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EL SACERDOCIO EN
LA ANTIGÜEDAD
José Luis Escacena Carrasco
Eduardo Ferrer Albelda
(Editores)
SPAL MONOGRAFÍAS
VII
Sevilla 2006
Monografía Revista Spal
Núm.: VII
© SECRETARIADO DE PUBLICACIONES
DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA, 2006
Porvenir, 27 - 41013 Sevilla.
Tlfs.: 954 487 446; 954 487 451; Fax: 954 487 443
Correo electrónico: secpub2@us.es
http://www.us.es/publius/inicio.html
© José Luis Escacena Carrasco / Eduardo Ferrer Albelda (editores), 2006
Impreso en España-Printed in Spain
I.S.B.N.: 84-472-1026-X
Depósito Legal: SE-1.623-2006
Maquetación e Impresión: Pinelo Talleres Gráficos, S.L. Camas-Sevilla
PRÓLOGO
Israel, Tartessos, la cultura ibérica, el mundo celta, los cultos de Isis y Serapis y el cris-
tianismo han sido las culturas, religiones y épocas representadas; otros trabajos sobre
el sacerdocio en el mundo clásico, que sí formaban parte del programa del seminario,
finalmente no han podido ser incluidos en la monografía. Además de la selección
de temas hemos puesto interés, como lo hemos hecho en todos los seminarios, en la
selección de autores, alternando jóvenes investigadores y profesores consagrados. A
todos ellos agradecemos enormemente la celeridad en la redacción y entrega de sus
respectivos originales.
Nos queda agradecer vivamente al Departamento de Prehistoria y Arqueología,
y especialmente a los profesores editores del libro la colaboración y la disposición a
nuestros requerimientos, así como al Vicerrectorado de Relaciones Institucionales e
Internacionales y al Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla la posibi-
lidad de ver publicado este libro en la serie monográfica de Spal.
El sacerdocio celta
Vicente Fombuena Filpo............................................................................ 181
Margarita Conde
Universidad de Sevilla
Decía Heródoto (II, 37 y 65) que “(los egipcios) son extremadamente religiosos,
mucho más que el resto de los humanos…” y “observan estrictamente todos sus
preceptos religiosos”. Para entender estas afirmaciones del autor griego, es necesario
hacer una pequeña parada en la religión ya que, de otro modo, resulta confuso enten-
der el concepto de “siervo de dios”.
La religión egipcia era simple y compleja a una misma vez. Los conceptos gené-
ricos sobre los que se basaba, sencillos y claros, contrastaban con la complejidad
derivada de la pluralidad del culto. Y es que la religión egipcia no se fundamentaba
tanto en la creencia en dios como en su culto, mediante el cual se llevaba a cabo
un constante homenaje a la divinidad. Cada ciudad, pequeña o grande, tenía sus
propios dioses cuyo culto era totalmente independiente de aquel de las ciudades veci-
nas. Estos cultos se remontaban a épocas protohistóricas e incluso prehistóricas, y
cada uno de estas divinidades eran concebidas ya entonces como un dios creador
en cuyo templo tuvo lugar la génesis de todo lo visible. Con la unificación del país
(ca. 3000 a.C.), se desarrollaron estructuras estatales cada vez más complejas; sin
embargo, los dioses locales no se vieron subordinados a las divinidades de los centros
que se fueron erigiendo como importantes a lo largo del proceso de unificación. Por
el contrario, los cultos mantuvieron su independencia, lo que derivó en un sistema
policéntrico que justifica el politeísmo de la religión egipcia. Este sistema no expli-
caba la creación del mundo por medio de un único principio ya que era la suma de
un gran número de religiones paralelas apenas moderada por la agrupación de dioses
1. Schrader (1999).
2. Por el contrario, la religión moderna se puede definir, en términos generales, como un conjunto
de creencias en armonía con una concepción fundamental de la divinidad, estando la moral y el culto
a su servicio.
3. No se puede hablar de sincretismo o subordinación salvo en momentos concretos de la historia egip-
cia, generalmente como reflejo de una situación política particular. Un ejemplo claro ocurre en la dinastía
XVIII con el dios Amón-Re como dios nacional.
12 Margarita Conde
en tríadas, por las especulaciones sincréticas de los grandes centros religiosos y por el
predominio de los dioses dinásticos en todo Egipto .
Muchas de las características de la religión egipcia se reflejan en el sistema de
sacerdocios. Así, a grandes rasgos, hay que destacar que cada templo, ya fuera grande
o pequeño, se autogobernaba y se organizaba de manera independiente, de manera
que su sacerdocio constituía una estructura autónoma que no estaba subordinada a
ninguna otra sección sacerdotal. En consecuencia, no se puede hablar de “sacerdo-
cio” sino de “sacerdocios”, cada uno de los cuales era totalmente independiente. En
Egipto, los sacerdotes estaban al servicio del dios al que rendían culto en un lugar y
en un templo concreto. De ahí que los títulos sacerdotales siempre fueron acompa-
ñados del nombre del dios patrón. Por tanto, la pluralidad de los centros religiosos
explica la pluralidad de los sacerdocios.
Esta enorme fragmentación de cultos y sacerdocios se resolvía en la figura del
rey. Desde un punto de vista dogmático, el monarca era un dios, que compartía la
naturaleza de los dioses y cuyo cometido era mantener la concordia entre el orden
del universo y el del mundo creado, es decir, Egipto. Esta concordia se conocía como
Maat y describía el equilibrio entre el mundo visible y el mundo divino. Así, el rey
actuaba como elemento de unidad y equilibrio, a la vez que promovía la vinculación
entre religión y estado.
La unificación del país y, por ende, la complejidad de las nuevas estructuras polí-
ticas, económicas y sociales, promovió que las comunidades relegaran sus obligacio-
nes para con sus dioses en un grupo de hombres dedicados al servicio de la divinidad.
La jefatura de los sacerdocios locales era ostentada por los jefes locales. Por otro
lado, y aun nivel superior, cualquier teología egipcia reconocía de manera absoluta
que la divinidad creadora, al ordenar el cosmos, había establecido un equilibrio uni-
versal que debía ser mantenido y conservado. El garante de la conservación de la
armonía universal era el rey. De esta forma se entiende la comunión entre religión y
estado en el Egipto antiguo. El monarca actuaba como el sacerdote principal respon-
sable de todos cultos, asegurando las acciones divinas en el mundo; por otro lado,
como legislador y juez supremo, el rey conservaba los elementos terrenales según el
plan divino.
4. Estas circunstancias han dado pie a discursos sobre la creencia generalizada de la universalidad
y unidad del ser divino, sin nombre, sin forma y susceptible de revestir cualquier aspecto exterior. Este
principio abstracto y lejano habría sido percibido por la masa popular a través de sus formas externas, es
decir, por medio de los dioses locales que eran contenedores de las distintas formas de la potencia divina
universal. La cuestión es mucho más complicada y no es este el lugar para una discusión más profunda.
Sin embargo es importante tener presente, y no olvidar, la singularidad de cada culto local, para el que
su dios es el creador del universo. Aún hoy en día sigue abierto el debate sobre los conceptos de “dios” y
“dioses”, de los que son buenos exponentes Hornung (1982) y Assmann (2001).
5. A diferencia de muchas religiones modernas, en Egipto no existió un “conflicto” entre iglesia y
estado precisamente porque no existía una única iglesia ni un único sacerdocio (Pernigiotti 1997).
6. El origen de esta concepción habría que buscarla en la prehistoria, cuando el jefe tribal encarnaba la
fuerza vital de su clan, controlaba las fuerzas de la naturaleza mediante su magia, interpretaba la voluntad
de la divinidad y actuaba como brazo ejecutor de su voluntad (Sauneron 2000: 30). Sobre la conexión
entre Maat, creación y realeza, véase Frankfort (1998: 128-136); Teeter (1997). Para un estudio exhaustivo
sobre la complejidad del concepto Maat, véase Assmann (1990).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 13
EL SACERDOTE
Tal y como bien expresa el término egipcio Hwt-nTr, los templos eran las residen-
cias de los dioses y no lugares donde los fieles rezaban o participaban en la celebra-
ción del culto. El templo egipcio era un lugar restringido al que sólo tenían acceso
los sacerdotes y el rey. Desde la entrada, estaba constituido por una serie de salas que
se iban haciendo cada vez más pequeñas y oscuras hasta desembocar en el sancta
sanctorum, donde reposaba la estatua divina en la que se encarnaba parte de la esen-
cia inmaterial del dios. La pureza constituía un requisito absoluto e indispensable
para cualquier persona o cosa que entrara en contacto, de un modo u otro, con la
divinidad. Esta condición explica que el término genérico para denominar al sacer-
dote fuera wab, “el puro” (Wb I: 282,11 y 13). El sacerdocio egipcio no implicaba un
compromiso moral especial, siendo la pureza la única norma esencial. Esta marca
característica del sacerdocio se mantuvo hasta época tardía, perviviendo el término
entre los cristianos coptos de Egipto (Blackman 1998: 16; Sauneron 2000: 36).
7. El rey era considerado como el representante terrenal del dios Horus, originalmente dios local de
Buto, pero también era considerado una manifestación del dios Re de Heliópolis. De hecho, a partir de la
dinastía V, se establece la concepción del rey como hijo del dios solar, dios nacional de Egipto (Blackman
1998: 118-119).
8. Uno de los cometidos principales de los sacerdotes era atender, vestir y alimentar a la efigie de la
divinidad, es decir, al dios mismo, así como preparar sus salidas del templo. Véase Moret (1902); Sauneron
(2000: 75-91); Pernigotti (1997: 142-145).
9. Jan Assmann ha sugerido que las cuarenta y dos declaraciones de virtud que se incluyen en el capítulo
125 del Libro de los Muertos, como juramentos pronunciados por el difunto antes de ser aceptado en el Más
Allá, pueden haber tenido su origen en estos votos de iniciación de los sacerdotes. Véase Assmann (1989: 151).
14 Margarita Conde
— abluciones con agua fría dos veces durante el día y dos veces por la noche. Este
ritual tenía una gran connotación simbólica ya que el agua, elemento primigenio
de la génesis en la cosmogonía egipcia, renovaba y purificaba las energías vitales.
— purificación de la boca con natrón diluido en agua, para la purificación interna,
antes de entrar en el santuario.
— depilación absoluta del cuerpo cada dos días, así como el recorte de las uñas de
pies y manos. Uno de los rasgos distintivos de los sacerdotes era su cráneo per-
fectamente rasurado, tal y como muestran las estatuas y los relieves.
— circuncisión obligatoria. Los postulantes a sacerdote podían no estar circunci-
dados pero sufrían la operación en el momento en que accedían oficialmente al
cargo (Westendorf 1975: 728). Bajo el emperador Adriano, la circuncisión se
había convertido en una especie de marca distintiva de los sacerdotes.
— vestiduras de lino y sandalias de fibra vegetal, todo de color blanco10. Esta ves-
timenta se mantuvo invariable desde el Reino Antiguo, y solo algunos comple-
mentos permitían distinguir el rango o la función del sacerdote11.
— abstinencia sexual obligatoria durante el tiempo que permanecieran prestando
servicio en el templo. Los sacerdotes no estaban condenados al celibato y el matri-
monio era lícito, pero antes de entrar en el templo debían purificarse de cualquier
contacto femenino mediante la abstinencia por varios días (Heródoto II, 64).
— parquedad en la mesa12.
ACCESO AL SACERDOCIO
10. Según Heródoto (II, 37), los sacerdotes no podían vestir con materiales que procedieran de animales
vivos, como el cuero o la lana. Aparentemente se creía que tales vestiduras contaminarían la pureza del
santuario del dios y, puesto que algunos dioses eran adorados bajo su forma animal, les debía resultar
inaceptable estar en presencia de la divinidad vistiendo ropajes hechos con la piel o el pelo de animales que
pudieron albergar la esencia del dios.
11. Así por ejemplo, el sacerdote lector se ataviaba con una banda sobre el pecho y el sacerdote sem
llevaba una piel de pantera.
12. Según Heródoto (II, 37), la dieta sacerdotal no era precisamente parca. Sin embargo, los viajeros
grecorromanos posteriores dan cuenta de una dieta mucho más restringida: los sacerdotes tenían que evitar
la cabeza, pies y patas delanteras de los animales sacrificados; no debían comer vaca, cerdo, oveja, paloma,
pelícano, ningún pez, legumbres, habas, ajo, vino sólo en pequeñas cantidades y nada de sal; los ayunos
periódicos los privaban incluso de los pocos alimentos que les estaban permitidos. Sin embargo, esta debe ser
una visión errónea o exagerada de los viajeros clásicos porque cada uno de estos alimentos estaba prohibido
en una región de Egipto pero no todo al mismo tiempo y en todas partes. Véase Sauneron (2000: 38-39).
13. En época greco-romana sí existían una serie de condiciones para acceder al sacerdocio tales como
pertenecer a una familia de tradición sacerdotal, estar circuncidado y saber leer los textos religiosos escritos
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 15
Por otro lado, el cargo sacerdotal suponía, en muchos casos, poder, prestigio e
ingresos fijos muy codiciados14. Ciertos mecanismos facilitaban el acceso a la carrera
sacerdotal, como el derecho de herencia, la elección por un comité sacerdotal o la
promoción real.
En teoría, el rey era el único con derecho a nombrar a sus substitutos en los tem-
plos, es decir, la designación de todo sacerdote se contemplaba como un favor real.
Sin embargo, las injerencias reales eran raras, no solo por la cantidad de templos y
el número de sus sacerdotes, sino por el complejo sistema burocrático que hubiera
requerido. En la práctica, el rey se reservaba el nombramiento de las altas digni-
dades de los cultos nacionales como Karnak, Menfis, Heliópolis, Hermópolis, etc.
El monarca ponía en práctica esta prerrogativa fundamentalmente cuando deseaba
recompensar a un sacerdote o cortesano por los servicios prestados o bien cuando,
por motivos de política interior, quería modificar o equilibrar el poder de los cleros
principales, como el de Karnak (Sauneron 2000: 45-47).
Pese a la idea generalizada de la designación real, la práctica común era la heren-
cia del cargo sacerdotal. Heródoto (II, 37) menciona que a la muerte de un sumo
sacerdote era su hijo el que le sucedía. Así, desde el Reino Antiguo hay constancia
de testamentos en los que el sacerdote dispone de su cargo como un bien propio que
lega a uno de sus hijos. Desde entonces, la costumbre quedó establecida aunque no
como regla absoluta. En el Reino Nuevo bastaba con atestiguar esta filiación para
reclamar el cargo del padre en el templo, y a partir de la dinastía XX comenzaron a
constituirse verdaderos linajes sacerdotales (Sauneron 2000: 43-44; Blackman 1998:
134). De la época tardía se conocen estelas de donación que mencionan hasta dieci-
siete generaciones de antepasados sacerdotes del mismo dios. A comienzos de época
Ptolemaica, el acceso al sacerdocio parece que estuvo reservado a descendientes de
sacerdotes15. Pero ésta no era una característica exclusiva del clero puesto que la
sociedad egipcia, tan conservadora, usaba este mismo sistema de fijación familiar del
oficio como medio de estabilización social.
El nuevo sacerdote, ya hubiera obtenido su cargo por favor real o por herencia,
debía ser corroborado por el consejo sacerdotal del templo al que estuviera adscrito.
Por otro lado, cabía la posibilidad de que este mismo comité eligiera al futuro miem-
bro de la comunidad en caso de que hubiera cargos vacantes (Sauneron 2000: 44-45
y 47-50).
sobre papiro (es decir, en escritura hierática y no jeroglífica), ya que en ellos se recogían los rituales que
tenían que oficiar. Véase Sauneron (1962: 55-57); Blackman (1998: 134-135); Fowden (1993: 61).
14. Sobre los ingresos y privilegios de los sacerdotes, véase Blackman (1998: 131-134).
15. Véase, como ejemplo, el cuadro genealógico de Bekenchons sumo sacerdote de Amon en Wilkinson
(2000: 92).
16 Margarita Conde
TIPOS DE SACERDOTES
16. En un templo pequeño, el personal sacerdotal debía estar entre los diez y veinte individuos, mientras
que en los grandes templos, el número podía llegar a unos cuantos miles. En el templo de Karnak, por
ejemplo, se emplearon miles de personas repartidas en más de un centenar de funciones diferentes, desde
deberes litúrgicos y rituales como tareas de mantenimiento, que garantizaban el correcto funcionamiento
del templo (Sauneron 2000: 51-54).
17. Por ejemplo: Urk. I,13,2; 14,1 y 12; 36,15.
18. El término deriva del verbo wab, “purificar” y “ser puro” (Wb I, 280-281), y por defecto genera otro
verbo de igual raíz y de significado derivado, “ser sacerdote” (Wb I: 283,15-16).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 17
El sacerdocio egipcio era muy amplio, pero resulta difícil establecer una clasifica-
ción exhaustiva de los sacerdotes ya que los tipos, las funciones y los títulos variaron
a lo largo de la historia del país. En términos muy generales se pueden distinguir tres
grupos: el clero superior, el clero especializado y el clero menor.
1) Clero superior
19. Ello incluía a los hijos reales. Véase, por ejemplo, Urk. IV 157-9.
20. Hay que tener en cuenta que la jerarquía sacerdotal es un tanto ambigua ya que ciertos grupos sacer-
dotales podían pertenecer al alto clero o al bajo clero según el templo, probablemente condicionado por las
dimensiones de éste y la importancia de su culto. Por otro lado, la clasificación del personal que trabajaba en
los templos es relativa ya que una determinada función, según el templo, podía ser realizada por un deter-
minado tipo de sacerdote o por un funcionario civil. Sobre esta cuestión véase Sauneron (2000: 54-55).
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2) Clero especializado
21. En relación al origen de este título y las funciones sacerdotales que implicaba, véase Kess (1961:
115-125). Sobre el significado civil del título, véase Brunner (1961: 90-100).
22. En la literatura egipcia, el sacerdote lector jefe es a menudo presentado como el “mago” por excelen-
cia. En los cuentos del Pap. Westcar, por ejemplo, uno de los sacerdotes lectores hace prodigios por medio
de sus conjuros mágicos, otro convierte un cocodrilo hecho de cera en uno real de 7 codos para castigar al
amante de su mujer y el tercero sabe unir la cabeza que ha sido decapitada del cuerpo, conoce las cámaras
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 19
secretas del santuario de Thot y puede predecir el futuro (Lichtheim 1975: 215-222). En la “Profecía de
Neferty”, también del Reino Medio, Neferty es convocado ante el rey Snefru (dinastía IV) para entrete-
nerlo con su discurso: gracias a sus dotes y gran conocimiento como gran sacerdote lector, pronostica al
rey la llegada de tiempos difíciles para el país (Lichtheim 1975: vol. I, 140). La asociación de la magia con
los sacerdotes y templos permaneció arraigada hasta época greco-romana (Fowden 1993:166-168).
23. A priori resulta una institución un tanto misteriosa porque aunque aparece mencionada en los papi-
ros, no hay información precisa de ella. Ello no resulta extraño si se tiene en cuenta que todo egipcio que
supiese escribir y leer debía haberse formado en estas instituciones, de ahí que fuera innecesario dar detalles.
Hay constancia de su existencia en los grandes templos de Menfis, Abidos, el-Amarna, Akhmin, Coptos,
Esna y Edfu, pero cualquier templo un poco importante debió de tener la suya (Nordh 1996: 109-110).
24. La Casa de la Vida cumplía numerosos servicios para el templo. Por un lado, concebía, cultivaba,
procesaba y transmitía las tradiciones del templo en pensamiento, palabra e imagen, y su biblioteca-
archivo proveía los prototipos textuales y pictográficos. Por otro lado, mantenía el orden-Maat frente
a las constantes fuerzas amenazadoras del caos y lo reforzaba suministrando poder en forma de pensa-
miento, palabra e imagen (Gardiner 1938: 157-179; Nordh 1996: 107-108). El Pap. Salt 825 (BM 10051)
20 Margarita Conde
es un importante documento relativo a la Casa de la Vida del templo de Osiris en Abidos que aporta
información sobre los mecanismos de funcionamiento, las colecciones de libros allí guardados e incluso el
personal que allí servía (Derchain 1965).
25. El Pap. Salt menciona algunos de los miembros de la Casa de la Vida (Gardiner 1938: 167-168).
Sobre una relación completa del personal de esta institución, véase Nordh (1996: 208-212).
26. El término sXpr se traduce a menudo como “copiar” aunque el Wörterbuch lo traduce como “escri-
bir, dibujar” (Wb IV: 106). Para Nordh, la palabra tiene connotaciones creativas-productivas así como
reproductivas. De ahí que haya que entender que las tareas de este profesional tenían que ver con diferen-
tes formas de procesar los textos: escribir, concebir, componer, compilar, registrar, comentar, copiar, etc.
(Nordh 1996: 208-209).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 21
3) Clero menor
Estaba constituido por los sacerdotes wab (Wb I: 282 ff.-283) y prestaban sus
servicios temporalmente al templo. Desempeñaban funciones muy diversas, desde
jefes de escribas a portadores de la barca sagrada, encargados del riego y la limpieza
del templo, supervisores de pintores y dibujantes o simples artesanos. Se trataba de
un personal vinculado al templo por prestar un servicio en la organización y mante-
nimiento del éste y no por desempeñar una labor consagrada directamente al dios.
CLERO FEMENINO
En el Reino Antiguo, las mujeres de la nobleza y las hijas de los sacerdotes podían
ejercer como Hmt-nTr, “siervas del dios”, generalmente de una diosa como Hathor29
o Neith (Wb III: 90,10-11). Excepcionalmente, algunas reinas o princesas sirvieron
como sacerdotisas de Thot, Path y otros dioses, así como en los cultos funerarios de
los reyes. Todas eran Hmt-nTr, y puesto que hay muy pocos ejemplos de sacerdotes
Hm-nTr vinculados a una diosa como Hathor, estas mujeres debieron ejercer prácti-
camente las mismas funciones que sus colegas masculinos.
A partir de Reino Medio, se atestigua el título de sacerdotisa wabt (Wb I: 283,13).
Sin embargo, la progresiva profesionalización del sacerdocio fue excluyendo a la
mujer, para la que no dejó más que títulos honoríficos pero de gran prestigio social.
Esta gradual exclusión se ha relacionado con un incremento de la importancia de la
27. Los templos conservaban los originales de todos los textos en bibliotecas denominadas is n sSw,
“sala de las escrituras” (en el caso del templo de Luxor) o pr-mDAt, “casa del libro” (en el caso de los com-
plejos templarios de Philae, Edfu y Tod). Se trataban de salas pequeñas y oscuras donde se guardaban los
rollos de papiros en nichos de los muros. En estos se inscribía el inventario de libros sagrados y algunos
templos, como el de Edfu, han conservado estos listados.
28. Así por ejemplo, la introducción del texto de la llamada “Teología Menfita” especifica que fue ins-
crito en una estela de piedra por orden del rey Shabaka (dinastía XXVI) porque el original, redactado
sobre papiro o cuero, estaba comido por los gusanos (Lichteim 1975: vol. I, 52, l.1-2).
29. Sobre las sacerdotisas de Hathor, véase Galvin (1984: 42-49) y Gillam (1995: 211-237).
22 Margarita Conde
30. En el Reino Nuevo, este título, junto al de Hmt-pr, “señora de la casa”, es muy empleado por las muje-
res de los altos funcionarios en sus tumbas.
31. El término xnr se ha entendido y traducido hasta ahora como “harén” (Wb III: 298,8). Sin embargo,
se ha argumentado sólidamente que dicha palabra debe ser entendida como una compañía de intérpretes
musicales (Bryan 1982: 35-54; Nord 1981: 137-145).
32. Para un estudio completo del título Hmt-nTr en la dinastía XVIII y sus antecedentes, véase Gitton (1984).
33. Tradicionalmente se había aceptado que el papel de la “esposa del dios” lo asumía la reina que per-
sonificando a la diosa Mut, consorte de Amon-Re, engendraba al heredero del trono. Sin embargo, esta
identificación ha sido recientemente reconsiderada. El argumento principal considera la alta mortalidad
infantil, así como otras circunstancias, y la consecuente incertidumbre sobre la identidad de la “madre del
rey” hasta que el príncipe no hubiera subido al trono (Robins 1993: 43-45 y 149-151; David 2002: 306)
34. Como ejemplo de linaje de esposas divinas de Amón, véanse las estelas de Nitocris y Ankhnesnefe-
ribre, en Breasted (1988: vol. IV, 477-496 y 503-506 respectivamente). Para una nueva edición y estudio de
la estela de Ankhnesneferibre, véase Leahy (1996: 145-166).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 23
Como Esposa del Dios, la princesa y su cortejo (las concubinas del dios) mantenían
el celibato, no pudiéndose casar con hombre humano alguno. De esta manera, se
aseguraba que no volviera a repetirse la situación de la dinastía XXI que provocó
una separación entre la corte real y el sacerdocio tebano de Amón. Para entonces, la
Esposa del Dios gozaba de un considerable poder político y económico. En Tebas,
donde residía, tenía posesiones que se equiparaban a las del rey en muchos aspectos,
y sus títulos incluso evolucionaron para imitar la titulatura real, empleando prae-
nomen (generalmente compuesto con el nombre de Mut, consorte divina de Amón)
junto a sus nombres personales, ambos escritos en cartuchos. Estas mujeres incluso
llegaron a ejercer funciones desempeñadas previamente por el “Primer Profeta” de
Amón, lo que indica una importante transferencia de los poderes sacerdotales a la
Esposa del Dios y su corte. Las esposas divinas gozaron de un considerable poder
político y económico, aunque su influencia se limitó estrictamente a la ciudad de
Tebas y sus alrededores. Esta redefinición del papel de la Esposa del Dios en estas
dinastías se mantuvo hasta época greco-romana.
El cargo de Esposa del Dios implicaba, con seguridad, funciones rituales. Des-
afortunadamente es poco lo que se conoce relativo a su ejercicio, o participación, en
rituales en los templos. Desde la dinastía XVIII, el título de Hmt-nTr estaba asociado
al de dwAt-nTr, “adoratriz del dios” (Wb V: 430, 3-4); una de las funciones sacerdotales
de estas mujeres era agitar el sistro ante el dios, tanto para rendirle homenaje como
para pacificarlo. En relación a esto, y asociado al título Drt-nTr, “mano del dios” (Wb
V: 585), la Esposa del Dios debía también realizar algún tipo de ritual para estimular
sexualmente al dios y mantener así su potencia creadora en el universo. En la capilla
roja de Hatshepsut en Karnak hay tres series de escenas en las que aparece la Esposa
del Dios como ritualista en el templo (Gitton 1976: 31-46; Robins 1993: 151-152).
Dichas escenas, relativos a la destrucción de los enemigos, la ofrenda de alimentos
a los dioses y los rituales frente a la estatua del dios Amón en la capilla, ponen de
manifiesto que las Esposas del Dios debieron jugar un papel activo en los rituales del
templo y que, como el rey y los sacerdotes, tuvieron acceso al santuario del dios.
SACERDOTES FUNERARIOS
Por último, el papel de las mujeres en las ceremonias funerarias estuvo restrin-
gido desde los primeros tiempos, quedando limitadas al papel de plañideras a partir
del Primer Período Intermedio. Las plañideras recibían el nombre de Drt (Wb V:
596f) y personificaban a las diosas Isis y Neftis cuando lloraron la muerte de su her-
mano Osiris, representado por el difunto en las exequias. Sus lamentos recordaban
al grito del milano, de hay que se las llamase Dryt, “las dos milanos” (Wb V: 597,8).
Las plañideras, aún siendo laicas, tenían que cumplir las condiciones de pureza física
requeridas para el sacerdocio.
35. Sobre el ritual funerario, véase Wilson (1944: 201-218), Spencer (1986: 45-73), Taylor (2001: 186-
2000) y Morales (2002:123-146).
36. La viñeta que acompaña al capítulo 151 del Libro de los Muertos muestra la sala de momificación
y al embalsamador ataviado con las máscara de Anubis preparando el cuerpo y realizando los rituales
pertinentes.
37. Blackman (1998: 123). Sobre el proceso de momificación y los rituales llevados a cabo, así como los
textos antiguos que aportan información sobre ello, véase Spencer (1986: 112-138).
38. Un buen ejemplo es el documento de establecimiento del culto funerario de Senuankh, de la dinas-
tía V. El texto menciona la donación de unas tierras a los siervos del ka y sus descendientes consagrados,
en exclusiva, a su culto funerario (Breasted 1988: vol. II, 106-107 (§§231-235); Urk I, 36 y 37).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 25
Abreviaturas
BIBLIOGRAFÍA
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El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su
estudio: los sacerdotes mesopotámicos
J. Á. Zamora López
CSIC
Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo (Zaragoza)
1. Para una introducción general al Próximo Oriente Antiguo y los problemas de su estudio, remitimos
a los manuales habituales, p. ej. los clásicos de Oppenheim (1977) (cf. para nuestro tema cap. IV) o Von
Soden (1985), ambos con traducción castellana (2003) y (1987). Una síntesis breve en español, con propó-
sitos introductivos al estudio de la religión mesopotámica, se encontrará p. ej. en Sanmartín (1993).
2. El cuneiforme sobre tablillas de barro (y en menor medida sobre objetos pétreos), originado y desa-
rrollado en la zona, fue empleado con tal intensidad que, en algunas fases, nos proporciona un volumen
de documentación sin parangón en el mundo antiguo o medieval (y en realidad no igualado en densidad
en Occidente hasta prácticamente la época posterior al concilio de Trento).
3. Para un panorama de la situación de los estudios sobre el sacerdocio en el conjunto del Próximo
Oriente antiguo, cf. las contribuciones recogidas en Watanabe (1999). Para una comparación con el sacer-
docio en el mundo próximo-oriental no mesopotámico, cf. sobre la Anatolia hitita p. ej. McMahon (1995);
sobre las relaciones a estos efectos entre Micenas y el Próximo Oriente, cf. p. ej. Scafa‑Alfé (2001) y Negri
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 29
Dedicaremos por tanto las líneas que siguen al sacerdote mesopotámico, como
imagen representativa –sin olvidar lo antedicho– del antiguo sacerdocio próximo
oriental. Esta imagen, sin embargo, debe ser acompañada de otras. Otras imágenes
que, aunque construidas igualmente de forma sintética y generalizadora, presenta-
rán, como veremos, algunos rasgos específicos y diferenciales. Entre ellas, resultarán
especialmente importantes la del sacerdocio y los sacerdotes en el Levante próximo-
oriental, tanto del sacerdocio siro-levantino (ugarítico, fenicio, púnico) como del
sacerdocio en el mundo bíblico. Por ello se les dedican en este mismo volumen tra-
bajos independientes.
El sacerdocio en Mesopotamia
(2001); sobre el Antiguo Egipto, Siria-Fenicia, Palestina y el mundo bíblico, cf. las contribuciones de
Conde, Zamora, Jiménez Flores o Barriocanal en este mismo volumen.
4. El primero (el sacerdocio en el área que aquí hemos llamado siro-levantina), presentara rasgos que
serán especialmente relevantes, por ejemplo, al considerar la extensión e influencia de estos hechos de
cultura en Occidente. El segundo (el sacerdocio en la Biblia) resultará a su vez de enorme importancia,
dado el carácter germinal del texto bíblico en la configuración de la cultura judeo-cristiana (y por tanto en
nuestra propia concepción del sacerdote).
5. Sobre este tipo de reflexiones, remitimos al trabajo de Xella (2002: 406ss.), con bibliografía específica.
30 J. Á. Zamora López
6. Sí lo hay, en cambio, en el Levante próximo-oriental, como podrá verse en el artículo que se le dedica
en este mismo volumen. Véase también, más adelante, el uso de alguno de los términos mesopotámicos en
la documentación silábica levantina como equivalente de los términos locales.
7. Substituyendo a los dioses menores que antes servían a los grandes dioses. Cansados de sus trabajos,
los dioses sirvientes se rebelaron. Los hombres fueron creados para que ocuparan su lugar. (En las versio-
nes más elaboradas de los antiguos mitos sumerios y acadios, Enki, dios de la sabiduría, modela al hombre
con barro, que mezcla con la sangre de un dios rebelde. Un dios castigado, pues no hay falta sin punición.
Tal hecho explica la “chispa” divina que se da en los hombres, que les da la inteligencia y el “alma” que
le sobrevive en la muerte como un fantasma; pero que también les lleva a la falta y al error). Cuando la
multiplicación de los humanos introduce el caos, los dioses decretan su destino mortal. Sobre la mitología
sumero-acadia, su historia y contexto, cf. p. ej. Lambert (1995).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 31
–advertida o no– en el servicio divino. Servir bien a los dioses no es fácil (y entender-
los tampoco), aunque las obligaciones de los hombres para con ellos nacen todas,
en realidad, de las esenciales. Los hombres deben proporcionar a los dioses los bienes
básicos para su subsistencia: casa y comida. La casa es por supuesto el templo; la
comida, son las ofrendas (cf. p. ej. Wiggermann 1995: 1857 ss.).
11. Incluso asumiendo el carácter externo de tal división, cf. p. ej. Charpin (2001: 681ss.). La referencia
fundamental para los apartados que siguen, aun ceñida al periodo paleobabilonio, son los dos trabajos de
Renger (1967 y 1969). Cf. también del primer autor, más específico: Charpin (1986).
12. Para este tipo de problemas al respecto del sacerdocio antiguo, cf. p. ej. el clásico Beard‑North (1990).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 33
Los textos muestran una gran cantidad de subalternos que asumen cargos mate-
riales al servicio de los templos. Abarcan lo más variado de las tareas productivas
o auxiliares, desde las más generales a las más especializadas. Se atestiguan campe-
sinos, artesanos, cocineros, cerveceros, porteros, limpiadores… Aparentemente, nos
salimos aquí definitivamente de la esfera del culto. Pero de nuevo no es algo claro:
algunas labores realizadas para el templo o en el templo conllevaban exigencias
especiales. Bajo alguna de las denominaciones anteriores, por ejemplo, se esconden
“técnicos” especializados, encargados de labores rituales o ritualizadas, como los
carniceros (bixu) o los cocineros-panaderos (nuxatimmu, que debían preparar sin
error la comida del dios), los llamados “barrenderos” (kisalluxxu, “limpiadores del
13. Sobre los escritos religiosos en relación con la “teología” mesopotámica, y sobre los personajes
–al servicio del rey– que se encargaban de ellos, cf. p. ej. el citado Wiggermann (1995: 1865). Cf. también
Lambert (1995).
34 J. Á. Zamora López
vestíbulo”, pues la limpieza del templo debía ser a la vez física y ritual) o los porteros
(atû, que lo son de la casa del dios, y cuyo cargo alcanza en determinados periodos
una importancia reseñable). De igual modo, algunos de los objetos litúrgicos o bie-
nes consumibles producidos para los templos implicaban una elaboración especial a
cargo de personal especializado. Además, cargos “domésticos”, como el de los cerve-
ceros (sirû), se atestiguan en algunos documentos en funciones que trascienden la
mera literalidad de su nombre.
14. En realidad, la propia definición de “culto” (y de “ritual”) constituiría un problema a parte, del que no
podemos ocuparnos aquí. Cf. simplemente en la bibliografía citada algunas consideraciones sobre el término,
p. ej. en Wiggermann (1995: 1858). Sobre los rituales mesopotámicos, cf. p. ej. el citado Joannès (2001c).
15. Habría que decir, mejor, que la vida cotidiana divina es el correlato de la vida cotidiana del rey (el
que entre los hombres lleva la vida más digna de compararse a la divina). En este plano simbólico, el
antropomorfismo divino parece construirse en Mesopotamia de forma inversa a su presentación explí-
cita: el rey no vive como los dioses, sino que los dioses viven como reyes (se les imagina “a su imagen
y semejanza”).
16. De hecho, los llamados en algunos periodos rib bti, “los que entran en el templo”, personal del
templo encargado del servicio, son traducidos muchas veces como propiamente “sacerdotes” (frente a las
denominaciones literales que aluden a la función de otros miembros del personal cultual).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 35
Todas las figuras hasta ahora consideradas se vinculan a los templos como parte
del entramado cultural que, de forma general, enunciábamos al iniciar esta síntesis.
Pero esta construcción no se entendería sin la presentación de una de sus más impor-
tantes piezas: el rey.
17. Sobre estos particulares, cf. p. ej. Wiggermann (1995: 1862 ss.) –o las síntesis citadas de Joannès
(2001d: 199 ss.); (2001c: 743 ss.); cf. también (2001b). Para los cargos que siguen, cf. de nuevo Renger
(1967) y Renger (1969), y en síntesis Charpin (2001).
18. Cf. Hallo (1995: 1871 ss.). En síntesis p. ej. Villard (2001b: 461 ss.); sobre EMESAL, p. ej. Lafont
(2001: 281 ss.).
36 J. Á. Zamora López
El rey
19. Cf. en síntesis p. ej. Joannès (2001b: 727 ss.). Sobre los festivales del año nuevo, cf. Sallaberger (1999)
y Pongratz-Leisten (1999), o p. ej. Jacobsen (1975). Sobre el matrimonio sagrado, véase nota siguiente.
20. En realidad, el “matrimonio sagrado” se atestigua solamente en la Uruk del III y II milenio a. C.
y, como hierogamia dentro de la fiesta del Año Nuevo, en la Babilonia y Asiria del I milenio a. C. Sobre
el tema, la referencia clásica es Kramer (1969); cf. sobre la complejidad real del problema también p. ej.
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 37
La mujer y el sacerdocio
los más recientes Cooper (1993) o el citado Steinkeller (1999), con más bibliografía. Cf. en síntesis p. ej.
Joannès (2001e: 507 ss.).
38 J. Á. Zamora López
Otras figuras
De este panorama puede deducirse también que la situación de los muchos perso-
najes hasta ahora citados era muy variada. El estatus mejor conocido es quizá el de los
personajes encargados de las operaciones del culto en los templos, de los que conoce-
mos, a través de diferentes testimonios, sus obligaciones y beneficios fundamentales.
21. La enfermedad o la fortuna adversa no sólo eran un castigo divino. Podían ser causados –o llegar
a través de– el ataque del mal. Al margen del mundo regido por los dioses, al margen del territorio del
reino, de la ciudad, de la casa, habitaba el mal (el bárbaro, el enemigo, las alimañas, la enfermedad, la
oscuridad). Los “espíritus del mal”, –demonios amenazantes, restos del desorden previo a la creación
del cosmos o divinidades enloquecidas– y los “fantasmas de los muertos” –que retornaban al mundo de
los vivos a saciar su apetito– acechaban al hombre, que se defendía de ellos gracias al šipu (nombre que
a veces es traducido como “exorcista”; otros oficiantes llevan otros títulos, como los de origen sumerio
mašmašu y kakugallu). Fuera de los males causados por falta o “pecado” o por ataque del mal, actuaba el
asû, aunque éste último, como también el lamentador kalû, podían acompañar al šipu en sus “conjuros”.
Cf. p. ej. Biggs (1995) y Farber (1995), o en la misma obra también el citado Wiggermann (1995: 1866); cf.
en general para la magia Bottéro (1988: 200-234); en síntesis, cf. p. ej. Villard (2001: 325-328).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 39
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El sacerdocio en el Antiguo Testamento
1. Estado de la cuestión
En este apartado se pretende dar una definición del sacerdocio del AT, o lo que
es lo mismo, señalar su identidad. Para lo cual se ha de analizar previamente su ter-
minología, su origen, su organización y sus funciones.
2.1 Terminología
2.2 El origen
El derecho al sacerdocio es una gracia divina otorgada a una tribu escogida. Por
ello, el sacerdocio del AT tiene un carácter hereditario. Es una disposición dada por
Yahvé a Moisés: “Manda acercarse a ti, de en medio de los israelitas, a tu hermano
Aarón, con sus hijos, para que ejerza mi sacerdocio” (Ex 28,1). También los hijos
de Jonatán sucedieron a su padre como sacerdotes de la tribu de los danitas (cf. Jue
18,30). Del mismo modo Elí y sus hijos fueron sacerdotes en Silo (cf. 1Sm 1-2), mien-
tras Ajimeq y su familia proveyeron el servicio sacerdotal en Nob (cf. 1Sm 22,11).
Este hecho no tiene nada de sorprendente, dado que en el Oriente Antiguo las
profesiones eran generalmente hereditarias, se transmitían las técnicas y los conoci-
mientos de padres a hijos. También respecto al oficio sacerdotal. Así, consta entre
los egipcios la sucesión hereditaria a partir de la dinastía XIX, donde la justificación
de la ascendencia sacerdotal garantizaba el acceso a sus funciones. Por esta razón se
entiende que la Escritura nos presente repetidamente genealogías levíticas, como en
Gn 46,11; Ex 6,16-25; Nm 26,57-60; y, sobre todo, en 1Cro 5,27 y 6,38 que se remon-
tan hasta el destierro. Su importancia lo pone de manifiesto un incidente surgido al
regreso del exilio: los que no pudieron justificar su ascendencia, fueron excluidos del
sacerdocio (cf. Esd 2,62; Ne 7,64).
El carácter hereditario del sacerdocio muestra que éste no es una vocación sino una
función: servir a la presencia de Yahvé en el santuario. Una singular llamada divina
se produce respecto a los reyes y a los profetas, pero no con relación a los sacerdotes.
Tal como se muestra en los nombramientos sacerdotales hechos por Micá (cf. Jue
17,5.10) y Eleazar (cf. 1Sm 7,1), y cuyos textos son considerados antiguos, no se
El sacerdocio en el Antiguo Testamento 45
ve que exista una intervención divina especial. Aunque la tribu de Leví fue puesta
aparte por Dios mismo para su servicio, esta elección no implica ningún carisma
particular para sus miembros.
En opinión de R. de Vaux (1964: 452), pues no hay transmisión de gracia ni de
poderes especiales. Distinta es la consideración de Ph. P. Jenson (1992: 119-120), quien
habla de ordenación sacerdotal de Aarón y sus hijos. En su opinión, Lv 8-9 (= Ex 28-
29) describe pródigamente esta ordenación. El texto subraya tres ritos fundamenta-
les: la entrega de vestidos especiales, la unción con óleo y la ofrenda de un sacrificio
singular. Se describe todo un proceso ritual que culmina en un estado sacerdotal.
Estado inicial: Aarón y sus hijos están junto con el resto de la comunidad. Rito de
separación (Lv 8): Yahvé ordena a Moisés que tome a Aarón y a sus hijos (v. 2); Moi-
sés manda que se acerquen a él y lava a Aarón y a sus hijos con agua (v. 6); les pone
vestidos especiales (vv. 7-9.13); unge y consagra el Tabernáculo (vv. 10-11); vierte el
óleo de la unción sobre Aarón (v. 12); Moisés ofrece tres sacrificios (vv. 14-29); rocía
con óleo de unción y sangre a Aarón y sus vestidos, y a los hijos de Aarón y sus ves-
tidos, quedando así consagrados (v. 30). Estado temporal de separación: Aarón y sus
hijos permanecen durante siete días en el santuario (vv. 33.35). Rito de agregación
(Lv 9): Aarón ofrece sacrificios, por él mismo (vv. 8-14) y por Israel (vv. 15-21); ben-
dice al pueblo, primero aparece bendiciendo él solo (v. 22) y luego con Moisés (v. 23);
la gloria de Yahvé se hace presente (v. 23); sale fuego de la presencia de Yahvé que
consume los sacrificios (v. 24a); el pueblo responde con gritos de júbilo y se postra
ante Yahvé (v. 24b). Estado final: Aarón y sus hijos son sacerdotes.
La unción con óleo, la aspersión con la sangre de las víctimas inmoladas y la
separación temporal manifiestan que Aarón y sus hijos son consagrados a Yahvé.
Son ungidos con el mismo óleo que se utiliza para consagrar el Tabernáculo, el
altar y los utensilios sagrados. La aspersión con la sangre significa que son propie-
dad de Yahvé, pues sólo a Él pertenece la sangre de las ofrendas. El estado tempo-
ral de separación es consecuencia de haber entrado en contacto con la santidad y
la gloria divinas.
Por esta ordenación sacerdotal Aarón y sus hijos son elevados a una santidad
propia a la que tiene el Tabernáculo y el altar. No es una santidad permanente, ya que
cada vez que ejerzan su sacerdocio deben previamente purificarse (cf. Ex 30,17-21).
Se trata, pues, de una santidad circunscrita al santuario, de cara al servicio divino, es
decir, al ejercicio sacerdotal. Las disposiciones legales en relación con el contacto con
los difuntos (cf. Lv 21,1-2.11; Ez 44,25), con el matrimonio (cf. Lv 21,7.13-15), con la
higiene (cf. Ex 30,18-21) y con las bebidas alcohólicas (cf. Lv 10,9; Ez 44,21) tienen
como fin salvaguardar la santidad del sacerdocio. Ésta es una constante en los textos
sacerdotales del AT. Los sacerdotes, no sólo tenían que velar por su pureza ritual
para el recto ordenamiento cultual, sino también por la pureza de los participantes.
La mayor impureza era causada por la lepra.
Se desconoce la fecha en que cesó el rito de la unción, en época herodiana y
romana ya no existía, la única celebración era la imposición de la vestidura. Esta
imposición es un acto importante, ligada directamente con el servicio sacerdotal (cf.
Ex 28,4; 31,10; 35,19; 39,41). La transmisión del poder sacerdotal de Aarón a su hijo
Eleazar se hace por el traspaso de la vestidura (cf. Nm 20,26).
46 José Luis Barriocanal Gómez
2.4 La organización
En tiempos del primer Templo de Israel (desde el rey David –s. X– hasta su des-
trucción –s. VI–) existía ya una jerarquía sacerdotal. También esta jerarquización del
sacerdocio es común a otros pueblos. En Hierápolis, según Luciano (De Dea Syra,
42-43), había por lo menos trescientos sacerdotes, sin contar a los cantores. Bajo
el reinado de Saúl, el santuario de Nob era servido por Ajimelek y ochenta y cinco
sacerdotes de la descendencia de Elí (cf. 1Sm 22,16-18). Es lógico concluir que dado
tal número, éste debía de estar organizado.
A la cabeza estaba el sumo sacerdote (Lv 21,10; Nm 35,25; Jos 20,6; 2Cro 24,6),
llamado también “sacerdote en jefe” o “primer sacerdote” (2Re 25,18; 2Cro 24,11),
o sencillamente “sacerdote” (1Re 4,2; 2Re 11,9-10). Lo más probable es que fuera
desde Salomón hasta el exilio descendiente de Sadoq. Así lo considera la tradición
tardía (cf. Ez 40,46; 44,15; 48,11; 2Cro 31,10).
Las familias cuyos miembros habían sido titulares del pontificado constituyen la
llamada aristocracia sacerdotal, o el grupo de los sumos sacerdotes en plural (cf. Lc
3,2; Hch 4,6).
Al sumo sacerdote le estaba reservada la entrada en la parte más santa del templo
para ofrecer el sacrificio de expiación por el pueblo, en la festividad del Yôm Kippur.
Por debajo del sacerdote en jefe se hallaba el segundo sacerdote (2Re 23,4 y
25,18; Jr 52,24). En estos pasajes se menciona también su nombre: Sofonías. A este
mismo personaje, que aparece varias veces en el libro de Jeremías (cf. 21,1, sobre
todo 29,24-29), se le da el título de “inspector del templo”, por estar encargado de
la policía del santuario.
El libro de 2Re 23,4 y 25,18, junto con Jr 52,24, después del sumo sacerdote y del
sacerdote segundo, mencionan a los guardianes del umbral. Son funcionarios supe-
riores del templo, no ya simples porteros. Según 2Re 25,18 son solamente tres, y el
ordenamiento de Joás les atribuye la función de recibir las contribuciones del pueblo
(cf. 2Re 12,10; 22,4).
Subordinados a estos altos dignatarios del sacerdocio, los ancianos entre los
sacerdotes desempeñaban un importante papel (2Re 19,2; Is 37,2; Jr 19,1). En analo-
gía con los “ancianos del pueblo”, estos ancianos entre los sacerdotes son los jefes de
las familias sacerdotales. Conforme a estos jefes se repartirán, tras la cautividad, los
sacerdotes por grupos.
Junto con los sacerdotes se menciona otro grupo, el de los sacerdotes sirvientes.
Su función es ayudar a los sacerdotes, pero no dentro de la celebración cultual. Les
asisten fuera del altar, a la hora de llevar las ofrendas y la porción del sacrificio que
correspondía a los sacerdotes. Se les encuentra en el templo de Silo (cf. 1Sm 2,13-17).
Posiblemente Samuel fuera uno de ellos (cf. 1Sm 2.11.18; 3,1).
Tres son los ministerios principales de los sacerdotes: cultual, oracular y de ins-
trucción. Los tres se encuentran en la bendición final que Moisés impartió sobre la
tribu de Leví: “Para Levi dijo: Dale a Levi tus Urim y tus Tummim al hombre de tu
agrado, a quien probaste en Massá, con quien querellaste en las aguas de Meribá,
el que dijo de su padre y de su madre: «No los he visto». El que no reconoce a sus
hermanos y a sus hijos ignora. Pues guardan tu palabra, y tu alianza observan. Ellos
enseñan tus normas a Jacob y tu Ley a Israel; ofrecen incienso ante tu rostro, y per-
fecto sacrificio en tu altar” (Dt 33,8-10).
a) Servicio cultual
kippur (cf. Lv 16). Constituía la fiesta cultual por excelencia, porque ese día era la
única ocasión en la que el sumo sacerdote podía penetrar en la parte más santa del
templo para ofrecer el sacrificio más solemne: el sacrificio expiatorio. Bajo todos los
aspectos sagrados (de lugar, de tiempo, de persona, de rito) la liturgia del yôm kippur
manifestaba la exigencia de santidad más alta.
La importancia de este ministerio cultual se refleja en que constituye la fuente
principal de su sustentación. El sacerdote vive del altar, por cuanto le corresponde una
parte de los sacrificios que en él se ofrecen (cf. Dt 18,1-5). Así lo recuerda la historia
de los hijos de Elí (cf. 1Sm 2,12-17). La falta denunciada de estos hijos no consistía en
que tomaran su parte, sino en que contrariamente a lo estipulado exigían las carnes
crudas antes de que hubiesen ofrecido la grasa en el altar. Es decir, ellos se servían
antes de que se hubiese servido Yahvé. La segunda fuente de ingresos procedía de las
contribuciones aportadas al templo, como lo muestra el ordenamiento de Joás (cf.
2Re 12,15-17; 22,3-7).
b) Función oracular
c) La función de enseñanza
pueblo ante Dios, también espera de los sacerdotes santidad de vida, sana doctrina,
prudencia, integridad, celo por la conversión del pecador. Espera que sean modelos
y árbitros del pueblo.
La competencia de los sacerdotes no se reducía a las prescripciones cultuales.
Fueron también maestros de moral y de religión. Los profetas desempeñaron el mismo
papel, aunque de manera diferente: el profeta es el hombre de la palabra, el portavoz
de Dios que le inspira directamente lo que debe decir en tal o cual circunstancia, el
instrumento de una revelación actual de Dios. Mientras que el sacerdote es el hombre
de la Torá, el depositario e intérprete de una ciencia, que viene ciertamente de Dios,
pero por una revelación pasada, transmitida por los canales humanos de la tradición
oral y escrita.
A la función de la enseñanza se une una cierta competencia jurídica atribuida al
sacerdote: “A su decisión corresponde resolver todo litigio y toda causa de lesiones”
(Dt 21,5). Los sacerdotes debían intervenir en caso de delito grave, como en el caso
de homicidio, cuando faltaban indicios para descubrir al autor: “Si tienes que juzgar
un caso demasiado difícil para ti, una causa de sangre, de colisión de derechos, o de
lesiones, un litigio cualquiera en tus ciudades, te levantarás, subirás al lugar elegido
por Yahvé tu Dios, y acudirás a los sacerdotes levitas y al juez que entonces esté en
funciones. Ellos harán una investigación y te indicarán el fallo de la causa. Te ajus-
tarás al fallo que te hayan indicado en este lugar elegido por Yahvé, y cuidarás de
actuar conforme a cuanto te hayan enseñado. Te ajustarás a las instrucciones que te
hayan dado y a la sentencia que te dicten, sin desviarte a derecha ni a izquierda del
fallo que te señalen. Si alguno procede insolentemente, no escuchando ni al sacerdote
que se encuentra allí al servicio de Yahvé tu Dios, ni al juez, ese hombre morirá.
Harás desaparecer el mal de Israel” (Dt 17,8-12; cf. Dt 21,1-9; Nm 5,11-13).
A partir del exilio, la enseñanza de la Torá deja de ser monopolio de los sacerdo-
tes. Los levitas, excluidos de las funciones propiamente sacerdotales, se convierten en
los predicadores y los catequistas del pueblo. Finalmente, la enseñanza se dará fuera
del culto, en las sinagogas, y la impartirán principalmente los escribas y doctores de
la ley. La importancia que irá cobrando la profesión de escriba, la cual implicaba el
estudio de la Escritura, reducirá la función de los sacerdotes a lo cultual.
Este recorrido histórico final sirve como recapitulación acerca de la identidad del
sacerdocio en el AT.
Con la reforma del rey Josías, que ocasionó la abolición de los templos fuera de
la ciudad de David, se centraliza el sacerdocio en torno al templo único de Jerusalén.
El libro de los Reyes destaca que los sacerdotes juegan un papel importante en esta
reforma (cf. 2Re 22).
Surge, en este tiempo postexílico, una corriente de pensamiento que hace del sacer-
docio el centro de la nación. A este respecto es significativa la visión de Zacarías de la
vestidura del sumo sacerdote Josué. Le describe como jefe de un sacerdocio renovado
y heredero de ciertas prerrogativas reales (cf. Zac 3,1-7). En esta misma línea se sitúa
Sir 45, donde se afirma que sólo hay una familia a la que se promete la eternidad
de su descendencia, ésta es la de Aarón, su sacerdocio será eterno. Con él y con su
linaje, Yahvé hace “una alianza de paz” (v. 24), “una alianza eterna” (vv. 7.15), “para
presidir el santuario y a su pueblo” (v. 24). En cambio, considera que la alianza con
David sólo fue válida hasta su hijo Salomón.
Durante todo este período el sacerdote forma parte de la clase social con mejor
estatus económico.
Con el sumo sacerdote Jasón, tras alcanzar este rango gracias al rey extran-
jero seléucida Antíoco IV, comienza el proceso de sometimiento de esta institución al
poder político.
La revuelta Macabea señala un paréntesis en este proceso de sujeción, pues reco-
noce el liderazgo, no sólo cultual, sino también político del sumo sacerdote (tendencia
iniciada con Zorobabel, bajo el período de dominación persa). Así, el macabeo Jona-
tán obtiene del rey seléucida, Alejandro Balas, el título de sumo sacerdote, y junto con
él los de estratega y gobernador (cf. 1Mac 10,65). Se ponía de este modo las bases de
la dinastía asmonea que acumulará el poder político y sacerdotal. Aristóbulo fue el
último de los sumos sacerdotes asmoneos en poseer el pontificado y la realeza.
Por este mismo tiempo van adquiriendo auge las escuelas farisaicas, donde se estudia
la Torá. Los fariseos comienzan a suplantar a los sacerdotes como líderes religiosos.
Con el ascenso de Herodes a la monarquía, el liderazgo político de Judá pasó
de nuevo a manos no sacerdotales. Desvinculó el carácter hereditario y vitalicio del
sumo sacerdote. Eligió un grupo sacerdotal a su gusto. Esta política de sumisión del
poder religioso al civil continuará con los sucesores de Herodes y con los procurado-
res romanos.
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56 José Luis Barriocanal Gómez
1. Estado de la cuestión
R. de Vaux, Las instituciones del AT (1960): el primer gran estudio sobre el sacerdocio en el AT
y referencia obligada.
J. Á. Zamora López
CSIC
Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo (Zaragoza)
que la Biblia es el centro surge esencialmente la concepción del “sacerdote” que hoy
pervive en Occidente y de la que por defecto partimos.
Pero a ellas conviene añadir todavía una imagen más: la del sacerdocio en el
Levante próximo oriental o, más precisamente, en el área siro-palestina (al margen
del ya mencionado mundo bíblico) y en las áreas que acabaron siendo pobladas por
sus habitantes. Corresponden a una cultura –en su definición más convencional– de la
que la documentación disponible nos proporciona desde épocas muy antiguas rasgos
diferenciales. Una cultura habitualmente menos considerada que las antes citadas,
por su carácter “marginal” en lo geográfico (frente a Egipto, Mesopotamia, o incluso
Anatolia) y en lo documental (frente a los grandes corpora textuales mesopotámicos,
egipcios y, sobre todo, bíblicos). Una cultura que, en cambio, se halla también en
las bases de muchas de nuestras propias concepciones y que con su expansión hacia
Occidente se extendió e influyó sobre muy numerosas y diversas realidades.
Las fuentes en las que estudiar la figura del sacerdote siro-levantino nos exigen,
además, afrontar el devenir histórico de tal figura como eje fundamental de su sínte-
sis, a diferencia de otras regiones próximo-orientales. En el caso de Egipto y Meso-
potamia, el fuerte conservadurismo de los dos grandes polos culturales del área hace
posible minimizar, a beneficio de la síntesis, la complejidad añadida al estudio por el
largo discurrir histórico, a cambio de asumir el riesgo de olvidar la propia categoría
temporal. También la compleja pero largamente elaborada documentación bíblica
permite presentar al respecto un todo coherente, sin dar a la aproximación diacró-
nica especial relevancia –asumiendo la dificultad de elaborar un discurso histórico no
condicionado por la propia fuente. En cambio, estos reduccionismos no son posibles
en el caso de Siria-Palestina, donde las fuentes de información principales remiten,
con claridad, a momentos diversos con personalidad propia. Grupos de documen-
tación en los que podemos intentar percibir continuidades o rupturas, evoluciones o
constantes, en un diálogo especialmente fértil en el contexto en que se enmarcan.
la Mesopotamia septentrional (pues más al sur ambas zonas, parte del llamado “cre-
ciente fértil”, se ven separadas por la prolongación hacia el norte del desierto arábigo,
el desierto sirio). Esta zona geográfica, antiquísimamente poblada, tuvo gran prota-
gonismo en el desarrollo de las primeras sociedades agrícolas y urbanas, y propor-
ciona documentación epigráfica desde finales del III milenio a. C. Los archivos de la
ciudad de Ebla muestran ya la personalidad propia de los habitantes del área, de la
misma manera que en los inicios del II milenio a. C. lo hacen los archivos de la ciudad
de Mari. En este trabajo, sin embargo, nos centraremos en la documentación pertene-
ciente a los finales del II y al I milenio a. C., cuando los textos nos muestran de forma
más explícita la presencia en la zona de pueblos que comparten importantes rasgos
culturales, diferentes a su vez del entorno. Hablan lenguas semíticas de tipo noroc-
cidental (conviviendo, sobre todo en el norte, con gentes de lenguas bien diversas,
como el hurrita, y en contacto intenso con pueblos limítrofes de lenguas igualmente
muy diferenciadas, como los egipcios o los hititas, e incluso los griegos micénicos).
Desarrollan sistemas gráficos (los primeros alfabetos) para poder escribir estas len-
guas locales, al tiempo que usan otras escrituras y otros lenguajes de comunicación
de forma común. Muestran el grado de desarrollo de sus círculos cultos y sus intensas
relaciones con un amplio entorno. En todas estas lenguas y con estas escrituras nos
han llegado, por la vía epigráfica, testimonios de su mitología y sus rituales, de su
sociedad y de su economía; de sus relaciones políticas y comerciales; testimonios, en
definitiva, de una realidad y de un sistema de creencias propios. En ellos debemos
situar el ejercicio del culto –la figura o figuras sacerdotales– en Siria-Palestina.
Recurriremos aquí a tres corpora documentales imprescindibles: los textos halla-
dos en la antigua ciudad de Ugarit (correspondientes a la segunda mitad del II mile-
nio a. C.); los textos epigráficos fenicios (que se dan sobre todo en el I milenio a. C.);
y los textos epigráficos púnicos (prolongación o subdivisión de los anteriores, corres-
pondientes esencialmente a un momento más avanzado del I milenio a. C. en el cen-
tro y el oeste del Mediterráneo semítico). Esta documentación deja fuera a otras
fuentes epigráficas de la zona contemporáneas o no muy lejanas en el tiempo (como
los archivos de Emar y su entorno o los de AlalaJ en la segunda mitad del II milenio
a. C., o la epigrafía aramea o palestina en el I milenio a. C.), pero resulta por su enti-
dad y conexiones internas, representativa y coherente.
A través de la trasmisión textual, algunos datos (que intentaremos también tener
en cuenta) nos lo proporcionan las fuentes clásicas. Pero la fuente principal de infor-
mación textual alternativa la constituye la Biblia. Como se ha dicho, recibe trata-
miento aparte en este libro. Sin embargo, y respecto a su valor como fuente indirecta
en el tema que nos ocupa, hablando de ámbitos culturales, de sistemas religiosos, un
problema añadido nos exige aquí un mínimo de consideración.
Ugarit y su documentación
Lo que reflejan los textos de Ugarit es, en el plano mítico, un panteón divino
estructurado, jerarquizado. Estructura y jerarquía que eran bien familiares a los siro-
palestinos del Bronce Final, pues un rasgo fundamental de las divinidades de la época
es su fuerte antropomorfismo. El mundo divino y la apariencia y carácter de la divini-
dad se construyen a imagen del mundo y apariencia de los hombres. En lo físico, los
dioses son como los hombres, aunque mayores y con añadidos fantásticos, pero natu-
rales (alas, ojos, cuernos). Los dioses, como los hombres, se enfadan, se enfrentan,
desean, envidian, se alegran… Dioses y hombres forman, además, parte de un mismo
universo, como los hombres comprueban en hechos, ordinarios o extraordinarios, en
los que entienden subyace la acción o la expresión de la divinidad. Sin embargo, no
se enfrentan a los límites de los hombres: vuelan, viven en regiones remotas, manejan
fenómenos naturales, son infinitamente más fuertes y, sobre todo, no mueren tras el
corto periodo vital de los hombres (a los que, mortales, espera al desaparecer sólo
un mundo de fango y sombras). De los dioses es propia, además, la “santidad”,
1. Los textos ugaríticos se citan según la edición del Ugaritic Data Bank –UDB; cf. p. ej. la última edi-
ción impresa: Cunchillos ‑ Vita ‑ Zamora (2003b)– que en todos los casos que se señalarán coincide con la
numeración KTU –cf. Dietrich ‑ Loretz ‑ Sanmartín (1976) y (1995). En cualquier caso, dado el carácter
de este trabajo, remitiremos con preferencia a los nombres habituales con los que se conocen los textos,
remitiendo a las obras en los que estos se recogen. Al respecto de los mitos y rituales ugaríticos, existe
estudio y traducción castellana de la parte más importante de unos y de otros, cf. Del Olmo (1981) y Del
Olmo (1992); cf. también traducciones reunidas en Del Olmo (1998).
2. No hay por supuesto textos ugaríticos con aproximación teórica que se expresen sobre una teología,
antropología o escatología propios. La documentación sin embargo ofrece, a través del acercamiento prác-
tico antiguo, constantes informaciones. Los textos mitológicos dan testimonio de la cosmovisión general
imperante, en su forma culta (y, por tanto, como se le ha llamado, en su forma “dogmática”, “teologal”),
pero siempre narrativa; los llamados textos rituales reflejan la vertiente práctica, el culto oficial (y por
tanto, la presencia y carácter “funcional” de los dioses). Pocas son en cambio nuestras fuentes sobre la
religión popular o familiar. Cf. Del Olmo (1995: 47ss.) (nótese su división mitología=concepción de la
divinidad, religión=praxis cultual). Sobre los mitos y rituales, además de las traducciones castellanas cita-
das supra, cf. p. ej. Caquot ‑ Sznycer ‑ Herdner (1974) o Wyatt (1998) y Xella (1981), Tarragon (1989) o el
más reciente Pardee (2000).
3. La literatura ugarítica manifiesta lo ineludible del destino humano, el de los reyes incluido, del que no
pueden librarle ni las promesas de los dioses, cf. p. ej. el texto épico de Aqhatu, 1.17:VI:33ss. La muerte no
era el final, pero el principio vital se separaba entonces del cuerpo como un soplo, un aliento (1.18:IV:27ss)
y daba paso a una subexistencia triste, sin especial premio o castigo, en un subsuelo oscuro y podrido, el
reino del divino Môt. Las creencias sobre el más allá debieron ser en cualquier caso variadas y, por su con-
dición externa al cuerpo mitológico, nunca sistemáticas y en continua variación; pero conservaron la idea
negativa del más allá y su condición inevitable, no moralizada. En este panorama, destacaba la especial
consideración de los ancestros (o, al menos, de los ancestros reales), cf. infra. Sobre la muerte y el más allá
en Siria-Palestina, cf. p. ej. Xella (1995); cf. más adelante.
62 J. Á. Zamora López
4. Al margen de estas luchas y de este poder activo se encuentra la figura del padre del panteón, el
dios El (>l, >Ilu), sin que esta duplicidad de figuras principales (reflejo en términos históricos de la intensa
interacción cultural del área) suponga duplicidad funcional o jerárquica en el universo religioso resultante
en los mitos. El es el dios padre, el creador, el anciano sabio, el “patriarca”, que deja el papel activo a Baal
pero que no es relegado. En términos cosmológicos, acordes a la jerarquización genealógica en la que se
expresa la mitología ugarítica, los tres hijos principales de El, Baal, Yam y Môt, se reparten, con la supre-
macía de Baal que exponíamos, los cielos, el mar y el inframundo.
5. Como reflejan los más conocidos pasajes del llamado “Ciclo de Baal”, 1.5-6.
6. Sus moradas habituales son otras, propias de sus ámbitos de acción, como nos describen los mitos;
también es propio del área siro-palestina la aceptación de determinados lugares como “santos”, lugares
con especial enlace con la divinidad, sin necesidad de complejidad constructiva o de presencia de imáge-
nes. Pero las ciudades siro-palestinas tienen –o acaban teniendo– un palacio para su Dios, y las más ricas,
como Ugarit, varios para sus dioses. La importancia de la morada del dios, y quizá de la construcción de
su templo, se refleja en la literatura mítica, en la que un extenso relato (1.3-4) nos cuenta el requerimiento,
por parte de Baal, de un palacio propio. En la llamada “acrópolis” de la ciudad de Ugarit se han hallado
los restos de dos santuarios, precisamente uno, el principal de la ciudad, dedicado a Baal. Un segundo
templo, en buena coherencia, se dedicaba a Dagán (esto es, a El). No se trata, sin embargo, y también a
diferencia de otras áreas próximo-orientales, de grandes complejos templarios.
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 63
banquete sacro para y con el dios, la parte divina se consume, se quema (tal es el
modo en el que el dios toma de ella), mientras el resto (si lo hay) se reparte entre
oferentes y oficiantes. Los templos no disponen por tanto de la entrada continua de
bienes consumibles de los que disponían por este medio los templos mesopotámicos,
aunque tampoco se hayan faltos de ingresos; además, otros tipos de ofrendas debie-
ron dotar a los templos de abundantes riquezas materiales. La forma en la que los
templos ugaríticos se organizan es, en cualquier caso, también diferente a la que se
atestigua en Mesopotamia.
Así parece, en efecto, apreciarse en la documentación. Como decíamos, al uni-
verso divino corresponde entre los hombres una sociedad jerarquizada y centralizada
en torno al rey. Figura imprescindible e incontestable, organiza el reino en torno a su
palacio. En especial relación con los dioses, los atiende con preeminencia (es, como
veremos, el sacerdote por antonomasia) y asegura su culto. En Ugarit, de hecho, los
templos parecen hallarse integrados en la organización palacial, fuerte estructura
centralizadora, y los sacerdotes –los encargados del culto– parecen formar parte del
personal dependiente del rey.
El sacerdocio en Ugarit
7. Sobre los templos y los sacerdotes en la sociedad ugarítica, cf. Lipinski (1988); sobre la sociedad
misma, cf. p. ej. síntesis de Vita (1999). Aunque muchos particulares de la sociedad y economía ugaríticas
no están claros y la interpretación del conjunto no está libre de condicionamientos historiográficos –cf.
p. ej. Zamora (1997)– los textos revelan la existencia de una economía centrada en el palacio, que recibía
parte de la producción del reino y funcionaba también como productor directo (explotando, p. ej., sus pro-
pias tierras mediante dependientes). Cf. p. ej. una versión canónica en Heltzer (1999). Para la integración
histórica de esta estructura, cf. el también significativo Liverani (1987).
8. Cf. en cambio más adelante sobre las khnt fenicias. En el II milenio a. C., fuera de Ugarit, en las
llamadas “cartas de Amarna” (muchas de ellas escritas por los reyezuelos siro-palestinos al faraón egip-
cio) tenemos algún testimonio (EA 83:53) de personal femenino ligado o consagrado a una divinidad (a la
Baalat de Biblos) como “sierva” o “servidora”. La importancia dada a su reclamación por el rey de Biblos
esconde quizá la importancia de su figura, aunque no hay apoyos añadidos.
64 J. Á. Zamora López
desgracia siempre lacónica: sus pretensiones rara vez pasan de la voluntad de con-
signar por escrito una información contable. Con todo, nos permiten ya acceder a
algunas valiosas informaciones, con el interés añadido de que nos muestran una
situación real y cotidiana. De forma similar podemos recabar informaciones añadi-
das en los textos legales.
De esta manera sabemos que los khnm son parte del personal real, de los llama-
dos en los textos administrativos “hombres del rey”, bn mlk, categoría que, aunque
todavía objeto de interpretaciones variadas, engloba a diversos profesionales y traba-
jadores al servicio del rey (cuyo estatus, diverso y discutido, se caracteriza en un plano
que no separa a los funcionarios del culto de los que nosotros llamaríamos “laicos”
–un campesino o un profesional de las armas, p. ej.). En cualquier caso, parece que
los khnm se hallaban sostenidos por la organización palacial, una administración
centralizadora (mediante tasaciones o explotación directa de posesiones propias)
que redistribuía los recursos mediante las llamadas “raciones” (el sostén alimenticio
–y material– de su personal) o por la cesión de propiedades para su explotación. En
coherencia con estos repartos y cesiones, la inclusión en el aparato económico del
palacio no impedía que los khnm poseyeran bienes propios. Se atestiguan, de hecho,
sacerdotes que acumulaban grandes riquezas, también inmuebles (es el caso de un
cierto ¢uranu, rico y terrateniente). Cf. Lipinski (1988).
Se ha calculado que en la capital ugarítica existía al menos un grupo de unos
cuarenta khnm, al igual que se ha supuesto el carácter hereditario de su cometido
(algo que no parece extraño a estas sociedades del Bronce Final). Estos sacerdotes
parecen tener (como por otra parte otros profesionales del reino) formas de organi-
zación propias. Se atestigua la presencia de lo que debe ser un colegio o corporación
(dr khnm) y es así mismo bien conocido el cargo de “jefe de los sacerdotes”, rb khnm
(a veces traducido como “sumo sacerdote”, con connotaciones que aquí evitaremos).
En este contexto, debía ser nombrado probablemente por el rey, y revestir gran auto-
ridad –salvo el propio rey y el “gobernador del país” (skin mâti en las fuentes en
acadio) no se atestigua en los textos ugaríticos un cargo de semejante relevancia10. El
rico Vuranu, por ejemplo, era rb khnm. El resultado no dibuja una clase sacerdotal
independiente y poderosa, ni un jefe sacerdotal rival del monarca o detentador de
un “poder religioso” alternativo al “poder político” del rey. De ninguna manera: los
sacerdotes son parte de los dependientes reales y el “jefe de los sacerdotes”, muy pro-
bablemente, un alto funcionario real. El rey es, como veremos, encarnación del más
alto poder terreno, sin exclusión –sin diferenciación– del poder religioso.
Siendo el cometido sacerdotal, al menos en algunos casos, altamente especiali-
zado, exigiendo una larga formación letrada, tampoco es extraño que alguno de los
escribas de palacio (de los que tenemos testimonio, p. ej., gracias a los “colofones”
con los que “firman” algunos de sus escritos) se declare así mismo sacerdote, y ocupe
además diferentes cargos de responsabilidad. El caso más notorio (y espectacular) es
9. Cf. Xella (2002: 418). La heredabilidad de los cargos y la posible obligación de que así fuera en la
etapa final del periodo, se ha querido ver como un elemento más de los elementos de fragilidad o crisis
interna que llevaron al colapso de las sociedades palaciales del Bronce Final, cf. p. ej. Liverani (1987).
10. Sobre el jefe de sacerdotes – sukallu de RS 16.186, cf. bibliografía sobre <y, infra.
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 65
el de Ilimalku, el escriba ugarítico que puso sobre tablilla buena parte de los textos
míticos que conservamos (en una única versión que es, por tanto, la de Ilimalku). En
el colofón con el que cierra los textos, en el que añade a su nombre su titulatura ofi-
cial, se declara “adivino (prln), jefe de los sacerdotes, jefe de los pastores, celebrante
de Niqmadu (rey de Ugarit)…”11.
Esta identificación de un sacerdote (¡del “jefe de los sacerdotes”!) con la adivina-
ción tampoco resulta extraña. Los “adivinos” eran personajes (o mejor, cometidos)
que también presuponen una altísima especialización y preparación. El testimonio
de un cierto >Agaparri nos lo prueba, pues parece ser el posesor de toda una “biblio-
teca” especializada en el tema, así como de modelos de hígados y pulmones inscritos.
Son los instrumentos básicos de la ciencia adivinatoria basada en la extispicina, la
interpretación de los signos (con los que los dioses oscuramente informan a los hom-
bres) presentes en las entrañas de los animales. Estos instrumentos de adivinación,
junto a las tablillas de contenido mágico, revelan la importancia de estas prácticas en
Ugarit, y explica por qué algunos de estos adivinos ocupan un alto rango y disfrutan
de una buena posición económica12.
El mismo colofón de Ilimalku nos habla de otros “cargos” que tienen o pueden
tener contenido religioso. Obviamente, se ha interpretado en tal sentido la mención
del “jefe de los pastores”, rb nqdm. No es el único término para los pastores en Ugarit
y la expresión quizá esconda por tanto la referencia a una corporación religiosa. De
hecho, los nqdm aparecen en los textos administrativos junto a khnm y qdm (véase
más adelante). Sin embargo, es también cierto que el título “jefe de los pastores”
encuentra así mismo buena explicación en un plano más literal, pues bien pudo exis-
tir en la organización palacial de Ugarit un cargo real con responsabilidad sobre los
ganados del reino o bien pudo conservarse tal titulación dada la importancia origina-
ria del cometido. También es discutido el cargo que, siguiendo a Xella (que acepta la
explicación de Freilich) traducimos aquí como “celebrante”, <y (de nuevo en relación
textual con los khnm). En efecto, el <y podría ser un oficial religioso cercano al rey
y asociado a él en ciertos ritos, cuyo papel de operador ritual especializado quedaría
confirmado por algún testimonio en el que se presenta oficiando un exorcismo13.
En otros casos, el término con el que se denominan algunos personajes ugaríticos
arroja menos dudas sobre su relación con la esfera religiosa, pero las mantiene sobre
sus funciones. Así por ejemplo se atestiguan los qdm, los “consagrados” o “consa-
gradores” (NU.GIG en la documentación silábica), que parecen formar también una
corporación dentro del personal del rey y ser de igual manera una función hereditaria.
Resulta interesante ver su relación frecuente en los textos administrativos con los khnm
11. Hay varias versiones del colofón de Ilimalku (la más completa 1.6:VI: 54-58) y no todos los cargos
que cita son interpretados de la misma manera. Compárese por ejemplo Van Soldt (1998), Del Olmo‑ San-
martín (1996, 2000): s. v. y Xella (2002: 419). Véase a continuación. Cf. sobre el personaje también p. ej.
Korpel (1998: 86 ss.).
12. Sobre la tradición adivinatoria mesopotámica en Ugarit y la documentación textual, cf. Xella
(1999); cf. sobre los adivinos mesopotámicos referencias en el anterior trabajo de este mismo volumen.
Sobre la magia y la adivinación siro-palestinas en general, cf. p. ej. Tarragon (1995).
13. Su cercanía al rey es la que justifica que, para algunos, se trate en cambio de una especie de “visir”,
de un ministro o funcionario civil (cf. Van Soldt 1998; Del Olmo‑Sanmartín 1996: 2000: s. v.) en lugar de
una “figura en contacto con los dioses a favor de los fieles” (Xella 2002: 420).
66 J. Á. Zamora López
y, en ocasiones, con los nqdm. Entre khnm y qdm se ha propuesto, de hecho, una
diferenciación según la cual los primeros se moverían esencialmente en funciones (cle-
ricales) administrativas (lo que explicaría en parte su ausencia de los textos rituales) y
los segundos en las propiamente cultuales (algo etimológicamente plausible) o incluso
adivinatorias (dada la importancia de la adivinación en este contexto)14. Adviértanse
las dificultades de definición, provocadas en definitiva por la inexistencia interna de los
límites implícitos en nuestros términos.
La documentación ugarítica presenta, además, otros muchos personajes que
unir a los anteriores, muchos de ellos con seguridad o probabilidad ligados al cere-
monial de los templos (el “cantor”, r, el “cimbalista”, ml, el “purificador”, mll),
algunos de ellos quizá en cometidos secundarios o “domésticos”, pero que pueden
esconder funciones rituales (como p. ej. el “aguador del santuario”, ib mqdt –como
veremos, figuras parecidas se atestiguaran en el mundo fenicio– además de diferentes
esclavos y otras figuras no identificadas). Otros personajes, como el “encantador” de
serpientes, mlx, parecen definirse por funciones muy específicas, mientras algunas
denominaciones aluden en cambio a situaciones contextuales, como es el caso, p.
ej, de la referencia al “participante” (en el banquete cultual) rmn15. En definitiva,
se trata de personajes en funciones muy diversas, definidas de nuevo por criterios
propios. Como en los anteriores casos, no podemos además identificar de manera
simple funciones con encargados (tanto menos “a tiempo completo”), ni menciones
o definiciones de función con figuras específicas.
Una figura más, sin embargo, debe ser obligadamente considerada al hablar del
“sacerdocio” y de las funciones “sacerdotales”, una figura cuya importancia general
hemos ya advertido y cuyo papel en la práctica ritual tiene igualmente una relevancia
fundamental: el rey.
aunque su participación en
los rituales va más allá del
mero papel de oficiante: es
también objeto de la acción
ritual, sometido por ejemplo
a rituales de “consagración”
y “desacralización”16.
Tal hecho se deriva de
su alta significación simbó-
lica: como el rey mesopo-
támico, el rey de Ugarit es
a la vez el representante de
los hombres entre los dio-
ses y de lo dioses entre los
hombres, “mediador” privi-
legiado en sus relaciones y
garante, para unos y otros,
del correcto discurrir de las
cosas (hasta el punto de que
su debilidad o enfermedad
es la debilidad y crisis del
reino). Esta relación privile-
giada del rey con la divinidad
se manifiesta fuertemente en
Ugarit donde el rey, tras su
muerte, sufre un proceso Fig. 1: Estela ugarítica, con representación del rey
y el dios >Ilu (de Schaeffer 1937: pl. 17)
de “divinización” (en modo
alguno sorprendente, dados
los antiguos testimonios de culto a los antepasados en la zona, y más en concreto
de culto a los monarcas muertos). El rey fallecido se une a los Rapiuma (rpum), los
ancestros divinizados que, por su carácter y especial situación en la “estratigrafía”
religiosa, se han comparado a los “héroes” griegos. Esta “divinización” post mortem
debió implicar o dotar al rey ya en vida de una consideración especial, que se unía a
la que la ideología regia de por sí ya le otorgaba. La llamada “leyenda” o “epopeya
de Kirta”, el relato de las gestas de un ancestro legendario de la realeza ugarítica y
compendio de sus bases ideológicas, recoge incluso la sorpresa que despierta la posi-
ble mortandad del rey, hijo del dios El (cf. p. ej. 1.16:I:16 ss.). Esta filiación divina
del rey no aparece sin embargo para los reyes históricos en las formas explícitas que
muestra el mundo egipcio o, en parte, el mesopotámico (cf. p. ej. Del Olmo 1995:
169 ss.; también 185 ss.).
Significativamente, la “epopeya de Kirta” y la de “Aqhatu” (hijo del rey Dan>ilu),
son los dos textos fundamentales de lo que se ha llamado “épica” ugarítica. No se dife-
rencian del resto de la literatura conservada –que llamamos propiamente mítica– más
que en sus protagonistas, que son reyes en lugar de dioses, pero que actúan junto a las
divinidades en estrecho y continuo contacto. Están, por tanto, dentro de una misma
esfera. A la vez, no actúan como monarcas legendarios, desapegados del mundo y
diferenciados de la realeza presente, sino como los reyes que de ellos descienden,
como auténticos reyes ugaritas. También como auténticos reyes actúan en su vertiente
cultual: se les ve cumplir con ritos sacrificiales y adivinatorios, ejecutar exorcismos,
presidir banquetes sacrificiales, al igual que la documentación ritual y administrativa
refleja el inmenso papel ritual que los reyes históricos ejercían. La realeza ugarítica,
por tanto, se sustentaba en una fuerte ideología divina que daba un alto papel sim-
bólico al rey y exigía su participación continua y principal en la actividad ritual17.
Aunque, a diferencia de la documentación posterior, la titulatura real no hace alusión
directa a su carácter de “sacerdote” (khn), muestra las bases de tales desarrollos.
Porque como un desarrollo, en el que se aprecian rupturas y novedades, pero un
fundamental fondo de continuidad, puede contemplarse la función sacerdotal en el
posterior mundo fenicio y púnico.
Como es sabido, con fenicios y púnicos usamos términos y categorías ajenas a los
referidos, pero que aquí, e incluso más allá del mero convencionalismo, nos permiten
delimitar bien nuestro objeto de estudio y las fuentes documentales sobre las que
vamos a construirlo. Conviene recordar, en cualquier caso, que tomamos a fenicios y
púnicos como parte del mismo ámbito cultural extenso que repasamos. Son aquí por
tanto manifestaciones posteriores a las siro-palestinas de finales del II milenio a. C.,
presentes tanto en el Levante mediterráneo (el mundo propiamente fenicio) como
a lo largo de buena parte de las costas de este mar e incluso del occidente atlántico
(donde en época posterior pasamos a hablar de mundo púnico). De nuevo, se trata de
un amplio marco geográfico en el que encontramos testimonios –directos (epigráfi-
cos) e indirectos (fuentes escritas externas)– producidos a lo largo de no menos de un
milenio. Testimonios condicionados o mediatizados por terceros en nada imparciales
(en el caso de los textos griegos, latinos o bíblicos) o desigualmente distribuidos en
el tiempo y en el espacio (en el caso de los documentos epigráficos, que son además
mayoritariamente breves, formulares y repetitivos). Testimonios estos últimos, sin
embargo, que nos permiten oponer a las noticias externas las informaciones directa-
mente producidas por los estudiados, que fundamentarán la síntesis sobre el sacerdo-
cio entre fenicios y púnicos que presentamos brevemente a continuación18.
17. Este protagonismo del rey se manifiesta abiertamente en la documentación textual ritual, donde no
se mencionan apenas sacerdotes o figuras similares. Sin embargo, su actividad debió de poder delegarse en
diferentes figuras o acompañarse de ellas, como veíamos anteriormente. Mucho se ha especulado también
sobre el culto dinástico y palacial, y sobre el propio santuario palatino, cf. p. ej. Del Olmo (1995: 156 ss.).
18. Sobre la identidad “fenicia” y sus problemas, cf. p. ej. Moscati (1995) –o sus consideraciones iniciales
en Moscati (1988); sobre los problemas documentales, cf. p. ej. en el mismo volumen (Krings 1995: 19 ss.)
las contribuciones de Amadasi, Krings, Xella y Ribichini. Sobre la cultura y antropología fenicias, cf.
ahora también Zamora (2003b).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 69
19. Sobre las figuras femeninas en el ámbito del sacerdocio fenicio, cf. en este mismo volumen el trabajo
de Jiménez.
20. Sobre el final de las sociedades palaciales del Bronce Final, cf. p. ej. el citado Liverani (1987). Sobre la con-
tinuidad entre el II milenio y el I en la zona fenicia, cf. p. ej. Del Olmo (1996). Sobre, p. ej., la escatología fenicio-
púnica y su evolución, cf. Ribichini (1987) o Xella (1995); cf. ahora también Ribichini (2003). Sobre la religión
fenicia en general y sus problemas, cf. p. ej. Bonnet‑Xella (1995: 316 ss.) o, en castellano, Teixidor (1995).
70 J. Á. Zamora López
21. Manifestada en las fuentes del I milenio también en la peculiar realidad bíblica (donde los reyes domi-
nan y controlan el culto, sus prácticas, lugares o momentos, cf. p. ej. I Sam 28: 3, II Sam 6 o I Rey 12: 25-33;
también en la documentación bíblica se manifiesta la relación íntima del rey y el dios: la elección divina del
monarca, su favor y hasta su filiación, cf. p. ej. Psal 2:7 o 110:3). Cf. p. ej. Toorn (1995: 2049 ss.).
22. Nótese también como la Biblia, además de presentar casos en los que el rey oficia el sacrificio y rela-
tar la continua intervención del monarca en la regulación del culto, muestra también en sentido inverso al
sacerdote como ungidor del rey. Lo que plantea interesantes preguntas sobre cómo se articularían estas
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 71
va a conservar una ligazón parecida, como veremos, incluso allí donde las funciones
regias han sido sustituidas por otro tipo de poder político.
En cualquier caso, y de nuevo en consonancia con el panorama más antiguo,
estos últimos testimonios muestran cómo, aunque el rey es el sacerdote por anto-
nomasia, las funciones sacerdotales no son exclusivas del rey –del mismo modo que
las funciones reales no son obviamente en exclusiva sacerdotales. La presencia de
abundantes figuras que actúan en el ámbito del culto, al igual que ocurría en etapas
anteriores, va a permitir, como veremos claramente en el mundo occidental, la conti-
nuidad del culto, y del sacerdocio, al margen de la monarquía.
Nos son conocidos por diferentes medios la importancia y riqueza de los tem-
plos fenicios23, en continuidad con la importancia y riqueza que ya tenían en el II
milenio a. C. Sin embargo el contexto podía ser diferente –y probablemente más pro-
picio– a la fuerte centralización palacial atestiguada anteriormente en Ugarit. Los
templos son, incluso en las nuevas situaciones, un aparato económico centralizador
y redistribuidor al que enriquecía la propia práctica cultual y nuevos mecanismos de
entrada, sobre los que construía toda una compleja serie de actividades económicas
independientes24. Como consecuencia, debió existir sin duda en los templos fenicios
un personal extenso y variado.
Diferentes testimonios epigráficos parecen corresponder a estas figuras25, que
podrían ligarse, siguiendo una división utilizada en el estudio de los templos meso-
potámicos (como exponíamos en este mismo volumen con anterioridad) tanto a las
operaciones rituales como a la administración templaria o a los servicios domésticos,
cotidianos. Esta clasificación ternaria, sin embargo, como también veíamos en el
caso mesopotámico, no surge de la documentación ni es propia de la realidad en la
que ésta nace y, aunque puede servirnos para caracterizar genéricamente las figuras
o funciones atestiguadas, éstas trascienden o superan estas categorías.
relaciones en el mundo fenicio, donde como decimos algunos reyes se declaran, antes que reyes, sacerdo-
tes, cf. Amadasi (2003: 45 ss.).
23. Cf. una breve síntesis sobre el templo en toda el área siro-palestina p. ej. en Toorn (1995: 2050 ss.);
síntesis arqueológica p. ej. en Dever (1995: 605 ss.).
24. Las donaciones (sobre todo reales) incrementaban el patrimonio inmueble del templo (que podía a
su vez explotar de maneras diversas). Incrementaban su tesoro los bienes votivos, las ofrendas materiales
(obligadas para los fieles que se acercaban al templo); también tasas específicas, disfrutadas directamente;
o ingresos como los procedentes de la prostitución sacra, como se ha propuesto. También se ha propuesto
que el templo funcionara, en definitiva, como un gran banco, en el que los préstamos fueran un mecanismo
habitual. No hay que olvidar tampoco el papel que el templo ejercía en la esfera jurídica, dado el activo
procedimiento del juramento de inocencia y de eventual ordalía, o su carácter de lugar de asilo. En cualquier
caso, y por completar también su papel en la esfera política, allí donde la monarquía se mantuvo fuerte, su
control de los templos (como reflejan las fuentes bíblicas) fue absoluto. Cf. p. ej. Toorn (1995: 2050 ss.).
25. Para los testimonios epigráficos y su interpretación, como en general para la presentación del sacer-
dote fenicio, la referencia fundamental es el reciente Amadasi (2003: 45-53) (cf. también Amadasi 1992:
114). Sobre el sacrificio en el Levante oriental, sus problemas e implicaciones, cf. p. ej. Grotanelli‑Parise
(1988). Cf. una breve síntesis de los testimonios ugaríticos, fenicios y hebreos en Toorn (1995: 2052 ss.).
72 J. Á. Zamora López
Ligadas a las operaciones cultuales debían estar algunas figuras de nombre sig-
nificativo, como los “sacrificadores” (zbm), que remiten directamente a la acción
sacrificial (pues por supuesto no la realizan los oferentes, sino los sacerdotes), o los
“cantantes” (rm), que aluden a una función típica de las actividades rituales.
Como era de esperar en el interior de una organización compleja, como lo fueron
con seguridad los más importantes santuarios fenicios, la epigrafía muestra la pre-
sencia de escribas (sprm), al servicio temporal del templo y como miembros regula-
res de su personal. Se atestiguan de nuevo organizados, apareciendo alguna vez una
figura rectora, el “jefe de escribas” (rb sprm). Sus funciones no debían, sin embargo,
circunscribirse tan sólo al ámbito administrativo, dada la ligazón de algunas funcio-
nes sacerdotales a la formación letrada (un nuevo punto de segura continuidad con
la situación del Bronce Final, aunque en un muy diferente contexto)31. No debe olvi-
darse en este sentido el papel que los templos ejercían como centros de conocimiento
(y, por lo tanto, como puntos de difusión y control ideológico), siendo un punto cen-
tralizador de bienes materiales, pero también de personas y saberes32. Menos claras
son las funciones y responsabilidades de otras figuras, como los “magistrados” (lit.
“dioses”) “del novilunio” (>ln d), quizá encargados de una parte específica del culto
(cf. Sznycer 1972: 33-34).
Otros términos nos dan a conocer figuras que parecen cumplir funciones de ser-
vicio y mantenimiento, labores “domésticas” o trabajos para el templo. Hay “arte-
sanos” (rm, “fabricantes” o “constructores”33), “panaderos” (>pm), “barberos”
(glbm), e incluso “pastores” (r<m), que rebelan el carácter de centro económico com-
plejo revestido por el templo. Alguno de los términos, sin embargo, y como también
señalábamos para el mundo mesopotámico, podrían aludir a funciones específicas
o cometidos ritualizados, no a labores artesanales corrientes (como alguna vez se
precisa explícitamente en los epígrafes). Términos más particulares muestran el posi-
ble trasfondo ritual de un posible cometido práctico, como el “señor del agua” (b<l
mym), quizá en relación con ritos de ablución34 y, quizá, con precedentes en alguno
de los personajes ugaríticos de los que hablábamos.
Otros testimonios, en cambio, se han querido ligar a funciones rituales específicas
y características. La presencia de “muchachos” (n<rm), “perros” (klbm; junto a ellos
aparecen también los oscuros grm) y “muchachas” (<lmt) ha llevado, por ejemplo, a
interpretar algunos de tales personajes como parte de las actividades de prostitución
sacra35 referidas por las fuentes externas, cuestión muy discutida.
Cuando, ya en época helenística, la epigrafía de los antiguos templos fenicios
adopte nuevas formas en la nueva lengua griega, mostrará con claridad la compleja
jerarquía del personal templario. Más que el fruto de nuevas influencias, debió de
tratarse del reflejo de la complejidad ya advertida en las fuentes epigráficas anterio-
res, sometida simplemente a la evolución, ya centenaria, del funcionamiento de los
santuarios fenicios.
Fig. 3: Estela de
Umm el‑<Amed, con
la representación de
un sacerdote36
36. Foto Corpus Inscriptionum Phoenicarum. Sobre la imagen de los sacerdotes fenicios, cf. también
fig. 4 y su nota.
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 75
37. Cf. de nuevo, en relación al sacerdote, notas de Amadasi (2003: 47 ss.) (cf. también en este mismo
libro el trabajo dedicado al sacerdote mesopotámico). La comunicación especial de la divinidad con los
hombres a través de un individuo elegido nos lleva también al profetismo, fenómeno ampliamente exten-
dido en todo el Antiguo Oriente Próximo y evidentemente diferenciado de la práctica cultual, aunque
encuentra también escenario en el templo. Cf. al respecto p. ej. Vanderkam (1995: 2083 ss.). Sobre la magia
y la adivinación siro-palestinas, cf. p. ej. el citado Tarragon (1995).
76 J. Á. Zamora López
ciudades fenicias del Oriente. Mientras en las más importantes de éstas últimas la
realeza de las antiguas ciudades levantinas pudo pervivir (sometida a los cambios
que señalábamos, pero haciendo posible de manera general la vinculación de la rea-
leza y el sacerdocio), en el mundo occidental la monarquía no se dio nunca38. A pesar
de las menciones (míticas o legendarias) a primitivos reyes y reinas por parte de las
fuentes clásicas, las ciudades fenicias de Occidente, en buena lógica con la naturaleza
colonial de las fundaciones, no parece que estuvieran nunca regidas por monarcas.
¿Qué sucedió entonces en este ambiente con las funciones –fundamentales– que en
el ámbito del culto oriental ejercía el rey? ¿Cómo se desarrolló la esfera del culto en
su ausencia y qué relaciones estableció con las nuevas realidades occidentales? ¿A
quién correspondieron las “dignidades” sacerdotales equivalentes y cómo se jerar-
quizaban? ¿Cuál fue el papel de los templos en este mundo sin monarquía y cómo se
presenta en la documentación el resto del eventual personal templario?
Algunas de estas preguntas exceden los límites de este trabajo, pero un repaso
a la epigrafía del ámbito fenicio occidental, como el realizado por Amadasi (2003),
permite aclarar alguna de ellas. Como decíamos, las menciones de sacerdotes y sacer-
dotisas (de diferentes divinidades) son comunes también fuera de Fenicia; también la
presencia de “jefes de sacerdotes” y “sacerdotisas” (rb khnm, rb khnt), que de nuevo
apuntan a corporaciones sacerdotales o a grupos de sacerdotes jerarquizados. El rb
khnm era de por sí una función importante en el ámbito de las ciudades fenicias occi-
dentales, pues aparece en dataciones epónimas. La epigrafía más tardía (de la que
forma también parte, sobre todo en el norte de África, la nueva epigrafía latina de
los antiguos establecimientos fenicios, cuyas costumbres continúa reflejando), per-
mite ver cómo estos “jefes de sacerdotes” parecen ser descendientes de anteriores
rb khnm, lo que lleva a pensar que, si los cargos no eran hereditarios, eran al menos
heredables. Y que tales herencias, y por tanto el mantenimiento del cargo en el seno
de determinadas familias, se producía con frecuencia. A esto se une el hecho de que
muchos de estos rb khnm parecen pertenecer a familias acomodadas, pues revisten
magistraturas o son parientes (hijos, esposas) de magistrados importantes (incluido
el rango de sufeta, así mismo frecuentemente ligado a determinadas familias). En un
contexto sin reyes, parece mantenerse la ligazón de los más altos cometidos cultuales
con las más altas autoridades de la ciudad, o el intento de las familias –el incluso per-
sonas– más poderosas de regentar unas y otras39. En ambos casos, nos encontramos
ante el reflejo de un mismo fenómeno (común al área semítica noroccidental levan-
tina y, de manera más general, a todo el próximo Oriente), expresado en un contexto
cultural, a estos efectos, radicalmente diferente.
Pero al margen de los “sumos sacerdotes”, otros cargos sacerdotales o diferentes
categorías de ellos enriquecen la documentación. En ésta, además, se dan indicios
de que la mayoría de esta funciones eran en realidad temporales, no vitalicias (como
en el caso del rb khnm, dado su uso en dataciones epónimas, como veíamos) lo que
nos recuerda la necesidad de distanciarnos de determinadas visiones del sacerdote
38. Cf. p. ej. Xella (2003) y Bondì (2003), con más referencias sobre el debate acerca de la monarquía
occidental.
39. Cf. Amadasi (2003: 53).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 77
40. Además de las representaciones conservadas, poseemos descripciones de los sacerdotes fenicio-púnicos
proporcionadas por las fuentes clásicas (cf. esp. Silio Itálico, III, 23-27, sobre los sacerdotes gaditanos).
78 J. Á. Zamora López
duda sus cultos, se aprecia sin embargo una tendencia, por un lado, a mantener unas
mismas expresiones y términos que dan así continuidad a la probable variedad subya-
cente. Por otro lado, bajo algunas de las novedades continua apreciándose una misma
base esencialmente no alterada.
La misma reflexión puede hacerse sobre el funcionamiento de los templos y la
situación consiguiente del personal ligado a ellos. De nuevo reaparece el viejo carácter
de los santuarios como centros económicos de primer orden (y en determinados con-
textos, dada la especial situación colonial, quizás el centro económico por antonoma-
sia de algunas áreas), cuya (necesaria) actividad cultual conllevaba un movimiento de
bienes y personas consecuentemente continuo. A la importancia económica se unía
también su papel como centro de cultura y, de nuevo, en el especial contexto occiden-
tal, su condición de escenario de interacciones culturales de alcance41.
Al respecto de esta actividad económica e ideológica de los templos fenicios, una
serie de documentos característicos hallados en occidente nos muestra el modo en el
que los sacerdotes, los encargados de la ejecución de los sacrificios, obtenían direc-
tamente grandes beneficios del ejercicio de sus funciones (hecho conocido también
en el entorno, cf, p. ej. 2 Reyes 12: 16). Las llamadas “tarifas sacrificiales”, o simple-
mente “tarifas” así lo reflejan. Estas “tarifas” eran auténticos “carteles”, casi “listas
de precios”, tablas de piedra expuestas en las paredes de los santuarios donde se reco-
gían los diversos tipos de sacrificios y de víctimas u ofrendas que implicaban, esta-
bleciendo la parte de la ofrenda que correspondía al sacerdote y la que correspondía
al oferente. En algunas de las conservadas se recogen también entregas de dinero a
los sacerdotes, a la par que se establecen multas para los incumplidores de las reglas
fijadas. La actividad sacrificial, por tanto, era una fuente directa de ingresos para
los operadores cultuales, sin que ningún otro mecanismo los subordinase y sin que
la naturaleza del sacrificio impidiera el flujo de riqueza. De nuevo a la continuidad
de una misma realidad de fondo le corresponde una manifestación específica en un
contexto particular.
Pero este tipo de documentación no debe tomarse tan sólo como un mero docu-
mento administrativo. En el fondo, las tarifas señalan también la continuidad fun-
damental de la función sacerdotal básica: los operadores son profesionales de la
práctica cultual, encargados de la ejecución de los sacrificios y de la correcta divi-
sión de las ofrendas. La cuidada reglamentación de la actividad ritual, que exige la
competencia sacerdotal, exige también la reglamentación cuidadosa presente en las
tarifas. De esta manera, los mismos documentos que nos muestran las fuentes bási-
cas de la situación sacerdotal privilegiada, nos recuerdan las bases simbólicas sobre
las que se sustenta.
El sistema simbólico que sostenía la existencia misma del sacerdocio les daba
las armas para mantenerlo. Como resultado, incluso tras los cambios drásticos del
fondo social, económico o político en el que había nacido, el culto –y sus operado-
res– pervivió y contribuyó a hacer pervivir, a través del sistema simbólico, no a las
viejas formas socio-económicas o políticas, sometidas a irreversibles fenómenos de
41. Sobre el templo como punto económico e intelectual de referencia, cf. el ya citado Aubet (1994:
137 ss.). Sobre la interacción entre fenicios e indígenas en el Mediterráneo, cf. p. ej. Ruiz Mata (2000).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 79
cambio, si no a las relaciones establecidas entre los nuevos poderes y el propio culto,
mantenidos o retenidos en una misma esfera de acción. Tal parece que fuera la con-
tinuidad –en el “cambio para que nada cambie”– que marcó al ejercicio del culto y
a sus agentes en la historia de la cultura siro-palestina, desde los palacios del Bronce
Final al tardío mundo púnico.
Conclusiones
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82 J. Á. Zamora López
1. Este trabajo se enmarca en las líneas de investigación desarrolladas por el Grupo de Investigación
“Religio Antiqua. Historia y Arqueología de las Religiones Antiguas del Sur de la Península Ibérica” (Cód.
HUM-650) de la Universidad de Sevilla, dentro del Proyecto I+D+I del MICT “La Religión de la Turde-
tania Prerromana. Aproximación desde la Arqueología del culto” (Ref. BHA2003-05866).
84 Ana Mª Jiménez Flores
titularidad representa una ruptura con la tradición hereditaria del mismo, destinado
a los monarcas; pero no podemos determinar si es consecuencia de una actuación
personal de la reina consorte, que se reservó el título para sí durante la minoría de su
hijo (Elayi 1986: 255), o bien como consorte y regente heredó el cargo de su difunto
esposo sin llegar a transmitirlo a sus herederos (Bonnet 1996: 33). Como resultado
de esta tutela, la reina, junto a su hijo, se empeña en la fundación de templos para
las divinidades poliadas, Astarté y Eshmún, y Baal (CIS I, 3, lín.15-18). Un ejemplo
paradigmático de estas actividades advertimos en la figura de Dido. La legendaria
reina y fundadora de Cartago, como directora de la expedición de exiliados, detenta
las prerrogativas religiosas de un jefe supremo. Cumple el deber “regio” de proteger
los cultos (Elayi 1986: 255-257), asegurando su celebración periódica y presidiendo
los ritos más importantes (Justino, XVIII, 4, 15). Cuando, al recalar en la isla chi-
priota, acoge en su expedición a un sacerdote, está preservando el mantenimiento de
la piedad religiosa tradicional y poniendo las bases de lo que será la religión poliada
de la nueva fundación (Justino, XVIII, 5, 2). A pesar del carácter casi mítico y legen-
dario del relato (Bonnet 1992), en esta figura femenina se encarnan las virtudes pia-
dosas atribuidas a un monarca fundador; sin embargo, no es posible determinar si las
responsabilidades asumidas por la princesa tiria se deben atribuir a su pertenencia a
la casa real, son heredadas de su difunto esposo, sumo sacerdote de Melqart, o bien,
son resultado de ambas circunstancias.
Aunque fuera del ámbito palatino y aristocrático la presencia de sacerdotisas
es más difícil de constatar, dado el escaso número de inscripciones privadas, es en
este terreno donde encontramos la más antigua mención, fechada en el s. VIII a.C.
Una crátera pintada de procedencia incierta a la que su editor le atribuye un origen
sidonio y empleada como urna funeraria, presenta una inscripción doble, correspon-
diendo el segundo epígrafe a Geratmilk, sacerdotisa de Astarté Br. En el texto no hay
mención alguna a su filiación, ni siquiera el personaje encargado del piadoso acto del
sepelio, incluida la redacción del epígrafe, menciona ningún vínculo de parentesco
con la difunta. Al analizar su nombre, E. Puech señaló que el teóforo grtmlk, “cliente
de Milk” (Ferjaoui 1993: 303-316), está escasamente testimoniado y en dos de los
tres casos documentados alusivos a mujeres se trata de sacerdotisas al servicio de
Astarté, de las que se ha apuntado su dedicación a la prostitución sagrada (Puech
1994: 52‑53). Geratmilk es una “especialista” del ceremonial, aunque no podemos
avanzar en qué tipo de ritos participaba, adscrita al culto de una divinidad muy con-
creta (Xella y Bonnet 1996; Bonnet 1996: 30-31). La ausencia de menciones de cón-
yuges o descendientes puede entenderse como resultado de las imposiciones morales
de su función, ya sea el celibato o el ejercicio de la prostitución, mientras la omisión
de la filiación señalaría un origen humilde o servil, por lo que podría ser descendiente
del personal adscrito a una institución religiosa.
Diferente situación encontramos al intentar documentar el sacerdocio femenino
en Occidente, donde las fuentes son más ilustrativas. Se advierte aquí la existencia,
por una parte, de “profesionales del culto”, formadas y especializadas en la liturgia
y estrechamente vinculadas a un centro religioso, y por otra, de altos sacerdocios
femeninos, detentados con frecuencia por mujeres de la aristocracia, en cuya voca-
ción tienen un papel determinante tanto la piedad personal como el nacimiento.
86 Ana Mª Jiménez Flores
Los epígrafes del tofet, a pesar de su monotonía formal, nos informan sobre la con-
figuración de la sociedad cartaginesa, siendo notable el alto grado de representativi-
dad social que denotan. La referencia frecuente a la filiación y extracción social de
los oferentes ilustra un amplio espectro de categorías y grupos sociales, entre los que
no están ausentes las mujeres. Pero sólo un 10% del total aproximadamente, 406,
pertenecen a mujeres y, únicamente, en 54 casos el estado del texto permite reco-
nocer el nombre completo de la dedicante, citada con su patronímico y genealogía,
con el nombre de su marido y el patronímico de éste, o con ambos (Amadasi 1988:
144-145). La escasez de datos epigráficos se complementa, no obstante, con la rica
información iconográfica que proporcionan las estelas, en las que identificaremos
figuras femeninas de diversa naturaleza.
Tratándose de un lugar de culto, resulta sorprendente la ausencia de sacerdoti-
sas entre las dedicantes. Se podría pensar en alguna forma de exclusión de los ritos
practicados en el santuario, por sus prerrogativas religiosas y las características del
ritual, o bien como una simple consecuencia del azar. En este sentido, hemos de
citar las menciones de sacerdotisas en el tofet de El-Hofra, en Constantina, con
una datación del s. III a.C. En la inscripción EH 67 de dicho santuario la devota
es ´Arišat, jefa de las sacerdotisas o suma sacerdotisa (rb hkhkt); mientras en un
segundo caso (EH 72) el devoto, Hamilkat, es reconocido por su matronímico,
como hijo de Hamilky, la sacerdotisa (hkcnt) (Berthier y Charlier 1955: 64 y 66, pl.
XIV, C y D).
Un segundo conjunto de inscripciones corresponde a los epígrafes funerarios,
procedentes en su mayoría de la necrópolis de Santa Mónica en Cartago, donde se
localiza entre los sepultados un buen porcentaje de personajes de esta categoría pro-
fesional. Las menciones de sacerdotisas, aunque menos abundantes que las de sus
homónimos masculinos, revisten gran importancia ya que conservan buena parte
de la filiación de la difunta y su esposo, informándonos sobre su extracción social
y origen, las actividades litúrgicas desempeñadas y, en contados casos, la divinidad
a la que se destinaban. Las inscripciones más breves pertenecen a mujeres defini-
das como hkhnt, la sacerdotisa, título que puede citarse tras el patronímico o ante-
puesto al mismo. La inclusión de patronímicos y cargos tanto del padre como del
cónyuge amplia el texto, especialmente cuando se trata de miembros de la aristocra-
cia, mientras entre los más humildes pueden incluso omitirse. En el epígrafe funera-
rio de UmmcAstarté sólo aparece su patronímico, sin mención del cónyuge (CIS I,
5947); la ausencia de referencias a su edad no permite determinar si este celibato se
debía a su corta edad o era una prerrogativa del cargo. Puede omitirse igualmente el
patronímico, lo que denotaría un origen humilde o servil de la titular; en su epitafio
´Aristobaal sólo menciona a su esposo, pero sin hacer alusión a los cargos o activi-
dades de éste (CIS I, 5941). Sin embargo, lo más frecuente es encontrar la filiación
de ambos esposos (CIS I, 5979 y 5994). El texto más ilustrativo corresponde a CIS
I, 5950, donde la difunta se presenta con sus patronímicos y los de su marido, per-
tenecientes ambos a familias aristocráticas; el esposo detenta los títulos de sufete y
jefe de sacerdotes, los mismos cargos que desempeñó su padre, y a los que se suma su
participación en la principal fiesta religiosa de la ciudad en calidad de mqm ´lm mtrx
c
štrny (Bonnet 1988: 175; Amadasi 2004: 53).
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 87
clasificación, C. Picard aseguró que esta imagen reproducía el modelo del guerrero
vencido que implora a su vencedor (Picard 1973-74: 126-127, pl. VII, 6). Sintetizando
las opiniones vertidas acerca del significado de esta enigmática figura, J. Debergh
señala dos posibilidades: o bien es la figuración de una escena mitológica, tomada
de la iconografía griega y adaptada a modelos púnicos; o bien es el testimonio ilus-
trado de una ceremonia de libación, expresado a través de una estética helenizante
(Debergh 1976: 107-112).
Más próximas a la realidad del culto pueden ser las representaciones con muje-
res ataviadas de larga túnica que aparecen enmarcadas por escenarios o ambientes
de tipo sacro. En otra estela votiva cartaginesa de la segunda mitad del s. III a.C.
encontramos una escena de ofrenda, encuadrada por dos columnas, con un altar de
sacrificios sobre el que reposa una cabeza de toro en su extremo superior; frente a
éste, una figura femenina, según apunta E. Lipinski, interpretación que no compar-
timos plenamente, vestida de amplia túnica con la mano derecha alzada en gesto de
adoración, sostiene una píxide en la mano izquierda. La inscripción (CIS I, 3347)
corresponde al sacrificio realizado por >Abbacal, sacerdotisa o hieródula, donde la
dedicante se presenta con sus matronímicos (Lipinski 1987: 171-172, figs. 5-6). Esce-
nas similares pueden identificarse en varias estelas, procedentes de Lilibeo y Mozia,
donde aparecen diversas figuras femeninas, ataviadas de larga túnica en actitud de
realizar una ofrenda. La primera de ellas porta en la mano izquierda una píxide,
mientras con la derecha deposita el contenido de la misma, incienso o sustancias
aromáticas, en un timiaterio, con el signo de Tanit presidiendo la escena (Bisi 1968:
228, Tav.II). En el segundo caso la mujer, con un pequeño recipiente en la mano
izquierda, se aproxima a un caduceo alzando la mano derecha en señal de adoración,
en un escenario sacro dominado también por la imagen de Tanit (ibídem: 227-228,
Tav. I). En una tercera estela procedente del tofet de Mozia, son dos los personajes
femeninos que se aproximan a un timiaterio para depositar su ofrenda, enmarcado
en un espacio sacro presidido por el caduceo y dos signos de Tanit (ibídem: 228, Tav.
III, 1). La representación más sorprendente es la del sarcófago de mármol pintado
procedente de la necrópolis de Santa Mónica; a pesar del regusto helenizante que
domina la ejecución plástica se aprecian algunos rasgos significativos como las remi-
niscencias egipcias, centradas en las alas que cubren la parte inferior del cuerpo o la
peluca en forma de halcón. De inspiración púnica es el atributo que porta la imagen
en su mano izquierda, un incensario en forma de paloma, sosteniendo una pátera en
la derecha. La complejidad del conjunto transforma a la difunta en una “transfigura-
ción” de la propia divinidad a la que sirve y con la que se identifica (Benichou-Safar
1982: 132-135, fig. 71). En otras representaciones funerarias femeninas conocidas
identificamos elementos iconográficos presentes en la imaginería del tofet (Cecchini
1978: 99-105, figs. 9-13; Bondí 1980: 55, Tav. XII, 3). Entre la serie de estelas fune-
rarias cartaginesas, datadas en el s. IV-III a.C., se localizan igualmente imágenes
veladas, provistas de largas túnicas y sosteniendo, en algunos casos, páteras o discos
sobre el pecho (Ferron 1975: 17-36). No obstante, la ausencia de distintivos o signos
de la condición sacerdotal, tales como tocados, elementos del vestido o símbolos reli-
giosos no permiten determinar si estamos ante imágenes de sacerdotisas o de simples
devotas, con el sarcófago de Santa Mónica como ejemplo más logrado.
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 89
estas sacerdotisas son mujeres casadas, obligadas a atender sus deberes domésticos.
M.G. Amadasi señala que el sumo sacerdocio podría ser un cargo de duración anual,
como los altos cargos de la administración (2004: 50, n. 40), aunque para las funcio-
nes de rango inferior la duración es indeterminada, siendo esencial el grado de vin-
culación con la institución religiosa, que facilita el ejercicio del sacerdocio durante
un largo periodo de tiempo (Ferjaoui 1996: 28 ss.). Es probable que en este sector se
encontraran mujeres dedicadas a las prácticas adivinatorias y la interpretación divina,
función desempeñada habitualmente por sacerdotes especializados (Ribichini 1989:
307-310, n. 3). Para dicha actividad se requería no sólo una predisposición natural
sino también una larga formación, pudiendo ser ejercida tanto por hombres como
por mujeres (Bottèro 1987: 135-156). Los grandes santuarios cuentan con especialis-
tas en estas técnicas, una más de las fuentes de ingreso y prestigio de dichos centros
(Marín Ceballos y Jiménez Flores 2004: 231-233), y los dirigentes políticos recurren
con frecuencia a sus servicios (Amadasi 2004: 47-48). Que estas mujeres se incluyeran
en el cuerpo sacerdotal o bien formaran parte del personal de servicio del santuario
es una cuestión para la que aún no tiene respuesta.
Para finalizar, quedan por examinar las muestras de piedad personal femenina.
La identificación de los escenarios donde ésta se manifiesta y las divinidades o cultos
a los que va dirigida nos señalará en qué campos la mujer fenicia detentaba prerro-
gativas similares a las de los hombres o adquiría un protagonismo marcado.
Un dato reseñable es la ausencia de mujeres como dedicantes en las inscripcio-
nes funerarias. El papel femenino en el duelo y las ceremonias fúnebres quedaba en
segundo plano; en el momento de las exequias y el ceremonial fúnebre se lleva a cabo
un traspaso de funciones y estatus dentro del grupo familiar en el que, dentro de un
sistema patrilineal, es el cabeza de familia quien detenta las principales competencias.
La función piadosa de rememorar al difunto siempre corresponde a los descendientes
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 97
masculinos o al esposo, que detenta la dirección del grupo familiar. La mujer apare-
cerá sólo en los epígrafes funerarios como difunta.
Una lectura muy diferente extraemos de los epígrafes procedentes del tofet, que, a
pesar de la ausencia de dedicatorias de sacerdotisas, constituye junto con los exvotos
el más amplio campo de expresión de piedad femenina. Entre éstos últimos destaca
el epígrafe votivo de una estatua de bronce, procedente de Chipre, dedicado por una
devota a Astarté (CIS I, 11). La oferente es esposa de un funcionario del templo, per-
tenece pues al ámbito de la institución religiosa, y en prueba de devoción a su titular
le presenta un exvoto prestigioso, una estatua de bronce, habitualmente ofrendado
por hombres. Pero, donde mejor tenemos documentada la piedad personal femenina
es en el tofet. En este controvertido santuario, donde es difícil dilucidar si estamos
ante una necrópolis infantil, un lugar de sacrificio de niños o, en definitiva, un san-
tuario dedicado a la fertilidad y la protección de la infancia, la mujer adquiere un
protagonismo notable. En este centro las mujeres tienen capacidad para llevar a cabo
la ofrenda de su hijo o la víctima sustitutoria del mismo, o realizar un voto de gracias
por su nacimiento y supervivencia, como el realizado por Hannah, madre de Samuel,
en Siloh (I Sam. 1, 11). Como ya señalamos, entre las oferentes aparecen mujeres de
muy diversa extracción social: miembros de la aristocracia, mujeres de nivel social
modesto e incluso oferentes de origen servil o esclavas e hijas de esclavos o libertos.
En CIS I, 5939 encontramos una mujer sin genealogía que realiza el sacrificio “para
su señor”, presenta la ofrenda en su nombre y, en contados casos, aparecen mujeres
extranjeras (Amadasi 1987: 148).
A veces, las ofrendas son actos colectivos y, en esos casos, las mujeres pueden
estar acompañadas por otros miembros de su familia. En CIS I, 5702 padre e hija, de
elevado rango social ya que el progenitor es rab, realizan conjuntamente dos ofren-
das, adecuadas al sexo de cada uno. Esta práctica no es rara. Se conocen otras ofren-
das conjuntas de hermanos varones en Malta (ICO Malta 1) y en El Carambolo,
Sevilla (ICO Spagna 16), aunque en estos casos se trata de exvotos, y en el tofet, de
hermano y hermana (CIS I, 386), de hombre y mujer sin relación parental aparente
(CIS I, 382 y 383) o de dos mujeres (CIS I, 385). Todo parece indicar que cualquier
habitante de la ciudad, sin distinción de sexo, rango social u origen, tiene facultad
para realizar sacrificios en este santuario y que en dicho centro, dedicado al culto a la
fertilidad y la infancia, encontramos un espacio donde las mujeres tienen mucho que
decir. Los programas iconográficos de las estelas se hacen eco de esta devoción feme-
nina. En su imaginería hemos visto a personajes femeninos que pueden interpretarse
como sacerdotisas, pero otras muchas imágenes nos recuerdan a las propias oferen-
tes, en actitud de recogimiento y devoción, sosteniendo ofrendas en sus manos o
portando los símbolos de la divinidad (Cecchini 1978: 99-102, fig. 9-10). En muchos
de estos casos no podemos diferenciar a devota y oficiante del rito, pero su presencia
en los programas iconográficos de los santuarios ya es indicio de una participación
significativa en las ceremonias.
La mujer fenicio-púnica posee la suficiente personalidad para poder participar
en los misterios sacros, una participación probablemente necesaria en algunos cul-
tos por exigencia de su sexo. A través de las iconografías de las terracotas, especial-
mente las ibicencas (Griñó 1991: 597), y las estelas se constata la alta valoración de
98 Ana Mª Jiménez Flores
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Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías
Universidad de Sevilla
Tal vez la opinión más común entre los historiadores y arqueólogos acerca de la
religión sea la que sostiene que ésta puede ser definida como un mecanismo de repro-
ducción de la estructura social y de las desigualdades económicas que, desde el naci-
miento de los sistemas agrícolas, caracterizarían a los grupos humanos. En una pro-
porción considerable, han sido las lecturas marxistas de la Historia las que más han
reforzado esta visión particular del fenómeno religioso, acrecentando así entre el con-
junto de la población y entre los especialistas en Humanidades del mundo occidental
ciertos sentimientos de rechazo hacia las manifestaciones de fe en una divinidad, sobre
todo por la repugnancia moral que suelen producir las injusticias y los desequilibrios
sociales de clase que, según tal interpretación, la religión habría contribuido a afianzar.
1. Trabajo elaborado en el marco del proyecto BHA 2002-02740 (Ministerio Español de Ciencia y Tec-
nología) y del Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación (Consejería de Educación y Ciencia
de la Junta de Andalucía). Algunas de las propuestas que contiene habrían sido imposibles sin la ayuda de
J.A. Belmonte Avilés, del Instituto de Astrofísica de Canarias. Igualmente, agradezco a mis colegas M.C.
Marín Ceballos y A.M. Jiménez Flores sus orientaciones bibliográficas.
2. Departamento de Prehistoria y Arqueología, Universidad de Sevilla. C/ María de Padilla s.n., 41004
Sevilla. Telf. 954551413. E-mail: escacena@us.es.
104 José Luis Escacena Carrasco
Aunque es lícito pensar que esta explicación cuenta con avales científicos significati-
vos, no es menos cierto que deja sin cobertura un aspecto clave que preocupa a quienes
pretenden acercarse al estudio del comportamiento religioso sin acritud y conscientes
de que las tendencias anticlericales constituyen valores no epistémicos: la paradoja
que supone la existencia de una conducta humana generalizada a todas las culturas
pero que sólo beneficiaría a la elite de cada comunidad. Si bien es verdad que existen
personas agnósticas y ateas en todos los pueblos, no se conoce ninguno que prescinda
o haya prescindido históricamente de un cuerpo más o menos elaborado de creencias.
Asimismo, a causa del general desdén que los especialistas en Historia muestran hacia
las ciencias denominadas «puras», que se manifiesta especialmente hacia la biología
como disciplina que tenga algo que decir en la investigación histórica, quienes han
estudiado el fenómeno religioso han desconocido los mecanismos que dentro de cada
ser humano entrelazan la fe y el sistema inmunitario, unos vínculos que la medicina ha
asumido sin problemas y que aparecen con relativa frecuencia en obras de divulgación
sobre evolucionismo (p.e., Punset 2004: 17).
A estas alturas de la exploración histórica, no cabe rechazar que las religiones
hayan favorecido sobremanera la reproducción de las estructuras sociales en las que
están integradas. En cambio, desde una perspectiva darwiniana sí es posible negar la
idea de que los beneficiarios exclusivos de este mecanismo sean las clases o estamen-
tos más elevados, en especial porque la jerarquización interna de una comunidad y
sus consecuencias sobre la desigualdad social están relacionadas sobre todo con el
grado de competencia por los recursos que se establecen entre grupos, es decir, están
motivados por lo que V.C. Wynne-Edwards (1963) llamó selección interdémica. En
todos los animales gregarios, este fenómeno ha originado una tendencia evolutiva
espontánea hacia la estratificación intragrupal a lo largo de millones de años, sin
que haya razones científicas para excluir de ella al hombre. En consecuencia, como
desde este enfoque la religión tiene poco que ver con el mantenimiento de privilegios
por parte de las minorías que detentan el poder, la razón fundamental que hace
de las creencias un fenómeno culturalmente omnipresente puede explicarse por los
beneficios que tal conducta simbólica produce al conjunto de la comunidad en sus
fricciones con otros grupos por el control de un mismo nicho ecológico.
Acorde con esta lectura evolutiva del comportamiento religioso, la idea defendida
en este trabajo asume que las comunidades fenicias se beneficiaron de la estructura
organizativa de sus creencias nacionales frente a otras poblaciones (especialmente
griegas) que competían con ellas en la diáspora colonial por el Mediterráneo. Aun-
que el mecanismo era semejante al de otras culturas expansivas, las prácticas cananeas
3. Más que una difusión de saberes científicos, este pequeño libro procura la búsqueda de aplicaciones
prácticas para el mundo de la empresa a partir del conocimiento que se posee hoy sobre la evolución, obje-
tivo ya anunciado en su subtítulo. Aun así, consigue sin duda llevar al gran público muchas ideas básicas
del pensamiento darwinista.
4. En términos biológicos –los únicos de carácter científico bajo los que comprendo al hombre– los
beneficios se miden exclusivamente en función de las repercusiones sobre la reproducción. Como no pode-
mos saber el grado de felicidad o de realización personal de un escarabajo o de un hongo, sólo la mayor
o menor descendencia que originan se convierte en el baremo unitario con el que evaluar el triunfo de los
seres vivos en los correspondientes ecosistemas que habitan.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 105
5. Se conoce como exaptación a una nueva función de un órgano para la que no fue seleccionada en
principio, como ocurre por ejemplo con las mamas, antes glándulas sudoríparas. Son tantas las exaptacio-
nes en la historia de la vida, que no sería fácil encontrar un órgano cuya misión actual fuera la misma para
la que un día nació, porque la evolución es una historia de apaños y reciclajes. Acertadamente, algunos
autores la han comparado con un trabajo de bricolaje (cf. Prevosti y Serra 2000: 12).
6. La última queja que he podido constatar sobre esta actitud proviene de W. Schlosser, catedrático de
astronomía en la Universidad de Bochum en el Ruhr, publicada en el ejemplar de agosto de 2004 de Inves-
tigación y Ciencia (Schlosser 2004: 77). Es una desdicha para la arqueología lo que muestra este número de
la revista: un trabajo firmado por un arqueólogo cuya competencia parece limitada a desenterrar, describir
y medir cosas (cf. Meller 2004), seguido de otros artículos en los que la interpretación de lo encontrado se
reserva a especialistas en distinto oficio (cf. Schlosser 2004; González García 2004).
7. A pesar de la lucidez de M. Ruse para captar los valores no epistémicos que subyacen a la investiga-
ción científica, tema al que está consagrado este libro suyo, yerra cuando afirma que la paleontología está
106 José Luis Escacena Carrasco
razón por la que el darwinismo, es decir, la explicación de que los organismos han
cambiado por el trabajo constante de la selección natural, ha penetrado en casi todas
las disciplinas académicas. Así, la biología y sus distintas especialidades, referidas
estas últimas tanto al análisis de los cambios anatómicos y fisiológicos como a los
de la conducta –etología– casi carecen de otro enfoque que no sea el evolutivo, hasta
tal extremo que algunos métodos del mismo constituyen herramientas disponibles
para ser utilizadas en el caso de que algún día se encuentre vida extraterrestre. Las
Humanidades, por el contrario, carecen hoy de una teoría que unifique el panorama
interpretativo, de forma que son muchas las lecturas posibles de los mismos hechos
cuando se pretende ir más allá de su mera descripción. En el caso de la arqueo-
logía prehistórica, terreno profesional al que dedico tanto mi investigación como
mi docencia en la universidad, puede afirmarse que la situación se ha hecho más
compleja durante la segunda mitad del siglo XX al abrirse el espectro de posiciones
teóricas y metodológicas, por lo que está muy lejos de ser, en contra de lo que ha afir-
mado recientemente M. A. Querol, una disciplina lamarckiana. En la actualidad, la
arqueología no es una ciencia monoparadigmática; por tanto, no puede ser definida
ni como lamarckiana ni como darwinista, aunque la mayor parte de sus practicantes
(incluidos los materialistas históricos, los procesualistas y los historicistas culturales,
entre otras tendencias) lean los datos a través de Lamarck. De hecho, casi todos los
prehistoriadores han aceptado a Darwin sólo para la explicación de la evolución
somática, renunciando de forma paralela a tratar la conducta con el mismo enfoque.
incapacitada para hacer predicciones. Si esto fuera cierto, también afectaría a la arqueología, cosa que
me preocuparía en extremo por ser yo arqueólogo y porque la capacidad predictiva es uno de los baremos
mejores para medir la calidad de las teorías científicas. De hecho, en el trabajo que ahora tiene el lector
en sus manos propongo diversas predicciones. El error de Ruse en relación con los paleontólogos parte de
pensar que “su tema de estudio está muerto por definición” (Ruse 2001: 250). Ni los paleontólogos traba-
jan con animales muertos ni los arqueólogos con hombres muertos. Unos y otros operan con elementos
de hoy: fósiles y datos arqueológicos. Los extraemos y los estudiamos en el presente, y con ellos podemos
hacer predicciones sobre lo que es probable encontrar si la ley deducida del registro parcial es correcta.
Siguiendo la propuesta de Ruse, tampoco muchos astrónomos podrían hacer predicciones dado que la luz
que observan puede proceder de galaxias tan lejanas que ya no existan.
8. I. Crawford, investigador del departamento de física y astronomía del University College de Lon-
dres, ha analizado los problemas teóricos y prácticos de los programas SETI para la búsqueda de vida
inteligente extraterrestre mediante la detección de transmisiones de radio. En relación con otras posibles
«civilizaciones» de fuera de nuestro planeta, este autor ha escrito el párrafo que ahora reproduzco, que
podría ser suscrito por cualquier darwinista: [...] “creo que pueden señalarse varias razones por las que
un programa de colonización interestelar tiene visos de verosimilitud. Una de ellas es que una especie
propensa a colonizar ya gozaría de ventajas evolutivas en su propio planeta de origen, no siendo difícil
imaginar que esta herencia biológica se transfiriera a la cultura de la era espacial” (Crawford 2000: 9-10).
9. A quienes hayan leído la obra de M.A. Querol a la que me refiero, tan lamarckiana a pesar de su
título (Adán y Darwin), les recomiendo encarecidamente un buen antídoto: la consulta de la pág. 205 de la
obra de D.C. Dennett a la que pertenece la cita con la que abro este artículo. Es evidente que M.A. Querol
ha bebido hasta la saciedad de S.J. Gould, porque sus afirmaciones coinciden casi hasta la letra con las
de este autor: “la evolución cultural es directa y lamarckiana en su forma: los logros de una generación se
transmiten mediante la educación y la publicación directamente a los descendientes” (Gould 1993: 58).
“Para las personas que trabajamos sobre la cultura, que investigamos los cambios que se han producido a
lo largo del tiempo en el comportamiento de los grupos humanos, el “lamarckismo” nos viene muy bien,
ya que la “herencia” cultural humana funciona de acuerdo con esta teoría, al transmitirse por aprendizaje
de una generación a otra” (Querol 2001: 35).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 107
Esto supone una grave incoherencia si se participa de una concepción monista del
individuo (Escacena 2002a). Así las cosas, entre los distintos especialistas en ciencias
sociales abundan quienes participan de cualquier punto de vista epistemológico que
no sea la teoría darwinista, dotada por lo general de mala prensa a causa de anti-
guas interpretaciones malintencionadas para su uso político. Pero hoy es ésta una de
las pocas perspectivas que han logrado unificar campos científicos en principio tan
distantes como la medicina, la antropología cultural, la sociología, la psicología, la
lingüística, la arqueología, la demografía, etc., y especialmente hacer a todas ellas
compatibles con la biología y hasta con la astrofísica10. Sólo este poder unificador,
exponente de nuevo de su alta calidad científica, puede dar crédito a las afirmaciones
de filósofos que sostienen que si “el hombre es el resultado de un proceso evolutivo
enteramente secularizable, la única aproximación posible a su estudio es la evolucio-
nista” (Castrodeza 1999: 81). No obstante, incluso entre quienes se dicen darwinistas
o han aceptado las explicaciones evolutivas para las cosas que estudian, se deslizan
con frecuencia problemáticas confusiones que interfieren en la interpretación de los
datos. Quiero ahora entrar especialmente en una que, sin ser la verdadera causa del
rechazo que los arqueólogos en particular y los historiadores en general muestran
hacia la interpretación del cambio cultural por mecanismos darwinianos, es decir,
hacia el papel único de la selección natural en las transformaciones de la conducta
humana, se encuentra sin duda en la raíz del problema.
Cuando preparaba un trabajo historiográfico sobre la penetración de las ideas
evolucionistas en Andalucía (Escacena 2002a), tuve la oportunidad de leer casual-
mente en F. Savater (1997: 33-34) un párrafo que ilustra bien la cuestión y que con-
trasta con otros escritos suyos más proclives al lamarckismo:
[...] la selección evolutiva ha debido premiar a las comunidades en las cuales se daban
mejores relaciones entre viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La supervivencia
biológica del individuo justifica la cohesión familiar pero probablemente ha sido la necesi-
dad de educar la causante de lazos sociales que van más allá del núcleo procreador.
Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la sociedad quien ha inven-
tado la educación sino el afán de educar y de hacer convivir armónicamente maestros
con discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado finalmente la sociedad
humana y ha reforzado sus vínculos afectivos más allá del estricto ámbito familiar.
10. El ejemplo más claro de esta última relación concreta con las ciencias que estudian la física del Uni-
verso puede ser la cantidad de veces que los evolucionistas han explicado algunos procesos mediante los
principios que gobiernan la termodinámica, en especial por la segunda ley (p.e. Dennett 2004: 225; Punset
2004: 34; Margulis y Sagan 2003: 73-83; Escacena e.p.). Se ha apuntado, no obstante, que determinadas
funciones fisiológicas que se expresan en medidas nanométricas se rigen mejor por condiciones cuánticas
y por el principio de incertidumbre de Heisenberg que por la física newtoniana, ejemplo de lo cual pueden
ser ciertas funciones cerebrales que eludirían la primera ley de la termodinámica (Eccles 1992: 177-182).
No dudaríamos de explicaciones de este tipo si no fuera porque parece que John C. Eccles, Premio Nobel
de Medicina en 1963, se agarra a un clavo ardiendo para buscar un posible salto evolutivo exclusivo de los
homínidos que daría pie a pensar en una intervención divina para la creación de la consciencia del yo y,
en última instancia, del alma (Eccles 1992: 230). Como este autor parece invitarnos a entrar en valores no
epistémicos, rehúso ahora seguir reflexionando por este camino.
108 José Luis Escacena Carrasco
denominado la “falacia naturalista”, que pretende afirmar que “lo que es, debe ser”
(Ruse 2001: 234). Desde nuestro enfoque, tan naturales son la trompa del elefante
y el escupitajo de la llama como el teorema de Pitágoras, las feromonas sexuales de
las mariposas y la jerarquización de una manada de leones como la vida monacal
tibetana, los nidos de las golondrinas y las presas de los castores como los muros de
un rascacielos, etc., etc. En la consideración de que lo artificial no es sino la forma
natural de la conducta humana radica la justificación para poder abordar el tema de
este artículo bajo un enfoque darwinista.
Replicadores de la vida
La teoría evolutiva propuesta por Darwin no ha sido aplicada casi nunca al estu-
dio de la prehistoria reciente ibérica. Esa renuncia ha partido de posiciones teóricas
que no han aceptado a la selección natural como diseñadora de la conducta de los
humanos modernos. Para quienes sí han asumido la propuesta darwinista hasta sus
últimas consecuencias, la evolución se ha manifestado a través de la competencia
entre unas unidades mínimas de replicación. En la herencia somática, los códigos
que transmiten de una generación a otra las características corporales estarían alo-
jados en el ADN genético. Los genes constituirían así los replicantes básicos, y en
ellos se produciría, como quieren los neodarwinistas, el principal nivel de selección.
Según esta tendencia, en los genes están contenidas las directrices elementales que
gobiernan también las pautas conductuales. Esos componentes básicos de la heren-
cia han sido reivindicados por estudios posteriores a Darwin desde que las conclusio-
nes mendelianas conectaron con la teoría evolucionista a partir de la Síntesis (Wilson
1980). En parte porque aún no se habían descubierto los genes, en parte porque
desconocía al parecer los trabajos de Mendel, Darwin consideró que el plano en que
actuaba la selección era el individuo. Posteriormente, algunos especialistas en el tema
han considerado que el filtro selectivo podría trabajar entre poblaciones o conjuntos
de individuos, una modalidad que se ha denominado selección de grupo y que usaré
como concepto válido a la hora de valorar la competencia interétnica y de analizar la
dispersión colonial fenicia.
Los genetistas desconocen aún hasta qué punto las unidades mínimas de replica-
ción transferidas de una generación a otra en el ADN controlan los comportamien-
tos. Algunos, especialmente los vinculados a la tendencia sociobiológica, conside-
ran que la conducta viene eminentemente diseñada por la carga genética en un alto
grado de precisión. Quienes niegan tanto control por parte de los genes atribuyen al
aprendizaje social y, en definitiva, al contexto cultural, el papel fundamental en dicha
labor. Sin embargo, unos y otros reconocen que, al menos en líneas generales, nuestro
proceder respeta instrucciones contenidas en el material genético, si bien dichas órde-
nes elementales no constituirían más que un amplio marco con posibilidades muy
distintas de manifestación concreta. Por explicarlo con un ejemplo muy a propósito
para nuestro tema, se trataría de aceptar que los genes nos permiten el pensamiento
simbólico –sin el cual es imposible la conducta religiosa– pero no que nos transmitan
la divinidad concreta en la que creer. Es misión de la cultura esta otra tarea.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 111
Las lecciones más profundas sobre la evolución de la vida las está proporcio-
nando en la actualidad el mundo microscópico, hasta el punto de que, de no ser por la
fuerza epistémica del concepto darwiniano de selección, que una y otra vez consigue
salir adelante como explicación más plausible de los procesos de cambio, algunos des-
cubrimientos recientes en este campo habrían dado pie a dudar de su aplicación uni-
versal. La parcela de la biología consagrada al estudio de la vida microbiana socava
una y otra vez cimientos de profundas raíces entre los naturalistas –y no digamos
entre los especialistas en ciencias sociales– sobre el desenvolvimiento de la propia
vida en el planeta Tierra. La misma noción de individuo, con la que tanto han ope-
rado los neodarwinistas, o la separación tajante entre vegetales y animales, han sido
desestimadas al analizar organismos cuya dimensión escapa a nuestras capacidades
ópticas normales (Margulis 2003: 118). Animales y plantas que viven en simbiosis,
en una unión mucho más estrecha que cualquier tipo de mutualismo, o comunidades
ingentes de seres que sólo medran como tales colectividades, recomiendan una duda
razonable sobre cuáles sean las unidades mínimas de selección. Desde este mundo
de tamaño ínfimo, la variación no es sólo producto de mutaciones al azar, aunque
las mayores tasas de esta modalidad de cambio se alcanzan precisamente en cuerpos
tan minúsculos como los virus de ácido ribonucleico (Elena 2002: 46). Por el contra-
rio, se conocen aquí otros procesos que ensanchan constantemente la diversidad. La
apropiación de material genético ajeno a lo largo de la vida de los microorganismos,
por ejemplo, faculta para la ganancia de caracteres nuevos. En las amebas, la fusión
de dos individuos permite alojar en el nuevo núcleo de la única célula resultante un
bagaje genético distinto al que cada ejemplar poseía antes por separado, de forma
que una futura reproducción por bipartición origina individuos con cargas genéticas
distintas a las que portaban los que iniciaron la unión (Weismann 1994: 148-149). En
las bacterias, parecidos fenómenos de intercambio de material genético proporcionan
una enorme capacidad adaptativa a las siguientes generaciones. De esta forma, los
descendientes ven incrementado el acervo de su genotipo (Castillo y otros 2003: 74),
dando la falsa imagen de que la evolución operaría aquí por medios lamarckianos en
tanto que tales adquisiciones se transmiten por herencia a la prole. Más abajo aún en
la escala de complejidad de la vida, en la frontera ya con lo inerte, los virus llevan miles
de millones de años introduciendo diversidad mediante transferencias horizontales de
ADN por doquier, hasta el punto de haber sido reivindicados como una de claves de
la evolución por su papel en el nacimiento otrora de los organismos eucariotas al ser
quizás los responsables de la aparición del núcleo celular (Villarreal 2005: 59). En rea-
lidad, lo que estos dispositivos –verdaderas fábricas de variación– logran es un campo
abonado para el trabajo de la selección natural. En este contexto empieza a compren-
derse que las unidades que ésta elige para generalizar en las siguientes generaciones
no sólo son los genes, sino también lo que comúnmente se denominan individuos en
la vida macrobiótica, algo que desde los especialistas en microbiología se ve muchas
veces como una forma de mutualismo simbiótico de ingentes colectividades de seres
vivos. Es el mismo enfoque con que algunos neurólogos han tratado el origen del sis-
tema nervioso de los animales, que no sería más que el resultado aún perceptible de la
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 113
en general fuertemente aculturadas por los semitas tanto en los aspectos materiales
de sus correspondientes complejos tecnológicos como en el dogma y la práctica reli-
giosa. De ahí el uso general de los términos orientalizante y orientalización aplicados
a situaciones que, como el caso tartésico, a mi entender no fueron más que manifes-
taciones concretas de escenarios coloniales fenicios, es decir, provincias de ultramar
(Escacena 2004a: 41-42).
La religión desempeña varias funciones evolutivas, algunas de las cuales han
sido examinadas desde el darwinismo. Desde este enfoque teórico se ha descendido
incluso al análisis de temas tan particulares como el alcance adaptativo de los pre-
ceptos morales de la ley mosaica (cf. Alexander 1994: 255-256). En cualquier caso,
para una visión evolucionista carece en primera instancia de interés averiguar cómo y
por qué surgió la conducta religiosa, que lo hizo seguramente como subproducto de
la adquisición del pensamiento simbólico por nuestros antepasados ancestrales. Más
valor tiene, por el contrario, saber la razón por la que las creencias constituyen hoy
una práctica común a todas las culturas. Ese mismo hecho, el de ser una forma de
conducta generalizada a todas las comunidades humanas históricas, habla ya tal vez
de su contribución positiva a la reproducción de individuos y poblaciones, algo que
explica igualmente la existencia de tabúes sexuales fuera y dentro del propio campo
religioso. Por lo que se refiere a los fenicios hispanos, este último aspecto tiene desde
luego connotaciones religiosas evidentes (Escacena y García Rivero e.p.). En cual-
quier caso, escapar de esta aparente tautología requiere explicitar con cierta minu-
ciosidad los papeles concretos que la religión y su entorno social cumplieron entre
dichas comunidades humanas alopátridas.
Como ya adelanté, se conoce de forma genérica que, al incrementar el optimismo
por creer en una providencia divina, la fe aumenta el poder defensivo del sistema
inmunitario para luchar contra la enfermedad, del modo en que lo haría cualquier
otro placebo. Esta constatación tiene una sólida base científica reconocida en las
conexiones entre el sistema nervioso y nuestras defensas (Sagan y Margulis 2003:
317), y podría explicar muchas curaciones supuestamente milagrosas. De otra parte,
es innegable que las religiones significaron para las culturas antiguas elementos de
cohesión étnica, porque entonces pululaban los credos nacionales. Aunque parezcan
en principio asuntos sin relación directa, esta observación tiene mucho que ver con
la autopoiesis bacteriana, es decir, con la capacidad que poseen hasta los organismos
más simples para dotarse de un limes o frontera, una membrana sin la que es impo-
sible la consciencia singular/plural del yo/nosotros. De hecho, en clara discrepancia
con múltiples escuelas filosóficas, algunos biólogos han defendido la existencia de esta
autoconsciencia entre la vida microbiana (Sagan y Margulis 2003: 313-314), en cho-
que directo con planteamientos antropocentristas que sólo reconocen dicha carac-
terística para el hombre, o como mucho para algunos de los denominados animales
superiores (Eccles 1992: 193 ss.12). Pero la función evolutiva que ahora quiero anali-
zar no es aquella que explicaría la existencia de la religión como fenómeno universal,
sino la que da cuenta del ministerio biológico de los sacerdotes como productores
de mutaciones meméticas adaptativas al servicio de sus correligionarios. Supongo
que la lectura darwinista que voy a proponer carece de tradición historiográfica en
el caso concreto del sacerdocio fenicio, de forma que puede ejemplificar mi esfuerzo
por huir de generalidades poco comprometedoras. De todas formas, sin negar que
muchas de mis observaciones particulares sobre los conocimientos «científicos» del
clero cananeo hayan sido ya descubiertas por otros investigadores, sí presumo que
han pasado desapercibidas las razones biológicas de las mismas, y ello sobre todo
por el desconocimiento tradicional padecido por los especialistas en Humanidades
acerca de los mecanismos evolutivos.
Asume el darwinismo que la evolución opera, en última instancia, mediante la
selección de mutaciones aleatorias. Esto supone que cualquier especie aumentará su
aptitud para nuevas condiciones ambientales en razón directa a la cantidad de varia-
ción presente en sus poblaciones. La carencia de diversidad genética y, en su caso, la
homogeneidad de las pautas de conducta, sean estas últimas aprendidas o instintivas,
devienen a veces un callejón sin salida para la supervivencia. De esta forma, en tér-
minos evolutivos cualquier población resultaría agraciada a largo plazo si dispusiera
de un heterogéneo bagaje de genes y de un variado repertorio de comportamientos.
En muchos tipos de bacterias, la evolución ha solventado este reto dotándolas de la
facultad de transferir en horizontal mutaciones genéticas recién adquiridas. Así, ante
un medio hostil (caso de los antibióticos por ejemplo), reciben información genética
beneficiosa de una parte de su propia población que se caracteriza precisamente por
su alto rendimiento en la producción de cambios. En opinión de algunos autores
que han propuesto una pedagógica comparación con los dispositivos informáticos,
se diría que el programa genético contenido en el «disco duro» de algunos indivi-
duos puede ser transferido al de los otros por medio de «disquetes» de información
genética (Castillo y otros 2003: 74). A tales subpoblaciones de «inventores» se las
conoce como hipermutadores, porque uno de sus rasgos más conspicuos es su ele-
vada tasa de creación de novedades (Baquero y otros 2002:76). La transferencia en
horizontal de genes es relativamente común entre los seres vivos, en especial entre
los de tamaño microscópico, cuyos estudiosos reivindican en voz cada vez más alta
este mecanismo como fuente de novedades evolutivas (Margulis y Sagan 2003). Es
posible que tales procedimientos, por los que determinados huéspedes temporales
acaban por convertirse en endosimbiontes permanentes en los organismos en los que
han penetrado, estén en la base de fenómenos tan generalizados entre los seres vivos
como la capacidad de fotorrecepción, origen último de los ojos (Saló 2004; 66). En
cierta medida, algunos transcursos infecciosos, las vacunas y las nuevas técnicas de
manipulación genética dan lugar a efectos parecidos, que pueden definirse como la
adquisición en ciertos individuos y/o poblaciones de cargas genéticas de las que hasta
entonces carecían. En determinados escenarios, dicho injerto puede ser utilizado por
los organismos inoculados en su provecho.
Todos estos nuevos conocimientos no han jubilado la regla según la cual los
caracteres adquiridos no se transmiten por herencia. El fenómeno descrito no afecta
a la adopción de rasgos somáticos y/o fisiológicos del fenotipo a la que hace alu-
sión la propuesta lamarckiana; por el contrario, incumbe sólo al genotipo. En este
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 117
13. En el capítulo que aquí cito de este autor se presenta una malintencionada manipulación de las
interpretaciones darwinistas de la conducta humana. Y digo malintencionada porque no es esperable de
Gould rasgo alguno de torpeza. A través de una mezcolanza impresentable e indigna de ideas, situaciones
y personajes, se procura que el lector identifique las lecturas darwinistas de la sociedad humana con lo que
históricamente representó la ideología política conocida como Darwinismo social. Ningún investigador
cabal juzgaría el materialismo histórico por la política de Stalin. Por su credo marxista, Gould confundió
(o quiso confundir) la sociobiología con el abuso que de ella hicieron determinados movimientos políticos
y sociales defensores de la superioridad de unos humanos sobre otros (Ruse 2001: 164-165). En cualquier
caso, su propuesta, que evidentemente ha conseguido embaucar a muchos, debe ser muy interesante para
la selección natural. De hecho, en realidad plantea por enésima vez, pero en esta ocasión con un espeso
barniz científico, que el comportamiento humano escapa de ella. Resultado directo de esta forma de pen-
sar es una inmediata potenciación del antropocentrismo de Homo: no hay mejor meme para incrementar
la aptitud de individuos y poblaciones que creerse rey del mundo y dueño y señor del propio destino.
118 José Luis Escacena Carrasco
14. Participo en los recientes trabajos en el Carambolo como asesor científico junto a F. Amores. Los
nuevos datos arqueológicos aquí recogidos sobre el sitio proceden de la comunicación presentada por los
arqueólogos de campo al congreso sobre el Orientalizante en el Mediterráneo celebrado en Mérida en
2003 (Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.). Es de mi exclusiva responsabilidad su lectura histórica.
Estando en imprenta el presente trabajo, ha visto la luz en Trabajos de Prehistoria un artículo más deta-
llado sobre las últimas excavaciones en el Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 119
Fig. 2: Orientación helioscópica del altar en forma de piel de toro del Santuario III de Caura.
120 José Luis Escacena Carrasco
Fig. 3: Santuario de Astarté en el Carambolo. Tal vez este sitio corresponda al Fani Prominens
de Avieno (Or. Mar. 259-261).
Dada la sabiduría sobre el cosmos heredada del mundo oriental por los fenicios, es
posible que ambas condiciones no sean excluyentes. En cualquier caso, parece razona-
ble defender que dicha búsqueda helioscópica pudo tener como primera meta, entre
otros aspectos rituales, fijar las jornadas exactas en que debían celebrarse las fiestas
del ciclo vital de Baal15. Según la tradición que en época posterior asoció a esta divi-
nidad con Adonis, especialmente vinculada a algún Baal concreto de Biblos a decir
de Ribichini (2001: 105-106), la muerte y resurrección del dios y los ritos correspon-
dientes se conmemoraban en los días del solsticio de verano (Du Mesnil 1970: 108;
Garbini 1965: 44), cuando maduraban las cosechas de cereales y cuando la vegetación
primaveral mediterránea moría, abatida por el ardiente calor estival y en paralelismo
sin igual con la propia muerte del dios. En esa fecha el segmento diurno de cada
jornada alcanza su máxima amplitud, para comenzar a menguar hasta el momento
del solsticio de invierno, en torno al cual el mundo romano celebraba la fiesta del Sol
Invicto. De esta forma, es decir, mediante la percepción correcta de cuándo ocurría
dicha posición astral, se aseguraban con eficacia la regulación y el diseño del calen-
dario marcando con precisión el principio del estío. El control del tiempo cronoló-
gico era, de hecho, una de las facultades de Baal, asimilado a Cronos-Saturno desde
muy pronto (Bloch 1981: 127). A esta advocación los fenicios de Tartessos otorga-
ron singular importancia al dedicarle un templo en la propia Gadir. No ha pasado
desapercibido a los especialistas en arqueoastronomía (Belmonte 1999: 95, 115, 145,
etc.) la posibilidad de que en la iconografía antigua que representa a un león atacando
a un toro, tan cultivada en el Próximo Oriente asiático, esté simbólicamente represen-
tada la caída de la primavera (Tauro) ante el ímpetu abrasador del verano (Leo).
La fijación de los solsticios no estuvo en la Antigüedad exenta de problemas.
Tanto en junio como en diciembre, en la segunda mitad del mes el Sol sale durante
varios amaneceres (en torno a tres) prácticamente por el mismo punto del horizonte.
Para la ciencia ptolemaica tal inmovilidad solar supuso un importante reto a la hora
de establecer con fidelidad la auténtica posición solsticial y su fecha. Para la historia
más tradicional de la astronomía, basaba en documentación escrita más que en datos
arqueológicos, la cuestión sólo quedaría zanjada cuando en la Edad Media los astró-
nomos islámicos percibieron que podían realizarse mediciones más exactas en otros
momentos del curso solar, deduciendo a partir de estas otras calibraciones la datación
concreta del solsticio para cada año (Saliba 2003: 45). Sin embargo, la arqueología
cuenta hoy con innumerables pruebas de que, al menos de forma empírica, muchas
culturas prehistóricas dispusieron de las técnicas suficientes y de los conocimientos
astronómicos imprescindibles para solucionar la cuestión. A la lista de tales testi-
monios, entre los que se citan siempre como más antiguos los del mundo megalítico
del Neolítico y de la Edad del Cobre, se ha sumado recientemente el disco celeste de
15. El lector puede comprobar que uso indistintamente los apelativos Baal y Melqart referidos a la misma
divinidad. Aunque los especialistas más ortodoxos en religión fenicia puedan llevarse las manos a la cabeza,
esta opción deriva de la sospecha de que los fenicios fueron en realidad monoteístas por lo que se refiere
al ente masculino, que forma díada siempre con Astarté: Baal Samem-Astarté en Biblos, Esmún-Astarté
en Sidón o Melqart-Astarté en Tiro y en la fase arcaica de Cartago –luego, aquí, Baal Hammon-Tanit en
época púnica–. Si esto fuera cierto, estas divinidades que se dan por distintas podrían ser sólo diferentes
advocaciones. No soy el único ni el primero que ha planteado esta cuestión (cf. Del Olmo 2004: 28-29).
122 José Luis Escacena Carrasco
Nebra (Sajonia), una placa circular de bronce en la que, además de una barca solar, la
Luna llena y en cuarto creciente y un campo estrellado como fondo de las Pléyades,
se representaron los dos arcos del horizonte (el del oriente y el del occidente) por los
que a lo largo del año el Sol se desliza en sus ortos y sus ocasos, es decir, los valores
azimutales. Fechada en el Bronce Antiguo, esta pieza viene a demostrar de alguna
forma que, en la Europa de la primera mitad del segundo milenio a.C., se disponía
ya de conocimientos astronómicos sobre los solsticios parecidos a los de las civiliza-
ciones del Mediterráneo oriental, y que los problemas prácticos para su fijación se
controlaban con la pulcritud suficiente como para no originar excesivos errores de
calendario. En el caso de los altares de barro hispanos en forma de piel de toro, su
carácter inamovible facilitaba sin duda los correspondientes cálculos astronómicos,
residiendo tal vez la máxima dificultad en determinar su fiel orientación al orto solar
del solsticio de junio o al ocaso del de diciembre en el momento de su construcción.
Durante el resto de su vida útil, debieron servir tanto para la planificación cronológica
del año como para la identificación de otros cuerpos celestes importantes en la litur-
gia o en otros aspectos económicos y sociales. De hecho, como sustrato común a casi
todos los semitas occidentales antiguos, los cananeos del segundo milenio a.C. y sus
herederos, los fenicios del primero, conocieron un buen lote de astros y sus principales
movimientos celestes, así como diversas constelaciones y otras agrupaciones estelares
(Belmonte 1999: 115-145).
El alcance evolutivo de estos saberes astronómicos está relacionado con los avan-
ces de la ola colonial fenicia por el Mediterráneo. Ya adelanté que, en coordena-
das biológicas, los triunfos y fracasos de los individuos, de las poblaciones y de las
especies los marcan exclusivamente sus tasas de reproducción y, como consecuencia
de ellas, la expansión alopátrida consiguiente. Este baremo permite hacer una cla-
sificación de las mutaciones (genéticas y meméticas) en positivas, negativas o neu-
tras según contribuyan en más, en menos o en nada respectivamente al crecimiento
demográfico. De la misma forma, una propuesta darwinista reconocería que toda
población que disponga de un espectro amplio de diversidad estaría más sobre aviso
para afrontar cambios venideros o situaciones imprevistas, y ello en el caso de que la
evolución sólo consistiera en una respuesta adaptativa a la sucesión ecológica. Pero,
como los procesos evolutivos se caracterizan también por modificaciones genéticas y
conductuales que pueden cambiar el medio a favor del propio individuo, de la pobla-
ción o de la especie que origina dicha transformación, este rasgo por el que determi-
nados grupos acaban disponiendo de una subpoblación de hipermutadores resulta
un ingenio evolutivo sin parangón. Si el grupo cuenta con una máquina productora
de variación, las condiciones para su propia expansión se hacen especialmente idó-
neas por la posibilidad de que entre los cambios originados por esa subpoblación
hipermutadora concurran los memes convenientes al caso.
Como consecuencia lógica de esta reflexión teórica, pretendo mostrar al clero
como uno de los sectores sociales fenicios más dinámicos a la hora de producir memes
ideológicos relacionados con el conocimiento científico, en especial el astronómico,
con similar cometido al que hoy cumple la NASA en la conquista espacial. Así,
entre las innumerables y profundas especulaciones nacidas en los santuarios, cuya
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 123
teoría evolutiva se sabe bien que la velocidad de cambio puede acelerarse en la misma
proporción en que se incrementa la variación, sobre todo porque la nueva situación
proporciona a la selección natural más alternativas. Definido con más celo en su apli-
cación biológica, este principio sostiene que “el ritmo con que una población aumenta
su adecuación al ambiente en un momento dado es igual a su variación genética en ese
momento” (Ayala 1994: 67). Cualquier historiador ducho en evolucionismo no podrá
negar que aquí reside la razón por la que el primer milenio a.C. trajo tan drásticos y
acelerados cambios a los distintos contextos culturales perimediterráneos.
El empleo de los nuevos procedimientos náuticos se hizo posible gracias a la exis-
tencia de observaciones reiteradas que, bajo la apariencia teológica del conocimiento
de los entes divinos –recuérdese, por ejemplo, la asimilación posible de Baal con el
disco solar como dios y astro omnipotente o la identificación de Astarté con el planeta
Venus– había acumulado el clero fenicio en los templos. Por esta razón, fue una condi-
ción necesaria para el progreso de la dispersión poblacional la creación de santuarios
en los principales enclaves coloniales. Por similar razón, muchos de esos centros de
culto se levantaron en sitios costeros, puntos que facilitaban la transferencia fluida de
conocimientos entre los marinos y los sacerdotes. Es más, el número de santuarios ubi-
cados en el litoral excedió el de ciudades, lo que demuestra de nuevo su utilidad y da
cuenta de por qué muchos de esos santos lugares no estaban ubicados necesariamente
en las áreas urbanas. Toda esta interpretación, en fin, explica razonablemente que las
fundaciones coloniales por parte de expediciones marítimas estuvieran acompañadas
en muchas ocasiones de oráculos emanados desde esos complejos ceremoniales, cos-
tumbre común también entre los griegos según revela la conocida tradición délfica.
El ritmo y la cantidad con que se logran mutaciones meméticas de esta índole
es directamente proporcional al esfuerzo que la comunidad aplica a dicho quehacer,
medida esta inversión tanto en el número de personas empleadas en la tarea como en
la cantidad de tiempo (completo o parcial) que éstas le dedican. Hoy se conoce bien
tal indicador, porque se dispone de las cifras económicas adjudicadas a la investigación
en los presupuestos anuales de cada estado o institución comprometida con ella. No
obstante, en atención al ya citado criterio sobre que la teoría evolutiva sólo proporcio-
naría explicación al ayer pleistocénico y, como mucho, a las modificaciones corpora-
les, pocos historiadores de la modernidad han tomado en consideración los procesos
naturales involucrados en este asunto, que se pueden traducir a la larga en beneficios
reproductores para el grupo. En este sentido, si para cualquier sociedad puede resultar
un dispendio a corto plazo eximir de la producción directa de bienes materiales a una
parte de su población, afecte esta liberación sólo al sector primario o también a otras
áreas de la economía, y dada la escasa visión de futuro con que suelen operar tales
mecanismos adaptativos, la evolución habrá tendido a promover remedios que impidan
el fracaso de esta correlación entre coste y beneficios. Como mostraré, esta condición
se cumplió mediante la adopción de barreras que dificultaban la cesión de los nuevos
conocimientos a comunidades distintas a las que habían hecho el esfuerzo inversor.
A propósito de un trabajo dedicado al clero entre los íberos, T. Chapa y A. Madri-
gal (1997: 189-190) han reseñado algunas de las dispensas características de su oficio
en varias culturas del mundo antiguo. Tal vez el denominador común fue la exención
de las obligaciones militares, de forma que la falta de armamento en las sepulturas
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 125
los especialistas en el culto (Oppenheim 2003: 222). A primera vista, tal afirmación
podría parecer paradójica, sobre todo porque lo que nos viene a la mente de forma
inmediata es que cualquier sistema gráfico escrito cumple como función primordial
la labor de comunicar algo. Sin embargo, al ser muy restringidos su dominio y su uso
en las culturas antiguas, la transmisión de ideas mediante pictogramas o grafemas
de cualquier clase devino todo lo contrario, es decir, constituyó la garantía de que el
contenido de cualquier texto sólo estaría disponible para sectores minoritarios de la
sociedad. Esta interpretación no es necesariamente darwinista, y de hecho ha sido
reconocida por quienes estudian las diversas escrituras de la Hispania protohistórica
al señalar su carácter “un tanto esotérico” (De Hoz 1989: 549). Por esta capacidad
para reducir el ámbito al que se propagan los nuevos conocimientos científicos, no
puede extrañar que los distintos sistemas gráficos orientales surgieran en los templos,
lo que en ningún caso se opone a los tradicionales argumentos que vinculan su origen
al control administrativo de tierras, productos y mercancías. En Tartessos, una de las
provincias más occidentales de la colonización fenicia, el ejemplo quizás más antiguo
de escritura procede precisamente de un santuario. Se trata del epígrafe que la Astarté
del Carambolo muestra bajo sus pies, en el que dos devotos de la diosa le agrade-
cen una gracia concedida. La leyenda no contiene ningún conocimiento práctico de
astronomía ni nada que pueda tenerse por saber científico, pero su mera presencia en
un lugar sagrado sugiere que era en aquel ambiente donde alguien podía redactarla y
entenderla. Esta geografía restrictiva del uso de la escritura es lo que ahora me inte-
resa resaltar, y me lleva necesariamente a coincidir con quienes sostienen el carácter
iletrado de la mayor parte de la población turdetana (Chic 1999: 179).
Si la escritura supone una manera de ocultar mutaciones meméticas, sea este
efecto buscado o no, su misma diversidad puede leerse desde el punto de vista evo-
lutivo como una insistencia en la misma dirección. De esta manera, el mosaico polí-
tico propio del sistema oriental de ciudad estado, replicado a lo largo y ancho de
los territorios coloniales fenicios sea bajo el modelo monárquico sea como otras
formas de gobierno, representó el ecosistema idóneo para esta radiación evolutiva,
sólo reprimida con cierto éxito por unas transacciones comerciales necesitadas de lo
contrario, esto es, de una lengua y de un sistema gráfico francos. Se comprende así,
al menos, la existencia de escrituras diversas entre las distintas regiones lingüísticas
prerromanas de Hispania (Pérez Vilatela 2004), porque unos grupos étnicos verían en
los demás a «los otros», y porque los intercambios económicos entre ellos no alcan-
zarían la importancia que tuvieron en la comunidad semita. Entre los fenicios, los
estrechos vínculos comerciales que ataban unas con otras a sus propias comunidades
coloniales, y a éstas con las metrópolis, supusieron sin duda una fuerza que operaba
contra la diversificación.
Pero el recurso que en las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo impidió la
circulación ilimitada de los descubrimientos científicos fue el empleo por los sacerdo-
tes de una lengua extraña a la comunidad en la que desempeñaban su ministerio, una
lengua que a veces era la progenitora de la que hablaba a diario la población pero que
ésta ya no entendía. Esta costumbre, surgida tal vez de la necesidad de interpretar
textos sagrados redactados en épocas más arcaicas, está atestiguada en un sinfín de
casos asiáticos, así como en el mundo egipcio. Empero, se ignora si los fenicios del
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 127
16. En Marcos (16, 17): se dice: “A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echa-
rán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no
les dañará, ...”. Más explícitos son los Hechos de los Apóstoles (2, 1-12): “Al cumplirse el día de Pentecos-
tés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un
viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas,
lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y
comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse. Residían en Jeru-
salén judíos varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habiéndose corrido la voz, se juntó
una muchedumbre, que se quedó confusa al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de
admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno
en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos elamitas, los que habitan Mesopotamia,
Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y
los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas
las grandezas de Dios. Todos, fuera de sí y perplejos, se decían unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? Otros,
burlándose, decían: Están cargados de mosto”. Traducción de Nácar y Colunga (1991). De esta versión al
castellano se han tomado también los demás textos bíblicos citados aquí.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 129
clero les condujo a veces a la emisión de oráculos, que en la tradición bíblica casi
siempre intentan la reentrada del pueblo en la norma moral correcta o anuncian gra-
ves penitencias a los enemigos de la comunidad. Como la falsa avispa que, sin gastar
en veneno, exhibe su atuendo negro y amarillo como señal de peligro, el profeta vive
de forma parecida al sacerdote y medra por los alrededores de templos y sacristías.
Cumple en los sistemas religiosos semitas del primer milenio a.C. el papel de pastor
de ovejas descarriadas del sendero que alguna vez los héroes, los dioses o los ante-
pasados míticos dieron por bueno, y señalan por tanto el pecado en su acepción his-
tórica más arcaica, la que reconoce que todo acto humano, para ser tal, debe contar
con un ejemplo mítico acontecido in illo tempore (Eliade 1972: 34-39). Desde una
perspectiva evolucionista, el profeta es muy gravoso para su propia comunidad, toda
vez que, mimetizando al clero genuino, está exento de labores manuales. Una excesiva
cantidad puede resultar casi un despilfarro. En consecuencia, un análisis darwinista
estaría en condiciones de predecir que su alto precio para el grupo debió contener
su número en una proporción considerablemente menor que la de los verdaderos
sacerdotes en el caso de que las dos figuras estuviesen nítidamente separadas. Pero
una tendencia evolutiva también probable pudo potenciar la adopción por el clero del
acervo moral representado por la actividad profética. Por lo que parece, y a la luz de
la escasa documentación disponible, esta segunda opción tiene datos a favor para el
caso fenicio, porque sus sacerdotes tutelaban la piedad nacional y velaban por su fiel
cumplimiento (Jiménez y Marín 2002: 80).
Toda esta interpretación darwinista evidencia vastas incompatibilidades con
otras escuelas arqueológicas e históricas. Como ya advertí al comienzo, casi todas las
tendencias teóricas y metodológicas del análisis histórico han destacado la labor de
los ministros del culto como garantes del mantenimiento y reproducción de la des-
igualdad social, entendida esta última, además, no como algo normal en casi todas
las especies gregarias del reino animal sino como una secuela perniciosa del naci-
miento de la agricultura humana. La lectura más frecuente entre los especialistas
en Protohistoria hispana asume esa explicación (cf., entre otros, Chapa y Madrigal
1997: 192), que es también la más común en la literatura especializada sobre la his-
toria del Próximo Oriente antiguo (cf. Liverani 1995: 119). Mas, para la Arqueolo-
gía Evolutiva, la valoración del papel histórico del clero antiguo tiene que huir de
análisis que contengan juicio moral alguno apoyado en criterios éticos de nuestra
sociedad actual; en consecuencia, ha de llevarse a cabo exclusivamente en función
de su aportación al crecimiento demográfico y a la correspondiente dispersión de
las comunidades en que tales especialistas se desplegaron. Estas dos variables (auge
poblacional y expansión geográfica) representan los marcadores ideales para valo-
rar la aptitud (fitness) de individuos y poblaciones, así como el único instrumento
científico posible para aplicar al hombre el mismo medidor de adaptación que a los
demás seres vivos. Con este enfoque evolucionista darwiniano puedo reconocer en el
sacerdocio fenicio un cometido clave en la diáspora de su gente: el de ser depositario
y garante de los conocimientos astronómicos necesarios para la navegación marítima
de altura, a la vez que acrecentadores de este acervo científico. No en vano, recordaré
de nuevo que la fundación de muchas colonias importantes iba acompañada, cuando
no precedida, de la correspondiente consagración de santuarios, edificios que a veces
130 José Luis Escacena Carrasco
Acerca de la fundación de las Gadeira, los gaditanos dicen recordar lo que sigue: que
un oráculo ordenó a los tirios fundar un establecimiento en las Columnas de Hércules;
los enviados a hacer la expedición llegaron hasta el estrecho que hay junto a Calpe y
creyeron que los promontorios que forman el estrecho eran el fin de la tierra habitada y
el límite de las aventuras de Hércules. Suponiendo entonces que allí estaban las columnas
citadas en el oráculo, anclaron en cierto lugar de más acá de las Columnas, en donde está
la ciudad de los exitanos. Pero, como en este punto de la costa sacrificaran a los dioses sin
que el resultado fuera propicio, se volvieron. Tiempo después, los enviados rebasaron el
estrecho, y llegaron a una isla consagrada a Hércules situada junto a Onoba, ciudad de
Iberia a unos mil quinientos estadios fuera del estrecho; como creyeran que estaban allí
las Columnas, hicieron nuevos sacrificios a los dioses, pero de nuevo fueron contrarias las
víctimas; así que regresaron a la patria. En el tercer viaje fundaron las Gadeira y levanta-
ron el santuario en el extremo oriental de la isla y la ciudad en el occidental.
En el apartado anterior cité varias veces los altares de barro en forma de piel de
toro de algunos santuarios hispanos del primer milenio a.C. Toca ahora profundizar
en ellos, sobre todo en la simbología de su forma y de sus colores y en los lazos que
su especial diseño y orientación pueden tener con determinados dioses del panteón
fenicio. Son tales vínculos, hasta ahora no comentados por mí, los que permiten esta-
blecer una más que posible relación entre los templos que los cobijan y una divinidad
omnipotente que, entre los colonos semitas, puede identificarse con Baal (el Señor)
en su calidad de numen masculino genérico, con acepciones concretas como Reshef
o Melqart, entre otras. Mostraré que en este auténtico desciframiento he tenido la
suerte de haberme topado en mis excavaciones con una pieza clave: el altar de Coria
(fig. 4). Si antes de su descubrimiento en 1997 estas aras se tenían por imitaciones de
la forma de los lingotes de cobre chipriotas de la Edad del Bronce, ahora es imposible
seguir sosteniendo tal equiparación.
El altar de Coria del Río es una plataforma exenta de barro de distintos colores
construida en el centro del tabernáculo más antiguo detectado hasta ahora en el
Santuario III de los cinco superpuestos ya localizados. Este templo corresponde al
edificio que funcionaba durante el siglo VII a.C. Es cierto que su silueta subrectan-
gular, con lados cóncavos y apéndices desarrollados en las esquinas, recuerda la de
los lingotes de cobre mediterráneos de origen chipriota, pero se parece mucho más en
todos sus detalles al diseño de las pieles de toro en la manera en que eran tratadas en
ese mundo protohistórico. Puede afirmarse hoy, más bien, que lingotes y altares no
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 131
muestran una relación directa padre-hijo, sino que pueden definirse como hermanos,
ambos descendientes en todo caso del diseño del pellejo extendido de los bóvidos. En
el caso de los lingotes, esta genealogía estaba de hecho plenamente asumida (Lagarce
y Lagarce 1997). Mi nueva propuesta sostiene que lingotes, altares, piezas de orfe-
brería, exvotos y objetos decorativos, así como otros elementos que adquirieron en
la época dicha forma, imitaron en última instancia la piel del animal y representaron
en parte la carga simbólica de aquélla. De nuevo, los procedimientos técnicos de la
teoría evolutiva pueden servirnos para aclarar tales lazos familiares (fig. 5).
En realidad, aunque me referiré a este altar en singular, el de Coria constituye el
resultado final de un proceso relativamente complejo de construcción y reconstruc-
ciones, una historia por lo demás común a otros ejemplares según muestran los del
santuario de Cancho Roano, en Extremadura (Celestino 1994). En nuestro caso se
trata básicamente de dos altares embutidos, de manera que el más reciente (fase B)
contiene al más antiguo y lo agranda (fase A). Merece la pena pararse en describir
sus detalles porque éstos suministran las claves fundamentales de su posterior inter-
pretación simbólica.
Para conseguir el primitivo (altar A) se fabricó primero, al parecer, una mesa
de planta rectangular de barro de color castaño, parte que hoy ocupa el centro de
la obra. A continuación, este bloque en forma de paralelepípedo se enlució con
una ancha capa de barro amarillento en la que se diseñó ya el contorno cóncavo
de los cuatro costados, además de una protuberancia bicorne en uno de los lados
menores, el que mira al nacimiento del Sol. Este apéndice disponía de menor altura
que la mesa del altar, y se hizo con el mismo barro claro del contorno. A modo de
cordón o moldura de media caña periférica, daba cobijo a una pequeña oquedad
132 José Luis Escacena Carrasco
Fig. 5: Propuesta de cladograma filomemético de la piel de toro y sus imitaciones. Los cladogramas
evolutivos sólo expresan las relaciones de parentesco, no contienen información cronológica.
que pudo estar dedicada a contener una muestra de sangre de la víctima sacrificada
como ofrenda. Concluida así la estructura, sus cuatro caras verticales y esta pro-
tuberancia del flanco oriental se pintaron de rojo, siendo esta película de color en
realidad la misma que discurría por el suelo de toda la estancia, incluido un banco
también de barro que se levantó en el flanco norte, en paralelo al eje longitudinal
del altar.
El ara más vieja (fase A) funcionó así durante algún tiempo imposible de preci-
sar aún. Pero, quizá todavía en el siglo VII a.C., se remodeló en parte la capilla que la
contenía, lo que obligó a retocar también la mesa de sacrificios. Estas modificaciones
produjeron el altar B, que utilizó en realidad como matriz el preexistente. Comenzó el
cambio elevando el piso del tabernáculo y ensanchando el banco colateral. Al subir la
cota del pavimento, quedó oculto el apéndice bicorne del flanco oriental, pero no se
sustituyó por otro nuevo, permaneciendo ahora el segundo altar simétrico desde sus
cuatro costados. No obstante, como el ara inicial tenía más anchura en la base que en
su parte superior, al subir el nivel del suelo el altar resultó más estrecho y bajo que el
anterior. Se consideró necesario por consiguiente proporcionarle de nuevo anchura,
pero no así más altura. Por esta razón se le añadió un nuevo contorno amarillento
al ya existente, respetando en todo caso la silueta prístina de márgenes cóncavos que
daba al conjunto planta tetrápoda. Acabada la remodelación formal, se pintaron de
rojo otra vez todas las estructuras a excepción de la cara superior del altar. Como
sostendré, esta superficie debía mostrar siempre sus combinaciones cromáticas, sobre
todo porque sus colores proporcionaban el quid de la lectura simbólica del propio
altar, una clave comprendida por quienes lo erigieron y usaron.
Antes de la construcción del santuario siguiente (el IV), se procedió evidente-
mente a clausurar el templo anterior. Aunque las excavaciones no han ofrecido hasta
ahora muchos detalles de este ritual, parece claro que toda la capilla roja fue cubierta
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 133
intencionadamente con una capa de tierra con abundantes gránulos de cal y casi
virgen desde el punto de vista arqueológico. El altar fue respetado casi intacto bajo
este relleno. Estas circunstancias sugieren que, como aún ocurre en el ritual cris-
tiano, estamos ante el elemento litúrgico más importante después del propio dios,
por encima incluso de las representaciones divinas antropoformas que nos han lle-
gado de la época. De hecho, todos estas figurillas pueden tomarse por exvotos más
que por imágenes de culto propiamente dichas (Belén y Escacena 2002: 178).
Aparte de la silueta descrita, el altar de Coria tiene en su cara superior una
oquedad de planta subcircular u oval que ocupa aproximadamente el centro del
rectángulo de barro castaño. Este receptáculo contuvo en su día fuego o ascuas
encendidas, pues su fondo está endurecido y muy quemado, casi convertido en un
cuenco de cerámica. Tal característica supone una nueva garantía de su uso como
altar, pues otras mesas de barro del santuario carecen de esta peculiaridad. En con-
junto, puede ponerse en relación directa con los altares de barro de Cancho Roano,
que presentan esta misma forma a excepción de uno de planta circular. En cualquier
caso, los extremeños y los demás conocidos en la Península Ibérica responden al
modelo del altar B de Coria, el más reciente, y han servido para relacionar su figura
con la de los lingotes chipriotas de cobre. No obstante, a pesar de las evidentes seme-
janzas entre altares y lingotes, dos cuestiones impiden ahora seguir manteniendo
esta interpretación: las combinaciones cromáticas, que sin duda contienen un men-
saje que trasciende lo meramente decorativo, y el apéndice que presenta en su lado
oriental la pieza más vieja (altar A), elemento que proporciona también una clave
importante para ahondar en su significado simbólico. Así, S. Celestino (1997: 372)
ha señalado el parecido de estas aras con la piel del toro, por lo que si su filiación
se sigue vinculando a los lingotes es quizás por la existencia en Chipre a fines del
segundo milenio a.C. de una divinidad supuestamente relacionada con el lingote
que tenía su santuario en Enkomi (Ionas 1984: 102-105). No obstante, los detalles
constructivos de la pieza de Coria, sobre todo los relativos a su silueta y a la inten-
cionalidad de sus combinaciones cromáticas, aconsejan tomarla por la imitación
directa de las pieles. Tanta meticulosidad en su fabricación y en la búsqueda de
contrastes de colores debe obedecer a detalles simbólicos importantes, de los que
el mundo religioso está tan cargado. Curiosamente, las formas correspondientes a
las dos fases del altar de Caura pueden relacionarse estrechamente con la de los dos
«pectorales» del tesoro del Carambolo, piezas dotadas de indudable simbolismo
sagrado y sobre las que volveré. La búsqueda y el correspondiente hallazgo de las
claves que permiten acceder a este mensaje inducen a una relectura y distinta traduc-
ción de la forma de estas aras. En este sentido, la silueta y los colores corresponden a
la forma y a los colores reales que las pieles de los toros presentaban en la Antigüe-
dad después de su curación.
En egipcio medio, el ideograma usado para “piel de toro” recuerda esquemáti-
camente la forma de estos altares, si bien cuenta con un apéndice inferior correspon-
diente a la cola del animal (cf. Gardiner 1982: 464), un elemento desconocido en los
altares. En la arqueología hispana, la imagen más directa de cómo eran curtidas las
pieles de toros y cabras, o las zaleas de ovejas, aparece en algunas figurillas votivas
de caballos rescatadas en santuarios protohistóricos, cuando no en escultura pétrea.
134 José Luis Escacena Carrasco
Llevan estos équidos sobre sus lomos las correspondientes “sillas de montar”, que
nos sirven como fotos directas de la forma de trabajar entonces las pieles.
Fuesen éstas de bovino o de caprino, se recortaban en forma aproximada de X,
siendo los extremos del aspa las zonas correspondientes a las cuatro patas del animal.
Después se definía en el centro una parte en la que se preservaba el vello, mientras el
contorno se rasuraba para obtener una orla lisa y desprovista de pelo. Así, la peri-
feria tomaba el tono pajizo de los pellejos de panderos y tambores. Este resultado
puede constatarse con claridad en un exvoto del Cigarralejo (Murcia), y es el mismo
que de forma más esquemática presenta el caballo de bronce del santuario de Can-
cho Roano (cf. Celestino y Jiménez 1996: fig. 16). El arte egipcio reflejó con fidelidad
estas pieles con el rectángulo central peludo y los bordes rapados (cf. Delgado 1996:
fig. 81). Y esto es lo que el altar de Coria refleja puntualmente: la piel de un toro
castaño con los flancos amarillentos del cuero depilado.
Pues bien, en la forma elemental de la fase B del altar de Coria, estas aras se
prodigaron por diversas áreas de la Península Ibérica. En algún caso, la bicromía
que marca la diferencia entre la parte central y la periférica se observa también en
cubiertas de sepulturas que muestran el mismo diseño, como ocurre en la necrópolis
albaceteña de Los Villares (Blánquez 1992: lám. 2). Y, aunque a veces no se des-
cendiera a tanto detalle, la mera silueta evocaba su significado, permitiendo así su
evolución hacia un simbolismo más abstracto. Por lo demás, en el registro arqueo-
lógico son cada vez más abundantes los testimonios que pueden ser interpretados
o releídos como altares o como elementos litúrgicos diseñados con la misma forma
y significado: sendas “fuentes” de bronce aparecidas en La Joya (Garrido y Orta
1978: láms. XXXI-XXXII) y en la Mesa de Gandul (Fernández Gómez 1989), una
pieza de oro del Instituto de Valencia de Don Juan (Kukahn y Blanco 1959: fig. 6),
la posible tapadera de cajita en cerámica de la sepultura de El Carpio (Pereira y De
Álvaro 1986: 39), un exvoto de barro cocido de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3), un altar de piedra de Villaricos (Belén 1994: fig. 4:6), algunas tapas
de tumbas de la necrópolis murciana de Castillejo de los Baños (García Cano 1992:
321), el empedrado de base de la torre funeraria de Pozo Moro (Almagro-Gor-
bea 1983: fig. 6), el probable altar del poblado alicantino de época ibérica del Oral
(Abad y Sala 1993: 179), unas cajas cinerarias del yacimiento portugués de Neves,
en el Alentejo (Maia 1985-86), etc., etc. Requieren alusión especial en esta lista los
llamados «pectorales» del tesoro del Carambolo (Carriazo 1973: fig. 74), sobre todo
porque reflejan con fidelidad, y a la vez con un esquematismo simbólico profundo,
la manera de trabajar las pieles de toros en este mundo protohistórico. Pese del
alto grado de abstracción de tales joyas, reflejan la silueta del cuero del animal y el
reborde libre de pelo, además de la porción de piel del cuello convertida ya en una
protuberancia de significado prácticamente desconocido antes del hallazgo del altar
de Coria. Este apéndice, que Carriazo interpretó como artilugio de suspensión, se
ha advertido también en el ejemplar que hoy carece de él (Kukahn y Blanco 1959:
39; Carriazo 1973: 130; Perea y Armbruster 1998: 127), por lo que los dos supuestos
pectorales presentaron en su día la forma más antigua y canónica de la piel del toro,
la misma que muestra el altar de barro de Coria en su momento inicial (fase A).
Desde este diseño, y por una simplificación posterior del signo sin pérdida de su
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 135
carga simbólica, muchos objetos religiosos que imitaban estas pieles evolucionaron
hacia la pérdida del apéndice alusivo al cuello. Los mismos altares y las cubiertas
de enterramientos prescindieron de esa protuberancia para adquirir simetría desde
cualquiera de sus cuatro flancos. No obstante, mantuvieron con frecuencia los con-
trastes de colores como evidencia del diferente tratamiento de la piel en su derredor
y en su parte central. En la fase A del altar de Coria, la más realista, se mantiene
aún el apéndice del cuello en la parte que mira al orto solar, un elemento que todavía
hoy poseen los cueros de bóvidos cuando se curten para la elaboración de zahones
y que aparece ya representado en las pieles del disco de Phaistos. En nuestro altar,
esta zona presenta un pequeño receptáculo contrario a la idea de superficie plana
que trasmite una piel. La excavación de este punto no condujo a ningún hallazgo,
pero el ara circular de Cancho Roano muestra también en su zona oriental una
protuberancia que dispone de una oquedad parecida. Allí, dicho hoyuelo contenía
un cuenco de cerámica en el que se pudo depositar algún líquido durante las cere-
monias litúrgicas (Celestino 1997: 373). Por tanto, quizás el altar de Coria dispuso
de un recipiente similar. Durante los actos de culto, este hueco o la vasija que se
colocara en él pudieron contener sangre de la víctima sacrificada, ya que los toros
se degollaban y desangraban por esta parte, la base del cuello. Ya el altar minoico
del palacio de Phaistos muestra figuras de toros y espirales dobles de pintura roja
que se han interpretado precisamente como imágenes de los animales ofrecidos a la
divinidad y de la sangre derramada sobre el ara (Pelon 1984: 69). Tales sacrificios y
su correspondiente liturgia no fueron tal vez diferentes de la dramatización reflejada
en un exvoto ibérico de bronce en el que toda la acción se representa precisamente
sobre una piel de toro (Obermaier 1921).
Los argumentos con los que quiero concluir mi trabajo necesitaban esta extensa
demostración de que los altares de barro protohistóricos y los demás elementos
arqueológicos que presentan su misma forma no imitan a los lingotes de cobre de
origen chipriota. De esta otra hipótesis sobre lo que emulan se han derivado inter-
pretaciones que relacionan este singular símbolo de la Hispania fenicia con el poder
económico y político de príncipes o reyes (cf. Almagro-Gorbea 1996), dejando en
un segundo plano su significado cultual. Empero, si se identifican como imitaciones
de pieles de toros, la lectura religiosa puede adquirir el papel principal. De hecho, la
documentación arqueológica hispana está repleta a lo largo de todo el primer mile-
nio a.C. de imágenes de toros que son algo más que animales.
En el yacimiento bajoandaluz de Montemolín, por ejemplo, algunas vasijas orien-
talizantes se decoraron con procesiones de bóvidos (De la Bandera 2002: lám. II), que
pueden representar tanto víctimas sacrificiales como la encarnación del propio dios
al que se destinaban. En un caso, uno de esos bóvidos parece llevar sobre su lomo un
dorsuale, el fajín típico con el que en muchas regiones del Mediterráneo se adornaban
los animales que desfilaban en procesión hacia el altar, mientras que se ambienta la
escena con una cenefa de asteriscos en forma de molinete (Chaves y De la Bandera
1992: fig. 7). Esta combinación de toro sagrado y estrella es bien conocida en el
Mediterráneo oriental desde mucho antes del primer milenio a.C. (cf., entre otros,
Delgado 1996: lám. 30), sin que disponga en cambio de precedente alguno en la Ibe-
ria prehistórica. Si se identifica la estrella con Venus o el Lucero –Astarté entre los
136 José Luis Escacena Carrasco
17. Está tan reconocida esta identidad que resulta innecesario argumentar aquí nada a su favor. En
cualquier caso, recordaré que la forma más simple de representar la estrella en esta época es un simple
asterisco con diferentes versiones (fundamentalmente × o la superposición de + y ×), mientras que la
más usada por los gustos orientalizantes desde el siglo VII a.C. en adelante es la roseta (Belén y Escacena
2002: 174-176; Escacena 2004b: 33-37).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 137
Por más que he buscado estas cuestiones en la prehistoria hispana a ver si tuvie-
ran un sustrato prefenicio, yo no he encontrado tales posibles precedentes. Los
denominados “altares de cuernos” de época argárica nada tienen que ver con los
que ahora nos ocupan. Si tienen vínculos mediterráneos, es evidente que recuerdan
mucho más a los del mundo palacial cretense. Los protohistóricos discrepan radi-
calmente de aquéllos en su diseño extremadamente plano, hasta el punto de que a
veces sólo superan el propio nivel del suelo en sus bordes y en escasos centímetros.
Esta característica se explica bien por la sensación de alfombra que proporciona una
piel extendida, y puede incluso tener un apoyo moral en textos bíblicos que hablan
de la construcción de altares de barro planos, sin podios ni escaleras de acceso18.
En cambio, aunque conocemos muy mal en el Mediterráneo oriental la arqueología
de estos débiles elementos de tierra por la búsqueda de la espectacularidad que ha
caracterizado allí tradicionalmente a los trabajos de campo, la misma forma de los
hispanos muestra ya un altar de barro anatólico del tercer milenio a.C. (Gil e.p.), y
tal vez se refieran a este tipo los citados en algunos textos veterotestamentarios19. Es
más probable, por tanto, que estas aras llegaran a Occidente de manos de la colo-
nización fenicia, y quizás filtradas por una fuerte influencia de fenicios de Chipre
o de gente de Siria, lugares donde encuentran estrechas semejanzas muchas de las
cosas más viejas que la expansión semita llevó hasta la Península Ibérica. Su origen
oriental queda igualmente reforzado por la presencia en la residencia de Sargón II
en Khorsabad, en la cuenca alta del Tigris, así como en otros palacios asirios y sirios
(Kukahn y Blanco 1959: 42), de pinturas murales en las que dos toros miran hacia un
posible altar con forma de piel extendida que presenta en su centro un círculo indi-
cador del hogar. Dicho elemento resulta extremadamente parecido al que muestra
un exvoto hallado en el yacimiento sevillano de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3) (fig. 6). A la luz de la información suministrada por los altares de la
Península Ibérica y por la mitología fenicia sobre Baal, que situó la muerte del dios
al comienzo del verano (solsticio de junio) y entre dos toros según la tradición del
culto de Adonis heredada en tiempos romanos (Du Mesnil 1970: 108), esta escena
mitológica del palacio asirio cabe interpretarla tal vez como la representación de la
muerte del propio Baal en el altar como víctima de salvación, ya que es esta divini-
dad oriental el ejemplo más claro de numen salvífico entre las varias deidades que,
de alguna manera, adquieren nueva vida después de morir (Xella 2001: 80). Resulta
por tanto evidente que el llamado “dios del lingote” chipriota, denominado así por
haber sido caracterizado en exvotos de bronce sobre una peanilla con ese diseño en X
(Ionas 1984: 102-105), no puede ser más que la representación de la divinidad sobre
el propio altar. Dicha identificación hablaría de la inadecuación del nombre usado en
la literatura arqueológica, pero también de la necesaria existencia en su día de altares
con esta forma en Chipre. Por tanto, si mi propuesta es correcta, esa misma hipótesis
predice su posible hallazgo futuro en la isla.
18. “No subirás por gradas a mi altar, para que no se descubra tu desnudez” (Éxodo 20, 26).
19. “Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos, tus hostias pacíficas, tus
ovejas y tus bueyes” (Éxodo 20, 24).
138 José Luis Escacena Carrasco
Fig. 6: Arriba, pintura del palacio de Sargón II en Khorsabad. En la parte inferior, exvoto en
cerámica procedente de Setefilla (Lora del Río, Sevilla). En ambos casos, el altar en forma de
piel de toro contiene en su centro la representación del círculo alusivo al hogar.
20. Con una longitud de casi 4 m, se trata de un hallazgo realizado en los últimos días de la campaña de
2004. Dispongo de estos datos gracias a los excavadores, que me han remitido un breve avance de los mis-
mos añadido a la comunicación que presentaron al III Simposio Internacional de Arqueología de Mérida
(Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 139
Fig. 7: Fase más antigua de un altar en forma de piel de toro del Santuario de Astarté
en el Carambolo. Corresponde a una capilla posiblemente consagrada a Baal.
trabajo anterior (Escacena 2002b: 49). Pero el del Carambolo me va a permitir pro-
fundizar aún más en esta lectura arqueoastronómica que tiene que ver con los toros,
con el Sol, con los dioses y con los sacerdotes fenicios, avanzando una serie de ideas
que no son más que nuevos reclamos para proseguir la investigación por esta ruta.
Hace casi veinte años que F. Amores me comunicó una hipótesis funcional sobre
el tesoro del Carambolo que rompía con casi todo lo dicho hasta entonces. La idea me
cautivó de inmediato, pero entonces aún parecía prematura su publicación dado que
todavía era sólo una intuición. Con el tiempo, temí que la inclinación profesional de mi
colega hacia la arqueología medieval y moderna acabara por dejarla inédita, así que le
propuse trabajar en ella juntos. Mi misión consistiría en recopilar los datos para sos-
tenerla y darle forma. Un primer avance de la misma se ha publicado no hace mucho
(Amores y Escacena 2003). Paralelamente, parece que la fortuna procuraba socorrer-
nos con una serie de descubrimientos arqueológicos que la reforzaban cada vez más.
La nueva interpretación reconoce que la tecnología con que se fabricó el con-
junto de joyas tiene componentes tanto atlánticos como mediterráneos, es decir, es
producto de contactos entre la tradición occidental del mundo indígena tartésico y
los conocimientos fenicios sobre orfebrería. Tal extremo se asume normalmente entre
los especialistas en el tema (De la Bandera 1987; Perea y Armbruster 1998). Pero esa
síntesis de tradiciones técnicas en absoluto implica que su uso, función y significado
simbólico sean también resultado de una amalgama étnica y cultural, algo que se
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 141
derivó del análisis tecnológico como un axioma más de los muchos que han lastrado
los estudios sobre Tartessos. Por el contrario, todas estas otras cuestiones quedan
bastante iluminadas cuando se interpreta el tesoro desde la hipótesis que reconoce
una presencia colonial fenicia en el Bajo Guadalquivir mucho mayor de la que está
dispuesta a admitir la mayor parte de los arqueólogos. Con este enfoque, se trataría
de un servicio litúrgico exclusivo de la comunidad oriental que fundó la ciudad de
Sevilla (Spal) y que paralelamente levantó al menos dos santuarios en las cercanías:
uno para Baal Saphon en Caura y otro para Astarté en el Carambolo. El lote esta-
ría compuesto por dos subconjuntos funcionales, uno lucido por los bóvidos que se
ofrecían en sacrificio a los dioses y otro que revestía al sacerdote que oficiaba.
Según he indicado antes, la iconografía antigua mediterránea en la que aparecen
elementos parecidos a los que componen el tesoro del Carambolo reserva, en efecto,
el collar y los brazaletes como elementos sagrados característicos de los sacerdotes.
En cambio, los denominados «pectorales» no aparecen en esas imágenes con dicha
función, sino como adornos sobre la testuz en esculturas de bóvidos. Además de
algunos textos que hablan de la colocación de oro en los cuernos de los toros desti-
nados al sacrificio (Odisea 432-440)21, los testimonios más claros pueden ser el toro
ibérico de Villajoyosa (Alicante) (Llobregat 1974) y el guerrero de Lattes, de proce-
dencia francesa22. El primero es una cabeza de bóvido de época ibérica que presenta
en su frente un rebaje en forma esquemática de piel de toro para colocar allí una
posible pieza metálica de igual diseño. El segundo es una escultura de piedra de un
personaje masculino armado que lleva a su espalda lo que parece la representación
de una placa metálica. En esa pieza dorsal de la coraza se labró una cabeza de ani-
mal con el mismo símbolo sobre su frente (Py y Dietler 2003). En el conjunto áureo
del Carambolo estaríamos entonces ante dos atalajes sacrificiales para bóvidos y el
atuendo del sacerdote que hacía la ofrenda. Dado que los primeros presentan sendas
decoraciones distintas, F. Amores y yo hemos sugerido que el rito en el que interven-
drían esos adornos estaría básicamente definido por la muerte de un toro y de una
vaca. Este tipo de ofrenda fue común, por lo demás, entre las dedicadas a muchas
parejas de dioses mediterráneos; así que, de ser correcta esta hipótesis, los supuestos
pectorales podrían denominarse mejor frontiles, término que designa hoy a adornos
parecidos que portan los bueyes que participan en muchas romerías andaluzas.
Como uno de ellos exhibe como destacado emblema decorativo rosetas, no es en
absoluto descabellado sostener que, junto a las ocho placas rectangulares que llevan
el mismo adorno, sirvió para engalanar a la vaca de Astarté. De hecho, ya Kukahn
(1962) estableció con nitidez la relación entre la roseta y la diosa madre panmedite-
rránea, que se hace particularmente evidente en el caso de la Astarté fenicia y la Tanit
púnica (Aubet 1982: 37; Blázquez 1997: 80 y 85), una identificación apoyada poste-
riormente por nuevos documentos arqueológicos (Belén y Escacena 2002: 174-176).
Siguiendo este razonamiento, puede sostenerse por exclusión que el otro lote, tam-
bién compuesto por un frontil y ocho placas, embellecía al toro para Baal. Y como
21. Véase una posible aclaración del rito a partir del análisis del texto homérico en Pinza (1908).
22. Agradezco a Teresa Chapa el conocimiento de la existencia de este testimonio así como la indicación
de la bibliografía básica sobre el mismo.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 143
Las razones que dan cuenta de este otro problema están estrechamente ligadas a
los mitos orientales que acabaron por dotar a las divinidades de características antro-
pomorfas, con sus correspondientes ritos de paso según iban adquiriendo edad. Con-
centrado todo este ciclo vital en el ritual litúrgico que se distribuía a lo largo del año,
un mínimo conocimiento del peregrinar relativo del Sol por la línea del horizonte
tanto en su orto como en su ocaso permitía una fácil comparación de esos movimien-
tos de poco más de 365 días de duración con la vida casi humana de un dios que nace,
que muere y que resucita. Si ese dios omnipotente podía ser comparado con un objeto
del cielo, las evidencias empíricas de la época reconocían al Sol como el astro más
poderoso del firmamento. Su vida diaria en la bóveda celeste empieza siendo pequeña
durante el solsticio de invierno, cuando el segmento de luz solar de cada jornada
tiene menor duración. A partir de esta fecha, este tramo solar diario roba cada vez
más horas a la noche. Así, el nacimiento del dios podía fijarse en torno al solsticio de
invierno, y su vida desde este momento hasta que de nuevo la luz comienza a decrecer
frente a la oscuridad, lo que ocurre a partir del solsticio de verano. En la línea del
horizonte oriental, estos desplazamientos se manifiestan con una salida cada vez más
al norte del disco solar. El límite septentrional de tal avance corresponde al solsticio
de verano, cuando de nuevo el Sol inicia un deslizamiento hacia el sur.
Así pues, las geocéntricas culturas del Mediterráneo prerromano observaron que
durante los episodios solsticiales el astro rey «frenaba» su carrera hacia el norte en
verano y hacia el sur en invierno, y que la «reiniciaba» a partir de unos pocos días
en dirección contraria. Durante no más de tres jornadas, también para los fenicios y
para sus sacerdotes el Sol aparentaría quietud casi absoluta sobre la línea del hori-
zonte tanto al amanecer como al atardecer, residiendo en esta característica una clave
importante para comprender algunos rasgos de su mitología. Propongo, por tanto,
que en este hecho astronómico se sustenta la creencia en un dios que muere y que
resucita al cabo de tres días, un atributo que define al Señor de los cananeos y a otros
dioses masculinos orientales del mudo antiguo. En la segunda mitad del siglo XIX,
F. Lenormant sostuvo ya una primera hipótesis en este sentido, relacionando dicho
mito con el curso anual y diario del Sol (Lenormant 1874: 12123); pero los estudios
de Frazer (1890) inclinaron pronto la explicación hacia los ciclos estacionales de la
naturaleza, dando origen a toda una línea historiográfica que ha perdurado hasta
nuestros días y que ha olvidado casi siempre la comparación con fenómenos astro-
nómicos. La tesis naturalista de Frazer, que se ha enseñoreado por la literatura antro-
pológica y arqueológica durante casi todo el siglo XX, deja no obstante sin resolver
el hecho de que en determinadas culturas orientales las jornadas en que la divinidad
permanecía muerta fuesen exactamente tres. En cualquier caso, la renuncia a la pro-
puesta frazeriana, que hoy empieza a fraguar en distintas rutas de investigación, ha
comenzado a discurrir por derroteros que no suponen la necesaria recuperación de
la hipótesis solar que aquí sustento. Es más, si es correcta esta identificación tan anti-
gua del Señor de los cananeos con el Sol, que parece estar plenamente conformada
cuando los fenicios acceden a Tartessos, la relación astronómica del Adonis orien-
tal transmitida por Macrobio (Sat. I, 21) no puede ser considerada, como sostiene
Ribichini (2001: 106), una “solarización” del personaje atribuible a los sincretismos
típicos de la Antigüedad tardía, porque estaría definida en una época mucho más
arcaica. Asumir de nuevo la hipótesis astronómica exige reconocer que la creencia
en una resurrección divina tras una muerte que, si no dura tres días completos, al
menos involucra a tres jornadas del calendario, tendría como condición necesaria
la previa identificación de esa divinidad concreta (Baal-Melqart-Adonis) con el Sol,
una cuestión que cuenta con tres fuertes apoyos: el epíteto con que muchas veces se
alude a Melqart, las palabras y conceptos usados en la literatura ugarítica cuando
se narran estos avatares divinos, y la hora del día en que se produce la resurrección
de la divinidad. En efecto, en no pocas ocasiones se cita al dios con el nombre de
“fuego del cielo” (Aubet 1994: 140), un calificativo que puede referirse directamente
al Sol; respecto a la segunda cuestión, los vocablos utilizados corresponden a los
verbos mwt (morir) y yhw (vivir), que constituyen dos voces alusivas a una muerte
y a una vida reales, no metafóricas (Xella 2001: 82), tan ciertas como la parada y el
reinicio del movimiento solar que durante los solsticios puede comprobar empíri-
camente cualquier observador terrestre; y, en relación por último con el momento
exacto de la resurrección, no es gratuito que ésta acontezca al alba (Xella 2001: 90),
cuando el disco solar emerge del horizonte oriental y cuenta por tanto con referentes
orográficos que permiten acotar con facilidad su posición. Espero, en fin, no caer en
una tautología si deduzco de aquí que el mito de la muerte de Baal y de su posterior
vuelta a la vida demuestra que los sacerdotes implicados en su elaboración estaban
al tanto de los conocimientos científicos mínimos para determinar y predecir con
cierta exactitud tales observaciones astronómicas. Por otro lado, estudios recientes
han demostrado una vez más que esta tradición mítica de un dios que adquiere nueva
vida en la tierra tras su muerte carece de raíces africanas, porque, más que resucitar,
lo que el Osiris egipcio consigue en realidad es vivir en el otro mundo (Scandone
2001: 20 y 26)24. Por tanto, en la versión idéntica que ha llegado hasta nosotros a
través de la muerte y de la resurrección salvadoras de Cristo, se trata de un credo
originario del Próximo Oriente asiático, pero sobre todo de una construcción mítica
bien conocida en el mundo cananeo, primero vinculada al Baal ugarítico del segundo
milenio a.C. y luego al Melqart de Tiro y de sus colonias.
A pesar de su parquedad, la documentación disponible da a conocer un clero
fenicio jerarquizado, y dividido en parte según sus funciones; una jerarquización que
incluía a veces la figura del rey en calidad de sumo sacerdote (Amadisi 2003: 46-47)
o ejerciendo la presidencia en sacrificios relacionados con algunas posiciones astra-
les (Del Olmo 1989). Sería de ingenuos esperar que entre los nombres atribuidos a
cada especialista en el culto divino aparecieran algunos directamente traducibles por
“astrónomos”. Esta terminología es propia del Occidente de hoy porque en nuestro
mundo la ciencia se ha convertido en un valor social en sí misma25. Entre los fenicios
24. Aunque los datos más viejos que remiten a Osiris relacionan el nacimiento de su mitología con el
culto al Sol en Heliópolis, es posible que este vínculo esté más referido a la muerte diaria del astro rey, y
no a su ciclo anual. No obstante, esta situación pudo cambiar en el primer milenio a.C., cuando los cultos
a Osiris y al toro Apis confluyen en la figura de Serapis.
25. La comparación entre los beneficios evolutivos de los científicos de hoy y de los sacerdotes de antaño no
es de mi cosecha. Aunque sea de pasada, esta referencia puede encontrarse, por ejemplo, en Gould (1995: 221).
146 José Luis Escacena Carrasco
26. Las únicas referencias literarias a la fecha en que esta fiesta se celebraba en Tiro proceden de Flavio
Josefo (Antiquitates Iudaicae. VIII, 145-147; Contra Appionem I, 117-119), que la cita para dar cuenta de
su institución en el siglo X a.C. por el rey Hiram I y que la lleva al mes de Perítios. Las tradiciones diversas
del Mediterráneo oriental sitúan este mes en distintos momentos del año, por lo que la mayor parte de los
especialistas en mundo fenicio han optado por la tradición tiria sin más, que lo iniciaba el 16 de febrero
y que contaba con una duración de 30 días. No obstante, la costumbre sidonia, para la que también este
mes duraba 30 jornadas, lo hacía comenzar el 1 de abril. Existen, por tanto, opciones muy diversas –y
situadas en territorios muy cercanos– a la hora de decidir cuál de ellas usó Flavio Josefo. Parece lo más
probable que, dada la época en que escribe, este autor tuviera en cuenta la reforma del calendario que se
hace en el 9 a.C., según la cual Perítios comenzaría el 24 de diciembre y contaría con 31 días (Pauly 1893).
De ser así, esta versión incluiría el final del solsticio de invierno, lo que discordaría con nuestra hipótesis
sobre la fecha concreta de la fiesta de la égersis de Melqart pero no con los vínculos astronómicos de la
misma. Otra posibilidad es que en esos días en que se inicia el invierno, y en coincidencia con la posible
celebración del nacimiento del dios, hubiese un ritual parecido para determinar astronómicamente el
comienzo de la otra mitad del periplo anual del Sol, con lo que la información de Flavio Josefo pudo estar
ligeramente confundida. Al identificar a Melqart con Tammuz y con Adonis, G. Garbini (1965: 44) ha
propuesto también que la fiesta aludida en el epígrafe bilingüe (etrusco y púnico) de Pyrgi se llevaría a
cabo en junio/julio (mes de Kirar), lo que apoyaría nuestra sugerencia. Este testimonio se fecha entre el 525
y los inicios del siglo V a.C., con lo que resulta más antiguo que Menandro de Éfeso (siglos III-II a.C.), la
fuente citada por Josefo, y por tanto más cercano a los testimonios arqueológicos que nos están sirviendo
de base argumental. Sobre estos problemas, véase también Stieglitz (2000: 692).
27. Sobre el término “hombre de dios” y su asimilación a la figura del profeta veterotestamentario, véase
lo dicho más arriba.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 147
Fig. 12: Frontil del tesoro del Carambolo correspondiente al atalaje sacrificial de un toro. En
último término, resulta evidente que su forma emula a la piel de este animal, incluida en este
caso la porción alusiva a la parte del cuello que se esquematiza en el óvalo de la parte superior.
No obstante, la presencia de la línea de hemiesferas que, a modo de espina dorsal, lo atraviesa
verticalmente y lo divide en dos partes simétricas, alude quizás a la línea recta necesaria para la
alineación solar. En teoría evolutiva, este rasgo puede interpretarse como un carácter derivado
o apomorfia, sólo relacionado con los altares. Por esta razón, nuestra hipótesis defiende que
estas piezas que engalanarían a los bóvidos en la procesión que precedía a su muerte imitaban
en primera instancia a dichas aras helioscópicas.
por los saberes astronómicos de sus sacerdotes, la Iglesia Católica, fiel sucesora de
muchas de aquellas antiguas tradiciones orientales recibidas a través de Bizancio,
cuenta aún con sus propios escudriñadores del cosmos: desde el Monte Grahan (Ari-
zona), el VATT (Vatican Advanced Technology Telescope), heredero hoy de la Spe-
cola Vaticana, el observatorio creado por el papa León XIII en Roma a finales del
siglo XIX, inspecciona galaxias lejanas y rincones desconocidos del firmamento.
Allas el estrellero
Despues que Hercules ouo tod esto fecho, ouo diez naues e metios en mar, e passo
dAffrica a Espanna, e troxo consigo un muy gran sabio del arte destronomia que ouo
nombre Allas, y este nombre ganara el por que morara mucho en el monte Allant, que
es much alto, catando las estrellas; y este monte es cabo Cepta y entra por tierra dAffrica
una partida. Este Hercules, desque passo dAffrica a Espanna, arribo a una ysla o entra el
mar Maditerraneo en el mar Oceano; e por quel semeio que aquel logar era muy uicioso y
estaua en el comienço doccident, fizo y una torre muy grand, e puso ensomo una ymagen
de cobre bien fecha que cataua contra orient e tenie en la mano diestra una grand llaue
en semeiante cuemo que querie abrir puerta, e la mano siniestra tenie alçada e tenduda
contra orient e auie escripto en la palma: estos son los moiones de Hercules. E por que en
latin dizen por moiones Gades, pusieron nombre a la ysla Gades Hercules, aquella que oy
dia llaman Caliz. Despues que esto ouo fecho, cojosse con sus naues e fue yendo por la
mar fasta que llego al rio Bethis, que agora llaman Guadalquivir, e fue yendo por el arriba
fasta que llego al lugar o es agora Seuilla poblada, e siempre yuan catando por la ribera o
fallarien buen logar o poblassen una grand cibdat, e no fallaron otro ninguno tan bueno
cuemo aquel o agora es poblada Seuilla. Estonce demando Hercules a Allas ell estrellero
si farie alli cibdat; el dixo que cibdat aurie allí muy grand, mas otro la poblarie, ca no el; e
quando lo oyo Hercules ouo gran pesar e preguntol que omne serie aquel que la poblarie;
el dixo que serie omne onrado e mas poderoso que el e de grandes fechos. Quando esto
oyo Hercules, dixo que el farie remenbrança por que, quando uiniesse aquel, que sopiesse
el logar o auie de seer la cibdat.
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156 José Luis Escacena Carrasco
Universidad Complutense
1. INTRODUCCIÓN
* Este artículo se ha realizado dentro de las actividades del Proyecto BHA2003-02881: “Espacio, prác-
ticas económicas y modelos sociales en época ibérica” (MCYT).
1. Quiero agradecer sinceramente los comentarios que Ricardo Olmos ha realizado a una primera
versión de este trabajo, proporcionándome además varios artículos inéditos que me han resultado profun-
damente iluminadores. Todo ello ha contribuido a una mejora sustancial del presente texto.
158 Teresa Chapa Brunet
2. “En los santuarios ibéricos no había probablemente sacerdocio, salvo, quizá, muy a los comienzos de
estos centros de culto. Los posibles exvotos de sacerdotes y sacerdotisas no sobrepasan el periodo arcaico. El
tipo de vida social, como se desprende de las fuentes literarias, no era el más apropiado para un sacerdocio
bien organizado e influyente” (Blázquez 1983: 111).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 159
3. Las fotografías de las esculturas de Porcuna son cortesía del Museo de Jaén. Agradecemos a su
director, D. José Luis Chicharro y al conservador Pedro Molina las facilidades dadas para su inclusión en
este trabajo.
160 Teresa Chapa Brunet
4. “A su indumentaria singular suma este hombre el interesantísimo pormenor de llevar en las manos el
paño antes descrito. No sabemos si el objeto de éste era recibir algo sobre él, como Moisés recibe en algunas
imágenes las Tablas de la Ley, o trasladar un objeto sagrado, al que podría deberse la adherencia que se apre-
cia ante el vientre de su portador. Esto revela que el llamado “Gran Sacerdote” por su descubridor, se hallaba
dispuesto a realizar un sacrificio, y también que en la península estaba ya vigente el rito de origen oriental
de las manos veladas... que impedía al oficiante tocar directamente el objeto de la ofrenda. Juzgando por los
patrones griegos, ya que los ibéricos apenas los conocemos, podemos afirmar que el personaje representado
actúa como ministro de un dios... pero que no es el dios en persona” (Blanco Freijeiro 1988 a: 4-5). Un
fragmento de paño similar que pudiera corresponder al mismo ejemplar se conserva entre los fragmentos
recuperados en el yacimiento (Negueruela 1990: 431).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 161
su pierna izquierda, lo que podría emparejarla con el varón que acabo de describir.
Se encuentra ligeramente encorvada, como si el movimiento o el peso del elemento
que se adosaba a la parte delantera de su pierna izquierda le hiciera agacharse. Cua-
tro resaltes que recuerdan dedos se sitúan bajo la muñeca de la dama (Lámina I.6),
lo que ha llevado a pensar que hubo junto a ella un personaje infantil que apoyaría
otra mano –o quizás un pie- sobre la rodilla femenina, en la que se aprecia un resalte
informe. Hay que recordar a este respecto la presencia en el conjunto de Porcuna del
cuerpo de un niño desnudo en posición forzada, cuya relación con esta estatua fue
planteada por Blanco (1988 a: 7, fig. 5).
Sin embargo, la observación detallada de los “dedos” no permite confirmar esta
identificación, ya que se presentan en postura forzada –definen un pequeño arco
ligeramente cóncavo– y no hay indicio alguno de las uñas. Es cierto que la repre-
sentación de las manos no es la mejor especialidad de los escultores de Porcuna,
pero nunca falta un interés por el detalle que lleva al menos a indicar las uñas, cuyo
olvido resultaría extraño en una escultura como ésta. Los destructores del conjunto
tuvieron cuidado en romper ambos enlaces entre estas representaciones, impidiendo
ahora su reconstrucción, por lo que la lectura de este elemento debe quedar abierta.
Aunque la ropa no repite textualmente modelos de exvotos de bronce, el ajuste
de los vestidos y el diseño general permite hacer algunas comparaciones con ellos,
como el frente diagonal que muestra la túnica exterior bajo el cuello. Este aspecto le
aproxima al grupo tipológico sacerdotal definido por Nicolini (1998: 249), aunque él
mismo reconoce una distancia evidente con la pieza de Porcuna. Los mantos de dos
puntas que caen sobre la parte delantera del cuerpo son habituales en contextos reli-
giosos de otras áreas como el norte de Italia, en una época similar a la del yacimiento
giennense (Massa Pairault 1996:145). Un elemento que llama la atención es un relieve
ondulado que parece bajar del cuello por el lado izquierdo y que se apoya sobre la
túnica interna en pico. Blanco (1988 a: 6) propuso su lectura como un bucle de pelo,
y Negueruela (1990: 238) como un broche o pasador. El escultor ha querido resaltar
este elemento insinuando su volumen bajo la túnica superior, pero hoy por hoy no
podemos identificar este objeto o elemento, a pesar que ello tendría un gran interés.
Tampoco la escena en sí es fácil de reconocer, y habrá todavía muchas propuestas
sobre ella. Su disposición similar a la del varón ha hecho pensar en una pareja aristo-
crática sacerdotal, modelo o alusión quizás a los antepasados que generan una dinas-
tía y que pudieran remontarse en el tiempo a los enterramientos –uno de ellos doble,
en cámara de grandes ortostatos– que se realizaron en la parte alta del Cerrillo Blanco
(Torrecillas 1985), lo que pudo ser el germen de la consideración sacra de este lugar
durante generaciones (Arteaga 1999: 113-114). Su situación fuera del tiempo y de la
contingencia humana puede quedar sugerida por el hecho de que una solemne esfinge
vestida perteneciente al monumento, de la que sólo conservamos la mitad delantera
acéfala (Lámina I.4), lleva exactamente el mismo tipo de manto de dos puntas ter-
minadas en borlas (González Navarrete 1987: 155). El nacimiento de la ciudad y su
justificación legendaria podrían promover monumentos de este tipo, en los que el desa-
rrollo ciudadano ancla su presente en tiempos pasados (Olmos 2002 a: 115).
Otra figura femenina –segunda y última mujer del conjunto– es aún más sorpren-
dente, puesto que una serpiente recorre su espalda y apoya su cabeza sobre el hombro
162 Teresa Chapa Brunet
delantero izquierdo (Lámina I.7). Viste al menos dos túnicas de cuello en pico y un
manto hasta los tobillos que le cubre los brazos dejando libres las manos. Le falta
la cabeza y la zona de los pies, y el cuerpo fue partido en dos grandes pedazos que
pudieron recuperarse. Un fuerte golpe a la altura de la rodilla derecha ha arrancado
un elemento que llevaría adosado, y que no es posible reconocer sólo por su huella.
Los autores que se han ocupado de esta figura no dudan en considerarla como
vinculada al culto religioso, ya como divinidad, ya como oficiante o sacerdotisa. La
serpiente se asoció en el mundo clásico a Higía o Salus, hija de Asclepio, a quien se
le representa dando de beber a una serpiente con una pátera, elemento que podría
llevar la escultura en la mano izquierda (Negueruela 1990: 241; Olmos 2002 a, nota
38). La cronología de esta iconografía es claramente posterior a Porcuna, pero este
tipo de animales tienen un enraizamiento profundo en las creencias populares, que en
época antigua las vincularon al mundo de los muertos y en concreto a las tumbas de
los héroes (Olmos 2002 a: 114), y en época reciente se han asociado a ritos curativos y
benefactores en relación con la divinidad femenina (Negueruela 1990: 280, nota 38).
Un nuevo personaje tiene que ver con este entorno de alusión a lo sagrado. Es
un varón que sostiene en sus manos las patas de dos machos cabríos, cuyos cuerpos
se entrecruzan por detrás, adosándose a la figura humana. La rica vestimenta y el
tamaño de la figura le hacen destacar sobre todo el conjunto, aunque tanto la posi-
ción del cuerpo como la de la mano conservada resulta muy forzada. Sin embargo, la
talla de los animales es excelente, a lo que hay que añadir la conservación de pintura
roja en la superficie de su cuerpo, lo que nos acerca a su aspecto inicial. Sus dimensio-
nes y características parecen indicar que se trata de cabras salvajes más que domés-
ticas, y por ello Olmos (2002 a: 112; 2003: 28) relaciona esta figura con el mundo
agreste, externo a la ciudad y a su espacio cultivado, mundo de iniciación y actividad
de los jóvenes y adultos cazadores ibéricos. Cuantos se han ocupado de analizar esta
pieza (González Navarrete 1987: 115-120; Blanco Freijeiro 1988 a: 11-16; Negueruela
1990: 242-244; Olmos 2002 a: 112-113) se preguntan de nuevo si estamos ante una
divinidad o un oferente que aporta estos animales a un sacrificio. La complicidad de
los cápridos con la figura humana no sería un problema para esta lectura, puesto que
uno de los elementos que hacían válido el sacrificio, por ejemplo, en el mundo griego,
era que las víctimas fueran de buen grado a la ceremonia (Burkett 1983: 3).
A este grupo deben añadirse diversos fragmentos que por su carácter excesiva-
mente incompleto apenas pueden ser adecuadamente comprendidos, pero que aún
así muestran indicios de haber participado en este gran grupo ceremonial. Entre
ellos, la parte inferior de una escultura sedente, con manto o túnica hasta los pies
y calzada con zapatillas dotadas de suelas, restos de pies calzados con zapatillas de
borlas o con una especie de botas o calcetines (González Navarrete 1987: nº 37, 38
y 40; Negueruela 1990: 241-2). Igualmente cabe incluir aquí el resto de un cuerpo
peinado con tirabuzones y un torso fálico (Lámina II, 3 y 4), que por su desnudez y
actitud bien podrían corresponder a imágenes divinas (Olmos 2002 a: 121-2).
Si consideramos, por tanto, que parte de las figuras representadas en este gran
conjunto son divinidades y/o personajes que con una responsabilidad religiosa rea-
lizan algún tipo de ceremonia, debemos pensar en la posible ofrenda de animales
como elemento central de este ritual, y en este caso añadir algunas representaciones
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 163
escultóricas que encajarían en estos actos. Sería difícil entender de otra manera las
magníficas esculturas de bóvidos que por los restos de cornamentas sabemos que al
menos fueron tres (Negueruela 1990: 264), y que conocemos especialmente bien en
uno de los casos (Lámina I. 2) por haberse conservado la cabeza, gran parte del cuerpo
y la basa con las pezuñas (González Navarrete 1987: 190; Negueruela 1990: 434).
El papel del toro en la escultura ibérica ha sido muy debatido, y permite diversas
lecturas no contradictorias que lo relacionan con la fortaleza, la astronomía, el agua
y la fecundidad, asociándose así con la divinidad y empleándose como elemento sim-
bólico en las necrópolis, entre las cuales habría que destacar los diversos ejemplares
recogidos en Cabezo Lucero (Aranegui et al. 1997). En estos casos, sin embargo, se
suelen representar machos adultos, como se deduce de su morfología y de la indica-
ción de los genitales como elemento relevante de la figura. Negueruela (1990: 263-
265) señalaba con razón que en el caso del Cerrillo Blanco el sexo se indica sin mayor
detalle, y que los cuernos apenas apuntados denotan una edad juvenil, razón por la
cual ya desde su descubrimiento se les denominó como novillos (González Navarrete
1987: 189). Con estas características, la comprensión de estos animales en el conjunto
que nos ocupa ha sido escasa y sólo Blanco (1988 b: 231) apuntó su consideración
como exvoto.
Teniendo en cuenta los elementos antes citados, no podría negarse tampoco la
posibilidad de que fueran la representación de animales destinados al sacrificio o
bien la representación en piedra de una ofrenda de animales a un santuario. El que se
conserva más completo muestra la cabeza gacha, señal de sometimiento, y sobre la
testuz presenta una serie de cuatro pliegues con el centro en punta que más parecen
un elemento de adorno artificial que una exageración del volumen de la piel en esta
zona, por mucho empaque que se haya dado a las arrugas del cuello (Lámina I.3).
No puede descartarse, por tanto, un destino sacrificial para estos jóvenes y espléndi-
dos animales. Cumplirían así las normas habituales en este tipo de ceremonias, en las
que se requieren ofrendas sin defecto alguno.
La muerte ritualizada de bóvidos es un elemento característico del sur peninsu-
lar ya en época orientalizante (Escacena 2002; de la Bandera 2002). En el contexto
ibérico, algunos otros ejemplares escultóricos parecen dar pistas en el mismo sentido.
Recordemos el bóvido echado procedente de Santaella que se conserva en el Museo
de Córdoba (Lámina I.5), y otra pieza similar –quizás su pareja por su similitud y
su carácter complementario, aunque de tamaños ligeramente distintos– actualmente
en Barcelona (Chapa 1980: 582-587). El escultor ha puesto mucho cuidado en la
representación de la cola, cuyo final se divide en finos mechones que se entrecruzan
formando una amplia trenza. Es difícil considerar que este caprichoso diseño sea
sólo una coincidencia con el que se repite una y otra vez en las procesiones de bóvi-
dos destinados al sacrificios en la iconografía vascular griega de los siglos VI y V a.C.
(Viret Bernal 2003: figs. 2 y 4) (Lámina I.8). La prudencia, sin embargo, recomienda
mantener abierta la referencia religiosa más general, teniendo en cuenta el carácter
poco explícito de la información.
Finalmente, quisiera traer a este contexto dos figuras que a mi modo de ver tam-
bién aluden a un contexto sacrificial, si bien se sitúan en un plano diferente al de los
personajes antes reseñados. Una es un personaje que González Navarrete (1987: 99)
164 Teresa Chapa Brunet
esta pieza, pero lo que sí se aprecia, al haber sido tallado en la misma piedra, es un
cuchillo curvo que pende de la faja o del citado objeto ausente (Lámina II.5). En el
lado contrario del abdomen se señala en relieve el extremo de una cinta, cincel u otro
elemento poco definible. La mala iluminación de esta pieza en las publicaciones tra-
dicionales ha impedido seguramente observar este detalle, que sin embargo resulta
evidente en la fotografía incluida por Negueruela (1990: Lám. XLVI.C y 251‑2),
autor que identifica claramente el cuchillo. Este instrumento no esta usándose en
este momento, sino que está en reserva. Evidentemente las perdices, ya muertas, no
son su objetivo salvo para preparar su consumición. Sin embargo, el cuadrúpedo
que acompaña al personaje está indudablemente vivo, y pudiera ser una hipotética
víctima inmediata.
al realizarse los rituales al exterior del lugar sacro, resulta difícil la conservación de
estos elementos. No obstante, la revisión detallada de los objetos recuperados sin
demasiada información contextual en estos lugares permiten adivinar una presencia
más frecuente de lo que se piensa de elementos alusivos a altares y soportes. Recor-
demos una pequeña pieza votiva de arcilla procedente de Castellar de Santisteban
(Lámina III.5), decorada con palmetas de raigambre oriental, o el ara de piedra
bastante más tardía con motivos entrelazados y rostros humanos, ambas cataloga-
das por Lantier y Cabré (1917: 100, fig. 5 y Lám. XXXII, 4), lo que se repite en el
santuario de Torreparedones (Fernández Castro y Cunliffe 2002: 152-154) (Lámina
III.13). Para una distribución más amplia puede consultarse el inventario realizado
por Moneo (2003: 354-355).
En cuanto a la fauna, es cierto que se reseña poco en las memorias de excava-
ción, pero también es muy escasamente citada en yacimientos de cualquier categoría
excavados hace tiempo, por lo que hay que considerar que son las condiciones de
conservación y la poca atención que se le ha prestado lo que impide valorar su volu-
men e importancia en este tipo de yacimientos. A la luz del caso de Montemolín, la
revisión detallada de espacios cultuales en el ámbito tartésico ha permitido a M.L. de
la Bandera (2002) reconocer lugares dedicados al sacrificio, esencialmente de espe-
cies domésticas y de ejemplares jóvenes, sistematizando unos datos que no habían
sido reconocidos habitualmente por la investigación. De su estudio se evidencia que
existieron pautas de sacrificio y consumo, cuya aplicación no debemos trasladar auto-
máticamente al registro ibérico, puesto que, como esta autora señala, las normativas
rituales son elementos que forman parte de la propia identidad social. Sin embargo, si
en el futuro conseguimos hacer hablar a los santuarios propiamente ibéricos mediante
una recogida sistemática de la fauna y unos correctos parámetros de análisis, se con-
seguirá conocer mejor el papel de los animales en los rituales religiosos.
De hecho, como se ha señalado anteriormente, las excavaciones en poblados que
han proporcionado ofrendas de fauna en pequeñas fosas asociadas a los edificios,
muestran la existencia de formas de deposición ritualizada, lo que se manifiesta en
una situación específica de las partes del cuerpo alejada de la conexión anatómica
natural, y cuidadosamente organizada. Todo ello ha llevado a pensar en la existencia
de sacerdotes que conocieran las fórmulas adecuadas para desarrollar estos ritos, lo
que les convertiría en personajes de relevancia social (Barberá 1998: 134).
Lo mismo sucede en el caso de las necrópolis, en donde la fauna recogida en las
tumbas o en el propio espacio funerario no recibía apenas mención, y en consecuen-
cia no se le otorgaba importancia. Por el contrario, cuando se ha excavado con deta-
lle algún cementerio ibérico se ha visto cómo existen patrones de uso y deposición
específica de restos animales. Un buen ejemplo en este sentido es el de Coimbra del
Barranco Ancho, en cuyas sepulturas se han incluido restos incompletos de animales
domésticos como toros, ovicápridos, cerdo, conejo o gallo, que fueron sacrificados y
quemados, consumiéndose quizá previamente al proceso de cremación (Porti Durán
y Martínez Andreu 1999: 167).
Muchas otras cosas quedan sugeridas por la lectura que han obtenido en otros
ambientes. Por ejemplo, Torelli (1994: 301) recuerda que los platos etruscos de borde
plano propios del bucchero rojo ceretano, se llamaban “spanti”. Esto ha sido relacionado
168 Teresa Chapa Brunet
con el hitita “spanza”, que significa “oferta total”, lo que podría vincular el vaso
etrusco con el sacrificio o la ofrenda, consagrando contenedor y contenido totalmente
a la divinidad o al difunto. Pensando en la gran aceptación que entre las poblaciones
ibéricas tuvieron las cerámicas de engobe rojo, podría proponerse una relación inicial
entre ambos aspectos.
El tema del sacrificio y su relación con el sacerdocio resulta vital para compren-
der cómo la ideología marca las pautas de consumo en sociedades como la ibérica.
Su relación con la economía y con el acceso a la ingestión de carne es fundamental
para establecer la relación entre los seres humanos, y entre éstos y la naturaleza. Se
trata de un aspecto enormemente sugerente y con grandes posibilidades de estudio
en el mundo ibérico, aunque para ello sean necesarios nuevos aportes de información
arqueológica rigurosamente obtenida.
5. En esto, al igual que observábamos antes para el sacerdocio, es necesario desprenderse de los crite-
rios que se imponen progresivamente para el consumo de carne, en los que cualquier alusión a la muerte
del animal es negada mediante la invención de nuevos nombres comerciales para los productos cárnicos,
que procuran además ocultar las piezas anatómicas originales de las que proceden y evitar el uso del
cuchillo en su consumo. Esta es la base de la oferta de los establecimientos de “Fast Food” que se han
desplegado por todo el mundo (Lardellier 2004).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 169
frecuentísima en otros ámbitos y en muy diversas épocas. Todo ello permite abrir una
puerta a la existencia de especialistas en adivinación que cumplirían así funciones
religiosas y por lo tanto desarrollarían una normativa que exige la transmisión del
conocimiento de unas generaciones a otras.
La adivinación podría realizarse a través de muchas otras fórmulas, entre las que
se puede resaltar la observación de las tabas, con un complejo código acorde con su
posición de caída. Su empleo para predecir el futuro fue habitual en el Mediterráneo,
aunque su principal función fue la de objetos de juego (Sakellakaris 1988: 189). Son
muchos los conjuntos de tabas que aparecen en las tumbas ibéricas, y que en general
deben considerarse fruto de esta segunda lectura, pero no puede excluirse que ciertos
personajes las emplearan para valorar el porvenir.
Pero volviendo al vaso antes citado, merece la pena señalar entre los elementos
que ostentan algunos de los personajes que aparecen en la escena, la presencia de un
adorno de tiras cruzadas sobre el pecho, cuidadosamente delineadas por el pintor.
Este distintivo ha sido señalado ya como indicador de índole religiosa, ya sea de
tipo sacerdotal o de personas que tienen algún tipo de dependencia o dedicación a
la divinidad (Aranegui 1996). El caso más notable es el del varón que se dispone a
sacar su falcata para atacar a un lobo gigantesco en el santuario de El Pajarillo, con-
junto escultórico que debe fecharse en los inicios del s. IV a.C. (Molinos et al. 1998).
Pero no cabe duda de que las tiras cruzadas tuvieron un amplio uso en el mundo
ibérico, en general asociándose siempre a ambientes de santuarios o representacio-
nes de carácter religioso. No es casual que aparezcan claramente indicadas en exvo-
tos de piedra desde Alcaudete (Jaén) (Aranegui 1996: fig. 19) (Lámina III.12) a La
Encarnación en Murcia (Ramallo et al. 1998: fig. 16), en exvotos de bronce del área
de Jaén (Aranegui 1996: fig. 29), o de procedencia desconocida, como el conservado
en el Museo Valencia de don Juan (Nicolini 1969, Lám. XI, 5-7), en las cabezas de
terracota recuperadas en el Puntal dels Llops de Olocau y en el Castellet de Bernabé,
en Valencia (Bonet et al. 1990: fig. 2) (Lámina III.11), y en numerosos personajes
pintados en complejas escenas sobre la cerámica de Liria (Aranegui 1997: 88-102). El
estudio de un busto recuperado sin información de contexto en la necrópolis grana-
dina de Baza nos dio pie a pensar en la existencia de algún tipo de vinculación entre
el varón armado de El Pajarillo y este ejemplar, bastante más tardío, proponiendo
el hipotético mantenimiento de un culto de tipo heroico relativo a este personaje, lo
que sigue sin poder descartarse (Chapa y Olmos 1999: 37). Sin embargo, el empleo
de este elemento por parte de personas de características muy diferentes y en áreas
tan extensas mueve a pensar en una motivación de carácter más general, vinculada
quizás, como antes se ha dicho, con alguna divinidad o alguna función religiosa.
En general, las vestimentas que denotan acciones solemnes, como las túnicas y
mantos largos, la presencia de gorros o de ciertos adornos como los citados, mueven
a tomar al menos en consideración la presencia de personajes posiblemente prepa-
rados para desarrollar un ritual, teniendo en cuenta el contraste de estos atavíos con
las sencillas túnicas cortas propias de los Iberos. Este sería el caso de la plaquita gra-
bada procedente de La Encarnación (Murcia) (Lámina III.8), para cuyo personaje se
propone una consideración como sacerdote u oferente (Ramallo, Noguera y Brotons
1998: fig. 30).
170 Teresa Chapa Brunet
Entre las atribuciones que los cuerpos sacerdotales tenían en época antigua están
las de marcar el calendario anual con las festividades y ceremonias debidas en honor
a los dioses (Delgado Delgado 2003). Recientes estudios han realizado las primeras
tentativas para relacionar algunas estructuras ibéricas dedicadas al culto con sus
referencias astronómicas, de forma que se puedan establecer regularidades tempora-
les en las actividades rituales (Esteban 2001 y 2002; Esteban y Cortell 1997; última-
mente Pérez Ballester y Borredá Mejías 2004 sobre el depósito votivo de La Carra-
posa, incluyendo un estudio de C. Esteban). De la orientación de los edificios se ha
deducido una posible relación con equinoccios y solsticios que parecen corresponder
a los llamados “calendarios de horizonte”, es decir, marcando los días en los que el
sol sale por puntos del horizonte considerados estratégicos. La referencia equinoccial
del depósito votivo de El Amarejo, por ejemplo, podría verse así concretada en el
tránsito al otoño, puesto que en el registro arqueológico se han recuperado bellotas
en un estado de maduración propio de esta época. No hace falta decir que, dados los
datos con los que contamos, este tipo de propuestas resulta por el momento altamente
especulativa, pero el conocimiento del ritmo anual de una sociedad dice mucho de su
organización económica e ideológica, y por lo tanto debería prestarse más importan-
cia a este tipo de documentación a la hora de estudiar los yacimientos.
Además, por un lado la presencia fenicia (Belén y Escacena 1997), y por otro
la existencia de un fuerte peso del comercio en la economía, que generó templos y
santuarios a lo largo de la costa y de los caminos de acceso al interior, marcaron
seguramente pautas en lo que a orientaciones, cultos y fiestas se refiere. Si aceptamos
entonces la existencia de un calendario astronómico en el que quedaran fijadas las
festividades, hemos de concluir que existieron personas que conocieran los mecanis-
mos para establecer este ordenamiento temporal, tarea que como hemos visto se vin-
cula en muchos casos a sacerdotes o a individuos con una responsabilidad específica
en relación a los actos rituales. La importancia de este proceso es fácil de percibir, y
también la formación que requiere, por lo que no cabe duda de que los encargados
de este cometido serían personas relevantes dentro del grupo social.
En nuestro trabajo anterior sobre este tema (Chapa y Madrigal 1997), ya se
indicó el posible carácter sacerdotal de ciertos personajes enterrados en tumbas que
denotan un fuerte componente ritual, y cuyos materiales recuerdan, por su morfolo-
gía y posición, algunos hallazgos realizados en santuarios. Entre ellos cabe destacar
la tumba 11/145 de Los Castellones de Céal (Chapa et al. 1991), la tumba 20 de
Galera (Cabré y Motos 1920) y la sepultura 155 de Baza (Presedo 1982). En todas
ellas se recuperaron cuatro vasos de borde exvasado que recibieron una cuidadosa
decoración sobre una previa capa de cal, aunque en varios de los casos esta capa se
ha perdido, apreciándose que las piezas podían haber recibido decoración antes de
la cocción del recipiente. Este tipo de vasos singulares proceden seguramente de la
tradición orientalizante, y se encuentran también en áreas centrales de Andalucía,
como los que integran la colección del Museo de Cabra (Blánquez 2003).
La tumba de Céal tenía estos vasos cuidadosamente dispuestos en las esquinas
del espacio funerario, correspondiente a un varón de unos 50 años, que se acompa-
ñaba de un ajuar rico en relación a otras sepulturas de la necrópolis. En el caso de
la tumba 20 de Galera, un estudio realizado por Ricardo Olmos (e.p.) ahonda en su
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 171
consideración sacerdotal, puesto que varios de los elementos que contiene confirman
la práctica de actividades religiosas. Es el caso de la conocida dama de alabastro,
preparada para que un líquido mane por sus senos introduciéndose desde la cabeza,
o de los restos de una phiale mesonphalos, que confirmaría la práctica de la libación.
Dama que, en el caso de la tumba 155 de Baza se magnifica, convirtiéndose en
magnífica escultura de piedra que representa a una divinidad femenina o quizá, como
ocurre en Italia años antes, a la difunta asimilada a la representación de la diosa (Cris-
tofani 1975: 51; Massa Pairault 1996: 148). Dado que los huesos quemados recupera-
dos en el interior de la estatua correspondían a una mujer según los análisis antropo-
lógicos, parece que es necesario referirse aquí a la posible existencia de un sacerdocio
femenino, tema que ya ha sido sugerido en algunas ocasiones (Prados e Izquierdo
2002-2003: 219, con bibliografía).
En un interesante trabajo, J. Pereira (1999) reinterpreta como recipientes de culto
dos vasos procedentes del yacimiento ibérico de Toya, cuyo carácter ritual había sido
propuesto también por Olmos, Tortosa e Iguácel (1992: 119). Carecen de contexto,
pero su carácter funerario se deduce de su buena conservación y del hecho de que son
las necrópolis de este yacimiento las que hasta la fecha han sido más intensamente
excavadas. Su cuidadosa factura y decoración, y la presencia de una figura ornito-
morfa como remate de sus tapaderas ha permitido a Pereira considerarlas en relación
con un culto de carácter femenino, puesto que pichones y palomas se relacionan
con una divinidad de este tipo, como se advierte en la recientemente citada figura de
Baza. También en el depósito de Alhonoz, considerado como fruto de actividades
rituales, se recuperó una copa cuyo pie presenta pequeñas palomas. La mujer a la que
pertenecerían estos vasos podría, en consecuencia, haber tenido responsabilidades
en el culto practicado en un santuario urbano o rural de la zona dependiente de la
antigua Tugia. La observación detallada de los ajuares funerarios, tanto en el caso
masculino como femenino, puede revelar muchas claves en este sentido.
Desde luego, son muchos los exvotos femeninos que se han recuperado en los
santuarios ibéricos, ya sean de terracota, bronce o piedra. Esto nos indica que las
mujeres podían acercarse a la divinidad por sí mismas, y encargar estas ofrendas
que a veces resultarían muy costosas. No conocemos en detalle el papel que tuvo la
mujer en la sociedad ibérica, pero su presencia en actos ritualizados, como los cultos
en los santuarios o su habitual inclusión en las necrópolis, a veces con ricos ajuares,
son indicadores de que tuvo una representatividad importante en los actos públicos.
Las “damitas” de Mogente, la cerámica de Liria, el monumento funerario de Alcoy
(Olmos 1999), todas estas figuras muestran a la mujer participando activamente en
los actos rituales de los funerales y las festividades ibéricas, contando con su propio
“espacio de representación”.
El hallazgo en el asentamiento de Castellet de Bernabé de una pequeña pieza
tallada en piedra con un personaje femenino sedente sosteniendo un niño, ha llevado
a P. Guérin (2003) incluso a proponer que la transmisión del poder en el mundo ibé-
rico podría haberse llevado a cabo por vía femenina, lo que explicaría la presencia
de mujeres ricamente ataviadas y sentadas en sofisticados tronos, como se refleja
en la iconografía cerámica o en la estatuaria en piedra. En general, estas esculturas
sedentes se han asimilado a divinidades, considerándose como estatuas de culto
172 Teresa Chapa Brunet
(Griñó 1992: 196). En el lado opuesto esta la opinión de quien considera, al menos
en los casos vinculados a los santuarios, que se trata de devotas que sufren algún
tipo de lesión o enfermedad que les impide andar (Morena 1999: 27). Lo cierto es
que, salvo en ciertas ocasiones en que estas figuras son de gran simplicidad, la mayor
parte de las veces estas damas sedentes van ricamente ataviadas, como sucede en el
Cerro de los Santos (Griñó 1992: 204), aunque sin distintivos aparentes de sacra-
lidad y con variaciones en el vestido y tocado que hacen sospechar su naturaleza
humana. Por ello sigue vigente la propuesta que en su día hizo Ruano (1987, II: 217)
de considerarlas mujeres de alto rango que pudieron desempeñar ocasionalmente
funciones sacerdotales en cultos de importancia. En estas ocasiones, las mujeres son
el vehículo para la ostentación por parte de los estamentos más altos de la sociedad
(Aranegui 1997: 195).
La imagen ibérica no es diáfana en la representación de los actos religiosos ni
en la definición de los tipos divinos. La autonomía iconográfica del mundo ibérico
respecto al resto del Mediterráneo es lo suficientemente importante como para que
no se puedan emplear automáticamente las claves interpretativas de otras áreas cul-
turales, más ricas en apoyos textuales. Es necesario, por lo tanto, establecer con cla-
ridad las preguntas que todavía carecen de respuesta, como es la del sacerdocio, para
encaminar adecuadamente nuestra futura investigación.
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174 Teresa Chapa Brunet
Lámina I.- Porcuna (Jaén): 1: Vista general de las esculturas; 2-3: Escultura y detalle de la
cabeza de toro; 4: Esfinge; 5.- Toro de Santaella (Córdoba); 6: Detalle de la mano o elemento
adosado a la dama; 7.- Cabeza de serpiente; 8.- Toros en procesión de sacrificio (Lécito, Boston,
MFA 13.495); 9.- Cabeza del jinete de Los Villares (Albacete): 10.- Cabeza de la esfinge de
Bogarra (Albacete).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 179
Lámina II.- Porcuna (Jaén): 1.- Personaje con cuchillo; 2 y 5.- Portador de perdices y detalle
del cuchillo; 3.- Torso con trenzas; 4.- Masturbador; 6.- Vista general del portador de perdices
y relieves de caza y pugilato en el Museo de Jaén.
180 Teresa Chapa Brunet
Lámina III.- 1.- “Sacrificador” (Foto: Museo Arqueológico Nacional); 2-3: Genios representados
en ánforas del grupo de Tolfa (Italia); 4: Vaso del deparmento 16 del Tossal de Sant Miquel
de Lliria (Valencia); 5: Figura femenina de Castellet de Bernabé (Valencia); 6: Monstruo con
cuchillo. Relieve de Pozo Moro (Albacete); 7: Fíbulas y cuchillos de la necrópolis de Les Moreres
(Crevillente, Alicante); 8: Placa de plata de La Encarnación (Murcia) con figura de posible
sacerdote; 9: Capitel de Castellar de Santisteban (Jaén); 11: Cabezas de terracota de Castellet
de Bernabé con adorno de tiras cruzadas; 12: Exvoto en piedra con tiras cruzadas de Alcaudete
(Jaén); 13: Ara de piedra de Torreparedones (Córdoba).
El sacerdocio celta
Universidad de Sevilla
Los celtas o celtae para los romanos (derivación de keltoí, la denominación que
Heródoto y otros escritores griegos dieron a este pueblo), galatae o galli, hablaban
una lengua indoeuropea y las primeras pruebas arqueológicas relacionadas con ellos
los sitúan en la actual Francia y Alemania occidental (Eliade y Couliano 1997:110-
111), al final de la Edad del Bronce, hacia el 1200 a. C. Desarrollaron las denomi-
nadas culturas de Hallstatt (localización arqueológica situada en la alta Austria) o
primera Edad del Hierro (siglo VIII-primera mitad del siglo V a. C.), y La Tène
(Suiza) o segundo período de dicho metal, entre los siglos V y I a. C.
Esta segunda fase fue la de la gran expansión de los celtas, que acabaron su ocu-
pación de la Galia y se mezclaron con los iberos de la Península Ibérica, donde dan
lugar al pueblo celtíbero:
“Digo, pues, según la opinión de los antiguos héllenes, que así como los pueblos que habi-
tan hacia el Septentrión eran conocidos únicamente con el nombre de skýthai o de nóma-
des, según los llama Homeros, así también los pueblos que se conocieron en el Occidente
fueron llamados luego keltoí, iberes o de un nombre mixto: keltíberes y keltoskýthai,
citando por desconocimiento, bajo una misma denominación, pueblos distintos...” (Estra-
bón 2001: I, 2, 27 (33)).
1. Etimológicamente la palabra “celt” parece haberse originado de la sílaba kal, gal o cal, que evoca
cierta condición de dureza, pues “calath” significa duro en irlandés antiguo.
2. Heródoto ya asignó como hábitat de los keltoí una zona al N y al S del alto Danubio.
3. Véase Kruta, V., Los celtas. Edaf. Madrid, 1981. Sobre los celtíberos no vamos a profundizar en
este trabajo, incluido en el Grupo de Investigación Historiografía y Patrimonio Andaluz (Hum 402),
perteneciente al Departamento de Prehistoria y Arqueología, que cuenta con excelentes profesores y
182 Vicente Fombuena Filpo
En los siglos IV y III a. C., tal vez por la presión de otros pueblos desde el norte,
las tribus celtas invadieron el mundo grecorromano: llanura del Po (Galia Cisalpina),
Macedonia y Tesalia. En el año 390 saquearon Roma; Delfos en el 279 a. C., y pasaron
a Asia Menor (gálatas), donde se instalaron en la región que pasó a llamarse Galacia.
Pero los celtas no supieron alcanzar el concepto de estado ni construir un impe-
rio a causa de la primacía de sus estructuras tribales y familiares, y su decadencia fue
rápida, infligiéndoles Roma una gran derrota en 225 a. C. (batalla del cabo Telamón,
en Etruria (Hubert 1988: 319)). Posteriormente, tras la conquista de la Galia por
Julio César el año 51 a. C., en el norte, los germanos, desde las costas del Báltico y
del mar del Norte, colonizaron progresivamente los territorios que habían quedado
parcialmente vacíos tras la emigración celta.
Frente a la romanización, los celtas sólo lograron conservar su originalidad cul-
tural y lingüística en Bretaña (oeste de Francia), Gales, las Highlands escocesas e
Irlanda durante las épocas medieval y moderna (Sainero 1987: 214; id. 1994: 119).
“Los galos embalsaman en aceite de cedro las cabezas de sus enemigos más distinguidos
y las guardan cuidadosamente en una caja enseñándoselas con orgullo a los visitantes,
diciendo que por esta cabeza, su padre, uno de sus antepasados o él mismo rehusó el ofre-
cimiento de una gran suma de dinero. Dicen algunos de ellos que rehusaron el peso de la
cabeza en oro...” (2001: V, 9, 5).
Estrabón manifiesta:
“Los galos llevan sayos y se dejan crecer el cabello. Se visten con pantalones bombachos
y blusas con mangas (...) la lana con la que tejen sus gruesos sayos, llamada laenae, es
áspera pero tupida (...) El armamento está en consonancia con su elevada estatura: una
gran espada suspendida del costado derecho, un escudo oblongo de grandes dimensiones,
largas picas y la madari, que es una especie de jabalina. Disponen también de un arma
El sacerdocio celta 185
arrojadiza parecida al pilum que lanzan sin propulsar y que va más lejos incluso que una
flecha, de la que se sirven en concreto para la caza...” (2001: IV, 4, 3).
“Posidonio dice haber visto él mismo este espectáculo (de las cabezas cortadas) que primero
le repugnaba pero luego acabó soportando serenamente por la costumbre...” (2001: IV, 4,5).
Como sostiene Henri Hubert (1988: 470), “los celtas tuvieron una mitología rica
y pintoresca..., que nos ha sido transmitida por los relatos épicos construidos sobre
cañamazos que constituían el repertorio común de los recitadores profesionales, por
las tradiciones locales de un interés más particular que constituyeron en Irlanda la
literatura de los dinnsenchas, tradiciones de los lugares, y por último, por series de
alusiones en las enumeraciones clasificatorias que son las tríadas galesas”.
La leyenda más extendida es la que cuenta el viaje de un héroe (Bran, Cuchu-
lainn o Connla) al país de los muertos, donde llega embarcado en una nave mágica,
5. Pesada jabalina de punta aguda utilizada como pica o, a menudo, como arma arrojadiza por los
legionarios romanos.
6. Ornamento y motivo estilizado en forma de hoja de palma.
7. Los celtas adoptaron elementos ornamentales de otras culturas, como la figura del dragón vikingo,
que se encuentra en muchos de sus trabajos.
186 Vicente Fombuena Filpo
con frecuencia de bronce. Allí encuentra a Manannan, dios protector de los merca-
deres que cruzaban los mares para establecer rutas comerciales. Cansado al fin de esa
estancia quiere regresar, y cuando lo logra muere.
Otros relatos, de entre varios más, explican que el héroe desciende a una caverna,
donde, mientras duerme, le son reveladas las pruebas del Purgatorio; o bien que se
marcha al otro mundo con el fin de traerse de allí objetos maravillosos, como el
caldero inagotable que Cuchulainn consigue arrebatar dos veces (Hubert 1988: 471;
Fontodrona 1978: 104).
Asimismo existe abundancia de seres mitológicos y mágicos, sobre todo en la
tradición irlandesa. En el caso de la tierra, la entendían como el origen de la vida,
pues sustentaba los ciclos vegetales, a los animales, y por supuesto, también a los seres
humanos. La piedra (megalitos), pues, era objeto de culto por ser morada de las almas
de los difuntos.
Aunque comparado con otros pueblos de Europa el testimonio de una religión
solar es escaso en Irlanda y Gales, sin embargo no se puede olvidar que los guerreros
llevaban amuletos solares como protección en las batallas y que la gente era ente-
rrada, al morir, con símbolos del sol en miniatura. Por otro lado, los caballos estuvie-
ron estrechamente ligados al culto solar, ya que eran considerados animales con la
suficiente velocidad para transportar al campo de batalla al dios del cielo. También
es importante recordar la relación de la luz y el calor con la curación y la fertilidad
(ruedecillas solares de Sainte-Savine en Borgoña, o en Noricum (Austria)).
Podemos decir que los dioses celtas estaban en toda la naturaleza: en árboles,
lagos y pantanos, montañas, manantiales y ríos, a los que arrojaban objetos precio-
sos como ofrendas votivas (armas, escudos, armaduras).
En cuanto al fuego, lo consideraban la conjunción energética del agua, el aire y
la tierra, una fuerza sobrenatural que mueve el cosmos.
Por lo que se refiere al aire, los sacerdotes celtas sabían manejar los vientos a
voluntad, y lo consideraban morada de espíritus y hadas que ellos utilizaban a su
conveniencia (Sainero 1999: 103).
También algunos animales adquirieron entre los celtas una categoría sagrada, y
llegaron a ser venerados como dioses zoomorfos asociados a determinados dioses y
diosas. Muchos de ellos se encuentran representados en el caldero de Gundestrup.
Así, el jabalí lo asociaban a las potencias devastadoras o destructoras que el hombre,
en su papel de cazador, había de dominar. La cabeza de este animal no sólo fue tro-
feo admirado en las paredes de las casas de los grandes señores, sino que incluso fue
adorno común en los escudos de los guerreros.
En cuanto al cerdo, fue muy importante en el terreno económico y su carne era
muy apreciada. Los cerdos eran un signo de riqueza y de hecho aparecen como dones
de la diosa Madre.
Los ciervos eran venerados por su velocidad, su virilidad y sus abultadas cor-
namentas que evocaban la imagen de señores del bosque. Los celtas encontraron, al
8. Se cuenta que las druidesas de la isla de Sein conocían un ritual capaz de calmar los vientos.
9. Se trata de un recipiente de plata del siglo III al II a. C., Hallado en el pantano de su nombre, en
Dinamarca. Actualmente se encuentra en el Museo Nacional de dicho país.
El sacerdocio celta 187
parecer, en el polvo triturado de sus astas, una sustancia que combatía la impotencia
y alejaba de la persona todo tipo de influencias maléficas.
El oso era una combinación de bien y mal, de luz y de tinieblas, lo que lleva en
el mundo de la mitología celta a relacionar lo celestial y lo divino con lo bestial y
monstruoso.
El toro representaba el poder, y fueron venerados por su fuerza y su virilidad,
y su sacrificio era algo frecuente. Los toros eran muy representados en el arte celta
donde solían aparecer con tres cuernos.
El caballo era considerado como la luz frente a la oscuridad, pero también el
compañero fiel que conduce al héroe al Más Allá. Por otro lado, las cabezas de caba-
llos encontradas en determinadas tumbas, se interpretan como objeto de un ritual de
protección contra los demonios y los malos espíritus.
Aunque al lobo se le asocia, por algunos autores, más con el reino de los muertos,
sin embargo no se pueden olvidar las leyendas de lobas que amamantan niños perdi-
dos en el bosque.
En cuanto al perro, se presenta en no pocas ocasiones como guardián de las
puertas del día, y entonces tiene un aspecto propicio, mientras que llegada la
noche, adquiere tintes siniestros y amenazadores, sin embargo no hay que olvidar
que el perro acompaña al héroe durante la noche y le advierte de posibles peligros
con sus ladridos.
188 Vicente Fombuena Filpo
Por su hábito de mudar la piel, las serpientes, los celtas las identificaban con la
resurrección, y también estaban relacionadas con la fertilidad, tal vez debido a su
forma fálica o a las múltiples crías que tienen en un solo parto.
En lo relativo a las aves, cobran importancia las águilas, cuervos, búhos, cornejas,
palomas y cisnes. En mitología, y de modo general, el ave de presa se identifica con
el sol y también con el relámpago. Tanto en la tradición irlandesa como la galesa, los
pájaros mágicos, generalmente en grupos de tres, estuvieron asociados con la cura-
ción y con la creencia de que se volvía a la vida en el Más Allá.
Con respecto a los cisnes, es el ave que guía o conduce a las regiones de los
bienaventurados. En muchas leyendas célticas, diosas y hadas adoptan la forma
de cisnes.
Por último, los grifos o guardianes del templo, tienen cierto parentesco con el
águila por su pico: con patas y garras de león, y cuerpo de lobo. Vienen a simbolizar
todo lo que resulta enigmático.
En cuanto a los bosques, los celtas estimaban que la fuerza del sacerdote nacía
de su comunicación directa con ellos. Él era realmente “el hombre del roble”,
teniendo al roble por el más sólido y fuerte de los árboles junto a los otro siete más
sagrados en el campo irlandés: el aliso, el avellano, el sauce, el manzano, el abedul,
el tejo y el acebo.
El roble era el árbol real por excelencia y se empleaba como combustible en la
cremación del cuerpo de los reyes, tras su fallecimiento; el avellano era el árbol de
la belleza y de la sabiduría, por sus flores y por sus frutos. Quien comía avellanas
adquiría el pleno conocimiento de las artes y las ciencias; las ramas del abedul se
usaban para azotar a los delincuentes, así como también para expulsar a los demo-
nios y a los espíritus del año viejo; el manzano era el árbol del Más Allá, que ade-
más curaba todas las enfermedades; el tejo era considerado el árbol funerario por
excelencia. Los guerreros astures y cántabros, en su lucha contra los romanos, una
vez perdida la batalla y antes de caer prisioneros, preferían suicidarse ingiriendo
bayas de tejo, un veneno letal en dosis altas; el sauce era el árbol de las brujas, y sus
hojas –consideraban– poseían un reconocido y celebrado poder curativo, así como
su penetrante rocío inducía a la celebración de orgías; el acebo era el árbol del
crecimiento y de la plenitud anual, momento de la cosecha de la cebada; la madera
del fresno se utilizaba como talismán, y para enderezar fracturas; el espino blanco
simbolizaba la castidad forzosa, aunque emitía un sugestivo olor a sexualidad
femenina; a la vid se la consideraba de mal agüero por su tendencia a enroscarse y
sofocar la vitalidad de los demás árboles; el sauce era el arbusto del agua, preferido
por las brujas. Su olor podía causar la muerte y por eso se asociaba con el ciprés;
el abeto se distinguía por su feminidad, y simbolizaba a Druantia, la reina de los
sacerdotes; el álamo blanco era el árbol del equinoccio de otoño, símbolo de la
decadencia y la ancianidad; la retama era el símbolo del sol naciente con sus flores
amarillas y sus hojas lanceoladas; el brezo regía el solsticio estival con su cohorte
de solícitas abejas.
Junto a los citados, no se pueden olvidar el muérdago, el madroño, el helecho, el
rosal silvestre, el pino, el endrino, el olmo y la grosella, entre otros muchos más.
El sacerdocio celta 189
V. El sacerdocio celta
Los druidas formaron, tanto en la Galia como en Bretaña o en Irlanda, una clase
sacerdotal, heredera y guardiana de las tradiciones religiosas celtas. Al parecer, se
reclutaban por cooptación en los ambientes nobles.
Las variantes latinas del nombre druida nos remontan a una declinación idéntica
a la del nombre irlandés (drui, durad). Los antiguos relacionaron este nombre con
el de la encina; para ellos, los druidas son dryadas, sacerdotes de la encina (Hubert
1988: 455).
Es extensísima la bibliografía existente sobre estos sacerdotes, y numerosos los
autores clásicos que dejan constancia de las competencias, prácticas religiosas y
autoridad de los druidas, tales como Diógenes Laercio10 (Vidas y sentencias de los
más ilustres filósofos, I, 5), Cicerón (De Divinatione, I, XLI, 90), Diodoro Siculo His-
torias, V, 28, 6 y V, 31, 2-5), Estrabón (Geografía, IV, 4 (194) y IV, 4 (198), Amiano
Marcelino11 (XV, 9, 4 y XV, 9, 8), Suetonio (Claudius, 25), Pomponio Mela (De Situs
Orbis, III, 2, 18 y 19); Lucano (Farsalia, I, 450, 8), Plinio (Historia Natural, XXIV,
103 y 104, XXIX, 52 y XXX, 13), Tácito (Anales, XIV, 30 e Historia, IV, 54), Dión
Crisóstomo12 (Orations, XLIX), Lampridio (Historiae Augustae13 (Momigliano 1976:
150-252). Severus, LIX, 5), Vopiscus14 (Numerianus, XIV y Aurelianus, XLIII, 4 y 5),
Ausonio (Commem.professorum, IV, 7-10 y X 22-30), Nennio15 (Historia Britonum,
40) y Julio César en De Bellum Gallicum, en especial en el Libro VI, 13 y 16, donde
deja escrito el siguiente comentario:
(13) “En toda la Galia hay dos clases de hombres entre los que gozan de relevancia
y prestigio. Pues lo cierto es que al pueblo se le considera casi esclavo: por sí mismo no
se atreve a nada, ni se le tiene en cuenta a la hora de tomar decisiones. La mayoría, ago-
biados por las deudas, por los impuestos excesivos o por los ultrajes de los poderosos, se
entregan como esclavos. Sobre ellos tienen los nobles los mismos derechos que los dueños
sobre sus siervos.
De las dos clases, una es la de los druidas (Berresford 2003:62), otra la de los caballe-
ros. Aquellos se ocupan de todo lo que tiene que ver con los dioses, están a cargo de los
sacrificios públicos y privados y regulan el culto. Son muchos los adolescentes que acuden
a ellos para aprender, y se les tiene en gran consideración. De hecho, dictaminan en casi
todas las disputas, públicas o privadas (Hubert 1988: 456-457), y, si se ha cometido una
fechoría, si ha habido un asesinato, si se discute sobre la herencia o sobre unos límites, son
ellos los que juzgan y fijan las compensaciones y las penas. Si alguien, lo mismo un parti-
cular que un pueblo, no se aviene a su decisión, le prohíben tomar parte en los sacrificios:
para ellos es el castigo más grande. A quienes se les ha impuesto este veto se les considera
sacrílegos y criminales, todos se apartan de ellos, evitan acercárseles o hablarles, no sea
que por el contacto les sobrevenga algún daño, y cuando piden justicia no se les concede,
ni tampoco se les permite acceder a los cargos públicos.
Al frente de todos estos druidas se encuentra uno sólo, el que tiene más autoridad
entre ellos. Cuando muere, si alguno de entre los restantes destaca por su prestigio, le
sucede; si hay varios igualados, se le elige en una votación de los druidas. Algunas veces la
primacía se dirime con las armas. En cierta época del año, celebran una reunión en el terri-
torio de los carnutes16 –considerado el centro de toda la Galia–, en un espacio sagrado17.
De todas partes acuden hasta allí los que tienen litigios, y se someten a sus decisiones y
dictámenes.
Se piensa que sus enseñanzas fueron adquiridas en Britania y desde allí llevadas a
la Galia. En la actualidad, quienes desean conocerlas más a fondo por lo general mar-
chan allá para instruirse. Los druidas suelen mantenerse al margen de las guerras y no
pagan tributos como los demás (Hubert 1988: 457). Están dispensados del servicio mili-
tar (Hubert 1988: 457) y exentos de cualquier otra carga. Atraídos por tales privilegios,
muchos vienen por su propia voluntad a recibir instrucción, y otros son enviados por sus
padres y familias. Se cuenta que aprenden allí una cantidad ingente de versos. De esta
manera, más de uno pasa veinte años instruyéndose. Y no consideran lícito poner estas
cosas por escrito18, aunque en casi todos los otros asuntos, en las cuentas públicas o priva-
das, utilizan el alfabeto griego. Me parece a mí que esto lo decidieron así por dos razones:
porque no quieren que sus enseñanzas se divulguen entre la gente, ni tampoco que los dis-
cípulos, confiados en la escritura, cultiven menos la memoria. En efecto, ocurre a menudo
que, con el recurso de la escritura, se pierde el interés por aprender y la memoria.
Principalmente, pretenden hacer creer que las almas no perecen, sino que tras la
muerte pasan de unos a otros19, y piensan que así es como mejor se estimula el valor,
dejando a un lado el miedo a la muerte. Además, disertan y enseñan a sus jóvenes sobre
16. Pueblo de la Galia, con dos ciudades principales Autricum (Chartres) y Cenabum (Orleáns).
17. Probablemente un bosque sacro.
18. Su enseñanza ara puramente oral, como la exposición de una tradición.
19. Diodoro de Sicilia (Biblioteca histórica, V, 28, 6) deja constancia de que entre los druidas “prevalece
la creencia de Pitágoras [c.570-c. 480 a. C.] de que las almas son inmortales y tras un número determinado
de años comienzan una nueva vida”. Esta doctrina religiosa y filosófica (metempsicosis), también llamada
de la reencarnación o de la trasmigración de las almas, aparece tácitamente por primera vez en La Repú-
blica de Platón [c.427-348-347 a. C.].
192 Vicente Fombuena Filpo
numerosas cuestiones, referidas a los astros y sus movimientos, el tamaño del orbe y de las
tierras, la naturaleza, la esencia y el poder de los dioses inmortales (...)
(16) La nación entera de los galos está entregada por completo a las prácticas reli-
giosas, y por esta razón aquellos que sufren enfermedades graves y quienes andan en
medio de combates y peligros inmolan hombres a modo de víctimas o al ministerio de los
druidas (Hubert 1988: 469-470), pues, a no ser que la vida de un hombre se pague con la
vida de otro hombre, piensan que no es posible aplacar a los dioses inmortales, y tienen
instituido como cosa pública sacrificios de este tipo.
Otros hacen uso de muñecos de enorme tamaño, cuyos miembros trenzados con leña,
rellenan con hombres vivos. Les prenden fuego y los hombres, rodeados de llamas, expi-
ran. Los suplicios de aquellos que son sorprendidos robando, dedicados al bandidaje o
alguna fechoría, consideran que son especialmente gratos a los dioses inmortales. Pero
cuando les faltan éstos, se rebajan hasta el tormento de gente inocente20.
Reverencian sobre todo a Mercurio: sus estatuas son muy numerosas, lo consideran
inventor de todas las artes y piensan que es el que guía en las rutas y en los viajes y el que
más poder tiene en lo relativo a ganar dinero y comerciar: Tras él, Apolo, Marte, Júpiter
y Minerva. De éstos tienen prácticamente la misma idea que los otros pueblos: que Apolo
aleja las enfermedades, que Minerva enseña los fundamentos de los trabajos y oficios,
que Júpiter manda en el cielo y Marte rige la guerra21. A éste, una vez que han tomado la
decisión de combatir, la mayoría de las veces le prometen lo que obtengan en la guerra.
Cuando vencen, le sacrifican los seres vivos capturados y reúnen el resto de las cosas en
un solo lugar. En muchos pueblos se pueden ver amontonamientos de estas cosas, levan-
tados en espacios consagrados. Y no es frecuente que alguien, despreciando el precepto
religioso, se atreva a ocultar lo capturado, o a llevarse lo depositado; para esta acción hay
fijado un castigo, que incluye la tortura.
Todos los galos afirman que son descendientes de Dis Pater22: dicen que esto es lo
que cuentan las tradiciones de los druidas: Por esa razón, determinan la duración de
cualquier período según el número, no de sus días, sino de sus noches. Los aniversarios
y los comienzos de meses y años los cuentan de forma que el día vaya detrás de la noche
(Hubert 1988: 476).
En otras costumbres de su vida difieren de los demás sólo en esto: no toleran que sus
hijos se les acerquen a la vista de todos en tanto no tengan edad suficiente para soportar el
servicio militar, y consideran deshonroso que un hijo, todavía niño, se presente en público
estando delante de su padre”.
Junto a los druidas, los autores clásicos mencionan a los bardos y a los vates. El
nombre de bardo significa trovador; acompañaban sus canciones con un instrumento
parecido a la lira, y en éstas alababan a unos y afrentaban a otros. Los vates tenían
funciones similares a los druidas, se les consideraba filósofos, y se encargaban de leer
el futuro a través de los restos de las víctimas sacrificadas (Hubert 1988: 459).
20. Era algo normal que, al iniciarse una guerra, o cuando una calamidad amenazaba a un pueblo, se
ofrecieran sacrificios humanos a los dioses, lo que escandalizaba a la mentalidad romana del momento.
No obstante, los sacrificios humanos de los celtas se pueden asimilar a las muertes de gladiadores en el
circo romano.
21. Como se puede comprobar, César lo que hace, como autor latino, es asimilar las deidades gálicas a
las del panteón romano
22. Algunos autores identifican al Dis Patero Dispater con Cenunnus, si bien un mismo dios ha podido
llegar a ser alternativamente asimilado a los dioses del panteón latino Mercurio o Marte.
El sacerdocio celta 193
Las tribus irlandesas se solían reunir en los lugares donde estaban las tumbas
de sus antepasados y en las fechas de las fiestas. De éstas había cuatro principales:
Samhain23 que se celebraba el 1 de noviembre y que marcaba el fin del verano y, posi-
blemente, el inicio del año nuevo celta. El 1 de febrero se conmemoraba la de Oimele
o Imbolg, en honor a la diosa Brigit, señora de la medicina, la metalurgia, las artes
y la poesía24. El 1 de mayo tenía lugar la fiesta de Beltene, o del fuego. En esta festi-
vidad se encendía una gran fogata y era coronada la reina de mayo; era el momento
de la mayor fertilidad del año. El 1 de agosto la de Lugnasad (casamiento del dios
solar Lug), que tenía un carácter patriótico como fiesta garantizadora de paz, y en
ella participaba todo el pueblo.
El ritual de las religiones celtas –a pesar de los testimonios de los autores anti-
guos- es muy mal conocido. Los sacrificios podían ser sangrientos o no: en el primer
caso, hay motivos para creer que los sacrificios humanos que se achacan a los celtas
fueron poco sangrientos, pues es imposible dejar de pensar que las leyendas fueron
precedidas por mitos de sacrificios divinos reencarnados bajo supuestos de víctimas
humanas, animales y vegetales; en el segundo, no se trataba más que de ofrendas de
primicias.
En lo referente a las druidesas, son muchos los autores que niegan su existencia
debido a no haber sido citadas por algunos autores clásicos como Julio César, que
nunca llegó a las islas. En cambio Pomponio Mela hace un relato de ellas (bandruidh
las llama) de cuando acompañó a Adriano a las islas británicas.
Testimoniado ya a lo largo de estas líneas el carácter belicoso de los celtas y su
consideración de individuos piadosos, nos parece oportuno dejar constancia de la
matización que a este último respecto hace Mircea Eliade (1992; 65), quien consi-
dera que el hombre religioso “conoce intervalos «sagrados» que no participan de la
duración temporal que les precede y les sigue, que tienen una estructura totalmente
diferente y otro «origen», pues es un Tiempo primordial, santificado por los dioses y
susceptible de hacerse presente por medio de la fiesta”. Y es que las cuatro grandes
fiestas celtas marcaban dentro del año cuatro estaciones de tres meses. Estas fiestas
“eran ferias, asambleas políticas y judiciales, a la vez que ocasión de diversiones y
juegos pero, principalmente, asambleas religiosas, que se desarrollaban dentro de un
ambiente de mito y de leyenda” (Hubert 1988: 467).
VII. Conclusión
23. Esta fiesta ha persistido en el mundo cristiano en la conmemoración de Todos los Santos, y en el
anglosajón Halloween.
24. Coincide con la fiesta cristiana de La Candelaria.
194 Vicente Fombuena Filpo
BIBLIOGRAFÍA
Nota: Las figuras 4 y 5 han sido obtenidas del libro “Druidas, el espíritu del mundo
Celta” de Peter Berresford Ellis. Editado por Oberon, Grupo Anaya. 2ª edición de
septiembre de 2003.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los
santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de
Numas en Emporion y el Serapeo de Ostia
Universidad de Lérida
Dada la importancia del gasto realizado, el alejandrino Numas debió ser quizás
un rico comerciante que actuaba no tan solo guiado por la piedad sino por razones
más concretas. Una ofrenda así, en una tierra para él extranjera y tremendamente
lejana, pudo responder a un exvoto de navegación: la promesa efectuada a los dioses
al solicitar su ayuda en medio de una tempestad. Pero también es posible que un
gasto edilicio de esta entidad que implicaba la definición de un témenos o recinto
sacro ya que además del templo se ofrendaba un pórtico, fuera mucho más allá del
simple gesto votivo. Al fin y al cabo, Numas era de Alejandría y su ofrenda signifi-
caba la introducción en Emporion del culto a sus divinidades nacionales que precisa-
ban, como veremos, de ritos específicos a cargo de sacerdocios especializados. Para
entender lo que pudo significar esta ofrenda debemos pues reflexionar en primer
lugar sobre el carácter de los santuarios dedicados a Isis y Serapis en el mundo hele-
nístico y romano, sus ámbitos de competencias y su función social. A continuación,
los estudios realizados en el Serapeo de Ostia nos mostrarán la diversidad de usos
complementarios que podían asumir estos santuarios.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 199
El 10 de junio del año 323 a.C. Alejandro Magno, conquistador del mundo,
moría de repente en Babilonia dejando un hijo de corta edad y entregando a Pérdicas
su anillo real. En aquel momento, los oficiales macedonios gobernaban en su nombre
un gigantesco imperio dominado en apenas once años, suma de todo tipo de reinos,
pueblos y ciudades anteriores. Pero el intento de crear una nueva monarquía univer-
sal sobre una población multicultural y multiétnica se interrumpió bruscamente con
la muerte prematura de Alejandro (cf. Musti 1990; estudios recientes Seibert 1994;
Pfrommer 2001). Así, los cuarenta años que siguieron a su muerte contemplaron las
luchas interminables entre sus “Sucesores”, los Diadocos, primero por repartirse la
administración de un Imperio unificado, y más adelante ya tan solo por consolidar y
ampliar mediante la guerra fraticida una serie de reinos independientes, de carácter
nacional, gobernados por monarquías de tipo dinástico permanentemente enfrenta-
das entre sí. Un contexto histórico complejo pero culturalmente muy intenso, en el
que las ciencias y las artes alcanzaron cotas nunca igualadas gracias al mecenazgo de
los monarcas y a sus gigantescas concentraciones de dinero y poder (Dragoni 1979;
Pollit 1989). Sin duda uno de los fenómenos religiosos que mejor explican los condi-
cionantes sociales y la nueva situación intelectual vivida en los Reinos Helenísticos
fue la génesis y difusión internacional de los dioses alejandrinos Isis y Serapis.
Egipto, un país de cultura excepcional y milenaria había sido conquistado sin
apenas lucha por los macedonios en los años 332-331 a.C. Ocho años después, en el
reparto de los mandos del Imperio consecutivo a la muerte de Alejandro, su gobierno
correspondió a Ptolomeo, hijo de Lagos, amigo personal y compañero en todas sus
expediciones. Ptolomeo, nombrado sátrapa de Egipto en el 323 a.C., trasladó la capi-
talidad desde Menfis a la nueva ciudad costera de Alejandría, fundada por el propio
Alejandro en el extremo occidental del delta del Nilo (Arriano, Anab., 3,1; Plutarco,
Alex., 16; Estrabón, 17). En lucha interna con otros adversarios, la política agresiva
de Ptolomeo permitiría incorporar a la satrapía la vecina y rica costa de la Cirenaica,
con un área de influencia comercial que desde el gran puerto de Alejandría alcan-
zaba todo el Mediterráneo oriental y central. El acto simbólico que confirmaría esta
nueva “capitalidad” de Alejandría sería el desvío por parte de Ptolomeo del magní-
fico y suntuoso catafalco que transportaba desde Babilonia el sarcófago de oro con-
teniendo el cadáver embalsamado de Alejandro en dirección a Macedonia (o hacia el
oráculo de Amón en el oasis de Siwa según las últimas palabras de Alejandro en su
biografía novelada por Q. Curcio, 10, 5) y que pasó finalmente a ser depositado en el
Sema de Alejandría (Diodoro, 18, 26).
Pero la consolidación de Egipto como reino independiente fue un proceso lento,
marcado por las guerras entre los distintos “Sucesores”. La expansión hacia Gre-
cia del propio Ptolomeo sería frenada por Antígono, sátrapa de Asia Menor y el
Levante, y por su hijo Demetrio Poliorcetes, vencedor sobre Ptolomeo en la batalla de
Salamina (306 a.C.). Antígono decidió adoptar oficialmente el título de Rey, siendo
imitado poco después por el resto de los Diadocos: Ptolomeo, Seleuco, Lisímaco y
Casandro. En el 304 a.C., Ptolomeo se transformó así oficialmente en Ptolomeo I
Sóter (304-283 a.C.), rey de Egipto y fundador de la nueva dinastía de los Lágidas
200 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona
cosecha. Tras la partida de Osiris, Isis criaría entonces a su hijo Horus como madre
abnegada y protectora, y éste lograría finalmente vencer al malvado Seth e imponerse
como rey de Egipto (cf. Burkert 1987; Tobin 1991; espléndida por su claridad la
monografía de Dunand 1973-I).
En el caso de Serapis, los relatos fundacionales no son coincidentes. Su culto fue
creado, según Plutarco (De Iside et Osiride, 361-362), por la directa inspiración de
Ptolomeo; según Tácito (Hist., 4, 83-84) como iniciativa de su tercer sucesor; y de
nuevo según Plutarco, esta vez en su Vida de Alejandro (39,5; 73, 9; 76, 9), como una
divinidad local ya existente en el núcleo egipcio precedente a la fundación de Alejan-
dría (Bradford 1962 y Castiglioni 1978; monografías de Stambaugh 1972; Hornbos-
tel 1973 y Totti 1985; breve síntesis reciente Arena 2000). Ya fuera el primero o el
tercero de los Ptolomeos, el rey habría recibido en sueños la orden de hacer trasladar
desde Sínope, en el Helesponto, una gran estatua del dios de los infiernos Hades, que
según el relato de Tácito (Hist., 4, 83-84) “daría prosperidad al reino y llenaría de
grandeza y gloria a la ciudad que la poseyera”. Plutarco afirma que el rey tan solo
pudo ver la imagen de la estatua en su sueño y que sería su amigo Sosibio el que iden-
tificó la imagen soñada por el Rey como una estatua que él había visto en Sínope. Los
enviados del rey, Soteles y Dioniso conseguirían “tras múltiples penalidades” apode-
rarse de la estatua en una historia que podemos imaginar como toda una aventura.
Al llegar a Alejandría, según el relato de Plutarco (De Iside et Osiride): “tan pronto
como fue visible aquella figura transportada, Timoteo (de Eleusis) y Manetón el
Sebenita conjeturaron por medio de la serpiente y el Can Cerbero que poseía como
emblemas que se trataba de la estatua de Hades y persuadieron a Ptolomeo que no
representaba otro dios sino a Serapis…”
El monarca lágida tenía pues como consejeros espirituales a Timoteo, un eumól-
pida o gran sacerdote iniciado en los misterios de Eleusis que sabemos también inte-
resado por los ritos de la Magna Mater, acompañado por Manetón, un sacerdote
egipcio llegado del templo de Isis en Sebenitos al que el monarca encargaría escribir
una famosa historia de Egipto. La colaboración entre ambos parece pues demos-
trar un esfuerzo consciente de sincretismo, la búsqueda de elementos comunes en las
tradiciones egipcia y helénica para configurar un dios venerado por todos. Pero sin
duda la tradición había novelado libremente los acontecimientos. ¿Por qué Sínope?
Ninguna fuente antigua destaca virtudes destacables para el dios venerado en esa
ciudad del Ponto y se nos hace difícil imaginar un “robo” como el descrito por Plu-
tarco. Pero en egipcio Sen-Hapi significa “morada de Apis” lo que nos conduciría
mejor hacia el santuario milenario de Menfis, en una homonimia que quizás habría
permitido a la tradición “helenizar” así el origen del Dios. Robert Turcan (1989: 79
y n. 11) proporciona un bonito paralelo en la tradición paleocristiana posterior que
explicaba la estatua de Serapis como una imagen de José “el hijo de Sara”, Sarras
pais en griego).
Tácito (Hist., 4, 84), escribiendo en los inicios del siglo II d.C. concluiría de esta
forma su pequeño relato sobre la divinidad:
Serapis y a Isis. Esta es la tradición más constante acerca del origen y del traslado del dios.
Sé que hay algunos que le hacen venir, en tiempos del tercer Ptolomeo, de Seleucia, ciudad
de Siria, y otros ponen la sede, de la cual fue trasladado, en Menfis, en otro tiempo tan
célebre y apoyo del viejo Egipto. En cuanto al mismo dios, muchos creen que es Esculapio,
porque sana los cuerpos enfermos; otros Osiris, antiquísima divinidad de aquel pueblo;
otros muchos pretenden que es Júpiter, por su poder omnímodo; pero la mayor parte
conjeturan que es Plutón y se fundan en los diversos atributos por los que se le reconoce
más o menos claramente...”
Fig. 2.- Planta de Alejandría con la situación del gran Serapeo (de Dossier de l´Archeologie).
obra justifica que los trabajos continuaran durante los reinados de sus sucesores Pto-
lomeo II Filadelfo y Ptolomeo III Evergetes, al igual que ocurriera con otras grandes
obras de la ciudad como la gran torre de la isla de Faros.
Las ruinas del santuario fueron excavadas a fines del siglo XIX por sucesivas
expediciones y en último lugar durante la Segunda Guerra Mundial por A. Rowe, con
resultados que han sido revisados recientemente por McEnzie, Gibson y Reyes (2004).
La identificación del recinto había podido efectuarse ya en 1886 por el hallazgo en
una trinchera de fundación de una placa de oro conteniendo una dedicatoria escrita
en griego y en la sagrada lengua jeroglífica: “El Rey Ptolomeo, hijo de Ptolomeo y
Arsinoe, los dioses hermanos, [dedica] a Osiris/Apis, (el nombre de Serapis transcrito
en cartela jeroglífica), el templo (naos) y el recinto sacro (témenos)” (Maspero 1886;
McKenzie, Gibson y Reyes 2004: 81). Posteriormente, aparecieron en las trincheras de
fundación de las esquinas del recinto otras diez placas de oro, plata, bronce, fayenza y
barro siempre con idéntico texto.
El gran templo y la monumentalización del gigantesco recinto sacro circun-
dante habrían sido pues construidos durante el reinado del tercer dinasta lágida,
Ptolomeo III Evergetes (246-221 a.C.) agrupando en su interior las construcciones
precedentes, mal conocidas. En el recinto han aparecido dedicatorias a Isis y Serapis
por parte de las parejas reales precedentes Ptolomeo I Soter / Arsinoé y Ptolomeo II
Filadelfo / Arsinoé II. Eran estos últimos los padres del tercer Ptolomeo, los “dioses
hermanos” citados en las placas de fundación; un matrimonio real de hermanos de
204 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona
sangre (Filadelfo: “el que ama a su hermana”), cuya unión solo podía legitimarse por
su carácter excepcional y divino. A la muerte prematura de Arsinoé II, Ptolomeo II
organizó en su honor y en la de sus padres también divinizados unas famosas y
grandes fiestas que recogieron todo el fasto y la suntuosidad del más rico de los rei-
nos helenísticos (Pfrommer 1999). Las solemnes Ptolemaia instauradas en los años
279/278 d.C., incluían competiciones gimnásticas, musicales, ecuestres y ante todo
espléndidas procesiones en honor de Dionisos / Serapis descritas por Calíxeno de
Rodas y recogidas de éste con todo detalle por Ateneo (Deip., 197-203; v. traducción
de L. Rodríguez-Noriega 1998 en ed. Gredos). Estas fiestas crearon realmente un
“modelo” de lujo y fasto, siendo el exponente magnífico de aquella luxuria asiatica
que décadas más tarde aturdiría a los imperatores romanos victoriosos sobre Antíoco
y los gálatas del Asia Menor y que sedujo después, por intermedio de Cleopatra,
tanto a Julio César como a Marco Antonio.
La destrucción del templo y su conversión al culto cristiano en el 391 d.C. aca-
baron probablemente con la celebérrima estatua de culto, obra de un escultor del
siglo IV a.C. denominado Bryaxis en torno al 190 d.C. A principios del siglo II d.C.,
Clemente de Alejandría (Protrepticus, 4, 48, 3) describe la imagen como una obra
deslumbrante, cubierta por limaduras de oro, plata, bronce, hierro, plomo y estaño
y también zafiros, hematites, esmeraldas y topacios reducidos a polvo que darían a
la imagen un misterioso color azul oscuro. Conocemos dos representaciones básicas
de Serapis, una alzada, tocada con el kalathos o modius repleto de grano y portando
en la mano la cornucopia de la abundancia; y otra entronizada, con el aspecto regio,
drapeado y calzado propio de Zeus y Hades, con largo cetro, tocado con el kalathos y
acompañado por el can Cerbero. Stambaugh (1972) propondría que la imagen en pie
sería la estatua de culto del Serapeo de Menfis, origen del culto, más relacionado con
los aspectos iniciáticos y mistéricos, mientras que la imagen de Alejandría, política
y simbólica, sería la entronizada (cf. Hornbostel 1973; Tran Tam Tinh 1984; v. en
último lugar la síntesis de Clerc y Leclant 1994 para el LIMC).
En Alejandría, Isis y Serapis actuaban como los grandes dioses nacionales, la
pareja divina rectora de la vida humana y de su destino. Una Gran Madre, protectora
de la familia, los partos y la vida doméstica, sanadora de enfermedades y también
diosa civilizadora y matrona del ciclo agrario de la siembra y la cosecha, simbolizado
en sus templos por la presencia del “Nilómetro”, la barra medidora de la sagrada
crecida anual (Bonneau 1964; Wild 1981). Junto a ella, Serapis era un dios máximo,
a la vez Zeus, Hades y también Helios, que adoptaba al mismo tiempo las virtudes
del Agathos Daimon, la serpiente sagrada protectora de los hogares alejandrinos.
Pero Serapis era ante todo un dios oracular y curativo, que se manifestaba siguiendo
el ritual de la incubatio o sueño profético que el devoto / enfermo debía realizar en el
santuario. Un sueño que significaba la respuesta del dios a sus cuitas y que una vez
interpretado por los sacerdotes permitía seguir las pautas de actuación o curación.
Eran pues ritos mistéricos, de plena raigambre helénica, pero que también adoptaron
las formas y parafernalia de los cultos egipcios tradicionales (Vidman 1969; 1970;
Totti 1985).
Un clero sacerdotal estructurado por clases y especialidades, acompañados por
iniciados con funciones bien precisas, desarrollaban cada día el cuidadoso ritual
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 205
Fig. 3.- Imágenes de culto de Serapis entronizado con el can Cerbero, Isis lactans y
Harpócrates. Escalas desiguales.
COMUNIDADES DE NAVEGANTES…
ello, realmente, no podemos ver una intencionalidad política sino la lenta consoli-
dación de tradiciones náuticas cuyo origen conocemos de modo muy impreciso pero
que sin duda acabaron por cristalizar y ser admitidas de modo universal.
Con seguridad desde el siglo II a.C. y hasta época tardo-romana, Isis y Serapis
fueron los dioses protectores de la navegación mediterránea. Para los griegos, Isis era
oficialmente Pelagia, “Nuestra Señora del Mar” y de las felices travesías (Dunand
1973-III: 258), simbolizadas por la vela henchida que la diosa despliega con ambas
manos en un famoso relieve de Delos del II a.C., (Tran Tam Tinh 1990: n. 269; Mer-
kelbach 1995: fig. 100). En todos los puertos de la época romana, el 5 de marzo
se celebraba la gran fiesta que conmemoraba la apertura oficial de la navegación,
denominada en griego Ploiaphesia “fiesta de la apertura de la navegación” y en latín
Navigium Isidis, “fiesta del barco de Isis”.
La fiesta aparece descrita plásticamente en el siglo II d.C. en el romance de
Apuleyo (Met., 11, 8), cuando el asno Lucio recobra su forma humana gracias a la
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 207
Fig. 5.- Exvoto de feliz navegación. Lucerna naviforme con Isis y Serapis de Ostia (reprod. en
Merkelbach 1995: fig. 212).
… COMERCIANTES
realizados ante su altar en los tratos a crédito, el sacerdocio que actuaba como juez y
testimonio, los depósitos sacros convertidos en auténticas reservas bancarias y sobre
todo, como factor esencial y eterno del trato comercial, la necesidad de encontrar
un reclamo para atraer al público comprador. Esta sería la función de la divinidad
cuyos poderes oraculares, sanadores o simplemente mágicos atraían a los devotos
pero también a curiosos y población en general para participar o contemplar las
grandes fiestas anuales (Ruiz de Arbulo 2000: 19-28).
A partir del 166 a.C., bajo la fórmula jurídica de un puerto franco bajo la admi-
nistración ateniense Roma convirtió a Delos en el gran mercado de esclavos del Egeo.
Negociantes de todos los orígenes llegaron en tropel y con ellos sus dioses nacionales.
En la lápida CIG 2271, dedicada a un tal Patrón, los Herakliastai de Tiro, (recorde-
mos que Melkart / Herakles era la divinidad nacional tiria), agradecían sus servicios
por las gestiones realizadas ante la autoridad ateniense para conseguir delimitar y
consagrar un temenos a Melkart, reuniéndose con anterioridad la asociación en el
gran templo de Apolo. Los hombres de negocios itálicos actuaron de la misma forma
y bajo los epítetos de Apoloniastas, Hermaistas o Poseidoniastas aparecen listados
con miembros de origen libre y servil integrados en distintas sodalitates sacrae en las
que hemos de reconocer auténticas empresas dedicadas a la exportación / importa-
ción marítimas (Hatzfeld 1919). Pero sobre fue la excavación de la sede de los Posei-
doniastas de Beritos (Beirut) la que permitió conocer con detalle la organización
helenística de una de estas sedes nacionales (Bruneau 1978). El edificio, construido
en torno al 110 a.C., incluía un patio con peristilo dórico y cisterna inferior, salas de
almacenaje, gran sala de reuniones y en un lateral una estructura de culto con cuatro
capillas dedicadas a Herakles/Melkart, Afrodita/Astarté, Poseidón y la Diosa Roma.
Las funciones del edificio parecen claras: residencia, sede colegial, lonja de contrata-
ción, altares garantes de los juramentos y almacenes.
… MISIONEROS PREDICADORES
“Texto consignado por el sacerdote Apollonios por orden del Dios. Nuestro abuelo Apo-
llonios, egipcio de la clase sacerdotal, llegó de Egipto trayendo una estatua del dios; con-
tinuó celebrando el culto tradicional y vivió, por lo que parece, noventa y siete años. Mi
padre Demetrios le sucedió y celebró paralelamente el culto de los dioses. El dios recom-
pensó su piedad concediéndole el honor de tener su estatua en bronce; ésta se encuentra
en el templo del dios. Él vivió sesenta y un años. Yo heredé los objetos sagrados y puse
todo mi celo en celebrar el culto. El dios me hizo conocer en sueños que debía consagrarle
un santuario que le perteneciera, que no podía continuar permaneciendo en locales alqui-
lados como hasta ahora, que encontraría él mismo el lugar donde establecerse y que me lo
indicaría. Y así fue. Era un lugar lleno de basura del que se anunciaba la venta en un cartel
colocado en el ágora. Como era la voluntad del dios, se concluyó la compra y el santuario
se construyó rápidamente, en seis meses. Pero algunas gentes se unieron contra nosotros y
contra el dios; intentaron contra el santuario y contra mí una acción pública para que nos
inflingieran un castigo o una multa. Pero el dios me predijo en sueños que ganaríamos el
proceso. Ahora que el proceso ha terminado y hemos vencido de forma digna de un dios,
alabamos a los dioses y les rendimos justas gracias...”
El texto en verso, firmado por el poeta Maiistas, añade algunos nuevos matices,
como el origen menfita del sacerdote y misionero Apolonio. Podemos imaginarnos
su llegada a Delos como un misionero individual, con su túnica de lino blanco, san-
dalias de papiro y la cabeza rapada, portando con él una imagen del dios y los sacra
Fig. 6. Delos. Barrio del Inopos y terraza de los dioses extranjeros. Vista del Serapeo A junto al
cauce del Inopos, con la columna votiva al pie de la escalera de acceso (plano base y fig. de Bruneau
1986: 24 y 33). Planta del Serapeo C y el Iseo (de Roussel 1916 en Dunand 1973-II:, fig. 5).
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 211
necesarios para el culto, o los largos años empleados en su labor predicadora hasta
consolidar un pequeño grupo de devotos adeptos a sus enseñanzas. El hijo, heredero
de los objetos sagrados, pudo ya encargar una nueva estatua en bronce de la divini-
dad lo que acredita un aumento de los donativos. Al nieto le correspondió ya erigir
un santuario permanente y de mayor tamaño.
La citada acusación de algunas gentes contra el nieto sacerdote y su santuario no
termina de entenderse bien. Los cultos en Delos eran múltiples e internacionales y el
conflicto no pudo corresponder a la simple la elección de un solar abandonado “lleno
de basura” en un barrio cualquiera. Pero el texto nos oculta que en realidad el nieto
Apolonio eligió cuidadosamente para el santuario un solar situado junto al cauce
del Inopos, el mítico torrente delio, cuyas aguas eran consideradas un afluente del río
Nilo. En un trabajo reciente, H. Siard (1998) ha investigado como desde el Inopos,
una toma de agua alimentaba directamente la cripta y el Nilómetro del santuario.
Una acción a todas luces fraudulenta que pudo ser razón suficiente para motivar la
protesta vecinal que no pudo acabar con la fama del dios.
… Y LA AUTORIDAD COMPETENTE
devotos en las donaciones mencionan juntas a todas las clases sociales incluyendo
también esclavos (Roussel 1916; Bruneau 1970; Dunand 1973: 97-98). A fines del
siglo II a.C. se instalaría junto a los santuarios egipcios del barrio del Inopos un
enorme santuario dedicado a las divinidades sirias, organizado en terrazas en torno
a un teatro ceremonial para las reuniones y salas para los banquetes rituales.
También Pompeya tuvo desde finales del siglo II a.C. un Iseum ornado con esta-
tuillas importadas de Egipto y monumentos de basalto cubiertos de jeroglíficos (Tran
Tam Tinh 1964). El Iseum de Pompeya representa un ejemplo excepcional y único
para entender los programas decorativos de los santuarios egipcios ya que tras el terre-
moto del año 62 d.C., el santuario había sido rápidamente restaurado a cuenta del rico
liberto pompeyano N. Popidius Ampliatus en favor de su hijo N. Popidius Celsinus. En
agradecimiento, el ordo de la ciudad habría admitido al niño como decurión honorario
(praetextatus), de forma gratuita (sin pagar la obligada summa honoraria) y a pesar de
tener solo 6 años (CIL X, 846). Un honor excepcional que permitía al niño superar su
origen libertino abriéndole un posible camino hacia las magistraturas urbanas vedadas
a los libertos. Gracias a este acto evergético, en el momento de la erupción vesubiana
del año 79 d.C. el santuario estaba ya en uso y ha conservado in situ todo el aparato
decorativo pictórico y estatuario, con los materiales muebles depositados en los distin-
tos ambientes. Todo este material ha sido recogido y analizado de forma detallada por
una reciente exposición que ha permitido además volver a restituir in situ con medios
fotogramétricos las decoraciones pictóricas del santuario (De Caro, coord., 1992).
Situado en la ínsula VIII, 7, tras el pórtico superior del teatro (a la izquierda), el
santuario limitaba con la palestra samnita y el templo de Zeus Meilichios. La entrada
angular conducía a un cuadripórtico pintado con paneles del tercer estilo pompeyano,
SACERDOTES E INICIADOS
Fig. 9.- Procesiones isíacas. Relieve de los Museos Vaticanos: de izq. a der. Iniciada con sistro y
sítula, sumo sacerdote celado conteniendo la jarra de oro representando a la diosa Isis, iniciado
propheta o grammateus con los papiros sagrados, iniciada con sítula y serpiente sagrada.
Estatuilla de sacerdote egipcio tonsurado (Walters Arts Gallery, Baltimore). Pastóforos con
antas (Museo Egipcio, Berlín). Iniciado con máscara de Anubis (Museos Capitolinos) (reprod.
en Merkelbach 1995 passim).
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 217
de su nieta Avita cubriría una imagen de Isis con todo tipo de joyas y gemas en un
auténtico exceso femenino (CIL II, 3386). Los ritos cotidianos de la apertura y salu-
tación matutinas; el vestido y adorno de las estatuas; los continuos sacrificios y roga-
tivas de los adeptos particulares, hasta el solemne sacrificio vespertino y la comida en
común, marcaban una jornada llena de actividades abierta además a los mendigos y
necesitados que frecuentaban los santuarios en busca de alimento o simple cobijo.
Los ritos iniciáticos respondían siempre a una “revelación” de los dioses, una apa-
rición o sueño profético que dejaba paso a un lento aprendizaje bajo la vigilancia y
consejo del sumosacerdote. Participación en los ritos cotidianos, ayunos, abstinencias,
purificaciones y plegarias se sucedían hasta poder alcanzar, como el Lucio de Apuleyo
la gran ceremonia nocturna y secreta después de la cual el mystes se mostraba ante los
devotos vestido con la estola olímpica de doce capas, cubierto por la clámide bordada,
ceñido por la corona de hojas de palmera y portador de una antorcha. A la presenta-
ción, seguía el gran banquete convivial, la kliné de Isis o del señor Serapis mencionada
repetidamente en la epigrafía (SIRIS).
FAMA UNIVERSAL
A partir del siglo I d.C. el auge de Isis y Serapis como auténticos grandes dioses
esenciales sería imparable. En su revelación a Lucio (Apul., Met.), la Isis de época
imperial aparece como la divinidad myrionyma “de innumerables nombres”, una
diosa madre que cubría todas las necesidades y todas las costumbres, hasta los deta-
lles más nimios. Por todo el Imperio se dedicaban a Isis las “aretalogías”, letanías en
honor de la diosa que debían ser recitadas en voz alta y por ello también a menudo
ofrendadas como textos votivos sobre metal o piedra (cf. Grandjean 1975). La diosa
aparece en ellas como una protectora indulgente pero también como una justiciera
implacable. En su gran santuario de Baelo Claudia, en la costa del Estrecho, una
devota dejó grabada una lámina de plomo exigiendo venganza a Isis ¡por el robo de
unas sábanas! (Belo V, núm.1), lo que se ha interpretado como un último recurso de
amenaza al ladrón (y su familia) si no devolvía lo robado.
EL SERAPEO OSTIENSE
A fines de los años 30, los trabajos de G. Calza en la gran excavación de las ruinas
de Ostia Antica avanzaron en dirección al mar desde el foro de la ciudad a lo largo de
la via della Foce hasta alcanzar un conjunto de edificios situados junto a un enorme
almacén de época trajanea. Se trataba de una parcela de planta triangular ocupada
por una gran insula de apartamentos abierta a la via della Foce, atravesada por un
paso inferior que daba acceso a un callejón en torno al cual se organizaban una serie
de edificios: casas, unas termas, un almacén y un santuario organizado en torno a un
templete in antis (Scavi di Ostia I, Regio III, Ínsula 17)
La interpretación del culto no dejaba lugar a dudas. A la entrada del santuario,
un mosaico con la imagen del buey Apis daba acceso a un área sacra pavimentada
218 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona
con un gran mosaico nilótico a su vez cubierto por un suelo tardo-antiguo en el que
aparecieron reutilizadas dos piezas de mármol blanco de un pequeño frontón con la
inscripción IOVI SERAPI; esculturas y epígrafes dispersos mostraban igualmente
la piedad de los fieles hacia las divinidades egipcias. Fue por tanto posible poner en
relación directa estos hallazgos con un fragmento epigráfico ya conocido de los Fasti
ostienses (127) mencionando la dedicatoria el día 24 de enero del 127 d.C. de un tem-
plo a Serapis por un miembro de la familia ostiense de los Caltilii: VIIII k(alendas)
Febr(uarias) templum Sarapi, quod [L?] Caltilius P[---] sua pecunia exstruxit, dedi-
catum [es]t (Vidman 1957).
El santuario y su relación con los edificios vecinos –el Casseggiato di Bacco e
Arianna, y la tardía Domus accanto al Serapeo– fueron incluidos en los grandes
estudios ostienses de Calza y Becatti (1961) y lógicamente tenidos muy en cuenta
en la bibliografía especifica sobre los cultos orientales en Ostia (Floriani Squarcia-
pino 1962: 19-36) y los cultos alejandrinos (Wild 1984). No obstante, nunca se había
realizado un estudio monográfico sobre el santuario y esta fue la tarea emprendida
por Ricardo Mar, que a fines de los años 80 emprendió diversos estudios sobre la
urbanística de Ostia (Mar 1991a; 1991b; 1992; 1996). Estos trabajos han dado origen
finalmente a una reciente monografía (Mar ed. 2001) incluyendo el estudio arqui-
tectónico y funcional de las distintas fases del santuario ostiense (R. Mar), la revi-
sión iconográfica de los mosaicos (E. Subias) y las esculturas (I. Rodà), y un nuevo
estudio epigráfico (F. Zevi); estudios que permiten hacernos una idea mucho más
completa sobre la complejidad funcional y social de un Serapeo en los siglos II y III
d.C. (R. Mar y J. Ruiz de Arbulo).
El punto de partida de este estudio fue la delimitación por R. Mar de las distintas
fases arquitectónicas del santuario y los edificios vecinos, construidos con la técnica
del opus mixtum, intercalando sillarejos romboidales y franjas de ladrillos que suelen
presentar marcas de fábrica identificables y datables con precisión gracias al magní-
fico estudio de H. Bloch (1947) dedicado a los lateres signati romanos y a su trabajo
específico dedicado al Serapeo ostiense (Bloch 1959). En segundo lugar, hubo que
buscar la lógica imperante en las relaciones constructivas a partir de los preceptos
legales que regulaban el urbanismo romano. El resultado final llevó a poder observar
que el conjunto de edificios que conforman la parcela triangular en cuyo interior se
sitúa el santuario de Serapis formaban parte, necesariamente, de un misma propie-
dad organizada en torno a una vía particular de servicio (la vía del Serapide) accesi-
ble desde la vía della Foce (Mar 1992; 1996; 2001: 39-100).
En la restitución de R. Mar, el Serapeo ostiense incluía pues los siguientes edificios:
— Templo y área sacra porticada.
— Salones conviviales.
— Edificio de la gran aula triclinar.
— Bloque de apartamentos.
— Estancias de servicio.
— Termas.
— Almacenes (Pequeños Horrea).
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 219
Fig.10.- Situación del santuario de Serapis en la ciudad de Ostia (Mar 2001, fig. 3)
Fig. 11. Restitución de la primera fase constructiva del Serapeo ostiense según R. Mar (2001,
fig. 5) y definición de las diferentes partes del mismo.
220 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona
Fig. 12. Santuario de Serapis en Ostia. Vista del área sacra con altar central desde la cella de
culto. Placas de mármol del frontón del templo con inscripción Iovi Serapi y pedestal dedicado
al niño senatorial M. Umbilius Maximinus (de Mar ed. 1995 passim)
contrario, se nos revela como una compleja entidad económica y social llena de mati-
ces. La importancia en volumen construido del gran bloque de apartamentos excede
con mucho las necesidades del clero sacerdotal y también las de una hospedería para
los terapeutas o visitantes de paso. Podemos pues también interpretar la utilización
del edificio por el santuario en términos de “inversión inmobiliaria” (Mar 1996),
obteniendo réditos por el alquiler de distintos cenacula a iniciados y particulares. En
el mismo sentido apuntan el negocio de las termas situadas en la misma parcela del
santuario o los pequeños horrea de almacenaje.
Al acercarse a Ostia, un mercader marítimo de cualquier origen reconocía en el
Serapeo un santuario familiar, sede de sus propios dioses protectores. Un lugar pues
que visitar y honrar con oraciones y dones como acto de piedad y agradecimiento
después de una buena travesía y en espera de la próxima. Pero en el Serapeo, este
comerciante de ultramar también tenía la posibilidad de encontrar un alojamiento
temporal, de disfrutar de un baño caliente y un buen masaje o incluso de guardar tem-
poralmente su cargamento en un almacén particular esperando la visita del compra-
dor; todo ello asegurado por la seriedad y normas estrictas de la clase sacerdotal.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 223
Y DE NUEVO EMPORION
Serapis. Del conjunto de mármoles proceden igualmente dos pies y una garra que E.
Sanmartí (1992) pondría en relación con una imagen entronizada de Serapis acompa-
ñado del can Cerbero. Pero creemos por el contrario que estos dos pies, calzados con
sandalias de una tira y cortados por la parte posterior pertenecen con toda seguridad
a una imagen femenina, probablemente de Isis. Con nuestro compañero el profesor
D.Vivó hemos iniciado un nuevo estudio del conjunto de esculturas marmóreas apa-
recidas en el Asklepieion, con objeto de aclarar en lo posible estas cuestiones.
El de Alejandría visitó pues Emporion en busca de negocios y oportunidades
comerciales, como otros traficantes de su misma nacionalidad visitaron la Delos hele-
nística y la Campania tardo-republicana. El santuario emporitano de las divinidades
egipcias, que todavía deberemos estudiar con mucho mayor detalle, pudo ser pues uno
de esos recintos polivalentes testimonios de la religión y el comercio internacionales.
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Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la
Edad Antigua
que han llegado hasta nuestros días. Presentamos los contenidos en dos grandes blo-
ques: el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia, haciendo la salvedad de que en
el primero incluimos los escritos de los llamados Padres Apostólicos (Ayán 2000; Ruiz
Bueno 1979), pues tanto por contenido, como por lenguaje y cronología, están más
cercanos al corpus neotestamentario que al resto de escritos patrísticos.
Jesús y el sacerdocio.
tenía nada que ver con la inmolación de animales o con otros ritos de este género. Así
pues, había una verdadera ruptura entre la nueva fe y el sacerdocio antiguo. Nadie
disimulaba este hecho, y además convenía marcar las diferencias, dentro del proceso
de crecimiento de la Iglesia, el verdadero Israel, frente al antiguo pueblo elegido, en
la dinámica que Jaroslav Pelikan denomina desjudaización del cristianismo (Vanhoye
1992: 317; Pelikan 1994: 12-27).
Sin embargo, a pesar de todo lo afirmado, en el NT, además de con los títulos
cristológicos, Jesús es denominado también con términos que tienen ciertas reminis-
cencias sacerdotales. Así, es llamado diácono (Rom 15,8: Xrist_on dia/konon), apóstol
(Heb 3,1: a)po/stolon); pastor (Jn 10,14; Heb 13,20; 1Pe 2,25: to_n poime/na); maes-
tro (Jn 13,13: dida/skaloj); obispo (1Pe 2,25: e)pi/skopon), y también, con alcance
técnico, es denominado sacerdote (Heb 5,6; 7,17.21: i(ereu/j). El término sacerdote
(i(ereu/j) era usado tanto para designar a los miembros de la casta sacerdotal pagana
como para referirse a los sacerdotes del antiguo culto de Israel. Además, conviene
señalar que el término sacerdote figura 31 veces en los escritos neotestamentarios en
su forma simple –i(ereu/j– y 122 en la compuesta y ponderativa –a)rxiereu/j–, para
designar, aparte de a los sacerdotes de Zeus en Listra (Hch 14,13) y a los sacerdotes
judíos, a Jesucristo (en la carta a los Hebreos) y a los creyentes en Él (1Pe 2,4-10; Ap
1,5-6; 20,4-6). ¿Cómo se conjuga esta aparente discordancia, entre este dato último y
todo lo expuesto hasta ahora? La explicación la ofrece la carta a los Hebreos.
Es, por lo tanto, indiscutible que según Heb, la esencia y plenitud del sacerdocio
cristiano sólo se realiza, acumulada, perfectamente en Cristo. Sólo Él es sacerdote
con toda propiedad, por derecho propio, por esencia (Guerra 1969: 42). Sólo Cristo
ha sido capaz de cumplir la función esencial del sacerdote, que consiste en estable-
cer una mediación entre Dios y los hombres, hace de puente; por ello, es el pontifex
perfecto. Él es el único mediador, por lo que se deduce que para llegar a una relación
auténtica con Dios, es menester pasar necesariamente por él, y más concretamente
por su sacrificio. Ningún hombre puede prescindir de la mediación de Cristo y nin-
guno puede sustituir a Cristo para cumplir esta función respecto a otras personas.
Así pues, un solo sacerdote nuevo sucede a la muchedumbre de sacerdotes antiguos
(Vanhoye 1992: 319).
Pero también el texto de esta carta-homilía deja traslucir las consecuencias que
tiene el único sacerdocio de Cristo para la comunidad cristiana. En primer lugar, a
partir del sacrificio de Jesús, el culto cristiano no se sitúa al margen de la vida; quedan
abolidas todas las separaciones rituales que alejaban el verdadero culto de la cotidiani-
dad; en la vida misma es donde se rinde el verdadero culto, que en palabras de Jesús a la
samaritana no está ligado a ningún lugar –ni Garizín ni Jerusalén– porque es un culto
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 233
en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Esos adoradores verdaderos, de los que habla Jesús,
son todos los bautizados, que participan del único sacerdocio –todos son sacerdotes
por el bautismo–, es decir, pueden, en Jesús, ofrecerse a Dios, hacer una ofrenda de su
vida cotidiana, vivirla con el reconocimiento de que esta vida es el regalo más hermoso
que Dios les ha hecho para el servicio a sus hermanos: Ofrezcamos sin cesar, por medio
de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nom-
bre. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que
agradan a Dios (Heb 13,15-16) (cf. Grossi 1983: 3047-3051; Vanhoye 1978: 56).
Esta realidad, conocida como sacerdocio común de los fieles, aparece en otros tex-
tos neotestamentarios, como 1Pe 2,4-10; Rom 12,1; Ap 1,5-6; 5,9-10; 20,6; y en otro
lugares del Nuevo Testamento, no directamente, sino con expresiones típicamente cul-
tuales: Rom 15,16; Ef 2,18-22; Filp 2,17; 3,3; Heb 4,14-16; 7,9; 8,1; 10,19-22. Por lo
tanto, ese sacerdocio interior, sacerdocio bautismal o común de todos los creyentes en
Cristo consiste en ofrecer no un culto a base de víctimas propiciatorias, sino, a ejemplo
del sacrificio de Jesús, ofrecer la propia vida, es decir, elevar un culto y sacrificios espi-
rituales de alabanza, convirtiendo la propia persona en hostia viva y santa, al ofrecer
el propio cuerpo y la vida impregnada de caridad teologal, y todos los sufrimientos y
actividades para la gloria de Dios (Greshake 1995: 52-58; Guerra 1969: 74-75).
Así dirá Orígenes: Tú que sigues a Cristo y lo imitas, tú que vives en la palabra de
Dios, tú que meditas en su ley día y noche, tú que te ejercitas en sus mandamientos, tú que
estás siempre en el santuario y no sales nunca de él. No es el lugar donde hay que bus-
car el santuario, sino en los actos, en la vida, en las costumbres. Si son según Dios, si se
cumplen según sus preceptos, poco importa que estés en casa o en la calle, poco importa
incluso que te encuentres en el teatro; si sirves al Verbo de Dios, estás en el santuario; no
te queda duda alguna (Hom. sobre Levítico XII, 4; Hamman-Chauvet 2000: 40-42).
Desde esta perspectiva, el modelo sumo del sacerdocio común es el representado
por los mártires. El libro del Apocalipsis, como ya hemos señalado, atribuye el título
de “sacerdotes” a todos los cristianos y se lo promete de una manera especial a los
que han llevado su fidelidad hasta el martirio, pero declara explícitamente que ese
sacerdocio depende de Cristo, es su obra, una obra admirable: Esos que están vestidos
con vestiduras blancas… son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vesti-
duras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono
de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario (7,13-15).
Por otro lado, la primera carta de Pedro utiliza una formulación más matizada, y
elabora de forma más precisa la doctrina del sacerdocio común, mostrando claramente
que es poseído por todos los cristianos juntamente gracias a su adhesión a Cristo y
que sólo se ejerce a través de la mediación de Cristo (Fernández 1970: 13-47).
Pero junto al sacerdocio común de todos los bautizados, en los escritos del NT
aparecen los trazos de lo que posteriormente se entendió como sacerdocio minis-
terial. Como afirma Vanhoye, en cuanto cristianos, los ministros de la Iglesia for-
man evidentemente parte del organismo sacerdotal formado por todos los cristianos,
estando llamados a ofrecer también el culto cristiano existencial, que consiste en la
transformación de la vida entera por medio de la caridad divina. Pero aparte de eso,
¿hay motivos para reconocer a los ministros una cualificación sacerdotal particular?
La respuesta que ofrece el NT es doble: ningún texto concede a los apóstoles ni a los
234 Francisco Juan Martínez Rojas
demás ministros de la Iglesia el título explícito de sacerdote, pero por otra parte el
desarrollo doctrinal que es posible observar en el interior del NT nos pone claramente
en camino de una comprensión sacerdotal del ministerio (Vanhoye 1992: 320). En los
textos del NT que expresan las características del ministerio apostólico o pastoral
cristiano, se constata que una presentación de los ministros de la Iglesia como instru-
mentos vivos de Cristo mediador, y no ya como delegados del pueblo sacerdotal. La
carta a los Hebreos sitúa al lado de Cristo a los dirigentes de la comunidad evocando
su ministerio de la palabra, su cura de almas, su autoridad (13,7). Y también al lado
de Cristo es donde Pedro coloca a los presbíteros, encargados, en nombre del mayoral
–archipastor, a)rxipoi/menoj– de apacentar a la grey de Dios que es al mismo tiempo
la ‘casa espiritual destinada al ejercicio de un sacerdocio’ (1Pe 5, 1-4) (cf. Vanhoye
1992: 322).
Estos textos y algunos otros revelan que el ministerio apostólico y pastoral cris-
tiano tiene como función específica manifestar la presencia activa de Cristo media-
dor, de Cristo sacerdote en la vida de los creyentes, a fin de que éstos pudieran
acoger explícitamente esta mediación y transformar gracias a ella toda su existencia
(cf. Kilmartin 1997: 947-949; Lécuyer 1983: 2251-2259). Así las cosas, el sacerdocio
común es ofrenda personal, mientras que el ministerio pastoral es manifestación
tangible de la mediación sacerdotal de Cristo. Y por ello, el ministerio de los pasto-
res no los separa de la comunidad, no los constituye en una casta aparte, sino que al
contrario los pone al servicio de la comunión entre todos (Vanhoye 1975: 193-207;
id. 1992: 323).
Es en la carta de Clemente Romano a los Corintios (ca. 90) donde se distingue
por vez primera de manera nítida la diferencia entre los sacerdotes ordinarios y los
hombres del pueblo o laicos (Leclercq 1927: 1053-1064), aunque la referencia a los
ministros cristianos es implícita (Clemente 40,5). Clemente afirma la existencia, en la
Iglesia, de un sacerdocio ministerial contrapuesto a los laicos, designación que apa-
rece aquí por vez primera (Guerra 1969: 41; id. 2002 passim; Lienhard 1997: 265-266;
Schatkin 1997: 661-662).
de su condición de apóstol. Junto a ese dato, conviene resaltar también que se entre-
mezclan lo que serán posteriormente ministerios netamente perfilados y carismas
(profecía), es decir, los aspectos institucionales y carismáticos de la comunidad, que
en Pablo, antes que oponerse y excluirse, se unen para el mejor servicio de los creyen-
tes. Posteriormente se hará referencia a la estructura comunitaria que se deduce del
corpus paulino.
Centrándonos en las anteriores categorías que hemos visto para los ministros
que desarrollan su servicio en una comunidad local, a partir de los mismos textos
neotestamentarios y de los Padres Apostólicos, podemos señalar cuáles son las líneas
directrices de su ministerio. En primer lugar, aparece claramente que todos ejercen
una función que podemos denominar de dirección o presidencial, por la cual dirigen
y gobiernan a la comunidad. En segundo lugar, a su cargo corre igualmente la ense-
ñanza, tanto el primer anuncio o kerigma, sobre todo a los no creyentes, como la pro-
fundización, instrucción en la fe o didajé de los bautizados o bautizandos. Además,
en el ámbito litúrgico de la comunidad, presiden el memorial del Señor, la fracción
del pan o eucaristía, administran la unción de enfermos, los cristianos se unen en
matrimonio en su presencia –el obispo en Ignacio de Antioquía– (cf. Brown 1999
passim; Ferguson 1997b: 750-752). Igualmente, es tarea suya cuidar por la buena
administración de la economía comunitaria, sobre todo en su vertiente caritativa,
aunque este aspecto pronto se convirtió en misión específica de los diáconos (Bauer,
Arndt y Wilbur Gingrich 1957a: 183-184; Beyer 1966: 969-984; Commission Théo-
logique Internationale 2003; Guerra 1962: passim; Hamman 2004 passim; Klauser
1957: 888-909; Lampe 1972a: 352-354; Pauly-Wissowa 1905: 317-318; Weiser 1996:
911-919). Finalmente, estos directores locales ostentan también una función repre-
sentativa, ya que en ocasiones representan oficialmente a la comunidad.
238 Francisco Juan Martínez Rojas
Con todo lo que hemos contemplado hasta ahora, podemos esbozar las estruc-
turas comunitarias que aparecen reflejadas en los escritos neotestamentarios y en las
obras de los Padres Apostólicos.
En las comunidades paulinas, a juzgar por los datos que nos ofrece el mismo cor-
pus epistolar del apóstol, no existe una jerarquía plenamente perfilada. Por ello, las
diversas funciones dentro de la comunidad se encuentran en un mismo nivel, aunque
el papel de guía de la comunidad tiende a institucionalizarse y emerger con nitidez,
sobre todo a partir de la institución que el mismo Pablo realiza en algunos de sus cola-
boradores (Timoteo, Tito). Según aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles,
en las primeras comunidades que fundó, Pablo, en virtud de su cualidad de apóstol,
instituyó los primeros presbíteros, aunque a veces utiliza indistintamente presbítero y
obispo (Tit 1,4-7). El papel desempeñado por los obispos-presbíteros en la comunidad
no se puede aún definir fácilmente, en lo que podríamos denominar nivel jurídico.
los obispos asistentes. Los sacerdotes eran ordenados por el obispo y los demás
sacerdotes asistentes, mientras que los diáconos eran ordenados exclusivamente por
el obispo, puesto que era ordenado para su servicio y no para el del sacerdote. La
ordenación se realizaba mediante un rito, la imposición de manos (xei=rotoni/a), por
el que se consideraba que Dios manifestaba su voluntad, y este gesto iba acompa-
ñado siempre de la oración, que manifestaba el origen divino del poder transmitido
por las manos impuestas sobre la cabeza de los candidatos (1Tim 4,14; 2Tim 1,6):
No seas precipitado en imponer las manos a nadie (1Tim 5,22) (Ferguson 1997a: 669-
671; id. 1997c: 832-834; Guerra 1969: 64; Vogel 1972: 7-21, 207-235).
Curiosamente, la imposición de manos, de tanta importancia en la administra-
ción de una orden sagrada, no ha encontrado eco en la iconografía paleocristiana,
pues los ejemplos que tradicionalmente se habían presentado, como una pintura de
la catacumba de Sant’Ermete, y la inscripción del difunto Teódulo, en la cripta del
papa Dámaso, actualmente son interpretadas más bien como escenas que represen-
tan el juicio de un difunto (Leclercq 1950: 240-242).
Por lo que respecta a los ornamentos cultuales, no tenemos muchos documentos
que nos informen sobre las que serían posteriormente llamadas sagradas vestiduras;
son escasos los documentos escritos que sobre ello nos quedan y no se conserva pin-
tura alguna ni escultura representando al clero en sus funciones rituales hasta bien
entrado el s. IV. Sin embargo, se puede afirmar, por los escasos datos que se poseen,
que en los primeros siglos, los celebrantes, habitualmente llamados presidentes, no
llevaban ningún tipo de vestidura litúrgica. Fue a partir del s. IV cuando se empezaron
a utilizar ornamentos propios, que en su mayor parte estaban tomados de la indumen-
taria romana. Sabemos, por ejemplo, que S. Agustín celebraba la eucaristía revestido
de una simple túnica blanca, cubierta en ocasiones por un manto que se abría como
una capa. El signo que distinguía a los obispos, a partir de finales del s. IV, era el palio,
que posteriormente quedó reservado a los metropolitanos, como signo de comunión
con la sede de Roma.
Junto con los tres órdenes principales del sacerdocio, considerados de origen
divino, aparece casi siempre en todos los ordines eclesiásticos, establecidos por la Igle-
sia para algunas funciones cultuales o eclesiales. Cuando estuvieron plenamente desa-
rrollados, eran cinco: subdiaconado, acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado.
La institución de estos ministerios no se hacía mediante la imposición de manos, sino
con la entrega de algún objeto relativo a su función. Así, el subdiácono era instituido
con la entrega por parte del obispo de una patena y un cáliz vacío. Al lector se le
entregaba el libro sagrado. Por otras partes encontramos curanderos o exorcistas. De
porteros u ostiarios habla la mencionada carta del papa Cornelio citada por Eusebio,
y se sabe que eran instituidos por la entrega de las llaves del templo.
La tonsura era el rito de entrada en el escalafón clerical, aunque es una práctica
que no se remonta a los primeros siglos. En el s. V, en África, los clérigos se distin-
guían por tener una corona en la cabeza, que se hacía rapando una parte del pelo. De
ahí la denominación de clérigos coronados –coronati–, que posteriormente se popu-
larizó durante el medievo y la edad moderna. A partir del s. VI la iconografía recoge
la tonsura, y el papa Gregorio Magno (+604) es el primer obispo de Roma que alude
a esta práctica (Guerra 2002: 57).
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 241
panes de la proposición del templo del Señor, Ireneo pone en conexión la figura del
rey poeta con la del creyente, que también necesita tomar el pan de la Eucaristía para
ofrecer el verdadero sacrificio de su vida, que consiste en las obras del alma, que se
realizan por el pensamiento o las buenas palabras para ayudar al prójimo. Por eso, con-
tinúa afirmando Ireneo, sacerdotes son todos los discípulos del Señor que no heredarán
aquí campos o casas, sino que siempre sirven al altar (IV, 8, 3).
a los excesos montanistas de Tertuliano (Guerra 1969: 76). Así, progresivamente, van
desapareciendo los términos que habían sido utilizados en las primeras comunidades
para expresar el sacerdocio en términos de servicio, diakonía, y se empieza a perfilar
un ejercicio del ministerio más en clave y lenguaje jurídicos (Guerra 1972: 295-313).
Esta evolución se continúa y acentúa a partir del s. IV, cuando con la paz cons-
tantiniana, la alianza entre la Iglesia y el Estado tuvo como consecuencia, entre otras,
un sustancial cambio en la condición social de los jerarcas cristianos. La legislación
civil concedía a los obispos, presbíteros y diáconos un rango definido en su jerarquía
propia. Los obispos, por ejemplo, eran equiparados a los más altos dignatarios del
Estado, teniendo las decisiones de su propio tribunal, la audientia episcopalis, vali-
dez en el foro civil. El Imperio romano reconoció también a los obispos el derecho
a honores, señales de respeto y uso de insignias correspondientes a su rango civil.
Estos cambios se detectan, por ejemplo, en la liturgia, donde aparecen ceremonias
calcadas de los usos de la corte imperial. Es sintomático que la cátedra del obispo, en
esta época pase a ser trono imperial, y que esta evolución se aplique al mismo Cristo,
en los mosaicos. Así, estas circunstancias influyen en una concepción del sacerdocio
que se expresa en términos de dignidad y poder, terminando por oscurecer, y hasta
hacer desaparecer la terminología de servicio –ministerium– en uso hasta entonces.
Por otro lado, a partir de finales de este siglo se escribieron los grandes tratados
sobre el sacerdocio ministerial, sin que se descuidase también la reflexión sobre el
sacerdocio de los fieles. Hay que señalar que no hay tratados sobre el sacerdocio en
los primeros tiempos, son referencias personales, resoluciones de problemas y casos
prácticos, etc. Tampoco se plantean la cuestión sobre cuál es la función específica-
mente sacerdotal: la sacrificial o cultual, o también la magisterial o evangelización.
Jamás se proponen exponer la organización jerárquica, ni la naturaleza y actividad
del sacerdocio o la terminología empleada para nombrar a las personas que ejercían
las funciones directivas en las Iglesias de los primeros siglos (Guerra 1969: 14).
Tres son los tratados clásicos sobre el sacerdocio ministerial: la Oratio II de San
Gregorio Nacianceno, los seis libros De Sacerdotio, de San Juan Crisóstomo, y la
Regula Pastoralis, de San Gregorio Magno.
Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
CAMAS-SEVILLA