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Pasaron más de doce años desde la publicación de este libro, mi primer libro. En él reúno mis trabajos
filosóficos desde 1978 hasta 1985.
Una parte de ellos fueron escritos durante la dictadura del Proceso, la otra en los comienzos de la
democracia.
Hay tres trabajos escritos en pleno ambiente procesista –entre 1978 y 1982–: Deleuze de una lógica del
sentido a una lógica del deseo, Sartre, un pensador bajo y La Ley Mayor, este último agregado en la
reciente edición. Los publicados en 1983 pertenecen a una época de transición en nuestro país, el
período pos Malvinas y los comienzos de las campañas electorales.
Tuve dos universidades. Una fue la francesa en la que estudié filosofia y sociología. La otra se basó en
los libros que leí en mi casa. Desde 1973 a 1983 estudié filosofia como un autodidacta.
Fueron años de investigación de la obra de Deleuze, Foucault, Vernant, Colli, Detienne, historia de las
religiones, Gombrowicz, y tantos materiales inconseguibles en las librerías.
Consultaba las novedades filosóficas francesas en la Oficina del Libro Francés de la calle Talcahuano y
en la librería Juan Blatón de la calle Florida. Esto lo hice durante más de diez años.
Apenas unos cursos, dos en realidad, hicieron públicas mis ocupaciones filosóficas en la época de la
dictadura: las clases que di en la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires y en Aletheia, una institución
a la que pertenecí un tiempo junto a Raúl Sciarreta, Juan Torrisi y otros colegas.
En el segundo caso, Aletheia, una institución para la formación de psicoanalistas, de 1979 a 1980, la
invitación a formar parte de este nuevo espacio lacaniano presentó los problemas que se pueden tener en
un ambiente en que el dogmatismo más cerrado se viste de ciencia.
Mis clases sobre los aportes filosóficos de Deleuze y Foucault eran resistidos por los epistemólogos del
campo lacaniano. Mi ensayo La ley mayor, resultado escrito de aquellas clases, fue publicado en un
volumen colectivo a pedido de Enrique Marí.
En este trabajo expongo las fuentes textuales y mis puntos de vista acerca de lo que se discutía en los
ambientes teóricos de aquella época. Es decir, la hegemonía del lacanismo en los estudios filosóficos,
psicoanalíticos y semiológicos.
Frente a la teorización repetida, dogmática e inacabable sobre la figura de la Ley, la Palabra, el Padre,
esgrimía las variantes teóricas del poder y el deseo.
Este trabajo no sólo reúne varias lecturas que guiaron mi investigación sino que expone un modo de
escribir que desconcertó un poco a mis editores.
Y de lucha contra un ambiente de censura que sublimaba el terror político con una teoría cavernosa del
significante y la Ley.
En los años del Proceso a esta tendencia estructuralista, que todavía nutre de anacronismos a críticos
literarios y teóricos del psicoanálisis, se le agregaba un circuito heideggeriano que combinaba la palabra
Ser con un lirismo ecológico.
Este puente ideológico era facilitado por los textos de Heidegger referidos a la cuestión de la técnica.
Por eso, cuando muere Sartre, y después de haber leído en los suplementos culturales de la época las
notas que lo lavaban con agua bendita culturosa o lo degradaban en nombre de las virtudes de Occidente
y de una lucha que las almas bellas del Proceso decían llevar contra los totalitarismos, escribí este Sartre,
un pensador bajo, en el que subrayo el tema de la consciencia y el de la libertad contra la profundidad de
los pastores del Ser.
Agrego a este volumen mis tres primeras clases en la Universidad de Buenos Aires, Facultad de
Psicología, a la que me había invitado su nuevo decano, Hugo Vezetti. Volvía a un lugar del que había
sido expulsado como estudiante “la noche de los bastones largos”.
Difícilmente estas clases desgrabadas, a las que sólo se le han hecho unas pocas correcciones de estilo
y se eliminaron repeticiones, ofrezcan un retrato del ambiente que se vivía en el aula magna cuando
comenzaba esta serie en abril de 1984.
Esto se debía a la cantidad de estudiantes y oyentes, a la euforia que vivía junto a mis compañeros de
cátedra, y a la novedad que representaba para mí, que me había preparado casi toda la vida para dar
clases sobre lo que sabía y pensaba y que recién comenzaba a hacerlo en una edad tardía, aunque no lo
sentía así.
Los tiempos habían cambiado, llegaba la democracia, y este arribo teñía de tolerancia y pluralismo el
escenarío de la cultura. Brotaban demócratas por todas partes, inclusive en las altas jerarquías
universitarias. Cuando fui nombrado profesor titular y organizador de la materia Problemas Filosóficos
para el reciente Ciclo Básico Común de la UBA en 1985, nuevamente con la presencia de miles de
estudiantes que comenzaban una universidad libre y muchos otros que volvían a ella luego de años de
exilio, éxodo y expulsión, mi programa y las clases que se daban recibieron una amonestación y una
advertencia del Consejo Superior de la Universidad.
Las clases y el modo en que las impartíamos, unos cuarenta docentes que yo coordinaba frente a una
masa enorme de estudiantes, despertaron entusiasmo.
Dividíamos las clases en dos o más grupos y jugábamos a la „disputatio‟ medieval enfrentando a
adherentes de Platón contra sofistas, y así mostrábamos que pensar, interpelar y discutir constituyen un
solo verbo. Pero el Consejo no aprobó el programa y me pidió cambiar algunos puntos.
Mi respuesta fue un llamado a una Asamblea Estudiantil y los estudiantes marcharon al Rectorado y lo
ocuparon hasta que la medida fue cambiada. odavía sigo en el Ciclo Básico, y Foucault, hoy habitante
del Hades o de alguna nube, goza de buena salud.
Como testimonio de esto, y de la trascendencia que tuvo este momento político y pedagógico en aquellos
años, reproduzco la editorial del diario La Nación, publicada el día siguiente en que Sourrouille había
lanzado su Plan Austral. Adjunto mi respuesta que salió parcialmente tiempo después en una carta de
lector.
Los trabajos desde 1983 hasta 1986 –incluidas las clases– manifiestan una doble inquietud. Por un lado
la que provocaba la visión triunfalista de una democracia concebida de modo puro, virgen, sostenida en
un supuesto consenso general, que desconocía que aquella democracia nacía de una derrota militar y
que la sociedad que recibía a la nueva república liberal estaba constituida por grupos de poder, una clase
dirigente y una mayoría silenciosa que había sido complaciente, cuando no apoyado, a la dictadura en
una amplia gama de su espectro.
Era necesario, entonces, bajar la democracia a la tierra, un descenso que también necesitaba concretar la
filosofia.
Por otro lado, el ambiente de juicios a la Junta, y el clásico facilismo triunfalista, la falsa visión de una
sociedad que miraba su pasado como si no le pertenciera, como si no hubiera sido responsable de nada
de lo que paso entre 1973 y 1975, y entre 1976 y 1983, el haber condensado el mal en un grupo
compacto de administradores del crimen, me hizo escribir y dar clases sobre la relación entre filosofia y
democracia en la Atenas socrática, sobre el vínculo histórico entre democracia y guerra en el nacimiento
de la filosofia y sobre los textos filosóficos de Sartre y Merleau Ponty en los que discutían la cuestión del
colaboracionismo bajo la ocupación nazi en Francia.
Además Foucault, quien para muchos de mis colegas de izquierda era un desconocido pero sospechoso
petardista que tenía la arrogancia de no ser marxista y hablar del poder.
En este libro, hay poco de Foucault, y nada analítico, es un Foucault a la medida de ciertas
provocaciones.
Es una intervención que me pidió Héctor Schmucler ante las autoridades del CONICET, ya que un
filósofo, Oscar del Barco, vuelto de su exilio en Méjico, había visto rechazada su candidatura para la
carrera de investigador debido a su falta de “perfil” para el cargo.
Según el parecer de estos eximios profesores que aún dirigen nuestros institutos, este perfil requería
ciertos atributos, y, sobre todo, ciertas fidelidades.
Ya había conocido personalmente a otros investigadores rechazados porque lo que hacían era
descalificado al no ser aceptado por filosofía.
Fui consultado por uno de los directores de la institución, quien me pidió que le redactase en una nota mi
parecer y mi posición sobre la identidad de la filosofía La publico aquí porque, juntamente con otros
trabajos de la época aquí reunidos, refleja mis embestidas y luchas frente a las manipulaciones que
sectas académicas realizaban una vez instaladas en la democracia.
Todo el resto de este libro, incluido su prólogo original, se publican tal cual salió a la luz.
Lectores que no lo podían hallar, agotado hace muchos años, me estimularon a rescatarlo y darle nueva
vida.
Prólogo
A veces se encuentran en los prólogos de autor expresiones de disgusto por los prólogos, es una
prólogofobia.
Otras veces se argumenta que los libros no necesitan ayuda y se sostienen solos, para mal o para bien.
Hay ocasiones en que paradójicamente vemos aparecer epílogos en el lugar del prólogo y el prólogo en el
del epílogo, esto no sé cómo se llama, prologar al vesre, quizá.
Cuando el prólogo lo hace un aliado, se lee que el autor es grande y su porvenir más aún, que su filiación
intelectual nos viene de lejos, nace en Macedonio, se detiene en Frescovaldi, pernocta en Murillo, toma la
diligencia Erskine Caldwell y vuelve por Liliana Cavani esquina Proust.
Este libro no está destinado a un público particular, quiero decir a una clase social, estamento, minigrupo,
o dios en especial, sino a todos aquellos interesados en seguir leyendo libros y comprarlos.
Les pido por favor en nombre del editor y de todos los que los acompañan que no reproduzcan este
ejemplar bajo la forma de fotocopias.
Y no porque la ley lo prohíba, se fotocopia igual, sino por filosofía, por amor al saber.
El libro es barato, se lo ha confeccionado con humildad para que esté al alcance de todo el mundo, no
merece alimentar a las fotocopiadoras, expertos en offset y otros bárbaros del pensamiento.
Después de haber cumplido con este primer compromiso, pasaré a otro punto: el título.
Para muchos resulta un título ambiguo, no se entiende muy bien qué se quiere decir con bajo.
Algo bajo es algo vil, bajo es diminuto, petiso, un pensador bajo puede ser petiso y despreciable, por lo
que los aquí tratados, Foucault, Sartre, Deleuze, serían depositarios de estos rasgos psicofísicos.
Un pensador bajo es un tipo petiso y execrable que medita alguna calamidad asquerosa.
Pero no es así.
El atributo de bajo es bajeza, no bajadura, aunque se diga alteza y altura, sin embargo, lo que no se
trasluce en estas peripecias del vocabulario es que bajo es un concepto filosófico.
Es una vieja costumbre encontrar una razón para dividir a la filosofía en partes, ramas, tendencias,
escuelas; nosotros hacemos lo mismo.
Pero los casilleros elegidos no son los de las ramas: metafísica, ética, gnoseología, ni de las tendencias:
materialismo contra idealismo, realismo contra espiritualismo, racionalismo contra irracionalismo, ni de las
escuelas: megáricos, cirenaicos, socrático-platónicos, pitagóricos, milesios, eleáticos, cínicos, estoicos,
aristotélicos, epicúreos, escépticos, neoplatónicos, agustinianos, tomistas, nominalistas, cartesianos,
racionalistas, racionalistas críticos, racionalistas históricos, racionalistas clásicos, racionalistas per se, ad
hoc y cum gaudi, románticos, kantianos, neokantianos, marxistas... marxi... stas le ni nis ta s,
neocroccianos, gramscia a a ahh...
Mi propuesta es más escueta.
Pero algo hacen; trataremos de dar unos pocos indicios descriptivos de este menester.
La literatura de Sartre abarca medio siglo de producción, desde los años treinta hasta el ochenta.
A medida que pasan los años, el velo de la distancia y los vapores de la melancolía, se incrementa mi
placer por porciones cada vez más grandes.
Si en un momento el Sartre que me apasionaba era aquel que tenía menos de cuarenta años y empleaba
una prosa corta, ácida, cruel, intransigente, una fraseología teñida por el modelo de la literatura
norteamericana y con bagaje de École Normale Supérieure, un Sartre admirador de Dos Passos y
Faulkner que atacaba a los Mauriac, Bataille, Giraudoux, hoy, cuando ya hace siete años que nos dejó su
silencio, comienzo a paladear ciertas páginas de talento de su «monumental» Flaubert.
Pero el Sartre que elegí hasta el momento para confeccionar pequeños trabajos es el otro, el joven, el de
la tradición contra espiritualista, amigo de Nizan, el que veía detrás de cada filosofema de la Sorbonne un
ladrido de dobermann.
Los filósofos para Sartre-Nizan eran perros guardianes del poder establecido.
¿Cuál era la tonada del ladrido filosófico? Consistía en una melodía grave, cavernosa, con pequeños altos
y, a veces, unos gallos con los que los profesores de la academia terminan las frases, esta elevación final
del tono de la frase es muy francés, una música cadenciosa con letra sublime.
Sartre se tragó una buena cantidad de mescalina y Nizan una fuerte dosis de marxismo, y las aristas de la
prosa que produjeron tenían filo acerado, pinchaban.
Elegí una particular, una que forma parte de una polémica que creo majestuosa, la que tuvo con Bataille.
El estilo polémico, cuando los filósofos combaten entre sí, ha dado lo mejor al arte erístico, las grandes
peleas ideativas.
Muchas veces estos combates dan un espectáculo fino cuando se enfrentan un alto y un bajo, por
ejemplo Sartre y Heidegger, pero logran magnitudes de estrellato cuando los que se enfrentan son un
bajo y un peso mediano.
Hay que tener en cuenta que un peso mediano en los combates filosóficos no equivale a un peso
mediano del boxeo.
Ubico a Bataille entre los pesados livianos, creo que ésta es la categoría que más le conviene.
El combate entre Sartre/Bataille es un enfrentamiento entre un peso mosca, Sartre, y un pesado ligero,
Bataille.
Bataille alterna la pesadez de los místicos de la poesía del gótico francés, entre Cluny y la Porte de Saint
Denis, con la ligereza de aquel que sabe ponderar la variabilidad de los acontecimientos y de los estados
de ánimo.
Por eso le dice a Sartre: «escúcheme, está bien, soy un cura vergonzante, mezclo genitales con Dios,
para mí la verga tiene forma de cruz, todo lo que usted quiera, pero el pesado me parece usted.
Admito que soy un travesti al que le gusta „sotanear‟ por las calles, pero ser un cuarentón que anda
persiguiendo curas y demistificando humores ajenos me parece terriblemente laico, librepensador, muy
chaleco y pipa, puritano dieciochesco, un fiasco, muy francés, muy camembert... », y así en más este
peso ligero disputa su verbo con nuestro peso mosca que si algo tiene es su andanada ininterrumpida de
golpes cortos al plexo solar de su adversario.
Hay grandes combates en la historia del pensamiento, éste, el de Sartre-Bataille; otro, genial, es el de
Gombrowicz/Bruno Schultz, combate especial entre un liviano, Witoldo Gombrowicz, noqueador, y un
peso pluma, Bruno.
No les daré el resultado, pero les adelanto que Witoldo Gombrowicz a lo largo de su extensa carrera
literario-pugilística tuvo una sola derrota, y fue en Polonia.
Otro combate sugestivo fue el de Antonin Artaud contra Jacques Rivière, el editor.
llena de sobreentendidos, un combate culto, fue la única pelea que vi desarrollarse en un escenario tan
particular como la Comédie Française, en la que los pugilistas usan pelucas.
¿Qué más decir de Deleuze que ya no haya dicho en los dos trabajos de este libro? Cómo seguir
explicando la bajeza del maestro Deleuze, un filósofo habilísimo en cuestiones de historia de la filosofía,
gustador, él también, de la literatura norteamericana, no la de Sartre sino la de su época, los sesenta:
Ginsberg, Henry Miller, Kerouak, Burroughs.
Hay filósofos franceses muy inteligentes, Sartre, Deleuze, que aprecian la literatura norteamericana y no
mucho la francesa.
Hay un tipo de héroe yanqui que los galos adoran, el escritor aventurero, el que se va «por el camino », el
que trabaja de mozo, el que se acuesta con putas y ni sabe dónde se despierta, el que se chupa todo, el
que hace safaris, el que se baña en peyote, el que experimenta, el nómada, el que no tiene tiempo ni
ganas de pensar nada, el que escribe a lo Gary Cooper, en fin, el que no está obligado a las meditaciones
cartesianas en el barrio latino.
Es simpática la forma en que los franceses mezclan su arraigado escepticismo con una ingenuidad muy
ilustrada.
Cuando Sartre descubrió a Genet, un escritor ladrón y francés, no perdió el tiempo, de inmediato le dedicó
seiscientas páginas, había encontrado un mariposón de una especie muy rara.
Pero estas avanzadas francesas en terreno prohibido a veces parecen menores, y esto se ve con más
claridad desde otro lado del Atlántico.
El gigante yanqui tenía en uno de los cuartos de huéspedes de su casa un «french writer» con el que
poco podía hablar, sólo sabía francés.
También podemos ver las fotos del terrible Jean Genet en la Costa Oeste, en Los Ángeles, hace veinte
años, cuando el novelista hizo una visita solidaria a los «Black Panthers».
El escritor ladrón parecía una dama inglesa rodeada de watusis guerreros y caníbales.
En fin, el escritor maldito se mueve mejor en el hampa de la literatura que con otros padrinos.
Volvamos a Deleuze.
El trabajo intitulado «Gilles Deleuze, de una lógica del sentido a una lógica del deseo» fue escrito en
1978.
Tenía la mirada puesta en una necesidad de escribir entorpecida por el desconcierto y la parálisis que
produce el hábito de la lectura filosófica y la censura académica metida en la cabeza de todo aspirante a
erudito.
La otra mirada, objetiva, apuntaba a la atmósfera intelectual, bastante difundida de aquellos años.
Era la época del estructuralismo porteño, distribuido por múltiples escuelas de freudismo lacaniano.
El contrincante elegido no era Lacan, sino sus sombras autóctonas, psicoanalistas y filósofos, que se
especializaban en la lógica del significante, hablaban de la palabra y removían sus lenguas teorizando
sobre el lenguaje.
El trabajo «Deleuze en la República del Silencio» conmemora diez años desde que terminó la moda
Deleuze, que nosotros salteamos.
La mira visualiza esta vez una preocupación que me es actual, el problema ético, dulce pasto para
nuestro rumiar filosófico.
Debo anticipar que de los trabajos aquí presentados no hay ni uno que sea una reseña analítica del
pensamiento foucaultiano.
Me sirve como soporte privilegiado de mis actividades teóricas. Pero la escritura es otra cosa, es
imposible hacer literatura sobre un «daimon».
Me pidieron que explicara las razones por las que estos trabajos filosóficos tienen su pertinencia
coyuntural en el aquí y ahora de nuestra sociedad.
P.D. : En los artículos “Sartre vs. Bataille” y “Sartre, un pensador bajo”, se repite el párrafo referido a la
Ontología Bubónica.