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DERECHOS HUMANOS.

Un Ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad.

José Martínez de Pisón


A Elena

II
DERECHOS HUMANOS.
Un Ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad.

Una precisión y otras aclaraciones.


1.- Plan del libro.
2.- Sobre el concepto de derechos humanos.
3.- Derechos humanos, derechos del hombre y derechos fundamentales.

1.- El tiempo de los derechos.


1.1.- La eclosión de los derechos humanos hoy.
1.2.- Derechos humanos, Estado de Derecho y legitimidad democrática.
1.2.1.- Derechos humanos y Estado de Derecho.
1.2.2.- Derechos humanos y el problema de la legitimidad.
1.3.- Los derechos en un mundo globalizado..
1.4.- Controversias sobre los derechos humanos.
1.5.- Los derechos humanos, ¿una nueva ética social para el siglo XXI?

2.- Origen histórico y primeras formulaciones de los derechos humanos.


2.1.- Origen de los derechos humanos.
2.1.1.- Los derechos en la escuela de Derecho natural racionalista: H. Grocio
y S. Pufendorf.
2.1.2.- La teoría de los derechos naturales de J. Locke.
2.1.3.- J. J. Rousseau: desigualdad, contrato social y voluntad general.
2.1.4.- I. Kant y los derechos naturales.
2.2.- Las Declaraciones de derechos y libertades.
2.2.1.- La experiencia histórica de la positivación de los derechos.
2.2.2.- La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789:
2.2.2.1.- Los hechos de la Declaración y su repercusión posterior.
2.2.2.2.- Los derechos naturales según la Declaración de 1789.
2.3.-La negación de los derechos.
2.3.1.- De Hume a Bentham.
2.3.2.- Hegel y Marx.
III
3.- Sobre el fundamento de los derechos humanos.
3.1.- Sobre la fundamentación de los derechos.
3.1.1.- Cuestiones previas.
3.1.2.- El viejo debate entre iusnaturalismo y positivismo.
3.2.- Fundamentación liberal de los derechos.
3.2.1.- La complejidad de la teoría liberal.
3.2.2.- La postura neoliberal o libertaria y los derechos humanos: F. Hayek y
R. Nozick.
3.2.3.- Igualitarismo y derechos humanos: J. Rawls y R. Dworkin.
3.2.4.- La sesgada fundamentación liberal de los derechos. Los derechos
sociales.
3.3.- Fundamentación consensual de los derechos.
3.4.- La raíz moral de los derechos.
3.4.1.- El constructivismo de C. S. Nino.
3.4.2.- La fundamentación ética de los derechos.
3.4.3.- La renovación iusnaturalista de J. Finnis.
3.5.-Teoría de las necesidades y derechos humanos.
3.6.- Elementos para un debate sobre la fundamentación de los derechos.

4.- Las generaciones de derechos.


4.1.- Sobre las clasificaciones de los derechos.
4.2.- Las generaciones de los derechos.
4.3.- Derechos civiles y políticos o derechos de la primera generación.
4.3.1.- Los derechos civiles y políticos y el estado liberal garantista.
4.3.2.- Rasgos de los derechos civiles y políticos.
4.4.- Derechos económicos, sociales y culturales o derechos de la segunda
generación.
4.4.1.- Realidad y transformación del Estado liberal: el Estado social.
4.4.2.- Rasgos de los derechos sociales.
4.4.3.- El problema de la fundamentación de los derechos sociales:
4.4.3.1.- Neoliberalismo y Estado social.
4.4.3.2.- La crítica neoliberal a los derechos sociales.

IV
4.4.3.3.- Un intento de fundamentación de los derechos sociales como
derechos del hombre: las necesidades sociales.

4.5.- Los derechos de la tercera generación:


4.5.1.- Los derechos de la tercera generación: las nuevas realidades y los
derechos.
4.5.2.- Perfiles y problemas de justificación de los derechos de la tercera
generación.
4.5.3.- Algunos derechos de la tercera generación.

5.- Retórica y realidad: universalización y realización de los derechos


5.1.- Internacionalización de los derechos humanos: la Declaración Universal de
los Derechos Humanos.
5.1.1.- El origen de la Declaración Universal de 1948.
5.1.2.- El contenido de la Declaración Universal de 1948.
5.1.3.- De la internacionalización a la regionalización de los derechos.
5.2.- Promoción de los derechos humanos.
5.2.1.- Protección y garantía de los derechos.
5.2.2.- La realización de los derechos.
5.3.- Violaciones de los derechos.

Los derechos humanos en el umbral del siglo XXI.


1.- Nuevas tendencias, nuevos retos.
2.- Hacia una reconceptualización de los derechos

Bibliografía citada.

V
Una precisión y otras aclaraciones.

1.- Plan del libro.

Este libro versa sobre una materia acerca de la cual el que subscribe siempre mantuvo
una actitud algo escéptica: los derechos humanos o derechos del hombre. El paso del tiempo y
un cercano estudio de algunas cuestiones de la Filosofía política me hicieron, paulatinamente,
cambiar de opinión. Especialmente, a partir del convencimiento del papel de los derechos del
hombre en la historia de la humanidad y, sobre todo, tras calibrar su potencial transformador
de la realidad social, creo, todavía no agotado. Es más, a estas alturas del siglo, avistándose ya
el venidero, no es exagerado apuntar que el capital utópico de los derechos del hombre puede
cambiar todavía muchas cosas en las relaciones internacionales. El tarro de las esencias abierto
con tales derechos será difícil de cerrar y es previsible que las masas de habitantes de las
amplias zonas del planeta marginadas de la política y decisiones internacionales y del disfrute
de ciertas cotas de libertad y bienestar se resistan en el futuro a continuar en esta situación,
incluso aunque se encuentren en áreas culturales lejanas de nuestros principios occidentales.
Sobre estas cosas y alguna más tratan las páginas que vienen a continuación. Muchas de
ellas responden a ciertas manías personales unidas a las rarezas de todo profesor. Empecé su
elaboración al hilo de una asignatura de “Derechos Humanos” que he impartido en la
Universidad de La Rioja el curso 1996/97. Al final, lo que inicié con un objetivo fijo, se escapó
de mis manos cobrándo vida propia de forma que acabó por empujarme a elaborar y concluir
un texto que, en algunos puntos, se sale de lo normal. Lo empecé como una recopilación de
ideas que exponía en clase de acuerdo a un guión, pero, por la bibliografía utilizada y por los
temas tratados, creo que excede de ese designio inicial. No hay más que ver su esquema básico
para percatarse de lo que quiero decir. El capítulo primero pretende ser no sólo una
aproximación inicial al objeto del estudio, los derechos del hombre, sino que, además, en él se
esquematizan ya muchas de las ideas y temas que luego están presentes en el resto de la obra:
las declaraciones de derechos, su conexión con el Estado de Derecho y su legitimidad, el
impacto de la globalización en su realización, etc. El capítulo segundo refleja mi interés por
recrear la historia tanto del pensamiento que dió lugar a las primeras teorías sobre los derechos
-también las de sus críticos-, como de los acontecimientos que, finalmente, los materializaron,
especialmente la Revolución francesa y su Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano, ya olvidada tras la reciente conmemoración de su segundo centenario. Como no
podía ser menos para un filósofo del Derecho, el capítulo tercero sobre la fundamentación está
hecho con especial cuidado, aunque ésta sea una de las materias condenadas al fracaso. Se ha
intentado dar una visión general del complicado panorama de teorías propuestas. Seguro que
más de una se han quedado en el tintero, pero los límites de espacio son los que mandan en
ésto. El capítulo cuarto está dedicado a una exposición de las generaciones de los derechos:
desde los derechos civiles y políticos, los problemas relativos a los derechos económicos,
sociales y culturales hasta el tan traído fenómeno de la inflación de derechos que marca este
final de siglo. El capítulo quinto trata de alguna de las paradojas de los derechos: su progresiva
universalización y, por contra, su imposible realización. El conflicto, por tanto, entre la retórica
de las declaraciones y la realidad de las violaciones y de los incumplimientos. Por último,
intento adivinar qué pasará con los derechos en el presente cercano o, por lo menos, cuáles son
las tendencias que atraviesan su devenir. Esto último no sé si lo he logrado.

2.- Sobre el concepto de derechos humanos.

Pocas cuestiones hay más debatidas en los últimos tiempos que el correcto empleo del
término “derechos humanos” y, sin embargo, pocos son, a su vez, más utilizados en el habla
normal, en las conversaciones, en los foros y seminarios internacionales con un sentido más
preciso. Con toda probabilidad, cualquier ciudadano que vive en sociedades pertenecientes a la
tradición cultural occidental sabe perfectamente qué quiere decirse cuando se hace referencia a
los derechos humanos. En los foros internacionales, sucede otro tanto cuando se utiliza dicho
término o su homónimo inglés, human rights, sin que se suscite un debate sobre su uso o el de
otro término -por supuesto, otra cosa bien distinta sucederá sobre su contenido o contenidos, o
sobre sus prácticas-. Pues bien, contrasta este aparente consenso sobre el término “derechos
humanos” con las discusiones surgidas entre sus estudiosos y teóricos. No hay más que echar
un vistazo a las revistas especializadas publicadas desde hace unas décadas y también en la
literatura sobre el tema para constatar el total desacuerdo sobre esta cuestión, si bien, todo hay
que decir, parece que después de arduos debates parece haberse alcanzado un concenso sobre
el uso de dicho término.
Sin embargo, el uso generalizado de la expresión “derechos humanos” no es una garantía
de la precisión de su significado1. Son varias la razones que suelen aducirse para ilustrar la
ambigüedad de dicho término. Por un lado, razones de tipo histórico que hacen alusión al
momento histórico -el siglo XVII y XVIII- y a las circunstancias concretas -resistencia al

1
De hecho, el término “derechos humanos” es relativamente nuevo. Como ha dicho Burns Weston: “The
expression ‘human rigths’ is relatively new, having come into everyday parlance only since World War II and
the founding of the United Nations in 1945. It replaces the phrase ‘natural rights’, which fell into disfavour in
part because the concept of natural law (to which it was intimately linked) had become a matter fo great
controversy” (Weston en Steiner y Alston 1996, 167).
poder absoluto- que explican el surgimiento de una teoría sobre los derechos, así como el
desarrollo de la lucha por su implantación, pues ésta supuso cuanto menos innovaciones
importantes y transformaciones en su significado. También se hace referencia a la pluralidad de
expresiones que tienen relación con los derechos humanos y que se usan indistintamente en la
praxis lingüística (Peces-Barba 1991, 20). Entre otras, expresiones como “derechos del
hombre”, “derechos naturales”, “derechos subjetivos”, “derechos morales”, “derechos
fundamentales”, “libertades públicas”. Todos estos términos tienen su origen en los primeros
momentos de las formulaciones filosóficas y en la práctica política del inicio de la modernidad
y están impregnados de los presupuestos individualistas que en ella imperan. Tienen, por tanto,
un mismo denominador común de referencia. Pero, la confusión aumenta todavía más si se
tiene en cuenta cómo suelen también agruparse los derechos. En efecto, se habla también de
derechos civiles, derechos políticos, derechos económicos, sociales y culturales, o sólo
derechos sociales. También derechos de libertad, derechos de participación, derechos
prestacionales, derechos colectivos, y un largo etcétera.
Además, como bien ha señalado el citado autor, el meollo del problema semántico
consiste realmente en que con la expresión “derechos humanos” se quieren significar dos cosas
radicalmente irreconciliables y esta confusión entre ambos aspectos se encuentra tanto en el
habla normal, en lo que entienden los hombres cuando la utilizan habitualmente, como en la
discusiones más especializadas (Peces-Barba 1991, 20-21). Y estos dos aspectos son, por un
lado, la pretensión moral que subyace en el término de lograr que las personas tengan una vida
libre y digna, y, por otro lado, el requerimiento jurídico de que tales pretensiones sean
garantizadas y aplicadas. Es decir, se hace alusión a la doble cara de los derechos humanos, a
su aspecto moral y a su aspecto jurídico. Confunde aún más el uso del término “derecho”, que
claramente alude a la específica normatividad jurídica, como ha estudiado la teoría del
Derecho, referido a cuestiones morales. Y ello ocasiona más de un quebradero de cabeza pues
“podemos estar refiriéndonos a una pretensión moral, o a un derecho subjetivo protegido por
una norma jurídica; pero, en el primer caso, a la pretensión moral se la reviste de los signos de
lo jurídico al llamarla ‘derecho” (Ibídem).
Esta cuestión conceptual pudiera parecer meramente académica. Y así es en parte, pues
sus actores principales son profesores de Universidad que discuten sus diferentes puntos de
vista, quedando al margen su uso ordinario en el habla normal y en los foros internacionales.
Ahora bien, este hecho no quiere decir que la precisión semántica de dicho concepto sea
baladí. En efecto, tras dicha discusión, hay problemas de más calado que tienen que ver con el
enfoque con el que se analizan los derechos, pues, como ha afirmado López Calera, el debate
terminológico no es tanto un debate conceptual como ideológico2. Y es que, según el enfoque,
se tenderá a postular una visión más moralizante de los derechos humanos o, por el contrario,
por un punto de vista más jurídico que considera la protección y amparo que el Derecho
confiere a las exigencias que subyacen a los derechos el hombre. Por otra parte, la polémica ha
arreciado aún más a causa de la importación, vía C. S. Nino, en la literatura española de la
terminología anglosajona de los derechos humanos como “derechos morales” aumentando así
la confusión entre los dos aspectos a los que hacía referencia antes
El hecho que no sea superficial la polémica sobre “derechos humanos” o “derechos
morales” lo muestra la interesante precisión de J. de Lucas, quien, al estudiar algunos
equívocos sobre los derechos humanos, apunta que la diferencia entre quienes defienden la
postura de los derechos morales y el resto de la literatura científica es una diferencia de gran
calado. Pues, los primeros, al tratar el problema del concepto y del fundamento de los derechos
humanos, mantienen una solución monista al no distinguir entre ambos y al optar por una
misma respuesta a dicho problema. Es decir, que a la pregunta “¿qué significa tener derecho a
X?” responden con la noción de “derechos morales” y “casi nunca ofrecen una respuesta en el
plano conceptual, sino que las más de las veces formulan propuestas que deberían situarse en el
de la justificación, es decir, proporcionan una tesis fundamentadora de los derechos, y no un
concepto de derechos en cuanto tal”. Por el contrario, quienes defienden la postura de
distinguir uno u otro concepto mantienen una teoría dualista preocupada por dar razones tanto
a favor del concepto elegido para denotar a los derechos humanos como también se plantean,
en otro plano, el objetivo de fundamentarlos a pesar de todo. Precisamente, esta polaridad
entre monistas y dualistas hace que la polémica no sea una mera disputa académica, sino que la
misma tenga más enjundia y que haya que resolverla antes de continuar la exposición de otros
problemas (J. de Lucas 1992c, 13 y 17)3.

2.1.2.- Derechos humanos, derechos del hombre, derechos fundamentales.

Por lo tanto, diversos son los términos utilizados para referirse a los derechos humanos y
diversas han sido las propuestas elaboradas para justificar su significado4. No obstante, puede
decirse que, en la actualidad, existe un consenso bastante generalizado que da primacía a los

2
López Calera señala la perplejidad que le asalta el que “a estas alturas de la historia sigue el debate
terminológico, que al final es también conceptual e ideológico. El mismo término ‘derechos humanos’ sigue
siendo discutido”. Con una consecuencia: “cada cual tuiliza según su interés ideológico o teorético un término
para expresar contenidos éticos y políticos muy diversos y a veces contradictorios”. Y se interroga: “¿Qué clase
de realidad es ésta que se escapa a una simple determinación terminológica?” (López Calera 1990, p. 72).
3
Para una explicación más detallada de los problemas de fundamentación relacionados con la cuestión
terminológica puede verse el capítulo 3.4. Vid. también Barranco (1996).
términos “derechos humanos” o “derechos del hombre” cuando se hace referencia a aquellos
derechos que han sido positivados en las declaraciones y convenciones internacionales, pero
que no han sido recogidos, positivados o garantizados por el ordenamiento jurídico de un
Estado. Para aquellos derechos que aparecen en las Constituciones de cualquier Estado y que,
por tanto, se encuentran apoyados por toda la fuerza jurídica de su ordenamiento se utiliza el
término “derechos fundamentales” (Pérez Luño 1988, 44). Dentro del concepto de derechos
humanos o derechos del hombre se reunirían todo el catálogo de derechos recogidos en las
declaraciones, pactos y convenciones internacionales en la medida que representan exigencias
morales que se han ido destilando con el paso de los siglos y que reflejan ciertas necesidades de
los hombres que hay que cubrir para que lleven una vida digna. Al estar especificados en textos
internacionales que comprometen a los Estados, carecerían de las vaguedades e indefiniciones
que puede caracterizar a un principio moral. Los textos internacionales son el soporte material
de esos derechos y, por tanto, un referente bien explicitado de lo que debe entenderse por cada
uno. De hecho, en verdad, no son sino la concreción de esos principios, sólo que gozarían del
apoyo de los instrumentos políticos y jurídicos del derecho internacional. Además, serían el
resultado del esfuerzo realizado por las naciones para alcanzar un consenso sobre ellos y un
compromiso de que deben regir sus relaciones. Por ello, dichos derechos, como afirma Pérez
Luño, cumplen una labor descriptiva de los derechos y libertades en la medida que los definen
en textos concretos y, además, tienen un claro significado moral al no ser sino la derivación de
valores y principios de carácter moral.
También es cierto que estos derechos no serían, en sentido estricto, derechos tal y como
nos ha enseñado la mentalidad positivista, es decir, que no encajarían en el concepto
normativista de derecho al no estar apoyados explícitamente por un ordenamiento jurídico. Por
eso, no son estrictamente derechos que un individuo puede ejercer y, en su caso, recabar la
protección estatal. Hay quien, en este sentido, los recluye en el conjunto de categorías morales
porque no pasan de ser criterios o pautas morales “junto con otros criterios de carácter moral y
de otro carácter”. “No son realmente derechos, aunque así se llamen, pues como no forman
parte aún del orden jurídico positivo, nadie puede hacerlos valer procesalmente como
verdaderos derechos subjetivos de carácter positivo. A pesar de no ser derechos se siguen
llamando así, ‘derechos humanos’, por la fuerza de la costumbre” (Robles 1992, 19). Este
enfoque que reconduce los derechos al ámbito de la moral, no obstante, no parece muy
convincente pues los derechos recogidos en declaraciones, pactos y convenios internacionales
traspasan el mundo moral, aunque su fundamentación pueda encontrarse en ese tipo de
argumentos. Su reducción sólo a la moral implicaría olvidar su vitalidad en las relaciones

4
Sobre la variedad de términos referidos a los derechos humanos y su inadecuación semántica puede verse
internacionales donde operan de una forma muy superior a los principios y códigos morales.
Por el mero hecho de que se encuentran recogidos en esos textos, por lo menos, surgen con la
intención de tener unas mayores opciones de realización en la vida ordinaria de las personas del
planeta.
Los derechos fundamentales, frente al concepto de derechos humanos o derechos del
hombre, son aquéllos que ciertamente están recogidos por un ordenamiento jurídico. Son
aquéllos derechos que aparecen reflejados en los capítulos correspondientes de las
Constituciones y que, por tanto, son garantizados por los mecanismos de protección del
derecho de un país y “suelen gozar de una tutela reforzada” (Pérez Luño 1988, 46). Por ello,
están “delimitados espacial y temporalmente” pues su concreción está garantizada sólo para el
territorio de dicho país, así como por la vida de la Constitución y del ordenamiento jurídico.
Son derechos fundamentales porque fundamentan la organización y la estructura de la sociedad
en donde tienen vigencia. Por lo anterior, son también derechos relativos y contingentes. Pues,
qué derechos deben formar parte de la lista de derechos fundamentales depende de la voluntad
de los constituyentes que elaboran en su día la Constitución de cada nación. Es, por eso, que
suelen variar de una Constitución a otra, aunque las diferencias no siempre sean muy notables.
Por lo demás, una vez positivados en la norma suprema del ordenamiento jurídico no son
sometidos a cambios espectaculares, sino que son reconocidos y protegidos con la intención de
perdurar en el tiempo. Por lo menos, hasta que se promueva una reforma de la Constitución
vigente.
En resumidas cuentas, el término “derechos humanos” o “derechos del hombre” se
utilizaría para hacer referencia al conjunto de derechos reconocidos en las declaraciones y
textos internacionales, mientras que el de “derechos fundamentales” serviría para denotar a los
derechos protegidos por el derecho interno de cada país. Aunque ésta sea una convención
aceptada por la inmensa mayoría de los teóricos y estudiosos, no obstante, ello no debe
hacernos olvidar las diferencias entre unos y otros y, sobre todo, las carencias en su aplicación.
Primero de todo, porque plantea serios problemas cuando nos enfrentamos al surgimiento de
nuevos derechos: éstos sólo serían derechos humanos si son reconocidos en una convención o
un texto internacional, si son positivados, en suma, al margen de las necesidades personales o
de las nuevas realidades de la humanidad entendida como conjunto de los seres humanos del
planeta y al margen de las razones que los sustenten. Asimismo, su efectiva protección y
aplicación depende, a la postre, del reconocimiento del derecho interno y ello plantea serias
dificultades. Por un lado, porque no todas las constituciones recogen los mismos derechos. Es
más, se puede observar un considerable diferencia en su reconocimiento y una tendencia a

Peces-Barba (1991), cap. 1 y Barranco (1996).


postergar a los derechos sociales en favor de los derechos civiles y políticos. Pero, además,
siempre cabe preguntarse por las diferencias en la eficacia de los derechos entre un país y
otros. Todavía, en el plano internacional, no se han encontrado las vías adecuadas para lograr
una eficacia equilibrada en todos los lugares del planeta. Y los derechos se juegan mucho en
ese terreno.
En la actualidad, en nuestro país, existe una tendencia de sólido arraigo que defiende el
empleo del término derechos fundamentales para hacer referencia a todo el conjunto de
derechos. Es decir, una tendencia a ampliar su significado habitual y englobar también a los
derechos humanos. Las razones aducidas son del siguiente tenor (Peces-Barba 1991, 33): 1.-
Es un término más preciso que la expresión derechos humanos y evita sus ambigüedades. 2.-
Abarca la dimensión jurídica y moral de los derechos superando la confrontación entre
iusnaturalismo y positivismo. 3.- “Es más adecuado que los términos derechos naturales o
derechos morales que mutilan a los derechos humanos de su faceta jurídico positivo o, dicho
de otra forma, que formulan su concepto sin tener en cuenta su dimensión jurídico positiva”.
4.- Es más adecuado que el resto de términos que olvidan su dimensión moral. Se fija, sobre
todo, en la exigencia de que los derechos estén incorporados en un ordenamiento jurídico, en
que es imprescindible el reconocimiento constitucional o legislativo para la plena protección de
los derechos. Por ello, hay un antes y un después en el reconocimiento de los derechos
fundamentales: los que están incorporados al ordenamiento jurídico y los que no.
Tras estas consideraciones y a la vista de los comentarios anteriores, parece que la
elección entre los diferentes conceptos es tanto cuestión de estilo como una respuesta a su
naturaleza y estatuto. En este sentido, intuyo que la propuesta de denominarlos “derechos
fundamentales” no parece añadir una mayor precisión conceptual y, por el contrario, al
distinguir entre los derechos incorporados al ordenamiento jurídico y los que todavía no lo han
sido, plantea serias dudas sobre el significado y la realidad de estos últimos: ¿Son entes
metajurídicos, meras exigencias morales o derechos con su sentido pleno? ¿Cuál debe ser su
función tanto en el ámbito nacional como en el internacional? ¿Hay que esperar a su
positivación para que este conjunto de preocupaciones puedan convertirse en algo más que
meras exigencias, esto es, en pautas que encaucen las actividades gubernamentales y la vida en
el planeta? No obstante, los problemas conceptuales no logran ni de ésta ni de otra forma un
arreglo pacífico, pues tampoco la distinción entre “derechos humanos” y “ derechos
fundamentales” tampoco está libre de lagunas. Entre otras cosas, el primer término no supera
un mínimo de ambigüedad y vaguedad que sería deseable que no existiese. Cada vez más
parecen menos apropiados para englobar los nuevos derechos que estan surgiendo y están
siendo objeto de discusión en los foros internacionales. Por otra parte, es difícil evitar el
resabio iusnaturalista de ese término, el de derechos humanos, que, a fin de cuentas, tienen su
origen en la misma época y en las mismas inquietudes. Personalmente, tengo que reconocer mi
simpatía por un termino menos utilizado “derechos del hombre”, también con un origen similar
y con el agravante añadido de que sólo se fija en la titularidad individual de cada hombre con lo
que quedarían excluidos de su significado semántico los derechos colectivos y los nuevos
derechos e, incluso, podrían existir dificultades con la justificación de los derechos sociales.
Por eso, no se extrañe el lector si a lo largo del texto emplee indistintamente este término
como sinónimo de “derechos humanos”, ni de que, a la larga, sea en realidad el que más se use.

**********

El capítulo de agradecimientos es, como siempre, interminable. Este libro probablemente


no hubiera sido posible sin la concurrencia de dos circunstancias que me obligaron a estudiar
las cuestiones de los derechos del hombre y a plantearme la oportunidad de su elaboración. Por
un lado, la concesión de una Red Temática Docente por la Agencia Española de Cooperación
Internacional (AECI) titulada Los derechos humanos entre dos mundos: Retórica y realidad
de los derechos humanos en América Latina y Europa. Dicha Red está integrada por
profesores de tres Universidades latinoaméricanas -Buenos Aires, Nacional de Colombia y
Nacional Autónoma de México- y tres españolas -Valencia, Zaragoza y, por supuesto, La
Rioja-. A través de esta Red los diferentes profesores hemos podido viajar a los respectivos
países e impartir cursos que, creo, han sido de interés y que ha producido un prometedor
intecambio cultural. Vaya por delante mi agradecimiento a la AECI por la oportunidad
concedida. No sé si son conscientes de las enormes posibilidades abiertas de colaboración a un
coste económico realmente irrisorio. Ahora bien, todo esto no hubiera sido posible sin la
diligencia ni paciencia del prof. Manuel Calvo García de la Universidad de Zaragoza,
coordinador de toda la Red con quien me une, desde hace tiempo, una larga amistad. Mi más
sincero agradecimiento. Sin el largo y callado magisterio que el prof. Ernesto Garzón Valdés
ejerce desde hace tiempo sobre la Filosofía del Derecho española tampoco hubieran sido
posible ésta y otras obras. En alguna medida, en lo que a mí me concierne, este libro es
también un homenaje a este profesor y a su discreta labor magistral de leer manuscritos y
orientar lecturas a quienes hemos surgido en lo que era un árido y agostado secarral cercano a
Los Monegros.
Al mismo tiempo, inicié en la Universidad de La Rioja un Curso de Doctorado sobre el
concepto y fundamento de los derechos humanos, así como la asignatura citada sobre los
“Derechos Humanos” que me obligaron a ordenar y sistematizar alguna de mis ideas. Quiero
agradecer a los estudiantes matriculados en ambos su interés y su aplicación en las
explicaciones que sobre esta materia les dí y que fueron un primer borrador de lo que luego ha
sido este libro. Aunque sea con una referancia general quiero también agradecer a todos
aquéllos que un momento determinado han sido partícipes de mis preocupaciones en materia
de derechos humanos, especialmente los amigos del área de Filoofía del Derecho, Moral y
Política de la Universidad de Zaragoza, mis compañeros de la Universidad de La Rioja y mis
amigos de la Universidad Nacional de Colombia, Universidad de Buenos Aires y Universidad
Nacional Autónoma de México. Igualmente, quiero agradecer a la Universidad de La Rioja por
el apoyo y las ayudas financieras a proyectos de investigación concedidas durante los años
1996 y 1997 con las que ha podido sufragar algunos gastos del trabajo.

Vitoria-Gasteiz, mayo de 1997


Capítulo 1

El tiempo de los derechos

1.1.- La eclosión de los derechos humanos hoy.

Hace unos años, en 1988 y en el contexto del Congreso de Sociología del Derecho en
Bolonia, N. Bobbio dictó una conferencia titulada “L’Etat dei diritti”, traducida al castellano
“El tiempo de los derechos”, de la que toma el nombre este capítulo y en la que comentó su
respuesta a la pregunta de un periodista acerca de si veía ante tantas causas de desgracias de la
actualidad “algún signo positivo”. Bobbio, junto a males evidentes como el aumento
vertiginoso de la población mundial, la degradación incontrolada del medio ambiente y la
potencia destructora e insensata de los armamentos, veía un signo positivo: “la creciente
importancia dada en los debates internacionales, entre los hombres de cultura y políticos, en
seminarios de estudio y en conferencias gubernamentales, al problema del reconocimiento de
los derechos del hombre” (Bobbio 1991, 97)5.
Ciertamente, a estas alturas del siglo XX, es indudable que el reconocimiento de los
derechos del hombre en todas sus manifestaciones constituye uno de los factores distintivos
del siglo que ahora termina6. Es más, los derechos del hombre han entrado a formar parte del
acervo cultural que sustenta buena parte de las sociedades del planeta. De hecho, no es
exagerado afirmar que ha llegado a conformar así una de las tradiciones que vertebran la
civilización occidental y que ésta pretende exportar al resto de culturas como un sólido pilar
con el que construir una comunidad internacional y la convivencia en el futuro7. Por supuesto,
no ha sido éste un proceso exento de avances y retrocesos, de dudas y contradicciones, pero,
lo cierto es que, desde las primeras formulaciones filosóficas de los derechos naturales del
hombre, positivados, luego, en las primeras Declaraciones de finales de XVIII y del XIX, los
derechos del hombre han ido adquiriendo tal importancia que se han convertido en un

5
Obsérvese cómo las palabras de Bobbio tienen una doble lectura: descriptiva, en la medida que explican y
certifican lo que está sucediendo en los debates internacionales sean éstos académicos o políticos; y
prescriptiva, por cuanto expone lo “debe” interesar y preocupar en el futuro.
6
No sólo Bobbio. Sino que son numerosas las manifestaciones sobre la importancia de los derechos humanos
en el momento presente y sobre su proyección hacia el futuro. Por ejemplo, G. Haarscher habla de la
“omnipresencia” de los derechos pues se los invoca en todas partes como una manifestación de la general
aspiración a la libertad (Haarscher 1991, 7-9).
elemento de transformación de las sociedades nacionales y de la comunidad internacional
misma. Con razón, Artola, al tiempo que señalaba sus ausencias, ha puesto de manifiesto su
capacidad para conformar la vida de los hombres del planeta: “Hoy, dos siglos después de las
primitivas Declaraciones, los derechos individuales, aunque ignorados en demasiadas
ocasiones, ocupan, en cambio, más espacio que nunca en las Constituciones y cuanto menores
son las expectativas más se acrecientan la esperanza de que sus postulados se realicen” (Artola
1995, 15). Y es que, en efecto, no hay Constitución que se haya aprobado durante este siglo
que no busque legitimarse con la referencia a los derechos fundamentales, de uno u otro tipo,
del hombre. Otra cosa es que convenientemente se materialicen en la vida social. Los derechos
conforman algo así como un decálogo moral cuyas posibilidades de articulación de una
organización política no han sido todavía convenientemente explotadas.
En particular, hay que reseñar la fecha del 10 de diciembre de 1948, día de la
aprobación por la Asamblea General de Naciones Unidas de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre que, a partir de entonces, se ha convertido en una referencia constante
en las relaciones entre individuos y entre éstos y los estados e, incluso, entre los estados
mismos en la esfera internacional. De hecho, puede decirse que, a partir de ese momento,
primero de todo, las declaraciones mismas cambiaron su orientación inicial ligada a momentos
revolucionarios para convertirse en cartas programáticas que, aunque carezcan del soporte
institucional que las haga cumplir, nacen con la pretensión de normatividad y de que sean
ampliamente respetadas. Además, rápidamente se extendió en los diferentes ámbitos
geográficos la conciencia de trasladar el contenido de la Declaración a otros textos de alcance
más regional. Basta con observar el cuantioso número de tratados, convenios, pactos,
comisiones o tribunales que se han constituido desde entonces en torno al fenómeno de los
derechos del hombre. Como afirma Bobbio, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el
problema de los derechos “se ha convertido de nacional en internacional, y ha implicado por
primera vez en la historia a todo el mundo” (Bobbio 1991, 98). También es cierto que la
humanidad salía de una las tragedias más espantosas de su historia y la Declaración Universal
parece ser el resultado esperanzador de tanta barbarie. No obstante, ello no ha hecho que
hayan desaparecido los actos más bajos de violencia contra el hombre y contra la humanidad,
aunque, ahora, existan foros en los que los más desfavorecidos por la fortuna puedan hacer oír
su voz. Queda mucho por hacer todavía.
La Declaración Universal de Derechos del Hombre supuso una ruptura en relación a las
concepciones y hábitos imperantes con anterioridad en la esfera internacional y, de hecho, ha

7
Una cosa es el deseo y otra muy distinta es el uso que puede darse a los derechos en las relaciones
internacionales, por ejemplo, cuando se abanderan los derechos civiles y políticos para la reforma institucional
de un país -democracia formal, apertura comercial, ...- y se relega la realización de los derechos sociales.
permitido vertebrar un nuevo modus vivendi entre las naciones. En las relaciones
internacionales y en la práctica diplomática los sujetos reales eran los Estados individuales,
independientes y soberanos, que eran, en definitiva, quienes operaban y subscribían tratados y
pactos como si fuesen sujetos relacionándose con otros semejantes. “Efectivamente, entre el
siglo XVII y comienzos del XX, las relaciones internacionales eran substancialmente relaciones
entre entidades de gobierno, cada una de ellas soberana en un territorio más o menos amplio y
sobre una población establecida en ese territorio” (Cassese 1993, 17). La política internacional
se regía por tres principios: a.- El contexto internacional se identifica con un estado de
naturaleza en el que se relacionan los diferentes estados: una situación en la que existen leyes,
pero pocas reducidas a los pactos y tratados subscritos, y, a su vez, faltan los árbitros y
quienes pongan la conducta correcta; b.- Las relaciones entre los sujetos de las relaciones se
rigen por el principio de reciprocidad, es decir, las normas se rigen por acuerdos bilaterales;
c.- Los pueblos sin estado y los individuos carecen de importancia en el contexto
internacional. Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, surgieron voces y proyectos tendentes a
cambiar este estado de cosas. La Declaración es producto de estas tendencias que buscan un
mayor protagonismo de los sujetos individuales, así como de los pueblos sin estado a los que
se les reconocen ciertos derechos.
Además, la Declaración tiene un sentido especial pues, parafraseando otras palabras de
Bobbio, evidencian una realidad: el consenso generalizado que existe en la humanidad en torno
a los derechos del hombre. Las palabras de Bobbio, que han sido comentadas hasta la
saciedad, expresan su tajante opinión de que “respecto a los derechos del hombre el problema
grave de nuestro tiempo no es fundamentarlos, sino protegerlos”. Y esto es así pues “la
Declaración Universal de Derechos Humanos representa la manifestación de la única prueba
por la que un sistema de valores puede considerarse humanamente fundamentado y, por tanto,
reconocido: esta prueba es el consenso general sobre su validez” (Bobbio 1991, 129 y ss.). Sin
ser tan tajante como para obviar la necesaria discusión sobre la fundamentación de los
derechos del hombre, se debe reconocer la existencia de ese acuerdo sobre los mismos,
especialmente en las sociedades desarrolladas, y el compromiso en su aplicación en amplias
zonas geográficas8. Parece indudable que, al menos en el mundo civilizado -sin olvidar que en
las culturas orientales dicha terminología resulta demasiado extraña-, existe tal consenso. Pero,
sobre todo hay que reconocer el camino que se ha avanzado y el enorme trecho que queda
todavía.
Aún más, las discusiones sobre los derechos del hombre y las prácticas emergentes
tienen numerosas manifestaciones. Como una primera aproximación y sin ánimo de colmar los
planos de una discusión desde y sobre los derechos del hombre, pueden señalarse los
siguientes:

a.- En el plano filosófico: En la esfera filosófica, la discusión sobre los derechos


inunda el debate y la literatura desde las primitivas formulaciones de los derechos naturales
hasta las actuales propuestas sobre una teoría de la justicia. Puede decirse que, en este sentido,
han servido de acicate en la renovación filosófica de la modernidad y, en particular, en la
articulación de nuevas concepciones de lo que es el hombre: desde las más individualistas que
sustentan la sociedad liberal hasta las visiones más colectivistas. En el centro de la discusión,
se encuentra la imagen del hombre y de sus derechos: el derecho a la vida, el derecho a la
libertad, el derecho a la propiedad, ... No es otra cosa lo que se inicia con Hobbes y su afán
por estudiar la “naturaleza” del hombre, obsesión que es denominador común a muchos de sus
coetáneos, sino el intento por aislar al ser humano, por distinguir sus rasgos más
característicos, por secularizar la vida social por medio de esta estrategia. Quizás sus
conclusiones finales sobre el hombre no convenciesen a todo el mundo, pero lo que es
indudable es que cataliza y proyecta ese nuevo interés por el individuo y por su papel en el
mundo. Luego vendrían otros, en particular Locke, que dotarían de sentido a su teoría de los
derechos. Hobbes reivindica el lado humano, “animal” del hombre y el derecho a la vida,
aunque, por ello, tenga que sufrir persecuciones y ostracismos, y Locke es el campeón de la
libertad, el que escruta al hombre en su estado natural y lo ve libre, poseedor de derechos y
exento de cortapisas y no, por ello, menos necesitado de cooperación, de prolongar sus
derechos construyendo nuevas formas de organización social. No obstante, éstas no dejan de
ser un estado creado, artificial, cuya función no es sino extender y ampliar la libertad e
igualdad natural en la que inicialmente habitan los hombres, de acuerdo a la concepción de
Locke, ya abandonada por la filosofía política. Al margen de la imaginería política, debemos
retener de esta primera formulación la idea de que la libertad y la igualdad son dos elementos
naturales al hombre. Ambas se verán reflejadas en las Declaraciones y en los textos jurídicos.
Pero, a pesar del tiempo transcurrido, nuestra época no ha resuelto en absoluto el
dilema del hombre y de sus derechos, y su incardinación en la sociedad y en la organización
política. En los últimos tiempos, la renovación de la teoría de la justicia iniciada por J. Rawls
también ha tratado de reubicar, tras el anclaje de nuevas y viejas concepciones políticas, el
sistema de derechos y el futuro de las políticas sociales en un contexto de justificación válido
para finales del siglo XX. El orden lexicográfico con el que jerarquiza sus dos principios -el de
la igual libertad para todos y el de la diferencia- son la prueba de que su intento no ha

8
Para un comentario más extenso de estas palabras de Bobbio y sobre la fundamentación de los derechos,
alcanzado un éxito total al fundamentar un esquema global de derechos capaz de incluir
plenamente a los derechos sociales. Más fortuna ha tenido en la tarea de suscitar un debate
que, precisamente, coloca en su epicentro a esta clase de derechos, lo cual no es sino la
expresión de la crisis del Estado social en su versión de redistribuidor de bienestar -o de la
discusión sobre su crisis-. En este sentido, son muchas las propuestas que desde Rawls han
pretendido responder a la cuestión del estatuto y fundamentación de los derechos. Cabe citar,
como contradictor de Rawls y paradigma de las corrientes libertarias o neoliberales, entre
otros, a Nozick, aunque la lista es bastante más numerosa. Sin olvidar a quienes, desde
enfoques materialistas, tercian en la polémica como, por ejemplo, la escuela de Budapest y su
teoría de las necesidades. Quizá, en todo esto, y, en particular, en las teorías vinculadas al
pensamiento liberal, se echa en falta una perspectiva más global que responda también a las
inquietudes emergentes en todo el planeta. En esto, con toda probabilidad, quienes más han
avanzado, paradójicamente, han sido aquéllos que han remozado viejas teorías iusnaturalistas,
aunque sea éste un aspecto que haya que reconocerlo muy a nuestro pesar9.

b.- También en el ámbito de la moral, los derechos humanos han tenido y tienen
una presencia aún hoy evidente. Parafraseando otra de las numerosas e importantes tesis de
Bobbio, podría afirmarse que la formulación y la discusión sobre los derechos es un ”signo
premonitorio del progreso moral de la humanidad” (Bobbio 1991, 100). Los derechos serían
una manifestación de la tendencia hacia el progreso moral de la humanidad. Comparto, como
el mismo Bobbio aclara, plenamente una cierta prevención hacia las teorías sobre el progreso
dominantes en otro tiempo en la filosofía de la historia: una historia que debiera hablar de
progresiones y de regresiones. Más bien, un vistazo hacia la realidad de los derechos es una
buena vacuna contra este tipo de pretensiones. Pero, ello no es óbice para que la cultura de los
derechos surgida de esas discusiones no deba de ser entendida como un avance de la
humanidad o, cuanto menos, como un intento de poner un tope a ciertas regresiones de esa
historia. Y que dicho avance se manifiesta sobre todo como avance moral, pues dicho proceso
no es sino expresión de un fenómeno profundo que destila toda la historia de la civilización: el
que tiene por objeto la obsesión por entender al ser humano, por calar en la esencia de lo más
intrincado de la naturaleza humana, por hallar el modo justo para organizar la vida social, etc.
Preguntas todas ellas perennes en la filosofía y en la historia.
Precisamente algo de todo esto se manifiesta, en el contexto de las disputas sobre el
concepto de los derechos del hombre, en la propuesta de algunos teóricos por reivindicar su
naturaleza, ante todo, moral e, incluso, de sustituir dicho nombre por el de derechos morales.

puede verse el cap. 3.


En la disyuntiva terminológica por definir a los derechos, se apunta, en mi opinión en una
errónea importación de ciertos hábitos conceptuales anglosajones, que, primero de todo, y al
margen del reconocimiento jurídico, aquéllos son tales por su carácter moral, porque se
refieren a “entidades prenormativas” que reflejarían ciertas “exigencias morales” y que pueden
o no ser objeto de las “técnicas de protección” del mundo jurídico (entre los defensores, Nino,
Laporta, Ruiz Miguel, y entre los críticos, Atienza y Ruiz Manero y de Lucas). Es decir, de la
regulación jurídica que otorga los poderes a los individuos para la defensa de esas exigencias.
Sin entrar más de lleno en la polémica, que, en mi opinión, se salda a favor de los críticos y
que es analizada con más detenimiento en otro momento posterior, quede constancia de que
hay quien, precisamente porque insiste en la naturaleza moral del concepto y fundamento de
los derechos del hombre, reducen su razón de ser a dicho carácter, a que son, ante todo,
“derechos morales”10.

c.- Los derechos como derechos históricos: También en este punto es ineludible
el recurso a Bobbio11. Es harto conocida otra de sus tesis, en controversia con otras visiones
más absolutas de los derechos del hombres, de que su único fundamento posible es el
fundamento histórico en la medida que expresa su naturaleza relativa, es decir, variable y
dependiente del momento concreto en el que se formulan, y su naturaleza consensual, es decir,
reflejo de los acuerdos que son capaces de establecer los hombres en dicho momento. En
suma, que los derechos son variables, contingentes y heterogéneos lo muestra abundantemente
la historia misma de los últimos siglos. Y, por tanto, también mostraría su naturaleza histórica
(Bobbio 1982, 121 y 123; 1991, 14). Por eso concluye Bobbio afirmando que el fundamento
histórico que prueba los consensos estipulados sobre los derechos es el único posible, porque
es el único que puede demostrarse fácticamente (Bobbio 1982, 132). En este sentido, la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre sería la expresión de “los derechos del
hombre histórico tal y como se configuraba ante la mente de los redactores de la Declaración
después de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial” (ídem, 140).
Precisamente, por su fundamento histórico, porque se plasman en determinados hechos
puntuales, es posible entresacar los procesos que han caracterizado la historia de los derechos.
Bobbio ha destacado los hitos más relevantes de esta evolución: desde el inicio de la edad
Moderna con la difusión de las doctrinas iusnaturalistas, las declaraciones de derechos del
hombre, el constitucionalismo y la construcción del Estado de Derecho. Para resaltar su
realidad presente en una frase que, aunque ya transcrita, no por ello al reiterarla deja de

9
Sobre las cuestiones mencionadas vid. cap. 3. En el caso de Rawls, vid. Rawls (1972 y 1993, cap. VIII).
10
Sobre este particular, vid. cap. 2.
mostrar un cambio sustancial en esta evolución: “que sólo desde el final de la Segunda Guerra
Mundial este mismo problema se ha convertido de nacional en internacional, y ha implicado
por primera vez en la historia a todo el mundo”. Siguiendo a Peces-Barba (1991), considera
que “se han ido reforzando, cada vez más, los tres procesos de evolución en la historia de los
derechos del hombre: positivación, generalización e internacionalización” (Bobbio 1991, 98).
Procesos que se refieren, en primer lugar, al paso de la teoría a la práctica, es decir, de la
discusión filosófica a los textos jurídicos; en segundo lugar, su extensión a todos los miembros
de la comunidad; y, finalmente, la implicación a todo el planeta en la historia de los derechos.
Ahora bien, ya se apunta el cuarto proceso de esta evolución de los derechos: en efecto, desde
la aprobación de la Declaración se observa la importancia del fenómeno de especificación de
los derechos. Es decir, el paso de los derechos genéricos, referidos a la generalidad de
hombres, a los derechos específicos, aquéllos que tienen en cuenta el hombre específico, el
incurso en un contexto concreto y por lo cual tiene un status específico y distinto de los demás
que hace que debe ser considerado en especificidad: derechos de la mujer, derechos del niño,
de los incapacitados y grupos diferenciados, del consumidor, de la tercera edad, y un largo
etcétera. Se tiene en cuenta, en suma, la especial situación de determinados sujetos titulares,
ahora, de derechos12.

d.- En el doble plano político y jurídico, también los derechos juegan un papel
de primera magnitud. En las concepciones modernas del Estado, es innegable su estrecha
relación con los derechos del hombre. Estos son un elemento constitutivo del mismo sin el cual
no cabe hablar de Estado de Derecho, lo que implica que sus textos jurídicos deben recoger
los derechos fundamentales del hombre; además, debe prever mecanismos de ejecución y
protección que puede ejercer cada individuo con el objeto de materializarlos o realizarlos; por
último, el Estado mismo, en ciertos casos, aparece como el sujeto obligado a realizar
determinadas acciones o a formular concretas prestaciones que no sino la expresión de
derechos individuales. A su vez, existe una estrecha relación entre el reconocimiento de los
derechos y la articulación del sistema democrático como el marco más idóneo para una
convivencia pacífica entre personas libres e iguales. En última instancia, en la medida que se
cumplan correctamente estas previsiones, los derechos devienen en potentes instrumentos de
legitimidad del Estado de Derecho y de los sistemas democráticos. Ahora bien, todos objetivos
y, en particular, la estrecha relación entre derechos del hombre y democracia se concreta en
el plano jurídico. Son, precisamente, las constituciones las que recogen el estatuto de derechos

11
También el del prof. Peces-Barba, quien se ha dedicado expresamente a estudiar el puesto de la Historia en la
configuración conceptual de los “derechos fundamentales”. Vid. Peces-Barba (1986-87).
12
En particular, se han preocupado por este proceso, N. Bobbio (1991) y G. Peces-Barba (1991).
fundamentales detentado por cada ciudadano y deben ser las leyes las que los detallen y
protejan.
Ciertamente, cuando hablamos de lo jurídico, nos movemos en un plano donde son
evidentes las variaciones entre las diferentes constituciones que se han establecido en la
historia constitucional. Ellas mismas reflejan el carácter histórico y variable de los derechos y
no son sino resultado de los concretos intereses en juego en cada momento constituyente.
Asimismo, un vistazo a todas ellas -particularmente, las que se han aprobado en lo últimos
tiempos- muestran dos circunstancias: por un lado, las diferencias notables entre las
constituciones de los países del Primer Mundo y las del Tercer Mundo, entre el Norte y el Sur,
y, por otro lado, y de forma paralela, los problemas de eficacia que surgen, aquí y allá, en la
materialización de algunos derechos, especialmente cuando dependen de la situación financiera
del Estado.

e.- Por último, en su concreta manifestación social, también es perceptible en la


evolución de los derechos un proceso sumamente relevante en lo últimos tiempos que hace de
ellos objeto de atención. En efecto, como es apuntado por numerosos autores, los derechos
como fenómeno social muestran una tendencia imparable a su multiplicación o proliferación
de forma paralela a lo que anteriormente se ha señalado como especificación13. Esta
multiplicación obedece a tres causas, en opinión de Bobbio: a.- el aumento del número de
bienes susceptibles de ser tutelados y de ser considerados derechos, aumento que se produce
por el paso de los derechos de libertad - libertad negativa, religión, opinión, prensa, etc.- a los
derechos políticos y derechos sociales que requieren una actuación decisiva del Estado; b.-
asimismo, los cambios acaecidos en el concepto de titularidad de los derechos que ya no sólo
atañe a la “persona” como categoría, sino que también incluye otras como la familia, el pueblo,
la humanidad y otras colectividades del estilo de minorías étnicas o religiosas; finalmente,
“porque el hombre mismo no ha sido ya considerado como ente genérico, u hombre en
abstracto, sino que ha sido visto en la especificidad o en la concreción de sus diversas maneras
de estar en la sociedad, como menor, como viejo, como enfermo, etc.” (Bobbio 1991, 114). Al
producirse el cambio desde un sujeto abstracto, genérico, al que hacían referencia tanto las
primitivas formulaciones filosóficas como las subsiguientes declaraciones, en favor de un
hombre concreto, empírico, han salido a la luz la multiplicidad de situaciones que se producen
en la realidad y sus profundas diferencias. Sale a la luz, en suma, al aspecto más social del
reconocimiento de los derechos y toda la difícil problemática de su tratamiento.

13
Desde todos los espectros del panorama ideológico, se previene de los riesgos de esta inflación de los
derechos y del peligro de su vanalización. Por ejemplo, Haarscher (1991, 41 y ss.) y Massini (1994, 173 y ss).
Precisamente, esta transformación ha tenido por sujeto activo al proceso del progresivo
reconocimiento de los derechos sociales que ha tenido lugar desde la Segunda Guerra Mundial
y que ha determinado la proliferación del elenco de derechos, aunque, hoy, en esta fase de la
historia de la humanidad, son, no obstante, los que se encuentran en peligro ante la crisis fiscal
del Estado del bienestar, el influjo del fenómeno de internacionalización o globalización de la
economía y, sobre todo, por el ataque de las hordas neoliberales. Pero, en un primer momento,
como ha puesto de manifiesto la literatura sobre los derechos en numerosas obras, en
oposición a los derechos civiles, los derechos sociales se refieren a individuos concretos y
diferentes en situaciones igualmente concretas y diferentes. También encuentran su inspiración
en la idea de libertad e igualdad sólo que éstas tienen una formulación y un contenido material
que no están presente en los primeros. Por el contrario, los derechos civiles, inspirados en el
concepto de libertad negativa -libertad como ausencia de coacción o de dominio de otros-
tienen su fundamento en un ideal del hombre abstracto, un ideal de raíces kantianas que hace
referencia a todos los seres en general. Por ello, el concepto de libertad e igualdad que los
sustenta es formal y no material. No busca la realización equitativa de los mismos, sino tan
sólo su mero reconocimiento formal dejando al albur de las circunstancias su ejecución
material. Las diferencias entre unos y otros se encuentran, de hecho, en su diferente origen:
“Mientras los derechos de libertad nacen contra el abuso de poder del Estado, y, por
consiguiente, para limitar el poder de éste, los derechos sociales requieren para su práctica
realizaciones, es decir, para el paso de la declaración puramente verbal a su protección
efectiva, lo contrario, esto es, el aumento de los poderes del Estado” (Bobbio 1991, 118).
En realidad, la justificación última de los derechos sociales y, por tanto, del aspecto
social de los derechos se encuentra en que su emergencia está estrechamente conectada a las
transformaciones de la sociedad en los países desarrollados. Por un lado, porque concreta la
exigencia, perfilada en la discusiones teóricas del socialismo y del marxismo, “de descender de
la hipótesis racional al análisis de la sociedad real y de su historia” (Bobbio 1991, 120). Por
otro, porque los avances tecnológicos se han ido plasmando en mejoras en la vida, salud,
educación de las personas, lo que ha originado nuevas pretensiones, nuevos intereses, por
tanto, nuevos derechos. Sólo por el aumento de las perspectivas de vida, por ejemplo, se
entiende el reconocimiento de los derechos de los ancianos o de la tercera edad. Lo mismo
puede decirse respecto a los discapacitados y otros colectivos. E, incluso, a las exigencias de
una mayor protección de la naturaleza sino es por una mayor educación y cultura de las
personas que ha suscitado una mayor sensibilidad por la ecología a nivel del planeta, aunque,
en este punto, aún se esté muy lejos de conseguir objetivos tangibles.
1.2.- Derechos humanos, Estado de Derecho y legitimidad democrática.

Los derechos del hombre, desde un primer momento, han cumplido y cumplen un papel
central en el origen y consolidación del Estado de Derecho. Hasta tal punto es cierta esta
afirmación que el Estado de Derecho no sería lo que es , o lo que se pretende que sea, sin la
referencia a los derechos del hombre. Puede decirse que éstos, si bien bajo la forma de
derechos fundamentales, junto a las normas relativas a la organización política e, incluso, las
que detallan el sistema económico, constituyen uno de los elementos clave que conforma el
núcleo fundamental del Estado de Derecho tal como es entendido en la actualidad. Ahora bien,
no es fácil resumir sin más en esta frase el trasunto de la relación existente entre ambos. Por un
lado, porque la formulación de los derechos del hombre aparece en el inicio de la Edad
Moderna cuando las estructuras sociales y políticas tenían todavía la huella indeleble del viejo
feudalismo enmascarado bajo la forma de un Estado despótico. Los derechos del hombre se
formulan como límites a la autoridad entonces existente, como mecanismo de control del
poder y, a la larga, entronizarán una nueva forma de sociedad y de Estado, el Estado de
Derecho, que hará suyos buena parte de las exigencias que encarnan. Por otro lado, por tanto,
porque éste se construye en torno a y a partir de esos derechos. Constituyen su razón de ser,
constituyen un elemento indispensable para la legitimidad del Estado. A su vez, los procesos
históricos que han condicionado la evolución el Estado han transformado invariablemente el
concepto y la presencia de los derechos en la vida social transmutando también su naturaleza
inicial. Es esta peculiar simbiosis la que hay que esclarecer en una doble vertiente: 1.- cómo se
ha articulado históricamente la relación entre los derechos del hombre y la gestación el Estado
de Derecho, incluyendo también los procesos ulteriores que han condicionado su evolución, y
2.- cómo los derechos se han convertido en un argumento de la legitimidad del Estado de
Derecho. Pérez Luño ha explicado magistralmente esa simbiosis: “se da un estrecho nexo de
interdependencia, genético y funcional, entre el Estado de Derecho y los derechos
fundamentales, ya que el Estado de Derecho exige e implica para serlo garantizar los derechos
fundamentales, mientras que éstos exigen e implican para su realización al Estado de Derecho.
De otro lado, el tipo de Estado de Derecho (liberal o social) proclamado en los textos
constitucionales depende del alcance y significado que en ellos se asigne a los derechos
fundamentales que, a su ves, ven condicionado su contenido por el tipo de Estado de Derecho
en que se formulan” (Pérez Luño 1988, 19-20).
1.2.1.- Derechos humanos y Estado de Derecho.

Los derechos humanos constituyen el núcleo en torno al cual se articula el Estado de


Derecho y que le diferencia de otras formas políticas que han existido en la historia de la
humanidad. Incluso, su diferente posición, su diferente perfil, la transformación misma del
sentido, concepto y función de los derechos ha marcado también los cambios sustanciales del
Estado. En suma, su mutua decantación histórica y doctrinal, en palabras de Pérez Luño, que
ha tenido lugar en la tensión que surge al intentar la teoría jurídico-política conciliar los
derechos del hombre con la autoridad y el poder político (Pérez Luño 1991a, 212). En efecto,
por un lado, la teoría de los derechos constituye la base de una nueva forma de entender el
poder político y el Estado que se construye desde finales del siglo XVIII y que es radicalmente
distinto al entorno político en el que estaba habituado a vivir el hombre en los siglos anteriores.
Más que hombres lo apropiado es tildarlos en términos como esclavos, súbditos, etc. Por ello,
el reconocimiento de los derechos del hombre y el convencimiento de que deben servir como
piedra angular de las nuevas relaciones sientan las bases de una estructura política en la que el
súbdito es, ahora, hombre, ciudadano, en tanto que titular de los mismos. Por otro lado, es
ésta una relación no exenta de colisiones y de tensiones emanadas de la dificultad por conciliar
dos elementos que se necesitan, pero cuya naturaleza hace que sigan direcciones opuestas. Los
derechos en cuanto que encarnan la visión del hombre como ser libre y racional, titular de
determinados poderes que puede ejercitar y que requiere que sean garantizados por otras
instancias. Y la autoridad del Estado que busca expandirse en el ámbito social y cuyo poder
tiende a realizarse arrasando todo aquello que sea un freno. El encuentro entre unos y otro
resulta inevitable. Por eso, como dice Pérez Luño, “la doctrina de los derechos fundamentales
del Estado de Derecho se ha presentado como un modelo articulador de las exigencias, en
principio antagónicas, que reflejan las ideas de libertad y de ley”, los derechos individuales y la
voluntad del soberano (Pérez Luño 1991a, 212). A la vista de esta decantación, por tanto, el
Estado de Derecho surge como un intento de armonizar esas tendencias opuestas en una
síntesis en la que los derechos preceden al Estado “como formulación doctrinal” y lo fundan, y
sin el cual, sin sus instrumentos jurídicos, no alcanzan su “formulación positiva” y su
realización misma. De ahí la importancia de saber cuáles han sido las fases y formas de esa
decantación.
En un libro ya clásico, y de lograda y merecida fama, cuyo título es de sobra conocido -
Estado de Derecho y sociedad democrática -, el prof. E. Díaz elaboró una delimitación
conceptual del Estado de Derecho, de sus rasgos y de su evolución, que aún hoy, pese al
tiempo transcurrido, sirve como válida aproximación al estudio que nos ocupa. Convencido de
su valía tanto pedagógica como académica, me permito seguir sus líneas maestras en las
explicaciones que vienen a continuación. Según este profesor, los rasgos del Estado de
Derecho son cuatro (Díaz 1986, 31)14: el imperio de la ley entendida ésta como expresión de la
voluntad general; el principio de división de poderes; la legalidad de las actuaciones de la
Administración que debe estar sometida a la ley, y, por último, la garantía jurídico-formal y
efectiva realización material de los derechos y libertades fundamentales. De estos rasgos, el
que funciona como pivote sobre el cual se artícula esta concepción del Estado es el del
reconocimiento de los derechos y libertades. Dice, con razón, E. Díaz: “Puede muy bien
afirmarse que el objetivo de todo Estado de Derecho y de sus instituciones básicas ... se centra
en la pretensión de lograr una suficiente garantía y seguridad para los llamados derechos
fundamentales de la persona humana”. Sobre ellos se construye el mismo Estado de Derecho
como forma de organización política que se opone el régimen político anterior a la Revolución
francesa. Lo que lo caracteriza frente a los Estados autoritarios de otras épocas es,
precisamente, la garantía y protección de los derechos del hombre y su positivación en textos
constitucionales en los que se estipula también los procedimientos de protección y los
mecanismos de materialización.
En un primer momento, el Estado de Derecho como categoría política se encarna, en
primer lugar, en el Estado liberal. En efecto, el carácter individualista de la filosofía que
inicialmente apoya los movimientos políticos del XVIII y que también se va a encarnar en la
teoría económica liberal que desarrolla el capitalismo marcará de forma indeleble la realización
del Estado liberal de Derecho durante el siglo XIX. Primero de todo, porque los derechos
protegidos serán aquéllos que claramente se inspiran en esa ideología individualista de claro
corte iusnaturalista. Serán los “derechos naturales” defendidos por la Escuela de Derecho
natural racionalista y que no son sino los reivindicados por la burguesía como clase social en
alza: es decir, los relacionados con la seguridad, la libertad y la propiedad individual, y el
derecho a la vida, tal y como aparecen reflejados en los tratados filosóficos y, después, en las
primeras Declaraciones de derechos del hombre. Son derechos llamados de la primera
generación y que, por su inspiración individualista, tienen como titular al hombre como sujeto
de derechos. Por su contenido y objeto, son también conocidos como derechos civiles y
políticos porque, haciendo referencia a los principios ya señalados, el derecho a la vida y a la
integridad física y moral de la persona, libertad religiosa, libertad de pensamiento, libertad de
expresión y el derecho a la información, libertad de reunión y de asociación, derecho de
propiedad, derecho a participar en la vida política y el derecho de resistencia a la autoridad.

14
Sirva también esta referencia como un homenaje a la enorme estima académica y personal que le tengo.
Este numeroso conjunto de derechos y libertades tienen como objetivo el establecer
límites a la actuación del Estado. Son derechos-límite porque buscan evitar la injerencia del
poder, establecer barreras a la actuación del Estado que no se entrometa en la esfera de
dominio del individuo. Por eso, con razón, son derechos que caen y expresan el concepto de
“libertad negativa” tal y como la definió I. Berlin. Libertad como ausencia de coacción;
libertad que implica la inexistencia de dominio de unos sobre otros, del ejercicio de un poder
que constriña. No es de extrañar que, a la vista de estas concepciones, el Estado liberal de
Derecho sea un Estado construido desde la negatividad. De esta forma, el Estado debe ser un
Estado absentista; un Estado que no actúe. Su pasividad es la garantía de que los individuos
puedan disfrutar de sus derechos y libertades. Al no poder actuar no interferirá en las esferas
de dominio de los sujetos. Su función primordial será evitar que terceros se entrometan en los
ámbitos delimitados por nuestros derechos y libertades. Por ello, el Estado liberal se configura
como Estado policía, como Estado guardián, cuya función se reduce, por un lado, a establecer
las reglas básicas que deben regir las relaciones entre particulares y, por otro, a regular las
normas coaccionadoras que deben reprimir las acciones de quienes violan los derechos de
otros.
Son bien conocidos los hechos que determinaron la articulación y evolución del Estado
liberal de Derecho, así como las fuerzas e ideas que posibilitaron su transformación ulterior. La
instauración del Estado liberal de Derecho pronto puso de relieve las insuficiencias de los
presupuestos teóricos sobre que se asienta. Principalmente, el sustrato individualista y el perfil
pasivo, neutral y absentista del Estado. Las falacias de un Estado policía, en suma. En efecto,
la realidad mostró que esos derechos del hombre en absoluto se predicaban de todos los
individuos, tal y como se había anunciado en las declaraciones, sino que tan sólo algunos, los
que poseían propiedades, podían disfrutar de esos bienes y, además, de un estatuto de
derechos y libertades. Se descubrió que el nuevo estado de cosas que había suplantado a los
antiguos regímenes autoritarios, en lugar de hacer a los hombres libres e iguales, había
instaurado un sistema de opresión y esclavitud tan cruel o más que el anterior. Se descubrió,
en definitiva, que el Estado liberal se había limitado a un reconocimiento meramente formal de
los derechos del hombre sin preocuparse por las realidades concretas que rodean cada vida
individual. La historia del siglo XIX es la historia de las reivindicaciones y de los movimientos
contrarios a esta situación. Es la historia de los más desfavorecidos en lucha por un sistema
político realmente igual para todos que garantice la libertad individual.
El resultado de esa evolución fue la transformación del estado de cosas existentes en un
proceso que, tras pasar por la experiencia de los regímenes totalitarios que intentaron una
fórmula de supervivencia de las viejas estructuras capitalistas y tras pasar por los horrores de
una Guerra Mundial, concluyó en un suceso de suma importancia para el siglo XX: el paso del
Estado liberal de Derecho al Estado social de Derecho. El Estado social de Derecho, en
realidad, se construye como una avance respecto al Estado liberal y, al mismo tiempo, como
un compromiso entre los sectores y las fuerzas que habían combatido anteriormente. Así, de
hecho, se concibe “como una fórmula que, a través de una revisión y reajuste del sistema, evite
los defectos del Estado abstencionista liberal, y sobre todo del individualismo que le servía de
base, postulando planteamiento de carácter social” (E. Díaz 1986, 83). Por supuesto, el nuevo
Estado se incluye en la categoría de Estado de Derecho, es decir, de estructura política
sometida a la ley. Y, por ello mismo, su configuración final sigue girando también en torno a
los derechos del hombre.
No obstante, los cambios que se producen respecto al viejo Estado liberal son bastante
profundos. El Estado social ya no es un Estado pasivo, absentista o policía, sino que se va a
convertir en un Estado activo que actúa decisivamente en la vida social y económica con la
intención no sólo de canalizar la dirección de la misma, sino también de impulsarla en uno u
otro sentido. El Estado, la Administración toma parte activa como uno más -a veces, uno más
muy privilegiado- en los flujos y movimientos que desarrollan la marcha de la sociedad.
Prácticamente, el único y central objetivo de estas actuaciones consiste en el logro de lo que
Forsthoff, uno de sus promotores más relevantes, llamó la “procura asistencial”, es decir, el
logro de unas iguales condiciones materiales de vida para todos los ciudadanos. Se entendía
que el mero reconocimiento formal de los derechos civiles y políticos no garantizaba la
igualdad de todos los ciudadanos si existían, por otro lado, desigualdades de riqueza y de
oportunidades15. Por ello, se trata de conferir a la vieja defensa de los derechos una versión
más material y real que, de verdad, promueva la igualdad y libertad de todos. El Estado y la
Administración serán, a partir de ahora -sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial-,
los actores que deban realizar tal misión.
Así, la pasividad del Estado deja paso un Estado polivalente que, en unas ocasiones,
promociona ciertas conductas beneficiosas, en otras, distribuye bienes y recursos socialmente
considerados entre los ciudadanos o remueve obstáculos que dificultan la situación deseada.
La “justicia social” es el principio rector de todas estas actuaciones. En verdad, han sido
suficientemente estudiadas las implicaciones que el dominio de la justicia social ha supuesto a
la nueva modalidad del Estado que, bajo su égida, se convierte, al menos, en “Estado
distribuidor”, es decir, en un Estado que asume funciones antaño realizadas por la empresa
privada y que redistribuye la riqueza a través de diversas fórmulas prestacionales, y en “Estado
manager”, según la conocida tesis de García Pelayo (García Pelayo 1991, 30-35), y con la que
indica que, entre sus objetivos, no está sólo el de distribuir bienes, sino también el de
reproducir el sistema mismo, esto es, las condiciones de su pervivencia, “lo que conlleva su
responsabilidad por la dirección general del proceso económico, dentro del marco de una
economía de mercado, que el mismo Estado contribuye a regular estructural y
coyunturalmente” (35).
Los derechos del hombre siguen teniendo un papel medular en el Estado social de
Derecho, pero, dado su carácter corrector de las insuficiencias del Estado liberal de Derecho,
son los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos de segunda generación, los
que ocupan un puesto privilegiado, pues se considera que materializan los ideales de justicia
social. Por supuesto, los derechos civiles y políticos siguen teniendo un papel destacado en las
cartas de derechos y, de hecho, son el puntal de la estructura política y jurídica del Estado
social. El cambio cala en el fondo de la naturaleza de los derechos, pues supone superar el
viejo concepto de libertad negativa, es decir, de límites al poder político, para convertirse en
motivos de exigencias para que el Estado actúe. Como dice Pérez Luño: “Por tanto, el papel
de los derechos fundamentales deja de ser el de meros límites a la actuación estatal para
transformarse en instrumentos jurídicos de control de su actividad positiva, que debe estar
orientada a posibilitar la participación de los individuos y los grupos en el ejercicio del poder.
Lo que trae como consecuencia la necesidad de incluir en el sistema de los derechos
fundamentales no sólo a las libertades clásicas, sino también a los derechos económicos,
sociales y culturales como categorías accionables y no como meros postulados programáticos”
(Pérez Luño 1991a, 228). Dentro de esta categoría se incluyen derechos cuyo objeto es el
trabajo, la vivienda, la educación, cultura, seguridad social, disfrute de prestaciones públicas y
de unas condiciones mínimas de vida.
Ha habido quienes, a la vista de los posibles excesos que pudieran derivarse de un
descontrol de las actuaciones del Estado social de Derecho, ha propuesto añadir el calificativo
de “democrático” como modelo que supere esas insuficiencias. Ya el pensamiento liberal, de la
mano de Hayek, denunció reiteradamente que el exceso de actuaciones de la Administración
bajo el Estado social de Derecho podía conducir a un debilitamiento de la sociedad civil y,
sobre todo, a un régimen autoritario. Sobre todo, esto último ante los continuos
requerimientos de los ciudadanos para que actúe. Finalmente, la propia gestión se autonomiza,
formaliza sus proyectos que conllevan, en muchas ocasiones, que la Administración se
entrometa en la vida de las personas. Estas y otras consecuencias son ampliamente analizadas
por la teoría neoliberal en contra del Estado social. Frente a esto y como fórmula de
superación, algunos teóricos (E. Díaz y Pérez Luño) proponen establecer un Estado

15
E. Forsthoff, “Concepto y esencia del Estado social” en W. Abendroth, E. Forsthoff y K. Doehring (1986),
democrático de Derecho “tendente a potenciar la virtualidad del principio democrático en el
seno del Estado social” (Pérez Luño 1991a, 229). En realidad, se trata de conjugar los
principios democráticos con los postulados básicos del Estado social de Derecho y no tanto la
defensa de una alternativa que obvie a éste. Por eso, esta postura teórica, que ha tenido su
plasmación en textos constitucionales como el español, es defendida, sobre todo, por
defensores de la socialdemocracia en contra de las posiciones conservadoras que, siguiendo a
Hayek, pretenden el desmantelamiento de los programas de asistencia social y de promoción
del bienestar propios del Estado social.
Desde la óptica de los derechos, el debate actual sobre el Estado social no carece de
importancia. Pues, el punto de mira de quienes disparan contra esta forma de Estado no es
otro que los derechos sociales. Esto es precisamente lo que, a estas alturas del siglo XX, está
en juego: si el Estado, la Administración debe potenciar programas de asistencia y bienestar
social o si, por el contrario, debe recluirse en el ejercicio de las funciones del viejo Estado
liberal decimonónico. Esto es, si las cartas de derechos fundamentales deben ceñirse sólo a los
derechos civiles y políticos o debe recoger a los derechos sociales, económicos y culturales en
condiciones de igualdad. Pues bien, a la vista de los debates teóricos suscitados desde la
primera crisis económica en el año 1973 que anunciaba el hundimiento del Estado social de
Derecho y de la experiencia política de gobernantes conservadores y neoliberales -Reagan en
EEUU y Thatcher en Gran Bretaña, Kohl en Alemania, Chirac en Francia y Aznar en España-
cabe afirmar, con todos los matices que sean necesarios hacer posteriormente, que la
pragmática política ha ido por derroteros previamente no allanados. En efecto, frente a las
voces que preveían el desmantelamiento de los programas del bienestar y el retroceso al
capitalismo anárquico y salvaje del XIX, la experiencia política muestra que, cuando han
alcanzado el poder, el Estado social sólo ha sido “tocado” tangencialmente por los partidos no
socialdemócratas. Lo que, por otra parte, no debe ser considerado como un mérito pues los
problemas no por ello se han resuelto. En realidad, lo que se ha demostrado es que C. Offe
tenía razón cuando afirmaba que el Estado del Bienestar es irreversible en aquellos sitios
donde se ha implantado una estructura y unas prácticas políticas de bienestar social, pues ello
supondría la abolición de la democracia política, del sistema de partidos y de los sindicatos. No
hay movimiento político por muy populista que sea, incluso de derechas, que se atreva a
eliminarlos pues, a la larga, la supresión de las políticas de bienestar, sobre todo, afectaría a
sus votantes, es decir, a la clase media, por lo que perjudicaría directamente a las posiciones
sociales y la riqueza de sus votantes y, por tanto, su reelección correría un serio riesgo. Por lo
demás, esta circunstancia no es óbice para que, aquí o allá, se efectúen ciertos retoques a los

pp. 69-106.
derechos sociales, aunque los problemas estructurales del Estado social seguirán perdurando
en muchos casos como una losa. No obstante, sí interesa reafirmar, después de todo, que “la
concepción de los derechos fundamentales determina la propia significación del poder público,
al existir una íntima relación entre el papel asignado a tales derechos y el modo de organizar y
ejercer las funciones estatales” (Pérez Luño 1988, 20) 16.

1.2.2.- Derechos humanos y el problema de la legitimidad.

Los derechos del hombre han cumplido y, especialmente en el momento actual,


cumplen un papel de primer orden en la legitimidad del Estado de Derecho. La cuestión de la
legitimidad no es en absoluto una cuestión baladí y, de hecho, en los últimos tiempos, son
multitud las páginas dedicadas a la tan cacareada y manida “crisis de legitimación”. En efecto,
es ampliamente extendida la opinión de que el Estado social de Derecho adolece de falta de
legitimidad, es un Estado ilegítimo, sin fundamento moral, en definitiva, que se encuentra en
un callejón sin salida ante la apatía generalizada de sus súbditos. En otras palabras, que carece
de capacidad para atraer a sus ciudadanos. Y la cuestión tiene su enjundia a pesar de que, en el
transcurso del debate sobre dicha crisis, el Estado todavía perviva renqueando y aunque cada
vez sea más evidente la escisión entre gobernantes y gobernados. Con ello, se trata de
reafirmar la necesidad de fundamentar, de dar razones en favor de la legitimidad del Estado
social de Derecho y de no dejar su justificación únicamente a la eficacia o ineficacia de las
actuaciones estatales. Es, en este punto, que el reconocimiento de los derechos del hombre
cumplen una importante función en la legitimidad del Estado social de Derecho, especialmente,
si se produce la extensión de la protección y de la aplicación de los mismos hasta abarcar los
derechos sociales.
La cuestión acerca de la legitimidad del Estado en el momento actual con sus
consiguientes disquisiciones conceptuales ha sido ampliamente tratada por la filosofía jurídica
y social y no es éste el lugar para comentar o desarrollar algunas de las aportaciones habidas.
Tan sólo recordar algunos conceptos e ideas útiles para la comprensión de los derechos del
hombre en el panorama actual. Cuando se habla de “legitimidad”, suele hacerse referencia con
dicho término a que un estado de cosas, una situación o una acción está convenientemente
justificada ante los ojos de quien se interroga sobre tal particular. Legitimidad, por tanto, es lo
mismo que justificación o fundamentación. Que un Estado o una norma del Derecho sea
legítima quiere decir que está justificada o fundada de alguna manera. Precisamente, porque la

16
Sobre la polémica en torno al Estado social, vid. Martínez de Pisón (1994b y 1996).
palabra legitimidad tiene este significado, el modo de justificar una opinión, una acción o una
institución -incluyendo al Estado-, comúnmente, se realiza a través de la correcta formulación
de argumentos. Fundamentar es argumentar, dar razones en favor de la opinión mantenida.
Más concretamente, se dice que un Estado es legítimo cuando está justificado en base a
razones de carácter moral o ético, por referencia a determinados principios. El que la
justificación del Estado sea ética, cobra una especial importancia por cuanto fortalecerá la
percepción general entre los ciudadanos de que es un Estado sólidamente asentado (E. Díaz
1990, 17 y ss.; 1984, 21 y ss.).
Legitimidad se diferencia de “legitimación”. Son conceptos distintos y, al mismo
tiempo, estrechamente conectados. Con legitimación se hace referencia a la real “adhesión” de
los ciudadanos respecto al Estado. Mientras que con legitimidad nos ubicamos en un plano
teórico en el que discutir argumentos sobre la justificación del Estado, con el término
legitimación nos situamos en un plano fáctico que muestra la confianza de los ciudadanos hacia
los gobernante, en un plano real en el que se plasma su grado de adhesión hacia las medidas
políticas. Por eso, la legitimación está muy vinculada a la obediencia o desobediencia al
Derecho. Por supuesto, la mayor o menor adhesión de los ciudadanos al Estado puede
depender de, a sus ojos, una correcta o incorrecta justificación. En este punto, es donde se da
una confluencia entre legitimidad y legitimación. Esta es importante para los Estados porque
éste espera que sus súbditos le obedezcan y, para ello, busca una legitimidad convincente que
haga pensar a éstos que merece la pena obedecer a los gobernantes por razones éticos y no por
razones prudenciales, es decir, por la capacidad del Estado para imponerse por la fuerza.
Siempre es preferible la fuerza de los argumentos y de la confianza del ciudadano en el sistema
a la fuerza de la coacción y de los aparatos coercitivos.
Ahora bien, ¿son los derechos humanos o derechos del hombre un posible argumento
que aumente o disminuya la legitimidad del Estado? ¿Sirven, en suma, para legitimarlo? La
respuesta a estas preguntas no puede ser otra que afirmativa. Los derechos humanos no son
sino expresión codificada o positivada, en su caso, de valores como libertad, igualdad,
dignidad, etc. que constituyen poderosos argumentos a favor de las instituciones cuando éstas
inspiran en ellos su estructura y sus actuaciones. Los derechos humanos no son sino producto
de conquistas históricas en momentos determinados que materializan dichos conceptos éticos.
En esta medida, si la legitimidad del Estado deriva de una justificación adecuada basada en
argumentos y valores éticos, no cabe duda que esa justificación y, por tanto, la legitimidad
misma aumentará cuanto más se emplee los derechos del hombre como fundamento.
Precisamente, estos derechos como conquista histórica representan la diferencia notable
respecto al Antiguo Régimen. Hasta tal punto es así que, en el momento presente, no hay texto
constitucional que no contemple en su articulado un estatuto de derechos y libertades de los
ciudadanos. Los derechos fundamentales de las Constituciones actuales no son sino la materia
positivada de esos ambiguos derechos del hombre. Son estos derechos positivados,
juridificados. La legitimidad de un régimen político depende precisamente de esta realidad.
Incluso, también de que sus actuaciones no sean contrarias a lo que la comunidad internacional
entiende por derechos humanos y, en este sentido, la Declaración Universal de Derechos
adquiere una considerable importancia. En efecto, en la actualidad, los Estados y sus
gobernantes, incluso, los autoritarios o dictadores, no aceptan de buen grado que sean
estigmatizados por violar los derechos humanos. Por ello, se han convertido en un parámetro
en las relaciones internacionales. Como se ha afirmado, hoy “el respeto a los derechos
humanos se convierte, aunque sólo sea a ese nivel teórico-ideológico en criterio legitimador
del poder político” (E. Díaz 1977, 126).
Afirmado, pues, que los derechos del hombre son un elemento necesario en la
legitimidad del Estado y, en particular, de las diferentes modalidades de Estado de Derecho,
surgen algunas cuestiones que, aunque sea brevemente, conviene apuntar. ¿Qué tipo de
legitimidad instaura la adopción de los derechos del hombre como criterio justificador del
Estado de Derecho? ¿Qué derechos o conjunto de derechos son los que hacen el papel
legitimador? ¿Algunos en concreto? ¿Todos los imaginables? ¿Algunos pocos, pero
importantes? Por último, ¿su función legitimadora debe reducirse a la consideración de
principios programáticos o, por el contrario, debe exigirse a los poderes públicos su
materialización o, al menos, ciertas dosis de realización?
La respuesta a la primera pregunta es, en mi opinión, que, dado lo que se juega el
Estado, la legitimidad debe ser la más amplia posible. Es decir, aquella que tenga una mayor
capacidad de convencimiento, aquella cuya justificación pueda ser aceptada por el mayor
número posible de ciudadanos. Por ello, puede decirse que, al margen de las clásicas tipologías
sobre la dominación (Weber), la legitimidad democrática es el tipo de legitimidad que cubre
plenamente las exigencias de los derechos del hombre como criterio ético que fundamente el
Estado de Derecho. La legitimidad basada en los mecanismos democráticos para exponer la
pluralidad ideológica vigente en la sociedades post-industriales y para participar en la vida
pública es la mayor -y, posiblemente, la única- garantía para poder articular un gran consenso
social que fundamente al Estado y sus actuaciones. Esta forma de legitimidad es, además, una
de las expresiones paradigmáticas de un concepto genuino de la libertad individual. A su vez,
uno de los méritos de este modelo de legitimidad, como ha puesto de manifiesto E. Díaz, es
que incorpora e integra la legitimidad racional-legal, es decir, la legitimidad basada en la
legalidad, basada en criterios formalistas, tal y como ha mantenido el positivismo desde
siempre. Por su parte, dicho profesor saca interesantes implicaciones de esta tesis (E. Díaz
1984, 56).
¿Qué derechos del hombre deben incorporarse al sistema de legitimidad del Estado de
Derecho? Esta no es una respuesta pacífica para los autores. De hecho, depende del modelo de
Estado que se pretenda justificas. El Estado liberal de Derecho no pasó de un reconocimiento
formal de los derechos y sólo incluyo en sus regulaciones y entre los criterios de legitimidad
los derechos civiles y políticos. Esto fue así por el carácter individualista de sus presupuestos.
Interesa, aunque solamente sea en el plano general y formal de los textos jurídicos, la
positivación del principio de la personalidad y de la dignidad humana, de la libertad individual,
de la libertad para expresar sus opiniones, para asociarse, para ejercer un culto de acuerdo con
sus creencias, etc. El Estado social de Derecho incorpora al estatuto de derechos, además, a
los derechos sociales como una condición para superar el mero plano formal y se pretende que
el ejercicio de la libertad no esté determinado por las desigualdades sociales. Precisamente, el
debate en este final de siglo es, como ya apunté antes, si deben o no reducirse los derechos
sociales ante la situación de crisis fiscal del Estado. No obstante, en mi opinión, no puede
obviarse una concepción global de los derechos que muestre la interrelación existente entre
ambas categorías de derechos y que el pleno ejercicio de unos exige la realización de los otros.
Por último, ¿los derechos humanos deben reducirse a meros principios programáticos
para cumplir satisfactoriamente su función legitimadora? En principio, con el mero
reconocimiento jurídico de los derechos parece que se satisface los objetivos mínimos de
legitimidad. Ahora bien, si realmente se postula una legitimidad democrática con todas sus
consecuencias, ésta parece exigir que la positivación de los derechos no se quede únicamente
en una declaración de principios. El propio sistema democrático y sus instituciones tendrá
mayor credibilidad cuanta mayor sea la eficacia de los derechos. Aún más, si, además de
legitimidad, es decir, justificación ética del Estado, se pretende obtener altas cotas de adhesión
de los ciudadanos, es decir, legitimación, ésta será mayor cuanto mayor sea el convencimiento
de los ciudadanos de que se está llevando a la práctica el sistema de derechos.

1.3.- Los derechos en un mundo globalizado.

Desde las primeras formulaciones y declaraciones sobre los derechos del hombre, su
desarrollo y realidad ha variado notablemente. El proceso de internacionalización iniciado con
la Declaración Universal de Derechos del Hombre de 1948 ha supuesto una importante
transformación en el problema de su reconocimiento, pues dejó de ser una cuestión nacional
para tener, a partir de entonces, un protagonismo muy especial en el panorama internacional.
En efecto, el respeto de los derechos humanos ha dejado de ser meramente una cuestión
interna de cada país para ser objeto de la atención internacional hasta el punto de que, según
los casos, los Estados toleran, aunque sea a regañadientes, verdaderas intromisiones en los
asuntos internos cuando lo que se comprueba es la situación concreta de los derechos de los
ciudadanos. Son ingentes los informes elaborados anualmente por comisiones internacionales,
Estados o, incluso, organizaciones no gubernamentales que analizan meticulosamente esta
cuestión y a ningún gobernante le gusta que se ponga en evidencia los problemas internos
existentes, ni menos todavía que le acusen de la violación de derechos humanos. Sin duda, éste
ha sido un paso capital en la gestación de una conciencia global sensible a los derechos.
Pero, además, el hecho que los derechos humanos ocupen un puesto relevante en la
esfera internacional tiene una implicación que no se puede obviar. Y es que, una vez que los
derechos han sido recogidos en textos internacionales, su aplicación, su eficacia está
estrechamente ligada a los movimientos y procesos que se produzcan en dicho ámbito, lo que,
en verdad, tiene consecuencias para los mismos que no siempre se han sabido apreciar
correctamente. En verdad, culminado el momento de su reconocimiento y de su
internacionalización, la fortuna de los derechos humanos está condicionada por
acontecimientos más generales que afectan al planeta. Particularmente, este influjo es
determinante a partir los cambios acaecidos con el fin de la Guerra Fría y de la política de
bloques, acontecimientos coincidentes que han supuesto el inicio de otra fase en las relaciones
internacionales -especialmente, económicas-, que, quizá de una forma impropia, se le conoce
como “globalización”, término con el que se hace referencia al proceso de integración de los
mercados en el ámbito mundial: esto es, al proceso al que se ven sometidas las economías
nacionales al incorporarse sin trabas a la economía mundial.
En realidad, las economías nacionales hacía tiempo -sobre todo desde la Segunda
Guerra Mundial- que estaban ya interrelacionadas, pero la estructura de los negocios y las
transacciones estaban todavía organizadas por bloques -zona del franco, de la libra, etc.- y de
acuerdo a un sistema de pactos y negociaciones que establecía tanto relaciones comerciales
preferenciales como aumentaba o disminuía los derechos de aduanas entre las naciones17. Las
sucesivas disminuciones de estos, el aumento de los intercambios y la intensificación del

17
Vid. el libro de L. Emmerij (1993). También el artículo de P. González Casanova (1996, pp. 39 y ss. y 85 y
ss. En particular, éste ha desarrollado un interesante estudio de la evolución de las relaciones económicas desde
la transnacionalización a la globalización y cómo este proceso ha conducido al establecimiento de una nueva
colonización económica que no es sino el trasunto del sistema de explotación consagrado en todo el planeta.
Asimismo, trata los efectos que estos procesos han infligido en la soberanía estatal.
volumen del comercio internacional fue poco a poco cambiando ese estado de cosas. Sobre
todo, fue determinante el crecimiento de los flujos monetarios internacionales, el
desplazamiento vertiginoso de capitales y la incapacidad de las autoridades por controlarlo,
especialmente cuando afectaba a compra-venta de acciones, operaciones con empresas, OPAs.
En la actualidad, ha crecido la sensación de que las grandes decisiones sobre el comercio, las
marcas, los gustos exceden del poder de decisión de los consumidores y que escapa al control
de los gobernantes. Y que las políticas empresariales de marketing son más importantes que
otros valores de antaño y, por supuesto, que otras preocupaciones como el medio ambiente, la
salud, la paz, el uso de la tecnología y otros similares. Tampoco es despreciable en este
proceso la gran revolución tecnológica de finales de siglo que ha tenido y tiene una especial
incidencia en el mundo de las comunicaciones, el cual ha sido el cauce de importantes
transformaciones medulares en el proceso que estamos revisando. Es más, sin los profundos
cambios en comunicaciones y sin la revolución informática lo que se conoce como
globalización no hubiera alcanzado las cotas ni la influencia que tiene en el momento presente.
Junto a ello, las nuevas relaciones económicas, apoyadas en la mencionada revolución
tecnológica promovida por los avances informáticos, han fomentado la facilidad para el
movimiento y el desarrollo de flujos de hombres, capital y mercancías. Estos -especialmente,
los capitales-, se pueden trasladar de una a otra parte del planeta con una rapidez inimaginable
pocos años antes saltándose cualquier obstáculo o frontera nacional. En esta tesitura, los
Estados no están ni competencial ni técnicamente preparados para esta nueva situación lo que,
a la postre, ha conducido a una merma de su autoridad. En efecto, ante esta situación, los
Estados tienen muchas dificultades para materializar en resultados concretos sus elaborados
planes económicos, sus políticas presupuestarias, pues los factores clave gozan de una libertad
de movimientos poco usual hasta la fecha que les permite eludir sin problemas los controles
estatales. Lo mismo se producen potentes flujos económicos sobre ciertos sectores de la
producción, como ejercen fuertes presiones sobre una moneda nacional o se fomenta el
contrabando generalizado. La alta tecnología en informática y comunicaciones ha facilitado
todos estos procesos: “no sólo la mayor movilidad de los factores de la producción sino la
conformación de una suerte de cultura masiva común de la cual hace parte la evidente
estandarización de las normas de consumo y la homogeneización de los principios
tecnológicos” (H. L. Moncayo 1996, 15). La mundialización de la economía está suponiendo,
de hecho, un ataque más a la soberanía estatal. Todo ello ha generado un cierto grado de
confusión sobre los nuevos fenómenos de las relaciones económicas internacionales, lo que se
traduce en lo que se conoce como “globalización”.
Pero, la globalización también ha venido acompañada con una fuerte tendencia a la
regionalización, es decir, a la formación de bloques regionales homogéneos en los cuales, en su
interior, se ha liberalizado la economía y el comercio, pero, a su vez, se encuentran protegidos
respecto a los flujos que provengan del exterior. De esta forma, los países que componen cada
bloque -Unión Europea y los viejos países del Este, el bloque americano, asiático- gozan de
ventajas en el comercio e, incluso, en el movimientos de capitales y personas cuando se
efectúan con países del mismo bloque mientras que levantan barreras aduaneras respecto a los
demás. Ahora bien, aunque pudiera parecer que esta tendencia obstaculiza el fenómeno
globalizador, más bien, ha acentuado la integración entre los Estados al fomentar el
establecimientos de nuevas relaciones económicas (Emmerij, 1993). Por un lado, ha
incorporado nuevos Estados a la economía mundial -países del Este, Asia, Africa- que, de otra
manera, quedarían al margen; por otro, se han abierto nuevas posibilidades a las relaciones
comerciales e, incluso, de cooperación tecnológica. Precisamente, este doble acoplamiento -de
los países en bloques económicos y de éstos entre sí- es el que ha acelerado el fenómeno
globalizador al permitir la total integración de las economías nacionales. El problema estriba
para aquéllos que no lo han intentado o han fracasado en el intento. Quien queda fuera de estas
estrategias, ya sea por carecer de materias primas, de interés económico o por no poder
engancharse, queda automáticamente marginado de cualquier flujo económico y condenado al
ostracismo.
Todavía más. Paralelamente a este proceso globalizador se ha producido también un
fenómeno paradójico y preocupante: el de la balcanización o fragmentación social y cultural
del mundo. En efecto, por un lado, las decisiones económicas y políticas a nivel planetario se
toman cada vez más de acuerdo a unos pocos intereses políticos y comerciales, normalmente,
privados y, por otro, paradójicamente, ante el debilitamiento del Estado nacional, son cada día
más habituales las manifestaciones violentas de nacionalismo, xenofobia y racismo, y de
fundamentalismo religioso como así lo prueban acontecimientos de la reciente historia
europea, como atestigua la experiencia yugoeslava. Difícilmente puede separarse la aparición
repentina de estos fenómenos de la desterritorialización de la toma de decisiones sobre
importantes medidas económicas y del ataque al Estado y a la soberanía nacional. Este tipo de
manifestaciones son, en realidad, el contrapunto a los procesos de progresiva integración de la
economía mundial (Faria 1996, 25; J. de Lucas 1996b, 19).
Pues bien, la globalización o, mejor, la internacionalización de las economías nacionales
y la uniformidad cultural evidente en todo el planeta son, ahora, un factor de primer orden en
el proceso de cumplimiento y aplicación de los convenios y pactos sobre derechos18. En efecto,
son continuas las quejas de los países en desarrollo, del Tercer Mundo o del Sur -como se
denomina hoy al mundo pobre frente al Norte, el mundo rico-, de que la globalización, a pesar
de lo que pudiera parecer, es un obstáculo casi insalvable en el desarrollo de los derechos.
Hasta la fecha, las políticas sobre los derechos eran de casi exclusiva responsabilidad de los
Estados en un contexto internacional articulado como un sistema interestatal en el que las
naciones interactuaban y subscribían sus pactos y tratados en condiciones de igualdad. Las
políticas sobre los derechos siempre eran consideradas como cuestiones internas. La
progresiva pérdida de soberanía de los Estados y, por tanto, el desmoronamiento del viejo
sistema de relaciones internacionales hizo crecer la esperanza de un cambio significativo al
emerger dos nuevas realidades: por un lado, la articulación de un consenso universal sobre los
derechos humanos como valor supremo y como regla de oro en el panorama internacional,
sobre todo, tras la aprobación de la Declaración Universal de 1948, y, por otro, la gestación de
una comunidad internacional integrada y capaz de construir un mundo justo y equitativo y, por
tanto, una comunidad con voluntad de exigir su cumplimiento (H. L. Moncayo 1996, 14). Para
algunos, el derrumbe del bloque socialista fue clave en este proceso, pues eran los principales
defensores, primero, de la separación y fractura entre los derechos civiles y políticos, de
inspiración individualista y burguesa, y los derechos sociales, de carácter colectivo. Y, además,
fueron quienes con ahínco defendieron la teoría de “la no intervención en los asuntos internos”
para impedir cualquier tipo de juicio y crítica al estado de los derechos civiles y políticos en
esos países. El derrumbe del bloque socialista y la aparición de un discurso sobre la
democracia y las condiciones de igualdad en el planeta hicieron crecer las esperanzas de un
nuevo estado de cosas y, sobre todo, que una comunidad internacional construida en torno a

18
En este contexto de mutaciones, surgió también la esperanza de que se formalizase una nueva estrategia en
favor de los derechos del hombre. Se trata de lo que en la literatura de los países en desarrollo se denomina
“condicionalidad”, es decir, el empleo de ciertas condiciones, de presiones hasta coactivas por parte de los
nuevos poderes en el ámbito internacional para que se restituya el el dominio de los derechos. O sea, que
aquellos Estados que en los foros internacionales mantienen un discurso pro derechos traspasen el límite de las
palabras para exigir su respeto a los gobernantes que los violan sistemáticamente. Estas serían “condiciones”
que se requieren sólo por el hecho de existan relaciones de cualquier tipo entre los Estados. En verdad, en los
países en desarrollo y, sobre todo, entre los organizaciones no gubernamentales, en el empleo de esta estrategia
suscitó la esperanza de que permitiese remover las políticas sobre los derechos en algunos Estados,
especialmente, en materia de derechos y libertades políticas. Pero, nada más lejos de la realidad. La
globalización y la construcción de un nuevo orden mundial se ha dirigido hacia vericuetos bien distintos. Las
condicionalidades se han dirigido más hacia la articulación de complejas relaciones comerciales que hacia el
cambio en las sistemáticas violaciones de derechos por parte de los gobernantes. Relaciones comerciales que
afectan a los países en desarrollo y, en particular, a sus obligaciones respecto al pago de la deuda externa que,
en principio, debieran involucrar a los Estados, pero, finalmente, recaen en los gobernados. En efecto, las
políticas económicas de ajuste marcadas por los organismos internacionales de clara inspiración neoliberal son,
a la postre, soportadas por los ciudadanos de esas naciones, en general, por los menos favorecidos, con lo que
no sólo la reforma política se hace inviable, sino también cualquier articulación de programas de bienestar
social. Estas palabras no pretenden colmar todo los perfiles del problema, sino tan sólo mostrar alguna de las
realidades surgidas con el nuevo orden mundial y que las políticas sobre los derechos en algunos países están
sometidas a una trama de condicionalidades que conforman un nudo gordiano difícil de romper.
las ideas de libertad, igualdad y justicia imprimiera un nuevo rumbo al panorama de los
derechos, impidiendo, en particular, sus constantes violaciones.
Con el paso del tiempo, esta expectativa se ha visto frustrada. Ciertamente, la imagen
del mundo está sometida a profundos cambios y se están construyendo nuevos espacios
político-institucionales a partir de los mismos Estados nacionales, pero ha emergido también
una nueva realidad que obscurece un tanto la esperanza utópica de un mundo más justo. Lo
que ha emergido es precisamente, con más claridad, desmoronada la periclitada política de
bloques, la realidad desnuda de un mundo “asimétrico y jerarquizado”, donde existen sólidas
relaciones de poder. El sueño de una comunidad internacional regida por los principios de la
democracia, articulada consensualmente entre todas las partes e inspirada en los valores de
libertad, igualdad y justicia no pasa, a todas luces, de eso: de ser un sueño ante una realidad
que cabezonamente insiste en mostrarnos lo contrario: relaciones de dominación de unos
Estados sobre otros a partir de vínculos económicos, enormes diferencias de todo tipo entre
naciones, el concepto de democracia usado según los intereses en juego y, sobre todo,
diferencias insalvables entre un tercio de la población mundial que posee y goza las tres cuartas
partes de la producción y riqueza del planeta y los otros dos tercios que apenas pasan de los
umbrales mínimos de pobreza. Y, sobre todo, el creciente poder y la ilimitada libertad de las
corporaciones supranacionales para actuar a su antojo, por supuesto, en contra de los Estados
nacionales, lo que ha tenido consecuencias notables. En efecto, la polarización entre el mundo
occidental y el bloque socialista ha dado paso a un mundo rico, formado por EEUU, Europa y
Japón, con relaciones entre ellos no siempre amistosas, y el resto del mundo, un mundo pobre,
que o bien intenta alcanzar un cierto desarrollo que lo equipare a los primeros o bien tiraron la
toalla hace tiempo.
No es éste el lugar más apropiado para analizar las causas que han dado lugar a este
nuevo panorama, ni tampoco la pluralidad de situaciones que se producen. Sí insistir en que
afecta muy directamente a la fortuna y éxito de los derechos humanos en el concierto mundial,
especialmente a la diferente intensidad de su eficacia19. Por supuesto, más o menos alta en el
nuevo núcleo de poder internacional y descendente a medida que se desciende en el pozo de la
pobreza de solemnidad. Y esto ha ocasionado situaciones harto paradójicas. Como, por
ejemplo, que se tolere y respete internacionalmente a un régimen autocrático, esto es, no

19
Y también ha afectado a la estabilidad y bienestar interna de los países ricos o del Primer Mundo. En efecto,
estos se tienen que enfrentar con un problema hasta hace pocas fechas impredecible. El Estado social, bajo la
inspiración keynesiana, entronizó el principio económico del pleno empleo como objetivo de las actuaciones
administrativas. Pues bien, en este contexto de crisis y pérdida de soberanía del Estado y la consiguiente
globalización de la economía y cultura mundial, en el seno de las sociedades opulentas ha aparecido el paro
estructural y, para asombro de sus ciudadanos, la extrema pobreza con los problemas de exclusión y de
solidaridad social que afecta, cada vez más, a importantes sectores de la población, lo que se llama el Cuarto
democrático, ya sea por su ubicación estratégica en ciertas zonas de influencia o interés
comercial, ya sea porque cumple con determinados parámetros económicos exigidos por los
organismos financieros internacionales -el FMI, el BMI-. O que regímenes formalmente
democráticos estén ahogados, y con ellos los ciudadanos que son los que soportan, en última
instancia, las medidas de ajuste, por el pago de la deuda externa.
Para la fortuna de los derechos del hombre, lo que se ha producido con la globalización
y el derrumbe del bloque socialista, es un doble fenómeno. Por un lado, una profundización en
la escisión existente entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales, económicos y
culturales. En efecto, en lugar de realizar una política que vincule y ate fuertemente a ambos
tipos de derechos, a pesar de lo reiteradamente afirmado por la ONU y otros organismos
internacionales, se ha ahondado en dicha cisura aún más dependiendo de los intereses en juego
en cada Estado. Y habría que añadir además que, en definitiva, la sujeción de las políticas
económicas de los países en desarrollo a los designios de los organismos financieros
internacionales ha producido, en general, un claro menoscabo en la realización de todos los
derechos humanos. Para los derechos de los habitantes de estos países, la realidad no deja
lugar a muchas dudas: “¿Cuál es el significado del derecho de propiedad si no disponen de
condiciones efectivas para llegar a ser propietarios? Del mismo modo, ¿cuál es el sentido del
derecho a la libre iniciativa si no disponen de tierras para cultivar? ¿qué representa el derecho a
la inviolabilidad del domicilio para aquéllos que, en las chabolas, en los guetos y en las
periferias, tienen sus barracas, chozas y casas invadidas por la policía y son detenidos son
orden judicial? ¿Cuál es el alcance del derecho a la libre expresión para quien no dispone de los
medios necesarios -educación básica, por ejemplo- para expresarse?... ¿Qué validez tienen los
textos constitucionales que conceden derechos imposibles de ser reconocidos o concretados,
por ausencia de normas reglamentarias destinadas a hacerlos eficaces en términos tanto
formales como materiales?” (Faria 1996, 35). Los programas de ajuste auspiciados por el FMI
para el pago de la deuda externa ha supuesto para los países en desarrollo el desvío de ingentes
cantidades de su PIB a los países en desarrollo, la pérdida de la capacidad adquisitiva de las
capas medias y, sobre todo, el desmantelamiento de las políticas y servicios sociales.
Por otro lado, ha surgido una creciente sensibilización hacia ciertos bienes afectados
por ciertas políticas imperialistas que subyacen al mecanismo del libre comercio. Este nuevo
interés es el que está en el seno de los llamados derechos de la tercera generación. He ahí la
emergencia de movimientos sociales a nivel planetario preocupados por un supuesto derecho
al medio ambiente, ligado a la violación natural del Amazonas, la capa de ozono, etc., o el
derecho a la paz, el derecho al desarrollo, el derecho al patrimonio mundial, entre otros.

Mundo. Las nuevas políticas neoliberales, inspiradoras de los fenómenos globalizadores, no son ajenas, en los
Precisamente, es éste un fenómeno que ha traspasado las barreras tradicionales de la política
nacional e internacional al surgir de forma espontánea en muchos países a la vez y al articular
de esta forma algo así como una red de redes a escala planetaria.
Al mismo tiempo, la globalización y la regionalización ha producido otro tipo de
efectos perversos no menos importantes a los ya citados y que se presentan en las sociedades
ricas ante la displicencia, silencio cómplice o, incluso, actitud activa de sus ciudadanos. La
globalización ha aumentado el atractivo de zonas económicas como la Unión Europea para
quienes malviven en otras áreas y desean iguales condiciones de bienestar, lo que ha producido
el incremento de desplazamientos de población, una mayor inmigración hacia estos países. A
su vez, la respuesta de los ciudadanos europeos y de sus dirigentes ha sido el “endurecimiento
de las políticas de la Unión Europea (en realidad, de los Estados miembros) respecto a la
inmigración, al refugio y al asilo, y el recorte en los derechos de los extranjeros, es decir, de
los no comunitarios” (J. de Lucas 1996b, 17). Y, aún más, la aparición de rebrotes de racismo
y xenofobia, de exclusión insolidaria. Lo que no es sino otra manifestación contraria a los
derechos humanos producto de los fenómenos globalizadores. En verdad, son muchos las
nuevas realidades y los nuevos problermas que les afectan directamente.

1.4.- Controversias sobre los derechos humanos.

La realidad de los derechos del hombre hoy no es una realidad pacífica. A la vista de lo
anterior, puede colegirse la multitud de dificultades por la que ha atravesado y atraviesa la
historia de su reconocimiento y de su aplicación, y las nuevas realidades que les asaltan por el
influjo de la magnitud de las transformaciones que están hoy en marcha. En lo que sigue,
pretendo hacer una lista de alguna de las controversias más importantes. Algunas han salido ya
en las páginas anteriores y con otras se trata de anticipar alguno de los asuntos a exponer
después:

1.- Una primera controversia afecta al estatuto de los derechos civiles y políticos y de
los derechos económicos, sociales y culturales. En efecto, con la Declaración Universal y los
textos internacionales que la han complementado, se ha consolidado, a nivel académico y en la
esfera internacional, una concepción que distingue entre los dos principales grupos de

últimos tiempos, a la falta de resolución de este problema estructural.


derechos citados. Parece que existen sólidos argumentos para que así sea que aquí sólo
mencionaré de pasada. Un primer argumento es histórico y pone de relevancia el diferente
momento del surgimiento de unos y otros -las batallas por la libertad contra al Antiguo
Régimen, unos, y por la igualdad en el Estado liberal, otros-, así como la diferente inspiración
ideológica -individualista, unos, y socialista, otros-. También se menciona el diferente
contenido y, especialmente, las distintas obligaciones derivadas para el Estado: en un caso la
abstención, en otro, la decisión y ejecución de medidas concretas. Especialmente, se arguye en
favor del diferente estatuto entre ambos el hecho que las propias Naciones Unidas
establecieron esa dicotomía al separar en dos Pactos de derechos aquéllos que inicialmente
aparecían comprendidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos. En efecto, en
1966 la Asamblea aprobó dos Pactos que sentenciaba la diferente índole entrambos: un Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos y otro Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales. Esta división parece haber influido decisivamente en el
establecimiento de una jerarquía entre los dos grupos. Incluso, se arguye que la redacción de
cada uno de los Pactos consolidó de forma sutil dicha separación utilizando formas retóricas
distintas (D. Turk 1993, 113).
No es éste el momento de desarrollar todos los extremos de esta controversia. Quizá
traer a colación que, en más de una ocasión, la Asamblea de las Naciones Unidas y otros
organismos vinculados a la misma han declarado la interdepencia entre ambos grupos de
derechos: su necesaria indisolubilidad. Incluso, en algunos de sus principales documentos,
representantes de este organismo internacional han llegado a mantener la tesis de que la
realización de los derechos económicos, sociales y culturales es una condición para la
realización de los derechos civiles y políticos (D. Turk 1993, 113). Puede citarse, entre los
documentos más emblemáticos, a la Proclamación de Teherán en la que se recoge la tesis de
que los derechos humanos son indivisibles y de que “la realización de los derechos civiles y
políticos sin el goce de los derechos económicos, sociales y culturales resulta imposible. La
consecución de un progreso duradero en la aplicación de los derechos humanos depende de
unas buenas y eficaces políticas nacionales e internacionales de desarrollo económico y social”.
Igualmente en la Declaración sobre el derecho al desarrollo, aprobada por la Asamblea General
el 4 de diciembre de 1986, se recoge en el artículo 6: “Todos los derechos humanos y las
libertades fundamentales son indivisibles e interdependientes; debe darse igual atención y
urgente consideración a la aplicación, promoción y protección de los derechos civiles,
políticos, económicos, sociales y culturales”. Para el área de América Latina, especialmente
sensible a esta cuestión, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, organización
regional sobre derechos humanos dependiente de la Organización de los Estados Americanos,
el informe anual de 1993 recoge la siguiente declaración: “La Comisión siempre ha reconocido
la relación orgánica entre la violación de los derechos a la seguridad física, por una parte, y la
negación de los derechos económicos y sociales y la supresión de la participación política.
Toda distinción que se establezca entre los derechos civiles y políticos y los derechos
económicos, sociales y culturales constituye una formulación categorizante que se aparta de la
promoción y garantía de los derechos humanos”. Sirvan estos textos y declaraciones como
testimonio de la tensión y controversia sobre el diferente estatuto de unos derechos y de otros.
En otro momento, tendremos la oportunidad de detallar y completar otros aspectos del debate.

2.- Una segunda controversia pone de manifiesto, en palabras de Bobbio, que “una
cosa es la historia de los derechos del hombre, de derechos siempre nuevos y siempre más
extensos, y justificarlos con argumentos persuasivos, y otra es asegurarles una protección
efectiva” (Bobbio 1991, 111). En efecto, en las primeras formulaciones, aparece con claridad
la diferencia entre la historia de la fundamentación de unos derechos y su positivación
posterior y, en particular, la articulación de mecanismos de protección. Con el tiempo, esa
cisura es más evidente; sobre todo, con las nuevas categorías de derechos. De hecho, los
niveles de protección no pueden ser los mismos para los derechos civiles y políticos que para
los derechos sociales. Los derechos sociales siempre son más difíciles de proteger que los
derechos civiles y políticos. En los Estados de Derecho se han establecido mecanismos de
amparo especiales para la protección de los derechos, pero el éxito de los mismos suele ser
dispar dado el diferente objeto de su regulación. En particular, dado el contenido monetario de
los derecho sociales, éstos son siempre más difíciles de proteger. Si, además, consideramos el
plano internacional, es fácil observar que las dificultades aumentan: “Todos sabemos que bien,
por otra parte, que la protección internacional es más difícil que la del Derecho interno, en
particular en un Estado de Derecho” (Ibídem).
Ahora bien, esta discusión tiene su corolario en el problema de la eficacia de los
derechos, en el problema de su realización. Es ésta ya una cuestión que, de por sí, tiene la
suficiente enjundia como para considerarla como una controversia realmente de interés.
Realmente, los estudios sobre la realización de los derechos muestran, en muchas ocasiones,
un panorama decepcionante y desolador en el que puede incluirse también a los derechos
civiles y políticos. Países cuya Constitución recoge entre sus capítulos un listado extenso de
los derechos y se protege a través de los mecanismos más modernos, paradójicamente, son el
ejemplo paradigmático de falta de realización por la ausencia de voluntad política. Puede
citarse el caso de Colombia. En 1991, la Asamblea Constituyente aprobó una Constitución que
pasa por ser de las más avanzadas y como forma de resolución de los tremendos problemas de
convivencia nacional. La situación final es desoladora ante la falta de voluntad política por
ejecutar sus mandatos. De hecho, el panorama no ha mejorado demasiado. Pero pensemos en
los casos de torturas, desapariciones forzadas, genocidios, inmigrados o refugiados por motivo
de guerras, situación de los menores, etc. El panorama en la esfera internacional no es mejor
que el que presentan algunos Estados en particular. Con razón, hay que aceptar sin tapujos la
opinión de Bobbio de “se podrían multiplicar los ejemplos del contraste entre las solemnes
declaraciones y su realización, entre la grandiosidad de las promesas y la miseria de los
cumplimientos” (Ibídem). En el caso de los derechos sociales, la “miseria de los
cumplimientos” es más llamativa. Es un caso aparte en el que confluyen la ineficacia de las
declaraciones internacionales con la realidad de las políticas de los organismos financieros y la
voluntad de las multinacionales.

3.- Otro aspecto controvertido de los derechos del hombre en la actualidad reside en su
creciente proliferación, a la que ya he hecho mención. En efecto, el paso de los derechos
fundados en el hombre genérico a los derechos específicos ha supuesto un aumento
considerable en el elenco de los derechos reivindicados en la categoría de derechos del
hombre. Por ejemplo, los derechos de los niños, derechos de minorías, derechos de la tercera
edad, etc. Pero es que podemos imaginar un listado aún mayor si pensamos que se ha llegado a
tal situación en la que cualquier bien es susceptible de ser protegido sencillamente con que
alguien lo desee. Es éste un panorama que empieza a ser habitual en las sociedades del
bienestar. Por ello, si bien, en principio, el cambio es positivo, es decir, el abandono del
concepto de hombre abstracto como referente en favor de un hombre empírico inmerso en
situaciones concretas, lo cierto es que ha conducido a un desarrollo excesivo de los derechos
protegibles. A este propósito, no es de menor importancia la consideración de que a cuantos
más derechos y, en particular, cuantos más derechos específicos, más dificultades para su
realización. No obstante, la controversia está ahí: entre quienes restringen las categorías de
derechos y quienes aceptan su progresivo aumento.

4.- Por último, las diferentes situaciones de los derechos ha originado otra controversia
no menos estimulante: la de si los derechos humanos son realmente universales tal y como se
proclama en la Declaración Universal de Derechos Humanos o si, por el contrario, son de
naturaleza relativa. El debate moral entre universalismo y relativismo se proyecta sobre el
fundamento de los derechos. En efecto, el planeta tiene hoy por hoy un nutrido elenco de
textos normativos que especifican los derechos y libertades fundamentales que corresponden a
cada individuo de la tierra con independencia de la nación a la que pertenezcan y que, además,
vinculan a los Estados o, por lo menos, que implican ciertas autolimitaciones al poder político.
La universalidad de los derechos vendría avalada para algunos, en primer lugar, porque son en
la actualidad expresión y continuación de los viejos derechos naturales y, por tanto, su causa
última residiría en su contenido moral. Además, se considera que al estar recogidos en la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre y en cada uno de los Pactos constituirían
criterios universales que deberían ser válidos para los Estados y deberían ser sus beneficiarios
todos los habitantes del planeta.
En contra de esta pretensión, se alega que, incluso en los países más homogéneos
cultural y políticamente, como es Europa, su interpretación y aplicación es muy dispar. No es
posible encontrar puntos de vista muy semejantes entre los órganos encargados por supervisar
la aplicación de los derechos. Parece, a todas luces, que la universalidad de los derechos es un
mito irrealizable. “Que la observancia de los derechos humanos es muy diferente en los
distintos países, es un hecho que nadie puede negar: en ciertos Estados asistimos a gravísimas
violaciones, mientras que en otros la ‘tasa’ de incumplimiento es mucho menor” (Cassese
1993, 61). Por ello, la actitud actual es más conformista: reconociendo la diferencia en la
interpretación o aplicación de los derechos, se trata de ver si entre los Estados heterogéneos
“convergen, de alguna manera, sobre los puntos cruciales de la materias”.
No obstante, todos estos comentarios referidos a una compleja realidad tienen que ser
un acicate para el debate. Un debate sobre la recuperación y la recomposición del proyecto de
universalidad de los derechos en el cual se contemple también la riqueza de las situaciones, la
heterogeneidad de identidades y que recoja el pluralismo cultural y que utilice las vías
democráticas como plataforma de discusión y solución de muchos de los problemas actuales.

1.5.- Los derechos humanos, ¿una nueva ética social para el siglo XXI?

Para finalizar este capítulo inicial, algunas consideraciones sobre la proyección de los
derechos del hombre en la sociedad actual y futura. Alguno de los comentarios anteriores
puede inducir a una cierta frustración sobre la fortuna de los derechos, pero nada más lejos de
la realidad. Se trata ahora de abrir una sólida expectativa de futuro para su justificación.
Ciertamente, la situación no es muy halagüeña a la vista de las solemnes declaraciones emitidas
en los foros internacionales y aparecidas en los tratados y de los reiterados incumplimientos, o
de la situación de desesperación en la que viven muchas de las personas del planeta. Quien
eche un vistazo al panorama internacional y a la realidad de los derechos en algunas zonas
geográficas, confirmará esta opinión. Lo mismo sucede si se miran las estadísticas sobre el
hambre, las enfermedades y, en general, por la población afectada por las carencias de una
mínimas condiciones de vida. Lógicamente pudiera parecer normal la emergencia de un
sentimiento de dejación y abandono. El deterioro en muchas partes del planeta de los derechos
e incluso de las libertades públicas puede poner en cuestión, en última instancia, la estructura
de valores que los sustenta. Hay quien, en base a estas consideraciones y de las
transformaciones del orden mundial, habla de “crisis civilizatoria” o de “crisis de valores” de la
sociedad occidental aludiendo así al trasfondo cultural, casi apocalíptico, que quedaría
ilustrado de dicha crisis.
En efecto, son muchos los casos que aparecen reflejados en los informes de
organizaciones internacionales, gubernamentales y no gubernamentales, que atestiguan esa
opinión. En todo caso, no hay más que observar muchas de las noticias que aparecen en los
medios de comunicación. De ahí que no extrañe que surja la pregunta sobre la utilidad de los
derechos humanos en el mundo actual. ¿Para qué sirven las declaraciones e instrumentos
internacionales en los que se recogen las diferentes categorías de derechos y que inspiran la
regulaciones jurídicas nacionales?
Pese a todo, no obstante, no puede eludirse la fuerza transformadora que han tenido los
derechos en la historia de la humanidad y que sigue teniendo en el presente. En efecto, aún
hoy, los derechos siguen siendo un instrumento reformador de la vida en muchos países. La
Declaración Universal y los instrumentos jurídicos internacionales constituyen una referencia
constante en la actualización de las estructuras sociales y políticas y en la propuesta de mejora
de las condiciones de vida. Ni que decir tiene que este referente cobra una especial
importancia, sobre todo, en aquellas zonas geográficas donde no se encuentran reconocidos las
libertades públicas y los derechos civiles y políticos. Los defensores de los derechos en países
del Tercer Mundo reivindican constantemente la articulación de mecanismos que doten de
normatividad a esos textos internacionales e insistentemente piden a los organismos
internacionales medios para su aplicación a la realidad de cada país. López Calera ha puntado
precisamente como exponente de la “naturaleza dialéctica” de los derechos su carácter
utópico, el que “nunca se realizarán plenamente, pero siempre serán factores reales que
colaborarán o servirán al logro de unas situaciones reales más justas. Los derechos humanos
no son, a pesar de todo, ‘retórica vacía” (López Calera 1990, p. 82-83). No lo fueron en el
decurso histórico, ni en el presente, ni lo serán en el futuro. Desde los países en desarrollo,
también se insiste en el carácter utópico antes mencionado como expresión “del desafío para la
universalización y para la efectividad de los derechos humanos” (Farias 1996, 42).
En fín, un autor con la impronta y experiencia como Cassese ha señalado la impronta
moral que fundamenta la virtualidad y vigencia de los derechos en el mundo actual: “¿Cómo
han de entenderse, entonces, los derechos humanos? Como un nuevo ethos, como una
importantísima preceptística humanitaria y laica, despejada de mitos pero también inspirada
en las grandes ideas de las religiones tradicionales (de Oriente y de Occidente), reforzada por
las vigorosas aportaciones del pensamiento filosófico occidental. Este nuevo ethos laico
también ha dado vida a una poderosa construcción de ingeniería social. Se trata de
innovaciones que se ha introducido -préstese atención- a nivel universal. Se han tratado de fijar
algunos cánones generales de conducta, que deberían valer para todo el mundo: para cinco mil
millones de seres humanos... Dichos cánones establecen qué espacios de libertad deben dejar
los aparatos estatales a los individuos; dentro de qué límites es admisible comprimir, en ciertas
circunstancias, dichos espacios; qué características han de revestir las estructuras estatales para
resultar conformes con los estándares aceptables en el mundo; qué acciones positivas han de
emprender los Estados para permitir el autogobierno, permitir que los pueblos actúen en
ciertas elecciones fundamentales, suprimir las desigualdades sociales, poner a los más
desposeídos en condiciones de alcanzar un nivel de bienestar suficiente. Los derechos
humanos, por lo tanto, se basan en un generoso deseo de unificar el mundo prescribiendo
ciertas líneas directrices que todas las estructuras gubernativas deberían observar. Constituyen
el intento de indicar los valores (el respeto a la dignidad de la persona humana) y los
disvalores (la negación de aquella dignidad) que todos los Estados deberían asumir como
criterios de discriminación en sus acciones. En una palabra: los derechos humanos constituyen
el moderno intento de introducir la razón en la historia del mundo” ( Cassese 1993, 228).
Capítulo 2

Origen histórico y primeras formulaciones de los derechos


humanos

2.1.- Origen de los derechos humanos.

A la vista del decurso histórico que transcurre desde la modernidad hasta el momento
presente, parece bastante claro que es posible delimitar el conjunto de secuencias que,
encabalgándose una detrás de otra, ha conducido hasta la aprobación de la Declaración
Universal de Derechos Humanos en 1948 y que, incluso, se ha proyectado también sobre su
estado actual. Con la precisión de que esta evolución no debe entenderse de una forma
mecánica o causal, sino como expresión de la interacción entre teoría y práctica, entre
necesidades reales y reflexión, que, en definitiva, se manifiesta en la lucha por su positivación y
protección20. Una exposición demasiado lineal de este desarrollo, creo, no capta el sentido
profundo de los avances producidos en la teoría de los derechos: las discusiones filosóficas y
políticas, los momentos más cruciales de su historia -muchos de ellos, de tensión
revolucionaria-, los cambios económicos y sociales, sus relecturas y sus reformulaciones, la
lucha por la igualdad, los nuevos retos de los derechos, y un largo etcétera. La historia de los
derechos, desde sus orígenes, está hecha de recovecos y pliegues, de intersticios, que no se
ajustan a una trayectoria lineal21. Tratar de delinear estos momentos corre el riesgo de dejar en
el tintero buena parte de su riqueza.

20
Una de las sugerentes aportaciones del prof. Peces-Barba consiste en un estudio del proceso de evolución de
los derechos: a.- proceso de positivación, es decir, el paso de la discusión filosofíca al ordenamiento jurídico,
del Derecho natural al Derecho positivo; b.- proceso de generalización, es decir, la extensión del
reconocimiento y protección de los derechos de una clase a todos los miembros de una comunidad como
consecuencia de la lucha por la igualdad real; c.- proceso de internacionalización, todavía en la actualidad en
fase embrionaria, y que implica el intento porque los derechos naturales adquieran “una validez jurídica
universal, por encima de las fronteras y que abarque a toda la Comunidad Internacional”; d.- por último,
proceso de especificación, por el que se rompe el modelo universalista, racional y abstracto, y se tiende a
considerar a las personas en su situación concreta para atribuirle determinados derechos como niño, como
anciano, como mujer, como administrado, como consumidor, etc. Sin duda, es ésta una muy interesante visión
de la evolución de los derechos siempre que se tenga en cuenta la multiplicidad de realidades y las
interacciones existentes entre los diferentes procesos. Vid. Peces-Barba (1991), pp. 134-173. No obstante, ya
había esbozado estas ideas en un trabajo anterior “Sobre el puesto de la Historia en el concepto d los derechos
fundamentales”. Al optar aquí por un enfoque más histórico de la cuestión, parece que el autor no ha caído en
alguna de las rigideces presente en su exposición ulterior. Vid. Peces-Barba (1986-87), pp. 229 y ss.
21
Tiene razón López Calera cuando dice que “la propia estructuración histórica (conceptual y real) de los
derechos humanos pone de relieve un complejo de afirmaciones y negaciones, de alternativas diversas y
El primer momento, por supuesto, lo constituyen las primeras y diferentes formulaciones
filosóficas que tienen lugar desde el siglo XVII y XVIII. Pero, éstas no se entienden, a su vez,
sin la lectura que los actores hacen de los cambios que se producen en el tránsito a la
modernidad y en la historia reciente de la que son espectadores: de los momentos
revolucionarios, de sus actitudes ante los derechos naturales y, por último, de su plasmación en
las declaraciones de derechos que produjeron las revoluciones22. Pues, como ha manifestado
Goyard-Fabre, no se puede olvidar en un estudio sobre el origen de los derechos del hombre,
so capa de esbozar un análisis poco atinado, la interacción producida entre los acontecimientos
históricos de ese período y la permanentes reflexión sobre los mismos por quienes eran sus
testigos y que elaboraron las primeras formulaciones teóricas sobre los mismos: “si bien el
nacimiento de los derechos del hombre corresponde al desarrollo filosófico del pensamiento
moderno, ésta se inscribe también y sobre todo dentro del contexto histórico concreto en el
que se quebrantan los cimientos teóricos de lo que pronto se llamará <l’Ancien Régime>.
Filosofía e historia se prestan un mutuo apoyo en la emancipación y promoción del hombre”
(Goyard-Fabre en Sauca 1994, 24)23.
Por lo pronto, puede rastrearse la paternidad de los derechos en las teorías
iusnaturalistas racionalistas. En efecto, Grocio, primer formulador de los principios de la
Escuela de Derecho natural racionalista, y Pufendorf dejarán ya a finales del siglo XVII bien
codificada la teoría de los derechos naturales y pudiera decirse que su influencia se plasma en
las revoluciones posteriores. La revolución inglesa, mejor debiera decirse ‘revoluciones’, tiene
su propia historia y su propia plasmación jurídica. La visión de los derechos se plasmará en
varios documentos: “Petition of rights” (1628), el acta de “Habeas Corpus” (1679), el “Bill of
Rights” (1689) y el “Act of Settlement” (1701). Su mentor e ideólogo será, sin embargo, J.
Locke, quien hizo una interesante relectura de los autores anteriores. Y estos autores, así

contradictorias, de carácter ético, político y jurídico. Se debe reconocer, pues, que no hay una historia lineal de
los derechos humanos, sino una historia de contradicciones. Hágase lo que se haga, piénsese lo que se piense,
el mundo de los derechos humanos es un lugar lleno de contradicciones. Parece como si cualquier concepto o
realización de los derechos humanos tropezara con contradicciones insalvables y constitutivas, cualesquiera que
sea el sentido que se quiera dar al concepto o a la realidad que se denomina ‘derechos humanos”. López Calera
(1990), p. 73.
22
Buena parte de la justificación del surgimiento de las teorías sobre los derechos está relacionada con la
reacción los factores económicos, sociales, políticos y culturales del momento: los conflictos por la religión y la
exigencia de tolerancia y una mayor libertad religiosa, la reacción contra el poder absoluto y la defensa del
establecimiento de límites y, finalmente, el esfuerzo por superar las altas cotas de barbarie e inhumanidad del
derecho penal. Vid. Peces-Barba (1986-87), pp. 231.
23
La reflexión sobre los derechos del hombre o derechos naturales no surge de repente, ni en el aire ni por
inspiración divina. Como me ha precisado el prof. E. Garzón Valdés siguiendo una máxima humeana, una cosa
es la aparición de una idea, en este caso, de los derechos del hombre, y otra la forma o formulación concreta
que cobra en un momento determinado. Y, en efecto, la idea de los derechos puede rastrearse varios siglos
antes de la modernidad, incluso, en la cultura y la filosofía griega -Antígona, Sócrates- y así permanece y
evoluciona hasta que la confluencia de determinados hechos históricos, así como un sociedad sujeta a
profundas transformaciones económicas, políticas y religiosas, produjo las primeras formulaciones de derechos.
La idea estaba ya, pero cobró una concreta forma que modificó las estructuras de poder de la época.
como los textos anteriores que concretaban las libertades inglesas serán reinterpretadas, a la
luz de la influencia de la religión puritana, por los colonos americanos cuando se independicen
de la metrópoli. Su particular lectura aparece reflejada en la Declaración de Independencia y en
los textos que cada Estado confeccionará. El conjunto de ideas sobre los derechos que estaba
en el ambiente de la época se sintetizarán, en particular, en un texto que, desde entonces,
cobrará una especial importancia: la Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia de
1776, que sólo se verá eclipsada por la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano,
de 26 de agosto de 1789, producto de la Revolución de francesa del mismo año. Para
entonces, ya son muchas las formulaciones sobre los derechos, muchos los autores interesados
de la Ilustración -por supuesto, Hobbes, Montesquieau, Voltaire, Rousseau, y un largo
etcétera- y muchas las declaraciones que los han reconocido. Parece que la Declaración
francesa catalizará todas esas tendencias que se manifestarán en ese texto que es, hoy por hoy,
un hito en la historia de los derechos.
En particular, interesa, para comprender el fenómeno de los derechos, un breve repaso a
la postura de los siguientes autores: H. Grocio y S. Pufendorf, J. Locke, y J. J. Rousseau24.
Además, la versión final que será realizada por Kant, testigo de excepción de la Revolución y
de la elaboración de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Por supuesto
con estos nombres no se colma la lista de autores representativos, con sus diferencias y
variaciones, de una filosofía de los derechos humanos, pero los citados, de alguna manera,
forman la primera avanzadilla de los teóricos modernos de los derechos.

2.1.1.- Los derechos en la Escuela de Derecho natural racionalista: H. Grocio (1583-1645) y


S. Pufendorf (1632-1694) 25.

Los representantes de la Escuela de Derecho natural racionalista figuran en la historia de


las ideas como los primeros que formularon el concepto moderno de derechos humanos. Por
supuesto, pueden rastrearse referencias anteriores, entre las que hay que citar a la Escolástica
española, luego reinterpretada por Grocio. Con esta salvedad, suele considerarse que la
corriente iusnaturalista tiene el alto honor de articular una teoría de los derechos como
derechos naturales plenamente moderna y con afán renovador de la vida social y política. El

24
La literatura sobre el origen y desarrollo de la teoría sobre los derechos del hombre es muy numerosa. A
título de ejemplo puede verse Bobbio (1991), Haarscher (1991), Peces-Barba (1993).
25
Creo oportuno volver a llamar la atención al lector sobre lo expuesto en la nota anterior sobre la relación
entre aparición de una “idea” y la concreta “formulación” que ésta puede cobrar en cada época y cómo se
plasmó en la teoría de los derechos naturales y en la historia de los siglos XVII y XVIII.
contexto en el que escribe Grocio no es para menos. La guerra de los Países Bajos contra el
Rey de España o las “guerras de religión” tuvieron efectos devastadores en la situación
europea general. Fue lo que movió a Grocio a buscar un marco en el que pudieran convivir
personas de diferentes religiones sin enfrentamientos, en el que cupiera la tolerancia como
regla básica. Lo encontró en y a través de la razón, y en la defensa del Derecho como producto
de la razón y, por lo tanto, ajeno a las batallas religiosas y políticas. Este Derecho será tanto
Derecho natural como Derecho de gentes y, por encima de todo, Derecho racional.
Lo que nos importa de Grocio para una explicación de los derechos humanos reside en:
1.- Reconocimiento del principio metodológico de la razón como principio básico sobre el que
construir su Derecho natural y de gentes. El Derecho natural será expresión del Derecho de la
razón. Y ésta es entendida como facultad intelectiva del ser humano que le permite
comprender y conocer el mundo. 2.- El Derecho natural tiene que ser construido por la razón
aun incluso bajo la hipótesis de que Dios no existiera, como condición imprescindible para que
cumpla sus cometido social y político. Así será un Derecho universal, inmutable e inviolable.
3.- El axioma básico, que es descubierto por la razón y sobre el que se construye ese Derecho
natural, es la sociabilidad, el instinto que conduce al hombre a vivir en una comunidad pacífica
y racionalmente ordenada. 4.- De forma que los hombres tienden siempre a vivir en sociedad y,
por tanto, a someterse a una autoridad común. 5.- Finalmente, el Derecho, y especialmente el
derecho de propiedad, deriva de la naturaleza sociable del ser humano.
A través de estas ideas, Grocio sienta las bases de la posterior argumentación
iusnaturalista sobre la sociedad y los derechos. Su objetivo es, entre otras cosas, articular una
sociedad nacional e internacional basada en el principio de tolerancia, es decir, en el principio
de la libertad religiosa como criterio básico de cualquier tipo de convivencia. La referencia a la
sociabilidad, como expresión de la racionalidad de la naturaleza humana, no es otra cosa que la
manifestación de la reivindicación de una sociedad basada en la libertad natural de los
individuos y en el deseo de que cada uno pueda disfrutar de su culto y creencias libremente.
Asienta así un primer concepto de libertad humana. También es de reseñar su insistencia en
mostrar que el derecho natural garantiza la propiedad como expresión genuina de la voluntad
humana y pilar de la sociedad y del poder político (Grocio 1987, 54).
Las aportaciones de Grocio serán reformuladas por Pufendorf y adquirirán una
propaganda que trascenderá las fronteras continentales europeas para ser un referente tanto de
la revolución inglesa como de la americana. Y Pufendorf lo hará sin grandes genialidades, pero
sí con sobriedad, inteligencia y perseverancia. “La principal obra jurídica de Samuel Pufendorf,
su Derecho natural y de gentes (De iure naturae et gentium libri acto) -1672-, aparece en una
de esas etapas fructíferas de la historia del espíritu, en las que el desarrollo de las ideas ha
llegado a una situación decisiva, y en la que, por ello, nacen las fuerzas motoras de una época
nueva” (Welzel 1977, 133). En efecto, su obra tiene el mérito de aunar las cuestiones cruciales
planteadas y las diversas tendencias existentes en el pensamiento de la época, es decir, la
formación de la sociedad y el papel del Derecho y la tensión entre el egoísmo de Hobbes y la
sociabilidad de Grocio. Y lo hizo partiendo de una aportación de primer orden: la separación
entre el mundo físico y el mundo moral, entre los entia physica y entia moralia. Tras esta
separación, cuyos argumentos no es posible relatar aquí, se encuentra una profundización en
las leyes naturales que rigen del mundo social que, especialmente, incidirán en la teoría del
derecho natural como derecho universal, inmutable e inviolable26.
El concepto fundamental del mundo moral en el enfoque de Pufendorf es la noción de
libertad humana concebida al margen del determinismo de la naturaleza física. En efecto, en
una visión novedosa para la época, el concepto de libertad deja de depender de la visión causal
de los movimientos físicos del cuerpos imaginado como una máquina. La libertad deja de ser
mecanicista para entrar en el ámbito de la acción humana, es decir, en la esfera de la
multiformidad, de la variedad y pluralidad. Deja de ser dominada por las rígidas reglas físicas
para regirse por reglas morales. Esta distinción marcará de forma indeleble el desarrollo
posterior de la Filosofía del Derecho y abrirá nuevas vías de comprensión del ser humano del
que el mismo Pufendorf será precursor.
En efecto, a partir de esta premisa desarrollará la concepción de Grocio del ser humano
como ser sociable. Pero, en Pufendorf, el punto de partida de toda construcción social es la
imbecilitas, el desamparo natural del hombre que tiene la virtualidad de conducirle por el
camino de la sociabilidad: pues ésta es la única forma de solventar su natural desprotección.
Sociabilidad, es decir, la necesidad de vivir en sociedad y no, como en Grocio, el instinto o
tendencia natural sociable. Pero, la sociabilidad es ya una nueva situación del hombre, un
nuevo estado que anticipa las futuras versiones de los autores del XVIII acerca del estado
social y que requerirá de la figura del contrato social como hipótesis mágica que permite
construir un puente entre naturaleza y sociedad.
Como afirma Welzel, el fundamento primordial de esta nueva concepción del Derecho
natural es la “definición del hombre como un ser moralmente libre”. Pufendorf aprovecha su
concepto de sociabilidad para desarrollar su tesis de que los hombres son libres e iguales por
naturaleza. Es la misma dignidad de la naturaleza humana la que justifica esta situación de
libertad e igualdad entre los hombres. Entiende por dignidad la cualidad ética que diferencia a
los hombres de los animales y que les hace iguales entre sí. Es de reseñar la fuerza
revolucionaria de esta idea de libertad e igualdad entre los hombres fundada en razones éticas

26
Vid. Peces-Barba (1993), pp. 41-46.
y en una sociedad esclavista y sumamente desigualitaria como es la estamental del XVII.
Precisamente, éste será un poderoso argumento en los sucesivos movimientos políticos de esa
época. “La idea de la dignidad humana, fundada en la libertad ética, se halla en el centro del
sistema e Derecho natural de Pufendorf. Esta idea llena la noción de sociabilidad con
contenido propio, determina el juicio de todas las relaciones jurídicas en el sistema de
Pufendorf, y por la fuerza ética de su exposición, encendió y robusteció los corazones de los
contemporáneos y de las generaciones sucesivas en la lucha por los derechos del hombre...
Pufendorf es el primero que, antes de Kant, expresará con palabras tan impresionantes la idea
de la dignidad del hombre como ser éticamente libre, haciendo de ella el soporte de todo su
sistema de Derecho natural y deduciendo también de ella la noción de los derechos del hombre
y de la libertad, que determinará el curso del siglo siguiente” (Welzel 1977, 146). Pufendorf,
profesor y preceptor de príncipes, ejerciendo a cien años de distancia una influencia decisiva en
las declaraciones de derechos, en particular en la americana (M. Thomann 1995, 88).

2.1.2.- La teoría de los derechos naturales de J. Locke.

Las enseñanzas de Grocio y Pufendorf sobre la dignidad y los derechos del hombre
alcanzaron un amplio eco en el ámbito ideológico y político anglosajón -en Inglaterra y las
colonias americanas- gracias a la relectura realizada por J. Locke, quien llevó una agitada vida
en plena época revolucionaria, lo que le impulsó, sin duda, a una fecunda biografía intelectual.
En efecto, cuando Locke regresa a Londres después del triunfo de la revolución “La
Gloriosa”, llevaba debajo del brazo el manuscrito de dos trabajos que, al poco tiempo, le van a
dar una considerable fama en la isla y, tras la propaganda de autores como Voltaire, también
en Europa. Uno de ellos es Un Ensayo sobre el Entendimiento Humano, que le reputaría una
enorme fama en el panorama filosófico; el segundo lleva el título Dos Tratados sobre el
Gobierno civil, del que interesa, sobre todo, el segundo de los textos. Ambos fueron
publicados en 1690 y, hasta esa fecha, no pudo llevarlos a la imprenta debido a su agitada vida
política y, sobre todo, por su amistad con lord Ashley, conde de Shaftesbury, fundador del
partido whig, impulsor de dicha Revolución. Precisamente, por esta relación, es una opinión
extendida que la obra de Locke pudo influir ideológicamente en el desarrollo de los
acontecimientos, aunque su publicación es posterior. Lo que sí parece claro es que sirvió de
fundamento ideológico al partido triunfante.
¿Qué aspectos de la teoría de Locke pudieron resultar interesantes para los triunfadores
del movimiento revolucionario? El que Locke fuera un claro formulador de una teoría de los
derechos naturales utilizando para ello ideas que estaban en el ambiente de la época y que
habían sido elaboradas por los autores antes citados, por Grocio y por Pufendorf. Una teoría
de los derechos que no es sino una teoría sobre la libertad y sobre la propiedad que expresa
fielmente la ideología burguesa en ese momento en alza. También una teoría sobre de la
sociedad basada sobre la tolerancia como puntal de la libertad individual. Y, sobre todo, un
mecanismo legitimador de su carácter revolucionario: el derecho de resistencia a la autoridad27.
Su explicación sobre la libertad aúna, sin duda, elementos ya conocidos con aportaciones
novedosas. Parte, como Hobbes, de la existencia de un estado de naturaleza, pero, a diferencia
de su compatriota, éste no es un estado de guerra de todos contra todos, ni tampoco, al estilo
de Rousseau, un situación paradisíaca o una edad dorada. Sencillamente, era un estado en el
que los hombre vivían naturalmente en libertad e igualdad. Libertad e igualdad natural que
describe como “un estado de completa libertad para ordenar sus actos y para disponer de sus
propiedades y de sus personas como mejor les parezca, dentro de los límites de la ley natural,
sin necesidad de pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra persona. Es también un
estado de igualdad, dentro del cual todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, en el que
nadie tiene más que otro...” (Locke 1981, 5). El estado natural es un estado de libertad e
igualdad, lo que no quiere decir de “licencia”, es decir, aunque cada uno tenga una libertad sin
límites para disfrutar de su vida y de sus bienes, no la tiene para destruirse, ni para violentar a
los demás. La libertad de cada uno está limitada por la ley natural. “El estado natural tiene una
ley natural por la que se gobierna, y esa ley obliga a todos” (Locke 1981, 6). La ley natural es
la que impide que el estado natural, y, después, la sociedad, sea un estado de destrucción y
violencia y, por el contrario, por su efecto, ambos devienen en estado de paz y permiten la
conservación de la humanidad.
Quedémonos con estas ideas sobre la libertad e igualdad natural de los hombres y sus
efectos sobre la convivencia humana, pues son dos conceptos que se proyectarán sobre
quienes elaboren las declaraciones de derechos, tanto la americana como la francesa. Ahora
bien, no se podrá entender plenamente la estructura teórica de Locke y su influjo si no se tiene
en cuenta el estrecho vínculo existente entre estas nociones de la libertad e igualdad sin su
breve tratado sobre la tolerancia, es decir, sobre la libertad religiosa, que no es sino un aspecto
de la primera. Pero que, al postular el libre ejercicio del culto de elección de las creencias y,

27
Vid. Peces-Barba (1993), pp. 47-54.
por ende, la no interferencia del poder político en este ámbito, está sentando las bases de una
concepción individualista del Estado que inspirará esta forma política durante el siglo XIX.
Junto a estas nociones básicas, que, sin duda, ejercieron tan notable influencia
especialmente en el campo de los principios y de la ideología, no es despreciable el uso que
hicieron los constituyentes de su teoría sobre la propiedad y sobre el derecho de resistencia a la
opresión. El primero también como un derecho derivado de la naturaleza y del estado natural,
y concreción del trabajo y del esfuerzo humano, y el segundo derivado de la naturaleza
pactada de la sociedad y del poder político. Este aparece expresamente defendido por Locke:
“Allí donde acaba la ley empieza la tiranía, si se falta a la ley en daño de otro. Quien ejerciendo
autoridad se excede del poder que le fue otorgado por la ley, y se sirve de la fuerza que tiene
al mando suyo para cargar sobre sus súbditos obligaciones que la ley no establece, deja, por
ello mismo, de ser un magistrado, y se le puede ofrecer resistencia, lo mismo que a cualquiera
que atropella por la fuerza el derecho de otro” (J. Locke 1981, 154). Aunque más adelante
matizará esta afirmación diciendo que “únicamente debe oponerse la fuerza a la fuerza injusta
e ilegal. Quien en cualquier otro caso opone resistencia, atrae sobre sí mismo la justa
condenación de Dios y de los hombres” (Ibídem, 155). No obstante, en estos párrafos sobre
Locke están concentrados los derechos del hombre que el artículo 1 de la Declaración francesa
de 1789 consagrará como derechos universales, inviolables e inmutables, como “derechos
naturales e imprescriptibles de los hombres”.

2.1.3.- J. J. Rousseau: desigualdad, contrato social y voluntad general.

El controvertido autor ginebrino, J. J. Rousseau, imprimió un importante viraje a la


teoría de los derechos al poner crudamente en evidencia las desigualdades de la sociedad
estamental del XVIII y al reivindicar la necesidad de formular un nuevo contrato social, una
nueva sociedad, lo que le valió el tener en alto honor de ser uno de los filósofos más
influyentes en las declaraciones de derechos, especialmente en la francesa. Por algo fue uno de
los autores más nombrado en la Asamblea nacional francesa en las discusiones de la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, aunque su utilidad final fue más que
dudosa (M. Thomann 1995, 91 y ss).
Soy de los que piensa que, aún a pesar de lo tornadizo de su autor, existe un claro nexo
entre el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y El
contrato social. En el Discurso, escrito en 1754 a propósito de un concurso literario de la
Academia de Dijon, Rousseau toma como punto de partida el estado de naturaleza de Hobbes
para configurar un mundo ahistórico, al margen del tiempo y de las circunstancias concretas de
la humanidad, en donde lo dominante no es la lucha de todos contra todos sino “la indiferencia
recíproca”. El hombre es realmente un hombre natural, instintivo, sin razón todavía, sin
sociedad y sin tendencia al mal. En este primer estadio, ese “animal hombre”, sin moral, sin
necesidades de ningún tipo, es “a-moral” porque los conceptos de bondad y maldad son
conceptos sociales y la sociedad no existe todavía. Este es un estado de plena libertad e
igualdad natural para los hombres que actúan sin cortapisas y en el que tampoco tienen
necesidades pues todo está en abundancia al alcance de todos. Frente al estado natural, la
sociedad es descrita, con tintes dramáticos, como un estado totalmente opuesto en el que
domina la desigualdad y la opresión de unos sobre otros. Son innumerables los ejemplos de
citas, plásticas ellas, en las que manifiesta su opinión: “el alma humana, alterada en el seno de
la sociedad por mil causas constantemente renacientes, por la adquisición de una multitud de
conocimientos y de errores, por los cambios ocurridos en la constitución de los cuerpos y por
el choque continuo de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia hasta el punto de
ser casi irreconocible:... ya sólo se encuentra el disforme contraste de la pasión que cree
razonar y del entendimiento en delirio”. Otro: “Considerando la sociedad humana con mirada
tranquila y desinteresada, no parece mostrar a primera vista más que la violencia de los
hombres poderosos y la opresión de los débiles...”. Y contra la sociedad versallesca: “La
extrema desigualdad en la manera de vivir, el exceso de ociosidad en unos, el exceso de
trabajo en otros, la facilidad para excitar y para satisfacer nuestros apetitos y nuestra
sensualidad, los alimentos demasiado rebuscados de los ricos que los nutren de jugos ardientes
y los agobian a indigestiones, la mala alimentación de los pobres, ...: he aquí las funestas
garantías de que la mayoría de nuestros males son nuestra propia obra, y de que habríamos
evitado casi todos conservando la forma de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos fue
prescrita por la naturaleza” (Rousseau 1980, 194, 199 y 215).
La culpa de la deformación de la naturaleza humana la achaca Rousseau a la propiedad,
el primero que dijo “esto es mío, y encontró personas lo suficientemente simples para creerle”
(Ibídem, 248). La propiedad es la causa de la desigualdad. Por algo este texto fue lectura
común del marxismo: porque en él se encuentra la tesis de que la desigualdad nace del
desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción.
Pero, Rousseau aparece en la historia de los derechos no por ser un formulador de su
contenido, sino por ser el teórico que une su reconocimiento y protección con la creación del
Estado y del Derecho a través de su apuesta por el contrato social y su concepción de la
voluntad general, tal y como aparece en El contrato social. Este, por cierto, comienza con el
mismo tono que el Discurso: “El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado”
(Rousseau 1980, 10). Y lo hace para insistir en que la libertad individual es inalienable. La
libertad es el rasgo emblemático del ser humano, lo que le hace hombre. De ahí que no pueda
renunciar a ella sin renunciar a su dignidad y que cualquier signo de dominio o esclavitud sea
una injusticia. El artículo 1 de la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del
Ciudadano suena a un eco de esta idea: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en
derechos”.
Por eso, el problema para su filosofía política es encontrar una forma de asociación que
proteja y potencie los derechos del hombre “y por la cual, cada uno, uniéndose a todos, no
obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes”. La solución la
encontrará en el contrato social, como vehículo que conduce al hombre de un estado a la
sociedad recién estrenada sin merma para sus derechos, y en el concepto de voluntad general
como expresión de un Estado creado en el que todos persiguen sus intereses persiguiendo, a
su vez, los de la comunidad. La voluntad general como hipótesis juega siempre a favor de la
autoridad por cuanto significa que siempre que el ciudadano actúe de acuerdo con sus
designios buscará su propio bien. Así, el interés particular aparece como parte de un interés
general y logra su satisfacción al tiempo que se logra la del segundo. Y la voluntad general se
manifiesta en la ley por lo que el Derecho acabará asumiendo el papel de materialización y
protección de la libertad y de los intereses individuales. Por supuesto, Rousseau hipostasía el
papel central del poder político y del Derecho, especialmente, el de éste en el reconocimiento
de los derechos de lo que los representantes en la Asamblea nacional tomarán buena nota para
positivar los derechos naturales en su Declaración como texto independiente de la futura
Constitución de 1791.

2.1.4.- I. Kant y los derechos naturales.

I. Kant ha pasado a la historia de los derechos por ser quien formule y sistematice una
teoría de los derechos desde la óptica de los intereses y tensiones manifestados durante los dos
siglos anteriores. Fue un testigo y observador excepcional atento a lo que sucedía en la
Revolución francesa y, especialmente, en el momento de elaboración de la Declaración de
1789. Resultado de esta atención es el escrito “Si el género humano se halla en constante
progreso hacía mejor”, publicado en 1798 y en donde se encuentran algunas importantes
repercusiones prácticas de su visión de los derechos naturales. A la vista de las reacciones
producidas por los hechos jurídicos más relevantes de la Revolución francesa -en principio, la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la Constitución de 1791 y la
de 1793-, opina que todo pueblo tiene derecho -un derecho natural- a dotarse de las leyes que
considere oportunas para organizar la sociedad, derecho que no puede ser impedido por la
fuerza. También el pueblo tiene el deber de obedecer las leyes que se ha otorgado. La paz
perpetua (1795), el conocido texto de Kant donde aparece su propuesta utópica de articular
una comunidad internacional, es también un escrito en el que desarrolla algunos problemas
planteados los dos siglos anteriores. Por supuesto, su pensamiento sobre la teoría de los
derechos no se articula en torno a estas obras, sino que, principalmente, está desarrollado en
las obras más importantes de su filosofía práctica, particularmente, en su Crítica de la razón
práctica y en su Metafísica de las costumbres (1796-97).
Pufendorf había dejado planteada la cuestión, a partir de su división entre mundo moral y
mundo físico, del valor moral del ser humano: la dignidad humana como expresión de su
naturaleza libre e igual. Ciertamente, esto había supuesto la liberación del concepto de libertad
de la cadena determinista que la vinculaba al mundo físico. Pero no había profundizado en el
significado de este concepto o, en todo caso, toda manifestación ulterior de esta naturaleza
moral quedaba reconducida a la imbecilitas o, a lo sumo, a la tendencia a la sociabilidad
presente en el ser humano. Locke, en defensa de la revolución inglesa que entronizó a los
Orange en Inglaterra, elabora una teoría de los derechos naturales basada en la continuidad
entre la libertad natural y libertad civil, en un profundo estudio del derecho de propiedad, en su
reivindicación de la tolerancia y en una entusiasta posición a favor del derecho de resistencia a
la opresión. Pero, sus propuestas, precisamente por su finalidad justificadora de un momento
revolucionario, no servían para circunstancias históricas más pausadas en las que los intereses
han cambiado sustancialmente y que se preocupan por otro significado del término libertad,
por otra idea del derecho de propiedad y, además, empezaba a mostrar un escaso interés por el
derecho de resistencia . Por otro lado, aún estaba sin resolver cuestiones planteadas por
Rousseau sobre la justificación de la sociedad y el papel del contrato social o cómo puede
construirse el concepto de Estado a partir de la teoría de la voluntad general, cómo es posible
que los intereses particulares se encuentren identificados con el interés general promovido por
el Estado. Algunas de estas cuestiones merecen nuestra atención.
Kant intentará resolver estas cuestiones de forma original: parte de intenciones e
inquietudes típicas de la Ilustración y supone, al mismo tiempo, su acta de defunción. En
efecto, si bien sus interrogantes siguen la línea del Siglo de las Luces, su respuesta partirá de
presupuestos diferentes. Su postura es plenamente racionalista, pero frente a la Escuela de
Derecho natural no tratará de extraer sus conclusiones a posteriori del estudio de la naturaleza
humana, pues de ésta no puede obtenerse ningún principio moral absoluto o universal. Por el
contrario, siguiendo los presupuestos de su filosofía trascendental, la investigación del mundo
moral debe ser concebida como una investigación de los a priori, es decir, de las categorías
previas a la experiencia que enmarcan el conocimiento humano, como una labor de la razón
pura que descubre los conceptos básicos e ideales que permiten el conocimiento de la realidad.
Con este bagaje, aborda su filosofía moral y la teoría sobre los derechos. Pues bien, en
Kant, el problema de la subjetividad, de la concepción del ser humano como sujeto de la
filosofía, de la historia y de la ciencia, avanza a primer lugar de la investigación y logrará una
visión más sólida que la que parece en otros autores, como Pufendorf. En efecto, frente a las
vaguedades de la noción de dignidad humana presente en anteriores concepciones, Kant
elabora su teoría sobre la autonomía moral del individuo que se convierte en la piedra angular
de su filosofía moral. Ya no es el individuo que tiende hacia la sociabilidad o hacia la guerra,
sino que es el individuo facultado para ser legislador de sí mismo, para dotarse de normas
reguladoras de su conducta, para establecer lo que debe o no debe hacer. La autonomía moral
se cifra precisamente en su conversión en autolegislador. Kant da así una definición de la
libertad como autonomía, como poder de darse leyes a uno mismo, posición bien distinta de la
de Locke o la de otros ilustrados que remitía siempre a la existencia de una ley natural. Ahora
bien, como es bien sabido, esta idea de la libertad individual como autonomía no implica una
total subjetividad, que las normas de las que se autodota el sujeto sean caprichosas, sino que
están sometidas al principio moral básico de toda la moralidad: el imperativo categórico. Es
decir, el requisito de la universalidad, que cualquier ley particular debe someterse al juicio de
lo universal, debe adquirir el rango de norma universal (Kant 1989, 33).
No se trata aquí de desarrollar todos y cada uno de los aspectos de la moralidad
kantiana, pero sí de indicar que los mimbres de la autonomía moral del individuo teje el cesto
del concepto de dignidad humana. En efecto, Kant logra la formulación más genuina de la
dignidad humana como propiedad atribuida al ser humano en tanto hombre considerado como
un fin en sí mismo. El hombre existe como fin en sí mismo y no como un medio utilizable
caprichosamente para otros fines. La autonomía del individuo en tanto fin es el fundamento de
la dignidad humana y se manifiesta es su capacidad para autonormarse. Alcanza así la máxima
expresión del concepto de dignidad humana fundamento de los derechos naturales. Ahora bien,
la argumentación de Kant no concluye en una mera afirmación retórica. A la postre, esta
vinculación entre autonomía-libertad-imperativo categórico tiene implicaciones importantes
para la conducta humana y desvirtúa su íntimo convencimiento en el ser humano puesto que,
finalmente, acaba suponiendo que el ser humano sólo puede autolegislarse de acuerdo al
imperativo categórico, es decir, una ley universal, y, por ende, sujeto al deber de obedecer
siempre esa ley. Libertad no es discrecionalidad, sino obediencia a los deberes impuestos por la
ley universal.
No obstante, este concepto de libertad como autonomía, fundamento de la dignidad
humana, se manifiesta en las concepciones básicas de su teoría de los derechos como, por
ejemplo, el de libertad jurídica y política, el de propiedad, etc. De esta forma, estudia las
instituciones centrales del derecho privado y público a partir de los presupuestos anteriores.
Formula el principio de autonomía de la voluntad, de la libertad de contratar, que no es sino
una manifestación de la facultad de dotarse de una ley para formalizar una relación con otro. Y
en el mismo sentido la libertad política que no es sino el poder para autolegislarse
colectivamente, de autonormarse por parte de una sociedad, y, por tanto, de obedecer sus
leyes, y, aún más, el poder de constituir una sociedad civil y política. Funda así el principio de
autonomía política de una sociedad. Precisamente, en este punto, retoma la hipótesis
rousseauniana del contrato social como una idea regulativa, no como hipótesis real. No hace
falta que las personas hayan manifestado expresamente su consentimiento positivo hacia la
constitución de una sociedad o un Estado, que se haya producido realmente. Se trata tan sólo
de distinguir el buen estado del malo (Bobbio 1985, 203).
Junto a estas definiciones, Kant desarrolla un concepto de libertad jurídica de tintes
distintos a los planteados anteriormente porque nos presenta una visión tradicional de la
libertad en la teoría liberal (Bobbio 1985, 205)28. El fin de la legislación es garantizar,
recurriendo a la fuerza si es necesario, una esfera de libertad a todos los miembros de la
comunidad para que pueda actuar sin ser obstaculizado por nadie. Ya no es, como dice
Bobbio, el concepto de libertad como autonomía visto antes, sino la libertad negativa, la que
protege un dominio individual libre de interferencias de extraños. Concepto que fundará el
Estado liberal del XIX. “El concepto de libertad jurídica que se obtiene a partir de la definición
del derecho no es ya el del poder de participar en la creación de la libertad colectiva, sino el de
la facultad de actuar sin ser obstaculizado por los demás”. También el concepto de propiedad
está marcado por esta inspiración liberal: el concepto de lo mío no quiere decir otra cosa que
el que nadie debe actuar sobre ese objeto en contra de mi voluntad (Kant 1989, 60). El
propietario o poseedor puede usar y disfrutar de los bienes, pero, junto a ello, la figura de la
propiedad se construye como una institución cuyo ejercicio no puede ser obstaculizado por
nadie. Libertad y propiedad, por su paralelismo, ocupan así un papel de primer orden en la
filosofía práctica de este autor llegando a configurar algunos de los principios medulares de su
sistema jurídico y político. Precisamente, éstas y otras aportaciones sobre cuestiones cercanas
a lo jurídico hacen de Kant uno de los máximos referentes de las primitivas formulaciones
sobre los derechos.

28
Quienes han estudiado y estudian la obra de Kant han puesto de manifiesto, en numerosas ocasiones, que,
cuando se plantea el estudio de la doctrina del Derecho, este autor parece abandonar sus presupuestos
2.2.- Las Declaraciones de derechos y libertades.

2.2.1.- La experiencia histórica de la positivación de los derechos.

Las diferentes visiones sobre los derechos no se quedaron en la enunciación de una u


otra perspectiva teórica, sino que, leídas y divulgadas ampliamente, inspiraron los sucesivos
movimientos de cambio social y política que acaecieron en Europa en los siglos XVII y XVIII
y que alcanzaron su momento álgido en las Revoluciones inglesas y francesas y en la
independencia de las colonias norteamericanas de la metrópoli. La enseñanza de los derechos
tuvo pleno éxito y su propagación alcanzó tales cotas que lo primero que hicieron los
revolucionarios en sus respectivos países fue otorgarse, de acuerdo con la lección aprendida,
sucesivas declaraciones sobre los derechos del hombre, así como textos constitucionales que
articulasen la nueva sociedad que alumbraba en esos momentos. Pero, cada colectividad
plasmó sus inquietudes e intereses según las circunstancias que vieron nacer las tensiones
sociales y las tradiciones de cada nación. Surgen así diferentes experiencias en los que
cristalizan las primeras formulaciones sobre los derechos vistas con anterioridad.
El modelo inglés hunde sus raíces en las viejas tradiciones medievales de la isla y
obedece a las concepciones de una historia jurídica que se plasma en el sistema del Common
Law, un sistema que, hasta esa fecha, no había sufrido la influencia de la recepción del derecho
romano, que marcará con una huella indeleble a su primos, la familia del derecho continental, y
un sistema que quedará así impermeabilizado ante el posterior fenómeno codificador.
Asimismo, este modelo está también determinado por las constantes luchas del Parlamento,
órgano de expresión de la nobleza y de los terratenientes, contra las prerrogativas del monarca,
lo que se avivará especialmente por la actitud autoritaria de los Tudor durante el siglo XVII y
que, a la postre, se traducirá en dos revoluciones -la segunda, la “Gloriosa”, triunfante en
1689-, una dictadura y dos restauraciones monárquicas. En un siglo tan agitado, fueron
numerosos los textos aprobados en los que se recogían las reivindicaciones y tensiones de cada
momento. Estas se manifiestan en derechos cuya preocupación reside en “limitar la
prerrogativa regia, y no es la limitación de la prerrogativa regia consecuencia del
reconocimiento de los derechos, como ocurre con las doctrinas pactistas influyentes en las
concepciones racionalistas” (Peces-Barba 1991, 127). La más famosa de esas declaraciones es

trascendentales para confeccionar una teoría más apegada a cuestiones prácticas. Vid. “Estudio preliminar” de
A. Cortina en Kant (1989).
el Bill of Rights, de 1689, con la que culmina el proceso revolucionario y se abre un período
de estabilidad política que es la antesala del crecimiento económico inglés y de su proyecto
imperial.
En repetidas ocasiones, se ha puesto de manifiesto, a pesar de la cercanía temporal, la
diferencia abismal existente entre la teoría de los derechos de Locke, recogida en su libro Dos
Tratados sobre el Gobierno Civil (1690), y los Bill of Rights de 13 de febrero de 1689.
“Aquella postula la existencia de derechos individuales, anteriores y superiores a cualquier
contrato social, y define su contenido: libertad, igualdad y propiedad. Estas, en cambio, son un
conjunto de normas destinadas a limitar el poder de la corona” (Artola 1986, 17). En efecto, la
afirmación de “los antiguos derechos y libertades” de los ingleses es, al principio, una lista de
actuaciones prohibidas al monarca por sí solo “sin el consentimiento del Parlamento”. En
efecto, son contrarias a la ley las siguientes actuaciones del monarca sin el Parlamento: la
creación, modificación y derogación de leyes, la jurisdicción regia, exacción de impuestos en
favor de la Corona “so pretexto de la prerrogativa real”, reclutamiento de un ejército, no se
pueden poner multas excesivas, y otras similares. Por contra, los ciudadanos ven reconocido
“el derecho a presentar peticiones al Rey”, elecciones libres, libertad de expresión y los
protestantes tienen derecho a portar armas “para su defensa”. Además, el Rey está obligado a
reunir periódicamente al Parlamento. Como se ve, estos “antiguos derechos y libertades” poco
tienen que ver con la teoría de los derechos de Locke están más enraizados con las tradiciones
y derechos ingleses de origen medieval. Es más, incluso una de las libertades más estimadas
por Locke, la libertad religiosa, no es mencionada, ni entrará a formar parte de su catálogo de
derechos hasta el siglo XIX.
El modelo americano de positivación de los derechos es un modelo en el que la
influencia iusnaturalista está bien presente. La obra de Pufendorf se proyecta un siglo después
en las seis Declaraciones de derechos que aprobaron sendos Estados en 1776 -el Estado de
Massachusetts en 1780- tras la Declaración de Independencia. Pero, lo que caracteriza a este
conjunto de textos sobre los derechos es la simbiosis entre las viejas tradiciones inglesas,
resultado de su traslado por parte de los primeros colonos, y las enseñanzas iusnaturalistas.
“Los textos de derechos humanos harán compatible esa idea de las libertades de los ingleses
con una influencia progresiva del iusnaturalismo racionalista, y con una identificación de los
derechos como derechos naturales” (Peces-Barba 1991, 129)29. Tal síntesis se plasma en la
Declaración y en las Resoluciones del Primer Congreso Continental, otorgados el 14 de
octubre de 1774 por los “habitantes de las Colonias inglesas de Norteamérica, en virtud de las
leyes inmutables de la naturaleza,...”. En su art. 1, enuncia enfáticamente los derechos que no

29
También en Peces-Barba (1993), pp. 27-40.
se pueden disponer sin el consentimiento de su titular: la vida, la libertad y la propiedad. A
continuación, siguen una serie de artículos en los que se insiste la supervivencia de los
derechos, libertades e inmunidades de los ingleses en Norteamérica y de los que son titulares
los colonos y sus descendientes. Citan, entre otros, el derecho a tener representación en el
Parlamento y a ejercer las actividades específicas de éste órgano. Y terminan afirmando que
“no es posible privarles (a los colonos) de tales derechos y libertades, cambiarlos ni reducirlos
por ningún poder sin su consentimiento, otorgado por sus representantes en las respectivas
asambleas legislativas provinciales”.
Frente a este recordatorio, las declaraciones posteriores claramente apuesta por una
visión iusnaturalista de los derechos. La más conocida, la Declaración de Derechos del Buen
Pueblo de Virginia, de 12 de junio de 1776, en su art. 1 declara “que todos los hombres son,
por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de
los que, cuando se organizan en sociedad, no pueden ellos ni su posteridad ser despojados ni
privados por ninguna especie de contrato, a saber: el goce de la vida y de la libertad, con los
medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad”.
Estos son los derechos que, como derechos naturales, resultan inviolables, inalienables e
inmutables. Hay que añadir, además, la igualdad, la desaparición de privilegios, la libertad
religiosa, el derecho de propiedad y la libertad de expresión y de prensa, y otras referencias a
la soberanía popular, los procedimientos judiciales como garantías de derechos, la división de
poderes. Todos estos derechos y los principios básicos para articular la estructura política
pueden ser instaurados en las colonias norteamericanas dada la ausencia de organización que
se produce con la independencia, lo que permite una creación ex novo del poder político
aplicando así la racionalidad iusnaturalista.
Precisamente, la huella iusnaturalista -de Pufendorf, pero también de Locke y del resto
del pensamiento de la Ilustración- y su positivación en estos textos tendrá su proyección en la
tarea de los revolucionarios franceses que mirarán atentamente la obra de sus antecesores. Con
todo, el modelo francés tiene personalidad propia que hace que su texto más emblemático, la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, la declaración
de derechos por excelencia. A diferencia de las formulaciones inglesas y americanas, la
Declaración representa la máxima expresión del racionalismo cartesiano que había dominado
en la ciencia y en la filosofía durante todo el siglo y que, ahora, se plasma en el sistema político
y jurídico. De hecho, la obra política de la Asamblea Nacional y de la Constituyente es una
pura actuación more geométrico y supone un borrón y cuenta nueva con la tradición política
de la monarquía francesa. Por esto, la comparación entre las revoluciones americana y francesa
y las declaraciones de derechos, tan al uso en otras épocas, parece hoy ociosa, pues tanto las
causas y el desarrollo de ambas como sus objetivos eran bien distintos. Tal diversidad está
justificada en que, mientras “los colonos ingleses en América” querían, al mismo tiempo,
independizarse y reconstruir el nuevo país a la inglesa sin cortar, por tanto, el cordón umbilical
con las tradiciones de la metrópoli, por contra, los revolucionarios franceses eran eso,
revolucionarios que buscaban destruir un mundo y construir un nuevo bien distinto (Bobbio
1991, 158). Y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano es el primer texto que
anuncia el alumbramiento de ese mundo nuevo. En efecto, desde su aprobación el 26 de
agosto de 1789 por la Asamblea nacional francesa, la Declaración de Derechos del Hombre y
del Ciudadano ha sido considerada un texto capital para entender el paso del Antiguo Régimen
al Estado liberal de Derecho. Y no es exagerado decir que, a la vista de los acontecimientos
posteriores, supuso el acta de defunción del Antiguo Régimen y el amanecer de nueva forma
de organización política, más racionalizada y más burocratizada, siguiendo así las tesis de
Weber. Por eso, merece un apartado aparte.

2.2.2.- La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

2.2.2.1.- Los hechos de la Declaración y su repercusión posterior.

La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano es aprobada por la Asamblea


Nacional el día 26 de agosto de 1789 después de varios días de acaloradas discusiones y
urgida por el día a día de una Revolución que sabía cómo había empezado, pero ignoraba su
final30. La Declaración es producto de un “verano caliente” que mezcla las ilusiones y el
entusiasmo renacidos tras el golpe revolucionario con las incertidumbres sobre su futuro. Los
acontecimientos se sucedían a gran velocidad mientras, sabedora de lo que pasaba, la
Asamblea discutía la urgencia de este texto, si debía o no aprobarse, hasta dónde debía
extenderse y cuál debía ser su contenido. Después de los hechos de julio, la Asamblea resolvió
entre los días 1 a 4 de agosto que se debía proceder a la aprobación de una declaración sobre
los derechos del hombre independiente de la Constitución de los franceses que, luego, se
retrasaría dos años. El primer texto de la Revolución debía consistir en un acto constitutivo
original por el que el pueblo francés tomaba conciencia de sí y así no había que esperar a la
elaboración de una Constitución que, sin duda, hubiera restado originalidad y había retardado

30
Para todo lo que se refiere a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano puede verse el
magnífico libro de S. Rial y otros, 1995, Los Derechos del Hombre (La Declaración de 1789), trad. de R.
su aprobación. Tras esta decisión, la Asamblea inicia los debates el día 12 de ese mes para
acelarar las discusiones el día 20 y concluir con su aprobación el día 26, que pasa así a la
historia de la filosofía, del derecho y de la humanidad como un hito de primera magnitud31.
En la Asamblea Nacional, convergen un nutrido y variado conjunto de mentalidades y
personalidades no siempre coincidentes aunque parece que las tendencias filosóficas más
poderosas se nutren del iusnaturalismo moderno y de la teoría de los derechos naturales de
Locke, por un lado, y, por otro, de las ideas sobre el contrato social y la voluntad general de
Rousseau. De hecho, la Declaración tiene algo de “contrato” constructivo, real , de contrato
que inaugura una nueva sociedad. Pero estas corrientes filosóficas no siempre coinciden en sus
postulados y los redactores tomarán de uno o de otro según las conveniencias. No hay más
que mirar las actas de las discusiones para contemplar el alboroto de citas y frases hechas. De
la primera tendencia, interesa que los derechos del hombre son derechos naturales y, como
tales, universales, inviolables e inmutables, no enajenables; de la primera, interesa su
universalidad. Del pensamiento de Rousseau tiene un notable éxito su tesis sobre el contrato
social que opera como un instrumento de transformación del hombre y de la sociedad32. Pero
también interesa su concepción de la “voluntad general” y, sobre todo, cómo ésta se manifiesta
en la ley de manera que -concluyen los redactores- no hay derechos sin que éstos no sean
derechos jurídicos, es decir, que sólo existen a través del Estado y como expresión de la
voluntad general. Entonces, los derechos dejan de ser universales pues se requiere su
positivación para que se les reconozca su validez. Estas tendencias se muestran en tensión
permanente en la Declaración y son la raíz de alguna de las críticas vertidas. Por supuesto, hay
otras referencias filosóficas también presentes en las reuniones como Montesquieu, Hume,
Voltaire, Diderot, Beccaria.
Lo que parece cierto es que, entre los redactores, puede encontrarse una vaga
convicción sobre la existencia de una ley natural, ya sea de procedencia teológica o racional,
aunque el resto de posiciones sean muy diferentes entre sí, y que esta referencia se plasmará en
el texto finalmente aprobado. También, existía el convencimiento de la degradación de la
sociedad y de los riesgos a que podía conducir un proceso revolucionario incontrolado y, por

Sierra, Santafé de Bogotá, Instituto para el Desarrollo de la Democracia “Luis Carlos Galán”. Puede verse
también el cap. “Los derechos del hombre en 1789” en Peces-Barba (1993).
31
La Declaración se inserta en el proceso revolucionario y, por ello, se convierte en una pieza importantísima
de la literatura jurídica y de la acción política. En este sentido, no se puede olvidar, como dice E. Díaz, que la
Revolución supuso el paso del Estado absoluto al Estado liberal, de una sociedad estamental o de castas a una
de clases y de una economía feudal a una economía capitalista. (E. Díaz, “Libertad -Igualdad en la Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789”, en E. Díaz 1977, p. 70).
32
En el Preámbulo, se recoge una frase de claras reminiscencias roussonianas, casi calco de su Discurso sobre
el origen y fundamento de la desigualdad...: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea
Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre, son las únicas
causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos, ...”
tanto, de los derechos que había que recoger en la Declaración: la libertad, la igualdad, la
seguridad, la propiedad y el derecho de resistencia.
La aprobación de la Declaración, como todo el proceso revolucionario, suscitó vivas y
contradictorias opiniones. Dice Bobbio que Tocqueville, refiriéndose a esos meses de 1789,
los describe como “el tiempo de entusiasmo juvenil, de arrogancia, de pasiones generosas y
sinceras, de las que, a pesar de cualquier error, los hombres guardarían eterna memoria, y que,
por mucho tiempo todavía, turbará los sueños de aquellos a quienes los hombres quieren
dominar o corromper” (Bobbio 1991, 132). Entusiasmo es también un término utilizado para
referirse a la Revolución por Kant, de quien se sabe que esperaba ansioso las noticias
provenientes de Francia. Kant veía en el proceso revolucionario la plasmación de su
concepción sobre la autonomía individual en la vida de un pueblo. Francia representaba la
vitalidad de un pueblo que se revelaba para gozar de su autonomía, es decir, de su capacidad
para autolegislarse, para darse a sí mismo una legislación propia.
Entre quienes reaccionaron violentamente en contra, destaca E. Burke. Véase en el
siguiente texto de sus Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790) una muestra de su
opinión sobre la Asamblea nacional : “La Asamblea, su órgano, representa entre ellos la farsa
de la deliberación con tan poca decencia como libertad. Actúan como cómicos de feria ante un
público turbulento; entre los gritos tumultuosos de un populacho heterogéneo, compuesto de
hombres feroces y mujeres desvergonzadas que, al dictado de su insolente fantasía, los dirigen,
gobiernan, aplauden y censuran; y a veces se instalan y se sientan entre ellos, dominándolos
con una extraña mezcla de servil petulancia y orgullosa y presuntuosa autoridad. Como han
invertido el orden de todas las cosas, el populacho sustituye a la cámara. Esta Asamblea, que
arroja por la borda a los reyes y a los reinos, no tiene incluso los rasgos ni el aspecto de un
cuerpo legislativo serio ‘nec color imperii, nec frons ulla senatus’. Tiene un poder que se le ha
dado, como el del principio del mal, para trastornar y destruir, pero no tiene poder para
construir, a no ser máquinas dispuestas para posteriores subversiones y destrucciones. ¿Existe
alguien que admire las asambleas nacionales representativas y se adhiera fervientemente a ellas,
que no se vuelva con horror y disgusto ante esta burla profana y ante la abominable perversión
de esta institución venerable?” (Burke 1989, 97).
Entre las polémicas sobre la Declaración francesa de derechos que más repercusión han
tenido, se encuentra la que surge a finales del siglo XIX cuando G. Jellinek, en contra de la
centenaria opinión generalizada, sostiene en 1896 la filiación directa de la declaración francesa
respecto a los textos similares de las colonias americanas y le responde E. Boutmy insistiendo
en la originalidad de las fuentes francesas. Hoy, esta polémica ha perdido buena parte de la
beligerancia que tuvo en otro momento, aunque no deja de haber alguno extremos
interesantes.
Jellinek defendió que los diputados franceses se inspiraron en las declaraciones
americanas, especialmente la Declaración del buen pueblo de Virginia, y que no inventaron
ningún derecho del hombre nuevo, que no estuviera ya en esas declaraciones. En verdad,
mantener esta tesis no tiene por qué extrañar a nadie porque, efectivamente, el influjo es
evidente, aunque no sea tan determinante como pretendió dicho jurista. Realmente, Jellinek
descubrió frente a la opinión general el influjo “más que posible, probable; pero ni es tan
amplia como el profesor de Heidelberg pretendía ni permite ocultar diferencias que se explican
como consecuencia de dos tradiciones jurídicas distintas” (Artola 1995, 24). En primer lugar,
no hay que olvidar que los principios y derechos de los textos americanos recogen ideas que
eran lugar común en el ambiente intelectual de la Ilustración y que habían sido elaboradas en la
Europa continental por Grocio y Pufendorf o Locke y esto hacía que esos textos fuesen
fácilmente reconocibles y comprensibles por los redactores de la Declaración francesa. Y, no
obstante, la labor de la Asamblea nacional es plenamente original. Bobbio señala que esta
originalidad es evidente, por lo menos, por dos razones: porque en la Declaración francesa no
se menciona la “felicidad” como derecho natural y como objetivo de la sociedad y porque ésta
es más decididamente individualista que las americanas (Bobbio 1991, 135-136). Las dos
declaraciones encarnarían la ideología liberal e individualista que en el siglo siguiente
construiría el Estado liberal de Derecho. Pero, en las americanas se matizan los derechos del
hombre con referencias a la “utilidad común” como forma de introducir una perspectiva más
colectiva. Los derechos del hombre están condicionados por el bienestar y futuro de la
sociedad. Esta condición no parece en la Declaración francesa que afirma única y
exclusivamente los derechos de los individuos.
Respecto a los similitudes entre una y otra, no hay que perder de vista que los
constituyentes franceses -Mirabeau, Sieyés- creen reconocer en los textos americanos ideas
formuladas durante los dos siglos anteriores y que eran patrimonio común de cualquier
persona letrada. Creen reconocer las teorías del iusnaturalismo, a Rousseau y otros ideólogos
de la reforma que estaban llevando a cabo. En todo caso, son conscientes del contextos y de
las limitaciones de la obra de los redactores americanos e intentan superar su ejemplo (M.
Thomann 1995, 83). Lo que está claro es que existe una unanimidad entre los constituyentes
en que los “derechos naturales” sean el eje en torno al cual gira todo el texto. No hay más que
mirar el Preámbulo -”derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre”, se dice- y, sin
embargo, no está tan claro que sepan qué se quiere decir con este término. En las discusiones
pasan de soslayo por esta cuestión, “se percibe una extraña obstinación en evitar todo tipo de
discusión” como si fuese abrir la caja de Pandora (Thomann 1995, 84). Al final, resolvieron
todas las dudas sobre su definición y contenido en el art. 2 de la Declaración concretando, a su
modo, los derechos naturales -libertad, propiedad, seguridad y derecho de resistencia de
opresión- con lo que perdieron así dicha condición para convertirse en derechos positivos.
Paradojas de la Revolución.

2.2.2.2.- Los derechos naturales según la Declaración de 1789.

Los dos primeros artículos de los 17 de los que consta la Declaración son el eje en torno
al cual pivota todo el sistema de derechos del hombre. El art. 1 dice: “Los hombres naces y
permanecen libres e iguales en derechos”, en una clara referencia a las obras de dos autores
sobre las que se asienta la labor de los constituyentes: Locke y su descripción del estado
natural como un estado de libertad e igualdad y Rousseau y su Contrato social que, como es
sabido, empieza con la frase “El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado”. El
art. 2 en cuya frase final se recogen los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre,
e imprescriptibles: “Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a
la opresión”. El resto de los artículos son proyección de estos derechos y son, sin duda, de
primera magnitud. Se recoge el principio de la soberanía popular (art. 3), se define la noción
de libertad (art. 4), se especifica el papel de la ley como expresión de la voluntad general (art.
6), se recogen principios básicos de derecho penal (art. 7, 8 y 9), se concreta la libertad en la
libertad de opinión, la libertad de expresión, libertad religiosa ( art. 10 y 11). Y en el último se
reconoce y define el derecho de propiedad.
a.- Los hombres nacen... Esta primera frase evidencia la concepción individualista que
fundamenta los derechos del hombre de la Declaración de 1789. En efecto, en la historia de las
ideas, esta declaración figura como el exponente más preclaro de la filosofía individualista que
el siglo siguiente materializará políticamente. Precisamente, una de las críticas más certeras
contra la Declaración de 1789, disparada desde las trincheras de la reacción y el
conservadurismo, reside en la denuncia de la excesiva abstracción que derivaba, entre otras
cosas, de esa referencia a una visión del hombre no definida ni perfilada. De Maistre, en una
frase de mucho éxito, ya manifestó que veía a ingleses, franceses, alemanes y, gracias a
Montesquieau, sabía que existían persas, pero al hombre, al hombre como especie no lo había
visto nunca33.

33
Citado por Bobbio (1991), p. 143.
Pero, no hay que pensar que los constituyentes eran tan ignorantes ni obtusos como para
no percatarse de las diferentes realidades del ser humano. El siglo XVIII es, en realidad, el
siglo del descubrimiento del hombre en toda su variedad: como animal, como ser político,
como ser racional y espiritual, como máquina..., y los redactores de la Declaración, por lo
menos, los más instruidos estaban al cabo de todas estas enseñanzas34. Y, en efecto, los
hombres de la Asamblea conocen las ideas dominantes en las nuevas visiones antropológicas
profesadas por autores como Locke, Voltaire, Diderot, Helvetius, Rousseau, etc. y puede
decirse que constituyen la fuente ideológica de la que se alimenta el concepto de “hombre” de
la Declaración. Y esta afirmación vale tanto para indicar su conocimiento acerca de las
visiones racionalistas imperantes unas décadas antes como para señalar su dominio de las
concepciones que mostraban otra imagen del hombre más irracional, especialmente las
sensualistas y mecanicistas, que se prodigarán desde 1750 en adelante. La primera, que va
tomar cuerpo en la filosofía de un Hume o de un Rousseau, potencia los sentimientos, los
afectos, la pasión, la simpatía y otros fenómenos similares de la voluntad frente a la razón; la
segunda, presente en la obra de un Helvetius o un D’Holbach, que no ve en el hombre sino los
aspectos más materiales y su funcionamiento se identifica con el funcionamiento de una
máquina. Un Mirabeau o un Sieyès no son ajenos a estas corrientes y en los debates de la
Declaración se nota estas diversas facetas. Otra cosa es que, en aras del acuerdo final, no se
especifique en el texto concreto esa pluralidad. Porque tampoco tendría demasiado sentido.
La crítica marxista también esgrimió el argumento de la visión individualista, aunque, en
vez de acusarla de abstracta, más bien, viene a reproducir una perspectiva bien concreta e
históricamente fundada. Se trata no de la defensa del hombre en general, sino la del hombre
perteneciente a una casta pletórica, la del burgués que luchaba contra la sociedad anterior y los
privilegios de clase que encarnaban. “El hombre del que hablaba la Declaración era en realidad
el burgués” (Bobbio 1991, 145). Y los derechos de la Declaración son los derechos del
burgués y sólo del burgués. Pero esto, no desmerece en absoluto la labor revolucionaria
realizada por la Asamblea. “Que el ahistoricismo racionalista de la Declaración defina como
‘derechos naturales’ o como ‘derechos del hombre’, lo que en realidad son ‘derechos de la
burguesía’ en modo alguno hace perder a la Declaración del 89 su claro sentido progresivo y
revolucionario” (E. Díaz 1977, 75).
Ciertamente, los derechos recogidos en la Declaración estructuran una sociedad cuyo
puntal es el individuo y a partir de esta concepción se construye sus relaciones con el Estado.
Es lo que estaba en el ambiente de la época. Es el individuo aislado el que forma parte del
estado de naturaleza y goza de su situación de libertad e igualdad. Y es el individuo el que

34
Sobre esto puede verse al artículo de X. Martin, “Sobre el hombre en la Declaración de los Derechos”, en S.
pacta con otros individuos a través de la fórmula de un contrato social la creación de la
sociedad. El individualmente realiza el pacto de unión con los demás y el pacto de sujeción al
poder político, las dos caras de ese contrato. Incluso, la imagen del Estado -no hay más que
observar el cuadro de la portada del Leviatán de Hobbes para comprobarlo- no es sino una
composición donde se agrupan los individuos como átomos que integran el ente superior, el
Estado, un ente artificial y creado, por tanto. Esta es, sin duda, la ideología que rezuma toda la
Declaración y no hay que extrañarse de ello, pues son las ideas de la época y, precisamente,
por ello, puede decirse que este texto inaugura una nueva etapa de la humanidad en la que se
da un vuelco al concepto de Estado.
b.- Los hombre nacen y permanecen libres e iguales. Esta afirmación del art. 1 de la
Declaración resume toda la filosofía política del siglo XVIII. Especialmente, la doble visión
del hombre ubicado en un estado natural y en un estado social. Si en el estado natural, al estilo
lockeano, se vive una situación de libertad e igualdad natural no obstaculizada, lo mismo debe
suceder en el estado social. No sólo los hombre nacen en el estado natural “libres e iguales”
sino que, además, la Declaración prescribe que “permanecen libres e iguales” aun en oposición
de las situaciones sociales y económicas de cada individuo. Permanece libres e iguales pese y
en contra de cualquier acto de voluntad de los hombres. De nuevo, se observan las
reminiscencias de Rousseau: tanto del Discurso sobre el origen y fundamentos de la
desigualdad en el que describe cómo se ha esclavizado a los seres humanos como de El
Contrato social en el que afirma que pro doquier el hombre está esclavizado. Frente a todo
esto, siempre el hombre permanecerá libre e igual a los demás.
De los derechos naturales enunciados en el art. 2, sólo la libertad es definida en el resto
del texto. En efecto, el art. 4 dice “La libertad consiste en poder hacer lo que no daña a otro;
así el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que
aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites
no pueden ser determinados más que por la Ley”. Con ello, define la libertad como el poder de
actuar siempre que no se perjudique a los demás. Es ésta una definición que difiere de otras al
uso en esa época que insistían en que la libertad consiste en hacer lo que las leyes permiten.
Por otra parte no es una libertad ilimitada o absoluta, sino que debe respetar los límites
marcados por la ley. Esta tesis es consecuencia de la influencia de la teoría de la voluntad
general de Rousseau y de la concepción que ve a la ley como expresión de la voluntad general.
El art. 6 de la Declaración lo dice expresamente: “La ley es la expresión de la voluntad
general”. La inspiración pactista de los ideólogos de la Revolución se concreta en esta
asimilación entre libertad-ley-voluntad general. La ley como expresión de la voluntad general

Rial y otros, (1995), pp. 121-130.


que ha creado la sociedad y fundamenta el Estado es el instrumento que encauza el ejercicio de
la libertad y la limita cuando puede producir algún daño a otros.
La Declaración también enuncia, junto a esta definición de la libertad genérica, otros
tipos de libertades particulares (E. Díaz 1977, 83 y ss): 1.- La libertad personal que, a la vista
de los arts. 7, 8 y 9, se identifica con la seguridad jurídica, estableciendo límites a la actuación
del Estado y que pretende evitar las arbitrariedades existentes en el Antiguo Régimen. Así, el
art. 7 y 8 reconocen el principio de legalidad en el derecho penal y la exclusión de la
arbitrariedad, y el 9 el principio de presunción de inocencia de un individuo hasta que se dicte
condena. 2.- Libertad religiosa y libertad de pensamiento, recogido en el art. 10. 3.- Libertad
de expresión y de libre comunicación de pensamiento y opiniones, en el art. 11. 4.- Y, un tipo
de libertad que hoy resultaría demasiado chocante, la libertad de aceptación de los tributos, en
el art. 14. En todos estos casos, la concepción de la libertad está condicionada por la filosofía
individualista. Es el individuo el que aparece como titular de estos derechos, lo que se
incardina en el contexto y en la posterior evolución de la teoría de los derechos. Se busca
combinar las máximas posibilidades de acción del individuo con los menores riesgos para la
libertad de los demás.
Respecto al principio de igualdad, como se sabe, los redactores de la Declaración tenían
en mente una concepción formal de la misma que traspasaba el umbral de la igualdad jurídica o
igualdad ante la ley. El art. dice claramente que “los hombres nacen y permanecen libres e
iguales en derechos”. Un genuina concepción del concepto de igualdad, más material y más
igualitaria, hubiera supuesto ciertamente un acto revolucionario que los constituyentes no
estaban dispuestos a realizar, a parte que las corrientes igualitaristas apenas tuvieron eco en
ese momento revolucionario. Esta referencia a la igualdad en los derechos y la regulación
sobre la propiedad son una clara prueba de la concepción formal que dominaba en la
Asamblea. La lucha por una igualdad real es ya otra tarea histórica que tocará al proletariado
durante el siglo siguiente.
En la Declaración, la idea de igualdad se plasmará en las siguientes manifestaciones (E.
Díaz 1977, 85): 1.- Igualdad de derechos, tal y como viene expresado en el art. 1. y que se
manifiesta en que las desigualdades estarán justificadas cuando deriven de la utilidad común.
Con esta concepción, se instaura, en realidad, la tesis de “un Derecho igual para individuos
desiguales” por cuanto esa utilidad vendrá determinada por la propiedad y el mercado que, en
definitiva, justifica las desigualdades sociales. 2.- Igualdad en la participación política,
prescrita en el art. 6 que dice: “La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los
ciudadanos tienen el derecho de participar personalmente, o a través de sus representantes, en
su formación”. Como es sabido, no obstante, el sistema de participación fue, luego,
restringido, pese a la afirmación anterior, y sólo podrán participar quienes paguen impuestos.
Se instaura un sufragio censatario, muy contestado por las tendencias más democráticas del
siglo siguiente. 3.- Igualdad ante la ley, cuando el mismo artículo 6 dice que la ley “debe ser la
misma para todos, tanto cuando protege como cuando castiga”. Con ser una igualdad formal
la que aquí se establece, no hay que perder de vista el cambio radical que supone y que
diferencia, de hecho y de derecho, al nuevo poder político de al Antiguo Régimen. Frente a los
privilegios y arbitrariedades de éste, la Revolución muestra su actitud decidida en favor del
imperio de la ley, aunque ésta sea todavía entendida como la ley de una sola clase. 4.-
Igualdad de oportunidades para ocupar cargos públicos. Aparece en la última coletilla de ese
art. 6: “Siendo todos los ciudadanos iguales a sus ojos (de la ley), son igualmente admisibles a
todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad, y sin otra distinción que
la de sus méritos y capacidad”. Sólo faltaba que también se implementara la igualdad en la
formación y educación para que la igualdad de oportunidades fuese real. 5.- Igualdad fiscal. En
el art. 13 se dice: “Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de la
administración es indispensable una contribución común, que debe ser repartida por igual entre
todos los ciudadanos en razón de sus posibilidades”. Proporcionalidad, en suma, en la
distribución de las cargas.
c.- El derecho natural a la propiedad. El último artículo de la Declaración consagra al
derecho de propiedad como “un derecho inviolable y sagrado”, mientras que el segundo la
considera un “derecho natural e imprescriptible”, recogiendo así una larga tradición que se
remonta en el tiempo y que tiene sus antecedentes más cercanos en el iusnaturalismo moderno
y, especialmente, en Locke para quien, inspirado en la ética protestante, la propiedad derivaba
del trabajo individual, del esfuerzo realizado por cada uno para transformar y producir bienes.
Esta será una teoría que, por las fechas de la Revolución, criticará Kant al señalar otras formas
de adquisición y disfrute de la propiedad. No obstante, esa defensa encendida de la propiedad
le valió a la Declaración el título de burguesa al entronizar esta pieza clave en la mentalidad de
esta clase ascendente. En efecto, “la propiedad aparece siempre como fundamento del orden
social burgués” (E. Díaz 1977, 87). Porque, finalmente, el orden instaurado acaba por
reconducir los principios básicos de libertad e igualdad al reconocimiento de la propiedad
como derecho natural de forma que el hombre libre e igual será aquél que sea propietario:
podrá gozar de libertad en igualdad de condiciones que los demás, podrá participar en las
decisiones políticas, ostentará cargos públicos, y un largo etcétera. Los demás quedarán
excluidos. Además, de esta forma, se sientan las bases del nuevo régimen económico, todavía
incipiente, y que empezaba a desarrollarse: el capitalismo. En definitiva, la concepción de la
propiedad atraviesa toda las afirmaciones de la Declaración al condicionar el nuevo orden
emergente, un orden burgués y capitalista con una organización política que será el Estado
liberal de Derecho. El siglo siguiente verá la lucha por introducir limitaciones a este orden y a
la propiedad y por establecer una sociedad y una Estado más democrático.
d.- El derecho de resistencia a la opresión. Quizá debido a las circunstancias de la
Revolución, se debe el hecho de que la mayoría de los proyectos que fueron depositados en el
registro de la Asamblea Nacional contemplen el derecho de resistencia a la opresión. El art. de
la Declaración es sumamente ilustrativo del estado de ánimo de los redactores: el derecho de
resistencia a la opresión aparece como “un derecho natural e imprescriptible del hombre”.
Tamaña afirmación rara vez volverá a ser repetida con tanta nitidez y el derecho de resistencia
discurrirá por los vericuetos de la historia y de la literatura jurídica hasta que languidezca y
hoy esté totalmente olvidado. Por ejemplo, la Constitución de 1791, la que le sigue en el
proceso revolucionario, no lo recogerá probablemente porque los constituyentes fueron
conscientes de la amplitud de este derecho y, finalmente, se identificará el derecho de
resistencia con el Régimen del Terror por lo que, ante tal estigma, la doctrina francesa sobre
las libertades públicas pronto lo abandonará.
Es un derecho inspirado en la teoría de Locke de que cabe la resistencia a la autoridad
cuando ésta incumple el inicial pacto social y se convierte en un poder tiránico. Y los
redactores de la Declaración tenían en la mente la frase de Locke según la cual cuando la
autoridad emplee la fuerza y la violencia sin permiso de la ley “se pone en estado de guerra
contra quienes la emplea” de manera que quedan automáticamente rotos todos los vínculos
creados con el contrato social y es posible la defensa y la resistencia de los ciudadanos contra
el agresor. Se trata de recobrar la libertad originaria violada. Por tanto, es un derecho de
segundo orden que opera cuando los derechos principales -libertad, seguridad, propiedad- han
sido contravenidos por la autoridad. Y los redactores eran conscientes de las consecuencias
prácticas que podrían derivarse de esta teoría. En un análisis de los textos de la Revolución,
Benoît-Rohmer y Wachsmann afirman que “Es pues claro, por una parte, que los
constituyentes deseaban prevenirse contra los riesgos de anarquía que implica el derecho de
resistencia, y por otra, que buscaban proclamar este derecho, no obstante los riesgos sobre los
cuales se había llamado su atención debidamente. Es que para ellos se trataba de una garantía
indispensable de esta majestad de las leyes que deseaban plantar en el corazón del nuevo
sistema político”: el derecho de resistencia “como una sanción de las ilegalidades” que pudiera
cometer la autoridad política (F. Benoît-Rohmer y P. Wachsmann 1995, 135). Todavía tenían
en su mente los hechos prerrevolucionarios y, sobre todo, el 14 de julio. El derecho de
resistencia no es sino “la justificación póstuma de la lucha contra el Antiguo Régimen”
(Bobbio 1991, 142).
2.3.- La negación de los derechos.

Como hemos ido viendo, al tiempo que los derechos eran objeto de las primeras
formulaciones doctrinales y se lograba su plasmación en declaraciones, surgieron también
voces discordantes que pusieron en tela de juicio el edificio teórico construído por el
pensamiento iusnaturalista. Hemos visto cómo una autor de la personalidad de Burke se
mofaba de las labores realizadas por la Asamblea Nacional francesa, pero no fue el único que
dirigó sus baterías contra unos “artefactos” que estaban alterando la faz de la sociedad
ilustrada. En la misma época, cabe citar ya la crítica de Hume o la ironía de un Bentham. En el
mismo momento en que los derechos encontraban su mayor realización se creó también un
ambiente contrario a los mismos no sólo proveniente de autores como los citados, sino
también de las nuevas corrientes culturales emergentes entre las que cabe citar al
romanticismo. Finalmente, estas primeras formulaciones de los derechos tendrán en Hegel y en
Marx sus más contumaces críticos.

2.3.1.- De Hume a Bentham.

La postura crítica de Hume en relación con los derechos se dirige no tanto contra estos
expresamente como a los tópicos que sustentaban la teoría de alguno de sus representantes
más significativos, especialmente Locke. La demoledora crítica humeana se dirige, sobre todo,
en dos direcciones: el rechazo de la impronta racionalista vigente en los primeros autores y su
negativa a aceptar la existencia histórica de un contrato social fundante de la sociedad. El
racionalismo y el contractualismo son dos fundamentos del enfoque de un Grocio o de Locke
y ambos son objeto del empeño humeano por construir una ciencia del hombre desde una base
empirista. Para la concepción del saber de este autor, las cuestiones del conocimiento, morales,
sociales y políticas componen un todo unitario35. Por ello, su postura sobre la sociedad y el
derecho remite, sin duda, a su claro escepticismo epistemológico evidente en su primera obra
A Treatise of Human Nature. Es de sobras conocido su minucioso análisis de los procesos
mentales que le lleva a establecer algo inusitado para la época como son los límites del
conocimiento y la razón humana: el conocimiento humano se ciñe exclusivamente a las
“impresiones” que entran en su mente. Este, así como la razón -las “ideas”-, son desarrollo y
derivación de esas primeras impresiones relacionadas entre sí para componer nuestros
conceptos, nuestro pensamiento y nuestros procesos de razonamiento. Las mismas acciones
humanas no están impulsadas por la razón, sino que son resultado de complejos mecanismos
mentales que configuran nuestra voluntad y nuestras decisiones y que son movidos por las
pasiones. “La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro
oficio que el de servirlas y obedecerlas” (Hume 1992, 415).
Con esta tesis antirracionalista, difícilmente tiene cabida una tesis favorable a los
derechos. Máxime cuando, como afirma el autor a continuación de esa conocida frase, no debe
extrañarnos que prefiramos la destrucción del mundo entero a sufrir el dolor de un rasguño en
el dedo. Parece toda una provocación a los bienintencionados racionalistas. Pero, aún más: ni
la moral, ni nuestros juicios morales consisten en la conformidad de nuestros códigos con la
razón, ni en la eterna adecuación o inadecuación con unos principios inmutables e idénticos
para todo ser racional (Hume 1992, 456 y ss.). La moral deriva de un sentimiento genuino que
nos hace aprobar las acciones que nos agradan y desaprobar las que nos hacen daño. Y no
puede ser de otra manera pues la moral es, a la postre, una cuestión de hecho y negar esto
sería caer en la “falacia naturalista” que el mismo Hume achaca a las teorías morales
racionalistas. Ante la uniformidad, universalidad y racionalidad de la teoría moral de su época,
Hume abandera la diversidad y un cierto relativismo, y el reconocimiento de la existencia de
costumbres dispares en cada parte del planeta y en cada sociedad. Abandera un sensualismo
que anticipa la llegada del romanticismo y que casa bastante mal con el racionalismo de las
teorías sobre los derechos.
También es un fino crítico de las concepciones políticas basadas en el estado de
naturaleza que sustentan la autoridad en un contrato social. Citando expresamente la conocida
frase de Locke sobre el hombre libre e igual en el estado de naturaleza califica a éste de
“conclusión errónea”, “mera ficción” y “vana fábula”. Como el contrato social que no ha
existido nunca por mucho que los filósofos y políticos se empeñen en defender lo contrario
como fundamento de una nueva sociedad. Lo que prima en la naturaleza humana no es un
estatus de igualdad o libertad, ni la razón ni la libre emisión de un consentimiento que
establezca el gobierno y la sociedad. Lo que prima es el egoísmo. Ahora bien, un egoísmo
inteligente, no hobbesiano que le hace ver y comprender a cada individuo la utilidad de las
convenciones, de crear instituciones artificiales y de establecer unas reglas de justicia. Un
egoísmo inteligente, por tanto, es lo que caracteriza a la naturaleza humana y no una supuesta
racionalidad ni la existencia de derechos naturales innatos. Una concreta pasión que conduce
inteligentemente a la razón por la senda de la utilidad y de las ventajas de la cooperación
social. Y no hay nada previo ni innato como tampoco existen en la mente ideas previas a la

35
Sigo en estas explicaciones la visión del pensamiento de Hume expuesta en Martínez de Pisón (1992a y
recepción de las imrpesiones o de las percepciones sensoriales. He aquí la auténtica revolución
epistemológica y conceptual que Hume realiza contra Locke. Y en la concepción de la
sociedad, especialmente, al considerar que no es necesaria la formulación de una promesa:
“Cuando dos hombres impulsan un bote a fuerza de remos lo hacen en virtud de un acuerdo o
convención, a pesar de que nunca se hayan prometido nada mutuamente” (Hume 1992, 490).
En una línea muy parecida, se manifestó Burke en contra del raconalismo y de los
derechos naturales y en defensa de la tradición y de la experiencia histórica. Junta a sus
afirmaciones sobre las grotescas actuaciones de la Asamblea Nacional francesa, se encuentran
en su obra referencias claras a su visión sobre los derechos del hombre a la luz de los
acontecimientos que estaban sucediendo en Francia de los que recibía pronta noticia. En
realidad, Burke no rechaza la existencia de derechos del hombre, sino que se opone a la visión
abstracta y racionalista defendida por los revolucionarios franceses en favor de un enfoque
ligado a la existencia real de la sociedad y no a hipotéticos estados de naturaleza. Veamos
varios ejemplos de su opinión: “Si estoy lejos de negarlos en teoría, todavía está más lejos de
mi pensamiento la idea de rehusar en la práctica -si estuviera en mi poder otorgar o rehusar-
los verdaderos derechos del hombre. Al negar la falsa petición de derechos no intento
perjudicar los verdaderos, y éstos son los que sus pretendidos derechos destruirían totalmente.
Si la sociedad civil está constituida para provecho del hombre, todas las ventajas para las
cuales se creó aquélla constituyen los derechos de éste... En esta corporación todos los
hombres tienen los mismos derechos; pero no a cosas iguales”. “El gobierno no se constituye
basándose en los derechos naturales...”. “Estos derechos metafísicos, que penetran en la vida
común como rayos de luz en un medio denso, son reflejados directamente por las leyes de la
naturaleza. En realidad, en la burda y complicada masa de pasiones e intereses humanos, los
derechos primitivos de los hombres sufren una variedad tal de refracciones y reflexiones, que
parece absurdo hablar de ellas como si siguieran simplemente su dirección originaria...”. “Los
pretendidos derechos de esos teóricos son todos extremados y, en relación con su verdad
metafísica, moral y políticamente falsos... Los derechos del hombre en los gobiernos
constituyen sus ventajas...” (Burke 1989, 88 y ss.).
También el pensamiento de J. Bentham es paradigmático de los cambios acaecidos en la
teoría y práctica inglesa desde los tiempos de Locke. Bentham, filósofo, moralista, político y
reformador, fue también un crítico mordaz de la teoría de los derechos naturales y del contrato
social. Esta ya apareció en su juvenil Fragmentos sobre el Gobierno, en la que, frente a
Blackstone, esgrime los argumentos que, otrora, hicieran famoso a Hume por su rechazo de la
hipótesis del estado de naturaleza y de la supuesta firma de un contrato social. Por supuesto,

1992b).
esta visión se enmarca en el contexto de su ardorosa defensa del utilitarismo como teoría
moral y política. Una explicación del mismo excede de los límites de este trabajo, lo que no es
óbice para transcribir alguna de sus opiniones sobre los derechos naturales. En puridad, estas
van encaminadas a demostrar que no hay derechos sin gobierno, que no hay derechos antes de
la aparición del gobierno y que éste puede modificar o derogar los derechos creados al no ser
otra cosa que derechos “legales”. Se pregunta, entonces, qué son esos hipotéticos derechos
naturales e imprescriptibles. “Que no existen cosas tales como derechos naturales o anteriores
a la institución de gobierno como tampoco derechos naturales en contradicción con los legales;
que la expresión es meramente figurada; que cuando se pretenden ejercer estos derechos, en el
momento en que se intenta darles un sentido literal, inducen a error, a esa clase de error que
desemboca en el disparate, en el disparate extremo”. “Lo que no existe no puede ser destruido,
nada necesita que los preserve de la destrucción. Los derechos naturales son simples
absurdidades y los derechos naturales e imprescriptibles, absurdidades retóricas, absurdidades
de alto coturno. Pero esa absurdidad retórica desemboca en la ya conocida absurdidad nociva,
porque a renglón seguido se hace una lista de estos supuestos derechos naturales expresados
como el de derechos legales se tratase, y si no hay ninguno de ellos del que, según parece, el
gobierno pueda abrogar la más pequeña partículo”. “En medio de esta confusión, una cosa
aparece muy clara: ignoran de lo que hablan al llamarlos derechos naturales y pese a ello los
harían imprescriptibles, resistentes al imperio de la ley y plagados de ocasiones para incitar a
los miembros de la comunidad a que se levanten y se resistan a las leyes. ¿Qué objeto tenía
declarar la existencia de derechos imprescriptibles sin especificarlos de modo que pudiesen ser
reconocidos?”36.

2.3.2.- Hegel y Marx.

Finales del siglo XVIII y principios del XIX constituye una caldo de cultivo idóneo para
el rechazo de muchos de los principios e ideas típicos de la Ilustración. En principio, será el
romanticismo el que tomará el testigo de esta crítica, especialmente del racionalismo, del
individualismo y del universalismo ilustrado. El romanticismo, por el contrario, se obsesiona
por el sensualismo en lugar del racionalismo, por la inmersión del individuo en colectividades
más amplias, en el pueblo, que, a su vez, adquieren frescura y vitalidad, por los particular. Así
es que hacen suyas posturas irracionales, el espíritu del pueblo y de la tradición, el papel de la

36
Tomado del libro de Añón, Mª J. y otros, 1996, Derechos humanos. Textos y casos prácticos, Valencial,
Tirant lo Blanch, que, a su vez, lo transcribe de J. Bentham, 1991, Anarchical Fallacies, trad. de. de M. J.
Colomer, Barcelona, Península.
historia y la defensa de las nuevas nacionalidades. El romántico, aun siendo él a su manera un
individualista, se ubica en las antípodas del pensamiento ilustrado y prepara nuevas críticas a
las teorías de los derechos naturales.
Primero será G. W. F. von Hegel, realmente quien firmará el acta de defunción del
iusnaturalismo racionalista. Hegel, de hecho, pretende reconstruir la filosofía racionalista, pero
desde presupuestos y con objetivos bien distintos a los autores del XVIII. En este empeño, la
filosofía hegeliana supone una síntesis “dialéctica” de las tendencias contrarias que eran
evidentes en el pensamiento de la Ilustración y que había desarrollado el romanticismo en la
que ambos extremos quedan subsumidos en el desenvolvimiento e interrelación que se produce
entre la Historia, el absoluto, la razón y el Estado. Finalmente, los principios básicos de la
teoría política de la Ilustración -individualismo, racionalismo, contractualismo, derechos
naturales, etc.- quedan integrados en el proceso dialéctico de desenvolvimiento del Estado real
y racional, son un elemento más de este desarrollo que concluye en la deificación del Estado
absoluto. Quedan enguyidos en algo superior que los implica y, en suma, cobran otro sentido
bien diferente al inicialmente propuesto. Precisamente, en este proceso, la historia reciente es
reinterpretada para justificar ese nuevo sentido.
Por de pronto, la Edad Moderna, a través del desenvolvimiento dialéctico producido por
acontecimientos tan relevantes como la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa, se
convierte ya en la vía de desarrollo de los estadios más elevados de la cultura y ciencia de la
humanidad: “entramos, por consiguiente, en el estadio del espíritu que se sabe libre, queriendo
lo verdadero, eterno y universal en sí y por sí” (Hegel 1980, 657). Que el propio Hegel
identifica con el período de plenitud del “mundo germánico”. Finalmente, ¡la conjunción de
historia, razón y Estado gesta un espíritu superior a todos, el espíritu germánico! Y en este
proceso, la Reforma de Lutero representa la manifestación de un concepto de libertad
subjetiva, íntima, representación de la subjetividad superadora de cualquier visión natural del
hombre. “Este es el contenido esencial de la Reforma: el hombre se halla determinado por sí
mismo a ser libre”, explica Hegel (661). Más todavía: “La evolución y el progreso del espíritu,
desde la Reforma, consiste en esto: que el espíritu ahora, por la conciliación entre el hombre y
Dios, tiene conciencia de su libertad, en la certeza de que el proceso objetivo es la misma
esencia divina y, por tanto, comprende también el proceso y lo recorre en las subsiguientes
transformaciones de lo temporal... Lo divino deja de ser la representación fija de un más allá.
Se descubre que lo ético y lo justo, en el Estado, son también algo divino, mandato de Dios, y
que no hay nada más alto ni más santo por su contenido” (665). La Ilustración constituye una
nueva fase en la evolución del espíritu, “fase en que el hombre encuentra el verdadero
contenido en sí mismo” instaurando el principio de la soberanía de la razón (684). Y la
Ilustración se inició en Francia y pasó y se desarrolló en Alemania. Y la Revolución francesa -
de paso, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano-, en la que el pensamiento
se subleva contra el estado existente en aras de la libertad de la voluntad, es más bien una
anomalía histórica en la que se manifiesta el fin político de la sociedad, es decir, el Estado. Es
una anomalía que no se produce en Alemania ni en los estados protestantes porque ahía
reinaba ya la libertad (690 y ss.).
La Filosofía del Derecho de Hegel representa el ejemplo más claro de superación de los
principios e ideas de la Ilustración y del derecho natural. Y su nueva concepción del Derecho
irá dirigida contra la tendencia a la abstracción y contra la ahistoricidad dominante en las
teorías del derecho natural. Frente a ello, el estudio del Derecho real, del Derecho del Estado,
el Derecho positivo, enmarcado en la misma historia y devenir que produce el Estado absoluto
y racional. En este marco, debe entenderse su conocida tesis: “Lo que es racional es real, y lo
que es real es racional” (Hegel 1988, 51). Es de sobra conocido cómo estos presupuestos
repercuten en su concepto de derecho y en su visión del hombre como sujeto libre y cómo,
todo ello enmarcado en un proceso de desenvolvimiento, deviene desde el derecho absoluto, la
moralidad y la eticidad, desde la familia, la sociedad civil hasta llegar al Estado en una
evolución que ya nada tiene que ver con las posiciones contractualistas, ni con el
individualismo, ni con la creencia en un estado de naturaleza.
K. Marx, retomando la lección histórica y realista de Hegel, será un contradictor pertinaz
de la sociedad burguesa y de los derechos naturales que la sustentan. En verdad, desvelar la
opinión marxiana acerca de los derechos humanos ha preocupado a más de un autor interesado
por su pensamiento y, ciertamente, una conclusión parece aunar las mayores simpatías37: que el
rechazo a los derechos humanos es evidente en la misma obra de Marx y que son bastantes los
textos en los que retiera su opinión crítica, especialmente, La cuestión judía, La sagrada
familia o los Manuscritos económico-filosóficos, aunque, en realidad, casi todos sus ensayos
aluden directa o indirectamente al tema tratado. La crítica marxiana a los derechos humanos
hay que entenderla desde su particular lectura de la concepción hegeliana del Estado como
encarnación de lo absoluto, de la Idea, de la razón. Marx lo que busca es desenmascararlo,
desvelar la racionalidad sobre la que se construye dicha visión hegeliana: esto es, la que
subyace a la ideología burguesa. Y, en este empeño, mostrar la función de los derechos
humano en el sustento de la sociedad burguesa cobra una especial relevancia. Los derechos
humanos son derechos al servicio de la burguesía en su afán por construir una sociedad a su
imagen y semejanza en la que los no propietarios quedan relegados a una clse inferior. La
igualdad, la libertad, la propiedad son siempre una igualdad, una libertad y una propiedad
burguesa. Junto al carácter instrumental de los derechos, la crítica marxiana denunciará
también su carácter abstracto, universal y formal: la realidad económica y social no importa. El
orden burgués reconoce formal y universalmente los derechos pero no se preocupa de la
situación real de las personas, de las diferencias de posición, de los problemas de
materialización.
Las opiniones marxianas más radicales sobre los derechos humanos se encuentran en La
cuestión judía, del que entresaco alguna de sus frases más emblemáticas: “Los droits de
l’homme, los derechos del hombre, en cuanto tales, se distinguen así de los droits du citoyen,
de los derechos del ciudadano. ¿Quién es el homme distinto del citoyen ? Ni más ni menos
que el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué al miembro de la sociedad burguesa se le
llama ‘hombre’, simplemente hombre, y por qué sus derechos se llaman derechos del hombre ?
¿Cómo se explica esto? Podemos explicarlo remitiéndonos a las relaciones entre el Estado
político y la sociedad burguesa, a la ausencia o a la falta de la emancipación política. En primer
lugar constatamos el hecho de que los llamados derechos del hombre, los droits de l’homme
en cuanto distintos de los droits du citoyen, no son sino los derechos del miembro de la
sociedad burguesa, es decir, del hombre egoista, del hombre separado del hombre y de la
comunidad... (E)l derecho humano de la libertad no está basado en la unión del hombre con el
hombre, sino, por el contrario, en la separación del hombre con respecto al hombre. Es el
derecho a esta disociación, el derecho del individuo delimitado, a sí mismo... La aplicación
práctica del derecho humano de la libertad es el ejercicio humano de la propiedad privada...
Ninguno de los llamados derechos humanos trasciende, por lo tanto, el hombre egoísta, el
hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, el individuo replegado en sí mismo,
en su interés privado y en su arbitrariedad privada y disociado de la comunidad. Muy lejos de
concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida
genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como un limitación de
su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad
natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona
egoísta” (Marx 1970, 242-245).

37
En la literatura española, M. Atienza, 1982, Marx y los derechos humanos, Madrid, Mezquita, y C. Eymar,
1987, Karl Marx, crítico de los derechos humanos, Madrid, Tecnos.
Capítulo 3

Sobre el fundamento de los derechos

3.1.- Sobre la fundamentación de los derechos.

3.1.1.- Cuestiones previas.

Todavía hoy tienen un amplio eco unas palabras pronunciadas en 1964 por Bobbio, que
en este tema como en otros relativos a los derechos es una referencia ineludible, en las cuales
manifestaba su opinión de que “el problema de fondo relativo a los derechos del hombre es
hoy no tanto el de justificarlos, como el de protegerlos”38. Dicha opinión estaba fundada, por
un lado, en el fracaso de los intentos por lograr un fundamento absoluto de los derechos al
hombre y, por otro, en el evidente consenso materializado en la comunidad internacional en la
versión de la Declaración Universal de 1948. Sentenciaba su explicación con la idea de que la
protección de los derechos ya “no es un problema filosófico, sino político”.
En torno a estas tesis se han vertido numerosos comentarios del más variado pelaje,
muchos de ellos claramente favorables, y, de hecho, sus afirmaciones pueden aceptarse sin
dificultad aunque con algunos matices de peso (Por ejemplo, sobre el supuesto consenso de la
comunidad internacional y sobre los derechos afectados, en particular, sobre su
universalización y realización). Pero, como si la realidad se empecinase en desmentir la
afirmación de Bobbio, lo cierto es que, desde hace unas décadas, es muy numerosa la literatura
de índole política, jurídica y ética que, precisamente, se ha propuesto hallar una
fundamentación sólida de los derechos. En efecto, de la mano de las profundas
transformaciones que se están produciendo tanto en el ámbito estatal y mundial, en las esferas
económicas y políticas, como en la concepción de los derechos -en particular, con la
formulación de nuevas categorías elaboradas paralelamente al surgimiento en el escenario de
nuevas realidades-, ha aumentado de forma considerable la producción literaria sobre esta
cuestión con propuestas desde todos los enfoques ideológicos. Puede existir un cierto acuerdo
sobre la urgencia de la protección de los derechos, como, de hecho, lo hay, pero, al mismo

38
Como es sabido, esta tesis fue presentada en una ponencia de Bobbio titulada “Sobre el fundamento de los
derechos del hombre” en el Simposio sobre dicha cuestión desarrollado en L’Aquila del 15 al 19 de septiembre
de 1964 y luego reiteradas en otro Simposio sobre los derechos del hombre que tuvo lugar en diciembre de
tiempo, se es consciente de que su protección y realización no es posible sin una justificación,
sobre todo, en los casos de los derechos sociales y de los nuevos derechos cuyas categorías
son puestas continuamente en cuestión.
En parte, esta profusión de inquietudes tiene su origen en que, en realidad, se echa en
falta una justificación global de los derechos que se encamine en una doble dirección: por un
lado, que sea plenamente global e integral, es decir, una justificación o fundamentación que
valga para todas las generaciones de los derechos, tanto para los derechos civiles, como para
los derechos sociales y los de la tercera generación o derechos difusos; por otro lado, que sea
realmente general, es decir, que englobe y recoja a todas las tradiciones y culturas que se
desarrollan en el planeta sin distinción. Precisamente, en estos dos puntos es donde existen
profundas diferencias entre unos y otros que son las que han incentivado el debate sobre la
fundamentación de los derechos. Y es que son, además, dos cuestiones previas a todo intento
de protección o de realización. No hay un acuerdo sobre qué derechos deben protegerse, en
qué medida, si deben plantearse prioridades o qué grupo o colectivos deben requerir una
actuación prioritaria, etc., aspectos que debieran resolverse antes de iniciar actuaciones en
favor de los derechos39.
Pero, volviendo a la frase de Bobbio, su insistencia en dirigir todos los esfuerzos a la
protección de los derechos en lugar de a su fundamentación ha originado lecturas de todo tipo
que no siempre le han hecho justicia. Parece que, de un plumazo, ha expulsado del cielo de las
discusiones filosóficas el debate sobre los derechos para condenarlo al infierno de la cruda
realidad, sea ésta una realidad marcada por los conflictos de intereses que se producen en los
ámbitos estatales o suprestatales, sea la realidad de farragosos procedimientos jurídicos de
protección de los derechos -o de su ausencia-. González García ha mostrado, no obstante,
cómo es posible hacer una lectura que rescate el debate sobre el fundamento de los derechos
del “silencio” al que parece condenado por “la impotencia del filósofo” por resolver dicho
problema (González García 1989, 179). Lo que Bobbio evidenció no es sino “el fracaso
histórico de las fundamentaciones fuertes”, aquéllas que buscan el argumento último sobre el
que sustentar el edificio de los derechos y, para ello, indagan en la naturaleza humana, en sus
propiedades intrínsecas o procuran aportar razones autoevidentes que nadie puede rebatir. Es
decir, sólo quedarían afectadas por su juicio un tipo de fundamentaciones de los derechos, las
que rastrean una razón absoluta y única, mientras que quedaría la vía expedita para otro tipo

1967 en Turín y en el que dictó la ponencia titulada “Presente y porvenir de los derechos”. Las palabras citadas
se encuentran en dos traducciones al castellano: Bobbio (1982), p. 128 y Bobbio (1991), p. 61.
39
Pues, ante todo, no cabe reconocimiento jurídico sin una justificación del índole que sea de esos derechos y,
además, no se puede ignorar que, por otra parte, su inserción en textos jurídicos no es una garantía de que no
sean objetos de violaciones.
de fundamentaciones débiles cuyos objetivos son más limitados, pues sólo tratarían de dar
buenas razones, “las mejores razones posibles” para justificar los derechos40.
La frase de Bobbio, en suma, evidencia el importante giro que se estaba produciendo en
la discusión sobre los derechos. Para algunos, incluso, una ruptura, dado que es posible señalar
un antes y un después determinado por el abandono de los los terrenos más seguros de los
argumentos últimos para desplazarse a las siempre inseguras arenas del diálogo y la
argumentación. La opinión de Bobbio explicitaría el callejón sin salida de las tradicionales
justificaciones que habrían conducido a una tensión frustrante entre teoría y práctica, entre la
ampulosidad de la ideología y de las declaraciones sobre los derechos y la descarnada realidad
de las constantes violaciones. Sólo la fe o un ciego y descarado dogmatismo pudiera sostener
la perviviencia de esas posturas. Por eso, aun a pesar de las palabras de Bobbio, puede
afirmarse que existe una vía para el debate sobre la fundamentación de los derechos. Claro que
siempre que seamos conscientes de una premisa básica: que ante la inconsistencia de las
fundamentaciones fuertes, sólo cabe fundamentaciones débiles, cabe dedicarse a discutir y
argumentar sobre los derechos aportando razones convincentes sobre su oportunidad. Por esta
vía, precisamente, se han encaminado las últimas novedades sobre la justificación de los
derechos que ha nutrido en los últimos tiempos la filosofía moral y la de los derechos del
hombre, alguna de las cuales se tratan a continuación.
Pero, esta convicción de que, a pesar de todo, es posible seguir discutiendo sobre los
derechos, si bien ha incitado una ingente literatura sobre la cuestión, no deja de plantear
nuevos y distintos problemas que afectan a las prácticas que permiten su concreción. Primero
de todo, porque hay un cierto desapego entre las numerosas propuestas de fundamentación y
el hecho de que, pese a nuestra incapacidad por articular un acuerdo sobre una
fundamentación sólida, los esfuerzos históricos por recoger los derechos del hombre en textos
jurídicos son ya de por sí un punto de partida ineludible para toda reflexión y actuación
posterior41. En este sentido, no carecen de razón quienes, quizás avisándonos del riesgo de
esterilidad por la obsesión de problematizar la fundamentación de los derechos, apuntan a la
Declaración Universal de Derechos Humanos como la solución de nuestras cuitas
justificadoras y alientan a dar pasos en la senda de su protección y realización42. Claro que esta

40
Aunque sea a título de inventario, la crítica de Bobbio, que aparece en esos dos artículos, se dirige tanto a
mostrar las ambigüedades del concepto “derechos humanos”/”derechos naturales” como a desmitificar toda
referencia a una pluridimensional naturaleza humana, así como la ilusión de fundamentarlos en autoevidencias
no demostradas.
41
No se entienda la afirmación precedente como un apoyo de una fundamentación consensual; es, más bien,
una constatación de la disparidad de intentos de justificación y, por paradójico que parezca, de la tenacidad que
muestra la especie humana -ahora, colectivamente- por lograr su reconocimiento y respeto.
42
De nuevo, Bobbio encabeza esta postura.
salida tampoco es una solución completa a algunas discusiones sobre su fundamentación ni,
por supuesto, a su materialización universal.
Y, en efecto, son otros los problemas que surgen tras el reconocimiento y la confianza
puesta en la Declaración Universal de Derechos humanos. V. Camps señala, al menos, dos: 1)
El primero versa sobre la discusión en torno a los derechos escogidos para el católogo de la
Declaración: ¿por qué estos y no otros? Y, se podría añadir, ¿por qué no incluir alguno de los
más recientes, los que han ido ampliando la lista desde hace cinco décadas? 2) Pero, la
respuesta a estas cuestiones no evita los problemas que aparecen en su materialización: ¿Hay
que realizar todos a la vez o, por el contrario, dada la complejidad de la empresa, es
conveniente priorizar la ejecución de unos postergando temporalmente, al menos, la de otros?
Y ¿qué sucede cuando la realización de unos supone una pérdida o la nula eficacia de otros?
Los interrogantes pueden ampliarse si se tiene en cuenta que el reconocimiento social de los
derechos lleva consigo que “todos y cada unos de los sujetos de esos derechos exigen que
éstos sean respetados. Entonces se pone de manifiesto que no es posible llevarlos a la práctica
sin un orden y una jerarquía, sin contar con unos requisitos o condiciones materiales; se pone
de manifiesto que el reconocimiento jurídico no lleva implícito el reconocimiento social. Todo
ello demanda una serie de legitimaciones que no estaban previstas en la simple lista de
derechos fundamentales” (Camps 1989, 113). El caso es que los problemas no terminan con el
silencio o la negativa a fundamentar los derechos. Es más, estos últimos interrogantes sobre su
práctica no hacen sino reenviar, de nuevo, la discusión al principio, a la esfera de los
argumentos. Y es que el aparente consenso sobre los derechos recogidos en los textos
jurídicos, sean en el ámbito nacional o internacional, no elimina el problema de buscar, al
menos, unos fundamentos débiles o, por lo menos, de desechar los menos convincentes.
Puede, incluso, pensarse que esta discusión, quizá, influya en la dirección de las políticas sobre
los derechos43.
Abierta esta posibilidad, veamos a continuación las fundamentaciones de más peso que,
desde las diferentes ópticas ideológicas, se han esbozado en los últimos tiempos para justificar
los derechos. Pero, antes de iniciar este viaje, una cautela. En efecto, son numerosas las
propuestas y no todas de igual formato. Esta disparidad obliga a analizar cada una de ellas y a
señalar sus pros y contras. El resultado final puede resultar desalentador si el estudioso parte
con el prejuicio, muchas veces inconsciente, de indagar y buscar unas razones convincentes
que apoye y dé credibilidad los derechos, pues se encontrará, por el contrario, con muchas
dudas y buenas dosis de problematización44. Precisamente, esta continua interrogación es lo

43
Vid. Rodríguez-Toubes (1995), p. 92-100 quien da razones en favor de la fundamentación.
44
No es una opinión personal, sino que está ampliamente extendida la idea de que “las más difundidas
corrientes del pensamiento que han intentado justificar racionalmente los derechos humanos no han alcanzado
que incita al debate y enriquece la teoría de los derechos. Nada más lejos de mis intenciones
que producir sensaciones de frustración sobre los derechos. Con este objetivo, no es posible,
no obstante, tratar todas y cada de las variaciones en su fundamentación. Por ello, haré
referencia a algunas, las más significativas, aunque ello implique dejar en el tintero a más de
una. Antes, una breve aproximación al viejo debate entre el iusnaturalismo y positivismo sobre
los derechos.

3.1.2.- El viejo debate entre iusnaturalismo y positivismo.

La teoría moderna de los derechos del hombre surge con el iusnaturalismo


racionalista 45. Esto es, surge ligada a la reflexión sobre el “estado de naturaleza”, el contrato
social, el derecho natural que tiene lugar en los siglos XVII y XVII y, asimismo, ligada a la
visión individualista y racionalista del hombre y de la sociedad que le acompaña46. En concreto,
la filiación de los derechos del hombre se encuentra, como es habitualmente reconocido por
todos, en la doble y original versión de los “derechos naturales” que es formulada, por un lado,
por la Escuela de Derecho natural racionalista de Grocio, Pufendorf y un largo etcétera de
seguidores y, por otro, por la línea empirista iniciada por Locke y continuada por el
pensamiento anglosajón47. En ambos casos, su visión de los derechos se proyectó sobre las
primeras declaraciones como una manifestación de la lucha contra la arbitrariedad del poder y
su apuesta por la tolerancia religiosa y por la libertad individual y sentó, además, las bases de
una nueva sociedad, la sociedad liberal. Así, entre una y otra vía de fundamentación, existen
similitudes que conforman ese iusnaturalismo moderno que abanderó la teoría de los derechos.
Por supuesto, también son evidentes las notables diferencias.
Pero, enfrente de estas teorías pronto surgieron también otro conjunto de doctrinas que
negaron la existencia de esos derechos. De entre ellas, entre las que pueden ubicarse, además,
el romaticismo, marxismo, escepticismo, etc., la que más alcance y proyección ha tenido en la
Filosofía del Derecho ha sido, sin duda, el positivismo que hizo del ataque a los “derechos

cabalmente su objetivo” (Massini 1994, 9-10). Son palabras de un iusnaturalista, como es Massini, que tras el
desbrozamiento de estas teorías pretende realizar un fundamentación “fuerte”.
45
Vuelvo a recordar lo que ya mantuve en el capítulo anterior a fin de que no se me acuse de ahistórico: una
cosa es, en el sentido humeano, cuándo surge una idea y otra cómo se formula en las diferentes épocas.
Indudablemente, puede rastrearse en la historia de la civilización occidental desde los griegos un origen de los
derechos del hombre. La idea estaba ya en la cultura, pero lo que importa para nuestro cometido es que, por la
interacción entre historia y filosofía, surgen con el iusnaturalismo racionalista las primeras formulaciones de
una teoría de los derechos del hombre.
46
Vid. Haarscher (1991), cap. 1 y Massini (1994), p. 170.
47
Que la teoría de los derechos surge con la modernidad y que luego se proyecta hasta el presente es una
opinión difícilmente contestada desde las diferentes ópticas. Vid. Peces-Barba (1991), p. 36; Prieto Sanchís
(1990), p. 33; Massini (1994), p. 214.
naturales” o “derechos humanos” de los iusnaturalistas caballo de batalla de su guerra global al
iusnaturalismo. En efecto, antaño, iusnaturalismo y positivismo se han enfrentado desde
posturas diametralmente opuestas por la elaboración de una filosofía coherente sobre el
Derecho que, entre otras cosas, respondiese a la pregunta por los derechos. En esta oposición,
sin duda, se han escrito las páginas más brillantes de la Filosofía del Derecho. En la actualidad,
no obstante, como resultado de la inflación de corrientes, los perfiles de una y otra se han
difuminado hasta perder mucho de su impronta original ya sea porque los unos han
abandonado su pretensión de objetividad y universalidad, ya sea porque los otros han
introducido en su comprensión de los derechos una referencia a juicios morales48. Aunque sea
brevemente, trazaré algunos rasgos de ese viejo debate.
El enfoque iusnaturalista siempre se ha caracterizado por englobar en su seno un
conjunto bastante hetereogéneo de teorías ligadas entre sí por algunos elementos comunes.
Con carácter genérico, las posturas iusnaturalistas suelen caracterizarse por defender la tesis
de que, más allá del derecho positivo, es posible encontrar una instancia de índole moral que, a
su vez, sirve de fundamentación al primero. En sus versiones más rancias, la ley positiva no
sería sino un apéndice de otro orden normativo superior -la ley eterna o la ley divina- del cual
debe inferirse el contenido de las normas concretas que deben regir la sociedad. Este orden
normativo encarna un ideal de justicia, un código al que se le atribuye las propiedades morales
por excelencia, a partir del cual materializar la regulación positiva de forma que la validez de
esta última depende de la identidad de lo regulado respecto a ese ideal. Más adelante, para el
iusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII, esas propiedades hacen referencia a cualidades
inherentes a los principios morales como el que son autoevidentes, racionales y universales. En
este marco ideológico, los derechos humanos encontrarían así una fundamentación objetiva,
racional y universal por referencia a esos principios y a ese código moral. Los derechos
constituirían un elemento esencial en la naturaleza humana, que, aunque íntimamente ligada a
ella, es, no obstante, independiente de la voluntad de cada ser particular o de terceros y que,
además, puede ser cognoscible por la razón. Este discurso sobre los derechos tuvo de esta
forma una potencialidad indudable en la imaginería social y política elaborada por sus autores
más representativos. Pues, los derechos del hombre, en estas concepciones, constituyen así
algo previo a la sociedad y a los conceptos sociales y políticos más típicos del iusnaturalismo
racionalista. Y funcionan como un axioma a partir del cual, a través del método deductivo, es
posible articular la sociedad. Los derechos y los principios morales básicos que los inspiran
tienen una potente fuerza normativa que se manifiesta en su entorno y en el derecho positivo.

48
El caso más paradigmático de positivista que reconoce un mínimo de derecho natural es H. Hart.
En especial, en el derecho positivo cuya validez depende de la conformidad de sus preceptos
con los mandatos del derecho natural.
Desde entonces, el iusnaturalismo se ha transformado profundamente y, de hecho, en
las últimas décadas, han surgido en su seno corrientes que se parecen poco a los modelos
clásicos. Ahora, no siempre es fácil dar una definición que fije con precisión sus perfiles,
aunque, dada su amplitud, cada vez más se tiende, sencillamente, a considerar “iusnaturalistas
a todas aquellas posiciones iusfilosóficas que sostienen la existencia de algún -es suficiente que
sea uno- principio de derecho cuya fuente no es la mera sanción estatal o social” (Massini
1994, 206)49. Puede apreciarse el cambio de acento que se ha producido hasta el punto que su
campo de acción se ha extendido enormemente50. El iusnaturalismo, en líneas generales, ha
sufrido las consecuencias de la crítica apuntada por Bobbio en su artículo sobre los derechos
contra toda pretensión de obtener una fundamentación absoluta.
Precisamente, el positivismo dedicó buena parte de sus esfuerzos a demostrar la
irrealidad e ilusión de ese derecho natural y de la “fundamentación absoluta” de los derechos
humanos. En efecto, la crítica de los derechos humanos como metafísica y el rechazo general a
la confusión entre el derecho y la moral se hizo habitual entre quienes representaban una
mentalidad positivista. Aún suena el eco de los conocidos exabruptos de J. Bentham contra los
derechos naturales cuando los calificó de “sinsentidos sobre zancos” y de “bastarda ralea de
monstruos”, luego continuados por alguien ubicado en las antípodas ideológicas como es
Burke51. También la opinión de Bobbio sobre la inutilidad de los esfuerzos por fundamentar los
derechos y su consejo en destinarlos a su protección discurre en esta misma línea. No obstante,
la postura más genuinamente positivista es, sin lugar duda, la de Kelsen quien, como es sabido,
rechazó “la concepción de que el Derecho sea, como tal, parte integrante de la Moral” y que,
por tanto, el ideal de Justicia sea “asequible al conocimiento racional, como lo prueba la
historia del espíritu humano, que desde hace siglos se afana en vano por la solución de este

49
Nótese la diferencia entre el iusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII y el iusnaturalismo contemporáneo.
Para los primeros, los principios morales que fundan el derecho positivo son principios autoevidentes, son
realidades tangibles cognoscibles por la fe en la divinidad o en la razón. Por cierto que a este tipo de
definiciones como la citada puede hacerse el reproche que Peces-Barba hace al “reduccionismo iusnaturalista”
de “que confunde moralidad, de la que pueden deducirse pretensiones justificadas, con el Derecho, que supone
la existencia de un Ordenamiento coactivo y eficaz” (Peces-Barba 1991, 38)
50
Fíjese, por ejemplo, cómo en nuestro país pueden considerarse iusnaturalistas posturas ortodoxas como las
mantenidas por A. Fernández-Galiano y Fco. Puy junto a otras más heterodoxas como las de A. Ollero. Lo
mismo podría decirse enl “intersubjetivismo” de A. E. Pérez Luño. Hasta, incluso, podría incluirse en esta
órbita la “fundamentación ética” de E. Fernández dada la difuminación de los perfiles que ha sufrido el
iusnaturalismo. Otro tanto puede afirmarse del panorama internacional respecto, por ejemplo, de la obra de J.
Finnis.
51
La relación ideológica entre Bentham y Burke es objeto de dicusión. Si bien sus programas de reforma
estaban inspirados en posturas políticas distintas (Burke fue un conocido político tory), en sus presupuestos
metodológicos las distancias disminuyen. En torno a los derechos, la sintonía es mayor.
problema. Pues la Justicia, que ha de representarse como un orden superior, diverso y frente al
Derecho positivo, están en su validez absoluta más allá de toda experiencia”52.
No obstante, la de Bobbio sigue siendo paradigmática entre las críticas a la
fundamentación iusnaturalista de los derechos del hombre por lo que merece la pena su
transcripción. Este ciñe su opinión y su rechazo a cuatro argumentos de indudable solidez: 1.-
El concepto “derechos humanos” es una expresión ambigua y vaga cuyo significado varía
“según la ideología del intérprete”. 2.- La misma especificación de los derechos del hombre es
“una clase variable como la historia lo demuestra abundamentemente”. Pues, los cambios
históricos han supuesto también un cambio en las clases de derechos protegibles como lo
demuestran el diferente énfasis puesto en cada momento en los derechos civiles y políticos, en
los derechos sociales, en los nuevos derechos, etc., o los que puedan venir en el futuro. 3.-
Igualmente, Bobbio denuncia que las clases de derechos muestra que éstos son muy
“hetereogéneos”, que los derechos tienen un estatuto diverso: unos son más fundamentales
que otros e, incluso, entre los primeros, existen “contrastes”. En esta tesitura, no puede ser
que se reconozca el mismo fundamento para unos y para otros y sólo algunos estén sometidos
a restricciones. 4.- En conexión con la anterior, Bobbio acaba por destacar que “se nota una
antinomia entre los derechos invocados por los mismos sujetos”. Especialmente esa
contradicción es evidente entre los derechos de las primeras declaraciones y los derechos
sociales cuya realización afecta a los anteriores: “la realización integral de los unos impide la
realización integral de los otros”. “Ahora bien, dos derechos fundamentales pero antinómicos
no pueden tener, unos y otros, un fundamento absoluto, un fundamento que haga irrefutables e
irresistibles un derecho y su contrario al mismo tiempo” (Bobbio 1982, 125).
Sentada la imposibilidad de un fundamento absoluto de los derechos y su artificialidad,
el positivismo buscó en los mismos textos jurídicos esa justificación que se le escapaba de las
manos. Es, a primeros del siglo pasado, el tiempo del triunfo -y del fracaso de su origen
iusnaturalista- de la mentalidad racionalista que se obsesionó por los códigos y las
constituciones como instrumento para construir una nueva sociedad more geometrico.
Entonces, el derecho es el derecho del Estado, del soberano o el creado por las autoridades
competentes; en absoluto, es el derecho derivado de un ordenamiento metajurídico. Y, en
consecuencia, los derechos del hombre serán aquéllos que son recogidos y reconocidos por las
normas básicas del Estado. La historia de la Filosofía del Derecho durante el siglo XIX está
marcada, precisamente, por el rechazo o por el olvido consciente de la inspiración
iusnaturalista de la mentalidad jurídica. Se pueden citar diversos ejemplos de los nuevos aires

52
Kelsen (1979), p. 38 y 39. Desde la óptica de la Filosofía del Derecho, a la crítica positivista al
iusnaturalismo, hay que añadir, sin lugar a duda, la del realismo jurídico, en particular, la de K. Olivecrona y
A. Ross.
que corrían en la teoría jurídica: la actitud de la escuela de la Exégesis hacia el texto jurídico
cuya adoración hacia la voluntad del legislador tiene su raigambre en las viejas relaciones entre
el Derecho y la Teología; la defensa clara de J. Austin de la tradición anglosajona sobre la
teoría del soberano y el derecho como mandato; o el olvido consciente de F. Savigny por el
racionalismo iusnaturalismo en favor del derecho histórico aunque sea en la forma de un
derecho muerto53. Quizá, todo ello encuentre su justificación en la llegada de los nuevos
tiempos y nuevas necesidades que exigían una actitud más pragmática, preocuparse menos de
órdenes ideales y, en consecuencia, percibir la existencia de unos derechos más tangibles.
Esta insistencia en el derecho puesto, en el derecho artifical creado por el Estado frente
al derecho natural, estaba ligada también a la idea de que, por esta relación, el Derecho es
siempre derecho coactivo, es decir, que el Estado no sólo es quien crea el Derecho, sino que,
además, refuerza su cumplimiento poniendo a su disposición el uso de la fueza. Es más,
siguiendo a Kant y, por tanto, a una conocida tesis iusnaturalista, el Derecho se distinguiría de
la moral precisamente por su carácter coactivo. De esta forma, para un positivista, por
Derecho debe entenderse todo orden coactivo compuesto por normas que no son sino la
expresión de la voluntad del Estado, sea éste el legislador, el soberano o, sin más, la autoridad
competente, y que, además, esas normas van reforzadas por la amenaza del uso de la fuerza al
contar con el apoyo de los aparatos burocráticos que el Estado pone a su disposición. Es, en
este sentido, bien conocida, ya en este siglo, la tesis positivista -y realista- de que el Derecho
es “fuerza organizada”, “fuerza institucionalizada”.
En la actualidad, en una época en la que corren malos tiempos para el positivismo al
menos en el plano de la teoría, suele entenderse que el positivismo “puede ser caracterizado
como aquella concepción que sostiene que toda norma, deber o derecho es puesto
originariamente por una autoridad estatal o social; es decir, que, para el positivismo jurídico no
existe ninguna norma o principio en materia de derecho que no sea la mera creación del
Estado o de la sociedad misma”, mientras que el iusnaturalismo “afirma que existe alguna
norma en materia de derecho no positiva54. De esta forma, quien defiende que no existe
ninguna huella de la moral en el derecho es positivista, mientras que el iusnaturalista
mantendría lo contrario. A todas luces, esta caracterización resulta una simplificación
tendenciosa de la que, por cierto, no está exenta de responsabilidad alguno de los más
conspicuos positivistas. Se trata de un reduccionismo que no hace justicia pues también podría
esgrimirse el argumento contrario para definir al iusnaturalismo55. El mismo Kelsen no niega

53
Creo que la importancia de estos autores en el “giro positivista” del siglo XIX está perfectamente captado por
M. Calvo, (1994), cap. III.
54
Vid. Massini (1994), p. 207.
55
Se trata del tipo de reduccionismo denunciado por Peces-Barba tanto contra el positivismo como contra el
iusnaturalismo. Vid. Peces-Barba (1991), cap. 2.
las relaciones materiales existentes entre el Derecho y la moral, siempre que se parta, como
una cuestión de principio, de la separación de ambos órdenes normativos. No se trata de
definir el “derecho justo”, sino el Derecho desde el Derecho mismo desde una estrategia
autorreferencial que muestre su autonomía, su estructura, sus reglas y las posibilidades de
concebirlo como sistema independiente. Todo lo que entorpezca esta empresa no debe ser
tenido en cuenta. Pero, esta concepción básica no es óbice para que el Derecho pueda ser
acrisolado al hacerlo pasar por el tamiz de la crítica moral, que, de esta forma, permitirá
denunciar sus impurezas y al convertirse en un instrumento de perfeccionamiento y mejora del
sistema jurídico devendrá en una condición necesaria de su eficacia56.
A estas alturas del debate, afirmar que el positivismo niega la existencia de valores en
el Derecho y que éstos fundamenten los derechos del hombre carece de rigor científico. ¡Claro
que el positivista reconoce la existencia de valores y de criterios morales que permitan
identificar y justificar los derechos humanos! Sólo que lo determinante para su integración en
un sistema jurídico reside en el cumplimiento de ciertos requisitos formales de creación
normativa. El positivista reconoce los dos ámbitos de los derechos del hombre: moral, en la
medida que reflejan determinadas concepciones básicas de una sociedad o de una tradición
cultural a partir de las cuales es posible intentar justificarlos, debatir sobre sus fundamentos e
intentar una clarificación conceptual mínima; jurídico, en la medida que unos derechos han sido
plasmados en textos jurídicos, pertenecen a un ordenamiento jurídico y gozan de los sistemas
específicos de protección. La razón por la que estos derechos y no otros estén recogidos en el
ordenamiento jurídico obedecerá a una correcta fundamentación moral o a motivos de
conveniencia (que también son argumentos de peso, aunque, para algunos, puedan ser menos
convincentes), pero, claro está, sólo disfrutarán de la protección jurídica si realmente están
positivados, si han traspasado el umbral de la moralidad para entrar en el ámbito de la
legalidad57. En todo caso, ello no evita la necesidad de encontrar fundamentaciones
consistentes. En esta línea me paracen acertadas la siquientes palabras de Prieto Sanchís: “los
derechos constituyen una categoría jurídica del Derecho positivo y sólo adquieren eficacia allí
donde éste los reconoce; pero no son un invento del Derecho positivo, sino que, al margen y
con independencia de las determinaciones del poder, encarnan unos valores costosamente
labrados desde la filosofía del humanismo, valores que gozan de un fundamento suficiente y en
favor de los cuales es posible aportar razones morales. Justamente, en eso consiste

56
Creo que es acertada la lectura del positivismo de Kelsen de M. Calvo, pues delimita los ámbitos de pureza
del Derecho y sus relaciones con la moral mostrando cómo este autor no optaba por una postura negativista.
Vid. Calvo (1994), p. 117 y p. 119. Sobre la virtualidad de la crítica al Derecho desde posturas morales puede
verse Calvo (1992), cap. VI.
57
Sobre el positivismo-iusnaturalismo y los derechos del hombre, puede verse Rodríguez-Toubes (1996), pp.
118 y ss., con la salvedad de que, en mi opinión, la fundamentación de los derechos es igualmente importante
para un iuspositivista.
fundamentar los derechos, en mostrar las razones que imponen o respaldan el deber moral de
su reconocimiento jurídico” (Prieto Sanchís 1990, 17-18).
Creo que son oportunas estas aclaraciones, al menos, por dos razones que están ligadas
con lo que acabo de exponer. En primer lugar, porque creo que la diferencia entre
iusnaturalismo y positivismo reside, más bien, en las condiciones de validez jurídica que
postula cada corriente. Es decir, en las condiciones que hacen que unos derechos deban ser
tenidos en cuenta por el ordenamiento jurídico y por sus operadores. Para el iusnaturalismo en
general, la justificación de los derechos responde a un procedimiento de derivación a partir de
unas premisas morales que son perfiladas como axiomas autoevidentes, objetivos y universales
y que, en suma, son la razón de ser de los mismos y que especifican su contenido. Valen como
derechos porque valen moralmente y valen moralmente porque derivan lógicamente de unos
principios objetivos y universales, cuya fundamentación es absoluta58. Para el positivista, no
basta con la fundamentación moral, pues es necesario que sea recubierto por el caparazón
jurídico: debe pasar por los procedimientos formales de creación normativa que son los que
permiten definir su validez. En el primer caso, la fuerza moral es la que dota de validez; en el
segundo, son las formas las condiciones de su existencia.
En segundo lugar, en los últimos tiempos, una ambigua definición entre ambas
corrientes ha producido un inconsciente desplazamiento que ha convertido en iusnaturalismo
todo aquello que roza el umbral de la moral con independencia de sus presupuestos
ideológicos59. En efecto, como resultado de este largo debate entre estos enfoques, se ha
producido una difuminación de los perfiles sin que, desde una perspectiva de coherencia en el
análisis, esté plenamente justificada ni esta pérdida de sentido ni que, de pronto, toda
referencia a la moral implique un sello iusnaturalista60. Particularmente, este desplazamiento es
relevante a la hora de clasificar las diferentes propuestas de fundamentación, pues se produce
tal interrelación entre los presupuestos de unos y de otros, a los que hay que sumar las
modernas justificaciones basadas en la teoría de las necesidades, en el constructivismo ético o

58
La fundamentación iusnaturalista de los derechos más genuina insiste en tres elementos: el origen de los
derechos se encuentre en un orden natural objetivo; son derechos inherentes a la naturaleza humana y, por
tanto, objetivos y universales por lo que todos los hombres son titulares de los mismos; y su existencia es
independiente del ordenamiento jurídico positivo (E. Fernández 1987, 96-97).
59
En nuestro país, existen ejemplos de este desplazamiento. No hay más que ver una de las críticas que se han
esgrimido contra quienes defienden que los derechos humanos son “derechos morales”: precisamente, la de ser
iusnaturalistas (por ejemplo, la que hace Pérez Luño a Laporta). Lo cierto es que, en la actualidad, cualquier
fundamentación ética es inmediatamente tildada de iusnaturalista sin más contemplaciones.
60
Un ejemplo de lo que estoy afirmando se puede encontrar en la definición antes citada de Massini (1994), p.
207. Mucho más convincente de lo que es el iusnaturalismo es la tesis de E. Fernández quien, siguiendo a
López Calera, afirma que “todas las fundamentaciones iusnaturalistas se caracterizan por estos dos rasgos: la
distinción entre Derecho natural y Derecho positivo, y la superioridad del Derecho natural sobre el Derecho
positivo” (E. Fernández 1987, 86).
en la acción comunicativa. En verdad que el resultado de un uso dispar de estos elementos
teóricos es un auténtico galimatías en la fundamentación61.

3.2.- Fundamentación liberal de los derechos.

3.2.1.- La complejidad de la teoría liberal.

La doctrina liberal es, sin duda, heredera en línea directa de la teoría de los derechos
naturales, en particular, de la tradición iniciada por J. Locke. Los autores más representativos
del período de los siglos XVII y XVIII -especialmente el citado y también Montesquieau,
Rousseau y Kant, entre otros- constituyen el antecedente teórico del pensamiento liberal
formulado con posterioridad y renovado desde hace tres décadas. Ciertamente, en el
transcurso de este tiempo, la teoría liberal se fue desembarazando de alguna de las ideas clave
de la tradición iusnaturalista -como, por ejemplo, la referencia a una incierta y ambigua
naturaleza humana que lo justifica todo-, pero, con todo, es evidente su huella. En particular,
tomó el testigo de la teoría de los derechos del hombre que se había fraguado bajo la estela
iusnaturalista y que habían tenido una claro objetivo revolucionario para formularla con más
nitidez y para consolidarla como inspiración del proyecto político abanderado por la burguesía.
Esta filiación unida a los nuevos objetivos propuestos explica que la teoría liberal se fijase,
sobre todo, en los derechos civiles como derechos del hombre de forma que articulasen unos
derechos naturales o “derechos mínimos” universalizables a todos los seres humanos62.
También explica que, pasados los momentos revolucionarios, la formulación positiva de esos
derechos no traspasase el umbral de la generalidad y de la abstracción propios de la mentalidad
formalista imperante en el pensamiento jurídico de la época.
Por supuesto, esta larga tradición hace que las ideas centrales de la teoría liberal hayan
evolucionado al albur de las nuevas circunstancias y de las necesidades surgidas en la
transformación de la sociedad que ha tenido lugar desde entonces. Esto no ha sido obstáculo
para que los liberales consideren que esas ideas centrales sigan siendo elementos comunes a
todos los autores que subscriben esta teoría: individualismo, concepto de libertad, sistema
político democrático, Estado de Derecho, el mercado como regulador y como mecanismo de
asignación y distribución de bienes y recursos, funciones del Estado, etc. Pero, más allá de

61
Rodríguez-Toubes ha realizado la ingente labor de esquematizar las diferentes fundamentaciones de los
derechos humanos buscando los elementos comunes. Es instructivo para comprobar lo que estoy afirmando.
Vid. Rodríguez-Toubes (1996), p. 9.
62
Me parece muy correcta la lectura de Prieto Sanchís (1990, cap. 1) sobre la conexión entre iusnaturalismo y
liberalismo y su incidencia en la teoría de los derechos del hombre.
estas semejanzas, el liberalismo, en el sentido más amplio del término, presenta un panorama
bastante más complejo del que pudiera parecer a primera vista a un lector no avezado en esta
escolástica, especialmente desde que la teoría de Rawls y la de Nozick constituyen diferentes
referentes doctrinales. En efecto, desde hace un tiempo, suele dividirse la teoría liberal en dos
corrientes distintas (Martínez de Pisón 1994b): los liberales libertarios, anarquistas liberales
o neoliberales, por un lado, y, por el otro, los liberales igualitarios o igualitaristas. Los
rasgos de identidad de una facción u otra y la adscripción de los autores liberales no es, en
absoluto, fácil63. Suele afirmarse que los primeros insisten más en el papel de la libertad
individual en la sociedad y en la fijación de las funciones del Estado, mientras que los segundos
moderan dicho papel al equilibrarlo con la presencia del principio de igualdad, pero esta
caracterización no está exenta de dudas. Sí es cierto que en sus propuestas sobre el Estado y
sus funciones en relación con la política fiscal, la educación, la sanidad u otros servicios
sociales, las diferencias se agrandan. Respecto a los autores, tampoco la cuestión es pacífica
pues hay algunos que se resisten a una ubicación clara. Al margen de otras consideraciones,
suele ubicarse en el primer grupo a autores tan representativos como F. Hayek, R. Nozick, J.
Buchanan o R. Posner, entre otros, aunque la lista es bastante más extensa si consideramos el
neoliberalismo económico de autores como M. Friedman. Entre los igualitaristas, cabe citar a
J. Rawls o a R. Dworkin. En el transcurso de las explicaciones de sus propuestas más
relevantes sobre la sociedad y sobre los derechos podrá perfilarse con más nitidez las señas de
identidad de cada corriente.

3.2.2.- La postura neoliberal o libertaria y los derechos humanos: F. Hayek y R. Nozick.

La postura neoliberal o libertaria tiene a F. Hayek y a R. Nozick como sus


representantes más cualificados. Sobre todo, el primero, quien goza de un reconocido prestigio
al haber mantenido encendida la llama del liberalismo durante las décadas de triunfo del
keynesianismo y, de hecho, su huella puede observarse en otros autores neoliberales, mientras
que Nozick ha cobrado un inusitado auge como renovador de la teoría y como contradictor de
la teoría de Rawls. Ambos autores coinciden en defender un repliegue del Estado a los
umbrales en los que se encontraba durante el siglo pasado, a los umbrales del Estado liberal.
Por ello, buena parte de las coincidencias existentes entre Hayek y Nozick reside,

63
Para estas cuestiones, vid. C. Rosenkranzt, “Introducción” a Ackerman (1995), p. 20-21.
precisamente, en su obsesión por criticar el excesivo poder y desarrollo del Estado social y por
elaborar una teoría sobre los derechos que justifique este objetivo de la que, expresamente,
quedan excluidos los derechos sociales. Se trata de que, como mucho, el Estado sólo cumpla
las viejas funciones del caduco Estado liberal (Martínez de Pisón 1996). Para lograr este
propósito, Hayek retoma el viejo concepto de libertad individual como libertad negativa y
resucita también el formalismo jurídico como garantía de dicho concepto: las reglas generales
y abstractas del Derecho -el “imperio de la ley”- se convierten en la máxima expresión y
realización de la libertad de los individuos y su única garantía. Nozick, por el contrario,
apuesta por una concepción kantiana del hombre para armonizarla con una visión al estilo de
Locke de los derechos naturales. Los derechos son, en realidad, un elemento inherente del
carácter moral de la persona y fiel reflejo de la tesis de que el ser humano es un “fin en sí
mismo”. Los derechos son así inviolables e intocables incluso para el propio Estado que
encuentra barreras a su actuación en esta naturaleza moral. En ambos casos, la conclusión es
idéntica: hay que restringir los poderes del Estado porque ello implicará mayores cotas de
libertad individual y los derechos pesonales no se verán limitados por ninguna cortapisa.
La obra de Hayek es un ejemplo de la extendida opinión entre los neoliberales de esta
relación entre la disminución del Estado y el aumento de los derechos individuales. Dice: "En
una comunidad libre, el Estado constituye sólo una de las muchas organizaciones que pueblan
el entorno social, aunque sea precisamente aquella que debe realizar la labor de facilitar un
marco efectivo dentro del cual pueden ir surgiendo los diversos órdenes autogenerantes. Se
trata, sin embargo, de una institución organizada cuya actividad deberá en todo momento estar
limitada al ámbito del quehacer gubernamental y que en ningún caso puede condicionar la
concreta actividad de individuo alguno" (Hayek 1985, III, 238). El Estado, aunque
monopolice el poder coaccionador, no debe interferir en las actividades de la sociedad. El
gobierno de la sociedad libre no debe dictar mandatos, tan sólo asegurar la observancia de las
normas generales. Según Hayek, parte de las energías de los gobernantes deben estar
destinadas a procurar la defensa de la sociedad frente a amenazas exteriores, para lo cual
podrá contar con poderes coactivos. Lo mismo sucede respecto a la función de policía. En
ambos casos, el Estado podrá recaudar fondos suficientes para mantener tanto una estructura
de defensa como un aparato policial. El Estado podrá también completar sus funciones con la
provisión de ciertos servicios siempre que no tengan fines comerciales64.

64
Hayek señala, por ejemplo, la prevención de catástrofes u otros servicios necesarios para poseer una correcta
información: registro de propiedad, estadística, certificados de calidad, ciertas carreteras, etc. Una
particularidad del sistema de funciones previsto por Hayek reside en su oposición a la fiscalidad establecida
bajo el Estado social y, en particular, su opinión contraria a la fiscalidad progresiva, pues cree que implica un
sacrificio injusto de una minoría en favor de la mayoría. Por el contrario, el tipo de gravamen debe ser tal que
grave a quienes se favorecen de los sistemas redistributivos, es decir, a la mayoría. La emisión de moneda, la
educación y el sistema asistencial quedan fuera de las funciones del Estado.
El enfoque neoliberal o libertario se ve fácilmente expuesto a críticas internas.
Especialmente, me interesan dos: por un lado, que no hay una relación de necesidad entre las
premisas y su conclusión, es decir, entre la propuesta de un modelo de libertad individual o de
derechos individuales y la exigencia de que el Estado debe replegarse, debe ser un Estado
mínimo. Es más, existen otros modelos de organización política que, con toda seguridad, son
compatibles con sus postulados iniciales sobre la libertad y los derechos sin que ello implique
un desmantelamiento de los servicios sociales y de bienestar existentes en el Estado, como, por
otra parte, se han aprestado a demostrar los partidos conservadores europeos que, aupados al
poder gracias a una propanda neoliberal, luego no han procedido a suprimir estos servicios. A
lo más que se han dedicado es a introducir ciertos retoques. Además, la teoría neoliberal
también se ve expuesta a críticas externas. Nada más fácil que recordar la crítica de Marx
contra el formalismo de las Constituciones burguesas: el choque entre las libertades y la
igualdad formal y la cruda realidad del capitalismo que fomentó profundas desigualdades entre
individuos; el choque entre libertad formal y la libertad material y la necesidad de implantar
unas mínimas condiciones de vida para todos para que pueda ejercerse una libertad sin trabas.
Los derechos sociales, ignorados o ironizados por el pensamiento neoliberal, cumplen este
papel.
Que no existe una relación de necesidad entre la defensa de una teoría de los derechos
y la reivindicación de un Estado mínimo es evidente en la obra de Nozick, Anarchy, State and
Utopia, a pesar de que en las primeras frases de este libro enuncia provocadoramente su
objetivo: "Los individuos tienen derechos, y hay cosas que ninguna persona o grupo puede
hacerles sin violar los derechos. Estos derechos son tan firmes y de tan largo alcance que surge
la cuestión de qué pueden hacer el Estado y sus funcionarios, si es que algo pueden. ¿Qué
espacio dejan al Estado los derechos individuales?" (Nozick 1988, 7). El empeño de Nozick
tiene, sin duda, los mimbres suficientes como para tenerlo en cuenta: si puede mostrar que en
una situación de anarquía -estado de naturaleza, los individuos, detentadores de derechos
naturales, se comportan como agentes morales, entonces queda sobradamente justificada la
ausencia del poder estatal y, a lo sumo, se podría tolerar un Estado mínimo. Obsérvese que, de
lograr el objetivo, su postura adquiere una importante supremacía moral sobre el resto de
propuestas y que su éxito gira, sobre todo, en torno a la configuración de una teoría de los
derechos.
La respuesta de Nozick a su pregunta inicial conjuga la teoría de Locke de los derechos
naturales y la teoría de Kant de que hay que tratar a las personas como fines en sí mismo. En
efecto, Nozick articula su propuesta en base a tres aspectos (De Diego 1989, 91): 1.- Los
derechos se derivan de la propia individualidad de los seres humanos: la mera existencia
personal conlleva nuestra consideración como ser autónomo, como fin en sí mismo, como
dueño de sí mismo, que tiene una vida propia y separada; 2.- Cada uno da sentido a su vida de
acuerdo a los objetivos que se propone; 3.- De ello, infiere Nozick la tesis de que los
individuos y sus derechos son inviolables. De esta forma, "los derechos individuales no pueden
ser concebidos más que como límites estrictos que ponen coto a lo que se puede hacer y a lo
que no se puede hacer a un individuo y a su propiedad. Los derechos no establecen un
resultado final,..., representan sobre todo cuáles son los límites que debemos respetar en
nuestras acciones hacia los demás ... Por lo tanto, los derechos expresan 'la inviolabilidad de
las demás personas'. Sólo si estos frenos son absolutos, los individuos están protegidos contra
los que quieren utilizarlos como simples medios". De esta forma, las personas tienen un status
moral inherente por el mero hecho de ser personas del que emanan sus derechos, en particular
el derecho a ser dueño de uno mismo65.
Pues bien, primero de todo, este énfasis en los derechos naturales, inviolables y en el
ser humano como fin deviene en la teoría de Nozick, finalmente, en una teoría del derecho de
propiedad, en una retórica sobre la propiedad como derecho natural básico que permite al
hombre ser dueño de sí mismo66. Claro que sin garantizar que todos los individuos puedan
acceder en condiciones de igualdad a los bienes y recursos para así, de forma coherente con su
teoría, ser dueño de sí mismo. Me parece que no le falta razón a Kymlicka en su crítica final a
Nozick en la que denuncia su falta de consistencia entre su teoría de los derechos y su defensa
del Estado mínimo: "Nozick se equivoca al creer que el ser dueño de uno mismo
necesariamente lleva a derechos de propiedad incuestionables. El ser dueño de uno mismo es
compatible con varios regímenes de la propiedad de bienes, incluyendo el de Rawls". "Nozick
cree que la autonomía nos conduce a los derechos de propiedad sin limitaciones, pero, de
hecho, existe una diversidad de regímenes económicos compatibles con la autonomía,

65
También la última frase de su libro no tiene desperdicio: "El Estado mínimo nos trata como individuos
inviolables, que no pueden ser usados por otros de cierta manera, como medios o herramientas o instrumentos
o recursos; nos trata como personas que tienen derechos individuales, con la dignidiad que esto constituye. Que
se nos trate con respeto, respetando nuestros derechos, nos permite, individualmente o con quien nosotros
escojamos decidir nuestra vida y alcanzar nuestros fines y nuestra concepción de nosotros mismos, tanto como
podamos, ayudados por la cooperación voluntaria de otros que posean la misma dignidad. ¿Cómo osaría
cualquier Estado o grupo de individuo hacer más, o menos? (Nozick 1988, 319).
66
En efecto, la teoría de los derechos -derechos inviolables, de carácter absoluto- constituye un ejemplo de
teoría libertaria que vincula una concepción de justicia al mercado (Kymlicka 1995a, 111). La tesis central de
Nozick y los libertarios es: "si asumimos que todos tienen derecho a los bienes que actualmente poseen,
entonces una distribución justa es sencillamente cualquier distribución que resulte de los libres intercambios
entre personas". La teoría de los derechos se convierte así en una teoría sobre el derechos de propiedad y de las
transacciones del mercado en base a una noción de libertad entendida como libertad de contratar. Esta
afirmación se justifica en la medida que, en el libro de Nozick, la teoría de la justicia y, por tanto, de los
derechos se construye sobre tres pilares (Nozick 1988, 154): 1.- Un principio de adquisición inicial justa
referido al modo por el cual las personas llegarona poseer algo; 2.- Un principio de transferencias, por el cual
cualquier cosa que sea justamente adquirida puede ser libremente transferida; y 3.- Un principio de
rectificación de la injusticia, por el cual explica cómo corregir los efectos injustos de una adquisición o
transacción incorrecta.
dependiendo de nuestra teoría de la apropiación legítima, y de nuestras presuposiciones acerca
del status del mundo externo. Nozick cree que el ser dueño de uno mismo exige que las
personas tengan derecho a todas las recompensas por sus intercambios de mercado; sin
embargo, regímenes diferentes varían en el alcance con que permiten que individuos que son
dueños de sí mismos retengan sus recompensas de mercado" (Kymlicka 1995a, 136).
Por su parte, el concepto de libertad de Hayek es también un ejemplo de las
implicaciones del formalismo para una teoría de los derechos. Hayek defiende un concepto de
libertad como libertad negativa, es decir, libertad como ausencia de coacción, de dominio de
uno sobre otro, y señala así sus efectos beneficiosos: "un orden basado en la libertad permite a
todos los seres humanos dedicar sus personales conocimientos al logro de sus particulares
fines, sin más restricción que la establecida por ciertas normas de comportamiento igualmente
aplicables a toda la población. Ello deparará a cada individuo mayores posibilidades de éxito
en la consecución de sus propias apetencias, realidad que sólo resultará posible plasmar si toda
autoridad, incluida la de la propia mayoría, se encuentra en todo momento limitada, en cuanto
al ejercicio del poder coercitivo, por aquellos principios generales en cuanto a cuya validez la
comunidad coincida" (Hayek 1985, 109). En contraposición con los liberales igualitaristas,
entiende que la idea de justicia no debe centrarse en torno al problema de una distribución
equitativa de la riqueza entre los ciudadanos, sino que basta con estructurar un orden sin
cortapisas a la libertad del individuo para que tenga lugar, de forma espontánea, tal
distribución justa. Basta con articular el contexto, el marco en el que deben operar los agentes
sociales, para que, por la propia dinámica de las fuerzas sociales, se produzca el efecto
deseado. La libertad negativa, la ausencia de coacción, es básica para el logro de este objetivo
porque garantiza una esfera privada de actuación en la que pueden realizarse las diferentes
transacciones. De ahí que repudie cualquier intromisión en la libertad individual, especialmente
las que provengan de los poderes públicos aunque vengan inspiradas en el deseo de obtener
mayores beneficios sociales. Pues, en efecto, un hombre es libre cuando puede actuar sin que
sus acciones y su voluntad se vea coaccionada por la voluntad o las acciones de otro, y menos
todavía a arbitrariedades extrañas. Por ello, una sociedad es tanto más liberal, o libre, cuanto
más reduce la coacción y el dominio de unos sobre otros (Butler 1989, 45). Hayek encomienda
a las reglas, al Derecho, el deber de estructurar el armazón básico en el que la libertad cumpla
estas funciones. Dice en Los Fundamentos de la Libertad: "El concepto de libertad bajo el
imperio de la ley, principal preocupación de esta obra, descansa en el argumento de que,
cuando obedecemos leyes en el sentido de normas generales abstractas establecidas con
independencia de su aplicación a nosotros, no estamos sujetos a la voluntad de otro hombre y,
por lo tanto, somos libres. Puede afirmarse que la leyes y no los hombres imperan..." (Hayek
1991, 184).
La postura de Hayek es representativa de alguno de los defectos de la teoría liberal. En
primer lugar, el enfoque de Hayek es un ejemplo palmario de la esterilidad de construir un
modelo social y político desde la negatividad, desde el concepto de “libertad negativa”. Esta
concepción, la libertad como no coacción, encierra un dilema difícil de resolver. En efecto, al
final, o son los propios individuos los que se protegen del dominio de los demás y, para ello,
están legitimados para utilizar los medios necesarios -medidas de seguridad de todo tipo,
incluso, ejércitos privados- con lo que se acaba por justificar también hasta la venganza
privada, o, por otra parte, se confiere esa función de protección al Estado y, entonces, hay que
dotarle de las competencias y medios necesarios con lo que, indefectiblemente, deberá
aceptarse un aumento de su actividad y, por supuesto, deberá aceptarse el riesgo de un exceso
de intromisión.
En segundo lugar, lo extraño sería que el problema del dominio de unos sobre otros se
resolviese “sólo” con el imperio de la ley, pues éste podría quedar, en particular en el Estado
mínimo preconizado por los neoliberales, en papel mojado. Y es que el imperio de la ley no
basta para garantizar la ausencia de coacciones. Máxime si el imperio de la ley es entendio
como el domino de reglas generales y abstractas. La opinión de Hayek de que la ley no limita
la libertad, sino que la asegura parece, más bien, una declaración de intenciones que no impide
otras formas sutiles de coacción. Por supuesto, la ley articula los derechos individuales,
positivación imprescindible para su protección, pero no impide las violaciones que puedan
acaecer y, en todo caso, su restitución será siempre "a posteriori". Sobre estos fundamentos,
exclusivamente jurídicos, quizás puede asentarse un modelo de sociedad, un modelo neoliberal
que atraiga a una numerosa clientela, pero de lo que no estoy muy seguro es de que esa
modelo tenga un fundamento moral poderoso y sea realmente justo. Como ha señalado
Kukathas, "Hayek no percibe la necesidad de una teoría moral diferente para justificar los
principios de justicia: la justicia es asegurada directamente por el gobierno del Derecho. La
idea del gobierno del Derecho, de acuerdo con el espíritu kantiano, produce una regla que
maximiza la libertad y, además, un derecho a un dominio protegido. De acuerdo con esta
propeusta, la idea de buscar unos principios diferentes de justicia distributiva o social a través
de una teoría moral es simplemente ocioso: la justicia está totalmente asegurada a través del
gobierno del Derecho" (Kukathas 1990, 154). En resumidas cuentas, la libertad no parece
suficientemente asegurada, primero, por la falta de una teoría moral sustantiva que le dé
contenido y articule una concepción de la justicia y, además, porque, finalmente, no parece que
los defensores de estas teorías estén de acuerdo en establecer vías legales y pragmáticas para
un igual ejercicio de la libertad para todos.

3.2.3.- Igualitarismo y derechos humanos: J. Rawls y R. Dworkin.

J. Rawls y R. Dworkin son los autores más representativos del pensamiento del
liberalismo igualitarista o, por utilizar la terminología del prof. E. Díaz, del “liberalismo
social”, aunque ambos han seguido caminos bien distintos. A estas alturas, es indudable que
los escritos de Rawls - sobre todo, su A Theory of Justice de 1971-han tenido un eco merecido
no sólo en el pensamiento liberal y que ha renovado los aires en casi todas las ciencias sociales
-derecho, política, economía, moral, etc.- hasta el punto que, en la actualidad, pueden
clasificarse a los autores por su posición favorable o contraria a su teoría. Buena parte del
mérito ha obedecido a la incorporación a la discusión moral y política, un tanto aletargada
durante las décadas anteriores, de algunas de las propuestas metodológicas más actuales -
teoría de los juegos, cuestiones de la teoría de la elección colectiva, enfoques procedimentales,
etc.- para elaborar una teoría de la justicia cuyo objetivo es mostrar cómo puede articularse un
sociedad justa y bien ordenada. El trayecto de Dworkin es algo diferente pues, en principio,
sus preocupaciones apuntaban hacia cuestiones cercanas a la Filosofía del Derecho y sólo, en
los últimos tiempos, se ha dirigido su atención más decididamente hacia el debate político.
Ciertamente, este cambio está motivado en su obsesión, ya evidente en sus primeros escritos,
por mostrar cómo está imbricada una teoría de los derechos individuales en la práctica
jurisdiccional.
Pues bien, Rawls y Dworkin son representantes de un liberalismo donde el papel de la
libertad individual es sopesado por sinceras preocupaciones inspiradas en criterios de igualdad
y en el logro de bienestar social para todos. En el caso de Rawls, la justicia como equidad, su
propuesta teórica, busca la realización de estas intenciones y, en el caso de Dworkin, hace lo
mismo su concepción de la igualdad liberal. En ambas, se puede observar una parecida
impronta igualitarista y un interés por derivar esta conclusión de una teoría de los derechos
individuales a partir de una lectura de la tradición filosófica occidental. Ahora bien, también
ambas son ejemplo de la dificultades que se presentan en la materialización de esta empresa.
Para ilustrar estas afirmaciones, nada mejor que recurrir a la teoría de Rawls, dada la
proyección que ha tenido y el cuidado puesto en el diseño de alguno de sus artilugios
intelectuales más conocidos sin que esta elección pretenda un menosprecio de la obra de
Dworkin67.
La justicia como equidad, aunque corra el riesgo de un exceso de simplificación y
como tal pueda no responder a la complejidad de su teoría, se articula principalmente en torno
a tres elementos68: 1.- Una prefijada concepción natural y moral de la naturaleza humana,
basada en conceptos como el sentido de justicia, el equilibrio reflexivo, planes racionales de
vida, concepción del bien, bienes primarios, etc. 2.- La fuerza metodológica de la posición
original, que ,cual hipotético estado de naturaleza, constituye el marco de debate y de
discusión entre los diferentes criterios morales que puedan ser sustentados por los individuos69.
3.- Un acuerdo final sobre dos principios de justicia: el principio de igual libertad y el
principio de diferencia. Estos constituyen una original lectura de las clásicas concepciones
sobre la libertad y la igualdad que se aplicarían a la estructura social y regirían como criterio de
justicia al que apelar en las prácticas cotidianas de gobierno.
Cada uno de estos elementos se superpone en la justicia como equidad para justificar
que, a partir del sentido de justicia y del equilibrio reflexivo presentes en cada participante en
un debate, es posible llegar a un acuerdo en torno a sus principios de justicia siempre y cuando
el diálogo y la discusión se realice en un contexto de imparcialidad en el que no haya
circunstancias que alteren el intercambio de opiniones y que, además, quienes tomen parte en
él sean capaces de guiar sus decisiones bajo el criterio de universalidad. En esta tesitura, la
posición original, es decir, ese hipotético estado de naturaleza, cobra una especial relevancia,
pues constituye el marco en el que se garantizan tanto la imparcialidad, con la supresión de
elementos contingentes e históricos, como de la universalidad70. Y, dentro de este elemento
argumentativo, el “velo de la ignorancia” cumple el papel más relevante. Este no es sino una
condición previa al diálogo al que deben someterse las partes o participantes que consiste en la
pérdida de conocimiento de todo los relativo a las circunstancias concretas de su vida
(facultades intelectivas y físicas, posición social y riqueza, tipo de sociedad y su ubicación en el
tiempo y el espacio, etc.). La fortuna de esta hipótesis reside en colocar a las partes en una
situación de racionalidad práctica en la que, desconociendo sus circunstancias concretas, no
obstante, saben que, una vez desaparezcan esas limitaciones, su vida en la sociedad deberá

67
En particular, para el tema que tratamos, la teoría sobre la “igualdad liberal” puede verse Dworkin (1993).
Por supuesto, sus escritos sobre Filosofía del Derecho donde trata alguna de estas cuestiones son numerosos.
68
Sobre Rawls y el desarrollo de su teoría de la justicia puede verse Martínez García (1985).
69
La justicia como equidad es presentada como una teoría procedimental en la que lo que importa es el
establecimiento del marco del debate para que se eviten distorsiones y cualquier elemento que lo desvirtúe.
Precisamente porque es una teoría que conjuga los elementos procesales y el diálogo, el enfoque de Rawls tiene
mucha semejanza con la ética comunicativa o discursiva de J. Habermas e, incluso, puede incluirse dentro de
las propuestas del constructivismo ético del estilo de un C. S. Nino tan en boga en la actualidad.
regirse por unos mismos principios por lo que éstos deberán ser lo más justos posibles. Pero,
lo que importa de este estado simulado es que predetermina las condiciones del debate y el
procedimiento que debe seguirse hasta la conclusión final, como si el cumplimiento fiel de los
actos procesales garantizase un final feliz. Con razón, la justicia como equidad no es sino una
forma procedimental de resolver los problemas morales muy en boga en los últimos tiempos.
Ciertamente, el empeño de Rawls es muy meritorio, pero difícilmente salva alguno de
los escollos que se le presentan, principalmente de coherencia interna, y que tienen su origen
en el empleo de sus presupuestos liberales71. Al menos, señalar dos dificultades. En primer
lugar, pese a lo que nos proponga el autor, no hay una razón que nos convezca de que el
resultado sea necesariamente el querido por Rawls y eso que, en su defensa, realiza una fina
aplicación de la teoría de los juegos al organizar el debate entre las diferentes posturas como
un bargaining game. En efecto, desde una perspectiva de la racionalidad práctica el método
seguido por Rawls, no está exento de problemas: ¿realmente, es posible promover, impulsar y
culminar un diálogo y un debate sometidos los participantes a la censura del velo de la
ignorancia, es decir, sin estar dominados por sus intereses y deseos, por sus ambiciones, por
afectos y desafectos? Realmente, resulta difícil imaginar, más allá del plano heurístico, que el
programa propuesta por Rawls se cumpla si los agentes participantes carecen del conocimiento
y facultades que les motiven para decidir y actuar y, para explicar esto, aunque cueste
reconocerlo, está mejor preparada la filosofía empirista que la lectura rawlsiana de Kant. Es
más, como han apuntado sus contradictores, la construcción de la posición original no es sino
un entramado predestinado a un fin de forma que, antes de concluir el proceso, se sabe ya su
conclusión. En efecto, todos estos condicionantes no son sino elementos predispuestos para
que sólo pueda elegirse el concepto de justicia de Rawls a pesar de que, por mor de la
imparcialidad, se simule un diálogo entre teorías morales contrarias. En fin, la justicia como
equidad inspira la configuración de todo el proceso de forma que no aparece como su
resultado final, sino como un prejuicio constante y siempre presente, con lo que la posición
original pierde buena parte de su fuerza justificadora.
Pero, desde una perspectiva de los derechos, nos interesa más la segunda crítica a la
que me referí antes. La justicia como equidad es también un intento por aclarar cuál es la
función de los derechos en la sociedad justa. A este fin, nos propone que la concepción básica
sobre la justicia se desglose en dos principios: un principio de igual libertad para todos y el

70
La huella kantiana en la teoría de Rawls es evidente tanto en la importancia del principio de universalidad
como en la configuración de las partes en la posición original como “seres noumenales”, como seres carentes
de conocimiento sobre lo concreto.
71
Como es sabido, precisamente, la crítica comunitarista de autores como M. Walzer, A. McIntyre o de M.
Sandel ha insistido en la endeblez interna de alguna de sus propuestas para mostrar los fallos del liberalismo.
Este último, por citar un caso emblemática, centra su crítica en las contradicciones inherentes al propósito de
Rawls de realizar una síntesis entre el empirismo de Hume y el enfoque metodológico kantiano.
principio de la diferencia, entre los cuales existe una situación de jerarquía en favor del primero
-”orden lexicográfico”-72. La pregunta es: ¿qué concepción de los derechos y libertades,
representados por estos dos principios, acabarían pactando los participantes de la posición
original? ¿En qué orientación se ubica la justicia como equidad de Rawls a la vista de estos
principios? ¿Pone su acento en la libertad negativa o en la positiva? ¿Cómo se armoniza su
concepción de la libertad con las exigencias igualitaristas si es que pretende realizar esta
síntesis? Estas preguntas no son, en absoluto, inocentes, pues, conviene no olvidar, Rawls es
tildado de igualitarista y, ciertamente, en su libro es perceptible su sensibilización hacia quienes
son más pobres u ocupan una posición menos aventajada en la sociedad hasta el punto que
considera que la desigualdad en las circunstancias naturales de cada persona -capacidades
intelectivas o facultades físicas- no debe condicionar la asignación de bienes y recursos, ni el
disfrute de ciertas condiciones materiales de vida, ni las oportunidades individuales de acceso a
puestos públicos, sino que, quienes son más aventajados en estos elementos naturales, deben
socializarlos para que todos se beneficien de sus logros.
En efecto, Rawls es sensible en su teoría a las situaciones personales, especialmente,
cuando éstas tienen una causa natural. Ahora bien, la respuesta a estas circunstancias no puede
venir nada más que a partir de un fortalecimiento del principio de igualdad en su versión
material. Es decir, al amparo de un principio que legitime la formulación de políticas activas y,
por tanto, la actuación del Estado tanto para realizar una redistribución de la riqueza como
para promover e impulsar programas sociales y de bienestar. ¿Están legitimadas estas políticas
en la justicia como equidad? Sí al amparo del principio de diferencia, especialmente, de su
apartado a), pero, claro está, siempre y cuando no colisione con el principio de igual libertad
para todos. He aquí la dificultad para construir una teoría global de los derechos a partir de la
pespectiva de Rawls. En efecto, en su teoría, a pesar de su orientación igualitarista, se produce
un hiato, una ruptura entre dos bloques de derechos: las libertades básicas y fundamentales, en
las que incluye los derechos civiles y políticos (Rawls 1972, 61), y los derechos de igualdad o
derechos sociales, en principio, recogidos en el principio de la diferencia73.

72
Define a los dos principios del siguiente modo (Rawls 1972, 302):
Primer principio: “Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de iguales
libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos”.
Segundo principio: “Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que al
mismo tiempo:
a.- sean para mayor beneficio de los menos aventajados de acuerdo con un principio de ahorro
justo, y
b.- estén unidas a cargos y las funciones sean abiertas a todos en condiciones de justa
igualdad de oportunidades”.
73
Como dice Prieto Sanchís (1990, 30): “A mi juicio, el esquema rawlsiano ofrece una imagen escindida de los
derechos fundamentales; mejor dicho, la noción de derechos básicos se circunscribe a las libertades
individuales atribuidas al ciudadano...”.
Pero, ¿cómo se produce esa ruptura si, en principio, su teoría de la justicia es una
teoría global? A través de dos instrumentos: en primer lugar, cuando reconoce que “una
libertad fundamental cubierta por el primer principio sólo puede ser limitada en aras de la
libertad misma”, es decir, según Rawls, cabe limitar una libertad para fortalecer a otra recogida
en ese principio. Dicho de otro modo, en el primer grupo existen ya diferencias de estatuto
como, por ejemplo, entre el derecho a la intimidad y la libertad de expresión. En segundo
lugar, con el establecimiento de un orden de prioridad, de una jerarquía entre principios (Rawls
1972, 302). Primero de todo, según ésta, tiene preferencia el primer principio sobre cualquier
requerimiento de actuación basado en el principio de diferencia, pero es que, dentro del
segundo, antes hay que satisfacer las exigencias de la igualdad de oportunidades que procurar
la supresión de las desigualdades sociales y económicas. Aún más, “con esta jerarquía se
quiere dar a entender que a la hora de ponerlos en práctica es necesario haber satisfecho el
principio superior antes de pasar al inferior” (Martínez García 1985, 148). Se consumó la
ruptura, la “imagen escindida de los derechos”. Los viejos derechos civiles y políticos quedan,
en la teoría y en la práctica, amparados por la justicia como equidad, mientras que los derechos
de igualdad o derechos sociales, aunque en la teoría aparecen recogidos en el enunciado del
segundo principio, difícilmente encontrarán un lugar para su realización en la sociedad a la
vista de este orden de prioridades. No se puede olvidar que el ejercicio de los derechos de
igualdad suelen entrar en colisión con los derechos civiles, especialmente, con el derecho de
propiedad. Por ejemplo, supongamos que un gobierno ha previsto aumentar un tanto por
ciento el impuesto sobre la renta o gravar los patrimonios o las rentas con el objeto de llevar a
cabo ciertos servicios sociales en zonas marginadas o remodelar y construir nuevas
infraestructuras. ¿Acaso los afectados por el aumento de los impuestos no estarán plenamente
justificados al defender que se está produciendo una usurpución injustificada de sus bienes y
rentas? En la teoría de Rawls, este conflcito supone una colisión entre ambos principios por lo
que, en coherencia con el orden jerárquico, las exigencias fiscales, previas a la satisfacción de
necesidades básicas, cederían ante la reivindicación del derecho de propiedad?

3.2.4.- La sesgada fundamentación liberal de los derechos. Los derechos sociales.

Por lo visto hasta ahora, la fundamentación liberal constituye, sin lugar duda, por su
tradición y por sus propuestas uno de los intentos más sólidos por justificar los derechos del
hombre y por hacerlo como una de las bases de legitimación de un modelo de comunidad
política. Por su tradición, por cuanto los autores más representativos se sienten herederos de
una línea doctrinal que entronca con el iusnaturalismo y con el primer liberalismo de los siglos
XVII y XVIII, con los Locke, Rousseau, Montesquieau, Kant, A. Smith, y un largo etcétera.
Por sus propuestas, por cuanto, en un momento de aceleradas y profundas transformaciones,
han renovado sus tesis básicas, dentro de una pluralidad evidente, con el objeto de
acondicionarlas a los nuevos horizontes que se vislumbran en este final de siglo. Hasta el punto
en esta tarea han tenido éxito que, de hecho, apenas encuentran una corriente o doctrina
opuesta, o un contradictor de altura que contraste unas y otras aportaciones. De hecho, en su
conjunto, el triunfo del liberalismo en la actualidad se asienta, en buena medida, en la defensa
de algunas ideas que son sugestivas para el ciudadano de las sociedades occidentales, como
son, por ejemplo, el individualismo, la naturaleza contractual de la comunidad polítca, el
acento en la sociedad frente al Estado, la economía de mercado, etc., que han cobrado una
especial relevancia tras los acontecimientos de finales de los 80s y primeros de los 90s.
Ahora bien, este éxito no debe hacernos perder de vista que el resultado de la
fundamentación liberal constituye uno de los posibles entre un conjunto muy variado de
propuestas y que su triunfo como modelo político en las sociedades occidentales no debe
ocultar sus precomprensiones y los escollos que surgen para una aceptación plena de toda la
teoría. Primero de todo, porque la teoría parece construída para consumo interno, para
consumo de quienes, previamente, ya están convencidos de su bondad intrínseca y tan sólo
asienten ante sus conclusiones más provocadoras, como si se tratara de una deducción lógica a
partir de unas premisas autoevidentes -aspecto éste que parece evidente en el caso de los
liberales libertarios-. Se aceptan acríticamente presupuestos metodológicos como, por
ejemplo, el del individualismo, desoyendo la ya vieja denuncia sociológica de su pérdida real
de sentido y, luego, se mitifica para explicar los mecanismos de la razón práctica, del derecho -
sobre todo, el de propiedad y el de la libertad contractual-, la articulación de la sociedad y el
mercado y el funcionamiento del Estado. Y, por supuesto, las conclusiones sobre cada una de
estas cuestiones están determinadas por esa imagen previa.
Este uso dogmático de la tesis individualista, es decir, de un individualismo no real, no
contrastado fácticamente, pero, sin embargo, mitificado, es más o menos evidente en todo el
liberalismo, pero llega a sus cotas más elevadas en el enfoque libertario de Nozick. Su
justificación de la teoría de los derechos y de la libertad individual es el resultado de la
idealización del concepto de “persona” al interpretarlo en el sentido kantiano como “fin en sí
mismo”, de esta forma cada uno es dueño de sí mismo y de sus derechos y puede oponerse y
esgrimir sus derechos ante las violaciones externas que quieran convertirlo en un medio para
conseguir algo74. Pero, en Nozick, el libertarianismo se desenmascara por sí mismo, pues, al
desarrollar su teoría sobre los derechos que hacen a uno ser dueño de uno mismo, se centra
únicamente en el derecho de propiedad: uno es dueño de sí mismo si tiene propiedades y
puede esgrimir un justo título. Curiosamente, no entra a explicarnos otros rasgos o elementos
de su visión del individuo, como, por ejemplo, dignidad humana, autorrespeto, etc.. ¡Cuán
diferente de la lectura kantiana de la justicia como equidad de Rawls! Ambos se inspiran en
Kant para mantener que los individuos no pueden ser instrumentos de los demás y que la
forma de impedir que esto sea así es reconocer que las personas tienen derechos que impidan
su utilización por otros. Pero difieren en el sentido que debe tener esta orientación kantiana.
Mientras que Rawls se sirve de la teoría kantiana para perfilar una posición original que no
mediatice las elecciones de la partes, Nozick hipostasía la figura de la persona humana como
sujeto de un derecho de propiedad. Hasta tal punto es así que sólo si se es propietario se tienen
derechos y poderes. Hoy, la filosofía más empirista, así como la sociología y otras ciencias
sociales han demostrado sobradamente las limitaciones de una visión kantiana de la persona.
No obstante, el concepto de persona como "fin en sí mismo", unido al principio de
universalidad, sigue dando, como método heurísitico de la realidad, en la filosofía moral frutos
considerables siendo la piedra angular de los conceptos más actuales de la justicia -el mismo
caso de la teoría de Rawls es un ejemplo-. De esta forma, se ha reconstruido un concepto de
autonomía moral de la persona con posibilidades de éxito en la proyección en otras ciencias
sociales. Y, de hecho, en principio, son enormes las expectativas surgidas por este tipo de
teorías. Pero, chocan las expectativas surgidas con la obsesión por fundar esta teoría única y
exclusivamente en el derecho de propiedad. Como diría Hayek, en un concepto de libertad
desagregada, y no unitaria.
De las explicaciones anteriores, puede entreverse la estrecha vinculación que existe
entre el liberalismo y la economía capitalista, entre su intento de elaborar una teoría de la
justicia y una teoría de los derechos ligada a la economía de mercado. Por supuesto, esta
hilazón entre estos elementos deviene en la justificación de un modelo de comunidad política
atravesado por las leyes y las exigencias del mercado y ello introduce en la teoría de los
derechos restricciones importantes, pues va a implicar la acentuación de los derechos civiles y
políticos en detrimento de los derechos económicos, sociales y culturales. De nuevo, el
pensamiento libertario es reflejo de la radicalización de los aspectos económicos en una teoría
de los derechos al hacerlos girar, primero de todo, en torno al derecho de propiedad y, en un
plano derivado y secundario, en torno a los demás derechos civiles y políticos. De hecho, éstos
son estudiados, en realidad, al viejo estilo, esto es, como una expresión del concepto de

74
Vid. Kymlicka (1995a), p. 118-142, en cuyas páginas desarrolla con mucho mérito el libertarianismo de
dominio que sustenta el derecho de propiedad. El caso más significativo de una teoría de los
derechos como la que aquí se menciona es, a la vista de las consideraciones anteriores, el de
Nozick. Pues, su teoría de los derechos con la pretensión de obtener un fundamento moral al
estilo de Kant, como ya he apuntado antes, le lleva a concluir que no es tolerable ninguna
limitación al derecho de propiedad, ni la imposición de cargas no queridas por el propietario,
dado que éstas son consideradas como una forma de usurpación injustificada75. De esta forma,
Nozick rechaza cualquier impuesto o carga fiscal que no sea estrictamente necesaria y, en
especial, aquéllos que sean recaudados para financiar servicios sociales o programas
destinados a paliar las desigualdades materiales. En este punto, la diferencia entre el
libertarianismo (Nozick) y los liberales igualitaristas (Rawls y Dworkin) es también bastante
nítida. Rawls cree que todos tenemos un cierto derecho a los recursos generados por la
sociedad con independencia de quién lo haya promovido o del bien o recurso de que se trate.
Pues, los más aventajados pueden prosperar sólo si los menos aventajados también prosperan:
por un lado, los menos favorecidos tienen una pretensión legítima sobre los beneficios sociales
y, por otro, los más favorecidos una obligación moral de compartir sus beneficios. Y esto es
incompatible con la idea de Nozick de que uno es dueño de sí mismo, de que es propietario de
sí mismo y no tiene que ceder nada a nadie, ni a la sociedad, salvo que expresamente así lo
decida. Por lo menos, así lo afirma el autor de Anarquía, Estado y Utopía, para quien la
propuesta de Rawls viola el principio de autonomía individual y la concepción del hombre
como fin.
No obstante, es en Hayek donde se hace más evidente el propósito de elaborar una
teoría de los derechos ligada a una defensa del sistema capitalista y del dominio de la economía
de mercado. En efecto, en su larga trayectoria y en sus numerosos escritos, Hayek, persona de
profunda formación clásica y de probada constancia en la defensa de su ideario, ha tratado de
mostrar los fundamentos metodológicos, conceptuales y culturales del capitalismo y su
imbricación con un modelo liberal de organización política y de los derechos. Su conocida
distinción entre dos conceptos opuestos como son el de “orden espontáneo” y del “orden
creado” -también, llamado organizaciones- es el punto de partida de una mitificación de su
concepción de la sociedad liberal y del mercado. Por "orden" entiende "un estado de cosas en

Nozick, así como su fundamento moral, su origen kantiano y sus inconsistencias.


75
La tesis de Nozick es que, si realmente somos agentes autónomos, dueños de nosotros mismos, y así lo ha
intentado justificar, de ello se deriva que somos sujetos de un derecho de propiedad sobre los bienes que
poseemos. "Nozick señala que los intercambios de mercado implican el ejercicio de poderes individuales, y
dado que los individuos poseen sus poderes, también poseen todo aquello que resulte del ejercicio de tales
poderes en el mercado" (Kymlicka 1995, 123). En su argumentación reconoce la importancia de las
transacciones de mercado para la transferencia de bienes y la adquisición de éstos en calidad de propietario. El
derecho de propiedad de alguien sobre algo depende de que quien me lo transfiera tenga un justo título sobre la
cosa transferida. Como consecuencia de todo ello, el justo título de propiedad estará determinado de que la
adquisción o apropiación inicial sea también justa.
el cual una multitud de elementos de diversa especie se relacionan entre" de tal forma que el
conocimiento de alguno permite el conocimiento de algún aspecto del resto (Hayek 1985, I,
75). El orden es siempre "orden espontáneo", es decir, todo aquello que es producto de la
actividad humana, pero que "no es consecuencia del designio humano". Todo orden
espontáneo es resultado de un proceso evolutivo cuyos efectos nadie previó ni proyectó y, por
ello, es consecuencia del libre juego, movimiento o dinamismo de la actividad humana y de las
fuerzas del propio orden. Frente a lo espontáneo se opone lo "creado", esto es, lo inventado o
proyectado por el designio humano. Para Hayek, toda organización, como algo creado, es
fruto del esfuerzo y la programación de la razón humana. El orden espontáneo surge de
procesos evolutivos, las organizaciones de la programación racional de alguien. Por eso
mismo, mientras que de los órdenes espontáneos nunca es posible tener un conocimiento total,
sucede todo lo contrario con las organizaciones, de las que puede conocerse todos sus
elementos e, incluso, adelantar sus consecuencias.
Pues bien, sobre los méritos del orden espontáneo sustenta Hayek la primacía del
mercado y sus supuestas ventajas para la libertad individual y su ejercicio en una sociedad
libre: "En toda sociedad libre, aunque determinados grupos de individuos se integren en
organizaciones encaminadas al logro de los fines concretos, la coordinación de las actividades
de todas entre sí, así como con las de los restantes individuos, es función que corresponde al
ámbito de las fuerzas generadoras del orden espontáneo". (Hayek 1985, I, 94). Y las fuerzas
generadoras del orden espontáneo no son sino la incontrolada expresión de los intereses
personales de quienes tienen capacidad para promoverlas e impulsarlas, esto es, de grandes
capitales, de grupos de presión, de intereses organizados, etc. Seguro que será harto difícil que
esas fuerzas las geste el ciudadano teóricamente libre.
Ciertamente, no es éste el momento oportuno para realizar una indagación más
profunda de las implicaciones entre política y economía en la teoría liberal, pues a los fines
previstos bastan los ejemplos y las opiniones citadas. Me interesa más, retomando algunas
ideas apuntadas al tratar los autores liberales, centrarme en dos derivaciones de la teoría liberal
y que son evidentes, en diverso grado, tanto en los libertarios como en los igualitaristas: su
visión formal de los derechos y del concepto de libertad y su oposición a considerar a los
derechos sociales como derechos. Tanto uno como otro evidencian que la fundamentación
liberal es una fundamentación sesgada de los derechos: por un lado, porque postulan una
concepción formal de la libertad y, por otro, porque, al relativizar el estatuto de los derechos
sociales (también en el caso de Rawls, pues, dada la validez del orden lexicográfico, los relega
a un segundo plano respecto al principio de la igual libertad para todos), dan una imagen
escindida de los derechos, caen en un injustificado reduccionismo76.
Sobre la concepción formal de los derechos y del concepto libertad ya apunté antes
algunas ideas respecto a Hayek: en particular, la esterilidad, o la ingenuidad, de confiar la
garantía y el ejercicio de la libertad en la existencia de normas generales, en suma, la
ingenuidad de descansar el concepto de libertad en la existencia de un ordenamiento jurídico
sin requerir otro tipo de medidas o de mecanismos de realización77. Este tipo de
planteamientos es susceptible de otras críticas como la de su ahistoricidad o de su irrealismo.
Especialmente, el no superar la primera de las críticas es grave, sobre todo después del tiempo
transcurrido desde que fue anunciada por primera vez y después de la larga evolución de la
sociedad occidental y de las transformaciones que ha sufrido el Estado durante este siglo. En
esta línea, Prieto Sanchís, en su análisis de las teorías liberales, trae a colación un argumento
muy oportuno para mostrar la insuficiencia de este enfoque, tanto el de Rawls y Dworkin
como el de Hayek y Nozick, y que se basa en la distinción entre la “libertad” y el “valor de la
libertad”, es decir, entre el igual estatuto de derechos y libertades de todos los ciudadanos y la
capacidad y posibilidades materiales para poder ejercitar ese igual estatuto de derechos78. El
primer concepto reflejaría la imagen del hombre jurídico, mientras que el segundo la vida y las
necesidades del hombre real. Pues bien, en la teoría liberal, el hombre real cede su puesto al
hombre jurídico: basta con el reconocimiento formal de los derechos para que se instaure una
sociedad liberal; la situación del hombre real importa, pero menos: siempre cederá su puesto
ante los requerimientos en favor del ejercicio o protección de la libertad individual y de los
derechos civiles y políticos privilegiados por el sistema.
Esta visión escindida del hombre y de sus situaciones sociales es profundizada aún más
por la negación de los derechos sociales tal y como hace el libertarianismo y por el endeble
estatuto que le confiere el liberalismo igualitarista en sus concepciones sobre la justicia. El
objetivo de los derechos sociales es precisamente la satisfacción de las necesidades básicas de
los individuos: acercar, en definitiva, el hombre real al hombre jurídico. Se trata de garantizar
la independencia y autonomía de los individuos mediante la promoción de políticas y la
realización de actividades que modifiquen las situaciones concretas cuando éstas impiden un
ejercicio adecuado de los derechos. Se trata de lograr que todos los ciudadanos tengan unas
similares condiciones materiales y de bienestar para gozar de una vida digna y para poder
disfrutar de sus derechos y libertades. Se trata, en suma, de superar las barreras de la libertad y
de la igualdad formal típicas del viejo liberalismo. Pero, realizar esta tarea supone modificar

76
Para una mayor amplitud, vid. Peces-Barba (1991), p. 57, Prieto Sanchís (1990), p. 43 y Bea (1993)
77
Dice Hayek en un texto: “No es posible más libertad que la limitada por la existencia de las normas
generales” (Hayek 1991, 186).
alguno de estos viejos planteamientos, como el de la ampliación de las funciones del Estado, y
no todos están dispuestos a hacerlo. De hecho, puede decirse sin embages que en la teoría
liberal no tiene cabida una fundamenación de los derechos sociales. En el caso de Rawls,
quedó apuntado con anterioridad que, precisamente, una de las carencias de la justicia como
equidad es que promete más de lo que puede cumplir: promete la supresión de las
desigualdades materiales de vida al considerar como parámetro de gobierno la posición de los
menos aventajados y, luego, somete la relación entre sus principios de justicia a un estricto y
rígido orden que prima el igual estatuto de derechos y libertades frente al principio corrector
de las desigualdades. Además, la teoría de la justicia de Rawls no responde, como tampoco
otras versiones, a la siguiente cuestión: si es o no necesaria la satisfacción de las necesidades
como algo previo a los derechos y libertades básicas; que, en definitiva, la incapacidad en la
supresión de las desigualdades materiales es ya, de hecho, una violación de esos derechos y
libertades recogidos en el primer principio79.
En el otro espectro del liberalismo, ya conocemos la teoría de Hayek y de Nozick sobre
la limitación del poder del Estado lo que tiene consecuencias para justificar la negación de los
derechos sociales como tales. Igualmente, ya se ha apuntado cómo la justificación de este
Estado limitado obedece a la necesidad de salvaguardar a la libertad individual en una sociedad
libre. Al entender la libertad como “ausencia de coacción” y al poner su esperanza en las
garantías del imperio del Derecho, cualquier actuación del poder político que no se encuadre
en este marco es interpretada como una violación de la libertad, como una coacción. Lo cual,
ya de por sí, es, sin duda, un buen punto de partida para construir un Estado de Derecho, pero
no deja de plantear alguna duda seria. Pues, bajo este prisma, el Estado queda como una
instancia inerte que no puede requerir ayuda financiera, ni más impuestos, que no puede
intervenir ni regular el mercado, que no puede llevar a la práctica políticas activas en contra de
la desigualdad material de los individuos. Y los ciudadanos no pueden exigir actuaciones
concretas al Estado sobre la sanidad, educación o prestaciones sociales, porque los derechos
sociales no son tales, no justifican peticiones reivindicativas; lo más, pueden ser ciertas
exigencias morales o, como mucho, objeto de regateo y transacción en el mercadeo político.
En conexión con estas claves de su teoría política, Hayek pone un especial énfasis en
desmontar el mito construído en torno a la idea de la “justicia social”. Por cierto que Hayek y
su escuela se propusieron obsesivamente un objetivo: el de desenmascarar los ideales de
"justicia social" que, como falsos ídolos, han servido de base ideológica al Estado social.
Especialmente, por cuanto, a través de sus designios, se trata de plasmar en la realidad social,

78
Vid. Prieto Sanchís (1990), p. 29 y ss.
incluso transformándola, el principio de igualdad. Es más, ha sido precisamente porque se ha
querido llevar a la práctica, sin conseguirlo, este principio por lo que se han desnaturalizado
tanto la idea del imperio de la ley como el viejo orden democrático, abriendo paso a un sistema
de legislación administrativa y constante planificación de objetivos, lo que, a la postre,
conduce a un mayor autoritarismo político. En efecto, una de las constantes obsesiones de
Hayek es mostrar que la justicia social, como "el rey que estaba desnudo", carece de
contenido: "Al igual que sucediera con el niño del cuento de Andersen, 'nada podía ver porque
nada había que pudiera ser visto'. Cuanto más me esforzaba, en efecto, en dar un concreto
significado a la expresión de referencia, mayor era mi fracaso al respecto. Nunca logré
justificar, en efecto, sobre la base de alguna norma general -cual exigen los más elementales
cánones de justicia-, esa sensación de indignación que en concretos casos todos a menudo
experimentamos al abordar los problemas sociales" (Hayek 1985, II, 16).
Hayek critica no sólo la carencia de significado del término "justicia social", por cuanto
entiende que existen una polaridad de significados y una falta general de acuerdo sobre lo que
quiere decirse, sino también todas sus implicaciones históricas para la subversión real de su
ideal de sociedad libre. En efecto, si lo critica es porque, intentando lograr la igualdad
económica entre todos los ciudadanos y una justa distribución de la riqueza, se han utilizado
mecanismos de planificación de la economía, se han propuesto medidas de carácter fiscal y de
usurpacción de bienes y propiedades que repelen a su visión de una sociedad liberal. Porque,
detrás de todo ello, se justifica el empleo de la legislación administrativa, de las normas de
organización, y no de normas generales de recto comportamiento, y una mayor potenciación
de los sectores públicos en oposición a su deseo de salvaguarda de la libertad individual y de
las esferas privadas. Supone, en definitiva, que la sociedad está organizada deliberadamente y
que, por ello, puede lograrse un sistema social más igualitario.
En fin, la fundamentación liberal, según he ido sugiriendo, es una fundamentación que
pretende justificar racionalmente los derechos humanos a partir de unos presupuestos
individualistas e insertándolos en un modelo de comunidad política. Los autores escogidos de
un lado y de otro de las posturas liberales, Hayek y Nozick por el libertarianismo, Rawls y
Dworkin por el liberalismo igualitario, son figuras representativas que encarnan el estado de la
cuestión sobre los derechos en este conjunto de doctrinas. Del análisis anterior, lo que me
interesa es destacar que en el liberalismo, especialmente, en el más radical, en el pensamiento
libertario o neoliberal, existen inconsistencias entre el modelo propuesto y sus presupuestos
conceptuales, que no existe una línea de continuidad entre el Estado limitado o mínimo y su

79
No obstante, a partir del concepto rawlsiano de “bienes primarios” pudiera entreabrirse una puerta para
buscar una salida a esta cuestión, aunque, en el caso de una respuesta positiva, siempre estará presente el
mecanismo de la prioridad entre principios de justicia.
concepción de la libertad negativa (Hayek) o su teoría de los derechos naturales (Nozick), y su
posterior negativa a reconocer la validez de los derechos sociales. Que, además, y este
comentario es válido para todo el liberalismo, constituye una forma de justificar los derechos
que no traspasa el umbral del formalismo, sea jurídico (Hayek), moral (Nozick) o
procedimental (Rawls), y de abstracción pues, en defintiva, lo que importa es el
reconocimiento formal de unos derechos frente a otros. Para nada preocupa la realidad de las
necesidades de los individuos y las circunstancias y limitaciones en las que se desenvuelve su
vida y éstas restringen o no el ejercicio de sus derechos. Como ha expuesto Prieto Sanchís: “El
resultado ha sido un modelo de justicia donde tienen cabida algunos derechos ‘mínimos’
susceptibles de atribuirse a todo hombre con independencia de su específica posición social,
pero incapaz de explicar otras exigencias de una vida digna y libre que sólo pueden definirse
considerando esas particularidades y circunstancias” (Prieto Sanchís 1990, 52). El intento de
Rawls de superar esta insuficiencia, al establecer sus dos principios como elementos
fundamentales de su justicia como equidad, es, sin duda, meritorio, pero, a la vista de las
prioridades entre uno y otro, frustra su proyecto pues las relaciones entre uno y otro principio
son demasiado rígidas y formales y ello hace que siempre ceda su puesto cualquier petición de
paliar desigualdades materiales -sanidad, educación, servicios sociales- ante requerimientos de
garantía de los derechos y libertades básicos, esto es, de derechos civiles y políticos. A la
postre, lo que está en juego es el reconocimiento o no del valor de los derechos sociales como
derechos con igual estatuto y naturaleza que los derechos civiles y políticos. Por eso, porque el
liberalismo no parece estar dispuesto a dar este paso, es por lo que su fundamentación es una
fundamentación sesgada y peca de reduccionismo.

3.3.- Fundamentación consensual de los derechos.

Los problemas de justificación de los derechos sociales parecen, a primera vista,


resueltos con una propuesta de fundamentación que ha irrumpido poderosamente en el
panorama de la filosofía moral y que se ha planteado la cuestión de la racionalidad del discurso
sobre los derechos. Por su insistencia en las posibilidades prácticas de llegar a acuerdos entre
personas con puntos de vista diferentes, pueden recibir el nombre de “consensuales”,
“discursivas” o “dialógicas”, según en el aspecto en el cual ponen el acento. Los
representantes más genuinos de esta fórmula de fundamentación lo constituyen los defensores
de una ética discursiva o de una pragmática de la acción comunicativa como C. O. Apel y J.
Habermas, pero en su seno suelen mencionarse otros autores de orientación similar80. Lo
atractivo de esta posición reside en que los autores que la defienden son conscientes de la
imposibilidad de fundar los derechos al estilo del iusnaturalismo, es decir, de forma absoluta, y
entienden que sólo es posible encontrar fundamentaciones parciales de los derechos a través
del diálogo entre las partes interesadas. Además, este tipo de argumentaciones insisten también
en que los derechos han evolucionado en una relación constante con el medio histórico en el
que se han desarrollado y que así seguirá siendo, por lo que el consenso sobre los derechos
será siempre un consenso históricamente apegado a las circunstancias concretas de cada
sociedad de forma que así se garantiza su adaptación a los momentos históricos y a sus
necesidades.
Un ejemplo típico de esta forma de argumentar es el de Bobbio quien, como ya
sabemos, tras demostrar la imposibilidad de un fundamento absoluto de los derechos, afirma
que su problema no es justificarlos, sino protegerlos. El problema de fundamentación de los
derechos ya no es importante pues se apoyan en la aceptación que tengan entre los ciudadanos
de las naciones y este consenso se ha plasmado en la Declaración Universal de Derechos del
Hombre aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas. Bobbio insiste en el consenso
general como fundamento de los derechos y en su carácter histórico. Aunque sea un texto
extento, merece la pena transcribir unas palabras, sin duda, ilusionadas, en las que expresa su
opinión: “No sé si nos damos cuenta de hasta qué punto la Declaración Universal representa
un hecho nuevo en cuanto por primera vez en la historia un sistema de principios
fundamentales de la conducta humana ha sido aceptado libre y expresamente, a través de sus
respectivos gobiernos, por la mayor parte de los hombres que habitan la tierra. Con esta
declaración un sistema de valores se hace (por primera vez en la historia) universal, no en
principio, sino de hecho, en cuanto el consenso sobre su validez y su idoneidad para regir las
suertes de la comunidad futura de todos los hombres ha sido declarado explícitamente ... Sólo
después de la Declaración podemos tener la certeza histórica de que la humanidad toda la
humanidad, comparte algunos valores comunes y podemos finalmente creer en la universalidad
de los valores en el único sentido en que tal creencia es históricamente legítima, es decir, en el
sentido en que universal significa un dato aceptado no objetivamente sino subjetivamente por
el conjunto de los seres humanos” 81.

80
Por ejemplo, cabe hacer una lectura similar de Rawls si se pone el acento en los elementos procedimentales
de su teoría y en que el objetivo final de la posición original es la formulación de un “acuerdo” sobre principios
de justicia. Pero, este procedimiento argumentativo es, en realidad, una argucia argumentativa para justificar
los principios de la tradición liberal que inspiran todo el proceso y que realizan el papel de una teoría moral
sustantiva.
81
Bobbio (1981), p. 133.
En realidad, el éxito de las fórmulas consensuales en el discurso moral y en la
fundamentación de los derechos ha discurrido paralelamente al auge que ha tenido y tiene en la
Filosofía del Derecho algunas corrientes que, desembarazándose de algunos presupuestos
tradicionales, consideran al Derecho una fórmula más, aunque con sus especialidades, del
razonamiento práctico y propugnan la elaboración de una teoría sobre la argumentación
jurídica. De hecho, y al margen de esta coincidencia en la renovación conceptual de dos
disciplinas afines, no creo que sea difícil encontrar algunos paralelismos. Ciertamente, en
principio, la preocupación del discurso moral y de la argumentación jurídica parece dirigido a
objetivos distintos. En efecto, mientras que el fin del discurso moral parece ser la
materialización de un consenso sobre principios, lo que preocupa en la argumentación jurídica
es el logro de la adhesión de los interesados a los fallos judiciales a través de una correcta
motivación. En ambos casos, no obstante, se insiste en el uso de técnicas de argumentación
similares y en que todo modelo de argumentación racional debe estar inspirado en el principio
de universalización: pues ambas formas de argumentación no son sino expresión de un
razonamiento práctico y probable regido por las reglas de la racionalidad. En el ámbito
jurídico, la figura de Ch. Perelman y su nueva retórica constituye una figura relevante en el
proceso de someter el razonamiento jurídico a estas nuevas reglas: las soluciones jurídicas no
serán válidas ni razonables si no pasan el examen del “auditorio universal”, es decir, la
aprobación de un hipotético auditorio compuesto por “todos los seres de razón”, por todos los
seres humanos razonables de la humanidad que son competentes para juzgar82. También los
derechos humanos pueden encontrar en este mecanismo un fundamento débil y probable a su
existencia en la medida que así puede hallarse un medio apto para convencer al resto de
personas involucradas en el debate. Precisamente, esta obsesión por la universalización del
razonamiento práctico es un ejemplo de la retroalimentación que va a producirse entre el
discurso moral y el jurídico. En éste, era ya evidente en Perelman y está presente también en
los desarrollos posteriores de la argumentación jurídica de A. Aarnio e, incluso, en un
neoempirista como es N. MacCormick83. Ahora bien, este primado del principio de
universalización no esta exento de sus riesgos cuando está condicionado por una perspectiva
procedimental, como sucede en la teoría de R. Alexy, quien al estudiar el razonamiento
práctico lo somete a tal cúmulo de reglas por mor de la racionalidad y universalización del
resultado que hace dudar de su utilidad en la práctica.
También en el estudio del discurso moral y en el de los derechos el principio de
universalización está presente, especialmente en las teorías de Apel y Habermas. Ambas, la
prágmática transcendental de Apel y la teoría de la acción comunicativa de Habermas,

82
Vid. Perelman (1979). Sobre la teoría de la argumentación y sus desarrollos puede verse Atienza (1991).
constituyen ejemplos del éxito de la ética discursiva en la actualidad. La ética discursiva o
comunicativa es, sin duda, una compleja teoría sobre los fundamentos morales que aflora en un
abrupto terreno conceptual, no siempre asequible al lector, y que ha tenido un indudable éxito
en la filosofía jurídico-política. Su éxito no se debe, por supuesto, al empleo de un lenguaje y
un estilo difícil, sino a que, entre sus objetivos, se encuentra el de aunar los elementos
trascendentales y los pragmáticos del discurso moral como estrategia para superar el impasse
al que había conducido la filosofía analítica y el utilitarismo. Buena parte de su mérito reside en
que, para realizar ese objetivo, proponen una solución intersubjetiva a la cuestión del
fundamento de las normas morales y de los derechos humanos: éstos no son sino el resultado
del esfuerzo de comunicación llevado a cabo por personas racionales que buscan sinceramente
la formación de un consenso universalizable sobre su justificación. Si se logra este objetivo, se
cumplirían, además, las condiciones para justificar la objetividad del acuerdo concluido y, por
tanto, de los valores y derechos humanos consensuados. Es más, en el transcurso de ese
diálogo no existen restricciones que limiten las cuestiones a tratar, sino que son los mismos
interlocutores los que van introduciendo aquéllas que consideran más importantes porque
afectan a sus vidas. Por ello, no hay ningún obstáculo para que, conscientes de sus necesidades
y condiciones de vida, puedan plantear en un momento del debate el reconocimiento de los
derechos sociales y, por qué no, incluso de los derechos de la tercera generación. De esta
forma, las teorías consensuales tienen a su favor la flexibilidad y la plasticidad inherentes a
todo diálogo, así como las posibilidades que se abren para alcanzar amplios consensos e,
incluso, de extenderlos en el tiempo y en el espacio.
En verdad, las teorías consensuales responden, más o menos, a este sencillo esquema,
pero, en el desarrollo realizado por los autores más representativos, alcanzan cotas de mayor
complejidad. Pero, la presencia de unos antecedentes teóricos con un peso específico relevante
y la propia complejidad de la teoría hacen inviable un explicación pormenorizada de todos los
elementos de la ética de Apel y Habermas. Me limitaré a exponer aquéllas referencias que
incidan más directamente sobre la fundamentación de los derechos humanos84. Si no interpreto
mal sus propuestas, en la línea apuntada más arriba, ambas pretenden reconstruir las
condiciones de validez a partir de las cuales puede efectuarse una diálogo que posibilite la
fundamentación de las normas éticas y de los derechos. Se trata de recomponer las condiciones
en las que es posible que personas racionales entablen una comunicación, un intercambio
positivo de sus opiniones y argumentos en el transcurso del cual sean capaces de
desembarazarse de aquéllas que no tengan fuerza argumentativa o no sean veraces, de forma
que, finalmente, su intercambio se oriente hacia la obtención de un acuerdo y que éste sea así

83
Vid. Calvo (1994), pp. 216-246.
fructífero. Es decir, que es posible imaginar y reconstruir una situación de diálogo en la que los
participantes, tras intercambiar opiniones, puedan ponerse de acuerdo sobre los derechos que
merecen el reconocimiento moral y jurídico, sobre su estatuto y sobre su extensión a todos,
siempre y cuando los interlocutores sean consciente de y respeten ciertas condiciones y reglas
de la razón práctica. La fuerza y justificación de los derechos deriva de este reconocimiento o
consenso generalizado que alcanzan así una fundamentación objetiva.
A qué condiciones de validez debe someterse el diálogo y la argumentación varía de un
autor a otro. La pragmática-trascendental de Apel insiste en que la fundamentación de la ética
y de los derechos debe responder, primero de todo, a la disposición de los aspectos
específicamente humanos del discurso, “a la llamada dimensión pragmática del discurso, a
menudo descalificada como meramente sicológica, a la dimensión de su uso interpretativo y
performativo por el sujeto responsable del pensamiento y del conocimiento, como dimensión
de la autorreflexión transcendental de las pretensiones de validez de los argumentos”85. La
mencionada pragmática del discurso obedece, según Apel, a las más actuales innovaciones de
la filosofía del lenguaje desarrollada por J. L. Austin, L. Wittgenstein y J. Searle: la discusión
es entendida como un juego del lenguaje en el que hay que prestar atención a los elementos
pragmáticos de la comunicación. Pero, junto a los elementos pragmáticos -la comunicación
como juego del lenguaje-, la discusión está siempre precondiconada por unos aprioris que
constituyen lo que Apel llama “las condiciones de posibilidad de una argumentación con
sentido e intersubjetivamente válida”. Especialmente, el apriori de estas condiciones de
posibilidad estriba en que todo interlocutor cuando dialoga reconoce implícitamente su
sometimiento a las reglas del reconocimiento práctico. Esto es, cuando se inicia un diálogo,
cada “argumentante ya ha testimoniado in actu, y con ello reconocido, que la razón es
práctica, o sea, es responsable del actuar humano; es decir, que las pretensiones de validez
ética de la razón, al igual que su pretensión de verdad, pueden y deben ser satisfechas a través
de argumentos; o sea que las reglas ideales de la argumentación en una, en principio,
ilimitada comunidad de comunicación, de personas que se reconocen recíprocamente como
iguales, representan condiciones normativas de la posibilidad de la decisión sobre
pretensiones de validez ética a través de la formación del consenso y que por ello, con
respecto a todas las cuestiones éticamente relevantes de la vida práctica, es posible, en un
discurso que respete las reglas de argumentación de la comunidad ideal de comunicación,
llegar, en principio, a un consenso y que, en la praxis habría que aspirar a este consenso”86.

84
Habermas (1987 y 1991) y Apel (1986).
85
Apel (1986), p. 151.
86
Apel (1986), p. 161. Cursiva del autor.
Esto es, no bastan con los mecanismos propios de la pragmática del lenguaje -los
elementos reales del discurso-, sino que, al menos, tal y como interpreto este denso y extenso
párrafo, por el mero hecho de que se ponga en marcha un diálogo entre personas, éstas,
primero de todo, se comprometen tácitamente a aceptar las reglas básicas de la razón práctica
como guía del debate: de no ser así, su actitud sería una prueba de su no disposición a realizar
un diálogo serio y riguroso. Este compromiso tácito obliga a los interlocutores en el transcurso
del diálogo a ser sinceros y honestos, a argumentar racionalmente y a ser responsables: que
siempre se atengan a la verdad y al principio de responsabilidad por el cual deben cumplir
responsablemente con lo que manfiestan y acuerdan. Además, en el acto de inicio del diálogo,
también se produce otro acto constitutivo importante: que los participantes entran a formar
parte de una “comunidad ideal de comunicación” que no está limitada sólo al número real de
interlocutores, sino que está constituída por un número ilimitado de personas “que se
reconocen recíprocamente como iguales”. De esta forma, los dialogantes no sólo aceptan
tácitamente unas reglas básicas de la razón práctica o, como dice Apel, una norma ética
básica, sino que tienen que ser conscientes, mediante el procedimiento de la autorreflexión, de
que los destinatarios de sus razonamientos está compuesto por ese conjunto de personas
iguales, en cierto modo, al estilo del “auditorio universal” de Perelman. Es decir, que hay que
argumentar bajo la presuposición de que los interlocutores son “todos los seres de razón”.
Precisamente, esta hipótesis constituye la piedra angular de un sólido y duradero consenso
sobre “todas las cuestiones éticamente relevantes de la vida práctica”.
La preocupación por las reglas y el procedimiento que deben seguir los participantes en
la comunicación y por la “idealización” de la acción comunicativa misma es más evidente en la
profusa y elaborada ética discursiva de Habermas, quien, por otra parte, toma buena nota de
las aportaciones de Apel. En Habermas, el proceso comunicativo alcanza las mayores cotas de
complejidad: en su investigación sobre la comunicación, recorre desde el estudio del marco
lingüístico como pragmática universal y de la epistemología como teoría de la verdad hasta el
estudio de sus implicaciones para la ética y la política, y hasta para una teoría sobre la
sociedad. Con ello, pretende mostrar, en diálogo polémico con alguna de las corrientes de la
tradición filosófica occidental, que es posible elaborar una teoría intersubjetiva y consensual
que explique y justifique la verdad y la corrección de normas aceptadas tras un complejo
proceso comunicativo entre interlocutores que buscan reglas para regular la vida social y para
resolver las cuestiones de la vida práctica. De esta forma, es posible encontrar un fundamento
sólido para esas normas éticas y para los derechos en torno a los cuales se materializa un
consenso generalizado tras el diálogo y la comunicación de opiniones e intereses.
Pues bien, el primer objetivo de tan largo trayecto estriba en lograr “reconstruir” la
lógica interna de la racionalidad para aplicarla a la argumentación discursiva, en “saber cómo”
los actores llevan a cabo una conversación, estructuran argumentos, producen cosas sin ser
conscientes, muchas veces, de los esquemas, reglas o criterios que siguen en este proceso y, en
definitiva, en “saber cómo”, con este bagaje, es posible iniciar e impulsar una interacción
comunicativa que culmine felizmente87. Todo estos aspectos atañen a la lógica interna de la
racionalidad y de la comunicación y comprende las habilidades inconscientes e implícitas del
agente, lo que llama Habermas la “competencia del hablante” que condiciona el proceso
comunicativo de los actores y, por tanto, el consenso posible sobre cuestiones de la razón
práctica. En su investigación, Habermas va descubriendo elementos centrales en toda
interacción comunicativa. Por ejemplo, descubre que en las comunicaciones dirigidas a lograr
un consenso, las actuaciones de los hablantes descansan en la presunción recíproca y en el
mutuo reconocimiento de cuatro tipos de pretensiones de validez, es decir, de cuatro
condiciones mutuamente aceptadas: que sus actos de habla son inteligibles, que sus
proposiciones, sus opiniones, son verdaderas, que el hablante actúa correctamente y es sincero
y que se somete sus opiniones al juicio de los demás y está dispuesto a argumentar en su favor.
Sólo si se produce ésta aceptación de que la interacción comunicativa se va a regir por estas
condiciones, es posible lograr el consenso deseado y, al contrario, éste corre tantos riesgos
como riesgos existen de que estas condiciones no se respeten por los participantes. El proceso
comunicativo, por lo tanto, depende de la aceptación no cuestionada de esas condiciones o
pretensiones de validez y del juego que dan en el transcurso de la comunicación: de que
hablante y oyente saben implícitamente que cada uno plantea exigencias y proposiciones
respetando dichas condiciones, de que suponen que están bien planteadas las emitidas por los
demás y de que deben ser aceptadas sin más cautelas.
Obsérvese la díficil empresa realizada por Habermas: analizar cómo se produce un
intercambio comunicativo, cuál es el proceso que se sigue, cuáles son las reglas y las
pretensiones a las que someten los participantes sus actuaciones. Al final, el éxito del consenso
gravita en torno a los riesgos que se ciernen sobre la comunicación y en torno a la continuas
reconstrucciones y reconducciones de la comunicación que deben realizar los hablantes para
culminar todo el proceso. Pues, en efecto, cada vez que la interacción ha sido perturbada por
la denuncia de violación de alguna de las pretensiones de validez los participantes deben
retomar el proceso y reconducirlo por el camino correcto. Ahora bien, este esfuerzo por
“reconstruir” la comunicación cuando se ve perturbada por la problematización de una
proposición no sometida a las pretensiones de validez implica dar un paso cualitativo: la acción

87
Puede verse una magnífica exposición de la teoría de Habermas en Th. McCarthy, 1987, La Teoría crítica de
comunicativa entendida como mera interacción deviene en discurso. Mientras que en el primer
momento las pretensiones de validez son aceptadas ingenuamente, en el discurso entran en
juego otras consideraciones relevantes. Primero de todo, el tratar la interacción como discurso
implica que el consenso final es un “consenso racional” puesto que los hablantes se colocan en
la hipotética situación de que se someten a sí mismos a la exigencia de buscar el mejor de los
argumentos, a la “coacción no coactiva del mejor argumento”, como aclara Habermas. Bajo la
presión de esta suposición, los agentes reconstruyen la lógica de su argumentación y buscan la
solución racional al problema que debe ser objeto del consenso. Sólo así es posible un
consenso racional que adquiere la fuerza y consistencia de un consenso logrado no como
resultado de la especificidad y subjetividad de los participantes -de sus méritos, circunstancias
y habilidades naturales o de su situación-, sino porque es logrado a través de la argumentación
y de la búsqueda de la verdad. De esta forma, el consenso es válido no sólo para los
participantes, sino que es objetivamente válido para cualquier hablante racional. Pero, para que
el discurso, teórico y práctico, sea válido es también necesario que los hablantes actúen bajo la
presuposición de que se encuentran en “una situación ideal del habla”, una situación en la que
no existen coacciones de ningún tipo a la comunicación, y que sirve de referente en la
fundamento racional del consenso. Esto es, que, para que esté garantizado el éxito del
consenso racional, los participantes deben suponer que se encuentran en tal “situación ideal”
en la que están excluídas las coacciones a los participantes y en la que todos tienen iguales
condiciones de argumentar y replicar. La situación ideal juega como una anticipación formal
del discurso con la que se trata de evitar las distorsiones que perturben la comunicación entre
los agentes.
No es difícil adivinar cuál es el objetivo de Habermas cuando estas investigaciones son
trasladadas a las discusiones sobre cuestiones prácticas, sobre la moral, política y el Derecho,
y sobre el fundamento de los derechos. Pretende mostrar que todas estas cuestiones pueden
ser resueltas mediante procesos comunicativos de intercambio de opiniones y argumentos y
que, a la postre, en la discusión triunfa siempre el mejor argumento esgrimido. En suma, que
es posible resolverlas con la fuerza del mejor argumento posible y que éste es la expresión de
un consenso justificado por el proceso de la discusión, esto es, del reconocimiento
intersubjetivo de la validez del acuerdo logrado88. En el logro de este propósito cifra Habermas
la racionalidad práctica. Por supuesto, en la investigación sobre el “discurso práctico”,
Habermas invoca los resultados obtenidos en su investigación sobre la acción comunicativa,
aunque introduce elementos nuevos. También en el discurso práctico moral ocupa un papel

Jürgen Habermas, trad. de M. Jiménez Redondo, Madrid, Tecnos, pp. 315-413.


88
Sigo en las explicaciones el artículo “Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación” en
Habermas (1991), pp. 57-134.
destacado la anticipación formal del diálogo que es la “situación ideal del habla” como una
situación en la que se encuentran los interlocutores libres de coacciones que perturben el
intercambio de argumentos y el descubrimiento del mejor argumento en torno al que gravita el
consenso racional.
Pues bien, como elemento peculiar del discurso práctico que atañe a la moral y a los
derechos, Habermas introduce la exigencia de que el intercambio y exposición de los
argumentos debe regirse por el principio de universalización. La validez del consenso sobre
estas cuestiones depende de que el discurso sea un discurso inspirado en el principio de
universalización y de que el acuerdo resultante sea universal. A lo largo de las explicaciones de
Habermas, el principio de universalización adquiere una importancia de primer orden, pues es
considerado el puente entre las acciones estratégicas, las experiencias vitales y las necesidades
reales de los interlocutores y el mundo de las normas y de la moral. Es más, la propuesta de
Habermas, junto con otras aportaciones como la de Rawls, Perelman o Apel, en torno al
principio de universalización ha supuesto una revitalización de dicho postulado para la filosofía
moral. En realidad, con el principio de universalización se trata de someter el discurso práctico
y, por supuesto, el consenso alcanzado en el intercambio de argumentos a la condición de que
la norma moral o los derechos con los que se pretende satisfacer ciertas exigencias reales tiene
que ser tal que sea aceptada por todos los potencialmente afectados. Ahora bien, ésta no es
una condición impuesta aleatoriamente, sino que “actúa como una regla de la argumentación”
y “se encuentra implícita en los presupuestos de cualquier argumentación” (Habermas 1991,
110). Finalmente, la superación de la prueba de la universalización, en opinión de Habermas,
es la garantía de racionalidad del discurso, que, como nos pone en guardia, siempre puede
correr el riesgo ante las previsibles sospechas de irracionalidad cuando los intereses y
necesidades dominantes no traspasen el umbral de meros requerimientos subjetivos. No
obstante, las explicaciones de Habermas sobre el discurso práctico se sustentan en la
pretensión de que aunque los elementos básicos de la argumentación -intereses, necesidades y
valores- sean subjetivos, también pueden ser generalizables, esto es, que también pueden ser
intereses, necesidades y valores compartidos de forma que, bajo este prisma, los juicios
emitidos y el consenso resultante pueden pretender cierta objetividad.
El análisis de Habermas del discurso moral, con ser minucioso y exhaustivo en las
posiciones que trata y de gozar de indudables méritos, alcanza en este punto altas cotas de
formalismo, una de las críticas que más certeramente le han achacado, junto con la de un
exceso de idealismo, a la ética discursiva. Curiosamente, este formalismo viene de la mano de
las investigaciones sobre la argumentación general y, en particular, también sobre la jurídica de
Alexy. Un exceso de formalismo cuando de lo que se trataba es de indagar en los elementos
materiales del razonamiento práctico. Finalmente, en la ética discursiva de Habermas, triunfan
los aspectos procedimentales: se contempla la acción comunicativa como un proceso sometido
a reglas cuyo respeto es la garantía del resultado deseado, en este caso, de un consenso sobre
normas, valores y derechos, sobre necesidades e intereses compartidos. En particular, este
formalismo aumenta, especialmente, en su obra Conciencia moral y acción comunicativa, que
es donde desarrolla los aspectos peculiares del discurso práctico y justifica la asunción del
principio de universalización frente a las posturas relativistas o escépticas en la filosofía
moral89. Al final, el discurso práctico se formaliza, las dicusiones, la situación de los
interlocutores y de sus argumentos en cada momento de la comunicación acaba por someterse
a reglas, muchas de ellas procedentes de la lógica, que cumplen la función de garantes de la
corrección del discurso mismo y lo que vale es la sujeción a dichas reglas y al proceso
argumentativo que formalizan. La misma obra de Habermas se ha convertido en una discusión
sobre las reglas del dicurso con lo que la ética discursiva, en sus últimos desarrollos en plena
fase de auto-rreflexión, ha devenido en discusión sobre la discusión de las reglas que garantiza
la corrección y la racionalidad del discurso y del consenso logrado. Ahora bien, en el panorama
ideológico actual tan dispar, este formalismo de una pragmática discursiva puede ser
beneficioso, pues, al menos, dota de competencia argumentativa, es decir, de la posibilidad de
dialogar e intercambiar opiniones a todas las personas, independientemente de la posición que
defienda: incluso, tiene un puesto quien ni siquiera cree en el diálogo como medio de solventar
diferencias o de hallar puntos en común en cuestiones prácticas90.
También es cierto que resulta harto difícil la situación en la que la ética discursiva
coloca al hipotético interlocutor, pues, llegados al final del diálogo en el que cada agente a
expuesto sus opiniones y ha recavado la réplica de los demás, le caben, pese a las afirmaciones
de la ética discursiva, varias posibilidades (Rod.-Toubes 1995, 175): aceptar la decisión
mayoritaria, aunque no sea la suya, o reservarse la vía última del disenso. O, como propone
Habermas y Apel, el recurso a “una comunidad ideal de comunicación” a la que apelar en caso
de distorsiones o de diferencias. Inclusive, cabe la interiorización de las reglas de esta situación
ideal con lo que la uniformidad estaría garantizada. Ahora bien, precisamente en este punto, en

89
Obsérvese hasta qué punto ha llegado el formalismo en las teorías consensuales, sean éstas discursivas o
argumentativas, en la siguiente trascripción de un comentario sobre Alexy, cuya huella es bien clara en
Habermas y su Conciencia moral y acción comunicativa: “Sería muy prolijo exponer aquí cuáles son, en
opinión de Alexy, las reglas y las formas de la argumentación. Para empezar, formula algo así como veintidos
reglas y seis formas de argumento del discurso práctico general que clasifica en seis grupos diferentes: reglas
fundamentales ...; reglas de razón ...; reglas sobre la carga de la argumetnación ...; seis formas de argumento
...; reglas de fundamentación ... y, por último, reglas de transición ... A todas estas reglas y formas de
argumento del discurso práctico general hay que sumar, además, las reglas específicas del discurso jurídico
...” (Calvo 1994, 242-243).
90
Sobre la utilidad para el Derecho y la moral de una pragmática formalista y sobre su proyección sobre el
debate de los derechos humanos es paradagmática la posición de A. Cortina. Vid. A. Cortina, “Pragmática
forma y derechos humanos” en Muguerza (1989), pp. 125-133.
la idealización de las situaciones comunicativas, reside lo menos atractivo de las
fundamentaciones consensuales por cuanto se corre el riesgo de supeditar toda la construcción
teórica y la potente capacidad de análisis de las transformaciones del mundo moderno en aras
de la realización de consensos supuestamente racionales91. Creo que van en esta línea de
desmitificar los elementos ideales de la ética discursiva los comentarios de Prieto Sanchís
cuando afirma que “hay algo en este ensayo de fundamentación que, incluso intuitivamente,
nos deja insatisfechos” y, entre los argumentos citados, aclara que existe una contradicción
demasiado evidente entre la construcción teórica y la experiencia histórica: “los derechos
humanos, ni en su dimensión ética ni en su plasmación jurídica, han sido nunca fruto de un
pacífico e igualitario debate entre sujetos autónomos, sino que más bien han comenzado
expresando el grito y la protesta de las minorías para más tarde imponerse, en el mejor de los
casos, tras guerras y revoluciones” (Prieto Sanchís 1990, 65)92.
No obstante, a pesar de estas reticencias, qué duda cabe que la fundamentación
consensual constituye hoy una poderosa vía de justificación del discurso práctico y de los
derechos. Por de pronto, permite superar las rigideces derivadas del corsé ideológico que
subyace a buena parte de las propuestas de fundamentación provenientes de las filas liberales,
sobre todo, su dependencia de los postulados políticos y económico que condicionan su visión
fragmentada de los derechos. Y frente al iusnaturalismo clásico supone un avance importante
el abandono de la búsqueda imposible y casi siempre estéril de un fundamento último que sirva
de apoyo para las cuestiones prácticas. Y, ¡qué duda cabe que reconocer la competencia de
todos los interlocutores para poder dialogar e intercambiar opiniones y argumentos en
situación de igualdad es, ya de por sí, un avance respecto a otras posturas! Sin duda, si la ética
discursiva se desprende de algunos contenidos ideales, cobra un significado especial, incluso,
una orientación radicalmente democrática, al sentar en la mesa del diálogo sujetos de carne y
hueso que discuten sobre sus problemas reales, sobre sus necesidades e intereses, y que son
conscientes de que el resultado del intercambio de pareceres debe ser la concreción de un
catálogo de derechos universalizable. (Obsérvese la potencia utópica que tiene este proyecto si
se traslada al ámbito planetario). Y, en este sentido, “universalizable” no debe ser entendido en

91
En este punto, comparto la opinión de González García sobre la fundamentación consensual de Habermas,
Apel y Rawls y sus riesgos: “... ya va siendo hora de señalar también el fracaso de quienes, en la búsqueda de
fundamentos últimos, diseñan situaciones ideales posibilitadoras de consensos supuestamente racionales”. Y
sobre Habermas, en particular: “Frente a los intentos teóricos de Habermas de construir una ‘situación ideal de
diálogo’, me parecen mucho más interesantes y críticas sus obras cuando se sitúan en la realidad histórica y
analizan la tansformación de la opinión pública, los cambios de las democracias occidentales, las tendencias
autoritarias en la sociedad contemporánea o los problemas relacionados con la desobediencia civil y la objeción
de conciencia”. Vid. González García, “Fundamento de los derechos humanos”, en Muguerza (1989), p. 180.
92
Ya va siendo hora de poner en claro algunas cosas en torno a las posibilidades de las teorías discursivas: y es
que su éxito ha sido tan rotundo que se está produciendo una vulgarización tal que con esta teoría es psoible,
hoy por hoy, justificar cualquier cosa con sólo poner a discutir a supuestos intoerlocutores imparciales. En
el sentido fuerte de “universalización” sino en el más débil de una fundamentación y un
catálogo susceptible de consenso racional93. Se trata, en definitiva, de sentar las bases, a partir
del diálogo, para “la formación de una voluntad común en lo concerniente a intereses
generalizables” sometiendo nuestras pretensiones y nuestras opiniones al tamiz del intercambio
comunicativo, de la crítica y la réplica94.
3.4.- La raíz moral de los derechos.

Primero de todo, antes de iniciar la siguiente exposición, dos precisiones. Por un lado,
que el hecho de que bajo este epígrafe se incluyan teorías que recurren a argumentos morales
para la fundamentación de los derechos no quiere decir que las anteriores sean “inmorales”, ni
siquiera “a-morales”. De hecho, ya hemos visto cómo la teoría de la acción comunicativa de
Habermas se preocupa por explicar la lógica del discurso práctico, es decir, de las cuestiones
morales.Y otro tanto puede decirse de las concepciones liberales. Lo que sucede con las que
vienen a continuación es que la referencia a los argumentos morales es más explícita en la
fundamentación de los derechos y ellas mismas reivindican este carácter para sí mismos. Por
otro lado, son numerosas las propuestas que, de un modo u otro, se adscriben al enfoque
moral de fundmentación y no son las menos las que esgrimen una raíz iusnaturalista, aunque
sea mitigada. En todo caso, en lo que viene a continuación se han escogido aquéllos autores
más representativos que reivindican un entronque moral sin que tengan que pertenecer al
mismo árbol genealógico.

3.4.1- El constructivismo ético de C. S. Nino.

C. S. Nino publicó en 1983 una obra titulada Etica y Derechos humanos en la que,
desde una inspiración analítico-liberal, pretende dar respuesta a la pregunta sobre la
fundamentación de los derechos del hombre y que, sin duda, tuvo un considerable eco en el
ámbito académico de habla hispana y especialmente en el español en el que ha servido de guía

efecto, es utilizada esta estrategia tanto para justificar sin rubor las posturas liberales, iusnaturalistas, seudo-
marxistas, etc. y nadie se extraña de que esto sea así.
93
En la línea de la interpretación procedimental del imperativo kantiano sugerida por McCarthy (1987), pp.
377 y ss.
94
No le falta razón a Prieto Sanchís cuando dice que “al menos, dos son las consecuencias que, a mi juicio,
pueden desprenderse del modelos enunciado (consensual): en primer lugar, el rescate de los derechos humanos
del estricto plano jurídico abstracto, delimitado por la libertad política y la autonomía de la voluntad, para
ampliar su competencia al conjunto de condiciones de existencia que aparecen irremediablemente implicadas
en el ejercicio real de la libertad y, por tanto, en el desarrollo autónomo del individuo. Y, segundo, la
superación de los esquemas de fundamentación racional y monológica, propios de la concepción racional, de
modo que la definición de los derechos no resulte ajena al proceso de comunicación intersubjetivo que
caracteriza a una legitimación consensual” (Prieto Sanchís 1990, 57).
a profesores como, por ejemplo, F. Laporta y A. Ruiz Miguel. Creo que el éxito de Nino se
debe, por lo menos, a tres razones95: 1.- Su apuesta por una metodología constructivista en la
explicación del discurso moral. 2.- La ideología liberal que rezuma todos y cada uno de sus
argumentos y que es esgrimida contra tirios y troyanos, contra iusnaturalismo y positivismo,
contra relativismo y escepticismo moral, etc.. 3.- La orientación moral que imprime a la
cuestión de la fundamentación de los derechos humanos hasta el punto de que abandera la
propuesta de que éstos cambien de nombre por el de derechos morales 96.
Para Nino, “la idea central del constructivismo ético es que los juicios morales se
justifican sobre la base de presupuestos procedimentales y aun tal vez sustantivos, de esta
práctica social en cuyo contexto se formulan” (Nino 1989b, 11). Pues bien, Nino apuesta por
elaborar una teoría ética desde el constructivismo, lo que implica, primero de todo, considerar
a la moral como una práctica social, como un conjunto de reglas e instituciones que emanan
directamente de “circunstancias básicas de la vida social” (Nino 1989a, 93). Ahora bien, la
moral no se reduce única y exclusivamente a esas reglas e instituciones y a sus relaciones con
las prácticas sociales, sino que también atañe al “discurso que ellos (los individuos) desarrollan
para favorecer y oponerse a ciertas conductas o prácticas. Este discurso es una práctica social
y como tal es históricamente contigente... El discurso moral constituye una técnica para
convergir en ciertas conductas y en determinadas actitudes frente a conductas sobre la base de
la coincidencia de creencias en razones morales” (Nino 1989a, 103). La conclusión de Nino a
esta caracterización estriba en que la moral debe ser tratada como un discurso, lo que para él
supone describir y estudiar los elementos procedimentales, reconstruir las reglas formales del
discurso moral ordinario al estilo de la ética discursiva y del ejemplo de la lectura rawlsiana de
Kant.
Constructivismo es, por tanto, reconstrucción del discurso moral para desvelar cuáles
son las convicciones e intuiciones personales, los principios sustantivos generales que los
explican y las reglas formales del discurso moral que canalizan y, en esto, Nino sigue con
algunas particularidades los descubrimientos de los autores citados como Habermas. Por
ejemplo, que “el discurso moral está dirigido a obtener una convergencia en acciones y
actitudes, a través de una aceptación libre por parte de los individuos, de principios para
guiar sus acciones y sus actitudes frente a acciones de otros” (Nino 1989a, 109, cursiva del

95
El hincapié en cualquiera de estos tres elementos supone etiquetar de diferente forma a Nino. Quien se fija
más en los aspectos constructivistas acentúa el carácter formal y la inspiración kantiana de su ética y, entonces,
se suele colocar en la misma familia que Rawls y Habermas. Puede también ubicarse entre los liberales por su
apuesta ideológica clara y decidida. No obstante, he preferido la ubicación entre las fundamentaciones morales
porque, en su opinión, los derechos humanos tienen carácter claramente moral. Sobre la diversidad de
clasificaciones, puede verse el cuadro de Rodríguez-Toubes (1996), p. 9.
96
En otro apartado de este texto ya se ha analizado la repercusión de esta propuesta de cambio de
denominación en la literatura española sobre los derechos.
autor). Esto es, que la moral es producto del consenso entre los individuos. Y, junto a ello,
mantiene que la moral tiene ciertos rasgos peculiares que permite separar al constructivismo de
las posturas escépticas o relativistas: sus principios son públicos, generales, “supervenientes
respecto a cualquier circunstancia de hecho” y universales.
La ideología liberal imperante en su proyecto, el segundo de los elementos anticipados,
se plasma en el desarrollo de su reconstrucción del concepto de “derechos morales” y en su
tesis de que los derechos humanos son una parte de los derechos morales. Esto es, los
derechos humanos son derechos de naturaleza moral, pues están intrínsecamente conectados
con ciertas características específicas del discurso moral. En consecuencia, lo que tiene que
hacer el estudioso de la moral y de los derechos es reconstruir, en el sentido visto más arriba,
el discurso moral básico que estructura los juicios cotidianos sobre los derechos humanos. De
su estudio reconstructivo, interesan dos ideas relacionadas con los derechos: 1.- Los derechos
humanos son derechos morales porque sus titulares son personas morales. 2.- Además, los
derechos humanos son derechos morales porque se fundamentan en tres principios morales: el
principio de autonomía, el principio de inviolabilidad y el principio de dignidad de la persona.
Puede verse en esta reconstrucción la impronta liberal del pensamiento de Nino a la que hacía
referencia antes.
En efecto, en opinión de Nino, lo que distingue a los derechos humanos de otros
derechos morales reside en que “como el nombre de estos derechos lo sugiere, la clase de sus
beneficiarios está integrada por todos los hombres y nada más que los hombres; su posesión
no puede estar restringida a subclases de individuos humanos o extenderse más allá de la
especie humana” (Nino 1989a, 41). Ahora bien, dicho esto no quiere decir que se hayan
resuelto todos los problemas de definición de los derechos, pues no es díficil encontrar
ejemplos contrafácticos que debilitan esta afirmación inicial; de hecho, el mismo Nino
reconoce que, a la vista de estos ejemplos, los derechos ni son incondicionales ni son
universales, lo que no es óbice para afirmar que “todos los hombres poseen un título igual a
esos derechos en la medida en que todos exhiben en el mismo grado esa propiedad relevante”,
la de pertenecer a la especie humana (43). Ahora bien, esto no es suficiente para definir a los
derechos humanos. Nino concluye que la definición de los derechos requiere un presupuesto
necesario que se atribuya a aquéllos miembros de la especie humana que son personas morales,
es decir, que “se distinguen por ciertas propiedades fácticas que están mencionadas en
principios morales fundamentales como condición de ciertos derechos”. La idea defendida por
Nino es que el concepto de persona moral no reside en el hecho de ser titular de derechos
morales, sino en “el hecho de poseer las condiciones para ejercerlos o gozar de ellos” (45-6).
Pues bien, la titularidad de los derechos dependerá de que puedan identificarse a las
personas morales de acuerdo a los tres principios morales básicos: el de autonomía, el de
inviolabilidad y el de dignidad de la persona. Es más, los derechos humanos derivan de estos
tres principios y de las combinaciones que se hagan entre ellos. Muy brevemente, por
“inviolabilidad de la persona”, entiende que no puede imponerse sacrificios a un individuo sólo
en razón de redunde en beneficios de otros individuos; por “autonomía de la persona” quiere
decirse que pueden realizarse libremente cualquier conducta que no perjudique a terceros, por
lo que tiene un valor intrínseco la persecución de los planes racionales de vida por parte de los
individuos; y por “dignidad de la persona” prescribe que hay que tratar a las personas según
sus voliciones. De esta forma, resulta que a los derechos humanos se les llama derechos
morales por cuanto se atribuyen a una clase de seres humanos, los definidos como personas
morales97. Lo cual, finalmente, quiere decir que “los derechos básicos son aquellos derechos
morales de que gozan todos los seres con capacidad potencial para tener conciencia de su
identidad como un titular independiente de intereses y para ajustar su vida a sus propios juicios
de valor” (Nino 1989a, 47). Con esta definición, Nino se dedica a analizar otras corrientes
morales, así como alguna de las instituciones políticas que quedan afectadas por estos
principios morales, pero no parece interesado en elaborar un catálogo de los derechos así
justificados. En su opinión, queda suficientemente explícita que la naturaleza de los derechos
humanos es moral.
A la vista de los presupuestos y de las explicaciones desarrolladas, puede decirse que la
teoría de Nino queda expuesta tanto a las críticas anticipadas al exponer las ideas básicas de la
ética discursiva y de la fundamentación liberal de los derechos como también debe apuntarse, a
su vez, que goza de indudables méritos teóricos. Al optar por una postura constructivista, esto
es, por realizar una reconstrucción del discurso moral así como del referido a los derechos
humanos, su teoría aparece como una teoría ligada a la vida social y, por tanto, a las
necesidades e intereses reales de los individuos, lo que implica un enfoque abierto al
reconocimiento de un espectro amplio de derechos. En efecto, como en el resto de las
cuestiones prácticas de la moral, se abre una vía a que el consenso sobre los derechos esté
íntimanente ligado a la realidad social y se pueda fundar así un acuerdo amplio sobre el
catálogo de derechos (derechos civiles y políticos, derechos sociales, etc.). Las teorías
consensuales tienen en este punto un considerable atractivo en la fundamentación de los
derechos, pues, junto a esta orientación pragmática de la moral, parecen incorporar en la idea
de consenso las líneas básicas de la tradición política democrática. Ahora bien, esta atracción

97
Dice Nino: “Pero no hay garantía a priori de que todas las personas morales sean hombres, de que todos los
hombres sean personas morales y de que todos los hombres tengan el mismo grado de personalidad moral”
(Nino 1989a, 47).
se enfría un tanto a la vista de la rigidez formalista en la que han caído dichas teorías, el
menos, con Habermas y Alexy. En efecto, el diálogo previo al consenso deviene en un diálogo
encorsetado en torno a ciertas reglas formales cuyo cumplimiento resulta de suma importancia,
pues el éxito final y la calidad del consenso depende más del respeto de estas exigencias que
del contenido mismo del acuerdo o de la satisfacción personal de quienes han participado en él.
Aún más, ¿qué certidumbre puede haber de que un diálogo excesivamente reglado concluya
efectivamente en un acuerdo sobre principios morales básicos? Si sólo importa la sujeción del
diálogo a esas reglas, éste bien puede eternizarse en aras de la pureza formal del intecambio
comunicativo sin que haya garantías de que algún día pueda concluirse dicho proceso.
La clara inspiración liberal de la teoría de Nino también es un elemento que limita su
aceptación, pues, en definitiva, el contenido propuesto para ese acuerdo no es otro que el
específico de la moral liberal que vertebra la tradición política occidental, lo cual hace que sea
sensible a la crítica de teoría de fundamentación excesivamente individualista, de teoría
abstracta y formal e, incluso, frustrando las expectativas surgidas en un primer momento, de
una teoría que encarna una visión escindida de los derechos en la que, a pesar de las consensos
posibles, no cabrían más derechos que los de la primera generación. Sin duda, a pesar de que
esta teoría tiene el mérito de afrontar las cuestiones prácticas desde una óptica pragmática y
discursiva, no obstante, su articulación con una lectura abstracta y kantiana de alguna de las
propuestas del pensamiento liberal no puede sino dejarnos insatisfechos. Por un lado, porque
no parece que la imagen del individuo participante sea una imagen “real”; más bien, parece que
su individualismo es el resultado de una calculada abstracción de cualquier realidad social, de
las necesidades y exigencias reales de los individuos. Es reflejo de la general inspiración
kantiana que predomina hoy en la ética. Por otro lado, no creo que yerre con la afirmación de
que difícilmente tiene cabida en la teoría de Nino una visión global de los derechos. En su
sociedad liberal, no hay muchas posibilidades para los derechos sociales como lo atestiguan su
larga discusión sobre el parternalismo y el perfeccionismo o sus reflexiones sobre la educación
y también alguna que otra inquietante afirmación98.

3.4.2.- La fundamentación ética de los derechos.

98
Como la siguiente: “Una de las causas más relevantes de tensiones sociales es el intento de muchos por
imponer a los demás un modelo de sociedad que materialice su concepción de la vida buena. Esto se advierte en
disputas acerca de la orientación de la educación, la regulación del matrimonio y la familia, la organización del
trabajo significativo, las formas legítimas de esparcimiento o de expresión artística, las modalidades admisibles
de actividad sexual, etcétera. Esas tensiones podrán reducirse si los intentos en cuestión se canalizan a través
de comunidades de gente que comparten los mismos ideales” (Nino 1989a, 418).
Por fundamentación ética de los derechos humanos, se entiende, con carácter genérico,
el tipo de jusitificación para el cual los derechos humanos tienen su existencia en un ámbito
prejurídico, anterior al reconocimiento positivo del Derecho, que suele identificarse con el
mundo de los valores o de la moral. Existe, por lo tanto, un orden de valores previo al
Derecho en el cual se se encuentran los derechos de forma que éstos son preexistentes a la
labor del legislador. Son derechos que existen previamente y que, por tanto, ya de por sí, sin
necesidad de su positivación, incorporan un exigencia ética para que sean cumplidos. Por eso,
suele entenderse, primero, que los derechos no deben su existencia al Derecho y que, además,
constituyen pretensiones que pueden ser exigidas, es decir, que conllevan un deber moral para
que sean respetados o realizados. Como existencias prejurídicas, con independencia de su
reconocimiento jurídico, implican, no obstante, un cierto derecho subjetivo de los individuos.
A diferencia de las fundamentaciones anteriores, como puede verse, quienes defienden la
fundamentación ética no se fijan en los aspectos constructivistas, discursivos o formales de los
derechos humanos, sino que, sencillamente, se fijan en los aspectos sustantivos del problema
para afirmar que son valores morales que encuentran su máxima realización a través del
Derecho, pero al cual no deben ni su existencia ni su fuerza constitutiva y normativa.
Obsérvese, en este punto, la repercusión que este enfoque puede tener para el estudio de las
relaciones entre el Derecho y la moral.
En verdad, a la vista de la caracterización anterior, son numerosas, y del más variado
pelaje, las propuestas de fundamentación que pueden incluirse bajo el rótulo de
fundamentación ética de los derechos: desde algunas provenientes de un iusnaturalismo
moderado, que ha abandonado las viejas pretensiones, otras que se denominan claramente
como representativas de un iusnaturalismo racionalista, a otras que, desde las filas positivistas,
pretenden mitigar el rigor y las consecuencias de un exceso de legalismo. Todo ello hace un
conjunto variopinto de posturas que, de una u otra manera, reconocen ese sustrato moral de
los derechos humanos o la existencia de derechos naturales o de derechos morales.
Particularmente, ha sido y es importante la contribución de autores a esta posición allende
nuestras fronteras, sino también dentro de ella donde ha proliferado en ciertos ámbitos
académicos99. Citar todas y cada una aquí excede del propósito de estas páginas por lo que tan
sólo mencionaré algunas de las más conocidas.
El caso de un positivista emblemático que abre una vía para una fundamentación de
este tipo de los derechos humanos y del Derecho mismo y para un replanteamiento de las
relaciones de éste con la moral es, sin duda, H. L. A. Hart. en efecto, pese a sus claros

99
Además de los autores citados a continuación, en la literatura en español existen numerosos ejemplos de
defensores de la fundamentación ética: A. Fernández-Galiano (1990), A. Ollero (1989), A. E. Pérez Luño
(1988, 1991), F. Puy (1983), entre otros.
pronunciamientos a favor del positivismo y de su constante diálogo con J. Austin y H. Kelsen,
es notoria su intención por paliar los defectos positivistas con la introducción de elementos
iusnaturalistas. Claro que, para Hart, esta invasión no desmerece en absoluto al tipo de
positivismo que defiende100. Pues bien, como es bien sabido, Hart reconoce como “una simple
verdad obvia” que entre el Derecho y la moral existe un contenido específico que es común a
ambos y sin el cual “las normas jurídicas y la moral no podrían llevar a cabo el propósito
mínimo de supervivencia que los hombres tienen al asociarse entre sí” (Hart 1990, 239). Es lo
que llama el “contenido mínimo del Derecho natural” y que este autor cifra en los siguientes
elementos comunes: la vulnerabilidad humana, la igualdad aproximada, el altruismo limitado,
los recursos limitados y la comprensión y fuerza de voluntad limitada en el ser humano. Pues
bien, en esta línea, en su artículo “¿Existen Derechos Naturales?”, mantiene “la tesis de que si
hay algunos derechos morales, se sigue de allí que hay por lo menos un derecho natural, el
derecho igual de todos los hombres a ser libres” (Hart 1974, 84; la cursiva es mía). En esta
tesitura, se respuesta es positiva: existe tal derecho moral, lo que significa que todo adulto
tiene a derecho a que se le respete sin coerción ni restricciones y, además, tiene la libertad de
realizar cualquier acción siempre que no implique algún tipo de coacción o de perjuicio a los
demás. Es más “tener un derecho (como el citado) implica tener una justificación moral para
limitar la libertad de otra persona y para determinar cómo debe actuar” (Hart 1974, 95). En
fin, en la línea de lo dicho antes, el caso es que existe ese derecho moral o derecho natural que
encuentra una justificación moral.
Dentro de nuestras fronteras quien más claramente ha defendido una “fundamentación
ética” de los derechos humanos es el prof. E. Fernández. En efecto, este autor ha propuesto en
su libro Teoría de la Justicia y Derechos humanos un tipo de justificación que denomina
también “fundamentación axiológica” que, quizá por su claridad y sencillez, ha tenido una
notable aceptación. Muy resumidamente, este enfoque responde a la cuestión de la
justificación de los derechos humanos argumentando que la única realmente válida es la
fundamentación moral y que, por ello, hay que llamarles “derechos morales”, pues designa
mejor que cualquier otro término la naturaleza última de los derechos. Dice el prof. E.
Fernández: “la fundamentación ética o axiológica de los derechos humanos fundamentales
parte de la tesis de que el origen y fundamento de estos derechos nunca puede ser jurídico,
sino previo a lo jurídico” (Fernández 1987, 106). El ordenamiento jurídico no crearía los
derechos humanos, sino que recogería del protoplasma de un mundo metajurídico aquellos

100
No hay nada más que ver su definición de “positivismo jurídico” como la doctrina jurídica que afirma “que
en ningún sentido es necesariamente verdad que las normas jurídicas reproducen o satisfacen ciertas exigencias
de la moral, aunque de hecho suele ser así” (Hart 1990, 230). Es decir, que en el Derecho existen normas que
no proceden de la moral por lo que defender la presencia de un derecho natural en el Derecho no va en
detrimento de la postura positivista.
derechos potenciales para reconocerlos y convertirlos en normas jurídicas y, de este modo,
promocionarlos y garantizarlos jurídicamente. La idea es bien simple: el Derecho toma del
mundo de los valores, un mundo previo, aquellas materias que quiere regular y proteger.
Respecto a los derechos humanos, actúa de la misma manera: toma de “los valores acerca de
los fines de la vida individual, social y política” aquéllos que considera amparables por el
mundo del Derecho para apoyarlos con la potencia de los aparatos burocráticos y coercitivos.
En realidad, dichos valores plasmarían ciertas condiciones o exigencias que los individuos
consideran imprescindibles para llevar una vida digna, es decir, “de exigencias derivadas de la
idea de la dignidad humana”. Por eso, en suma, tales derechos morales se identifican con
exigencias o criterios morales “que los seres humanos tienen por el hecho de ser hombres y,
por tanto, con un derecho igual a su reconocimiento, protección y garantía por parte del poder
político y el Derecho” (Fernández 1987, 107)101.
Por tanto, la raíz última de los derechos radica en la dignidad humana y en su necesidad
para el desarrollo de la personalidad y de una vida digna. Para E. Fernández, existe una
justificación racional que legitima la conexión entre la idea de la dignidad humana y la
fundamentación de los derechos: primero de todo, porque “los derechos humanos son algo
(ideales, exigencias, derechos) que consideramos deseable, importante y bueno para el
desarrollo de la vida humana” (Fernández 1987, 116). O, dicho de otro modo, su negación
implicaría la negación de la idea de la dignidad humana. Pues bien, reconocida esta premisa, es
posible a partir de esta idea buscar el fundamento de cada uno de los derechos: “De la idea de
dignidad humana se derivan unos valores que han de fundamentar los distintos derechos
humanos. Estos valores son la seguridad-autonomía, la libertad y la igualdad. El valor
‘seguridad-autonomía’ fundamenta los derechos personales y de seguridad individual y
jurídica; el valor ‘libertad’ fundamenta ‘los derechos cívico-políticos’, y, finalmente, el valor
‘igualdad’ fundamenta los derechos económico-sociales y culturales” (Fernández 1987, 120-
121).
En fin, esta concepción surge con una intención superadora, con la pretensión de que el
concepto “derechos morales” sintetiza la visión de los derechos humanos entendidos como

101
Más elaborada parece la propuesta en el mismo sentido del prof. Fco. Laporta quien, optando por recurrir a
la distinción de N. MacCormick entre “derechos” y “técnicas de protección”, también prefiere el uso del
término derechos morales (Laporta 1987). Los derechos morales, o sea los que comúnmente son entendidos
como derechos humanos, serían, en realidad, entidades prenormativas ya existentes y plenamente constituidas
que no precisan al Derecho para ser considerados como tal. La protección del Derecho, el caparazón jurídico
otorgado por el ordenamiento, no añadiría nada nuevo a los elementos constitutivos. Son, pues, algo previo al
reconocimiento jurídico. Por supuesto, éste otorga facultades para su ejecución y protección. Laporta, para no
caer en posturas iusnaturalistas, insiste en que esos derechos no son entes alejados del mundo jurídico, sino que
forman parte del mismo como razones internas que justifican la regulación jurídica. Son también “razones
intrasistemáticas” al ordenamiento jurídico que cumplen la importante función de justificar el reconocimiento,
promoción y protección de los derechos fundamentales. Es decir, los derechos morales obtendrían así el doble
pretensión moral y entendidos, además, como instituciones jurídicas102. Por eso, el autor no
tiene ningún recato tanto para afirmar que su teoría satisface ciertas pretensiones de
fundamentación de los positivistas, como, además, también permite incorporar algunas
aportaciones iusnaturalistas, incluso del constructivismo o de la ética discursiva103. Pues, en
efecto, de la idea de dignidad humana y de la justificación de los derechos, E. Fernández
deduce la legitimidad contractual del sistema político. Los derechos son objeto de discusión y
de diálogo, al estilo de la ética discursiva, y finalmente de la formalización de un contrato
social que así se convierte en el instrumento de articulación y positivación de los derechos
mismos. En definitiva, la dignidad no sólo fundamenta éticamente a los derechos, sino que
deviene en un potente mecanismo de legitimación política.
No obstante, esta empresa armonizadora parece un tanto difícil, pues, si bien es cierto
que se basa en la apelación a la dignidad humana como un fundamento sustantivo de los
derechos, lo que no está tan claro es que dicho concepto tenga la fuerza normativa que
pretende su autor. Una cosa es que consideremos a los derechos como algo “deseable,
importante y bueno” y otra muy distinta que se deriven de la idea de dignidad humana y que,
además, tengan la fuerza normativa y constitutiva que pretende E. Fernández. Por otra parte,
la dignidad humana como elemento nuclear de toda la concepción no parece que esté perfilada
con precisión; no se sabe muy bien qué es, pues el autor no se preocupa por darnos un
significado y las referencias a la dignidad parecen más mera retórica que un asidero para los
derechos. Parece un elemento aceptado sin más para el cual no se exige fundamentación.

estatuto de entidades ajenas al derecho y, al mismo tiempo, razones intrasistemáticas de justificación de los
otros derechos.
102
Peces-Barba y J. de Lucas han criticado duramente el empleo del término “derechos morales” para referirse
a los derechos humanos. El primero ha puesto de manifiesto su filiación con el término derechos naturales, el
hecho de que sea una terminología extraña a la cultura jurídica continental y que presupone un acercamiento
racionalista y ahistórico a la cuestión de los derechos (Peces-Barba 1991, 30). J. de Lucas, tras un
pormenorizado estudio de las teorías de E. Fernández y Fco. Laporta, concluye que “hay una contradicción
entre argumentar que los derechos (morales) son elementos intrasistemáticos del sistema normativo jurídico y
afirmar que, al igual que las obligaciones morales, pertenecen al ámbito de la moralidad y no tienen una
necesaria correlación en derechos legales, esto es, en el sistema normativo. O sea: decir que los derechos
(morales) son algo que está ‘más allá de las normas ... y constituyen la razón para articular una protección
mediante normas’ significa, en mi opinión, que la noción de derechos morales no pertenece al sistema
normativo jurídico hasta tanto los derechos morales no son incorporados al sistema normativo jurídico como
razones que justifican la existencia de los derechos legales”. Es, en suma, difícilmente argumentable el
considerar que los derechos morales son al mismo tiempo elementos que están fuera y dentro del sistema,
elementos morales y jurídicos. Máxime cuando su incorporación al ordenamiento jurídico no es “necesaria” por
el mero hecho de ser derechos morales y, a su vez, “no es razón suficiente que nos permita calificar a los
derechos morales como elementos del sistema normativo”. Por eso, la terminología es, a todas luces,
inapropiada, pues “no son tales derechos” y tan sólo sirven fundamentar los derechos incorporados al
ordenamiento jurídico. De ahí que la conclusión sea que el concepto de derechos morales no añade sino
confusión a la terminología y tampoco resuelve el problema de su justificación, pues la fundamentación ética
sólo sirve para dar algunas razones en su favor y no siempre las más convincentes (J. de Lucas 1992c, 17 a 20).
103
Sobre esto vid. la p. 109 y ss. del libro de E. Fernández (1987) y el diálogo que Rodríguez-Toubes realiza
con este autor en su libro (1996), pp. 245 y ss.
Quien sí ha elaborado con más decisión una teoría sobre los derechos fundada en un
concepto fuerte de la idea de dignidad humana ha sido A. Ollero, para quien: “Los derechos
humanos reposan sobre un fundamento rotundamente objetivo. El derecho sólo puede
legitimarse en la medida en que defienda un contenido esencial de lo ‘humano’, plasmado en el
imperativo kantiano de que el hombre no debe ser nunca instrumentalizado como simple medio
al servicio de otros objetivos. Esta sería la exigencia básica de una realidad objetiva: la
dignidad del hombre, que lo diferencia y eleva sobre su entorno” (Ollero 1989, 150). Claro
que, al margen de la retórica sobre la dignidad, lo que no aparece con tanta nitidez es esa
supuesta objetividad que la convierte en una “exigencia básica”. Puede verse, no obstante, que,
en realidad, con esta visión de los derechos, lo que se pretende es una reconstrucción de la
fundamentación objetiva al estilo del iusnaturalismo ilustrado a pesar de las críticas que desde
el positivismo y desde otras trincheras se han lanzado a este tipo de propuestas104. En esta
línea, considera que los derechos tienen una doble dimensión: por un lado, se perfilan como
exigencias éticas que afectan a la con-vivencia y que implican la aceptación de la existencia de
aspiraciones ajenas legítimas; y, por otro lado, en el marco de una teoría “jurídica” de los
“derechos” humanos los considera tan “jurídicos” como los “derechos” subjetivos respaldados
por un texto legal105.
Dentro de un iusnaturalismo renovado y en la línea de los autores citados antes, hay
que mencionar también al prof. A. E. Pérez Luño, cuya definición de derechos humanos es
ilustrativa de la postura que defiende: “conjunto de facultades e instituciones que, en cada
momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas,
las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamiento jurídicos a nivel nacional
e intrnacional” (Pérez Luño 1988, 46). En realidad, esta definición se enmarca en una teoría
más elaborada a medio camino entre el iusnaturalismo, el positivismo y otras corrientes más
actuales. Esto le hace enfatizar en ocasiones el requisito de la positivación de los derechos para
su reconocimiento y eficacia. Con todo, realmente, a este autor hay que ubicarlo en el contexto
iusnaturalista como puede desprenderse de la misma mención a “la dignidad, la libertad y la
igualdad humanas” en la definición transcrita. Es más, en su clarificación conceptual, junto a
los “derechos humanos” y los “derechos fundamentales” incluye unos “derechos naturales” no
perfilados con nitidez y que, no obstante, son un referente en su visión de los derechos, pues,
en definitiva, los derechos humanos sun entendidos como un “punto intermedio” entre esos

104
Es curioso el trayecto que sigue este autor: primero, examina las posturas positivistas, realistas, marxistas y
funcionalistas de los derechos para mostrarnos la dificultad del empeño en fundarlos y para rogarnos que no
nos desanimemos y, luego, nos propone una fundamentación objetiva propia de un caduco iusnaturalismo.
105
Para una explicación más pormenorizada de esta propuesta pueden verse los caps. 6 y 9 de su libro
Derechos humanos y metodología jurídica (1989).
inciertos derechos naturales y los derechos fundamentales, es decir, los derechos positivados
por el ordenamiento jurídico106.

3.4.3.- La renovación iusnaturalista de J. Finnis.

Una visión modernizada del iusnaturalismo es la esbozada por J. Finnis en su libro


Natural Law and Natural Rights, en el que, sin abandonar el presupuesto básico de la
existencia de una fundamentación absoluta de los valores morales y de los derechos humanos,
incorpora al arsenal iusnaturalista una teoría de la razonabilidad práctica que colabore a su
justificación. En efecto, en su teoría conjuga la defensa de la idea de la existencia de valores
universales, objetivos y auto-evidentes, que lleva parejo la justificación del conocimiento de
estas “formas básicas del bien”, con el desarrollo de una propuesta sobre las reglas que rigen el
razonamiento práctico con el objeto de justificar su visión iusnaturalista de los temas clásicos
de la Filosofía del Derecho y de la moral -justicia, autoridad, obligación, etc.- entre los que
trata a los derechos naturales, derechos morales o derechos humanos. Esto es, junto a la
clásica y conocida retórica iusnaturalista sobre los valores, aboga por una justificación moral
del tipo de la razonabilidad práctica107.
El punto de partida de Finnis radica en el reconocimiento de la existencia de valores
básicos que no son sino principios que están ahí, que son indemostrables, pero que resultan, a
todas luces, autoevidentes. Precisamente, una de las partes más relevantes de su libro está
dedicada a probar que el conocimiento es “una forma básica del bien”, un valor, en suma,
como una estrategia en contra de las posturas escépticas para justificar la existencia de otros
valores y principios auto-evidentes, irreductibles e insoslayables. Después, tras quedar probada
la existencia de tales valores así como su carácter autoevidente, trata de la razonabilidad
práctica como el modo para concretar dichos principios en criterios prácticos para orientar la
conducta humana. Esto es, convencido de que existen esos valores autoevidentes, se trata
luego de justificar el carácter práctico de los principios morales que guían la acción humana en
la sociedad (Finnis 1990, 100 y ss.). Pues bien, las reglas de la razonabilidad práctica que
fundan dichos principios morales y también los derechos son: 1.- Una vida individual guiada
por planes coherentes de vida. 2.- Un plan coherente de vida implica que no existan
preferencias arbitrarias entre valores. 3.- Igualmente, obviar la existencia de preferencias
arbitrarias entre las personas, es decir, que se rija por el principio de universalidad. 4.- El

106
Sobre esto vid. Barranco Avilés (1996), p. 23 y 24.
107
Una explicación de la obra de Finnis puede encontrarse en Rodríguez-Toubes (1993) y (1995), pp. 269 y ss.,
o en Massini (1994), pp. 143 y ss.
razonamiento práctico requiere también una cierta distncia de los propios proyectos
particulares y limitados, esto es, objetividad, así como el compromiso por realizarlos. 5.-
También requiere que nuestras acciones sean eficientes dentro del ámbito de la razón. 6.-
Implica, a su vez, respetar los valores básicos en todas nuestras acciones. 7.- El razonamiento
práctico exige que nuestras obligaciones y responsabilidades morales estén guiadas por la
voluntad de materializar el bien común de la comunidad a la que se pertenece. 8.- por último,
también entra dentro de estas reglas la exigencia de seguir nuestra conciencia y de no dejarnos
llevar por nuestros deseos o juicios sobre lo que no debe hacerse. Para Finnis, estas reglas son
prerequisitos que garantizan la naturaleza de la moralidad y también son precondiciones del
fundamento moral de los derechos humanos.
Vistas así las cosas, para Finnis, los “derechos humanos” son tanto “derechos
naturales” como “derechos morales” donde la palabra “derechos” tiene una especial
significación para cuya explicación recurre a concepciones actuales y a un rastreo histórico del
término ius. En todo caso, entiende que “el moderno vocabulario y la gramática de los
derechos” es expresión fiel de los requisitos de la razonabilidad práctica citados anteriormente
de forma que puede afirmarse sin embages que “ los derechos humanos o naturales son
derechos morales fundamentales y generales” (Finnis 1980, 198). Pues bien, en esta labor de
desentrañar el vocabulario y la gramática de los derechos, Finnis parte de la idea del “jurista
americano Hohfeld” de que la palabra “derecho” implica una relación de tres términos entre un
sujeto, una acción y otro sujeto108. Ciertamente, las relaciones entre estos tres términos pueden
ser variadas, pero para la cuestión de los derechos éstas pueden cifrarse en dos: como
“derechos-demanda” (claim-right ), esto es, derecho que conllevan una correlativa obligación
de un sujeto por hacer una conducta, y como “libertad” (liberty ), en la que hay una ausencia
de esa obligación. Pues bien, estas distinciones le sirven a Finnis para rechazar tanto la teoría
que ve a los derechos como beneficios asegurados por la ley (claim-right ), como la que los
contempla como expresión de las elecciones individuales ( liberty ). Los derechos no son ni
beneficios ni dependen de elecciones personales, sino que son elementos de la riqueza y
“florecimiento humano” ( human flourishing ), esto es, formas básicas de de la riqueza
humana y, por lo tanto, bienes que deben ser perseguidos y materializados. En definitiva, los
derechos son “un principio básico o requerimiento de la razonabilidad práctica, o una regla
derivada de él, (que) otorga a A, y a todos y cada uno de los restantes miembros de la clase a
la que pertenece A, el beneficio de i) una exigencia (obligación) negativa o positiva impuesta a
B (...), o de ii) la facultad de conseguir que B sea sujeto a esa exigencia, o de iii) la inmunidad
de ser él mimso sujeto por B a cualquier exigencia de ese tipo” (Finnis 1980, 205).

108
Hohfeld, W. N., 1923, Fundamental Legal Conceptions, New Haven, Yale University Press.
Finnis se pregunta si existen derechos humanos absolutos, es decir, que puedan
atribuirse al hombre sin excepciones y que no puedan ser limitados por consideraciones
utilitaristas, el bien común o, incluso, para prevenir eventos futuros catastróficos. Su respuesta
es afirmativa y, para ello, se basa en su concepción de la moral, de los valores morales básicos
y, en suma, de los derechos humanos vinculados a las exigencias de la razonabilidad práctica.
Para Finnis, no cabe ninguna duda, a pesar del consenso que existe en contrario, en afirmar
que “hay derechos morales absolutos”. Es más, de las exigencias de la razonabilidad práctica
infiere que es irracional tomar decisiones que atenten contra los valores básicos. Estos no son
meras abstracciones: son aspectos de real bienestar de los individuos de carne y hueso. Finnis
cierra su argumentación afirmando que el derecho a la propia vida, a que nuestra vida no sea
considerada como un medio para la realización de un fin, es el ejemplo de la existencia de un
derecho humano absoluto al que hay que sumar el derecho a no ser engañado, o a no ser
condenado en base a acusaciones falsas, o a no ser privado de la capacidad de procrear o el
derecho a ser escuchado en nuestros juicios sobre el bien común. Precisamente, la creencia de
Finnis en la existencia de estos derechos humanos absolutos es lo que le ha llevado a defender
la existencia de un fundamento absoluto de los derechos, pues los fundamentos relativos sólo
pueden justificar derechos relativos.
Ahora bien, que Finnis haga estas afirmaciones sobre el fundamento absoluto y objetivo
de los derechos no quiere decir que haya logrado su objetivo de probarlo. Sus afirmaciones
sobre la existencia de valores morales básicos y de derechos humanos absolutos, entre los que
cita el derecho a la propia vida, parece, más bien, un ejercicio de retórica, esto es, grandes
declaraciones fundamentadas en una plausible y actualizada versión de la razonabilidad
práctica, pero que no encuentran una convincente justificación. Es más, al empleo de estas
estrategias argumentativas podría esbozarse dos comentarios críticos, al menos. Primero de
todo, que no encaja mucho un tipo de razonamiento como es el práctico, es decir, el apegado a
la existencia vital y a la experiencia, al mundo de lo probable con los requisitos expuestos por
el mismo autor, con el reconocimiento de valores morales básicos y derechos humanos
absolutos que, en todo caso, determinarán los resultados del ejercicio de dicha razonabilidad.
Parece, más bien, que esa razonabilidad está condicionada por la existencia previa de estas y
otras realidades metafísicas. Además, no puede negarse que su argumentación y enfoque se
encuentra condicionado por el reconocimiento de estos importantes elementos de su teoría
moral no ilustrados con claridad pero que ejercen una fuerte influencia en su desarrollo.
Aunque en su exposición no hace referencia explícita a una fundamentación trascendente, sin
embargo, este tipo de argumentación no práctica inspira buena parte de sus tesis sin que ello
esté plenamente aclarado.
3.5.- Teoría de las necesidades y derechos humanos.

Una forma de superar el dogmatismo y la excesiva abstracción de alguna de las


alternativas descritas estriba en recurrir a la elaboración de una “teoría de las necesidades” que
fundamente los derechos humanos. En efecto, mediante el concepto de las “necesidades
básicas”, “necesidades fundamentales” o “necesidades categóricas”, en definitiva, necesidades
que todos los hombre tenemos, se pretende tanto el abandono de una visión abstracta del
individuo, en favor de un reconocimiento de su situación real y contingente, como, además, la
elaboración de una noción de derechos que incluya a todos los derechos y, en particular, a los
derechos sociales. Si es posible aislar un concepto de “necesidad básica” lo suficientemente
sólido en el que se recojan bienes como la educación, la salud, la cultura, etc., se podrá
justificar la existencia de derechos que procuren su satisfacción. El empeño es considerable y
no está exento de interrogantes que tienen una difícil respuesta: desde perfilar un concepto de
“necesidad”, distinguir qué necesidades, si existen jerarquías entre ellas, hasta descubrir y
probar que de la existencia de una necesidad puede deducirse o puede mostrarse una estrecha
relación con un “derecho” que debe satisfacerse109.
Ahora bien, el auge de esta concepción sobre las necesidades básicas no puede
entenderse sin, al menos, la coincidencia de dos circunstancias. Por un lado, a la revisión de la
tradición marxista realizada por alguno de sus herederos y, especialmente, por los que se
conocen como escuela de Budapest, entre quienes cabe citar a G. Lukács y A. Heller, entre
otros. Ciertamente, alguna de las líneas más significativas de la escolástica marxista se ha
preocupado por superar la pesada losa heredada de su crítica a los derehos humanos y a la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano para elaborar, a partir sobre todo de sus
escritos de juventud, una teoría sobre los derechos que pueda incorporarse conherentemente al
repertorio de ideas de la escuela. Precisamente, el concepto de “necesidad” que aparece en
numerosas ocasiones en los textos de Marx da pie a esta relectura original110.

109
Junto a la dificultad por responder a estas cuestiones, también es cierto que, con una teoría de las
necesidades, se tratan problemas de otra índole que no tienen por qué ver exclusivamente con una filosofía de
los derechos del hombre. Pues, en efecto, “ha llegado un momento en el que la apelación a las necesidades -a
pesar de la ‘crisis’ del modelo del Estado del bienestar- constituye un criterio de primer orden en la toma de
decisiones políticas, económicas, culturales, ideológicas y, desde luego, jurídicas, porque, aunque la apelación a
las necesidades no presupone el bienestar, contribuye al razonamiento sobre el tipo de título que proveen las
necesidades” (Añón 1992, 100; 1994, 262).
110
Sobre los desarrollos del marxismo y su lectura de los derechos humanos, puede verse el libro de Atienza
(1982) y sobre la Escuela de Budapest el de Herrera Flores (1989).
Por otro lado, también desde las filas liberales ha surgido un creciente interés por el
estudio de dicho concepto ya sea para relativizarlo, como hace el liberalismo libertario de un
Hayek o un Nozick con el objeto de mostrar su futilidad, ya sea desde un liberalismo
igualitarista que pretende justificar ciertas actuaciones del Estado en beneficio de los menos
favorecidos. En particular, dentro de esta última corriente, el estudio de las necesidades ha
sido revitalizado, sobre todo, a partir de la obra de Rawls y de su reconocimiento de que
existen “bienes primarios” que todo hombre quiere tener. Es más, los bienes primarios se han
constituido en una pieza clave de su teoría de la justicia, pues componen el sustrato de cosas
que apoya sus principios de justicia. Lo cierto es que, entre unos y otros, existe un interesante
y fructífero debate que tiene como centro de atención la articulación de un modelo de
comunidad política en el que cuenta el papel de los derechos del hombre.
No obstante, en este debate sobre las necesidades y su papel en la fundamentación de
los derechos, las propuestas son numerosas, aunque no siempre los resultados alcancen los
objetivos, en principio, deseados. Después de todo, entre quienes han profundizado en el papel
de las necesidades y los derechos, cada vez más se extiende la idea de que “la teoría de las
necesidades no es una solución excluyente de otras hipótesis que puedan contribuir a
argumentar consistentemente los derechos humanos” y el hecho que sea una propuesta
compatible con otras concepciones constituye, más bien, una razón para continuar en la tarea
de buscar una fundamentación a los derechos (Añón 1992, 101).
Esta idea obedece a que la formulación de una teoría de las necesidades tropieza con
numerosas dificultades. La literatura sobre esta cuestión ya se ha preocupado por enunciar los
problemas que hay que abordar en esta tarea. En mi opinión, puede reducirse a tres: el
problema de definir adecuadamente el concepto de “necesidad” con especial interés en la labor
de diferenciarlo de otros términos conectados -deseos, preferencias, interés, etc.-; el problema
de catalogar y jerarquizar las necesidades, y el problema de justificar su fuerza normativa, es
decir, de mostrar que el reconocimiento de la existencia de una necesidad implica la aparición
de un derecho correlativo a su satisfacción. Todas son, sin duda, cuestiones que afectan al
estatuto de las necesidades, pero, de todas ellas, la última permite delimitar su papel en el
debate sobre la fundamentación de los derechos111.
No es posible discutir y desarrollar todas las posiciones relacionadas con los aspectos
citados por lo que sólo haré una sucinta referencia a aquéllos que permiten formular una teoría
de las necesidades. En primer lugar, conviene recordar que ya sólo con el mero hecho de

111
En la literatura patria sobre las necesidades quienes han desarrollado con más mérito los diferentes
problemas que afectan a las necesidades básicas han sido Lucas y Añón (1990) ampliado en el libro de Añón
(1992 y 1994). En realidad, para estos autores, los problemas son seis: sobre el concepto de necesidad, sobre la
fundamentación empírica de las necesidades, sobre la jerarquización y católogo de las necesidades, sobre la
delimitación de las necesidades, sobre la tipología de las necesidades y sobre su carácter normativo.
referirnos a las necesidades en una teoría sobre los derechos damos un salto cualitativo de
importantes consecuencias: el que va de una concepción irreal y ahistórica a “un concepto de
derechos humanos menos intemporal y abstracto, más permeable a las necesidades del
hombre” (Prieto 1990, 53). Creo que, en esta discusión, no debe perderse de vista este
propósito si realmente se quiere que una teoría de las necesidades cumpla un papel en la
justificación de los derechos, pues se cae con facilidad en un exceso de irrealismo cuando se
pretende definir el concepto de “necesidad”. En ocasiones, se trata más de disquisiciones
semánticas sobre uno u otro concepto que intentos serios por resolver la cruz de la cuestión: el
descubrimiento del hombre empírico a través de sus necesidades, contextualizado en su
entorno y condicionado por sus circunstancias vitales y sociales que sirva como punto
arquimedeano para formular una teoría real y global de los derechos. Precisamente, el
concepto de necesidad en la tradición marxista se ajusta a esta idea inicial112. El mérito de
Marx consiste en haber insertado al concepto abstracto de hombre en el mundo real, concreto
e histórico en el que lleva a cabo su vida y en haberlo hecho a partir de las necesidades que se
originan, sean éstas necesidades naturales, necesidades necesarias, necesidades alienadas o
necesidades radicales. Las necesidades surgen directamente de la imbricación del hombre con
su entorno y son, por ello, producto de la acción humana. Es un concepto de necesidad
apegado al ser y a las realizaciones humanas y, por ello, ligadas a los procesos de
transformación y apropiación que el hombre hace del mundo y, en particular, a los procesos de
producción y al trabajo. A. Heller, en su lectura de las necesidades de Marx, ha señalado las
implicaciones de este enfoque y, en particular, la “correlación” existente entre “la necesidad del
hombre y el objeto de la necesidad”: “la necesidad se refiere en todo momento a algún objeto
material o a una actividad concreta” (Heller 1986, 43).
Pero, la comprensión marxiana del problema es dialéctica hasta el punto que no se
queda en la mera afirmación de que las necesidades están determinadas por la acción humana,
sino que entiende que están en continua evolución: se buscan los modos de satisfacción, se
objetivan e interioriorizan y vuelven a surgir nuevas y distintas necesidades. Son necesidades
de diversos tipos involucradas en la relación del sujeto con el mundo que constituye el objeto
de sus actividades y de sus necesidades. Ello quiere decir que las necesidades cambian, sufren
un proceso de complejidad y son modificadas en la medida que varía el entorno exterior al

112
Los intérpretes de la concepción marxiana de las necesidades toman como punto de referencia sus obras
Manuscritos de Economía y Filosofía y La ideología alemana. Véase un ejemplo de la reorientación
marxiana del concepto “hombre”: “únicamente cuando el objeto es para el hombre objeto humano u hombre
objetivo deja de perderse el hombre en su objeto. Esto sólo es posible cuando el objeto se convierte para él en
objeto social y él mismo se convierte en ser social y la sociedad, a través de este objeto, se convierte para él en
ser” en Marx (1984), p. 149.
sujeto. Marx habla así de la proliferación de las necesidades113. En palabras de Heller, “la
necesidad humana se realiza, así pues, en el proceso de objetualización; los objetos ‘dirigen’ y
‘regulan’ al hombre en el desarrollo de las necesidades respectivas. Las necesidades son
‘explicitadas’ sobre todo en las objetivaciones y en el mundo objetualizado, y las actividades
que se objetualizan crean nuevas necesidades. La tendencia objetual de las necesidades indica
también al mismo tiempo su carácter activo” (Heller 1986, 45).
Por lo señalado en los párrafos anteriores parece claro que esta lectura de Marx, tanto
la realizada por A. Heller como, por lo general, por la escuela de Budapest, excluye cualquier
decantación subjetivista en la clarificación del concepto de necesidad y precisamente por ello
muchas de sus alusiones resultan determinantes en la indagación sobre lo que son las
necesidades. Las necesidades, a la luz de estas consideraciones, no pueden identificarse con los
estados de ánimo habituales en el sujeto -interés, preferencia, deseo, etc.-, aunque, por
supuesto, tengan su reflejo en su situación psíquica114. Es decir, que la aparición y satisfacción
de las necesidades no dependen del capricho o del arbitrio del individuo necesitado, o de los
impulsos o instintos volubles del momento, sino que son necesidades “reales”, que pueden ser
reconocidas de alguna manera y que son expresión de la relación de cada uno con su entorno
social. En este sentido, la fijación de las necesidades remite directamente a la situación
concreta, real y empírica del ser humano necesitado, a los factores y condiciones que
constituyen su habitat normal y que determinan el desarrollo de su vida y sus posibilidades de
mejora. Por lo tanto, a las circunstancias en las que vive. Remite, en suma, a una objetivación
de la situación de cada uno que, de esta forma, puede ser constatada y mensurada, pues de lo
que se trata es de fundamentar empíricamente la existencia de necesidades como paso previo a
la justificación de su posible satisfacción.
En este sentido, se ha señalado que una de las formas de definición de necesidad que se
ajusta a estas condiciones es la que recurre al concepto de “privación”, “falta de”, “carencia” o
similar. Entonces, tenemos una necesidad cuando se presenta una carencia de algo cuyas
consecuencias pueden ser perniciosas para la integridad física y psíquica de la persona y se
manifiesta a través de los efectos que produce (Lucas y Añón 1990, 55-58). Pero, de nuevo,
puede resultar difícil su disección de los conceptos afines citados, incluso, podría hablarse de
“falsas necesidades” que surgen por la interaccción entre el entorno y los deseos individuales.

113
Por supuesto, Marx utiliza este esquema como dardo para lanzarlo contra el sistema capitalista que produce
necesidades que no son sino la expresión de la alienación de los hombres concretos, sean éstos empresarios o
trabajadores. Y, por supuesto, lo utiliza también como arma arrojadiza contra la concepción francesa de los
derechos humanos.
114
La delimitación de las necesidades de otros conceptos afines como el de deseo, preferencia, interés, etc.,
constituye el caballo de batalla entre los defensores y detractores de los derechos sociales. Los primeros buscan
probar la existencia de necesidades, distintas de cualquier estado de ánimo, que justifiquen los derechos
Y, no obstante, no cabe duda de que toda necesidad está relacionada con la privación de algo
seamos conscientes o no de ello. Pues “la necesidad preexiste a la carencia, es su condición: la
privación es, simplemente, una de las posibles manifestaciones de la necesidad (aquella que
hace patente de forma más palmaria su insoslayabilidad. Una necesidad que nunca llega a
manifestarse en forma de privación, no deja por ello de ser una necesidad; las necesidades
satisfechas son también necesidades” (Contreras 1994, 52 y ss). De esta forma, se señala con
razón que una necesidad humana básica puede ser identificada porque en el caso de no
satisfacción se produce una pérdida en las condiciones de la vida humana tal, que puede llevar
“a la no existencia” de la persona como ser humano, a su destrucción o desintegración. Tal
carencia tendría en este caso un efecto destructivo de pérdida de la “humanidad” del afectado
a partir del cual puede decirse que sus condiciones de vida son “infrahumanas”.
Estas apreciaciones no son sino expresión de las dificultades inherentes al empeño por
encontrar una definición del concepto de necesidades. Probablemente, entre quienes han
intentado formular una definición de esta noción en la literatura especializada, destaca R.
Zimmerling. Esta autora en su estudio sobre las “necesidades básicas” aporta un concepto de
necesidad relevante para el discurso ético, pues exige que cumpla con los requisitos de
objetividad y universalidad. En el caso de la objetividad, incorpora argumentos útiles para
distinguir una “necesidad” de un “deseo” o una “preferencia” en la medida que la primera no
depende del pensamiento o del funcionamiento del cerebro, sino de “cómo es el mundo”.
Respecto al requisito de la universalidad, los problemas son mayores: frente al carácter
condicional, contingente o débil de algunas necesidades opone su vinculación con la integridad
física y psíquica de las personas y, por lo tanto, su carácter de necesidad básica indispensable
para una vida digna; frente a su indeterminación señala la concreta especificación de que todos
los gombre necesitamos alimentos, algo de comida, de agua, vestido, techo, calefacción; y,
finalmente, frente a su carácter cambiante o convencional indica que las necesidades son
“básicas” “en el sentido de que bajo las circunstancias dadas su satisfacción es imprescindible
para preservar o restablecer la integridad de la persona” de forma que habrá que satisfacerlas
en tanto no cambien dichas circunstancias. Con este bagaje, Zimmerling nos propone una
definición a tener en cuenta: “N es una necesidad básica para X si y sólo si, bajo las
circunstancias dadas en el sistema socio-cultural S en el que vive X y en vista de las
características personales P de X, la no satisfacción de N le impide a X la realización de algún
fin no contingente -es decir, que no requiere justificación ulterior- y, con ello, la persecución
de todo plan de vida” (Zimmerling 1990, 47 y ss.).

sociales, mientras que los segundos difuminan los fronteras entre uno y otros con un fin contrario. Sobre esto
puede verse Contreras (1994), pp. 52 y ss.
Pues bien, con este arsenal conceptual, es posible dar un paso más y perfilar así los
rasgos más destacados de un concepto de “necesidades” útil para la reflexión de los derechos:
1.- Son básicas, es decir, necesarias y condición “sine qua non” para llevar una vida digna
hasta tal punto que puede decirse que quien no logra su satisfacción lleva una vida
infrahumana, esto es, condicionada por unas carencias insalvables que la conducen a vivir bajo
mínimos. Estas necesidades básicas suelen identificarse con los medios de vida necesarios
como alimento para satisfacer el hambre, el vestido para cubrirse del frío, salud para curar las
enfermedades, prestaciones sociales y un largo etcétera que determinan el mínimo vital de todo
ser humano. 2.- Son objetivas, pues, su privación es externa al individuo y, por tanto,
constatable. La carencia de alimento, de salud, de vivienda, etc. produce estragos en el estado
físico de las personas lo que es fácilmente observable y permite conocer los daños producidos
por una larga situación temporal de privación. 3.- Son generalizables, en el sentido de que
pueden extenderse a toda la población no sólo de un grupo de países, sino de todo el planeta.
Hoy, existen estudios de organismos internacionales que muestran claramente que en el
planeta se producen recursos y medios suficientes para que todos sus habitantes puedan gozar
de unas condiciones mínimas de vida digna. 4.- Son históricas, es decir, surgen en un
momento determinado, en una época circunscrita a unas coordenadas espacio-temporales, de
acuerdo a las circunstancias concretas y, por lo tanto, pueden variar si éstas cambian.
Por supuesto, la constatación empírica de estas necesidades, como se ha puesto de
manifiesto en alguna ocasión, presenta serias dificultades prácticas (Lucas y Añón 1990, 58).
Resulta extremadamente difícil para los defensores de una teoría de las necesidades precisar
cuáles son éstas y cómo probarlas. La mayoría de las veces se trabaja con presunciones previas
sobre las necesidades, su entorno, las posibilidades de materialización y su incardinación en
unos niveles dignos de vida. Pero, como señalan los autores citados, a pesar de todo ello, la
empresa no deja de tener obstáculos cuya solución es harto problemática. Primero de todo,
porque las necesidades no se presentan en “estado puro”, sino que surgen en un contexto
social concreto que, a su vez, dificulta su resolución. Por otra parte, la identificación de las
necesidades está íntimamente relacionada con los valores socialmente compartidos hasta el
punto que se entenderá que una privación constituye una necesidad a la luz de dichos criterios.
Otrotanto sucede con la fijación de los medios y vías para su satisfacción. Por último, no
puede dejarse en el tintero que habitualmente las necesidades afectan a colectivos de personas,
lo que influye en el establecimiento de criterios cuantitativos tanto para su identificación como
para su satisfacción y, a la postre, en los medios utilizables, normalmente valorables
financieramente por los organismos y autoridades estatales.
Ahora bien, ¿es posible, con este arsenal de valoraciones y de problemas relativos al
concepto de necesidades, obtener una fundamentación convincente de los derechos humanos?
La respuesta dada a este interrogante por los autores no es unívoca. J. de Lucas y Añón han
esquematizado las posibles respuestas a esta cuestión en tres formulaciones: para unos, entre
los que sitúan a A. Heller, existe una estrecha relación entre la constatación fáctica de la
existencia de una necesidad y el surgimiento de una exigencia de satisfacción que sería
caracterizada como valioso, como bueno moralmente; para otros, tal nexo entre el “ser” de las
necesidades y el “deber ser” moral de su satisfacción no es tan claro, entre ambos elementos de
esta ecuación “no existen ni implicaciones lógicas ni contextuales”; por último, a la vista de las
posturas anteriores hay quienes, entre los que se sitúan ambos autores, creen que la existencia
y constatación de las necesidades puede ser un buen “argumento a favor de la satisfacción de
las necesidades humanas” sin que, de hecho, exista de antemano una fundamentación
normativa previa115.
La primera de las propuestas facilita, a primera vista, el problema de la
fundamentación, pues de sus postulados se deriva que la constatación de una necesidad implica
la aparición de un valor cual es el de la bondad de su satisfacción. Sin duda, parece también
una visión apegada a la realidad: dichos valores no sino proyección de las necesidades y éstas,
a su vez, objetivación de una realidad social, expresión de un entorno social. Y, en efecto,
entre sus méritos puede citarse que con esta idea se logra dotar de ciertas dosis de objetividad
a los valores, que el problema de la fundamentación de los derechos se remite al ámbito de
éstos abandonando “el terreno de las necesidades” y, finalmente, que se justifica la exigencia
de la satisfacción de las necesidades: si existe una necesidad, entonces surge un derecho a su
satisfacción. No obstante, como apuntan J. de Lucas y Añón, estas ventajas conducen a un
gran inconveniente: “la confusión ontológica entre necesiades y derechos”. Por su parte, la
segunda de las propuestas se ubica en las antípodas de esta tesis: “no cabe establecer un nexo
causal entre la existencia de una necesidad y la exigencia de su satisfacción”, aunque, en su
contra, puede afirmarse que la defensa de esta postura se hace desde la premisa de una
relativización del concepto mismo de necesidades y, a la postre, de una pérdida de su valor
moral (J. de Lucas y Añón 1990, 64-69).
Como resultado de este análisis, los autores llegan a la conclusión de que, partiendo del
reconocimiento de una cosa es la existencia de una necesidad y otra la cuestión de su
satisfacción y de que entre ambos aspectos no existe una relación lógica, no obstante, la
constatación de una necesidad puede ser un buen argumento, una buena razón en favor de su
satisfacción. “Si bien no cabe una relación de inferencia lógica entre ambos aspectos, la

115
Vid. J. De Lucas y Añón (1990), pp. 63 y ss. y, más extenso en Añón (1994), cap. IV y V
relación tampoco es meramente contingente o casual” (J. de Lucas y Añón 1990, 70).
Precisamente, en la medida en que las necesidades tiene algo de ineluctabilidad, es decir, que
son insoslayables, pues su no satisfacción puede causar daños irrecuperables, su existencia
constituye un poderoso argumento en favor de su satisfacción y es posible, por tanto, su uso
en la justificación de políticas activas de bienestar o asistencia social. Esto es, en definitiva, lo
que le diferencia a las necesidades de los deseos, apetencias, preferencias y otros estados de
ánimo parecidos. Este enfoque, por supuesto, implica que se pueda hablar y discutir sobre los
diferentes aspectos de las necesidades, entre los que se incluye el de postergar u obviar su
satisfacción si así se considera pertinente a lo largo de la discusión. En lo que sí insisten los
autores es en que su punto de vista supone el rechazo de la tesis prescriptivista de las
necesidades. Pues, “en definitiva, tener una ncecesidad puede ser entendido como ‘hay una
razón para hacer A’, lo que no significa una prescripción. Las necesidades aprotan argumentos
sobre aquellas razones que parecen mejores o más fuertes” ” (J. de Lucas y Añón 1990, 72).
En definitiva, la elaboración de una teoría sobre las necesidades constituye una
interesante reflexión en el ámbito de la fundamentación de los derechos del hombre concreto,
un salto cualitativo en aras de acercar el debate al terreno de lo real, de lo empírico y, en suma,
de su contextualización. Pero, como señalan también estos autores, dada la dificultad de
justificar la tesis prescriptivista de las necesidades, la reflexión sobre su papel en la
fundamentación de los derechos no puede ir sola, sino que habrá que conjugar sus
aportaciones con lo más válido de otras teorías que se han planteado esta cuestión. La teoría
de las necesidades aporta el “sustrato antropológico” de los derechos y constituye un poderoso
argumento en su favor en “el problema abierto de su fundametnación”: “La teoría de las
necesidades en relación con los derechos humanos es útil sobre todo a la hora de ofrecer
argumentos de fundamentación de los derechos, y no para establecer directamente la existencia
de los mismos” (J. de Lucas y Añón 1990, 75).

3.6.- Elementos para un debate sobre la fundamentación de los derechos.

La exposición anterior es indicativa del fecundo y variopinto debate existente sobre los
derechos y sobre su fundamentación. Cada una de las propuestas, con sus variaciones y
diferencias, es muestra de la orientación de las reflexiones actuales sobre esta cuestión que, sin
lugar a duda, enriquecen las diferentes teorías sobre el discurso moral y la Filosofía del
Derecho. A su vez, son un ejemplo palmario de que el panorama teórico es el mejor
desmentido a las palabras pronunciadas por Bobbio hace tres décadas y con las que iniciaba
este capítulo pues, lejos de producirse un abandono de este tipo de reflexiones, se ha
incrementado enormemente, como si su ausencia ocasione un vacío difícil de colmar. También
es cierto que, por otra parte, este auge ha venido a certificar la opinión de Bobbio sobre el
ocaso y fracaso de las fundamentaciones absolutas o “fuertes” en relación a los derechos del
hombre y que ha abierto una vía a otro tipo de justificaciones que insisten más en los
elementos discursivos, consensuales o procedimentales. No obstante, ello no es óbice para
reconocer que al tratar esta cuestión nos movemos en un terreno resbaladizo en el cual las
presunciones y los presupuestos ideológicos pesan mucho aunque no siempre estén claramente
explicitados y en el que se tiene que ser consciente de que se está en el filo de la navaja, en una
espiral discursiva en la que lo difícil es lograr el éxito final de fundamentar sin dudas a los
derechos.
Pese a las dificultades, no por ello hay que rechazar de plano la exposición de algunas
consideraciones. Estas principalmente van dirigidas a aclarar algunos extremos relacionados
con los derechos que son objeto de los intentos de fundamentación, con los presupuestos
orientadores y con el método utilizado para ello. Las teorías expuestas en este capítulo son de
alguna forma deficitarias en alguno de estos aspectos, aunque, por supuesto, no todas en la
misma medida. Y, además, en la mayoría de los casos es posible encontrar elementos
fructíferos que convenientemente desarrollados pueden ser muy útiles en este debate sobre la
fundamentación de los derechos. En esta parte final del capítulo, creo oportuno realizar
algunos comentarios ilustrativos acerca de estos aspectos y, aunque tan sólo sean brevemente
esbozadas, señalar algunas líneas válidas para un intento alternativo de fundamentación. No
hace falta aclarar que estos aspectos citados están, de hecho, interrelacionados y que la
elección de una perspectiva en uno suele influir en el resto. Por otra parte, en lo que viene a
continuación tan sólo pretende realizar una última valoración a la luz de consideraciones
externas a las propias teorías. Por ello, en absoluto se trata de aprobar o suspender a las
diferentes propuestas, ni siquiera de puntuar ni, por supuesto, de señalar cuál es mejor o peor.
Tan sólo se trata de comentarlas a partir de ciertos elementos que, en mi opinión, deben
incluirse en toda teoría sobre los derechos.
Respecto al objeto de la fundamentación, es decir, a los derechos en torno a los que se
centran las discusiones, casi ninguna de las relatadas cumplen con algunos elementos que, en
mi opinión, deben estar presentes en toda argumentación sobre los mismos. Primero de todo,
la defensa de una visión abierta e integral de los derechos, es decir, de un enfoque flexible
que, además de incluir los derechos y las posibles reivindicaciones sociales que, en un
momento determinado, se conviertan en otros tantos derechos, pueda adaptar en el futuro ese
catálogo a los cambios sociales y económicos y a las nuevas sensibilidades que vayan
surgiendo y que, ahora, es difícil predecir. Hoy este aspecto es sumamente controvertido y su
aceptación presupone un punto de partida sobre el que no hay un acuerdo general, pues
implica, por ejemplo, que los derechos sociales deban ser considerados como derechos del
hombre, por otra parte, en la línea de las declaraciones de Naciones Unidas. Y no digamos el
polémico estatuto de los derechos de la tercera generación o de los de la cuarta para los cuales
no se otea un futuro muy claro. Se trata, en suma, de elaborar una teoría flexible y completa de
los derechos a través de la cual puedan integrarse estas y otras exigencias o, por lo menos, en
la que quepa discutir sobre las mismas.
La defensa de esta visión sobre los derechos responde al convencimiento personal de
que, a partir de una interdependencia entre los diferentes bloques de derechos, incluídos los de
la tercera generación, es posible vertebrar, primero, en cada sociedad y, despues, en el planeta
una convivencia pacífica y con expectativas de futuro. Ahora bien, esto sólo es posible a partir
del convencimiento de que no hay libertad, ni ejercicio de la libertad sin el disfrute de un
mínimo de condiciones materiales de vida y de unas mínimas garantías de respeto a la vida
digna de cada individuo. No me cansaré de reiterar las afirmaciones de Naciones Unidas en las
que creo firmemente. Por un lado, la Proclamación de Teherán donde se afirma: “Como los
derechos humanos y las libertades fundamentales son indivisibles, la realización de los
derechos civiles y políticos sin el goce de los derechos económicos, sociales y culturales
resulta imposible”. También en la Declaración sobre el derecho al desarrollo, aprobada por la
Asamblea General el 4 de diciembre de 1986, se recoge en el artículo 6: “Todos los derechos
humanos y las libertades fundamentales son indivisibles e interdependientes; debe darse igual
atención y urgente consideración a la aplicación, promoción y protección de los derechos
civiles, políticos, económicos, sociales y culturales”. Afirmaciones que son con tinuamente
reiteradas por las Comisiones dependientes de Naciones Unidas y siempre en la línea de señalar
la “relación orgánica” existente entre todos los derechos, pues existe una estrecha interrelación
entre violaciones de la integridad física y a la libertad de las personas y la ausencia de
condiciones económicas y sociales para llevar una vida digna.
Pues bien, no todas las teorías estudiadas se encuentran en la misma disposición de
aceptar este requisito. Por supuesto, unas menos que otras. En este punto, el caso más
palmario de teoría escindida o de visión reduccionista es el liberalismo, sobre todo, en su
versión libertaria. Es más, bien puede decirse, a la vista de las explicaciones anteriores, que una
teoría como la de Hayek o la de Nozick se construye en contra de los derechos sociales y lo
hacen con premeditación y alevosía. Sólo les interesa fundamentar los derechos civiles y
políticos. Al mismo tiempo, creo que éste es un obstáculo difícilmente superable por la teoría
standard del liberalismo pese a los encomiables intentos realizados por un Rawls o un Dworkin
en sus respectivas concepciones. Pero, en realidad, tan sólo se plantean -por ejemplo, en el
caso de un Rawls- algunas correcciones a la primacía del principio de la libertad sin que
afecten al núcleo de su teoría, pues, al fin y al cabo, sus consideraciones igualitaristas ceden
ante cualquier pretensión de la libertad. No pueden limitar la “igual libertad para todos”. Otro
conjunto de teorías que también son susceptibles de un comentario similar al efectuado sobre
el liberalismo es el compuesto las visiones iusnaturalistas e, incluso, las que pretenden un
fundamentación ética de los derechos. Sobre esto, no obstante, hay que hacer muchas
matizaciones, pues, mientras que es plenamente válida para el rancio iusnaturalismo, no lo es
tanto para sus versiones más actualizadas que presentan una especial sensibilidad hacia una
visión global de los derechos en la que se incluyan los derechos sociales. Otrotanto cabe decir
respecto a aquellas que buscan la raíz moral de los derechos. Incluso, en aquellas versiones del
iusnaturalismo que pretenden rememorar sus viejos principios es perceptible esa sensibilidad de
la que hablo hasta tal punto es maleable y rica la “retórica de la dignidad”.
Desde luego, hay fundamentaciones mucho más proclives a la visión abierta e integral
que me preocupa. Entre ellas, cabe citar especialmente las que buscan una fundamentación
consensual o dialógica de los derechos y las construidas a partir de una teoría de las
necesidades básicas. Las primeras porque fundan los derechos en el diálogo, en el intercambio
de opiniones, en el debate y, finalmente, en el acuerdo. A primera vista, nada impide que, por
ejemplo, los derechos sociales o los de la tercera generación -en su conjunto o uno a uno- sea
objeto de la argumentación dialógica. La misma trayectoria intelectual de Habermas, uno de
sus defensores más emblemáticos, es una garantía de que sea así. En principio, ningún derecho
queda excluido del diálogo y del consenso con el único requisito de que se garantice el respeto
de las reglas básicas. Con todo, estas visiones merecen dos comentarios. Primero de todo, que,
en aras de un consenso no sometido a elementos contingentes, caen en un exceso de
formalismo, de sujeción a las reglas y en un descuido del contenido. Y que, no obstante, el
consenso reglado no garantiza, de hecho, el acuerdo en torno a aquellos derechos que no sean
los derechos civiles y políticos. No digo que sólo éstos sean objeto del consenso, sino que
probablemente resultará difícil un acuerdo más general que englobe a otros derechos.
Más garantías de éxito en la inclusión de los derechos sociales en el catálogo de
derechos tienen las teorías basadas en una concepción de las necesidades básicas.
Precisamente, la preocupación por la satisfacción de un mínimo vital está en el origen de este
tipo de teorías y, a pesar de las dificultades conceptuales y las críticas que se vierten sobre
estas propuestas, parece el fundamento más firme de los derechos sociales. Es más, una
complementación entre una teoría de las necesidades y la fundamentación dialógica parece ser
su fundamento más sólido: es decir, utilizar con éxito los argumentos basados en las
necesidades como buenas razones para convecer al resto de partícipes de la bondas de estos
derechos en el curso de una argumentación dialógica. De hecho, hay autores que han
propuesto, quizás demasiado tímidamente, esta posibilidad. Por ejemplo, en nuestro país, entre
quienes propugnan este tipo de visiones puede mencionarse a A. E. Pérez Luño para quien el
papel de las necesidades humanas ya había sido considerado como fundamento de la formación
del consenso sobre los derechos116. El consenso final del diálogo fundante versa entonces sobre
intereses y necesidades empíricamente comprobables que son objeto de experiencias
individuales y, por tanto, del debate; finalmente, servirían de justificación de los derechos
sociales. A todas luces, esta complementación parece sumamente sugestiva.
Me he extendido, conscientemente, en estas explicaciones, pues el carácter
controvertido de los derechos sociales lo exige, pero ello no es óbice para hacer, aunque sea
más brevemente, otros comentarios sobre el objeto y extensión de una teoría de los derechos
en la línea de lo analizado antes. El principio de universalización merece un comentario, al
menos. El principio de universalización desde Rawls impera hoy en el discurso moral como un
principio rector de cualquier teoría que se precie. Otro tanto sucede en el discurso jurídico
desde Perelman a Dworkin y desde Habermas a MacCormick. Quiere decir esto que las
diferentes opiniones y concepciones sobre el derecho y la moral, si quieren pasar el umbral de
la teoría, deben someterse a un test muy especial: a la aprobación de todos los seres racionales
colocados en un plano ideal en el cual pueden ejercer sin cortapisas sus capacidades racionales
y seguir las reglas del discurso práctico. De esta forma, se garantiza que los principios y las
reglas, las decisiones y soluciones tomadas sean correctas e, incluso, se garantiza un trato igual
para todos. En Perelman, por ejemplo, cuando el discurso va dirigido a un hipotético auditorio
universal, se satisfacen plenamente los requisitos para convencer a quien nos escucha, esto es,
racionalidad, objetividad e imparcialidad. A fin de cuentas éste es el objetivo buscado por
Rawls al someter a las partes en la posición original a un “velo de la ignoracia”. Y lo mismo
supone la referencia habermasiana a una comunidad ideal del diálogo.
Hasta aquí nada que objetar a su aplicación al discurso sobre los derechos del hombre.
Pero, en el ámbito de la teoría y de la práctica de los derechos, el principio de universalización
corre algunos riesgos. Primero, porque, en el transcurso del discurso práctico, este principio
puede ser esgrimido no tanto como una condición, sino, inclusive, como un requerimiento
exigido tantas veces en el transcurso del debate que se convierta en un obstáculo al
reconocimiento de alguno de los derechos: que no se esté dispuesto a aceptar racionalmente
que alguno de los derechos -derechos sociales, derecho al medio ambiente, a la paz, etc.- sean
derechos de toda la humanidad. Además, el principio de universalización puede conducir a la

116
Y no sólo Pérez Luño busca armonizar aspectos tan diferentes. Puede citarse, por ejemplo, a E. Fernández.
defensa de posturas dominadas por un exceso de formalismo al regir el desarrollo del discurso
más que la realización de los derechos. Precisamente, éste es un aspecto en el cual no suelen
incidir demasiado las diferentes propuestas de fundamentación. En definitiva, a la vista de la
realidad de los derechos, parece que uno de sus problemas no es tanto el de su universalización
sino el de su generalización, es decir, el de estar convencidos de que afecta al universo de
personas que componen toda la humanidad y que deben proyectarse las medidas oportunas
para una completa y extensa realización. En el sentido de Bobbio, por tanto, universalización
como globalidad comprensiva del universo de personas que habitan en el planeta.
También me parece que una visión de los derechos y, por tanto, su correcta
fundamentación debe partir de un presupuesto antropológico que contemple al hombre sujeto
de derechos desde una perspectiva empírica. Es decir, que esa visión integral de los derechos
debe sustentarse en el hombre empírico, en el hombre real, que es sujeto de los derechos y
que, desde un entorno específico, es decir, determinado por variables que pueden ser objeto de
cuantificación, requiere su satisfacción. Este requisito previene contra el uso abusivo o la
excesiva confianza en modelos construidos que se fijan, sobre todo, en la abstracción de
elementos y de figuras que rozan en lo artificial sin preocuparse de su contrastación empírica.
En este sentido, en las ciencias sociales, gozan de un considerable éxito las posturas
individualistas y, en particular, un individualismo metodológico construido a partir de la
abstracción de ciertos rasgos de la naturaleza humana y que ha permitido el desarrollo y auge
de la economía como ciencia. La teoría liberal y su fundamento de los derechos, en líneas
generales, responde a este presupuesto individalista construido, a veces, un tanto
artificialmente de acuerdo a algunas pautas extraidas de la psicología -deseo, preferencia,
interés, egoísmo matizado, racionalidad, elección, decisión colectiva, etc.-Sin duda, la
observación de estos rasgos en la naturaleza humana y en su comportamiento parece certificar
la solidez de sus argumentos. Sin embargo, algo hay en todo ello que, intuitivamente, nos pone
en guardia: y es que ese individualismo que surge de la observación de la naturaleza humana
parece moverse en exceso en el plano jurídico-económico, parece enquistado en la positivación
y en su reconocimiento jurídico. Por lo que la reivindicación de una visión empírica del
hombre sujeto de derechos supone, en realidad, su rescate de dicho plano “para ampliar su
competencia al conjunto de condiciones de existencia que aparecen irremediablemente
implicadas en el ejercicio real de la libertad y, por tanto, en el desarrollo autónomo del
individuo” (Prieto Sanchís 1990, 57). Por ello, la teoría de las necesidades con todas sus
dificultades e imprecisiones parece ajustarse más a esa fundamentación empírica propuesta que
la ideología individualista. En efecto, como he escrito antes, la referencia a “las necesidades
remite directamente a la situación concreta, real y empírica del ser humano necesitado, a los
factores y condiciones que constituyen su habitat normal y que determinan el desarrollo de su
vida y sus posibilidades de mejora. Por lo tanto, a las circunstancias en las que vive. Remite, en
suma, a una objetivación de la situación de cada uno que, de esta forma, puede ser constatada
y mensurada, pues de lo que se trata es de fundamentar empíricamente la existencia de
necesidades como paso previo a la justificación de su posible satisfacción”. He ahí el mérito de
este tipo de teorías: la referencia a la situación concreta, a las condiciones ordinarias de vida, a
sus directas necesidades.
De las explicaciones anteriores, puede también resaltarse otro elemento de una teoría
de los derechos: el de la intersubjetividad, que, en un marco de falta de fundamentos
absolutos, parece el asidero más seguro de los derechos. Pero intersubjetividad en condiciones
de igualdad. En efecto, la intersubjetividad, el fundamento consensual, parece el cauce
adecuado para una plausible fundamentación que supere la Escila y Caribdis de caer o bien en
una fundamentación absoluta, ahistórica e idealista o bien en posturas estériles y negadoras. El
mérito de las visiones intersubjetivas estriba precisamente en las posibilidades de participación
que se abren a todas las posturas. Lo que hay que procurar es que todas, bajo ciertas
condiciones, puedan acceder al diálogo colectivo con garantías y en condiciones de igualdad,
que se estructure una verdadera situación de diálogo y que, en ella, se excluya ningún tema de
la discusión, especialmente, el del establecimiento de los instrumentos, jurídicos y no jurídicos,
para su realización. Así, a través de los elementos intersubjetivos del discurso puede articularse
un marco no excluyente para una teoría consensual de los derechos. Especialmente, cobrará
importancia esta justificación si, entre las teorías discutidas, se encuentra la teoría de las
necesidades pues es la que puede aportar al debate sobre los derechos el dato antropológico, el
elemento empírico e histórico al que me refería antes, y sumir al individuo en su contexto
concreto, en la sociedad real.
En resumidas cuentas, a la vista de las explicaciones anteriores, puede afirmarse que
una fundamentación de los derechos debe sustentarse en los siguientes elementos: 1.- una
visión integral de los derechos que incluya a los derechos de las sucesivas generaciones desde
los derechos civiles y políticos a los derechos sociales y las subsiguientes reivindicaciones en
favor del medio ambiente, la paz, el desarrollo, etc. Especialmente, los derechos sociales. 2.-
Deben ser derechos universalizables, en el sentido de extendibles al universo de todos los
habitantes del planeta. 3.- Una teoría de los derechos debe sustentarse en una visión empírica
del hombre que tenga en cuenta tanto los rasgos concretos de los individuos como su
condición histórica. 4.- La teoría de las necesidades parece un buen soporte que puede
satisfacer el requisito anteriormente citado de aportar esa visión real y empírica de la vida de
los individuos. 5.- Por último, la intersubjetividad parece ser la estrategia más idónea para
lograr un amplio y sólido consenso entre los participantes de un diálogo, entre quienes luego
tienen que comprometerse en apoyar dicho consenso, pero que, a fun de cuentas dé estabilidad
a un amplio compromiso sobre los derechos. Por supuesto, soy consciente de que cada uno de
estos puntos por separado plantean más de un problema de concreción e, incluso, que pueden
existir tensiones entre los mismos. En definitiva, que puede parercer más un deseo que una
realidad. Pues, ¿cómo entender esa pretensión de universalidad en el sentido estricto de
derechos universales o de derechos generalizables? Son aspectos bien distintos: ¿se defiende la
universalidad como mero requisito argumentativo o como un objetivo cierto de reconocer que
todos los hombres tienen unos mismos derechos? Más aún, ¿cómo se concilia esta pretensión
con la exigencia de que el reconocimiento y la práctica de los derechos debe inspirarse en una
visión empírica del ser humano? Incluso, ¿qué quiere decirse con este concepto? En fin, sin
lugar a duda, son muchos las cuestiones que, de un modo u otro, siempre afectarán a la teoría
y al ejercicio de los derechos.
Capítulo 4

Las Generaciones de Derechos

4.1.- Sobre las clasificaciones de los derechos.

Son numerosos los intentos por clasificar los derechos del hombre de acuerdo a muy
variados criterios, pero no siempre estos esfuerzos culminan con éxito la tarea. En efecto, los
derechos tienen algo de escurridizo que les hace difícilmente clasificables, algo que les hace
versátiles y maleables y que, según el criterio que sirva de guía, hace que los derechos puedan
pertenecer a diferentes categorías. Esto hace que las clasificaciones sean ingentes, que no haya
una que coincida y que, por otra parte, su utilidad sea también harto dudosa (Prieto Sanchís
1990, 121). No obstante, a pesar de esta circunstancia y de las dificultades tipológicas, la
mención de alguna de las que están más al uso permite aclarar alguno de sus extremos más
debatidos.
De acuerdo con la finalidad de los derechos, éstos pueden agruparse en torno a los dos
valores por antonomasia que han marcado su historia, su génesis y posterior desarrollo. Desde
un principio, los derechos surgen bien inspirados en la idea de la libertad, bien en la idea de la
igualdad (Prieto Sanchís 1990, 127). Es decir, o bien surgen con el objeto de garantizar un
ámbito, un espacio de actuaciones libre de interferencias de terceros o bien con el objeto de
implantar realmente unas iguales condiciones de vida para todos. Por eso, una de las
clasificaciones más al uso distingue entre los derechos de libertad y derechos de igualdad. A
pesar de que esta forma de clasificar los derechos tiene el mérito de agruparlos por el valor
esencial que los inspira, no obstante, es patente que, a la postre, todos los derechos tienen su
referencia última en la libertad, incluidos los derechos de igualdad. Estos tienen para la libertad
una finalidad instrumental: la de realizar unas condiciones materiales de vida que permitan el
ejercicio de la libertad sin trabas. Todos los derechos, por tanto, giran en torno a la libertad.
Con todo, con ser cierta esta precisión en última instancia, no por ello desmerece esta tipología
entre derechos de libertad y derechos de igualdad, pues se trata de resaltar la diferente
naturaleza de los derechos. Mientras que los derechos de libertad buscan resguardar ese
ámbito específico del individuo de intromisiones extrañas, no permitidas voluntariamente, los
derechos de igualdad se proyectan sobre la vida social, implican una perspectiva de la libertad
más colectiva y, por eso, su implantación en la sociedad conllevó transformaciones radicales.
Entre los derechos de libertad puede citarse: a.- Los que se refieren a las garantías
individuales: derecho a la vida e integridad física, derecho a la nacionalidad, seguridad
personal y derechos contra la detención arbitraria y el derecho a la intimidad. b.- Los que se
refieren a la libertad: libertad religiosa, libertad de residencia y de circulación, libertad de
expresión, derecho de reunión y manifestación, derecho de asociación -política, sindical-,
derechos de participación, libertad de enseñanza, derecho de huelga, derecho de petición,
objeción de conciencia, derecho de propiedad, negociación colectiva, conflicto colectivo,
libertad de empresa. Entre los derechos de igualdad: igualdad ante la ley, derecho a la
educación, derecho al trabajo y a una remuneración suficiente, derecho a la protección social y
Seguridad Social, derechos de los menores, minusválidos y de ancianos, derechos laborales,
derecho a la salud, derecho al medio ambiente, derecho a la cultura, derecho a la vivienda,
derechos de los consumidores.
Se han intentado otras formas de clasificar a los derechos de acuerdo al criterio del
modo de ejercicio y del contenido de la obligación de cada derecho (Prieto Sanchís 1990,
129). De esta forma, los derechos del hombre se clasificarían en:
a.- Derechos de autonomía. También se habla de libertad negativa, de derechos civiles y
políticos, de libertades públicas, libertades clásicas o fundamentales. Su fundamento estriba en
que “existe un grupo de derechos que se caracterizan por consagrar un ámbito de libertad en
favor del individuo, un señorío de su voluntad en el que no puede ser perturbado ni por el
poder público ni por otros particulares o grupos sociales. Estas libertades se configuran como
verdaderos límites al poder del Estado y constituyen el núcleo histórico originario de los
derechos fundamentales. Los derechos de autonomía se configuran como obligaciones
negativas o de abstención; su satisfacción exige una conducta pasiva y de no interferencia por
parte de los sujetos obligados” (Prieto Sanchís 1990, 133). Se incluirían buen parte de los
derechos de la primera generación como el derecho a la vida, libertad ideológica y religiosa,
derecho a la libertad y a la seguridad, libertad de expresión y derecho a la información,
presunción de inocencia, derecho a la propiedad y herencia, libertad de enseñanza. Pero
también se incluyen algunos de los derechos de la segunda generación como derecho de
huelga, derecho a la libre elección de profesión, conflicto colectivo, derecho de sindicación.
Pero también otros de dudosa filiación genética como el derecho al honor, intimidad personal y
familiar, derecho de asociación, secreto de las comunicaciones, inviolabilidad de domicilio.
b.- Derechos de participación. Se fundarían en una concepción positiva de la
libertad y atañería principalmente a los derechos políticos, “que hacen de sus titulares sujetos
activos en la formación de la voluntad estatal”. Participación que va encaminada tanto a la
creación de normas como a las actuaciones del individuo en la vida pública. Son de este tipo:
el derecho a participar en los asuntos públicos a través de elecciones, el sufragio universal, el
derecho de iniciativa legislativa popular. Asimismo, derechos que promueven el acceso a los
medios de comunicación por parte de individuos y grupos sociales, derecho de los ciudadanos
a participar en los asuntos públicos, derecho a acceder en condiciones de igualdad a las
funciones y cargos públicos, derecho a la tutela judicial efectiva, algunos derechos de los
consumidores. Otros de corte similar tienen que ver con el derecho al sufragio directo y
secreto, a la iniciativa popular, a ser oídos en los procedimientos administrativos y, en general,
a participar en la gestión, dirección y control de los organismos públicos (por ejemplo,
Seguridad Social, Centros Docentes, Administración de Justicia, empresas públicas, etc.)
c.- Derechos de prestación o de crédito. Con esta expresión se hace referencia
a una categoría especial de derechos del hombre o derechos fundamentales que se diferencian
de los anteriores por su modo de ejercicio y también por su finalidad y contenido. Su rasgo es
que otorgan el poder de exigir prestaciones positivas de modo que su titular puede exigir al
Estado o a otros el cumplimiento de determinadas obligaciones. Tienen por objeto, por tanto,
concretas prestaciones de bienes o servicios. A primera vista, se incluyen en esta categoría los
derechos de la segunda generación. No obstante, al ser su rasgo definitorio las actuaciones
positivas, no es infrecuente que derechos o libertades de autonomía remitan a actuaciones
positivas, a obligaciones secundarias positivas. En definitiva, se convierten en prestaciones
necesarias para proteger y materializar le libertad individual. Asimismo, y de acuerdo con el
criterio general de esta clasificación, algunos derechos sociales no se incluirían en esta
categoría. Hay, por tanto, un desplazamiento de derechos. Al margen de estas dificultades, son
derechos de prestación los siguientes: derecho a la educación, derechos de los niños a la
protección de los padres y poderes públicos, derecho al trabajo y remuneración suficiente,
derecho de acceso a la cultura y al desarrollo integral de la personalidad, derecho de la familia
a la protección social, económica y jurídica de los poderes públicos, derecho a la formación
profesional, seguridad e higiene en el trabajo, derecho a la Seguridad Social, derecho a la
salud, derecho a disfrutar del medio ambiente, derecho a una vivienda digna, derechos de los
disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos a una protección adecuada, derechos de los
ancianos a la protección del Estado, derechos de los consumidores y usuarios a la defensa de la
seguridad, la salud y de sus intereses.
Quizá, si algo hay que reprochar a esta clasificación es que los derechos de la tercera
generación como son el derecho al desarrollo, el derecho a la paz, el derecho al patrimonio
histórico de la humanidad y un largo etcétera, son difícilmente encuadrables en estas
categorías, salvo que se entienda que requieren una actuación decidida de la Administración.
Pero, el problema reside en que el ámbito de actuación este tipo de derechos es supraestatal,
son derechos que se proyectan hacia todo el planeta y se inspiran en la idea de la globalidad
por lo que difícilmente los Estados pueden actuar directamente en algunos ámbitos para
proteger el bien jurídico de cada derecho y, por ahora, no existe una comunidad internacional
articulada que puede operar como una Administración global.

4.2.- Las generaciones de los derechos.

Una forma habitual de definir y clasificar estos derechos ha consistido en recurrir a un


criterio histórico o cronológico por el que se distinguirían los derechos del hombre
incluyéndolos en diferentes generaciones de acuerdo con el momento, circunstancias políticas
e intereses que los ocasionaron. Según este criterio, hasta el momento, se habrían sucedido
tres generaciones de derechos del hombre: 1.- Los derechos de la primera generación o
derechos civiles y políticos. 2.- Los derechos de la segunda generación o derechos
económicos, sociales y culturales. 3.- Los derechos de la tercera generación. Se agrupan no
sólo atendiendo a las circunstancias históricas, sino que, además, junto a este aspecto y ya sea
por razones históricas o por otros motivos, se pretende que en estas categorías se incluyan
aquéllos derechos que se inspiran en uno de los valores más relevantes para la filosofía de los
derechos del hombre. Así, los derechos de la primera generación no sólo son los primeros
derechos que emergen en el panorama, sino, además, son los derechos de libertad por
excelencia, mientras que los derechos de la segunda generación responden al valor de la
igualdad. La conjunción de estos dos criterios no siempre es pacífica y, de hecho, más de una
vez chirrían sus engranajes cuando se procura su realización.
Ciertamente, la visión generacional de los derechos no está exenta de dificultades,
algunas de peso. En efecto, esta clasificación, como todas las que siguen un criterio histórico o
cronológico, tiene sus luces y sus sombras, especialmente en relación con las dos primeras
categorías de derechos. Las diferentes generaciones se conectan con las batallas históricas y la
progresiva profundización de la democracia como sistema político y su vinculación con la
defensa e implantación de los derechos del hombre. Por ello, esta visión generacional tiene el
mérito de distinguir las libertades individuales de los derechos sociales de acuerdo a su
“impronta’ histórico-social, su querencia o ‘sesgo de clase’. El punto de partida consiste, por
tanto, en el reconocimiento de que derechos son una categoría histórica, que han surgido en un
contexto determinado y como resultado de la confluencia de unos intereses reales. La primera
generación de derechos (libertades ‘negativas’, de claro corte garantista, propio de un Estado
liberal, policía, neutro en las relaciones sociales) fue el fruto de la lucha de la clase capitalista
ascendente contra los privilegios feudales y las restricciones comerciales: se trata, por tanto, de
libertades burguesas. Los derechos sociales no surgen de una simple extensión de estas
libertades; los derechos sociales son el resultado de la lucha de los trabajadores organizados
contra el Estado y contra la clase dominante: son, por tanto, libertades ‘obreras” (Contreras
1994, 23). Esta particular caracterización originaria implica, por supuesto, diferencias notables
entre ambas categorías de derechos y, además, la articulación de formas distintas de
organización política. El tránsito del Estado liberal de Derecho al Estado social no es sino la
consagración y reconocimiento jurídico del tránsito de unos derechos a otros, de los derechos
de libertad a los derechos de igualdad.
Si bien en este punto esta clasificación puede resultar clarificadora, no obstante, adolece
de algunas deficiencias conceptuales que tienen que ver, principalmente, con los derechos
concretos que deben incluirse en cada categoría. Por poner un ejemplo: el derecho de reunión
o de asociación suele incluirse en las Constituciones actuales entre los derechos y libertades
civiles y políticas. Es el caso de la CE de 1978 cuyo artículos 21 (derecho de reunión) y 22
(derecho de asociación) se encuentran en el capítulo II del Título I donde se regulan los
derechos fundamentales, especialmente protegidos por el sistema constitucional (art. 53). Y,
sin embargo, son cronológicamente derechos que aparecen con posterioridad, caballo de
batalla de los movimientos liberales y proletarios del s. XIX. Otro ejemplo, es el derecho a la
intimidad, cuya positivación no se produce hasta la Declaración Universal de Derechos del
Hombre de 1948. Desde entonces ha tenido un auge considerable sobre todo en las sociedades
opulentas. Ahora bien, este derecho se incluye siempre en la primera generación aunque la
concienciación de su importancia y el reconocimiento ha sido muy posterior. Se valora su
impronta garantista y el hecho de que propugna el mantenimiento de una esfera de privacidad
exenta de interferencias donde el individuo pueda desarrollar su vida y sus potencialidades.
También este criterio oscurece la comprensión del desarrollo de los derechos, sobre
todo, los que puedan descubrirse en un futuro. En efecto, siguiendo este criterio, las
generaciones de derechos pueden ser infinitas si no hay algún tipo de control o supervisión.
Tan sólo bastaría con que surgieran nuevos intereses para que pudiera esgrimirse el
surgimiento de un nuevo derecho, que es, por otra parte, lo que está pasando en las últimas
décadas con el proceso de especificación en el que, al considerar las nuevas circunstancias en
las que se encuentra el ser humano en su contexto vital y en las diferentes etapas de su vida, se
entiende que emergen nuevos derechos de prestación. Otro tanto sucede con lo que ya se
llama los derechos de la cuarta generación, es decir, los derechos vinculados al progreso
tecnológico que afectan sobre todo a cuestiones relacionadas con la bioética -eutanasia,
aborto, etc.- y los tratamientos genéticos117.
Al margen de este tipo de valoraciones, el enfoque generacional de los derechos tiene,
sin duda, el mérito de que los considera como una categoría histórica, aspecto éste en el que
no hay que insistir sin cansarse118. Son derechos históricos que surgen en un contexto y debido
a circunstancias muy concretas -luchas, peleas, revoluciones, crisis sociales, etc.- y son, por
tanto, producto del esfuerzo humano por encontrar unas reglas básicas de convivencia para
todos. Los derechos del hombre son, al fin, los derechos del hombre histórico en el sentido del
término utilizado por Bobbio: sabemos cuáles son en un momento determinado, como
producto de un consenso generalizado, y, al mismo tiempo, sabemos que pueden ser
modificados en un futuro. Sobre todo, con esta concepción, los derechos del hombre no
pueden confundirse con la existencia de derechos ideales al estilo de los viejos derechos
naturales, ni pueden confundirse con una abstracta normatividad que los justifique.
Con ello, se quiere decir que los derechos como categoría histórica han surgido en un
momento determinado -las luchas de la modernidad contra el Antiguo Régimen- y que se han
ido desarrollando y perfilando al tiempo que evolucionaba la humanidad. Bajo este enfoque,
debe entenderse que los primeros derechos fuesen derechos inspirados en una ideología
individualista, que buscasen el reconocimiento y protección de ciertos derechos básicos del
individuo, aunque sólo fuese desde una perspectiva formal. Y hay que entender que la propia
historia fuese desvelando sus incongruencias y lagunas y que el siglo XIX fuese el siglo de la
lucha por la extensión de estos derechos y por la defensa de una perspectiva más colectiva
forjando así el surgimiento de una nueva generación de derechos. Ahora bien, el que se
mantenga que los derechos con una categoría histórica no debe hacernos caer en un fácil
historicismo que atribuya la conquista de ciertos derechos a una clase social -por ejemplo,
adjudicar sin más a la burguesía la patente de los derechos y libertades civiles y políticos- por
cuanto la historia de la humanidad desde la modernidad es la historia de la progresiva toma de
conciencia de los hombres, de las diferentes clases sociales, de su personalidad y anclajes
históricos. Defender que los derechos civiles y políticos fueron derechos obtenidos por la

117
En realidad, la reivindicación de una cuarta generación de derechos está ligada, en algunos casos, a una
diferencia fundamental en la periodización de los derechos. La visión generacional al uso distingue las tres
generaciones según la época. Quienes consideran que hay cuatro generaciones dividen la primera generación
en dos de forma que la sucesión temporal sería como sigue: primero, los derechos civiles que reflejarían la
libertad liberal; la segunda integrada por los derechos políticos basados en la libertad democrática; la tercera
articulada en torno a los derechos sociales y que reflejaría el concepto de libertad igualitaria o libertad
socialista y, por último, la cuarta generación integrada por los últimos derechos inspirada en la síntesis entre la
libertad igualitaria y el valor solidaridad. Vid. Peces-Barba (1991), pp. 156 y ss.
burguesía en la Revolución francesa sin mayores explicaciones es un simplificación que olvida
el papel realizado por las masas populares en las revoluciones del XVIII y XIX. Otra cosa es
qué clase se aprovechó de estos acontecimientos históricos.

4.3.- Derechos civiles y políticos o derechos de la primera generación.

4.3.1.- Los derechos civiles y políticos y el Estado liberal garantista.

Los primeros derechos fueron, por tanto, los derechos civiles y políticos, los derechos de
la primera generación. Son derechos, según la lectura canónica, que se conquistan contra el
Estado absolutista del s. XVIII y que se logra su reconocimiento tras una larga tradición de
gestación en la Filosofía política y social. En efecto, aunque en la tradición iusnaturalista
pueden rastrearse con más o menos éxito los orígenes ideológicos de estos derechos, no es
hasta los albores de la modernidad la época en la cual se encuentran las referencias más
directas (Pérez Luño 1991, 115-6): ya los representantes más cualificados de la Escolástica
española durante el siglo XVI -Vitoria, Las Casas, Suárez, Vázquez de Menchaca-, en su
preocupación por los derechos de los indios, de los habitantes de los territorios descubiertos,
sentaron las bases de los conceptos de libertad individual y dignidad humana, pero no será
hasta su recepción por el iusnaturalismo moderno -Grocio y Pufendorf- y la teoría de los
derechos naturales de Locke cuando estos conceptos logren su articulación moderna, ya
preparados para la fecunda labor de construcción de una nueva sociedad.
Al principio, la reivindicación de estos derechos tuvo una poderosa potencia
transformadora y constituyeron la bandera de una nueva sociedad en la que todos los hombres
vivirían libres e iguales. Surgen como réplica a los abusos del régimen absolutista con el
objetivo de construir un nuevo contrato social. Las sucesivas revoluciones que acaecen en los
siglos XVII y XVIII y la relevancia de los textos jurídicos en los que se plasman las sucesivas
reivindicaciones y conquistas son un botón de muestra de las inquietudes que movían a los
actores históricos. Ya conocemos algunos de los hechos y de los textos más relevantes: la
Revolución inglesa y su Bill of Rights de 1689, la Revolución americana y la Declaración de
Independencia del 4 de julio de 1776 que dió lugar a numerosas declaraciones de los Estados,

118
Esta visión generacional tiene otros méritos. Por ejemplo, C. Calvo señala que “esta secuencia histórica de
dividir los derechos en esas tres oleadas es muy gráfica pedagógicamente y se puede sostener hasta cierto punto
empíricamente” (C. Calvo 1996, 125). Vid. también Ruiz Miguel (1993).
la más famosa la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 12 de junio de 1776. Y,
finalmente, la Revolución francesa y su más que conocida Declaración de Derechos del
Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional el 26 de agosto de 1789, “uno
de los hitos más importantes en la historia de la positivación de los derechos fundamentales”
(Pérez Luño 1991, 117). Y en estas declaraciones se recogen sus obsesiones y también la
utopía que les guiaba. La Declaración de Virginia proclama en su art. 1: “Que todos los
hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos
inherentes de los que, cuando se organizan en sociedad, no pueden ellos ni su posteridad ser
despojados ni privados por ninguna especie de contrato, a saber: el goce de la vida y de la
libertad, con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la
seguridad”. El art. 1 de la Declaración francesa de 1789 parece no sólo una mera afirmación
categórica, sino la perfección de un contrato por el que “todos los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos”. Y el art. 2 cuáles son esos derechos naturales e
imprescriptibles y fundamentadores de toda asociación política: la libertad, la propiedad, la
seguridad y la resistencia a la opresión119.
Ciertamente, en estos textos se definen la categoría de los derechos y libertades civiles y
políticos que, desde entonces, son habituales en las Constituciones y en los textos jurídicos
internacionales. Pero, el hecho de que fuesen transcritos en esos textos y que guiasen la
actuación práctica implicó también una transformación importante en la razón de ser de esos
derechos. Pasaron de ser derechos con una enorme potencia transformadora de la realidad y de
la sociedad a positivarse en reglas jurídicas y a cosificarse en instrumentos de garantía y de
protección. Pasaron de ser un elemento de transformación para convertirse en procedimientos
de abstención y garantía (Ara 1990, 97). Se convierten así en la piedra angular del Estado de
Derecho que surge como consecuencia de los cambios que acompañan al derrumbe del
régimen absolutista. En suma, esos primigenios derechos naturales -la libertad, igualdad,
seguridad, propiedad, etc.-, esto es, los derechos civiles y políticos de la primera hornada, se
convierten en el sustento del Estado liberal de Derecho y este estrecho nexo marca de forma
indeleble el sistema político resultante.
En efecto, los actores de la historia de la positivación de estos primeros derechos
construyen un Estado garantista, que sólo busca establecer los medios de protección de esos
derechos sin entrometerse en las acciones y actividades de los individuos. Establece, por un
lado, las reglas básicas por las que deben guiarse los ciudadanos privados en sus negocios y
transacciones sin que esté permitida ninguna injerencia y, por otro, los castigos y sanciones

119
Sobre el origen y desarrollo de las primeras teorías sobre los derechos del hombre y su positivación, me
remito al cap. 2. Puede verse también las precisiones sobre los human rights de B. Weston recogidas por
Steiner y Alston (1996), pp. 167-170.
que deberán soportar quienes transgredan este marco de actuación. A partir de ahí, la realidad
social debe dejarse en manos de la dinámica marcada por las fuerzas del mercado, sin
interferencias del Estado, sin externalidades. El Estado construido finalmente, a imagen y
semejanza de los derechos de clase, de los derechos emergentes, deviene en un Estado neutro,
pasivo, que se abstiene de intervenir en los asuntos de sus ciudadanos. Un Estado no
intervencionista y garantista al mismo tiempo, que se legitima gracias a la nueva legalidad
instaurada por las tendencias constitucionalistas y codificadoras.
En fin, aunque ha habido diferentes formulaciones, puede decirse que los derechos
civiles y políticos son derechos vinculados a una concepción formal de la democracia e
inspirados en la ideología burguesa en tanto que clase triunfante: libertad individual, libertad
religiosa, derecho de propiedad, derecho de participación política, libertad de expresión y
derecho a la información, libertad de prensa, de reunión, etc. Es decir, que se agrupan en una
doble vertiente: por un lado, los derechos y libertades personales y, por otro, los derechos
políticos o derechos de participación. Y ambas categorías están compuestas por el elenco de
derechos y libertades que caen bajo esos términos y que han sido reiteradamente citados en
estas páginas. Pero, ciertamente, son derechos que articulan un sistema formal de derechos
donde lo que importa es su reconocimiento, tanto en el plano constitucional como legislativo,
y no las condiciones sociales y económicas de los sujetos-titulares que deben ejercerlos.
Formal porque se construye a partir de hipotéticos y abstractos imperativos éticos, al margén
de las situaciones reales de los individuos supuestamente sus beneficiarios.

4.3.2.- Rasgos de los derechos civiles y políticos.

Entre los rasgos más destacados de los derechos civiles y políticos pueden mencionarse
los siguientes:
1.- Los derechos civiles y políticos son de titularidad individual. En efecto, ya desde las
primeras declaraciones de derechos, es posible constatar como principio básico su inspiración
individualista. Se nota en el propio estilo y en la redacción de sus artículos: “los hombres
nacen...”, “ningún hombre...”, “todo hombre...”, “todos los hombres...” de la Declaración
francesa; “todos los hombres...”, “ningún hombre...” de la Declaración del buen pueblo de
Virginia. Términos similares aparecen en un texto tan emblemático como el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos: “nadie...”, “toda persona...”, “todo individuo...”.
Es el sujeto individual en tanto que hombre el titular de esos derechos, quien puede ejercerlos
y disfrutarlos. Son, en definitiva, derechos pensados para el ciudadano, para quien vive al
amparo de la nueva legislación que surgirá bajo el Estado liberal garantista. Los derechos de la
primera generación están claramente inspirados en una filosofía individualista: el individuo
sólo, aislado, como átomo de la sociedad, quien detenta la titularía, es el sujeto titular que
puede exigir y requerir su protección (Haarscher 1991, 37)120.
Por supuesto, detrás de esta orientación de los derechos civiles y políticos se encuentran
todavía huellas de la teoría de los derechos naturales, cuya influencia es notable no sólo en su
origen sino también en su desarrollo posterior. Sidorsky ha puesto de manifiesto esta notable
influencia en la configuración política de las modernas sociedades occidentales y en
concepción actual de los derechos humanos. Hoy se habla de esta titularidad individual pero
una de las caracterísiticas de las teorías tradicionales de los derecho naturales era su
adscripción a seres humanos: sólo a seres humanos en virtud de su potencial capacidad para
realizar elecciones racionales; sólo quien era capaz de realizar elecciones racionales es titular
de derechos. En este sentido, todos los hombre eran considerados iguales entre sí. A la teoría
de los derechos naturales, le interesaba únicamente este aspecto de la igualdad entre los
hombre: igualdad abstracta, formal, en el papel, igualdad, por tanto, desigual al no tener en
cuenta otras realidades121.
Marx, precisamente, criticará esta concepción así como la vertiente individualista de los
derechos por no ajustarse a la realidad ni a las nuevas situaciones sociales. Considerará
insatisfactorio este individualismo a ultranza, no contextualizado, que no tiene en cuenta que
con el mero reconocimiento de los derechos no basta si no se limitan los efectos perniciosos
del derecho de propiedad. La nueva legalidad, al suprimir los viejos vínculos estamentales, deja
al individuo aislado, solo en sus relaciones con otros individuos, pero ello, finalmente, no
supondrá históricamente una mayor garantía a los derechos de la persona, ni una mayor
libertad, pues, a la postre, la apropiación de bienes supondrá la creación de nuevas formas de
dominación escondidas bajo las desiguales relaciones económicas existentes entre empleados y
empleadores. En fin, el marxismo reivindicará unos derechos efectivos que liberen a los
individuos de las nuevas cadenas surgidas tras los derechos de clase instaurados por el Estado
liberal de Derecho.
2.- Los derechos civiles y políticos son derechos de autonomía. Es decir, los derechos
civiles y políticos establecen verdaderos límites a la actuación del Estado al objeto de preservar
al individuo un espacio libre de interferencias donde pueda decidir, actuar, disfrutar de su

120
En realidad, Haarscher mantiene una doble concepción del individualismo: una general, que constituye el
sustrato de la visión burguesa de los derechos, y otra específica, que marca las condiciones económicas y
sociales de una determinada época de la historia europea. Por encima de ellas, existe un individualismo
común, que es el fundamento de cualquier teoría sobre los derechos del hombre
121
Sidorsky en Steiner y Alston (1996), p. 171.
libertad sin cortapisas. Son derechos que encarnarían el ideal kantiano de autonomía
precisamente porque permiten levantar barreras frente al exterior y garantizan así que el ser
humano sea un fin en sí mismo y no un medio para el logro de otros fines. En efecto, como
decía antes, los derechos civiles y políticos, según la vieja teoría iusnaturalista, se atribuyen a
los individuos aislados en cuanto que son seres capaces de efectuar elecciones racionales. Si
ésto es así, los derechos resguardan el ámbito en el cual pueden realizar esas elecciones. De
hecho, el modelo actual de derechos justifica su existencia en la necesidad de proteger una
esfera de autonomía individual en la que pueda decidir libremente (Haarscher 1991, 38). Por
eso, se incluye entre los derechos civiles y políticos algunos tan emblemáticos como la libertad
de circulación, el respeto a la personalidad, el derecho a la intimidad, la libertad de conciencia,
la libertad de expresión, etc.122.
De otro lado, los derechos civiles y políticos requieren la abstención y pasividad del
Estado respecto a las actuaciones de los individuos, sus relaciones con otros, sus decisiones,
salvo que transgredan las reglas básicas o impliquen la comisión de un delito. En realidad, este
aspecto no es más que consecuencia de lo que se acaba de mencionar: si con los derechos
civiles y políticos se trata de asegurar un ámbito privado, ésta función debe ejercerse, primero
de todo, contra las incursiones arbitrarias del Estado o, incluso, contra cualquier asociación,
corporación o grupo que trasgreda las barreras individuales. No se puede olvidar que estos
derechos son derechos que se logran y se reivindican “contra” el Estado exigéndolo la no
intervención en ciertas áreas de la vida individual (Haarscher 1991, 39).
3.- Los derechos civiles y políticos son derechos de libertad. Los derechos civiles y
políticos tienen como principal fundamento el principio de libertad. Ahora bien, el concepto de
libertad que los sustenta tiene dos caras: por un lado, la vieja concepción negativa de la
libertad como “ausencia de dominio” de unos sobre otros, dominio que se identifica con al
existencia de coacciones, de presión de unos sobre otros que lleva a que se ejerza un poder y
se esclavicen las personas; por otro lado, también incluye la idea de la libertad positiva, la
libertad de actuar y de participar en la creación de normas y en el gobierno de la sociedad a
través de los procedimientos de decisión política. En realidad, el fundamento de los derechos
civiles y políticos reside casi exclusivamente en la concepción negativa de la libertad (freedom
form), es decir, de una libertad cuyo objetivo es proteger al individuo de (from ) la invasión de
sus dominios, de su privacidad. El que estos derechos sean, en definitiva, derechosd de
libertad no es más que consecuencia de los rasgos enunciados antes. Y es éste un aspecto que
los distingue claramente frente a otros tipos de derechos que requieren actuaciones más
decididas en favor de su ejercicio. Al margen de este doble enfoque sobre la libertad se

122
Sidorsky en Steiner y Alston (1996), p. 171.
encuentra lo que se ha dado en llamar la “libertad real”, es decir, la que está conectada con la
situación económica de los individuos123.

4.4.- Derechos económicos, sociales y culturales o derechos de la segunda


generación.

4.4.1.- Realidad y transformación del Estado liberal: el Estado social.

Los derechos del hombre y del ciudadano proclamados en las primeras declaraciones
citadas eran considerados como patrimonio del individuo, como derechos inalienables
definidos previamente por su condición asocial. Cuando estos derechos pasan de esta
condición para vertebrar una nueva sociedad, un nuevo Estado, la situación resultante es la de
una sociedad y la de unos derechos de una clase, la burguesía. El sistema político era
formalmente un sistema que reconocía y protegía ciertos derechos y libertades, pero sólo
formalmente. Pasado un tiempo, durante el siglo XIX, la evolución de la sociedad y el
crecimiento del incipiente capitalismo, plasmado en enormes diferencias entre los individuos,
pobreza, etc., y, en especial, el surgimiento de una nueva clase social que pujará fuertemente
por la realización de sus intereses hará que se tome conciencia de la existencia de nuevos
derechos que traspasen el umbral de un esquema formal en favor de una concepción material
de la democracia. La nueva clase social, la clase proletaria, irá tomando conciencia de la
desigual situación de la riqueza y de las contradicciones entre el reconocimiento formal de los
derechos y de las carencias materiales para su ejercicio. Los nuevos derechos, ahora
reivindicados por el proletariado, tendrán como objetivo la materialización de condiciones
idóneas para realizar efectivamente los derechos y libertades y, en esta ocasión, para todos los
ciudadanos. Junto a estos nuevos derechos, los derechos económicos y sociales, se produjo
también la extensión de los viejos derechos a todos los ciudadanos en virtud de la
reivindicación del derecho de reunión, el de asociación y del sufragio universal. “El Manifiesto
Comunista de 1848 puede considerarse un hito fundamental en este proceso, y representa un
aldabonazo anunciador del comienzo de una nueva etapa” (Pérez Luño 1991, 120).

123
La literatura sobre el concepto “libertad” es muy numerosa. No obstante, para una adecuada comprensión de
sus significados puede verse, además del conocido trabajo de I. Berlin, el artículo de Laporta (1983).
El prof. Pérez Luño ha sintetizado magistralmente el trasunto ideológico de todo este
proceso, así como los hitos más relevantes de la positivación de estos derechos. Como
advierte, la filosofía de estos derechos se encuentra en dos corrientes que surgen de un tronco
común: por un lado, la que se inicia con Marx y Engels, quienes desarrollan un profunda
revisión crítica que los derechos civiles y políticos propios del Estado burgués “al poner de
relieve su carácter abstracto, formal y clasista”. Por otro lado, la ideología socialdemócrata
contribuyó también de una forma importante en la consolidación de los derechos económicos y
sociales. Desde una óptica reformista o revisionista de las tesis marxistas, la socialdemocracia
optó por la integración de las reivindicaciones de los trabajadores en las estructuras políticas
del Estado liberal. “La influencia en la praxis política del movimiento socialdemócrata ha sido
decisiva para la evolución en sentido ‘social’ de los derechos fundamentales y ha marcado el
tránsito del Estado liberal al Estado social de Derecho” (Pérez Luño 1991, 122).
Esta orientación se plasmó, en primer lugar, en la Constitución de Méjico de 1917,
donde ya se intenta conciliar el concepto de libertad con la nueva concepción de los derechos
sociales, y, sobre todo, en la Constitución alemana de Weimar de 1919 (Steiner y Alston 1996,
257). También se encuentra una importante huella en la Constitución de la república española
de 1931. Finalmente, serán lugar común en las Constituciones que se aprobarán -unas 50- al
término de la II Guerra Mundial. Y, por supuesto, donde tuvieron una concreción más firme e,
incluso, una protección jurídica más precisa fue en las constituciones de los extintos países
socialistas y, en particular, en la Constitución rusa de 1918 y 1936.
Ahora bien, los nuevos derechos y la pretensión de lograr unas iguales condiciones de
vida -igualdad material-, en virtud de su propia dinámica, acabaron por transformar el modelo
de Estado surgido de la Revolución francesa, pues supuso, de hecho, la aparición en escena de
un nuevo actor distinto del individuo: el Estado y la Administración. En efecto, estos derechos
-cuyo objeto es el trabajo, la vivienda, la educación, seguridad social, disfrute de prestaciones
sociales públicas y de unas condiciones mínimas de vida, cultura-, por su naturaleza, requieren
la decisiva actuación estatal al no poder ser materializados por el sujeto mismo. Es más, como
derechos incluidos en las declaraciones o en las constituciones nacionales no sirven para nada,
no logran el objetivo de trasladar el principio de igualdad del papel a la realidad. Carecen de
entidad sin la decidida voluntad del Estado por programar su realización (Haarscher 1991, 39).
Y éste se va a aplicar en la nueva tarea. Las transformaciones del Estado, el tránsito del Estado
liberal al Estado social, y su posterior evolución ya han sido relatadas con anterioridad en estas
páginas124. No obstante, interesa recordar que existe un estrecho vínculo los derechos sociales

124
Vid. cap. 1.3.
y el Estado social de Derecho que “están plenamente implicados, son dos aspectos
mutuamente condicionados”125.
3.4.2.- Rasgos de los derechos sociales.

A la vista de los diferentes aspectos tratados hasta ahora, se puede intentar esbozar
alguno de los rasgos más definitorios de los derechos sociales. Se puede tener la tentación de
hacer un listado de derechos que caerían dentro de la categoría de “derechos sociales”, pero,
por lo visto, el trabajo podría no conducir a un resultado satisfactorio. Se gastaría tiempo y
esfuerzo en discutir si un derecho pertenece o no a una clase siendo muchas veces harto difícil
precisar si un derecho requiere una actitud negativa o, más bien, una actuación positiva,
dependiendo del tipo de enfoque que se adopte, si cae bajo el rótulo de los derechos de
libertad o derechos de igualdad. A la postre, ¿acaso una correcta y consistente concepción de
la libertad no requiere materializar unas adecuadas condiciones de igualdad para todos? Por
otra parte, por lo anterior, puede vislumbrarse además las diferencias de extensión del número
de derechos sociales tanto en la doctrina como en los textos jurídicos. Desde el núcleo más
estricto y cerrado del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que
parece conformar los derechos sociales básicos.
No obstante, pueden citarse los siguientes rasgos como los más característicos126:
1.- Los derechos sociales son derechos de prestación. Es decir, derechos que
presuponen la necesidad de un actividad positiva del Estado. El Estado, la Administración
debe actuar activamente a diferencia del caso de los derechos civiles y políticos en donde su
función es abstenerse, mantenerse en una posición neutra. Rasgo importante que diferencia a
las generaciones de derechos y la diferente función del Estado en un caso y otro: el Estado
liberal, pasivo, guardián, que reconoce los derechos civiles y políticos; el Estado social,
intervencionista, redistributivo, del bienestar, que procura implementar los derechos
económicos, sociales y culturales. De esta forma, entre ambos grupos de derechos existen
diferencias cualitativas: los derechos civiles requerían una no-interferencia del poder estatal,
creaban obligaciones negativas para el Estado; por el contrario, los derechos sociales crean
obligaciones positivas, en la medida que son sólo realizables a través de la acción social del
Estado. Precisamente, por este carácter, son derechos que se convierten en exigencias de
actuar y en requerimientos por parte de los ciudadanos para que el poder público actúe. He

125
En otro lugar, dice el prof. Pérez Luño: “Los derechos sociales y el Estado social de Derecho están
plenamente implicados, son dos aspectos mutuamente condicionados; no se puede hablar de Estado social de
Derecho si no se contemplan dentro de él los derechos sociales; no se puede hablar de Derechos sociales fuera
de un marco político que no sea el del Estado social de Derecho. Si hemos visto que hay una atmósfera, un
ambiente de crítica, de erosión económica, institucional y cultural del Estado social de Derecho, no nos puede
extrañar que todo eso tenga sus repercusiones en el ámbito de los derechos sociales ...” (Pérez Luño 1996, 39).
126
Sobre los rasgos de los derechos sociales vid. Prieto Sanchís (1990), Bea (1993) y Contreras (1994).
ahí, el elemento diferenciador: frente a los derechos de la primera generación, que exigen la
abstención del Estado, los derechos de la segunda generación requiere su intervención
(Haarscher 1991, 39). Los derechos sociales se convierten en exigencias para la construcción
de hospitales, de escuelas, financiación de la medicina y la educación, etc., y en la implantación
de numerosos servicios sociales que promuevan una vida digna a los ciudadanos.
2.- Los derechos sociales son de titularidad individual, como los derechos civiles y
políticos, pero se inspiran en una concepción empírica del ser humano. En efecto, tienen su
fundamento en una imagen del hombre contextualizado -como trabajador, como joven,
anciano, disminuido, etc.-. Nada más alejado del hombre abstracto que sostiene a los derechos
civiles y políticos. En estos casos, la referencia es siempre la categoría general -todos los
hombres- a la que se atribuye la titularidad de los derechos. Más aún, los derechos civiles y
políticos son pensados para atribuirlos a las personas incluso para el caso de que no existiese
ninguna forma de organización política, “per se”. Por el contrario, los derechos económicos y
sociales están pensados para ser atribuidos a personas concretas, en una situación específica.
Por eso, su fundamento no es el hombre abstracto, sino las específicas necesidades que el
hombre de carne y hueso tiene, ubicado en unas circunstancias históricas contingentes. Imagen
real y concreta del hombre, por tanto. Así, el paso de los derechos de la primera generación
implicó el paso de los derechos del hombre genérico a los derechos del hombre singular en
tanto que miembro de una comunidad política, de un grupo o en tanto que perteneciente a un
sector de la población diferenciado por algún rasgo o carencia específicos. La principal
consecuencia de esta visión es el reconocimiento de la existencia de necesidades básicas del
individuo, que éstas permiten clasificar a los individuos, que son necesidades que habrá que
ponderar en función del contexto en el que desarrolla su vida y que la sociedad tiene una nítida
responsabilidad en el empeño de la satisfacción de dichas necesidades.
3.- Los derecho sociales remiten a un concepto de libertad configurado a partir de la
igualdad. En efecto, “los derechos sociales se configuran como derechos de igualdad” (Prieto
Sanchís 1990, 188)127. Con ellos, se trata, en la medida que su fundamento son las necesidades
básicas de los hombres, de dotar a todos los ciudadanos de una mínimas condiciones
materiales de vida, de poder disfrutar por parte de todos de ciertas condiciones de igualdad
con la que realizar sus deseos e intereses, sus planes de vida sin que las diferencias de riqueza,
de posición social, de facultades y habilidades naturales sean un impedimento.
En este sentido, los derechos sociales deben ser interpretados como una conquista de las
clases menos favorecidas en las luchas que han tenido lugar desde el siglo XIX. Es éste un
elemento que no debe ser ignorado en la medida que los derechos sociales son considerados
como específicos del Estado social, del Estado del bienestar, en la medida que esta forma de
organización política es considerada como una fórmula de consenso, del compromiso entre
capital y trabajo. Asimismo, la consideración de los derechos sociales como derechos de la
igualdad marcan la diferencia entre el objetivo de instaurar una democracia formal, lo que se
realizaría con los derechos civiles y políticos, y el objetivo de profundizar en los principios de
una democracia material. Los derechos sociales aparecen como un instrumento necesario en la
construcción de una democracia material.
4.- Los derechos sociales son un elemento de solidaridad social. Siguiendo a Durkheim,
puede decirse que la materialización de los derechos sociales, en consonancia con los rasgos
citados antes, son un instrumento de cohesión interna de las sociedades en las que se
implementan, en la medida que uno de sus objetivos es la superación de las diferencias
sociales, de las desigualdades de riqueza entre aventajados y desaventajados. En este sentido,
el Estado cumple un importante papel equilibrador entre unos y otros, a través de la utilización
de los instrumentos fiscales que están a su servicio y de la programación de políticas sociales.
En realidad, con este rasgo se quiere resaltar otra idea central que separa a los derechos
civiles y políticos de los derechos sociales: y es que mientras que los primeros se sustentan una
clara filosofía individualista, en una concepción del individuo como ente abstracto, la filosofía
que sostiene a los segundos es una filosofía más gregaria, más societaria, que tiene en
consideración la diversa situación de los ciudadanos. Frente al individuo átomo, una
perspectiva social, colectiva. Los derechos sociales, derechos de prestación, son parte del
mecanismo por el cual el individuo es, no aislado, sino absorbido por la sociedad,
permitiéndole beneficiarse y, al mismo tiempo, contribuir al bienestar colectivo (políticas de
promoción social, políticas fiscales). En cuanto mecanismos de integración, los derechos
sociales desempeñan un papel decisivo en la preservación de la cohesión social.
El que la solidaridad sea un referente de los derechos sociales tiene importantes
implicaciones. Quiere decir que se quiere construir una sociedad en la que uno de los valores
prevalentes es el intento por compatibilizar los intereses individuales y el interés general. Con
ello, se “niega la concepción de la sociedad como mero agregado de individuos, pero critica
también aquellas otras concepciones que anulan al individuo, disolviéndolo en la sociedad”
(González Amuchástegui 1996, 67). En efecto, el objetivo es compatibilizar los diferentes
interereses y valores, incluso, estableciendo la obligación positiva de intentar la búsqueda de la
armonía de las diferencias existentes entre los individuos.
No obstante, junto a estos rasgos, no hay que olvidar los efectos perversos que está
también ínsitos en sus prácticas cotidianas. La teoría neoliberal ya se prestó, hace tiempo, a

127
En torno al concepto de igualdad sucede otrotanto que en el concepto de libertad: que existe una numerosa
denunciar los excesos del Estado social y de sus políticas, especialmente, el efecto
desmoralizador suscitado entre los ciudadanos que gozan de sus estrategias benefactoras, se
acostumbran a ellas y son incapaces de escapar de esta espiral y de sus ataduras y, en
definitiva, de organizar su vida al margen de la actividad estatal. Y el Estado es incapaz de
asumir todas y cada una de las obligaciones requeridas por todos y cada uno de los
ciudadanos. Los ejemplos mencionados por la teoría neoliberal para fundamentar esta opinión
han sido suficientemente analizados y, entre otros juicios, se ha desvelado convenientemente
su uso abusivo (Mishra 1984, 53 y ss.; Martínez de Pisón 1994b). Por otra parte, las más
actuales investigaciones socio-jurídicas están demostrando que el exceso de celo de la
Administración en el cumplimiento de sus funciones de protección social puede generar un
aumento en las funciones de control y puede poner en peligro alguno de los derechos más
elementales de los individuos128.
A la vista de la explicaciones, conviene reiterar una cautela que por sabida no deja de ser
importante. A pesar de que existan diferencias entre las categorías de derechos y entre las
generaciones, no debe perderse de vista una concepción unitaria de los mismos. El hecho que
los derechos de la segunda generación tengan rasgos específicos ligados a los deberes
prestacionales del Estado y, por tanto, a los programas y a la financiación pública no los
devalúa, ni los convierte en meras exigencias o reinvidicaciones. Conviene tener en mente las
continuas llamadas de atención de los organismos internacionales en favor de una paralela
realización de los derechos civiles y políticos y de los derechos económicos, sociales y
culturales: sin los primeros no es posibles el control del poder políticos, ni evitar la
arbitrariedad, pero sin los segundos se ponen serias trabas al desarrollo de la autonomía y
dignidad del ser humano.

4.4.3.- El problema de la fundamentación de los derechos sociales.

4.4.3.1.- Neoliberalismo y Estado social.

El neoliberalismo constituye, en la actualidad, el paradigma ideológico dominante en la


filosofía política, sobre todo tras la caída del muro de Berlín, el desplome de los países
socialistas y la parálisis de las corrientes socialdemócratas ante la crisis del Estado social o
Estado del bienestar, según la pluralidad de caras desde que observemos el Estado surgido tras

literatura. En castellano puede consultarse el artículo de Laporta (1985).


la II Guerra Mundial. A la vista de esta situación, se ha extendido la opinión de que no hay en
todo el planeta una teoría global que se oponga con garantías de éxito al neoliberalismo, pese a
su complejidad y la dudosa eficacia de sus recetas. El keynesianismo, hasta la fecha sustento de
las posturas económicas de la socialdemocracia, parece agotado ante la palmaria evidencia de
la crisis del Estado social, del que se aventura audazmente su óbito. Suerte que aún haya
aguantado desde los inicios de los años 70s en los que empezó a evidenciarse los primeros
síntomas de desfallecimiento después de dos décadas de impulsar el crecimiento económico y
del bienestar social en los países más desarrollados. Respecto al marxismo, comunismo y al
socialismo, desde la caída del muro de Berlín y la desagregación de la URSS, nadie da un
céntimo por ellos para jolgorio de muchos, como si los problemas de injusticia social, de
miseria, pobreza y desigualdades hubieran desaparecido del planeta. En el campo de batalla de
las ideas sólo el liberalismo, en líneas generales, y, sobre todo, el neoliberalismo vive y domina.
Y precisamente uno de los caballos de batalla de esta ideología es la desarticulación de los
derechos sociales. Es más ha hecho cuestión de principios la acometida contra estos derechos
en aras de reverdecer las glorias del viejo Estado liberal del XIX.

Por supuesto, el neoliberalismo se inspira en la teoría liberal, pero el liberalismo, en


sentido amplio, presenta un panorama bastante más complejo del que pudiera parecer a un
lector no avezado que se acerca por primera vez a su estudio. No es éste el lugar para
desarrollar ampliamente el espectro de las teorías liberales, por lo que tan sólo unas notas a
título de somera información que permita otro tipo de explicaciones (Martínez de Pisón
1994b). Ya anaticipé que, dentro del complejo panorama del liberalismo, suelen agruparse los
diferentes autores en dos macroescuelas de acuerdo con el criterio -libertad o igualdad- sobre
el que pivota su teoría. Realmente, no resulta fácil clasificar a los autores liberales, incluso
utilizando el criterio reseñado, es decir, si la libertad o la igualdad es el principio que inspira
sus argumentos129. Y eso es así porque, de una manera u otra, la libertad y la igualdad siempre
juegan un papel importante en el pensamiento liberal. Por un lado, como ya sabemos, se
distinguen los liberales igualitarios o igualitaristas, quienes, utilizando la terminología de E.
Díaz, mantendrían un liberalismo social para el que, con carácter general, cabe justificar la
intervención del Estado en la vida social y económica con el objeto de lograr unas condiciones
materiales iguales para todos. A este grupo pertenecerían, por ejemplo, la teoría de la justicia
de J. Rawls y el igualitarismo político de R. Dworkin. Junto a estos, se situarían los liberales
libertarios, anarquistas liberales o neoliberales, en sentido estricto, quienes potenciarían la

128
Sobre los efectos perversos de los programas de protección social de la Administración puede verse la
reciente publicación de la excelente Tesis Doctoral de T. Picontó Novales, 1996, La protección de la infancia
(Aspectos sociales y jurídicos), Zaragoza, Egido Editorial.
129
C. Rosenkranzt, “Introducción” a Ackerman (1995), pp. 20-21.
libertad individual en la vida política en detrimento del poder intervencionista del Estado que
queda reducido a Estado limitado o mínimo. A este sector pertenecen autores como F. Hayek,
R. Nozick, J. Buchanan o R. Posner, entre otros, aunque la lista es bastante más extensa.
Pues bien, tanto liberales igualitaristas como neoliberales defienden, al menos en el plano
teórico, posturas diferentes respecto al Estado social: mientras que los primeros postulan una
postura ambigua, a medio camino entre el reconocimiento de sus éxitos y la necesidad de su
reforma, los segundos son los más virulentos críticos del Estado social. En efecto, buena parte
de los esfuerzos de los neoliberales se han centrado, no sin faltarle razón, en la crítica al
Estado social (George y Wilding 1992, 35 y ss.; Martínez de Pisón 1994b). En líneas
generales, sus baterías se han dirigido contra las, para ellos, consecuencias más perniciosas del
intervencionismo estatal: crecimiento desmesurado del poder del gobierno, desestabilización
las actuaciones del mercado y obstaculización de una distribución espontánea y natural de los
bienes y recursos, provisión ineficiente de bienestar social que sólo conduce a la
desmoralización de los ciudadanos y, finalmente, instauración de un gobierno autoritario
sustentado en la falacia de la justicia social. El “camino de servidumbre”, según la conocida
frase de Hayek130.

4.4.3.2.- La crítica neoliberal a los derechos sociales.

Precisamente, en este contexto de crítica al Estado social, los derechos sociales han
estado en el punto de mira del neoliberalismo que ve en ellos la representación de todos los
males presentes y futuros. La postura neoliberal contra los derechos sociales pivota en torno a
dos autores ya vistos antes: Hayek y Nozick, de cuyos argumentos haré una breve reseña
(Martínez de Pisón 1996). En verdad, aun siendo autores que parten de premisas muy similares
y de clara orientación libertaria, su concepto de libertad, como vimos, tiene implicaciones
diferentes. La diferencia entre uno y otro estriba en que Nozick apuesta claramente por una
interpretación kantiana de la libertad y de los derechos individuales. Nos presenta a éstos como

130
Qué duda cabe que las críticas neoliberales han recibido las oportuna respuesta de los defensores del Estado
social. Mishra elabora la siguiente réplica (Mishra 1984, 53 y ss.): 1) Encuentra en la postura neoliberal una
clara tendencia a exagerar y generalizar críticas y comentarios sobre bases de evidencias insuficientes; 2)
igualmente, abusan del empleo de ejemplos selectivos, contrarios al papel cumplido por el Estado social,
olvidando otros en los que queda mejor parado; 3) incluso, cuando analizan la función del Estado social y la
labor de los gobiernos muestran asimismo un punto de vista unilateral, demasiado cerrado en sus premisas y en
su afán de atacar sin más; 4) a su vez, las críticas políticas muestran una concepción inadecuada del papel de la
democracia en los sistemas políticos actuales y un gusto excesivo por despolitizar las relaciones económicas
con lo que patentizan un enfoque ingenuo y simplista del mercado y de la política; 5) por último, señala que
son evidentes los errores de los neoliberales al estudiar el problema de la integración social a través de la
sociedad de mercado ignorando los fenómenos de ruptura y de conflicto que surgen en un sistema puro en
un elemento inherente del carácter moral de la persona, imprescindible para que ésta sea
considerada como "un fin en sí mismo" con el objeto de sustentar una teoría fuerte de los
derechos de la persona hasta el punto de considerarlos inviolables e intocables, lo que supone
un renacimiento de las viejas teorías del derecho natural. Derechos que, finalmente, se
concentran en el derecho de propiedad. Detrás de su concepción, se encuentra una teoría
moral sustantiva sobre la que se apoya la libertad y el derecho de propiedad. Por el contrario,
Hayek, tras enfatizar un concepto abstracto de la libertad, confía en la protección del derecho -
"imperio de la ley"- como garantía del disfrute de una esfera privada libre. La libertad aparece
institucionalizada en el Estado de Derecho, en los sistemas de garantías formalizados. Y, por
lo demás, sin un apoyo en una teoría moral sustantiva131.
No es posible desarrollar todos y cada uno de los argumentos de ambos autores, por otra
parte, ya realizada en otro escrito (Martínez de Pisón 1996). Sólo recordaré algunas ideas
expuestas en las páginas anteriores132. Hayek defiende un concepto de libertad como libertad
negativa, es decir, libertad como ausencia de coacción, de dominio de uno sobre otro. En
contraposición con los liberales igualitaristas, entiende que la idea de justicia no debe centrarse
en torno al problema de una distribución equitativa de la riqueza entre los ciudadanos, sino que
basta con estructurar un orden sin cortapisas a la libertad del individuo para que tenga lugar,
de forma espontánea, tal distribución justa. Basta con articular el contexto, el marco en el que
deben operar los agentes sociales, para que, por la propia dinámica de las fuerzas sociales, se
produzca el efecto deseado. La libertad negativa, la ausencia de coacción, es básica para el
logro de este objetivo porque garantiza una esfera privada de actuación en la que pueden
realizarse las diferentes transacciones. De ahí que repudie cualquier intromisión en la libertad
individual, especialmente las que provengan de los poderes públicos aunque vengan inspiradas
en el deseo de obtener mayores beneficios sociales. Pues, en efecto, un hombre es libre cuando
puede actuar sin que sus acciones y su voluntad se vea coaccionada por la voluntad o las
acciones de otro, y menos todavía a arbitrariedades extrañas. Por ello, una sociedad es tanto
más liberal, o libre, cuanto más reduce la coacción y el dominio de unos sobre otros (Butler
1989, 45). Finalmente, Hayek encomienda a las reglas, el Derecho el deber de estructurar el
armazón básico en el que la libertad cumpla estas funciones: la libertad bajo el imperio de la
ley, he aquí la fórmula mágica propuesta por este autor (Hayek 1991, 184).
Pues bien, en esta tesitura, los derechos sociales, justificadores de la actividad
intervencionista del Estado, son considerados como los impulsores de las coacciones que

donde el individualismo, la libertad entendida en el sentido neoliberal y los derechos de propiedad se combinen
de forma espontánea como elementos y fuerzas de distribución de la riqueza. Vid. también Contreras (1996).
131
En su análisis de la libertad, ésta es la importante tesis esbozada por Kukathas (1990, 164) quien así
denuncia una carencia fundamental de la tesis de Hayek.
132
Vid. el apartado 3.2.2 de este texto.
ejerce la burocracia estatal contra sus ciudadanos y que se manifiestan en las políticas fiscales
progresivas que detraen a los que más tienen y en las políticas sociales de distribución de
bienestar social. Si existen desigualdades de riqueza y de posición social, el Estado no debe
intervenir en su corrección, pues se considera que son desigualdades naturales, es decir, no
provocadas voluntariamente por un agente. Las desigualdades, entre ellas, la pobreza, no son
una forma de coacción, es el veredicto del mercado “que debe ser acatado acríticamente”
(Contreras 1994, 98). Y, además, no es deber del Estado planificar actuaciones para rectificar
lo que es natural. Sólo debe limitarse a impedir aquellas coacciones provocadas por agentes
identificables y, por eso, debe fundarse en los derechos de libertad. En este contexto, los
derechos sociales son producto de un engaño: la creencia en la existencia de algo que se llama
“justicia social”. Un engaño que, de esta forma, queda desvelado. Como “el rey desnudo” a los
ojos de un niño y de su pueblo.
Hayek entiende que las políticas sociales suponen una coacción intolerable a la libertad
individual. Del mismo modo, la tesis de Nozick, aunque transite por vericuetos distintos,
también reafirma el puesto de la libertad individual y denuncia las actuaciones del Estado social
como intromisiones insoportables hasta el punto que, en su opinión, implican una pérdida de la
dignidad y del respeto de la persona, una mediatización del alto valor del ser humano133. En
efecto, su peculiar interpretación del concepto kantiano de persona -el hombre como fín en sí
mismo- aplicada a la teoría política conlleva una reafirmación de la inviolabilidad del individuo
y un retroceso del papel del Estado. Lo paradójico del caso es que esa inviolabilidad se
sustenta únicamente en el reconocimiento del derecho de propiedad: todos los derechos se
traducen en uno, el derecho de propiedad ¿Qué espacio dejan los derechos individuales, el
derecho de propiedad, a la actuación del Estado? En opinión de Nozick, ninguno: pues sólo
cabe el Estado mínimo. Por eso, el Estado ejerce un poder arbitrario cuando impone políticas
fiscales progresivas, esclaviza de esta forma a sus ciudadanos en la medida que “usa” sus
propiedades. Cuando el Estado detrae parte del salario de los ciudadanos, está apropiándose
indebidamente de su trabajo y ello supone no lo trata como un fín en sí mismo, sino como un
medio. Lo está perviertiendo y desnaturalizando. Y esos es lo que hay que impedir.
La argumentación de Hayek y de Nozick ha sido convenientemente desmontada por los
defensores del Estado social. En primer lugar, el enfoque de Hayek es un ejemplo palmario de
la esterilidad de construir un modelo social y político desde la negatividad, desde el concepto
de “libertad negativa”. Esta concepción, la libertad como no coacción, encierra un dilema
difícil de resolver. En efecto, al final, o son los propios individuos los que se protegen del
dominio de los demás y, para ello, están legitimados para utilizar los medios necesarios -
medidas de seguridad de todo tipo, incluso, ejércitos privados- con lo que se acaba por
justificar también hasta la venganza privada, o, por otra parte, se confiere esa función de
protección al Estado y, entonces, hay que dotarle de las competencias y medios necesarios con
lo que, indefectiblemente, deberá aceptarse un aumento de su actividad y, por supuesto, deberá
aceptarse el riesgo de un exceso de intromisión. Lo extraño sería que el problema del dominio
de unos sobre otros se resolviese “sólo” con el imperio de la ley, pues éste podría quedar, en
particular, en el Estado mínimo preconizado por los neoliberales, en papel mojado. Otra
muestra de la endeblez del argumento neoliberal es apuntado por Contreras cuando, siguiendo
a A. Sen, dice que “las discriminaciones entre coacción deliberada y no deliberada, personal e
impersonal, etc., carecen de relevancia en sede estimativa. Si creemos que la libertad es
valiosa, cualquier negación de la libertad aparece automáticamente como un disvalor, tenga su
origen en agentes personales o impersonales, en conductas deliberadas o en el azar. Lo
relevante valorativamente es el hecho mismo de la no-libertad, y no la naturaleza de sus
causas, ni siquiera el hecho de que éstas sean o no inevitables” (Contreras 1994, 99). ¿Por qué
la teoría neoliberal no se preocupa de esas “otras” coacciones, las derivadas de las necesidades
reales de cada persona, que impiden de hecho el ejercicio de la libertad y que lo esclavizan?

4.4.3.3.- Un intento de fundamentación de los derechos sociales como derechos del hombre:
las necesidades básicas.

Con estos mimbres, toca intentar un esbozo de fundamentación de los derechos


sociales. Lo primero que hay que indicar, con el conocimiento del bagaje anterior, es que, a
todas luces, resulta imprescindible abordar esta cuestión, pues parece que, a diferencia de los
derechos civiles y políticos, los derechos sociales precisan de un plus de justificación pese a
que, en principio, el elemento de referencia sea el mismo: el ser humano en todas sus facetas.
Incluso, en la esfera internacional, es evidente esta distinción: los países desarrollados sólo
insisten en el reconocimiento, protección y realización de los derechos civiles y políticos. Ya
fue patente esa cisura en las discusiones de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
que se hizo más grande con la aprobación de los dos Pactos Internacionales, uno para cada
bloque de derechos. Desde hace unas décadas, este proceso se ha invertido y son los mismos
organismos internacionales de supervisión y protección de los derechos los que proclaman
constantemente el estrecho vínculo entre la realización de unos y otros derechos134. Como

133
Contreras desarrolla magníficamente la argumentación de Nozick. Vid. Contreras (1994), pp. 102 y ss.
También Bea (1993).
134
Vid. el apartado correspondiente del cap. 1.
botón de muestra, puede citarse a la Proclamación de Teherán donde se afirma esta tesis y sus
consecuencias:
“Como los derechos humanos y las libertades fundamentales son indivisibles, la
realización de los derechos civiles y políticos sin el goce de los derechos económicos,
sociales y culturales resulta imposible. La consecución de un progreso duradero en la
aplicación de los derechos humanos depende de unas buenas y eficaces políticas
nacionales e internacionales de desarrollo económico y social”.
En las páginas anteriores, he señalado que los derechos sociales son derechos de
prestación, que se basan en una concepción empírica del ser humano, que remiten a un
concepto de libertad perfilado a partir del de igualdad y que, además, son un elemento de
solidaridad social. Toca, ahora, intentar una fundamentación de los mismos que satisfaga a
estas exigencias y que constituya una réplica convincente contra la crítica neoliberal. En
verdad, son muchos los intentos recientes por fundamentar los derechos sociales tanto en la
literatura foránea como en la patria135. Con carácter general, se considera que el fundamento de
los derechos sociales debe articularse en torno al concepto de “necesidades”, concepto que, en
los últimos tiempos, ha tenido un considerable éxito en nuestro país en la justificación moral de
estos derechos y, hay que decirlo, quienes han abordado esta tarea lo han hecho de una forma
muy meritoria136. En efecto, los derechos sociales y su enumeración, tal y como aparece en
muchas constituciones actuales, encuentran su justificación en las “necesidades básicas” que
tienen los ciudadanos. Necesidades de alimentación, de vivienda, educación, vestido, salud,
protección y asistencia social, todo ello configura el capítulo de derechos sociales que se
reconoce en las constituciones y que se procura materializar con políticas sociales y programas
redistributivos de riqueza. Por supuesto, todo esto se realiza en el marco del Estado social.
Por ello, de fundar convenientemente estas premisas, puede afirmarse, sin ambages, que existe
una nítida conexión entre Estado social-derechos sociales-necesidades básicas. De hecho, en
este debate, existe una amplia unanimidad entre quienes defienden los derechos sociales en que
su función es primordialmente una función asistencial y que, por lo tanto, es uno de los
fundamentos del Estado social, y que se basa, sobre todo, en el reconocimiento de la existencia
de necesidades entre los seres humanos y en el convencimiento de que el Estado debe
satisfacerlas. La misma historia de estos derechos es la historia del reconocimiento de su
existencia y de la exigencia de su satisfacción.

135
Lucas y Añón (1990) , Contreras (1994) y Zimmerling (1990).
136
La reflexión posterior es un desarrollo y una reiteración de alguna de las ideas expuestas en el apartado 3.5
de este libro.
Me parece bastante convincente el desglose del fundamento de los derechos sociales
realizado por Contreras en su estudio sobre los mismos137. Por un lado, la constatación del
sentido común por la cual podemos percatarnos cómo los hombres no pueden llevar una
existencia digna y realmente humana sin satisfacer sus necesidades más perentorias. No hay
libertad, ni vida digna, ni autorrespeto, ni pleno ejercicio de las capacidades naturales sin la
satisfacción de la necesidades básicas. Este argumento tiene el mérito que sobre el mismo no
es difícil encontrar un consenso generalizado, incluso, sobre su constatación real. Asimismo,
según este autor, a esta tesis se añade la intuición moral de que, si existen medios técnicos para
su realización, entonces hay que hacer lo posible para llevarlo a cabo. Claro que esto último
parece más un deseo que una realidad. Precisamente, este hiato es el que es bastante discutible
si no se quiere caer en la falacia ya denunciada por Hume. No obstante, aquí lo que interesa es
mostrar que el fundamento de los derechos sociales son las necesidades reales de los hombres
y no tanto el surgimiento de la prescripción moral de su materialización.
Ahora bien, cuando se habla de “necesidades” no se quiere hacer referencia a
circunstancias subjetivas que puede llevar a un sujeto a desear un objeto o un cambio en un
estado de cosas. La necesidades que justifican no tienen nada que ver con estados de ánimo
que pueden ser volubles y arbitrarios, sino que están relacionadas con hechos objetivos, en los
que se constata la existencia de carencias en un individuo y en su entorno -alimento, vestido,
vivienda, educación u otras condiciones materiales- que no superan un umbral mínimo
imprescindible para llevar una vida digna. Precisamente, es caballo de batalla entre defensores
y detractores de los derechos sociales la distinción de las necesidades de las preferencias y
deseos. Por lo visto, las necesidades no son ni preferencias personales, ni deseos, ni están
sujetas a los dictados del interés personal. Estos son estados mentales variables, mientras que
las necesidades que sustentan los derechos sociales son hechos objetivos, mensurables y
constatables por cuanto son elementos fundamentales de la relación del individuo son el medio
que le circunda y sus condiciones de vida. Precisamente, en contra de esta idea, los críticos
han seguido la estrategia de relativizar esta distinción y reconducir el significado de las
necesidades al mundo de la subjetividad: necesidad no sería más que un acto de la voluntad
individual, un capricho, una preferencia o un interés. Tan relevante es su etiquetación en un
lado u otro que, en ello, se juegan la justificación o la exención de la sociedad y del Estado de
su deber de satisfacerlas.
Frente a esto, aquí se postula que las “necesidades” fundantes de los derechos sociales se
caracterizan por los siguientes rasgos: 1.- Son básicas, es decir, necesarias y condición para
llevar una vida digna hasta tal punto que puede decirse que quien no logra su satisfacción lleva

137
Sin duda, el trabajo de F. J. Contreras (1994) es un estudio idóneo para comprender todas las cuestiones
una vida infrahumana, esto es, condicionada por unas carencias insalvables que la conducen a
vivir bajo mínimos. Estas necesidades básicas se identifican con medios de vida necesarios
como alimento para satisfacer el hambre, el vestido para cubrirse del frío, salud para curar las
enfermedades, prestaciones sociales y un largo etcétera que determinan el mínimo vital de todo
ser humano. 2.- Son objetivas, pues, su privación es externa al individuo y, por tanto,
constatable. La carencia de alimento, de salud, de vivienda, etc. produce estragos en el estado
físico de las personas lo que es fácilmente observable y permite conocer los daños producidos
por una larga situación temporal de privación. 3.- Son generalizables, en el sentido de que
pueden extenderse a toda la población no sólo de un grupo de países, sino de todo el planeta.
Hoy, existen estudios de organismos internacionales que muestran claramente que en el
planeta se producen recursos y medios suficientes para que todos sus habitantes puedan gozar
de unas condiciones mínimas de vida digna. 4.- Son históricas, es decir, surgen en un
momento determinado, en una época circunscrita a unas coordenadas espacio-temporales, de
acuerdo a las circunstancias concretas y, por lo tanto, pueden variar si éstas cambian.
En definitiva, las necesidades básicas lo son en la medida que su privación deja al
individuo privado de algo imprescindible para que sea considerado, en el sentido kantiano, “un
fin en sí mismo”, es decir, un agente libre que puede decidir sobre su vida y su entorno sin
ningún tipo de condicionantes. De ahí la estrecha relación entre las necesidades y los derechos
sociales, pues éstos no son sino el reconocimiento de una exigencia de los individuos -sobre el
alimento, vestido, educación, salud, etc.- tendente a lograr los elementos básicos para llevar
una vida digna. Es más, la satisfacción de estas necesidades es el presupuesto “sine qua non”
para que cada agente pueda estructurar no sólo su vida, sino también el entorno en el que
habita, pueda modificar el contexto más cercano para hacerlo más adecuado a su realidad
personal, a sus habilidades y cualidades naturales, de forma que pueda así plasmar el camino
para su perfeccionamiento y felicidad. Además, las necesidades como exigencias específicas y
objetivas son universalizables pues no se circunscriben a las personas que habitan en un lugar
del planeta, sino que se concretan en la pretensión de trasladar esas condiciones a todas las
áreas geográficas del mundo. Por supuesto, ésta es una pretensión de difícil realización,
caballo de batalla de los organismos internacionales y ONGs dedicados a los derechos
humanos y nada más lejos de la realidad la implementación los derechos sociales, esto es, la
satisfacción de las necesidades básicas, en muchas áreas del planeta alejadas de los circuitos
del mercado mundial. Precisamente, éste es uno de los retos para el siglo XXI.
Pero, la relación entre necesidades básicas-derechos sociales-Estado social plantee
muchos interrogantes que no siempre tienen una respuesta pacífica. ¿Cuáles son realmente esas

relativas a los derechos sociales. Para lo que estamos tratando vid. p. 41.
necesidades que hay que satisfacer? ¿Cómo delimitar y de acuerdo a qué parámetros deben
especificarse esas necesidades? ¿Cuál es la medida que debe seguirse en su satisfacción?
¿Deben jerarquizarse las necesidades dados los problemas financieras que arrastra la
Administración pública? ¿Qué sectores de la población requieren la acción pública en
detrimento de otros? ¿Son, en verdad, universalizables? En fin, son un buen número de
cuestiones que, aunque no afectan directamente a su fundamentación, son en ocasiones
esgrimidas en su contra y, en todo caso, su resolución es previa a la puesta en práctica de
programas sociales en las sociedades desarrolladas.

4.5.- Los derechos de la tercera generación.

4.5.1.- Los derechos de la tercera generación: las nuevas realidades y los derechos.

Desde hace unas fechas, se habla de una nueva categoría de derechos, los derechos de la
tercera generación, cuyos perfiles no están claros y aún son materia de discusión, por lo que
esta situación se plasma en su incierto reconocimiento como derechos y, de hecho, encuentran
una difícil positivación en los ordenamientos jurídicos nacionales. Lo cierto es que, pese a las
reticencias, poco a poco un nuevo conjunto de derechos de catalogación diferente a las
clásicas categorías ya conocidas va tomando cuerpo y adquiriendo carta de naturaleza en los
estudios y, en particular, en los foros internacionales. Puede decirse que, como en los casos de
los derechos civiles y políticos y de los derechos sociales, su razón de ser está íntimamente
ligada a las nuevas realidades que surgen en el planeta y a las transformaciones que, en este
caso, sufre el Estado social de unas décadas a esta parte. Puede aventurarse que el origen de
estos nuevos derechos se sitúa en las nuevas necesidades e intereses que emergen en la
sociedad y en la vida internacional a finales del siglo XX, de los nuevos movimientos que
reivindican otras formas de organización. En este sentido, un contexto social, económico y
político distinto de épocas pasadas genera otras pretensiones y otros derechos que se integra y
revitaliza las generaciones anteriores de derechos. En esto, no parece existir una diferencia
sustancial con los otros derechos.
El elenco de derechos incluidos en esta generación no es un elenco cerrado. En líneas
generales, son derechos que se remiten a nuevas exigencias sociales que irrumpen en el
panorama político y que se caracterizan por su pluralidad por su referencia a la fraternidad,
solidaridad, medio ambiente, justicia social, justicia entre generaciones. Quizá, el mérito de
esta categoría consiste en su plasticidad, en su pluralidad, lo que permite traducir aspiraciones
que exceden los límites de lo jurídico. Insisto en que responden a las nuevas problemáticas que
han surgido en las sociedades actuales en un contexto muy complejo. Se incluyen en esta
generación el derecho a la paz, el derecho a la autodeterminación de los pueblos, el derecho al
desarrollo, el derecho al patrimonio cultural de la humanidad, el derecho al medio ambiente o a
la calidad de vida, la libertad informática o, según la propuesta de Pérez Luño (1995), el
derecho a la autodeterminación informática.
Todos estos nuevos derechos responden, como se ve, a las nuevas situaciones surgidas
en el planeta: ya sea a la incesante evolución tecnológica cuyas posibilidades aúpan al hombre
a posiciones y un conocimiento del mundo impredecibles antes, ya sea a los riesgos, insólitos
unos años antes, que planean sobre la vida del planeta, ya sea a las insuficiencias y
transformaciones que evidencian las estructuras estatales, ya sea a una nueva concepción más
solidaria, más colectiva, más planetaria de la vida humana. Todo ello anticipa un mundo
diferente con pretensiones desconocidas y justifica así esta categoría tan variopinta de
derechos en la que se engloban exigencias con presupuestos tan distintos. Precisamente por su
carácter pluridimensional, resulta inevitable hablar de estos derechos: ¿no será que realmente
estamos abriendo sin saber “el camino que conduce al mayor nivel de emancipación de los
seres humanos”?138 Este es, sin duda, uno de los motivos, la apertura al futuro, por lo que es
oportuno una clarificación de estos derechos. Pues, entre otras cosas, ante estas realidades, el
Estado social, el Estado compromiso entre libertad e igualdad, materialización de las dos
primeras generaciones de derechos, parece incapaz de dar una respuesta adecuada.
Ahora bien, el que la discusión sea sin duda fructífera por cuanto supone una reflexión
sobre los nuevos fenómenos que están acaeciendo en este final de siglo, tampoco hay que
ignorar los riesgos que este acelerado desarrollo de los derechos pueden implicar. De hecho,
son numerosas las denuncias de los estudiosos de que con esta nueva generación se está iendo
más allá de los límites de los derechos, que existe una “inflación” o una “vanalización” de los
derechos. Que, en definitiva, ya no sólo se incluyen verdaderos derechos sino que se ha
dislocado un concepto y una categoría cuyo diseño ha costado mucho tiempo culminar
(Haarscher 1991, 41 y ss. y Massini 1994, 173 y ss).

138
A diferencia de lo que dice el prof. Ara (1990, 115) no creo que sea un “ingenuo progresismo” la
reivindicación de estos nuevos derechos, especialmente si se contemplan como condiciones necesarias para la
realización de un mundo más humano, más igual, más habitable, más solidario. Lo que sería realmente
“ingenuo” es pensar, como hace este profesor y otros muchos, que continuaremos viviendo, cómodamente,
como hasta ahora sin que todo esto cambie y sin que los menos desfavorecidos pretendan la transformación de
este estado de cosas. ¡Allá cada cual con su ingenuidad!
4.5.2.- Perfiles y problemas de justificación de los derechos de la tercera generación.

Los derechos de la tercera generación presentan aspectos propios que, por un lado, les
diferencia respecto a las otras dos generaciones, pero que, además, han servido de justificación
para su marginación como derechos. El primer problema y su primera especificidad surge
cuando nos planteamos quién es el titular de un derecho a la paz, o un derecho al desarrollo,
etc. ¿La persona individual? ¿un grupo o colectividad, o pueblo? ¿un Estado? ¿Cuál es su
objeto? ¿Hay alguna forma de imponer sanciones en el caso de incumpliento? ¿A quién?
(Haarscher 1991, 41). Estas preguntas se responden fácilmente en relación con los derechos de
la primera y segunda generación: su titular es el individuo, es el hombre, la persona. Pues bien,
los derechos de la tercera generación han ampliado considerablemente su titularidad al incluir a
todos los seres humanos del planeta, pues la paz, el medio ambiente, el desarrollo involucra a
toda la humanidad, “a todos los ciudadanos del mundo y tienen que tener, por tanto, una
dimensión no circunscrita a grupos o sectores como en la segunda generación, sino que son
derechos universales, en los cuales no cabe establecer compartimientos estancos, no cabe
establecer distinciones, porque en cuanto surgen esas distinciones y esos compartimientos
estancos la lucha por esos derechos está perdida de antemano” (Pérez Luño 1995, 116).
Sabias palabras si tenemos en cuenta que el deterioro del medio ambiente, por ejemplo, afecta
a todos: no cabe decir que unos Estados lo reconoce y otros no porque el daño que pueden
hacer éstos a este bien perjudica a todos. Lo mismo la paz: las situaciones bélicas no sólo
ocasionan perjuicios y crispaciones a los contendientes, sino que impregnan todo el planeta. Y
la cuestión no es cuestión de tener una mayor o menor sensibilidad, o de revestirse de un
egoísmo ciego que no nos deje ver sus consecuencias en un mundo globalizado. Hoy, la
inestabilidad o la pobreza en una zona del planeta, el deterioro de la capa de ozono, la
polución, la erosión y pérdida de arbolado afecta a todos. En un mundo sin barreras, lo que
sucede en un punto del mapa extiende, antes o después, sus efectos al resto.
Debido a la indeterminación de los titulares de estos derechos, suele hablarse también de
“derechos difusos”. Su titularidad es difusa porque no parece claro el titular concreto que
puede disfrutar de los mismos, que puede pedir su ejercicio y su protección. Más bien, parece
que recoge unos intereses difusos -la paz, el medio ambiente, el desarrollo, etc.- de difícil
concreción que, en todo caso, implican a una masa ingente de personas, la humanidad, que,
como colectividad, es improbable que se pongan de acuerdo para ejercitarlos y para exigir su
protección. De hecho, también se les llama “derechos colectivos”. Y, ciertamente, este
carácter difuso o colectivo dificulta su categorización como derechos del hombre. Nada hay
más lejano y contradictorio que hablar de “derechos del hombre” y afirmar que su titularidad
es difusa. ¡Que no hay a quien asignárselos!
Pero, incluso, el panorama se complica aún más si tenemos en cuenta que también suelen
incluirse en esta categoría derechos que reflejan la variopinta multiplicidad de exigencias que
surgen en las sociedades opulentas y que constituyen la mayoría de las reivindicaciones
sociales actuales. Son “derechos cotidianos” porque surgen directamente de las necesidades
cotidianas que tienen los individuos de las sociedades desarrolladas. Estos derechos remiten a
la diversidad de necesidades concretas de los ciudadanos que se ven redefinidas y modificadas
en el día a día hasta el punto que una reivindicación puede tener un objeto y ser la misma o
distinta según la persona o en el momento en el que lo reivindica. Lo que importa es que el
ciudadano no aparece en su generalidad, sino que cada particular se convierte en interlocutor y
peticionario de un derecho por el mero hecho de que considera oportuna una reivindicación.
Con ello, el fundamento de estos derechos remite a la voluntad, al deseo, al arbitrio del
individuo. En realidad, ello es un efecto perverso del éxito mismo del Estado social en su
versión del bienestar, pues se ha comprometido en este objetivo hasta tal punto que ha llegado
un momento en el cual cualquier mero deseo o capricho personal parece convertirse en un
derecho exigible, en un “derecho cotidiano”.
Igualmente, a veces se incluye en esta categoría de los derechos de la tercera generación
un grupo cuya inclusión es más que discutible. Son los derechos cuya titularidad se amplia para
incluir a seres no humanos. Comparto la opinión de Pérez Luño de que estos nuevo titulares y
derechos “rozan un poco el absurdo”, pese a que tengan un considerable éxito en el mundo
anglosajón (Pérez Luño 1995, 117). Se habla así de los derechos de los animales, de los
derechos de las plantas y, perfectamente, pudiera hablarse de los derechos de las rocas. En
verdad, más bien, debiera hablarse de un cuidado especial o una sensibilidad hacia otros seres
no humanos, o hacia la naturaleza. Una sensibilidad que puede impregnar la cultura y las
costumbres de un pueblo. Pero, de ahí, a hacer a éstos sujetos titulares de derechos como los
derechos del hombre hay un abismo infranqueable.
A la vista de estas últimas consideraciones, hay que rechazar de plano la inclusión de los
derechos de los seres no humanos en esta tercera categoría de derechos por su propia esencia.
Otrotanto puede decirse respecto de los derechos cotidianos, de las reivindicaciones diarias
surgidas del capricho personal disfrazadas de juridicidad, pues, en el fondo, constituyen como
grupo una perversión del concepto de derechos, una involución del proceso histórico que,
desde la positiviación hasta la universalización, los ha consolidado como un nuevo código de
conducta para la humanidad y para el siglo XXI. En efecto, con ello, se tiende más a la pérdida
de naturaleza, a la banalización de los derechos del hombre que a su reconocimiento pleno y
protección.
Además, los derechos de la tercera generación tienen serias dificultades para su
justificación. Si bien los derechos de las anteriores generaciones encuentran su fundamentación
en principios como la libertad o la igualdad, los derechos de la tercera generación pivotan en
torno al principio de la solidaridad o la fraternidad (Pérez Luño 1991 y 1995, 119; Peces-
Barba 1991, 156 y ss.). Pero de una solidaridad extendida a toda la humanidad, a todos los
hombres y a todos los pueblos y rincones del planeta y que así ata y entrelaza a todos en un
interés común: el del medio ambiente global, la paz perpetua, el desarrollo sostenible, el goce
de los bienes propios de la humanidad, etc. Y, al mismo tiempo, una solidaridad que constituye
la plataforma básica para modificar y mejorar muchas de las realidades y miserias de la vida en
el planeta y permite justificar estas nuevas necesidades y aspiraciones que son los derechos de
la tercera generación.
Entre otras cosas, el principio de solidaridad es un inmejorable instrumento de
organización social pues, en el sentido de Durkheim, tiene como objetivo la cohesión social a
través de la articulación vínculos orgánicos entre las personas y los grupos que la componen139.
Como flecos de este objetivo de lograr la cohesión social, la solidaridad se funda en la cualidad
de los seres humanos para hacer suyo, de cada uno, las opiniones, ideas y sentimientos de los
demás, para interiorizar al otro y ponerse en su lugar y así sentir lo que siente. Por eso,
solidaridad es sinónimo de “simpatía” en el sentido de Hume, como proceso psicológico que
hace nuestro lo que es de otros, y nos une más al prójimo. Solidaridad, efectivamente, implica
así comunicación con el otro y un afecto y sensibilidad hacia su persona. En el ámbito social, la
solidaridad se proyecta en la labor del Estado en su forma de Estado social que remueve y
promueve ciertas condiciones de igualdad para todos y busca proteger al menos aventajado.
Los derechos sociales tienen como fundamento, junto a la igualdad, a la solidaridad, pues, con
ésta, se justifica esta labor interventora en la vida social y económica. También fundamenta los
derechos de la tercera generación en razón de su objeto que hay que proteger pues su
deterioro afecta a todos los seres del planeta hasta el punto de que puede poner en peligro su
supervivencia. Todos notamos los perjuicios ocasionados y si queremos proteger las formas de
vida existentes no queda otro remedio que su reconocimiento. Al mismo tiempo, esta
solidaridad global o planetaria nos une, nos entrelaza con seres lejanos, nos hace “simpatizar”
con sus carencias y tribulaciones, y nos hace conscientes de ser miembros de esta aldea global
y de la necesidad de pergeñar una nueva utopía liberadora y transformadora del mundo.
4.5.3.- Algunos derechos de la tercera generación.

El catálogo de derechos de la tercera generación todavía no está totalmente cerrado


dado su carácter difuso, aunque, no obstante, algunos suelen aparecer en todas las
clasificaciones. De éstos, sin perjuicio de un ulterior desarrollo, veamos los siguientes140:
1.- El derecho al medio ambiente. En los últimos tiempos, las relaciones del hombre con
la naturaleza se han visto profundamente alteradas por el progresivo avance tecnológico, el
dominio que éste da sobre el mundo físico y un uso indiscriminado que no contempla el daño
producido en los ríos, bosques, atmósfera, animales y plantas, etc. por cuanto sólo interesa la
rentabilidad y la máxima eficiencia al menor costo posible. Existe en la actualidad una creciente
concienciación, sobre todo en los países ricos, por el deterioro progresivo del medio ambiente
en todas las partes del planeta y esta sensibilidad se ha plasmado en la aparición de serias
exigencias de protección del mismo que se han convertido, en manos de los numerosos
movimientos sociales, en auténticas reivindicaciones y reclamaciones a los poderes públicos
para que intervengan a través del establecimientos de rigurosas reglamentaciones que impidan
lo que parece avecinarse: una catástrofe ecológica de tamaña dimensión hasta el punto que de
ella -de su subversión- puede depender la vida en el planeta. En efecto, se tiene la sensación de
que el hombre ha roto el equilibrio existente con la naturaleza y que la humanidad y el planeta
se desliza inexorablemente por una pendiente que le conduce a un final trágico e inevitable si
no se pone coto a la erosión, a la contaminación y escasez de agua, a la destrucción de la capa
de ozono, a la tala irracional de bosques -especialmente, en el Amazonas-, el crecimiento
demográfico, etc.
Desde los años 80s, la creciente concienciación en los países desarrollados de esta
dramática situación ha tenido, sin duda, consecuencia saludables pues los Estados han
aceptado esa nueva función de proteger los espacios y recursos naturales ya de por sí muy
deteriorados y, de hecho, se está procurando su recuperación. Y, de hecho, se exige a las
empresas, a las grandes poblaciones, cuyas posibilidades de contaminación por la basura que
crean son ingentes, al ciudadano mismo una actitud de respeto a la naturaleza y, en su caso, el
establecimiento de mecanismos de reciclaje y almacenamiento de las sustancias tóxicas para
que no dañen al medio ambiente. Pero, el problema no ha concluido. Es más, sigue
adquiriendo cada vez más un cariz preocupante. Pues, en un mundo globalizado, en el que han

139
El prof. Peces-Barba ha destilado inmejorablemente los elementos básicos del concepto de solidaridad
aplicado, especialmente, a estos derechos. Vid. Peces-Barba (1991), pp. 238 y ss.
desaparecido las barreras económicas, las actividades industriales más perniciosas e, incluso,
los aprovechamientos de recursos más nocivos se han dirigido de los países más ricos a los
países más pobres con la consecuencia de un aumento de paro en los primeros y una
usurpación incontrolada de las materias primas en los segundos que, además, no revierte en
riqueza nacional. Las talas de millones de hectáreas anuales de la selva amazónica o de los
bosques africanos para aprovechar en poco tiempo sus maderas produce unos daños
irreversibles que ni siquiera con la repoblación, que no se hace, pueden subsanarse. Y este
deterioro repercute en toda la humanidad pues supone cercenar su pulmón, su mecanismo
generador de oxígeno y, por tanto, su futuro ya incierto por el crecimiento anual y constante
del agujero de la capa de ozono.
Por tanto, el deterioro del medio ambiente afecta a todos, seamos o no conscientes de
ello, pues sus efectos sobrepasan las fronteras nacionales y cualquier barrera establecida por el
hombre, por lo que la respuesta a esta situación requiere la acción conjunto de los Estados y
los organismos internacionales. Con razón, Peces-Barba ha precisado que esta apreciación del
medio ambiente ha sido una de las causas que “han impulsado también el proceso de
internacionalización” de los derechos, porque la respuesta no puede ser otra que la
materialización de un compromiso de toda la comunidad internacional en favor de la
naturaleza (Peces-Barba 1991, 157). Sólo así, a través de esta estrategia todavía utópica a
pesar de los intentos realizados en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro de 1992 y de las
comprometidas palabras de los dirigentes políticos de todos los países, puede reconducirse una
situación que, cada vez más, tiene tintes desesperados.
Especialmente, desde los países del Tercer Mundo se ha alzado la voz de alarma contra
los efectos de la destrucción de la tierra que no sólo afecta a estos países sino que tiene su
causa en las pautas importadas desde el Primer Mundo y, a la postre, también repercute en las
zonas ricas del planeta. El análisis proveniente puede resultar chocante para los habitantes de
las sociedades opulentas, pero, no por ello, deja de ser certero al buscar las conexiones entre la
hecatombre que se avecina y el nuevo proceso de colonización económica instaurado tras la
guerra fría entre el Norte rico y el Sur pobre, una forma de articular las relaciones entre los
países que exige un aprovechamiento rápido de las materias primas y su exportación a las
zonas ricas a fin de pagar la deuda externa. Una nueva forma de explotación de consecuencias
desastrosas141. Frente a ello, la actitud de los gobernantes más poderosos parece inspirada en el

140
Sobre la nómina de derechos de la tercera generación puede verse Pérez Luño (1995) y Peces-Barba (1991),
pp. 156-170.
141
P. González Casanova en (1996) ha destacado la conexión entre estos dos segmentos -destrucción de la
tierra y nueva colonización- como elementos diferenciadores del nuevo orden mundial. El libro de L. de
Sebastián (1993) es también una magnífica exposición de los problemas ambientales y, especialmente, de la
repercusión de las relaciones económicas internacionales en su degradación.
más puro fariseismo: se clama contra los desastres, se organizan seminarios y jornadas, se
proponen medidas, por ejemplo, contra la emisión de CFCs y otras acciones aparentemente
contundentes, pero de todo ello se olvidan salvo para lanzar reproches a los demás. Se llora
por la hecatombre universal, pero sus lágrimas son “lágrimas de cocodrilo”142.
Después de todo, lo cierto es que, a raíz de estas premisas, se ha generado un ambiente
propicio al debate sobre el deterioro del medio ambiente y las técnicas limpias que puedan
emplearse sin daño. La filosofía moral y política, así como las discusiones en los foros
internacionales han promovido una interesante reflexión sobre este panorama y han pergeñado
sus posibles soluciones. Lo que no interesa, ahora, especialmente es que, en ellas, se ha
tomado conciencia de que, pese a que se transgreda los presupuestos y elementos de la vieja
teoría de los derechos del hombre, el derecho al medio ambiente pertenece a una nueva
categoría de derechos, diversa a la primera y segunda generación, pero que responde a
intereses y problemáticas distintos, impredecibles hace tres siglos y que, por tanto, han de
tener carta de naturaleza en un nuevo catálogo de los derechos. Es un derecho, en suma, que
responde a específicas exigencias de los ciudadanos, en tanto que ciudadanos del mundo, por
lo que no debe de extrañar que sea así reivindicado y que adquiera un enorme protagonismo en
las sociedades occidentales.
2.- El derecho a la paz. Es éste un derecho cuya trayectoria y discusiones se remonta a
los orígenes de la teoría de los derechos del hombre. Por algo Grocio, quien trató ambas
cuestiones, representa la figura más insigne de estos orígenes. En los últimos tiempos, la
discusión sobre el derecho a la paz ha venido precedida del debate polémico y muy polarizado
sobre la guerra y la utilización de armas nucleares que tuvo lugar durante los peores momentos
de la Guerra Fría en plena política de bloques143. De nuevo, en la justificación de un derecho a
la paz, se habla también de los riesgos de destrucción total que puede acarrear el uso de armas
nucleares y todo tipo de armamentos de matanzas masivas e indiscriminadas como pueden ser
las armas biológicas, el napalm y similares. Se puede buscar un fundamento moral a un
derecho de esta índole, pero detrás de él está, en última instancia, la sofisticación y potencia de
las armas creadas por el ser humano que pueden suponer una hecatombe universal hasta tal
punto ha llegado las posibilidades del ingenio humano.
Pérez Luño lo ha descrito magníficamente: “las relaciones del hombre con los demás
hombres han puesto de relieve la necesidad de establecer vínculos de coexistencia, de
coexistencia pacífica entre los hombres, se han puesto en el primer plano del debate de los

142
Tal es el título del libro de N. Middleton, Ph. O’Kneefe y S. Moyo (1993). “Lágrimas de cocodrilo” -tears
of the crocodile- resume a la perfección la actitud de los países ricos del planeta ante el problema del medio
ambiente y el desarrollo tratado en la cumbre de Río
143
Para Peces-Barba, Bobbio es el adalid de los tiempos modernos del derecho a la paz y de su conexión con la
realización de los derechos del hombre en la esfera nacional e internacional. Vid. Peces-Barba (1991), p. 163.
derechos humanos, la existencia del derecho de la paz, del derecho a la paz; máxime cuando
esas nuevas tecnologías en su dimensión bélica han creado un tipo de armamento capaz de
asolar, de desarraigar lo que es la propia vida humana en el planeta. Las modernas tecnologías
en el ámbito de armamentos, la posibilidad de un conflicto atómico nos hace ser conscientes a
todos de que eso podría provocar una hecatombe de tipo universal, de tipo planetario; claro,
los seres humanos no pueden vivir con esa espada de Damocles suspendida sobre sus cabezas.
Eso hace que tengan como inquietud urgente el establecer la paz como un derecho humano
prioritario, como un derecho humano hasta cierto punto innegociable” (Pérez Luño 1995,
111). Y el fin de la Guerra fría y el desplome de los países socialistas no ha hecho, pese a las
apariencias, más que aumentar los riesgos al quedar los arsenales atómicos desprotegidos de la
vigilancia anterior y al no haber sido destruidos definitivamente.
3.- El derecho al desarrollo. El derecho al desarrollo es un derecho que encuentra, sobre
todo, su justificación en el ámbito internacional en la diferente posición y riqueza de los países
y que afecta especialmente a aquéllos en los que ha tenido lugar el proceso colonizador. El
derecho al desarrollo suele ser esgrimido por los países colonizados respecto a la metrópoli
tras el cual subyace la crítica a la explotación económica organizada por los países
colonizadores sólo interesados en el aprovechamiento y comercio de materias primas. El
derecho al desarrollo aparece así en un doble plano. Por un lado, es expresión del principio de
solidaridad o fraternidad internacional por el cual todas las naciones debieran gozar una
situación económica tal que permita a sus ciudadanos la satisfacción de sus necesidades
básicas. En este sentido, el derecho al desarrollo requiere la colaboración internacional para
que los países más ricos ayuden a los más pobres, especialmente a aquéllos que sufren una
situación de extrema pobreza. Precisamente, en la comunidad internacional existen organismos
y políticas específicas que procuran la implementación de programas de desarrollo e
incentivación de determinados sectores económicos. La otra cara de la moneda estriba en que
suelen ser programas no gratuitos, sino conectados con políticas de ajuste estructural dirigidas
al pago de la deuda externa que, a la postre, repercuten no siempre positivamente en el
bienestar de los ciudadanos. Por otro lado, el derecho al desarrollo es esgrimido por los países
que han accedido desde hace pocas décadas a la esfera internacional como contraprestación a
la explotación soportada en el período colonial. Echan la culpa del atraso presente al
establecimiento de relaciones económicas donde sólo se buscaba la obtención rápida de
materias primas y no se contemplaba el desarrollo equilibrado del país colonizado. Sería así el
pago pospuesto de una deuda perfeccionada en el pasado. Pero el derecho al desarrollo no
sólo afecta a estos países, sino también englobaría a las nuevas situaciones de colonización -las
más de las veces económicas- surgidas en el presente.
El derecho al desarrollo es ejemplo de los derechos de la tercera generación cuya
titularidad es difusa, pues ésta no puede predicarse de los individuos o ciudadanos, sino, en
todo caso, de colectividades más amplias sean éstas las naciones o los pueblos. En este
sentido, el derecho al desarrollo se diferencia de otros derechos que afectan a grupos de
personas diferenciadas por su particular situación: pobreza, vejez, infancia, etc. El derecho al
desarrollo tiene su razón de ser en el ámbito internacional teniendo en cuenta la diferente
posición de cada uno de los países. Pero, por otro lado, afecta también a los hombres
individuales y concretos en tanto que pertenecientes a un pueblo o una nación cuyos
parámetros económicos no traspasan los umbrales mínimos de pobreza. El derecho al
desarrollo se identificaría, entonces, con el medio imprescindible para que el individuo lograr
las más altas cotas en su perfección moral y en el fomento de sus facultades personales. De lo
anterior, pueden colegirse las dificultades existentes para la materialización del derecho al
desarrollo en el ámbito internacional.
El catálogo de derechos de la tercera generación, no obstante, está todavía abierto. A la
vista de las consideraciones anteriores, creo posible postular también un derecho nuevo, pero
de inusitadas repercusiones en los panoramas citados antes: el derecho a un uso correcto de las
nuevas tecnologías. El ciudadano, cada vez más, es consciente de los peligros que se ciernen
sobre la libertad individual y sobre la humanidad por un uso incorrecto de los avances
tecnológicos. En particular, esta preocupación se ha plasmado en dos ámbitos. Por un lado, en
el empleo de la informática para el almacenamiento y tratamiento de datos personales que
puede suponer la violación del ámbito íntimo y de la libertad individual o la marginación de
amplios sectores de la población de una información necesaria para ejercer sus derechos y
libertades fundamentales. Ya se ha dado la voz de alarma respecto a los riesgos de un uso
inadecuado puede suponer para el sistema democrático y, en particular, para el equilibrio de
poderes. Por otro lado, también se ha puesto el acento en las consecuencias de un uso
incorrecto de las nuevas tecnologías aplicadas a la ingeniería genética, pues puede fomentar la
aspiración a uniformizar a los seres humanos, manipular sus genes o, incluso, la formación de
multitudes clónicas, pasivas y obedientes.
En fin, aunque no se trata de colmar una lista de los derechos de la tercera generación,
creo oportuno mencionar un último que está siendo objeto, en los últimos tiempos, de
interesantes apreciaciones. Me refiero a los derechos de las generaciones futuras. En efecto,
ante los riesgos antes citados también ha crecido la preocupación por la continuidad del legado
histórico y natural de la humanidad que, hasta la fecha, se ha mantenido casi inalterable, pero
que, cada vez más, corre el peligro de verse seriamente deteriorado. En este sentido, existe
una creciente preocupación por legar a las generaciones futuras unas condiciones económicas,
sociales y naturales, al menos, igual que las que la generación presente ha disfrutado.
Capítulo 5

Retórica y realidad: universalización y realización de los


derechos.

5.1.- Internacionalización de los derechos humanos: la Declaración


Universal de los Derechos Humanos.

5.1.1.- El origen de la Declaración Universal de 1948.

El magno intento de formular un catálogo de derechos en una Declaración realizado


por la Revolución francesa no volverá a repetirse hasta bien entrado el siglo XX al albur de las
circunstancias derivadas de la II Guerra Mundial. O, por lo menos, no se volverá a intentar con
el universalismo y el entusiasmo al que se dedicaron los redactores de la Declaración francesa.
Sí es cierto que, en el plano nacional, se aprobaron durante el siglo XIX un buen número de
Constituciones que incorporaban un listado de derechos, normalmente, sólo derechos civiles y
políticos, y que eran resultado de las luchas por la extensión o generalización de los derechos a
todas las capas sociales y por lograr una sociedad más igualitaria. Estas mismas Constituciones
fueron, al cabo de las décadas, ampliando su catálogo de derechos incluyendo algunos
insospechados un tiempo antes y, de hecho, la historia del constitucionalismo se ha
preocupado por entresacar aquéllas más relevantes. Pero, ninguna parece tener la importancia
de esas primeras declaraciones que se han convertido así en “grandes documentos jurídicos”
cuyo mérito reside en abrir la vía a seguir por las Constituciones posteriores.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por 48 estados en la
Asamblea de la ONU el día 10 de diciembre de 1948, constituye otro hito de magnitudes
superiores a las primeras declaraciones. Bobbio ha destacado en innumerables veces lo que
representa esta Declaración para la humanidad. De ella dijo ya en un artículo de 1964 que “es
un hecho nuevo en la historia, en cuanto que por primera vez en la historia un sistema de
principios fundamentales de la conducta humana ha sido libre y expresamente aceptado, a
través de sus gobiernos respectivos, por la mayor parte de los hombres que habitan en la
tierra” (Bobbio 1991, 66). El mérito de la Declaración reside en ser la manifestación de un
sistema de valores que pretende regir la vida del planeta en su totalidad. El mérito es su
universalismo. Y aún dice más: “Sólo después de la Declaración podemos tener la certidumbre
histórica de que la humanidad, toda la humanidad, comparte algunos valores en el único
sentido en que tal creencia es históricamente legítima, es decir, en el sentido en que universal
significa no dado objetivamente, sino subjetivamente acogido por el universo de los hombres”
(Ibídem).
Según esto, la Declaración Universal se caracteriza por: a.- Ser expresión de una visión
universal de los derechos, es decir, una visión planetaria que, por ello mismo, implica el
reconocimiento de que los titulares de los derechos todos y cada uno de los habitantes del
planeta144. Vieja pretensión ésta que parece encarnarse en la Declaración, aunque sean
múltiples las violaciones acaecidas desde entonces y sean tan diversas sus realidades que ponen
en cuestión su validez. b.- Plasmar la conjunción de inquietudes e intereses vigentes en un
momento histórico. En efecto, la Declaración también es resultado de los acontecimientos
históricos que la vieron nacer, de forma que aparecen como un catálogo contingente y
variable, distinto de los que interesaban dos siglos antes y también diferente de los que
preocupan de una década a esta parte. c.- Materializar un consenso generalizado en la especie
humana sobre los derechos que debe reconocer y respetar la comunidad internacional. Para
Bobbio, este hecho significa, en una tesis muy discutida, la inutilidad de cualquier intento de
fundamentación y la dedicación de los esfuerzos a su protección145. d.- Por último, reconocer
en el ámbito internacional el papel de los individuos libres e iguales, junto a los Estados
nacionales.
La Declaración Universal ha supuesto en la historia de los derechos un paso de capital
importancia hacia su internacionalización (Bobbio 1991, 68; Peces-Barba 1991, 150). En
efecto, la aprobación de esta declaración ha inaugurado una nueva fase en la evolución de los
derechos que se caracteriza por su dimensión internacional. Sería éste un proceso todavía en
mantillas, débilmente impulsado por la Declaración Universal, y que tendría por objeto la
formación de una comunidad internacional articulada que no sólo reconozca los derechos, sino
que también los proteja. Mientras que en el primer aspecto, es decir, en su reconocimiento en

144
Una de las acusaciones más reiterada por los críticos de los derechos humanos denuncia la visión occidental
que implica. Y no les faltan razones para poner así en duda su carácter universal. Vid. Eide y Alfredsson en
Eide (1992), p. 11.
145
Igualmente, se pone en duda el supuesto consenso sobre los derechos. Primero de todo, porque de los que
participaron en su elaboración en la Asamblea General ocho naciones se abstuvieron. Además, porque hoy el
número de naciones miembros de la ONU supera con creces la cifra inicial. Por contra, también es cierto que
ningún país puede ser miembro de la ONU sin subscribir la Declaración Universal de Derechos Humanos. Vid.
Eide y Alfredsson en Eide (1992), p. 12 y Sieghart en Blackburn y Taylor (1991), p. 28.
textos jurídicos y en convenciones internacionales, se han dado pasos de gigante, todavía no
existen medios ni procedimientos que garanticen su realización, ni se atisba que la situación
pueda cambiar mucho durante un tiempo. La inexistencia de una organización política
internacional con diversos poderes, ya sea para dictar directrices de desarrollo e
implementación o para materializar los derechos a través de recursos y programas propios, ya
sea para infligir algún tipo de sanción a los Estados, dificulta cualquier actuación de protección
efectiva. La situación es harto paradójica pues, mientras existe un conglomerado de tratados,
convenios y declaraciones internacionales que forman algo parecido en un ordenamiento
jurídico sobre los derechos, faltan los aparatos burocráticos que lo refuercen y los
procedimientos de garantía que se encuentran en los ordenamientos jurídicos nacionales.
Precisamente, éste es un poderoso argumento esgrimido por Kelsen en contra de la validez del
derecho internacional y de la Declaración Universal. Pero, quizá, en esta cuestión, el núcleo
del problema -el retraso en la protección internacional de los derechos- resida en que se
pretende conjugar la utilización de mecanismos de garantía propios de los derechos nacionales
con las clásicas fórmulas de estructuración de las relaciones internacionales en un momento en
que está en cuestión el principio de soberanía estatal, en favor de organizaciones
supraestatales, y en el que dichas fórmulas parecen insuficientes para regular las relaciones
internacionales.
Ello, no obstante, comúnmente se señala cómo poco a poco gracias a la labor de
Naciones Unidas junto con otros organismos internacionales se ha ido creando un entramado
jurídico amplio en materia de derechos humanos. Hay quien habla de que la Declaración
Universal de Derechos Humanos y los Pactos Internacionales forman un International Bill of
Human Rights que ha cambiado poderosamente las relaciones entre las naciones
constituyendo un standard común de conducta para todos los pueblos y todas las naciones
(Dorr en Hefferman 1994, 10). Y, en efecto, los cambios producidos por la Declaración
Universal de Derechos Humanos desde su aprobación se notan en numerosos planos de las
relaciones internacionales. En la esfera moral, por cuanto este modelo común de conducta
exige el respeto a la libertad y a la dignidad de todas las personas y, además, permita
configurar y vertebrar un proyecto universal cuyo objetivo es dirigir nuestros esfuerzos en
favor de la realización de los derechos humanos en todo el planeta. En este sentido, la
Declaración Universal constituye un proyecto de transformación del orden social e
internacional inspirado en los derechos humanos que, por su parte, obliga a los individuos, los
pueblos y los Estados. En el plano político, la Declaración ha modificado las prácticas y las
instituciones internacionales limitando la validez del viejo principio de la soberanía nacional e
instituyendo nuevos principios que inspiren la realidad internacional: el principio de no
discriminación, los derechos económicos, sociales y culturales, principio de indivisibilidad e
interdependecia de los derechos, etc. Igualmente, en el ámbito jurídico, pues la Declaración
Universal no es un mero convenio o tratado, sino que al ser una resolución de la Asamblea
General obliga a los Estados. Además, muchos de sus preceptos han sido incorporados al
ordenamiento jurídico interno de las naciones tanto en orden constitucional como a través de
leyes. Incluso, con el establecimiento de comisiones y tribunales que vigilan por su
cumplimiento (Eide y Alfredsson 1992, 5-8).

5.1.2.- El contenido de la Declaración Universal de 1948.

La Declaración Universal de Derechos Humanos surge en un momento trágico para la


historia de la humanidad. Sus momentos iniciales se sitúan en pleno período bélico, en un
escenario mundial aparentemente poco proclive para este tipo de aventuras. Cuando, al
finalizar la II Guerra Mundial, se crea la ONU, pronto se inician los pasos para que, entre
1946-48, se elabore la Declaración Universal. Las discusiones y el texto final están
determinados por los grupos y las presiones que surgieron en el seno de la ONU. En ese
momento, esta organización está compuesta por un variado conjunto de naciones: las naciones
occidentales, latinoamericanas, socialistas, africanos, asiáticos, etc., muchas todavía bajo el
efecto de una reciente desconolización. Pueden distinguirse cuatro agrupaciones (Cassese
1991, 41): a.- los países occidentales, comandados por EEUU, Gran Bretaña y Francia y que
asumieron un papel directivo en la estructura de la ONU, b.- países latinoamericanos,
claramente defensores de los derechos humanos; c.- países socialistas, que también tuvieron un
papel prioritario en los debates; d.- los países musulmanes, que fueron los convidados de
piedra146.
El debate estuvo dominado por el enfrentamiento entre las propuestas defendidas por
los países occidentales y por los países socialistas, cada grupo con orientaciones e inquietudes
diversas. Las discusiones fueron un capítulo más de los primeros momentos de la ‘guerra fría’,
utilizadas así para la defensa y propagación ideológica. En buena medida, los derechos se
convirtieron en caballo de batalla de la lucha político-ideológica. Las potencias occidentales,
apoyados por los países latinoamericanos y los recientemente descolonizados, enarbolaron la
bandera de la democracia y el sistema parlamentario y procuraron la plasmación en ella de los
derechos recogidos en las primeras declaraciones, principalmente, la americana. Las tesis de

146
Son numerosos los estudios sobre el origen de Naciones Unidas, de la Declaración Universal de Derechos
Humanos y su desarrollo posterior. Por ejemplo, Alston (1992), Cassese (1991), Eide (1992), Sieghart en
Blackburn y Taylor (1991), Dorr en Hefferman (1994), Steiner y Alston (1996).
los países occidentales estaban, sobre todo, inspiradas en la trayectoria filosófica y en la
experiencia histórica de las tres revoluciones y propugnaban su extensión a nivel universal. En
consecuencia, se centraron en la inclusión de los derechos civiles y políticos en la Declaración
e intentaron potenciar la fundamentación individualista, al estilo de las filosofías iusnaturalistas
del XVII y XVIII, de los derechos ahí recogidos. Sólo ante la presión de los representantes
latinoamericanos permitieron la introducción de algunos derechos económicos y sociales.
Los países socialistas, tras las primeras reticencias ante la cada vez más evidente
politización de la Declaración, optaron por colaborar introduciendo enmiendas al texto inicial
al comprobar la actitud general proclive a incorporar los derechos económicos y sociales. La
mayoría de las enmiendas, no obstante, no fueron admitidas por lo que optaron finalmente por
abstenerse. No es fácil de explicar la posición de los países socialistas en las discusiones y en
su conducta hacia los demás países, menos todavía en tan pocas palabras. Según Cassese,
parece que partieron del presupuesto de que los derechos estaban ya plenamente realizados en
sus respectivos países, por lo que la Declaración sólo tenía utilidad para los países
democráticos y el Tercer Mundo (Cassese 1991, 43). Realmente, en su opinión, suponía la
plasmación de las contradicciones de los países occidentales entre lo que se establece en la
Declaración y la realidad. Se trataba, en suma, de aprobarla para, luego, exigir su eficacia
rigurosa y, además, de obtener el reconocimiento de ciertos derechos que chirriaban en los
esquemas occidentales. De ahí que su estrategia se encaminó hacia el reconocimiento del
principio de igualdad en toda su extensión, del derecho de las minorías y el derecho de
autodeterminación de las colonias, incluso, el derecho de rebelión y también otros derechos
relacionados con los derechos de los trabajadores. Además, promovieron la inclusión de
mecanismos que permitieran llevar a la práctica los derechos de la Declaración bajo el pretexto
de que, mientras que en sus países se cumplían a rajatabla, no sucedía lo mismo en los países
occidentales y, de nuevo, se trataba de evidenciar sus contradicciones internas.
La Declaración comienza con un largo Preámbulo retórico en el que se especifican sus
objetivos. Y un art. 1 que recuerda a la Declaración de 1789: “Todos los seres humanos nacen
libres e iguales en dignidad y derechos”, aunque, en líneas generales, se reconoce una mayor
influencia del pragmatismo de las Declaraciones anglosajonas que del carácter ideológico de la
francesa.
Derechos recogidos en la Declaración Universal en sus 30 artículos:
1.- Derechos civiles y políticos: Tres grupos:
a.- Derechos de la persona: derecho a la vida, a la libertad, a la
seguridad (art. 3); prohibición de la esclavitud (art. 4) y de las torturas, “penas o tratos crueles,
inhumanos o degradantes” (art. 5); derecho a la personalidad jurídica (art. 6); igualdad ante la
ley y prohibición de la discriminación (art. 7).
b.- Derechos del individuo en sus relaciones con la sociedad y el Estado
nacional: derecho a la intimidad personal y familiar, derecho al honor y reputación,
inviolabilidad del domicilio y el secreto de las comunicaciones (art. 12); libertad de
movimientos en la nación y en el extranjero y derecho de residencia (art. 13); derecho de asilo
(art. 14); derecho a la nacionalidad (art. 15); derecho a contraer matrimonio (art. 16); derecho
de propiedad (art. 17);
c.- Derechos políticos: libertad de pensamiento, de conciencia y libertad
religiosa (art. 18); libertad de opinión y expresión (art. 19); libertad de reunión y de asociación
(art. 20); derecho a participar en los asuntos públicos ya sea directamente o a través de sus
representantes electos (art. 21).
2.- Derechos económicos y sociales: derecho a la seguridad social, derechos
económcios, sociales y culturales (art. 22); derecho al trabajo, a condiciones equitativas y
protección contra el paro, derecho a sindicarse (art. 23); derecho al descanso y asueto, y a
vacaciones periódicas y pagadas (art. 24); derecho a un nivel de vida suficiente, derecho a la
salud y bienestar -alimentación, vestido, domicilio, cuidados médicos y servicios sociales (art.
25); derecho a la educación (art. 26) y derecho a participar en la vida cultural y disfrutar del
progreso científico (art. 27).
La novedad de la Declaración reside en que los artículos no se limitan a la mera
enunciación retórica, sino que cada uno de ellos es desarrollado en varios parágrafos en los
que se especifican los mecanismos para la protección de esos derechos e, incluso, medios para
poner remedios efectivos contra las violaciones. Además, incluye un artículo, el 28, en el que
se reconoce el derecho a “que reine en el plano social y en el internacional un orden tal, que
puedan lograr en él plena eficacia los derechos y libertades” de la Declaración. En el art. 29, se
especifican los deberes del individuo en relación con la comunidad. Y, por último, en el 30,
donde se precisa cómo debe interpretarse la Declaración.

5.1.3.- De la internacionalización a la regionalización de los derechos.

La Declaración no es, por supuesto, un elemento aislado, sino que se engloba en un


proceso más amplio “en el que halla su auténtica significación: el de los esfuerzos de la ONU
por trasladar la defensa de los derechos humanos desde el plano de los principios” a su
reconocimiento universal. En esta línea de internacionalización de los derechos, debe
entenderse la subsiguiente labor de la ONU de la elaboración de Pactos y Convenios
internacionales. En el año 1966, la Asamblea adoptó dos Pactos: el Pacto Internacional de los
Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y
Culturales, en los que se desarrollan ampliamente los derechos antes enunciados. Los dos
Pactos crean obligtaciones que vinculan a los Estados que los ratifiquen. Entreambos existen
notables diferencias por las materias tratadas, aunque el preámbulo y alguno de los artículos
iniciales son iguales.
En el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos se desarrollan los siguientes
derechos. Primeramente, el derecho de autodeterminación de los pueblos, luego reiterado en el
otro Pacto. A continuación, el art. 3 incluye un compromiso de los Estados para garantizar la
igualdad y otros artículos cuyo objetivo es establecer mecanismos de protección de los
derechos. En la sección siguiente, se enumeran los derechos civiles y políticos: el art. 6 recoge
el derecho a la vida y se limitan las condenas de privación de la vida; en el art. 7 se prohiben
las torturas, “penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”; en el 8 se prohibe la
esclavitud; en el 9 se declara el derecho individual a la libertad y a la seguridad personal; se
establece el trato en los casos de privación de libertad (art. 10); el art. 11 establece la libertad
de movimientos y el derecho a elegir su residencia; en el 13 los derechos de los extranjeros;
art. 17 derecho a la intimidad personal y familiar, al honor, inviolabilidad del domicilio y
secreto de correspondencia; en el 18 se recoge el derecho a la libertad de pensamiento, de
conciencia y religión; en el 19 la libertad de opinión y la libertad de expresión y el derecho a la
información; derecho a la reunión pacífica (art. 21) y de asociación (art. 22); los derechos de
los niños y de la familia como institución básica (art. 23 y 24); igualdad ante la ley (art. 26);
derechos de las minorías (art. 27). Quizá lo relevante no es tanto el catálogo de derechos
reconocidos, que no hace sino reiterar lo establecido en la Declaración, sino que lleva a cabo
un desarrollo pormenorizado de muchos aspectos que los detallan y, además, incluye
mecanismos para poner remedio a las situaciones de violación en la forma a de compromisos
de los Estados.
En el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aparecen los
siguientes derechos: en su primer artículo se reitera el derecho de autodeterminación de los
pueblos, en el que se incluye hasta el derecho a disponer libremente de sus riquezas y recursos
naturales (art. 1). Tras otros artículos de carácter general se regulan el derecho a tener la
oportunidad a ganarse la vida mediante el trabajo libremente escogido, derechos de
orientación y formación profesional (art. 6). Art. 7: derecho sobre las condiciones de trabajo:
remuneración, salario equitativo, condiciones de existencia, seguridad e higiene, igualdad de
oportunidades; art. 8: derecho a sindicarse, derecho de huelga, art. 9: derecho a la Seguridad
Social; art. 10: derechos en favor de la familia y la maternidad, niños y desprotegidos. Y la
lista es bastante más amplia: derecho a la salud, a la educación, derecho a participar en la vida
cultural. A partir del art. 16 hasta el último (30) son de carácter dispositivo.
Existen notables diferencias entre ambos Pactos. Alguna se ha citado ya al referirme al
estilo y otros aspectos de los mismos. No obstante, la diferencia más profunda reside en el
distinto significado de las obligaciones contraídas por los Estados para garantizar los derechos.
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos impone a los Estados que lo subscriben
la obligación de implantar y garantizar inmediatamente los derechos. Por el contrario, el Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales no requiere esa inmediatez. Su
art. 2 dice que “cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a adoptar
medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales,
especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos que disponga, para
lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción
de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos “. Contrasta,
primero de todo, que frente a la inmediatez exigida por el primer Pacto, en éste se condicione
su realización a hacerlo progresivamente. Además, la clausula transcrita en cursiva ha sido
ampliamente utilizada por los Estados como excusa para incumplir la obligación de dotar de
efectividad a estos derechos.
Finalmente, ese ordenamiento internacional sobre derechos humanos no concluye con
la Declaración Universal y los dos Pactos, sino que al amparo de éstos se constituido
comisiones y se han firmado protocolos y convenios que estructuran un complejo entramado
de normas e instituciones. Por ejemplo, una Comisión de Derechos Humanos creada por el art.
28 del Pacto Internacional de Derechos Civies y Políticos que, a su vez, ha creado también
Subcomisiones que ayudan en la tarea de vigilar por el cumplimiento del Pacto. Además,
Naciones Unidas ha desarrollado los derechos humanos a través de la elaboración de
convenciones y otros instrumentos que también entran a formar parte de este cuerpo
fundamental de documentos sobre derechos humanos. Por citar los más emblemáticos: el
Convenio sobre el Genocidio de 1948, el Convenio sobre la Eliminación de todas las formas de
Discriminación Racial de 1969, el Convenio sobre la Eliminación de todas las formas de
Discriminación contra las Mujeres de 1979, el Convenio contra la Tortura de 1984 y el
Convenio sobre los Derechos del Niño de 1989. En algunos casos estos convenios creaban las
oportunas comisiones de vigilancia en el cumplimiento de los derechos en cada caso particular.
En la referencia a la positivación de los derechos del hombre, no puede ignorarse el
proceso posterior, aunque paralelo, al mismo tiempo, a los textos citados, de regionalización
que ha tenido lugar en el mundo. En efecto, junto a la elaboración de esos textos de carácter
universal por la ONU, los órganos transnacionales de carácter regional se han dedicado
también a aprobar Convenios, Pactos donde se adaptan los derechos del hombre a las culturas
y circunstancias de esos ámbitos geográficos más concretos: especialmente, al ámbito europeo,
americano y africano. En el primer caso, el Consejo de Europa, entre cuyos objetivos se
encuentra “la salvaguarda y el desarrollo de los derechos humanos y de las libertades
fundamentales” (art. 1 de su Estatuto, de 5-5-1949), elaboró el Convenio para la protección de
los derechos humanos y las libertades fundamentales, de 4 de noviembre de 1950 (Convenio
Europeo de los Derechos Humanos o Convenio de Roma de 1950), dedicado a reconocer
básicamente derechos civiles y políticos, y, posteriormente, para completar la dimensión
universal de los derechos, aprobó en Turín la Carta Social Europea, de 18 de octubre de 1961,
instrumento en el que se recogen los derechos económicos y sociales. Respecto al ámbito
interamericano, con la finalidad de afirmar los objetivos de la OEA, se aprobó en 1969 la
Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), tratado que
sólo recoge derechos civiles y políticos, y dedica un único precepto (26) al “desarrollo
progresivo” de los derechos económicos, sociales y culturales. Con el objeto de colmar esta
laguna se aprobó en 1988 el conocido como Protocolo de San Salvador (Protocolo Adicional
a la Convención Americana de Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales). No obstante, éste es un protocolo que aún no ha entrado en vigor
puesto que los Estados se muestran reacios a su ratificación y cumplimiento.

5.2.- Promoción de los derechos humanos.

Desde un principio, al menos en la tradición occidental, los derechos del hombre se


configuraron como “derechos subjetivos”, esto es, como derechos personales que el
ordenamiento jurídico otorga a cada sujeto. En realidad, el proceso de positivación iniciado en
los siglos XVII y XVIII no es otra cosa que la incorporación al ordenamiento jurídico de
ciertos “derechos naturales” y su conversión, por tanto, en derechos positivos atribuidos al
individuo como titular de dichos derechos -libertad individual, libertad ideológica, religiosa,
etc.-. Como tal, el individuo detenta ciertos poderes que puede ejercer a través de
procedimientos que buscan evitar las acciones de otros que puedan lesionar nuestos campos de
acción o que buscan obligar a otros a realizar algún tipo de conducta. Esta juridificación de los
derechos que, por un lado, les daba cuerpo, por otro, condujo a que su promoción y desarrollo
quedase confiada, sobre todo, al establecimiento de mecanismos jurisdiccionales tanto a nivel
nacional como internacional. Buena parte de los esfuerzos de los defensores de los derechos se
ha conducido por esta vía: a la creación de órganos jurisdiccionales que los proteja, de
procedimientos y canales formales de fácil acceso a los particulares o a grupos que encaucen
las iniciativas dirigidas a su protección.
A pesar de tener estos esfuerzos un indudable mérito, no obstante, la práctica de
algunos derechos muestra que son demasiado estériles, sobre todo, en el caso de los derechos
sociales y con más razón en los de la tercera generación y en el de aquéllos de eficacia
supranacional en los que son necesarias otro tipo de actuaciones, especialmente, que el Estado
o los Estados o los organismos internacionales promuevan políticas activas de materialización
de los derechos. Llegados a este punto, parece que el reconocimiento y el establecimiento de
mecanismos jurisdiccionales son sin duda imprescindibles para la promoción y desarrollo de los
derechos, pero que, al mismo tiempo, no son suficientes, que tienen que darse otra serie de
circunstancias, de acciones, que tienen que ponerse otros medios que posibiliten su
implantación para no dejarla exclusivamente en manos del ámbito jurídico. En efecto, ¿una
vez que se ha logrado su reconocimiento, cómo podemos hacer realidad los derechos del
hombre? ¿Queremos que las declaraciones de derechos sean mera retórica, más o menos
sugestiva, o, realmente, se quiere reivindicar su universalidad llevándolos a todos y a todas las
partes del planeta? La realización de los derechos no depende exclusivamente de los
mecanismos jurisdiccionales. Y es que la propia credibilidad de la ideología de los derechos
está en juego en la confianza en su materialización universal, en el paso del umbral de la
retórica a su concreta realidad. Teniendo en cuenta estas cautelas, dos son las cuestiones que
voy a tratar a continuación: una referencia a la protección jurisdiccional de los derechos y,
despúes, una exposición de algunos problemas relativos a la realización de los derechos, en
especial, los derechos sociales.

5.2.1.- Protección y garantía de los derechos.

Carrió, en un breve estudio sobre la protección de los derechos humanos, señala los
numerosos focos de problemas que comporta esta cuestión (Carrió 1990). Alguno de ellos no
son sino consecuencia de los muchos interrogantes que rodea toda reflexión sobre los
derechos. Entre los más relevantes, me parecen de entidad los siguientes:
1.- Un primer foco de problemas surge de las dudas en torno a la identificación de los
derechos, problemas que, en realidad, derivan de las lagunas conceptuales y de
fundamentación ya apuntadas en las páginas anteriores: ¿se debe aceptar una fundamentación
moral, iusnaturalista o liberal de los derechos, o bien basta con el reconocimiento
específicamente jurídico de los textos internacionales como expresión de un consenso universal
o de una posición realista en esta materia? El optar por uno u otro punto de vista tiene, sin
duda, sus consecuencias: en el primer caso, habrá que realizar los derechos con independencia
de su reconocimiento jurídico.
2.- Un segundo foco de problemas está ligado a los proyectos de clasificación de los
derechos, incluso, de jerarquización. Este problema no es, en absoluto, baladí pues de él
dependen las orientaciones básicas que guíen su realización: primero, saber cuáles son los
derechos a realizar, después, si hay que materializar primero unos u otros o todos al mismo
tiempo. Esta cuestión remite inmediatamente a la dualidad tantas veces denunciada entre
derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales, es decir, entre
derechos de libertad y de igualdad, entre la libertad negativa y la libertad positiva.
3.- Un tercer foco de problemas tiene que ver con los medios requeridos para su
realización: a través de la protección y garantía constitucional de cada Estado o también a
través de otro tipo de actuaciones positivas que favorezca su implantación: desde medidas
educativas (enseñanza de los derechos humanos y de otros valores sociales), campañas de
divulgación de los derechos y de sus violaciones, políticas concretas sobre servicios sociales,
fomento de la cooperación internacionales, gubernamental y no gubernamental, colaboración
entre los organismos internacionales, mayor sensibilidad hacia ciertas realidades, etc.
4.- Un cuarto foco de problemas es consecuencia de lo anterior: ¿quién debe promover
la protección de los derechos? ¿Quién es el sujeto activo de la promoción de los derechos? ¿La
realización de los derechos debe dejarse a los Estados nacionales o debe concederse
protagonismo a los organismos internacionales? ¿Hay un lugar para otros sujetos que puedan
colaborar en esta tarea? Ciertamente, hasta la fecha se concede una relevancia destacada a los
Estados nacionales. Bajo el principio de soberanía se deja a cada Estado la tarea de establecer
tanto sus sistemas judidiales de protección como la de realizar políticas activas de promoción.
Claro que se entiende que esto es lo correcto en los sistemas políticos democráticos al estilo
occidental. ¿Qué pasa en los Estados con sistemas políticos diferentes en los que,
normalmente, no se respetan unos derechos mínimos? Aún más, ¿incluso en los sistemas
democráticos es posible acudir legítimamente a otras instancias supranacionales si no se ha
quedado satisfecho?
5.- En fin, un quinto foco surge de las numerosas situaciones especiales que se dan en
la realidad y que plantean también nuevos obstáculos y dificultades que hay que resolver.
Sobre todo, en las situaciones de emergencia en la que ya sea por un ataque exterior o por
alguna conmoción interior (guerras civiles, insurrecciones, terrorismo, etc.) la existencia de los
derechos queda suspendida. Véanse los casos de Bosnia, Somalia, Zaire, etc.
Pues bien, no creo que sea exagerado afirmar que la causa de estos problemas obedece,
en parte, a las ambigüedades y al incierto estatuto de los derechos del hombre en la esfera
internacional. Es indudable que, hoy por hoy, los derechos humanos a través de su regulación
en textos internacionales, especialmente la Declaración Universal de Derechos Humanos y los
Pactos Internacionales, han cobrado una inusitada importancia: es, como ya adelanté al
principio de este libro, el tiempo de los derechos. Los derechos componen una especie de
moral universal tanto porque explicitan un código de conducta acerca de cómo debe operarse
entre los sujetos -Estados y ciudadanos- en la esfera nacional e internacional como porque
parece reflejar un modelo de futuro político para el planeta en la medida que puede adivinarse
el proyecto de formación de un Estado mundial. Ello ha originado una mística de los derechos,
como una especie de religión laica que une a los hombres y naciones del planeta (Mathieu
1993, 3).
Pero, del mismo modo, también es cierto que los derechos como reglas de esta moral
universal han sido positivados para traspasar ese umbral y para convertirse en reglas que deben
ser cumplidas. Para ser Derecho, en definitiva. La Declaración y los Pactos, así, han recogido,
de una parte, los derechos precisos para construir un Estado de Derecho, esto es, los derechos
de la primera generación que surgieron en la lucha contra la arbitraiedad y la defensa de la
persona, y, de otra, los derechos justificados en el logro de un desarrollo económico, el reparto
democrático de los frutos de la producción, redistribución de la riqueza y el disfrute de unas
iguales condiciones materiales de vida. Ahora bien, para su extensión y realización, era
necesario el establecimiento de mecanismos de protección jurisdiccional. Estos faltan en el
plano internacional por la oposición de EEUU, Francia, Inglaterra y la URSS tanto en la Carta
de la ONU, la Declaración Universal como en los textos posteriores. O, al menos, su situación
es bastante caótica147.
Esta ausencia junto con otros aspectos hace que los derechos compongan una “incierta
nebulosa” de reglas y que su realización parezca, a veces, imposible. En efecto, existen
numerosas ambigüedades en la formulación de los derechos que acentúan esta sensación:
problemas de definición de los derechos y de las libertades fundamentales, ambigüedades
respecto a su naturaleza -si implican obligaciones o sólo recogen deseos-, a quiénes obliga,
quiénes son sus titulares y no digamos sobre su contenido, etc. Además, todo ello compone
una “moral oficial” de las estructuras políticas universales que, en realidad no es sino la
concreción de una tradición cultural: la de la moral de las democracias liberales que pretende
extenderse a todos los Estados del planeta. Lo que plantea y planteó numerosos problemas

147
Al menos, los Informes de los años 1995 y 1996 de Amnistía Internacional hacen un especial hincapié en
esta ausencia y en su consecuencia más directa para la práctica de los derechos: la impunidad para quien los
viola. Vid. Amnistía Internacional (1996), pp. 56 y ss.
añadidos. Ya los planteó en el momento de elaboración de la Declaración Universal: entre los
países capitalistas y socialistas por las categorías de derechos que debería recoger; y de éstos
con los del Tercer Mundo que reivindican la independencia y la redistribución de la riqueza.
Todas estas cuestiones han condicionado los debates posteriores hasta el fin de la Guerra Fría.
Sin duda, todo ello abunda en el carácter artificial y consensual de esta moral.
Al final, la convivencia internacional está regida por un código de derechos con una
indudable potencialidad transformadora de la realidad universal, pero con enormes
imprecisiones a lo que hay que añadir la inexistencia de un mecanismo jurisdiccional con
competencias en la instrucción, juicio y ejecución de los derechos vinculado a la ONU.
Después de todo, paradójicamente, para lograr la plena eficacia de los derechos, sólo cabe
recurrir a una instancia que compela a su realización: la apelación a la opinión pública
internacional como garantía de los derechos humanos. El único recurso ante la práctica
constante de las violaciones, muchas veces, parece ser la denuncia pública y la sensibilización
de la población de las violaciones y crueldades más aberrantes. Pero, a veces, las cifras son tan
impresionantes que ni siquiera así se logra ese objetivo.
Mientras tanto, la protección de los derechos descansa en el establecimiento de
mecanismos jurisdiccionales tanto en el plano nacional como en el internacional. En ambos
casos, sin duda, son numerosos los problemas. En el ámbito nacional, ciertamente, la tradición
jurídica occidental está repleta de inventos y experiencias de búsqueda de mecanismos de
protección jurisdiccional148. El derecho inglés fue pionero en este tipo de experiencias: el writ
del habeas corpus fue un primer e importante invento contra las detenciones arbitrarias y las
injuctions lo fueron para proteger el resto de los derechos civiles y políticos. En la actualidad,
el constitucionalismo ha pulido con enorme precisión las garantías de los derechos humanos.
Para ello, por supuesto, se requiere su reconocimiento como derechos fundamentales, es decir,
su constitucionalización. Pero, no siempre ésta ha sido una garantía suficiente, pues sólo el
reconocimiento constitucional no garantiza su efectividad si no va respaldado por medios
eficaces de protección. Esta idea que hoy parece evidente y es aceptada por la generalidad no
siempre ha sido una tesis extendida: antes se recogía en la Constitución y su desarrrollo y el
establecimiento de los medios de protección se dejaban a una regulación posterior que o no
llegaba o desvirtuaba su sentido inicial. Tras esta experiencia, el constitucionalismo llegó a la
conclusión de que la positivación de los derechos, su plasmación en un texto constitucional y
en leyes y la efectiva previsión de instrumentos jurídicos son imprescindibles para hacerlos
realidad.

148
Sobre la protección jurisdiccional de los derechos puede verse el libro de García Morillo (1994).
¿Cuáles son estos instrumentos jurídicos previstos para dar cuerpo a los derechos en
los ordenamientos jurídicos nacionales? Por de pronto, en los países occidentales, se han
previsto potentes mecanismos jurídicos dirigidos precisamente a dar fuerza a la realización
inmediata de los derechos. Estos mecanismos pueden estipularse o bien como garantías
generales o bien a través de concretos procedimientos jurisdiccionales. En el primer caso, el
que las Constituciones no tengan carácter programático, sino que sean una pieza clave en el
ordenamiento jurídico tuvo una incidencia especial en la protección de los derechos. En efecto,
en principio, ello supuso que se estableciesen en los textos constitucionales ciertas previsiones
no establecidas para los casos de violación específica de los derechos, sino para que sirviesen
como reglas o pautas para la actuación de los poderes públicos en su quehacer diario. Entre
este tipo de cláusulas generales de protección de los derechos pueden citarse, por ejemplo, la
directa aplicabilidad de los derechos fundamentales, las previsiones de regular ciertas materias
-entre ellas, los derechos y libertades- a través de leyes especiales que requieren un plus de
formalidad y de mayorías -por ejemplo, a través de leyes orgánicas-, a través de la iniciativa
legislativa popular, también a través del establecimiento de pautas generales para su
interpretación e, incluso, el establecimiento de instituciones específicas para la vigilancia y
supervisión del respeto de los derechos por parte de los poderes públicos - así, el Defensor del
Pueblo o Ombusman -149.
Junto a estas garantías generales, las Constituciones preveen también otros mecanismos
más concretos dirigidos a legitimar la protección jurisdiccional de los derechos a través de
procedimientos especiale, rápidos y seguros. Desde Kelsen, estos procedimientos giran en
torno a la creación de tribunales cuyo cometido específico es la protección y garantía de los
derechos y libertades fundamentales de los individuos. Son los Tribunales de Garantías
Constitucionales o también los Tribunales Constitucionales cuya existencia se ha generalizado
en las Constituciones aprobadas después de la Guerra Mundial. Junto a ello, se establecen
procedimientos que permiten a los ciudadanos un rápido acceso a dichos Tribunales y, por
tanto, también una rápida protección: son los recursos de amparo. Este hecho, junto con la
larga reivindicación de los defensores de los derechos de establecer vías jurisdiccionales de
protección, ha sustancializado un nuevo e importante derecho que se ha incorporado al elenco
de libertades constitucionales: el derecho a la tutela judicial efectiva, probablemente el que más
reclamaciones suscita ente los ciudadanos. Además de los recursos de amparo constitucional,
también se han creado con el mismo objetivo otros procedimientos jurisdiccionales ordinarios
que no hace falta sustancializar ante el Tribunal Constitucional, sino ante los jueces naturales.

149
En la Constitución española de 1978 pueden consultarse los siguientes artículos: el 53.1 para la
aplicabilidad de los derechos y libertades y la reserva de ley orgánica en esta materia, el 9.1 para la eficacia
directa de la misma Constitución, el art. 86.1 y 82.1 en materia legislativa, etc.
Finalmente, la defensa de los derechos puede llevarse a cabo ante los órganos jurisdiccionales
internacionales con este tipo de competencias150.
No obstante, en este edificio tan finamente diseñado para la protección de los derechos
existe una importante deficiencia: la exclusión casi generalizada de los derechos sociales de los
sistemas de protección jurisdiccional. Es sintomático que la Constitución española excluya del
capítulo de los derechos fundamentales a los derechos sociales para incluirlos en otro bajo el
rótulo de “principios rectores de la política económica y social”. La denominación es toda una
señal: son principios rectores y no derechos, lo que los excluye del amparo constitucional. Y es
que el sistema de protección jurisdiccional en nuestro ordenamiento jurídico como en el de los
países de nuestro entorno sólo está pensado para los derechos civiles y políticos. No hay una
determinada herramienta judicial para la tutuela de los derechos sociales. También es cierto
que por la propia idiosincrasia de estos derechos difícilmente puede pensarse un mecanismo
jurisdiccional que obligue a su realización. En efecto, como se trata de que el Estado
despliegue una actuación determinada, que los poderes políticos actúen, no es fácil obligarles a
que cumplan una actividad positiva. Normalmente, la realización de los derechos sociales suele
requerir una acción “ad hoc” del poder legislativo que señale los fines y los medios para
materializar las políticas y los proyectos sociales. Desde la perspectiva jurídica, los derechos
sociales coadyuvan un problema de técnica jurídica de difícil resolución y de diferente
magnitud: cómo obligar al Estado a actuar. Esta circunstancia hace que, a pesar de todo, la
realización de los derechos sociales sea una cuestión que a ivel nacional no tiene una respuesta
fácil ni siquiera única.
La tutela judicial de los derechos humanos en el ámbito internacional tiene mayores
problemas que los vistos y de más calado (Sieghart 1991, 35). En primer lugar, los problemas
surgen ya en la diferente consideración y consagración de los derechos en los textos jurídicos
internacionales. Con ser éste una primera dificultad, no obstante, para algunos, la más seria
reside en la ausencia de un órgano específico cuyo objetivo sea la tutela internacional. En
efecto, poco a poco, se han ido solventando las críticas positivistas sobre un derecho
internacional de los derechos humanos con la aprobación de la Declaración Universal de
Derechos Humanos y con la aprobación y ratificación de los dos Pactos Internacionales, y, por
supuesto, con su traslado a ciertas áreas geográficas en la forma de textos regionales. En este
panorama, cada vez más se ha puesto de manifiesto la necesidad de crear dicho órgano
jurisdiccional de ámbito internacional, pues, en la actualidad, la realización y promoción de los
derechos es, sobre todo, objeto de exhortación o de presiones diplomáticas entre los Estados,
o de condena de la opinión pública internacional. Ahora, las objeciones positivistas se centran

150
Para toda esta materia, puede verse el art. 53.2 de la Constitución española, además de los art. 14 a 30, entre
precisamente en recalcar la ausencia de ese órgano jurisdiccional: de qué sirve un elaborado
sistema internacional de derechos del hombre si no existe un órgano con autoridad que obligue
a su realización, que pueda determinar las transgresiones, los hechos probados, que, en suma,
instruya los expedientes y proponga sanciones a imponer. Así, parece que la Declaración
Universal de Derechos Humanos y todo el entramado jurídico construido en su torno por la
comunidad internacional no es sino un agradable ejercicio retórico o literario sin el necesario
complemento de un organismo internacional de protección (Carrió 1990, 47).
La creación de un órgano de este tipo se enfrenta a un problema de muy difícil
resolución: el principio de soberanía nacional y su necesaria cesión por parte de los Estados
que implica el establecimiento de esa forma de protección internacional. El principio de
soberanía nacional tiene una honda raigambre en la escena internacional como para que de un
plumazo las autoridades de las naciones cedan sin más una parte de la misma, a pesar de que se
están haciendo serios esfuerzos para crear instituciones supranacionales en otros ámbitos que
no son el de los derechos humanos. Pensemos que este principio se remonta a las viejas
concepciones patrimonialistas del Estado por el cual el príncipe o el soberano eran propietarios
de todo lo que existiera en un determinado territorio, especialmente, las cosas y las personas
que nacían y habitaban en él. Incluso, en la actualidad, los Pactos Internacionales que han
desarrollado la Declaración Universal de Derecho Humanos preveen que sean los mismos
Estados que los subscriben los encargados de su realización: que sus constituciones recojan los
derechos y libertades fundamentales, que establezcan órganos jurisdiccionales con sus
procedimientos formales de reclamación, etc. Esto, por supuesto, obliga a que los ciudadanos
agoten los mecanismos del derecho interno antes de recurrir a otras instancias. Pero, ¿qué pasa
si no existen esos mecanismos o se impide su acceso a los sujetos afectados?
A falta de ese hipotético organismo internacional, la promoción de los derechos se
materializa a través de otras fórmulas que lo suplen y que, en algunos casos, tienen un
indudable éxito. Ya he mencionado el papel de la presión política entre los Estados, ya sea por
vía diplomática o económica. Claro que confiar en esta fórmula supone condicionar la
realización de los derechos a los conflictos entre países y a los intereses en juego en la escena
internacional no siempre muy preocupados en la práctica de los derechos. En este punto, en
los países occidentales sensibilizados por estas cuestiones ha cobrado cada vez una mayor
importancia la apelación a la opinión pública con el objeto de lograr una conciencia
internacional en contra de las violaciones de los derechos y de cualquier práctica violenta y
cruel que se produzca contra las personas (Mathieu 1993, 38). Las Organizaciones No
Gubernamentales ocupan un puesto de primera magnitud en esta labor de sensibilización con

ellos, el 24.
sus continuas denuncias. Son conocidos, en este sentido, los informes y las campañas de
Amnistía Internacional cuya voz y denuncia llega a los lugares más recónditos del planeta,
aunque, muchas veces, sus actuaciones no se vean recompensadas con el éxito. Por sí sólas
estas actuaciones no son capaces de obligar a un Estado a cambiar su conducta acerca de los
derechos humanos.
Aunque no exista un órgano jurisdiccional ligado a la ONU con competencia para
instruir, juzgar y ejecutar expedientes y resoluciones en materia de derechos humanos, sí es
cierto que la Comisión de Derechos Humanos ha logrado algunos sonados éxitos. Incluso,
otro tanto puede decirse de algunos órganos internacionales de carácter regional como es la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. En estos casos, estas instituciones
lo que hacen es canalizar las denuncias presentadas por los particulares o por las
organizaciones no gubernamentales y, en ocasiones, trasladar a personas con la misión de
investigar in loco la práctica de los derechos y de realizar los oportunos informes sobre las
violaciones. En este sentido, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos constituyó un
foro de primera magnitud en la denuncia de las violaciones de los derechos en Chile y
Argentina en los años 70s hasta el punto de que se logró, al menos, la paralización de las
crueldades que se estaban haciendo. Por supuesto, estas denuncias e informes por sí solas no
imponen una sanción al Estado y una rectificación de las violaciones, pero las autoridades se
cuidan mucho de ver su política sometida a una condena por uno de estos organismos, pues
ello supondría algo así como una sanción moral internacional y una publicidad negativa para el
país. En realidad, la actuación de estas comisiones finalmente concluye más que nada en una
sanción moral que, por sí sola, difícilmente puede compeler a la autoridades políticas de un
país a rectificar. No obstante, se han producido casos, en Latinoamerica -por ejemplo, en
Colombia-, en los que los gobernantes prefieren corregir su conducta hacia un ciudadano
cuando ven que las denuncias ante estas comisiones se sustancializan y que pueden ser
condenados.
Precisamente, en el ámbito regional de la tutela internacional de los derechos es donde
más éxitos se ha cosechado en su protección. En efecto, si bien es censurable la ausencia de
ese órgano internacional de carácter general, lo cierto es que junto a la regionalización, esto es
la adaptación de la Declaración Universal de Derecho Humanos por zonas geográficas del
planeta, se han ido sucesivamente creando instituciones regionales que velan por el
cumplimiento y respeto de los derechos. Esta descentralización es notoria en ciertas áreas. Por
ejemplo, en el caso ya citado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero
también hay que citar al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En ambos casos, se
sustancian juicios contra aquellos Estados que violan los derechos humanos, incluso, sus
procedimientos no sólo concluyen con informes sino que llegan a condenar a sus autoridades
ordenándoles una satisfacción justa o una compensación por los daños causados a los
particulares.
No obstante, aunque sean notorios estos avances, son todavía muchos los problemas e
interrogantes que quedan sin resolver. Cuestiones que tienen que ver tanto con el concepto y
clasificación de los derechos del hombre como con la legitimación procesal y los
procedimientos que deben instarse. Entre los más relevantes pueden mencionarse los
siguientes: ¿Deben reconocerse y, por tanto, proteger sólo los derechos de la primera
generación o debe incluirse también los de la segunda? Y, ¿los de la tercera? ¿Quién o quiénes
son las personas legitimadas para formular las denuncias de protección internacional? ¿Un
Estado contra otro Estado? ¿Las víctimas contra el Estado? ¿Cualquier particular? ¿Cómo
establecer un procedimiento e instrucción e investigación que realice estas tareas sin pérdida
de tiempo, elemento crucial para evitar daños y perjuicios irreparables? ¿Realmente, es
necesario agotar todos los recursos internos previstos en la legislación nacional? ¿Pueden ser
prescindibles en algunos casos en aras de una actuación rápida? ¿De qué modo podría
articularse con eficacia la protección internacional para que las declaraciones internacionales
sobre los derechos sociales no sean sólamente programáticas? ¿Cuál es la mejor forma para
actuar en las situaciones de emergencia para que se respete el derecho internacional
humanitario? En este sentido, ¿cómo lograr la protección de las víctimas en los conflictos
armados sean éstos de carácter internacional o exclusivamente nacional -guerras civiles,
conflictos, etc.? (Carrió 1990, 50 y ss.).

5.2.2.- La realización de los derechos.

En estas páginas ya se ha afirmado con anterioridad la necesidad de no confiar la


promoción de los derechos exclusivamente a los mecanismos jurisdiccionales nacionales o
internacionales. De hecho, pueden realizarse otro tipo de políticas favorables a los derechos
que no descansen sólo en la protección jurisdiccional, pues ésta adolece de algunos defectos.
Primero que siempre es a posteriori, es decir, cuando ya se producido la violación de los
derechos, cuando el daño es irremediable. Además, cuando existe la oportuna institución
competente en esta materia, los procedimientos suelen ser largos y tediosos con todos los
problemas procesales que suelen conllevar, incluso en aquéllos casos en los que se permite al
particular la presentación de la correspondiente “queja” o reclamación contra un Estado. Por
otra parte, los Estados no suelen favorecer las actuaciones de las comisiones internacionales ni
de los funcionarios enviados a investigar las acusaciones vertidas. Muchas veces los informes
se concluyen muchos años después de las acciones cometidas que los iniciaron. Por ello, la
promoción de los derechos puede ser objeto de acciones previas dirigidas a ciertos objetivos
que pueden suponer importantes avances en su realización. Por ejemplo, la educación en
derechos humanos desde la escuela que puede evitar las manifestaciones de racismo y
xenofobia que están surgiendo en los países más desarrollados. Igualmente, otro tipo de
medidas concretas tanto a nivel nacional como internacional que lleven a la práctica una
correcta promoción de los derechos. Pues se trata de plantearnos cómo, una vez que se ha
logrado un amplio reconocimiento de los derechos del hombre, se pueden hacer realidad.
¿Queremos que las declaraciones de derechos sean mera retórica más o menos sugestiva o,
realmente, se quiere reivindicar su universalidad llevándolos a todos y a todas las partes del
planeta? Entonces, ¿debe dejarse la materialización de los derechos a la situación general de la
comunidad internacional, a las relaciones de poder existentes entre los diferentes actores?
¿Debe dejarse que cada Estado actúe en su interior con total libertad y plena impunidad
cuando es evidente la constante violación de los derechos más mínimos: el derecho a la vida, a
la seguridad, la libertad individual? ¿Deben aplaudirse estas actuaciones o, simplemente,
describirlas (y, por tanto, justificarlas) al amparo de una visión realista del ejercicio del poder?
Los organismos vinculados a Naciones Unidas en los últimos tiempos están
preocupados por este tipo de actuaciones que pueden colaborar a la promoción y realización
de los derechos. De hecho, organizan foros internacionales y elaboran informes donde se
estudian la realidad de los derechos, las causas del déficit de implantación y las posibles
soluciones a cada situación. Los derechos sociales han sido uno de los polos de su atención.
En efecto, al hilo del auge del convencimiento de que los derechos humanos son una única
realidad interdependiente, ha surgido la preocupación por la dispar situación en la realización
de los derechos de la segunda generación en relación con los de la primera. Ello condujo a una
doble iniciativa en el ámbito internacional, sin duda, loable: por un lado, la convocatoria de un
foro internacional de expertos en la realización de los derechos sociales y, por otro, la petición
de un informe especial a un relator sobre el mismo asunto. A continuación, voy a hacer
referencia a algunas de sus conclusiones más interesantes en torno a los derechos sociales.
La primera iniciativa se materializó en una reunión internacional convocada, entre
otros, por la Comisión Internacional de Juristas, que tuvo lugar los días 2 al 6 de junio de 1986
en Maastricht, Países Bajos, donde, tras las oportunas discusiones sobre la aplicación del Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, se subscribió una declaración
que lleva el nombre de Los Principios de Limburgo, en honor a la Universidad donde se
realizó, y que establece un código de reglas aceptado internacionalmente sobre la naturaleza y
el alcance de las obligaciones de los Estados respecto a los derechos sociales. Los Principios
de Limburgo no son sino una larga exégesis de los artículos de dicho Pacto Internacional
donde se realizan interesantes precisiones sobre las obligaciones de los Estados que lo han
subscrito151. Junto con las aclaraciones al sentido de alguno de los conceptos del Pacto, los
expertos reunidos en esa ciudad dirigieron su atención hacia las siguientes cuestiones de
interés:
1.- Principios generales sobre la naturaleza y alcance de las obligaciones de los
Estados contratantes. Los Principios de Limburgo dejaron bien sentadas tres ideas generales
sobre los derechos sociales: primero de todo, que “los derechos humanos son indivisibles e
interdependientes”, por lo que “se debería prestar la misma atención y consideración urgente a
la aplicación, fomento y protección tanto de los derechos civiles y políticos, como de los
económcios, sociales y culturales”; que existe una “legislación internacional sobre derechos
humanos” de la que forman parte la Declaración Universal de Derechos Humanos, los dos
Pactos y sus Protocolos Adicionales y todo ello conforma la Carta Internacional de Derechos
Humanos; y que la firma y ratificación de un Estado del Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales implica la asunción de “obligaciones contractuales
específicas”. Entre otras, cabe reseñar las siguientes: a.- Que los Estados Partes “deben, en
todo momento, actuar de buena fe en el cumplimiento de las obligaciones que ellos han
aceptado en este Pacto”. b.- Que “aunque la realización completa de los derechos reconocidos
en el Pacto se logre progresivamente, la aplicación de algunos derechos puede producirse
inmediatamente dentro del sistema legal, en tanto que para la de otros se deberá esperar”. c.-
Que “los Estados Partes del convenio son responsables ante la comunidad internacional y ante
sus propios pueblos por el cumplimiento de las obligaciones que se derivan del Pacto”. d.- Que
para su cumplimiento se puede contar tanto con las organización no gubernamentales, como
con “el esfuerzo nacional concertado, con la participación de todos los sectores de la
sociedad”, lo que “debería enfocarse con una óptica de cooperación y diálogo”. e.- Que deberá
prestarse una especial atención “a los principios de no discriminación y de igualdad ante la
ley”. f.- Que “se debería prestar esmerada atención a las medidas destinadas a mejorar las
condiciones de vida de los grupos sociales pobres y menos privilegiados, además de prever la
necesidad de medidas especiales para proteger los derechos culturales de los pueblos indígenes
y de las minorías”. Por último, en este apartado, se recoge también la necesidad de velar por el
cumplimiento de estas obligaciones por parte de la Comisión sobre Derechos Económicos,
Sociales y Culturales, vinculada a la ONU, que debe prestar atención a estas consideraciones
así como a las relaciones económicas internacionales.

151
Se encuentran recogidos en el libro de Turk (1993), pp. 365-381.
2.- Principios interpretativos sobre alguno de los conceptos del Pacto. Estos
principios recogen una serie de consideraciones sobre las medidas que deben tomar los
Estados para el cumplimiento de las obligaciones contraídas y para la realización de los
derechos contenidos en el Pacto. Esas medidas deberán ser legislativas, judiciales,
administrativas, económicas, sociales y educativas. Pone un especial énfasis en señalar que las
legislativas no son suficientes y en la exigencia de establecer un sistema de recursos efectivos.
Asimismo, los principios aclaran que estas obligaciones exige acutuaciones concretas de los
Estados y que, en ningún caso, la progresiva realización de los derechos debe ser entendida
como una excusa para diferir indefinidamente los esfuerzos. En particular, se exige que los
Estados administren eficazmente los recursos disponibles sin merma en la satisfacción de unas
condiciones mínimas de subsistencias. En este punto, en estos Principios se recogen
interesantes precisiones sobre el significado de alguno de los conceptos más controvertidos de
este Pacto como, por ejemplo, sobre el aprovechamiento máximo de los recursos disponibles,
el principio de no discriminación, la igualdad entre hombres y mujeres, etc.
3.- Violaciones a los derechos económicos, sociales y culturales. Los Principios de
Limburgo hacen una extensa y nítida exposición de lo que se consideran violaciones de los
derechos económicos, sociales y culturales por parte de los Estados. El fracaso en el
cumplimiento de una obligación derivada del Pacto es considerado como una violación de
estos derechos. Entre éstas, citan los siguientes ejemplos: no lograr adoptar una medida
exigida por el Pacto; no lograr remover los obstáculos que impidan la realización inmediata de
un derecho; no lograr aplicar con rapidez un derecho que el Pacto exige; no lograr,
“intencionalmente, satisfacer una norma internacional mínima de realización, generalmente
aceptada, y para cuya satisfacción está capacitado”; adoptar “una limitación a un derecho
reconocido en el Pacto por vías contrarias al mismo”; retrasar, “deliberadamente”, o detener
“la realización progresiva de un derecho, a menos que actúe dentro de los límites permitidos en
el Pacto o que dicha conducta se deba a una falta de recursos o a una fuerza mayor”; y no
presentar los informes exigidos por el Pacto.
Al mismo tiempo, a finales de los 80s, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU,
siguiendo el ejemplo de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las
Minorías, decidió encomendar a un relator especial la elaboración de varios informes sobre la
realización de los derechos económicos, sociales y culturales y sobre los problemas, las
políticas y las medidas progresivas para una realización más efectiva de esos derechos. Esta
labor recayó en el relator especial Danilo Turk quien elaboró dichos informes en la línea de los
Principios de Limburgo y de los cuales extraigo a continuación alguna de las ideas más
importantes152. Estas ideas están ya esbozadas en su informe preliminar titulado “Elementos
básicos para la realización de los derechos económicos, sociales y culturales” que sirven de
guía para lo que viene a continuación. La exposición de Turk puede dividirse en las siguientes
apartados:
1.- Un primer apartado sobre cuestiones conceptuales y de fundamento cuya línea
maestra busca responder a la pregunta ¿existe la posibilidad de que las Naciones Unidas
lleguen a una concepción unificada de los derechos económicos, sociales y culturales? En su
respuesta, trata los diferentes argumentos esbozados para justificar una visión escindida de los
derechos: por un lado, los derechos civiles y políticos y, por otro, los derechos sociales. En su
opinión, “hay que dar más o menos por finalizada la época de la jerarquización de los derechos
humanos y hay que encontrar una concepción unificada para interpretar la relación entre los
dos principales grupos de derechos. La base conceptual existe y ha existido siempre: está
constituida por la idea fundamental de la dignidad humana” que encuentra su justificación en el
art. 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (Turk 1993, 119). En suma, que los
derechos económicos, sociales y culturales son tan humanos, universales y fundamentales
como los derechos civiles y políticos. Otra cosa es que existan diferencias respecto a las
obligaciones contraídas por los Estados y las condiciones para su realización. A pesar de ello,
los Estados deben intentar alzanzar un mínimo de protección y bienestar social en el marco de
las circunstancias en las que se encuentre cada país. Estos derechos tienen también un núcleo o
“un mínimo contenido básico identificable que no puede reducirse so pretexto de las
diferencias razonables permtiidas”153. El relator se muestra partidario de que, bajo estas
premisas, los Estados respeten los Principios de Limburgo.
2.- El relator trata a continuación de ilustrar algunos problemas que condicionan la
realización los derechos económicos, sociales y culturales en el ámbito nacional. En su
opinión, dos circunstancias, entre otras, determinan la realización de estos derechos: la
extrema pobreza evidente en amplios sectores de las sociedades nacionales y la estrecha
relación relación existente entre la aplicación de los programas de ajuste estructural y las
dificultades de realización de los derechos económicos, sociales y culturales. En efecto, en
relación con la primera de esas circunstancias, en un mundo en el cual, según las cifras del
Fondo de Población de Naciones Unidas, en el año 1991 más de 1.000 millones de personas,
es decir, algo así como uno de cada cinco habitantes del planeta, vive en la más absoluta
pobreza, difícilmente puede hablarse con sinceridad y coherencia de la realización de los
derechos sociales cuando éstos requieren unas mínimas condiciones de vivienda, salud,

152
Todos estos documentos se encuentran recopilados con las oportunas explicaciones en Turk (1993).
153
Recoge aquí el relator la opinión de Ph. Alston.
educación, etc154. Aún más, cuando esas personas habitan en las zonas menos desarrolladas del
planeta. Las estadísticas de dicho Fondo ponen también de manifiesto cifras que, por sí solas,
desalentarían a cualquiera: de los 24 billones de dólares de Producto Mundial Bruto en 1990,
los 24 países de la OCDE, que representan el 18% de la población mundial, acapararon el 66%
de esa cantidad. El relator señala que estas condiciones son la prueba patente de la
indivisibilidad de los derechos máxime cuando el problema de la pobreza no es exclusivo de los
países en desarrollo, sino que afecta también a los países desarrollados. Es más, esta nueva
realidad demuestra que la libertad se ve amenazada cuando no hay seguridades
socioeconómicas. Por ello, la práctica de los derechos humanos tiene que congujar las
acciones dirigidas a erradicar los obstáculos en la realización tanto de los derechos civiles y
políticos como de los derechos sociales.
El relator condece también una especial importancia al aumento de la pobreza y su
relación con la aplicación de programas de ajuste estructural en los países en desarrollo
ordenados por los organismos financieros internacionales. Estos programas han sido la causa
directa del aumento del desempleo y de la pobreza en dichos países. El relator se preocupa por
hacer una relación de los hechos más determinantes de esa causalidad y de los efectos sobre
los derechos económicos, sociales y culturales: desde el aumento de la deuda externa, sus
causas y la presión de los órganos financieros internacionales, el pago de dicha deuda y la
supresión de los incipientes servicios y políticas sociales. Especialmente, pone el acento en la
repercusión que estas decisiones y prácticas tienen sobre los sectores menos favorecidos, sobre
todo, en los niños. Y es que “en el contexto de las políticas a mediano y largo plazo, el
crecimiento de los recursos disponibles se convierte en un elemento necesario para la
realización de los derechos económicos, sociales y culturales” y sin éstos los más perjudicados
son los menos desarrollados (Turk 1993, 133).
3.- ¿Puede la cooperación internacional resolver los problemas de realización de los
derechos económicos, sociales y culturales? A pesar de que el Pacto Internacional y los
diferentes convenios internacionales insisten en la necesidad de dicha cooperación
internacional, en opinión del relator, no parece que los esfuerzos realizados hasta la fecha
hayan dado resultados muy positivos. Por un lado, porque los principales organismos
internacionales especializados -OIT, FAO, OMS y UNESCO-, que, sin duda, hacen una labor
considerable, no obstante, no parecen realizar sus acciones de una forma conjunta, pues no
están coordinados y siguen métodos muy distintos. Por otro lado, el relator estudia también las
consecuencias de las actividades de las instituciones financieras internacionales en la
realización de los derechos económicos, sociales y culturales. Su opinión es que el Fondo

154
Vid. Fondo de Población de Naciones Unidas (1991).
Monetario Internacional y el Banco Mundial se desentienden de las consecuencias de la
aplicación de los programas de ajuste estructural, orientados al pago de la deuda externa, para
los derechos sociales y, sin embargo, “las actividades financieras a corto plazo (es decir, los
empréstitos y el servicio de la deuda) han tenido profundas consecuencias para el desarrollo de
gran número de países en desarrollo y, por consiguiente, para los derechos humanos de sus
ciudadanos” (143). Ahí está la trágica experiencia de Venezuela. Estos acontecimientos han
hecho que tanto el FMI como el BM reconsideren alguna de sus actitudes y, de hecho, “se
tiene cada vez más conciencia de la necesidad de mejorar las políticas formuladas o
patrocinadas por las instituciones de Bretton Woods a fin de satisfacer las necesidades de los
países en desarrollo fuertemente endeudados y, más concretamente, de los grupos de personas
más vulnerables de esos países. Queda por ver si ello conducirá a la formulación y aplicación
de políticas coherentes y eficaces” (145).
Como medidas a tomar para el desarrollo de los derechos sociales, el relator especial
concluye que, entre otras cosas, es necesario articular un enfoque unificado de la
interpretación y realización de los derechos económicos, sociales y culturales, que, a nivel
nacional, no puede disociarse las condiciones de extrema pobreza y la aplicación de los
programas de ajuste estructural y que es necesaria una mayor colaboración entre los
organismos internacionales en el cumplimiento de determinadas metas. La cooperación
internacional cobra así una especial importancia. En verdad, tras un análisis tan minucioso y
esclarecedor de los problemas para la realización de los derechos, parece que sus conclusiones
son poco esperanzadoras o, al menos, que para este viaje no hacían falta tales alforjas.

5.3.- Violaciones de los derechos humanos.

Las violaciones de los derechos humanos reflejados en los textos internacionales


aumentan progresivamente todos los años sin que los esfuerzos de las organizaciones no
gubernamentales, el voluntariado y los Estados consigan frenarlas o, al menos, permitan
augurar un futuro más optimista. El panorama es, ciertamente, desolador y el fin de la Guerra
Fría no ha supuesto sino un creciente incremento de violaciones. En los últimos tiempos, son
numerosos los informes de instituciones públicas y privadas y de organizaciones no
gubernamentales, que constatan el deterioro universal de los derechos. Parece que sólo la
denuncia pública, previa contrastación y comprobación de los hechos, pueda ser la respuesta
ante la dimensión de esta realidad agravada por la inexistencia de una corte penal internacional,
la pasividad de los Estados y la inoperancia de las instituciones internacionales de defensa y
promoción de los derechos humanos demasiado mediatizadas por su vinculación a la ONU y a
las políticas de los países. Por eso, junto al auge de las violaciones de los derechos, destaca
también la creciente impunidad con que operan quienes cometen tales acciones, sean
funcionarios o personas ligadas a algún gobierno como a grupos de oposición.
La labor de algunas organizaciones no gubernamentales, y, por tanto, no vinculadas
financieramente a algún gobierno u organismo internacional, es, en este sentido, muy meritoria
en la medida que parecen ser las únicas que pueden alzar la voz en contra de esta situación.
Son ampliamente conocidas las campañas internaciones y los informes publicados en varios
idiomas en las que denuncian tales barbaridades atentatoria a los textos jurídicos
internacionales sobre derechos humanos y, en particular, al derecho internacional humanitario.
Por ejemplo, las que realiza Amnistía Internacional (AI) en defensa de la libertad de los presos
de conciencia, de políticos opositores o de periodistas, o en favor de juicios imparciales o en
contra de las ejecuciones extrajudiciales, homicidios arbitrarios o “desapariciones” tanto si son
realizadas por agentes de la autoridad, militares o paramilitares, como si han sido ejecutadas
por otros grupos de oposición o terroristas155. Su actividad no culmina en la realización de
denuncias públicas e internacionales, sino que procura también elaborar informes, cartas y
practicar otras de formas de presión para que los Estados directa o indirectamente
involucrados cambien sus prácticas sobre los Derechos. Igualmente, promoviendo políticas
sobre la educación o re-educación en derechos humanos que, en los sitios en conflicto, tienen
cada vez más importancia e, incluso, también como mecanismo de prevención de posibles
violaciones.
En su informe de 1996, Amnistía Internacional señala cómo sus esfuerzos se ven
truncados ante las nuevas tendencias mundiales. Especialmente, “la proliferación de abusos
vinculados a los conflictos armados y a las contiendas civiles en numerosas partes del mundo”
en los cuales ha aumenado la práctica de la tortura, de los homicidios arbitrarios y las
desapariciones y, asimismo, “la velocidad de los avances tecnológicos en la fabricaciçon de
material de seguridad en los países industrializados y su rápida difusión a todos los rincones
del mundo. De algunos de estos productos puede hacerse fácilmente un uso indebido: según en
qué manos, se prestan a abusos contra los derechos humanos” (Aministía Internacional 1996,
14-15). Pero el mayor problema para la práctica de los derechos reside en la enorme dimensión
de los conflictos que van acompañados indefectiblemente de abusos y violaciones del derecho
internacional humanitario. En los últimos años, los focos del conflicto son numerosos, aunque,
no obstante, pueden señalarse algunos especialmente graves. Entre estos, destaca, sobre todo,
el conflicto de la extinta Yugoeslavia o las matanzas generalizadas en Africa Central, en
Ruanda y Burundi que ya en 1993 se habían cobrado 50.000 víctimas, o en Zaire, en Indonesia
y, en fín, en otra partes del planeta. Todos éstos son focos en los que se producen o se han
producido numerosas violaciones de los derechos humanos. Pero, el problema al fín reside en
que la situación de violencia y de violación de los derechos parece enquistarse en esas zonas
del planeta sin que sea fácil encontrar una solución, sin que sea fácil pensar y practicar
estrategias que permitan remitir esa situación hasta su desaparición.
Pero, en los últimos tiempos, el recrudecimiento de los conflictos ha originado un
nuevo problema que, por su magnitud y por su incidencia en los derechos de las personas,
tiene también una muy difícil solución: la protección de los refugiados, de los desplazados de
las zonas de conflicto. Precisamente, lo últimos años han visto cómo el número de personas
obligados a abandonar sus hogares para escapar de la violencia y de los abusos contra los
derechos humanos han aumenta vertiginosamente. Según las cifras de la Oficina del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en 1995 estaban
registrados 24,7 millones de refugiados, cuatro millones más que el año anterior156. Todos
ellos, tanto los que huyen de las zonas de conflicto como los que retornan al cabo del tiempo,
necesitan una protección especial y, por supuesto, alimento, vestido, vivienda, medicinas sin
las cuales sus vidas están en peligro. No hace mucho tiempo que se especulaba acerca de unos
100.000 desplazados que huían por el Africa Central, de Ruanda a Zaire, sin rumbo fijo, ni
condiciones de vida sin que la comunidad internacional hiciese nada. La imagen es patética y
evidencia su inoperancia e incapacidad y la imposible labor de la asociaciones humanitarias que
no pueden prestar ningún tipo de ayuda.
Pero la escasez de medios, de protección y de canales de ayuda humanitaria no es el
único problema que se encuentra el ACNUR y el resto de asociaciones, sino que, además, los
refugiados ven cómo el resto de los Estados restringen las posibilidades de asilo o refugio. En
efecto, en todas las partes del mundo, los refugiados se encuentran con que los Estados limitan
o niegan el derecho de asilo cuando, de acuerdo con el derecho internacional, deberían
admitirlo. Y es más, en muchos casos, la negación implica la deportación inmediata, la
devolución forzosa a la situación de conflicto, la restricción de sus derechos. “Todo ello ha
dado como resultado un mundo en el que, a pesar del alarmante incremento de los abusos
graves contra los derechos humanos que han emplujado a millones de hombres, mujeres y
niños a abandonar sus hogares, cada vez es más difícil que las víctimas encuentren protección
en otros países o incluso, en algunas ocasiones, que puedan huir de su propio país” (Amnistía
Internacional 1996, 48).

155
También otras instituciones editan o permiten el acceso público a sus informes sobre las práctica de los
derechos. Por ejemplo, el Departamento de Estado de EEUU.
156
Fuente: Informe de Amnistía Internacional de 1996, p. 47.
Entre las situaciones enquistadas de violación de los derechos humanos, hay que citar
la constante presencia de la violencia en América Latina que parece afincada de forma
endémica en esos países desde hace décadas sin que pueda vislumbrarse una salida. A pesar
que durante los años 80s se habló de la transición a la democracia en América Latina, es decir,
del establecimiento de sistemas democráticos con sus derechos y libertades, y, por
consiguiente, de la apertura de una vía para el respeto de los derechos humanos, y para la paz,
éste no parece llegar ni tampoco. No es fácil resumir en breves líneas un diagnóstico de la
situación y una análisis de las causas, pues, entre otras cosas, cada país tiene su propia
singularidad marcada por sus circunstancias, por su historia, por su estructura económica. No
obstante, en todos ellos hay algunos elementos comunes: enormes desigualdades entre quienes
viven en una extrema pobreza y quienes detentan el poder económico, fragilidad del Estado
utilizado en las banderías entre facciones, presencia del poder militar, importantes
colectividades de indígenas y campesinos que se resisten a una integración en un sistema que
no comparten, impacto de la ideología comunista o maoísta en el surgimiento de violentos
grupos terroristas, etc., y, más recientemente, el comercio de la droga y la aparición de grupos
paramilitares. Cada uno de estos elementos están, en un grado u otro, presentes en estos
países, sean de América Central o del Cono Sur, pero su expresión en la situación presente
cobra formas diferentes. Desde luego, lo que sí es cierto es que, en todo caso, en la situación
de violencia endémica que existe son evidentes los sufrimientos de la gente, la tortura, los
desaparecidos, los homicidios arbitrarios de uno u otro lado. Es más, las mismas élites de estas
sociedades -en la mayoría de las casos, a través del establecimiento de una u otra forma de
democracia formal- buscan sin éxito salidas a esta situación157. Y, sin embargo, cada año que
pasa supera las cifras de muertos y desaparecidos del anterior.
Durante los años 70s, Argentina y Chile fueron protagonistas de los actos de crueldad
más reseñables en contra de los derechos humanos, sobre todo, contra el derecho a la vida, por
lo que sufrieron la condena de la comunidad internacional, pero estas realidades no han
terminado en otros países de América Latina. Colombia es uno de los países con más alto
índice de homicidios políticos -al final de los años 80s, entre 8 y 12 diarios- y de violación de
los derechos humanos hasta el punto de que la muerte violenta se ha convertido en algo
cotidiano en la vida del país: las cifras de ejecuciones, desaparecidos y violaciones de los

157
La literatura sobre este tema en América Latina es ingente especialmente para los casos más señalados
como pueden ser, por ejemplo, Colombia o México. En el libro de G. Palacio, comp, (1990), puede verse una
valoración colectiva del problema y, en particular, una referencia a la situación colombiana que, sin duda, es
paradigmática de la imbricación de la violencia en la sociedad. También puede verse el libro de G. Sánchez y
R. Peñaranda, comp., 1995, Pasado y presente de la violencia en Colombia, 2 ª edic, 1ª reimp., Santafé de
Bogotá, CEREC. En este último, H. Gómez Buendía, en un artículo titulado “La violencia contemporánea en
Colombia: un punto de vista liberal”, señala cómo las condiciones “objetivas” de pobreza, desigualdad y
derechos humanos son espeluznantes158. Y, sin embargo, goza de la fama de ser el país de
América Latina con una estructura política más estable159. El informe de Amnistía Internacional
de 1995 sobre México constituye también toda una denuncia de la persistente violación de los
derechos humanos en este país de América Latina a pesar de los cambios e innovaciones
jurídicas y administrativas realizadas160. Aunque es un informe sobre la situación en los años
90s, Amnistía Internacional constata que “de los 91 millones de personas que componen la
población de México, son los sectores más desfavorecidos, como los campesinos indígenas,
quienes con más frecuencia padecen violaciones de derechos humanos. Sin embargo, los datos
apuntan a que todos los ciudadanos -también jueces, obispos, políticos, periodistas y hasta
niños- corren ese riesgo. En los recientes acontecimientos del estado de Chiapas han destacado
algunas de estas violaciones, pero a Amnistía Internacional le preocupa su prevalencia en todo
el país, incluso en Ciudad de México” (p. 7-8). También apunta el informe que, pese a las
reiteraciones oficiales, en este país domina la impunidad de quienes cometen los actos de
violación grave de los derechos. No se resuelven ni siquiera los casos más sonados como el
asesinato del candidato a presidente de la República Luis Donaldo Colosio. Estos son ejemplos
de esa violencia endémica persistente en América Latina, pero qué duda cabe que podrían
citarse otros tantos.
Pero la violación de los derechos humanos no es patrimonio exclusivo de los países en
desarrollo, del Sur, sino que también afecta a las áreas más desarrolladas. En particular, el
continente europeo y, especialmente, la Unión Europea son territorios donde en los últimos
tiempos se están produciendo importantes riesgos para los derechos humanos en algunos
aspectos de la vida social y política que se pensaban erradicados161. Sobre todo, puede
mencionarse el tremendo auge que, desde la caída del muro de Berlín, han tenido los
sentimientos racistas y xenófobos entre los europeos y, además, las consecuencias de las
políticas de “puertas cerradas” frente a cualquier emigrante162. En efecto, tras el amplio

descontento crónicos no explican suficientemente la raíz del problema colombiano, pues son circunstancias que
también se dan en otros países en lo que, sin embargo, no se vive esa situación tan compleja (p. 384).
158
Vid. R. Uprimmy Yepes y A. Vargas Castaño, “La palabra y la sangre: violencia, legalidad y guerra sucia
Colombia” en G. Palacio, comp., (1990), pp. 105-166. Ambos autores están bien informados respecto a las
constantes violaciones de los derechos humanos y del derecho a la vida. Aconsejo este artículo por lo
desvelador que es sobre la historia reciente de este país, entre otras cosas.
159
En el año 1991, se aprobó la Constitución Política vigente con la esperanza de resolver el problema del
eterno conflicto político y social. Pues bien, la anterior Constitución estuvo vigente durante más de 100 años.
De ahí la fama de estabilidad política a pesar de que su historia durante el siglo XIX y XX está repleta de
guerras civiles, levantamientos guerrilleros y otras formas violentas de hacer política.
160
Amnistía Internacional, 1995, Violaciones de los derechos humanos en México: el reto de los noventa,
Madrid, EDAI.
161
Y, por supuesto, también sucede otro tanto en EEUU. No hay más que recordar la explosión racial que
sacudió la ciudad de Los Angeles en 1992 o la reciente aprobación de una ley de inmigración muy restrictiva
para los hispanos que trabajan o residen en ese país.
162
Comúnmente, suele entenderse que una conducta es racista cuando es ofensiva y/o segregacionista o
discriminadora respecto a una persona o personas clasificadas por su origen territorial, étnico o racial. La
proceso de reestructuración política que se está produciendo en Europa en muy poco tiempo
con la reunificación de Alemania, la desaparición del socialismo real y la desagregación de la
URSS, no se ha construido un mundo mejor, como pudiera parecer, sino que se han avivado
sentimientos -étnicos, nacionalistas, racistas- que, durante décadas, languidecieron o
estuvieron en estado mortecino y que están suponiendo una auténtica inversión de valores, de
una cultura y de las estructuras que parecían estables desde hace tiempo. Hasta el punto que se
oigan voces sobre los peligros de los fenómenos racistas y xenófobos para el futuro político
europeo.
En realidad, junto a los cambios políticos acaecidos, el auge de las actitudes racistas y
xenófobas no puede explicarse sin el aumento de los procesos migratorios provenientes de los
países del Sur del Mediterráneo y de la Europa del Este. En efecto, magrebíes y subsaharianos,
polacos, búlgaros, húngaros, bosnios, yugoeslavos, etcétera, son los que pretenden ahora
entrar en la Unión Europea, preferentemente, acudir al objeto de trabajar a los países más
ricos, Francia y Alemania, y vienen atraídos por el nivel de bienestar y estabilidad que se goza
aquí y que es propagado contínuamente por los medios de comunicación. Estas migraciones
son, entre otras causas económicas, sociales, políticas y culturales, el caldo de cultivo del
nuevo racismo y de la xenofobia. Y la Unión Europea, con la excusa del malestar producido
entre sus nacionales, ha respondido a este reto con una política común de cierre de fronteras
restringiendo el acceso de los no comunitarios a su territorio. Ha optado por la respuesta
policial ante un problema mucho más complejo. Y esta respuesta, esta estrategia de cupos de
inmigrantes, de registros y permisos, de expulsiones y deportaciones, no ha resuelto hasta la
fecha el problema de la inmigración. Es más, lo ha aumentado y ha fomentado un mercado y
un tráfico ilícito y, además, ha supuesto el aumento de las violaciones de los derechos
humanos de los inmigrantes, de reacciones airadas en contra de los extranjeros que residen
legalmente y, como mal menor, el recorte de los derechos de los no comunitarios163.
Una de las explicaciones más lúcidas sobre el origen de los sentimientos racistas y
xenófobos, y también del nacionalismo, ha sido expuesta por J. de Lucas, luego, reiterada por
otros autores. Según este profesor, siguiendo a Sami-Näir, Manconi y otros, en realidad, el
auge de esta actitud hay que buscarlo en los nuevos vientos que corren para el Estado, atacado
por una filosofía ultraliberal que fomenta la opulencia y el consumismo, y el “sálvese quien
pueda”. En efecto, las hordas neoliberales, desde hace unas décadas, proponen el

conducta xenófoba se caracteriza por rechazar o excluir a una persona o personas por el mero hecho de
pertenecer a una cultura distinta de la propia. Sobre esto vid. Lucas (1994b), p. 22 y H. C. Silveria (1996), p.
133. También Bada, J., 1996, La tolerancia entre el fanatismo y la indiferencia, Estella, Editorial Verbo
Divino.
163
Sobre el “cierre de fronteras” puede verse J. de Lucas (1994a y 1996b). Y especialmente, el papel asignado a
España, un papel de segunda fila, pero muy importante: el de Cancerbero, el de perro guardián.
adelgazamiento del Estado como única respuesta a la crisis económica y a la parálisis de su
capacidad de gestión; sólo así se puede recuperar la iniciativa política dejando a la sociedad
civil vía libre. Claro que, en la realidad de los países en los que más crudamente se ha
materializado, ello ha supuesto no sólo el debilitamiento del Estado, sino, además, que las
clases medias se queden desprotegidas, que el individuo se quede sólo y aislado en el jungla. El
resultado ha sido, en realidad, el debilitamiento del tejido social y la ruptura del vínculo social
que ha unido a los individuos durante décadas. Por ello, en opinión de este profesor, el
discurso racista es un discurso fomentado por el poder porque, en esta situación de
aislamiento, de desprotección, lo único que queda es la nacionalidad y ésta se reafirma frente al
“otro”, frente al “extranjero”. Se trata de reafirmar continuamente lo único que nos queda:
nuestra nacionalidad frente al extraño. Y éste se convierte, por arte de birlibirloque, en el
culpable de todo lo que nos sucede: de la situación económica y social, de la pérdida de
competitividad, del trabajo, del bienestar social, etc. Señala, además, este profesor que
tampoco es extraño a este proceso las dudas y las contradicciones que parecen sembrar el
proyecto de construcción europea que se ve envuelto por numerosos problemas cuya solución
no resulta fácil con las instancias políticas tradicionales164.
En resumidas cuentas, la aparición del racismo y la xenofobia en Europa ha reavivado
la discusión sobre la democracia y los derechos humanos como una estrategia que permita
prevenir los riesgos disgregadores de estos fenómenos para el proyecto europeo.
Precisamente, muchas de las aportaciones de la literatura académica, y no tan académica, van
en la línea de indagar las causas de este auge y de fortalecer ese vínculo entre democracia y
derechos como uno de los remedios más solventes para mitigar sus consecuencias: eliminación
de las barreras sociales, políticas y jurídicas entre nacionales y extranjeros; reconocimiento de
que las sociedades europeas son plurales y multiculturales; construcción de un nuevo marco
socio-político que reconozca las diferencias étnicas, culturales y sexuales (H. C. Silveira 1996,
134). Se trata, en definitiva, de buscar un nuevo horizonte político en el que pueda construirse
una Europa más justa que reconozca la diversidad, la multiculturalidad sin coacciones ni
intentos homogeneizadores. Que sea consciente, además, de que los que ahora vienen vieron
primero cómo los europeos eran en sus propios territorios potencias coloniales y que, en
realidad, con su migración acuden a ls viejas metrópolis en busca de trabajo y una vida digna.

164
En líneas generales, estas ideas las ha expuesto J. de Lucas en los escritos publicados en los últimos años
sobre este tema. Quizá donde más sucintamente están expuestas sea en (1994a y 1994b).
Los derechos humanos en el umbral del siglo XXI

1.- Nuevas tendencias, nuevos retos.

A estas alturas, no creo que quepa ninguna duda de que pocos aspectos de la vida
cultural y social de la tradición occidental han tenido y tienen tanto éxito como los derechos
del hombre hasta el punto de que no es exagerado afirmar que constituyen uno de los pilares
de uno de los modelos políticos más extendido en la actualidad por el mundo, el modelo
democrático-liberal. También es cierto que esta aceptación bastante generalizada no ha sido
posible sin los profundos cambios y los continuos desarrollos que, desde sus orígenes, han
sufrido los derechos tanto en su concepto y fundamento como en su amplitud. En esta línea, es
una opinión común que los derechos constituyen hoy un legado que hay que mimar y tratar
con cuidado a pesar de que las realidades, nacional e internacional, manchen la pulcritud de los
textos jurídicos en los que son recogidos. Sin embargo, creo que tampoco es exagerado
afirmar que, hoy por hoy, el reconocimiento y extensión de los derechos del hombre corren un
riesgo renovado (como, por otra parte, ha sido habitual en su trayectoria histórica): el de su
pérdida de sentido.
La historia de los derechos es una historia marcada por numerosos obstáculos e
incertidumbres que han condicionado y condicionan su reconocimiento y su realización. En sus
primeros momentos, los derechos se vieron sometidos a los riesgos inherentes a la propia
audacia de quienes los postulaban y los esgrimían en su lucha contra la arbitrariedad del poder
político y en contra del fundamentalismo que imperaba en la batalla por la religión. Unos
derechos tan etéreos e intangibles contra la crudeza del ejercicio del poder, sea éste civil o
religioso, y ello en medio de constantes guerras y de una mentalidad todavía sujeta a la
inconografía medieval. Asombra el atrevimiento de quienes reivindicaron ideas como la
tolerancia, la libertad individual, la dignidad humana y, en general, el conjunto de “derechos
naturales” de los que, en su opinión, era portador todo ser humano en un contexto poco
proclive a esta imaginería racionalista. Y, sin embargo, triunfaron. Triunfaron tras sendos
períodos revolucionarios con la Bill of Rights inglesa de 1689, las Declaraciones americanas
de Derechos de 1776 y, especialmente, con la Declaración francesa de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789.
Con ello, culminó un primer proceso de positivación entendido en el sentido estipulado
por Peces-Barba y Bobbio, es decir, como el paso de la teoría a los textos jurídicos, su
juridificación, por tanto. Con ello, se imprime el marchamo jurídico a los primeros derechos,
los derechos civiles. El resto de derechos y de generaciones -derechos políticos, derechos
económicos, sociales y culturales, etc.- pasará también a partir de esas fechas por una similar
experiencia histórica: la de la lucha política por su reconocimiento. “Los derechos humanos, ni
en su dimensión ética ni en su plasmación jurídica, han sido nunca el fruto de un pacífico e
igualitario debate entre sujetos autónomos, sino que más bien han comenzado expresando el
grito y la protesta de las minorías para más tarde imponerse, en el mejor de los casos, tras
guerras y revoluciones” (Prieto Sanchís 1990, 65). De ahí que la Declaración Universal de
Derechos del Hombre, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1948, suponga en la
historia de los derechos un hito fundamental al dar un paso de enormes consecuencias, su
internacionalización, y, al mismo tiempo, al explicitar y especificar qué derechos deben entrar
en la consideración de la comunidad internacional. Una Asamblea, proporcionalmente
compuesta por no muchos Estados, que se presta a discutir y decidir, en una más que
discutible situación de igualdad, qué derechos debían incluirse en un catálogo universal. Lo
cierto es que así se formuló un código moral de conducta de carácter universal. Desde
entonces, la batalla por los derechos cambió de raíz hasta el punto de que, no sin razón,
Bobbio dijo, en una frase pronunciada hace ya unas décadas que ha tenido un eco inusitado,
que “el problema de fondo relativo a los derechos del hombre es hoy no tanto el de
justificarlos, como el de protegerlos”165. Con todas las salvedades que puedan pronunciarse, lo
cierto es que la frase de Bobbio es indicativa de los cambios que se estaban produciendo en
esta historia que tan brevemente estoy exponiendo. Historia que, en la actualidad, está hoy
condicionada por las reivindicaciones de otros derechos no incluidos en las categorías
anteriores y que sufren mayores dificultades en su reconocimiento: los derechos de la tercera y
hasta de la cuarta generación.
Pues bien, creo que la experiencia histórica común a todos los derechos está marcada
por dos factores sin cuya consideración resulta difícil su comprensión: por un lado, porque su
historia es la historia de la lucha por el sentido de los derechos y, por otro, porque, en ella, se
plasma una ilimitada potencialidad transformadora de la realidad. Por un lado, en una
conjunción entre teoría y práctica, es la lucha por su formulación y concreción entre quienes
creen en la existencia de esos etéreos derechos naturales y los abanderan en una batalla
desigual por desmontar el poder del Antiguo Régimen y entre quienes, sin pretender por ello
defender los restos de éste último, se jactan de ver al “rey desnudo”. La Escuela de Derecho
natural racionalista de Grocio y Pufendorf y otros filósofos en la línea de la teoría política de

165
Como es sabido, esta tesis fue presentada en una ponencia de Bobbio titulada “Sobre el fundamento de los
derechos del hombre” en el Simposio sobre dicha cuestión desarrollado en L’Aquila del 15 al 19 de septiembre
de 1964 y luego reiteradas en otro Simposio sobre los derechos del hombre que tuvo lugar en diciembre de
1967 en Turín y en el que dictó la ponencia titulada “Presente y porvenir de los derechos”. Las palabras citadas
se encuentran en dos traducciones al castellano: Bobbio (1982), p. 128 y Bobbio (1991), p. 61.
Locke o de Rousseau tratarán de dar forma a los derechos del hombre y sus herederos
procurarán su materialización real a través de los textos jurídicos. Así, lo etéreo e intengible
cobra forma, se solidifica y sus perfiles, sus ángulos y aristas se hacen más nítidos, más
perceptibles, incluso en la formulación genérica y abstracta de los textos jurídicos. Las
primeras declaraciones de derechos no sólo son expresión del triunfo político contra la
arbitrariedad, sino también la manifestación de la urgente necesidad por darle una forma
concreta y tangible de manera que se produjese una importante transformación: que traspasen
el umbral de la teoría a la realidad, de la nada al ser. Y este paso al ser tuvo consecuencia
impensadas antes, aunque bien tangibles. La Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano no sólo es un texto en el que se positivizan los derechos -y se les da forma y se
concretan-. Para los revolucionarios, su aprobación tiene toda la simbología de la formulación
y de la perfección de un contrato social que abriera el camino a una nueva sociedad. El primer
texto de la Revolución francesa tiene todos los visos de constituir un “acto constitutivo
original” por el que el pueblo francés tomaba conciencia de sí y pasaba a ser una “nación” de
pleno derecho, escribiendo así una importante página en la historia de occidente. La realidad
de los hechos revolucionarios y del derecho dan finalmente el sentido deseado por la teoría de
los derechos naturales.
Pero, en esta lucha por el sentido, también se oyen los ecos de los iconoclastas que,
empecinadamente, negaban su existencia: como si adscribir “derechos naturales” a los hombres
fuese igual que la conocida fábula del “rey desnudo”. Se oye el eco de la opinión de De
Maistre quien dijo la conocida frase que veía ingleses, franceses, alemanes y que, gracias a
Montesquieau, sabía que existían persas, pero que al hombre, al hombre como especie no lo
había visto nunca. Aún suena también el eco de los conocidos exabruptos de J. Bentham
contra los derechos naturales cuando los calificó de “sinsentidos sobre zancos” y de “bastarda
ralea de monstruos”, luego continuados por alguien ubicado en las antípodas ideológicas como
es Burke. Pero esto no son nada más que diferentes capítulos de la lucha por el sentido de los
derechos a la que hacía referencia antes. Y, por supuesto, falta en esta lista la referencia a
Marx para quien no es que el rey esté desnudo sino que sólo lo han vestido con los atributos
del burgués y éstos son demasiado abstractos, demasiado irreales. Despúes de todo, estas
críticas vienen a delatar el carácter ficticio y artificial de los derechos.
El segundo factor de la evolución de los derechos ha sido y es su ilimitada potencialidad
transformadora. En la misma lucha por su reconocimiento, por su positivación, los derechos
humanos manifiestan su capacidad por cambiar el estado de cosas de cada momento: el
Antiguo Régimen, el Estado liberal, el Estado social. Y ello implica inaugurar cada vez una
nueva sociedad. Junto a la hipótesis de que los derechos humanos conforman un código moral
universal, no debe despreciarse tampoco el elemento utópico que encarnan, de expectativa de
un mundo nuevo donde los individuos, los diferentes grupos sociales y culturales, puedan
incorporarse a una nueva sociedad, puedan disfrutar de unas mismas condiciones y de una vida
digna.
Pues bien, en este final de siglo, por supuesto, la lucha por el sentido de los derechos
continúa siendo una batalla todavía vigente y son, sin duda, muchos los frentes en los que se
está librando el éxito o fracaso final. Aunque sea a título de inventario, me atrevo a sugerir que
esta lucha por el sentido de los derechos en el umbral del siglo XXI tienen elementos nuevos
que la distingue de épocas pasadas y de los cuales hay que ser consciente. En mi opinión, al
menos, el problema de los derechos está atravesado en la actualidad por cuatro nuevas
situaciones:
1.- Lo que llamaré, con toda su carga retórica, la cosificación de los derechos,
proceso derivado de una confianza obsesiva en su reconocimiento jurídico y en su protección
jurídico-formal como único medio para su realización. La historia de los derechos humanos es
una historia marcada por la obsesión por positivar, por juridificar los “derechos naturales” o
las exigencias morales que los encarnan. En ello, se observa la vieja pasión medieval, su
reverencia y su fé por los textos jurídicos romanos o por los cánones y la servil actitud del
jurista hacia la letra escrita. La historia de la Filosofía del Derecho es la historia de la tensión
entre este tipo de actitud y su contraria, entre el formalismo y el antiformalismo en el Derecho.
Precisamente, ligado a ese objetivo de positivar los derechos, de obtener el reconocimiento de
lo jurídico, la historia de los derechos está marcada por el establecimiento de mecanismos de
protección jurisdiccional. Hoy mismo, se confía plenamente en esta estrategia para la
realización de los derechos humanos en el ámbito internacional.
Ahora bien, un excesivo celo en positivar sin más, creo que puede conllevar
consecuencias para el futuro de los derechos: 1.- Para los derechos mismos, por cuanto se
altera su propia naturaleza. En efecto, con tanta insistencia en su reconocimiento, se han
convertido en derechos fijados, derechos petrificados, derechos transcritos en textos y en
ampulosas declaraciones que contrastan con la cruda realidad de sus violaciones constantes y
que, a la postre, haga que parezcan más apropiados para vegetar en las vitrinas. Y ello va
ligado a dos sub-consecuencias: a.- que se tenga o no un derecho dependiendo de si ha sido o
no reconocido entre los derechos fundamentales, es decir, en los derechos recogidos en las
Constituciones; b.- que la lucha por el sentido de los derechos, muchas veces, se haya
convertido en una cuestión dogmática, más en objeto de discusión de monografías o tratados y
de las decisiones jurisdiccionales que de su promoción real. 2.- Y también esta situación tiene
consecuencias para su realización, pues sólo se contempla su materialización a través de
procedimientos jurisdiccionales. Y ello implica un error de bulto, pues caben otras estrategias
más directas, a través de la educación en valores, en derechos humanos, o de la promoción de
políticas activas en favor de los derechos -voluntariado- y, en particular, políticas de ayuda al
desarrollo. Además, la protección jurisdiccional, como he explicado antes, acarrea no pocos
problemas especialmente en el plano internacional ante la inexistencia de un órgano “ad hoc”
vinculado a Naciones Unidas, de legitimidad activa, etc. En el plano nacional, son menores
sobre todo en los Estados de Derecho con tradición democrática.
2.- El panorama mundial de transnacionalización de la economía, de la política y
de la cultura también afecta a los derechos y los nuevos riesgos emergentes no pueden pasar
desapercibidos a un atento observador: la globalización también afecta a los derechos y a su
realización. La globalización, esto es, la mundialización de la economía y de la cultura,
convierte al mundo en lo que, hace décadas, Macluhan llamó la aldea global: ya todas las
facetas de la vida en cualquier parte del planeta están plenamente interrelacionadas debido a
los flujos de información y comunicación que la revolución tecnológica ha posibilitado. La vida
se uniformiza, el pensamiento se convierte en pensamiento único -el (neo-)liberalismo- y no
hay más sistema económico que el del mercado. Por supuesto, la economía, la política y la vida
cultural interrelacionada hace tiempo que se estaba produciendo, pero, en la actualidad, adopta
formas y alcanza cotas bien distintas. De hecho, la globalización está suponiendo una
transformación de las formas de organización política y social que han sido típicas durante el
siglo que ahora termina. El primer afectado es, desde luego, el Estado-nacional que surgió a
primeros del siglo XIX que ve cómo es atacado por fuerzas disgregadoras que, por un lado, le
exigen la cesión de parte de su soberanía a órganos transnacionales y, por otro lado, también
es atacado por el surgimiento de sentimientos nacionalistas que exigen otras formas de
organización y otros entes políticos. Pero, además, junto a esta pérdida de soberanía, el Estado
se ve incapacitado técnica y competencialmente para supervisar o controlar decisiones que
toman las grandes organizaciones multinacionales y que afectan a su economía o al bienestar
de sus ciudadanos. No puede controlar el ir y venir de los flujos económicos que, al albur de la
tecnología informática, se desplazan con enorme rapidez. Otro tanto sucede con la nueva
dimensión y cariz que presentan las actividades delictivas que utilizan las nuevas tecnologías
para la comisión de delitos y que, para ello, trascienden también las fronteras tradicionales. Un
Estado sólo no puede afrontar esta lucha desigual que tiene ya un horizonte planetario.
La globalización también afecta al estado de los derechos humanos. Este fenómeno tiene
su expresión más genuina en la liberación de la economía mundial que paulatinamente se ha
llevado a cabo a través del GATT. La liberación económica está suponiendo, en buena medida,
la desaparición de las barreras arancelarias y, por tanto, el establecimiento del libre comercio
mundial. Por supuesto, esta forma de la globalización corre pareja a la desaparición de la
Guerra Fría y de la política de bloques: es decir, de la hegemonía de los países occidentales
¿En qué afecta el nuevo orden económico mundial a la situación y al futuro de los derechos
humanos? En que esta forma de organización requiere el establecimiento de democracias
formales que reconozcan “formalmente” los derechos civiles y políticos166. En que se hace
imposible la realización de los derechos económicos, sociales y culturales: en que amplias
zonas del planeta no puedan gozar de unas mínimas condiciones de vida digna y de bienestar.
En efecto, tras la cortina del liberalismo y del nuevo orden mundial, aparece un panorama bien
nítido, el de un mundo jerárquico y asimétrico donde los países centrales, a través de los
organismos financieros internacionales -FMI y BM-, imponen una dura política liberalizadora
para el pago de la deuda externa y que supone, de hecho, la constante transferencia de
enormes masas de capital del Sur al Norte. En esta situación, los gobiernos, con el objeto de
ahorrar y sufragar los programas de ajuste, suprimen los servicios sociales, invierten menos en
infraestructuras, educación, salud, vivienda, prestaciones, etc. Los perjudicados son las clases
medias que ven descender sus niveles de vida hasta engrosar las clases más bajas. De esta
forma, se profundiza en la cisura entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales,
se rompe la categoría unitaria de los derechos humanos y se incumplen las declaraciones de
Naciones Unidas acerca de la concepción interrelacionada e interdependiente de los derechos.
La globalización, por tanto, potencia formalmente el reconocimiento y desarrollo de los
derechos civiles y políticos. Pero, al mismo tiempo, es el caldo de cultivo para el surgimiento
de nuevas reivindicaciones y de exigencias que, poco a poco, están alcanzando el estatuto de
derechos. Son los derechos de la tercera generación cuyo carácter transformador aún está por
ver. En efecto, son los derechos del tipo del derecho al desarrollo, al medio ambiente, a la paz,
al patrimonio de la humanidad, etc. Pues bien, vistas así las cosas, con todos sus problemas de
naturaleza, resulta que estos derechos suponen una inversión de las relaciones de poder
mundial existente en la actualidad. Suponen una utopía reivindicada ya por los países del Sur
en los foros internacionales y que, a poco que presionen, puede derivar en un cambio de
alguna de esas actitudes. En fín, constatemos esa interrelación entre la globalización y las
transformaciones que se están produciendo en el ámbito de los derechos humanos: un aparente
y cauto fortalecimiento de los derechos civiles y políticos, al menos en el plano formal, el claro
retroceso de los derechos sociales y la aparición de nuevas reivindicaciones y de nuevos
derechos.
3.- Otra tendencia que con una fuerza inusitada está transformando los
derechos es su tendencia inflacionaria, el aumento increible de reivindicaciones sociales que

166
¡Ojo! El nuevo orden económico mundial no le hace ascos tampoco a la negación de los derechos civiles y
van asumiendo el rango de derechos, que requieren su reconocimiento, protección y
realización. Un fenómeno que también se denomina “vanalización” o “desnaturalización” de
los derechos y que conecta con las afirmaciones anteriores sobre la incidencia de la
globalización en la aparición de nuevos derechos, aunque, en honor a la verdad, el surgimiento
de nuevas categorías discurre por otros derroteros. La inflación de los derechos es, en efecto,
uno de los aspectos más llamativos de su actual panorama con lo que quiere señalarse la
tendencia a incrementar el número y la calidad de los derechos. A estas alturas, es de sobras
conocida la tesis de que éstos han ido surgiendo por generaciones: los de la primera son los
derechos civiles y políticos; los de la segunda los derechos económicos, sociales y culturales; y
los de la tercera son los derechos difusos. Y junto a éstos, hay quien habla de una cuarta y
hasta de una quinta. Lo cierto es que surgen nuevas sensibilidades y nuevas reivindicaciones
que pretenden acceder al estatuto de derechos humanos: los derechos cotidianos, los derechos
al erotismo (libertad de relaciones sexuales, homosexualidad, aborto, etc.) y los derechos de
los inhumanos (rocas, ríos, montañas y de los animales y plantas). Y, en algunos casos,
encuentran reconocimiento.
Pues bien, este incremento de los derechos afecta, sin duda, a su estatuto, a la definición
de sus elementos básicos: al sujeto, al objeto, al obligado, a su fundamento y, finalmente, a su
protección.Ya entre la primera y segunda generación existen notables diferencias al ser unos
derechos de libertad y los otros derechos de igualdad. Unos implican una actitud pasiva del
Estado, los otros, por el contrario, una actuación decidida con políticas y programas sociales.
Por ello mismo, los choques y conflictos son muy numerosos. Los derechos de la tercera
generación son una categoría que, aún, presenta mayores dificultades respecto a la definición
de sus elementos característicos. Precisamente, por ello, reciben el nombre de derechos
difusos. Y no digamos de las nuevas pretensiones que tienen que ver con seres no humanos o
seres inanimados. Todo ello hace que los perfiles de los derechos se hayan difuminado, que se
hable de desnaturalización y de vanalización, y no sin razón. “Todo esto no puede sino
conducir, en el orden de la praxis humana, a la degradación de una idea que a fuerza de querer
significarlo todo, termina no significando nada. En efecto, si bajo el concepto de ‘derechos’
intentamos subsumir libertades, reclamaciones, aspiraciones legítimas, deseos utópicos,
deberes de moral personal para con los animales, pulsiones instintivas e ideales
conservacionistas, no pueden quedar dudas acerca de la vaguedad, indefinición y -po
consiguiente- inutilidad práctica a que se verá abocado ese concepto. Y será muy difícil que se
tome en serio una noción de esas características, sobre todo cuando su aceptación implica

políticos. Ahí están los ejemplos de Chile y Argentina en los 70s y el de Perú en la actualidad.
siempre obligaciones, a veces muy gravosas, para un sujeto o para un grupo de sujetos”
(Massini, 176).
4.- El panorama de los derechos, a cuyo diagnóstico responden las afirmaciones
anteriores, parece conducir a una tendencia o, mejor, a un riesgo que me parece inaceptable: a
que, en el futuro, el planeta derive en un “mundo dual”. El riesgo es, por lo tanto, la
dualización del mundo y, en particular, de los derechos. La teoría social hece tiempo que ha
elaborado la categoría de la “sociedad dual” para referirse a las transformaciones que se están
produciendo a nivel societario en los Estados: una sociedad con “una estructura
socioeconómica en la que conviven la opulencia y el desarrollo consumista con la presencia del
paro como factor estructural y no como amenaza coyuntural, que golpea a las clases medias y
no sólo a las clases bajas” (J. de Lucas 1994, 29). Se está produciendo un cambio cualitativo
importannte en la iconografía de las ciencias sociales: de la sociedad de los tres tercios en la
que es necesaria la existencia de un tercio de pobres para que los otros dos vivan bien o muy
bien a la sociedad dual donde la mayoría malvive mientras una minoría vive en la opulencia.
Pero es que son las clases medias, las que hacían de colchón, las que mantenían la expectativa
de ascenso social, las más perjudicadas, pues caen al escalón más bajo.
Pues bien, otro tanto puede decirse a escala planetaria: la dualización del mundo. Por
supuesto, los analistas ya se habían percatado de las enormes diferencias entre el Norte y el
Sur, entre centro y periferia, pero lo que a mí me interesa resaltar son las consecuencias para
los derechos y éstas son evidentes: un “mundo dual”. Un mundo de quienes tienen derechos -
unos u otros, pero derechos al fin y al cabo- y otro de quienes carece de ellos. En efecto, un
mundo rico, en el que sus ciudadanos gozan de bienestar y de derechos y un mundo pobre que
carece de ambos. En esta tesitura, no debe extrañar que los que viven en el segundo quieran
entrar en el primero. A todo esto, hay que añadir otro hecho: que, dentro de las sociedades
occidentales más desarrolladas, se adivina también una división entre los ciudadanos que tienen
derechos y quienes no tienen. Posiblemente, a estas cuatro situaciones pudieran añadirse
alguna más, pero, pese a todo, me parece que el futuro próximo de los derechos depende de la
respuesta que seamos capaces de articular entre todos.
En resumidas cuentas, entre las tendencias más significativas que pueden adivinarse en el
presente y que van a condicionar el futuro cercano, creo que hay que destacar: 1.- la
cosificación de los derechos o la confianza excesiva en su protección jurídico-formal; 2.- los
efectos de la globalización en la escisión de los derechos; 3.- la creciente inflación de los
derechos; 4.- y la dualización del mundo que conduce inexorablemente a que unos tengan
derechos y otros no.
La historia de los derechos es ya una historia larga salpicada de acontecimientos de todo
tipo que han hecho que sean lo que son. Por ello, qué duda cabe que en el futuro seguirán
apareciendo nuevos problemas y nuevos retos. A la vista de lo anterior, me parece que en el
estado actual de los derechos surgen una serie de cuestiones que deben centrar nuestra
atención y que se encuentran en el substrato de muchos de los problemas del presente.
Comparto con O’Malley que, al menos, éstas son167: 1.- La necesidad de replantear las
relaciones entre la democracia y los derechos humanos. Me parece necesaria una reflexión
sobre esta cuestión puesto que, si históricamente han sido dos factores interrelacionados en
nuestra evolución cultural, su extensión a todo el planeta suscita numerosos interrogantes. Por
ejemplo, los derechos de las minorías en las sociedades democráticas, las consecuencias del
multiculturalismo para las sociedades democráticas o la respuestas que hay que dar a las
aspiraciones de reconocimiento de los derechos en regímenes autoritarios. 2.- La apuesta por
una concienciación, por una educación en derechos humanos y en valores como una forma de
su realización en lugar de confiar siempre en las protección jurisdiccional. Cultivar la
formación en derechos humanos puede ser una forma adecuada de prevenir posibles
violaciones futuras: el surgimiento de la violencia o de actitudes racistas o xenófobas. 3.- La
situación de los derechos sería otra muy distinta si se promoviese, en serio, la realización de
los derechos económicos, sociales y culturales. Cuanto más se extienda, habrá menos
desigualdades y potencialmente pueden reducirse los riesgos de conflictos. Pero, sobre todo,
se trata de implantar unas mínimas condiciones de vida digna para todos. La realización de los
derechos sociales implica la satisfacción de necesidades básicas como alimento, vestido,
vivienda, salud, educación, etc. y, por supuesto, ello obliga a un esfuerzo nacional e
internacional. Los Principios de Limburgo pueden ser un buen punto de partida para lograrlo.
4.- Por último, muchas de las nuevas situaciones de los derechos conducen a la exigencia de
replantearnos el concepto mismo de derechos humanos y la vigencia del proyecto ilustrado que
lo elaboró. Dada su relevancia, esta cuestión merece un apartado específico en el que tratar
alguno de los aspectos involucrados.

2.- Hacia una reconceptualización de los derechos humanos168.

167
Th. O’Malley, “A Look to the Future” en Hefferman (1994), pp. 20-30.
168
Tomo el título de la revista Docuentos, nº 10, publicada por el Instituto Latinoamericano de Servicios
Legales Alternativos con ese nombre en el año 1994 y en la que, desde la óptica de los países en desarrollo se
hacen interesantes comentarios al concepto de derechos humanos.
El proyecto filosófico y político que se inicia en los siglos XVII y XVIII y que tiene su
continuidad en la fecha y momento actuales se articula en torno al concepto de universalidad.
Las primeras teorías sobre los derechos formuladas por autores como Grocio, Pufendorf,
Locke, Rousseau y hasta el mismo Kant, cuyas raíces teóricas son en muchos casos anteriores,
insisten unánimemente en atribuir dichos derechos a todos los hombres. En las bases de este
proyecto, la libertad, la igualdad y el derecho a disfrutar de sus propiedades son derechos
extendidos a todo ser humano, que se poseen en el estado natural y que quedan asegurados en
el estado social. La Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789,
texto en el que se destila todo el pensamiento de la Ilustración, recoge fielmente estas ideas:
que los derechos del hombre son derechos naturales, inalienables y sagrados, que son derechos
imprescriptibles y que éstos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la
opresión. Qué duda cabe de que esta declaración tuvo un efecto de ruptura del Antiguo
Régimen, que fue un motor de transformación social y política como la misma evolución de los
derechos ha continuado reafirmando con posterioridad. Luego, estas ideas y este proyecto han
irradiado y amparado otros hechos históricos y otros textos jurídicos. Así, la Declaración
Universal de Derechos Humanos de 1948 es heredera de esta larga tradición cuando recoge en
su art. 1 que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos” y en
art. 3 que “todos los individuos tienen derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la
persona”. También la Declaración aprobada por Naciones Unidas atribuye el rasgo de
universalidad a todos los derechos ahí reconocidos.
Pues bien, en los últimos tiempos, se han alzado voces que, tras cinco décadas de
vigencia de la Declaración, ponen en cuestión la supuesta universalidad de los derechos y lo
hacen con argumentos teóricos y prácticos. En realidad, no hay más que echar un vistazo a la
práctica de los derechos que ha tenido lugar durante este tiempo para percatarse de la enorme
distancia que existe entre la retórica de las declaraciones y la vida cotidiana de muchas
personas del planeta. Es más, los últimos acontecimientos que se han producido en la escena
mundial, así como las tendencias actuales de los derechos, señaladas con anterioridad, parecen
avalar esta opinión: que el rasgo de universalidad atribuido tradicionalmente a los derechos
está en entredicho y que este cuestionamiento afecta también al concepto mismo de los
derechos humanos. Los derechos no son universales por más que lo prediquen los textos
internacionales, pues no todos los hombres, supuestamente, titulares de tales derechos, pueden
disfrutar de sus beneficios, ni exigir su protección o realización. Entonces, después de todo,
¿por qué predicar la universalidad de los derechos del hombre cuando constituye, de hecho,
una aventura imposible? ¿para qué hablar de los derechos del hombre si la realidad muestra
que no se respetan o que no existen? Toca, ahora, para terminar este libro tratar, aunque sea
brevemente alguno de los temas que afectan a la universalidad de los derechos como uno de
los interrogantes o retos que marcará su futuro169 .
Efectivamente, desde un principio, la universalidad era un elemento básico de la teoría de
los derechos naturales. Claro que este proyecto de conferir universalidad a los derechos truncó
pronto las expectativas generadas, pues, como pronto pusieron de manifiesto Hegel y Marx, y
sobre todo Marx, por debajo de las promesas de extender los derechos a todos los hombres se
encontraba una visión parcial de la persona titular de los derechos. En efecto, no eran todos
los hombres los que podían gozar de tales derechos, tal y como se anunciaba en las
declaraciones, sino que sólo un grupo de ellos tenían ese privilegio: los burgueses eran quienes
podían gozar de libertad, de igualdad, de seguridad, etc. De hecho, puede interpretarse la
evolución posterior de los derechos precisamente como la lucha por extender su ámbito de
eficacia a otros sujetos, es decir, por universalizarlos realmente. Primero, sería el proletariado
el que lucharía por el reconocimiento de tales derechos, pero un reconocimiento muy especial,
pues no se limita a la esfera de lo jurídico-formal, sino que exige su plasmación material. De
ahí que su pelea se centre, sobre todo, en los derechos económicos, sociales y culturales, pues
sin éstos aquéllos no tienen muchos sentido. Otrotanto puede decirse con los derechos de la
tercera generación, con los derechos difusos, que no son sino nuevas reivindicaciones por
extender los derechos a otros grupos excluídos como minorías culturales, grupos
discriminados, indígenas, pobres del Sur, etc. Por lo tanto, la historia de los derechos como la
lucha por su efectiva universalidad.
Ahora bien, el propio concepto de universalidad entraña más de un problema. Como ha
advertido el prof. Peces-Barba, cuando se habla de universalidad se habla de tres cosas
distintas según el plano en el que nos situemos: lógico, temporal y espacial. En el plano lógico,
se quiere hacer referencia a la titularidad de los derechos “que se adscriben a todos los seres
humanos” y, entonces, sus rasgos son la racionalidad y la abstracción. En el plano temporal,
quiere decirse que tales derechos se tienen “al margen del tiempo” y que son “válidos en
cualquier momento de la historia”. Y, en el plano espacial, “por universalidad entendemos la
extensión de la cultura de los derechos humanos a todas las sociedades políticas sin excepción”
(Peces-Barba 1994, 614-615). Finalmente, esta distinción, según creo interpretar esta tesis, le
permite a este profesor defender que la universalidad es una universalidad racional, esto es,
lógica, siempre que sea ubicada en la esfera “de la moralidad básica de los derechos, y no de
cada derecho como derecho moral” con la particularidad que irradiaría su eficacia en el resto

169
La literatura sobre la universalidad de los derechos ha aumentado en los últimos tiempos hasta el punto de
convertirse en uno de los temás más controvertidos en la disputa con el relativismo. Sobre la polémica puede
verse Peces-Barba (1994), J. de Lucas (1994c y 1996a), Amato (1994), Colwill (1994) y la revista Documentos
10 de ILSA.
de los planos, temporal y especial. Estaríamos ante una universalidad descontextualizada,
atemporal, sin atributos.
Parece que, después de todo, la universalidad solamente pueda ser universalidad lógica.
Claro que probablemente la defensa de esta categoría no pueda realizarse nada más que desde
ese plano, pues la realidad, espacial y temporal, contradice empecinadamente toda pretensión
de extender los derechos a todos los hombres, a todas las sociedades, a todas las épocas170. Y
ello, en buena medida, desvirtúa realmente la empresa de justificar la universalidad. Comparto
con J. de Lucas la opinión de que, a la postre, los defensores de esta tesis defienden la
universalidad como mero predicado que permite atribuir los derechos universales a sus
titulares haciendo caso omiso de las circunstancias, de las cuestiones de hecho que
condicionan su realización y su efectiva extensión (J. de Lucas 1994c, 261)171. Pero, ¿debemos
darnos por satisfechos con esta tesis y considerar resuelto el problema? Me parece que
difícilmente pueda considerarse resuelto el problema. La realidad siempre va a exigir su
porción de protagonismo. Por lo menos, en el plano fáctico nos vamos a encontrar constantes
reivindicaciones de grupos y clases desfavorecidas que requieren la efectiva universalización de
los derechos172.
Señala J. de Lucas que la relativización de la universalidad procede, sobre todo, de dos
tipos de objeciones. Una primera que cuestiona que “todos” los hombres sean titulares de
derechos, es decir, pone en evidencia que hay seres humanos que no son titulares de derechos,
que han sido y son excluidos. Al principio, todo aquél que no fuera burgués, luego el que no
fuera occidental, etc. Y en la actualidad, las mujeres, los extranjeros no comunitarios, las
minorías culturales, los pobres y otros grupos diferenciados. La segunda objeción se refiere a
“qué” derechos humanos, cuáles son los derechos que deben ser reconocidos, realizados o
protegidos. “¿Cómo es posible sostener la universalidad de un concepto -y, menos aún, de un
catálogo y de su jerarquía-que varía profundamente según las diversas tradiciones culturales,
religiosas, filosóficas, que dependen de sistemas políticos diferentes?” (J. de Lucas 1994c,

170
Y es que, además, probablemente extender los derechos a todas las culturas del planeta no sea sino una
aventura ilusoria, pues, como advierta S. Amato, en el planeta existen sociedades en las que ni por asomo sus
individuos podrán interiorizar el talante propio de los derechos humanos, y cita como ejemplos culturas ya tan
cercanas como la japonesa, la hindú o la musulmana. Amato (1994), p. 170.
171
El punto de partida de la controversia sobre la universalidad y referente en las tesis de Peces-Barba y J. de
Lucas es la visión de tal concepto mantenida por Laporta (1987).
172
Por ejemplo, algunos sectores de los países del Sur, en concreto, de Latinoamérica, lo están exigiendo ya.
Precisamente, son estos grupos los que están solicitando una revisión del concepto de derechos humanos, una
“reconceptualización” que contemple sus peculiaridades culturales, su historia y su situación socio-económica.
Por supuesto, podemos hacer oídos sordos a estas peticiones. Pero ello no impedirá que desde esos foros se siga
pidiendo esa nueva redefinción de los derechos, que se creen espacios de reflexión y que presenten nuevas
propuestas. Por ejemplo, me parece muy interesante la propuesta de F. Letelier quien, en nombre del Comité de
Defensa de los Derechos del Pueblo de Chile (CODEPU), escribe un artículo en la revista de ILSA Documentos
nº 10 titulado “Notas para una conceptualizaicón de los derechos humanos” cuya lectura aconsejo.
262). ¿Los derechos civiles y políticos? ¿Los derechos económicos, sociales y culturales?
¿Ambos? ¿Y los derechos de la tercera generación? ¿Y cómo realizarlos?
Sin duda, estas objeciones parecen ser escollos insalvables o cuestiones irresolubles que
expresan la naturaleza contradictoria de los derechos y de su tendencia a la universalidad. Sin
embargo, con ello no se resuelve la cuestión, pues no impide que sean muy numerosos los
intentos por justificar este proyecto, que surjan propuestas por superar estas limitaciones.
Ciertamente, cada uno de estos aspectos es objeto de sucesivas reivindicaciones por parte de
unos y de otros que exigen que los grupos excluídos puedan acceder a los derechos recogidos
en los textos internacionales. De hecho, precisamente, el proceso de regionalización que sufren
los derechos tras la aprobación de la Declaración Universal puede interpretarse como un paso
más en la estrategia de su extensión a todas las zonas del planeta. Primero, con el Convenio
Europeo sobre Derechos Humanos de 1950, luego, el Convenio Americano sobre Derechos
Humanos de 1969, después, la Carta Africana de los Derechos Humanos de 1981. Sólo resta
un tratado similar para la zona asiática que, por otra parte, con razón, se resiste al considerar
que la cultura de los derechos humanos es extraña a su tradición, a su mentalidad, al conjunto
de civilizaciones que surgieron en ese área. Otrotanto puede decirse en relación de grupos
excluidos en las sociedades desarrolladas, en especial, el caso de los extranjeros con el objeto
de que todos tengan un mismo estatuto de derechos. Asimismo, no faltan quienes reivindican
que la extensión de los derechos sea de “todos” los derechos sin excepción: que no sólo se
reconozcan los derechos civiles y políticos, sino que, además, también se procure la realización
de los derechos económicos, sociales y culturales y de los derechos de la tercera generación. Y
ello se hace precisamente en aras de una universalización de los derechos que tiene más que
ver con los planos espacial y temporal que con el plano lógico, tal y como nos recordaba
Peces-Barba. Pero, es más, ¿por qué no plantearse el futuro de los derechos a partir de una
visión espacial y temporal de la universalidad? ¿Acaso no es ésta, y no otra, la forma de que,
de verdad, nos tomemos en serio la necesidad de “universalizar” realmente los derechos? Me
parece que ésta es la vía más adecuada. De hecho, sólo desde esta premisa será posible
redefinir las políticas de materialización y promoción de los derechos para que alcancen a la
mayor parte de seres humanos.
Todas estas circunstancias avalan, de hecho, la idea de que la cultura de los derechos se
encuentra en un momento de constante reflexión, replanteándose sus presupuestos, sus
elementos, sus fundamentos y las vías de realización. Se encuentra, de esta forma, en período
de “reconceptualización”, de acomodo de alguna de las viejas ideas a un mundo en expansión
que requiere la extensión de esos derechos a nuevas zonas y nuevos colectivos y que,
legítimamente, lo hace dado el imperio cultural y civilizatorio que se impone desde los medios
de comunicación y desde las relaciones económicas. Por ello, me parece que lo menos
apropiado en esta tesitura, si se quiere que los derechos cumplan el específico papel
transformador y liberador de su historia, es mantener posturas dogmáticas,
descontextualizadas y ahistóricas que, en realidad, sólo cosifican los derechos. Posturas que
transmutan a los derechos y los convierten en derechos petrificados, mineralizados, esto es, sin
vida, sin contacto con la existencia.
Ahora bien, del mismo modo, de nada serviría este proceso de reflexión sin tener
presente alguna de los componentes de la cultura de los derechos que me permito recordar
para concluir este libro: 1.- Que la formulación teórica y jurídica de los derechos se ha
producido en un largo proceso histórico marcado por la lucha contra la arbitrariedad, la
discriminación, la violencia y el dominio de unos sobre otros y que tiene por objeto el
reconocimiento de ámbitos de libertad e igualdad para los individuos. No puede olvidarse, por
tanto, la historia misma de esta largo proceso y que los derechos han sido y son un potente
instrumento de transformación social. 2.- Que el reconocimiento de los derechos en una
Declaración Universal supone el general convencimiento de que se ha llegado a un alto grado
de desarrollo moral y que aquéllos componen un código moral único para todos los seres
humanos del planeta. 3.- Que, aunque los derechos se han desenvuelto y decantado
paulatinamente en ese largo proceso histórico, no obstante, sólo podrán cumplir sus funciones
regulativas y transformadoras sin se contempla desde una visión unitaria e integral que no
separe el reconocimiento y promoción de las diferentes generaciones de derechos. 4.- Por
último, que, desde las primeras formulaciones, la teoría sobre los derechos reivindicó su
universalización y que, aunque, a la postre, en cada momento histórico, se plasmaron las
falacias que escondían en su seno, ello no debe ser obstáculo para que seamos conscientes de
que la tendencia a la universalidad es un componente necesario de una visión de los derechos
humanos como la que aquí se ha pergeñado.
Bibliografía citada.

La literatura sobre los derechos humanos es, en la actualidad, muy numerosa debido
al interés que suscita en los ámbitos político y académico. Por ello, ya aviso al lector que no
espere en lo que viene a continuación un listado de todo lo escrito, sino tan sólo de aquellas
referencias que aparecen citadas en el texto.

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José Martínez de Pisón (Zaragoza, 1959) ha sido profesor de Filosofía del Derecho de la
Universidad de Zaragoza y, en la actualidad, lo es de la Universidad de La Rioja donde imparte
diversas asignaturas relacionadas con la disciplina iusfilosófica. Forma parte, junto a
profesores de Universidades españolas y latinoamericanas, de la Red Temática Docente Los
Derechos Humanos entre dos mundos: Retórica y realidad de los derechos humanos en
América Latina y Europa, financiada por la Agencia Española de Cooperación Internacional
del Ministerios de Asuntos Exteriores. Es autor de varios libros - Justicia y orden político en
David Hume (1992), El derecho a la intimidad en la jusrisprudencia constitucional (1993),
Curso de Teoría del Derecho (1995), Derechos humanos: historia fundamento y realidad - y
numerosos artículos sobre derechos humanos, sobre pensamiento jurídico y político y sobre
otros temas relacionados con la Filosofía del Derecho y la Filosofía Política.

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