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Conventos y Economía Espiritual
Conventos y Economía Espiritual
Katrin Burns
http://books.openedition.org
Referencia electrónica
BURNS, Katrin. Hábitos coloniales: Los conventos y la economía espiritual del Cuzco. Nueva edición [en
línea]. Lima: Institut français d’études andines, 2008 (generado el 09 noviembre 2015). Disponible en
Internet: <http://books.openedition.org/ifea/5951>. ISBN: 9782821845770.
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Con Hábitos coloniales, Kathryn Burns transforma nuestra imagen de las monjas como unas
reclusas marginales, convirtiéndolas en actores centrales en el escenario virreinal. A partir de la
fundación del primer convento sudamericano en 1558, Burns muestra que en el Cuzco las monjas
desempeñaron un papel vital en el sometimiento de los incas, la creación de una elite criolla y la
reproducción de un ordenamiento colonial andino, en el cual los intereses económicos y
espirituales se encontraban fusionados de modo inextricable.
Gracias a una investigación sin precedentes en los archivos, Hábitos coloniales muestra cómo fue
que las monjas se convirtieron en las principales garantes del ordenamiento social de su ciudad
haciendo préstamos, manejando propiedades, controlando a mujeres "díscolas" y criando niñas.
Burns acuña la frase "economía espiritual" para analizar las intrincadas inversiones y relaciones
que permitieron florecer a los conventos del Cuzco y sus auspiciadores, y así nos explica cómo
esta economía, para finales del siglo XVIII, estaba tambaleándose, convirtiendo a los conventos
en un emblema de la decadencia y un punto focal de intensas críticas a un régimen colonial en
extinción. Para el siglo XIX las monjas habían abandonado sus papeles previos, marginadas en la
construcción de un nuevo orden republicano.
KATRIN BURNS
Kathryn Burns enseña en la Universidad de Carolina del Norte (Chapel Hill).
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ÍNDICE
Agradecimientos
Introducción
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Epílogo
Apéndices
Apéndice 1
Obras citadas
FUENTES PRIMARIAS: MANUSCRITOS
FUENTES PRIMARIAS: OBRAS IMPRESAS
OBRAS SECUNDARIAS
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Agradecimientos
1 EN LOS ÚLTIMOS AÑOS, los conventos del Cuzco fueron para mí algo así como el Aleph de
Borges: si me concentraba lo suficiente en este único punto en particular, podía ver que
contenía todo un mundo de significados vividos. Escribir lo que veía involucraba cruzar
muchas fronteras, disciplinarias y de otro tipo. No podría haber iniciado este libro, y
mucho menos haberlo completado, de no haber sido por el generoso respaldo
institucional que recibí, y por el calor y ayuda de mi familia, amigos y colegas, a los cuales
agradezco aquí con sumo placer.
2 Por su respaldo institucional en el Cuzco estoy agradecida a los directores y archiveros
del Archivo Departamental del Cuzco, quienes me ayudaron a ubicar abundantes
documentos relevantes. No podría haberlos leído todos sin Margareth Najarro Espinoza e
Ingrid Patricia Vivanco Pérez; vaya mi más grande agradecimiento a ellas por su
excelente ayuda como asistentes de investigación. La camaradería que se formaba entre
los investigadores sentados alrededor de las mesas de los archivos del Cuzco fue muy
especial y deseo agradecer a mis amigos John Rowe y Patricia Lyon, Charles Walker,
Marisa Remy, Thomas Krüggeler y Pedro Guibovich, que me dieron una valiosa ayuda
cuando comenzaba, y a David Garrett, Donato Amado y los demás miembros del Taller de
Historia Andina, Jean-Jacques Decoster, Carolyn Dean, Manuel Burga, Leo Garofalo, Neus
Tur-Escandell y Sabine MacCor-mack, que compartieron conmigo muchas ideas, pistas de
archivo y café. La madre Rosa Victoria Vega, priora de Santa Catalina de Sena en el Cuzco,
me dio permiso para consultar los papeles coloniales de los archivos de su convento, y
aprecio enormemente su confianza en mí. Agradezco a la madre Juana Marín Farfán,
abadesa de Santa Clara del Cuzco, por permitirme consultar los más tempranos títulos de
tierras de su convento, y también estoy en deuda con los directores y el personal del
Archivo Arzobispal del Cuzco por facilitarme el acceso a las varias fuentes pertinentes.
También dependí de la buena biblioteca del Centro de Estudios Regionales Andinos
“Bartolomé de las Casas” del Cuzco; vaya mi agradecimiento a los directores y el personal
del centro por su respaldo.
3 En Lima, mis deudas más antiguas son con la Pontificia Universidad Católica del Perú y la
Comisión Fulbright. Deseo agradecer en particular a Franklin y Mariana Pease, y a Marcia
Koth de Paredes por su hospitalidad y por estimular mis primeras investigaciones. Por su
ayuda para encontrar fuentes útiles en Lima estoy en deuda con los directores y el
personal del Archivo General de la Nación, la Sala de Investigaciones de la Biblioteca
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Nacional del Perú, el Archivo Arzobispal de Lima, el Archivo de San Francisco y el Archivo
de Límites del Ministerio de Relaciones Exteriores. También estoy agradecida a Félix
Denegri Luna, quien me dio acceso a su extraordinaria biblioteca de libros raros.
4 Buena parte del presente trabajo fue realizado en la Universidad de Harvard después de
que John Womack Jr., mi asesor, me animara a preparar un trabajo tangencial sobre las
mestizas de Santa Clara para un seminario. Le estoy muy agradecida por su sabiduría y
respaldo durante los años transcurridos desde entonces. Asimismo deseo agradecer a
Olwen Hufton, quien fue igualmente generoso con los estímulos, y a mis compañeros de
estudios de postgrado, en particular Emilio Kourí, Elizabeth Fowler, Brodwyn Fischer,
Aurora Gómez y Renée Baernstein, quienes hicieron que mis estudios doctorales fueran
tanto más ricos. En esos años quedé en deuda con el trabajo de Asunción Lavrin y Jodi
Bilinkoff, que respaldaron entusiastamente mi trabajo; les agradezco enormemente su
ayuda. Recibí financiamiento para viajar en el verano del Radcliffe College y de la
Universidad de Harvard, una beca Fulbright-Hays del Departamento de Educación de los
EE.UU. para investigación doctoral en 1990-91, una beca del Real Colegio Complutense
para viajar a España en 1992, y la beca Charlotte W. Newcombe del Woodrow Wilson
National Fellowship Foundation con la cual completé mi tesis en 1992-93.
5 También he recibido una generosa ayuda desde que me uní a la facultad de la Universidad
de Florida, en Gainesville. Su financiamiento me permitió realizar dos viajes cruciales al
Perú en los veranos de 1994 y 1995, y compartir partes de mi trabajo con otros
investigadores en Ciudad de México en la primavera de 1995. Los comentarios hechos a mi
tesis por John Rowe, Patricia Lyon, Arnold Bauer y mis colegas de Florida, Murdo
Macleod, Anna Peterson y Carol Lansing, ayudaron enormemente a mis reflexiones sobre
cómo convertirla en un libro. Una beca del Shelby Cullom Davis Center for Historical
Studies de la Universidad de Princeton, en 1995-96, me permitió leer más y repensar las
implicaciones de mi trabajo; estoy sumamente agradecida con William Chester Jordan,
Natalie Zemon Davis, Stanley Stein, Jeremy Adelman, Penny von Eschen, Kevin Gaines,
Karl Hoover y mis co-be-carios del Davis Center por hacer que mi estadía en Princeton
fuese tan productiva, al igual que mi colega en Florida Louise Newman, por sus valiosas
críticas y generoso respaldo en dicho año. Varios estudiantes y colegas me dieron lecturas
e ideas constructivas a medida que comencé a circular más mi trabajo, y deseo
expresarles mi más sincero agradecimiento por su ayuda, en particular a Rebecca Karl y
Mark Thurner, por su estimulante compañía intelectual.
6 Fue un placer publicar este libro con la Duke University Press. Estoy especialmente
agradecida a Valerie Millholland, mi editora, por su paciencia, simpatía y buen humor, y a
Brooke Larson y Charles Walker, mis lectores para la editorial, cuyas perceptivas
sugerencias mejoraron enormemente la versión final del libro. Agradezco al corrector de
pruebas Charles Purrenhage por su cuidadoso trabajo, y a la editora administrativa Jean
Brady y su equipo, por hacer que el proceso de publicación fuese rápido y no tuviera
sobresaltos. Igualmente deseo agradecer a la Duke University Press por permitirme
reproducir aquí —como el capítulo 1— una versión ligeramente revisada de mi artículo
“Gender and the Politics of Mestizaje: The Convent of Santa Clara of Cuzco”, publicado en
el Hispanic American Historical Review, 78: 1 (febrero de 1998).
7 Resulta difícil saber dónde comenzar a agradecer a los muchos otros amigos que me
ayudaron durante los últimos diez años. La compañía de Gabriela Martínez, César Itier,
Aurelia Fuertes y quienes fueron a buscarlos a su casa en la calle Saphy, en el Cuzco,
fueron vitales para mí en unos momentos particularmente difíciles. Por haberme ayudado
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a mantener una perspectiva correcta sobre el trabajo y la vida, y ayudarme a superar las
distancias que separan Cuzco, Lima y Gainesville, le estoy enormemente agradecida a
Marisol de la Cadena, que me apoyó e inspiró desde que nos alojamos juntas en la calle
Suecia, y a María Emma Mannarelli, Kate Raisz, Stephanie Stewart y Marianela Gibaja. No
podría haber completado este trabajo sin la compañía intelectual y el amor de Sheryl
Kroen y Holly Hanson. Por último, deseo dedicar este libro a mi familia. El paciente y
amoroso respaldo de mis padres, Ned y Martha Burns, mi hermana Stephanie, mi
hermano Michael y mi querido amigo Roland Greene son todo para mí.
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Introducción
1 HOY, TODO AQUEL que desee ver Santa Clara tiene que levantarse temprano. Ubicado en el
centro del distrito del mercado del Cuzco, el convento de clausura más antiguo de
América del Sur definitivamente no es una atracción turística. Cada año, miles de turistas
pasan camino a tomar el tren a las ruinas incaicas de Machu Picchu, sin siquiera echar
una mirada soñolienta a los viejos muros de piedra del convento. La iglesia de Santa Clara
se abre brevemente para la misa cuando el día amanece y los vendedores comienzan a
animar el mercado. Las puertas se cierran después de que el pequeño grupo de fieles se
va, dejando tan solo una inconspicua puerta lateral que admite al visitante o mensajero
ocasional. Entretanto, las calles afuera se llenan de vivaces intercambios: regateos,
compras, las idas y venidas de empleadas y cargadores. Para el medio día, los vendedores
han ocupado íntegramente el perímetro de Santa Clara con las lonas multicolores de sus
puestos, y desde el punto de vista de la calle afuera, el viejo convento prácticamente
desaparece.
2 Resulta difícil imaginar que las monjas estuvieron alguna vez en el centro de la vida de la
ciudad. Ahora que el mercado y los conventos se han dado mutuamente la espalda, es fácil
pensar que siempre fue así y que las monjas de clausura, en general, siempre estuvieron
apartadas, “en este mundo pero fuera de él”. La historiografía de los Andes coloniales y
postcoloniales hace poco por contradecir estas impresiones. Los conventos han sido
marginados, mayormente por omisión.1 En la medida que se ha escrito de monjas y
conventos, ha sido más hagiográfica que historiográficamente: para alabar a las monjitas
por su edificante ejemplo.2 En el proceso se ha dejado de lado la fascinante participación
de las mujeres enclaustradas en la historia peruana, desde la conquista hasta la formación
de las naciones postcoloniales, y se ha invertido el eje de la comprensión, privilegiándose
una (al parecer atemporal) esencia espiritual por encima del estudio de historias locales.
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Figura 1. Mapa del sur peruano en la colonia, que antes fue el centro del Estado incaico del
Tahuantinsuyo
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5 Desde el siglo XVI y hasta bien entrado el XIX, estas imponentes instituciones fueron
centrales para la forma en que los pobladores locales se producían y reproducían a sí
mismos. Los cuzqueños invirtieron fuertemente en sus conventos. Durante siglos
enviaron a sus hijas (a veces formalmente, otras a escondidas) a que fueran criadas y
educadas en los claustros, pagando dotes por sus hijas, hermanas y primas que tomaban
los votos. Las monjas, a su vez, invirtieron fuertemente en la población local, pasando
largas horas rezando por sus almas y prestándoles fondos de las arcas conventuales. El
crédito que ellas extendieron —principalmente a través de contratos que han estado fuera
de uso durante tanto tiempo que han pasado a ser reliquias notariales— permitió a los
cuzqueños acomodados emprender negocios florecientes y aun así evitar las trampas
morales de la usura. El resultado de siglos de acumulación de dichas prácticas fue que los
cuzqueños —principal, pero no exclusivamente, las elites de la región— crearon para sí
(como veremos) una densa red de intercambios, indisolublemente económicos y
espirituales, muy coloniales y del todo habituales.
6 La fabricación de este temprano tapiz moderno, esta densa red de intereses e inversiones,
es mi tema y he decidido llamarlo la economía espiritual del Cuzco. Hago esto para
denotar la indisolubilidad de lo material y lo sagrado, basándome en un sentido muy
antiguo de “economía” como la administración de una casa (del griego oikos), e indicando
los objetivos espirituales que guiaban dicha actividad. En este tipo de economía, los
“bienes” espirituales circulaban y podían ser comprados con dinero sin que se percibiera
ninguna contaminación o contradicción. Por ejemplo, en el Cuzco alguna vez fue rutinario
comprar y vender oraciones en términos muy precisos, y nadie con los fondos suficientes
pensaba dos veces acerca de dar a un clérigo cierta cantidad de pesos al año para que
rezara una cantidad específica de oraciones. Y las monjas podían tomar la propiedad
hipotecada por un deudor y simplemente anotar que ésta quedaba “espiritualizada”
(ADC, Asuntos Eclesiásticos, leg. 7, “Autos que siguen contra las haciendas nombradas
Cayllacalle”: fol. 21). Me pregunto por la historia en la cual estas cosas simplemente
formaban parte del sentido común. En suma, estoy investigando un habitus colonial: el
“principio generativo de las improvisaciones reglamentadas” que Bordieu (1977: 78-87 en
esp.) describe como la “ley inmanente” de un grupo o clase que produce su propio sentido
común, la “orquestación sin director” de sus prácticas.4 Por supuesto que las monjas no
fueron las únicas que recrearon y se desplazaron hábilmente dentro de este habitus. Pero
sus propias versiones de sus actividades son pocas, fragmentarias e inaccesibles: parte de
la razón por la cual los historiadores casi invariablemente las han pintado (cuando lo
hicieron) decididamente en las márgenes del principal curso colonial.
7 Mi relato da el papel protagónico a las monjas del Cuzco. Y en estas páginas
introductorias esbozaré las consecuencias que tiene el situar a las mujeres enclaustradas
en el centro del escenario. Desde el punto de vista del convento, cada etapa de la historia
cuzqueña se ve significativamente distinta, con sus actores y aspectos más conectados
entre sí. Podemos ver el surgimiento de una elite colonial, una aristocracia provincial
híbrida cuyos miembros cultivaron un profundo apego al pasado incaico, aun cuando
experimentaban divisiones profundas. Y espero que quede claro que los legados o hábitos
del colonialismo perduraron durante largo tiempo, configurando la postcolonialidad
peruana: la “comunidad imaginada” de una nueva y secularizante república peruana. 5 Al
considerar el protagonismo de las monjas podemos ver esta longue durée de la
reproducción social del poder y los privilegios. Las percepciones aquí obtenidas pueden
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ser extendidas bastante más allá de las fronteras de los Andes, a las relaciones articuladas
en los conventos de toda Europa, las Américas coloniales y más allá. 6
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8 En primer lugar, algunos apuntes sobre la formación de esta versión del pasado
enclaustrado. Cuando inicié mis investigaciones en 1989-90, fascinada con la aparente
paradoja de la fundación de Santa Clara, pensaba hacer un estudio de caso bastante
concentrado en los primeros años de las clarisas. ¿Por qué fundar un convento en medio
de las guerras hispanas de expansión colonial? ¿Cómo fue que en un siglo o menos, Santa
Clara había pasado de ser un orfanato empobrecido para mestizas, a un rico y
estratificado refugio pata las criollas? Esperaba ver fragmentos de esra histotia relatados
por las monjas mismas, pues sabía por los importante trabajos realizado recientemente
sobre los conventos, de España a la Nueva España, que ellas a menudo escribieron relatos
muchas veces de sus propias vidas, a instancia de sus confesores; de ahí el género de la
vida (véase Arenal y Schlau 1989; Franco 1989: 3-54; Myers 1993; McKnighr 1997).
Esperaba poder ubicar vidas de monjas, tal vez refractadas en el prisma de composiciones
barrocas como las de Sor Juana Inés de la Cruz (¿1648?-95), la extraordinaria monja
mexicana.
9 Eventualmente encontré respuestas a mis preguntas, y en el camino hallé fascinantes
huellas de la vida de cientos de monjas. Sin embargo, en lugar de encontrarme con Sor
Juana en los archivos, me topé (una y otra vez) con las contrapartes hispano-andinas de
Bartleby el escribiente: los copistas y notarios cuyos formularios configuraron muchos, si
no todos, los documentos de los ricos archivos coloniales peruanos.7 La mano de los
escribanos cuzqueños parecía esrar por doquier. Cuando eventualmente logré acceder a
los papeles coloniales de Santa Clara y Santa Catalina, éstos también resultaron ser en su
mayor parte obra de Bartleby: constaban abrumadoramente de instrumentos notariales
de un tipo u otro, ventas y testamentos y escrituras de censos y arrendamientos, que
databan sobre todo de finales del siglo XVII o después.8
10
Así me topé con las monjas del Cuzco, principalmente en sus puntos de intersección con el
mundo secular, al cual denominaban “el siglo”. En otras palabras, me encontré con el lado
menos conocido de Sor Juana, pues ella fue tesorera de su comunidad y era conocida por
su habilidad en el manejo de los asuntos financieros de su convento (Paz 1988: 271,
citando a Dorothy Schons). No pude evitar notar que las monjas deshacían activamente
varias de las categorías y conceptos que diversos investigadores han utilizado para
definirlas: “repositorios” de hijas sobrantes o “islas de mujeres liberadas”. Esta aparente
dicotomía entre las personas dentro y fuera del convento se fue desarmando aún más
cuanto más leía. Era claro que estas mujeres estaban manejando los asuntos de su
comunidad en forma bastante similar a aquella que Asunción Lavrin revelara con sus
pioneros estudios sobre las actividades financieras de los conventos de Ciudad de México. 9
De modo que cambié el eje de mi proyecto. Mis preguntas sobre la fundación de Santa
Clara quedaron, pero mi investigación se amplió para incluir a los tres conventos del
Cuzco y asumió un marco temporal distinto: una verdadera longue durée, que abarcaba
varios siglos. Al conservar una periodización simple, enmarcando las cosas dentro de un
arco convencional del auge y caída, espero provocar y concentrar reflexiones sobre la
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intensidad de las interacciones entre los actores históricos que practicaban sus ritos y
negociaciones cotidianas, y acerca de los significados de dichas prácticas.
11 De este modo decidí enfocar lo que Michel de Certeau (1984) llamó “la práctica de la vida
cotidiana”: la vida diaria colonial y su legado. Espero ampliar ambas nociones al mostrar a
este nivel, cómo era que lo “espiritual” penetraba en lo “económico” y viceversa. Aquí,
“producción” y “reproducción” se vuelven inseparables. No son sólo dos caras de la
misma moneda, son la moneda misma, su sustancia misma. Esta percepción nos permite
replantear incluso a los actores y actividades de la historia colonial, al mismo tiempo que
añadimos otros nuevos al repertorio. Por ejemplo, los conquistadores aparecen aquí como
padres ansiosos, formando trabajosamente sus linajes junto con sus fortunas; las castas
mujeres enclaustradas aparecen como decididas negociantes, creando fructíferas
relaciones productivas con hombres y mujeres no enclaustrados a través del crédito. En
los conventos, y a través de ellos, llegamos a ver la creación del capital, tanto material
como simbólico.
12 El género es una herramienta indispensable a este nivel cotidiano y práctico del análisis
histórico. Pues si bien las casas religiosas de hombres y mujeres dependían en mucho de
las mismas costumbres y mecanismos crediticios, sus prácticas de la pobreza religiosa
fueron distintas y estuvieron marcadas por las diferencias de género. A diferencia de los
varones, las mujeres ingresaban formalmente a la religión a través del matrimonio.
Simbólicamente, una monja era una novia que prometía fidelidad a un marido divino y
llevaba una dote con la cual sustentarse en su matrimonio espiritual. La comprensión de
este tropo reformula nuestra imagen de la vida conventual como algo separado del
matrimonio y la vida familiar, y opuesto a ellos: podemos volver a imaginar los votos de la
monja colonial como un tipo específico de matrimonio: un matrimonio espiritual con
Jesús que involucraba un cuidadoso cálculo económico y unía a la familia de la monja con
la comunidad conventual, en un lazo ricamente significativo. Así, el estudio de los
conventos contribuye a nuestra comprensión del género, la vida familiar, el matrimonio y
la maternidad.
13 Es más, espero ayudar a resolver la que ha sido identificada como una debilidad de los
“estudios de la práctica” (y más en general, de la historia cultural), a saber, la capacidad
de estas historias para explicar cómo, cuándo y por qué cambian las cosas. Estudiados a lo
largo de varios siglos, los conventos cuzqueños muestran notables continuidades
prácticas y discursivas, pero asimismo revelan grandes desplazamientos tectónicos.
Gradualmente surgieron unas palabras clave y comencé a ver patrones de larga duración
en su uso: el dominio, un antiguo término que significa “soberanía” y está vinculado con la
extraña y mutable historia de la propiedad; forastera, un término especialmente
polivalente en los Andes que designa a las que no son del lugar, así como a los Otros de
uno mismo; y libertad, una palabra que las personas parecían usar con mayor frecuencia a
inicios del siglo XIX, para referirse a algo cuya necesidad sentían y reclamaban. Y
aparecieron espacios, sobre todo el locutorio del convento. En el presente libro trabajo
juntas estas prácticas, espacios y palabras clave, en una interpretación —necesariamente
provisional— de la economía espiritual cuzqueña. Sugiero razones históricas de por qué
motivos para el siglo XIX su funcionamiento, alguna vez del todo lógico para los
cuzqueños y crucial para su bienestar, llegó a representar una carga irracional y unas
cadenas para su libertad, y cómo fue que las monjas perdieron mucha autoridad cultural
en ese proceso.
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14 Algunos de los resultados de este estudio son específicos al Cuzco, donde los conventos
fueron durante siglos un foco crucial de las luchas hispanas por contener y controlar a los
incas, y de las luchas de estos últimos por autodefinirse y obtener autoridad. A nivel más
general, el estudio presenta una nueva interpretación del funcionamiento del
colonialismo, en particular sobre la racionalidad económica y la política de género que
operaban en la creación y reproducción de una elite colonial. Quienes teorizan sobre la
intersección de género, raza y clase encontrarán aquí mucho de interés. Igualmente lo
harán aquellos interesados en los principales periodos y temas de la historia colonial
latinoamericana y andina, desde la conquista y el mestizaje hasta las tardías crisis
coloniales y la conformación de las naciones republicanas. En las páginas que siguen
señalaré los objetivos y aportes de cada capítulo, situándolos en el contexto
historiográfico relevante.
15 El capítulo 1 desarrolla la paradoja de la fundación de Santa Clara en el Cuzco, durante la
década de 1550. Como veremos, la ciudad seguía inmersa en viciosas intrigas y luchas.
¿Qué hizo que los españoles crearan un convento en un momento y lugar tan agitados? Su
deseo manifiesto era proteger a las mestizas —las hijas de españoles y andinas—,
separando a las muchachas de sus madres indias y criándolas en medio de la religión y las
costumbres hispanas. Situando estos actos fundacionales en su cargado contexto político,
argumentaré que en esos años cruciales los más prominentes españoles del Cuzco vieron
en sus hijas —y significativamente no en sus hijos mestizos— un medio con el cual
asegurar su propia reproducción, así como la de la ciudad hispana que intentaban erigir.
Entonces, en el capítulo 1 exploraremos no sólo la fundación del primer convento
sudamericano, sino la complicada historia del mestizaje. Este capítulo también hace un
aporte al estudio de la “conquista espiritual”, al sugerir que las mujeres enclaustradas
tuvieron un papel vital en la cristianización de los Andes.
16 El capítulo 2 también comienza con una paradoja, esta vez referida a la propiedad: para la
década de 1560, Santa Clara había adquirido bienes locales que rivalizaban con los de los
encomenderos de la zona. ¿Cómo fue esto posible, si se suponía que las monjas debían ser
pobres? La regla de las clarisas no prohibía que las monjas tuviesen bienes
colectivamente, y sugiero que veamos la pobreza religiosa como una práctica marcada
por el género, predicada sobre una clausura esrricta, apoderados masculinos y cierto
grado de prosperidad colectiva. En base a expedientes judiciales —en particular, disputas
por las “rierras del Inca y del sol” desde la década de 1550—, examino el papel de las
monjas en la adquisición e imposición de la propiedad privada en los Andes. Los curacas
resistieron sus pretensiones a través del sistema judicial español. Subyacían a estos
conflictos unos objetivos culturales profundamente divergentes, y resolverlos requirió
que las partes se enfrentaran en rondas contenciosas de negociaciones del todo
hibridizadas. De este modo, en el transcurso de sentar sus pretensiones, las monjas
ayudaron no sólo a consolidar una nueva forma de comprender la “propiedad” en los
Andes, sino también a privilegiar un nuevo grupo de señores locales: los curacas y criollos
culturalmente ambidextros.
17 El capítulo 3 usa el caso inusual de Santa Catalina para explorar los límites y las
contingencias de la economía espiritual, una construcción local distintiva, predicada
sobre la estabilidad relativa de los bienes que vinculaban. En 1605, las monjas dominicas
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de Santa Catalina cruzaron los Andes de Arequipa al Cuzco, después que los desastres
naturales destruyeran su base de propiedades. Los cuzqueños las recibieron cordialmente
al final de su duro viaje pero las consideraron forasteras. Encontrar nuevos mecenas y
recursos tomó a las dominicas años de esfuerzos diligentes. Eventualmente tuvieron éxito
en reconstruirse a sí mismas como cuzqueñas en forma convincente. Lograron eso en
parre al aceptar una descendiente femenina de los incas, participando así, simbólica pero
tardíamente, en el proyecto emprendido por las clarisas medio siglo antes, el de incluir a
las políticamente significativas pero potencialmente peligrosas hijas de los incas. Para
cuando un desastre sísmico azotó el Cuzco en 1650, Santa Catalina ya se había arraigado lo
suficiente en la ciudad como para permanecer donde estaba: encima del viejo acllahuasi
incaico.
18 Los capítulos 4 y 5 tratan el cenit de las complejas relaciones que conformaban la
economía espiritual del Cuzco en el tardío siglo XVII. La vida cotidiana dentro de los
claustros se explora en el capítulo 4; en él muestro como, dentro de Santa Clara y Santa
Catalina, las monjas crearon y mantuvieron a sus propias y florecientes unidades
domésticas (que incluían criaturas, criadas y esclavas), redefiniendo las instituciones del
matrimonio y la familia para satisfacer sus fines. También crearon un orden fuertemente
jerárquico que ponía a criollas y españolas en la cima de los asuntos conventuales, y
relegaba a las hijas de los curacas a un estatus inferior. De este modo, las elites andinas no
podían aspirar a ver a sus hijas ascender a puestos de control sobre importantes asuntos
conventuales. Sus hijas formaban parte de las capas medias de la jerarquía conventual.
Junto con las numerosas educandas, criadas y esclavas de las monjas, ellas conformaban la
inmensa mayoría de los habitantes de los conventos cuzqueños, casas que se habían
vuelto tan bulliciosas y turbulentas para la década de 1670 que los pobladores de la ciudad
crearon otro, el más austero convento carmelita de Santa Teresa.
19 El capítulo 5 detalla los circuitos culturales y económicos que hicieron posible que los tres
conventos desplegaran sus bienes en la economía local, en formas que facilitaban la
prosperidad colectiva de las monjas así como la salud espiritual de sus benefactores. Las
deudas creaban relaciones: ellas formaban importantes lazos mutuamente sustentadores
y no sólo cargas. Conjuntamente con el capítulo anterior, éste desarrolla mi argumento de
que los conventos cuzqueños jugaron un papel vital en la creación de una elite colonial
dividida: criollos propietarios de un lado y sus contrapartes de la nobleza indígena del
otro. Sucede que las monjas forjaron relaciones con ambas partes, aceptando a sus hijas,
extendiéndoles crédito y rezando por el bienestar de sus almas. Esta nueva e importante
perspectiva nos ayuda a comprender por qué motivo los curacas aceptaron, durante
siglos, ser la bisagra del dominio colonial español, aun cuando ello empobrecía a sus
comunidades y daba lugar a un trato discriminatorio para con sus hijas. Los conventos
dieron a estos miembros nativos de la elite cuzqueña el acceso al crédito, ese elemento
crucial para las empresas coloniales de todo tipo. Obtenemos así una nueva percepción de
las estructuras simbióticas que sustentaban el dominio colonial, y el elevado costo al que
funcionaban.
20 Sin embargo, para el temprano siglo XVIII estas relaciones estaban mostrando señales
evidentes de agotamiento. En el capítulo 6 considero varios factores que gradualmente
minaron la posición de las monjas a lo largo del siglo, entre ellas las crecientes presiones
en pos de la reforma eclesiástica e imperial, el endeudamiento masivo de la región y la
gran rebelión de Túpac Amaru en 1780-81. El lugar de los conventos fue cambiando lenta
y casi imperceptiblemente: su riqueza aparente —que durante largo tiempo fue para los
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La plaza de Armas del Cuzco, centro del actual tráfico de turistas. Entre los lugares populares que
visitar están la catedral (derecha, en primer plano) y la fortaleza incaica de Sacsayhuamán. Fotografía
de K. Burns.
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(de la Cadena 1996). Nada de esto impidió que algunas mujeres se dedicaran a un
matrimonio espiritual dentro de Santa Clara, Santa Catalina y Santa Teresa. Ni tampoco
impide que el visitante ocasional de hoy llegue a sus locutorios después de misa, y que por
ellos entren con pequeños regalos para las monjas, y tal vez unas cuantas noticias. Estas
rondas duraderas revelan una economía espiritual que sigue siendo significativa, aun
cuando su observación sea ahora más introspectiva; ellas nos plantean interrogantes que
recién comenzamos a hacernos.
NOTAS
1. Ni siquiera los historiadores eclesiásticos tienen mucho que decir sobre los conventos y monjas
peruanas. Tibesar (1953), por ejemplo, no menciona a las clarisas pobres, la orden “hermana” de
los franciscanos.
2. Véanse, por ejemplo, los encomios que Portal (1924) dedica a las monjas de Lima.
3. Véase el análisis perceptivo de las acllas y las políticas de género en el arte de gobernar incaico
hecho por Silverblatt (1987: 81-108).
4. Véase también la valiosa discusión que Feierman (1990: 27-39) hace de los problemas en juego
en el estudio del habitus, la práctica y el discurso.
5. La percepción que Anderson (1991) tiene de la selección negativa involucrada en la
construcción criolla de la nación, puede ser extendida a la economía espiritual, de cuyo
funcionamiento varios “pioneros criollos” intentaron librarse vigorosamente durante el siglo XIX.
6. En las Filipinas, por ejemplo: Yuste (1993) sugiere que los comerciantes mexicanos transferían
capital para crear obras pías allí y así asegurar no sólo su salvación sino también su liquidez.
7. Para los historiadores de los Andes esto no sorprende en absoluto: las escrituras notariales han
sido fundamentales para el proyecto etnohistórico peruano de décadas recientes. Sin embargo,
las implicaciones metodológicas y teóricas de depender de los escribanos rara vez han sido
trazadas. Encontrarnos con los actores históricos a través de la mediación notarial significa que
no podemos simplemente recuperar sus “voces auténticas”; requiere que problematicemos
nociones demasiado sencillas de la voluntad para dar cuenta de tales desvíos. Para identificar los
procedimientos y fórmulas notariales me basé en Monterroso y Alvarado (1563).
8. Debido a la perspectiva que las fuentes me daban, no pude decir mucho sobre las oraciones y
devociones de las monjas. No apareció ningún plano arquitectónico, ningún libro de actas de los
asuntos de las cofradías, muy poco sobre los confesores y relativamente poco sobre los
mayordomos de los negocios conventuales, que hacían las veces de apoderados de las monjas.
Espero que en el futuro, otros puedan ubicar estas fuentes.
9. Para los primeros resultados de estas extensas investigaciones véase I.avrin (1965, 1966).
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1 CUANDO EL CABILDO DEL CUZCO se reunió el 17 de abril de 1551 sus miembros, todos ellos
veteranos hispanos fogueados en combate, gozaban de una pausa en la aparentemente
interminable serie de guerras. Pronto tomarían sus armas y cabalgarían al combate, pues
las luchas en el estratégico corazón del Tahuantinsuyo aún estaban lejos de haber
terminado. Pero el 17 de abril, los padres españoles del Cuzco tenían otros asuntos en
mente. Ese día decidieron comprar un lote en la ciudad y fundar un monasterio. Dos
semanas más tarde, el 30 de abril, el importe de la propiedad fue donado por el regidor
Diego Maldonado, “el Rico”, un astuto sobreviviente de varias batallas y el español más
acaudalado del Cuzco (ADC, Libro de Actas del Cabildo 1, 1545-52: fols. 152v-53v). Muy
pocas mujeres españolas estaban disponibles para la nueva fundación, pero en lugar de
demorarse y pedir monjas a España, los regidores eventualmente se fijaron en una viuda
local llamada Francisca Ortiz de Ayala, para que sirviera como abadesa a perpetuidad, lo
cual hizo como la abadesa Francisca de Jesús (Angulo, ed., 1939: 55-56, 64). Así se dio inicio
a Santa Clara, una de las primeras casas religiosas para mujeres en las Américas y que
sigue funcionando hoy después de más de cuatro siglos.
2 ¿Por qué, de todas las cosas posibles, un convento de clausura en un momento y lugar tan
turbulentos? Las actas del 30 de abril de 1551 señalan que Diego Maldonado hizo su gesto
para asegurarse de la fundación real de un monasterio con el cual “remediar” a las
mestizas, las criaturas de la conquista, hijas de españoles como él con mujeres andinas
(ADC, Libro de Actas del Cabildo 1, 1545-52: fol. 153). En una carta dirigida a Francisca de
Jesús en 1560, Juan Polo de Ondegardo, el corregidor del Cuzco, dio una relación ampliada
de los motivos que yacían detrás de estos actos fundacionales. Polo comienza
relacionando el convento directamente con las luchas: dado que tantos españoles habían
fallecido lejos de su hogar, la caridad cristiana obligaba a los sobrevivientes a cuidar de
las huérfanas de sus camaradas caídos en combate (Angulo, ed., 1939: 59-60).
3 ¿Pero por qué no cuidar también de los hijos mestizos huérfanos? ¿Acaso las mestizas
encerraban una —al menos momentánea— promesa o valor mayor a ojos de sus padres?
Aparentemente anticipándose a esta pregunta, Polo señala que “parece que avnque en los
huérfanos varones se avía de hacer lo mismo, corren menos rriesgo que las mugeres, y en
tanto que no ay más posibilidad, es justo proueer a la mayor necesitad” (Angulo, ed., 1939:
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60; subrayado mío). Una obra maestra de concisión patriarcal, esta afirmación expresa la
lógica de género de su cultura, según la cual la virginidad de las muchachas, una preciada
señal de la honra masculina y un medio a través del cual poder conformar linajes, estaba
permanentemente en peligro y debía ser protegida a toda costa.
4 Pero esa era apenas parte de la historia. Al proseguir, Polo transmite la especial urgencia
que acompañó la fundación de Santa Clara, apenas dos décadas después de que los
españoles llegaran por vez primera a la ciudad más importante de los incas. En sus
claustros, Francisca de Jesús ganaría a estas jóvenes a sus madres incaicas y las salvaría
para sus padres cristianos. El corregidor felicitó a la abadesa por las muchas almas
(mestizas) que esperaba que ella salvara:
y no tengo duda sino que serán muchas, por que la xente nacida en esta tierra, yo
he mirado mucho en ello, que todas tienen una ynclina-ción humilde, ques gran
fundamento para ymprimir en ellas todas las demás verdades, quitándoles la
comunicación de las madres, como V. Md. lo hace, que era ympedimento para
poderse edificar en ellas cosa buena (Angulo, ed., 1939: 61).
5 Polo luego presenta a la abadesa como si estuviera librando una lucha por las almas de las
mestizas con el mismísimo diablo, cuyas tentaciones “no podrán dexar de ser grandes”. Él
sugiere que Santa Clara ayudaba a promover la causa del cristianismo en los Andes,
arrebatando las muchachas a sus madres en lo que él y sus compañeros consideraban era
un acto de violencia necesario.
6 A través de los ojos de Polo no sólo avistamos al demonio, sino que él además nos
encamina en dirección de una revisión principal de la historia de la conquista: a ver a las
mujeres como sujetos y objetos de los impulsos evangelizadores hispanos. 1 Porque ésta
ciertamente era una evangelización, de un tipo estratégico y signada por los valores del
género. Es más, Santa Clara fue diseñada para que jugara un papel explícitamente
reproductivo, recanalizando las energías de la procreación al incremento del número de
mujeres cristianas en el Cuzco. No se trataba simplemente de poblar la ciudad con monjas.
La abadesa Francisca de Jesús debía tomar el lugar de las madres andinas y mantener a las
muchachas en los claustros hasta que fueran de edad suficiente como para tomar los velos
o dejar el monasterio, y asumir un “estado” en la sociedad cristiana que sus padres
planeaban erigir en la ciudad (Angulo, ed., 1939: 61-62, 80).
7 No estamos acostumbrados a pensar en los conventos de clausura como lugares de
reproducción. Sin embargo, gracias a una fuente inusualmente detallada podemos
percibir la importancia y los resultados de este proyecto al parecer incongruente. En
1560, Polo dio a Francisca de Jesús un libro para que ingresara en él la información
esencial de sus jóvenes protegidas (Angulo, ed., 1939: 55-95, 157-84). 2 El registro que ésta
llevó se limita a las primeras ingresantes al convento y varias de las entradas están
incompletas. A pesar de ello, este libro de la fundación indica que en sus primeros años,
Santa Clara logró anexar varias muchachas mestizas a la cultura hispana, creciendo ellas
no sólo para ser monjas sino también esposas y sirvientas de las casas españolas del
Cuzco. En suma, el proyecto inicialmente funcionó: éste cumplió con los designios de sus
fundadores, por lo menos durante unos cuantos años decisivos.
8 Esta información abre nuevas perspectivas analíticas sobre la conquista española,
permitiéndonos así trazar nuevas conexiones: ver a los conquistadores y encomenderos
como padres, tomar en cuenta a las monjas como agentes históricos significativos,
involucradas en la reproducción social, y (lo que es no menos importante) ver una
dimensión de género en los remotos antecedentes históricos de lo que ahora llamamos
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raza. Voy a argumentar que Santa Clara y sus primeras ingresantes fueron vitales para la
producción y reproducción de la hegemonía española en el Cuzco, ayudando así a
convertir la antigua capital de los incas en un centro del colonialismo hispano. Sucede
que no bastaba con que los españoles tomaran el corazón de la tierra de los incas. Para
alcanzar un control seguro de los Andes, estos aspirantes a señores debían encontrar un
medio a través del cual reproducirse a sí mismos, a sus linajes, su autoridad y su cultura.
El hecho de haber enclaustrado a sus hijas mestizas en un momento particularmente
sensible para la consolidación del dominio hispano dio, a los españoles de la ciudad, un
medio con el cual hacer esto y así sentar las bases de su poder en los Andes. 3
9 Apreciar plenamente el significado de estos actos fundacionales requiere que los situemos
en su contexto histórico notoriamente turbulento. Diego Maldonado y sus compañeros
estaban involucrados en una lucha feroz por el control de sus encomiendas, esas
mercedes de trabajo y tributo andino que habían ganado durante la conquista, y que les
habían enriquecido más de lo que jamás hubiesen soñado. Su esperanza de establecer un
legado glorioso en los Andes dependía de la transmisión de estas prestigiosas y valiosas
mercedes a sus herederos. Irónicamente, los mismos privilegios concedidos a los varones
por el patriarcado de tipo ibérico hacía que los mestizos fueran una amenaza para la
consolidación del control hispano, en este momento volátil y políticamente cargado de la
historia andina. Prestando una cuidadosa atención a la política de género de esta
coyuntura crucial, veremos por qué motivo los españoles vieron cada vez más a los
mestizos como “otros”, como rivales peligrosos a temer, en tanto que sus hijas mestizas
podrían ayudarles a consolidar su poderío si se las criaba en la forma adecuada. En otras
palabras, podremos precisar por qué motivo los españoles desarrollaron, en este
momento, una doble imagen de su propia progenie.4
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andinas en sus casas, que formaran legítimos hogares hispanos y que demostraran a los
andinos los beneficios de la civilización ibérica. Asimismo se fijaron plazos para que los
encomenderos se casaran o se arriesgasen a perder sus encomiendas. 15
18 Pero éstos no deseaban casarse con cualquier persona; esta decisión era demasiado
importante para la propagación de sus linajes. Podía tomarles meses viajar y encontrar
una esposa en España, o hacer los arreglos para que un socio rrajera una de sus parienres
casaderas. En lugar de esto, varios de ellos pospusieron su matrimonio y vivieron con
mujeres de la elite incaica. Diego Maldonado es un ejemplo, otro es el capitán Sebastián
Garcilaso de la Vega, quien vivió con una noble incaica llamada Chimpu Ocllo mientras
era corregidor del Cuzco en la década de 1550. Su hijo mayor fue el elocuente autor
mestizo mejor conocido por el nombre que adoptase, el de Inca Garcilaso de la Vega
(1539-1616). Los españoles rápidamente captaron los beneficios de un arreglo tal. La
nobleza incaica les consideraba parientes y en consecuencia les ayudaba. 16 Pero al igual
que el padre de Garcilaso, los encomenderos no se casaron con sus parejas incaicas. 17 Casi
todos sin excepción eventualmente contrajeron matrimonio con mujeres españolas —a
menudo la hija o hermana de un colega encomendero— y casaron a sus parejas andinas
con españoles menos prominentes, casi como quien tira migajas de la mesa del banquete.
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ACTOS FUNDACIONALES
22 Este era el cargado contexto en el cual el cabildo cuzqueño consiguió su objetivo de
establecer un monasterio de clausura. El 17 de abril de 1551, los miembros reunidos
compraron un solar al mayordomo de Hernando Pizarro, declarando que el cabildo habría
de asumir el papel de mecenas de la nueva fundación. No está claro si el deseo de proteger
a las mestizas formó parte del plan desde el mismo principio. Es probable que así haya
sido, pues la audiencia de Lima había ordenado el 8 de octubre de 1550 que el corregidor
del Cuzco informara sobre la situación de los mestizos que vivían entre los nativos,
estipulando asimismo que éstos debían ser puestos al cuidado de los españoles en tanto se
decidía algo más definitivo (Esquivel y Navia 1980, 1: 157). 22 En cualquier caso, Diego de
Maldonado galvanizó a sus compañeros y les hizo entrar en acción el 30 de abril de 1551
al donar los 550 pesos que el solar había costado, a condición de que las monjas oraran
por su alma y la de sus sucesores (ADC, Libro de Actas del Cabildo 1, 1545-52: fols. 153-54).
23
El cabildo respondió nombrándole mayordomo de la nueva fundación por un año,
dejando constancia de su intención de promulgar los estatutos que habrían de normar la
existencia de las monjas, e iniciando la búsqueda de propiedades adicionales que donar al
nuevo convento. Llevando a su notario público, los miembros del cabildo pasaron al solar
comprado por Maldonado y allí mismo decidieron donar un solar adyacente.
23 Santa Clara no fue la primera casa conventual establecida en el Cuzco. Los dominicos,
mercedarios y franciscanos ya habían establecido su presencia institucional en la ciudad,
y los agustinos y jesuitas no demorarían mucho en hacerlo (Armas Medina 1953: 135-72).
Pero mientras que las órdenes de varones fueron fundadas con grupos de religiosos
enviados de España específicamente para dicho fin, Santa Clara fue una institución de
origen local, levantada por los fundadores de la ciudad al mismo tiempo que se construían
a sí mismos como tales. La fundación tiene un distintivo aire de improvisación. Durante la
década de 1550, Santa Clara parece haber funcionado como un recogimiento bajo la
dirección de Francisca Ortiz de Ayala, una viuda piadosa que también atendía a los
pacientes del hospital local para indios (Angulo, ed., 1939: 55). 24 A medida que la nueva
fundación progresaba, los españoles de la localidad la respaldaban con donaciones y hacia
el final de la década, el cabildo buscó el real permiso para elevarla formalmente al rango
de convento.25
24 Fundar un convento en la Hispanoamérica del XVI no era inusual, ni tampoco lo era
amparar mestizas. Se pueden encontrar ejemplos de estas actividades en toda la región.
Por ejemplo, para finales de la década de 1550 en el centro virreinal de Lima, la viuda de
un encomendero español y su madre, también viuda, habían formado una comunidad
monástica bajo el auspicio de los agustinos. Esta casa, La Encarnación, estaba pensada
para viudas como ellas y no se permitió a las mestizas que tomaran los velos allí. 26
Aproximadamente por esta época, una institución distinta iba tomando forma en Lima,
específicamente para recoger mestizas huérfanas: el recogimiento de San Juan de la
Penitencia.27 En esta ciudad, al igual que en otras partes de la región, se tenía la clara
intención de que las monjas profesas y sus pupilas mestizas constituyeran dos categorías
completamente distintas.
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24
25 Fundar un convento a fin de remediar mestizas, que con el tiempo podían convertirse en
monjas: esto era algo que señaladamente se salía de lo acostumbrado. Una que otra
mestiza podría abrirse camino a la vida conventual, pero estos casos eran más la
excepción que la norma y podían provocar encendidos debates. Por ejemplo, cuando
Alonso de Alvarado, el corregidor del Cuzco, ofreció a La Encarnación la rica suma de
20,000 pesos para que aceptaran a sus hijas mestizas, las monjas desafiaron a sus
superiores varones y recibieron a una de las jóvenes, causando así un gran conflicto entre
el convento y la jerarquía agustina de Lima (Calancha 1976, 3: 970-72; Leiva 1995: 322). En
toda la América española, el medio preferido para el cuidado de las mestizas era el
recogimiento, una institución flexiblemente definida y fácilmente adaptable para fines de
bienestar. No se requería de ninguna aprobación real para una fundación de éstas, ni
tampoco una regla conventual, y a las ingresantes no se les requería que llevaran consigo
una gran dote o que hicieran votos solemnes.28
26 Los monasterios eran otra cosa. Al igual que en España, se consideraba que eran un reflejo
de las comunidades agrupadas a su alrededor; los ideales hispanos del honor y la pureza
femenina eran vigorosamente representados y reforzados por estos baluartes en contra
del mal, la deshonra y las manchas (véase, por ejemplo, Lehfeldt 1995). Una ciudad podía
estimarse a sí misma si la honra de las monjas era defendida, y viceversa. De este modo,
los fundadores consistentemente frasearon sus motivos en términos de “dar más
autoridad” a sus ciudades.29 Siguiendo la práctica española, los criterios para el ingreso a
los claustros hispanoamericanos fueron más rigurosos que para una clausura menos
formal: se cumplía un periodo de iniciación y se requería una dote sustancial. Para el siglo
XVI, el tema de la legitimidad comenzaba a aparecer en el Perú, como lo muestra el
escándalo en La Encarnación con las hijas de Alvarado. Admitir mestizas era (casi por
definición) aceptar la ilegitimidad, a personas de estatus mixto y aun indeterminado. La
objeción que los supervisores agustinos del convento hicieron a las mestizas no tuvo nada
de raro. El gesto del cabildo del Cuzco a favor suyo fue una notoria excepción.
27 Que un cabildo auspiciara un convento era también una notable desviación de la norma.
Al igual que en España y en toda la Europa católica, la mayoría de las fundaciones
realizadas en las Américas fueron emprendidas por personas o familias. Dotar una
fundación religiosa era costoso y por ello era típicamente el acto de un rico linaje
aristocrático que buscaba mejorar el estatus de sus miembros, al mismo tiempo que se
aseguraba beneficios espirituales para sí mismo. Que un cabildo estuviese involucrado
sugiere que, en el Cuzco, algo vital estaba en juego, algún interés colectivo de los
encomenderos que era demasiado importante como para que quedara a merced de la
piedad y caridad individuales. Si Santa Clara puede ser leído como una señal de cuánto le
importaba a estos hombres que las mestizas tuviesen un lugar respetable, que fueran
“remediadas” y no se descarriaran, entonces deben realmente haber tenido poderosas
razones para ello.
28 Hemos visto la explicación que Juan Polo de Ondegardo diera de la nueva fundación: una
combinación de caridad cristiana ejercida en favor de los camaradas españoles caídos, la
protección de muchachas vulnerables y la salvación de almas. En este punto vale la pena
examinar el contexto histórico con mayor detenimiento. En 1551, el rey volvió a reiterar
su insistencia en que los encomenderos contrajeran matrimonio para así conservar sus
encomiendas, siendo el mensaje implícito que lo hicieran con españolas (Torres de
Mendoza, ed., 1864-84, 18: 16-18, real cédula del 19 de noviembre de 1551, dando a los
encomenderos tres años en los cuales contraer matrimonio y llevar sus esposas al Perú).
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Para ese entonces casi todos los del Cuzco, los miembros del cabildo inclusive, así lo
habían hecho. A juzgar por los escritos del Inca Garcilaso, para la década de 1550 los que
aún no habían cumplido eran excepciones dignas de nota. Sin embargo, varios (si es que
no todos) de los encomenderos habían tenido hijos mestizos antes de contraer
matrimonio y estaban así forzados a conciliar las necesidades de dos familias distintas:
una andina e informal, desde el punto de vista paterno, la otra reciente, legítima e
hispana.
29 Algunos encomenderos, como Diego Maldonado, “el Rico”, sólo tuvieron hijos mestizos a
los cuales dejar sus privilegios y fortuna. Mal-donado, que hizo lo más que pudo para
asegurar la fundación de Santa Clara, sí casó a mediados de siglo con doña Francisca de
Guzmán, una española (del Busto 1962-63: 128). Sin embargo, la pareja jamás tuvo hijos.
De este modo, sus únicos herederos potenciales eran su hijo e hija mestizos, Juan Arias y
Beatriz, nacidos en la noble incaica que recibiese en Cajamarca, doña Lucía Clara Coya. No
fue el único fundador de Santa Clara con hijos mestizos: Alonso de Alvarado, quien
presidía el cabildo del Cuzco en 1551, tuvo por lo menos dos hijas mestizas. Si bien no hay
evidencia alguna de que ellas hayan ingresado al convento, la conexión de los miembros
del cabildo con este proyecto de “remediar” a las mestizas muestra claramente que era
algo muy querido por ellos, a la vez político y personal.30
30 Se puede obtener más luz con el Libro original de Santa Clara (Angulo, ed., 1939), una
relación bastante detallada de la fundación, las primeras ingresantes y las normas del
convento guardadas desde alrededor de 1560. El cuadro que surge de las ingresantes es de
una asombrosa diversidad. Las circunstancias de su entrada a Santa Clara varían bastante,
al igual que su pasado (véase el Apéndice 1). De hecho, es sumamente probable que se
trate del grupo más heterogéneo que jamás haya poblado un convento colonial
hispanoamericano, en términos de igualdad teórica. La más prominente de ellas fue doña
Beatriz Clara Coya, la única hija de Cusi Huarcay y Sayri Túpac (m. 1560), uno de los
últimos Incas de Vilcabamba. Solamente tres de las primeras sesenta ingresantes fueron
identificadas claramente como españolas. A dos de ellas, huérfanas al parecer, se les
permitió ser monjas no obstante no haber traído dote consigo, “por que se començase a
poblar el convento de monxas españolas para que aya copia dellas, por que tenga más
autoridad el convento” (Angulo, ed., 1939: 161). Una muchacha llamada Beatriz figura
como “morena”, por lo cual podría ser de ascendencia africana.
31 Sin embargo, la mayoría de las sesenta ingresantes originales parecen haber sido
mestizas, para favorecer a las cuales se había fundado el convento. 31 Algunas habían sido
sacadas de aldeas andinas por españoles que pasaban por allí:
JUANA. Pobre, huérfana, no se le conoce padre, hallóse en un pueblo de yndios,
trájose al dho. Monesterio principio del año de sesenta y uno, sin dote ni alimentos,
hase de dotrinar y rremediar por amor de Dios, y asentar en esta hoxa lo que della
se dispusiere (Angulo, ed., 1939: 89).
32 Al igual que Juana, dieciocho otras jóvenes fueron enumeradas como “huérfanas”, lo cual
significaba que no tenían padre. Sus madres andinas jamás son mencionadas. Por lo
menos siete eran hijas de españoles muertos en las guerras de mediados de siglo y sus
secuelas; entre ellas figuraban las hijas de “Arias, el que murió en Villacurí” (en 1554) y
las de “Medina, el que murió en la de Guarina” (en 1547). Varias habían sido llevadas a
Santa Clara por personas que no eran sus padres, por lo general un sacerdote o un
comerciante. Un ejemplo de ello es Francisca Arias, llevada por “el Padre Fray Baltasar de
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Armenta, de la Orden de San Augustin, que estaua entre los indios”; otro es una huérfana
simplemente llamada Ana: “trájola al dho Monesterio Juan Moreno”.
33 Sin embargo, el contingente de muchachas cuyos padres aún vivían cuando ellas
ingresaron al convento era dos veces más grande. La más prominente de las treinta y seis
que parecen entrar en esta categoría fue doña María de Betanzos, hija del cronista Juan de
Betanzos y su noble esposa incaica doña Angelina Añas Yupanqui (sobrina del Inca
Huayna Cápac y antes amante de Francisco Pizarro). Unas cuantas jóvenes parecen haber
sido abandonadas, como Luisa Pizarro, cuyo padre Mateo Pizarro la dejó en el Cuzco
mientras iba a Chile en busca de fortuna, y Ana Téllez, clasificada como “pobre, tiene
padre, hase de comunicar con él para que le dé alimentos, o la dote”. Pero la mayoría fue
internada en Santa Clara por sus padres, varios de los cuales les dieron un modesto
estipendio anual. La frase “metióla su padre; trájola su padre”, aparece con frecuencia en
relación con progenitores que podían pagar un monto respetable por el cuidado de sus
hijas. Algunos de ellos eran encomenderos de la región, como Diego de Uceda de La Paz.
Otros participaban en el comercio, como por ejemplo Gerónimo García, “mercader”, y
Antonio Hernández, quien “trata en Potosí”. Otros eran artesanos: Hernán González, un
herrero, y “Góngora, sastre”. Uno de ellos era criado del capitán Sebastián Garcilaso de la
Vega. Por lo menos una mestiza era hija de un sacerdote.
34 La mayoría de las primeras jóvenes que ingresaron a Santa Clara fue internada en esa
forma por un español, ya fuera su padre u otro que no fuese su pariente. El Libro original
señala que debían ser criadas cristianamente y que debían recibir “buenas costumbres”, lo
cual en buena cuenta significaba una educación en hispanidad, desde las oraciones a la
costura, tal vez también a leer y escribir. Después de ser marcadas por la cultura española
—o de ser “remediadas”, para usar la frase de Polo—, las jóvenes pupilas de Santa Clara
podían tomar los votos o dejar el convento. El objetivo no era simplemente formar
monjas, sino crear jóvenes culturalmente hispanas.
35 De este modo, en sus primeros años Santa Clara tuvo como misión principal una actividad
que era algo secundaria en casi todos los demás conventos sudamericanos, de
aproximadamente la misma cepa que la mayoría de los monasterios hispanos: la
educación cristiana de las niñas. Si bien la regla conventual estipulaba que las monjas
debían vivir separadas de las que no habían hecho los votos formales, durante sus
primeros años las jóvenes de Santa Clara se mezclaban indiscriminadamente. Se buscaron
dispensas papales para ello, pero no fue sino hasta la década de 1570 que una parte
separada del convento fue establecida para las “doncellas” allí internadas y criadas. Dado
el contexto de mediados de siglo en el cual se llevaban a cabo las actividades
conventuales, este “remediar” representaba algo más que una simple educación. Era un
programa de aculturación, y en muchos casos probablemente una dolorosa y abrupta
reorientación cultural.
36 Esto es especialmente evidente en el caso de doña Beatriz Clara Coya, la única muchacha
inca de las primeras residentes del convento.32 Beatriz nació alrededor del momento en
que Sayri Túpac, su padre, dejó el baluarte invicto de Vilcabamba en 1558 e hizo las paces
con las autoridades españolas, recibiendo a cambio generosas mercedes en el rico valle de
Yucay, al norte del Cuzco. Cuando su padre falleció repentinamente en 1561, Beatriz
heredó el patrimonio que le había sido concedido, convirtiéndose así en una de las
personas más ricas del Perú. En 1563, cuando solamente contaba con cinco o seis años de
edad, fue retirada del cuidado de su madre, doña María Cusi Huarcay, para que fuera
educada dentro de Santa Clara. El Libro original señala que “trá-jola a la casa el Padre fray
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Melchor de los Reyes, de la Orden de Señor Santo Domingo, para que se criase y
deprendiese buenas costumbres en la dicha casa; no se concertó lo que ha de dar para sus
alimentos” (Angulo, ed., 1939: 158). Entretanto, Beatriz se hallaba en el centro de un
delicado proceso de negociaciones de paz entre las autoridades hispanas y su tío Titu Cusi,
el nuevo gobernante Inca de Vilcabamba. La estrategia fijada para garantizar la paz en el
Cuzco involucraba casar a Beatriz con el hijo de seis años de Titu Cusi, su primo Quispe
Titu.
37 Beatriz eventualmente contraería matrimonio, pero no con su joven primo. A los ocho o
nueve años fue retirada de Santa Clara para que se uniera con su madre en la casa de
Arias Maldonado, uno de los encomenderos más ricos del Cuzco, quien prestamente
intentó comprometer a la joven con su hermano Cristóbal.33 Pronto se esparcieron los
rumores de que éste había violado a Beatriz para imponer sus pretensiones.
Guamán Poma (1615) anota que las indias cristianas “entran a los conuentos de monjas. Sauen leer,
escriuir, y múcica y custorera. Sauen labrar, cozer tanto como española, ladina y hazen puntas y
lauandera limpias, panaderas, cozeneras, despenseras y demás oficio”, pero también son enviadas a
las calles tarde en la noche, y allí “uen todo lo malo” y así “salen putas aprouadas”. En este complejo
texto él revela la gran ansiedad que le causaban la evangelización y la aculturación que tenía lugat
dentro de los claustros del Cuzco.
38 Alarmado por las implicaciones de una alianza matrimonial ral, el gobernador Lope
García de Castro escribió lo que sigue al rey:
[T]emiendome yo no la casase [Arias Maldonado] con Cristóbal man-donado [sic] su
hermano como me pareçe que se a hecho. ... [M]e dizen que el la a conoçido no se si
es çierto y no conbiene que este tenga el rrepartimiento que tiene la muchacha
teniendo su hermano el repartimiento de hernando piçarro que seran tan
poderosos que nadie les pueda yr a la mano en el cuzco (carta de García de Castro al
rey en Levillier, ed., 1921-26, 3: 155-56).
39 La niña fue rápidamente devuelta al convento. Con todo, Felipe II siguió buscando la
dispensa papal para casar a Beatriz con el hijo de Titu Cusi. Para cuando ésta fue
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concedida era ya demasiado tarde: Titu Cusi estaba muerto y los españoles nuevamente se
encontraban en guerra con el Inca Túpac Amaru, quien fue capturado y muerto en 1572.
Beatriz eventualmente sería entregada en matrimonio al capitán Martín García de Loyola,
el hombre que capturó a su tío Túpac Amaru, el último gobernante de Vilcabamba.
40 Santa Clara aparece varias veces en el curso de esta violenta y tortuosa historia. Fue el
lugar de la hispanización de la joven Beatriz en preparación de su proyectado matrimonio
con Quispe Titu, una unión que las autoridades españolas buscaron domesticar tanto
como fuera posible, para así usar un Inca dócil en la pacificación de la sierra. Beatriz fue
devuelta a la vida enclaustrada en Santa Clara después de que un inquietante interludio
con los Maldonado pusiera en peligro el resultado de las negociaciones matrimoniales. Su
compromiso con Loyola en 1572 fue cuestionado por Cristóbal Maldonado, quien había
logrado regresar al Perú y seguía insistiendo en que él era su legítimo marido. No fue sino
hasta finales de la década de 1580 que la disputa legal se resolvió a favor de Loyola. Doña
Beatriz Clara Coya fue finalmente casada cuando contaba alrededor de treinta años,
décadas después de que las negociaciones sobre su matrimonio se hubiesen iniciado, y de
haber pasado la mayor parte de su vida en un convento.34
41 Es difícil establecer mucho sobre la vida adulta de las restantes primeras residentes de
Santa Clara. Dieciocho jóvenes —para un tercio de las cuales los registros de la fundación
brindan información— eventualmente tomaron el hábito de monjas. Pero treinta y tres de
ellas, casi el doble, dejaron el convento después de recibir una educación cristiana. Diez
de estas jóvenes fueron casadas con españoles. De las restantes veintitrés sólo sabemos
que fueron retiradas de los claustros, la mayoría por sus padres y algunas por personas al
parecer no emparentadas con ellas. Por ejemplo, las hijas de la primera abadesa se
llevaron de Santa Clara a tres huérfanas sin dote; tal vez pasaron a ser sirvientas
domésticas, un destino nada raro para las mestizas en este periodo.
42 Santa Clara preparó así a numerosas mestizas para una vida en la sociedad española que
comenzaba a prender raíces en el Cuzco, no sólo como monjas de clausura sino también
como esposas y auxiliares en las casas hispanas: virtualmente los únicos papeles
honorables disponibles a las mujeres culturalmente españolas, en un momento en el cual
la honra femenina estaba estrechamente asociada con la reclusión doméstica. Sea cual
fuere el curso que su vida tomara después de ingresar al convento, las muchachas a las
cuales Santa Clara impartía la religión, el lenguaje, la vestimenta, las costumbres y
creencias españolas pasaron a formar parte de la reproducción de la cultura hispana en
medio de la cual habían sido formadas. Este era el punto, como lo anotase el corregidor
Polo de Ondegardo en 1560, al afirmar a la nueva abadesa su optimismo de que Santa
Clara salvaría a muchas almas al quitar las mestizas a sus madres, las cuales eran un
“ympedimento para poder edificar en ellas cosa buena”. Era obvio que la exitosa
consolidación del control hispano en el Cuzco dependía de la habilidad de los españoles
para reproducirse a sí mismos y propagar las costumbres hispanas en el corazón de un
imperio conquistado. Polo evidentemente apreciaba el significado que el nuevo convento
tenía para este proyecto de largo aliento. Aunque lo habría dicho de otro modo —como un
triunfo de la verdad sobre la falsedad—, él comprendió que las jóvenes de Santa Clara
constituían una suerte de capital cultural, el potencial para reproducir el dominio
hispano en la híbrida sociedad hispano-andina que venía configurándose en el Cuzco.
43 Una creativa mezcla de monasterio, orfanato y escuela de la cultura hispana, Santa Clara
fue un lugar donde los españoles que tenían en mente el matrimonio podían buscar
esposa, en un momento en el cual las mujeres hispanas solteras aún no llegaban en gran
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número.35 Las mestizas de Santa Clara eran crisrianas —esto es, culturalmente hispanas
en su sentido más importante— y estaban en edad de procrear: en términos de la
demografía y la lógica cultural de la conquista y la colonización, ellas se encontraban en
el lugar correcto en el momento apropiado. Si bien es difícil cuantificar la importancia de
Santa Clara en el mercado matrimonial del temprano Cuzco hispano dada la escasez de los
primeros registros parroquiales y notariales, y la imposibilidad de reconstruir con
exactitud los flujos demográficos hacia esta zona a mediados de siglo, es posible que las
jóvenes muchachas hispanizadas del convento hayan tenido un papel importante. Por lo
menos diez de esras primeras ingresantes fueron casadas con españoles, y sin lugar a
duda que la mayor parte de las que fueron retiradas por sus padres se casaron y
regentaron hogares hispanos. En cambio, en Lima —una ciudad con una abundancia
relativa de mujeres hispanas—, el recogimiento de San Juan de la Penitencia no prosperó.
La contraparte limeña de Santa Clara decayó rápidamente en las décadas posteriores a su
fundación de 1553, y fue cerrada en 1576 por falta de postulantes mestizas (Armas Medina
1953: 396-98; Vargas Ugarte 1953-62, 1: 311-13).
44 Pero como lo muestra el caso de doña Beatriz Clara Coya, el objetivo no era simplemente
casar a las jóvenes “doncellas” hispanizadas con españoles, sino con los peninsulares
adecuados. Mientras recibía una educación cristiana en Santa Clara, doña Beatriz fue
usada primero como una pieza en las negociaciones para asegurar la lealtad del Inca a la
corona, y luego como un premio con el cual pagar los servicios del hombre que había
vencido al último Inca. Los abusos que sufriera a manos de los Maldonado dramatizan los
peligros a los cuales estaban expuestas las jóvenes valiosas, así como el peso que ello tenía
ante las autoridades. Ni siquiera Santa Clara pudo proteger a doña María de Betanzos, la
hija de Juan de Betanzos y su esposa, doña Angelina Añas Yupanqui: ella fue robada del
convento por un español. No obstante haber sido desheredada por su padre, finalmente
contrajo matrimonio con su captor.36
45 Entonces, Santa Clara fue más que una escuela para mestizas. Era un asilo que mantenía a
sus jóvenes pupilas fuera del mercado matrimonial en tanto se decidía exactamente qué
papel jugarían en la nueva sociedad que iba configurándose en el Cuzco. Para 1560, esto
aún estaba en suspenso. Al igual que doña Beatriz Clara Coya y doña María de Betanzos,
otras en Santa Clara tenían encomenderos por padres y se podía esperar que recibieran
una sustancial dote, tal vez incluso que heredaran los privilegios de sus padres. Para los
españoles emprendedores, estas jóvenes asimismo representaban la posibilidad de
establecer conexiones con lo que quedaba del sistema de mando incaico a su más alto
nivel.37 Pero su valor y estatus dependía de los encendidos debates que llegaron a su
climax en la década de 1560, en torno al futuro de la encomienda y el lugar de los
mestizos en el Perú. Sus consecuencias, tanto para las jóvenes de Santa Clara como para la
sociedad peruana en general, habrían de ser enormes.
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asignación de tareas todas debían ser admitidas con igualdad, “de manera que la que
fuere más suficiente y rreligiosa sea admitida a los oficios del conuento, sin tener rrespeto
algo a que es mestiça o española”. Francisca de Jesús fue conminada a obedecer (Angulo,
ed., 1939: 72).41
51 El cabildo tal vez ganó la batalla, pero perdió la guerra.42 Francisca de Jesús y un puñado
de españolas dentro de los claustros habían tomado el proyecto de los encomenderos e
impuesto una división jerárquica entre las monjas, que posteriormente resurgiría a pesar
de las protestas del cabildo y que perduraría por siglos. Incluso este último no defendió la
igualdad de las mestizas en todos los aspectos. En su sesión de 1565, el cabildo estableció
que “por la utilidad y decoro del conuento”, ninguna hija ilegítima de un hombre español
y una india, u otra mujer no blanca, podría ser elegida abadesa durante veinticinco años,
esto es hasta el 31 de diciembre de 1590. Tal vez los regidores pensaban que así ganaban
tiempo para que las mestizas se probaran a sí mismas. Si así fue se equivocaron; para
1590, la elección como abadesa de Santa Clara de alguien que no fuera española o criolla
era algo impensable.43
52 Enttetanto, Maldonado y sus compañeros estaban ocupados fuera de los muros del
convento librando otra batalla perdida —una en la polírica de alto vuelo— por el derecho
a transmitir sus encomiendas a sus hijos. En 1555 se unieron a los encomenderos de todo
el Perú para enviar un emisario a la corte de Felipe II, que ofrecería una suma enorme e
imposible (7.6 millones de pesos) para comprar los derechos permanentes sobre las
encomiendas, para sí mismos y sus descendientes (Goldwert 1955-56, 1957-58; de la
Puente 1992: 78-95). Por fin lograron caprar la atención del rey. Felipe II, en bancarrota y
desesperado por obtener fondos, permitió que se iniciara una competencia de pujas. Los
curacas peruanos respondieron con una contraoferta igualmente impresionante para
librarse del control de los encomenderos, y nombraron sus propios emisarios: dos
renombrados defensores dominicos de los derechos indígenas, Bartolomé de las Casas y
Domingo de Santo Tomás. Con el debate así cargado de expectativas por ambos bandos,
Felipe II decidió enviar un nuevo virrey y tres comisionados al Perú, dándoles
instrucciones de negociar la venta de encomiendas a perpetuidad. Cuando éstos arribaron
en 1561, la disputa por el futuro del Perú alcanzó una nuevo pico en intensidad. 44
53 La portentosa visita de los comisarios reales preparó el escenario para una política
notable, incluyendo una muestra de unanimidad sin precedentes entre los curacas. Los
partidarios de ambos bandos atravesaron el virreinato peruano en 1561-62, organizando y
polarizando el campo a favor y en contra de las encomiendas.45 Nada sorprendenre-
mente, los encomenderos del Cuzco se vieron seriamente superados en número.
Alarmados por las escenas de violenta oposición que tenían lugar frente a ellos, se
encolerizaban ansiosamente con la inquieta y desafiante “gente común” que intentaba ser
sus pares.46
54 Para empeorar las cosas para hombres como Diego Maldonado, el virrey y los comisarios
decidieron, después de meses de averiguaciones, que las encomiendas no debían caer en
manos de mestizos. En carta del 4 de mayo de 1562, le proponían al rey que una tercera
parte de las encomiendas fuese entregada en perpetuidad a “personas beneméritas”, otro
tercio por un periodo limitado a otros pretendientes y que la parte restante revirtiese a la
corona. Los firmantes recomendaban que para calificar a la perpetuidad, un encomendero
debía estar casado con una española, y que aquellos que lo hubiesen hecho con andinas,
africanas o extranjeras (personas no sujetas al rey) debían perder sus mercedes.
Indicaban que las uniones de encomenderos con mujeres andinas eran algo común, y
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agrupaban a mestizos y mulatos en una evaluación general según la cual nada bueno
podía esperarse de semejante gente salvo el desorden, pues eran “de mala ynclinacion”
(Levillier, ed., 1921-26, 1: 422). En lo que respecta al proceso de consultas mediante el cual
habían llegado a sus conclusiones, el virrey y los comisarios señalaban que los
encomenderos habían cedido terreno sólo a regañadientes y después de un arduo debate.
55 Esta batalla debe haber dejado algo desesperado al cada vez más viejo conquistador Diego
Maldonado. Para intentar hacer que las cosas fueran como él quería, había hecho
considerables presentes a las personas en Lima en condición de ayudarle (carta del Lic.
Monzón al rey, Lima, 10 de febrero de 1562, en Levillier, ed., 1922: 285). Pero luego de la
visita de los comisarios, el rey no tenía ningún apuro en tomar una decisión definitiva
acerca del futuro de las encomiendas. Felipe II podía ganar más dejando las cosas vagas y
prosiguiendo las negociaciones con los encomenderos individualmente, extrayendo
generosos montos de ellos a cambio de prolongar la posesión de las mercedes en manos
de sus descendientes. Esta estrategia de dividir y vencer, tomándolos uno a uno, podía ser
especialmente lucrativa en el caso de los encomenderos con herederos ilegítimos y Felipe
II aprovechó la oportunidad, ordenando al virrey peruano que negociara acuerdos con los
encomenderos interesados en conservar sus mercedes para sus hijos mestizos ilegítimos
por toda la vida de éstos. El virrey respondió que varios estaban dispuestos a hacer un
trato semejante (Levillier, ed., 1921-26, 1: 521).47 Sin duda que Diego Maldonado estaba
entre los primeros de aquellos ansiosos por alcanzar un acuerdo privado. Para él era
menos importante conservar la unidad de los encomenderos que comprarle a su hijo
mestizo una oportunidad de heredar sus privilegios y extender la línea familiar.
56 Irónicamente, justo cuando los encomenderos cedían a las tácticas de la corona y
abandonaban el frente unido, sus hijos mestizos se unían para cuestionar su lugar bajo el
dominio hispano. No deseando esperar ya el resultado de las estratagemas de sus padres,
un grupo de jóvenes comenzó a compiotar en el Cuzco para derribar la autoridad
española y tomar el control del virreinato peruano. A comienzos de 1567 Gerónimo
Costilla, el corregidor de la ciudad, se enteró de sus planes justo cuando sus frustradas
murmuraciones estaban a punto de dar paso a la acción. Poco se sabe de la conjura, que
parece haber involucrado tanto a españoles e incas como a mestizos.48 Pero la culpa
recayó con más fuerza sobre un puñado de estos últimos, que fueron apresados y
castigados. Entre ellos se encontraba Juan Arias Maldonado, el hijo de Diego Maldonado,
así como Arias y Cristóbal Maldonado, quienes acababan de fracasar en su intento de
forjar una alianza matrimonial con doña Beatriz Clara Coya. Diego Maldonado, el viejo y
orgulloso encomendero, se vio obligado a humillarse antes las autoridades de Lima para
obtener la liberación de su hijo descarriado.49
57 El “motín de los mestizos”, como se le llamó, parecía confirmar los más sombríos
pronósticos de las autoridades hispanas. De este modo, aun cuando la fracasada
conspiración también comprendió a españoles e incas, y no obstante no ser el único
complot de este tipo descubierto en esos años, ella agudizó la hostilidad de las
autoridades para con los mestizos en particular. El asustado gobernador García de Castro,
a quien los conspiradores pensaban asesinar, escribió varías quejas en contra de una
población mestiza a la cual caracterizó como inquieta, altamente peligrosa y que crecía
cada hora (Levillier, ed., 1921-26, 3: 235).50 El gobernador urgía al rey a que tomara
medidas para impedir que los mestizos portaran armas, “porque como son hijos de yndias
en cometiendo el delito luego se visten como yndios y se meten entre los parientes de sus
madres y no se pueden hallar y ay muchos dellos que son mejores arcabuceros que los
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33
españoles” (Levillier, ed., 1921-26, 3: 267).51 De ahí en más, las provisiones restringiendo
los derechos legales de los mestizos se multiplicaron, a medida que un estereotipo iba
cristalizando en la mente de hombres como García de Castro: que los mestizos en general
eran una sarta de personas ambiciosas, inquietas y proclives a la violencia.
58 De este modo, para finales de la década de 1560, era cada vez más difícil que los hijos de
españoles y andinas encontraran un lugar honorable en el Cuzco hispano. Y las
distinciones de género que los españoles habían estado dispuestos a hacer tan solo unos
cuantos años antes, que favorecían a las mestizas y les otorgaban una protección especial,
comenzaban a derrumbarse. La controversia de los velos en Santa Clara en 1565 y el
“motín” de los mestizos de 1567 apuntan en la misma dirección: hacia una creciente
discriminación en contra de los mestizos en general, y la erosión del poder de los
encomenderos del Cuzco. Las primeras señales de discriminación en contra de las
mestizas dentro de Santa Clara, se dieron justo cuando los encomenderos perdían su puja
por la perpetuidad de las encomiendas. La crisis de su poder significaba una marcada
caída en el valor que las mestizas tenían en el mercado matrimonial; su oportunidad de
heredar y convertirse en medio de transmisión de la fortuna y privilegios de sus padres
de pronto parecía ser algo remota.
59 Los permanentes tumultos en el Perú obligaron al rey a enviar un exigente promulgador
de leyes para que impusiera un mayor orden en los Andes. El virrey Francisco de Toledo
sería mucho más decisivo que sus predecesores en lo que respecta a la cuestión de los
mestizos, uno de los muchos y difíciles problemas que tuvo que enfrentar en su intento de
“pacificar” al Perú. A finales de 1571, Toledo decidió inspeccionar su jurisdicción
personalmente, y durante 1572 hizo del Cuzco su cuartel general. Los encomenderos de
esta ciudad se alegraron: finalmente, un virrey llegaba a ellos. Pero Toledo se encontró
inmerso en una dramática confrontación con el cabildo casi de inmediato. El nuevo virrey
estaba firmemente decidido a romper el control que los encomenderos tenían del poder
municipal e insistió en que el cabildo eligiera a una persona que no fuera encomendero.
Sus miembros estaban igualmente decididos a desafiarle, pero Toledo les enfrentó y
venció: una persona que no era encomendero fue elegida y asumió su cargo por vez
primera (AGI, Audiencia de Lima 110, actas de las sesiones del cabildo de abril de 1571 al 1
de enero de 1572).
60 Ésta no fue sino la primera de las medidas disciplinarias del virrey. Luego de vencer a los
encomenderos, Toledo obtuvo una victoria militar sobre la resistencia incaica en
Vilcabamba. Túpac Amaru, el último Inca, fue capturado y ejecutado en un sangriento
espectáculo público celebrado en la plaza central del Cuzco, con el cual el virrey buscaba
extinguir toda resistencia al dominio hispano. Y para eliminar toda amenaza de parte de
los incas relativamente cooperadores del Cuzco, el virrey personalmente arregló el
compromiso de doña Beatriz Clara Coya con el capitán Martín García de Loyola, el español
que había capturado a su tío Túpac Amaru. A medida que la autoridad real era impuesta
rígidamente en el Cuzco por este despiadado representante del rey, las grandes
esperanzas de los encomenderos se vieron frustradas, las de los mestizos se
desvanecieron.52
CONCLUSIONES
61 Para 1572, una fase definida en el desarrollo del Cuzco bajo el dominio hispano se iba
cerrando, un momento extremadamente fluido de grandes oportunidades y violencia.
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Una medida al parecer paradójica de parte de los encomenderos cuzqueños —la fundación
de un convento de clausura en medio de las guerras— es en realidad del todo inteligible
en términos de la principal preocupación de estos hombres: asegurar la hegemonía
hispana. Al centrarnos en la reproducción podemos ver por qué motivo el tratamiento
dado a las mestizas por los españoles difería del que fuera dado a los mestizos. Las
primeras (como nos lo recuerda Polo de Ondegardo) podían ser anexadas con relativa
facilidad a la cultura patriarcal española que organizaba las asimetrías del género
enclaustrando a las mujeres. En tanto monjas, las mestizas llevarían vidas enclaustradas y
enseñarían las costumbres cristianas a otras muchachas; como esposas, quedarían
encerradas dentro del espacio doméstico y subordinadas a sus maridos, y (de contraer
matrimonio con blancos) pasarían a formar parte de la república de españoles.
62 Los mestizos, en cambio, presentaban peligros evidentes para la reproducción del
patriarcado hispano. Aunque también se les podía formar culturalmente como españoles,
ellos podían asumir un papel po-tencialmente desestabilizador como varones adultos. De
ser admitidos plenamente en la república de españoles podían, como jefes de familia,
tener a su disposición una amplia gama de herramientas y armas culturales (masculinas):
armas, cabalgaduras, el poder de mando. Y en la medida que tenían una “conciencia
mestiza”, podían usar estas armas para amenazar a los españoles, tirando de sus
conciencias culpables con argumentos del todo lógicos y por lo tanto amenazantes: ¿acaso
como hijos de conquistadores e incas de alto rango, no tenían derecho a algo, tal vez al
doble que cualquier otro? La ironía de la posición de Garcilaso resulta conmovedora. Al
decidir valorizar la cultura de sus dos padres y proclamar la dignidad de su condición
híbrida, se consignó a sí mismo en la tierra de nadie del colonialismo español, revelando
así la violencia mediante la cual éste fue implantado en los Andes.
63 En comparación, las cosas resultaron sorprendentemente buenas para Juan Arias
Maldonado, el hijo de Diego. No obstante haber estado implicado en una conjura que las
autoridades españolas tomaron muy en serio, de haber sido enviado a Lima para ser
castigado y luego desterrado del virreinato, finalmente pudo hacer lo que su padre
deseaba: producir herederos con los cuales perpetuar el nombre y la fortuna de los
Maldonado en su Cuzco nativo. Sin embargo, esto no se logró a través de la encomienda
sino mediante un mayorazgo, que su padre Diego estableció hacia el final de su
prolongada y aventurera vida.53 La astuta persistencia de “el Rico” y sus pagos bien
cronometrados a un monarca en quiebra, permitieron que por lo menos un mestizo se
escabullera de la maraña cada vez más densa de prohibiciones y que sus descendientes
prosperaran.
64 Ello no obstante, esta complicada historia de violentas luchas y destrucción dejó
satisfechas a relativamente pocas personas. Los españoles y sus quejas dominan las
fuentes escritas de estas décadas en forma tan apabullante que es más fácil considerar los
conflictos desde su perspectiva, y ver a sus esperanzas crecer y desvanecerse. ¿Qué hay de
las madres andinas de las mestizas de Santa Clara, que vieron como se les arrebataban a
sus hijas? No podemos decir qué sucedió con ellas, si eran nobles o incluso si eran incas.
Tal vez fueron cañaris o chachapoyas, pueblos alguna vez sujetos al control incaico, o de
otra parte completamente distinta del Tahuantinsuyo. Ellas no solamente perdieron a sus
hijas sino que se volvieron textualmente invisibles, borradas brutalmente por los
españoles que se las arrebataron y las proclamaron propiedad hispana al tildarlas de
huérfanas.
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65 Las mestizas mismas también guardan silencio en las fuentes que nos quedan. Sin
embargo, en vista de los apremiantes designios procreadores y patrimoniales de sus
padres, es digno de destacar que muchas de ellas —incluso varias no clasificadas como
huérfanas— tomaron los velos, jurando ser castas, pobres, obedientes y enclaustradas.
¿Podemos leer sus votos como una “resistencia” al patriarcado hispano? No en forma
simple. Interpretar los actos de estas mujeres resulta difícil, dadas las escasas huellas en
los archivos y las tensas circunstancias en las cuales juraron ser esposas vírgenes de
Cristo. Sea cual fuere el caso, varias sí se retiraron del alcance de sus padres y
pretendientes españoles al jurar pasar su vida en medio de una comunidad que por un
tiempo contuvo sobre todo a mestizas.
66 Aún así, Santa Clara hizo una contribución vital a la reproducción de la hegemonía
española en la vieja ciudad inca. Varias de las jóvenes hispanizadas educadas dentro del
convento fueron retiradas y asumieron papeles en las casas españolas. No cabe duda de
que la reproducción social del Cuzco hispano también fue asistida por el ejemplo de las
jóvenes vírgenes mestizas que dedicaban sus vidas y oraciones al culto de la deidad
cristiana. Pero los mecenas de Santa Clara no lograron asegurarse de que el proyecto
siguiera sus planes. Entre 1551, cuando el cabildo decidió crear un monasterio para la
correcta educación de las mestizas, y el proyectado levantamiento de 1567, el espacio
disponible en los niveles más altos de la sociedad cuzqueña se hacía cada vez más
pequeño para mestizos y mestizas; las monjas mismas reflejaron este hecho en su hábito.
Las mestizas todavía podían ser monjas, pero Santa Clara estableció una nueva categoría
para ellas: monjas de velo blanco, de menor rango.54
67 En 1567, al fallecer Francisca de Jesús, se llevó a cabo una elección y el puesto de abadesa
le tocó a Clara de San Francisco, una de las pocas españolas recibidas sin dote alguna al
fundarse el convento. Todas las abadesas de generaciones posteriores serían españolas o
criollas, las hijas americanas de los españoles. Y entonces se inició un proceso de erosión
histórica, pues para los cuzqueños ya no tenía sentido considerar a Santa Clara en los
términos de sus fundadores, como un “monasterio de mestizas”. En lugar de ello, el
convento se ganó un lugar distinguido en las relaciones del pasado de la ciudad, como un
lugar en donde habían vivido y profesado las “doncellas nobles recogidas, hijas de los
primeros Conquistadores”. Cuando los cronistas franciscanos Diego de Córdova y Salinas
y Diego de Mendoza publicaron las primeras relaciones hagiográficas de Santa Clara a
mediados del siglo XVII, ni siquiera mencionaron la palabra “mestiza”.55
68 ¿Cómo pudo una fundación cambiar en forma tan dramática en apenas unos cuantos
años? Esta transición —en efecto, la criollización de Santa Clara— en su mayor parte no
está disponible en forma de una detallada historia social. (La criollización del Cuzco
mismo aún esrá por explorarse: podemos ver que los sueños de hombres como Diego
Maldonado se vinieron abajo por obra de Toledo, el virrey y letrado por excelencia, pero
sabemos poco de quienes les sucedieron en la construcción de dinastías criollas en la
región.) Sin embargo, una lista esquemática de las mujeres que profesaron a finales de la
década de 1570, tomada del Libro original, sugiere que el enclaustramiento de las hijas en
Santa Clara siguió siendo vital para la construcción y reproducción del poder local, mucho
después de que Toledo hubiese terminado su estadía en el Cuzco. Doña Mencia de Zúñiga,
la hija criolla del regidor Rodrigo de Esquivel —el progenitor de una larga línea de
arrogantes aristócratas locales, los marqueses de Valleumbroso—, tomó el velo negro en
1579. Si su profesión es indicativa, el predominio criollo dentro del convento puede muy
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bien haberse dado apenas dos o tres décadas después de su fundación (Angulo, ed., 1939:
168).56
69 La historia temprana de Santa Clara (por esquemática y provisional que pueda ser)
planrea ranras interrogantes como las que responde. En todo caso, los registros de su
fundación nos obligan a considerar la categoría de “mestiza” como algo inestable y
provisional. Así nos brindan un poderoso recordatorio de lo innaturales que son la “raza”
y las categorías supuestamente raciales.57 Los mestizos no nacían, se les hacía, y su
fabricación fue un proceso histórico con rasgos prominentes de género. No podemos
asumir que los españoles veían la misma cosa cada vez que miraban a un hijo o hija de un
español y una andina: alrededor de 1560, para los españoles del Cuzco, “mestiza”
significaba un conjunto de posibilidades y “mestizo” otro más. Tampoco podemos asumir
que después de Toledo, el destino de ambos quedó sellado en una única categoría de la
diferencia, libre de cambios. Estas categorías evidentemente son fluidas y merecen un
mayor esrudio comparativo del que hasta ahora han recibido. ¿Por qué, cómo y cuándo
fue que en lugares como el Cuzco —y, para el caso, en Quito, Huamanga o La Paz—, los
españoles y criollos comenzaron a relegar a mestizos y mestizas a una posición inferior?
¿Cómo respondieron las personas así etiquetadas (o bien los chinos[as], cholos[as] o
castas)? Responder estas preguntas significará tener en cuenta la diversidad contenida en
estas categorías y desarmar sus plurales masculinizados para incorporar las
singularidades del género.
NOTAS
1. La evangelización ha sido largamente pintada como una conquista y penetración (masculina e
hispana) de los Andes, una en la cual apenas si cupo papel alguno a las mujeres (Armas Medina
1953 y Vargas Ugarte 1953-62, 1-2). Recientes investigaciones enfatizan el papel de las mujeres en
los intentos andinos de resistir al cristianismo y uncir sus poderes en formas que los misioneros
jamás pensaron (Stern 1982: 51-67; Mannarelli 1985: 141-55; Silverblatt 1987: 197-210). Pero la
metáfora sexuada de la penetración dista de haber sido eliminada, por lo cual Polo aún puede
sorprendernos: él veía la evangelización de otro modo, como un proceso reproductivo que
contaba con las mujeres entre sus agentes.
2. Angulo trabajó con una copia del libro que se encuentra en ADC, Juan de Pineda, 1656: fols.
621-74.
3. Dadas las pocas fuentes, resulta imposible establecer el número de mujeres culturalmente
“españolas” que vivían en el Cuzco alrededor de 1560. Por ese motivo mi argumento gita en torno
a la importancia de las mestizas como capital cultural, y en la del convento como una respuesta a
la crisis de la autoridad de los encomenderos.
4. Mi enfoque se inspiró en la obra de Joan Wallach Scott, a cuyo libro Gender and the Politics of
History (1988) se alude en el título de este capítulo.
5. Lockhart (1972: 97) especifica el monto del tesoro recibido por Maldonado. Hemming (1970:
79n y 597n) menciona en las notas a la hermana de Atahualpa.
6. Cook (1981: 38-40 y 211-19), estima que para 1530, el “haz poblacional” del Cuzco tenía entre
150,000 y 200,000 personas.
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7. Raúl Porras (1948: 74-95) presenta documentos de la fundación española del Cuzco.
8. Las relaciones más tempranas que se han publicado sobre los incas —una anónima, la otra de
Francisco de Xerez— aparecieron en Sevilla en 1534 (véase Xerez 1985: 28-29).
9. El curacazgo era una unidad de movilización de la mano de obra y cobro del tributo basada en
el parentesco, que tenía unas ptofundas raíces andinas que antecedían al imperio incaico (véase
Spalding 1984; Stern 1982).
10. A medida que las enfermedades devastaban a la población nativa y el tributo se reducía,
finalmente dejó de valer la pena luchar por las encomiendas. Con todo, ellas sobrevivieron de una
forma u otra hasta el siglo XVIII (Zavala 1973: 244-55; de la Puente Brunice 1992).
11. Cook (1981: 211-19) discute el impacto que las guerras, enfermedades, migraciones y arreglos
laborales explotadores tuvieron sobre la población del Cuzco. En comparación con la costa, éste
“era un lugar más saludable para que los indios vivieran” (p. 217).
12. De la Puente (1992: 337-82) da detalles del valor de las encomiendas cuzqueñas; véase también
Zavala (1973: 238-39).
13. Stern (1982: 31-33, 41-42), presenta fascinantes vistazos de los medios que Diego Maldonado
usó en estos años para convertirse en “el Rico”, cultivando a los curacas con presentes y favores.
Del Busto Duthurburu (1962-63: 130) indica que también podía ser abusivo.
14. Fray Francisco de Valverde contra Francisco González, 22 de enero de 1539, y contra Juan
Begines, 8 de febrero de 1539, Archivo General de Indias (en adelante AGI), Sevilla, Audiencia de
Lima, 305. La corona respondió a los informes de Valverde con un decreto de 1541, según el cual
las mujeres retenidas por españoles debían ser puestas al cuidado de mujeres españolas casadas;
véase Konetzke, ed. (1953-62, 1: 208-9).
15. Véanse medidas que imponían esta obligación a los encomenderos de diversas partes de las
Américas en Konetzke, ed. (1953-62, 1: 182, 187, 193).
16. En la primera parte de su Historia general del Perú, Garcilaso (1959a: 115) afirma que “en
aquellos principios, viendo los indios alguna india parida de español, toda la parentela se juntaba
a respetar y servir al español como a su ídolo, porque había emparentado con ellos. Y así fueron
estos tales de mucho socorro en la conquista de las Indias ”.
17. Los encomenderos ansiaban alcanzar el estatus de noble y la creciente obsesión hispana con
la “pureza de sangre” —esto es, una ascendencia de “cristianos viejos”, sin un solo convetso
reciente del judaismo o Islam en el árbol genealógico— tal vez hizo que no quisieran contraer
matrimonio con incas, que eran conversas recientes. Pero la oportunidad de casarse con la
riqueza incaica podía superar todos los obstáculos, como lo muestra el caso de doña Beatriz Clara
Coya.
18. La versión de Garcilaso de una “princesa” inca obligada a casarse con un español plebeyo
(1966: 1229-30) sugiere la furia que las mujeres incaicas sentían con semejante trato, y la que
Garcilaso tenía. Su padre dejó a su madre en esta forma, arreglando su matrimonio con un
español del común y tomando como su esposa a doña Luisa Martel de los Ríos.
19. James Lockhart (1968: 167) afirma que “el noventaicinco por ciento de la primera generación
de mestizos fue ilegítima”. Como “los pocos mestizos legítimos... fueron del todo aceptados como
iguales”, nos dice, “los españoles tal vez consideraron que la ilegitimidad era una mancha más
grave que la mezcla con los indios”.
20. Vargas Ugarte (1953-62, 1: 310) cita al fraile Domingo de Santo Tomás, quien escribió al
Consejo de Indias desde Lima en 1550, haciendo estas recomendaciones. Para las mestizas
evidentemente tenía en mente el modelo hispano del recogimiento, un lugar en donde las
mujeres podían vivir separadas del mundo secular, pero sin los solemnes votos monásticos.
21. Según del Busto (1962-63: 127-28, 142n), Juan Arias Maldonado combatió en varias batallas
importantes y salvó la vida de su padre en 1554, durante la batalla de Chuquinga.
22. Las actas del cabildo no dicen si esta provisión fue el estímulo para la creación de Santa Clara,
pero el momento sugiere que así fue.
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23. Las propiedades compradas y donadas fueron descritas como situadas cerca de las afueras del
Cuzco, por el camino que salía de la ciudad, “junto a do dizen chaquylchaca”.
24. Poco se sabe de Ortiz, viuda de Juan de Retes, una figura aún más oscura. Según Diego de
Mendoza (1976: 377), Ortiz atendía a los pobres en el hospital de Espíritu Santo vestida como una
terciaria franciscana.
25. El Libro original (Angulo, ed., 1939: 56) da el 16 de marzo de 1557 como la fecha en que el
cabildo decidió solicitar el permiso de la corona. Entretanto llevó a cabo sus propios actos
formales de fundación en 1558. Al obtenerse el real permiso se llevaron a cabo otros actos
adicionales de fundación a comienzos de la década de 1560.
26. La Encarnación fue formado en 1557 como un recogimiento bajo auspicio agustino,
ascendiendo al rango de monasterio en 1561, y convirtiéndose en el primer convento de mujeres
de Lima (Calancha 1976, 3: 969-7.3; véase también Leiva 1995: 319-30).
27. San Juan de la Penitencia fue fundado en 1553 por tres acaudalados residentes de Lima,
específicamente para que cuidara de mestizas huérfanas (van Deusen 1990).
28. Para el concepto y práctica del recogimiento véase van Deusen (1988).
29. El cabildo de Arequipa fue, por ejemplo, bastante explícito en su respaldo a la fundación de
Santa Catalina (Zegarra López 1985: 24).
30. Según Lockhart (1968: 167), Maldonado “casó a su hija con un don español, con una dote de
20,000 pesos”. Posiblemente fue educada por Ortiz antes de la fundación de Santa Clara, pero ella
no figura en la lista de mestizas residentes del “Libro original”.
31. Se puede llegar a esta conclusión leyendo entre líneas el libro de fundación. Quienquiera que
lo haya llevado, posiblemente Francisca de Ortiz, registró prominentemente la identidad de las
españolas; véanse las tres entradas de este tipo (Angulo, ed., 1939: 89, 160-61). En diciembre de
1565, el cabildo anotó que todas los españolas que habían profesado no llevaron dote (p. 72). Sólo
cuatro de las dieciocho monjas profesas figuran sin dote y dos de ellas están claramente
marcadas como “españolas”, lo cual sugiere que dieciséis eran mestizas.
32. La información que sigue sobre doña Beatriz fue extraída principalmente de Ros-tworowski
de Diez Canseco (1970: 153-58); Hemming (1970: 297-300, 311-14, 459-61); y la correspondencia
oficial en Levillier, ed., (1921-26, 3).
33. Hijos del “doctor buendia” (Levillier, ed., 1921-26, 3: 156, 162, 229); John Hemming (1970: 343)
también consideró a los hermanos como primos de Juan Arias Maldonado, el hijo mestizo de
Diego Maldonado, pero el vínculo de parentesco no está claro. Como los tres estuvieron
implicados en el “motín de mestizos” de 1567, descrito infra, se asume a menudo que los
hermanos eran mestizos, peto no aparecen como tales en los informes oficiales, y Juan Arias
Maldonado en cambio sí.
34. Maldonado fue obligado a regresar a España y Beatriz partió a Chile con su marido, que había
sido nombrado gobernador. En Concepción tuvieron una hija, doña Ana María. Loyola fue muerto
en 1598 y su esposa vivió entonces en Lima, donde falleció en 1600; sus descendientes se
convirtieron en los marqueses de Oropesa (Rostworowski 1970: 157-58; Hemming 1970; 459-61).
35.
No existe ninguna cifra confiable del número de mujeres españolas en el Cuzco, pero Lockhart
(1968: 152) calcula que en todo el virreinato debe haber habido apenas 150-200 de ellas en 1541,
300-400 para 1543 y alrededor de 1,000 en 1555. Esta población estaba concentrada en las
ciudades costeras, pero para mediados de siglo algunas españolas habían llegado al Cuzco a pesar
de las guerras en curso, la mayoría de ellas sin duda esposas y parientes de los encomenderos.
Véase el dramático relato que Garcilaso (1966: 1318-21) hace del banquete matrimonial de un
encomendero en 1553, interrumpido por una rebelión importante que hizo que los invitados
treparan a los techos.
36. Según Hemming (1970: 312n), María fue “seducida y secuestrada por un tal Juan Baptista de
Vitoria mientras era una novicia en el convento”, contrajo matrimonio con el tal Vitoria y quedó
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desheredada por su padre. Hemming indica (p. 209) que hubo un segundo matrimonio con Gaspar
Hernández. Estoy en deuda con John H. Rowe por haberme indicado el ms. A155 de la Biblioteca
Nacional (BN) de Lima, el cual indica que Betanzos perdonó a su hija y le restituyó su herencia en
julio de 1566. El caso de la hija de Francisco Pizarro con Quispe Sisa brinda una interesante
comparación (véase Rostworowski de Diez Canseco 1989).
37. Este podría haber sido el caso de “Ana”, quien aparece en el Libro original simplemente como
la hija huérfana de “Diego Fernández” (Angulo, ed., 1939: 82). Dado que este apellido es
fácilmente confundido con “Hernández” en los documentos del siglo XVI y sus ttanscripciones (y
Angulo cometió bastantes errores), es posible que su padre haya sido Diego Hernández; de ser así,
Ana habría sido la hija de Beatriz Huayllas Ñusta, una inca de alto rango. También podría haber
sido la hija de otro encomendero del mismo nombre (de la Puente 1992: 423).
38. Las Constituciones generales para todas las monjas, y religiosas sujetas a la obediencia de la orden de
N.PS. Francisco, en toda esta familia cismontana (Ciudad de México: Imprenta de la Viuda de
Francisco Rodríguez Lupercio, 1689: fol. 58), prohiben que las “freylas donadas” usen el velo
negro.
39. Aludo aquí a las disputas intelectuales que entonces llegaban a su climax al otro lado del
Atlántico entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, en torno a la proposición de si
los “indios” eran “esclavos naturales” en tétminos aristótelicos, y por lo tanto aptos para ser
conquistados y distribuidos en encomienda. Pagden (1982) traza las coordenadas de las
posiciones de los diversos contendores.
40. No estoy sugiriendo que Francisca de Jesús y sus compañeras actuasen en conformidad con
las prácticas raciales de hoy, sino señalando un momento especialmente fluido de la prehistoria
sudamericana de las “razas” que todavía requiere ser investigado. Aquí la legitimidad parece
estar relativizada, y otras cosas (¿la nueva conversión a la Fe?) podrían haber hecho que las
mestizas parecieran tener menos “autoridad” a ojos hispanos. Esta retórica de la autoridad dista
de estar clara; de igual modo, el aspecto físico tuvo su parte en los actos discriminatorios del
tardío siglo XVI.
41. No queda claro si la protesta se originó en Santa Clara, dentro de las mestizas discriminadas,
o entre sus padres, quienes ciertamente se hallaban en un estado de considerable ansiedad por su
propio estatus y el de sus hijos mestizos.
42. El cabildo convenció al provincial franciscano para que decretara que las monjas que llevaran
el velo blanco pudiesen tomar el negro (Angulo, ed., 1939: 72-73). Con las fuentes disponibles no
queda claro si la presión ejercida por el cabildo logró promover a alguna de un velo al otro.
43. El tercer concilio limense (1582-83) también optó a favor de la igualdad de las mestizas, pero
fue en vano (Vargas Ugarre, ed., 1951-54, 1: 358).
44. Para una idea de la extrema complejidad de los puntos que estaban intentando resolver, y el
lugar central del matrimonio y la reproducción, véase Konetzke (1953-62, 1: 340-60).
45. Murra (1991) brinda detalles interesantes.
46. El Dr. Cuenca, un oidor de la audiencia de Lima, fue enviado al Cuzco cuando un motín en
contra de los encomenderos amenazaba estallar en 1561; véase su informe en Levillier, ed. (1922:
294-99; la cita en la p. 294). Una petición hecha al rey por el cabildo del Cuzco en octubre de 1563
(AGI, Audiencia de Lima 110) muestra que las agitaciones causadas por la perpetuidad distaban de
haber concluido.
47. El virrey conde de Nieva señalaba que a los encomenderos no les había interesado alcanzar un
arreglo individual en tanto cabía la posibilidad de la perpetuidad, pero que ya habían comenzado
a mudar de parecer.
48. La documentación del incidente figura en AGI, Justicia 1086; véase López Martínez (1964).
49. Según del Busto (1962-63: 131-32), Maldonado logró obtener la liberación de su hijo, pero
López Martínez (1964: 380-81) indica que fue exiliado a España, en donde solicitó al rey en 1578
que se le permitiera volver al Perú. En ADC, Testimonios Compulsos, Leg. I, se incluyen
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testimonios de que Juan Arias Maldonado hizo testamento en Panamá en 1583, durante su
regreso del exilio. En su Historia general del Perú, Garcilaso (1959b; 847) afirma que su
contemporáneo mestizo falleció a los tres días de haber llegado al Perú, “de puro contento y
regocijo de verse en su tierra”.
50. En esta carta de febrero de 1567, García de Castro se queja de los mestizos y mulatos, en otra
cartas de mestizos y criollos, o simplemente de “los nacidos en esta tierra”.
51. García de Castro comienza esta parte de su carta de septiembre de 1567 refiriéndose a los
mestizos y mulatos, pero el contexto deja en claro que él consideraba a los primeros una amenaza
especialmente poderosa. Felipe II respondió con un decreto de 1568 (citado en Konetzke 1953-62,
1: 436-37) que prohibía a mestizos y mulatos portar armas.
52. Ello no obstante y como lo muestra de la Puente (1992: 85-94), los encomenderos del Cuzco
intentaron reabrir el caso de la perpetuidad hasta bien entrado el siglo XVII.
53. El “poder para testar” de Diego Maldonado, en el cual nombra a Juan Arias como su hijo
natural con doña Lucía, y le hace heredero de un extenso mayorazgo, se encuentra en ADC,
Protocolos Notariales, Antonio Sánchez, leg. 19 (1571-72): fols. 538-49v. Los registros incompletos
de un pleito de 1583 entre los hijos de Juan Arias por la sucesión del mayorazgo se hallan en ADC,
Testimonios Compulsos, leg. 1. Los herederos de Maldonado al mismo conservaron un papel
prominente en los asuntos del Cuzco duranre varias generaciones.
54. Para el siglo XVII, las categorías de velos negro y blanco estaban firmemente arraigadas en las
prácticas conventuales, no sólo del Cuzco sino también de otros lugares (para Lima véase Martín
1983: 179-92). Necesitamos estudios comparativos que muestren qué tipos de fronteras
históricamente específicas eran reforzadas por estas categorías.
55. Ambos describen a las primeras ingresantes de Santa Clara como “doncellas nobles” e hijas de
conquistadores (Mendoza 1976: 68-72, 377-474; Córdova y Salinas 1957: 890-94).
56. Después de Francisca de Jesús, las siguientes dos abadesas de Santa Clara fueron españolas:
Clara de San Francisco durante dos periodos (1576-79, 1579-82), a quien le siguió Bernardina de
Jesús (1582-85). Aunque el libro no deja en claro la identidad de las veinticinco mujeres que
profesaron durante sus mandatos (y la lista se interrumpe en 1583), diez eran “doñas” y podrían
muy bien haber sido las hijas criollas de españoles importantes. Este ciertamente era el caso de
doña Mencia, y pareciera serlo rambién delas dos hermanas Villafuerte y las dos hermanas Sotelo
(pp. 166-67).
57. Véase Kuznesof (1995: 153-76), quien busca historizar el concepto de raza investigando la
categoría de “criollo”. Ella usa “raza” en formas confusas, las cuales revelan las dificultades que
hay para dejar de lado los usos modernos del término; por ejemplo, ella indica que el uso colonial
español asociaba “raza” con “civilización” y “características genéticas” (p. 164), un conjunto de
conexiones discursivas que suena del todo moderna. Pero Kuznesof es de las primeras
historiadoras de la Hispanoamérica colonial que trata la raza como “una categoría social” (p. 165)
y no como una categoría transhistórica y evidente por sí misma, y que en este proceso utiliza el
análisis de género.
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1 SEA CUAL FUERE EL COLOR DE SU VELO , la monja profesa está obligada a vivir una vida de
pobreza. En lo que respecta a este punto fundamental, la regla dada en el siglo XIII a las
seguidoras de Clara de Asís por parte del Papa Urbano IV era clara: “Todas las que dexada
la vanidad del mundo, quisieren entrar, y perseverar en vuestra Religion, necessario es, y
convieneles guardar esta ley de vida, y disciplina, viviendo en obediencia, sin proprio, y
en castidad, y tambien en perpetua clausura” (Constituciones generales 1689: fol. 3). A
juzgar por los retratos hagio-gráficos que Diego de Mendoza, el cronista franciscano,
pintara de las clarisas del Cuzco del siglo XVI, las monjas cumplían estrictamente con sus
votos, y se aseguraban de que sus compañeras también lo hicieran. Mendoza alaba a las
monjas fundadoras por su ascetismo personal y humildad extremas, contrapuestas a un
Cuzco irremediablemente babilónico de opulencia, fiebre del oro y abundancia. El
comienza con Francisca de Jesús, quien “[s]iempre vistió habito pobre, y tunica de sayal a
raiz de las carnes, sin jamas vsar de lienço, ni aun en sus peligrosas, y agudas
enfermedades; su cama fue, vn pellejuelo, y vna frazada”. Ella despreciaba los bienes
mundanos y la forma en que se conseguían, y “tan gran tedio cobró a todos los bienes
temporales, y cuydados de adquirirlos, que nunca mas rica, y descansada se hallaua, que
quando mas pobre, pidiendo de limosna el sustento para si, y para sus Religiosas”. La
pobreza ejemplar de la primera abadesa de Santa clara inspiró una larga efusión retórica
a Mendoza (1976: 380), quien urgió a sus lectores a que ponderasen verdades de peso:
Quien duda que los regalos, y riquezas, los gustos, y bienes de esta vida, son pesada
carga al coraçon humano? quien no sabe que a Dios no se ha de buscar en baxezas
de la tierra, sino en las alturas del Cielo? corno pues subiran a eminencia tan
sublime los que en tales vilezas se empeñan?
2 La pobreza debía ser una práctica cotidiana y era responsabilidad de cada monja ejercerla.
Su práctica diaria significaba el “desprendimiento”, un dejar permanente, privándose a sí
misma de las cosas materiales fuera de las estrictamente necesarias. Las constituciones de
la Orden de Santa Clara brindaban unas detalladas instrucciones sobre la observancia de
la pobreza, para así asegurarse de que cada monja la experimentase constantemente y
mediante tantos de sus sentidos como fuera posible. Su hábito debía estar hecho de un
material burdo y vil. La cama debía ser simple, al igual que sus comidas. Según la relación
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4 En suma, por austeras que sus monjas individuales pudieran ser, para 1565 el convento de
Santa Clara estaba en camino de amasar una rica base de recursos en la región del Cuzco,
la cual rivalizaba con la de los encomenderos más acaudalados. El mismo Diego
Maldonado no podría haberlo hecho mejor. Las entradas subsiguientes en el Libro original
para los años que median entre 1582 y 1586, dan listas cada vez más extensas de bienes
raíces, tanto urbanos como rurales, ubicados en o cerca de la ciudad del Cuzco (véase el
Apéndice 2). Las listas asimismo reflejan la creciente participación de las monjas en la
provisión de crédito a censatarios locales mediante transacciones semejantes a una
hipoteca, coloquialmente conocidas como “censos al quitar”, las cuales se fueron
haciendo cada vez más comunes en la región. De tres escrituras de censo en 1565, el
número de censos que las monjas tenían sobre propiedades de personas específicas subió
a dieciocho para 1582-86. Para finales del siglo, los ingresos provenientes de los censos
daban cuenta de alrededor del 43% de las rentas anuales de Santa Clara, y el convento
estaba en camino de ser uno de los más grandes acreedores, así como uno de los
terratenientes más grandes, de la región del Cuzco.
5 Estos activos apenas si encajan con los retratos austeros trazados por Diego de Mendoza,
de las mujeres que evitaban los bienes mundanos y todas las comodidades. ¿Cómo
pudieron Francisca de Jesús, Clara de San Francisco y sus sucesoras justificar este interés
cada vez más grande en la economía local? ¿Acaso estas posesiones no eran una “pesada
carga al coraçon humano”, para usar la rigurosa afirmación de Mendoza? A primera vista,
la importancia cada vez mayor que el convento tenía en la economía regional del Cuzco
parecería ser una ruptura abierta de la regla y las constituciones monásticas de las
monjas, que comprometía seriamente sus votos. ¿Cómo reconciliaron las monjas de Santa
Clara a sus votos de pobreza con el hecho de que estaban obteniendo propiedades
colectivamente e incluso llegando a ser prósperas?
6 En este caso, la diferencia entre el pecado y la salvación giraba en torno a la cuestión
quinientista por excelencia del dominio. Ninguna monja era culpable del pecado de la
propiedad, en tanto el convento de Santa Clara tuviera el título al recurso en cuestión, y
por lo tanto el dominio sobre el mismo. El franciscano Antonio Arbiol ilustra el meollo del
asunto en La religiosa ilustrada, su manual para monjas:
La Religiosa, que tiene hecho Voto solemne de vivir sin proprio, no puede tener en
buena conciencia cosa propria, aunque sea un alfiler....
De este manifiesto principio, se sigue por legitima conseqüencia, que todo quanto
tiene para su uso la Religiosa Profesa, lo ha de tener de tal modo, que entienda
firmemente, que en nada tiene dominio, y no es cosa suya propria, sino del
Convento... (Arbiol 1776: 158).
7 Arbiol no dice que una monja no puede usar una aguja, o beneficiarse con el trabajo de
una sirvienta indígena o los frutos de una encomienda. La pobreza de una monja dependía
más bien de su clara comprensión de la propiedad y sus límites. Cada una debía
responsabilizarse por mantener sus votos, lo cual significaba aceptar que todo lo que
pasara a sus manos, incluso una minúscula aguja de coser, no era en realidad suya. Si su
abadesa le pedía que la dejara, estaba obligada a hacerlo con obediente presteza. Mientras
todas las monjas tuviesen las cosas claras en estos asuntos y renunciaran a la propiedad
individual, no había nada que impidiera que el convento se hiciera tan rico como Creso (o
como Diego Maldonado, “el Rico”).
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12 Su relación de las muchas fundaciones que llevó a cabo por toda España entre 1567 y 1582
deja pocas dudas de que Santa Teresa fue una administradora excepcionalmente capaz de
propiedades y rentas. La mayor parte de sus conventos recibieron bienes sustanciales de
personas acomodadas de la localidad, a las cuales ella expresó su admiración y gratitud.
Pero Teresa jamás dejó de promover una pobreza extrema, prefiriendo firmemente que
las monjas vivieran de la caridad y no de las rentas provenientes de inversiones y la
administración de propiedades. Estos ingresos representaban una potencial y peligrosa
dependencia, como ella lo sugirió: “siempre soy amiga de que sean los monesterios u del
todo pobres u que tengan de manera que no hayan menester las monjas importunar a
nadie para todo lo que fuere menester” (Santa Teresa de Jesús 1984: 87-88). En otro lugar
explicó lo que quería decir con mayor precisión:
yo siempre he pretendido que los monesterios que fundaba con renta la tuviesen
tan bastante que no hayan menester las monjas a sus deudos ni a nenguno, sino que
de comer y vestir les den todo lo necesario en la casa, y las enfermas muy bien
curadas; porque de faltarles lo necesario, vienen muchos inconvenientes. Y para
hacer muchos monesterios de pobreza sin renta, nunca me falta corazón y
confianza, con certidumbre que no les ha Dios de faltar; y para hacerlos de renta y
con poca, todo me falta; por mejor tengo que no se funden (Santa Teresa de Jesús
1984: 144).
13 En lo que respecta a los dilemas del dominio, Santa Teresa era notablemente firme: un
convento debía ser dotado generosamente en el momento de su fundación o no recibir
nada en absoluto. Sólo de este modo podrían las monjas concentrarse en vidas de oración
y pobreza. Era mejor depender del todo de Dios o de un aristócrata local, que quedar en
algún punto intermedio y tener que enfrentar una perturbadora lucha por la subsistencia.
14 Los escritos de Santa Teresa sugieren el dilema en el cual la abadesa Francisca de Jesús se
encontró en los Andes peruanos, en una disputada zona de frontera de la expansión
colonial hispana. Sólo cubrir los gastos esenciales de la vida de la comunidad debe haber
constituido todo un reto. Las provisiones ibéricas eran escasas y costosas en el Cuzco. En
todo caso, los fondos de las dotes no estaban disponibles para estos fines. Siguiendo la
constitución de las clarisas, el cabildo había requerido que las dotes llevadas por las
primeras ingresantes mestizas fuesen invertidas en lugar de usárselas para cubrir los
gastos cotidianos. Este requisito, que buscaba asegurar el bienestar financiero de la
comunidad en el largo plazo, no hizo nada para aliviar las condiciones en el corto plazo
(Angulo, ed., 1939: 75; Constituciones generales 1689: fol. 62v).2
15 Es más, el Cuzco no contaba con ningún aristócrata firmemente arraigado al cual las
monjas pudieran volverse en busca de un patrimonio seguro y generoso. Hombres como
Diego Maldonado podían hacer gestos a favor de Santa Clara, pero ningún español local
estaba aún en condiciones de mostrar la largueza que podía esperarse de un grande de la
Península. Era igualmente improbable que el convento pudiese operar solamente en base
a los presentes caritativos. La población hispana del Cuzco en el siglo XVI era pequeña y
bastante móvil, en tanto que el clero español todavía no había hecho mucho para
propagar o requerir la caridad cristiana; además, la economía recién se estaba
monetarizando y los circuitos de la actividad productiva estaban viviendo unas
dramáticas transformaciones. Un siglo más tarde Diego de Mendoza diría del cabildo, que
había afirmado su mecenazgo del convento en la década de 1550, que sus miembros
ignominiosamente incumplieron su promesa de mantener a las monjas (Mendoza 1976:
68).
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Figura 2. Mapa de la región en la cual las monjas del Cuzco ejercían el dominio sobre recursos. Desde
mediados del siglo XVI las clarisas tuvieron valiosas propiedades, desde la hacienda de Pachar a la
estancia de Caco, cerca de Azángaro. Los tres conventos daban crédito a los productores de azúcar
de Abancay, los hacendados que cultivaban cereales a lo largo del río Urubamba y a otros
empresarios.
21 El lugar que el cabildo eligió para Santa Clara tenía obvios atractivos. Estaba cerca de la
ciudad del Cuzco, se encontraba bien provisto de agua y era ideal para cultivar el trigo,
cuya demanda crecía con la expansión de los asentamientos hispanos en la región.
Tampoco era cualquier valle fértil. Éste yacía en el centro del imperio inca, a lo largo del
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río Urubamba (Vilcanota), y durante largo tiempo había sido la provincia de las panacas
incaicas, los poderosos grupos de parentesco de la nobleza inca. Las imponentes terrazas
en las laderas del valle daban ricas cosechas de maíz, convirtiendo a la región en un
granero para los incas. Extensos complejos incaicos aseguraban el valle en Ollantay-
tambo y Písac, dando fe de su importancia estratégica y simbólica. 6 El valle del río
Urubamba era tan rico y atractivo que varios encomenderos buscaron que su base de
operaciones fuera mudada del Cuzco a esta zona. El cabildo consideró seriamente tal
desplazamiento, y tal vez lo hubiese llevado a cabo de no haber sido por la venerable
antigüedad de la ciudad (Cieza 1986: 261).7
22 Doscientas fanegadas era una cantidad considerable de tierra que reclamar en un angosto
valle andino. Cada fanegada era el monto que un trabajador podía sembrar con una
fanega de semilla —alrededor de 2.9 hectáreas—, de modo que 200 de ellas equivalían
aproximadamente a 580 hectáreas.8 El cabildo nombró a Gerónimo Costilla para que
realizara una cuidadosa inspección del valle, junto con otros testigos españoles y un
notario, para que determinaran cuáles de sus campos de cultivo podían ser entregados a
Santa Clara “sin perjuizio de terceros” (ASC, Cuzco, “Volumen de varias escrituras que
pueden servir de títulos”). Con este fin, en octubre de 1557 Costilla emprendió el viaje de
un día hacia el norte del Cuzco, al valle, para hacer la toma de posesión, a nombre del
nuevo convento, de su primera propiedad.
23 Para ese entonces Costilla, un nativo de Zamora, en el viejo reino de Castilla, era un
poderoso señor de más de cuarenta años, a quien sus compañeros se dirigían
respetuosamente como “general”. Sus entrados años no deben haber sido cómodos, dados
los muchos viajes y combates escabrosos a los cuales había sobrevivido desde su arribo al
Perú en 1535. En ese año perdió sus dedos por la helada, y también casi la vida, mientras
acompañaba a Diego de Almagro al sur, a Chile. Después de regresar al Cuzco para ayudar
a levantar el asedio de Manco Inca, Costilla se quedó y combatió en varias otras batallas,
recibiendo parte de la encomienda de Asiilo, al sur del Cuzco y en la provincia del Collao,
como recompensa por los servicios prestados al rey. En estos años se involucró en el
floreciente comercio de coca con el centro minero de Potosí, al igual que toda otra
persona acomodada del Cuzco. Para cuando se fundó Santa Clara, Costilla se encontraba
entre los vecinos más honorables de la ciudad. El cabildo le confió el cargo de mayordomo
por respeto a su condición como su regidor más antiguo.
24 Pero de no haber sido por las circunstancias de su nacimiento, Gerónimo Costilla
probablemente habría pasado su vida favoreciendo al viejo convento franciscano de
Zamora, donde estaban enterrados los huesos de sus antepasados, en lugar de comenzar
una nueva vida ayudando a fundar uno en el lejano Perú. Costilla venía de una noble
familia y sus padres se habían distinguido como benefactores de una capilla “que llaman
de los Costillas y Gallinatos”, en la iglesia del convento franciscano justo afuera de las
antiguas murallas de la ciudad de Zamora (AHN, Madrid, Sección de Órdenes Militares:
Santiago, exp. 5170, don Antonio de Mendoza y Costilla, Cuzco, 1672). Pero él era un
“segundón”, el segundo hijo de sus padres, Diego Costilla y Beatriz Gallinato. Su hermano,
Antonio Costilla, se encontraba delante de él, y en la línea para heredar el grueso del
patrimonio familiar y mantener su honra mediante diversos tipos de patronazgo y
larguezas (ibíd.).9 Mientras permaneciese en Zamora, el primogénito siempre habría de
tener precedencia sobre él, tanto en vida como en la muerte. Costilla era lo
suficientemente ambicioso como para no hacerlo. Aunque conservó vínculos financieros y
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personales con su provincia nativa durante toda su vida, al igual que muchos de sus
compañeros, Gerónimo jamás regresó a Zamora.
25 En lugar de ello se involucró profundamente con la promoción y la prosperidad del nuevo
convento de Santa Clara, en donde eventualmente compró una capilla funeraria en la cual
se le veneraría como el honorable patriarca de un linaje distinguido, no como un simple
segundón.10 En el temprano mundo hispano-peruano, los hombres —y también algunas
mujeres— podían rehacerse a sí mismos en esta forma, y es claro que Costilla aprovechó al
máximo la gran distancia que separaba al Cuzco de Zamora para saltar de su árbol
familiar y echar raíces nuevas en un suelo fresco. Lograría bastante en el transcurso de su
vida, convirtiéndose en caballero de la orden de Santiago en 1579, cuando apenas un
puñado de hombres en el Perú podían alardear de ser caballeros de cualquier orden. Y los
seis hijos que tuvo con María
26 Riveros, su esposa española, lograrían aún más, combinando astutas alianzas
matrimoniales, cargos políticos y títulos nobiliarios para convertir a Costilla en uno de los
apellidos más prestigiosos y sólidamente arraigados en el Cuzco colonial. La relación de
Gerónimo Costilla con el nuevo monasterio sería continuada por sus descendientes, varios
de los cuales serían distinguidos benefactores y monjas de Santa Clara.
27 Pero en 1557 Costilla, al igual que este convento, apenas comenzaba a sentar unas sólidas
bases materiales con las cuales labrar un próspero futuro. En comparación con su
contemporáneo Diego Maldonado, Costilla apenas si tomó pasos modestos para
convertirse en un indiano acaudalado.11 Él y su esposa tenían hijos en los cuales pensar,
cuatro varones y dos mujeres que eventualmente esperarían una herencia compatible con
el estatus de su padre, un caudillo entre los “primeros pobladores”. No sorprende que él
haya sido de los que presionaron a la corona en estos años, cuando la disputa sobre la
perpetuidad de la encomienda subía en intensidad. Entretanto él, al igual que varios de
sus compañeros encomenderos, se cuidaba apostando simultáneamente por otras
actividades productivas, sobre todo la venta de hojas de coca. Entre sus empresas estuvo
la adquisición de unos atractivos inmuebles. En octubre de 1557, cuando se unió a los
veteranos conquistadores Mando Sierra de Leguizamo y Juan Julio de Ojeda en su misión a
nombre de Santa Clara, Costilla tenía en mente sus propios intereses, y comenzó a hacerse
ideas acerca de sus intereses futuros en el valle que era el granero del Cuzco.
28 Fue así que el 28 de octubre de 1557 don Francisco Mayontopa, curaca de Ollantaytambo,
y sus parientes incas se encontraron cara a cara con Gerónimo Costilla y su grupo. No está
claro si un traductor medió en las negociaciones; ninguno figura en el registro
fragmentario que queda de ellas. Sólo sobrevive el lado hispano de la historia. La relación
del notario Luis de Quesada indica que al enterarse de las intenciones de los españoles, lo
primero que Mayontopa y sus hombres hicieron fue denunciar una usurpación anterior
de sus tierras. Mayontopa sostuvo que ciertos campos en la zona que ya estaban siendo
labrados en beneficio de Santa Clara, supuestamente sin perjudicar a nadie, habían sido
usurpados a su pueblo y debían serles devueltos. Ojeda y Sierra accedieron de inmediato,
ordenando que se restituyera la tierra a los indios de Ollantaytambo “por [ser] tierras
propias suyas y de sus pasados” (ASC, “Volumen de varias escrituras”: fols. 41-56).
29 Los encomenderos procedieron entonces a demarcar otras tierras en la vecindad, “que
por confission y declaracion del dho. cacique e yndios e principales se averiguo e parecio
que son tierras de los yngas passados y del sol de ningun tercero”. Sobre esta base, Ojeda
y Sierra las reclamaron en nombre de Santa Clara. Determinaron los linderos en la forma
acostumbrada, haciendo detalladas referencias a la forma del paisaje y a hitos locales
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(”desde una puerta pequeña hecha de piedras questa en pasando una puente de madera”;
“por... unas peñas lisas con unas manchas blancas” y así sucesivamente), registrados por
el notario. Según la versión de Quesada, Mayontopa y sus hombres ayudaron a demarcar
las tierras “de su propia mano” y dijeron que estaba “muy bien hecho e partido”. Los
campos fueron entonces entregados a Gerónimo Costilla con el acostumbrado ritual
hispano de posesión. Ojeda y Sierra le llevaron de la mano a la propiedad, en donde
procedió a arrancar césped, quebrar ramas de los árboles y tirar piedras, diciendo
“posesión, posesión, posesión” para manifestar el derecho que reclamaba en nombre de
Santa Clara. Según Quesada, el curaca y sus hombres no se pronunciaron en contra de la
ceremonia, de modo que los españoles asumieron el consentimiento de los incas.
30 Costilla, Ojeda y Sierra habían dado origen a una valiosa propiedad sobre la cual el
convento de Santa Clara podía ejercer el dominio. En efecto, los españoles habían
aprendido lo suficiente de los incas para utilizar sus métodos de asignación de recursos en
contra suya. Con los incas, la tierra era distribuida en conformidad con un plan tripartito:
una parte era usada para mantener al Estado (”el Inca”), otra para la religión (”el Sol”) y
el resto a las comunidades locales. Mediante una tosca pero eficaz lógica hispana, los dos
primeros tipos eran improcedentes debido a la conquista hispana del Tahuantinsuyo, y
eran ahora “tierras realengas”. De este modo, mostrar que un campo de tierra cultivable o
de pastizales había sido “tierras del Inca y del Sol” equivalía, desde el punto de vista de
los españoles, a declararlas “baldías, vacas, eriazas y sin dueño”, y por ello disponibles
para que fueran reasignadas por las autoridades hispanas.12 Al lograr que las principales
autoridades indígenas dejaran sentado por escrito que una zona había sido “del Inca y del
Sol” antes de la conquista, los españoles lograron mostrar a su entera satisfacción que los
jefes locales no tenían ningún derecho válido sobre ellas.
31 Sin embargo, luego de los eventos del 28 de octubre de 1557, Francisco Mayontopa tomó
acciones legales para revertir las pretensiones de Costilla. En algún momento luego de los
ritos ejecutados en Pachar, Mayontopa solicitó de Polo de Ondegardo, el corregidor del
Cuzco, una orden que hiciera valer su derecho y el de su pueblo a poseer las tierras que
habían sido apropiadas para Santa Clara. Aunque no han sobrevivido los registros de estos
actos, otros documentos indican que Mayontopa simultáneamente hacía frente al hambre
de tierras de otra orden monacal, los frailes mercedarios del Cuzco, que igualmente
buscaban tierras que alguna vez habían estado dedicadas al Inca y al Sol. Mayontopa debe
haberse dado cuenta de que esta no era una simple sed hispana de tierras, sino un
creciente apetito eclesiástico por un tipo específico de ellas.
32 Los casos similares que involucraron a los agustinos (1560) y jesuitas (1586) sugieren un
patrón en estas pretensiones.13 Las órdenes religiosas parecieran haber creído que
merecían la prioridad en la reasignación de las “tierras del Inca y del Sol”, las que alguna
vez habían mantenido a las mismas “idolatrías” andinas a las cuales ellas habían sido
enviadas a erradicar. Los monasterios necesitaban recursos para mantener a la población
pequeña, pero creciente, de clérigos que se estaban esparciendo por el campo, librando
una prolongada campaña en pos de la conversión de los nativos andinos. A ojos de los
frailes, ¿qué podría haber sido más apropiado que el que los campos de la falsa religión de
los incas fuesen reasignados a las fuerzas evangelizadoras de la verdadera Fe? El mismo
Carlos V había planteado esta posibilidad, en las instrucciones que diera al primer virrey
peruano en 1534:
Otrosí, os informaréis qué tierras y heredades hay en dicha provincia que los
naturales de ella tuviesen ofrecidos y aplicados a las casas del sol, o para otros titos
o sacrificios de su gentilidad; y en qué cantidad son y en qué parte de dicha
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provincia están, y si será bien que se apliquen pata las iglesias y monasterios que en
dicha provincia están hechas o se hicieren, y en qué parte de ellas se deben aplicar y
de qué manera. Y nos enviaréis de ello relación muy particulat y valor de ello, y de
la necesidad que en esto tuvieren las iglesias y monasterios... para que por nos sea
visto y provea lo que convenga (Hanke, ed., 1978-80, 1: 34).
33 No se ha registrado ninguna decisión sobre esta materia. En todo caso, la idea de
expropiar a la religión conquistada para beneficiar a la Fe conquistadora estaba
claramente disponible en la década de 1540, y las órdenes religiosas la utilizaron. Cuando
los jesuitas del Cuzco buscaron una merced de “tierras del Inca y del Sol” en la década de
1580, se les dijo que no quedaba ninguna (AGN, Superior Gobierno, leg. 1, cuaderno 10,
1586).14 Para ese entonces estaba muy en claro que las comunidades indígenas no estaban
muy contentas con dichas pretensiones. De hecho, el resultado fue un embrollo legal:
demandas de los españoles, contrademandas de los curacas y juicios al parecer
interminables (Polo de Ondegardo 1990: 66-69).15
34 Francisco Mayontopa estaba en medio de los actos legales. En tanto curaca, a él le
correspondía defender lo que los pobladores de Ollan-taytambo consideraban suyo. 16
Mayontopa resistió a los mercedarios a finales de la década de 1550, sin duda usando al
mismo tiempo idénticos argumentos contra Santa Clara y Costilla. A través de Gonzalo
Rodríguez, su representante legal, el curaca sostuvo que él y otros principales de
Ollantaytambo no se habían pronunciado contra la demanda inicial de veinticinco
fanegadas de tierra hecha por los mercedarios por temor al licenciado Bautista Muñoz, el
corregidor del Cuzco, que era quien había hecho la merced. Él y sus hombres no se habían
atrevido a cuestionar las ceremonias de posesión, “aunque le[s] era muy dañosa”.
Mayontopa afirmó entonces que su comunidad necesitaba los campos para sus cultivos,
que estaban cerca de donde su pueblo vivía, y que los habían tenido y poseído por varias
décadas sin interrupción. Otras declaraciones de Mayontopa, así como de otros testigos,
detallan aún más los perjuicios infligidos por los mercedarios:
Podra aver quarro meses poco mas o menos que teniendo [Mayontopa] e sus
prencipales e yndios sembrada un pedaço de tierra... llamada Colcabamba de maiz
para los yndios del dicho rrepartimiento del ayllo Collas mitimaes en questavan
sembradas doze hanegadas de tierra dos frailes de la horden [de la Merced]... syn
caussa alguna echaron en las dichas tierras dentro en lo sembrado muchos bueyes y
pasçieron el dicho maíz questava crescido y de nuevo tornaron a arar la dicha tierra
y a sembrarla y las sembraron de trigo... (AGN, Campesinado: Derecho Indígena, leg.
31, cuaderno 614, año 1559, “Autos que siguió Juan de Arrendolaza”: fols. 17v-18,
26v).17
35 La escena que los testigos describieron resume buena parte de la transición que venía
dándose en Ollantaytambo y en toda la región, su complejidad e indeterminación, y sus
rasgos híbridos. El curaca se vio obligado a ingresar en los términos del discurso hispano
(a través de su agente Rodríguez) incluso cuando denunciaba la extirpación del maíz
andino en favor del trigo ibérico, y a luchar por las fanegadas y la posesión. Su propia
definición de la tenencia apropiada de la tierra no fue pedida por la justicia española, ni
tampoco fue presentada por Mayontopa mismo, y apenas si podemos imaginarla. De
haber podido hablar en sus propios términos, tal vez habría referido la distribución de los
campos de cultivo entre los ayllus (grupos de parentesco) étnicamente diversos y
jerárquicamente ordenados de Ollantaytambo, o señalado dónde se encontraban las
huacas (lugares sagrados) de su pueblo. Pero ello las habría expuesto a su violenta
extirpación.18 Así, Mayontopa tal vez decidió que era más seguro no revelar mucha
información local a los españoles, y combatirlos más bien en su propio campo discursivo.
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36 Pero el curaca tal vez llevó a cabo un paso cultural aún más dramático. Los mercedarios
insistieron en que mentía al decir que su pueblo necesitaba la tierra para sus cultivos.
Según Alonso de Segura, el representante de los mercedarios, las zonas en cuestión
habían estado vacas y despobladas “de mucho tiempo a esta parte” hasta que la orden
comenzó a labrarlas, y habían sido “dedicadas en tiempo de los yndios yngas para el Sol y
para el dicho ynga señor que fue destos rreinos e que nunca las tuvo ny poseyo en su vida
don Francisco Mayontopa ny sus yndios por suyas ny como suyas...”. Unos días más tarde,
el mercedario Miguel de Orenes declaró que Mayontopa había formado una sociedad
comercial con un hombre llamado “Xuarez”,
el qual sienbra todas las tierras de los yndios y coxe el trigo y lo trae a bender al
cuzco y todo lo que se toma del dicho trigo lo parte con el dicho cazique sin dar
parte a los dichos yndios... y el dicho Xuarez es aquel que ha enduzido al cazique
que demande e pida las dichas tierras para aprovecharse el dicho Xuarez de ellas y
no porque fuesen neçesarias al dicho cazique e yndios (AGN, Campesinado: Derecho
Indígena, leg. 31, cuaderno 614, “Autos que siguió Juan de Arrendolaza”: fols. 4v-5,
20).
37 Orenes remató su declaración afirmando que los frailes habían construido un canal de
regadío “a mucha costa”, que beneficiaba no sólo las tierras que reclamaban sino también
las de los “Yndios”. En pocas palabras, los mercedarios sostenían ser mejores para los
pobladores de Ollantaytambo que su propio curaca, el cual —manipulado por un español—
se aprovechaba de la situación para su propio lucro personal.
38 ¿Acaso Mayontopa preparó su defensa para proteger un lucrativo trato que él había
efectuado con un socio español (o tal vez mestizo)? Al parecer, el corregidor Juan Polo de
Ondegardo no pensaba así. Nada impresionado por los argumentos de los mercedarios,
Polo dictó sentencia contra ellos en 1559 y respaldó el reclamo que Mayontopa hacía de
los campos en cuestión. La decisión sería refrendada al siguiente año por la real audiencia
de Lima, la máxima corte virreinal. Aproximadamente por ese entonces, Mayontopa
también logró que Polo apoyara el reclamo de su comunidad a las tierras de Pachar, que el
cabildo del Cuzco había asignado a las monjas de Santa Clara en 1557.
39 Gerónimo Costilla inició entonces sus propios y furibundos alegatos para defender el
derecho de Santa Clara sobre Pachar. Primero vino el argumento familiar: las tierras en
cuestión no estaban siendo trabajadas porque pertenecían al Inca y al Sol; Costilla era el
primero en trabajarlas desde el arribo de los españoles, el primero que construyó canales
de riego y así sucesivamente. A continuación sostuvo que era completamente falso que los
miembros de la comunidad de Mayontopa estuviesen yéndose por falta de campos en
donde sembrar sus cultivos. Costilla argumentó que había tierras más que suficientes y
que Mayontopa estaba siendo manipulado por españoles ansiosos de aprovechar las
tierras de la comunidad en beneficio propio.
40 ¿Qué estaba sucediendo en realidad en Ollantaytambo? Es sumamente probable que sus
habitantes hayan estado abandonando la comunidad, de una forma u otra. Mayontopa
debe haber visto una notable disminución en la población, por razones que ahora son bien
conocidas aunque no del todo comprendidas, entre ellas el impacto de enfermedades
europeas para las cuales la población andina no tenía defensa alguna. 19
41 ” Una fuente de 1552 para el vecino Yucay indica que para ese entonces, su población
nativa había caído de más de 3,000 habitantes a tan solo 700 (ADC, Beneficencia,
42 Tal vez estaba defendiendo tierras que su pueblo alguna vez cultivó pero que habían sido
abandonadas con la caída de la población local. Tal vez también participaba en tratos
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reacción defensiva de los nativos y no obtuvo todo lo que buscaba para las monjas, pero
tampoco salió con las manos vacías. Santa Clara cobraría pesos, maíz y pollos de la
población de Corcora durante décadas.
54 Fue probablemente por ese entonces que Gerónimo Costilla logró conseguir para sí la
posesión de una pequeña propiedad justo al sur del Cuzco. Ya fuera por merced o por
compra, Costilla terminó como propietario de una estancia llamada Suriguaylla, situada
en dicha zona, y eventualmente se la dejó a uno de sus hijos en su testamento. 29 Costilla
asimismo obtuvo una pequeña encomienda en la vecindad que aparece en la
documentación como “Culcora y Marasaca”, posiblemente una versión alternativa de
“Corcora”, ubicada en el mismo lugar, en lo que hoy es San Jerónimo. Una vez más resulta
difícil distinguir los intereses de las monjas de los de su mayordomo, tan fuertemente
ligadas estaban sus empresas comerciales.30
55 Pero la estrecha sociedad existente entre Santa Clara y su mayordomo era bastante más
que una asociación empresarial. Ella también le dio beneficios espirituales al auto-
nombrado general y su parentela, al mismo tiempo que mejoraba el lustre del apellido
Costilla. En 1565, el cabildo decidió que éste debía tener la oportunidad de comprar un
lugar de entierro en la iglesia de Santa Clara, para sí mismo y sus descendientes. Así lo
hizo en 1577 y las monjas prometieron rezar a cambio cincuenta misas anuales por el
bienestar de su alma. El segundón de Costilla había completado su propia misión personal.
Había creado un panteón para él y sus sucesores, como el que sus antepasados habían
establecido en Zamora. Ahora podía ir a la tumba con la seguridad de que sus obras serían
recordadas en forma adecuada.31
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de las monjas y de sus benefactores. Éstas consiguieron varios benefactores a medida que
la dislocadora reorganización de la producción andina enriquecía a los empresarios
locales, entre ellos a españoles, mestizos y mestizas, e indígenas. Los testamentos de este
periodo comprenden una amplia gama cultural y económica. Entre los testadores que
favorecieron a Santa Clara con grandes montos estuvo Catalina Díaz, la cual sostuvo en su
testamento de 1584 ser hija del encomendero Alonso Díaz y una india “cuio nombre no me
acuerdo”. Díaz dejó a las clarisas (una de ellas su hermana Isabel) el monto
desusadamente grande de 42,000 pesos para la fundación de una capellanía (ASC,
“Volumen de varias escrituras”: fol. 95).
58 Para el tardío siglo XVI, las dotes también estaban convirtiéndose en una fuente
importante de fondos de inversión. Los fundadores de Santa
59 Clara inicialmente habían sido bastante flexibles con el monto y la forma de pago de la
dote de una monja: se la podía pagar con productos locales, como ganado o sacos de
harina. Sin embargo, después de 1565 el cabildo —irritado con Francisca de Jesús por
preferir españolas a las mestizas que habían llevado todas las dotes hasta ese entonces
recibidas— ordenó que todas las monjas que profesaran en Santa Clara llevaran consigo
por lo menos 1,000 pesos ensayados como dote. Para el temprano siglo XVII se la había
subido una vez más a 3,312 pesos y 6 reales corrientes (el equivalente de 2,085 pesos
ensayados), nivel en el cual habría de quedar fijo en el Cuzco durante siglos (Angulo, ed.,
1939: 73).32
60 La dote de una monja podía ser pagada de diversas formas, usualmente por sus padres o
un pariente cercano. Se la podía pagar en efectivo, imponiendo una obligación (lo usual
era un censo) sobre una propiedad por el monto de la dote, o donando una propiedad al
convento de valor suficiente como para cubrirla. Dadas las oportunidades disponibles
para el uso productivo de un capital escaso, no sorprende que en lugar de separarse de
sus pesos, muchas familias cumplieran con este requisito mediante contratos de censo o
cediendo propiedades a Santa Clara (v.gr. ADC, Antonio Sánchez, 1582, censo gravamen en
la propiedad de Rodrigo de Esquivel para pagar la dote de su hija a Santa Clara). Sin
embargo, el efectivo sí figuró en algunas transacciones de dotes, así como en el pago de
los réditos de los censos. Y al igual que en Europa, en el Cuzco las monjas ya tenían su
“caja de depósitos” con las tres llaves prescritas —una para la abadesa, una para la monja
que hacía de tesorera, y otra para el vicario o mayordomo— para guardar el dinero que se
les pagase.
61 Para Francisca de Jesús y sus sucesoras, el reto era cómo colocar el dinero y las
propiedades del convento en una economía inestable y volátil, para así asegurar un
retorno anual estable. La administración de las propiedades era relativamente simple.
Una vez que las monjas encontraban personas confiables con las cuales tratar (sin duda
asistidas por Gerónimo de Costilla), utilizaban las mismas estrategias de las órdenes
monásticas europeas, cuyas finanzas hacía siglos se basaban en la obtención de rentas a
partir de la propiedad. Una opción era esencialmente una forma de alquiler a largo plazo,
descrita en las Siete partidas como la alienación de la propiedad real a cambio de una
anualidad fija.33 Mediante estos tratos, muchas veces llamados “ventas a censo” o “ventas
enfitéuticas” en la documentación notarial del Cuzco, las monjas podían dividir el
dominio sobre sus propiedades en dos partes imaginarias —el “dominio útil” y el
“dominio directo”— y alienar la primera a un comprador a cambio de una renta anual. Las
religiosas de Santa Clara parecen haber usado este tipo de censo para administrar por lo
menos una de las propiedades rurales listadas en sus inventarios del siglo XVI: una
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pequeña granja de trigo en Jaquijaguana, que para 1602 había sido vendida a dos personas
distintas sin que dejase de pertenecer al convento. Lo que se vendía era el usufructo, en
tanto que Santa Clara conservaba el derecho a la propiedad.
62 Estos contratos a largo plazo eran idóneos para el manejo de propiedades que las monjas
no consideraban esenciales para su sustento. Sin embargo, con otras deseaban una
supervisión más estrecha y podían optar más bien por los arrendamientos de corto plazo,
o contratar una persona específica para que administrara una hacienda por un año o más.
Dos de los primeros bienes adquiridos por Santa Clara ilustran muy bien el uso que las
monjas hicieron de esta última estrategia administrativa: la hacienda productora de
cereales de Pachar y la estancia ganadera de Caco, ubicadas al sur del Cuzco, cerca del
pueblo de Pucará. Ambas fueron adquiridas en el tardío siglo XVI. Durante más de dos
siglos, Santa Clara arrendó estas propiedades o contrató a particulares para que actuaran
como mayordomos residentes, supervisando el trabajo de los pastores y otros
trabajadores indígenas, velando por su mantenimiento en general y remitiendo montos
específicos de bienes al Cuzco. Es claro que ambas propiedades eran demasiado
importantes para el sustento de las monjas, como para que sus actividades productivas
fuesen llevadas a cabo con negligencia.34
63 Disponer adecuadamente del dinero era un asunto bastante más complicado. En la edición
de 1571 de su popular manual Summa de tratos y contratos de mercaderes, el fraile dominico
Tomás de Mercado advertía a quienes contaban con dinero del espantoso peligro al que
podrían tener que hacer frente: la tentación de tomar intereses sobre un préstamo. “No
[h]ay vicio que assi imite al demonio como este”, escribió. “Que cosa [h]ay mas
aborrescible, y temerosa aun de ver a los hombres que el demonio? Y [h]ay pocos de
nosotros, que no lo metan cien vezes en el coraçon” (Mercado 1571: fol. 79). El insidioso
mal al que denunciaba era la usura, definida en su época como prestar con interés:
cualquier tipo de interés. Ganar intereses con el dinero era condenablemente inmoral, a
ojos de Mercado algo casi tan malo como la homosexualidad: “No [h]ay delicto mas
infame (fuera del nefando entre las gentes) que es la usura”.35 La Iglesia Católica
consideraba que los actos homosexuales eran estériles y “contra natura”, una nefanda
violación de la finalidad reproductiva del sexo. Algo parecido yacía en la raíz de la
prohibición de la usura: en la concepción escolástica, el dinero también era algo estéril.
Por lo tanto, a ojos de Tomás de Aquino y otros, que el dinero se reprodujera a sí mismo
prestándolo con interés era algo “contra natura”.36
64 Al igual que la homosexualidad, el prestar a interés estaba condenado y prohibido por una
economía moral derivada de España, marcada por el aborrecimiento de la usura. A decir
verdad, la población del Perú del siglo XVI sí realizaba estos actos “contra natura”. Se
prestaban dinero entre sí a interés, no obstante los terribles sermones y el riesgo de ser
denunciados.37 Pero ésta a duras penas podía constituir la base de las finanzas de una
orden monástica. Entonces, ¿cómo fue posible que las monjas del Cuzco se convirtieran en
grandes prestamistas, invirtiendo los fondos acumulados de sus dotes y ganando un flujo
constante de rentas?
65 Para obtener una renta lícita, las monjas dependían de una nueva y controvertida
estrategia de inversión que se estaba haciendo popular en España: los llamados censos al
quitar.38 Esta forma de censo —técnicamente un “censo consignativo”— era un arreglo
contractual que semejaba una hipoteca moderna. El posible censatario se ofrecía a colocar
un censo “a favor” del convento sobre un bien raíz, recibiendo a cambio cierta suma de
dinero de las monjas (el “principal”), y prometiendo pagar anualmente un porcentaje fijo
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del mismo hasta que decidiera repagarlo y cancelar la obligación. A ojos modernos, estos
censos podrían parecer préstamos a interés, pero estaban construidos cuidadosamente
para evitar las trampas morales de la usura. Los monasterios no hacían préstamos sino
contratos de compra y venta, en los cuales las monjas compraban el derecho a cobrar una
renta anual.
66 Por ejemplo, Bartolomé de Celada fue a las religiosas de Santa Clara cuando necesitó un
crédito para comprarle una casa en el Cuzco a Román de Baños. En 1581 Celada recibió
1,400 pesos ensayados de las monjas en un censo al quitar, aceptando pagarles 100 pesos
anuales (7.14%) hasta el momento en que él o sus herederos decidieran devolver el
principal (ADC, Luis de Quesada, 1571-81: fols. 521-23v, censo al quitar del 13 de
noviembre de 1581). Según los términos del contrato, Celada no estaba tomando un
préstamo sino vendiéndole a Santa Clara el derecho a cobrarle, a él y a sus descendientes,
un pago anual de 100 pesos. Las monjas, por su parte, no le estaban prestando dinero a
interés, sino adquiriendo el derecho a recibir esta renta anual por el precio de 1,400 pesos.
De este modo, el principal de un censo era también su precio: el “justo precio” de la renta
anual que se compraba y vendía. A Celada se le requirió una garantía para este trato, de
modo que impuso el censo sobre dos propiedades: la casa que estaba comprando a Román
de Baños y el ingenio azucarero llamado Miraflores, con sus equipos, situado en el valle de
Marcahuasi. Una anotación marginal indica que Celada canceló su censo dos años más
tarde, al entregar seis lingotes de plata al mayordomo de Santa Clara, por valor de 1,400
pesos.
67 La tasa anual de retorno de un censo —la tasa de interés, a ojos modernos— era
determinada no por las monjas, sino por la corona española, la cual contaba en sus
dominios con una autoridad considerable sobre la Iglesia Católica. Durante el tardío siglo
XVI, la tasa fijada por Felipe II fue de 7.14 por ciento (expresada como “catorce mil el
millar”). Se la reajustó en el Cuzco en la década de 1620 y durante la mayor parte del
periodo colonial siguió en 5 por ciento (”veinte mil el millar”) (Recopilación de las leyes
destos reynos, 1640, vol. 2, Libro 5, título 15, leyes 4, 12 y 13: fols. 42v, 44v). Éstas
probablemente eran tasas muy atractivas, a juzgar por las escasas evidencias referentes a
juicios seguidos contra la usura. Los prestamistas particulares podían cobrar el doble o
más por un préstamo.39
68 Sin embargo, las monjas no daban crédito a cualquiera que lo necesitase. Para que un
censo tuviera lugar debía ofrecerse una garantía, y las que eran aceptables para estas
transacciones eran abrumadoramente de un tipo: bienes raíces. Las monjas del Cuzco
dejaron en claro su preferencia por los propietarios cuyas posesiones estaban libres de
otras obligaciones. Ocasionalmente podían hacer una excepción, como en 1588, cuando
prestaron cuatro lingotes de plata por valor de 1,500 pesos ensayados a Bernardo de la
Torre, en un censo garantizado por la participación de Torres en unas minas no
especificadas. (El trato resultó ser un error: las monjas no lograron obtener lo que se les
debía de los herederos del minero, quienes alegaron en primer lugar que el censo había
sido garantizado incorrectamente.)40 En general, sin embargo, todo aquel que no contase
con algún bien raíz en su economía —una casa, estancia o granja— no podía esperar
utilizar un censo como forma de conseguir crédito.
69 Las controversias sobre los términos de los censos al quitar se libraron durante todo el
siglo XVI.41 Las objeciones se concentraron en la tasa de retorno, la cual no quedó bajo el
control real hasta la década de 1560, y sobre los peligros que estos censos acarreaban para
quienes se atrasaban en los pagos a sus acreedores.42 Todo aquel que incumpliese con el
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pago a un acreedor eclesiástico por dos años consecutivos (tres en el caso de acreedores
laicos) estaba expuesto a que se le confiscara la propiedad puesta como garantía. Esto
significaba que un acreedor eclesiástico podía iniciar una acción legal para confiscar la
garantía después de dos años en que no se cumpliese con el pago de la renta, aun si el
censo hubiese sido pagado puntualmente por varias generaciones y el monto original
hubiese sido re-pagado varias veces en forma de réditos. En cambio, las formas más
antiguas de los censos no habían planteado el riesgo de embargo (el “comiso”) por falta de
pago.43 Como señalase el disgustado Bartolomé de Albornoz, las personas comenzaron a
perder sus propiedades a sus acreedores una vez que el censo al quitar se hubo difundido.
44
70 Pero las ventajas que éste tenía también eran significativas para la economía de una
región. Los anteriores tipos de censo no incluían provisión alguna sobre el repago del
principal y la cancelación del conttato. Se les podía transferir a otra propiedad mediante
traspasos, ventas y reconocimientos de censos, peto eran técnicamente perpetuos y no
podían ser redimidos.45 El censo al quitar daba al deudor la opción de repagar y cancelar
la obligación según le conviniese. Es más, el nuevo tipo de censo podía establecer una
cadena de transacciones semejantes a préstamos: cuando una persona repagaba y
cancelaba un censo al quitar (como Bartolomé de Celada), el acreedor podía volver a
prestar el dinero nuevamente, y así sucesivamente. En otras palabras, el censo al quitat
podía servir como la base de un sistema crediticio.46
71 Gracias a este triunfo de la casuística y la razón práctica, las instituciones católicas, Santa
Clara inclusive, se involucraron fuertemente en la provisión de crédito en el Perú del XVI,
y seguirían siendo grandes prestamistas hasta bien entrado el siglo XIX a pesar de la
independencia y el republicanismo. El crédito y la moralidad estuvieron estrechamente
ligados, aunque con algunos cambios en su interpretación con el paso de los años. No
todos estaban contentos con estos cambios. En España, el recalcitrante Albornoz jamás
fue convencido de la rectitud del censo al quitar: él desafió a sus lectores a que le dijeran
en que difería de la usura, protestando que los censos eran la ruina del reino (Albornoz
1573: fol. 115v). Ya en 1548, el prior del monasterio de Santa María de Guadalupe, en
España, había hecho advertencias igualmente sombrías, animando a las personas a que
evitasen del todo a los censos al quitar.47 Pero era demasiado tarde; la práctica ya había
pasado a ser uno de los principales soportes de la economía ibera, justo a tiempo para ser
transportada al Nuevo Mundo. Allí sería aún más importante en las economías locales de
toda la América hispana, la del Cuzco inclusive (Suárez 1993).
72 Las monjas de esta ciudad ciertamente no fueron los únicos inversionistas que
dependieron del censo al quitar como estrategia financiera. Otras instituciones locales,
entre ellas las órdenes conventuales masculinas (los mercedarios y agustinos en
particular), dieron crédito usando el mismo mecanismo.48 Sin embargo, dados los fondos
cada vez más grandes de sus dotes, las monjas de clausura gradualmente llegaron a tener
un papel prominente en la economía, fuertemente basada en los censos, del Cuzco
colonial. Las reglas de las órdenes requerían que invirtieran los fondos colectivos de sus
dotes, y estos censos les ofrecían un medio con el cual ganar una renta relativamente
estable.49 Para 1602, suficientes mujeres habían profesado como para darle al convento de
Santa Clara un monto sustancial de dotes, el ingreso proveniente de las cuales parece
haber dado cuenta de alrededor del 43 por ciento de la renta anual del convento: 5,191
pesos en ese año.50 La economía fundada en los censos del Cuzco había tenido un sólido
inicio. Ella seguiría expandiéndose en décadas subsiguientes, acompañando (y
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alimentando) un periodo de prosperidad relativa que los historiadores han visto como la
“edad de oro” del Cuzco.
CONCLUSIONES
73 En este capítulo he sostenido que la pobreza religiosa fue una actividad marcada por las
distinciones de género: una práctica diaria que se esperaba fuese interpretada en forma
distinta por hombres y mujeres, en conformidad con un hegemónico sistema hispano de
género que alineaba la masculinidad con la movilidad y la feminidad con la casta clausura.
Pero esto en modo alguno significaba que las monjas enclaustradas no pudiesen operar
afuera de los muros de su monasterio. Por el contrario: toda su forma de vida estaba
predicada sobre la consecución de un patrimonio sustancial, un conjunto estable de
propiedades e inversiones que necesariamente las involucraba profundamente en los
negocios de las personas y comunidades alrededor suyo.
74 En el proceso de conseguir un patrimonio tal, Santa Clara y sus apoderados tomaron parte
en una profunda redefinición de la “propiedad” en los Andes. Como ya vimos con cierto
detenimiento en el caso de Ollantaytambo, para la década de 1550 la forma incaica de
establecer el acceso a la tierra estaba siendo desplazada rudamente por el asalto del
sistema hispano de tenencia, sumamente distinto, basado en el cálculo del valor de la
tierra y que permitía que las parcelas fueran compradas y vendidas, o tenidas en
propiedad privada. Los españoles del Cuzco estaban particularmente decididos a competir
por campos selectos del fértil y cálido valle del río Urubamba, justo afuera de la ciudad,
unas tierras que durante largo tiempo también habían sido especiales para los Incas. Allí
se encontraban numerosas y ricas “tierras del Inca y del Sol”, alguna vez consagradas a
sustentar a los jefes espirituales y políticos del Tahuantinsuyo. Polo de Ondegardo se
enteró de que por muchos años, los nativos no habían osado dejar de cultivarlas por ser
del Inca y del Sol, en caso de que a los incas les fuese restituido el mando pleno (Polo de
Ondegardo 1990: 66). Pero la muerte, destrucción y emigración habían cobrado su precio
y los campos habían comenzado a quedar desiertos, y por lo tanto, en las décadas de 1550
y 1560, se vieron más disponibles a ojos hispanos.
75 Varias cosas parecen haber aguzado la sed de tierra de los españoles: para empezar, el
deseo de asegurarse tierras cultivables cerca de la ciudad, adecuadas para sembrar los
cultivos que ellos más apreciaban; y también por las ganas de superponer la
conquistadora Fe cristiana sobre el centro simbólico de la religión incaica. Debemos
recordar un tercer motivo. No fue sino hasta 1572 que Túpac Amaru fue capturado por el
capitán español Martín García de Loyola, quedando así vencido el bastión de Vilcabamba.
Durante las décadas de 1550 y 1560, asegurar el estratégico valle del Urubamba y la
captura de sus ricos —y altamente simbólicos— campos no era algo gratuito. El Inca
seguía vivo.
76 De igual modo también lo estaban los que antes le habían servido, curacas como don
Francisco Mayontopa, cuyo mismo nombre en la documentación refleja su condición
híbrida, su hispano-andinidad y el mestizaje de la estructura de poder que se venía dando
en los Andes. Es poco lo que sabemos de este proceso durante varias décadas cruciales del
siglo XVI, salvo lo que puede reconstruirse a partir de los fragmentos en los archivos
conventuales y públicos: a saber, las acciones legales emprendidas por Mayontopa a fin de
adelantarse a las demandas de tierra de parte de Santa Clara y otras órdenes religiosas.
Mayontopa y sus pares estarían tratando con la administración colonial española mucho
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después de que el último Inca en armas hubiese fallecido. Sus actos y las palabras de Polo
de Ondegardo, que alguna vez le respaldó en las cortes hispanas, sirven para recordar que
el proceso de dotar de un patrimonio a Santa Clara no avanzó sin trabas.
77 Gerónimo Costilla fue la persona que más tuvo que ver con la adquisición, por parte de
Santa Clara, de un patrimonio en las décadas de 1560 y 1570. Su propio ascenso fue una
parte importante del proceso. En tanto noble segundón, que había dejado a su nativa
Zamora cuando tenía alrededor de diecisiete años de edad, él tenía mucho que ganar
tomando parte en la conquista del Cuzco, y su historia gradualmente se ligó en forma
inextricable a la de Santa Clara. El bienestar de este convento, al igual que los de España y
otros lugares, se reflejaba en forma poderosa sobre sus mecenas, y la buena posición y
prestigio general del uno se proyectaba sobre el otro. Para que la posición de Costilla
como mecenas fuera plausible, él debía tanto dotar como ser a su vez dotado. Santa Clara
le permitió ambas cosas. De hecho, resulta difícil distinguir qué era de él y qué del
convento: en la información recogida por Vásquez de Espinosa a partir de visitas y
revisitas del tardío siglo XVI y temprano XVII, “Culcora” figura como la encomienda de
Gerónimo Costilla (Cook, ed., 1975: 194).
78 Entonces, para finales de este siglo, las clarisas pobres del Cuzco habían reunido un
patrimonio considerable para su convento. Santa Clara era mantenido no sólo gracias a
sus cultivos, ganados y bienes procedentes del tributo, sino también —y cada vez más, a
medida que las mujeres seguían tomando los votos en el convento y sumando sus dotes a
los fondos generales— con el capital invertido en la economía local. Desde sus primeros
años, e incluso hasta el siglo XX, Santa Clara fue mantenido por los censos consignativos y
a su vez mantuvo a otros, brindándoles generosas infusiones de crédito.
79 Sin embargo, la estructura misma del censo consignativo, importada directamente de
Europa, significaba que quienes contaban con acceso al crédito en la economía local del
Cuzco serían los nuevos ricos de la región, sus nuevos terratenientes: personas como
Gerónimo Costilla, que estaban abriéndose camino hacia los derechos de propiedad de
tipo ibero, a pesar de los mejores esfuerzos de quienes intentaban detenerles, como
Francisco Mayontopa y Polo de Ondegardo. Las familias terratenientes del Cuzco tenían
precisamente los bienes raíces que las monjas buscaban como garantía para la inversión
de sus fondos en los censos, y eran para ellas exactamente el tipo de personas con las
cuales podían contar para que brindaran al convento una renta segura y constante. Y las
monjas a su vez podían ofrecer el crédito que los hacendados necesitaban para mantener
y expandir sus operaciones: obrajes, ingenios azucareros y así por el estilo.
80 De este modo, las monjas del Cuzco activa y deliberadamente reforzaron la clase colonial
dominante de su región, la elite propietaria con garantías con las cuales conseguir buenos
términos crediticios. A cambio de sus créditos y oraciones, las clarisas lograron desplegar
sus recursos entre los cuzqueños en la forma en que su orden lo estipulaba. Fue así que en
la sociedad colonial que los cuzqueños construyeran sobre estas relaciones, la
disponibilidad tanto del crédito como de la salvación quedó íntimamente relacionada con
la decisión femenina de tomar los velos. En otras palabras, la economía colonial y agraria
del Cuzco pasó a depender de la exitosa “cosecha de almas” de Santa Clara.
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NOTAS
1. Todas las órdenes conventuales lidiaban con los dilemas de seguir la pobreza religiosa en
medio de economías orientadas al lucro, como lo mostrase Little (1978). En un intento por
resolver estos problemas, el Concilio de Trento concedió a todos los monasterios (con ciertas
excepciones) el derecho a poseer bienes raíces (Schroeder, ed., 1978: 218-19).
2. Garcilaso (1966: 579-606) describe la escasez y el valor de los animales y cultivos hispanos, y asi
sucesivamente.
3. Para el patronazgo laico de las fundaciones monasticas y la preocupacion por el linaje vease
Bilinkoff (1989, esp. 35-52).
4. No se podia esperar que las monjas tuvieran caballos y armas para correr al combate en
defensa de los intereses del rey. Pero tampoco se podia esperar de un Inca no bautizado que
supervisara la cristianizacion efectiva de “sus” indios. En suma, el otorgamiento de esta
encomienda desafiaba del todo la logica acostumbrada.
5. Como se indica en el Libro original (Angulo, ed., 1939: 66), los frailes franciscanos del Cuzco
tambien ejercieron una mayordomia algo vagamente definida a nombre de las monjas desde la
fundacion misma de Santa Clara. Sin embargo, el cabildo reservo para si “el patronazgo y
administracion, [en] quanto a lo temporal”.
6. Agradezco a John Rowe el haberme llevado a visitar las ruina de Quespiguanca, una propiedad
real de Huayna Capac cerca al pueblo de Urubamba, en julio de 1989. Ella comprende una
majestuosa portada incaica de unos tres pisos de altura, que se alza en el campo de un campesino
moderno. Cerca de ella se alza un obraje colonial.
7. Esquivel y Navia (1980, 1: 156) senala que en 1550 la audiencia de Lima le prohibio al cabildo
del Cuzco mudar la ciudad a Yucay.
8. Glave y Remy (1983: 524) citan la medida estandar del area de una fanegada: 2.9 hectáreas.
9. Antonio creo un mayorazgo e hizo su testamento en 1559; fue enterrado en la capilla fundada
por sus padres.
10. Archivo de San Francisco (en adelante ASF), Lima, Registro 15,3 de junio de 1577, referente al
deseo de Geronimo Costilla de ser enterrado en la capilla mayor de la iglesia de Santa Clara, y
asegurar el derecho de sus descendientes a enterrarse alli. Vease tambien BN, Sala de
Investigaciones, ms. B457 (1623), acerca de la disputa entre Pedro Costilla y Santa Clara.
11. Costilla era más noble, pero Maldonado había superado a su compatriota en la búsqueda de
riqueza andina (Stern 1982: 31-33,41-42). Con la Gasca, en 1548, Costilla sólo recibió una parte de
la mediocre encomienda de Asillo.
12. Las fuentes hispanas usualmente especifican estos tipos de tenencia conjunta (Ugarte 1918:
72-78). Para los cambios en la tenencia en la costa norte vease Ramirez (1996).
13. Archivo General de la Nacion (en adelante AGN), Lima, Campesinado: Derecho Indigena, leg.
31 (suplementario), cuaderno 614 (1559), “Autos que siguio Juan de Arrendolaza en nombre del
Convento de la Merced del Cuzco contra D. Francisco Mayontopa, cacique principal del
repartimiento de Collatambo en el valle de Tambo”; AGN Superior Gobierno, leg. 1, cuaderno 10
(1586), para el pueblo de Maras contra los jesuitas. Para los agustinos del Cuzco vease ADC,
Beneficencia, Libro Becerro 7: fols. 675-78.
14. Los jesuitas deseaban 150 fanegadas para cultivar trigo. Los jefes nativos de Maras declararon
“que en toda la comarca... no ay tierras nyngunas vacas ny que ayan sido de los yngas ny de
guacas... [y] que si algunas tierras a avido de los dichos yngas las poseen y tienen espanoles de
manera que no ay tierras nyngunas baldias ni heriazas que poder dar”.
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15. Para un interesante y novedoso analisis de la posicion de Polo con respecto a las “tietras del
Inca y del Sol”, vease Assadourian (1994: 92-150).
16. Véase en Stern (1982: 114-37), el uso que los curacas hacían de la justicia espanola para
defenderse, aunque a un costo elevado tanto para si mismos como para sus comunidades.
17. Los mitimaes formaban parte del regimen laboral de Ollantaytambo antes de la conquista,
siendo presumiblemente asignados alli por los incas.
18. Algunas tierras locales habrían sido destinadas a producir para las huacas. Polo de
Ondegardo, el corregidor del Cuzco ante el cual se presentó este caso, estaba comprometido en
una decidida búsqueda de información acerca de los lugares sagrados de los incas, para así
erradicarlos mejor y promover la evangelización cristiana.
19. Una fuente de 1552 para el vecino Yucay indica que para ese entonces, su poblacion nativa
habia caido de mas de 3,000 habitantes a tan solo 700 (ADC, Beneficencia, vol. 4: fols. 14-15v;
vease tambien Cook 1981: 219-22). Wightman (1990: 68-69) examina la brecha existente entre la
poblacion nativa oficial y la real.
20. Resulta dificil analizar con detenimiento el crecimiento de un mercado regional de tierras
pues los registros notariales son escasos para el siglo XVI, pero una elevada tasa de cambios en la
propiedad sugiere que habia bastantes compras especulativas.
21. En 1562 se prohibio a los caciques vender tierras (Esquivel y Navia 1980, 1: 208). Para mayor
informacion sobre las vias seguidas por los curacas para conseguir riqueza vease Pease G.Y.
(1992).
22. Polo (1990: 49) dice: “esta parte del Inca no hay duda sino de todas tres era la mayor”. Sin
embargo, el acaba de senalar que la parte dedicada al Sol era tan grande que el Inca habria estado
sumamente ocupado incluso si no hubiese tenido otra cosa que hacer que distribuirla con fines
rituales (p. 46).
23. En las primeras décadas de la colonización española, los cabildos tenían poderes sumamente
amplios y hacían mercedes de tierras en forma rutinaria. Toledo restringiría estos poderes
durante su visita al Cuzco en 1572 (Urteaga y Romero, eds., 1926: 70).
24. Para la logica andina del acceso a la tierra a traves del parentesco y la reciprocidad vease
Spalding (1984: 9-41) y Ramirez (1996: 42-63).
25. Polo afirma que los nativos habían sido obligados a “hacer emulaciones malas y reprobadas”
para conseguir lo que deseaban.
26. Segun Garcilaso (1959a: 229-30), “Era bastante un tupu de tierra para el sustento de un
plebeyo casado y sin hijos. Luego que los tenia le daban para cada hijo varon otro tupu, y para las
hijas a medio.... nadie las podia vender ni comprar”.
27. Veanse las Leyes Nuevas de 1542-43 en Konetzke (1953-62, 1: 218). Sin embargo, las
violaciones eran frecuentes; vease Lockhart (1968: 56).
28. Los indios de Corcora debian ser tasados un monto apropiado, pagable directamente a los
oficiales reales en el Cuzco, los cuales serian entonces responsables por llevarlo a Santa Clara. Los
inventarios del convento de 1582-86 y 1602 muestran que cada ano las monjas recibian de
Corcora pesos, granos y aves de corral (Angulo, ed., 1939: 174, 178).
29. Suriguaylla permaneceria en la familia por varias generaciones (vease ADC, Corregimiento,
Causas Ordinarias, leg. 49, (1768), exp. 1096, “Autos que sigue el monasterio de Santa Clara contra
las haciendas nombradas Suriguailla”).
30. Tanto Santa Clara como Costilla tambien tenian intereses muy al sur del Cuzco, en la zona que
los espanoles llamaron “el Collao”. Costilla tenia su encomienda mas importante en Asillo. Para la
decada de 1580, las monjas habian comprado una estanciaganadera llamada Caco, cerca de
Pucara. Esta coincidencia nuevamente indica la estrecha relacion entre el convento y su
mayordomo.
31. El cabildo fijo el precio de compra de la capilla en 3,000 pesos ensayados (Angulo, ed., 1939:
74-75). Segun Mendoza (1976: 69), Costilla pago un monto equivalente de pesos corrientes (4,770
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pesos) para reservar la capilla para si y sus descendientes. Una copia de la escritura notarial
respectiva (ASF, Registro 15: no. 6, fols. 1096-1111) indica que Costilla tomo posesion de ella el 3
de junio de 1577. El viejo conquistador fallecio alrededor de 1581.
32. Kealey (1941: 19, 29-31) senala que la dote generalmente era fijada por las autoridades
eclesiasticas locales. En Lima quedo fijada durante casi todo el periodo colonial en 3,177 pesos
corrientes (2,000 pesos ensayados).
33. El código legal ibérico del siglo XIII ilustra estos censos con un ejemplo que sugiere la
dependencia que el clero tenía de dichos tratos: “Sepan quantos esta carta vieren, como Fulan,
Abad de tal Monesterio... dio, e otorgo a censo... tal casa, que es en tal logar”. Partida 3, titulo 18,
ley 69 de Las siete partidas del rey Alfonso el Sabio, cotejadas con varios códices antiguos por la Real
Academia de la Historia (1807, 2: 593-94).
34. Tanto Pachar como Caco aparecen en los registros de la fundación de Santa Clara (Angulo,
ed., 1939: 76, 174, 181). Pachar no fue vendido hasta el siglo XVIII y Caco aparece en una lista de
los activos productivos de Santa Clara de 1872 (AAC, C-LVIII, 4, 47. Inventario del 27 de
septiembre de 1782).
35. Sin embargo, a diferencia del “pecado nefando” de la homosexualidad, la usura no era
casrigada con la muerte.
36. Es mas, presrar con un interes era violar el mandamiento del Deuteronomio 23:19, “No
prestaras con interes a tus hermanos, ni dinero, ni alimentos, ni cualquier otra cosa”. Sin
embargo, segun el Deuteronomio 23:20, era permisible prestar a extranjeros con usura (vease
Nelson 1969).
37. Tapia (1991: cap. 2) presenta algunos ejemplos.
38. En los manuales para notarios del siglo XVI, a menudo se alude al documento relevante como
una imposicion de censo (por ejemplo, Diaz de Valdepenas 1544: fols. 11-12; Monterroso y
Alvarado 1563: fol. 135).
39. Tapia (1991: cap. 2) cita un caso que llegó ante las autoridades de Lima a comienzos de la
década de 1640. Una mujer contrató con un hombre prestarle 4,400 pesos pero sólo le dio 4,000,
ante lo cual él la denunció por cobrar interés (10%).
40. En la década de 1620, los herederos de Torres argumentaron que un censo no podía ser
impuesto a unas minas por pertenecer todas al rey (ADC, Cristóbal de Luzero, 1627-28: fols.
152-81v, 19 de diciembre de 1628).
41. Los censos al quitar se parecian tanto a la usura que Mercado sintio la necesidad de ser
bastante claro, anadiendo varias paginas sobre este tema a su manual de 1569, al reimprimirsele
en 1571.
42. Albornoz (1573: fol. 108) senala que el censo al quitar “(a lo que yo entiendo) estan nuevo en
Castilla, que antes de los Reies Catolicos, y del destierro que hizieron de los ludios, en el ano de
M.CCCCXCI1. no havia memoria de este Contracto.... yo me acuerdo siendo mochacho ver los dar
desde nueve mil hasta quatorze mil el millar, y los Predicadores lo reprehendian, otros lo davan a
pagar el Censo en especie cierta de lino, gallinas, y lo semejante, lo qual todo cessa por las Leies
que oi tenemos”. Recordaba el que cuando nino, la tasa de retorno de los censos llegaba hasta el
11%anual y que los frailes reprehendian a quienes usaban dichas tasas (fol. 109).
43. Sin embargo, una propiedad dada en censo podia ser recuperada por su dueno si el
recipiendario incumplia con sus pagos por la misma por dos anos consecutivos (tres anos si el
dueno de la propiedad era un laico antes que una institucion eclesiastica): Albornoz (1573: fol.
100v).
44. Albornoz (1573: fols. 107v-9) senala que el uso difundido del censo al quitar en Espana vino
poco despues de la expulsion de los judios en 1492, que habian tenido un papel crucial en la
economia hispana como prestamistas. El implica que los catolicos estaban asumiendo una
actividad peligrosamente inficionada. El peligro de perder la garantia por no pagar era en todo
caso real. En las leyes de Toro de 1505, ley 68, citada por Diego de Espino y Caceres (1599: 25-26),
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se afirma que cualquiera que imponga un censo sobre su propiedad y no cumpla con pagarlo
segun los plazos estipulados tendra su propiedad embargada, en conformidad con los terminos
del contrato. Segun Albornoz (1573: fol. 109), esta es la referencia mas temprana en las leyes
castellanas al censo al quitar.
45. Albornoz (1573: fol. 109) senala que el conttato de enfiteusis no era redimible, en tanto que el
censo al quitar si, y que ambos eran comunmente llamados “censos”.
46. Este fue un importante desarrollo en la historia del credito, aunque uno inquietante para los
ibericos. Si bien los papas Martin V (en 1428) y Calixto III (en 1455) habian aprobado la practica,
para varios observadores contemporaneos esta siguio siendo sospechosamente semejante a la
usura. Para una perspectiva historica de los censos vease Roover (1974), Noonan Jr. (1957), Grice-
Hutchinson (1952) y Jordan (1993); para el Peru vease Quiroz (1994, 1993).
47. Ordenanza hecha por el muy reverendo señor prior del monesterio de Nuestra Señora Santa María
Guadalupe, en la qual se contienen las condiciones con que se deven hazer los contratos del censso al quitar
para que sean sin offensa de Nuestro Señor (Guadalupe: Francisco Diaz, 1548). El autor anonimo
recomienda que los cristianos se abstengan de vivir de estos censos.
48. El “paisaje” crediticio del Cuzco colonial se examina con mayor detenimiento infra, en el
capitulo 5. Martinez Lopez-Cano (1995) senala que con el tiempo, los prestamistas eclesiasticos
gradualmente asumieron un papel dominante en la provision del credito. Los prestamos de
particulares predominaron en Ciudad de Mexico durante el siglo XVI.
49. Constituciones generales (1689: fol. 62v): “Los dotes se emplearan todos en renta, por escusar el
inconveniente grande que ay, en que crezca el numero de las Religiosas, y no se vaya aumentando
la renta; y la Abadessa que consumiere algun dote... sera privada de su oficio”.
50. La mayoria de los contratos llamados “censos” en los registros de la fundacion de Santa Clara
de 1602, probablemente fueron censos al quitar impuestos a propiedades para cubrir dotes. Sin
embargo, algunos claramente corresponden a prestamos de los fondos de las dotes de monjas
especificas. Bauer (1983) hizo la valiosa observacion de que la imposicion de un censo no
necesariamente implica un prestamo. Sin embargo, ambos tipos de transacciones (censos-
gravamenes y censos al quitar) pueden verse como economicamente “productivas”, en la medida
que las dos involucraban la concesion de credito por parte de Santa Clara.
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1 A COMIENZOS DEL SIGLO XVII, la ciudad del Cuzco obtuvo una segunda comunidad de monjas
de clausura. Al igual que las de Santa Clara unos cincuenta años antes, las fundadoras del
convento de Santa Catalina respondían a circunstancias extraordinarias e intentaban
conservar su equilibrio en medio de trastornos dramáticos. Pero esta vez los trastornos
eran sísmicos. El primero de ellos golpeó a la sierra el 18 de febrero de 1600. Según el
cronista cuzqueño Diego de Esquivel y Navia, el volcán Huayna Putina, cerca de Arequipa,
“reventó con tal ímpetu que arrojó cerca de sí grandes peñascos encendidos y a mayor
distancia piedras y cenizas, con muerte de cuantos hombres y animales encontraron. Fue
horrible el terremoto en los contornos y alcanzó trescientas leguas la ceniza”. El Cuzco se
libró de toda la fuerza plena de la tumultuosa explosión de la tierra ocurrida en 1600,
pero “[e]l estruendo se oyó más de sesenta leguas en contorno; las cenizas anegó [sic] los
campos, agostando los pastos a los ganados que perecieron de hambre; destruyó las
campiñas de labor sin dar lugar a las siembras. Alcanzó hasta Panamá y costa de
Nicaragua por la mar, y por tierra hasta las Yungas” (Esquivel y Navia 1980, 1: 279-80).
2 La erupción volcánica de 1600 fue un desastre para la ciudad de Arequipa, el primero de
una serie devastadora. Las inundaciones arrasaron los viñedos cuidadosamente
cultivados, de los cuales dependía la economía local. Las plantas no podrían crecer en los
campos cubiertos de cenizas durante varios años. Y justo cuando los propietarios
arequipeños comenzaban a recuperarse de los daños, su región fue golpeada por un nuevo
cataclismo. Esta vez unos fuertes sismos le azotaron en una serie que se extendió desde
comienzos de noviembre hasta finales de diciembre de 1604, derribando buena parte de la
ciudad de Arequipa (Davies 1984: 94-97).
3 Entre las muchas cosas golpeadas por los sismos de 1604 estaba la resolución de una viuda
española llamada doña Lucía de Padilla. Ella había invertido años, así como varios miles
de pesos, en fundar un convento en Arequipa, pero la erupción volcánica de 1600 dañó
seriamente a las propiedades con las cuales ella y su difunto marido habían dotado a la
nueva fundación. Sin embargo, fue necesaria una segunda gran convulsión de la corteza
terrestre para convencerla de que abandonase del todo la ciudad. A finales de diciembre
de 1604, sin esperar más acontecimientos apocalípticos, dona Lucía tomó rápidas medidas
para arreglar que ella y sus monjas emigraran a través de los Andes, al Cuzco.
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8 Es claro que para mediados de siglo, las monjas habían logrado reunir un nuevo
patrimonio, a ojos de Contreras y Valverde la condición sine qua non para que se dedicaran
a la oración y a cultivar vidas inmaculadas y ejemplares. La lógica de la economía
espiritual, descrita en el capítulo anterior, también sugiere que habían forjado un nuevo
conjunto de relaciones con mecenas locales, estableciendo tratos mutuamente
beneficiosos y que fueron construidos para que duraran por generaciones. ¿Cómo
hicieron esto las monjas a pesar de su “foraneidad”? Usando la documentación
proveniente de ellas mismas exploraremos las estrategias diversas e innovadoras —
indisolublemente materiales y simbólicas— con las cuales las mujeres llevaron a cabo este
acto andino de reconstrucción, “rehaciéndose y reformándose” en cuzqueñas, fusionando
sus oraciones y propiedades con la economía espiritual de su nuevo hogar. Como
veremos, ellas se unieron tardíamente a las filas de los “conquistadores” de los incas,
levantando su convento sobre un emplazamiento incaico aún resonante, que contaba con
descendientes cristianas de los Incas dentro de sus muros.
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ese entonces Ribera estaba en posesión de dos valiosas encomiendas —los Arones y Ocoña
—, y sin duda parecía ser un buen partido para la joven española de Antequera. Pero él
pronto las perdió en disputas judiciales, y a su muerte dejó a Padilla con dos criaturas
pero sin las encomiendas. Padilla no permaneció sola por mucho tiempo. Su segundo
matrimonio, con el encomendero vasco Juan de San Juan, no tuvo hijos pero la hizo
permanentemente rica. Después de su muerte, ella retuvo el derecho a cobrar el tributo
de sus encomiendas (vecinas a las de su marido anterior), los Arones Yanaquihua, Ocoña
de Pacheco y Colani. Padilla entonces contrajo matrimonio y sobrevivió a su tercer
marido, Pedro de Ahedo, con quien tuvo un hijo del mismo nombre que, nos cuenta la
monja anónima, “quiso y amó con extremo”.2
12 Al igual que la mayoría de los encomenderos, Padilla y sus maridos no se contentaban con
retener la mano de obra y el tributo andinos. Gradualmente comenzaron a comprar
tierras en la vecindad de sus encomiendas y a usar el trabajo de “sus indios” para
cosechar los frutos de sus nuevas inversiones. Que Padilla, sus maridos y parientes se
dedicaron a recrear el sabor imaginado de su tierra natal en un nuevo campo, es algo que
queda claro por los nombres que dieron a los lugares en donde se obligó a asentarse a los
pueblos arones y ocoña: unas reducciones llamadas Granada, Antequera y Porto (de la
Puente 1992: 412, nota 4). En 1575, cuando Padilla casó por cuarta y última vez —con
Gerónimo Pacheco, un español llegado al Perú como parte del séquito del virrey Toledo—,
le dio a su marido varias propiedades como dote, además del derecho a la encomienda:
casas en la ciudad, dos chacras cercanas y un viñedo en el valle de Ocoña (ASCS,
“Inventario de la fundación”, doc. 3, carta de dote del 30 de agosto de 1575). 3
13 Para ese entonces, Arequipa había pasado a ser un importante asentamiento español y
centro de un próspero comercio de vinos surgido no mucho después de la fundación de la
ciudad, en 1540.4 A diferencia del Cuzco, Arequipa era una ciudad nueva; sus fundadores
escogieron un lugar que les venía bien, a orillas de un río que tenía cerca buenos campos
para los cereales y las huertas de frutales. Los viñedos prosperaban por toda esta región,
algo bastante más parecida a la Málaga natal de doña Lucía de lo que el Cuzco jamás lo
sería. No había ningún centro incaico en donde buscar alojamiento, aun cuando una gran
variedad de grupos étnicos vivía en la zona y se les podía hacer trabajar la tierra a través
de sus curacas. De este modo, los atractivos de recibir una encomienda en Arequipa no
eran pocos. Según las tasas dadas a conocer en 1573, se esperaba que la población
tributaria de los arones yanaquihuas, ocoñas y colanis dieran a su encomendero 710 pesos
en oro y 850 pesos en plata cada año, además de los bienes del tributo (Cook, ed., 1975:
228-30).5
14 Para Padilla y sus maridos Arequipa fue el centro de sus negocios, pero su campo de
acción se extendió bastante más allá de ella. En 1567, doña Lucía de Padilla hizo arreglos
para que su hija Isabel —en ese entonces de tan sólo diez años de edad— casara con un
anciano encomendero vasco de La Paz llamado Pedro Basáez, a quien se le había
concedido la encomienda de Tiahuanaco. La pareja eventualmente tuvo una hija que
falleció muy joven. Al morir Basáez, se sospechó que doña Isabel había sido la causante de
su muerte, hasta el punto en que se le impidió heredar derecho alguno a la encomienda
de su difunto marido.6 Privada así, la joven viuda se reunió con su madre y su padrastro
en Arequipa, tal vez en desgracia. La familia se mudó entonces a la ciudad del Cuzco, en
donde Pacheco fue corregidor entre 1578 y 1581. Allí Isabel decidió ingresar a una orden
religiosa (Esquivel y Navia 1980, 1: 239-43). Casi inmediatamente después de que la familia
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hubiese retornado a Arequipa, ella ingresó al recién fundado convento dominico de Santa
Catalina, donde tomó los hábitos el 15 de julio de 1582, a los veinticinco años de edad. 7
15 Mientras Isabel de Padilla pasaba varios de los siguientes años trabajando para establecer
el primer convento de clausura en Arequipa, su madre lidiaba con las cargas de una
trágica pérdida. Su tercer hijo, aquel a quien ella había planeado dejarle una cuantiosa
herencia, falleció repentinamente. La acongojada doña Lucía decidió recordar a Pedro de
Ahedo, el hijo al cual “quiso y amó con extremo”, convirtiendo su casa en un claustro.
Gerónimo Pacheco respaldó plenamente la iniciativa de su mujer. En 1595 redactó su
testamento, dejando 42,000 pesos para la construcción de un nuevo convento, y dándole
gran libertad a Padilla para el cumplimiento de sus provisiones. Incluso hizo que su
propio proyecto, la fundación de un colegio jesuita para los arones, pasase a segundo
plano con respecto al cumplimiento de los deseos de su mujer. Pacheco apenas viviría lo
suficiente como para verla a ella llevar a cabo su proyecto (ASCS, “Inventario de la
fundación”, doc. 3: fol. 57v; doc. 8: fols. 94-131).
16 Fue así que el 1 de agosto de 1599, el segundo convento de Arequipa comenzó a funcionar
en casa de doña Lucía, a cargo de ella misma y de su hija. Doña Lucía había deseado que
las monjas fueran concepcionistas o franciscanas pero doña Isabel insistió en que su
madre fundase una comunidad dominica, pues en caso contrario permanecería en donde
estaba. “[V]isto [sic] la dificultad y repugnancia de su hija”, escribiría la monja anónima,
doña Lucía “concedió que fuese lo que ella quería y hubo dos monasterios en Arequipa de
un hábito” (ASCS, “Inventario de la fundación”, doc. 3: fol. 58). La nueva fundación fue
llamada Nuestra Señora de los Remedios, por la Virgen a cuya advocación el difunro hijo
de doña Lucía había llamado en su agonía, y patrona de Antequera, la tierra natal de su
madre. Cuando doña Isabel de Padilla dejó Santa Catalina en 1599 para fundar el nuevo
convento, estallaron también las disputas entre las dos comunidades dominicas por su
dote y otras propiedades (ASCS, “Inventario de la fundación”, doc. 1: fols. 1-55, 28 de julio
de 1599). A pesar de todo se le permitió partir y unirse a su madre.
17 Sin embargo, doña Lucía misma jamás tomó los hábitos. De haberse convertido en monja,
habría tenido que renunciar a todas sus pertenencias mundanas y habría perdido la
encomienda que le brindaba una parte sustancial de las rentas de las cuales dependía el
nuevo convento. En lugar de eso, a partir de la muerte de Pacheco, a finales de 1599, vivió
una enérgica existencia intermedia. Según la monja anónima, Padilla hacía “una vida muy
aspera y vistiendo pobremente”, participando sólo de noche en la obsetvancia ritual de
las horas canónicas por parte de las monjas, asistiendo “siempre a los maitines porque de
día acudió a los negocios”. Una combinación de priora de facto, encomendera y
administradora, doña Lucía parece haber sido una mujer enérgica y haber tomado sus
asuntos en sus propias manos (ASCS, “Inventario de la fundación”, doc. 3: fols. 57-57v). 8
18 A comienzos de 1600, las cosas escaparon al control de doña Lucía. Primero cayeron unas
lluvias inusualmente fuertes; luego, el 18 de febrero, dos fuertes sismos azotaron
Arequipa. A continuación, el vecino volcán de Huayna Putina hizo erupción, arrojando
una gruesa capa de cenizas volcánicas sobre los campos circundantes y trocando el día en
noche. Estos desastres naturales perturbaron seriamente la economía de la región, puesto
que muchos viñedos y campos quedaron improductivos. En consecuencia, cuando los
dueños de los primeros y otros productores locales no lograron cumplir con los pagos de
los censos debidos a los dos conventos de Arequipa, buena parte de las rentas de las cuales
dependían las monjas desapareció. Y justo cuando las actividades productivas
comenzaban a revivir en la región, otro fuerte sismo la golpeó. El 4 de noviembre de 1604,
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gran parte de la ciudad de Arequipa colapsó. Tanto Santa Catalina como Nuestra Señora
de los Remedios fueron seriamente afectados. Los sismos continuaron, extendiéndose
hasta bien entrado el mes de diciembre. Fue así que las Padilla escribieron a don Antonio
de la Raya, obispo del Cuzco, solicitando su ayuda para reubicar el convento en esa
ciudad, dada la ruina de su base productiva en Arequipa.
19 La documentación conventual refleja un inusual giro en los acontecimientos: las monjas
emigraron a lomo de bestia a través de las abruptas montañas de los Andes. Después que
el obispo de la Raya diera permiso para que Nuestra Señora de los Remedios pasara al
Cuzco, envió hombres eclesiásticos de confianza para que hicieran de escolta, junto con
muías, equipos, tiendas y otras provisiones para la travesía de las mujeres. Unas
veinticinco monjas profesas y dos “niñas seglares” (muchachas que estaban internadas en
el convento) hicieron el difícil viaje. No se han registrado los apellidos de la mayoría, pero
por lo menos cuatro de ellas eran Padilla: doña Andrea y doña Lorenza formaron parte del
grupo, además de doña Lucía y su hija. La partida de Arequipa de las mujeres fue, según el
relato de la monja anónima, profundamente sentida en la ciudad, “con... clamores
lágrimas y llantos que parecía día de juicio”. Por instrucciones del obispo, los curas y
curacas a lo largo del camino hicieron que su viaje fuera lo más cómodo posible. Sus
huéspedes hicieron todo a su alcance para conservar la modestia monacal en las más
incongruentes de las circunstancias:
caminóse con tanta religión y compostura y silencio que cuando se acercaba la
gente del recibimiento nos echabamos los velos a los rostros no dando lugar a que
nadie nos viese los cutas nos hicieron muy grandes festejos y muchos regalos los
caciques y demás gente salían a recibirnos de rodillas desde lejos con danzas y
mucha música y besaban los hábitos y escapularios. Unas veces o partes nos
aposentaban los cutas en sus casas si eran capaces otros en las iglesias y tambos y
casas de los corregidores y donde fue fuerza llegar a despoblado fue tan atento el
cuta que mandó cavar más una peña que quedó capaz donde todas cupimos muy
enesteradas y ante puertas que hoy se alojan los pasajeros y la llaman la cueva de
las monjas (ASCS, “Inventario de la fundación”, doc. 3: fol. 58v).
20 Al llegar finalmente al Cuzco, las monjas recibieron una bienvenida aún más suntuosa, sin
duda cuidadosamente preparada por el obispo Antonio de la Raya. Ese día, que culminaría
en una deslumbrante procesión por las calles de la ciudad, comenzó con una recepción
mucho más tranquila: una breve visita al convento de clausura de Santa Clara. Según la
anónima monja arequipeña, “las señoras de Santa Clara le suplicaron de que nos querían
hacer favor de hospedarnos aquel día y regalarnos mucho”. El obispo accedió, al parecer
esperando que el gesto se extendiera más allá de una simple visita de cortesía en el
locutorio. No fue así. La relación de la monja simplemente dice que “nos regalaron mas no
nos entraron en su clausura cosa que sintió notablemente su SSa.”. Las recién llegadas
comieron con las clarisas y luego volvieron a las calles atiborradas, en donde les
esperaban más agasajos públicos (ASCS, “Inventario de la fundación”, doc. 3: fol. 58v-59).
21 Las monjas dominicas tal vez no consideraron esta breve recepción en Santa Clara como
una afrenta, pero el obispo de la Raya evidentemente estaba decepcionado. A medida que
el anciano obispo las escoltaba a su claustro improvisado, junto a la iglesia de los jesuitas,
y luego esperaba pacientemente que los trabajadores terminaran de sellar la entrada, es
posible que se haya incomodado con el incidente, y que haya visto en él una ominosa
señal de cosas por venir. Si la población local no daba nada a las recién llegadas fuera de
un trato cortés, él tendría una pesada carga que llevar en asegurar la comodidad y
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seguridad de las monjas. De algún modo debían ganarse nuevos benefactores en el Cuzco
para las arequipeñas.
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los llamados indios del Perú, el siglo XVII sería cualquier cosa menos una “edad de oro”. A
comienzos de esre siglo, a medida que la carga de las mitas y las enfermedades drenaban
su fuerza y recursos, las comunidades también tuvieron que vérselas con las
perturbaciones producidas por los reasentamientos forzados (las reducciones) y resistir
los masivos intentos hispanos por “componer” los títulos de tierras (las “composiciones”).
14
Varios millares de personas se desarraigaron a sí mismas y emigraron, en un intento de
escapar a las exacciones coloniales. La población tributaria indígena había caído
considerablemente medio siglo después de que Toledo visitara la sierra sur, de un
estimado de 600,000 personas a alrededor de 350,000 en 1620, y la caída habría de
proseguir durante todo el siglo (Cook 1981: 246). La población nativa de la región no
mostraría un crecimiento sostenido sino hasta el siglo XVIII.15
26 A los jefes de las poblaciones andinas del Cuzco les fue mejor, incluyendo a aquellos que
contaban con una distinguida ascendencia inca; los españoles les reconocieron como
señores étnicos, ya fueran de comunidades incaicas o no, y les denominaron “caciques”.
Para los españoles, éstos eran los “indios nobles”: los que controlaban los flujos de
trabajadores andinos y que por ello tenían la clave del gobierno indirecto de los Andes. En
consecuencia trabajaron a través de ellos, cultivaron relaciones relativamente buenas y
les enseñaron costumbres cristianas. Los hijos de los curacas de la región fueron educados
en colegios jesuitas especiales, fundados en Cuzco y Lima a comienzos de este siglo con
esa finalidad específica en mente. Las elites nativas usaban nombres cristianos junto con
los títulos honoríficos de “don” o “doña”, tenían casas en la ciudad del Cuzco y vestían
una mezcla de ropas andinas y las más finas vestimentas hispanas que podían obtener A
diferencia de los comuneros, los miembros de esta elite podían montar a caballo, portar
armas y en general vivir como españoles, siempre y cuando pudieran costearlo.
27 Los españoles supervisaron y circunscribieron las funciones y el alcance de esta elite
nativa. Ni siquiera a los incas que se habían asimilado con mayor perseverancia, se les
permitía ocupar un cargo elevado o ejercer autoridad en cualquier otra forma sobre los
blancos. En lugar de esto, los incas del Cuzco de gran jerarquía crearon sus propias formas
de esgrimir la autoridad, formando y encabezando su propio consejo honorario,
encargando pinturas para exaltarse a sí mismos y a sus comunidades, consiguiendo
blasones híbridos y luciendo los símbolos de su poder en ocasiones públicas. El
cristianismo les dio un nuevo y poderoso medio con el cual expresar su prestigiado
estatus. Ellos usaron fiestas cristianas tan importantes como el Corpus Christi para dar un
mensaje a sus paisanos cuzqueños, exhibiendo las galas de sus antepasados Incas. 16 Su re-
creación de la autoridad incaica en el Cuzco fue lo suficientemente exitosa como para que
las ansiedades virreinales revivieran a comienzos del siglo: preocupado por la posibilidad
de que don Melchor Carlos Inca, el de mayor jerarquía del Cuzco, llegara a ser un punto de
convergencia de las conspiraciones en contra del rey, el virrey Luis de Velasco se las
arregló para enviarlo a España en 1601, asegurándose de que jamás regresase. 17
28 Sabemos poco de cómo les fue a los curacas del Cuzco bajo el dominio hispano en estas
décadas cruciales del cambio de siglo. Sin embargo, si su experiencia fue similar a la de los
caciques en otras partes de los Andes, tuvieron que vérselas con la creciente
contradicción entre su papel oficial haciendo cumplir el dominio hispano, y su papel
tradicional como protectores de la integridad de sus comunidades. Los españoles
esperaban que la cada vez menor población andina trabajara para ellos y cumpliera con
las cuotas del tributo, y no estaban muy dispuestos a ver con buenos ojos cuando los
curacas se quejaban de cómo sus comunidades venían siendo diezmadas por las mitas, la
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Francisco de Aguilar Villacastín, cura de la vecina doctrina de Capi, donó 11,000 pesos y
fundó una capellanía a favor de los capellanes de las monjas (ASCS, “Inventario de
agosto”: fol. 32, 29 de agosto de 1606). El obispo mismo les dio generosamente. La monja
anónima escribió tristemente que
mientras vivió nuestro santo padre nos enviaba para el gasto del mes plata y de los
regalos que le daban y esto con tanto amor y caridad que si nos viviera más tiempo
nos dejara con mucho remedio que así lo decía que en acabando de pagar de lo que
debía al colegio de Hua-manga seria todo pata este monasterio llevónoslo Dios
breve (ASCS, “Inventario de la fundación”, documento 3: fol. 59).
35 A simple vista podría parecer una apenada exageración, que reflejaba la congoja más que
una pérdida material (real o temida). La híbrida economía cuzqueña se estaba
expandiendo y florecía, en tanto que los arreglos políticos que garantizaban la
prosperidad criolla e hispana estaban mucho más firmes que antes. Pero el problema era
cómo ingresar al circuito local de poder, crédito y prosperidad. Aunque él mismo era en
cierto sentido un recién llegado, el obispo de la Raya había gozado de un conjunto de
poderosas conexiones en la región del Cuzco. A su muerte las monjas perdieron a su
mediador e intermediario. Su sucesor no arribaría a la diócesis por varios años. 20
36 Doña Lucía de Padilla hizo lo mejor que pudo para compensar la pérdida y remediar al
monasterio que había fundado. Aprovechando el hecho de que ella jamás había tomado el
voto de clausura, inició una campaña en pos de donativos de puerta en puerta. Sin
embargo, según la relación de la monja anónima, los resultados fueron magros:
“prometieron mucho y casi fue nada lo que dieron que fue harta lástima” (ASCS,
“Inventario de la fundación”, doc. 3: fol. 59). Las cosas se pusieron aún más difíciles en
1608, al fallecer doña Lucía. Las monjas repentinamente se vieron sin una gran parte de
sus rentas, a saber, la renta de la encomienda de más de 2,000 pesos anuales que había
pertenecido a Padilla. Fue encomendera casi hasta el final en lugar de tomar los hábitos,
precisamente para que el monasterio se beneficiase con el tributo de los pueblos arones
yanaquihua y ocoña de Arequipa. La monja anónima vio la decisión estratégica de Padilla,
no como un acto codicioso y egoísta, sino como parte de su santidad, y a su fundadora
como una mujer de negocios inspirada y piadosa, adepta en las costumbres y medios de la
economía espiritual. La mascatilla fúnebre de Padilla fue compuesta en concordancia con
esto:
no tomó el hábito hasta que estuvo a la muerte por los indios no se los llevara el Rey
así murió novicia entendiendo le daría Dios vida y por no perder los indios así
murió novicia como una santa con grandes actos de contrición era muy celosa de la
honta de Dios y siempre fue cristianísima señora aún cuando estuvo en el siglo en
medio de tanta pompa y grandeza hacía todo bien a las religiones... fue muy sentida
y llorada su muerte (ASCS, “Inventario de la fundación”, doc. 3: fol. 57-57v).
37 Ahora doña Isabel de Padilla tenía que hacer frente a la carga de ser priora sin la ayuda de
su madre. Se necesitaban rentas con suma urgencia, no sólo para las necesidades básicas
sino también para cubrir los gastos de la construcción de un nuevo claustro. Uno de los
problemas a los que Padilla debía enfrentar era el cobro de las rentas remanentes del
convento en Arequipa, para así financiar la construcción en el Cuzco. Varias propiedades
cerca de esa ciudad debían dinero a las monjas, entre ellas el viñedo de Tintin, que había
pertenecido a Lucía de Padilla y tenía censos por valor de 9,000 pesos a favor del
monasterio (ASCS, “Inventario de junio”: fols. 137-49, censos sobre los viñedos arequipe-
ños de Tintin y Sondor). Aquí le ayudaron sus vínculos familiares. Las monjas confiaron
en los vínculos de parentesco de las Padilla en Arequipa, dando poder a don Fabián Gómez
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de Tapia, el marido de doña Juana de Padilla, para que cobrara los censos y los remitiera
al Cuzco, lo cual parece haber hecho con cierta regularidad.21
38 Pero Arequipa estaba demasiado lejos como para brindar a las monjas una renta
confiable. Pronto comenzaron a vender sus propiedades allí para reunir dinero para las
construcciones proyectadas en el Cuzco.22 Las monjas retuvieron algunos de sus bienes
originales por varias décadas, haciendo lo que podían para reunir rentas en base a ellos.
Sin embargo, muchas veces resultaba imposible extraer el pago de las rentas a estas
propiedades. Los mayordomos se volvieron locos intentando que los arequipeños
honraran los censos que sus propiedades todavía llevaban a favor de las monjas de
Nuestra Señora de los Remedios, incluyendo al desesperado y hambriento Francisco López
de Morla, quien en 1668 escribió desde Arequipa con respecto a los juicios que seguía para
hacer los cobros a nombre de las monjas. Después de seis inútiles meses fuera de casa,
estaba cansado de perder el tiempo:
para ese santo monesterio no hay justicia en esta ciudad y aunque tengo justicia y
Razon y mucha no me bale por[que] dizen alla hallaban leyes donde quieren leyes y
a señora mia yo he [h] hecho y hago todas las diligencias Pusibles y gastando
muchos pesos en sigimiento de estos pleytos nadie se quiere meniar si no se lo
pagan muy bien yo estoy con beynte mil disgustos y pesadumbres con estos
cavalleros en esta ciudad... y los gastos de la comida de cada día que no se puede
escusar y no [h]e cobrado siquiera un real en esta ciudad y todos los dias los estoy
clamando a los asensuatarios que me den siquiera para comer y no hazen caso...
Dios me de fuerças para poder llevar estos enfados de estos cavalleros (ASCS,
“Inventario de los meses de agosto, setiembre, octubre, noviembre y diciembre”,
siguiendo al fol. 137, carta del 2 de octubre de 1668).
39 La carta de López de Morla es bastante explícita en lo que respecta a las causas de su
frustración. Los abogados de la ciudad se habían excusado a sí mismos de ayudarle con el
juicio; el juez, dijo, estaba de lado de las partes contrarias; todos intentaban disuadirle de
que siguiera adelante, y todos estaban en contra suya porque era un “forastero”. Sus
demandas eran legalmente válidas, pero nadie les prestaba atención y mucho menos las
hacían valer. Ni siquiera la orden del virrey respaldando al convento sirvió de algo a sus
esfuerzos por cobrar los pagos vencidos en Arequipa. Al reubicarse en el Cuzco las
monjas, varias de ellas nativas de Arequipa, definitivamente habían cruzado una frontera
y pasado a ser extranjeras, y sus demandas no eran bienvenidas.
40 Las monjas evidentemente necesitaban de una nueva base de recursos en el Cuzco, sobre
la cual pudieran ejercer el dominio. Pero no se podía conseguir tierras con tanta facilidad
como Santa Clara y otras casas religiosas lo habían hecho medio siglo antes; el cabildo ya
no hacía las mercedes de “tierras del Inca y del Sol”. E incluso si ellas hubiesen estado
disponibles, ningún Gerónimo Costilla o Diego Maldonado estaba listo para ayudar a que
las dominicas recién llegadas negociasen con la política local. En lugar de ello, las monjas
tuvieron que depender de otras formas de conseguir bienes raíces, y de que los parientes
de las Padilla administrasen sus asuntos lo mejor posible. 23 El convento consiguió algunos
donativos importantes: el obispo Fernando de Mendoza, el sucesor de de la Raya, dio a las
monjas 7,000 ducados con los cuales comprar un trigal, y en 1617 Juan de Cabrera, un cura
local, les dio las estancias ganaderas de Pallata y Chunoguana, en Chumbivilcas (ASCS,
“Inventario de junio”: fol. 32, 6 de mayo de 1617). Sin embargo, para reunir una gama de
recursos en la región del Cuzco con los cuales satisfacer sus necesidades básicas, las
monjas dependían basrante de las compras, a juzgar por la lista de sus propiedades en
1623 (ADC, Francisco Hurtado, 1623: fols. 1580-84v, 3 de diciembre de 1623). El ganado era
pastado en Churucalla, una estancia que el convento había comprado, así como en las
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propiedades que les habían sido donadas en Chumbivilcas. Los cereales eran cultivados en
sus propiedades de Sondor y Palpacalla, cerca de San Salvador; una había sido comprada y
la otra entregada para saldar una deuda. La hacienda productora de cereales de Capra,
cerca de Písac, llegó a Santa Catalina como dote. Un molino fue adquirido en 1620 (ADC,
Francisco Hurtado, 1620: fols. 104-10, 4 de enero de 1620). Las papas eran suministradas
por Patallacta, una pequeña estancia encima de la parroquia de San Blas, también
comprada por el convento. El patrón es familiar. Sin embargo, a diferencia de las clarisas,
las monjas dominicas consiguieron su base de recursos a través del mercado local de
tierras, sin beneficiarse con mercedes.
41 Las dominicas sí buscaron favores en estos años, solicitando al virrey y a la corona no
tierra, sino trabajadores indios que cultivaran sus propiedades. El rey respondió
autorizando una asignación de 1,500 pesos en 1608, pero sus provisiones no fueron
cumplidas y las monjas se vieron obligadas a seguir con sus peticiones (ASCS, “Inventario
de octubre”: fol. 57, 17 de octubre de 1608; ASCS, “Inventario de noviembre”: fol. 42, 27 de
noviembre de 1619). Sin embargo, sí lograron obtener indios que cuidaran los rebaños
conventuales. Ocho mitayos fueron asignados a las estancias de Pallata y Chunoguana en
1617 por orden del virrey (ASCS, “Inventario de junio”: fol. 32, 6 de mayo de 1617). Una
merced adicional en 1639 dio trabajadores indios al convento para el servicio doméstico. 24
En años subsiguientes conseguirían más derechos sobre la mano de obra indígena, a
medida que ciertas haciendas caían en sus manos junto con sus mitayos.
42 Sin embargo, conseguir que las autoridades locales hicieran cumplir el derecho del
convento a los mitayos resultó algo difícil para las monjas. La competencia por los
trabajadores andinos era usualmente dura. Por ejemplo, en 1688 Santa Catalina quedó en
posesión de unas haciendas que habían pertenecido a un hombre llamado Pedro de Onor,
con un repartimiento de veinte mitayos de los pueblos de Catca y Oropesa. Las
autoridades locales consistentemente incumplieron con la entrega de los trabajadores
asignados a la hacienda, haciendo que la priora del convento obtuviera una orden del
virrey que obligaba a los curacas en cuestión a que entregaran los trabajadores asignados
(ASCS, “Inventario de agosto, setiembre, octubre, noviembre y diciembre”: fol. 137, 2 de
octubre de 1668).25 Doña Lucía de Padilla podía no estar ya para enseñar a sus sucesoras
cómo esgrimir el poderío de una encomendera, pero éstas evidentemente aprendieron a
hacerlo por sí mismas, como parte de su ejercicio del dominio. Al igual que Santa Clara y
que los demás conventos y monasterios surgidos por todo el paisaje colonial andino, los
claustros dominicos también dependían de ese recurso decreciente y excesivamente
explotado: la mano de obra de los andinos.
43 El monasterio de Nuestra Señora de los Remedios —al cual las cuzqueñas pronto
comenzaron a llamar familiarmente como Santa Catalina— solamente podía prosperar en
el Cuzco echando raíces locales y convirtiéndose en una comunidad reconocidamente
cuzqueña. Este proceso involucró mucho más que la adquisición de propiedades y
trabajadores locales. Se debía persuadir a las familias de la localidad de que confiaran sus
hijas al nuevo convento. Sólo entonces las dominicas quedarían integradas plenamente a
la economía espiritual del Cuzco. Las Padilla parecen haber comprendido esto, pues desde
el principio dieron una altísima prioridad al reclutamiento de monjas locales. Las dotes
fueron reducidas, tanto para reunir dinero como para atraer los votos locales, de modo tal
que la comunidad pudiera superar su condición “forastera” (ASCS, “Inventario de la
fundación”, doc. 3: fol. 59). La estrategia parece haber funcionado. No sobrevive ninguna
fuente tan detallada como el libro de la fundación de Santa Clara, pero las monjas han
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conservado una simple lista hecha poco después de que las arequipeñas arribaran al
Cuzco. Ella muestra que varias mujeres de la ciudad tomaron los hábitos en muy poco
tiempo. Entre ellas estuvo la hija del noble don Diego Pérez Martel, una tal doña Mencia,
que gozaba del estatus y las prerrogativas de una alta cuna no obstante ser ilegítima
(ASCS, “Inventario de la fundación”, doc. 13: fols. 155-57).
44 Para cuando se hizo una lista de las propiedades de las monjas en 1623, el pago de las
dotes había hecho bastante por aliviar las dificultades financieras de Santa Catalina. Por
lo menos dos de las monjas profesas habían llevado consigo propiedades con las cuales
satisfacer la dote, y la recepción de suficientes dotes permitió que Santa Catalina se
involucrara en el suministro de crédito a través de los censos. Para mediados de la década
de 1620, las monjas daban crédito a algunos de los encomenderos más importantes del
Cuzco, entre ellos a don Juan Sierra de Leguizamo, el general Damián de la Bandera y don
Miguel Gerónimo de Cabrera, todos los cuales contaban con parientes en el convento.
Para 1684, cuando la priora María de los Remedios preparó una lista de los censos
conventuales para su sucesora, Santa Catalina tenía derecho a cobrar un total de 166
obligaciones distintas (ASCS, “Inventarío de marzo”: fol. 283, 2 de marzo de 1684).
45 Es tentador ver, en la nueva ubicación de Santa Catalina, otra causa poderosa del éxito
que las monjas tuvieron en reconvertirse en cuzqueñas y en asegurarse un lugar en la
economía espiritual local. Ellas estaban alojadas junto a la iglesia de los jesuitas, en un
lugar de gran resonancia simbólica: el viejo acllahuasi, la casa de las vírgenes escogidas
del Sol. Apenas si se podría haber elegido un lugar más cuzqueño para las vírgenes
enclaustradas de la nueva religión. Siempre fascinante para los cronistas europeos, de
Cieza de León en adelante, esta institución incaica parece haber sido tanto un gozne del
dominio incaico de distintos grupos étnicos del imperio, como un rasgo simbólico central
de su vida religiosa. El acllahuasi del Cuzco se encontraba en el centro de una extensa red
de acllahuasis más pequeños esparcidos por el reino de los incas, todos los cuales
sirvieron para reunir, almacenar y preparar mujeres jóvenes para una vida dedicada al
servicio del Inca. La preparación de telas finas y chicha fue la principal actividad de las
acllas del Cuzco, que (según diversas relaciones hispanas) vivían bajo la estricta
supervisión de una mujer conocida como mamacona: a ojos españoles, el inevitable
equivalente funcional de una abadesa. De hecho, estas instituciones fueron casi siempre
descritas por los cronistas españoles como conventos. Que las vírgenes incaicas llevaran
una existencia enclaustrada y estrechamente supervisada, en lo que parecían ser
conventos, debe haber llamado poderosamente la atención de los primeros observadores
hispanos: la parodia demoníaca de las formas de observancia católicas parecía alcanzar su
forma más maliciosamente ingeniosa en estos templos de pagana pureza y virtud
femenina. Asignarle este lugar a Santa Catalina era encargar a la nueva fundación
religiosa el cuidado de un lugar particularmente sensible. Las arequipeñas habían
recibido un tesoro incaico.26
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Las monjas de Santa Catalina eran particularmente devotas de la santa dominica que dio el nombre a
su convento, Santa Catalina de Sena (1347-80), representada en esta pintura con una azucena/
crucifijo y los estigmas (¿Perú?, siglos XVI-XVII). Cortesía del Brooklyn Museum.
46 Y así como Santa Clara podía sostener contar con una “princesa” incaica entre sus
primeras ingresantes —doña Beatriz Clara Coya—, Santa Catalina podía jactarse de tener
otra coya: doña Melchora Clara Coya. Era hija de don Melchor Carlos Inca, el noble inca
más asimilado del Cuzco y bisnieto de Huayna Cápac, y de una india noble llamada doña
Catalina Quispe Sisa. Doña Melchora parece haber usado el nombre de doña Leonor de
Esquivel por su abuela paterna y española, doña María de Esquivel.27 Su padre había
vivido en España desde que ella era joven, debido a la ansiedad que las autoridades
hispanas tenían con respecto a su posible participación en conjuras con los “vagabundos”
del Cuzco. En una solicitud de apoyo real hecha a poco de que las monjas arribaran a la
ciudad, la representante de Santa Catalina se aseguró de aducir que el convento alojaba a
una descendiente de los Incas: esto evidentemente era considerado un servicio al rey
particularmente válido, que merecía ser recompensado (ASCS, “Inventario de la
fundación”, doc. 19: fols. 179-79v).
47 De este modo, al igual que doña Beatriz Clara Coya antes de ella, doña Melchora (Leonor)
pasó a ser una pieza de negociación, un trofeo en las permanentes guerras culturales
libradas en torno al significado y la valencia política del legado incaico del Cuzco. Para
comienzos del siglo XVII, el temor a una gran revuelta inca ya no pendía sobre la cabeza de
los cuzqueños de elite. Esta posición de seguridad relativa les dio un mayor espacio en
donde manipular el legado incaico y los cuzqueños comenzaron a fabricar diversas formas
con las cuales honrar y reclamar el potente simbolismo del pasado inca. Albergar a una
“princesa” incaica dentro del claustro y encima del viejo acllahuasi —conteniendo y
preservando el pasado inca al mismo tiempo—, era acceder a la enorme resonancia
simbólica que estaba en trance de concederse a este pasado glorioso y “clásico”. ¿Cómo
una comunidad que cumplía una misión tan exaltada podía ser considerada forastera?
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El acliahuasi tal como lo imaginara Guamán Poma (1615), quien identifica a las acllas como “monjas”
que vivían bajo una “abadesa/mamacona” inca.
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3l4-58v, 26-30 de junio de 1625). No extraña que estas medidas hicieron que los Costilla
estallaran en furia. Al enterarse de que su familia no conservaría su derecho a ser
enterrada en la nueva iglesia de Santa Clara, don Pedro Costilla entró en acción, iniciando
una furiosa y prolongada campaña para obligar a las monjas a que honraran los términos
del mecenazgo de sus padres. Los cuzqueños poderosos comenzaron a tomar partido. El
provincial de la orden franciscana emitió una orden para impedir que Costilla tomara una
acción tan temeraria. Sin prestar atención y contando con el apoyo de un prominente
clérigo local, Costilla llegó a exhumar los huesos de sus padres de la vieja capilla y
trasladarlos él mismo a la nueva (BN, ms. B457, 1623).29
54 La batalla legal subsiguiente se prolongó durante años. Costilla sostuvo vigorosamente
que el lugar privilegiado que su familia había ocupado en la vieja capilla del convento
también debía ser suyo en el nuevo. Juan Zapata, el hermano de Villegas, fue de algún
modo persuadido para que hiciera un acuerdo con Santa Clara, por el cual cedió su
derecho a ser enterrado en la nueva capilla a cambio de un bien raíz específico (ADC,
Cristóbal de Luzero, 1623-24: fols. 278-86v, 16-18 de julio de 1624). Pero el juicio seguía sin
resolverse al fallecer don Pedro Costilla de Nocedo en 1641, y no está claro qué sucedió
finalmente con los restos de los Costilla.
55 No obstante, este turbio caso resulta sumamente revelador. Nos abre una ventana a través
de la cual podemos atisbar las ansiedades de una identidad aristocrática entre los criollos
locales —los herederos de hombres como Gerónimo Costilla—, un siglo después de que sus
antepasados arribasen a los Andes. El lugar distinguido y estable que Gerónimo creía
haber asegurado para sí y su familia fue deshecho apenas unos cuantos años después de
su muerte. Probablemente su hijo don Pedro se dijo a sí mismo que este grosero
desplazamiento habría sido impensable en Zamora, donde el peso de las viejas tradiciones
se había asentado sobre tales arreglos, impidiendo, para bien o para mal, que fueran
perturbados en forma tan descarada.
56 Tal vez. Pero Gerónimo Costilla había dejado Zamora precisamente para escapar de los
confines de estos arreglos, y había comprado su acceso a los privilegios de la nobleza
hispana re-creados en los Andes. Había logrado adelantarse a Villegas por apenas unas
décadas. Luego, la necesidad de un nuevo convento le dio a ésta la oportunidad de re-
escribir la historia de la fundación de Santa Clara, desplazando a los Costilla y al cabildo, e
insertándose ella en su lugar como “fundadora”. Alrededor de 1620, en el Cuzco, la
nobleza de ningún benefactor estaba lo suficientemente arraigada como para disuadir a
las monjas de que le reemplazaran a él o ella, si un benefactor más acaudalado se aparecía
con una mejor oferta.
57 Así, el campo social para los aspirantes a aristócratas podía resultar tan inestable como el
paisaje geológico. Ni siquiera los poderosos Costilla podían simplemente tomar su estatus
de personas privilegiadas como algo dado en la economía espiritual del Cuzco; tenían que
conservar esta posición invirtiendo en ella constantemente, de otro modo los privilegios
que consideraban como señal de su nobleza podían ser socavados desde abajo. La
mudanza de las clarisas mostró que los privilegios importantes podían conseguirse
pagando el precio adecuado, tal como lo averiguase la viuda Villegas. En esta emergente
sociedad colonial, el papel de un noble benefactor estaba en venta, al igual que muchas
otras cosas.
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CONCLUSIONES
58 La (re) fundación de Santa Catalina en el Cuzco revela los límites y las vicisitudes de una
economía espiritual. La inestabilidad podía ser un gran problema para quienes intentaban
operar dentro de una red tal (o, para tomar prestado el léxico de Pierre Bordieu, un
sistema de disposiciones). Cierto grado de inestabilidad podía aceptarse y era esperado.
Las monjas y otros inversionistas no colocaban todas sus inversiones en un solo lugar
porque los cultivos podían perderse, las finanzas de una familia podían derrumbarse y así
sucesivamente; ellas dispersaban sus inversiones, dando cierta flexibilidad a las finanzas
locales. Pero las reglas formales de la economía espiritual suponían la estabilidad de los
bienes en el largo plazo; de este modo, los desastres naturales —como los terremotos que
periódicamente azotan los Andes— constituían un gran problema. Los medios con que se
contaba para distribuir los riesgos quedaban abrumados por los trastornos a gran escala,
como los que golpearon Arequipa alrededor de 1600.
59 Cuando examinamos tales momentos de grandes perturbaciones, podemos captar la
importancia que una sólida base de recursos tenía (algo que no era probable que las
monjas de Nuestra Señora de los Remedios consiguieran fácilmente en los años de la
reconstrucción de Arequipa). Es más, captamos el papel vitalmente habilitador de las
reglas informales de la economía espiritual: aquellas jamás impresas, pero igualmente
vitales para las transacciones como las palabras del registro de un notario. Podemos
deducir, en particular, el papel crucial de las conexiones familiares cara a cara, entre las
monjas y las familias locales, fortalecidas a través de solícitas averiguaciones, piadosos
desvelos, inversiones espirituales y devociones personales. No estoy sugiriendo que las
personas fueran motivadas a encomendar almas en sus oraciones, a preguntarse sobre su
salud, a vestir altares y así por el estilo sólo a fin de asegurarse la buena voluntad en caso
de un sismo u otro desastre de este tipo. Hacían estas cosas porque parecían ser simple y
llanamente “naturales”. Pero los vínculos tan sostenidos de semejante familiaridad
podían resultar útiles en caso de una emergencia. Seguramente ayudaba que una familia
hubiese invertido fuertemente en una prolongada relación con un convento: en
momentos de necesidad, las monjas podían conceder un periodo de gracia a quienes
consideraban amigos y simpatizantes cercanos.
60 Esta historia de volcanes, sismos y monjas emigrantes a comienzos del siglo XVII asimismo
resalta unas variedades más figurativas de la inestabilidad, exponiendo las ansiedades de
la identidad en una emergente aristocracia colonial. Los pobladores de Arequipa que en
1605 lloraron en forma tan clamorosa por las monjas que partían, de modo que “parecía
día de juicio”, posteriormente tratarían a su apoderado López de Morla como un paria,
haciendo que sus reclamos fueran insostenibles. Sucede que las monjas, las hijas de los
españoles poseedores de propiedades de la localidad, habían roto el contrato implícito
que las ligaba con su tierra, la relación invisible que hacía que la ciudad fuera más
renombrada, resguardando a las virginales jóvenes que crecerían para reproducirla. Es
sumamente probable que esta respuesta haya sido configurada por el género: se suponía
que las hijas debían permanecer cerca del hogar, bajo la tutela y el control de sus
parientes.30 En todo caso, la trayectoria de las Padilla muestra que para una comunidad
conventual, desarraigarse y mudarse de una economía regional a otra era una jugada
sumamente riesgosa, dadas las obligaciones espirituales implicadas por sus diversos
compromisos contractuales, como lo muestra el término “forasteras” que fuera aplicado a
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las monjas de Santa Catalina. Al dejar atrás su localidad original, ellas voluntariamente
(aunque tal vez sin desearlo) rindieron su pasaporte con el cual se movían libremente
dentro de la economía espiritual arequipeña.
61 En este caso la jugada resultó. Las forasteras lograron “rehacerse” a sí mismas y pasar a
ser “lugareñas” en el lapso de unas cuantas décadas. Las monjas rápidamente adquirieron
un capital simbólico, así como un capital del tipo más convencional. Y gracias a estas
estrategias lograron alcanzar su objetivo principal: ganarse las hijas de los cuzqueños a la
vida religiosa. A riesgo de ser redundante, podemos considerar este “capital
reproductivo” en un sentido dual, puesto que hemos visto que los conventos tenían un
papel importante en la reproducción de las ciudades que les rodeaban; además, las
comunidades conventuales podían reproducirse sólo atrayendo hijas de fuera de sus
muros y reclutándolas pata la vida religiosa.
62 En 1649, cuando Contreras y Valverde escribió su relación de las glorias eclesiásticas del
Cuzco, tanto Santa Clara como Santa Catalina podían mantener a más de cien personas
cada uno. El clérigo cuzqueño estimaba que la segunda comunidad tenía más de cien
monjas, cifra que los archivos conventuales confirman. Según su estimado, Santa Clara
tenía más de trescientas mujeres, la mitad de las cuales eran monjas profesas. Los dos
monasterios habían pasado a ser conventos grandes, como los de Lima y otras partes:
cómodas ciudades dentro de las ciudades.
63 Irónicamente, apenas acababan las dominicas de superar su condición de “forasteras” y
de arraigarse firmemente en su región adoptiva, cuando nuevamente se desencadenó un
desastre sísmico. Esta vez el epicentro fue el Cuzco. En la tarde del 31 de marzo de 1650,
escribió el cronista Esquivel y Navia, la ciudad sufrió “un terremoto, el más formidable de
cuantos se habían experimentado en estas partes”. Sus efectos fueron devastadores:
“Arruináronse casi todas las casas de la ciudad y las más de ellas poco menos que hasta los
cimientos; y las que no cayeron quedaron de [tal] manera abiertas y rajadas, que en
ninguna se podía habitar con seguridad”. La población del Cuzco comenzó a vivir en calles
y plazas, a medida que las réplicas dañaban aún más sus hogares. A Santa Clara le cupo
“[m]ejor fortuna... que [a] los demás conventos” y las monjas simplemente se mudaron a
los patios de sus claustros mientras comenzaban las reparaciones de sus habitaciones.
Otras iglesias y órdenes tuvieron que vérselas con daños de diverso grado. Las mujeres de
Santa Catalina fueron las menos afortunadas de todas: “se les arruinó y cayó todo el
convento, y a una monja enferma la oprimió una pared” (Esquivel y Navia 1980, 2: 90-97).
64 Esta vez las dominicas permanecieron donde estaban. Las secuelas del sismo de 1650
ilustran con claridad cuán bien habían logrado convertirse en cuzqueñas, y en parte
integral del paisaje local de la distinción espiritual y económica: las monjas fueron
llevadas en procesión solemne de sus claustros en ruinas a la casa de uno de los más
poderosos criollos del Cuzco, don Pablo Costilla, bisnieto del benefactor y antiguo
mayordomo de Santa Clara. De ahí se mudaron, por falta de espacio, a las casas que alguna
vez habían pertenecido a un prominente conquistador. A pesar de la economía duramente
golpeada de los años subsiguientes, ellas lograron reconstruir su hogar casi de inmediato.
En diciembre de 1651 se puso la primera piedra, en una ceremonia que marcaba el inicio
de la construcción de la nueva iglesia del convento. Las monjas eventualmente retornaron
a su lugar original, encima del viejo acllahuasi.
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Muro incaico con macetas de geranios, parte del viejo acllahuasi dentro de Santa Catalina. Fotografía
de K. Burns.
65 Allí permanece la comunidad hasta hoy, y las religiosas están orgullosas de que su
comunidad ocupe algunos de los más hermosos muros incaicos de la ciudad. Presidiendo
su modesto jardín, detrás del segundo claustro, se encuentra una hilera de nichos
trapezoidales insólitamente hermosos, los ornamentos internos de un muro inca, ahora
adornados con floreros llenos de geranios rosados. Las piedras de la vieja lavandería se
parecen en algo al frontis de un intihuatana (lo que las guías de turistas llaman un “reloj
de sol inca”). Éste es el viejo acllahuasi, en donde las jóvenes virginales han vivido y
reproducido sus respectivas culturas durante siglos.
NOTAS
1. Wightman (1990) es indispensable para un examen completo del significado contemporáneo de
los términos “forastero/forastera”, usados por lo general para referirse a los emigrantes nativos
que habían roto sus vínculos con sus ayllus.
2. La informacion sobre Padilla fue extraida de ASCS, “Inventario de la fundacion”, doc. 3. Para la
importancia de las viudas de los encomenderos, las cuales (como Padilla) podian conservar los
privilegios de sus difuntos maridos a traves de varios matrimonios y ejercer un poder
considerable, vease Lockhart (1968: 177-78); Garcilaso (1966: 1230).
3. Es sumamente posible que el virrey Toledo haya concertado el matrimonio de Padilla con
Pacheco, su compatriota y hombre de confianza. Un inventario de los “bienes dotales” de Padilla,
efectuado el 30 de agosto de 1575, aparece en los fols. 90-93.
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4. Para una detallada relación del crecimiento de la industria del vino en Arequipa véase Davies
(1984).
5. Unas cifras ligeramente distintas aparecen en de la Puente (1992: 412, 415 y 421), que suman
2,262 pesos, 4 tomines ensayados de tributo (“libre de costas”).
6. Cook, ed. (1975: 58), refleja la creencia de que Padilla fue desposeida de la encomienda “por
delito que dicen que cometio en matar al dicho su marido”.
7. Que habia cierto apremio lo sugiere el hecho de que se obtuvo una bula papal que le permitio
profesar sin cumplir con el acostumbrado ano de noviciado (ASCS, “Inventario de la fundacion”,
doc. 4: fol. 60).
8. Por ejemplo, en 1556 Padilla busco y logro que se investigaran los malos manejos que Ginesa
Guillen habia cometido con su parte de la encomienda de Arones (vease Barriga, ed., 1939-55, 3:
274-98).
9. La poblacion de la ciudad solo puede estimarse en forma bastante aproximada. Wightman
(1990: 268) sugiere que “la poblacion de la ciudad, sostenida por un flujo constante de migrantes,
probablemente estuvo alrededor del rango de las 10,000 personas a mediados del periodo
colonial”.
10. En su prologo a Esquivel y Navia, Felix Denegri Luna (1980, 1: XIII-XV) enfatiza la fusion
cultural y los logros artisticos. Usando criterios distintos, Cahill (1988: 459) considera que la
segunda mitad del siglo XVII y los dos primeros tercios del XVIII constituyeron la “edad de oro”
de las familias cuzquenas de la elite, en particular de aquellas involucradas en la produccion
textil. Andrien (1985, la cita en la p. 18) ve el siglo como un periodo de crisis fiscal, pero senala
tambien el surgimiento de “centros regionales boyantes” como el Cuzco, que “alcanzaron su
propia prosperidad y producian una amplia gama de bienes agricolas y manufacturados”.
11. Para el impacto regional de la mineria vease la influyente obra de Carlos Sempat Assadourian
(1982) y Enrique Tandeter (1993).
12. Glave (1989: 181-362) efectua un detallado analisis de los efectos que el circuito economico de
Potosi tuvo sobre la sociedad andina durante el siglo XVII.
13. En su Historia de la villa imperial de Potosí, Bartolome Arzans de Orsua y Vela (1965) menciona al
Cuzco como una fuente de azucat y textiles, pero curiosamente no menciona la coca. Los registros
notariales cuzquenos mas tempranos, de las decadas de 1560 y 1570, estan repletos de contratos
para enviar coca a Potosi. La produccion de azucar tambien estaba en sus inicios, como lo indica
ADC, Luis de Quesada, 1571-81: fol. 376, el contrato de “Francisco Amao yndio” en 1581 para que
hiciera azucar en el ingenio de Juan Flores y ensenara sus secretos a un esclavo y tres yanaconas
(sirvientes indigenas no sujetos a los ayllus). Pata los obrajes del Cuzco vease Escandell-Tur
(1993).
14. Las investigaciones y la documentacion sobre el infame programa hispano de “reduccion y
composicion” son escasos, pero para una buena idea del impacto que la composicion tuvo en
Ollantaytambo despues de 1594 vease Clave y Remy (1983: 87-92).
15. Wightman (1990: 63-67) sostiene que “la poblacion indigena oficial del obispado del Cuzco
alcanzo su punto mas bajo bastante antes de lo que se ha pensado”, alrededor de 1690, cuando un
maximo de 82,367 originarios vivian en el.
16. Vease el estudio que Dean (1993) hiciera del Corpus Christi como un escenario donde fijar y
desestabilizar la precedencia incaica sobre los canaris y chachapoyas de la ciudad.
17. En base a la obra pionera de Ella Dunbar Temple, Hemming (1970: 461 -66) retrata a este
bisnieto de Huayna Capac como alguien criado para ser un “perfecto gentilhombre espanol”. Don
Melchor Carlos languidecio en Espana, en donde solicito ingresar en la orden de Santiago
(Lohmann Villena 1947, 1: 199-201).
18. A finales del siglo XVI, Felipe II habia concedido los privilegios de la hidalguia a los
descendientes legitimos de los conquistadores y primeros colonos (Recopilación de leyes de los
reynos de lasIndias 1774, 2: 90, Libro 4, titulo 6, ley 6).
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19. La diocesis del Cuzco fue subdivida poco despues (Contreras y Valverde 1983: 124).
20. Contreras y Valverde (1983: 123-24) indica que don Fernando de Mendoza, el siguiente obispo,
no arribo sino hasta 1611.
21. Isabel de Tapia y Padilla, una de las hijas de la pareja, posteriormente seria monja y priora de
Santa Catalina, en el Cuzco, en las decadas de 1650 y 1660.
22. Las monjas de Santa Clara, en Lima, tambien tuvieron que enfrentar el problema de
administrar propiedades a distancia (vease BN, ms. B702, 1610).
23. 23Durante las primeras decadas de la comunidad en el Cuzco, la administracion del convento
fue principalmente asunto de la familia Padilla. Andrea de Padilla se convirtio en su subpriora en
1611. Su hermano Juan de Vargas fue capellan de Santa Clara por varios anos, manejaba los
asuntos del convento y al morir dejo sus bienes a las monjas. Vargas y Andrea de Padilla hicieron
prestamos al convento para que cubriera sus costos (ASCS, “Inventario de junio”: fol. 95, 18 de
junio de 1627).
24. ASCS, “Inventario de agosto, setiembre, octubre, noviembre y diciembre”: fol. 14;
desafortunadamente el documento no aparece. Segun el indice, la provision fue emitida en Lima
el 9 de septiembre de 1639.
25. Segun la priora, en lugar de ello los curacas y funcionarios locales estaban usando a los
trabajadores en sus propios campos. Alrededor de ese entonces Santa Catalina intentaba
conservar yanaconas que vivian y trabajaban en su estancia Acanuco, en Paucartambo (ASCS,
“Inventario de abril”: fol. 236, 20 de mayo de 1665).
26. Vease en Silverblatt (1987: 81-108), el papel crucial que las acllas tuvieron en la cultura y la
construccion del Estado incaico.
27. ASCS, “Inventario de la fundacion”, doc. 18: fol. 174, poder dado por Isabel de Padilla a
Agustin de Tapia para cobrar el resto de la dote de “Dona Leonor de Esquivel, hija de Don
Melchor Carlos Ynga”, fechado el 5 de julio de 1614. Vease tambien Lohmann Villena (1947, 1:
199-200).
28. Villegas vivia en el Cuzco para 1547 y contrajo matrimonio con un capitan llamado Francisco
de Bolona, con quien tuvo por lo menos un hijo, y enviudo en algun momento despues de 1576
(ADC, Libro de Actas del Cabildo [1545-48]; ADC, Juan de Quiroz, 1576-77, 27 de diciembre de
1576).
29. El caso fue apelado ante la audiencia de Lima y no se habia dictado sentencia al fallecer don
Pedro en 1641.
30. Considerese, por ejemplo, el primer convento de Huamanga (Ayacucho), fundado por la
familia Ore para sus hijas; los hijos de la familia fueron enviados a Lima a que tomaran las
ordenes religiosas.
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1 PARA ENTRAR EN CONTACTO con las monjas de Santa Catalina o de Santa Clara —ya fuera en
el siglo XVII, cuando sus conventos eran nuevos, u hoy, más de tres siglos después—, hay
que ingresar al locutorio. Estas habitaciones llevan el nombre de su función, locutio, habla
o plática: son las estaciones de escucha del convento con el mundo. Pero impresiona más
lo que se ve que lo que se escucha. La mirada del visitante queda captada de inmediato
por las gruesas barras de hierro de la gran reja (también llamada red o grada), colocada
para impedir todo contacto físico entre las personas de ambos lados. Hasta la mirada
queda impedida por su enrejado, la característica dominante de todo locutorio. 1 Entonces,
al igual que ahora, lo único que podía fluir libremente entre las personas sentadas a cada
lado era la conversación. Aquí la disciplina es notablemente visible, la separación y
disciplina de la vida enclaustrada y contemplativa forjada en sólidas barras.
2 Las monjas se referían al mundo que se hallaba al otro lado de su reja como “el siglo”, el
mundo secular. La implicación es clara: allá los proyectos mundanos tenían sus altos y
bajos, comienzo y fin, en tanto que dentro de los claustros el tiempo era distinto,
avanzando sólo para volver al punto desde el cual partió, pasando por los maitines,
primas, tercias, laudes y así sucesivamente. Al entrar a los claustros, las monjas habían
vuelto la espalda al mundo y atado el tiempo a la rueda del ritual. Pero por supuesto que
las exigencias de la propiedad y la posesión requerían de ellas algún tipo de participación
con quienes vivían en conformidad con las jerarquías y el tiempo mundanos. De este
modo, el locutorio es un curioso lugar intermedio: reconoce y niega simultáneamente el
paso de los siglos. Es el espacio intermedio de una misión necesariamente delicada, el
punto donde las monjas interrumpían sus rondas de oraciones para encontrarse con los
que vivían en el siglo.
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Las monjas y sus visitantes delante de la reja de un locutorio, Santa Catalina. Fotografía de K. Burns.
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debemos primero atravesarlos e ingresar dentro de los claustros. Para mediados del siglo
XVII, las monjas del Cuzco se habían forjado allí un complejo papel reproductivo, que
simultáneamente reflejaba y sustentaba el esplendor barroco de la floreciente ciudad
alrededor suyo, dominada por los criollos.
Guamán Poma (1615) muestra a una monja recibiendo una limosna de una visitante bilingüe. Él alaba
a las monjas por el amor y la caridad que muestran a los indios y contrasta su generosidad con la
vanidad y el egoísmo de las “señoras del mundo”.
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siglos de prácticas conventuales, ya que todo aspecto concebible de la vida de una monja
parece estar cubierto, incluyendo los detalles de cómo debían llevarse los hábitos. Los
puntos específicos variaban según las determinaciones tomadas de tiempo en tiempo
dentro de cada orden. Por ejemplo, en 1639 las autoridades franciscanas que se habían
reunido para revisar las constituciones de las clarisas, exhortaron a las monjas a que
durmiesen en un dormitorio común y “euitar[an] las celdas profanas que se han
introducido, a titulo de tener vn aposento donde recogerse”. (Los franciscanos parecen
haber sentido que iban a perder esta batalla, puesto que unas líneas más tarde ordenaron
a las monjas con celdas privadas que procurasen “con todas veras resplandezca en ella la
santa pobreza, ... evitando toda curiosidad, y adorno, contentandose con vna Cruz, y vna
Imagen”: Constituciones generales 1689: fols. 34, 39). Asimismo buscaron imponer una
reglamentación más estricta en el locutorio, ordenándoles que “no toquen arpas,
guitarras, o otros instrumentos, cantando cantares profanos, ni bailen, ni dancen, aunque
sea con sus habitos”, dado que esas actividades iban contra la “modestia Religiosa” (
Constituciones generales 1689: fol. 37). Estas prohibiciones y prescripciones abundan en las
constituciones a las cuales se esperaba que obedecieran las clarisas y dominicas; ningún
detalle era demasiado pequeño como para no merecer ser reglamentado.
15 Ingresar a este mundo cuidadosamente estructurado significaba que una mujer debía
aprender sus reglamentos durante un prolongado
16 aprendizaje, conocido como el noviciado. Este periodo comenzaba con un ritual de
separación del mundo y de sumisión a la madre superiora, la nueva autoridad. Los
reglamentos y constituciones de las dominicas esbozan los pasos cuidadosamente. La
novicia debía postrarse “en medio del capitulo, y preguntandole la madre Priora, que
pedis? Responda, la misericordia de Dios, y la vuestra, mandele luego leuantar, y
declarandole las aspereças de la Orden, y respondiendo, que las quiere lleuar, diga la
Prelada, el Señor que començó el bien en vos, el lo acabe, y vistale el Abito, señalandole
vn año de prouacion, y no menos” (Espinosa, ed., 1677: fols. 29v-30). Cada novicia se
alejaba entonces un paso más de su identidad mundana: tomaba un nombre religioso, a
menudo el de una santa por la cual tenía una devoción particular. Así transformada, podía
instalarse en las habitaciones de las novicias, en donde viviría por un año con las demás
de su clase, bajo la estrecha supervisión de una profesora, la monja conocida como la
“maestra de novicias”, cuya obligación era instruirle y disciplinarle.
17 En su año de prueba, las novicias eran preparadas exhaustivamente en las reglas y
prácticas de su orden. Su profesora podía asignarles lecturas espirituales, como las vidas
de los santos, y tomarles examen para asegurarse de que hubiesen aprendido las lecciones
correctas. Las novicias de Santa Clara deben haber escudriñado la crónica de Diego de
Mendoza, obviamente escrita justo con una finalidad didáctica como ésta en mente.
Mendoza proponía un ideal de distancia extrema entre el mundo de afuera y la vida
enclaustrada y contemplativa: las monjas modelo jamás iban al locutorio; se humillaban a
sí mismas efectuando labores manuales, aun si eran hijas de alguna persona importante y
acaudalada. Y siempre obedecían las órdenes de sus superioras con presteza y sin
discusión, sin importar lo que les costara a ellas. Mendoza alaba a la monja Bernardina de
Jesús, en particular, por su obediencia ejemplar. Un día, nos relata,
auiendo vna Religiosa hecho llamar al Barbero, para que la sacassen vna muela, que
tenia dolorida; por yerro le lleuaron a la celda de esta sierua de Dios [Bernardina]
que estaua bien agena de sacarse muela, ni diente, y diziendola el Barbero, que
venia por mandado de la Abadesa a sacarla vna muela; y respondiendo, que no tenia
necessidad de sacarse muela alguna; juzgando la Religiosa enfermera, que de temor
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Una de las imágenes usadas por Guaman Poma (1615) para mostrar el orden y buen gobierno es la
de una monja arrodillada delante de su abadesa; ella está literalmente bajo obediencia.
21 Quien dirigía la comunidad era la abadesa o priora, elegida por el voto mayoritario de las
monjas para que cumpliera un mandato de tres años. Las reglas y constituciones le daban
un enorme poder. Era responsabilidad suya supervisar las finanzas del convento y
satisfacer las necesidades de todas las integrantes de su comunidad “con discreción, y
caridad, como prudente, y advertida Madre de Familias [sic]” (Constituciones generales
1689: fol. 38v). Ella guardaba las llaves del locutorio y una de las tres necesarias para abrir
el arca conventual, la “caja de tres llaves”. La priora recibía y hacía los pagos, trabajando
estrechamente con los diversos apoderados del convento, sus mayordomos y
administradores, así como con su supervisor eclesiástico (siempre un fraile franciscano en
el caso de las clarisas, y una alta autoridad diocesana en el de las dominicas). Y la
responsabilidad por la disciplina en los claustros descansaba en última instancia en ella.
La priora reunía a las monjas en forma regular para que pudieran declarar sus faltas
públicamente, siendo corregidas y recibiendo su castigo de ella. En los casos de
infracciones severas, podía condenar las monjas a diversos castigos, que iban desde una
dieta a pan y agua, a latigazos y la encarcelación en la cárcel conventual. 8 Tan poderosa
era la madre superiora que las reglas estipulaban que las monjas debían escoger una
lideresa “que resplandezca por virtudes, y que presida mas por santas costumbres, que no
por Oficio. Y guarde su comunidad con honesta vida, porque provocadas las Hermanas
por su exemplo, la obedezcan mas por amor, que por temor” (Constituciones generales 1689:
fol. 15v).
22 La responsabilidad por mantener el orden estaba igualmente repartida entre diversas
funcionarias del convento. Cada trienio, las monjas elegían una superiora o vicaria para
que sirviera como segunda en mando de la madre superiora. Ésta confiaba bastante en
ella y en las “madres de consejo”, un grupo escogido de monjas seleccionadas por su
experiencia y habilidad para que actuaran como sus asesoras más cercanas. Ninguna
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decisión empresarial importante era tomada por la superiora sin consultar primero con
las madres de consejo, la mayoría de las cuales habían sido ellas mismas superioras. 9 El
resto de las funcionarias del convento estaba a cargo de supervisar lugares particulares o
de realizar tareas específicas. Entre las más estratégicas estaban las de guardiana de los
principales puntos de contacto del convento con el público: la portera, responsable por
abrir y cerrar las puertas del convento; la tornera, que manejaba el compartimiento
cilindrico y giratorio colocado en el muro junto a la entrada del convento, mediante el
cual artículos pequeños eran admitidos o salían de él; y las rederas y escuchas, cuya
obligación era vigilar y oír todas las conversaciones en el locutorio. La depositaria era
responsable de llevar la cuenta del dinero. Otras funcionarias estaban a cargo de asegurar
una observancia ritual adecuada: la sacristana se encargaba de que todo estuviese en
orden para la misa; la vicaria de coro dirigía las oraciones de las monjas; la maestra de
novicias, como ya vimos, manejaba todos los aspectos de la preparación y disciplina de las
ingresantes. Otras se encargaban de la inspección y el aprovisionamiento: la supervisión
de la cocina y el refectorio, la despensa, la enfermería y así sucesivamente.
23 Para permitir que las monjas se concentraran en sus oraciones, las labores más pesadas de
los claustros eran realizadas por las “freylas donadas” o “hermanas legas”. Estas mujeres,
que llevaban permanentemente el velo blanco, estaban a cargo de “todos los oficios
humildes” del convento, “como son cozina, enfermeria, roperia, de tal manera, que de
ninguno por humilde que sea, se puedan escusar,... teniendo siempre en la memoria, que
entraron en el Convento para servir a las Religiosas, y no para ser servidas” (Constituciones
generales 1689: fol. 59). Al igual que con las monjas, se esperaba que las donadas
completaran su noviciado, tomaran los votos, llevasen una dote a la comunidad (aunque
menor que la de las monjas) y participaran en las oraciones diarias. Sin embargo, sus
oraciones estaban restringidas para que pudieran dedicar más tiempo a sus tareas, y no se
les permitía votar en las elecciones conventuales u ocupar un alto cargo. La constitución
de las clarisas estipulaba que no debía haber más de una donada por cada diez monjas. 10
La de las dominicas asimismo ordenaba que no tuviesen más de un “numero moderado”
de donadas a su servicio.11 Lo mejor de todo, indicaban las reglas, era que las monjas no
contaran con estas auxiliares en la medida de lo posible.
PRÁCTICAS
24 Apenas si sorprende que Arbiol y otros consideraran que el locutorio era un mal necesario
y un lugar peligroso: en las actividades llevadas a cabo en la reja, era posible que
colapsara la distancia con las prácticas del mundo secular que se exhortaba a las monjas a
conservar. De ahí los fuertes barrotes y aguzados clavos de hierro, las cortinas, las atentas
escuchas. Las novicias solamente podían ver a los miembros de su familia tres o cuatro
veces en el transcurso de su año de noviciado, ya que se las consideraba especialmente
vulnerables a las influencias y lazos mundanos. Pero las mismas reglas y constituciones
permitían la anulación parcial de la división estricta (literalmente blindada) entre las
mujeres enclaustradas y el mundo externo. Las criadas seculares podían ayudar a las
monjas con sus tareas, y podía recibirse internas seculares “por vrgente y graue causa, o
por la calidad grande de la persona” (Constituciones generales 1689: fol. 61). En el transcurso
de los años, las monjas del Cuzco forjaron generosas interpretaciones de estas
disposiciones. No solamente hicieron un extenso uso de sus portadas y locutorios, sino
que llevaron mujeres seculares a los claustros para que vivieran por lapsos que oscilaban
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entre unos cuantos días y varios años. De hecho, para mediados del siglo XVII, Santa Clara
y Santa Catalina habían tomado un número tan grande de mujeres y niñas seculares que
las monjas profesas constituían una minoria entre las residentes de sus propios
conventos. Según el clérigo Vasco de Contreras, Santa Clara tenía más de 300 mujeres
para 1649, 150 de ellas monjas; Santa Catalina tenía unas 250, 100 de ellas monjas
(Contreras y Valverde 1983: 178, 188).12
25 ¿Quiénes eran estas seglares? Las más visibles de lejos eran las “niñas seglares” que
abundan en la documentación de los archivos conventuales. Algunas fueron depositadas
con las monjas para su cuidado temporal, como Francisca, hija de un comerciante
itinerante llamado Pedro Francisco de Abreu, quien en 1655 aceptó pagar un internado a
las monjas de Santa Catalina hasta que él regresara por ella.13 Muchas jóvenes se
establecían con una hermana, prima o tía enclaustrada, como doña Ana de Losada, que en
1678 vivía en Santa Catalina con su hermana monja doña Josefa (AAL, Apelaciones del
Cuzco, leg. 24 [1676-78], expediente contra don Antonio de Losada y Novoa por violación
de clausura). La mayoría era enviada por sus familiares para un periodo de aprendizaje.
Una extensa lista de Santa Catalina muestra a casi un centenar de niñas ingresadas al
convenro entre 1651 y 1658, incluyendo no sólo a jóvenes criollas de la elite como doña
Catalina de Valdes y Zárate, la hija de un rico hacendado local, sino también a por lo
menos dos “indias”: Micaela B., hija del curaca de Quiquijana, y Tomasa Sisa, una niña de
nueve años de edad, internada por su padre a una tasa de 30 pesos anuales por “ratione
educationis”.14
26 Otras muchachas arribaban en condiciones más precarias: las bebés que caían bajo el
cuidado de las monjas cuando un padre las colocaba furtivamente dentro del torno. Usado
todavía hoy en muchos conventos, el torno era para pasar cartas, pequeños presentes y
cosas de ese tipo. A través de él ocasionalmente pasaban infantes a las sorprendidas
manos de la monja tornera al otro lado, dado que sus compartimientos rotatorios eran lo
bastante grandes como para contener a un bebé.15 Años después, estas criaturas podían
seguir siendo llamadas “expuestas”, muchachas que literalmenre habían sufrido esa
experiencia.16
27 De este modo, las monjas se convirtieron en madres (adoprivas), cuidando expósitas y
huérfanas junto con sus parientes femeninas. Ellas convertían sus celdas en guarderías
infantiles: “la crié y la eduqué desde sus primeros pañales”, sostuvo una monja de Santa
Clara de una muchacha específica, y muchas otras podían decir lo mismo. 17 Se suponía
que las seglares debían alojarse por separado de las monjas profesas, pero esta separación
no era cumplida estrictamente cuando se trataba de criaturas, si se la cumplía en
absoluto.18 Una monja podía enseñar a sus jóvenes pupilas a leer y escribir, y a cantar y
tocar instrumentos musicales.19 El fuerte cariño que desarrollaban por las criaturas a las
que criaban queda en evidencia en varios documentos, al igual que en los presentes que
muchas de ellas daban a sus jóvenes pupilas. Las monjas se referían a sus criaturas como
“mis muchachas” y “mis niñas”.20
28 En suma, las monjas del Cuzco redefinieron para sí mismas las instituciones del
matrimonio y la familia. Para ellas, la maternidad no requería del sexo conyugal o el
matrimonio secular, y la familia no necesitaba contar con una cabeza patriarcal. Más bien,
su experiencia maternal se dio dentro de una forma espiritual del matrimonio, y su
reconversión de las relaciones familiares las puso al frente de sus propias unidades
domésticas (aunque bajo la autoridad de sus superioras). No quebraron ni sus votos de
castidad ni los de obediencia. Al criar muchas niñas del Cuzco hasta que llegaban a ser
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adultas, las monjas también se reproducían a sí mismas. Muchas niñas seglares crecieron
para ser novicias y monjas, un resultado que en muchos casos era la intención explícita de
sus familias. Otras salieron por no “hallarse”, como dijera una mujer, y abandonaban los
claustros.21
29 Sin embargo, no todas las niñas criadas por las monjas eran libres de partir al alcanzar la
adultez. Esto es particularmente obvio en el caso de las criaturas que entraban al claustro
como esclavas. Por ejemplo, una pelea familiar estalló en 1646 cuando Feliciana de San
Nicolás, una monja de Santa Catalina, se rehusó a entregar una esclava de ocho años
llamada Gerónima, a la cual había estado criando en el claustro. Ella insistía en que
Gerónima le había sido dejada en el testamento de su hermano y que no la habría recibido
en caso contrario, pues en ese entonces la niña apenas si tenía un año y dos meses de edad
(AAC, LXXIII, 3, 55 [1646]: fols. 2-2v, 20 de febrero de 1646, declaración de la monja doña
Feliaciana de San Nicolás). Estas “donaciones” podían incluir tanto a muchachos como a
muchachas, algo que otra donación deja en claro. En 1642, una india llamada María Panti
regaló dos muchachos nacidos esclavos a María Jesús, su nieta enclaustrada (ADC, Alonso
Beltrán Luzero, 1642-43: fols. 105-7v, 13 de enero de 1642). Uno de ellos era una niña de
dos años y medio llamada Isabel; el otro era su hermano adolescente Gaspar. Panti
especificó que la niña debía servir a su nieta dentro del convento, en tanto que el
muchacho debía trabajar afuera como sastre y entregar su salario a su ama. Es posible que
la monja María Jesús eventualmente le haya puesto de aprendiz, tal como lo hiciese Inés
de Terrazas, otra monja que en 1661 consiguió colocar a su esclavo Leonardo Terrazas de
aprendiz con un maestro de sastre, a través de un apoderado franciscano (ADC, Lorenzo
de Messa Andueza, 1661: fols. 138-138v, 4 de febrero de 1661, asiento de aprendiz). 22
30 De este modo, las monjas estaban reproduciendo activamente las relaciones de
servidumbre de las cuales dependía la sociedad colonial que les rodeaba. Ellas estiraron
los límites del dominio para permitir la esclavitud dentro de los claustros, haciendo
posible que para mediados del siglo XVII, Santa Clara y Santa Catalina contaran con una
panoplia de esclavos y sirvientes. El hecho de que las futuras monjas y sus esclavos
pudiesen crecer juntos dentro de la misma celda sugiere que ellas no veían contradicción
alguna entre su búsqueda de una pureza espiritual y su control de otras personas como
propiedad, siempre y cuando este control fuera ejercido en conformidad con sus votos
monásticos. Una monja podía tener a su mando sirvientes personales durante toda la
vida, si sus superioras le daban permiso para ello. Estas cosas fueron naturalizadas del
todo en el monasticismo colonial cuzqueño.
31 ¿Y qué hay de la gran población de criadas y donadas, señalada con tan gran orgullo por
Vasco de Contreras? Las filas de las sirvientas de las monjas parecen haber sido más
numerosas que las de sus esclavas enclaustradas, o para el caso que las de las niñas
seglares. Indudablemente que las sirvientas tenían que llevar el peso del lavado, barrido,
el cuidado de jardines y huertas, y el cocinar para la comunidad conventual.
Infortunadamente son poco menos que invisibles en la documentación. Se les prestaba
muy poca atención: cómo llegaron al claustro y sus motivos para ello, dónde vivían,
cuánto tiempo permanecían, cómo se identificaban a sí mismas. Una criada
ocasionalmente sellaba su compromiso con la vida religiosa de clausura tomando los
votos simples de donada. En 1652, Santa Catalina contaba con dieciocho de estas
hermanas legas, y probablemente con docenas más de mujeres y muchachas criadas sin
profesar (ASCS, “Inventario de los instrumentos respectivos a la fundación”, doc. 27: fol.
250, 20 de abril de 1652).23
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Antonio de Losada y Novoa muestra cómo se podían usar los claustros para frustrar y
subvertir la autoridad patriarcal.
35 Según todas las versiones, la mañana del 30 de abril de 1678, don Antonio violó los
claustros de Santa Catalina de modo dramático. Los testigos dijeron que entró corriendo
esgrimiendo su espada y daga, en loca persecución de su hija, la monja profesa doña
Josefa de Losada, y la persiguió hasta la celda en donde Feliciana de San Nicolás yacía
enferma en cama. Antes que el mayordomo lograra controlarle, don Antonio había cogido
a su hija debajo de la cama, hiriendo de paso a la monja enferma. Él mismo únicamente
admitió haber entrado “algunos pasos” dentro del claustro, “por caussa urgentissima y de
defenssa de mi honrra por aver tenido noticia que querian sacar del dho. Monasterio a mi
hija Doña Ana de Lossada para efecto de cassarla desygualmente con Joseph de Quintana
fundidor, y presipitado con la yra de tan grande injuria, y ageno de toda deliveracion,
entré algunos passos de la puerta adentro por evitar tan gran daño en perjuycio de mi
honrra”. El frustrado patriarca acusó a doña Josefa de ser la casamentera. Al
preguntársele cómo podía haber arreglado enlace tan deshonroso, respondió “con mucho
denuedo y desacato, que su hermana avia de hacer lo que ella quisiese, y no lo que
quisiese este confessante”, tras lo cual le volvió la espalda. El representante de don
Antonio alegó circunstancias atenuantes: desafiar al padre “en materia tan grave como la
eleccion de estado de que pende el onor de la familia ... es la mas ardiente provocacion del
mas severo castigo y la escusacion mas Justa del mayor delito” (AAL, Apelaciones del
Cuzco, leg. 24 [1676-78], expediente de 1678 en contra de Losada y Novoa). La
documentación está infortunadamente trunca y el resultado de este caso no está claro.
Con todo, es evidente que por lo menos una monja desafió activamente la autoridad
patriarcal desde la seguridad relativa de sus claustros.
36 Pero las monjas actuaron de diversos modos para reforzar las instituciones del
matrimonio y la familia en la sociedad que les circundaba, incluso cuando usaban el poder
de la maternidad para configurar y controlar sus propias unidades domésticas. Para
empezar, ellas recibían a las ocasionales mujeres “depositadas” o “penitenciadas”,
enviadas a los claustros por las autoridades eclesiásticas en castigo por supuestamente
haber violado o desafiado las fronteras de la decencia. El adulterio, una vida licenciosa, el
robo: estas infracciones al orden moral oficialmente sancionado del Cuzco, o la sospecha
de haberlas cometido, podían hacer que una mujer cayera en un convento contra su
voluntad. Para estas seglares, el claustro estaba pensado como una prisión yerma. Y todo
indica que las monjas aceptaban su papel de carceleras, humillando y aislando a las
depositadas, que se quejaban de los maltratos y la mala alimentación. En 1704, por
ejemplo, Petronila Serrano apeló su caso en Lima, quejándose de haber sido tenida
“reclusa y presa” en Santa Catalina durante más de cinco meses, sin que se le dijeran los
cargos por los cuales estaba depositada allí; su representante legal hizo notar que tenía
varios meses de embarazo y que corría peligro de perder su criatura (AAL, Apelaciones del
Cuzco, leg. 36 [1704-6]).26
37 Las monjas del Cuzco asimismo recibían mujeres que buscaban un refugio de un
matrimonio violento. Aquellas a las cuales sus maridos les pegaban podían guarecerse en
los claustros, como lo hiciera Cipriana Villalba. Ella se quejaba del alcoholismo y el
adulterio de su marido, además de su violencia: en medio de la procesión del Corpus
Christi, decía, él le había dado tal golpe en el estómago que casi la mató. Cipriana
solicitaba a las autoridades eclesiásticas del Cuzco que le concedieran permiso para vivir
en uno de los conventos de la ciudad, junto con sus tres pequeños hijos. 27 El caso de
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Cecilia Aymulo tuvo un comienzo bastante distinto: ella fue depositada en Santa Catalina
en castigo por haber intentado dar muerte a su marido arrojándolo a un río furioso. Tres
años más tarde, cuando su marido (que de algún modo había logrado liberarse) intentó
obtener su libertad, Aymulo se resistió alegando, en primer lugar, que jamás había
deseado casarse con él, y que únicamente lo había hecho porque sus padres la habían
obligado. Para ese entonces era una de las criadas del convento. Había pasado de
prisionera a refugiada, ganando al mismo tiempo una considerable libertad de
movimiento, y sus “dentradas y salidas” evidentemente molestaban y despertaban las
sospechas de su marido, el cual logró convencer a las autoridades diocesanas de que le
devolvieran a su esposa contra su voluntad.28
38 Estas huellas esclarecen aún más la relación entre los claustros y el orden social
cuzqueño. Al aceptar, contener y disciplinar a mujeres cuyo matrimonio de algún modo
había llegado a un punto de quiebre —mujeres cuyas vidas ya no eran regidas por un
marido, o que se rehusaban a serlo—, los conventos hicieron que fuera más fácil defender
las convenciones del matrimonio mundano. Tal vez sirvieron de tiempo en tiempo para
frustrar los deseos del jefe patriarcal de una unidad doméstica, como sucediera en el caso
de don Antonio de Losada y Novoa y sus hijas. Sin embargo, los monasterios en general
facilitaron el funcionamiento del patriarcado al nivel de las unidades domésticas
cuzqueñas: además de monjas, también producían jóvenes casaderas, brindaban una
salida para las golpeadas refugiadas del matrimonio, y castigaban a las infractoras cuando
así se les ordenaba, reforzando la autoridad de sus superiores eclesiásticos varones. En
otras palabras, haber redefinido el matrimonio para sí mismas como una forma de
compromiso espiritual, no impedía que las monjas patrocinaran la institución del
matrimonio mundano. Por el contrario: sus conventos eran un baluarte que lo defendía. 29
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la dha. casa división, discordia, cisma y enemistad perpetua entre las dhas. rreligiosas”
(Angulo, ed., 1939: 71). A pesar de todo, ellas habían revivido la alguna vez controversial
distinción entre las portadoras de velos blancos y negros. Aunque su constitución
únicamente prescribía dos categoría de mujeres profesas, las monjas y las donadas, las
mujeres de Santa Clara y Santa Catalina crearon una tercera categoría intermedia: una
clase permanente de monjas de menor jerarquía. Una lista de las mujeres que profesaron
en este último convento entre 1654 y 1679 muestra que si bien las monjas de velo negro
eran el grupo más numeroso, el de velo blanco también era grande: la razón entre ambos
grupos era de alrededor de 5:2 (véase el Apéndice 5).
41 ¿Qué significaba pertenecer a la categoría intermedia del velo blanco? En términos de la
dote, era pagar exactamente la mitad del monto requerido de las monjas de velo negro.
Para mediados del siglo XVII, la dote completa había sido fijada en 3,312 pesos y 4 reales;
de este modo se esperaba que una monja de velo blanco llevase 1,656 pesos y 2 reales. 30
(Las donadas traían bastante menos, por lo general 500 pesos). Estas monjas recibían
menos que las de velo negro cuando la comunidad distribuía los presentes navideños, y
también se les asignaban raciones más pequeñas. No se les permitía votar en las
elecciones conventuales, ni tampoco podían ocupar cargos importantes.31 Los indicios
documentales más claros del estatus de las monjas de velo blanco provienen de Santa
Clara, en 1683. Habiendo comprado y cercado unas casas para ampliar sus claustros, las
monjas decidieron convertir parte del espacio adicional en una nueva enfermería para las
de velo negro, y usar el antiguo local para las de velo blanco y las donadas (AAC, LXXVI, 2,
24, auto concerniente a las tres casas y un callejón añadidos a Santa Clara, 19 de
noviembre de 1683).
42 Así, estas monjas parecen haber cumplido el papel de donadas, detallado en las
constituciones de sus órdenes. Formaban parte del cuerpo sustancial de criadas de sus
claustros, presumiblemente supervisando las numerosas filas de donadas, sirvientas y
esclavas colocadas debajo de ellas en la jerarquía conventual.32 Sus decisiones quedaban
limitadas a este nivel cotidiano de los asuntos monásticos; al igual que las que se hallaban
debajo suyo, no tenían voz en el gobierno o en los negocios de su comunidad. Sin
embargo, de recibir el permiso apropiado podían controlar propiedades. Muchas monjas
de velo blanco tenían celdas privadas donde podían formar sus propias unidades
domésticas con criaturas y sirvientes. Por ejemplo, en 1735 Ignacia de San Martín, “monja
de velo blanco”, donó su celda en Santa Catalina a su sobrina doña Francisca Sampac, a
quien había “criado desde su niñes a quien le devo su servicio personal y muchos
comedimientos de su Padre Don Mathias Sampac mi hermano y Doña Martina Guarilloclla
su legitima muger dignas de remuneracion”. Ignacia sostuvo que la donación le dejaba
con suficientes recursos para ella y sus sirvientes (AAC, LXI, 3, 53, expediente del 19 de
junio de 1806, conteniendo papeles concernientes a la donación del 20 de diciembre de
1735: fols. 11-I4v).
43 ¿Por qué razón organizar relaciones tan desiguales dentro de la elite conventual? Las
monjas del Cuzco ciertamente no fueron las únicas en hacerlo: Luis Martín, cuyas
investigaciones se concentran en Lima, muestra que en el transcurso del siglo XVII, los
conventos grandes de la capital virreinal se estratificaron en forma similar. Martín ve la
diferencia entre las monjas de velos negro y blanco como más social que económica. A las
primeras las caracteriza como una “aristocracia cerrada” de mujeres que “pertenecían,
aunque no siempre a la elite económica del virreinato, ciertamente sí a los estratos
sociales más altos del Perú colonial” (Martín 1983: 179, 183). El mero pago de la dote
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completa no aseguraba la aceptación a este nivel. De otro lado, pertenecer a una familia
distinguida podía incluso bastarle a una mujer sin dote para alcanzar el velo negro.
44 También en el Cuzco, las distinciones reforzadas por los velos negro y blanco tendieron a
ser más sociales que económicas. El caso de doña Martina de Ugarte ayuda a esclarecer las
fronteras entre ambas categorías. Después de ser recibida en Santa Catalina como novicia
para monja de velo blanco, un clérigo local dio 3,312 pesos y 4 reales para su dote, para
que así pudiera más bien tomar el velo negro, “rreconociendo la sangre noble que le
asiste”.33 Casos similares confirman que en el Cuzco, al igual que en Lima, la pobreza no
necesariamente era un impedimento para las mujeres que deseaban ser monjas de la más
alta categoría, siempre y cuando el linaje actuase como compensación. 34
45 La ilegitimidad tampoco era un obstáculo insuperable para aquellas consideradas nobles.
En 1644, la cuestionada elección de doña Mencía de San Bernardo como priora de Santa
Catalina trajo consigo una decisión trascendental sobre este punto. Doña Juana de los
Remedios, la candidata perdedora (por un solo voto), sostuvo que doña Mencía no debió
ser admitida como monja de velo negro en primer lugar, y mucho menos habérsele
permitido postular a priora, pues era “hija natural”, nacida a padres que podrían haber
contraído matrimonio legalmente pero que no lo habían hecho en el momento de su
nacimiento.35 La iracunda doña Juana pasó a sostener que doña Mencía había usado sus
conexiones familiares para esquivar el hecho de que era una “persona ynabil e yncapas
por no ser lexitima avida de lexitimo matrimonio”. Quienes se unieron a su causa la
acusaron de usar sobornos, promesas y otras tácticas de presión para cortejar los votos,
que incluyeron “músicas y saraos” en su celda. Hasta llegaron a aducir una conspiración
para tomar el poder entre las monjas ilegítimas, afirmando que “los mas votos que tuvo la
dicha doña Mensia fueron tanbien perssonas yligitimas para hacer acto poçetivo [=
posesivo] de su favor para quando les llegasse a ella[s] su vez yntençion que basta para
anular los dichos votos por ser especie de simonía”. Cuando la apelación del caso llegó a
Lima, el representante de doña Mencía sostuvo que el supuesto impedimento “facilmente
se vence” por su linaje: ella era noble, la hija natural de don Diego Pérez Martel. En la
legislación castellana, sostuvo, los hijos naturales de los hidalgos gozaban de todos los
privilegios debidos a sus padres. Las autoridades eclesiásticas al parecer coincidieron: la
elección de doña Mencía fue ratificada (AAL, Apelaciones del Cuzco, leg. 6 [1644-45]).
46 En adelante, la ilegitimidad de este tipo no parece haber preocupado a las monjas de
Santa Clara y Santa Catalina, siempre y cuando las candidatas al velo negro fueran hijas
de padres de gran alcurnia. Y si bien la mayor parte de las de velo negro eran legítimas,
los archivos asimismo guardan muchos ejemplos de monjas que eran hijas naturales,
incluyendo a doña María Costilla Gallinato, una descendiente del conquistador Gerónimo
Costilla que fue monja de velo negro en Santa Catalina.36 Sin embargo, tal vez su
ilegitimidad influyó en la elección que su familia hizo del convento: la mayoría (si no
todas) de sus parientes enclaustradas habían tomado el velo negro en Santa Clara.
47 De este modo, en el Cuzco como en Lima, las monjas de velo negro incluían, en palabras
de Martín, a muchas mujeres de “los estratos sociales más altos”. Ciertamente hubo
también monjas de velo negro cuyas familias no eran acaudaladas o prominentes; por
ejemplo, en la década de 1680 doña María Tristán de Najera laboriosamente reunió su
propia dote preparando y vendiendo conservas de durazno dentro de Santa Clara (ADC,
Corregimiento, Causas Ordinarias, leg. 25 [1689-90], exp. 517, año 1690). Sin embargo, las
más visibles en los archivos conventuales son las hijas criollas legítimas de las familias
más aristocráticas y poderosas de la región: mujeres como doña Lucía Costilla de Untarán
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y doña Constanza Viviana Costilla, descendientes del conquistador Costilla; como doña
Ana María Arias Maldonado, una descendiente del astuto conquistador Diego Maldonado,
“el Rico”; y como doña Catalina de San Alejo y doña Juana de Salas y Valdés,
descendientes de Juan de Salas, uno de los primeros colonos españoles del Cuzco. Muchas
de estas mujeres ocuparon altos cargos en el convento. Por ejemplo, ambas Costilla fueron
abadesas de Santa Clara en el siglo XVII.
48 Entretanto, afuera de los muros del convento, las familias de estas mujeres se ocupaban
en monopolizar los mejores recursos y puestos coloniales del Cuzco: haciendas, esclavos y
mayordomos, beneficios, corregimientos y oficios en el cabildo. Para la década de 1670,
una nueva pretensión de estatus iba apareciendo entre los linajes criollos más
acaudalados: la nobleza titulada. El primer cuzqueño en conseguir un título para sí mismo
y su familia fue don Antonio de Mendoza y Costilla, otro descendiente más del
conquistador Costilla, que se convirtió en el primer marqués de San Juan de Buenavista en
1671. En 1687 se le unió don Pedro de Peralta y de los Ríos, un arequipeño que había
vivido la mayor parte de su vida en el Cuzco, convertido en primer conde de la Laguna de
Chanchacalle en 1687, y su cuñado don Diego de Esquivel y Jaraba, primer marqués de San
Lorenzo de Valle-umbroso. Se ignora el monto que estos hombres pagaron por sus
privilegios, pero deben haber pagado muy bien a la corona porque títulos tan exaltados
no eran baratos (Rezabal y Ugarte 1792: 157, 168). Y al mismo tiempo esgrimían sus
diversos recursos y conexiones para consolidar extensos intereses empresariales en la
región: grandes empresas como la hacienda productora de maíz y textiles que los Esquivel
habían construido justo al sur de la ciudad del Cuzco. Las mujeres de la elite de Santa
Clara y Santa Catalina, y esta elite mundana, estaban estrechamente emparentadas y se
reforzaban mutuamente, reproduciendo un orden social al cual dominaban.
49 Pero en el Cuzco, la “nobleza” era definida en forma distinta que en otras partes del
virreinato, y lo había sido desde la conquista de los incas. Las indias nobles constituían un
componente numeroso y altamente consciente del estatus en la elite cuzqueña de
mediados del periodo colonial, como lo atestiguan su vestimenta, títulos y propiedades,
así como su papel prominente en las ceremonias públicas de la ciudad (véase Rowe 1957).
En el colegio jesuita fundado en 1622 específicamente para educarlos, los hijos de los
curacas de la región aprendían cómo comportarse como gentilhombres cristianos, al
tiempo que leían las memorables palabras de su predecesor Garcilaso sobre las glorias de
los incas. Cada parroquia de la ciudad tenía sus propios alcaldes ordinarios andinos, que
cada año elegían un alférez inca para que represenrara a la nobleza incaica en la
procesión anual del Corpus Christi y en otras ocasiones importantes. Podemos vislumbrar
el peso que estas instituciones y actores habían asumido para el tardío siglo XVII, por el
hecho de que en 1696 el obispo del Cuzco se quejó al rey de ellos. “Los Indios Alferezes
que en cada un año son elegidos en las Parrochias desra Ciudad... estilan dar banquetes
muy costosos, empeñandose de suerte en ellos, que quedan destruidos... [y] convidan a
todos los que los acompañan assi Españoles, como Indios” (Obispo Mollinedo, 28 de mayo
de 1696, AGI, Audiencia de Lima, 306).
50 Como lo sugiere la preocupación del obispo, los “indios nobles” y “españoles” locales no
eran grupos aislados. Literalmente hablaban el mismo idioma, pues los hijos de la elite
criolla aprendían el quechua de sus nodrizas, y los de la elite indígena aprendían el
español de sus profesores religiosos (ya fueran jesuitas o monjas). 37 Y, claro está, los
intereses entrelazados, así como un tipo de “comunidad imaginada” firme y
genealógicamente enraizada, contraponían a esta elite nativa con los nacidos en otros
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lugares. Ellos eran los herederos del legado incaico. Incluso tenían un nombre para los
españoles nativos enviados a ejercer el poder colonial en su región: estas desagradables
personas eran denominadas “guambos”. Aunque los criollos podían casar a sus hijas con
estos hombres para conseguir una ventaja competitiva, los peninsulares seguían siendo
forasteros y podían fácilmente despertar la hostilidad de sus parientes políticos. 38 En uno
de sus mejor conocidos (aunque tal vez apócrifo) momentos de altanería, el marqués de
Valleumbroso sostuvo públicamente que él era un apu —dando a entender así que
gobernaba el Cuzco legítimamente— y que los funcionarios españoles eran enviados a la
región sólo para gobernar a sus guambos (AGI, Audiencia de Lima, 492, citado en Colin
1966: 144).
51 Dada su noble cuna y el papel vital de sus padres en el sostenimiento del dominio colonial
en la región, sería de esperar encontrar “indias nobles” entre la elite de los conventos
cuzqueños. Después de todo, durante sus primeros años tanto Santa Clara como Santa
Catalina se jactaban de contar con incas en sus comunidades, y en 1619 una hija de don
Melchor Carlos, el inca asimilado, fue aceptada como monja en Santa Catalina (ASCS,
“Inventario de noviembre”, doc. 6: fol. 44, Lima, 27 de noviembre de 1619). Algunos años
más tarde las monjas dominicas recibieron a doña Feliciana Pinelo, una segunda
descendiente de los incas, hija natural de doña María Manaria y nieta de doña Magdalena
Mamaguaco.39 Y por lo menos en un caso subsiguiente, las dominicas aceptaron a una
integrante de la elite indígena en la categoría del velo negro: en diciembre de 1660
extendieron un crédito a don Diego Quispe Guamán, curaca del pueblo de Pausa, en
Parinacochas, para que su hija legítima, doña Antonia Salinas, pudiera tomar el velo
negro (ASCS, Inventario de diciembre, doc. 13: fol. 90, 16 de diciembre de 1660).
52 Sin embargo, para finales del siglo XVII el velo nuevamente volvía a ser una frontera
prominente que separaba a las andinas de españolas y criollas en la vida práctica de los
claustros. De las mujeres que profesaron en Santa Clara y Santa Catalina alrededor de ese
entonces, y que fueron identificadas claramente como parientes de curacas y otros
principales indígenas, casi todas tomaron el velo blanco. Este fue, por ejemplo, el caso de
doña Antonia Viacha, descrita como una “india novicia” y sobrina del curaca de
Colquepata en Paucartambo, don Gaspar Viacha. En 1708 ella profesó como monja de velo
blanco en Santa Clara, aunque solamente pudo llevar 1,000 pesos de dote. Las monjas
decidieron que descontar el resto “seria muy justo el que se le rremunerasse en alguna
manera lo mucho que [h]a servido a este monasterio” (ADC, Gregorio Básquez Serrano,
1708-9: fol. 201v, 15 de junio de 1708).40
53 Otras mujeres llegaron de familias de caciques más distinguidas y prósperas que doña
Antonia, pero su legitimidad y la riqueza de sus padres no les aseguraba un lugar en las
filas de la elite conventual que tomaba las decisiones. Doña Úrsula Atau Yupanqui, que
tomó el velo blanco en Santa Catalina en 1713, era hija legítima de doña Petrona Cusi y
don Francisco Atau Yupanqui, este último principal de la parroquia de San Sebastián y del
ayllu Sucsu, que se describía a sí mismo como “uno de los veinte y quatro electores del
numero de las ocho parroquias de Yngas nobles y Alferes Real que he sido”. Don Francisco
pudo reunir 2,500 pesos en efectivo para la dote de su hija, bastante más de lo necesario
para el velo blanco (ADC, Francisco Maldonado, 1713: fols. 587-88v, 25 de noviembre de
1713; ASCS, “Inventario de mayo”, doc. 80, 1 de mayo de 1717). La profesión de doña
Josefa de San Cristóbal en Santa Catalina, en 1717, es similar: aunque era de origen
legítimo y había heredado toda la hacienda de sus padres, doña Juana Tomasa Cusimantur
y don Cristóbal José Sinchi Roca, “cacique y gobernador” de la parroquia de Belén, ella
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también fue recibida en la categoría del velo blanco (ADC, Matías Ximénez Ortega,
1717-18: fols. 325-28v, 1 de julio de 1717).41
54 Estos casos muestran que hacia comienzos del siglo XVIII, la legitimidad y la prosperidad
no bastaban para garantizar el velo negro, ni siquiera para las hijas de mayor jerarquía de
la elite andina del Cuzco. Como monjas de velo blanco podían controlar propiedades, y
por lo regular así lo hicieron. Los archivos notariales contienen numerosos ejemplos de
estas mujeres en la reja, haciendo tratos en quechua a través de los servicios de un
intérprete: doña Josefa de San Cristóbal, por ejemplo, fue al locutorio de Santa Catalina
más de una vez para concluir la venta de propiedades que su padre le había dejado (ADC,
Matías Ximénez Ortega, 1717-18: fols. 325-28v, 1 de julio de 1717; Pedro José Gamarra,
1739: fols. 152-55v, 14 de mayo de 1739). Pero su estatus las apartaba de los altos cargos y
de las decisiones de negocios importantes de sus comunidades. De este modo, aunque sus
familias invirtieron en Santa Clara y Santa Catalina, incrementando con sus dotes los
recursos de los cuales dependían los conventos, las monjas indígenas no tenían papel
alguno en la elección de las dirigentes del monasterio o en la toma de decisiones acerca de
las inversiones conventuales. Su alcance quedaba limitado —al parecer cada vez más— a
los “oficios humildes” del convento.42
55 ¿Por qué razón las familias de estas mujeres no enviaban a sus hijas más bien a un
recogimiento o beaterio local? Para finales del siglo XVII, el Cuzco contaba con varias
comunidades que iban de las pequeñas y precariamente dotadas al beaterio más estable y
poblado de Las Nazarenas. Las beatas de esta última institución pedían una dote de 500
pesos a sus ingresantes profesas, a ser invertida en la economía local, y parecen haberse
especializado en educar muchachas; de este modo, su institución se parecía
estrechamente a Santa Clara y Santa Catalina.43 Los beaterios típicos eran más pequeños,
dependían más de las limosnas y las ganancias de las beatas, y eran comparativamente
pobres. Algunos funcionaron inicialmente en las márgenes de la vida religiosa formal, a
juzgar por un informe de la diócesis en 1689 que arrojó un total de nueve beaterios tan
sólo en las parroquias de San Blas y el Hospital de Naturales: todos pobres, y varios
ligados a las iglesias de las órdenes masculinas. Pero en estas instituciones, una mujer
india podía ocupar una posición de importancia, e incluso convertirse en abadesa
(Villanueva Urteaga, ed., 1982: 230-33).
56 Los curacas y otros principales indígenas en realidad sí aprovecharon esta alternativa,
como lo hiciera don Manuel García Cotacallapa, curaca de dos pueblos en la provincia de
Carabaya que vivía en el Cuzco con su mujer, doña Marta Puraca. Para 1761, la pareja
había enviado cuatro hijas a Las Nazarenas. Una había profesado como beata, otra estaba
a punto de hacerlo, y dos más estaban siendo criadas en el beaterio (AAC, XXXI, 1, 18). De
haber llevado sus hijas esas dotes a uno de los conventos de la ciudad, habrían sido
recibidas como donadas, muy por debajo de las monjas profesas de velos negro y blanco
en el orden conventual. En Las Nazarenas no tenían que enfrentar este tipo de
subordinación estructural.
57 Sin embargo, las beatas del Cuzco podían ser tratadas con una profunda falta de respeto
por cuzqueños que no habrían osado pronunciar insultos en los locutorios de Santa Clara
o de Santa Catalina. Un juicio abierto en 1689 por la “yndia abadessa” del beaterio de
Nuestra Señora del Carmen, sugiere que colocar una hija en un convento podía ser más
atractivo para los nobles indígenas que la alternativa del beaterio.
58 La abadesa Magdalena de San Juan Bautista acusó a don Pedro de la Roa de haberles
inflingido agravios verbales del tipo más injurioso. En la noche del 30 de octubre de 1689,
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dijo ella, de la Roa había enviado “unas mestiças” a que tocaran las puertas del beaterio,
pero no fueron admitidas. El mismo de la Roa fue entonces, exigiendo entrar, pero las
puertas permanecieron cerradas “por ser ya tarde y [h]ora sospechosa y no desente para
que el rrecojimiento de tantas donsellas se abriese como el quería”. Entonces comenzó a
gritar indignadamente “que eramos [todas] unas putas y que de noche metiamos hombres
por ensima de los texados y que pariamos ay dentro todo con fin de des[h]onrrar dicho
beaterio y quitarnos la [h]onrra y presunçion de todas nosotras” (ADC, Corregimiento,
Causas Ordinarias, leg. 25 [1689-90], exp. 505, 31 de octubre de 1689). Los testigos
confirmaron esto y añadieron los vituperios de de la Roa: que “si no abrian la puerta las
echaria del, azotandolas primero”; que las beatas eran borrachas, que las mataría, las
golpearía y así por el estilo. ¡Irónicamente, de la Roa era por ese entonces el protector de
indígenas oficial de la ciudad!
59 Tal vez las beatas de Las Nazarenas se salvaron de estas ofensas. Pero eran evidentemente
marginales con respecto a los conventos grandes en otro sentido: ellas disciplinaban a las
mujeres marginales de la sociedad que las rodeaba, en mayor medida que Santa Clara o
Santa Catalina. Por ejemplo, cuando en 1704 la encinta Petronila Serrano solicitó ser
liberada de su confinamiento en Santa Catalina, las autoridades eclesiásticas la
transfirieron más bien a Las Nazarenas (AAL, Apelaciones del Cuzco, leg. 36 [1704-6],
petición de 1704). Con el tiempo, éste pasó a ser el repositorio favorecido por las
autoridades locales para confinar a las infractoras femeninas, aunque ellas seguirían
pidiendo a Santa Clara y Santa Catalina que también aceptasen algunas depositadas hasta
bien entrado el siglo XIX. Pareciera que Las Nazarenas (y, tal vez, otros beaterios menos
visibles) gradualmente fue asumiendo el papel de prisión y asilo para mujeres que huían
de relaciones abusivas de diverso tipo.44
60 En suma, los beaterios estaban significativamente más cerca del mundo secular que los
conventos, por lo menos en ciertos aspectos, y eso ayudó a hacer que estos últimos fueran
la opción más atractiva para los curacas que buscaban colocar a sus hijas en posiciones
conmensu rabies con su rango.45 Los beaterios representaban las márgenes algo raídas de
la vida religiosa. Los claustros de Santa Clara y Santa Catalina eran la opción más honrosa
para los cuzqueños preocupados por su propia reputación y la de sus hijas. Después de
todo, los vecinos del Cuzco no se medían a sí mismos según el estatus y la autoridad de los
beaterios de su ciudad, sino por los de sus conventos.
61 Fue así que las monjas del Cuzco se involucraron activa e íntegramente en la
reproducción de una elite colonial distintiva en el Cuzco. Los Esquivel y Costilla, Quispe
Guamán y Atau Yupanqui: todos enviaron a sus hijas a los claustros, y todos remontaban
orgullosamente sus raíces genealógicas al siglo XVI y más allá, a los incas, los
conquistadores españoles y, en algunos casos, a ambos. Tal vez algunos de estos nobles
criollos e indios de elite se consideraban a sí mismos parientes de sangre; es posible que
hayan mamado la leche materna de las mismas nodrizas andinas. Por cierto que bajo el
dominio colonial compartían el poder local en forma sumamente desigual. Las familias
criollas como la de los Esquivel estaban expandiendo sus pretensiones rápidamente para
finales del siglo XVII, aprovechando una coyuntura favorable para comprar su paso por
nuevos umbrales de poder y prominencia.46 Los curacas, en cambio, que durante largo
tiempo habían aceptado su papel contradictorio en las estructuras locales de poder, veían
cómo sus privilegios se les escapaban en formas significativas, al mismo tiempo que el
colonialismo hispano seguía reduciendo y empobreciendo a sus comunidades. Y los
conventos ayudaron a afianzar estos arreglos cada vez más desiguales. Ellos reflejaban la
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distancia entre los desiguales señores del Cuzco, con los distintos velos con los cuales las
monjas vestían a las hijas aristocráticas de la ciudad.
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65 La primera cuzqueña movida a actuar por las admoniciones de Teresa fue doña Leonor
Costilla (1592-1662?), una nieta del conquistador Gerónimo Costilla. Al igual que las
fundadoras doña Lucía de Padilla y doña Beatriz Villegas antes de ella, Costilla era una
viuda acaudalada. Después de la muerte de su marido en 1641, hizo una fortuna
administrando el floreciente ingenio azucarero de Pachachaca y suministrando panes de
azúcar al Cuzco y Potosí. Para finales de esa década, sus propiedades valían 200,000 pesos.
Y aunque su familia había respaldado durante largo tiempo a Santa Clara, donde su joven
hermana era una madre de consejo, Costilla decidió más bien dedicar la mitad del valor de
sus bienes a la fundación de un nuevo convento de monjas carmelitas reformadas. El
primer paso era conseguir la aprobación formal de la corona. Desafortunadamente para
Costilla, el real decreto de 1651 que autorizaba su fundación se perdió en alguna parte del
camino al Cuzco, y para cuando llegó un duplicado en 1644, ella había fallecido hacía ya
dos años.
66 Pero para ese entonces el proyecto había ganado impulso local. Subrayando que un
convento carmelita sería de gran importancia para el servicio de Dios y la reforma de las
costumbres, el obispo reclutó a otro fundador para que hiciera las inversiones necesarias:
don Antonio de Zea (1619?-1699), un español acaudalado. Zea, oriundo de la villa de
Salteras, cerca de Sevilla, había pasado la mayor parte de su vida en el Perú desde que
llegase como un muchacho alrededor de 1625. Hizo fortuna consiguiendo corregimientos
lucrativos: cuando apenas tenía veinte años de edad fue corregidor de Abancay (1632-36),
luego tuvo el mismo cargo en Yucay (1642-46) y en Andahuaylas (1653-56). Se estableció
en el Cuzco, fue varias veces alcalde ordinario y solicitó exitosamente el ingreso como
caballero en la prestigiosa orden militar de Santiago. Zea casó tarde en su vida con una
criolla local llamada doña Ana María de Urrutia Matajudíos (1624-1702). La pareja no tuvo
hijos, al igual que doña Leonor Costilla y su marido. Ellos también convertirían en su
heredera a una fundación monástica.
67 La ceremonia de fundación comenzó el 9 de marzo de 1673, con la colocación de la
primera piedra de la iglesia conventual en presencia de las autoridades de la ciudad. Para
establecer el nuevo convento se habían pedido carmelitas desde Charcas, en el Alto Perú,
y seis de ellas habían llegado al Cuzco para mediados de octubre, tres monjas profesas y
tres novicias. En la tarde del 22 de octubre de 1673, una procesión solemne las acompañó
de la catedral a su nueva morada. Los notables del lugar escoltaron a las monjas, dos
señoras principales y dos regidores por cada una de ellas, a medida que pasaban por la
plaza central para tomar residencia en un edificio que seguía en construcción (Esquivel y
Navia 1980, 2: 131-33).
68 Así, en un contrapunto a la opulencia barroca cada vez más grande del Cuzco, el más
austero de sus conventos, el monasterio carmelita conocido simplemente como Santa
Teresa, fue fundado a medida que la ciudad se aproximaba al cenit de su “siglo de oro”. El
tercer y último de los conventos del Cuzco sería durante largo tiempo el más pequeño y
sencillo.49 En conformidad con los términos de la estricta regla teresiana, no habría más
de veintiún monjas en la comunidad. Éstas no aceptarían educar muchachas seculares,
como sí lo hacían sus contrapartes franciscana y dominica. La iglesia conventual de Santa
Teresa era (y es) la más simple y la menos ornamentada de las tres. Y las monjas pueden
muy bien haber sido estrictas en la observancia de sus reglas, pues los archivos locales
guardan pocos casos de conflictos dentro de los claustros.
69 Pero la práctica de la vida monástica por parte de las carmeliras semejaba la de las otras
dos órdenes, en varias formas fundamentales. Si la austeridad definía un estilo carmelita
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distintivo del desprendimiento, y distinguía a estas monjas de las de las otras dos órdenes,
ella no impidió que fueran servidas o que prosperaran colectivamente.50 Su observancia
de la pobreza religiosa también dependía de la acumulación de unos bienes sustanciales y
del acceso al trabajo indígena. Las monjas de Santa Teresa esperaban el mismo monto en
las dotes de las nuevas ingresantes, y las invirtieron en censos para generar una renta
constante. Ellas adquitieron una serie de propiedades rurales y urbanas a través de
donaciones y compras, administrándolas con mayordomos en la forma acostumbrada,
arrendándolas y vendiéndolas a censo a personas de la localidad. Y las carmelitas también
trazaron distinciones en su comunidad entre las monjas de velo blanco y las de velo
negro. En el Cuzco, hasta la regla monástica más estricta y austera podía ser moldeada por
sus practicantes para que coincidiera con el orden colonial de las cosas. 51
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mutuamente sustentadoras. Esto lo podemos ver muy bien en los negocios llevados a cabo
en los locutorios conventuales, los cuales estaban constantemente ocupados con visitas
entre las monjas y las novicias, y sus diversos invitados. La reja era sumamente
permeable, regulando antes que inhibiendo el flujo de palabras, hijas, dotes y crédito, y la
intensidad de su circulación es evidente en los archivos cuzqueños.
73 Con el tiempo, estas prácticas crearon bastante más que unos lazos fuertes y recíprocos
entre los conventos y las familias locales. También inscribieron relaciones profundamente
jerárquicas entre los miembros de la elite nativa del Cuzco colonial: los aristócratas
criollos de la ciudad y los “indios nobles” de los cuales dependían sus fortunas. Las monjas
y los conventos jugaron así una parte vital en la producción de una hegemonía hispana
descentrada en los Andes provinciales, anclando el dominio colonial en un punto
altamente estratégico del imperio americano de España. Como veremos en el siguiente
capítulo, unos intereses materiales sumamente sustanciales estaban en juego en esta
producción imperial de larga duración.
NOTAS
1. La reja era (y en muchos conventos sigue siendo) doble, en conformidad con los deseos de
Clemente VIII, quien ordenó que se pusieran “por lo menos dos Rexas fuertes, y espesas, una
interior, y la otra el espacio notable de mas de media vara, y estén tan espesas las varas de hierro,
que no se pueda poner la mano, aunque sea delgada” (Arbiol 1776: 474). Las constituciones de las
clarisas especificaban que ella debía estar hecha de “plancha de hierro, sutilmente agugereada”,
para así limitar mejor la visibilidad (Constituciones generales 1689: fol. 1lv).
2. Véase, por ejemplo, un conflicto de 1787 por propiedad entre doña María Dominga Almiron y
Villegas y una monja de Santa Catalina (AAC, LXXIII, 2, 40 [año de 1787]: fol. 2).
3. Don Agustín Jara de la Cerda, un criollo prominente y regidor, fue acusado de haber violado los
derechos de Tapia a la inmunidad eclesiástica. Él sostuvo haberlo retirado de un patio que no
estaba cubierto por la inmunidad por ser “lugar donde viven y avitan los Yndios y demas gente
del servicio de dicho Monasterio” (ibíd.: fols. 9-9v).
4. Perry (1990: 80) señala que estos apegos, conocidos como “devociones de monjas”, eran
comunes en España y fueron satirizados por Quevedo y por Góngora.
5. Por ejemplo, el 26 de abril de 1664, Tomás de Herrera acordó dar lecciones de música en arpa y
órgano a las monjas y novicias de Santa Clara durante dos años (ADC, Lorenzo de Messa Andueza,
año 1664: fols. 4l8-18v). Las comunidades conventuales muchas veces descontaban o renunciaban
a toda la dote para ayudar a que profesaran buenas intérpretes de música y cantantes.
6. En AAC, XVII, 2, 24 (año 1682), las monjas de Santa Catalina mencionan que su convento tenía
estos espacios para la observancia de la “vida común”. Sin embargo, muchas monjas no los
usaban, como doña Juana de los Reyes Guzmán y de Quirós, una monja dominica que solicitó ser
excusada de tomar sus comidas en el refectorio debido a su enfermedad (ADC, Alonso Beltrán
Luzero, 1640-41: fols. 202-202v, 21 de marzo de 1640).
7. AAC, LXI, 3, 53, describe “una Casa bastante comoda con ocho quartos, y su respectivo
adoratorio”, donada a Santa Catalina en 1806 por una monja que ansiaba profesar. Otra celda,
descrita en una venta de 1656, tenía su propia “despencita, un hor-nito y una alacena”, y una
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puerta a la cual había que instalarle la chapa (ADC, Lorenzo de Messa Andueza, 1656: fols. 101-2,
10 de enero de 1656).
8. Para las prisiones, infracciones y castigos conventuales véase la Regla de N.P.S. Agustín
(Espinosa, ed., 1677: fols. 40v-42); Constituciones generales (1689: fol. 41).
9. Estas asesoras fueron denominadas “madres de consejo” por las clarisas, “discretas” por las
dominicas y “clavarias” por las carmelitas.
10. Alternativamente, la comunidad podía aceptar hasta una criada por cada diez monjas. Las
Constituciones generales (1689: fols. 59v-61) dejan en claro que ellas sólo debían ser aceptadas en
conventos que no contaban con donadas que hicieran las tareas pesadas.
11. En sus términos, legas (Espinosa, ed., 1677: fol. 30).
12. Lo mismo era cierto de varios de los conventos de Lima; hay un censo detallado de diciembre
de 1783 en AAL, Papeles Importantes, leg. 18, exp. 20.
13. El internado fue fijado en 150 pesos anuales (véase ADC, Lorenzo de Messa An-dueza, año
1655: fol. 2220-20v, 23 de noviembre de 1655). Mujeres y muchachas de toda edad podían ser
internadas por un padre o marido. Marcos de la Cuba, por ejemplo, aceptó pagar 150 pesos al año
a las clarisas para que internaran a su mujer e hija (ibíd., año 1656: fols. 537-38, 4 de marzo de
1656).
14. ASCS, “Inventario de los instrumentos respectivos a la fundación”, doc. 27; para ejemplos de
estos contratos véase Lorenzo de Messa Andueza, 1655: fol. 599, 5 de abril de 1655, referente al
internado y educación en Santa Clara de Melchora de Chaves, niña de diez años, y fols. 884-85, 13
de mayo de 1655, sobre la de Juana de Gaona; en cada caso el costo era de 50 pesos al año.
15. Estos actos sólo eran registrados raramente; por ejemplo, en el testimonio de Tomasa de San
José contra una residente de Santa Catalina llamada Pascuala Tito. La primera atestiguó que la
segunda le había gritado insultos, diciéndole entre otras cosas que “yo era botada al torno y
recogida a un pesebre sucio” (AAC, XXXVII, 1,10 [1795]).
16. Por ejemplo, en el momento en que tomó los votos, doña Juana de Tapia fue descrita como la
expuesta de la monja que la había criado en Santa Catalina (“su expuesta”) (véase ADC, José Tapia
Sarmiento, años 1769-71: fols. 170v-71, 30 de julio de 1770; véase también Martín 1983: 79-85).
17. La monja Victoria de San Gabriel, de Santa Clara, describió a su ahijada Lorenza Cabrera como
“una cholita ahijadita mia... a quien la crié y la eduqué desde sus primeros pañales” (AAC, LXXXII,
1, 9 [1823]). A partir de mediados del siglo XVII, innumerables documentos mencionan niñas
criadas por monjas “desde que nació”, “desde tierna edad”, “desde su niñez”.
18. En los documentos que he visto casi no hay mención alguna de “seglarados”.
19. Por ejemplo: una monja de Santa Catalina llamada Rosa Vergara y Cárdenas, que dijo que la
monja que la crió le enseñó “en las primeras letras, y tanbien en el canto de organo” (AAC,
paquete no. 45 [319-20], años 1692-1922, exp. 5 [1827]). La misma monja también había criado a la
madre de Rosa dentro del convento.
20. Véase, por ejemplo, ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708-9: fols. 363-65v, 14 de julio de 1709,
en donde una monja dominica recibe permiso de su priora para donar una celda a cada una de las
dos huérfanas a las que había criado.
21. Doña María Dominga Almirón y Villegas dejó Santa Catalina, contrajo matrimonio y partió de
la ciudad. Años más tarde intentó reclamar la celda que le dejase la monja que la crió, pero había
sido tomada por Josefa de la O, otra monja, que se enfureció con Al-mirón y Villegas y la dejó
parada en la reja sin satisfacerla (AAC, LXXIII, 2, 40 [1787]).
22. Algunas monjas heredaban esclavos al fallecer sus parientes; véase, por ejemplo ADC, Pedro
José Gamarra, 1762-63: fols. 4-5v, sobre una clarisa que heredó dos de ellos de su hermana.
23. Martín (1983) describe a las donadas de Lima como un “amortiguador” entre las mujeres
profesas y las que no lo eran, y como “sirvientas exaltadas” que estaban “segregadas de las
criadas y esclavos y situadas socialmente un peldaño por encima de ellas, en la compleja
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estructura jerárquica del convento”. Este muy bien podría haber sido el lugar de las donadas del
Cuzco.
24. Sin embargo, no todas las huérfanas eran criadas para sirvientas. Doña Manuela de San
Martín, de Santa Catalina, evidentemente crió a dos huérfanas para monjas y recibió el permiso
de su priora para dejar una celda a cada una de ellas (ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708-9: fols.
363-65v, 14 de julio de 1709).
25. Gibbs (1989) llamó la atención sobre la compra de celdas dentro de los conventos por parte de
los cuzqueños; véase también en Martín (1983: 192-200) la formación de “haces familiares” en los
conventos limeños.
26. Véase también ADC, Asuntos Eclesiásticos, leg. 5 (1768-70), que contiene el caso de 1770 de
Angela Angulo, cuyo marido la había entregado a Las Nazarenas por adulterio, a pesar de
rechazar los cargos repetidas veces; y AAC, XXVI, 3, 44, acerca de Jacoba Oquendo, entregada a
Santa Catalina por su madre en 1831, por desobediencia.
27. Sin embargo, la sentencia en el caso de Cipriana Villalba, ropavejera, no aparece en los
documentos disponibles (véase AAC, XII, 5, 84 [1773]).
28. Para el aparente intento de Aymulo de matar a Eusebio Pérez, su marido, arrojándolo al río,
véase (AAC, XLIII, 4, 68 [1771]).
29. Los conventos del Cuzco absorbían funciones que estaban repartidas entre una gama más
grande de instituciones en ciudades más grandes. Florencia, por ejemplo, tenía un lugar
específico para las “mal casadas” (Cohen 1992).
30. Estos montos permanecieron estables hasta el temprano siglo XIX (ASCS, “Libro de
profesiones”).
31. Treinta y nueve mujetes, demasiado pocas para haber incluido a las monjas de velo blanco,
votaron en una cuestionada elección de priora de Santa Catalina en 1644, apelada a Lima (AAL,
Apelaciones del Cuzco, leg. 6 [1644-45]).
32. Nótese que de esta forma, las monjas del Cuzco reconvirtieron en complementarias a dos
categorías que sus constituciones consideraban como alternativas: donada y criada. Entonces, los
conventos del Cuzco tuvieron cinco categorías de mujeres enclaustradas, en lugar de dos: monja
de velo negro, monja de velo blanco, donada, criada y esclava.
33. En otra parte, el clérigo agregó que él ayudaba a Ugarte “atendiendo a su Umilldad Virtud y
buena sangre” (ADC, Alejo González Peñaloza, 1732-35, 5 de diciembre de 1733).
34. Véase, por ejemplo, ADC, Alejo Fernández Escudero, 1721: fols. 620-21v, 1 de septiembre de
1721: dos curas locales conciertan el pago de dotes de sus sobrinas. Años más tarde las mujeres,
Magdalena y Bernarda de Esquivel, asumirían una posición dominante en Santa Clara, siendo
cada una de ellas abadesa siete veces.
35. Para las diversas formas de ilegitimidad en este periodo, véase Mannarelli (1993).
36. Doña María era la hija natural de don Gerónimo Costilla Gallinato (ADC, Gregorio Básquez
Serrano, 1708-9: fols. 455-55v, 12 de diciembre de 1709).
37. Hay numerosos contratos de nodrizas en el ADC, y Clave (1989: 358-61) llamó la atención
sobre ellas.
38. Véase, por ejemplo, el caso de un comerciante español que enojó al poderoso y arrogante
marqués de Valleumbroso (Lavallé 1988).
39. De este modo, doña Feliciana era bisnieta del Inca Túpac Amaru (el padre de doña
Magdalena); véase Hemming (1970: 507). Para 1677 figura entre las madres de consejo (AAC, XLIX,
1, 16 [23 de diciembre de 1677]).
40. Don Gaspar impuso un censo de 2,000 pesos sobre sus tierras en Paucartambo, a fin de
sustentar a doña Antonia en Santa Clara. A ella se le hizo un descuento por haber “enseñando a
otras de bajonera por que no ayga falta en este dho. combento” (ibíd.: fols. 210-12v).
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41. Doña Agustina Suta, ñusta, hija de don José Tamboguaso, “Ynga alférez real” y gobernador
del pueblo de Taray, en Calca y Lares, fue asimismo recibida como monja de velo blanco en Santa
Catalina, treinta años más tarde (ADC, Alejo González Peñaloza, 1744-50, 26 de agosto de 1747).
42. Esta limitación podría haber reflejado el empobrecimiento general de los indios nobles del
Cuzco, pero se requieren mayores investigaciones para aclarar este punto.
43. En el siglo XVIII, Las Nazarenas estuvo a punto de convertirse en convento (los papeles
relevantes se encuentran en AGI, Audiencia del Cuzco, 64).
44. Tal vez los conventos del Cuzco servían para dar refugio y disciplinar a mujeres seculares
“españolas” (esto es, españolas, criollas y/o acomodadas), en tanto que los beaterios tomaban las
seculares penitenciadas y refugiadas “indias” y/o pobres.
45. Como veremos, los caciques ganaban algo más que un estatus remozado asociándose
estrechamente con los conventos cuzqueños: también podían obtener crédito y beneficios
espirituales.
46. Los estudios en curso de Manuel Burga, Carolyn Dean, David Garrett y Ann Wight-man
contribuirán significativamente a nuestra comprensión de esta elite segmentada, y de esta crítica
coyuntura a mediados del periodo colonial.
47. Véase en ADC, Asuntos Eclesiásticos, leg. 1 (1713-34), exp. 6, una orden eclesiástica para que
las monjas de Santa Catalina retiraran los “ribetes” de sus hábitos.
48. Véase AGI, Audiencia de Lima, 333, informe de don Fernando de Castilla Altami-rano, Cuzco,
16 de junio de 1647, quien informó a la corona haber visto “en esta ciudad particular devoçion a
la adbocaçion de Nuestra Señora del Carmen”.
49. Una intrigante posibilidad es planteada por un contrato en ADC, Pedro José Ga-marra, 1741:
fols. 357-59v, 28 de febrero de 1741, en donde la viuda de don Alonso Guampu Tupa y su hija
venden un bien mediante un intérprete quechua. Tal vez en Santa Teresa se permitió, en el siglo
XVIII, que las indias nobles tomaran el velo negro. Que criollas prominentes también ingresaron a
él queda claro en ADC, Pedro José Gamarra, 1749: fols, 337-37v, 14 de julio de 1749.
50. Por el contrario, su austeriad las libraba de gastos considerables y, como eran una comunidad
más pequeña, su patrimonio tenía mayor alcance.
51. Santa Teresa recibió las profesiones de monjas de velo blanco a la tasa local estándar: 1,165
pesos, 2 reales corrientes (ADC, Alejo Fernández Escudero, 1711: fol. 485, 7 de julio de 1711).
52. La raíz de casuística es el latín casus, “caso” o “posibilidad”. Para tener cierta idea de cómo
funcionaba una mente legal escolástica véase Arbiol (1776: 162), en lo que respecta a las
categorías de licencias que las monjas podían recibir de sus superiores: “Hay licencia general, y
particular, clara, expresa, tacita, interpretativa, o presunta”. Definió cuidadosamente a cada una
de ellas; la última, la “licencia tacita, interpretativa, o presunta”, se llamaba así porque “aunque
no está concedida en terminos expresos, claros, y formales... se tiene por cierto, con bastante
fundamento, que el Prelado, y la Prelada la concederían, si se les pidiese”.
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1 UNA VISITA AL LOCUTORIO no era una cosa trivial para las monjas del Cuzco; tampoco lo era
para sus visitantes. Los cuzqueños se acercaban a la reja para crear vínculos sostenidos
con ellas, muchas veces invirtiendo en este proceso a sus hijas y sus dotes. Podemos ver la
ansiedad que podía rodear a tales encuentros en el Tesoro de la lengua castellana (1611):
Sebastián de Covarrubias define al “locutorio” con una hábil sinécdoque como “[l]a red
por donde libran las religiosas”. Librar aún resuena con el primer significado dado por
Covarrubias —“dar libertad y sacar de aflición y cuydado y peligro”—, pero él da otros dos
que se refieren no a la liberación, sino a confines específicos, el de los claustros y el de los
negocios. El verbo resulta una encrucijada semántica de liberadores, comerciantes y
monjas: “Librar y dar librança es remitir con escritura o cédula alguna partida. ... Librar,
[también] sinifica el salir la religiosa a hablar a la red, lo qual algunas vezes se dirá con
más propiedad enredar que librar”. Así comienza un retozón paseo cervantino por las
definiciones de Covarrubias. Enredar podía significar muchas cosas, incluyendo el “[m]eter
en la red”, pero su sentido figurativo común era (y sigue siéndolo) mezclar o “travar
muchas cosas, unas con otras”: relatar una historia al revés o embrollar las partes de un
proverbio, como el mentecato de Sancho Panza. También podía significar enredarse tanto
con alguien que resultaba difícil liberarse. De este modo, el juego de palabras de
Covarrubias transmite un indicio, con un toque de humor misógino, de que la confusión y
los embrollos le podían esperar al visitante que buscaba tratar con las monjas. 1
2 Al menos un cuzqueño podría haber redactado él mismo las definiciones de Covarrubias.
El 23 de diciembre de 1678 el marqués de Buenavista, don Pablo Costilla, bisnieto de
Gerónimo Costilla, prestó varias joyas valiosas a su hermana, doña Constanza Viviana
Costilla, abadesa de Santa Clara, “para una fiesta que tubo” (ADC, Cabildo, Justicia
Ordinaria, Causas Civiles, leg. 11 [1683-89]).2 Entre ellas estaba un extraordinario anillo
con treinta y un diamantes que jamás regresó a él. En su lugar don Pablo recibió uno
mucho menos valioso, con lo cual comenzó a hacer “varias diligencias” para recuperar el
original. Ninguno de sus contactos informales funcionó. Entonces el anillo
repentinamente reapareció cinco años más tarde ante los ojos de su esposa, en 1683, al
pedirle a un hombre de la localidad que le arreglase el tomar prestadas “algunas
boquinganas para el adorno de la santissima trinidad para la fiesta que se hiso en la
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Yglesia del comvento de nuestro Padre San Augustín”. Para su sorpresa, el anillo perdido
de su marido se encontraba entre las joyas que su corredor tomó prestadas de personas
locales a pedido suyo. Ella le avisó a su marido de inmediato y esta vez Costilla abrió juicio
para recuperar su valiosa propiedad.
3 El caso del anillo robado de don Pablo Costilla creó una auténtica red de enredos, con
testimonios contrapuestos y un final trunco. Todos los testigos coincidían en una cosa:
Costilla había prestado el anillo a su hermana la abadesa en diciembre de 1678, para que
ella pudiera vestir para una fiesta a su hija, la monja doña Juana Rosa Costilla. De este
modo, todo el asunto surgió debido al deseo de los Costilla de que doña Juana Rosa
asistiera lujosamente ataviada a las festividades navideñas en el locutorio de Santa Clara.
Esta inversión tenía sentido, por varias razones. Las ostentosas exhibiciones en ocasiones
solemnes eran cruciales para que una familia noble defendiera su reputación honorable (y
la vestimenta era un tipo de exhibición especialmente crucial, a juzgar por el nivel de
ansiedad suntuaria del Cuzco colonial). Los Costilla asimismo defendían la tradición
familiar: ellos habían sido unos distinguidos benefactores de las monjas clarisas desde los
tiempos de Gerónimo Costilla. Entonces, ¿por qué razón a don Pablo le fue tan difícil
recuperar su propiedad de Santa Clara? Después de todo, su hermana era la abadesa. Aun
así, él pasó cinco años de infructuosos contactos antes de abrir juicio, e incluso al hacer
esto no tomó medidas contra el convento. ¿Por qué razón, este poderoso patriarca evitó
chocar con las monjas?
4 Para empezar, porque las clarisas eran parientes. Pero las medidas de Costilla también
tenían perfecto sentido en términos de negocios. El estaba dispuesto a hacer bastante
para evitar arriesgar el buen crédito de su familia con Santa Clara. Sus antepasados se
habían enriquecido al establecer una estrecha asociación con el convento, y los Costilla
habían seguido invirtiendo allí durante varias generaciones, enviando a sus hijas a que
vivieran en el monasterio y enterrando a sus difuntos en un lugar de honor denrro de la
iglesia conventual. Las monjas habían respondido ampliamente, invirtiendo en los Costilla
y otorgándoles crédito en forma de censos, garantizados por la hacienda Suriguaylla. El
pago atrasado de estos censos no era un problema para ellas siempre que el balance
general de favores y buena voluntad mantuviera a la familia en buena posición. (Tener a
los Costilla en el nivel más alto de los asuntos conventuales ayudaba: a lo largo del siglo
XVII, doña Lucía y doña Constanza Costilla fueron varias veces abadesa y madre de
consejo.) Sin embargo, para finales del siglo XVII la relación evidenre-mente era tensa. El
hijo de Costilla se estaba atrasando en el pago de los censos de la hacienda Suriguaylla, la
cual había estado en la familia por generaciones. Los esfuerzos de don Pablo por cultivar
buenas relaciones con las monjas finalmente no lograron evitar que Santa Clara le abriera
juicio para cobrar los pagos atrasados.3
5 Como este conjunto de embrollos particulares sugiere, estar en buenos términos con las
monjas del Cuzco valía bastante para familias como los Costilla. Ellos, los Valverde y otras
familias necesitaban del crédito para mantener boyantes a sus empresas. Con los censos
que obtenían en los locutorios de Santa Clara, Santa Catalina y Santa Teresa financiaban
los funerales de sus parientes, la compra de cargos municipales y la ampliación y mejora
de sus obrajes, ingenios y haciendas. Las monjas, por su parte, necesitaban censatarios
confiables. Sus reglas les prohibían estrictamente gastar sus dotes y las obligaban más
bien a invertirlas. Así, los tres conventos de clausura del Cuzco constantemente buscaban
oportunidades para invertir en cuzqueños que pudieran cumplir con sus requisitos.
Estructuralmente, las monjas y los cuzqueños sedientos de crédito formaban una pareja
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para ayudar a cubrir las necesidades de la comunidad misma; sin embargo, estos fondos
fueron muy pronto aprovechados para extender crédito a personas que no formaban
parte de ellas.10 Para el tardío siglo XVI, las cajas locales de la región habían sido
integradas a una entidad más grande conocida como la caja de censos de indios, con base
en el Cuzco y manejada por funcionarios españoles y criollos, que tampoco hicieron nada
por afirmar la seguridad económica de las comunidades de indígenas (aunque una
ubicación centralizada indudablemente hizo que para los criollos cuzqueños resultara
más fácil obtener crédito).11 Las operaciones de crédito transferían grandes cantidades de
recursos de la caja de censos de indios a familias como las de los Costilla y Esquivel, que se
prestaron bastante de los recursos de las comunidades andinas sin molestarse por
cumplir con sus pagos anuales. El agotamiento resultante de la caja creó serios problemas
para los indígenas del Cuzco. Según Luis de Monte-mayor, el protector oficial de
naturales, para 1599 se debían más de 50,000 pesos a las comunidades, y grandes sumas
habían sido gastadas en fútiles esfuerzos por cobrar los censos impagos. Para empeorar
las cosas, los montos recolectados a nombre de estas comunidades jamás les habían sido
entregados, haciendo que les fuera imposible cumplir con su tributo (ASCS, “Inventario
de agosto”, doc. 1: fols. 5v-8, 28 de junio de 1599). En este caso, la irresponsabilidad de los
prestatarios es profundamente significativa: evidentemente no cultivaban a las
comunidades indígenas como sí lo hacían con las monjas. (¡Irónicamente, estas relaciones
fundamentalmente hostiles no parecen haber dañado su crédito para futuros préstamos!)
Hombres como Diego de Esquivel y Jaraba se quejaron cuando, a mediados de la década de
1650, los oficiales reales reaccionaron al escándalo ajustando las formas de cobro y a los
deudores morosos. Sin embargo, pasarían décadas antes de que esta fuente particular de
crédito llegase a reflotar.12
9 Al mismo tiempo que los fondos comunales se iban agotando, las instituciones
eclesiásticas de la ciudad iban captando una gran cantidad de recursos y se convertían en
importantes fuentes de crédito por derecho propio.13 Las monjas siguieron extendiendo
crédito, ral como lo habían hecho desde la fundación de Santa Clara. En primer lugar,
ellas permitieron que los cuzqueños cumplieran con las dotes de sus hijas imponiendo
obligaciones sobre propiedades específicas. Esto permitió que hombres como Rodrigo de
Esquivel usaran sus recursos para otros fines. Imponer un censo sobre su propiedad en
1582, para que su hija doña Mencía pudiera tomar el velo negro en Santa Clara,
significaba que Esquivel no tenía que pagar a las monjas los 3,312 pesos, 4 reales de dote
(y si conservaba ese monto podía invertirlo más bien en su obraje de Quispicanche); sólo
tenía que pagarles el 5 por ciento de este monto cada año (165 pesos, 2 reales). En segundo
lugar, las monjas usaron el mecanismo del censo al quitar para otorgar créditos de sus
arcas, invirtiendo una cantidad significativa del dinero que recibían de las dotes y los
réditos de los censos. En las fuentes escritas no es fácil distinguir los censos-gravamen y
aquellos que se otorgaban al recibir un principal, todos los cuales fueron contraídos como
censos consignati-vos (Bauer 1983; para los censos consignativos, su historia y variantes
véase von Wobeser 1989). En todo caso, ambos pueden ser vistos como operaciones
crediticias que dieron a los cuzqueños una flexibilidad sumamente necesaria en una
economía pobre en efectivo, permitiéndoles conseguir algo que deseaban —la profesión
de una hija o una infusión de capital— sin tener que desembolsar una gran suma.
10 Las monjas no eran los únicos acreedores institucionales de gran nivel en el Cuzco. Había
muchas alternativas, entre ellas las órdenes monásticas masculinas que, al igual que las
de las monjas, estaban expandiéndose en el siglo XVII, tanto en número como en términos
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de los recursos que controlaban. Los Costilla, por ejemplo, evidentemente cultivaban no
sólo a las clarisas sino también a los agustinos del Cuzco, quienes estaban desarrollando
extensos vínculos financieros con la elite propietaria de la región, del mismo modo que
las monjas (ADC, Alonso Belrrán Luzero, 1630-31: fols. l45-53v, 14 de febrero de 1631).
Estos vínculos eran fortalecidos por las profesiones de los varones de los Costilla: el
marqués don Pablo de Costilla tenía un hermano en el convento de San Agustín del Cuzco,
Fray Lorenzo, así como una hermana en Santa Clara, y eventualmente llamó Agustín a
uno de sus hijos.14 Los mercedarios, dominicos, jesuitas y betlemitas también tenían
grandes casas en el Cuzco y aprovecharon el mecanismo contractual del censo para
extender crédito a personas del lugar.15 El clero secular de la ciudad también hacía lo
mismo a través de instituciones diocesanas como la fábrica de la catedral y el juzgado
eclesiástico, y diversas cofradías y capellanías (varias de las cuales eran administradas por
monjas y frailes) recibían y prestaban recursos.16 Todas estas instituciones eclesiásticas
utilizaban el censo al quitar como una parte crucial de su estrategia inversora a largo
plazo. A través de los censos desplegaron sus fondos en respaldo de diversas actividades
económicas regionales. Esto puede verse claramente en la historia crediticia de
innumerables propiedades de la región: haciendas, obrajes, ingenios.17
11 Sin embargo, para la segunda mitad del siglo XVII, Santa Clara y Santa Catalina parecen
haber sido los acreedores institucionales más grandes del Cuzco.18 Décadas de dotes,
donaciones, legados y otros ingresos proporcionaron un impresionante conjunto de
recursos a invertir. Por ejemplo, la renta anual de Santa Clara se incrementó casi cinco
veces en el transcurso del siglo, a medida que sucesivas generaciones de monjas tomaban
los velos (véase el cuadro 2). Sus ingresos cayeron fuertemente después del severo sismo
de 1650 —según una versión, hasta apenas 10,000 pesos anuales— y aún no se habían
recuperado para 1690, cuando eran de alrededor de 24,000 pesos. Con todo, las monjas
recibieron 17,900 pesos ese año como pago por los censos. En cuanto a Santa Catalina, una
lista preparada en 1684 de contratos pagaderos al convento (en su mayoría censos al
quitar) tiene 166 entradas distintas, que suman más de 297,433 pesos de principal. Si las
monjas lograron cobrar sobre esto la tasa acostumbrada de 5 por ciento, entonces
recibieron más de 14,870 pesos en ese año.19 En comparación, en 1676 el monasterio de
San Agustín, tal vez la más rica de las casas conventuales masculinas, cobró 11,116 pesos
por censos, sobre 78 obligaciones distintas.20
12 Las monjas individuales también eran fuente de crédito. Con permiso de su superiora,
ellas podían prestar de su “peculio”, fondos personales que les eran dados por parientes o
benefactores. Estos tratos aparecen con frecuencia en los registros notariales. En 1688,
por ejemplo, doña Feliciana de San Nicolás y Pinelo, una descendiente de los incas y
monja de velo negro en Santa Catalina, dio (con la aprobación del obispo) mil pesos a un
clérigo local (ASCS, “Inventario de febrero”, doc. 28, 7 de febrero de 1668). Para cuando
falleció en 1688, la monja dominica Juana del Carmen contaba con extensos intereses de
negocios: un inventario enumeraba cinco contratos de crédito distintos, que iban de 500
pesos a 1,500 pesos, sumando un total de 4,600 pesos (ASCS, “Inventario de junio”, doc. 46,
inventario de los bienes de la madre Juana del Carmen, fallecida el 5 de junio de 1688). Los
tratos de estas monjas eran realizados a través de censos, dándoles (por lo menos en
teoría) un ingreso anual constante con el cual mantenerse a sí mismas y a quienes vivían
en sus celdas. Ocasionalmente usaban sus fondos personales para extender un crédito de
corto plazo, mediante obligaciones contractuales.
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Fuente: para 1602, Angulo, ed. (1939: 170-76); para 1650 y 1690, Archivo de Santa Clara, Cuzco,
“Volumen de varias escrituras que pueden servir de títulos”: fols. 466-67, 19 de julio de 1690, informe
de la abadesa Gerónima de Villena y Madueño al rey.
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establecerla con otros. Los seis hermanos Dueñas Castillejo son un buen ejemplo. En 1644
comenzaron a pedir crédito a las monjas de Santa Clara, garantizándolos con sus
haciendas en los ricos campos de cultivo al sur de la ciudad. Veintiséis años más tarde,
cuando vendieron “hatun Lucre”, la propiedad tenía obligaciones por censos que
sumaban 32,000 pesos, casi las dos terceras partes de su valor de 50,000 pesos (ADC,
Lorenzo de Messa Andueza, 1670: fols. 805-9v).24 Estos censos habían sido concertados en
ocho transacciones distintas con las monjas (véase el cuadro 3). Todos, salvo uno, eran
censos al quitar que ahora no se encuentran en los registros notariales. El que aún existe,
de diciembre de 1646, indica que los hermanos estaban en proceso de expandir Lucre
comprando más de 200 fanegadas de tierras al rey. Cuando los oficiales reales llegaron en
el transcurso de su visita a regularizar los títulos y conseguir dinero para la real hacienda,
los hermanos aprovecharon la oportunidad para comprar títulos a las atractivas tierras
vecinas, más que duplicando el tamaño de sus posesiones (antes de apenas 120 fanegadas).
25
Entonces, es muy posible que los créditos dados por Santa Clara les hayan brindado los
recursos que necesitaban para comprar más tierras. Los hermanos vendieron parte de su
propiedad en agosto de 1670, tal vez por no poder cubrir los altos gastos incurridos (1,600
pesos al año). Pero apenas tres meses más tarde, Gerónimo Dueñas Castillejo estaba de
vuelta en el locutorio sacando otro crédito de Santa Clara, así como de Santa Catalina,
garantizándolos esta vez con una propiedad llamada Chinicara. Estos préstamos también
resultaron ser insostenibles a largo plazo, y para 1675 Dueñas Castillejo había acordado
dividir su cosecha con las monjas de Santa Catalina, dado que de otra forma no podría
cubrir su deuda con ellas. Las propiedades de los hermanos eventualmente terminaron
entre las de los Costilla y los Esquivel, quienes asumieron el pago de los censos que habían
alimentado tanto el ascenso como la caída de los Dueñas Castillejo (ADC, Lorenzo de
Messa Andueza, 1670: fols. 1062-69v, 1 1 de noviembre de 1670; ASCS, “Inventario de
junio”, doc. 38, 25 de junio de 1675; ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708- 9: fols. 119-27,
15 de marzo de 1708).
16 ¿Qué otras cosas hacían los cuzqueños con los créditos que obtenían en los locutorios de
su ciudad? Los contratos infortunadamente rara vez especifican el fin para el cual se
buscaba crédito en los conventos. Pero algunos sí lo hacen. Doña Antonia Siclla, por
ejemplo, tomó a censo 1,500 pesos de las monjas de Santa Catalina en 1673, para pagar el
funeral de su difunto marido don Gerónimo Uscaquiguartopa, cacique del pueblo de
Pumaquiguar.26 El aspirante a regidor don Manuel Soriano de Lezama se acercó a las
monjas de Santa Catalina en 1679, en busca de dinero con el cual comprar su cargo
municipal. Su difunto padre le había dejado el título de regidor, pero Lezama no tenía los
fondos con los cuales pagar a la real hacienda la tercia del valor del cargo, y así se apuró
en tomar a censo 1,500 pesos del convento antes de que el título fuese subastado (ASCS,
“Inventario del mes de henero”, doc. 38, 7 de enero de 1679). Las órdenes monásticas a
veces recurrían a otra de ellas en busca de crédito con el cual financiar empresas
mayores. En 1747, por ejemplo, el provincial franciscano explicó a las clarisas su
“nesesidad urgente” de tomar prestados 10,000 pesos para costear el viaje transatlántico
de “misioneros y suxetos hispanos para la alterna-tiba”: la práctica en su orden de
alternar españoles con criollos en los cargos más altos. Las monjas aceptaron otorgarle la
cantidad requerida (ADC, Pedro José Gamarra, 1747: fols. 151-57v, 2 de junio de 1747,
obligación por un monto de 10,000 pesos por tres años, con pagos anuales de 500 pesos
[5%]; véase Tibesar 1955).
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Fuente: Archivo Departamental del Cuzco, Protocolos Notariales, Lorenzo de Messa Andueza, 1670:
fols. 805-9v.
17 Buena parte de los censos que revelan su finalidad muestran que los censuatarios
deseaban hacer mejoras de capital en una hacienda, ingenio, obraje o heredad. Podían
simplemente indicar que el crédito estaba destinado a “aviar” o “refaccionar” una
propiedad (por ejemplo, “aviar mi hacienda”, “refaccionar estas fincas“). Las monjas de
Santa Clara permanecieron a este nivel de generalidad contractual en 1676, cuando
tomaron a censo 13,500 pesos del Colegio de San Buenaventura, en parte para “aviar”
Pachar (ADC, Lorenzo de Messa Andueza, 1676: fols. 1159-68v, censo fechado el 3 de
noviembre de 1676). Don Felipe Sicos, principal de San Sebastián, tomó mil pesos a censo
en 1718 para “refaccionar” su chacra de 48 topos en su pueblo (ASCS, “Inventario de
noviembre”, doc. 37, 9 de noviembre de 1718). Sin embargo, en otros casos los censatarios
eran más específicos. Los jesuitas se dirigieron a las monjas dominicas de Santa Clara en
1647, en pos de mil pesos que necesitaban “para efecto de conducir agua para el dicho
colexio de San Bernardo” (ASCS, “Inventario de diciembre”, doc. 9, 10 de diciembre de
1647). En 1709 el capitán Dionisio de Osorio y su hermano Juan de Osorio, hacendados en
Limatambo, tomaron a censo mil pesos de una monja de Santa Clara para adquirir muías,
rejas de arado y otros equipos para una hacienda que acababan de heredar (ADC, Gregorio
Básquez Serrano, 1709, leg. 53: fols. 6-12, 9 de enero de 1709). 27
18 Un caso particularmente ilustrativo de las transacciones proviene de los registros del
notario Pedro de Cáceres, quien manejó el grueso de los negocios de Santa Clara en los
años finales del siglo XVII. En 1696 y 1697 estaba cerca del final de su carrera y era algo
descuidado con los documentos que rubricaba. Entre éstos se hallaba un grupo de censos
contraídos por la abadesa y las monjas de Santa Clara con diversos terratenientes
cuzqueños; el notario consiguió las firmas de todos ellos pero olvidó anotar sus negocios.
Las firmas en el protocolo de Cáceres adornan el margen inferior de varias páginas vacías.
Años más tarde, las abadesas de Santa Clara descubrieron para su decepción que gracias a
esta negligencia no podían aducir detalle alguno de los censos. Se ocuparon entonces en
arreglar las cosas. Se prepararon listas de las transacciones que Cáceres no había
ejecutado correctamente, las cuales fueron ahora completadas y legalizadas
retroactivamente. Muchos de los contratos faltan actualmente en los protocolos del
notario, pero los que han sobrevivido indican que las personas en cuestión recibieron
crédito de las monjas. Esta secuencia de censos asimismo sugiere el volumen de los censos
realizados por el convento. Pareciera que en apenas siete meses, por lo menos 21,468
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Fuente: Archivo Departamental del Cuzco, Protocolos Notariales, Pedro de Cáceres, 1696: fols. 403-4v;
1697: fols. 44l-57v.
Nota: estas listas, compiladas en 1712 y 1728, incluyen otras actividades. Los seis censos aparecen
en ambas, y todos salvo el quinto son evidentemente créditos.
19 En estas transacciones, los vínculos entre las monjas y sectores específicos de la economía
regional son especialmente claros. Don Andrés Arias Sotelo y su madre viuda, doña
Agustina de la Borda, solicitaron 8,000 pesos de Santa Clara para mejorar sus ingenios
azucareros a lo largo del río Apurímac, afirmando que usarían el capital para instalar
equipos de molienda y arreglar canales de regadío. (Ellos declararon que el valor de sus
propiedades era de 90,000 pesos, con 13,000 pesos de deudas pendientes, principalmente
con otros acreedores eclesiásticos.) Blas Montalvo de Herrera, de Abancay, podría muy
bien haber estado realizando mejoras de capital en un ingenio azucarero, pues él también
era un hacendado en esa región. Por su parte, don Diego de Almonasi y doña Catalina
Álvares tomaron a censo 2 mil pesos para ampliar su chorrillo (ADC, Pedro de Cáceres,
1696: fols. 397-432v). Al hacer que sus fondos estuvieran disponibles como crédito, las
monjas ayudaban al crecimiento de algunas de las más importantes actividades
productivas de la región: en el siglo XVII, el azúcar y los textiles eran las principales
exportaciones regionales al mercado de Potosí.28
20 Los censos al quitar no eran los únicos contratos que las monjas realizaban en sus
locutorios. También administraban grandes cantidades de bienes raíces, que para el siglo
XVII servían en su mayor parte el mismo cometido que los fondos procedentes de las
dotes: generar un flujo constante de rentas. Las monjas otorgaban sus bienes raíces
urbanos a los cuzqueños mediante arrendamientos de corto o largo plazo (estos últimos
por lo común llamados “ventas a censo” o “ventas por tres vidas”).29 Los arriendos a
menudo resultaban desventajosos. Los arroyos que corrían por la ciudad hacían que
muchas propiedades fueran vulnerables a las inundaciones, y una alta tasa de cambio de
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los arrendatarios también podía causar un serio deterioro. Tal fue, por ejemplo, el caso de
una residencia en la plaza de armas que Santa Clara vendió en 1697, después de haberla
arrendado por años. La casa fue descrita como vieja y maltratada, y el contrato señala que
muchos arrendatarios simplemente “se yban sin pagar[le]” al convento (ADC, Pedro de
Cáceres, 1697: fols. 236-43v).-30 Las monjas comprensiblemente preferían los arriendos de
largo plazo, por lo general conocidos como una venta a censo. Si el arrendatario deseaba
ser liberado del contrato podía, con la aprobación de las monjas, pasarle el arriendo a otra
persona. O podía renunciar formalmente a él y permitir que el convento comenzara de
nuevo, como hiciera Pedro Rodríguez, quien dejó el Cuzco en 1631 y se fue al campamento
minero de Cailloma, renunciando al arriendo de la casa que había ocupado desde 1627,
permitiendo que las monjas la alquilaran a Marcos Falcón, un maestro escultor y dorador,
y su esposa (ADC, Alonso Beltrán Luzero, 1630-31: fols. 745-54v, 26 de noviembre de 1631).
21 Las propiedades rurales necesitaban que las monjas usaran algunas de las mismas
estrategias administrativas. Algunas no eran lo suficientemente valiosas como para
merecer que se contratase un mayordomo, y las monjas y sus apoderados preferían
venderlas a censo que arrendarlas. Por ejemplo, tal fue el caso de la hacienda Yanaguara,
que las monjas dominicas vendieron a censo en 1648. (En una petición adjunta, su
mayordomo señaló que eso era del todo preferible al arrendamiento porque los inquilinos
administraban mal las propiedades y vaciaban los campos y casas, robándose los aperos y
“las cerraduras y llaves y aun las puertas y dexan las cassas que es menester para
aderesarlas gastar mas que dan de los arrendamientos”.)31 Con otras propiedades valía la
pena to-marse las molestias y gastos de dedicarles una supervisión más estrecha, ya que
ellas brindaban directamente a las monjas carne, leche, quesos, cereales, azúcar y otros
productos. Para administrar estas propiedades claves conttataban mayordomos que
remitieran provisiones a la ciudad en forma regular. Ese fue el caso de una estancia
llamada Caco. Ubicada al sur del Cuzco, en la provincia de Azángaro, esta estancia
perteneció a las monjas de Santa Clara entre el siglo XVI y el tardío XIX.32 Durante tres
siglos las clarisas dependieron de Caco, de sus mayordomos y de sus pastores y vaqueros
nativos para que enviaran al convento queso, charqui, ovejas, terneros y sebo. 33 Del
mismo modo, Santa Catalina y Santa Teresa tuvieron estancias y haciendas cruciales para
el sustento de sus comunidades, que producían y remitían esas provisiones a ellas. Las de
Santa Catalina comprendían la hacienda productora de cereales de Guambutío y el
ingenio productor de azúcar y melaza de Yllanya, este último avaluado en 100,000 pesos a
finales del siglo XVII.34
22 Las monjas y sus apoderados administraban de cerca sus propiedades más valiosas, a
veces hasta agresivamente. Por ejemplo, las monjas seguían ampliando vigorosamente la
hacienda de Pachar mucho después de que Gerónimo Costilla hubiese realizado la primera
toma de posesión de las clarisas. En 1621 vendieron unos campos de cultivo excelentes en
el valle de Urubamba, para así comprar tierras adyacentes a Pachar que eran “de mas
utilidad y provecho” (ADC, Cristóbal de Lucero, 1621-22: fols. 281-89v). 35 La hacienda
también creció gracias a prácticas menos agradables. En la década de 1650, Juan Quicho y
su hijo Pedro, dos indígenas de Huarocondo, lucharon denodadamente contra la
usurpación de sus tierras por parte de dos haciendas: Pachar y Silque (esta última
propiedad en ese entonces de un hacendado llamado Alonso de Soria). Según los cargos
presentados por los Quicho, los mayordomos de ambas haciendas les acosaban, incluso
enviando a sus secuaces para que les llevaran a trabajar a Silque durante la siembra, a
pesar de que ellos podían mostrar títulos válidos a sus tierras que Sebastián, el padre de
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Juan Quicho, sostenía le habían sido entregadas por Pachacuti Inca Yupanqui. Los
notablemente resistentes Quicho siguieron su caso hasta Lima, y en 1654 el virrey les
concedió una protección formal del acoso. Pero ni aun así se les dejó en paz. Por último, el
viejo Juan Quicho, enfermo y habiendo gastado casi todos sus bienes, llegó a un arreglo
con sus adversarios. En 1658 aceptó donar a Santa Clara seis topos de los campos
adyacentes a Pachar a cambio de una parcela comparable de tierra en otro lugar, en
donde él y sus nietos pudiesen vivir sin ser molestados. Las clarisas aceptaron recibir a
dos de sus nietas en el convento como parte del trato (ADC, Colegio de Ciencias, leg. 33:
fols. 89-94).36 (Podemos preguntarnos si el empobrecido Quicho alguna vez se acercó al
locutorio a visitarlas.)
23 Las monjas ocasionalmente aceptaban vender el excedente producido en sus haciendas. 37
¿Tenían participación en otras empresas locales? Las de Santa Clara de Huamanga sí: para
finales del siglo XVII tenían su propio obraje. Según una petición presentada por su
administrador en 1666, las monjas solicitaron “que en un asiento que tienen nombrado
Pomacocha puedan poner dos o tres telares y en ellos se les puedan texer unos saialetes
para tunicas y Baietas Blancas para sabanas por quanto no gastan liensso en sus camas y
polleras para debaxo para su abrigo, y fresadas para sus camas y algunas jergas para el
abrigo de dichas camas y para costales para acarrear el trigo y legumbres que necesitan
para su sustento” (ASE Registro 10, exp. 22). El pedido fue al parecer concedido, pues una
relación posterior muestra que Santa Clara de Huamanga ganaba hasta 15,000 pesos al
año con la venta de tejidos de lana (ASF, Registro 10, exp. 5, “Razón de la entrada y gasto
que tiene el obrage de Pomacocha del monasterio de Santa Clara de esta ciudad de
Guamanga”).38 Es del todo posible que este tipo de arreglo haya existido en el Cuzco,
donde los obrajes fueron un puntal de la economía colonial, aún cuando hasta ahora no ha
aparecido ninguna evidencia de ello.39 El caso de Huamanga sirve para recordar la amplia
gama de papeles que las monjas llegaron a tener en las actividades económicas de sus
regiones. Ellas mismas participaban en la producción, al mismo tiempo que permitían que
otros lo hicieran extendiéndoles crédito.40
24 Una vez establecidos estos lazos, los participantes no estaban dispuestos a romperlos, sino
todo lo contrario. Cuzqueños como don Pablo Costilla y don Diego de Esquivel
consideraban que sus intereses quedaban bien servidos con una larga asociación con las
monjas, incluso cuando el monto original de sus censos había sido pagado varias veces.
Como ya vimos, ellas hacían bastante más que darles dinero, y conservar unas buenas
relaciones era un objetivo de largo plazo. Además, 5 por ciento no sólo era la tasa
estándar del crédito eclesiástico, sino una buena tasa, a juzgar por las escasas evidencias
referentes a los juicios por usura. Los prestamistas particulares podían cobrar el doble o
más.41 Las monjas, por su parte, ciertamente no deseaban una redención frecuente de los
censos. Ni tampoco deseaban verse envueltas en un procedimiento legal prolongado y
costoso para recuperar los réditos atrasados de sus censatarios, si es que podían evitarlo.
25 De este modo, las monjas estaban dispuestas a mostrar una considerable flexibilidad
cuando los tiempos eran duros y las personas se atrasaban en sus pagos. Podían iniciar
acciones legales contra cualquiera que incumpliera con el pago de un censo por dos años
consecutivos, algo que las leyes castellanas de Toro dejaban en claro. Cuando estos juicios
eran exitosos, las propiedades que el deudor había ofrecido como garantía de su censo
eran subastadas en un “concurso de acreedores” para satisfacer a estos últimos. Las
monjas a veces iniciaban estos procedimientos con relativa presteza. Sin embargo, en
muchos casos estaban dispuestas a esperar por varios años —e incluso décadas— antes de
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29 La decisión de colocar los hijos en los claustros también podía beneficiar a una familia en
el futuro. Dado que los novicios de ambos sexos por lo general renunciaban a sus derechos
de herencia, colocar hijos e hijas en las órdenes religiosas era una estrategia que una
familia podía seguir para consolidar su patrimonio. Bajo la legislación castellana,
practicada en las colonias hispanoamericanas, cada hijo legítimo recibía parte de las
propiedades de sus padres, la cual debía reservarse para este fin.46 Sin embargo, en el
marco legal de la herencia partible habían formas de pasar la mayor porción posible de la
riqueza familiar a un hijo específico. Una de ellas era que los padres designaran un
heredero para que recibiera el grueso de la herencia a través de una práctica conocida
como la “mejora” (que podía proceder por tercios, quintos o ambos, en el caso de las
“mejoras del tercio y del quinto”). Otra era que los hijos ingresaran a una orden religiosa
y renunciaran a su derecho sobre la herencia.47
30 Ambas estrategias fueron empleadas por los Peralta, que habían adquirido el título de
condes de la Laguna de Chanchacalle en 1687, uniéndose así a las filas recientemente
establecidas de la aristocracia titulada del Cuzco. En su testamento, la primera condesa
eligió a su hija doña Petronila de Peralta para que heredase el grueso de su propiedad
mediante una mejora del tercio y del quinto, indicando que ella debía ser administrada
por monjas dominicas específicas para que generaran una renta con la cual cubrir los
gasto de doña Petronila. Una modificación posterior depositó más bien el íntegro de las
propiedades familiares en el hermano de doña Petronila. Las nuevas estipulaciones
obligaban a don Diego de Peralta a honrar un censo de 20 mil pesos sobre su patrimonio, a
pagar mil pesos anuales a su hermana, y también a remitirle provisiones específicas:
“treynta panes y dos borregos cada semana y para su despensa en cada un año dose
cargas de maiz en cuyo numero entra el maiz paracay, el negro culli, el sacsa, la chochoca,
y dose cargas de papas, y otras dose de chuño, y estas legumbres pan y carne se entiende
durante los dias de dicha señora Doña Petronila de Peralta“. Doña Petronila
evidentemente parece haberse mantenido no sólo a sí misma sino a toda una unidad
doméstica en su celda (ADC, Gregorio Básquez Serrano, 1708-9: fols. 195-200v, 232v-36, 7
de noviembre y 29 de diciembre de 1708).48
31 Una familia acomodada podía enviar a sus hijas al convento incluso en las mejores épocas,
tal vez hasta una hija única. Doña Petronila de Peralta, única hermana del segundo conde
de la Laguna de Chanchaca-lle, es un ejemplo de ello y doña Mencía de Esquivel, única
hermana de don Rodrigo de Esquivel y Cáceres, otro. Y el árbol genealógico de los Costilla
muestra que hombres y mujeres ingresaron a las órdenes regulares del Cuzco en casi cada
generación. Para finales del siglo XVII, los clanes criollos más ricos y poderosos de la zona
frecuentemente recurrían a la estrategia probada por el tiempo de aliarse con
comunidades monásticas, enviando a sus hijos a los claustros.49 Para estos clanes, esas
alianzas representaban bastante más que la falta de mejores alternativas. Eran, en
realidad, una forma de matrimonio ventajoso.
32 ¿Acaso la voluntad de una hija afectaba estas decisiones? Los decretos de la Iglesia
insistían en que la libre voluntad de una mujer fuera respetada en los asuntos del
matrimonio espiritual, así como del temporal. Según el Concilio de Trento, nadie podía
forzar a una mujer a que entrara a un convento en contra de su voluntad.50 Sin duda que
muchas lo hicieron con una fuerte vocación religiosa, que coincidía con el deseo que sus
padres tenían de que profesaran. Pero otras fueron evidentemente presionadas por su
familia para que fueran en contra de sus deseos. La monja doña María Juana de Guemes,
hija de don Pedro de Guemes, protestó en 1677 que su padre, un acaudalado regidor, la
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Yupanqui, monja de velo blanco (ADC, Matías Ximénez Ortega, 1711-14: fols. 106v-8v, 6 de
octubre de 1713; el precio fue de 580 pesos). Don Cristóbal Mancoturpo, curaca de
Azángaro, arregló con dos monjas dominicas la compra de las haciendas Llaullicancha y
Llaullipata, en la parroquia de San Cristóbal. Al fallecer don Cristóbal sin cancelar el
precio de 6 mil pesos, las monjas iniciaron un juicio pero luego llegaron a un arreglo con
su hijo, don Alejandro Mancoturpo (ADC, Pedro José Gamarra, 1741: fols. 369-70v, 19 de
septiembre de 1741). Estos casos y otros más muestran que los indios nobles que estaban
dispuestos a ofrecer bienes raíces aceptables como garantía podían recibir crédito de las
monjas, y así lo hacían. También podían recibir en arrendamiento una propiedad de ellas.
Por ejemplo, en 1741 el cacique principal de la parroquia de Belén, don Antonio Díaz
Uscamaita, actuó a través de un intérprete para alquilarle una casa en el Cuzco a Nicolasa
de los Remedios, monja de Santa Catalina que servía como mayordomo de la cofradía de
Nuestra Señora de la Encarnación (ADC, Alejo González Peñalosa, 1744-50, 1 de julio de
1745).
36 Además, en la reja, muchos curacas y principales acordaban imponer censos a sus
propiedades para permitir que sus hijas ingresaran a la vida religiosa: mujeres de
apellidos tales como Atau Yupanqui, Guamán Cusitopa, Quispe Guamán, Sinchi Roca,
Guampu Tupa, Tecse, Tam-boguaso. Sus hijas también celebraban tratos en el locutorio,
muchas veces en quechua e inmediatamente registrados en español a través de un
intérprete. Vendían tierras y casas y prestaban dinero, con frecuencia a personas que
parecen haber sido criollos.52 Y al igual que muchas de las criollas de elite dentro del
convento, las monjas andinas vivían en sus propias celdas y formaban sus propias
unidades domésticas. Podían incluso ser mantenidas y atendidas por esclavos. Esto por lo
menos fue indicado por la donación que la viuda María Panti hiciera en 1642 a su nieta,
enclaustrada en Santa Clara: a saber, los servicios de dos esclavos afro-peruanos, el sastre
adolescente Gaspar y su hermana Isabel, de dos años y medio de edad (ADC, Alonso
Beltrán Luzero, 1642-43: fols. 105-7v, 13 de enero de 1642).53
37 Pero las relaciones establecidas con las monjas por las familias de la elite andina fueron
asimismo distintas, en formas cruciales, de las que establecieron los criollos de la región.
Las hijas de curacas y principales no estaban a cargo de los negocios del convento. Sólo
rara vez llegaban a ser monjas de velo negro y ninguna fue abadesa o priora. Como ya
vimos, para comienzos del siglo XVIII las monjas criollas excluían cada vez más a estas
mujeres del nivel más alto de los asuntos conventuales. A las mujeres de la elite andina se
les permitía profesar principalmente como monjas de velo blanco, incluso cuando sus
familias eran relativamente prósperas y podían costear la dote completa del velo negro.
Entonces, aunque la aristocracia andina contribuía recursos sustanciales a los conventos
cuzqueños, sus hijas no podían influir en la distribución del crédito y otros recursos
conventuales entre los pobladores locales. Únicamente podían administrar sus fondos
personales, siempre y cuando contaran con el permiso de su superiora.
38 Es muy posible que para el temprano siglo XVIII, los integrantes de la elite andina hayan
estado colocando más recursos en los conventos de lo que obtenían. Es más, las monjas
parecen haber sido menos flexibles y clementes con ellos que con otros prestatarios. Hay
un indicio de esto en el juicio que Santa Teresa abriera en 1764 contra don Melchor Queso
Yupanqui, principal de Belén, y su esposa, doña Josefa Pilco Sisa. La pareja había recibido
crédito de las monjas en dos censos distintos de 200 pesos cada uno, el primero de ellos
hacía más de veinte años. Las monjas carmelitas buscaron embargar la casa de la pareja
después de tres años sin pagos, aduciendo su incumplimiento en el pago de apenas 60
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pesos (20 pesos anuales, sobre un principal de 400 pesos). Para los conventos cuzqueños
esto realmente era poca cosa.54
39 ¿Por qué razón los curacas aceptaron lo que parecen haber sido términos cada vez más
desfavorables en su relación con las monjas del Cuzco? Podría ser que algo más que una
reputación honrosa haya estado en juego, como lo muestra un fascinante contrato de
1746. En este año, don Tomás Thopa Orcoguaranca, curaca de Guayllabamba cerca de
Yucay, buscó y obtuvo 500 pesos con un censo de las monjas de Santa Teresa para pagar el
tributo debido a su corregidor, quien había amenazado con embargar sus bienes y los de
su mujer, y con enviarle a prisión si no pagaba (ADC, Alejo González Peñalosa, 1744-50, 15
de septiembre de 1746). No contamos con más detalles, pero podemos imaginar el dilema
de don Tomás: podía desafiar al corregidor (y terminar en la cárcel), obligar a su
comunidad a entregar la suma impaga (y arriesgarse a resentir sus vínculos con sus
parientes), o endeudarse él mismo. Cuando se le exigía demasiado, una comunidad podía
presentar resistencia a su curaca. Presionado por las autoridades coloniales y tal vez
temiendo este tipo de resultado, don Tomás prefirió más bien acercarse al locutorio, y un
censo de las monjas le permitió salir de este apuro.
40 En cierto sentido, este acuerdo de 1746 era algo usual. La simbiosis flexible de conventos y
elites locales fue probada y reforzada una vez más, manteniendo a flote a una familia de la
elite y en funcionamiento a las relaciones coloniales. Así como un Costilla podía evitarse
problemas mediante un ruego especial en los locutorios del Cuzco, un Thopa
Orcoguaranca también podía hacer lo mismo. Ambas familias habían cultivado buenas
relaciones con las monjas del Cuzco, selladas por las profesiones de sus hijas. En 1743, tres
años antes del choque entre don Tomás Thopa Orcoguaranca y su corregidor, una hija de
don Alejo Thopa Orcoguaranca Lan de Bisnay (principal de Guayllabamba, e
indudablemente emparentado con don Tomás) había sido recibida como monja en Santa
Clara (ADC, Pedro José Gamarra, 1743: fols. 486-87v, 1 de julio de 1743). Con toda certeza,
las monjas de los conventos cuzqueños ya habían visto Thopa Orcoguarancas en sus
locutorios y se sentían cómodas ayudándoles a salir de una situación difícil.
41 Pero ningún criollo noble estuvo jamás en la posición de don Tomás (aunque los criollos sí
podían tener sus propias crisis de deudas). El incidente de 1746 solamente podría haberle
acaecido a un curaca, es-rructuralmente vulnerable a la demanda de tributo por parte del
corregidor. Visto en esta forma, en términos de las diferencias estructurales y coloniales
entre las elites cuzqueñas, el caso señala la situación contradictoria y asediada en la cual
muchos curacas se encontraban para la década de 1740. Las tensiones, en el Cuzco y por
todos los Andes, se incrementaban marcadamente en este periodo y las rebeliones
estallaban constantemente, como lo mostrase Scarlett O’Phelan (1985); Steve Stern (1987)
ha propuesto por ello denominar las décadas de mediados del siglo XVIII como la “era de
las insurrecciones andinas”.55 Para don Tomás Thopa Orcoguaranca, obtener crédito de
las monjas del Cuzco puede haber apaciguado las profundas contradicciones coloniales,
pero para muchos curacas la situación se había vuelto insostenible. El precio por
consentir el dominio indirecto de España en los Andes era algo que muchos miembros de
la elite andina ya no estaban dispuestos a pagar.
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NOTAS
1. Covarrubias (1987: 653) desarrolla los posibles embrollos bajo “grada”, narrando el frustrado
deseo masculino: “El italiano la llama grata, y cuentan de un galán que, viendo a su dama en una
reja, y estando desfavorecido della, le dixo: ‘¡o ingrata ingrata!’; la primera voz sinifica ser
ingrata, y la segunda estar en la reja, o detrás de la red, como loca”.
2. Tales préstamos y empeños de joyas evidentemente formaban parte del circuito colonial de
créditos y alianzas.
3. En su testamento (ADC, Antonio Pérez de Vargas, 1689-92: fols. 172-80), don Gerónimo Costilla
Gallinato, hijo de Costilla, indicó que Suriguaylla le pertenecía y era objeto de una disputa con
Santa Clara por el pago de censos. Al parecer se llegó a un arreglo, pues la hacienda permaneció
en la familia y siguió siendo usada para conseguir crédito de las clarisas (véase ADC,
Corregimiento, Causas Ordinarias, leg. 49 [1768], exp. 1096, “Autos que sigue el monasterio de
Santa Clara contra las haciendas nombradas Suriguailla”).
4. Los Costilla se diversificaron cultivando también a otros posibles prestatarios como los
agustinos, por ejemplo.
5. Para recientes contribuciones y una visión global de la dinámica de las economías andinas,
véase Larson y Harris, eds. (1995), Clave (1989).
6. Martínez López-Cano (1993: 38) señala la relativa invisibilidad documental del crédito
“privado”. Un caso de un contrato verbal de 1696 se menciona en ADC, Pedro de Cáceres, 1696:
fols. 285-88, 7 de septiembre de 1696.
7. Hasta hace poco, el crédito era visible sobre todo desde el punto de vista de la hacienda: véase
Clave y Remy (1983), Guevara Gil (1993).
8. Cummins (1988: 431-40) ilumina sus elaborados subterfugios; véase también Martínez López-
Cano, ed. (1995). Nuevas investigaciones peruanas han perfilado a los comerciantes de Lima
(Suárez 1995).
9. Hamnett (1973) llamó la atención sobre esta tendencia. Quiroz (1994: 202-5) señala que la
Inquisición llegó a ser uno de los más grandes acreedores eclesiásticos de Lima.
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10. Stern (1982: 81, 97-100) señala el funcionamiento de estas cajas dentro del “gran plan” de
Toledo para el dominio colonial hispano.
11. Para más información sobre la caja de censos de indios de Lima véase Quiroz (1994: 206-9).
12. Las quejas de don Diego figuran en AAC, II, 1, 12 (1657). Véase también Cevallos López (1962);
Martín Rubio (1979).
13. Gibbs (1979) fue el primero en llamar la atención sobre esto.
14. Agustín pasó a ser miembro del clero regular, pero se unió a los franciscanos del Cuzco.
15. Los archivos del Cuzco guardan una extensa documentación sobre las finanzas de estas casas
conventuales, incluyendo muchos censos de diversos tipos. Las órdenes masculinas extendían y
recibían crédito localmente. Los franciscanos, en cambio, parecieran haber estado relativamente
libres de estos tratos.
16. Por ejemplo, en 1715 las monjas dominicas prestaron 1,000 pesos, la mitad de los cuales
pertenecía a la cofradía de las Animas “fundada en este Monasterio” (ASCS, “Inventario de
agosto”, doc. 49, 9 de agosto de 1715).
17. Por ejemplo, la hacienda Santotis (Guevara Gil 1993). Los agusrinos y betlemitas tuvieron
varias haciendas en la región de Ollantaytambo, al igual que los miembros de la Iglesia secular
(Glave y Remy 1983).
18. Se requieren más investigaciones para que el panorama crediticio del Cuzco se escla-rezca.
Los jesuitas de esta ciudad probablemente fueron prestatarios sedientos de crédito con mayor
frecuencia de lo que prestaban, pues tenían grandes empresas y colegios que mantener. Para el
papel de los comerciantes en el crédito véase Escandell-Tur (1993: 51-128).
19. ASCS, “Inventario de marzo”, doc. 31, lista titulada “Memoria de las escrituras cobrables, que
entregó la señora María de los Remedios, priora que fue, a la señora Catalina de San Ambrosio y
Mendoza, priora actual”, 2 de marzo de 1684. En 23 de las 166 entradas no se puede establecer el
monto del principal. Dado que la transacción promedio era de más de 2,000 pesos, el principal
faltante podría haber llegado a 46,000 pesos, incrementando el total a 343,433 pesos y el ingreso
anual del convento hasta 17,172 pesos.
20. ADC, lista manuscrita de 78 puntos titulada “Memoria de los censos que al presente pagan los
censuatarios del Cuzco, que se hizo en 29 de febrero de 1676”, insertada en la parte posterior de
un volumen copiado a mano de la biblioteca del convento de San Agustín (se trata de Lorenzo de
Niebla 1565).
21. Son numerosos los ejemplos de este tipo de “seguimiento” de las dotes de mujeres específicas;
véase, por ejemplo, ADC, Pedro de Cáceres, 1697: fols. 450-57v.
22. Hoffman (1996) muestra que los notarios parisinos a menudo actuaban para sus clientes como
corredores. Los notarios del Cuzco, poseedores de una valiosa información de negocios,
probablemente hicieron lo mismo. Esto explicaría la rapidez con la cual las personas pasaban al
locutorio una vez que un censo había sido vuelto a pagar a las monjas.
23. Martín López de Paredes, un notario que manejó buena parte de los negocios de Santa
Catalina en el tardío siglo XVII, hizo un contrato para recibir 1,000 pesos de las monjas en un
censo del 23 de junio de 1663 (ASCS, “Inventario de las escrituras del mes de junio”, doc. 30).
24. Esta pareciera ser la primera fase de consolidación del muy conocido complejo del obraje-
hacienda de Lucre (Escandell-Tur 1993: 86-119).
25. Participaron en una transacción usual en la época: la composición de tierras (véase ADC,
Lorenzo de Messa Andueza, 1645-47: fols. 2137-46v; Clave y Remy 1983: 87-92; Guevara Gil 1993:
174-86).
26. Doña Antonia Siclla garantizó su préstamo con sus casas en la ciudad del Cuzco (“barrio de la
Calle Nueva”), y con su casa y huerta en el valle de Guancaro (véase ASCS, “Inventario de marzo”,
doc. 29, 14 de marzo de 1673).
27. Su abuela les dejó la hacienda Ancaypava, a condición de que se prestaran mil pesos para
mejorarla.
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28. La documentación de Santa Catalina y Santa Teresa asimismo refleja las activas inversiones
hechas por las monjas en muchos ingenios azucareros de la región del Cuzco.
29. En el siglo XVI, estas transacciones habían dado al convento un retorno del 7.14 por ciento
anual, al igual que los censos al quitar. Después de que la tasa fuera bajada por la corona a
comienzos del siglo XVII, los contratos especificaban un pago anual del 5 por ciento del valor de
cada propiedad.
30. Véase en AAC, XIX, 3, 47, petición del 3 de octubre de 1778, una declaración explícita de las
desventajas que tenía el arriendo de propiedades del convento.
31. El mayordomo y los testigos adicionales también dijeron que la venta a censo era preferible a
contratar costosos mayordomos, pues “muchas veces no se hallan mayordomos de fidelidad”
(ASCS, “Inventario de julio”, doc. 19: fols. 134-36, 30 de julio de 1648).
32. Caco aparece en una lista de los activos de Santa Clara en 1872 (véase AAC, C-LVIII, 4, 47,
Abadesa Luisa La Torre al obispo del Cuzco, 27 de septiembre de 1872).
33. Para contratos del XVIII referentes a Caco véase ADC, Matías Ximénez Ortega, 1717-18: fols.
149-54; Alejo Fernández Escudero, 1724: fols. 464-72; Pedro José Ga-marra, 1729-31: fols. 268-70;
1743: fols. 101-4, 148-50; 1755: fols. 106-10; 1762-63: fols. 248-50; 1766: fols. 420-22; 1767: fol. 48;
Juan Bautista Gamarra, 1774-76: fols. 174-75; Anselmo Vargas, 1797-98: fol. 615.
34. Para administrar Yllanya, las monjas usaron los contratos de arrendamiento, así como ventas
a censo (el alquiler era pagadero en azúcar y “melados”). En 1710, ellas dieron el ingenio a don
Miguel de Mendoza y Valdés en 5,000 pesos anuales, en una “venta de por vida” (ASCS,
“inventario de junio”, doc. 48, 14 de junio de 1710). Santa Catalina conservó Guambutio e Yllanya
hasta bien entrado el siglo XX.
35. Los campos en cuestión, situados junto al río Urubamba, fueron vendidos a Hernando Mejía
Duran, quien pagó 7,200 pesos en dos barras de plata y cuatro bolsas de dinero. Las monjas
pensaban usar el dinero para ampliar Pachar.
36. Para el temprano siglo XVIII, Pachar había sido ampliado aún más y las monjas pudieron
vender la hacienda a censo al 5 por ciento de su valor, o 2,000 pesos anuales (ADC, Gregorio
Básquez Serrano, 1711: fols. 20-25, 15 de enero de 1711; Matías Xi-ménez Ortega, 1715, 14 de
agosto de 1715). La importancia de Pachar se refleja en su contrato desusadamente detallado, el
cual especificaba que si el contratante no lograba llevar a tiempo los cereales especificados al
convento, las monjas le podrían cobrar el costo de una cantidad equivalente del mismo al precio
de mercado.
37. Por ejemplo, en 1658 el comerciante Diego de Molina compró una pequeña cantidad de maíz
(ADC, Lorenzo de Messa Andueza, 1658: fols. 1056-56v, 3 de septiembre de 1658). Las
constituciones de las clarisas explícitamente preveían una venta tal (Constituciones generales 1689:
fol. 68).
38. Según este documento no fechado, este obraje produjo 30,000 varas de tela en un año,
vendidas a 4 reales cada una. Del ingreso resultante de 15,000 pesos, 4,727 fueron pagados a los
trabajadores indígenas y 3,100 pesos fueron distribuidos entre las monjas, donadas y criadas.
39. Mörner (1978: 82) menciona al paso que los dueños de los obrajes del Cuzco incluían a “uno
que otro convento”.
40. Véase, por ejemplo, la detallada relación hecha por Llopis Agelán (1980: 809-40) de las ventas
de cereales, aceite de oliva y otros productos agrícolas excedentes para las monjas dominicas de
Regina Coeli en Zafra, entre la década de 1770 y la de 1830.
41. Tapia Franco (1991: cap. 2) cita un caso presentado ante las autoridades limeñas a comienzos
de la década de 1640. Una mujer arregló con un hombre el préstamo de 4,400 pesos pero no le dio
más que 4,000, por lo cual él la denunció por cobrar interés (10%).
42. Algunos casos extremos podrían no ser sino descuidos o problemas para mostrar la
documentación legal relevante, y no generosidad o clemencia de parte de las monjas. Por
ejemplo, un censo por 3,000 pesos que estuvo impago durante 38 años y 8 meses. Para cuando las
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monjas de Santa Clara abrieron juicio para recuperar el censo, las deudas sumaban 5,800 pesos
(ADC, Pedro José Gamarra, 1769: fols. 269-75v, 1 de agosto de 1769). Unos cuantos años después,
las clarisas se sumaron a un juicio abierto por otro acreedor contra la hacienda de Aguacata, en
Abancay. Las monjas sostenían que la propiedad llevaba dos censos pagaderos a ellas y se
sumaron al juicio para recuperar 3,400 pesos de principal y 13, 428 pesos, 1 real en pagos
adeudados: casi setenta y nueve años de réditos impagos.
43. El marqués ofreció como garantía su hacienda de Chinicara, que ya tenía un principal de 6,000
pesos en censos pagaderos a las monjas de Santa Catalina.
44. Martín (1983: 178), por ejemplo, sostiene que “mediante dotes y donaciones, algunos de los
conventos [de Lima] habían acumulado una gran cantidad de capital y bastantes bienes raíces
urbanos de primer orden. Todos estos activos estaban congelados en manos de una comunidad
religiosa, [y] no contribuyeron al flujo normal de riqueza dentro de la sociedad virreinal”.
45. Para tomar un ejemplo representativo, en su estudio de las finanzas conventuales mexicanas,
Reyna (1990: 33) dice lo siguiente: “En principio, las familias económicamente poderosas
procuraban que sus hijas contrajeran matrimonio ventajoso; sin embargo, cuando éstos no se
llevaban a cabo, el ingreso al convento era lo mejor para la buena reputación y conservación de la
fortuna de la familia”. Sin embargo, véase Soeiro (1978), quien hace un trabajo convincente
explicando (y no asumiendo) la utilidad del convento como una opción de contingencia para las
elites en tiempos difíciles.
46. Esto se conocía como la “legítima” de un hijo. Una familia también podía establecer un
mayorazgo, una estrategia que parece haber sido usada con más frecuencia en el siglo XVI que
después.
47. Antes de tomar sus votos, las novicias por lo general renunciaban a sus propiedades en el
mundo, designando a aquellos que las heredarían en lugar suyo; de ahí la frecuencia en el
registro documental de la renunciación a su legítima por parte de mujeres. En un interesante
caso de 1677, una monja de Santa Catalina sostuvo que su padre la había presionado para que le
diera el control total de su herencia, y ella recibió permiso para re-escribir los términos de su
renuncia (véase AAC, XLIX, 1,16 [1677], 23 de diciembre de 1677).
48. En adelante, su hermano luchó para conservar el patrimonio de la familia y las cosas parecen
haber empeorado rápidamente. Para cuando falleció en 1727, sin herederos, el segundo conde de
la Laguna estaba abrumado por las deudas.
49. Desde la Edad Media, como lo muestra Johnson (1991: 13-34), la profesión religiosa era
individual, pero estaba fuertemente influida por las consideraciones familiares.
50. Tampoco se podía mantener fuera a una mujer si era de suficiente edad y comprensión
(Schroeder, ed., 1978: 228-29).
51. Francisca, la hermana de Rafaela, también entró a Santa Clara. Según Rafaela, a ella y a
Francisca les habían dejado 10,000 pesos cada una en el testamento de su padre, pero Luciana y
un cómplice habían escondido el testamento y robado la herencia.
52. En 1741, por ejemplo, Juana Francisca de Jesús, viuda de don Alonso Guampu Tupa, y su hija
Pascuala Magdalena Teresa de Jesús, ambas monjas de clausura en Santa Teresa, vendieron una
casa en la ciudad a un comerciante llamado don Eusebio de Be-tancur en 400 pesos (ADC, Pedro
José Gamarra, 1741: fols. 357-59v, 28 de febrero de 1741).
53. Esta donación hecha por María Panti, identificada por el notario como “yndia”, habría de
durar por toda la vida de su nieta.
54. ADC, Alejo González Peñaloza, 22 de marzo de 1741, para el primer censo (200 pesos); para el
embargo véase ADC, Corregimiento, Causas Ordinarias, leg. 46 (1763-65), exp. 1002, Santa Teresa
v. don Melchor Queso Yupanqui y doña Josefa Pillco Sisa, 1764.
55. Véase O’Phelan Godoy (1985) y Stern (1987). Stern subraya la importancia de la rebelión de
Juan Santos Atahualpa, desatada en los Andes centrales en 1742.
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56. Esta caracterización depende de cómo se periodice la historia de la ciudad entre mediados y
finales del periodo colonial, un punto sobre el cual los historiadores aún están lejos del consenso.
Para Cahill, la “edad de oro” de las familias de la elite criolla cuzqueña perduró durante todo el
siglo XVIII, hasta 1780; en “Repartos ilícitos” (1988: 473), Cahill concentra su análisis en los
repartos. Los estudios de Luis Miguel Clave y Neus Escandell-Tur tienden a confirmar esta
impresión, por lo menos en lo que respecta a los clanes más grandes y poderosos de la elite. Por
cierro que hasta ahora ningún historiador ha sostenido la existencia de una edad de oro para la
mayoría nativa de la región; si, como lo sugiere Ann Wightman, la población tributaria andina se
estaba recuperando demográficamente para el siglo XVIII, ella todavía estaba lejos de vivir algo
“dorado”. Los curacas y principales son otra cosa; los estudios actualmente en curso debieran
decirnos más sobre sus experiencias y lealtades.
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3 En 1730 Bernardo Serrada, el sucesor de Arregui, decidió repartir lo que quedaba del
legado de Goizueta entre diversos proyectos caritativos del Cuzco (AGI, Lima 526, “Autos
hechos por el Yllmo. Sr. Dn. fray Bernardo Serrada”; Esquivel y Navia 1980, 2: 252). Los
100,474 pesos que habían sobrevivido a tres décadas de pleitos no bastaban para comprar
un solar y construir un convento, aun en el caso de que hubiese necesidad de uno, y según
él éste no era el caso. Serrada comunicó al rey que en 1730 sería imposible fundar un
convento en el Cuzco, dado lo insuficiente del legado de Goizueta y “por la decadencia, y
pobreza, a que está reducida esta Ciudad en sus caudales con todas sus Provincias, y no
poderse mantener, ni ser necessario nuevo Convento de Religiosas en ella, respecto de
que los tres de Religiosas, que estan fundados con rentas mui gruessas, si consiguen lo
necessario para su manutencion, y necessidades, es con summo trabajo” (AGI, Lima 526,
“Autos hechos por el Yllmo. Sr. Dn. fray Bernardo Serrada”).
4 Estos fallidos intentos de fundación señalan un problema que afectaría a los conventos
cuzqueños durante todo el siglo XVIII: conseguir suficientes recursos. Aunque sigue siendo
difícil determinar la exactitud de la evaluación que Serrada hiciera de la “decadencia y
pobreza” del Cuzco en 1730, para ese entonces las monjas evidentemente estaban
luchando por mantenerse en la forma acostumbrada. Los arreglos simbióticos de los
cuales habían dependido durante siglos habían saturado con deudas a buena parte de las
propiedades de la región, dejando a demasiados cuzqueños con poco o ningún margen de
error para que pagaran sus réditos con razonable regularidad. Para mediados de siglo, las
quejas de las madres superioras del Cuzco tenían un tono de desesperación. No había
presión alguna que pudiese hacer que los deudores pagaran lo que debían.
5 Los viejos arreglos confiables de la economía espiritual comenzaron a quebrarse bajo esta
presión. El penoso estado de sus negocios atrajo cada vez más la atención de las monjas
hacia el “siglo”, a medida que sus asuntos desbordaban sus locutorios y pasaban a los
juzgados del Cuzco (e incluso hasta la lejana audiencia de Lima) y a manos de sus
abogados. Entretanto, las relaciones dentro de los claustros se hicieron más tensas a
medida que los métodos normales de hacer las cosas se iban haciendo demasiado caros.
Los espacios comunes, como el refectorio y las salas de las novicias, eran excesivamente
costosos para mantenerlos y cayeron en desuso. Las madres superioras entrantes y
salientes se peleaban por las cuentas conventuales. Sus comunidades les reprochaban el
que distribuyesen tan poco alimento, vestimenta y dinero. Y en su frustración, las monjas
se culpaban y agredían mutuamente. Por ejemplo, la monja dominica doña Gabriela de
Meneses fue conocida dentro de Santa Catalina como “Pan de Balde”, luego de que su dote
se perdiera en una mala inversión en bienes raíces. Algunos incluso sostuvieron que ella
murió de vergüenza (AAC, XII, 3, 44, “Sumaria información”, 1735).
6 Irónicamente, mientras las monjas gastaban cada vez más tiempo en intentar obtener una
renta de sus inversiones, los españoles “ilustrados” preparaban una enérgica crítica de la
Iglesia como una institución excesivamente mundana e indebidamente acaudalada.
Influyentes asesores del rey, como Pedro Rodríguez de Campomanes y Gaspar Melchor de
Jovellanos, estaban convencidos de que ella tenía demasiadas propiedades y que debía
impedirse que acumulara más. Para ellos, la Iglesia era un viejo obstáculo para lo que
realmente importaba: el progreso de la agricultura y la industria. Pensaban que este
adelanto se alcanzaría con mayor éxito a través de granjeros y artesanos individuales con
pequeñas propiedades, no por sacerdotes, monjes o monjas. “Queda pues por máxima
constante”, sostuvo Campomanes (1765: II-III), “que la poblacion es mayor y mas
permanente, donde los bienes raíces circulan mejor entre los vasallos seculares, sin salir de
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conventos debían reproducir, y de quién la buena voluntad y los réditos anuales de los
que debían depender? La respuesta distaba de ser clara para finales del turbulento siglo
XVIII.
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cobrar los réditos, y en 1733 las dominicas incluso perdonaron ocho mil pesos de pagos
atrasados, dada la calamidad general de la época (ADC, Alejo González Peñalosa, 1732-35,
20 de agosto de 1733). Pero para 1784, las monjas calcularon que los herederos del
marqués seguían debiendo casi 83,000 pesos por réditos atrasados (ASCS, “Legajo 5 de
varias escripturas y quentas ajustadas”, doc. 12, “Extracto de los cargos de principales y
réditos que hace el monasterio de Santa Catalina impuestos en las fincas del marques de
Valleumbroso”: fols. 23-29). Su pariente, el conde de la Laguna de Chanchacalle, quedó
igualmente abrumado por las deudas. Cuando don Diego de Peralta falleció alrededor de
1727 sin dejar herederos, docenas de acreedores lucharon por recuperar lo que habían
invertido en su patrimonio, entre ellos los tres conventos del Cuzco (AGN, Juzgado de
Aguas, cuaderno 3.3.4.14, año 1727; ADC, Pedro José Gamarra, 1744: fol. 493, 3 de
diciembre de 1744).5
14 El peso de las deudas acumuladas y la falta de herederos varones también fue eclipsando
gradualmente a la familia Costilla.6 A comienzos de la década de 1740 la nieta de don
Pablo, doña Josefa Martina Costilla, y su marido, don Fernando Venero, tenían sus propios
problemas de pago.7 Para mediados de siglo su hijo, don Fernando Venero y Costilla,
heredero del título de marqués de Buenavista, era el terror del vecino pueblo de Písac,
realizando ebrias embestidas y asaltando a quienes pasaban por el camino cerca de su
hacienda. Varios testigos declararon haber sido asaltados y severamente golpeados por
órdenes suyas. En 1765, su exasperada madre solicitó a las autoridades que le arrestaran
por haberse convertido en un borracho salteador de caminos (AGN, Superior Gobierno,
leg. 13, cuaderno 281, año 1765).
15 De este modo, a comienzos del siglo XVIII las monjas vieron cómo algunos de sus aliados
más antiguos y fuertes iniciaban su decadencia. Luego de que el marqués de Valleumbroso
sucumbiera a los juicios, sus descendientes lograron revivir la fortuna familiar mudando
sus alianzas —y eventualmente su residencia— a Lima. El apellido Esquivel quedó
sumergido en una red de familias de elite de la capital, y para finales del siglo XVIII los
marqueses de Valleumbroso ya no manejaban sus asuntos en el Cuzco, sino desde Lima. 8
Para las monjas evidentemente fue más difícil ejercitar sus “urbanas reconvenciones” a
tal distancia, o con los apoderados de la familia. Las de Santa Catalina parecen haber
tenido grandes dificultades para extraer pagos a los Esquivel. Sin embargo, la familia
siguió siendo algo más responsable en sus obligaciones con las clarisas, posiblemente
porque dos de sus parientas estuvieron al mando de los asuntos del convento por décadas.
Las incansables Magdalena y Bernarda de Esquivel tuvieron entre ellas un total de ocho
periodos como abadesas de Santa Clara entre 1740 y 1776, y cuando no ocupaban dicho
cargo se desempeñaban como madres de consejo (ADC, Alejo Fernández Escudero, 1721:
fols. 620-21v, 1 de septiembre de 1721).
16 A medida que las viejas dinastías criollas del Cuzco entraban en decadencia, iban siendo
reemplazadas por otras familias, tal vez sobre todo por los Ugarte. Esta familia también
ostentaba raíces que se remontaban al mítico pasado cuzqueño del siglo XVI, y se
enorgullecían de sus conexiones con el pasado incaico, ganándose la reputación de
insolentes entre los españoles locales.9 (Doña Juana Josefa de Ugarte era llamada “la
coya”, en alusión al lejano parentesco de su familia con la nobleza incaica. 10) La familia
contrajo matrimonio con otras prominentes familias locales.11 Al igual que los Esquivel y
Peralta antes de ellos, los Ugarte también forjaron alianzas con los conventos cuzqueños,
endeudándose bastante con las monjas para financiar sus haciendas y obrajes en la región
(Cahill 1988: 454-55; ADC, Bernardo José Gamarra, 1786: fols. 204-5, 14 de junio de 1786).
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Su acceso al crédito quedó facilitado por los altos cargos ocupados por las Ugarte en los
claustros. Por lo menos tres de ellas fueron elegidas dirigentes de sus comunidades a lo
largo del siglo, y por lo menos un miembro del clan —don Antonio de Ugarte— fue
mayordomo de Santa Catalina.12
17 No extraña que fuera a los Ugarte que las monjas de Santa Clara se volvieran en busca de
ayuda, al no mejorar sus problemas con los censatarios. Las clarisas buscaban un juez
especial que tuviera poder para forzar el pago, y en 1724 el virrey encargó a don Gabriel
Urtarán Pérez de Ugarte que visitara a los deudores del convento en toda la región, y les
obligara a pagar a las monjas los réditos adeudados (ASC, “Volumen de varias escrituras)”.
Pero ni siquiera medidas tan excepcionales como ésta lograron resolver las dificultades.
Los conventos siguieron sufriendo un déficit y se vieron obligados a tomar dinero
prestado para cubrir sus gastos. En 1744, la priora de Santa Catalina incluso llegó a pedir
permiso a las autoridades diocesanas para hacer algo que ella sabía estaba estrictamente
prohibido por la regla de su orden: a saber, tomar prestado de los fondos del convento
para cubrir los gastos operativos. La priora Catalina de San Estanislao sostuvo que las
rentas estaban “en decadencia”; los deudores del convento, ocupados en cosechar sus
cultivos, habían rehusado todos sus ruegos y ella se hallaba “sin medios para mantener a
toda su Comunidad”. Su urgente pedido de retirar mil pesos de las arcas conventuales fue
aprobado (ADC, Alejo González Peñalosa, 7 de agosto de 1744).
18 La inflación y los crecientes gastos legales exacerbaron la crisis de flujo de caja de las
monjas. Habiendo completado un periodo como priora de Santa Teresa en 1743, Melchora
Luisa de San José enumeró las “dependensias ynescusables” que no le habían dejado otra
alternativa que tomar prestados miles de pesos de personas de la localidad. Lo más
costoso había sido conservar el esplendor de la misa: había tomados prestados cinco mil
pesos para “un monumento que se hiso”, posiblemente un altar para la iglesia conventual.
Diversas reparaciones urgentes de los claustros absorbieron unos dos mil pesos más de
fondos prestados. Estaba también el costo de los alimentos y la vestimenta, el
aprovisionamiento de la sacristía y el mantenimiento de la iglesia, “todo lo qual [h]a
costado mucho mas que en otros tiempos, asi por la carestia de los generos como por las
comidas tan caras que [h]a [hjabido en mi tiempo”. Por último, para completar su letanía
de desembolsos inusualmente grandes, sor Melchora incluyó los gastos legales,
comenzando con el juicio para recuperar algo del patrimonio del difunto conde de la
Laguna. “[H]e tambien gastado”, dijo, “por remisiones hechas a la ciudad de Lima en
prosecusion de el para que se fenesca y quede cubierto de prinsipales y corridos dicho mi
monasterio hasta aora 1700 [pesos] fuera de mas de 500 [pesos] que se gastan en cada un
año en los pleitos que se [h]an ocasionado por los sensos en esta ciudad, pues todo se
reduse a embargos i pleitos, por lo mal que pagan a mi monasterio” (ADC, Asuntos
Eclesiásticos, leg. 3 [1739-50]).13 ¡Si los deudores tan solo pagaran lo que debían!
19 Pero como sor Melchora y sus contrapartes estaban en trance de descubrir, la economía
del censo misma estaba en crisis. La mejor denominación para la causa profunda
subyacente podría ser “saturación censual”. Años de relaciones simbióticas entre las
órdenes religiosas y los censatarios locales habían dejado al Cuzco cubierto con una densa
capa de deudas, y para comienzos del siglo XVIII ella comenzaba a ser insostenible para
muchas familias. Muchos obrajes e ingenios de la región seguían produciendo rentas
suficientes como para que sus propietarios cubrieran sus gastos operativos, diezmos y
censos.14 De otro lado, las haciendas no generaban una tasa de retorno tan alta, de modo
que a medida que los censos se acumulaban, lo cobrado con los cultivos cubría los réditos
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anuales con cada vez menor éxito (Mörner 1978: 63-101; 1984: 51). Algunas familias
simplemente rindieron sus propiedades a las monjas para evitar juicios costosos; los
archivos contienen numerosos ejemplos de estas “dejaciones”.15 Otros dejaban que pasara
un año tras otro sin pagar lo que debían, probablemente frecuentando los locutorios en el
ínterin para prevenir una acción legal por parte de las religiosas. Este camino conllevaba
un riesgo: las propiedades familiares podían ser embargadas y subastadas por haber
incumplido con el pago de los censos.
20 Gradualmente, en el Cuzco se fue manifestando el mismo problema que había preocupado
a los castellanos del siglo XVI: una cantidad considerable de propiedades se iba
acumulando en “manos muertas” debido al fracaso de los censatarios locales en cumplir
con las condiciones de sus censos. Los embargos no eran algo nuevo en esta región. 16 Sin
embargo, la abundancia de embargos y “concursos de acreedores” en los protocolos
notariales del siglo XVIII sugiere que se iban haciendo más comunes, como lo indicara la
expriora de Santa Teresa.17 Ansiosos por librarse de sus deudas y las demandas de sus
acreedores, algunos cuzqueños recurrieron a estrategias tan ingeniosas como rebosantes
de mala fe. En un caso, don Pedro de Hermosa y Mendoza hizo arreglos para que un amigo
comprara su hacienda Sondor después de que fuera embargada y subastada para pagar las
deudas con Santa Catalina. El amigo luego se la devolvió a don Pedro, quien parece haber
evadido así sus onerosos adeudos (AAC, XII, 3, 44, “Sumaria información”, 1735).
21 Cuando sí lograban cobrar un monto significativo de sus deudores, los conventos tenían
problemas para encontrar sólidas oportunidades de inversión para sus pesos. Muchas
propiedades grandes y valiosas ya estaban fuertemente gravadas con censos y no podían
soportar más.18 Por esta razón, en 1754 las monjas de Santa Clara se rehusaron a permitir
que los mercedarios cancelaran un censo de diez mil pesos por la hacienda Callapuquio.
Las clarisas insistieron en que habían hecho un pacto según el cual el censo sería vigente
“siempre”: deseaban seguir recibiendo los pagos anuales de quinientos pesos por él, y no
les atraía la idea de tener que invertir los diez mil pesos del principal en otro lugar. “[A]l
presente”, decían, “todas las fincas de este Obispado estan cargadas de Zensos y no
hubiere donde Ymponerlo si no fuese con el peligro de que se perdiese” (ADC, Pedro José
Gamarra, 1753-54: fols. 274v-83v, 22 de junio de 1754).
22 Las monjas sabían que la lógica del concurso de acreedores iba en contra de quienes
habían realizado las más recientes inversiones. Cuando la propiedad de un deudor era
vendida para satisfacer las demandas de sus acreedores, las primeras deudas en ser
pagadas no eran las más grandes sino las más antiguas (Alcaraz y Castro 1794: 82). Para
mediados de siglo, el riesgo de perder una gran suma (como los diez mil pesos ofrecidos
por los mercedarios) era sumamente real. El dinero podía evaporarse si se le invertía en
una propiedad en problemas que iba a un concurso de acreedores. A los hacendados
involucrados, por su parte, les preocupaba el riesgo de hacer demasiados pagos y perder
propiedades valiosas a sus acreedores. Para comienzos de la década de 1760, los inquietos
productores de azúcar de la región del Cuzco se unieron y enviaron un representante a la
capital “a pedir ... que los Hasendados de Asucar de la Ciudad de Lima, sus terminos y
Jurisdiccion no la puedan vender ni vendan para que se lleven a las Provincias de la tierra
[de] arriva” pues de lo contrario los cuzqueños no podrían vender la suya, “de que resulta
el grave atraso de que no podamos pagar los Censos Ympuestos en nuestras fincas, en
favor de las Religiones Monasterios, y Capellanias y obras pías y pensiones que tienen a
quienes se paga vendiendo dicha Asucar” (ADC, Pedro José Gamarra, 1762-63: fols. 19-22v,
15 de enero de 1762).
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23 Las monjas se adaptaron lo mejor que pudieron. Enfrentadas a los enormes problemas de
asegurar un flujo constante de renta por los medios acostumbrados, para mediados de
siglo las abadesas y prioras del Cuzco recurrían cada vez más a las “obligaciones”, o
contratos de préstamos de corto plazo. En 1751, por ejemplo, don Ignacio de Arriola tomó
prestados nueve mil pesos de las clarisas por un año al cinco por ciento, ofreciendo como
garantía el ingenio que acababa de comprar en una subasta (el ingenio, que valía más de
53,000 pesos, ya tenía una deuda de 34,000 pesos con diversos acreedores eclesiásticos;
véase ADC, Pedro José Gamarra, 1751: fols. 234-35v, 12 de junio de 1751). Poco más tarde,
don Gabriel de Ugarte y Celiorigo sacó la impresionante suma de 12,799 pesos, 7 reales de
las clarisas por año y medio; la abadesa, doña Rosalía de Ugarte, indudablemente era una
pariente (ADC, Pedro José Gamarra, 1755: fols. 377-78v, 10 de octubre de 1755). Aunque
estos arreglos significaban que las monjas debían buscar nuevas oportunidades de
inversión para su dinero aproximadamente cada año, ello era definitivamente preferible a
dejarlo guardado en las arcas conventuales. Para contrarrestar este cambio
desestabilizador y conservar relaciones relativamente estables y de largo plazo, ellas
dependieron fuertemente de la enfiteusis (también conocida como una venta por tres
vidas o venta enfitéutica).19 Y las religiosas se sumaron a la vehemente protesta que las
instituciones eclesiásticas de la ciudad realizaron en 1776, al solicitar el cabildo del Cuzco
al virrey que censos y capellanías fueran pagaderos con una tasa de tres (y no cinco) por
ciento (ADC, Juan Bautista Gamarra, 1776-80: fols. 24-25v, 17 de diciembre de 1776).
24 Entretanto, a fin de compensar a las comunidades por sus precarias finanzas, algunas
monjas efectuaron préstamos particulares y de escala relativamente pequeña, llevados a
cabo con la ayuda de sus criadas y esclavas. Muchas monjas daban crédito y algunas
daban en arriendo o vendían a censo bienes raíces con ayuda del administrador del
convento. Otras dependían de lo que ellas y sus sirvientas podían producir dentro del
convento y vender en la ciudad: finas costuras, dulces y así por el estilo. Esto fue lo que
llamó la atención del obispo Gabriel de Arregui en 1718: las incesantes idas y venidas de
las criadas, perturbando la paz de los claustros y haciendo que para las monjas fuera
difícil no pensar en asuntos mundanos. Las quejas del obispo se oirían una y otra vez en
los años subsiguientes; mientras tanto, quienes tenían la mirada puesta en la reforma de
la Iglesia tomaban la vivaz participación de las monjas en el “tráfico” mundano, como una
evidencia de que su vocación espiritual había quedado seriamente comprometida.
25 En suma, las mismas cosas que permitían a las monjas arreglárselas a medida que sus
rentas disminuían, también hicieron que fueran el blanco de las críticas. En 1768, el
cabildo del Cuzco protestó al rey por la mala conducta del clero de la región, cerrando su
misiva con unas palabras cuidadosamente escogidas sobre el estado de los conventos cuz-
queños, repletos de “personas seglares con una multitud de criadas, que hacen ... casas de
comercio [de] las que deberian de ser de edificacion” (Valcárcel, ed., 1971-73, 1: 68). Estas
quejas se dejaron oír por todo el virreinato peruano. Cuando un concilio se reunió en
Lima en 1772 (el primero en varias generaciones),20 tenía como uno de sus objetivos
fortalecer la disciplina monástica del clero regular, obligándole a obedecer sus reglas en
forma más estricta, en conformidad con la dirección de las reformas borbónicas en
España. Los obispos buscaron reforzar la disciplina en los conventos peruanos de diversas
formas: limitando el número de monjas permitido en cada casa en función a sus rentas,
restringiendo la población secular y reforzando el control que las autoridades
eclesiásticas masculinas tenían de los asuntos espirituales y financieros de las monjas.
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26 Entonces, para la década de 1770, los peruanos sentían los efectos que el “despotismo
ilustrado” tenía en los asuntos eclesiásticos. Las reacciones variaron por todo el
virreinato. La expulsión de los jesuitas a manos de Carlos III en 1767 indudablemente
alarmó a los superiores de las demás órdenes. Esta medida golpeó algunas de las
instituciones educativas más antiguas y sólidas de la región, entre ellas a tres del Cuzco: la
Universidad de San Ignacio de Loyola, el Colegio de San Bernardo y el Colegio de San
Francisco de Borja, este último dedicado a la educación de los hijos de los curacas.
Algunas de las haciendas más grandes de la región —el gran ingenio azucarero de
Pachachaca inclusive, que había sido dejado a los jesuitas a la muerte de doña Leonor
Costilla— pasaron a manos seculares. Sin embargo, los Ugarte deben haber quedado
complacidos: ellos tomaron no sólo Pachachaca, sino también el vecino ingenio de
Ninamarca (Mörner 1978: 42-44; Polo y La Borda 1977: 227).
27 Las propiedades eclesiásticas todavía no eran un punto de debate en el Perú, en el sentido
propuesto por los reformadores hispanos. Y cuando comenzaran a proponer medidas en
contra de las “manos muertas”, los peruanos educados tampoco lo hicieron a nombre del
progreso de un hombre o agricultor abstractos. Para ellos, la mayoría de quienes vivían
en las tierras del Perú eran poco mejores que bestias, ociosos y en absoluto merecedores
de educación o reforma. Pero eventualmente adaptarían los objetivos de los reformadores
ilustrados a un medio americano, argumentando en contra de la riqueza eclesiástica a
nombre del progreso de la agricultura en abstracto. Cuando esta fisiocracia de tardío
florecimiento arraigó en los Andes, fue menos un tributo al poder de las ideas ilustradas
sobre la libertad y los derechos del hombre, que una respuesta pragmática a la
destrucción desatada al estallar la guerra en 1780.
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logrado amasar una riqueza considerable a partir de actividades comerciales más o menos
humildes, abriéndose camino a posiciones de mayor solvencia y prestigio, y casándose
oportunamente dentro de la estructura de poder local. La “enfermedad general” del
resentimiento criollo era, según Juan y Ulloa (1990: 427), más notoria en las “ciudades y
poblaciones ... de la serranía” debido a su aislamiento provinciano. Sin embargo, poca
atención fue prestada a este punto de su relación, dado el énfasis de los Borbón en reducir
la corrupción y la desviación de recursos cortando los vínculos entre las autoridades
virreinales y los intereses criollos locales. Los peninsulares fueron favorecidos
sistemáticamente y la presencia de criollos en los cargos más altos se redujo, agravándose
así los sentimientos locales.
30 Al mismo tiempo, el papel de los curacas y demás indios nobles como garantes del
dominio hispano fue minado cada vez más. Estos andinos de elite se ofendieron
profundamente con la negativa de las autoridades virreinales a reconocer y honrar
muchos de los privilegios que exigían, y buscaron (pero no necesariamente recibieron) un
remedio legal a sus agravios.22 Mientras tanto, la venta forzada de mercancías a sus comu
nidades por parte de los corregidores, una práctica conocida como el reparto, se hizo
particularmente abusiva y gravosa luego de que la corona decidiera legalizarla en 1751
(O’Phelan 1985: 99-109; véase también Moreno Cebrián 1977). Este intento de controlar a
los corregidores no consiguió el resultado esperado. La corrupción persistió, al igual que
las quejas. Para la década de 1770, las cosas se acercaban a un punto de quiebre en el
Cuzco rural (O’Phelan 1985: 161-207). El reparto excedía con mucho los límites estipulados
y los curas también efectuaban abusivas exacciones a sus feligreses indígenas. 23 Y los
precios del maíz cayeron marcadamente en el Cuzco en esta década, haciendo que una
situación de por sí grave fuera aún más volátil, un factor que debe haber intensificado la
presión sobre los curacas y sus comunidades.24
31 Las rebeliones locales indígenas ya venían estallando por todo el virreinato peruano,
cuando las nuevas reformas borbónicas agravaron todavía más la ya de por sí tensa
situación del Cuzco.25 En 1776, la corona creó el nuevo virreinato del Río de la Plata con lo
que durante largo tiempo había sido territorio peruano, entregándole la rica jurisdicción
argentífera del Alto Perú. De este modo Potosí, el mercado hacia el cual la economía
cuzqueña había estado orientada por más de doscientos años, cayó más firmemente bajo
la órbita de Buenos Aires, su puerto y sus comerciantes. La puerta en modo alguno le fue
cerrada a los productos cuzqueños: se calcula que en 1794, un diez por ciento del valor
total de las importaciones potosinas seguía llegando del Cuzco (Larson 1988: 234;
Escandell-Tur 1993). Pero el efecto del reordenamiento administrativo de los territorios
coloniales no fue neutro (Céspedes del Castillo 1947). Es más, la alcabala fue elevada y a
finales de la década de 1770 se establecieron aduanas en puntos estratégicos a lo largo de
las principales rutas de transporte, para así cobrar los impuestos directamente. Estas
medidas afectaron no sólo a los productores sino también a los arrieros, que manejaban
las recuas de muías entre el Cuzco y Potosí, los cuales se encontraron con que ahora era
más difícil ganar transportando las mercancías locales a este centro minero. 26
32 El 4 de noviembre de 1780, don José Gabriel Túpac Amaru, curaca de tres pequeños
pueblos en la provincia de Tinta y el dueño relativamente próspero de recuas de muías,
desencadenó la rebelión más portentosa y de mayor alcance en la historia del
colonialismo hispano en América.27 Tomó preso a don Antonio de Arriaga, el corregidor
de la localidad, y el 10 de dicho mes presidió su ejecución, tras la cual anunció sus
agravios y objetivos: poner fin a los odiados repartos y alcabalas, y a los corregidores que
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informó al virrey que los rebeldes habían ingresado a los principales pueblos de la
vecindad de Lampa sin encontrar oposición alguna, tras lo cual Túpac Amaru retornó a su
base en Tungasuca: “En el tránsito de esta vuelta trajo consigo todo el ganado mayor y
menor de aquellos contornos... siendo mas perjudicada la estancia de Quehue del
Monasterio de Carmelitas de esta Ciudad, que contenía más de quince mil ovejas”
(Valcárcel, ed., 1971-73, 2: 386-87). El jefe rebelde pagó muchas de sus deudas en especie,
usando los animales tomados de las propiedades productivas de la región para compensar
a sus tropas.30 De igual modo, las fuerzas realistas tomaron lo que necesitaban cuando
pasaron por la región en persecución de los rebeldes.
37 Ambos bandos se preparaban para una gran confrontación en el Cuzco, pero ésta jamás
llegó. Los rebeldes no lograron alcanzar su objetivo cuando cercaron la ciudad a
comienzos de enero de 1781. De ahí en adelante la rebelión de Túpac Amaru perdió
impulso, perseguida por las tropas españolas e incapaz de repetir la victoria de Sangarará.
A comienzos de abril, él y doña Micaela Bastidas, su esposa y cercana colaboradora,
cayeron prisioneros junto con varios miembros de su familia y se les llevó a prisión en el
Cuzco. Allí fueron juzgados y ejecutados el 18 de mayo de 1781, en un sangriento
espectáculo público. La familia Túpac Amaru fue exterminada en la forma más sangrienta
posible y las partes mutiladas de sus cuerpos distribuidas a diversos pueblos, para que la
población de la sierra aprendiera una horripilante lección.
38 Con todo la rebelión prosiguió, desplazándose hacia el sur bajo el liderazgo de don Diego
Cristóbal Túpac Amaru y un puñado de sobrevivientes de la familia del curaca derrotado,
incluyendo a su hijo adolescente, Mariano. En la fase subsiguiente de la rebelión, las
fuerzas principalmente quechuas de la región del Cuzco se unieron a los aimaras del Alto
Perú, que se habían levantado con Túpac Catari como jefe. Según algunos observadores, la
prolongación de la rebelión fue más feroz, sangrienta y destructiva que antes y
comprendió un devastador cerco de la ciudad de La Paz. Las hostilidades no cesaron hasta
que el perdón real le fue ofrecido a don Diego Cristóbal y sus sobrinos, quienes en 1782
acordaron cautelosamente dejar la lucha a cambio de garantías para su seguridad.
39 Para 1782 se consideraba que el Cuzco estaba más o menos pacificado. Túpac Amaru,
Bastidas y muchos de sus parientes estaban muertos. Los restantes jefes rebeldes habían
aceptado una amnistía real, y en consecuencia don Diego Cristóbal Túpac Amaru y sus
jóvenes parientes, Andrés Mendigure y Mariano Túpac Amaru, habían depuesto las armas
en enero de 1782, prometiendo vivir en paz en el pequeño pueblo de Tungasuca y
permanecer fieles al rey y sus representantes (Valcárcel, ed., 1971-73, 3: 221, 223-25). La
ciudad del Cuzco había experimentado cambios significativos con el pasmoso giro de los
eventos de 1780-81. Se había convertido en un campamento armado, repleto de tropas
regulares, milicianos, armas y municiones. Su despliegue y mantenimiento era costoso y
las cajas reales habían quedado agotadas. Por lo tanto, se tomaron préstamos forzosos de
las instituciones locales que se suponía contaban con fondos excedentes, incluyendo,
claro está, a los conventos de monjas de clausura. Las religiosas fueron obligadas a pagar,
no obstante sus protestas de que mal podían hacerlo. Santa Catalina estaba tan mal de
efectivo que tuvo que tomar prestado de la diócesis para cumplir con la contribución de
dos mil pesos que le había sido impuesta para el esfuerzo bélico (AAC, XIX, 1, 20). 31 Pero
por dolorosas que estas exacciones puedan haber sido, las monjas se encontrarían ahora
con que el impacto a largo plazo de la rebelión sería aún más doloroso y profundo.
40 Las autoridades hispanas obligaron a las monjas a desempeñar un papel en asegurar la
victoria española sobre los rebeldes túpacamarus. El 8 de agosto de 1782, el corregidor de
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Tinta ordenó a Santa Catalina que recibiera una prisionera: María Mejía, una mujer de
Sicuani. Ella llegó escoltada por un sargento, cuatro soldados y un notario, y fue confiada
a la priora Rivadeneyra.32 La joven mujer estaba bajo arresto porque había sido
perseguida por don Mariano Túpac Amaru y —según su testimonio, reportado de segunda
mano a las autoridades eclesiásticas del Cuzco— forzada a fugarse con él:
se explicó esta, con vivas, y repetidas voces, no set de su resorte entrar en este
estado [de matrimonio] por ningun Camino, sin embargo de que dicho Don Mariano
la havia solicitado por quantos medios le eran posibles asi en el Pueblo de Siquani,
como posteriormente en esta Ciudad, pasando a aquel Monasterio, ya ceduciendola
con palabras Cariñosas, ya con amenazas de darle muerte, si no condesendiese a su
proposito, como que quando fue la susodicha en una ocasion a Tungasuca a recoger
unas papas, la entró a la Yglesia, y mandando descubrir al señor Crucificado Titular
de aquel Pueblo le tomó su palabra [de casamiento], y ella Compulsa, y violenta, por
el miedo de la muerte que le queria inferir, presto su Consentimiento (Burns 1992:
163).
41 Haya alguna vez deseado contraer matrimonio con el hijo de diecinueve años del rebelde,
o no, lo cierto es que la prisionera de las monjas parece haber sido una mujer humilde. Se
la podía encontrar recogiendo papas en un campo; los testigos la describieron como la
hija de un “zambo” y una “publica ramera”.33 Sin embargo, Mariano persistió en su
objetivo no obstante los esfuerzos de todos por disuadirle, desde el obispo del Cuzco hasta
su tío, don Diego Cristóbal Túpac Amaru. En la noche del 9 de septiembre de 1782,
aprovechando que las monjas habían dejado abierta la porrada lateral de Santa Catalina
hasta más tarde que de costumbre, Mariano ingresó con “ocho o nueve hombres que lo
acompañaban, todos armados con sables”, y se robó a María Mejía de los claustros. Ella
fue vuelta a capturar de inmediato y entregada a otro convento del Cuzco, esta vez a
Santa Clara, encontrándose que estaba embarazada. Mejía parece haber enfermado cada
vez más y se ignora el resultado de su embarazo en prisión.
42 El escándalo en el cual los conventos quedaron inmersos fue sumamente público y una
fuente de consternación para las auroridades locales. Contribuyó a que las autoridades
hispanas sintieran que los sobrevivientes amnistiados de la familia Túpac Amaru
constituían un vivo peligro para la paz del virreinaro, y agudizó el deseo de destruir lo
que quedaba de ella. Se encontró un pretexto para el arresto de don Diego Cristóbal y el
remanente de la red familiar de los Túpac Amaru, no mucho después del escándalo que
involucrara a María Mejía. Los que no fueron torturados y ejecutados fueron exiliados.
Mariano fallecería en 1784, a bordo de un navio camino del exilio en España (Valcárcel,
ed., 1971-73, 3: 380-401, 426-27).
43 Ese año, el Cuzco recibió un gobernador severo y fácilmente irritable: el intendente don
Benito de la Mata Linares, para quien la ciudad parecía estar apenas controlada. 34 Los
incidentes que involucraron a Mejía y Túpac Amaru sólo confirmaron sus sospechas de la
elite local, de incas y criollos por igual, sobre todo de quienes parecían estar conectados
con Túpac Amaru o el pasado inca. Mata Linares sospechaba que el obispo criollo del
Cuzco, el arequipeño Juan Manuel de Moscoso y Peralta, había ayudado y estimulado en
secreto al rebelde no obstante haberle excomulgado, e incluso haber ordenado a los curas
que fueran a combatirle. A pesar de sus protestas de lealtad, Mata Linares logró que se le
enviara a España en tanto se efectuaba una exhaustiva investigación. El obispo criollo se
defendió vigorosamente y finalmente le fue concedido el obispado de Granada, pero no se
le permitió regresar al Perú.
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44 Los Ugarte tampoco lograron librarse de las sospechas, pues Mata Linares estaba
convencido de que su casa era “un seminario de conversasiones, y doctrinas contra la
Nacion Española” (ADC, Intendencia, Gobierno, leg. 130, 1785-86, expediente concerniente
a la elección de alcaldes del 1 de enero de 1786, carta de Mata Linares al virrey, 8 de enero
de 1786).35 Los hermanos Gaspar, Gabriel y Antonio de Ugarte habían servido en la milicia
cuzqueña contra Túpac Amaru, pero a pesar de ello se les acusó de haber colaborado con
el jefe rebelde. Uno de los cargos que se les hizo fue que sus haciendas no habían sido
tocadas cuando los rebeldes marchaban por el campo. También se adujo en contra suya su
reputación de ser insolentes e irrespetuosos para con el rey; el respeto que recibían de la
población india y el apodo de “la coya” con el cual se llamaba a doña Juana; asimismo se
dijo que don Gabriel y don Gaspar se habían escondido detrás de un peñasco en medio del
combate. Otras acusaciones más fueron hechas, lo que reflejaba, más que nada, el estado
de temor y paranoia de las autoridades hispanas (Cúneo Harrison 1958: 192-93). Aunque
no se les pudo probar ningún cargo, los Ugarte fueron exiliados a España y no se les
permitió regresar.
45 La persecución de los Ugarte provocó años de convulsiones en Santa Catalina. Las
tensiones se concentraron en torno a doña María de la Concepción Rivadeneyra, cuñada
de don Antonio de Ugarte, quien había sido priora de las monjas dominicas cuando la
rebelión de Túpac Amaru. Mata Linares sospechaba fuertemente de ella. Había escuchado
decir que ella intentó huir de su convento junto con su cuñado, don Antonio de Ugarte,
una vez derrotada la rebelión, y que su escandalosa conducta había desencadenado una
agitada situación en Santa Catalina. También se la acusaba de haber mantenido una
amistad escandalosamente íntima con el obispo Moscoso, y luego con el prior de Santo
Domingo, fray Juan de Medina. Moscoso se sumó a los cargos que se le hacían. En 1783
presentó algunos jugosos chismes, tal vez en un intento de defender su propia y difícil
situación: “[En a]lguna ocasion se valio la Priora [Rivadeneyra] en uno de estos villetes de
no se que expresion amatoria en el idioma general de los Yndios, que es tan usual en esta
ciudad que no entendiendolo el Padre Medina pidio su significacion al corista Sequeyros”
(AGI, Audiencia de Cuzco, 69, carta 567, no. 4, obispo Moscoso al supremo gobierno, 1 de
junio de 1783).
46 Rivadeneyra también se había ganado algunas virulentas detractoras dentro de los
claustros. Las tensiones por el manejo de los negocios conventuales se habían ido
acumulando durante años, y una amarga pugna había estallado para 1783 entre dos
facciones, la que respaldaba a Rivadeneyra y la que seguía a su rival más poderosa, la
expriora Francisca del Tránsito y Valdes. El conflicto muestra, con una fascinante riqueza
de detalles, que las monjas eran agudamente conscientes de cuánto se habían deteriorado
sus condiciones de vida. En una larga y dolida carta, las rivales de Rivadeneyra la
acusaban de privarles de alimentación — manjares, además de lo elemental— para así
marginarlas:
La Celda de la Madre Maria de la Concepsion, que en la vida comun devia ser un
Almacen ó Dispensa de Provisiones para todas las Monjas, lo hes unicamente para
aquellas que arman partido con ella. A las ceis de la mañana, se congregan alli todas
á tomar Punche, Chocolate, y mate. A las nuebe buelven á reunir[se] para almorsar
á las onse á tomar mistelas, y luego a las dose se buelben á congregar á comer
esplendidamente á las sinco de la tarde, se les tiene prevenida una sumptuosa
merienda, y a las nuebe de la noche, en la misma conformidad se les da de cenar.
Este es el zelo con que las tiene presas. ... La comida [nuesrra] se reduse, el dia de
Viernes a una porsion de Aselgas mal cosidas Yerba que aqui solo es destinada para
el uso de las vestias, y uno que se llama Locto, con tres o quatro papas que nadan
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sobre Agua, el dia de carne, la diaria, y unica refaccion es un Plato de mays molido
que comunmente se llama Lagua. Era costumbre e inmemorial el que se nos diese
un Borrego cada semana... [pero ahora] se nos á dado á las Madres un peso, y a las
demas Religiosas, seis reales, y a las Legas, y Donadas, tres reales: siendo assi que el
presio del Carnero es de dose reales (AAC, XXXII, 2, 26, “Testimonio de autos
seguidos de oficio”, 1783: fols. 4-5v).
47 Las detalladas denuncias se extendieron, concentrándose en la supuesta sustitución que
Rivadeneyra hacía de la provisión acostumbrada de alimentos de las monjas, con magros
montos de dinero. Explicaban que cada monja de velo negro acostumbraba recibir doce
grandes hogazas de pan a la semana, que las monjas más pobres vendían fuera del
convento a real y medio cada una. En lugar de ello, Rivadeneyra solamente daba cuatro
reales a cada monja de éstas, más o menos cada dos meses. Igual sucedía con el azúcar, los
dulces y así sucesivamente. Sostenían que Rivadeneyra excusaba su birlibirloque “con el
espesioso pretesto de que la rebelion ha arruinado las rentas del Monasterio”. En lugar de
ello, alegaban, la priora y su cuñado habían vendido las propiedades del convento
clandestinamente y saqueado sus arcas (AAC, XXXII, 2, 26, “Testimonio de autos seguidos
de oficio”, 1783: fols. 4-5v).
48 Mata Linares finalmente encontró el pretexto que necesitaba para atacar la autoridad de
Rivadeneyra en 1786. Ese año, la mayoría de las monjas dominicas la reeligieron como
priora, lo que hizo que Mata tuviera una predecible pataleta: se había topado con una
criolla poderosa que no podía ser exiliada sumariamente a España por ser una monja de
clausura. Después de una seria de burdas manipulaciones, Mata Linares consiguió que una
presidenta fuera instalada en lugar de Rivadeneyra. Sin embargo, esto tampoco logró
contener su influencia dentro de Santa Catalina. Por último, Mata recurrió a la única
forma de exilio disponible, ordenando que Rivadeneyra fuera retirada del convento a la
fuerza. El inrendente discutió extensamente con el vicario diocesano José Pérez, sobre la
mejor forma de “evitar toda bulla, llantos gritos, u otros irregulares procedimientos ya de
las Monjas, ya del crecido numero de Criadas de todas Castas”. Pérez recomendó
intervenir “poco despues de las Avemarias, y antes de que cierren las Puertas, porque
primero permitiran aquellas Mugeres se quiebren que abrir buenamente”. Fue así que
Mata envió soldados al convento a que sacaran a Rivadeneyra a la fuerza: una tarea que
supervisó personalmente y que efectivamente requirió que los hombres derribaran las
puertas del convento. La violencia no se apagaría sino años más tarde, después de muchos
litigios por jurisdicción, y esto debe haber mantenido al convento convulsionado. 36
49 Como lo muestran tanto la documentación del caso, como el alto nivel en el cual éste fue
manejado, la problemática condición de Santa Catalina era tomada muy en serio, pues se
reflejaban en ella los problemas del Cuzco como un todo. El comentario más idóneo sobre
la situación pareciera ser el que fuera incluido en la glosa del caso, cuando éste
finalmente llegó a la corona para su examen final en 1794. El autor anónimo lamentó la
incompetencia del intendente Mata Linares, ya que éste “no encuentra especie por
ridicula que sea a que no da el titulo de sublevación”, preocupado porque el Cuzco
sucumbiese a una “enfermedad cierta y peligrosa nacida en su principio de puras
aprehensiones” (AGI, Audiencia de Cuzco, 69, doc. del 19 de febrero de 1794, de Aranjuez,
comunicando la aprobación del rey a las acciones emprendidas por el virrey con respecto
a Mata). Mientras que Charcas y el Perú en general se hallaban tranquilos, continuó, “el
Cuzco solo y sus enredos son los que recuerdan las tragedias de las pasadas revoluciones,
cuya memoria es necesario extinguir con toda la celeridad posible”, tarea para la cual
Mata y el comandante militar Gabriel de Avilés parecían ser incapaces (“devian haver
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las bases de su poder y prestigio, había sido duramente golpeado por meses de combates y
por las secuelas de la rebelión.
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estos casos, los conventos aprendieron que debían añadir cláusulas específicas a sus
contratos de censos, estipulando que no se concedería reducción alguna en los réditos
anuales bajo ninguna circunstancia, ni siquiera en caso de terremotos, inundaciones y
otros desastres.42
57 Bernales no fue sino una de las muchas personas dispuestas a ser agresivas con las monjas
para obtener algún alivio. En muchos casos ellas resultaron ser quienes más perdieron.
Por ejemplo, a Santa Teresa se le debían pagos anuales sobre un principal de 11,000 pesos
por los censos impuestos sobre una hacienda llamada Guaylla, justo al sur del Cuzco, en
Andahuaylillas, la cual fue “enteramente Arruinada por los Yndios Reveldes, que se
Alzaron; de modo que en una Noche destrosaron todos sus Edificios sin dejar un umbral,
ni una Texa útil”; en 1786 seguía “sin Apero, ni Ganado alguno”. Cuando las monjas
lograron vender Guaylla a censo en 1786, su valor era de apenas seis mil pesos. Así y todo
el censatario no pagó, sosteniendo no haber recibido toda la propiedad porque partes de
ella habían sido invadidas por “los indios del Comun”. Mientras la hacienda quedaba
vacía, las carmelitas y su censatario discutían quién era legalmente responsable de
expulsar a los invasores (AAC, LXXXIII, 4, 61 [1793]).43
58 La destrucción provocada por la rebelión de 1780-81 fue más evidente en las haciendas y
obrajes de las provincias más transitadas por rebeldes, milicianos y soldados: provincias
como Tinta y Quispicanchis, particularmente en las zonas que lindaban con el camino real
que unía al Cuzco con el Alto Perú. Tras la destrucción, los hacendados intentaron llegar a
un arreglo con los conventos en las décadas de 1780 y 1790. En algunos casos terminaron
cediéndoles sus propiedades al ser incapaces de cumplir con sus pagos. Los herederos de
don Ramón Vicente Tronconis y doña Rafaela Mioño Pardo de Figueroa son un ejemplo de
ello: no pudieron pagar ni siquiera después de recibir una reducción en los censos que
pesaban sobre sus haciendas; en lugar de eso eligieron, más bien, entregar sus extensas
propiedades a Santa Clara en 1789 (ADC, Bernardo José Gamarra, 1789: fols. 512-17, 31 de
diciembre de 1789).44
59 La crisis también se extendió a zonas que no habían sido escenario de saqueos o combates.
Según un informe de un burócrata provincial estacionado en la región azucarera de
Abancay, en 1794 esa provincia aún no se recuperaba de la pérdida de unas 1,200 a 1,500
muías en el transcurso de la rebelión, las cuales fueron usadas para transportar tropas y
provisiones (Espinavete López 1795: 144). Las haciendas de Abancay, dijo, estaban muy
cargadas de deudas, habiendo “muy pocas, ó ninguna Hacienda sin Censos, y que las mas
no pueden sufrir mas cargas de esta especie, ni de otra alguna” (Espinavete López 1795:
158). Peor aún, la competencia del azúcar producida en otros lugares había logrado
expulsar la del Cuzco de sus antiguos mercados (Crucinta Ugarte 1989: 12, 32). En 1793,
Concolorcorvo transmitió irónicamente el efecto global de lo sucedido: los cañaverales se
habían convertido en “engañaverales”, y los trapiches en “trampiches”.45
60 Los conventos se vieron forzados a adaptarse lo mejor que pudieron, y los contratos
concertados en los años posteriores a la rebelión reflejan los cambios ocurridos en su
condición. Los protocolos notariales muestran un incremento en su alquiler mensual de
pequeñas tiendas y “cajones” o “cajoncitos” de mercado, a menudo por montos sin
importancia de hasta 2 o 3 reales (v.gr. ADC, Bernardo José Gamarra, 1784 y 1785). 46 En
general, los alquileres se multiplicaron en estos años, tanto de sus propiedades urbanas
como rurales. La notable proliferación de esos arreglos pareciera ser un síntoma de la
inestabilidad global del momento: los monasterios se quejaban de que sus arrendatarios
exponían sus propiedades a un deterioro mayor, pues eran notoriamente menos
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cuidadosos que los censatarios, pero las monjas no lograban conseguir un mejor arreglo
para la administración de sus recursos. En consecuencia, muchas veces debían tomar
prestado, tanto de personas de la localidad como de sus propios fondos permanentes de
inversión.
61 En suma, los conventos estaban consiguiendo más propiedades a través de diversas
formas de acción legal (dejaciones y concursos), pero era menos lo que podían hacer con
ellas. Al igual que todos los demás, las monjas estaban cogidas por la mala situación
general. Cuando les llegaba efectivo era más difícil que nunca antes “situarlo” en una
propiedad: sus quejas se multiplicaron, en el sentido de que toda propiedad valiosa de la
región estaba cargada de deudas. Todos los acreedores eclesiásticos del Cuzco sufrían el
mismo problema.
62 Sin embargo, vale la pena considerar la situación desde otro ángulo: el de un forastero
dispuesto a arraigarse en la región. Kstructuralmente, el peso de la deuda sobre las
haciendas de la región hacía que para los recién llegados fuera relativamente fácil llegar y
apostar en una propiedad.47 Con unas deudas considerables acumuladas sobre varias
haciendas, el monto de efectivo necesario para comprarlas era a menudo bastante bajo.
Por ejemplo, era posible conseguir por cinco mil pesos en efectivo a una que valiese
50,000 pesos y tuviera censos por 45,000 pesos, siempre y cuando el comprador aceptara
asumir el pago del cinco por ciento anual de las deudas pendientes de la propiedad (2,250
pesos en este caso). En un año o dos, los pagos anuales podían resultar ser una carga
demasiado pesada como para soportarla, pero era relativamente poco lo que se arriesgaba
y perdía si la inversión no funcionaba. Es más, el comprador podía conseguir más
principales de censos hasta por el valor total de la propiedad, siempre y cuando ésta aún
tuviese parte del mismo libre de censos (en este caso cinco mil pesos).
63 Esta lógica parece quedar sustentada por la documentación disponible. La tenencia de
muchas propiedades de la región del Cuzco llegó a ser una puerta giratoria. Un buen
ejemplo de ello es la hacienda Guallgua, ubicada cerca de Písac, en la provincia de Calca. 48
Santa Catalina compró esta propiedad a Felipe Pardo en 1755 por 22,000 pesos, y comenzó
a venderla a censo (ASCS, papeles sueltos referentes a Guallgua).49 El censatario don
Andrés Gras la devolvió a las monjas después de la rebelión de Túpac Amaru, sosteniendo
haber perdido más de 800 fanegadas de trigo y maíz en el transcurso de la misma. Todas
las ovejas, bueyes, muías y aperos habían sido retirados de Guallgua por los insurgentes, y
la propiedad había quedado “acéfala” (en palabras de Gras) por varios meses, dado el
peligro de incursiones rebeldes. La hacienda fue entonces entregada por las monjas a
Lorenzo Carmona, quien prometió pagar el cinco por ciento anual de los diez mil pesos de
censos (en sacos de harina de trigo).50 Un año más tarde, Carmona sostuvo haber
comprado la propiedad a censo para otra persona, don Gregorio Yepes y Valdeiglesias,
cura de Pomacanchi. El sacerdote cumplió con los pagos durante un tiempo, pero en 1789
se había atrasado tres años y Santa Catalina inició un concurso para recuperar la
propiedad (AAC, LVI, 2, 24). No sorprende que tanto Santa Catalina como Guallgua
estuviesen en mala condición: en treinta años, la hacienda perdió la mitad de su valor,
cambió de mano tres veces y produjo más dolores de cabeza que otra cosa.
64 En las décadas finales del siglo XVIII, muchas otras haciendas de la región del Cuzco
parecen haber tenido una historia similar de tenencia inestable. En consecuencia, la
clientela de las monjas se hizo menos sólida, además de ser menos confiable. Algunos de
los viejos aristócratas criollos todavía estaban por ahí —los restantes Ugarte y diversos
Jara, Valdés o Centeno—, pero otros habían emigrado a Lima o se les había exiliado. En
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estos años aparecieron nuevos apellidos en el Cuzco —Garmendia, Astete, Letona, Ocampo
— a medida que llegaban forasteros y se arraigaban, tomando algunas de las propiedades
más productivas de la región. En cierto sentido, esto no tenía nada particularmente
nuevo. Las familias más acaudaladas y mejor conectadas del Cuzco siempre habían atraído
y aceptado forasteros ofreciéndoles sus hijas en matrimonio, en particular a los
corregidores y ministros peninsulares de las audiencias de Lima y Charcas. Pero estos
forasteros de finales del siglo XVIII —que probablemente también contrajeron matrimonio
con familias de la localidad— parecen haber sido de un tipo nuevo y distinto, con menos
conexiones con las viejas estructuras virreinales de (mal) gobierno, y de origen y
orientación más exclusivamente comercial.51 La militarización cada vez mayor de la
región probablemente también atrajo nuevos propietarios a ella. En todo caso, las
abadesas y prioras del Cuzco deben haber visto muchos rostros nuevos en el locutorio, y
una rotación mayor de lo acostumbrado, dado que la inestable situación económica las
forzaba a tratar con una clientela rápidamente cambiante de censatarios e inquilinos.
CONCLUSIONES
65 Los obispos que a comienzos del siglo XVIII lamentaban la decadencia de los conventos del
Cuzco, se habrían visto realmente acongojados por el estado en que las monjas se hallaban
un siglo más tarde. A ojos de un prelado, la situación debía por fuerza ser alarmante. La
vida común había desaparecido casi por completo en Santa Clara y Santa Catalina; dado
que los bienes del convento distaban de generar rentas suficientes como para administrar
la cocina, el refectorio y las habitaciones de las novicias, estos espacios fueron quedando
gradualmente abandonados (AAC, LXI, 3, 53).52 Cada monja debía cuidar lo mejor que
pudiera de sí misma y de cualesquier unidad doméstica que mantuviera dentro de su
celda. Una estrategia era evitar los costosos cargos conventuales como el de sacristana,
que comprendía considerables dispendios personales.53 Otro era el comercio al menudeo.
Los locutorios no solamente bullían con transacciones de pequeña escala, realizadas en
quechua y español, sino que las entradas también estaban ocupadas: las criadas y esclavas
eran enviadas constantemente a las calles de la ciudad a que encontraran pequeñas
ocupaciones o vendieran cosas que sus amas habían hecho, o de las cuales podían
desprenderse. Esto era más que indecoroso, y las monjas eran sumamente conscientes de
ello. Su regla y manuales de conducta advertían severamente en contra de la fabricación y
venta de grandes cantidades de cualquier cosa. La producción dentro de los claustros
debía limitarse, apuntaba Antonio Arbiol (1776: 597), a unos cuantos dulces o galletas que
dar a los enfermos, y nada más. “[T]rabajar en grandes cantidades esos generos [esto es,
labores de manos], determinadamente para venderlos, y hacer notables grangerías de
ellos, es asunto grave”. Pero las monjas apenas sí tenían otra opción que mirar fuera de
sus locutorios para ganarse la vida.
66 Fue así que los conventos del Cuzco —durante siglos un espejo de las elites regionales y su
prosperidad— comenzaron a parecerse a los beaterios de la ciudad. Los cuzqueños
estaban acostumbrados a ver a las beatas y sus sirvientas desplazarse en busca de tareas
humildes que desempeñar. Todos sabían que ellas vivían del ingreso obtenido con sus
costuras, bordados y otras “labores de manos”. Sin embargo, se esperaba que las monjas
gastaran su tiempo y energías en la oración, no luchando por ingresos. Y ciertamente no
se esperaba que provocaran escándalos. Para comienzos del siglo XIX, las historias de
conflictos entre las monjas comenzaron a esparcirse por la ciudad con bastante
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frecuencia, como sucediera en 1805 cuando Francisca del Tránsito, la decidida ex-priora
de Santa Catalina, presentó una furiosa demanda en contra de dos de sus hermanas,
acusándolas de haberla difamado. Ella declaró que “en uno de los dias de Carnaval”,
Martina de San Miguel y Alberta de la Trinidad “fijaron en las Puertas de mi Celda unos
libelos llenos de las mas groseras, y audases injurias, en ultraje, e infamia de mi persona”.
Francisca del Tránsito presentó un artesano local, quien declaró que las dos monjas le
habían encargado en secreto una ofensiva imagen de ella. El resultado fue un retrato de
“una Monja bieja, sentada, con la cabeza amarrada con un pañuelo, un Baculo en la una
mano, y en la otra una talega de plata, al Diablo que por un lado la estuviese como
diciendo alguna cosa, al costado derecho, a una Beata Franciscana que la estuviese
alcansando una talega de plata, y al isquierdo una muger seglara, que teniendo con la una
mano una botella de aguardiente, con la otra estuviese tomando de un vaso”. Una imagen
que no era particularmente legible, pero que en modo alguno era aduladora (AAC, LXVII,
4, 65, 20-21 de marzo de 1805).
67 Los conventos estaban en proceso de perder buena parte de su autoridad cultural, de su
poder para reflejar ante los cuzqueños un retrato de su bienestar espiritual y económico.
¿Pero de quién era la autoridad que debían reflejar? Esto se iba haciendo confuso mucho
antes de 1780; debe haberlo sido aún más después de la Gran Rebelión. Las monjas deben
haber quedado desalentadas al ver cómo las viejas y mutuamente sustentadoras
relaciones con antiguos aliados y seguidores —familias como la de los Costilla—,
gradualmente se deshacían bajo las presiones de la época. Aquellos que, como los
Esquivel, lograban mudarse a economías más prósperas (o por lo menos más
diversificadas), lograban establecer nuevas relaciones y recuperar el equilibrio. Las
monjas no podían hacer esto.
68 Los viejos métodos y las antiguas familias no colapsaron del todo. 54 Pero las señales de la
decadencia se veían por doquier en el Cuzco de finales del siglo XVIII. Los conventos
siguieron dando crédito a través del mecanismo de los censos, pero el ritmo se hizo más
lento y los montos disminuyeron. Las redenciones y cancelaciones se hicieron
relativamente pocas y alejadas entre sí; sólo de vez en cuando alguien aparecía para pagar
a las monjas una gran suma de efectivo y librarse así de una obligación de censo gravada
sobre un bien raíz.55 En 1793 la Guía política, eclesiástica y militar del virreynato del Perú, de
Hipólito Unanue (1793: 245), daba las rentas anuales de los conventos cuzqueños como
sigue:
69 Santa Clara 24,994 pesos, 3 reales
70 Santa Catalina 12,844 pesos, 1 real
71 Santa Teresa 6,509 pesos, 5 reales
72 Santa Clara, el convento más rico según esta relación, recibía un veinte por ciento menos
de lo que había tenido un siglo antes, cuando su renta anual alcanzaba unos 31,000 pesos.
73 Una causa de los problemas de las monjas era la saturación de censos. La economía
regional se había topado con un impasse; sus propiedades estaban saturadas con deudas
que hacían que la población local no pudiera prestarse más y que las instituciones locales
no pudieran dar más crédito. El censo, el eje de la economía espiritual, estaba fallándole a
las monjas, no por su naturaleza o lógica inherente, sino debido al funcionamiento de
dicha lógica en el contexto específico del Cuzco de finales del siglo XVIII. Una salida era el
ingreso de nuevas personas con suficiente dinero, iniciativa y disposición para que
asumieran las propiedades locales, las restauraran y pagaran parte de sus deudas. Esto
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parece haberse dado en cierta medida. Sin embargo, estas mismas condiciones podían
atraer compradores con menos que dar (lo que efectivamente sucedió), llevando así a una
rotación frecuente de los bienes y su rápido deterioro, como sucediera con la hacienda
Guallgua. En estos casos, los conventos tenían que gastar una cantidad considerable de
tiempo y dinero en acciones legales mientras que sus haciendas languidecían.
74 Otra salida del impasse era desatar la carga de la deuda misma, cuyos términos ya
parecían ser completamente irracionales para muchos cuzqueños. Las tendencias
secularizantes del siglo (y la falta de alternativas viables) hicieron que este camino les
fuera cada vez más atractivo. Después de todo, los mismos españoles agudizaban su
lenguaje y subtayaban la urgencia de una reforma agraria. Jovellanos (1935, 1: 141-70) vio
la raíz de la decadencia española en las manos muertas, y reiteró la demanda de
Campomanes de que se fijara un límite legal pata detener la alienación de tierras a la
Iglesia. Las instituciones eclesiásticas del Cuzco eran vulnerables a estas críticas. En
realidad habían estado amasando propiedades considerables, pero otra cosa era si
generaban algún ingreso con ellas o no. Mientras tanto, los conventos de monjas se
parecían cada vez más a casas de mercaderes y no casas de contemplación y oración.
75 A comienzos del siglo XIX, cuando el ataque a las manos muertas se inició en verdad en el
Cuzco, las instituciones monásticas ingresaron a una nueva fase de su existencia colectiva.
Algunas desaparecerían por completo, y las demás lucharían por su supervivencia
institucional. Tal vez podría haberse montado una enérgica resistencia si la arraigada
aristocracia criolla de la ciudad provincial no hubiese sufrido golpes tan duros. Pero luego
de la rebelión de Túpac Amaru, el Cuzco ya no era el mismo. La aristocracia, el orgullo
inca, la prosperidad al estilo antiguo: todo esto quedó desestabilizado. El terreno
institucional era distinto, con intendentes y una audiencia en su lugar, y todas las grietas
y tensiones de las viejas instituciones habían quedado expuestas. En medio de la
confusión, nadie sabía cómo debía dotarse a la Iglesia, pero todos parecían saber cómo no
debía hacerse.
NOTAS
1. Para 1689, las propiedades de Goizueta incluían por lo menos una estancia en la doctrina de
Lampa, y dos en la de San Juan Bautista de Cabanilla (véase Villanueva Urteaga 1981: 59, 70-71).
2. Escandell-Tur (1993: 309-10) muestra una caída en los textiles enviados al Alto Perú en 1725-49.
3. Se concedió al comprador un descuento en sus pagos anuales y un periodo de gracia de cinco
años.
4. Véase, por ejemplo, un censo por 8,500 pesos, que don Diego de Esquivel y Navia tomó
prestados de Santa Clara en 1708 (ADC, Cregorio Básquez Serrano, 1708-9: fols. 119-27, 15 de
marzo de 1708).
5. Al ser subastada la hacienda, Santa Clara apenas logró alcanzar el decimoséptimo puesto entre
los acreedores.
6. Su esposa dio a luz a una heredera después de que don Gerónimo Costilla Gallinato y Valverde
falleciera en 1692 (ADC, Antonio Pérez de Vargas, 1689-92: fols. 172-80, 5 de septiembre de 1692).
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En adelante, el apellido Costilla quedó subsumido por la poderosa red criolla de los Venero y
Moscoso, y los Jiménez de Lobatón.
7. En 1742, Santa Clara se unió a un juicio que otro acreedor había abierto en contra de
Parapuquio, el obraje de la pareja, por incumplir el pago de su deuda (ADC, XXII, 3, 42 [1742-46]).
Las monjas no abrieron juicio, tal vez porque Rosa, la hija de la pareja, era una clarisa. Sor Rosa
Venero posteriormente fue abadesa por lo menos dos veces (1767-70 y ca. 1780).
8. Don Diego fue el último hijo legítimo de la línea de los Esquivel, y su heredera, doña Petronila,
casó con un limeño en 1736. El título emigró a Lima luego de que don Pedro Nolasco de Zavala
contrajera matrimonio con una criolla de esa ciudad (Loh-mann Villena 1947, 2: 160-61).
9. Los Ugarte tenían el mayorazgo fundado por Juan de Pancorbo, uno de los primeros colonos
del Cuzco. Sobre los “soberbios, altivos y orgullosos” Ugarte, véase Cúneo Harrison (1958); véase
también Lohmann Villena (1947, 2: 39).
10. Según Cúneo Harrison (1958: 191), la conexión inca se derivaba del matrimonio celebrado en
el siglo XVI entre miembros de las familias Celiorigo y Avendaño.
11. Los Ugarte se aliaron matrimonialmente con los Jara a comienzos del siglo XVIII (Lohmann
Villena 1947, 2: 311-12). Don Agustín Jara de la Cerda fue hecho marqués de Casa Jara en 1744
(Esquivel y Navia [1980, 2: 349] lacónicamente anotó: “Dio 25.000 pesos”). Véase Rezabal y Ugarte
(1792: 152-53).
12. Sor Rosalía de Ugarte fue abadesa de Santa Clara en 1757 (ADC, Pedro de Cáceres, 1697,
insertado entre los fols. 39 y 40) y sor Bernardina de Ugarte lo fue en 1782 (AAL, Apelaciones del
Cuzco, leg. 51, 1782-89). María de la O y Ugarte fue priora de Santa Catalina entre 1724 y 1727, y
de 1730 a 1733 (ADC, Alejo Fernández Escudero, 1724, 1726 y 1727; ADC, Alejo González Peñalosa,
1732-35)- Don Antonio de Ugarte fue el mayordomo del convento en 1780 (AAC, I, 2, 32).
13. La ex-priora menciona que un nuevo impuesto había contribuido al alza en el costo de los
alimentos.
14. Algunos prosperaron en estos anos, como el obraje de Lucre. Escandell-Tur (1993: 86-118)
examina el caso de las familias entrelazadas de Ugarte-Arvisa-Arriola-Picoaga, que controlaban
Lucre.
15. Véase, por ejemplo, ADC, Asuntos Eclesiásticos, leg. 3 (1739-50), doc. de 1739 referente a la
hacienda Oscollopampa, devuelta a Santa Catalina por un censatario que no podía cumplir con
sus pagos.
16. Las leyes de Toro de 1505 mencionaron al censo al quitar por vez primera, a fin de dejar en
claro que el mecanismo podía llevar al embargo de la propiedad, incluso en casos en los cuales el
monto del principal era pequeño con respecto al valor de la propiedad. Un temprano ejemplo
procedente del Cuzco se encuentra en ASCS, “Inventario de octubre”, fol. 15, causa ejecutiva
presentada contra el patrimonio de Pedro Herquinigo en 1615.
17. Glave y Remy (1983: 429-521) describen la crisis de la producción maicera de Ollantaytambo
después de la década de 1770, incluyendo el papel jugado por las deudas. Desde la perspectiva de
las finanzas conventuales, este ultimo problema parece haber sido regional.
18. Para no tomar sino un ejemplo, Guambutío, una valiosa hacienda maicera cerca de Oropesa,
fue subastada en 23,000 pesos en 1708, momento en el cual tenía 22,000 pesos en obligaciones por
censos con Santa Catalina. El comprador solamente pagó mil pesos en efectivo y aceptó hacer
pagos anuales al convento por los censos (ADC Cabildo, Pedimentos, leg. 109, 1571-1732).
19. En 1754, por ejemplo, las clarisas insistieron en un “cenzo perpetuo irredimible” por la
hacienda Callapuquio, manifestando su preocupación “porque al presente todas las fincas de este
Obispado estan cargadas de Zensos” (ADC, Pedro José Gamarra, 1753-54: fols. 274v-83v, 22 de
junio de 1754, la cita en el fol. 257v).
20. Más de ciento setenta años habían pasado desde el último concilio límense (Vargas Ugarte,
ed., 1951-54, 2: 103-10).
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21. O’Phelan (1985: 161-207, la cita en la p. 161) sostiene que los “cambios en el impuesto de la
alcabala, así como el establecimiento de aduanas... dieron el impulso inicial que culminó con el
estallido de la Gran Rebelión”.
22. La obra de John H. Rowe es indispensable para entender la larga historia de tensiones y
conflictos entre la nobleza incaica y la cotona; ella muestra que los nobles incas estaban
complotando contra la corona ya en la década de 1660. Muchas referencias sueltas en la
documentación de archivo reflejan los agravios de los incas. Por ejemplo, véase AGI, Audiencia
del Cuzco, 64, 1758, representación hecha al rey por don Gabriel Christan Reynoso Ynga del
Cuzco, a quien el cabildo catedralicio del Cuzco le había negado el cargo de racionero; y
Ministerio de RR.EE., Lima, Archivo de Límites, “Libro de actas del cabildo del Cuzco”; 1725-35:
fols. 174-92, referentes a la demanda hecha por don Pedro Arias de Miranda Ynga de que sus
privilegios fueran respetados. Ambos sostenían descender de los Incas.
23. La legalización del reparto dio a los corregidores ciertas ventajas sobre los curas, en la
competencia a nivel local por el control de la mano de obra y los pagos, y muchos sacerdotes
respondieron elevando el precio de sus servicios (O’Phelan 1985: 53-57, 109-17).
24. Los curas y corregidores de la región también eran hacendados, y probablemente buscaron
compensar sus pérdidas en el comercio de cereales dependiendo aún más del reparto y de otros
mecanismos de extracción de excedentes (véase Glave y Remy 1983: 519-20).
25. “Se levantaron en un violento desafío de las autoridades coloniales”, nos dice Steve Sern
(1987: 34), “más de cien veces entre los años de 1720 y 1790”; él señala la amplia influencia de la
rebelión de Juan Santos Atahualpa, de 1742.
26. O’Phelan (1985: 170) señala que los arrieros y comerciantes indígenas y mestizos fueron “los
principales participantes” en los motines contra las aduanas de Arequipa en 1777, y La Paz en
1780. La propuesta de abrir una aduana en el Cuzco también hizo que se planeara un alzamiento
(ibíd.: 194-203).
27. Véase la síntesis analítica que Walker (1999) hace de la rebelión. Según Mendiburu (1931-34,
11: 32), Túpac Amaru tenía treinta y cinco recuas de diez muías cada una, y estaba involucrado en
el comercio con Lima y Potosí. O’Phelan (1985: 265) cita evidencias de que en el momento mismo
de la rebelión, él venía siendo perseguido por los aduaneros por una deuda de 300 pesos.
28. La relación más completa de la rebelión es la de Boleslao Lewin (1957); para una versión
condensada, con buenas referencias, véase Walker (1999).
29. En palabras de Cúneo Harrison (1958: 192), “no actuaron como les hubiera correspondido y se
habían comprometido con Túpac Amaru”. Aunque no da ninguna evidencia de que se haya
establecido un acuerdo entre éste y los Ugarte antes de la rebelión, las autoridades españolas
evidentemente estaban listas para creer que así había sido (ibíd.: 192-93).
30. Cahill (1988: 462-63) cita un informe de la audiencia del Cuzco, indicando que Túpac Amaru
tomó bienes por valor de 14,000 pesos del obraje de Lucre y 10,000 pesos en efectivo de la
hacienda.
31. Santa Catalina pagó el préstamo al juzgado eclesiástico dos años más tarde.
32. Ésta y la siguiente información sobre María Mejía y Mariano Túpac Amaru proviene de BN,
ms. C1081 (1782), ’Autos del depósito de María Mejía en el monasterio de Santa Catalina”,
transcrito en Burns (1992).
33. Los juicios que involucraban a la pragmática de 1776 contra los “matrimonios desiguales”
prohibían, por lo general, el matrimonio entre blancos y no blancos de ascendencia africana. Por
ello, los cargos de que Mejía era “media zamba” podrían haber buscado —y tal vez haber sido
inventados para— asegurar que ella encajara con la definición de una pareja “desigual" para
Túpac Amaru (Burns 1992: 140-43).
34. Mata Linares, un oidor de la audiencia de Lima, fue hecho intendente del Cuzco en 1784. En
Criollos en conflicto: Cuzco después de Túpac Amaru (1985), Luis Durand Flórez se concentra en Mata y
su enemistad con los criollos cuzqueños.
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35. Mata defendió su insistencia en que se efectuasen nuevas elecciones para alcalde después de
que el cabildo votara a favor de un pariente de los Ugarte. Dijo que: “[L]es sobra habilidad para lo
malo, y adverso a el Europeo”.
36. En 1792 Rivadeneyra y su rival, la madre Francisca del Tránsito y Valdes, fueron
descalificadas de postular a priora por orden del virrey (AAC, L, 2, 27, “Testimonio de los autos
seguidos por varias religiosas del Monasterio de Sta. Catalina, queriendo anular la elección de
priora”, fols. 62-63).
37. Dean (2002: cap. 5), muestra cómo los indios nobles del Cuzco defendían celosamente su
derecho a usar este poderoso símbolo de la autoridad incaica.
38. AGI, Audiencia del Cuzco, 17, doc. 28, contiene el informe de Mata Linares del 19 de marzo de
1786, sobre la necesidad de abolir las pretensiones y costumbres de los incas nobles del Cuzco.
39. Para tener cierta idea de a qué se enfrentaban, véase la propuesta hecha en 1798 por un
integrante del cabildo catedralicio del Cuzco, de que el quechua fuera suprimido y la vestimenta
indígena cambiada para “españolizarlos” (AGI Audiencia de Cuzco, 70, propuesta al rey hecha por
el canónigo Dr. José Fernández Baeza, 28 de junio de 1798).
40. Burkholder y Chandler (1982) traen información sobre los oidores: no hubo criollos entre los
que ocuparon la audiencia del Cuzco sino hasta 1806.
41. Este caso, sostenido con gran energía, envió a ambos bandos en busca de las obras de juristas.
La priora de Santa Catalina intentó citar un volumen de Pablo Salazar, mencionado en la obra de
Gerónimo de Seballos, pero no se pudo encontrar una copia ni en el Cuzco ni en Lima.
42. El contrato contraído por don Fernando Ochoa con Santa Teresa en 1786, imponiendo un
censo sobre la hacienda Guaylla, se encuentra en AAC, LXXXIII, 4, 61 (1793).
43. Este censo se encuentra también en ADC, Bernardo José Gamarra, 1786: fols. 407-12, 3 de
octubre de 1786.
44. Los herederos de Tronconis debían un total de 25,700 pesos a Santa Clara.
45. “Concolorcorvo” era el seudónimo adoptado por Alonso Carrió de la Vandera.
46. Esta tendencia parece corresponder al surgimiento de los chorrillos que Escandell-Tur (1993)
esboza. A las instituciones más pequeñas y flexibles les podía ir relativamente bien, a medida que
las grandes (como los obrajes de la región) sufrían.
47. Mörner (1984: 51) observa que los censos facilitaron una rápida rotación en la propiedad de
las haciendas del Cuzco. Aunque esta observación se refiere a un periodo posterior (1825-69),
podemos ver el mismo fenómeno estructural mucho antes, y merece un estudio más detenido.
48. Según Villanueva Urteaga, ed. (1982: 288), Guaylla pertenecía en 1689 aJ Lic. Cristóbal Calero,
presbítero.
49. Las monjas pagaron 10,150 pesos del precio en efectivo, pues los censos que Guallgua tenía
sumaban 11,850 pesos.
50. Carmona debía entregar cien fanegas de harina al año. El peso especificado por fanega era de
siete arrobas y siete libras cada una. Al precio estipulado de cinco pesos por fanega, esto sumaba
un valor de quinientos pesos de harina cada año.
51. Se requieren más investigaciones para que los patrones se esclarezcan; los Ferro, Garmendia y
otros podrían originalmente haber formado parte del sistema de intendentes que reemplazó a los
corregidores.
52. Al tomar los votos en Santa Catalina en 1806, una monja ofreció su celda para satisfacer el
pago de su dote. La priora manifestó su aprobación, pues ella era lo bastante grande como para
convertirla en un nuevo ambiente para las novicias; el ambiente anterior había sido abandonado.
53. En las cláusulas de su testamento, doña Josefa Holgado menciona que cada año las sacristanas
pagaban doscientos o trescientos pesos de su propio dinero en adornar el altar para las fiestas del
convento, razón por la cual nadie quería tener dicho cargo (ADC, Andrés de Zamora, 1790-94: fols.
56-56v, 4 de mayo de 1791).
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54. Para empezar, aún no había nadie listo para ocupar su lugar: por ejemplo, no existía ningún
banco en la región y ninguno aparecería en décadas. Las casas comerciales, como Braillard, tal
vez desempeñaron un importante papel dando crédito, lo que merece estudiarse.
55. Sin embargo, en 1784 el capitán Francisco Beitia pagó a Santa Catalina diez mil pesos en
efectivo, para redimir la mitad de los censos impuestos sobre sus haciendas en Calca (AAC, XIV, 1,
9).
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Capítulo 7. Sobreviviendo al
republicanismo
1 LOS TUMULTOS DE SU INQUIETA CIUDAD no podían impedir que la viuda, doña Josefa Holgado,
llevara a cabo su piadoso proyecto. Sabía que las monjas de Santa Catalina contaban con
ella. Las clarisas acababan de instalar un brillante retablo de espejos en su iglesia, y doña
Josefa les había prometido ayudar a que la iglesia dominica fuera igualmente gloriosa,
algo que no podrían hacer sin su apoyo. Apenas si podían darse el lujo de alquilar algo
decente. Cada año, la sacristana de la asediada comunidad debía desembolsar doscientos o
trescientos pesos suyos para conseguir adornos adecuados para las ocasiones rituales
importantes, una carga “por cuya Causa rehusaban todas el Oficio de Sacristana”. Josefa
Holgado no tenía hijos, había sobrevivido a dos maridos y heredó lo suficiente como para
que una generosa donación a Santa Catalina le fuera posible. Para 1791 había gastado más
de seis mil pesos cumpliendo su promesa, embelleciendo el altar principal de su iglesia
“de un modo [tal] que hoy no nesesitan alquilar espejos ni otros muebles para su adorno”
(ADC, Carlos Rodríguez de Ledezma, 1787-89: fols. 645-46, 22 de mayo de 1789; Andrés de
Zamora, 1790-94: fols. 53-6lv, 4 de mayo de 1791).
2 Fue así que, a pesar de todo, las monjas del Cuzco lograron seguir celebrando la misa en
sus iglesias al más alto nivel de magnificencia. Para ellas, la exuberancia y esplendor de
los rituales en sus templos seguían siendo una señal del bienestar espiritual de su ciudad,
tal como lo había sido durante siglos. Mientras hubiese suficientes fieles como Holgado
para ayudarles, ellas podrían mantener las viejas formas de culto al nivel acostumbrado.
Las clarisas y dominicas asimismo siguieron realizando en sus claustros muchas de sus
antiguas prácticas (no obstante sus problemáticas finanzas), tales como recibir expósitas,
criar y educar muchachas y dar a las viudas un lugar en donde internarse1 De tiempo en
tiempo todavía recibían prisioneras por orden de las autoridades locales. Las esposas
golpeadas seguían recurriendo a ellas, huyendo de sus parejas abusivas. Y dado que la
vida en común de Santa Clara y Santa Catalina era una cosa del pasado, las monjas
individuales siguieron dependiendo bastante de sus criadas para que les ayudaran a
sustentarse, a ellas y a las mujeres y niñas seculares con las que vivían. De este modo, los
conventos continuaron siendo lugares atareados y poblados, tal vez incluso más que
antes, si hemos de creer a Ignacio de Castro. En 1788 éste dijo lo siguiente de Santa Clara:
“Entre Monjas, Niñas de Educacion, criadas y sirvientes, se asegura encerrara aquella Casa
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como quinientas personas. Su iglesia es corta, poco notable en su fabrica, pero de mucho
ornato interior especialmente en espejos que son el gusto dominante del Cuzco” (Castro
1978: 51).
3 En suma, el siglo de las luces había debilitado peto no destruido la economía espiritual del
Cuzco. Las monjas de clausura de la ciudad ciertamente ya no reproducían las prósperas
dinastías regionales de otros años. Pero ni sus relaciones ni sus prácticas habían cambiado
hasta el punto de no ser reconocibles. Ellas seguían dirigiéndose a sus locutorios para
discutir los términos de la profesión de una mujer, el ingreso de una educanda o un
crédito para un censuario local, negociando en la reja con mujeres como doña Josefa
Holgado y varones como don Pascual Díaz Calisaya, un curaca de Lampa que en 1790
negoció un censo con las clarisas, acordando pagarles con quesos producidos en sus
estancias (ADC, Bernardo José Gamarra, 1790: fols. 267-73v, 8 de junio de 1790) 2
4 Sin embargo, para los conventos, las décadas iniciales del siglo XIX serían un desastre. No
sólo su base local de respaldo se reduciría notablemente, a medida que más cuzqueños
cuestionaban, revisaban e incluso descartaban las viejas reglas de su relación con las
monjas, sino que el rey, el mismísimo monarca, comenzó a traicionar las expectativas más
elementales que se tenían de él. Las religiosas esperaban que sus reyes católicos las
protegieran. (Por ejemplo, en 1795, cuando tenían que luchar contra un obispo agresivo,
las clarisas apelaron a la reina, “confiada[s] en que es nuestra carisima Madre, y que por
ser de su sexo hallaran clemencia en su nobilisimo pecho estas sus fieles Vasallas, que en
lo remotisimo del Perú la adoran como a su Señora. ... No se desdeñe el Sol hermoso de
Vuestra Magestad de ser nuestra Mamita, y ampare a estas sus desvalidas criollas”: AGI,
Audiencia de Cuzco, 68, carta del 10 de agosto de 1795, la abadesa Agueda Zamora a la
reina.). Apenas si sospechaban que las finanzas reales se hallaban en un estado tan
desastroso que su desesperado monarca estaba a punto de minar las finanzas
conventuales como nunca antes. Alrededor de comienzos del siglo, Carlos IV y sus
consejeros cambiaron agresivamente las reglas y atacaron las expectativas que se habían
tenido sobre el dominio durante siglos. Frailes y monjas debían seguir rezando, pero sus
monasterios y conventos debían ser realmente pobres, y “pobreza” significaba ya no más
criados ni más tierras de las buenas.
5 Las cosas se hicieron peores para las monjas cuando el dominio hispano rindió el Perú y
toda América del Sur. Simón Bolívar fundó instituciones republicanas para que realizaran
buena parte de lo que había sido la ocupación cotidiana de las religiosas: la educación de
las muchachas, el cuidado de las huérfanas, el dar refugio a los pobres y desamparados. El
Libertador asimismo privó a los conventos de algunos de sus bienes más valiosos,
dedicándolos más bien a la producción de una renta para las nuevas entidades por él
creadas. Así, las monjas perdieron por partida doble: buena parte de su obra caritativa y
educativa había sido redistribuida a otros, y una gran tajada de sus propiedades les había
sido arrebatada. Sus gobernantes definitivamente habían quebrado el viejo pacto que
tenían con ellas. Cuando se dirigían a las nuevas autoridades de la república peruana o la
municipalidad del Cuzco, las monjas tendían a hacerlo en tonos agraviados, por lo general
para resistir alguna nueva usurpación del gobierno de turno. Los conventos seguían
dominando el centro del Cuzco con sus grandes templos, y muchos fieles cuzqueños
todavía cultivaban relaciones con las monjas. Pero el significado de todo esto había
cambiado. Nuevas instituciones y expectativas habían surgido alrededor de ellas. Para
mediados del siglo XIX ya no ocupaban el lugar de autoridad que alguna vez tuvieron, y la
economía espiritual para la cual habían sido cruciales estaba hecha añicos.
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AMORTIZANDO LA INDEPENDENCIA
6 La ciudad del Cuzco que mantuvo nervioso a Mata Linares, siguió produciendo
descontento y revueltas. Para comienzos del XIX, algunos criollos estaban listos para
levantarse y buscaban Incas que les ayudaran a hacerlo. Dos hombres fueron colgados en
1805 por conspirar para derribar al régimen hispano e instalar un Inca. Ninguno tenía
raíces en la región; uno era de Arequipa, el otro de Huánuco. Sus sueños de una
independencia criolla eran de un tipo algo mesiánico. Como tomaban los contenidos por
la Providencia, prestaron poca atención a los detalles de conseguir un respaldo masivo o
conservar el secreto, con lo cual fueron descubiertos y frustrados mientras estaban en la
etapa de los sueños. Sin embargo, sí lograron reclutar a dos descendientes de los Incas
para su causa —Manuel Valverde y Ampuero y Mariano Campero—, así como a un indio
noble llamado Pablo Inca Roca, conjuntamente con una gama de otros profesionales y
burócratas menores ansiosos por ascender, un puñado de los cuales fueron condenados a
ser deportados por su participación (Flores Galindo 1988: 175-242) 3
7 En 1814 estalló una rebelión mucho más seria en el Cuzco. Esta vez las columnas rebeldes
llegarían hasta Huamanga, Arequipa y La Paz, donde el movimiento terminaría en un
derramamiento de sangre.4 El motivo en torno al cual varios criollos del Cuzco se unieron
en rebeldía fue la constitución liberal hispana de 1812, que parecía prometerles un papel
más importante en los asuntos locales. El espíritu liberal de dicho año terminó
enfrentando a los autoproclamados constitucionalistas del Cuzco con la audiencia, cuyos
oidores reaccionaron encarcelando a los principales constitucionalistas en febrero de
1814. Sin embargo, los prisioneros escaparon seis meses más tarde y apresaron a los
integrantes de la audiencia (salvo por el único criollo de ellos, el limeño don Manuel
Vidaurre).5 Los constitucionalistas solicitaron entonces los servicios de don Mateo García
Pumacahua, el curaca de Chincheros que había tenido un papel crucial en la derrota de
Túpac Amaru, y éste aceptó unirse a la rebelión, dirigiendo un destacamento hacia
Arequipa. El movimiento fue derrotado por el ejército realista en cuestión de meses. El
Cuzco retomó su posición fidelista a tiempo para evitar que se usara la fuerza en contra
suya. Los oidores fueron liberados y repuestos en sus cargos, quejándose de las
indignidades sufridas a manos de "un puñado de hombres de bajísima extracción”
(Aparicio Vega, ed. 1974, vol. 3, 7a pte.: 658). El conflicto había terminado, peto las
tensiones entre los dirigentes criollos y españoles de la ciudad se exacerbaron una vez
más, reviviendo también su temor a ser aplastados por una “hueste rebelde”6
8 Mientras tanto, el conflicto se intensificaba en otros frentes. En 1804, en un desesperado
intento por evitar el desastre, Carlos IV decidió extender a las colonias españolas una
política que confiscaba selectivamente los activos de la Iglesia para su uso estatal.
Conocida como la consolidación, esta política aprovechaba los recursos de obras pías
como las capellanías, ordenando la venta de sus tierras y la devolución de los principales
de los créditos. Los ingresos resultantes fueron canalizados a Madrid y el gobierno real
prometió pagar interés sobre lo recibido.7 Para las colonias, el ámbito de la medida fue
ampliado para que comprendiera los censos de las corporaciones eclesiásticas. 8 Carlos IV
pensaba que así lograba dos dignos objetivos de un solo golpe: remediar su crisis
financiera y liberar buenas tierras agrícolas de las cada vez más temidas y vilipendiadas
“manos muertas” de la Iglesia. Sin embargo, la consolidación desató un furor inmediato
en la América hispana pues allí la riqueza eclesiástica no dependía fundamentalmente de
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la tierra tenida en manos muertas (como era el caso en buena parte de España), sino más
bien del crédito. Numerosos y expresivos voceros hispanoamericanos sostuvieron que
cancelar las deudas de los acreedores eclesiásticos derrumbaría toda la economía
virreinal.9 ¿Cómo podía el rey esperar que se redimieran los censos de inmediato?
9 Las monjas se apresuraron a evadir esta confiscación de sus bienes decretada por el
Estado.10 En 1806 sor Asencia Valer, abadesa de Santa Clara, fue cogida haciendo un
préstamo (“mutuo”) sospechosamente grande de 19,200 pesos a su mayordomo don
Martín Valer (probablemente un pariente). Ella sostuvo que el trato no se había llevado a
cabo. Sin embargo, sus actos ocasionaron una vehemente denuncia de las prácticas
astutas y fraudulentas de las órdenes conventuales, y de sus mañosos administradores,
ante la junta de consolidación local:
estan dando a mutuo todo el dinero que tenian depositado en sus Atcas, a fin de que
no pase a las manos del Soberano... pues menos malo fuera, el que dichos
Monasterios hicieran imposiciones en algunas fincas, que el que dieran su dinero a
mutuo; porque de algun modo le reportaria utilidad al Monarca del derecho de
Alcavala, y el quince por ciento de la nueva imposicion; mas en el caso presente,
ademas de la violenta fraccion de la Ley, se advierte una criminal usurpacion de los
derechos e intereses del Soberano... (ADC, Asuntos Eclesiásticos, Junta de
Consolidación, leg. 86 [1806-7], 18 de junio de 1806). 11
10 Sor Asencia Valer tal vez logró poner el patrimonio de su comunidad fuera del alcance de
las autoridades reales en 1806. Pero las casas conventuales del Cuzco no lograrían librarse
por mucho tiempo del régimen colonial sediento de dinero, no obstante sus esfuerzos más
decididos e ingeniosos.
11 A medida que el dominio borbónico colapsaba luego de la invasión napoleónica de España
en 1808, América del Sur iniciaba una transición incierta y costosa a la independencia que
resultaría sumamente gravosa para el bastión realista del Perú (Anna 1979: 16). Las
instituciones eclesiásticas, el Consulado de Comercio, las asociaciones de artesanos y
demás corporaciones virreinales verían cómo sus fondos eran drenados por un préstamo
forzoso tras otro. La mayor parte de los combates librados en el Perú en 1821 tuvieron
lugar en la costa. El 28 de julio de ese año, el general argentino José de San Martín
proclamó en Lima la república independiente del Perú. El virrey José de la Serna decidió
retirarse a la sierra para reagruparse antes de intentar reafirmar el control real. El Cuzco
(un bastión bien fortificado de la autoridad hispana luego de la rebelión de Túpac Amaru)
ofreció sus servicios al virrey en retirada, quien aceptó la oferta y se adentró aún más en
la sierra sur (Villanueva Urteaga, ed., 1971: 57-60).12
12 De este modo, en 1822 el Cuzco pasó a ser el centro de un virreinato peruano que se
desintegraba rápidamente. La ciudad tardíamente reclamó el lugar de preeminencia que
había perdido casi tres siglos antes.13 Pero este privilegio le costó numerosos empréstitos
forzosos (eufemísticamente denominados “contribuciones voluntarias”) con los cuales
respaldar al esfuerzo bélico realista. En marzo de 1823 sor Asencia Valer, nuevamente
abadesa de Santa Clara, escribió al jefe de la diputación provincial del Cuzco con motivo
de la última contribución. Comenzó asegurándole que de no ser por las presentes
desventuras del convento, ella habría sido la primera en presentarse con fondos
“destinado[s] para un obgeto tan sagrado”. Valer explicó luego que el gobierno ya había
confiscado activos de las clarisas por valor de 50,000 pesos (“unos [principales] por
consolidaciones, y otros por emprestitos voluntarios”) sin pagarles nada durante dos
años, motivo por el cual se adeudaba cinco mil pesos a su convento (BN, ms. D869 [1823]).
Los montos que las clarisas lograban cobrar no cubrían sus necesidades básicas. Los
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arrendatarios por lo general pagaban con maíz, papas y otras provisiones antes que en
efectivo, y las monjas se veían forzadas a aceptar sus productos a un costo elevado,
muchas veces pagando también para que fueran llevados al Cuzco con bestias de carga. 14
“Si a estas reflexiones agregamos ... que el Monasterio paga el medio Diezmo, que los
Ynquilinos descuentan de su pago, segun determinacion general del Gobierno”, prosiguió
Valer, “se persuadirá V.E. facilmente de que el estado actual de nuestras Rentas es
demasiado miserable, e incapaz ... de poder hacer ningun esfuerzo ni sacrificio”. Al
terminar, Valer hizo una “donación pura y voluntaria” de mil pesos “a fabor de la
Nacion”, pero en sus propios términos: ¡los descontó de los cinco mil pesos que la real
hacienda ya debía a Santa Clara! Valer nuevamente había mostrado su habilidad para
desviar las demandas del gobierno, hayan las auroridades hispanas aceptado o no su
astuta estratagema.15
13 Entretanto, en una medida secularizadora que debe haber parecido altamente
contradicroria para las monjas, el decadente régimen monárquico que dependía de las
órdenes monásticas para préstamos de emergencia, decidió hacer que fuera más fácil para
sus integrantes dejar la vida religiosa. Un bando virreinal de 1822 permitió que los
clérigos regulares que desearan liberarse de sus votos lo solicitaran al gobierno. La
medida volvería a ser reiterada cuatro años más tarde por el gobierno republicano del
Perú.16 Es difícil decir si el relajamiento de los votos solemnes de la vida religiosa,
auspiciado por el Estado, tuvo un gran impacto en las comunidades monásticas del Cuzco.
Una monja simplemente huyó: Vicentina Rivas, de Santa Clara, fue hallada en compañía
de otras dos mujeres en el vecino pueblo de San Jerónimo, en enero de 1823. Las tres
habían intentado hacerse pasar por beatas de San Blas, pero una de las acompañantes de
Rivas confesó ser cómplice de una monja fugitiva, con lo cual fue enviada de vuelta a su
claustro (AAC, XVI, 3,51, expediente sobre la huida de Rivas de Santa Clara en enero de
1823). Por lo menos una monja de Santa Catalina —sor Rosa Vergara— buscó obtener un
permiso formal para ser “secularisada”. Sin embargo, su petición jamás fue concedida
formalmente por haber huido ya del convento (esto, al menos, es lo que la documentación
muestra). Su madre superiora no cedía en absoluto y despreciaba del todo el intento
gubernamental de interferir en donde no le competía (AAC, paquete no. 45 [319-20], años
1692-1922, exp. 5 [1827], concerniente al caso de sor Rosa Vergara y Cárdenas).
14 Fuera de los muros de los conventos, eran muchos los que estaban ansiosos por ver que
este proceso de secularización auspiciado por el Estado avanzase a paso rápido. Los
deudores comenzaron a urgir al gobierno a que interviniera y cortara los lazos que los
ataban a sus acreedores eclesiásticos. Algunos censatarios incluso osaron reprender a sus
ancestros por haber pactado un censo en primer lugar. En una notable protesta colectiva
de 1822, los censatarios de Andahuaylas solicitaron una reducción permanente de la tasa
de sus censos a tres por ciento, sosteniendo que los principales “no giran, no circulan, ni
se emplean”.
O los dilapidaron [los principales] los antiguos, ó jamas exisrieron, siendo los mas de
dichos censos establecidos en testamentos por pura devocion de los mayores; cuyos gastos ó
liberalidades han pagado ya con exceso sus pósteros, pudiendose decir con verdad,
que las posesiones las tienen compradas muchísimas veces; y todavía se les cobra el
5%, se les oprime, desnuda y despide a la calle en recompensa de los beneficios
prodigados por sus ascendientes... (ADC, Intendencia, Gobierno, leg. 151, 1816-18,
“Sobre rebaja de censos”; subrayado mío).
15 Ésta, claro está, era una versión sumamente interesada del pasado: un repudio del
complejo funcionamiento de la economía espiritual, re-dacrado como si virtualmente
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serían dotadas con los recursos expropiados a los conventos y monasterios del Cuzco. El 8
de julio de 1825 ordenó la fusión de los dos antiguos colegios jesuitas, San Bernardo y San
Francisco de Borja, en un solo centro para muchachos: el Colegio de Ciencias y Artes. Esta
medida eliminó las distinciones entre los hijos de los curacas de la región y los del resto
de la elite. Para Bolívar eran todos ciudadanos en formación; no se necesitaba de tales
distinciones. Para dotar al nuevo colegio republicano se le extendieron las propiedades y
fondos de la orden betlemita, así como los bienes de los dos extintos colegios jesuitas y
fondos procedentes de la caja de censos local (El Sol del Cuzco, no. 29, 16 de julio de 1825). 18
20 Bolívar fue luego más allá, fundando ese mismo día un colegio estatal para muchachas, el
Colegio de Educandas. Esta iniciativa fue justificada sosteniendo que “la Educacion de las
Niñas es la base de la moral de las familias, y que en esta ciudad se halla absolutamente
abandonada” (El Sol del Cuzco, no. 29, 16 de julio de 1825). Su patrimonio constaría
igualmente de propiedades y rentas expropiadas a betlemitas y jesuitas. Este colegio (que
aún funciona en el Cuzco, al igual que su contraparte para varones) es algo casi único en
la temprana historia republicana del Perú: solamente en Lima hubo una institución
pública similar.19 En todos los demás lugares la educación de las muchachas siguió en
manos privadas y casi siempre fue impartida por religiosas. Sin embargo, en el Cuzco se
había abierto una alrernativa institucional a los conventos y beaterios, y se había sentado
un precedente para la participación estatal en la reproducción de las familias locales a
través de la educación de las muchachas y muchachos.
21 Por último, en lo que era otra usurpación más de lo que durante largo tiempo había sido
el papel socialmente reproductivo del clero cuzqueño, Bolívar decretó el establecimiento
de hospicios para el cuidado de huérfanos, incapacitados y ancianos, quienes serían
mantenidos con las rentas de las casas monásticas, las de Santa Clara inclusive (El Sol de
Cuzco, no. 30, 23 de julio de 1825).20 Sin embargo, estas medidas al parecer no se
implementaron en la forma que el Libertador tenía en mente. Pata cuando el presidente
Luis José Orbegoso visitó el Cuzco en 1834, varios miles de pesos habían sido tomados de
las órdenes pero no se había hecho ninguna fundación (Denegri Luna, ed., 1974, 1: 264).
Orbegoso mismo decretó la fundación de la Sociedad de Beneficencia del Cuzco,
encargada de la supervisión de la caridad pública y estructurada según el mismo modelo
que la recién creada Sociedad de Beneficencia de Lima (Denegri Luna, ed., 1974, 1: 266-67,
2: 163). Las ins-tituciones eclesiásticas no fueron privadas de sus funciones caritativas; el
nuevo y fuertemente endeudado Estado republicano no podía darse ese lujo. Sin embargo,
desde el temprano siglo XIX, las actividades de beneficencia no funcionarían ya dentro de
una matriz exclusivamente religiosa: se les darían nuevas formas institucionales y un
tinte secular.
22 Las monjas estaban desalentadas: ¿cómo podía alguien atreverse a pensar que la moral
familiar y la educación de las muchachas estaba “absolutamente abandonada” en el
Cuzco? Con todo, ellas se cuidaron de dar la impresión de apoyar al nuevo gobierno;
incluso las clarisas lo hicieron, a pesar de que su convento seguía siendo uno de los
principales blancos a expropiar por ser considerado el más rico de la ciudad. El borrador
de una carta de las clarisas al supremo consejo de gobierno de noviembre de 1825,
presenta la “deplorable cituacion” de las finanzas de su convento, tan dilapidadas por la
“devastacion del ejército enemigo” que las monjas se habían visto obligadas a alienar e
hipotecar propiedades para mantenerse a sí mismas y “evitar los ecsesos de violencia que
sugerian los arrojos formidables del despotismo”.21(Esta bonita inversión retórica con
respecto al régimen hispano —la “causa sagrada” de 1823, caracterizada años más tarde
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como un “despotismo”— refleja perfectamente cuan ansiosas estaban las monjas por
conseguir el favor de las nuevas autoridades, que acababan de tomar algunos recursos
conventuales y podían fácilmente infligirles más daños.) La anónima autora de la carta
repetía la letanía de penurias que afligían a Santa Clara —préstamos forzosos, el medio
diezmo que pesaba sobre las propiedades del convento, la pérdida de rentas por las
propiedades arruinadas— y resumía su impacto sobre las finanzas de la casa:
de forma que esos veinte y cinco mil pesos de renta imaginarios, hoy se hallan en el
pie de doce [sic] nueve mil destinados para el sosten de una cresida comunidad de
cincuenta, y tres Monjas de Velo Negro, cinco de velo blanco, algunas donadas, un
numero considerable de dependientes indispensables para el servicio de cada una
de ellas, salario de Administrador, Capellanes, de Médico, Abogado, Procurador,
Cobradores, Amanuenses, Mayordomos de las haciendas, Sacristanes, y otros
Subalternos.
23 Sea cual haya sido el monto exacto de los recursos de su comunidad, el apasionado pedido
de clemencia de la autora muestra cuán frustrante la “renta imaginaria” era para cumplir
con gastos definidos. Buscando alcanzar el máximo efecto, ella advertía que las clarisas se
verían “espuestas quizá a salir a la calle a prostituirse y quebrantar sus votos”.
24 Los cuzqueños no dejaron de conmoverse con la evidente decadencia de los conventos de
su ciudad. Muchos continuaron con los cuidados de doña Josefa Holgado: prestaban
dinero a las monjas para que cubrieran sus gastos, desempeñaban tareas legales, médicas
y notariales sin cobrarles nada, enviaban trabajos de costura a los claustros y así por el
estilo.22 Algunos quedaron intrigados por las condiciones a las que las monjas se veían
reducidas. En septiembre de 1825, un lector del periódico El Sol del Cuzco escribió
solicitando la ayuda del editor para esclarecer lo que a él le parecía era una inmensa
contradicción. “Quando se establecieron los Monasterios de esta Ciudad”, comenzaba
diciendo, “fue sin disputa bajo de un pie de fondos seguros capaces de alimentar y
mantener en todo sentido à las mugeres que abrazasen la vida Monacal”; unas bases a las
cuales él asumía se habían añadido varios cientos de miles de pesos en dotes, a medida
que generaciones de monjas iban tomando los votos. Pero el convento no podía cubrir sus
necesidades más elementales. Cada religiosa debía comprar su propia celda, repararla a su
costa y pagar su comida diaria, vestimenta y medicinas en caso de enfermedad. Las
prioras permanentemente se quejaban de déficit. ¿Exactamente qué cosa había sucedido?
“[N]o se si la corrupcion de los tiempos ü otra cosa que no alcanzo", sostuvo, “desvió el
sendero; puesto que segun se advierte notoriamente, estas casas que habian de ser el
sagrado asilo de la virtud... han formado un sumidero de ingentes caudales... dejando al
perecer las mismas monjas, que compraron bien caro su enterramiento en vida”
(“M.T.M.”, El Sol del Cuzco, 24 de septiembre de 1825).23
25 De haber respondido, las monjas probablemente habrían culpado a sus deudores por su
negligencia que lindaba con la impiedad, y a los gobernantes por su irreverencia del tipo
más descarado. El siguiente año sería igual de duro para las órdenes conventuales del
Cuzco. La nueva república, tan desesperadamente necesitada de efectivo como el régimen
al cual acababa de reemplazar, comenzó a implementar medidas que los Borbón habían
discutido peto no aplicado. Por los decretos de septiembre y octubre de 1826, varios
monasterios y conventos fueron suprimidos y sus recursos confiscados por el gobierno,
canalizándoseles hacia fines educativos y caritativos (García Jordán 1991: 72-73). En el
Cuzco, estas medidas clausuraron uno de los conventos más antiguos de la ciudad, el de
San Agustín (fundado en 1559): los frailes fueron enviados a casa y sus recursos
confiscados. Los tres conventos de monjas sobrevivieron. Sin embargo, las clarisas
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perdieron aún más propiedades. Para 1826, el gobierno republicano les había quitado una
hacienda llamada Chahuaytire, valorizada por las monjas en 30,000 pesos; cinco otras
haciendas por un valor de 27,500 pesos y varias tiendas en la ciudad. La abadesa calculaba
que Santa Clara había perdido un total de 90,560 pesos de principal y 4,103 pesos en
réditos (AAC, LXXIV, 2, 42, “Cuadro que manifiesta el estado actual del monasterio de
Santa Clara”, 15 de octubre de 1826).24 No está claro si se confiscaron los recursos de
dominicas y carmelitas. En todo caso, ellas también estaban luchando, tomando prestado
de personas de la localidad para cubrir sus necesidades (ADC, Pablo del Mar y Tapia,
1824-26: fols. 194-96, 9 de diciembre de 1825).25
26 Además, el gobierno central aplicó una medida que el clero hacía tiempo temía: un
profundo corte en la tasa de los censos. Las autoridades limeñas (probablemente ellas
mismas cargadas de deudas) decidieron favorecer a quienes buscaban el alivio de sus
deudas a costa de la Iglesia. Las tasas fueron bajadas de cinco a tres por ciento en el caso
de las propiedades urbanas, y a tan solo dos por ciento en los predios rurales. El decreto,
emitido en el Palacio de Gobierno de Lima el 22 de abril de 1825, buscaba revivir la
economía peruana y mencionaba como justificación de esta medida (caracrerizada como
“provisori[a]”, en tanto un estudio más profundo permitiese preparar una ley general de
censos) la devastación causada por las guerras de independencia, el deterioro
subsiguiente de la agricultura y la industria, y las circunstancias “desgraciad [a] s é
inevitables” que hacían que los propietarios soportaran el peso de sus obligaciones en
tanto que sus acreedores “cobra[ba]n los réditos sin contemplación alguna” (Dancuart,
comp., 1902-8, 1: 271-72).26 La reducción de la tasa en 1825 resultó no ser tan provisional.
Ella seguiría vigente mientras la economía de los censos sobreviviera, lo cual significaba
que los conventos repentinamente vieron que la mitad de sus inversiones se desvanecía
para siempre.
27 Es más, el gobierno se dio cuenta de que las nuevas medidas solamente podían ser
efectivas si se ponía mayordomos nombrados por el Estado a cargo de las finanzas
conventuales. Así, a fines de la década de 1820, el gobierno central nombró “ecónomos”
para que supervisaran las finanzas de las órdenes regulares y las hicieran acatar los
nuevos decretos.27 El papel de los mayordomos conventuales siempre había sido muy
importante. Ellos podían ser los peores enemigos de las monjas; de hecho, en la década de
1770, Santa Catalina estuvo liada por varios años en un juicio con su mayordomo Diego
Galeano, acusado de desfalcar recursos y que fue finalmente removido del cargo,
ordenándosele que se mantuviera alejado del convento (AAC, XXI, 2, 37). 28 Pero estos
administradores también podían ser los más estrechos colaboradores de las monjas, como
lo muestra la cooperación de Martín Valer con la abadesa Sor Asencia Valer, para ayudar
a Santa Clara a conservar sus fondos luego del decreto de consolidación de 1804. Con el
nombramiento de los ecónomos, este puesto clave fue capturado por el gobierno central
para sus propios fines, una astuta medida que le ayudó a asegurarse de que los conventos
no seguirían encontrando formas de evadir la nueva legislación republicana.
28 De este modo, para mediados de la década de 1820 el Estado se había colocado en medio
de los asuntos conventuales, dejando a las monjas poco espacio para maniobrar en busca
de una salida a sus problemas. A fines de 1826, la abadesa de Santa Clara hizo una
evaluación particularmente precisa de la situación, desde la perspectiva de su comunidad
(AAC, LXXIV, 2, 42, 15 de octubre de 1826, “Cuadro que manifiesta el estado actual del
monasterio de Santa Clara"). Ella preparó un cuadro cuidadosamente dividido en cuatro
partes; ingresos, confiscaciones hechas por el gobierno, gastos y una demostración de lo
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insuficiente que era su renta anual total. Su cuadro literalmente ponía al gobierno en
medio. Mostraba que Santa Clara tenía ingresos, pero la abadesa María Morales sostenía
que la suma no bastaba para mantener a las monjas. Los ingresos (8,708 pesos, 5 reales),
reducidos bajo los términos del decreto de 1825, eran aproximadamente el doble que los
gastos (4,305 pesos), la mayor parte de los cuales estaban relacionados con el
mantenimiento de la iglesia y los rituales allí realizados, así como los salarios de los
“dependientes”. Eso apenas dejaba 4,400 pesos a ser distribuidos entre cuarenta y cinco
monjas, lo que significaba que cada una recibía menos de dos reales al día con los cuales
mantenerse (y a todo aquel que viviera con ella), “que de todas maneras son
absolutamente incapaces de ministrarlas su alimento natural, y vestuario. Y supuesto de
que de dichas Rentas hay todavía que satisfacer otras nuevas Penciones del Govierno, y
que ellas son pagadas casi en su totalidad por los inquilinos en especies a precios muy
subidos, no hay la menor duda de que los referidos 1 3/4 reales son imaginarios”.
29 Las monjas resintieron vivamente la intromisión sin precedentes del gobierno en sus
asuntos. Para 1829, la priora de Santa Catalina se quejaba vivamente ante el obispo de don
Mariano Arrambide, el ecónomo de su convento nombrado por el gobierno. Le calificaba
de inmoral, diciendo que durante dos meses no había dado nada a las monjas para que
comieran sino pan: “¿Creera Vuestra Señoría que en el tiempo referido [esto es, de dos
meses] se mantenga con una sola racion de panes? Asi esta susediendo, y quiere este
impio que vivamos de milagro y por mas instancias y quejas de nuestra miserable
situacion, no hemos adelantado sino, un enojo y retos del Economo” (AAC, C-LXXXVII, 3,
32, carta del 1 de junio de 1829, Madre Paula de los Remedios, priora, al obispo Miguel
Orozco). Al parecer, ella no estaba sola en sus quejas. El gobierno cedió para 1830,
accediendo devolver el manejo de los asuntos de las órdenes regulares a la Iglesia (García
Jordán 1991: 74). Sin embargo, para ese entonces el Estado peruano se había involucrado
profundamente en el funcionamiento de la reproducción social del Cuzco, y las monjas
aún no habían visto los últimos intentos de funcionarios nacionales y locales por penetrar
en sus asuntos y controlarlos.
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logrado que la priora le devolviera a Ignacia, pero ésta volvió a ser robada y llevada a vivir
con la misma monja que antes (AAC, C-L, 3, 65, doc. del 12 de septiembre de 1800). 29 Para
1826, estas acusaciones eran lo suficientemente comunes como para convencer a Rebollar
de la existencia de una conspiración. La acusación de que clarisas y dominicas robaban
mujeres fue repetida en años subsiguientes, y parece ser un reflejo tan bueno como
cualquier otro de la desesperada necesidad que las monjas tenían de mano de obra, y de
su estatus disminuido ante los cuzqueños.
34 Unos frescos rumores de un escándalo deben haberse propagado en 1852, luego de que la
abadesa de Santa Clara se quejase de una inspección rutinaria. El oficial a cargo informó
detalladamente su descubrimiento: “la prision arbitraria de nueve muchachas, que se
encontraron cerradas en el horno, y algunos aposentos”. Aunque la abadesa y otras
monjas de alta jerarquía intentaron distraer su atención, él y otro inspector escucharon
denuncias del encarcelamiento de las muchachas y ordenaron que se las liberase. Resultó
que “las mas habian sido robadas de los pueblos, y de las casas de sus padres, para
emplearse en servir á las monjas en travajos recios como si fuesen presidiarias: lo que dió
lugar á decretar su libertad”. Su compañero añadió que las monjas “saben que las visitas
periodicas de Monasterios se practican para impedir que estas casas esclusivamente
destinadas al servicio de Dios, á la caridad y al amor del prójimo, se mantengan personas
forzadas ... convirtiendo dichas casas en talleres de travajos violentos, que parodian los
antiguos obrajes” (AAC, XXXIV, 3, 50, docs. referidos a la visita general de Santa Clara del
3 de marzo de 1852).
35 Los obrajes coloniales eran los odiosos símbolos de la opresión y falta de libertad. Que
Santa Clara y Santa Catalina fuesen comparados con ellos muestra cuán bajo habían caído
las monjas en la estima popular: sus conventos podían representar la falta de libertad. Por
siglos, las religiosas habían sido (entre otras cosas) un refugio de los abusos, un lugar
seguro para las mujeres que huían de la violencia. Ahora se las acusaba de abusar ellas
mismas. Los conventos asimismo habían recibido prisioneras durante años, pero antes del
siglo XIX nadie parece haber sospechado que las monjas las fabricaban torcidamente para
que les sirvieran. Se había confiado en que mantendrían correctas sus categorías de
mujeres, sin supervisión externa.30
36 ¿Acaso las monjas estaban haciendo algo distinto que antes? No, si prestamos oídos a su
versión de lo sucedido. El caso de la criada Catalina Flores, de 1856, sugiere que algunos
“robos” podían materializarse cuando las personas usaban los conventos
estratégicamente para resolver disputas laborales. La priora de Santa Catalina, acusada
por un hombre llamado Quevedo de retener indebidamente a Catalina Flores, sostenía que
ésta había huido a su convento después de que su ama, doña María Fronio, la hubiese
reprehendido, y que Fronio les solicitó que la retuvieran hasta que pudiese ser devuelta a
su madre. El asunto se hizo controversial (según la versión de la priora) únicamente
porque Quevedo había decidido acusar a las monjas de estar haciendo algo indebido para
así quedarse él con la muchacha como su criada (AAC, XLV, 3, 48, contiene una carta
escrita en 1856 por la priora de Santa Catalina, referida a “lo ocurrido con la Catalina
Flores”). Para evitar que estos incidentes ocurrieran, las autoridades diocesanas enviaron
una circular a los conventos y beaterios del Cuzco, ordenándoles que no recibieran
depositadas o retuvieran a mujer alguna contra su voluntad, sin la clara autorización del
palacio episcopal (AAC, C-XVIII, 4, 48, circular fechada el 25 de octubre de 1853).
37 Una cosa parece estar clara: para mediados de siglo, los miembros de la atribulada elite
cuzqueña —su “gente decente”— estaban inmersos en una feroz competencia por el
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trabajo de las criadas. Las clarisas y dominicas ciertamente sentían una necesidad
apremiante del trabajo de sirvientas que las mantuvieran, algo que las autoridades
consistentemente no reconocieron o admitieron. El número “copioso” de mujeres
seculares que para los inspectores laicos parecían ser “sin presisa necesidad” en 1826,
estaba muy probablemente haciendo lo que las beatas hacían: ir y venir, conseguir
pequeños trabajos y ayudar a las monjas con su labor. Los activos conventuales generaban
apenas una parte de lo que una religiosa necesitaba para mantenerse (y mucho menos
cuidar de otra persona). Así, las monjas resistieron tenazmente a todo intento de
privarles de sus criadas: cuando los inspectores intentaron retirarlas de Santa Catalina en
1826, las dominicas lo impidieron exitosamente.
38 Para mediados de siglo se había producido un impasse. Se criticaba, oficial y
extraoficialmente, la forma en que las monjas manejaban a sus sirvientas, pero ellas se
rehusaban a dejarlas ir. De modo que las quejas —y hasta teorías íntegras de una
conspiración— comenzaron a aparecer con regularidad. Mientras tanto, el número de
monjas de clausura comenzó a disminuir a medida que los recursos conventuales se
reducían. Ahora no quedaban sino unas docenas, allí donde Contreras y Valverde alguna
vez había visto cientos. Para la década de 1860, el número de monjas profesas había caído
en Santa Clara de cincuenta y cinco a apenas veinte; Santa Catalina tenía diecisiete
monjas profesas y Santa Teresa dieciocho (AAC, C-XXII, 1,15, 1864). Hasta las
relativamente austeras carmelitas parecen haber estado dependiendo bastante del trabajo
de sus criadas; para ese entonces tenían casi tantas de ellas como monjas.
39 Los conventos mismos comenzaron a encogerse. Para 1853, los síndicos de la ciudad
habían concluido que sería de interés público demoler una gran parte de Santa Catalina.
Sostenían que la “comodidad, ornato y desencia” de la ciudad quedarían mejor servidas
eliminando “la parte inferior” del convento pues eso eliminaría una angosta curva en el
callejón exterior, que se había convertido en un “deposito de inmundicias e inhabitable, y
regularmente es el madriguera de malhechores, de donde salen a hacer escurciones
despues de reunidos. Desde las siete de la noche no hay persona que transite por mas
urgencia y necesidad que tenga, y se ve presisada a hacer un rodeo de dos o tres cuadras”.
En suma, los síndicos deseaban una calle recta y limpia. “Además”, adujeron a favor de su
proyecto, “esta parte del Monasterio no es propiedad de él sino de particulares que
venden a personas que se recojen a vivir bajo el nombre de Seglaras; en el dia se halla en
ruina completa e inhabitada por ello. Aunque de uno y otro modo es propiedad
particular”, señalaban que ésta “no debe ser tan respetada para decir que como bienes de
Yglesia necesitan de requicitos que eccigen las leyes para transformarla” (AAC, XVII, 2,
33, docs. de 1853 referentes a la propuesta demolición de parte de Santa Catalina).
40 Las dominicas rápidamente denunciaron este plan como “un atentado contra la
imbiolabilidad de las cosas sagradas”, manifestando su esperanza de que el prefecto sería
lo bastante piadoso como para ignorarlo. ¿Por qué debían las monjas perder una gran
parte de su convento para retirar una curva desagradable en la calle?
Si tan facil es demoler hasta los combentos pata el ornato ¿por que los Sindicos no
piden la demolicion del tambo de San José, de la casa del Dr. Artajona, de la de Don
Mariano Leon Velasco, de la de Fernandes, y otras infinitas que aun son casas
particulares, y cuyos callejones son mas largos, mas estrechos, inmundos y
peligrosos? Sin duda, porque las propiedades deven ser respetadas; pero como
alegan, y no pruevan que la parte inferior del Monasterio es de particulares y no
necesita de los requisitos que las leyes excijen para la enajenacion de los bienes
ecleciasticos, es forsoso decirles que es falso. ... Respecto a que el pequeño callejon
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Un angosto pasaje peatonal que corre al lado de Santa Catalina probablemente es el que preocupaba
a los síndicos en 1853. Porografía de K. Burns.
44 En estos años difíciles, la municipalidad fue tal vez la única institución del Cuzco que se
encontraba en expansión. La ciudad misma estaba en general reduciéndose y
derrumbándose, igual que los conventos. Según todas las versiones, a mediados del siglo
XIX la decadencia era cada vez más seria y evidente en el Cuzco (Tamayo Herrera 1981:
27-54). Su población cayó a casi la mitad entre las décadas de 1790 y 1860, a medida que
muchas personas emigraban al campo en un esfuerzo por sustentarse a sí mismas y a sus
familias.32 En términos económicos, la región siguió estancada. Los inversionistas tal vez
hubiesen abierto un camino al Cuzco si éste hubiese poseído minas, guano o algún otro
gran atractivo, pero la región tenía pocos en comparación con otros lugares más
accesibles. Arequipa, situada en un lugar más conveniente para los mercados internos y
extranjeros, fácilmente superó al Cuzco en el XIX como centro comercial, y éste pasó de
ser una economía satélite de Potosí a ser un dependiente quejumbroso de las casas
comerciales arequipeñas, las cuales enviaban sus representantes para que hicieran
negocios (Flores Galindo 1977).33 Aislado y vuelto sobre sí mismo, el Cuzco parecía ser
para los viajeros la imagen de la decadencia, apenas una ruina de la grandiosa capital
imperial de los incas que habían esperado ver, el hogar de la nostalgia y la gloria
desvanecida.
45 Y a pesar de todo prosiguieron las usurpaciones de un Estado pobre en recursos. En 1864
llegó el golpe final a los censos, de los cuales las casas monásticas habían dependido por
siglos. El 15 de diciembre de dicho año, el presidente Juan Antonio Pezet promulgó una
ley que facilitaba la cancelación de censos y capellanías, caracterizándola como un golpe
librado a favor de “la absoluta extinción de todo género de vinculaciones, opuestas por su
naturaleza al desarrollo de la riqueza nacional”, y a nombre de “la libre enagenación de la
propiedad” (Dancuart, ed., 1902-08, 7: 241). La nueva iniciativa era una versión adaptada
de la vieja consolidación. Todos los censos serían pagados a una pequeña fracción de su
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valor: una cuarta parte en el caso de los predios urbanos, un sexto en el de las
propiedades rurales. Los deudores debían hacer los pagos relevantes de efectivo
directamente al gobierno (en el Cuzco, a la caja departamental), quien asumiría los pagos
anuales a sus acreedores. En teoría, éstos no perderían nada de sus rentas; simplemente la
recibirían del gobierno. Pero los voceros de la Iglesia previeron el desastre y atacaron la
nueva ley, calificándola de “injusta en su esencia, inconstitucional en sus disposisiones y
antieconomica en sus resultados” (BN, ms. D8449, “Representación elevada al arzobispo
de Lima don José Sebastián de Goyeneche y Barreda por el cabildo metropolitano de
Lima”, 5 de enero de 1865).34
46 Esta vez nadie pensó (o intentó) apelar a la piedad del gobierno. Era tan poco lo que
quedaba de la economía espiritual —las relaciones densamente significativas y de larga
duración, con las cuales familias y conventos alguna vez se habían producido y
reproducido a sí mismas—, que hasta los jefes de la Iglesia habían abandonado sus
llamados a la piedad, argumentando más bien únicamente sobre bases legales y
económicas. Pero sus protestas no sirvieron de nada. Después de que la ley entró en
vigencia, muchos cuzqueños acomodados se apresuraron a aprovechar sus atractivas
condiciones. Para 1867, el tesoro departamental había cobrado varios miles de pesos y
cancelado formalmente numerosas obligaciones que los cuzqueños alguna vez pagaron a
los monasterios y conventos del Cuzco. Ese año, cuatro de las órdenes monásticas
presentaron cuentas detalladas de los censos cancelados que antes les habían brindado
una renta.35 Todavía no veían un solo céntimo de parte del gobierno (véase el cuadro 5).
Fuentes: Archivo Arzobispal del Cuzco, C-XXIX, 1,13, “Razón de los fundos que se han redimido
pertenecientes al convento de San Francisco”, 15 de marzo de 1867; C-XXIX, 1,1, carta del 15 de
marzo de 1867 (referente a los mercedarios); C-XXIV, 1,15, cartas del 12-15 de marzo de 1867
(referidas a carmelitas y clarisas).
Nota: el sol fue adoptado como la nueva unidad monetaria de la república en 1863, reemplazando al
peso a una tasa de 80 a 100.
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las monjas deseaba adoptar una vida común, un paso al que apenas se opusieron unas
cuantas de las monjas de mayor edad (AAC, XVI, 2, 38, carta del 3 de febrero de 1861). Un
año más tarde, la priora de Santa Catalina escribió que salvo por dos integrantes de su
comunidad, todas también habían votado a favor de la reorganización y la reforma. La
priora Dominga de la Encarnación observó con pena que “de tiempo inmemorial, se ha
[bía] relajado el espiritu de fraternidad y vida Comun” en su comunidad, cuyas
integrantes vivían “en dispercion y desunidas, por la nesecidad de proveernos de lo
nesesario para nuestro alimento, sustrayendonos de los deberes que nos haviamos
impuesto”. Ello no obstante, su convento todavía contaba con suficientes activos para
mantener su “personal diminuto”. Las monjas deseaban cumplir con las intenciones de
sus fundadores:
el monasterio fue fundado con las piadosas miras, de que obserbacemos la vida
comun; puesto que está provisto de refectorio dormitorio, sala de labor y otros
locales destinados esclucivamente a este objeto ... las distribuciones y raciones que
se nos dan en frutos tutales, lejos de satisfacer nuestras nesecidades naturales, nos
perjudican y abstraen del servicio de Dios, a causa de que tenemos que hacer
traficos indecorosos con estos articulos. Pot todo lo dicho queremos y deseamos
desde luego reinstalarnos y reformarnos en lo formal y material, observando
nuestra regla en lo que este a nuestros alcances, con las unicas modificaciones que
demanden las circunstancias insuperables del tiempo (AAC, XVII, 2, 24, 1862).
51 Para las religiosas, los objetivos espirituales y económicos seguían estando
inextricablemente ligados. Es posible que hayan visto su mala condición como una
admonición de parte de su divino novio por haber descuidado sus obligaciones
espirituales y el rigor “primordial” de su regla. La reforma que habían decidido
emprender fue llevada a cabo gradualmente en el transcurso de los siguientes años. En el
caso de Santa Catalina, el sacerdote designado por la diócesis para que le diera inicio,
presentó un plan detallado en 1862 para la remoción de los “obstáculos” a la vida común.
Su plan comprendía todo, desde indemnizar a las propietarias de las celdas privadas, a
tapiar con adobes las ventanas que miraban a la calle a lo largo del perímetro del
convento (AAC, XVII, 2, 24, 1862).38 No está claro si las criadas u otras mujeres seculares
fueron expulsadas de los claustros. Dado que la reforma se dio gradualmente, es probable
que las restantes mujeres seculares hayan partido una vez que encontraron un lugar en la
ciudad. Algunas tal vez simplemente tomaron los votos y se convirtieron en donadas, a fin
de permanecer dentro de los muros del convento.
52 Entonces, en la década de 1860, las monjas del Cuzco no solamente reconstruyeron sus
muros lo mejor que pudieron, sino que reforzaron su compromiso con la clausura,
decidiendo renovar el rigor de su observancia religiosa y darle la espalda a las
importunidades y a la impiedad del “siglo”. Para comienzos de la década siguiente, las
dominicas habían reorganizado su forma de vida en conformidad conlos requisitos de una
vida común. Comían juntas en el refectorio y extraían sus mantenimientos de una fuente
común, no dependiendo ya de sus propias rentas y asistentes individuales. Las clarisas
completaron su reforma para mediados de la década de 1880.39 La vida común
presumiblemente ofrecía economías de escala, y la caída en el número de habitantes de
los conventos hizo que el funcionamiento cotidiano de Santa Clara y Santa Catalina fuera
más manejable. Ahora estas comunidades tenían aproximadamente el mismo número de
mujeres que Santa Teresa, donde la vida común había sido cumplida desde siempre (y a la
cual las autoridades diocesanas consistentemente alababan como un “plantel de
virtudes”).
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CONCLUSIONES
54 A medida que las monjas se retiraban a concentrarse en sus oraciones, los locutorios y los
ingresos a los conventos, que durante siglos habían sido lugares de bulliciosa actividad,
no parecían ser ya de tanta utilidad. Las criadas ya no corrían por la puerta del
monasterio con múltiples encargos; después de las reformas de las décadas de 1870 y
1880, las que permanecieron al servicio de las monjas llevaban una vida mucho más
rigurosamente enclaustrada. Los cuzqueños tampoco se aproximaban a las rejas con la
misma frecuencia que antes. Sus hijas ya no pasaban su infancia en los claustros; sus
hermanas, esposas y madres viudas ya no se internaban allí. El gobierno de Lima había
hecho que para las familias fuera casi irresistible librarse de los censos que pagaban a las
arcas conventuales, y muchas así lo hicieron. Las personas todavía se dirigían al locutorio
para satisfacer lo que restaba de sus obligaciones financieras con las religiosas, y se
aproximaban al torno a dejar objetos valiosos para su cuidado, o a comprar dulces y
pasteles. Se unían a las monjas a rezar para que la república sobreviviese a sus guerras, las
apoyaban y participaban con ellas en una esfera común de observancia ritual. 40 Pero las
oportunidades de establecer contacto entre religiosas y seculares también se vieron
reducidas bastante. Igual sucedió con el significado que los conventos tenían para la vida
de los habitantes de la ciudad.
55 Ahora los cuzqueños buscaban en otros lugares a muchas de las cosas que alguna vez
solicitaron de las monjas enclaustradas de la ciudad. Entre 1825 y 1860, la educación de
las muchachas de la elite local fue confiada a otras mujeres e instituciones: la nueva
escuela republicana para muchachas, el Colegio de Educandas fundado por Bolívar, los
colegios abiertos por una serie de nuevas órdenes educativas conformadas por monjas
activas antes que contemplativas. La reforma de los conventos del Cuzco significó que
dentro de los claustros no sólo no se permitía el ingreso de colegialas, sino de todas las
seglares: las viudas, prisioneras, refugiadas y visitantes en general únicamente podían
ingresar bajo circunstancias especiales. En términos financieros, los conventos también
habían sido desplazados de las actividades para las cuales fueron cruciales durante tanto
tiempo. La mayoría de las personas ahora buscaba el crédito y un lugar en donde guardar
su dinero en las casas comerciales y en los nuevos bancos que comenzaban a hacer
negocios en el Cuzco, a finales del siglo XIX.41
56 Es más, los conventos ya no brindaban a los cuzquefios un espejo con el cual medir la
posición y autoridad de su ciudad. Al igual que la viuda doña Josefa Holgado varias
décadas atrás, los ciudadanos acomodados del Cuzco buscaban hacer que su ciudad fuera
tan gloriosa como antes, pero el interior de sus templos ya no era el foco de sus energías y
desembolsos. Para experimentar el lustre e importancia de su ciudad miraban hacia otros
lados: por ejemplo, a la magnificencia de funciones municipales como el agasajo al Gran
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NOTAS
1. Una expuesta se quejaba en 1797 de que la priora de Santa Catalina había prestado su dote para
cubrir los gastos del convento y jamás la había pagado (AAC, XLV1, 2, 21).
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2. Don Pascual, “cacique y gobernador” de Cabana, en Lampa, ofreció sus dos estancias como
garantía.
3. La idea de poner un Inca al mando de una América del Sur independiente parece haber captado
la imaginación criolla. Según Masur (1948: 73), el venezolano Francisco de Miranda presentó una
propuesta tal a William Pitt hacia 1790.
4. Hay breves relaciones del movimiento — conocido a menudo como la "revolución de
Pumacahua”— en Vargas Ugarte (1958: 45-72) y Lynch (1973: 164-71).
5. Vidaurre estaba empapado en la bibliografía de la Ilustración y se inclinaba por las reformas,
pero a pesar de ello declinó una invitación para participar en el movimiento de 1814, prefiriendo
dejar el Cuzco. Pasó a ser un prolífico ensayista. La reforma de la Iglesia era una de sus
principales preocupaciones: véase su Proyecto de un código penal (1828)
6. Una serie de eventos notablemente similares tuvo lugar en Chuquisaca en 1809 (Lynch 1973:
49-51).
7. La consolidación buscaba cubrir los “vales reales” que la real hacienda había estado emitiendo.
Herr (1989: 78-118) sigue el deterioro del real crédito y la decisión tomada por la corona de
adoptar “medidas extraordinarias” afectando la Iglesia.
8. Lavrin (1973: 27) señala que “en las posesiones americanas se añadió una provisión para el
repago y la consolidación de las deudas clericales”.
9. Hamnett (1969) describe las indignadas reacciones ocurridas en la Nueva España.
10. Lavrin (1973: 32-33) describe una estrategia usada por las monjas mexicanas: sostenían que
debía eximirse toda propiedad que hubiesen comprado con los fondos de las dotes. El impacto
que la consolidación tuvo en el Cuzco debe haber quedado mitigado por el desesperado estado de
la economía local, pues “todas las ventas debían brindar por lo menos las tres cuartas partes del
valor tasado de la propiedad” (33), un nivel que no muchos cuzqueños podían costear.
11. La “nueva imposición” era un gravamen de 1795 que pesaba sobre todas las propiedades
transferidas a un mayorazgo (Herr 1989: 82).
12. La invitación extendida a La Serna por la audiencia es fascinante: citando las Siete partidas, se
urge al último virrey hispano a que convierta “la Corte de los Incas” en su base de operaciones a
fin de salvar la “Nación”.
13. El Cuzco asimismo ganó su primera imprenta y una real ceca (Villanueva Urteaga, ed., 1971:
1-52, prólogo del editor).
14. Al aceptar cereales y demás productos agrícolas a un alto precio unitario, los conventos
podían permitir que los inquilinos pagaran menos que si se hubiesen usado precios de mercado.
Si, por ejemplo, la harina de un arrendatario que debía doscientos pesos era aceptada a cinco
pesos por fanega cuando el precio de mercado era de cuatro pesos, entonces su pago consistía en
cuarenta fanegas y no cincuenta.
15. Vale la pena notar que Valer se refería no a los censatarios sino a los “inquilinos”, palabras
que reflejan la dependencia que los conventos tenían en estos años de arrendamientos y ventas a
censo, antes que de los censos al quitar.
16. AAC, paquete no. 45 (319-20), años 1692-1922, exp. 5 (1827), concerniente al caso de sor Rosa
Vergara y Cárdenas. Vergara cita las medidas de 1822 y 1826; esta última formaba parte de una
reforma republicana más amplia de las órdenes regulares.
17. Esta re-escritura del pasado constituye un dramático desplazamiento en las creencias: pensar
que los gravámenes que pesaban sobre sus propiedades eran obligaciones meramente piadosas e
improductivas, sin relación con nada moderno o fructífero.
18. Estos activos pronto serían engrosados con los del convento agustino, suprimido en el Cuzco
en 1826.
19. Basadre (1968-69, 2: 426) señala que en 1830 se fundó en Lima otro colegio estatal para
mujeres, el Colegio de Educandas del Espíritu Santo.
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20. A los mercedarios, las monjas franciscanas de Santa Clara y los agustinos se les asignaron
contribuciones de tres mil, dos mil quinientos y dos mil pesos respectivamente.
21. Este borrador anónimo fue evidentemente redactado por una monja, o por alguien cercano a
ellas, posiblemente la abadesa o el mayordomo (AAC, C-LXI, 2, 28, borrador de carta del 11 de
noviembre de 1825, del gobierno eclesiástico al secretario general del supremo consejo de
gobierno).
22. No cualquiera podía hacer favores gratuitamente, o diferir el pago indefinidamente. Por
ejemplo, en 1802, un médico que había atendido a las monjas dominicas por muchos años abrió
juicio contra Santa Catalina para recuperar los mil pesos que ellas le debían por sus servicios
(véase AAC, C-L, 3, 65).
23. El lector explicó su confusión usando a Santa Clara como ejemplo. Si doscientas mujeres
habían profesado y pagado dote antes de 1825, entonces un total de 666,693 pesos, 6 reales
habrían entrado a las arcas del convento, asumiendo una dote de 3,333 pesos y un tercio. El diario
no respondió. Tal vez el editor pensaba que su lector ya había respondido su propia pregunta,
esto es que los conventos eran pozos sin fondo en donde miles de pesos se desvanecían.
24. En 1855 Santa Clara dio más detalles de las propiedades expropiadas por el gobierno, dando
su valor como 80,364 pesos, 4 reales (AAC, LXVIII, 2, 27).
25. La priora enumera los montos que debe a veinte personas, con un total de 4,725 pesos.
26. Había precedentes para la reducción. Luego del devastador sismo de 1746 en la costa central
peruana, la corona concedió un alivio temporal a los censatarios a pesar de las objeciones de la
Iglesia (AGI, Audiencia de Lima, 509); el alivio consistía en un periodo de gracia y una reducción
temporal de los réditos.
27. Los tres ecónomos de los conventos de monjas se presentaron con sus garantes en 1828, para
depositar las fianzas antes de asumir su cargo (ADC, Pablo del Mar y Tapia, 1820-28: fols. 459-59v,
493-95, 497-98).
28. En 1774 Galeano fue llevado ante las autoridades eclesiásticas por haber golpeado a una
criada mestiza de Santa Catalina; aunque se le ordenó no acercarse al convento, volvió para
golpear con su bastón a Bernarda Palomino, una anciana blanca.
29. No está claro si Fernández recuperó su “cholita” la segunda vez.
30. En una ocasión, una mujer condenada a un convento como castigo a una ofensa,
eventualmente pasó a ser una sirvienta del mismo (véase el caso de Cecilia Aymulo, AAC, XLIII, 4,
68 [1771]). Sin embargo, se pensó que su cambio de estatus obedecía a su preferencia por la vida
de clausura, y no levantó duda o sospecha alguna con respecto a la forma en que las monjas
manejaron el asunto. El caso probablemente habría suscitado pedidos de investigación medio
siglo más tarde, cuando las categorías de “depositada” y “criada” habían pasado a ser materia de
un intenso escrutinio.
31. Según la abadesa Manuela Espinosa, el convento podía esperar cobrar 6,893 pesos anuales; las
monjas habían renunciado a unos 704 pesos adicionales de “rentas incobrables”.
32. Según Unanue (1794: 73), el Cuzco tenía 32,082 habitantes en ese año. El Diario del viaje del
presidente Orbegoso (Denegri Luna, ed., 1974, 2: 185) cita información censal que da su población
como 20,371 personas en 1846, y 17,370 en 1876.
33. Los arequipcños, a su vez, eran satélites de una serie de intereses comerciales extranjeros, a
los cuales quedaron vinculados en el siglo XIX por negocios y por parentesco. Tamayo Herrera
(1981: 43-45) señala el papel de los vapores en la decadencia del Cuzco y el surgimiento de
Arequipa y de su puerto Islay.
34. El gobierno peruano ya había mostrado que no era de confiar cuando se trataba de hacer
pagos de cualquier tipo, y el clero ya había sentido el golpe.
35. Santa Clara fue quien más perdió. Aun si estos principales solamente le hubiesen rendido un
dos por ciento anual (poco menos de 1,500 pesos), las monjas de todos modos habrían perdido
alrededor de una quinta parte de su renta anual.
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36. AAC, XXXVI, 2, 28, doc. de 1880 de Santa Clara, referente a la venta de una custodia. Las
monjas se preocuparon de que un joyero judío la comprase y quebrase para hacer joyas frívolas.
37. La insistencia en la vida común había sido un punto saltante en la reforma borbónica de las
órdenes regulares de la Nueva España, y en el Perú se hicieron algunos esfuerzos por
(re)establecerla (Lavrin 1965: 182-203; Vargas Ugarte 1953-63, 4: 292-94). En Arequipa, los
intentos por imponer la vida común en Santa Catalina, en las décadas de 1780 y 1790, provocaron
serios conflictos (Gallagher 1992).
38. El sacerdote también ordenó el tapiado de la segunda portería, una entrada posterior que
todavía puede verse (ahora debidamente clausurada) en la Calle Loreto.
39. Santa Clara comenzó a observar la vida común en 1886 (AAC, C-X, 3, 30, informe de Fray
Francisco Farfán, 7 de enero de 1888).
40. Véanse los recuerdos que Luis E. Valcárcel tenía de los conventos de monjas en sus Memorias
(1981).
41. La historia del papel proveedor de crédito de las casas comerciales cuzqueñas aún está por
escribirse. Hasta las monjas depositaban su dinero en ellas para comienzos de siglo, así como en
los nuevos bancos de la ciudad: el Banco de Perú y Londres, el Banco Italiano y otros (véase AAC,
C-LIII, 3, 557, doc. 6, referente a las inversiones de Santa Teresa en 1921).
42. Las fuentes de rentas de Santa Clara en 1872 se encuentran detalladamente enumeradas en
AAC, C-LVIII, 4, 47. Los censos y mutuos sumaban 3,161 pesos; los arrendamientos 939 pesos; y el
gobierno pagaba poco más de cuatro mil pesos por censos tedimidos. La renta total del convento
ascendía a 8,113 pesos, 5 reales.
43. El informe del 7 de enero de 1888 sobre el estado de Santa Clara, obra del fraile franciscano
Francisco Farfán, “vicario y reformador” de las clarisas, indicaba que el gobierno peruano debía
al convento casi 300,000 pesos “por los censos redimidos y por los prestamos” (AAC, C-X, 3, 30).
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Epílogo
1 PARA CUANDO LLEGUÉ AL CUZCO a investigar sus conventos de clausura, exactamente un siglo
había pasado desde que las clarisas y dominicas decidieron adoptar la vida común, que es
como muchos piensan que ellas siempre han vivido. En 1989 las comunidades de Santa
Clara, Santa Catalina y Santa Teresa aún contaban con dos docenas de mujeres profesas
cada una, aproximadamente el mismo número que alcanzaron un siglo antes, luego de
varios decenios de decadencia. En ese año, la única forma de hablar extensamente con
ellas seguía siendo igual que hace un siglo (o más): tomando asiento en las rejas de sus
locutorios.1 Y las monjas seguían desconfiando de las personas del exterior, en particular
de aquellas que deseaban acceder a sus claustros o conseguir un conocimiento detallado
de sus asuntos.
2 La forma en que las clarisas veían a la gente de afuera se había endurecido hasta
conformar una actitud defensiva casi insuperable. El movimiento de reforma del XIX, que
hizo que las monjas tapiasen hasta sus ventanas más altas con adobes, había asimismo
reforzado su reserva con cualquiera que no les fuese familiar, no estuviese emparentado
con ellas, tuviera una relación de larga data o las conexiones eclesiásticas apropiadas. Una
petición de 1945, con la cual me topé en el archivo diocesano, me mostró claramente que
para mediados de siglo los inspectores municipales la seguían pasando mal en sus
contactos con las monjas. Convencida de que un alcalde comunista deseaba espiar a su
comunidad, la abadesa María Jesús de la Cruz Urquizo solicitó a su prelado que le
engañase. En la prosa de Urquizo, el verbo “inspeccionar” era casi un epíteto, y el alcalde
un amenazante combatiente de la Guerra Fría, decidido a penetrar con engaños:
el Sr. Alcalde, desea entrar a nuestra clausura con el fin de inspeccionarse, si
realmente estamos en trabajo, en la sección de los galpones pertenecientes al
Monasterio, y para impedir el ingreso de estos Sres. comunistas, que só pretexto de
cerciorarse del trabajo, se inspeccionen del corto espacio que nos queda, por tan
apremiante situacion, ruego a su paternal bondad, que si le fuese posible
disimularnos, que para ingresar a esta clausura se necesita la licencia de la
Nunciatura, así le mande decir al Alcalde; si con eso no se anime ni exija (AAC, C-
XLIX, 2, 13, doc. del 26 de julio de 1945, de la abadesa M. Jesús de la Cruz Urquizo al
arzobispo Santiago Hermoza).2
3 Yo tenía otras cosas en mente y esperaba que me fuera mejor, pero no pasaría mucho
tiempo para que mi propia propuesta mundana a las clarisas fuera rechazada (en
términos que otro investigador tal vez algún día encuentre en el archivo diocesano). En el
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locutorio de Santa Clara, le dije a la abadesa Juana Marín Farfán que deseaba escribir una
historia del pasado institucional de las clarisas, ofreciéndole organizar y microfilmar los
viejos documentos, y en general desfacer los entuertos históricos. Al comienzo se mostró
interesada: necesitaba a alguien que pudiera leer los viejos papeles conventuales, pues se
hallaba en medio de intentat demostrar que Santa Clara contaba con un título válido
sobre una propiedad en la plaza de armas de la ciudad. En mi siguiente visita al locutorio
llevé conmigo al historiador Antonio Acosta para que me ayudara. La abadesa trajo el
documento que deseaba que transcribiésemos, para así poderlo inscribir en el registro
municipal: un acta de donación del siglo XVI. En medio de nuestro asombro nos sentamos
a transcribir su contenido. Sin embargo, después de otras conversaciones, la abadesa
decidió no darme más acceso a los archivos de su comunidad, diciéndome que no
importaba lo que las personas escribieran o dijeran de su convento. Lo único que
importaba para ella y otras monjas, dijo, era “hacer la obra de Dios”.
4 ¿Qué podía hacer una historiadora? Me dirigí entonces a Santa Catalina, esta vez con un
encargo de un amigo que necesitaba que se entregara un documento a las monjas. En el
locutorio de las dominicas gradualmente llegué a conocer a toda la comunidad, entre 1990
y 1991. Comencé a llevar una computadora portátil y a transcribir viejos y borrosos
documentos (podría haber consultado la mayor parte de ellos en los archivos públicos, de
haber sabido en qué notario buscar): los testamentos de las fundadoras, una lista de
colegialas e incontables censos al quitar. Les preparé un índice del contenido de sus
volúmenes de documentos encuadernados en cuero. Mi pequeña computadora y el jovial
interés que la priora tenía por las formas en que ésta podría servirle a su comunidad, nos
dieron algo en torno a lo cual levantar una relación amistosa en el locutorio. Vi también
otras cosas: personas cuyas parientes estaban en los claustros, o que iban al tomo en la
época de la cosecha a dejar presentes de alimentos a las monjas, o a comprar las hostias
que ellas preparan en su sala de labores, o las pequeñas figuras de mazapán que hacen en
su cocina.
5 Con el tiempo, nuestros intercambios se hicieron más complejos. Al viajar a Texas, las
monjas me dieron una cantidad asombrosa de animalitos de mazapán cuidadosamente
empaquetados, junto con la dirección de las monjas dominicas de clausura en Lufkin, con
las cuales deseaban que me pusiera en contacto, y regresé al Cuzco llevándoles las nuevas
y una caja con diversos artículos de esas religiosas. Un día, la priora me dijo en broma si
podía lograr que el convento consiguiera un pequeño automóvil. En vez de ello acompañé,
junto con una amiga, a una monja de Arequipa en una gira turística de las ruinas incaicas
que se alzan sobre la ciudad: la priora sabía que la monja añoraba su hogar y necesitaba
algo de diversión, y ella arregló para que un cura local nos llevase a los más hermosos
miradores de la ciudad. Un tiempo después dispusimos la presentación, en el locutorio, de
las imágenes filmadas de la procesión del Corpus Christi a medida que ésta pasaba por las
calles atiborradas y cubiertas de pétalos afuera del convento. Las monjas se
entusiasmaron viendo al santo de cada parroquia cargado trabajosamente por los fieles
cuzqueños en su mismo camino de siglos: cada año, ellas podían oír pero no ver este
complejo y ferviente acontecimiento espiritual. Ahora los santos pasaban en procesión
por su locutorio.
6 Es posible que jamás hubiese ingresado a un locutorio si hubiese estudiado más bien los
conventos de México o España. Dada la masiva expropiación liberal de las propiedades
eclesiásticas, llevada a cabo en estos países en el siglo XIX, sus archivos nacionales
contienen resmas de papeles eclesiásticos de todo tipo, incluyendo muchos archivos
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conventuales. Sin embargo, en el Cuzco, todo aquel que desee estudiar la Iglesia debe
realizar transacciones mucho más elaboradas e impredecibles, y ellas tienen sus ventajas
y sus desventajas. A medida que avanzaba a través de diversos tipos de documentos y
aprendía cómo tener una conversación cómoda en la reja, me di cuenta de que estaba
participando en un tipo sumamente antiguo de intercambio. Y gradualmente me di
cuenta de que lo que estaba en juego (tan fácil de trivializar en 1990) era muy poco, en
comparación con lo que alguna vez fue.
7 En suma, había ingresado a un habitus: no un lugar atemporal (lo que ya sabía), sino el
producto de actores, disposiciones y acros históricamente específicos. Gradualmente
comencé a imaginar por qué razones esos intercambios habían perdido su carga con el
paso del tiempo, a contemplar la rica multiplicidad de significados que alguna vez
tuvieron para los cuzqueños, y por qué motivos las monjas de clausura del Cuzco se
habían vuelto tan retraídas. Durante siglos, sus predecesoras aristocráticas habían sido
actrices principales en el centro del escenario colonial peruano. Pero los cambios en las
prácticas —indisolublemente espirituales y económicas, involucrando creencias e
inversiones de todo tipo— las desplazaron y descentraron, a ellas y sus instituciones,
hasta casi hacerlas desaparecer. En el Cuzco, el periodo entre 1720 y 1880 fue una época
de decadencia casi ininterrumpida para los conventos de clausura de la ciudad, con
sacudidas particularmente dolorosas alrededor de 1780-82, 1804-6, 1825-26 y 1864-65.
Aproximadamente cuando Ricardo Palma, el costumbrista exquisitamente irónico,
comenzaba a embalsamar a las monjas de clausura en sus Tradiciones peruanas como parte
de un pintoresco pasado colonial, ellas y sus contrapartes masculinas contemplaban la
posibilidad sumamente real de que el gobierno peruano cerrara sus casas del todo. No
sucedió así, pero para 1860, décadas de crecientes críticas habían hecho que su extinción
pareciera ser marcadamente posible. Las monjas del Cuzco tomaron la solución de la
reforma y el retraimiento: una decisión que es posible ver como una huida hacia atrtás, a
unas prácticas monásricas arcaicas; o, alrernativamente, como su propia declaración de
independencia del “siglo”.
8 Sin embargo, me fue imposible señalar el “final” de la economía espiritual del Cuzco. Las
familias más prósperas de la ciudad siguen cultivando buenas relaciones con las monjas
de clausura de su ciudad, aun cuando los objetivos espirituales y económicos de los
cuzqueños hace tiempo que se separaron, y los medios para satisfacerlos se han
diversificado enormemente. Muchas de las prácticas esenciales para la vieja economía
espiritual aún existen, o sobrevivieron hasta hace muy poco. Hasta la década de 1940, los
conventos siguieron cobrando réditos por unos cuantos censos sobrevivientes y
prestando dinero: en 1943, por ejemplo, una mujer llamada Cleofé Tisoc tomó prestados
diez mil soles de las carmeliras porque le ofrecían una tasa de interés mejor que la de su
banco.3 En fecha tan tardía como la década de 1950, todavía se esperaba que las mujeres
de la localidad llevaran una dote al tomar sus votos solemnes.4 Y las monjas siguieron
obteniendo buena parte de sus rentas del alquiler de propiedades sobre las cuales sus
conventos habían ejercido el dominio por décadas, e incluso durante siglos. En esta y
otras incontables formas, las monjas de clausura de Santa Clara, Santa Catalina y Santa
Teresa siguen jugando un papel en la vida de las familias y la sociedad que les rodean.
9 La economía espiritual del Cuzco no tuvo un final simple. Los cuz-queños más bien la
marginaron gradualmente mientras seguían participando en su funcionamiento, como lo
siguen haciendo. Tal vez las monjas de clausura del Cuzco, al igual que sus contrapartes
monásticas en otros lugares, pronto tomen ellas mismas una computadora y se interesen
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por escribir su propia versión de esta historia. No les hará falta un rico material (Lassegue
y Letona 1983: 127-33). Las distinciones que trazarán sin duda diferirán de las mías.
Entretanto, ofrezco mi versión y mi parte de una historia que prosigue en los, ahora
silenciosos, locutorios del Cuzco.
NOTAS
1. Ser admitido a un locutorio significa negociar en el torno para hablar con alguien —la abadesa
o priora— y recibir la llave; esto, a su vez, significa saber algo de quiénes están adentro. Estoy en
deuda con Gabriela Martínez Escobar, César Itier, el difunto Jesús Lambarri, Antonio Acosta y J.B.
Lassegue por ayudarme a establecer estos contactos.
2. Cuarenta y cinco años más tarde, los intrusos amenazantes en el locutorio habían cambiado (o
diversificado) sus ropajes. Ya no eran “esos señores comunistas”, sino “esos señores
protestantes”: los mormones, bautistas y otros, que para la década de 1990 diligentemente
intentaban ganar conversos a sus nuevas iglesias y arrancárselos a la Iglesia Católica Romana.
3. AAC, C-LXI, 2, 28, doc. 11, 18 de enero de 1940, cancelación de un censo pagable a Santa Clara
por “el Diputado Dr. D. Francisco Ponce de León, propietario de la finca nominada Bandoja en
Anta”. Ponce de León pagó un sexto del valor nominal de su censo al juzgado eclesiástico,
cerrando así un juicio con las clarisas que había durado unos veinticinco años. AAC, C-LXVI1, 3,
55, doc. 5, refleja el préstamo de 10,000 soles que Santa Teresa hizo a Cleofé Tisoc, a una tasa de
interés del ocho por ciento; Tisoc ofreció su casa como garantía. Necesitaba el dinero “para
cancelar su adeudo al Dr. Augusto de la Barra”.
4. La dote de Juana Marín Farfán para ser monja de Santa Clara fue obviada, según AAC, C-XXXII,
2, 50, doc. 3, 4 de agosto de 1958.
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Fuentes: “Libro original que contiene la fundación del monesterio de monxas de señora Sta. Clara
desta cibdad del Cuzco; por el qual consta ser su patrono el insigne Cabildo, Justicia y Reximiento
desta dicha cibdad. Año de 1560”; Domingo Angulo, ed. (1939); Archivo Departamental del Cuzco,
Protocolos Notariales, Juan de Pineda, 1656, copia manuscrita del libro de la fundación.
Nota. Los padres cuyo nombre aparece dentro de corchetes habían fallecido; p. = pesos
* = Llevada a Santa Clara por otra persona que su padre
** = Suma alzada o cantidad en bruto para cubrir la pensión de !a ingresante en lugar de un estipendio
anual (y que podía pasar a ser su dote en caso de profesar).
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1 Mi señora doña Lucía de Padilla la fundadora de este monasterio de Nuestra Señora de los
Remedios advocación de nuestra madre Santa Catalina de Sena fue de Antequera de los
Padillas prima del adelantado don Martín de Padilla conde Santa Gadea sus apellidos
Casillas Chacones o[_]ocones Narvaez Ahumadas vino a la ciudad de Arequipa con padre o
hermano y una hermana llamada la señora doña Beatriz de Casillas y Padilla con el
conquistador Juan de la Torre vecino de indios - casó mi señora doña Lucía con don
Fernando de Ribera de los Perafanes conquistador y vecino de renta de indios — de este
matrimonio tuvo dos hijos el padre presentado fray Antonio de Ribera religioso del orden
de mi padre Santo Domingo — y a mi señora priora doña Isabel de Padilla nuestra patrona
y fundadora. Casó segunda vez con un caballero vizcaíno llamado Juan de San Juan — casó
tercera vez con otro caballero llamado Pedro de Aedo de quien tuvo un hijo llamado don
Pedro de Aedo a quien quiso y amó con extremo por cuya muerte y no tener hijos de
nuestro fundador el Señor Capitán Gerónimo Pacheco se determinó a fundar este
monasterio que fue el cuarto marido nuestro fundador persona de mucha autoridad y
cristianidad como se experimentaría en esta ciudad del Cuzco siendo corregidor de él. Mi
señora doña Lucía de Padilla fue muy estimada en la ciudad de Arequipa señora de mucha
pompa joyas y riquezas los cuales dotó al monasterio - haciendo una vida muy aspera y
vistiendo pobremente asistía siempre a los maitines porque de día acudió a los negocios —
no tomó el hábito hasta que estuvo a la muerte por los indios no se los llevara el rey así
murió novicia / [57v.] entendiendo le daría Dios vida y por no perder los indios así murió
novicia como una santa con grandes actos de contrición era muy celosa de la honra de
Dios y siempre fue cristianísima señora aún cuando estuvo en el siglo en medio de tanta
pompa y grandeza hacía todo bien a las religiones y vestía los altares que hasta después se
veía lo mucho que dió a las iglesias fue muy devota de la Compañía de Jesús ayudó mucho
en su fundación de Arequipa y después que fundó este monasterio les dió al colegio de la
Compañía de Jesús de Arequipa una viña en el valle de Churunga fue muy sentida y
llorada su muerte murió año de 1608.
2 A su hija nuestra priora doña Isabel de Padilla la casó en la ciudad de La Paz con un
caballero vizcaíno de edad y conquistador llamado Pedro Bazaes tuvieron una hija la cual
se murió pequeña - murió el dicho Pedro Basaes [sic] por cuya muerte la volvieron sus
padres a Arequipa a su casa y luego se ofreció venir a ser corregidor de esta ciudad del
Cuzco el señor Capitán Gerónimo Pacheco su padrastro y su mujer nuestra fundadora mi
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señora doña Lucía de Padilla y la trajeron a esta ciudad adonde se determinó ser religiosa
y en el interin que se acaba el tiempo del corregimiento enviaron por bula y breve a su
Santidad para tomar el hábito y profesar en un día la cual bula se la concedió su Santidad
- tomó el hábito en el monasterio de Santa Catalina de Sena de la ciudad de Arequipa a
quince del mes de julio del año de mil y quinientos y ochenta y dos de edad de veinte y
cinco años luego la hicieron los prelados reformadora del dicho monasterio y de los diez y
siete años que estuvo en él los diez fue priora - hizo mucho en los aumentos de ese
monasterio así en lo espiritual como en lo temporal fue muy amada y estimada de todas
esas religiosas así se echaba de ver los extremos que se dice hicieron cuando salió a
fundar a este porque todas la escribían cartas de mucho amor y cariño hasta a esta ciudad
lo hacían - por muerte de don Pedro de Aedo determinó su madre mi señora doña Lucía
de Padilla fundar este monasterio y dar lo que tenía para su hijo y nuera a nuestra señora
de los Remedios acomodó en sus mismas casas el monasterio con título de nuestra señora
de los Remedios por haber muerto su hijo el dicho don Pedro llamando a nuestra señora
de los Remedios y por ser la imagen de Antequera. Murió en Pichigua veniendo a esta
ciudad a negocios teniendo la licencia y todo ha acomodado para sacar a su hija mi señora
doña Isabel de Padilla la propuso como quería que las monjas fuesen de la Limpia
Concepción o franciscas descalzas dijo mi madre priora que si había de mudar / [58]
hábito no saldría a tal fundación por ser muy devota de mi padre Santo Domingo y de mi
madre Santa Catalina de Sena visto la dificultad y repugnancia de su hija concedió que
fuese lo que ella quería y hubo dos monasterios en Arequipa de un hábito —
3 Salió a la fundación de este monasterio y se fundó a primero de agosto del año de mil
quinientos noventa y nueve años por esta causa de no querer mudar el hábito nuestra
madre priora hubo dos monasterios en Arequipa del mismo hábito de ahí a seis o siete
meses fue la ruina y calamidad de las cenizas que reventó en los Ubinas provincia de
Tambo Moquegua que con ser lejos de Arequipa llovió en ella como si el de Arequipa
hubiera reventado. Hubo muy grandes esterilidades en más de siete años no se dió maíz y
demás comidas que de a carreto se lleva de esta ciudad y de otras partes carísimo todos
los vinos se dañaban de suerte que en muchos años no fueron de provecho que era
compasión todo así ha quedado esa pobre ciudad tan pobre y con tantas necesidades y se
disminuyó de lo que los fundadores dieron a esta casa luego con avenidas que hubo se
llevó una viña entera -
4 La causa de trasladarse este monasterio a esta ciudad del Cuzco fue su origen el terremoto
que sucedió a los veinte y cuatro del mes de diciembre del año de mil seiscientos y cuatro
y temerosas nuestras fundadoras que con tantas ruinas como iban sucediendo en esa
ciudad se menoscabaría la virtud y santidad que pretendían hubiese en este monasterio
que todos sus cuidados y anhelo eran hubiese gran religión en este monasterio y que no
hubiese ocasión de tratos ni devociones con la demasiada pobreza que amenazaba
calamidades unas tras otras y por ser ya difunto nuestro fundador el señor Capitán
Gerónimo Pacheco porque no vivió más de un mes después de la fundación - así luego que
sucedió el terremoto hicieron un propio a su Illma. del señor don Antonio de Raya a esta
ciudad del Cuzco diciéndole el intento que tenían pasarse a esta ciudad y las causas que
para ello las movía con permiso y licencia de su SSa. la cual dió con suma gusto
enviandole aquí al señor Bautista de Solórzano y al señor factor don Fernando de
Cartagena y porque el mismo día que había de salir le dió una gran enfermedad no tuvo
efecto su ida de lo eclesiástico eligió al Licenciado Juan Guerrero de Vargas visitador
persona de autoridad muy compuesto y de muchas partes de allá mandó viniese don
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Fernando de Salazar que después fue en esta iglesia canónigo tesorero y provisor y a otro
clérigo llamado Gabriel de Herrera muy virtuoso envió su Illma. todo avío de mulas
sillones toldos matalotaje de muchos regalos / [58v.] y envió a mandar a todos los
doctrinantes que nos aguardasen con gran prevención así en el recibimiento como en el
regalo y acomodamiento en todas las doctrinas a que se extremaron con singular cuidado
con promesa de quien se aventajara en esto sería premiado y el que no le daría a su SSa.
muy gran pesar como lo mostró sino hizo alguno lo que los otros curas de tanto festejo y
regalos -
5 Salimos de Arequipa primero de enero del año de [mil] seiscientos y cinco con gran
sentimiento de toda la ciudad de clamores lágrimas y llantos que parecía día de juicio que
fue menester que el visitador Juan Guerrero de Vargas a quien su Illma. mandó nos trajese
mandarlo con descomunión que se sosegasen y nos dejasen salir. Salimos veinte y cinco
monjas que como era tan recién fundado no eran más, y dos niñas seglares parientes
sobrinas de las fundadoras doña María de San José que el año de siete [1607] tomó aquí el
hábito y de ahí algunos años por no tener edad tomó el hábito la otra doña Costanza de
Padilla - caminóse con tanta religión y compostura y silencio que cuando se acercaba la
gente del recibimiento nos echábamos los velos a los rostros no dando lugar a que nadie
nos viese los curas nos hicieron muy grandes festejos y muchos regalos los caciques y
demás gente salían a recibirnos de rodillas desde lejos con danzas y mucha música y
besaban los hábitos y escapularios - unas veces o partes nos aposentaban los curas en sus
casas si eran capaces otros en las iglesias y tambos y casas de los corregidores y donde fue
fuerza llegar a despoblado fue tan atento el cura que mandó cavar más una peña que
quedó capaz donde todas cupimos muy enesterada y ante puertas que hoy se alojan los
pasajeros y la llaman la cueva de las monjas - mandó hacer hornillos para nuestro regalo
toros y cazaron perdices que las tenían prevenidas para que lo hubiéramos estuvimos tres
o cuatro días en ese asiento por lo que luego nevó - llegamos aquí víspera de la
purificación de Nuestra Señora con muy gran recibimiento y Su Illma. del señor don
Antonio de Raya tenía prevenido llegásemos a la plazuela de Santo Domingo y las señoras
de Santa Clara le suplicaron de que nos querían hacer favor de hospedarnos aquel día y
regalarnos mucho nos regalaron mas no nos entraron en su clausura / [59] cosa que sintió
notablemente su SSa. comimos ahí y a la tarde con el acompañamiento de Su Illma. de los
dos cabildos que entonces era corregidor don Pedro de Córdoba Mejía y toda la gente
principal del pueblo así hombres como señoras y toda la demás gente y muchísima que
vino de fuera del pueblo multitud de indios indias que apenas nos dejaron andar con
mucha música y danzas y fuegos - lleváronnos a la iglesia mayor donde nos recibieron los
cantores con música de ay nos venimos y nos hicieron entrar en la iglesia de la Compañía
de Jesús que la tenían muy aderezada de allí entramos a la iglesia que nos tenían
prevenida en las casas del Capitán Martín de Olmos que después fue de don Gerónimo
[Costilla] Gallinato tenían una puerta en la iglesia a la clausura por donde entramos a ella
y Su Illma. se estuvo en pie en la iglesia hasta que la hizo acabar de tapar entramos dentro
los dormitorios hallamos lugar y sus esteras y colchones y frazadas para las que no lo
tenían y puestas antepuertas y con grande aseo lo mismo el refectorio mientras vivió
nuestro santo padre nos enviaba para el gasto del mes plata y de los regalos que le daban
y esto con tanto amor y caridad que si nos viviera más tiempo nos dejara con mucho
remedio que así lo decía que en acabando de pagar de lo que debía al colegio de
Huamanga sería todo para este monasterio* llevónoslo Dios breve salió mi señora doña
Lucía de Padilla que es la fundadora seglar y fueron por esas calles y casas con la señora
corregidora doña María de Peñalosa que era señora santa y lo mismo la señora doña
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Catalina Duarte de quien tuvimos más que nos dió una renta que hasta hoy la goza el
monasterio a pedir limosna prometieron mucho y casi fue nada lo que dieron que fue
harta lástima lo pasamos con la muerte de su SSa. hasta que se trajo de Arequipa
vendiendo allá las casas y posesiones para comprar estas casas donde hoy está el
monasterio que para acomodarle casas de religión fue menester deshacer y hacer mucho
y las que entraban no eran con las dotes que ahora sino menos lo uno por la necesidad
que tenían de plata para las obras y lo otro porque entrasen monjas que como éramos
forasteras y tenían aquí su monasterio había dificultades / [59v.] y por poblar la casa y
acomodar la casa y hacer obras se rebajaban las dotes por estas causas no se podían poner
en renta así habido poca -
6 Fuente: Archivo de Santa Catalina de Sena (ASCS), Cuzco, “Inventario de la fundación”,
doc. 3.
NOTAS FINALES
*. Contreras y Valverde (1983: 119) incluye entre las obras caritativas del obispo de la Raya la
fundación de un colegio de la Compañía de Jesús en la ciudad de Huamanga (hoy Ayacucho).
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Obras citadas
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207
63 Audiencia de Lima
64 Justicia
66 ALCARAZ Y CASTRO , Isidoro. Breve instrucción del método, y práctica de los quatro juicios, civil,
ordinario, sumario de partición, executivo, y general de concurso de acreedores. 4 a ed. Madrid:
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67 ANGULO, Domingo, ed. “Libro original que contiene la fundación del monesterio de monxas
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Cabildo, Justicia y Reximiento desta dicha cibdad: Año de 1560”. Revista del Archivo
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68 APARICIO VEGA, Manuel Jesús, ed. La revolución del Cuzco de 1814. Vol. 3, 7a pte. de la Colección
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69 ARBIOL, ANTONIO. La religiosa instruida. Madrid: Imprenta Real de la Gazeta, 1776.
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82 DENEGRI Luna, Félix, ed. Diario del viaje del presidente Orbegoso al sur del Perú. 2 vols. Lima:
Pontificia Universidad Católica, Instituto Riva-Agüero, 1974.
83 DÍAZ DE VALDEPEÑAS,Hernando. Suma de notas copiosas y muy sustanciales y compendiosas.
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84 ESPINAVETE LÓPEZ, Manuel. “Descripción de la provincia de Abancay”. Mercurio Peruano 12
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85 ESPINO Y CÁCERES, Diego de. Quaderno de las leyes de Toro y nuevas decisiones, hechas y
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ocurrir en estos reynos. Salamanca: Diego Cussio, 1599.
86 ESPINOSA, Tomás de, ed. Regla de N.P.S. Agustín, águila de los doctores, luz de la Iglesia. Manual,
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87 ESQUIVEL Y NAVIA, Diego de. Noticias cronológicas de la gran ciudad del Cuzco. 2 vols. Edición de
Félix Denegri Luna. Lima: Banco Wiese, 1980.
88 GARCILASO DE LA VEGA , El Inca. Comentarios reales de los incas. Lima. Librería Internacional del
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91 Traducción de Harold V. Livermore. Austin: University of Texas Press, 1966.
92 GUAMÁN POMA DE AYALA , Felipe. El primer nueva corónica y buen gobierno. 3 vols. Edición de
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Españoles, tomo 50. Madrid: M. Rivadeneyra, 1859.
95 —. Obras escogidas. 2 vols. Edición de Ángel del Río. Madrid: Espasa-Calpe, 1935.
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University of Oklahoma Press, 1978.
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99 LEVILLIER,
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100 —. Gobernantes del Perú: cartas y papeles, siglo XVI. 14 vols. Madrid: Sucesores de Rivadeneyra
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101 LOHMANN VILLENA, Guillermo. Los americanos en las órdenes nobiliarias (1529-1900). 2 vols.
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102 MENDOZA, Diego de. Chrónica de la provincia de S. Antonio de los Charcas. La Paz: Editorial Casa
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103 MERCADO, Tomás de. Tratos y contratos de mercaderes y tratantes. Salamanca: Matías Gast.
1569.
104 —. Summa de tratos y contratos de mercaderes. Sevilla: Hernando Díaz, 1571.
105 MONTERROSO Y ALVARADO , Gabriel de. Prática civil y criminal e instructión de scrivanos.
Valladolid: Francisco Fernández de Cordova, 1563.
106 NIEBLA, Lorenzo de. Summa del estilo de escribanos y de herencias y particiones y escripturas y
avisos de jueces. Sevilla: Pedro Martínez de Bañares, 1565.
107 Ordenanza hecha por el muy reverendo señor prior del monesterio de Nuestra Señora Santa María
Guadalupe, en la qual se contienen las condiciones con que se deven hazer los contratos del censso
al quitar para que sean sin offensa de Nuestro Señor. Guadalupe: Francisco Díaz, 1548.
108 POLO DE ONDEGARDO ,Juan. El mundo de los incas. Edición de Laura González y Alicia Alonso.
Crónicas de América 58. Madrid: Historia 16, 1990.
109 PORRAS BARRENECHEA , Raúl. “Dos documentos esenciales sobre Francisco Pizarro y la
conquista del Perú”. Revista Histórica 17 (1948), 5-95.
110 Recopilación de las leyes destos reynos. 3 vols. Madrid: Catalina de Barrio y Angulo y Diego
Díaz de la Carrera, 1640.
111 Recopilación de leyes de los reynos de las Indias. 3a ed. 4 vols. Madrid: Andrés Ortega, 1774.
112 REZABAL Y UGARTE, José de. Tratado del real derecho de las medias-anatas seculares y del servicio
de lanzas a que están obligados los títulos de Castilla. Madrid: Don Benito Cano, 1792.
113 SANCHO, Pero. La relación de Pero Sancho. Traducción de Luis A. Arocena. Buenos Aires:
Editorial Plus Ultra, 1986.
114 SCHROEDER, HJ., ed. Canons and Decrees of the Council of Trent. Rockford, Ill.: TAN Books &
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115 Las siete partidas del rey Alfonso el Sabio, cotejadas con varios códices antiguos por la Real
Academia de la Historia. 3 vols. Madrid: Imprenta Real, 1807.
116 TERESA DE JESÚS, Santa. Libro de las fundaciones. 3a ed. Edición de Antonio
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125 VÁZQUEZ DE ESPINOSA , Antonio. Compendio y descripción de las Indias occidentales. Edición de B.
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233 PORTOCARRERO Suárez, Patricia, ed. Estrategias de desarrollo: intentando cambiar la vida. Lima:
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