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ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES:

EL SACERDOCIO EN
LA ANTIGÜEDAD
José Luis Escacena Carrasco
Eduardo Ferrer Albelda
(Editores)

ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES:


EL SACERDOCIO EN
LA ANTIGÜEDAD

SPAL MONOGRAFÍAS
VII

Sevilla 2006
Monografía Revista Spal
Núm.: VII

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este


libro puede reproducirse o trasmitirse por ningún procedi-
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© José Luis Escacena Carrasco / Eduardo Ferrer Albelda (editores), 2006
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PRÓLOGO

El número siete de la serie monográfica de Spal constituye un paso más en la


colaboración entre el SARUS y el Departamento de Prehistoria y Arqueología de
la Universidad de Sevilla, además de la culminación de una actividad de investiga-
ción y difusión del conocimiento que se integra entre los objetivos prioritarios de la
labor universitaria. La idea originaria de esta colaboración fue la potenciación de los
estudios sobre el fenómeno religioso y aspectos concretos de las manifestaciones reli-
giosas como sus expresiones iconográficas, arquitectónicas o literarias, proponiendo
como marco espacial la cuenca mediterránea y el Próximo Oriente y como límite
temporal la Antigüedad en su acepción más amplia. El carácter interdisciplinar que
se ha pretendido imprimir a estos seminarios persigue evitar la circunscripción de
los títulos y los contenidos al análisis desde la metodología arqueológica de dichas
manifestaciones, abriendo el campo de estudio a otras disciplinas como la historia
antigua, la historia del arte, la filología, la teología e, incluso, las matemáticas.
Así mismo, hemos promovido la absoluta libertad en la elección de los partici-
pantes y en los contenidos de las exposiciones, de manera que la investigación no se
vea condicionada por prejuicios ni cortapisas. Este espíritu ha sido bien acogido por
todos los participantes en los seminarios y por los estudiantes asistentes; de hecho
la multitudinaria acogida de los alumnos en todos y cada uno de los seminarios, en
la mayoría de los casos en el límite de la capacidad de las aulas, da buena cuenta del
interés demostrado por la comunidad universitaria, como parte integrante y botón
de muestra de la sociedad, por el fenómeno religioso.
Hace ahora cinco años se organizó el primer seminario con el título EX ORIENTE
LUX. Las religiones orientales antiguas en la Península Ibérica, también publicado en
la serie monográfica de Spal con el número 2, cuya edición está actualmente ago-
tada. Posteriormente se han celebrado seis nuevos seminarios: Religión y poder en la
Antigüedad (2001), Domus Deorum: Espacios sagrados en el mundo antiguo (2001),
Evolucionismo: Perspectivas desde la ciencia y la fe (2002), Iconografía religiosa en el
mundo antiguo (2002), el que conforma esta monografía, Entre Dios y los hombres:
El sacerdocio en la Antigüedad (2004), y el último, Etnicidad y religión en el mundo
antiguo (2005), impartido hace pocas semanas.
El libro que ahora sale a la luz tiene como tema monográfico el sacerdocio y su
función mediadora en la comunicación entre los dioses y los hombres, analizado en
diez capítulos que tratan aspectos generales y concretos del fenómeno en diversas cul-
turas y cronologías, facilitando al lector una visión general del tema, el estado de la
investigación y una bibliografía seleccionada. Egipto, Mesopotamia, Próximo Oriente,


Israel, Tartessos, la cultura ibérica, el mundo celta, los cultos de Isis y Serapis y el cris-
tianismo han sido las culturas, religiones y épocas representadas; otros trabajos sobre
el sacerdocio en el mundo clásico, que sí formaban parte del programa del seminario,
finalmente no han podido ser incluidos en la monografía. Además de la selección
de temas hemos puesto interés, como lo hemos hecho en todos los seminarios, en la
selección de autores, alternando jóvenes investigadores y profesores consagrados. A
todos ellos agradecemos enormemente la celeridad en la redacción y entrega de sus
respectivos originales.
Nos queda agradecer vivamente al Departamento de Prehistoria y Arqueología,
y especialmente a los profesores editores del libro la colaboración y la disposición a
nuestros requerimientos, así como al Vicerrectorado de Relaciones Institucionales e
Internacionales y al Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla la posibi-
lidad de ver publicado este libro en la serie monográfica de Spal.

En Sevilla, a 7 de noviembre de 2005


José Mazuelos Pérez
Director del SARUS
ÍNDICE

Los siervos de Dios en el Egipto antiguo


Margarita Conde........................................................................................ 11

El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio:


los sacerdotes mesopotámicos
J. Á. Zamora López.................................................................................... 27

El sacerdocio en el Antiguo Testamento


José Luis Barriocanal Gómez..................................................................... 43

El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico):


las relaciones entre el culto y el poder y la continuidad en el cambio
J. Á. Zamora López.................................................................................... 57

La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico


Ana Mª Jiménez Flores............................................................................... 83

Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías


José Luis Escacena Carrasco...................................................................... 103

Sacrificio y sacerdocio entre los iberos


Teresa Chapa Brunet.................................................................................. 157

El sacerdocio celta
Vicente Fombuena Filpo............................................................................ 181

Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis.


La ofrenda de Numas en Emporion y el Serapeo de Ostia
Joaquín Ruiz de Arbulo Bayona................................................................. 197

Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua


Francisco Juan Martínez Rojas................................................................... 229
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo

Margarita Conde

Universidad de Sevilla

Decía Heródoto (II, 37 y 65) que “(los egipcios) son extremadamente religiosos,
mucho más que el resto de los humanos…” y “observan estrictamente todos sus
preceptos religiosos”. Para entender estas afirmaciones del autor griego, es necesario
hacer una pequeña parada en la religión ya que, de otro modo, resulta confuso enten-
der el concepto de “siervo de dios”.
La religión egipcia era simple y compleja a una misma vez. Los conceptos gené-
ricos sobre los que se basaba, sencillos y claros, contrastaban con la complejidad
derivada de la pluralidad del culto. Y es que la religión egipcia no se fundamentaba
tanto en la creencia en dios como en su culto, mediante el cual se llevaba a cabo
un constante homenaje a la divinidad. Cada ciudad, pequeña o grande, tenía sus
propios dioses cuyo culto era totalmente independiente de aquel de las ciudades veci-
nas. Estos cultos se remontaban a épocas protohistóricas e incluso prehistóricas, y
cada uno de estas divinidades eran concebidas ya entonces como un dios creador
en cuyo templo tuvo lugar la génesis de todo lo visible. Con la unificación del país
(ca. 3000 a.C.), se desarrollaron estructuras estatales cada vez más complejas; sin
embargo, los dioses locales no se vieron subordinados a las divinidades de los centros
que se fueron erigiendo como importantes a lo largo del proceso de unificación. Por
el contrario, los cultos mantuvieron su independencia, lo que derivó en un sistema
policéntrico que justifica el politeísmo de la religión egipcia. Este sistema no expli-
caba la creación del mundo por medio de un único principio ya que era la suma de
un gran número de religiones paralelas apenas moderada por la agrupación de dioses

1. Schrader (1999).
2. Por el contrario, la religión moderna se puede definir, en términos generales, como un conjunto
de creencias en armonía con una concepción fundamental de la divinidad, estando la moral y el culto
a su servicio.
3. No se puede hablar de sincretismo o subordinación salvo en momentos concretos de la historia egip-
cia, generalmente como reflejo de una situación política particular. Un ejemplo claro ocurre en la dinastía
XVIII con el dios Amón-Re como dios nacional.
12 Margarita Conde

en tríadas, por las especulaciones sincréticas de los grandes centros religiosos y por el
predominio de los dioses dinásticos en todo Egipto .
Muchas de las características de la religión egipcia se reflejan en el sistema de
sacerdocios. Así, a grandes rasgos, hay que destacar que cada templo, ya fuera grande
o pequeño, se autogobernaba y se organizaba de manera independiente, de manera
que su sacerdocio constituía una estructura autónoma que no estaba subordinada a
ninguna otra sección sacerdotal. En consecuencia, no se puede hablar de “sacerdo-
cio” sino de “sacerdocios”, cada uno de los cuales era totalmente independiente. En
Egipto, los sacerdotes estaban al servicio del dios al que rendían culto en un lugar y
en un templo concreto. De ahí que los títulos sacerdotales siempre fueron acompa-
ñados del nombre del dios patrón. Por tanto, la pluralidad de los centros religiosos
explica la pluralidad de los sacerdocios.
Esta enorme fragmentación de cultos y sacerdocios se resolvía en la figura del
rey. Desde un punto de vista dogmático, el monarca era un dios, que compartía la
naturaleza de los dioses y cuyo cometido era mantener la concordia entre el orden
del universo y el del mundo creado, es decir, Egipto. Esta concordia se conocía como
Maat y describía el equilibrio entre el mundo visible y el mundo divino. Así, el rey
actuaba como elemento de unidad y equilibrio, a la vez que promovía la vinculación
entre religión y estado.
La unificación del país y, por ende, la complejidad de las nuevas estructuras polí-
ticas, económicas y sociales, promovió que las comunidades relegaran sus obligacio-
nes para con sus dioses en un grupo de hombres dedicados al servicio de la divinidad.
La jefatura de los sacerdocios locales era ostentada por los jefes locales. Por otro
lado, y aun nivel superior, cualquier teología egipcia reconocía de manera absoluta
que la divinidad creadora, al ordenar el cosmos, había establecido un equilibrio uni-
versal que debía ser mantenido y conservado. El garante de la conservación de la
armonía universal era el rey. De esta forma se entiende la comunión entre religión y
estado en el Egipto antiguo. El monarca actuaba como el sacerdote principal respon-
sable de todos cultos, asegurando las acciones divinas en el mundo; por otro lado,
como legislador y juez supremo, el rey conservaba los elementos terrenales según el
plan divino.

4. Estas circunstancias han dado pie a discursos sobre la creencia generalizada de la universalidad
y unidad del ser divino, sin nombre, sin forma y susceptible de revestir cualquier aspecto exterior. Este
principio abstracto y lejano habría sido percibido por la masa popular a través de sus formas externas, es
decir, por medio de los dioses locales que eran contenedores de las distintas formas de la potencia divina
universal. La cuestión es mucho más complicada y no es este el lugar para una discusión más profunda.
Sin embargo es importante tener presente, y no olvidar, la singularidad de cada culto local, para el que
su dios es el creador del universo. Aún hoy en día sigue abierto el debate sobre los conceptos de “dios” y
“dioses”, de los que son buenos exponentes Hornung (1982) y Assmann (2001).
5. A diferencia de muchas religiones modernas, en Egipto no existió un “conflicto” entre iglesia y
estado precisamente porque no existía una única iglesia ni un único sacerdocio (Pernigiotti 1997).
6. El origen de esta concepción habría que buscarla en la prehistoria, cuando el jefe tribal encarnaba la
fuerza vital de su clan, controlaba las fuerzas de la naturaleza mediante su magia, interpretaba la voluntad
de la divinidad y actuaba como brazo ejecutor de su voluntad (Sauneron 2000: 30). Sobre la conexión
entre Maat, creación y realeza, véase Frankfort (1998: 128-136); Teeter (1997). Para un estudio exhaustivo
sobre la complejidad del concepto Maat, véase Assmann (1990).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 13

La creencia en la naturaleza divina del rey facilitaba que asumiera la jefatura


de todos los sacerdocios, convirtiéndose así en el sumo sacerdote por excelencia. El
monarca es quien construía los templos y el que realizaba todos los rituales de culto
a los dioses en el país, y así se le representa en los relieves de los templos: como único
oficiante (Wilkinson 2000: 86-89). Sin embargo, la realidad era muy distinta ya que
el rey no podía ejercer de responsable de un complejo sistema de gobierno y, a la
vez, llevar a cabo sus obligaciones como sumo sacerdote más que en determinadas
ocasiones. En la práctica, delegaba sus poderes en los jefes de los sacerdocios locales,
considerados como representantes del rey para oficiar los cultos en su lugar.
Así pues, la labor principal de los sacerdotes era asegurar el culto a los dioses.
A diferencia del Cristianismo, nunca fueron los depositarios de una verdad revelada
por Dios. La función de los sacerdotes era mucho más precisa: como sustitutos del
rey, debían conservar la integridad de la presencia divina en la tierra y de sus mani-
festaciones visibles en los templos.

EL SACERDOTE

Tal y como bien expresa el término egipcio Hwt-nTr, los templos eran las residen-
cias de los dioses y no lugares donde los fieles rezaban o participaban en la celebra-
ción del culto. El templo egipcio era un lugar restringido al que sólo tenían acceso
los sacerdotes y el rey. Desde la entrada, estaba constituido por una serie de salas que
se iban haciendo cada vez más pequeñas y oscuras hasta desembocar en el sancta
sanctorum, donde reposaba la estatua divina en la que se encarnaba parte de la esen-
cia inmaterial del dios. La pureza constituía un requisito absoluto e indispensable
para cualquier persona o cosa que entrara en contacto, de un modo u otro, con la
divinidad. Esta condición explica que el término genérico para denominar al sacer-
dote fuera wab, “el puro” (Wb I: 282,11 y 13). El sacerdocio egipcio no implicaba un
compromiso moral especial, siendo la pureza la única norma esencial. Esta marca
característica del sacerdocio se mantuvo hasta época tardía, perviviendo el término
entre los cristianos coptos de Egipto (Blackman 1998: 16; Sauneron 2000: 36).

La iniciación sacerdotal debía implicar una serie de votos de obediencia, incluso


votos de no abusar de los privilegios de la función sacerdotal. Además, todo sacer-
dote en servicio activo debía cumplir con unas normas estrictas de pureza. Heródoto
(II, 37) da buena cuenta de ellas:

7. El rey era considerado como el representante terrenal del dios Horus, originalmente dios local de
Buto, pero también era considerado una manifestación del dios Re de Heliópolis. De hecho, a partir de la
dinastía V, se establece la concepción del rey como hijo del dios solar, dios nacional de Egipto (Blackman
1998: 118-119).
8. Uno de los cometidos principales de los sacerdotes era atender, vestir y alimentar a la efigie de la
divinidad, es decir, al dios mismo, así como preparar sus salidas del templo. Véase Moret (1902); Sauneron
(2000: 75-91); Pernigotti (1997: 142-145).
9. Jan Assmann ha sugerido que las cuarenta y dos declaraciones de virtud que se incluyen en el capítulo
125 del Libro de los Muertos, como juramentos pronunciados por el difunto antes de ser aceptado en el Más
Allá, pueden haber tenido su origen en estos votos de iniciación de los sacerdotes. Véase Assmann (1989: 151).
14 Margarita Conde

— abluciones con agua fría dos veces durante el día y dos veces por la noche. Este
ritual tenía una gran connotación simbólica ya que el agua, elemento primigenio
de la génesis en la cosmogonía egipcia, renovaba y purificaba las energías vitales.
— purificación de la boca con natrón diluido en agua, para la purificación interna,
antes de entrar en el santuario.
— depilación absoluta del cuerpo cada dos días, así como el recorte de las uñas de
pies y manos. Uno de los rasgos distintivos de los sacerdotes era su cráneo per-
fectamente rasurado, tal y como muestran las estatuas y los relieves.
— circuncisión obligatoria. Los postulantes a sacerdote podían no estar circunci-
dados pero sufrían la operación en el momento en que accedían oficialmente al
cargo (Westendorf 1975: 728). Bajo el emperador Adriano, la circuncisión se
había convertido en una especie de marca distintiva de los sacerdotes.
— vestiduras de lino y sandalias de fibra vegetal, todo de color blanco10. Esta ves-
timenta se mantuvo invariable desde el Reino Antiguo, y solo algunos comple-
mentos permitían distinguir el rango o la función del sacerdote11.
— abstinencia sexual obligatoria durante el tiempo que permanecieran prestando
servicio en el templo. Los sacerdotes no estaban condenados al celibato y el matri-
monio era lícito, pero antes de entrar en el templo debían purificarse de cualquier
contacto femenino mediante la abstinencia por varios días (Heródoto II, 64).
— parquedad en la mesa12.

ACCESO AL SACERDOCIO

Los sacerdotes no tenían obligaciones pastorales, no tenían que predicar o guiar


al pueblo. Su principal deber era servir a la divinidad, y para ello no se requería ni
vocación ni espiritualidad personal. Ello no significa que no existiera una forma-
ción especial. Probablemente, cada templo tendría unas reglas particulares según las
características del dios titular. Además, para ascender de grado sacerdotal sí se debió
exigir una formación teológica13.

10. Según Heródoto (II, 37), los sacerdotes no podían vestir con materiales que procedieran de animales
vivos, como el cuero o la lana. Aparentemente se creía que tales vestiduras contaminarían la pureza del
santuario del dios y, puesto que algunos dioses eran adorados bajo su forma animal, les debía resultar
inaceptable estar en presencia de la divinidad vistiendo ropajes hechos con la piel o el pelo de animales que
pudieron albergar la esencia del dios.
11. Así por ejemplo, el sacerdote lector se ataviaba con una banda sobre el pecho y el sacerdote sem
llevaba una piel de pantera.
12. Según Heródoto (II, 37), la dieta sacerdotal no era precisamente parca. Sin embargo, los viajeros
grecorromanos posteriores dan cuenta de una dieta mucho más restringida: los sacerdotes tenían que evitar
la cabeza, pies y patas delanteras de los animales sacrificados; no debían comer vaca, cerdo, oveja, paloma,
pelícano, ningún pez, legumbres, habas, ajo, vino sólo en pequeñas cantidades y nada de sal; los ayunos
periódicos los privaban incluso de los pocos alimentos que les estaban permitidos. Sin embargo, esta debe ser
una visión errónea o exagerada de los viajeros clásicos porque cada uno de estos alimentos estaba prohibido
en una región de Egipto pero no todo al mismo tiempo y en todas partes. Véase Sauneron (2000: 38-39).
13. En época greco-romana sí existían una serie de condiciones para acceder al sacerdocio tales como
pertenecer a una familia de tradición sacerdotal, estar circuncidado y saber leer los textos religiosos escritos
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 15

Por otro lado, el cargo sacerdotal suponía, en muchos casos, poder, prestigio e
ingresos fijos muy codiciados14. Ciertos mecanismos facilitaban el acceso a la carrera
sacerdotal, como el derecho de herencia, la elección por un comité sacerdotal o la
promoción real.
En teoría, el rey era el único con derecho a nombrar a sus substitutos en los tem-
plos, es decir, la designación de todo sacerdote se contemplaba como un favor real.
Sin embargo, las injerencias reales eran raras, no solo por la cantidad de templos y
el número de sus sacerdotes, sino por el complejo sistema burocrático que hubiera
requerido. En la práctica, el rey se reservaba el nombramiento de las altas digni-
dades de los cultos nacionales como Karnak, Menfis, Heliópolis, Hermópolis, etc.
El monarca ponía en práctica esta prerrogativa fundamentalmente cuando deseaba
recompensar a un sacerdote o cortesano por los servicios prestados o bien cuando,
por motivos de política interior, quería modificar o equilibrar el poder de los cleros
principales, como el de Karnak (Sauneron 2000: 45-47).
Pese a la idea generalizada de la designación real, la práctica común era la heren-
cia del cargo sacerdotal. Heródoto (II, 37) menciona que a la muerte de un sumo
sacerdote era su hijo el que le sucedía. Así, desde el Reino Antiguo hay constancia
de testamentos en los que el sacerdote dispone de su cargo como un bien propio que
lega a uno de sus hijos. Desde entonces, la costumbre quedó establecida aunque no
como regla absoluta. En el Reino Nuevo bastaba con atestiguar esta filiación para
reclamar el cargo del padre en el templo, y a partir de la dinastía XX comenzaron a
constituirse verdaderos linajes sacerdotales (Sauneron 2000: 43-44; Blackman 1998:
134). De la época tardía se conocen estelas de donación que mencionan hasta dieci-
siete generaciones de antepasados sacerdotes del mismo dios. A comienzos de época
Ptolemaica, el acceso al sacerdocio parece que estuvo reservado a descendientes de
sacerdotes15. Pero ésta no era una característica exclusiva del clero puesto que la
sociedad egipcia, tan conservadora, usaba este mismo sistema de fijación familiar del
oficio como medio de estabilización social.
El nuevo sacerdote, ya hubiera obtenido su cargo por favor real o por herencia,
debía ser corroborado por el consejo sacerdotal del templo al que estuviera adscrito.
Por otro lado, cabía la posibilidad de que este mismo comité eligiera al futuro miem-
bro de la comunidad en caso de que hubiera cargos vacantes (Sauneron 2000: 44-45
y 47-50).

ORGANIZACIÓN DEL PERSONAL SACERDOTAL EN LOS TEMPLOS

Resulta sorprendente que en un país formalmente religioso como el Egipto anti-


guo no existiera una clase sacerdotal diferenciada hasta prácticamente el Reino Nuevo.
Durante los Reinos Antiguo y Medio, el sacerdocio constituía una segunda profesión

sobre papiro (es decir, en escritura hierática y no jeroglífica), ya que en ellos se recogían los rituales que
tenían que oficiar. Véase Sauneron (1962: 55-57); Blackman (1998: 134-135); Fowden (1993: 61).
14. Sobre los ingresos y privilegios de los sacerdotes, véase Blackman (1998: 131-134).
15. Véase, como ejemplo, el cuadro genealógico de Bekenchons sumo sacerdote de Amon en Wilkinson
(2000: 92).
16 Margarita Conde

para muchos hombres (David 2002: 200). La dinámica generalizada contemplaba el


ejercicio temporal del sacerdocio, es decir, la realización de ciertos deberes en el templo
durante unos meses al año, y el servicio en la estructura estatal el resto del tiempo.
Doctores, juristas y escribas, por ejemplo, desempeñaron sacerdocios asociados con
estas profesiones: los médicos como sacerdotes de Sekhmet, la diosa de las enferme-
dades y las epidemias; los juristas como sacerdotes de Maat, la diosa de la verdad y
justicia, y los escribas como sacerdotes de Thot, el dios de la escritura. Este sistema
aseguraba que religión y estado estuvieran completamente interconectados, ya que los
sacerdotes trabajaban para el rey y el estado desempeñando cargos civiles la mayor
parte del tiempo, a la vez que eran empleados temporalmente en los templos. En el
Reino Nuevo, una clase permanente de sacerdotes fue establecida en los grandes san-
tuarios, aunque la mayor parte de los puestos seguían siendo temporales y solo algunos
sacerdotes recibían una instrucción formal como especialistas en los rituales.
La comunidad sacerdotal de cada templo era designado como wnwt Hwt-nTr, “el
personal de la residencia del dios” (Wb I: 317,8). El término wnwt significa “servicio
regular” e incluía a toda la jerarquía sacerdotal, desde el sumo sacerdote hasta el
sacerdote wab. Desde los tiempos más antiguos, el número de personas adscrito a los
templos variaba de acuerdo con la localidad y la importancia del culto. Las dimen-
siones del templo condicionaba el número de sacerdotes16.
Los sacerdotes estaban organizados en cuatro grupos de trabajo, denominados
comúnmente con el término griego de philae. Cada grupo, en egipcio sA (Wb III:
413,11-13), servía en rotación durante un mes lunar en el templo, lo que significa que
cada sacerdote estaba exento de sus labores durante tres meses entre dos períodos
de servicio. Este sistema probablemente fue establecido en el Reino Antiguo17 y per-
maneció invariable hasta el siglo III d.C., con la salvedad de que bajo Ptolomeo III
se incrementó el número a cinco grupos. Cada equipo estaba dirigido por un mty n
sA, “controlador de grupo” (Wb III: 414,2), que se encargaba de la organización y
correcta ejecución de las tareas (Blackman 1998: 128-129; Wilkinson 2000: 90).

TIPOS DE SACERDOTES

El sacerdocio egipcio, designado genéricamente como wab18, consistía básica-


mente en dos categorías:
— Los siervos del dios, Hmw-nTr (Wb III: 88-89). Constituían el clero consagrado
al dios y sólo ellos podían acceder a la capilla del templo, preparar las ofrendas,
acercarse a la estatua del dios y realizar los rituales. Cada templo tenía su propio

16. En un templo pequeño, el personal sacerdotal debía estar entre los diez y veinte individuos, mientras
que en los grandes templos, el número podía llegar a unos cuantos miles. En el templo de Karnak, por
ejemplo, se emplearon miles de personas repartidas en más de un centenar de funciones diferentes, desde
deberes litúrgicos y rituales como tareas de mantenimiento, que garantizaban el correcto funcionamiento
del templo (Sauneron 2000: 51-54).
17. Por ejemplo: Urk. I,13,2; 14,1 y 12; 36,15.
18. El término deriva del verbo wab, “purificar” y “ser puro” (Wb I, 280-281), y por defecto genera otro
verbo de igual raíz y de significado derivado, “ser sacerdote” (Wb I: 283,15-16).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 17

orden en función de sus dimensiones e importancia. Karnak presentaba la jerar-


quía más compleja, con hasta cinco grados de siervos. Para hacer carrera sacer-
dotal era obligatorio comenzar como un wab19. Sin embargo, la ascensión y
promoción no implicaba el paso por cada uno de los niveles ya que una
vez que se era siervo, se podía llegar directamente al más alto cargo20.
— Los sacerdotes puros, wab. Formaban parte del clero menor, siendo su papel en
el culto y en las actividades sagradas muy secundario. Estos sacerdotes se organi-
zaban en grupos y prestaban un servicio temporal. En los templos pequeños, los
únicos sacerdotes eran los siervos del dios, por lo que tenían que encargarse de
las tareas inferiores asignadas generalmente a los wabw (Sauneron 2000: 70-72).

El sacerdocio egipcio era muy amplio, pero resulta difícil establecer una clasifica-
ción exhaustiva de los sacerdotes ya que los tipos, las funciones y los títulos variaron
a lo largo de la historia del país. En términos muy generales se pueden distinguir tres
grupos: el clero superior, el clero especializado y el clero menor.

1) Clero superior

Generalmente constituido por los sacerdotes Hmw-nTr de mayor graduación que


estaban encargados de la dirección y administración del templo. Durante los Reinos
Antiguo y Medio parece que formaban un consejo a cuya cabeza estaba el monarca
en calidad de sumo sacerdote. A partir del Reino Nuevo, cuando se reconoce y dis-
tingue oficialmente la clase sacerdotal, era el sumo sacerdote el responsable princi-
pal de la administración del templo y sus propiedades, el cuidado de los edificios y
la elección de los nuevos miembros. El número de sacerdotes pertenecientes a este
estrato variaba según las dimensiones del templo y la importancia de su culto. Entre
los principales cargos, cabe citar:
— El Primer Siervo del dios, Hm-nTr tpy (Wb III: 89,12-15), es decir, el sumo sacer-
dote. Su papel era como el de un gobernante de un pequeño estado con nume-
roso personal y propiedades a su cargo. El sumo sacerdote estaba ligado al papel
de su dios en el Estado. El de Heliópolis, fue sin duda el hombre más influyente
de la corte en el Reino Antiguo, igual que el de Amón de Tebas en el Reino
Nuevo y épocas posteriores. Puesto que sus funciones eran religiosas, políticas
y sociales, su elección era hecha por el rey para los templos más importantes, lo
que le permitía ascender a personajes fieles a su persona y resistir las exigencias
de cleros fuertes como el de Karnak. La elección solía ser confirmada por un
oráculo, lo cual era pura ficción porque el clero local no se podía oponer a la
decisión del monarca.

19. Ello incluía a los hijos reales. Véase, por ejemplo, Urk. IV 157-9.
20. Hay que tener en cuenta que la jerarquía sacerdotal es un tanto ambigua ya que ciertos grupos sacer-
dotales podían pertenecer al alto clero o al bajo clero según el templo, probablemente condicionado por las
dimensiones de éste y la importancia de su culto. Por otro lado, la clasificación del personal que trabajaba en
los templos es relativa ya que una determinada función, según el templo, podía ser realizada por un deter-
minado tipo de sacerdote o por un funcionario civil. Sobre esta cuestión véase Sauneron (2000: 54-55).
18 Margarita Conde

A menudo, los sumos sacerdotes recibían un título especial asociado con


su culto particular (Blackman 1998: 120-121; Sauneron 2000: 61), como es el
caso del de Re de Heliópolis, “El Grande de los Videntes”; de Path de Menfis,
“El Grande que dirige a los artesanos”; de Thot de Hermópolis, “Grande de los
Cinco de la Casa de Thot”; o de Amón de Tebas, “El Primer Profeta”. Estos
títulos honoríficos reflejaban algún rasgo de la naturaleza de las divinidades con
las que estaban asociados. Pese a estas designaciones especiales, el título usual
era simplemente “primer siervo del dios”.
— El Segundo Siervo del dios, Hm-nTr snw (Wb III: 89,13) era único en su cargo.
Reemplazaba a su superior cuando éste estaba ocupado con tareas políticas o
cuando el cargo estaba vacante. Su función era principalmente administrativa y
bajo su cargo estaba el control de los bienes del dios: talleres, campos de siem-
bra, recepción de tributos y donaciones, etc. De él dependían los escribas de la
administración del templo. En el caso de Karnak, este sacerdote recibía el título
de “padre del dios”, it nTr (Wb I: 142,1)21.

2) Clero especializado

La consideración de este personal variaba según el templo, y en algunas listas de


sacerdotes aparecen como clero superior, mientras que en otras son incluidos entre
el clero inferior, o incluso como no pertenecientes a ninguno de los dos grupos. Lo
cierto es que la especialización de sus funciones, y no su motivación religiosa, los
diferenciaba del resto de sacerdotes.
— Sacerdote lector, Xry-Hbt (Wb III: 395) y sacerdote lector jefe, Xry-Hbt Hry-tp
(Wb III: 139,12 y 395,8-9). La referencia más antigua del título data de la dinas-
tía II aunque es probable que se remonte a la dinastía I. En los templos había
sacerdotes lectores ordinarios, que prestaban sus servicios temporalmente (Xryw-
Hbt aSAw), y sacerdotes lectores permanentes (Xryw-Hbt Xry dAdA); ambos se dis-
tinguían por llevar una banda o cinto cruzándole el pecho. El sacerdote lector
gozaba de gran prestigio, estando muy vinculado a la institución de la Casa de la
Vida. Sus competencias eran múltiples como escriba instruido, conocedor de los
libros sagrados y ritualista en el culto a los dioses, a los reyes (vivos y muertos) y
a los difuntos, además de estar especializado en otras disciplinas como la medi-
cina. El título de Xry-Hbt conllevaba poder y prestigio. El enorme conocimiento
del sacerdote lector le convertía en una persona respetada y, a la vez, temida ya
que sus conjuros, cargados de esencia divina, podían provocar la muerte, causar
o curar enfermedades, proteger a sus seres queridos y benefactores en vida tanto
sobre la tierra como en el Más Allá, etc.22.

21. En relación al origen de este título y las funciones sacerdotales que implicaba, véase Kess (1961:
115-125). Sobre el significado civil del título, véase Brunner (1961: 90-100).
22. En la literatura egipcia, el sacerdote lector jefe es a menudo presentado como el “mago” por excelen-
cia. En los cuentos del Pap. Westcar, por ejemplo, uno de los sacerdotes lectores hace prodigios por medio
de sus conjuros mágicos, otro convierte un cocodrilo hecho de cera en uno real de 7 codos para castigar al
amante de su mujer y el tercero sabe unir la cabeza que ha sido decapitada del cuerpo, conoce las cámaras
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 19

— Sacerdote estolista, encargado de lavar, vestir y adornar las estatuas divinas


cada día, así como de cuidar las joyas, vestidos y objetos de culto en las corres-
pondientes habitaciones del templo. En los textos, no aparece designado de una
manera específica, lo que es indicativo del carácter indefinido de sus quehaceres.
En el Reino Medio se habla de un SnDty, “el del paño” (Wb IV: 252-8), pero en
documentos posteriores griegos se recurre a una detallada definición para carac-
terizarlo: “aquel encargado de la limpieza del dios, que entra en el santuario para
adornar con sus telas a los dioses” (Sauneron 2000: 60 y nota 4).
— Sacerdote encargado de conocer el calendario mitológico y determinar cuales
eran los días fastos y nefastos del año, según los acontecimientos de las leyendas
divinas que tuvieron lugar ese mismo día pero en los tiempos míticos (Sauneron
2000: 64-65).
— Sacerdote horario, es decir, el astrónomo encargado de precisar el día o la noche,
así como la hora, en que debía comenzar cada acto cultual (Lull 2004: 63-78;
Sauneron 2000: 64).
— Sacerdote cantor, Smaw (Wb IV: 478 f.-479). El culto no solo era recitado, sino
modulado o cantado con el acompañamiento del arpa. La importancia del cargo
parece haber crecido con el tiempo, y quizá también paralelamente al incremento
paulatino de las partes cantadas en los rituales (Sauneron 2000: 65-66; Garnot
1955: 89-92)
— Sacerdotes de la Casa de la Vida, encargados de redactar los libros litúrgicos
necesarios para el culto. La institución de la Casa de la Vida, pr anx (Wb I: 515,6),
pertenecía a la rama religiosa de la administración del estado egipcio23. Las fun-
ciones del templo demandaban continuidad y renovación en materia de com-
petencia e ideología, y es muy probable que las Casas de la Vida funcionaran,
además, como unidades de control en los templos. Estas instituciones pertenecía
al templo, eran parte integral del su mecanismo y mantenían tanto su buen fun-
cionamiento como su culto vivo. Ello queda reflejado en la forma de denominar
los centros, con el nombre del dios patrón como parte de la nomenclatura (por
ejemplo, pr-anx nty <m> pr-Min, “La Casa de la Vida que está en el templo
de Min”, es decir, en Akhmin). En definitiva, estas instituciones eran centros de
tradición y renovación, de cultura y religión, y de sabiduría y ciencia24.

secretas del santuario de Thot y puede predecir el futuro (Lichtheim 1975: 215-222). En la “Profecía de
Neferty”, también del Reino Medio, Neferty es convocado ante el rey Snefru (dinastía IV) para entrete-
nerlo con su discurso: gracias a sus dotes y gran conocimiento como gran sacerdote lector, pronostica al
rey la llegada de tiempos difíciles para el país (Lichtheim 1975: vol. I, 140). La asociación de la magia con
los sacerdotes y templos permaneció arraigada hasta época greco-romana (Fowden 1993:166-168).
23. A priori resulta una institución un tanto misteriosa porque aunque aparece mencionada en los papi-
ros, no hay información precisa de ella. Ello no resulta extraño si se tiene en cuenta que todo egipcio que
supiese escribir y leer debía haberse formado en estas instituciones, de ahí que fuera innecesario dar detalles.
Hay constancia de su existencia en los grandes templos de Menfis, Abidos, el-Amarna, Akhmin, Coptos,
Esna y Edfu, pero cualquier templo un poco importante debió de tener la suya (Nordh 1996: 109-110).
24. La Casa de la Vida cumplía numerosos servicios para el templo. Por un lado, concebía, cultivaba,
procesaba y transmitía las tradiciones del templo en pensamiento, palabra e imagen, y su biblioteca-
archivo proveía los prototipos textuales y pictográficos. Por otro lado, mantenía el orden-Maat frente
a las constantes fuerzas amenazadoras del caos y lo reforzaba suministrando poder en forma de pensa-
miento, palabra e imagen (Gardiner 1938: 157-179; Nordh 1996: 107-108). El Pap. Salt 825 (BM 10051)
20 Margarita Conde

La Casa de la Vida contaba con una plantilla de sacerdotes-escribas, espe-


cialistas en diversas disciplinas, subdivididos en xAw, “departamentos” (Wb III:
479,1-2)). Este personal era denominado de diferentes formas: Tt pr-anx, “perso-
nal de la Casa de la Vida” (Wb V: 338,3-4), y en términos más generales como,
rxw-xt, “hombres sabios” (Wb II: 443,28) o sSw pr anx, “escribas de la Casa de
la Vida”. Estos hombres constituían un grupo muy pequeño y selecto, aunque
normativo, dentro de la elite literaria ya que controlaban la producción total del
material gráfico (texto e imagen) y los conceptos implícitos, que eran acordes con
Maat. Los sacerdotes de la Casa de la Vida eran tanto sabios como científicos, y
su trabajo tenía un lado teórico y otro práctico. Entre los principales sacerdotes-
especialistas cabe destacar:25
— sS pr-anx, “escriba de la Casa de la Vida”. Término genérico para todo el
personal. La referencia más antigua al título data de la dinastía XII, aunque
probablemente es más antiguo.
— sS mDAt-nTr, “escriba del libro sagrado” (Wb III: 480,8). El título está asociado
a otras instituciones además de la Casa de la Vida. La creación de un libro
sagrado era una contribución al establecimiento del orden de Maat en vida.
— sS spXr gnwt nTrw nTrwt m pr-anx, “escriba que escribe las crónicas de los
dioses y diosas en la Casa de la Vida”, var. spXr gnwt nTr nb m pr-anx, “el
que registra las crónicas de todo dios en la Casa de la Vida”26.
— fkty, “<sacerdote> calvo” (Wb I: 580,4), mencionado en el Pap. Salt 825
y relacionado con Shu. El título significa “el de cabeza rasurada”, pero
los sacerdotes egipcios en general solían ir todos afeitados como signo de
pureza, así que el título no es muy instructivo sobre las competencias de este
sacerdote (Nordh 1996: 211).
— Hry-sStAw n pr anx, “jefe de los secretos de la Casa de la Vida”. Es uno de los
títulos más antiguos registrados de la Casa de la Vida.
— imy-r sSw m pr-anx, “supervisor de las escrituras en la Casa de la Vida”. El
título sugiere claramente la existencia de libros y escritos en la Casa de la
vida, refutando la teoría de Gardiner de que la Casa de la Vida no parecía
haber albergado bibliotecas (Gardiner 1938: 177). El único ejemplo del título
data de la dinastía XII (Nordh 1996: 211).
— sbA n pr-anx, “maestro de la Casa de la Vida”, título indicativo de la existen-
cia de enseñanzas y escuelas en la Casa de la Vida.

es un importante documento relativo a la Casa de la Vida del templo de Osiris en Abidos que aporta
información sobre los mecanismos de funcionamiento, las colecciones de libros allí guardados e incluso el
personal que allí servía (Derchain 1965).
25. El Pap. Salt menciona algunos de los miembros de la Casa de la Vida (Gardiner 1938: 167-168).
Sobre una relación completa del personal de esta institución, véase Nordh (1996: 208-212).
26. El término sXpr se traduce a menudo como “copiar” aunque el Wörterbuch lo traduce como “escri-
bir, dibujar” (Wb IV: 106). Para Nordh, la palabra tiene connotaciones creativas-productivas así como
reproductivas. De ahí que haya que entender que las tareas de este profesional tenían que ver con diferen-
tes formas de procesar los textos: escribir, concebir, componer, compilar, registrar, comentar, copiar, etc.
(Nordh 1996: 208-209).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 21

Thot era el patrón y prototipo mítico de estos escribas-sacerdotes (Boylan 1999:


92-97) que adquirían su conocimiento de los libros y escritos que relataban las vidas
de los dioses y diosas, y que estaban depositados en la biblioteca-archivo de la Casa de
la Vida27. En base a esta información, componían himnos, títulos divinos, narraciones
míticas, inscripciones funerarias, fórmulas de maldición o bienaventuranza, inscripcio-
nes protectoras para ser usadas en esta vida sobre la tierra o en el Más Allá, etc., además
de preparar las obras religiosas necesarias para el culto, recopilar viejos manuscritos,
corregir posibles faltas, completar las lagunas y pasajes roídos por los gusanos28, etc.
En definitiva, la Casa de la Vida era una institución viva y dinámica, con multiplicidad
funcional que actuaba como una unidad de producción, una unidad de administración
y una unidad de educación, así como una unidad ritual del complejo del templo.

3) Clero menor

Estaba constituido por los sacerdotes wab (Wb I: 282 ff.-283) y prestaban sus
servicios temporalmente al templo. Desempeñaban funciones muy diversas, desde
jefes de escribas a portadores de la barca sagrada, encargados del riego y la limpieza
del templo, supervisores de pintores y dibujantes o simples artesanos. Se trataba de
un personal vinculado al templo por prestar un servicio en la organización y mante-
nimiento del éste y no por desempeñar una labor consagrada directamente al dios.

CLERO FEMENINO

En el Reino Antiguo, las mujeres de la nobleza y las hijas de los sacerdotes podían
ejercer como Hmt-nTr, “siervas del dios”, generalmente de una diosa como Hathor29
o Neith (Wb III: 90,10-11). Excepcionalmente, algunas reinas o princesas sirvieron
como sacerdotisas de Thot, Path y otros dioses, así como en los cultos funerarios de
los reyes. Todas eran Hmt-nTr, y puesto que hay muy pocos ejemplos de sacerdotes
Hm-nTr vinculados a una diosa como Hathor, estas mujeres debieron ejercer prácti-
camente las mismas funciones que sus colegas masculinos.
A partir de Reino Medio, se atestigua el título de sacerdotisa wabt (Wb I: 283,13).
Sin embargo, la progresiva profesionalización del sacerdocio fue excluyendo a la
mujer, para la que no dejó más que títulos honoríficos pero de gran prestigio social.
Esta gradual exclusión se ha relacionado con un incremento de la importancia de la

27. Los templos conservaban los originales de todos los textos en bibliotecas denominadas is n sSw,
“sala de las escrituras” (en el caso del templo de Luxor) o pr-mDAt, “casa del libro” (en el caso de los com-
plejos templarios de Philae, Edfu y Tod). Se trataban de salas pequeñas y oscuras donde se guardaban los
rollos de papiros en nichos de los muros. En estos se inscribía el inventario de libros sagrados y algunos
templos, como el de Edfu, han conservado estos listados.
28. Así por ejemplo, la introducción del texto de la llamada “Teología Menfita” especifica que fue ins-
crito en una estela de piedra por orden del rey Shabaka (dinastía XXVI) porque el original, redactado
sobre papiro o cuero, estaba comido por los gusanos (Lichteim 1975: vol. I, 52, l.1-2).
29. Sobre las sacerdotisas de Hathor, véase Galvin (1984: 42-49) y Gillam (1995: 211-237).
22 Margarita Conde

pureza y la profesionalización del sacerdocio, aunque probablemente no sea más que


reflejo de cambios sociales.
En el Reino Nuevo, la presencia de sacerdotisas en las ceremonias es meramente
representativa. Los títulos sacerdotales son escasos y las mujeres asociadas con tem-
plos son denominadas genéricamente como smayt, “cantante” (Wb IV: 479). Su fun-
ción consistía en agitar el sistro y cantar en las celebraciones y procesiones del dios,
de ahí que el título de “cantante” fuera generalmente seguido del nombre del dios al
que servían. Es probable que alguna de estas mujeres tuviera más responsabilidades
aunque nunca debieron realizar ningún ritual principal en el templo. Por otro lado, se
ha señalado que casi todas las mujeres de clase alta en la Tebas del Reino Nuevo eran
cantantes de Amón30, y aunque esto se podría considerar un signo de que el título
era meramente nominal, el vasto culto a Amón sin duda requirió un gran número
de personal femenino. Desde el Reino Antiguo hay constancia de la existencia de
compañías de músicas vinculadas a instituciones religiosas y seculares (xnr)31, a cuyo
cargo había mujeres con el título de wrt-xnr, “grande de la compañía de músicas”
(Wb III: 298,1). Estas damas probablemente eran responsables de la formación de
las músicas y tomaban parte en el culto diario del dios supervisando la correcta eje-
cución musical de su compañía en los rituales (Robins 1993: 145-149).
Una de los elementos característicos del culto de Amón eran las llamadas “con-
cubinas del dios”. Estas mujeres eran reclutadas entre las cantoras y músicas, gene-
ralmente esposas o hijas de los grandes sacerdotes de Amón, y formaban el harén del
dios. No se sabe bien qué función desempeñaban, pero al menos una parte de ellas
residía en el templo de Luxor, a 2 km de Karnak, cuyo nombre era ipt rst, “el harén
del sur” de Amón (Wb I: 68,3). A la cabeza de este clero femenino estaba la Hmt-nTr,
“la esposa del dios” (Wb III: 78,14), cargo asumido por la reina o una hija del rey32. El
título deriva de la creencia de que Amón, bajo la forma del monarca reinante, mante-
nía relaciones carnales con la reina y engendraba al heredero al trono33. A partir de la
dinastía XXI, el título adquiere un uso y significado diferente cuando es transferido a
la hija del rey, que se convierte en la esposa del dios nacional Amon-Re.
En la dinastía XXV, el título adquirió una mayor dimensión política cuando
se instauró un sistema de adopción por el que la hija real, como Hmt-nTr de Amon,
adoptaba como sucesora a la hija del próximo rey34. La posición de las Esposas del
Dios de Amon se convirtió en un elemento político de gran importancia para los
reyes ya que les permitía mantener el control directo sobre Tebas a través de sus hijas.

30. En el Reino Nuevo, este título, junto al de Hmt-pr, “señora de la casa”, es muy empleado por las muje-
res de los altos funcionarios en sus tumbas.
31. El término xnr se ha entendido y traducido hasta ahora como “harén” (Wb III: 298,8). Sin embargo,
se ha argumentado sólidamente que dicha palabra debe ser entendida como una compañía de intérpretes
musicales (Bryan 1982: 35-54; Nord 1981: 137-145).
32. Para un estudio completo del título Hmt-nTr en la dinastía XVIII y sus antecedentes, véase Gitton (1984).
33. Tradicionalmente se había aceptado que el papel de la “esposa del dios” lo asumía la reina que per-
sonificando a la diosa Mut, consorte de Amon-Re, engendraba al heredero del trono. Sin embargo, esta
identificación ha sido recientemente reconsiderada. El argumento principal considera la alta mortalidad
infantil, así como otras circunstancias, y la consecuente incertidumbre sobre la identidad de la “madre del
rey” hasta que el príncipe no hubiera subido al trono (Robins 1993: 43-45 y 149-151; David 2002: 306)
34. Como ejemplo de linaje de esposas divinas de Amón, véanse las estelas de Nitocris y Ankhnesnefe-
ribre, en Breasted (1988: vol. IV, 477-496 y 503-506 respectivamente). Para una nueva edición y estudio de
la estela de Ankhnesneferibre, véase Leahy (1996: 145-166).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 23

Como Esposa del Dios, la princesa y su cortejo (las concubinas del dios) mantenían
el celibato, no pudiéndose casar con hombre humano alguno. De esta manera, se
aseguraba que no volviera a repetirse la situación de la dinastía XXI que provocó
una separación entre la corte real y el sacerdocio tebano de Amón. Para entonces, la
Esposa del Dios gozaba de un considerable poder político y económico. En Tebas,
donde residía, tenía posesiones que se equiparaban a las del rey en muchos aspectos,
y sus títulos incluso evolucionaron para imitar la titulatura real, empleando prae-
nomen (generalmente compuesto con el nombre de Mut, consorte divina de Amón)
junto a sus nombres personales, ambos escritos en cartuchos. Estas mujeres incluso
llegaron a ejercer funciones desempeñadas previamente por el “Primer Profeta” de
Amón, lo que indica una importante transferencia de los poderes sacerdotales a la
Esposa del Dios y su corte. Las esposas divinas gozaron de un considerable poder
político y económico, aunque su influencia se limitó estrictamente a la ciudad de
Tebas y sus alrededores. Esta redefinición del papel de la Esposa del Dios en estas
dinastías se mantuvo hasta época greco-romana.
El cargo de Esposa del Dios implicaba, con seguridad, funciones rituales. Des-
afortunadamente es poco lo que se conoce relativo a su ejercicio, o participación, en
rituales en los templos. Desde la dinastía XVIII, el título de Hmt-nTr estaba asociado
al de dwAt-nTr, “adoratriz del dios” (Wb V: 430, 3-4); una de las funciones sacerdotales
de estas mujeres era agitar el sistro ante el dios, tanto para rendirle homenaje como
para pacificarlo. En relación a esto, y asociado al título Drt-nTr, “mano del dios” (Wb
V: 585), la Esposa del Dios debía también realizar algún tipo de ritual para estimular
sexualmente al dios y mantener así su potencia creadora en el universo. En la capilla
roja de Hatshepsut en Karnak hay tres series de escenas en las que aparece la Esposa
del Dios como ritualista en el templo (Gitton 1976: 31-46; Robins 1993: 151-152).
Dichas escenas, relativos a la destrucción de los enemigos, la ofrenda de alimentos
a los dioses y los rituales frente a la estatua del dios Amón en la capilla, ponen de
manifiesto que las Esposas del Dios debieron jugar un papel activo en los rituales del
templo y que, como el rey y los sacerdotes, tuvieron acceso al santuario del dios.

SACERDOTES FUNERARIOS

Este último grupo no se puede clasificar en realidad como “sacerdotal” ya que


constituían una especie de cofradía profesional que oficiaba las ceremonias funera-
rias y eran independientes de cualquier templo o culto divino. Sólo los sacerdotes
lectores, por su conocimiento de las escrituras, formaban parte tanto del personal del
templo como de los oficiantes de las ceremonias tributadas a los difuntos. A falta de
un término que exprese explícitamente el carácter singular de estos hombres, se les
designa como “sacerdotes” ya que comparten con los siervos de los dioses el carácter
religioso de sus funciones.
Los sacerdotes funerarios estaban ligados a las ceremonias de enterramiento,
cuyo objetivo principal era la realización de los rituales regenerativos que transfor-
marían el decadente cuerpo mortal del difunto en un cuerpo rejuvenecido, con todas
las facultades que gozó en vida y en perfecta capacidad para gozar de una nueva
24 Margarita Conde

existencia en el Más Allá. Las ceremonias previas consistían en numerosas recitacio-


nes, abluciones, fumigaciones con incienso. Tras el funeral, los deberes para con el
difunto continuaban ya que era necesario asegurar la continuidad de su existencia y
satisfacer sus nuevamente restablecidos sentidos y apetito.
Resulta difícil presentar una clasificación de estos oficiantes ya que variaron a lo
largo de los diferentes períodos de la historia egipcia: algunos desaparecieron en un
determinado momento o variaron sus funciones, y otros surgieron ante la progresiva
intrincación de las ceremonias35. Entre los ritualistas funerarios cabe destacar:
— Embalsamador, wt (Wb I: 379). En los rituales funerarios personificaba a Anubis,
el dios que momificó al difunto Osiris y prototipo de todos los embalsamadores.
Generalmente iba tocado de una máscara de chacal36 y llevaba a cabo tanto la
momificación del cuerpo del difunto como algunos de los rituales destinados a
revivificarlo37.
— Siervos del ka, Hmw-kA (Wb III: 90). En el Reino Antiguo, estos oficiantes asistían
al embalsamador aunque su función principal consistía en mantener a diario la
mesa de ofrendas y el altar de libaciones de las tumbas (Reisner 1934: 2-12). Para
ello, el difunto había hecho alguna donación piadosa, en general tierras, que per-
mitía que a un sacerdote y a su familia vivir y asegurar así el culto funerario del
donante38 (David 2002: 118).
— “Sacerdote” Sem, sm (Wb IV: 119). Eran identificados por la piel de leopardo
con que iban tocados y por la trenza lateral de la juventud que adornaba su
cabeza. Originalmente estuvieron vinculados a los rituales realizados por los
hijos de los difuntos, aunque a partir de la dinastía III se convirtieron en ofician-
tes profesionales que desempeñaban el antiguo papel del hijo en las ceremonias
de la Apertura de la Boca y del enterramiento.
— Sacerdote Lector, Xry-Hbt, encargado de la recitación de los textos propiciatorios
durante las ceremonias funerarias.

Por último, el papel de las mujeres en las ceremonias funerarias estuvo restrin-
gido desde los primeros tiempos, quedando limitadas al papel de plañideras a partir
del Primer Período Intermedio. Las plañideras recibían el nombre de Drt (Wb V:
596f) y personificaban a las diosas Isis y Neftis cuando lloraron la muerte de su her-
mano Osiris, representado por el difunto en las exequias. Sus lamentos recordaban
al grito del milano, de hay que se las llamase Dryt, “las dos milanos” (Wb V: 597,8).
Las plañideras, aún siendo laicas, tenían que cumplir las condiciones de pureza física
requeridas para el sacerdocio.

35. Sobre el ritual funerario, véase Wilson (1944: 201-218), Spencer (1986: 45-73), Taylor (2001: 186-
2000) y Morales (2002:123-146).
36. La viñeta que acompaña al capítulo 151 del Libro de los Muertos muestra la sala de momificación
y al embalsamador ataviado con las máscara de Anubis preparando el cuerpo y realizando los rituales
pertinentes.
37. Blackman (1998: 123). Sobre el proceso de momificación y los rituales llevados a cabo, así como los
textos antiguos que aportan información sobre ello, véase Spencer (1986: 112-138).
38. Un buen ejemplo es el documento de establecimiento del culto funerario de Senuankh, de la dinas-
tía V. El texto menciona la donación de unas tierras a los siervos del ka y sus descendientes consagrados,
en exclusiva, a su culto funerario (Breasted 1988: vol. II, 106-107 (§§231-235); Urk I, 36 y 37).
Los siervos de Dios en el Egipto antiguo 25

Abreviaturas

ASAE Annales du Service des Antiquités de l’Égypte, El Cairo.


BAEDE Boletín de la Asociación Española de Egiptología, Madrid.
BES Bulletin of the Egyptological Seminar, New York.
BIFAO Bulletin de l’Institut Français d’Archéologie Orientale, El Cairo.
BMFA Bulletin of the Museum of Fine Arts, Boston.
BSFE Bulletin de la Societé Français d’Égyptologie, París.
JEA Journal of Egyptian Archaeology, Londres.
JARCE Journal of the American Research Center in Egypt, Nueva York.
LÄ Helck, W. y Otto, E. (1975): Lexicon der Ägyptologie, Wiesbaden.
Urk I Sethe, K. (1933): Urkunden des Alten Reichs, J. C. Hinrichs’sche Buchhandlung,
Leipzig.
Urk IV Sethe, K. y Helck, W. (1906-1963): Urkunden der 18. Dynastie, J. C. Hinrichs’sche
Buchhandlung, Leipzig.
Wb Erman, A. y Grapow , H. (1926-1953): Wörterbuch der ägyptischen Sprache, Akad-
emie-Verlag, Berlin.
ZÄS Zeitschrift für ägyptische Sprache and Altertumskunde, Leipzig – Berlin.
YES Yale Egyptological Studies, Connecticut, New Haven.

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El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su
estudio: los sacerdotes mesopotámicos

J. Á. Zamora López

CSIC
Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo (Zaragoza)

El sacerdocio oriental: consideraciones previas

Construir un discurso sobre el sacerdocio en el antiguo Oriente Próximo plantea,


desde el enunciado mismo del objeto de estudio, un doble racimo de problemas. Por
un lado, nos pone de frente a las dificultades de la misma definición del sacerdocio y
de la figura del sacerdote. Por otro, nos fija un marco espacial y temporal, el corres-
pondiente al Próximo Oriente en la Antigüedad, no menos resbaladizo.
Los primeros problemas, comunes a las diferentes contribuciones de este volu-
men, merecen una consideración “oriental” específica. En gran medida, tal será el
objetivo de este trabajo: presentar la dificultad general y las hondas implicaciones
de estudiar un fenómeno o una figura predefinida (el sacerdocio, el sacerdote) en
la información proporcionada por la documentación próximo-oriental disponible.
Quizá se pueda así apreciar no sólo el panorama que sobre el sacerdocio y los sacer-
dotes nos presentan las culturas del antiguo Oriente Próximo, sino también el modo
en que nosotros mismos apreciamos tal panorama. Quizás sea posible –incluso a tra-
vés de una síntesis tan breve y limitada como la que sigue– arrojar alguna luz sobre
importantes rasgos culturales tanto de las antiguas civilizaciones orientales como de
nuestro propio presente.
La delimitación del ámbito de estudio y sus consecuencias constituye, en cambio,
una obligación que adquiere en cada caso rasgos propios y que en el caso próximo-
oriental se convierte en un problema característico. Incluso al margen de la circuns-
cripción precisa del espacio geográfico que llamamos Próximo Oriente –incluso en
las consideraciones más comedidas sobre su extensión general– nos hallamos ante un
inmenso territorio, en modo alguno homogéneo, poblado por una gran variedad de
28 J. Á. Zamora López

culturas en compleja interacción. Al componente espacial se une el temporal pues,


aunque dejáramos de lado los periodos protohistóricos o históricos más antiguos
y los correspondientes al advenimiento de lo que llamamos mundo helenístico, la
época necesariamente comprendida por la Antigüedad próximo-oriental se extende-
ría a lo largo de prácticamente tres milenios.
A esta amplitud espacial y temporal y a la antedicha variedad de culturas (de
pueblos, de lenguas, de escrituras) corresponde una diversidad y heterogeneidad
documental que no puede dejar de advertirse en un trabajo de síntesis como éste. A
periodos o zonas de cierta abundancia de fuentes corresponden otros de total ausen-
cia o gran escasez; junto a algunos documentos de gran riqueza informativa para el
tema propuesto, otros muchos proporcionan datos lacónicos o dispersos, cuando no
irrelevantes. Construir la imagen de un hecho de cultura preciso sobre tales bases es
en gran medida temerario (dados los problemas documentales) y a su vez poco rigu-
roso (dada la irreductible variedad subyacente).
Sin embargo, los problemas documentales no son insalvables. Sobre todo porque,
en la heterogeneidad citada, poseemos para determinados periodos y zonas informa-
ciones ricas y abundantes. Riqueza y abundancia que se da de manera casi continua
en el área estrictamente mesopotámica –y de forma algo más desigual en las áreas
más influidas por ella– gracias al uso extenso en la zona de la escritura sobre soportes
conservables. La riqueza de fuentes epigráficas, de textos directamente emanados
de las culturas estudiadas, nos permite, además, salvar los habituales inconvenientes
que plantean las fuentes indirectas. Al tiempo, nos deja acceder al hecho estudiado
desde una perspectiva también práctica, no descriptiva, y por ello así mismo a aspec-
tos cotidianos no siempre tenidos en cuenta y en cambio muy pertinentes. Junto
a todo ello, y frente al inconveniente temporal, la poderosa personalidad cultural
mesopotámica se manifiesta además en las fuentes “literarias” con gran claridad y
fuerte conservadurismo. Altamente ritualizadas, determinadas prácticas acabaron
exigiendo en Mesopotamia el conocimiento y cumplimiento perfecto de saberes
antiguos, a menudo consignados por escrito y copiados incesantemente. La cultura
mesopotámica, que se constituye muchas veces en imagen arquetípica del Oriente,
aporta continuidad en algunos de los rasgos culturales más relevantes de la larga y
agitada historia próximo-oriental, y permite distinguir al menos hechos comunes o
representativos sobre los que construir, sin perder de vista la perspectiva temporal,
una síntesis válida.

1. Para una introducción general al Próximo Oriente Antiguo y los problemas de su estudio, remitimos
a los manuales habituales, p. ej. los clásicos de Oppenheim (1977) (cf. para nuestro tema cap. IV) o Von
Soden (1985), ambos con traducción castellana (2003) y (1987). Una síntesis breve en español, con propó-
sitos introductivos al estudio de la religión mesopotámica, se encontrará p. ej. en Sanmartín (1993).
2. El cuneiforme sobre tablillas de barro (y en menor medida sobre objetos pétreos), originado y desa-
rrollado en la zona, fue empleado con tal intensidad que, en algunas fases, nos proporciona un volumen
de documentación sin parangón en el mundo antiguo o medieval (y en realidad no igualado en densidad
en Occidente hasta prácticamente la época posterior al concilio de Trento).
3. Para un panorama de la situación de los estudios sobre el sacerdocio en el conjunto del Próximo
Oriente antiguo, cf. las contribuciones recogidas en Watanabe (1999). Para una comparación con el sacer-
docio en el mundo próximo-oriental no mesopotámico, cf. sobre la Anatolia hitita p. ej. McMahon (1995);
sobre las relaciones a estos efectos entre Micenas y el Próximo Oriente, cf. p. ej. Scafa‑Alfé (2001) y Negri
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 29

Dedicaremos por tanto las líneas que siguen al sacerdote mesopotámico, como
imagen representativa –sin olvidar lo antedicho– del antiguo sacerdocio próximo
oriental. Esta imagen, sin embargo, debe ser acompañada de otras. Otras imágenes
que, aunque construidas igualmente de forma sintética y generalizadora, presenta-
rán, como veremos, algunos rasgos específicos y diferenciales. Entre ellas, resultarán
especialmente importantes la del sacerdocio y los sacerdotes en el Levante próximo-
oriental, tanto del sacerdocio siro-levantino (ugarítico, fenicio, púnico) como del
sacerdocio en el mundo bíblico. Por ello se les dedican en este mismo volumen tra-
bajos independientes.

El sacerdocio en Mesopotamia

Como decíamos, el uso mismo de los términos “sacerdote” o “sacerdocio” cons-


tituye un punto de partida apriorístico. Lo es ya la suposición de la mera existencia
de una realidad correspondiente, diferenciada o diferenciable. El contenido dado a
ambos vocablos (y por tanto el criterio que subyace a la construcción o el discerni-
miento de sus presuntos correlatos) es, además, frecuente refugio de etnocentrismos y
anacronismos, de prejuicios conscientes e inconscientes. Asumido el punto de partida,
tales prejuicios podrían parecer, al menos en parte, inevitables desde el punto de vista
epistemológico e incluso necesarios desde el punto de vista heurístico. Sin embargo,
cuando corresponden a definiciones emanadas de principios de escuela, adquieren
implicaciones de gran hondura, pues terminan indisociablemente ligados al concepto
mismo de la categoría “religión”. De allí que a las visiones más abstractas y trascen-
dentes del “sacerdocio” y los “sacerdotes”, a la presunción de categorías inmanen-
tes, a las aproximaciones de corte fenomenológico, se hayan querido oponer, desde
corrientes de estudio con énfasis histórico, definiciones alternativas y menos cargadas
de connotaciones, estudiadas en el seno de cada cultura y atendiendo a la necesaria
diferenciación entre los puntos de vista internos o externos a la cultura estudiada (la
perspectiva “emic” o “etic”). De allí el uso frecuente, entre los que asumen la utilidad
de las definiciones convencionales (útiles conceptuales, no categorías ontológicas) de
criterios meramente funcionales (como el conocido y extendido empleo de términos
como “operador cultual o ritual” o “especialista religioso”) tendentes a buscar un
objeto de estudio amplio, pero no diluido, y abarcable, pero significativo.
Este acercamiento resulta rigurosamente necesario al considerar el sacerdocio
mesopotámico. Lo demuestra un hecho en nada banal: no existe ningún término
propio, en toda la literatura cuneiforme mesopotámica, que equivalga realmente a

(2001); sobre el Antiguo Egipto, Siria-Fenicia, Palestina y el mundo bíblico, cf. las contribuciones de
Conde, Zamora, Jiménez Flores o Barriocanal en este mismo volumen.
4. El primero (el sacerdocio en el área que aquí hemos llamado siro-levantina), presentara rasgos que
serán especialmente relevantes, por ejemplo, al considerar la extensión e influencia de estos hechos de
cultura en Occidente. El segundo (el sacerdocio en la Biblia) resultará a su vez de enorme importancia,
dado el carácter germinal del texto bíblico en la configuración de la cultura judeo-cristiana (y por tanto en
nuestra propia concepción del sacerdote).
5. Sobre este tipo de reflexiones, remitimos al trabajo de Xella (2002: 406ss.), con bibliografía específica.
30 J. Á. Zamora López

–o que pueda traducirse por– lo que habitualmente entenderíamos por “sacerdote”.


En la bibliografía secundaria, incluso en las traducciones y comentarios documenta-
les, se hace abundantemente uso del término, y los sacerdotes mesopotámicos apare-
cen así como figuras comunes e imprescindibles a la cultura mesopotámica. Pero no
existe, internamente a tal cultura genérica, un concepto similar expresado mediante
un vocablo concreto.
Se hace por tanto necesario contemplar en la documentación oriental la variedad
de figuras que subyacen bajo los diferentes usos del término y categoría del “sacer-
dote” entre los investigadores; repasar la manera en la que en ella eran llamadas y
definidas estas figuras y estudiar las funciones particulares que adoptaban dentro de
su propio contexto cultural.

El marco cultural: el sistema simbólico


y el contexto social

La omnipresencia bibliográfica de los sacerdotes nace del habitual uso moderno


de este término para designar al personal que se hallaba al servicio de los templos. El
número e importancia de estos “sacerdotes” corren por tanto en paralelo a la gran
importancia y número de los templos mesopotámicos, algo que sólo se entiende com-
prendiendo el trasfondo cultural subyacente (o, si se prefiere, el “sistema simbólico”
en que se enmarca).
La cosmovisión mesopotámica nos es, por fortuna, bien conocida. No por un
enunciado sistemático interno, no por la conservación de una “teología” escrita,
al modo como hoy la entenderíamos; pero sí a través de la propia literatura cunei-
forme, que proporciona testimonios de muy variada época, pero de gran coherencia
y continuidad.
En la base de la mentalidad mesopotámica, se encuentra el hecho de que los
hombres han sido creados para servir a los dioses. En el marco de una sociedad fuer-
temente jerarquizada, en la que los reyes ejercen un poder omnímodo y los súbditos
una total sumisión, el plano de la representación repite un esquema de la subordina-
ción y el servicio como hechos incontestablemente necesarios. Los hombres, de no
servir a los dioses o de hacerlo en modo incorrecto, son castigados por los dioses, en
una mecánica que hace interpretar al hombre mesopotámico sus desgracias munda-
nas como una punición de la divinidad, y por tanto como el resultado de una falta

6. Sí lo hay, en cambio, en el Levante próximo-oriental, como podrá verse en el artículo que se le dedica
en este mismo volumen. Véase también, más adelante, el uso de alguno de los términos mesopotámicos en
la documentación silábica levantina como equivalente de los términos locales.
7. Substituyendo a los dioses menores que antes servían a los grandes dioses. Cansados de sus trabajos,
los dioses sirvientes se rebelaron. Los hombres fueron creados para que ocuparan su lugar. (En las versio-
nes más elaboradas de los antiguos mitos sumerios y acadios, Enki, dios de la sabiduría, modela al hombre
con barro, que mezcla con la sangre de un dios rebelde. Un dios castigado, pues no hay falta sin punición.
Tal hecho explica la “chispa” divina que se da en los hombres, que les da la inteligencia y el “alma” que
le sobrevive en la muerte como un fantasma; pero que también les lleva a la falta y al error). Cuando la
multiplicación de los humanos introduce el caos, los dioses decretan su destino mortal. Sobre la mitología
sumero-acadia, su historia y contexto, cf. p. ej. Lambert (1995).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 31

–advertida o no– en el servicio divino. Servir bien a los dioses no es fácil (y entender-
los tampoco), aunque las obligaciones de los hombres para con ellos nacen todas,
en realidad, de las esenciales. Los hombres deben proporcionar a los dioses los bienes
básicos para su subsistencia: casa y comida. La casa es por supuesto el templo; la
comida, son las ofrendas (cf. p. ej. Wiggermann 1995: 1857 ss.).

Los templos y su personal

De allí la importancia en Mesopotamia del templo, que es la casa (en sumerio É,


en acadio btu) del dios. Y de allí la necesidad de que abundante personal se ocupara
de su perfecto estado, de su mantenimiento, orden y limpieza; y del perfecto cumpli-
miento del servicio cotidiano a su dueño, sobre todo de la preparación y presenta-
ción de las diferentes comidas, las ofrendas.
La forma en la que el dios “consumía” los alimentos presentados, aunque parte
de rituales complejos, no incluía la pérdida de estos bienes, pues en Mesopotamia no
eran objeto de combustión (ni de prescripción restrictiva similar)10. De ellos podía
disponerse después de forma perfectamente aceptada. De este modo, los templos dis-
ponían de entradas continuas de bienes consumibles, objeto de contabilidad oficial.
El control de las entradas por ofrenda era parte de la cuidadosa gestión de la que
eran objeto todas las propiedades del templo y todas las actividades económicas a las
que daban lugar. Convertidos en importantes centros de riqueza y redistribución, los
templos exigían, de nuevo, personal dedicado a tales menesteres. Tanto este personal
como los anteriores debía ser retribuido o mantenido mediante la cesión de campos
para su cultivo (los templos podían llegar a poseer grandes extensiones de terreno)
o mediante la entrega de raciones, dando lugar a su vez a situaciones variadas (cf. p.
ej. Robertson 1995: 443ss.). Esta complejidad de funciones y variedad de situacio-
nes del personal de los templos, de esos individuos designados habitualmente como

8. Preocupación principal y sujeto recurrente, p. ej., en las composiciones sapienciales mesopotámicas


de finales del II y I milenio a. C., como recurrentes son también las confesiones genéricas de culpa –ante
la ignorancia real de la causa de la ira del dios– y la aparición del tema del “justo sufriente”. Sobre la
literatura “sapiencial” mesopotámica, que comparte carácter y trasfondo con sus paralelos bíblicos, cf.
Lambert (1960).
9. El dios vive en el templo: en él duerme, come, bebe, festeja, recibe a sus huéspedes, a sus devotos, allí
los escucha. En origen, los dioses mayores del panteón vivían en el templo principal de “sus” respectivas
ciudades; después, dispusieron de diferentes casas a la vez, en diferentes lugares. Cf. p. ej. Wiggermann
(1995: 1861ss.) o Robertson (1995: 444 ss.). Sobre la materialidad de los templos mesopotámicos y su
evolución, cf. p. ej. Roaf (1995).
10. A diferencia del holocausto griego o del similar sacrificio semítico en el ámbito noroccidental (como
reflejan los textos bíblicos –los primeros capítulos del Levítico– o la información recabable de las llamadas
“tarifas” fenicias). Las ofrendas mesopotámicas no son ajenas al concepto de “cocina ritualizada”, pero
no parecen dar lugar a oposiciones fundamentales del tipo “barbarie-civilización”. Del mismo modo, la
presentación como ofrenda alimenticia al dios de animales previamente “sacrificados” –evidentemente de
forma ritualizada– no da generalmente a su muerte sentido sacrificial estricto. E incluso los casos excep-
cionales, como los sacrificios expiatorios, los adivinatorios –por extispicina– o los sacrificios de alianza,
conducen en cualquier caso a la ofrenda, con o sin restricciones. La presentación de la ofrenda es el acto
sacrificial fundamental. Los “sacrificios sangrientos” en Asiria y en la alta Mesopotamia parecen más bien
influencias occidentales. Cf. síntesis p. ej. en Joannès (2001c: 743 ss.).
32 J. Á. Zamora López

“sacerdotes”, merece por tanto una atención


especial.
Desde un punto de vista funcional, co-
rrespondiendo a cuanto veíamos en el pá-
rrafo anterior, se ha llegado a establecer
una división tripartita dentro del personal
templario, distinguiendo personal cultual
de personal doméstico y administrativo11.
Aparentemente, ni administración ni tra-
bajo cotidiano parecen estricta o directa-
mente ligados al ámbito religioso, mientras
que el personal dedicado al culto responde
en principio bien a la definición habitual de
un “operador ritual”. Sin embargo, no es
posible restringir el estudio a esta parte del
personal. Por un lado, la distinción anterior
nace de la interpretación de las fuentes, no se
presenta directamente en ellas. Es por tanto
moderna. Por otro lado, y como consecuen-
cia, las diferentes situaciones presentadas
por las fuentes no encajan siempre bien con
la reducción antes presentada12. Como vere-
Fig. 1: Sacerdote sumerio mos, exigen considerar el conjunto con algo
(de Pritchard 1958: pl. 154) más de detalle.

El personal administrativo del templo

El funcionamiento administrativo de los templos tampoco fue, por supuesto,


inmutable en el tiempo, ni tampoco correspondió a un modelo único para todas las
ciudades y regiones del vasto territorio mesopotámico. Sin embargo, los puntos de
continuidad y una similar ordenación general conllevan la presencia recurrente de
una serie de figuras, conocidas especialmente bien en algunos periodos, que represen-
tan adecuadamente las funciones y características de lo que suele considerarse como
personal administrativo del templo.
De entre estas figuras, destaca una superior, cuya denominación habitual (SANGA,
angû) hace que se le llame a menudo simplemente “sacerdote”, pero que no falten
denominaciones modernas como “administrador” o “contable”. La existencia de un
“sacerdote” principal no extraña, y su cometido básico es el esperado: es la máxima
autoridad del templo, su máximo responsable, y debe garantizar por tanto también

11. Incluso asumiendo el carácter externo de tal división, cf. p. ej. Charpin (2001: 681ss.). La referencia
fundamental para los apartados que siguen, aun ceñida al periodo paleobabilonio, son los dos trabajos de
Renger (1967 y 1969). Cf. también del primer autor, más específico: Charpin (1986).
12. Para este tipo de problemas al respecto del sacerdocio antiguo, cf. p. ej. el clásico Beard‑North (1990).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 33

la actividad cultual, en la que igualmente participa. Sin embargo, no se trata de un


“sumo sacerdote” pues, aunque encabeza la pirámide jerárquica “sacerdotal”, sus
funciones tienen que ver ante todo con la dirección material del templo. De allí que
sea habitualmente catalogado entre el personal administrativo. En cualquier caso, las
debilidades de la clasificación se advierten tanto en lo general como en el detalle. Un
ejemplo: el mundo siro-levantino, que sí que posee un término propio para designar a
lo que habitualmente entendemos por la figura o función genérica del “sacerdote” (el
vocablo semítico noroccidental khn) lo expresa al hacer uso del cuneiforme silábico
mesopotámico (donde, como veíamos, no existe equivalente) recurriendo a la desig-
nación propia de esta figura (SANGA, angû).
En el caso de los grandes templos, este personaje principal se rodeaba de diferen-
tes ayudantes, que podían ser muy numerosos en los templos mayores (y cuyos títulos
cambian, junto al detalle organizativo, entre los periodos más antiguos y los más
recientes). Destaca de entre ellos el “custode” del bronce o plata del templo, el zabar-
dabbu (o zamartappu), el “tesorero” del templo. De nuevo la consideración adminis-
trativa parece adecuada, en tanto que sus funciones son marcadamente económicas
(era el encargado de recaudar entre el personal del templo las rentas para el palacio).
Pero algunas de sus competencias trascienden la esfera administrativa: era el encar-
gado de la vajilla sagrada (de allí su nombre) y, aunque el evidente valor material del
“tesoro” del templo emparenta esta función con las anteriores, la importancia cultual
del mobiliario litúrgico conlleva evidentemente connotaciones de mayor alcance.
Algo parecido cabe decir de los escribas. Su presencia en los templos es constante
y numerosa, acorde a las muchas necesidades administrativas (la función más habi-
tual de la mayoría de estos escribas debió de ser la del contable o inspector), sin que
en cambio pueda circunscribirse en exclusiva a este uso el conocimiento de la escri-
tura en los templos, dada la importancia siempre creciente de la literatura religiosa
mesopotámica13.

El personal doméstico del templo

Los textos muestran una gran cantidad de subalternos que asumen cargos mate-
riales al servicio de los templos. Abarcan lo más variado de las tareas productivas
o auxiliares, desde las más generales a las más especializadas. Se atestiguan campe-
sinos, artesanos, cocineros, cerveceros, porteros, limpiadores… Aparentemente, nos
salimos aquí definitivamente de la esfera del culto. Pero de nuevo no es algo claro:
algunas labores realizadas para el templo o en el templo conllevaban exigencias
especiales. Bajo alguna de las denominaciones anteriores, por ejemplo, se esconden
“técnicos” especializados, encargados de labores rituales o ritualizadas, como los
carniceros (bixu) o los cocineros-panaderos (nuxatimmu, que debían preparar sin
error la comida del dios), los llamados “barrenderos” (kisalluxxu, “limpiadores del

13. Sobre los escritos religiosos en relación con la “teología” mesopotámica, y sobre los personajes
–al servicio del rey– que se encargaban de ellos, cf. p. ej. el citado Wiggermann (1995: 1865). Cf. también
Lambert (1995).
34 J. Á. Zamora López

vestíbulo”, pues la limpieza del templo debía ser a la vez física y ritual) o los porteros
(atû, que lo son de la casa del dios, y cuyo cargo alcanza en determinados periodos
una importancia reseñable). De igual modo, algunos de los objetos litúrgicos o bie-
nes consumibles producidos para los templos implicaban una elaboración especial a
cargo de personal especializado. Además, cargos “domésticos”, como el de los cerve-
ceros (sirû), se atestiguan en algunos documentos en funciones que trascienden la
mera literalidad de su nombre.

El personal cultual del templo

El personal considerado habitualmente como cultual es, por supuesto, el encar-


gado de la ejecución de los rituales14. Se trata de gentes que intervenían o participa-
ban en ellos con diferente protagonismo (desde el preeminente caso del “esposo” o
“esposa” de la divinidad, los EN y NIN.DINGIR / entum, sobre el que volveremos
más adelante, al más escondido servidor en el mecanismo de ofrendas). Tal hecho de
nuevo reclama, en la categoría aparentemente más cercana al “operador cultual” o
ritual, algunas cautelas. Por ejemplo, no es raro encontrar en la documentación tem-
plaria referencia a músicos y cantantes, formando parte del séquito o personal nece-
sario para cumplir con las ceremonias debidas al dios. Sin embargo, estas ceremonias,
frecuente correlato ritual de los actos cotidianos de los hombres15 (los dioses, recuér-
dese, deben ser servidos diariamente de forma material) implican gentes que, en otro
ámbito, no se distinguirían de algunos de los profesionales que nombrábamos con
anterioridad. Gentes que, a la inversa, en el ámbito del templo cobraban por su parte
otra dimensión, operando en ceremonias cultuales con competencias específicas.
En cualquier caso, la documentación proporciona casos de operadores cultuales,
de encargados de operaciones rituales de importancia singular y, por tanto, fáciles de
individuar. Se ligan a rituales complejos, que exigen su especialización. Así por ejem-
plo, en consonancia con lo dicho anteriormente (el antropomorfismo del dios y del
culto, la importancia del servicio de alojamiento y manutención) eran muy importan-
tes los encargados de la presencia real del dios en el templo (de su estatua) y del servi-
cio de ofrendas16. Existían rituales que garantizaban la aceptación de estas ofrendas
por el dios. Eran fundamentales el lavado y la apertura de la boca (KA.LU¢.(¢)U.
DA, mis p y KA.DU¢.(¢)U.DA, pt p) de la imagen de la divinidad (elaborada así
mismo en el modo ritualmente correcto) pues el dios debía efectivamente “estar”

14. En realidad, la propia definición de “culto” (y de “ritual”) constituiría un problema a parte, del que no
podemos ocuparnos aquí. Cf. simplemente en la bibliografía citada algunas consideraciones sobre el término,
p. ej. en Wiggermann (1995: 1858). Sobre los rituales mesopotámicos, cf. p. ej. el citado Joannès (2001c).
15. Habría que decir, mejor, que la vida cotidiana divina es el correlato de la vida cotidiana del rey (el
que entre los hombres lleva la vida más digna de compararse a la divina). En este plano simbólico, el
antropomorfismo divino parece construirse en Mesopotamia de forma inversa a su presentación explí-
cita: el rey no vive como los dioses, sino que los dioses viven como reyes (se les imagina “a su imagen
y semejanza”).
16. De hecho, los llamados en algunos periodos rib bti, “los que entran en el templo”, personal del
templo encargado del servicio, son traducidos muchas veces como propiamente “sacerdotes” (frente a las
denominaciones literales que aluden a la función de otros miembros del personal cultual).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 35

en su estatua y, presentada la comida ante ella


(es decir, ante el dios mismo), debía nutrirse17.
La estatua divina no solamente debía ser capaz
de alimentarse gracias al correcto ceremonial.
También era vestida, adornada y sometida a
los debidos cuidados “corporales”, de entre los
que destacaba su limpieza. El baño de la estatua
divina, y en general la pureza ritual del templo,
del mobiliario litúrgico, de los participantes
mismos en el servicio, resultaba fundamental,
por lo que no extraña la importancia que reves-
tían los “purificadores” (GUDU4, pau, que
aparecen en los textos ligados a una estatua, un
objeto litúrgico, una capilla templaria o, con
más frecuencia, a la divinidad a la que sirven).
De hecho, la morada del dios, junto con su con-
tenido, se purificaba regularmente, se cuidaba su
guardia y aislamiento, su perfecto orden, hasta el
punto de exigir rituales de purificación comple-
jos cualquier mínima reparación, modificación
o ampliación del lugar y de sus objetos. Otros
personajes destacan también en la documen-
tación por su denominación funcional, y por
tanto por su cometido. Es el caso de los “lamen-
tadores” (GALA, kalû), encargados de entonar
cantos de lamentación (compuestos en origen
en el especial dialecto sumerio EMESAL) des-
tinados principalmente a “ablandar el corazón Fig. 2: Sacerdote mesopotámico
del Dios”, apaciguar su cólera y captar su bene- en impronta de sello Neobabilonio
volencia. Su alta formación era a veces acompa- (de Charpin 2001: 682)
ñada de un alto nivel social. Casi todos los actos
rituales a efectuar conllevaban himnos o plegarias, que con el tiempo (puesto que su
continuidad llega hasta época seléucida) resultaron obscuros y en extremo difíciles, y
que debían recitarse en el momento y modo correcto. La existencia de “profesiona-
les” específicamente formados resultaba inevitable18.

Todas las figuras hasta ahora consideradas se vinculan a los templos como parte
del entramado cultural que, de forma general, enunciábamos al iniciar esta síntesis.
Pero esta construcción no se entendería sin la presentación de una de sus más impor-
tantes piezas: el rey.

17. Sobre estos particulares, cf. p. ej. Wiggermann (1995: 1862 ss.) –o las síntesis citadas de Joannès
(2001d: 199 ss.); (2001c: 743 ss.); cf. también (2001b). Para los cargos que siguen, cf. de nuevo Renger
(1967) y Renger (1969), y en síntesis Charpin (2001).
18. Cf. Hallo (1995: 1871 ss.). En síntesis p. ej. Villard (2001b: 461 ss.); sobre EMESAL, p. ej. Lafont
(2001: 281 ss.).
36 J. Á. Zamora López

El rey

Al hablar del sacerdote mesopotámico (y, en general, del sacerdote próximo-


oriental) la figura del rey merece un apartado especial. De nuevo es necesario com-
prender su naturaleza desde un punto de vista ideológico. Tal y como lo presenta
la documentación cuneiforme, el rey es el representante de la humanidad ante la
divinidad, el mediador fundamental (como modernamente suele describírsele, no sin
connotaciones) entre los dioses y los hombres. Su mediación es imprescindible a los
últimos dada su ventajosa cercanía a los primeros, en su condición de autoridad
instaurada por los dioses (la realeza descendió en origen de los cielos) y por tanto
encarnación del poder divino. Su presencia es a su vez imprescindible para los dioses,
pues es el encargado de mantener la paz entre los humanos y de defender la tierra en
la que viven para garantizar el servicio debido de los hombres. Además de garante de
este servicio, el rey es impulsor del bienestar divino, promoviendo la construcción de
templos, su mantenimiento, ampliación o dotación de medios. Gracias al rey, los dio-
ses reciben regular y convenientemente su sustento y disponen de alojamiento digno
y cómodo; gracias al rey la estabilidad del mundo queda garantizada y los hombres
sirven en paz a sus dioses (cf. Postgate 1995: 395 ss.; Wiggermann 1995: 1863 ss.).
Pero para ello, el rey debe erigirse también en protagonista del culto, debe ser el
operador principal de los rituales públicos. Solo su presencia garantiza el perfecto
cumplimiento de las obligaciones humanas con los dioses y la consiguiente perpe-
tuación de la paz y el bienestar. De allí la presencia del rey como actuante principal
en celebraciones fundamentales del ciclo anual, como los festivales del año nuevo, o
su papel en la ceremonia del “matrimonio sagrado”. De allí la general ritualización
de los actos que le involucran, tanto los excepcionales (como la coronación, el fun-
damental emplazamiento del rey en su puesto, de cuyos rituales tenemos constancia
desde la época de Ur III hasta época neoasiria o neobabilonia) como los periódicos
(expiaciones anuales, el citado ritual del año nuevo, etc.) y los cotidianos. El rey debe,
además, mostrar continuamente su piedad, visitar los templos y en definitiva dedicar
la mayor parte de su tiempo, como reflejan las fuentes neoasirias, a sus obligaciones
rituales, que van desde operaciones lustrales a banquetes sagrados19.
Este papel del rey quedaría explicado por, y a la vez explicaría, algunos fenómenos
históricos, como la evolución de la figura del antiguo EN, a la vez jefe político y militar
y “sumo sacerdote” en las primitivas ciudades-estado sumerias (según la interpretación
más sencilla dada a corpus documentales como el de la Uruk arcaica) y figura sacerdo-
tal después con el advenimiento de las realezas territoriales (cf. Steinkeller 1999; Post-
gate 1995; también p. ej. Wiggermann 1995: 1864 ss.). También la importancia de la
realeza en los rituales de matrimonio sagrado, pues el rey en persona era el esposo divino
en las ciudades cuya divinidad principal era femenina (notoriamente en Uruk, donde
la divinidad principal era la diosa INANNA-Itar)20, mientras que hay testimonios de

19. Cf. en síntesis p. ej. Joannès (2001b: 727 ss.). Sobre los festivales del año nuevo, cf. Sallaberger (1999)
y Pongratz-Leisten (1999), o p. ej. Jacobsen (1975). Sobre el matrimonio sagrado, véase nota siguiente.
20. En realidad, el “matrimonio sagrado” se atestigua solamente en la Uruk del III y II milenio a. C.
y, como hierogamia dentro de la fiesta del Año Nuevo, en la Babilonia y Asiria del I milenio a. C. Sobre
el tema, la referencia clásica es Kramer (1969); cf. sobre la complejidad real del problema también p. ej.
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 37

princesas reales en el papel de


esposa del dios allí donde la divi-
nidad principal era masculina
(como el bien conocido caso de
la esposa del dios NANNA-
Šin en Ur). Y ello en periodos y
contextos tan alejados como la
época de Sargón de Acad (que
fue quien, según algunos, intro-
dujo la figura de la gran sacerdo-
tisa-esposa del dios a imagen de
los grandes sacerdotes EN mas-
Fig. 3: Vaso de Uruk (finales del IV milenio a. C.),
culinos) en el tercer milenio a. C., escena cultual con participación del rey
y la neobabilónica de Nabonido, (de Wiggermann 1995: 1868)
avanzado el primer milenio (cf. el
citado Steinkeller 1999; en sínte-
sis p. ej. Charpin 2001: 683).

La mujer y el sacerdocio

En efecto, constituye un caso particular dentro del sacerdocio mesopotámico,


un caso necesariamente femenino, el de la “esposa” del dios. Pero no es el único caso
en el que sacerdocio y género se vinculan. Disponemos de testimonios de mujeres
consagradas a la divinidad de forma especial.
Este caso particular es el de las nadtu (LUKUR) mujeres consagradas al dios
principal de una ciudad. Hay constancia de ellas en época paleobabilónica, entre los
siglos XIX-XVII a. C. Más que “sacerdotisas”, se las ha llamado “religiosas”, com-
parándolas (de nuevo de modo anacrónico) con las monjas cristianas. Eran mujeres
que dedicaban su vida (se “consagraban”; se dan también las apelaciones NU.GIG /
qadištum, literalmente “santas” o “sagradas”) al servicio del dios principal de la ciu-
dad (Marduk en Babilonia, Ninurta en Nippur, Šamaš en Sippar) que podían (y
solían) tener una alta extracción social (pues hay testimonios de mujeres procedentes
de familias ricas, e incluso de la familia real). Vivían en casas individuales reagru-
padas en un espacio cerrado (gagû) que la literatura moderna no ha podido evitar
comparar con la clausura de un convento. Al parecer, no podían tener hijos (algo que
quizá tenga que ver con su nombre) y existen testimonios documentales de complejos
procesos por herencia, dada la ausencia de éstos. Tanto su estatus excepcional como
su alta consideración obligan a mencionarlas con el debido relieve (cf. Harris 1964;
en síntesis, Charpin 2001: 682).

los más recientes Cooper (1993) o el citado Steinkeller (1999), con más bibliografía. Cf. en síntesis p. ej.
Joannès (2001e: 507 ss.).
38 J. Á. Zamora López

Otras figuras

La presencia de personajes con cometidos particulares en la amplia esfera de lo


religioso no se circunscribe, además, al ambiente templario, a la figura del rey o a
los casos citados más o menos relacionados con uno y otro. Otras figuras externas
(que pueden hallarse, eso sí, en contacto o dependencia con templo y palacio, que
frecuentemente actúan al servicio directo del rey y que en cualquier caso comparten
con los anteriores una misma base cultural) son parte característica de la religiosi-
dad mesopotámica y podrían entrar dentro de lo que a veces se llama “técnicos de
la religión”. Aunque no son siempre incluidos entre los sacerdotes, su papel, como
veremos, obliga a tenerlos en consideración.
Es el caso, por ejemplo, del “adivino” (brû), el intérprete de signos. El meca-
nismo de falta humana-castigo divino con el que el hombre mesopotámico expli-
caba sus calamidades, exigía no solamente el perfecto cumplimiento de las opera-
ciones rituales (como repasábamos con anterioridad), sino también, en el caso de
falta (tantas veces desapercibida), la comprensión exacta de su naturaleza y el modo
inmediato de repararla. Era necesario ante todo comprender a los dioses, que se
comunicaban con los hombres de modo oscuro. La interpretación de los signos que
los dioses enviaban era una labor compleja que requería saberes especiales (originó
de hecho toda una disciplina que catalogaba eventos naturales y hechos físicos junto
a sus consecuencias) y que quedaba en manos de los “adivinos”. Otro especialista
con conocimientos o dotes específicos (aprendidos, sin más requisito innato que la
ausencia de taras físicas) era el que es llamado “especialista en encantamientos”, el
“conjurador” (šipu). A esta figura corresponde (y a veces acompaña) en un plano
más “material” (en nuestra concepción) el “médico” o “curandero” (asû). Son de
nuevo figuras características de la cultura mesopotámica21, operando ritualmente de
forma altamente especializada.

Situación de los sacerdotes

De este panorama puede deducirse también que la situación de los muchos perso-
najes hasta ahora citados era muy variada. El estatus mejor conocido es quizá el de los
personajes encargados de las operaciones del culto en los templos, de los que conoce-
mos, a través de diferentes testimonios, sus obligaciones y beneficios fundamentales.

21. La enfermedad o la fortuna adversa no sólo eran un castigo divino. Podían ser causados –o llegar
a través de– el ataque del mal. Al margen del mundo regido por los dioses, al margen del territorio del
reino, de la ciudad, de la casa, habitaba el mal (el bárbaro, el enemigo, las alimañas, la enfermedad, la
oscuridad). Los “espíritus del mal”, –demonios amenazantes, restos del desorden previo a la creación
del cosmos o divinidades enloquecidas– y los “fantasmas de los muertos” –que retornaban al mundo de
los vivos a saciar su apetito– acechaban al hombre, que se defendía de ellos gracias al šipu (nombre que
a veces es traducido como “exorcista”; otros oficiantes llevan otros títulos, como los de origen sumerio
mašmašu y kakugallu). Fuera de los males causados por falta o “pecado” o por ataque del mal, actuaba el
asû, aunque éste último, como también el lamentador kalû, podían acompañar al šipu en sus “conjuros”.
Cf. p. ej. Biggs (1995) y Farber (1995), o en la misma obra también el citado Wiggermann (1995: 1866); cf.
en general para la magia Bottéro (1988: 200-234); en síntesis, cf. p. ej. Villard (2001: 325-328).
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 39

No es difícil de entender que su obligación básica fuera el cumplimiento perfecto


de la labor encomendada: garantizar el servicio a los dioses, el servicio que justificaba
su propia función, sin tacha ni error. La complejidad de los rituales implicados era
mucha y debía cumplirse escrupulosamente (de allí los numerosos textos conserva-
dos que los describen o evocan, del III al I milenio a. C., cf. p. ej. Joannès 2001b:
726 ss.). Podían ser, además, diarios, mensuales o anuales, correspondientes a la vida
“doméstica” del dios o a su “vida pública”, dando lugar a un complejo calendario
cultual, cf. p. ej. Landsberger (1915); Cohen (1993). Podían hacer uso de lenguajes
con el tiempo olvidados (el sumerio o alguno de sus dialectos) u obscuros frente a
la lengua común (como el babilonio literario). Todo ello mediatizaba la relación de
dioses y fieles. El conocimiento preciso quedaba al alcance de una minoría de espe-
cialistas y a su dificultad real se acabó uniendo su carácter buscadamente cerrado, no
apto para “no-iniciados”.
Dentro de la constante preocupación mesopotámica por la pureza de los parti-
cipantes en los rituales, de los lugares y objetos cultuales, las fuentes hacen también
referencia a la “reverencia y humildad” hacia el dios de las que debían hacer gala
los encargados del culto. No se trataba de una simple exigencia de comportamiento.
El control de esta “reverencia y humildad” se realizaba por procedimientos “adivi-
natorios” (mediante extispicina, la observación e interpretación de las entrañas de
un animal sacrificado) o por inspección directa del cuerpo del individuo. Resulta-
ban apropiados al cometido aquellos que eran juzgados sin culpa y se demostraban
físicamente completos. Como observan algunos, estas exigencias debían de surgir en
realidad de un plano sumamente material: resultaba inapropiado para el dios –como
también para el rey o para personas de alta dignidad– que su servicio quedara a cargo
de personajes con mermas físicas (cf. Wiggermann 1995: 1865; Joannès 2001b: 727).
Por otro lado, todos los dependientes del templo eran como mínimo mantenidos
por él. Las diferencias debían de ser muchas, pero algunos cargos dentro de la estruc-
tura templaria debían de suponer una situación francamente ventajosa. Algunos de
estos cargos podían incluso dividirse y negociarse, como resultado de la aparición,
ya a finales del III milenio, de una diferenciación entre el personal cultual encargado
de trabajos cíclicos (labores de una duración determinada, fijada en origen sobre
base anual) y el personal cuyo trabajo no podía computarse en tiempos de servicio
por tratarse de un todo indivisible. De esta división se deduce también que la dedi-
cación “sacerdotal” de estos empleados en el culto era variada (en contraste, p. ej.,
con la imagen de un moderno “sacerdocio vitalicio a tiempo completo”). Los cargos
divisibles dieron lugar a las llamadas “prebendas”, características de la baja Meso-
potamia desde el periodo de Ur III (y que se mantienen, sin cambios esenciales, hasta
el periodo seléucida). Podían heredarse o venderse, siendo muy codiciadas. Incluían
–como refleja puntualmente la documentación, tanto administrativa como judicial,
a principios del II milenio a. C.– la mayor parte de funciones del culto y aledaños
–sobre todo prebendas de “purificador”, “cervecero”, “cocinero-carnicero”, “por-
tero” o “barrendero” (cf. p. ej. Joannès 2001a: 677 ss.). Este interés por formar parte
de los privilegiados miembros del personal de los templos se corresponde bien con el
carácter conservador del conjunto.
40 J. Á. Zamora López

Conclusiones

En definitiva, a pesar de los problemas documentales y del vasto marco temporal


y geográfico considerado, las fuentes mesopotámicas proporcionan informaciones
suficientes sobre las que desarrollar una reflexión sobre el sacerdocio próximo-orien-
tal y sobre nuestra propia manera de comprenderlo.
Diferentes figuras se presentan ejerciendo funciones diversas en lo que nosotros
consideraríamos la esfera de la religiosidad mesopotámica, profundamente integra-
das en la propia cultura. La actividad de todas y cada una de las figuras estudiadas
se explica y justifica en las bases mismas de su cosmovisión, que otorgaba un enorme
sostén ideológico a los templos y a la realeza, ámbitos principales del “sacerdocio”
mesopotámico, y encargados a su vez del mantenimiento de tal entramado simbólico.
La figura del sacerdote no va a caracterizarse, por tanto, por una actividad ajena o
paralela (tanto menos alternativa o contraria) a las bases del sistema. Muy al contra-
rio, participa de sus mismos intereses.
Pero de estas figuras no resulta extraíble una hipotética definición abstracta del
“sacerdocio”, del mismo modo que sobre ellas no resultan aplicables definiciones
apriorísticas. La evidente ausencia de categorías modernas (como lo “profano” o lo
“laico”, con sus correlatos y oposiciones en lo “sacro” y lo “religioso”), ajenas tal
cual al mundo mesopotámico, hace que las definiciones que hacen uso de criterios
modernos o simplemente externos encajen mal con la documentación próximo-orien-
tal conservada, reflejo de un muy diferente contexto cultural. Si, como decíamos, el
sacerdote mesopotámico no era parte de una jerarquía separada del –en términos
actuales– poder político establecido, tampoco era un guía moral o un líder espiritual;
no se trataba de una figura de poder actuando en un ámbito diferenciado.
Al cabo, son de nuevo nuestras categorías diferenciales las que no encajan con
el panorama próximo-oriental. Según veíamos, la documentación mesopotámica
hace posible encontrar en una misma esfera personal ligado al culto junto a personal
que hoy consideraríamos administrativo o subalterno. De otro modo, muestra tam-
bién como determinadas figuras actúan de pleno derecho en ámbitos para nosotros
diversos, como son el religioso y el económico. En el importantísimo caso del rey, se
muestra la ausencia de diferenciación específica entre la esfera política y la religiosa,
de nuevo en contraste (al menos a nivel ideológico) con nuestra presunta mentali-
dad moderna. Tal hecho, que elimina de paso una concepción “profesional” de las
tareas del sacerdote “a tiempo completo”, no va en contra de la precisa definición de
las tareas “sacerdotales”. Simplemente, muestra de nuevo su integración en el tejido
social, económico o político (una vez más en nuestros términos) bajo un entramado
cultural propio.
Frente a cualquier previa concepción del sacerdote, la documentación mesopotá-
mica se muestra rebelde y reveladora, señalándonos las bases de nuestros prejuicios
–conscientes o inconscientes, propios de nuestro contexto o condicionados por inter-
pretaciones históricas previas, construidos sobre abstracciones o sobre presuntos
arquetipos. El antiguo Oriente Próximo arroja, de nuevo, desde su distancia, nueva
luz sobre nosotros y sobre nuestra propia cultura.
El sacerdocio próximo-oriental y los problemas de su estudio: los sacerdotes mesopotámicos 41

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El sacerdocio en el Antiguo Testamento

José Luis Barriocanal Gómez

Facultad de Teología del Norte (Burgos)

1. Estado de la cuestión

El objetivo de la presente conferencia, enmarcada dentro de estas jornadas acerca


del sacerdocio, es presentar el origen, la naturaleza o identidad del sacerdocio en el
Antiguo Testamento.
Hemos de esperar al año 1960 para que diera a luz el primer gran estudio sobre
el sacerdocio en el AT. Me refiero al trabajo de R. de Vaux, Las instituciones del AT.
Este estudio se convertirá en referencia obligada de posteriores reflexiones sobre esta
institución y sobre las demás instituciones de Israel. Resumiendo los resultados con-
seguidos sobre nuestro tema de hoy, a partir de ese momento, son bastante divergentes
e hipotéticos. Lo cual se debe a la escasez de datos, en ocasiones discordantes, que nos
ofrece la principal y casi única fuente de que disponemos: el Antiguo Testamento.

2. Naturaleza o identidad del sacerdocio del AT

En este apartado se pretende dar una definición del sacerdocio del AT, o lo que
es lo mismo, señalar su identidad. Para lo cual se ha de analizar previamente su ter-
minología, su origen, su organización y sus funciones.

2.1 Terminología

La etimología del término “sacerdocio” es desconocida. Traduce el vocablo hebreo


kohen. Por su empleo en el AT, así como en el Antiguo Oriente, cercano a kohen lo es
el término árabe sâdin. Éste designa al que atiende el santuario.
44 José Luis Barriocanal Gómez

2.2 El origen

En el estadio más primitivo de Israel, esto es, en la época patriarcal (Abrahán…),


entre los ss. XIX y XIV a.C., no existía el sacerdocio. Para rendir culto a Dios, Abrahán
no se dirigía a un sacerdote. Él mismo ejercía las funciones cultuales para su familia:
construía altares (cf. Gn 12,7-8; 13,18; 22,9) y ofrecía sacrificios (cf. Gn 22,13). De
modo semejante procedían Isaac (cf. 26,25) y Jacob (cf. 28,18; 31,54). Era el cabeza
de familia el que presidía la celebración cultual.
Los primeros sacerdotes mencionados en la Escritura proceden del extranjero. Tal es
el caso de Melquisedec, rey y sacerdote de la ciudad cananea de Salén (cf. Gn 14,18), de
los sacerdotes egipcios (cf. Gn 41,45; 47,22), o del sacerdote madianita (cf. Ex 2,16).
El sacerdocio israelita surge cuando Israel se convierte en pueblo de Yahvé. Este
acontecimiento fundante del pueblo de Dios se expresa en la fórmula de pacto:
“vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ex 6,7; Lv 26,12). A partir de
este momento Yahvé va hacer morada en medio de su pueblo. Signo de esta presen-
cia será al principio la Tienda, durante el período del desierto, a la que sustituirá el
Templo, una vez ya en la Tierra. Estos dos lugares, Tienda y Templo, configuran la
identidad del sacerdocio en Israel. Así, según una tradición bíblica, la sacerdotal, no
existe sacerdocio ni culto antes de la erección del Tabernáculo, cuya iniciativa responde
a Yahvé (cf. Ex 25,8-9).

2.3 Un don hereditario y ordenado

El derecho al sacerdocio es una gracia divina otorgada a una tribu escogida. Por
ello, el sacerdocio del AT tiene un carácter hereditario. Es una disposición dada por
Yahvé a Moisés: “Manda acercarse a ti, de en medio de los israelitas, a tu hermano
Aarón, con sus hijos, para que ejerza mi sacerdocio” (Ex 28,1). También los hijos
de Jonatán sucedieron a su padre como sacerdotes de la tribu de los danitas (cf. Jue
18,30). Del mismo modo Elí y sus hijos fueron sacerdotes en Silo (cf. 1Sm 1-2), mien-
tras Ajimeq y su familia proveyeron el servicio sacerdotal en Nob (cf. 1Sm 22,11).
Este hecho no tiene nada de sorprendente, dado que en el Oriente Antiguo las
profesiones eran generalmente hereditarias, se transmitían las técnicas y los conoci-
mientos de padres a hijos. También respecto al oficio sacerdotal. Así, consta entre
los egipcios la sucesión hereditaria a partir de la dinastía XIX, donde la justificación
de la ascendencia sacerdotal garantizaba el acceso a sus funciones. Por esta razón se
entiende que la Escritura nos presente repetidamente genealogías levíticas, como en
Gn 46,11; Ex 6,16-25; Nm 26,57-60; y, sobre todo, en 1Cro 5,27 y 6,38 que se remon-
tan hasta el destierro. Su importancia lo pone de manifiesto un incidente surgido al
regreso del exilio: los que no pudieron justificar su ascendencia, fueron excluidos del
sacerdocio (cf. Esd 2,62; Ne 7,64).
El carácter hereditario del sacerdocio muestra que éste no es una vocación sino una
función: servir a la presencia de Yahvé en el santuario. Una singular llamada divina
se produce respecto a los reyes y a los profetas, pero no con relación a los sacerdotes.
Tal como se muestra en los nombramientos sacerdotales hechos por Micá (cf. Jue
17,5.10) y Eleazar (cf. 1Sm 7,1), y cuyos textos son considerados antiguos, no se
El sacerdocio en el Antiguo Testamento 45

ve que exista una intervención divina especial. Aunque la tribu de Leví fue puesta
aparte por Dios mismo para su servicio, esta elección no implica ningún carisma
particular para sus miembros.
En opinión de R. de Vaux (1964: 452), pues no hay transmisión de gracia ni de
poderes especiales. Distinta es la consideración de Ph. P. Jenson (1992: 119-120), quien
habla de ordenación sacerdotal de Aarón y sus hijos. En su opinión, Lv 8-9 (= Ex 28-
29) describe pródigamente esta ordenación. El texto subraya tres ritos fundamenta-
les: la entrega de vestidos especiales, la unción con óleo y la ofrenda de un sacrificio
singular. Se describe todo un proceso ritual que culmina en un estado sacerdotal.
Estado inicial: Aarón y sus hijos están junto con el resto de la comunidad. Rito de
separación (Lv 8): Yahvé ordena a Moisés que tome a Aarón y a sus hijos (v. 2); Moi-
sés manda que se acerquen a él y lava a Aarón y a sus hijos con agua (v. 6); les pone
vestidos especiales (vv. 7-9.13); unge y consagra el Tabernáculo (vv. 10-11); vierte el
óleo de la unción sobre Aarón (v. 12); Moisés ofrece tres sacrificios (vv. 14-29); rocía
con óleo de unción y sangre a Aarón y sus vestidos, y a los hijos de Aarón y sus ves-
tidos, quedando así consagrados (v. 30). Estado temporal de separación: Aarón y sus
hijos permanecen durante siete días en el santuario (vv. 33.35). Rito de agregación
(Lv 9): Aarón ofrece sacrificios, por él mismo (vv. 8-14) y por Israel (vv. 15-21); ben-
dice al pueblo, primero aparece bendiciendo él solo (v. 22) y luego con Moisés (v. 23);
la gloria de Yahvé se hace presente (v. 23); sale fuego de la presencia de Yahvé que
consume los sacrificios (v. 24a); el pueblo responde con gritos de júbilo y se postra
ante Yahvé (v. 24b). Estado final: Aarón y sus hijos son sacerdotes.
La unción con óleo, la aspersión con la sangre de las víctimas inmoladas y la
separación temporal manifiestan que Aarón y sus hijos son consagrados a Yahvé.
Son ungidos con el mismo óleo que se utiliza para consagrar el Tabernáculo, el
altar y los utensilios sagrados. La aspersión con la sangre significa que son propie-
dad de Yahvé, pues sólo a Él pertenece la sangre de las ofrendas. El estado tempo-
ral de separación es consecuencia de haber entrado en contacto con la santidad y
la gloria divinas.
Por esta ordenación sacerdotal Aarón y sus hijos son elevados a una santidad
propia a la que tiene el Tabernáculo y el altar. No es una santidad permanente, ya que
cada vez que ejerzan su sacerdocio deben previamente purificarse (cf. Ex 30,17-21).
Se trata, pues, de una santidad circunscrita al santuario, de cara al servicio divino, es
decir, al ejercicio sacerdotal. Las disposiciones legales en relación con el contacto con
los difuntos (cf. Lv 21,1-2.11; Ez 44,25), con el matrimonio (cf. Lv 21,7.13-15), con la
higiene (cf. Ex 30,18-21) y con las bebidas alcohólicas (cf. Lv 10,9; Ez 44,21) tienen
como fin salvaguardar la santidad del sacerdocio. Ésta es una constante en los textos
sacerdotales del AT. Los sacerdotes, no sólo tenían que velar por su pureza ritual
para el recto ordenamiento cultual, sino también por la pureza de los participantes.
La mayor impureza era causada por la lepra.
Se desconoce la fecha en que cesó el rito de la unción, en época herodiana y
romana ya no existía, la única celebración era la imposición de la vestidura. Esta
imposición es un acto importante, ligada directamente con el servicio sacerdotal (cf.
Ex 28,4; 31,10; 35,19; 39,41). La transmisión del poder sacerdotal de Aarón a su hijo
Eleazar se hace por el traspaso de la vestidura (cf. Nm 20,26).
46 José Luis Barriocanal Gómez

2.4 La organización

En tiempos del primer Templo de Israel (desde el rey David –s. X– hasta su des-
trucción –s. VI–) existía ya una jerarquía sacerdotal. También esta jerarquización del
sacerdocio es común a otros pueblos. En Hierápolis, según Luciano (De Dea Syra,
42-43), había por lo menos trescientos sacerdotes, sin contar a los cantores. Bajo
el reinado de Saúl, el santuario de Nob era servido por Ajimelek y ochenta y cinco
sacerdotes de la descendencia de Elí (cf. 1Sm 22,16-18). Es lógico concluir que dado
tal número, éste debía de estar organizado.
A la cabeza estaba el sumo sacerdote (Lv 21,10; Nm 35,25; Jos 20,6; 2Cro 24,6),
llamado también “sacerdote en jefe” o “primer sacerdote” (2Re 25,18; 2Cro 24,11),
o sencillamente “sacerdote” (1Re 4,2; 2Re 11,9-10). Lo más probable es que fuera
desde Salomón hasta el exilio descendiente de Sadoq. Así lo considera la tradición
tardía (cf. Ez 40,46; 44,15; 48,11; 2Cro 31,10).
Las familias cuyos miembros habían sido titulares del pontificado constituyen la
llamada aristocracia sacerdotal, o el grupo de los sumos sacerdotes en plural (cf. Lc
3,2; Hch 4,6).
Al sumo sacerdote le estaba reservada la entrada en la parte más santa del templo
para ofrecer el sacrificio de expiación por el pueblo, en la festividad del Yôm Kippur.
Por debajo del sacerdote en jefe se hallaba el segundo sacerdote (2Re 23,4 y
25,18; Jr 52,24). En estos pasajes se menciona también su nombre: Sofonías. A este
mismo personaje, que aparece varias veces en el libro de Jeremías (cf. 21,1, sobre
todo 29,24-29), se le da el título de “inspector del templo”, por estar encargado de
la policía del santuario.
El libro de 2Re 23,4 y 25,18, junto con Jr 52,24, después del sumo sacerdote y del
sacerdote segundo, mencionan a los guardianes del umbral. Son funcionarios supe-
riores del templo, no ya simples porteros. Según 2Re 25,18 son solamente tres, y el
ordenamiento de Joás les atribuye la función de recibir las contribuciones del pueblo
(cf. 2Re 12,10; 22,4).
Subordinados a estos altos dignatarios del sacerdocio, los ancianos entre los
sacerdotes desempeñaban un importante papel (2Re 19,2; Is 37,2; Jr 19,1). En analo-
gía con los “ancianos del pueblo”, estos ancianos entre los sacerdotes son los jefes de
las familias sacerdotales. Conforme a estos jefes se repartirán, tras la cautividad, los
sacerdotes por grupos.
Junto con los sacerdotes se menciona otro grupo, el de los sacerdotes sirvientes.
Su función es ayudar a los sacerdotes, pero no dentro de la celebración cultual. Les
asisten fuera del altar, a la hora de llevar las ofrendas y la porción del sacrificio que
correspondía a los sacerdotes. Se les encuentra en el templo de Silo (cf. 1Sm 2,13-17).
Posiblemente Samuel fuera uno de ellos (cf. 1Sm 2.11.18; 3,1).

2.5 Las funciones

Este apartado es el más importante para describir la naturaleza del sacerdocio


israelita en el Antiguo Testamento.
El sacerdocio en el Antiguo Testamento 47

Tres son los ministerios principales de los sacerdotes: cultual, oracular y de ins-
trucción. Los tres se encuentran en la bendición final que Moisés impartió sobre la
tribu de Leví: “Para Levi dijo: Dale a Levi tus Urim y tus Tummim al hombre de tu
agrado, a quien probaste en Massá, con quien querellaste en las aguas de Meribá,
el que dijo de su padre y de su madre: «No los he visto». El que no reconoce a sus
hermanos y a sus hijos ignora. Pues guardan tu palabra, y tu alianza observan. Ellos
enseñan tus normas a Jacob y tu Ley a Israel; ofrecen incienso ante tu rostro, y per-
fecto sacrificio en tu altar” (Dt 33,8-10).

a) Servicio cultual

Constituye la principal función de los sacerdotes, si bien en la bendición de Moi-


sés se encuentra en tercer lugar, tras la oracular y la de enseñanza. El sacerdote es el
ministro del altar. Está al servicio del santuario, de tal manera que no se concibe un
santuario sin ministro. En este sentido, 1Sm 2,28 afirma que los sacerdotes han sido
escogidos para “subir al altar, incensar la ofrenda”.
Los relatos bíblicos muestran que en los comienzos de Israel, como pueblo de
Yahvé, esta función sacrificial no era exclusiva de los sacerdotes (cf. Gn 22,13; 31,54).
El padre de Sansón ofrece un holocausto (cf. Jue 13,19). En circunstancias solemnes
los reyes, como David y Salomón, ofrecen sacrificios con ocasión del traslado del
Arca (cf. 2Sm 6,17) o de la dedicación del Templo (cf. 1Re 8,62-64). Pero progre-
sivamente esta función quedó reservada a los sacerdotes, como muestra un pasaje
de Crónicas: el rey Ozías fue castigado por Dios por haber tenido la temeridad de
entrar en el santuario de Yahvé para quemar incienso en el altar: “16 Mas, una vez
fortalecido en su poder, se ensoberbeció hasta acarrearse la ruina, y se rebeló con-
tra Yahvé su Dios, entrando en el Templo de Yahvé para quemar incienso sobre el
altar del incienso. 17 Fue tras él Azarías, el sacerdote, y con él ochenta sacerdotes
de Yahvé, hombres valientes, 18 que se opusieron al rey Ozías y le dijeron: « No te
corresponde a ti, Ozías, quemar incienso a Yahvé, sino a los sacerdotes, los hijos de
Aarón, que han sido consagrados para quemar el incienso. ¡Sal del santuario porque
estás prevaricando, y tú no tienes derecho a la gloria que viene de Yahvé Dios! » 19
Entonces Ozías, que tenía en la mano un incensario para ofrecer incienso, se llenó de
ira, y mientras se irritaba contra los sacerdotes, brotó la lepra en su frente, a vista de
los sacerdotes, en la Casa de Yahvé, junto al altar del incienso” (cf. 2Cro 26,16-20).
Parece ser que en torno al siglo VIII a.C., los ritos más elevados, como el de recoger
la sangre, asperjar el altar y el pueblo y, de manera más general, todo lo que ponía en
contacto directo con el altar, era reservado a los sacerdotes.
Una mayor profundización teológica sobre la santidad divina había hecho com-
prender que solamente una persona especialmente consagrada podía presentar a
Dios una ofrenda de modo grato. La santidad de sus funciones exigía la especial
pureza de los ministros del altar (cf. Lv 21,6).
Esta misma mayor comprensión teológica de la santidad divina ocasionó, tam-
bién, la progresiva concepción del culto sacrificial como expiación. Entre todos los
sacrificios, los más importantes tenían lugar el gran “día de la expiación” o yôm
48 José Luis Barriocanal Gómez

kippur (cf. Lv 16). Constituía la fiesta cultual por excelencia, porque ese día era la
única ocasión en la que el sumo sacerdote podía penetrar en la parte más santa del
templo para ofrecer el sacrificio más solemne: el sacrificio expiatorio. Bajo todos los
aspectos sagrados (de lugar, de tiempo, de persona, de rito) la liturgia del yôm kippur
manifestaba la exigencia de santidad más alta.
La importancia de este ministerio cultual se refleja en que constituye la fuente
principal de su sustentación. El sacerdote vive del altar, por cuanto le corresponde una
parte de los sacrificios que en él se ofrecen (cf. Dt 18,1-5). Así lo recuerda la historia
de los hijos de Elí (cf. 1Sm 2,12-17). La falta denunciada de estos hijos no consistía en
que tomaran su parte, sino en que contrariamente a lo estipulado exigían las carnes
crudas antes de que hubiesen ofrecido la grasa en el altar. Es decir, ellos se servían
antes de que se hubiese servido Yahvé. La segunda fuente de ingresos procedía de las
contribuciones aportadas al templo, como lo muestra el ordenamiento de Joás (cf.
2Re 12,15-17; 22,3-7).

b) Función oracular

Aparece en primer lugar en la bendición de Moisés (cf. Dt 33,8). Algunos estu-


diosos consideran este servicio como el más primitivo del sacerdocio israelita, mien-
tras que el cultual es producto de una evolución posterior (cf. L. Sabourin, 1973: 99)
Así lo considera L. Leloir (1971: 37). Pero, con P.J. Leihart (1999: 8-11), sostenemos
que la separación entre actividad sacrificial o cultual y oracular es artificiosa, ya que
en el Antiguo Oriente ambas estaban unidas.
Los israelitas iban al santuario para “consultar a Yahvé”. Se iba al santuario
para conocer la voluntad de Dios, recibir su consejo. Y, por eso, se consulta al hom-
bre de Dios. El sacerdote era un dador de oráculos. Así, en el desierto, los israelitas se
dirigían a Moisés para “consultar a Dios” (Ex 18,15). Todo el que quería consultar a
Yahvé acudía a la tienda en la que Moisés entraba solo y conversaba cara a cara con
Yahvé (cf. Ex 33,7-11). Se trataba de un privilegio personal de Moisés (cf. Nm 12,6-
8), del que no disfrutaban los sacerdotes (cf. cf. Nm 27,21). Éstos consultaban a Dios
indirectamente, por medio de distintos medios como el efod y los urîm y tummîm. Se
han dado diversas interpretaciones a estos procedimientos oraculares. Así, el sacer-
dote Mica hace un efod para su santuario (cf. Jue 17,5). Es un objeto que se lleva (cf.
1Sm 2,28; 14,3), que se tiene en la mano (cf. 1Sm 23,6). Está confiado a los sacerdotes
y sirve para consultar a Yahvé (cf. 1Sm 23,10; 30,8).
La interpretación más común relaciona los urîm y tummîm los relaciona con las
suertes sagradas, bajo la forma de un sí o un no. Éstas se confían al sacerdote Eleazar,
según Nm 27,21, y a la tribu de Leví, según Dt 33,8, donde Moisés impetra a Dios:
“Da a Leví tus urîm y tus tummîm al hombre santo”. Con ellos, el sacerdote procedía
a un sorteo, que definía la respuesta divina a algún problema de la vida. El texto más
claro, al respecto, es el de 1Sm 14,4 1. El rey Saúl, deseando conocer la causa de una
dificultad, le dice a Dios: “Si el pecado está en mí o en mi hijo Jonatán, Señor, Dios
de Israel, salga urîm; y si este pecado está en tu pueblo Israel, salga tummîm”. La
intervención del sacerdote se supone en el v. 36.
El sacerdocio en el Antiguo Testamento 49

Tras el reinado de David no tenemos ya documentación histórica del uso de


estas suertes sagradas. Aunque se mencionan todavía como signos característicos
del sacerdocio en Esd 2,63 y Ne 7,65, sin embargo su uso concreto era una reliquia
del pasado.
Tampoco la función oracular del sacerdote es un rasgo particular de la religión
de Israel; prácticas por el estilo eran corrientes en el mundo antiguo. En ellas pode-
mos vislumbrar una actitud espiritual de búsqueda de la voluntad de Dios, y una
convicción religiosa fundamental de que, sin la relación con Dios, el hombre no
puede encontrar su camino en la existencia.

c) La función de enseñanza

La bendición de Leví, en Dt 33,10, confía a los levitas, después del urîm y el


tummîm, la instrucción del pueblo: “Pues guardan tu palabra, y tu alianza observan.
Ellos enseñan tus normas a Jacob y tu Ley (Torá) a Israel” (Dt 33,9-10). Las tablas de
la Ley estaban conservadas en el Arca, de la cual los sacerdotes eran sus guardianes
y también sus intérpretes.
Ciertamente, la Torá pertenece al sacerdote, como el juicio al rey, el consejo al
sabio y la visión o la palabra al profeta: “La Torá no llegará a faltar al sacerdote, ni
el consejo al sabio, ni la palabra al profeta” (Jr 18,18). La Torá es propiamente una
instrucción, ésta es su significado más genuino, posteriormente irá evolucionando
hacia el significado amplio de “ley” como manifestación de la voluntad de Dios.
Ésta es confiada a los sacerdotes (cf. Dt 31,9.26) puesto que proviene de Dios. En Lv
10,10-11 se dice que los sacerdotes deben “distinguir entre lo sagrado y lo profano,
entre lo impuro y lo puro, y enseñar a los israelitas todos los preceptos que Yahvé les
ha dado por medio de Moisés”. A partir de entonces Torá comenzó a designar la ley
de Moisés, que no es otra cosa sino expresión de la voluntad de Dios. Esta enseñanza
se daba en el santuario, al que el sacerdote estaba adscrito y donde se acudía en
peregrinación. Por consiguiente, la enseñanza de la Torá quedará hasta el destierro
circunscrita al templo.
Hacia el siglo V a.C., el profeta Malaquías ofrece una rica síntesis de la concep-
ción israelita del sacerdocio: “Mi alianza era con él (Leví) vida y paz, y se las con-
cedí; era temor, y él me temía y ante mi Nombre guardaba reverencia. 6 La Ley de
verdad estaba en su boca, e iniquidad no se hallaba en sus labios; en paz y en rectitud
caminaba conmigo, y a muchos recobró de la culpa. 7 Pues los labios del sacerdote
guardan la ciencia, y la Ley se busca en su boca; porque él es el mensajero de Yahvé
Sebaot” (Ml 2,5-7).
El profeta Malaquías observa que “los labios del sacerdote deben guardar la cien-
cia, y de su boca se viene a buscar la enseñanza” (Mal 2,7). Pero Malaquías critica en
este punto a los sacerdotes de su tiempo, por haber descuidado este ministerio.
El israelita, pues, espera del sacerdote no sólo la intercesión (primera función),
sino que también tiene sus ojos y sus oídos fijados en los sacerdotes, de cara a recibir
de ellos un ejemplo de observación de la Ley, de su enseñanza y de su interpreta-
ción. Les pide no sólo que recen más que el resto del pueblo y que representen al
50 José Luis Barriocanal Gómez

pueblo ante Dios, también espera de los sacerdotes santidad de vida, sana doctrina,
prudencia, integridad, celo por la conversión del pecador. Espera que sean modelos
y árbitros del pueblo.
La competencia de los sacerdotes no se reducía a las prescripciones cultuales.
Fueron también maestros de moral y de religión. Los profetas desempeñaron el mismo
papel, aunque de manera diferente: el profeta es el hombre de la palabra, el portavoz
de Dios que le inspira directamente lo que debe decir en tal o cual circunstancia, el
instrumento de una revelación actual de Dios. Mientras que el sacerdote es el hombre
de la Torá, el depositario e intérprete de una ciencia, que viene ciertamente de Dios,
pero por una revelación pasada, transmitida por los canales humanos de la tradición
oral y escrita.
A la función de la enseñanza se une una cierta competencia jurídica atribuida al
sacerdote: “A su decisión corresponde resolver todo litigio y toda causa de lesiones”
(Dt 21,5). Los sacerdotes debían intervenir en caso de delito grave, como en el caso
de homicidio, cuando faltaban indicios para descubrir al autor: “Si tienes que juzgar
un caso demasiado difícil para ti, una causa de sangre, de colisión de derechos, o de
lesiones, un litigio cualquiera en tus ciudades, te levantarás, subirás al lugar elegido
por Yahvé tu Dios, y acudirás a los sacerdotes levitas y al juez que entonces esté en
funciones. Ellos harán una investigación y te indicarán el fallo de la causa. Te ajus-
tarás al fallo que te hayan indicado en este lugar elegido por Yahvé, y cuidarás de
actuar conforme a cuanto te hayan enseñado. Te ajustarás a las instrucciones que te
hayan dado y a la sentencia que te dicten, sin desviarte a derecha ni a izquierda del
fallo que te señalen. Si alguno procede insolentemente, no escuchando ni al sacerdote
que se encuentra allí al servicio de Yahvé tu Dios, ni al juez, ese hombre morirá.
Harás desaparecer el mal de Israel” (Dt 17,8-12; cf. Dt 21,1-9; Nm 5,11-13).
A partir del exilio, la enseñanza de la Torá deja de ser monopolio de los sacerdo-
tes. Los levitas, excluidos de las funciones propiamente sacerdotales, se convierten en
los predicadores y los catequistas del pueblo. Finalmente, la enseñanza se dará fuera
del culto, en las sinagogas, y la impartirán principalmente los escribas y doctores de
la ley. La importancia que irá cobrando la profesión de escriba, la cual implicaba el
estudio de la Escritura, reducirá la función de los sacerdotes a lo cultual.

2.3 Definición: identidad y sujeto

La vinculación señalada entre santuario o templo con el sacerdocio, explica que


el título más adecuado para definirlo en el AT, no sea el de mediador sino el de servi-
dor o ministro divino. La función de mediación entre Dios y los hombres es también
propia de los jueces y de los profetas. En cambio, es exclusivo de los sacerdotes su
servicio a la presencia de Dios en el santuario. En este sentido son llamados ministros
o servidores de Dios: “Y vosotros seréis llamados sacerdotes del Señor; ministros de
nuestro Dios se os llamará” (Is 61,6; cf. Jr 33,21-22; Jl 1,9.13; 2,17). Ésta es la finali-
dad querida por Dios al separar la tribu de Leví para el servicio sacerdotal: “Yahvé
separó entonces a la tribu de Leví para llevar el arca de la alianza de Yahvé, sirvién-
dole y dando la bendición en su nombre hasta el día de hoy” (Dt 10,8).
El sacerdocio en el Antiguo Testamento 51

Esta concepción del sacerdocio, como servicio a la divinidad, es común al Oriente


Antiguo. Así, en Egipto, al sacerdote se le denomina hom-neter, que literalmente sig-
nifica “sirviente de Dios”.
Una cuestión fundamental para la comprensión del sacerdocio en el AT es ¿quién
tiene el derecho de servir como sacerdote: toda la descendencia de Leví, o una parte
de ella, o bien todo varón israelita? En el AT no se menciona a ninguna mujer ejer-
ciendo el sacerdocio. Esto significa que está reservado a los hombres. Según el docu-
mento sacerdotal, el sacerdocio pertenece exclusivamente a una familia de la tribu de
Leví: la familia de Aarón. Él y sus hijos son revestidos con vestiduras sagradas para
tal ministerio (cf. Ex 28,1-2). Su consagración para el sacerdocio (cf. Ex 28-29) está
estrechamente relacionada con la construcción del Tabernáculo (cf. Ex 30; Lv 8). El
resto de la tribu de Leví ejerce funciones relacionadas con el servicio al Tabernáculo,
pero tiene prohibido acercarse al altar y a los utensilios sagrados (cf. Nm 3-4).
Según el libro del Deuteronomio también corresponde el sacerdocio a la tribu de
Leví (cf. Dt 10,8; 33,8-10), pero no a una sola familia, sino que todos sus miembros,
si así lo desean, pueden ejercerlo. De aquí su peculiar terminología “los sacerdotes,
hijos de Leví” y “los sacerdotes levitas” (cf. Dt 17,18; 18,1; 21,5…).
En otros lugares encontramos a israelitas, no pertenecientes a la tribu de Leví,
que ejercen funciones sacerdotales. Así, el efraimita Miká instala a su propio hijo
como sacerdote ( (cf. Jue 17,5). También Samuel es de procedencia efraimita (cf. 1Sm
1,1) y, sin embargo, está al servicio de Yahvé en el santuario de Siló y lleva el mandil
de los sacerdotes. Los hijos de David fueron sacerdotes (cf. 2Sm 8,18) e Ira, yaerita,
fue sacerdote de David (cf. 2Sm 20,26).
Interesante es la explicación dada por Haran ( 1972: 1072-1073) a estos diferen-
tes puntos de vista de las fuentes bíblicas acerca del derecho al sacerdocio. Distingue
entre altar al aire libre y templo. Mientras que todo israelita podía ofrecer sacrificios
en los altares (a menudo denominados por la Escritura “lugares altos”), en los tem-
plos sólo tenían el derecho a oficiar como sacerdotes las familias del linaje de Leví.
La opinión más común sostiene que en la época de los jueces y al principio de la
monarquía no todos los sacerdotes eran levitas. El derecho exclusivo de la tribu de
Leví, hijo de Jacob, al sacerdocio, se habría hecho remontar a los orígenes de Israel.
Esta prerrogativa, sin embargo, no se adquiere sino tras una larga historia. Todas las
fuentes concuerdan en señalar que desde el comienzo el sacerdocio fue dado sólo a
la tribu de Leví, si bien difieren en su presentación. Esta tradición común se remonta
a la bendición pronunciada por Moisés sobre esa tribu, a la que le atribuye diversas
funciones sacerdotales (cf. Dt 33,8-11). Jue 17,7-13 es una muestra evidente de esta
vinculación entre sacerdocio y tribu de Leví.
Este derecho exclusivo al sacerdocio recibe, en el Pentateuco, diversas explica-
ciones. Una tradición antigua refiere que el sacerdocio fue conferido a los levitas en
recompensa de su intervención intrépida contra los israelitas idólatras (cf. Ex 32,25-
29). Los levitas habían vengado con la espada los derechos de Yahvé, conculcados
por el pecado, mereciendo con ello la investidura sacerdotal. Un episodio análogo se
cuenta de Pincas (Fineés), nieto de Aarón. Su celo contra un israelita pecador le valió
la promesa de un sacerdocio perenne (cf. Nm 25,6-13). Esta interpretación resalta la
adhesión propia del sacerdote a su Dios.
52 José Luis Barriocanal Gómez

Otra corriente de tradición explica la posición privilegiada de los levitas en clave


de sustitución. Los levitas pasaron a ocupar el puesto de los primogénitos de Israel.
Se trata de una disposición divina: “Ya ves que he elegido a los levitas de entre todos
los israelitas en sustitución de todos los primogénitos..., ya que mío es todo primogé-
nito” (Nm 3,12; cf. 3,41; 8,16). Luego los levitas habían sido elegidos para sustituir a
los primogénitos. El aspecto sacerdotal que destaca esta corriente es el de la represen-
tación del pueblo. No es posible que todo el pueblo se dedique continuamente al culto
de Dios. Por eso se eligen algunos hombres según las indicaciones divinas.

3. Esbozo de la historia del sacerdocio israelita

Este recorrido histórico final sirve como recapitulación acerca de la identidad del
sacerdocio en el AT.

3.1 Antes de la monarquía

Durante el período patriarcal no se conoce la existencia de una clase sacerdo-


tal. Las funciones propiamente sacerdotales eran ejercidas por el cabeza de familia,
quien presentaba las ofrendas sacrificiales y transmitía la bendición divina.
Con Moisés comenzó a configurarse el sacerdocio israelita. La tradición bíblica
une a Moisés con Leví (cf. Ex 2.1). Sin duda que Moisés ejerce funciones sacerdo-
tales, pero no cabe encasillar su ministerio como sacerdotal, pues supera todas las
categorías, incluso la sacerdotal.
El origen de los levitas permanece como una cuestión abierta. Para un cierto
número de estudiosos designa más un grupo social, con una misma función cultual,
que una pertenencia étnica (Gunneweg 1965: 14-23). El texto de Jue 17,7 apunta hacia
esta última conclusión.
Tras la entrada en la Tierra, el sacerdocio israelita está indisolublemente unido
a la historia de los santuarios. Y en el primer período de esta estancia, época de los
Jueces, no existe aún el derecho exclusivo de un grupo o tribu al sacerdocio.

3.2 Bajo la monarquía

El advenimiento de la monarquía deja sus huellas en el sacerdocio israelita.


El rey organiza el culto y se le reconocen ciertos privilegios sacerdotales: ofrece
­sacrificios (cf. 1Sm 13,9-10; 2Sm 6,13), bendice al pueblo (cf. 2Sm 6,18 = 1Cro 16,2),
eleva oraciones de intercesión (2Sm 6,14 = 1Cro 17,16-27), se ciñe el efod de lino (cf.
2Sm 6,14), que en otros lugares aparece como una vestidura propia de los sacerdotes.
Sin embargo, no es sacerdote. Al comienzo de la monarquía se produce un notable
cambio en la importancia de las familias sacerdotales: el protagonismo de la casa de
Elí pasa a la casa de Sadoq. Éste y Abiatar son los sacerdotes principales durante el
reinado de David y de su hijo Salomón.
El sacerdocio en el Antiguo Testamento 53

Con la reforma del rey Josías, que ocasionó la abolición de los templos fuera de
la ciudad de David, se centraliza el sacerdocio en torno al templo único de Jerusalén.
El libro de los Reyes destaca que los sacerdotes juegan un papel importante en esta
reforma (cf. 2Re 22).

3.3 Tras el exilio

Desde comienzos de la época persa, Yehud/Judá forma una pequeña provincia,


que depende directamente de la satrapía de Transeufratina (Siria-Palestina). Darío
colocó al frente de esa provincia a dos personalidades, Zorobabel y Josué, que asegu-
raban la continuidad con la antigua clase dirigente deportada por Nabucodonosor;
de este modo favorecía a los desterrados, no a la población que había quedado en la
tierra. Es decir, confío el liderazgo a un descendiente de David (Zorobabel = “semilla
de Babilonia”, hijo de Sealtiel, que a su vez es hijo de Joaquín) y a un hombre de la
estirpe de los sumos sacerdotes de la época monárquica (Josué, hijo de Josadaq, hijo
de Seraya, sumo sacerdote en el año 587 y deportado en esta fecha (cf. Esd 3,2.8; 5,2;
Ag 1,1.12.14; 2,2.4). Todo ello despertó la esperanza en el pueblo de una restaura-
ción. En este ambiente hay que leer los oráculos de Zacarías y Ageo.
El profeta Zacarías habla de esta diarquía en 6,11-13. Los atributos de realeza
(corona, honor, gobierno, tronos) se reparten entre los dos. Zacarías ve, de este modo,
al nieto de Joaquín como heredero del poder regio, flanqueado por Josué, heredero del
poder sacerdotal. Si bien, evita la palabra melek, “rey”, y el verbo correspondiente, y
no habla de cetro. En otras palabras, ve el gobierno de Jerusalén en continuidad con
la época monárquica, pero no pone en cuestión el sometimiento a las autoridades
persas. Cuando el último descendiente de David haya desaparecido, Zorobabel, la
transferencia de la simbólica monárquica (unción, corona y trono) resultará natural.
Así, en los textos tardíos del Pentateuco, el sacerdocio es revestido de los atributos de
la realeza: son los sacerdotes quienes reciben la unción (Ex 28,41; 29,7; 30.30; 40,15)
y el título de mesiah (Lv 4,3.5; 6,15). Es el comienzo de una transferencia de la legiti-
midad regia al sacerdocio.
Con la reconstrucción del Templo (520-515 a.C.) va emparejada la restauración
del sacerdocio. Durante el segundo Templo sólo los descendientes de Aarón sirvieron
al sacerdocio. De aquí la importancia de las genealogías para mostrar esta pertenen-
cia. Los elementos básicos de esta institución desaparecieron: el Arca, los querubines,
la unción con óleo, los urîm y tummîm. La posición social y económica de los sacer-
dotes también cambió. Los servicios sacerdotales no eran suficientes para mantener
al número de sus miembros, por lo que algunos se veían obligados a abandonar su
ministerio (cf. Neh 13,10-11). Esta escasez de servicios explica el sistema de divisiones
por familias sacerdotales de cara al ejercicio ministerial (cf. Neh 10,35), aunque el
cronista date estas divisiones a tiempos de David (cf. 1Cro 24,3-19).
En conclusión: el movimiento iniciado en tiempos de Zorobabel se prolongó des-
pués de la desaparición del hijo de Joaquín: la simbólica monárquica fue transferida
de los descendientes de David al sumo sacerdote.
54 José Luis Barriocanal Gómez

Surge, en este tiempo postexílico, una corriente de pensamiento que hace del sacer-
docio el centro de la nación. A este respecto es significativa la visión de Zacarías de la
vestidura del sumo sacerdote Josué. Le describe como jefe de un sacerdocio renovado
y heredero de ciertas prerrogativas reales (cf. Zac 3,1-7). En esta misma línea se sitúa
Sir 45, donde se afirma que sólo hay una familia a la que se promete la eternidad
de su descendencia, ésta es la de Aarón, su sacerdocio será eterno. Con él y con su
linaje, Yahvé hace “una alianza de paz” (v. 24), “una alianza eterna” (vv. 7.15), “para
presidir el santuario y a su pueblo” (v. 24). En cambio, considera que la alianza con
David sólo fue válida hasta su hijo Salomón.

3.4 En la era helenista

Durante todo este período el sacerdote forma parte de la clase social con mejor
estatus económico.
Con el sumo sacerdote Jasón, tras alcanzar este rango gracias al rey extran-
jero seléucida Antíoco IV, comienza el proceso de sometimiento de esta institución al
poder político.
La revuelta Macabea señala un paréntesis en este proceso de sujeción, pues reco-
noce el liderazgo, no sólo cultual, sino también político del sumo sacerdote (tendencia
iniciada con Zorobabel, bajo el período de dominación persa). Así, el macabeo Jona-
tán obtiene del rey seléucida, Alejandro Balas, el título de sumo sacerdote, y junto con
él los de estratega y gobernador (cf. 1Mac 10,65). Se ponía de este modo las bases de
la dinastía asmonea que acumulará el poder político y sacerdotal. Aristóbulo fue el
último de los sumos sacerdotes asmoneos en poseer el pontificado y la realeza.
Por este mismo tiempo van adquiriendo auge las escuelas farisaicas, donde se estudia
la Torá. Los fariseos comienzan a suplantar a los sacerdotes como líderes religiosos.
Con el ascenso de Herodes a la monarquía, el liderazgo político de Judá pasó
de nuevo a manos no sacerdotales. Desvinculó el carácter hereditario y vitalicio del
sumo sacerdote. Eligió un grupo sacerdotal a su gusto. Esta política de sumisión del
poder religioso al civil continuará con los sucesores de Herodes y con los procurado-
res romanos.

Bibliografía

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El sacerdocio en el Antiguo Testamento 55

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Madrid.
56 José Luis Barriocanal Gómez

El sacerdocio en el Antiguo Testamento

1. Estado de la cuestión
R. de Vaux, Las instituciones del AT (1960): el primer gran estudio sobre el sacerdocio en el AT
y referencia obligada.

2. Naturaleza o identidad del sacerdocio del AT


2.1 Terminología
Traduce el vocablo hebreo kohen, cercano al término árabe sâdin = el que atiende el
santuario.
2.2 El origen
• En el estadio más primitivo de Israel, en la época patriarcal no existía el sacerdocio.
• Los primeros sacerdotes mencionados son extranjeros.
• El sacerdocio israelita surge cuando Israel se convierte en pueblo de Yahvé.
2.3 Un don hereditario y ordenado
• No sorprende que sea hereditario
• No es una vocación sino una función.
• Lv 8-9 (= Ex 28-29): describe la ordenación sacerdotal de Aarón y sus hijos.
o Consagrados y santificados
2.4 La organización
• Sumo sacerdote – segundo sacerdote – guardianes del umbral – ancianos entre los sacer-
dotes – sacerdotes sirvientes
2.5 Funciones
• Cultual:
o El sac. “ministro del altar”. El influjo de la santidad divina en el sac. y en el culto. Su
fuente principal de sustentación.
• Oracular: el efod, los urïm y tummîm
• De instrucción
o La Torá o enseñanza pertenece al sacerdote
o Maestros de moral y religión, con competencia jurídica
2.6 Definición: identidad y sujeto
• Servidor o ministro del altar
• ¿Quién tiene derecho a servir como sacerdote?
o Los hombres: la tribu de Leví: Aarón y su familia.
o Razón de esta exclusividad

3. Esbozo de la historia del sacerdocio israelita


3.1 Antes de la Monarquía
• Con Moisés comenzó a configurarse el sacerdocio.
• Tras la entrada en la Tierra, el sac. se vincula con el santuario.
3.2 Bajo la Monarquía
• Deja sus huellas en el sac.
• La reforma de Josías: centralización del sacerdocio
3.3 Tras el exilio
• Época persa:
o Diarquía de gobierno (Zorobabel y Josué): se transfieren los atributos de la realeza al
sumo sacerdote. El sacerdocio como centro de la nación (Zac 3,1-7; Sir 45)
• Era helenista
o Comienza el proceso de sometimiento del sacerdocio al poder político que alcanza su
culmen con Herodes (era romana). Una excepción: la época de los Macabeos. Auge
de la escuelas farisaicas.

José Luis Barriocanal Gómez


Facultad de Teología de Burgos
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental
(Siria, Fenicia y el mundo púnico): las relaciones
entre el culto y el poder y la continuidad en el cambio

J. Á. Zamora López

CSIC
Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo (Zaragoza)

El sacerdocio en el Levante próximo‑oriental:


Consideraciones previas

Como veíamos en el capítulo sobre “El sacerdocio próximo-oriental”, a los pro-


blemas metodológicos inherentes al uso y definición de la categoría “sacerdote” o
“sacerdocio” se unen los problemas emanados de la limitación del objeto de estudio
al Antiguo Oriente Próximo, amplio periodo y extensa área en la que convivieron,
se sucedieron o evolucionaron una gran variedad de culturas, conocidas a través de
fuentes a su vez muy variadas y heterogéneas.
La consideración genérica de una “cultura mesopotámica” nos permitía aproxi-
marnos a los muchos problemas metodológicos del estudio del sacerdote y a los
correspondientes problemas particulares de abordar tal categoría en el Próximo
Oriente. También, proporcionar una imagen sintética del papel de las diferentes figu-
ras “sacerdotales” en el seno de tal cultura.
Sin embargo, como advertíamos, incluso considerando la gran personalidad,
importancia e influencia de la cultura mesopotámica, en sentido lato, la síntesis pre-
sentada no agota, ni refleja convenientemente, la variedad cultural que caracterizaba
al conjunto del Próximo Oriente Antiguo. Considerado éste en su definición geográ-
fica más extensa, es pertinente, por ejemplo, la comparación con el contrapunto egip-
cio, también arquetipo –pasado y presente– de un cierto Oriente. Es objeto de otro
trabajo dentro de este volumen, y a él remitimos. También encontrará el lector reco-
gida en este libro la imagen del sacerdocio proporcionada por la Biblia, que así mismo
es imprescindible tener en cuenta. No en vano de la construcción judeocristiana de la
58 J. Á. Zamora López

que la Biblia es el centro surge esencialmente la concepción del “sacerdote” que hoy
pervive en Occidente y de la que por defecto partimos.
Pero a ellas conviene añadir todavía una imagen más: la del sacerdocio en el
Levante próximo oriental o, más precisamente, en el área siro-palestina (al margen
del ya mencionado mundo bíblico) y en las áreas que acabaron siendo pobladas por
sus habitantes. Corresponden a una cultura –en su definición más convencional– de la
que la documentación disponible nos proporciona desde épocas muy antiguas rasgos
diferenciales. Una cultura habitualmente menos considerada que las antes citadas,
por su carácter “marginal” en lo geográfico (frente a Egipto, Mesopotamia, o incluso
Anatolia) y en lo documental (frente a los grandes corpora textuales mesopotámicos,
egipcios y, sobre todo, bíblicos). Una cultura que, en cambio, se halla también en
las bases de muchas de nuestras propias concepciones y que con su expansión hacia
Occidente se extendió e influyó sobre muy numerosas y diversas realidades.
Las fuentes en las que estudiar la figura del sacerdote siro-levantino nos exigen,
además, afrontar el devenir histórico de tal figura como eje fundamental de su sínte-
sis, a diferencia de otras regiones próximo-orientales. En el caso de Egipto y Meso-
potamia, el fuerte conservadurismo de los dos grandes polos culturales del área hace
posible minimizar, a beneficio de la síntesis, la complejidad añadida al estudio por el
largo discurrir histórico, a cambio de asumir el riesgo de olvidar la propia categoría
temporal. También la compleja pero largamente elaborada documentación bíblica
permite presentar al respecto un todo coherente, sin dar a la aproximación diacró-
nica especial relevancia –asumiendo la dificultad de elaborar un discurso histórico no
condicionado por la propia fuente. En cambio, estos reduccionismos no son posibles
en el caso de Siria-Palestina, donde las fuentes de información principales remiten,
con claridad, a momentos diversos con personalidad propia. Grupos de documen-
tación en los que podemos intentar percibir continuidades o rupturas, evoluciones o
constantes, en un diálogo especialmente fértil en el contexto en que se enmarcan.

El área cultural siro-palestina

Remitimos pues al trabajo anterior para toda prevención metodológica sobre el


estudio del sacerdocio, de las implicaciones de la propia categoría, de su definición
y de su uso. Buscamos directamente el repaso de la variedad de funciones cultuales
apreciables en la documentación siro-palestina, con especial atención a su designa-
ción interna y a su posición particular y trasfondo ideológico en el seno de su propia
cultura. Dado el carácter de síntesis de este trabajo, buscamos las figuras ligadas
al culto, pero sin desdeñar aquellas que, rodeándolo, nos ayudan a comprender las
anteriores. Aun así, ni siquiera esta posición avanzada nos libera de algunas consi-
deraciones previas, de nuevo relacionadas con algunos de los problemas que plantea
nuestro objeto de estudio.
En efecto, Siria-Palestina, considerada como unidad geográfica, es una extensa
región que cubre tanto la franja costera mediterránea oriental (usando denomina-
ciones clásicas, Palestina en el sur, hasta el corredor Egipcio; Fenicia al norte, hasta
las montañas del sur de Anatolia) como las tierras interiores que unen la costa con
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 59

la Mesopotamia septentrional (pues más al sur ambas zonas, parte del llamado “cre-
ciente fértil”, se ven separadas por la prolongación hacia el norte del desierto arábigo,
el desierto sirio). Esta zona geográfica, antiquísimamente poblada, tuvo gran prota-
gonismo en el desarrollo de las primeras sociedades agrícolas y urbanas, y propor-
ciona documentación epigráfica desde finales del III milenio a. C. Los archivos de la
ciudad de Ebla muestran ya la personalidad propia de los habitantes del área, de la
misma manera que en los inicios del II milenio a. C. lo hacen los archivos de la ciudad
de Mari. En este trabajo, sin embargo, nos centraremos en la documentación pertene-
ciente a los finales del II y al I milenio a. C., cuando los textos nos muestran de forma
más explícita la presencia en la zona de pueblos que comparten importantes rasgos
culturales, diferentes a su vez del entorno. Hablan lenguas semíticas de tipo noroc-
cidental (conviviendo, sobre todo en el norte, con gentes de lenguas bien diversas,
como el hurrita, y en contacto intenso con pueblos limítrofes de lenguas igualmente
muy diferenciadas, como los egipcios o los hititas, e incluso los griegos micénicos).
Desarrollan sistemas gráficos (los primeros alfabetos) para poder escribir estas len-
guas locales, al tiempo que usan otras escrituras y otros lenguajes de comunicación
de forma común. Muestran el grado de desarrollo de sus círculos cultos y sus intensas
relaciones con un amplio entorno. En todas estas lenguas y con estas escrituras nos
han llegado, por la vía epigráfica, testimonios de su mitología y sus rituales, de su
sociedad y de su economía; de sus relaciones políticas y comerciales; testimonios, en
definitiva, de una realidad y de un sistema de creencias propios. En ellos debemos
situar el ejercicio del culto –la figura o figuras sacerdotales– en Siria-Palestina.
Recurriremos aquí a tres corpora documentales imprescindibles: los textos halla-
dos en la antigua ciudad de Ugarit (correspondientes a la segunda mitad del II mile-
nio a. C.); los textos epigráficos fenicios (que se dan sobre todo en el I milenio a. C.);
y los textos epigráficos púnicos (prolongación o subdivisión de los anteriores, corres-
pondientes esencialmente a un momento más avanzado del I milenio a. C. en el cen-
tro y el oeste del Mediterráneo semítico). Esta documentación deja fuera a otras
fuentes epigráficas de la zona contemporáneas o no muy lejanas en el tiempo (como
los archivos de Emar y su entorno o los de AlalaJ en la segunda mitad del II milenio
a. C., o la epigrafía aramea o palestina en el I milenio a. C.), pero resulta por su enti-
dad y conexiones internas, representativa y coherente.
A través de la trasmisión textual, algunos datos (que intentaremos también tener
en cuenta) nos lo proporcionan las fuentes clásicas. Pero la fuente principal de infor-
mación textual alternativa la constituye la Biblia. Como se ha dicho, recibe trata-
miento aparte en este libro. Sin embargo, y respecto a su valor como fuente indirecta
en el tema que nos ocupa, hablando de ámbitos culturales, de sistemas religiosos, un
problema añadido nos exige aquí un mínimo de consideración.

Siro-palestinos, cananeos y hebreos

La Biblia es evidentemente una fuente de información muy valiosa sobre la reli-


giosidad siro-palestina en su conjunto, al tiempo que proporciona también intere-
santes datos sobre, de forma más específica, los pueblos del entorno de los reinos
60 J. Á. Zamora López

de Israel y de Judá. Pero es precisamente en esta diferenciación donde la cautela se


impone. La Biblia introduce una división interna dentro de la cultura siro-palestina,
de fuerte dimensión en el terreno religioso, que suele ser común también entre los
estudiosos: diferencia la cultura y religiosidad hebreas (o, más propiamente, la iden-
tidad judía y la religión yahvídica) de las “cananeas”, entendidas estas últimas en
diversos planos como arquetipo del otro. En efecto, de la Biblia surgen dos conceptos
diferentes de lo “cananeo”: por una parte, los cananeos son los habitantes de la tierra
de Canaán a los que los hebreos vencen al (re)establecerse en la tierra prometida,
que les corresponde así por derecho divino y de conquista. Por otro lado, y como
consecuencia de la lógica histórica de la Biblia, cananeos son los habitantes de la
región que no practican la religión de Yahweh, religión presentada –retrospectiva-
mente– como originaria del pueblo hebreo y mantenida en el tiempo frente a la “des-
viación” cananea circundante (cf. p. ej. Toorn 1995: 2043). Ni que decir tiene que, en
esta reelaboración, la presentación de una y otra (cultura y religión hebreas, cultura y
religión cananeas) corresponde a una particular construcción ideológica, surgida en
un muy determinado contexto. Por ello resulta inconveniente hacer uso con sentido
técnico histórico o histórico-religioso (¡lo tiene también lingüístico!) de un término
como “cananeo”, y de contemplar la historia cultural de la región en dicha clave.
Más útil en cambio parece observar, en el seno del área siro-palestina que antes
definíamos y en los rasgos culturales comunes que veíamos que le corresponden, la
situación presentada por las fuentes para determinados momentos y lugares preci-
sos. Fuentes que, en el caso de las citadas (textos ugaríticos, fenicios y púnicos), nos
llegan directamente del seno de la cultura en que la documentación fue generada y
nos permiten, además, dibujar un conjunto coherente a la que la diferente cronología
otorga dimensión histórica. Por ello nos centraremos en ellas.

Ugarit y su documentación

La antigua ciudad de Ugarit (hoy Ras Shamra, en la costa de la República Árabe


Siria) fue la capital de un pequeño reino de gran prosperidad durante el II milenio
a. C., especialmente en el periodo correspondiente a la Edad del Bronce Final. Se
hallaba por tanto en el territorio sirio más occidental, en un territorio-encrucijada
que explica tanto su riqueza económica como cultural, pues recibía influencias por el
oeste del mundo egeo, por el este del interior sirio y de Mesopotamia (a cuyas rutas
comerciales daba salida al mar), por el sur de Palestina y Egipto (bajo cuyo dominio
estuvo un tiempo y con quien mantuvo siempre muchas relaciones) y por el norte de
Anatolia (entrando bajo el poder hitita en el último periodo de su existencia).
La ciudad fue destruida poco después del 1200 a. C., abandonándose con posterio-
ridad. Los últimos niveles de ocupación quedaron así sellados, conservando abundan-
tes restos arqueológicos y, gracias al uso de la arcilla como soporte, preservando una
parte de los archivos existentes en la ciudad. Se trata de textos en varias lenguas y escri-
turas, aunque los más numerosos son de dos clases: los escritos mediante el silabario
asirobabilonio (la escritura más común del periodo) en lengua acadia (la lingua franca
del momento); y los escritos mediante un alfabeto cuneiforme (el cuneiforme alfabético
o de Ugarit) en una lengua semítica noroccidental (que llamamos ugarítico).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 61

En el conjunto se encuentran textos míticos y rituales, documentos administrati-


vos, legales, diplomáticos, textos escribales… Proporcionan abundante información
sobre el panteón, la mitología, el sistema ritual o la organización política y socioeco-
nómica del reino, en gran parte representativa del área siropalestina de la época.

El marco cultural: el sistema simbólico y


la organización socio-económica

Lo que reflejan los textos de Ugarit es, en el plano mítico, un panteón divino
estructurado, jerarquizado. Estructura y jerarquía que eran bien familiares a los siro-
palestinos del Bronce Final, pues un rasgo fundamental de las divinidades de la época
es su fuerte antropomorfismo. El mundo divino y la apariencia y carácter de la divini-
dad se construyen a imagen del mundo y apariencia de los hombres. En lo físico, los
dioses son como los hombres, aunque mayores y con añadidos fantásticos, pero natu-
rales (alas, ojos, cuernos). Los dioses, como los hombres, se enfadan, se enfrentan,
desean, envidian, se alegran… Dioses y hombres forman, además, parte de un mismo
universo, como los hombres comprueban en hechos, ordinarios o extraordinarios, en
los que entienden subyace la acción o la expresión de la divinidad. Sin embargo, no
se enfrentan a los límites de los hombres: vuelan, viven en regiones remotas, manejan
fenómenos naturales, son infinitamente más fuertes y, sobre todo, no mueren tras el
corto periodo vital de los hombres (a los que, mortales, espera al desaparecer sólo
un mundo de fango y sombras). De los dioses es propia, además, la “santidad”,

1. Los textos ugaríticos se citan según la edición del Ugaritic Data Bank –UDB; cf. p. ej. la última edi-
ción impresa: Cunchillos ‑ Vita ‑ Zamora (2003b)– que en todos los casos que se señalarán coincide con la
numeración KTU –cf. Dietrich ‑ Loretz ‑ Sanmartín (1976) y (1995). En cualquier caso, dado el carácter
de este trabajo, remitiremos con preferencia a los nombres habituales con los que se conocen los textos,
remitiendo a las obras en los que estos se recogen. Al respecto de los mitos y rituales ugaríticos, existe
estudio y traducción castellana de la parte más importante de unos y de otros, cf. Del Olmo (1981) y Del
Olmo (1992); cf. también traducciones reunidas en Del Olmo (1998).
2. No hay por supuesto textos ugaríticos con aproximación teórica que se expresen sobre una teología,
antropología o escatología propios. La documentación sin embargo ofrece, a través del acercamiento prác-
tico antiguo, constantes informaciones. Los textos mitológicos dan testimonio de la cosmovisión general
imperante, en su forma culta (y, por tanto, como se le ha llamado, en su forma “dogmática”, “teologal”),
pero siempre narrativa; los llamados textos rituales reflejan la vertiente práctica, el culto oficial (y por
tanto, la presencia y carácter “funcional” de los dioses). Pocas son en cambio nuestras fuentes sobre la
religión popular o familiar. Cf. Del Olmo (1995: 47ss.) (nótese su división mitología=concepción de la
divinidad, religión=praxis cultual). Sobre los mitos y rituales, además de las traducciones castellanas cita-
das supra, cf. p. ej. Caquot ‑ Sznycer ‑ Herdner (1974) o Wyatt (1998) y Xella (1981), Tarragon (1989) o el
más reciente Pardee (2000).
3. La literatura ugarítica manifiesta lo ineludible del destino humano, el de los reyes incluido, del que no
pueden librarle ni las promesas de los dioses, cf. p. ej. el texto épico de Aqhatu, 1.17:VI:33ss. La muerte no
era el final, pero el principio vital se separaba entonces del cuerpo como un soplo, un aliento (1.18:IV:27ss)
y daba paso a una subexistencia triste, sin especial premio o castigo, en un subsuelo oscuro y podrido, el
reino del divino Môt. Las creencias sobre el más allá debieron ser en cualquier caso variadas y, por su con-
dición externa al cuerpo mitológico, nunca sistemáticas y en continua variación; pero conservaron la idea
negativa del más allá y su condición inevitable, no moralizada. En este panorama, destacaba la especial
consideración de los ancestros (o, al menos, de los ancestros reales), cf. infra. Sobre la muerte y el más allá
en Siria-Palestina, cf. p. ej. Xella (1995); cf. más adelante.
62 J. Á. Zamora López

concepto resbaladizo en el que los hombres perciben la luminosa pureza y la fuerza


trascendente de la divinidad. Los dioses son, por tanto, la cúspide de la jerarquía del
mundo y –como los dioses entre ellos y los hombres entre sí– los hombres se subor-
dinan a los dioses (cf. p. ej. Toorn 1995: 2043 ss.).
La jerarquía divina es de este modo tan importante como la fuerte jerarquización
de la sociedad de la época. Y si en la sociedad de la época el rey es el rey, los dioses
tienen el suyo. En la mitología ugarítica, destaca el protagonismo de Baal (bal, Ba<lu)
que sube al trono de los dioses imponiéndose a otros aspirantes. Característica del
dios Baal es su vivencia de derrota-muerte y su retorno-triunfo final sobre la misma
muerte personificada (el divino Môt, mt). Tal triunfo explica los límites de la muerte
como parte de la ordenación del mundo (asegurada por Baal, dios de esta manera
entronizado como soberano de los dioses y defensor de los hombres ante la arbitrarie-
dad de la muerte). Las historias del universo divino, propias del tiempo del mito, fijan
el orden imperante y dan así justificación fundacional al presente estado del mundo.
En el presente los dioses inmortales demandan el servicio debido de los hom-
bres. Así expresan los hombres su devoción (su “amor”) y su fidelidad (la misma que
expresan hacia sus reyes). Si los hombres no cumplen correctamente su cometido,
llega el castigo, con frecuencia inexplicable, pero sólo aparentemente arbitrario. Los
hombres se protegen de él evitando, previendo o suprimiendo la falta, mediante la
ritualización cuidadosa de sus deberes cultuales, mediante la interpretación de la
voluntad divina y mediante la expiación y purificación periódica.
Cumplir con los dioses requiere esencialmente acciones prácticas. Los hombres
proporcionan a los dioses casas terrenas (sus palacios, los templos, de los que los
hombres deben ocuparse). Y les proporcionan, sobre todo, ofrendas, sacrificios,
junto a cuidados y entretenimiento (música, cánticos, regalos y atenciones perma-
nentes). La comida divina, la ofrenda sacrificial (genéricamente db), a diferencia
del interior mesopotámico, se orienta preferentemente hacia la muerte ritual de un
animal, cuya carne se prepara y divide preceptivamente. Los sacrificios de los hom-
bres son los banquetes de los dioses, como también manifiestan los textos. En este

4. Al margen de estas luchas y de este poder activo se encuentra la figura del padre del panteón, el
dios El (>l, >Ilu), sin que esta duplicidad de figuras principales (reflejo en términos históricos de la intensa
interacción cultural del área) suponga duplicidad funcional o jerárquica en el universo religioso resultante
en los mitos. El es el dios padre, el creador, el anciano sabio, el “patriarca”, que deja el papel activo a Baal
pero que no es relegado. En términos cosmológicos, acordes a la jerarquización genealógica en la que se
expresa la mitología ugarítica, los tres hijos principales de El, Baal, Yam y Môt, se reparten, con la supre-
macía de Baal que exponíamos, los cielos, el mar y el inframundo.
5. Como reflejan los más conocidos pasajes del llamado “Ciclo de Baal”, 1.5-6.
6. Sus moradas habituales son otras, propias de sus ámbitos de acción, como nos describen los mitos;
también es propio del área siro-palestina la aceptación de determinados lugares como “santos”, lugares
con especial enlace con la divinidad, sin necesidad de complejidad constructiva o de presencia de imáge-
nes. Pero las ciudades siro-palestinas tienen –o acaban teniendo– un palacio para su Dios, y las más ricas,
como Ugarit, varios para sus dioses. La importancia de la morada del dios, y quizá de la construcción de
su templo, se refleja en la literatura mítica, en la que un extenso relato (1.3-4) nos cuenta el requerimiento,
por parte de Baal, de un palacio propio. En la llamada “acrópolis” de la ciudad de Ugarit se han hallado
los restos de dos santuarios, precisamente uno, el principal de la ciudad, dedicado a Baal. Un segundo
templo, en buena coherencia, se dedicaba a Dagán (esto es, a El). No se trata, sin embargo, y también a
diferencia de otras áreas próximo-orientales, de grandes complejos templarios.
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 63

banquete sacro para y con el dios, la parte divina se consume, se quema (tal es el
modo en el que el dios toma de ella), mientras el resto (si lo hay) se reparte entre
oferentes y oficiantes. Los templos no disponen por tanto de la entrada continua de
bienes consumibles de los que disponían por este medio los templos mesopotámicos,
aunque tampoco se hayan faltos de ingresos; además, otros tipos de ofrendas debie-
ron dotar a los templos de abundantes riquezas materiales. La forma en la que los
templos ugaríticos se organizan es, en cualquier caso, también diferente a la que se
atestigua en Mesopotamia.
Así parece, en efecto, apreciarse en la documentación. Como decíamos, al uni-
verso divino corresponde entre los hombres una sociedad jerarquizada y centralizada
en torno al rey. Figura imprescindible e incontestable, organiza el reino en torno a su
palacio. En especial relación con los dioses, los atiende con preeminencia (es, como
veremos, el sacerdote por antonomasia) y asegura su culto. En Ugarit, de hecho, los
templos parecen hallarse integrados en la organización palacial, fuerte estructura
centralizadora, y los sacerdotes –los encargados del culto– parecen formar parte del
personal dependiente del rey.

El sacerdocio en Ugarit

Gracias a la tradición levantina posterior, y sobre todo a la Biblia, traducimos


habitualmente como “sacerdote” las diferentes formas del bien conocido término
khn, que desde las primeras traducciones bíblicas fue asociado a tal término y figura.
También los textos en lengua ugarítica nos atestiguan abundantemente la palabra khn
(que debió probablemente leerse khinu) y que, al igual que en el texto bíblico y en la
epigrafía semítico-noroccidental del I milenio a. C., suele traducirse por “sacerdote”.
En los textos acadios hallados en Ugarit el equivalente es SANGA, angû, denomina-
ción de una figura sacerdotal mesopotámica (con responsabilidades administrativas,
cf. el trabajo anterior de este volumen) a la que parece recurrirse de forma genérica.
Cuál fuera sin embargo el contenido semántico definitorio del término y qué funcio-
nes básicas conllevaba en el culto no se deduce con facilidad de los textos.
El término, que no se atestigua en femenino, tampoco aparece nunca en los
textos rituales (sic!), aunque sí abundantemente en los textos administrativos, cf.
Cunchillos‑Vita‑Zamora (2003): s.v. Este tipo de documentación se muestra por

7. Sobre los templos y los sacerdotes en la sociedad ugarítica, cf. Lipinski (1988); sobre la sociedad
misma, cf. p. ej. síntesis de Vita (1999). Aunque muchos particulares de la sociedad y economía ugaríticas
no están claros y la interpretación del conjunto no está libre de condicionamientos historiográficos –cf.
p. ej. Zamora (1997)– los textos revelan la existencia de una economía centrada en el palacio, que recibía
parte de la producción del reino y funcionaba también como productor directo (explotando, p. ej., sus pro-
pias tierras mediante dependientes). Cf. p. ej. una versión canónica en Heltzer (1999). Para la integración
histórica de esta estructura, cf. el también significativo Liverani (1987).
8. Cf. en cambio más adelante sobre las khnt fenicias. En el II milenio a. C., fuera de Ugarit, en las
llamadas “cartas de Amarna” (muchas de ellas escritas por los reyezuelos siro-palestinos al faraón egip-
cio) tenemos algún testimonio (EA 83:53) de personal femenino ligado o consagrado a una divinidad (a la
Baalat de Biblos) como “sierva” o “servidora”. La importancia dada a su reclamación por el rey de Biblos
esconde quizá la importancia de su figura, aunque no hay apoyos añadidos.
64 J. Á. Zamora López

desgracia siempre lacónica: sus pretensiones rara vez pasan de la voluntad de con-
signar por escrito una información contable. Con todo, nos permiten ya acceder a
algunas valiosas informaciones, con el interés añadido de que nos muestran una
situación real y cotidiana. De forma similar podemos recabar informaciones añadi-
das en los textos legales.
De esta manera sabemos que los khnm son parte del personal real, de los llama-
dos en los textos administrativos “hombres del rey”, bn mlk, categoría que, aunque
todavía objeto de interpretaciones variadas, engloba a diversos profesionales y traba-
jadores al servicio del rey (cuyo estatus, diverso y discutido, se caracteriza en un plano
que no separa a los funcionarios del culto de los que nosotros llamaríamos “laicos”
–un campesino o un profesional de las armas, p. ej.). En cualquier caso, parece que
los khnm se hallaban sostenidos por la organización palacial, una administración
centralizadora (mediante tasaciones o explotación directa de posesiones propias)
que redistribuía los recursos mediante las llamadas “raciones” (el sostén alimenticio
–y material– de su personal) o por la cesión de propiedades para su explotación. En
coherencia con estos repartos y cesiones, la inclusión en el aparato económico del
palacio no impedía que los khnm poseyeran bienes propios. Se atestiguan, de hecho,
sacerdotes que acumulaban grandes riquezas, también inmuebles (es el caso de un
cierto ¢uranu, rico y terrateniente). Cf. Lipinski (1988).
Se ha calculado que en la capital ugarítica existía al menos un grupo de unos
cuarenta khnm, al igual que se ha supuesto el carácter hereditario de su cometido
(algo que no parece extraño a estas sociedades del Bronce Final). Estos sacerdotes
parecen tener (como por otra parte otros profesionales del reino) formas de organi-
zación propias. Se atestigua la presencia de lo que debe ser un colegio o corporación
(dr khnm) y es así mismo bien conocido el cargo de “jefe de los sacerdotes”, rb khnm
(a veces traducido como “sumo sacerdote”, con connotaciones que aquí evitaremos).
En este contexto, debía ser nombrado probablemente por el rey, y revestir gran auto-
ridad –salvo el propio rey y el “gobernador del país” (skin mâti en las fuentes en
acadio) no se atestigua en los textos ugaríticos un cargo de semejante relevancia10. El
rico Vuranu, por ejemplo, era rb khnm. El resultado no dibuja una clase sacerdotal
independiente y poderosa, ni un jefe sacerdotal rival del monarca o detentador de
un “poder religioso” alternativo al “poder político” del rey. De ninguna manera: los
sacerdotes son parte de los dependientes reales y el “jefe de los sacerdotes”, muy pro-
bablemente, un alto funcionario real. El rey es, como veremos, encarnación del más
alto poder terreno, sin exclusión –sin diferenciación– del poder religioso.
Siendo el cometido sacerdotal, al menos en algunos casos, altamente especiali-
zado, exigiendo una larga formación letrada, tampoco es extraño que alguno de los
escribas de palacio (de los que tenemos testimonio, p. ej., gracias a los “colofones”
con los que “firman” algunos de sus escritos) se declare así mismo sacerdote, y ocupe
además diferentes cargos de responsabilidad. El caso más notorio (y espectacular) es

9. Cf. Xella (2002: 418). La heredabilidad de los cargos y la posible obligación de que así fuera en la
etapa final del periodo, se ha querido ver como un elemento más de los elementos de fragilidad o crisis
interna que llevaron al colapso de las sociedades palaciales del Bronce Final, cf. p. ej. Liverani (1987).
10. Sobre el jefe de sacerdotes – sukallu de RS 16.186, cf. bibliografía sobre <y, infra.
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 65

el de Ilimalku, el escriba ugarítico que puso sobre tablilla buena parte de los textos
míticos que conservamos (en una única versión que es, por tanto, la de Ilimalku). En
el colofón con el que cierra los textos, en el que añade a su nombre su titulatura ofi-
cial, se declara “adivino (prln), jefe de los sacerdotes, jefe de los pastores, celebrante
de Niqmadu (rey de Ugarit)…”11.
Esta identificación de un sacerdote (¡del “jefe de los sacerdotes”!) con la adivina-
ción tampoco resulta extraña. Los “adivinos” eran personajes (o mejor, cometidos)
que también presuponen una altísima especialización y preparación. El testimonio
de un cierto >Agaparri nos lo prueba, pues parece ser el posesor de toda una “biblio-
teca” especializada en el tema, así como de modelos de hígados y pulmones inscritos.
Son los instrumentos básicos de la ciencia adivinatoria basada en la extispicina, la
interpretación de los signos (con los que los dioses oscuramente informan a los hom-
bres) presentes en las entrañas de los animales. Estos instrumentos de adivinación,
junto a las tablillas de contenido mágico, revelan la importancia de estas prácticas en
Ugarit, y explica por qué algunos de estos adivinos ocupan un alto rango y disfrutan
de una buena posición económica12.
El mismo colofón de Ilimalku nos habla de otros “cargos” que tienen o pueden
tener contenido religioso. Obviamente, se ha interpretado en tal sentido la mención
del “jefe de los pastores”, rb nqdm. No es el único término para los pastores en Ugarit
y la expresión quizá esconda por tanto la referencia a una corporación religiosa. De
hecho, los nqdm aparecen en los textos administrativos junto a khnm y qdm (véase
más adelante). Sin embargo, es también cierto que el título “jefe de los pastores”
encuentra así mismo buena explicación en un plano más literal, pues bien pudo exis-
tir en la organización palacial de Ugarit un cargo real con responsabilidad sobre los
ganados del reino o bien pudo conservarse tal titulación dada la importancia origina-
ria del cometido. También es discutido el cargo que, siguiendo a Xella (que acepta la
explicación de Freilich) traducimos aquí como “celebrante”, <y (de nuevo en relación
textual con los khnm). En efecto, el <y podría ser un oficial religioso cercano al rey
y asociado a él en ciertos ritos, cuyo papel de operador ritual especializado quedaría
confirmado por algún testimonio en el que se presenta oficiando un exorcismo13.
En otros casos, el término con el que se denominan algunos personajes ugaríticos
arroja menos dudas sobre su relación con la esfera religiosa, pero las mantiene sobre
sus funciones. Así por ejemplo se atestiguan los qdm, los “consagrados” o “consa-
gradores” (NU.GIG en la documentación silábica), que parecen formar también una
corporación dentro del personal del rey y ser de igual manera una función ­hereditaria.
Resulta interesante ver su relación frecuente en los textos administrativos con los khnm

11. Hay varias versiones del colofón de Ilimalku (la más completa 1.6:VI: 54-58) y no todos los cargos
que cita son interpretados de la misma manera. Compárese por ejemplo Van Soldt (1998), Del Olmo­‑ San-
martín (1996, 2000): s. v. y Xella (2002: 419). Véase a continuación. Cf. sobre el personaje también p. ej.
Korpel (1998: 86 ss.).
12. Sobre la tradición adivinatoria mesopotámica en Ugarit y la documentación textual, cf. Xella
(1999); cf. sobre los adivinos mesopotámicos referencias en el anterior trabajo de este mismo volumen.
Sobre la magia y la adivinación siro-palestinas en general, cf. p. ej. Tarragon (1995).
13. Su cercanía al rey es la que justifica que, para algunos, se trate en cambio de una especie de “visir”,
de un ministro o funcionario civil (cf. Van Soldt 1998; Del Olmo‑Sanmartín 1996: 2000: s. v.) en lugar de
una “figura en contacto con los dioses a favor de los fieles” (Xella 2002: 420).
66 J. Á. Zamora López

y, en ocasiones, con los nqdm. Entre khnm y qdm se ha propuesto, de hecho, una
diferenciación según la cual los primeros se moverían esencialmente en funciones (cle-
ricales) administrativas (lo que explicaría en parte su ausencia de los textos rituales) y
los segundos en las propiamente cultuales (algo etimológicamente plausible) o incluso
adivinatorias (dada la importancia de la adivinación en este contexto)14. Adviértanse
las dificultades de definición, provocadas en definitiva por la inexistencia interna de los
límites implícitos en nuestros términos.
La documentación ugarítica presenta, además, otros muchos personajes que
unir a los anteriores, muchos de ellos con seguridad o probabilidad ligados al cere-
monial de los templos (el “cantor”, r, el “cimbalista”, ml, el “purificador”, mll),
algunos de ellos quizá en cometidos secundarios o “domésticos”, pero que pueden
esconder funciones rituales (como p. ej. el “aguador del santuario”, ib mqdt –como
veremos, figuras parecidas se atestiguaran en el mundo fenicio– además de diferentes
esclavos y otras figuras no identificadas). Otros personajes, como el “encantador” de
serpientes, mlx, parecen definirse por funciones muy específicas, mientras algunas
denominaciones aluden en cambio a situaciones contextuales, como es el caso, p.
ej, de la referencia al “participante” (en el banquete cultual) rmn15. En definitiva,
se trata de personajes en funciones muy diversas, definidas de nuevo por criterios
propios. Como en los anteriores casos, no podemos además identificar de manera
simple funciones con encargados (tanto menos “a tiempo completo”), ni menciones
o definiciones de función con figuras específicas.
Una figura más, sin embargo, debe ser obligadamente considerada al hablar del
“sacerdocio” y de las funciones “sacerdotales”, una figura cuya importancia general
hemos ya advertido y cuyo papel en la práctica ritual tiene igualmente una relevancia
fundamental: el rey.

La importancia del rey

El rey de Ugarit, tal como aparece en la diferente documentación conservada, es


el centro de todos los poderes. Por supuesto, también del que nosotros consideraría-
mos “poder religioso”. De hecho, desde la cúspide de la jerarquía social, en un sis-
tema que, como decíamos, incluía a los templos en la estructura palacial, garantizaba
directamente la materialidad del culto. Además, ejercía en él un papel primordial,
participando en muchos de los rituales de los que tenemos testimonio documental, y
en muchos de ellos como protagonista. Es, por tanto, el sacerdote por antonomasia,

14. Cf. p. ej., con referencias, Merlo ‑ Xella (1999: 300).


15. Cf. Xella (2002): 421, pero véase en cambio Del Olmo (1992): 117 ss. Sobre el particular de todos
los términos, con referencias, cf. de nuevo Del Olmo ‑ Sanmartín (1996; 2000): s. v. Una mención a
parte merecen también los personajes ligados a las llamadas “cofradías” semíticas noroccidentales, y en
especial el llamado “jefe del marziu” (rb mrz), cabeza de estos grupos o hermandades conviviales. El
papel exacto de estas cofradías, que debió de ser muy importante a nivel social, es discutido (sobre todo
en lo que se refiere a su relación con el culto funerario) pero, de cualquier manera, no parece justificar
la existencia de una función específica ligada al rb mrz (que en ningún caso debió de ser un auténtico
cometido profesional). Sobre las cofradías ugaríticas, su trasfondo y problemas, cf. una síntesis reciente
en Zamora (2005).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 67

aunque su participación en
los rituales va más allá del
mero papel de oficiante: es
también objeto de la acción
ritual, sometido por ejemplo
a rituales de “consagración”
y “desacralización”16.
Tal hecho se deriva de
su alta significación simbó-
lica: como el rey mesopo-
támico, el rey de Ugarit es
a la vez el representante de
los hombres entre los dio-
ses y de lo dioses entre los
hombres, “mediador” privi-
legiado en sus relaciones y
garante, para unos y otros,
del correcto discurrir de las
cosas (hasta el punto de que
su debilidad o enfermedad
es la debilidad y crisis del
reino). Esta relación privile-
giada del rey con la divinidad
se manifiesta fuertemente en
Ugarit donde el rey, tras su
muerte, sufre un proceso Fig. 1: Estela ugarítica, con representación del rey
y el dios >Ilu (de Schaeffer 1937: pl. 17)
de “divinización” (en modo
alguno sorprendente, dados
los antiguos testimonios de culto a los antepasados en la zona, y más en concreto
de culto a los monarcas muertos). El rey fallecido se une a los Rapiuma (rpum), los
ancestros divinizados que, por su carácter y especial situación en la “estratigrafía”
religiosa, se han comparado a los “héroes” griegos. Esta “divinización” post mortem
debió implicar o dotar al rey ya en vida de una consideración especial, que se unía a
la que la ideología regia de por sí ya le otorgaba. La llamada “leyenda” o “epopeya
de Kirta”, el relato de las gestas de un ancestro legendario de la realeza ugarítica y
compendio de sus bases ideológicas, recoge incluso la sorpresa que despierta la posi-
ble mortandad del rey, hijo del dios El (cf. p. ej. 1.16:I:16 ss.). Esta filiación divina
del rey no aparece sin embargo para los reyes históricos en las formas explícitas que
muestra el mundo egipcio o, en parte, el mesopotámico (cf. p. ej. Del Olmo 1995:
169 ss.; también 185 ss.).
Significativamente, la “epopeya de Kirta” y la de “Aqhatu” (hijo del rey Dan>ilu),
son los dos textos fundamentales de lo que se ha llamado “épica” ugarítica. No se dife-
rencian del resto de la literatura conservada –que llamamos propiamente mítica– más

16. Cf. p. ej Xella (2002: 416 ss.) o Merlo‑Xella (1999: 296).


68 J. Á. Zamora López

que en sus protagonistas, que son reyes en lugar de dioses, pero que actúan junto a las
divinidades en estrecho y continuo contacto. Están, por tanto, dentro de una misma
esfera. A la vez, no actúan como monarcas legendarios, desapegados del mundo y
diferenciados de la realeza presente, sino como los reyes que de ellos descienden,
como auténticos reyes ugaritas. También como auténticos reyes actúan en su vertiente
cultual: se les ve cumplir con ritos sacrificiales y adivinatorios, ejecutar exorcismos,
presidir banquetes sacrificiales, al igual que la documentación ritual y administrativa
refleja el inmenso papel ritual que los reyes históricos ejercían. La realeza ugarítica,
por tanto, se sustentaba en una fuerte ideología divina que daba un alto papel sim-
bólico al rey y exigía su participación continua y principal en la actividad ritual17.
Aunque, a diferencia de la documentación posterior, la titulatura real no hace alusión
directa a su carácter de “sacerdote” (khn), muestra las bases de tales desarrollos.
Porque como un desarrollo, en el que se aprecian rupturas y novedades, pero un
fundamental fondo de continuidad, puede contemplarse la función sacerdotal en el
posterior mundo fenicio y púnico.

El sacerdocio en el mundo fenicio y púnico

Como es sabido, con fenicios y púnicos usamos términos y categorías ajenas a los
referidos, pero que aquí, e incluso más allá del mero convencionalismo, nos permiten
delimitar bien nuestro objeto de estudio y las fuentes documentales sobre las que
vamos a construirlo. Conviene recordar, en cualquier caso, que tomamos a fenicios y
púnicos como parte del mismo ámbito cultural extenso que repasamos. Son aquí por
tanto manifestaciones posteriores a las siro-palestinas de finales del II milenio a. C.,
presentes tanto en el Levante mediterráneo (el mundo propiamente fenicio) como
a lo largo de buena parte de las costas de este mar e incluso del occidente atlántico
(donde en época posterior pasamos a hablar de mundo púnico). De nuevo, se trata de
un amplio marco geográfico en el que encontramos testimonios –directos (epigráfi-
cos) e indirectos (fuentes escritas externas)– producidos a lo largo de no menos de un
milenio. Testimonios condicionados o mediatizados por terceros en nada imparciales
(en el caso de los textos griegos, latinos o bíblicos) o desigualmente distribuidos en
el tiempo y en el espacio (en el caso de los documentos epigráficos, que son además
mayoritariamente breves, formulares y repetitivos). Testimonios estos últimos, sin
embargo, que nos permiten oponer a las noticias externas las informaciones directa-
mente producidas por los estudiados, que fundamentarán la síntesis sobre el sacerdo-
cio entre fenicios y púnicos que presentamos brevemente a continuación18.

17. Este protagonismo del rey se manifiesta abiertamente en la documentación textual ritual, donde no
se mencionan apenas sacerdotes o figuras similares. Sin embargo, su actividad debió de poder delegarse en
diferentes figuras o acompañarse de ellas, como veíamos anteriormente. Mucho se ha especulado también
sobre el culto dinástico y palacial, y sobre el propio santuario palatino, cf. p. ej. Del Olmo (1995: 156 ss.).
18. Sobre la identidad “fenicia” y sus problemas, cf. p. ej. Moscati (1995) –o sus consideraciones iniciales
en Moscati (1988); sobre los problemas documentales, cf. p. ej. en el mismo volumen (Krings 1995: 19 ss.)
las contribuciones de Amadasi, Krings, Xella y Ribichini. Sobre la cultura y antropología fenicias, cf.
ahora también Zamora (2003b).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 69

El sacerdocio entre los fenicios y los cambios


entre el II y el I milenio a. C.

En las inscripciones fenicias existen menciones relativamente abundantes del tér-


mino khn (cuya vocalización en fenicio “clásico” debió de ser kohin), y que por los
mismos motivos que para épocas anteriores (y de hecho más inmediatos) traducimos
como “sacerdote” (al igual que su también presente femenino khnt se traduce por
“sacerdotisa”19). Sin embargo, el significado exacto del término y las funciones preci-
sas a las que alude no son nada claras. La documentación proporciona, eso sí, alguna
información característica que permite, además, enlazar la figura del sacerdocio feni-
cio con la estudiada con anterioridad a través de los testimonios de Ugarit.
El área siro-palestina entre el II y el I milenio a. C. es el escenario de novedades
políticas, sociales, económicas e ideológicas de indudable importancia y bien conoci-
das: la caída de los “imperios” suprarregionales y el auge de nuevas realidades loca-
les, la aparición de novedades étnicas y lingüísticas, la crisis de los sistemas palaciales
del Bronce Final, el hipotético debilitamiento de la monarquía, el fenómeno colo-
nial, la aparición de nuevos rasgos religiosos… Las ciudades fenicias, sin embargo, en
el medio de los grandes cambios producidos, son los núcleos que mayor continuidad
presentan. También en el terreno religioso: aunque los panteones locales acentuaron
sus particularidades, los ritos se diversificaron y las costumbres funerarias se abrie-
ron a nuevas prácticas, se mantuvo de fondo hasta época muy tardía una misma
cosmovisión y escatología20.
Cabe señalar, en cualquier caso, que las funciones sacerdotales, más allá de la obli-
gada persistencia que de lo anterior se deriva, también podrían haberse visto afectadas
por los cambios –grandes o pequeños, superficiales o profundos– producidos en el pro-
ceso y muy importantes en determinadas situaciones o aspectos. Cambios en las bases
políticas (sobre todo por el eventual nuevo papel de la monarquía), en la organización
social y económica (p. ej. en lo que afectó al estatus de los templos) o, directamente,
también en la religiosidad y creencias (dadas las influencias de las nuevas realidades
circundantes y los propios cambios internos que conllevaban los nuevos hechos). Sin
embargo, las fuentes manifiestan, como decíamos, una continuidad de fondo en el
marco cultural en el que, como veremos, el sacerdocio fenicio –el ejercicio del culto–
mantendrá, integrado en las nuevas realidades, de nuevo rasgos de continuidad.

Sacerdocio, prerrogativa real

Quizá el elemento de continuidad más fácilmente apreciable en el sacerdocio levan-


tino sea la relación íntima de las funciones sacerdotales con la realeza (un aspecto

19. Sobre las figuras femeninas en el ámbito del sacerdocio fenicio, cf. en este mismo volumen el trabajo
de Jiménez.
20. Sobre el final de las sociedades palaciales del Bronce Final, cf. p. ej. el citado Liverani (1987). Sobre la con-
tinuidad entre el II milenio y el I en la zona fenicia, cf. p. ej. Del Olmo (1996). Sobre, p. ej., la escatología fenicio-
púnica y su evolución, cf. Ribichini (1987) o Xella (1995); cf. ahora también Ribichini (2003). Sobre la religión
fenicia en general y sus problemas, cf. p. ej. Bonnet‑Xella (1995: 316 ss.) o, en castellano, Teixidor (1995).
70 J. Á. Zamora López

clave de lo que nosotros percibimos


como constante interferencia / indistin-
ción entre poder político y esfera reli-
giosa, acorde con la también visible con-
tinuidad en la especial relación del rey
con los dioses21). Las inscripciones feni-
cias más antiguas (las antiguo-biblio-
tas, cf. KAI 1, 4-7) lo muestran de modo
indirecto, al evidenciar la especial rela-
ción que el rey conserva con la divinidad
(tal y como veíamos en la Siria-Palestina
del Bronce Final y tal y como ocurría en
la tradición mesopotámica). En estas
inscripciones de los inicios del I milenio
a. C. no hay mención directa de las fun-
ciones sacerdotales del rey ni mención
explícita del sacerdocio real (tampoco
en Ugarit el rey recibe nunca el apela-
tivo directo de khn, y no se declaran khn
algunos reyes de Biblos posteriores –que
desarrollan acciones cultuales, cf. KAI 9,
10) pero de ellas se deduce, dada la posi-
ción especial del rey frente a la divinidad
y dados los inmediatos precedentes y las
pruebas posteriores, el importante papel
del monarca en el culto.
Por eso no extraña que en la docu-
mentación posterior los reyes sidonios
sí se hagan nombrar en sus inscripciones
khn, “sacerdotes”. De hecho, antepo-
Fig. 2: Estela inscrita de Yeawmilk de Biblos
nen el título de “sacerdote de Atart” (y
(de CIS I: Tab. I, 1)
sacerdotisa) al de rey (o reina) de Sidón,
y es posible que fueran de estirpe regia
algunos personajes (atestiguados por ejemplo en las inscripciones reales de Biblos
más tardías) que siendo sacerdotes (de la Baalat de Biblos), no son reyes (cf. Amadasi
2003: 45-46). Personajes de alto rango, incluso de la familia real, parecen ocupar una
alta dignidad sacerdotal (como ya ocurría en el II milenio) cercana al rey. Es intere-
sante notar la relación que se establece entre sacerdocio y realeza incluso donde la
figura del rey y del sacerdote se muestran más claramente diferenciadas22, y como se

21. Manifestada en las fuentes del I milenio también en la peculiar realidad bíblica (donde los reyes domi-
nan y controlan el culto, sus prácticas, lugares o momentos, cf. p. ej. I Sam 28: 3, II Sam 6 o I Rey 12: 25-33;
también en la documentación bíblica se manifiesta la relación íntima del rey y el dios: la elección divina del
monarca, su favor y hasta su filiación, cf. p. ej. Psal 2:7 o 110:3). Cf. p. ej. Toorn (1995: 2049 ss.).
22. Nótese también como la Biblia, además de presentar casos en los que el rey oficia el sacrificio y rela-
tar la continua intervención del monarca en la regulación del culto, muestra también en sentido inverso al
­sacerdote como ungidor del rey. Lo que plantea interesantes preguntas sobre cómo se articularían estas
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 71

va a conservar una ligazón parecida, como veremos, incluso allí donde las funciones
regias han sido sustituidas por otro tipo de poder político.
En cualquier caso, y de nuevo en consonancia con el panorama más antiguo,
estos últimos testimonios muestran cómo, aunque el rey es el sacerdote por anto-
nomasia, las funciones sacerdotales no son exclusivas del rey –del mismo modo que
las funciones reales no son obviamente en exclusiva sacerdotales. La presencia de
abundantes figuras que actúan en el ámbito del culto, al igual que ocurría en etapas
anteriores, va a permitir, como veremos claramente en el mundo occidental, la conti-
nuidad del culto, y del sacerdocio, al margen de la monarquía.

Encargados del culto y personal templario

Nos son conocidos por diferentes medios la importancia y riqueza de los tem-
plos fenicios23, en continuidad con la importancia y riqueza que ya tenían en el II
milenio a. C. Sin embargo el contexto podía ser diferente –y probablemente más pro-
picio– a la fuerte centralización palacial atestiguada anteriormente en Ugarit. Los
templos son, incluso en las nuevas situaciones, un aparato económico centralizador
y redistribuidor al que enriquecía la propia práctica cultual y nuevos mecanismos de
entrada, sobre los que construía toda una compleja serie de actividades económicas
independientes24. Como consecuencia, debió existir sin duda en los templos fenicios
un personal extenso y variado.
Diferentes testimonios epigráficos parecen corresponder a estas figuras25, que
podrían ligarse, siguiendo una división utilizada en el estudio de los templos meso-
potámicos (como exponíamos en este mismo volumen con anterioridad) tanto a las
operaciones rituales como a la administración templaria o a los servicios domésticos,
cotidianos. Esta clasificación ternaria, sin embargo, como también veíamos en el
caso mesopotámico, no surge de la documentación ni es propia de la realidad en la
que ésta nace y, aunque puede servirnos para caracterizar genéricamente las figuras
o funciones atestiguadas, éstas trascienden o superan estas categorías.

relaciones en el mundo fenicio, donde como decimos algunos reyes se declaran, antes que reyes, sacerdo-
tes, cf. Amadasi (2003: 45 ss.).
23. Cf. una breve síntesis sobre el templo en toda el área siro-palestina p. ej. en Toorn (1995: 2050 ss.);
síntesis arqueológica p. ej. en Dever (1995: 605 ss.).
24. Las donaciones (sobre todo reales) incrementaban el patrimonio inmueble del templo (que podía a
su vez explotar de maneras diversas). Incrementaban su tesoro los bienes votivos, las ofrendas materiales
(obligadas para los fieles que se acercaban al templo); también tasas específicas, disfrutadas directamente;
o ingresos como los procedentes de la prostitución sacra, como se ha propuesto. También se ha propuesto
que el templo funcionara, en definitiva, como un gran banco, en el que los préstamos fueran un mecanismo
habitual. No hay que olvidar tampoco el papel que el templo ejercía en la esfera jurídica, dado el activo
procedimiento del juramento de inocencia y de eventual ordalía, o su carácter de lugar de asilo. En cualquier
caso, y por completar también su papel en la esfera política, allí donde la monarquía se mantuvo fuerte, su
control de los templos (como reflejan las fuentes bíblicas) fue absoluto. Cf. p. ej. Toorn (1995: 2050 ss.).
25. Para los testimonios epigráficos y su interpretación, como en general para la presentación del sacer-
dote fenicio, la referencia fundamental es el reciente Amadasi (2003: 45-53) (cf. también Amadasi 1992:
114). Sobre el sacrificio en el Levante oriental, sus problemas e implicaciones, cf. p. ej. Grotanelli‑Parise
(1988). Cf. una breve síntesis de los testimonios ugaríticos, fenicios y hebreos en Toorn (1995: 2052 ss.).
72 J. Á. Zamora López

Además, en muchos casos nos movemos en un plano altamente hipotético (dado


lo lacónico y discontinuo de la documentación). Suponemos que la mayoría de los
khnm atestiguados son esencialmente (o se caracterizan por ser) encargados del culto,
operadores rituales, aunque genéricamente poco más puede decirse. El cometido cul-
tual debió exigir una alta preparación y especialización, pues la corrección de la
práctica debía quedar garantizada. También el entorno (la fuente bíblica) muestra al
sacerdote fenicio como custodio de la corrección cultual, y en consonancia con ello
algunos testimonios parecen incidir sobre la relación de los sacerdotes con la pureza
ritual (con el uso de recipientes específicos, de instrumentos purificados)26. Esta obli-
gación de corrección y pureza no parece llegar más allá de cuanto conocemos en el
ámbito mesopotámico27. No conlleva, por ejemplo, el celibato, pues existen testimo-
nios de sacerdotisas y sacerdotes casados.
Repasando las apariciones del término, como decíamos relativamente frecuentes,
se aprecia cómo éste puede ligarse en las inscripciones a diversas divinidades, atesti-
guándose como resultado sacerdotes de la Baalat de Biblos, de Atart, de Milkatart,
de Nergal… También sabemos de la existencia de sacerdotes de Melqart a través de
las fuentes clásicas, que reflejan esta importancia del templo y de los responsables del
culto de su divinidad principal.
Estos grupos de sacerdotes, también como en épocas anteriores, debieron jerar-
quizarse y organizarse. La epigrafía atestigua la figura del “jefe de los sacerdotes”,
rb khnm, que confirma tal organización y la probable existencia de un “colegio” de
sacerdotes en determinadas épocas y santuarios. También hay testimonios, más tar-
díos, de diferentes grados o clases sacerdotales en determinados lugares, cf. p. ej.
Lipinski (1992b). La variedad y amplitud de estos lugares y momentos impone la
consabida cautela.
Además, existe testimonio epigráfico de diferentes “cargos” o funciones específi-
cas en inscripciones de santuarios, lo que apunta de nuevo al personal templario (que
en algún documento parece ser nombrado como tal, np bt, “personal del templo”28).
Como en el interior mesopotámico, debieron de ser especialmente importantes los
“porteros” (<rm; se atestiguan también “encargados de la puerta”, <l <r29; hay tam-
bién “guardianes”, prkm y, literalmente, “hombres ante la puerta”, >dmm > <l dl30),
grupo que, dada la presencia así mismo de algún “jefe de los porteros” (rb <rm),
podía ser en algunos casos también numeroso y jerarquizado.

26. Cf. de nuevo Amadasi (2003: 50), con referencias.


27. Como veíamos para Mesopotamia, dada la altura y santidad divina, los servidores de la divinidad
debían ser puros y físicamente perfectos, algo bien reflejado en la Biblia (cf. p. ej. Lev 21: 16 ss). Dentro de
la misma idea de respeto entrarían las prescripciones “higiénicas” de pureza.
28. Aunque, como apunta Amadasi (2003), se trata de un uso ambiguo, aparentemente no técnico y, en
cualquier caso, no limitado al personal del culto.
29. Es el título que recibe un cierto <Abdmilk en el templo de Emun en las afueras de Sidón. “Il titolo
è seguito da un’espressione poco chiara, forse in rapporto con i così detti “Temple boys”, bambini le cui
funzioni nel tempio restano misteriose”, cf. Amadasi (2003: 46).
30. Aparecen en la placa o tablilla de Kition, KAI 37, un apunte de gastos de un santuario donde se
nombra el personal que recibe pagos. Es por tanto un documento fundamental para el estudio del perso-
nal templario, cf. Sznycer (1972: 30-68).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 73

Ligadas a las operaciones cultuales debían estar algunas figuras de nombre sig-
nificativo, como los “sacrificadores” (zbm), que remiten directamente a la acción
sacrificial (pues por supuesto no la realizan los oferentes, sino los sacerdotes), o los
“cantantes” (rm), que aluden a una función típica de las actividades rituales.
Como era de esperar en el interior de una organización compleja, como lo fueron
con seguridad los más importantes santuarios fenicios, la epigrafía muestra la pre-
sencia de escribas (sprm), al servicio temporal del templo y como miembros regula-
res de su personal. Se atestiguan de nuevo organizados, apareciendo alguna vez una
figura rectora, el “jefe de escribas” (rb sprm). Sus funciones no debían, sin embargo,
circunscribirse tan sólo al ámbito administrativo, dada la ligazón de algunas funcio-
nes sacerdotales a la formación letrada (un nuevo punto de segura continuidad con
la situación del Bronce Final, aunque en un muy diferente contexto)31. No debe olvi-
darse en este sentido el papel que los templos ejercían como centros de conocimiento
(y, por lo tanto, como puntos de difusión y control ideológico), siendo un punto cen-
tralizador de bienes materiales, pero también de personas y saberes32. Menos claras
son las funciones y responsabilidades de otras figuras, como los “magistrados” (lit.
“dioses”) “del novilunio” (>ln d), quizá encargados de una parte específica del culto
(cf. Sznycer 1972: 33-34).
Otros términos nos dan a conocer figuras que parecen cumplir funciones de ser-
vicio y mantenimiento, labores “domésticas” o trabajos para el templo. Hay “arte-
sanos” (rm, “fabricantes” o “constructores”33), “panaderos” (>pm), “barberos”
(glbm), e incluso “pastores” (r<m), que rebelan el carácter de centro económico com-
plejo revestido por el templo. Alguno de los términos, sin embargo, y como también
señalábamos para el mundo mesopotámico, podrían aludir a funciones específicas
o cometidos ritualizados, no a labores artesanales corrientes (como alguna vez se
precisa explícitamente en los epígrafes). Términos más particulares muestran el posi-
ble trasfondo ritual de un posible cometido práctico, como el “señor del agua” (b<l
mym), quizá en relación con ritos de ablución34 y, quizá, con precedentes en alguno
de los personajes ugaríticos de los que hablábamos.
Otros testimonios, en cambio, se han querido ligar a funciones rituales específicas
y características. La presencia de “muchachos” (n<rm), “perros” (klbm; junto a ellos
aparecen también los oscuros grm) y “muchachas” (<lmt) ha llevado, por ejemplo, a
interpretar algunos de tales personajes como parte de las actividades de prostitución
sacra35 referidas por las fuentes externas, cuestión muy discutida.
Cuando, ya en época helenística, la epigrafía de los antiguos templos fenicios
adopte nuevas formas en la nueva lengua griega, mostrará con claridad la compleja

31. Sobre el escriba en el mundo fenicio, véase recientemente Bonnet (2003).


32. Cf. p. ej. en Aubet (1994: 137 ss.) el posible papel de los templos también en el fenómeno colonial
fenicio.
33. Existe de hecho en la epigrafía un “encargado para la construcción” de partes del templo (cf. la
inscripción del Pireo KAI 60). En este caso se trata de un eminente cargo de la comunidad, honrado por
ella, no de un trabajador. Cf. de nuevo Amadasi (2003: 49).
34. Cf. siempre síntesis en Amadasi (2003: 49); compárese sin embargo para éste y los otros términos
que aparecen en la placa de Kition, p. ej. Watson (1997: 89-95), con referencias. Cf. también Sznycer (1972)
y Sznycer (1985).
35. De nuevo un documento básico es la tablilla de Kition, cf. Sznycer (1972: 65-68).
74 J. Á. Zamora López

jerarquía del personal templario. Más que el fruto de nuevas influencias, debió de
tratarse del reflejo de la complejidad ya advertida en las fuentes epigráficas anterio-
res, sometida simplemente a la evolución, ya centenaria, del funcionamiento de los
santuarios fenicios.

Fig. 3: Estela de
Umm el‑<Amed, con
la representación de
un sacerdote36

36. Foto Corpus Inscriptionum Phoenicarum. Sobre la imagen de los sacerdotes fenicios, cf. también
fig. 4 y su nota.
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 75

Otros “técnicos de la religión”

Del mismo modo en que se apreciaba en Mesopotamia, algunas figuras que


actúan de manera especializada en prácticas rituales específicas no aparecen necesa-
riamente ligadas a los templos y al culto regular de las divinidades, aunque también
podían tener cabida o relación con los templos. Las inscripciones fenicias no parecen
atestiguar las típicas figuras orientales de los “adivinos”, aunque tal ausencia debe
ser en realidad fruto de la naturaleza de los documentos conservados, pues tales figu-
ras y otras encargadas de prácticas mágicas debieron sin duda existir. Referencias a
“adivinos” y “videntes”, que exhortan al dios a manifestarse e interpretan su volun-
tad, se dan de hecho en inscripciones arameas y nos llegan por referencias clásicas37.
En relación a la “videncia” se ha querido interpretar el discutido término mqm >lm,
presente en la epigrafía tanto en Oriente como en Occidente, que significa literal-
mente “el que hace surgir la divinidad”. Se ha interpretado como el operador encar-
gado del ritual de “despertar” al dios (un ritual que nos es conocido por fuentes
textuales externas), cf. Bonnet (1992: 294-295). Por lo demás, las fuentes clásicas nos
muestran para épocas posteriores lo que fue habitual también en anteriores, subra-
yando la continua importancia de la adivinación y de sus profesionales, así como de
la “magia” y sus especialistas, entre los pueblos levantinos.

En definitiva, se advierte una gran variedad de situaciones, acorde al amplio inter-


valo cronológico (y también a eventuales rasgos locales), pero sobre todo a la propia
complejidad de la esfera cultual y de cuanto le rodea. Pero se advierte también una
gran continuidad en los rasgos fundamentales del culto y de las operaciones rituales,
y, por tanto, de las funciones que conllevaban. En el interior de esta continuidad se
arrastra la ligazón íntima entre poder y culto, manifestada de manera diversa, pero
en clara pervivencia. Los cambios que advertimos (y aquellos que suponemos) llegan
de la mano del largo evolucionar de los fenicios en sus diferentes establecimientos
orientales, donde el devenir histórico fue rico y complejo. No menos rico y no menos
complejo fue en Occidente, donde las nuevas circunstancias nos proporcionan, ade-
más, nuevas fuentes.

El sacerdocio en el mundo púnico

En el occidente fenicio, la documentación proporciona así mismo menciones de


sacerdotes y sacerdotisas (khn, khnt), que lo son también de diferentes divinidades.
Resulta interesante comprobar a qué realidad subyacente corresponden, dada por
ejemplo una diferencia fundamental entre este mundo occidental, “colonial”, y las

37. Cf. de nuevo, en relación al sacerdote, notas de Amadasi (2003: 47 ss.) (cf. también en este mismo
libro el trabajo dedicado al sacerdote mesopotámico). La comunicación especial de la divinidad con los
hombres a través de un individuo elegido nos lleva también al profetismo, fenómeno ampliamente exten-
dido en todo el Antiguo Oriente Próximo y evidentemente diferenciado de la práctica cultual, aunque
encuentra también escenario en el templo. Cf. al respecto p. ej. Vanderkam (1995: 2083 ss.). Sobre la magia
y la adivinación siro-palestinas, cf. p. ej. el citado Tarragon (1995).
76 J. Á. Zamora López

ciudades fenicias del Oriente. Mientras en las más importantes de éstas últimas la
realeza de las antiguas ciudades levantinas pudo pervivir (sometida a los cambios
que señalábamos, pero haciendo posible de manera general la vinculación de la rea-
leza y el sacerdocio), en el mundo occidental la monarquía no se dio nunca38. A pesar
de las menciones (míticas o legendarias) a primitivos reyes y reinas por parte de las
fuentes clásicas, las ciudades fenicias de Occidente, en buena lógica con la naturaleza
colonial de las fundaciones, no parece que estuvieran nunca regidas por monarcas.
¿Qué sucedió entonces en este ambiente con las funciones –fundamentales– que en
el ámbito del culto oriental ejercía el rey? ¿Cómo se desarrolló la esfera del culto en
su ausencia y qué relaciones estableció con las nuevas realidades occidentales? ¿A
quién correspondieron las “dignidades” sacerdotales equivalentes y cómo se jerar-
quizaban? ¿Cuál fue el papel de los templos en este mundo sin monarquía y cómo se
presenta en la documentación el resto del eventual personal templario?
Algunas de estas preguntas exceden los límites de este trabajo, pero un repaso
a la epigrafía del ámbito fenicio occidental, como el realizado por Amadasi (2003),
permite aclarar alguna de ellas. Como decíamos, las menciones de sacerdotes y sacer-
dotisas (de diferentes divinidades) son comunes también fuera de Fenicia; también la
presencia de “jefes de sacerdotes” y “sacerdotisas” (rb khnm, rb khnt), que de nuevo
apuntan a corporaciones sacerdotales o a grupos de sacerdotes jerarquizados. El rb
khnm era de por sí una función importante en el ámbito de las ciudades fenicias occi-
dentales, pues aparece en dataciones epónimas. La epigrafía más tardía (de la que
forma también parte, sobre todo en el norte de África, la nueva epigrafía latina de
los antiguos establecimientos fenicios, cuyas costumbres continúa reflejando), per-
mite ver cómo estos “jefes de sacerdotes” parecen ser descendientes de anteriores
rb khnm, lo que lleva a pensar que, si los cargos no eran hereditarios, eran al menos
heredables. Y que tales herencias, y por tanto el mantenimiento del cargo en el seno
de determinadas familias, se producía con frecuencia. A esto se une el hecho de que
muchos de estos rb khnm parecen pertenecer a familias acomodadas, pues revisten
magistraturas o son parientes (hijos, esposas) de magistrados importantes (incluido
el rango de sufeta, así mismo frecuentemente ligado a determinadas familias). En un
contexto sin reyes, parece mantenerse la ligazón de los más altos cometidos cultuales
con las más altas autoridades de la ciudad, o el intento de las familias –el incluso per-
sonas– más poderosas de regentar unas y otras39. En ambos casos, nos encontramos
ante el reflejo de un mismo fenómeno (común al área semítica noroccidental levan-
tina y, de manera más general, a todo el próximo Oriente), expresado en un contexto
cultural, a estos efectos, radicalmente diferente.
Pero al margen de los “sumos sacerdotes”, otros cargos sacerdotales o diferentes
categorías de ellos enriquecen la documentación. En ésta, además, se dan indicios
de que la mayoría de esta funciones eran en realidad temporales, no vitalicias (como
en el caso del rb khnm, dado su uso en dataciones epónimas, como veíamos) lo que
nos recuerda la necesidad de distanciarnos de determinadas visiones del sacerdote

38. Cf. p. ej. Xella (2003) y Bondì (2003), con más referencias sobre el debate acerca de la monarquía
occidental.
39. Cf. Amadasi (2003: 53).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 77

ajenas al contexto cultural fenicio y púnico. La compa-


ración de los términos púnicos con sus correspondientes
en los epígrafes latinos ilumina un poco el sentido de
los primeros (pues las inscripciones tardías asumen la
terminología romana, pero manifiestan, bajo cambios
superficiales, una perfecta continuidad de fondo). Por
ejemplo, el “sacrificador”, zb, que veíamos con ante-
rioridad, corresponde en un bilingüe al flamen romano.
El >dr <zrm, al praefectus sacrorum. Un curioso cargo
púnico de “segundo”, hn> / hnh, también en el habitual
ambiente familiar sacerdotal, quizás deba interpretarse
a la luz de los latinos sacerdotes loci primi y secondi y
reflejar de nuevo las jerarquías o clases sacerdotales que
otros testimonios sugerían, cf. Lipinski (1992b) o Ama-
dasi (2003: 51).
Otros términos aluden a funciones, algunas de ellas
vistas con anterioridad, que en la documentación occi-
dental muestran su rango. Así por ejemplo, los “barbe-
ros”, que son “de la divinidad” (glb >lm), parecen situarse
en un nivel de consideración medio (no hay magistrados
en su familia), mientras que funciones como la de “coci-
nero” o “carnicero” (b, probable encargado de las vícti-
mas sacrificiales), parecen gozar en cambio de un rango
más elevado, lo que muestra de nuevo la mayor comple-
jidad de estas funciones con respecto a la literalidad de
su denominación, como con anterioridad veíamos. No
faltan tampoco expresiones que parecen aludir a perso-
najes con funciones muy concretas, cuyos particulares se
nos escapan (es el caso, p. ej., del “fabricante de ramos
(?)”, “de girlandas (?)”, p<l hm). Otros términos, como
el de “siervo” o “sierva” (de la divinidad), <bd, <mt, o los
de “miembro” o “miembra” del “grupo” (<m) de la divi-
nidad son también de interpretación discutida, cf. Ama-
dasi (2003: 52); cf. también Lemaire (2003). Aunque las
múltiples influencias y los largos desarrollos variaron
incluso la naturaleza de las divinidades veneradas, y sin

Fig. 4: Estela del tofet de Cartago


con representación de un sacerdote
(de Moscati 1988: 306)40

40. Además de las representaciones conservadas, poseemos descripciones de los sacerdotes fenicio-púnicos
proporcionadas por las fuentes clásicas (cf. esp. Silio Itálico, III, 23-27, sobre los sacerdotes gaditanos).
78 J. Á. Zamora López

duda sus cultos, se aprecia sin embargo una tendencia, por un lado, a mantener unas
mismas expresiones y términos que dan así continuidad a la probable variedad subya-
cente. Por otro lado, bajo algunas de las novedades continua apreciándose una misma
base esencialmente no alterada.
La misma reflexión puede hacerse sobre el funcionamiento de los templos y la
situación consiguiente del personal ligado a ellos. De nuevo reaparece el viejo carácter
de los santuarios como centros económicos de primer orden (y en determinados con-
textos, dada la especial situación colonial, quizás el centro económico por antonoma-
sia de algunas áreas), cuya (necesaria) actividad cultual conllevaba un movimiento de
bienes y personas consecuentemente continuo. A la importancia económica se unía
también su papel como centro de cultura y, de nuevo, en el especial contexto occiden-
tal, su condición de escenario de interacciones culturales de alcance41.
Al respecto de esta actividad económica e ideológica de los templos fenicios, una
serie de documentos característicos hallados en occidente nos muestra el modo en el
que los sacerdotes, los encargados de la ejecución de los sacrificios, obtenían direc-
tamente grandes beneficios del ejercicio de sus funciones (hecho conocido también
en el entorno, cf, p. ej. 2 Reyes 12: 16). Las llamadas “tarifas sacrificiales”, o simple-
mente “tarifas” así lo reflejan. Estas “tarifas” eran auténticos “carteles”, casi “listas
de precios”, tablas de piedra expuestas en las paredes de los santuarios donde se reco-
gían los diversos tipos de sacrificios y de víctimas u ofrendas que implicaban, esta-
bleciendo la parte de la ofrenda que correspondía al sacerdote y la que correspondía
al oferente. En algunas de las conservadas se recogen también entregas de dinero a
los sacerdotes, a la par que se establecen multas para los incumplidores de las reglas
fijadas. La actividad sacrificial, por tanto, era una fuente directa de ingresos para
los operadores cultuales, sin que ningún otro mecanismo los subordinase y sin que
la naturaleza del sacrificio impidiera el flujo de riqueza. De nuevo a la continuidad
de una misma realidad de fondo le corresponde una manifestación específica en un
contexto particular.
Pero este tipo de documentación no debe tomarse tan sólo como un mero docu-
mento administrativo. En el fondo, las tarifas señalan también la continuidad fun-
damental de la función sacerdotal básica: los operadores son profesionales de la
práctica cultual, encargados de la ejecución de los sacrificios y de la correcta divi-
sión de las ofrendas. La cuidada reglamentación de la actividad ritual, que exige la
competencia sacerdotal, exige también la reglamentación cuidadosa presente en las
tarifas. De esta manera, los mismos documentos que nos muestran las fuentes bási-
cas de la situación sacerdotal privilegiada, nos recuerdan las bases simbólicas sobre
las que se sustenta.
El sistema simbólico que sostenía la existencia misma del sacerdocio les daba
las armas para mantenerlo. Como resultado, incluso tras los cambios drásticos del
fondo social, económico o político en el que había nacido, el culto –y sus operado-
res– pervivió y contribuyó a hacer pervivir, a través del sistema simbólico, no a las
viejas formas socio-económicas o políticas, sometidas a irreversibles fenómenos de

41. Sobre el templo como punto económico e intelectual de referencia, cf. el ya citado Aubet (1994:
137 ss.). Sobre la interacción entre fenicios e indígenas en el Mediterráneo, cf. p. ej. Ruiz Mata (2000).
El sacerdocio en el Levante próximo-oriental (Siria, Fenicia y el mundo púnico)... 79

cambio, si no a las relaciones establecidas entre los nuevos poderes y el propio culto,
mantenidos o retenidos en una misma esfera de acción. Tal parece que fuera la con-
tinuidad –en el “cambio para que nada cambie”– que marcó al ejercicio del culto y
a sus agentes en la historia de la cultura siro-palestina, desde los palacios del Bronce
Final al tardío mundo púnico.

Conclusiones

En definitiva, tras la enorme dificultad de definir o clasificar las diferentes figu-


ras que actúan en el ámbito del culto o de su periferia en la cultura siro-palestina, se
halla de nuevo la dislocación existente entre los criterios que podrían distinguirlas en
el seno de su propia cultura y nuestras propias categorías. En la base de la correcta
comprensión de los que a nuestros ojos se presentan como sacerdotes siro-palestinos
se halla, además de la consciencia de la doble perspectiva, la comprensión misma
de la propia cultura siro-palestina y de su original complejidad, en sus particulares
manifestaciones en el tiempo y en el espacio.
A este respecto, en el diálogo entre continuidad y cambio que implican los dife-
rentes momentos y situaciones estudiados, en lo que se refiere al “sacerdocio” nin-
guna ruptura ni ninguna novedad traiciona la pertenencia del conjunto a una misma
cultura. Los caracteres específicos, los rasgos particulares, se explican de manera
coherente en términos históricos.
Desde las sociedades levantinas del segundo milenio a. C. a las sociedades colo-
niales de bien avanzado el primero, la cosmovisión general continúa justificando la
necesidad del ritual y la exigencia de la función especializada del “sacerdote”. Fun-
ción que se presenta con rasgos propios en las diferentes situaciones a las que dan
lugar los cambios históricos y los diferentes contextos que estudiábamos, pero man-
teniendo expresiones y actos comunes, como signo de uniformidad en la variedad o
de variación en la continuidad. Algunos de estos cambios en el tiempo y en el espacio
(como los producidos en las sociedades orientales entre el II y el I milenio a. C., o entre
los fenicios orientales y occidentales a lo largo del I), que afectan de manera directa
al ámbito básico de referencia o de acción del culto, explican algunos de estos rasgos
específicos bajo los que muchas veces subyace, de nuevo, una continuidad ideológica
(como en la apreciable comunión entre lo que para nosotros sería la esfera del poder
político –el rey, las magistraturas– y la función sacerdotal, o de la esfera económica
con la cultual, y de todas con la simbólica). Elementos de continuidad, puntos comu-
nes que, lejos de corresponder a principios trascendentes o inmanentes, se revelan
fruto de dinámicas históricas (sociales, políticas, económicas, ideológicas) en las que
los propios sacerdotes fueron, así mismo, parte activa. Hecho este, también, de indu-
dable continuidad, desde la remota Siria a nuestros días.
80 J. Á. Zamora López

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La mano de Eva:
las mujeres en el culto fenicio-púnico

Ana Mª Jiménez Flores

Dpto. Historia Antigua. Universidad de Sevilla

Hablar de la mujer en la Antigüedad es un cometido bastante arduo, aunque


sumamente atractivo. Arduo en tanto las fuentes y los documentos ofrecen una
extrema parquedad cuando no un tedioso silencio, que limita la investigación al aná-
lisis de unas pocas inscripciones, si las hay, y a una pormenorizada búsqueda en
las fuentes literarias, los corpora de imágenes o entre los hallazgos arqueológicos.
Atractivo en cuanto nos permite adentrarnos en aspectos de la vida cotidiana que
quedaban al margen de la esfera pública, de lo que es “digno de narrar” o “conme-
morar”. Pero, en esta ocasión, nos detendremos en un terreno casi liminar, en tanto
las prácticas religiosas o de culto se hallan a medio camino entre la esfera pública y
la privada. La religión es uno de los campos donde la mujer ha podido desenvolverse
por sí misma, sin desprenderse nunca del marco gentilicio o familiar que la acoge,
pero en el que ha dejado su propia huella documental. Las manifestaciones de culto
le otorgan un rol muy definido, íntimamente ligado a su posición social, que dan
cabida a la exhibición pública y la creación de restos imperecederos: exvotos, imá-
genes, inscripciones,… El papel desempeñado en cada uno de estos momentos por
la mujer la conducirá a convertirse en protagonista, ejecutante, fiel devota o mera
espectadora, aspectos que analizaremos a continuación tomando como referencia el
mundo fenicio-púnico.
De modo genérico los comportamientos rituales se pueden articular en dos gran-
des esferas, una destinada a atender a los dioses, en el seno de la comunidad y en el
ámbito de lo público, cuyo escenario se sitúa en los santuarios y los espacios sacros, y
otra, más íntima, más humana, englobada por la vida familiar y los acontecimientos

1. Este trabajo se enmarca en las líneas de investigación desarrolladas por el Grupo de Investigación
“Religio Antiqua. Historia y Arqueología de las Religiones Antiguas del Sur de la Península Ibérica” (Cód.
HUM-650) de la Universidad de Sevilla, dentro del Proyecto I+D+I del MICT “La Religión de la Turde-
tania Prerromana. Aproximación desde la Arqueología del culto” (Ref. BHA2003-05866).
84 Ana Mª Jiménez Flores

sociales y biológicos que la regulan (matrimonio, nacimiento o pubertad), caracteri-


zada con frecuencia bajo el epígrafe de “religiosidad popular”. A medio camino entre
una y otra se situarían los comportamientos funerarios, que participan de ambas
esferas, en tanto los funerales forman parte de los rituales vinculados al ciclo vital
regulado por el grupo de parentesco pero, a la vez, se proyectan al ámbito público
como símbolo de la solidaridad familiar y forma de reproducción de la jerarquía
social. Excluidos de la regulación litúrgica de estos campos se ubicarían otros com-
portamientos casi marginales, relacionados con prácticas esotéricas y adivinatorias,
que pueden ser ejercidas por miembros del clero, como parte de sus habilidades, o por
personas ajenas a la institución sacra y dotadas de facultades especiales. En todos
estos campos intentaremos rastrear la presencia de la mujer, aunque donde mejor
queda caracterizada es en el mundo funerario, en el que puede desempeñar las fun-
ciones de doliente o la de difunta, y especialmente, en el de los espacios sacros, donde
la gama de roles femeninos es más amplia y variada.

LA MUJER OFICIANTE Y MEDIADORA: EL SACERDOCIO FEMENINO

La principal figura de la liturgia es el sacerdote, “ministro” del culto, administra-


dor y ejecutante de las ceremonias y ritos. Detenta funciones y prerrogativas que se
escapan con frecuencia a nuestra concepción del término y ejerce una función media-
dora y transformadora: representa a su comunidad ante la divinidad y viceversa,
de tal forma que su presencia canaliza y garantiza la comunicación entre ambos.
Por otro lado, al ser “delegado” del grupo social ante la divinidad, la asociación y
vinculación con sus máximos dirigentes es una consecuencia casi irremediable. La
mujer, como miembro de la comunidad, está capacitada para desempeñar la función
sacerdotal y su presencia en los cultos se rige por los mismos parámetros que los
de sus homónimos, aunque limitada por los condicionantes ideológicos y sociales
impuestos a su sexo.
Los textos hacen recaer habitualmente esta responsabilidad en miembros de las
clases aristocráticas aunque los epígrafes muestran que no están excluidas mujeres
de extracción social inferior. Amén de la propia parcialidad de las fuentes escritas,
casi siempre al servicio de los grupos sociales dominantes, esta circunstancia viene
determinada por las propias características del sacerdocio en las sociedades orienta-
les, donde la vinculación de su ejercicio con la monarquía o las aristocracias urbanas
conllevaba la participación en estas actividades de las mujeres de la familia real o
la nobleza (Amadasi 2004: 45-46). A las anecdóticas menciones del Antiguo Testa-
mento, donde las mujeres de las casas reales fenicias aparecen promoviendo la cons-
trucción de templos y el culto de sus divinidades poliadas, como ejemplifica la hija
de Ithobaal de Tiro, la bíblica Jezabel (1 Re 16, 33; 2 Re 10, 26), objeto de la ira del
profeta Elías por su promoción del culto de Baal, se suman las inscripciones reales.
En la inscripción de Eshmunazar II de Sidón aparece citada su madre, Umm-
c
Astarté, como sacerdotisa de nuestra señora Astarté (CIS I, 3 = KAI 14), un cargo
que, en la inscripción de Eshmunazar I y Tabnit, antecesores de dicho monarca, era
detentado por el rey, como parece tradicional en el contexto fenicio. Este cambio de
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 85

titularidad representa una ruptura con la tradición hereditaria del mismo, destinado
a los monarcas; pero no podemos determinar si es consecuencia de una actuación
personal de la reina consorte, que se reservó el título para sí durante la minoría de su
hijo (Elayi 1986: 255), o bien como consorte y regente heredó el cargo de su difunto
esposo sin llegar a transmitirlo a sus herederos (Bonnet 1996: 33). Como resultado
de esta tutela, la reina, junto a su hijo, se empeña en la fundación de templos para
las divinidades poliadas, Astarté y Eshmún, y Baal (CIS I, 3, lín.15-18). Un ejemplo
paradigmático de estas actividades advertimos en la figura de Dido. La legendaria
reina y fundadora de Cartago, como directora de la expedición de exiliados, detenta
las prerrogativas religiosas de un jefe supremo. Cumple el deber “regio” de proteger
los cultos (Elayi 1986: 255-257), asegurando su celebración periódica y presidiendo
los ritos más importantes (Justino, XVIII, 4, 15). Cuando, al recalar en la isla chi-
priota, acoge en su expedición a un sacerdote, está preservando el mantenimiento de
la piedad religiosa tradicional y poniendo las bases de lo que será la religión poliada
de la nueva fundación (Justino, XVIII, 5, 2). A pesar del carácter casi mítico y legen-
dario del relato (Bonnet 1992), en esta figura femenina se encarnan las virtudes pia-
dosas atribuidas a un monarca fundador; sin embargo, no es posible determinar si las
responsabilidades asumidas por la princesa tiria se deben atribuir a su pertenencia a
la casa real, son heredadas de su difunto esposo, sumo sacerdote de Melqart, o bien,
son resultado de ambas circunstancias.
Aunque fuera del ámbito palatino y aristocrático la presencia de sacerdotisas
es más difícil de constatar, dado el escaso número de inscripciones privadas, es en
este terreno donde encontramos la más antigua mención, fechada en el s. VIII a.C.
Una crátera pintada de procedencia incierta a la que su editor le atribuye un origen
sidonio y empleada como urna funeraria, presenta una inscripción doble, correspon-
diendo el segundo epígrafe a Geratmilk, sacerdotisa de Astarté Br. En el texto no hay
mención alguna a su filiación, ni siquiera el personaje encargado del piadoso acto del
sepelio, incluida la redacción del epígrafe, menciona ningún vínculo de parentesco
con la difunta. Al analizar su nombre, E. Puech señaló que el teóforo grtmlk, “cliente
de Milk” (Ferjaoui 1993: 303-316), está escasamente testimoniado y en dos de los
tres casos documentados alusivos a mujeres se trata de sacerdotisas al servicio de
Astarté, de las que se ha apuntado su dedicación a la prostitución sagrada (Puech
1994: 52‑53). Geratmilk es una “especialista” del ceremonial, aunque no podemos
avanzar en qué tipo de ritos participaba, adscrita al culto de una divinidad muy con-
creta (Xella y Bonnet 1996; Bonnet 1996: 30-31). La ausencia de menciones de cón-
yuges o descendientes puede entenderse como resultado de las imposiciones morales
de su función, ya sea el celibato o el ejercicio de la prostitución, mientras la omisión
de la filiación señalaría un origen humilde o servil, por lo que podría ser descendiente
del personal adscrito a una institución religiosa.
Diferente situación encontramos al intentar documentar el sacerdocio femenino
en Occidente, donde las fuentes son más ilustrativas. Se advierte aquí la existencia,
por una parte, de “profesionales del culto”, formadas y especializadas en la liturgia
y estrechamente vinculadas a un centro religioso, y por otra, de altos sacerdocios
femeninos, detentados con frecuencia por mujeres de la aristocracia, en cuya voca-
ción tienen un papel determinante tanto la piedad personal como el nacimiento.
86 Ana Mª Jiménez Flores

Los epígrafes del tofet, a pesar de su monotonía formal, nos informan sobre la con-
figuración de la sociedad cartaginesa, siendo notable el alto grado de representativi-
dad social que denotan. La referencia frecuente a la filiación y extracción social de
los oferentes ilustra un amplio espectro de categorías y grupos sociales, entre los que
no están ausentes las mujeres. Pero sólo un 10% del total aproximadamente, 406,
pertenecen a mujeres y, únicamente, en 54 casos el estado del texto permite reco-
nocer el nombre completo de la dedicante, citada con su patronímico y genealogía,
con el nombre de su marido y el patronímico de éste, o con ambos (Amadasi 1988:
144-145). La escasez de datos epigráficos se complementa, no obstante, con la rica
información iconográfica que proporcionan las estelas, en las que identificaremos
figuras femeninas de diversa naturaleza.
Tratándose de un lugar de culto, resulta sorprendente la ausencia de sacerdoti-
sas entre las dedicantes. Se podría pensar en alguna forma de exclusión de los ritos
practicados en el santuario, por sus prerrogativas religiosas y las características del
ritual, o bien como una simple consecuencia del azar. En este sentido, hemos de
citar las menciones de sacerdotisas en el tofet de El-Hofra, en Constantina, con
una datación del s. III a.C. En la inscripción EH 67 de dicho santuario la devota
es ´Arišat, jefa de las sacerdotisas o suma sacerdotisa (rb hkhkt); mientras en un
segundo caso (EH 72) el devoto, Hamilkat, es reconocido por su matronímico,
como hijo de Hamilky, la sacerdotisa (hkcnt) (Berthier y Charlier 1955: 64 y 66, pl.
XIV, C y D).
Un segundo conjunto de inscripciones corresponde a los epígrafes funerarios,
procedentes en su mayoría de la necrópolis de Santa Mónica en Cartago, donde se
localiza entre los sepultados un buen porcentaje de personajes de esta categoría pro-
fesional. Las menciones de sacerdotisas, aunque menos abundantes que las de sus
homónimos masculinos, revisten gran importancia ya que conservan buena parte
de la filiación de la difunta y su esposo, informándonos sobre su extracción social
y origen, las actividades litúrgicas desempeñadas y, en contados casos, la divinidad
a la que se destinaban. Las inscripciones más breves pertenecen a mujeres defini-
das como hkhnt, la sacerdotisa, título que puede citarse tras el patronímico o ante-
puesto al mismo. La inclusión de patronímicos y cargos tanto del padre como del
cónyuge amplia el texto, especialmente cuando se trata de miembros de la aristocra-
cia, mientras entre los más humildes pueden incluso omitirse. En el epígrafe funera-
rio de UmmcAstarté sólo aparece su patronímico, sin mención del cónyuge (CIS I,
5947); la ausencia de referencias a su edad no permite determinar si este celibato se
debía a su corta edad o era una prerrogativa del cargo. Puede omitirse igualmente el
patronímico, lo que denotaría un origen humilde o servil de la titular; en su epitafio
´Aristobaal sólo menciona a su esposo, pero sin hacer alusión a los cargos o activi-
dades de éste (CIS I, 5941). Sin embargo, lo más frecuente es encontrar la filiación
de ambos esposos (CIS I, 5979 y 5994). El texto más ilustrativo corresponde a CIS
I, 5950, donde la difunta se presenta con sus patronímicos y los de su marido, per-
tenecientes ambos a familias aristocráticas; el esposo detenta los títulos de sufete y
jefe de sacerdotes, los mismos cargos que desempeñó su padre, y a los que se suma su
participación en la principal fiesta religiosa de la ciudad en calidad de mqm ´lm mtrx
c
štrny (Bonnet 1988: 175; Amadasi 2004: 53).
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 87

Algunos epígrafes ilustran una jerarquización dentro del cuerpo sacerdotal


femenino al señalar la existencia de sumas sacerdotisas, rb khntm. En CIS I, 5949
Hanibaal es suma sacerdotisa y aparece acompañada de sus patronímicos hasta la
tercera generación, muestra de su elevado origen social; la fractura de la estela no
nos permite saber si estaba casada y cuál era la filiación y cargos de su cónyuge. En
la inscripción CIS I, 5988 la difunta Batbaal, suma sacerdotisa, señala el ejercicio
de un alto cargo por parte de su padre, Hamilkat el rab, mientras su esposo ejerce la
función de sufete, dentro de una larga tradición familiar. A raíz de estas menciones
se propone la existencia de colegios sacerdotales o bien de una “carrera sacerdotal”,
como en el culto de Saturno Africano (Leglay 1988: 217-219; Jiménez Flores y Marín
Ceballos 2004: 82-84), en la que serían determinantes tanto los años de dedicación
al cargo como la ascendencia personal (Lipinski 1992a: 114; Amadasi 2004: 51). Sin
embargo, no existe mención de la presencia de mujeres en otros escalafones de la
carrera sacerdotal, como el sn> o “sacerdote segundo” (Ferjaoui 1991: 73). Tampoco
se puede determinar mucho más acerca del sumo sacerdocio femenino, salvo el ejer-
cicio de una forma de dirección, ideológica esencialmente, a través de la presidencia
de los actos más notables y la tutela de los miembros del cuerpo sacerdotal.
En contados casos aparece mencionada la divinidad a la que rinden servicio. Las
alusiones raramente son explícitas, dejando bastantes dudas acerca de la identidad de
las divinidades. El epígrafe más extenso corresponde a una “sacerdotisa de Nuestra
Señora” (hkhnt š rbtn), título al que acompaña el patronímico, el nombre del esposo,
con su filiación y su actuación como mqm ´lm (ICO Avignon). Otra sacerdotisa con
la misma dedicación, Germelqart, aparece en CIS I, 5942, aunque en este ejemplo no
hay referencia alguna a su origen o esposo. El único caso en el que es posible iden-
tificar la divinidad a la que se rinde servicio es la inscripción funeraria CIS I, 5987,
procedente de la necrópolis de Ard el-Kheraib, perteneciente a Hanibaal, sacerdotisa
de Koré, hkhnt š kwrc (Benichou-Safar 1982: 216-217, nº 49). Diodoro Sículo cuenta
que, cuando se introdujo en Cartago el culto a las dos diosas, Deméter y Koré, se
designó para su sacerdocio a personas notables y de elevada moral (XIV, 77, 5),
entre las que debieron incluirse mujeres dedicadas a los sacerdocios femeninos, rasgo
peculiar que caracterizará este culto hasta época romana (Lipinski 1995: 379-380) y
donde también se conoce una suma sacerdotisa, dedicada a esta función durante 18
años (Ferjaoui 1996).
Todos estos epígrafes nos permiten conocer la presencia de sacerdotisas en el
culto fenicio-púnico, sus nombres y filiación, su organización y la divinidad a la que
dedican su actividad, pero qué sabemos de su aspecto y de sus atavíos o símbolos.
Tendremos ahora que servirnos de la documentación iconográfica del tofet y de las
necrópolis. Entre las representaciones femeninas conocidas los estudios iconográficos
tradicionales incluyen como sacerdotisas varias figuras. La primera de estas imágenes
corresponde al frontón de una estela del tofet (Cb 687bis), acompañada de inscrip-
ción votiva (CIS I, 5780), donde aparece una mujer esculpida en bajorrelieve, con la
pierna derecha flexionada en tierra, los cabellos sueltos sobre la espalda, vestida de
túnica corta, los pies desnudos, y la mano derecha alzada realizando una libación,
mientras se apoya en un montículo con la mano izquierda. La estela se data entre
fines s. III y principios II a.C. A pesar de haberla presentado como sacerdotisa en su
88 Ana Mª Jiménez Flores

clasificación, C. Picard aseguró que esta imagen reproducía el modelo del guerrero
vencido que implora a su vencedor (Picard 1973-74: 126-127, pl. VII, 6). Sintetizando
las opiniones vertidas acerca del significado de esta enigmática figura, J. Debergh
señala dos posibilidades: o bien es la figuración de una escena mitológica, tomada
de la iconografía griega y adaptada a modelos púnicos; o bien es el testimonio ilus-
trado de una ceremonia de libación, expresado a través de una estética helenizante
(Debergh 1976: 107-112).
Más próximas a la realidad del culto pueden ser las representaciones con muje-
res ataviadas de larga túnica que aparecen enmarcadas por escenarios o ambientes
de tipo sacro. En otra estela votiva cartaginesa de la segunda mitad del s. III a.C.
encontramos una escena de ofrenda, encuadrada por dos columnas, con un altar de
sacrificios sobre el que reposa una cabeza de toro en su extremo superior; frente a
éste, una figura femenina, según apunta E. Lipinski, interpretación que no compar-
timos plenamente, vestida de amplia túnica con la mano derecha alzada en gesto de
adoración, sostiene una píxide en la mano izquierda. La inscripción (CIS I, 3347)
corresponde al sacrificio realizado por >Abbacal, sacerdotisa o hieródula, donde la
dedicante se presenta con sus matronímicos (Lipinski 1987: 171-172, figs. 5-6). Esce-
nas similares pueden identificarse en varias estelas, procedentes de Lilibeo y Mozia,
donde aparecen diversas figuras femeninas, ataviadas de larga túnica en actitud de
realizar una ofrenda. La primera de ellas porta en la mano izquierda una píxide,
mientras con la derecha deposita el contenido de la misma, incienso o sustancias
aromáticas, en un timiaterio, con el signo de Tanit presidiendo la escena (Bisi 1968:
228, Tav.II). En el segundo caso la mujer, con un pequeño recipiente en la mano
izquierda, se aproxima a un caduceo alzando la mano derecha en señal de adoración,
en un escenario sacro dominado también por la imagen de Tanit (ibídem: 227-228,
Tav. I). En una tercera estela procedente del tofet de Mozia, son dos los personajes
femeninos que se aproximan a un timiaterio para depositar su ofrenda, enmarcado
en un espacio sacro presidido por el caduceo y dos signos de Tanit (ibídem: 228, Tav.
III, 1). La representación más sorprendente es la del sarcófago de mármol pintado
procedente de la necrópolis de Santa Mónica; a pesar del regusto helenizante que
domina la ejecución plástica se aprecian algunos rasgos significativos como las remi-
niscencias egipcias, centradas en las alas que cubren la parte inferior del cuerpo o la
peluca en forma de halcón. De inspiración púnica es el atributo que porta la imagen
en su mano izquierda, un incensario en forma de paloma, sosteniendo una pátera en
la derecha. La complejidad del conjunto transforma a la difunta en una “transfigura-
ción” de la propia divinidad a la que sirve y con la que se identifica (Benichou-Safar
1982: 132-135, fig. 71). En otras representaciones funerarias femeninas conocidas
identificamos elementos iconográficos presentes en la imaginería del tofet (Cecchini
1978: 99-105, figs. 9-13; Bondí 1980: 55, Tav. XII, 3). Entre la serie de estelas fune-
rarias cartaginesas, datadas en el s. IV-III a.C., se localizan igualmente imágenes
veladas, provistas de largas túnicas y sosteniendo, en algunos casos, páteras o discos
sobre el pecho (Ferron 1975: 17-36). No obstante, la ausencia de distintivos o signos
de la condición sacerdotal, tales como tocados, elementos del vestido o símbolos reli-
giosos no permiten determinar si estamos ante imágenes de sacerdotisas o de simples
devotas, con el sarcófago de Santa Mónica como ejemplo más logrado.
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 89

Como figuras sacerdotales se pueden interpretar los personajes ataviados con


estola al hombro y túnica larga y suelta reproducidos en las estelas de Sulcis (Cec-
chini 1981: 18-20) y Monte Sirai (Bondí 1980: 53-54, Tav. XI, 1-2). La similitud de
estos ropajes, portados por figuras femeninas, con los vestidos litúrgicos masculinos
(Lipinski 1992a: 114; Marín Ceballos y Jiménez Flores e.p.) conducen a pensar en
representaciones de sacerdotisas, máxime cuando en algunos casos el personaje sos-
tiene instrumentos de culto, como las páteras, a veces con una ofrenda en su interior,
o símbolos divinos, como la flor de loto, el símbolo de Tanit o el ankh. Frente a esta
hipótesis, S.M. Cecchini veía en dichas imágenes a jóvenes imberbes (Cecchini 1981:
14-17), descartando el posible carácter femenino de las figuras.
Entre la producción de exvotos y terracotas, se pueden recordar también algunas
figuras significativas. De la necrópolis de Puig des Molins (Ibiza) procede un ejem-
plar de terracota que representa a una dama, con la mano derecha alzada, amplia
túnica con abundantes pliegues y estola sobre el hombro izquierdo, adoptando una
iconografía ya presente en sarcófagos y estelas cartaginesas (Blázquez 1964: 404-
405). Pero tanto ésta como una segunda pieza de igual procedencia han sido descar-
tadas como figuras femeninas por S.M. Cecchini, para quien representan a jóvenes
imberbes (Cecchini 1981: 17, n. 8). Esta misma autora menciona como representa-
ción más segura una terracota procedente de Cartago (Cecchini 1981: 30, n. 38), en
la que figura un personaje femenino sedente, ataviado con estola.
Todos estos documentos nos informan de la participación de mujeres en el sacer-
docio y, como veremos más adelante, en casi todas las escalas del servicio cultual,
pero poco nos dicen de los ritos ejecutados por éstas o los actos en que participaban.
En los textos litúrgicos es, además, un lugar común la ausencia de menciones feme-
ninas. Algunos cultos incluso ofrecen muestras de misoginia. Según Silio Itálico las
mujeres tenían prohibido el acceso al santuario de Melqart en Gadir (Sil.Ital., Pun.
III, 21-22); y en el culto de Saturno Africano no se menciona a ninguna sacerdo-
tisa, a pesar de la presencia de mujeres en las representaciones de las estelas, como
dedicantes o como portadoras de los signos de iniciación o atributos de vestimenta
sacerdotal (Leglay 1966: 375, n. 5). En este sentido, cabría recordar que las divinida-
des a las que dedican su devoción suelen ser divinidades femeninas, Astarté y Ceres,
de acuerdo con los epígrafes, o Astarté y Tanit, según muestran los símbolos divinos
que portan en las representaciones, figuras asociadas a la fertilidad y la fecundidad,
y de connotaciones funerarias, de ahí su abrumadora presencia en el programa sim-
bólico del tofet.
Al definir su papel en el terreno de la liturgia la especulación adquiere mayor
relieve. Podemos presuponer para la sacerdotisa una función similar a la de su homó-
nimo masculino (Amadasi 2004: 47-48). Esencialmente, su actividad se limitaría a
presidir las ceremonias litúrgicas, donde canalizaría la actuación del oferente o de
toda la comunidad en los actos públicos, presentando las ofrendas ante el altar o
la divinidad, acompañadas de las preceptivas oraciones y fórmulas, y vigilando que
los sacrificios se realicen de acuerdo con la normativa litúrgica. Este ejercicio no
implicaba la manipulación de las víctimas en los sacrificios cruentos, tarea que queda
encomendada a otros especialistas del culto, los sacrificadores, zbm (Ferjaoui 1991:
73). Tampoco exige una dedicación a tiempo completo, máxime cuando algunas de
90 Ana Mª Jiménez Flores

estas sacerdotisas son mujeres casadas, obligadas a atender sus deberes domésticos.
M.G. Amadasi señala que el sumo sacerdocio podría ser un cargo de duración anual,
como los altos cargos de la administración (2004: 50, n. 40), aunque para las funcio-
nes de rango inferior la duración es indeterminada, siendo esencial el grado de vin-
culación con la institución religiosa, que facilita el ejercicio del sacerdocio durante
un largo periodo de tiempo (Ferjaoui 1996: 28 ss.). Es probable que en este sector se
encontraran mujeres dedicadas a las prácticas adivinatorias y la interpretación divina,
función desempeñada habitualmente por sacerdotes especializados (Ribichini 1989:
307-310, n. 3). Para dicha actividad se requería no sólo una predisposición natural
sino también una larga formación, pudiendo ser ejercida tanto por hombres como
por mujeres (Bottèro 1987: 135-156). Los grandes santuarios cuentan con especialis-
tas en estas técnicas, una más de las fuentes de ingreso y prestigio de dichos centros
(Marín Ceballos y Jiménez Flores 2004: 231-233), y los dirigentes políticos recurren
con frecuencia a sus servicios (Amadasi 2004: 47-48). Que estas mujeres se incluyeran
en el cuerpo sacerdotal o bien formaran parte del personal de servicio del santuario
es una cuestión para la que aún no tiene respuesta.

LA SERVIDORA DEL TEMPLO: LA MUJER EN EL SANTUARIO

La tradición literaria mesopotámica ilustra la presencia de mujeres en el ámbito


templar dedicadas a tiempo completo al ejercicio del culto. P. Negri Scafa ofrece
una división tripartita de este sector basada en la función, al margen de su condi-
ción servil o libre: personal ligado al culto; personal ligado a la administración y,
por último, personal dedicado al mantenimiento de las actividades internas (Negri
Scafa 2001: 395). Dentro del personal femenino del primer grupo, habría que situar
a las sacerdotisas, en tanto “administradoras” del culto, pero, junto a éstas, encon-
tramos un sector más heterogéneo que incluye mujeres de condición servil y libre,
participantes en los diversos actos del culto en un lugar secundario, o que desarro-
llan prácticas cultuales no reguladas en la liturgia tradicional, como la prostitución
sagrada. En tercer lugar se situaría el personal de servicio del templo, en el que se
incluyen mujeres, de condición servil en su mayoría, desempeñando actividades eco-
nómicas básicas.
Las instituciones de esta naturaleza fueron trasplantadas desde la costa sirio-
palestina a Chipre (Kition) y otros puntos del Mediterráneo, en los que se insta-
lan grandes centros religiosos. Éstos contaban con personal propio dedicado a las
actividades de culto de la divinidad titular, y vinculado expresamente al templo. La
documentación escrita disponible es bastante escueta, reducida a epígrafes votivos
o funerarios, pero, dentro de estas limitaciones, contamos con un documento excep-
cional, el registro de cuentas del templo de Kition (CIS I, 86A-B; KAI 37). Hallado
en 1879 en el emplazamiento de Bamboula y datado a mediados del s. V a.C., recoge
en cada una de sus caras el registro de los salarios y pagos mensuales destinados al
personal adscrito al santuario (Masson-Sznycer 1972: 21-69, pl. IV-V; Delcor 1979:
147-164). El texto proporciona una amplia descripción de la jerarquía y compleji-
dad del funcionariado del templo así como una imagen detallada de las distintas
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 91

actividades económicas y cultuales vinculadas al centro. Aparecen como dependien-


tes o personal al servicio del templo constructores, pastores, panaderos, barberos,
porteros y vigilantes, escribas y los conocidos hieródulos y prostitutas sacras, todos
ellos oficios análogos a los documentados en otras instituciones religiosas del mundo
púnico (Amadasi 2004: 49-50).
La fórmula habitual para designar a estos funcionarios es muy genérica: cbd (bt)
´štrt, “siervo (del templo) de Aštart” o ´mt (š) cštrt, “servidora del templo de Aštart”.
A través de las inscripciones votivas encontramos individuos pertenecientes a este
colectivo (CIS I, 11=Kition III, A1; CIS I, 255, 263, 3776, 4842 y 4843), siendo menos
frecuente la presencia de siervas (CIS I 3776). Entre las inscripciones documentadas
no es fácil dilucidar cuando estamos ante un devoto o un funcionario o dependiente
del templo, sin la mención expresa del santuario, como los dos cbd bt htrmskr (CIS
I, 253 y 254), “siervos del templo de Hathor Miskar”, conocidos en Cartago. Las
mujeres relacionadas con el culto o el ámbito religioso se califican igualmente de
siervas o devotas, expresiones que podemos leer en cuatro inscripciones, con referen-
cias a diversas divinidades. En la categoría de siervas del templo podríamos incluir
con ciertas reservas una inscripción fragmentaria donde no se puede determinar si la
mención del templo hace referencia al centro de trabajo de la dedicante o su progeni-
tor (..b]bt cštrt [b.., en] el templo de Astarté [en.., CIS I, 5547). En los casos restantes
no conocemos el establecimiento religioso: sierva de los dioses (´mt ´lm, CIS I, 378),
sierva de Tanit (´m tnt, CIS I, 2632) y sierva de Astarté de Érice (cmt š cštrt ´rk, CIS I,
3776). El carácter ambiguo de la expresión, ampliamente extendido y con frecuencia
empleado en los nombres teóforos como signo de devoción a la divinidad (Halff
1963-64: 76 y 127-133; Ferjaoui 1993: 416-419), apenas permite dilucidar qué tipo de
actividad desarrollan. Una excepción constituye la inscripción grabada en una estela
del tofet de Soussa donde el dedicante es cbd cštrt bšcr hqdš, “siervo de Aštart en la
puerta del santuario”, según la revisión del epígrafe realizada por G. Garbini (1986:
53). De más difícil interpretación es la expresión “perteneciente a la congregación de
Astarté” (CIS I, 263), que haría alusión a una estrecha vinculación con el culto, pero
sin especificar la función ni mucho menos el grado de dependencia con respecto al
santuario (Ribichini 2004: 55).
De todas las prácticas desarrolladas en estos centros, una de las más llamativas
y controvertidas es la de la prostitución sagrada, la hierodulía a la que aluden los
autores clásicos, protagonizada por mujeres adscritas al santuario. El desarrollo de
esta práctica cultual parece extenderse desde Oriente hasta buena parte del Medite-
rráneo occidental, aunque la disparidad y naturaleza de las fuentes ha condicionado
una clara confusión a la hora de emprender su análisis. Las prácticas citadas, carac-
terizadas por el ejercicio libre de la sexualidad femenina, se enmarcan en diferentes
rituales. En el contexto oriental, las referencias dejan entrever cómo entre el personal
del templo se incluían hombres y mujeres, que ejercían la prostitución en sus instala-
ciones. A cambio de este servicio, eran mantenidos por el santuario, donde residían,
y los ingresos obtenidos con sus prácticas pasaban a engrosar el erario del centro
religioso. Su actividad, puesta bajo la advocación de la diosa Inanna/Ištar, se encua-
draba dentro del ejercicio de cultos a la fertilidad propiciados por la divinidad titular
(Kramer 1983: 65).
92 Ana Mª Jiménez Flores

De muy distinta naturaleza son las citas presentes en el Antiguo Testamento


acerca de la existencia de la práctica entre fenicios y cananeos, y su amplia acepta-
ción por el pueblo hebreo (Kornfeld 1972: 1365-1366; Soggin 1981: 85 ss.). Las con-
denas no se dirigen hacia los individuos dedicados a la prostitución en los templos
o lugares altos, sino contra los hebreos que entregaban a sus hijas a la prostitución.
Se trata de otro uso ritual que afectaba a todas las mujeres y que implicaba el ejer-
cicio de la prostitución, en ocasiones en un santuario o templo, antes de contraer
matrimonio. La desfloración de las vírgenes era ejecutada por un individuo, ajeno a
la comunidad, sobre el que recaía la responsabilidad del derramamiento de sangre
sin perjuicio para la estabilidad del grupo, y sancionada por el santuario o templo.
A cambio de estos favores sexuales, la mujer recibía un pago, en dinero o especie,
entregado al templo como ofrenda o recogido como dote, y regresaba a su casa para
contraer matrimonio. Podemos entender así esta costumbre como un rito de paso
ocasional, único (Kornfeld 1972: 1357-58; Yamauchi 1973: 213), del que no quedaría
constancia, ya que como práctica consuetudinaria no exige su registro y como hecho
puntual no supone una transformación jurídica de su protagonista. La excepcionali-
dad de estos comportamientos alentó la curiosidad de los etnógrafos e historiadores
clásicos quienes nos proporcionan un retrato más detallado de la costumbre, siempre
recogida como ejemplo de la inmoralidad y molicie del mundo oriental (Ribichini
1987: 446-448).
Por último, en el curso de determinadas festividades o ritos, se contemplaba
igualmente un ejercicio libre de la sexualidad. Es lo que S. Ribichini denomina “pros-
titución festiva”, desarrollada en el curso de fiestas como las Adonias o los ritos de
la Dea Syria en honor de divinidades femeninas de la fertilidad (Ribichini 2004: 62).
También en esta ocasión, podía participar cualquier mujer, sin importar su condición
social, amparada en la sacralidad de la festividad, siendo la modalidad de prostitu-
ción sacra mejor identificada en los textos literarios clásicos. En los demás casos, las
descripciones no permiten diferenciar las referencias al rito de paso de las relativas a
la prostitución regular, ejercida por profesionales en el entorno o al amparo del san-
tuario y su divinidad titular, de tal forma que en los relatos se advierte la confusión
de ambas, relacionadas entre sí por el contexto físico y sacro, pero protagonizadas
por colectivos sociales muy distintos y con diferentes finalidades (Lipinski 1992b:
362; ídem 1995: 272-274). Para Ribichini, los textos aludirían en su mayor parte al
rito de paso, mucho más excepcional a ojos de un griego o un romano que la prosti-
tución regular, fenómeno demasiado común y habitual como para merecer su aten-
ción (Ribichini 2004: 62-64).
Entre los funcionarios citados en la inscripción de Kition se encuentran los klbm,
literalmente “perros”, y los grm, “muchachos, cachorros” (lín. A15 y B10), servidores
dedicados al ejercicio de la prostitución masculina (Halff 1963-64: 79; Ferjaoui 1993:
420-421). En la línea 9 de la cara B se mencionan dos categorías de servidoras, clmt y
c
lmt zbr, de interpretación controvertida. La traducción más literal es la de “mucha-
chas núbiles” y, por extensión, designa también a las bailarinas, músicas, cantantes y
prostitutas. En la versión del CIS son cantantes; para A. van den Branden son pros-
titutas y cantantes, prostitutas y músicas en la traducción de J.B. Peckham y vírgenes
y prostitutas según J.P. Healey; mientras O. Masson y M. Sznycer leen prostitutas y
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 93

“prostitutas en el sacrificio”. Pero a pesar de esta diversidad de lecturas, todos los


autores están de acuerdo en ver aquí una mención de las prostitutas sagradas, segui-
das de sus homólogos masculinos (Jiménez Flores 2001: 19).
La identificación de este colectivo en las inscripciones no está exenta de dificul-
tades. Como dato determinante hay que contar con aquellas inscripciones donde la
devoción o servidumbre se destina a una divinidad de la que se conozca con seguri-
dad su vinculación con esta práctica. En el Mediterráneo es la Astarté venerada en el
santuario de Érice la divinidad que reúne estas condiciones (Diod. 4.83; Strab. 6.2.6;
Ribichini y Xella 1994: 74-79; Bonnet 1996: 116). Los epígrafes de época púnica que
mencionan a la divinidad se reducen a una inscripción datada en los ss. III-II a.C.,
hoy perdida, y una serie de epígrafes que testimonian la difusión de su culto por la
cuenca mediterránea durante los siglos III a I a.C., en Cerdeña, Cartago y Arcadia,
así como inscripciones latinas posteriores (Moscati 1968: 92 ss.; Bonnet 1996: 116-
119; CIS I, 135=ICO Sic. 1; CIL VIII, 24528; IX, 7253-55). Entre las inscripciones
votivas del tofet cartaginés, datadas en los ss. III-II a.C., encontramos una dedicante
calificada como ´mt cštrt ´rk (CIS I, 3776), una servidora de la diosa en la que se
intenta ver una prostituta sagrada; la mención de su matronímico, posible indicio de
una descendencia servil (Verger 1965), sería un argumento a favor de su pertenencia
al colectivo del santuario, pero ningún elemento especifica que actividad pudo des-
empeñar en este contexto. Los descendientes de esclavas o hieródulas adscritas al
templo, se formarían en éste desde su nacimiento y en él se dedicarían a diversas acti-
vidades de culto o de servicio, que en el caso de las mujeres podían ir encaminadas a
la práctica de la prostitución. Este mismo origen queda sancionado por la adopción
de nombres teóforos alusivos a su nacimiento: cštrtytn, ´mcštrt, ´mtmlqrt, ´rštbcl, ´ršt,
´bbcl (Halff 1963-64: 85 y 92; Amadasi 1988: 146).
En el campo iconográfico es preciso dilucidar entre el abundante material cono-
cido qué imágenes harían alusión a la práctica cultual que nos ocupa. En relación
con la prostitución sagrada, en cualquiera de sus variantes, R.D. Barnett identificó
en el tema de la mujer en la ventana, presente en los marfiles de Nimrud, una imagen
simbólica de este rito (1975: 145-151; Bonnet 1996: 129); tal figura representaría a las
hieródulas alojadas en el templo, que se exhibirían a los viandantes y fieles entre los
pórticos y las instalaciones del témenos del santuario. E. Lipinski señaló, a propósito
de la Astarté de Sevilla, sus posibles conexiones con la iconografía de la mujer en la
ventana, provista de un peinado hathórico y desnuda; esta misma relación le llevó a
considerar la posibilidad del desarrollo de alguna práctica de prostitución (Quatro-
cchi-Pisano 1974: 110-111; Lipinski 1984: 114). Otra expresión iconográfica vincu-
lada a estos cultos representan las figurillas femeninas reproducidas en pendientes y
colgantes, recuperadas en emplazamientos sacros, caracterizadas por la desnudez,
los objetos de ofrenda o símbolos de la diosa Astarté que portan y el tocado de tipo
hathórico (Schaeffer 1929: 289, pl. LIV, 2; ídem 1932: 8, pl. IX, 1). Fueron interpreta-
das como exvotos o imágenes de las propias hieródulas o la diosa, dentro de los com-
portamientos adscritos al culto de fertilidad (Yamauchi 1973: 218-219). Un pequeño
exvoto de bronce, procedente de Erice, reproduce a una joven provista de peinado
hathórico y desnuda, contemplada como una posible hieródula de la diosa (Fonda-
caro e.p.). Del santuario de La Quéjola (Albacete) procede un timiaterio de bronce,
94 Ana Mª Jiménez Flores

provisto de cazoleta sostenida por un vástago esculpido en forma de cariátide. Esta


figura representa a una muchacha joven desnuda, tocada por el tradicional peinado
hathórico, que en su mano sostiene una paloma (Fernández Miranda y Olmos 1987:
215-216, figs. 2-3). A tenor de esta iconografía, la desnudez y los atributos de la diosa,
sus editores vieron aquí la representación de una hieródula de Astarté, a la que rela-
cionaron con el centro gadirita.
Se ha especulado con la posibilidad de que los santuarios contaran con insta-
laciones destinadas a estas actividades. Sin embargo, el estudio arqueológico de
centros como Bamboula, el mejor excavado, no ha permitido hasta el momento
localizar dichas instalaciones. Sólo en el caso de Pyrgi se ha adelantado alguna
hipótesis en este sentido. De este centro proceden dos láminas de oro inscritas, en
las que se menciona a la diosa fenicia Astarté junto a divinidades etruscas, a las que
se rendiría culto en el santuario (Garbini 1989: 179-187). Durante los trabajos de
excavación se identificó una serie de pequeñas estancias, hasta una veintena, distri-
buidas en torno al área sacra B, interpretadas por G. Colonna como los espacios
habilitados para el desarrollo de la prostitución de acuerdo con la propia distribu-
ción de las instalaciones, todas ellas de iguales dimensiones y con un pequeño altar
a la entrada, y en la mención, en un pasaje perdido de las sátiras de Lucilio, de las
scorta Pyrgensia (Servio, Aen. 10.84). S. Moscati se hizo eco de la teoría e interpretó
la difusión de esta práctica como consecuencia de la expansión del culto de Venus
Ericina (Moscati 1968: 94), al igual que G. Garbini, quien, aun negando la realiza-
ción de un hieros gamos, defiende la existencia de prostitución sagrada a la luz de
los hallazgos de Colonna (1994: 59). Por su parte, P. Xella y S. Ribichini muestran
sus dudas acerca de esta interpretación, a la vista de la debilidad de los argumen-
tos, aunque no especifican la finalidad de las estancias (1994: 134), mientras C.
Bonnet apunta que podrían haber sido habilitadas para acoger a los comerciantes
orientales, signo de la hospitalidad del santuario (1996: 124). Las terracotas que
constituían la decoración del templo B ofrecieron también una serie iconográfica
muy sugestiva: la decoración de las antefijas del arquitrabe consistía en prótomos
femeninos y negroides, y fueron interpretadas como representación de esclavos e
hieródulas pertenecientes al templo. En las terracotas restantes se recogían escenas
de danzas rituales con un individuo enmascarado y otro conjunto con danzarinas,
tema que M. Vérzar ponía en relación con prácticas cultuales conocidas en los cen-
tros chipriotas (Vérzar 1980: 82-84) y que, por nuestra parte, nos remite a otras
escenas de danzas rituales en la que participan mujeres y estrechamente ligadas a
las actividades de estas siervas y el culto de la fertilidad (Grottannelli 1981: 116 ss.).
El desarrollo de la prostitución sagrada se relaciona con santuarios de tipo interna-
cional ubicados en zonas portuarias, bajo la advocación de Melqart y Astarté, de
las características del centro de Pyrgi, puerto de la ciudad etrusca de Caere, donde
confluían diversos grupos culturales y los intercambios comerciales. El ejercicio
de prácticas sexuales con las esclavas del templo formaría parte del ceremonial de
hospitalidad e intercambio que regía en estos centros y no estaría exento de valor
propiciatorio, a la vez que aminoraba la conflictividad representada por un grupo
de población masculina itinerante. El pago de los servicios quedaría traducido, en
última instancia, en ofrenda para la divinidad.
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 95

El ejercicio de la prostitución se complementaría con el desarrollo de otras acti-


vidades de servicio o habilidades afines, sobre todo de tipo artístico, tales como dan-
zas, canto o interpretación musical. En su mayoría, las hieródulas participarían en
las ceremonias como parte de los cortejos de bailarinas y cantantes. Como personal
dependiente del templo, podían intervenir en los grandes eventos y fiestas anuales,
integradas en alguno de estos colectivos adscritos al santuario. No podemos deter-
minar si algunas de ellas llegaron a detentar el cargo sacerdotal, como podría ser el
caso de la sacerdotisa de la crátera de Sidón o la del tofet de El-Hofra, a las que se
puede atribuir un origen servil y, por tanto, ser dependientes del templo; pero sí es
plausible que sus descendientes, formados y educados en el santuario, ingresaran en
las filas del funcionariado o el personal de servicio de la institución. Las descripcio-
nes proporcionadas por el Antiguo Testamento y los relatos clásicos sobre los cultos
orientales destacan la realización de cortejos rituales donde es esencial la presencia
de instrumentos musicales, címbalos, timbales, etc., acompañados de danzas rituales
desenfrenadas (Ex. 32: 6 y 19; 2 Sam. 6: 14-16; 1 Re. 18: 26, Luciano, De Dea Syria
43; Apuleyo, Met. 8.27-28). En el mundo fenicio-púnico las referencias conocidas
parecen incidir en la importancia del elemento musical, especialmente los instru-
mentos de percusión que favorecerían las danzas de tipo extático (Röllig 1992: 127).
Las danzas ejecutadas por este grupo estarían cargadas de connotaciones sexuales,
máxime cuando buena parte de los cortejos rituales en los que participaban corres-
pondían a cultos de fertilidad. En la decoración de los cuencos metálicos aparecen
figuradas procesiones de oferentes donde se muestran músicos y danzantes. En el
cuenco conservado en el Museo de Cleveland la escena central reproduce a dos figu-
ras femeninas, vestidas de faldilla corta y ajustada que se contorsionan al ritmo de
la música, mientras los bordes de la pieza aparecen ocupados por otra serie de dan-
zantes acompañados de elementos de culto (Markoe 1984: U7). Más ilustrativa es
una pieza escultórica procedente de Tharros, Cerdeña (Manfredi 1988: 94-95, Tav.
I-II; Ribichini y Xella 1994: Tav. 32). Se trata de un cipo piramidal, realizado en roca
arenaria local, conservado en el Museo de Cagliari, que presenta todos sus lados
esculpidos en relieve con una escena de danza protagonizada por cuatro individuos,
tres mujeres y un hombre. Las mujeres están desnudas y se muestran de lado, mien-
tras el hombre, provisto de una faldilla y una máscara de toro, aparece de espaldas;
todos ellos se mueven y giran en torno a un pilar de clara inspiración fálica.
Reminiscencias de este colectivo permanecen en las conocidas por las fuentes
clásicas como puellae gaditanae. Los datos sobre estas bailarinas “impúdicas y obs-
cenas” se reducen a menciones casi anecdóticas y alusiones vagas en textos satíri-
cos o correspondencia privada. Pero podemos identificar una breve alusión a estas
muchachas en Estrabón quien, al relatar la expedición de Eúdoxos de Cízico, episo-
dio datado a fines del s. II a.C., nos informa de los preparativos realizados en Gadir
(2.3.4). Entre los técnicos y especialistas que embarcan se mencionan “muchachas
músicas”, mousikái paidiskária, de la misma Gadir, destinadas a servir de regalo
u obsequio a los gobernantes de las tierras que encontraran en su viaje (García y
Bellido 1985: 619; Olmos 1991: 108). Los términos referentes a éstas insisten en su
juventud, casi niñas, y su condición servil, y, al mismo tiempo, elogian sus habilida-
des musicales, aunque no debieron ser sólo éstas las que determinaron su inclusión
96 Ana Mª Jiménez Flores

en la tripulación. R. Olmos las considera un bien de lujo, destinado a ser intercam-


biado durante las transacciones con los dirigentes indígenas (1991: 108). Las puellae
gaditanae de los textos posteriores han adquirido ya una fisonomía definida. Marcial
y Juvenal hablan de unas jóvenes bailarinas que actuaban en banquetes y cenas pri-
vados, y se caracterizaban por ejecutar danzas obscenas, con descarados contoneos y
movimientos de caderas (Mart. 3.63; Mart. 3.78; Iuv. Sat. 11.162 ss.), acompañadas
de canciones de un tono similar e instrumentos musicales como las castañuelas o los
címbalos (Mart. 6.71; Iuv. Sat. 11.174. Estac. Silv. 1.6.70 ss.).
La presencia de instrumentos musicales, esencialmente de percusión, en las cere-
monias litúrgicas y los cortejos, parece esencial y hemos de presuponer que en la
nómina de los santuarios también se incluyeran músicos y bailarines, con una notable
presencia femenina que no debía coincidir necesariamente con el colectivo de pros-
titutas. Como ilustración de este fenómeno contamos con la iconografía del tofet,
donde el disco representado a la altura del pecho en algunas figuras femeninas puede
ser interpretado como un pequeño tambor (Cecchini 1978: 99-105, figs.11-13; Bondí
1980: 55, Tav. XII, 3). En una estela del tofet de Mozia, se aprecia una figura femenina
girada a la derecha alzando con ambas manos el pequeño tambor. Sus vestiduras
han sido objeto de especulación: sobre la larga túnica se advierte una amplia prenda,
abierta en sección triangular a ambos lados del cuerpo, que ha sido interpretada
como alas, según modelos egipcios, o como un manto griego (Moscati 1987: 124, nº
67). Creemos que, atendiendo al instrumento que porta, estaríamos más bien ante
la representación de una participante en un cortejo y no una figura divina, como
podría interpretarse la imagen alada. Su homólogo masculino estaría representado
por otra estela de igual procedencia en la que contemplamos una figura masculina
desnuda, con la pierna izquierda alzada, los brazos elevados y la cabeza cubierta
por un tocado o máscara (Ciasca y otros 1964: 98-99, Tav. LXIII). Entre los exvo-
tos y piezas de terracota recuperados en lugares sacros encontramos otras repre-
sentaciones similares, con tambores o flautas (Álvarez Rojas 1996: 107-113, Láms.
I-II). Dichas imágenes harían alusión bien a las propias dedicantes o bien a los actos
litúrgicos en los que participarían, pero, en todos estos casos, el elemento femenino
parece dominante.

LA MUJER PIADOSA: INSCRIPCIONES VOTIVAS Y FUNERARIAS

Para finalizar, quedan por examinar las muestras de piedad personal femenina.
La identificación de los escenarios donde ésta se manifiesta y las divinidades o cultos
a los que va dirigida nos señalará en qué campos la mujer fenicia detentaba prerro-
gativas similares a las de los hombres o adquiría un protagonismo marcado.
Un dato reseñable es la ausencia de mujeres como dedicantes en las inscripcio-
nes funerarias. El papel femenino en el duelo y las ceremonias fúnebres quedaba en
segundo plano; en el momento de las exequias y el ceremonial fúnebre se lleva a cabo
un traspaso de funciones y estatus dentro del grupo familiar en el que, dentro de un
sistema patrilineal, es el cabeza de familia quien detenta las principales competencias.
La función piadosa de rememorar al difunto siempre corresponde a los descendientes
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 97

masculinos o al esposo, que detenta la dirección del grupo familiar. La mujer apare-
cerá sólo en los epígrafes funerarios como difunta.
Una lectura muy diferente extraemos de los epígrafes procedentes del tofet, que, a
pesar de la ausencia de dedicatorias de sacerdotisas, constituye junto con los exvotos
el más amplio campo de expresión de piedad femenina. Entre éstos últimos destaca
el epígrafe votivo de una estatua de bronce, procedente de Chipre, dedicado por una
devota a Astarté (CIS I, 11). La oferente es esposa de un funcionario del templo, per-
tenece pues al ámbito de la institución religiosa, y en prueba de devoción a su titular
le presenta un exvoto prestigioso, una estatua de bronce, habitualmente ofrendado
por hombres. Pero, donde mejor tenemos documentada la piedad personal femenina
es en el tofet. En este controvertido santuario, donde es difícil dilucidar si estamos
ante una necrópolis infantil, un lugar de sacrificio de niños o, en definitiva, un san-
tuario dedicado a la fertilidad y la protección de la infancia, la mujer adquiere un
protagonismo notable. En este centro las mujeres tienen capacidad para llevar a cabo
la ofrenda de su hijo o la víctima sustitutoria del mismo, o realizar un voto de gracias
por su nacimiento y supervivencia, como el realizado por Hannah, madre de Samuel,
en Siloh (I Sam. 1, 11). Como ya señalamos, entre las oferentes aparecen mujeres de
muy diversa extracción social: miembros de la aristocracia, mujeres de nivel social
modesto e incluso oferentes de origen servil o esclavas e hijas de esclavos o libertos.
En CIS I, 5939 encontramos una mujer sin genealogía que realiza el sacrificio “para
su señor”, presenta la ofrenda en su nombre y, en contados casos, aparecen mujeres
extranjeras (Amadasi 1987: 148).
A veces, las ofrendas son actos colectivos y, en esos casos, las mujeres pueden
estar acompañadas por otros miembros de su familia. En CIS I, 5702 padre e hija, de
elevado rango social ya que el progenitor es rab, realizan conjuntamente dos ofren-
das, adecuadas al sexo de cada uno. Esta práctica no es rara. Se conocen otras ofren-
das conjuntas de hermanos varones en Malta (ICO Malta 1) y en El Carambolo,
Sevilla (ICO Spagna 16), aunque en estos casos se trata de exvotos, y en el tofet, de
hermano y hermana (CIS I, 386), de hombre y mujer sin relación parental aparente
(CIS I, 382 y 383) o de dos mujeres (CIS I, 385). Todo parece indicar que cualquier
habitante de la ciudad, sin distinción de sexo, rango social u origen, tiene facultad
para realizar sacrificios en este santuario y que en dicho centro, dedicado al culto a la
fertilidad y la infancia, encontramos un espacio donde las mujeres tienen mucho que
decir. Los programas iconográficos de las estelas se hacen eco de esta devoción feme-
nina. En su imaginería hemos visto a personajes femeninos que pueden interpretarse
como sacerdotisas, pero otras muchas imágenes nos recuerdan a las propias oferen-
tes, en actitud de recogimiento y devoción, sosteniendo ofrendas en sus manos o
portando los símbolos de la divinidad (Cecchini 1978: 99-102, fig. 9-10). En muchos
de estos casos no podemos diferenciar a devota y oficiante del rito, pero su presencia
en los programas iconográficos de los santuarios ya es indicio de una participación
significativa en las ceremonias.
La mujer fenicio-púnica posee la suficiente personalidad para poder participar
en los misterios sacros, una participación probablemente necesaria en algunos cul-
tos por exigencia de su sexo. A través de las iconografías de las terracotas, especial-
mente las ibicencas (Griñó 1991: 597), y las estelas se constata la alta valoración de
98 Ana Mª Jiménez Flores

la mujer como símbolo divino; se tiene constancia de su participación en los actos


rituales como orantes, amén de como personal de culto, tal como hemos visto con
anterioridad, pero muy especialmente como oferentes y, en este caso, la diversidad
de ofrendas es amplia. Desde los exvotos habituales a las ofrendas incruentas de per-
fumes o alimentos, pasando por la oferta excepcional de su virginidad en los ritos de
paso previos a su matrimonio. En algunos casos, el predominio de la figura femenina
estaría señalando la relación de las mujeres con dicho acto. Igualmente las mujeres
pueden ingresar en las cofradías o asociaciones de culto, instituciones caracteriza-
das por términos como la “comunidad del incienso” o la “comunidad del caduceo”
(Picard 1976: 173; Garbini 1986: 45, Cart. 15) citadas en sendas inscripciones, dentro
de una larga tradición que se remonta a Oriente y que tiene su máxima expresión en
los denominados marzea (Jiménez Flores 1994: 128-133). El objetivo prioritario de
estas asociaciones era la organización de celebraciones periódicas, centradas general-
mente en la realización de ofrendas colectivas de diversa naturaleza (vino, alimentos,
incienso), llevadas a cabo por el colectivo de miembros de la comunidad.

LA MUJER EN EL CULTO: LA MANO DE EVA

El papel de la mujer en el contexto cultual fenicio-púnico empieza a prefigurarse a


partir de estos datos. Las conclusiones que R.A. Henshaw apuntaba para el Próximo
Oriente parecen ser válidas también en este contexto. En su análisis, aplicaba una
división del personal de culto, con cinco grupos diferenciados según su participación
en los ritos. Al primer grupo correspondían los altos funcionarios o funcionarios jefe,
que emplean las palabras litúrgicas y ejecutan los sacrificios y ofrendas; en el segundo
se incluyen los cantantes, plañideras, músicos y bailarines; los magos, adivinos y pro-
fetas integran el tercer grupo; en cuarto lugar, aparecen los oficiantes relacionados
con la sexualidad y los cultos de fertilidad; y por último los oficiantes auxiliares
(Henshaw 1994: 4). El enfoque de Henshaw, interesado en detectar las connotaciones
sexuales en el acceso a las funciones de culto, le conduce a individualizar un grupo,
el cuarto, donde estas distinciones son más marcadas y que, en buena medida, reúne
a todos los elementos femeninos de los anteriores grupos. Esta circunstancia justifica
la preponderancia de las mujeres en dicho grupo, dedicado a los cultos de fertilidad
y la sexualidad, mientras en los otros se constataba una distribución equilibrada, con
homólogos femeninos y masculinos, y la exclusión de algunas funciones muy concre-
tas, como el sacrificio de animales.
El examen de la documentación epigráfica e iconográfica previamente expuesta
ha permitido constatar la participación femenina y su presencia en los actos cultua-
les, supeditada a dictados ideológicos similares. Centrándonos en el contexto fenicio-
púnico examinado, como parte integrante del alto funcionariado debemos considerar
el cuerpo sacerdotal, en el que la mujer detenta funciones y prerrogativas similares
a las masculinas, aunque siempre vinculadas al culto de divinidades femeninas de la
fecundidad o fertilidad: Astarté, Tanit, Deméter,… A pesar de la exigua documen-
tación, la propia jerarquía del cuerpo reproduce una organización interna parecida,
donde sólo se debe señalar la ausencia del cargo de sn` o “sacerdote segundo”. Más
La mano de Eva: las mujeres en el culto fenicio-púnico 99

abultada parece la presencia de mujeres en el segundo grupo, dada la documenta-


ción iconográfica más prolífica sobre bailarinas, músicas y cantantes, reproducidas
en variados soportes junto a sus compañeros. En estas actividades ambos sexos par-
ticipan en pie de igualdad, compartiendo protagonismo en las escenas y, probable-
mente, en el mismo culto. Por lo que respecta al tercer grupo, el ejercicio de la magia,
la videncia o la profecía es desempeñado por miembros del cuerpo sacerdotal o por
individuos ajenos a las instituciones religiosas dotados de cierto carisma, sin que
quede constancia epigráfica de esta actividad. La posesión de estas dotes, producto
de una larga formación o resultado de una predisposición natural, favorecería la par-
ticipación femenina, tanto en uno como en otro caso. Mientras en el último grupo, el
de oficiantes auxiliares, no constatamos menciones de mujeres. Las siervas del templo
se dedicarían a actividades de mantenimiento del santuario más que a funciones cul-
tuales, por lo que no formarían parte de este sector.
La presencia femenina es mayoritaria en el cuarto grupo, constituido por todo
el personal dedicado a los cultos de fertilidad y sexualidad y que aglutinaría, junto
a las prostitutas sagradas, a miembros de anteriores categorías como sacerdotisas,
bailarinas, cantantes y músicas destinadas a estos ritos. Como símbolo sexual, vehí-
culo de fertilidad, los ritos de fecundidad y el culto de las divinidades vinculadas a
estos aspectos serán el campo de manifestación preferente de la mujer, teniendo que
estar necesariamente presente en dichos actos, presidiendo o ejecutándolos perso-
nalmente a través de diversos roles. La mujer es propiciadora de la fertilidad, para
lo que potencia y exhibe sus atractivos sexuales en estas celebraciones, es objeto de
fecundación y, finalmente, asume la función reproductora y nutricia asociada a la
maternidad. En consonancia con este papel, la devoción personal femenina se dirige
esencialmente a figuras divinas en las que convergen alguno de estos aspectos de la
fecundidad (sexualidad, fertilidad o maternidad), con una participación donde el
factor edad y condición social serán esenciales. La religiosidad femenina se plasmará
en las huellas materiales de estos cultos (exvotos, epígrafes) o en santuarios como el
tofet, estrechamente vinculado a estas funciones.
Es la capacidad reproductora de la mujer, su papel como vehículo de fecundidad
el que justifica su posición en los cultos. En buena medida, entre Dios y los hombres,
la mujer, nuestra arquetípica Eva, es fuente de vida. La misma cualidad que deter-
mina su posición social sanciona su papel religioso.

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Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías

José Luis Escacena Carrasco

Universidad de Sevilla

La revolución eucariótica nos lleva a


fijarnos en el hecho de que incluso en la
evolución biológica, que Darwin llamó
adecuadamente «descendencia con
modificación», hay mucho espacio para
la transmisión horizontal del diseño.
(Daniel C. Dennett,
La evolución de la libertad, pág. 169)

Darwin en las sacristías

Tal vez la opinión más común entre los historiadores y arqueólogos acerca de la
religión sea la que sostiene que ésta puede ser definida como un mecanismo de repro-
ducción de la estructura social y de las desigualdades económicas que, desde el naci-
miento de los sistemas agrícolas, caracterizarían a los grupos humanos. En una pro-
porción considerable, han sido las lecturas marxistas de la Historia las que más han
reforzado esta visión particular del fenómeno religioso, acrecentando así entre el con-
junto de la población y entre los especialistas en Humanidades del mundo occidental
ciertos sentimientos de rechazo hacia las manifestaciones de fe en una divinidad, sobre
todo por la repugnancia moral que suelen producir las injusticias y los desequilibrios
sociales de clase que, según tal interpretación, la religión habría contribuido a afianzar.

1. Trabajo elaborado en el marco del proyecto BHA 2002-02740 (Ministerio Español de Ciencia y Tec-
nología) y del Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación (Consejería de Educación y Ciencia
de la Junta de Andalucía). Algunas de las propuestas que contiene habrían sido imposibles sin la ayuda de
J.A. Belmonte Avilés, del Instituto de Astrofísica de Canarias. Igualmente, agradezco a mis colegas M.C.
Marín Ceballos y A.M. Jiménez Flores sus orientaciones bibliográficas.
2. Departamento de Prehistoria y Arqueología, Universidad de Sevilla. C/ María de Padilla s.n., 41004
Sevilla. Telf. 954551413. E-mail: escacena@us.es.
104 José Luis Escacena Carrasco

Aunque es lícito pensar que esta explicación cuenta con avales científicos significati-
vos, no es menos cierto que deja sin cobertura un aspecto clave que preocupa a quienes
pretenden acercarse al estudio del comportamiento religioso sin acritud y conscientes
de que las tendencias anticlericales constituyen valores no epistémicos: la paradoja
que supone la existencia de una conducta humana generalizada a todas las culturas
pero que sólo beneficiaría a la elite de cada comunidad. Si bien es verdad que existen
personas agnósticas y ateas en todos los pueblos, no se conoce ninguno que prescinda
o haya prescindido históricamente de un cuerpo más o menos elaborado de creencias.
Asimismo, a causa del general desdén que los especialistas en Historia muestran hacia
las ciencias denominadas «puras», que se manifiesta especialmente hacia la biología
como disciplina que tenga algo que decir en la investigación histórica, quienes han
estudiado el fenómeno religioso han desconocido los mecanismos que dentro de cada
ser humano entrelazan la fe y el sistema inmunitario, unos vínculos que la medicina ha
asumido sin problemas y que aparecen con relativa frecuencia en obras de divulgación
sobre evolucionismo (p.e., Punset 2004: 17).
A estas alturas de la exploración histórica, no cabe rechazar que las religiones
hayan favorecido sobremanera la reproducción de las estructuras sociales en las que
están integradas. En cambio, desde una perspectiva darwiniana sí es posible negar la
idea de que los beneficiarios exclusivos de este mecanismo sean las clases o estamen-
tos más elevados, en especial porque la jerarquización interna de una comunidad y
sus consecuencias sobre la desigualdad social están relacionadas sobre todo con el
grado de competencia por los recursos que se establecen entre grupos, es decir, están
motivados por lo que V.C. Wynne-Edwards (1963) llamó selección interdémica. En
todos los animales gregarios, este fenómeno ha originado una tendencia evolutiva
espontánea hacia la estratificación intragrupal a lo largo de millones de años, sin
que haya razones científicas para excluir de ella al hombre. En consecuencia, como
desde este enfoque la religión tiene poco que ver con el mantenimiento de privilegios
por parte de las minorías que detentan el poder, la razón fundamental que hace
de las creencias un fenómeno culturalmente omnipresente puede explicarse por los
beneficios que tal conducta simbólica produce al conjunto de la comunidad en sus
fricciones con otros grupos por el control de un mismo nicho ecológico.
Acorde con esta lectura evolutiva del comportamiento religioso, la idea defendida
en este trabajo asume que las comunidades fenicias se beneficiaron de la estructura
organizativa de sus creencias nacionales frente a otras poblaciones (especialmente
griegas) que competían con ellas en la diáspora colonial por el Mediterráneo. Aun-
que el mecanismo era semejante al de otras culturas expansivas, las prácticas cananeas

3. Más que una difusión de saberes científicos, este pequeño libro procura la búsqueda de aplicaciones
prácticas para el mundo de la empresa a partir del conocimiento que se posee hoy sobre la evolución, obje-
tivo ya anunciado en su subtítulo. Aun así, consigue sin duda llevar al gran público muchas ideas básicas
del pensamiento darwinista.
4. En términos biológicos –los únicos de carácter científico bajo los que comprendo al hombre– los
beneficios se miden exclusivamente en función de las repercusiones sobre la reproducción. Como no pode-
mos saber el grado de felicidad o de realización personal de un escarabajo o de un hongo, sólo la mayor
o menor descendencia que originan se convierte en el baremo unitario con el que evaluar el triunfo de los
seres vivos en los correspondientes ecosistemas que habitan.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 105

consistieron en organizar la dispersión poblacional y la fundación de nuevos enclaves


a partir de santuarios preexistentes, para lo cual constituían herramientas de primera
mano los conocimientos astronómicos del clero. Sin la aplicación correcta de esta sabi-
duría, en la que los fenicios –como otros muchos pueblos orientales– eran duchos, la
ubicación de las colonias y factorías podría no haber sido la más idónea para estable-
cer las rutas del comercio de ultramar. Esto explica que la apertura de caminos navales
vírgenes estuviera presidida por la inauguración de ciudades portuarias en sitios pre-
viamente determinados a través de oráculos sagrados, un mecanismo mediante el cual
la comunidad se aseguraba de que era aquel punto el más conveniente para el nuevo
asentamiento. Desde una perspectiva evolucionista, podríamos inclinarnos a llamar a
este fenómeno una exaptación del papel tradicional del sacerdocio oriental, al modo
propuesto por S.J. Gould y E.S. Vrba (1982), si no fuera porque la mayor parte de las
adaptaciones de los organismos, sean somáticas o de la conducta, no son más que
exaptaciones, lo que invalida el término y el concepto que contiene.
Estos aspectos están escasamente tratados en la literatura especializada sobre
la colonización fenicia, en parte porque los arqueólogos han sido reacios a interpre-
tar como símbolos cósmicos o como conocimientos astronómicos de aquella gente
muchos de los documentos que hallan. En consecuencia, no espere encontrar el lec-
tor en los párrafos que siguen una relación exhaustiva de los datos relativos a orienta-
ciones astrales de santuarios o de otros sitios y objetos de culto. Aquí hay aún mucho
trabajo por hacer para las nuevas generaciones de investigadores. Sólo utilizaré como
apoyo arqueológico algunos enclaves hispanos del primer milenio a.C. que reciente-
mente he podido trabajar de forma más directa. En cualquier caso, mi preocupación
no es tanto contar con una completísima base de datos como saber transmitir una
visión particular de esta historia en la que estoy empeñado de un tiempo a esta parte,
para lo que tal vez sea conveniente una profunda reflexión metodológica previa sobre
mi perspectiva teórica, que se prodiga poco entre los arqueólogos.

La capacidad para ocupar áreas de conocimiento para las que en principio no


fueron propuestas es hoy una de las mejores balanzas para sopesar la calidad epis-
témica de las teorías científicas. En otras palabras, se diría que la fertilidad es la pro-
piedad que permite a un cuerpo teórico dado hacer predicciones científicas en expla-
nanda que no formaban parte de la serie original (Ruse 2001: 49). Quizá sea ésta la

5. Se conoce como exaptación a una nueva función de un órgano para la que no fue seleccionada en
principio, como ocurre por ejemplo con las mamas, antes glándulas sudoríparas. Son tantas las exaptacio-
nes en la historia de la vida, que no sería fácil encontrar un órgano cuya misión actual fuera la misma para
la que un día nació, porque la evolución es una historia de apaños y reciclajes. Acertadamente, algunos
autores la han comparado con un trabajo de bricolaje (cf. Prevosti y Serra 2000: 12).
6. La última queja que he podido constatar sobre esta actitud proviene de W. Schlosser, catedrático de
astronomía en la Universidad de Bochum en el Ruhr, publicada en el ejemplar de agosto de 2004 de Inves-
tigación y Ciencia (Schlosser 2004: 77). Es una desdicha para la arqueología lo que muestra este número de
la revista: un trabajo firmado por un arqueólogo cuya competencia parece limitada a desenterrar, describir
y medir cosas (cf. Meller 2004), seguido de otros artículos en los que la interpretación de lo encontrado se
reserva a especialistas en distinto oficio (cf. Schlosser 2004; González García 2004).
7. A pesar de la lucidez de M. Ruse para captar los valores no epistémicos que subyacen a la investiga-
ción científica, tema al que está consagrado este libro suyo, yerra cuando afirma que la paleontología está
106 José Luis Escacena Carrasco

razón por la que el darwinismo, es decir, la explicación de que los organismos han
cambiado por el trabajo constante de la selección natural, ha penetrado en casi todas
las disciplinas académicas. Así, la biología y sus distintas especialidades, referidas
estas últimas tanto al análisis de los cambios anatómicos y fisiológicos como a los
de la conducta –etología– casi carecen de otro enfoque que no sea el evolutivo, hasta
tal extremo que algunos métodos del mismo constituyen herramientas disponibles
para ser utilizadas en el caso de que algún día se encuentre vida extraterrestre. Las
Humanidades, por el contrario, carecen hoy de una teoría que unifique el panorama
interpretativo, de forma que son muchas las lecturas posibles de los mismos hechos
cuando se pretende ir más allá de su mera descripción. En el caso de la arqueo-
logía prehistórica, terreno profesional al que dedico tanto mi investigación como
mi docencia en la universidad, puede afirmarse que la situación se ha hecho más
compleja durante la segunda mitad del siglo XX al abrirse el espectro de posiciones
teóricas y metodológicas, por lo que está muy lejos de ser, en contra de lo que ha afir-
mado recientemente M. A. Querol, una disciplina lamarckiana. En la actualidad, la
arqueología no es una ciencia monoparadigmática; por tanto, no puede ser definida
ni como lamarckiana ni como darwinista, aunque la mayor parte de sus practicantes
(incluidos los materialistas históricos, los procesualistas y los historicistas culturales,
entre otras tendencias) lean los datos a través de Lamarck. De hecho, casi todos los
prehistoriadores han aceptado a Darwin sólo para la explicación de la evolución
somática, renunciando de forma paralela a tratar la conducta con el mismo enfoque.

incapacitada para hacer predicciones. Si esto fuera cierto, también afectaría a la arqueología, cosa que
me preocuparía en extremo por ser yo arqueólogo y porque la capacidad predictiva es uno de los baremos
mejores para medir la calidad de las teorías científicas. De hecho, en el trabajo que ahora tiene el lector
en sus manos propongo diversas predicciones. El error de Ruse en relación con los paleontólogos parte de
pensar que “su tema de estudio está muerto por definición” (Ruse 2001: 250). Ni los paleontólogos traba-
jan con animales muertos ni los arqueólogos con hombres muertos. Unos y otros operan con elementos
de hoy: fósiles y datos arqueológicos. Los extraemos y los estudiamos en el presente, y con ellos podemos
hacer predicciones sobre lo que es probable encontrar si la ley deducida del registro parcial es correcta.
Siguiendo la propuesta de Ruse, tampoco muchos astrónomos podrían hacer predicciones dado que la luz
que observan puede proceder de galaxias tan lejanas que ya no existan.
8. I. Crawford, investigador del departamento de física y astronomía del University College de Lon-
dres, ha analizado los problemas teóricos y prácticos de los programas SETI para la búsqueda de vida
inteligente extraterrestre mediante la detección de transmisiones de radio. En relación con otras posibles
«civilizaciones» de fuera de nuestro planeta, este autor ha escrito el párrafo que ahora reproduzco, que
podría ser suscrito por cualquier darwinista: [...] “creo que pueden señalarse varias razones por las que
un programa de colonización interestelar tiene visos de verosimilitud. Una de ellas es que una especie
propensa a colonizar ya gozaría de ventajas evolutivas en su propio planeta de origen, no siendo difícil
imaginar que esta herencia biológica se transfiriera a la cultura de la era espacial” (Crawford 2000: 9-10).
9. A quienes hayan leído la obra de M.A. Querol a la que me refiero, tan lamarckiana a pesar de su
título (Adán y Darwin), les recomiendo encarecidamente un buen antídoto: la consulta de la pág. 205 de la
obra de D.C. Dennett a la que pertenece la cita con la que abro este artículo. Es evidente que M.A. Querol
ha bebido hasta la saciedad de S.J. Gould, porque sus afirmaciones coinciden casi hasta la letra con las
de este autor: “la evolución cultural es directa y lamarckiana en su forma: los logros de una generación se
transmiten mediante la educación y la publicación directamente a los descendientes” (Gould 1993: 58).
“Para las personas que trabajamos sobre la cultura, que investigamos los cambios que se han producido a
lo largo del tiempo en el comportamiento de los grupos humanos, el “lamarckismo” nos viene muy bien,
ya que la “herencia” cultural humana funciona de acuerdo con esta teoría, al transmitirse por aprendizaje
de una generación a otra” (Querol 2001: 35).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 107

Esto supone una grave incoherencia si se participa de una concepción monista del
individuo (Escacena 2002a). Así las cosas, entre los distintos especialistas en ciencias
sociales abundan quienes participan de cualquier punto de vista epistemológico que
no sea la teoría darwinista, dotada por lo general de mala prensa a causa de anti-
guas interpretaciones malintencionadas para su uso político. Pero hoy es ésta una de
las pocas perspectivas que han logrado unificar campos científicos en principio tan
distantes como la medicina, la antropología cultural, la sociología, la psicología, la
lingüística, la arqueología, la demografía, etc., y especialmente hacer a todas ellas
compatibles con la biología y hasta con la astrofísica10. Sólo este poder unificador,
exponente de nuevo de su alta calidad científica, puede dar crédito a las afirmaciones
de filósofos que sostienen que si “el hombre es el resultado de un proceso evolutivo
enteramente secularizable, la única aproximación posible a su estudio es la evolucio-
nista” (Castrodeza 1999: 81). No obstante, incluso entre quienes se dicen darwinistas
o han aceptado las explicaciones evolutivas para las cosas que estudian, se deslizan
con frecuencia problemáticas confusiones que interfieren en la interpretación de los
datos. Quiero ahora entrar especialmente en una que, sin ser la verdadera causa del
rechazo que los arqueólogos en particular y los historiadores en general muestran
hacia la interpretación del cambio cultural por mecanismos darwinianos, es decir,
hacia el papel único de la selección natural en las transformaciones de la conducta
humana, se encuentra sin duda en la raíz del problema.
Cuando preparaba un trabajo historiográfico sobre la penetración de las ideas
evolucionistas en Andalucía (Escacena 2002a), tuve la oportunidad de leer casual-
mente en F. Savater (1997: 33-34) un párrafo que ilustra bien la cuestión y que con-
trasta con otros escritos suyos más proclives al lamarckismo:

[...] la selección evolutiva ha debido premiar a las comunidades en las cuales se daban
mejores relaciones entre viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La supervivencia
biológica del individuo justifica la cohesión familiar pero probablemente ha sido la necesi-
dad de educar la causante de lazos sociales que van más allá del núcleo procreador.
Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la sociedad quien ha inven-
tado la educación sino el afán de educar y de hacer convivir armónicamente maestros
con discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado finalmente la sociedad
humana y ha reforzado sus vínculos afectivos más allá del estricto ámbito familiar.

10. El ejemplo más claro de esta última relación concreta con las ciencias que estudian la física del Uni-
verso puede ser la cantidad de veces que los evolucionistas han explicado algunos procesos mediante los
principios que gobiernan la termodinámica, en especial por la segunda ley (p.e. Dennett 2004: 225; Punset
2004: 34; Margulis y Sagan 2003: 73-83; Escacena e.p.). Se ha apuntado, no obstante, que determinadas
funciones fisiológicas que se expresan en medidas nanométricas se rigen mejor por condiciones cuánticas
y por el principio de incertidumbre de Heisenberg que por la física newtoniana, ejemplo de lo cual pueden
ser ciertas funciones cerebrales que eludirían la primera ley de la termodinámica (Eccles 1992: 177-182).
No dudaríamos de explicaciones de este tipo si no fuera porque parece que John C. Eccles, Premio Nobel
de Medicina en 1963, se agarra a un clavo ardiendo para buscar un posible salto evolutivo exclusivo de los
homínidos que daría pie a pensar en una intervención divina para la creación de la consciencia del yo y,
en última instancia, del alma (Eccles 1992: 230). Como este autor parece invitarnos a entrar en valores no
epistémicos, rehúso ahora seguir reflexionando por este camino.
108 José Luis Escacena Carrasco

El filósofo ha comprendido bien el concepto darwinista de selección, e incluso ha


ido muy lejos por esta ruta al reconocer que los humanos y su sociedad son el producto
de lo que la Naturaleza ha querido hacer de ellos. Pero cae inconscientemente en un
trampa cultural que viene de bastante lejos: la confusión terminológica y conceptual
que tiende a identificar lo biológico sólo con lo somático, error que para decepción
mía he encontrado también en Dennett –precisamente en la cita de apertura de mi
trabajo– y que impregna gran parte de su obra al distinguir paralelamente y como
consecuencia de ello entre “Naturaleza y Crianza” como ámbitos distintos, cuando
habríamos esperado la consideración de la segunda sólo como parte de la primera.
Tamaña confusión fortalece una ficción de la que resulta difícil escapar, y que ha sido
levantada históricamente casi siempre por pensamientos no científicos. La separación
entre cuerpo y espíritu (o alma) como dos componentes del hombre (visión dualista)
ha sido común, de hecho, al ideario filosófico y al religioso. Desde tal posición, en
todos nosotros habría que distinguir entre lo material y lo espiritual como catego-
rías que, aunque conviven en una misma forma física, convendría separar de manera
nítida. Pero asumir lo natural y lo cultural como elementos dicotómicos es contrario a
una visión darwinista del mundo. Ningún ser vivo es sólo materia. Todos constituyen
a la vez cuerpo y comportamientos. Por eso no se puede confundir la parte con el todo
e identificar como la misma cosa biología y soma. Lo biológico es algo más que lo cor-
póreo y lo fisiológico: lo biológico es un todo inseparable que hace de cada espécimen
algo irrepetible, a la vez diferente de sus congéneres y similar a ellos.
A pesar de la larga vida científica del evolucionismo, las interpretaciones darwinis-
tas de la Historia carecen de una amplia trayectoria en la tradición europea. No obs-
tante, recientes trabajos del ámbito anglosajón apuntan hacia este análisis particular,
precisamente en el terreno de la arqueología (Maschner 1996; Hart y Terrell 2002).
Los presupuestos teóricos y metodológicos de este enfoque concreto de la evolución
asumen que la fuerza única que ha modelado el cambio cultural humano es la selec-
ción natural, entendida ésta en la forma básica en que fue pensada por Darwin. La
línea de trabajo que utilizo en este trabajo pretende, pues, aplicar a la conducta de los
fenicios los principios de la Teoría de la Evolución. Desde que se instaló en el pano-
rama científico, sobre todo en el mundo de las ciencias de la Naturaleza, esta opción
intelectual ha tratado el proceder de los seres vivos como uno de los principales terri-
torios en los que se manifiesta la selección natural, vía iniciada por el propio Darwin
cuando consideró los instintos humanos tan sometidos a los principios selectivos
como el componente somático.
Desde que el padre de la teoría publicara su obra sobre el origen de las especies,
la conclusión inmediata fue que los fundamentos en ella contenidos podían aplicarse
a la evolución humana. Por coherencia con sus planteamientos personales, el propio
Darwin trataría poco después sobre nuestra ascendencia. El hombre no tenía por
qué representar ninguna excepción a la regla, y por tanto podía y debía estudiarse
con las mismas bases metodológicas que los demás seres vivos. La propuesta teó-
rica darwinista constituyó desde entonces una forma de conocimiento diseñada para
operar con individuos y poblaciones tanto en sus aspectos somáticos y fisiológicos
como en sus formas de actuar. La Arqueología Evolutiva, línea en la que se inserta
el presente artículo, propone que la teoría del cambio por selección es por tanto de
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 109

aplicación universal; que explica el ayer y el hoy, lo somático, lo fisiológico y la con-


ducta; y que, en última instancia, la cultura –y la tecnología como parte de ella– evo-
lucionan de la misma forma. De hecho, esta última puede definirse como mecanismo
adaptativo extrasomático de las especies que la usan (la humana y muchas otras); y
así, las modificaciones en la vivienda o en las herramientas del hombre pueden ser
interpretadas con el mismo enfoque teórico y metodológico que la evolución de los
termiteros o de las telas de las arañas.
Desde que Darwin leyó la obra de Malthus, percibió la importancia de la repro-
ducción diferencial a la hora de la transmisión de los caracteres individuales (Ruiz y
Ayala 1999: 306-309). En definitiva, la regla deducida en relación con la cantidad de
descendencia de cada ser vivo o población propone que las peculiaridades que más se
perpetúan son aquellas que conducen a un incremento demográfico. Desde este punto
de vista, el principio evolucionista de supervivencia de los más fuertes fue transformán-
dose hacia el de supervivencia de los más aptos, siendo así que los más aptos son los
que más incrementan la fitness y los que, en definitiva, más posibilidades tienen de
dejar descendencia. Desde este enfoque, la Arqueología Evolutiva debería dar cuenta
de cómo y en qué proporciones la cultura material y los comportamientos humanos
asociados a su uso acrecentaron la aptitud de individuos y poblaciones, ayudándoles
a su expansión diferencial por los distintos territorios que ocuparon. Éste es el enfo-
que con que ya ha sido trabajado, por ejemplo, el nacimiento de la agricultura y de
los utensilios vinculados al cultivo de la tierra (cf. Rindos 1990), el mismo con el que
quiero descubrir ahora alguno de los papeles evolutivos del sacerdocio fenicio.
Que esta perspectiva teórica ha suscitado una ardua polémica al menos desde los
tiempos de Darwin no es algo que escape a ningún especialista en evolución. Una y
mil veces los filósofos e historiadores de la ciencia han señalado dicho problema (p.e.
Alonso 2000: 89). Desde casi todas las posiciones teóricas imaginadas para expli-
car la Historia, los expertos han sido contrarios a asumir que la selección natural
tenga que ver algo en el diseño de nuestra conducta reciente, si bien han admitido
su responsabilidad única en la construcción del cuerpo humano y de su fisiología.
Como he referido antes, incluso desde visiones que se autoconsideran darwinistas se
piensa que la cultura evoluciona por mecanismos lamarckianos por el mero hecho
de que se transmite por herencia a las generaciones siguientes, como si lo somático
no lo hiciera igualmente por esa vía. La Arqueología Evolutiva rehúsa empero estos
planteamientos dualistas que separan radicalmente lo somático y el comportamiento
con la intención de explicarlos con paradigmas epistemológicos distintos. Porque en
la Naturaleza ambos elementos sólo se manifiestan juntos, la selección no puede dis-
tinguir entre cuerpo y conducta para proceder de forma discriminatoria, actuando
sobre uno y olvidándose de la otra.
Este análisis requiere, además, concebir lo natural como un concepto científico
alejado de las connotaciones que socialmente tiene. Así, cualquier fenómeno puede
ser considerado natural cuando es el producto de la vida desarrollada en los distin-
tos ecosistemas terrestres. Nada tiene que ver esta idea con una supuesta “bondad”
o “belleza” de lo natural frente a lo artificial, algo que los movimientos ecologistas
actuales parecen haber heredado del “mito del buen salvaje” tan explotado en la
literatura universal, y que constituye el problema que algunos epistemólogos han
110 José Luis Escacena Carrasco

denominado la “falacia naturalista”, que pretende afirmar que “lo que es, debe ser”
(Ruse 2001: 234). Desde nuestro enfoque, tan naturales son la trompa del elefante
y el escupitajo de la llama como el teorema de Pitágoras, las feromonas sexuales de
las mariposas y la jerarquización de una manada de leones como la vida monacal
tibetana, los nidos de las golondrinas y las presas de los castores como los muros de
un rascacielos, etc., etc. En la consideración de que lo artificial no es sino la forma
natural de la conducta humana radica la justificación para poder abordar el tema de
este artículo bajo un enfoque darwinista.

Replicadores de la vida

La teoría evolutiva propuesta por Darwin no ha sido aplicada casi nunca al estu-
dio de la prehistoria reciente ibérica. Esa renuncia ha partido de posiciones teóricas
que no han aceptado a la selección natural como diseñadora de la conducta de los
humanos modernos. Para quienes sí han asumido la propuesta darwinista hasta sus
últimas consecuencias, la evolución se ha manifestado a través de la competencia
entre unas unidades mínimas de replicación. En la herencia somática, los códigos
que transmiten de una generación a otra las características corporales estarían alo-
jados en el ADN genético. Los genes constituirían así los replicantes básicos, y en
ellos se produciría, como quieren los neodarwinistas, el principal nivel de selección.
Según esta tendencia, en los genes están contenidas las directrices elementales que
gobiernan también las pautas conductuales. Esos componentes básicos de la heren-
cia han sido reivindicados por estudios posteriores a Darwin desde que las conclusio-
nes mendelianas conectaron con la teoría evolucionista a partir de la Síntesis (Wilson
1980). En parte porque aún no se habían descubierto los genes, en parte porque
desconocía al parecer los trabajos de Mendel, Darwin consideró que el plano en que
actuaba la selección era el individuo. Posteriormente, algunos especialistas en el tema
han considerado que el filtro selectivo podría trabajar entre poblaciones o conjuntos
de individuos, una modalidad que se ha denominado selección de grupo y que usaré
como concepto válido a la hora de valorar la competencia interétnica y de analizar la
dispersión colonial fenicia.
Los genetistas desconocen aún hasta qué punto las unidades mínimas de replica-
ción transferidas de una generación a otra en el ADN controlan los comportamien-
tos. Algunos, especialmente los vinculados a la tendencia sociobiológica, conside-
ran que la conducta viene eminentemente diseñada por la carga genética en un alto
grado de precisión. Quienes niegan tanto control por parte de los genes atribuyen al
aprendizaje social y, en definitiva, al contexto cultural, el papel fundamental en dicha
labor. Sin embargo, unos y otros reconocen que, al menos en líneas generales, nuestro
proceder respeta instrucciones contenidas en el material genético, si bien dichas órde-
nes elementales no constituirían más que un amplio marco con posibilidades muy
distintas de manifestación concreta. Por explicarlo con un ejemplo muy a propósito
para nuestro tema, se trataría de aceptar que los genes nos permiten el pensamiento
simbólico –sin el cual es imposible la conducta religiosa– pero no que nos transmitan
la divinidad concreta en la que creer. Es misión de la cultura esta otra tarea.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 111

Desde el punto de vista de la herencia cultural, el cuerpo teórico del darwinismo


viene desarrollando estudios mucho menos abundantes que los referidos a la parte
somática humana. De hecho, es muy reciente en dicha trayectoria la propuesta de tér-
minos unívocos con los que llevar a cabo verdaderos análisis científicos. En 1976, R.
Dawkins ideó la voz meme para las unidades mínimas de circulación de la conducta
aprendida (Dawkins 1979; 277-293). Pero uno de los más elaborados empeños en
desarrollar dicho concepto se debe a la psicóloga S. Blackmore (2000). A diferencia
de los genes, los memes son los encargados de replicar con pretendida fidelidad las
ideas y la conducta compleja no instintiva. Funcionan diacrónicamente para llevar a
cabo la transmisión vertical –se entiende desde padres a hijos– del comportamiento
aprendido; pero poseen la característica de poder desplazarse en horizontal en un
tiempo dado, de manera que serían en este segundo caso los responsables de las inte-
racciones culturales entre poblaciones e individuos coetáneos. Si la carga genética
tolera en la práctica cierta heterogeneidad de manifestaciones concretas (la plastici-
dad fenotípica), la propagación memética presenta si cabe mayor elasticidad, aunque
la supervivencia a largo plazo de los cambios queda siempre dentro de unos límites
que marca la selección natural.
La labor de genes y memes origina copias similares a sus progenitores. En ambos
casos, los duplicados son siempre «erróneos» en relación con sus padres, en el sen-
tido de que no constituyen imágenes absolutamente fieles de los mismos. Mutaciones
genéticas y recombinación cromosómica por una parte, e «infidelidades» cultura-
les por otra, ocasionan variación constantemente, las primeras en lo somático y las
segundas en la ideología y en las acciones aprendidas. Tal diversidad es el área de
trabajo o nicho ecológico de la selección. Sin variación no existe evolución, senci-
llamente porque la selección natural no puede llevar a cabo su tarea de elegir entre
opciones diferentes.
Entre los propios darwinistas existe recientemente una pugna por dilucidar si
son los genes o los memes los motores básicos en la evolución humana (p.e. Alexan-
der 1994: 74; Blackmore 2000: 143-177). Nuestro tema nos permitirá comprobar, no
obstante, la posibilidad de una cooperación simbiótica entre ambos tipos de replica-
dores. Como todo mutualismo, esta alianza fue beneficiosa para sus partes, contribu-
yendo así a la expansión demográfica de sus propágulos (los fenicios) primero por el
Mediterráneo y luego por el Atlántico. En cualquier caso, parece que las mutaciones
experimentadas durante los siglos que duró este proceso difusor nunca fueron lo sufi-
cientemente profundas como para permitir la adaptación de la vieja cultura cananea
a ecosistemas distintos a los subtropicales en que había nacido. Quizás sea ésta la
razón por la que la diáspora fenicia encontró facilidad, como tantas otras migracio-
nes (Diamond 2001: 88-89), en su viaje horizontal, y no pudo en cambio desplazarse
en el sentido de los meridianos por el Océano más allá de las latitudes toleradas por
la agricultura mediterránea que constituía la base de la alimentación fenicia: hacia el
norte, la costa portuguesa; hacia el sur, la marroquí. Ni más arriba ni más abajo de
estos límites atlánticos se conocen colonias fenicias permanentes. Es más, el enclave
más alejado de todos, el sitio africano de Mogador, situado mil kilómetros al sur de
Gadir, ni siquiera contó al parecer con viviendas permanentes, un claro indicio del
carácter temporal del asentamiento (Aubet 1994: 258-260).
112 José Luis Escacena Carrasco

Astros, colonos, curas y microbios

Las lecciones más profundas sobre la evolución de la vida las está proporcio-
nando en la actualidad el mundo microscópico, hasta el punto de que, de no ser por la
fuerza epistémica del concepto darwiniano de selección, que una y otra vez consigue
salir adelante como explicación más plausible de los procesos de cambio, algunos des-
cubrimientos recientes en este campo habrían dado pie a dudar de su aplicación uni-
versal. La parcela de la biología consagrada al estudio de la vida microbiana socava
una y otra vez cimientos de profundas raíces entre los naturalistas –y no digamos
entre los especialistas en ciencias sociales– sobre el desenvolvimiento de la propia
vida en el planeta Tierra. La misma noción de individuo, con la que tanto han ope-
rado los neodarwinistas, o la separación tajante entre vegetales y animales, han sido
desestimadas al analizar organismos cuya dimensión escapa a nuestras capacidades
ópticas normales (Margulis 2003: 118). Animales y plantas que viven en simbiosis,
en una unión mucho más estrecha que cualquier tipo de mutualismo, o comunidades
ingentes de seres que sólo medran como tales colectividades, recomiendan una duda
razonable sobre cuáles sean las unidades mínimas de selección. Desde este mundo
de tamaño ínfimo, la variación no es sólo producto de mutaciones al azar, aunque
las mayores tasas de esta modalidad de cambio se alcanzan precisamente en cuerpos
tan minúsculos como los virus de ácido ribonucleico (Elena 2002: 46). Por el contra-
rio, se conocen aquí otros procesos que ensanchan constantemente la diversidad. La
apropiación de material genético ajeno a lo largo de la vida de los microorganismos,
por ejemplo, faculta para la ganancia de caracteres nuevos. En las amebas, la fusión
de dos individuos permite alojar en el nuevo núcleo de la única célula resultante un
bagaje genético distinto al que cada ejemplar poseía antes por separado, de forma
que una futura reproducción por bipartición origina individuos con cargas genéticas
distintas a las que portaban los que iniciaron la unión (Weismann 1994: 148-149). En
las bacterias, parecidos fenómenos de intercambio de material genético proporcionan
una enorme capacidad adaptativa a las siguientes generaciones. De esta forma, los
descendientes ven incrementado el acervo de su genotipo (Castillo y otros 2003: 74),
dando la falsa imagen de que la evolución operaría aquí por medios lamarckianos en
tanto que tales adquisiciones se transmiten por herencia a la prole. Más abajo aún en
la escala de complejidad de la vida, en la frontera ya con lo inerte, los virus llevan miles
de millones de años introduciendo diversidad mediante transferencias horizontales de
ADN por doquier, hasta el punto de haber sido reivindicados como una de claves de
la evolución por su papel en el nacimiento otrora de los organismos eucariotas al ser
quizás los responsables de la aparición del núcleo celular (Villarreal 2005: 59). En rea-
lidad, lo que estos dispositivos –verdaderas fábricas de variación– logran es un campo
abonado para el trabajo de la selección natural. En este contexto empieza a compren-
derse que las unidades que ésta elige para generalizar en las siguientes generaciones
no sólo son los genes, sino también lo que comúnmente se denominan individuos en
la vida macrobiótica, algo que desde los especialistas en microbiología se ve muchas
veces como una forma de mutualismo simbiótico de ingentes colectividades de seres
vivos. Es el mismo enfoque con que algunos neurólogos han tratado el origen del sis-
tema nervioso de los animales, que no sería más que el resultado aún perceptible de la
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 113

evolución de poblaciones de células nerviosas en conexión procedentes de espiroque-


tas ancestrales asociadas (Edelman 198511).
Desde la Arqueología Evolutiva, que pretende analizar las culturas humanas del
pasado como manifestaciones de la conducta personal y colectiva, es válido esta-
blecer la unidad mínima de selección en el individuo cuando se analizan situacio-
nes concretas en contextos culturales determinados y únicos (cerrados), si bien es
altamente problemático llegar a distinguir estos comportamientos individuales. Pero
resulta igualmente operativo usar el concepto de selección de grupo cuando los fenó-
menos que se pretenden explicar implican a comunidades que, desde el punto de vista
de su evolución cultural, se encuentran suficientemente alejadas entre sí como para
que se reconozcan (y se autorreconozcan) como diferentes. La selección de grupo,
entendida como selección entre poblaciones distintas y no como un conflicto de inte-
reses entre el individuo y su propia comunidad, surge cuando el aporte cuantitativo
de los componentes de cada población a la descendencia no es aleatorio, sino que
deriva de sus respectivas conductas. Así, podría afirmarse que lo que la Naturaleza
elige en realidad son los modos de proceder que influyen sobre el incremento pobla-
cional, optando siempre por aquellos que implican mayor crecimiento demográfico
neto y por la gente que los manifiesta. Para que intervenga este mecanismo selectivo
es necesario que el nivel de variación entre individuos dentro de cada conjunto sea
inferior al de los grupos entre sí (Boyd y Silk 2001: 220), circunstancia más que pro-
bable en los territorios del occidente colonial fenicio dada la lejanía memética entre
los semitas y las poblaciones residentes de los sitios de llegada (Italia, la Península
Ibérica o el Magreb, entre otros).
La existencia de una selección interdémica ha sido negada con frecuencia por
algunos evolucionistas, especialmente por los genetistas alineados en el neoda-
rwinismo. Menos reacios a trabajar con este concepto han sido los ecólogos, y toda-
vía menos quienes han estudiado la conducta de los insectos sociales, de forma que
entre estos últimos se ha desarrollado el concepto de selección de parentela como una
verdadera modalidad de selección de grupo. Esta aceptación tiene como base el reco-
nocimiento de que la división en elementos reproductores y no reproductores en
estos organismos no implica sustanciales diferencias genéticas entre unos y otros, y
que los que no crían contribuyen más efectivamente a su propia replicación genética
si ayudan a sacar adelante a sus hermanos que si se reproducen ellos mismos. Por este
mismo hecho, la homogeneidad memética dentro de un grupo cultural cohesionado
permite usar el concepto de selección de grupo cuando se pretende dar una explica-
ción evolucionista a los fenómenos derivados del contacto intercultural producido en
escenarios de colonización. En consecuencia, la constatación de situaciones multico-
munitarias en las provincias coloniales (en Tartessos por ejemplo) puede ser expli-
cada desde la Arqueología Evolutiva mediante el uso de este criterio, el que reconoce
que el grupo social (en este caso también cultural) se presenta ante la selección natu-
ral como una verdadera «unidad de elección», y que entra así en competencia con
otras «unidades» que representan las demás opciones (fig. 1). Es más, todavía sería
posible otra vuelta de tuerca en el mismo sentido si, como recuerda la investigación

11. Citado en Margulis (2003: 347).


114 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 1: La selección interdémica se manifiesta cuando la diferencia entre los individuos de un


mismo grupo es menor que la que separa a cada población. Así, cualquier elemento de A se
parecerá siempre más a los de su propia comunidad que a cualquier elemento de B, y viceversa.
En estos casos, la selección natural tiende a ver en las etnias unidades de selección.

histórica, los fenicios acabaron por establecer en Occidente un mosaico de unidades


sociopolíticas parecido al que conformaba en la patria de origen el modelo de ciudad
estado de la costa siropalestina, de manera que, dentro del grupo que la literatura
especializada conoce con el común denominador étnico de fenicios, la realidad estu-
viera compuesta no tanto por una clara homogeneidad sino por subpoblaciones de
tirios, de sidonios, de chipriotas, etc. Pero reconozco que este extremo está aún lejos
de poder ser conocido mientras los métodos arqueológicos no permitan distinguir
cada especie de árbol dentro del bosque genérico.
Para los estudiosos del comportamiento, la conducta religiosa supone un terreno
ideal para la experimentación evolucionista. De esta forma, contamos con análisis
que desde una perspectiva biológica se han planteado explicar los mecanismos adap-
tativos que dan cuenta de fenómenos generales (por qué existen las creencias, por
ejemplo) o de cuestiones más particulares (función del clero en las distintas cultu-
ras) (cf., entre otros, Burkert 1996; Lincoln 1991; Dennett 1998). En cualquier caso,
debo recordar que, a pesar de que la religión tiene facilidad para transferirse en los
primeros años de la vida a los miembros de la cultura propia y extrema dificultad
para pasar en edad adulta a individuos de culturas ajenas, por falta casi siempre de
reflexión teórica la cosa se ha visto al revés por la mayor parte de los investigadores
que han tratado la expansión fenicia por Occidente. De esta guisa, y por lo que se
refiere a los territorios que me van a suministrar aquí la información arqueoastronó-
mica, a excepción de J. Alvar (1993) y de muy pocos autores más (Belén y Escacena
2002), casi nadie se ha cuestionado la académicamente asumida permeabilidad de los
indígenas ante la llegada de un universo religioso ajeno, el fenicio. Por el contrario,
para la mayor parte de los estudiosos las poblaciones locales hispanas habrían sido
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 115

en general fuertemente aculturadas por los semitas tanto en los aspectos materiales
de sus correspondientes complejos tecnológicos como en el dogma y la práctica reli-
giosa. De ahí el uso general de los términos orientalizante y orientalización aplicados
a situaciones que, como el caso tartésico, a mi entender no fueron más que manifes-
taciones concretas de escenarios coloniales fenicios, es decir, provincias de ultramar
(Escacena 2004a: 41-42).
La religión desempeña varias funciones evolutivas, algunas de las cuales han
sido examinadas desde el darwinismo. Desde este enfoque teórico se ha descendido
incluso al análisis de temas tan particulares como el alcance adaptativo de los pre-
ceptos morales de la ley mosaica (cf. Alexander 1994: 255-256). En cualquier caso,
para una visión evolucionista carece en primera instancia de interés averiguar cómo y
por qué surgió la conducta religiosa, que lo hizo seguramente como subproducto de
la adquisición del pensamiento simbólico por nuestros antepasados ancestrales. Más
valor tiene, por el contrario, saber la razón por la que las creencias constituyen hoy
una práctica común a todas las culturas. Ese mismo hecho, el de ser una forma de
conducta generalizada a todas las comunidades humanas históricas, habla ya tal vez
de su contribución positiva a la reproducción de individuos y poblaciones, algo que
explica igualmente la existencia de tabúes sexuales fuera y dentro del propio campo
religioso. Por lo que se refiere a los fenicios hispanos, este último aspecto tiene desde
luego connotaciones religiosas evidentes (Escacena y García Rivero e.p.). En cual-
quier caso, escapar de esta aparente tautología requiere explicitar con cierta minu-
ciosidad los papeles concretos que la religión y su entorno social cumplieron entre
dichas comunidades humanas alopátridas.
Como ya adelanté, se conoce de forma genérica que, al incrementar el optimismo
por creer en una providencia divina, la fe aumenta el poder defensivo del sistema
inmunitario para luchar contra la enfermedad, del modo en que lo haría cualquier
otro placebo. Esta constatación tiene una sólida base científica reconocida en las
conexiones entre el sistema nervioso y nuestras defensas (Sagan y Margulis 2003:
317), y podría explicar muchas curaciones supuestamente milagrosas. De otra parte,
es innegable que las religiones significaron para las culturas antiguas elementos de
cohesión étnica, porque entonces pululaban los credos nacionales. Aunque parezcan
en principio asuntos sin relación directa, esta observación tiene mucho que ver con
la autopoiesis bacteriana, es decir, con la capacidad que poseen hasta los organismos
más simples para dotarse de un limes o frontera, una membrana sin la que es impo-
sible la consciencia singular/plural del yo/nosotros. De hecho, en clara discrepancia
con múltiples escuelas filosóficas, algunos biólogos han defendido la existencia de esta
autoconsciencia entre la vida microbiana (Sagan y Margulis 2003: 313-314), en cho-
que directo con planteamientos antropocentristas que sólo reconocen dicha carac-
terística para el hombre, o como mucho para algunos de los denominados animales
superiores (Eccles 1992: 193 ss.12). Pero la función evolutiva que ahora quiero anali-
zar no es aquella que explicaría la existencia de la religión como fenómeno universal,

12. A pesar de su pretendido darwinismo, este autor es profundamente teleológico en su concepción de


la evolución. Lo demuestra, por ejemplo, el título del apartado 9.4 de su obra: “La cumbre de la evolución:
el albor de la autoconsciencia”
116 José Luis Escacena Carrasco

sino la que da cuenta del ministerio biológico de los sacerdotes como productores
de mutaciones meméticas adaptativas al servicio de sus correligionarios. Supongo
que la lectura darwinista que voy a proponer carece de tradición historiográfica en
el caso concreto del sacerdocio fenicio, de forma que puede ejemplificar mi esfuerzo
por huir de generalidades poco comprometedoras. De todas formas, sin negar que
muchas de mis observaciones particulares sobre los conocimientos «científicos» del
clero cananeo hayan sido ya descubiertas por otros investigadores, sí presumo que
han pasado desapercibidas las razones biológicas de las mismas, y ello sobre todo
por el desconocimiento tradicional padecido por los especialistas en Humanidades
acerca de los mecanismos evolutivos.
Asume el darwinismo que la evolución opera, en última instancia, mediante la
selección de mutaciones aleatorias. Esto supone que cualquier especie aumentará su
aptitud para nuevas condiciones ambientales en razón directa a la cantidad de varia-
ción presente en sus poblaciones. La carencia de diversidad genética y, en su caso, la
homogeneidad de las pautas de conducta, sean estas últimas aprendidas o instintivas,
devienen a veces un callejón sin salida para la supervivencia. De esta forma, en tér-
minos evolutivos cualquier población resultaría agraciada a largo plazo si dispusiera
de un heterogéneo bagaje de genes y de un variado repertorio de comportamientos.
En muchos tipos de bacterias, la evolución ha solventado este reto dotándolas de la
facultad de transferir en horizontal mutaciones genéticas recién adquiridas. Así, ante
un medio hostil (caso de los antibióticos por ejemplo), reciben información genética
beneficiosa de una parte de su propia población que se caracteriza precisamente por
su alto rendimiento en la producción de cambios. En opinión de algunos autores
que han propuesto una pedagógica comparación con los dispositivos informáticos,
se diría que el programa genético contenido en el «disco duro» de algunos indivi-
duos puede ser transferido al de los otros por medio de «disquetes» de información
genética (Castillo y otros 2003: 74). A tales subpoblaciones de «inventores» se las
conoce como hipermutadores, porque uno de sus rasgos más conspicuos es su ele-
vada tasa de creación de novedades (Baquero y otros 2002:76). La transferencia en
horizontal de genes es relativamente común entre los seres vivos, en especial entre
los de tamaño microscópico, cuyos estudiosos reivindican en voz cada vez más alta
este mecanismo como fuente de novedades evolutivas (Margulis y Sagan 2003). Es
posible que tales procedimientos, por los que determinados huéspedes temporales
acaban por convertirse en endosimbiontes permanentes en los organismos en los que
han penetrado, estén en la base de fenómenos tan generalizados entre los seres vivos
como la capacidad de fotorrecepción, origen último de los ojos (Saló 2004; 66). En
cierta medida, algunos transcursos infecciosos, las vacunas y las nuevas técnicas de
manipulación genética dan lugar a efectos parecidos, que pueden definirse como la
adquisición en ciertos individuos y/o poblaciones de cargas genéticas de las que hasta
entonces carecían. En determinados escenarios, dicho injerto puede ser utilizado por
los organismos inoculados en su provecho.
Todos estos nuevos conocimientos no han jubilado la regla según la cual los
caracteres adquiridos no se transmiten por herencia. El fenómeno descrito no afecta
a la adopción de rasgos somáticos y/o fisiológicos del fenotipo a la que hace alu-
sión la propuesta lamarckiana; por el contrario, incumbe sólo al genotipo. En este
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 117

­ esplazamiento en llano de caracteres lo que en realidad viaja no es el plato acabado,


d
sino la receta para cocinarlo. Tal situación presenta estrechos parecidos con la trans-
misión humana de la conducta aprendida, y apoya la afirmación de Daniel C. Den-
nett que recojo en la cita de apertura: en efecto, en la evolución “hay mucho espacio
para la transmisión horizontal del diseño”.
El deslizamiento plano de los memes, conocido en la literatura antropológica
como aculturación cuando afecta a influencias intercomunitarias, puede estudiarse
por tanto con el mismo enfoque científico con que los biólogos comprenden la evo-
lución de los seres vivos no humanos. A la vez que me sitúa en una posición clara-
mente darwinista, esta afirmación me obliga a discrepar de la creencia de que la
arqueología sea una disciplina lamarckiana por el hecho de que los caracteres cultu-
rales adquiridos, principal objeto de estudio de la misma, son heredables. La idea de
que la evolución cultural humana tiene carácter autoteleológico está profundamente
consolidada en el subconsciente de la mayor parte de los especialistas en la materia,
sean antropólogos o arqueólogos, y en España puede llegar a arraigar de forma
explícita entre los prehistoriadores si tiene eco la propuesta de M.A. Querol ya antes
citada por mí (Querol 2001: 35). Se trata sorprendentemente de una visión que sos-
tuvo hasta quien tenemos hoy por uno de los más fieles seguidores de Darwin: Ste-
phen J. Gould (2001: 261-280)13. En realidad, todos estos mecanismos de trasvase de
información, que desplazan los códigos genéticos y meméticos unas veces en sentido
horizontal y otras en dirección vertical, no suponen para el darwinismo más que
procedimientos que incrementan la variación por la dificultad que muestran para
producir copias exactas, suministrando así el marco idóneo para que actúe a la pos-
tre la selección natural.

En la dispersión fenicia por el Mediterráneo y por el Atlántico hispanomarroquí,


los templos desempeñaron un papel relevante. La literatura especializada se refiere
con insistencia a su función como centros en los que se llevaban a cabo, bajo la
garantía de la supervisión divina, los pactos comerciales u otros acuerdos econó-
micos (Bunnens 1979: 158; Marín 1993; Aubet 1994: 142). Los estudiosos del tema
han señalado cómo los textos escritos y la arqueología muestran que la fundación de
santuarios precedió en muchos casos a la de las propias colonias (Aubet 1994: 141).
Este rasgo no es exclusivo de la expansión cananea del primer milenio a.C., pues

13. En el capítulo que aquí cito de este autor se presenta una malintencionada manipulación de las
interpretaciones darwinistas de la conducta humana. Y digo malintencionada porque no es esperable de
Gould rasgo alguno de torpeza. A través de una mezcolanza impresentable e indigna de ideas, situaciones
y personajes, se procura que el lector identifique las lecturas darwinistas de la sociedad humana con lo que
históricamente representó la ideología política conocida como Darwinismo social. Ningún investigador
cabal juzgaría el materialismo histórico por la política de Stalin. Por su credo marxista, Gould confundió
(o quiso confundir) la sociobiología con el abuso que de ella hicieron determinados movimientos políticos
y sociales defensores de la superioridad de unos humanos sobre otros (Ruse 2001: 164-165). En cualquier
caso, su propuesta, que evidentemente ha conseguido embaucar a muchos, debe ser muy interesante para
la selección natural. De hecho, en realidad plantea por enésima vez, pero en esta ocasión con un espeso
barniz científico, que el comportamiento humano escapa de ella. Resultado directo de esta forma de pen-
sar es una inmediata potenciación del antropocentrismo de Homo: no hay mejor meme para incrementar
la aptitud de individuos y poblaciones que creerse rey del mundo y dueño y señor del propio destino.
118 José Luis Escacena Carrasco

está constatado también en el mundo griego. En Tartessos y su entorno se conocen


ya muchos lugares sacralizados por las comunidades feniciopúnicas tanto en tierras
del interior (Cástulo, Cancho Roano, Carmona, Montemolín) como en el litoral (La
Algaida, Sancti Petri, Cueva de Gorham). Desde hace poco, a este segundo grupo
se han añadido dos nuevos recintos especialmente importantes: uno dedicado a Baal
Saphon en la antigua ciudad de Caura (Coria del Río) y otro consagrado a Astarté en
el Carambolo (Camas), ambos en la provincia de Sevilla. Pero la característica que
ahora quiero resaltar de estos complejos ceremoniales no tiene que ver directamente
con las cuestiones económicas, sino con los aspectos deducidos de su orientación
astronómica, pormenor que justifica en parte el título del presente trabajo.
El santuario de Baal en Coria del Río ha proporcionado un altar de barro en
forma de piel de toro cuyo eje longitudinal se proyectó, en dirección este, hacia el
orto solar del solsticio de verano (fig. 2), y, en dirección oeste, hacia el ocaso solar del
solsticio de invierno. Esta orientación, que obedece al patrón usado en la disposición
de muchos templos ibéricos, griegos y fenicios (Esteban 2002: 94), se hizo adrede,
dado que el ara muestra cierta desviación en relación con el eje de la estancia que
lo aloja. La misma alineación tuvo el templo más antiguo de los cinco conservados,
aunque este extremo resulta difícil de precisar a causa de lo poco que se conoce aún
de él. En cualquier caso, las cuatro fases posteriores se vieron obligadas a transgredir
dicha norma debido a exigencias urbanísticas y topográficas, por lo que la orienta-
ción helioscópica dogmática se respetó al menos en el altar conocido del Santuario
III, construcción que corresponde al siglo VII a.C. Puede ser que esta preocupación
por que el altar acatara la orientación solsticial esté revelando, como ocurre toda-
vía en la liturgia católica, la enorme importancia de este elemento en las religiones
orientales semitas del mundo antiguo, donde la mesa sacrificial ocupa la categoría
inmediatamente posterior a la de la divinidad misma. Parecido problema al del altar
de Coria se observa en otras muchas aras de época protohistórica, como ocurre en la
del poblado alicantino de El Oral (Abad y Sala 1993: 179). El elemento en forma de
piel de toro encontrado allí tampoco ofrece la misma disposición que la habitación
que lo acoge, pues sus correspondientes ejes longitudinales no son paralelos; pero
su orientación perece buscar también el orto solsticial de verano y el ocaso solsticial
de invierno, como tantos otros altares. En el caso del Carambolo, las excavaciones
recientes han puesto al descubierto un lujoso edificio cuadrangular que ocupa todo el
cabezo alto (fig. 3), punto en el que apareció el tesoro que ha proporcionado fama al
yacimiento14. Este espectacular recinto (Complejo A) está orientado también hacia el
mismo horizonte (la entrada al este y la trasera al oeste), característica que en cambio
no respetan las más humildes construcciones que se le adosan por la ladera norte del
cerro (Complejo B). Aunque el edificio comenzó con un diseño más simple ya en el
siglo VIII a.C. si no antes, desde su etapa inaugural presenta esa orientación solar,

14. Participo en los recientes trabajos en el Carambolo como asesor científico junto a F. Amores. Los
nuevos datos arqueológicos aquí recogidos sobre el sitio proceden de la comunicación presentada por los
arqueólogos de campo al congreso sobre el Orientalizante en el Mediterráneo celebrado en Mérida en
2003 (Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.). Es de mi exclusiva responsabilidad su lectura histórica.
Estando en imprenta el presente trabajo, ha visto la luz en Trabajos de Prehistoria un artículo más deta-
llado sobre las últimas excavaciones en el Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 119

Fig. 2: Orientación helioscópica del altar en forma de piel de toro del Santuario III de Caura.
120 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 3: Santuario de Astarté en el Carambolo. Tal vez este sitio corresponda al Fani Prominens
de Avieno (Or. Mar. 259-261).

que fue escrupulosamente respetada en la etapa de engrandecimiento de la centuria


siguiente a pesar de la extrema remodelación arquitectónica de esa otra fase. En su
planta y en otras características, la estructura del Carambolo alto presenta estrechas
semejanzas con el santuario extremeño de Cancho Roano (cf. Celestino 2001: fig. 24),
otro templo orientado igualmente hacia el mismo punto astronómico según revela
la planimetría publicada. El exvoto de Astarté localizado en el Carambolo alto, que
apareció poco antes que el tesoro (Blanco 1968: nota 5), sugiere que aquel templo
pudo estar consagrado a esa diosa fenicia. Sin embargo, la orientación del edificio
hacia el naciente solar del solsticio de verano habla de la mayor importancia del dios
masculino entre quienes diseñaron y ordenaron su construcción, y por ende entre
quienes tenían un mayor protagonismo en la organización del culto y en las celebra-
ciones rituales: los sacerdotes. Este hecho puede ser un legado de situaciones más
antiguas, porque, frente a la preferencia popular por Astarté-Anat en la Ugarit del
Bronce Tardío, la teología oficial cananea concedió siempre un papel más relevante a
Baal (Liverani 1995: 452).
Enfocar con cierta exactitud a estas posiciones solares requería una de estas dos
condiciones: tener libre el horizonte al menos en el amanecer de ese día para marcar
con precisión la disposición concreta de los templos y de los altares, o poseer el cono-
cimiento suficiente en astronomía como para poder prescindir de esta circunstancia.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 121

Dada la sabiduría sobre el cosmos heredada del mundo oriental por los fenicios, es
posible que ambas condiciones no sean excluyentes. En cualquier caso, parece razona-
ble defender que dicha búsqueda helioscópica pudo tener como primera meta, entre
otros aspectos rituales, fijar las jornadas exactas en que debían celebrarse las fiestas
del ciclo vital de Baal15. Según la tradición que en época posterior asoció a esta divi-
nidad con Adonis, especialmente vinculada a algún Baal concreto de Biblos a decir
de Ribichini (2001: 105-106), la muerte y resurrección del dios y los ritos correspon-
dientes se conmemoraban en los días del solsticio de verano (Du Mesnil 1970: 108;
Garbini 1965: 44), cuando maduraban las cosechas de cereales y cuando la vegetación
primaveral mediterránea moría, abatida por el ardiente calor estival y en paralelismo
sin igual con la propia muerte del dios. En esa fecha el segmento diurno de cada
jornada alcanza su máxima amplitud, para comenzar a menguar hasta el momento
del solsticio de invierno, en torno al cual el mundo romano celebraba la fiesta del Sol
Invicto. De esta forma, es decir, mediante la percepción correcta de cuándo ocurría
dicha posición astral, se aseguraban con eficacia la regulación y el diseño del calen-
dario marcando con precisión el principio del estío. El control del tiempo cronoló-
gico era, de hecho, una de las facultades de Baal, asimilado a Cronos-Saturno desde
muy pronto (Bloch 1981: 127). A esta advocación los fenicios de Tartessos otorga-
ron singular importancia al dedicarle un templo en la propia Gadir. No ha pasado
­desapercibido a los especialistas en arqueoastronomía (Belmonte 1999: 95, 115, 145,
etc.) la posibilidad de que en la iconografía antigua que representa a un león atacando
a un toro, tan cultivada en el Próximo Oriente asiático, esté simbólicamente represen-
tada la caída de la primavera (Tauro) ante el ímpetu abrasador del verano (Leo).
La fijación de los solsticios no estuvo en la Antigüedad exenta de problemas.
Tanto en junio como en diciembre, en la segunda mitad del mes el Sol sale durante
varios amaneceres (en torno a tres) prácticamente por el mismo punto del horizonte.
Para la ciencia ptolemaica tal inmovilidad solar supuso un importante reto a la hora
de establecer con fidelidad la auténtica posición solsticial y su fecha. Para la historia
más tradicional de la astronomía, basaba en documentación escrita más que en datos
arqueológicos, la cuestión sólo quedaría zanjada cuando en la Edad Media los astró-
nomos islámicos percibieron que podían realizarse mediciones más exactas en otros
momentos del curso solar, deduciendo a partir de estas otras calibraciones la datación
concreta del solsticio para cada año (Saliba 2003: 45). Sin embargo, la arqueología
cuenta hoy con innumerables pruebas de que, al menos de forma empírica, muchas
culturas prehistóricas dispusieron de las técnicas suficientes y de los conocimientos
astronómicos imprescindibles para solucionar la cuestión. A la lista de tales testi-
monios, entre los que se citan siempre como más antiguos los del mundo megalítico
del Neolítico y de la Edad del Cobre, se ha sumado recientemente el disco celeste de

15. El lector puede comprobar que uso indistintamente los apelativos Baal y Melqart referidos a la misma
divinidad. Aunque los especialistas más ortodoxos en religión fenicia puedan llevarse las manos a la cabeza,
esta opción deriva de la sospecha de que los fenicios fueron en realidad monoteístas por lo que se refiere
al ente masculino, que forma díada siempre con Astarté: Baal Samem-Astarté en Biblos, Esmún-Astarté
en Sidón o Melqart-Astarté en Tiro y en la fase arcaica de Cartago –luego, aquí, Baal Hammon-Tanit en
época púnica–. Si esto fuera cierto, estas divinidades que se dan por distintas podrían ser sólo diferentes
advocaciones. No soy el único ni el primero que ha planteado esta cuestión (cf. Del Olmo 2004: 28-29).
122 José Luis Escacena Carrasco

Nebra (Sajonia), una placa circular de bronce en la que, además de una barca solar, la
Luna llena y en cuarto creciente y un campo estrellado como fondo de las Pléyades,
se representaron los dos arcos del horizonte (el del oriente y el del occidente) por los
que a lo largo del año el Sol se desliza en sus ortos y sus ocasos, es decir, los valores
azimutales. Fechada en el Bronce Antiguo, esta pieza viene a demostrar de alguna
forma que, en la Europa de la primera mitad del segundo milenio a.C., se disponía
ya de conocimientos astronómicos sobre los solsticios parecidos a los de las civiliza-
ciones del Mediterráneo oriental, y que los problemas prácticos para su fijación se
controlaban con la pulcritud suficiente como para no originar excesivos errores de
calendario. En el caso de los altares de barro hispanos en forma de piel de toro, su
carácter inamovible facilitaba sin duda los correspondientes cálculos astronómicos,
residiendo tal vez la máxima dificultad en determinar su fiel orientación al orto solar
del solsticio de junio o al ocaso del de diciembre en el momento de su construcción.
Durante el resto de su vida útil, debieron servir tanto para la planificación cronológica
del año como para la identificación de otros cuerpos celestes importantes en la litur-
gia o en otros aspectos económicos y sociales. De hecho, como sustrato común a casi
todos los semitas occidentales antiguos, los cananeos del segundo milenio a.C. y sus
herederos, los fenicios del primero, conocieron un buen lote de astros y sus principales
movimientos celestes, así como diversas constelaciones y otras agrupaciones estelares
(Belmonte 1999: 115-145).

El alcance evolutivo de estos saberes astronómicos está relacionado con los avan-
ces de la ola colonial fenicia por el Mediterráneo. Ya adelanté que, en coordena-
das biológicas, los triunfos y fracasos de los individuos, de las poblaciones y de las
especies los marcan exclusivamente sus tasas de reproducción y, como consecuencia
de ellas, la expansión alopátrida consiguiente. Este baremo permite hacer una cla-
sificación de las mutaciones (genéticas y meméticas) en positivas, negativas o neu-
tras según contribuyan en más, en menos o en nada respectivamente al crecimiento
demográfico. De la misma forma, una propuesta darwinista reconocería que toda
población que disponga de un espectro amplio de diversidad estaría más sobre aviso
para afrontar cambios venideros o situaciones imprevistas, y ello en el caso de que la
evolución sólo consistiera en una respuesta adaptativa a la sucesión ecológica. Pero,
como los procesos evolutivos se caracterizan también por modificaciones genéticas y
conductuales que pueden cambiar el medio a favor del propio individuo, de la pobla-
ción o de la especie que origina dicha transformación, este rasgo por el que determi-
nados grupos acaban disponiendo de una subpoblación de hipermutadores resulta
un ingenio evolutivo sin parangón. Si el grupo cuenta con una máquina productora
de variación, las condiciones para su propia expansión se hacen especialmente idó-
neas por la posibilidad de que entre los cambios originados por esa subpoblación
hipermutadora concurran los memes convenientes al caso.
Como consecuencia lógica de esta reflexión teórica, pretendo mostrar al clero
como uno de los sectores sociales fenicios más dinámicos a la hora de producir memes
ideológicos relacionados con el conocimiento científico, en especial el astronómico,
con similar cometido al que hoy cumple la NASA en la conquista espacial. Así,
entre las innumerables y profundas especulaciones nacidas en los santuarios, cuya
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 123

c­ omplejidad simbólica, ritual y mítica recuerda la creación aleatoria de mutaciones


en el genotipo, surgirían saberes científicos sobre el cosmos que devendrían rentables
para toda comunidad. La razón evolutiva que da cuenta del beneficio expansivo para
su propio demos originado por tales adquisiciones lógicas debe configurar, por tanto,
la causa última que explica por qué los santuarios fueron la vanguardia de la ola de
avance hacia el oeste de la colonización fenicia. Desde esta perspectiva, el acopio de
ideas novedosas en los templos daría lugar sin duda a un subgrupo de memes deleté-
reos, así como a otros muchos de consecuencias neutras. Por no representar peligro
alguno para la supervivencia y reproducción consiguiente de la comunidad, es posible
que los segundos medraran durante mucho tiempo en calidad de conceptos dogmá-
ticos y formas de expresión ritualizadas. En cambio, los primeros contenían en su
propia esencia dañina la incapacidad de transmitirse por replicación de forma perdu-
rable. Como sostiene el aserto popular, en su mismo pecado llevaban la penitencia.

Los desplazamientos por mar en el Mediterráneo se habían limitado durante gran


parte de la prehistoria reciente a navegaciones de cabotaje. Sin señales fijas que no
fueran el horizonte costero, se hizo muy difícil establecer circuitos cerrados de ida y
vuelta; de ahí que los contactos marítimos fueran siempre más viables en el Egeo y en
algunas otras partes del Mediterráneo oriental donde abundan las islas como referen-
tes. Aquí puede residir la razón por la que son tan escasos los testimonios del mundo
micénico al oeste de la vertical Península Italiana-Sicilia. La alineación astronómica
de muchos megalitos y de algunas otras construcciones calcolíticas revela conoci-
mientos importantes sobre el cosmos ya en el tercer milenio a.C. (Hoskin 2001), por
lo que es probable que ya en esas fechas algunas culturas de la Europa meridional
llevaran a cabo desplazamientos navales guiados por los astros. En cualquier caso, el
colapso que en gran parte de estas regiones dio al traste con el mundo de la Edad del
Cobre, especialmente en la mitad occidental del Mediterráneo, supuso la pérdida en
la práctica de esta posible tradición náutica. Llegado el segundo milenio a.C., la situa-
ción conocida hoy revela al menos un uso bastante extendido de la orientación por la
línea costera, que por tanto no podía perderse de vista. En caso contrario, los mari-
neros debían utilizar pájaros que ayudaran a localizar la costa (Luzón y Coín 1986),
con un procedimiento similar al descrito para contextos orientales más antiguos en
el mito del Noé bíblico (Génesis 8:6-11) o del Ut-Napishtim mesopotámico (Bartra
1972: 122-123). La confección de derroteros que describieran pormenorizadamente la
costa para servir a los navegantes pudo tener uno de sus ejemplos más significativos
conservados hasta nosotros en el periplo griego del siglo VI a.C. que sirvió de inspira-
ción a Rufo Festo Avieno para su Ora Maritima, referido en este caso a las costas de la
Península Ibérica. No obstante, el primer milenio a.C. supuso en realidad un cambio
drástico en esta situación, porque se atribuye a los fenicios la introducción paulatina y
sistemática en la mitad occidental del Mediterráneo de la navegación guiada astronó-
micamente (Plinio Nat. Hist. VII, 209; Estrabón Geog. I 1, 6). Con este nuevo sistema
de comunicaciones se hizo más fácil la planificación de los viajes por mar, en tanto que
podía ser calculada mejor incluso su duración. Todo ello contribuyó sin duda a incen-
tivar el comercio y muchos otros mecanismos de contacto intercomunitario e inter-
cultural, con el consiguiente aumento de la diversidad en muchas regiones. Desde la
124 José Luis Escacena Carrasco

teoría evolutiva se sabe bien que la velocidad de cambio puede acelerarse en la misma
proporción en que se incrementa la variación, sobre todo porque la nueva situación
proporciona a la selección natural más alternativas. Definido con más celo en su apli-
cación biológica, este principio sostiene que “el ritmo con que una población aumenta
su adecuación al ambiente en un momento dado es igual a su variación genética en ese
momento” (Ayala 1994: 67). Cualquier historiador ducho en evolucionismo no podrá
negar que aquí reside la razón por la que el primer milenio a.C. trajo tan drásticos y
acelerados cambios a los distintos contextos culturales perimediterráneos.
El empleo de los nuevos procedimientos náuticos se hizo posible gracias a la exis-
tencia de observaciones reiteradas que, bajo la apariencia teológica del conocimiento
de los entes divinos –recuérdese, por ejemplo, la asimilación posible de Baal con el
disco solar como dios y astro omnipotente o la identificación de Astarté con el planeta
Venus– había acumulado el clero fenicio en los templos. Por esta razón, fue una condi-
ción necesaria para el progreso de la dispersión poblacional la creación de santuarios
en los principales enclaves coloniales. Por similar razón, muchos de esos centros de
culto se levantaron en sitios costeros, puntos que facilitaban la transferencia fluida de
conocimientos entre los marinos y los sacerdotes. Es más, el número de santuarios ubi-
cados en el litoral excedió el de ciudades, lo que demuestra de nuevo su utilidad y da
cuenta de por qué muchos de esos santos lugares no estaban ubicados necesariamente
en las áreas urbanas. Toda esta interpretación, en fin, explica razonablemente que las
fundaciones coloniales por parte de expediciones marítimas estuvieran acompañadas
en muchas ocasiones de oráculos emanados desde esos complejos ceremoniales, cos-
tumbre común también entre los griegos según revela la conocida tradición délfica.
El ritmo y la cantidad con que se logran mutaciones meméticas de esta índole
es directamente proporcional al esfuerzo que la comunidad aplica a dicho quehacer,
medida esta inversión tanto en el número de personas empleadas en la tarea como en
la cantidad de tiempo (completo o parcial) que éstas le dedican. Hoy se conoce bien
tal indicador, porque se dispone de las cifras económicas adjudicadas a la investigación
en los presupuestos anuales de cada estado o institución comprometida con ella. No
obstante, en atención al ya citado criterio sobre que la teoría evolutiva sólo proporcio-
naría explicación al ayer pleistocénico y, como mucho, a las modificaciones corpora-
les, pocos historiadores de la modernidad han tomado en consideración los procesos
naturales involucrados en este asunto, que se pueden traducir a la larga en beneficios
reproductores para el grupo. En este sentido, si para cualquier sociedad puede resultar
un dispendio a corto plazo eximir de la producción directa de bienes materiales a una
parte de su población, afecte esta liberación sólo al sector primario o también a otras
áreas de la economía, y dada la escasa visión de futuro con que suelen operar tales
mecanismos adaptativos, la evolución habrá tendido a promover remedios que impidan
el fracaso de esta correlación entre coste y beneficios. Como mostraré, esta condición
se cumplió mediante la adopción de barreras que dificultaban la cesión de los nuevos
conocimientos a comunidades distintas a las que habían hecho el esfuerzo inversor.
A propósito de un trabajo dedicado al clero entre los íberos, T. Chapa y A. Madri-
gal (1997: 189-190) han reseñado algunas de las dispensas características de su oficio
en varias culturas del mundo antiguo. Tal vez el denominador común fue la exención
de las obligaciones militares, de forma que la falta de armamento en las sepulturas
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 125

podría utilizarse como marcador arqueológico de posibles enterramientos sacerdota-


les. Si a estas licencias se suma que los sacerdotes fenicios no cultivaban la tierra, ni
trabajaban en los barcos, ni al parecer desempeñaban otras labores manuales, soste-
nerlos como mera subpoblación de hipermutadores meméticos habría resultado poco
práctico si las ganancias que se cosechaban a cambio podían beneficiar a grupos que
no habían pagado por ello diezmos y primicias, es decir, a gente que no había contri-
buido en nada a mantener a esos hipermutadores con ofrendas y sacrificios para los
dioses o con impuestos que se recabaran directa o indirectamente en los templos. Esta
condición evolutiva predice por tanto el uso paralelo de procedimientos para encrip-
tar las mutaciones meméticas con el fin de que los resultados adaptativos de algunas
de ellas no rebasaran los contornos del propio grupo. Mostraré en los párrafos que
siguen la existencia de estos cierres, camuflados a veces en caracteres leídos de forma
muy distinta a la mía por quienes no comparten el análisis histórico darwinista.
Una barrera muy genérica fue la tendencia que el pensamiento religioso ha expe-
rimentado en todas las épocas hacia su propia ramificación. Por catalogar de errados
(«infieles») a quienes no siguen su mismo credo, cada religión consigue crear, con
intención o sin ella, fronteras intercomunitarias. Como ya antes señalé, dicho subpro-
ducto de la conducta religiosa origina profundas dificultades para la aculturación en
este sector de la ideología. En realidad, es posible que esta tendencia disgregadora del
pensamiento creyente, marcada históricamente por la evolución espontánea hacia la
diversidad a través de las «herejías» o de otras «desviaciones» menores, no sea sino
una expresión más de la segunda ley de la termodinámica. Según acontece en el resto
del cosmos, el aumento constante de la entropía regula también toda la vida sobre
nuestro planeta (Atkins 1992: 33), en una dirección siempre acorde con la que sigue
la flecha del tiempo (Hawking 1989: 191). Pero, sea o no así, los memes alumbrados
por sacerdotes de religiones que se consideran mutuamente «paganas» –y falsas por
tanto respecto al auténtico credo, el propio– disponen de escasas posibilidades de
penetración en quienes no profesan la misma fe que ese clero. Los desprecios que los
libros veterotestamentarios contienen hacia las creencias de los cananeos y hacia sus
sacerdotes no hacen más que ejemplificar esta frontera. El inconveniente fundamen-
tal para historiar tales cuestiones en épocas tan antiguas es el escaso registro arqueo-
lógico que de ellas permanece. No obstante, podemos llevar a cabo un intento de hur-
gar en ellas a través de testimonios, ya existentes entonces, como la escritura; porque,
examinados desde este punto de vista, los sistemas gráficos pueden ser tomados por
mecanismos preservadores de los saberes científicos en manos del grupo propio.
El mejor procedimiento de que se dispone en la actualidad para garantizar la
propiedad de los progresos científicos y técnicos es el sistema de patentes. La rela-
ción entre la invención y este mecanismo de protección de sus resultados es hoy tan
profunda que casi no se concibe lo uno sin lo otro. Las patentes constituyen así la
garantía de que el nuevo descubrimiento contará con la correspondiente coraza pro-
tectora para su autor o para quien ha sufragado los gastos ocasionados para encon-
trarlo, en el sentido de que éstos verán de alguna forma recompensada su inversión
de trabajo y capital. En el caso de los descubrimientos astronómicos del clero fenicio,
su posible fuga del marco de la comunidad de origen se evitó en gran medida gracias
a la escritura, porque, entre los diversos usos de ésta, el ceremonial estaba limitado a
126 José Luis Escacena Carrasco

los especialistas en el culto (Oppenheim 2003: 222). A primera vista, tal afirmación
podría parecer paradójica, sobre todo porque lo que nos viene a la mente de forma
inmediata es que cualquier sistema gráfico escrito cumple como función primordial
la labor de comunicar algo. Sin embargo, al ser muy restringidos su dominio y su uso
en las culturas antiguas, la transmisión de ideas mediante pictogramas o grafemas
de cualquier clase devino todo lo contrario, es decir, constituyó la garantía de que el
contenido de cualquier texto sólo estaría disponible para sectores minoritarios de la
sociedad. Esta interpretación no es necesariamente darwinista, y de hecho ha sido
reconocida por quienes estudian las diversas escrituras de la Hispania protohistórica
al señalar su carácter “un tanto esotérico” (De Hoz 1989: 549). Por esta capacidad
para reducir el ámbito al que se propagan los nuevos conocimientos científicos, no
puede extrañar que los distintos sistemas gráficos orientales surgieran en los templos,
lo que en ningún caso se opone a los tradicionales argumentos que vinculan su origen
al control administrativo de tierras, productos y mercancías. En Tartessos, una de las
provincias más occidentales de la colonización fenicia, el ejemplo quizás más antiguo
de escritura procede precisamente de un santuario. Se trata del epígrafe que la Astarté
del Carambolo muestra bajo sus pies, en el que dos devotos de la diosa le agrade-
cen una gracia concedida. La leyenda no contiene ningún conocimiento práctico de
astronomía ni nada que pueda tenerse por saber científico, pero su mera presencia en
un lugar sagrado sugiere que era en aquel ambiente donde alguien podía redactarla y
entenderla. Esta geografía restrictiva del uso de la escritura es lo que ahora me inte-
resa resaltar, y me lleva necesariamente a coincidir con quienes sostienen el carácter
iletrado de la mayor parte de la población turdetana (Chic 1999: 179).
Si la escritura supone una manera de ocultar mutaciones meméticas, sea este
efecto buscado o no, su misma diversidad puede leerse desde el punto de vista evo-
lutivo como una insistencia en la misma dirección. De esta manera, el mosaico polí-
tico propio del sistema oriental de ciudad estado, replicado a lo largo y ancho de
los territorios coloniales fenicios sea bajo el modelo monárquico sea como otras
formas de gobierno, representó el ecosistema idóneo para esta radiación evolutiva,
sólo reprimida con cierto éxito por unas transacciones comerciales necesitadas de lo
contrario, esto es, de una lengua y de un sistema gráfico francos. Se comprende así,
al menos, la existencia de escrituras diversas entre las distintas regiones lingüísticas
prerromanas de Hispania (Pérez Vilatela 2004), porque unos grupos étnicos verían en
los demás a «los otros», y porque los intercambios económicos entre ellos no alcan-
zarían la importancia que tuvieron en la comunidad semita. Entre los fenicios, los
estrechos vínculos comerciales que ataban unas con otras a sus propias comunidades
coloniales, y a éstas con las metrópolis, supusieron sin duda una fuerza que operaba
contra la diversificación.
Pero el recurso que en las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo impidió la
circulación ilimitada de los descubrimientos científicos fue el empleo por los sacerdo-
tes de una lengua extraña a la comunidad en la que desempeñaban su ministerio, una
lengua que a veces era la progenitora de la que hablaba a diario la población pero que
ésta ya no entendía. Esta costumbre, surgida tal vez de la necesidad de interpretar
textos sagrados redactados en épocas más arcaicas, está atestiguada en un sinfín de
casos asiáticos, así como en el mundo egipcio. Empero, se ignora si los fenicios del
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 127

primer milenio a.C. la practicaban porque no existe documentación suficiente para


resolver este extremo. En el contexto de nuevo del suroeste ibérico, y sin que pueda
confundirse lengua con escritura, el sistema gráfico conocido como tartésico, pro-
bablemente surgido en ámbitos religiosos, copió precisamente unos signos vetustos
del alfabeto fenicio, más arcaicos que los usados comúnmente por los colonos cana-
neos cuando llegaron a esos territorios en el siglo VIII a.C. o poco antes. Tal vez las
contradicciones señaladas por J. de Hoz (1986: 76 y 80-82) entre las primeras fechas
de la colonización de Hispania y las relativas a la expansión de los sistemas gráficos
puedan encontrar respuesta en esta explicación del papel evolutivo jugado por los
sacerdotes fenicios, según la cual éstos pudieron haber utilizado en los momentos en
que accedieron a las nuevas patrias una escritura litúrgica diferente a la empleada a
diario por su propia comunidad. Resta saber si también un lenguaje distinto. Una
modalidad criptográfica parecida a la que propongo para el clero fenicio usó en
determinadas circunstancias el mundo faraónico (Hornung 1992: 33-34), y hoy los
sacerdotes cristianos coptos de Etiopía.
Los mecanismos adaptativos que preservan los memes positivos para uso exclu-
sivo del grupo propio derivan, pues, de poderosas razones evolutivas, y revalidan
de nuevo la conocida experiencia darwinista de que la selección natural no actúa
casi nunca considerando a la especie en su conjunto sino a partes de ella. A estas
fracciones, conocidas en biología como poblaciones, nos referimos los historiadores
y arqueólogos como etnias, naciones, pueblos y grupos humanos, entre otras deno-
minaciones. La equiparación del clero fenicio a las subpoblaciones bacterianas que
actúan para sus propias comunidades como hipermutadoras, dotándolas de cambios
genéticos al azar algunos de los cuales devienen adecuados para escapar de contextos
hostiles (antibióticos) y seguir aumentando así la demografía, sugiere que la cesión
horizontal de genes y memes tiene barreras. También en relación con el comporta-
miento humano, la selección natural, que en este caso interviene como selección de
grupo o interdémica, ha originado filtros inhibidores de la circulación de memes sin
nada a cambio desde las poblaciones inventoras hacia otras distintas. Tales mecanis-
mos de encriptación de las mutaciones de la conducta adoptaron distintas manifes-
taciones rituales, muchas de ellas todavía por investigar en su papel evolutivo. Pero
este enfoque evolucionista permite identificar ya uno de los principales símbolos que
en la época servían para reconocer al clero como garante de esos procedimientos de
ocultación: los collares sacerdotales.
En su trabajo sobre el clero en la cultura ibérica, T. Chapa y A. Madrigal (1997:
193 y fig. 1) recogen algunos testimonios arqueológicos de este emblema. Casi como
único revestimiento litúrgico, las representaciones protohistóricas de sacerdotes –que
se identifican como tales gracias a la tonsura correspondiente– exhiben brazaletes y
collares, unas piezas que no faltan en el tesoro aparecido en el santuario del Caram-
bolo. Esos collares portaban por lo general sellos, que en Oriente eran, al menos desde
la Uruk del cuarto milenio a.C. (Liverani 1995: 113), símbolo de la preservación de los
secretos divinos cuando se utilizaban en ambientes religiosos. En consecuencia, y por lo
que se refiere a la provincia colonial que los fenicios organizaron en Tartessos, el collar
del Carambolo puede considerarse uno de los ejemplares más singulares del atuendo
que más identificaba al clero de origen oriental, trasladado hasta el sur de Hispania
128 José Luis Escacena Carrasco

como el sacerdote Zakarbaal a Cartago en compañía de la reina Elissa. Según la nueva


función que he trabajado con F. Amores sobre el conjunto de joyas del Carambolo
como equipo para el sacrificio de bóvidos (Amores y Escacena 2003), esta pieza pudo
contar sólo con siete sellos desde su origen. De hecho, las dos cadenillas que cuelgan,
y que han dado pie a creer que falta un octavo, pueden interpretarse también como
los dos extremos de un solo cordón que serviría de sostén a todos los sellos. Así, de
ser cierta esta conjetura, el propio número siete representaría otro elemento simbólico
más. Recuérdese al respecto que, siguiendo una arcaica tradición veterotestamentaria,
son siete los sellos que refiere San Juan (Apocalipsis 4-8) como cerraduras mistéricas.
Una reflexión más acerca del papel jugado por el clero fenicio en la transforma-
ción y dispersión de sus propias comunidades se refiere a la explicación evolutiva de
algunas figuras que pudieron parasitar el sistema: los profetas. Frente a la norma
cananea arcaica de escribir sobre tablillas de barro, el uso del papiro por los fenicios
del primer milenio a.C. nos ha privado de la documentación que podría aclarar si en
dicho mundo abundaron los “hombres de dios”, como les llaman a veces los textos
bíblicos y otras fuentes orientales (Mayoral 1997: 42). Aunque este mismo término
de “hombre de dios” está documentado en el mundo tirio (cf. Lipinski 1970: 41), des-
conocemos si las migraciones coloniales arcaicas difundieron a dichos personajes por
las tierras de ultramar hasta Tartessos. En contraste con el auténtico sacerdote anti-
guo, el profeta no tiene como cometido mutar los memes científicos, sólo entiende de
cuestiones morales y marca a la comunidad la senda del buen proceder, un camino
que viene señalado precisamente por lo ya conocido, por el comportamiento arquetí-
pico y no por la innovación. Aunque apelar a la ley consuetudinaria compete también
al clero arcaico, el profeta hace de esto su único nicho ecológico. Tal exclusividad
exige una relación fluida con la mayor parte de la población, y selecciona a la larga
para su expresión verbal una lengua que entienda bien la gente común. No es casua-
lidad, por tanto, que la extrema necesidad de transferir memes religiosos morales en
los que se tiene una fe sólida aparezca en algunos textos sagrados antiguos ayudada
por milagros que proporcionan el don de lenguas16. En cualquier caso, la emulación
de los sacerdotes pudo suscitar en los profetas la utilización circunstancial de abra-
cadabras poco inteligibles (García Recio 1997: 109). Por esta ruta, la imitación del

16. En Marcos (16, 17): se dice: “A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echa-
rán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no
les dañará, ...”. Más explícitos son los Hechos de los Apóstoles (2, 1-12): “Al cumplirse el día de Pentecos-
tés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un
viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas,
lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y
comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse. Residían en Jeru-
salén judíos varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habiéndose corrido la voz, se juntó
una muchedumbre, que se quedó confusa al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de
admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno
en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos elamitas, los que habitan Mesopotamia,
Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y
los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas
las grandezas de Dios. Todos, fuera de sí y perplejos, se decían unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? Otros,
burlándose, decían: Están cargados de mosto”. Traducción de Nácar y Colunga (1991). De esta versión al
castellano se han tomado también los demás textos bíblicos citados aquí.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 129

clero les condujo a veces a la emisión de oráculos, que en la tradición bíblica casi
siempre intentan la reentrada del pueblo en la norma moral correcta o anuncian gra-
ves penitencias a los enemigos de la comunidad. Como la falsa avispa que, sin gastar
en veneno, exhibe su atuendo negro y amarillo como señal de peligro, el profeta vive
de forma parecida al sacerdote y medra por los alrededores de templos y sacristías.
Cumple en los sistemas religiosos semitas del primer milenio a.C. el papel de pastor
de ovejas descarriadas del sendero que alguna vez los héroes, los dioses o los ante-
pasados míticos dieron por bueno, y señalan por tanto el pecado en su acepción his-
tórica más arcaica, la que reconoce que todo acto humano, para ser tal, debe contar
con un ejemplo mítico acontecido in illo tempore (Eliade 1972: 34-39). Desde una
perspectiva evolucionista, el profeta es muy gravoso para su propia comunidad, toda
vez que, mimetizando al clero genuino, está exento de labores manuales. Una excesiva
cantidad puede resultar casi un despilfarro. En consecuencia, un análisis darwinista
estaría en condiciones de predecir que su alto precio para el grupo debió contener
su número en una proporción considerablemente menor que la de los verdaderos
sacerdotes en el caso de que las dos figuras estuviesen nítidamente separadas. Pero
una tendencia evolutiva también probable pudo potenciar la adopción por el clero del
acervo moral representado por la actividad profética. Por lo que parece, y a la luz de
la escasa documentación disponible, esta segunda opción tiene datos a favor para el
caso fenicio, porque sus sacerdotes tutelaban la piedad nacional y velaban por su fiel
cumplimiento (Jiménez y Marín 2002: 80).
Toda esta interpretación darwinista evidencia vastas incompatibilidades con
otras escuelas arqueológicas e históricas. Como ya advertí al comienzo, casi todas las
tendencias teóricas y metodológicas del análisis histórico han destacado la labor de
los ministros del culto como garantes del mantenimiento y reproducción de la des-
igualdad social, entendida esta última, además, no como algo normal en casi todas
las especies gregarias del reino animal sino como una secuela perniciosa del naci-
miento de la agricultura humana. La lectura más frecuente entre los especialistas
en Protohistoria hispana asume esa explicación (cf., entre otros, Chapa y Madrigal
1997: 192), que es también la más común en la literatura especializada sobre la his-
toria del Próximo Oriente antiguo (cf. Liverani 1995: 119). Mas, para la Arqueolo-
gía Evolutiva, la valoración del papel histórico del clero antiguo tiene que huir de
análisis que contengan juicio moral alguno apoyado en criterios éticos de nuestra
sociedad actual; en consecuencia, ha de llevarse a cabo exclusivamente en función
de su aportación al crecimiento demográfico y a la correspondiente dispersión de
las comunidades en que tales especialistas se desplegaron. Estas dos variables (auge
poblacional y expansión geográfica) representan los marcadores ideales para valo-
rar la aptitud (fitness) de individuos y poblaciones, así como el único instrumento
científico posible para aplicar al hombre el mismo medidor de adaptación que a los
demás seres vivos. Con este enfoque evolucionista darwiniano puedo reconocer en el
sacerdocio fenicio un cometido clave en la diáspora de su gente: el de ser depositario
y garante de los conocimientos astronómicos necesarios para la navegación marítima
de altura, a la vez que acrecentadores de este acervo científico. No en vano, recordaré
de nuevo que la fundación de muchas colonias importantes iba acompañada, cuando
no precedida, de la correspondiente consagración de santuarios, edificios que a veces
130 José Luis Escacena Carrasco

ordenaban incluso la trama urbana nacida en su entorno. No resulta en absoluto gra-


tuito desde el punto de vista evolutivo que se conozcan expediciones colonizadoras
orientadas por los correspondientes oráculos. Estrabón (III, 5, 5) recogió de Posido-
nio uno sobre el nacimiento de Cádiz, como cabría esperar repleto de referencias a
características geográficas del nuevo enclave y de alusiones a interpretaciones sobre
los sacrificios que en buena lógica deberían llevar a cabo los especialistas en el culto:

Acerca de la fundación de las Gadeira, los gaditanos dicen recordar lo que sigue: que
un oráculo ordenó a los tirios fundar un establecimiento en las Columnas de Hércules;
los enviados a hacer la expedición llegaron hasta el estrecho que hay junto a Calpe y
creyeron que los promontorios que forman el estrecho eran el fin de la tierra habitada y
el límite de las aventuras de Hércules. Suponiendo entonces que allí estaban las columnas
citadas en el oráculo, anclaron en cierto lugar de más acá de las Columnas, en donde está
la ciudad de los exitanos. Pero, como en este punto de la costa sacrificaran a los dioses sin
que el resultado fuera propicio, se volvieron. Tiempo después, los enviados rebasaron el
estrecho, y llegaron a una isla consagrada a Hércules situada junto a Onoba, ciudad de
Iberia a unos mil quinientos estadios fuera del estrecho; como creyeran que estaban allí
las Columnas, hicieron nuevos sacrificios a los dioses, pero de nuevo fueron contrarias las
víctimas; así que regresaron a la patria. En el tercer viaje fundaron las Gadeira y levanta-
ron el santuario en el extremo oriental de la isla y la ciudad en el occidental.

Más sobre fenicios y arqueoastronomía


protohistórica hispana

En el apartado anterior cité varias veces los altares de barro en forma de piel de
toro de algunos santuarios hispanos del primer milenio a.C. Toca ahora profundizar
en ellos, sobre todo en la simbología de su forma y de sus colores y en los lazos que
su especial diseño y orientación pueden tener con determinados dioses del panteón
fenicio. Son tales vínculos, hasta ahora no comentados por mí, los que permiten esta-
blecer una más que posible relación entre los templos que los cobijan y una divinidad
omnipotente que, entre los colonos semitas, puede identificarse con Baal (el Señor)
en su calidad de numen masculino genérico, con acepciones concretas como Reshef
o Melqart, entre otras. Mostraré que en este auténtico desciframiento he tenido la
suerte de haberme topado en mis excavaciones con una pieza clave: el altar de Coria
(fig. 4). Si antes de su descubrimiento en 1997 estas aras se tenían por imitaciones de
la forma de los lingotes de cobre chipriotas de la Edad del Bronce, ahora es imposible
seguir sosteniendo tal equiparación.
El altar de Coria del Río es una plataforma exenta de barro de distintos colores
construida en el centro del tabernáculo más antiguo detectado hasta ahora en el
Santuario III de los cinco superpuestos ya localizados. Este templo corresponde al
edificio que funcionaba durante el siglo VII a.C. Es cierto que su silueta subrectan-
gular, con lados cóncavos y apéndices desarrollados en las esquinas, recuerda la de
los lingotes de cobre mediterráneos de origen chipriota, pero se parece mucho más en
todos sus detalles al diseño de las pieles de toro en la manera en que eran tratadas en
ese mundo protohistórico. Puede afirmarse hoy, más bien, que lingotes y altares no
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 131

Fig. 4: Altar de Caura en sus fases antigua (izquierda) y reciente (derecha).

muestran una relación directa padre-hijo, sino que pueden definirse como hermanos,
ambos descendientes en todo caso del diseño del pellejo extendido de los bóvidos. En
el caso de los lingotes, esta genealogía estaba de hecho plenamente asumida (Lagarce
y Lagarce 1997). Mi nueva propuesta sostiene que lingotes, altares, piezas de orfe-
brería, exvotos y objetos decorativos, así como otros elementos que adquirieron en
la época dicha forma, imitaron en última instancia la piel del animal y representaron
en parte la carga simbólica de aquélla. De nuevo, los procedimientos técnicos de la
teoría evolutiva pueden servirnos para aclarar tales lazos familiares (fig. 5).
En realidad, aunque me referiré a este altar en singular, el de Coria constituye el
resultado final de un proceso relativamente complejo de construcción y reconstruc-
ciones, una historia por lo demás común a otros ejemplares según muestran los del
santuario de Cancho Roano, en Extremadura (Celestino 1994). En nuestro caso se
trata básicamente de dos altares embutidos, de manera que el más reciente (fase B)
contiene al más antiguo y lo agranda (fase A). Merece la pena pararse en describir
sus detalles porque éstos suministran las claves fundamentales de su posterior inter-
pretación simbólica.
Para conseguir el primitivo (altar A) se fabricó primero, al parecer, una mesa
de planta rectangular de barro de color castaño, parte que hoy ocupa el centro de
la obra. A continuación, este bloque en forma de paralelepípedo se enlució con
una ancha capa de barro amarillento en la que se diseñó ya el contorno cóncavo
de los cuatro costados, además de una protuberancia bicorne en uno de los lados
menores, el que mira al nacimiento del Sol. Este apéndice disponía de menor altura
que la mesa del altar, y se hizo con el mismo barro claro del contorno. A modo de
cordón o moldura de media caña periférica, daba cobijo a una pequeña oquedad
132 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 5: Propuesta de cladograma filomemético de la piel de toro y sus imitaciones. Los cladogramas
evolutivos sólo expresan las relaciones de parentesco, no contienen información cronológica.

que pudo estar dedicada a contener una muestra de sangre de la víctima sacrificada
como ofrenda. Concluida así la estructura, sus cuatro caras verticales y esta pro-
tuberancia del flanco oriental se pintaron de rojo, siendo esta película de color en
realidad la misma que discurría por el suelo de toda la estancia, incluido un banco
también de barro que se levantó en el flanco norte, en paralelo al eje longitudinal
del altar.
El ara más vieja (fase A) funcionó así durante algún tiempo imposible de preci-
sar aún. Pero, quizá todavía en el siglo VII a.C., se remodeló en parte la capilla que la
contenía, lo que obligó a retocar también la mesa de sacrificios. Estas modificaciones
produjeron el altar B, que utilizó en realidad como matriz el preexistente. Comenzó el
cambio elevando el piso del tabernáculo y ensanchando el banco colateral. Al subir la
cota del pavimento, quedó oculto el apéndice bicorne del flanco oriental, pero no se
sustituyó por otro nuevo, permaneciendo ahora el segundo altar simétrico desde sus
cuatro costados. No obstante, como el ara inicial tenía más anchura en la base que en
su parte superior, al subir el nivel del suelo el altar resultó más estrecho y bajo que el
anterior. Se consideró necesario por consiguiente proporcionarle de nuevo anchura,
pero no así más altura. Por esta razón se le añadió un nuevo contorno amarillento
al ya existente, respetando en todo caso la silueta prístina de márgenes cóncavos que
daba al conjunto planta tetrápoda. Acabada la remodelación formal, se pintaron de
rojo otra vez todas las estructuras a excepción de la cara superior del altar. Como
sostendré, esta superficie debía mostrar siempre sus combinaciones cromáticas, sobre
todo porque sus colores proporcionaban el quid de la lectura simbólica del propio
altar, una clave comprendida por quienes lo erigieron y usaron.
Antes de la construcción del santuario siguiente (el IV), se procedió evidente-
mente a clausurar el templo anterior. Aunque las excavaciones no han ofrecido hasta
ahora muchos detalles de este ritual, parece claro que toda la capilla roja fue cubierta
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 133

intencionadamente con una capa de tierra con abundantes gránulos de cal y casi
virgen desde el punto de vista arqueológico. El altar fue respetado casi intacto bajo
este relleno. Estas circunstancias sugieren que, como aún ocurre en el ritual cris-
tiano, estamos ante el elemento litúrgico más importante después del propio dios,
por encima incluso de las representaciones divinas antropoformas que nos han lle-
gado de la época. De hecho, todos estas figurillas pueden tomarse por exvotos más
que por imágenes de culto propiamente dichas (Belén y Escacena 2002: 178).
Aparte de la silueta descrita, el altar de Coria tiene en su cara superior una
oquedad de planta subcircular u oval que ocupa aproximadamente el centro del
rectángulo de barro castaño. Este receptáculo contuvo en su día fuego o ascuas
encendidas, pues su fondo está endurecido y muy quemado, casi convertido en un
cuenco de cerámica. Tal característica supone una nueva garantía de su uso como
altar, pues otras mesas de barro del santuario carecen de esta peculiaridad. En con-
junto, puede ponerse en relación directa con los altares de barro de Cancho Roano,
que presentan esta misma forma a excepción de uno de planta circular. En cualquier
caso, los extremeños y los demás conocidos en la Península Ibérica responden al
modelo del altar B de Coria, el más reciente, y han servido para relacionar su figura
con la de los lingotes chipriotas de cobre. No obstante, a pesar de las evidentes seme-
janzas entre altares y lingotes, dos cuestiones impiden ahora seguir manteniendo
esta interpretación: las combinaciones cromáticas, que sin duda contienen un men-
saje que trasciende lo meramente decorativo, y el apéndice que presenta en su lado
oriental la pieza más vieja (altar A), elemento que proporciona también una clave
importante para ahondar en su significado simbólico. Así, S. Celestino (1997: 372)
ha señalado el parecido de estas aras con la piel del toro, por lo que si su filiación
se sigue vinculando a los lingotes es quizás por la existencia en Chipre a fines del
segundo milenio a.C. de una divinidad supuestamente relacionada con el lingote
que tenía su santuario en Enkomi (Ionas 1984: 102-105). No obstante, los detalles
constructivos de la pieza de Coria, sobre todo los relativos a su silueta y a la inten-
cionalidad de sus combinaciones cromáticas, aconsejan tomarla por la imitación
directa de las pieles. Tanta meticulosidad en su fabricación y en la búsqueda de
contrastes de colores debe obedecer a detalles simbólicos importantes, de los que
el mundo religioso está tan cargado. Curiosamente, las formas correspondientes a
las dos fases del altar de Caura pueden relacionarse estrechamente con la de los dos
«pectorales» del tesoro del Carambolo, piezas dotadas de indudable simbolismo
sagrado y sobre las que volveré. La búsqueda y el correspondiente hallazgo de las
claves que permiten acceder a este mensaje inducen a una relectura y distinta traduc-
ción de la forma de estas aras. En este sentido, la silueta y los colores corresponden a
la forma y a los colores reales que las pieles de los toros presentaban en la Antigüe-
dad después de su curación.
En egipcio medio, el ideograma usado para “piel de toro” recuerda esquemáti-
camente la forma de estos altares, si bien cuenta con un apéndice inferior correspon-
diente a la cola del animal (cf. Gardiner 1982: 464), un elemento desconocido en los
altares. En la arqueología hispana, la imagen más directa de cómo eran curtidas las
pieles de toros y cabras, o las zaleas de ovejas, aparece en algunas figurillas votivas
de caballos rescatadas en santuarios protohistóricos, cuando no en escultura pétrea.
134 José Luis Escacena Carrasco

Llevan estos équidos sobre sus lomos las correspondientes “sillas de montar”, que
nos sirven como fotos directas de la forma de trabajar entonces las pieles.
Fuesen éstas de bovino o de caprino, se recortaban en forma aproximada de X,
siendo los extremos del aspa las zonas correspondientes a las cuatro patas del animal.
Después se definía en el centro una parte en la que se preservaba el vello, mientras el
contorno se rasuraba para obtener una orla lisa y desprovista de pelo. Así, la peri-
feria tomaba el tono pajizo de los pellejos de panderos y tambores. Este resultado
puede constatarse con claridad en un exvoto del Cigarralejo (Murcia), y es el mismo
que de forma más esquemática presenta el caballo de bronce del santuario de Can-
cho Roano (cf. Celestino y Jiménez 1996: fig. 16). El arte egipcio reflejó con fidelidad
estas pieles con el rectángulo central peludo y los bordes rapados (cf. Delgado 1996:
fig. 81). Y esto es lo que el altar de Coria refleja puntualmente: la piel de un toro
castaño con los flancos amarillentos del cuero depilado.
Pues bien, en la forma elemental de la fase B del altar de Coria, estas aras se
prodigaron por diversas áreas de la Península Ibérica. En algún caso, la bicromía
que marca la diferencia entre la parte central y la periférica se observa también en
cubiertas de sepulturas que muestran el mismo diseño, como ocurre en la necrópolis
albaceteña de Los Villares (Blánquez 1992: lám. 2). Y, aunque a veces no se des-
cendiera a tanto detalle, la mera silueta evocaba su significado, permitiendo así su
evolución hacia un simbolismo más abstracto. Por lo demás, en el registro arqueo-
lógico son cada vez más abundantes los testimonios que pueden ser interpretados
o releídos como altares o como elementos litúrgicos diseñados con la misma forma
y significado: sendas “fuentes” de bronce aparecidas en La Joya (Garrido y Orta
1978: láms. XXXI-XXXII) y en la Mesa de Gandul (Fernández Gómez 1989), una
pieza de oro del Instituto de Valencia de Don Juan (Kukahn y Blanco 1959: fig. 6),
la posible tapadera de cajita en cerámica de la sepultura de El Carpio (Pereira y De
Álvaro 1986: 39), un exvoto de barro cocido de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3), un altar de piedra de Villaricos (Belén 1994: fig. 4:6), algunas tapas
de tumbas de la necrópolis murciana de Castillejo de los Baños (García Cano 1992:
321), el empedrado de base de la torre funeraria de Pozo Moro (Almagro-Gor-
bea 1983: fig. 6), el probable altar del poblado alicantino de época ibérica del Oral
(Abad y Sala 1993: 179), unas cajas cinerarias del yacimiento portugués de Neves,
en el Alentejo (Maia 1985-86), etc., etc. Requieren alusión especial en esta lista los
llamados «pectorales» del tesoro del Carambolo (Carriazo 1973: fig. 74), sobre todo
porque reflejan con fidelidad, y a la vez con un esquematismo simbólico profundo,
la manera de trabajar las pieles de toros en este mundo protohistórico. Pese del
alto grado de abstracción de tales joyas, reflejan la silueta del cuero del animal y el
reborde libre de pelo, además de la porción de piel del cuello convertida ya en una
protuberancia de significado prácticamente desconocido antes del hallazgo del altar
de Coria. Este apéndice, que Carriazo interpretó como artilugio de suspensión, se
ha advertido también en el ejemplar que hoy carece de él (Kukahn y Blanco 1959:
39; Carriazo 1973: 130; Perea y Armbruster 1998: 127), por lo que los dos supuestos
pectorales presentaron en su día la forma más antigua y canónica de la piel del toro,
la misma que muestra el altar de barro de Coria en su momento inicial (fase A).
Desde este diseño, y por una simplificación posterior del signo sin pérdida de su
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 135

carga simbólica, muchos objetos religiosos que imitaban estas pieles evolucionaron
hacia la pérdida del apéndice alusivo al cuello. Los mismos altares y las cubiertas
de enterramientos prescindieron de esa protuberancia para adquirir simetría desde
­cualquiera de sus ­cuatro flancos. No obstante, mantuvieron con frecuencia los con-
trastes de colores como evidencia del diferente tratamiento de la piel en su derredor
y en su parte central. En la fase A del altar de Coria, la más realista, se mantiene
aún el apéndice del cuello en la parte que mira al orto solar, un elemento que todavía
hoy poseen los cueros de bóvidos cuando se curten para la elaboración de zahones
y que aparece ya representado en las pieles del disco de Phaistos. En nuestro altar,
esta zona presenta un pequeño receptáculo contrario a la idea de superficie plana
que trasmite una piel. La excavación de este punto no condujo a ningún hallazgo,
pero el ara circular de Cancho Roano muestra también en su zona oriental una
protuberancia que dispone de una oquedad parecida. Allí, dicho hoyuelo contenía
un cuenco de cerámica en el que se pudo depositar algún líquido durante las cere-
monias litúrgicas (Celestino 1997: 373). Por tanto, quizás el altar de Coria dispuso
de un recipiente similar. Durante los actos de culto, este hueco o la vasija que se
colocara en él pudieron contener sangre de la víctima sacrificada, ya que los toros
se degollaban y desangraban por esta parte, la base del cuello. Ya el altar minoico
del palacio de Phaistos muestra figuras de toros y espirales dobles de pintura roja
que se han interpretado precisamente como imágenes de los animales ofrecidos a la
divinidad y de la sangre derramada sobre el ara (Pelon 1984: 69). Tales sacrificios y
su correspondiente liturgia no fueron tal vez diferentes de la dramatización reflejada
en un exvoto ibérico de bronce en el que toda la acción se representa precisamente
sobre una piel de toro (Obermaier 1921).
Los argumentos con los que quiero concluir mi trabajo necesitaban esta extensa
demostración de que los altares de barro protohistóricos y los demás elementos
arqueológicos que presentan su misma forma no imitan a los lingotes de cobre de
origen chipriota. De esta otra hipótesis sobre lo que emulan se han derivado inter-
pretaciones que relacionan este singular símbolo de la Hispania fenicia con el poder
económico y político de príncipes o reyes (cf. Almagro-Gorbea 1996), dejando en
un segundo plano su significado cultual. Empero, si se identifican como imitaciones
de pieles de toros, la lectura religiosa puede adquirir el papel principal. De hecho, la
documentación arqueológica hispana está repleta a lo largo de todo el primer mile-
nio a.C. de imágenes de toros que son algo más que animales.
En el yacimiento bajoandaluz de Montemolín, por ejemplo, algunas vasijas orien-
talizantes se decoraron con procesiones de bóvidos (De la Bandera 2002: lám. II), que
pueden representar tanto víctimas sacrificiales como la encarnación del propio dios
al que se destinaban. En un caso, uno de esos bóvidos parece llevar sobre su lomo un
dorsuale, el fajín típico con el que en muchas regiones del Mediterráneo se adornaban
los animales que desfilaban en procesión hacia el altar, mientras que se ambienta la
escena con una cenefa de asteriscos en forma de molinete (Chaves y De la Bandera
1992: fig. 7). Esta combinación de toro sagrado y estrella es bien conocida en el
Mediterráneo oriental desde mucho antes del primer milenio a.C. (cf., entre otros,
Delgado 1996: lám. 30), sin que disponga en cambio de precedente alguno en la Ibe-
ria prehistórica. Si se identifica la estrella con Venus o el Lucero –Astarté entre los
136 José Luis Escacena Carrasco

fenicios17–, es evidente que el toro personifica a Baal, la divinidad genérica masculina


inseparable de Astarté en el panteón sagrado fenicio.
Además de estas manifestaciones y de otras imágenes de toros sagrados como
las que rematan algunos quemaperfumes de bronce, con posterioridad a la fase pro-
piamente orientalizante pero como reconocimiento del importante impacto fenicio
y púnico sobre los íberos, toda la vertiente mediterránea española conoció múltiples
representaciones de toros en la escultura en piedra, algunas de las cuales –caso de
la denominada “Bicha de Balazote” por ejemplo– dispusieron de cabezas antro-
pomorfas como clara manifestación de dioses que eran a la vez bestias y hombres.
Esta asociación parece un legado de la colonización semita iniciada en el siglo VIII
a.C., a su vez heredera de la tradición cananea del segundo milenio a.C. que identi-
ficó en su literatura sagrada al dios masculino con el toro. Abundan estas metáforas
en los textos litúrgicos ugaríticos, en especial en los del ciclo de Baal (cf. Del Olmo
1998: 132-133).
En el presente trabajo, mi interés por relacionar los altares de barro protohistóri-
cos hispanos con el toro a través de la imitación de su piel extendida radica fundamen-
talmente en dos cuestiones. Como acabo de establecer, la primera es la vinculación
de la divinidad a la que esas aras servían con el animal más fuerte que conocieron las
culturas mediterráneas de entonces, una especie con larga tradición simbiótica con el
hombre al menos desde el Neolítico. La segunda se deriva de la primera, y consiste
en la identificación de la fuerza del toro con la potencia del astro más importante
para la vida humana que preside la bóveda celeste, el Sol. En relación con estos
vínculos, podemos recordar el caso egipcio del toro Apis con el disco solar entre sus
cuernos; pero lo que más me interesa ahora recalcar para reforzar esta hipótesis es la
orientación astronómica de los templos y de sus aras. En este sentido, ya el santuario
extremeño de Cancho Roano muestra unas evidentes ataduras con el Sol tanto en la
orientación de su eje y entrada hacia el este como en la disposición de sus altares de
barro. Lo mismo puede observarse en el templo más antiguo de Coria, cuyo único
muro localizado hasta hoy ofrece esa misma alineación, y por supuesto en su altar.
Como tercer ejemplo puede proponerse el del poblado ibérico alicantino de El Oral.
Allí, la extraña divergencia que presentan los ejes del elemento en forma de piel de
toro y del edificio que lo aloja exige una explicación, la más plausible de las cuales
es la búsqueda del orto solar por parte del primero. Esta solución permitiría definir
como altar propiamente dicho esta especie de impronta que ocupa el centro de la
estancia. Mi conclusión parcial, en fin, a este particular asunto, se puede plasmar
en la recomendación a los arqueólogos de que incluyan entre sus preocupaciones la
búsqueda de estos rasgos. No soy yo el primero, en cualquier caso, que ha percibido
este desajuste de paralaje entre algunos altares y sus respectivos templos ni la razón
que puede dar cuenta del mismo (cf. Moneo 1995: 248).

17. Está tan reconocida esta identidad que resulta innecesario argumentar aquí nada a su favor. En
cualquier caso, recordaré que la forma más simple de representar la estrella en esta época es un simple
asterisco con diferentes versiones (fundamentalmente × o la superposición de + y ×), mientras que la
más usada por los gustos orientalizantes desde el siglo VII a.C. en adelante es la roseta (Belén y Escacena
2002: 174-176; Escacena 2004b: 33-37).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 137

Por más que he buscado estas cuestiones en la prehistoria hispana a ver si tuvie-
ran un sustrato prefenicio, yo no he encontrado tales posibles precedentes. Los
denominados “altares de cuernos” de época argárica nada tienen que ver con los
que ahora nos ocupan. Si tienen vínculos mediterráneos, es evidente que recuerdan
mucho más a los del mundo palacial cretense. Los protohistóricos discrepan radi-
calmente de aquéllos en su diseño extremadamente plano, hasta el punto de que a
veces sólo superan el propio nivel del suelo en sus bordes y en escasos centímetros.
Esta característica se explica bien por la sensación de alfombra que proporciona una
piel extendida, y puede incluso tener un apoyo moral en textos bíblicos que hablan
de la construcción de altares de barro planos, sin podios ni escaleras de acceso18.
En cambio, aunque conocemos muy mal en el Mediterráneo oriental la arqueología
de estos débiles elementos de tierra por la búsqueda de la espectacularidad que ha
caracterizado allí tradicionalmente a los trabajos de campo, la misma forma de los
hispanos muestra ya un altar de barro anatólico del tercer milenio a.C. (Gil e.p.), y
tal vez se refieran a este tipo los citados en algunos textos veterotestamentarios19. Es
más probable, por tanto, que estas aras llegaran a Occidente de manos de la colo-
nización fenicia, y quizás filtradas por una fuerte influencia de fenicios de Chipre
o de gente de Siria, lugares donde encuentran estrechas semejanzas muchas de las
cosas más viejas que la expansión semita llevó hasta la Península Ibérica. Su origen
oriental queda igualmente reforzado por la presencia en la residencia de Sargón II
en Khorsabad, en la cuenca alta del Tigris, así como en otros palacios asirios y sirios
(Kukahn y Blanco 1959: 42), de pinturas murales en las que dos toros miran hacia un
posible altar con forma de piel extendida que presenta en su centro un círculo indi-
cador del hogar. Dicho elemento resulta extremadamente parecido al que muestra
un exvoto hallado en el yacimiento sevillano de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3) (fig. 6). A la luz de la información suministrada por los altares de la
Península Ibérica y por la mitología fenicia sobre Baal, que situó la muerte del dios
al comienzo del verano (solsticio de junio) y entre dos toros según la tradición del
culto de Adonis heredada en tiempos romanos (Du Mesnil 1970: 108), esta escena
mitológica del palacio asirio cabe interpretarla tal vez como la representación de la
muerte del propio Baal en el altar como víctima de salvación, ya que es esta divini-
dad oriental el ejemplo más claro de numen salvífico entre las varias deidades que,
de alguna manera, adquieren nueva vida después de morir (Xella 2001: 80). Resulta
por tanto evidente que el llamado “dios del lingote” chipriota, denominado así por
haber sido caracterizado en exvotos de bronce sobre una peanilla con ese diseño en X
(Ionas 1984: 102-105), no puede ser más que la representación de la divinidad sobre
el propio altar. Dicha identificación hablaría de la inadecuación del nombre usado en
la literatura arqueológica, pero también de la necesaria existencia en su día de altares
con esta forma en Chipre. Por tanto, si mi propuesta es correcta, esa misma hipótesis
predice su posible hallazgo futuro en la isla.

18. “No subirás por gradas a mi altar, para que no se descubra tu desnudez” (Éxodo 20, 26).
19. “Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos, tus hostias pacíficas, tus
ovejas y tus bueyes” (Éxodo 20, 24).
138 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 6: Arriba, pintura del palacio de Sargón II en Khorsabad. En la parte inferior, exvoto en
cerámica procedente de Setefilla (Lora del Río, Sevilla). En ambos casos, el altar en forma de
piel de toro contiene en su centro la representación del círculo alusivo al hogar.

Los últimos trabajos en el Carambolo han puesto al descubierto un espectacu-


lar altar de este tipo20. Como cabía esperar de la sensación que produce una piel
extendida sobre el suelo, no levanta del propio pavimento de arcilla más que escasos
centímetros (fig. 7). Es más, esa altura la alcanzó después de múltiples repintados y
recrecimientos, pues en su origen fue una simple impronta sobre el piso de la estancia
que lo acoge, una enorme sala rectangular orientada al este con bancos de barro a
todo su alrededor que se decoraron con un zócalo ajedrezado en negro y rojo (fig. 8).
Todo este complejo se fecha en una primera aproximación provisional a finales del
siglo VIII o comienzos del VII a.C. El altar del Carambolo confirma la interpretación
como santuario del asentamiento que ocupa la cima del cerro. Como estaba cantado
además, la más que esperada aparición del mismo por quienes formábamos parte del
equipo de trabajo ha convertido en tesis la hipótesis deducida del altar de Coria de
que tales aras buscaron intencionadamente con su eje longitudinal mirar al punto del
horizonte por el que se levanta el Sol el día del solsticio de verano y al que se pone
en la jornada del solsticio de invierno (figs. 9-11). Creo adecuado por tanto seguir
llamándoles, por este particular, altares helioscópicos, término que propuse en un

20. Con una longitud de casi 4 m, se trata de un hallazgo realizado en los últimos días de la campaña de
2004. Dispongo de estos datos gracias a los excavadores, que me han remitido un breve avance de los mis-
mos añadido a la comunicación que presentaron al III Simposio Internacional de Arqueología de Mérida
(Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 139

Fig. 7: Fase más antigua de un altar en forma de piel de toro del Santuario de Astarté
en el Carambolo. Corresponde a una capilla posiblemente consagrada a Baal.

Fig. 8: Decoración geométrica pintada en un banco de adobe de la capilla de Baal


en el Santuario del Carambolo.
140 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 9: Orientación helioscópica del altar de Baal en el Carambolo. La imagen se ha elaborado


a partir de los planos publicados por los excavadores, que señalan el Norte magnético.

trabajo anterior (Escacena 2002b: 49). Pero el del Carambolo me va a permitir pro-
fundizar aún más en esta lectura arqueoastronómica que tiene que ver con los toros,
con el Sol, con los dioses y con los sacerdotes fenicios, avanzando una serie de ideas
que no son más que nuevos reclamos para proseguir la investigación por esta ruta.
Hace casi veinte años que F. Amores me comunicó una hipótesis funcional sobre
el tesoro del Carambolo que rompía con casi todo lo dicho hasta entonces. La idea me
cautivó de inmediato, pero entonces aún parecía prematura su publicación dado que
todavía era sólo una intuición. Con el tiempo, temí que la inclinación profesional de mi
colega hacia la arqueología medieval y moderna acabara por dejarla inédita, así que le
propuse trabajar en ella juntos. Mi misión consistiría en recopilar los datos para sos-
tenerla y darle forma. Un primer avance de la misma se ha publicado no hace mucho
(Amores y Escacena 2003). Paralelamente, parece que la fortuna procuraba socorrer-
nos con una serie de descubrimientos arqueológicos que la reforzaban cada vez más.
La nueva interpretación reconoce que la tecnología con que se fabricó el con-
junto de joyas tiene componentes tanto atlánticos como mediterráneos, es decir, es
producto de contactos entre la tradición occidental del mundo indígena tartésico y
los conocimientos fenicios sobre orfebrería. Tal extremo se asume normalmente entre
los especialistas en el tema (De la Bandera 1987; Perea y Armbruster 1998). Pero esa
síntesis de tradiciones técnicas en absoluto implica que su uso, función y significado
simbólico sean también resultado de una amalgama étnica y cultural, algo que se
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 141

Fig. 10: El Carambolo.


Amanecer del 21 de junio de
2004 (solsticio de verano).
En primer plano, el altar de
Baal, cuyo eje se prolonga en
dirección a la salida del Sol.

Fig. 11: El Carambolo. Ocaso del


21 de diciembre de 2004 (solsticio
de invierno). La prolongación del
eje del altar (oculto en la foto por
construcciones recientes) apunta
hacia el punto del horizonte por
donde se esconde el Sol.
142 José Luis Escacena Carrasco

derivó del análisis tecnológico como un axioma más de los muchos que han lastrado
los estudios sobre Tartessos. Por el contrario, todas estas otras cuestiones quedan
bastante iluminadas cuando se interpreta el tesoro desde la hipótesis que reconoce
una presencia colonial fenicia en el Bajo Guadalquivir mucho mayor de la que está
dispuesta a admitir la mayor parte de los arqueólogos. Con este enfoque, se trataría
de un servicio litúrgico exclusivo de la comunidad oriental que fundó la ciudad de
Sevilla (Spal) y que paralelamente levantó al menos dos santuarios en las cercanías:
uno para Baal Saphon en Caura y otro para Astarté en el Carambolo. El lote esta-
ría compuesto por dos subconjuntos funcionales, uno lucido por los bóvidos que se
ofrecían en sacrificio a los dioses y otro que revestía al sacerdote que oficiaba.
Según he indicado antes, la iconografía antigua mediterránea en la que aparecen
elementos parecidos a los que componen el tesoro del Carambolo reserva, en efecto,
el collar y los brazaletes como elementos sagrados característicos de los sacerdotes.
En cambio, los denominados «pectorales» no aparecen en esas imágenes con dicha
función, sino como adornos sobre la testuz en esculturas de bóvidos. Además de
algunos textos que hablan de la colocación de oro en los cuernos de los toros desti-
nados al sacrificio (Odisea 432-440)21, los testimonios más claros pueden ser el toro
ibérico de Villajoyosa (Alicante) (Llobregat 1974) y el guerrero de Lattes, de proce-
dencia francesa22. El primero es una cabeza de bóvido de época ibérica que presenta
en su frente un rebaje en forma esquemática de piel de toro para colocar allí una
posible pieza metálica de igual diseño. El segundo es una escultura de piedra de un
personaje masculino armado que lleva a su espalda lo que parece la representación
de una placa metálica. En esa pieza dorsal de la coraza se labró una cabeza de ani-
mal con el mismo símbolo sobre su frente (Py y Dietler 2003). En el conjunto áureo
del Carambolo estaríamos entonces ante dos atalajes sacrificiales para bóvidos y el
atuendo del sacerdote que hacía la ofrenda. Dado que los primeros presentan sendas
decoraciones distintas, F. Amores y yo hemos sugerido que el rito en el que interven-
drían esos adornos estaría básicamente definido por la muerte de un toro y de una
vaca. Este tipo de ofrenda fue común, por lo demás, entre las dedicadas a muchas
parejas de dioses mediterráneos; así que, de ser correcta esta hipótesis, los supuestos
pectorales podrían denominarse mejor frontiles, término que designa hoy a adornos
parecidos que portan los bueyes que participan en muchas romerías andaluzas.
Como uno de ellos exhibe como destacado emblema decorativo rosetas, no es en
absoluto descabellado sostener que, junto a las ocho placas rectangulares que llevan
el mismo adorno, sirvió para engalanar a la vaca de Astarté. De hecho, ya Kukahn
(1962) estableció con nitidez la relación entre la roseta y la diosa madre panmedite-
rránea, que se hace particularmente evidente en el caso de la Astarté fenicia y la Tanit
púnica (Aubet 1982: 37; Blázquez 1997: 80 y 85), una identificación apoyada poste-
riormente por nuevos documentos arqueológicos (Belén y Escacena 2002: 174-176).
Siguiendo este razonamiento, puede sostenerse por exclusión que el otro lote, tam-
bién compuesto por un frontil y ocho placas, embellecía al toro para Baal. Y como

21. Véase una posible aclaración del rito a partir del análisis del texto homérico en Pinza (1908).
22. Agradezco a Teresa Chapa el conocimiento de la existencia de este testimonio así como la indicación
de la bibliografía básica sobre el mismo.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 143

este subgrupo muestra como tema decorativo central hemiesferas, mi propuesta es


que con ellas se quiso aludir al disco solar, la principal epifanía celeste de la divinidad
masculina. De ser ello cierto, los frontiles del tesoro del Carambolo adquirirían todo
su significado sólo en la hipótesis de que el yacimiento fue básicamente y en primera
instancia un santuario y sus dependencias anejas. Pero ¿qué significaban en concreto
estos emblemas sobre la testuz de las bestias sagradas?
Creo haber demostrado sobradamente que los altares hispanos no imitaban direc-
tamente los lingotes de cobre chipriotas, sino que eran una copia fiel de las pieles de
toros tal como en aquella época se trabajaban. Ahora quiero defender que los adornos
con esta misma forma que embellecían a los toros en la procesión que precedía a su
muerte, aunque mostraban ese diseño alusivo en último término a la epidermis exten-
dida de los bóvidos, en realidad constituían un símbolo referido en principio al altar en
el que iban a ser inmolados. Marcaban así los frontiles el destino inmediato de las bes-
tias. En esta hipótesis entra en juego de lleno la orientación astronómica de las aras.
Como otros credos orientales, la religión fenicia prestó especial atención a los
conocimientos sobre el Universo. Camuflada bajo el aspecto de ritos litúrgicos con-
sagrados a divinidades astrales, la astronomía desempeñaba un papel práctico impor-
tante en la vida diaria, especialmente en la ordenación del calendario y de las tareas
regidas por él. Entre los fenicios, las labores agrícolas y la navegación constituían dos
actividades económicas claramente vinculadas a una determinación relativamente
precisa de la sucesión de las estaciones del año. En su acepción de Baal Cronos, este
cometido estuvo confiado al dios masculino; razón por la cual una de las misiones
de los sacerdotes fenicios de Gadir fue entender de las posiciones y movimientos del
Sol y de algunas constelaciones (Estrabón II, 5, 14; III, 1, 5; III, 5, 9). Ante la falta de
referencias más fijas, parece que los encargados de dicha precisión no pudieron esta-
blecer la fecha y situación astronómica de esta posición solar más que con referencia
a la línea del horizonte contemplada desde los santuarios, estableciendo en ella los
puntos más septentrionales (verano) y más meridionales (invierno) de los ortos y los
ocasos solares. En cualquier caso, el margen de error entre estos eventos y los ver-
daderos solsticios –estos últimos no tienen por qué coincidir con el momento exacto
en que el Sol toca el horizonte– era sólo de unas horas. Pero todo ello exigía conocer
con exactitud la salida y la puesta del Sol en alguna de las dos fechas solsticiales, la
de junio o la de diciembre.
La posición del altar de Coria, que privilegia el este sobre el oeste al disponer
hacia oriente la parte que representa al cuello de la piel de toro, sugiere que la jor-
nada elegida fue la que inauguraba el verano. Es posible que en esta predilección
fuera determinante ahora, si no el tiempo cronológico, sí el meteorológico. A la lati-
tud del Mediterráneo, las borrascas atlánticas que logran rebasar la Península Ibé-
rica y continuar en dirección este lo hacen especialmente a partir del otoño, para des-
plazarse más al norte de nuevo a lo largo de la primavera. Existía por tanto un buen
fundamento estadístico para que el calendario se estableciera con mayor precisión a
partir del control del solsticio de verano: durante la aurora, la ausencia de nubes o
de nieblas era con mucho más frecuente en el mes de junio que en el de diciembre.
En cualquier caso, esto no explica todavía por qué se eligió este solsticio y no el de
invierno para conmemorar la muerte del dios.
144 José Luis Escacena Carrasco

Las razones que dan cuenta de este otro problema están estrechamente ligadas a
los mitos orientales que acabaron por dotar a las divinidades de características antro-
pomorfas, con sus correspondientes ritos de paso según iban adquiriendo edad. Con-
centrado todo este ciclo vital en el ritual litúrgico que se distribuía a lo largo del año,
un mínimo conocimiento del peregrinar relativo del Sol por la línea del horizonte
tanto en su orto como en su ocaso permitía una fácil comparación de esos movimien-
tos de poco más de 365 días de duración con la vida casi humana de un dios que nace,
que muere y que resucita. Si ese dios omnipotente podía ser comparado con un objeto
del cielo, las evidencias empíricas de la época reconocían al Sol como el astro más
poderoso del firmamento. Su vida diaria en la bóveda celeste empieza siendo pequeña
durante el solsticio de invierno, cuando el segmento de luz solar de cada jornada
tiene menor duración. A partir de esta fecha, este tramo solar diario roba cada vez
más horas a la noche. Así, el nacimiento del dios podía fijarse en torno al solsticio de
invierno, y su vida desde este momento hasta que de nuevo la luz comienza a decrecer
frente a la oscuridad, lo que ocurre a partir del solsticio de verano. En la línea del
horizonte oriental, estos desplazamientos se manifiestan con una salida cada vez más
al norte del disco solar. El límite septentrional de tal avance corresponde al solsticio
de verano, cuando de nuevo el Sol inicia un deslizamiento hacia el sur.
Así pues, las geocéntricas culturas del Mediterráneo prerromano observaron que
durante los episodios solsticiales el astro rey «frenaba» su carrera hacia el norte en
verano y hacia el sur en invierno, y que la «reiniciaba» a partir de unos pocos días
en dirección contraria. Durante no más de tres jornadas, también para los fenicios y
para sus sacerdotes el Sol aparentaría quietud casi absoluta sobre la línea del hori-
zonte tanto al amanecer como al atardecer, residiendo en esta característica una clave
importante para comprender algunos rasgos de su mitología. Propongo, por tanto,
que en este hecho astronómico se sustenta la creencia en un dios que muere y que
resucita al cabo de tres días, un atributo que define al Señor de los cananeos y a otros
dioses masculinos orientales del mudo antiguo. En la segunda mitad del siglo XIX,
F. Lenormant sostuvo ya una primera hipótesis en este sentido, relacionando dicho
mito con el curso anual y diario del Sol (Lenormant 1874: 12123); pero los estudios
de Frazer (1890) inclinaron pronto la explicación hacia los ciclos estacionales de la
naturaleza, dando origen a toda una línea historiográfica que ha perdurado hasta
nuestros días y que ha olvidado casi siempre la comparación con fenómenos astro-
nómicos. La tesis naturalista de Frazer, que se ha enseñoreado por la literatura antro-
pológica y arqueológica durante casi todo el siglo XX, deja no obstante sin resolver
el hecho de que en determinadas culturas orientales las jornadas en que la divinidad
permanecía muerta fuesen exactamente tres. En cualquier caso, la renuncia a la pro-
puesta frazeriana, que hoy empieza a fraguar en distintas rutas de investigación, ha
comenzado a discurrir por derroteros que no suponen la necesaria recuperación de
la hipótesis solar que aquí sustento. Es más, si es correcta esta identificación tan anti-
gua del Señor de los cananeos con el Sol, que parece estar plenamente conformada
cuando los fenicios acceden a Tartessos, la relación astronómica del Adonis orien-
tal transmitida por Macrobio (Sat. I, 21) no puede ser considerada, como sostiene

23. Citado en Pisi (2001: 52, nota 9).


Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 145

Ribichini (2001: 106), una “solarización” del personaje atribuible a los sincretismos
típicos de la Antigüedad tardía, porque estaría definida en una época mucho más
arcaica. Asumir de nuevo la hipótesis astronómica exige reconocer que la creencia
en una resurrección divina tras una muerte que, si no dura tres días completos, al
menos involucra a tres jornadas del calendario, tendría como condición necesaria
la previa identificación de esa divinidad concreta (Baal-Melqart-Adonis) con el Sol,
una cuestión que cuenta con tres fuertes apoyos: el epíteto con que muchas veces se
alude a Melqart, las palabras y conceptos usados en la literatura ugarítica cuando
se narran estos avatares divinos, y la hora del día en que se produce la resurrección
de la divinidad. En efecto, en no pocas ocasiones se cita al dios con el nombre de
“fuego del cielo” (Aubet 1994: 140), un calificativo que puede referirse directamente
al Sol; respecto a la segunda cuestión, los vocablos utilizados corresponden a los
verbos mwt (morir) y yhw (vivir), que constituyen dos voces alusivas a una muerte
y a una vida reales, no metafóricas (Xella 2001: 82), tan ciertas como la parada y el
reinicio del movimiento solar que durante los solsticios puede comprobar empíri-
camente cualquier observador terrestre; y, en relación por último con el momento
exacto de la resurrección, no es gratuito que ésta acontezca al alba (Xella 2001: 90),
cuando el disco solar emerge del horizonte oriental y cuenta por tanto con referentes
orográficos que permiten acotar con facilidad su posición. Espero, en fin, no caer en
una tautología si deduzco de aquí que el mito de la muerte de Baal y de su posterior
vuelta a la vida demuestra que los sacerdotes implicados en su elaboración estaban
al tanto de los conocimientos científicos mínimos para determinar y predecir con
cierta exactitud tales observaciones astronómicas. Por otro lado, estudios recientes
han demostrado una vez más que esta tradición mítica de un dios que adquiere nueva
vida en la tierra tras su muerte carece de raíces africanas, porque, más que resucitar,
lo que el Osiris egipcio consigue en realidad es vivir en el otro mundo (Scandone
2001: 20 y 26)24. Por tanto, en la versión idéntica que ha llegado hasta nosotros a
través de la muerte y de la resurrección salvadoras de Cristo, se trata de un credo
originario del Próximo Oriente asiático, pero sobre todo de una construcción mítica
bien conocida en el mundo cananeo, primero vinculada al Baal ugarítico del segundo
milenio a.C. y luego al Melqart de Tiro y de sus colonias.
A pesar de su parquedad, la documentación disponible da a conocer un clero
fenicio jerarquizado, y dividido en parte según sus funciones; una jerarquización que
incluía a veces la figura del rey en calidad de sumo sacerdote (Amadisi 2003: 46-47)
o ejerciendo la presidencia en sacrificios relacionados con algunas posiciones astra-
les (Del Olmo 1989). Sería de ingenuos esperar que entre los nombres atribuidos a
cada especialista en el culto divino aparecieran algunos directamente traducibles por
“astrónomos”. Esta terminología es propia del Occidente de hoy porque en nuestro
mundo la ciencia se ha convertido en un valor social en sí misma25. Entre los fenicios

24. Aunque los datos más viejos que remiten a Osiris relacionan el nacimiento de su mitología con el
culto al Sol en Heliópolis, es posible que este vínculo esté más referido a la muerte diaria del astro rey, y
no a su ciclo anual. No obstante, esta situación pudo cambiar en el primer milenio a.C., cuando los cultos
a Osiris y al toro Apis confluyen en la figura de Serapis.
25. La comparación entre los beneficios evolutivos de los científicos de hoy y de los sacerdotes de antaño no
es de mi cosecha. Aunque sea de pasada, esta referencia puede encontrarse, por ejemplo, en Gould (1995: 221).
146 José Luis Escacena Carrasco

en cambio, tales cuestiones permanecieron enmascaradas bajo epítetos menos evi-


dentes para nosotros. Aun así, el hilo de esta argumentación conduce al ministerio de
un sacerdote que detenta el cargo de mqm ’Im (“resucitador de la divinidad”), princi-
pal oficiante en la fiesta de la égersis de Melqart (Lipinski 1970: 32 ss.; Amadisi 2003:
53). Pudo ser éste, por tanto, el entendido en fijar la jornada exacta en que el Sol se
manifestaba de nuevo con vida al recuperar su movimiento en la línea del horizonte
matutino después de su parada solsticial, esto es, la fecha en que el dios “desper-
taba”26. Esta tarea por la que sólo la intervención humana garantiza la ejecución real
de una acción divina es común a otros especialistas en el culto del mundo antiguo
oriental. Mediante esta mentalidad, el pueblo percibe la utilidad de la función ritual
del oficiante y sus beneficios concretos. En el mundo hitita por ejemplo, fuertemente
influido por el universo religioso mesopotámico, sólo después de la intervención
humana a través de los rituales sagrados celebrados por el “hombre del dios de la
tempestad”, Telipinu vuelve a este mundo, trayendo de nuevo a él armonía tras un
periodo de caos originado en la desaparición del dios (Polvani 2001: 67-69)27. Si su
tarea consistió en algo parecido, el “resucitador de la divinidad” pudo tener como
herramienta indispensable los altares helioscópicos, porque el carácter inmueble de
los mismos los convertía en referencia estable y en garantía de un correcto cálculo
astronómico. Con ellos se podía precisar los comienzos del verano y del invierno,
así como organizar en torno a estas fechas/fiestas el resto del calendario, lo que en
absoluto implica que esos días coincidieran con el de año nuevo. Al parecer, este otro
hito se rigió en la Siria cananea y en el mundo fenicio por criterios lunares, siendo
quizás la luna de octubre la que inauguraba el año (Stieglitz 2000: 695). De ser así, es
posible explicar un elemento que aparece en los frontiles del tesoro del Carambolo y
para el que todavía no se ha propuesto un significado concreto.

26. Las únicas referencias literarias a la fecha en que esta fiesta se celebraba en Tiro proceden de Flavio
Josefo (Antiquitates Iudaicae. VIII, 145-147; Contra Appionem I, 117-119), que la cita para dar cuenta de
su institución en el siglo X a.C. por el rey Hiram I y que la lleva al mes de Perítios. Las tradiciones diversas
del Mediterráneo oriental sitúan este mes en distintos momentos del año, por lo que la mayor parte de los
especialistas en mundo fenicio han optado por la tradición tiria sin más, que lo iniciaba el 16 de febrero
y que contaba con una duración de 30 días. No obstante, la costumbre sidonia, para la que también este
mes duraba 30 jornadas, lo hacía comenzar el 1 de abril. Existen, por tanto, opciones muy diversas –y
situadas en territorios muy cercanos– a la hora de decidir cuál de ellas usó Flavio Josefo. Parece lo más
probable que, dada la época en que escribe, este autor tuviera en cuenta la reforma del calendario que se
hace en el 9 a.C., según la cual Perítios comenzaría el 24 de diciembre y contaría con 31 días (Pauly 1893).
De ser así, esta versión incluiría el final del solsticio de invierno, lo que discordaría con nuestra hipótesis
sobre la fecha concreta de la fiesta de la égersis de Melqart pero no con los vínculos astronómicos de la
misma. Otra posibilidad es que en esos días en que se inicia el invierno, y en coincidencia con la posible
celebración del nacimiento del dios, hubiese un ritual parecido para determinar astronómicamente el
comienzo de la otra mitad del periplo anual del Sol, con lo que la información de Flavio Josefo pudo estar
ligeramente confundida. Al identificar a Melqart con Tammuz y con Adonis, G. Garbini (1965: 44) ha
propuesto también que la fiesta aludida en el epígrafe bilingüe (etrusco y púnico) de Pyrgi se llevaría a
cabo en junio/julio (mes de Kirar), lo que apoyaría nuestra sugerencia. Este testimonio se fecha entre el 525
y los inicios del siglo V a.C., con lo que resulta más antiguo que Menandro de Éfeso (siglos III-II a.C.), la
fuente citada por Josefo, y por tanto más cercano a los testimonios arqueológicos que nos están sirviendo
de base argumental. Sobre estos problemas, véase también Stieglitz (2000: 692).
27. Sobre el término “hombre de dios” y su asimilación a la figura del profeta veterotestamentario, véase
lo dicho más arriba.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 147

La construcción de edificios sagrados estuvo acompañada en Oriente de acciones


rituales destinadas a garantizar su buen sino. El mundo egipcio, pródigo en textos
e imágenes, ha suministrado algunas claves para entender estos pormenores. Entre
ellas, se conoce con cierta precisión el denominado tensado de la cuerda, un procedi-
miento por el cual se lograba la alineación correcta de los templos hacia determinados
astros o constelaciones (Montet 1964: 77-80). Aunque en esta operación se usaba un
cordel sin fin y cuatro estaquillas quizás porque se procedía a la vez a delimitar el
contorno de la construcción, consistía básicamente en obtener una línea recta que
suministrara el enfoque mínimo necesario para enfilar los muros hacia el objetivo
celeste deseado. Era por tanto imprescindible disponer de este trazo tirante aunque
fuera sólo en el momento de llevar a cabo la búsqueda astral correspondiente. Percibí
empíricamente esta condición cuando a las claras del día del 21 de junio de 2004 me
dispuse a tomar las fotos del altar del Carambolo. Para no perder la instantánea –y
dado que no disponía de una cuerda en ese momento porque la excavación había
concluido unas semanas antes– tuve que improvisar esta línea recta con un jalón que
atravesara longitudinalmente el altar a fin de comprobar si existía en efecto una bús-
queda precisa del orto solar. Fue entonces cuando acudió a mi mente la imagen de
los frontiles de oro. Ambas joyas están atravesadas a todo lo largo por una especie
de espina dorsal para la que no conozco explicación simbólica alguna, y que ahora
puede haberla encontrado. Por tanto, de ser cierta esta conjetura, los frontiles del
tesoro del Carambolo, aunque obedezcan a la silueta más canónica de la piel de toro
–con su correspondiente separación entre contorno rapado y zona central pilosa y
hasta con la protuberancia del cuello del animal– pueden contener más bien la imagen
directa de las aras helioscópicas, destino de los bóvidos que los portaban en su testuz
durante la procesión que precedía al sacrificio. En dichos atalajes litúrgicos nada más
faltaría la representación circular u oval del hogar; pero esta ausencia se explica por el
hecho de que la operación fundamental de la alineación astronómica del propio altar
de barro debió ser exclusivamente la del momento prístino de su construcción. Sólo
a partir de su posterior consagración, pero sobre todo de los usos siguientes, la mesa
sagrada comenzaría a mostrar la marca oval o circular del fuego. Es cierto que las pie-
les de los bóvidos presentan a veces irregularidades y cicatrices de los accidentes que
el animal sufrió en vida, y que una de estas marcas corresponde con frecuencia a la
presión que sobre el cuero dejaron las vértebras, que se manifiesta como una sucesión
alargada de remolinos y porciones de vello revuelto. Parece por tanto evidente que
este espinazo de los frontiles alude a esta característica. Pero, si la línea recta dorsal
que exhiben estas piezas, exclusivas de los frontiles del tesoro del Carambolo (fig. 12),
no está presente en otros elementos protohistóricos que poseen silueta parecida (en las
cubiertas de tumbas por ejemplo), es precisamente porque su significado pudo tener
relación con el carácter episódico del rito de la alineación astronómica de los altares,
sólo factible en el momento de su construcción y durante los solsticios. Su exclusiva
fosilización en tales emblemas tal vez constituya otra singularidad de las muchas que
caracterizan a este yacimiento y a sus ajuares arqueológicos.
Para concluir, parece evidente que, si tantas raíces echó la implantación fenicia
en Tartessos en particular y en Occidente en general, esto sólo lo permitió el desa-
rrollo extraordinario que adquirieron sus rutas comerciales marítimas. Que en dicha
148 José Luis Escacena Carrasco

expansión tuvieron especial protagonismo sus santuarios es algo admitido tradicio-


nalmente por la investigación, por lo que en este trabajo sólo he pretendido concretar
algunos porqués de esta importancia. Si en la base del papel primordial y pionero
ejercido por los templos y los ritos sagrados estaban los conocimientos astronómicos
de los sacerdotes fenicios, era sólo por las aplicaciones prácticas que su ciencia del
cielo permitía a la hora de planificar la hoja de ruta de las nuevas expediciones de
fundación. De la misma forma, si sus saberes sobre la posición y movimientos de los
astros y sobre la ordenación del calendario sirvieron para la expansión exclusiva del
propio grupo, como predice el enfoque darwinista, no debió ser nada fácil la entrada
de los «infieles» a esos lugares santos. Este tabú, todavía vigente en algunas religio-
nes, tiene su razón evolutiva más plausible en los límites que la selección natural
establece para la transferencia memética horizontal de las mutaciones positivas, algo
bien conocido ya en el caso del intercambio genético interindividual que protago-
nizan las bacterias y los plásmidos (Giraldo 2004). Tal barrera desaconseja asumir
alegremente que a los santuarios donde se concentraban estas observaciones astro-
nómicas y desde los que se emitían los oráculos para la inauguración de nuevas colo-
nias pudiesen acceder sin cortapisa los patrones y marineros de las embarcaciones
ajenas, e incluso otros miembros de etnias y religiones distintas. Si esto era factible en
templos más humildes, tal vez no lo fue tanto en aquellos otros donde se concentraba
el saber. Por esta razón dudo mucho, en contra de lo que piensan otros especialis-
tas, que si el Carambolo fue básicamente un santuario fenicio, los ritos principales
celebrados en él y sus recónditas sacristías estuvieran frecuentados por los indígenas
de Tartessos. En cualquier caso, ya vimos que la permeabilidad del saber contaba
con otras serias restricciones que garantizaban su monopolio por la comunidad que
había invertido en su adquisición.
Cuando, acabado el primer milenio a.C., los caminos del mar, al menos los del
Atlántico oriental entre Mauritania y las Islas Británicas y todos los del Mediterrá-
neo, fueron de uso común a múltiples poblaciones y culturas, el papel que la evo-
lución había reservado a los conocimientos astronómicos de los sacerdotes dejó de
tener su razón de ser, en parte porque ya no había nada que conocer ni que encriptar,
es decir, ni territorios ni rutas vírgenes. De hecho, la documentación disponible nos
habla de que en época arcaica los templos fenicios, como el de Melqart en Gadir por
ejemplo, debieron ser visitados con asiduidad por los propios fenicios, mientras que
la presencia de estudiosos griegos no se verifica al menos hasta la segunda mitad del
primer milenio a.C. (Marín y Jiménez 2004: 227-228), cuando había finalizado la fase
inflacionaria de la dispersión fenicia. Esto explica que el cargo de mqm ’Im (“resuci-
tador de la divinidad”) acabara por perder el significado que tuvo en los momentos
de auge de la colonización, aunque conservara su prestigio como símbolo de lo que
antes había sido (Jiménez y Marín 2002: 86). Sin embargo, como una de las caracte-
rísticas singulares del clero desde su nacimiento fue la de ser motor de variación, que
se manifestaba especialmente en la diversidad de sus funciones, fue precisamente esa
heterogeneidad de nichos ecológicos la que permitió su existencia posterior, vincu-
lando cada vez más su quehacer a lo que se ha denominado “religión ética” frente a
la “cúltica” (Alonso 2003: 460-462). En cualquier caso, el fuerte arraigo que durante
la Antigüedad había adquirido en los templos la ciencia del cielo se perpetuó durante
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 149

Fig. 12: Frontil del tesoro del Carambolo correspondiente al atalaje sacrificial de un toro. En
último término, resulta evidente que su forma emula a la piel de este animal, incluida en este
caso la porción alusiva a la parte del cuello que se esquematiza en el óvalo de la parte superior.
No obstante, la presencia de la línea de hemiesferas que, a modo de espina dorsal, lo atraviesa
verticalmente y lo divide en dos partes simétricas, alude quizás a la línea recta necesaria para la
alineación solar. En teoría evolutiva, este rasgo puede interpretarse como un carácter derivado
o apomorfia, sólo relacionado con los altares. Por esta razón, nuestra hipótesis defiende que
estas piezas que engalanarían a los bóvidos en la procesión que precedía a su muerte imitaban
en primera instancia a dichas aras helioscópicas.

el Medievo europeo en los monasterios, en las catedrales y en otros muchos templos


que conservan todavía evidencias singulares de aquellas observaciones celestes. En
la iglesia parisina de San Sulpicio, y con la ayuda de un meridiano de cobre y de
un obelisco, los rayos del Sol que penetran por una ventana del crucero sur marcan
con precisión las fechas de los solsticios y de los equinoccios. Se trata en este caso de
determinar con la suficiente antelación el día de la Pascua –ad certam paschalis, reza
en el obelisco–, para lo que es indispensable datar con exactitud el equinoccio de pri-
mavera. Y al cabo de tres mil años de que los fenicios llegaran a Occidente ayudados
150 José Luis Escacena Carrasco

por los saberes astronómicos de sus sacerdotes, la Iglesia Católica, fiel sucesora de
muchas de aquellas antiguas tradiciones orientales recibidas a través de Bizancio,
cuenta aún con sus propios escudriñadores del cosmos: desde el Monte Grahan (Ari-
zona), el VATT (Vatican Advanced Technology Telescope), heredero hoy de la Spe-
cola Vaticana, el observatorio creado por el papa León XIII en Roma a finales del
siglo XIX, inspecciona galaxias lejanas y rincones desconocidos del firmamento.

Allas el estrellero

Despues que Hercules ouo tod esto fecho, ouo diez naues e metios en mar, e passo
dAffrica a Espanna, e troxo consigo un muy gran sabio del arte destronomia que ouo
nombre Allas, y este nombre ganara el por que morara mucho en el monte Allant, que
es much alto, catando las estrellas; y este monte es cabo Cepta y entra por tierra dAffrica
una partida. Este Hercules, desque passo dAffrica a Espanna, arribo a una ysla o entra el
mar Maditerraneo en el mar Oceano; e por quel semeio que aquel logar era muy uicioso y
estaua en el comienço doccident, fizo y una torre muy grand, e puso ensomo una ymagen
de cobre bien fecha que cataua contra orient e tenie en la mano diestra una grand llaue
en semeiante cuemo que querie abrir puerta, e la mano siniestra tenie alçada e tenduda
contra orient e auie escripto en la palma: estos son los moiones de Hercules. E por que en
latin dizen por moiones Gades, pusieron nombre a la ysla Gades Hercules, aquella que oy
dia llaman Caliz. Despues que esto ouo fecho, cojosse con sus naues e fue yendo por la
mar fasta que llego al rio Bethis, que agora llaman Guadalquivir, e fue yendo por el arriba
fasta que llego al lugar o es agora Seuilla poblada, e siempre yuan catando por la ribera o
fallarien buen logar o poblassen una grand cibdat, e no fallaron otro ninguno tan bueno
cuemo aquel o agora es poblada Seuilla. Estonce demando Hercules a Allas ell estrellero
si farie alli cibdat; el dixo que cibdat aurie allí muy grand, mas otro la poblarie, ca no el; e
quando lo oyo Hercules ouo gran pesar e preguntol que omne serie aquel que la poblarie;
el dixo que serie omne onrado e mas poderoso que el e de grandes fechos. Quando esto
oyo Hercules, dixo que el farie remenbrança por que, quando uiniesse aquel, que sopiesse
el logar o auie de seer la cibdat.

Primera Crónica General de España …28

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Sacrificio y sacerdocio entre los iberos*

Teresa Chapa Brunet

Universidad Complutense

1. INTRODUCCIÓN

El tema del sacerdocio en el mundo ibérico fue objeto de un trabajo anterior


(Chapa y Madrigal 1997) que quiso llamar la atención sobre un aspecto poco inves-
tigado de la Cultura Ibérica, como era el de los ritos que se asociaban a las festivi-
dades o actos religiosos, y a las personas que podían haber actuado como oficiantes
de dichas ceremonias. Sin embargo, historiográficamente el tema arranca de lejos,
puesto que ya Juan Cabré llamó la atención sobre este tema al analizar una cabeza
varonil de alabastro hallada en una sepultura de la necrópolis granadina de Galera,
así como ciertas figurillas de bronce, masculinas y femeninas, del santuario de Des-
peñaperros. Todas ellas llevan la cabeza tonsurada, dejando crecer un cerco de pelo
en torno a una amplia zona depilada. Cabré (1922: 170) no dudó en calificarlas como
sacerdotes, añadiendo a la tonsura el hecho de que llevaran collares, brazaletes y un
manto talar ceñido al cuerpo, opinión a la que se unió R. Lantier (1935) en su trabajo
sobre los bronces ibéricos, después de haber excavado con Cabré en el santuario de
Castellar de Santisteban (Lantier y Cabré 1917). En otras ocasiones, el análisis de
las esculturas presentes en lugares de culto, como el ya citado santuario de Collado
de los Jardines en Despeñaperros, o los también muy conocidos del Cerro de los
Santos (Albacete) o La Encarnación (Murcia), ha vuelto a plantear la presencia de
individuos con funciones sacerdotales (Nicolini 1969; Ruano Ruiz 1987: 216; Prados
1992), aunque esta clasificación no ha sido aceptada por todos los investigadores

* Este artículo se ha realizado dentro de las actividades del Proyecto BHA2003-02881: “Espacio, prác-
ticas económicas y modelos sociales en época ibérica” (MCYT).
1. Quiero agradecer sinceramente los comentarios que Ricardo Olmos ha realizado a una primera
versión de este trabajo, proporcionándome además varios artículos inéditos que me han resultado profun-
damente iluminadores. Todo ello ha contribuido a una mejora sustancial del presente texto.
158 Teresa Chapa Brunet

(Almagro Gorbea 1997: 112), y en general la presencia de sacerdotes se considera


como difícil de detectar (Aranegui 1995: 48).
Pero en general la investigación tradicional, a falta de textos o iconografías que
reflejaran sin ambigüedades la presencia de sacerdotes o sacerdotisas, había conside-
rado a la religión ibérica como escasamente compleja, tanto en sus concepciones de
lo divino como en el propio culto, en el que predominarían las peticiones pragmáti-
cas a las fuerzas primarias de la naturaleza (Blázquez 1975: 161). Es cierto que en el
mundo ibérico la identificación de las divinidades no es fácil y que, al contrario de lo
que sucede en Grecia o en Etruria, los dioses se representan raramente y sin una ico-
nografía definida por su reiterada asociación a ciertos atributos o a una escenografía
adecuada a sus competencias y acciones. Pero la falta de una iconografía explícita no
es un argumento sólido para defender la ausencia de un panteón organizado, sino
que más bien parece indicar la existencia de una norma que previene contra la mos-
tración reiterada de la imagen divina. Excepciones serían, en un primer momento,
los relieves de Pozo Moro, y en una fase avanzada de la Cultura Ibérica, las figuras
dominando a los animales, como las que decoran las cerámicas de Elche (Tortosa
1996), los relieves del “domador” de caballos (Lucas 2002-2003), o la “diosa de los
lobos” de la Umbría de Salchite (González Alcalde y Chapa 1993).
El desarrollo de la sociedad ibérica, tal como ha sido expuesto en diversos tra-
bajos (principalmente Ruiz y Molinos 1993, Santos Velasco 1994 y Almagro Gorbea
1996), muestra complejas transformaciones, desde estructuras autoritarias identifica-
das como monarquías sacras de filiación orientalizante, a monarquías heroicas y aris-
tocracias guerreras, en un proceso que lleva desde los poblados de cabañas del Bronce
Final a los oppida amurallados, que definen un territorio jerarquizado. La formaliza-
ción de cementerios en los que se practica un complejo ritual funerario, la presencia
de templos y santuarios y el empleo de bienes de lujo como la escultura, con una carga
ideológica profunda, nos muestran con claridad la existencia de una complejidad reli-
giosa que indudablemente arbitró un ritual formalizado para facilitar la interacción
entre las fuerzas divinas y los seres humanos. La práctica normativa de este ritual es
lo que da lugar a la necesidad del sacerdocio, de cuyo buen oficio depende que esas
relaciones entre lo humano y lo divino sean las adecuadas, de forma que no se incurra
en faltas que provoquen el abandono o incluso el castigo de los dioses.
El problema surge cuando queremos identificar a los sacerdotes por sus distinti-
vos externos, ya sean de peinado o de vestimenta, y encontramos con que no parecen
existir representaciones que muestren patrones reconocibles que remitan a una activi-
dad ritual. En la base de esta dificultad se encuentra en gran medida una concepción
actualista del sacerdocio, que automáticamente consideramos como una dedicación
muy especializada y para la que durante mucho tiempo se han establecido modos
de peinar y vestir que en cierta medida se encuentran aún vigentes. A ello se une la
convicción del mundo occidental de que política y religión deben seguir caminos

2. “En los santuarios ibéricos no había probablemente sacerdocio, salvo, quizá, muy a los comienzos de
estos centros de culto. Los posibles exvotos de sacerdotes y sacerdotisas no sobrepasan el periodo arcaico. El
tipo de vida social, como se desprende de las fuentes literarias, no era el más apropiado para un sacerdocio
bien organizado e influyente” (Blázquez 1983: 111).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 159

paralelos y no confluyentes. Sin embargo, en el mundo antiguo, las funciones sacer-


dotales eran en gran medida formales, y a menudo iban asociadas a los cargos políti-
cos y administrativos que desempeñaban ciertos personajes. Por lo tanto, en su mayor
parte el sacerdocio no era una actividad estrictamente especializada, ni las compe-
tencias sacerdotales duraban más allá de lo que un cargo imponía En definitiva, las
celebraciones religiosas estaban fuertemente imbricadas en la vida “civil” o política,
por lo que en rigor, los “sacerdotes” y “sacerdotisas” eran individuos que cumplían
con el deber religioso como un papel más de su vida pública (Delgado 2000). Por otra
parte, esto no quiere decir que no existieran ciertos rangos y colegios sacerdotales de
larga duración que organizaban las festividades y muchos rituales importantes. En
los lugares de culto más renombrados definían y ejecutaban el ritual según estrictas
normas de protocolo, existiendo asimismo encargados del cuidado de los templos e
imágenes y de la compleja provisión y funcionamiento de los lugares sagrados. En
este sentido, el desarrollo formal de la práctica de la religión en el mundo ibérico ha
llevado considerar que, cuando menos, en los lugares sagrados de mayor afluencia
debería haber un personal especializado (Prados 1998: 184).
El Diccionario de la Real Academia Española nos aclara qué significa la palabra
“sacerdote” en nuestro idioma. El término tiene origen latino, proviene de sacerdos-otis,
donde “sacer”, quiere decir “sagrado”. La definición es la siguiente: “Hombre dedi-
cado y consagrado a hacer, celebrar y ofrecer sacrificios”. En cuanto a “sacerdotisa”,
debemos entender: “Mujer dedicada a ofrecer sacrificios a ciertas deidades gentilí-
ceas y cuidar de sus templos”. Al margen del sesgo evidente que la RAE considera
como más propio del mundo femenino, queda claro que la función central de todo
sacerdote es realizar sacrificios para honrar, pedir, interpretar, satisfacer o aplacar a
la divinidad. Debido a ello, centraré buena parte de este trabajo en el reconocimiento
de algunas ceremonias sacrificiales en el mundo ibérico como acciones vinculadas a
la actividad sacerdotal.

2. LA PRÁCTICA DEL SACRIFICIO

2.1.- Oficiantes en Porcuna

Cuando analizamos la iconografía escultórica ibérica es casi imposible prescin-


dir del impresionante conjunto de Porcuna (Jaén), que proporcionó al Museo de
Jaén más de un millar de fragmentos de piedra tallada. La restitución más o menos
completa de las piezas permitió reconocer que el monumento o los monumentos
originales combinaban una temática diversa (González Navarrete 1987; Negueruela
1990), distinguiéndose un grupo de guerreros en combate, una lucha de un personaje
contra un grifo, animales carnívoros devorando a herbívoros y escenas de pugilato y
caza. Junto a estas representaciones violentamente activas, existen otras de animales

3. Las fotografías de las esculturas de Porcuna son cortesía del Museo de Jaén. Agradecemos a su
director, D. José Luis Chicharro y al conservador Pedro Molina las facilidades dadas para su inclusión en
este trabajo.
160 Teresa Chapa Brunet

fantásticos, seres humanos y animales domésticos, que muestran un mayor estatismo


y que, especialmente en el caso de los dos últimos, se han puesto en relación con
ceremoniales de carácter religioso. Me centraré, por tanto, en estas dos agrupaciones,
puesto que probablemente son algunas de las más claras alusiones a personajes con
rango sacerdotal en la escultura ibérica (Láminas I.1 y II.6).
Conformaría este grupo, para empezar, un personaje masculino con un vestido
largo y ceñido cuyos extremos caen por la espalda. Adelanta ligeramente su pierna
derecha, lo que obliga a la túnica a abrirse ligeramente por la parte delantera, pero
su mitad inferior ha sido muy dañada por los golpes que partieron la pieza en varios
pedazos, y que han provocado también la falta definitiva de la cabeza, el brazo dere-
cho, la mano izquierda y cualquier elemento que portara en ella. El varón va ador-
nado con un brazalete alto en el brazo izquierdo y con una gargantilla con colgante
cuya forma es imposible de definir por haber sido dañado. Sobre la muñeca izquierda
se apoya un paño con rebordes en resalte, que cae en disminución por ese lado.
Cuando González Navarrete (1987: 102-106) dio a conocer esta escultura, la
denominó ya como “gran sacerdote”, atribución que, más o menos literalmente, se
ha repetido después (León 1998: 84-85), mientras que en otras ocasiones se han pre-
ferido definiciones menos comprometidas, como “varón con manípulo” (Negueruela
1990: 235-238) o sencillamente, “varón” (Olmos 2002 a: 115). Quien más explícito
ha sido en su interpretación religiosa es Blanco Freijeiro (1988 a: 1-4), no sólo por la
calidad y el empaque de la estatua, que revelan la presencia de un personaje impor-
tante, sino por su indumentaria singular y por el paño que pasa sobre su muñeca
izquierda. No duda, por tanto, en incluirlo dentro del grupo que califica como “hie-
rofantes”, en claro préstamo terminológico derivado de los sacerdotes que desarro-
llaban el culto en el santuario de Eleusis (Gould 1985: 7). Para Blanco, la figura del
varón debe relacionarse con una escena sacrificial cuya especificidad no puede llegar
a conocerse debido a la rotura de la estatua. Siempre según este autor, la mano del
personaje, cubierta por el paño de tela, evita tocar el objeto vinculado al sacrificio,
lo que revelaría una tradición de origen oriental. Es probable, sin embargo, que el
paño no sea más que el extremo plegado del mismo manto que porta el varón, como
me sugiere Ricardo Olmos, y que el brazo derecho, hoy totalmente desaparecido,
duplicara esta postura, si tenemos en cuenta los restos de otro paño plegado similar
que se conserva en el Museo de Jaén (Negueruela 1990: Lám. XLV A).
Dos esculturas femeninas se han relacionado habitualmente con la anterior. Son
de estatura algo más baja que el varón y, como a él, les falta la cabeza y los elementos
que portarían en sus manos. Una de ellas, vestida con dos túnicas y manto, adelanta

4. “A su indumentaria singular suma este hombre el interesantísimo pormenor de llevar en las manos el
paño antes descrito. No sabemos si el objeto de éste era recibir algo sobre él, como Moisés recibe en algunas
imágenes las Tablas de la Ley, o trasladar un objeto sagrado, al que podría deberse la adherencia que se apre-
cia ante el vientre de su portador. Esto revela que el llamado “Gran Sacerdote” por su descubridor, se hallaba
dispuesto a realizar un sacrificio, y también que en la península estaba ya vigente el rito de origen oriental
de las manos veladas... que impedía al oficiante tocar directamente el objeto de la ofrenda. Juzgando por los
patrones griegos, ya que los ibéricos apenas los conocemos, podemos afirmar que el personaje representado
actúa como ministro de un dios... pero que no es el dios en persona” (Blanco Freijeiro 1988 a: 4-5). Un
fragmento de paño similar que pudiera corresponder al mismo ejemplar se conserva entre los fragmentos
recuperados en el yacimiento (Negueruela 1990: 431).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 161

su pierna izquierda, lo que podría emparejarla con el varón que acabo de describir.
Se encuentra ligeramente encorvada, como si el movimiento o el peso del elemento
que se adosaba a la parte delantera de su pierna izquierda le hiciera agacharse. Cua-
tro resaltes que recuerdan dedos se sitúan bajo la muñeca de la dama (Lámina I.6),
lo que ha llevado a pensar que hubo junto a ella un personaje infantil que apoyaría
otra mano –o quizás un pie- sobre la rodilla femenina, en la que se aprecia un resalte
informe. Hay que recordar a este respecto la presencia en el conjunto de Porcuna del
cuerpo de un niño desnudo en posición forzada, cuya relación con esta estatua fue
planteada por Blanco (1988 a: 7, fig. 5).
Sin embargo, la observación detallada de los “dedos” no permite confirmar esta
identificación, ya que se presentan en postura forzada –definen un pequeño arco
ligeramente cóncavo– y no hay indicio alguno de las uñas. Es cierto que la repre-
sentación de las manos no es la mejor especialidad de los escultores de Porcuna,
pero nunca falta un interés por el detalle que lleva al menos a indicar las uñas, cuyo
olvido resultaría extraño en una escultura como ésta. Los destructores del conjunto
tuvieron cuidado en romper ambos enlaces entre estas representaciones, impidiendo
ahora su reconstrucción, por lo que la lectura de este elemento debe quedar abierta.
Aunque la ropa no repite textualmente modelos de exvotos de bronce, el ajuste
de los vestidos y el diseño general permite hacer algunas comparaciones con ellos,
como el frente diagonal que muestra la túnica exterior bajo el cuello. Este aspecto le
aproxima al grupo tipológico sacerdotal definido por Nicolini (1998: 249), aunque él
mismo reconoce una distancia evidente con la pieza de Porcuna. Los mantos de dos
puntas que caen sobre la parte delantera del cuerpo son habituales en contextos reli-
giosos de otras áreas como el norte de Italia, en una época similar a la del yacimiento
giennense (Massa Pairault 1996:145). Un elemento que llama la atención es un relieve
ondulado que parece bajar del cuello por el lado izquierdo y que se apoya sobre la
túnica interna en pico. Blanco (1988 a: 6) propuso su lectura como un bucle de pelo,
y Negueruela (1990: 238) como un broche o pasador. El escultor ha querido resaltar
este elemento insinuando su volumen bajo la túnica superior, pero hoy por hoy no
podemos identificar este objeto o elemento, a pesar que ello tendría un gran interés.
Tampoco la escena en sí es fácil de reconocer, y habrá todavía muchas propuestas
sobre ella. Su disposición similar a la del varón ha hecho pensar en una pareja aristo-
crática sacerdotal, modelo o alusión quizás a los antepasados que generan una dinas-
tía y que pudieran remontarse en el tiempo a los enterramientos –uno de ellos doble,
en cámara de grandes ortostatos– que se realizaron en la parte alta del Cerrillo Blanco
(Torrecillas 1985), lo que pudo ser el germen de la consideración sacra de este lugar
durante generaciones (Arteaga 1999: 113-114). Su situación fuera del tiempo y de la
contingencia humana puede quedar sugerida por el hecho de que una solemne esfinge
vestida perteneciente al monumento, de la que sólo conservamos la mitad delantera
acéfala (Lámina I.4), lleva exactamente el mismo tipo de manto de dos puntas ter-
minadas en borlas (González Navarrete 1987: 155). El nacimiento de la ciudad y su
justificación legendaria podrían promover monumentos de este tipo, en los que el desa-
rrollo ciudadano ancla su presente en tiempos pasados (Olmos 2002 a: 115).
Otra figura femenina –segunda y última mujer del conjunto– es aún más sorpren-
dente, puesto que una serpiente recorre su espalda y apoya su cabeza sobre el hombro
162 Teresa Chapa Brunet

delantero izquierdo (Lámina I.7). Viste al menos dos túnicas de cuello en pico y un
manto hasta los tobillos que le cubre los brazos dejando libres las manos. Le falta
la cabeza y la zona de los pies, y el cuerpo fue partido en dos grandes pedazos que
pudieron recuperarse. Un fuerte golpe a la altura de la rodilla derecha ha arrancado
un elemento que llevaría adosado, y que no es posible reconocer sólo por su huella.
Los autores que se han ocupado de esta figura no dudan en considerarla como
vinculada al culto religioso, ya como divinidad, ya como oficiante o sacerdotisa. La
serpiente se asoció en el mundo clásico a Higía o Salus, hija de Asclepio, a quien se
le representa dando de beber a una serpiente con una pátera, elemento que podría
llevar la escultura en la mano izquierda (Negueruela 1990: 241; Olmos 2002 a, nota
38). La cronología de esta iconografía es claramente posterior a Porcuna, pero este
tipo de animales tienen un enraizamiento profundo en las creencias populares, que en
época antigua las vincularon al mundo de los muertos y en concreto a las tumbas de
los héroes (Olmos 2002 a: 114), y en época reciente se han asociado a ritos curativos y
benefactores en relación con la divinidad femenina (Negueruela 1990: 280, nota 38).
Un nuevo personaje tiene que ver con este entorno de alusión a lo sagrado. Es
un varón que sostiene en sus manos las patas de dos machos cabríos, cuyos cuerpos
se entrecruzan por detrás, adosándose a la figura humana. La rica vestimenta y el
tamaño de la figura le hacen destacar sobre todo el conjunto, aunque tanto la posi-
ción del cuerpo como la de la mano conservada resulta muy forzada. Sin embargo, la
talla de los animales es excelente, a lo que hay que añadir la conservación de pintura
roja en la superficie de su cuerpo, lo que nos acerca a su aspecto inicial. Sus dimensio-
nes y características parecen indicar que se trata de cabras salvajes más que domés-
ticas, y por ello Olmos (2002 a: 112; 2003: 28) relaciona esta figura con el mundo
agreste, externo a la ciudad y a su espacio cultivado, mundo de iniciación y actividad
de los jóvenes y adultos cazadores ibéricos. Cuantos se han ocupado de analizar esta
pieza (González Navarrete 1987: 115-120; Blanco Freijeiro 1988 a: 11-16; Negueruela
1990: 242-244; Olmos 2002 a: 112-113) se preguntan de nuevo si estamos ante una
divinidad o un oferente que aporta estos animales a un sacrificio. La complicidad de
los cápridos con la figura humana no sería un problema para esta lectura, puesto que
uno de los elementos que hacían válido el sacrificio, por ejemplo, en el mundo griego,
era que las víctimas fueran de buen grado a la ceremonia (Burkett 1983: 3).
A este grupo deben añadirse diversos fragmentos que por su carácter excesiva-
mente incompleto apenas pueden ser adecuadamente comprendidos, pero que aún
así muestran indicios de haber participado en este gran grupo ceremonial. Entre
ellos, la parte inferior de una escultura sedente, con manto o túnica hasta los pies
y calzada con zapatillas dotadas de suelas, restos de pies calzados con zapatillas de
borlas o con una especie de botas o calcetines (González Navarrete 1987: nº 37, 38
y 40; Negueruela 1990: 241-2). Igualmente cabe incluir aquí el resto de un cuerpo
peinado con tirabuzones y un torso fálico (Lámina II, 3 y 4), que por su desnudez y
actitud bien podrían corresponder a imágenes divinas (Olmos 2002 a: 121-2).
Si consideramos, por tanto, que parte de las figuras representadas en este gran
conjunto son divinidades y/o personajes que con una responsabilidad religiosa rea-
lizan algún tipo de ceremonia, debemos pensar en la posible ofrenda de animales
como elemento central de este ritual, y en este caso añadir algunas representaciones
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 163

escultóricas que encajarían en estos actos. Sería difícil entender de otra manera las
magníficas esculturas de bóvidos que por los restos de cornamentas sabemos que al
menos fueron tres (Negueruela 1990: 264), y que conocemos especialmente bien en
uno de los casos (Lámina I. 2) por haberse conservado la cabeza, gran parte del cuerpo
y la basa con las pezuñas (González Navarrete 1987: 190; Negueruela 1990: 434).
El papel del toro en la escultura ibérica ha sido muy debatido, y permite diversas
lecturas no contradictorias que lo relacionan con la fortaleza, la astronomía, el agua
y la fecundidad, asociándose así con la divinidad y empleándose como elemento sim-
bólico en las necrópolis, entre las cuales habría que destacar los diversos ejemplares
recogidos en Cabezo Lucero (Aranegui et al. 1997). En estos casos, sin embargo, se
suelen representar machos adultos, como se deduce de su morfología y de la indica-
ción de los genitales como elemento relevante de la figura. Negueruela (1990: 263-
265) señalaba con razón que en el caso del Cerrillo Blanco el sexo se indica sin mayor
detalle, y que los cuernos apenas apuntados denotan una edad juvenil, razón por la
cual ya desde su descubrimiento se les denominó como novillos (González Navarrete
1987: 189). Con estas características, la comprensión de estos animales en el conjunto
que nos ocupa ha sido escasa y sólo Blanco (1988 b: 231) apuntó su consideración
como exvoto.
Teniendo en cuenta los elementos antes citados, no podría negarse tampoco la
posibilidad de que fueran la representación de animales destinados al sacrificio o
bien la representación en piedra de una ofrenda de animales a un santuario. El que se
conserva más completo muestra la cabeza gacha, señal de sometimiento, y sobre la
testuz presenta una serie de cuatro pliegues con el centro en punta que más parecen
un elemento de adorno artificial que una exageración del volumen de la piel en esta
zona, por mucho empaque que se haya dado a las arrugas del cuello (Lámina I.3).
No puede descartarse, por tanto, un destino sacrificial para estos jóvenes y espléndi-
dos animales. Cumplirían así las normas habituales en este tipo de ceremonias, en las
que se requieren ofrendas sin defecto alguno.
La muerte ritualizada de bóvidos es un elemento característico del sur peninsu-
lar ya en época orientalizante (Escacena 2002; de la Bandera 2002). En el contexto
ibérico, algunos otros ejemplares escultóricos parecen dar pistas en el mismo sentido.
Recordemos el bóvido echado procedente de Santaella que se conserva en el Museo
de Córdoba (Lámina I.5), y otra pieza similar –quizás su pareja por su similitud y
su carácter complementario, aunque de tamaños ligeramente distintos– actualmente
en Barcelona (Chapa 1980: 582-587). El escultor ha puesto mucho cuidado en la
representación de la cola, cuyo final se divide en finos mechones que se entrecruzan
formando una amplia trenza. Es difícil considerar que este caprichoso diseño sea
sólo una coincidencia con el que se repite una y otra vez en las procesiones de bóvi-
dos destinados al sacrificios en la iconografía vascular griega de los siglos VI y V a.C.
(Viret Bernal 2003: figs. 2 y 4) (Lámina I.8). La prudencia, sin embargo, recomienda
mantener abierta la referencia religiosa más general, teniendo en cuenta el carácter
poco explícito de la información.
Finalmente, quisiera traer a este contexto dos figuras que a mi modo de ver tam-
bién aluden a un contexto sacrificial, si bien se sitúan en un plano diferente al de los
personajes antes reseñados. Una es un personaje que González Navarrete (1987: 99)
164 Teresa Chapa Brunet

denominó como “guerrero de la rienda”, y que Negueruela (1990: 98-99) excluye ya


del grupo de los combatientes, describiendo la imposibilidad de considerarlo como
una sola figura sino como un grupo (Lámina II.1). En efecto, la parte inferior del
cuerpo del personaje se introduce bajo un elemento poco reconocible cubierto por
una tela o piel que pasa por debajo del antebrazo derecho del varón, y que quizás le
cubre también el pecho. Sobre este elemento se apoya la pata de un animal, aparen-
temente herbívoro, que el individuo debía sujetar con la mano izquierda para mante-
ner esta difícil postura. En su mano derecha lleva un objeto que, según creo, hay que
entender como un cuchillo curvo, al que se ha arrancado parte de la hoja mediante
un golpe, y cuyo mango es alargado, como se advierte al revisar la pieza en el Museo
de Jaén, puesto que se ha añadido un fragmento que no aparece en las fotografías
publicadas. Tendríamos aquí, por tanto, la evidencia de un acto relacionado con el
sacrificio de un animal, para el que se usa una manta que protege al personaje y al
elemento situado junto a sus rodillas.
Un segundo caso es el de una escultura que habitualmente se ha relacionado con
los relieves de pugilato y cacería (González Navarrete 1987: 131-3; Blanco Freijeiro
1988 a: 19; Olmos 2002 a: 116), pero que, como señala Negueruela (1990: 251-2), por
sus características debe quedar fuera de este grupo. Por un lado, su parte posterior
está rota por una fractura vertical que no permite confirmar su carácter relivario, y
por otro su tamaño, considerablemente mayor que el de los personajes en relieve y
similar a otros como el anteriormente citado “guerrero de la rienda” o los partici-
pantes en el combate entre guerreros, permite extraer este conjunto de las otras dos
piezas junto a las que esta expuesta en el Museo de Jaén (Chicharro y Pegalajar 1999:
329) (Lámina II.6).
Se representa aquí un varón que va ataviado con la habitual túnica corta con
cuello y faldellín en pico, ceñida por un cinturón o faja sin broche ni hebilla (Lámina
II.2). Lleva en su mano izquierda dos perdices muertas colgando de un vástago o asa,
que se han representado con todo detalle. El consumo de la perdiz está poco ates-
tigüado debido a la falta de buenos análisis arqueozoológicos en el mundo ibérico,
pero se constata en lugares donde las identificaciones de fauna son más exhaustivas,
como en el Castellet de Bernabé, en Valencia (Iborra 2003: 312). Las habilidades del
cazador no son olvidadas en contextos fundamentalmente domésticos. Junto al cos-
tado izquierdo del varón surge un reborde que para González Navarrete (1987: 132)
podría ser un cesto. Un cuadrúpedo enrosca su cuerpo en torno al brazo izquierdo y
tuerce su cabeza, cuyo extremo quedaría adosado a este lado del pecho del personaje.
El animal no tiene indicios esculpidos de pelo o melena, y dobla forzadamente las
patas delanteras hacia atrás, lo que evidencia que se trata de un herbívoro. La presen-
cia de un perro en el relieve del cazador de perdices ha hecho que esta figura se haya
interpretado erróneamente como un cánido, aunque en su momento algunos autores
lo clasificaron adecuadamente (Blanco Freijeiro 1988 a: 19, quien postula que pueda
ser una cierva joven).
Pero quizás un aspecto que, a pesar de haber sido detectado no ha sido valo-
rado adecuadamente, es el relativo a la parte delantera del varón, que debía llevar
un objeto adosado, quizás de material orgánico, e implantado a la altura de la ingle
mediante un orificio allí practicado. Ignoramos cuál pudiera ser la naturaleza de
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 165

esta pieza, pero lo que sí se aprecia, al haber sido tallado en la misma piedra, es un
cuchillo curvo que pende de la faja o del citado objeto ausente (Lámina II.5). En el
lado contrario del abdomen se señala en relieve el extremo de una cinta, cincel u otro
elemento poco definible. La mala iluminación de esta pieza en las publicaciones tra-
dicionales ha impedido seguramente observar este detalle, que sin embargo resulta
evidente en la fotografía incluida por Negueruela (1990: Lám. XLVI.C y 251‑2),
autor que identifica claramente el cuchillo. Este instrumento no esta usándose en
este momento, sino que está en reserva. Evidentemente las perdices, ya muertas, no
son su objetivo salvo para preparar su consumición. Sin embargo, el cuadrúpedo
que acompaña al personaje está indudablemente vivo, y pudiera ser una hipotética
víctima inmediata.

2.2 Sacrificios y sociedad ibérica

En un contexto sagrado, los sacrificios constituyeron seguramente el acto cen-


tral de las festividades religiosas, confluyendo aquí personas y animales, especial-
mente los domésticos. Pero sin duda también se produjeron sacrificios en momentos
concretos, ligados a sucesos ocasionales. La visita a los santuarios más conocidos,
como Collado de los Jardines y Castellar de Santisteban (Jaén), La Luz (Murcia), el
Cerro de los Santos (Albacete) o La Serreta de Alcoy (Alicante), debió ser masiva y
prolongada en el tiempo, a juzgar por la cantidad de exvotos que han llegado hasta
nosotros, y que previsiblemente fueron muchos más en su momento. De origen hoy
por hoy desconocido, quizás del área giennense de Segura de la Sierra, procede una
conocida figurilla de bronce de muy buena calidad que representa a un personaje
masculino degollando a un cordero (Lámina III.1), una acción que en la iconogra-
fía de otros ámbitos no suele aparecer de forma tan explícita (Viret Bernal 2003:
216). Sólo quiero recordar esta pieza, que ha sido ya analizada por Olmos (1992;
1996; 2002b: 46-48) y Segarra (1998: 220-221), en la que el sacrificador es un varón
con un peinado de tirabuzones, un rasgo que parece ligarse a la actividad religiosa
y a los estratos sociales más altos de los primeros momentos de la cultura ibérica.
Recordemos en este sentido la escultura de Los Villares correspondiente a la tumba
18, que se fecha hacia 490 a.C. (Blánquez 1999: 394), y en la que el jinete lleva un
peinado similar. Permítaseme incluso subrayar el carácter ritual de este arreglo del
cabello, que se aproxima simbólicamente al de esfinges como la de Bogarra (Chapa
1980: 300-305) (Lámina I, 9-10), mientras que los rizos de la frente, compartidos
con cabezas como las del Llano de la Consolación (Iberos 1998: 294), no se separan
mucho de los que caracterizan a grifos como el de Porcuna (González Navarrete
1987: 139-146). Traspasar el límite de lo inmediato y contingente para intervenir en
una dimensión sobrehumana es probablemente uno de los objetivos del ritual, y para
ello pueden emplearse medios muy diversos, entre los cuales pudo existir una norma
que disponía un determinado arreglo personal y una forma correcta de vestir. El
peinado pudo cumplir esta función o ser también indicativo de una edad y un rango,
variantes todas ellas complementarias y emanadas de una normativa social compar-
tida (Harrison 1988).
166 Teresa Chapa Brunet

Pero volviendo a la figura de bronce, merece la pena resaltar que el sacrificio se


lleva a cabo sin otro elemento acompañante que el agua, que cubre parcialmente la
pierna del sacrificador, y de la vegetación que la enmarca. No hay ara ni mesa, sólo
el cuerpo humano como apoyo de animal, y las manos para sujetar firmemente y
ejecutar el sacrificio. El pequeño tamaño del herbívoro puede ser conveniente a la
composición, pero podría también aludir a su carácter de primicia como ejemplar
de escasa edad. Precisamente hace ya tiempo que se hizo notar el enterramiento de
animales jóvenes en los poblados ibéricos, fenómeno que fue más estudiado en el
área catalana, y que se relaciona precisamente con sacrificios propiciatorios ligados
a la fundación de la casa o a momentos necesitados de un ritual específico ligado a la
familia o al entorno doméstico (Barrial 1990; Barberá 1998). La existencia de perso-
nal especializado en dar muerte y diseccionar a los animales en contextos religiosos
pudo existir en el mundo ibérico. En la Grecia de época arcaica recibió el nombre de
“ártamos”, conviertiéndose posteriormente en “mágeiros”, ligado tanto a la esfera
sacrificial como, sobre todo, a la culinaria (Berthiaume 1982: 9-16).
Es la presencia de tumbas acompañadas de ajuar desde el periodo orientalizante
lo que nos permite advertir que el cuchillo curvo pudo ser un elemento personal
ligado tanto a la vida cotidiana como a las acciones de ofrenda y sacrificio religioso.
A los ejemplos ya presentados en nuestro trabajo anterior (Chapa y Madrigal 1997) y
recogidos exhaustivamente por Quesada (1997: 167-168) habría que añadir los datos
proporcionados por un par de sepulturas (nº 42 y 126) de la necrópolis de Les More-
res (Crevillente, Alicante) (Lámina III.7), en las que los cuchillos de hierro se aso-
ciaban a individuos adultos, uno de ellos con seguridad varón (González Prats 2002:
251), como sucederá también en la estela de Altea (Morote 1981) (Lámina III.10).
Su uso en un contexto de sacrificio y banquete por parte de un ser de características
monstruosas en un relieve de Pozo Moro (Almagro Gorbea 1996, fig. 5) (Lámina
III.6) confirma el carácter simbólico de este elemento, que se traspasará más tarde a
la falcata, como ha indicado acertadamente F. Quesada (1992; 1997: 168-170).
Monstruos que exhiben cuchillos curvos existen en otras zonas del Mediterrá-
neo, como el representado sobre un altar en la escena de la emboscada que Aquiles
prepara para Troilo, hijo menor de Príamo, que decora algunas ánforas de figuras
negras del llamado “grupo de Tolfa”, probablemente fabricadas en Caere (Etruria)
(d´Agostino y Cerchiai 1999: 115, figs. 55-58) (Lámina III.2-3). Mientras que en algu-
nas representaciones etruscas de esta temática Aquiles lleva una lanza, en otras levanta
amenazadoramente una espada de tipo machaira, y de hecho la decapitación de
Troilo se ha leído más de una vez como un sacrificio (Colonna 1984: 571, nota 54).
Un dato llama la atención en el estado actual de nuestros conocimientos, y es el
hecho de que se indique para diversos santuarios la ausencia de restos que muestren
indicios directos de la práctica del sacrificio, esto es, altares o depósitos de fauna
(Blázquez 1983: 112). De lo primero parece que en el momento actual van detec-
tándose más evidencias, al estudiar con detalle los recintos sagrados (Nicolini et al.
2004: 149), pero ciertamente los sacrificios pudieron hacerse sin ayuda de soporte,
como en el caso del bronce antes citado, donde la sangre del animal degollado debió
fluir sobre el agua. Es posible igualmente que la estructura de las aras fuera una sim-
ple acumulación de piedras trabadas, lo que dificultaría su detección. En todo caso,
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 167

al realizarse los rituales al exterior del lugar sacro, resulta difícil la conservación de
estos elementos. No obstante, la revisión detallada de los objetos recuperados sin
demasiada información contextual en estos lugares permiten adivinar una presencia
más frecuente de lo que se piensa de elementos alusivos a altares y soportes. Recor-
demos una pequeña pieza votiva de arcilla procedente de Castellar de Santisteban
(Lámina III.5), decorada con palmetas de raigambre oriental, o el ara de piedra
bastante más tardía con motivos entrelazados y rostros humanos, ambas cataloga-
das por Lantier y Cabré (1917: 100, fig. 5 y Lám. XXXII, 4), lo que se repite en el
santuario de Torreparedones (Fernández Castro y Cunliffe 2002: 152-154) (Lámina
III.13). Para una distribución más amplia puede consultarse el inventario realizado
por Moneo (2003: 354-355).
En cuanto a la fauna, es cierto que se reseña poco en las memorias de excava-
ción, pero también es muy escasamente citada en yacimientos de cualquier categoría
excavados hace tiempo, por lo que hay que considerar que son las condiciones de
conservación y la poca atención que se le ha prestado lo que impide valorar su volu-
men e importancia en este tipo de yacimientos. A la luz del caso de Montemolín, la
revisión detallada de espacios cultuales en el ámbito tartésico ha permitido a M.L. de
la Bandera (2002) reconocer lugares dedicados al sacrificio, esencialmente de espe-
cies domésticas y de ejemplares jóvenes, sistematizando unos datos que no habían
sido reconocidos habitualmente por la investigación. De su estudio se evidencia que
existieron pautas de sacrificio y consumo, cuya aplicación no debemos trasladar auto-
máticamente al registro ibérico, puesto que, como esta autora señala, las normativas
rituales son elementos que forman parte de la propia identidad social. Sin embargo, si
en el futuro conseguimos hacer hablar a los santuarios propiamente ibéricos mediante
una recogida sistemática de la fauna y unos correctos parámetros de análisis, se con-
seguirá conocer mejor el papel de los animales en los rituales religiosos.
De hecho, como se ha señalado anteriormente, las excavaciones en poblados que
han proporcionado ofrendas de fauna en pequeñas fosas asociadas a los edificios,
muestran la existencia de formas de deposición ritualizada, lo que se manifiesta en
una situación específica de las partes del cuerpo alejada de la conexión anatómica
natural, y cuidadosamente organizada. Todo ello ha llevado a pensar en la existencia
de sacerdotes que conocieran las fórmulas adecuadas para desarrollar estos ritos, lo
que les convertiría en personajes de relevancia social (Barberá 1998: 134).
Lo mismo sucede en el caso de las necrópolis, en donde la fauna recogida en las
tumbas o en el propio espacio funerario no recibía apenas mención, y en consecuen-
cia no se le otorgaba importancia. Por el contrario, cuando se ha excavado con deta-
lle algún cementerio ibérico se ha visto cómo existen patrones de uso y deposición
específica de restos animales. Un buen ejemplo en este sentido es el de Coimbra del
Barranco Ancho, en cuyas sepulturas se han incluido restos incompletos de animales
domésticos como toros, ovicápridos, cerdo, conejo o gallo, que fueron sacrificados y
quemados, consumiéndose quizá previamente al proceso de cremación (Porti Durán
y Martínez Andreu 1999: 167).
Muchas otras cosas quedan sugeridas por la lectura que han obtenido en otros
ambientes. Por ejemplo, Torelli (1994: 301) recuerda que los platos etruscos de borde
plano propios del bucchero rojo ceretano, se llamaban “spanti”. Esto ha sido ­relacionado
168 Teresa Chapa Brunet

con el hitita “spanza”, que significa “oferta total”, lo que podría vincular el vaso
etrusco con el sacrificio o la ofrenda, consagrando contenedor y contenido totalmente
a la divinidad o al difunto. Pensando en la gran aceptación que entre las poblaciones
ibéricas tuvieron las cerámicas de engobe rojo, podría proponerse una relación inicial
entre ambos aspectos.
El tema del sacrificio y su relación con el sacerdocio resulta vital para compren-
der cómo la ideología marca las pautas de consumo en sociedades como la ibérica.
Su relación con la economía y con el acceso a la ingestión de carne es fundamental
para establecer la relación entre los seres humanos, y entre éstos y la naturaleza. Se
trata de un aspecto enormemente sugerente y con grandes posibilidades de estudio
en el mundo ibérico, aunque para ello sean necesarios nuevos aportes de información
arqueológica rigurosamente obtenida.

3. OTRAS FUNCIONES SACERDOTALES

Me interesa finalmente llamar la atención sobre la relevancia de las funciones


que el sacerdocio pudo desempeñar en el contexto ibérico, aún cuando las eviden-
cias materiales y la falta de textos no permitan documentar adecuadamente estos
aspectos. No obstante, como es frecuente no encontrar lo que no buscamos, creo
conveniente resaltar aquellas facetas rituales de la Cultura Ibérica que normalmente
aceptamos en nuestra bibliografía, de forma que podamos ir encajando y configu-
rando las figuras sacerdotales que convienen a estas prácticas.
Una de las tareas más importantes que desempeñaba el sacerdocio antiguo era
la de la interpretación de ciertos signos, a menudo ligados al sacrificio animal y en
ocasiones humano, a través de los cuales se llegaba a predecir el futuro, o al menos
a sancionar la corrección del ritual y si la realización de ciertas acciones previstas
contaba con el agrado de la divinidad. C. Aranegui (1995) ha abordado estos temas a
propósito de un interesante vaso procedente del Tossal de San Miguel (Liria, Valen-
cia) cuya decoración figurada, desgraciadamente incompleta, muestra un conjunto
de personajes con túnica larga enlazados por las manos. Delante del grupo, un indi-
viduo de tamaño algo mayor alarga una mano, en la que se posa un ave, hacia un
varón armado con lanza y espada o puñal (Lámina III.4). Más allá de esta escena,
un hombre cae abatido por una lanza, y va a desplomarse sobre lo que parece que
es su escudo. La existencia de sacrificios humanos entre otros grupos peninsulares,
avalada por los textos de época romana, le mueve a preguntarse si esta práctica pudo
estar vigente, siquiera de forma ocasional, entre las poblaciones ibéricas. A su vez, la
presencia del ave y la reiterada alusión a los pájaros en la cerámica de Liria y en gene-
ral del oriente peninsular, podría estar en relación con la práctica de la ornitomancia,

5. En esto, al igual que observábamos antes para el sacerdocio, es necesario desprenderse de los crite-
rios que se imponen progresivamente para el consumo de carne, en los que cualquier alusión a la muerte
del animal es negada mediante la invención de nuevos nombres comerciales para los productos cárnicos,
que procuran además ocultar las piezas anatómicas originales de las que proceden y evitar el uso del
cuchillo en su consumo. Esta es la base de la oferta de los establecimientos de “Fast Food” que se han
desplegado por todo el mundo (Lardellier 2004).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 169

frecuentísima en otros ámbitos y en muy diversas épocas. Todo ello permite abrir una
puerta a la existencia de especialistas en adivinación que cumplirían así funciones
religiosas y por lo tanto desarrollarían una normativa que exige la transmisión del
conocimiento de unas generaciones a otras.
La adivinación podría realizarse a través de muchas otras fórmulas, entre las que
se puede resaltar la observación de las tabas, con un complejo código acorde con su
posición de caída. Su empleo para predecir el futuro fue habitual en el Mediterráneo,
aunque su principal función fue la de objetos de juego (Sakellakaris 1988: 189). Son
muchos los conjuntos de tabas que aparecen en las tumbas ibéricas, y que en general
deben considerarse fruto de esta segunda lectura, pero no puede excluirse que ciertos
personajes las emplearan para valorar el porvenir.
Pero volviendo al vaso antes citado, merece la pena señalar entre los elementos
que ostentan algunos de los personajes que aparecen en la escena, la presencia de un
adorno de tiras cruzadas sobre el pecho, cuidadosamente delineadas por el pintor.
Este distintivo ha sido señalado ya como indicador de índole religiosa, ya sea de
tipo sacerdotal o de personas que tienen algún tipo de dependencia o dedicación a
la divinidad (Aranegui 1996). El caso más notable es el del varón que se dispone a
sacar su falcata para atacar a un lobo gigantesco en el santuario de El Pajarillo, con-
junto escultórico que debe fecharse en los inicios del s. IV a.C. (Molinos et al. 1998).
Pero no cabe duda de que las tiras cruzadas tuvieron un amplio uso en el mundo
ibérico, en general asociándose siempre a ambientes de santuarios o representacio-
nes de carácter religioso. No es casual que aparezcan claramente indicadas en exvo-
tos de piedra desde Alcaudete (Jaén) (Aranegui 1996: fig. 19) (Lámina III.12) a La
Encarnación en Murcia (Ramallo et al. 1998: fig. 16), en exvotos de bronce del área
de Jaén (Aranegui 1996: fig. 29), o de procedencia desconocida, como el conservado
en el Museo Valencia de don Juan (Nicolini 1969, Lám. XI, 5-7), en las cabezas de
terracota recuperadas en el Puntal dels Llops de Olocau y en el Castellet de Bernabé,
en Valencia (Bonet et al. 1990: fig. 2) (Lámina III.11), y en numerosos personajes
pintados en complejas escenas sobre la cerámica de Liria (Aranegui 1997: 88-102). El
estudio de un busto recuperado sin información de contexto en la necrópolis grana-
dina de Baza nos dio pie a pensar en la existencia de algún tipo de vinculación entre
el varón armado de El Pajarillo y este ejemplar, bastante más tardío, proponiendo
el hipotético mantenimiento de un culto de tipo heroico relativo a este personaje, lo
que sigue sin poder descartarse (Chapa y Olmos 1999: 37). Sin embargo, el empleo
de este elemento por parte de personas de características muy diferentes y en áreas
tan extensas mueve a pensar en una motivación de carácter más general, vinculada
quizás, como antes se ha dicho, con alguna divinidad o alguna función religiosa.
En general, las vestimentas que denotan acciones solemnes, como las túnicas y
mantos largos, la presencia de gorros o de ciertos adornos como los citados, mueven
a tomar al menos en consideración la presencia de personajes posiblemente prepa-
rados para desarrollar un ritual, teniendo en cuenta el contraste de estos atavíos con
las sencillas túnicas cortas propias de los Iberos. Este sería el caso de la plaquita gra-
bada procedente de La Encarnación (Murcia) (Lámina III.8), para cuyo personaje se
propone una consideración como sacerdote u oferente (Ramallo, Noguera y Brotons
1998: fig. 30).
170 Teresa Chapa Brunet

Entre las atribuciones que los cuerpos sacerdotales tenían en época antigua están
las de marcar el calendario anual con las festividades y ceremonias debidas en honor
a los dioses (Delgado Delgado 2003). Recientes estudios han realizado las primeras
tentativas para relacionar algunas estructuras ibéricas dedicadas al culto con sus
­referencias astronómicas, de forma que se puedan establecer regularidades tempora-
les en las actividades rituales (Esteban 2001 y 2002; Esteban y Cortell 1997; última-
mente Pérez Ballester y Borredá Mejías 2004 sobre el depósito votivo de La Carra-
posa, incluyendo un estudio de C. Esteban). De la orientación de los edificios se ha
deducido una posible relación con equinoccios y solsticios que parecen corresponder
a los llamados “calendarios de horizonte”, es decir, marcando los días en los que el
sol sale por puntos del horizonte considerados estratégicos. La referencia equinoccial
del depósito votivo de El Amarejo, por ejemplo, podría verse así concretada en el
tránsito al otoño, puesto que en el registro arqueológico se han recuperado bellotas
en un estado de maduración propio de esta época. No hace falta decir que, dados los
datos con los que contamos, este tipo de propuestas resulta por el momento altamente
especulativa, pero el conocimiento del ritmo anual de una sociedad dice mucho de su
organización económica e ideológica, y por lo tanto debería prestarse más importan-
cia a este tipo de documentación a la hora de estudiar los yacimientos.
Además, por un lado la presencia fenicia (Belén y Escacena 1997), y por otro
la existencia de un fuerte peso del comercio en la economía, que generó templos y
santuarios a lo largo de la costa y de los caminos de acceso al interior, marcaron
seguramente pautas en lo que a orientaciones, cultos y fiestas se refiere. Si aceptamos
entonces la existencia de un calendario astronómico en el que quedaran fijadas las
festividades, hemos de concluir que existieron personas que conocieran los mecanis-
mos para establecer este ordenamiento temporal, tarea que como hemos visto se vin-
cula en muchos casos a sacerdotes o a individuos con una responsabilidad específica
en relación a los actos rituales. La importancia de este proceso es fácil de percibir, y
también la formación que requiere, por lo que no cabe duda de que los encargados
de este cometido serían personas relevantes dentro del grupo social.
En nuestro trabajo anterior sobre este tema (Chapa y Madrigal 1997), ya se
indicó el posible carácter sacerdotal de ciertos personajes enterrados en tumbas que
denotan un fuerte componente ritual, y cuyos materiales recuerdan, por su morfolo-
gía y posición, algunos hallazgos realizados en santuarios. Entre ellos cabe destacar
la tumba 11/145 de Los Castellones de Céal (Chapa et al. 1991), la tumba 20 de
Galera (Cabré y Motos 1920) y la sepultura 155 de Baza (Presedo 1982). En todas
ellas se recuperaron cuatro vasos de borde exvasado que recibieron una cuidadosa
decoración sobre una previa capa de cal, aunque en varios de los casos esta capa se
ha perdido, apreciándose que las piezas podían haber recibido decoración antes de
la cocción del recipiente. Este tipo de vasos singulares proceden seguramente de la
tradición orientalizante, y se encuentran también en áreas centrales de Andalucía,
como los que integran la colección del Museo de Cabra (Blánquez 2003).
La tumba de Céal tenía estos vasos cuidadosamente dispuestos en las esquinas
del espacio funerario, correspondiente a un varón de unos 50 años, que se acompa-
ñaba de un ajuar rico en relación a otras sepulturas de la necrópolis. En el caso de
la tumba 20 de Galera, un estudio realizado por Ricardo Olmos (e.p.) ahonda en su
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 171

consideración sacerdotal, puesto que varios de los elementos que contiene confirman
la práctica de actividades religiosas. Es el caso de la conocida dama de alabastro,
preparada para que un líquido mane por sus senos introduciéndose desde la cabeza,
o de los restos de una phiale mesonphalos, que confirmaría la práctica de la libación.
Dama que, en el caso de la tumba 155 de Baza se magnifica, convirtiéndose en
magnífica escultura de piedra que representa a una divinidad femenina o quizá, como
ocurre en Italia años antes, a la difunta asimilada a la representación de la diosa (Cris-
tofani 1975: 51; Massa Pairault 1996: 148). Dado que los huesos quemados recupera-
dos en el interior de la estatua correspondían a una mujer según los análisis antropo-
lógicos, parece que es necesario referirse aquí a la posible existencia de un sacerdocio
femenino, tema que ya ha sido sugerido en algunas ocasiones (Prados e Izquierdo
2002-2003: 219, con bibliografía).
En un interesante trabajo, J. Pereira (1999) reinterpreta como recipientes de culto
dos vasos procedentes del yacimiento ibérico de Toya, cuyo carácter ritual había sido
propuesto también por Olmos, Tortosa e Iguácel (1992: 119). Carecen de contexto,
pero su carácter funerario se deduce de su buena conservación y del hecho de que son
las necrópolis de este yacimiento las que hasta la fecha han sido más intensamente
excavadas. Su cuidadosa factura y decoración, y la presencia de una figura ornito-
morfa como remate de sus tapaderas ha permitido a Pereira considerarlas en relación
con un culto de carácter femenino, puesto que pichones y palomas se relacionan
con una divinidad de este tipo, como se advierte en la recientemente citada figura de
Baza. También en el depósito de Alhonoz, considerado como fruto de actividades
rituales, se recuperó una copa cuyo pie presenta pequeñas palomas. La mujer a la que
pertenecerían estos vasos podría, en consecuencia, haber tenido responsabilidades
en el culto practicado en un santuario urbano o rural de la zona dependiente de la
antigua Tugia. La observación detallada de los ajuares funerarios, tanto en el caso
masculino como femenino, puede revelar muchas claves en este sentido.
Desde luego, son muchos los exvotos femeninos que se han recuperado en los
santuarios ibéricos, ya sean de terracota, bronce o piedra. Esto nos indica que las
mujeres podían acercarse a la divinidad por sí mismas, y encargar estas ofrendas
que a veces resultarían muy costosas. No conocemos en detalle el papel que tuvo la
mujer en la sociedad ibérica, pero su presencia en actos ritualizados, como los cultos
en los santuarios o su habitual inclusión en las necrópolis, a veces con ricos ajuares,
son indicadores de que tuvo una representatividad importante en los actos públicos.
Las “damitas” de Mogente, la cerámica de Liria, el monumento funerario de Alcoy
(Olmos 1999), todas estas figuras muestran a la mujer participando activamente en
los actos rituales de los funerales y las festividades ibéricas, contando con su propio
“espacio de representación”.
El hallazgo en el asentamiento de Castellet de Bernabé de una pequeña pieza
tallada en piedra con un personaje femenino sedente sosteniendo un niño, ha llevado
a P. Guérin (2003) incluso a proponer que la transmisión del poder en el mundo ibé-
rico podría haberse llevado a cabo por vía femenina, lo que explicaría la presencia
de mujeres ricamente ataviadas y sentadas en sofisticados tronos, como se refleja
en la iconografía cerámica o en la estatuaria en piedra. En general, estas esculturas
sedentes se han asimilado a divinidades, considerándose como estatuas de culto
172 Teresa Chapa Brunet

(Griñó 1992: 196). En el lado opuesto esta la opinión de quien considera, al menos
en los casos vinculados a los santuarios, que se trata de devotas que sufren algún
tipo de lesión o enfermedad que les impide andar (Morena 1999: 27). Lo cierto es
que, salvo en ciertas ocasiones en que estas figuras son de gran simplicidad, la mayor
parte de las veces estas damas sedentes van ricamente ataviadas, como sucede en el
Cerro de los Santos (Griñó 1992: 204), aunque sin distintivos aparentes de sacra-
lidad y con variaciones en el vestido y tocado que hacen sospechar su naturaleza
humana. Por ello sigue vigente la propuesta que en su día hizo Ruano (1987, II: 217)
de considerarlas mujeres de alto rango que pudieron desempeñar ocasionalmente
funciones sacerdotales en cultos de importancia. En estas ocasiones, las mujeres son
el vehículo para la ostentación por parte de los estamentos más altos de la sociedad
(Aranegui 1997: 195).
La imagen ibérica no es diáfana en la representación de los actos religiosos ni
en la definición de los tipos divinos. La autonomía iconográfica del mundo ibérico
respecto al resto del Mediterráneo es lo suficientemente importante como para que
no se puedan emplear automáticamente las claves interpretativas de otras áreas cul-
turales, más ricas en apoyos textuales. Es necesario, por lo tanto, establecer con cla-
ridad las preguntas que todavía carecen de respuesta, como es la del sacerdocio, para
encaminar adecuadamente nuestra futura investigación.

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TORELLI, M. (1994): “Riflessi in Etruria del Mondo Fenicio e Greco d´Occidente”, en Magna
Grecia, Etruschi, Fenici. Atti delTrentatresimo Convegno di Studi sulla Magna Grecia: 295-
319, Istituto per la Storia e l´Archeologia de la Magna Grecia. Taranto.
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 177

TORRECILLAS GONZÁLEZ, J. F. (1985): La necrópolis de época tartésica del ‘Cerrillo


Blanco’ (Porcuna, Jaén). Diputación Provincial. Jaén.
TORTOSA, T. (1996): “Imagen y símbolo en la cerámica ibérica del sureste”, R. OLMOS (ed):
Al otro lado del espejo. Aproximación a la imagen ibérica: 145-162. Col. Lynx. Madrid.
VIRET BERNAL, F. (2003): “Genre et sacrifice dans l´Athénes Classique: quelques réflexions
sur les répresentations iconographiques attiques”, en T. TORTOSA y J.A. SANTOS
VELASCO: Arqueología e Iconografía: indagar en las imágenes: 207-224, L´Erma di
Bretschneider Roma.
178 Teresa Chapa Brunet

Lámina I.- Porcuna (Jaén): 1: Vista general de las esculturas; 2-3: Escultura y detalle de la
cabeza de toro; 4: Esfinge; 5.- Toro de Santaella (Córdoba); 6: Detalle de la mano o elemento
adosado a la dama; 7.- Cabeza de serpiente; 8.- Toros en procesión de sacrificio (Lécito, Boston,
MFA 13.495); 9.- Cabeza del jinete de Los Villares (Albacete): 10.- Cabeza de la esfinge de
Bogarra (Albacete).
Sacrificio y sacedocio entre los iberos 179

Lámina II.- Porcuna (Jaén): 1.- Personaje con cuchillo; 2 y 5.- Portador de perdices y detalle
del cuchillo; 3.- Torso con trenzas; 4.- Masturbador; 6.- Vista general del portador de perdices
y relieves de caza y pugilato en el Museo de Jaén.
180 Teresa Chapa Brunet

Lámina III.- 1.- “Sacrificador” (Foto: Museo Arqueológico Nacional); 2-3: Genios representados
en ánforas del grupo de Tolfa (Italia); 4: Vaso del deparmento 16 del Tossal de Sant Miquel
de Lliria (Valencia); 5: Figura femenina de Castellet de Bernabé (Valencia); 6: Monstruo con
cuchillo. Relieve de Pozo Moro (Albacete); 7: Fíbulas y cuchillos de la necrópolis de Les Moreres
(Crevillente, Alicante); 8: Placa de plata de La Encarnación (Murcia) con figura de posible
sacerdote; 9: Capitel de Castellar de Santisteban (Jaén); 11: Cabezas de terracota de Castellet
de Bernabé con adorno de tiras cruzadas; 12: Exvoto en piedra con tiras cruzadas de Alcaudete
(Jaén); 13: Ara de piedra de Torreparedones (Córdoba).
El sacerdocio celta

Vicente Fombuena Filpo

Universidad de Sevilla

I. Auge, expansión y decadencia


de los portadores del hierro

Los celtas o celtae para los romanos (derivación de keltoí, la denominación que
Heródoto y otros escritores griegos dieron a este pueblo), galatae o galli, hablaban
una lengua indoeuropea y las primeras pruebas arqueológicas relacionadas con ellos
los sitúan en la actual Francia y Alemania occidental (Eliade y Couliano 1997:110-
111), al final de la Edad del Bronce, hacia el 1200 a. C. Desarrollaron las denomi-
nadas culturas de Hallstatt (localización arqueológica situada en la alta Austria) o
primera Edad del Hierro (siglo VIII-primera mitad del siglo V a. C.), y La Tène
(Suiza) o segundo período de dicho metal, entre los siglos V y I a. C.
Esta segunda fase fue la de la gran expansión de los celtas, que acabaron su ocu-
pación de la Galia y se mezclaron con los iberos de la Península Ibérica, donde dan
lugar al pueblo celtíbero:

“Digo, pues, según la opinión de los antiguos héllenes, que así como los pueblos que habi-
tan hacia el Septentrión eran conocidos únicamente con el nombre de skýthai o de nóma-
des, según los llama Homeros, así también los pueblos que se conocieron en el Occidente
fueron llamados luego keltoí, iberes o de un nombre mixto: keltíberes y keltoskýthai,
citando por desconocimiento, bajo una misma denominación, pueblos distintos...” (Estra-
bón 2001: I, 2, 27 (33)).

1. Etimológicamente la palabra “celt” parece haberse originado de la sílaba kal, gal o cal, que evoca
cierta condición de dureza, pues “calath” significa duro en irlandés antiguo.
2. Heródoto ya asignó como hábitat de los keltoí una zona al N y al S del alto Danubio.
3. Véase Kruta, V., Los celtas. Edaf. Madrid, 1981. Sobre los celtíberos no vamos a profundizar en
este trabajo, incluido en el Grupo de Investigación Historiografía y Patrimonio Andaluz (Hum 402),
perteneciente al Departamento de Prehistoria y Arqueología, que cuenta con excelentes profesores y
182 Vicente Fombuena Filpo

Fig 1.Julio César ( imagen obtenida de la página inicial de la dirección electrónica:


http://heraklia.fws1.com)

En los siglos IV y III a. C., tal vez por la presión de otros pueblos desde el norte,
las tribus celtas invadieron el mundo grecorromano: llanura del Po (Galia Cisalpina),
Macedonia y Tesalia. En el año 390 saquearon Roma; Delfos en el 279 a. C., y pasaron
a Asia Menor (gálatas), donde se instalaron en la región que pasó a llamarse Galacia.
Pero los celtas no supieron alcanzar el concepto de estado ni construir un impe-
rio a causa de la primacía de sus estructuras tribales y familiares, y su decadencia fue
rápida, infligiéndoles Roma una gran derrota en 225 a. C. (batalla del cabo Telamón,
en Etruria (Hubert 1988: 319)). Posteriormente, tras la conquista de la Galia por
Julio César el año 51 a. C., en el norte, los germanos, desde las costas del Báltico y
del mar del Norte, colonizaron progresivamente los territorios que habían quedado
parcialmente vacíos tras la emigración celta.
Frente a la romanización, los celtas sólo lograron conservar su originalidad cul-
tural y lingüística en Bretaña (oeste de Francia), Gales, las Highlands escocesas e
Irlanda durante las épocas medieval y moderna (Sainero 1987: 214; id. 1994: 119).

profesoras, investigadores expertos en la materia. No obstante, como obras de referencia recomendamos


la de Burillo Mozota, F., Los celtíberos: etnias y estados. Crítica. Barcelona, 1998, y la de Lasalde, C.,
“Los Celtas españoles. Sus estancias, cabañas, artes, industrias y religión”, en La Ciencia Cristiana, XX
(1881), pp. 453-472.
El sacerdocio celta 183

II. Una sociedad tribal,


agrícola y pastoril

Los guerreros, agricultores, pastores y arte-


sanos estaban organizados en una gran varie-
dad de tribus, clanes y grupos. Durante el pri-
mer período de la Edad del Hierro (Hallstatt)
fabricaban espadas, puntas de lanzas, hachas,
agujas, recipientes, puñales y cuchillos. Durante
la segunda (La Tène) destacaron por la elabo-
ración de grandes espadas, escudos alargados,
arneses de caballos, fíbulas y grandes hebillas.
Fueron probablemente los inventores del
tonel y sobresalieron en la fabricación de carros
(Hubert 1988: 475). Desarrollaron la agricultura
(arado de ruedas), perfeccionaron ciertas técnicas
en el esmaltado, y acuñaron su propia moneda.
Su organización fue esencialmente rural, y
solamente en los siglos II y I a. C. tuvieron ciu- Fig 2. Guerrero celta a caballo
dades fortificadas, a las que Julio César llamó llamando a la batalla, sin silla ni
oppida, cuyas murallas con refuerzos interiores estribos. (http://spazioinwind.libero.
de carpintería demostraban su gran habilidad en it/menhir/Menhir/icelti_II.htm)
el trabajo de la madera (Hubert 1988: 475). A
diferencia de los romanos, que construían sólo dentro de los límites de la ciudad y
cerca de sus famosas vías, los celtas levantaban poblados situados en montículos de
fácil defensa, con las viviendas distribuidas irregularmente (castros, en Galicia y el
norte de Portugal), en torno a la naturaleza, por eso vivían más en contacto con ella.
Como hemos señalado, la unidad social celta era la tribu. En ella, la sociedad
estaba estratificada en nobleza o familias dirigentes de cada tribu, agricultores libres,
trabajadores manuales y esclavos.
También fueron portadores de la denominada cultura de los ‘campos de urnas’,
consistente en la cremación de los restos mortales e inhumación de las cenizas en
recipientes de cerámica.
Los monumentos más característicos de los celtas –aunque ellos no los habían eri-
gido– eran los dólmenes (del gaélico tohl: mesa y maen: piedra), menhires (del gaélico
maen: piedra y hir: alta o erguida) y trilitos (Markale 2000: 109).
Escritores romanos como Julio César y Tito Livio, y griegos como Estrabón y
Diodoro describen el estilo de vida de los celtas. César, por ejemplo, afirma que los
hombres de la clase guerrera estaban muy orgullosos de la lucha, que eran expertos
aurigas y que para parecer más feroces en la batalla, se pintaban el cuerpo con woad,

4. A este particular es de destacar la célebre formación de alineamientos megalíticos de Stonehenge,


a 13 km al norte de Salisbury, ciudad del condado de Witshire, al sur de Inglaterra; Averbury, al O de
Marlborough, construido a finales del tercer milenio a. C.; Silbury Hill, el túmulo artificial más grande de
Europa; New Grange , fortaleza circular en la que se hallan enterrados los principales magos del país, o el
Cairn de la Reina Maeve, la primera de las hadas, en la bahía de Sligo.
184 Vicente Fombuena Filpo

un tinte vegetal azul. Por su parte, Tito Livio


afirma que:

“Los jinetes galos, llevando cabezas colgadas


delante del pecho de sus caballos y clavadas en
las lanzas, entonan cánticos según su costumbre”
(Décadas 1988-1989: X, 26, 11).

Y Diodoro de Sicilia dice:

“Los galos son de alta talla, con poderosa mus-


culatura y blanca piel. Su cabello es rubio y no
sólo de modo natural sino que utilizan medios
artificiales para aumentar el color que la natura-
leza les da (...) algunos se afeitan la barba, otros
la usan un poco crecida y los nobles se rasuran
el rostro pero se dejan crecer el bigote hasta que
oculta la boca...” (2001: V,28).

“Los bravos guerreros son recompensados con la


elección de la mejor porción de carne (...) invitan
a los extraños a sus fiestas, y hasta que no han
concluido la comida, no preguntan quienes son
y que cosas necesitan. Y es su costumbre incluso
en el transcurso de la comida, discutir sobre cual-
quier asunto trivial para entablar una disputa y
desafiarse en combate individual...” (2001: V,28).
Fig. 3. Guerrero celta.
(http://www.regia.org/celts1.htm) “Es su costumbre cuando están formados en
batalla salir de sus líneas para desafiar al más
valeroso de sus oponentes a un combate individual, blandiendo sus armas para atemo-
rizar a sus adversarios. Y cuando algún hombre acepta el reto de luchar, prorrumpen en
cánticos alabando las hazañas de sus antepasados y se jactan de sus propios logros mini-
mizando a su oponente” (2001: V, 29, 2-3).

“Los galos embalsaman en aceite de cedro las cabezas de sus enemigos más distinguidos
y las guardan cuidadosamente en una caja enseñándoselas con orgullo a los visitantes,
diciendo que por esta cabeza, su padre, uno de sus antepasados o él mismo rehusó el ofre-
cimiento de una gran suma de dinero. Dicen algunos de ellos que rehusaron el peso de la
cabeza en oro...” (2001: V, 9, 5).

Estrabón manifiesta:

“Los galos llevan sayos y se dejan crecer el cabello. Se visten con pantalones bombachos
y blusas con mangas (...) la lana con la que tejen sus gruesos sayos, llamada laenae, es
áspera pero tupida (...) El armamento está en consonancia con su elevada estatura: una
gran espada suspendida del costado derecho, un escudo oblongo de grandes dimensiones,
largas picas y la madari, que es una especie de jabalina. Disponen también de un arma
El sacerdocio celta 185

arrojadiza parecida al pilum que lanzan sin propulsar y que va más lejos incluso que una
flecha, de la que se sirven en concreto para la caza...” (2001: IV, 4, 3).

“Posidonio dice haber visto él mismo este espectáculo (de las cabezas cortadas) que primero
le repugnaba pero luego acabó soportando serenamente por la costumbre...” (2001: IV, 4,5).

El mismo Julio César, califica a los celtas de desorganizados en la batalla, y


los considera un pueblo feroz carente de táctica y planificación bélica. El concepto
de lucha celta se basaba más en el valor y el coraje individual que en las acciones
coordinadas del ejército. Para ellos el combate se trataba de un campeonato al que
mandaban a sus mejores representantes. A César le dejó sorprendido el hecho de
que los aurigas se bajaran de los carruajes, y caminando a su lado, se montaran
en los caballos a galope tendido. El grado de disciplina y el armamento celtas eran
bastante inferiores al romano, pero su lucha se convertía en un hecho heroico frente
al enemigo.
En cuanto a las bellas artes, hemos de señalar que, a pesar de la influencia griega,
oriental, balcánica y escita, el arte celta fue esencialmente original.
Los complicados dibujos de líneas entrelazadas curvilíneas iban desde el simple
trazado de varias líneas hasta las más complejas fantasías inspiradas en la natura-
leza: motivos vegetales, flores de loto, palmetas y guirnaldas. El color se conseguía
mediante incrustaciones de esmalte.
La joyería está representada por pesados collares confeccionados con gruesas
varillas de oro retorcidas o de hilos de plata, reservados para ritos ceremoniales; fíbu-
las estilizadas de diseños zoomórficos o antropomórficos; pesadas espadas de hoja
larga para usos rituales, cuyos mangos decoraban con incrustaciones de materiales
preciosos, como marfil, ámbar o esmalte; calderas utilizadas fundamentalmente en
ritos religiosos; y tallas de divinidades en madera, piedra o bronce (Stead 1999: 98;
Allen 2002: 106; Hubert 1988: 484-485).

III. La Mitología celta

Como sostiene Henri Hubert (1988: 470), “los celtas tuvieron una mitología rica
y pintoresca..., que nos ha sido transmitida por los relatos épicos construidos sobre
cañamazos que constituían el repertorio común de los recitadores profesionales, por
las tradiciones locales de un interés más particular que constituyeron en Irlanda la
literatura de los dinnsenchas, tradiciones de los lugares, y por último, por series de
alusiones en las enumeraciones clasificatorias que son las tríadas galesas”.
La leyenda más extendida es la que cuenta el viaje de un héroe (Bran, Cuchu-
lainn o Connla) al país de los muertos, donde llega embarcado en una nave mágica,

5. Pesada jabalina de punta aguda utilizada como pica o, a menudo, como arma arrojadiza por los
legionarios romanos.
6. Ornamento y motivo estilizado en forma de hoja de palma.
7. Los celtas adoptaron elementos ornamentales de otras culturas, como la figura del dragón vikingo,
que se encuentra en muchos de sus trabajos.
186 Vicente Fombuena Filpo

con frecuencia de bronce. Allí encuentra a Manannan, dios protector de los merca-
deres que cruzaban los mares para establecer rutas comerciales. Cansado al fin de esa
estancia quiere regresar, y cuando lo logra muere.
Otros relatos, de entre varios más, explican que el héroe desciende a una caverna,
donde, mientras duerme, le son reveladas las pruebas del Purgatorio; o bien que se
marcha al otro mundo con el fin de traerse de allí objetos maravillosos, como el
caldero inagotable que Cuchulainn consigue arrebatar dos veces (Hubert 1988: 471;
Fontodrona 1978: 104).
Asimismo existe abundancia de seres mitológicos y mágicos, sobre todo en la
tradición irlandesa. En el caso de la tierra, la entendían como el origen de la vida,
pues sustentaba los ciclos vegetales, a los animales, y por supuesto, también a los seres
humanos. La piedra (megalitos), pues, era objeto de culto por ser morada de las almas
de los difuntos.
Aunque comparado con otros pueblos de Europa el testimonio de una religión
solar es escaso en Irlanda y Gales, sin embargo no se puede olvidar que los guerreros
llevaban amuletos solares como protección en las batallas y que la gente era ente-
rrada, al morir, con símbolos del sol en miniatura. Por otro lado, los caballos estuvie-
ron estrechamente ligados al culto solar, ya que eran considerados animales con la
suficiente velocidad para transportar al campo de batalla al dios del cielo. También
es importante recordar la relación de la luz y el calor con la curación y la fertilidad
(ruedecillas solares de Sainte-Savine en Borgoña, o en Noricum (Austria)).
Podemos decir que los dioses celtas estaban en toda la naturaleza: en árboles,
lagos y pantanos, montañas, manantiales y ríos, a los que arrojaban objetos precio-
sos como ofrendas votivas (armas, escudos, armaduras).
En cuanto al fuego, lo consideraban la conjunción energética del agua, el aire y
la tierra, una fuerza sobrenatural que mueve el cosmos.
Por lo que se refiere al aire, los sacerdotes celtas sabían manejar los vientos a
voluntad, y lo consideraban morada de espíritus y hadas que ellos utilizaban a su
conveniencia (Sainero 1999: 103).
También algunos animales adquirieron entre los celtas una categoría sagrada, y
llegaron a ser venerados como dioses zoomorfos asociados a determinados dioses y
diosas. Muchos de ellos se encuentran representados en el caldero de Gundestrup.
Así, el jabalí lo asociaban a las potencias devastadoras o destructoras que el hombre,
en su papel de cazador, había de dominar. La cabeza de este animal no sólo fue tro-
feo admirado en las paredes de las casas de los grandes señores, sino que incluso fue
adorno común en los escudos de los guerreros.
En cuanto al cerdo, fue muy importante en el terreno económico y su carne era
muy apreciada. Los cerdos eran un signo de riqueza y de hecho aparecen como dones
de la diosa Madre.
Los ciervos eran venerados por su velocidad, su virilidad y sus abultadas cor-
namentas que evocaban la imagen de señores del bosque. Los celtas encontraron, al

8. Se cuenta que las druidesas de la isla de Sein conocían un ritual capaz de calmar los vientos.
9. Se trata de un recipiente de plata del siglo III al II a. C., Hallado en el pantano de su nombre, en
Dinamarca. Actualmente se encuentra en el Museo Nacional de dicho país.
El sacerdocio celta 187

Fig. 4. Caldero Gundestrup, s. I a.C. (Berresford 2003, lámina 1)

parecer, en el polvo triturado de sus astas, una sustancia que combatía la impotencia
y alejaba de la persona todo tipo de influencias maléficas.
El oso era una combinación de bien y mal, de luz y de tinieblas, lo que lleva en
el mundo de la mitología celta a relacionar lo celestial y lo divino con lo bestial y
monstruoso.
El toro representaba el poder, y fueron venerados por su fuerza y su virilidad,
y su sacrificio era algo frecuente. Los toros eran muy representados en el arte celta
donde solían aparecer con tres cuernos.
El caballo era considerado como la luz frente a la oscuridad, pero también el
compañero fiel que conduce al héroe al Más Allá. Por otro lado, las cabezas de caba-
llos encontradas en determinadas tumbas, se interpretan como objeto de un ritual de
protección contra los demonios y los malos espíritus.
Aunque al lobo se le asocia, por algunos autores, más con el reino de los muertos,
sin embargo no se pueden olvidar las leyendas de lobas que amamantan niños perdi-
dos en el bosque.
En cuanto al perro, se presenta en no pocas ocasiones como guardián de las
puertas del día, y entonces tiene un aspecto propicio, mientras que llegada la
noche, adquiere tintes siniestros y amenazadores, sin embargo no hay que olvidar
que el perro acompaña al héroe durante la noche y le advierte de posibles peligros
con sus ladridos.
188 Vicente Fombuena Filpo

Por su hábito de mudar la piel, las serpientes, los celtas las identificaban con la
resurrección, y también estaban relacionadas con la fertilidad, tal vez debido a su
forma fálica o a las múltiples crías que tienen en un solo parto.
En lo relativo a las aves, cobran importancia las águilas, cuervos, búhos, cornejas,
palomas y cisnes. En mitología, y de modo general, el ave de presa se identifica con
el sol y también con el relámpago. Tanto en la tradición irlandesa como la galesa, los
pájaros mágicos, generalmente en grupos de tres, estuvieron asociados con la cura-
ción y con la creencia de que se volvía a la vida en el Más Allá.
Con respecto a los cisnes, es el ave que guía o conduce a las regiones de los
bienaventurados. En muchas leyendas célticas, diosas y hadas adoptan la forma
de cisnes.
Por último, los grifos o guardianes del templo, tienen cierto parentesco con el
águila por su pico: con patas y garras de león, y cuerpo de lobo. Vienen a simbolizar
todo lo que resulta enigmático.
En cuanto a los bosques, los celtas estimaban que la fuerza del sacerdote nacía
de su comunicación directa con ellos. Él era realmente “el hombre del roble”,
teniendo al roble por el más sólido y fuerte de los árboles junto a los otro siete más
sagrados en el campo irlandés: el aliso, el avellano, el sauce, el manzano, el abedul,
el tejo y el acebo.
El roble era el árbol real por excelencia y se empleaba como combustible en la
cremación del cuerpo de los reyes, tras su fallecimiento; el avellano era el árbol de
la belleza y de la sabiduría, por sus flores y por sus frutos. Quien comía avellanas
adquiría el pleno conocimiento de las artes y las ciencias; las ramas del abedul se
usaban para azotar a los delincuentes, así como también para expulsar a los demo-
nios y a los espíritus del año viejo; el manzano era el árbol del Más Allá, que ade-
más curaba todas las enfermedades; el tejo era considerado el árbol funerario por
excelencia. Los guerreros astures y cántabros, en su lucha contra los romanos, una
vez perdida la batalla y antes de caer prisioneros, preferían suicidarse ingiriendo
bayas de tejo, un veneno letal en dosis altas; el sauce era el árbol de las brujas, y sus
hojas –consideraban– poseían un reconocido y celebrado poder curativo, así como
su penetrante rocío inducía a la celebración de orgías; el acebo era el árbol del
crecimiento y de la plenitud anual, momento de la cosecha de la cebada; la madera
del fresno se utilizaba como talismán, y para enderezar fracturas; el espino blanco
simbolizaba la castidad forzosa, aunque emitía un sugestivo olor a sexualidad
femenina; a la vid se la consideraba de mal agüero por su tendencia a enroscarse y
sofocar la vitalidad de los demás árboles; el sauce era el arbusto del agua, preferido
por las brujas. Su olor podía causar la muerte y por eso se asociaba con el ciprés;
el abeto se distinguía por su feminidad, y simbolizaba a Druantia, la reina de los
sacerdotes; el álamo blanco era el árbol del equinoccio de otoño, símbolo de la
decadencia y la ancianidad; la retama era el símbolo del sol naciente con sus flores
amarillas y sus hojas lanceoladas; el brezo regía el solsticio estival con su cohorte
de solícitas abejas.
Junto a los citados, no se pueden olvidar el muérdago, el madroño, el helecho, el
rosal silvestre, el pino, el endrino, el olmo y la grosella, entre otros muchos más.
El sacerdocio celta 189

IV. Las divinidades celtas

El Olimpo celta estaba plagado de dioses y diosas, de semidioses, de héroes-dio-


ses, mortales endiosados, druidas, magos, magas y chamanes; reyes convertidos en
dioses o dioses que fueron reyes; además de ninfas y matronas surgidas de uniones
diversas: dioses con animales; dioses con humanos; humanos con semidioses...
Por otra parte, como sostienen M. Eliade e I. P. Couliano (1997: 110-111), “Debido
a la prohibición impuesta a los druidas de fijar sus conocimientos secretos por escrito,
no poseemos documentos directos concernientes a la Galia, fuera de los monumentos
influenciados por el arte romano. En cambio, las fuentes indirectas son abundantes.
La situación es diferente en el caso de los celtas insulares, de los que nos ha llegado
una rica información directa, aunque provenga en general de fuentes medievales a
veces influenciadas por el cristianismo”.
Por tanto, en principio, nuestra información al respecto se puede datar, casi
exclusivamente, entre los siglos III-I a. C., aunque es lógico pensar que las divinida-
des que entran en la historia durante esos primeros siglos formaban ya parte de unas
tradiciones profundamente arraigadas durante la época prerromana.
Con respecto a la religión de la Galia, César menciona un dios supremo (Teutates,
Esus y Taranis), que él identifica con Mercurio, y cuatro dioses más (Belenus, Bormo,
Grannus...; Teutates; Tarán y Brighid de
Kildare), identificados respectivamente con
Apolo, Marte, Júpiter y Minerva (Eliade y
Couliano 1997: 111).
También la arqueología ha sacado a la
luz monumentos figurativos que conservan
el aspecto y el nombre de algunas divinida-
des más, como los dioses agrestes Sucellus
y Nantos, y sobre todo el dios Cernunnos,
que puede significar, según las distintas
versiones de los historiadores, “el de la cor-
namenta” o “el de la cabeza de ciervo”.
Dado este estado de relativa confusión,
y tras revisar la ingente bibliografía al res-
pecto, nos vamos a limitar a citar las consi-
deradas principales divinidades celtas:

Fig. 5. Dibujo de una aparición de


un druida. William Stukeley, 1740.
(Berresford 2003: lámina 8)
190 Vicente Fombuena Filpo

BAGDA: Dios supremo, era la divinidad de la tierra.


MORRIGAN: Divinidad femenina que se aparecía con una forma terrible a aque-
llos guerreros que iban a morir en el combate.
CERNUNNOS: Como ya hemos indicado, dios dotado de una enorme cornamenta
de ciervo, que iba acompañado por una serpiente. Era el dios de la fertilidad y la
prosperidad de los hombres.
LUG: Dios solar (el “Luminoso”), inventor de las artes y protector de los viajeros.
TEUTATES: Dios común de todos los galos. Tenía el poder de proteger al amena-
zado a muerte, pero para ello necesitaba del sacrificio de un cautivo.

V. El sacerdocio celta

Los druidas formaron, tanto en la Galia como en Bretaña o en Irlanda, una clase
sacerdotal, heredera y guardiana de las tradiciones religiosas celtas. Al parecer, se
reclutaban por cooptación en los ambientes nobles.
Las variantes latinas del nombre druida nos remontan a una declinación idéntica
a la del nombre irlandés (drui, durad). Los antiguos relacionaron este nombre con
el de la encina; para ellos, los druidas son dryadas, sacerdotes de la encina (Hubert
1988: 455).
Es extensísima la bibliografía existente sobre estos sacerdotes, y numerosos los
autores clásicos que dejan constancia de las competencias, prácticas religiosas y
autoridad de los druidas, tales como Diógenes Laercio10 (Vidas y sentencias de los
más ilustres filósofos, I, 5), Cicerón (De Divinatione, I, XLI, 90), Diodoro Siculo His-
torias, V, 28, 6 y V, 31, 2-5), Estrabón (Geografía, IV, 4 (194) y IV, 4 (198), Amiano
Marcelino11 (XV, 9, 4 y XV, 9, 8), Suetonio (Claudius, 25), Pomponio Mela (De Situs
Orbis, III, 2, 18 y 19); Lucano (Farsalia, I, 450, 8), Plinio (Historia Natural, XXIV,
103 y 104, XXIX, 52 y XXX, 13), Tácito (Anales, XIV, 30 e Historia, IV, 54), Dión
Crisóstomo12 (Orations, XLIX), Lampridio (Historiae Augustae13 (Momigliano 1976:
150-252). Severus, LIX, 5), Vopiscus14 (Numerianus, XIV y Aurelianus, XLIII, 4 y 5),
Ausonio (Commem.professorum, IV, 7-10 y X 22-30), Nennio15 (Historia Britonum,
40) y Julio César en De Bellum Gallicum, en especial en el Libro VI, 13 y 16, donde
deja escrito el siguiente comentario:

10. Escritor griego de la primera mitad del siglo III.


11. Historiador latino de origen griego (c. 330-c. 400), autor de Rerum gestarum libri XXXI.
12. Retórico y filósofo griego (30 d. C.-177).
13. Historiae Augustae es el título dado por Casaubon (1603) a una compilación de biografías de empe-
radores romanos, césares y usurpadores desde 117 a 284 d. C. Estas biografías se consideran escritas por
seis autores diferentes (Elio Espartiano, Galicano, Trebelio, Vopisco, Elio Lampridio y Capitolino). De
hecho la Historia Augusta, a pesar de ser el único relato continuo para la historia de los emperadores de
los siglo II y III, nunca ha disfrutado de gran autoridad entre los estudiosos e investigadores de los últimos
setenta y cinco años. Agradecemos la información al respecto al profesor Dr. Genaro Chic García.
14. Historiador romano de los siglos III-IV.
15. Historiador galés (c. 826).
El sacerdocio celta 191

(13) “En toda la Galia hay dos clases de hombres entre los que gozan de relevancia
y prestigio. Pues lo cierto es que al pueblo se le considera casi esclavo: por sí mismo no
se atreve a nada, ni se le tiene en cuenta a la hora de tomar decisiones. La mayoría, ago-
biados por las deudas, por los impuestos excesivos o por los ultrajes de los poderosos, se
entregan como esclavos. Sobre ellos tienen los nobles los mismos derechos que los dueños
sobre sus siervos.
De las dos clases, una es la de los druidas (Berresford 2003:62), otra la de los caballe-
ros. Aquellos se ocupan de todo lo que tiene que ver con los dioses, están a cargo de los
sacrificios públicos y privados y regulan el culto. Son muchos los adolescentes que acuden
a ellos para aprender, y se les tiene en gran consideración. De hecho, dictaminan en casi
todas las disputas, públicas o privadas (Hubert 1988: 456-457), y, si se ha cometido una
fechoría, si ha habido un asesinato, si se discute sobre la herencia o sobre unos límites, son
ellos los que juzgan y fijan las compensaciones y las penas. Si alguien, lo mismo un parti-
cular que un pueblo, no se aviene a su decisión, le prohíben tomar parte en los sacrificios:
para ellos es el castigo más grande. A quienes se les ha impuesto este veto se les considera
sacrílegos y criminales, todos se apartan de ellos, evitan acercárseles o hablarles, no sea
que por el contacto les sobrevenga algún daño, y cuando piden justicia no se les concede,
ni tampoco se les permite acceder a los cargos públicos.
Al frente de todos estos druidas se encuentra uno sólo, el que tiene más autoridad
entre ellos. Cuando muere, si alguno de entre los restantes destaca por su prestigio, le
sucede; si hay varios igualados, se le elige en una votación de los druidas. Algunas veces la
primacía se dirime con las armas. En cierta época del año, celebran una reunión en el terri-
torio de los carnutes16 –considerado el centro de toda la Galia–, en un espacio sagrado17.
De todas partes acuden hasta allí los que tienen litigios, y se someten a sus decisiones y
dictámenes.
Se piensa que sus enseñanzas fueron adquiridas en Britania y desde allí llevadas a
la Galia. En la actualidad, quienes desean conocerlas más a fondo por lo general mar-
chan allá para instruirse. Los druidas suelen mantenerse al margen de las guerras y no
pagan tributos como los demás (Hubert 1988: 457). Están dispensados del servicio mili-
tar (Hubert 1988: 457) y exentos de cualquier otra carga. Atraídos por tales privilegios,
muchos vienen por su propia voluntad a recibir instrucción, y otros son enviados por sus
padres y familias. Se cuenta que aprenden allí una cantidad ingente de versos. De esta
manera, más de uno pasa veinte años instruyéndose. Y no consideran lícito poner estas
cosas por escrito18, aunque en casi todos los otros asuntos, en las cuentas públicas o priva-
das, utilizan el alfabeto griego. Me parece a mí que esto lo decidieron así por dos razones:
porque no quieren que sus enseñanzas se divulguen entre la gente, ni tampoco que los dis-
cípulos, confiados en la escritura, cultiven menos la memoria. En efecto, ocurre a menudo
que, con el recurso de la escritura, se pierde el interés por aprender y la memoria.
Principalmente, pretenden hacer creer que las almas no perecen, sino que tras la
muerte pasan de unos a otros19, y piensan que así es como mejor se estimula el valor,
dejando a un lado el miedo a la muerte. Además, disertan y enseñan a sus jóvenes sobre

16. Pueblo de la Galia, con dos ciudades principales Autricum (Chartres) y Cenabum (Orleáns).
17. Probablemente un bosque sacro.
18. Su enseñanza ara puramente oral, como la exposición de una tradición.
19. Diodoro de Sicilia (Biblioteca histórica, V, 28, 6) deja constancia de que entre los druidas “prevalece
la creencia de Pitágoras [c.570-c. 480 a. C.] de que las almas son inmortales y tras un número determinado
de años comienzan una nueva vida”. Esta doctrina religiosa y filosófica (metempsicosis), también llamada
de la reencarnación o de la trasmigración de las almas, aparece tácitamente por primera vez en La Repú-
blica de Platón [c.427-348-347 a. C.].
192 Vicente Fombuena Filpo

numerosas cuestiones, referidas a los astros y sus movimientos, el tamaño del orbe y de las
tierras, la naturaleza, la esencia y el poder de los dioses inmortales (...)

(16) La nación entera de los galos está entregada por completo a las prácticas reli-
giosas, y por esta razón aquellos que sufren enfermedades graves y quienes andan en
medio de combates y peligros inmolan hombres a modo de víctimas o al ministerio de los
druidas (Hubert 1988: 469-470), pues, a no ser que la vida de un hombre se pague con la
vida de otro hombre, piensan que no es posible aplacar a los dioses inmortales, y tienen
instituido como cosa pública sacrificios de este tipo.
Otros hacen uso de muñecos de enorme tamaño, cuyos miembros trenzados con leña,
rellenan con hombres vivos. Les prenden fuego y los hombres, rodeados de llamas, expi-
ran. Los suplicios de aquellos que son sorprendidos robando, dedicados al bandidaje o
alguna fechoría, consideran que son especialmente gratos a los dioses inmortales. Pero
cuando les faltan éstos, se rebajan hasta el tormento de gente inocente20.
Reverencian sobre todo a Mercurio: sus estatuas son muy numerosas, lo consideran
inventor de todas las artes y piensan que es el que guía en las rutas y en los viajes y el que
más poder tiene en lo relativo a ganar dinero y comerciar: Tras él, Apolo, Marte, Júpiter
y Minerva. De éstos tienen prácticamente la misma idea que los otros pueblos: que Apolo
aleja las enfermedades, que Minerva enseña los fundamentos de los trabajos y oficios,
que Júpiter manda en el cielo y Marte rige la guerra21. A éste, una vez que han tomado la
decisión de combatir, la mayoría de las veces le prometen lo que obtengan en la guerra.
Cuando vencen, le sacrifican los seres vivos capturados y reúnen el resto de las cosas en
un solo lugar. En muchos pueblos se pueden ver amontonamientos de estas cosas, levan-
tados en espacios consagrados. Y no es frecuente que alguien, despreciando el precepto
religioso, se atreva a ocultar lo capturado, o a llevarse lo depositado; para esta acción hay
fijado un castigo, que incluye la tortura.
Todos los galos afirman que son descendientes de Dis Pater22: dicen que esto es lo
que cuentan las tradiciones de los druidas: Por esa razón, determinan la duración de
cualquier período según el número, no de sus días, sino de sus noches. Los aniversarios
y los comienzos de meses y años los cuentan de forma que el día vaya detrás de la noche
(Hubert 1988: 476).
En otras costumbres de su vida difieren de los demás sólo en esto: no toleran que sus
hijos se les acerquen a la vista de todos en tanto no tengan edad suficiente para soportar el
servicio militar, y consideran deshonroso que un hijo, todavía niño, se presente en público
estando delante de su padre”.

Junto a los druidas, los autores clásicos mencionan a los bardos y a los vates. El
nombre de bardo significa trovador; acompañaban sus canciones con un instrumento
parecido a la lira, y en éstas alababan a unos y afrentaban a otros. Los vates tenían
funciones similares a los druidas, se les consideraba filósofos, y se encargaban de leer
el futuro a través de los restos de las víctimas sacrificadas (Hubert 1988: 459).

20. Era algo normal que, al iniciarse una guerra, o cuando una calamidad amenazaba a un pueblo, se
ofrecieran sacrificios humanos a los dioses, lo que escandalizaba a la mentalidad romana del momento.
No obstante, los sacrificios humanos de los celtas se pueden asimilar a las muertes de gladiadores en el
circo romano.
21. Como se puede comprobar, César lo que hace, como autor latino, es asimilar las deidades gálicas a
las del panteón romano
22. Algunos autores identifican al Dis Patero Dispater con Cenunnus, si bien un mismo dios ha podido
llegar a ser alternativamente asimilado a los dioses del panteón latino Mercurio o Marte.
El sacerdocio celta 193

VI. Fiestas y rituales

Las tribus irlandesas se solían reunir en los lugares donde estaban las tumbas
de sus antepasados y en las fechas de las fiestas. De éstas había cuatro principales:
Samhain23 que se celebraba el 1 de noviembre y que marcaba el fin del verano y, posi-
blemente, el inicio del año nuevo celta. El 1 de febrero se conmemoraba la de Oimele
o Imbolg, en honor a la diosa Brigit, señora de la medicina, la metalurgia, las artes
y la poesía24. El 1 de mayo tenía lugar la fiesta de Beltene, o del fuego. En esta festi-
vidad se encendía una gran fogata y era coronada la reina de mayo; era el momento
de la mayor fertilidad del año. El 1 de agosto la de Lugnasad (casamiento del dios
solar Lug), que tenía un carácter patriótico como fiesta garantizadora de paz, y en
ella participaba todo el pueblo.
El ritual de las religiones celtas –a pesar de los testimonios de los autores anti-
guos- es muy mal conocido. Los sacrificios podían ser sangrientos o no: en el primer
caso, hay motivos para creer que los sacrificios humanos que se achacan a los celtas
fueron poco sangrientos, pues es imposible dejar de pensar que las leyendas fueron
precedidas por mitos de sacrificios divinos reencarnados bajo supuestos de víctimas
humanas, animales y vegetales; en el segundo, no se trataba más que de ofrendas de
primicias.
En lo referente a las druidesas, son muchos los autores que niegan su existencia
debido a no haber sido citadas por algunos autores clásicos como Julio César, que
nunca llegó a las islas. En cambio Pomponio Mela hace un relato de ellas (bandruidh
las llama) de cuando acompañó a Adriano a las islas británicas.
Testimoniado ya a lo largo de estas líneas el carácter belicoso de los celtas y su
consideración de individuos piadosos, nos parece oportuno dejar constancia de la
matización que a este último respecto hace Mircea Eliade (1992; 65), quien consi-
dera que el hombre religioso “conoce intervalos «sagrados» que no participan de la
duración temporal que les precede y les sigue, que tienen una estructura totalmente
diferente y otro «origen», pues es un Tiempo primordial, santificado por los dioses y
susceptible de hacerse presente por medio de la fiesta”. Y es que las cuatro grandes
fiestas celtas marcaban dentro del año cuatro estaciones de tres meses. Estas fiestas
“eran ferias, asambleas políticas y judiciales, a la vez que ocasión de diversiones y
juegos pero, principalmente, asambleas religiosas, que se desarrollaban dentro de un
ambiente de mito y de leyenda” (Hubert 1988: 467).

VII. Conclusión

Es tanto lo que se ha escrito, en la mayoría de los casos sin rigor ni metodología


científicas, acerca de la religión de los celtas que hemos procurado ir seleccionando
aquellos estudios considerados más rigurosos sobre el mundo céltico, conscientes de

23. Esta fiesta ha persistido en el mundo cristiano en la conmemoración de Todos los Santos, y en el
anglosajón Halloween.
24. Coincide con la fiesta cristiana de La Candelaria.
194 Vicente Fombuena Filpo

que, al margen de la documentación procedente de la época precristiana, muchos de


los autores y de las obras elegidas están basadas, como no podía ser de otra forma,
en la leyenda y en el mito.
La extensa parte de Europa conquistada y colonizada efímeramente por los
celtas –Islas Británicas, Francia, Península Ibérica, llanura del Po, Iliria, Tracia y
Galacia, valle del Danubio y Alemania, hasta el Elba casi, que fue su cuna-, nos ha
dejado, sin embargo, para la posteridad, armas, escudos, objetos ornamentales, ins-
cripciones votivas en altares, en las cuales suelen aparecer sus nombres junto al de los
dioses a los que hacían el voto, monedas e ídolos.
Tras la caída del Imperio romano hacia el siglo V d. C., los germanos invasores se
asentaron en la zona oriental de Britania. Mientras los invasores gaélicos de Irlanda
se instalaron en el oeste de Escocia, al mismo tiempo que los britanos del suroeste de
Inglaterra ocupaban Bretaña. Con la llegada del cristianismo, Irlanda fue convertida
por San Patricio; después el cristianismo se estableció en Escocia, principalmente a
través de la fundación del monasterio (c. 563) de Iona25 por San Columbano.
Durante la Edad Media, varios manuscritos irlandeses del siglo XII d. C. fijaron
por escrito antiguas tradiciones celtas, y el Libro blanco de Rhydderch y el Libro rojo
de Hergest, ambos del siglo XIV, contienen algunas tradiciones galas.
En la actualidad, las lenguas celtas sólo se hablan en la zona insular (irlandés,
gaélico y galo) y en la costa bretona26.
Por último, no podemos dejar de mencionar el auge que, desde hace una década,
ha ido cobrando la denominada música celta merced a destacados intérpretes, gru-
pos musicales y orquestas regionales en Irlanda, Escocia, País de Gales, Cornualles,
Bretaña y Galicia.

BIBLIOGRAFÍA

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25. Isla de Gran Bretaña, una de las Hébridas, en el NO de Escocia.


26. Para más detalles, cf. Villar, F., Lenguas y pueblos indoeuropeos. Istmo. Madrid, 1972.
El sacerdocio celta 195

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Nota: Las figuras 4 y 5 han sido obtenidas del libro “Druidas, el espíritu del mundo
Celta” de Peter Berresford Ellis. Editado por Oberon, Grupo Anaya. 2ª edición de
septiembre de 2003.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los
santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de
Numas en Emporion y el Serapeo de Ostia

Joaquín Ruiz de Arbulo Bayona

Universidad de Lérida

(Lucio) “Alquilé unas habitaciones en el


recinto del templo (de Isis) para fijar allí
provisionalmente mi residencia; tomaba
parte, todavía como un simple fiel, en los
servicios diarios…”
(APUL., Met., 11, 19).

En 1987, G. Fabre, M.Mayer e I. Rodà presentaban la nueva interpretación de


dos lápidas emporitanas conservadas respectivamente en el MAN de Madrid y en el
Museo de Ampurias como fragmentos de un mismo epígrafe bilingüe greco-latino
realizado en mármol gris (IAGIL 18-19; 89-90; IRC III, 15). El texto pudo ser así res-
tituido de la siguiente forma: [ISIDI SARA]PI AEDEM / [SIMULACR]A POR-
TICUS / [NUMAS / N]UMENI F(ilius) / [ALEXANDRI]NUS / [DEVOT]US
FACIU / [NDUM CUR(avit)] / (hedera) / [EISIDI S]ARAPI / [NAON XOA]NA /
[STO]AN NOYMAS / [NOYME]NIOY ALE / [XAN]DREYS / [EYS]EBES
EPOEI ; mencionando en griego y latín que un tal Numas, hijo de Numenio, de
Alejandría, había hecho levantar a Serapis (y con razón también a Isis creen los
epigrafistas por el espacio vacante delantero al efectuar la ordinatio del texto) un
templo (naos, aedes), con imágenes de culto (xoana, simulacra) y un porticado (stoa,
porticus). La cronología de esta dedicatoria, situable en el siglo I a.C., reviste una
importancia singular para la historia e interpretación de los santuarios emporitanos
que hemos analizado en otros trabajos (Ruiz de Arbulo 1994; 1995) y también para
la expansión de los cultos egipcios en la Península Ibérica, insertados en la gran
corriente comercial mediterránea tardo-republicana.
198 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

Fig. 1. Lápida emporitana


con dedicatoria grecolatina
del alejandrino Numas de un
templo, estatuas y pórtico a Isis
y Serapis (de Fabre, Mayer y
Rodà 1993, IRC III, num. 15).

Dada la importancia del gasto realizado, el alejandrino Numas debió ser quizás
un rico comerciante que actuaba no tan solo guiado por la piedad sino por razones
más concretas. Una ofrenda así, en una tierra para él extranjera y tremendamente
lejana, pudo responder a un exvoto de navegación: la promesa efectuada a los dioses
al solicitar su ayuda en medio de una tempestad. Pero también es posible que un
gasto edilicio de esta entidad que implicaba la definición de un témenos o recinto
sacro ya que además del templo se ofrendaba un pórtico, fuera mucho más allá del
simple gesto votivo. Al fin y al cabo, Numas era de Alejandría y su ofrenda signifi-
caba la introducción en Emporion del culto a sus divinidades nacionales que precisa-
ban, como veremos, de ritos específicos a cargo de sacerdocios especializados. Para
entender lo que pudo significar esta ofrenda debemos pues reflexionar en primer
lugar sobre el carácter de los santuarios dedicados a Isis y Serapis en el mundo hele-
nístico y romano, sus ámbitos de competencias y su función social. A continuación,
los estudios realizados en el Serapeo de Ostia nos mostrarán la diversidad de usos
complementarios que podían asumir estos santuarios.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 199

LOS ORÍGENES DEL CULTO A ISIS Y SERAPIS EN ALEJANDRÍA

El 10 de junio del año 323 a.C. Alejandro Magno, conquistador del mundo,
moría de repente en Babilonia dejando un hijo de corta edad y entregando a Pérdicas
su anillo real. En aquel momento, los oficiales macedonios gobernaban en su nombre
un gigantesco imperio dominado en apenas once años, suma de todo tipo de reinos,
pueblos y ciudades anteriores. Pero el intento de crear una nueva monarquía univer-
sal sobre una población multicultural y multiétnica se interrumpió bruscamente con
la muerte prematura de Alejandro (cf. Musti 1990; estudios recientes Seibert 1994;
Pfrommer 2001). Así, los cuarenta años que siguieron a su muerte contemplaron las
luchas interminables entre sus “Sucesores”, los Diadocos, primero por repartirse la
administración de un Imperio unificado, y más adelante ya tan solo por consolidar y
ampliar mediante la guerra fraticida una serie de reinos independientes, de carácter
nacional, gobernados por monarquías de tipo dinástico permanentemente enfrenta-
das entre sí. Un contexto histórico complejo pero culturalmente muy intenso, en el
que las ciencias y las artes alcanzaron cotas nunca igualadas gracias al mecenazgo de
los monarcas y a sus gigantescas concentraciones de dinero y poder (Dragoni 1979;
Pollit 1989). Sin duda uno de los fenómenos religiosos que mejor explican los condi-
cionantes sociales y la nueva situación intelectual vivida en los Reinos Helenísticos
fue la génesis y difusión internacional de los dioses alejandrinos Isis y Serapis.
Egipto, un país de cultura excepcional y milenaria había sido conquistado sin
apenas lucha por los macedonios en los años 332-331 a.C. Ocho años después, en el
reparto de los mandos del Imperio consecutivo a la muerte de Alejandro, su gobierno
correspondió a Ptolomeo, hijo de Lagos, amigo personal y compañero en todas sus
expediciones. Ptolomeo, nombrado sátrapa de Egipto en el 323 a.C., trasladó la capi-
talidad desde Menfis a la nueva ciudad costera de Alejandría, fundada por el propio
Alejandro en el extremo occidental del delta del Nilo (Arriano, Anab., 3,1; Plutarco,
Alex., 16; Estrabón, 17). En lucha interna con otros adversarios, la política agresiva
de Ptolomeo permitiría incorporar a la satrapía la vecina y rica costa de la Cirenaica,
con un área de influencia comercial que desde el gran puerto de Alejandría alcan-
zaba todo el Mediterráneo oriental y central. El acto simbólico que confirmaría esta
nueva “capitalidad” de Alejandría sería el desvío por parte de Ptolomeo del magní-
fico y suntuoso catafalco que transportaba desde Babilonia el sarcófago de oro con-
teniendo el cadáver embalsamado de Alejandro en dirección a Macedonia (o hacia el
oráculo de Amón en el oasis de Siwa según las últimas palabras de Alejandro en su
biografía novelada por Q. Curcio, 10, 5) y que pasó finalmente a ser depositado en el
Sema de Alejandría (Diodoro, 18, 26).
Pero la consolidación de Egipto como reino independiente fue un proceso lento,
marcado por las guerras entre los distintos “Sucesores”. La expansión hacia Gre-
cia del propio Ptolomeo sería frenada por Antígono, sátrapa de Asia Menor y el
Levante, y por su hijo Demetrio Poliorcetes, vencedor sobre Ptolomeo en la batalla de
Salamina (306 a.C.). Antígono decidió adoptar oficialmente el título de Rey, siendo
imitado poco después por el resto de los Diadocos: Ptolomeo, Seleuco, Lisímaco y
Casandro. En el 304 a.C., Ptolomeo se transformó así oficialmente en Ptolomeo I
Sóter (304-283 a.C.), rey de Egipto y fundador de la nueva dinastía de los Lágidas
200 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

(por el nombre de su padre, Lagos) o Ptolomeos, ya que sus sucesores mantuvieron


siempre este nombre hasta el asesinato de Ptolomeo XV / Cesarión, hijo de Cleopa-
tra y Julio César, a manos de Octavio en el 30 a.C.
Ptolomeo, autor de una historia sobre los hechos de Alejandro, fue un monarca
culto que iniciaría la construcción de los gigantescos palacios reales que ocupaban
nada menos que un cuarto de la ciudad según la descripción de Estrabón (17), uniendo
a los mismos el Museo y la Biblioteca de Alejandría, convertidas en los grandes cen-
tros del saber en todos los órdenes. Bajo su mando, Alejandría se convirtió en el gran
puerto comercial del Mediterráneo Oriental, una ciudad rica y cosmopolita, donde
se hablaban todas las lenguas y se podían comprar todos los productos. La presencia
del dios Alejandro en su gran tumba insertada en el conjunto de los palacios reales
justificaba y amparaba el nuevo poder dinástico instaurado por Ptolomeo y esta ima-
gen sería reforzada con el nuevo mausoleo piramidal construido bajo Ptolomeo IV
Filopátor convertido en el gran monumento funerario a los sucesivos monarcas
Lágidas, también divinizados (la bibliografía sobre Alejandría es muy amplia, v. la
obra clásica de Fraser 1972 o las recientes de Empereur 1998 y Pfrommer 1999).
Gobernaba la ciudad y la vida egipcia una nueva élite social macedonia y griega,
cuyo poder económico se extendía a los numerosos comerciantes marítimos de otras
nacionalidades, pero resultaba necesario extender la imagen simbólica del nuevo
reino a la población egipcia mayoritaria. Una comunidad cerrada en si misma, ape-
gada a sus tradiciones y obediente tan solo a la disciplina emanada de los preceptos
religiosos de sus cleros sacerdotales. Era pues urgente y necesario disponer de un
elemento aglutinador que permitiera unificar a la población del Reino en torno a la
nueva dinastía. Para ello, los aspectos redentores presentes en distintos mitos de la
milenaria religión faraónica fueron reelaborados a partir del nuevo prisma cultural
helénico. Los sincretismos o identidades establecidos entre las esferas de competen-
cias de unas y otras divinidades con sus ciclos míticos respectivos llevaron a fusionar
en Alejandría uno de los principales mitos egipcios relacionados con la resurrección,
el relativo a la diosa Isis y su hijo Osiris, junto a la personalidad y poderes de un
nuevo dios masculino, Serapis, a la vez sanador y oracular.
Entre sus obras morales, Plutarco de Queronea (c. 50-120 d.C.), magnífico his-
toriador y biógrafo, pero ante todo gran intelectual, sacerdote de Apolo en Delfos
y filósofo neopitagórico, nos legó un pequeño tratado (De Iside et Osiride) interpre-
tando desde su perspectiva helénica el sagrado mito egipcio de Isis y Osiris. En este
libro, Plutarco describe a Isis como una gran diosa matronal y enamorada, casada/
hermana de Osiris, rey de Egipto, enfrentados ambos a la pareja Seth / Neftis, encar-
nación del mal. Osiris sería asesinado a traición por su rival Seth y su cadáver fue
despedazado. Isis, dotada de secretos poderes mágicos, se vio obligada a buscar por
todo Egipto los 14 fragmentos del cadáver de su marido ayudada por el fiel Anubis, el
dios de la cabeza de perro. Gracias a su magia, Isis lograría devolver a la vida a Osiris
bajo el aspecto de un milano y engendrar un hijo de nombre Horus. Pero su magia
fue temporal y Osiris tuvo que regresar al reino de los muertos, convirtiéndose en el
monarca del más allá, juez de las almas de los muertos pero al mismo tiempo tam-
bién en el protector de las fuentes del Nilo, generadoras de la vida (Bonneau 1964).
Su muerte y resurrección simbolizarían así el ciclo anual agrario de la siembra y la
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 201

cosecha. Tras la partida de Osiris, Isis criaría entonces a su hijo Horus como madre
abnegada y protectora, y éste lograría finalmente vencer al malvado Seth e imponerse
como rey de Egipto (cf. Burkert 1987; Tobin 1991; espléndida por su claridad la
monografía de Dunand 1973-I).
En el caso de Serapis, los relatos fundacionales no son coincidentes. Su culto fue
creado, según Plutarco (De Iside et Osiride, 361-362), por la directa inspiración de
Ptolomeo; según Tácito (Hist., 4, 83-84) como iniciativa de su tercer sucesor; y de
nuevo según Plutarco, esta vez en su Vida de Alejandro (39,5; 73, 9; 76, 9), como una
divinidad local ya existente en el núcleo egipcio precedente a la fundación de Alejan-
dría (Bradford 1962 y Castiglioni 1978; monografías de Stambaugh 1972; Hornbos-
tel 1973 y Totti 1985; breve síntesis reciente Arena 2000). Ya fuera el primero o el
tercero de los Ptolomeos, el rey habría recibido en sueños la orden de hacer trasladar
desde Sínope, en el Helesponto, una gran estatua del dios de los infiernos Hades, que
según el relato de Tácito (Hist., 4, 83-84) “daría prosperidad al reino y llenaría de
grandeza y gloria a la ciudad que la poseyera”. Plutarco afirma que el rey tan solo
pudo ver la imagen de la estatua en su sueño y que sería su amigo Sosibio el que iden-
tificó la imagen soñada por el Rey como una estatua que él había visto en Sínope. Los
enviados del rey, Soteles y Dioniso conseguirían “tras múltiples penalidades” apode-
rarse de la estatua en una historia que podemos imaginar como toda una aventura.
Al llegar a Alejandría, según el relato de Plutarco (De Iside et Osiride): “tan pronto
como fue visible aquella figura transportada, Timoteo (de Eleusis) y Manetón el
Sebenita conjeturaron por medio de la serpiente y el Can Cerbero que poseía como
emblemas que se trataba de la estatua de Hades y persuadieron a Ptolomeo que no
representaba otro dios sino a Serapis…”
El monarca lágida tenía pues como consejeros espirituales a Timoteo, un eumól-
pida o gran sacerdote iniciado en los misterios de Eleusis que sabemos también inte-
resado por los ritos de la Magna Mater, acompañado por Manetón, un sacerdote
egipcio llegado del templo de Isis en Sebenitos al que el monarca encargaría escribir
una famosa historia de Egipto. La colaboración entre ambos parece pues demos-
trar un esfuerzo consciente de sincretismo, la búsqueda de elementos comunes en las
tradiciones egipcia y helénica para configurar un dios venerado por todos. Pero sin
duda la tradición había novelado libremente los acontecimientos. ¿Por qué Sínope?
Ninguna fuente antigua destaca virtudes destacables para el dios venerado en esa
ciudad del Ponto y se nos hace difícil imaginar un “robo” como el descrito por Plu-
tarco. Pero en egipcio Sen-Hapi significa “morada de Apis” lo que nos conduciría
mejor hacia el santuario milenario de Menfis, en una homonimia que quizás habría
permitido a la tradición “helenizar” así el origen del Dios. Robert Turcan (1989: 79
y n. 11) proporciona un bonito paralelo en la tradición paleocristiana posterior que
explicaba la estatua de Serapis como una imagen de José “el hijo de Sara”, Sarras
pais en griego).
Tácito (Hist., 4, 84), escribiendo en los inicios del siglo II d.C. concluiría de esta
forma su pequeño relato sobre la divinidad:

“El templo (de Serapis), digno de la magnificencia de la ciudad, fue construido en un


barrio que se llamaba Racotis, donde antiguamente había estado una capilla consagrada a
202 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

Serapis y a Isis. Esta es la tradición más constante acerca del origen y del traslado del dios.
Sé que hay algunos que le hacen venir, en tiempos del tercer Ptolomeo, de Seleucia, ciudad
de Siria, y otros ponen la sede, de la cual fue trasladado, en Menfis, en otro tiempo tan
célebre y apoyo del viejo Egipto. En cuanto al mismo dios, muchos creen que es Esculapio,
porque sana los cuerpos enfermos; otros Osiris, antiquísima divinidad de aquel pueblo;
otros muchos pretenden que es Júpiter, por su poder omnímodo; pero la mayor parte
conjeturan que es Plutón y se fundan en los diversos atributos por los que se le reconoce
más o menos claramente...”

Recogiendo distintas interpretaciones sobre el significado del nombre del Dios,


Plutarco (De Iside et Osiride, 29) concluye lo siguiente: “la mayor parte de los sacer-
dotes egipcios estima que dicho nombre (Serapis) está compuesto por los de Osiris
y Apis, estableciendo de este modo y queriendo enseñarnos que en Apis hay que ver
una bella imagen del alma de Osiris”. La misma idea es recogida por Pausanias (I,
18,1) al describir el posterior santuario de Serapis en Atenas “introducido por Pto-
lomeo, y cuyo templo más importante en Egipto es el de Alejandría y el más antiguo
el de Menfis, al cual ni los extraños no los propios sacerdotes tienen entrada hasta el
entierro del buey Apis”. La etimología del nombre del nuevo dios derivaría pues de
la transcripción al griego del egipcio Osor-Hapi, el Apis muerto convertido en Osiris,
venerado en el cementerio sagrado de los toros Apis, en Menfis, la capital faraónica
de Egipto.
En Menfis, los asesores del rey Ptolomeo pudieron pues traducir al griego el mito
isíaco interpretándolo desde la óptica mistérica de Demeter en Eleusis y la Magna
Mater en Frigia, y dotando a los ritos de una nueva iconografía plenamente helénica.
Surgió así un nuevo ciclo mítico e iconográfico en el que Serapis sustituiría a Osiris
como monarca benefactor del más allá, junto a su paredra Isis y siendo Horus susti-
tuido por el niño heleno Harpócrates, del egipcio Har-pe-chrad, el niño Horus. R. Tur-
can (1989: 80) resumiría así la situación convertida en un auténtico lío (traducimos del
francés): “Timoteo colaboró pues con Manetón, para ayudar a un Ptolomeo (ya fuera
Soter o Filadelfo) para fundar un culto sincrético greco-egipcio, donde un Serapis /
Plutón emparentado con Dionisos / Sabazios, pero que transcribía nominalmente la
función infernal de Osiris, se encontraba asociado a una Isis identificada con Demeter,
y también con su hija Core convertida en Proserpina en el reino de los difuntos”.
La política religiosa de los Ptolomeos utilizaría pues la tradición egipcia como
un elemento de afianzamiento del propio régimen, haciendo heredero al monarca de
la figura deificada del faraón, mantenedor del orden y la prosperidad frente al caos
exterior. Sin embargo, el cerrado y secreto corporativismo de los cleros sacerdotales
egipcios llevaría al monarca alejandrino a sustituir su innegable e importante influen-
cia sobre las masas populares por un control real directo sobre las propiedades de
los templos y las actividades económicas con ellos relacionados. El nuevo Serapieion
de Alejandría fue con diferencia el templo más importante de la ciudad y uno de los
santuarios más famosos de la Antigüedad helenístico-romana.
El Serapieion se levantaba en uno de los ángulos de la ciudad antigua, en la
colina de Rakotis, el barrio indígena primigenio anterior a la ciudad de Alejandro,
vecino al gran canal de Alejandría, y situado junto al hipódromo de la ciudad (deno-
minado Lageion en recuerdo del padre del primer Ptolomeo). La importancia de la
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 203

Fig. 2.- Planta de Alejandría con la situación del gran Serapeo (de Dossier de l´Archeologie).

obra justifica que los trabajos continuaran durante los reinados de sus sucesores Pto-
lomeo II Filadelfo y Ptolomeo III Evergetes, al igual que ocurriera con otras grandes
obras de la ciudad como la gran torre de la isla de Faros.
Las ruinas del santuario fueron excavadas a fines del siglo XIX por sucesivas
expediciones y en último lugar durante la Segunda Guerra Mundial por A. Rowe, con
resultados que han sido revisados recientemente por McEnzie, Gibson y Reyes (2004).
La identificación del recinto había podido efectuarse ya en 1886 por el hallazgo en
una trinchera de fundación de una placa de oro conteniendo una dedicatoria escrita
en griego y en la sagrada lengua jeroglífica: “El Rey Ptolomeo, hijo de Ptolomeo y
Arsinoe, los dioses hermanos, [dedica] a Osiris/Apis, (el nombre de Serapis transcrito
en cartela jeroglífica), el templo (naos) y el recinto sacro (témenos)” (Maspero 1886;
McKenzie, Gibson y Reyes 2004: 81). Posteriormente, aparecieron en las trincheras de
fundación de las esquinas del recinto otras diez placas de oro, plata, bronce, fayenza y
barro siempre con idéntico texto.
El gran templo y la monumentalización del gigantesco recinto sacro circun-
dante habrían sido pues construidos durante el reinado del tercer dinasta lágida,
Ptolomeo III Evergetes (246-221 a.C.) agrupando en su interior las construcciones
precedentes, mal conocidas. En el recinto han aparecido dedicatorias a Isis y Serapis
por parte de las parejas reales precedentes Ptolomeo I Soter / Arsinoé y Ptolomeo II
Filadelfo / Arsinoé II. Eran estos últimos los padres del tercer Ptolomeo, los “dioses
hermanos” citados en las placas de fundación; un matrimonio real de hermanos de
204 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

sangre (Filadelfo: “el que ama a su hermana”), cuya unión solo podía legitimarse por
su carácter excepcional y divino. A la muerte prematura de Arsinoé II, Ptolomeo II
organizó en su honor y en la de sus padres también divinizados unas famosas y
grandes fiestas que recogieron todo el fasto y la suntuosidad del más rico de los rei-
nos helenísticos (Pfrommer 1999). Las solemnes Ptolemaia instauradas en los años
279/278 d.C., incluían competiciones gimnásticas, musicales, ecuestres y ante todo
espléndidas procesiones en honor de Dionisos / Serapis descritas por Calíxeno de
Rodas y recogidas de éste con todo detalle por Ateneo (Deip., 197-203; v. traducción
de L. Rodríguez-Noriega 1998 en ed. Gredos). Estas fiestas crearon realmente un
“modelo” de lujo y fasto, siendo el exponente magnífico de aquella luxuria asiatica
que décadas más tarde aturdiría a los imperatores romanos victoriosos sobre Antíoco
y los gálatas del Asia Menor y que sedujo después, por intermedio de Cleopatra,
tanto a Julio César como a Marco Antonio.
La destrucción del templo y su conversión al culto cristiano en el 391 d.C. aca-
baron probablemente con la celebérrima estatua de culto, obra de un escultor del
siglo IV a.C. denominado Bryaxis en torno al 190 d.C. A principios del siglo II d.C.,
Clemente de Alejandría (Protrepticus, 4, 48, 3) describe la imagen como una obra
deslumbrante, cubierta por limaduras de oro, plata, bronce, hierro, plomo y estaño
y también zafiros, hematites, esmeraldas y topacios reducidos a polvo que darían a
la imagen un misterioso color azul oscuro. Conocemos dos representaciones básicas
de Serapis, una alzada, tocada con el kalathos o modius repleto de grano y portando
en la mano la cornucopia de la abundancia; y otra entronizada, con el aspecto regio,
drapeado y calzado propio de Zeus y Hades, con largo cetro, tocado con el kalathos y
acompañado por el can Cerbero. Stambaugh (1972) propondría que la imagen en pie
sería la estatua de culto del Serapeo de Menfis, origen del culto, más relacionado con
los aspectos iniciáticos y mistéricos, mientras que la imagen de Alejandría, política
y simbólica, sería la entronizada (cf. Hornbostel 1973; Tran Tam Tinh 1984; v. en
último lugar la síntesis de Clerc y Leclant 1994 para el LIMC).
En Alejandría, Isis y Serapis actuaban como los grandes dioses nacionales, la
pareja divina rectora de la vida humana y de su destino. Una Gran Madre, protectora
de la familia, los partos y la vida doméstica, sanadora de enfermedades y también
diosa civilizadora y matrona del ciclo agrario de la siembra y la cosecha, simbolizado
en sus templos por la presencia del “Nilómetro”, la barra medidora de la sagrada
crecida anual (Bonneau 1964; Wild 1981). Junto a ella, Serapis era un dios máximo,
a la vez Zeus, Hades y también Helios, que adoptaba al mismo tiempo las virtudes
del Agathos Daimon, la serpiente sagrada protectora de los hogares alejandrinos.
Pero Serapis era ante todo un dios oracular y curativo, que se manifestaba siguiendo
el ritual de la incubatio o sueño profético que el devoto / enfermo debía realizar en el
santuario. Un sueño que significaba la respuesta del dios a sus cuitas y que una vez
interpretado por los sacerdotes permitía seguir las pautas de actuación o curación.
Eran pues ritos mistéricos, de plena raigambre helénica, pero que también adoptaron
las formas y parafernalia de los cultos egipcios tradicionales (Vidman 1969; 1970;
Totti 1985).
Un clero sacerdotal estructurado por clases y especialidades, acompañados por
iniciados con funciones bien precisas, desarrollaban cada día el cuidadoso ritual
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 205

Fig. 3.- Imágenes de culto de Serapis entronizado con el can Cerbero, Isis lactans y
Harpócrates. Escalas desiguales.

egipcio despertando, vistiendo, adornando, adorando y despidiendo en el crepúsculo


a las imágenes de culto, que “vivían” realmente en el santuario (Dunand 1973-III).
Se generaba con ello una intensa vida cotidiana practicada por devotos y curiosos,
protectora de los mendigos, hospitalaria con los extranjeros y abierta al conjunto de
la población en los grandes festivales anuales.
Conocemos gracias a los calendarios sagrados de época romana, las dos grandes
fiestas consagrados a Isis en la primavera y el otoño: el 5 de marzo la nave de Isis
celebrando la apertura de la navegación y entre el 28 de octubre y el 3 de noviembre
las solemnes Isia que celebraban la inventio de Osiris, cuando los fieles acompañaban
a Anubis en la recogida de los miembros dispersos del ídolo de Osiris, celebrando
luego su resurrección con una jovial procesión al ritmo de los sistros. Pero también,
las Pelusia del 24 de marzo, conmemorando la aparición del niño Harpócrates, las
grandes Serapia del 25 de abril o la tradicional fiesta egipcia de las lámparas (Lych-
napsia) del 12 de agosto (Dunand 1973-III: 221-243; Turcan 1989: 114-118).

COMUNIDADES DE NAVEGANTES…

La importancia excepcional del puerto de Alejandría como principal mercado


(emporion) del mundo conocido y la actividad comercial de los alejandrinos por todo
el Mediterráneo hicieron de sus dioses nacionales los protectores favoritos de las
comunidades de navegantes y por extensión, de los comerciantes marítimos. Pero en
206 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

Fig. 4.- Relieve votivo


de feliz navegación
dedicado a Isis
pelagia en Delos (de
Merkelbach 1995, fig.
100, foto Ecole Française
d´Archeologie, Athenes).

ello, realmente, no podemos ver una intencionalidad política sino la lenta consoli-
dación de tradiciones náuticas cuyo origen conocemos de modo muy impreciso pero
que sin duda acabaron por cristalizar y ser admitidas de modo universal.
Con seguridad desde el siglo II a.C. y hasta época tardo-romana, Isis y Serapis
fueron los dioses protectores de la navegación mediterránea. Para los griegos, Isis era
oficialmente Pelagia, “Nuestra Señora del Mar” y de las felices travesías (Dunand
1973-III: 258), simbolizadas por la vela henchida que la diosa despliega con ambas
manos en un famoso relieve de Delos del II a.C., (Tran Tam Tinh 1990: n. 269; Mer-
kelbach 1995: fig. 100). En todos los puertos de la época romana, el 5 de marzo
se celebraba la gran fiesta que conmemoraba la apertura oficial de la navegación,
denominada en griego Ploiaphesia “fiesta de la apertura de la navegación” y en latín
Navigium Isidis, “fiesta del barco de Isis”.
La fiesta aparece descrita plásticamente en el siglo II d.C. en el romance de
Apuleyo (Met., 11, 8), cuando el asno Lucio recobra su forma humana gracias a la
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 207

revelación de la diosa en el puerto corintio de Cenchrae. Una multitudinaria proce-


sión acompañaba la solemne procesión de los sacerdotes e iniciados egipcios por-
tadores de los sacra del culto (lámpara de oro con forma de nave, árula, palma,
caduceo, sítula de oro en forma de seno isíaco, cista mística, ánforas con agua del
Nilo) y las angarillas con imágenes de los dioses, el perro Anubis, la vaca Hathor y
la jarra de oro con alto cuello representando a la propia Isis. La procesión llegaba
hasta la playa donde esperaba la gran maqueta de una nave, ricamente decorada con
motivos egipcios, donde se depositaban las ofrendas propiciatorias. A continuación,
el sumo sacerdote la purificaba y se soltaban las amarras dejando a la nave libre
sobre las olas. De regreso al santuario, el escriba leía desde un púlpito el saludo al
emperador y la fórmula ritual griega anunciando el comienzo de la navegación. Un
famoso relieve de los Museos Vaticanos ilustra de forma magnífica este cortejo de
los sacerdotes isíacos ya en época romana (Malaise 1972: n. 441; Merkelbach 1995:
abb. 145, este último con ilustraciones de gran calidad).
Las evidencias conocidas sobre esta procesión se concentran sobre todo en la
época imperial romana, pero los hallazgos epigráficos del santuario de Isis en Ere-
tria, datables en el siglo I a.C. muestran ya al ciudadano romano T. Septimius Pto-
lemaios, con el título de navarca, ofrendando conjuntamente a Isis, Serapis, Osiris,
Anubis y Harpócrates y también estelas con listas de hasta 95 nombres de hombres y
mujeres que habían ejercido la misma función –navarquein– (Bruneau 1975; Dunand
1973-II: 223). Una etimología que conduce necesariamente a la ceremonia del barco
de Isis probablemente derivada o emparentada con una festividad egipcia atestiguada
desde el siglo III a.C., la “navegación de Osiris” mencionada en el decreto de Canope
(Dunand 1973-I: 26). En Alejandría, Isis además de Pelagia era también Pharia, la
divinidad protectora de la luz del Faro y de la segura llegada al puerto (Tram Tan
Tinh 1990; Merkelbach 1995)
Y junto a Isis, de nuevo Serapis. En un epígrafe de Delos, también del siglo I a.C.,
el dios es reconocido como “el protector de todos los navegantes”. Siglos después,
en época de Adriano, el retor Elio Arístides, un intelectual enfermo que tuvo por
ello que frecuentar santuarios sanadores recopilando experiencias en sus Discursos
Sacros, no dudó en invocar a Serapis durante una tempestad en el mar, glorificán-
dole después agradecido como el dios “que despeja las nubes, apacigua los vientos,
aclara los cielos, envía la luz a los marinos sacudidos por las olas y conduce las naves
a puerto”. Según Arístides, armadores y comerciantes debían reservarle el diezmo
de sus ganancias o incluso reconocerle una parte aun mayor como auténtico socio
protector de sus empresas (Ael. Arístides, In Serapidem, 28 y 33, cit. por Tran Tam
Tinh 1972: 21).
Serapis e Isis aparecen conjuntamente representados sobre una de las ofrendas
características de época romana para conmemorar una euploia o “feliz travesía”.
Son lámparas de aceite con varias mechas, destinadas a ser colgadas en los templos,
modeladas en forma de nave conteniendo las imágenes de ambos dioses, a menudo
acompañados por los Dioscuros, cuyas estrellas eran las guías ancestrales de los pilo-
tos. Su amplia dispersión acredita la popularidad y frecuencia de la ofrenda ritual
(Merkelbach 1995: figs. 212-213)
208 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

Fig. 5.- Exvoto de feliz navegación. Lucerna naviforme con Isis y Serapis de Ostia (reprod. en
Merkelbach 1995: fig. 212).

… COMERCIANTES

En realidad, el culto de Isis como diosa nacional egipcia había precedido a la


creación “política” del nuevo dios Serapis. Ya en el año 333 a.C., el año de la batalla
de Issos y antes por tanto de la conquista macedonia de Egipto, un famoso decreto
del Pireo (SIRIS 1) autorizaba a los metecos comerciantes de la chipriota Kition a
levantar un templo a su diosa Afrodita, “porque los egipcios habían recibido la auto-
rización para levantarlo a Isis” (cf. Baslez 1996). En el siglo III a.C. el culto se había
extendido a la propia Atenas, donde aparece documentada una asociación de Sera-
piastas con más de 50 miembros (SIRIS 2) y se construiría un Iseon en las faldas de
la Acrópolis, junto al templo de Asklepios y el teatro de Dioniso (Walker 1979). La
presencia en el puerto internacional y emporion del Pireo de comunidades de comer-
ciantes foráneos era un fenómeno que en Corinto y Atenas se documenta desde los
orígenes del Arcaísmo y que era habitual en todos los puertos. El tráfico marítimo
de redistribución, la emporía aristotélica, precisaba de intermediarios establecidos en
los puertos extranjeros donde se pretendía vender o comprar productos, actuando
como delegados de los grandes navieros comerciantes, proporcionando con su pre-
sencia casas de acogida, bolsas de contratación y de depósito.
En este contexto, la voluntad por parte de los mercaderes de rendir culto a sus
respectivos dioses nacionales puede ser entendida simplemente como un sentimiento
patrio pero también como un mecanismo de relación característico de los “santuarios
empóricos”: la divinidad que garantizaba con su presencia y poder los juramentos
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 209

realizados ante su altar en los tratos a crédito, el sacerdocio que actuaba como juez y
testimonio, los depósitos sacros convertidos en auténticas reservas bancarias y sobre
todo, como factor esencial y eterno del trato comercial, la necesidad de encontrar
un reclamo para atraer al público comprador. Esta sería la función de la divinidad
cuyos poderes oraculares, sanadores o simplemente mágicos atraían a los devotos
pero también a curiosos y población en general para participar o contemplar las
grandes fiestas anuales (Ruiz de Arbulo 2000: 19-28).
A partir del 166 a.C., bajo la fórmula jurídica de un puerto franco bajo la admi-
nistración ateniense Roma convirtió a Delos en el gran mercado de esclavos del Egeo.
Negociantes de todos los orígenes llegaron en tropel y con ellos sus dioses nacionales.
En la lápida CIG 2271, dedicada a un tal Patrón, los Herakliastai de Tiro, (recorde-
mos que Melkart / Herakles era la divinidad nacional tiria), agradecían sus servicios
por las gestiones realizadas ante la autoridad ateniense para conseguir delimitar y
consagrar un temenos a Melkart, reuniéndose con anterioridad la asociación en el
gran templo de Apolo. Los hombres de negocios itálicos actuaron de la misma forma
y bajo los epítetos de Apoloniastas, Hermaistas o Poseidoniastas aparecen listados
con miembros de origen libre y servil integrados en distintas sodalitates sacrae en las
que hemos de reconocer auténticas empresas dedicadas a la exportación / importa-
ción marítimas (Hatzfeld 1919). Pero sobre fue la excavación de la sede de los Posei-
doniastas de Beritos (Beirut) la que permitió conocer con detalle la organización
helenística de una de estas sedes nacionales (Bruneau 1978). El edificio, construido
en torno al 110 a.C., incluía un patio con peristilo dórico y cisterna inferior, salas de
almacenaje, gran sala de reuniones y en un lateral una estructura de culto con cuatro
capillas dedicadas a Herakles/Melkart, Afrodita/Astarté, Poseidón y la Diosa Roma.
Las funciones del edificio parecen claras: residencia, sede colegial, lonja de contrata-
ción, altares garantes de los juramentos y almacenes.

… MISIONEROS PREDICADORES

A las dos vertientes mayoritarias de los cultos a Isis y Serapis –navegantes y


comerciantes– hemos de añadir una tercera también documentada en Delos: la labor
misionera de sacerdotes itinerantes. Entre los años 287 y 250 a.C., Delos estuvo bajo
el dominio de los Ptolomeos pero no ha quedado ninguna evidencia que justifique
una intervención del Rey en la introducción de los cultos alejandrinos (Dunand
1973-II: 84). Como en el Pireo y Eretria, Isis estaba presente en la isla en los inicios
del siglo III a.C. puesto que la diosa recibió un altar ofrendado por una mujer de
nombre Taessa (IG XI, 352). La llegada a Delos de los cultos a las divinidades egip-
cias quedó ilustrada de forma magnífica por un columna votiva, encontrada in situ
junto a la entrada de un pequeño santuario de Serapis (denominado Serapeo A). La
columna, levantada a fines del siglo III / inic. II a.C., contiene dos textos sucesivos,
uno en prosa y otro en verso, describiendo los mismos acontecimientos (IG XI, 4,
1299, estudio completo en Engelmann 1975; traducimos el texto en prosa a partir de
la versión francesa de Ph. Bruneau 1986: 33):
210 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

“Texto consignado por el sacerdote Apollonios por orden del Dios. Nuestro abuelo Apo-
llonios, egipcio de la clase sacerdotal, llegó de Egipto trayendo una estatua del dios; con-
tinuó celebrando el culto tradicional y vivió, por lo que parece, noventa y siete años. Mi
padre Demetrios le sucedió y celebró paralelamente el culto de los dioses. El dios recom-
pensó su piedad concediéndole el honor de tener su estatua en bronce; ésta se encuentra
en el templo del dios. Él vivió sesenta y un años. Yo heredé los objetos sagrados y puse
todo mi celo en celebrar el culto. El dios me hizo conocer en sueños que debía consagrarle
un santuario que le perteneciera, que no podía continuar permaneciendo en locales alqui-
lados como hasta ahora, que encontraría él mismo el lugar donde establecerse y que me lo
indicaría. Y así fue. Era un lugar lleno de basura del que se anunciaba la venta en un cartel
colocado en el ágora. Como era la voluntad del dios, se concluyó la compra y el santuario
se construyó rápidamente, en seis meses. Pero algunas gentes se unieron contra nosotros y
contra el dios; intentaron contra el santuario y contra mí una acción pública para que nos
inflingieran un castigo o una multa. Pero el dios me predijo en sueños que ganaríamos el
proceso. Ahora que el proceso ha terminado y hemos vencido de forma digna de un dios,
alabamos a los dioses y les rendimos justas gracias...”

El texto en verso, firmado por el poeta Maiistas, añade algunos nuevos matices,
como el origen menfita del sacerdote y misionero Apolonio. Podemos imaginarnos
su llegada a Delos como un misionero individual, con su túnica de lino blanco, san-
dalias de papiro y la cabeza rapada, portando con él una imagen del dios y los sacra

Fig. 6. Delos. Barrio del Inopos y terraza de los dioses extranjeros. Vista del Serapeo A junto al
cauce del Inopos, con la columna votiva al pie de la escalera de acceso (plano base y fig. de Bruneau
1986: 24 y 33). Planta del Serapeo C y el Iseo (de Roussel 1916 en Dunand 1973-II:, fig. 5).
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 211

necesarios para el culto, o los largos años empleados en su labor predicadora hasta
consolidar un pequeño grupo de devotos adeptos a sus enseñanzas. El hijo, heredero
de los objetos sagrados, pudo ya encargar una nueva estatua en bronce de la divini-
dad lo que acredita un aumento de los donativos. Al nieto le correspondió ya erigir
un santuario permanente y de mayor tamaño.
La citada acusación de algunas gentes contra el nieto sacerdote y su santuario no
termina de entenderse bien. Los cultos en Delos eran múltiples e internacionales y el
conflicto no pudo corresponder a la simple la elección de un solar abandonado “lleno
de basura” en un barrio cualquiera. Pero el texto nos oculta que en realidad el nieto
Apolonio eligió cuidadosamente para el santuario un solar situado junto al cauce
del Inopos, el mítico torrente delio, cuyas aguas eran consideradas un afluente del río
Nilo. En un trabajo reciente, H. Siard (1998) ha investigado como desde el Inopos,
una toma de agua alimentaba directamente la cripta y el Nilómetro del santuario.
Una acción a todas luces fraudulenta que pudo ser razón suficiente para motivar la
protesta vecinal que no pudo acabar con la fama del dios.

… Y LA AUTORIDAD COMPETENTE

El pequeño santuario de los Apolonios no era el único santuario egipcio exis-


tente en Delos. En el mismo barrio del Inopos, y a muy poca distancia del Serapeo
A existieron además otros dos Serapeos (B y C) y un gran Iseon de planta egipcia
rodeando todos ellos el canal Inopos y el vecino templo de Hera. Las fechas iniciales
de estos otros tres santuarios egipcias son mal conocidas pero se documentan ofren-
das en todos ellos a fines del siglo III a.C. (Roussel 1916; Bruneau 1970; Dunand
1973-II: 89). Las continuas ofrendas acreditan que en los inicios del siglo II a.C., el
Serapeo C y el Iseon se habrían convertido en santuarios públicos administrados por
los hieropos y servidos por sacerdotes y neócoros lo que continuaría a partir del 166
a.C. bajo el nuevo mandato ateniense.
Cuatro santuarios diferentes destinados por igual a las divinidades egipcias nos
deben hacer recordar el carácter múltiple de los cultos, ya fueran instituciones públi-
cas, sedes colegiales creadas por grupos de comerciantes o artesanos y también dona-
tivos familiares testamentarios o votivos. Desde el punto de vista arquitectónico los
tres Serapea delios corresponden por igual a témene de poca extensión con templetes
in antis, patios porticados conteniendo altares y estatuas, y salas anexas para los
banquetes de culto y la residencia de los sacerdotes. Por el contrario, el gran Iseon
adoptó la forma tradicional egipcia de una gran explanada rectangular rodeada por
un peristilo en cuyo centro se levantaba la avenida procesional (dromos) limitada por
pedestales para las esfinges (Mar y Ruiz de Arbulo 2001: 314-315). Las ofrendas epi-
gráficas acreditan en todos ellos la construcción de capillas, fuentes, pilonos, altares
y estatuas de las divinidades ofrendadas por el pueblo ateniense o por particulares de
distintos orígenes. Serapis, Isis, Harpócrates, Anubis y el Agathos Daimon fueron así
venerados en el gran momento del comercial internacional de Delos en la segunda
mitad del siglo II a.C. por una abigarrada mezcla de alejandrinos, egipcios, grie-
gos de Asia, sirio-fenicios, atenienses, itálicos y romanos. Las listas de subscriptores
212 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

devotos en las donaciones mencionan juntas a todas las clases sociales incluyendo
también esclavos (Roussel 1916; Bruneau 1970; Dunand 1973: 97-98). A fines del
siglo II a.C. se instalaría junto a los santuarios egipcios del barrio del Inopos un
enorme santuario dedicado a las divinidades sirias, organizado en terrazas en torno
a un teatro ceremonial para las reuniones y salas para los banquetes rituales.

LAS PREVENCIONES DEL SENADO Y LA EXPANSIÓN EN CAMPANIA

Para los devotos isíacos y serapíacos, el cumplimiento de los ritos iniciáticos


adquiría un carácter de conversión y obediencia total a los sacerdotes. Lógicamente,
esta actitud no podía ser bien vista por el carácter conservador de la religión esta-
tal romana. Durante todo el período republicano las devociones “sectarias” fueron
explícitamente prohibidas por el Senado aunque resulta evidente el interés que des-
pertaban en las clases populares y serviles de Roma, que una y otra vez desafiaban la
ley con nuevas fiestas y dedicatorias (Malaise 1972 b; Takács 1995: 27-70).
Según Apuleyo (Met., 11, 30) el colegio romano de los pastóforos isíacos fue creado
en época de Sila. Un altar levantado a Isis en el Capitolio fue seguido de un templo
y nuevos altares durante los revueltos años a mediados del siglo I a.C., ordenando
el Senado su demolición. En el 50 a.C., el cónsul en persona tuvo que derribar a
hachazos las puertas del templo de Isis por negarse a hacerlo los obreros; altares y
templo fueron destruidos y vueltos a construir hasta cinco veces consecutivas (Tran
Tam Tinh 1964: 22; Freiburger et alii 1986: 246-248). Finalmente, los triunviros vota-
rían levantar un templo a Isis y Serapis en el 43 a.C. (Dión Casio 74, 15) pero años
más tarde, enfrentado en una nueva guerra civil contra Marco Antonio y Cleopatra,
Octavio repudió de nuevo los cultos alejandrinos y prohibió oficialmente su presen-
cia dentro del pomerium en el 28 a.C. El culto isíaco, junto al judaico sería todavía
reprimido en época de Tiberio hasta que finalmente fueran oficialmente aceptados
en época de Calígula, iniciándose la construcción de un gigantesco santuario egipcio
en el Campo de Marte, el Iseum campense que sería acabado y monumentalizado por
Domiciano (Lembke 1994).
La situación vivida en Roma fue bien diferente en Campania, especialmente por
la directa relación establecida entre los puertos de Alejandría y Puteoli a partir del
siglo II a.C. para el comercio del grano egipcio. Anualmente, cientos de barcos efec-
tuaban la travesía entre ambos puertos y lógicamente con ellos viajaron las devocio-
nes de patronos y marineros. En el 105 a.C., Serapis poseía un gran templo en Puteoli
mencionado en un famoso epígrafe latino relativo a la construcción de una puerta,
reparación de muros y adecuación de altares, capillas y estatuas in area quae est ante
Aedes Serapi trans viam (CIL I, 577). Un templo que se ha querido reconocer en uno
de los edificios que aparecen grabados sobre las botellas de vidrio llamadas puteola-
nas, “souvenirs” de época tardo-romana ilustrados con deliciosos dibujos esquemá-
ticos de la ciudad de Puteoli, sus principales edificios y su famoso muelle de pilares
(Tram Tan Tinh 1972: 6-11; Ostrow 1980; Ruiz de Arbulo 2002: 102). El templo
contiene en su interior una imagen de culto con corona radiada, frontón decorado
con una estrella y gran escalera de acceso frontal acompañada en el vaso de Odemira
por la inscripción asce(n)su dom(i)ni “subida hacia el señor”.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 213

También Pompeya tuvo desde finales del siglo II a.C. un Iseum ornado con esta-
tuillas importadas de Egipto y monumentos de basalto cubiertos de jeroglíficos (Tran
Tam Tinh 1964). El Iseum de Pompeya representa un ejemplo excepcional y único
para entender los programas decorativos de los santuarios egipcios ya que tras el terre-
moto del año 62 d.C., el santuario había sido rápidamente restaurado a cuenta del rico
liberto pompeyano N. Popidius Ampliatus en favor de su hijo N. Popidius Celsinus. En
agradecimiento, el ordo de la ciudad habría admitido al niño como decurión honorario
(praetextatus), de forma gratuita (sin pagar la obligada summa honoraria) y a pesar de
tener solo 6 años (CIL X, 846). Un honor excepcional que permitía al niño superar su
origen libertino abriéndole un posible camino hacia las magistraturas urbanas vedadas
a los libertos. Gracias a este acto evergético, en el momento de la erupción vesubiana
del año 79 d.C. el santuario estaba ya en uso y ha conservado in situ todo el aparato
decorativo pictórico y estatuario, con los materiales muebles depositados en los distin-
tos ambientes. Todo este material ha sido recogido y analizado de forma detallada por
una reciente exposición que ha permitido además volver a restituir in situ con medios
fotogramétricos las decoraciones pictóricas del santuario (De Caro, coord., 1992).
Situado en la ínsula VIII, 7, tras el pórtico superior del teatro (a la izquierda), el
santuario limitaba con la palestra samnita y el templo de Zeus Meilichios. La entrada
angular conducía a un cuadripórtico pintado con paneles del tercer estilo pompeyano,

Fig. 7.- Planta del santuario


de Isis en Pompeya con
indicación de la estancias
principales (de Mar y Ruiz
de Arbulo 2001: fig. 62).
214 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

mostrando diferentes cuadros y a los distintos sacerdotes protagonistas de la pompa


isíaca. El pórtico contenía también donativos de los fieles como dos estatuas de már-
mol de Isis y Venus. Esta segunda, dedicada por el liberto L. Caecilius Phoebus incluye
la fórmula l(oco)d(ato)d(ecurionum)d(ecreto), atestiguando con ello la titularidad
pública del santuario. Un nicho central incluía la pintura de un sacerdote con dos
candelabros delante una estatua de Harpócrates; frente a la misma, el pórtico se abría
delimitando un acceso al patio central y al templo.
Se trata de un templete próstilo y tetrástilo, levantado sobre un podio correspon-
diente a la fase inicial tardo-republicana del santuario. La escalera estaba limitada por
dos altares dedicados a Harpócrates y Anubis que también ocuparían probablemente
los nichos laterales del pronaos. La anchura de este templete y el gran desarrollo del
pronaos prueban su uso para mostrar las imágenes y objetos sagrados a los fieles con-
gregados en torno al altar. En el momento de la erupción, la cella no contenía imágenes
de culto sino tan solo algunos objetos cultuales (copa de oro, vaso de vidrio, lucerna y
dos candelabros de bronce). En cambio, un acrolito de Isis de madera y extremidades
de mármol apareció entre los pilares de acceso al gran ecclesiasterion. La pared trasera
del templo incluía un nicho ocupado por Dionisos / Osiris, con decoración estucada
representando las orejas de la divinidad, siempre atenta a los ruegos de sus iniciados.
Delante del templo se sitúa en un lateral el gran altar de culto y detrás, en el ángulo,
una construcción descubierta de paredes ricamente estucadas con figuras en relieve,
conteniendo en su interior el acceso a una cisterna subterránea con cubierta de bóveda,
para contener el agua lustral inspirada en el nilómetro de los templos egipcios.
El ecclesiasterion o sala de reuniones para los iniciados contenía un mosaico (hoy
perdido) dedicado por Popidius Ampliatus, su mujer y su hijo. Las paredes contenían
7 grandes cuadros de paisajes sacros isíacos y escenas de la vida de Io, la doncella de
Argos. La sala adyacente contenía un larario pintado y la escena del navigium Isidis.
Desde la misma se accedía a una alacena conteniendo 36 vasos para abluciones y 60
lucernas. En el otro extremo del edificio se situaba la pequeña vivienda del sacerdote
Popidius Natalis. Los Popidii eran pues una familia estrechamente vinculada al Iseum
pompeyano en la década de los años 70 d.C. (De Vos y De Vos 1982: 72-78; De Caro,
coord., 1992).
Como complementos magníficos de los restos arqueológicos conservados en el
Iseum pompeyano, dos cuadros aparecidos en Herculano muestran el desarrollo de
dos ceremonias concretas realizadas en santuarios egipcios (Tran Tam Tinh 1971;
Merkelbach 1995: figs. 72 y 73). En el primero aparece la ceremonia isíaca del agua
sagrada. En lo alto del templo, desde el pronaos limitado por esfinges, el sumo sacer-
dote, tonsurado y con túnica de lino blanco que le cubre los hombros, surge de la
cella llevando consigo la simbólica jarra de oro que contiene el agua sagrada simbo-
lizando el despertar de la diosa Isis. A ambos lados de la puerta, un sacerdote nubio
y un iniciado de larga cabellera agitan los sistros. En el patio delantero, entre un
bosque de palmeras y arbustos nilóticos entre los que circulan libremente los ibis, los
iniciados han formado un pasillo central y cantan las letanías dirigidos por sacerdo-
tes tonsurados: uno actúa como director en el centro, otro a la izquierda marca los
compases con el sistro, un tercero, a la derecha, toca la flauta. En primer término,
otro sacerdote quema ofrendas en el altar.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 215

Fig. 8.- Ceremonia


matutina del agua
sagrada en un
santuario egipcio.
Pintura de Herculano
(reprod. en F. Zevi,
Pompei 79, Nápoles,
1979, lam III)

El segundo de los cuadros muestra una danza ritual en un santuario egipcio. Un


actor central, con coraza, danza en lo alto del pronaos del templo, entre las columnas
engalanadas con palmas, rodeado por otros personajes que tocan diferentes instru-
mentos: a la izquierda, un sacerdote con sistro y un niño con vestido azul que bate
palmas; a la derecha, en el ángulo, otro niño con túnica, sítula y sistro; detrás, un
grupo de personajes con tímpanos y flautas. En el patio delantero, arde en primer
término un altar de tipo ptolemaico, con cuernos angulares, rodeado por los ibis. A
su derecha aparece arrodillado un sacerdote mientras en el patio dos grupos forma-
dos por sacerdotes, iniciados, niños y jóvenes, acompañan la danza portando sistros,
flautas y objetos de culto, dirigidos por un sacerdote de espaldas al templo. A la dere-
cha, un muro almenado separa el área de culto de un jardín nilótico con palmeras.

SACERDOTES E INICIADOS

Estos cuadros de Herculano, como el ya citado relieve de la procesión isíaca de


Roma, ilustran las características “egipcias” de los sacerdotes adeptos a Isis y Serapis:
túnicas inmaculadas de lino blanco, cabezas tonsuradas, sandalias de papiro, auxilia-
res nubios de negros cuerpos y lengua incomprensible, en un paisaje sacro enmarcado
por esfinges, mandriles, vacas Hathor, antiquísimos relieves jeroglíficos, altares pto-
lemaicos y bosques de palmeras recorridos libremente por los ibis de largos picos y
patas zancudas (v. representaciones artísticas de todo tipo en Merkelbach 1995).
Cada santuario estaba regido por un sumosacerdote con amplios poderes y auto-
ridad, auxiliado si la economía del santuario y el número de devotos los permitían
por una variada serie de “especialistas” sacerdotales: oneirocrites intérpretes de los
sueños, prophetai y grammateus, escribas y lectores de los papiros sagrados escritos
216 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

en jeroglífico, aretalogoi, redactores de los milagros y rituales de salvación, stolistai


responsables de vestir cada día a las imágenes, horologoi que señalaban el momento
para cada ceremonia, lyknaptriai que custodiaban las lámparas de aceite para las
ceremonias vespertinas. Junto a ellos los pastóforos, el grupo de los ya iniciados
que conformaban la comunidad de culto, seguidos por el grupo de los aspirantes,
neokoroi y zakoroi, que compartían los ritos cotidianos preparándose para el acceso
a la comunidad de los fieles. El sacerdocio femenino isíaco podía adoptar también
carácter de semi-clausura con las melanéforas, cubiertas con los mantos negros de la
enlutada Isis (Porfirio, De Abstin. IV, 8; Dunand 1973-III).
La vida cotidiana en estos santuarios se inspiraba por tanto plenamente en la tra-
dición ritual egipcia que cada día debía despertar, vestir, adornar, alimentar, venerar
y acostar a las imágenes de los dioses, dotadas del espíritu, el ka, proporcionado por
los rayos del sol. Los devotos y devotas con mayores medios no dudaban en cubrir a
Isis con lujosos vestidos multicolores, collares, brazaletes y anillos como atestigua de
forma explícita el epígrafe de la abuela Fabia Fabiana de Acci (Guadix) que en honor

Fig. 9.- Procesiones isíacas. Relieve de los Museos Vaticanos: de izq. a der. Iniciada con sistro y
sítula, sumo sacerdote celado conteniendo la jarra de oro representando a la diosa Isis, iniciado
propheta o grammateus con los papiros sagrados, iniciada con sítula y serpiente sagrada.
Estatuilla de sacerdote egipcio tonsurado (Walters Arts Gallery, Baltimore). Pastóforos con
antas (Museo Egipcio, Berlín). Iniciado con máscara de Anubis (Museos Capitolinos) (reprod.
en Merkelbach 1995 passim).
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 217

de su nieta Avita cubriría una imagen de Isis con todo tipo de joyas y gemas en un
auténtico exceso femenino (CIL II, 3386). Los ritos cotidianos de la apertura y salu-
tación matutinas; el vestido y adorno de las estatuas; los continuos sacrificios y roga-
tivas de los adeptos particulares, hasta el solemne sacrificio vespertino y la comida en
común, marcaban una jornada llena de actividades abierta además a los mendigos y
necesitados que frecuentaban los santuarios en busca de alimento o simple cobijo.
Los ritos iniciáticos respondían siempre a una “revelación” de los dioses, una apa-
rición o sueño profético que dejaba paso a un lento aprendizaje bajo la vigilancia y
consejo del sumosacerdote. Participación en los ritos cotidianos, ayunos, abstinencias,
purificaciones y plegarias se sucedían hasta poder alcanzar, como el Lucio de Apuleyo
la gran ceremonia nocturna y secreta después de la cual el mystes se mostraba ante los
devotos vestido con la estola olímpica de doce capas, cubierto por la clámide bordada,
ceñido por la corona de hojas de palmera y portador de una antorcha. A la presenta-
ción, seguía el gran banquete convivial, la kliné de Isis o del señor Serapis mencionada
repetidamente en la epigrafía (SIRIS).

FAMA UNIVERSAL

A partir del siglo I d.C. el auge de Isis y Serapis como auténticos grandes dioses
esenciales sería imparable. En su revelación a Lucio (Apul., Met.), la Isis de época
imperial aparece como la divinidad myrionyma “de innumerables nombres”, una
diosa madre que cubría todas las necesidades y todas las costumbres, hasta los deta-
lles más nimios. Por todo el Imperio se dedicaban a Isis las “aretalogías”, letanías en
honor de la diosa que debían ser recitadas en voz alta y por ello también a menudo
ofrendadas como textos votivos sobre metal o piedra (cf. Grandjean 1975). La diosa
aparece en ellas como una protectora indulgente pero también como una justiciera
implacable. En su gran santuario de Baelo Claudia, en la costa del Estrecho, una
devota dejó grabada una lámina de plomo exigiendo venganza a Isis ¡por el robo de
unas sábanas! (Belo V, núm.1), lo que se ha interpretado como un último recurso de
amenaza al ladrón (y su familia) si no devolvía lo robado.

EL SERAPEO OSTIENSE

A fines de los años 30, los trabajos de G. Calza en la gran excavación de las ruinas
de Ostia Antica avanzaron en dirección al mar desde el foro de la ciudad a lo largo de
la via della Foce hasta alcanzar un conjunto de edificios situados junto a un enorme
almacén de época trajanea. Se trataba de una parcela de planta triangular ocupada
por una gran insula de apartamentos abierta a la via della Foce, atravesada por un
paso inferior que daba acceso a un callejón en torno al cual se organizaban una serie
de edificios: casas, unas termas, un almacén y un santuario organizado en torno a un
templete in antis (Scavi di Ostia I, Regio III, Ínsula 17)
La interpretación del culto no dejaba lugar a dudas. A la entrada del santuario,
un mosaico con la imagen del buey Apis daba acceso a un área sacra pavimentada
218 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

con un gran mosaico nilótico a su vez cubierto por un suelo tardo-antiguo en el que
aparecieron reutilizadas dos piezas de mármol blanco de un pequeño frontón con la
inscripción IOVI SERAPI; esculturas y epígrafes dispersos mostraban igualmente
la piedad de los fieles hacia las divinidades egipcias. Fue por tanto posible poner en
relación directa estos hallazgos con un fragmento epigráfico ya conocido de los Fasti
ostienses (127) mencionando la dedicatoria el día 24 de enero del 127 d.C. de un tem-
plo a Serapis por un miembro de la familia ostiense de los Caltilii: VIIII k(alendas)
Febr(uarias) templum Sarapi, quod [L?] Caltilius P[---] sua pecunia exstruxit, dedi-
catum [es]t (Vidman 1957).
El santuario y su relación con los edificios vecinos –el Casseggiato di Bacco e
Arianna, y la tardía Domus accanto al Serapeo– fueron incluidos en los grandes
estudios ostienses de Calza y Becatti (1961) y lógicamente tenidos muy en cuenta
en la bibliografía especifica sobre los cultos orientales en Ostia (Floriani Squarcia-
pino 1962: 19-36) y los cultos alejandrinos (Wild 1984). No obstante, nunca se había
realizado un estudio monográfico sobre el santuario y esta fue la tarea emprendida
por Ricardo Mar, que a fines de los años 80 emprendió diversos estudios sobre la
urbanística de Ostia (Mar 1991a; 1991b; 1992; 1996). Estos trabajos han dado origen
finalmente a una reciente monografía (Mar ed. 2001) incluyendo el estudio arqui-
tectónico y funcional de las distintas fases del santuario ostiense (R. Mar), la revi-
sión iconográfica de los mosaicos (E. Subias) y las esculturas (I. Rodà), y un nuevo
estudio epigráfico (F. Zevi); estudios que permiten hacernos una idea mucho más
completa sobre la complejidad funcional y social de un Serapeo en los siglos II y III
d.C. (R. Mar y J. Ruiz de Arbulo).
El punto de partida de este estudio fue la delimitación por R. Mar de las distintas
fases arquitectónicas del santuario y los edificios vecinos, construidos con la técnica
del opus mixtum, intercalando sillarejos romboidales y franjas de ladrillos que suelen
presentar marcas de fábrica identificables y datables con precisión gracias al magní-
fico estudio de H. Bloch (1947) dedicado a los lateres signati romanos y a su trabajo
específico dedicado al Serapeo ostiense (Bloch 1959). En segundo lugar, hubo que
buscar la lógica imperante en las relaciones constructivas a partir de los preceptos
legales que regulaban el urbanismo romano. El resultado final llevó a poder observar
que el conjunto de edificios que conforman la parcela triangular en cuyo interior se
sitúa el santuario de Serapis formaban parte, necesariamente, de un misma propie-
dad organizada en torno a una vía particular de servicio (la vía del Serapide) accesi-
ble desde la vía della Foce (Mar 1992; 1996; 2001: 39-100).
En la restitución de R. Mar, el Serapeo ostiense incluía pues los siguientes edificios:
— Templo y área sacra porticada.
— Salones conviviales.
— Edificio de la gran aula triclinar.
— Bloque de apartamentos.
— Estancias de servicio.
— Termas.
— Almacenes (Pequeños Horrea).
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 219

Fig.10.- Situación del santuario de Serapis en la ciudad de Ostia (Mar 2001, fig. 3)

Fig. 11. Restitución de la primera fase constructiva del Serapeo ostiense según R. Mar (2001,
fig. 5) y definición de las diferentes partes del mismo.
220 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

El acceso al santuario desde la via della Foce se efectuaba atravesando en primer


lugar un gran bloque de apartamentos a través de un paso central inferior abierto en
los pórticos de la fachada y que daba acceso a la via del Serapide. Se trata de un gran
edificio de 4 o 5 plantas cuya parte trasera comunicaba con tres salones triclinares
pavimentados con mosaicos en blanco y negro, abiertos a un patio contiguo. El patio,
con estanque central y fuente, era accesible directamente desde el área sacra del san-
tuario, lo que atestigua la relación entre ambos conjuntos.
Seguía a continuación el área sacra y el templo, accesibles por un prótiro pavi-
mentado con la imagen del buey Apis. El área sacra era un pequeño patio con pavi-
mento nilótico y pórticos laterales, presidido por un templete levantado sobre podio,
realizado en ladrillo, próstilo y tetrástilo, con columnas de orden jónico y al que
tenían que corresponder las citadas placas de frontón marmóreo con la inscripción
IOVI SERAPI. Ante las escaleras del templo se situaba un gran altar de obra. Las
imágenes estaban dispuestas al fondo de la cella sobre un amplio banco corrido.
El área de culto comunicaba con un nuevo edificio organizado en torno a una
gran aula de nuevo pavimentada con un mosaico triclinar, compuesto en esta oca-
sión por múltiples emblemata. Una trifora o gran puerta triple permitía acceder a
un vestíbulo descubierto y de aquí se pasaba al aula, rodeada en todo su perímetro
por un conjunto de pasillos y habitaciones perimetrales. La restitución de R. Mar de
este edificio permite imaginar una enorme sala de banquetes y reuniones que podían
contemplarse (o ampliarse) a todas las habitaciones del entorno mediante un sistema
abierto de puertas y ventanas.
El gran salón y sus anexos dejaban paso a un patio de servicio y un edificio con-
formado por seis hileras sucesivas de pilares sosteniendo una planta superior. Esta
disposición recuerda a pequeña escala las grandes porticus o almacenes del puerto
fluvial de Roma. R. Mar imagina para este conjunto un carácter de edificio de servi-
cios: almacenes, cocinas, pequeños talleres y viviendas del personal subalterno.
En el vértice de la parcela, accesible desde la calle colindante y también desde el
edificio de los pilares se encuentran unos pequeños horrea con la disposición caracte-
rística de salas alineadas a ambos lados de un pasillo central. Estos horrea no forma-
ban parte de las necesidades de almacenamiento del santuario, ya solventadas por el
edificio de los pilares y deben por tanto reflejar uno de los negocios característicos de
Ostia: la locatio o alquiler de almacenes destinados al tráfico comercial y la custodia
de bienes materiales.
En último lugar completan la parcela unas pequeñas termas públicas. El agua
era extraída del subsuelo mediante un sistema de norias habitual en Ostia. Entre los
mosaicos que las pavimentan está presente una Trinacria, o cabeza femenina ornada
con las tres piernas o triskeles, representación iconográfica de la isla de Sicilia famosa
por sus tres montañas, que ha dado nombre al edificio (termas de la Trinacria). Pero
también llama la atención el emblema de mosaico en el ángulo del caldario con texto
statio cununlingiorum, un motivo pues explícito y mordaz, probablemente satírico,
no extraño en un ambiente convivial y termal (Subias 2001: 293; cf. Richlin 1983).
Parece con ello evidente que las termas funcionaban de forma independiente, como
un tipo de negocio ofertado a los viajeros de paso.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 221

El Serapeo ostiense se nos revela como un santuario de orígenes privados. Fue


erigido por un miembro de la familia de los Caltilii, un particular cuyo linaje de ori-
gen libertino ha podido seguir F. Zevi (2001: 171-177) a través de sus monumentos
funerarios, pero algunos de cuyos miembros, como Caltilius Hilarianus llegaron en el
siglo II a ocupar cargos decurionales y el duovirato. Otros miembros de la familia se
manifiestan igualmente devotos de los dioses egipcios como Caltilia Diodora que se
afirma Bubastiaca al dedicar a Isis Bubastis una estatuilla de Venus realizada en plata
con corona de oro. Caltilia era pues devota de Bastet, la diosa gatuna de la ciudad
egipcia de Bubastis, protectora del hogar y la pasión amorosa. Aunque no podamos
conocer los motivos concretos de esta devoción familiar por los dioses egipcios, la
fecha concreta de la consagración del santuario en el natalicio de Adriano del año
127 no resulta casual. Además de manifestar un gesto de respeto y devoción a la
figura imperial, la elección debía estar motivada por el fervor especial de Adriano
hacia los cultos egipcios. El mismo día del año anterior 126 se había también dedi-
cado el Serapeo de Luxor (Zevi 2001: 172).
Otra familia ostiense, la de los Statilii, protagonizaría en las décadas 150 / 170
sucesivas reformas, placados, capillas y ofrendas estatuarias en el santuario. Pero sin
duda el elemento epigráfico más significativo a efectos de evaluar el impacto social de
las divinidades egipcias es la estatua levantada en el área de culto ofrendada el día 1
de marzo del 200 d.C. (Zevi 2001: n.9). Estaba dedicada al niño de clase senatorial
M. Umbilius Maximinus, citado nada menos que como patrono de la colonia y sacer-
dote del Genio por parte de su educator el miembro del orden ecuestre P. Calpur-
nius Princeps: M.Umbilio M.f. Arn(ensi tribu) / Maximino / Praetextato c(larissimo)
p(uero) p(atrono) c(oloniae) / sacerdoti Geni col(oniae) / P. Calpurnius / Princeps
equo publ(ico) / omnibus honoribus functus / educator / Lateral: Dedicata k(alendis)
martis / Severo et Victorino cos. Como no tiene sentido imaginar a todo un ecuestre
ejerciendo de maestro o pedagogo, función ejercida por simples libertos o extranjeros
griegos, el término “educador” es entendido por Zevi con el sentido más bien de un
consejero o preceptor, probablemente un familiar, que introducía al niño senador en
la devoción a los dioses egipcios como una parte de su formación intelectual y moral.
Todos los ordenes sociales de la ciudad aparecen pues representados por igual en la
historia del Serapeo ostiense.
No existen documentos epigráficos en Ostia o Portus relativos a la presencia de
los cultos egipcios con anterioridad a época adrianea, lo cual cuanto menos acre-
dita que si ya existían eran francamente minoritarios. Pero la situación cambió de
forma radical con la construcción del nuevo y gigantesco puerto de Trajano. Tradi-
cionalmente se ha considerado que la gigantesca flota anonaria de Alejandría siguió
teniendo Puteoli como puerto de llegada hasta la época de Cómodo, pero con segu-
ridad desde época trajanea una buena parte del tráfico marítimo público y privado
entre Roma y Alejandría pasó a circular directamente por intermedio del nuevo Por-
tus. Recordemos a este respecto que el Serapeo ostiense se construyó aprovechando
una parcela libre junto a los nuevos y gigantescos Horrea trajaneos.
Leyendo en Apuleyo las peripecias del iniciado Lucio, o al mirar los cuadros
de Herculano nos hacemos a la idea de unos cultos egipcios formando pequeñas y
exóticas comunidades de devotos cerradas en si mismas. El Serapeo ostiense, por el
222 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

Fig. 12. Santuario de Serapis en Ostia. Vista del área sacra con altar central desde la cella de
culto. Placas de mármol del frontón del templo con inscripción Iovi Serapi y pedestal dedicado
al niño senatorial M. Umbilius Maximinus (de Mar ed. 1995 passim)

contrario, se nos revela como una compleja entidad económica y social llena de mati-
ces. La importancia en volumen construido del gran bloque de apartamentos excede
con mucho las necesidades del clero sacerdotal y también las de una hospedería para
los terapeutas o visitantes de paso. Podemos pues también interpretar la utilización
del edificio por el santuario en términos de “inversión inmobiliaria” (Mar 1996),
obteniendo réditos por el alquiler de distintos cenacula a iniciados y particulares. En
el mismo sentido apuntan el negocio de las termas situadas en la misma parcela del
santuario o los pequeños horrea de almacenaje.
Al acercarse a Ostia, un mercader marítimo de cualquier origen reconocía en el
Serapeo un santuario familiar, sede de sus propios dioses protectores. Un lugar pues
que visitar y honrar con oraciones y dones como acto de piedad y agradecimiento
después de una buena travesía y en espera de la próxima. Pero en el Serapeo, este
comerciante de ultramar también tenía la posibilidad de encontrar un alojamiento
temporal, de disfrutar de un baño caliente y un buen masaje o incluso de guardar tem-
poralmente su cargamento en un almacén particular esperando la visita del compra-
dor; todo ello asegurado por la seriedad y normas estrictas de la clase sacerdotal.
Cuestiones económicas y sociales en torno a los santuarios de Isis y Serapis. La ofrenda de... 223

Y DE NUEVO EMPORION

Y con todo ello volvemos a la ofrenda emporitana de Numas, el alejandrino que


mencionábamos al iniciar este trabajo. Por lo dicho hasta ahora podemos concluir
que el templo, las estatuas y el pórtico sufragados por Numas en Emporion debían
constituir realmente un auténtico témenos o recinto sacro de las divinidades egipcias.
Si Numas se hubiera limitado a la ofrenda de un templete, capilla o naiskos en alguno
de los santuarios poliados emporitanos la stoa mencionada en la ofrenda carece de
todo sentido. Por otra parte, si la ofrenda hubiera sido únicamente el agradecimiento
de una euploia o feliz travesía o el exvoto de una salvación milagrosa en medio de una
tempestad, esta primera posibilidad hubiera bastado. Por el contrario, la presencia
en la ofrenda de una stoa además de un templo, debe referirse a la presencia indepen-
diente en el santuario de un local (el ábaton de los Asklepieia) donde los devotos y
enfermos pudieran recibir la incubatio del dios.
Como el primer Apolonio en Delos, Numas tuvo también que introducir en Empo-
rion las imágenes de culto, realizadas en la propia Alejandría o en cualquiera ciudad
portuaria de Africa, el Egeo o Italia, donde los talleres de escultura se hubieran ya
familiarizado con la iconografía de los dioses egipcios. Pero hemos visto también como
el ritual egipcio exigía un detallado y preciso cuidado diario de las estatuas. El santua-
rio emporitano tuvo que quedar al cuidado como mínimo de un sacerdote custodio de
los sacra y organizador de los primeros cultos.
Sabemos que en época tardo-republicana Emporion actuó como el gran puerto
de llegada del tráfico marítimo itálico de vinos, aceites y vajilla cerámica procedentes
de las costas de la Campania. En el siglo II a.C., Emporion renovó casi totalmente la
trama urbana de la Neápolis (Mar y Ruiz de Arbulo 1993) construyendo una amplia
ágora provista de una stoa monumental de doble porticado, nuevas casas de atrio y
atrio / peristilo y también, según nuestra hipótesis, un pequeño gimnasio en la más
pura tradición helénica (Ruiz de Arbulo 1994; correspondería al edificio tradicio-
nalmente denominado “santuario de Serapis” a la derecha de la puerta de entrada
a la ciudad) y un gran santuario que hasta ahora habíamos interpretado como un
Asklepieion por el hallazgo en 1909 entre sus ruinas de la famosa estatua en mármol
blanco atribuida al dios.
En una de las dos cisternas de este santuario apareció en 1908 uno de los frag-
mentos de la lápida citada en primer lugar. Esta evidencia nos hizo en su momento
replantearnos los usos del santuario imaginando para el mismo un uso compartido
entre Asklepios y las divinidades egipcias (Ruiz de Arbulo 1995). Pero al mismo
tiempo S.F. Schroeder (1996) ha demostrado de forma convincente que la iconogra-
fía del Esculapio emporitano tal como la habíamos imaginado desde el estudio de M.
Almagro y E. Kukhan (1958) no corresponde a ninguno de los modelos canónicos del
dios sanador griego. Schroeder ve en la imagen una divinidad masculina tardo-hele-
nística, provista de cornucopia, en la que reconoce una imagen monumental –y por
ello un tanto excepcional– del Agathos Daimon. En realidad, el brazo izquierdo de la
estatua no sostuvo ni un báculo ni una cornucopia sino un alto cetro, lo cual, unido a
que la cabeza de la imagen posee en mitad del cráneo una honda ranura para el encaje
de un kálathos nos obliga a reconocer en la estatua una representación helenística de
224 Joaquin Ruiz de Arbulo Bayona

Serapis. Del conjunto de mármoles proceden igualmente dos pies y una garra que E.
Sanmartí (1992) pondría en relación con una imagen entronizada de Serapis acompa-
ñado del can Cerbero. Pero creemos por el contrario que estos dos pies, calzados con
sandalias de una tira y cortados por la parte posterior pertenecen con toda seguridad
a una imagen femenina, probablemente de Isis. Con nuestro compañero el profesor
D.Vivó hemos iniciado un nuevo estudio del conjunto de esculturas marmóreas apa-
recidas en el Asklepieion, con objeto de aclarar en lo posible estas cuestiones.
El de Alejandría visitó pues Emporion en busca de negocios y oportunidades
comerciales, como otros traficantes de su misma nacionalidad visitaron la Delos hele-
nística y la Campania tardo-republicana. El santuario emporitano de las divinidades
egipcias, que todavía deberemos estudiar con mucho mayor detalle, pudo ser pues uno
de esos recintos polivalentes testimonios de la religión y el comercio internacionales.

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Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la
Edad Antigua

Francisco Juan Martínez Rojas

Seminario Diocesano de Jaén

Dos testimonios aparentemente contradictorios

Parto de dos testimonios literarios, que nos introducen en la rica problemática


del origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la edad antigua. En la carta a los
Hebreos (8,4), podemos leer: Si Jesús estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote
(, :< @< < ,B (H @*r< < ,D,bH). Por lo tanto, a partir de este texto, se
puede deducir aparentemente la desvinculación de Jesús de Nazaret frente al sacerdo-
cio, tal como se entendía entonces en las primeras comunidades cristianas, por lo que
podemos interpretar, como veremos posteriormente, que se trataba fundamentalmente
del sacerdocio aaronítico, judío o veterotestamentario. Por otro lado, en una carta del
papa Cornelio (251-253), recogida por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica
(VI, 43, 11), el obispo de Roma presenta un amplio panorama de los distintos ministe-
rios presentes en la comunidad cristiana de la capital del Imperio, y afirma: Así, pues,
este vindicador del Evangelio no sabía que tiene que haber un solo obispo en una iglesia
católica en que no ignora –¿y cómo podría?– que hay cuarenta y seis presbíteros, siete
diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y dos entre exorcistas, lec-
tores y ostiarios, así como más de mil quinientas viudas y menesterosos, a todos los cuales
alimenta la gracia y el amor del Señor a los hombres (Eusebio 1973: 423).
Aparentemente, se puede deducir la existencia de una contradicción entre ambos
textos, entre la presentación que la carta a los Hebreos hace de Jesús, como totalmente
ajeno a la idea y la realidad del sacerdocio de su tiempo, y por otro lado, el desarrollo y
evolución que el sacerdocio, tanto en sus órdenes como en sus ministerios experimentó
desde la era apostólica hasta mediados del s. III, fecha en que se sitúa la redacción del
texto de Cornelio que hemos reseñado. Si hay contradicción o continuidad lógica es
lo que trataremos de comprobar a continuación, a partir de los testimonios históricos
230 Francisco Juan Martínez Rojas

que han llegado hasta nuestros días. Presentamos los contenidos en dos grandes blo-
ques: el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia, haciendo la salvedad de que en
el primero incluimos los escritos de los llamados Padres Apostólicos (Ayán 2000; Ruiz
Bueno 1979), pues tanto por contenido, como por lenguaje y cronología, están más
cercanos al corpus neotestamentario que al resto de escritos patrísticos.

I. EL SACERDOCIO EN EL NUEVO TESTAMENTO

Jesús y el sacerdocio.

La relación conflictiva entre Jesús y el sacerdocio oficial de Israel en su tiempo


es una realidad recurrente en los evangelios. Jesús no perteneció a la casta sacerdotal
por vínculos familiares, por nacimiento, ni siquiera por afinidad teológica, y ade-
más, su muerte lo había alejado de ese mundo sacerdotal, ya que si éste tenía como
cometido alcanzar la bendición de Dios, la cruz no era fuente sino de maldición, de
acuerdo con la misma Escritura (Dt 21,23; Gal 3,13). Cuando se hablaba de Jesús,
nunca se decía que era un sacerdote; y no lo era según la ley judía. Jesús tampoco
pretendió nunca ejercer ninguna función sacerdotal, tal y como se entendía en su
tiempo y en el ambiente vital en el que se desenvolvió. Es más, algunos aspectos de
su predicación lo sitúan más bien en el horizonte de los profetas de Israel, que criti-
caban la vaciedad del culto oficial, reducido a un rito externo y huero, y la necesidad
de superar esa relación cultual con Dios para renovar la alianza entre Yahvé y su
pueblo. Como prueba de ello, sirva recordar que Jesús demostró que le concedía
muy poca importancia a la pureza ritual (Mt 9,10-13; 15,1-20 y paralelos); se negaba
a conceder valor absoluto a la regla del descanso sagrado en sábado (Mt 12,1-13);
rechazaba, en definitiva, la manera antigua de comprender la santificación. En vez de
aumentar la separación ritual, tan propia del sacerdocio levítico, Jesús abole barre-
ras, acercándose a los intocables, como los leprosos, los publicanos, las prostitutas
(Vanhoye 1978: 15; id. 1992: 317). En este sentido, se entiende el texto de Heb 8,4,
citado anteriormente: Si Jesús estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote.
La ruptura que la vida y la obra de Jesús de Nazaret representa, frente a la antigua
tradición religiosa del pueblo elegido, explica que en los escritos del NT se subraye la
discontinuidad entre el sacerdocio del AT y la nueva economía de la salvación, inau-
gurada con la muerte y la resurrección de Cristo. No hay continuidad directa entre el
sacerdocio levítico y el cristiano; por eso, cuando los sacerdotes judíos se convierten,
aparecen reseñados entre los demás fieles sin cualificación especial de potestad, como
se advierte en Hch 6,7: La Palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó
considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando
la fe (polu/j te o!xloj tw=n i(erew=n u(ph/kouon J pi/stei) (Guerra Gómez 1969: 19).
En consecuencia, era lógico que, como regla general, la predicación primitiva no
presentase a Jesús como sacerdote, como i(ereu/j. Quienes habían recibido el encargo
de anunciar su Buena Noticia hasta los confines del orbe, tampoco pensaron nunca
en tomar para ellos mismos este título, ya que según la mentalidad de la época su
ministerio no era un sacerdocio, pues no estaba vinculado a un edificio sagrado, ni
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 231

tenía nada que ver con la inmolación de animales o con otros ritos de este género. Así
pues, había una verdadera ruptura entre la nueva fe y el sacerdocio antiguo. Nadie
disimulaba este hecho, y además convenía marcar las diferencias, dentro del proceso
de crecimiento de la Iglesia, el verdadero Israel, frente al antiguo pueblo elegido, en
la dinámica que Jaroslav Pelikan denomina desjudaización del cristianismo (Vanhoye
1992: 317; Pelikan 1994: 12-27).
Sin embargo, a pesar de todo lo afirmado, en el NT, además de con los títulos
cristológicos, Jesús es denominado también con términos que tienen ciertas reminis-
cencias sacerdotales. Así, es llamado diácono (Rom 15,8: Xrist_on dia/konon), apóstol
(Heb 3,1: a)po/stolon); pastor (Jn 10,14; Heb 13,20; 1Pe 2,25: to_n poime/na); maes-
tro (Jn 13,13: dida/skaloj); obispo (1Pe 2,25: e)pi/skopon), y también, con alcance
técnico, es denominado sacerdote (Heb 5,6; 7,17.21: i(ereu/j). El término sacerdote
(i(ereu/j) era usado tanto para designar a los miembros de la casta sacerdotal pagana
como para referirse a los sacerdotes del antiguo culto de Israel. Además, conviene
señalar que el término sacerdote figura 31 veces en los escritos neotestamentarios en
su forma simple –i(ereu/j– y 122 en la compuesta y ponderativa –a)rxiereu/j–, para
designar, aparte de a los sacerdotes de Zeus en Listra (Hch 14,13) y a los sacerdotes
judíos, a Jesucristo (en la carta a los Hebreos) y a los creyentes en Él (1Pe 2,4-10; Ap
1,5-6; 20,4-6). ¿Cómo se conjuga esta aparente discordancia, entre este dato último y
todo lo expuesto hasta ahora? La explicación la ofrece la carta a los Hebreos.

El testimonio de la carta a los Hebreos

En el corpus epistolar neotestamentario, la carta a los Hebreos –en realidad,


una homilía– presenta una interesante originalidad que radica en ser el único libro
del NT que afirma explícitamente el sacerdocio de Cristo, haciendo de él el núcleo
temático de toda la carta (8,1). Hebreos desarrolla toda una teología del sacerdocio,
o mejor dicho, de Jesús como sacerdote o sumo sacerdote. A la luz de todo lo visto
hasta ahora, es razonable preguntar por qué se introdujo este tema. El autor de este
escrito, consciente de la problemática sacerdotal, analizó el AT para revelar la inca-
pacidad del sacerdocio aaronítico, por ser un sacerdocio simplemente humano. Ade-
más, el hagiógrafo aplicó a la vida de Jesús un esfuerzo de reflexión, y pasando por
encima de las circunstancias desconcertantes de su muerte, dirigió su atención a la
realidad profunda de los acontecimientos para descubrir que Cristo había asumido
el proyecto fundamental del sacerdocio y lo había llevado a buen fin.
No se puede olvidar que la aportación teológica de Heb no partía de cero, sino
que tenía antecedentes en otros escritos neotestamentarios, que recogían palabras y
gestos de Jesús. Así, por ejemplo, Lucas concluye la narración de su evangelio con una
imagen muy gráfica: Jesús asciende a los cielos bendiciendo a sus apóstoles –levan-
tando las manos, los bendijo: 24,50–, con la actitud del sumo sacerdote que bendice al
pueblo, tal como aparece en Lev 9,22-24 y Sir 50,20. Sin embargo, el gesto sacerdotal
más importante es, sobre todo, la frase que Jesús pronunció en la última cena sobre la
copa del vino, cuando afirmó el establecimiento de una alianza en su sangre, evocando
así un sacrificio de alianza, perfectamente comprensible para un judío (cf. Mt 26,28,
232 Francisco Juan Martínez Rojas

Mc 14,24; Lc 22,20 y 1Cor 11,20). De este modo, el profeta de Nazaret establecía


una vinculación entre su próxima muerte cruenta y el sacrificio ritual realizado por
Moisés en el Sinaí (Ex, 24,6-8). Desde los primeros tiempos, la comunidad cristiana
se reunía para revivir esa cena del Señor y escuchar de nuevo aquellas palabras (1Cor
11,20). Por otra parte, la fecha de ejecución de Jesús sugería otra relación, indicada
discretamente por los evangelistas y expresada con toda claridad por S. Pablo: Porque
nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado (1Cor 5,7). Así, Cristo era presentado
como víctima ofrecida en sacrificio. En 1Pe 1, 18-20, se afirma: Ya sabéis con qué os
rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con
oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. En Ef.
5,2 se afirma: Cristo nos amó y se entregó por nosotros como víctima y oblación de suave
olor (Vanhoye 1978: 17-18). En el Apocalipsis, la figura del Cordero aparece con fre-
cuencia para simbolizar a Cristo muerto y resucitado, que con su sangre establece una
alianza nueva y eterna, que se conmemora cada vez que la comunidad se reúne para
recordar el gesto de Jesús en la última cena. De ahí que la figura del Cordero aparezca
con preferencia en ámbitos espaciales litúrgicos.
La conclusión de la carta a los Hebreos es contundente: Cristo es el sacerdote
de los cristianos, pero no con un sacerdocio cualquiera, sino con el único sacerdocio
en sentido pleno de la palabra, ya que es el único que ha abierto a los hombres el
camino que lleva a Dios y los une entre sí. De un culto forzosamente exterior e inefi-
caz, marginal respecto a la vida, Cristo nos hace pasar a una ofrenda que asume toda
la realidad de nuestra existencia y la transforma profundamente en adhesión filial a
Dios y entrega a los hermanos. Así, en la visión del sacerdocio que presenta el autor
de la carta a los Hebreos, sólo uno tiene el sacerdocio, sólo hay un sacerdote, Jesús.

Sacerdocio común y sacerdocio ministerial

Es, por lo tanto, indiscutible que según Heb, la esencia y plenitud del sacerdocio
cristiano sólo se realiza, acumulada, perfectamente en Cristo. Sólo Él es sacerdote
con toda propiedad, por derecho propio, por esencia (Guerra 1969: 42). Sólo Cristo
ha sido capaz de cumplir la función esencial del sacerdote, que consiste en estable-
cer una mediación entre Dios y los hombres, hace de puente; por ello, es el pontifex
perfecto. Él es el único mediador, por lo que se deduce que para llegar a una relación
auténtica con Dios, es menester pasar necesariamente por él, y más concretamente
por su sacrificio. Ningún hombre puede prescindir de la mediación de Cristo y nin-
guno puede sustituir a Cristo para cumplir esta función respecto a otras personas.
Así pues, un solo sacerdote nuevo sucede a la muchedumbre de sacerdotes antiguos
(Vanhoye 1992: 319).
Pero también el texto de esta carta-homilía deja traslucir las consecuencias que
tiene el único sacerdocio de Cristo para la comunidad cristiana. En primer lugar, a
partir del sacrificio de Jesús, el culto cristiano no se sitúa al margen de la vida; quedan
abolidas todas las separaciones rituales que alejaban el verdadero culto de la cotidiani-
dad; en la vida misma es donde se rinde el verdadero culto, que en palabras de Jesús a la
samaritana no está ligado a ningún lugar –ni Garizín ni Jerusalén– porque es un culto
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 233

en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Esos adoradores verdaderos, de los que habla Jesús,
son todos los bautizados, que participan del único sacerdocio –todos son sacerdotes
por el bautismo–, es decir, pueden, en Jesús, ofrecerse a Dios, hacer una ofrenda de su
vida cotidiana, vivirla con el reconocimiento de que esta vida es el regalo más hermoso
que Dios les ha hecho para el servicio a sus hermanos: Ofrezcamos sin cesar, por medio
de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nom-
bre. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que
agradan a Dios (Heb 13,15-16) (cf. Grossi 1983: 3047-3051; Vanhoye 1978: 56).
Esta realidad, conocida como sacerdocio común de los fieles, aparece en otros tex-
tos neotestamentarios, como 1Pe 2,4-10; Rom 12,1; Ap 1,5-6; 5,9-10; 20,6; y en otro
lugares del Nuevo Testamento, no directamente, sino con expresiones típicamente cul-
tuales: Rom 15,16; Ef 2,18-22; Filp 2,17; 3,3; Heb 4,14-16; 7,9; 8,1; 10,19-22. Por lo
tanto, ese sacerdocio interior, sacerdocio bautismal o común de todos los creyentes en
Cristo consiste en ofrecer no un culto a base de víctimas propiciatorias, sino, a ejemplo
del sacrificio de Jesús, ofrecer la propia vida, es decir, elevar un culto y sacrificios espi-
rituales de alabanza, convirtiendo la propia persona en hostia viva y santa, al ofrecer
el propio cuerpo y la vida impregnada de caridad teologal, y todos los sufrimientos y
actividades para la gloria de Dios (Greshake 1995: 52-58; Guerra 1969: 74-75).
Así dirá Orígenes: Tú que sigues a Cristo y lo imitas, tú que vives en la palabra de
Dios, tú que meditas en su ley día y noche, tú que te ejercitas en sus mandamientos, tú que
estás siempre en el santuario y no sales nunca de él. No es el lugar donde hay que bus-
car el santuario, sino en los actos, en la vida, en las costumbres. Si son según Dios, si se
cumplen según sus preceptos, poco importa que estés en casa o en la calle, poco importa
incluso que te encuentres en el teatro; si sirves al Verbo de Dios, estás en el santuario; no
te queda duda alguna (Hom. sobre Levítico XII, 4; Hamman-Chauvet 2000: 40-42).
Desde esta perspectiva, el modelo sumo del sacerdocio común es el representado
por los mártires. El libro del Apocalipsis, como ya hemos señalado, atribuye el título
de “sacerdotes” a todos los cristianos y se lo promete de una manera especial a los
que han llevado su fidelidad hasta el martirio, pero declara explícitamente que ese
sacerdocio depende de Cristo, es su obra, una obra admirable: Esos que están vestidos
con vestiduras blancas… son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vesti-
duras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono
de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario (7,13-15).
Por otro lado, la primera carta de Pedro utiliza una formulación más matizada, y
elabora de forma más precisa la doctrina del sacerdocio común, mostrando claramente
que es poseído por todos los cristianos juntamente gracias a su adhesión a Cristo y
que sólo se ejerce a través de la mediación de Cristo (Fernández 1970: 13-47).
Pero junto al sacerdocio común de todos los bautizados, en los escritos del NT
aparecen los trazos de lo que posteriormente se entendió como sacerdocio minis-
terial. Como afirma Vanhoye, en cuanto cristianos, los ministros de la Iglesia for-
man evidentemente parte del organismo sacerdotal formado por todos los cristianos,
estando llamados a ofrecer también el culto cristiano existencial, que consiste en la
transformación de la vida entera por medio de la caridad divina. Pero aparte de eso,
¿hay motivos para reconocer a los ministros una cualificación sacerdotal particular?
La respuesta que ofrece el NT es doble: ningún texto concede a los apóstoles ni a los
234 Francisco Juan Martínez Rojas

demás ministros de la Iglesia el título explícito de sacerdote, pero por otra parte el
desarrollo doctrinal que es posible observar en el interior del NT nos pone claramente
en camino de una comprensión sacerdotal del ministerio (Vanhoye 1992: 320). En los
textos del NT que expresan las características del ministerio apostólico o pastoral
cristiano, se constata que una presentación de los ministros de la Iglesia como instru-
mentos vivos de Cristo mediador, y no ya como delegados del pueblo sacerdotal. La
carta a los Hebreos sitúa al lado de Cristo a los dirigentes de la comunidad evocando
su ministerio de la palabra, su cura de almas, su autoridad (13,7). Y también al lado
de Cristo es donde Pedro coloca a los presbíteros, encargados, en nombre del mayoral
–archipastor, a)rxipoi/menoj– de apacentar a la grey de Dios que es al mismo tiempo
la ‘casa espiritual destinada al ejercicio de un sacerdocio’ (1Pe 5, 1-4) (cf. Vanhoye
1992: 322).
Estos textos y algunos otros revelan que el ministerio apostólico y pastoral cris-
tiano tiene como función específica manifestar la presencia activa de Cristo media-
dor, de Cristo sacerdote en la vida de los creyentes, a fin de que éstos pudieran
acoger explícitamente esta mediación y transformar gracias a ella toda su existencia
(cf. Kilmartin 1997: 947-949; Lécuyer 1983: 2251-2259). Así las cosas, el sacerdocio
común es ofrenda personal, mientras que el ministerio pastoral es manifestación
tangible de la mediación sacerdotal de Cristo. Y por ello, el ministerio de los pasto-
res no los separa de la comunidad, no los constituye en una casta aparte, sino que al
contrario los pone al servicio de la comunión entre todos (Vanhoye 1975: 193-207;
id. 1992: 323).
Es en la carta de Clemente Romano a los Corintios (ca. 90) donde se distingue
por vez primera de manera nítida la diferencia entre los sacerdotes ordinarios y los
hombres del pueblo o laicos (Leclercq 1927: 1053-1064), aunque la referencia a los
ministros cristianos es implícita (Clemente 40,5). Clemente afirma la existencia, en la
Iglesia, de un sacerdocio ministerial contrapuesto a los laicos, designación que apa-
rece aquí por vez primera (Guerra 1969: 41; id. 2002 passim; Lienhard 1997: 265-266;
Schatkin 1997: 661-662).

Los datos del corpus paulino

Con la clarificación establecida entre el antiguo sacerdocio y el nuevo sacerdocio,


surgen nuevas fórmulas para expresar la realidad del ministerio. Así, Pablo define el
ministerio apostólico como una capacidad de origen divino y no humano, que hace
de los apóstoles los ministros de la alianza nueva (2Cor 3,6; cf. Pagés 1972: 41-70). En
sí misma, esta fórmula no tenía nada de sacerdotal, pero tras la carta a los Hebreos,
el sentido de ese texto es claramente de una asociación al sacerdocio de Cristo. Esto
mismo se puede decir del ministerio de la reconciliación confiado a los apóstoles por
Dios, en relación inmediata con la obra de la reconciliación realizada por la cruz de
Cristo (2Cor 5,18).
Estos textos y algunos otros revelan que el ministerio apostólico y pastoral cris-
tiano tiene como función específica manifestar la presencia activa de Cristo media-
dor, de Cristo sacerdote en la vida de los creyentes, a fin de que éstos pudieran acoger
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 235

explícitamente esta mediación y transformar gracias a ella toda su existencia (Van-


hoye 1992: 323).
Pablo, por su parte, define su ministerio por medio de una fórmula que expresa
con claridad su comprensión sacerdotal, aunque marcando debidamente su subordi-
nación a la actividad de Cristo: la gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para
los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios,
para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo
(Rom 15, 15-16). Es Cristo quien se sirve del ministerio de Pablo a fin de comunicar
el Espíritu. De ahí que Pablo se presente en 31 ocasiones como servidor de Cristo
–dia/konoj tou= Xristou= (Col 1,7)–, aunque no oculte cierta preferencia por autode-
nominarse más bien como dou=loj –esclavo de Cristo o de Dios– en 30 ocasiones. Así,
se subraya la comunión entre Jesús, que no vino a ser servido –diakonhqh=nai– sino a
servir –diakonh=sai– (Mc 10,45), haciendo de su vida una continua diaconía, minis-
terio o servicio del Padre y de los hombres, y el ministro, que con su ministerio o
servicio comunitario actualiza la diaconía de Cristo en medio de la comunidad (Hess
1984: 212-216; Weiser 1996: 911-919). Por eso, en el corpus paulino se evita utilizar
palabras para hablar de los ministros que tengan connotaciones de autoridad, de
mano, o poder, y se prefieren las que indican servicio y ministerio (minus, menos),
como diakoni&a, leitourgi&a, etc. (Guerra 1962: 66-99). Habrá que esperar a Dio-
nisio Areopagita, para que en el s. VI se utilice el término jerarquía para hablar del
sacerdocio ministerial frente al sacerdocio común de los bautizados (Guerra 1969:
33). Conviene subrayar que el uso del término servidor (dia/konoj) por Pablo, apli-
cado a Cristo y a su misma persona, no lo hacen equivalente al término que designa,
a partir de Hch 6, a la categoría de ministros encargados de la administración de la
caridad en las primeras comunidades cristianas.
En las cartas de Pablo encontramos tres listas de ministerios:
Rom 12, 6-8: Pero teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada,
si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el
ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con senci-
llez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad.
1Cor 12, 27-28: Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada
uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en
segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego,
el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas.
Ef 4,11-12: Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangeli-
zadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden
a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo.
También se podría citar Ef 2,19-22: Así pues, ya no sois extraños ni forasteros,
sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de
los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edifica-
ción bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también
vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu.
Llama la atención la diversidad de ministerios que refleja S. Pablo en los textos
citados, fruto del estado embrionario de las comunidades a las que el apóstol dirige
sus escritos, y en las que su persona goza de una autoridad especial, que proviene
236 Francisco Juan Martínez Rojas

de su condición de apóstol. Junto a ese dato, conviene resaltar también que se entre-
mezclan lo que serán posteriormente ministerios netamente perfilados y carismas
(profecía), es decir, los aspectos institucionales y carismáticos de la comunidad, que
en Pablo, antes que oponerse y excluirse, se unen para el mejor servicio de los creyen-
tes. Posteriormente se hará referencia a la estructura comunitaria que se deduce del
corpus paulino.

Designaciones ministeriales en los escritos neotestamentarios y los Padres Apostólicos

En su obra quizá más conocida, La esencia del cristianismo, publicada en 1890,


Adolf von Harnack escribía: El evangelio no se hizo presente en el mundo como una
religión rígida y dogmática; es, por lo tanto, inútil, buscar su manifestación clásica y
duradera en cualquier momento de su evolución social e intelectual, sin excluir la era
apostólica (Harnack 1982: 195). Por lo tanto, a la hora de hablar del sacerdocio en las
primeras comunidades es imprescindible valorar el estado embrionario y, por con-
siguiente, al menos terminológicamente confuso de la Iglesia en las primeras déca-
das de su historia, y la necesaria evolución dinámica que la terminología ministerial
experimenta en este período. Por ello, como afirma un especialista en este tema, sería
absurdo pretender buscar un decreto oficial del colegio apostólico o de cualquier con-
cilio, que prescriba el empleo de los términos expresivos de los distintos aspectos del
sacerdocio ministerial con un valor preciso dentro del lenguaje eclesiástico. Los acep-
tados fueron introducidos por el uso que, a su vez, rechazó otros similares. Por eso, no
hay que extrañarse de que la aguja señalando de las designaciones tanto sacerdotales
como jerárquicas oscile inquieta durante cierto tiempo, antes de apuntar con fijeza el
significado definitivo (Guerra 1969: 12-13). Implicaría una evidente falta de perspec-
tiva histórica empeñarse en encajonar la constitución primitiva de los ministerios en
moldes posteriores hasta el punto de exigir una correspondencia pormenorizada de
los términos y una acomodación exacta de su contenido jerárquico y sacerdotal.
Examinaremos a continuación los diferentes términos con que se denominaban
a los ministros, tanto con función supralocal, más o menos universal o regional,
como a los ministros que desarrollaban su servicio en un ámbito local (Guerra 1979:
9-86 passim).
En los escritos neotestamentarios y de la era apostólica, ocupan un lugar rele-
vante los apóstoles (a)postoloi), testigos cualificados del Resucitado y enviados
directamente por Cristo: los Doce y Pablo. Su misión desborda el definido marco de
una comunidad local para extenderse y actuar en un espacio supralocal. Esta misma
denominación de enviado se utiliza con algunas personas que no forman parte del
grupo de los Doce y Pablo, aunque eso no significa que se les equipare a ellos, sino
simplemente se resalta con ello la misión que se les encomienda: Bernabé (Hch 14,
4.14), Junios y Andrónico (1Te 2,6), Silas (Hch 15,22.32; 1Te 1,1; 2Te 1,1; 2Cor 1,19;
1Pe 5,12), Timoteo (1Cor 4,17; 1Tim 3,1-5.13; 4,6; 5,22; 6,11; 2Tim 3,17; 5,22; 1Te
3,2; 2Cor 1,19 etc.), Tito (2Cor 8,23), Artemas y Síquico (Tit 3,12).
Por lo que respecta a los ministros con funciones de alcance local, no se detecta
gradación alguna sino sinonimia:
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 237

• Epíscopos (supervisor, vigilante) - epi/skopoi (en Éfeso: Hch 20,28, 1Tim


3,2ss; en Filipos: Filp 1,1; en Creta: Tit 1,7; en Corinto: Clemente 42, 4-5.
Sin localización geográfica concreta: Didajé 15,1; Hermas, Visión 3,5,1; Seme-
janza, 9,27,1-3) (Bauer, Arndt y Wilbur Gingrich 1957b: 299; Beyer 1967: 774-
790; Beyer-Karpp 1954: 394-407; Coenen 1984: 366-369; Lampe 1972b: 532-
534; Pauly-Wissowa 1909: 199; Rohde 1996: 1527-1530).
• Presbíteros (de más edad, ancianos) - presbu/teroi (en Jerusalén: Hch 11,30;
15,2.4.6.22.23; 16,4; 21,19; en la diáspora judeocristiana: Sant 5,14; en Lis-
tra, Iconio, Derbe, Antioquía de Pisidia: Hch 14,23; en Éfeso: Hch 20,17;
1Tim 5,17.19; en Ponto, Capadocia, Asia y Bitinia: 1Pe 5,1.5; en Esmirna:
Policarpo 1,1; en Filipos: Policarpo 6,1-2; en Creta: Tit 1,5; en Corinto: Cle-
mente 1,3; 3,3; 44,5; 47,6; 54,2; 57,1; Hermas, Visión 2,4,2) (Bauer, Arndt y
Wilbur Gingrich 1957c: 706-707; Bornkamm 1977: 81-164; Coenen 1980:
122-129; Ferguson 1997d: 945-946; Gerber 2004; Lampe 1972c: 1129-1131;
Rohde 1998: 1119-1123)
• Directores-guías - h)gou/menoi (Heb 13,7.17.24; en Corinto: Clemente 1,3; 63,1).
• Adelantados - prohgou/menoi (en Corinto: Clemente 21,6; Hermas, Visión
2,2,6; 3,9,7).
• Preestantes o directores - BD@^FJV:,<@4 (en Tesalónica: 1Te 5,12).
• Pastores - poime/nej (en Éfeso: Ef 4,11; Hermas, Semejanza 9,31,5-6).
• Presidentes - prokaqh/menoi, protokaqedei/tai (en Magnesia: Ignacio, Mag-
nesios 6,2; Hermas, Visión 3,9,7).
• Liturgos - e)pikalou/menoi (en Corinto: 1Cor 1,2).

Centrándonos en las anteriores categorías que hemos visto para los ministros
que desarrollan su servicio en una comunidad local, a partir de los mismos textos
neotestamentarios y de los Padres Apostólicos, podemos señalar cuáles son las líneas
directrices de su ministerio. En primer lugar, aparece claramente que todos ejercen
una función que podemos denominar de dirección o presidencial, por la cual dirigen
y gobiernan a la comunidad. En segundo lugar, a su cargo corre igualmente la ense-
ñanza, tanto el primer anuncio o kerigma, sobre todo a los no creyentes, como la pro-
fundización, instrucción en la fe o didajé de los bautizados o bautizandos. Además,
en el ámbito litúrgico de la comunidad, presiden el memorial del Señor, la fracción
del pan o eucaristía, administran la unción de enfermos, los cristianos se unen en
matrimonio en su presencia –el obispo en Ignacio de Antioquía– (cf. Brown 1999
passim; Ferguson 1997b: 750-752). Igualmente, es tarea suya cuidar por la buena
administración de la economía comunitaria, sobre todo en su vertiente caritativa,
aunque este aspecto pronto se convirtió en misión específica de los diáconos (Bauer,
Arndt y Wilbur Gingrich 1957a: 183-184; Beyer 1966: 969-984; Commission Théo-
logique Internationale 2003; Guerra 1962: passim; Hamman 2004 passim; Klauser
1957: 888-909; Lampe 1972a: 352-354; Pauly-Wissowa 1905: 317-318; Weiser 1996:
911-919). Finalmente, estos directores locales ostentan también una función repre-
sentativa, ya que en ocasiones representan oficialmente a la comunidad.
238 Francisco Juan Martínez Rojas

Las estructuras comunitarias

Con todo lo que hemos contemplado hasta ahora, podemos esbozar las estruc-
turas comunitarias que aparecen reflejadas en los escritos neotestamentarios y en las
obras de los Padres Apostólicos.

La estructura de las comunidades paulinas.

En las comunidades paulinas, a juzgar por los datos que nos ofrece el mismo cor-
pus epistolar del apóstol, no existe una jerarquía plenamente perfilada. Por ello, las
diversas funciones dentro de la comunidad se encuentran en un mismo nivel, aunque
el papel de guía de la comunidad tiende a institucionalizarse y emerger con nitidez,
sobre todo a partir de la institución que el mismo Pablo realiza en algunos de sus cola-
boradores (Timoteo, Tito). Según aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles,
en las primeras comunidades que fundó, Pablo, en virtud de su cualidad de apóstol,
instituyó los primeros presbíteros, aunque a veces utiliza indistintamente presbítero y
obispo (Tit 1,4-7). El papel desempeñado por los obispos-presbíteros en la comunidad
no se puede aún definir fácilmente, en lo que podríamos denominar nivel jurídico.

La estructura de las comunidades judeocristianas.

Es suficientemente conocido que junto al cristianismo de ambiente helenístico,


mucho mejor conocido, existió otra vivencia de la nueva fe, un cristianismo arameo
del que no se tienen tantas noticias. Ese cristianismo más primitivo fue, en gran parte,
de lengua aramea y estuvo implicado en la sociedad judía, como han puesto de relieve
los estudios más recientes sobre el judeocristianismo (Daniélou 1958). El así llamado
concilio de Jerusalén (ca. 49) aporta también datos importantes sobre la organización
jerárquica de las comunidades judeocristianas: los Doce presiden la Iglesia; junto a
ellos se desarrollan dos jerarquías paralelas: la jerarquía local (consejo de ancianos,
episcopoi o higoumenoi, con Santiago a la cabeza) y la jerarquía misionera (apostoloi,
didaskaloi o profetas). Tradicionalmente se ha calificado a la estructura ministerial
judeocristiana como colegial. De hecho, parece ser que el presidente detentaba sólo
un puesto honorífico, que en el caso de la comunidad de Jerusalén, venía dado por
la vinculación familiar con Jesús. Así, Santiago es llamado pariente del Señor, esta-
bleciéndose lo que posteriormente se denominó episcopado dinástico. Sin embargo,
recientes estudios han puesto en cuestión la colegialidad de esta estructura comunita-
ria, señalando el papel determinante del presidente dentro del colegio de presbyteroi.

La estructura de la comunidad de Antioquía.

En las cartas de Ignacio de Antioquía, obispo y mártir ejecutado durante el impe-


rio de Trajano (ca. 106), contemplamos la estructura de una iglesia particular que
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 239

acabará imponiéndose como definitiva. En Ignacio, el término “Iglesia” asume por


vez primera una acepción confesional: la Iglesia se distingue netamente de los grupos
de cristianos que no están bajo la autoridad de un obispo, y por lo tanto, se presenta
como una comunidad cerrada. El obispo es el único garante del carácter eclesial de
las actividades comunitarias, y todas las acciones de la comunidad tienen en él su
centro. Ya no se confunde con los presbíteros ni es uno de ellos, al que se le reconoce
cierta preeminencia. Los ministerios eclesiásticos están estructurados claramente y el
obispo es el vértice, aun cuando en Ignacio predominan las expresiones que evidencia
la comunión entre obispo, presbíteros y diáconos. Así, escribiendo a los cristianos de
Magnesia, afirma: Procurad haced todas las cosas en una divina concordia, bajo la pre-
sidencia del obispo, que ocupa el lugar de Dios, de los presbíteros, que ocupan el lugar del
senado de los apóstoles, y de los diáconos, tan queridos por mí, a quienes ha sido confiado
el servicio de Jesucristo (A los Magnesios, 6, 1-2; Ruiz Bueno 1979: 462).
En esta estructura, conocida como episcopado monárquico, propia de comuni-
dades helenísticas, el obispo es el garante de la unidad. Su autoridad es absoluta,
universal y suprema dentro de su comunidad, sin más limitación que la proveniente
de Dios. Maestro de la comunidad, debe enseñar a los fieles conforme a la doctrina
recibida de los apóstoles, es decir, la norma de la fe, apartándolos de las doctrinas
heréticas y cismáticas. Además de la función evangelizadora, el obispo posee en exclu-
siva algunas funciones litúrgicas o cultuales-sacramentales, otra de las características
del sacerdocio cristiano. No se puede bautizar sin contar con el obispo, ni celebrar la
eucaristía a no ser bajo su presidencia o la de un delegado suyo, ni tampoco contraer
matrimonio sin su conocimiento (A los Esmirnotas 7,1; 8,1-2; Ruiz Bueno 1979: 492-
493; A Policarpo 5,2; Ruiz Bueno 1979: 500). Hasta la oración comunitaria, si se hace
encabezada por el obispo, adquiere repercusión de eficacia peculiar (A los Efesios 5,2;
Ruiz Bueno 1979: 451). Le incumbe también al obispo la administración externa de
la caridad, el cuidado de los pobres, huérfanos y esclavos (A Policarpo 4,1-3; Ruiz
Bueno 1979: 499). Como señala un especialista, la persona del obispo polariza en
esta estructura toda la actividad comunitaria. Sirve de enlace insustituible entre Dios
y los fieles mediante su autoridad sacerdotal en los tres aspectos de evangelización,
culto y caridad, así como por medio de lo que posteriormente será llamado potestad
de gobierno, al mismo tiempo que aglutina en torno a sí a todo el pueblo cristiano
(Guerra 1969: 45; Tura 1982: 680-701).

Estructura de la comunidad de Roma, según Hipólito, hacia el año 200.

En la Tradición Apostólica, de Hipólito de Roma, este autor relacionado con


la comunidad cristiana de la capital del Imperio nos presenta los rasgos que confi-
guraban aquella Iglesia particular hacia el año 200. La estructura comunitaria está
perfectamente definida. Clero y pueblo (sacerdocio ministerial y sacerdocio común)
están netamente distinguidos. Hallamos ya los tres grados del sacerdocio: episco-
pado, presbiterado y diaconado. El obispo, como en las comunidades helenísticas,
es el centro de la vida de la Iglesia. En su ministerio es ayudado por los presbíteros
y los diáconos, a quienes consagra. Él era elegido por el pueblo y consagrado por
240 Francisco Juan Martínez Rojas

los obispos asistentes. Los sacerdotes eran ordenados por el obispo y los demás
sacerdotes asistentes, mientras que los diáconos eran ordenados exclusivamente por
el obispo, puesto que era ordenado para su servicio y no para el del sacerdote. La
ordenación se realizaba mediante un rito, la imposición de manos (xei=rotoni/a), por
el que se consideraba que Dios manifestaba su voluntad, y este gesto iba acompa-
ñado siempre de la oración, que manifestaba el origen divino del poder transmitido
por las manos impuestas sobre la cabeza de los candidatos (1Tim 4,14; 2Tim 1,6):
No seas precipitado en imponer las manos a nadie (1Tim 5,22) (Ferguson 1997a: 669-
671; id. 1997c: 832-834; Guerra 1969: 64; Vogel 1972: 7-21, 207-235).
Curiosamente, la imposición de manos, de tanta importancia en la administra-
ción de una orden sagrada, no ha encontrado eco en la iconografía paleocristiana,
pues los ejemplos que tradicionalmente se habían presentado, como una pintura de
la catacumba de Sant’Ermete, y la inscripción del difunto Teódulo, en la cripta del
papa Dámaso, actualmente son interpretadas más bien como escenas que represen-
tan el juicio de un difunto (Leclercq 1950: 240-242).
Por lo que respecta a los ornamentos cultuales, no tenemos muchos documentos
que nos informen sobre las que serían posteriormente llamadas sagradas vestiduras;
son escasos los documentos escritos que sobre ello nos quedan y no se conserva pin-
tura alguna ni escultura representando al clero en sus funciones rituales hasta bien
entrado el s. IV. Sin embargo, se puede afirmar, por los escasos datos que se poseen,
que en los primeros siglos, los celebrantes, habitualmente llamados presidentes, no
llevaban ningún tipo de vestidura litúrgica. Fue a partir del s. IV cuando se empezaron
a utilizar ornamentos propios, que en su mayor parte estaban tomados de la indumen-
taria romana. Sabemos, por ejemplo, que S. Agustín celebraba la eucaristía revestido
de una simple túnica blanca, cubierta en ocasiones por un manto que se abría como
una capa. El signo que distinguía a los obispos, a partir de finales del s. IV, era el palio,
que posteriormente quedó reservado a los metropolitanos, como signo de comunión
con la sede de Roma.
Junto con los tres órdenes principales del sacerdocio, considerados de origen
divino, aparece casi siempre en todos los ordines eclesiásticos, establecidos por la Igle-
sia para algunas funciones cultuales o eclesiales. Cuando estuvieron plenamente desa-
rrollados, eran cinco: subdiaconado, acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado.
La institución de estos ministerios no se hacía mediante la imposición de manos, sino
con la entrega de algún objeto relativo a su función. Así, el subdiácono era instituido
con la entrega por parte del obispo de una patena y un cáliz vacío. Al lector se le
entregaba el libro sagrado. Por otras partes encontramos curanderos o exorcistas. De
porteros u ostiarios habla la mencionada carta del papa Cornelio citada por Eusebio,
y se sabe que eran instituidos por la entrega de las llaves del templo.
La tonsura era el rito de entrada en el escalafón clerical, aunque es una práctica
que no se remonta a los primeros siglos. En el s. V, en África, los clérigos se distin-
guían por tener una corona en la cabeza, que se hacía rapando una parte del pelo. De
ahí la denominación de clérigos coronados –coronati–, que posteriormente se popu-
larizó durante el medievo y la edad moderna. A partir del s. VI la iconografía recoge
la tonsura, y el papa Gregorio Magno (+604) es el primer obispo de Roma que alude
a esta práctica (Guerra 2002: 57).
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 241

Dentro de la estructura ministerial de las primeras comunidades, hasta la paz


constantiniana (313), los confessores constituyen un caso particular. Los confesores
eran los cristianos que habían sido encarcelados por la fe. Éstos forman un orden
particular que sirven de unión entre el clero y el laicado. Según Hipólito, sin imposi-
ción de manos han recibido la dignidad del sacerdocio, aunque hay que entender que
esta afirmación se refiere sólo a la dignidad dentro de la comunidad, no a los poderes
que tenían los presbíteros. Por ello en África tienen poder de intercesión, poder muy
tenido en cuenta, pero no poder de absolución, por ejemplo, de los caídos (lapsi)
durante la persecución de Decio (250).
También aparecen en la obra de Hipólito los órdenes femeninos (Bautista 2002:
passim; Witherington 1990: passim). El más antiguo es el de las viudas, que todavía
ocupa un puesto importante a principios del s. III. La obra citada de Hipólito de
Roma las menciona detrás de los diáconos. Clemente de Alejandría y Orígenes
incluyen a las viudas en la jerarquía. Su función es la oración y la visita a los enfer-
mos. Proceden las viudas de la estructura judeocristiana primitiva. En cambio, en
esta época adquirió progresivamente mayor importancia el orden de las vírgenes.
Esta promoción de las vírgenes está relacionada con el puesto eminente concedido
a la virginidad y, al mismo tiempo, con su carácter de vocación particular (Elm
1996: passim).
En la comunidad romana, tal como la presenta Hipólito, falta un orden feme-
nino, el de las diaconisas, que aparecen fundamentalmente en Oriente, en Siria, a
mediados del s. III. Los orígenes de este orden ya se detectan en la época apostólica,
pero es en ese siglo cuando este orden adquirió mayor importancia y sustituyó al
de las viudas. Sustituyen las diaconisas a los diáconos en los ministerios entre las
mujeres, aunque su ministerio no era simétrico ni paralelo al de los diáconos, sino
supletorio en ciertas parcelas. Así, ocurría en la visita de enfermas, y la unción bau-
tismal. Además, la diaconisa debe ocuparse de las neófitas, de instruirlas y ayudarlas.
Parece ser que por esta época hubo una ordenación de diaconisas con imposición de
manos, aunque no de manera generalizada. A juzgar por los documentos conocidos,
no puede afirmarse que hubiera verdadera jerarquía en los ministerios femeninos
(Bianco 1983: 934-935; Guerra 1969: 78-81; Kalsbach 1957: 917-928; Reininger 1999;
Scimmi 2004).
En cuanto a las mujeres llamadas episcopa, episcopia, episcopissa, presbytera,
presbyteria, presbyterissa, etc., en documentos de las Galias, Italia y África, desde
finales del s. V al IX nunca están dotadas del sacerdocio ministerial. Son las madres,
y más frecuentemente las esposas de un obispo o de un presbítero. Es el caso de la
mujer representada en un mosaico de la capilla de S. Zenón, de la basílica de Sta.
Práxedes, en Roma, construida por Pascual I (817-824). El busto de dicha matrona
está acompañado de un letrero: Teodo(ra) episcopa, y se contempla enmarcado en un
nimbo cuadrado, símbolo de que la persona está viva cuando se realizó el mosaico.
En realidad se trata de la madre de Pascual I, dato que aclara la inscripción de una
lápida conmemorativa del traslado de los restos de santos a esta iglesia, mandada
colocar por el mismo papa en la entrada del templo, a mano derecha, donde, lite-
ralmente, “reposa ciertamente el cuerpo de su madre, a saber, la señora Teodora
episcopa” (Guerra 2002: 58-59; id. 1987: passim).
242 Francisco Juan Martínez Rojas

II. EL SACERDOCIO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

Los estudios sobre el sacerdocio en los padres de la Iglesia han aumentado en


los últimos cien años, circunstancia a la que ha ayudado, sin duda, la recuperación
del sacerdocio común de los fieles, a la luz de la doctrina del concilio Vaticano II. De
todos modos, eso no significa que se pueda afirmar que podemos disponer de una
investigación metódica, sistemática y exhaustiva. Cabe, por el contrario, hablar de
estudios parciales o sectoriales (Oñatibia 1969: 95-115).

El testimonio de Ireneo de Lyon

Interesante en extremo es la aportación de S. Ireneo, natural de Esmirna, en


Asia Menor, presbítero y obispo de Lyon, en las Galias, fallecido, según Gregorio
de Tours, durante la persecución de Septimio Severo, en 202. De Ireneo han llegado
hasta nosotros dos obras: Adversus haereses, que es una refutación sistemática del
gnosticismo en sus principales corrientes, y la Demonstratio apostolicae praedicatio-
nis, que contiene una sintética y precisa exposición de la doctrina católica. Ireneo
fue calificado como el último varón apostólico y el primer teólogo, es decir, como el
último, en orden cronológico, de los que estuvieron cerca de los apóstoles y de sus
sucesores, y sintieron de ellos, de su viva voz, el mensaje de Jesús (Policarpo, Papías,
Melitón). A esta faceta, Ireneo une la de ser el primer escritor que afrontó la gran
empresa de elaborar una síntesis global del cristianismo.
Dos son las líneas de fuerza principales que nos interesan por la temática tra-
tada. En primer lugar, la sucesión apostólica, la traditio ab apostolis (Celada 1977:
122-129), que asegura la pureza de la doctrina predicada en cada Iglesia en parti-
cular, que no es sino la predicada en todas las demás comunidades cristianas, entre
las que destaca la de Roma: Pero pues sería demasiado largo en esta obra enumerar
las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la grandísima y antiquísima y conocida
de todos, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles
Pedro y Pablo. Mostrando la tradición recibida de los apóstoles y la fe anunciada a los
hombres que llega hasta nosotros a través de la sucesión de los obispos, confundimos a
todos los que en cualquier modo, o por presunción o por vanagloria o por ceguera o por
error de pensamiento, se colocan más allá de lo que es justo. Así pues con esta Iglesia,
por razón de su origen más excelente, debe estar necesariamente de acuerdo cualquier
iglesia, es decir, los fieles que provienen de cualquier parte, esa Iglesia en la cual ha
sido conservada por todos los hombres la tradición que viene de los apóstoles (Adver-
sus haereses, III, 1-3). Así, continúa afirmando Ireneo, en cada Iglesia, el obispo se
puede remontar a su antecesor, y así sucesivamente hasta conectar con un apóstol, y
a partir de éste, con Jesucristo, con lo que se asegura la pureza de la doctrina, frente
a los particularismos teológicos de los gnósticos, entonces tan extendidos (Daniélou
1975: 165-191).
Pero Ireneo también nos ofrece un texto clásico sobre el sacerdocio común de
todos los bautizados, breve, pero significativo, igualmente recogido en el Adversus
haereses. Comentando la figura de David y el episodio en que se narra que tomó los
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 243

panes de la proposición del templo del Señor, Ireneo pone en conexión la figura del
rey poeta con la del creyente, que también necesita tomar el pan de la Eucaristía para
ofrecer el verdadero sacrificio de su vida, que consiste en las obras del alma, que se
realizan por el pensamiento o las buenas palabras para ayudar al prójimo. Por eso, con-
tinúa afirmando Ireneo, sacerdotes son todos los discípulos del Señor que no heredarán
aquí campos o casas, sino que siempre sirven al altar (IV, 8, 3).

La teología latina del sacerdocio: Tertuliano y Cipriano de Cartago

La visión del sacerdocio experimentó una evolución merced a la creación de una


teología propiamente latina. Este proceso creativo no se produjo en Roma, ciudad
cuyo cosmopolitismo cultural impedía que fraguase un lenguaje teológico común.
Fue en Cartago, comunidad cristiana que empezó siendo de lengua latina pero cul-
tura griega, donde empezó a fraguarse un modelo de pensamiento que progresiva-
mente se emancipó de la tutela griega para crear unos moldes teológicos propiamente
latinos. La teología africana latina se caracterizó por crear un lenguaje teológico pro-
pio del latín, por introducir el estoicismo en la especulación filosófica y por conferir
una impronta jurídica a las argumentaciones teológicas, utilizando conceptos del
derecho, como potestad, de tanta resonancia en el ejercicio del ministerio. Principal-
mente fueron dos los pensadores que llevaron a cabo esta ingente labor: Tertuliano y
Cipriano de Cartago.
En Cartago se produjo un fenómeno curioso. Como ha hemos tenido ocasión
de ver, se comprende que el vocabulario del sacerdocio haya sido automáticamente
descartado por la Iglesia apostólica y el NT para hablar de los apóstoles de Cristo y
de los anunciadores del evangelio, en beneficio del vocabulario del servicio (diakoni/a,
ministerium). Era indispensable subrayar la novedad cristiana, en relación con los
cultos paganos y los cultos judíos, en cuyo seno la misma Iglesia había nacido. Pero
el servicio de Cristo, efectuado por sus ministros, no comportaba sólo el anuncio
de la Palabra, ni incluso un simple encuadramiento social de las comunidades que
reunía la misma fe en el evangelio. Comportaba también actos que manifestaban la
mediación sacerdotal de Cristo, como la remisión de los pecados (Jn 20,23; Mt 16,19
y 18,18, y la presidencia de la cena del Señor, que tenía como norma la anamnesis,
el recuerdo de la última cena de Jesús (1Cor 11,23-26). La cena, en la perspectiva
de Jesús, implicaba la entrega de su cuerpo y de su sangre ofrecidos como sacrificio
de alianza para la remisión de los pecados, en la perspectiva de la Pascua nueva (Lc
22,14-20; Mt 26,26-29; Mc 14,22-25). Es muy significativo que las alusiones escritu-
rísticas que aparecen en las narraciones de la cena estén también presentes en el desa-
rrollo central de la carta a los Hebreos (8,1-10,18): la alianza del Sinaí (Ex 24,6-8), la
promesa de una alianza nueva en Jeremías (Jer 31,31-34), la oblación de sí hecha por
el Siervo sufriente, para perdonar los pecados de muchos (Is 53,12). A partir de este
hecho, el sacerdocio cristiano, sin retomar la función de mediación sacerdotal que
tenía el sacerdocio judío, tenía una dimensión específica como servicio del sacerdocio
de Cristo. Y este punto fue retomado y desarrollado por la teología patrística a partir
de finales del s. II, concretamente en Cartago (Beaude 1985: 1341).
244 Francisco Juan Martínez Rojas

Con Tertuliano y Cipriano el término sacerdos, sacerdote, (del griego i)ereu/j)


adquiere toda la gama de significados que lo caracterizan hasta hoy. Aplican esta
denominación a Jesucristo (8 veces), al obispo de Roma (5 veces), a los obispos (72
veces), a los presbíteros (5 veces), a todos los cristianos (5 veces), a Aarón y los sacer-
dotes judíos (43 veces), a Melquisedec (5 veces), a los sacerdotes de la religión romana
(10 veces), a las sacerdotisas de las religiones iniciáticas o misterios (2 veces), y otras 5
veces en sentido metafórico. Pero vista la frecuencia, parece claro que por sacerdotes
entienden primariamente a los obispos (Guerra 1969: 13). De hecho, Tertuliano ve
en el obispo un sacerdote de primer rango: para administrar el bautismo, el poder le
corresponde en primer lugar al sumo sacerdote, es decir, al obispo si hay; luego al pres-
bítero y al diácono, pero nunca sin la autorización del obispo (De baptismo, 17,1).
Pero eso no implica que Tertuliano ignore el sacerdocio de los bautizados. Al
contrario, es uno de los escritores de la antigüedad que más profundizó en la natu-
raleza del sacerdocio común. Es el primero en delinear las diferencias y relaciones
de complementariedad entre el sacerdocio ministerial y el de los bautizados. Ter-
tuliano, en su época católica, defiende el sacerdocio de todos los cristianos, que en
el bautismo reciben la unción sacerdotal (De Bapt. 17,1), y llega a poner la función
sacerdotal como motivo de distinción entre el laicado y el clero (De praescriptione
haereticorum 41,8).
Tertuliano es, sin duda, es uno de los autores que escribió textos más hermosos
sobre el sacerdocio común de los fieles. Toma en serio el sacerdocio común y precisa
la manera en que puede ser ejercido: mediante la ofrenda de toda la persona. En su
obra De oratione, escribe este autor africano: Nosotros, por nuestra parte, somos los
verdaderos adoradores y los verdaderos sacerdotes, cuando oramos en espíritu y le ofre-
cemos nuestra oración como una hostia idónea y agradable, la cual él ha pedido y se ha
reservado. Nosotros la llevamos al altar de Dios, ofrecida de todo corazón, nutrida de fe,
purificada con la verdad, íntegra por su sinceridad, pura y casta, coronada de caridad,
con un cortejo de buenas obras, en medio de salmos y de himnos. Ella nos obtendrá todo
lo que podamos pedirle (PL 1,1195; Hamman-Chauvet 2000: 34-35).
Con la obra literaria de S. Cipriano, obispo de Cartago, martirizado durante la
persecución de Valeriano, en el 258, se produjo un avance terminológico en el ámbito
de la reflexión teológica sobre el sacerdocio. Tertuliano está más cerca del NT y PP
apostólicos; Cipriano es en sus cartas donde precisa la terminología, no en sus trata-
dos. Para Cipriano, el sacerdos, por excelencia, es el obispo. Para hablar de su minis-
terio, utiliza conceptos como auctoritas (para predicar y celebrar los sacramentos) y
potestas (para regir a la comunidad). Esa auctoritas, en virtud de la cual el sacerdote
ejerce un papel en la comunidad, tiene su fundamento último en el poder de Dios,
que se manifiesta incluso en la elección de un nuevo ministro: Vemos que de la autori-
dad divina proviene la elección del sacerdote en presencia del pueblo, a la vista de todos,
a fin de que sea comprobado digno e idóneo a juicio y testimonio público (Carta 67,4,1;
Guerra 1977: 307-344).
Cipriano, que con tanto gusto retoma el antes tan evitado término de sacerdos,
para que el sacerdocio cristiano no fuese entendido como una continuación del judío,
o se confundiese con el pagano, silencia el sacerdocio común de los fieles, a pesar de
su insistencia en el ministerial, quizá, como afirma algún especialista, como reacción
Origen y desarrollo del sacerdocio cristiano en la Edad Antigua 245

a los excesos montanistas de Tertuliano (Guerra 1969: 76). Así, progresivamente, van
desapareciendo los términos que habían sido utilizados en las primeras comunidades
para expresar el sacerdocio en términos de servicio, diakonía, y se empieza a perfilar
un ejercicio del ministerio más en clave y lenguaje jurídicos (Guerra 1972: 295-313).

Algunas notas a partir del s. IV. La tratadística clásica del sacerdocio

Esta evolución se continúa y acentúa a partir del s. IV, cuando con la paz cons-
tantiniana, la alianza entre la Iglesia y el Estado tuvo como consecuencia, entre otras,
un sustancial cambio en la condición social de los jerarcas cristianos. La legislación
civil concedía a los obispos, presbíteros y diáconos un rango definido en su jerarquía
propia. Los obispos, por ejemplo, eran equiparados a los más altos dignatarios del
Estado, teniendo las decisiones de su propio tribunal, la audientia episcopalis, vali-
dez en el foro civil. El Imperio romano reconoció también a los obispos el derecho
a honores, señales de respeto y uso de insignias correspondientes a su rango civil.
Estos cambios se detectan, por ejemplo, en la liturgia, donde aparecen ceremonias
calcadas de los usos de la corte imperial. Es sintomático que la cátedra del obispo, en
esta época pase a ser trono imperial, y que esta evolución se aplique al mismo Cristo,
en los mosaicos. Así, estas circunstancias influyen en una concepción del sacerdocio
que se expresa en términos de dignidad y poder, terminando por oscurecer, y hasta
hacer desaparecer la terminología de servicio –ministerium– en uso hasta entonces.
Por otro lado, a partir de finales de este siglo se escribieron los grandes tratados
sobre el sacerdocio ministerial, sin que se descuidase también la reflexión sobre el
sacerdocio de los fieles. Hay que señalar que no hay tratados sobre el sacerdocio en
los primeros tiempos, son referencias personales, resoluciones de problemas y casos
prácticos, etc. Tampoco se plantean la cuestión sobre cuál es la función específica-
mente sacerdotal: la sacrificial o cultual, o también la magisterial o evangelización.
Jamás se proponen exponer la organización jerárquica, ni la naturaleza y actividad
del sacerdocio o la terminología empleada para nombrar a las personas que ejercían
las funciones directivas en las Iglesias de los primeros siglos (Guerra 1969: 14).
Tres son los tratados clásicos sobre el sacerdocio ministerial: la Oratio II de San
Gregorio Nacianceno, los seis libros De Sacerdotio, de San Juan Crisóstomo, y la
Regula Pastoralis, de San Gregorio Magno.

Conclusión

Sirva, a modo de conclusión, la constatación de dos realidades que nos resumen


la visión de los Padres de la Iglesia sobre el sacerdocio, tanto de los fieles como el
ministerial. En primer lugar, los Padres trataron los temas fundamentales del sacer-
docio con profundidad y variedad de perspectivas, aunque sin un orden sistemático.
En segundo lugar, en la era patrística se apuntan ya los cambios de acentuación que
explican las tendencias y deficiencias que posteriormente presentará la teología del
sacerdocio, sobre todo durante el medievo.
246 Francisco Juan Martínez Rojas

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LA EDICIÓN DE ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE
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EL DÍA 21 DE MARZO DE 2006

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