de arena y mica, vasijas simples globulares, asas tubulares verticales, ojos
54

grano de café, aplicaciones en panzas de rostros humanos con rasgos aplicado-inciso-

punteados; y engobe rojo.

En el área de Caracas sólo se presenta un estilo, El Pinar, así como en el área de Los

Teques, Las Minas. Ambos simplifican a la serie con desengrasante de arena y mica, vasijas

simples globulares, engobe rojo y lobulaciones zoomorfas aplicado-inciso-punteadas. El

estilo Krasky del área insular de Los Roques es una extensión marítima de la esfera de

interacción valencioide con un conjunto artefactual ritual muy elaborado.

El área de Valencia fue un activo foco arqueológico a principios del siglo XX. Sus

complejos de montículos, petroglifos, contextos complejos funerarios y una rica cerámica e

industria lítica, atrajeron a quienes buscaban los desarrollos prehispánicos más autóctonos

venezolanos. Adolfo Ernst (1987), Luis Oramas (1916, 1934, 1942, 1946), Gaspar Marcano

(1971), Alfredo Jahn (1926, 1973), Rafael Requena (1932), Cornelius Osgood (1942),

George Howard (1942), Alfred Kidder II (1944, 1948) y Wendell Bennett (1937), se

concentraron en el área entre 1900 y 1945. Cruxent y Rouse usaron la clave de Kidder en su

cronología regional. Las excavaciones en montículos complejos por Bennett en La Mata -

1932-, de Osgood en Tocorón -1933- y Kidder en Los Tamarindos -1934- distinguieron dos

ocupaciones cerámicas para el área: un período temprano premontícular -posiblemente con

viviendas palafíticas sobre el lago- denominada La Cabrera y una tardía, vinculada con los

montículos, llamada Valencia.

Para esta área, Cruxent y Rouse definieron un complejo, Michelena, y dos estilos,

La Cabrera y Valencia. Michelena es otra ocupación mesoindia de fines del período I e

inicios del II con probable agricultura y tecnología de piedra pulida en piedras de moler,

raederas, hachas de piedra acanaladas y martillos. La Cabrera es la principal y más

compleja expresión barrancoide costera central, en la cuenca del lago de Valencia, con

cerámica similar a la orinoquense, en especial sus cabezas modelado-incisas en


55

extensiones, vertederos o pipas de arcilla aunque carece de los complicados diseños

modelado-incisos orinoquenses y añade rasgos occidentales y sureños como bases anulares

perforadas, asas acintadas, diseños rectilineales incisos y punteados y tiras aplicadas,

frecuentemente decorados con punteado, lo que sugiere una tendencia en dirección del

subsecuente estilo Valencia. (Rouse y Cruxent 1963). Se relaciona con budares de arcilla y

se ubica en la segunda mitad del período II por su relación con Barrancas y en el III debido

a sus influencias occidentales. Valencia es el cabecero de la serie valencioide. Su gruesa

cerámica, desengrasada con arena y mica y superficies alisadas simples, presenta boles y

ollas simples globulares con bases anulares; con frecuencia, los cuellos de las ollas se

adornan con collares y rostros humanos, delineados por aplicaciones, como los

arauquinoides, y poseen similares ojos grano de café y cejas muy altas y arqueadas. Los

brazos y manos humanos por lo general son aplicados en los cuellos o paredes de la vasija

mediante delgadas asas o tiras, ocasionalmente punteados. Pequeñas asas tubulares y

diminutos apéndices antropomorfos y zoomorfos son también diagnósticos de este estilo.

Las cabezas antropomorfas tienden a ser amplias, planas y a veces en forma de canoa y,

además, poseen ojos grano de café. La incisión consiste primariamente de líneas rectas

paralelas inclinadas en direcciones opuestas y separadas por punteados. No se observa

pintura, excepto por la presencia de engobes rojos totales o por zonas (Rouse y Cruxent

1963). Las figurinas de arcilla, generalmente femeninas y con el mismo aplicado-inciso-

punteado; los budares de arcilla; las miniaturas de arcilla; ralladores, piedras de moler y

morteros; piedras pulidas; cuentas de piedra, concha y hueso; pendientes de piedra

rectangulares o en forma de animales alados (posiblemente murciélagos), son también

característicos y abundantes en la serie, y frecuentemente están asociados a complejos de

montículos o contextos funerarios. A partir de estas evidencias, se ha argumentado que la

gente Valencioide practicaba tanto la agricultura del maíz como la de la yuca, tuvieron un
56

control expansivo y muy efectivo sobre la Venezuela costera central, y probablemente

alcanzaron un nivel cacical de complejidad social.

En la sección más occidental de esta región se presentan dos áreas que resumiremos

debido a su conexión con el mixto y complejo panorama de costas centrales de Venezuela:

Puerto Cabello, con seis estilos -El Palito, Taborda, Ocumare, Palmasola, Cumarebo y San

Pablo- y Tucacas con un complejo -El Heneal- y dos estilos -Aroa y Cementerio de

Tucacas-. La primera claramente reproduce la convergencia central de tradiciones y

horizontes orientales y occidentales en Venezuela y su particular interacción local. El Palito

y Taborda muestran dos etapas barrancoides costeras locales derivadas de La Cabrera en el

área de Valencia: uno de la segunda mitad del período II y del III muy similar a La Cabrera

con algunas influencias occidentales y el otro combina rasgos ocumaroides en el período

IV. Ocumare, estilo cabecero de la serie ocumaroide, se desarrolló simultáneamente en la

zona durante la segunda mitad del período III. Se asocia con concheros; desengrasante de

cuarzo y mica; bases planas, anulares y perforadas anulares; patas macizas; boles y ollas

globulares; bordes ocasionalmente corrugados, en pestaña o huecos; ausencia de asas;

apéndices simples modelados; incisión; predominio de pintura rectilineal en rojo y negro

sobre blanco - líneas paralelas, triángulos, escaleras-; y abundantes budares y pipas de

arcilla. Como en la oriental memoide, ciertos rasgos ocumaroides indican tradiciones

occidentales como las tocuyanoide y dabajuroide -corrugaciones, bordes huecos, patas,

pintura- mientras otros mostrarían influencia oriental barrancoide -pestañas, bases, budares,

modelado-. En el período IV lo sigue otro estilo ocumaroide, Palmasola, que también posee

restos comerciales valencioides e introduce otros típicos dabajuroides como impresiones

textiles, asas horizontales tubulares y aplicaciones en forma de ojos grano de café. Para el

mismo período IV, dos tradiciones occidentales se sumaron a esta mixta población: San

Pablo, originalmente tierroide para Rouse y Cruxent y luego diferenciado por Luis Molina
57

(1985) y Lilliam Arvelo (1987) como independiente desde los valles de Yaracuy y Lara, y

Cumarebo, parte del horizonte dabajuroide que se expandió por la costa venezolana en este

período.

Finalmente, el área de Tucacas comprende un complejo precerámico, El Heneal, con

fecha radiocarbónica de 1450 años a.C. -período I-, y dos estilos cerámicos, Aroa, típico

ocumaroide de la segunda mitad del período III y el IV y Cementerio de Tucacas,

extensión más occidental de la esfera valencioide del período IV, por su desengrasante y

escasa decoración -sólo una aplicación decorada con puntos-.

Los llanos centrales y occidentales de Venezuela

Al contrario de las costas, los llanos venezolanos, especialmente los occidentales,

captaron la atención de los arqueólogos más allá de los marcos descriptivos ya que sus

evidencias señalan focos de desarrollo social más substanciales. Los llanos occidentales

venezolanos comprenden los estados Apure y Barinas y las regiones al sur de los estados

Portuguesa y Cojedes mientras los centrales se despliegan al oeste de la Depresión del

Unare en Guárico sólo investigados en su porción noreste. Desde el siglo XIX, su

arqueología impresionó a viajeros e investigadores debido a sus monumentales

construcciones de tierra -montículos, campos drenados, calzadas, etc.-. Sin embargo, fueron

Cruxent y Rouse quienes finalmente crearon un marco cronológico regional distinguiendo

dos áreas: la de San Fernando al este y la de Barinas al oeste. La primera comprende tres

estilos -Los Caros, Arauquín y Matraquero- mientras la de Barinas otros dos -Agua Blanca

y Caño del Oso-. Los Caros representa un estilo temprano independiente ubicado en el

período III justo antes de la ocupación local arauquinoide. Se caracteriza por un

desengrasante de arena muy fina, boles y ollas con bordes abiertos, ausencia de asas y de

modelado y una casi exclusiva decoración incisa consistente en líneas rectas o curvas

anchas superficiales paralelas sobre los bordes. Enseguida se presenta la tradición


58

arauquinoide local desde fines del período III con el temprano Arauquín y continuando en

el IV junto a Matraquero. Sus rasgos diagnósticos, en su estilo cabecero Arauquín, son el

desengrasante de espículas de esponja de agua dulce, textura suave y jabonosa, pastas

cremas y grisáceos, grandes vasijas globulares con cuellos, botellas y boles con lados muy

salientes, decorados con un típico patrón aplicado-inciso-punteado que presenta apéndices

antropo o zoomorfos aplicado-incisos; tiras aplicado-inciso-punteadas, mamelones o bolitas

de arcilla y ojos grano de café sobre panzas y cuellos en rostros con ojos alargados y cejas

arqueadas largas; bandas de líneas incisas paralelas finas profundas inclinadas alternadas

con triángulos inciso- punteados. Hay budares, pintaderas cilíndricas, volantes de uso,

figurinas y soportes de arcilla. Matraquero es similar a Arauquín pero carece de apéndices

antropomorfos modelados y excisión. Su incisión es menos frecuente mientras aumentan

los motivos aplicado-inciso-punteados por su relación con los desarrollos costeros

valencioides. Cruxent y Rouse, en principio, supusieron un desarrollo arauquinoide local en

el área de San Fernando a partir de un sustrato cultural de influencias barrancoides,

tierroides y memoides. Luego, según Lathrap, fue considerada como una expresión tardía

de la expansión desde las tierras bajas amazónicas de grupos Caribes hacia el norte, su

posterior difusión al este por el Orinoco y hacia el sur hacia los llanos nororientales

colombianos. Luego marcó el desarrollo valencioide costero central y quizás afectó la

migración y devenir de grupos minoritarios tardíos caribes como valloides y memoides.

Para el área de Barinas, Cruxent y Rouse definieron dos estilos cerámicos, Agua

Blanca y Caño del Oso, vistos como expresión local de secuencias pintadas polícromas

típicas occidentales de Venezuela, siendo la primera de la serie tocuyanoide -patrones

pintados modelado-incisos curvilineales- y la posterior tierroide -patrones rectilineales-.

Entre 1964 y 1970, Alberta Zucchi excavó los sitios de La Calzada, La Calzada y

Caño Caroní, y entre y 1973, junto a William Denevan (1979), los sitios y campos drenados
59

en Caño Ventosidad. Diferenciaron seis complejos cerámicos: Caño del Oso, La Betania,

Caño Caroní, El Choque, Copa de Oro y Punto Fijo. Caño del Oso. El más antiguo se

subdivide en tres fases entre 230 años a.C. y 500 d.C., y comprende formas muy complejas

de vasijas tales como boles carenados, botellas biglobulares o biconvexas, tapas en

campana, platos de pedestal, botellas con pestañas o aureolas, etc. La decoración es

básicamente pintada en rojo sobre marrón o blanco o rojo con líneas paralelas acompañadas

por espirales, círculos, puntos y motivos zoomorfos. También incluye piedras de moler y

morteros, cuentas y pendientes de piedra y concha, figurinas zoomorfas y antropomorfas.

La Betania le sigue y se asemeja a Caño del Oso, pero también comprende vasijas

globulares y multípodas, pequeños apéndices modelados sobre patas o cuellos, disminución

de pintura y budares de arcilla. Estos dos complejos forman la serie osoide definida por

Zucchi, quien también relacionó La Betania con la construcción de estructuras de tierra

desde el Orinoco.

En Caño Caroní, Zucchi (1975) definió un grupo minoritario tardío que ocupó los

bosques de galería del área cerca de 1200 años d.C. Lo caracterizan dos alfarerías: una

gruesa y burda, con grandes ollas globulares, vasijas tubulares, budares, bases anulares,

patas, impresión de textiles, decoración pintada rectilineal en rojo o negro sobre blanco o

crudo, corrugaciones, pestañas, apéndices modelados, asas, incisión rectilineal y punteado,

y otra fina y delgada, con formas de vasijas más simples globulares con engobes blancos a

rojos en ambas superficies. Rescataron variados volantes de uso, cuentas, pintaderas,

figurinas, pendientes, microvasijas, discos de arcilla, budares, hachas pulidas y puntas de

proyectil de hueso. Por su relativa simplicidad y locación en bosques, propuso un origen

sureño consecuente de la expansión arauquinoide.

En Caño Ventosidad, entre 1971 y 1973, Zucchi y Denevan (1979) estudiaron el uso

agrícola de las construcciones de tierra de entre 1200 y 1400 años d.C. Definieron tres
60

complejos cerámicos: El Choque, desengrasado con cuarzo y tiestos molidos, muestra

boles, ollas y botellas globulares con ciertos cuellos angulares, incisiones o impresiones

digitales en bordes, apéndices simples aplicados, líneas pintadas marrón sobre blanco;

Punto Fijo posee desengrasante de espículas de esponja de agua dulce y cuarzo molido,

boles y ollas simples globulares, vasijas de doble vertedero, budares de arcilla, impresiones

textiles, incisión rectilineal paralela alternada y círculos incisos; y Copa de Oro -datado

alrededor de 1400 y 1700 años d.C.-, con los mismos desengrasantes anteriores más bolitas

de arcilla y muy escasa decoración plástica –incisión, impresión y aplicado- y pintada -

motivos rectilineales triangulares negros sobre crudo-.

La temprana participación de investigadores como Denevan ofreció una visión más

ecológica e nuevas metodologías para estudiar la tecnología constructiva. Al reconocer la

adscripción étnica diferencial de los constructores de montículos, sus destrezas

tecnológicas, costos y la organización social necesaria, otros autores se incorporaron a la

discusión con una perspectiva más social dentro de una escala regional y ecológica, lo que

distanció al pensamiento arqueológico venezolano del enfoque meramente estilístico y

produjo nuevas interpretaciones neopositivistas. Uno de los pioneros fue Adam Garson

(1980) quien, en La Calzada de Páez (Barinas), en vez de centrarse en la cerámica, se

concentró en el análisis del patrón regional de asentamiento de los osoides y en su sistema

productivo estacional de alimentos en un paisaje tropical inundable. En términos del patrón

de asentamiento, definió una tipología jerárquica de sitios o aldeas en el área en tres

órdenes o niveles: aldeas con múltiples montículos y calzadas, aldeas con dos o tres

montículos y calzadas que la conectan con la anterior, y sitios terciarios con un o sin

montículo. Este trabajo determinó que las aldeas no estaban aisladas sino eran espacios

interconectados dentro de un sistema regional. Para la producción de alimentos, analizó

restos osteológicos animales y de plantas concluyendo que las inundaciones estacionales


61

influyeron los patrones de obtención de alimentos y produjeron cambios cíclicos

productivos y de movilidad del grupo dentro del área. Aunque no profundizó en la

dimensión sociopolítica del patrón espacial, creó el marco para insertar la teoría del

cacicazgo en los llanos occidentales venezolanos de Barinas.

Charles Spencer y Elsa Redmond (Redmond y Spencer 1990; Spencer 1987, 1990a,

1990b, 1993) luego desarrollaron un análisis similar al de Drennan (1987) en otros llanos

suramericanos para comprobar en Venezuela occidental la evolución de formas de poder

circunstanciales a una organización del liderazgo y toma de decisiones desde una autoridad

permanente centralizada. Seleccionaron una sección de la cuenca de los ríos Canaguá y

Curbatí, entre el paisaje montañoso subandino y los llanos altos de Barinas. Entre sitios

arqueológicos de unidades sociopolíticas complejas como Gaván, un sitio con montículos

con calzadas circundantes e interconectantes, y otros sitios distantes menos complejos,

definieron patrones de asentamiento distintos para dos tradiciones relacionadas y que se

desarrollaron en diferentes ambientes con estructuras sociopolíticas diferenciales. Por un

lado, la tradición Gaván, en el río Canaguá de los llanos altos de Barinas, con dos fases:

Gaván Temprano (300-500/600 años d.C.) y Gaván Tardío (500/600-1000/1100 d.C.). Por

su lado, la tradición Curbatí, en el río Curbatí del piedemonte de Barinas, con dos fases:

Curbatí Temprano (300-500/600 d.C.) y Curbatí Tardío (500/600-1000/1100 d.C.).

Interactuando históricamente desde fases tempranas pero manteniendo sus culturas, Gaván

se asoció con el complejo Caño del Oso y Curbatí con el estilo Santa Ana tocuyanoide. En

su fase tardía, Gaván se relaciona con el complejo La Betania mientras Curbatí con la tardía

serie tierroide. Ambas tradiciones se correlacionan con fases tardías de grupos étnicos con

dos niveles de complejidad social reportados en la colonia: caquetíos, cacicazgos muy

jerárquicos e institucionalizados en los llanos altos -correspondiente a Gaván Tardío-, y

jirajaras en las montañas con liderazgo flexible y circunstancial –relacionado con Curbatí
62

Tardío-. Comparando el asentamiento jerárquico de tres niveles de la red regional de Gaván

con el patrón de asentamiento autónomo del área de Curbatí, crearon un modelo de

complejidad regional para explicar dos estrategias organizacionales regionales distintas.

Empero asumen que los motores de desarrollo son ambientales, el liderazgo social y las

redes de intercambio a larga distancia son cruciales para explicar la complejidad

diferencial. En su teoría, la capacidad del líder para resolver crisis sociales y el control y

manipulación de la circulación de bienes de prestigio en escala regional, generó una

posición privilegiada geográfica y sociocultural entre los caquetíos que permitió desarrollar

organizaciones más complejas y mantenerlas al subordinar las aldeas regionales bajo un

poder central. También, en su intercambio jerárquica con otros como los jirajaras

legitimaban su autogestionado y engrandecido poder político y ritual.

Actualmente, otros como Rafael Gassón (1987, 1990, 1998) profundizan en la

economía política de estas sociedades viendo las estructuras de tierra no sólo como

mecanismos adaptativos para superar limitaciones ambientales llaneras sino como

materializaciones políticas ritualizadas del poder del líder. Sus cálculos demográficos y

productivos agrícolas locales no apoyan el hecho de que la región de El Cedral prehispánica

experimentará presión y propone que la región produjo un excedente agrícola alto. Este

desbalance no valida la economía política tradicional local, por lo que explora arqueológica

e históricamente la disposición y distribución de dicho excedente. El estudio cerámico

funcional indica que el lugar central captaba actividades de servicio en comparación con los

sitios menor nivel en la jerarquía regional, mientras otros indicadores como calzadas

circundantes y redes de intercambio regional sugieren festines ceremoniales con propósitos

políticos. Para Gassón, estas actividades parecen asociarse con el lugar central lo que

explicaría el relativo pequeño tamaño, escasez y dispersión de sus sistemas agrícolas

prehispánicos.
63

El noroccidente de Venezuela

La Venezuela noroccidental comprende dos áreas diferentes: la interior de Lara y

Yaracuy y la costera de Falcón. En especial, el valle de Quíbor en Lara ha centrado

investigaciones arqueológicas desde el siglo XIX hasta la actualidad debido a la riqueza y

variedad de sus evidencias y a los debates teóricos que ha suscitado sobre el desarrollo de la

complejidad social local. Ecológicamente, el área costera seca plana está separada por

cadenas montañosas de los ambientes sureños más diversos de valles áridos, bosques de

piedemonte y sabanas de Lara y Falcón. Para Lara, los estudios sistemáticos se inician

alrededor de 1932 y 1947 con Nectarío María (1947), quien excavó las cercanías de

Barquisimeto y Guadalupe. El sitio Cerro Manzano cerca de Barquisimeto, uno de los más

interesantes hallazgos regionales, consistió en un complejo cementerio con enterramientos

radiales alrededor de un individuo central asociado con abundante parafernalia suntuaria. Al

igual, descubrió complejos de montículos domésticos (Los Tiestos y Las Dos Puertas) cerca

de la aldea de Guadalupe. En 1937, Kidder II detectó los sitios de La Ruesga, Las Veritas,

Cueva Vieja y Zumbador, todos entre Barquisimeto y Sarare (Kidder 1944). Osgood y

Howard trabajaron cerca de El Tocuyo, Humocaro Alto y Humocaro Bajo y en El Tiestal y

Tierra de los Indios entre Quíbor y Barquisimeto (Osgood y Howard 1943). Luego, el padre

Basilio (1959) describió sitios en Camay y Carora (Guaimure, El Tanquito, el Papayo y El

Limón).

Cruxent y Rouse definieron una cronología regional a partir de colecciones y

excavaciones en Tierra de los Indios, Las Dos Puertas, Los Tiestos, Guadalupe, El Hato,

Santa Teresa, Santa María de Arenales, San Francisco, Tocuyano, Gallega de Arenales y

Santa Elena de Arenales. Para el área de Barquisimeto, crearon los siguientes estilos:

Tocuyano -cabecero de la serie tocuyanoide- y Sarare, del Formativo del período II y

seguido en el III por Betijoque y el estilo cabecero de la serie tierroide, Tierra de los Indios
64

en el IV. Tocuyano, desengrasado con arena, posee grandes urnas de cerámica complejas,

boles alargados, vasijas compuestas y ollas antropo y zoomorfas. Las bases varían desde

redondeadas o planas, pasando por anulares, anulares perforadas, típicas patas huecas

globulares gruesas en vasijas trípodes o tetrápodas. Dominan los diseños en patrones

inciso-excisos y modelado-incisos combinados con una complicada y delicada pintura

polícroma (negro y/o rojo sobre blanco) con motivos curvilineales de serpientes, espirales,

rostros humanos, líneas terminadas en punto y otros. Se asocian figurinas antropomorfas

que variaban tanto en composición como en asociaciones.

Tierra de los Indios, otro estilo típico larense, comprende elementos diferentes al

tocuyanoide. Desengrasada con arena muy fina, posee superficies pulidas y formas más

simples, en general globulares en ollas grandes de borde engrosado y base redondeada así

como boles trípodes con anillo con o sin patas; asas horizontales tubulares simples bordes -

a veces coronadas con motivos zoomorfos- y ojos grano de café. Ocasionalmente

combinada con decoración plástica, por otro lado hay compleja pintura bícroma o

polícroma rectilineal que cubre la totalidad de la vasija con diseños geométricos en bandas

de líneas diagonales paralelas que dejan vacíos triangulares o romboidales, los cuales son

rellenados con espirales, ganchos, puntos u otras líneas. Se asocian figurinas antropomorfas

femeninas y varios adornos de piedra y concha -placas, pendientes, cuentas, etc.-. Sarare,

inicialmente considerado tocuyanoide por Cruxent y Rouse, muestra un patrón intermedio

entre tocuyanoide y tierroide, por lo que define una transición. A su vez, Betijoque recuerda

al patrón andino a describir más adelante.

Desde principios de la década de los sesenta del siglo XX, Sanoja investigó en el

valle de Quíbor, excavando en El Tiestal, Ojo de Agua, Mosquitero, Playa Bonita y Las

Locas (Sanoja 1967). Más allá del refinamiento del marco cronológico y estilístico

regional, Sanoja junto a Vargas (1981) revisaron el patrón decorativo cerámico pero, más
65

importante, aplicaron una visión social para reconstruir modos de vida y procesos

productivos que originaron y permitieron la agricultura y la estructuración social y sexual

en la división del trabajo y en las relaciones de producción. También excavaron el complejo

cementerio de Quíbor, descubierto por Adrián Lucena (1977, 1982), y seguidos por María

Ismenia Toledo y Luis Molina en los ochenta en el Cementerio de Quíbor (Toledo y Molina

1981), Los Arangues (Toledo 1985) y Sicarigua (Molina y Monsalve 1986). Con una visión

sociohistórica, plantearon que los tocuyanoides comenzaron su sedentarización en la región

con un modo de vida igualitario basado en la producción de maíz para su subsistencia. A

inicios de la era cristiana, una temprana intrusión de nuevas tradiciones norteñas incorpora

una tecnología más sofisticad para el cultivo del maíz, adoptado fácilmente debido las

capacidades del ambiente ecológico y cultural local, que inició una nueva organización y

complejidad. El nuevo escenario propulsó la jerarquía social, expresada en los tratamientos

funerarios diferenciales en los enterramientos de cementerios como Las Locas y Boulevard

de Quíbor, proceso que se consolidó entre los siglos XXI y XIV con el reforzamiento

noroccidental de tres tradiciones culturales: Guadalupe (Lara), Dabajuro (Falcón) y

Carache (Lara-Trujillo). Lilliam Arvelo (1999) intentó comprobar las hipótesis de Sanoja y

Vargas para el valle de Quíbor a nivel regional y propuso una síntesis alternativa en la que

las evidencias neoindias tempranas larenses se asocian con la serie tocuyanoide cerca de

300 años d.C. Es posible, debido a la presencia de metates y piedras de moler, que

dependiesen del cultivo del maíz, el que ofrecía capacidad adaptativa para ocupar variados

ambientes, mientras, según el patrón de asentamiento evidenciado en Quíbor, se

organizaron en sociedades predominantemente igualitarias. Desde 600 años d.C., el

panorama cultural alcanzaría cierta complejidad con la aparición tierroide y dabajuroide y

del estilo San Pablo en la zona, los que podrían asociarse con datos históricos caquetíos del

período de contacto europeos así como ciertos sitios dabajuroides falconianos que poseen
66

alfarería europea. Los datos de Yaracuy y Falcón de José Oliver (1989) y los del valle de

Quíbor de Lilliam Arvelo apoyan esta hipótesis, en especial por el intercambio de sal

marina como fertilizante agrícola en tierra adentro. Entre los siglos XXI y XV, una

compleja red macroregional intersociales con distintos niveles de complejidad que se

relacionaba continentalmente con el originario malamboide noreste colombiano. La

dispersión de macrotradiciones tocuyanoide y dabajuroide, correlacionada con la expansión

arawaka, sería rastreada en la cuenca amazónica y orinoquense (Oliver 1989).

Yaracuy es poco conocido arqueológicamente. Sólo una recolección por Cruxent en

1945 en los sitios de Aeródromo, Cueva Sabana de Parra, San Pablo, Camurare, Farriar,

Los Chicos y San Javier de Agua de Culebra, definió el estilo Aeródromo, tocuyanoide de

la segunda mitad del período II, y el tierroide San Pablo, de los IV y V. Aeródromo versiona

de forma simple el tocuyanoide larense. San Pablo, por su cuenta, posee formas globulares

y boles trípodes con patas sólidas. Presenta una escasa y simple versión pintada tierroide

pero domina la decoración plástica -incisiones, aplicaciones y modelado-. Arvelo también

identificó en Yaracuy rasgos ocumaroides y memoides, los primeros en el valle del río Aroa

y los últimos en el área de Nirgua.

Falcón, definido por Cruxent y Rouse en el área de Coro, posee un sólo estilo

cerámico, Dabajuro, cabecero de la serie dabajuroide, que se extiende como un horizonte

hasta la isla de Margarita a todo lo largo de la costa venezolana e incluso incursiona hacia

las Antillas Holandesas (Curazao, Aruba y Bonaire) durante el período IV. El primer trabajo

sistemático en el área fue realizado por Gladys Nomland (1933) en los sitios de Coro, La

Maravilla, El Mamón y Hato Viejo, mediante el cual conectó sus hallazgos al desarrollo de

tradiciones cerámicas mesoamericanas y andinas y una de las primeras en ver a Venezuela

como vía de paso o conexión entre las áreas nucleares al oeste y las tierras bajas y el Caribe

al este. Osgood y Howard también reportaron petroglifos y pinturas rupestres cerca de


67

Chichiriviche y en el sitio de Pueblo Nuevo y algunos concheros entre Las Piedras y

Amuay en la Península de Paraguaná.

Son típicos de Dabajuro el desengrasante de concha molida, las corrugaciones y las

impresiones textiles. Sus bases pueden ser anulares o anulares perforadas y presenta patas

huecas puntiagudas. Su decoración consiste en dos patrones separados: por un lado,

variedades plásticas de asas horizontales tubulares y bitubulares, diversos adornos y

apéndices aplicados, diseños inciso punteados -la mayoría en vasijas burdas-, y otra con

pintura rectilineal geométrica en negro, blanco y/o rojo sobre blanco o crudo con escaleras,

peines, líneas dentadas o solares, triángulos, espirales en composiciones radiales o

cuadrangulares sobre una cerámica fina. Se asocia a enterramientos primarios y

secundarios con ofrendas y adornos suntuarios de piedra, concha o hueso. Hay evidencias

malamboides colombianas en Falcón como la planta de una gran vivienda comunal tipo

Maloca en el río Matícora (Oliver 1990). Por su parte, para Sanoja y Vargas, las evidencias

del área hacen suponer la existencia de una estructura política cacical regional dominada

por los grupos dabajuroides (Vargas 1990).

Los Andes de Venezuela

Nuestra arqueología andina está también muy influida por enfoques estilístico-

cronológicos y ecológicos. Aún siendo un contexto histórico muy complejo y diverso, la

mayoría de los trabajos del área preliminares en ciertos sitios, se centran en definiciones

estilísticas y cronologías culturales. Geográficamente, abarca dos cadenas montañosas, la

de Mérida y la de Perijá, ambas estribaciones terminales de los Andes noroccidentales

colombianos. Ecológicamente, el área de Mérida comprende tres regiones naturales: La

Culata, la Sierra Nevada y la falla de Boconó (Wagner 1999). Kidder (1944) desarrolló los

primeros estudios andinos en Carache (Trujillo). Posteriormente, en 1943, Osgood y

Howard excavaron Tabay (Mérida) y recolectaron materiales en diversos sitios de Trujillo y


68

Táchira tales como Los Monos, Niquitao y Tuñame. Cruxent y Rouse establecieron la

primera cronología cultural del área, que sólo comprende el período neoindio ya que no

existían estudios paleoindios o mesoindios regionales para el momento. Ahora contamos

con datos preliminares mesoindias para Capacho (Táchira) de artefactos de piedra o madera

quizás asociados a una subsistencia basada en la cacería de pequeños mamíferos, pesca en

ríos y lagunas y recolección (Wagner 1999). Definieron siete estilos cerámicos andinos en

tres áreas: Trujillo, Mérida y San Cristóbal, preliminarmente, asociando la mayoría con las

series tierroide y dabajuroide noroccidentales, dejando otros sin filiación cultural, luego

refinadas por Wagner y Durán.

En Trujillo hay tres estilos: Santa Ana, Betijoque -ambos sin filiación cultural- y

Mirinday de la serie tierroide-. Santa Ana, aunque similar al tocuyanoide, presenta patrones

típicos únicos formativos que lo definen como independiente, básicamente asociado con

cuevas y abrigos rocosos funerarios. Presenta formas muy complejas y decoraciones con

patrones modelado-incisos y puntuado-incisos. Su desengrasante es arena muy fina, con

paredes muy delgadas y superficies cuidadosamente pulidas. Sus formas típicas incluyen

grandes urnas funerarias, vasijas trípodes o tetrápodas con patas huecas gruesas y

achatadas, así como figurinas antropomorfas femeninas y masculinas, algunas de ellas

sentadas en butacas y con ofrendas en las manos. Fue luego ubicado en el período II (1000

años a.C. - 3000 años d.C.) por Tarble (Wagner 1999). Betijoque, así como Santa Ana, no

se relacionó con ninguna serie o período pero se reconoce como expresión cultural

temprana. Similar a Santa Ana, es tecnológica y formalmente más simple con patrones

pintados son más complejos de líneas extremadamente cercanas y finas que forman

patrones concéntricos múltiples rectilineales y curvilineales en negro sobre blanco.

Mirinday, de sitios en Mirinday, Los Chaos y Boconó, se tipifica por un desengrasante

mineral fino, paredes delgadas, aplicación de tiras sinuosas -a veces punteadas- y pintura
69

rectilineal con espirales y círculos dentro de rombos o rectángulos concéntricos en rojo

sobre negro o blanco sobre crudo. Se asocia con budares e incensarios de pedestal de

arcilla y placas líticas. Se relaciona con la serie tierroide y, por lo tanto, se ubica en el

período IV de la cronología venezolana.

Para el área de Mérida, Cruxent y Rouse definieron dos estilos. Chipepe, versión

típica simplificada de la serie tierroide central del período IV, se asocia con cámaras y

tumbas de piedra e incluye boles redondeados y paredes gruesas. Posee asas tubulares y

pintura roja sobre crudo total o parcial. Tabay, presente en contextos funerarios, sin

cronología ni filiaciones, posee cerámica desengrasada con arena, formas redondeadas,

decoración inciso-punteada simple y patas globulares huecas como las tocuyanoides. Para

Táchira, definieron dos series sucesivas del período IV, Capacho seguido por La Mulera,

ambas dabajuroides pero simples de montaña. Poseen desengrasante de arena, formas

típicas dabajuroides, impresiones textiles, aplicaciones, asas y pintura similares. Mientras

Capacho posee incisión tipo tocuyanoide, La Mulera tiene más impresiones. Wagner (1967)

definió la nueva serie miquimuoide -formada por los estilos Miquimú y Las Guayabitas-,

agregó los estilos San Nicolás y Mucuchíes a la tierroide e incluyó el estilo Betijoque en la

pitioide, del área de influencia al sur del Lago de Maracaibo. Posteriormente, Arvelo (1987)

incluyó a Tocuyano y Betijoque en la tradición Hokomo, Santa Ana en la Lagunillas,

Miquimú en la Berlín y Mirinday en la Mirinday.

Pero la contribución medular de Erika Wagner consistió en teorizar los patrones

culturales como condicionados por el contraste ambiental y altitudinal de los Andes

venezolanos. Dividió ecológicamente el área en cuatro niveles: el páramo -entre 4600 y

3000 metros sobre el nivel del mar-, las tierras frías -de 3000 a 2000-, las tierras templadas

-de 2000 a 800- y las tierras calientes -bajo los 800-, desde los que define tres patrones

culturales: andino, subandino y andino tropical norteño. El área andina -tierras frías-,
70

tipificada por las excavaciones desarrolladas en el Alto río Chama (área de Mucuchíes),

depende de una subsistencia centrada en el cultivo de la papa, complementada por el maíz,

la cacería y bienes obtenidos mediante complejas redes de intercambio entre los diferentes

niveles andinos. Esta interacción altitudinal, definida como microverticalidad, fue el eje de

su subsistencia y se expandió a otras áreas de Colombia y Venezuela, en especial mediante

objetos santuarios como concha marina, tumbaga (alienación de oro y cobre proveniente de

Colombia) y ornamentos de serpentinita, piedra verdosa intercambiada con la costa central.

Desarrollaron una arquitectura de piedra incipiente para canales de drenaje, terrazas

agrícolas, silos, muros, escaleras y cámaras funerarias -mintoyes- y también la

manufactura en piedra de objetos funerarios como placas aladas. Su estilo cerámico

característico es el patrón de Mucuchíes, representativo de la serie tierroide.

El patrón subandino de tierras templadas comprende gran parte del piedemonte y

valles de los Andes venezolanos y se caracteriza por el material excavado en el valle de

Carache en Mirinday y El Chao (Trujillo). Su subsistencia se basa en la agricultura de maíz,

evidente en sus metates y piedras de moler y cacería de mamíferos y aves. Carece de la

arquitectura y de los complejos contextos funerarios previos. Sin embargo, su cerámica es

mucho elaborada, parte de las tradiciones tierroide, dabajuroide y miquimuoide ya

discutidas para el área. Los incensarios cerámicos son también típicos. Según Wagner, se

relacionaron con el Lago de Maracaibo, Colombia noroccidental, las Antillas y Panamá. El

último patrón en las tierras bajas, el andino tropical norteño, cubre la transición entre el

piedemonte en la cuenca del Lago de Maracaibo y los llanos, caracterizado por el material

de las excavaciones en Trujillo de Los Tiestos (Betijoque) y El Jobal (Agua Viva). Su

subsistencia dependía del cultivo mixto de maíz y yuca, la cacería y la recolección. Sus

sitios funerarios y santuarios son complejos y variables y podrían reflejar la interacción


71

simbiótica andina norteña y culturas de selva tropical. Sus estilos representan en general, la

tradición Betijoque incluida en la serie pitioide.

La cuenca del Lago de Maracaibo y la Guajira de Venezuela

Esta región al norte es la más occidental de Venezuela y comprende las tierras bajas

que circundan la cuenca del Lago de Maracaibo así como la Península de La Guajira,

adyacente al norte costero de Colombia. Una vez más, Cruxent y Rouse aportaron la

cronología regional con tres estilos, La Pitia, Dabajuro y Hato Nuevo, señalando un escaso

conocimiento para el momento en una región de gran riqueza cultural prehispánica, que

suponían homogénea, por la fácil interacción ofrecida por el nexo entre el Golfo de

Venezuela y el Lago de Maracaibo. La Pitía, un inmenso conchero en las bases de la

Península de la Guajira, fue excavada por Miguel Acosta Saignes (1953) y por Cruxent en

1954. Posteriormente, Patrick Gallagher (1976) desarrolló un estudio intensivo del sitio en

1959 e interpretó su material dentro de la esfera de interacción del norte de Suramérica con

Mesoamérica. Inicialmente, para Cruxent y Rouse formó un estilo independiente que se

extendió desde el período II hasta la colonia. Similar a la serie tocuyanoide en el uso de la

incisión curvilineal ancha y sus pintura polícroma, sus motivos incisos -círculos o

semicírculos, con ocasional punto central, líneas de puntos o terminadas en puntos y

serpientes entrelazadas- y pintados -engobes totales o parciales blancos o rojos, diseños

curvilineales de líneas finas elaboradas con anchos variables que formando círculos o

semicírculos, espirales, puntos y ganchos, líneas rectas inclinadas alternadas- se asocian

con figurinas humanas paradas o sentadas. El Dabajuro del área es extensión típica del

centro falconiano, y Hato Nuevo, independiente del período IV, es similar al tocuyanoide y

a Santa Ana (Trujillo), quizás con un origen común en Barrancas orinoquense, tradiciones

antillanas chicoides, Colombia -Barlovento- y Panamá -Monagrillo-.


72

Entre 1967 y 1968, Sanoja y Vargas (Sanoja 1969, Vargas 1969) excavaron en los

sitios de Onia, Caño Grande Caño Zancudo y Ventanita y confirmaron la conexión de

estilos locales con otros al norte de Colombia. Más aún, definieron modos de vida

igualitarios para diferentes tradiciones culturales provenientes de Colombia: una temprana

influencia malamboide desde al menos 650 años a.C. en sitios como Caño Grande,

centrada en la agricultura de la yuca, y una ocupación más tardía, dependiente del cultivo

del maíz, alrededor de 100 años d.C. en Lagunillas, un híbrido de desarrollos locales y

colombianos.

A partir de principios de la década de los setenta del siglo XX, Wagner y Arvelo

(1987) excavaron varios sitios de las costas oriental (Bachaquero y Lagunilllas) y

noroccidental del lago (El Diluvio, Las Tortolitas y Berlín). Durante este período, Víctor

Núñez Regueiro y Marta Tartusi (Tartusi, Niño y Regueiro 1984) investigaron

intensivamente la microregión noroccidental del Guanare-Cocuy, localizaron más de

cincuenta sitios y definieron tres tradiciones: la malamboide, la ranchoide, formada por los

complejos Puerto Estrella (500-700 años d.C.), Rancho Peludo (1000-1100 d.C.) y Guasare

(1300-1350 d.C.); y la hornoide -parcialmente contemporánea con los complejos Puerto

Estrella y Rancho Peludo-. Arvelo propuso luego un complejo modelo de movimiento

regional para la cuenca, sobreponiendo las tradiciones en migraciones desde Colombia

asociadas con tradiciones Malambo y Lagunillas; desde el piedemonte colombo-

venezolano, expresado en la tradición Berlín y estilos El Danto y Los Cocos, y para el área

amazónico-orinoquense, tradiciones como Mirinday y Hokomo. Para Arvelo, las primeras

ocupaciones de la región, entre 5000 años a.C. y 500 d.C., fueron las vegecultoras de

Malambo y las semicultoras de Lagunillas y Hokomo. Mientras la primera posee complejas

vasijas masivas y pesadas con carenaciones y boles alargados con incisión curvilineal ancha

y modelado-inciso, la segunda combina policromía curvilínea, aplicación y modelado


73

antropo y zoomorfo y la última integra pintura e incisión de ambas tradiciones. A partir de

100 años d.C. hasta el siglo XIV, los grupos de Berlín ocuparon el piedemonte de Perijá con

una producción mixta de yuca y maíz. Su cerámica es más simple en formas y decoración

de incisiones rectilineales con punteado, aplicado y modelado. Mirinday presenta dos

conjuntos alfareros, uno burdo simple y otra complejamente decorado con pintura

polícroma rectilineal y trípodes. En El Danto, las vasijas, algunas con engobe, presentan

pestañas con incisiones curvilineales anchas superficiales.

Buscando la complejidad social: el debate sobre los cacicazgos en Venezuela

Tres han sido los centros geográficos para la discusión del desarrollo de la

complejidad social y de la formación de cacicazgos en Venezuela, cada uno con diferentes

teorías y énfasis: los llanos occidentales venezolanos, desde una perspectiva neopositivista,

el noroccidental valle de Quíbor y sus áreas de influencia, desde una visión marxista y el

Lago de Valencia y sus áreas de influencia desde una tímida percepción ecológico-cultural.

En esta sección, en vez de centrarnos en los datos, compararemos brevemente sus supuestos

teóricos y sus consecuencias.

Un típico ejemplo de la aplicación de la arqueología neopositivista al estudio de la

complejidad social en Venezuela es el trabajo de Spencer y Redmond, el cual se centra en el

papel político de la religión y los rituales como mecanismos para crear y mantener la

solidaridad y el control social interno. Para Spencer (1987), el tema del cacicazgo se asocia

con el surgimiento de una élite político-administrativa que concentraba la toma de

decisiones sociales, especialmente en el proceso de creación del liderazgo, siguiendo una

trayectoria de desarrollo desde la aparición de un carismático gran líder hasta su

transformación en una autoridad permanente centralizada. A partir de estrategias

regulatorias óptimas, el cacique encontraba en la delicada situación de mantener el orden

sociopolítico desde el centro mientras promovía la creación de grupos subordinados de


74

toma de decisiones en los niveles inferiores del orden jerárquico para mantener la

autosuficiencia. Esta contradicción era superada por mecanismos como la santificación de

la autoridad, formación de alianzas, intercambio de bienes de prestigio entre las elites y

guerra entre unidades políticas en competencia. Estos autores insertan al individuo y los

grupos dominantes en un sistema de acciones, negociaciones, decisiones y estrategias,

aunque insisten en la noción estabilizadora de mantenimiento y reproducción del poder en

vez de la lucha entre sectores antagónicos.

Por el contrario, Sanoja y Vargas enfatizan las posibilidades ecológicas que

promueven nuevas capacidades tecnológicas y sociopolíticas con la introducción de la

semicultura, especialmente del maíz en una región que ambientalmente favoreciera este

tipo de producción. Vargas (1990) definió dos tipos de sociedades para la Venezuela

prehispánica: conservadoras, características de la región oriental y relacionada con la

vegecultura o producción de yuca en un ambiente de selva tropical, y progresistas, en

occidente con agricultura de maíz en paisajes de piedemonte subandino. Afirma que

aquéllas que mantienen una producción agrícola cíclica y limitada, como las orientales de

Venezuela que dependen del conuco como sistema agrícola, tienden a resolver su

contradicción con la naturaleza mediante la fisión social, conservando bajos niveles

tecnológicos de adaptación al ambiente y, por lo tanto, evitan el cambio cuantitativo y

cualitativo de sus condiciones sociales. Por el contrario, las progresistas, como las del

piedemonte occidental, perfeccionan su producción semicultora con una humanización del

paisaje natural y, así, transforman sus relaciones sociales de producción en correspondencia

con la modificación tecnológica del medio para alcanzar un nivel mayor de complejidad

social. Este proceso está claramente expresado, para estos investigadores, en los sitios

arqueológicos tardíos de Lara y Falcón a través del patrón funerario diferencial en sus

cementerios, el acceso diferencial a materias primas exóticas y bienes suntuarios, la


75

presencia de montículos y estructuras de tierra asociadas a la agricultura, defensa,

comunicación y ceremonias -lagunas, campos drenados, empalizadas, calzadas

circundantes o de tránsito, montículos centrales, etc.-.

Para el Lago de Valencia, la variada y compleja evidencia de cementerios con

enterramientos diferenciados en sus tratamientos y ofrendas, la profusa producción

cerámica de objetos no utilitarios posiblemente asociados a prácticas religiosas, la presencia

de sitios monticulares complejos, la abundancia y variedad de objetos elaborados con

materias primas exóticas y que manifiestan redes de intercambio a larga distancia, la

presencia de objetos suntuarios posiblemente asociados con el prestigio y el rango de los

individuos y grupos, y otras muchas variables, ha sido escasamente aprovechada por

especialistas, como Andrej y María Magdalena Antczak (1988) para deducir el nivel de

complejidad sociopolítica regional, quizás debido a una tímida reacción frente a los

modelos evolucionistas que los ha mantenido dentro de interpretaciones limitadas a

visiones ambientalistas en las que la complejidad cultural es vista como sólo expresión del

alto potencial y variabilidad ecológica de la región central costera venezolana.

Diversidad y transformación sociopolítica en los modos de vida igualitarios y

jerárquicos prehispánicos venezolanos

Estos modos de vida establecidos en ambos polos geográficos de Venezuela a partir

de tradiciones culturales distintas, pero relacionados con tradiciones culturales formativas

comunes a nivel continental, mantuvieron una larga permanencia en sus contextos de

desarrollo regional. Igualmente, se transformaron en diversas culturas al movilizarse y

relacionarse con otros ambientes y culturas en el territorio nacional. Los modos de vida

tribales igualitarios mantuvieron en gran medida su distribución en Venezuela durante

siglos respondiendo a la diferencia entre occidentales, relacionados con las tierras altas

suramericanas y Centroamérica, y los orientales, fuertemente marcados por las tradiciones


76

amazónicas de tierras altas y con una gran influencia sobre las Antillas. Esto no quiere decir

que no hayan existido contactos y relaciones entre ambas áreas, puesto que, como hemos

planteado desde un principio, el formativo suramericano constituyó una gran esfera de

influencia común que afectó todo el subcontinente. Durante el primer milenio de la era

cristiana, además de haberse consolidado las tradiciones ya existentes, surgen otras nuevas

y se comienzan a romper las barreras geográficas y culturales entre estos grupos.

Tradiciones como la osoide en la zona de Barinas, la ocumaroide en la costa centro-

occidental y la arauquinoide en los llanos centro-orinoquenses, dan cuenta de la

introducción en nuestra tierra de nuevos grupos culturales –como las primeras migraciones

caribes amazónicas- y del surgimiento de tradiciones culturales genuinamente locales.

A continuación resumiremos los elementos que caracterizan a un modo de vida tribal.

Uno de los factores primordiales en el proceso de tribalización es la sedentarización. En

áreas donde los recursos eran abundantes, diversos y predecibles, el sedentarismo era

estimulado por la posibilidad de permanecer más tiempo en un mismo espacio de

explotación. Esto propició la concentración y aumento demográfico, lo que a su vez

estimuló el desarrollo de la complejidad sociocultural. Consecuentemente, estas

transformaciones determinan nuevas condiciones en la estructura política. En la sociedad

tribal, la reciprocidad continúa siendo el sistema de relaciones político-económicas esencial

pero se transforma en un sistema de relaciones ampliadas que no sólo resuelve la

precariedad de alimentos sino que regula el sistema social total de intercambios y vínculos

culturales. Establecen mecanismos como la complementación entre grupos o aldeas que

intercambian a distancia recursos escasos o inexistentes en sus regiones con otros con los

que establecen alianzas o, en ocasiones, conflictos.

La organización persiste sobre la base de la comunidad o lo colectivo, por lo que la

jerarquía social o el acceso diferencial a los bienes no es parte integral de su estructura. Así,
77

la tribu mantiene un tipo de organización en la cual la definición de las actividades y

funciones y niveles sociales son laxas y se sobreponen en la vida cotidiana. Cualquier

actividad social representa un todo inseparable que reúne esferas productivas, políticas,

religiosas o identitarias. El sentido social y no individual de la producción es igualitario

comunal y la propiedad es colectiva: “…la tierra es poseída en común; la producción es

distribuida colectivamente; se sanciona fuertemente la acumulación de riquezas; el cambio

está basado en el compartir y la reciprocidad; la ley de hospitalidad es inviolable; toda

colectividad tiene acceso a los medios de producción y de reproducción, etc.” (Vargas

1987a, 299). Generalmente, se produce un excedente que es propiedad de la comunidad y

no del productor individual, lo que definirá organizaciones para su distribución -y

mecanismos para almacenarlo que permitan su redistribución diferida-. Los redistribuidores

serían líderes comunitarios, elegidos por consenso, como el sacerdote o shamán.

La estructura tribal se organiza en bases al parentesco. Los grupos de parentesco

forman una serie de segmentos inclusivos organizados por grupos de descendencia: en

principio, el grupo doméstico básico, la familia, se agrupa en linajes locales, y éstos a su

vez en comunidades aldeanas -que se conforman como pueblos-. Usualmente, forman

confederaciones regionales -a manera de subtribus- para constituir la tribu total. Según

Marshall Sahlins (1972), la fuerza de una tribu radica en los grupos menores y en las

esferas de interacción más estrechas, un grupo doméstico en su espacio particular. Sin

embargo, la unidad doméstica no es un grupo autónomo -aunque produce la mayoría de lo

que consume-, ya que depende de las redes de cooperación y reciprocidad ampliada que

mantienen la unidad tribal mediante la circulación constante del excedente.

En el nivel más global, la pertenencia a la tribu se asume mediante la identificación

de parentesco: se nace en una comunidad que posee un ancestro común. La unidad política

y territorial de la tribu no es permanente sino eventual y se produce ante la amenaza de que


78

otras tribus en expansión puedan invadir el espacio de vida propio. Frente a un eventual

enfrentamiento intertribal, la tribu relega por el momento su división en segmentos y

grupos domésticos y se cohesiona en una unidad que se enfrenta al otro para proteger su

propiedad. El sistema tribal no deja de funcionar sino que, al no existir centralización,

queda solapado en lo cotidiano para grupos domésticos y comunidades que mantienen su

unidad para momentos críticos. En el territorio tribal se tiende a reafirmar la

sedentarización mediante la domesticación de plantas, una producción selectiva y mayor

concentración y crecimiento poblacional, pero a su vez requiere expandirse para acceder a

nuevos medios naturales de producción y balancear la densidad poblacional. La división de

aldeas, al sobrepasar la capacidad del medioambiente, produce una secuencia de formación

de nuevas comunidades que consumen nuevos espacios, expandiendo el territorio tribal.

La religión tribal es de carácter animista como reflejo de la relación social con el

ambiente de donde obtiene su subsistencia. La religiosidad se dirige a explicar y dominar

cada una de las actividades sociales y procesos productivos de lo tribal; de esta forma el

shamán va adquiriendo una función más compleja y sus servicios se hacen cada vez más

imprescindibles, de manera tal que las prácticas agrícolas irán uniéndose a las prácticas

religiosas. La religión tribal está ligada a su estructura segmentaria y la reproduce en su

organización. Los seres espirituales corresponden a las divisiones organizativas de la tribu,

mantienen las mismas áreas de acción (Sahlins 1972).

A partir del primer milenio d.C. se producen dos procesos cruciales en el desarrollo

cultural venezolano: la ruptura de la diferenciación entre las culturas de oriente y occidente

y el surgimiento de modos de vida jerárquicos cacicales a partir de las sociedades

semicultoras occidentales. Como anteriormente referimos, las culturas prehispánicas

venezolanas estaban marcadas por una dicotomía cultural que, en líneas generales, definía

al occidente y al oriente del país como dos grandes modos de vida y tradiciones culturales
79

distintas. Sin embargo, la compleja y dinámica red de relaciones económicas e

interculturales entre las diversas sociedades que se asentaron en nuestro territorio fue

produciendo un proceso de fusión y recreación social que permitió el surgimiento de

nuevas modalidades culturales más mixtas e integradas. Por ejemplo, los grupos

arauquinoides que ocuparon originalmente el área llanera occidental venezolana y los

llanos occidentales colombianos alrededor de 300 d.C., se movilizaron entre 600 a 700

d.C. muy rápida y agresivamente hacia la cuenca del Orinoco y ocuparon parte de la zona

del Orinoco Medio -entre Puerto Ayacucho y Ciudad Bolívar-. Estos grupos, además de

introducir una tradición cultural caribe en un territorio previamente dominado por

arawakos, aplicaron probablemente por primera vez una tecnología semicultora más

intensiva en la región. Posteriormente, alrededor de 1100 años a.C., los arauquinoides

influyeron la costa central y área del Lago de Valencia dando origen a una de las más

complejas y ricas culturas de la Venezuela prehispánica, la valencioide, la cual controló

gran parte de la costa central venezolana -desde Tucacas a Río Chico- y sus territorios

insulares -como Los Roques-.

De la misma manera, en un período similar -y probablemente debido a la presión de

los grupos caribes en la zona del Orinoco-, los grupos barrancoide y ronquinoide se

movieron hacia las costas venezolanas. En el caso de la costa central, específicamente los

barrancoides en el área de Valencia, posiblemente se unieron a los protoagricultores

locales y crearon una rica cultura denominada La Cabrera. En el movimiento hacia la costa

oriental, los grupos barrancoide y saladoide se integraron en la costa venezolana y

compartieron elementos culturales con los ya existentes pobladores costeros, conformando

la poderosa tradición saladoide, que al movilizarse por todo el arco antillano dio origen a

gran parte de las tradiciones agroalfareras de las Antillas menores y mayores, incluyendo

los tainos que Colón encontró a su llegada a La Isabela. Desde la costa occidental, otros
80

grupos más tardíos como el dabajuroide, alrededor de 1100 años a.C., se movieron a partir

de su centro de origen en Falcón por toda la costa venezolana hasta conquistar territorios

tan lejanos como la Isla de Margarita.

Es precisamente a partir de esta nueva diversidad cultural venezolana que se generan

novedosas, diversificadas y eficientes modalidades de trabajo que permitieron el desarrollo

de estructuras socioculturales más elaboradas como la estructura cacical, que, sin dejar ser

una organización tribal igualitaria, sentaba las bases de la sociedad jerárquica. Muchos

grupos culturales que ocuparon el occidente y la costa central venezolana entre 1100 y

1500 a.C. podrían precisamente ser considerados cacicazgos. Entre estas culturas

podríamos contar los casos de las sociedades noroccidentales y andinas que ocuparon

Zulia, Falcón, Lara, Trujillo, Mérida y Táchira, asociadas en general a las tradiciones

tierroide y dabajuroide, los complejos sitios con montículos, camellones y calzadas en los

llanos altos barineses representativos de la ocupación osoide tardía y la expansiva cultura

norcentral valencioide. El necesario surgimiento de organizaciones centralizadoras que

permitan la redistribución del excedente de producción marcó también una pauta social

para la desigualdad. La producción cada vez más excedentaria y eficiente, con aldeas que

por razones medioambientales, políticas o demográficas producen más que otras, comenzó

a modificar la reciprocidad económica y su regulación política. En consecuencia, se

desarrolla una aldea central, que concentra el poder político, religioso, administrativo e,

incluso, los talleres manufactureros; así mismo, algunas aldeas centrales -e individuos-

comienzan a apropiarse del excedente de trabajo de otros en forma de tributos. De

cualquier manera, la estructura comunal aún obliga a que el exceso de producción deba ser

redistribuido de manera recíproca; lo que cambia es que ahora tenemos aldeas y líderes

que controlan y toman decisiones sobre los mecanismos de esta reciprocidad.


81

El proceso de especialización en el trabajo se profundiza, y ciertos individuos se

distancian del papel de productores primarios de bienes de subsistencia -como agricultores

o cazadores- y se dedican al procesamiento de materias primas específicas -es el caso de

los artesanos-, a la redistribución de bienes manufacturados, a coordinar y controlar

actividades sociales y a suministrar servicios de orden gerencial y/o simbólico. De esta

manera, se comienzan a deslindar y diversificar las funciones sociales, entre las cuales se

comprenden “...organización de la fuerza de trabajo colectiva para la ejecución de obras de

interés público; resolución de pleitos y rencillas o problemas entre aldeas; reparto de la

producción; organización de la defensa colectiva ante eventuales enemigos; predecir el

tiempo y propiciar la buena voluntad de los dioses para la cosecha y para las actividades

productivas que ejecuten las distintas aldeas; garantizar el funcionamiento del mundo

secular o religioso en relación a las actividades productivas que realiza la aldea o un grupo

de ellas” (Vargas 1987a, 211). Así, el papel de estos individuos, diferente al de los

productores primarios, implica el surgimiento de rangos, estamentos y jerarquías dentro de

la estructura social. Este carácter del rango, aún asociado a los lazos de parentesco y de

descendencia del grupo, marca el inicio de un control social diferenciado por parte de

dichos dirigentes y, por lo tanto, un acceso privilegiado a los bienes, ya que parte del

producto colectivo es apropiado por el grupo que mantiene el poder político. A cambio de

su propio trabajo de coordinación y control de la producción como redistribuidores,

caciques y shamanes se reservan parte del producto dándole derecho al grupo a un

consumo controlado por sus propias reglas de distribución e intercambio. Se producen

enfrentamientos y guerras intertribales por la propiedad del territorio tribal y, al mismo

tiempo, la dinámica de conflictos y alianzas entre tribus se complejiza y intensifica.

De esta manera, el paisaje natural se comienza a modificar: surgen construcciones

artificiales que, bajo la coordinación y control de los líderes, optimizan la defensa, la


82

producción y manifiestan los rangos de los distintos estratos sociales tanto dentro de las

comunidades como entre las aldeas. Se construyen montículos agrícolas y habitacionales,

empalizadas para defender las aldeas y calzadas para comunicar las distintas aldeas; se

construyen diques, camellones y calzadas que controlan las aguas y la producción agrícola.

Igualmente, la jerarquía se manifiesta en el acceso privilegiado por los dirigentes sobre

materias exóticas y valiosas ya que controlan la redistribución y el intercambio, y los

patrones funerarios manifiestan una diferencia en las ofrendas y costumbres de

enterramiento relacionadas con estos caciques y líderes. Por otro lado, el surgimiento de la

especialización en la producción y el surgimiento de un sector de artesanos en las

comunidades determinaron el surgimiento de una cultura material más diversificada y

sofisticada como, por ejemplo, una alfarería de estricto uso culinario y otra de carácter

religioso o ritual. Estas sociedades produjeron complejas culturas que dejaron las

evidencias más llamativas hasta el momento en nuestro territorio. Este es el caso de los

diversificados sitios de la tradición osoide, en la llanos barinenses, en donde se observa

una red de aldeas de primer, segundo y tercer orden integradas por calzadas -algunas de

hasta 4 km. de trayecto- y empalizadas y montículos de diversos tamaños en cada aldea

conectadas con áreas productivas de camellones y campos drenados. Otras áreas de

Venezuela en donde se han detectado complejos de montículos, diferenciados no sólo en su

función –agrícolas, domésticos o funerarios- sino en su relación con distintos estratos

sociales aldeanos o tribales, son el valle de Quíbor y la región Sicarigua-Los Arangues

(edo. Lara) y la región del Lago de Valencia en la zona norcentral del país.

Igualmente, sitios como el cementerio indígena prehispánico Boulevard en la ciudad

de Quíbor (Edo. Lara) manifiestan la presencia de ofrendas y patrones de enterramiento

diferenciados entre los distintos individuos de la comunidad, que no están definidos por su

edad o sexo sino por su rango dentro de la sociedad. Igualmente, otro factor llamativo en
83

estos enterramientos es la presencia de una cerámica exclusivamente ritual y de una

compleja industria de trabajo sobre la concha marina -específicamente sobre el botuto,

Strombus gigas- sólo relacionada con los enterramientos de mayor rango. La presencia de

estos adornos, collares y pectorales elaborados sobre concha marina en una región lejana al

mar no sólo demuestra que los líderes tenían un acceso privilegiado a esos bienes, sino que

controlaban grandes redes de intercambio regional con las costas venezolanas. Ofrendas

similares han sido encontradas igualmente en otras zonas como el piedemonte andino, las

costas falconianas y la cuenca del Lago de Valencia.

La irrupción europea: una arqueología de la invasión colonialista de Venezuela

Las aproximaciones al período colonial en Venezuela desde la arqueología se

iniciaron con el temprano estudio realizado por Cruxent en los restos de Nueva Cádiz en la

isla de Cubagua, considerada una de las primeras fundaciones coloniales cercanas a tierra

firme en Suramérica. Posteriormente, el trabajo descriptivo de John Goggin (1968) para

todo el Caribe incluyó a Venezuela en su reconocimiento. Sus clasificaciones de tipos

cerámicos, al igual que las de Cruxent y Rouse, definen cronologías culturales regionales y

distribuciones geográfico-estilísticas de tipos. Examinó materiales colectados por Cruxent

en Guiguiguire y excavó en 1954, junto a Cruxent los sitios de Nueva Cádiz y Obispo en la

isla de Cubagua, donde obtuvieron alfarerías meladas, variedades tempranas de oliveras,

bacines con glaseado verde, vidrios de tipo veneciano y los siguientes tipos de mayólica:

Columbia Simple, Yayal Azul sobre Blanco, Caparra Azul, Isabela Polícroma, Ichtucknee

Azul sobre Blanco, Itchtuckneee Azul sobre Azul, Fig Spring Polícroma, San Luis Azul

sobre Blanco, Santo Domingo Azul sobre Blanco y otras, todas representativas de

tipologías cerámicas europeas tempranas en Venezuela del siglo XV debido al corto período

de ocupación de la isla. Posteriormente, se han desarrollado numerosas contribuciones

desde la arqueología sobre períodos históricos coloniales y republicanos, los que han
84

aportado una novedosa perspectiva para la comprensión del pasado venezolano -los cuales

sólo serán citados en este texto ya que implican una cantidad de información e

interpretación referente a momentos históricos a desarrollar en otros volúmenes de estos

manuales-.

Este era el panorama sociocultural que caracterizaba la Venezuela de 1498. Como

hemos podido demostrar, la cultura indígena venezolana constituía un diverso y rico

panorama de tradiciones íntimamente vinculadas con los procesos andinos, amazónicos y

caribeños. La irrupción europea en América, especialmente española en nuestro territorio,

tuvo un profundo impacto en las culturas autóctonas. En gran medida, la violencia de la

conquista desarticuló estas complejas organizaciones autóctonas al introducir por la fuerza

física y política sus estructuras de dominación dentro de las comunidades indígenas. La

introducción de un sistema político, cultural y religioso sobre los grupos locales

desmembró los elementos culturales que los integraban y los llevó a formar estructuras

sociales más simples sujetas al dominio colonial. Además, la crueldad de la penetración

española diezmó una gran parte de la población indígena; no en vano se considera la

conquista de América uno de los etnocidios más grandes en la historia de la humanidad.

Por otra parte, el violento etnocidio que significó la conquista obligó a muchos a

abandonar sus territorios ancestrales, ocupar -usualmente hacia el sur- nuevos territorios

desconocidos y mezclarse con otros grupos indígenas perdiendo sus identidades

particulares. Un caso ejemplar en el Caribe venezolano lo representa la temprana

formación de la población de Nueva Cádiz en la Isla de Cubagua (Nueva Esparta) en el

año 1514, desaparecida alrededor de 1514. Este asentamiento en un territorio insular para

la explotación colonial de perlas implicó la movilización forzada de contingentes

indígenas de distintas regiones de la costa oriental, lo que desestructuró sus identidades

culturales. La escasa evidencia arqueológica indígena asociada al sitio precisamente


85

muestra una alfarería muy simplificada que mezcla elementos característicos de distintas

tradiciones culturales indígenas del oriente de Venezuela.

Sin embargo, la conquista no tuvo el mismo impacto en las distintas regiones y

sobre las diferentes culturas que habitaban nuestro territorio. Las comunidades indígenas

también aplicaron sus estrategias culturales para establecer mecanismos de resistencia

frente al invasor imperial, adaptarse a las impuestas condiciones coloniales o negociar con

los nuevos actores sociales europeos e indígenas a que se vieron forzados. Sin ánimos de

negar la poderosa fuerza destructiva europea, podríamos decir que los grupos indígenas no

sólo fueron víctimas pasivas de las circunstancias, sino que se transformaron para subsistir.

Por ejemplo, el período de contacto impactó de manera distinta el oriente y el occidente

del país. Como hemos dicho, tradicionalmente las culturas indígenas de Venezuela habían

formado distintos tipos de estructuras sociopolíticas en las diferentes regiones del país,

manteniendo de manera general una estructura tribal igualitaria en la zona oriental y

orinoquense y desarrollando un modo de vida jerárquico cacical en la costa central y

occidental y gran parte del occidente venezolano –bajo la influencia de la esfera de

interacción andina-. Esto determinó dos patrones de conquista, según los modos como se

expresó la resistencia indígena. En la región occidental, a pesar de existir estructuras

sociopolíticas más sofisticadas y altamente preparadas en la defensa militar, el imperio

español pudo entender, interactuar y penetrar más directamente el poder local, logró

paulatinamente -no sin resistencia- sistemas de alianzas y negociaciones con los líderes

locales. Por su parte, en el oriente venezolano, a pesar de que el contacto con los europeos

se produjo antes, las estructuras tribales se enfrentaron fuertemente al invasor e impidieron

su penetración hacia el sur y consolidación de centros de control colonial local por más de

tres siglos. Los grupos tribales caribes, con larga tradición cultural de guerras y alianzas

intertribales y con un patrón sociopolítico y territorial más simplificado pero flexible,


86

ofrecieron una resistencia más efectiva a un colonizador que no entendía con claridad su

cultura y no podía penetrar sus organizaciones y controlar sus territorios.

Como vemos, la conquista y la imposición colonial, con su consecuente dominación

sociocultural, no representó un proceso sin resistencia. La resistencia indígena propició no

sólo abiertos enfrentamientos bélicos sino también ingeniosos sistemas de reconducción

económica, reestructuración social, negociación política y reconocimiento intercultural. Es

importante enfatizar que, a pesar de la violenta conquista y dominación colonial, las

tradiciones socioculturales indígenas lograron mantener una continuidad histórica hasta el

presente, lo cual determina elementos específicos de la constitución cultural de nuestro

país. Aún cuando las diversas culturas indígenas actuales en Venezuela no pueden ser

consideradas de ninguna manera testigos fieles de aquel pasado prehispánico -como toda

sociedad y cultura, se han transformado en su devenir histórico-, están evidentemente

vinculadas culturalmente con aquel pasado y con nuestras condiciones presentes como

sociedad. Alrededor de 30 etnias indígenas distintas coexisten con la cultura occidental

global en nuestro país actualmente, luchando por mantener sus pautas culturales, lenguas e

identidades frente a la avasalladora dominación de la cultura occidental.

Arqueología y continuidad de los modos de vida indígenas: un pasado entre

descripción científica y compromiso político

La investigación arqueológica en Venezuela en los últimos cincuenta años se ha

enfocado principalmente en el estudio de la variabilidad estilística en la cerámica (Arvelo y

Wagner 1983, 1984; Wagner 1972a, 1973; Gallagher 1976; Toledo 1978; Tarble 1982), en

la construcción de modelos de movimientos poblacionales (Arvelo 1987, Oliver 1989), y el

desarrollo de modelos basados en secuencias etapas evolucionistas unilineales de

organización social (Sanoja y Vargas 1974, Toledo y Molina 1987, Vargas 1981). Todos

estos enfoques abarcaban vastas áreas y los conjuntos de datos comprendían información
87

que cubría sitios asilados y dispersos a lo largo de estas regiones. En consecuencia, la más

seria brecha en el conocimiento arqueológico n Venezuela es la ausencia de un cuerpo de

información relacionado con los patrones de subsistencia y asentamiento dentro de regiones

marcadamente delimitadas así como claramente definidas. Como muchos autores

señalaron, una perspectiva regional para entender y estudiar la evolución de los sistemas

sociales (Drennan 1987; Earle 1991). En consecuencia, el objetivo de estos tipos de estudio

era probar las hipótesis explicativas sobre el surgimiento de las sociedades de tipo cacical,

adelantadas por Sanoja y Vargas (Sanoja y Vargas 1974, Vargas 1990) para el valle de

Quíbor desde una perspectiva regional (Arvelo 1995). Uno de los principales problemas de

la arqueología de Venezuela es la presencia de áreas para las que no existe nada de

información arqueológica entre algunos áreas claves tales como el Orinoco medio,

Barrancas, la península de Paria, el valle de Quíbor, los llanos de Barinas, etc. Por lo tanto,

el establecimiento de conexiones dentro de Venezuela y nivel continental se hace más

difícil debido a un marco fragmentario nacional. Temas cruciales tales como el movimiento

de las poblaciones amazónicas hacia el Caribe, los nexos culturales entre los llanos

occidentales venezolanos y el Orinoco, el desarrollo de las sociedades complejas de la costa

central venezolana, entre otros, requieren ser resueltos a través de una perspectiva más

integral, balanceada y completa para el territorio como totalidad.

El conocimiento sobre el pasado de Venezuela producido por la arqueología no

representa un conocimiento de interés meramente científico o académico, sino que puede

servir como sustrato para entender las condiciones históricas y culturales pretéritas que han

dado perfil a la sociedad venezolana presente y, de esta manera, son factibles de ser

utilizadas como plataforma para la proyección y la toma de decisiones sociales y políticas

para el futuro del país. En primer lugar, entender el pasado indígena prehispánico

venezolano es comprender las raíces de la constitución de nuestra identidad histórica y


88

cultural como nación. Sin embargo, más allá de los límites que actualmente nos definen

como país, nos permite integrar estos desarrollos dentro del contexto continental en que

nos encontramos; al fin y al cabo, Venezuela como territorio implica una delimitación

reciente sobre un amplio territorio de relaciones e influencias permanentes en el norte de

Suramérica. Nuestra vinculación con el resto de las naciones latinoamericanas está,

precisamente, constituida desde los inicios del poblamiento del continente. Segundo, nos

permite entender que gran parte de nuestro instrumental, tecnologías y modos de vida

actuales están directamente vinculadas con estas tradiciones previas a la llegada de la

cultura europea a nuestro territorio y su persistencia no sólo nos define como tradición

cultural única sino que supone un mecanismo de resistencia a imposición sociocultural

total por parte de los diversos imperios bajo los cuales hemos estado políticamente

sometidos a lo largo de nuestra historia. Tercero, el rescate de las evidencias arqueológicas

de este pasado indígena nos da luces sobre nuestra propia diferencia como nación y sobre

la diversidad que aún en el presente implica el ser venezolano. Sólo entendiendo este

pasado podremos ser capaces de elaborar estrategias propias para enfrentar el futuro sin

recurrir única y exclusivamente a los recursos culturales heredados de la cultura occidental

europea. Sólo entendiendo la profundidad histórica del pasado venezolano podremos

reconocer nuestro papel como nación dentro del contexto mundial occidental actual. Sólo

reconociendo la diversidad cultural existente en el territorio venezolano desde sus orígenes

podremos defender la diversidad cultural en la actualidad y conformar una identidad

nacional más participativa y, a la vez, más definida frente al mundo.

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ZUCCHI, Alberta. "Las migraciones Maipures: diversas líneas de evidencias para la interpretación
arqueológica" en: América negra. Colombia pp. 113-137. 1991.

¿Y los dinosaurios?

La aparición biológica de nuestra especie, denominada Homo sapiens, se calcula alrededor

de dos a tres millones de años antes del presente en territorio africano y su llegada a

América por el norte a través del Estrecho de Bering desde Asia ocurrió aproximadamente

hace unos 40.000 a 24.000 años, proceso que en su totalidad ocurrió durante la era

geológica del Cuaternario entre los períodos del Pleistoceno y el Holoceno reciente, en el

que aún vivimos. Por su parte, la formación del planeta Tierra se calcula alrededor de 4.500

millones de años, mientras que se estima que la aparición de la vida en sus mares se

produjo alrededor de 1.000 millones de años durante la era geológica del Paleozoico.

Posteriormente, formas de vida animal más complejas como dinosaurios surgen a partir de

200 millones de años antes del presente durante el período Mesozoico en sus períodos

Triásico y Jurásico y, debido a razones catastróficas ambientales aún desconocidas, se

extinguieron como especie entre 100 a 50 millones años antes del presente durante el

Cenozoico y dieron pie a la formación de otras especies de animales actuales como los

peces, anfibios, réptiles, aves y mamíferos. En definitiva, los seres humanos y los
103

dinosaurios, a pesar de lo que exponen muchas fantasías literarias y cinematográficas

actuales, nunca coexistieron ya que existe una inmensa brecha temporal de más de 50

millones de años entre la aparición de los primeros y la desaparición de los últimos. En

consecuencia, los seres humanos sí coexistimos durante el Pleistoceno Tardío con ciertas

especies animales actualmente extintas, algunas de las cuales representaban su subsistencia

principal, denominada megafauna y que comprendía principalmente grandes mamíferos

similares evolutivamente a algunos actuales como dantas, perezas, elefantes, rinocerontes,

etc. (Jastrow 1985). Así que, aún cuando disfrutamos Los Picapiedras, debemos siempre

recordar es sólo otra fábula creada por nosotros.

Arqueología, paleontología, geología…

La geología, la paleontología y la arqueología tienen muchos elementos en común pero

representan áreas del conocimiento distintas y claramente diferenciables. Mientras la

geología analiza en miles de millones de años -eras geológicas- la historia de formación del

planeta tierra a través de minerales y rocas y la paleontología estudia el origen y

transformaciones de la vida vegetal y animal en los últimos millones de años -períodos

biológicos-, la arqueología se encarga de comprender sólo la última porción de este proceso

histórico desde la aparición de nuestra especie, a través de la cultura material -restos de los

objetos y artefactos producidos y utilizados por las personas en el pasado-, con el fin de

interpretar las sociedades pasadas. Aunque las tres disciplinas se definen como ciencias y se

encargan de estudiar el pasado a partir de la aplicación de la técnica de la recolección

superficial y la excavación como medios de obtención de sus evidencias, sus fuentes de

información, datos, objetos de estudio, fines y métodos de estudio son totalmente distintos,

aunque podrían estar relacionados en el contexto del trabajo de campo. Por eso, nunca le

preguntes a un arqueólogo por los huesos de animales extintos, a menos que ellos hayan
104

estado juntos, en el mismo estrato geológico, con algún artefacto elaborado por alguien en

algún lugar y en algún momento en el tiempo.

Arqueología ¿antropología o historia?

La arqueología puede ser definida como la disciplina que se encarga del estudio e

interpretación de las sociedades del pasado a través de la cultura material. Forma parte,

junto con la antropología social, la lingüística y la antropología física, de la antropología

total, el estudio de la cultura -o las culturas en particular- entendida como la compleja red

de significados materiales e inmateriales que constituyen la totalidad de las prácticas y

discursos de una sociedad y de sus individuos históricamente determinados. Su carácter de

ciencia social o histórica ha sido motivo de fuertes debates desde sus orígenes en el siglo

XIX, cuando surgió como contrapartida imperialista que, en vez de entender la propia

sociedad occidental moderna, analizaba otras culturas -generalmente en las colonias

europeas o norteamericanas- con el fin de entender su funcionamiento y así, a su vez, el

suyo propio. Al percibir o usar a esos supuestos otros como espejos para entenderse, la

arqueología como antropología intentó separarse de la historia al asumirse como ciencia, y

no como saber humanístico, encargado de estudiar pueblos sin escritura, es decir, la mayor

parte del pasado humano y otras sociedades actuales consideradas erróneamente como

atrasadas por la carencia del medio escrito de comunicación. Por su cuenta, la historia

tradicional frecuentemente se ha definido como una disciplina que estudia el pasado de

nuestra propia cultura mediante los documentos escritos. Sin embargo, ambas -arqueología

e historia- se encargan de estudiar y analizar los procesos humanos del pasado a partir de

distintas fuentes: objetos y documentos respectivamente. Y así, si la intención es entender

el desarrollo y significado del pasado humano, realmente son caras de la misma moneda y
105

no habría necesidad de diferenciarlas tan drásticamente. Componen, por lo tanto, una

antropología histórica o una historia antropológica.

Prehistórico, prehispánico ¿o qué?

Prehistórico, prehispánico, preeuropeo, amerindio, originario, primitivo, primigenio…

decenas de términos que designan el mismo período de nuestra historia. Casi nunca

notamos que la mayoría de las palabras que usamos implican tomas de posiciones, visiones

del mundo o ideologías cultural e históricamente determinadas; sin embargo, cuando se

trata de términos para nombrar períodos o procesos históricos con aquel que se encuentra

entre la primera ocupación humana y la invasión europea de América, sus implicaciones

son aún más evidentes. Por ejemplo, en el mundo académico norteamericano, los

arqueólogos designan este período como prehistoria, tal como si no fuese parte de la

historia ya que se guían por el principio evolucionista clásico de que toda cultura sin

escritura es anterior, menos desarrollada y no tenía registro escrito, por lo que, son pueblos

sin historia; más aún, esto supone que los actuales habitantes del territorio estadounidense o

canadiense no se identifican con este pasado como sus ancestros. Esta visión imperialista

del pasado en América Latina es sustituida por términos que refieren a la ruptura causada

por la invasión europea como precolombino -sin embargo, este uso individualista sólo

alude a Cristóbal Colón como personaje y no a un proceso histórico-, prehispánico -lo que

sirve para designar lo previo a la colonización española de algunos territorios, pero no a la

realizada por otras naciones europeas como Inglaterra, Francia, Portugal, Holanda, etc.-;

por otro lado, algunos también consideran que su uso resalta un proceso colonialista que

hace referencia a la historia desde Occidente -el mundo y la visión europea dominante- y no

desde la propia población americana.


106

Otros, intentado neutralizar la inclinación hacia lo europeo de nuestra lengua, es decir, su

eurocentrismo -al fin y al cabo, las lenguas oficiales de la mayoría de nuestras naciones son

europeas como el español o castellano, el portugués, el inglés, el francés, etc.- han optado

por usar términos como primigenio u originario -relacionados con los inicios o el origen-

obviando que sería absurdo definir como inicial un período histórico de más de 20.000 años

frente a cerca de 500 años desde la presencia europea, o aborigen o nativo -en relación al

lugar de nacimiento o procedencia de individuos y sociedades-, ignorando la compleja

diversidad racial y cultural interna de América antes de los europeos. Así, no quedamos sin

poder resolver el dilema. Recientemente, se ha popularizado también en la literatura el uso

del término indígena para este período, lo que también incurre en el error de invisibilizar la

presencia indígena desde la invasión europea hasta la actualidad, o amerindio, que

comprende los indígenas de América como totalidad. En conclusión, no llegamos a ninguna

conclusión. Sólo sabemos que es necesario reflexionar cada vez que nos referimos a un

período histórico y a su relación con el presente.

¿Por qué muchos americanos somos achinados?

Los habitantes originarios del continente americano, denominados amerindios, con

frecuencia poseemos rasgos fenotípicos -aquellos físicamente visibles- o genotípicos -los

que definen nuestro código genético- similares a los de los habitantes del continente

asiático en general o, como lo denomina la antropología física, a la raza mongoloide. El

color de piel, color y forma de nuestro cabello y gran parte de nuestros rasgos faciales -

incluyendo la dentadura- tienden a semejarse a algunos de los rasgos que caracterizan a la

población asiática; sin embargo, a escala continental, los habitantes originarios amerindios

conjugaban dichas características de manera única y diferencial -como población, nunca

hemos sido idénticos a los chinos, filipinos o pakistaníes- y, por otro lado, el grado de
107

variabilidad racial interna de los distintos grupos americanos hace suponer que la

diversidad biológica humana en América es más temprana de lo que creemos -sólo basta

con observar las diferencias entre ciertos grupos actuales como los yukpas, yanomamis y

pemones en Venezuela para notar que no sólo iguales en todo el continente-. Sin embargo,

la potencial causa de esta filiación o tendencia racial -considerando que la raza como

concepto más que una división natural es una construcción sociocultural en base a ciertas

predisposiciones biológicas clasificadas según las necesidades de una cultura- es que, como

explicamos en el texto, los americanos originarios ingresaron a nuestro territorio por el

norte, especialmente el estrecho de Bering durante la glaciación de Wisconsin hace al

menos 25.000 años, mediante posibles múltiples movimientos poblacionales acaecidos en

distintos momentos históricos y por diferentes rutas como, por ejemplo, el puente de Bering

o el casquete de hielo subpolar que llegaba hasta Baja California al norte de México. Este

poblamiento inicial se desarrolló a partir de grupos ya diferenciados biológicamente que se

diversificaron al distribuirse y asentarse en distintos zonas del continente.

¿Y los extraterrestres (y los atlantes y los romanos y los vikingos)…?

Desde los inicios de la invasión europea de América han surgido multitud de teorías,

supuestamente respaldadas con evidencias, que plantean un origen extraterrestre o

extracontinental de las culturas americanas. Dentro de su ignorancia intercultural y su

arrogancia sociopolítica, era incomprensible para los primeros conquistadores y

colonizadores que sociedades tan complejas, sofisticadas y variadas se hubiesen

desarrollado al margen del conocimiento y, especialmente, de su vinculación con la

supuesta insuperable y máxima civilización occidental moderna. En consecuencia,

recurrieron a fuentes clásicas como Homero y Herodoto, a las escrituras de la tradición

judeocristiana, especialmente a la Biblia, a las narraciones folklóricas europeas medievales


108

o a las tradiciones orales referidas por otras culturas colonizadas para explicar la presencia

del ser humano en nuestro continente antes de su arribo. Por ejemplo, el temprano

desarrollo de la arqueología en el enclave colonial inglés del noreste norteamericano a

partir de la excavaciones en montículos de tierra generó todo un intenso debate sobre sus

constructores originarios, los que usualmente fueron rastreados por diversos autores como

Hildreth, Priest y William, en otros territorios y pueblos como China, India y Crimea;

griegos, romanos y egipcios; Adán y Eva, las Tribus Perdidas de Israel, la Diáspora de la

Torre de Babel, El Diluvio Universal, pueblos de gigantes o atlantes, etc.,. Sin embargo,

otros como Atwater, Dickenson y Jefferson, reconocieron el origen autóctono de estas

construcciones por parte de grupos indígenas americanos aún cuando con frecuencia lo

atribuían, desde una visión evolucionista, a culturas más complejas que las locales

existentes ignorando que, en gran medida, la razón de la simplicidad de dichas culturas se

debía al impacto de las culturas imperiales europeas. Por su parte, en el resto de América,

las explicaciones basadas en las Sagradas Escrituras por partes de misioneros jesuitas,

franciscanos y dominicos y, por otro lado, mitos oceánicos clásicos o medievales -el

Quersoneso de Oro, la Atlántida, El Dorado, La Amazonía, Lemurias, etc.-, dominaron gran

parte de las tesis coloniales tempranas sobre el origen de los pueblos en América. Frailes

como Bernardino de Sahagún, Diego Durán, Diego de Landa, Bartolomé de Las Casas y

Pedro Cieza de León, entre otros, interpretaron las evidencias arqueológicas del momento

como dientes y huesos de gigantes, restos de elefantes de Gengis Khan, huellas de pies y

cruces marcadas en las rocas por santos y apóstoles, casas de gigantes, etc., lo que suponía

que las condiciones culturales desarrolladas en América no podían, dentro de la lógica

colonial europea, ser producidas por culturas que ellos consideraban tan primitivas pero, a

la vez, demasiado desarrolladas para estar desconectadas de la historia clásica o

judeocristiana conocida por los europeos del momento. Aún actualmente, algunos
109

incrédulos ignoran y desdeñan las posibilidades de desarrollo cultural autóctono americano

creyendo que sólo Europa -y los que hoy llaman países avanzados- son capaces de crear

tecnologías y organizaciones sociales complejas (Navarrete 2004).

¿Cómo sabemos que es más antiguo?

Una de las primeras metas del trabajo de un arqueólogo para poder acceder a los contenidos

socioculturales es poder ubicarlos en el tiempo. Sin embargo, debido a que en la mayoría de

los casos, los arqueólogos no contamos con registros escritos u orales para determinar la

antigüedad de los objetos o qué nos indiquen cuándo o quien elaboró o usó el objeto, es

decir, sus contextos socioculturales de producción, se hace necesario recurrir a técnicas que,

mediante el análisis de las propiedades físico-químicas adquiridas por el artefacto durante

su elaboración, nos acerquen a su momento de producción -pero no las inherentes a la

materia prima ya, por ejemplo, al datar el surco de un petroglifo sólo obtendríamos la fecha

de formación geológica de la roca y no la de realización del grabado-. Los denominados

métodos de datación nos permiten determinar con distintos grados de exactitud la fecha en

que fue elaborado o utilizado un objeto en sociedad, y se dividen en relativos y absolutos.

Los primeros se refieren a aquellos que determinan la antigüedad en relación con otras

variables pero no ofrecen fechas, mientras que los segundos ofrecen fechas calendáricas

exactas dentro de ciertos márgenes de error intrínsecos a cada material, contexto o técnica.

Entre los métodos de datación relativa más comúnmente utilizados en Venezuela está el

estratigráfico, el cual supone que ya que la deposición de los distintos tipos de suelos sobre

la superficie de la tierra -estratos- es gradual y progresiva, es posible asociar los objetos

culturales encontrados en una de estas capas o estratos con su sucesión vertical o

antigüedad, considerando que no haya sido alterado por razones naturales o culturales. Por

ejemplo, si sabemos que cierta capa de arcilla que encuentra entre dos capas de tierras
110

arenosa corresponde a un momento histórico específico, entonces, todo artefacto que

contenga debe de ese período. Igualmente, siguiendo la ley clásica de la estratigrafía, todo

lo que se ubica en un estrato superior más cercano a la superficie es más reciente que

aquello que se encuentra en estratos inferiores más profundos. Por su parte, el método de

datación absoluta más comúnmente utilizado en América desde su invención por Libby en

la década de los cuarenta del siglo XX es el del radiocarbono o C14, el cual parte del

principio de que toda materia orgánica, en especial restos de madera o huesos, poseen un

tipo de carbono -C14, un isotopo radiactivo- que no se descompone inmediatamente

después de la muerte del animal o planta sino que disminuye progresivamente con un ritmo

regular, lo que puede ser medido mediante técnicas de análisis físico-químico. La cantidad

de C14 remanente en el resto orgánico indica el tiempo de su defunción, el cual, si se

encuentra en un contexto de artefactos relacionados, daría la fecha de ocupación cultural

con un margen de error variable. Otra técnica usada en Suramérica es la glotocronología,

que consiste en el fechamiento de asentamientos según el ritmo de variación de las lenguas

derivadas desde una lengua madre en un centro originario de formación.

¿Qué carrizo significa serie barrancoide (y valencioide y cualquier otro oide)?

La ciencia es sólo un modo de conocer e interpretar la realidad típico de Occidente

moderno y, por lo tanto, característico de nuestra manera de ver el mundo. Sin embargo,

existen otras formas de saber no científicas tanto dentro como fuera de nuestra cultura

occidental igualmente válidas en su contexto de producción y uso. La epistemología,

filosofía que se encarga de estudiar a la ciencia cono sistema de conocimiento, también

reconoce que está compuesta por un grupo de teorías -explicaciones del mundo- y métodos

-procesos y procedimientos para conocerlo- que pueden variar a lo largo de la historia o

según las posiciones sociopolíticas de la comunidad científica. Así, por ejemplo, el


111

positivismo ha caracterizado a una visión capitalista que privilegia la objetividad y el

empirismo y que supone que las sociedades son sistema estables que evolucionan desde lo

más simple a lo más complejo -el Estado moderno-, mientras que el marxismo se ha

constituido en una forma de conocer críticamente que enfatiza las contradicciones en la

realidad para postular nuevas formas revolucionarias de ver y actuar en la realidad.

Uno de los principios del conocimiento científico es el de sintetizar la complejidad y el

caos de la realidad mediante un procedimiento sistemático que, mediante, clasificaciones y

taxonomías, permita agrupar y manejar los fenómenos. En el caso de la arqueología, ya que

no contamos con registro escrito u oral de quienes vivieron el pasado, las clasificaciones

son cruciales ya que permiten definir y diferenciar distintas tradiciones culturales a través

de su producción material -especialmente cerámica- y ubicarlas tanto en el tiempo como en

el espacio. A este proceso se le denomina construcción de cronologías regionales, las cuales

no sólo sirven para ordenar las distintas culturas en sus diversas regiones y en su momento

histórico sino para compararlas y correlacionarlas en sus procesos de difusión -traslado de

rasgos de una cultura a otra- o migración -movimiento poblacional de una región a otra-.

Para Venezuela, el esquema clasificatorio más convencional fue el establecido por Irving

Rouse en gran parte de la zona caribeña. Se basa en la detección de modos, rasgos

culturales discretos indisolubles, de carácter diagnóstico, es decir, que tipifican a una

cultura y la diferencian de otras, ya sea cuantitativa -por su popularidad o abundancia-

como cualitativamente -por su carácter único o excepcional-. Los tipos, por el contrario,

consisten en un grupo de rasgos asociados que forman unidades culturales significativas.

Por ejemplo, en zoología, un modo sería un ala, la cual puede ser compartida por aves,

insectos o incluso mamíferos, pero pierde su sentido si es dividida en sus partes, y un tipo

sería un murciélago, el cual deja de serlo si lo pudiésemos combinar con una paloma o

dividirlo en trozos. Así, el conjunto de rasgos diagnósticos que caracterizan a una serie de
112

sitios -estaciones- en un área se define como estilo y, a su vez, un grupo de estilos similares

y contiguos, ya se sucedan en el tiempo o espacio, forman una serie. Esta se define a partir

de los rasgos característicos de su estilo cabecero, el cual es el que se considera más puro,

característico, antiguo -u ocasionalmente el primer investigado- de todos lo que la forman

y, por ende, es el que da el nombre a la serie. Por ejemplo, el estilo Barrancas da nombre a

la serie barrancoide ya que se le considera el más antiguo, puro y típico, mientras que sus

otros estilos -Los Barrancos, La Cabrera, El Palito y Taborda- lo siguen en otros períodos o

regiones. Por otro lado, cuando una serie se mantiene por un tiempo muy prolongado en

una región específica se denomina tradición, lo que supone una fuerte continuidad y

estabilidad de una cultura, mientras que cuando se extiende muy rápidamente a lo largo de

una vasto espacio se le denomina horizonte, lo que usualmente implica el movimiento

expansivo de ciertos grupos sociales en busca nuevos nichos ecológicos o control político

sobre otros grupos. La terminación oide significa en latín similar a, por lo que cualquier

estilo o elemento barrancoide significa que se parece al presente en el estilo Barrancas.

Todo ese piedrero ¿Lo llaman lítica?

El término lítica designa a todos los artefactos, instrumentos y desechos de producción

elaborados en piedra y utilizados por los seres humanos, especialmente aquellos muebles o

manipulables. En general, si hablamos de estructuras o arquitectura nos referiremos a ella

como megalítica, mientras que si tratamos con manifestaciones realizadas sobre la piedra

como soporte como petroglifos o pinturas, manifestaciones rupestres. En general, dos

técnicas básicas de trabajo sobre piedra se sucedieron en el desarrollo de las sociedades

amerindias asociadas a distintos modos de producción: la percusión, relacionada con la

cacería inicial de grandes mamíferos y que consiste en la obtención de artefactos con filos

mediante el golpe directo de una roca sobre otra, y el pulido, más relacionado con la
113

agricultura, en el que los artefactos son logrados mediante la fricción o abrasión recurrente

de una piedra sobre otra. En el caso de la tecnología percutida, entendiendo por tecnología

todo el conjunto de instrumentos y operaciones necesarias para la realización de una tarea o

la manufactura de un objeto, se pueden clasificar los artefactos por su papel en la cadena de

producción. Mientras el núcleo es la roca que representa la materia prima para elaborar el

artefacto -la cual posee un cortex o superficie original y una superficie fresca expuesta tras

su ruptura-; el percutor es el instrumento -generalmente otra roca- utilizado para romperla y

obtener las lascas, es decir, cada uno de los fragmentos obtenidos, ya sean de desecho o

para su uso posterior. Las lascas seleccionadas para convertirse en artefactos son trabajadas

por percusión más refinada con rocas más pequeñas, instrumentos líticos o de hueso -

proceso durante el cual se definen como preformas- hasta alcanzar la forma y los filos

cortantes deseados, lo que supone ya la finalización del instrumento por una cara -unifacial-

o ambas -bifacial-. Entre los principales instrumentos líticos percutidos, clasificados según

su forma y forma, podemos encontrar raspadores, raederas, punzones, puntas de proyectil,

puntas de flecha, etc. Por su parte, la tecnología pulida requiere de un núcleo y una

superficie de abrasión –otra roca-, de lo que pueden obtener artefactos de diversas formas

como cuencos, afiladores, alisadores, piedras de moler -metates-, manos de moler,

majaderos o mazos de pilar, morteros, hachas, etc. Es necesario aclarar que, en la

arqueología venezolana, así como convencionalmente las series definen culturas mediante

clases de cerámicas en el tiempo y en el espacio, sus equivalentes para la lítica o períodos

precerámicos son los complejos, como el complejo Michelena en Valencia.

¿Y por qué tanta habladera de las gubias de concha?

Otra tecnología muy importante en el registro arqueológico y que define el modo de

producción y de vida de ciertas culturas desde los cambios del Holoceno reciente en
114

Venezuela es la del trabajo sobre concha o hueso. Estos artefactos, ya sea por percusión o

pulido, se obtenían a partir del trabajo sobre bivalvos -conchas-, gasterópodos -caracoles- y

osamentas animales o humanas y caracterizaron a grupos de cazadores, pescadores,

recolectores marinos y otros productores especializados en nichos ecológicos específicos y

diferenciados desde al menos 8.000 años antes del presente, especialmente en las zonas

costeras como estuarios, manglares, playas, islotes, mar adentro, etc. Una de las principales

consecuencias para el desarrollo histórico americano, que está directamente asociada a

Venezuela, es la posibilidad de expansión de estos grupos costeros hacia el Mar Caribe

mediante la ocupación progresiva del arco antillano gracias al dominio de la técnica de la

navegación. Y es aquí precisamente donde la gubia juega un papel central. En la serie

manicuaroide, se encontraron una gran variedad de instrumentos de hueso y concha como

cuentas de collar, anzuelos, agujas, punzones, etc. en grandes concheros -inmensas

acumulaciones cónicas de conchas en playas producto de su consumo y uso-, que

evidenciaban el conocimiento de la cestería y el tejido, cruciales para la pesca de alta mar

con redes. La gubia, instrumento acanalado triangular realizado con el ápice de la concha

de botuto (Strombus gigas) con un filo cóncavo en su extremo más amplio que sirve para

extraer la madera del centro de un tronco a manera de cuchara filosa, demuestra la

elaboración de embarcaciones monóxilas -curiaras-, las cuales sirvieron para la

colonización del Caribe desde la costa venezolana por grupos agroalfareros.

¿Por qué compramos casabe en Cúpira?

Como hemos enfatizado, la diversidad ambiental del territorio que actualmente forma

Venezuela propició una consecuente diversidad cultural que, a partir de la sedentarización

de los grupos agroalfareros desde alrededor de 1.000 años antes de Cristo, se polarizó en

dos modos de vida que caracterizaron a bloques geohistóricos. Como lo describe la teoría
115

de la dicotomía cultural venezolana, el occidente venezolano, caracterizado por la cordillera

andina; los piedemontes larenses, falconianos, zulianos y cojedeños; la cuenca del Lago de

Maracaibo y los llanos altos barinenses y apureños, favoreció la agricultura del maíz -

semicultura-, mientras que las condiciones de tierras bajas neotropicales que caracterizaban

los bosques y llanos orientales venezolanos fueron más apropiadas para el cultivo de la

yuca -vegecultura-. Así, desde hace al menos tres mil años, la mayor parte de la producción

de productos del procesamiento de la yuca como el casabe se concentró en la región

oriental venezolana mientras que hacia el occidente se generaban mayormente derivados

del procesamiento del maíz similares a las actuales arepas y cachapas. Sin embargo,

también sabemos que la supuestamente marcada dicotomía cultural venezolana ya se

encontraba en un proceso de fusión o disolución hacia 1000 años después de Cristo, lo que

significó que muchas culturas especialmente en la zona central de país, a la llegada de los

europeos, combinaban ambos tipos de producciones. Por lo tanto, incluso en la actualidad,

a pesar de que tanto la arepa como el casabe constituyen parte de la dieta diaria del

venezolano, es posible reconocer que mientras la primera posee mayor popularidad y

variedad en el occidente, mientras más nos dirigimos hacia el oriente del país, la segunda se

hace imprescindible. Sin notarlo, somos aún, en cada desayuno o cena, herederos de las

tradiciones culturales y los modos de vida que caracterizaron a nuestras sociedades

prehispánicas. Compramos nuestro casabe en Cúpira y las arepas peladas en Carora ¿no?

¿Es El Ávila una pirámide maya?

La mayoría de las sociedades con organizaciones sociopolíticas complejas en Suramérica

después de 100 años d.C., según su desarrollo histórico y tecnológico regional particular,

produjeron construcciones artificiales de tierra o piedra, dependiendo de la disponibilidad

de materiales constructivos como la arena y el barro en los desiertos costeros, sábanas y


116

llanos o pantanos y deltas selváticos, o la piedra en las pendientes de las geológicamente

jóvenes cordilleras andinas y otras zonas montañosas, que servían de sitios de habitación -

montículos, terraplenes o recintos en desfavorables zonas inundables o inclinadas-,

estructuras agrícolas -terrazas, campos drenados, camellones, embalses, represas, acequias,

canales-, vías de comunicación -calzadas elevadas, caminos, escaleras-, técnicas de defensa

o ataque -fortines, torres, empalizadas- y de recintos de concentración sociopolítica o

ceremonial-religioso -plazas elevadas, templos, cámaras funerarias, mausoleos, pirámides-.

Sin embargo, en las tierras bajas tropicales de Suramérica, a las que gran parte del territorio

venezolano pertenece, carecían de suficientes rocas o canteras como materia prima para la

construcción, por lo que gran parte de nuestra humanización y transformación del paisaje,

así como arquitectura, fue realizada con tierra -como lo son nuestras tradicionales o

actuales casas de topias y bahareque- las cuales, lamentablemente, bajo las condiciones

climáticas que imperan en una zona intertropical -altas temperaturas y humedad, fuertes

lluvias estacionales, elevados niveles de insolación, suelos muy ácidos y degradados- se

deterioran rápidamente. Por otro lado, las pirámides y otro tipo de construcciones

monumentales similares son características de sistemas sociales como el Estado, que sólo

se desarrolló en los Andes centrales y Mesoamérica -México, Guatemala, Honduras,

Belice-, por lo que es poco probable su edificación en Venezuela; sin embargo, para la zona

de los llanos altos barinenses, específicamente en el sitio Gaván, se detectó un gran

montículo de tierra en un complejo urbano con calzadas y empalizadas, posiblemente

construido por sociedades cacicales prehispánicas, con una característica cara en terraplén

que podría representar una pirámide erosionada. Finalmente, el Ávila nunca podría ser una

pirámide, no sólo por que nunca han existido construcciones humanas de tales magnitudes

sino, más importante aún, ya que está definitivamente demostrado que es una formación

geológica montañosa natural. Así que, si alguna vez nos preguntan este sin sentido, por lo
117

general con ese dejo de vergüenza étnica de que supuestamente nunca fuimos muy

desarrollados según los parámetros europeos, sólo debemos responder que si es que

tuvimos pirámides fueron de tierra y probablemente han desaparecido, pero que, sin

embargo, nuestras culturas no requerían de dichas construcciones para organizarse y

funcionar. Ni mayas ni egipcios, somos herederos de una rica cultura indígena que dignifica

nuestro presente y, para los que habitaron y habitamos el valle de Caracas, presente en el

valor simbólico natural de nuestra montaña Guariara Repano -El Ávila-.

¿Qué significan los petroglifos?

Las manifestaciones rupestres en general, aquellas realizadas con o sobre rocas, han estado

presentes desde los propios orígenes de la cultura humana. Los petroglifos, en particular,

son grabados realizados sobre roca, ocasionalmente pintados en sus surcos por sus propios

creadores y pueden ser desde micropetroglifos en una pequeña piedra hasta inmensos

paneles de cientos de metros. Dentro de esta categoría de cultura material, también se

incluyen los geoglifos -grabados realizado sobre la tierra mediante surcos, ocasionalmente

rellenos de piedras-; amoladores -piedra con depresiones ovaladas posiblemente usadas

para afilar instrumentos líticos-; bateas -piedra rectangular o semiesférica indeterminada-;

puntos acoplados -oquedades semicirculares en rocas realizadas con puntas de conchas-;

pinturas rupestres -motivos pintados sobre rocas, generalmente en cuevas y abrigos

rocosos, con pigmentos minerales o vegetales-; menhires -piedras colocadas verticalmente,

en filas, círculos u otras formaciones-; dólmenes -piedras colocadas horizontalmente sobre

otras verticales en distintas composiciones-; piedras o cerros míticos naturales –

formaciones naturales no intervenidas identificadas con el simbolismo social local por sus

peculiares características o ubicación- y, luego, toda una inmensa cantidad de

construcciones de piedra más complejas que formarían parte de la arquitectura del pasado
118

(Sujo y De Valencia 1987). Sin embargo, cada cultura posee su propio sistema de signos,

símbolos y representaciones particulares, por lo que las posibilidades de que existan

algunos que signifiquen lo mismo en distintas épocas, lugares y pueblos son casi nulas, ya

que cada grupo atribuye sentido a sus productos e imágenes según su singular historia. Así,

aunque algunos autores han intentado encontrar significados universales en algunos

símbolos, descrifrar los motivos de las manifestaciones rupestres como si fueran un

lenguaje articulado sería erróneo ya que no representan, como los idiomas, sistemas de

comunicación convencionales interpretables y traducibles entre sí, sino dibujos y

presentaciones gráficas similares a nuestras pinturas o fotografías. Al fin, los múltiples

significados que un mismo diseño representa para distintas personas o colectivos limita aún

más la posibilidad de interpretarlo. Aunque suponemos que estas imágenes representaron

complejos y variados significados para culturas prehispánicas que las produjeron, los

arqueólogos debemos hasta el momento conformarnos con observar sus enigmáticos

sentidos desde el presente. Cualquier intento de descifrar a la ligera los petroglifos según

nuestros parámetros, sería lo mismo que suponer que un frasco sólo sirva para contener

medicinas, y nos llevaría a un irrespetuoso error intercultural.

¿Por qué antiplástico (o desengrasante) si la cerámica no es de plástico ni tiene grasa?

La cerámica representa una de las tecnologías más antiguas y difundidas en la historia de la

humanidad y, en América, representa una de las más informativas, abundantes, variadas y

mejor preservadas evidencias de la producción material de nuestras sociedades pretéritas.

La disponibilidad de fuentes de arcilla en la mayoría de los medioambientes, así como la

versatilidad y plasticidad de esta materia prima, permitió la elaboración de una innumerable

variedad de artefactos que representan un mayoritario porcentaje de los restos que los

arqueólogos americanos actualmente analizamos. El análisis cerámico se concentra en tres


119

campos de rasgos que expresan la secuencia general de la producción alfarera: los

tecnológicos, que corresponden a toda la información referente a las condiciones inherentes

de la pasta de arcilla utilizada y al proceso de manufactura de la vasija; los formales, que

comprenden las características de la silueta y modificaciones del contorno sobre la vasija o

artefacto y, al final, los decorativos, que implican todos aquellos elementos considerados

ornamentales que pueden agregarse a la vasija una vez regularizadas o tratadas sus

superficies. Entre las variables tecnológicas, especialmente en vasijas, tenemos el espesor

de las paredes, método de manufactura -enrollado, por planchas, modelado, moldeado-,

tratamiento de superficie -alisado, pulido, bruñido-, oxidación de la pasta -dependiente de

la temperatura y del tipo de ventilación durante la cocción en el horno que deja tonos

uniformes cuando es completa y diferencias cromáticas entre superficie y núcleo cuando es

incompleta-, colores de núcleo y superficies y, finalmente, el antiplástico o desengrasante.

Consiste en la inclusión de partículas -por lo general de materias minerales u orgánicas -

como arena; roca, mica y/o cuarzo molido),bolitas de arcilla, concha o hueso molido,

cenizas, cauxí (espícula de esponja de agua dulce) o caraipé (tronco de árbol)- que ofrecen

soportes o refuerzos silíceos a la estructura de la pasta de la arcilla original para disminuir

su elasticidad o evitar su plasticidad –propiedad física de ciertas materias maleables de

tender a volver a su forma original- y que se resquebraje la vasija durante su secado o

cocción. Su variedad culturalmente selectiva y diferenciada y el hecho de que representan

una intervención cultural intencional durante la preparación de la materia prima para la

manufactura de artefactos, la han convertido en un indicador central para la definición y

diferenciación de diversas tradiciones culturales a través de su alfarería.

Por su parte, las variables formales se basan en el supuesto convencional de que las formas

de vasijas convencionales como budares o aripos -superficies planas gruesas de arcilla para

la cocción de tortas de casabe o de maíz respectivamente-, boles o cuencos, ollas o botijas,


120

botellas, etc. poseen ciertas partes o secciones generales u opcionales que, a su vez pueden

clasificarse según sus rasgos morfológicos, para obtener un contorno que define de forma

total la silueta del artefacto. Estas parte son los labios -parte terminal de borde-, bordes -

segmento superior de vasija que forma su boca o abertura-, cuellos -sección superior entre

cuerpo y borde-, inflexiones -curvatura o ángulo significativo que modifica la silueta-,

panzas -parte del cuerpo generalmente cóncava-, bases -parte inferior que sirve de asiento o

apoyo, sin soporte directas planas, cóncavas o convexas, o con soportes como pedestal,

anillo, pata, anillo y pata, etc.-, apéndices -elementos plásticos añadidos-, asas -accesorio

para agarrar la vasija-. Finalmente, las variables decorativas presentan diversas técnicas con

motivos y/o combinaciones ilimitados determinados cultural e históricamente. Las técnicas

decorativas pueden distinguirse en dos grandes grupos, plásticas y pintadas, siendo las

primeras aquellas que alteran las superficies de la vasija, es decir, que actúan directamente

sobre la pasta ya sea modificando, añadiendo, eliminando o removiendo parte de la misma -

incisión, punteado, impresión, corrugado, aplicado, modelado-, mientras que las pintadas

consisten en aplicar de manera total o parcial algún pigmento o material coloreado a

cualquier superficie sin alterar la estructura. Su cobertura, cuando es total y no figurativo

puede definirse como engobe, capa de arcilla muy diluida y refinada que puede presentar en

su composición algún pigmento, aplicada total o parcialmente sobre la superficie.

Adicionalmente, la decoración se clasifica en su estructura por sus partes comenzando por

los modos, que indican sus unidades discretas indivisibles sin perder sentido -por ejemplo,

una línea incisa horizontal-, un motivo, figura representada por la combinación de modos y

técnicas -por ejemplo, una tira aplicada punteada-, área decorada -zona y disposición de

motivos- y el patrón decorativo -resultado estético final de las decisiones decorativas-. Las

diversas denominaciones que los arqueólogos utilizamos para definir los rasgos formales y

decorativos cerámicos son convenciones, con frecuencia difíciles de entender fuera del
121

lenguaje técnico, como lobulaciones -prolongaciones de los bordes-, mamelones -bolitas de

arcilla pegadas sobre la superficie de la vasija-, rodetes -tiras arcilla sin alisar-, etc.

¿Qué es un tiesto (y qué nos dice)?

Los arqueólogos necesitan clasificar los diversos materiales hallados en las investigaciones

de campo con el fin de poder realizar análisis sistemáticos que permitan interpretar las

sociedades del pasado a partir de su producción material. En general, la primera

clasificación básica que se realiza tiene como criterio la materia prima. Para el período

previo a la invasión europea, al menos en el caso de los contextos culturales, la mayoría del

registro arqueológico preservado consiste en cerámica, seguido por la lítica, la concha y, en

casos de buenas preservación, huesos, ya sean de animales -zooarqueológicos- o de

animales. Con la excepción de escasos contextos con alta preservación, lamentablemente, el

resto de los artefactos elaborados con materias primas orgánicas perescibles se pierden. La

cerámica incluye todos aquellos objetos realizados con una pasta de arcilla moldeable, con

una composición de aluminio-silicatos, que al ser tratadas con inclusiones o antiplásticos y

expuestas a altas temperaturas, producen artefactos de alta dureza y resistencia. En el caso

específico de la cerámica o alfarería indígena, de posible origen prehispánico pero en

algunos casos con continuidad hacia el período europeo, está manufacturada con arcillas

ferrosas locales, confeccionada por el método de rodete y que muestra indicios de haber

sido cocida en hornos domésticos -manchas de cocción en superficie-. Igualmente, su pasta

de arcilla evidencia la utilización de algún tipo de inclusión o aditivo para controlar su

plasticidad, denominado antiplástico. Sus formas y técnicas y motivos decorativos

muestran igualmente una filiación con los patrones alfareros de las culturas indígenas

locales o regionales. Para períodos posteriores al contacto con la cultura europea,

encontramos otras categorías cerámicas que confluyen en las tradiciones culturales


122

nacionales. En primer lugar, la loza criolla se caracteriza por la elaboración de la vasija con

torno, la presencia de pinturas blancas y engobes muy rojos y pulidos en superficie y la

escasa utilización de antiplástico en la confección de la pasta. Igualmente, sus formas y

elementos decorativos refieren a tradiciones desarrolladas en el continente europeo. La loza

europea comprende así una inmensa variedad de tecnologías y materias primas traídas al

continente americano por la inmigración europea desde períodos muy tempranos del siglo

XVI. Por su parte, la arcilla vidriada representa una variante cerámica temprana europea en

América, que se combinó en ocasiones con alfarerías locales. Se caracterizan por el uso de

arcillas crudas rojas sobre las cuales se aplica un cubrimiento vítreo transparente incoloro o

traslúcido en una o ambas superficies, mientras que la porcelanizada o esmaltada, al igual

que las anteriores, presentan pastas de arcilla cruda roja sobre las que se aplicó un esmalte

no traslúcido -frecuentemente blanco o verde- para su recubrimiento e impermeabilización.

Las oliveras representan una tipología especial dentro de las arcillas vidriadas o esmaltadas,

ya que caracterizan una gran cantidad de sitios de los siglos XVI al XVII en el continente

americano y comprenden una amplia variedad de formas conocidas como botijas, botijuelas

o tinajas con silueta de ánfora y cuello restringido que se utilizaban como recipientes para

líquidos -aceite, agua, vino, etc.-. Poseen un vidriado de plomo típicamente verdoso, que

varía de esmeralda, oliva a marrón turbio en una o ambas superficies. Su pasta es elaborada

con arcillas rojas y/o cremas en cuyas superficies se observan líneas del torneado -en

especial en la superficie interna-. Una gran parte del material arqueológico colonial lo

representa la mayólica, caracterizada por presentar una pasta suave, compuesta de arcillas

volcánicas con arena y otros materiales inertes, que se recubre con un esmalte semiopaco

metálico. Sus pastas pueden ser rosadas pálidas o amarillentas, mientras que sus esmaltes,

gruesos y resquebrajadizos, tienden a tener una base blanco crema o plomo sobre la que se

pintan diseños azules, verdes, amarillos o marrones con pigmentos logrados a partir de
123

combinaciones de óxidos minerales. Esta tecnología fue llevada por los moros a España

durante la ocupación árabe, lo que la hace característica de los primeros siglos del período

colonial -XV al XVII-. Posteriormente, es difundida y adoptada por otras tradiciones

alfareras europeas como la italiana -Faenza- u holandesa -Delft-. Sus tipologías formales y

decorativas son representativas del período temprano de la ocupación europea de América.

El gres, tecnología denominada también Stoneware o Gres Seco, se presenta en América

desde el siglo XVI, aunque es originaria de Flandes. Sin embargo, es más popular desde

finales del siglo XVIII hasta principios del XX, asociada con botellas de cerveza y otros

licores de origen inglés y holandés, característicamente tubulares, con base plana y cuellos

restringido. Sus fragmentos muestran trazos de torneado interno, predominio de superficies

internas sin vidriar y un vidriado semibrillante general en las superficies externas en colores

crema, perla, beige, rosado amarillento, castaño claro, salmón, naranja claro, terracota,

marrón tabaco, etc. Ocasionalmente se observan impresiones de letras y sellos de marcas de

licores en sus superficies. Típicas de la etapa colonial terminal y del período republicano,

las semiporcelanas introducidas en América durante el siglo XVIII, se caracterizan por la

utilización de una pasta blanca o blanco crema formada por arcillas de caolín, cuarzo, sílice

y feldespato de calcio, con un esmalte brillante, compacto y transparente en su superficie

elaborado con estaño y plomo. Sobre sus superficies, esmaltadas generalmente en blanco,

se aplican diseños con otros esmaltes de múltiples colores -azul, verde, rojo, amarillo,

marrón, gris, etc.- mediante diversas técnicas decorativas -cronológicamente diferenciadas

a lo largo de la historia del uso de la porcelana- como son la pintura a mano, el difuminado,

la impresión con plantilla o esponjilla, la impresión por transferencia o la aplicación de

calcomanías. Esta tecnología intentó copiar en Europa la producción de porcelanas

orientales que desde el siglo V se venían confeccionando en China con arcillas caoliníticas,

pero no alcanzó la calidad oriental, por su pasta más opaca crema, friable y claramente
124

diferenciada del esmalte. La porcelana, de pasta caolinítica pura y esmaltes más brillantes

se importaban desde China y Japón. Luego, ya a mediados del siglo XIX, Europa aprendió

las tecnologías orientales y comenzó a producir verdadera porcelana de la misma calidad de

que la que importaban. Ésta se caracteriza por una pasta absolutamente blanca, compacta y

uniforme que difícilmente se diferencia de las coberturas de esmaltes internas y externas,

las cuales son más delgadas y brillantes que las de las semiporcelanas. Además, para este

período, son comunes los artefactos de vidrio -botellas, vidrios planos, opalina, espejos,

mostacillas, etc.-, metal -clavos, monedas, cadenas, balas, cerrojos, llaves, alambres, tapas,

chapas, fragmentos de calderos, cintas de barriles, goznes, botones, instrumentos agrícolas

(machetes, azadones y jalones), etc.-, y materiales de construcción de edificaciones o

estructuras -ladrillos, adoquines, baldosas, tejas, argamasa, bahareque, etc.-.

Sin nuestra papa, Europa no sería la misma

Uno de los factores más importantes, pero que con frecuencia ignoramos, de la

colonización europea fue la compleja red de intercambio de productos e ideas que formó

una nueva geografía política del mundo y que, para algunos, sentó las bases del surgimiento

del pensamiento moderno tanto en el centro imperial europeo como en cada uno de los

territorios colonizados en América, África y Asia. Por ejemplo, los principales productos

agrícolas que definieron los distintos tipos de modos de producción en América -por un

lado, los producidos por semillas como el maíz, el ají, el frijol en todas sus variantes, el

maní, la calabaza y otras variedades de auyamas y calabacines, el aguacate, el tomate y el

cacao, y por el otro, los que se reproducen a partir de rizomas o tubérculos como la yuca y

la papa-, marcaron la historia de la humanidad y del occidente moderno en distintos

momentos de su historia. De hecho, sería imposible pensar la gastronomía europea sin una

salsa para pastas a base de tomates o un guiso con papas, o la africana sin la yuca, los que
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además, en períodos críticos de su historia como la Segunda Guerra Mundial, fueron el

sustento único que permitió la supervivencia de algunos países de Europa del Este. De la

misma manera, algunas frutas como la piña, la lechosa y la guanábana, formaban parte de la

dieta de los grupos originarios americanos. En dirección inversa, América recibió una serie

de productos que se convirtieron en centrales tanto para sus gastronomías locales como,

más importante aún, para consolidar las economías coloniales y generar sistemas de

relaciones sociales y alianzas de poder a partir de sus ingenios de producción como son el

trigo, la caña de azúcar, el cacao, el café, y otros productos que provinieron directamente de

Europa u otros, que siendo originarios de otras regiones colonizadas por Europa, entraban a

América a través de la extensa red de intercambios indirectos en el sistema global. Una

buena parte de los frutos que se producen localmente y se consumen a diario como parte de

nuestra dieta popular llegaron a América desde otras colonias con ecosistemas tropicales

similares a los nuestros -África del norte o central o el suroeste asiático- como el mango, el

cambur, el plátano, el tamarindo, la parchita, la naranja, la mandarina, el limón, el níspero,

el higo, el durazno, la manzana, la pera, las uvas, las moras, etc. Al igual, gran parte de

alimentos que aún hoy forman parte de nuestros platos más típicos son importados de

Europa como, por ejemplo, las aceitunas, almendras, alcaparras, pasas, ciruelas pasas y,

como bienes, definieron las rutas comerciales transoceánicas más tempranas modernas

europeas. De hecho, la hallaca, según Rafael Cartay (1998), no sólo representa una versión

local del tamal mexicano que heredamos debido a la constante relación de nuestros puertos

con el de Veracruz (México), sino que sus ingredientes expresan la interacción entre

productos locales y globales en una sola compleja preparación. Así que cada hallaca comida

en Navidad nos recuerda y ubica dentro de la historia geopolítica latinoamericana, al igual

que a los europeos el tomate de sus pizzas o las papas en sus estofados.
126

¿Eran los Caribes caníbales?

Cada cultura posee su propia lógica cultural que, aunque única y relativa a sus condiciones

y procesos histórico-culturales particulares, pueden ser traducidas de manera más o menos

congruente a otro contexto cultural por medio del reconocimiento de las semejanzas y

diferencias entre actividades y discursos culturales equivalentes, lo que los antropólogos

llamamos analogía etnográfica -de hecho, el único procedimiento que nos permite

interpretar las sociedades del pasado ya que no contamos en el presente con informantes

directos-. Sin embargo, con frecuencia, la prepotencia cultural de los países colonizadores

les impide -y tampoco les conviene- entender a las otras culturas bajo sus propios

parámetros. Un ejemplo clásico de esta actitud xenofóbica, que usualmente apoyó acciones

etnocidas y/o genocidas, es la recurrente acusación de que los caribes eran caníbales. En

primer lugar, el imaginario medieval europeo ya contemplaba, debido a su ignorancia y

rechazo intercultural, la figura de devoradores de hombres que podían atentar contra ellos,

lo que hizo fácil que fuesen supuestamente hallados en territorios ultramarinos, así como

otros monstruos y seres imaginarios propios de su tradición oral. Igualmente, el primer

contacto de los europeos con americanos fue en las Grandes Antillas con grupos taínos, del

tronco lingüístico arawako, quienes se hallaban para el momento en constante fricción y

enfrentamiento bélico con los caribes que empezaban a colonizar las Antillas; por lo tanto,

según su conveniencia, los taínos les narraron las más atroces historias sobre los caribes,

entre ellas que se comían gente, para lograr alianzas e impedir que entraran en contacto con

ellos. Sin embargo, sería también erróneo ignorar que en algunas culturas de América para

el momento de la conquista se practicaban ciertos tipos de antropofagia -es decir, ingesta de

órganos o partes del cuerpo humano por otros hombres-, usualmente con intenciones

rituales. Por ejemplo, algunos grupos caribes, luego de la muerte de sus antepasados,

cremaban sus cuerpos hasta el punto de incineración, para luego mezclar sus cenizas con
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pastas de alimentos y consumirlos en un ritual que simbolizaba la continuidad de su alma

dentro de la comunidad. Otros, luego de enfrentamientos bélicos y cacerías de prisioneros,

consumían partes u órganos específicos de los líderes de los enemigos, como una forma de

representar la victoria y a la vez incorporar y apropiarse de sus capacidades y de su alma.

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